Rossi Paolo - El Nacimiento De La Ciencia Moderna En Europa

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PAOLO ROSSI EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA MODERNA EN EUROPA /

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LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPA CRÍTICA

El nacimiento de la ciencia moderna en Europa Paolo Rossi Traducción castellana de

María Pons

Crítica

Grijalbo Mondadori Barcelona

Título original: LA NASCITA DELLA SCIENZA MODERNA IN EUROPA Diseño de la cubierta a partir de una creación de UWE GÓBEL © 1997: Paolo Rossi © 1998: CRÍTICA (Grijalbo Mondadori, S.A.), Aragó, 385, 08013 Barcelona © C. H. Beck, Wilhelmstrasse 9, Munich © Basil Blackwell, 108, Cowley Road, Oxford © Laterza, via di Villa Sacchetti, 17, Roma, y via Sparano, 162, Bari © Editions du Seuil, 27 rué Jacob, París ISBN: 84-7423-895-1 Depósito legal: B. 26.598-1998 Impreso en España 1998. - HUROPE, S. L., Lima, 3 bis, 08030 Barcelona

Prefacio L j uropa se está co nstru yen do . Esta gran esperanza sólo se realizará si se X -/ tiene en cuenta el pasado: una Europa sin historia sería huérfana y des­ dichada. Porque el hoy procede del ayer, y el mañana surge del hoy. La me­ moria del pasado no debe paralizar el presente, sino ayudarle a que sea dis­ tinto en la fidelidad, y nuevo en el progreso. Europa, entre el Atlántico, Asia y Africa, existe desde hace mucho tiempo, dibujada por la geografía, modela­ da por la historia, desde que los griegos le pusieron ese nombre que ha per­ durado hasta hoy. El futuro debe basarse en esa herencia que, desde la Anti­ güedad, incluso desde la prehistoria, ha convertido a Europa en un mundo de riqueza excepcional, de extraordinaria creatividad en su unidad y su diver­ sidad. La colección «La construcción de Europa», surgida de la iniciativa de cinco editores de lenguas y nacionalidades diferentes: Beck de Munich, Basil Blackwell de Oxford, Crítica de Barcelona, Laterza de Roma y Bari y Le Seuil de París, pretende mostrar la evolución de Europa con sus indudables ventajas, sin disimular por ello las dificultades heredadas. El camino hacia la unidad del continente ha estado jalonado de disputas, conflictos, divisiones y contradicciones internas. Esta colección no las piensa ocultar. Para acometer la empresa europea hay que conocer todo el pasado, con una perspectiva de futuro. De ahí el título «activo» de la colección. No hemos creído oportuno escribir una historia sintética de Europa. Los ensayos que proponemos son obra de los mejores historiadores actuales, sean o no europeos, sean o no re­ conocidos. Ellos abordarán los temas esenciales de la historia europea en los ámbitos económico, político, social, religioso y cultural, basándose tanto en la larga tradición historiográfica que arranca de Heródoto, como en los nue­ vos planteamientos elaborados en Europa, que han renovado profundamente la ciencia histórica del siglo xx, sobre todo en los últimos decenios. Son en­ sayos muy accesibles, inspirados en un deseo de claridad. Y nuestra ambición es aportar elementos de respuesta a la gran pregunta de quienes construyen y construirán Europa, y a todos los que se interesan por ello en el mundo: «¿Quiénes son los europeos? ¿De dónde vienen? ¿Adon­ de van?».

J acques L e G off

Cuando Cristóbal Colón, Magallanes y los portugueses cuen­ tan cómo se extraviaron en sus viajes, no sólo les perdona­ mos, sino que nos disgustaría no disponer de su narración, sin la cual se hubiera perdido todo el entretenimiento. Por lo tanto no seré objeto de crítica si, impulsado por un mis­ mo afecto por mis lectores, sigo su mismo método. J ohannes K epler , Astronomía nova

(1609)

Ciencia europea

N

ex iste , en E uropa , una «cuna» de esa complicada realidad histórica que llamamos hoy en día ciencia moderna. La cuna es toda Europa. Vale la pena recordar, además, algunas cosas que todo el mundo sabe: que Copémico era polaco, Bacon, Harvey y Newton ingleses, Descartes, Fermat y Pascal franceses, Tycho Brahe danés, Paracelso, Kepler y Leibniz alema­ nes, Huygens holandés, Galileo, Torricelli y Malpighi italianos. La obra de cada uno de estos personajes estuvo vinculada a la de los demás, en una rea­ lidad artificial o ideal, carente de fronteras, en una República de la Ciencia que supo construirse a costa de muchos esfuerzos un espacio propio en si­ tuaciones sociales y políticas siempre difíciles, a menudo dramáticas, y a ve­ ces trágicas. La ciencia moderna no nació en la quietud de los campus o en la atmósfe­ ra algo artificial de los laboratorios de investigación en tomo a los cuales, pe­ ro no dentro de los cuales (como sucedía desde hacía siglos, y sucede todavía en los conventos), parece fluir el río sanguinolento y cenagoso de la historia. Por una razón muy simple: porque esas instituciones (en lo que atañe al saber que llamamos «científico») no habían nacido todavía, y porque para el traba­ jo de los «filósofos naturales» no se habían construido aún esas torres de marfil tan provechosamente utilizadas y tan injustamente vituperadas a lo lar­ go de nuestro siglo. A pesar de que casi todos los científicos del siglo xvn estudiaron en una universidad, son pocos los nombres de científicos cuya carrera se desarrolló en su totalidad o en una gran parte en el seno de la universidad. Las universi­ dades no fueron el centro de la investigación científica. La ciencia moderna nació fuera de las universidades, a menudo enfrentada con ellas, y se trans­ formó a lo largo del siglo xvn, y todavía más en los dos siglos siguientes, en una actividad social organizada capaz de crear sus propias instituciones. En los libros dedicados a la física, a la astronomía o a la química, general­ mente apenas se traslucen muchas de las vicisitudes, a menudo tumultuosas, que acompañaron su redacción. Pero es conveniente que el lector de este libro (que trata de ideas, teorías y experimentos, y que necesariamente dedica muy poco espacio a esas vicisitudes), cuando piense en la época en que vivieron

o

los llamados «padres fundadores» de la ciencia moderna, no recuerde sola­ mente la música de Monteverdi y de Bach, el teatro de Gomeille y de Molie­ re, la pintura de Caravaggio y de Rembrandt, la arquitectura de Borromini y la poesía de Milton, sino que tenga presente al menos una cosa: que la Euro­ pa que vivió un período decisivo de su difícil y dramática historia en los cien­ to sesenta años que separan el De revolutionibus de Copémico (1543) de la Óptica de Newton (1704) era radicalmente distinta (incluso en todo aquello que se refiere al mundo de lo cotidiano) de la Europa éh la que nos ha co­ rrespondido vivir hoy. En la villa de Leonberg, en Suabia, durante el invierno de 1615-1616 fue­ ron quemadas seis brujas. En el pueblecito cercano de Weil (actualmente Weil der Stadt), cuya población no superaba las doscientas familias, entre 1615 y 1629 fueron quemadas treinta y ocho. Una anciana llamada Katharine, algo chismosa y extravagante, que vivía en Leonberg, fue acusada por la mujer de un vidriero de haber provocado la enfermedad de una vecina con una poción mágica, de haber echado el mal de ojo a los hijos de un sastre y de haberles causado la muerte, de haber negociado con un sepulturero para obtener el crá­ neo de su padre, que quería regalar como cáliz a uno de sus hijos, astrólogo y dedicado a la magia negra. Una niña de doce años, que llevaba unos ladrillos a cocer al homo, se encontró por la calle con dicha anciana y experimentó en el brazo un terrible dolor que le provocó una especie de parálisis en el brazo y en los dedos durante algunos días. No es casual que al lumbago y a la tortícolis se les llame aún hoy en día en Alemania Hexenschuss, en Dinamarca Hekseskud y, en Italia, colpo della strega (golpe de la bruja). Aquella anciana, que tenía entonces setenta y tres años, fue acusada de brujería, permaneció encadenada durante meses, fue obligada a defenderse de 49 acusaciones, fue sometida a la territio, o interrogatorio con amenaza de tortura frente al verdu­ go, tras una detallada descripción de los muchos instrumentos que estaban a disposición del mismo. Después de más de un año de prisión, fue finalmente absuelta el 4 de octubre de 1621, seis años después de las primeras acusacio­ nes. No pudo volver a vivir en Leonberg porque hubiera sido linchada por el pueblo (Caspar, 1962: 249-265). Aquella anciana tenía un hijo famoso, llamado Johannes Kepler, que se ha­ bía comprometido angustiosamente en su defensa y que durante los años que duró el proceso, además de escribir un centenar de páginas para defender a su madre de la tortura y de la hoguera, escribió también las páginas del Harmoni­ ces mundi, que contienen la que en los manuales se denomina tercera ley de Kepler. En la raíz del mundo había, según Kepler, una armonía celestial que le parecía (tal como escribe en el cuarto capítulo del quinto libro) «semejante a un Sol que resplandece a través de las nubes». Kepler era muy consciente de que esa misma armonía no reinaba sobre la tierra. En el sexto capítulo del li­ bro dedicado a los sones producidos por los planetas escribía que, como las notas producidas por la tierra eran Mi-Fa-Mi, de ello podía concluirse que so­ bre la tierra reinaban la Miseria y el Hambre (Fames). Terminó la redacción del texto tres meses después de la muerte de Katharine.

En aquel mundo eran pocos los científicos que podían dedicarse con so­ siego a la investigación. No hace falta evocar el recuerdo de la hoguera de Giordano Bruno o de la tragedia de Galileo. Para tener conciencia de ello es suficiente leer la Vie de monsieur Descartes, de Adrien Baillet. La Europa de aquellos decenios no sólo contempló los procesos a las brujas y la labor de los tribunales de la Inquisición. Casi nunca pensamos en el significado literal de la expresión guerra de los Treinta Años. Recorrían aquella Europa, a lo largo y a lo ancho, ejércitos de mercenarios que arrastraban tras de sí artesanos, coci­ neros, prostitutas, muchachos escapados de casa, vendedores ambulantes, y que dejaban a su paso robos, pillerías, incendios, mujeres violadas y campesi­ nos muertos, cosechas destruidas, iglesias profanadas y pueblos saqueados. En aquella Europa, ciudades como Milán, Sevilla, Nápoles o Londres vieron diezmadas sus poblaciones a causa de la peste, que tuvo las características de una epidemia larguísima, terrorífica y crónica. Los sucesos descritos por Defoe a propósito de la peste de Londres y por Manzoni a propósito de la de Mi­ lán se repitieron muchísimas veces. Sólo en el seno de una República ideal, que tendía a independizarse de las luchas, de las desigualdades y de las miserias del mundo, podía nacer la sor­ prendente afirmación de Francis Bacon de que una ciencia practicada con vis­ tas a la gloria o al poder del propio país es moralmente menos noble que una ciencia que se pone al servicio de toda la especie humana. Unicamente en ese contexto podía nacer la afirmación -hecha por Marin Mersenne a propósito de los indios canadienses y de los campesinos de Occidente- de que «un hombre no puede hacer nada que otro hombre no pueda hacer también y cada hombre contiene en sí todo lo que le es necesario para filosofar y para razo­ nar acerca de todas las cosas» (Mersenne, 1634: 135-136). Hay algo más que une fuertemente a los protagonistas de la revolución científica: la conciencia de que con su obra está naciendo algo nuevo. El término novus aparece de forma casi obsesiva en varios centenares de títulos de libros científicos del si­ glo xvn: del Nova de universis philosophia de Francesco Patrizi y del New Attractive de Robert Norman, al Novum Organum de Bacon, la Astronomía nova de Kepler y las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias de Galileo. En aquellos años nació y adquirió rápidamente plena madurez una forma de saber que tiene características estructuralmenté distintas de las otras for­ mas de cultura, y que consiguió crear a costa de muchas dificultades sus pro­ pias instituciones y sus propios lenguajes específicos. Este saber exige «expe­ riencias sensibles» y «demostraciones ciertas» y, a diferencia de cuanto había sucedido tradicionalmente, exige que estos dos difíciles requisitos vayan jun­ tos, estén indisolublemente unidos el uno al otro. Toda afirmación debe ser «pública», es decir, vinculada al control por parte de los demás, debe ser pre­ sentada y demostrada a los demás, discutida y sometida a posibles refutacio­ nes. En aquel mundo hubo personas que admitieron haberse equivocado, que no consiguieron demostrar lo que pretendían demostrar, que tuvieron que ren­ dirse ante las evidencias que otros habían aducido. Es evidente que esto suce-

dio muy raramente, que las resistencias al cambio fueron (como ocurre en to­ dos los grupos humanos) bastante fuertes, pero el hecho de que se establecie­ ra firmemente que la verdad de las proposiciones no dependía en modo algu­ no de la autoridad de quien las pronunciaba y que no existía relación alguna con ningún tipo de revelación o iluminación constituyó una especie de patri­ monio ideal al que los europeos pueden remitirse todavía hoy como un valor irrenunciable.

Una revolución y su pasado A propósito del nacimiento de la ciencia moderna, se ha hablado y se habla todavía (con razón) de «revolución científica». Las revoluciones tienen esta característica: no sólo miran hacia el futuro y dan vida a algo que no existía antes, sino que además se construyen un pasado imaginario que tiene, por lo general, características negativas. Basta leer el Discurso preliminar a la gran Enciclopedia de los ilustrados o incluso el comienzo del Discurso sobre las ciencias y las artes de Jean-Jacques Rousseau para darse cuenta de con qué fuerza circulaba, en la segunda mitad del siglo x v iii, la definición de la Edad Media como una edad oscura, como una «recaída en la barbarie», a la que pu­ sieron fin los resplandores del Renacimiento. Los historiadores no aceptan, por principio, ningún «pasado imaginario». Incluso ponen en cuestión los intentos que han hecho los hombres de colocar­ se a sí mismos en el centro del proceso de la historia. Esos mil años de histo­ ria, a lo largo de los cuales tuvieron lugar muchas de las grandes revoluciones intelectuales y a los que atribuimos la etiqueta genérica de Edad Media, han sido minuciosamente explorados desde mediados del siglo xix. Hoy en día sa­ bemos que el mito de la Edad Media como época de barbarie era precisamen­ te esto, un mito, elaborado por la cultura humanística y por los padres funda­ dores de la modernidad. En aquellos siglos se construyeron innumerables y admirables iglesias y catedrales, conventos y molinos de viento; se araron los campos con el arado pesado y se inventó el estribo, que cambió la naturaleza de los combates y la política europea, transformando el imaginario centauro de los antiguos en el señor feudal (White, 1967: 49). Las ciudades donde los hombres comenzaron a vivir no eran tan sólo cen­ tros de intercambios comerciales, sino también de intercambios intelectuales. La gran filosofía medieval surge del encuentro de tradiciones diversas: la cris­ tiana, la bizantina, la hebrea y la árabe (De Libera, 1991). En ese mundo na­ cieron las universidades y se afirmó, sobre todo, la figura del intelectual que es considerado, entre los siglos xn y xm, como un hombre que ejerce un ofi­ cio, desarrolla una labor, que es comparable por tanto a los otros ciudadanos y que tiene el deber de transmitir y elaborar las artes «liberales» (Le Goff, 1959: 73). Las universidades nacieron en Bolonia, París y Oxford a finales del siglo xn, se multiplicaron a lo largo del siglo siguiente y se extendieron por toda Europa durante los siglos xrv y xv. Las universidades se convierten

en centros privilegiados de un saber que se va configurando como digno de reconocimiento social, merecedor de una recompensa; un saber con sus pro­ pias leyes, que son fijadas con todo detalle (Le Goff, 1977: 153-170). La uni­ versidad, a diferencia de las escuelas monásticas o catedrales, era un studium generale, tenía una condición jurídica precisa basada en una autoridad «uni­ versal» (como el papa o el emperador). La autorización concedida a los pro­ fesores para enseñar en cualquier lugar («licentia ubique docendi») y los des­ plazamientos de los estudiantes contribuyeron en gran medida a la formación de una cultura latino-cristiana unitaria. «Favorecido por la adopción del latín como instrumento de comunicación culta, este mercado único de la docencia transformó las universidades medievales en centros de estudio de carácter in­ ternacional, en cuyo interior los hombres y las ideas podían circular rápida­ mente» (Bianchi, 1997: 27). El llamado método escolástico (basado en la lectio, la quaestio, la disputatio) dejará huellas imborrables en la cultura europea, y es indudable que para entender a muchos filósofos modernos, empezando por Descartes, hay que remontarse a los textos de aquellos autores a los que ellos combatían ardorosamente. Existen muchísimos estudios sobre la filosofía y la ciencia de la Edad Me­ dia, así como sobre el proceso de laicización de la cultura y sobre las condenas teológicas de muchas tesis filosóficas. Concretamente, muchos autores han sostenido la tesis de que existe una estrecha continuidad entre la ciencia de los estudiosos del Merton College de Oxford (como Bradwardine) y los «físicos parisinos» (como Nicolás de Oresme y Juan Buridán), y la ciencia de Galileo, Descartes y Newton. Ante la imposibilidad de discutir interpretaciones como las de Fierre Duhem (Duhem, 1914-1958) o de Marshall Clagett (Clagett, 1981), me limitaré a presentar una relación de algunas buenas razones que permiten confirmar la tesis opuesta de que existe una fuerte discontinuidad entre la tra­ dición científica medieval y la ciencia moderna y que permiten, por tanto, con­ siderar legítimo el uso de la expresión «revolución científica». 1. La naturaleza de la que hablan los modernos es radicalmente distinta de la naturaleza de la que hablan los filósofos medievales. En la naturaleza de los modernos no existe (como en la tradición) una distinción de esencia entre cuerpos naturales y cuerpos artificiales. 2. La naturaleza de los modernos es interrogada en condiciones artificia­ les: la experiencia de la que hablan los aristotélicos apela al mundo de lo co­ tidiano para ejemplificar o ilustrar teorías; las «experiencias» de los modernos son experimentos elaborados artificialmente con el objeto de confirmar o fal­ sear teorías. 3. El saber científico de los modernos se parece a la exploración de un nuevo continente; el de los medievales es semejante a la paciente profundización en los problemas sobre la base de reglas codificadas. 4. A los ojos de la crítica de los modernos, el saber de los escolásticos no parece capaz de interrogar a la naturaleza, sino sólo de interrogarse a sí mis­ mo proporcionando siempre respuestas satisfactorias. En ese saber caben las figuras del maestro y del discípulo, pero no la del inventor.

5. Los científicos modernos -Galileo, en primer lugar- actúan con una «desenvoltura» y un «oportunismo metodológico» que son totalmente desco­ nocidos para la tradición medieval (Rossi, 1989: 111-113). La exigencia me­ dieval de exactitud absoluta fue un obstáculo y no una ayuda para la creación de una ciencia matemática de la naturaleza. Galileo inventaba sistemas de medición cada vez más exactos, pero «apartaba la atención de la precisión ideal para dirigirla a la precisión necesaria en relación con los objetivos y a la que se podía conseguir con los instrumentos disponibles ... el mito paralizan­ te de la exactitud absoluta fue uno de los factores que impidieron a los pensa­ dores del siglo xiv pasar de las abstractas calculationes a un estudio efectiva­ mente cuantitativo de los fenómenos naturales» (Bianchi, 1990: 150). Pero las razones por las que el autor de este libro ha hablado y sigue ha­ blando de la ciencia moderna como de una revolución intelectual no están evidentemente expuestas en la breve enumeración anterior, sino en las pági­ nas que vienen a continuación.

Acerca de este libro Recibí de Jacques Le Goff el encargo (que consideré realmente un gran honor) de escribir un libro titulado El nacimiento de la ciencia moderna en Europa. Los editores europeos interesados en la obra me impusieron (tal como se acos­ tumbra a hacer, y como es justo y conveniente hacer) unos límites muy estric­ tos: 85.000 palabras o bien 300 páginas de 1.800 pulsaciones. He sobrepasado estos límites, pero no excesivamente. La simple enumeración de los que nosotros denominamos (utilizando una palabra acuñada en el siglo xix) científicos, que vivieron entre el nacimiento de Nicolás Copémico y la muerte de Newton y que podrían ser considerados dignos de mención en un manual de historiá de la ciencia, ocuparía ya mu­ chas páginas. Si a esta enumeración se le añadiera otra que contuviera la re­ lación de un par de sus obras principales, la situación podría resultar ya dra­ mática. Por lo tanto, he renunciado de entrada a todo objetivo de exhaustividad y también he renunciado (en consecuencia) a escribir un manual de historia de la ciencia. Además, he realizado algunas selecciones de las que considero oportuno dar cuenta al lector, para informarle de lo que podrá encontrar en es­ te libro y para aclararle el punto de vista que ha adoptado el autor. Los capítulos que componen este libro se centran en la nueva astronomía, las observaciones llevadas a cabo con el telescopio y el microscopio, el prin­ cipio de inercia, los experimentos en el vacío, la circulación de la sangre, las grandes conquistas del cálculo, etc., etc. Pero, junto a estas cuestiones, exis­ ten también diversos capítulos destinados a exponer grandes ideas y grandes temas que fuéron centrales a lo largo de aquella «revolución»: el rechazo de la concepción sacerdotal o hermética del saber, la nueva valoración de la téc­ nica, el carácter hipotético o realista de nuestro conocimiento del mundo, los

intentos de utilizar -aunque en relación con el mundo humano- los modelos de la filosofía mecánica, la nueva imagen de Dios como ingeniero o relojero y la introducción de la dimensión del tiempo en la consideración de los he­ chos naturales. En cuanto al método, estoy convencido de que las teorías específicas que constituyen el núcleo esencial de cualquier ciencia no son el reflejo total de determinadas condiciones histórico-sociales. En cambio, estoy convencido -y todo el trabajo que he desarrollado hasta ahora se ha movido en esta direc­ ción- de que la historia está estrechamente relacionada con las imágenes de la ciencia (es decir, las teorías sobre qué es y qué debe ser la ciencia) que es­ tán presentes en la cultura. En muchos casos esas imágenes ejercen un peso no desdeñable sobre la aceptación o el éxito de las teorías. Sobre la base de una determinada imagen de la ciencia se definen a menudo las fronteras de la ciencia, los criterios para distinguir la ciencia de la magia, de la metafísica o de la religión. Sobre esa base se eligen, sobre todo, los problemas que hay que resolver de entre Ja inmensa cantidad de problemas que son susceptibles de ser investigados. Eso que hoy en día aparece firmemente codificado y transmitido como tal por los manuales de física o de biología, eso que nos resulta hoy en día obvio y natural es, en cambio, el resultado de elecciones, opciones, contrastes y al­ ternativas. Esas alternativas y elecciones, antes de que se produjera su poste­ rior codificación, eran reales y no imaginarias. Y cada elección supuso opcio­ nes, dificultades, eliminaciones, y se configuró además, a veces, de manera dramática. Espero que algunas cosas queden claras en este libro: que el continuismo no es más que una mediocre filosofía de la historia superpuesta a la historia real; que mediante la investigación histórica no se descubren nunca, en el pa­ sado, estadios monoparadigmáticos o épocas caracterizadas, como las perso­ nas, por un solo rostro; que el diálogo crítico entre teorías, tradiciones cientí­ ficas e imágenes de la ciencia ha sido siempre (y lo sigue siendo) continuo e insistente; que la ciencia del siglo xvn fue, conjunta y contemporáneamente, paracelsiana, cartesiana, baconiana y leibniziana; que modelos no mecanicistas se utilizaron con profusión incluso en lugares insospechados; que el surgi­ miento de los problemas y de los posibles campos de investigación está sóli­ damente vinculado a discusiones que se relacionan con las filosofías y con las metafísicas; que la figura del científico surge en épocas diversas y de manera diferente en cada uno de los ámbitos de la investigación, puesto que en algu­ nos casos (como en la matemática y en la astronomía) nos remontamos a tra­ diciones antiquísimas, en otros se pretende hacer surgir del pasado tradiciones concretas a las que remontarse, en otros, finalmente, se insiste en el carácter nuevo o «alternativo» de la propia actividad cognoscitiva y experimental. Hay una cosa, aparentemente obvia, que los historiadores deben recordar continuamente a sus lectores, así como a los literatos, filósofos y científicos de su época. Hay que recordarla continuamente, porque en todo ser humano (y, por tanto, también en los filósofos y científicos más exquisitos) existe una

tendencia casi invencible a olvidarla: todos cuantos trabajaron, pensaron, for­ mularon teorías y efectuaron experimentos en el período del nacimiento de la ciencia moderna vivieron en un mundo bastante diferente del nuestro, en el que convivían perspectivas que hoy en día nos parece que pertenecen a mun­ dos culturales completamente irreconciliables entre sí. En el siglo xvn hubo una extraordinaria floración de obras alquimistas y, al mismo tiempo, la crea­ tividad matemática adquirió un extraordinario vigor. Newton es uno de los grandes creadores del cálculo infinitesimal, pero sus manuscritos de alquimia contienen más de un millón de palabras (aproximadamente diez volúmenes iguales al que ahora tenéis entre manos). Los científicos del siglo x v ii no sa­ bían ni podían saber lo que ahora sabemos: que la alquimia del siglo xvn «era la última flor de una planta moribunda y la matemática del siglo xvn la pri­ mera flor de una robusta planta perenne» (Westfall, 1989: 27, 305). Sin embargo, me parece indudable que lo que llamamos «ciencia» adqui­ rió en aquellos años algunos de los caracteres fundamentales que todavía con­ serva hoy en día, y que con razón fueron considerados por los padres funda­ dores como algo nuevo en la historia del género humano: un artefacto o una empresa colectiva, capaz de crecer sobre sí misma, destinada a conocer el mundo y a intervenir en el mundo. Esa empresa, que desde luego no es ino­ cente, ni nunca ha sido considerada como tal, a diferencia de cuanto ha suce­ dido con los ideales políticos, las artes, las religiones y las filosofías, se ha convertido en una poderosísima fuerza unificadora de la historia del mundo. Este libro no ha sido escrito para los historiadores o los filósofos de la cien­ cia. Ha sido pensado y escrito para los jóvenes que inician su relación personal con la historia de las ideas y con esos complicados, proliferantes y fascinantes objetos que son las ciencias y la filosofía. Pero sobre todo he tenido en cuenta a muchísimas personas (entre las cuales incluyo a muchos y queridísimos ami­ gos) que se han dedicado a estudios «humanísticos», que piensan en la ciencia como en algo «árido», que la consideran (en el fondo de su corazón) escasa­ mente relevante para la cultura y para la historia de la cultura, que tienen de la ciencia y de su historia esa imagen restrictiva y fácil que muchos filósofos (ilustres, incluso) de nuestro siglo han contribuido a reforzar y a propagar, que comparten, casi siempre sin saberlo, las teorías de los primeros decenios del si­ glo xx sobre la bancarrota de la ciencia. Puesto que las páginas que siguen representan en cierto modo un intento de síntesis (también de refundición) de un trabajo sobre algunos temas de la revolución científica que inicié hace más de cuarenta años, debería, si me adentrase en el sendero de los agradecimientos, expresar mi gratitud a un nú­ mero demasiado elevado de personas: a muchos amigos y a muchos jóvenes, y ahora ya no tan jóvenes, discípulos. Renuncio a hacerlo y dedico este libro a mi dulce, decidida e inesperada nietecita Giorgia, que tiene los ojos azules, tan fascinantes para mí como los de su abuela Andreina.

C A P Í T U L O UNO ------------- » -------------

Obstáculos Olvidar lo que sabemos

L

os h is to r ia d o r e s no están tan interesados en las estructuras perennes de la mente de los seres humanos como en los distintos modos de funciona­ miento de las mentes en épocas diferentes. Cuando nos aproximamos a un pensamiento que no es el nuestro, es importante intentar olvidar lo que sabe­ mos o lo que creemos saber. Es necesario adoptar modos de razonar, o inclu­ so principios metafísicos, que para las personas del pasado eran tan válidos y basados en razonamientos e investigaciones como lo son para nosotros los principios de la física matemática y los datos de la astronomía (Koyré, 1971: 77). Como escribió en cierta ocasión Thomas Kuhn, es esencial hacer un es­ fuerzo por desaprender los esquemas de pensamiento inducidos por la expe­ riencia y por la enseñanza anteriores (Kuhn, 1980: 183). El término obstáculos epistemológicos fue acuñado por el filósofo francés Gastón Bachelard en los años treinta de este siglo. Se refiere a esas convic­ ciones (extraídas tanto del saber común como del saber científico) que tien­ den a impedir cualquier ruptura o discontinuidad en el crecimiento del saber científico y constituyen, por tanto, poderosos obstáculos para la afirmación de verdades nuevas. El tipo de preguntas que se planteaba Bachelard ha contri­ buido a renovar la historia de la ciencia, a transformar lo que era una «alegre enumeración de descubrimientos» en una historia del difícil camino recorrido por la razón. Vale la pena mostrar, mediante un ejemplo concreto, a qué quería referirse Bachelard cuando hablaba: 1) de obstáculos epistemológicos; 2) de la separa­ ción de la ciencia del realismo del sentido común; 3) de una falsa continuidad histórica (basada en el uso de las mismas palabras). Hasta el siglo xix no ca­ be la menor duda de que para iluminar es preciso quemar alguna materia. En la lámpara eléctrica de filamento incandescente de Edison, por el contrario, se trata de impedir que una materia arda. La ampolla de vidrio no sirve para pro­ teger la llama del aire, sino para garantizar el vacío en tomo al filamento. Las antiguas y las nuevas lámparas tienen una sola cosa en común: sirven para vencer la oscuridad. Sólo podemos designarlas con el mismo nombre si adop­ tamos este punto de vista, que es el punto de vista de la vida cotidiana. En realidad, ese cambio técnico supone una complicada teoría de la combustión,

que tiene relación con la también complicada historia del descubrimiento del oxígeno (Bachelard, 1949: 104; Bachelard, 1995).

Física Un estudiante de enseñanza secundaria de nuestros días sabe distinguir entre el peso de un cuerpo (que varía según su distancia de la Tierra) y la masa de un cuerpo (que, para la física clásica o anterior a Einstein, es la misma en to­ dos los puntos del universo); conoce la primera ley de Newton o el principio de inercia y sabe, por tanto, que si no existen resistencias externas, para dete­ ner un cuerpo en movimiento rectilíneo uniforme es necesario aplicar una fuerza, y que el movimiento rectilíneo uniforme es, por tanto, como el reposo, un estado «natural» de los cuerpos. Ese estudiante conoce también la segunda ley de Newton, según la cual es la aceleración y no la velocidad la que resul­ ta proporcional a la fuerza aplicada (a diferencia de lo que creía Aristóteles, que afirmaba que la aplicación de una cierta fuerza imprime al cuerpo una ve­ locidad determinada); sabe, por último, algo que era totalmente inconcebible en la física antigua: que una fuerza constante imprime a un cuerpo un movi­ miento variable (uniformemente acelerado) y que cualquier fuerza, por pe­ queña que sea, es capaz de hacer eso sobre cualquier masa, por grande que sea. Sabe también que todo movimiento circular es un movimiento acelerado y que el movimiento circular no es en modo alguno el prototipo del movi­ miento eterno de los cielos. No sólo eso: a diferencia de lo que creía la física prenewtoniana y de lo que creía el propio Galileo, ese movimiento no es en absoluto «natural», sino que tiene que ser explicado recurriendo a una fuerza procedente del centro, que lo hace desviar constantemente de la línea recta que seguiría de no existir esa fuerza. La historia de la física, desde las elaboraciones tardoescolásticas de la teo­ ría del Ímpetus hasta las límpidas páginas de los Principia de Newton, es la historia de una profunda revolución conceptual, que obliga a modificar en profundidad las nociones de movimiento, masa, peso, inercia, gravedad, fuerza y aceleración. Se trata, a la vez, de un nuevo método y de una nueva concepción general del universo físico. Se trata, además, de nuevos modos de determinar los límites, las funciones y los objetivos del conocimiento de la naturaleza. Se puede intentar hacer una relación de las convicciones que hubieron de ser abandonadas con grandes dificultades para que llegara a constituirse la llamada «física clásica» de Galileo y de Newton. La aparente obviedad de estas convic­ ciones fue un obstáculo tremendo para la fundación de la ciencia moderna. Esa obviedad no estaba vinculada solamente a la existencia de tradiciones de pensa­ miento que tenían raíces antiguas y muy sólidas, sino también a su mayor pro­ ximidad al llamado sentido común. Las tres convicciones que expongo a conti­ nuación, y que la ciencia moderna ha abandonado completamente, se presentan como «generalizaciones» de observaciones empíricas ocasionales.

Obstáculos 21 1. Los cuerpos caen porque son pesados, porque tienden a su lugar natu­ ral, que está situado en el centro del universo. Tienen, pues, en sí mismos un principio intrínseco de movimiento y caerán a mayor velocidad cuanto más pesados sean. La velocidad de caída es directamente proporcional al peso: si dejamos caer al mismo tiempo dos esferas que pesen respectivamente 1 kg y 2 kg, llegará antes a tierra la que pesa 1 kg, mientras que la que pesa 2 kg ne­ cesitará el doble de tiempo. 2. El medio a través del cual se mueve un cuerpo es un elemento esencial del fenómeno del movimiento y debe ser tenido muy en cuenta al determinar la velocidad de caída de los graves. Por lo general, se consideraba que la ve­ locidad de un cuerpo en caída libre (directamente proporcional al peso) era inversamente proporcional a la densidad del medio. En el vacío (en un am­ biente carente de densidad) el movimiento se desarrollaría instantáneamente, la velocidad sería infinita y un cuerpo se hallaría en muchos lugares en el mismo instante. Todos ellos eran argumentos formidables en contra de la existencia del vacío. 3. Puesto que todo lo que se mueve es movido por otra cosa («omne quod movetur ab alio movetur»), el movimiento violento de un cuerpo es produci­ do por una fuerza que actúa sobre él. El movimiento necesita un motor que lo produzca y lo conserve en movimiento. No es necesario aportar causa alguna para explicar el mantenimiento del estado de reposo de un cuerpo, porque el reposo es el estado natural de los cuerpos. El movimiento (cualquier tipo de movimiento, ya sea natural o violento) es algo no natural y provisional (a ex­ cepción de los «perfectos» movimientos circulares celestes), que cesa en cuanto cesa la aplicación de una fuerza, y que se mueve tanto más rápida­ mente cuanto mayor es la fuerza apücada. Si la fuerza aplicada es la misma, se mueve tanto más lentamente cuanto mayor es su peso. Al cesar la aplica­ ción de la fuerza cesa también el movimiento, «cessante causa, cessat effectus», cuando se detiene el caballo, se detiene también el carro. Estas tres generalizaciones, como ya se ha dicho, nacen de referencias a situaciones vinculadas a la experiencia cotidiana: la caída de una pluma y de una piedra, el movimiento de un carro tirado por un caballo. Aparecen también vinculadas a una concepción antropomórfica del mundo, que asu­ me las sensaciones, los comportamientos y las percepciones del hombre, en su inmediatez, como criterios de realidad. En la raíz de los «errores» de la física de los antiguos se hallan motivaciones profundas, arraigadas en nuestra fisiología y en nuestra psicología. ¿Por qué, se pregunta René Des­ cartes en los Principia (1644), generalmente nos engañamos pensando que se requiere mayor acción para el movimiento que para el reposo? Hemos caído en este error, escribe, «desde el inicio de nuestra vida», porque esta­ mos acostumbrados a mover nuestro cuerpo según nuestra voluntad, y el cuerpo es percibido en reposo sólo por el hecho de que «está adherido a la Tierra por el peso, cuya fuerza no sentimos». Puesto que este peso ofrece resistencia al movimiento de los miembros y hace que nQS cansemos al efectuar nuestros movimientos «nos ha parecido que se requería una mayor

fuerza y más acción para producir un movimiento que para detenerlo» (Descartes, 1967: II, 88). La ciencia moderna no nació a partir de generalizaciones de observacio­ nes empíricas, sino a partir de un análisis capaz de hacer abstracciones, ca­ paz de abandonar el plano del sentido común, de las cualidades sensibles y de la experiencia inmediata. El principal instrumento que hizo posible la re­ volución conceptual de la física fue, como es sabido, la matematización de la física. A su desarrollo contribuyeron decisivamente Galileo, Pascal, Huygens, Newton y Leibniz.

Cosmología Creo que es oportuno insistir aún más en algunos otros aspectos de aquel mi­ lenario sistema del mundo, a cuya destrucción contribuyeron decisivamente Copémico, Tycho Brahe, Descartes, Kepler y Galileo. En primer lugar, es preciso comenzar de nuevo con la distinción entre mundo celeste y mundo terrestre, entre movimientos naturales y movimien­ tos violentos. En la filosofía aristotélica el mundo terrestre o sublunar resul­ ta de la mezcla de cuatro elementos simples: tierra, agua, aire, fuego. El pe­ so o la ligereza de cada cuerpo depende de la distinta proporción en que aparecen mezclados en él los cuatro elementos, porque tierra y agua tienen una tendencia natural hacia abajo, mientras que aire y fuego la tienen hacia arriba. El devenir y el cambio del mundo sublunar es consecuencia de la agitación o mezcla de los elementos. El movimiento natural de un cuerpo pesado está dirigido hacia abajo, el de un cuerpo ligero hacia arriba', el movimiento rectilíneo hacia arriba o hacia abajo (concebidos como absolu­ tos y no relativos) depende de la tendencia natural de los cuerpos a alcanzar su lugar natural, el lugar que por naturaleza les es propio. La experiencia cotidiana de la caída de un sólido en el aire, del fuego que asciende hacia lo alto, de las burbujas que flotan en el agua confirma la teoría. Pero la expe­ riencia nos sitúa también continuamente frente a otros movimientos: una piedra lanzada hacia arriba, una flecha disparada por el arco, una llama des­ viada hacia abajo por la fuerza del viento. Se trata de movimientos violen­ tos, causados por la acción de una fuerza exterior, que repugna a la natu­ raleza del objeto sobre el que actúa. «Cessante causa, cessat effectus», cuando esa fuerza cesa, el objeto tiende a volver al lugar que por naturaleza le corresponde. El concepto de movimiento, en la física de los aristotélicos, no coincide con el movimiento de la física de los modernos. En general, se considera mo­ vimiento el paso del ser en potencia al ser en acto. Esto se configura, para Aristóteles, como movimiento en el espacio, como alteración en la cualidad, como generación y corrupción en la esfera del ser. En el «movimiento» están contenidos fenómenos físicos y fenómenos que nosotros llamamos químicos y biológicos. El movimiento no es un estado de los cuerpos, sino un devenir o

un proceso. Un cuerpo en movimiento no cambia solamente en relación con otros cuerpos: es él mismo, en tanto que está en movimiento, el que está so­ metido al cambio. El movimiento es una especie de cualidad que afecta al cuerpo. El mundo terrestre es el mundo de la alteración y del cambio, del naci­ miento y de la muerte, de la generación y de la corrupción. El cielo, en cam­ bio, es inalterable y perenne, sus movimientos son regulares, en él nada nace ni nada se corrompe, sino que todo es inmutable y eterno. Las estrellas y los planetas (uno de ellos es el Sol) que se mueven alrededor de la Tierra no es­ tán formados por los mismos elementos que componen los cuerpos del mun­ do sublunar, sino por un quinto elemento divino: el éter o quinta essentia, que es sólido, cristalino, imponderable, transparente, no sometido a alteraciones. De la misma materia están hechas las esferas celestes. Sobre el ecuador de es­ tas esferas giratorias (como «nudos en una mesa de madera») están fijos el Sol, la Luna y los otros planetas. Al movimiento rectilíneo, disforme y limitado en el tiempo (que es propio del mundo terrestre) se contrapone el movimiento circular, uniforme y peren­ ne de las esferas y de los cuerpos celestes. El movimiento circular es perfecto y, por consiguiente, adecuado a la naturaleza perfecta de los cielos. No tiene inicio ni tiene fin, no tiende hacia nada, retoma perennemente sobre sí mismo y prosigue eternamente. El éter, excepto en el mundo terrestre (o sublunar), llena todo el universo. Limitado por la esfera de las estrellas fijas, el universo es finito. La esfera divina, o primer móvil, transporta las estrellas fijas y pro­ duce un movimiento que se transmite, por contacto, a las otras esferas y llega hasta el cielo de la Luna, que constituye el límite inferior del mundo celeste. A la Tierra no le puede corresponder, por naturaleza, ningún movimiento cir­ cular. Está inmóvil en el centro del universo. La tesis de su centralidad e in­ movilidad no está solamente confirmada por la evidente experiencia cotidia­ na, sino que es además uno de los fundamentos o pedestales de toda la física aristotélica. La grandiosa máquina celeste que Aristóteles había teorizado y que luego fue modificándose de distintas maneras y complicándose en los siglos poste­ riores era en realidad la transposición, al plano de la realidad y de la física, del modelo puramente geométrico y abstracto elaborado por Eudoxo de Cnido en la primera mitad del siglo rv a.C. Las esferas de las que había hablado Eudoxo no eran, como serían después para Aristóteles, entes físicos reales, si­ no meras ficciones o artificios matemáticos capaces de explicar, mediante una construcción intelectual, las apariencias sensibles; es decir, capaces de justifi­ car y explicar el movimiento de los planetas, de «salvar los fenómenos» o justificar las apariencias. Esta oposición entre una astronomía concebida como construcción de hi­ pótesis y una astronomía que pretende presentarse como una descripción de hechos reales tendrá una enorme importancia. En cualquier caso, el divorcio entre la cosmología y la física, por un lado, y una astronomía puramente «cal­ culatoria» y matemática, por otro, irá acentuándose en el mundo antiguo, en

la época en que Alejandría de Egipto era el centro de la cultura filosófica y científica. La hallamos explícitamente teorizada por el mayor astrónomo de la Antigüedad: Claudio Ptolomeo, que vivió en Alejandría en el siglo n de la era cristiana. Durante más de un milenio la Syntaxis, conocida generalmente co­ mo Almagesto, fue considerada el fundamento del saber astrológico y astro­ nómico. Las esferas de Aristóteles eran entes reales, sólidos y cristalinos. Las ex­ céntricas y los epiciclos de Ptolomeo (que siempre comienza la exposición de los movimientos planetarios con la expresión «imaginemos un círculo») care­ cen de realidad física. Son tan sólo, como afirma Proclo (410-485 d.C.), el medio más sencillo para explicar los movimientos de los planétas. Ptolomeo presentaba la astronomía como un campo de actividad para los matemáticos, no para los físicos. Pero el complejo cuadro del universo que permaneció bien sólido en lo sustancial hasta la época de Copémico no se puede reducir a las doctrinas que hasta ahora hemos recordado. En realidad, fue una mezcla de fí­ sica aristotélica y de astronomía ptolemaica, inserta en una cosmología que se inspiraba en gran medida en el misticismo de las corrientes neoplatónicas, en las teorías de la astrología, en la teología de los Padres de la Iglesia o de los filósofos de la escolástica. Para comprenderlo basta pensar en el universo de Tomás de Aquino (1225-1274), o en el que describe Dante Alighieri (12651321) en la Divina comedia, donde a las esferas celestes les corresponden las distintas potestades angélicas. Simplificando mucho las cosas, es posible hacer una relación de los presu­ puestos que hubo que destruir y abandonar para construir una nueva astrono­ mía. 1. La distinción primera entre una física del cielo y una física terrestre, que era el resultado de la división del universo en dos esferas, una perfecta y la otra sometida al devenir. 2. La creencia (que era consecuencia de este primer punto) en el carácter necesariamente circular de los movimientos celestes. 3. El presupuesto de la inmovilidad de la Tierra y de su ubicación en el centro del universo, que era corroborado por una serie de argumentos aparen­ temente irrefutables (el movimiento terrestre arrojaría al aire objetos y anima­ les) y que hallaba su confirmación en el texto de las Escrituras. 4. La creencia en la finitud del universo y en un mundo cerrado, que va unida a la doctrina de los lugares naturales. 5. La convicción, estrechamente relacionada con la distinción entre movi­ mientos naturales y violentos, de que no es necesario aportar ninguna causa para explicar el estado de reposo de un cuerpo, mientras que, por el contrario, cualquier movimiento debe ser explicado por su dependencia de la forma o de la naturaleza del cuerpo, o por ser provocado por un motor que lo produce y lo mantiene. 6. El divorcio, que se había ido reforzando, entre las hipótesis de la astro­ nomía y de la física. A lo largo de cien años aproximadamente (entre 1610 y 1710) fueron dis­

cutidos, criticados y rechazados cada uno de estos presupuestos. El resultado obtenido a través de ese difícil (a veces tortuoso) proceso fue una nueva ima­ gen del universo físico, que culminó en la obra de Isaac Newton, en esa grandiosa construcción que hoy en día, después de Einstein, llamamos la «fí­ sica clásica». Pero fue un rechazo que presuponía un cambio radical de los esquemas mentales y de las categorías de interpretación, que implicaba una nueva consideración de la naturaleza y del lugar que ocupa el hombre en la naturaleza.

Vil mecánico Junto al tipo de obstáculos que han llamado la atención de Bachelard y que afectan al conocimiento y a las distintas maneras de «observar él mundo», existen -en la época que contempla la difícil afirmación de la ciencia moder­ na- opiniones y atribuciones de valor que están relacionadas con la estructura de la sociedad y con la organización del trabajo, con la imagen del docto o del sabio que domina en la sociedad, que domina en las organizaciones en cu­ yo seno se elabora y transmite el saber. Algunas de estas opiniones se confi­ guran además como obstáculos muy difíciles de superar. En las raíces de la gran revolución científica del siglo xvn se halla esa compenetración entre técnica y ciencia que marcó (en lo bueno y en lo malo) toda la civilización de Occidente, y que no existía en las civilizaciones anti­ gua y medieval en las formas que adoptó en los siglos xvn y xvm (y que lue­ go se extendieron a todo el mundo). El término griego banausía significa arte mecánica o trabajo manual. Calicles, en el Gorgias de Platón, afirma que el constructor de máquinas debe ser despreciado, debe ser llamado bánausos pa­ ra ofenderlo, y que nadie querría entregar a su propia hija en matrimonio a uno de esos personajes. Aristóteles había excluido a los «operarios mecáni­ cos» de la categoría de los ciudadanos y los había diferenciado de los escla­ vos sólo porque atendían a las necesidades y requerimientos de muchas per­ sonas, mientras que los esclavos atendían a una sola persona. La oposición entre esclavos y libres tendía a resolverse en la oposición entre técnica y cien­ cia, entre formas de conocimiento dirigidas a la práctica y al uso y un conoci­ miento encaminado a la contemplación de la verdad. El desprecio por los es­ clavos, considerados inferiores por naturaleza, se extiende a las actividades que ejercen. Las siete artes liberales del trivio (gramática, retórica, dialéctica) y del cuadrivio (aritmética, geometría, música, astronomía) se llaman libera­ les porque son las artes propias de los hombres libres, en cuanto opuestos a los no libres o esclavos, que ejercen las artes mecánicas o manuales. El cono­ cimiento no subordinado a fines que sean externos a sí mismo constituye, pa­ ra Aristóteles y para la tradición aristotélica, el único saber en el que se reali­ za la esencia del hombre. El ejercicio de la sophía exige bienestar, exige que las cosas necesarias para la vida estén ya solucionadas. Las artes mecánicas son necesarias para la filosofía, son sus presupuestos, pero son formas infe­

riores de conocimiento, inmersas entre las cosas materiales y sensibles, liga­ das a la práctica y al trabajo manual. El ideal del sabio y del pensador tiende a coincidir (como sucederá también en la filosofía de los estoicos y de los epicúreos y más tarde en el pensamiento de Tomás de Aquino) con la imagen del que dedica su vida a la contemplación, en espera de alcanzar (en el caso de los pensadores cristianos) la felicidad de la contemplación de Dios. El elogio de la vida activa, que aparece en muchos autores del siglo xv, el elogio del trabajo manual, que está presente en los textos de Giordano Bruno, la defensa de las artes mecánicas, que se manifiesta en muchos textos de in­ genieros y de constructores de máquinas del siglo xvi y que reaparece en Ba­ con y en Descartes, adquiere a la luz de estas consideraciones un significado muy destacado. En uno de los textos más conocidos de la técnica del Renacimiento, el De re metallica (1556) de Georg Bauer (Agrícola), encontramos una defensa apa­ sionada del arte de los metales. Se le acusa de ser «indigno y vil» frente a las artes liberales. Para muchos representa un trabajo servil «vergonzoso y desho­ nesto para el hombre libre, es decir, para el gentilhombre honesto y honora­ ble». Pero, según Agrícola, el «metalista» deberá ser un experto en el recono­ cimiento de los terrenos, de las venas, de las distintas especies de piedras, gemas y metales. Necesitará saber filosofía, medicina, el arte de la medición, arquitectura, el arte del diseño, leyes y derecho. El trabajo de los técnicos no puede separarse del de los científicos. A quienes, para sostener la tesis opues­ ta, se basan en la oposición libres-siervos, Agrícola les responde que también la agricultura fue practicada en otro tiempo por los esclavos, que los siervos aportaron su contribución a la arquitectura y que muchos médicos ilustres fueron esclavos (Agrícola, 1563: 1-2). En los Mechanicorum libri de Guidobaldo del Monte, publicados en Pesa­ ra en 1577, hallamos la misma defensa, basada en argumentos parecidos: en muchas partes de Italia «se suele llamar a alguien mecánico como escarnio e insulto, y algunos son menospreciados por denominarse ingenieros». El térmi­ no mecánico se aplica, por el contrario, a un «hombre de alto rango, que sabe hacer ejecutar con las manos y con el entendimiento obras maravillosas». Arquímedes fue sobre todo un mecánico. Ser mecánico o ingeniero «es oficio de persona digna y señorial, y mecánico es una palabra griega que significa cosa hecha con artificio y comprende, en general, toda estructura, utensilio, instru­ mento, árgano, calandria o ingenio hallado y trabajado con maestría en cual­ quier ciencia, arte y ejercicio» (Guidobaldo, 1581: Ai lettori). Para comprender el significado de estas «defensas» del valor cultural de la técnica vale la pena recordar que en la voz mécanique el Dictionnaire frangais de Richelet (publicado en 1680) proporcionaba todavía la siguiente definición: «el término mecánico, referido a las artes, significa lo que es con­ trario a liberal y honorable: significa bajo, villano, poco digno de una persona honesta». Las tesis de Calicles seguían vigentes todavía en el siglo xvn: vil mecánico es un insulto que, si se dirige a un gentilhombre, le incita a desen­ vainar la espada.

Algunos grandes temas de la cultura europea están relacionados con la po­ lémica de las artes mecánicas, que alcanzó una intensidad extraordinaria entre mediados del siglo xvi y mediados del siglo xvn. En las obras de los artistas y de los experimentadores, en los tratados de los ingenieros y de los técnicos se va abriendo camino una nueva consideración del trabajo, de la función del saber técnico, del significado que tienen los procesos artificiales de alteración y transformación de la naturaleza. También en el ámbito de la filosofía surge lentamente una valoración de las artes bastante diferente de la tradicional: al­ gunos de los procedimientos que utilizan los técnicos y artesanos para modi­ ficar la naturaleza ayudan al conocimiento de la realidad natural, sirven más bien para mostrar (como se defenderá en abierta polémica con las filosofías tradicionales) la «naturaleza en movimiento». Sólo si se tiene en cuenta este contexto adquiere un significado preciso la postura adoptada por Galileo, que es la base de sus grandes descubrimientos astronómicos. En 1609 Galileo apuntaba al cielo con su telescopio. Lo que supone una revolución es la confianza de Galileo en un instrumento nacido en el mundo de los mecánicos, cuyos progresos se debían tan sólo a la práctica, y que había sido aceptado parcialmente en los círculos militares, pero que ha­ bía sido desdeñado, cuando no despreciado, por la ciencia oficial. El telesco­ pio había nacido en los medios artesanos holandeses. Galileo lo había recons­ truido y lo había presentado en Venecia en agosto de 1609 para entregárselo después al gobierno de la señoría. El telescopio no es para Galileo uno de tan­ tos instrumentos curiosos construidos para el entretenimiento de los hombres de la corte o para la utilidad inmediata de los hombres de armas. El lo utiliza y lo dirige hacia el cielo con espíritu metódico y con mentalidad científica, lo transforma en un instrumento científico. Para dar crédito a lo que se ve con el telescopio es preciso creer que ese instrumento sirve no para deformar, sino para potenciar la visión. Es preciso contemplar los instrumentos como una fuente de conocimiento, abandonar el antiguo y arraigado punto de vista antropocéntrico, que considera la visión natural del ojo humano como un crite­ rio absoluto de conocimiento. Introducir los instrumentos en la ciencia, con­ cebirlos como fuentes de verdad no fue una empresa fácil. Ver, en la ciencia de nuestro tiempo, quiere decir, casi exclusivamente, interpretar signos gene­ rados por instrumentos. En el origen de lo que hoy en día vemos en los cielos hay un gesto inicial y solitario de coraje intelectual. La defensa de las artes mecánicas de la acusación de indignidad, el rechazo de la coincidencia entre el horizonte de la cultura y las artes liberales y entre las operaciones prácticas y el trabajo servil implicaban en realidad el abandono de una imagen milenaria de la ciencia, implicaban el fin de una distinción esencial entre conocer y hacer.

C A P Í T U L O DOS

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Secretos «Margaritae ad porcos» n un pasaje del evangelio de san M ateo (7,6) Jesucristo afirma: «Nolite daré sanctum canibus ñeque mittatis margaritas vestras ante porcos ne forte cqnculcent eas pedibus suis et conversi dirumpant vos» («No deis a los perros las cosas santas. Ni arrojéis vuestras perlas ante los puercos, no sea que las huellen con sus pies, y volviéndose contra vosotros os despedacen»). Lo que es precioso no es para todos, la verdad debe ser mantenida en secreto, su difusión es peligrosa: así fue interpretado durante muchos siglos y por mu­ chísimos autores ese pasaje del evangelio. La tesis de un saber secreto de las cosas esenciales (cuya divulgación ten­ dría consecuencias nefastas) se configuró durante muchos siglos en la cultura europea como una especie de paradigma dominante. Únicamente la difusión, la persistencia y la continuidad histórica de este paradigma del secretismo per­ miten explicar la dureza y la fuerza combativa que aparece en muchos textos de los llamados padres fundadores de la modernidad: rechazan por unanimidad la distinción en la que se basaba ese secretismo, la distinción establecida entre la exigua nómina de sabios u «hombres auténticos» y el «promiscuum hominum genus» o la masa de los incultos.

E

El saber hermético La comunicación y la difusión del saber, además de la discusión pública de las teorías (que son para nosotros prácticas corrientes), no siempre se han considerado como valores, sino que se han convertido en valores. A la comu­ nicación como valor siempre se ha opuesto -desde los orígenes del pensa­ miento europeo- una imagen diferente del saber: como iniciación, como un patrimonio que sólo unos pocos pueden alcanzar. Los Secreta secretorum (que se atribuían a Aristóteles) tuvieron durante la Edad Media una gran difusión. La obra está escrita en forma de carta y en ella Aristóteles revela a su discípulo Alejandro Magno los secretos reservados a los discípulos más íntimos referentes a la medicina, la astrología, la fisiognómica, la alquimia y la magia. De este texto, que Lynn Thomdike califica co-

mo «el libro más popular de la Edad Media», se han identificado en las bi­ bliotecas europeas más de 500 manuscritos. La literatura sobre los secretos permanece al margen del mundo de las grandes universidades medievales, pe­ ro circula con profusión incluso entre los grandes representantes de la nueva cultura. A finales del siglo xm Roger Bacon teoriza una scientia experimentalis que (como señalaba con razón Lynn Thomdike) es hermética en sus dos terceras partes y no transmisible al vulgo de los profanos: «Los sabios han omitido estos temas de sus escritos o los han ocultado mediante un lenguaje simbólico ... Como han enseñado Aristóteles en su libro sobre los secretos y su maestro Sócrates, los secretos de las ciencias no están escritos sobre pieles de cabra o de oveia para que puedan ser accesibles a las multitudes» (Eamon, 1990: 336). La distinción, que tiene orígenes gnósticos y averroístas, entre dos tipos de seres humanos -la multitud de los simples y de los ignorantes y los pocos elegidos que son capaces de captar la verdad oculta bajo la letra y los sím­ bolos y que están iniciados en los sagrados misterios- está fuertemente uni­ da a la visión del mundo y de la historia propia del hermetismo. La encon­ tramos claramente expresada en los catorce tratados del Corpus hermeticum, que se remontan al siglo n d.C. y que Marsilio Ficino (1433-1499) tradujo entre 1463 y 1464. Estos textos tuvieron primero una amplísima difusión manuscrita, y entre 1471 y finales del siglo xvi se publicaron en dieciséis ediciones. Fueron atribuidos por Marsilio Ficino (y más tarde durante todo el siglo xvi y los primeros decenios del siglo xvn) al legendario Hermes Trismegisto, fundador de la religión de los egipcios, contemporáneo de Moisés y maestro indirecto de Pitágoras y de Platón. Se relaciona con estos textos el gran renacimiento de la magia de finales del siglo xv y del siglo xvi, y la obra siguió ejerciendo una influencia considerable en la cultura europea has­ ta mediados del siglo xvn. Toda la gran herencia mágico-astrológica del pen­ samiento antiguo y medieval se insertaba, a través de estos escritos, en un amplio y orgánico marco platónico-hermético. En él dominan la tendencia a captar la unidad que subyace, en lo más hondo, en las diferencias; la aspira­ ción a conciliar las distinciones; la exigencia hacia una total pacificación en el uno-todo. Los límites entre filosofía natural y saber místico, entre la figura del que conoce la naturaleza y realiza experimentos y la imagen del hombre que (como Fausto) ha vendido el alma al diablo para conocer y dominar la natu­ raleza, se mostraban a menudo, a los ojos de los hombres de la época, bas­ tante frágiles y sutiles. La natura, concebida por la cultura mágica, no es sólo materia continua y homogénea que llena el espacio, es un todo-vivo que contiene en sí misma un alma, un principio de actividad interno y es­ pontáneo. Esa alma-sustancia está, como lo estaba para los antiguos pensa­ dores jónicos del siglo v a.C., «llena de demonios y de dioses». Cada obje­ to del mundo está colmado de simpatías ocultas que lo unen al todo. La materia está impregnada de lo divino. Las estrellas son animales divinos vi­ vos. El mundo es la imagen y el espejo de Dios, y el hombre es la imagen y

el espejo del mundo. Entre el gran mundo o macrocosmos y el microcosmos o mundo en pequeño (y tal es el hombre) existen correspondencias concre­ tas. Las plantas y los bosques son los cabellos y los pelos del mundo, las ro­ cas son sus huesos y las aguas subterráneas, sus venas y su sangre. El hom­ bre es el ombligo del mundo. Ocupa su centro. En cuanto espejo del universo, el hombre es capaz de revelar y de captar esas secretas correspon­ dencias. El mago es aquel que sabe penetrar en esta realidad infinitamente compleja, en este sistema de correspondencias y de cajas chinas que remiten al todo, en cuyo interior está contenido el todo. Él conoce las cadenas de correspondencias que descienden desde lo alto y sabe construir -mediante invocaciones, números, imágenes, nombres, sonidos, acordes de sonidos, talismanes- una cadena ininterrumpida de anillos ascendentes. El amor es el nodus o la copula que une indisolublemente una con otra las partes del mundo. Esas partes se las representa Ficino «ligadas las unas a las otras por una especie de caridad recíproca ... miembros de un solo animal, recí­ procamente unidas por la comunión de una sola naturaleza». Vitalismo y animismo, organicismo, antropomorfismo son categorías constitutivas del pensamiento mágico. En él domina, como vieron claramente Freud y Cassirer, la idea de la identificación entre yo y mundo, de la «omnipotencia del pensamiento». El mundo mágico es compacto y totalitario. No se resquebraja con facili­ dad, ni sufre contradicciones. El carácter admirable de las empresas realizadas por el mago, ¿no supone quizá la confirmación de su pertenencia a la escala de los elegidos? Y la distinción entre elegidos y vulgo, ¿no implica tal vez el ne­ cesario secreto de un patrimonio de ideas en el que las verdades profundas de­ ben ser veladas hasta parecer irreconocibles? La extrema dificultad de los pro­ cedimientos, ¿no depende acaso de la incapacidad de la mayoría de los hombres para aproximarse a ellas? ¿La ambigüedad y la alusividad de la terminología no dependen quizá ambas a la vez de la complejidad de los procedimientos y de la necesidad de reservar a unos pocos el conocimiento? Comprender la ver­ dad no mediante el lenguaje que se utiliza, sino a pesar de ese lenguaje, ¿no es tal vez un medio para verificar la propia pertenencia al escaso número de los elegidos? La magia, como se ha repetido muchas veces, siempre tiende a resolverse en psicología o en religión. Pero no coincide nunca ni con la psicología, ni con la religión, ni con el misticismo. Así como en la astrología coexisten cálculos complejos y vitalismo antropomórfico, de igual modo en la magia y en la al­ quimia coexisten misticismo y experimentalismo. Los libros de la gran magia del Renacimiento se presentan ante nuestros ojos como el resultado de una extraña mezcla. En un mismo manual encontramos páginas de óptica, de me­ cánica y de química, recetas de medicina, indicaciones técnicas sobre la cons­ trucción de máquinas y de juegos mecánicos, codificación de escrituras secre­ tas, recetas de cocina, de venenos para gusanos y ratones, consejos para los pescadores, los cazadores y los capataces, sugerencias relativas a la higiene, a las sustancias afrodisíacas, al sexo y a la vida sexual, fragmentos de metafísi-

ca, reflexiones de teología mística, citas de la tradición sapiencial de Egipto y de los profetas bíblicos, referencias a las filosofías clásicas y a los maestros de la cultura medieval, consejos para los prestidigitadores. Y eso no es todo: porque la magia -basta pensar en Giordano Bruno, en Comelio Agrippa, en Tommaso Campanella- está profundamente conectada con deseos de reforma de la cultura, con el milenarismo y con aspiraciones a una radical renovación política. El lenguaje de la alquimia y de la magia es ambiguo y alusivo, porque no tiene ningún sentido que la idea de una verdad oculta o de un secreto pueda expresarse con claridad y con palabras no alusivas y no ambiguas. Ese len­ guaje está estructuralmente y no accidentalmente lleno de ambigüedades se­ mánticas, de metáforas, analogías y alusiones. El alquimista Bono da Ferrara escribe, por ejemplo: «Ninguno de los antiguos pudo jamás alcanzar la mate­ ria divina de este arte mediante su ingenio natural, ni según su sola razón na­ tural, ni según la experiencia, porque esta materia -a manera de un misterio divino- está por encima de la razón y por encima de la experiencia» (Bono da Ferrara, 1602: 123). Los alquimistas no hablan del oro en concreto ni del azufre en concreto. El objeto nunca es simplemente él mismo; es también signo de otro, recep­ táculo de una realidad que trasciende el plano en el que existe. Por eso el quí­ mico que examina hoy las obras alquimistas «experimenta la misma impresión que experimentaría un albañil que quisiera extraer informaciones prácticas pa­ ra su trabajo de un texto de la masonería» (Taylor, 1949: 110). Los iniciados, precisamente porque comprenden los secretos del arte, «reconocen con ello su pertenencia al grupo de los iluminados». Todos los que cultivan el arte, escri­ be Bono da Ferrara, «se entienden recíprocamente como si hablaran una sola lengua, que es incomprensible para los demás y que sólo conocen ellos mis­ mos» (Bono da Ferrara, 1602: 132). El conocimiento, afirma Thomas Vaughan en la Magia adamica, está hecho de visiones y de revelaciones, sólo a través de la divina iluminación el hombre puede llegar a una total compren­ sión del universo (Vaughan, 1888: 103). La distinción entre homo animalis y homo spiritualis, la separación entre los simples y los doctos se convierte en la identificación de los objetivos del saber con la salvación y la perfección individuales. La ciencia coincide con la purificación del alma y es un medio para escapar al destino terrenal. El cono­ cimiento intuitivo es superior al racional; la inteligencia oculta de las cosas se identifica con la liberación del mal: Sólo para vosotros, hijos de la doctrina y de la sabiduría, hemos escrito es­ ta obra. Explorad el libro, recoged el saber que hemos dispersado en muchos lugares. Lo que hemos ocultado en un lugar lo hemos puesto de manifiesto en otro ... Hemos escrito solamente para vosotros, que tenéis el espíritu puro, la mente casta y púdica y una fe inmaculada que teme y reverencia a Dios ... Só­ lo vosotros encontraréis la doctrina que sólo para vosotros hemos reservado. Los secretos, velados por muchos enigmas, no pueden ser desvelados sin la

inteligencia oculta. Si conseguís esta inteligencia, toda la ciencia mágica pe­ netrará en vosotros y en vosotros se manifestarán las virtudes adquiridas ya por Hermes, por Zoroastro, por Apolonio y por los otros hacedores de cosas maravillosas (Agrippa, 1550: I, 498). «Ad laudem et gloriam altissimi et omnipotentis Dei, cuius est revelare suis praedestinatis secreta scientiarum»: el tema del secretismo se presenta en las primeras páginas del Picatrix y reaparece continuamente. La magia fue oculta­ da por los filósofos, que la velaron cuidadosamente hablando con palabras se­ cretas. Lo hicieron por su bien: «si haec scientia hominibus esset discoperta, confunderent universufri». La ciencia se divide en dos partes, una de las cuales es manifiesta y la otra oculta. La parte oculta es profunda: las palabras que se refieren al orden del mundo son las mismas que Adán recibió de Dios y sólo pueden ser entendidas por unos pocos (Perrone Compagni, 1975: 298). Lo que sorprende en el tema del secretismo no es la variedad, sino la in­ mutabilidad de las fórmulas. En obras compuestas en épocas distintas reapa­ recen los mismos autores, las mismas citas, los mismos ejemplos. Platón -lo hallamos escrito en el texto de Comelio Agrippa- impidió la divulgación de los misterios, Pitágoras y Porfirio obligaban a sus discípulos a guardar silen­ cio; Orfeo exigía el juramento del silencio y lo mismo hacía Tertuliano; Teodoto se volvió ciego por haber intentado penetrar en los misterios de lá escri­ tura hebrea. Indios, etíopes, persas y egipcios hablaron solamente mediante enigmas. Plotino, Orígenes y los otros discípulos de Ammonio juraron no re­ velar los dogmas del maestro. El propio Jesucristo oscureció sus palabras de manera que sólo sus discípulos más fieles pudiesen entenderlo, y prohibió ex­ plícitamente dar a los perros las carnes consagradas y las perlas a los puercos. «Toda experiencia de magia abomina de lo público, quiere ser ocultada, se fortalece en el silencio y es destruida cuando se manifiesta» (Agrippa, 1550: I, 498). La verdad se transmite a través del contactó personal mediante «los susu­ rros de las tradiciones y los discursos orales». La comunicación directa entre maestro y discípulo se convierte en el instrumento privilegiado de la comuni­ cación: «No sé si alguien, sin la ayuda de un maestro digno de confianza y experto, es capaz de comprender el sentido únicamente mediante la lectura de los libros ... Estas cosas no se confían a las letras ni se escriben con la pluma, sino que se transmiten de espíritu a espíritu mediante palabras sagradas» (ibidem: II, 904).

El saber público Las figuras que dominaron en el mundo de la cultura en Occidente duran­ te mil años (es decir, durante los diez siglos dé la Edad Media) fueron el san­ to, el monje, el médico, el profesor universitario, el militar, el artesano y el mago. A estas figuras se añadieron más tarde él humanista y el gentilhombre

de corte. Entre mediados del siglo xvi y mediados del siglo x v ii aparecen nuevas figuras: el mecánico, el filósofo natural, el virtuoso o libre experi­ mentador. Los fines que persiguen estos personajes nuevos no son ni la san­ tidad, ni la inmortalidad literaria, ni la producción de milagros capaces de asombrar al vulgo. El nuevo saber científico nace además sobre el terreno de una fuerte polémica contra el saber de los monjes, de los escolásticos, de los hu­ manistas y de los profesores: en las universidades, escribe John Hall en 1649 en una moción dirigida al Parlamento, no se enseña química, ni anatomía, ni lenguas ni experimentos: es como si los jóvenes hubiesen aprendido hace tres mil años toda la ciencia escrita en jeroglíficos, y después hubieran estado dur­ miendo como momias y no hubieran despertado hasta ahora. Surge una fuerte oposición al saber secreto de los magos y de los alqui­ mistas, antes incluso por parte de los ingenieros y de los mecánicos que por parte de los filósofos. Vannoccio Biringuccio (en su obra Pirotechnia de 1540) tenía ideas muy claras sobre estos temas. Los alquimistas son incapaces de codificar los medios y atienden inmediatamente a los fines, aportan «más autoridad de testimonios que razones de posibilidad o efectos que puedan de­ mostrar. Entre ellos hay quien cita a Hermes, quien a Amau, quien a Raimun­ do, quien a Geber, quien a Occam, quien a Cratero, quien a santo Tomás, quien al Parisino y quien a un desconocido hermano Elias de la orden de San Francisco, a los que, por la dignidad de su ciencia filosófica o por su santi­ dad, quieren que se guarde cierto respeto de fe, o que quien les escuche calle como ignorante o confirme lo que dicen» (Biringuccio, 1558: 5r). A diferen­ cia de Biringuccio, que era hombre de escasas lecturas, Georg Bauer (Agríco­ la) había leído muchos libros. Pero en De re metallica, de 1556 (un texto que se sujetaba con cadenas a los altares de las iglesias del Nuevo Mundo para que todos lo utilizaran como manual), aparece una fuerte oposición a un sa­ ber que es incomunicable por principio: «Se encuentran muchos libros de es­ ta materia, pero todos oscuros; porque estos escritores no llaman a las cosas por su propio nombre, sino con nombres extraños inventados por ellos, y re­ presentan una misma cosa a veces con un nombre y a veces con otro» (Agrí­ cola, 1563: 4-5). Más tarde, una serie de motivos sociales y económicos también tienden a reforzar, en el mundo de los mecánicos, el valor del «secretismo». Muchos ar­ tesanos e ingenieros del Renacimiento insisten en la conveniencia de mante­ ner secretos sus propios descubrimientos: no porque el pueblo sea indigno de conocerlos, sino por razones económicas. Las primeras patentes aparecen a comienzos del siglo xv, pero el número de patentes se incrementa de modo extraordinario en el siglo xvi (cf. Eamon, 1990; Maldonado, 1991). En la época de las guerras de religión que convulsionaron Europa, los hombres que componían los primeros grupos de quienes se autodefinían como «filósofos naturales» crearon sociedades más pequeñas y tolerantes dentro de la sociedad más grande en la que vivían. «Cuando vivía en Londres -escribe John Wallis en 1645- tuve ocasión de conocer a varias personas que se dedi­ caban a eso que ahora se llama filosofía nueva o experimental. Habíamos ex­

cluido de nuestras consideraciones la teología; nuestro interés se dirigía hacia la física, la anatomía, la geometría, la estática, el magnetismo, la química, la mecánica y los experimentos naturales.» Los que se reúnen en las primeras academias pretenden protegerse sobre todo de dos cosas: la política y la intromisión de las teologías y de las igle­ sias. Los Lincei «tienen como norma propia desterrar de sus estudios cual­ quier controversia que no sea natural y matemática, y rechazar las cuestiones políticas». A todos los miembros de la Sociedad -reza un texto de la Royal Society- «se les exige un modo de hablar discreto, sobrio, natural, significa­ dos claros, una preferencia por el lenguaje de los artesanos y de los comer­ ciantes frente al de los filósofos» (Sprat, 1667: 62). A propósito de las academias y de las sociedades científicas, hay algunos puntos que deben destacarse por encima de todo: la existencia de reuniones entre hombres doctos, la existencia de reglas propias de comportamiento para esas reuniones, la adopción de una postura crítica ante las afirmaciones de cualquiera como norma principal de comportamiento. La verdad no va unida a la autoridad de la persona que la enuncia, sino únicamente a la evidencia de los experimentos y a la fuerza de las demostraciones. En segundo lugar hay que recordar la toma de posición, que es común a todos los representantes de la nueva ciencia, en favor del rigor lingüístico y del carácter no alusivo de la terminología. Esa toma de posición coincide con el rechazo a toda distinción de principio entre simples y doctos. Las teorías deben ser comunicables íntegramente y los experimentos deben poder repetir­ se indefinidamente. Escribe William Gilbert: «A veces utilizamos palabras nuevas. Pero no para ocultar las cosas, como hacen los alquimistas, sino para que las cosas ocultas resulten completamente comprensibles» (Gilbert, 1958: Praefatio). No deja de ser oportuno recordar el célebre comienzo del Discur­ so del método de Descartes, que afirma que el sentido común es «la cosa me­ jor repartida del mundo». La facultad de juzgar bien y de distinguir lo verda­ dero de lo falso (en esto consiste la razón) «es igual por naturaleza en todos los hombres». Aún más: la razón que nos distingue de los animales «se halla entera en cada uno». El método que sigue Hobbes y que conduce a la ciencia y a la verdad ha sido construido para todos los hombres: «Si quieres -afirma dirigiéndose al lector en el prólogo al De corpore- tú también podrás utilizar­ lo». El método de la ciencia, afirmó por su parte Bacon, tiende a hacer desa­ parecer las diferencias entre los hombres y a igualar sus inteligencias. La magia ceremonial, escribió Bacon, se opone al mandamiento divino se­ gún el cual hay que ganar el pan con el sudor de la frente, y «se propone al­ canzar con pocas, fáciles y poco costosas observancias los nobles efectos que Dios quiso que el hombre conquistara al precio de su trabajo». Las invencio­ nes, sigue escribiendo, «son cultivadas por unos pocos en silencio absoluto y casi religioso». Todos los críticos y opositores a la magia'insistirán en el ca­ rácter «sacerdotal» del saber mágico, en la mezcla de ciencia y de religión que es una característica de la tradición hermética. ¿Por qué los seguidores de la alquimia, se pregunta Mersenne, no están

dispuestos a estudiar los resultados de sus descubrimientos «sin misterios ni secretos»? (Mersenne, 1625: 105). A la valoración positiva del coraje intelec­ tual demostrado por Galileo en sus descubrimientos astronómicos añadió Francis Bacon el elogio de su honestidad intelectual: «honestamente y de manera transparente hombres como éste dan cuenta paso a paso de los resultados de cada uno de los puntos de su investigación» (Bacon, 1887-1892: DI, 736). Los que se extravían siguiendo caminos extraordinarios, escribirá Descartes, son menos dignos de excusa que los que se equivocan en compañía de otros. En es­ tas «tinieblas de la vida», dirá Leibniz, es necesario caminar juntos, porque el método de la ciencia es más importante que la genialidad de los individuos y porque el fin de la filosofía no es mejorar la propia inteligencia sino la de to­ dos los hombres. Al ideal del «advancement of leaming», del crecimiento y difusión del saber apelan, de maneras distintas, Leibniz y Hartlib y Comenio. La pasión de la gente por abrir «escuelas» le parecía al autor de la Pansophiae prodomus una característica de los nuevos tiempos. De esa pasión deri­ va para Comenio la gran proliferación de libros en todas las lenguas y en todas las naciones pa­ ra que también los niños y las mujeres se familiaricen con ellos ... Ahora emerge por fin el esfuerzo constante de algunos por llevar el método de los estudios a un grado tal de perfección que cualquier cosa digna de ser conoci­ da pueda ser fácilmente infundida en las mentes. Si este esfuerzo (como espe­ ro) tiene éxito, se habrá hallado la vía deseada para enseñar rápidamente todo a todos (Comenio, 1974: 491). La batalla en favor de un saber universal, comprensible para todos porque es comunicable y construible por todos, iba a pasar, ya a lo largo del siglo xvn, del plano de las ideas y de los proyectos de los intelectuales al plano de las instituciones: En cuanto concierne a los miembros que deben constituir la Sociedad, hay que anotar que son admitidos libremente hombres de diferentes religiones, paí­ ses y profesiones... Todos ellos confiesan abiertamente que no preparan la fun­ dación de una filosofía inglesa, escocesa, irlandesa, papista o protestante, sino una filosofía del género humano. Han pretendido que su obra esté en condicio­ nes de crecer continuamente, estableciendo una correspondencia inviolable en­ tre la mano y la mente. Han pretendido hacer de ella no la empresa de una épo­ ca o de una oportunidad afortunada, sino algo sólido, duradero, popular e ininterrumpido. Han pretendido liberarla de los artificios, humores y pasiones de las sectas, transformarla en un instrumento mediante el cual la humanidad pueda obtener el dominio sobre las cosas y no sólo sobre los juicios de los hombres. Han pretendido, por último, llevar a cabo esta reforma de la filosofía no mediante la solemnidad de las leyes y la ostentación de las ceremonias, sino mediante una práctica sólida y mediante ejemplos, no a través de una gloriosa pompa de palabras, sino a través de silenciosos, efectivos e irrefutables argu­ mentos de las producciones reales (Sprat, 1667: 62-63).

Tradición hermética y revolución científica En el último medio siglo, gracias a una serie de estudios importantes, se ha llegado a comprender cada vez con mayor claridad el peso relevante que la tradición mágico-hermética ejerció sobre el pensamiento de muchos represen­ tantes de la revolución científica. Magia y ciencia constituyen, en los umbra­ les de la modernidad, una maraña difícil de desenredar. La imagen, de origen ilustrado y positivista, de una marcha triunfal del saber científico a través de las tinieblas y las supersticiones de la magia parece hoy en día definitivamen­ te superada. En su defensa de la centralidad del Sol, Nicolás Copémico invoca la auto­ ridad de Hermes Trismegisto. A Hermes y a Zoroastro se remite William Gilbert, que identifica su doctrina del magnetismo terrestre con la tesis de la animación universal. Francis Bacon al elaborar su doctrina de las formas es­ tá fuertemente condicionado por el lenguaje y por los modelos presentes en la tradición alquimista. Johannes Kepler es un profundo conocedor del Cor­ pus hermeticum. Su convicción de que existe una correspondencia secreta entre las estructuras de la geometría y las del universo, su tesis de una músi­ ca celestial de las esferas están profundamente embebidas de misticismo pi­ tagórico. Tycho Brahe ve en la astrología una aplicación legítima de su cien­ cia. René Descartes, cuya filosofía se ha convertido para los modernos en el símbolo de la claridad racional, anteponía en su juventud los resultados de la imaginación a los de la razón; se entretenía, como habían hecho muchos ma­ gos del siglo xvi, construyendo autómatas y «jardines de sombras»; insistía, como tantos otros representantes del Mismo mágico, en la unidad y armonía del cosmos. Se trata de temas que aparecen de nuevo, aunque en clave dis­ tinta, también en Leibniz, en cuya lógica confluyen temas procedentes de la tradición del lulismo hermético y cabalístico. Hay que añadir que la idea leibniziana de armonía está basada en la lectura apasionada de textos a los que difícilmente se podría atribuir el calificativo de «científicos». En las pá­ ginas del De motu coráis de William Harvey, dedicadas a la exaltación del corazón como «Sol del microcosmos», aparecen resonancias de temas de la li­ teratura solar y hermética de los siglos xv y xvi. Entre la definición que da Harvey del ovum (no completamente lleno de vida ni enteramente privado de vitalidad) y la definición que daba Marsilio Ficino (y más tarde muchos paracelsianos y alquimistas) del cuerpo astral, existen concomitancias concre­ tas. Incluso en la concepción newtoniana del espacio como sensorium Dei se han hallado influencias de las corrientes neoplatónicas y de la cábala judía. Newton no sólo leía y resumía textos alquimistas, sino que dedicó muchas horas de su vida a investigaciones de tipo alquimista. De sus manuscritos se desprende también una clara fe en una prisca theologia (que es el tema cen­ tral del hermetismo), cuya verdad debe ser «probada» mediante la nueva ciencia experimental. Para trazar líneas provisionales de demarcación entre «magos» y «científi­ cos» de finales del siglo xvi y principios del siglo xvn apenas es útil subrayar

diferencias basadas en apelaciones genéricas a la experiencia o en la rebelión frente a las auctoritates. Como es bien sabido, Gerolamo Cardano cultivó con cierto éxito las matemáticas y Giambattista Della Porta ocupa una posición no desdeñable en la historia de la óptica. Los cálculos de muchos astrólogos son bastante menos discutibles que las divagaciones matemáticas de Hobbes, y Paracelso es bastante menos «escolástico» que Descartes. Hojear con humildad el gran libro de la naturaleza significaba para Bacon renunciar a construir, sobre bases conceptuales y experimentales demasiado frágiles, sistemas completos de filosofía natural. Francesco Patrizi y Peder S0rensen (o Severinus), Bemardino Telesio, Giordano Bruno, Tommaso Campanella y William Gilbert le parecían a Bacon filósofos que salen a escena uno tras otro e interpretan a su voluntad los temas de sus mundos. Una valora­ ción distinta merecía la obra del médico veronés Girolamo Fracastoro (14831553), a quien Bacon recordaba como un hombre capaz de una honesta liber­ tad de juicio. No es difícil comprender las razones de esta diversidad de tonos. En el De sympathia et antipathia rerum (1546), Fracastoro había abor­ dado una serie de temas habituales (por qué la aguja magnética apunta hacia el norte, por qué el pez rémora puede detener las embarcaciones, etc.), pero había concebido su investigación sobre el «consenso y disenso» entre las co­ sas como un preliminar necesario a un estudio de los contagios. Este último ha sido interpretado hasta ahora como la manifestación de una virtud oculta. En vez de indagar sobre los principios del contagio, sobre las maneras como se manifiesta, sobre la distinta gravedad de las enfermedades contagiosas, sobre la diferencia entre enfermedades contagiosas y envenenamientos, nos hemos contentado con recurrir a causas misteriosas. Esto se debe a que los filósofos se han dedicado hasta ahora a las «causas universalísimas» y han olvidado el estudio de las «causas particulares y determinadas» (Fracastoro, 1574: 57-76). Evocando a Demócrito, Epicuro y Lucrecio, Fracastoro consi­ dera aceptable la teoría que atribuye a las effluxiones de los cuerpos el princi­ pio de la atracción. La atracción de dos cuerpos depende de la transmisión re­ cíproca de corpúsculos del cuerpo A al cuerpo B. El conjunto de estos corpúsculos forma un todo unitario que, sin embargo, es disforme en sus par­ tes: las partículas que están junto a los dos cuerpos y las que están colocadas entre los dos cuerpos no tienen la misma densidad y rarefacción. En la «nube de átomos» se producen, pues, movimientos que tienden a provocar el equili­ brio o el máximo consenso de las partes con el todo. Estos movimientos de ajuste determinan el movimiento de los dos cuerpos el uno hacia el otro y, en algún caso, su unión. En el capítulo VI del De contagionibus et contagiosis morbis (1546) Fra­ castoro afirmaba que «la causa de los contagios que se producen a distancia no puede ser atribuida a propiedades ocultas» (Fracastoro, 1574: 77-110): al­ gunos contagios se producen por simple contacto (sama, lepra); otros se transmiten a través de vehículos, como vestidos o sábanas; otros, por último, (como en el caso de la peste y de la viruela) se propagan a distancia a través de seminaria invisibles. La postura de distanciamiento del ocultismo que

adopta Fracastoro (del que hay que recordar también el célebre poema en ver­ sos latinos Syphilis sive de morbo gallico, 1530) resulta también evidente en el opúsculo De causis criticorum diebus. Los momentos críticos o las «crisis» de las enfermedades ocurren sin duda en días determinados. Sin embargo, no pueden determinarse estos días ni sobre la base de rígidas correspondencias numéricas (como hacen los «filósofos pitagóricos») ni sobre la base de una relación de causa-efecto con el movimiento de los planetas (como hacen los astrólogos). El error de los médicos ha sido no haber desarrollado una deteni­ da investigación experimental sobre estos temas y «haberse dejado seducir por las opiniones de los astrólogos» (ibidem: 48-56). Dentro del contexto filosófico más general de la solidaridad entre las cosas, de la simpatía o antipatía, se enfrentan, pues, posiciones diferentes. Podían ha­ cerse usos distintos de esas nociones, vinculándolas a una visión mística de la realidad o utilizándolas como criterios o hipótesis para una investigación «ex­ perimental» sobre la naturaleza.

Secretos y saber público Para captar la diferencia, que es completamente evidente, entre la magia re­ nacentista y la ciencia moderna, es necesario reflexionar no sólo sobre los contenidos y sobre los métodos, sino también sobre las imágenes del saber y sobre las imágenes del sabio. En nuestro mundo existen desde luego muchos secretos, y en él viven muchos teóricos y prácticos de los arcana imperii. Existen además muchísimas simulaciones, a menudo no «honestas». También en la historia de la ciencia ha habido simuladores. Sin embargo, hay que des­ tacar que, tras la primera revolución científica, en la literatura científica y en la literatura sobre la ciencia no existe ni puede ya existir -a diferencia de cuanto ha sucedido abundantemente y sigue sucediendo en el mundo de la po­ lítica- un elogio o una valoración positiva de la simulación. Disimular, no ha­ cer públicas las propias opiniones equivale a engañar o traicionar. Los cientí­ ficos, en cuanto miembros de una comunidad, pueden verse obligados a guardar secreto, pero si lo hacen es precisamente porque se ven obligados. Cuando se produce esa obligación, protestan de distintas formas o incluso, como ha su­ cedido alguna vez en este siglo, se rebelan contra ella de manera resuelta. La partícula de en la expresión lingüística «leyes de Kepler» no indica de ningún modo una propiedad: sólo sirve para perpetuar la memoria de un gran perso­ naje. El secreto, para la ciencia y en el seno de la ciencia, se ha convertido en un desvalor.

CAPÍTULO TRES

Ingenieros La práctica y las palabras antepuesta a sus admirables, publi­ cados en París en 1580, Bemard Palissy atacaba a los profesores de la Sorbona y se preguntaba: ¿es posible que un hombre pueda llegar al conoci­ miento de los efectos naturales sin haber leído jamás libros escritos en latín? Palissy era mi aprendiz de vidriero que, buscando el secreto del esmalte blan­ co para aplicar a las cerámicas, consiguió alcanzar la fama y estuvo también al borde de la ruina. En su vida azarosa proyectó numerosas máquinas que nunca consiguió realizar; estuvo a punto de morir de hambre muchas veces y de ser condenado a muerte. Murió en La Bastilla en 1589 o 1590. Palissy res­ pondía afirmativamente a la pregunta que se había planteado: la práctica puede demostrar que las doctrinas de los filósofos (incluso los más célebres) pueden ser falsas. El laboratorio y el museo de objetos naturales y artificiales que Pa­ lissy organizó puede enseñar más filosofía de la que se pueda aprender, en la Sorbona, de la lectura de los filósofos antiguos (Palissy, 1880). Un año después de la publicación de los Discours de Palissy, se publicaba en Londres un pequeño volumen titulado The New Attractive, Containing a Short Discourse of the Magnet or Lodestone, una obra sobre el magnetismo y la declinación de la aguja magnética que será utilizada por William Gilbert. Su autor era Robert Norman (fl. c. 1560-1596), un marinero inglés que, tras haber pasado casi veinte años navegando, se dedicó a la construcción y al co­ mercio de brújulas. Norman se califica a sí mismo como un «matemático no instruido», que ha recogido una enorme cantidad de información en el trans­ curso de su profesión. Decide arriesgar su buen nombre y desafiar las calum­ nias de los adversarios exponiendo a la consideración pública los resultados de su trabajo. Lo hace movido por el afán de glorificar a Dios y beneficiar a Inglaterra. El lector no deberá olvidar nunca que se trata de un simple mari­ nero, incapaz de sostener una discusión con los lógicos o de dar una explica­ ción satisfactoria de las causas del magnetismo terrestre. Norman tiene la cla­ ra sensación de que existe una oposición de fondo entre sus investigaciones y las de los «hombres de libros». Estos últimos elaboran conceptos muy refina­ dos y querrían que todos los mecánicos estuvieran obligados a confiarles a ellos todos sus conocimientos. Por suerte, concluye Norman, «existen en este

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n l a a d v e r t e n c ia A l o s l e c t o r e s ,

país muchos mecánicos que conocen a la perfección el uso de sus artes y son ca­ paces de aplicarlas a sus diversos fines con tanta eficacia como los que querrían condenarles» (Norman, 1581: Prefacio). Ideas como esta penetran rápidamente también en el mundo de los doctos. En un filósofo como Juan Luis Vives (1492-1540), amigo de Erasmo y de To­ más Moro, preceptor en la corte inglesa y hombre de vasta cultura que escri­ be para el refinado público de los humanistas, hallamos expresados con me­ nor ingenuidad, pero con la misma energía, los mismos conceptos. En el De tradendis disciplinis (1531) Vives invita a los estudiosos europeos a prestar seria atención a los problemas relativos a las máquinas, al arte del tejido, a la agricultura y a la navegación. Venciendo su tradicional desdén,, el hombre de letras debe entrar en los talleres y en las haciendas rurales, hacer preguntas a los artesanos, intentar comprender los detalles de su trabajo. La ciencia de la naturaleza, escribe en el De causis corruptarum artium (1531), no es mono­ polio de los filósofos ni de los dialécticos. Mejor que éstos la conocen los mecánicos, que nunca han elaborado entidades imaginarias como las formas y la ecceidad. A niveles culturales diferentes y con intenciones diferentes, Palissy, Nor­ man y Vives expresan, pues, la exigencia de un saber en el que la atención a las obras y a la investigación empírica dominen sobre un saber exclusivamen­ te verbal. Esta misma exigencia aparece en uno de los grandes textos de la nueva ciencia. En el De humani corporis fabrica (1543), Andrea Vesalio se pronuncia enérgicamente en contra de la dicotomía creada en la profesión de médico: por una parte, un profesor que permanece cuidadosamente alejado del cadáver que hay que disecar y habla desde lo alto de una cátedra consul­ tando un libro, por otra parte, un disector que desconoce la teoría y es rebaja­ do a la categoría de carnicero. Los textos que acabamos de mencionar corresponden al período de cin­ cuenta años comprendido entre 1530 y 1580. En los escritos de un artesano parisino, de un marinero inglés, de un filósofo español y de un científico fla­ menco vinculado a la tradición cultural italiana aparecen temas comunes: los procedimientos de los artesanos, de los artistas y de los ingenieros tienen va­ lor en relación con el progreso del saber. Debe otorgárseles, pues, la dignidad de hechos culturales (cf. Rossi, 1971: 9-77).

Ingenieros y teatros de máquinas Muchas traducciones a lengua vulgar de textos clásicos hechas en el siglo xvi se dirigen expresamente al público que procede de las clases artesanales. Jean Martin, que traduce al francés (en 1547) los tratados de arquitectura de Vitrubio (siglo i a.C.), escribe para los operarios y otras personas que no saben leer el latín. Walter Rivius, que presenta el mismo texto en alemán en 1548, se di­ rige a los artesanos, constructores, picapedreros, arquitectos y tejedores. Los numerosos comentarios a Vitrubio ofrecen un claro ejemplo del significado e

importancia de estas «representaciones» de clásicos, entre las que debemos recordar por lo menos I dieci libri deü’architettura di Vitruvio tradotti e commentati (Venecia, 1556) del noble veneciano Daniele Barbaro. Al entrar en contacto con los círculos de la cultura humanística y con la herencia del mundo clásico, muchos de los artesanos más avanzados buscan en las obras de Euclides, de Arquímedes, de Herón, de Vitrubio, una respues­ ta a sus interrogantes. La literatura de los siglos xv y xvi es, como todo el mundo sabe, extraordinariamente rica en tratados de carácter técnico, que unas veces son auténticos manuales y otras veces contienen solamente refle­ xiones sueltas sobre el trabajo desarrollado por artistas o por «mecánicos», o sobre los procedimientos utilizados en las distintas artes. A esta literatura, obra de ingenieros, artistas y artesanos de alto nivel, pertenecen los escritos de Filippo Branelleschi (1377-1446), de Lorenzo Ghiberti (1378-1455), de Piero della Francesca (1406 C.-1492), de Leonardo da Vinci (1452-1519), de Paolo Lomazzo (1538-1600); los tratados sobre máquinas de guerra de Konrad Keyser (1366-1405); las obras sobre arquitectura de León Battista Alberti (14041472), de Francesco Averlino llamado el Filarete (1416-1470), de Francesco di Giorgio Martini (1439-1502); el libro sobre máquinas militares de Roberto Valturio da Rimini (publicado en 1472 y reimpreso después en Verona en 1482 y 1483, en Bolonia en 1483, en Venecia en 1493 y más de cuatro veces en París entre 1532 y 1555), los dos tratados de Alberto Durero (1471-1528) sobre geometría descriptiva (1525) y sobre las fortificaciones (1527), la Pirotechnia de Vannoccio Biringuccio (1480 C.-1539 c.), que aparece en 1540 y se vuelve a publicar en dos ediciones latinas, tres francesas y cuatro italianas, la obra sobre balística (1537) de Niccoló Fontana llamado Tartaglia (1500 c1557), los dos tratados de ingeniería minera de Georg Bauer o Giorgio Agrí­ cola (1494-1555), que fueron publicados en 1546 y en 1556, el Théátre des instruments mathématiques et méchaniques (1569) de Jacques Besson, el Di­ verse et artificióse macchine (1588) de Agostino Ramelli (1531-1590), los Mechanicorum libri (1577) de Guidobaldo del Monte, los tres libros sobre me­ cánica de Simón Stevin o Stevinus (1548-1620), el Machinae novae (1595) de Fausto Veranzio (1551-1617), el Novo teatro di macchine et edificii (1607) de Vittorio Zonca (1568-1602), los tratados de navegación de Thomas Hariot (1560-1621) y de Robert Hues (1553-1632), publicados, respectivamente, en 1594 y en 1599. Las universidades y los conventos no son ya los únicos lugares donde se produce y se elabora cultura. Nace un tipo de saber que está relacionado con el diseño de máquinas, con la construcción de instrumentos bélicos de ataque o de defensa, con las fortalezas, los canales, los diques y la extrac­ ción de metales de las minas. Los que elaboran este saber, los ingenieros o los artistas-ingenieros van alcanzando una posición de prestigio igual o su­ perior a la del médico, el mago, el astrónomo de corte o el profesor uni­ versitario. León Battista Alberti es pintor, escultor, arquitecto, urbanista y humanista refinado. Considera que las matemáticas (teoría de las propor­ ciones y teoría de la perspectiva) son el terreno común a la obra del artista

y a la del científico. La visión en perspectiva, que es propia del pintor, es una ciencia, y es una ciencia la pintura. La «razón» y la «regla» se conju­ gan con la «obra» en el trabajo del arquitecto y el elogio del arquitecto se transforma en la exaltación del trabajo del ingeniero, que es capaz de horadar montañas y de desalojar enormes masas de agua y de rocas, de secar panta­ nos, de regular el curso de los ríos y de construir naves, puentes y máquinas de guerra.

Talleres Como nos ha recordado F. Antal (Antal, 1960), en el siglo xrv el arte era con­ siderado una actividad manual. Casi todos los artistas de principios del siglo xv proceden de ambientes artesanos, campesinos y pequeñoburgueses. Andrea del Castagno es hijo de un campesino, Paolo Uccello de un barbero, Filippo Lippi de un carnicero, los Pollaiolo (como su nombre indica) de un vendedor de pollos. En los primeros años del siglo, en Florencia, escultores y arquitec­ tos eran miembros de la corporación menor de los albañiles y carpinteros, mientras que los pintores estaban clasificados en la corporación mayor de los médicos y boticarios (como subalternos del arte) junto a los encaladores y los trituradores de colores. De los talleres, donde comenzaba el aprendizaje con trabajos manuales (trituración de colores, preparación de las telas, etc.), no sólo salían cuadros insignes, sino también escudos, banderas, marquete­ rías, modelos para tapiceros y bordadores, piezas de terracota y objetos de or­ febrería. Los arquitectos no eran solamente constructores de edificios, sino que se ocupaban de construir instrumentos mecánicos y máquinas de guerra, de preparar tribunas, «máquinas» y complicados aparatos para las procesiones y las fiestas. En la época de Giorgio Vasari, a mediados del siglo xvi, los encargos de tipo artesanal ya no parecían conciliables con la dignidad del artista. Carlos V se inclina para recoger el pincel que se le ha caído a Tiziano: este gesto, tan­ to si es histórico como legendario, es el símbolo del paso de los «artistas» a un nuevo estatus social. Pero antes de que la figura del artista fuese identifi­ cada con la del «genio», autor de obras maestras destinadas a ser inmortales, se había producido precisamente en los talleres florentinos del siglo xv la fu­ sión del trabajo manual y la teoría, como posiblemente no había ocurrido nunca antes. Algunos talleres (como por ejemplo el de Lorenzo Ghiberti du­ rante la preparación de las puertas del Baptisterio) se transformaban en autén­ ticos laboratorios industriales. En estos talleres, que son a la vez laboratorios, se forman los pintores y los escultores, los ingenieros, los técnicos, los cons­ tructores y los diseñadores de máquinas. Junto al arte de empastar los colores, de tallar las piedras, de colar el bronce, junto a la pintura y la escultura, se en­ señan rudimentos de anatomía y de óptica, de perspectiva y de geometría. La cultura de los «hombres sin letras» procede de una educación práctica que se remite a fuentes diversas, que conoce fragmentos de los grandes textos de la

ciencia clásica, que se vanagloria de citar a Euclides y a Arquímedes. El sa­ ber empírico de personajes como Leonardo es el resultado de un entorno de este tipo.

Leonardo Leonardo da Vinci (1452-1519), pintor e ingeniero, constructor y diseñador de máquinas, hombre «sin letras» y filósofo, se ha convertido justamente pa­ ra los modernos en el símbolo del hombre de múltiples conocimientos, de la superación de la antigua distinción entre artes mecánicas y artes liberales, entre teoría y práctica, entre las operaciones manuales y las mentales. Sus in­ tereses juveniles están ligados a los trabajos habituales de los talleres del si­ glo xv, y precisamente de su familiaridad artesanal con las características de los materiales nace la conciencia, que permanecerá siempre viva en él, de la necesidad de unir la teoría con la práctica. Las ciencias que «comienzan y terminan en la mente» carecen de certeza, porque en los discursos puramen­ te mentales «no hay experiencia, sin la cual nada proporciona certeza por sí mismo». Pero también es cierto, a la inversa, que sólo hay certeza donde se pueden aplicar las matemáticas, y que quienes se aficionan a la práctica sin la ciencia «son como los pilotos que entran en el barco sin timón o brújula, que nunca saben con seguridad adonde van» (Solmi, 1889: 84, 86). No tiene ningún sentido reprochar a Leonardo ambigüedades o incertidumbres. Defen­ der, como hacía él, la convergencia entre práctica y teoría significaba tomar postura de vez en cuando contra los que defendían la pura teoría o contra ese adversario que (utilizando las mismas palabras de Leonardo) «no quiere mu­ cha ciencia porque con la práctica tiene suficiente». Inscrito en la corpora­ ción de pintores en 1472, Leonardo permaneció hasta 1476 en el taller de Verrocchio. En 1482 Leonardo fue llamado a Milán por Ludovico Sforza como escul­ tor y fundidor. Tras haber aceptado el encargo del conde de Ligny de preparar un informe sobre la defensa militar de Toscana, tuvo que abandonar Milán, después de la caída de Sforza, y refugiarse en Mantua. En el año 1499 fue contratado por los venecianos como ingeniero militar. Tras un período de vi­ da «errante» (durante el cual estuvo también en Florencia) entra, en 1502, al servicio de César Borgia en calidad de ingeniero militar. En un cuaderno de notas (conocido como el Manuscrito L) anota y dibuja todo lo que encuentra interesante en sus continuos viajes por Italia central. Tras la caída de Valenti­ no, regresa a Florencia en 1503: es el período de la Gioconda y de la incon­ clusa Batalla de Anghiari. El grandioso proyecto de desviar el Amo y de construir un puerto en Florencia es interrumpido por la guerra entre Florencia y Pisa. En 1506 se halla de nuevo en Milán, al servicio del rey de Francia, y organiza las fiestas para la celebración de la entrada en esa ciudad de Luis XII. Permanece en Milán hasta 1513 (que es el año de la retirada de los franceses) y se traslada a Roma, al servicio del papa León X. En 1516 abandona Italia e,

invitado por Francisco I, se traslada a Francia, donde permanece hasta su muerte trabajando como ingeniero, arquitecto y mecánico. Se ha hablado con razón, sobre todo en relación con la segunda estancia en Milán, de un progresivo alejamiento del ya maduro Leonardo hacia la teo­ ría (Brizio, 1954: 278). Desde luego se puede destacar el hecho de que sus complejos proyectos de bombas, esclusas, encauzamiento y canalización de corrientes de agua nacen en este período, pero no por esto se puede buscar en el pensamiento de este extraordinario artista y literato, como han hecho mu­ chos, el acta de fundación del método experimental y de la nueva ciencia de la naturaleza. Tras tanta insistencia en el «milagro» Leonardo, se ha recordado con razón su total desprecio por la tipografía y por la imprenta, y se ha desta­ cado que el valor que se otorgó a los códices de Leonardo en la época de su publicación dependía del escaso o nulo conocimiento que entonces se tenía de la situación real del saber científico del siglo xvi. Las investigaciones de Leo­ nardo, que eran extraordinariamente ricas en intuiciones brillantes y en ideas geniales, no pasaron nunca de ser experimentos curiosos, sin llegar a alcanzar la sistematicidad que constituye una de las características fundamentales de la ciencia y la técnica modernas. Su investigación, que oscila siempre entre el experimento y la anotación, aparece triturada y pulverizada en una serie de notas breves, de observaciones dispersas, de apuntes escritos para sí mismo en una simbología a menudo oscura y deliberadamente no transmisible. Leo­ nardo, que da muestras de una incesante curiosidad por problemas concretos, no tiene ningún interés en trabajar en un corpus sistemático de conocimien­ tos, ni siente la preocupación (que también constituye una dimensión funda­ mental de lo que llamamos técnica y ciencia) de transmitir, explicar y probar a los demás sus propios descubrimientos. Desde este punto de vista, incluso las innumerables y famosas máquinas diseñadas por Leonardo recobran sus proporciones reales y parecen creadas más con una finalidad pasajera -fiestas, diversiones, sorpresas mecánicas- que como instrumentos para mitigar la fati­ ga de los hombres y aumentar su poder sobre el mundo. No es casual que Leo­ nardo esté más preocupado por la elaboración que por la ejecución de sus proyectos. Esas máquinas siempre corren el peligro de convertirse en «jugue­ tes», mientras que el concepto de «fuerza» (sobre el que tanto se ha insistido) está más ligado a la temática hermética y ficiana de la animación universal que al nacimiento de la mecánica racional. Sin embargo, no hay que olvidar que en los fragmentos de Leonardo se encuentran continuamente afirmaciones que volverán a circular con insisten­ cia, en contextos diferentes, en la cultura de la Edad Moderna: la idea de una necesaria conjunción entre la matemática y la experiencia y las dificultades que existen para que esta relación sea evidente; el firmísimo ataque contra las vanas pretensiones de la alquimia; la invectiva contra «los recitadores y trompetistas de las obras ajenas»; la protesta contra el recurso a la autoridad, que es propio de quien utiliza la memoria en vez del ingenio; la imagen de una naturaleza «que no rompe sus leyes», que es una cadena admirable e inexora­ ble de caúsas; la afirmación de que los resultados de la experiencia pueden

«acallar las lenguas de los litigantes» y el «eterno grito» de los sofistas. Sería fácil citar pasajes concretos: la «certeza que dan los ojos» y los «doctores de memoria» de Galileo Galilei, su imagen de la naturaleza «sorda a nuestros va­ nos deseos», que produce sus efectos «con maneras inimaginables para noso­ tros». Y aún más: el rechazo del saber de los empíricos puros por parte de Ba­ con, su imagen del hombre que sólo es dueño de la naturaleza, si es capaz de obedecer sus leyes inexorables. Sin duda hay que rechazar la imagen (que ha prevalecido durante mucho tiempo) de una especie de «infancia de la ciencia», cuya expresión sería Leo­ nardo. Pero incluso la larga insistencia en las admirables «anticipaciones» y en el «milagro» Leonardo se explicará en cierto modo. Esa metáfora de la in­ fancia sigue siendo muy sugestiva, aunque en un plano muy distinto del de las «anticipaciones». Las grandes opciones en las que se basa la ciencia mo­ derna (el matematismo, el corpuscularismo, el mecanicismo) han llevado a lo que llamamos arte y a lo que llamamos ciencia a seguir caminos distintos, a avanzar según unas perspectivas que tienden a diverger enormemente y a ale­ jarse progresivamente. Intentar aproximarlas y volverlas a unir es una empre­ sa que no parece tener ya ningún sentido. Pero los diseños y las pinturas de Leonardo no son el simple instrumento de una investigación científica que tiene en otro lugar su metodología. Muchos de estos dibujos de rocas, plantas, animales, nubes, partes del cuerpo humano, rostros, movimientos de aire o de agua son en sí mismos «actos de conocimiento científico, es decir, investiga­ ción crítica sobre la realidad natural» (Luporini, 1953: 47). Las láminas de Leonardo que han llegado hasta nosotros -sus apuntes, sus dibujos y esa irre­ petible y extraordinaria mezcla de textos y dibujos- nos permiten situamos frente a un umbral: el de aquellos hombres y aquel entorno en que la aproxi­ mación y la compenetración (imposible e ilusoria para nosotros) entre ciencia y arte parecieron posibles y se configuraron como reales.

«Obras» y «palabras» La Pirotechnia de Biringuccio (1540) es uno de los textos sobre la técnica más importantes del siglo xvi. En nombre de la fidelidad a un ideal descripti­ vo, Biringuccio rechaza cualquier tentación de adorno retórico. Considera que los alquimistas pertenecen a esa categoría de personas que esconden de­ trás de «mil fabulillas» su ignorancia básica de los temas de que tratan. Inca­ paces de una investigación sobre los «medios», los alquimistas tienen un de­ seo inmediato de riqueza, tienen la mirada puesta demasiado lejos y no ven «los intermedios» (Biringuccio, 1558: 6v, 7v.) A diferencia de Biringuccio, Georg Bauer (Agrícola) es un hombre de amplia cultura y de múltiples intere­ ses. Nacido en 1494 en Glauchau, Sajonia, estudia en Leipzig, Bolonia y Venecia. En 1527 comienza a ejercer la medicina en Joachimstal (en Bohemia), una zona que era por aquel entonces una de las mayores regiones mineras de Europa. Burgomaestre de Chemnitz, encargado de varias misiones políticas

ante el emperador Carlos y el rey Femando de Austria, gozó de la estima de Erasmo y de Melanchthon. El De ortu et causis subterraneorum y el De na­ tura fossilium están entre los primeros tratados sistemáticos de geología y de mineralogía. El De re metallica publicado en 1556, un año después de la muerte de su autor, siguió siendo durante dos siglos la obra fundamental de la minería. En Potosí, que proporcionó oro y plata a toda Europa, la obra de Agrícola estaba considerada como una especie de Biblia, y estuvo sujeta a los altares de las iglesias para que los mineros asociaran la resolución de un pro­ blema técnico con un acto de devoción. Los doce libros del tratado se ocupan de todos los procesos de extracción, fusión y tratamiento de los metales: de la selección de las vetas y de su dirección, de las máquinas y de los instrumen­ tos, de la administración, del ensayo del oro y de los hornos de fundición. Pe­ ro en el libro aparece también la conciencia de una seria crisis de la cultura, que nace de un distanciamiento de las cosas y de una degeneración del len­ guaje. «Yo no he escrito cosa alguna que no haya visto o leído o examinado con la máxima atención cuando me ha sido explicada por otro»: sobre esta base critica severamente la deliberada oscuridad lingüística y la arbitrariedad terminológica de los alquimistas, cuyos libros son «completamente oscuros», porque esos escritores designan las cosas con nombres «extraños e inventados por ellos y representan una misma cosa a veces con un nombre y a veces con otro» (Agrícola, 1563: 4-6 del Prefacio). En su comentario a Vitrubio (1556), Daniele Barbaro se planteó claramen­ te un problema: «¿Por qué los que se dedican a la práctica no han conseguido crédito? Porque la arquitectura nace de la palabra. ¿Por qué los literatos? Por­ que la arquitectura nace de las obras ... Para ser arquitecto, que es una especie artificiosa, se busca la palabra y la obra conjuntamente» (Vitrubio, 1556: 9). La unión efectiva de palabra y obra, de especulación y fabricación planteaba en realidad problemas interesantes. De su importancia se dio perfecta cuenta, por ejemplo, Bonaiuto Lorini, que prestó sus servicios como ingeniero militar a Cosme de Médicis y a la República de Venecia. En una página de su trata­ do Delle fortificationi (1597) aborda el problema de la relación entre el trabajo del «matemático puro y especulativo» y el del «mecánico práctico». El mate­ mático trabaja con líneas, superficies y cuerpos «imaginarios y separados de la materia». Sus demostraciones «no responden de manera tan perfecta cuan­ do se aplican a las cosas materiales», porque la materia con la que trabaja el mecánico presenta siempre «obstáculos». El criterio y la habilidad del mecáni­ co consiste en saber prever las dificultades y los problemas que derivan de la diversidad de los materiales con los que debe trabajar (Lorini, 1597: 72). Las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, de Galileo Galilei, comienzan tratando de ese problema de las relaciones entre las «imperfecciones de la materia» y las «perfectísimas demostraciones mate­ máticas». Una mezcla característica de modelos idealizados y de consideraciones «físicas», una apelación constante y directa a Arquímedes caracterizan las in­ vestigaciones de Simón Stevin (1548-1620), latinizado en Stevinus, que nació

en Brujas y murió en La Haya. Sus contemporáneos contemplaron con asom­ bro un carro de vela que construyó para diversión del príncipe de Orange y que exhibió sobre la playa de Scheveningen. Stevin escribe sobre aritmética y geometría, realiza fortificaciones, proyecta y construye máquinas y molinos de agua, publica tablas para el cálculo de los intereses, se ocupa en el De Thiende {El décimo, 1585) de la notación de las fracciones decimales y en la obra De Havenvinding (1599), de la determinación de la longitud. Considera que el holandés es una de las lenguas más antiguas del mundo y que tiene cualidades de concisión desconocidas en otras lenguas. Se dirige a un público de artesanos, haciendo siempre un gran esfuerzo por ser claro. Por estas razo­ nes publica sus obras en lengua vulgar. Los tres libros de Beghinselen der Weeghconst (Elementos del arte de pesar), publicados en 1586, se remiten en el título a la medieval scientia de ponderibus. Traducidos al latín como Hypomnemata mathematica (1605-1608), aparecieron en versión francesa en 1634.

Un conocimiento capaz de crecer En las obras de los artistas y experimentadores del siglo xv y más tarde, en el siglo siguiente, en los tratados sobre ingeniería de minas, navegación, balísti­ ca y fortificaciones, no sólo se va abriendo paso (como ya se ha visto) una nueva consideración del trabajo manual y de la función cultural de las artes mecánicas, sino que se afirma también la imagen del conocimiento como construcción progresiva, puesto que está constituido por una serie de resulta­ dos que se colocan, uno tras otro, a un nivel de complejidad o de perfección cada vez mayor. También desde este punto de vista el saber de los técnicos se erige como una gran alternativa histórica al saber de los magos y de los alquimistas y a la imagen del saber que caracteriza a la tradición hermética. En el seno de esta tradición se considera que los sabios siempre han estado afirmando, durante milenios, las mismas verdades inmutables. La verdad no surge de la historia ni del tiempo: es la revelación perenne de un logos eterno. La historia es un tejido variado sólo en apariencia: en ella está presente una única e inmutable sapientia. En las obras de los mecánicos esta perspectiva aparece completa­ mente cambiada. Las artes mecánicas -escribe Agostino Ramelli en el prólo­ go a Diverse et artificióse macchine (1588)- nacieron de las necesidades y del cansancio de los primeros hombres, que debían proteger su vida en un ambiente hostil. Su desarrollo posterior no se parece al movimiento impetuo­ so de los vientos que hacen naufragar los barcos en el mar y que después se debilitan hasta desaparecer. Se parece, en cambio, al curso de los ríos, que al nacer son pequeños y que llegan al mar grandes y poderosos, enriquecidos por las aguas de sus afluentes (Ramelli, 1588: Prefacio). En la dedicatoria previa al Tratado sobre las proporciones del cuerpo humano (1528), Alberto Durero aclara las razones por las que, a pesar de no ser un estudioso, se atre­ ve a abordar un tema tan elevado. Decide publicar el libro, aun a riesgo de ser

criticado, para el beneficio público de todos los artistas y para inducir a otros a hacer lo mismo «de modo que nuestros sucesores puedan tener algo que perfeccionar y que hacer progresar» (Durero, 1528: Dedica). El cirujano pari­ sino Ambroise Paré (1510-1599), desconocedor del latín y autodidacto, odia­ do por la facultad, afirma que no necesita reposar sobre los esfuerzos de los antiguos porque «hay más cosas por encontrar de cuantas se han encontrado hasta ahora y las artes no son tan perfectas que no se les puedan hacer añadi­ dos» (Paré, 1840: I, 12-14). Filósofos como Bacon, Descartes y Boyle elevarán al nivel de la concien­ cia filosófica -insertándolas en contextos teóricos de gran relieve- ideas que habían nacido en ambientes no filosóficos, ambientes juzgados con hostilidad, cuando no incluso con desprecio, por la cultura de las universidades.

Arte y naturaleza La imagen positivista de Bacon, «fundador de la ciencia moderna», sin duda se ha depreciado. Pero sigue siendo cierto que él elevó a nivel filosófico te­ mas e ideas que se habían ido afirmando al margen de las ciencias oficiales, en aquel mundo de técnicos, constructores e ingenieros del que habían forma­ do parte hombres como Biringuccio y Agrícola. La valoración que hizo Ba­ con de las artes mecánicas se basa en tres puntos: 1) sirven para revelar los procesos de la naturaleza, son una forma de conocimiento; 2) las artes mecá­ nicas crecen sobre sí mismas; son, a diferencia de todas las otras formas del saber tradicional, un saber progresivo, y crecen tan velozmente «que los de­ seos de los hombres cesan incluso antes de que aquéllas hayan alcanzado la perfección»; 3) en las artes mecánicas, a diferencia de las otras formas de cul­ tura, existe colaboración, son una forma de saber colectivo: «en ellas conflu­ yen los ingenios de muchos, mientras que en las artes liberales los ingenios de muchos se sometieron al de una sola persona y los seguidores, por lo ge­ neral, lo pervirtieron en vez de hacerlo progresar». El libro de la naturaleza, el taller de los artesanos y la sala de anatomía fueron contrapuestos por el baconiano Robert Boyle (1627-1691) a las biblio­ tecas, a los estudios de los literatos y de los humanistas y a las investigacio­ nes puramente teóricas: su polémica casi roza en muchos casos una especie de primitivismo científico. En las Considerations Touching the. Usefulness of Experimental Natural Philosophy (1671), Boyle da forma coherente y acaba­ da a los intereses y a las aspiraciones de los grupos baconianos. Los experi­ mentos realizados por virtuosos en sus laboratorios tienen cualidades notables de exactitud, pero en los experimentos realizados por los artesanos en sus ta­ lleres, la falta de exactitud queda compensada por una mayor solicitud. El cuarto de los ensayos que componen las Considerations tiene un título muy significativo: «Los bienes de la humanidad pueden incrementarse mucho gra­ cias al interés de los filósofos naturales por los oficios». La idea, que ya estaba presente en Bacon, de que el trabajo de los mecáni-

eos aporta una luz a las teorías la expresa con mucha claridad, refiriéndose a la obra de Galileo y de Harvey, Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). En una obra titulada Initia et specimina scientiae novae generalis pro instauratione et augmentis scientiarum ad publicam felicitatem, Leibniz afirma que los progresos realizados en las artes mecánicas son aún ignorados en gran parte por los hombres cultos. Por un lado, los técnicos desconocen los usos que pueden hacerse de sus experimentos, por el otro lado los científicos y los teóricos ignoran que muchas de sus desiderata podrían ser satisfechas por el trabajo de los mecánicos. El programa de una historia de las artes se retoma con más amplitud en el Discours touchant la méthode de la certitude et l’art d’inventen los conocimientos no escritos y no codificados, dispersos entre los hombres que desarrollan actividades técnicas de distinta naturaleza, superan en mucho, en cantidad y en importancia, a todo lo que se halla escrito en los libros. La mejor parte del tesoro de que dispone la especie humana no ha sido todavía registrado. No existe, por otra parte, un arte mecánica tan méprisable que no pueda ofrecer observaciones y materiales de importancia vital para la ciencia. Necesitamos un auténtico teatro de la vida humana obtenido de la prác­ tica de los hombres, porque si se perdiera una sola de las artes no bastarían todas nuestras bibliotecas para remediar esta pérdida. Leibniz considera que una de las tareas más urgentes de la nueva cultura es poner por escrito los procedimien­ tos de los artesanos y de los técnicos. En las páginas que Jean d’Alembert (1717-1783) antepone a la gran Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des mestiers (1751), aparece la conciencia de que esa gran empresa lleva a cabo un programa que tenía orígenes históricos concretos. En la enciclopedia de William Chambers, escribía d’Alembert, hemos encontrado respecto a las artes liberales una pala­ bra que necesitaba muchas páginas, pero respecto a las artes mecánicas nos hemos encontrado con que estaba todo por hacer. Chambers sólo ha leído li­ bros pero nunca ha visto a los artesanos, y hay cosas que sólo se aprenden en los talleres. En el Prospectus de 1750, Denis Diderot (1713-1784) expresa la misma exigencia de captar en directo estos métodos de trabajo: «Nos hemos dirigido a los operarios más hábiles de París y de toda Francia, nos hemos to­ mado la molestia de ir a sus talleres, de interrogarles, de escribir a su dictado, de desarrollar sus pensamientos, de obtener los términos propios de su profe­ sión, de compilarlos en listas, de definirlos...» (Diderot, 1875-1877: XIII, 140). En la voz Art, Diderot destacaba los perniciosos efectos derivados de la tradicional distinción de las artes en liberales y mecánicas. De ahí ha nacido el prejuicio de que «dirigirse a los objetos sensibles y materiales» constituye «una renuncia a la dignidad del espíritu». Pero este prejuicio, continuaba, «ha llenado las ciudades de razonadores orgullosos y de contempladores inútiles y los campos de pequeños tiranos ignorantes, ociosos y desdeñosos». La polé­ mica en defensa de las artes mecánicas se unía al gran tema de la igualdad política.

Dédalo y el Laberinto Numerosos filósofos, divulgadores y periodistas de nuestro tiempo han colo­ cado toda la modernidad bajo el signo de una peligrosa e inaceptable exalta­ ción de la técnica, y han visto en Francis Bacon al padre espiritual de ese «tecnicismo neutro», que estaría en los orígenes de los procesos de alienación y de mercantilización típicos de la modernidad. La realidad es exactamente al revés. En toda la amplísima literatura sobre la técnica y sobre su carácter am­ biguo existen muy pocas páginas que puedan compararse a las que escribió el lord canciller en la interpretación (que se remonta a 1609) del mito de Daedalus sive mechanicus. La figura de Dédalo es la de un hombre extraordina­ riamente ingenioso, pero despreciable. Su nombre es celebrado sobre todo por las «invenciones ilícitas»: la máquina que permitió a Pasifae acoplarse con un toro y engendrar al Minotauro devorador de jóvenes; el Laberinto creado pa­ ra esconder al Minotauro y para «proteger el mal con el mal». Del mito de Dédalo se sacan conclusiones de carácter general: las artes mecánicas generan instrumentos que ayudan a la vida y, al mismo tiempo, «instrumentos de vicio y de muerte». El saber técnico tiene, para Bacon, esta característica: mientras se presenta como posible productor del mal y de lo negativo, ofrece, al mismo tiempo y conjuntamente con ese aspecto negativo, la posibilidad de un diag­ nóstico del mal y de un remedio del mal. Dédalo también construyó «reme­ dios para los delitos». Fue el autor del ingenioso recurso del hilo que permitía hallar la solución a los secretos del Laberinto: «El que ideó los secretos del Laberinto, mostró también la necesidad del hilo. Las artes mecánicas son en realidad de uso ambiguo, y pueden producir el mal y ofrecer al mismo tiempo un remedio al mal» (Bacon, 1975: 482-483). Para los representantes de la revolución científica, la restauración del po­ der humano sobre la naturaleza y el avance del saber sólo tienen valor si se realizan en un contexto más amplio, que abarca la religión, la moral y la polí­ tica. La «teocracia universal» de Tommaso Campanella, la «caridad» de Fran­ cis Bacon, el «cristianismo universal» de Leibniz, la «paz universal» de Co­ menio no pueden separarse de sus intereses y entusiasmos por la nueva ciencia. Constituyen otros ámbitos dentro de los cuales el saber científico y técnico debe actuar para funcionar como instrumento de redención y libera­ ción del género humano. Para Bacon y para Boyle, así como para Galileo, Descartes, Kepler, Leibniz y Newton, la voluntad humana y el deseo de do­ minio no constituyen el principio más elevado. La naturaleza es, al mismo tiempo, objeto de dominio y de reverencia. Tiene que ser «torturada» y do­ blegada al servicio del hombre, pero también es «el libro de Dios», que hay que leer con espíritu de humildad.

CAPÍTULO CUATRO

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Cosas nunca vistas La imprenta a esa actividad individual de la lectura de libros, realizada en el silencio y el aislamiento, que nos resulta difícil ha­ cemos a la idea de que el objeto familiar que tenemos entre las manos resultó ser en su día una novedad revolucionaria, algo que no sólo difundía las ideas y el saber de manera inimaginable hasta entonces, sino que sustituía la lectu­ ra de textos carentes de puntuación, que hasta entonces había sido básicamen­ te colectiva y efectuada probablemente en voz alta (McLuhan, 1967). A me­ nudo aparecen juntos estos tres inventos mecánicos: el arte de la imprenta, la pólvora y la brújula. Dan la impresión, que es muy viva en La ciudad del Sol de Campanella (1602), de ser una serie de conquistas que coinciden con un aceleramiento de la historia: «Hay más historia en cien años de la que tuvo el mundo en cuatro mil; y se hicieron más libros en estos cien que en cinco mil; y la invención admirable del imán e imprentas y arcabuces, grandes signos de la unión del mundo» (Campanella, 1941: 109). De estos tres inventos -afirma Francis Bacon en 1620- proceden infinitos cambios «hasta el punto que nin­ gún imperio, ninguna secta, ninguna estrella parece haber ejercido sobre las cosas humanas una mayor influencia y una mayor eficacia» (Bacon, 1975: 635-636). No había exageración alguna en estas afirmaciones. Porque la fusión de técnicas diferentes (la fabricación del papel y de la tinta, la metalurgia y la fu­ sión de los caracteres móviles, las técnicas de la impresión) en una tecnología completamente nueva introducía en Europa, con tres siglos de anticipación, la «teoría de las partes intercambiables», que es la base de las modernas técnicas de fabricación (Steinberg, 1968). Hans o Johannes Gutenberg comenzó a im­ primir libros en Maguncia (la edición de la Biblia es de 1456) con una técni­ ca que, plenamente desarrollada en el siglo xvi, seguirá siendo la misma has­ ta el siglo xix (y que todavía sigue utilizándose). Algunos datos son bastante significativos. En 1480 había prensas tipográficas en más de 110 ciudades eu­ ropeas, de las que 50 correspondían a Italia, 30 a Alemania, 8 a Holanda y España, respectivamente, 5 a Bélgica y a Suiza, 4 a Inglaterra, 2 a Bohemia y 1 a Polonia. Tan sólo veinte años más tarde, en 1500, el número de ciudades que tenían prensas tipográficas pasa a ser de 286. L. Febvre y H. J. Martin

E

sta m o s t a n a c o s tu m b r a d o s

han calculado que en el siglo xvi se efectuaron 35.000 ediciones de 10-15.000 textos diferentes y se pusieron en circulación por lo menos 20 millones de ejemplares. A lo largo del siglo xvn había 200 millones de ejemplares en cir­ culación (Febvre y Martin, 1958: 396-397). Las ediciones de Aldo Manuzio, de pequeño formato, han sido justamente comparadas a los paperback de nuestro tiempo. Venecia se convirtió, junto con París y Lyon, en uno de los grandes centros editoriales. A finales del si­ glo xvi se celebran las primeras ferias internacionales del libro en Lyon, Me­ dina del Campo, Leipzig y Frankfurt. Las tiradas de las ediciones oscilaban entre los 300 y los 3.000 ejemplares, pero la tirada media de una edición era de unos 1.000 ejemplares aproximadamente. La difusión de las ideas y el avance del saber suponían un fuerte desem­ bolso de capital y una buena dosis de riesgo para los empresarios. Cuando el saber se elaboraba en la celda del monje o en el estudio del humanista, no ha­ bía planteado este tipo de problemas.

Libros antiguos Para los grandes representantes del humanismo italiano (como Leonardo Bruni, Guarino Veronese, Giannozzo Manetti, Lorenzo Valla) leer los gran­ des clásicos del mundo antiguo significa regresar a una civilización que es superior a aquella en la que les ha correspondido vivir, y que constituye el modelo inalcanzable de toda forma de convivencia humana. Sin embargo, los humanistas no se limitaron a repetir pasivamente, sino que en sus obras apa­ recen constantes advertencias contra la «barbarie» de la escolástica medieval y también contra los peligros de la repetición y del clasicismo. La contrapo­ sición de la aemulatio a la imitatio se convirtió en el grito de guerra de mu­ chos intelectuales europeos desde Angelo Políziano a Erasmo de Rotterdam. Los textos descubiertos de nuevo por los humanistas en su grandiosa labor de hallazgo y de interpretación no se configuraban como simples documen­ tos. Esos textos antiguos, sobre los que practicaban su refinada filología, contenían -a sus ojos- conocimientos, y eran claramente útiles a la ciencia y a su práctica. La difusión de ediciones hechas directamente sobre los origi­ nales griegos, de traducciones no basadas ya (como en la Edad Media) en traducciones árabes de obras griegas, tuvo efectos decisivos en el desarrollo del saber científico. Entre las grandes ediciones es suficiente recordar las del texto griego de Euclides (Basilea, 1533) y la traducción latina de Federico Commandino (Pesaro, 1572); del texto griego de Arquímedes (Basilea, 1544) y la traducción latina de Commandino (Venecia, 1558); de las traduc­ ciones, también de Commandino, de las Cónicas de Apolonio y de la obra de Pappo (Bolonia, 1566; Pesaro, 1588); la edición del Almagesto de Ptolomeo (Basilea, 1538) y de las traducciones de la Geografía (un texto prácticamen­ te desconocido en la Edad Media). A la primera traducción del griego al la­ tín de los escritos hipocráticos (Roma, 1525) le siguieron las ediciones grie­

gas de 1526 (Venecia) y de 1538 (Basilea). La extensísima obra de Galeno (generalmente traducida del árabe en la Edad Media, con interpolaciones de muchos escritos apócrifos) fue cuidadosamente ordenada y completada con el hallazgo de tratados desconocidos en Occidente. La primera colección la­ tina de escritos galénicos es de 1490 (Venecia); a la edición de los textos griegos de 1525 (Venecia), le siguieron otras dos a cargo de Joachim Camerarius y Leonhart Fuchs (Basilea, 1538).

Lo antiguo y lo nuevo Entre el descubrimiento de los antiguos y el sentido de lo nuevo que caracte­ rizan la cultura de lo que llamamos Renacimiento (que es un término de sig­ nificado ambiguo) existe una complicada relación. Porque los principales re­ presentantes de la revolución científica adoptaron, frente a la Antigüedad, una actitud bastante distinta de la de los humanistas. En el momento mismo en que recurren a los textos de la Antigüedad, Bacon y Descartes niegan el ca­ rácter ejemplar de la civilización clásica. No solamente rechazan la imitación pedante y la repetición pasiva. Consideran también que la aemulatio, en la que habían insistido muchos humanistas, carece ya de sentido. Lo que ahora se rechaza es el terreno mismo de una «contienda» con los antiguos: cuando se pasa demasiado tiempo viajando, afirma Descartes, se acaba siendo extran­ jero en el propio país, del mismo modo que el que siente demasiada curiosi­ dad por las cosas del pasado acaba, generalmente, por ignorar las cosas pre­ sentes. Bacon considera estrecho y limitado el espíritu de los hombres que vivieron en la antigua Grecia. Si nosotros siguiéramos el camino que siguie­ ron los antiguos, no conseguiríamos desde luego imitarles. Se trata de cam­ biar el rumbo, de asumir: «No la parte de los juicios, sino la de las pautas» (Bacon, 1887-1892: m , 572). En 1647 Blas Pascal tiene aún la impresión de que no se pueden proponer impunemente ideas nuevas, porque el respeto por la Antigüedad «ha llegado a un punto tal que todas sus opiniones se toman por oráculos e incluso sus pun­ tos oscuros se consideran misterios» (Pascal, 1959: 3). Pero tampoco la aemu­ latio tiene ya sentido. Puesto que los antiguos sólo podían utilizar sus ojos, no podían explicar la Vía Láctea de manera distinta a como lo hicieron. El hecho de conocer hoy la naturaleza mejor de lo que la conocían ellos nos permite expresar nuevas opiniones sin ofender ni mostrar ingratitud. Por eso, sin ne­ cesidad de contradecirles, podemos afirmar lo contrario de lo que ellos decían (ibidem: 7-8, 9-11). La nueva astronomía, que extiende desmedidamente los límites del univer­ so, y llega incluso en algunos casos a afirmar su infinitud, produce en muchos la sensación exacta de la crisis y del fin del saber tradicional. Nos damos cuenta de que no sabemos nada «que no sea o no pueda ser debatido», escri­ bía Pierre Borel en 1657: la astronomía, la física, la medicina «están inmersas en dudas y ven cómo se derrumban sus propios fundamentos». Petrus Ramus

ha destruido la filosofía de Aristóteles, Copémico la astronomía de Ptolomeo, Paracelso la medicina de Galeno: «Nos vemos obligados a admitir que sabe­ mos mucho menos de cuanto ignoramos» (Borel, 1657: 3-4). La existencia de una grandiosa revolución en el saber, capaz de suscitar en los ánimos exaltación, entusiasmo o, como sucede más a menudo, estupor, desconcierto y sensación de crisis irremediable, es confirmada por numerosos documentos. ¿Acaso no es evidente, escribe John Dryden, que en el transcur­ so de este último siglo nos ha sido revelada una nueva naturaleza? La insis­ tencia en el tema de la novedad aparece en toda la cultura europea. Novum Organum de Bacon, Nova de universis philosophia de Francesco Patrizi (1591), De mundo nostro sublunari philosophia nova de William Gilbert (1651), Astronomía nova de Kepler (1609), Consideraciones y demostracio­ nes matemáticas sobre dos nuevas ciencias de Galileo (1638), Novo teatro di macchine de Vittorio Zonca (1607): el término novus aparece, de manera casi obsesiva, en el título de centenares de libros científicos publicados a lo largo del siglo xvn (Thomdike, 1971: 459-473).

Las ilustraciones Como ha destacado en cierta ocasión Erwin Panofsky (que en 1945 publicó una gran monografía sobre Alberto Durero), la rigurosa descripción de la rea­ lidad natural, que aparece en la obra de los grandes pintores y grabadores de finales del siglo xv y del siglo xvi, tiene para las ciencias descriptivas la mis­ ma importancia que tiene (para la astronomía y las ciencias de la vida) la in­ vención del telescopio y del microscopio. Las ilustraciones de los libros de botánica, anatomía y zoología no son simples adiciones al texto. La insufi­ ciencia de las descripciones verbales dependía también de la falta de un len­ guaje técnico (del que la botánica no va a disponer hasta el siglo xix). En cualquier caso, la colaboración de los artistas produjo efectos revolucionarios en las ciencias descriptivas. Por esto vale la pena remitirse a las observaciones de Leonardo da Vinci sobre la visión y sobre la pintura y subrayar su exigencia de que todo se hi­ ciera visible. Muchos de sus dibujos de rocas, plantas, animales, nubes, mo­ vimientos de agua y de aire son actos de conocimiento científico de la rea­ lidad natural. En sus dibujos anatómicos se ha observado un progreso notable entre el período anterior y posterior a 1506, que coincide con la lec­ tura del De usu partium de Galeno y con el comienzo de una época en que practicaba con mayor frecuencia las disecciones. Tres son los temas por los que Leonardo se apasionó durante muchos años y sobre los que existen nu­ merosos dibujos: la anatomía comparada de los vertebrados, el vuelo de los pájaros y la óptica fisiológica. Centenares de estudios y de dibujos sobre la anatomía del caballo están relacionados con los proyectos del monumento al duque de Milán (iniciado en 1483) y con la gran tabla de la batalla de Anghiari (iniciada en 1503). Pero la curiosidad de Leonardo sobrepasa con ere-

ces el nivel en el que se detenían los escultores y pintores interesados en el conocimiento de la anatomía artística o de los músculos superficiales. Leo­ nardo fue un observador metódico y sistemático, y esta actitud está relacio­ nada con su tesis de la superioridad del ojo sobre la mente, de la observa­ ción atenta del mundo real sobre los libros y los escritos. Este es su límite (tantas veces subrayado justamente por quienes se han opuesto a la imagen mítica de Leonardo como «científico moderno») y es también su grandeza irrepetible. Los dibujos de Leonardo permanecieron en el olvido. En 1461 aparece el primer ejemplar de xilografía utilizado para ilustrar libros impresos con ca­ racteres móviles. El paso de las xilografías a los grabados (entre los más fa­ mosos se cuentan los de Durero) y a los aguafuertes (Rembrandt es uno de los grandes artistas que utiliza esta técnica) conduce a un progresivo refinamien­ to de las ilustraciones. El primer texto ilustrado de anatomía es el comentario a la Anatomía de Mondino de’Luzzi (profesor en Bolonia entre 1315 y 1318), publicado en Bolonia en 1521 por Giacomo Berengario da Carpi, al que le si­ guen, en 1523, las Isagoges breves in anatomiam. Entre los numerosísimos textos hay que recordar sobre todo el De dissectione partium corporis humani (1545) de Charles Estienne (Stephanus Riverius). Pero las grandes y bellí­ simas tablas anatómicas, dibujadas para el De humani corporis fabrica de Andrea Vesalio, superan en precisión y detalle a todos los ejemplos anteriores de representación anatómica, y se han convertido merecidamente en el símbo­ lo de un cambio radical en los métodos de observación de la realidad. Vasari se las atribuye a Jan Stephan van Calcar y desde luego proceden de la escue­ la de Tiziano. Basta compararlas con los dibujos anatómicos aproximados de los manuscritos medievales para darse cuenta de que se ha producido un salto cualitativo en la manera de observar y representar el cuerpo humano. Se ha convertido en un tópico destacar una coincidencia de fechas: 1543 es el año en que Copémico presenta su nueva imagen del universo y Vesalio ofrece a los hombres un retrato nuevo de su cuerpo. Vesalio, que había nacido en Bru­ selas de una familia de médicos, estudió en Lovaina y en París, viajó a Italia y residió en Venecia; en 1537 fue llamado a Padua para enseñar anatomía y posteriormente dio clases en Bolonia. En 1538 publicó las seis tablas anató­ micas conocidas como Tabulae sex. En 1543 fue personalmente a Basilea pa­ ra controlar la impresión de la Fabrica y del Epitome (publicado también aquel año). Cuando apareció su obra maestra tenía solamente veintiocho años: «No se me oculta -escribe en el prólogo- que debido a mi edad mi obra ob­ tendrá poco reconocimiento y será criticada a causa de la frecuente denuncia de axiomas galénicos que no corresponden a la verdad ... a menos que mi obra consiga la protección de algún numen». El numen protector era el empe­ rador Carlos V, al que estaba dedicada la obra y que nombró a Vesalio médi­ co imperial. Vesalio sigue a Galeno en cuanto se refiere a las secciones que componen la obra, en la interpretación de la nutrición y en la afirmación de la mayor im­ portancia del sistema nervioso respecto del arterial. También piensa, como

Galeno, que las venas tienen su origen en el hígado. Pero, ya en el prólogo, se distancia claramente de la tradición al afirmar que Galeno «no se percató de ninguna de las múltiples y sustanciales diferencias que existen entre el cuerpo de los monos y el del hombre, excepto de la distinta manera de doblar los de­ dos y los garrones»; que él, en una sola demostración anatómica «se equivo­ có más de doscientas veces en la descripción correcta de las partes, la armo­ nía, el uso y la función del cuerpo humano». Los numerosos intérpretes contemporáneos que han insistido en el «galenismo» de Yesalio no sólo han demostrado una tendencia a pasar por alto es­ tas afirmaciones, sino que tampoco han tenido en cuenta la vehemencia de los ataques a los que fue sometida la Fabrica por parte de los defensores de la or­ todoxia galénica. Jacques Dubois (Jacobus Sylvius), antiguo maestro de Vesalio en París, se convertirá en su principal adversario y enemigo y lo llamará continuamente (haciendo un desagradable juego de palabras) Vesanus (loco o delirante), acusándolo de haber envenenado con su obra el mundo de la medi­ cina. Vesalio afirmaba enérgicamente la necesidad de una unión total entre la medicina clínica y la disección (y la cirugía), atacaba con fuerza la medicina que se reducía a cultura libresca, y luchaba por que en la medicina convergie­ ran la teoría y la observación directa. Proponía una nueva imagen del médico, del profesor de medicina y de la relación que existe, en las ciencias «experi­ mentales», entre el trabajo manual y la labor intelectual. El «desprecio por el trabajo de las manos» le parece que es una de las causas de la degeneración de la medicina. Los médicos se han limitado a prescribir fármacos y dietas y han abandonado el resto de la medicina a los que «ellos llaman cirujanos y consi­ deran apenas como esclavos». Cuando todo el procedimiento de la operación manual se confió a los barberos «no sólo perdieron los médicos el conoci­ miento de las visceras, sino que perdieron completamente la habiüdad de di­ secar». Los médicos no se atrevían a operar, mientras que aquellos a quienes se había confiado esta tarea eran demasiado ignorantes para leer los libros de los doctores. De este modo se fue instaurando una costumbre detestable: uno realiza la disección y otro describe las partes. Este último «grazna desde lo al­ to de una cátedra con extraña presunción» y repite hasta el aburrimiento cosas que no ha observado directamente, sino que ha aprendido de memoria de los libros: todo se enseña mal y «en esta confusión se presentan a los estudiantes menos cosas de las que un carnicero podría enseñar a un médico desde su mostrador» (Vesalio, 1964: 19, 25, 27). En 1555 fue publicada, con algunas pequeñas correcciones, la segunda edición de la Fabrica. Tras haber sido nombrado médico de Felipe II, Vesalio renunció a su cargo en 1562. Murió dos años más tarde, de hambre y de sed, a consecuencia de un naufragio que se produjo durante el viaje de regreso de una peregrinación a Jerusalén. Se di­ rigía a Padua, llamado por el Senado véneto, para dar clases de nuevo en esa ciudad. El gran libro de Vesalio era también una prueba visible de la colaboración, que cada vez se irá haciendo más estrecha, entre la obra de los científicos na­ turales y la obra de los artistas dibujantes y grabadores. Las técnicas de ilus­

tración, y también las formas de esta colaboración, no siempre fácil, con la in­ geniería, la zoología, la anatomía y la botánica, han sido estudiadas analítica­ mente, y se ha destacado muchas veces el extraordinario y rápido paso (que se produce en el transcurso del siglo xvi) de las ilustraciones que tienen por obje­ to el texto y están enteramente construidas sobre éste a las que tienen por ob­ jeto la naturaleza. Los dos grandes libros alemanes que marcan el inicio de los modernos herbarios son: los Herbarum vivae icones (1530-1536) de Otto Brunfels, ilustrados por Hans Weiditz; el De historia stirpium (1542) de Leonhart Fuchs. En ambos casos la novedad reside más en las ilustraciones que en los textos. Se ha procurado al máximo, escribe Fuchs en el prefacio, «que cada planta estuviese representada con sus raíces, tallos, hojas, flores, semillas, frutos; por lo tanto, se ha evitado deliberadamente modificar la for­ ma natural de las plantas mediante sombras u otras cosas innecesarias con las que los artistas pretenden quizá alcanzar la fama». Al menos en este caso se ejerció una cierta forma de vigilancia: «No hemos permitido a los artistas ce­ der a sus caprichos, para impedir que las reproducciones no se correspondan exactamente con la realidad» (Fuchs, 1542: Praefatio). Los dos primeros jar­ dines botánicos universitarios fueron creados en Padua y en Pisa alrededor de 1544. En los primeros decenios del siglo xvn los «huertos» se convierten, junto con el aula de anatomía, en elementos imprescindibles para que una universidad se considere respetable. Bastante menos numerosas son las obras enciclopédicas dedicadas a la zoología. Entre las historias «especiales» de animales hay que recordar sobre todo (también por las ilustraciones) La nature et diversité des poissons (1555) y L’histoire de la nature des oyseaux (1555) de Pierre Belon; el De piscibus marinis (1554) de Guillaume Rondelet y el espléndido tratado Dell’anatomía et delle infermitadi del cavallo, del senador boloñés Cario Ruini. En el ámbi­ to de las obras generales, el mayor monumento de la cultura del siglo xvi (junto a la obra de Ulisse Aldrovandi) es Historia animalium, del zuriqués Konrad Gesner, que vivió pocos años, pero fue médico y humanista y se de­ dicó (y publicó libros) a la botánica, la lingüística, los Alpes y el alpinismo. A los veintinueve años, en 1545, publicó una Bibliotheca universalis, que era una bibliografía de los libros impresos en latín, griego y hebreo. Los cinco volúmenes en-folio de la obra mayor, a los que hay que añadir los tres volú­ menes de Icones, fueron publicados entre 1551 y 1558 (el quinto apareció postumamente en 1587). Constan de unas 4.500 páginas y más de mil graba­ dos en madera, obra de artistas de Zurich. La famosa figura del rinoceronte es original de Alberto Durero y está elaborada a partir de materiales de segunda mano. En esa ilustración (que servirá de modelo a todas las ilustraciones del rinoceronte hasta finales del siglo xvm) aparece la influencia de los conoci­ mientos que tenía Durero acerca del más célebre de los animales «exóticos»: el dragón cubierto de escamas (Gombrich, 1972: 98). Al cuerno sobre la nariz Durero le añadió un pequeño cuerno espiraliforme, situado muy por detrás de las orejas, en la región de las vértebras cervicales (que no desaparecerá de las ilustraciones hasta 1698).

Gesner desconoce la anatomía comparada. La clasificación de los anima­ les es alfabética (el Hippopotamos aparece entre el Hippocampus y la Hirudo o sanguijuela). Cada animal está descrito en capítulos a menudo muy exten­ sos (al caballo se le dedican 176 páginas en folio, al elefante 33), subdivididos en secciones (designadas por una letra). En las distintas secciones se trata respectivamente del nombre del animal en las distintas lenguas antiguas y modernas, de su hábitat y morfología, de las enfermedades, comportamiento, utilidad y cría, del carácter comestible (en los casos en que sea posible), de su valor para la medicina, de la etimología y de los proverbios. Emst Gombrich tiene razón cuando defiende su tesis sobre las «ilustracio­ nes» y sobre los «límites de la semejanza con la realidad»: una representación que ya existe «siempre ejercerá su influencia sobre el artista, incluso cuando éste quiere fijar la realidad» y «no se puede crear de la nada una imagen vi­ sual». Sin embargo, tal como ha destacado él mismo y como se desprende de una comparación entre las imágenes de un león y de un puerco espín trazadas por el arquitecto gótico Villard de Honnecourt y la de un conejo pintado a la acuarela por Durero, en el período comprendido entre los siglos xiv y xvi se produjo un fenómeno decisivo. El «estilo» perdió rigidez, «aprendió a ade­ cuarse con suficiente desenvoltura» a los temas que aparecen ante los ojos (Gombrich, 1965: 102-103). Este cambio también tuvo efectos importantes sobre el desarrollo del saber científico.

Nuevas estrellas En 1609 Galileo Galilei apuntaba con su telescopio al cielo e iniciaba una se­ rie de observaciones que se publicarían en un librito, Sidereus Nuncius, apa­ recido en Venecia el 12 de marzo del año siguiente. Galileo ve que la superfi­ cie de la Luna «no es en realidad uniformemente lisa y completamente esférica, como creían de ella y de otros cuerpos celestes una numerosa serie de filósofos, sino que, por el contrario, es desigual, escabrosa, llena de cavi­ dades y de protuberancias, al igual que la propia superficie de la tierra, que aquí se diferencia por las cadenas montañosas y allí por la profundidad de los valles». Los límites entre las tinieblas y la luz se muestran desiguales y si­ nuosos, en la parte oscura de la Luna surgen picos brillantes que, transcurrido un cierto tiempo, se unen con la parte iluminada. ¿Acaso no sucede lo mismo en la Tierra? ¿No ilumina la luz de la aurora las cimas más altas de los mon­ tes, mientras Ja sombra ocupa las llanuras? Y, una vez salido el Sol, ¿no aca­ ban por unirse las iluminaciones de las llanuras y de los montes? El paisaje lunar es, pues, un paisaje terrestre. La Tierra tiene características que no son únicas en el universo. Los cuerpos celestes, por lo menos en el caso de la Lu­ na, no tienen una naturaleza diferente, no poseen los caracteres de absoluta perfección que les ha atribuido una tradición milenaria. Y las estrellas son muchísimo más numerosas de lo que parece «a simple vista». El telescopio muestra un cielo poblado de innumerables astros, revela la complicada estruc­

tura de las constelaciones ya conocidas, muestra la naturaleza de la Vía Lác­ tea: «Lo que observamos en tercer lugar es la esencia, es decir, la materia de la Vía Láctea que, gracias al telescopio, hemos podido observar tan percepti­ blemente que se han resuelto, con la certeza que nos dan los ojos, todas las disputas que durante muchos siglos atormentaron a los filósofos, y nos he­ mos librado de prolijos debates». La observación de la parte no iluminada de la superficie lunar lleva a Galileo a concluir que el brillo de la Luna se debe a la reflexión de la luz procedente de la Tierra, que a su vez es iluminada por el Sol. Se demuestra, por último, una diferencia sustancial entre las estrellas fijas y los planetas. Las primeras, observadas con el telescopio, conservan su aspecto de puntos luminosos rodeados de «rayos brillantes», no parecen aumentar de tamaño, como ocurre, en cambio, con los planetas, que aparecen como globos redondos y perfectamente dibujados, semejantes a pequeñas lu­ nas. La distancia de las estrellas fijas a la Tierra es, por tanto, incomparable­ mente mayor que la que separa los planetas del globo terrestre. En algunas páginas del Sidereus Nuncius, que aún hoy siguen provocando en el lector la sensación de temblor que siempre acompaña a la visión de una realidad nueva, Galileo expone otro de sus descubrimientos fundamentales. La noche del 7 de enero observa, junto a Júpiter, tres pequeñas estrellas ex­ traordinariamente brillantes, dos al este y una al oeste del planeta; la noche si­ guiente aparecen en distinta posición: están todas al oeste; el día 10 dos de las estrellas están al este, mientras que la tercera está como escondida por el pla­ neta; el día 12, después de dos horas de observación, Galileo presencia la apa­ rición de la tercera estrella; el 13 aparecen cuatro estrellas: son la luna y los satélites de Júpiter (llamados en la actualidad lo, Europa, Ganimedes y Calis­ te), que Galileo bautizó con el nombre de «estrellas mediceas», en honor de Cosme II de Médicis. El carácter revolucionario de los descubrimientos galileanos no pasó inad­ vertido a sus contemporáneos. En un poema dedicado al «príncipe de los ma­ temáticos de nuestro siglo», Johannes Faber afirmaba que Vespucio y Colón, navegantes por mares antes desconocidos, debían ceder el paso ante Galileo, que ha donado al género humano nuevas constelaciones. La comparación con los grandes descubrimientos geográficos, con los viajes al Nuevo Mundo, aparece en más ocasiones. William Lower escribe en Inglaterra a su amigo Thomas Hariot diciéndole que los descubrimientos de Galileo son más impor­ tantes que los de Magallanes, a pesar de que éste ha abierto a los hombres vías antes inexploradas. En 1612, en una obra dedicada a la descripción del mun­ do intelectual de su época, Francis Bacon se congratula «con el ingenio de los mecánicos, con el celo y energía de ciertos hombres doctos que, recientemen­ te, con la ayuda de nuevos instrumentos ópticos, como si fueran chalupas y pequeñas embarcaciones, han empezado a tantear nuevos comercios con los fenómenos del cielo». Su empresa, sigue diciendo, debe considerarse «una cosa noble y digna de la raza humana y hay que apreciar a estos hombres, además de por su coraje, por su honestidad, porque con sinceridad y claridad han ido dando cuenta del resultado de cada uno de los pasos de su investiga­

ción». El lord canciller, a pesar de no aceptar la cosmología de Copémico, era un gran filósofo. No ocurría lo mismo con sir Henry Wotton, embajador in­ glés en Venecia, que era, sin embargo, hombre de vasta erudición y de fina cultura. El mismo día de la publicación del Sidereus Nuncius envía el libro a su rey, con la promesa de enviarle pronto un telescopio y con palabras que transmiten la sensación exacta de desconcierto que la obra de Galileo había provocado en el escenario tradicional del universo: «Envío a Vuestra Majestad, con esta carta, la más extraña noticia que jamás haya aparecido en el mundo. Se trata del libro aquí adjunto del profesor de matemáticas de Padua ... Éste ha dado un vuelco a toda la astronomía y a toda la astrología ... El autor puede que llegue a ser extraordinariamente famoso, o extraordina­ riamente ridículo». No faltaron, en efecto, las ásperas polémicas, los firmes rechazos y las obstinadas manifestaciones de incredulidad. Procedían sobre todo de los círcu­ los de la cultura académica vinculada a las posturas del aristotelismo. El céle­ bre Cremonini, amigo y colega de Galileo en Padua, no cree que Galileo ha­ ya visto nada, protesta contra estas «lentes» que «aturden la mente» y reprocha a Galileo que haya caído «en todas estas fantasías». En Bolonia, el astrónomo Giovanni Antonio Magini adopta una actitud de hostilidad y de malevolencia. Cuando Galileo se dirige a Bolonia, en abril de 1610, para intentar persuadir a los estudiosos de la verdad de sus descubrimientos, Martino Horki, que se convertirá inmediatamente en un violento adversario, escribe al gran Kepler: «He probado de mil maneras este instrumento de Galileo, tanto en las cosas inferiores como en las superiores; en las primeras hace maravillas, pero falla en el cielo porque las estrellas fijas aparecen duplicadas». Más tarde llegarán el reconocimiento de Kepler y, tras la desconfianza ini­ cial, la adhesión de los jesuitas. Galileo había vencido, porque para convencer a los últimos e irreductibles obstinados, para reducir al silencio a aquellos profesores que negaban las montañas de la Luna o la existencia de los satéli­ tes de Júpiter por razones lógico-metafísicas, no hubiera sido suficiente, como él mismo escribió más tarde, «el testimonio de las propias estrellas que, tras bajar a la Tierra, hablaran de sí mismas». La realidad del universo había sido ampliada por el uso de un instrumento mecánico que era capaz de ayudar, perfeccionar y afinar los sentidos del hombre. Las observaciones astronómi­ cas de Galileo no suponían solamente el fin de una visión del mundo. Sus contemporáneos también las consideraron el acta de nacimiento de un nuevo concepto de experiencia y de verdad. La «certeza que nos dan los ojos» había roto el círculo sin fin de las controversias.

Tierras desconocidas para la vista La fascinación que ejerció lo pequeño y lo infinitamente pequeño no fue me­ nor, durante los siglos xvn y xvm, de la que ejerció lo grande, las distancias inmensas, la infinitud del universo. La concepción de la naturaleza como un

plenum formarum, como una infinita jerarquía de formas, como una escala del ser plena e infinitamente graduada (que es una de las grandes ideas-fuer­ za de la cultura filosófica de estos dos siglos), parecía implicar por sí misma la existencia de realidades menudas e invisibles, que escapaban forzosamen­ te a las limitadas capacidades del ojo humano. Según Henry Power, que pu­ blica en 1664 una Experimental Philosophy, Containing New Experiments Microscopical, Mercurical, Magnetical, los «nuevos descubrimientos de la dióptrica» confirman la tesis de que los cuerpos más pequeños que somos capaces de ver a simple vista no son más que «los medios proporcionales» entre dos extremos que escapan a los sentidos. Además, la idea de que la na­ turaleza puede ser explicada mediante un examen de su estructura corpuscu­ lar o de partículas implica el interés por instrumentos capaces de ampliar el ámbito de posibilidades que la naturaleza ha concedido a los sentidos. Los habitantes de la Nueva Atlántida de Francis Bacon (1627) disponen de ayu­ das para la vista mejores que las lentes y las gafas «para ver distinta y sepa­ radamente los cuerpos más pequeños, como las formas y los colores de pe­ queños insectos y gusanos, el grano y veteado de las gemas y la composición de la orina y de la sangre, que de otro modo no serían visibles» (Bacon, 1975: 861). No hay, en la historia del microscopio y de sus relaciones con la ciencia, ninguna fecha crucial, comparable a la de 1609 para el telescopio. Este últi­ mo, como ya se ha señalado muchas veces, opera en el seno de una ciencia ya consolidada, que tiene una tradición sólida y antigua. En cambio el microsco­ pio está, en cierto modo, en los comienzos de un largo proceso que conduce a la constitución de nuevas ciencias. La histología y la microbiología no se afir­ marán hasta el siglo xvm. El nombre microscopium aparece en una carta es­ crita por Johannes Faber (el 13 de abril de 1625) al príncipe Federico Cesi que, en 1603, cuando apenas contaba dieciocho años de edad, había cerrado con tres jóvenes amigos el pacto científico que daría lugar al nacimiento de la Accademia dei Lincei. El primer volumen «separado» de microscopía es Cen­ turia observationum microscopicarum (1655), de Pierre Borel. En los primeros decenios del siglo xvn se utilizaban «pequeñas lentes» tu­ bulares que tenían la lente en un extremo y el objeto colocado, en el otro la­ do, sobre una hoja de vidrio. El aumento era de unos diez diámetros aproxi­ madamente. Con instrumentos de este tipo trabajaron los primeros miembros de la Accademia dei Lincei (y el nombre de la academia se refiere a la cono­ cida agudeza visual del lince). En 1625 Federico Cesi añadió a su Apiarum una Tavola dell’ape, publicada en el Persio tradotto (Roma, 1630) de Stelluti. Con toda probabilidad se trata de la primera ilustración impresa de objetos vistos con la ayuda de un microscopio. Lo que se ve en esa tabla, insiste con vehemencia Stelluti, «era desconocido para Aristóteles y para cualquier otro naturalista». Junto a la abeja «en acción de caminar» aparecían en la tabla (marcadas por letras) las «alas de la abeja», «el ojo completamente peludo», la «lengua con sus cuatro lengüetas», las patas vistas desde la parte interior y exterior, etc. En 1644, en Palermo, Odiema estudia el ojo compuesto de va­

rias especies de insectos. Dos años más tarde, en Nápoles, Fontana realiza una serie de observaciones sobre la anguflula del vinagre. A la generación siguiente pertenecen los llamados microscopistas clásicos: Robert Hooke, Antony van Leeuwenhoeck, Jan Swammerdam, Marcello Malpighi y Nehemiah Grew. Todos ellos trabajan con instrumentos capaces de aumentar (aunque con una resolución mediocre) hasta cien diámetros. En el microscopio compuesto (que no utilizó Leeuwenhoeck) las lentes estaban co­ locadas en el extremo de unos tubos de cartón, el tubo del ocular se encajaba dentro del tubo del objetivo y el aparato se enfocaba haciendo deslizar los tu­ bos. Los microscopios de este tipo (construidos en Italia por Campani) tuvie­ ron una amplia difusión. El que describe Hooke consta de un dispositivo de rosca para enfocar y está compuesto por un grueso cuerpo cilindrico: el obje­ tivo está formado por una lente biconvexa regulada por un diafragma, mien­ tras que el ocular está constituido por una lente plano convexa y por una pe­ queña lente biconvexa (el espejo reflectante no se introduce hasta 1720 aproximadamente). Estos microscopios (así como las asombrosas y diminutas lentes de Leeuwenhoeck) no se limitaban a aproximar y a aumentar un mun­ do familiar (como en el caso de las abejas aumentadas de tamaño por Cesi). Se abría ante los ojos un mundo nuevo e inesperado de minerales y de tejidos orgánicos estructurados en formas diversas, un mundo poblado por seres vi­ vos invisibles al ojo humano. Debemos regresar por un momento al tema de la importancia de las ilus­ traciones. Porque precisamente los bellísimos grabados del gran arquitecto Christopher Wren, que aparecen en la Micrographia de Hooke (1655), sitúan esta obra (exactamente igual que había sucedido un siglo antes con la de Ve­ salio) en un plano distinto a la de sus contemporáneos. Y entre sus contempo­ ráneos estaba Marcello Malpighi, que era desde luego bastante más biólogo que Hooke, y que en 1661 había publicado el De pulmonibus. Las grandes posibilidades que las ilustraciones ofrecían a la ciencia eran evidentes desde hacía casi un siglo y medio, pero la primera generación de microscopios ha­ bía permanecido prácticamente insensible a estos temas. Las 32 espléndidas tablas de la Micrographia (utilizadas todavía en manuales del siglo xix) de­ muestran lo que podía haberse hecho en este terreno (Hall, 1976: 13). Puntas de agujas, pulgas, moscas, hormigas, piojos: más que describir ob­ jetos no observados por los demás, lo que hizo Hooke fue describir con una precisión y un amor por el detalle no habituales en su tiempo lo que veía a través del microscopio. La envoltura externa del ojo de la mosca es flexible y transparente y se parece a la sustancia de la córnea de un ojo humano. Una vez quitado el globo y la sustancia oscura y mucosa que hay debajo «he po­ dido ver esta envoltura transparente como un sutil fragmento de piel, que tie­ ne muchas cavidades en su interior, dispuestas en el mismo orden que las pro­ tuberancias externas». No existe la menor duda de que este curioso aparato es el órgano de la vista para las moscas y los crustáceos (Hooke, 1665: Prefa­ cio). En la decimoctava observación, que se titula «El esquematismo (que es un término baconiano) o tejido del azúcar y sobre las células (cells) -o poros

de otros cuerpos porosos», se utiliza por primera vez el término célula, por analogía con las celdillas del panal de las abejas. Pero carece de sentido atri­ buir a Hooke, partiendo de esta base, el descubrimiento de la célula. Hooke, que es un científico baconiano, insiste mucho en el tema de la am­ pliación del dominio de los sentidos. El telescopio ha abierto los cielos a la mirada, ha revelado «un amplio número de estrellas nuevas y de nuevos mo­ vimientos que eran completamente desconocidos para los astrónomos anti­ guos». Al mismo tiempo, también la Tierra, que antes nos resultaba familiar, nos parece ahora algo nuevo, y observamos en cada una de sus partículas de materia «una variedad de criaturas tan grande como las que antes hubiéramos podido contar en todo el universo». Los nuevos instrumentos tanto nos permi­ ten examinar el mundo visible como descubrir mundos desconocidos: cual­ quier mejora notable en el telescopio y en el microscopio «hace aparecer nue­ vos mundos y tierras desconocidas para nuestra vista» (ibidem: 177-178). En el transcurso de algunas sesiones de la Royal Society, en el año 1677, Hooke dio lectura a una carta de diecisiete páginas, que había sido enviada a aquella ilustre academia por Antony van Leeuwenhoeck. El autor de las car­ tas no era un filósofo natural ni pertenecía al mundo de los doctos. Se trataba de un ujier del tribunal de Delft (una pequeña ciudad del sur de Holanda), que había construido él solo varios centenares de diminutas lentes biconvexas de corta longitud focal y pequeñas esferas de vidrio fundido (de diámetro infe­ rior a 2,5 mm) que, una vez insertas en una montura metálica, funcionaban como microscopios simples. Ayudado por su asombrosa habilidad para la óp­ tica (se ha demostrado en este siglo que una de sus lentes es superior a cual­ quier otra lente simple conocida) y por una curiosidad insaciable, Leeuwen­ hoeck realizó observaciones de espermatozoos y de glóbulos rojos de la sangre, descubrió protozoos y bacterias. Los animalitos que se movían en una gota de agua le parecieron, en septiembre de 1674, «veloces y maravi­ llosos a la vista y creo que algunas de estas pequeñas criaturas son aproxi­ madamente mil veces más pequeñas que las que he visto en una corteza de queso o en un moho». En octubre de 1676 se describen los protozoos: «Es exactamente como ver, a simple vista, pequeñas anguilas que se contorsionan una contra otra y toda el agua parece estar viva a causa de estos distintos animalitos; y esta es para mí, de todas las maravillas que he observado, la más maravillosa de todas».

El Nuevo Mundo «En las Indias -escribe José Acosta- todo es portentoso, todo es sorprenden­ te, todo es distinto y en escala mayor que lo que existe en el Viejo Mundo.» También Cristóbal Colón, Femando de Magallanes y todos los numerosos viajeros y navegantes de comienzos de la Edad Moderna habían visto con sus ojos -como más tarde Galileo y Hooke y Leeuwenhoeck- cosas nunca vistas antes. La visión de nuevas tierras también había contribuido a poner en crisis

la idea de la superioridad de los antiguos. Simples marineros -se repite mu­ chas veces- pueden ver lo contrario de lo que habían afirmado filósofos grie­ gos y Padres de la Iglesia acerca de la habitabilidad de las zonas tórridas, la existencia de las antípodas, la navegación en los océanos, la intransitabilidad de las columnas de Hércules. En el Nuevo Mundo existen plantas desconocidas (maíz, mandioca, pata­ tas, judías, tomate, pimiento, calabaza, aguacate, plátano, cacao, tabaco, cau­ cho) y animales nunca vistos (pavo, llama, lince, puma, cóndor, jaguar, tapir, vicuña, caimán). Descripciones de nuevos animales y nuevas plantas aparecen en la Historia general y natural de las Indias (1526) de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, que fue durante más de cuarenta años veedor de las fun­ diciones del oro en Santo Domingo. En documentos y mapas de principios del siglo xvi, el nuevo continente aparece poblado de unicornios, cinocéfalos y hombres con los ojos, nariz y boca en el pecho; Fernández de Oviedo re­ nuncia a la descripción de seres monstruosos y de entidades imaginarias. Cree que existe una única naturaleza que adopta formas diferentes en las distintas partes de la Tierra: plantas que son nocivas en una parte del mundo son salu­ dables en otra, los hombres pueden ser blancos o negrísimos y los tigres, que en nuestras tierras son ágiles y rápidos, «son torpes y pesados en la India de Vuestra Majestad». Asimismo el jesuíta José Acosta, en la Historia natural y moral de las Indias (1590), describe las características del suelo, los minera­ les, los volcanes, los metales, las plantas, los animales, los peces y los pája­ ros. El Nuevo Mundo está poblado de «animales de número y aspecto nunca conocido, de los que no tienen memoria ni los griegos, ni los latinos, ni nin­ gún otro pueblo del mundo de acá». Sobre los mismos temas trata también la breve obra titulada A Briefe and Troue Report of the New Found Land of Vir­ ginia (1588) de Thomas Hariot, uno de los más grandes matemáticos de su época, que admiraba a Galileo y mantenía correspondencia con Kepler. En Italia, Federico Cesi adquiere el manuscrito del llamado Tesoro mexicano o Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, una monumental colección de botánica y zoología exóticas basada en la relación de Francisco Hernán­ dez, médico de Felipe II. Tras varias vicisitudes editoriales, Francesco Stelluti publica el libro en 1651. Acosta también se había extendido mucho en la explicación de todo lo re­ ferente a los habitantes del Nuevo Mundo y de sus costumbres. Su libro, tra­ ducido al inglés (1604), al italiano (1606) y al holandés (1624), es el centro de una amplia polémica que domina la cultura europea desde mediados del si­ glo xvi hasta la época de Vico. La polémica gira en tomo a algunas cuestio­ nes, a las que no era fácil dar una respuesta. ¿Cómo se concilia la narración bíblica con la presencia de hombres en un lugar tan alejado del centro de la religión judía y cristiana? ¿Son los salvajes americanos descendientes, caídos después en la barbarie, de pueblos que en otro tiempo fueron civilizados? ¿O bien los diversos pueblos tienen orígenes diferentes y los hombres aparecie­ ron simultáneamente en las distintas regiones de la Tierra? ¿Cómo se justifica la filiación directa de Adán de todos los hombres? ¿El diluvio universal cayó

sobre todas las regiones de la Tierra? O bien, en caso contrario, ¿se trató de un diluvio local? Y, en este caso, la historia narrada por la Biblia ¿no se con­ vierte tan sólo en la historia de un pueblo concreto? ¿No se reduce a la na­ rración de una crónica local? ¿Cómo se explica la existencia de una natura­ leza distinta a la que nos es familiar? ¿Cómo entraron en el arca de Noé los animales del Nuevo Mundo, y cómo salieron de ella? ¿Por qué ninguno de esos ejemplares ha sobrevivido en el Viejo Mundo? ¿Hay que pensar que Dios, después de los seis días de la creación, siguió creando aquel mundo nuevo? Y sobre todo, ¿cómo llegaron al Nuevo Mundo los hombres del Vie­ jo Mundo? Freethinkers, esprits forts y libertinos de distinta extracción y naturaleza se sirvieron extensamente del descubrimiento del Nuevo Mundo para expresar dudas acerca de la validez del relato bíblico y para avanzar la clase de tesis im­ pías a las que se aludía, a finales del siglo xvn y en el siglo xvm, con el cali­ ficativo de lucrecianas, spinozistas y materialistas. Gerolamo Cardano afirmó implícitamente la tesis de que los hombres habían sido generados espontánea­ mente de la materia. El aristotélico Andrea Cesalpino sostuvo explícitamente que «todos los animales, incluido el hombre, pueden haber sido originados a partir de la materia en putrefacción». Esto, en su opinión, se podía haber pro­ ducido sobre todo en lugares de clima tórrido y de vegetación exuberante, co­ mo el Nuevo Mundo. Para Giordano Bruno, la presencia de animales y hom­ bres del Nuevo Mundo no constituía ningún problema. Era, por el contrario, la prueba de que cualquier tierra produce todo tipo de animales. Atribuir a los americanos un origen adámico es absurdo «y realmente no hubo un único pri­ mer lobo o león o buey del que procedieran todos los lobos, leones y bueyes y fueran dispersados por todas las islas, sino que en cualquier parte la tierra produjo todas las cosas desde el principio». La disputa entre los defensores del poligenismo y los partidarios del monogenismo (Acosta se encontraba en­ tre estos últimos) iba a tener un desarrollo clamoroso. Paracelso había negado que los americanos tuvieran caracteres humanos. Como los gigantes, los gnomos, las ninfas, «son semejantes a los hombres en todo, excepto en el alma». Son «como las abejas, que tienen su rey; como los patos salvajes, que tienen un jefe; y no viven según el orden de las leyes hu­ manas, sino según las leyes de la naturaleza innata». El humanista Juan Ginés de Sepúlveda, entre otros muchos escritores, filósofos y viajantes, también había presentado a los indígenas americanos como una subespecie de hom­ bres, capaces de cualquier tipo de «abominables crueldades». Radicalmente distintas son las afirmaciones contenidas en una célebre página de los Ensa­ yos (1580) de Michel de Montaigne, que se refiere a las tribus brasileñas: pa­ ra juzgar a los pueblos no europeos no es posible ni lícito adoptar el punto de vista europeo y cristiano. La humanidad se expresa en una variedad infinita de formas y «cada uno llama barbarie a lo que no se acomoda a sus propias costumbres» (Montaigne, 1970: 272). Los debates sobre el «buen salvaje» y sobre el «mal salvaje» se mezclan con las vicisitudes de la biología y del pensamiento político. En la discusión

acerca del continente americano, se mantiene firme en personajes como Buffon, el abate Comeille de Pauw o los románticos, el carácter «degenerado», «decadente» o, en todo caso, «inferior» de la natura del Nuevo Mundo. La fauna que lo puebla, escribirá Hegel en la Filosofía de la historia, tiene un aspecto más pequeño, más débil, más tímido.

CAPÍTULO CINCO

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Un nuevo cielo Copémico N iklas K oppernigk (1473-1543) latinizó su nom ­ bre en Copemicus. E l nom bre se ha convertido, en la E dad M oderna, en el sím bolo de un gran vuelco en el pensam iento, el acta de nacim iento de una nueva era y de una revolución intelectual. N icolás C opém ico, com o se ha destacado m uchas veces, no adoptó, ni en su vida ni en sus obras, nin gu ­ na p ostura revolucionaria. C onsideró, com o buen hum anista, que la p osib ili­ dad m ism a de un nuevo m étodo de cálculo de los m ovim ientos de las esfe­ ras (capaz de p on er fin a las dudas de los astrónom os) se debía b u scar en los textos de los filósofos antiguos. P resentó su doctrina com o u n intento de resu citar las antiguas tesis de P itágoras y de F ilolao. F ue extrem adam ente cauto e indeciso. Se sintió seriam ente preocupado p or el «desprecio» que su extraña e in só lita doctrina sobre el m ovim iento de la T ierra p o d ía suscitar en el m undo de los eclesiásticos y de los profesores. E scribió su obra m a g ­ na, el De revolutionibus orbium coelestium (1543), estableciendo un co nti­ nuo p aralelism o con el Almagesto de P tolom eo, siguiéndolo libro p or libro y sección p or sección, hasta el punto de que K epler se perm itió observar que, m ás que in terp retar la n aturaleza, lo que h abía hecho C o pém ico era in ­ terpretar a P tolom eo.

E

l astrónom o polaco

Copémico nació en Tomñ (en alemán Thom) a orillas del Vístula, en una ciudad que en 1466 había pasado a la soberanía del rey de Polonia. Hijo de un comerciante, fue adoptado por un tío materno (que más tarde fue obispo de Warmja). Al finalizar los estudios en la Universidad de Cracovia, su tío le animó a marchar a las universidades italianas. Su nombre aparece registrado, en 1496, en los rollos de la Natío Germanorum de la Universidad de Bolonia, donde fue amigo y alumno del astrónomo Domenico Maria Novara (14541504). En 1500 estuvo en Roma y, al año siguiente, regresó a su patria para tomar posesión de la canonjía de Frauenburg. Pero regresó a Italia el mismo año: en Padua siguió estudiando leyes y medicina durante cuatro años; en Fe­ rrara consiguió el doctorado en derecho canónico. En 1506, tras nueve años de estancia en Italia, regresó a Polonia como secretario y médico de su tío. Cuando en 1512 murió su tío, se estableció en Frauenburg, donde permaneció durante más de treinta años, trabajando hasta su muerte en su obra capital.

Entre los años 1507 y 1512 (aunque sobre estas fechas los especialistas tienen opiniones opuestas), Copémico redactó De hypothesibus motuum coelestium commentariolus, que muchos conocieron en su versión manuscrita. En esta obra se presentaban las siete petitiones que darían lugar a una nueva as­ tronomía. 1. No existe un solo centro de todos los orbes celestes o esferas (es decir, existen, a diferencia de cuanto afirmaba Ptolomeo, dos centros de rotación: la Tierra que es el centro de rotación de la Luna, y el Sol, que es el centro de ro­ tación de los otros planetas). 2. El centro de la Tierra no coincide con el centro del universo, sino sólo con el centro de la gravedad y de la esfera de la Luna (esta petitio planteaba de nuevo el problema de una explicación de la gravedad). 3. Todas las esferas giran alrededor del Sol (que es, por tanto, excéntrico respecto al centro del universo). 4. La relación entre la distancia Tierra-Sol y la altura del firmamento es menor que la relación entre el radio terrestre y la distancia Tierra-Sol. Esta úl­ tima es, pues, imperceptible en relación con la altura del firmamento (si el universo tiene dimensiones tan grandes, el movimiento de la Tierra no puede dar lugar a un movimiento aparente de las estrellas fijas). 5. Todos los movimientos que aparecen en el firmamento no están causa­ dos por movimientos del firmamento, sino por el movimiento de la Tierra. El firmamento permanece inmóvil, mientras que la Tierra, con los elementos que le son más próximos (la atmósfera y las aguas de su superficie), realiza una rotación completa sobre sus polos fijos en un movimiento diurno. 6. Lo que a nuestros ojos son movimientos del Sol no están causados por el movimiento del propio Sol, sino por el movimiento de la Tierra y de nues­ tra esfera, con la que (como cualquier otro planeta) giramos alrededor del Sol. La Tierra tiene, por tanto, más de un movimiento. 7. El aparente movimiento retrógrado y directo de los planetas no procede de su movimiento, sino del de la Tierra. El movimiento de la Tierra es sufi­ ciente para explicar por sí solo todas las desigualdades que aparecen en el cie­ lo (los llamados «movimientos retrógrados» de los planetas se convierten en movimientos aparentes, puesto que dependen del movimiento de la Tierra). Entretanto Copémico había confiado el grueso manuscrito del De revolutionibus al joven Georg Joachim Rheticus (1514-1576, su verdadero nombre era Lauschen, latinizado en Rheticus para indicar la procedencia de la antigua provincia romana de la Rética). Discípulo y admirador de Copémico, Rheti­ cus publicó en 1540 la célebre Narrado prima, que, junto a una serie de con­ sideraciones astrológicas sobre la caída del imperio romano, el nacimiento del imperio musulmán y la segunda venida de Jesucristo, contiene una clara ex­ posición de la cosmología copemicana. Gracias a esta obra, que fue reimpre­ sa en Basilea al año siguiente ya con el nombre de su autor, el mundo de los hombres doctos tuvo una información más extensa de las ideas y de la gran obra de Copémico. En su exposición, Rheticus insistía con gran énfasis en la mayor simplici-

dad y armonía del sistema copemicano respecto del ptolemaico. Todos los mo­ vimientos de los planetas pueden explicarse mediante el movimiento uniforme del globo terrestre. Si se coloca al Sol inmóvil en el centro del universo y es la Tierra la que gira a su alrededor sobre una excéntrica u orbe magno, la autén­ tica inteligencia de las cosas celestes depende sólo de los movimientos regula­ res y uniformes del globo terrestre. ¿Por qué no debía adoptar Copémico la «adecuada teoría» del movimiento terrestre? Adoptando esa hipótesis, para la construcción de una ciencia exacta de los fenómenos celestes «sólo se preci­ saba la octava esfera inmóvil, estando el Sol también inmóvil en el centro del universo, y para explicar los movimientos de los otros planetas sólo se preci­ saban combinaciones de epiciclos y excéntricas, de excéntricas y excéntricas, de epiciclos y epiciclos» (Rheticus, 1541: 460-461). La atribución del movi­ miento a la Tierra permitía reafirmar la circularidad de los movimientos ce­ lestes. Mientras que en el sistema tradicional el movimiento de retrogradación se explicaba colocando el planeta sobre un epiciclo, cuyo centro gira a su vez alrededor de la Tierra sobre el deferente del planeta, en el nuevo sis­ tema los planetas se mueven con movimiento continuo y todos en la misma dirección. Las irregularidades de sus movimientos son atribuidas al punto de vista, distinto en cada momento, del observador situado sobre la Tierra en movimiento. El texto del De revolutionibus (publicado en mayo de 1543) fue llevado, según cuenta la tradición, al lecho de muerte de Copémico. En las páginas de la Dedicatoria Copémico insistía también, como había hecho ya Rheticus, en la mayor simplicidad y armonía del sistema. Oponía el nuevo al antiguo in­ sistiendo en los desacuerdos, las dudas y las contradicciones de los seguidores de la tradición. La revolución copemicana no consistió en un perfeccionamiento de los métodos de la astronomía, ni en un descubrimiento de nuevos datos, sino en la constmcción de una cosmología nueva basada en los mismos datos propor­ cionados por la astronomía ptolemaica. Esta cosmología está, además, fuerte­ mente ligada a algunas tesis fundamentales del aristotelismo: el universo copernicano es perfectamente esférico y finito; la esfericidad a la que tienden todos los cuerpos constituye una forma perfecta y es una totalidad acabada en sí misma, que es atribuida justamente a los cuerpos divinos; el movimiento circular de las esferas cristalinas deriva del hecho de que la movilidad propia de la esfera consiste en moverse en círculo («mobilitas sphaerae est in circulum volvi»), la condición de inmovilidad del Sol (que, como el cielo de las estrellas fijas, es inmóvil) deriva de su naturaleza divina y su centralidad de­ riva del hecho de que esta «linterna del mundo», llamada por otros «mente y rector del universo», está colocada en el mejor lugar, desde el cual «puede iluminar todas las cosas simultáneamente» (Copémico, 1979: 212-213). La simplicidad del nuevo sistema era más aparente que real: para justificar los datos de las observaciones, Copémico se veía obligado, en primer lugar, a no hacer coincidir el centro del universo con el Sol (su sistema ha sido defi­ nido como heliostático mejor que como heliocéntrico), sino con el punto cen­

tral de la órbita terrestre; en segundo lugar, a reintroducir, como en Ptolomeo, una serie de círculos que giran alrededor de otros círculos; finalmente, a atri­ buir a la Tierra (además del movimiento de rotación alrededor de su eje y de revolución alrededor del Sol) un tercer movimiento de declinación («declinationis motus») para justificar la invariabilidad del eje terrestre respecto a la esfera de las estrellas fijas. La revolución copemicana tenía esta característica: no se limitaba a opo­ ner algunas tesis nuevas a las tesis tradicionales, conseguía realmente susti­ tuir a Ptolomeo, mejorar el Almagesto en el terreno de los cálculos y de la construcción de las tablas planetarias. Las nuevas tablas, conocidas como Tabulae prutenicae (1551), elaboradas por Erasmo Reinhold (1511-1553) sobre bases copemicanas, fueron aceptadas incluso por los más denodados adver­ sarios del nuevo sistema del mundo, y el propio Reinhold no fue nunca co­ pemicano. El sistema presentado en el De revolutionibus se basaba en una refinada matemática pitagórica que podía ser apreciada por los astrónomos profesionales. A algunos de ellos aquel sistema les pareció no sólo más sim­ ple y armonioso que el anterior, sino incluso más acorde con el presupuesto metafísico (que Copémico mantuvo bien firme) de la perfecta circularidad de los movimientos celestes. Muchos elementos fundamentales que constituyen ese grandioso fenóme­ no que llamamos «la revolución astronómica» (eliminación de las excéntricas, de los epiciclos, de la realidad de las esferas sólidas, la infinitud del universo) no aparecen en la obra de Copémico. Pero hay textos que, sin presentarse co­ mo revolucionarios, provocan tremendas revoluciones intelectuales. Así ocu­ rrió con Copémico, como ocurrirá también con Darwin. Se trata de textos que son leídos, aunque sea de manera superficial, por un número creciente de per­ sonas no especialistas. No sólo impresionan la mente, sino también la imagi­ nación de los hombres, eliminan respuestas viejas y consolidadas y plantean una gran cantidad de problemas nuevos. En el caso de Copémico: ¿qué es la gravedad y por qué los cuerpos pesados caen sobre la superficie de una Tierra en movimiento? ¿Qué es lo que hace mover a los planetas y cómo es que se mantienen en sus órbitas? ¿Cuál es la extensión del universo y cuál es la dis­ tancia entre la Tierra y las estrellas fijas? Pero no sólo se planteaban proble­ mas nuevos en el seno de las ciencias. La admisión del movimiento terrestre y la aceptación del nuevo sistema, además de representar un vuelco en la as­ tronomía y en la física y la necesidad de su reestructuración, suponían tam­ bién una modificación de las ideas sobre el mundo, una nueva valoración de la naturaleza y del lugar del hombre en la naturaleza. En todo sistema que se encuentra en equilibrio inestable (y tal era sin duda la astronomía de los tiem­ pos de Copémico) existen sin duda puntos problemáticos, que no pueden to­ carse sin que se derrumbe todo el sistema. El movimiento de la Tierra era uno de estos.

El mundo se ha hecho añicos Ya en 1539 Lutero, en uno de los Dichos de sobremesa, se refiere a un «as­ trónomo de cuatro chavos» que sostiene que la Tierra se mueve, pretende dar un vuelco a toda la astronomía, choca con el texto de la Escritura que dice que Josué ordenó detenerse al Sol, y no a la Tierra. Seis años después de la publicación de la obra capital de Copémico, Philipp Melanchthon, en los Initia doctrinae physicae, insiste en que los que creen que la octava esfera y el Sol no giran alrededor de la Tierra sostienen argumentos impíos y peligrosos, contrarios a la honestidad y a la decencia. Calvino, aunque sin citar nunca a Copémico, reafirmaba enérgicamente el valor literal de las Escrituras. Se ha discutido mucho sobre la postura que adoptaron protestantes y cató­ licos frente al copemicanismo. Una de las leyendas historiográficas más di­ fundidas es la que afirma que la Curia romana y los teólogos escolásticos mantuvieron una postura básicamente de indiferencia ante el problema. Tan sólo tres años después de la muerte de Copémico, en 1546, el dominico Giovanni María Tolosani, vinculado a Bartolomeo Spina, maestro del Sacro Pala­ cio y por entonces portavoz casi oficial de las reacciones de la Curia, adopta­ ba una actitud enérgica de franca oposición al nuevo sistema en el De veritate Sacrae Scripturae (que permaneció inédito hasta 1975). El copemicanismo, a los ojos de Tolosani, tiene un defecto básico y fundamental: viola el principio fundamental e irrenunciable de la subaltematio scientiarum, según el cual «una ciencia inferior tiene necesidad de la ciencia superior». No se trata de una cuestión baladí. La primera de entre las ciencias, la teología, ofrece al cosmólogo una descripción de la estructura física del universo y ninguna ciencia puede entrar en contradicción con la teología: «Copémico, hábil en la ciencia matemática y astronómica, es deficiente en las ciencias físicas y dialécticas, y es inexperto en las Escrituras». El texto de Tolosani lo leerá de­ tenidamente otro dominico, Tommaso Caccini, cuya actitud violenta, expresa­ da con ocasión de un sermón pronunciado el 20 de diciembre de 1614 en Santa María Novella, será la base de la condena de 1616, que declaraba «filosófica­ mente necia y absurda y formalmente herética» la teoría de Copémico. En la Dedicatoria a Pablo III, Copémico había apelado a su autoridad y juicio para que «impidiese la mordedura de los calumniadores, aunque es proverbial que no existe remedio alguno contra la mordedura de los delatores» (cf. Camporeale, 1977-1978; Garin, 1975: 283-295). Con el tiempo las mordeduras irán siendo muy numerosas, pero, como ocurre siempre con las novedades, no faltaron tampoco cautas adhesiones de especialistas, entusiasmos bastante firmes aunque poco fundamentados técni­ camente, rechazos desdeñosos y, sobre todo, manifestaciones de turbación y de incertidumbre. El De revolutionibus se publicó de nuevo en Basilea en 1556 (trece años después de la primera edición), llevando como apéndice la Xarratio prima de Rheticus, que era el texto más útil para que los lectores no especialistas entendieran el nuevo sistema del mundo. Las Tabulae prutenicae de Reinhold (1551) fueron revisadas y ampliadas en 1557. El año anterior ha­

bía sido publicado en Londres The Castle of Knowledge, del médico y mate­ mático Robert Recorde (1510 C.-1558). En el diálogo entre un maestro y un discípulo, el primero afirma que es prematuro discutir acerca del movimien­ to de la Tierra, puesto que la idea de su inmovilidad está tan fuertemente en­ raizada en las mentes que hace que las tesis opuestas parezcan descabelladas; el segundo niega que las opiniones aceptadas por muchos sean siempre ver­ daderas. Los astrónomos se mostraron en general muy cautelosos. Rechazaron (con las dos grandes excepciones de Kepler y de Galileo) la idea misma de hacer una declaración en el sentido de que el sistema ptolemaico había sido supera­ do. Tras el éxito de las nuevas tablas, la postura dominante entre ellos era la de Thomas Blundeville, que afirmaba (en 1594) que con la ayuda de una fal­ sa hipótesis Copémico había conseguido ofrecer las demostraciones más exactas que jamás se habían hecho. Michael Maestlin (1550-1631), profesor de astronomía en Tubinga, incluyó en las últimas ediciones del Epitome astronomiae (1588) apéndices en los que se exponía el sistema copernicano. Tenien­ do en cuenta que fue maestro de Kepler, hay que presumir que instruyese al alumno en el nuevo sistema. Colaboró también en la redacción y en la impre­ sión del Mysterium cosmographicum de Kepler (1596), quien lo recompensó por el trabajo realizado (que incluía complicados cálculos) regalándole una copa de plata dorada y seis táleros de plata. Hacia 1587, Chistopher Rothmann, astrónomo del landgrave Guillermo IV de Hesse-Kassel, defendió enérgicamente, en su correspondencia con Tycho Brahe, la validez del copernicanismo. En sus cartas refutaba las objeciones más tradicionales al movi­ miento de la Tierra y afirmaba la imposibilidad de sostener una interpretación literal de las Escrituras, que obligaría a creer incluso en la existencia de las aguas celestes (una cuestión que a lo largo de toda la cosmología de la Edad Media había tenido una importancia fundamental). El matemático Giovanni Battista Benedetti (1530-1590), en el Diversarum speculationum mathematicarum et physicarum liber (1585), niega valor a los argumentos sacados del aristotelismo que se utilizaron contra Copémico. En­ tre los filósofos, junto a Thomas Digges y a Giordano Bruno, hay que recor­ dar a Francesco Patrizi da Cherso (1529-1597), profesor de filosofía platónica en Ferrara y más tarde en Roma, adonde acudió llamado por Clemente VIII. La visión que tuvo Patrizi del universo parece, desde nuestro privilegiado punto de vista de modernos, una extraña mezcla. En su sistema la Tierra to­ davía figura como centro del cosmos y el Sol gira alrededor de la Tierra. La Tierra (como dice Copémico) está en movimiento. Pero Patrizi sólo acepta uno de los tres movimientos que supone Copémico, el diurno. Las estrellas, como si fuesen grandes animales, se mueven por sí solas, no están fijadas a esferas reales, sino que se mueven gracias a un ánima que está presente en ellas. El cielo es único, continuo y fluido. El movimiento de las estrellas fijas es aparente y depende del movimiento diurno de la Tierra alrededor de su eje. Las estrellas no se encuentran todas a la misma distancia de la Tierra, sino que están esparcidas en una profundidad infinita.

Puede que esto no guste a los astrónomos, pero lo cierto es que las lineas de demarcación entre quienes rechazan o aceptan el copemicanismo, o mani­ fiestan dudas frente a lo nuevo, no coinciden en absoluto con las que separan a los astrónomos profesionales de los filósofos o de los escritores. Los prime­ ros que sostuvieron en Inglaterra la verdad copemicana no se pueden incluir en modo alguno entre los «modernos» o entre los defensores de un nuevo mé­ todo científico. Robert Recorde, al que ya hemos mencionado, concibe la as­ tronomía como una sierva de la astrología; el matemático copemicano John Dee (1527-1608), además de ser el autor de un célebre prefacio a Euclides, escribió Monas hieroglyphica (1564), una obra que pretende desvelar los secretos de las virtudes supracelestiales a través de los misterios de la cábala, las composiciones numéricas de los pitagóricos y el sello de Hermes; a Hermes Trismegisto, y al poema Zodiacus vitae (1534) del ferrarás Palingenio Stellato (Pier Angelo Manzolli, 1503 C.-1543) se remite Thomas Digges (1543-1575), que en Perfit Description of Cáelestiall Orbes, añadido en 1576 al Prognostication Everlasting del padre Leonhard, habla de un orbe inmóvil de las estrellas fijas que se extiende infinitamente hacia lo alto y que él con­ cibe como «el palacio de la felicidad y la verdadera corte de los ángeles ce­ lestiales carentes de anhelos, que llenan la morada de los elegidos». Hacia 1585, Giordano Bruno (1548-1600) se manifestó, en Inglaterra, defensor de la visión copemicana del mundo. En la Cena de las cenizas, en el Del infinito: el universo y los mundos (1584) presenta la teoría de Copémico sobre el fon­ do de la magia astral y de los cultos solares, asocia el copemicanismo con la temática presente en el De vita coelitus comparanda de Marsilio Ficino y ve en el «diagrama» copemicano el «jeroglífico» de la divinidad: la Tierra se mueve porque vive alrededor del Sol; los planetas, como estrellas vivas, eje­ cutan con ella su recorrido; otros innumerables mundos, que se mueven y vi­ ven como grandes animales, pueblan el infinito universo. En los textos de William Gilbert, que en cierto modo también era «copemicano», no faltan temas vitalistas ni alusiones a Hermes, Zoroastro y Orfeo. La teoría heliocéntrica se asoció a menudo a algunos de los temas más ca­ racterísticos de la tradición mágico-hermética. Situándose en una postura con­ traria a esta última tradición, no era imposible incluir a los seguidores de Copérnico en el contexto de un rechazo más general del platonismo místico. En este contexto, tan lleno de dudas y de equívocos, debe situarse incluso la pos­ tura adoptada por Francis Bacon (entre 1610 y 1623) frente al copemicanismo. Esto ha sido aprovechado muchas veces (por ejemplo, por los espiritualistas de la segunda mitad del siglo xix y por los neopositivistas y popperianos del siglo xx) para expresar condenas ahistóricas. Hablar de «retroceso científico» ante las dudas manifestadas en aquellos años carece de sentido. Bacon, que en 1612 se entusiasmó con los descubrimientos de Galileo, muere en 1626. La «conversión» de Marín Mersenne (1588-1648) al copemicanismo se produce entre 1630 y 1634. En los Novarum observationum libri de 1634, el matemá­ tico Gilíes Personne de Roberval (1602-1675) afirma que en cierto modo no puede decirse cuál de los tres sistemas del mundo que se disputan el terreno

es el verdadero, puesto que puede ocurrir «que los tres sistemas sean falsos y que el verdadero nos resulte desconocido». En la Universidad de Salamanca, los estatutos de 1561 establecían que el curso de matemáticas debía incluir a Euclides y a Ptolomeo o Copémico, a elección de los estudiantes. Parece ser que Copémico no era elegido casi nun­ ca. Pero el caso de Salamanca es realmente excepcional. En las universidades, incluidas las de los países protestantes, se enseñan los dos (o tres) sistemas, uno junto al otro, hasta las últimas décadas del siglo xvn. También hay que recordar que los que negaban la realidad de las esferas celestes (entre 1600 y 1610) no pertenecían (como ocurre con Gilbert, Brahe, Rothmann) al mundo académico. En los manuales de astronomía el número de los que negaban las esferas no empieza a aumentar espectacularmente hasta el segundo decenio del siglo xvn, y no se abandona definitivamente esta doctrina hasta los años trein­ ta. La aceptación del nuevo sistema del mundo por parte de la cultura exigía una respuesta a preguntas difíciles, que no eran tan sólo de carácter astronómi­ co. Parte de la grandeza de Galileo y de Kepler consiste en haber hecho una opción clara por el copemicanismo. Ambos reconocieron en Copémico a su maestro. Ambos contribuyeron decisivamente a confirmar la revolución astro­ nómica que Copémico había iniciado. Pero también costó mucho que sus con­ tribuciones fueran aceptadas. Los versos del Anatomy ofthe World (1611), del gran poeta John Donne (1573-1631), se han convertido en el símbolo de la sensación de desconcierto, que muchos compartieron, ante el derrumbamiento de certezas tranquilizadoras: La nueva filosofía lo pone todo en duda el elemento Fuego se ha apagado por completo, el Sol se ha perdido y la Tierra; y a ningún hombre la mente le enseña ya dónde buscarla. Espontáneamente los hombres confiesan que este mundo está acabado, cuando en los planetas y en el firmamento tantos buscan lo nuevo. Y ven que el mundo se ha hecho añicos en sus átomos. Todo está hecho pedazos, toda coherencia ha desaparecido, toda providencia justa, toda relación: príncipe, súbdito, padre, hijo son cosas olvidadas, porque cada hombre cree que ha conseguido, por sí solo, ser un Fénix... (Donne, 1933: 202)

Tycho Brahe Se ha hablado antes de un tercer sistema del mundo. El astrónomo danés Tyge Brahe (1546-1601), que latinizó su nombre en Tycho, era un autodidacto que había estudiado en Leipzig (sin seguir de manera regular los cursos de la uni­

versidad), sentía un gran interés por la alquimia y creía firmemente en una afi­ nidad entre los hechos celestes y los fenómenos terrestres. En la portada de una de sus obras, la Astronomiae instauratae mechanica, aparece encorvado sobre un globo, con un compás en una mano y la mirada dirigida hacia el cielo. El lema que acompaña la figura es suspiciendo despido (miro hacia abajo, miran­ do hacia lo alto). La otra ilustración lo representa dirigiendo la mirada hacia un aparato químico y con una serpiente (símbolo de Esculapio) enroscada al brazo. El lema es despiciendo suspicio (mirando hacia abajo, miro hacia lo alto). Más que un filósofo natural, Tycho fue un paciente y muy agudo observa­ dor. Sin duda el más grande observador a simple vista que haya tenido jamás la historia de la astronomía. Sus primeras observaciones se remontan al año 1563, cuando tenía dieciséis años, y prosiguieron durante toda su vida, alcan­ zando una precisión que a muchos historiadores de la astronomía les parece casi increíble. Brahe se procuró muchos instrumentos y construyó muchos otros de gran precisión. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, ob­ servaba los planetas continuamente y no sólo cuando se presentaban en una conjunción favorable. La noche del 11 de noviembre de 1572, cuando regresaba a su casa, Tycho (que tenía entonces veintiséis años) vio una nueva estrella muy brillante en la constelación de Casiopea. Aquel hecho decidió el rumbo de su vida. Tycho renunció a emigrar a Basilea y, gracias a sus observaciones, obtuvo del rey de Dinamarca el señorío de la isla de Hveen, donde mandó construir el espléndi­ do castillo de Uraniborg, dotado de observatorios y laboratorios, que se con­ virtió en un centro de enseñanza para muchos jóvenes astrónomos europeos. Luminosa como Venus en el período de su máximo esplendor, la nueva estre­ lla irá apagándose lentamente hasta desaparecer del todo a comienzos de 1574. Esa estrella, escribirá Kepler, «si bien no fue signo de nada ni dio ori­ gen a nada, sí fue, sin embargo, el signo y el origen de un gran astrónomo». En De stella nova (1573) Brahe comunicaba sus observaciones. Si no se tra­ taba de un cometa, si la nueva estrella aparecía en la misma posición frente a la esfera de las estrellas fijas, es que en los cielos inmutables se había produ­ cido un cambio y se podían plantear dudas sobre el contraste entre la inmuta­ bilidad de los cielos y la mutabilidad del mundo sublunar. La observación de los cometas de 1577 y de 1585 confirmó la hipótesis de Brahe. Intentó medir la paralaje del cometa de 1577: su valor era demasiado pequeño para referir­ se a las regiones del mundo sublunar. Todos los cometas que ha observado, concluía, «se mueven en las regiones etéreas del mundo y nunca en el mundo sublunar, como han querido hacemos creer durante tantos siglos Aristóteles y sus seguidores». Si los cometas estaban situados por encima de la Luna, los planetas no podían estar fijados en las esferas cristalinas de la astronomía tra­ dicional. Según su opinión, escribirá a Kepler, «la realidad 'de todas las esfe­ ras debe ser excluida de los cielos». Los cometas no siguen la ley de ninguna esfera, sino que actúan «en contradicción con ellas». La máquina del cielo no es un «cuerpo duro e impenetrable, compuesto de esferas reales, como han creído muchos hasta este momento, sino que el cielo es fluido y libre, abierto

en todas direcciones, de modo que no opone ningún obstáculo al libre recorri­ do de los planetas que está regulado, sin ninguna maquinaria ni rodamiento de esferas reales, de acuerdo con la sabiduría reguladora de Dios». Las esfe­ ras «no existen» realmente en los cielos, «sólo se admiten en beneficio del aprendizaje» (Kepler, 1858-1871: I, 44, 159). Esta afirmación de Brahe tenía una importancia revolucionaria, compara­ ble a la de Copémico sobre la movilidad de la Tierra. En el campo de la as­ tronomía (y no, como había sucedido en el caso de Francesco Patrizi, en el de la imaginación especulativa) había caído uno de los dogmas centrales de la cosmología tradicional: el de la incorruptibilidad e inmutabilidad de los cie­ los. En el capítulo octavo del De mundi aetherei recentioribus phaenomenis liber secundus (el propio título, con la referencia a fenómenos recientes, era un desafío a la tradición), publicado en Uraniborg en 1588, Brahe exponía también las líneas esenciales de su sistema del mundo. Este tenía su origen en un doble rechazo: de la astronomía ptolemaica y de la astronomía copemica­ na. Copémico ha construido un elegante sistema del mundo, matemáticamen­ te superior al ptolemaico, pero Tycho no cree, como pretende Copémico, que al «cuerpo torpe y enorme de la Tierra» se le pueda atribuir movimiento (es más, tres movimientos). Si la Tierra estuviera en movimiento, afirma, una piedra lanzada desde una torre no caería a los pies de la torre, como en cam­ bio sucede. El sistema de Copémico es además inaceptable porque entre la órbita de Saturno y las estrellas fijas se debería situar un espacio enorme, a causa de la falta de una paralaje observable de las estrellas. Por último, el sis­ tema de Copémico se opone a las Escrituras, donde aparecen numerosas refe­ rencias a la inmovilidad de la Tierra. El nuevo sistema deberá «estar de acuer­ do tanto con la matemática como con la física, evitar la censura teológica, estar en completo acuerdo con lo que se observa en los cielos» (Brahe, 19131929: IV, 155-57). En el sistema de Tycho la Tierra está inmóvil en el centro de un universo encerrado en una esfera estelar, cuya rotación diaria da cuenta de los círculos diarios de las estrellas. La Tierra también está (como en el sistema ptolemai­ co) en el centro de las órbitas de la Luna y del Sol. En el centro de las órbitas de los otros cinco planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) se en­ cuentra, en cambio, el Sol. La negación del carácter material de las esferas procede también del hecho de que las órbitas se cortan en varios puntos. Epi­ ciclos, excéntricas y ecuantes siguen siendo necesarios para el funcionamien­ to del sistema. Desde el punto de vista de los cálculos, el sistema de Tycho era en todo equivalente al copemicano y conservaba todas sus ventajas matemáticas. Ex­ cluía cualquier cuestión conflictiva con las Escrituras y no suponía el abando­ no, tan fuertemente enraizado en el sentido común y en la opinión de los doc­ tos, de la inmovilidad de la Tierra y de su posición central en el universo. Se convirtió en un punto de convergencia para cuantos no aceptaban la revolu­ ción copemicana y fue preferido por muchos jesuítas. La enorme autoridad de Brahe supuso, sin duda, un obstáculo para la difusión del copemicanismo. Pe­

ro los problemas que su gran astronomía había planteado favorecieron la cri­ sis y el gradual abandono del sistema ptolemaico.

Kepler Johannes Kepler (1571-1630) nació en Weil, en la región de Württemberg, de familia luterana. Con la intención de convertirse en pastor, frecuentó la uni­ versidad protestante de Tubinga, donde Maestlin enseñaba astronomía y expo­ nía a los estudiantes tanto el sistema ptolemaico como el copemicano. En 1594 aceptó un puesto de matemático de los estados de Estiria y de profesor de matemáticas en el seminario de Graz, en Austria. Entre sus obligaciones fi­ guraba también la confección de «pronósticos», en uno de los cuales predijo un invierno frío, revueltas campesinas y la guerra contra los turcos. No pudo evitar, a continuación, la elaboración de horóscopos, algunos de los cuales, como el de Wallenstein, son además penetrantes retratos psicológicos. Escri­ bió en 1595 y publicó en 1596 (con la ayuda de Maestlin) el Mysterium cosmographicum. Los historiadores siempre han considerado que las obras de Kepler son textos muy peculiares. A diferencia de cuanto sucede normalmente con todas las obras que los científicos han legado a la posteridad, Kepler no se limita a exponer al lector los resultados de sus investigaciones, sino que narra también los motivos por los que ha llegado a sus teorías, cuenta sus tentativas y sus vacilaciones, y se detiene en sus propios errores. Considera que para com­ prender un libro es esencial hacer una exposición de los motivos que han in­ ducido a escribirlo. Al oír exponer el sistema de Copémico, cuenta Kepler, y convencido de la insuficiencia del sistema tradicional, sintió un gran entusiamo por éste, hasta el punto de defenderlo y de iniciar una investigación sobre las «razones físicas y metafísicas», y no meramente matemáticas (como en Copémico), del movimiento del Sol. El sistema copemicano, según Kepler, está de acuerdo con los fenómenos celestes, es capaz de demostrar los movi­ mientos pasados y de predecir los futuros con una exactitud mayor que el de Ptolomeo y los otros astrónomos. Con las hipótesis tradicionales hay que es­ tar continuamente inventando esferas, mientras que Copémico ha simplifica­ do la máquina del mundo; en esta mayor simplicidad reside también la verdad del nuevo sistema, porque la naturaleza ama la simplicidad y la unidad; en ella no se encuentra nunca nada ocioso ni superfluo. Pero el objetivo principal del Mysterium cosmographicum no es defender a Copémico, sino demostrar que, en la creación del mundo y en la disposición de los cielos, Dios «tuvo en cuenta los cinco cuerpos regulares que han goza­ do de tan gran fama desde los tiempos de Pitágoras y Platón» y concedió a su naturaleza el número, la proporción y las relaciones de los movimientos ce­ lestes. Los cinco sólidos regulares o «cósmicos» a los que se refiere Kepler tienen una característica especial: sólo en ellos las caras son idénticas y cons­ tituidas por figuras equiláteras. Son el cubo, el tetraedro, el dodecaedro, el

icosaedro y el octaedro. Kepler se pregunta, pues, cuáles son las causas del número, de las dimensiones y de los movimientos de los orbes, y considera que esta investigación está basada en la admirable correspondencia que existe entre las cosas inmóviles del universo (el Sol, las estrellas fijas, el espacio in­ termedio) y las tres personas de la Trinidad. Las investigaciones sobre la po­ sibilidad de que un orbe sea el doble o el triple o el cuádruplo de otro no dan ningún resultado: ni siquiera introduciendo entre una órbita y la otra planetas invisibles por su pequeño tamaño. Tras una serie de desafortunados intentos, los cinco sólidos regulares parecen ser una solución y esto se le antoja a Ke­ pler un descubrimiento extraordinario. A la grandeza de los cielos, que según Copémico son seis, le corresponden solamente cinco figuras que, «entre todas las infinitas figuras posibles, tienen propiedades particulares que no posee ninguna otra figura». El orbe de la Tierra se convierte en la medida de todos los otros orbes. Si la esfera de Saturno se circunscribe al cubo en el que re­ sulta inscrita la esfera de Júpiter, y si el tetraedro está inscrito en la esfera de Júpiter con la esfera de Marte inscrita en él, y así sucesivamente (según el or­ den de las figuras reseñado antes), entonces las dimensiones relativas de todas las esferas serían las calculadas por Copémico. En realidad había algunas di­ ferencias, pero Kepler confiaba en la posibilidad de cálculos más exactos y en el trabajo de Tycho Brahe. En el Mysterium Kepler no busca sólo las leyes de la estructura del cosmos, aborda también el problema del porqué de los movimientos de los planetas y de su velocidad (que es menor cuanto más alejados del Sol están los planetas). Considera que hay que aceptar forzosamente una de estas dos afirmaciones: o las almas motrices de cada uno de los planetas son tanto más débiles cuanto más distan del Sol, o bien hay una sola alma motriz, simada en el centro de to­ dos los orbes, o sea en el Sol, que empuja a todos los cuerpos: con más fuerza a los cuerpos más próximos, con menor fuerza a los cuerpos lejanos, en razón de la disminución de la fuerza con la distancia. Kepler se decide por la segun­ da hipótesis y considera que la fuerza es proporcional al círculo en que se es­ parce y que disminuye al aumentar la distancia. Puesto que el período aumen­ ta al ampliarse la circunferencia «la mayor distancia del Sol actúa dos veces en la ampliación del período, e, inversamente, la mitad del aumento del período es proporcional al aumento de la distancia». Los resultados de los cálculos no diferían mucho de los de Copémico, y Kepler tiene la impresión de que se «ha aproximado a la verdad». En su cosmología, el Sol está en el centro del uni­ verso (para Copémico el centro del universo no coincide con el Sol sino con el centro de la órbita terrestre). El Sol es la sede de la vida, del movimiento y del alma del mundo. Las estrellas fijas están en reposo; los planetas tienen una ac­ tividad de movimiento secundaria. Al Sol, que supera en esplendor y belleza a todas las cosas, le corresponde ese acto primero que es más noble que todos los actos segundos. Inmóvil y fuente de movimiento, el Sol es la imagen mis­ ma de Dios Padre. No sólo el universo sino toda la astronomía se convertían en heliocéntricas. El Sol no sólo era concebido como el centro arquitectónico del cosmos sino también como su centro dinámico.

El Mysterium cosmographicum, muy apreciado por Maestlin, fue enviado por el joven Kepler a Tycho Brahe. Galileo, que vio el libro, escribió a Kepler felicitándole por su adhesión al copemicanismo. Pero es muy probable que to­ davía no lo hubiera leído. Cuando Kepler le solicitó un intercambio de corres­ pondencia, no recibió respuesta. El distanciamiento de Galileo de cualquier forma de misticismo lo alejaba del tipo de ciencia practicado por Kepler. Esta actitud distante le impedirá también a Galileo apreciar todos los grandes des­ cubrimientos efectuados posteriormente por Kepler. El encuentro con Tycho Brahe, bastante más receptivo ante posturas que tendían al hermetismo y a la mística, tuvo en cambio efectos decisivos. La armonía y las proporciones del universo, escribió Brahe a Kepler, de­ ben buscarse a posteriori y no determinarse a priori. Más allá de esta reserva de fondo, Brahe apreciaba muchísimo el trabajo expuesto en el Mysterium. Tras haber abandonado Dinamarca y haberse establecido en Bohemia como matemático imperial, le ofreció a Kepler un puesto de ayudante. Este aceptó (en 1600) el encargo de elaborar una teoría de los movimientos de Marte con el objetivo de preparar unas nuevas tablas (que deberían sustituir a las Tabú­ lete prutenicae). Las Tabulae rudolphinae no se publicarán hasta 1627. Pero la muerte de Brahe en 1601 creó una situación nueva. Kepler sucedió a Brahe en el cargo de matemático imperial y obtuvo autorización para acceder a los apuntes y a los escritos de Tycho. Además de almanaques y pronósticos, Kepler publica en estos años De fundamentis astrologiae certioribus (1601); Ad Vitelionem paralipomena (obra fundamental en la historia de la óptica, 1604); De stella nova (1606); De Jesu Christi Salvatoris nostri vero anno natalitio (1606). En 1606 había terminado también su obra capital: Astronomía nova seu Physica coelestis, que no se publicará hasta 1609, el mismo año en que Galileo apuntaba al cie­ lo con su telescopio. En la Astronomía nova Kepler explica que ha intentado setenta veces ha­ cer encajar los datos obtenidos por Tycho relativos a los movimientos de Marte en las distintas combinaciones de círculos obtenidas de la astronomía ptolemaica y copemicana. El desajuste entre las previsiones y las observacio­ nes de Tycho era sólo de 8 minutos de arco. Este resultado hubiera sido acep­ table para todos los astrónomos de la época, pero'Kepler descartó todas las soluciones y, desesperando ya de obtener una solución aceptable, se dedicó a calcular la órbita de la Tierra. La velocidad de ésta es mayor cuando se apro­ xima al Sol, y menor cuando se aleja de éste. Sobre la base de una premisa equivocada (la velocidad de la Tierra es inversamente proporcional a su dis­ tancia al Sol) y efectuando cálculos que contenían errores considerables, Ke­ pler consiguió formular la que hoy en día conocemos como segunda ley de Kepler. en tiempos iguales, la línea que une el planeta con el Sol barre áreas iguales. A diferencia de cuanto había sostenido la astronomía antigua y el propio Copémico, la Tierra y los otros planetas se mueven con un movimien­ to realmente y no sólo aparentemente no uniforme. Una simple ley geométrica explica esta falta de uniformidad. La causa fí­

sica de la variación hay que buscarla una vez más en el Sol. Junto a Copérnico y a Tycho Brahe, Kepler reconocerá en Gilbert a uno de sus grandes maes­ tros. La filosofía magnética constituye el instrumento adecuado para explicar esas variaciones físicas de velocidad. Kepler se había remitido de manera ex­ plícita a la presencia de un espíritu en los cuerpos celestes. Pero, a diferencia de Giordano Bruno y de Francesco Patrizi, no sólo había efectuado cálculos matemáticos y cuidadosas observaciones astronómicas, sino que se había in­ terrogado acerca de los modos de funcionamiento de esos espíritus. En su pen­ samiento y en su unificación de la física celeste con la física terrestre todavía están presentes categorías fundamentales de la física aristotélica. Para Kepler, que en esto se muestra aristotélico, sólo la aplicación de una fuerza permite explicar la persistencia del movimiento. Kepler no conoce el principio de inercia ni tiene la noción de fuerza centrípeta. La fuerza que procede del Sol no ejerce una atracción central: sirve para promover el movimiento de los pla­ netas y para mantenerlos en movimiento. Asimismo, en el texto de la Astro­ nomía nova, allí donde Kepler renuncia a explicaciones basadas en la existen­ cia de un espíritu específico para cada planeta en particular, la atribución de un espíritu al Sol no se configura en realidad como una especie de «conce­ sión» a una metafísica animista que pueda eliminarse del sistema. Los moto­ res propios de los planetas son afecciones de los cuerpos planetarios, seme­ jantes «a la afección que existe en el imán, que tiende hacia el polo y atrae el hierro». Todo el sistema de los movimientos celestes está, pues, gobernado «por facultades meramente corpóreas, es decir, magnéticas». Existe, sin em­ bargo, una excepción que es indispensable para el funcionamiento del siste­ ma: «Sólo se exceptúa la rotación local del cuerpo del Sol, para cuya explica­ ción parece necesaria la fuerza procedente de un espíritu». Kepler no atribuye rotación a la Luna. Pero el Sol, cuerpo central del universo, debe girar sobre su propio eje y arrastrar consigo todo el cuerpo del mundo: «El Sol gira sobre sí mismo como si estuviese sobre una torre y emite en toda la amplitud del mundo una species inmaterial de su cuerpo, análoga a la species inmaterial de su luz. Esta species, a causa de la rotación del cuerpo solar, gira en forma de vórtice velocísimo, que se extiende en toda la inmensidad del universo y transporta consigo los planetas». Rompiendo con una tradición milenaria, Kepler afirma que la órbita del planeta no es un círculo, sino que «a partir del afelio se curva poco a poco ha­ cia el interior, regresando luego a la amplitud del círculo en el perigeo: a una trayectoria de estas características se la llama ovoide». El paso del ovoide a la elipse fue también bastante complicado y Kepler explica detalladamente los errores de cálculo cometidos y las vías sin salida emprendidas. Sólo una elip­ se perfecta, que tenga el Sol en uno de sus focos (y consideró que este descu­ brimiento era como si se hubiera encendido de repente una luz) concuerda con los datos de la observación y con las leyes de las áreas. Esta conclusión la conocemos como la primera ley de Kepler. Es suficiente una curva cónica para describir la órbita de todos los planetas. El abandono de las excéntricas y de los epiciclos y la simplificación del sistema se habían conseguido median­

te el abandono del dogma de la circularidad. En el momento mismo en que Kepler «perfeccionaba» el sistema copemicano, en realidad lo estaba destru­ yendo (Westfall, 1984: 21). La doctrina de las causas de los fenómenos celestes se había presentado a los escasos lectores de la Astronomía nova en un lenguaje matemático com­ plicado. Kepler concibió una obra que fuese a la vez como una summa de la nueva astronomía y un manual (destinado a sustituir a los que estaban en uso) escrito en forma de preguntas y respuestas. En 1610 publicó la Dissertatio cum Nuncio Sidereo y, en 1611, la Dióptrica. En 1612, tras la abdicación de Rodolfo II, abandonó Praga y se trasladó a Linz, donde permaneció catorce años. La guerra lo obligó a abandonar su cargo de matemático en la ciudad austríaca. No consiguió nunca regresar a Alemania, tal como había esperado siempre. Encontró trabajo junto a algunos mecenas (entre ellos, Wallenstein) y murió en Ratisbona en 1630. Los distintos libros que componen la ramma-manual o Epitome astronomiae copemicanae usitata forma quaestionum et responsionum conscripta fueron publicados entre 1617 y 1621. Los descubrimientos astronómicos se representan en esta obra en el marco del pitagorismo y neoplatonismo, que ya había teorizado en su obra juvenil Mysterium. Luz, calor, movimiento y ar­ monía de los movimientos son la perfección del mundo y son entidades aná­ logas a las facultades del alma. La esfera de las estrellas fijas «retiene el calor del Sol para que no se disperse y realiza respecto al mundo la función de una pared o piel o vestido». Debido a su tamaño, el Sol es la causa del movi­ miento de los planetas. La potencia vegetativa del éter corresponde a la nutri­ ción de los animales y de las plantas, a la facultad vital le corresponde el ca­ lor, a la animal el movimiento, a la sensitiva la luz, a la racional la armonía. Un Ímpetus otorgado al cuerpo del Sol por Dios en el acto de la creación no basta para explicar su movimiento: «Su constancia y perennidad, sobre la que se basa toda la vida del mundo, se explica más adecuadamente por la acción de un espíritu». Los temas «pitagóricos» se hacen más evidentes aún en Harmonices mundi libri quinqué, aparecido en Linz en 1619. También en este caso se trata de un proyecto muy antiguo, puesto que en 1600 Kepler había escrito a Herwart de Hohenburg: «Que Dios me libre de la astronomía, de modo que pueda de­ dicar todo mi tiempo al trabajo sobre las armonías». Las relaciones geométri­ cas expuestas en el Mysterium (a las cinco figuras añade Kepler más tarde los poliedros estrellados) deben sostenerse -puesto que Dios no sólo es geómetra sino también músico- con relaciones armónicas. Kepler consigue asociar a cada planeta un tono o intervalo musical. Tal como se desprende del índice del libro quinto, cada uno de los tonos o modos musicales están expresados por cada uno de los planetas; los contrapuntos o armonías universales de los planetas son distintos uno de otro; en los planetas están expresados cuatro ti­ pos de voces: soprano, contralto, tenor y bajo. En el tercer capítulo del mismo libro, junto a una nueva exposición de las tesis centrales del Mysterium, se encuentra una nueva teoría: «Es un hecho absolutamente cierto y exacto que

la proporción entre los tiempos periódicos de dos planetas elegidos al azar es exactamente igual a la potencia de tres medios de la proporción entre sus dis­ tancias medias, y por tanto entre sus propias órbitas». Es el enunciado de la que llamamos tercera ley de Kepler. los cuadrados de los períodos de revolu­ ción de dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus dis­ tancias medias respecto del Sol. Una vez establecida la órbita, está estableci­ da necesariamente la velocidad, y viceversa. Se había descubierto una ley que no se limitaba a regular los movimientos de los planetas en cada una de sus órbitas: establecía una relación entre las velocidades de los planetas que se mueven en órbitas diferentes. El descubrimiento de la llamada tercera ley re­ presenta a los ojos de Kepler un gran descubrimiento metafísico: «Gratias ago tibi, Creator Domine». El libro será leído ahora o en el futuro. Puede que ten­ ga que esperar cien años quien lo lea: «¿Acaso no ha esperado Dios seis mil años antes de que alguien contemplase sus obras?». Kepler siguió caminos bastante tortuosos que sólo Alexandre Koyré (Koyré, 1966) ha tenido la paciencia de reconstruir de modo analítico: no sola­ mente dedujo su segunda ley de las áreas de presupuestos «erróneos», sino que la estableció como verdadera antes de haber determinado el carácter elíp­ tico de las órbitas planetarias. Esas tres leyes, con las que el nombre de Ke­ pler aparece todavía hoy en los manuales de física, surgen de un contexto que -tomando a Descartes o a Galileo como puntos de referencia- resulta real­ mente difícil calificar de «moderno». Todos los historiadores han destacado la extraordinaria mezcla de misticis­ mo de los números y de pasión por la observación que aparece en Kepler. Muchos han insistido en la increíble tenacidad con la que busca datos que se adapten a hipótesis metafísicas imaginativas y sirvan para confirmarlas. Mu­ chos han situado a Kepler muy cerca del neopitagorismo y de la tradición her­ mética, hasta llegar a identificarlo con esas corrientes. Colocado entre Galileo y Newton, la presencia de Kepler resulta sin duda engorrosa. Sin embargo, es posible determinar algunas diferencias. Ya se ha puesto de relieve que, a dife­ rencia de Patrizi y de los magos y filósofos naturales de finales del Renaci­ miento, Kepler está muy interesado por los modos de funcionamiento de las almas de los cuerpos celestes. Más allá de su adhesión firmísima a las pers­ pectivas místicas del platonismo, su «modernidad» está relacionada con dos temas: 1) la búsqueda de las variaciones cuantitativas de las fuerzas misterio­ sas que actúan en el espacio y en el tiempo; 2) el abandono parcial del punto de vista animista en favor de una perspectiva de tipo mecánico. Los movi­ mientos que se producen en el espacio, la virtus que emana del Sol y se di­ funde a través de los espacios del mundo son «cosas geométricas». Esa virtus está sometida a las necesidades de la geometría. La máquina celeste, desde este punto de vista, «puede ser comparada no a un organismo divino, sino más bien a un mecanismo de relojería». Todos sus movimientos se ejecutan «gracias a una sola fuerza magnética muy sencilla, así como en el reloj todos los movimientos son causados por una simple pesa». La idea de que el mundo no sea un organismo divino es lo que realmente

sitúa a Kepler en desacuerdo irremediable con el pensamiento mágico. La re­ ducción de las muchas almas (de cada uno de los planetas) a una sola alma (la del Sol) y la identificación del ánima con una fuerza le parece al propio Ke­ pler un resultado positivo. Al anotar (en 1625) la nueva edición del Myste­ rium cosmographicum, afirma que ya ha demostrado en la Astronomía nova que no existen almas específicas para cada uno de los planetas y declara que, en cuanto respecta al Sol, «si sustituimos el término ánima por el término fuerza tenemos exactamente el mismo principio que está en la base de mi fí­ sica del cielo». En otro tiempo, escribe, «creía firmemente que la causa mo­ triz de un planeta era un alma». Reflexionando sobre el hecho de que la cau­ sa motriz se debilita en proporción a la distancia y que lo mismo sucede con la luz del Sol, «llegué a la conclusión de que esta fuerza era algo corpóreo, aunque corpóreo debe entenderse aquí no en sentido literal, sino figurado, del mismo modo que decimos que el lumen es algo corpóreo». El misticismo de Kepler está asociado a una convicción concreta: que la verdad no se puede alcanzar mediante símbolos o jeroglíficos, sino a través de las demostraciones matemáticas. Sin ellas, escribirá al mago Robert Fludd, «estoy ciego». No se trata, como en el caso de la magia, «de hallar deleite en las cosas envueltas en la oscuridad, sino de aclararlas». La primera de estas posturas «es familiar a los alquimistas, a los herméticos y a los seguidores de Paracelso; la segunda es exclusiva de los matemáticos». Ciertamente era difícil para sus contemporáneos captar estas diferencias, aceptar resultados científicos presentados como revelaciones divinas, moverse en el seno de un sistema de ideas que no ofrecía ni las dificultades ya fami­ liares de los clásicos, ni la límpida claridad de los textos de la nueva filosofía. Galileo no sólo subrayó la enorme diferencia entre «el filosofar» de Kepler y el suyo propio, sino que consideró que algunos pensamientos de Kepler supo­ nían «más bien una mengua de la doctrina de Copémico que un afianzamien­ to» (Galileo, 1890-1909: XIV, 340; XVI, 162). Bacon, ligado en tantos aspec­ tos a la tradición del hermetismo, lo pasó por alto completamente. En una carta a Mersenne del 31 de marzo de 1638, Descartes reconoce en Kepler a «su primer maestro de óptica», pero en lo demás no lo considera digno de atención. Solamente Alfonso Borelli (1608-1679) comprendió la importancia de la astronomía kepleriana. Las leyes de Kepler no se convirtieron en leyes «científicas» hasta que Newton las utilizó, y esas leyes no fueron aceptadas por la mayoría de los astrónomos hasta los años sesenta del siglo xvn.

CA P ÍT U LO SEIS

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Galileo Los primeros escritos G alilei nació en P isa el 15 de febrero de 1564; era hijo de Vincenzio G alilei, com erciante florentino, m aestro de canto y teórico de la m úsica, y de G iulia A m m annati, de Pescia. En 1581 el jov en G alilei fue ins­ crito en la U niversidad de Pisa p ara seguir estudios de m edicina. Se inició, en cam bio, en el estudio de las m atem áticas. En 1585, sin haber conseguido n in ­ gún título, abandona la universidad pisana. El prim er fruto de su interés por la física y por el m étodo de A rquím edes son los Theoremata circa cenlrum gravitaíis solidorum. En 1586, partiendo de las indicaciones de A rquím edes, p ro ­ yecta una balanza hidrostática y publica La balancita.

G

alileo

En 1589, por intercesión de Guidobaldo del Monte, que le ofrece su apo­ yo ante el gran duque Femando, Galileo obtiene el cargo de lector de mate­ máticas en la Universidad de Pisa. Al período pisano corresponden los ma­ nuscritos del De motu (escritos hacia 1592), en los que Galileo afirma, en contra de Aristóteles, que todos los cuerpos son intrínsecamente pesados y que la ligereza es tan sólo una propiedad relativa: el fuego asciende hacia lo alto no porque posea la cualidad de la ligereza, sino porque es menos pesado que el aire. Galileo aborda aquí el problema de la velocidad de cuerpos dis­ tintos en el mismo medio, o del mismo cuerpo en medios diferentes, o de cuerpos distintos en medios diferentes. No pretende demostrar que todos los cuerpos caen con la misma velocidad, sino que la velocidad de caída de un grave es proporcional a la diferencia entre su peso específico y la densidad del medio a través del que cae. Objetos de la misma materia y densidad cae­ rían en el aire, independientemente de su peso, con la misma velocidad. En el caso de objetos de distinta materia y que tengan el mismo peso caería con mayor velocidad el más denso. A diferencia de lo que sostiene Aristóteles, el movimiento en el vacío (a través de la progresiva disminución de la densidad del medio) se hace posible: objetos de diferentes materias caen en él con di­ ferentes velocidades. Es el comienzo de un largo camino que conducirá a Galileo a rechazar los esquemas mentales del aristotelismo. A lo largo de cincuenta años Galileo abordará una gran cantidad de problemas: el isocronismo de las oscilaciones del péndulo; la caída de los graves; el movimiento de los proyectiles; la cohe-

Galileo 85 sión; la resistencia de los sólidos; el «impacto». En este largo período de tiempo Galileo irá adoptando, incluso en cuestiones de fondo, posturas dife­ rentes, que son el resultado de profundizaciones, correcciones y, en algún ca­ so, de auténticos cambios conceptuales. Sin embargo, su constante adhesión a los planteamientos y al método del «divino Arquímedes» constituye un ele­ mento de sólida continuidad. El interés por los problemas de la técnica, que ya estaba presente en La balancita, se hace también evidente tras su paso a la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua (26 de septiembre de 1592). Entre 1592 y 1593 compone Breve instrucción para la arquitectura militar, Tratado sobre las fortificaciones, y las Mecánicas (que no se publicarán hasta 1634 en la ver­ sión francesa de Mersenne). Da cursos sobre los Elementos de Euclides y el Almagesto de Ptolomeo. En 1597 compone, para uso escolar, el Tratado de la Esfera o Cosmografía, que es una clara exposición del sistema geocéntrico. Pero ya sostiene actitudes diferentes. En una carta dirigida a Kepler aquel mismo año, le explica que hace ya muchos años que él también ha llegado a las tesis de Copémico, pero que atemorizado por la suerte de su común maes­ tro no ha osado publicar sus demostraciones y refutaciones. En un taller, que se levanta junto a la universidad, se construyen los aparatos que utiliza en sus clases. Nunca abandonará el interés que siente no sólo por la arquitectura mi­ litar y las fortificaciones, sino también por la balística, la ingeniería hidráuli­ ca, la canalización y el movimiento de las aguas, las investigaciones sobre la resistencia de los materiales, la construcción del compás geométrico militar, del telescopio y del termo-baroscopio; demostrará siempre una pasión por la observación, la medición y los instrumentos y una infinita curiosidad por los experimentos. En 1606 publica el opúsculo que ilustra Las operaciones del compás geométrico militar, y al año siguiente la Defensa contra las calum­ nias e imposturas de Baldessar Capra, quien había sostenido, falsamente, que era el inventor del compás.

Los descubrimientos astronómicos El año 1609 tiene una importancia decisiva en la historia de la ciencia. Los grandes descubrimientos astronómicos (el Sidereus Nuncius es .del año 1610) no sólo resquebrajaban una imagen del mundo consolidada, sino que también derribaban una serie de objeciones en contra del sistema copemicano. La Lu­ na tiene una naturaleza terrestre y, sin embargo, se mueve en los cielos: des­ de este punto de vista el movimiento de la Tierra ya no parece tan absurdo. Júpiter, junto con los satélites que giran a su alrededor, parece una especie de modelo a escala reducida del universo copemicano. Las observaciones lleva­ das a cabo sobre las estrellas fijas muestran que están a una distancia incom­ parablemente mayor que la de los planetas, y no se encuentran inmediatamen­ te detrás del cielo de Saturno. Una de las mayores objeciones presentadas contra el sistema de Copémico era la ausencia de una paralaje observable de

las estrellas. El fenómeno de la paralaje se basa en el cambio de posición que se produce cuando el mismo objeto es observado desde lugares distintos (si se observa un lápiz con un ojo cerrado y después se abre y se cierra en cambio el otro, parecerá que el lápiz se ha movido). Cuanto mayor es la distancia, tanto menor resultará el cambio de posición. La objeción (que utilizó también Tycho Brahe) era la siguiente: si la Tierra se mueve en el espacio, el aspecto de las constelaciones debería cambiar de estación en estación. La imposibili­ dad de determinar la paralaje se explica ahora por la inmensa distancia de las estrellas. Los descubrimientos astronómicos realizados por Galileo poco antes de su partida de Padua y de su traslado a Florencia con el título de «Filósofo y ma­ temático principal del gran duque» (septiembre de 1611) proporcionan nuevos argumentos para el abandono del sistema ptolemaico en favor del copernicano. Se trata del aspecto «tricorpóreo» de Saturno (el llamado anillo es inacce­ sible al telescopio de Galileo), de las observaciones de las manchas solares y del descubrimiento de las fases de Venus. La observación de que la imagen de Venus «va cambiando del mismo modo que lo hace la Luna» la considera jus­ tamente Galileo de una importancia decisiva. Pone al descubierto una realidad que de ningún modo puede incluirse en el marco ptolemaico del mundo ni puede explicarse adoptando su punto de vista. La «novedad» de las manchas solares la considera Galileo (tal como escri­ be a Cesi en mayo de 1612) «el funeral o, más bien, el extremo y último jui­ cio de la pseudofilosofía». El hecho de que las manchas se produzcan y se di­ suelvan sobre la misma superficie del Sol -escribirá más tarde en la Historia y demostraciones sobre las manchas solares (1612)- no supone ninguna difi­ cultad para los «ingenios libres», que nunca han creído que el mundo situado por encima de la esfera de la Luna no esté sujeto a alteraciones y a cambios (Galileo, 1890-1909: V, 129). Tras los grandes descubrimientos astronómicos de 1610, Galileo abandona su anterior actitud de cautela. «Tenemos demostraciones sensibles y ciertas -escribe a Juliano de Médicis- de dos grandes cuestiones que hasta ahora han resultado dudosas para los mayores ingenios del mundo» (ibidem: XI, 12). Una es que todos los planetas son cuerpos opacos; la otra es que giran alrede­ dor del Sol. Esto lo habían «creído», pero no lo habían «experimentado sensi­ blemente», los pitagóricos, Copémico, Kepler y el propio Galileo. Kepler y los otros copemicanos podrán ahora vanagloriarse «de haber pensado y filo­ sofado bien, aunque hayamos sido, y seguiremos siendo aún, considerados por la totalidad de los filósofos in libris poco competentes y poco menos que necios» (ibidem: XI, 12). Pocos meses después de la publicación del Sidereus Nuncius, mientras rei­ vindicaba para sí el título de filósofo, Galileo exponía al secretario del gran duque sus proyectos para el futuro: dos libros sobre el sistema y la constitu­ ción del universo; tres libros sobre el movimiento local («ciencia completa­ mente nueva y descubierta por mí desde sus primeros principios»); tres libros sobre la mecánica; finalmente, tratados sobre el sonido, las mareas, las canti-

dades continuas y el movimiento de los animales. La nueva física y la nueva astronomía no sólo debían mostrar la verdad copemicana, debían además fun­ dar una nueva ciencia de la naturaleza. A los filósofos librescos y a los profe­ sores, a su «obstinación de víboras», Galileo opone ahora orgullosamente una filosofía propia, y afirma que «ha estudiado más años de filosofía que meses de matemática pura» (ibidem: X, 353). Esta actitud de confianza en sí mismo está relacionada con su traslado a Florencia (que tiene lugar en septiembre de 1611) con el título de «Filósofo y matemático del gran duque». En realidad, y según se desprende de algunos documentos recientes, parece que la decisión de abandonar Padua tuvo conse­ cuencias importantes. Hasta 1992 siempre se había creído que la primera sos­ pecha del Santo Oficio de Roma acerca de Galileo se había planteado en la congregación del 17 de mayo de 1611, cuando se presentó la solicitud explí­ cita de controlar si en el proceso contra Cesare Cremonini se había nombrado a Galileo. Sin embargo, Antonino Poppi ha descubierto nuevos documentos, de cuya lectura se desprende que ya siete años antes, el 21 de abril de 1604, «había sido formalmente denunciado como herético y de costumbres liberti­ nas ante el tribunal inquisitorial de Padua». El denunciante (con toda probabi­ lidad Silvestre Pagnoni, amanuense de Galileo), aun reconociendo que «nun­ ca le he escuchado decir mal alguno de las cosas de la fe», lo acusaba de haber hecho horóscopos para diversas personas, de no ir a misa y de no reci­ bir los sacramentos, de frecuentar a una amante, de leer libros poco edifican­ tes: «He oído de labios de su madre que nunca se confiesa ni comulga, la cual a veces me encargaba que observara si los días de fiesta iba a misa; en vez de ir a misa, iba a visitar a su prostituta Marina veneciana: vive en el Cantón de ponte corbo» (la mujer mencionada es Marina Gamba, de la que Galileo tuvo tres hijos entre 1601 y 1606: Virginia, Livia y Vincenzio). Añadía por último: «Creo que la madre ha acudido al Santo Oficio de Florencia en contra de su hijo, y la maltrata con tremendos insultos: puta, zorra». Si esta última afirma­ ción fuese cierta, la primera denuncia de Galileo al Santo Oficio se remonta­ ría incluso al año 1592. A la vista de estos nuevos documentos resulta indudable que abandonar Pa­ dua no fue una sabia decisión. Frente a las denuncias contra los profesores de Padua, el gobierno de la República de Venecia se había manifestado enérgica­ mente en defensa de los docentes paduanos: «Estas denuncias proceden de al­ mas malévolas y de personas interesadas ... Movidos, pues, por esas fundadísi­ mas razones y por el conocimiento de la difamación que podría caer sobre ese Estudio, y las divisiones y riñas llenas de confusión que podrían originarse en­ tre los estudiantes, os exhortamos a que con vuestra habitual pmdencia proce­ dáis de modo que no se avance más allá en las dichas denuncias». Quizá sea cierto que a base de si no se puede escribir la historia, pero lo que resulta indudable es que la afirmación de Cesare Cremonini adquiere hoy en día un sentido, que antes no era nada claro: «¡Oh, cuánto mejor hubiera si­ do también para el señor Galileo no entrar en este juego de intrigas, y no abandonar la libertad paduana!» (Poppi, 1992: 11, 58-60, 62-63).

La seguridad de Galileo se relaciona asimismo con los acontecimientos posteriores a su traslado a Florencia. En Roma, adonde se dirigió en 1611, había sido recibido triunfalmente: había sido invitado a formar parte de la Accademia dei Lincei; cardenales ilustres, los ambientes jesuíticos y el pro­ pio pontífice Pablo V le habían manifestado su comprensión y aprobación. En diciembre de 1612 Galileo se muestra lleno de confianza y de optimismo. Y sin embargo, precisamente en aquellos años, se estaba fraguando la tor­ menta. Galileo escribe una serie de cartas destinadas a persuadir y a conven­ cer de las nuevas verdades. Pero la controversia sobre la verdad copemicana te­ nía un alcance cultural y «político» enormemente amplio, hasta el punto de que escapaba al optimismo de Galileo. En esos años parece convencido de la posibilidad de una victoria a breve plazo. Ante sí sólo ve la ignorancia y la presunción de todos los demás. No se da cuenta ni de las posturas que iban madurando en algunos círculos eclesiásticos, ni de que su propia actitud con­ tiene implicaciones de carácter general. Oscila entre un exceso de confianza y una tendencia, que jamás le abandonó, al discurso polémico, al artificio retóri­ co y a la capciosidad.

La naturaleza y las Escrituras No le habían faltado advertencias ni invitaciones a la prudencia: «Piénselo bien -le escribe Paolo Gualdo- antes de publicar su opinión como verdadera, porque muchas cosas que pueden decirse en tono de polémica no está bien afirmarlas como verdaderas». En un sermón pronunciado en el convento flo­ rentino de San Marcos el día de difuntos de 1612, el dominico Niccoló Lorini acusó de herejes a los copemicanos. A finales del año siguiente, en Pisa, ante el gran duque y la gran duquesa madre Cristina de Lorena, Benedetto Castelli, discípulo afectísimo y fiel, defiende la doctrina de la movilidad de la Tierra. La resonancia que tuvo la disputa y el temor de perder el favor de la fa­ milia Médicis impulsaron a Galileo a intervenir directamente. La carta a Cas­ telli del 21 de diciembre de 1613 (que tuvo una amplia difusión) aborda de manera explícita el problema de las relaciones entre la verdad de las Escritu­ ras y la verdad de la ciencia. El texto de la Historia y demostraciones sobre las manchas solares, que el príncipe Federico Cesi había hecho imprimir en Roma aquel mismo año de 1613, fue sometido a algunas intervenciones significativas de la censura. Ga­ lileo había escrito que la tesis de la incorruptibilidad de los cielos era una opi­ nión no sólo falsa, sino «errónea y contraria a las indudables verdades de las Sagradas Escrituras, las cuales nos dicen que los cielos y todo el mundo ... han sido generados y son disolubles y transitorios». Los censores eclesiásti­ cos, le había comunicado Cesi, «habiendo aprobado todo lo demás, no acep­ tan esto de ningún modo» (Galileo, 1890-1909: V, 238; XI, 428-429). En el texto que fue finalmente aprobado tras varios intentos, Galileo tuvo que eli­ minar todas las referencias a las Escrituras.

Los decretos de las Escrituras, escribe Galileo en su carta, son absoluta­ mente verdaderos e inviolables, y en ningún caso las Escrituras pueden equi­ vocarse. Sin embargo, pueden errar sus intérpretes, sobre todo en aquellas proposiciones cuya forma depende de las necesidades de adaptación a las ca­ pacidades de comprensión del pueblo judío. En cuanto «al sentido literal de las palabras», muchas proposiciones tienen «apariencia distinta de la verdade­ ra», están adaptadas a las capacidades del pueblo y es preciso que su sentido sea aclarado por doctos intérpretes. Naturaleza y Escritura proceden ambas del Verbo de Dios: la primera como «dictado del Espíritu Santo», la segunda como «fidelísima ejecutora de las órdenes de Dios». Pero mientras que el len­ guaje de las Escrituras está adaptado al entendimiento de los hombres y sus palabras tienen significados diversos, la naturaleza en cambio es «inexorable e inmutable» y no se preocupa de que sus razones y sus modos de actuar «es­ tén o no expuestos a la capacidad de los hombres». En las discusiones que tratan de la naturaleza, las Escrituras «deberían ocupar el último lugar». La naturaleza tiene en sí misma una coherencia y un rigor de los que carecen las Escrituras: «No todo lo que se dice en las Escrituras está sometido a condicio­ nes tan estrictas como los efectos de la naturaleza». Los «efectos naturales» que la experiencia sensible nos ofrece no pueden de ninguna manera «ser puestos en duda por pasajes de las Escrituras que contengan en sus palabras apariencias diferentes». Es obligación de los «sabios comentaristas del texto sagrado» (puesto que naturaleza y Escrituras no pueden nunca contradecirse) «afanarse por encontrar los sentidos verdaderos de los pasajes sagrados», que estén de acuerdo con las conclusiones científicas que el buen juicio o las de­ mostraciones dan por verdaderas. Además, puesto que las Escrituras admiten una serie de interpretaciones alejadas del sentido literal, y además no estamos completamente seguros de que todos los intérpretes estén inspirados por Dios, sería prudente no permitir que nadie utilizara pasajes de las Escrituras para apoyar como verdaderas conclusiones naturales que, en un futuro, se podría demostrar que son falsas. Las Escrituras tienden a persuadir a los hombres de las verdades que son necesarias para su salvación. Pero no es necesario creer que las informaciones que conseguimos mediante los sentidos y la razón nos sean proporcionadas por las Escrituras. La segunda parte de la carta (mucho más breve) está dedicada a demostrar que las palabras del texto sagrado, se­ gún las cuales Dios hizo detener el Sol y prolongó la duración del día (Josué, X, 12), concuerdan perfectamente con el sistema copemicano y no están, en cambio, de acuerdo con el aristotélico-ptolemaico (ibidem: V, 281-288). La difícil maniobra con la que Galileo intentaba dividir a sus adversarios al sostener que la doctrina copemicana estaba más próxima al texto sagrado no eliminaba algunas cuestiones de difícil respuesta. Si la Biblia sólo contie­ ne proposiciones que afectan a la salvación, ¿qué sentido tiene afirmar que el pasaje de Josué «nos demuestra claramente la falsedad y la imposibilidad del mundano sistema aristotélico y ptolemaico»? Desde el momento en que el lenguaje riguroso de la naturaleza se oponía al lenguaje metafórico de la Bi­ blia, ¿acaso los filósofos naturales no se convertían en intérpretes autoriza­

dos de ese lenguaje? En calidad de lectores e intérpretes del libro de la natu­ raleza, que está escrito por Dios, ¿no deben también indicar a los intérpretes de las Escrituras qué «sentidos» concuerdan con las verdades naturales? Y en ese caso, ¿no acaban invadiendo necesariamente el campo reservado a los teólogos? Muchos creyeron que la sólida unión entre teología y filosofía natural, que desde hacía siglos parecía garantizar a la Iglesia su función de guía de las conciencias y de la cultura, estaba irremediablemente destrozada. En la denuncia presentada el 7 de febrero de 1615, Niccoló Lorini, a pesar de tra­ ducir en un lenguaje burdo y aproximado las tesis copernicanas y galileanas, captaba con precisión algunos puntos: en su carta a Castelli, «que circula de mano en mano», Galileo ha afirmado que en las controversias sobre los efectos naturales «las Escrituras deben ocupar el último lugar», que sus comentaris­ tas yerran a menudo, que las Escrituras «no deben inmiscuirse en otros asun­ tos que no sean los artículos concernientes a la fe», que en las cosas natura­ les «tiene más fuerza el argumento filosófico o astronómico que el sagrado y el divino» (ibidem: XIX, 297-298). El cardenal Bellarmino también insistirá, en 1615, en el hecho de que las conclusiones del Concilio de Trento prohí­ ben el comentario de las Escrituras «en contra del consenso común de los Santos Padres». Todos los Padres y todos los comentarios modernos sobre el Génesis, los Salmos, el Eclesiastés y el libro de Josué «coinciden en exponer ad literam que el Sol está en el cielo y gira alrededor de la Tierra con gran velocidad y que la Tierra está muy alejada del cielo y se encuentra en el cen­ tro del mundo inmóvil». La Iglesia no puede permitir que se dé a las Escri­ turas un sentido «contrario a los Santos Padres y a todos los comentaristas griegos y latinos» (ibidem: XII, 171-172). Galileo luchaba por conseguir la separación entre las verdades de la fe y las que procedían del estudio de la naturaleza. Pero no hay que olvidar que Galileo se movía también en un terreno mucho más resbaladizo: buscaba en las Escrituras una confirmación de las verdades de la nueva ciencia. En una carta escrita a Piero Dini el 23 de marzo de 1614, Galileo se basa en el tex­ to del Salmo 18, que el propio Dini le había señalado como uno de los pasa­ jes considerados «más contrarios al sistema copernicano (ibidem: V, 301). «Dios puso en el Sol su tabernáculo...»: comentando este texto y apuntando significados «congruentes» con las palabras del profeta, Galileo presenta te­ sis típicamente platónicas y «ficianas». Una sustancia «sumamente brillante, tenue y veloz», capaz de penetrar en cualquier cuerpo sin oposición, tiene su sede principal en el Sol. Desde allí se esparce por todo el universo y ca­ lienta, vivifica y toma fértiles a todas las criaturas vivientes. La luz, creada por Dios el primer día, y el espíritu fecundante se han unido y fortalecido en el Sol, situado por ello en el centro del universo, y desde allí se difunden nuevamente. El Sol es «el punto de concurrencia en el centro del mundo del calor de las estrellas» y, como fuente de vida, lo compara Galileo con el co­ razón de los animales, que continuamente regenera los espíritus vitales (ibi­ dem: V, 297-305).

Galileo pretende demostrar con estas palabras que en los textos bíblicos se encuentran algunas verdades del sistema copemicano. En la Biblia estaría in­ cluido el conocimiento de que el Sol está en el centro del universo y de que la rotación que realiza alrededor de sí mismo es la causa del movimiento de los planetas. El salmista conoce una verdad fundamental de la astronomía moder­ na: no se le ocultaba, escribe Galileo, que el Sol «hace girar a su alrededor to­ dos los cuerpos móviles del mundo» (ibidem: V, 304). Desde el momento en que Galileo utiliza toda su habilidad dialéctica para hallar en el texto sagrado una confirmación de la nueva cosmología, se arries­ ga a comprometer el valor de su tesis de carácter general, que establece una ri­ gurosa distinción y separación entre el campo de la ciencia y el de la fe, entre la investigación acerca de cómo «va el cielo» y cómo «se va al cielo» (ibidem: V, 319).

Las hipótesis y el realismo Galileo nació un año después de la clausura del Concilio de Trento (1563). La Professio fidei tridentinae había establecido el 13 de noviembre de 1564 unas rígidas fronteras entre herejía y ortodoxia. En 1592 Francesco Patrizi había sido condenado por haber sostenido la existencia de un solo cielo, la rotación de la Tierra, la vida y la inteligencia de los astros y la existencia de un espa­ cio infinito por encima del mundo sublunar. En el espacio de diez años (du­ rante el pontificado de Clemente VIII) habían sido condenadas al índice las obras Nova philosophia del propio Patrizi, De rerum natura de Telesio y toda la obra de Bruno y de Campanella; se habían iniciado procesos contra Giambattista Della Porta y Cesare Cremonini; Francesco Pucci había sido condena­ do a muerte, Tommaso Campanella había sido encarcelado y a Giordano Bru­ no lo habían quemado en la hoguera. El 20 de diciembre de 1614 el dominico Tommaso Caccini, en un sermón en Santa Maria Novella, calificó de herética la opinión de Copémico y de quienes pretendían corregir la Biblia. Arremetió contra «el arte diabólico de las matemáticas» y contra esos matemáticos instigadores de herejías, que deberían haber sido expulsados de cualquier estado cristiano. En los primeros meses de 1615, cuando ya Galileo había sido formalmente denunciado al Santo Oficio por afirmaciones «sospechosas y temerarias» contenidas en la carta a Castelli, aparecía en Nápoles una Carta del M.R.P. Paolo Antonio Foscarini carmelita sobre la opinión de los pitagóricos y de Copémico, en la que se defendía la tesis de una concordancia entre el sistema copemicano y las verdades de la Biblia. La reacción del cardenal Bellarmino ante este intento se refleja en un documento de gran importancia. Foscarini y Galileo, afirma Bellarmino, de­ berían contentarse prudentemente con moverse en el terreno de las hipótesis. Está «muy bien dicho y no hay peligro alguno» en afirmar que, suponiendo que la Tierra se mueva y el Sol esté inmóvil, se «salvan las apariencias» me­ jor que con el sistema tradicional, pero afirmar que realmente el Sol está en el

centro del mundo y la Tierra se mueve «es algo peligroso, que no sólo puede irritar a todos los filósofos y teólogos, sino que incluso puede perjudicar a la Santa Fe, al dar por falsas las Sagradas Escrituras» (ibidem: XII, 171). El jesuita Roberto Bellarmino (1542-1621), que había sido nombrado car­ denal por Clemente VII en 1598 y que era uno de los más cultos y prestigio­ sos personajes de la Iglesia de la época, retomaba la tesis, presente ya en Sim­ plicio, en Juan Filipón y en Tomás de Aquino, de que la astronomía es pura «matemática» y puro «cálculo», una construcción de hipótesis de las que ca­ rece de importancia afirmar si corresponden o no al mundo real. En la Edad Moderna esta tesis la retomó Andreas Osiander en su prólogo anónimo al De revolutionibus de Copémico. Contra estas afirmaciones se había rebelado vio­ lentamente Giordano Bruno. Kepler también había afirmado que eran «fal­ sos» los principios de Ptolomeo y «verdaderos» los de Copémico. En este punto Galileo se muestra de acuerdo con Bruno y con Kepler. A la astronomía pura él opone la filosofía, a la pura elaboración de hipótesis, la des­ cripción de la realidad de las cosas. La investigación de Copémico no le parece un medio para llegar a cálculos conformes a la observación, sino un discurso que concierne a la «constitución de las partes del universo in rerum natura» y a la «verdadera constitución de las partes del mundo». Según afirma Galileo, Co­ pémico considera que el sistema ptolemaico no corresponde a la realidad: «El convencimiento de que Copémico no consideraba verdadera la movilidad de la Tierra sólo podría darse, en mi opinión, en aquellos que no lo hubieran leído ... Según mi parecer, él no es capaz de moderación, puesto que el punto más im­ portante de su doctrina y el fundamento universal es la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol: o hay que condenarlo completamente o dejarlo como es­ tá» (ibidem: V, 299).

La conderfa de Copémico En diciembre de 1615 Galileo se encuentra en Roma y reanuda la polémica. En la carta a Cristina de Lorena expone de nuevo, de forma más amplia, los argumentos que ya estaban expuestos en la carta a Castelli. En 1616 escribe en forma de carta al cardenal Alessandro Orsini el Discurso sobre el flujo y el reflujo de las mareas, que posteriormente aparecerá refundido en la cuarta parte del Diálogo sobre los sistemas máximos. Pero sus proyectos y sus ilu­ siones se verán interrumpidos muy pronto. El 18 de febrero los teólogos del Santo Oficio examinan la doctrina copemicana en la formulación rudimenta­ ria que les había sido entregada por Caccini. Una primera proposición, «que el Sol sea el centro del mundo, y por consiguierífe inmóvil de movimiento lo­ cal», era declarada por el Santo Oficio «necia y absurda desde el punto de vis­ ta filosófico y formalmente herética, puesto que contradice expresamente las sentencias de las Sagradas Escrituras». Una segunda proposición, «que la Tie­ rra no esté en el centro del mundo ni inmóvil, sino que se mueva por sí mis­ ma también con un movimiento diurno», parecía merecer «desde el punto de

vista filosófico, la misma censura que la primera; en cuanto a la verdad teoló­ gica, es al menos errónea respecto a la fe». Pablo V había dispuesto que se advirtiera a Galileo que abandonara la doctrina copemicana. En caso de que se negara, le sería impuesta ante un no­ tario y testimonios la orden (o precepto) de renunciar a la doctrina censurada y de abstenerse de tratar de ella. La distinción entre advertencia y precepto es importante, porque en ella se basarán la acusación y la condena de 1633. El 26 de febrero Galileo fue convocado por el cardenal Bellarmino. El acta de aquella sesión, que no lleva las firmas de los demandados y tiene trazas de ser un borrador, refiere que Galileo fue advertidrfy que inmediatamente después («successive et incontinenti»), en nombre del pontífice y de toda la congrega­ ción del Santo Oficio, le fue ordenado que «abandonara completamente dicha opinión, que no la aceptara, defendiera ni enseñara en modo alguno («quovis modo») con palabras o con escritos». En las trágicas jomadas del segundo proceso, Galileo considerará estos términos «completamente nuevos y como inauditos». Muchos historiadores coinciden en considerar que aquella acta no correspondía a la realidad. El 3 de marzo, tras la sumisión de Galileo, salía el decreto de condena de la Sagrada Congregación del índice, que prohibía los libros de Copémico has­ ta que fuesen corregidos. El mismo decreto condenaba también y prohibía la obra del padre Foscarini, y prohibía todos los libros en 1<¡s que se sostuviera la doctrina de Copémico. Así finalizaba el proceso iniciado con la denuncia de Lorini. Galileo no había resultado afectado. Sus escritos no habían sido mencionados. En mayo, ante las insinuaciones malévolas y las murmuracio­ nes sobre su abjuración, Galileo le pidió a Bellarmino que hiciera una decla­ ración. En ella se certificaba que Galileo nunca había abjurado ni se le habían impuesto penas de ninguna clase: solamente se le había notificado la declara­ ción publicada por la Sagrada Congregación, que afirmaba que la doctrina co­ pemicana era contraria a las Sagradas Escrituras, y que por lo tanto no se po­ día «ni defender ni sostener».

El libro de la naturaleza En 1623 Galileo publicó El ensayador, que es una de las grandes obras de la literatura barroca, una obra que brilla por su ironía y por su fuerza polémica. Había nacido a partir de una discusión con el padre Orazio Grassi, del Cole­ gio Romano, sobre la naturaleza de los cometas. En una obra titulada Libra astronómica et philosophica, publicada en 1619, Grassi respondía a las tres lecciones del Discorso sulle comete del galileano Mario Guiducci. El texto de Guiducci era, en realidad, obra del propio Galileo. Tanto en el Discurso como en El ensayador, Galileo adoptaba, a propósito del fenómeno de los cometas, las tesis del entonces ya declinante aristotelismo. El cometa de 1577 presenta­ ba una paralaje bastante más pequeña que la de la Luna, y Tycho Brahe había deducido correctamente que se hallaba por encima del cielo de la Luna. Gali-

leo reconoce que se pueden medir las distancias con el método de la paralaje, pero niega que este método pueda aplicarse a objetos aparentes (Galileo, 1890-1909: VI, 66). Sitúa los cometas en la misma categoría que los rayos so­ lares que se filtran a través de las nubes. Los cometas son fenómenos ópticos y no objetos físicos. Para defender esta tesis, Galileo atacó con dureza la astronomía de Tycho Brahe, que había considerado los cometas como cuerpos reales. Tal como se ha escrito, Galileo quiso borrar los cometas del cielo destruyendo la reputa­ ción de Tycho sobre la Tierra. Por este ataque contra el mayor astrónomo de su época pagó un precio muy alto: se vio obligado a interpretar el papel de un aristotélico conservador y se adentró en un bosque de incoherencias (Shea, 1974: 117-118). En las páginas de El ensayador aparecen, no obstante, las dos doctrinas fi­ losóficas más famosas de Galileo. La primera parte de una serie de considera­ ciones en tomo a la proposición que afirma «ser el movimiento causa de ca­ lor». Galileo rechaza ante todo la opinión que considera que el calor es una disposición o cualidad «que realmente resida en la materia». El concepto de materia o sustancia corpórea implica los conceptos de figura, de relación con otros cuerpos, de existencia en un tiempo y en un lugar, de estaticidad o de mo­ vimiento y de contacto o falta de contacto con otro cuerpo. El color, el sonido, el olor, el sabor no son nociones que acompañan necesariamente el concepto de cuerpo. Si no estuviésemos dotados de sentidos, la razón y la imaginación hu­ mana no llegarían nunca a sospechar la existencia de tales propiedades. Soni­ dos, colores, olores, sabores son pensados como inherentes a los cuerpos, co­ mo cualidades objetivas: en realidad no son más que «nombres». Una vez «suprimido el cuerpo animado y sensitivo, el calor no es más que un simple vocablo». Pero Galileo va más allá. Afirma su «inclinación a creer» que lo que en nosotros produce la sensación de calor «son una multitud de corpúscu­ los mínimos representados con uno u otro aspecto, movidos a una u otra ve­ locidad» y cuyo contacto con nuestro cuerpo «sentido por nosotros es la dis­ posición que llamamos calor». Además de la figura y la multitud de esos corpúsculos, el movimiento y la posibilidad de traspasarlo y tocarlo, no hay en el fuego ninguna otra cualidad. El mundo real está, pues, tejido de datos cuantitativos y mensurables, de espacio y de «corpúsculos mínimos» que se mueven en el espacio. El saber científico es capaz de distinguir le-que en el mundo es objetivo y real y lo que es, en cambio, subjetivo y relativo a la percepción de los sentidos. Como dirá Mersenne en la Vérité des sciences, entre el universo de la física y el de la ex­ periencia sensible se ha abierto, en la Edad Moderna, un abismo mucho más profundo del que habían imaginado las filosofías escépticas. En toda la discusión sobre cualidades primarias y secundarias, Galileo evi­ ta recurrir al término átomo. Habla de corpicelli minimi, minimi ignei, minimi del fuoco, minimi quanti. Se trata en cada caso de las partes más pequeñas de una sustancia determinada (el fuego), no de los componentes últimos de la materia. Al final de El ensayador Galileo se refiere a los «átomos realmente

indivisibles». Son especialmente importantes los pasajes en los que Galileo alude a las tesis atomístico-democriteas. En la primera jomada de las Consi­ deraciones Galileo vuelve sobre el tema a propósito del fenómeno de la cohe­ sión. Simplicio aludirá con desprecio a «cierto filósofo antiguo», aconsejando a Salviati que no toque semejantes teclas «tan poco acordes con la mente bien moderada y bien organizada de Vuestra Señoría, no s q I o religiosa y piadosa, sino católica y santa». La referencia a la doctrina de los «corpúsculos» que aparece en El ensaya­ dor no escapó a la vigilante atención del padre Grassi. En su réplica a El en­ sayador, publicada en 1626 con el título de Ratio ponderum Librae et Sim.bellae, Grassi destaca la proximidad entre las tesis de Galileo y las de Epicuro, negador de Dios y de la providencia. La reducción de las cualidades sensibles al plano de la subjetividad conduce a un conflicto abierto con el dogma de la eucaristía porque (y es una objeción que Descartes también tendrá que afron­ tar) cuando las sustancias del pan y del vino son transustanciadas en el cuer­ po y en la sangre de Jesucristo en ellas están presentes también las aparien­ cias extemas: el color, el olor, el sabor. Para Galileo se trata de «nombres» y, para los nombres, no se necesitaría la intervención milagrosa de Dios. La segunda célebre doctrina que contiene El ensayador expresa la convic­ ción de Galileo de que la naturaleza, aun siendo «sorda e inexorable a nues­ tros vanos deseos», aun produciendo sus efectos «de modos inimaginables pa­ ra nosotros», contiene en su interior un orden y una estructura armónica de tipo geométrico: La filosofía está escrita en este grandísimo libro que siempre está abierto ante nuestros ojos (yo digo el universo), pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua y a conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin estos medios es humanamente imposible enten­ der una palabra; sin éstos es como vagar inútilmente por un oscuro laberinto (Galileo, 1890-1909: VI, 232). Los caracteres en que está escrito el libro de la naturaleza son distintos de los de nuestro alfabeto, y no todo el mundo es capaz de leer en este libro. Ga­ lileo basa sobre este supuesto la firmísima y obstinada convicción de toda su vida: la ciencia no se limita a formular hipótesis, a «salvar los fenómenos», sino que es capaz de decir alguna verdad sobre la constitución de las partes del universo in rerum natura, de representar la estructura física del mundo. En la página de El ensayador que sigue a la que contiene la célebre frase an­ tes citada, Galileo afirma que desea, como Séneca, la «verdadera constitución del universo» y califica este deseo suyo como «una petición grande y muy an­ siada por mí». El significado de estas afirmaciones fue bien comprendido por quienes consideraban impía y peligrosa la idea de un conocimiento matemático basa­ do en la estructura objetiva del mundo y capaz, por consiguiente, de igualar

en cierto modo el conocimiento divino. La postura del cardenal Maffeo Barberini (1568-1644, Urbano VIII a partir de 1623) es muy clara en este punto: puesto que para cada efecto natural puede darse una explicación distinta de la que a nosotros nos parece la mejor, toda teoría debe moverse en el plano de las hipótesis y mantenerse en este plano. En el Diálogo, y precisamente en oposición a esta tesis, Galileo sostendrá la posibilidad de que el conocimiento matemático iguale al divino. Con un razonamiento que al aristotélico Simpli­ cio le parece «muy atrevido», Salviati afirma: ... extensive, es decir, en cuanto a la multitud de los inteligibles, que son infinitos, el entender humano es como nulo ... pero considerando el entender intensive, en cuanto tal término significa intensivamente, es decir, perfecta­ mente, alguna proposición, digo que la inteligencia humana comprende algu­ nas tan perfectamente, y tiene de ellas tan absoluta certeza como la pueda te­ ner la propia naturaleza; y tales son las ciencias matemáticas puras, es decir, la geometría y la aritmética, de las que la inteligencia divina sabe infinitamente más proposiciones, porque las sabe todas, pero en las pocas que comprende la inteligencia humana creo que el conocimiento iguala al divino en la certeza objetiva (ibidem: VII, 128-129). Es indudable, tal como se ha señalado muchas veces, que en la «filosofía» de Galileo confluyen temas que se remiten a tradiciones diferentes. Ni siquie­ ra tiene mucho sentido preguntarse si Galileo fue fundamentalmente un plató­ nico, un seguidor del método aristotélico, un discípulo de Arquímedes o un ingeniero que conseguía generalizar experiencias concretas (Schmitt, 1969: 128-129). Galileo estuvo en deuda considerable con cada una de esas tradi­ ciones: su visión del universo como entidad matemáticamente estructurada está sin duda relacionada con el platonismo; la distinción que efectúa entre méto­ do compositivo y método resolutivo está sin duda relacionada con el aristotelismo; la aplicación del análisis matemático a los problemas de la física proce­ día ciertamente de Arquímedes; la construcción y el uso del telescopio y su valoración de las artes mecánicas y del Arsenal de los Venecianos está indu­ dablemente ligada a la tradición intelectual de los «artesanos superiores» del Renacimiento. Ni tampoco dudó en remontarse a la metafísica de la luz del Pseudo-Dionisio y a la tradición hermética y ficiniana cuando, en un momen­ to determinado, intentó demostrar que en las Escrituras están contenidas algu­ nas verdades copemicanas. Galileo utilizó todas estas tradiciones. El idealismo matemático, combinado con la herencia del «divino Arquímedes» y con una concepción de tipo corpus­ cular, estaba destinado a tener, en la historia de Occidente, una fuerza explosiva.

Los «sistemas máximos» El pontificado de Urbano VIII parecía caracterizarse por una notable toleran­ cia. En 1626, tres años después de su elección, el nuevo pontífice manda libe­

rar a Tommaso Campanella y le asigna una pensión. En este nuevo clima Ga­ lileo proyectó la publicación de un Diálogo sobre el flujo y el reflujo de las mareas. Este título le parecerá más tardé a Galileo demasiado audaz y com­ prometido. Por razones de prudencia elegirá un título de apariencia más neu­ tral: Diálogo sobre los dos sistemas máximos del mundo, ptolemaico y copernicano. Ni siquiera en el título se tomaba seriamente en consideración el llamado «tercer sistema del mundo» de Tycho Brahe, que había sido acogido muy favorablemente en los ambientes jesuíticos. En el prólogo Al discreto lector y en las palabras finales de la obra, Gali­ leo manifestaba su adhesión al hipoteticismo de Urbano VIII: «He tomado la opinión copemicana como si fuera una pura hipótesis matemática», escribe Galileo en el prólogo, y prosigue afirmando que la condena pronunciada por la Iglesia en 1616 no se debía a la ignorancia científica, sino a razones de pie­ dad y de religión. Por estas razones se ha afirmado «la estabilidad de la Tie­ rra» y se ha identificado la tesis contraria con un «capricho matemático». La argumentación capciosa, la prudencia del prólogo y la referencia, en la con­ clusión, a la «angélica doctrina» del pontífice no serán suficientes para evitar­ le a Galileo la derrota y la humillación. El tono del Diálogo dista mucho de estas actitudes de prudencia. El colo­ quio se desarrolla en Venecia en el palacio del patricio veneciano Giovan Francesco Sagredo (1571-1620), que encama el espíritu libre y sin prejuicios, pfoclive al entusiasmo y a la ironía. El segundo personaje es el florentino Filippo Salviati (1583-1614), que representa al copemicano convencido y que se presenta como un científico que une a la solidez de las convicciones la dis­ posición al diálogo pacífico. El tercer interlocutor es el ficticio Simplicio, el aristotélico defensor del saber constituido, que no es ingenuo ni incauto, sino que defiende un orden que le parece no modificable, y considera peligrosa to­ da tesis que se aparte de ese orden: «Este modo de filosofar tiende a la sub­ versión de toda la filosofía natural y a desordenar y desbaratar el cielo, la tie­ rra y todo el universo». Salviati representa además al público al que se dirige el Diálogo. Escrita en lengua vulgar, la obra no va dirigida a convencer a los «profesores» representados por Simplicio. El público al que Galileo quiere persuadir es el de las cortes, de la burguesía y del clero, de las nuevas clases intelectuales. La primera de las cuatro jomadas que componen el Diálogo es­ tá dedicada a la destrucción de la cosmología aristotélica, la segunda y la ter­ cera al movimiento diurno y anual de la Tierra, respectivamente, la cuarta a la prueba física del movimiento terrestre, que Galileo cree haber conseguido con la teoría de las mareas. El Diálogo no es un libro de astronomía, en el sentido de que no expone un sistema planetario. Su único objetivo es demostrar la verdad de la cosmo­ logía copemicana y aclarar las razones que hacen insostenible la cosmología y la física aristotélicas; la obra no aborda los problemas de los movimientos de los planetas ni pretende explicarlos. Ofrece una representación simplifica­ da del sistema copemicano, que carece de excéntricas y de epiciclos. A dife­ rencia de Copémico, Galileo hace coincidir el centro de las órbitas circulares

con el Sol y no se entretiene en explicar las observaciones sobre el movimien­ to de los planetas. Como se ha señalado acertadamente, Galileo tenía mucha más confianza en su principio de mecánica, según el cual los cuerpos tienen tendencia a perseverar en el movimiento circular uniforme, que en la exacti­ tud de las mediciones a las que, por aquellos mismos años, se había dedicado Kepler con una paciencia inagotable. A esta actitud obedece también la nula consideración que presta Galileo a los problemas de la cinemática planetaria resueltos por Kepler (la teoría elíptica había sido anunciada en la Astronomía nova de 1609). La primera jomada está dedicada a demostrar la insostenibilidad de la «fá­ brica del mundo» aristotélica. Ese mundo tiene una estructura doble, está ba­ sado en la división entre el incorruptible mundo celeste y el corruptible mun­ do de los elementos. El propio Aristóteles afirmó que los testimonios de los sentidos deben anteponerse a todas las consideraciones. Por esto, objeta Salviati a Simplicio, haréis una filosofía más aristotélica si decís que el cielo es alterable porque así me lo demuestran los sentidos, que si decís que el cielo es alterable porque así lo «consideró» Aristóteles. Ese «alejamiento de los sentidos», que hacía imposible la observación de las cosas celestes, ha sido vencido por el telescopio. Pero no son solamente las montañas de la Luna las que obligan a abandonar la imagen tradicional del universo. Esa imagen, apa­ rentemente orgánica y estable, muestra en su interior grietas y contradiccio­ nes: parte, por ejemplo, de la perfección de los movimientos circulares para afirmar la perfección de los cuerpos celestes y, después, se sirve de esta últi­ ma noción para afirmar la perfección de aquellos movimientos. Los atributos de generable e ingenerable, alterable e inalterable, divisible e indivisible «se pueden aplicar a todos los cuerpos mundanos, es decir, tanto a los celestes co­ mo a los elementales». Esta frase es muy importante: afirma que el cielo y la Tierra pertenecen al mismo sistema cósmico y que existe una sola física, una sola ciencia del movimiento válida para el mundo celeste y para el mundo terrestre. La destrucción de la cosmología de Aristóteles comporta necesaria­ mente la destrucción de su física.

La destrucción de la cosmología aristotélica La segunda jomada está dedicada a refutar minuciosamente los principales ar­ gumentos, antiguos y modernos, aducidos en contra del movimiento de la Tierra: una piedra que se deja caer desde lo alto de una torre no debería tocar el suelo al pie de la perpendicular, sino en un punto ligeramente desviado ha­ cia Occidente; las balas de un cañón disparadas hacia Occidente deberían te­ ner un alcance mayor que las disparadas hacia Oriente; si corriendo a caballo sentimos el aire que nos azota el rostro, deberíamos sentir siempre (admitien­ do que la Tierra se mueva) un viento impetuoso procedente de Oriente; las ca­ sas y los árboles que están sobre la superficie de la Tierra deberían ser arran­ cados de raíz y arrojados lejos por la fuerza centrífuga provocada por el

movimiento terrestre. Como afirma Galileo en una nota privada «es sorpren­ dente que alguien pueda orinar, corriendo nosotros tan velozmente detrás de la orina; o por lo menos, deberíamos orinamos sobre las rodillas» (Galileo, 1890-1909: m , 1, 255). En una nave inmóvil, argumenta Simplicio utilizando la misma tesis que había utilizado Tycho Brahe, si se deja caer una piedra desde lo alto del más­ til, la piedra cae perpendicularmente. En cambio, en una nave en movimiento, la piedra cae siguiendo una línea oblicua, lejos de la base del mástil, hacia la popa de la nave. El mismo fenómeno debería producirse, dado que la Tierra se mueve velozmente en el espacio, si dejamos caer una piedra desde una to­ rre. Simplicio miente inconscientemente en un punto: nunca se había llevado a cabo el experimento en la nave. La postura que adopta Galileo es muy sig­ nificativa: todo el que lleve a cabo este experimento se dará cuenta de que ocurre lo contrario de lo que afirma Simplicio. Pero en realidad no es necesa­ rio hacer el experimento: «Incluso sin experimento se producirá el efecto ... porque es necesario que se produzca así». A los argumentos anticopemicanos Galileo opone, por boca de Salviati y de Sagredo, el principio de la relativi­ dad de los movimientos. Los movimientos celestes sólo existen para un ob­ servador terrestre y no es en absoluto absurdo atribuir a la Tierra un movi­ miento diurno de rotación. Puesto que el movimiento produce una variación en las apariencias, esta variación existe igualmente, tanto si se asume la mo­ vilidad de la Tierra y la inmovilidad del Sol como si se asume la tesis contra­ ria. Cualquier movimiento que se atribuya a la Tierra es forzoso que a noso­ tros «como habitantes de ella y por lo tanto partícipes del mismo nos resulte completamente imperceptible, como si no existiera». El ejemplo aducido por Salviati como «último signo» de la vanidad de todos los argumentos en con­ tra del movimiento terrestre se ha hecho merecidamente famoso: en una es­ tancia situada en el interior de una nave hay moscas y mariposas y un vaso de agua que contiene peces y un pequeño cubo del que gotea agua dentro de otro vaso de boca estrecha; si la nave se mueve a cualquier velocidad, «siempre que el movimiento sea uniforme y no fluctuante, no observaréis ni el más mí­ nimo cambio en ninguno de los fenómenos mencionados, ni de ninguno de ellos podréis deducir si la nave se mueve o está parada». La afirmación de la relatividad de los movimientos tiene consecuencias muy importantes. En la mecánica de los aristotélicos existe un vínculo obli­ gado entre el movimiento y la esencia de los cuerpos. Desde esta perspectiva no sólo se puede establecer qué cuerpos son necesariamente móviles y cuáles son inmóviles, se puede explicar además por qué no todas las formas de mo­ vimiento se adecúan a todos los cuerpos. En la perspectiva abierta por Gali­ leo, reposo y movimiento no tienen nada que ver con la naturaleza de los cuerpos; ya no hay cuerpos móviles o inmóviles por sí mismos ni se puede decidir a priori, frente al movimiento, qué cuerpos se mueven y cuáles son inmóviles. En la física de los aristotélicos la localización de las cosas no es indiferente, ni para las cosas ni para el universo. El movimiento se configura como movimiento si se produce en el espacio, como alteración si afecta a la

cualidad, como generatio e interitus si afecta al ser. El movimiento no es un estado, sino un devenir y un proceso. Por medio de ese proceso las cosas se constituyen, se actualizan, se realizan. Un cuerpo en movimiento no cambia sólo en su relación con otros cuerpos: él mismo está sujeto a un cambio. En la física galileana la idea de movimiento de un cuerpo está separada de la idea de un cambio que afecta al mismo cuerpo. Es el fin de la concepción (que es común a la física aristotélica y a la teoría medieval del Ímpetus) de movimiento que necesita un motor que lo produzca y que lo conserve en mo­ vimiento durante el movimiento. Reposo y movimiento son ambos estados persistentes de los cuerpos. En ausencia de resistencias externas, para dete­ ner un cuerpo en movimiento se necesita una fuerza. La fuerza no produce el movimiento, sino la aceleración. Al derribar esquemas mentales consolida­ dos, Galileo abrió el camino que conduciría a la formulación del principio de inercia.

Geometrización, relatividad, inercia El principio que en los manuales se conoce como el principio de la relatividad galileana (a partir de las observaciones mecánicas llevadas a cabo en el inte­ rior de un sistema no se puede decidir si ese mismo sistema está en reposo o en movimiento rectilíneo uniforme) no se corresponde con el formulado efec­ tivamente por Galileo, que pretendía demostrar la imposibilidad de que un observador colocado sobre la Tierra percibiera el movimiento de rotación de la propia Tierra. Galileo expone una teoría «más amplia», según la cual un movimiento «que no fluctúe», común a todos los cuerpos que forman un de­ terminado sistema, no ejerce ninguna influencia sobre el comportamiento re­ cíproco de esos cuerpos y, por consiguiente, no puede nunca ser demostrado en el interior del sistema. El movimiento «que no fluctúa», en el ejemplo galileano de la nave, significa movimiento recto, o derecho, o que avanza sobre el mismo meridiano terrestre, y resulta forzado traducir «que no fluctúa» por «rectilíneo» (que es un término utilizado por Galileo en otros lugares y en muchas ocasiones). La diferencia no es insignificante, porque el principio clá­ sico de relatividad implica el concepto de un movimiento rectilíneo uniforme y la aceptación del principio de inercia (por el cual todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme hasta que no inter­ venga una fuerza que modifique ese estado). Este principio, que es la base de la dinámica moderna, nunca fue formula­ do por Galileo, precisamente a causa de la influencia que sus convicciones cosmológicas ejercieron sobre su física. En el Diálogo, Galileo imagina un plano horizontal, una superficie «ni empinada ni declinante» sobre la cual el móvil se mantendría indiferente «entre la propensión y la resistencia al movi­ miento». Una vez «dado el ímpetu», el movimiento se mantendría en toda la longitud del plano y «si ese espacio no tuviera término, el movimiento care­ cería en él igualmente de término, es decir, sería perpetuo». La superficie de

la que habla Galileo no es un plano horizontal tangente a la superficie terres­ tre, sino que es un plano «cuyas partes estén todas a la misma distancia del centro de la Tierra». Habla de una superficie esférica: «Una superficie que no debería ser ni empinada ni declinante, y cuyas partes deberían estar todas a la misma distancia del centro. Pero ¿existe alguna superficie como esta en el mundo? ... he ahí la de nuestro globo terrestre, si fuese completamente lisa». Para entender las razones que empujan a Galileo en esta dirección, resul­ tan ilustradoras las páginas de la primera jomada, en las que Galileo mantie­ ne en pie la distinción aristotélica entre movimientos naturales y no naturales y afirma el carácter natural del movimiento circular y la imposibilidad de un movimiento rectilíneo constante: «Siendo el movimiento recto infinito por su naturaleza, porque infinita y sin término es la línea recta, es imposible que al­ gún móvil posea en su naturaleza el principio de moverse en línea recta, es decir, hacia donde es imposible llegar, por no existir un término prefijado». El movimiento rectilíneo podría atribuirse «a modo de fabulación» a los cuerpos que se movían en el primer caos, cuando el universo estaba en desorden. Esos movimientos rectilíneos, que tienen la característica de desordenar los cuer­ pos ordenados, son además «adecuados para ordenar los que están perversa­ mente dispuestos». El movimiento recto puede servir «para conducir las ma­ terias para fabricar la obra, pero, una vez fabricada, (ésta debe) o permanecer inmóvil, o, si se mueve, hacerlo sólo circularmente». Tras haber sido perfecta e inmejorablemente distribuidas las partes que constituyen el orden del mun­ do, es imposible que permanezca en los cuerpos «inclinación natural a seguir moviéndose con movimiento recto, con el que ahora sólo se conseguiría ale­ jarse de su lugar propio y natural, es decir, desordenarse». Podemos así «ima­ ginamos», con Platón, que el cuerpo de los planetas fue hecho antes de mo­ verse con movimiento recto y acelerado, y que a continuación, una vez alcanzado cierto grado de velocidad, ese movimiento se convirtió en movi­ miento circular, «cuya velocidad conviene además que sea uniforme». No se trata de concesiones de tipo literario a la mitología platónica. Ese mismo argumento aparece de nuevo, con un tratamiento más extenso, a lo lar­ go del diálogo, cuando Salviati argumenta sobre las características del movi­ miento circular: «Siendo este un movimiento que hace que el móvil siempre parta y siempre llegue a término, puede al principio ser el único uniforme». La aceleración es consecuencia de la inclinación del móvil hacia el término del movimiento, el retraso procede de la repugnancia a alejarse de ese térmi­ no. En cambio, en el movimiento circular, el móvil «siempre parte de un tér­ mino natural, y siempre se mueve hacia el mismo, pues en él la repugnancia y la inclinación son siempre fuerzas iguales, y de esa igualdad resulta una ve­ locidad que no es ni retardada ni acelerada, es decir, la uniformidad del movi­ miento». La «continuación perpetua», que en una «línea sin término no se puede hallar naturalmente», deriva de esta uniformidad y del hecho de que el movimiento circular «no tiene término». La conclusión resume con claridad la posición de Galileo: sólo el movimiento circular conviene por naturaleza a los cuerpos naturales que constituyen el universo ordenado; el movimiento

rectilíneo ha sido asignado por la naturaleza «a sus cuerpos y parte de ellos, siempre que se hallen fuera de sus lugares, constituidos según una mala dis­ posición». El movimiento rectilíneo infinito es imposible por naturaleza, porque la naturaleza «no se mueve hacia donde es imposible llegar». Esta frase, tan se­ ductora desde un punto de vista literario, expresa uno de los mayores obs­ táculos que el copemicano Galileo no consiguió superar. El movimiento cir­ cular sigue siendo para él el movimiento por excelencia, el que no requiere explicaciones (el movimiento circular deberá ser explicado por la nueva física recurriendo precisamente a una fuerza no inercial). La unificación de la física y de la astronomía, que es la gran conquista imperecedera de Galileo, se produ­ cía sobre la base del concepto de inercialidad de los movimientos circulares. La cosmología, que desde hacía milenios se refería a los perfectísimos movi­ mientos de las esferas celestes, seguía ejerciendo un peso decisivo sobre la fí­ sica galileana. Aunque es difícil leer a Galileo sin «ver» las posibilidades newtonianas que contiene su argumentación, no hay que caer en la falacia de atribuir a lo que fue pensado antes las implicaciones que aparecieron después. El principio de inercia, tal como aparece formulado en la primera ley newtoniana del movi­ miento, tuvo una larga gestación, y es el resultado de la elaboración, por par­ te de Descartes y de Newton, de una fundamental y revolucionaria idea de Galileo. Como ha escrito William Shea, para pasar de los conceptos de Gali­ leo a la primera ley de Newton la inercia deberá ser: 1) reconocida como una ley fundamental de la naturaleza; 2) considerada como implicadora de la rectilineidad; 3) generalizada, a partir del movimiento sobre la Tierra, a cualquier movimiento que se produzca en un espacio vacío; 4) asociada con la masa co­ mo cantidad de materia. Los tres primeros pasos los dará Descartes, el cuarto solamente Newton (Shea, 1974: 9).

Las mareas Desde el breve tratado de 1616 sobre el flujo y el reflujo de las mareas hasta el Diálogo sobre los sistemas máximos, durante casi veinte años Galileo vio en el movimiento de las mareas y en su explicación de ese movimiento una prueba física decisiva de la verdad copemicana. La explicación galileana adu­ ce como causa del flujo y reflujo el doble movimiento de la Tierra: la rotación diurna del eje terrestre de Occidente hacia Oriente y la revolución anual de la Tierra en tomo al Sol, también de Occidente hacia Oriente. La combinación de estos dos movimientos, segú^ Galileo, hace que cualquier punto de la su­ perficie terrestre se mueva con «movimiento progresivo no uniforme» y «cambie de velocidad, acelerándose unas veces y retrasándose otras». Todas las partes de la Tierra se mueven pues «con un movimiento notablemente dis­ forme», aunque no le haya sido asignado a la Tierra ningún movimiento no regular ni uniforme.

Galileo 103 Se ha destacado muchas veces que la «falsedad» de la explicación galileana (según la cual las mareas sólo se producirían cada 24 horas) no se sostiene a la luz de los posteriores progresos de la ciencia. Esa explicación es difícil­ mente conciliable con los resultados que el propio Galileo había obtenido en física y en astronomía. Tras haber introducido en la física el principio clásico de la relatividad, Galileo (como ha observado Emst Mach) integra indebida­ mente dos sistemas distintos de referencia. Toda la segunda jomada del Diá­ logo tiende a probar que sobre una Tierra en movimiento todo sucede igual que sucedería sobre una Tierra en reposo. ¿Por qué sólo los océanos tienen que verse afectados por las variaciones de velocidad de la superficie terrestre, y no todos los cuerpos que no están unidos de manera rígida a la Tierra? La Tierra, que se mueve con un movimiento diurno, ya no se configura en la cuarta jomada como un sistema inercial (Clavelin, 1968: 480). Galileo busca una solución al problema de las mareas exclusivamente en términos de movimientos y de composición de los movimientos, rechazando cualquier teoría de «influjos» lunares y moviéndose en el plano del más in­ transigente mecanicismo. La situación tiene algo de paradójico: debido a la fuerte aversión que experimenta Galileo hacia la teoría de los influjos y de las cualidades ocultas, tiende a rechazar por su falta de significado cualquier teo­ ría de las mareas que haga referencia a la «atracción» entre la masa de agua de los océanos y la Luna. Esa doctrina no es una hipótesis alternativa a otras hipótesis posibles, no es ni incoherente ni falsable por medio de observacio­ nes: simplemente es «descartada» por Galileo como manifestación de una mentalidad mágica. No vale la pena gastar palabras -en rechazar semejantes frivolidades, afirma Galileo por boca de Sagredo. Que el Sol o la Luna inter­ vengan de algún modo en la producción de las mareas es algo «que repugna totalmente a mi inteligencia ... la cual no admite ser inducida a aceptar ... in­ flujos de cualidades ocultas y semejantes imaginaciones vanas». Galileo ex­ presa también su gran asombro por el hecho de que un hombre como Kepler de «ingenio libre y agudo», que había comprendido la verdad copemicana «y conocía los movimientos atribuidos a la Tierra», inexplicablemente haya «da­ do crédito y asentimiento a influjos de la Luna sobre el agua y a propiedades ocultas, y niñerías por el estilo» (Galileo, 1890-1909: VII, 470, 486).

La tragedia de Galileo Con la polémica suscitada con El ensayador Galileo había perdido la simpa­ tía de los ambientes jesuíticos. Los enemigos de Galileo no tuvieron que es­ forzarse mucho para convencer a Urbano VIII de que la referencia a la «doc­ trina angélica» (según la cual de cualquier fenómeno natural siempre puede darse una explicación distinta de la que nos parece mejor y, por tanto, debe­ mos movemos solamente en el plano de las hipótesis), puesta en el Diálogo en boca de Simplicio, demostraba la voluntad decidida de Galileo de mofarse de la autoridad del pontífice. El inquisidor de Florencia dio orden de suspen­

der la difusión de la obra, y el día 1 de octubre de 1632 se instó a Galileo a que se trasladara a Roma para ponerse a disposición del comisario general del Santo Oficio. Galileo consiguió retrasar la partida hasta enero del año si­ guiente. Ante la amenaza de ser conducido a Roma «atado incluso con cade­ nas», se puso en camino el 20 de enero. Tras una larga estancia en Ponte a Centina, debido a la cuarentena impuesta obligatoriamente a causa de la pes­ te, llegó a Roma el 13 de febrero. El 12 de abril, física y moralmente agota­ do, Galileo se presentó ante el Santo Oficio. No se le acusaba de haber publi­ cado el Diálogo, sino de haber conseguido fraudulentamente el imprimatur, sin advertir a quien debía concederlo la existencia del precepto de 1616, que prohibía enseñar y defender quovis modo la doctrina copemicana. Durante los interrogatorios, Galileo se remite a la notificación de Bellarmino y al docu­ mento que el propio Bellarmino le había librado posteriormente; afirma que no recuerda que se le haya impuesto ningún precepto ante testimonios; con­ cluye afirmando que en realidad el Diálogo estaba dirigido a demostrar la fal­ ta de validez y la inconsistencia de las «razones» de Copérnico. Esta última frase, dictada por el miedo, puso a Galileo en manos de los jueces, le privó de toda posibilidad real de defensa. A los consultores de la Inquisición les fue fácil demostrar que Galileo pretendía engañar a sus jueces: «No sólo propor­ ciona nuevos argumentos a la opinión copemicana, jamás propuestos por nin­ gún ultramontano, sino que lo hace en italiano, lengua ... la más indicada pa­ ra que se deje llevar por la suya el pueblo ignorante, entre el cual el error se propaga con más facilidad». Además, Galileo había pretendido salirse de los límites establecidos para los matemáticos: «El autor sostiene que ha discutido una tesis matemática, pero le confiere una realidad física, cosa que los mate­ máticos no harán nunca». En el memorial escrito, preparado para su defensa, Galileo reafirmó con energía (10 de mayo) que los términos contenidos en el acta de 1616 le resul­ taban «completamente nuevos y jamás oídos». Al cabo de un mes y tras un nuevo interrogatorio, fue emitida la sentencia. El mismo día 22 de junio de 1633, Galileo, vestido con hábitos de penitencia j^tíe rodillas ante los cardena­ les de la congregación, pronuncia una abjuración pública: «Con sinceridad de corazón y fe no fingida abjuro, maldigo y aborrezco los errores mencionados y herejías ... y juro que en adelante no diré nunca más ni afirmaré, de palabra o por escrito, cosas tales por las que pueda tenerse de mí semejante sospecha, y si tengo noticia de algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio» (Galileo, 1890-1909: XIX, 406-407). La condena, que firmaron siete de los diez jueces,-no.sólo afectaba a Ga­ lileo, no sólo truncaba sus esperanzas y sus ilusiones: Asestaba además un golpe mortal a las esperanzas de cuantos, en el seno de la Iglesia, habían creí­ do en la verdad de la nueva astronomía y en la posibilidad de que la propia Iglesia desempeñara un papel positivo en el mundo de la cultura. En cual­ quier caso, 1633 permanecerá como un año decisivo en la-historia de las ideas y de la ciencia. Pocos meses después de la condena (el 10 de enero de 1634), Descartes le comunicaba a Mersenne su intención de renunciar a la publi-

Galileo 105 catión de su tratado sobre el mundo, porque le había llegado la noticia de la condena de Galileo. Adoptaba como lema «bene vixit qui bene latuit» (vive bien quien bien se esconde) y confesaba que estaba tentado de «quemar to­ das sus cartas». Diez años más tarde, en el Areopagitica, John Milton recor­ daba su visita a Galileo (1639): los sabios italianos «lamentaban el estado de servidumbre al que había sido reducida la ciencia en su patria; esta era la ra­ zón por la que el espíritu italiano, tan vivo, se había apagado, y por la que desde hacía muchos años todo lo que se escribía no era más que adulación y banalidad». La sentencia condenaba a Galileo a la cárcel. El día 1 de julio de 1633 se le concedió el traslado a Siena, donde el arzobispo Ascanio Piccolomini lo acogió con sincera amistad. En diciembre fue autorizado a trasladarse a su pueblo de Arcetri, cerca de Florencia, a condición de que viviese retirado, sin recibir muchas visitas «ni para conversar ni para comer». El 2 de abril de 1634 moría su hija predilecta, sor María Celeste, y Galileo cayó «en un esta­ do de tristeza y melancolía inmensas: inapetencia extrema, odioso a mis pro­ pios ojos, y siento constantemente la voz d«oni querida hijita que me llama» (.ibidem: XVI, 85). A finales de 1637 se ve afectado por una ceguera progre­ siva: «Ese mundo y ese universo -escribe Galileo a su amigo Diodati- que yo con mis maravillosas observaciones y claras demostraciones había ampliado cien y mil veces más de lo que normalmente habían visto los sabios de todos los siglos anteriores, ahora se ha vuelto para mí pequeño y reducido y no ocu­ pa un espacio mayor que el que ocupa mi persona» (ibidem: XVII, 247). La imagen completamente falsa, muy reivindicada por gran parte de la historiografía del siglo xix, de un Galileo librepensador y positivista ante litteram está hoy en día superada. Asimismo carecen de sentido los numerosos y algo penosos intentos de revisión y justificación de las acusaciones y de la condena. El 30 de noviembre de 1979, el papa Juan Pablo II, al dirigirse a la Academia Pontificia de las Ciencias con ocasión del centenario del nacimien­ to de Albert Einstein, recordaba que Galileo Galilei «tuvo que sufrir mucho ... a causa de hombres y organismos de la Iglesia» y afirmaba que este caso ha­ bía sido una de esas «intervenciones indebidas», condenadas ya por el Conci­ lio Vaticano Segundo {Acta, 1979: 1.464).

La nueva física Los estudios llevados a cabo por Galileo a lo largo de los años setenta, ade­ más de aclarar la extraordinaria importancia del juvenil De motu y de las Me­ cánicas, han demostrado, gracias a un detenido estudio de los fragmentos, que todos los problemas de fondo de la física galileana se remontan al dece­ nio 1600-1610 (Wisan, 1974). La mayor obra científica de Galileo tuvo, pues, una gestación larguísima. Sin saberlo oficialmente Galileo, las Consideracio­ nes y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias fueron publica­ das en Holanda en 1638. Aparecían de nuevo los tres interlocutores del Diá­

logo. En las dos primeras jomadas, dedicadas al problema de la resistencia de los materiales, se desarrollaba un auténtico diálogo. En la tercera y cuarta jor­ nadas, dedicadas, respectivamente, a los problemas del movimiento uniforme, naturalmente acelerado y uniformemente acelerado, y al de la trayectoria re­ corrida por los proyectiles, Salviati lee un tratado en latín sobre el movimien­ to, que se supone compuesto por su amigo Accademico. Sólo de vez en cuan­ do la lectura es interrumpida por preguntas de sus dos interlocutores. La «quinta jornada» (sobre la teoría euclídea de las proporciones) y la «sexta jor­ nada» (sobre el problema del golpe) se publicarán, respectivamente, en 1774 y en 1718. Las teorías elaboradas en las Consideraciones acerca de la resistencia de los materiales constituyen el acta de nacimiento de un nuevo saber: por pri­ mera vez, un corpus orgánico de teorías puede aplicarse a la ingeniería civil y militar y a la ciencia de las construcciones. En este contexto resulta relevante la tesis, expuesta al comienzo de las Consideraciones, de que el «filosofar» debe tener muy en cuenta el trabajo de los técnicos y la práctica de los arte­ sanos. La conversación con los mecánicos «extraofdinariamente expertos y de argumentación muy aguda», declara Sagredo, me ha ayudado muchas veces en la búsqueda de los efectos «aún ocultos y casi inopinables». Galileo desta­ ca, en primer lugar, la importancia de la escala de una estructura como factor que determina su resistencia y demuestra las razones de la mayor resistencia del modelo respecto a la escala real. Prismas y cilindros que difieren en lon­ gitud y delgadez ofrecen una resistencia a las roturas (al soporte de pesos en las extremidades) que es directamente proporcional a los cubos de los diáme­ tros de sus bases, e inversamente proporcional a su longitud. Los huesos de un gigante deberían ser desproporcionadamente densos en relación con su longitud: ni en el arte ni en la naturaleza está permitido aumentar indefinida­ mente la dimensión de las estructuras. La cohesión de los sólidos y la resis­ tencia de los materiales se explica recurriendo a su composición atómica o corpuscular, al hecho de que existe una resistencia a la formación del vacío en­ tre las partículas (como se demuestra por la resistencia a la separación de dos superficies lisas en contacto) o una sustancia viscosa entre las propias partícu­ las. En su análisis de la fractura de las vigas, Galileo pasa por alto el llamado efecto de compresión, y considera inextensibles las fibras de las vigas. El camino recorrido por Galileo para llegar, en la tercera jomada, a la ri­ gurosa formulación del movimiento uniformemente acelerado ha sido recorri­ do de nuevo muchas veces por filósofos e historiadores de la ciencia. Esta formulación se sitúa al término de un proceso cada vez más riguroso de abs­ tracción de todo elemento sensible y cualitativo. En el juvenil De motu toda­ vía aparecían los conceptos de pesadez de los cuerpos, de movimiento natural hacia abajo debido a la pesadez, de vis impressa entendida como una ligereza ocasional que prevalece sobre la gravedad natural. La velocidad de caída se relacionaba con la densidad y el peso específico de los cuerpos. La búsqueda de las causas es sustituida ahora por una consideración puramente cinemática: la velocidad se entiende como directamente proporcional al espacio recorrido.

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Esta hipótesis, aceptada en una primera fase, es abandonada más tarde en fa­ vor de una proporcionalidad dkecta al tiempo, que tiene una evidencia intuiti­ va mucho menor: «Si un móvil desciende, a partir del reposo, con movimien­ to uniformemente acelerado, los espacios recorridos por éste en tiempos cualesquiera ... son como los cuadrados de los tiempos». La relación D t T2 (expresada en la proposición 2 del teorema II) deriva del teorema I, según el cual el tiempo en que un espacio cualquiera es re­ corrido por un móvil que parte del estado de reposo y se mueve con movi­ miento uniformemente acelerado es igual al tiempo en que ese mismo espacio sería recorrido por el mismo móvil, con un movimiento uniforme cuyo grado de velocidad fuese la mitad del máximo y último grado de velocidad alcanza­ do en el anterior movimiento uniformemente acelerado. En la figura, AB re­ presenta el tiempo durante el que un móvil, que parte del estado de reposo en C, recorre el espacio CD con un movimiento uniformemente acelerado. EB re­ presenta el máximo y último grado de velocidad alcanzado durante el intervalo de tiempo AB. Trácese AE. Las líneas equidistantes y paralelas a BE repre­ sentan los grados crecientes de velocidad tras el instante inicial A. Dividamos EB por la mitad con el punto F y tracemos FG y AG paralelas respectiva­ mente a AB y FB. El paralelogramo AGFB y el triángulo AEB tienen áreas iguales, porque GF corta AE en su punto intermedio I. Si se prolongan las pa­ ralelas contenidas en el triángulo AEB hasta GIF, «la suma de todas las para­ lelas contenidas en el cuadrilátero será igual a la suma de las paralelas conte­ nidas en el triángulo AEB». La suma de todas las paralelas contenidas en el triángulo representa los «grados crecientes» de un movimiento uniformemen­ te acelerado, mientras que la suma de todas las paralelas contenidas en el pa­ ralelogramo representa los grados de un movimiento uniforme. La suma de los grados de velocidad en uno y otro movimiento serán iguales: si la veloci­ dad aumenta uniformemente de O a EB, la distancia recorrida es igual a la re­ corrida en un tiempo igual con la velocidad uniforme IK (que es la mitad de

la velocidad EB). En términos no galileanos: la suma de las velocidades ins­ tantáneas crecientes en el movimiento acelerado es igual a la suma de las ve­ locidades instantáneas constantes correspondientes a la velocidad media IK. Hay en Galileo ciertas reticencias a reconocer plenamente la identificación de las áreas con las distancias, y no tiene una concepción del cálculo infinite­ simal suficientemente clara como para afirmar «que la suma de una infinidad de pequeñas líneas, que representa cada una una velocidad, constituye algo diferente, es decir, una distancia» (Shea, 1974). El método matemático ade­ cuado para tratar magnitudes variables con continuidad se construirá con el cálculo infinitesimal. El problema que Galileo se había planteado en el breve tratado en latín in­ cluido en las Consideraciones consistía en encontrar una definición del movi­ miento uniformemente acelerado que fuera «exactamente congruente ... con la forma de aceleración de los graves descendentes que utiliza la naturaleza». Galileo afirma que prácticamente fue «guiado» hasta su definición por la constatación de que la naturaleza se sirve, en todas sus obras, de los medios «más inmediatos, más simples y más fáciles». Una piedra que cae desde lo al­ to, a partir del estado de reposo, va adquiriendo cada vez más velocidad. ¿Por qué no creer que ese aumento de velocidad se produce de la manera más sim­ ple y más obvia («simplicissima et magis obvia ratione»)? A la exigencia de un aumento o incremento que «se produzca siempre del mismo modo» co­ rresponden igualmente dos posibilidades: la proporcionalidad de la velocidad al espacio; la proporcionalidad de la velocidad al tiempo. Se ha destacado muchas veces que la elección efectuada por Galileo entre estas dos posibili­ dades (que desde el punto de vista de la simplicidad le parecen equivalentes) está vinculada a su errónea demostración del carácter lógicamente contradic­ torio de la primera de las dos hipótesis. «Mediante una misma subdivisión uniforme del tiempo, podemos concebir que los incrementos de velocidad se produzcan con la misma simplicidad.» Esto es posible porque establecemos mentalmente («mente concipientes») «que es uniformemente y ... continuamente acelerado aquel movimiento que en cualesquiera tiempos iguales adquiera cambios iguales de velocidad». La definición, observa Sagredo, es arbitraria, «concebida y admitida en abstrac­ to», y puede dudarse de que se adapte a la realidad y se verifique realmente en la naturaleza. Al término de la larga demostración, Simplicio presenta la misma objeción. Está convencido de la validez de la demostración, pero tiene serias dudas de que la naturaleza, en el movimiento de sus graves descenden­ tes, utilice realmente ese tipo de movimiento: «Según mi criterio y el de otros semejantes a mí, me parece que hubiera sido oportuno en este punto aportar alguna experiencia». Entonces, para responder a esta petición, Galileo inserta en las Consideraciones la célebre explicación del canalillo inclinado comple­ tamente recto, bien limpio y liso, por el que se hace descender una bola de bronce durísimo, completamente redonda y lisa. La formulación de la ley no se ha obtenido a partir de este experimento. Y Galileo lo afirma claramente en esa misma página: el experimento se ha realizado «para asegurarse de que

Galileo 109 la aceleración de los graves naturalmente descendentes se produce en la pro­ porción antes mencionada». La cuarta jomada de las Consideraciones, que contiene el análisis del movi­ miento de los proyectiles, es una demostración de las cualidades excepcionales de la ciencia galileana. En esas páginas Galileo demuestra que la trayectoria de un proyectil es una parábola que resulta de la combinación de dos movimientos independientes y que no interfieren el uno con el otro: un movimiento uniforme hacia adelante según la horizontal, y un movimiento uniformemente acelerado hacia abajo según la vertical. De esta ley, que es el resultado de la combina­ ción del principio de inercia con la ley de la caída libre, Galileo obtiene la de­ terminación de la velocidad, altura, alcance y cantidad de movimiento. No era solamente el final de un modo tradicional de considerar el movimiento. En esas páginas se exponía de manera radicalmente distinta a la tradicional el pro­ blema de las relaciones entre el movimiento y la geometría. En los años de su vejez, Galileo siguió escribiendo cartas, apasionándose por los problemas, discutiendo y polemizando. En compañía del afectuoso Viviani y de su discípulo más joven, Evangelista Torricelli, recupera a veces sus antiguas energías: entra en polémica con Fortunio Liceti, sigue las discusiones entre Viviani y Torricelli, aclara su posición frente al aristotelismo. El 8 de enero de 1642, a las cuatro de la mañana, aquellos ojos ya ciegos, que por pri­ mera vez en la historia habían contemplado el paisaje de la Luna y las nuevas estrellas, se cerraron para siempre. Para no «escandalizar a los buenos», se prefirió no construir una «augusta y suntuosa tumba» para los restos mortales de Galileo. No estaba bien, escribió el sobrino del pontífice, «construir mau­ soleos al cadáver de quien ha sido condenado en el Tribunal de la Santa In­ quisición y ha muerto mientras cumplía la penitencia».

CAPÍTULO SIETE

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Descartes Un sistema a g r a n c o n str u cc ió n c a r tesia n a se presentó ante la cultura europea -y esta es una de las razones de su extraordinario éxito- como un siste­ ma. Este sistema estaba basado en la razón, excluía definitivamente cualquier recurso a formas de ocultismo y de vitalismo, parecía capaz de unir (de una forma diferente a la utilizada por la escolástica medieval) ciencia de la natu­ raleza, filosofía natural y religión, y ofrecía por último, en una época llena de incertidumbres relacionadas con las grandes revoluciones intelectuales, un cuadro coherente, armónico y completo del mundo. La penetración y la difusión del cartesianismo fueron lentas y difíciles, y es­ tuvieron acompañadas de fuertes polémicas. La filosofía cartesiana fue prohibi­ da en las universidades de Utrecht y Leiden ya en los años cuarenta, y en 1656 fue condenada en todos los Países Bajos por un edicto del Sínodo de Dordrecht. En 1663 también la Iglesia católica ponía en el índice las obras de Descartes. El cartesianismo se presentó en Italia junto con la filosofía de Gassendi y de Bacon, y la herencia de Telesio, de Campanella y de Galileo. Tommaso Comelio «introdujo en Nápoles las obras de René Descartes», Leonardo de Capua teori­ za, en Parere sull’incertezza della medicina (1681), sobre la necesaria conjun­ ción de la ciencia cartesiana y galileana. Michelangelo Fardella di Trapani en­ seña filosofía cartesiana en Padua entre 1693 y 1709. En los últimos decenios del siglo el cartesianismo había conquistado las grandes universidades europeas, y las condenas habían caído en desuso. Durante toda la mitad del siglo x v ii , la filosofía y la física de Descartes constituyen el núcleo central de la cultura europea. Con su perspectiva se miden Hobbes, Spinoza y Leibniz y, más tarde, los grandes representantes de la Ilustración; con sus tesis se enfrentarán los grandes críticos de la fi­ losofía cartesiana, desde Locke hasta Vico. La intensa polémica entre car­ tesianismo y newtonianismo no concluirá hasta 1750, con la derrota de la física cartesiana.

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Me presento disfrazado René Descartes (latinizado en Cartesius) nació en La Haya (actualmente La Haya Descartes), en la región de Turena, el 31 de marzo de 1596, de una fa­ milia de la pequeña nobleza. Criado por una nodriza y por la abuela mater­ na tras la muerte de su madre (en 1597), a los nueve o diez años fue envia­ do al célebre colegio jesuita de La Fleche, donde permaneció por espacio de ocho años. A pesar de haber aprendido mucho, y también de haber hojeado todos los libros que caían en sus manos, al final de sus estudios se halló «paralizado por tantas dudas y errores» que llegó a la conclusión de que aquellos años le habían servido para «descubrir cada vez más su ignoran­ cia». En cuanto abandonó la tutela de sus preceptores, en 1618, «decidido a buscar sólo el saber que pueda hallarse en mí mismo o en el gran libro del mundo», dedicó el resto de su juventud «a viajar, a visitar cortes y ejércitos, a frecuentar gente de variada índole y condición, a reunir experiencias di­ versas». Se alistó en el ejército de Mauricio de Nassau, en Breda, Holanda. Allí conoció, a finales de 1618, a Isaac Beeckman (1588-1637), maestro de la escuela de latín de Dordrecht, un hombre de intereses enciclopédicos y de lecturas desmesuradas, que iba anotando en su célebre Journael las reflexio­ nes y las ideas (muchas de las cuales eran importantes y originales) sugeri­ das por tales lecturas o por sus propias investigaciones. Descartes obsequió a su amigo con la obra Compendium musicae (publicada postumamente), en la que ya aparece la típica tesis cartesiana del análisis matemático de los datos sensibles. En 1619 Descartes se alistó en el ejército del elector de Baviera. La noche del 10 de noviembre, cerca de Ulm, en una especie de crisis de exaltación misticocientífica, intuyó como en una revelación «el fundamento de una ciencia maravillosa». Al día siguiente hizo la promesa de visitar a Nuestra Señora de Loreto cuando ese proyecto se hubiera realizado. Circuló extensamente el rumor de que se había afiliado (o se hallaba en círculos muy próximos) a la secta de los Rosacruz. Aunque no tenemos ninguna prueba de su afiliación, sí es cierto que se sintió atraído por los aspectos escatológicos y milenaristas que contenía la doctrina del misterioso Rosenkreutz, de quien en las páginas de uno de los muchos opúsculos rosacrucianos titulado Confessio (publicado en 1615) se dice que había nacido en 1378 y que había vivido ciento seis años. En 1622, tras una estancia en Bohemia y en Hungría, Descartes regresó a Francia, y al año siguiente viajó a Italia. A los años 1627-1628 se remonta probablemente la redacción de las Regulae ad directionem ingenii, un texto fundamental para el método. En 1629 Descartes se estableció en Holanda, donde permanecerá hasta 1649. En 1630 inició la redacción de Le Monde ou Traité de la lumiére, un texto que Descartes decidió no publicar al enterarse, en 1633, de la noticia de la condena de Galileo. La primera edición no saldrá hasta 1664, más de catorce años después de la muerte de su autor. El Discur­ so del método, uno de los textos fundamentales de la filosofía moderna, fue publicado en Leiden (8 de junio de 1637) como introducción a tres ensayos

científicos: La dióptrica, Los meteoros y La geometría. La dióptrica contenía la formulación precisa de la ley de la refracción (conocida como la ley del se­ no, según la cual cuando un rayo de luz pasa de un medio a otro se mantiene constante la relación entre el seno del ángulo de incidencia y el seno del án­ gulo de refracción). Pero este conjunto de obras, en el que Descartes mostra­ ba la imagen de sí mismo que pretendía ofrecer a los sabios de su tiempo y que recoge los resultados de veinte años de trabajo, tuvo un curioso destino. A partir de 1644 fue sometido a una operación de desmembramiento que con­ dujo a separar La geometría (que fue la obra más discutida y comentada a lo largo de los siglos xvn y xvin) y, más tarde, el Discurso del método, que se interpretó como una obra exclusivamente «filosófica». En 1641 concluye en París la impresión de las Meditationes de prima philosophia y de las objecio­ nes y respuestas, un tratado de metafísica iniciado en torno a 1629. En 1647 aparece una traducción francesa. Las doctrinas cartesianas son condenadas en 1642 por la Universidad de Utrecht. Al año siguiente aparece la Epístola ad Gilbertum Voetium (Gijsbert Voet había sido uno de los principales acusado­ res y críticos). En 1644 se publican los Principia philosophiae, que contienen una exposición de la física en los tres últimos libros. En 1647 la Universidad de Leiden acusa a Descartes de pelagianismo. Tras dos períodos de estancia en Francia, Descartes acepta la invitación cursada por Cristina, reina de Sue­ cia, y parte hacia Estocolmo en 1649. Ese mismo año aparece el Tratado de las pasiones del alma. En 1650 muere Descartes en Estocolmo afectado de una pulmonía. Descartes contribuyó notablemente a la construcción del mito de sí mis­ mo: un filósofo solitario, de pocas lecturas y atento solamente a las voces que le llegan del interior de la conciencia. Pero la enorme cantidad de cartas que con­ servamos (muchas de las cuales se refieren a temas fundamentales de la cien­ cia) sería suficiente para destruir este mito. Descartes está familiarizado con los textos de los principales autores de su época: Simón Stevin y Francois Viéte, entre los estudiosos del álgebra y las matemáticas; Kepler y Christoph Scheiner (1575-1650), entre los que se dedicaban a la óptica; Gabriel Harvey entre los médicos; Francis Bacon entre los filósofos naturales y los teóricos de un nuevo método. Conoce las matemáticas de los griegos y las versiones de alto nivel que de ellas habían aparecido en los manuales de Christoph Clavius (1537-1612), la óptica árabe-latina y la física de los modernos seguidores del atomismo. En conjunto se mantuvo fiel a cuanto había escrito en uno de sus cuadernos juveniles: «En el momento de subir a este escenario mundano ... me presento disfrazado». Tal como se ha escrito, Descartes fue un revolucio­ nario que no quería ser calificado de tal, deseaba evitar el conflicto con la fi­ losofía oficial y lo consiguió perfectamente sin comprometer nunca su propio punto de vista (Shea, 1994: 271).

Introducir términos matemáticos en la geometría La ciencia moderna no nació -ya se ha visto- a partir de la generalización de observaciones empíricas, sino (como resulta evidente en el caso de Galileo) a partir de un análisis capaz de abstracciones, es decir, capaz de abandonar el plano del sentido común, de las cualidades sensibles, de la experiencia inme­ diata. El principal instrumento que hizo posible la revolución conceptual de la física fue, como es bien sabido, la matematización de la física. A su desarro­ llo contribuyeron decisivamente Galileo, Pascal, Huygens, Newton y Leibniz. Pero en el centro de este gran y complicado proceso hay que colocar la figu­ ra de Descartes. Sobre la base de los resultados alcanzados por Francois Viéte en la se­ gunda mitad del siglo xvi, la geometría analítica de Descartes supone un cambio decisivo frente a la tradición antigua. Esta última tendía a resolver todos los problemas aritméticos o algebraicos en términos geométricos. Des­ cartes muestra la posibilidad de un tratamiento algebraico de los problemas geométricos. Desde el comienzo de su tratado La geometría (1637), habla de «introducir términos matemáticos en la geometría» y rompe decididamente con la tradición que asociaba a magnitudes algebraicas elevadas al cuadrado o al cubo magnitudes geométricas «análogas», haciendo corresponder al «grado de la potencia» el «número de las dimensiones». En otras palabras, para Des­ cartes, (a + b)2, el cuadrado de la suma de dos líneas, es en sí mismo una lí­ nea y no un área. A expresiones cuadráticas o cúbicas corresponden entes geo­ métricos lineales. Las líneas de una figura geométrica se designan mediante letras. Formando ecuaciones con esas letras, la solución de las ecuaciones nos da la longitud de una línea desconocida. La introducción de esas coordenadas, que todavía se conocen hoy en día con el nombre de cartesianas, permite ade­ más definir la posición de un punto y hacer corresponder (cinemáticamente) una ecuación con la línea recta o curva trazada desde ese punto. Las ecuacio­ nes pueden ser representadas geométricamente, y las curvas se pueden repre­ sentar mediante ecuaciones. Mediante operaciones algebraicas con las ecuacio­ nes que representan determinadas curvas se pueden estudiar las propiedades de esas curvas.

Física y cosmología Gracias a ese «descubrimiento» cartesiano los problemas de la física, y en con­ creto los de la mecánica, pueden someterse al ataque decidido deí álgebra. Pién­ sese, por ejemplo, en la determinación, mediante ecuaciones, de la parábola de un proyectil. A este propósito resultan de una claridad insuperable las frases es­ critas por Emst Cassirer: «Espacio, tiempo y velocidad, que considerados en sí mismos no parece que puedan relacionarse el uno con el otro, se convierten en homogéneos: la matemática ha descubierto un procedimiento por medio del cual la unidad de medida de una magnitud puede ser referida a la de otra».

En su extraordinario intento de llevar a cabo una completa y racional re­ construcción del mundo físico, Descartes llegaba a una importante definición del concepto de movimiento y a una clara formulación del principio de inercia. Su segunda «ley de la naturaleza» afirma que «todo cuerpo que se mueve tien­ de a continuar su movimiento en línea recta» (Descartes, 1967: II, 94-98). Dan­ do la vuelta a los planteamientos de Copémico (y de Galileo), Descartes afirma que «ninguna parte de la materia tiende jamás a moverse según líneas curvas, sino según líneas rectas» y que «todo cuerpo que se mueve está determinado a moverse según una línea recta y no ya según una línea circular». En el movi­ miento circular existe una tendencia «a alejarse sin cesar» del círculo que des­ cribe: «Y podemos comprobarlo con la mano, mientras hacemos girar esta pie­ dra en esta honda». Esta «consideración» le parece a Descartes de suma importancia. Con ella quedaba destruido finalmente el mito de la perfección de la circularidad. La ley de la caída de los graves la formuló Descartes en 1629 (Descartes, 1897-1913:1, 71), según la falsa fórmula que ve en la velocidad del móvil no una función del tiempo transcurrido, sino del espacio recorrido. El movimiento del que habían «hablado los filósofos» hasta entonces es muy diferente del que concibe Descartes, que no es un proceso, sino un estado de los cuerpos y se encuentra en el mismo plano ontológico que el reposo: el hecho de estar en reposo o en movimiento no provoca ningún cambio en los cuerpos. Movimiento y materia son los dos únicos ingredientes que constitu­ yen el mundo, y la física cartesiana es rígidamente mecanicista: todas las for­ mas de los cuerpos inanimados pueden explicarse sin que para ello sea necesa­ rio atribuir a su materia otra cosa que el movimiento, el tamaño, la forma y la organización de sus partes. Res cogitans y res extensa son realidades rígida­ mente separadas. La naturaleza no tiene nada de psíquico y no puede ser inter­ pretada con las categorías del animismo: «Con el término naturaleza no me re­ fiero de ningún modo a una divinidad o a algún tipo de potencia imaginaria, sino que utilizo esta palabra para designar la materia misma, en cuanto dotada de todas las cualidades que le he atribuido, todas juntas, y con la condición de que Dios siga conservándola del mismo modo como la creó». Puesto que Dios sigue conservándola, los diversos cambios que en ella se produzcan no podrán ser atribuidos a la acción de Dios, sino a la misma naturaleza: «Las reglas por las que se producen tales cambios las llamaré leyes de la naturaleza». Como ocurre en cualquier perspectiva mecanicista, Descartes utiliza mo­ delos para la interpretación de la naturaleza: el mundo de las ideas no es en modo alguno el espejo del mundo real, y no hay razón alguna para creer (aun­ que normalmente todos estamos convencidos de ello) «que las ideas conteni­ das en nuestro pensamiento sean completamente iguales a los objetos de los que proceden». Así como las palabras, nacidas por convención humana, «bas­ tan para hacemos pensar en cosas a las que no se asemejan en absoluto», tam­ bién la naturaleza ha establecido «signos» que nos provocan sensaciones, a pesar de no tener en sí nada semejante a esas sensaciones. La materia, como es bien sabido, se reduce para Descartes a extensión y con ella se identifica. La única diferencia entre la materia y el espacio ocupa­

do por la materia es la movilidad: en el sentido de que un cuerpo material es una forma del espacio que puede ser transportada de un lugar a otro sin per­ der la propia identidad: «La misma extensión en longitud, anchura y profun­ didad, que constituye el espacio, constituye el cuerpo; y la diferencia que hay entre ellos no consiste sino en esto, que nosotros atribuimos al cuerpo una ex­ tensión concreta, que sabemos que cambia de lugar con él siempre que el cuerpo es transportado» (Descartes, 1967: II, 77). Si espacio y movimiento constituyen el mundo, el universo de Descartes es la geometría realizada. La identificación cartesiana de espacio y materia comportaba una serie de consecuencias: 1) la identidad de la materia que constituye el mundo; 2) la extensión indefinida del mundo; 3) la divisibilidad hasta el infinito de la ma­ teria; 4) la imposibilidad del vacío. Como el espacio euclídeo, el mundo o «la materia extensa que compone el universo no tiene límites» (ibidem: II, 84). Puesto que el atributo de la infinitud es propio sólo de Dios, y la infinitud no puede ser comprendida ni analizada por el intelecto finito del hombre, «lla­ maremos a estas cosas indefinidas y no infinitas, a fin de reservar sólo a Dios el nombre de infinito» (ibidem: I, 39-40). La negación cartesiana del vacío es más radical que la del propio Aristóteles: para Descartes el espacio vacío es imposible, si existiera habría una nada existente, una realidad contradictoria. La nada no tiene propiedades ni dimensiones. La distancia entre dos cuerpos es una dimensión y la dimensión coincide con una materia que es demasiado «sutil» para ser percibida, y que imaginamos como «el vacío». Para Descartes la realidad está constituida de corpúsculos, pero Descartes se distancia nota­ blemente de la tradición del atomismo por dos razones: porque considera que las partículas que constituyen el mundo son infinitamente divisibles y porque no admite la existencia del vacío. Como escribe en Meteoros, el agua, la tierra, el aire y todos los otros cuer­ pos semejantes que están a su alrededor están compuestos «de tales partículas distintas en su forma y en su tamaño, partículas que nunca están tan bien dis­ puestas y tan perfectamente unidas que no queden a su alrededor numerosos intervalos; éstos no están vacíos, sino llenos de una materia sutilísima por cu­ ya interposición se transmite la acción de la luz» (Descartes, 1966-1983: II, 361-62). Descartes no se plantea solamente el problema de la actual constitu­ ción del universo, sino también el de su formación. El universo procede de la materia-extensión subdividida por Dios en cubos, en las formas más simples de la geometría. Dios puso en movimiento, en relación las unas con las otras, las partes del universo y los cubos entraron «en agitación». De este modo se formaron los tres elementos constitutivos del mundo. A consecuencia del ro­ zamiento se produce en los cubos un desgaste de los ángulos y de las aristas. Los cubos adoptan una forma distinta y se convierten en pequeñas esferas. Las partículas infinitesimales producidas por la «limadura» constituyen el pri­ mer elemento «luminoso», cuya agitación es la luz. Este primer elemento «es como un líquido, el más sutil y penetrante que haya en el mundo»; sus partes no tienen forma ni tamaño determinados, sino que «cambian de forma a cada instante para adaptarse a la de los lugares en los que penetran». No habrá, por

tanto, pasajes ni ángulos, por estrechos y pequeños que sean, que estas partí­ culas no puedan ocupar totalmente. El movimiento de esta materia es compa­ rado al curso de un río que fluye directamente del Sol originando la sensación de la luz (Descartes, 1897-1913: II, 364-365). Si el primer elemento (compa­ rable al fuego) es la luz, el segundo elemento transmite la luz: es «luminífe­ ro», y es el éter que forma los cielos. Sus partículas son todas «casi esféricas y unidas, como granos de arena o de polvo». Éstas no se pueden condensar ni comprimir hasta hacer desaparecer esos pequeños intervalos en los que «el primer elemento consigue deslizarse fácilmente». El tercer elemento también procede de las «limaduras» que se reúnen en partículas en forma de rosca y provistas de estrías. Estas partículas se unen y dan origen a todos los cuerpos terrestres y opacos. Las partes del tercer elemento son «tan grandes y están tan unidas que tienen fuerza para resistir siempre el movimiento de los otros cuerpos». Las partículas del agua son, en cambio, «largas, pulidas y lisas co­ mo pequeñas anguilas, que, aunque se unen y se enlazan entre sí, no se traban ni se adhieren nunca hasta tal punto que no sea posible separar fácilmente la una de la otra» (Descartes, 1966-1983: II, 362-363). La materia sutil que compone los cielos ejerce en la física cartesiana fun­ ciones decisivas: es la base de la rarefacción y condensación, de la transpa­ rencia y opacidad, de la elasticidad, e incluso de la gravedad. En un universo lleno, el movimiento se configura necesariamente como desplazamiento o re­ organización y, en estas condiciones, cualquier movimiento tiende a crear un torbellino o vórtice. Todos los movimientos que se producen en el mundo son en cierto modo circulares: «Es decir, que cuando un cuerpo deja su sitio siem­ pre se dirige al de otro, que va al lugar de un tercero, y así sucesivamente hasta llegar al último, que ocupa al instante el lugar dejado por el primero, de modo que no existe más vacío entre ellos, mientras se mueven, del que hay cuando están quietos». Puesto que en el mundo no existe el vacío, «no ha sido posible que todas las partes de la materia se hayan movido en línea recta, si­ no que, siendo aproximadamente iguales y pudiendo ser todas desviadas casi con la misma facilidad, han tenido que adoptar todas a la vez un determinado movimiento circular». Puesto que desde el inicio Dios las ha movido de mo­ dos diversos, se han puesto a girar «no alrededor de un único centro, sino al­ rededor de muchos centros diversos». Las partículas globulares del segundo elemento han formado anchos vórtices giratorios. A causa de la fuerza centrí­ fuga las partículas del primer elemento han sido empujadas hacia el centro. El Sol y las estrellas fijas son masas (en forma de globo) de partículas del primer elemento. Tanto el primero como el segundo elemento rodean, a modo de tor­ bellinos líquidos, al Sol y a las estrellas. En estos torbellinos «flotan» los pla­ netas, que son arrastrados en tomo al Sol por el movimiento del vórtice me­ nor: igual que los pedacitos de leña giran en pequeños remolinos, que a su vez son arrastrados por la corriente mayor del río. Los cometas no son fenó­ menos ópticos, sino cuerpos celestes reales que viajan sin fin por la periferia de los vórtices, pasando de un vórtice a otro. En el universo infinitamente grande la expansión de los vórtices se ve impedida por los vórtices contiguos.

Los vórtices, finalmente, generan las fuerzas que mantienen a los planetas en sus órbitas. Esta doctrina no explicaba detalles técnicos de la astronomía plane­ taria (Descartes no menciona las leyes de Kepler), pero respetaba los cánones fundamentales del mecanicismo: sin recurrir a ningún tipo de «fuerzas ocultas», esta doctrina permitía explicar la rotación de los planetas en tomo al Sol. En un mundo que está completamente lleno de materia y en el que no existe el vacío, cualquier movimiento se configura necesariamente como un choque. Por eso el tema del choque o del impacto es el centro de la física de Descartes. Dada la inmutabilidad de Dios, la cantidad de movimiento del uni­ verso permanece constante. Con este término Descartes se refiere al producto del «tamaño» de un cuerpo por su velocidad. Pero su «tamaño» no coincide con nuestra «masa», y la velocidad no la considera como una cantidad vecto­ rial (Westfall, 1984: 150). Sin embargo, no hay necesidad de que la cantidad de movimiento de un cuerpo cualquiera permanezca constante. En el choque, el movimiento puede ser transferido de un cuerpo a otro. La tercera ley de la naturaleza está formulada de la siguiente manera: «Si un cuerpo que se mue­ ve encuentra otro más fuerte que él, no pierde nada de su movimiento, y si encuentra otro más débil al que pueda mover, pierde tanto cuanto le comuni­ ca» (Descartes, 1967: II, 98). Sobre la base de esta tercera ley, un cuerpo en movimiento no podría poner en movimiento a otro cuerpo con el que entrara en colisión, que estuviera en reposo y tuviera una masa mayor. Galileo se ha­ bía dado perfecta cuenta de que, cualquiera que sea la masa de un cuerpo en reposo, si un cuerpo lo golpea, por pequeño que sea, siempre le provocará un movimiento. Sólo un cuerpo en reposo absoluto, es decir, de masa infinita, podría sustraerse a un cambio provocado por el choque. En el De motu corporum ex percussione (redactado en 1677, pero no publicado hasta 1703) Christiaan Huygens rechazará las tesis cartesianas sobre el choque. Sobre la copia de los Principia philosophiae, Newton anotará error, error, hasta que (como escribe Yoltaire en la decimoquinta carta de las Cartas filosóficas) «cansado de escribir error por todas partes, arrojó el libro».

El mundo como geometría realizada En mi física, escribió en cierta ocasión Descartes a Mersenne, «no hay nada que no esté también en mi geometría». Estrechamente conectada con la geo­ metría, la física cartesiana está basada, como la geometría, en una serie de axiomas y tiene un carácter estrictamente deductivo. Su física -como ha ex­ plicado lúcidamente Alexandre Koyré (Koyré, 1972)-, a diferencia de la de Galileo y la de Newton, no se plantea nunca la pregunta: «¿Cuáles son los modos de actuación que ha seguido efectivamente la naturaleza?». Se plantea, en cambio, la pregunta: «¿Cuáles son los modos de actuación que la naturale­ za debe seguir?». La concepción de la física como geometría y del mundo co­ mo «geometría realizada» condujeron a Descartes a una física «imaginaria», cuyo carácter de «novela filosófica» será subrayado no sólo por el «cartesia­

no» Huygens y por Newton, sino también por numerosos críticos. En muchí­ simos casos la conexión con la experiencia y la búsqueda de confirmaciones empíricas a las teorías eran, en el sistema cartesiano, solamente quiméricas. Las leyes cartesianas de la naturaleza (sigue diciendo Koyré) son leyes para la naturaleza, a las que ésta no puede dejar de someterse porque son ellas las que la constituyen. Las afirmaciones que aparecen en una carta escrita por Christiaan Huy­ gens (1629-1695) a Bayle el 26 de febrero de 1693 son un testimonio elo­ cuente de la fascinación que ejerció la doctrina cartesiana. Descartes, afirma Huygens, ha encontrado la manera de conseguir que sean aceptadas como verdaderas sus conjeturas y sus ficciones. A quienes leían sus Principia philosophiae les sucedía algo parecido a lo que les sucede a quienes leen buenas novelas y las confunden con historias verdaderas: Cuando leí este libro por primera vez, me pareció que todo encajaba per­ fectamente, y cuando me encontraba con algunas dificultades creía que era porque no había comprendido bien el pensamiento del autor. Tenía entonces quince o dieciséis años ... Ahora ya no encuentro casi nada que pueda consi­ derar verdadero en toda su física, ni en su metafísica, ni en sus meteoros (Des­ cartes, 1897-1913: X, 403). Los recuerdos autobiográficos escritos en la edad tardía por filósofos y científicos tienden a menudo a simplificar acontecimientos intelectuales com­ plicados y ricos en matices. Huygens estudió en La Haya y en Leiden con maestros cartesianos. En París y en Londres entró además en contacto con los círculos de Mersenne y con los «virtuosos» de la Royal Society. Su actividad comprende refinadas investigaciones teóricas de matemáticas y de mecánica e interés por la técnica y por las máquinas, que lo vincula con la tradición baconiana y galileana. A excepción de la óptica, que aparece expuesta en el Traité de la lumiére (1690), Huygens se mantuvo en sustancia profundamente ligado al mecanicismo, en el sentido cartesiano del término. Las tesis antinewtonianas que contiene el Discours sur la cause de la pesanteur (1690) na­ cen en este terreno. A diferencia de Huygens, Descartes había escrito toda su física sin em­ plear fórmulas y no había utilizado el lenguaje de la matemática. Su física no contenía leyes expresadas matemáticamente; la suya (como se ha repetido muchas veces) era una física matemática sin matemáticas. El «matematismo» cartesiano sólo se manifestaba en el carácter axiomático y deductivo de su construcción del mundo. Ya el título mismo del libro de Isaac Newton Philosophiae naturalis principia mathematica (publicado en Londres en 1687) ex­ presaba una actitud polémica frente a la física de Descartes y de los cartesia­ nos. Newton presentaba en lenguaje matemático los principios de la filosofía natural y, al mismo tiempo, se apropiaba de la gran lección del experimentalismo de Bacon, de Hooke y de Boyle.

CAPÍTULO OCHO

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Innumerables mundos Un vacío infinito a s o br a s d e G io r d a n o B r u n o (1548-1600), defensor entusiasta de la verdad del sistema de Copémico, quemado en la hoguera por hereje en Campo dei Fiori en Roma, fueron ávidamente buscadas y leídas en toda Eu­ ropa. La teoría copemicana no es, para Bruno, una pura hipótesis matemática, como pretende ese «asno ignorante y presuntuoso» (que es Osiander) que es­ cribió el prefacio al De revolutionibus. El copemicanismo no es, a los ojos de Bruno, simplemente un nuevo sistema astronómico. Es una nueva concepción del mundo. Es la conquista de una nueva verdad y es, al mismo tiempo, un instrumento de liberación: «Esta es la clase de filosofía que abre los sentidos, contenta el espíritu, magnifica el intelecto y conduce al hombre a la auténtica felicidad, que le es dado alcanzar como hombre». El mundo de Copémico era finito y estaba comprendido dentro del cielo de las estrellas fijas. La cena de las cenizas (1584) no sólo contiene una refu­ tación de las clásicas objeciones al movimiento de la Tierra, contiene además la afirmación decidida de la infinitud del universo: «Que el mundo es infinito y que por tanto no hay cuerpo alguno al que simplemente corresponda estar en el centro, o en el extremo, o entre estos dos términos». La infinitud del mundo, producido por una causa infinita, coincide con la infinitud del espacio: A tal espacio lo llamamos infinito, porque no hay razón, conveniencia, posi­ bilidad, sentido o naturaleza que deba ponerle fin ... La Tierra, pues, no está en modo alguno en medio del universo, sino con respecto a ésta nuestra región ... Así se magnifica la excelencia de Dios, se manifiesta la grandeza de su imperio: no se glorifica en uno, sino en innumerables Soles; no en una tierra, en un mun­ do, sino en doscientos mil, es más: en infinitos (Bruno, 1907: 275, 309).

L

Movimiento y cambio son, para Bruno, realidades positivas. Reposo y es­ tancamiento son sinónimo de muerte. Sólo lo que cambia está vivo, y la per­ fección coincide con el devenir y el cambio: «No hay confines, límites, márge­ nes, murallas que nos roben y sustraigan la infinita abundancia de las cosas ... porque del infinito siempre nace una nueva abundancia de materia» (ibidem: 274). En la misma página del Del infinito: el universo y los mundos (1584)

Bruno se remite a Demócrito y a Epicuro. El mundo de Copémico y los otros innumerables mundos análogos están colocados en un espacio infinito y ho­ mogéneo «que podemos llamar libremente vacío». El vacío infinito de la tra­ dición de Demócrito y Lucrecio se convierte en una especie de «sede natural» para el sistema solar de Copémico y para una pluralidad de sistemas pareci­ dos (Kuhn, 1972: 303). Con razón se ha hablado, a propósito del universo vi­ viente de Bruno, de astrobiología. Bruno no se limita a interpretar las esferas y los epiciclos como «emplastos y recetarios para medicar la naturaleza ... al servicio del maestro Aristóteles»; rechaza la circularidad y la regularidad de los movimientos celestes y la idea misma de cualquier movimiento «conti­ nuo y regular en tomo al centro»; afirma la imposibilidad de que existan, en el universo físico, movimientos perfectos y formas perfectas. En las leyes de los movimientos de los cuerpos celestes ve algo que es propio de cada uno de los astros y planetas. Deja en manos del «alma propia» de los astros el ca­ mino que ellos cursan en los cielos: «Estos corredores tienen el principio de movimiento intrínseco a su propia naturaleza, a su propia alma, a su propia inteligencia». Bruno efectúa una clara distinción entre el universo y los mundos. Hablar de un sistema del mundo no quiere decir, en su visión del cosmos, hablar de un sistema del universo. La astronomía es legítima y posible como ciencia del mundo que cae en el ámbito de nuestra percepción sensible. Pero, más allá de éste, se extiende un universo infinito, que contiene esos «grandes animales» que llamamos astros, que encierra una pluralidad infinita de mundos. Ese uni­ verso no tiene dimensiones ni medida, no tiene forma ni figura. De éste, que es a la vez uniforme y sin forma, que no es ni armónico ni ordenado, no pue­ de establecerse de ningún modo un sistema. En la apasionada Apología pro Galilaeo (1616), escrita en la cárcel en la que permanecía encerrado desde 1599, Tommaso Campanella (1568-1639) in­ sistirá con fuerza en la enorme diferencia que existe entre admitir la existen­ cia de más mundos coordinados para formar un único sistema y admitir, en cambio, una pluralidad de mundos desordenadamente dispersados en un espa­ cio infinito. Gracias a sus admirables instrumentos, afirma Campanella, Gali­ leo nos ha mostrado astros hasta ahora desconocidos, nos ha enseñado que los planetas son semejantes a la Luna, reciben la luz del Sol y giran los unos al­ rededor de los otros. De Galileo hemos aprendido que en el cielo se producen transformaciones de elementos, que existen nubes y vapores entre las estre­ llas, que existe un gran número de mundos. El noveno de los once Argumen­ ta contra Galilaeum expuestos por Campanella afirma que de tales opiniones se sigue que existen muchos mundos. Las afirmaciones de Galileo, aclara fray Tommaso, no deben confundirse con las de Demócrito y de Epicuro: Galileo ha sostenido que todos los sistemas mundanos están contenidos en un único sistema, encerrados en un único espacio y coordinados en una unidad más amplia: «Admitir más mundos no coordinados para constituir uno solo, como hicieron Demócrito y Epicuro, es error de fe, porque de ello se deriva que los mundos se forman por casualidad sin la intervención ordenadora de Dios. En

cambio, concebir muchos sistemas menores en el seno de uno máximo orde­ nado según la mente divina no es en absoluto contrario a las Escrituras, sino sólo a Aristóteles» (Campanella, 1968: 50-51). La existencia de mundos no coordinados para constituir uno solo es el centro de la especulación de Bruno. Copémico, Kepler, Tycho Brahe y Gali­ leo mantienen en cambio (más allá de las diferencias) bien sólida la imagen de un universo ordenado como un sistema unitario. Para ellos es la expresión de un orden divino, la manifestación de principios o arquetipos matemático-geométricos. «Digo que de las cosas dichas por éste (Aristóteles) hasta aquí, es­ toy de acuerdo y admito que el mundo sea un cuerpo dotado de todas las di­ mensiones, pero perfectísimo; y añado que como tal sea necesariamente ordenadísimo, es decir, formado de partes dispuestas entre sí con sumo y per­ fectísimo orden.» Estas palabras de Galileo (Galileo, 1890-1909: VII, 55-56) constituyen una alternativa radical a la imagen bruniana del universo. La singu­ lar mescolanza, que aparece en Bruno, de temas sacados del platonismo de Ni­ colás de Cusa y del materialismo de Lucrecio había generado la imagen de un universo «dispuesto al azar», que será rechazada no solamente porque es impía, sino porque contrasta con una tradición milenaria y realmente difícil de acep­ tar por parte de los teóricos de la nueva astronomía.

Un universo infinito e infinitamente poblado En un célebre libro publicado en 1936 y titulado La gran cadena del ser, el teórico y fundador de la «historia de las ideas», Arthur O. Lovejoy, expone las cinco «tesis revolucionarias» que caracterizaron, en la segunda mitad del siglo xvi y en el siglo xvn, la nueva visión del universo: 1) la afirmación de que los otros planetas de nuestro sistema solar están habitados por criaturas vivas, sensibles y racionales; 2) la demolición de los muros exteriores del uni­ verso medieval, tanto si éstos se identificaban con la extrema esfera cristalina o con una determinada región de las estrellas fijas, y la dispersión de estas es­ trellas en espacios amplios e irregulares; 3) la convicción de que las estrellas fijas son soles semejantes al nuestro, todos o casi todos rodeados por sus pro­ pios sistemas planetarios; 4) la hipótesis de que también los planetas de estos otros mundos puedan estar habitados por seres racionales; 5) la afirmación de la infinitud real del espacio del universo físico y del número de los sistemas solares contenidos en él (Lovejoy, 1966: 114). Ninguna de estas cinco tesis enumeradas anteriormente aparece en Copérnico. Tanto la doctrina de la infinitud del universo como la de la pluralidad de los mundos fueron rechazadas de manera diversa por los tres principales as­ trónomos de la época de Bruno y de la siguiente generación: Tycho Brahe, Kepler y Galileo. Kepler se opone decididamente a la teoría de la infinitud del universo for­ mulada por Bruno, rechaza la asimilación del Sol a las estrellas fijas, mantie­ ne firmemente la unicidad y la «excepcionalidad» del sistema solar, oponién­

dolo al inmóvil cúmulo de las estrellas fijas. Los centros de las estrellas fijas ¿están todos colocados sobre una única superficie esférica y están por tanto todos a la misma distancia de la Tierra? A Kepler la cuestión le parece dudo­ sa; para él sigue siendo completamente verdadero que el universo «tiene en el centro un vacío inmenso, una gran cavidad, rodeada por el pelotón de las es­ trellas fijas, es decir, circunscrita y encerrada como por una pared o por una bóveda, y en el interior de esta inmensa cavidad está encerrada nuestra Tierra con el Sol y las estrellas móviles» (Kepler, 1858-1871: VI, 137). Tanto antes como después de los descubrimientos efectuados por Galileo con el telescopio, Kepler mantiene firmemente su rechazo de las tesis infinitistas de Bruno. El universo está construido por un Dios geómetra y tiene un esquema geométrico: el vacío coincide con la nada y las estrellas fijas no se encuentran dispersas de manera irregular o irracional en el espacio: ¿Cómo puede hallarse en el infinito un centro, si en el infinito está en to­ das partes? En efecto, cualquier punto del infinito dista igualmente, es decir, infinitamente, de los extremos infinitamente distantes. De lo que resultará que el mismo punto será centro y no será centro, y muchas otras cosas contradic­ torias, que evitará muy justamente aquel que, hallando que el cielo de las es­ trellas fijas está limitado en su interior, lo limite también en el exterior (Ke­ pler, 1858-1871: II, 691; cf. Koyré, 1970: 59). El sistema solar sigue siendo un unicum en el universo. De los descubri­ mientos efectuados por Galileo con el telescopio pueden darse dos interpreta­ ciones posibles: las nuevas estrellas fijas que Galileo ha visto no eran antes visibles a simple vista porque estaban demasiado alejadas o porque eran de­ masiado pequeñas. Entre estas dos interpretaciones, Kepler se decanta decidi­ damente por la segunda (Koyré, 1970: 63). La Dissertatio cum Nuncio Sidereo, publicada por Kepler en 1610, nace de una preocupación fundamental: mostrar que los descubrimientos astronó­ micos de Galileo no constituyen en modo alguno una prueba de la validez de la cosmología infinitista de Bruno. A Kepler no le puede impresionar desfa­ vorablemente el descubrimiento de nuevas lunas o satélites que giren alrede­ dor de uno de los planetas del sistema solar. En cambio, el descubrimiento de nuevos planetas que giraran alrededor de una de las estrellas fijas cuestionaría su cosmología y daría la razón a las tesis de Bruno y de su amigo Wackher von Wackhenfeltz, con el que discute el problema y que es un entusiasta se­ guidor de las doctrinas brunianas. Si Bruno tiene razón, si el sistema solar ya no es equidistante de las estrellas fijas, si el universo ya no tiene centro ni lí­ mites, debería abandonarse la imagen de un universo construido para el hom­ bre y la imagen del hombre como señor de lo creado. Kepler no está dispuesto de ningún modo a aceptar este abandono. Las pá­ ginas iniciales de la Dissertatio son un documento extraordinario. Con la sin­ ceridad que caracteriza todos sus escritos, Kepler explica la situación y la postura que ha adoptado tras haber tenido noticia de que Galileo ha visto en

el cielo nuevas «estrellas», pero antes de saber de qué estrellas se trata. En es­ pera de ver el texto del Sidereus Nuncius, Kepler y Von Wackhenfeltz dan de este hecho dos interpretaciones distintas: según Kepler, es posible que Galileo haya visto cuatro pequeñas lunas girando alrededor de uno de los planetas; Wackhenfeltz, en cambio, está convencido de que ha visto los nuevos plane­ tas girando alrededor de alguna estrella fija. Se trataba de una posibilidad que Wackhenfeltz ya había expuesto a Kepler «sacándola de las especulaciones del cardenal Cusano y de Giordano Bruno». La lectura del texto galileano da la razón a Kepler y éste sale reforzado de la discusión: «Si tú [Galileo] hubie­ ses descubierto planetas girando alrededor de una de las estrellas-fijas, me es­ peraban ya los cepos y la cárcel junto a la innumerabilidad de Bruno o, más bien, el exilio en ese infinito. Por el momento me has librado, pues, del gran temor que me había invadido ante las primeras noticias de tu libro a causa del grito de triunfo de mi opositor» (Kepler, 1937-1959: IV, 304). La Tierra sigue siendo para Kepler la sede más noble del universo, la úni­ ca adaptada al hombre, señor de lo creado. El sistema de los planetas, en uno de los cuales nos hallamos, está situado según Kepler «en el lugar principal del universo, alrededor del corazón del universo que es el Sol». Dentro de ese sistema de planetas, la Tierra ocupa la posición central entre los globos pri­ marios (en el exterior: Marte, Júpiter, Saturno; en el interior: Venus, Mercu­ rio, el Sol). Desde la Tierra se puede distinguir todavía Mercurio, que no se­ ría visible desde Júpiter o desde Saturno. La Tierra es «la sede de la criatura contempladora para la cual fue creado el universo», es el lugar que «conviene del todo a la criatura más importante y más noble entre las corpóreas» (Ke­ pler, 1937-1959: VII, 279; IV, 308). La infinitud del cosmos, que suscitaba el entusiasmo de Bruno, le parecía a Kepler la fuente de «un no sé qué secreto, recóndito horror: uno se siente perdido en esa inmensidad a la que se le han negado límites y centro, a la que se le ha negado, por consiguiente, un lugar determinado» (Kepler, 1858-1871: II, 688). En contra de la tesis de la infinitud del cosmos, Kepler disponía, sin embargo, de un argumento bastante «fuerte», cuya importancia sería destaca­ da dos siglos más tarde. Galileo cree que, además de las estrellas fijas cono­ cidas desde la Antigüedad, el cielo está poblado por más de diez mil estrellas. Kepler llega a esta cifra a partir de un cálculo aproximado por defecto. Pero no importa: «Cuanto más densas y numerosas sean, tanto más válida es mi ar­ gumentación en contra de la infinitud del mundo» (Kepler, 1972: 55). Aun cuando de mil estrellas fijas no hubiera ni siquiera alguna de tamaño mayor de la sexagésima parte de un grado, o bien de un minuto (y las que se han medido hasta ahora han resultado ser más grandes), todas juntas igualarían o superarían el diámetro del Sol. ¿Y qué sucedería con diez mil estrellas? Si esos soles son de la misma clase que nuestro Sol, «¿por qué, aun puestos to­ dos juntos, nunca superan en esplendor a nuestro Sol?» (ibidem: 55). Este ar­ gumento de Kepler es la base histórica de la célebre «paradoja del cielo noc­ turno» que discutirá Edmund Halley en los años veinte del siglo xvm y, exactamente un siglo más tarde, el astrónomo alemán Heinrich Olbers.

Galileo, Descartes y la infinitud del mundo Galileo -y esto se lo reprochará Kepler- no menciona nunca, ni en sus obras ni en sus cartas, el nombre de Giordano Bruno. Como ha documentado analíti­ camente Alexandre Koyré (Koyré, 1970: 71-78), Galileo no participa en el de­ bate sobre la finitud o infinitud del universo, declara que nunca ha tomado una decisión y (aunque tiende a decantarse por la infinitud) considera que la cues­ tión es irresoluble: no está probado, ni lo estará nunca, «que las estrellas del fir­ mamento estén colocadas todas en un mismo orbe», nadie sabe ni podrá saber jamás no sólo «cuál es la forma (del firmamento), sino ni siquiera si tiene for­ ma alguna» (Galileo, 1890-1909: VI, 523, 518). En el Diálogo se afirma que «las estrellas fijas son otros tantos soles» y que «no sabemos dónde se halla o si existe realmente el centro del universo», pero también se niega decidida­ mente la infinitud del universo (ibidem: VII, 306). Para cualquiera de las dos soluciones, escribe en 1639 a Fortunio Liceti, se le ocurren al mismo tiempo «ingeniosas razones ... pero en mi cerebro ni unas ni otras son necesariamente convincentes, así que continúo dudando acerca de cuál de las dos afirmaciones es la verdadera». Sólo hay una razón que le hace decantarse por la tesis de la infinitud: es más fácil atribuir la incomprensibilidad al incomprensible infinito que a lo finito, que no es incomprensible. Pero se trata, concluye, de una de esas cuestiones, como la predestinación y el libre albedrío, «tal vez inexplica­ bles mediante razonamientos humanos» (ibidem: XVIII, 106). El razonamiento expuesto por Galileo a Liceti no carece de sutileza: si dudo acerca de la cuestión finito-infinito, si no sé decidir, es probable que el universo sea infinito, porque, si fuese finito, no tendría esta indecisión y esta incertidumbre. Descartes, en los Principia (1644), hace un razonamiento dis­ tinto: no debemos implicamos en las discusiones sobre el infinito porque se­ ría ridículo que nosotros, que somos finitos, pretendiéramos determinar algo y, por este procedimiento, suponerlo finito intentando comprenderlo. El exa­ men del infinito, llevado a cabo por una mente finita, presupone su reduc­ ción a finito. Sólo quienes imaginan que su espíritu es infinito se implican en estas cuestiones (por ejemplo, si la mitad de una línea es infinita o si el nú­ mero infinito es par o impar). Hay que negarse a dar respuesta a estos pro­ blemas: «No es preciso intentar comprender el infinito, sino pensar solamen­ te que todo aquello en lo que no hallamos ningún límite es indefinido» (Descartes, 1967: II, 39). Tanto en la serie de los números como en la exten­ sión del mundo, siempre se puede «ir más allá»: «A estas cosas es mejor lla­ marlas indefinidas que infinitas, a fin de reservar solamente a Dios el nom­ bre de infinito» {ibidem). En la correspondencia con el filósofo neoplátonico inglés Henry More (1614-1687), que se remitía al mismo tiempo a Bruno, a Lucrecio, a la tradi­ ción cabalística y a la filosofía cartesiana, Descartes aclara posteriormente su distinción entre indefinido e infinito. La afirmación del carácter indefinido de la extensión es suficiente para responder a la objeción de More, según la cual una extensión limitada y un número limitado de vórtices provocarían

(por efecto de la fuerza centrífuga) una dispersión en átomos y polvillos errantes de toda la máquina cartesiana del mundo. No es posible imaginar un lugar fuera de la extensión (o de la materia) hacia el que pudieran huir estas partículas. En un universo que no tiene límites ni fronteras, la noción de centralidad del hombre en el universo tiende a perder sentido. El antropocentrismo es una manifestación de orgullo, es la manifestación de la incapacidad para captar la grandeza del Creador y al mismo tiempo de la pretensión de imponer a lo creado nuestro privilegiado punto de vista. Somos demasiado presuntuosos al creer que Dios ha creado todas las cosas sólo para nuestro uso: «No es de nin­ gún modo verosímil que todas las cosas hayan sido hechas para nosotros de tal modo que Dios no haya tenido ningún otro objetivo al crearlas ... hay aho­ ra en el mundo una infinidad de cosas, o bien las hubo en otro tiempo y ya han dejado completamente de existir, sin que ningún hombre las haya visto o conocido jamás y sin que le hayan sido nunca de ninguna utilidad» (ibidem: II, 118). Puesto que no podemos conocer los objetivos de Dios, había escrito ya en una carta de 1641, sería absurdo sostener que Dios, al crear el universo, no hubiera tenido otro objetivo que la exaltación del hombre, y que el Sol hu­ biera sido creado con el único propósito de proporcionar la luz al hombre (Descartes, 1936-1963: V, 54). La pequeñez de la Tierra comparada con la grandeza del cielo sólo podrá parecer increíble a quienes no tienen un con­ cepto suficiente de Dios y consideran que «la Tierra es la parte principal del universo porque es la morada del hombre, para cuyo beneficio están conven­ cidos, sin razón alguna, de que se han hecho todas las cosas» (Descartes, 1967: n, 138). Sobre los habitantes de otros mundos y sobre la existencia de otras criatu­ ras inteligentes en el universo, Descartes sostiene que la cuestión es indecidible, pero afirma que el misterio de la encamación y todos los otros favores que Dios ha concedido a los hombres no impiden «que pueda haber otorgado otros infinitos favores a una infinidad de criaturas». Declara que «siempre de­ ja en suspenso este tipo de cuestiones, prefiriendo no afirmar ni negar nada» {ibidem-. II, 626-627). Al final de su vida, sin embargo, y precisamente opo­ niéndose al antropocentrismo, Descartes planteaba de nuevo la hipótesis de una pluralidad de mundos habitados. Creerse «queridísimos por Dios» es una costumbre común de los hombres y piensan, sobre esta base, que todo ha sido hecho para ellos, que su Tierra está «antes que nada». ¿Pero sabemos si Dios ha creado algo en las estrellas? ¿Si ha colocado en ellas «criaturas de distinta especie, otras vidas, y, por así decir, otros hombres o, al menos, seres análo­ gos a los hombres»? Derrochando apenas en la creación su poder, Dios podría haber producido infinitas especies de criaturas: «No debemos ser demasiado presuntuosos, como si todo estuviese en nuestro poder y en función nuestra, mientras existen tal vez muchísimas otras criaturas mucho mejores que noso­ tros» (ibidem: II, 696).

No estamos solos en el universo Kepler cree en la existencia de una pared o de una «bóveda» (utiliza también la expresión cutis sive túnica, piel o camisa), que encierra la inmensa cavidad en cuyo centro está el Sol. Tycho Brahe cree que el universo es finito y con­ tenido por la esfera de las estrellas fijas. Galileo teoriza una postura de inevi­ table incertidumbre. Las cinco tesis cosmográficas revolucionarias, de las que se ha hablado al comienzo del capítulo 2, no hay que buscarlas en las argu­ mentaciones «rigurosas» de los más grandes astrónomos del siglo xvn. Esas tesis aparecen fuertemente asentadas en la cultura (y se reflejarán más tarde en las perspectivas de la cosmología), en ambientes caracterizados por una peculiar mezcla de temas demócrito-lucrecianos y copemicanos, neoplatónicos y herméticos. Platonismo y hermetismo son los componentes fundamentales del pensa­ miento de los que defienden la infinitud del mundo: de Nicolás de Cusa a Palingenio Stellato, de Thomas Digges a Giordano Bruno y a Henry More. También en el De magnete (1600) de William Gilbert, un autor firmemente vinculado al vitalismo hermético, aparecía la tesis de que «los grandes y múltiples res­ plandores» de las estrellas fijas no estaban situados en una superficie esférica, ni en una bóveda, sino en diversas y enormes alturas. Mezclada con la discu­ sión sobre la infinitud del universo, la disputa acerca de la pluralidad y la ha­ bitabilidad de los mundos se remonta a una tradición bastante antigua, cuyos elementos básicos, en los primeros años del siglo xvi, habían sido cuidadosa­ mente recogidos de nuevo por Giorgio Valla en su gran enciclopedia, el De expetendis et Jugiendis rebus, aparecida (postumamente) en 1501. En 1567 Melanchthon formula, en contra de la tesis de los mundos habitados, una se­ rie de objeciones físicas y teológicas, que reaparecerán muchísimas veces, provocando más o menos polémica, en los ámbitos protestantes y en los cató­ licos. En 1634 aparece el Somnium seu opus posthumum de astronomía lunari de Kepler. Esta obra marca el paso de la literatura «fantástica» sobre la Lu­ na (inspirada en Luciano y en Ariosto) a una literatura «fantástico-científica». La obra, en la que durante tres siglos se inspiraron numerosos libros sobre viajes lunares (como los de Julio Veme y Herbert George Wells), está repleta de veladas alusiones autobiográficas y de referencias a las trágicas vicisitudes de la azarosa vida de su autor. El Somnium no es el fruto de un breve parén­ tesis de reposo literario: nacido a partir de un proyecto que se remonta a una perdida disertación juvenil de 1593, fue redactado en 1609 y enriquecido más tarde, entre 1622 y 1630, con numerosísimas (y en ocasiones bastante largas) notas (Rosen, en Kepler, 1967: XX). El viaje descrito por Kepler es una sin­ gular mezcla de fantasía y realismo. Los habitantes de la Luna tienen dimen­ siones enormes y «naturaleza serpentina». Viven muy poco tiempo y se cue­ cen al tremendo calor del Sol para refugiarse después en frías cavernas y en quebradas. En la descripción del mundo físico se abandona la fantasía y nos hallamos en el seno del mismo universo que había sido revelado por el teles­ copio (Nicolson, 1960: 45):

A vosotros, habitantes de la Tierra, nuestra Luna, cuando avanza sobre la línea de casas del horizonte, os parece que se asemeja al aro de un tonel, y cuando se eleva en medio del cielo, parece la imagen de un rostro humano. Para los subvolvanos, en cambio, su Volva aparece siempre en medio del cie­ lo, de un tamaño algo menor que el cuádruplo del diámetro de nuestra Luna de modo que, comparando ambos discos, su Volva es quince veces mayor que nuestra Luna ... Para los habitantes de la Luna es evidente que nuestra Tierra, que es su Volva, gira, pero que su Luna está inmóvil. Si se replica que los sen­ tidos selénicos de mi población lunar se engañan, con el mismo derecho res­ ponden que los sentidos terrestres de los habitantes de la Tierra carecen de ra­ zón (Kepler, 1972: 6-7, 34). Cuatro años después de la publicación del Somnium, en 1638, John Wilkins (1614-1672) publicaba uno de los libros de «ciencia popular» más importantes del siglo xvn: el Discovery of a New World, or a Discourse Tending to Prove that it is Probable there May be Another Habitable World in the Moon, que tu­ vo una amplísima difusión y que será plagiado literalmente por Fontenelle. Wil­ kins, al defender su hipótesis, aludía a la incredulidad que había suscitado el proyecto de Colón, a la tradicional burla de que son objeto las verdades nuevas, al dogmatismo de las opiniones populares y a la ceguera de los académicos que, durante siglos, habían negado la existencia de las antípodas. Wilkins es perfec­ tamente consciente de las dificultades de tipo teológico que presenta la tesis de los mundos habitados. Esta afirmación se había considerado herética desde los tiempos más remotos: si los mundos son de la misma especie, Dios no es «pro­ vidente», puesto que ningún mundo tiene una mayor perfección que otro; si son de especie distinta, ninguno puede ser llamado «mundo» o «universo», porque carece de perfección universal. Es muy significativo que, entre los argumentos más usados contra el copemicanismo y contra la tesis de una pluralidad de mundos, Wilkins se refiera a la tradicional tesis «diablocéntrica», a la «ínfima naturaleza de nuestra Tierra, que está formada de una materia más sucia y más vil que la de cualquier otra parte del universo, y que por eso tiene que estar si­ tuada en el centro, puesto que este es el lugar peor y más alejado de los puros, incorruptibles cuerpos que son los cielos» (Wilkins, 1638: 68). El copemicanismo fue también combatido porque, al transportar al hom­ bre a lugares que no se diferenciaban de los cielos inmutables e inmortales, le asignaba una morada demasiado elevada. A partir de la tesis de la pluralidad de los mundos habitados se planteaban preguntas inquietantes: ¿qué sentido tienen la caída y la redención, el pecado original y el sacrificio de Cristo, si la Tierra, que es el escenario donde se desarrolla este gran drama, no es más que uno entre muchos mundos? Si existen muchos mundos y muchos de ellos es­ tán habitados, ¿habrá también redimido el Salvador estos mundos? Si los cie­ los también están sujetos al cambio, ¿cómo pueden ser la sede de Dios? Wilkins también citaba, como una fuente autorizada, las páginas sobre los mundos habitados de la Apología pro Galilaeo (1622), de Tommaso Campanella. Entre el final de los años treinta y el final de los años sesenta, aparecen una serie de obras en las que el tema (que hoy en día llamaríamos de «ciencia

ficción») de los viajes a la Luna y a los espacios celestes se mezcla con con­ sideraciones filosóficas, morales y astronómicas: The Man in the Moon (1638), de Francis Godwin, Description ofa New World (1666), de Margaret Cavendish. Con un año de diferencia entre uno y otro, aparecen en Francia la Histoire comique des états et empires de la Lune (1656), de Cyrano de Bergerac (1619-1655), y el Discours nouveau prouvant que les astres sont des ierres habitées (1657), de Pierre Borel. Cyrano es uno de los más conocidos repre­ sentantes del pensamiento libertino: es seguidor de la doctrina que defiende la existencia de un universo orgánico y viviente, se remite a Campanella, Gassendi, La Mothe le Vayer, mezcla temas procedentes del platonismo herméti­ co y de la cábala, del atomismo de Demócrito y de Epicuro, de la tradición del averroísmo y de la nueva cosmología de Copémico, Galileo y Kepler. Las estrellas fijas son otros tantos soles y de ello puede concluirse que el mundo es infinito «porque es verosímil que los habitantes de una estrella fija descu­ bran, por encima de ellos mismos, otras estrellas fijas que desde aquí no po­ demos percibir, y que esto se repita hasta el infinito». Del mismo modo que el que se encuentra en una embarcación cree que la orilla se mueve, así tam­ bién los hombres han creído que era el cielo el que giraba alrededor de la Tierra. A este error de los sentidos hay que añadir «el orgullo insoportable del hombre, que está convencido de que la naturaleza se ha hecho sólo para él, como si fuese verosímil que el Sol se haya encendido tan sólo para que maduren sus nísperos y crezcan sus berzas». Borel ve en los descubrimientos galileanos la prueba no sólo de la verdad del sistema copemicano, sino de la validez de las hipótesis sobre los mundos habitados. Su obra (al igual que la de Cyrano, mucho más seductora desde el punto de vista literario) no contie­ ne doctrinas originales, pero reúne los términos de una polémica, que está constituida por un complejo entramado de elementos procedentes de distintas tradiciones. El libro de Borel, dedicado a Kenelm Digby, concluye con una larguísima cita de Palingenio Stellato. Los nombres que se repiten con mayor frecuencia son los de Copémico, Kepler y Campanella. Bruno, al que no se nombra jamás, está continuamente presente, y la visión del mundo de Lucre­ cio (el texto está plagado de citas del De rerum natura) es el telón de fondo de las reflexiones. Pero el maestro más amado es Montaigne, que nos ha en­ señado, como Sócrates, a rechazar las certezas y a dudar. Las obras de Fontenelle (Bemard le Bovier de, 1657-1757) y de Christiaan Huygens (1629-1695) constituyen tan sólo el punto de partida de una discu­ sión que se prolongará durante casi dos siglos. A lo largo de los cien años de vida de su autor, aparecieron 31 ediciones de los Entretiens sur la pluralité des mondes (1686). Un número considerable de lectores se familiarizó, ade­ más de con la teoría cartesiana de los vórtices, con la tesis de la infinitud del universo y de una pluralidad de mundos habitados. Los descubrimientos mi­ croscópicos fueron utilizados por Fontenelle como sostén de la tesis de la di­ fusión de la vida por todo el universo. La Marquesa, a la que se dirige la obra, manifiesta su turbación ante un universo infinito e infinitamente poblado.

Frente a esa turbación y ese temor por lo infinito, el preceptor presenta un es­ tado de ánimo opuesto: se encuentra a sus anchas ante el infinito, «si el cielo fuese solamente esta bóveda azul, en la que se encuentran enclavadas las es­ trellas, el universo me parecería pequeño y me sentiría como oprimido ... El universo tiene ahora otra magnificencia, la naturaleza no ha ahorrado nada en su construcción...».

Las conjeturas de Huygens El gran Huygens murió en 1695 dejando inédito el manuscrito del Cosmotheoros sive de terris coelestibus earumque omatu conjecturae, que será pu­ blicado en 1698. Ni Nicolás de Cusa, ni Bruno, ni Fontenelle, según Huy­ gens, han llevado a cabo una investigación seria acerca de los habitantes de los otros mundos. Y, sin embargo, las vías que conducen al conocimiento de cosas muy lejanas no están cortadas, y hay materia para elaborar una serie de conjeturas verosímiles. No hay que poner obstáculos a esas vías por dos razo­ nes: en primer lugar, porque si hubiésemos aceptado la imposición de límites a la curiosidad humana, no conoceríamos aún ni la forma de la Tierra ni la existencia del continente americano; en segundo lugar, porque la búsqueda de teorías verosímiles constituye la esencia misma de la física (Huygens, 18881950: XXI, 683, 687, 689). El que asistiera a la disección de un perro, no dudaría en afirmar la exis­ tencia de órganos semejantes en un buey o en un cerdo. Del mismo modo, co­ nociendo la Tierra, es posible hacer conjeturas sobre los otros planetas. Sabe­ mos que la gravedad no existe solamente sobre la Tierra. ¿Por qué la vida vegetal o animal debería existir solamente en ella? Es cierto que la naturaleza tiende a la variedad y que a través de la variedad se manifiesta la existencia del Creador, pero no es menos cierto que las plantas y los animales america­ nos tienen una estructura semejante a la de las plantas y animales europeos. Las diferencias en la vida desarrollada en los planetas dependen de su distan­ cia respecto del Sol, «pero se tratará de diferencias de materia más que de forma» (ibidem: XXI, 699, 701, 703). Los admirables modos de reproducción de las plantas «no pueden haber sido inventados sólo para nuestra Tierra». No se dice que los habitantes de los otros planetas sean semejantes a nosotros, pero con toda certeza son estructuralmente análogos a nosotros: estarán dota­ dos también de una razón y de valores semejantes a los nuestros, tendrán ojos, manos, escritura, sociedad, geometría y música (ibidem: XXI, 707, 717, 719-751). Antes de la invención del telescopio podría parecer que la tesis de que el Sol era una estrella fija estaba en desacuerdo con la doctrina de Copémico. Actualmente, «todos los que adoptan el sistema copemicano» consideran que las estrellas no están colocadas sobre la superficie de una misma esfera y creen «que están diseminadas por los amplios espacios del cielo y que la misma dis­ tancia que media entre la Tierra o el Sol y las estrellas más próximas media

también entre éstas y las siguientes, y desde estas últimas a otras, en una pro­ gresión continua» (ibidem: XXI, 809). Las críticas dirigidas por Huygens a Kepler a propósito de este problema ofrecen aspectos muy interesantes. Kepler, escribe Huygens, tenía otra opi­ nión. Aun creyendo que las estrellas están diseminadas en la profundidad del cielo, consideraba que el Sol estaba colocado en el centro de un espacio más grande, por encima del cual comenzaba un cielo poblado de estrellas. Creía que, si las cosas fuesen de otra manera, veríamos solamente pocas estrellas y de tamaño muy diferente. En efecto, razonaba Kepler, puesto que las estrellas más grandes nos parecen tan pequeñas que a duras penas podemos medirlas, y puesto que las que están a una distancia dos o tres veces mayor nos parecen necesariamente (suponiendo que sus tamaños sean iguales) dos o tres veces más pequeñas, pronto llegaríamos a estrellas inobservables, y de ello se dedu­ cirían dos cosas: que deberíamos ver pocas estrellas y que éstas serían de ta­ maño distinto. Resulta, por el contrario, que vemos muchas y de tamaño no muy distinto. El razonamiento de Kepler, afirma Huygens, es erróneo: no ha tenido en cuenta que es propio de la naturaleza del fuego y de la llama ser vi­ sibles a distancias desde las que no son observables otros objetos. En las ca­ lles de nuestras ciudades pueden contarse veinte o más farolas, a pesar de es­ tar colocadas a un centenar de pies una de la otra y a pesar de que lá llama de la vigésima se ve bajo un ángulo de apenas seis segundos. No tiene, pues, na­ da de extraño que a simple vista veamos mil o dos mil estrellas y, en cambio, veamos veinte veces más con un telescopio. Pero el error de Kepler tiene, a los ojos de Huygens, una raíz más profun­ da. Kepler deseaba («cupiebat») «considerar el Sol como un objeto superior a las otras estrellas, el único en la naturaleza provisto de un sistema de planetas y si­ tuado en el centro del universo». Tenía necesidad de ello para poder confirmar su «misterio cosmográfico», según el cual las distancias de los planetas al Sol tenían que corresponder a los diámetros de las esferas inscritas y circunscritas en los poliedros de Euclides. Por esto, necesitaba «que hubiese en el universo un solo y único coro de planetas alrededor de un Sol considerado el único re­ presentante de su especie» (ibidem: XXI, 811). Todo este misterio nace de la filosofía de Pitágoras y de Platón: las proporciones no concuerdan con la reali­ dad y los argumentos aducidos a favor de la esfericidad de la superficie exter­ na del universo son bastante débiles. La conclusión de Kepler, según la cual la distancia entre el Sol y la superficie cóncava de la esfera de las estrellas fijas equivale a cien mil veces el diámetro de la Tierra, está basada además en la extravagante razón de que la relación entre el diámetro de la órbita de Saturno y el de la superficie inferior de la esfera de las estrellas fijas es igual a la rela­ ción entre el diámetro del Sol y el de la órbita de Saturno (ibidem: XXI, 813). A las extrañas teorías del gran fundador de la astronomía, Huygens opone la tesis «bruniana» de una identidad de naturaleza entre el Sol y las estrellas: No debemos dudar en admitir, junto con los principales filósofos de nues­ tro tiempo, que el Sol y las estrellas tienen una misma naturaleza. De ello de­

riva una imagen del universo más grandiosa que la transmitida hasta ahora. ¿Quién nos impide pensar que cada una de esas estrella o soles tenga planetas a su alrededor, provistos a su vez de lunas? ... Si nos situamos mentalmente en las regiones celestes, en una posición no menos alejada del Sol que de las es­ trellas fijas, no notaremos entre éste y aquéllas diferencia alguna (ibidem). Situarse mentalmente (como hacía Huygens) en un punto del universo equidistante del Sol y de las estrellas fijas más cercanas y, desde este punto, considerar el Sol y la Tierra (que se ha vuelto invisible) es un tipo de «expe­ rimento mental» que no pertenece a la misma clase que los experimentos mentales habituales en la filosofía natural de Galileo. Supone distanciarse de un punto de vista terrestre o heliocéntrico en la consideración del cosmos, una especie de relativismo cosmológico, que se va abriendo camino en los mis­ mos años del nacimiento del relativismo cultural. Eso se desprende claramen­ te del propio texto de Huygens: Conviene que nos consideremos como si estuviéramos fuera de la Tierra y fuéramos capaces de observarla desde lejos. Podemos entonces preguntamos si es cierto que la naturaleza ha otorgado sólo a ella todos sus ornamentos. Así podremos entender mejor qué es la Tierra y cómo debemos considerarla. Del mismo modo que quienes realizan grandes viajes son mejores jueces de las co­ sas de su patria que los que no la han abandonado nunca (ibidem: XXI, 689).

Crisis y fin del antropocentrismo Lentamente se había ido elaborando una imagen «lucreciana» del universo, que durante un siglo por lo menos (hasta el barón d’Holbach y más adelante) constituirá la gran alternativa al deísmo y a la imagen del mundo construida por Newton y por los newtonianos. En esta nueva visión del cosmos ya no hay mucho espacio para la celebración de un universo ordenado y perfecto, construido para el señor del mundo, que permite vislumbrar, para elevación del hombre, los diseños de una infinita sabiduría. Es preciso que los hombres -había escrito Pierre Borel- aprendan a dejar de ser como esos campesinos que no han visto nunca una ciudad y durante to­ da su vida siguen pensando que no puede haber nada más grande ni más be­ llo que su pequeño pueblo (Borel, 1657: 14, 32). La Tierra entera se configu­ ra ahora únicamente como una provincia o un pueblo del universo. De manera parecida a lo que había ocurrido, en el Mediterráneo y el Occidente, ante los descubrimientos geográficos y los viajes a países desconocidos y pueblos lejanos. Las largas disputas sobre la infinitud del universo y sobre la pluralidad y ha­ bitabilidad de los mundos contribuyeron -en un contexto cultural más ampliono sólo a poner en crisis todas las concepciones antropocéntricas y «terrestres» del universo, sino también a vaciar de contenido el tradicional discurso de los humanistas sobre la nobleza y dignidad del hombre. Para que esto pudiera ad­

quirir un significado no meramente retórico y literario, debía ser formulado de otra manera, insertarse en un contexto más complicado y asumir un nuevo significado. Había nacido una imagen nueva de la naturaleza y del lugar que el hombre ocupa en la naturaleza. Esta imagen, al igual que la noción de un universo infinito, podía ser utilizada de distintas maneras: tanto podía servir de fundamento a la religiosidad profunda de Pascal como al determinismo de los grandes materialistas del siglo xvin. Los grandes protagonistas de la complicada historia, que desde la imagen del mundo cerrado condujo hasta la imagen de un universo infinito -Bruno y Wilkins, Borel y Bumet, Cyrano y Fontenelle- utilizaron libremente, para apo­ yar sus visiones del cosmos, los resultados más perturbadores a que habían lle­ gado los grandes astrónomos del siglo xvn. En su actuación efectuaron extra­ polaciones (como se diría hoy en día) no siempre legítimas ni prudentes. Se basaron en analogías. Pero también sus «fantasías» y sus procedimientos de ti­ po analógico contribuyeron decisivamente a cambiar el curso de la historia de las ideas y el camino de la historia de la ciencia. El Somnium de Kepler y el Cosmotheoros de Huygens sirven en cualquier caso para demostrar que ni si­ quiera los grandes científicos de aquella época permanecieron indiferentes a esas «fantasías». Imaginación y cosmología no parece que sean términos anti­ téticos. ¿Acaso no ha escrito también La nube negra uno de los mayores cos­ mólogos de nuestro tiempo, que responde al nombre de Fred Hoyle?

CAPÍTULO NUEVE

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Filosofía mecánica Necesidad de la imaginación

E

existen ya tanto las macrociencias como las microciencias. Las primeras, como por ejemplo la as­

n l a é p o c a q u e v a d e C o p é r n ic o a N e w to n

tronomía planetaria y la mecánica terrestre, están relacionadas con propieda­ des y procesos que pueden ser, en mayor o menor medida, directamente observados y medidos. Las segundas, como por ejemplo la óptica, el magne­ tismo y las teorías sobre la capilaridad, el calor y los cambios químicos, pos­ tulan, en cambio, microentidades que se declaran en principio inobservables (Laudan, 1981: 21-22). Galileo, Descartes, Boyle, Gassendi, Hooke, Huygens y Newton hablan todos ellos de entidades que poseen propiedades radical­ mente distintas a las de los cuerpos macroscópicos que constituyen el mundo de lo cotidiano. En este contexto, las metáforas y las analogías desempeñan un papel central. En la filosofía mecánica la realidad se reduce a una relación de cuerpos o partículas materiales en movimiento, y esta relación resulta interpretable me­ diante las leyes del movimiento fijadas por la estática y por la dinámica. El análisis se reduce, pues, a las condiciones más simples y se realiza mediante un proceso de abstracción de todos los elementos sensibles y cualitativos. La ciencia sólo considera hechos aquellos elementos del mundo real a los que se accede mediante criterios precisos de carácter teórico. La interpretación de la experiencia se produce (como se ha destacado muchas veces) sobre la base de tesis preestablecidas: la resistencia del aire, la fricción, los diferentes compor­ tamientos de cada cuerpo, los aspectos cualitativos del mundo real son inter­ pretados por la filosofía natural como fenómenos irrelevantes o como circuns­ tancias molestas, que no se tienen (y no se deben tener) en cuenta en la explicación del mundo. Los fenómenos en su particularidad y en su concre­ ción inmediata, el mundo de las cosas cotidianas e incluso el mundo de las cosas «curiosas y extrañas», al que con tanta curiosidad y deseo de sorprender se habían dedicado los naturalistas y los cultivadores de magia del Renaci­ miento, no ejerce ya ninguna fascinación sobre los defensores de la filosofía mecánica. Puesto que las palabras no tienen ninguna semejanza con las cosas que significan -se pregunta Descartes-, ¿por qué la naturaleza no puede haber

establecido un signo que nos dé la sensación de la luz aun no teniendo en sí nada semejante a tal sensación? El sonido, aseguran los filósofos, es una vibración del aire, pero el sentido del oído nos hace pensar en el sonido y no en el movimiento del aire. Del mismo modo, el tacto nos hace concebir ideas que no se parecen en absoluto a los objetos que las producen. La idea de cosquillas no se parece en nada a una pluma que roza los labios. Precisa­ mente esta falta de semejanza conduce necesariamente a elaborar o imagi­ nar un modelo. Lo que nos aparece como «luz» es en realidad un movi­ miento rapidísimo que se transmite a nuestros ojos a través del aire y otros cuerpos transparentes. Este modelo se construye y se hace comprensible mediante una analogía con un ciego, del que se puede decir que ve median­ te su bastón. Además de la analogía del ciego que utiliza su bastón (que explica la transmisión instantánea de la luz), las analogías que sostienen la hipótesis me­ cánica son, en la Dióptrica, la del vino que sale del tonel empujado por una presión que se propaga en todas direcciones (que explica la propagación); la de la pelota que es desviada de su curso por el choque con otro cuerpo (que explica los fenómenos de la refracción y de la reflexión) (Descartes, 18971913: XI, 3-6; VI, 84, 86, 89). Es necesario que la ciencia pase de lo observable a lo inobservable. Es de­ ber de la imaginación concebir lo segundo como semejante en cierto modo a lo primero. La ciencia obliga a los hombres a imaginar. Si observamos con la mirada una atracción o una unión, escribe Pierre Gassendi, vemos ganchos, cuerdas, una cosa que sujeta y otra que es sujetada; si observamos una sepa­ ración o una repulsión vemos, en cambio, pinchos o aguijones. Del mismo modo, «para explicar las acciones que no caen bajo nuestros sentidos, nos ve­ mos obligados a imaginar aguijones, pinchos y otros instrumentos semejantes que son insensibles e inasibles. Sin embargo, no deberíamos concluir que no existen» (Gassendi, 1649: II, 1, 6, 14). Robert Hooke es uno de los científicos que, en el siglo xvn, participan de manera más intensa en los debates sobre la constitución de la materia. Puesto que no tenemos órganos de sentido capaces de hacemos percibir las operacio­ nes reales de la naturaleza -aparece escrito en la Micrographia- cabe esperar que un día el microscopio nos permita observar las estructuras verdaderas e indivisibles de los cuerpos. Mientras tanto, nos vemos obligados a avanzar a tientas en la oscuridad y a suponer, «utilizando semejanzas y comparaciones (by similitudes and comparisons) las razones verdaderas de las cosas» (Hooke, 1665: 114). Las intenciones de Hooke son muy claras: la estructura interna de la materia y de los organismos vivos son inaccesibles a los sentidos (Hooke, 1705: 165). El camino que hay que recorrer es, por tanto, obligado: debemos establecer analogías entre los efectos producidos por entes hipotéticos y los efectos producidos por causas que son, en cambio, accesibles a los sentidos. A partir de una analogía de los efectos, podemos remitimos a una analogía de las causas. Robert Hooke es un científico «baconiano». Aplicando este método, basa­

do en semejanzas, comparaciones, analogías y paso de analogías de efectos a analogías de causas, explica la acción del aire en los procesos de combustión, utiliza los experimentos realizados con la bomba neumática en el estudio de los fenómenos meteorológicos; aplica el modelo de la capilaridad al paso de los fluidos por los filtros y a la circulación linfática de las plantas; utiliza la ley de la elasticidad para la explicación de fenómenos geológicos (la formación de los manantiales); cree que los resultados que ha conseguido en sus investi­ gaciones sobre la luz pueden ser aplicados a los fenómenos del magnetismo, de la rarefacción y de la condensación.

La mecánica y las máquinas Incluso el término mecanicismo (tal como sucede con todos los términos que acaban en ismo) es una palabra elástica, defícil de definir de manera unívoca y que acaba asumiendo significados muy vagos. El historiador holandés E. J. Dijksterhuis (Dijksterhuis, 1971), que ha escrito una historia del mecanicismo desde los presocráticos hasta Newton, se pregunta: ¿el uso de este término aplicado al milenario desarrollo del saber científico alude al significado de mecanismo o máquina que tiene el término griego mechanél, ¿o tal vez a una visión del mundo que considera el universo entero como un gran reloj cons­ truido por un Gran Relojero?; o bien, al utilizar este término ¿queremos refe­ rimos al hecho de que los acontecimientos naturales que constituyen el mun­ do pueden ser descritos e interpretados mediante los conceptos y los métodos de esa rama de la física que se denomina mecánica y que es la ciencia de los movimientos? Como muchos otros historiadores de la ciencia, Dijksterhuis tenía una marcada preferencia por las soluciones claras: sabía perfectamente que la me­ cánica, como parte de la física, se había librado a lo largo del siglo xvn de buena parte de sus orígenes prácticos y de sus vínculos iniciales con las má­ quinas, con la actitud mental de los artesanos, de los ingenieros, de los maes­ tros de taller y de los mecánicos. Con Galileo y con Newton la mecánica se convierte efectivamente en una rama de la física, se desarrolla como una par­ te de la física matemática que estudia las leyes del movimiento (dinámica) y las condiciones de equilibrio de los cuerpos (estática), y para la que la llama­ da «teoría de las máquinas» no es más que una de sus muchas aplicaciones prácticas. A muchos filósofos y a muchos historiadores de la ciencia les dis­ gusta que la historia (incluida la historia de la ciencia) esté llena de equívocos y de malentendidos. Si la mecánica (afirmaba Dijksterhuis) se hubiese des­ prendido de su antiquísimo vínculo con las máquinas, y se hubiese llamado cinética o estudio de los movimientos, y si se hubiese hablado de matematización en vez de hablar de mecanización de la naturaleza, se hubieran podido evitar muchos equívocos y muchos malentendidos. Pero no tiene mucho sentido intentar resolver los problemas históricos en el plano de los malentendidos o de los equívocos lingüísticos. Cuando se exa­

minan los libros del siglo xvn escritos por muchos defensores (o por los igualmente numerosos adversarios) de la filosofía corpuscular o mecánica, ca­ si siempre se tiene la impresión de que los dos significados a los que Dijksterhuis hacía referencia están presentes, a menudo combinados o mezclados, en la nueva visión del mundo. La llamada «filosofía mecánica» (que antes de la época de Newton no coincidía en absoluto con la parte de la física que hoy en día llamamos mecánica) está basada en algunos presupuestos: 1) la natura­ leza no es la manifestación de un principio vivo, sino que es un sistema de materia en movimiento regido por leyes; 2) estas leyes se pueden determinar con precisión matemática; 3) un número bastante reducido de estas leyes es suficiente para explicar el universo; 4) la explicación de los comportamientos de la naturaleza excluye por principio cualquier referencia a las fuerzas vitales o a las causas finales. Sobre la base de estos presupuestos, explicar un fenó­ meno quiere decir construir un modelo mecánico que «sustituye» el fenómeno real que se pretende analizar. Esta reconstrucción es tanto más verdadera (tan­ to más adecuada al mundo real) en la medida en que el modelo haya sido construido sólo mediante elementos cuantitativos tales que puedan ser reduci­ dos a formulaciones de la geometría. El mundo inmediato de la experiencia cotidiana (como se ha dicho en el párrafo anterior) no es real y, en cualquier caso, es completamente irrelevante para la ciencia. Son reales la materia y los movimientos (que se producen de acuerdo con unas leyes) de los corpúsculos que constituyen la materia. El mundo real es una trama de datos cuantitativos y mensurables, de espacio y de movimientos y relaciones en el espacio. Dimensión, forma, estado de mo­ vimiento de los corpúsculos (para algunos, incluso la impenetrabilidad de la materia) son las únicas propiedades reconocidas a la vez como reales y como principios explicativos de la realidad. La tesis de la distinción entre las cuali­ dades objetivas y subjetivas de los cuerpos aparece formulada de manera dis­ tinta en Bacon y en Galileo, en Descartes y en Pascal, en Hobbes, Gassendi y Mersenne. Constituye uno de los presupuestos teóricos fundamentales del me­ canicismo y adoptará, en la filosofía de John Locke (1632-1704), la forma de la célebre distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias. Esa doctrina sirve también para la interpretación y explicación de las cualidades se­ cundarias. Como escribe Thomas Hobbes (1588-1679) en el Leviathan or the Matter, Form, and Power ofa Commonwealth Ecclesiastical and Civil (1651): Todas las cualidades llamadas sensibles son, en el objeto que las determi­ na, los distintos movimientos de la materia, mediante los cuales ésta influen­ cia de manera distinta nuestros órganos. En nosotros, que somos estimulados por igual, éstas no son más que distintos movimientos, porque el movimiento no puede producir más que movimiento, pero su apariencia es en nosotros imaginación ... Así el sentido, en todos los casos, no es más que una imagina­ ción originaria provocada por el estímulo, es decir, por el movimiento ejerci­ do por las cosas externas sobre nuestros ojos, oídos y otros órganos análogos (Hobbes, 1955: 48-50).

También las cualidades secundarias resultan mecanizadas ex parte obiecti, y el mismo fenómeno de la sensación se puede reducir a un modelo mecánico. Un astrónomo como Kepler, que estaba estrechamente vinculado a los te­ mas del hermetismo, también se refiere de manera precisa a la analogía entre una máquina y el universo. Frente a los defensores de la presencia de «áni­ mas» que mueven los cuerpos celestes, rechaza la analogía entre el universo y un ser divino animado, y afirma que el universo es parecido a un reloj: todos los distintos movimientos que existen en el cosmos dependen de una simple fuerza activa material, igual que todos los movimientos del reloj se deben simplemente al péndulo. También para Boyle el universo es semejante a una gran máquina, que es capaz de movimiento. Aun cuando quisiéramos conce­ der a los aristotélicos que los planetas son movidos por ángeles o por inteli­ gencias inmateriales, para explicar los reposos, las progresiones, las retrogradaciones y otros fenómenos de este tipo debemos recurrir a movimientos, es decir, debemos apelar a teorías en las que se habla de movimientos, figuras, posiciones y otras propiedades matemáticas y mecánicas de los cuerpos (Boy­ le, 1772: IV, 71). Se preguntaba Hobbes: ¿por qué no podemos decir que todos los Autóma­ ta o las máquinas que se mueven por sí mismos mediante ruedas o muelles, como ocurre con los relojes, tienen una vida artificiall En realidad, ¿qué es el corazón sino un muelle, qué son los nervios sino muchas cuerdas, qué son las articulaciones sino muchas ruedas? (Hobbes, 1955: 40). Las máquinas de nuestro cuerpo -afirma Marceño Malpighi (1628-1694) en el De pulmonibus (1689)- son las bases de la medicina: éstas se identifican con «cuerdas, fila­ mentos, vigas, líquidos que fluyen, cisternas, canales, filtros, cribas y máqui­ nas semejantes» (Malpighi, 1944: 40). Descartes escribió en el Tratado del hombre (1644, pero concluido ya en 1633): Vemos que relojes, fuentes artificiales, molinos y otras máquinas de este tipo, a pesar de haber sido construidas por el hombre, no carecen de fuerza pa­ ra moverse por sí solas de maneras distintas ... Y realmente se pueden muy bien comparar los nervios con los tubos de las máquinas de esas fuentes, sus músculos y sus tendones con los otros mecanismos y muelles que sirven para moverlas (Descartes, 1897-1913: XI, 120, 130-131). La referencia a los relojes, a los molinos, a las fuentes y a la ingeniería hi­ dráulica son insistentes y continuas. En la «filosofía mecánica», la referencia a la mecánica como parte de la física y la referencia a las máquinas aparecen estrechamente unidas. Durante siglos fue aceptada, y en muchas épocas histó­ ricas fue dominante, la imagen de un universo no sólo creado para el hombre, sino estructuralmente semejante o análogo al hombre. La doctrina de la ana­ logía microcosmos-macrocosmos había sido la manifestación de una imagen antropomórfica de la naturaleza. En cambio, el mecanicismo elimina toda perspectiva de tipo antropomórfico en la consideración de la naturaleza. El método característico de la filosofía mecánica les parece a sus defensores tan

poderoso que puede ser aplicable a todos los aspectos de la realidad: no sólo al mundo de la naturaleza, sino también al mundo de la vida, no sólo al mo­ vimiento de los astros y a la caída de los graves, sino también a la esfera de las percepciones y de los sentimientos de los seres humanos. El mecanicismo invadió incluso el campo de investigación de la fisiología y de la psicología. Por ejemplo, las teorías de la percepción parecen basadas en la hipótesis de partículas que, a través de porosidades invisibles, penetran en los órganos de los sentidos, produciendo movimientos que son transmitidos por los nervios al cerebro. El mecanicismo no fue solamente un método. Afirmaba la existencia de reglas para la ciencia y negaba que pudieran ser consideradas «científicas» afirmaciones que aludían a la existencia de almas y de «fuerzas vitales». Se configuró -y los contemporáneos se dieron cuenta inmediatamente- como una auténtica filosofía. La filosofía mecánica también proponía, por consi­ guiente, una «imagen de la ciencia». Afirmaba qué era la ciencia y qué debía ser. A excepción de la teología, ningún ámbito del saber podía sustraerse de entrada a los principios de la filosofía mecánica. Siguiendo en esta dirección, Hobbes incluso colocará la política bajo el signo de la filosofía mecánica.

Cosas naturales y cosas artificiales: conocer y hacer La máquina, que es el modelo explicativo favorito de la filosofía mecánica, puede ser una máquina que existe realmente, o una máquina pensada única­ mente como posible. Puesto que cada elemento (o «pieza») de una máquina cumple una función específica, y puesto que cada «pieza» es necesaria para el funcionamiento de la máquina, en la gran máquina del mundo ya no existen jerarquías, fenómenos más o menos nobles. El mundo concebido como un gran reloj destruye la imagen tradicional del mundo como una especie de pi­ rámide, que tiene en su base las cosas menos nobles y en la parte superior las más próximas a Dios. Conocer la realidad quiere decir comprender cómo funcionan las máqui­ nas que actúan en el interior de esa máquina mayor, que es el mundo. Pierre Gassendi (1592-1655), canónigo de Digne, profesor de astronomía y matemá­ ticas, y autor de sutiles objeciones a las Meditationes de Descartes, opone al universo «lleno» o carente de vacío de Descartes un universo compuesto de partículas indivisibles, que se mueven en el vacío. En el Syntagma philosophicum (1658), expone con gran claridad el tema de una analogía entre las cosas naturales y las máquinas o cosas artificiales: Acerca de las cosas de la naturaleza, investigamos del mismo modo como investigamos acerca de las cosas de las que nosotros mismos somos los auto­ res ... Recurrimos a la anatomía, a la química y a ayudas semejantes a fin de entender, descomponiendo en la medida de lo posible los cuerpos y como des­ montándolos, de qué elementos y según qué criterios están compuestos, y pa-

ra ver si, con otros criterios, otros han podido o puedan ser compuestos (Gassendi, 1658:1, 122b-123a). Gassendi era un adversario decidido de los aristotélicos y de los ocultistas y se mostraba muy crítico frente a los cartesianos. Estaba próximo a la temá­ tica de los libertinos y proponía la teoría de un escepticismo metafísico, que constituía la premisa para la aceptación consciente del carácter limitado, pro­ visional y «fenoménico» del saber científico. Sólo Dios puede conocer las esencias. El hombre sólo puede conocer los fenómenos cuyos modelos puede construir, o sólo los productos artificiales (las máquinas) que ha construido con sus manos. Esta afirmación implica la tesis de una sustancial no diversidad entre los productos del arte y los de la naturaleza e implica, por tanto, el rechazo de la tradicional definición del arte como imitatio naturae. Si el arte es sólo imita­ ción de la naturaleza, no podrá alcanzar nunca la perfección de la naturaleza. El arte no es más que un intento de imitar a la naturaleza en sus movimientos: por esto, en muchas obras medievales, las artes mecánicas se definen como adulíerinae o falsificadoras. La filosofía mecánica también pone en crisis esta concepción de la rela­ ción entre arte y naturaleza. Francis Bacon critica la teoría aristotélica de la especie, según la cual un producto de la naturaleza (un árbol) es calificado co­ mo poseedor de una forma primaria, mientras que al producto del arte (por ejemplo, la mesa obtenida de ese árbol) sólo le correspondería una forma se­ cundaria. Esta teoría, escribe Bacon en De augmentis, «ha introducido en las empresas humanas una prematura desesperación; por el contrario, los hom­ bres deberían convencerse de esto: las cosas artificiales no difieren de las co­ sas naturales por la forma o la esencia, sino solamente por la causa eficiente» (Bacon, 1887-1892:1, 496). El rayo, que según los antiguos no podía ser imi­ tado, ha sido sin duda imitado por la artillería de la época moderna. El arte no es simia naturae (mono de la naturaleza) y no está, como pretendía una anti­ gua tradición medieval, «de rodillas ante la naturaleza». En este punto Des­ cartes está también completamente de acuerdo: «No existe ninguna diferencia entre las máquinas que construyen los artesanos y los distintos cuerpos que la naturaleza compone». La única diferencia es que los mecanismos de las má­ quinas construidas por el hombre son bien visibles, mientras que «los tubos y los muelles que componen los objetos naturales generalmente son demasiado pequeños para poder ser percibidos por los sentidos» (Descartes, 1897-1913: EX, 321). El conocimiento de las causas últimas y de las esencias, que es negado al hombre, está reservado a Dios en cuanto creador o constructor de la máquina del mundo. El criterio del conocimiento como acción, o de la identidad entre conocer y construir (o reconstruir), no sólo es válido para el hombre, sino también para Dios. Dios conoce ese admirable reloj que es el mundo, porque ha sido su constructor o relojero. El hombre sólo puede conocer verdaderamente lo que es artificial. «Es di­

fícil -escribe, por ejemplo, Marín Mersenne- encontrar verdades en la física. Puesto que el objeto de la física pertenece a las cosas creadas por Dios, no de­ bemos extrañamos de no poder hallar sus verdaderas razones ... En realidad, sólo conocemos las verdaderas razones de aquellas cosas que podemos cons­ truir con las manos o con la inteligencia» (Mersenne, 1636: 8). El materialis­ ta Hobbes se halla sin duda en una posición muy distinta a la de Mersenne, pero en este punto las conclusiones son exactamente iguales: La geometría es demostrable porque las líneas y las figuras, a partir de las cuales razonamos, están trazadas y descritas por nosotros mismos. Y la filoso­ fía civil es demostrable porque nosotros mismos construimos el Estado. Pues­ to que todavía no conocemos la construcción de los cuerpos naturales, sino que la investigamos a partir de sus efectos, no existe prueba alguna de cuáles son las causas que buscamos, sino sólo de cuáles puedan ser (Hobbes, 18391845: II, 92-94). El pasaje de Hobbes que acabamos de recordar se ha comparado muchas veces con las páginas de Giambattista Vico (1668-1744), en las que aparece enunciado el famoso principio del verum-factum. «Demostramos las proposi­ ciones geométricas porque las hacemos, si pudiésemos demostrar las de la fí­ sica las haríamos», escribirá en De nostri temporis studiorum ratione (1709). La aritmética y la geometría -escribe en De antiquissima (1710)- «además de tener su origen en la mecánica, están en la verdad del hombre, porque en es­ tos tres campos demostramos una verdad en la medida en que la hacemos». En la Ciencia nueva (1725 y 1744) el mundo de la historia será interpretado como objeto de una nueva ciencia precisamente porque está íntegramente he­ cho y construido por los hombres: «En esta larga y densa noche de tinieblas sólo se vislumbra esta única luz: que el mundo de las naciones gentiles ha si­ do hecho sin duda por los hombres» (Vico, 1957: 781). La tesis de la identidad entre conocimiento y acción dio lugar, como se ha visto, a una ciencia que era consciente de sus límites infranqueables, pero esa tesis acabó por invadir también (con consecuencias que difícilmente podría­ mos infravalorar) el mundo de la moral, de la política y de la historia.

Animales, hombres y máquinas En la fisiología (o psicofisiología) de Descartes (expuesta en la quinta parte del Discurso del método y en el Tratado del hombre), lo que es vivo ya no se presenta como alternativo o contradictorio respecto de lo que es mecánico. Los animales son máquinas. El reconocimiento de la existencia de un alma racional sirve para trazar una línea de demarcación no entre las máquinas y los orga­ nismos vivos, sino entre las máquinas-vivientes y algunas funciones concretas de esas máquinas concretas (únicas en el universo) que son los hombres, los únicos capaces de «pensar» y de «hablar». Una vez que se ha adoptado el mo-

délo de la máquina, Descartes considera que estas dos funciones no están ex­ plicadas, o no lo están de una manera completamente satisfactoria. Una máquina que tuviese los órganos y el aspecto de un mono o de cual­ quier otro animal debería estar dotada de unos órganos específicos, que corres­ pondieran a cada acción específica. Descartes no puede concebir una máquina que disponga de tantos y tan diversos órganos como para poder actuar en cualquier circunstancia de la vida, del mismo modo que nos hace actuar nues­ tra razón. En muchísimas cosas esas máquinas podrían actuar incluso mejor que nosotros, pero en otras cosas fracasarían inevitablemente. La sabiduría o la capacidad de adaptarse al entorno no son, según Descartes, dotes que las máquinas puedan adquirir. Y lo mismo ocurre con el lenguaje. Porque sin du­ da se podrían construir máquinas capaces de pronunciar palabras y de reac­ cionar con palabras a determinados estímulos externos, pero las máquinas nunca serían capaces de coordinar las palabras para responder al significado de lo que se les dice. El alma racional no puede, por tanto, proceder de la potencia de la mate­ ria, sino que ha sido creada expresamente por Dios. Todo lo que está por de­ bajo del umbral del pensamiento y del lenguaje (y sin duda no es poco) se puede interpretar, en cambio, según los cánones del mecanicismo más rígido. Los animales son solamente máquinas y toda la vida fisiológica del hombre se puede explicar mediante la metáfora de la máquina y puede ser reducida a la máquina. En esa vida es posible, en primer lugar, distinguir entre lo que es voluntario y lo que es puramente mecánico. El alma humana tiene su sede en la glándula pineal, cercana a la base del cerebro, y esa glándula controla los movimientos musculares que transforman los pensamientos en acciones y en pa­ labras. La respiración, el estornudo, el bostezo, la tos, los movimientos peris­ tálticos del intestino, las contracciones de la pupila y de la laringe en la de­ glución son acciones naturales y corrientes que dependen del «curso de los espíritus». Éstos, «semejantes a un viento o a una llama sutilísima», circulan rápidamente a través de los delgadísimos tubos que son los nervios, y provo­ can mecánicamente las contracciones de los músculos. Sólo la fuerza de los espíritus animales, que desde el cerebro corren por los nervios, permite expli­ car este tipo de movimientos: al igual que sucede cuando una llama quema un pie (retirada del pie, grito de dolor y desviación de la mirada), o las cabezas de los condenados a muerte, recién cortadas, siguen moviéndose cuando ya­ cen en el suelo. Estas acciones son exactamente iguales a los movimientos de un molino o de un reloj. Para construir su metáfora de las acciones voluntarias, Descartes se refiere a una máquina más compleja. Se trata de una complicada fuente de los jardines del rey (una especie de Disneylandia del siglo xvn), en la que la acción del agua es suficiente por sí sola para accionar una serie de máquinas diferentes, hacer sonar los instrumentos y hacer pronunciar algunas palabras. Los nervios son los tubos de la fuente, los músculos y los tendones son los muelles y los mecanismos que la accionan. Los espíritus animales son el agua que la pone en movimiento, el corazón es el surtidor del agua y las cavidades

del cerebro son los depósitos. Los objetos externos que estimulan a los órga­ nos de los sentidos son los que, girando en el interior de la complicada fuen­ te, provocan sin saberlo los movimientos de las máquinas que la componen. Aproximándose a una Diana en el baño (cuya aparición se produce al caminar sobre ciertas baldosas), los visitantes hacen que aparezca de repente un Neptuno que les amenaza con un tridente. El alma racional, situada en el cerebro, «tiene la función del encargado de la fuente, que debe estar junto a los depó­ sitos donde terminan todos los tubos de estas máquinas para provocar, impe­ dir o cambiar de algún modo sus movimientos». Este «encargado de la fuen­ te» -como se ha señalado tras la aparición de la cibernética- se parece bastante a un mecanismo de autorregulación. Descartes distingue claramente entre procesos fisiológicos voluntarios e involuntarios; tiene una idea precisa de ese fenómeno que posteriormente (y en un contexto explicativo muy distinto) fue denominado «acto reflejo»; abre el camino al mecanicismo de los iatromecánicos y a la progresiva sustitución de los principios vitales de la tradición vitalista por los métodos de la quími­ ca y de la física. Pero la tesis de los animales-máquinas estaba llena de impli­ caciones peligrosas, que no pasaron inadvertidas a la atenta mirada del jesuí­ ta Gabriel Daniel, quien en 1703 afirmará que todos los cartesianos deberían defender, con la misma seriedad con que lo afirman de los animales, que tam­ bién los seres humanos son solamente máquinas. El matemático y astrónomo napolitano Giovanni Alfonso Borelli (16081679) habla asimismo de una semejanza entre autómatas y animales semo­ vientes y se refiere a la geometría y a la mecánica como a dos escaleras por las que es preciso subir para alcanzar «la ciencia maravillosa del movimiento de los seres vivos». Un año después de su muerte, en 1680-1681, aparecía en Roma su obra capital: el De motu animalium. En ella aparecen alusiones a Harvey, a temas desarrollados por Galileo en las Consideraciones y a los planteamientos cartesianos. Los movimientos de los animales al andar, correr, saltar, levantar pesos, además del vuelo de los pájaros y el movimiento de los peces en el agua, están estudiados desde el punto de vista geométrico-mecánico, como sistemas de máquinas sencillas. Las dos partes en que está dividida la obra estudian respectivamente los movimientos externos o evidentes de los cuerpos y los movimientos de los músculos y de las visceras, que en algunos casos no dependen de la voluntad del individuo. El cuerpo se configura como una máquina hidráulica, en la que los espíritus animales que pasan a través de los nervios ejercen la función del agua. En la gran mayoría de los casos, los músculos trabajan en condiciones de desventaja considerable: si los huesos constituyen una palanca que tiene su fulcro en la articulación, la fuerza ejer­ cida por el músculo actúa muy próxima al fulcro mientras que el peso (por ejemplo, en un brazo extendido que sostiene un peso) está próximo al extre­ mo de un brazo de palanca que es diez o veinte veces mayor que la pequeña palanca representada por el músculo. El esfuerzo excede en mucho al peso. Borelli parte de presupuestos de tipo galileano-cartesiano: «La lengua y los caracteres con los que el Creador de las cosas habla en sus obras son con­

figuraciones y demostraciones geométricas» (Borelli, 1680-1681: I, 3r). En el capítulo segundo del De motu escribe: «Las operaciones de la naturaleza son fáciles, sencillas y siguen las leyes de la mecánica, que son leyes necesarias». Basándose en estos presupuestos rechaza cualquier interpretación química de los fenómenos fisiológicos e interpreta sobre bases puramente mecánicas los procesos de todo el organismo, incluidos la circulación de la sangre, el ritmo cardíaco, la respiración y la función realizada por los riñones. Sólo en lo que se refiere a la dilatación y a la contracción de los músculos admite la idea de que se hayan producido en el interior del cuerpo procesos de tipo químico. La fuerza de contracción propia de la estructura material de las fibras musculares es, por sí misma, sumamente débil y no puede dar lugar al levantamiento de pesos enormes mediante la contracción: ese levantamiento «debe producirse por la acción de una fuerza externa distinta de la fuerza material de la máqui­ na que la contrae violentamente». Ante las causas misteriosas hay que admitir «una confesión de ignorancia», pero de ningún modo hay que renunciar a buscar las «causas probables» de los fenómenos naturales. Hay que avanzar más y «hacer hipótesis» acerca de las cosas cuyos mecanismos no son visi­ bles a simple vista. Entre los que consideran que en filosofía es lícito atrever­ se a todo y los que confiesan demasiado pronto su ignorancia es preciso en­ contrar un justo equilibrio. Aun cuando sea cierto (como afirmará el gran Newton cinco años más tarde) que no debemos fingir hipótesis: «non enim hypotheses fictas admittere debemus». En el De venarum ostiolis (1603), Girolamo Fabrici d’Acquapendente (1537-1619) había comparado las «membranas» que hay en las venas con los obstáculos que los constructores de molinos ponen a lo largo del curso del agua para detenerla y acumularla mediante los mecanismos de la maquinaria. Esas mismas «esclusas» o «diques» aparecen en las venas. Gabriel Harvey sustituyó el concepto de esclusa por el de válvula, basándose en un modelo diferente de máquina: la bomba, en lugar del molino. La medicina -escribirá Denis Diderot en la gran Encyclopédie de la Ilustración (en la voz méchanicien)- adquirió en los últimos años un aspecto completamente nuevo, adoptó un lenguaje completamente diferente del que había sido utilizado durante mu­ chísimo tiempo.

¿Se puede ser mecanicista y seguir siendo cristiano? Los principales filósofos naturales del siglo xvn que defendieron y propaga­ ron el mecanicismo admiraban a Demócrito, a los antiguos atomistas y al poeta romano Lucrecio, que habían construido una imagen del mundo de tipo mecánico y corpuscular. Pero la gran mayoría de esos filósofos procuraban mantenerse prudentemente alejados de las consecuencias impías y ateístas que podían deducirse de la tradición del materialismo. Es decir, tendían a rechazar las filosofías que negaban la obra inteligente de un Creador y atribuían el ori­ gen del mundo a la casualidad y a la azarosa concurrencia de los átomos. La

imagen de la máquina del mundo implicaba para ellos la idea de su Artífice y Constructor, la metáfora del reloj remitía al divino Relojero. El estudio cuida­ doso y paciente de la gran máquina del mundo era la lectura del Libro de la Naturaleza, que había que poner junto a la del Libro de las Escrituras. Ambas investigaciones redundaban en la gloria de Dios. Los filósofos de los que hay que distanciarse, reprobados y condenados en innumerables ocasiones, son Thomas Hobbes (1588-1679) y Baruch Spinoza (1632-1677). El primero extendía el mecanicismo a toda la vida psíquica, concebía el pensamiento como una especie de instinto algo más complejo que el de los animales y reducía a movimiento todas las decisiones y transforma­ ciones de una realidad entendida exclusivamente como cuerpo. Al hacer de la extensión un «atributo» de Dios, Spinoza negaba impíamente la distinción milenaria entre un mundo material y un Dios inmaterial, negaba que Dios fuera persona y que pudiera tener objetivos o designios. Afirmaba que éstos no eran más que la burda proyección en Dios de exigencias únicamente hu­ manas. Afirmaba la inseparabilidad de alma y cuerpo. Veía en el universo una máquina eterna, carente de sentido y de objetivos, expresión de una causali­ dad necesaria e inmanente. Términos como hobbista, spinozista, ateo y libertino se utilizan con fre­ cuencia, incluso como sinónimos, en la cultura de la segunda mitad del siglo xvn y principios del siglo xvm. Las tesis más radicales del movimiento liber­ tino hallan su mejor expresión en el Theophrastus redivivus (compuesto alre­ dedor de 1666), que tiene una enorme difusión. A través de ese paso sub­ terráneo, el naturalismo renacentista y los temas impíos de la tradición mágica y hermética se unen (a través de la alusión constante a Giordano Bru­ no) a la filosofía antinewtoniana y antideística de John Toland (1670-1722) y, más tarde, a la obra de los grandes materialistas franceses del siglo xvm. Pierre Gassendi, aun cuando supone, como ya se ha visto, que los átomos han sido creados por Dios, resulta a los ojos de muchos peligrosamente pró­ ximo a las tesis de los libertinos. Marín Mersenne ataca abiertamente a los li­ bertinos en L’impiété des déistes (1624). Abandona la tradición del pensa­ miento escolástico y se alinea claramente en las filas de la nueva ciencia: le parece que ésta es un dique de contención frente a los enormes peligros que representan, para el pensamiento cristiano y su patrimonio de valores, la recu­ peración de los temas «mágicos», la difusión de la tradición hermética, la pre­ sencia de posiciones que se remontan al naturalismo renacentista y a las doc­ trinas contenidas en el pensamiento de Pomponazzi (1462-1525), que negaba la existencia de los milagros y sostenía que las tres grandes religiones medi­ terráneas habían sido fundadas, por motivos políticos, por tres «impostores»: Moisés, Jesucristo y Mahoma. Mersenne consideraba que la magia natural, que permitía al hombre reali­ zar «milagros», era bastante más peligrosa para la tradición cristiana que la nueva filosofía mecánica. Esta, en cambio, podía concillarse con la tradición cristiana. La tesis del carácter hipotético y conjetural de los conocimientos científicos dejaba, según Mersenne, el espacio necesario a la dimensión reli­

giosa y a la verdad cristiana. También Robert Boyle (1627-1691) manifiesta preocupaciones semejantes. En el momento en que exalta las excelencias de la filosofía corpuscular o mecánica (About the Excellency and Grounds of the Mechanical Hypothesis, 1655), se preocupa de trazar dos líneas de demarca­ ción. La primera debe distinguirlo de los seguidores de Epicuro y de Lucre­ cio, de todos aquellos que consideran que los átomos, puesto que se encuentran unidos por casualidad en un vacío infinito, son capaces por sí mismos de pro­ ducir el mundo y sus fenómenos. La segunda le sirve para diferenciarlo de los que él llama «los mecanicistas modernos» (que son, en definitiva, los carte­ sianos). Según estos últimos, puesto que Dios ha introducido en la masa total de la materia una cantidad invariable de movimiento, las distintas partes de la materia, en virtud de sus propios movimientos, serían capaces de organizarse por sí solas en un sistema. La filosofía corpuscular o mecánica que Boyle de­ fiende no debe ser confundida, por tanto, ni con el epicureismo ni con el car­ tesianismo. En el mecanicismo de Boyle el problema del «primer origen de las cosas» debe distinguirse cuidadosamente del problema del «posterior cur­ so de la naturaleza». Dios no se limita a otorgar el movimiento a la máquina, sino que guía los movimientos de cada una de sus partes, de modo que se in­ serten en el «proyecto de mundo» que habrían debido constituir. Una vez que el universo ha sido estructurado por Dios y que Dios ha establecido «esas re­ glas del movimiento y ese orden entre las cosas corpóreas, que acostumbra­ mos a llamar Leyes de la Naturaleza», puede afirmarse que los fenómenos «son físicamente producidos por las disposiciones mecánicas de las partes de la materia y por sus actuaciones recíprocas según las leyes de la mecánica» (Boyle, 1772: IV, 68-69, 76). La distinción entre origen de las cosas y poste­ rior curso de la naturaleza es muy importante: aquellos que investigan sobre el origen del universo tienen la impía pretensión de deducir el mundo, de construir hipótesis y sistemas. Los seguidores de Demócrito y de Epicuro y los cartesianos representan para Boyle la versión atea y materialista de la filo­ sofía mecánica. ¿Qué otra cosa había hecho Descartes en el breve tratado titulado Le mon­ de ou Traité de la lumiére sino describir el nacimiento del mundo? ¿Acaso no había presentado un relato alternativo al del Génesis? Desde luego Descartes había presentado su descripción del nacimiento del mundo como una «fábu­ la», y había afirmado que hablaba de un universo imaginario. Pero, mediante un extraño procedimiento, había cambiado en muchos puntos el sentido de su exposición: conociendo la formación del feto en el vientre materno, conocien­ do cómo salen las plantas de las semillas, sabemos algo más que si sólo co­ nocemos cómo son un niño o una planta. Eso mismo es válido para el univer­ so, afirma Descartes en la tercera parte de los Principia. La ciencia está capacitada para dar una explicación no sólo acerca de qué es el mundo, sino también acerca del proceso de su formación. En este punto la diferencia con Boyle es radical. Las leyes de la naturaleza, escribe Descartes en el capítulo sexto de Le monde, «bastan tanto para hacer que las partes del caos lleguen a separarse por sí mismas, disponiéndose en un orden correcto, como para

adoptar la forma de un mundo perfectísimo». Las estructuras del mundo pre­ sente, en la perspectiva cartesiana, son el resultado de la materia, de las leyes de la materia y del tiempo. Frente a estas doctrinas y a estas soluciones, la postura de Isaac Newton no distará mucho de la asumida por Robert Boyle. Desde los años de su ju­ ventud Newton utiliza las objeciones anticartesianas presentadas por Henry More (1614-1687) y por Pierre Gassendi: «Si afirmamos, con Descartes, que la extensión es cuerpo, ¿no abrimos acaso la vía al ateísmo? Y esto por dos razones: porque la extensión resulta ser increada y eterna y porque en ciertas circunstancias podremos concebirla como existente y a la vez imaginar la no existencia de Dios». Según Newton, en esa filosofía resulta ininteligible la distinción entre mente y cuerpo, «a menos que no se diga que el alma no tie­ ne extensión, no está sustancialmente presente en ninguna extensión, es decir, no existe en ningún lugar: lo que equivale a negar la existencia» (Newton, 1962: 109). El distanciamiento de las posibles soluciones ateístas y materialistas del cartesianismo adoptará en Newton formas diversas, pero seguirá siendo un te­ ma dominante. Tanto en la Query 31 de la Opticks (que fue añadida en la edi­ ción de 1717) como en el Scholium generale, la postura de Newton está ex­ presada con gran claridad: «un destino ciego» jamás hubiera podido hacer que todos los planetas se movieran del mismo modo en órbitas concéntricas, y la maravillosa uniformidad del sistema solar es consecuencia de «un diseño in­ tencional». Los planetas siguen moviéndose en sus órbitas por las leyes de la gravedad, pero «la posición primitiva y regular de estas órbitas no puede atri­ buirse a estas leyes: la admirable disposición del Sol, de los planetas y de los cometas sólo puede ser obra de un Ser omnipotente e inteligente». La distin­ ción establecida por Boyle entre origen de las cosas y curso regular de la na­ turaleza se retomaba en este contexto. Si es cierto que «las partículas sólidas se asociaron de manera distinta en la primera creación por el juicio de un Agente inteligente», si es cierto que «fueron ordenadas por El que las creó», «no hay razón para buscar ningún otro origen del mundo o para pretender que éste pueda haberse originado a partir de un caos solamente por obra de las le­ yes de la naturaleza» (Newton, 1721: 377-378). Las leyes naturales comien­ zan a actuar sólo cuando el universo ha sido creado. La ciencia de Newton es una descripción rigurosa del universo tal como es: en cuanto está comprendi­ do entre la creación del mundo narrada por Moisés y el aniquilamiento final previsto por el Apocalipsis. Newton y los newtonianos no aceptarán nunca la idea de que el mundo pueda haber sido producido por leyes mecánicas.

Leibniz: la crítica al mecanicismo También para Leibniz la filosofía de Descartes, que es la base de todas las formas de mecanicismo, es extremadamente peligrosa. Por obra de las leyes de la naturaleza (había escrito Descartes en los Principia) «la materia adopta

sucesivamente todas las formas de que es capaz: si consideramos esas formas por orden podremos llegar a la que es propia de este mundo» (Descartes, 1967: II, 143-144). Si la materia, comenta Leibniz, puede adoptar todas las formas posibles, de ello se deriva que cualquier cosa imaginable, por absurda, estrafalaria o contraria a la justicia que sea, puede haber sucedido o puede su­ ceder algún día. Por consiguiente, como pretende Spinoza, justicia, bondad y orden se convierten en meros conceptos relativos al hombre. Si todo es posi­ ble, si todo lo que es posible está en el pasado, en el presente y en el futuro (como pretende también Hobbes), entonces no existe providencia alguna. Sos­ tener, como hace Descartes, que la materia pasa sucesivamente por todas las formas posibles, equivale a destruir la sabiduría y la justicia de Dios. El Dios de Descartes, concluye Leibniz, «hace todo lo que es factible y pasa, siguien­ do un orden necesario y fatal, por todas las combinaciones posibles: para ello bastaba la necesidad de la materia, el Dios de Descartes no es otra cosa que esa necesidad» (Leibniz, 1875-1890: IV, 283, 341, 344, 399). Desde la perspectiva de Leibniz, el cartesianismo se configura como un materialismo. Tras haber abandonado la escuela elemental -escribirá Leibniz en una carta autobiográfica de 1714—descubrió los filósofos modernos: Recuerdo que paseando solo por un bosquecillo cercano a Leipzig, a la edad de quince años, discutía conmigo mismo acerca de si debía adoptar la teoría de las formas sustanciales. Finalmente, ganó la partida el mecanicismo y esto me empujó hacia las matemáticas ... Sin embargo, en la búsqueda de las bases últimas del mecanicismo y de las leyes del movimiento, regresé a la me­ tafísica y a la doctrina de las entelequias (Leibniz, 1875-1890: IH, 606). Este regreso a la metafísica iba a tener una importancia extraordinaria en el desarrollo de las matemáticas, de la física y de la biología. Junto al carte­ sianismo y al newtonismo, el leibnicianismo será una de las grandes metafísi­ cas que influirán en la ciencia a lo largo de todo el siglo xvm y siguientes. A los ojos de Leibniz el mecanicismo es una postura parcial que debe in­ tegrarse en una perspectiva más amplia: instrumento útil en la investigación física, es completamente inadecuado en el plano metafísico. La investiga­ ción sobre la estructura del universo no puede separarse de la investigación sobre las «intenciones» de Dios: razonar sobre una construcción significa de hecho penetrar también en las intenciones del arquitecto; para explicar una máquina es necesario «interrogarse acerca de su finalidad y mostrar cómo to­ das sus piezas sirven para conseguirla». Los filósofos modernos son «dema­ siado materialistas», porque se limitan a tratar de las figuras y de los movi­ mientos de la materia. No es cierto que la física deba limitarse a preguntarse cómo son las cosas, excluyendo la pregunta de por qué son como realmente son. Las causas finales no sólo sirven para admirar la sabiduría divina, sino «para conocer las cosas y para utilizarlas» (Leibniz, 1875-1890: IV, 339). Leibniz critica los presupuestos fundamentales del mecanicismo: la reduc­ ción de la materia a extensión; la constitución corpuscular de la materia y su

divisibilidad en átomos indivisibles; la pasividad de la materia; la distinción entre el mundo de la materia y el del pensamiento. La extensión, que es geométrica, homogénea y uniforme, no explica el movimiento ni explica la resistencia de los cuerpos al movimiento. Esa resis­ tencia no puede derivarse de ningún modo de la extensión. En 1686 Leibniz publica un artículo, que suscitó un gran alboroto, titulado «Brevis demonstratio erroris memorabilis Cartesii». Descartes cometió un «memorable error» al considerar que en la naturaleza la cantidad de movimiento (el producto de la masa por la velocidad de un cuerpo) se mantiene constante. Lo que se man­ tiene efectivamente constante es, en cambio, la vis viva o fuerza viva (lo que más tarde será denominado energía cinética), que es equivalente al producto de la masa por el cuadrado de la velocidad. En Descartes se identificaban can­ tidad de movimiento y fuerza. La base del error de Descartes y de los carte­ sianos consiste en haber adoptado como modelo las máquinas simples. Leib­ niz traza una clara línea de demarcación entre la estática y la dinámica (Westfall, 1982: 359). La fuerza viva no es para Leibniz un número o una cantidad matemática. En ella se manifiesta una realidad metafísica, cuyas manifestaciones no sólo no concuerdan con los presupuestos del mecanicismo, sino que exigen su derribo. Materia y movimiento son para Leibniz las manifestaciones fenomé­ nicas de una realidad metafísica. El polo activo de esa realidad es el conatus (que es un término procedente de Hobbes) o energía o vis viva, que aparecen fenoménicamente como movimiento. El polo pasivo es la materia prima que aparece fenoménicamente como inercia o impenetrabilidad o resistencia al choque de la materia. Los cuerpos físicos o sustancias compuestas son resul­ tados fenoménicos de puntos metafísicos o centros de fuerzas o sustancias simples e individuales creados directamente por Dios, que Leibniz, utilizando un término pitagórico y bruniano, llama mónadas. No se llega a ellas median­ te una simple subdivisión de la materia: carentes de espacialidad y de forma, las mónadas son entes completos en sí mismos y recíprocamente indepen­ dientes («no tienen ventanas»). Cada mónada está dotada de actividad repre­ sentativa frente al resto del universo, y de apetencia o tendencia a pasar de un estado a otro. Las mónadas están pensadas estableciendo una analogía con el alma humana. La teoría de los puntos metafísicos o centros de fuerza recons­ truye la unidad entre lo material y lo espiritual, pone de nuevo en tela de jui­ cio la heterogeneidad cualitativa entre res extensa y res cogitans, que parecía sólidamente conseguida por los cartesianos y atomistas. Leibniz rechaza el vacío y la acción a distancia (en esto se muestra de acuerdo con Descartes y en total desacuerdo con Newton). En polémica con el newtoniano Samuel Clarke, rechazará el espacio absoluto (la polémica se produce en 1715-1716): tiempo y espacio no son ni sustancias ni seres ab­ solutos, son solamente el orden de las coexistencias y el orden de las suce­ siones, son «cosas relativas». En una carta dirigida al jesuíta Honoré Fabri (c. 1607-1688), Leibniz aclara su postura frente a las diferentes escuelas y tradiciones:

Los cartesianos ponen la esencia del cuerpo únicamente en su extensión. Yo, a pesar de no admitir el vacío (de acuerdo con Aristóteles y Descartes, y en desacuerdo con Demócrito y Gassendi), considero sin embargo que hay al­ go pasivo en los cuerpos, es decir, que los cuerpos resisten a la penetración. En esto estoy de acuerdo con Demócrito y Aristóteles y en desacuerdo con Gassendi y Descartes (Leibniz, 1849-1863: VI, 98-100). Desde la perspectiva de Leibniz la física no puede reducirse a la mecánica, y la mecánica no coincide con la cinemática (como sucede en Descartes y en Huygens). El modelo de la física no es la situación de una balanza en equili­ brio, en la que las fuerzas aparecen igualadas. La fuerza es igual a la cantidad de movimiento solamente en las situaciones estáticas (Westfall, 1984: 168). Para la mecánica que tiene en el concepto de fuerza su eje central Leibniz acu­ ña el nombre de dinámica, y utiliza este término en el Essay de dynamique (1692) y en el Specimen dynamicum (1695): «La idea de virtud o energía, lla­ mada por los alemanes Kraft y por los franceses forcé, cuya explicación he atribuido a la ciencia de la dinámica, es muy importante para nuestra com­ prensión de la esencia de la sustancia» (Leibniz, 1875-1890: IV, 469). Los términos sustancia y actividad pueden superponerse: la sustancia es actividad, y allí donde hay actividad hay sustancia. No todo lo que existe es vivo, pero la vida está presente en todas partes. Leibniz halla en la biología de su época a la vez estímulos y confirmaciones de su sistema. Por ejemplo, a los descubrimientos efectuados con el microscopio aparece ligada su imagen de la materia como un conjunto infinito de mónadas, donde cada fragmento de materia es semejante a un estanque lleno de peces y cada parte del estanque es, a su vez, semejante a un estanque. En Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (1703), donde aparece la famosa polémica contra el empirismo de John Locke y la defensa del innatismo virtual, Leibniz aboga por un uso cada vez mayor del microscopio, que permita establecer analogías cada vez más amplias entre los seres vivos. La generación concebida como desarrollo y am­ pliación (para Leibniz todo el universo es el desarrollo de posibilidades im­ plícitas, contenidas ya en su inicio y «programadas» ya como en un embrión) sitúa a Leibniz en el ámbito del llamado preformismo. La armonía presente en el mundo real, que ha sido elegido por Dios como «el mejor» entre todos los mundos posibles (son mundos el conjunto de todas las eventualidades que pueden coexistir sin contradicción), excluye de la na­ turaleza los saltos, las discontinuidades y las contraposiciones. La naturaleza obedece a los principios de continuidad y de plenitud: todas las sustancias creadas forman una serie que contiene cualquier posible variación cuantitati­ va. No hay espacio en el universo para dos entes exactamente iguales en los que no sea posible hallar una diferencia interna (principio de los indiscerni­ bles). Dios no establece, como en Descartes, las verdades eternas. No actúa arbitrariamente y obedece al principio de no contradicción y a una lógica in­ creada. Nada existe o sucede sin que haya una razón para que exista o suceda preci-

sámente así, y no de otra manera. Las verdades de hecho están regidas por el principio de razón suficiente, según el cual en el universo nada sucede por ca­ sualidad o sin causa. Las verdades de razón están regidas por el principio de contradicción, y en todo enunciado verdadero el predicado debe estar incluido en el sujeto. La verdad no está basada en la intuición de evidencias, como en Descartes, sino que depende de la forma del discurso. Las esencias o los entes posibles están gobernados por la necesidad lógica, las existencias o los entes rea­ les que constituyen el mundo remiten a la elección de Dios y al principio de la opción por lo mejor, que gobierna dicha elección. Verdades de razón y verdades de hecho coinciden desde el punto de vista de Dios. Desde el punto de vista del hombre, de cara a una comprensión del mundo real, las deducciones y las explicaciones racionales típicas de las cien­ cias formales deben convivir y combinarse con la investigación del porqué un determinado fenómeno se desarrolla de una determinada manera. La investi­ gación del mundo natural no sólo consta de deducciones, no sólo es matemá­ tica, sino que es también experimentalismo. La relación entre cada uno de los fenómenos es de tipo mecánico, pero esa relación está basada en un orden teleológico. Para Leibniz, materialismo y spinozismo se configuran como los hijos ilegítimos de la nueva ciencia de la naturaleza.

CAPÍTULO DIEZ ------------------------- • -------------------------

Filosofía química La química y su galería de antepasados CIENTÍFICA no tiene mucho sentido mezclar en un mismo plano, en un único discurso general, la astrono­ mía, que en el siglo xvi ya posee una estructura teórica muy organizada y uti­ liza refinadas técnicas matemáticas, con la química del mismo período, que no tiene la más mínima estructura de ciencia organizada, que no posee una teoría de los cambios y de las reacciones, ni tiene a sus espaldas una tradición claramente definida. Al igual que la geología y el magnetismo, la química se convierte en una ciencia entre los siglos xvn y xvm, y es en sí misma -a di­ ferencia de las matemáticas, de la mecánica y de la astronomía- un producto de la revolución científica. Los químicos de hoy no cuentan en la galería de sus antepasados con nobles retratos de grandes científicos de la Antigüedad y del Renacimiento. No hay nadie que se parezca a Euclides, a Arquímedes o a Ptolomeo. Si visitan esa galería, aunque tal visita les produzca cierto malestar, se encuentran en compañía de alquimistas, farmacéuticos, iatroquímicos, ma­ gos, astrólogos y otros variopintos personajes. El personaje que puede ser calificado de «químico» (es decir, algo más se­ mejante a un químico moderno que a un alquimista o a un seguidor entusias­ ta de la tradición hermética) nace aproximadamente a mediados del siglo xvn, pero ese personaje (salvo rarísimas excepciones) no es reconocido como tal ni mantiene ninguna relación con las universidades. Trabaja como farmacéutico, o como médico, o en las academias de mineralogía y metalurgia, o en los jar­ dines botánicos. El químico-médico y el químico-farmacéutico consiguen pro­ ducir de manera artificial sustancias idénticas a las que existen en la naturale­ za. Muchas veces este personaje no renuncia de hecho a insertar sus prácticas en un contexto hermético o paracelsiano. La llamada filosofía química tiene indudablemente orígenes herméticos y halla su matriz teórica en la grandiosa obra (que fascinó a muchos coetáneos y a muchos estudiosos modernos) del suizo Philipp Aureolus Theophrast Bombast von Hohenheim, conocido con el nombre latino de Paracelso (c. 14931541). La filosofía química ocupa sin duda un lugar importante en la cultura científica del siglo xvn. Muchos contemporáneos de Descartes o de Campanella la consideraron tan revolucionaria e innovadora como la nueva filosofía

C

u a n d o se h a b l a d e l a r evo lu ció n

mecánica. Acabó con la medicina basada en las enseñanzas de Galeno, trans­ formó desde las raíces la práctica médica y tuvo efectos revolucionarios en la estructura de la enseñanza en las universidades. A lo largo del siglo xvn la fi­ losofía hermética y el paracelsismo no fueron fenómenos limitados a peque­ ños grupos intelectuales ni fenómenos marginales. La controversia que se de­ sarrolló en toda Europa sobre la filosofía química y las doctrinas de Paracelso fue comparable en amplitud e intensidad a la que suscitó Copémico y la nue­ va astronomía. La influencia de Paracelso tuvo su momento culminante du­ rante la revolución puritana, entre 1650 y 1670, en el período de formación intelectual de Newton (Webster, 1984). La tradición hermético-paracelsiana tuvo escasa influencia en la física y en la astronomía, pero proporcionó a las dispersas observaciones de los empíri­ cos y de los manipuladores de sustancias una teoría unitaria, que se convirtió en una base de desarrollo para las investigaciones de las sustancias y para las prácticas de laboratorio.

Paracelso Paracelso tuvo una vida bastante agitada. Peregrinó durante mucho tiempo por toda Europa suscitando debates, polémicas y ásperas discusiones. La no­ che de San Juan de 1527 quemó en una hoguera, erigida por los estudiantes en Basilea, los libros de Galeno y de Avicena. Aficionado a las discusiones violentas, tuvo muchos admiradores y muchísimos enemigos. Vio en la magia «una gran sabiduría secreta» y en la razón «una gran locura pública». Atacó violentamente a los teólogos que definían injustamente la magia como bruje­ ría sin comprender su naturaleza, y con mayor violencia aún a los represen­ tantes de la medicina tradicional y los métodos utilizados para la formación universitaria de los médicos. Se presentó a sí mismo como un ser excepcio­ nal: el adjetivo inglés bombastic (que significa «altisonante» o «ampuloso») procede de su nombre. Según Paracelso, la medicina nueva se basa en cuatro «columnas»: la filosofía, como conocimiento de la naturaleza invisible de las cosas; la astrología o determinación de la influencia de los astros sobre la sa­ lud del cuerpo; la alquimia, que prepara medicinas capaces de restaurar el equilibrio alterado por la enfermedad; la ética, o virtud y honestidad del médi­ co. La química está en estrecha correlación con la medicina y esa correlación da lugar a una disciplina nueva, la iatroquímica o química médica. La alqui­ mia sirve sobre todo para la destilación y análisis de los minerales utilizados en la preparación de remedios eficaces. La medicina no puede interesarse solamente por el cuerpo del hombre: «Debemos damos cuenta de que la medicina debe tener en los astros su pre­ paración y de que los astros se convierten en los medios para la curación ... la preparación del médico deberá hacerse de tal modo que la medicina sea sumi­ nistrada por medio celeste, del mismo modo que se producen las profecías y los otros acontecimientos celestes» (Paracelso, 1973: 136). La teoría de la

correspondencia macrocosmos-microcosmos es el centro de un conjunto de temas que proceden de la tradición mágico-alquimista y de la astrológica, que se mezclan con ideas típicas del misticismo neoplatónico. Los espíritus invisi­ bles o fuerzas de la naturaleza constituyen la sustancia vital de los objetos. Tales espíritus o arcana o semina primitivos proceden de Dios, que ha creado las cosas en su materia primera y no en la materia última: el mundo es un continuo proceso «químico» de perfeccionamiento, desde la materia primera a la última materia. Los «elementos» paracelsianos son arquetipos ocultos en los objetos naturales, que les confieren características y cualidades. Las sus­ tancias tratables y analizables concretamente no son más que aproximaciones o envolturas de los verdaderos elementos espirituales. La materia primera o Mysterium Magnum o Iliastrum es la madre o matriz de todas las cosas. Esa materia primera es de naturaleza acuosa. Los otros tres elementos de la tradi­ ción (fuego, tierra, aire) también son matrices. Plantas, minerales, metales y animales son los frutos de los cuatro elementos. En el Archidoxis (publicado postumamente en 1569 y escrito alrededor de 1525) y en el Liber de mineralibus se puede distinguir también, junto a la teoría de los elementos como ma­ trices de los cuerpos, una teoría de los principios, que son sal, azufre, mercu­ rio. Los tria prima también son sustancias espirituales y se identifican con el cuerpo, el alma y el espíritu. La sal es lo que hace consistentes a los cuerpos, el mercurio es lo que los hace fluidos, el azufre lo que los hace combustibles. Los tres principios resultan cualitativamente distintos en los diversos cuerpos y existen diferentes azufres, mercurios y sales, según las distintas especies existentes en la naturaleza: Una especie de azufre se encuentra en el oro, otra en la plata, otra en el plomo, en el estaño, etcétera. Hay otra especie de azufre en las piedras, en la cal, en las fuentes, en las sales. No solamente existen muchos azufres, sino también muchas sales. Hay una sal en las gemas, otra en los metales, otra en las piedras, otra en las sales, otra en el vitriolo, otra en el alumbre. Las mis­ mas afirmaciones sirven para el mercurio (Paracelso, 1922-1933: III, 43-44). La química es la clave de la estructura del mundo y la creación es una di­ vina «separación» química: en primer lugar, se separan el uno del otro los cuatro elementos; posteriormente, del fuego se separa el firmamento; del aire los espíritus; del agua las plantas marinas; de la tierra la madera, las piedras, las plantas terrestres, los animales, hasta llegar a cada uno de los objetos y a cada una de las criaturas. En la Philosophia ad Athenienses (publicada en 1564) todo el proceso de la creación se plantea en términos alquimistas.

Paracelsianos En Idea medicinae philosophicae de Petrus Severinus (S0rensen), publicada en 1571, en el Compendium (1567) de Jacques Gohory (Leo Suavius, 1520-

1576), abogado del Parlamento de París y traductor al francés de Maquiavelo, en la Clavis totius philosophiae chymicae (1567) de Gérard Dom (7-1584) aparecen reflejados los grandes debates sobre el paracelsismo de finales del siglo xvi. La Basílica chymica de Oswald Croll (c. 1560-1609) fue publicada el año de la muerte de su autor y reeditada dieciocho veces, tanto en el origi­ nal latino como en las principales lenguas europeas, antes de la mitad del si­ glo. Pero la síntesis que mayor fortuna iba a alcanzar es la formada por las numerosas obras escritas por Robert Fludd (1574-1673) entre 1617 y 1621, que fueron discutidas por Kepler, Mersenne y Gassendi. En Utriusque cosmi historia (1617-1618), la explicación místico-alquimista de la creación servía de base para una philosophia mosaica, en la que la oscuridad, la luz y el agua del libro del Génesis eran el fundamento de la antigua doctrina de los cuatro elementos. Tanto los manifiestos programáticos del movimiento de los Rosacruz, como el misticismo numerológico de la tradición pitagórica ejercieron una influencia decisiva en Fludd. Una de las novedades introducidas por Paracelso en la práctica médica era el uso de sustancias minerales con un objetivo medicinal. La química o arte espagírico se convierte en uno de los pilares de la medicina. En los textos de Joseph Duchesne (Quercetanus, c. 1544-1609), la química enseña las composiciones, las separaciones, las preparaciones, las alteraciones y finalmente las exhalaciones de todos los cuerpos mixtos ... muestra el modo de destilar utilizando para ello siete operaciones ... para dar perfección a todas las transmutaciones cuando la cosa pierde su forma extrínseca, y está tan alte­ rada que ya no es semejante a su primera forma, sino que se cambia en una nueva forma y adquiere otra esencia, otro color y finalmente se convierte en otra naturaleza y adquiere propiedades distintas a las primeras ... Siete son los grados de estas operaciones espagnicas: calcinación, digestión, fermentación, destilación, circulación, sublimación, fijación (Quercetanus, 1684: 7). El médico belga Jean-Baptiste van Helmont (1579-1644) también elaboró una complicada cosmología química basada en una lectura «química» del li­ bro del Génesis. Tras la publicación en 1623 de las Questiones celeberrimae in Genesim de Mersenne (que contenían un duro ataque a la magia, por con­ siderarla anticristiana), las doctrinas alquimistas y paracelsianas fueron consi­ deradas todavía más peligrosas que antes. Van Helmont fue interrogado por el tribunal de Malinas-Bruselas acerca de veinticuatro proposiciones que apare­ cían en sus obras. Confesó sus errores y se sometió al juicio de la Iglesia en 1627, y de nuevo en 1630, cuando la facultad de teología de la Universidad de Lovaina y el Colegio de Médicos de Lyon presentaron nuevas censuras a sus obras. Fue acusado nuevamente de estar al borde de la superstición y la magia demoníaca. Fue arrestado en marzo de 1634, sus libros y escritos fue­ ron secuestrados y él fue trasladado a un convento de los franciscanos meno­ res de Bruselas. Abjuró nuevamente de sus errores, pero permaneció durante dos años en arresto domiciliario. Hasta 1642 no obtuvo permiso para publicar

una obra. El libro de más de mil páginas que recoge sus escritos y que fue pu­ blicado en 1648, cuatro años después de su muerte, lleva por título Ortus medicinae, y es una de las publicaciones científicas más difundidas del siglo xvn. Antes de 1707 hubo siete ediciones en latín, y fue traducido al inglés, al fran­ cés, al alemán y (en versión resumida) al flamenco. La naturaleza de Van Helmont es una realidad viviente y animada, gober­ nada por un principio de movimiento. La imagen del paralelismo entre macro­ cosmos y microcosmos es «poética y metafórica, pero no natural o verdadera». En la naturaleza sólo actúan dos principios: el agua y el aire. El fuego no es un principio, sino sólo un instrumento aplicable a los cuerpos, que modifica su composición. Disolviendo los cuerpos por medio del fuego se obtienen los tria prima de Paracelso. Esta concepción del fuego, que no es un principio, que no sólo sirve para descomponer sustancias que ya estaban combinadas con ante­ rioridad, sino que crea clases de sustancias, tendrá una gran influencia en la concepción de los elementos químicos de Robert Boyle (Abbri, 1980: 77). Se han destacado como aportaciones de gran valor (Debus, 1977: 329-342) el in­ terés de Van Helmont por el peso y la cuantificación, su adhesión a la tesis de la existencia del vacío y su polémica en contra del horror vacui, su definición del gas como algo que no está en el cuerpo, sino que es el mismo cuerpo en forma distinta a la originaria y que es el signo de una inminente transmutación y, finalmente, su explicación de la digestión basada en la acción del ácido co­ mo agente de la transformación de los alimentos.

Iatroquímicos Es indudable que la química como arte operativo y analítico se va liberando lentamente, ya a lo largo del siglo xvn, del trasfondo cosmológico, bíblico y metafísico en el que se había situado toda exposición sobre los principios, los elementos, las sustancias y sus transformaciones. Sin embargo, se trata de un proceso no lineal, frente al cual siempre se corre el peligro de aislar cada una de las afirmaciones, que nos suenan repentinamente como «fami­ liares». Un extenso recetario médico, que tiene escasas conexiones con la parte inicial teórica, aparece en el Tyrocinium chimicum (1610) de Jean Beguin, que, en la versión francesa, se convirtió en un texto muy difundido. Hay artes, como la arquitectura, que dan vida a su objeto mediante la com­ posición de partes y hay en cambio artes, como la química, que «disuelven su propio objeto abriéndolo para ver el interior y el fondo de su naturaleza ... para obtener las virtudes escondidas, o únicamente sepultadas, o poco efica­ ces a causa de la impureza, y para otorgarles una fuerza carente de impedi­ mentos» (Beguin, 1665: 27). La capacidad de obtener las virtudes escondidas presentaba evidentes pro­ blemas prácticos. Así se pone de manifiesto en la obra del mayor químico analítico del siglo xvn, que es el autodidacto Rudolph Glauber (1604-1668), nacido en Karlstadt, pero que trabajó sobre todo en Holanda. Su obra Furni

novi philosophici oder Beschreibung einer neue erfunden Distillirkunst, publi­ cada entre 1646 y 1650, fue traducida al latín, francés e inglés. La descripción del nuevo arte de destilar (del que hablaba el título) se refería a la producción de los ácidos hidroclorhídricos, nítrico y sulfúrico, y de algunas sales deriva­ das de ellos. Cuando Glauber (mediante la acción del ácido sulfúrico sobre el cloruro de sodio) produjo el sulfato de sodio (que junto con el sulfato de mag­ nesio se convirtió en una medicina de moda), lo llamó sal de Glauber y man­ tuvo secreto el procedimiento de su obtención, con el que consiguió pingües ganancias. Aun cuando mantenía vivo un trasfondo metafísico de origen paracelsiano, que lo inducía a creer en la existencia de una única sal originaria, identificó el salitre (que despertaba mucho interés como componente de la pólvora) con la sal universal. Entre 1656 y 1661 Glauber publicó una monu­ mental obra, en seis partes, sobre la prosperidad de Alemania: Des Teutschlandts Wohlfahrt. La filosofía química hubiera podido poner remedio a los de­ sastres derivados de la guerra de los Treinta Años y hubiera podido asegurar a Alemania su lugar de «monarca del mundo»: Quien conoce bien el fuego y sus utilidades no se verá angustiado por la po­ breza. Quien no lo conoce no podrá nunca buscar en él los tesoros de la natura­ leza. Es evidente que nosotros, los alemanes, poseemos tesoros que desconoce­ mos y no los utilizamos en nuestro provecho ... En realidad, dedicamos más tiempo a comer y a beber que a las artes y a las ciencias (cf. Debus, 1997: 435).

Química y filosofía mecánica Las ideas, los métodos y las .perspectivas de la filosofía mecánica están ex­ puestos en otro capítulo y a él conviene que se remita el lector. En dicho ca­ pítulo aparece también el nombre de Robert Boyle (1627-1691), que ocupa una posición relevante en la polémica acerca del significado del mecanicismo. Boyle vio en la química la ciencia que era capaz de dar fundamento al meca­ nicismo y, al mismo tiempo, de confirmar su validez. The Sceptical Chymist (1661) no contiene realmente, como se afirma aún hoy en día en algunos ma­ nuales, una teoría de los elementos químicos. Desde la perspectiva de Boyle, no puede haber elementos cualitativamente distintos: la materia no está cons­ tituida, como afirma toda la tradición de la química, de los cuatro elementos aristotélicos, ni de los tria prima de los paracelsianos, ni de los cinco princi­ pios de la química francesa más reciente, sino que es una realidad material unitaria constituida por partículas uniformes, que pueden unirse entre sí dan­ do lugar a los cuerpos que son tratados por la química. Los textos son muy claros acerca de este punto: «No veo por qué hay que suponer necesariamen­ te que existen cuerpos primigenios o simples, a partir de los cuales, como si se tratara de elementos preexistentes, la naturaleza se ve obligada a componer todos los demás. Ni veo por qué no podemos imaginar que la naturaleza pue­ da producir los cuerpos considerados mixtos el uno a partir del otro, median­

te distintas transformaciones de sus minúsculas partículas, sin descomponer la materia en ninguna de esas sustancias simples y homogéneas en las que se pretende que las descomponga» (Boyle, 1962: 296-297). Con la misma clari­ dad afirma: «La sal, el azufre y el mercurio no son principios primeros y sim­ ples de los cuerpos, sino más bien concreciones primarias de corpúsculos y de partículas más simples, que están dotadas de las características primeras o más radicales y más universales de los cuerpos más simples, esto es, tamaño, forma y movimiento o reposo ... Nuestras explicaciones son mecánicas y más simples, y por ello deben considerarse más generales y más satisfactorias» (Boyle, 1772: IV, 281). La tesis de una transmutación de los cuerpos es, para Boyle, un corolario de su concepción corpuscular de la materia. Los tria prima son concreciones de partículas producidas por la acción del fuego. Boyle retomaba de Van Helmont la concepción del fuego como creador de sustancias. Boyle se ocupó también de la combustión, de la calcinación y de la respiración. Rechazó la idea del aire como cuerpo simple y elemental, definió la atmósfera como «un gran receptáculo o rendez-vous de efluvios celestes y terrestres» (ibidem: IV, 85-86) y distinguió en ella tres tipos o clases de partículas: la primera produ­ cida por los vapores o exhalaciones secas que ascienden de los minerales, ve­ getales y animales, la segunda, más sutil, está constituida por los vapores magnéticos del globo terrestre y por las innumerables partículas emitidas por el Sol y las otras estrellas, y producen lo que llamamos luz, las partículas de la tercera especie «no adquieren su elasticidad por la acción de agentes exter­ nos, sino que son elásticas de manera permanente y pueden ser designadas con la expresión aire permanente» (ibidem: V, 614-615). En este contexto de­ ben situarse los célebres experimentos de Boyle sobre la elasticidad del aire y la formulación de la llamada ley de Boyle, según la cual existe una relación numérica entre la presión a que está sometida una masa de aire y su volumen.

Mecanicismo y vitalismo La teoría química moderna implica el reconocimiento de la existencia de los elementos, es decir, de un número preciso de sustancias identificadas median­ te una serie concreta de pruebas. La química, tal como la concibe Boyle, en realidad puede transformar cualquier cosa en cualquier otra cosa y, desde este punto de vista, su práctica química resultó incluso obstaculizada por su filo­ sofía mecánica (Westfall, 1984: 100). Sin embargo, sigue siendo completa­ mente cierto que la adhesión de los químicos a los principios de la filosofía mecánica marcó un cambio irreversible, por encima de todas las dudas y de los equívocos que de vez en cuando puedan ponerse de relieve. Además, en­ tre el comienzo y el fin del siglo, no sólo cambian los métodos, los principios y las filosofías que sirven de fondo a las investigaciones de los químicos. Cambia también su estatus social y cambia el tipo de consideración que la so­ ciedad tiene de su trabajo.

A comienzos del siglo xvni, el médico Georg Stahl (1660-1734), uno de los grandes representantes de la química alemana, era muy consciente de que se había producido un cambio radical. La química -escribía en 1723- ha sido durante más de doscientos años dominio exclusivo de los charlatanes, que han causado una infinidad de vícti­ mas ... Actualmente algunas personas han comenzado a ocuparse seriamente de esta ciencia. No debe sorprendemos que su número sea pequeño. Era natu­ ral que los impostores, las falsas promesas de los fabricantes de oro, los su­ puestos misterios, los remedios universales y las preparaciones farmacéuticas, a menudo nocivas, de los alquimistas convirtieran la química en algo odioso a las personas honestas y sensibles, y suscitaran en ellas un sentimiento de dis­ gusto provocado por un saber caracterizado por el fraude y por la impostura (Stahl, 1783: 2-3). En la época en que Stahl escribía estas palabras habían aparecido ya una serie de libros escritos en un lenguaje claro y accesible, capaces de explicar con claridad los experimentos realizados. En el Curso de química (1675), del farmacéutico francés Nicolás Leméry (1645-1715), del que se hicieron más de treinta ediciones, la tradición iatroquímica y la tradición de la filosofía me­ cánica buscaban un punto de encuentro, y se formulaba una definición de principio, que tuvo una gran aceptación: «Somos perfectamente conscientes de que estos principios son aún divisibles en una infinidad de partes, que po­ drían perfectamente ser llamadas principios. Entendemos, pues, que el térmi­ no principios de la química se refiere solamente a las sustancias separadas y divididas hasta donde nuestros débiles esfuerzos sean capaces de conseguirlo» (Leméry, 1682: 8). El problema seguía siendo la relación entre el corpuscularismo de la filo­ sofía mecánica y una teoría de los elementos. ¿Cómo distinguir realmente una sustancia de otra? Entre las partículas invisibles, que se podían imaginar de maneras diversas, como dotadas de ganchos y de formas de encastre (o inclu­ so se podían representar gráficamente, como hizo en 1706 el físico holandés Nicolaus Hartsoeker), y el mundo accesible a los sentidos era preciso insertar algo que estuviera dotado de persistencia y de estabilidad. El pasaje de Stahl que acabamos de citar distinguía claramente entre la bellaquería de los paracelsianos y la nueva química, por fin «científica» y digna de ser apoyada por los soberanos. Pero en contra del programa mecanicista y newtoniano, basado en la absoluta homogeneidad y que corría el riesgo de llevar a la investiga­ ción a un callejón sin salida, advertía precisamente Stahl de la necesidad de retomar a la química de los principios y a los elementos de la tradición esencialista. Y aún más: Stahl admiraba profundamente la Physica subterránea de Joachim Becher (1635-1682). Con este título hizo reeditar una obra de Becher que se remontaba a 1669. Inmediatamente después del pasaje citado, Stahl ci­ taba a Becher como a un gran e insustituible maestro (Stahl, 1783: 5-7). El que lea la Physica subterránea hallará en ella motivos para maravillarse, porque en ese libro -junto a una triple subdivisión del elemento tierra, que tendrá conse­

cuencias importantes tanto en la mineralogía como en la química- aparecen todos los temas característicos del paracelsismo: la idea de que el estudio de la naturaleza debe comenzar con una explicación del relato mosaico de la crea­ ción; la analogía microcosmos-macrocosmos; el paralelismo entre vegetales y animales; la creencia en la generación espontánea; la tesis de que los metales «crecen» en las entrañas de la Tierra; por último, el paralelismo entre la per­ petua y eterna circulación que se produce en el cosmos y la destilación quí­ mica. Para explicar los fenómenos de la combustión, calcinación y respiración, Stahl se remitía de nuevo a Becher e introducía en la química un principio de la combustión llamado flogisto. El término floghistós, como adjetivo que sig­ nifica inflamable, ya aparece en Sófocles y Aristóteles (Partington, 19611962: 667-668). El flogisto o principio inflamable era la segunda tierra de Becher, o, si se prefiere, el azufre o principio de combustión de Paracelso. El flogisto parecía dar una explicación satisfactoria de la combustión y de la cal­ cinación de los metales (oxidación): una sustancia arde si contiene flogisto; éste es emitido por los cuerpos durante la combustión y la calcinación y se dispersa en el aire. Como ha demostrado Ferdinando Abbri, nunca existió una teoría del flo­ gisto. A lo largo del siglo xvm, hasta la gran revolución conceptual llevada a cabo por Antoine Laurent Lavoisier (1734-1794), la palabra flogisto tuvo sig­ nificados diversos según las distintas teorías, se utilizó como un concepto re­ dundante y como un auténtico «acordeón conceptual» (Abbri, 1978, 1984). Flogisto es una de esas palabras que puede colocarse en una extensa lista que incluye las esferas celestes, las almas motrices de los planetas, el Ímpetus como una especie de motor interno, los vórtices cartesianos, el calórico, la se­ milla femenina, el aura espermática, el magnetismo animal, la fuerza vital en fisiología, el éter luminoso y el electrón nuclear. Entidades de este tipo -que se consideraron auténticas, confirmadas por la experiencia y defendidas en­ carnizadamente- abundan en la historia de la ciencia. Se trata de términos que designan entidades desaparecidas del mundo físico y de los manuales científi­ cos actuales, que ya no interesan a los científicos y que sólo conservan un significado para los historiadores de la ciencia.

CAPÍTULO ONCE

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Filosofía magnética Fenómenos extraños • A CASO N 0 DEBI° PARECER EN c ie r t o m o d o n a t u r a l aplicar a fenómenos L 1 V como atracción y repulsión nociones de tipo «antropomórfico», como simpatía y antipatía, que durante milenios habían caracterizado la observa­ ción y el estudio de la naturaleza? Sobre los admirables y milagrosos efectos del imán existe una literatura prácticamente inmensa, en la que se habla de pe­ ces eléctricos que se adhieren a las embarcaciones moderando su curso, de is­ las magnéticas que arrancan los clavos de los cascos, de virtudes curativas del imán contra el poder de las brujas. Niccoló Cabeo (que escribe en 1629) nos ha dejado una relación de este tipo de creencias muy extendidas: el olor del ajo puede debilitar o anular las virtudes del imán; un diamante interpuesto im­ pide que la calamita atraiga el hierro; la sangre de una cabra impide que se produzca ese impedimento: el imán puede reconciliar a unos esposos o reve­ lar un adulterio; puede actuar como un filtro amoroso, puede hacer elocuentes y atraer el favor de los soberanos (Cabeo, 1629: 338). Existe un mineral del hierro, la magnetita, que tiene la extraña propiedad de atraer con fuerza el hierro. Una aguja de acero, puesta en contacto con un pedazo de magnetita, adquiere la propiedad de atraer partículas de hierro. Si esa aguja puede girar en un plano horizontal alrededor de su baricentro, orien­ ta siempre el mismo extremo en dirección al norte terrestre. Si frotamos ámbar, vidrio, ebonita o lacre con un paño de seda o de lana, atraen pedacitos de papel, cabellos o briznas de paja. Con el término de triboelectricidad designamos hoy en día todos estos fenómenos relacionados con la electrización por frotación, y distinguimos entre aislantes, en los que la electrización se limita a las zonas de contacto, y conductores, en los que ese estado se propaga por toda la superficie de los cuerpos electrizados. No ha sido tarea fácil poner orden y reglas en un campo como el que acabamos de describir, ya que en él pueden suceder cosas realmente extrañas. Algunos ex­ perimentos que se han realizado muchas veces con pleno éxito pueden fallar inexplicablemente en un día de verano bochornoso y húmedo, o en presencia de una masa de espectadores algo sudorosos. Los primeros estudiosos de los fenómenos eléctricos no se dieron cuenta de los efectos provocados por la humedad o por la sequedad. Las gemas y las piedras preciosas, que atrajeron

la atención de muchos de los primeros estudiosos de la electricidad, tenían un comportamiento tan caprichoso como el vidrio. El propio Newton, en un mensaje enviado a la Royal Society en diciembre de 1675, insiste mucho en la irregularidad y la imprevisibilidad de los fenómenos triboeléctricos (Heilbron, 1979: 3-5). Los modelos construidos por la filosofía mecánica parecían insuficientes para interpretar fenómenos en los que surgían en primer plano atracciones, simpatías y antipatías. Someter a medición magnitudes difícilmente defini­ bles, que tenían una persistente y aparentemente irremediable irregularidad en su comportamiento, era una empresa realmente difícil. La matematización, que había obtenido éxitos indiscutibles en el mundo de la mecánica y de la astronomía, no parecía aplicable a todo el vasto reino de la naturaleza. Kepler cita y utiliza el libro de William Gilbert sobre el magnetismo, pero se mueve, como el propio Gilbert, en el plano de las analogías cualitativas, afirmando la existencia en el Sol de una virtud motriz y magnética, o hasta de un ánima. Galileo cree que Gilbert ha llegado a conclusiones verdaderas, pero que ha buscado en vano las auténticas causas de esas conclusiones cambiando sus «razones» por concluyentes «demostraciones»: «Lo que desearía es que Gil­ bert hubiese sido un poco más matemático y, concretamente, que se hubiera basado más en la geometría» (Galileo, 1890-1909: VII, 432). El deseo de Galileo era justo, pero vano. El abismo que mediaba entre la mecánica y el estudio del magnetismo, de la electricidad y del calor, tanto en el método como en las teorías, seguirá manteniéndose aún durante mucho tiempo. Hasta el siglo x viii no se establecerán algunos puntos sólidos acerca de las medidas y de las teorías. Pero la determinación de conceptos cuantificables (como carga, tensión, capacidad, potencial, campo eléctrico, etc.) y, por tanto, la constitución de la electrología como ciencia no se producirá has­ ta finales del siglo xvm. Tres de los teóricos más importantes, el ingeniero francés Charles Coulomb, el lord inglés Henry Cavendish y el físico italiano Alessandro Volta trabajan en los últimos decenios del siglo xvm, y mueren respectivamente en 1806, 1810 y 1827. No es casual que John L. Heilbron, autor de la mejor historia de la electricidad que existe hoy en día, apenas ha­ ya dedicado algo más de cincuenta páginas al siglo xvn, y algo menos de trescientas páginas al siglo siguiente.

Gilbert Ante un libro como el De magnete magneticisque corporibus et de magno magnete Tellure physiologia nova, publicado en Londres en 1600 por el mé­ dico inglés William Gilbert (1540-1603), resulta realmente difícil responder a la cuestión (incluso admitiendo que la pregunta tenga sentido) de si se trata de la última obra de la magia natural del Renacimiento o de una de las primeras obras de la moderna ciencia experimental. Ambas expresiones se han usado para referirse a este libro, cuyo primer capítulo es una reseña razonada de li­

bros de magia natural. La ciencia de Gilbert no tiene nada que ver ni con la matemática y sus métodos, ni con la mecánica en sentido galileano. Su libro no contiene mediciones, y los experimentos que realiza son básicamente cua­ litativos. No utiliza un método muy distinto en lo sustancial del de Giambattista Della Porta, aun cuando la ingeniosidad de los experimentos, la riqueza de los detalles y el cuidado con que los lleva a cabo son indudablemente ma­ yores. Ni siquiera los objetivos que se propone son muy diferentes de los ob­ jetivos propuestos por los tratadistas de su tiempo: investigar las «causas ocultas» y los «secretos de las cosas», la «noble sustancia del Gran Imán» y las propiedades medicinales de la magnetita. Gilbert prefiere los «experimen­ tos dignos de crédito y los argumentos demostrados» a las «opiniones y a las suposiciones probables expuestas por los profesores de filosofía». Sobre esta base diseña un tratamiento experimental de las propiedades magnéticas funda­ mentales, que (si se prescinde de los conceptos de fuerza de un campo mag­ nético y de líneas de fuerza, y de la formulación matemática) «no difiere sus­ tancialmente de la discusión que al tema se dedica en los modernos manuales elementales de física» (Dijksterhuis, 1971: 526). Debido a la desconfianza que siente hacia los «profesores», Gilbert utiliza el libro sobre la declinación de la aguja magnética, que había sido publicado en Londres en 1581 por un marinero inglés dedicado a la construcción de brújulas. El libro de Robert Norman (fl. c. 1560-1596) había nacido de la práctica, y era un tipo de traba­ jo que generalmente quedaba completamente al margen del mundo de los doctos. Se titulaba The New Attractive, Containing a Short Discourse of the Magnet or Lodestone. El encuentro con la práctica de los «mecánicos» no carecía de significado. Gilbert intentó utilizar la medición de la inclinación de la aguja magnética (con la ayuda de un complicado mapa y de un cuadrante) para establecer la latitud en el mar. En su opinión, esta aplicación era un gran descubrimiento, que debería permitir «con poco esfuerzo y con un pequeño instrumento» esta­ blecer la latitud incluso en un día nublado. Gilbert utiliza en sus experimen­ tos tierrecillas o microtierras o calamitas esféricas. La primera conclusión a la que llega es que la Tierra misma es una calamita con polaridades magné­ ticas que coinciden con los polos geográficos. Los polos terrestres no son puntos geométricos (como había sido creencia general hasta entonces), sino puntos físicos. Así como la aguja de una brújula tiene una dirección constan­ te, igualmente el eje de la Tierra es invariable. Gilbert acepta el movimiento diurno de la Tierra, porque considera que toda calamita de forma esférica po­ see por naturaleza la capacidad de girar, pero de ningún modo está dispuesto a seguir a Copémico en su tesis de una rotación anual de la Tierra alrededor del Sol. La segunda conclusión importante de Gilbert es la clara distinción que es­ tablece entre acción magnética y acción eléctrica (introduce el término Vis electrica, destinado a tener gran éxito). Considera que el magnetismo (la atracción que la magnetita ejerce sobre el hierro) es como una coitio o una aproximación recíproca que modifica la sustancia de los cuerpos; la electrici-

dad (aunque este término no aparece nunca en sus obras) es como una atrac­ ción que todos los cuerpos pequeños y ligeros experimentan por parte de ob­ jetos (como el ámbar, el azabache, el vidrio, la resina y el azufre) previamen­ te frotados. El versorium que construyó era un auténtico electroscopio. En el trasfondo de los precisos e ingeniosos experimentos de Gilbert apa­ rece una visión mágico-vitalista. La materia no está exenta de vida ni de per­ cepción. La atracción eléctrica se ejerce a través de effluvia materialv, la magnética (que no está obstaculizada por la interposición de cuerpos mate­ riales) es, en cambio, una fuerza espiritual, la acción de una forma (no en sentido aristotélico) que es «única y peculiar», que es «primitiva, radical, as­ tral», que está «en todos los globos, el Sol, la Luna, las estrellas» y que en la Tierra es «esa verdadera potencia magnética que llamamos energía prima­ ria». La calamita posee un alma, que es incluso superior a la del hombre. La Tierra es la mater communis, en cuyo útero se forman los metales. Todo el mundo está animado y «todos los globos, todas las estrellas e incluso esta gloriosa Tierra han sido gobernados desde el principio por sus propias almas, y de ellas procede el impulso a la autoconservación» Aristóteles se equivocó al atribuir un alma a los cuerpos celestes y no haberla atribuido también a la Tierra: «El estado de las estrellas en comparación con la Tierra sería penoso si la excelencia del alma fuese negada a las estrellas y atribuida, en cambio, a los gusanos, a las hormigas, a las cucarachas, a las hierbas» (Gilbert, 1958: 105, 309, 310).

Los jesuítas y la magia En la Magia naturalis, publicada en dos ediciones distintas en 1558 y en 1589, Giambattista Della Porta (1535-1615) había dedicado todo el libro sép­ timo (de la segunda edición en veinte volúmenes) a las maravillosas aplica­ ciones de la calamita. Cuando se encargó de una edición italiana (que apare­ ció en 1611), Della Porta acusó explícitamente a Gilbert de haber plagiado su texto y de haber ocultado el plagio detrás de un cúmulo de insolencias. Es cierto que Gilbert había utilizado efectivamente la obra de Della Porta (que es, después de Aristóteles, el autor más citado en el De magnete), pero más como un rastro que como una auténtica fuente (Muraro, 1979: 145). Cuando Niccoló Cabeo (1596-1650) publicó en Ferrara la Philosophia magnética (1629), abordó el mismo tipo de problemas que William Gilbert había abordado apenas treinta años antes, y les dio una amplia difusión: niega que la Tierra sea una calamita, pero intenta introducir una distinción precisa entre fenómenos eléctricos y fenómenos magnéticos, constata la presencia de efectos de rechazo junto a los efectos de atracción, considera que la fricción favorece la producción de efluvios sutiles que enrarecen el aire circundante y que éste, cuando tiende a restablecer la densidad originaria, atrae hacia sí los cuerpos más ligeros. Se muestra escéptico acerca de los extraordinarios pode­ res atribuidos al imán, que, como hemos visto antes, había enumerado deta­

lladamente. Cabeo era un jesuíta, pero el título de Oedipus huius saeculi fue atribuido a otro jesuita, Athanasius Kircher (1601-1680), profesor de matemá­ ticas, física y lenguas orientales en el Colegio Gregoriano de Roma (desde 1634), polígrafo incansable, divulgador activísimo de los grandes temas del saber de su tiempo, constructor y organizador de un gran museo-laboratorio de magia natural, donde se combatían las pretensiones de los alquimistas y de los constructores de máquinas para el movimiento perpetuo, pero donde se exhibían «máquinas mágicas» para producir ilusiones ópticas o comunicarse a distancia, para mover pesos sin recurrir a instrumentos visibles, o se controla­ ba también, con un vivo interés por parte de la Royal Society, si las tarántulas podían escapar de un círculo de polvo obtenido del cuerno de un unicornio. Gilbert había sido, según Kircher, un gran estudioso del magnetismo. Su único error había consistido en aceptar la monstruosa doctrina del movimien­ to de la Tierra. Si la Tierra fuese realmente' un imán, teniendo en cuenta que una tierrecilla de dos palmos de diámetro atrae una libra de hierro, las herra­ duras de los caballos y de los mulos, las armaduras, las cacerolas y los cu­ biertos estarían tan fuertemente adheridos al suelo que no habría fuerza capaz de separarlos. Sería imposible el uso humano del hierro. Kepler es, en su opi­ nión, un príncipe de la astronomía, pero ha construido una cosmología fantás­ tica que atribuye al Sol una fuerza magnética capaz de producir el movimien­ to de los planetas. Si la tesis de Kepler es cierta, ¿por qué no se orientan hacia el Sol las agujas de todas las brújulas? (Kircher, 1654: 3-5, 383-386). En el tercer libro de su obra titulada Magnes sive de arte magnética opus tripartitum (publicado en Roma en 1641, en Colonia en 1643 y de nuevo en Roma en 1654, en una edición más ampliada), Kircher trata del magnetismo de la Tierra, de los planetas y de las estrellas, de la producción natural y arti­ ficial de la lluvia, del termómetro, de la influencia del magnetismo del Sol y de la Luna en las mareas, de la fuerza magnética de las plantas, del magnetis­ mo en medicina, de la fuerza de atracción de la imaginación, de la música y del amor (ibidem: 409). El magnetismo que se estudia mediante los experimentos no es más que un caso particular de una vis tractiva más general, que está presente en todas las cosas y está distribuida por toda la naturaleza. Por consiguiente, no sólo el imán tiene un poder magnético, sino también todas las cosas naturales. Kir­ cher repite muchas veces la frase que desde siempre aparece en todos los li­ bros de magia: lo semejante tiende a lo semejante y lo diferente huye de lo di­ ferente. El nexo entre todas las cosas corpóreas es la clave de acceso al conocimiento de las cosas ocultas, que se denomina vulgarmente magia y que, según los filósofos, es la verdadera, única y gran sabiduría (Nocenti, 1991: 180-189). Con Kircher renace, en pleno siglo xvn, en la edad del triunfo de la mecá­ nica, una curiosa e irrepetible combinación de tradición mágico-alquimista y de experimentalismo moderno. La figura del mago y la del técnico parecen fundirse una vez más. La construcción de las máquinas sirve más para exhibir prodigios y mostrar lo maravilloso que para reforzar el control humano sobre

la naturaleza. No se trata de un caso aislado. En la obra del jesuíta Francesco Lana Terzi, discípulo de Kircher y miembro correspondiente de la Royal Society, autor de Prodromo ovvero saggio di alcune invenzioni nuove premesso all’Arte Maestra (1670), así como en Technica curiosa sive mirabilia artis libri XII (1664), obra de otro discípulo de Kircher, el jesuíta Kaspar Schott, aparecen también los mismos planteamientos. Y Schott, que es un autor leído y admirado por Leibniz, no solamente se ocupa de las lenguas y de las atrac­ ciones, sino también del poder de los demonios, de monstruos policéfalos y de posesiones diabólicas. Es indudable que en este tipo de textos se utiliza claramente el platonismo hermético con fines apologéticos. El programa cultural de Kircher, desde este punto de vista, aparentemente lleva a término el proyecto de Francesco Patrizi, que, a finales del siglo xvi, había invitado al pontífice a sustituir la ense­ ñanza del pagano Aristóteles por la piadosa filosofía hermética y platonizante de Marsilio Ficino. Ahora nos preguntamos: ¿existe lo que hoy en día llama­ ríamos una «política cultural» de la orden de los jesuítas en este tipo de pro­ ducciones que mezclan cosas nuevas con viejas supersticiones, que tienden al sensacionalismo, a lo inaudito, a despertar la imaginación? ¿O se trata tan só­ lo de una manifestación de la mentalidad característica del manierismo y de la cultura barroca?

Prudencia en los experimentos y audacia en los modelos En los mismos años en que Kircher era el escritor más comentado y publica­ ba sus obras de éxito, Lorenzo Magalotti (1637-1712), secretario de la Accademia del Cimento, viajero infatigable por toda Europa y embajador especial de Cosme III en Londres, Suecia y Dinamarca, publicaba los Saggi di naturali esperienze (1667). En esta obra, el gusto por la observación precisa y dis­ tante domina con claridad sobre la pasión por lo extraño y lo maravilloso. Si pasamos de la obra de Kircher a la de Magalotti, tenemos la impresión de pe­ netrar realmente en otro mundo, donde la prudencia y la cautela se convierten en virtudes imprescindibles para el investigador, donde experimentar es sinó­ nimo de dificultad y de obstáculos, y el conocimiento se parece a un mar por cuyas aguas resulta difícil navegar: Los que desde hace tiempo están adiestrados en la experimentación saben por la práctica cuáles son las dificultades con que se encuentran a la hora de hacer un experimento, debido a los obstáculos que a veces comporta el mero uso de los instrumentos materiales ... Puesto que los maravillosos efectos de la calamita son un ancho mar, donde por mucho que se haya descubierto, siempre queda verosímilmente bastante más por descubrir, nosotros no he­ mos sido hasta ahora tan osados como para enredamos en ello, siendo per­ fectamente conscientes de que intentar conseguir nuevos descubrimientos en este campo requiere un completo y larguísimo estudio no interrumpido por otras especulaciones (Magalotti, 1806: 163; 1976: 228).

No todos los estudios sobre la electricidad, llevados a cabo a lo largo del siglo xvn, tienen como trasfondo una cultura de signo hermético. No sólo contrastaba con la tradición «mágica» la actitud prudente de un Magalotti, existía también la fuerza de la filosofía mecánica cartesiana, en la que la construcción de modelos explicativos y el gusto por los sistemas relegaba de­ cididamente a un segundo plano (hasta conseguir anularla) la atención a los experimentos. Conviene recordar al menos las páginas que Descartes dedica al magnetismo en los Principia philophiae de 1644, donde no aparece ningu­ na investigación detallada (del tipo de la que desarrolla Gilbert) acerca de los fenómenos magnéticos. En ese texto, una perspectiva rígidamente mecanicis­ ta celebra sus ilusorios triunfos rechazando, por mágica y «oculta», toda no­ ción de virtud o de atracción. El magnetismo no ejerce ninguna influencia sobre el movimiento de la Tierra y de los planetas, que se mantienen en mo­ vimiento gracias a los vórtices de la materia sutil. Todos los fenómenos que han suscitado un asombro tan injustificado pueden explicarse a partir de los principios de: tamaño, figura, situación y movimiento. Para explicar la dispo­ sición de las limaduras de hierro en tomo al polo norte y sur de un imán, Descartes recurre a las partículas del primer elemento, las cuales, estriadas o acanaladas por la presión que ejercen las partículas esféricas del segundo ele­ mento, pueden moverse a lo largo de conductos o canales curvos. Las partí­ culas estriadas, representadas como si fueran pequeñas conchas de caracol, se mueven cómodamente a través del cuerpo de la Tierra y penetran en él desde el polo septentrional o desde el meridional. Puesto que todo el vórtice gira so­ bre su eje en el mismo sentido, las que vienen del polo Sur giran en sentido opuesto a las que vienen del polo Norte. Las partículas estriadas pasan fácil­ mente a través de la Tierra porque ésta se halla acanalada en su interior de tal modo que permite el paso de las partículas dextrógiras o levógiras. Las partícu­ las de un imán pueden penetrar en el cuerpo de otro imán. Los imanes se apro­ ximan porque las partículas arrastran el aire interpuesto y, puesto que no puede producirse vacío, obligan a aproximarse. Se separan para dejar espacio a los flujos de partículas que, si los polos opuestos son semejantes entre sí, no pue­ den penetrar en los canales. Descartes consideraba que era posible referirse a las partículas acanaladas cada vez que se producía atracción o repulsión, inclui­ dos los fenómenos eléctricos (Shea, 1994: 311-314). A la perspectiva cartesia­ na, que estará vigente en Francia hasta los años cuarenta del siglo xvm (Heilbron, 1979: 31), se remiten entre otros Jacques Rohault (1620-1675) y Franfois Bayle (1622-1709).

La esfera de azufre Otto von Guericke, que publicó Experimenta nova en 1672, era un copemica­ no fascinado por la idea de un cosmos inmenso y de un vacío sin fin, en cuyo interior están colocados los cuerpos celestes. Creía que el vacío que había conseguido obtener artificialmente con su célebre y costoso experimento (del

que tendremos ocasión de volver a hablar en el capítulo 16) tenía las mismas características que el vacío interplanetario. Creía que también los poderes o las virtudes de los planetas se podían reconstruir de manera experimental. Utilizó una garrafa de vidrio del tamaño de la cabeza de un niño, la llenó de polvo de azufre, calentó la esfera y, al enfriarse, rompió el vidrio. La esfera de azufre, fijada a un eje a cuyo alrededor podía girar y sometida a frotación, emite luz y crepitaciones sonoras y revela de inmediato la presencia de las mismas virtudes que son propias de la Tierra: atrae los cuerpos ligeros y los retiene sobre sí misma durante la rotación. Esa esfera es un globo terrestre colocado ante nuestros ojos. El globo también está dotado de una vis repulsi­ va, que rechaza lo que ha sido atraído a causa de un conflicto entre naturale­ zas diferentes. Lo mismo sucede con la Tierra, que arroja de su interior el fuego y los materiales incandescentes, y mantiene a distancia el cuerpo esfé­ rico de la Luna. El único descubrimiento propio que Guericke calificaría de eléctrico era el relativo a la capacidad de la acción eléctrica de propagarse a lo largo de un hilo, cuando uno de sus extremos se ponía en contacto con la esfera electrifi­ cada. Las virtudes (o los efluvios) de que hablaba eran al mismo tiempo cor­ póreas e incorpóreas. Las incorpóreas comprendían la impulsiva, conservado­ ra, repulsiva, directriz o magnética y rotatoria, además del sonido, el calor y la luz. La clasificación de las virtudes era complicada y poco clara. Solamen­ te la manipulación de la esfera de azufre impresionó a sus contemporáneos. La exposición sobre la capacidad de transmisión a través de un hilo quedó co­ mo un hecho aislado, y tuvo que ser descubierto de nuevo antes de entrar a formar parte de los conocimientos adquiridos sobre la electricidad (Heilbron, 1979: 218).

Música y picadura de tarántula En medio de una cantidad casi interminable de reflexiones curiosas y de ex­ perimentos efectuados sin ayuda de teorías suficientemente potentes, ni los experimentos de Guericke ni las reflexiones del propio Huygens tendrán con­ secuencias inmediatas. No surtirán efecto hasta que se retomen, en un contex­ to teórico diferente, a mediados del siglo siguiente (Heilbron, 1979: 219, 226). A pesar de que la situación era muy confusa, como ya se ha visto, las lí­ neas de demarcación entre magia y ciencia -que ya se habían formulado con claridad a comienzos de siglo- no habían sido olvidadas. Descartes creía que Kircher era más un charlatán que un savant (Descartes, 1936-1963: III, 803) y Evangelista Torricelli escribía a su viejo maestro en los siguientes términos: La obra editada es un volumen bastante grueso sobre la calamita; volumen enriquecido con un ornamento de hermosas ramas. Encontrará astrolabios, re­ lojes, anemoscopios, junto con un montón de vocablos sumamente extrava­ gantes. Hay además, entre otras cosas, muchísimas garrafas y garrafones, epi­

gramas, dísticos, epitafios, inscripciones, unas en latín, otras en griego, en ára­ be, en hebreo y otras lenguas. Entre las cosas hermosas se encuentra la partitura de una música de la que se dice que es antídoto del veneno de la tarántula. No hace falta seguir más: el señor Nardi, Magiotti y yo nos hemos reído un rato (Galileo, 1890-1909: XVIII, 332). Aunque los tres amigos no disponían de teorías satisfactorias sobre el magnetismo y sobre la electricidad, tenían muy buenas razones para reírse. Parece imposible, pero tal vez lo que más les hizo reír -la música como antí­ doto contra la picadura de la tarántula- es lo único, entre todas aquellas garra­ fas, que tres siglos después despierta todavía nuestro interés. La lectura de La térra del rimorso, de Ernesto De Martino (que ha estudiado el efecto de la música sobre los «tarantulados» del sur de Italia y que ha destacado, desde este punto de vista, la importancia de muchas páginas del fantasioso jesuita), nos invita a reflexionar provechosamente sobre aquellas risas. Precisamente De Martino ha sabido formular un juicio muy certero acerca del éxito de los textos de Kircher, acerca de la gran seducción que ejercieron y acerca de la tradición hermética que seguía vigente en pleno siglo xvn: En Kircher, el puente que había permitido el paso de la vulgar magia cere­ monial a la sabiduría baconiana como potencia servía ahora para llevar a cabo la unión inversa con lo maravilloso popular y plebeyo, y para justificar las creencias mágicas tradicionales mediante las categorías mentales de la magia natural. A través de Kircher se lleva a cabo en cierto sentido el exorcismo contrarreformista de la magia natural, el intento de proporcionar una gran si­ nopsis de magia natural, depurada de todo fermento peligroso (De Martino, 1961: 244).

CAPÍTULO DOCE

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El corazón y la generación El Sol del organismo (y en buena parte del si­ glo xvn) adquirían su formación en fisiología sobre la base de una vi­ sión coherente y sólida del organismo humano, que se remontaba al médico de Pérgamo Claudio Galeno (129-200 c.). El sistema galénico no había sido cuestionado por la obra de los grandes anatomistas del siglo xvi (Andrea Vesalio, Realdo Colombo, Gabriele Falloppio, Girolamo Fabrici d’Acquapendente, Bartolomeo Eustachi). Hígado, corazón y cerebro constituían para Ga­ leno una tríada, fuente y reguladora de la vida. Si se examina un animal desangrado, las arterias y el ventrículo izquierdo del corazón aparecen vacíos: a partir de este hecho, se había considerado que las arterias eran portadoras de «aire» (como indica la etimología griega de la palabra arteria). Galeno rechaza esta hipótesis. Sin embargo, no cree que la san­ gre circule en un sistema cerrado, y distingue dos sistemas circulatorios. El primero, que ejerce en el organismo una función de nutrición, está formado por las venas y por la parte derecha del corazón. En él la sangre está produci­ da por el hígado, que transforma en sangre venosa los alimentos procedentes del estómago y de los intestinos. El segundo sistema circulatorio está consti­ tuido por las arterias y por la parte izquierda del corazón, y tiene la misión de transmitir a todas las partes del organismo el «espíritu vital» o el «ánima», que opera en el corazón. A través de presuntas porosidades del tabique intraventricular (la gruesa pared divisoria que separa el ventrículo derecho del iz­ quierdo), una parte de la sangre arterial pasa al ventrículo izquierdo mezclán­ dose con el aire procedente de los pulmones, que ejercen una función de enfriamiento sobre el corazón y expelen con la respiración las impurezas de la sangre. Al ventrículo izquierdo llega aire de los pulmones; la sangre se enri­ quece con los espíritus vitales y se transforma en sangre arterial. La misión central del corazón, según esta teoría, es la diástole o dilatación: la atracción de la sangre hacia el interior del corazón, y no su expulsión del corazón, apa­ rece como el proceso más importante. La precisión de las descripciones de los grandes anatomistas del siglo xvi había proporcionado una enorme cantidad de hechos nuevos. Estos hechos fueron considerados realmente nuevos cuando aparecieron incluidos en la or­

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u ien es e s t u d ia b a n m ed ic in a e n el sig lo x v i

gánica y coherente exposición teórica contenida en De motu coráis (1628), del médico inglés William Harvey (1578-1657), que se había doctorado en Padua en 1602 y se convirtió más tarde (en 1651) en profesor de anatomía y cirugía del Real Colegio de Médicos de Londres. Gozó de la amistad y de la estima del rey Carlos I, que asistía con frecuencia a sus experimentos. Duran­ te la guerra civil su casa fue desvalijada y muchos de sus apuntes fueron des­ truidos. Jamás sintió ningún interés por la política: «La falta de actividad pú­ blica -explicaba a un amigo-, que para muchos es motivo de disgusto, ha resultado ser para mí el mejor remedio» (Pagel, 1979: 17). Acogida por Descartes y por Hobbes -es decir, por los teóricos más im­ portantes del mecanicismo- como un cambio de capital importancia, la teoría harveyana de la circulación de la sangre se convirtió en el punto de partida de la nueva biología mecanicista y se presentó como una auténtica revolución frente a la fisiología galénica. La crítica de Harvey a la doctrina galénica se centra en una serie de puntos fundamentales: la cantidad de sangre expulsada por el corazón en una hora es superior al peso de un hombre: ¿cómo es posi­ ble que esta enorme cantidad de sangre sea producida por la alimentación? ¿Dónde se origina y dónde va a parar toda esta sangre, si no se acepta la hi­ pótesis de una circulación continua? ¿Cómo se justifica la idea del paso de la sangre desde el ventrículo derecho al ventrículo izquierdo, puesto que las po­ rosidades son invisibles y no son, por consiguiente, de ningún modo observa­ bles? Puesto que el tabique ventricular tiene una estructura más dura y com­ pacta que la de muchos otros tejidos, ¿por qué se ha buscado precisamente allí (y no, por ejemplo, en el tejido esponjoso de los pulmones) la vía de paso de la sangre? Teniendo en cuenta que los dos ventrículos se dilatan y se con­ traen al mismo tiempo, ¿cómo es posible que el ventrículo izquierdo aspire sangre del ventrículo derecho? Puesto que los animales que carecen de pul­ mones no tienen ventrículo derecho, ¿no es más razonable pensar que este úl­ timo tenga la función de transmitir sangre a los pulmones? Puesto que si se corta una arteria, por pequeña que sea, el cuerpo se desangra aproximada­ mente en media hora, ¿cómo puede afirmarse que no toda la sangre circula a través de las arterias? Los datos experimentales y los problemas fueron formulados de nuevo por Harvey sobre la base de un nuevo modelo: la sangre circula de modo conti­ nuado e ininterrumpido en el cuerpo; la función fundamental del corazón es la sístole, es decir, su contracción y endurecimiento cuando la sangre es empuja­ da fuera del corazón (que es una bomba impelente); las arterias no laten en virtud de una dilatación de sus paredes, sino a causa de la presión del líquido que llega a ellas empujado por el corazón; las válvulas de las venas sirven pa­ ra impedir que la sangre venosa fluya de nuevo desde el centro a las extremi­ dades; la sangre abundante y caliente que procede del corazón se agota y se enfría en la periferia del cuerpo; pasando de las últimas ramificaciones de las arterias a los últimos extremos de las venas, regresa siempre al corazón como fuente de vida. Las arterias de un brazo (y de las extremidades en general) es­ tán colocadas a mayor profundidad, las venas están más próximas a la super­

ficie. Si se anuda fuertemente un cordel por encima del codo -Harvey lo ex­ perimentó—se impide que la sangre arterial llegue a la mano: la arteria que está por encima de la ligadura se hincha, la mano se enfría, cesan las pulsa­ ciones. Una ligadura moderadamente apretada impide, en cambio, que la san­ gre venosa fluya de nuevo hacia el corazón: las venas se hinchan por debajo de la ligadura, la mano aparece hinchada de sangre, el latido del pulso es dé­ bil, pero todavía perceptible. El descubrimiento de Harvey debe situarse en un contexto concreto. El problema que dominaba y hasta obsesionaba su mente era el del objetivo o finalidad de la circulación. Harvey era un aristotélico, y en la filosofía aris­ totélica el movimiento circular ocupa una posición dominante. La compaci­ dad del cosmos estaba asegurada por el movimiento circular de los cuerpos celestes. Este mismo principio guiaba a Harvey en su consideración del mo­ vimiento circular de la sangre: ésta debía garantizar la conservación de ese microcosmos que es el cuerpo humano mediante un continuo movimiento regenerativo y, por tanto, circular, de la sangre. La sangre, en la medida en que estaba esparcida por todo el cuerpo, era además para Harvey el receptáculo primario del alma (Pagel, 1979: 26, 329). Pero en la insistencia de Harvey en el carácter central del corazón, que le parece «el Sol del microcosmos», que es semejante a un soberano y que ejerce, respecto al organismo, sus mismas funciones, resonaban también los ecos de aquella «literatura solar» del Rena­ cimiento, que tuvo en Marsilio Ficino uno de sus mayores representantes. El hecho de que un aristotélico refleje temas relacionados con la tradición hermética nos dibuja, desde una perspectiva actual, un retrato algo desconcer­ tante. Pero eso no es todo; porque Harvey se aproxima a los datos que le ofre­ ce la tradición y a los que se derivan de sus experimentos con un modelo mental mecánico. Galeno había comparado el corazón con un pábilo, la san­ gre con el aceite que lo empapa y los pulmones con un instrumento para ven­ tilarlo, y consideraba que la sangre al consumirse por la combustión dejaba un residuo de humo (ibidem: 148-149). En este modelo las arterias se dilatan no por efecto de la presión, sino por obra de una facultad vital. Harvey utiliza un modelo de tipo hidráulico-mecánico: el corazón equivale a una bomba, las venas y las arterias son como tubos por los cuales se desliza un líquido, la sangre es como un líquido a presión y en movimiento, y las válvulas de las venas son como válvulas mecánicas. A partir de este planteamiento Harvey puede adoptar una postura contra­ ria a la teoría de los espíritus, tal como había sido reelaborada por el médi­ co francés Jean Fernel (1497-1559) en Universa medicina (1542), uno de los tratados de fisiología más difundidos. Las arterias, el ventrículo izquier­ do del corazón y las cavidades del cerebro aparecen vacías cuando se exa­ mina un cadáver: esas cavidades, mientras había vida, estaban llenas de un «espíritu etéreo». El término espíritu, tal como lo utiliza Fernel y la medici­ na galénica (que distingue entre espíritu natural, vital y animal), le resulta a Harvey vago e impreciso, no apto para ser utilizado en la investigación em­ pírica y relacionado con nociones místicas. Basándonos en el testimonio de

los sentidos, «nunca hemos podido encontrar ese espíritu en ninguna parte». Para que la noción de espíritu resulte aceptable, hay que situarla en un pla­ no distinto: los espíritus no son ni fuerzas ocultas ni potencias que se pue­ dan multiplicar hasta el infinito para explicar los fenómenos vitales; los es­ píritus no son más que aspectos o cualidades o características empíricas de la sangre. Harvey tan sólo vislumbró el proceso de oxigenación de la sangre en los pulmones; la existencia de los capilares a través de los que la sangre pasa de las arterias a las venas la contempló solamente como una hipótesis. Fue el médico inglés Richard Lower (1631-1691) el que completó, en lo que se re­ fiere al primer punto, las teorías de Harvey. Para ver los vasos capilares hará falta el microscopio, y será Marcello Malpighi (1628-1694) quien, en 1691, observará en el microscopio el fluido de la sangre en los capilares de los pul­ mones de una rana. Junto a Robert Hooke, Jan Swammerdam (1637-1680) y Antony van Leeuwenhoek, Marcello Malpighi, nombrado en 1669 miembro de la Royal Society, fue uno de los grandes microscopistas del siglo xvn. Entre 1661 y 1679 redactó una serie de obras breves sobre los pulmones, la lengua, el cere­ bro, la estructura de las visceras, la formación del embrión en el huevo del pollo y la anatomía de las plantas. En estas breves monografías, escritas con gran claridad, se manifestaba la llamada investigación de estructuras, que uti­ liza, además del microscopio, una serie de procedimientos artificiales, como la disecación y la cocción (Adelmann, 1966). En el capítulo dedicado a la filosofía mecánica se ha hablado ya de Alfon­ so Borelli. Cuando Borelli abordaba el tema de la facultad motriz de los múscu­ los, la consideraba como una especie de reacción química entre la sangre al­ calina y la acidez de los jugos nerviosos, y se remitía a las tesis expresadas por el danés Niels Steensen, basadas en la observación microscópica de las fi­ bras musculares. Pero el intento que aparece en Borelli (y en Descartes) de re­ ducir completamente la fisiología al plano de la mecánica resultó ser parcial: además de la mecánica del esqueleto y de los movimientos musculares, apa­ recían los complicados problemas de la respiración y de la alimentación, a los que no eran aplicables los rudimentarios conceptos de la química inorgánica del siglo xvn.

Ovistas y animalculistas El tema de la reproducción de los seres vivos fue objeto de una amplísima po­ lémica a lo largo del siglo xvn (Roger, 1963; Solinas, 1967; Bemardi, 1980). En esa polémica sigue teniendo un papel destacado William Harvey. En la portada de su tratado De generatione animalium (1651) aparece el lema «ex ovo omnia». La noción harvey ana de huevo (igualmente célebre es su expre­ sión «omne vivum ex ovo») no hay que interpretarla aplicándole nuestras no­ ciones y definiciones. Para Harvey son huevos tanto los de las gallinas y de

los animales ovíparos como el capullo del que sale la mariposa, o el saco amniótico de los mamíferos superiores. Los experimentos llevados a cabo por Francesco Redi (1626-1698) sobre la reproducción de los insectos contribuyeron decisivamente a eliminar la an­ tigua teoría de la generación espontánea, según la cual algunos insectos y ani­ males pequeños (moscas, escarabajos, babosas, sanguijuelas e incluso algunos vertebrados de clases inferiores) surgían de la putrefacción de sustancias or­ gánicas: los cadáveres generan gusanos, las basuras insectos, el vino agrio ge­ nera los corpúsculos del vinagre, de la carne putrefacta de caballo nacen avis­ pas y abejorros, de la del asno los escarabajos, de la del buey o ternera las abejas. En Esperienze intomo alia generazione degli insetti (1668), Redi apli­ caba un método comparativo utilizando muestras de control, como diríamos hoy en día. Utilizó ocho recipientes que contenían varias especies de carnes, selló cuatro y dejó cuatro abiertos. Tan sólo en los últimos, sobre los que se habían posado moscas, aparecieron larvas, que después se convirtieron en moscas. Inmediatamente se dio cuenta de que la falta de contacto con el aire era la causa de que no aparecieran formas de vida. Y Redi repitió su experi­ mento cerrando los cuatro recipientes con gasas que impedían el acceso de las moscas a la carne: «por tanto, ningún animal que esté muerto» (Redi, 1668: 95). La historia de la ciencia, como todas las historias, está llena de imprevis­ tos. El descubrimiento de Redi ha sido considerado merecidamente como un descubrimiento imperecedero. Pero precisamente la refutación de la antigua tesis de la generación espontánea fue puesta en entredicho por algo que con­ sideramos (con razón) otra gran conquista de la ciencia moderna. Antony van Leeuwenhoek (1632-1673) vivió toda su vida en Delft: era portero, no sabía latín y no estaba en condiciones de escribir un tratado científico. Pero era un constructor de lentes inigualable y un hombre dotado de una insacia­ ble curiosidad por la naturaleza. Tenía un desconocimiento absoluto de lo que hoy en día llamaríamos «método científico» y se dedicaba a observarlo todo con sus lentes. Durante más de cinco años envió a la Royal Society ex­ tensas cartas escritas en holandés y acompañadas de dibujos precisos y mi­ nuciosos. Se hizo muy famoso, y uno de los muchos personajes que acudie­ ron a visitarle a Delft fue el propio zar Pedro el Grande. En el verano de 1674 Leeuwenhoek descubrió que una gota de agua de uno de los lagos pró­ ximos a Delft, observada al microscopio, contenía una enorme cantidad de minúsculos animalitos de distintos colores, que tenían el cuerpo parecido a un globo, una larga cola, y se movían ágilmente a gran velocidad. Esos pe­ queños seres vivos (eran protozoos) se hallaban presentes en varios tipos de agua. Cuando (en 1676) se publicó en Philosophical Transactions (el órgano de la Royal Society) una extensa carta de Leeuwenhoek que explicaba sus experimentos, ¿qué cabía pensar de las afirmaciones de Redi sobre la impo­ sibilidad de la generación espontánea? En todo caso podían ser válidas para la parte del mundo vivo que se puede contemplar a simple vista. Pero ¿acaso no demostraba el microscopio que tal vez existía una inmensa propagación

de la vida? Y el propio Descartes ¿no había distinguido entre la reproducción de los animales superiores (que se produce, en su opinión, mediante la mez­ cla de los líquidos seminales del macho y de la hembra) y la formación de las formas elementales de la vida, para cuya generación es suficiente que el calor actúe sobre la materia? El bando de los defensores de la generación es­ pontánea utilizó este nuevo descubrimiento para reafirmar las tesis más tra­ dicionales (Dobell, 1932).

Preformismo A excepción de los monotremas (como la equidna y el ornitorrinco), en todos los mamíferos el embrión se desarrolla en el interior del cuerpo materno y es alimentado a través de la placenta: estos mamíferos son los vivíparos. Los pá­ jaros, las serpientes y los peces, que ponen huevos, son ovíparos. A partir del principio de la uniformidad de la naturaleza, la idea de que también los ani­ males vivíparos se reproducen mediante huevos invisibles se abrió paso con fuerza en la segunda mitad del siglo xvn. Redi había demostrado que incluso los insectos nacen de huevos. Las conclusiones expuestas en el De mulierum organis generationi inservientibus (1672), de Reinier de Graaf (1641-1673), confirmaban la hipótesis de Harvey. Desde el comienzo de los años setenta del siglo xvn, la llamada tesis ovista fue generalmente aceptada, a pesar de que el «huevo» de los mamíferos permanecería invisible hasta los primeros decenios del siglo xrx. El huevo -como dirá Antonio Vallisnieri en 1721- tie­ ne que existir. El descubrimiento de los «animálculos espermáticos» (los espermatozo­ os) fue comunicado por Leeuwenhoek en una nueva carta dirigida (en 1679) a la Royal Society. Los «animalitos» aparecían, en esta ocasión, en el esper­ ma humano. Un cuerpo redondo, una larga cola delgada, una notable capaci­ dad de movimiento y un ciclo fisiológico bien definido. ¿Cómo no pensar que también en esta ocasión se trataba precisamente de animalitos semejan­ tes a los descubiertos en el agua? Tenían su origen en los testículos y a ellos se les atribuía su producción. Y el líquido seminal de un individuo macho contiene más animalitos -señalaba Leeuwenhoek- que hombres hay sobre la Tierra. El animalculismo, al que muchos se adhirieron, se oponía pues al ovismo: son los animálculos, y no el huevo, los que contienen, preformado, el embrión del individuo adulto. Entre quienes, frente a esta tesis, establecieron de nuevo la distinción entre el mecanismo de fecundación de los ovíparos y el de los vivíparos se encontraba también Leeuwenhoek. El animalculismo no resulta­ ba fácil de aceptar: ¿cómo es posible que una especie de pequeño gusano sea el portador del embrión humano?, ¿y por qué las dimensiones de los huevos de los ovíparos son en cierto modo proporcionales al tamaño de los animales, mientras que los animálculos tienen un tamaño casi igual en especies distin­ tas? Si en cada uno de esos animalitos ya está potencialmente presente un

adulto perfecto, ¿cómo puede concillarse la enorme cantidad de animálculos que no llegan a la maduración con la imagen de una naturaleza gobernada por la sabiduría infinita de Dios? A comienzos del siglo xvm el animalculismo parece una teoría en decli­ ve. Pero tanto los defensores del huevo como los defensores de los animálcu­ los o gusanos espermáticos creían que el huevo o el «gusano» contenía un individuo en miniatura (macho o hembra) de la misma especie. Para entender lo que fue el preformismo o la teoría del encastre de los gérmenes (los fran­ ceses lo llamaron «emboitement des germes», los italianos «sistema degli inviluppi»), es necesario comprender que el preformismo elimina, por conside­ rarlo inexistente, el problema de la formación en el tiempo de los organismos vivos, y transforma el problema de la generación en un problema de creci­ miento. Cada organismo no está potencialmente presente en el huevo o en el semen, está actualmente presente en el huevo o en el semen. No hay en el hue­ vo o en el semen principios organizativos o «programas». El uno o el otro (según se sea ovista o animalculista) contienen un modelo a escala reducida, pero completo y organizado en todas sus partes, del individuo que debe na­ cer. La fecundación se limita a activar el crecimiento de una entidad que ya está plenamente organizada, y a provocar su desarrollo visible. Esa entidad es muy pequeña y está como escondida en el huevo o en el semen. Muchos la buscaron con el microscopio y Nicolaus Hartsoeker (1656-1725) publicó incluso un dibujo en el que se veía, en el interior de los «gusanillos», un ho­ múnculo diminuto con las piernas replegadas y la cabeza oculta entre los brazos (Bemardi, 1986). Al eliminar en su explicación del origen de la vida toda alusión a princi­ pios vitales y a cualquier capacidad de organización presente en la materia, el preformismo encajaba bastante bien con el mecanicismo. Pero algunas con­ clusiones estaban ya contenidas en las premisas. Si en la naturaleza sólo exis­ ten procesos de crecimiento, si no hay «fuerzas» que organicen las partes de un organismo, entonces en el polluelo que está preformado dentro del huevo hay huevos preformados, y dentro de éstos hay polluelos preformados con sus huevos preformados. En Recherche de la vérité (1647), Nicolás Malebranche (1638-1715) exponía con claridad la tesis del preformismo. Desde la creación existen los gérmenes de todos los individuos. Están miniaturizados y encaja­ dos los unos en los otros. El individuo que nacerá dentro de mil años ya está perfectamente formado, exactamente igual que el que nacerá dentro de nueve meses. La única diferencia es que es muy, muy pequeño. El vientre de Eva ya contenía los embriones de todos los individuos que han existido y existirán, hasta el día del Apocalipsis. El preformismo es, sin duda, una «extraña» teoría, pero ¿acaso no encaja­ ba bien, en aquella época, la idea de una divisibilidad hasta el infinito con las ideas expresadas por quienes discutían acerca del infinito y por los llamados teóricos del cálculo infinitesimal? Entre un punto y el siguiente -afirmaban éstos- existen infinitos puntos que forman un segmento continuo infinitamen­ te divisible en partes, que son también continuas, infinitamente divisibles to­

davía, y así hasta el infinito: si ideas como esta consiguen abrirse paso, aun­ que sea con muchas dificultades, ¿qué hay de inaceptable y escandaloso, para un científico de la segunda mitad del siglo xvn, en una teoría, que a nosotros nos resulta tan extraña?

CAPÍTULO TRECE

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Tiempos de la naturaleza El descubrimiento del tiempo o y e n d ía pen sa m o s e n l a geo log ía como en la ciencia que estudia el origen, la constitución, la estructura y la historia de la Tierra y de los organismos que viven sobre ella. Pensamos en la cosmología como en la ciencia que investiga las leyes generales del universo y que se ocupa también de sus orígenes y de su destino. En cuanto ciencias de las vicisitudes que ha sufrido la Tierra y el universo, se trata de ciencias recientes. Van ligadas a esa profunda revolución conceptual que ha sido llamada con propiedad el descu­ brimiento del tiempo. Los hombres de la época de Robert Hooke (alrededor de los años treinta del siglo xvn) creían que tenían a sus espaldas un pasado de seis mil años; los de la época de Kant (en los últimos decenios del siglo xvm) eran conscientes de que tenían un pasado de muchos millones de años. Es posible que exista al­ guna diferencia entre vivir en un presente relativamente próximo a los oríge­ nes (disponiendo además de un texto sagrado que traza la escala cronológica de toda la historia del mundo) o vivir, en cambio, en un presente a cuyas es­ paldas se extiende -como escribía el conde de Buffon- «el oscuro abismo» de un tiempo casi infinito. En los cien años que separan el Discourse on Earthquakes (Discurso sobre los terremotos, 1668), de Robert Hooke, de la Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels (Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo, 1755), de Immanuel Kant, las teorías sobre la historia de la Tierra y la historia del cosmos se articulan siguiendo alternativas radicales. Las discusiones no ver­ san solamente sobre los diferentes modelos de historia de la Tierra o de historia del universo, sino sobre la posibilidad misma de hacer de esa historia el objeto de una investigación científica. Si la física y la filosofía natural se ocupan del mundo tal como es (tal como ha sido puesto en movimiento por Dios), no tiene ningún sentido ocuparse del problema de la «formación» del mundo. Ese pro­ blema queda fuera de la ciencia, queda confinado a la esfera de las hipótesis gratuitas, de las «novelas de física» (como se decía entonces) o, como diríamos hoy, de la ciencia ficción. Sólo cuando se haya establecido la legitimidad de una consideración «histórica» de la naturaleza, se abrirán alternativas entre mo­ delos teóricos fuertemente divergentes; entre una historia hecha de procesos

H

lentos, de cambios uniformes e imperceptibles (el llamado uniformismo) y una historia separada por violentas catástrofes, hecha de saltos cualitativos y de re­ voluciones (el catastrofismo). La línea de separación entre ciencia y pseudociencia resulta a menudo bastante difícil de determinar. En las discusiones que van unidas a la consti­ tución de la cosmología y de la geología como ciencias se deja sentir la pro­ funda influencia de presupuestos metafísicos. Hooke, Descartes, Newton y Leibniz no sólo elaboran teorías: proponen finalidades diferentes a la inves­ tigación, la orientan y la limitan de distintas maneras. En las páginas de los investigadores de los fósiles, de los constructores de historias de la Tierra y del cosmos se abordan de nuevo grandes cuestiones: las relaciones con el texto bíblico y con la teología, los temas de la creación y del Apocalipsis, la pos­ tura que hay que adoptar frente a la tradición lucreciana y materialista, la alter­ nativa entre una visión antropomórfica y una visión naturalista del mundo. Dife­ rentes imágenes de la ciencia, diferentes tradiciones de investigación influyen profundamente no sólo en la elaboración de las teorías, sino en la «observa­ ción» misma de la realidad, en el modo de ver algunos objetos naturales (Rossi, 1979).

Piedras raras Esas piedras raras que se encuentran fácilmente y que tienen forma de con­ cha ¿son lapides sui generis, producidas naturalmente por cierta virtud que posee la Tierra, o deben su forma a las conchas originales que fueron trans­ portadas a los lugares donde fueron halladas por un diluvio, un terremoto u otras causas? Las lapides icthyomorphi o las piedras en forma de pez ¿son sólo piedras que tienen una forma extraña o son los vestigios de peces petri­ ficados? En el primer caso, esos objetos que nosotros llamamos los fósiles son vistos como piedras y objetos naturales más «raros» que las otras piedras y objetos existentes en la naturaleza. En el segundo caso, pueden contem­ plarse como documentos y vestigios del pasado, como la huella de vicisitudes y procesos que se desarrollaron en el pasado. En el primer caso solamente se observan, en el segundo caso se observan y se leen, de igual modo que se lee un documento. Para abandonar la identificación de fósil (del latín fodio, excavar) con todo lo que está situado debajo de la superficie de la Tierra y que tiene la caracte­ rística común de la «petreidad», para llegar a la definición moderna de los fó­ siles como restos o huellas de organismos que vivieron en otro tiempo sobre la Tierra, fue preciso no sólo «distinguir lo orgánico de lo inorgánico en un es­ pectro continuo de objetos fósiles» (Rudwick, 1976: 44), sino además llegar a aceptar el presupuesto de que esos curiosos objetos podían ser explicados aten­ diendo a su origen, interpretándolos como vestigios o huellas. A través de la nueva consideración de los fósiles como documentos, la naturaleza ya no se opone, como reino de lo inmutable, a la historia, que es el reino del devenir y

del cambio: la naturaleza también tiene una historia y las conchas constituyen uno de los documentos de esta historia. A excepción de Leonardo da Vinci, que trata del origen de los fósiles ma­ rinos en varios folios del Códice Atlántico y del Códice Leicester, y de Bernard Palissy (1510-1590), hasta el siglo x v ii dominan las interpretaciones aristotélicas y platónicas. En De mineralibus (que es una obra espuria) los fossilia están formados por la acción de un succus lapidescens o de un aura bituminosa, que circula por el interior de la superficie terrestre. Según el Pseudo-Aristóteles, los metales y los otros fósiles están formados por una emanación que sale del interior de la Tierra gracias a la acción del calor solar. A la acción de fuerzas o virtudes (virtus plastica, lapidifica, vegetabilis) se remiten las tendencias vinculadas con la tradición del platonismo: una «semi­ lla» originaria da vida a los fósiles, que nacen y crecen dentro de la Tierra co­ mo organismos vivos. Para explicar el origen de los terremotos, Aristóteles había representado en Meteorologica el cuerpo de la Tierra surcado de grietas, hendiduras y amplias cavidades internas. Por el interior de la Tierra circula­ ban «vientos», movidos por la acción solar, que eran la causa de las agitacio­ nes terrestres.

¿Cómo se producen los objetos naturales? Robert Hooke (1635-1703) tiene un concepto de la historia natural bastante más amplio que el de su maestro Bacon. Hasta ahora la historia natural sólo se ha preocupado de describir y clasificar los objetos naturales: no ha estudia­ do las alteraciones y las modificaciones que experimenta la naturaleza a lo largo del tiempo. A propósito de las «conchas», Hooke cree que la ciencia de­ be preguntarse «cómo, cuándo y en qué circunstancias esos cuerpos han sido colocados en los lugares que los contienen». Es muy difícil «leer en esos cuerpos y obtener de ellos una cronología» y, sin embargo, la cronología de la naturaleza constituye un problema. Ampliando en el Discourse on Earthquakes (1668, aunque publicado postumamente en 1705) algunas consideraciones que ya aparecían en la Micrographia (1665), Hooke aborda también el pro­ blema de los fósiles, «que hasta ahora ha atormentado a todos cuantos se de­ dicaban al estudio de la historia natural y de la filosofía». Hooke se mantiene muy distante tanto de las tesis aristotélicas como de las neoplatónicas. Recha­ za además por improbable la tesis que atribuye el origen de los fósiles a la ac­ ción del diluvio. La Tierra y las formas de la vida sobre la Tierra tienen para Hooke una historia. Una serie de natural powers y de causas físicas (terremo­ tos, inundaciones, diluvios, erupciones) han alterado la Tierra y la vida. Des­ de la época de la creación «una gran parte de la superficie terrestre ha sido transformada y ha alterado su naturaleza ... muchas partes que antes no lo fueron son ahora tierra y otras partes que son ahora mares fueron en otro tiempo tierra firme, montañas que han sido transformadas en llanuras y llanu­ ras en montañas». La Tierra en un principio estaba compuesta de sustancias

fluidas, que poco a poco fueron cristalizando y solidificando, y está formada por estratos superpuestos. Para explicar la existencia de fósiles que no perte­ necían a ninguna especie conocida, Hooke abandonaba también la idea de es­ pecies inmutables y eternas y formulaba la hipótesis de la destrucción y desa­ parición de especies vivas: «Comprobamos que alteraciones del clima, del ambiente y de la nutrición producen con frecuencia grandes cambios y no hay duda de que alteraciones de esta naturaleza pueden producir enormes cambios en la forma y en los accidentes de los animales» (Hooke, 1705: 334, 411, 290, 298, 327-328). Pero la «historia» de Hooke seguía estando contenida en el breve marco temporal de la historia sagrada. No pretendía rechazar la crono­ logía tradicional de los seis mil años, ni cuestionar en modo alguno la «con­ cordia» entre la naturaleza y las Escrituras. A mediados del siglo xvn el problema de la interpretatio naturae ya no se sitúa sobre la base de dimensiones exclusivamente espaciales o estructurales. Aparece conectado con la dimensión temporal. Analizar e interpretar una sus­ tancia no significa solamente descomponerla, reducirla a movimiento de par­ tículas, estudiarla en sus aspectos geométricos. Comienzan a cobrar sentido otra clase de preguntas: ¿cómo se ha ido formando a lo largo del tiempo un objeto natural? ¿Cómo ha producido la naturaleza, en el transcurso del tiem­ po, un determinado objeto? Los términos de un nuevo «teorema» referente a los fósiles son enunciados con claridad cartesiana por el danés Niels Steensen (1638-1686) al comienzo del De solido intra solidum naturaliter contento dissertationis prodromus (1699): «Dado un objeto, producido por medios natura­ les y que posee una cierta forma, se trata de hallar, en el objeto mismo, las evidencias que muestren los modos de su producción» (Steensen, 1669). En el Prodromus se evidencian fuertes influencias galileanas y cartesianas. La teo­ ría corpuscular de la materia se utiliza para establecer una clara distinción en­ tre los «cristales» y las «conchas» o fósiles. La hipótesis de la estructura en estratos superpuestos de la corteza terrestre y de su formación por sedimenta­ ción de materia inorgánica y de restos fósiles en el agua del mar se construye a partir de la observación del territorio de la Toscana, pero se considera de va­ lidez general. Esta hipótesis explicaba la presencia de los fósiles incluidos en la secuencia de los estratos y constituía un intento coherente de reconstruir la secuencia de los acontecimientos geológicos. La posición originaria de los es­ tratos, paralela al horizonte, ha sido modificada en el transcurso de los siglos por erupciones y terremotos. El actual paisaje terrestre es el resultado de las grietas, contracciones y levantamientos de los estratos. Un año después de la publicación del Prodromus de Steensen, en 1670, Agostino Scilla (1639-1700), pintor y académico de la Fucina, publica La va­ na speculatione disingannata dal senso. Lettera responsiva circa i corpi marini che petrificad si truovano in vari luoghi terrestri. A la «vana especula­ ción» que considera que los fósiles han «crecido» en el interior de las rocas, Scilla (que no conoce la obra de Steensen) opone la tesis de su origen orgáni­ co. Sostiene con bastante firmeza la tesis de que los fósiles «han sido auténti­ cos animales y no meros caprichos de la naturaleza originados simplemente

de sustancia pétrea». No cree que los metales «crezcan» en las minas e ironi­ za sobre la tesis de la «vegetabilidad» de las piedras. Cada vez que cogemos un glosopetra (o diente petrificado) podemos establecer la posición exacta de ese diente en la mandíbula del escualo (Scilla, 1670: 21, 26, 33, 86-87). Sci11a alude continuamente a su condición de pintor, insiste en la observación y está en contra de las especulaciones. Se remite a Lucrecio y a Descartes. Aun­ que nunca menciona a Galileo, acepta sus tesis básicas. Más allá de su sensismo y de su escepticismo, sólo una filosofía le parece aceptable: la «que com­ prende la gran disparidad que existe entre lo que piensan los hombres y lo que haya sabido realizar la naturaleza» (ibidem: 105). En 1696 William Wotton presentó a la Royal Society un abstract de la obra de Scilla. Al año si­ guiente publicó A Vindication ofan Abstract ofan Italian Book Conceming Ma­ rine Bodies. A las fantasías de Kircher, que cree ver a Cristo y a Moisés en las paredes de la gruta de Baumann y que distingue a Apolo y a las Musas en las vetas de un ágata, Leibniz opondrá, en Protogaea, los testimonios precisos del «docto pintor» de Messina. La obra de Athanasius Kircher (1602-1680), titulada Mundus subterraneus (1664) tuvo una amplia difusión. Su hipótesis geológica estaba de acuerdo con el texto sagrado y, en el apartado dedicado a la orogénesis, distinguía dos tipos de montañas: unas, ortogonales a la superficie terrestre, creadas directa­ mente por Dios; las otras, posdiluviales, aparecidas por causas naturales. Los fósiles que se encuentran en ambos tipos de montañas no son, según Kircher, restos de organismos. Son frutos de la vis lapidifica y del spiritus plasticus. Remitiéndose a los temas más característicos de la tradición hermética, Kir­ cher aludía a la semejanza que existe entre las aguas que circulan por el inte­ rior de la Tierra y la sangre. En las rocas se pueden hallar figuras geométri­ cas, imágenes de cuerpos celestes, letras alfabéticas, símbolos que remiten a los significados divinos presentes en el mundo. El voluminoso intento de Kir­ cher, que mezclaba temas de la «filosofía química», se presentaba como una alternativa al mecanicismo de las hipótesis cosmológicas y geológicas de Descartes. Colonna, Scilla y Steensen (su obra se tradujo al inglés en 1671) habían examinado fósiles del Holoceno y del Cuaternario (los llamados subfósiles de la geología actual). Puesto que en este caso no aparecían diferencias signifi­ cativas entre los fósiles y las especies vivas, en cierto modo era más fácil, a la vista del material disponible, sostener la tesis del origen orgánico de los fósi­ les. Los fósiles que tenían en sus colecciones Martin Lister (c. 1638-1702), John Ray (1627-1705) y Edward Lhwyd (1660) se remontaban a los períodos Jurásico y Carbonífero y en muchos casos eran morfológicamente diferentes de las especies afines vivas, o (como en el caso de los ammonites) no corres­ pondían a ninguna especie existente. Lister los considera rocas y, constatando que los fósiles no están uniformemente repartidos sino que son característicos de determinados estratos, rechaza la hipótesis geopaleontológica de Steensen. Los cuarenta días del diluvio no le parecen suficientes para formar los estra­ tos de que está constituida la corteza terrestre. La tesis del origen orgánico de

los fósiles dejaba al descubierto notables diferencias entre las especies vivas y los animales fósiles. Destacar esas diferencias (por parte de quienes acepta­ ban ese origen) conducía necesariamente a la constatación de que algunas es­ pecies de animales se habían extinguido. Admitir la extinción de especies vi­ vas, ¿no suponía una inadmisible ruptura en la «plenitud» de la realidad y en la gran cadena del ser? ¿No equivalía a reconocer elementos de incompleción y de imperfección en la obra del Creador? El rechazo de la tesis del origen or­ gánico por parte de los tres naturalistas ingleses obedecía sin duda a dificulta­ des técnicas y a insuficiencia de pruebas. Sin embargo, tras este rechazo se escondían también arraigadas convicciones de carácter metafísico.

Una teoría sagrada de la Tierra La Telluris theoria sacra de Thomas Bumet (c. 1635-1715) fue publicada en 1680 y, en una edición ampliada, en 1684. Esa teoría de la Tierra se presenta­ ba como «sagrada» porque, como se dice en el prólogo, no se limitaba a con­ siderar (como en la perspectiva cartesiana) la «común fisiología» terrestre, si­ no que pretendía examinar aquellas maiores vicissitudines de las que habla la Biblia y que constituyen los «fundamentos» de la divina providencia. Estos grandes acontecimientos o vicisitudes son: el origen del caos, el diluvio, el es­ tallido y la consumación de todas las cosas. Para que el diluvio conserve su carácter de universalidad y no quede reducido (como pretenden los libertinos) a un episodio propio de una historia local, hay que aceptar el punto de vista cartesiano: admitir que la Tierra fue en otro tiempo distinta de la actual. En los orígenes existe «una masa fluida que contiene los materiales y los ingre­ dientes de todos los cuerpos confusamente mezclados». Ese caos es transfor­ mado por la palabra divina en un mundo: las partes más pesadas se precipitan hacia el centro, según un orden decreciente de gravedad específica. El resto se subdivide, por obra del mismo principio de gravedad, en un cuerpo líquido y en un cuerpo aéreo o volátil. Debido a procesos de sedimentación se forma la corteza, que al principio es completamente lisa, carente de rugosidades y de montañas, y que contiene en su interior las aguas del «gran abismo». Esta su­ perficie perfecta, donde no soplan los vientos ni se dan variaciones climáticas, coincide en todo con el paraíso terrenal. Una tremenda catástrofe universal transforma este paraíso esférico en el mundo actual, que es irregular, rugoso y retorcido, constituido por grandes superficies líquidas y por continentes de costas recortadas. Debido a la acción del Sol, la corteza se agrieta y un gigan­ tesco terremoto parte la superficie del mundo. La salida de las aguas interio­ res provoca el diluvio, los vapores internos se condensan en los polos y se precipitan, como torrentes gigantescos, hacia el ecuador. El eje terrestre se in­ clina respecto al plano de la eclíptica y de ello dependen los cambios de esta­ ción y de clima. Cuando las aguas del diluvio regresan al interior del gran abismo (y se trata de un lento proceso continuamente activo) dejan tras de sí una Tierra desordenada. Ya no parece la obra de la naturaleza «según su pri­

mera intención y de acuerdo con el primer modelo, sino que es el resultado de materiales quebrados, dispersos y destrozados». La Luna y la Tierra son am­ bas «las imágenes y las representaciones de una gran destrucción, tienen la apariencia de un mundo que yace entre sus escombros» (Bumet, 1684: 109). Esta imagen de los escombros y de la Gran Destrucción se convierte en las páginas de Bumet en una especie de leitmotiv metafísico. El tema de las rui­ nas, que se relaciona con la idea de una lenta corrupción del mundo y de una progresiva decadencia de la naturaleza, tendrá una importancia capital en la cultura barroca y neogótica. Bumet pretendía conciliar el relato cartesiano del origen del mundo con el texto sagrado. Creía que Dios había «sincronizado» los acontecimientos de la historia sagrada con la cadena de las causas mecá­ nicas y naturales. Lo que no podía imaginar es que su obra ocuparía un lugar preferente en la historia de la idea de «sublime» y en el nacimiento de una emoción relacionada con las montañas. Las tesis defendidas por Bumet dieron lugar a una fuerte polémica. Su libro fue comparado muchas veces con el que escribió Fontenelle sobre la pluralidad de los mundos y fue duramente atacado por los newtonianos. En Geology or a Discourse Concerning the Earth Befare the Deluge (1690), William Temple (1628-1699) contrapone obstinadamente pasajes de las Escrituras a cada una de las afirmaciones de Bumet. La imagen de un universo como proceso de decadencia no encajaba bien con la idea, bastante enraizada en la tradición newtoniana, de un universo ad­ mirable en el que se trasluce continuamente la acción benévola de Dios. En Essay Towards a Natural History of the Earth (1695) John Woodward (16651728), coleccionista de fósiles y profesor de física en el Gresham College, ex­ pulsado por su arrogancia de la Royal Society, rechaza la mayoría de las hi­ pótesis de Bumet y califica de «imaginaria y novelesca» su historia de la Tierra. Muchos de los fósiles hallados en Inglaterra corresponden a animales que pueblan otras partes del globo. El diluvio universal fue, tal como cuentan las Escrituras, una auténtica destrucción del mundo: una disolución de la ma­ teria en sus principios constitutivos, una nueva mezcolanza y una nueva sepa­ ración. Los fósiles son los testimonios de aquel acontecimiento. El nuevo am­ biente que nace a partir del diluvio es funcional para la vida del hombre. Los cambios y las variaciones que se han producido y se producen sobre la super­ ficie terrestre tienen una finalidad positiva. También John Ray (1627-1705) en The Wisdom ofGod (1691) insiste con vehemencia en que la sabiduría de Dios se manifiesta en las obras de la natu­ raleza. La retirada de las aguas a sus grandes receptáculos y la emersión de la tierra firme son manifestaciones de la sabiduría divina, «porque en estas con­ diciones el agua nutre y conserva enormes cantidades de distintas especies de peces y la tierra firme, una gran variedad de plantas y de animales». Bastante más ambigua y difusa, desde el punto de vista de la ortodoxia, es la postura adoptada por William Whiston (1667-1752) en A New Theory of the Earth (1696). La obra, dedicada a Newton, presentaba tres tesis cosmológicas: 1) la Tierra se había formado a partir del enfriamiento de un cometa nebuloso, de masa igual a la de la Tierra, pero de un volumen enormemente superior; 2) el

diluvio fue causado por la salida de las aguas interiores, provocada por el pa­ so de la Tierra a través de la cola de un cometa de tamaño seis veces superior al de la Tierra y veinticuatro veces más próximo a la Tierra que la Luna; 3) el estallido final será provocado por la aproximación de este mismo o de un nuevo cometa, y provocará la desaparición de las aguas y la nueva consolida­ ción de la Tierra en una situación semejante a la inicial. La hipótesis del co­ meta como causa del diluvio ya había sido avanzada en 1694 por Edmund Halley (1656-1742), uno de los mejores astrónomos de su generación, cuya obra permaneció inédita en vida (por temor a ser acusado de ateísmo), y apa­ reció publicada en 1742 en Philosophical Transactions.

El Protogaea de Leibniz El Protogaea de Leibniz tuvo un curioso destino: fue compuesto entre 1691 y 1692, unos diez años después de la Theoria sacra de Bumet y antes de que salieran (en 1695 y 1696) las afortunadas obras de Woodward y de Whiston. Pero no se publicó hasta 1749, es decir, cincuenta y seis años más tarde, coin­ cidiendo con la edición del primer volumen de la gran Histoire naturelle de Buffon. Éste sólo conocía la obra de Leibniz por el brevísimo extracto de dos páginas, que había sido publicado (en enero de 1693) en las Acta eruditorum de Leipzig. Leibniz parte de presupuestos precisos de carácter metafísico, a partir de los cuales la historia del universo adopta tres características fundamentales: 1) es el desarrollo de posibilidades implícitas contenidas ya en su inicio y «programadas» ya como en un embrión; 2) la elección del «programa» se re­ monta a Dios y en las raíces de la historia del universo no existe el caos, sino que existen decretos libres de Dios, o las leyes del orden general de ese uni­ verso posible (el mejor), que ha sido elegido por Dios para convertirse en real; 3) la historia del universo se realiza a través de cambios y desórdenes que son sólo aparentes, que se configuran como tales tan sólo a nuestros limitados ojos humanos. En la gran visión de Leibniz todos los términos tradicionales del problema se han transformado: mecanicismo y finalismo no son incompa­ tibles; es posible hablar de historia del mundo, de formación del sistema solar, de historia del universo y de la Tierra evitando la impiedad de la tradición li­ bertina, atea y materialista. Al relativizar el caos y el desorden, las posturas de los cartesianos y de Bumet se neutralizan: se abre un amplio espacio para la investigación empírica de los cambios que se han producido y se producen en la historia del universo y de la Tierra. Incluso los resultados de la teoría de Bumet, que habían parecido más re­ volucionarios y peligrosos, pueden ser aceptados. Es cierto que nosotros «vi­ vimos sobre minas», pero esas minas no son testimonio de una decadencia ni prueban que haya existido un proceso de corrupción gradual: esos desórde­ nes «se han producido en el orden», e incluso los iniciales y terribles trastor­ nos han dado lugar a un equilibrio. Todo lo que ha salido de las manos de la

naturaleza ha comenzado de forma regular. Así sucede con la Tierra. Las de­ sigualdades y las asperezas se produjeron en época posterior. Si al comien­ zo el globo fue líquido, necesariamente tenía una superficie lisa y, de acuer­ do con las leyes generales de los cuerpos, las cosas sólidas proceden del endurecimiento de cosas líquidas. Esto nos lo confirma la presencia (y en este punto el lenguaje es el mismo que el de Steensen) de cuerpos sólidos encerrados en un cuerpo sólido: como, por ejemplo, «los despojos de cosas antiguas, plantas, animales, manufacturas, cubiertos con una envoltura de piedra». La envoltura, que ahora es sólida, se formó forzosamente con pos­ terioridad al objeto encerrado en ella «y, por tanto, es necesario que en otro tiempo fuera fluido». Desde las primeras páginas, Leibniz acepta los planteamientos «cartesia­ nos» y admite los resultados a que había llegado Steensen. Globos originaria­ mente incandescentes y luminosos, semejantes a las estrellas y al Sol, se con­ virtieron en cuerpos opacos a causa de las escorias producidas por la materia incandescente. El calor se concentró en el interior y la corteza se enfrió y se consolidó. El proceso que se desarrolló sobre la Tierra no difiere del que se produce en los hornos de fundición. Si la tierra y las piedras sometidas a la acción del fuego dan origen al vidrio, resulta explicable que «los grandes hue­ sos de la Tierra, las rocas desnudas, los sílex inmortales estén casi completa­ mente vitrificados, al proceder de aquella primera fusión de los cuerpos». El vidrio, que constituye la base de la Tierra, aparece semioculto en los otros cuerpos y en sus partículas. Estas últimas, corroídas y divididas por las aguas, fueron sometidas a numerosas destilaciones y sublimaciones hasta generar un limo capaz de alimentar plantas y animales. Durante el proceso de enfria­ miento, la consolidación de la corteza originó enormes burbujas que conte­ nían aire o agua. Debido a la diversidad de la materia y del calor, las masas se enfriaron en períodos de tiempo desiguales y provocaron sacudidas que die­ ron lugar a la posterior formación de montañas y valles. Las aguas proceden­ tes de los abismos se unieron a las que descendían de las montañas: esto pro­ vocó inundaciones que dieron lugar a sedimentos, a los que, por repetición de los mismos fenómenos, se superpusieron otros. No todas las piedras, sino so­ lamente las primitivas o base de la Tierra, proceden del enfriamiento que si­ guió a la primitiva fusión. Otras, tal como ha sido probado por la existencia de los estratos, proceden de nuevas concreciones que siguieron a las disolu­ ciones provocadas, en épocas diversas, por precipitaciones. Leibniz es consciente de que la teoría sobre los «incunables del mundo» contiene los gérmenes de una «nueva ciencia o geografía natural». Sabe que esta ciencia está dando sus primeros pasos, pero cree que ha identificado las causas generales a las que se puede atribuir «el esqueleto y, por así decir, la osamenta visible de la Tierra, su estructura». Ésta está constituida por la ca­ dena del Himalaya y del Atlas, por los Alpes y por las grandes fosas oceáni­ cas. Esa estructura presenta elementos de estabilidad: es el resultado de un proceso a cuyo término se produce «un estado de cosas más consistente, que deriva del cese de las causas y de su equilibrio». Una vez alcanzado este es­

tado, los cambios posteriores están provocados únicamente por «causas parti­ culares» y ya no por «causas generales». Leibniz, que, como se ha observado acertadamente (Solinas, 1973: 44-45), es mucho menos «diluviano» que muchos de sus contemporáneos, recupera la tesis de Steensen tanto para explicar la existencia de los estratos (en un prin­ cipio horizontales, después inclinados) como para dar una explicación de los fósiles. Es un firme defensor del origen orgánico de los fósiles. Las páginas que dedica a la demostración de esta tesis y a la refutación de las teorías opuestas, aunque no ofrecen grandes novedades teóricas, tienen un extraordi­ nario poder de penetración: «Yo mismo he tenido entre mis manos fragmentos de roca sobre los que estaban esculpidos un mújol, una perca, una argentina. Poco antes se había sacado un enorme lucio que tenía el cuerpo doblado y la boca abierta, como si, sepultado aún con vida, se hubiera endurecido a causa de la gorgónea fuerza petrificante ... En esta cuestión, muchos se refugian en la idea de lusus naturae, que es un término carente de sentido» (Leibniz, 1749: 29-30). Leibniz se mantiene cuidadosamente distante de cuantos sostie­ nen que «los animales que ahora habitan la Tierra fueron en otro tiempo acuá­ ticos y que, desaparecido ese elemento, se fueron convirtiendo en anfibios y que finalmente sus descendientes abandonaron las sedes primitivas» (ibidem: 10). Esta hipótesis, que es contraria a las Escrituras, presenta también dificul­ tades insuperables. Y, sin embargo, Leibniz no excluye posibles cambios en las especies animales. Algunos se sorprenden de la presencia de especies fósi­ les «que en vano buscaríamos en el mundo conocido ... pero no es inverosímil creer que, a través de las grandes alteraciones que ha sufrido la Tierra, tam­ bién las especies animales hayan experimentado muchísimos cambios» (ibi­ dem: 41).

Newtonianos y cartesianos Las teorías newtonianas sobre la estructura del universo y de la materia se convirtieron en las Boyle lectures, iniciadas por Richard Bentley (1662-1742) en 1691-1692, en armas con las que luchar contra los epicúreos y los freethinkers, contra los defensores de un milenarismo popular ligado a la revolu­ ción de 1688. La postura de Bumet no había sido ajena a ese milenarismo. La filosofía natural de Newton fue muy utilizada como ideología. En un sermón del 7 de noviembre de 1692, titulado A Confutation of Atheism from the Origin and Frame of the World, Bentley atacaba «la hipótesis atea sobre la for­ mación del mundo» afirmando la equivalencia sustancial de los términos me­ cánico y fortuito. En Examination of Dr. Bumet Theory of the Earth (1698) John Keill (1671-1721), primer profesor de física newtoniana en Oxford y autor de la célebre Introductio in verarn physicam (1700), ataca con gran dureza a los world makers, o constructores de mundos imaginarios, y a los flood makers, o constructores de diluvios imaginarios. Tomando como base únicamen­ te los principios de la materia y del movimiento, éstos pretenden «conocer la

esencia íntima de la naturaleza e informamos exactamente sobre cómo Dios construyó el mundo». Son «zafios, arrogantes y presuntuosos», como los filó­ sofos y los poetas paganos. Su extraordinaria presunción fue estimulada por Descartes, «el primero entre los constructores de mundos de nuestro siglo». Las grandes cosmologías cartesianas de los años noventa fueron degrada­ das por Keill (y por muchos otros newtonianos) a la categoría de obras de ciencia ficción. Frente a éstas se reivindica el valor de la ciencia newtoniana, la exactitud de sus leyes y el rigor de sus definiciones. Tras la polémica de los seguidores de Newton contra las novelescas hipótesis de los world makers y tras la reivindicación de la gran física de Newton, se encuentran en realidad tres presupuestos sólidos, que por principio están fuera de toda posible discu­ sión: 1) la historia de la Tierra y del cosmos no se puede explicar totalmente desde el ámbito de la filosofía natural y en esa historia intervienen algunos hechos milagrosos; 2) la verdad del relato bíblico no puede ponerse en duda; 3) es necesario reconocer la presencia en la naturaleza de las causas finales, y la adopción de un punto de vista antropomórfico es completamente legítima, incluso en física.

CAPÍTULO CATORCE

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Clasificar Poa bulbosa una pequeña planta de hojas planas e inflorescencias verduscas. Pertenece, como diríamos hoy, a la familia de las gramíneas. Basándonos en la clasificación (todavía vigente) del gran botánico sueco Carolus Linnaeus o Cari von Linné, en castellano Linneo (1707-1778), la denominamos Poa bulbosa. Con esta denominación binaria situamos la planta dentro de un sistema. La sistemática (o taxonomía) botáni­ ca (o zoológica), que hasta la fecha ha puesto nombre a más de un millón de especies animales y vegetales (y que todavía tiene que clasificar una enorme cantidad de especies de ácaros y de insectos), es precisamente la disciplina que se ocupa de las clasificaciones, es decir, que reúne las distintas formas en grupos cada vez más amplios y comprensivos: raza, especie, género, familia, orden clase, tipo o phylum y reino. El nombre de esa plantita contiene -si conocemos la estructura del siste­ ma- una cantidad de información realmente considerable. El sistema linneano es funcional: la llamada nomenclatura binaria comprende dos palabras: el nombre del género y un epíteto específico que distingue la especie de todas las otras del mismo género, exactamente igual -afirma Linneo- que sucede con el apellido y el nombre de los seres humanos. Identificar la especie no quiere decir solamente distinguirla, sino también reconocer sus afinidades con las otras que pertenecen al mismo género. El uso del latín evita la confusión de las lenguas nacionales. Linneo compara la clasificación con un ejército subdividido en legiones, cohortes, manípulos y escuadras, y la concibe como un sistema jerárquico de grupos incluidos en grupos cada vez más amplios. Cada uno de los niveles más restringidos limita progresivamente las propieda­ des que debe poseer aquel ser vivo específico, mientras que cada uno de los niveles más amplios comprende un número cada vez mayor de propiedades y de organismos afines. A cada término utilizado se le atribuye un nivel jerár­ quico. Es como si remontara las paredes internas de un embudo y en cada es­ tadio me encontrara con una compañía cada vez más numerosa. Junto a mi especie (Homo sapiens) sólo aparece la especie extinguida del Homo erectus, a continuación viene el género Homo, después la familia Hominidae, que comprende también los grandes simios, después el orden Primati, de dedos

C

rece e n a b u n d a n c ia en n u e st r o s pr a d o s

flexibles y cerebro grande, después la clase Mammalia, que tienen sangre ca­ liente, pelo y amamantan a sus crías, a continuación el phylum Cordata, que en algunos de sus estadios tienen las características de los vertebrados, des­ pués aparece el reino Animalia, que agrupa a todos los seres vivos incapaces de fotosíntesis. Es evidente que también puedo realizar la operación inversa y descender por las paredes del embudo. A finales del siglo xvn un gran botánico francés, Joseph Pitton de Toumefort (1656-1708), utilizaba setenta palabras y un dibujo para designar el gera­ nio. Para designar la Poa bulbosa de Linneo utilizaba quince palabras: Gramen Xerampelinum, miliacea, praetenui, ramosaque sparsa canícula, sive Xerampelinum congener, arvense, aestivum, gravem minutissimo semine. En aquellas setenta y en estas quince palabras hay menos información de la que contienen las dos palabras utilizadas por Linneo.

Clasificar El problema de la clasificación se relaciona, según la opinión general, con una actividad algo obtusa que consistiría en atribuir nombres latinos a los ani­ males y a las plantas. Esa opinión general alude a una caricatura: «Los mejo­ res taxonomistas siempre han ido a la búsqueda de un sistema natural, capaz de revelar las causas del orden natural en lugar de ser simplemente un siste­ ma de encasillamiento artificial» (Luria, Gould, Singer, 1984: 585). Uno de los temas más apasionantes de la biología contemporánea es el que se relacio­ na con los problemas planteados por la cladística, o tipo de clasificación que excluye cualquier noción de «semejanza» entre los seres vivos y trabaja sola­ mente sobre la base de las ramificaciones evolutivas. Pero el problema de la clasificación se complicó enormemente cuando, a lo largo del siglo xix, se cruzó con el de la evolución. En el período al que aquí nos referimos, entre mediados del siglo xvi y los primeros años del siglo xvm, el problema de la clasificación está relacionado con un mundo en el que (salvo raras excepcio­ nes) las especies se consideran fijas, y las pulgas, las moscas, los elefantes, los caballos y las jirafas son aún como eran en sus orígenes, cuando las espe­ cies vivas salieron de las manos del Señor. Algunos problemas deben abordarse por separado: 1) en la clasificación se pone en relación una teoría de la naturaleza con una teoría del lenguaje; 2) la acción de clasificar no sólo está relacionada con el conocimiento, sino tam­ bién con la memorización; 3) al lenguaje clasificatorio se le atribuye una fun­ ción diagnóstica, en el sentido de que debe ser capaz de captar lo que es esen­ cial olvidando todo lo que resulta superfluo o accidental.

Lenguas universales En la segunda mitad del siglo xvn alcanzaron gran difusión en toda Europa numerosos proyectos de una lengua y de una escritura «filosófica» o «artifi­ cial» o «perfecta» o «universal», que fuese capaz (esto es lo que deseaban los teóricos de esa lengua) de superar la confusión y la ambigüedad de las len­ guas naturales. Esta lengua debía componerse de símbolos capaces de referir­ se no a los sonidos, sino directamente a las «cosas». Partiendo de esta pers­ pectiva, Bacon y Leibniz se interesaron mucho por los ideogramas de los chinos y por los jeroglíficos de los egipcios. La imagen del objeto remite di­ rectamente al objeto (como sucede, por ejemplo, en los llamados iconos, o en alguna de esas señales viarias en que aparecen dos niños con una cartera cru­ zando una calle). Esa imagen resulta comprensible independientemente de la lengua que realmente se hable: está escrita y dicha de maneras distintas, pero es comprendida por todos (incluso por aquellos que hablan lenguas diferen­ tes) del mismo modo. ¿Por qué no construir, sobre estas bases, primero una forma de escritura y después una auténtica lengua? ¿No se solucionaría así el problema de la confusión de las lenguas con la que Dios (como cuenta la Bi­ blia) castigó al género humano, culpable de haber construido la Torre de Ba­ bel? (Rossi, 1983; Eco, 1993). En los escritos de George Dalgamo y de John Wilkins (que fueron los principales teóricos de la lengua universal), que se publicaron respectivamen­ te en 1661 y en 1668, se presentan algunas tesis que tendrán una notable tras­ cendencia para todos los «clasificadores» de plantas y de animales de los si­ glos xvn y xvin. 1. Existe una oposición de fondo entre las lenguas naturales y la lengua fi­ losófica o universal. El sistema de signos que componen esta última debe ser comprensible con independencia de la lengua que se hable realmente, y las reglas de la lengua universal deben ser distintas de las reglas de la lengua na­ tural. 2. El objetivo fundamental de la lengua filosófica es la creación de signos que correspondan no a los nombres habituales de las cosas, sino a las imáge­ nes mentales de las cosas (que son comunes a todos los seres humanos). 3. Los signos de la lengua filosófica deben ser «metódicos»: es decir, de­ ben ser capaces de mostrar la presencia de las relaciones y de las correspon­ dencias que median entre las cosas. 4. Entre los signos y las cosas debe existir una relación unívoca, y a cada signo debe corresponder una cosa o noción («to every thing and notion there were assigned a distinct mark»). 5. El proyecto de una lengua universal implica el proyecto de una enciclo­ pedia universal, es decir, implica una completa y ordenada enumeración, ade­ más de una cuidadosa clasificación, de todas las cosas y nociones a las que se debe aplicar un signo o mark convencional. 6. La construcción de la enciclopedia es esencial para el funcionamiento de la lengua y requiere la construcción de tabulae (en el sentido que Francis

Bacon había atribuido a este término). Puesto que es cierto, como había seña­ lado Descartes, que un lenguaje perfecto exigiría una clasificación de todas las cosas que existen en el mundo, los límites de la enciclopedia son los pro­ pios límites de la lengua. 7. La enciclopedia (aun siendo necesariamente parcial) nos asegura que cada signo será también una definición precisa de la cosa o noción. Y tene­ mos una definición precisa cuando el signo indica el lugar exacto de la cosa en el conjunto ordenado de objetos naturales que las tablas de la enciclopedia reflejan y reproducen. 8. El objetivo principal de las tablas, aclaraba Wilkins, es disponer las co­ sas y las nociones en un orden «tal que el lugar asignado a cada cosa pueda contribuir a la descripción de su naturaleza, indicando la especie general y particular en que está situada la cosa, y la diferencia que la distingue de las otras cosas de su misma especie ... al aprender los nombres de las cosas co­ noceremos al mismo tiempo su naturaleza» (Wilkins, 1668: 289).

Una lengua para hablar de la naturaleza De la búsqueda de una lengua universal se pasa, sin solución de continuidad, a la búsqueda de un proyecto de clasificación de los objetos naturales. Creo que a este respecto son muy claras las razones que empujaron a un estudioso a afirmar que el obispo Wilkins se proponía «hacer con las palabras lo que Linneo hará más tarde con las plantas» (Emery, 1948: 176; cf. Rossi, 1984). No se trata (como tenderíamos a creer hoy en día) de simples analogías que aparecen en el pensamiento de un «lingüista» y de un profesor de botánica. Uno de los padres fundadores de la botánica, el inglés John Ray (1627-1705), y también el zoólogo Francis Willoughby (1635-1672) colaboraron con John Wilkins, cuando éste (en 1666) se dirigió a esos dos ilustres científicos para poder insertar en su texto «una enumeración regular de todas las familias de las plantas y de los animales» (Ray, 1718: 366). La discusión que se inició, a partir de aquel año, entre Wilkins y Ray presenta elementos muy interesantes. El reverendo John Ray publicará en 1682 Methodus plantarum nova. En 1686 aparecía el primer volumen de una obra gigantesca, la Historia plantarum (1686-1704): tres mil páginas infolio, en las que se describen 18.000 especies y variedades subdivididas en 33 clases sobre la base de criterios morfológicos. Ray introdujo la distinción entre plantas monocotiledóneas y dicotiledóneas y dio una definición moderna de la especie como conjunto de individuos mor­ fológicamente semejantes que proceden de una semilla idéntica. Pero Ray era un hombre que sentía curiosidad por las cosas más variadas. En el repertorio de sus obras encontramos también textos de carácter teológico, reflexiones sobre el diluvio y sobre los fósiles, consideraciones sobre la retórica y sobre la ciencia, y opiniones sobre la debatida cuestión de la superioridad de los modernos. En 1674 y 1675 publicó además dos diccionarios: A Collection of English Words not Generally Used y Dictionariolum trilingüe. Sus intereses

lingüísticos no eran marginales, como tampoco era superficial su interés por el proyecto de Wilkins, De hecho, se sometió a la ingrata tarea de traducir al latín el texto completo del Essay, para que pudieran acceder a él todos los es­ tudiosos del continente. La traducción fue efectivamente concluida, a pesar de que nunca se publicó (Ray, 1740: 23). Según Ray, conseguir una clasificación «perfecta», como la que deseaba Wilkins, era una empresa irrealizable. No es posible, como pretendía Wilkins, ordenar la naturaleza de forma geométrica y simétrica. No es posible enume­ rar tres clases de hierbas y subdividir después cada una de estas tres clases en nueve «diferencias». Frente a estas pretensiones, Ray observaba que la natu­ raleza no da saltos, produce especies intermedias de difícil clasificación, pare­ ce una realidad continua que es el resultado de un conjunto de gradaciones imperceptibles.

Nombrar equivale a conocer «Para poder llevar a cabo de manera cuidadosa este proyecto -había escrito Wilkins- es necesario que la teoría misma, sobre la que debe basarse este pro­ yecto, siga exactamente la naturaleza de las cosas» (Wilkins, 1668: 21). Si aprendemos los caracteres y los nombres de las cosas conoceremos también la naturaleza de las cosas. Si las correspondencias, las oposiciones y las relacio­ nes entre los términos del lenguaje reproducen las correspondencias, las opo­ siciones y las relaciones entre las cosas, nombrar equivale a conocer. Como dirá Linneo en una frase lapidaria: «Fundamentum botanices dúplex est: dispositio et denominatio» (Linneo, 1784: 151). Joseph Pitton de Toumefort (1656-1708), profesor de botánica en el Jardin du Roi, elabora una clasificación basada en el género. En Eléments de botanique ou méthode pour reconnaitre les plantes (1694) y en Institutiones rei herbariae (1700) describe casi 700 géneros y más de 10.000 especies. Toumefort también cree que los rasgos o características de las plantas deben estar estre­ chamente relacionados con su nombre, hasta tal punto que resulten insepara­ bles de éste. La botánica no consiste en un conocimiento de las virtudes de las plantas, no tiene una función auxiliar respecto a la farmacología o a la medici­ na. Galeno y Dioscórides enriquecieron la medicina, pero oscurecieron la botá­ nica introduciendo en ella al azar una serie de nombres, a medida que se iban descubriendo las plantas. Para convertir la botánica en una ciencia es preciso «que se inicie el estudio de las plantas mediante el estudio de sus nombres» (Toumefort, 1797: I, 47). Toumefort se da cuenta de que un lenguaje verdade­ ramente perfecto o riguroso exigiría un cambio radical de toda la terminología existente. Pero existe una tradición, existe una serie de conocimientos adquiri­ dos que se han ido formando históricamente y que hay que tener en cuenta: Si las plantas no tuviesen todavía nombres, se podría facilitar su conoci­ miento mediante nombres simples, cuyas desinencias indicarían las relaciones

que existen entre las plantas del mismo género y de la misma clase ... Para ha­ cer esto habría que poner patas arriba todo el lenguaje de la botánica y, en los inicios de esta ciencia, era imposible lograr esta exactitud, puesto que urgía atribuir los nombres a las plantas al mismo tiempo que se descubrían sus usos (ibidem: I, 48). La botánica dista mucho de la perfección por una especie de vicio de ori­ gen: Los antiguos, debido a no sé qué perverso destino, cuanto más lustre da­ ban a la medicina con múltiples ayudas, tanto más contribuían a empalidecer la botánica. Pensaban en nuevos nombres con los que denominar las plantas para ilustrar sus virtudes y no tenían aún leyes sobre cuya base poder atribuir los nombres de manera no arbitraria (Toumefort, 1700: I, 12-15).

Ayudas para la memoria Cuando Bemard de Fontenelle pronunció en la Academia un elogio fúnebre con ocasión de la muerte de Toumefort, dijo: «Gracias a él fue posible orde­ nar el inmenso número de plantas esparcidas por toda la Tierra y por debajo de la superficie del mar y distribuirlas en los diversos géneros y en las diver­ sas especies que facilitan el recuerdo e impiden que la memoria de los botá­ nicos sucumba bajo el peso de una infinidad de nombres» (Fontenelle, 1708: 147). Muchos consideraron que las clasificaciones eran una ayuda inestimable para la memoria. Sobre la necesidad de estas ayudas, concebidas como parte integrante del nuevo método, insistió durante mucho tiempo Francis Bacon, que había recurrido con asiduidad al antiguo patrimonio del ars memorativa ciceroniana, sin por ello dejar de criticarla (cf. Rossi, 1983; Yates, 1972). Fontenelle no había sido el único en hablar de un posible derrumbamiento de la memoria bajo el peso de los datos. Entre mediados del siglo xvi y me­ diados del siglo xvn -conviene no olvidarlo- la situación de las ciencias de la naturaleza sufre un cambio radical, también en cuanto a la cantidad de datos. En Herbarum vivae icones, obra espléndidamente ilustrada por Hans Weiditz, alumno de Durero, y escrita por Otto Brunfels (1439-1534), uno de los padres de la botánica alemana, encontramos registradas 258 especies de plantas. El Icones de Bmnfels es de 1530. Menos de cien años más tarde, en 1623, el na­ turalista suizo Gaspar Bahuin, en Pinax theatri botanici, registra unas 6.000 especies. John Ray, como ya hemos visto, hablaba de 18.000 especies. La situación era realmente difícil y reinaba una gran confusión en todos los reinos de la naturaleza. Al referirse a los años comprendidos entre 1550 y 1650, Johan Friedrich Gmelin, en su traducción alemana de la obra de Linneo, enumera veintisiete sistemas de clasificación de minerales elaborados por estu­ diosos de diferentes países europeos. Cuando los seguidores de Linneo se re­ fieren al pasado de sus disciplinas, todos coinciden en este punto. Su gran maes­ tro ha conseguido por encima de todo poner fin a una época de confusión.

La ciencia de la naturaleza -escribe un seguidor ruso de Linneo- fue poco cultivada antes de estos últimos cien años ... En cuanto a los tiempos más an­ tiguos, confieso que he encontrado desperdigadas algunas descripciones de cosas naturales, pero son incompletas y apenas se puede sacar de ellas prove­ cho alguno. Todos nos damos cuenta de que la memoria no es suficiente para un número tan elevado de objetos. Y los escritores de aquellos tiempos no ha­ bían establecido ninguna terminología definida, ni había orden alguno en el que disponer los objetos, ni había ningún sistema (Linneo, 1766: VII, 439).

Lo esencial y lo accidental Para captar la diferencia entre el tipo de clasificaciones que se relaciona con el problema de la lengua universal y las clasificaciones que se remitían a los planteamientos aristotélicos, convendrá recordar el enorme esfuerzo realizado por Andrea Cesalpino (1519-1563), en los últimos decenios del siglo xvi, por fundar una ciencia botánico-zoológica sobre los principios aristotélicos de la materia y de la forma. En De plantis libri XVI (1583), las plantas se presentan como dotadas de vida vegetativa, análogas a las formas animales, como co­ pias más simples de organismos más complejos; la planta es un animal inver­ tido, con la cabeza clavada en la tierra: las raíces son la boca mediante la cual se consigue el alimento, el fruto es el embrión, la linfa es la sangre. Y habrá que recordar por lo menos el nombre del zuriqués Konrad Gesner (15161565), cuya Historia animalium contiene, en 4.500 páginas en folio, la rela­ ción alfabética de los nombres latinos de los animales. Entre los mil espléndi­ dos grabados que acompañan al texto se encuentra el famoso rinoceronte de Durero. Muchos historiadores y muchísimos epistemólogos han olvidado por com­ pleto el significado, la amplitud y la importancia de la gigantesca obra de ta­ bulación a la que se dedicaron, a lo largo del siglo xvn, los cultivadores de la botánica, zoología y mineralogía y, en general, todos los que se dedicaban al estudio de las «cosas naturales». Captar lo esencial y dejar de lado lo superfluo. Pero ¿dónde buscar lo que es esencial? y ¿cómo separar lo superfluo? Los tratadistas de la Antigüedad y del Renacimiento se ocupaban mucho en sus obras de las interpretaciones ale­ góricas, los mitos, las leyendas relativas a un animal determinado o a una planta determinada, su carácter comestible, sus posibles usos y las representa­ ciones poéticas y literarias. En las obras de botánica y de zoología de los si­ glos xvn y xvin, la llamada parte literaria pasa a ocupar el último lugar, se convierte en una especie de apéndice curioso. En De quadrupedis (1652), el médico y naturalista inglés John Jonston (1603-1675) coloca todavía el uni­ cornio junto al elefante, pero elimina una enorme cantidad de consideraciones literarias, que todavía aparecían en los textos de Ulisse Aldrovandi (15221605). La búsqueda de lo esencial sigue, como es natural, caminos muy diversos.

Entre las diecisiete clases en que están subdivididas las plantas en el Theatrum botanicum (1640) de John Parkinson hallamos las plantas olorosas, las venenosas, narcóticas y nocivas, las refrescantes, las calientes, las umbelífe­ ras, los cereales, las pantanosas, acuáticas y marinas, las arbóreas y frutales, las exóticas y raras. Toumefort distingue entre árboles, arbustos e hierbas (distinción que rechazará Linneo) y los subdivide destacando las característi­ cas de la corola, pero utilizando también las diferencias entre los frutos, las hojas y las raíces. Las distinciones basadas en usos farmacéuticos o locales tienden a caer en desuso. El camino que conducirá a Linneo a destacar los ór­ ganos de la reproducción es bastante impracticable, porque la existencia de sexo en las plantas la niegan científicos como Malpighi y Toumefort y no lle­ gará a ser considerado un dato indiscutible hasta la primera mitad del siglo xix. En cuanto a los animales, la situación se presenta aún más complicada. Lin­ neo considera que los mamíferos, los pájaros, los anfibios y los peces son las cuatro clases de animales con sangre roja, y que los insectos y los gusanos son las dos clases de animales con sangre blanca. Es cierto que a Linneo le corresponde el mérito de haber sido el primero en clasificar al hombre entre los animales, pero no es menos cierto que lo sitúa entre los cuadrúpedos, jun­ to a los simios antropomórficos y el bradipo. Según Linneo, el rinoceronte es un roedor y entre los anfibios se incluyen cocodrilos, tortugas, ranas y ser­ pientes, además del esturión y la raya. Las sepias, calamares y pulpos se si­ túan entre los gusanos.

CAPÍTULO QUINCE

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Instrumentos y teorías Ayudas para los sentidos ver quiere decir casi exclusivamente interpretar signos generados por instrumentos: entre los ojos de un as­ trónomo de nuestra época que utiliza el telescopio de Hubble y una de esas lejanas galaxias que apasionan a los astrofísicos y alimentan la fantasía de to­ dos los seres humanos se interponen más de una docena de complicados apa­ ratos tales como un satélite, un sistema de espejos, una lente telescópica, un sistema fotográfico, un aparato de escansión que digitaliza las imágenes, varios ordenadores que controlan las tomas fotográficas y los procesos de escansión y memorización de las imágenes digitalizadas, un aparato que transmite a la Tierra estas imágenes en forma de señales de radio, un aparato en tierra que transfor­ ma de nuevo las señales de radio en lenguaje para un ordenador, el software que reconstruye la imagen y le proporciona los colores necesarios, el vídeo, una impresora en colores, etc. (Pickering, 1992; Gallino, 1995). Un filósofo contemporáneo ha escrito un hermoso libro de filosofía de la ciencia titulado Representing and Intervening, representar e intervenir. Para entender qué es la ciencia y qué hace la ciencia es necesario unir estos dos términos. La ciencia tiene dos actividades fundamentales: la teoría y los expe­ rimentos. Las teorías intentan imaginar cómo es el mundo; los experimentos sirven para controlar la validez de las teorías, y la tecnología que de ello deri­ va cambia el mundo. Representamos e intervenimos. Representamos con el objetivo de intervenir e intervenimos a la luz de las representaciones. A partir de la época de la revolución científica cobró vida una especie de artefacto co­ lectivo que da vía libre a tres intereses humanos fundamentales: la especula­ ción, el cálculo y el experimento. La colaboración entre estos tres ámbitos aporta a cada uno de ellos un enriquecimiento que de otro modo sería imposi­ ble (Hacking, 1987: 37, 295). Por esto, como nos enseñó Francis Bacon, la ciencia no es observación de la naturaleza en estado puro. Los sentidos del hombre deben ampliarse mediante instrumentos. Frente a la naturaleza -como afirmó con una de sus metáforas barrocas el lord canciller- debemos aprender a «torcerle la cola al león». Desde esta perspectiva, la historia de los instru­ mentos no es ajena a la ciencia, sino que es una parte constitutiva e integran­ te de la misma.

E

n l a cien cia d e n u e st r o tiem po ,

El vínculo que se establece en el siglo xvn entre los debates en tomo al barómetro y los debates sobre la existencia y la naturaleza del vacío puede servir para documentar esta afirmación. En el cuarto libro de la Física, Aris­ tóteles definió el espacio como el límite inmóvil que rodea un cuerpo y negó la existencia del vacío. Había argumentado demostrando la imposibilidad del movimiento en el vacío, ya que, si fuese posible, o no tendría fin o sería ins­ tantáneo. Además, en el vacío los cuerpos caerían a la misma velocidad in­ dependientemente de su peso. Expresiones como natura abhorret vacuum, horror vacui aparecen en los textos del siglo x i i i y se convierten en expre­ siones de uso común. Como sucederá también en Descartes y en la física de los cartesianos (que identifican materia y extensión), la materia que abando­ na un lugar, en el espacio cósmico lleno, es reemplazada inmediatamente por otra materia contigua. A través de las obras de Diógenes Laercio, de algunos textos de Cicerón y sobre todo del De rerum natura de Lucrecio, los filóso­ fos del siglo xvn entraron en contacto con otra gran tradición que, con rela­ ción al vacío, afirmaba lo contrario de cuanto habían sostenido los aristotéli­ cos. Lucrecio (cuyas ideas al respecto retomó en la Edad Moderna Giordano Bmno) había defendido la imagen de innumerables mundos dispersos al azar en un espacio infinito. Asimismo, en la tradición de los estoicos, tal como la expuso Simplicio, aparecía un único mundo esférico, lleno y finito, rodeado de un espacio vacío tridimensional que carecía de mundos y de materia (Grant, 1981). Si se vierte líquido en un tubo, se cierra con un dedo uno de los extremos del tubo y se sumerge el otro extremo en el líquido contenido en un recipien­ te más grande, el líquido contenido en el tubo no puede permanecer por enci­ ma de un nivel determinado. Cuando (en 1644) Vincenzo Viviani, siguiendo instmcciones de Evangelista Torricelli, realizó en Florencia el experimento del mercurio, que todavía conserva el nombre de «experimento barométrico de Torricelli», el mercurio se detuvo en la columna a 760 milímetros por en­ cima del nivel de la cubeta. ¿Por qué se eleva la columna de mercurio? ¿Aca­ so el aire tiene un peso? Y además, ¿de qué naturaleza es el espacio «vacío» que queda en el tubo por encima del mercurio? Entre 1645 y 1660 se elaboraron múltiples respuestas. Los peripatéticos negaban tanto el peso del aire como la existencia del vacío. Una minúscula cantidad de aire había permanecido en el tubo y se dilataba hasta el límite máximo de sus posibilidades cuando el mercurio descendía dentro del tubo. Descartes y los cartesianos aceptaban la idea de que el aire tenía un peso, pe­ ro rechazaban la posibilidad de la existencia del vacío, y afirmaban que el es­ pacio que había por encima del mercurio estaba lleno de una materia sutil ca­ paz de penetrar a través del cristal del tubo. El acérrimo anticartesiano Gilíes Personne de Roberval aceptaba el vacío, pero negaba en cambio que el aire tuviera peso. Torricelli observó que la altura de la columna estaba sujeta a variaciones y planteó la hipótesis de que el aparato podía servir para medir la presión at­ mosférica. A los veinticuatro años, cuando ya había publicado un ensayo so­

bre las cónicas y había inventado la primera máquina calculadora, Blaise Pas­ cal vivía con su familia en Ruán. La fábrica de vidrio de Ruán era la única ca­ paz de construir grandes instrumentos de cristal. Pascal, utilizando tubos de forma y longitud distintas, demostró que la altura de la columna permanecía invariable. De este modo demostró la falsedad de la tesis de quienes sostenían que el volumen del espacio vacío permanecía constante porque el aire que quedaba en el tubo había alcanzado un grado máximo de rarefacción. Apro­ vechó al máximo las capacidades técnicas de la industria vidriera porque uti­ lizó tubos de hasta 14 metros de longitud, atados a mástiles de embarcacio­ nes, llenos de agua o de vino tinto y sumergidos boca abajo en recipientes que contenían agua o vino. Además proyectó un experimento que todavía hoy en día aparece explicado en los manuales de física: ¿cómo se comportaría la co­ lumna de mercurio medida en la base de una montaña, durante su ascensión y finalmente en la cima? El experimento -denominado La grande expérience sur l’équilibre des liqueurs, del que Pascal publicó unos meses más tarde un relato detallado que tuvo una amplísima resonancia- fue realizado el 19 de septiembre de 1648 con una escrupulosidad extraordinaria por el cuñado de Pas­ cal, Florín Périer, en el monte Puy-de-Dóme, en la región de Auvemia. En 1647 Pascal había publicado Expériences nouvelles touchant le vide. En 1653 aparecerá el Traité sur l’équilibre des liqueurs de Pascal. En el texto de 1647 todavía había atribuido a la naturaleza una cierta repugnancia respecto al vacío. En el relato de 1648 afirma que todos los efectos que se habían atribuido al ho­ rror vacui en realidad son consecuencia de la gravedad y de la presión del aire. En estos debates sobre el vacío y la presión atmosférica tuvieron también una importancia decisiva los experimentos de Otto von Guericke, burgomaes­ tre de Magdeburgo, y de Robert Boyle. Guericke realizó en 1654 un especta­ cular experimento ante la Dieta reunida en Ratisbona. Unió dos hemisferios de bronce de unos 24 centímetros de diámetro e hizo el vacío en el interior de la esfera; para separar luego ambos hemisferios se precisó el esfuerzo conjun­ to de cuatro caballos por cada lado. En un experimento posterior, para separar dos hemisferios más grandes se necesitaron dos docenas de caballos. Robert Boyle, por su parte, realizó un experimento «del vacío dentro del vacío» (en el que también se había basado Pascal). Cogió un aparato similar al de Torricelli, lo sometió a las condiciones descritas anteriormente, marcó el punto al que llegaba el mercurio y sumergió el conjunto en un contenedor del que pro­ gresivamente era aspirado el aire. Debido a la disminución de la presión del aire en el recipiente, el nivel del mercurio descendía progresivamente. Boyle no identificaba el vacío hecho en sus experimentos con la nada. No quería que se le etiquetase como un defensor del «lleno» o del «vacío». El recipien­ te en que se ha hecho el vacío, ¿carece de toda sustancia corpórea? Boyle se muestra muy cauto ante preguntas de esta índole. Considera que son cuestio­ nes más metafísicas que físicas, que no deben ser tratadas en la «filosofía ex­ perimental» (Dijksterhuis, 1971: 611; Shapin y Shaffer, 1994: 55-56). Es cier­ to que la naturaleza se había liberado del horror vacui, pero no es menos cierto que este último se había apoderado en cierto modo de las mentes: «Las

muchas teorías del éter, que merecerán un tratamiento destacado en la física, constituyen la prueba más elocuente de ello» (Dijksterhuis, 1971: 612). Los seis grandes instrumentos científicos construidos en el transcurso del siglo xvn (el microscopio, el telescopio, el termómetro, el barómetro, la bom­ ba neumática y el reloj de precisión) aparecen indisolublemente unidos al avance del saber.

Ayudas para la mente Teorías, cálculo y experimentos caracterizan, como se ha dicho al comienzo del capítulo, la ciencia que nace de la primera revolución científica. Las nue­ vas matemáticas, que se van afirmando entre la primera mitad del siglo x v ii y el comienzo del siglo xvm, son sin duda el instrumento teórico más pode­ roso que haya sido construido jamás por los seres humanos a lo largo de su historia. En el centro de las nuevas matemáticas se hallan los problemas del infini­ to y del continuo. Mientras Kepler se dedicaba a calcular la distancia entre Marte y el Sol en varios puntos de la órbita, se dio cuenta de que su principal error había sido creer que la trayectoria descrita por el planeta era un círculo perfecto. Se trata, afirmaba, de un error pernicioso, que le había hecho perder muchísimo tiempo y que estaba sostenido por la autoridad de todos los filó­ sofos. ¿A qué aludía Kepler al referirse a esta especie de dogma? La perfec­ ción del círculo dependía, según la tradición, del hecho de que cada punto de la circunferencia es a la vez un fin y un principio. En la línea recta principio y fin no son perceptibles, y el movimiento sobre la recta no tiene término. Aristóteles solamente reconoce un infinito en potencia y no un infinito en ac­ to. El infinito no es real, ni como una realidad en sí mismo, ni como atributo de una realidad. La infinitud no puede atribuirse ni a una cosa ni a sus ele­ mentos. Si hablamos de la infinitud del tiempo o de la serie infinita de los nú­ meros, o si decimos que el continuo es divisible hasta el infinito lo único que estamos diciendo es que, por ejemplo, la acción de dividir o de añadir núme­ ros a números puede ser repetida hasta el infinito. El camino hacia el infinito, según Aristóteles, consiste solamente en la infinitud del camino (Wieland, 1993: 370). Tal vez conviene aclarar mejor por qué hoy en día se entiende por infinito algo muy distinto al simple hecho de añadir indefinidamente una cosa a otra. Después de la revolución científica, el infinito y el continuo son pensados de manera diferente. Se pasa de un número al número siguiente en una sucesión discreta. La sucesión infinita de los puntos de una recta es, en cambio, conti­ nua y carece de sentido hablar del punto que sigue inmediatamente a un pun­ to. Entre un punto y el que le sigue existen infinitos puntos, que forman un segmento continuo infinitamente divisible en partes también continuas, que son asimismo infinitamente divisibles, y así hasta el infinito. Al pasar de un punto a otro, se pasa a través de una colección de infinitos puntos dados to­

dos a la vez. Una infinitud completa y no únicamente no completable\ acaba­ da y no solamente inacabable: un infinito en acto y no un infinito en potencia (Lombardo Radice, 1981: 12). Un continuo es pensado como divisible en un conjunto infinito (en acto) de partes indivisibles. Quizá sea cierto que los griegos sentían terror ante el concepto de un pro­ ceso sin fin, pero lo que sí es cierto es que lo que nosotros denominamos las paradojas del infinito resultaron ser para ellos un obstáculo insalvable (Kline, 1976: 63). El llamado método exhaustivo, utilizado en geometría para calcular las áreas, evitaba que infinito e infinitésimos fuesen directamente los objetos de la demostración: para demostrar que una figura determinada tiene un área determinada se plantea la hipótesis de que tenga un área mayor o menor; a partir de esa hipótesis, mediante la consideración de una serie de figuras inscritas o circunscritas que se aproximan cada vez más a la que se está considerando, se obtiene, por reducción al absurdo, que el área no pue­ de ser ni mayor ni menor. El mismo procedimiento vale para los sólidos y para los volúmenes. En 1615 Kepler halló una brillante respuesta a la siguiente pregunta: ¿por qué la forma de los toneles es la que permite, a igual capacidad, utilizar la menor cantidad posible de madera? Para responder a esta cuestión, descom­ puso las figuras en partes infinitésimas, pero no se detuvo a discutir acerca del significado del método utilizado. Galileo Galilei, en cuyas obras aparecen tesis atomísticas, afirmó que si el continuo era divisible en partes, que a su vez también eran divisibles, de ello se deducía que el continuo estaba necesa­ riamente compuesto de infinitos indivisibles, non quanti, o carentes de dimen­ siones. Galileo no se movía en el plano de la pura matemática: relacionaba la existencia de indivisibles carentes de dimensiones con el problema de la com­ posición de los fluidos y con los fenómenos de la condensación y de la ra­ refacción. En Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nue­ vas ciencias se plantea el problema de la posibilidad de establecer una comparación entre dos infinitos y subraya el resultado paradójico de una con­ frontación entre la serie infinita de los números enteros y la serie infinita de los cuadrados de esos números: si escribimos los números en una fila 1, 2, 3, 4, 5, etc., y en la fila siguiente los cuadrados de esos números 1, 4, 9, 16, 25, etc., nos damos cuenta de que a cada número le corresponde un solo cuadra­ do, de que a cada cuadrado le corresponde un solo número (entre las dos se­ ries existe una correspondencia biunívoca) y de que, sin embargo, sigue sien­ do cierto que todos los números (que comprenden tanto los números cuadrados como los no cuadrados) son más que sólo los cuadrados. ¿Cómo es posible que un infinito sea mayor o menor que otro infinito? Galileo se en­ frentaba aquí a una de las propiedades fundamentales de los conjuntos infini­ tos: una parte del conjunto puede tener las mismas dimensiones que todo el conjunto. En el Discurso sobre dos nuevas ciencias Salviati concluía correc­ tamente que el número de los cuadrados perfectos no es inferior al de los nú­ meros enteros, pero no llegaba a la conclusión de que fuesen iguales. Para Galileo la inteligencia finita de los hombres no puede discurrir acerca de los

infinitos, «los atributos de igual, mayor y menor no se aplican a los infinitos sino solamente a las cantidades limitadas y ... no convienen a los infinitos, de los que no se puede decir que uno sea mayor o menor o igual a otro». Los dos discípulos de Galileo, Bonaventura Cavalieri (1598-1647) y Evan­ gelista Torricelli (1608-1647), procuran mantenerse bien alejados no sólo de cualquier filosofía atomística, sino también de cualquier postura filosófica de­ masiado comprometedora. Sin embargo, abordan «el inmenso océano de los indivisibles», en el terreno de la geometría, precisamente comparando los in­ finitos. Imaginan que las áreas están constituidas por un número infinito de segmentos paralelos, que los volúmenes están constituidos por un número in­ finito de áreas planas paralelas: esos segmentos y esas áreas son los indivisi­ bles. Se pueden medir áreas y volúmenes comparando, uno por uno, los indi­ visibles en que áreas y volúmenes pueden ser descompuestos. En realidad, no afirman explícitamente que las áreas son la suma de infinitas líneas o los só­ lidos la suma de infinitas superficies. Se limitan a afirmar que las superficies son entre sí como los conjuntos de los segmentos y los sólidos, como los con­ juntos de sus secciones. La tradición antigua tendía a resolver cualquier problema aritmético o al­ gebraico en términos geométricos. Las raíces cuadradas de los números nega­ tivos, que utilizaron (para solucionar las ecuaciones de tercer grado) Nicoló Tartaglia (1506-1557) y Gerolamo Cardano (1501-1571), no hubieran sido aceptables para los antiguos, por ser entidades carentes de una posible inter­ pretación geométrica. Ya hemos visto, al hablar de Descartes (cf. p. 113), que la «traducción» de los conceptos de la geometría a los del álgebra había re­ presentado un paso de importancia decisiva de cara a la matematización de la física. La geometría analítica trata los problemas de la geometría de forma al­ gebraica y las propiedades de una ecuación se identifican con las propiedades de una curva. Todas esas curvas, que tienen relación con la mecánica y que habían sido olvidadas por la geometría antigua (porque no se pueden dibujar con regla y compás), se convierten ahora en el centro de interés. El álgebra se sitúa (entre el siglo xvn y el siglo xix) en un plano de clara superioridad res­ pecto al de la geometría. El análisis infinitesimal o cálculo infinitesimal, o (en la terminología de Newton) el cálculo de las fluxiones, permite calcular las áreas determinadas por curvas, resolver el problema de las tangentes a una curva y abordar el problema de los movimientos continuos. Pierre Fermat (1601-1665) en Fran­ cia, Isaac Newton (1642-1727) en Inglaterra y Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) en Alemania trabajaron en la resolución de los mismos proble­ mas. Acerca del descubrimiento del cálculo infinitesimal se inició -entre Leibniz y Newton- una de las más famosas controversias científicas que divi­ dió el mundo de los doctos, y que ha sido objeto de constante atención por parte de los historiadores (Hall, 1982; Giusti, 1984, 1989). En los Principia, Newton demuestra sus teoremas (incluso los que están resueltos mediante el cálculo) utilizando el tradicional método geométrico. No tiene la estructura mental de un matemático puro, piensa en la matemática

en función de la física y tiene una visión instrumental y «práctica» del cálcu­ lo que ha creado. Sin embargo ha leído atentamente la segunda edición latina de la Geometría de Descartes, ha estudiado el álgebra de Frangois Viéte (1540-1603) y las obras matemáticas de John Wallis (1616-1703). Quizá pre­ cisamente porque carece de una sólida base de geometría clásica ve con clari­ dad la importancia y el punto central de la geometría analítica: las curvas y las ecuaciones se corresponden y las ecuaciones expresan la naturaleza de la curva (Westfall, 1989: 111). En De quadratura curvarum (1676) no acepta el método de Cavalieri y entiende que las magnitudes matemáticas no están cons­ tituidas por partes, por pequeñas que éstas sean, sino generadas por un movi­ miento continuo. Las líneas no se describen mediante adiciones de partes, sino por movimiento continuo de los puntos; las superficies, por movimiento de las líneas; los sólidos, por movimiento de las superficies; los ángulos, por rotación de los lados; el tiempo, por flujo continuo. Estas generaciones «se producen realmente en la naturaleza y se observan todos los días en el movimiento de los cuerpos». En tiempos iguales, las cantidades generadas por esos movi­ mientos dependen de la velocidad mayor o menor con que aumentan. Considerando que las cantidades generadas -escribe Newton en el Tractatus de quadratura curvarum- creciendo en tiempos iguales llegan a ser mayo­ res o menores según la velocidad mayor o menor con que crecen, he buscado un método para determinar las magnitudes partiendo de las velocidades de los movimientos y de los incrementos con que se generan; llamando fluxiones a estas velocidades de crecimiento, y fluyentes a las cantidades generadas, lle­ gué poco a poco en los años 1665-1666 al método de las fluxiones, que utili­ zo aquí en la cuadratura de las curvas (en Castelnuovo, 1962: 127-1228). Las fluxiones «se pueden considerar con una aproximación arbitrariamen­ te grande como los incrementos de las fluyentes, generados durante intervalos de tiempo, por pequeños que éstos sean». Conociendo las cantidades se pue­ den determinar las velocidades; conociendo las velocidades de incremento se pueden determinar las cantidades. La velocidad de incremento no es más que la fluxión (derivada) de una fluyente dada (variable). La búsqueda de las rela­ ciones entre fluxiones y fluyentes (que actualmente llamamos integración) le parece a Newton más difícil que la búsqueda de las relaciones entre fluyentes y fluxiones (que actualmente llamamos derivación), aunque es perfectamente consciente de que la derivación es el procedimiento inverso al de la integra­ ción (Singh, 1959: 34; Giorello, 1985: 172-173). Aparecen aquí algunos conceptos clave. En primer lugar el de velocidad instantánea. Esta no se define como el cociente de la velocidad dividida por el tiempo. El «cálculo» introduce la idea de un número al que tienden por aproximación las velocidades medias cuando los intervalos de tiempo con los que se calculan las velocidades medias se aproximan al cero (Kline, 1976: 207). La idea a la que llegaron Newton y Leibniz por separado fue tomar una distancia infinitesimal y el correspondiente intervalo de tiempo infinitesimal,

establecer la relación y observar qué sucede cuando el intervalo de tiempo considerado se va haciendo cada vez más pequeño, hasta el infinito (Feynman, Leighton, Saads, 1988: 8-6). El incremento infinitamente pequeño de la fluyente newtoniana se con­ vierte, en la terminología de Leibniz (universalmente adoptada más tarde), en la diferencial. Leibniz es mucho menos «pragmático» que Newton. Su concepción del cálculo está estrechamente vinculada con algunos grandes te­ mas de su filosofía: el del simbolismo y el del continuo. Leibniz cree en la existencia de ideas simples y primitivas, comparables a las letras del alfabe­ to, capaces de combinarse entre sí. Proyecta una característica universal, se­ mejante a una notación algebraica, una lengua universal o filosófica en la que los caracteres y las palabras expresen directamente las relaciones lógicas entre los conceptos, finalmente, un calculus ratiocinator, que tiene las carac­ terísticas de un sistema de razonamiento formal y que debería ser capaz de poner en evidencia inmediatamente los errores y, por lo tanto, de eliminarlos. Estos tres proyectos están relacionados con el ideal de una paz religiosa. El llamado «principio leibniziano» de los indiscernibles está, en cambio, estrechamente relacionado con el problema del continuo. Según ese principio no puede haber nunca en la naturaleza dos seres perfectamente iguales, es de­ cir, que no pueda hallarse en ellos ninguna diferencia interna o basada en una denominación intrínseca. Si dos objetos tienen todas las características comu­ nes son el mismo objeto. Si son distintos, tienen que presentar diferencias, por imperceptibles o infinitesimales que sean. Esas variaciones infinitesimales que el álgebra no puede expresar pueden ser expresadas, en cambio, por el cálculo infinitesimal. Éste necesita un simbolismo especial para las integrales (las áreas) y las diferenciales (las variaciones infinitesimales). Leibniz formu­ la, además, las reglas que permiten operar con cantidades infinitesimales. Leibniz no acepta el atomismo y se mantiene lejos de los indivisibles de Cavalieri. Piensa en los infinitesimales como en ficciones bien fundamenta­ das. Ficciones, porque no se corresponden con una realidad hecha de partícu­ las; bien fundamentadas, porque no sólo se justifican en el plano de la cohe­ rencia del cálculo y de las numerosas correspondencias entre la antigua y la nueva geometría, sino también en el plano de una metafísica que ve en el mundo una jerarquía continua de infinitos. No faltaron actitudes de incomprensión, ni polémicas y críticas. Entre és­ tas hay que recordar por lo menos la postura adoptada por George Berkeley (1685-1753). En el párrafo 130 del célebre Tratado sobre los principios del conocimiento humano (1710), Berkeley destacaba que entre los geómetras de su tiempo se daban una serie de «extrañas nociones»: no sólo las líneas fini­ tas pueden ser subdivididas en un número infinito de partes, sino que cada uno de estos infinitesimales sería también infinitamente divisible, y así suce­ sivamente hasta el infinito. Los matemáticos de su tiempo, escribió muchos años después en una nota a Siris (1744), a pesar de sus exigencias de eviden­ cia «adoptan nociones oscuras y opiniones inciertas y se rompen la cabeza por su causa, contradiciéndose unos a otros y discutiendo como hacen todos

los hombres» (Berkeley, 1966: 650). El éxito del cálculo, seguía afirmando, no prueba absolutamente nada: la corrección de los resultados depende sim­ plemente del hecho de que los errores por defecto y los errores por exceso se compensan mutuamente. El cálculo, tanto en la versión newtoniana como en la leibniziana, introducía magnitudes que son, según los casos, distintas de ce­ ro e iguales a cero. Berkeley insistía con cierta eficacia en esta «debilidad» (Giusti, 1990: XLII). El cálculo alcanzó un desarrollo enorme a lo largo del siglo xvm y de­ mostró ser un instrumento extraordinariamente poderoso. Abrió nuevos cami­ nos, no sólo en el estudio de la dinámica, sino también en el de la electrici­ dad, el calor, la luz y el sonido. Mediante el cálculo infinitesimal la ciencia de los siglos xvm y xrx consiguió resolver o poner en vías de solución una enor­ me cantidad de problemas en ámbitos de investigación diferentes. Con el mis­ mo procedimiento matemático utilizado para calcular la rapidez de variación de la distancia comparada con el tiempo en un instante es posible calcular la rapidez de variación de una variable respecto a otra para un determinado va­ lor de la segunda. Un procedimiento semejante se introducirá no sólo en la fí­ sica, sino también en la economía y en la genética. Para tratar el concepto de velocidad instantánea, el matemático ha ideali­ zado espacio y tiempo de modo que se puede hablar de algo que existe en un instante del tiempo y en algún punto del espacio. De este modo obtiene la ve­ locidad en un instante. La intuición y la imaginación del profano han sido ex­ cesivamente estimuladas por las nociones de instante, punto y velocidad ins­ tantánea. Éste preferiría hablar de velocidad en tiempos muy pequeños. Y, sin embargo, las matemáticas elaboran, mediante la idealización, no solamente un concepto, sino más bien una fórmula para la velocidad en un instante determi­ nado, fórmula que es exacta y más fácil de aplicar que la noción de velocidad media en un intervalo suficientemente pequeño. Puede que la imaginación se fatigue, pero la inteligencia recibe una ayuda (Kline, 1976: 207-208).

CAPÍTULO DIECISÉIS

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Academias Universidades R en ac im ien to , el máximo interés de las universidades italianas se centraba en el derecho y en la medicina, mientras que en la Europa del norte se concedía más importancia a la teología y a las artes libe­ rales. Estudiantes italianos iban a estudiar teología a Oxford y a París. Mu­ chos estudiantes cruzaban los Alpes para estudiar leyes y medicina en Italia. De las tres grandes facultades, la de leyes era la más importante, tanto en prestigio y remuneración de los docentes como en número de estudiantes. En general, había pocos profesores y estudiantes de teología, pero las reducidas dimensiones no impedían que la facultad de teología ejerciera una influencia muy considerable. En la facultad de medicina el estudiante podía obtener una licenciatura en «artes» o en «filosofía», o bien proseguir los estudios hasta conseguir la licenciatura en medicina, llamada en ocasiones en «artes y medi­ cina» o en «filosofía y medicina». La duración de los estudios era de cinco años y el currículum estaba dividido en dos partes. En la primera (correspon­ diente a los dos primeros años) se seguían cursos de lógica (los Analíticos se­ gundos de Aristóteles) y de filosofía natural (basada en obras como la Física, De anima, De generatione et corruptione y Parva naturalia). La parte teóri­ ca y la parte práctica de la medicina se estudiaban al mismo tiempo, en los tres años siguientes, a partir de los textos de Hipócrates, Galeno y Avicena. La enseñanza de las artes también podía incluir matemáticas, materias huma­ nísticas y filosofía moral. La anatomía y la cirugía tendían a constituirse en disciplinas autónomas, y lo mismo ocurría con la botánica. Durante el trans­ curso del siglo xvi la botánica llegó a ser completamente autónoma (Schmitt, 1979: 47-51). La enseñanza de las matemáticas ocupaba un puesto secundario en el currículum universitario. En la segunda mitad del siglo xvi, Bolonia tenía un promedio de 22 profesores de medicina. En 1590 había en Pisa nueve profe­ sores de medicina. En Padua, en 1592, había 11. Se ha calculado que por ca­ da doce médicos había en las principales universidades sólo un matemático. Además, en los estudios del siglo xvi, el término «matemático» incluía un conjunto de disciplinas, entre las que se encontraban la astrología, la astrono­ mía, la óptica, la mecánica y la geografía. En tomo a las cátedras de matemá­

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l in iciarse el

ticas se fueron reagrupando un determinado número de disciplinas científicas. El término cosmographia, que aparece en Ferrara a mediados del siglo xvi, comprendía la geografía y la astronomía ptolemaicas. Muchos estudios (Schmitt, 1979: 62) han documentado las numerosas «incursiones» llevadas a cabo por matemáticos en el reino de la filosofía y de las ciencias naturales. La presencia de profesores de teología fue aumentando considerablemente a partir del Concilio de Trento. Antes de 1550 Bolonia sólo tenía una cátedra de teología. En 1580 había tres cátedras, en 1600 había seis y en 1650 nueve (Dallari, 1888-1924; Schmitt, 1979: 78). Ya se ha hablado de la actitud tremendamente crítica respecto de las uni­ versidades que adoptaron Francis Bacon y René Descartes. La crítica de Bacon tendrá, sobre todo en Inglaterra, consecuencias significativas. Los representan­ tes del movimiento puritano atacaron con violencia tanto la insuficiencia de los contenidos de la enseñanza como el atraso de los métodos de transmisión del saber. El intento de introducir nuevas ciencias en las universidades no sólo iba dirigido a favorecer las aplicaciones prácticas y los «inventos», sino tam­ bién a ampliar el círculo de los destinatarios de la enseñanza. Entre el estalli­ do de la guerra civil, en 1642, y la aceptación por parte de Cromwell del car­ go de «protector» (1654), aparecen una serie de escritos (de John Milton, de John Hall, de John Dury) que plantean de nuevo con fuerza el tema de la en­ señanza en las universidades. El propio Thomas Hobbes, en el Leviatán (1650), afirmó que en las universidades la filosofía se identificaba con el aristotelismo, la geometría no era tenida en cuenta y la física sólo ofrecía discur­ sos vacíos, y no explicaciones. La larga lucha por la independencia, la estructura descentralizada del go­ bierno y la fama internacional de país tolerante y liberal habían propiciado en los Países Bajos una situación muy distinta. La población era una mezcla ex­ traordinaria de nacionalidades. Guillermo de Orange comprendió que la crea­ ción de un sistema de enseñanza superior era uno de los medios necesarios para la consecución de la unidad nacional, y su política fue adoptada por los Estados Generales. En 1575 se fundó la Universidad de Leiden, en 1614 la de Groninga y en 1636 la de Utrecht. La situación financiera era buena. Nume­ rosos profesores extranjeros fueron atraídos por las elevadas remuneraciones: a lo largo del siglo xvn, sobre un total de 52 profesores de la Universidad de Groninga 34 eran extranjeros. Asimismo, muchos estudiantes procedían del extranjero: entre 1575 y 1835 estudiaron medicina en Leiden 4.300 estudian­ tes de lengua inglesa. La enseñanza de la filosofía cartesiana fue prohibida en 1656, pero no dominaban las posturas tradicionalistas, como lo demuestra la rápida penetración de las tesis antiaristotélicas de Petras Ramus (1515-1572). Sin embargo, tampoco en los Países Bajos, al igual que en el resto de Euro­ pa, las universidades eran la sede de la ciencia. Christiaan Huygens (16291695) había estudiado en la universidad, pero rompió con la tradición acadé­ mica. Antony van Leeuwenhoeck (1632-1723) era un comerciante de tejidos. Isaac Beeckman mantuvo durante mucho tiempo la actividad de su padre, que era un comerciante de velas. En las universidades holandesas no se aprendía

ninguna de las actividades que habían hecho famosos a los holandeses en to­ do el mundo: fabricar máquinas e instrumentos de precisión, construir embar­ caciones, desecar terrenos, abrir canales y levantar diques (Hackmann, 1979: 109-113). Aquella gran época de la civilización europea que fue el humanismo no provocó en las instituciones universitarias los mismos efectos revolucionarios que había tenido, en su tiempo, el llamado «renacimiento del siglo x ii ». Real­ mente, puede aceptarse en su totalidad el juicio formulado por Westfall: «En 1600 las universidades reunían en su seno grupos de intelectuales de gran cul­ tura que, más que saludar con simpatía la aparición de la ciencia moderna, es­ taban dispuestos a considerarla una amenaza tanto para la verdadera filosofía como para la religión revelada» (Westfall, 1984: 132). Será la revolución científica la que dará vida a auténticas alternativas a la cultura universitaria y creará lugares distintos, donde se construya y transmita el saber (Amaldi, 1974: 14).

Academias La idea de un instituto de investigación es una idea científica, más que huma­ nística y literaria. Supone que el fin de la institución no es la difusión, sino el avance del saber y que este avance se puede llevar a cabo mediante el trabajo de un grupo o de un équipe, guiado por un director. El instituto de investiga­ ción es un fenómeno del siglo x k , aunque naturalmente es posible encontrar «precursores»: por ejemplo, el observatorio fundado por Tycho Brahe (15461601) en Uraniborg en 1576 o el Observatorio de París, dirigido por Gian Domenico Cassini (1625-1712). Las academias que cobraron vida en el siglo xvn, in clu so las m á s im p o r­ tantes, no eran institutos de investigación en el sentido moderno del término. No se planteaban como objetivo la transmisión del saber. Eran lugares donde se intercambiaban informaciones, se discutían hipótesis, se analizaban y se ponían en común experimentos, y sobre todo se emitían valoraciones y juicios sobre los experimentos y memorias presentados por los socios y por indivi­ duos ajenos al grupo. También hay que evitar proyectar sobre todas las acade­ mias, especialmente sobre las del siglo xvi y principios del siglo xvn, las ca­ racterísticas de las academias científicas más tardías (y más conocidas). Sin embargo, no por esto hay que olvidar un dato importante: la renuncia al tra­ bajo solitario que caracteriza siempre a los científicos que deciden constituir­ se en grupo. Con el término Academia, escribía Girolamo Tiraboschi a finales del siglo x v iii , «me refiero a esas sociedades de hombres eruditos, unidos entre sí por ciertas leyes a las que ellos mismos se someten, que se reúnen para discutir sobre alguna cuestión erudita; o elaboran y someten a la censura de sus cole­ gas algunos ensayos, resultado de su ingenio y de sus estudios». Reuniones, elaboración de reglas de comportamiento, crítica de los trabajos ajenos son

tres elementos que deben destacarse. En la raíz de las academias hay una de­ manda de trabajo colectivo, que desemboca en la construcción de un sujeto colectivo, y aparece sobre todo la exigencia de someter los productos del in­ genio a la crítica de los demás y a un control público. La institución se dota a sí misma de reglas: «Se estructura como una microsociedad que imita a la so­ ciedad real». Elige a sus miembros por medio de una especie de «rito de pa­ so», que a menudo asigna a los miembros un nuevo nombre, se establece co­ mo un «territorio neutral», con sus propias reglas, en el seno de una sociedad más amplia, turbulenta y agitada (Quondam, 1981: 22-23). El mismo nombre que muchas academias se atribuyen a veces es revelador del método de investigación y de los fines que se persiguen (Linces, Investi­ gadores, Cemento, Huella, Espías, Iluminados, etc.), y en otras ocasiones se refiere a la separación que existe entre la academia y la sociedad, revelando incluso el clima de persecución-oposición que caracteriza determinadas situa­ ciones culturales (Desconocidos, Secretos, Valientes, Confiados, etc.) (Quon­ dam, 1981: 43; Ben David, 1975: 108).

Primeras academias La primera organización que puede definirse (a pesar de todas las limitacio­ nes que veremos) como sociedad científica no es la Academia Secretorum Naturae, creada en Nápoles por Giambattista Della Porta (muerto en 1615), sino la Accademia dei Lincei, que nació en 1603 de la asociación del marqués Federico Cesi (que tenía por entonces dieciocho años) y tres jóvenes amigos suyos, entre los cuales ocupaba una posición destacada el médico holandés Joannes van Heeck. Las primeras obligaciones que asumían los socios consis­ tían en el compromiso de estudiar juntos y de impartirse lecciones. La hostili­ dad de los familiares de Cesi obligó a los amigos a separarse, pero la acade­ mia recobró nueva vida en 1609. En 1610 entró a formar parte de ella Giambattista Della Porta (1535-1615) y en 1611, Galileo Galilei. La presencia de dos personajes tan distintos, defensores de visiones del mundo irreconciliables, ha sido considerada por algunos el símbolo de la au­ sencia de programas claros. Pero el clima de secreto y las orientaciones ini­ ciales «paracelsianas» no son suficientes para despojar de su significado los intentos de Cesi de «leer este gran, verídico y universal libro del mundo», de «representarse las cosas como son» y de «experimentar para alterarlas y va­ riarlas». Según los proyectos de Cesi, un estatuto detallado, el Linceografo, debía regular con toda minuciosidad la admisión en la academia y la vida de los académicos. Ese texto jamás salió a la luz y tuvo una escasa aplicación práctica. Sin embargo, la regla que prohibía a un linceo pertenecer al mismo tiempo a una orden religiosa fue observada siempre rigurosamente. Las academias, como ya se ha dicho, son microsociedades que actúan en el seno de una sociedad más amplia y articulada. Como ocurrió más tarde con todas las academias científicas, los Lincei se proponían afirmar (en un ámbito

limitado) los derechos de un saber autónomo, defendiendo por consiguiente la ausencia de conflictividad entre ciencia y fe y entre ciencia y sociedad. Los Lincei «tienen como principio particular apartar de sus estudios toda discu­ sión que no sea natural y matemática, y dejar de lado las cuestiones políticas por considerarlas, con razón, poco gratas a los superiores» (Olmi, 1981: 193). Las alusiones a las matemáticas y a las experiencias naturales, la polémica contra las universidades, el deseo de diferenciarse claramente de las acade­ mias literarias, la valoración de los artesanos (opuestos a los «maestros cate­ dráticos y grandilocuentes») y la insistencia constante en el carácter «públi­ co» del saber son los elementos que caracterizan claramente la orientación «científica» de la actividad de los Lincei, aunque indudablemente entre los primeros Lincei fueron más intensos los proyectos que las realizaciones. Se­ gún palabras de Cesi, el filósofo linceo «no se limitará a los escritos o a las palabras de este o aquel maestro, sino que en un ejercicio universal de con­ templación y práctica buscará cualquier conocimiento que nos pueda llegar por nuestra propia invención o por la comunicación de otro» (Altieri Biagi, 1969: 72). La Accademia del Cimento, que ha sido definida justamente como un típi­ co producto de la vida de la corte (Hall, 1973: 119), tuvo una corta vida: des­ de 1657 hasta 1667. El grupo de profesores universitarios, investigadores y artesanos que la constituyeron no se formó por asociación espontánea, sino que fue constituido por el príncipe Leopoldo de Médicis, gran admirador de Galileo y hermano del gran duque de Toscana Femando II. Leopoldo partici­ paba en las sesiones de la academia, de la que fueron miembros, entre otros, Vincenzo Viviani (1622-1703), Francesco Redi (1626-1698), Niels Steensen (1638-1686), Alfonso Borelli (1608-1679), Lorenzo Magalotti (1637-1712) y el aristotélico Ferdinando Marsili. Cuando en 1667 Leopoldo fue nombrado cardenal, se acabaron las reunio­ nes, debido además a las disensiones surgidas entre los académicos. Precisa­ mente porque era un producto de la vida de la corte, el Cimento no tuvo ni la estructura ni las características de una institución científica moderna. Carecía de estatutos, y ni sus miembros ni el príncipe estaban ligados por ningún compromiso. Las reuniones eran informales y no se celebraban en una sede estable. No había balance ni caja de contabilidad. Los mecenas y protectores entendieron la actividad de la academia en una función claramente de exalta­ ción (Galluzzi, 1981: 790-795). Sin duda la política cultural de Leopoldo iba dirigida a defender y difundir las nuevas ideas científicas, cuyo máximo y más batallador representante fue Galileo, pero el rígido experimentalismo adoptado por los académicos tendía a excluir las conclusiones de carácter teó­ rico. Si en los Ensayos de experiencias naturales (el volumen no se editó has­ ta 1667 y se tradujo al inglés en 1684) se encontraran «especulaciones» de ca­ rácter teórico «esto debe interpretarse siempre como concepto o sentido particular de los académicos, pero nunca de la academia, cuyo objetivo es ex­ perimentar y narrar» (Altieri Biagi, 1969: 626). Esta especie de voluntaria li­ mitación «experimentalista» no fue exclusiva de la Accademia del Cimento,

sino que fue también común a muchas otras academias. En este caso concre­ to está relacionada con la peculiar situación que se vivía en Italia tras la con­ dena de Galileo. No obstante, la Accademia del Cimento fue un instrumento eficaz de apología y de propaganda del galileísmo (Galluzzi, 1981: 802-803). Una orientación muy distinta encontramos en la napolitana Accademia degli Investiganti (1633-1670). Para Tommaso Comelio (1614-1684), Leonardo di Capua (1617-1695) y Francesco d’Andrea (1624-1698), la reforma de la fi­ losofía y de las ciencias no se puede separar de la renovación de las activida­ des profesionales y de la vida civil. Las tradiciones galileanas y cartesianas tendían a unirse, desde el punto de vista de los renovadores napolitanos, con la que se remontaba a Telesio y al naturalismo renacentista (Torrini, 1981: 847, 853, 876). La tesis historiográfica que defiende una continuidad directa entre los Lincei, el Cimento, los Investiganti y las grandes academias europeas ya no pare­ ce sostenible en la actualidad (Galluzzi, 1981: 762). La profunda diferencia de las situaciones políticas y religiosas, la existencia de distintas tradiciones filosóficas y de imágenes de la ciencia discordantes (a veces divergentes) die­ ron lugar a una compleja interrelación (que se configuró de manera distinta en los diferentes países) entre la asociación espontánea de los científicos y el in­ terés de las autoridades políticas por su actividad.

París El mecenazgo también existió en Francia, pero además entre los científicos se crearon espontáneamente puntos de encuentro reales o «ideales», como es el caso de la compleja red de correspondencia y de relaciones (incluía unos cua­ renta científicos), que se creó en vida de Marín Mersenne (1588-1648), en una época -no debemos olvidarlo- anterior a la circulación de diarios y pe­ riódicos, y en la que el intercambio de cartas era el canal privilegiado para cualquier comercio intelectual. Entre 1615 y 1662 el Cabinet des fréres Dupuy fue un centro de discusiones científicas. Bastante más significativa fue la actividad que se desarrolló en la Academia de Montmor, fundada por Habert de Montmor (1634-1679), que desde 1654 reunía en casa de este último a nu­ merosos e insignes personajes. Características muy peculiares presentan las 345 «conferencias» públicas que se celebraron en París cada lunes por la tarde, entre 1633 y 1642, en el Bureau d’Adresse, fundado alrededor de 1630 por Théophraste Renaudot, un médico de Loudun. En el Bureau, nacido como organización comercial y co­ mo sede de prestaciones médicas, se reunía un público compuesto preferente­ mente de curiosos y de aficionados, de abogados, médicos y beaux esprits. Las discusiones (de las que conservamos relatos muy precisos) eran comple­ tamente informales, abordaban todos los aspectos de la cultura y de las cos­ tumbres y resultaban bastante animadas. En los debates sobre temas filosófi­ cos, médicos, matemáticos, astronómicos o físicos domina casi siempre la

tendencia al compromiso entre lo nuevo y lo antiguo. Pero el avance del saber -ésta es la firme convicción de los organizadores, a los que no les faltó el apoyo del cardenal Richelieu- presupone una discusión libre, en la que la verdad debe ser sometida a crítica y puede tranquilamente, ante las críticas, ser modificada y abandonada. Las teorías no deben considerarse «entidades invencibles» (Borselli, Poli, Rossi, 1983: 13, 32-36), tal como ocurría en las universidades, según la opinión de muchos socios. En 1663 Samuel Sorbiere se dirigió a Jean-Baptiste Colbert (1619-1683), ministro de Estado e intendente de Finanzas de Luis XIV, pidiéndole que el Estado contribuyera a la consolidación y transformación del grupo de Montmor. La fundación de la Académie Royale des Sciences se produjo en 1666. En un memorándum dirigido al ministro Colbert, Christiaan Huygens (que era uno de los miembros extranjeros) presentaba experimentos acerca del vacío, la pólvora, la fuerza de los vientos y del choque. Le parecía que «la principal y más útil ocupación del grupo era trabajar en la historia natural, según el plan trazado por Bacon». Esa gran historia «compuesta de experimentos y de observaciones es el único método para llegar al conocimiento de las causas de todo lo que es perceptible en la naturaleza». Es preciso, concluía, «comen­ zar con los temas que nos parecen más útiles, asignando al mismo tiempo va­ rios a cada miembro, que deberán informar semanalmente; de este modo todo se llevará a cabo de manera ordenada y se obtendrán resultados de gran relie­ ve» (Bertrand, 1869: 8-10). Con la Académie nacía un «centro para la investigación» directamente fi­ nanciado por el Estado. Los primeros académicos recibían un sueldo que os­ cilaba entre las 6.000 libras (francesas) anuales asignadas a Gian Domenico Cassini y las 1.500/2.000 que recibían los franceses. Teniendo en cuenta la lentitud en el paso de una clase a otra, no era una buena organización econó­ mica. El número de académicos que, como se ha dicho, era inicialmente de 16, aumentó hasta 50 hacia finales del siglo xvn. En 1699 llegaron a 70, y aquel mismo año se estableció una distribución de los cargos fuertemente je­ rarquizada, que permaneció sin cambios hasta la revolución. El ministro Colbert tenía, como es bien sabido, unos objetivos muy concre­ tos: la ampliación y la expansión planificadas de la industria, el comercio, la navegación y la técnica militar. Pero era un político previsor y concedió a los académicos una autonomía realmente notable. La academia llevará a cabo em­ presas destacadas desde el punto de vista científico, tales como el cálculo del radio terrestre efectuado por Jean Picard (1620-1682), o el cálculo de la distan­ cia entre la Tierra y el Sol conseguido por Jean Richer (1630-1696). Pero, sobre todo después de la muerte de Colbert ocurrida en 1683, dominaron los objetivos eminentemente prácticos, que no siempre eran de gran altura, como por ejemplo el mantenimiento y el perfeccionamiento de las grandes fuentes de los jardines reales. Luis XTV, por su parte, consideraba la academia como un objeto de ador­ no para su corona y llamaba a los académicos mes fous (mis bufones). Después de la revocación del edicto de Nantes, en 1695, la academia perdió también a sus miembros extranjeros más prestigiosos, como Huygens y Roemer.

Como ha revelado Roger Hahn, «el espíritu de la investigación para la comprensión racional de la naturaleza» no coincidía con las exigencias de la so­ ciedad francesa del Anden Régime. Muchos miembros de la academia eran inducidos a desempeñar la función de asesores gubernamentales, a otros las necesidades económicas les empujaban a aceptar trabajos de enseñantes, ex­ pertos o administradores. A partir de estos supuestos, la «profesión de cientí­ fico» no tenía el carácter de profesión autónoma y aceptable, y el académico del siglo xvm «estuvo sometido a fuerzas centrífugas que lo atraían en otras direcciones» (Hahn, 1971: 163).

Londres Desde el punto de vista cronológico, Londres aventaja a París, porque el nom­ bre de Royal Society fue utilizado por primera vez en 1661, y el 15 de julio de 1662 la sociedad fue oficialmente constituida y aprobada por el rey Carlos II. Entraron a formar parte de ella todos los miembros, excepto uno, del grupo que se reunía desde 1645 en tomo al Gresham College, que había sido funda­ do en 1597 en su propio domicilio por un rico comerciante. Según los apun­ tes del matemático John Wallis (1616-1703), escritos casi treinta años más tarde, las reuniones de la sociedad se celebraban semanalmente en Londres; los socios se fijaban las cuotas para los gastos en relación con los experimen­ tos; «prescindiendo de cuestiones de teología y de política ... hablaban de la circulación de la sangre, de la hipótesis copemicana, de los satélites de Júpi­ ter, del peso del aire, de la posibilidad o imposibilidad del vacío, del experi­ mento de Torricelli con el mercurio» (Johnson, 1971: 350). La nueva sociedad era un producto muy heterogéneo. En ella confluían la tradición matemática y astronómica, la médico-química y la «tecnológi­ ca». Además, Robert Boyle, que era uno de los miembros más prestigiosos de la nueva institución, se mostró muy interesado (como se desprende de sus cartas de 1646-1647) en el proyecto de un Invisible College. Este pro­ yecto estaba relacionado con la actividad desarrollada en Inglaterra (a partir de 1628) por Samuel Hartlib, alemán de nacimiento, que fue uno de los pro­ pagadores de la «pansofía» de Comenio (Johannes Amos Komenski, 15921670). Desde este punto de vista, en opinión de muchos estudiosos Boyle sería una especie de intermediario entre la tradición hermética y «utópica», de gran vigor en Alemania, y la nueva ciencia experimental (Rattansi, en Mathias, 1972: 1-32). Lo único que la sociedad tenía de «real» era el nombre. No recibía ningu­ na subvención de la corona. Vivía de la aportación de sus miembros que, por esta razón entre otras, fueron a partir de entonces muy numerosos. Las remu­ neraciones del secretario y del interventor de los experimentos, que era Ro­ bert Hooke (que por esta razón ha sido definido como «el primer científico profesional de la historia»), eran muy bajas. La tarea que inicialmente se fijó la sociedad fue la compilación de «historias», labor típicamente baconiana:

historias de la mecánica, de la astronomía, de las profesiones, de la agricultu­ ra, de la navegación, de la fabricación de paños, de la tintorería, etc. El deseo de llevar a cabo auténticas investigaciones colectivas fue pronto abandonado pero, a diferencia de cuanto ocurría en muchos otros grupos parecidos, «cuan­ do se leía un trabajo o se discutía una idea, raramente se abandonaba el tema sin antes haber realizado algún experimento ante la asamblea allí reunida» (Hall, 1973: 129). Además, muchas obras de la literatura científica de la épo­ ca eran sometidas al examen crítico de la sociedad y los experimentos que en ellas se describían eran repetidos. Hooke y Boyle desarrollaban una gran acti­ vidad y el secretario Henry Oldenburg (16157-1677), un aleman de origen que se había establecido en Inglaterra en 1653, era el centro de una red muy extensa de contactos personales y epistolares. A diferencia de la Académie des Sciences, la Royal Society era completa­ mente independiente del Estado: disfrutaba del privilegio de poder utilizar el servicio postal diplomático para sus intercambios con el extranjero y sola­ mente tenía el compromiso de dirigir el Observatorio Real de Greenwich (fundado en 1675). Se había creado un instrumento «apto para establecer un comercio intelectual constante entre todos los países civilizados» y la socie­ dad pretendía erigirse en «la banca universal y el libre puerto del mundo». En ella, afirmaba Thomas Sprat en 1667, «han sido admitidos libremente hom­ bres de diferente religión, nacionalidad y profesión. Todos ellos declaran que no quieren fundar una filosofía inglesa, escocesa, católica o protestante, sino una filosofía del género humano» (Sprat, 1966: 63).

Berlín En cuanto a los países de lengua alemana, no puede realmente considerarse como un lugar de investigación científica la Leopoldinisch-Carolinische Deutsche Akademie der Naturforscher (Academia Alemana Leopoldino-Carolina de Ciencias Naturales), que había sido fundada por cuatro médicos en 1652, en Schweienfurt, con el nombre (que se remitía al utilizado por Della Porta en el siglo xvi) de Academia Naturae Curiosorum (Kraft, 1981: 448). A finales del siglo xvn Alemania era un mosaico de estados de dimensiones muy distintas, unos católicos y otros luteranos: desde Prasia-Brandeburgo hasta ducados, ciudades y pueblos autónomos. Las universidades habían sido reorganizadas según el modelo elaborado por un gran defensor de la Reforma, Philipp Schwarzerd, llamado Melanchthon (1497-1560): una facultad de artes y filosofía, por la que era obligado pasar para acceder a las facultades de le­ yes, teología o medicina. A pesar de que la pobreza estaba muy extendida y de que había muchas guerras, Alemania era un país culto. Ya a principios del siglo xvm la educación era obligatoria en Prusia para todos los niños (Farrar, 1979: 214-217). Tampoco el gran filósofo, matemático e historiador Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) tenía una buena opinión de las universidades. Las consi­

deraba instituciones anticuadas, ajenas al mundo, ya casi completamente an­ quilosadas. Cuando Leibniz proyectó fundar una gran academia, su mayor preocupación fue solucionar el difícil problema de la financiación. Tomaba como referente el modelo francés, pero excluía la posibilidad de cualquier control estatal y defendía la necesidad de gozar de una amplia autonomía. También creía que una de las tareas de una academia era elaborar una gran enciclopedia del saber (Hammerstein, 1981: 413-418). La realidad no se corres­ pondió en absoluto con los sueños iniciales, y Leibniz acabó vinculando sus proyectos de academia a los objetivos que Bacon consideraba que no eran precisamente los más nobles: la exaltación de una nación frente a todas las demás (Hall, 1976: 191). Mediante la creación de una academia, Leibniz se proponía conseguir un avance de la nación y de la lengua alemanas, una profundización de las ciencias, la expansión de la industria y del comercio y la propagación del cristianismo universal a través de la ciencia. La Societas Regia Scientiarum fue instituida, sobre la base del proyecto de Leibniz, el 11 de julio de 1700 y fue patrocinada por el elector (más tarde rey) de Brandeburgo-Prusia, Federico I. La academia obtuvo el reconocimien­ to definitivo el 19 de enero de 1711. Fue reorganizada por Federico n, quien, siguiendo una sugerencia de Voltaire, nombró director (en 1746) a PierreLouis Moreau de Maupertuis (1698-1759), y le puso el nombre de Kónigliche Preussische Akademie der Wissenschaften (Academia Real Prusiana de las Ciencias). La presidencia de Maupertuis marcó el apogeo de la influencia francesa sobre la cultura alemana: el francés era la lengua oficial de la acade­ mia y, hasta 1830, las Abhandlungen conservarán el título de Mémoires. La academia de Berlín disponía de un teatro de anatomía, un jardín botánico y colecciones de historia natural y de instrumentos.

Bolonia Muchas de las sociedades científicas surgidas en Europa presentan dos carac­ terísticas fundamentales: 1) a partir de grupos que tienen intereses más am­ plios se van consolidando organizaciones específicamente científicas; 2) en el seno de estas organizaciones los «experimentalistas» ocupan una posición do­ minante. En el último cuarto de siglo, en parte por la influencia ejercida por la filosofía cartesiana y por el neocartesianismo matemático y experimental (representado por Huygens, Leibniz y Malebranche), aparece en las socieda­ des científicas cierta tendencia a la profesionalización: esas sociedades se uti­ lizan más como centros de debate de resultados que de ideas (Hall, 1973: 117-137). Precisamente en esta dirección parecen orientarse los estatutos del Istituto delle Scienze de Bolonia. En el instituto no debían darse clases ni pronunciar­ se discursos científicos «teniendo que versar todos los ejercicios principal­ mente sobre la práctica de las observaciones, experimentos y otras cosas de naturaleza similar» (Tega, 1986: 19). La Accademia delle Scienze de Bolonia

representa una novedad en la situación italiana. En Bolonia trabajaron (entre 1626 y 1647) Bonaventura Cavalien y (entre 1666 y 1691) Marcello Malpi­ ghi. En 1655 se publicó la primera edición de las Opere de Galileo (que, de­ bido a la censura, no incluía ni el Diálogo ni la Carta a Cristina de Lorena)\ en Bolonia desarrolló su actividad (a partir de 1690 aproximadamente) la Ac­ cademia degli Inquieti, cuyos miembros estaban interesados en la astronomía, el cálculo infinitesimal y las ciencias de la vida. Luigi Ferdinando Marsili (1658-1730), que puso a disposición de los Inquieti su palacio y sus coleccio­ nes, intentó en vano una reforma de la universidad con la publicación, en 1709, del valioso documento Parallelo dell’Universitá di Bologna con l’altre di la dei monti.

«Periódicos» Es totalmente imposible intentar siquiera citar los numerosos periódicos, ga­ cetas, revistas, colecciones y publicaciones periódicas que sirvieron de órga­ nos de expresión al ingente trabajo que se desarrollaba en las academias y en las sociedades científicas europeas. Sin embargo, haremos una excepción en tres casos. En 1665 Henry Oldenburg fundó la primera revista europea de ca­ rácter estrictamente científico, las Philosophical Transactions, que se adorna­ ba con el imprimatur de la Royal Society y utilizaba su correspondencia. El mismo año salió en París el Journal des Savants, en el que, además de temas de matemáticas y de filosofía natural, se trataban cuestiones de historia, teo­ logía y literatura. En 1684, por último, se inició en Leipzig la publicación de las Acta Eruditorum, donde aparecían recensiones de libros de cualquier rama del saber: las actas, publicadas en latín, podían ser leídas por todos los sabios y científicos europeos.

CAPÍTULO DIECISIETE

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Newton Los Principios matemáticos de la filosofía natural

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os «P hilosoph iae naturalis principia m athem atica », publicados en Londres en 1687, son una obra que no deja de asombrar al lector. En ella se conjugan el genio experimental y el genio matemático de Newton. En ella concluye y presenta una organización coherente, tanto a nivel de método co­ mo de soluciones, la revolución científica iniciada por Copémico y Galileo. Ese texto, tan dilatadamente elaborado y tan dilatadamente celebrado, no sólo iba a proporcionar los elementos esenciales del credo científico y filosófico del siglo x v iii , sino que además iba a dar forma a una imagen del universo y de sus leyes, que se ha convertido en una parte importante del patrimonio cul­ tural de todos los que han estudiado hasta los quince o dieciséis años. En sus­ tancia, ese marco se ha identificado durante más de dos siglos -hasta la lla­ mada «crisis de la física clásica»- con la física. El título mismo de esa gran obra ya expresaba una toma de posición fren­ te a la física cartesiana: los principios de la filosofía tienen carácter matemá­ tico. A diferencia de Descartes, Newton presentaba en lenguaje matemático los principios de la filosofía natural; al mismo tiempo se apropiaba de la tra­ dición del experimentalismo y adoptaba como elemento constitutivo del mé­ todo científico la desconfianza -propia de Bacon y de los baconianos- ante las hipótesis no vinculadas con la evidencia empírica. A pesar de que había llegado al descubrimiento del cálculo infinitesimal casi veinte años antes de la publicación de los Principia, Newton no lo utilizó (salvo alguna alusión) en su obra capital, sino que se expresó en el lenguaje tradicional de la geometría. Newton era un admirador de la geometría de los antiguos, hasta el punto de lamentar haberse dedicado al estudio de las obras de Descartes y de los alge­ bristas modernos antes de haber examinado con la suficiente atención los Ele­ mentos de Euclides (Westfall, 1989: 393). Sin embargo, tras la fachada de la geometría clásica aparecen (como se ha subrayado muchas veces) estructuras de pensamiento características del cálculo infinitesimal (Whiteside, 1970; Westfall, 1989: 442). Siguiendo el modelo de Euclides, Newton parte de las definiciones de ma­ sa, fuerza y movimiento; a continuación expone los axiomas o leyes del mo­ vimiento; enumera los presupuestos, que denomina proposiciones o lernas-,

añade los corolarios y los escolios (comentarios o notas explicativas). En el capítulo decimoquinto de este libro se ha aludido a la gran discusión sobre el descubrimiento del cálculo en la que se enzarzaron con dureza, el uno con­ tra el otro, Leibniz y Newton. La historia está llena de «ironías»: todos los newtonianos del siglo xvm expondrán la nueva física de los Principia y ex­ tenderán el campo de aplicación de la mecánica newtoniana utilizando el cál­ culo infinitesimal en la versión de Leibniz. La física de Newton se oponía a la de Descartes no sólo en cuanto a la téc­ nica de exposición y al método. El mundo de Newton, a diferencia del de Descartes, está compuesto no de dos elementos (extensión y movimiento), si­ no de tres: la materia, un número infinito de partículas impenetrables e inmodificables, pero no idénticas; el movimiento, ese paradójico estado relativo que no modifica en absoluto las partículas, sino que se limita a transportarlas de acá para allá a través del vacío infinito y homogéneo; el espacio, es decir, el vacío realmente infinito y homogéneo en el que, sin hallar oposición, esas partículas (y los cuerpos que están formados por ellas) realizan sus movi­ mientos (Koyré, 1972: 35). Los Principia comienzan con las definiciones. La primera define la canti­ dad de materia o masa de un cuerpo como el producto de la densidad por el volumen, y distingue claramente la masa de un cuerpo (que es la misma en todos los puntos del universo) del peso de un cuerpo, que depende de la fuer­ za de la gravedad y varía, por tanto, con la distancia. El peso no es, para Newton, un valor absoluto. En el tercer libro la fuerza de la gravedad será identificada con la fuerza centrípeta: la fuerza de atracción ejercida por un cuerpo es proporcional a su masa, y el peso de un objeto de igual masa es di­ ferente sobre la superficie de los diferentes planetas. En la segunda definición se utiliza el término cantidad de movimiento (el «momento») para indicar el producto de la masa de un cuerpo por su velocidad. La tercera definición se refiere a la fuerza ínsita o innata de la materia, según la cual todo cuerpo tiende a perseverar en su estado actual, ya sea de reposo o de movimiento rec­ tilíneo uniforme: por esta razón, «esta fuerza ínsita puede ser denominada, con un nombre más expresivo, fuerza de inercia o fuerza de inactividad». La fuerza impresa (reza la cuarta definición) es una acción ejercida sobre un cuerpo que le hace modificar su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme. El término de fuerza centrípeta, que Newton introduce en la física, o que «busca el centro» (que es, por ejemplo, la que mantiene los planetas en sus órbitas) aparece, en la quinta definición, para designar aquella fuerza se­ gún la cual los cuerpos tienden hacia un punto central, y es lo contrario de la fuerza centrífuga (el término había sido acuñado por Huygens), que es la que experimenta un cuerpo que se aleja del centro. En el Scolio Newton discute sobre el espacio, el tiempo y el movimiento. Los estados de reposo y de movimiento rectilíneo uniforme, perfectamente equivalentes entre sí, sólo pueden determinarse en relación con otros cuerpos que estén en reposo o en movimiento. Puesto que la remisión a otros sistemas de referencia se reproduce hasta el infinito, el flujo eterno y uniforme del

tiempo (tiempo absoluto) y la extensión infinita del espacio (espacio absolu­ to) constituyen para Newton las coordenadas a las que es preciso recurrir pa­ ra definir, en el límite, el estado de reposo o de movimiento de los cuerpos. Espacio relativo y tiempo relativo son, de hecho, cantidades concebidas en re­ lación con cosas sensibles y en la filosofía; en cambio, es necesario hacer abs­ tracción de los sentidos: «El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí mismo y por su naturaleza carente de relación con algo exterior, fluye de ma­ nera uniforme y, utilizando otro nombre, lo llamamos duración ... El espacio absoluto, que por su naturaleza carece de relación con cualquier cosa exterior, permanece siempre igual a sí mismo e inmóvil» (Newton, 1965: 109-110, 104-107). La concepción newtoniana de la relación entre movimientos relativos y movimiento absoluto (concepción que se mantendrá bien sólida hasta nuestro siglo) se expresa mediante el experimento del cubo. Se ata un cubo casi lleno de agua a una cuerda, se enrolla la cuerda sobre sí misma y se deja que se va­ ya desenrollando. Cuando se estabiliza una figura cóncava sobre la superficie del agua, puede afirmarse que las revoluciones del agua se realizan al mismo tiempo que las del cubo en tiempos iguales. Entre agua y recipiente existe en­ tonces un estado de reposo relativo. Pero la subida del agua hacia el borde in­ dica el esfuerzo de alejamiento del eje del movimiento, y ese esfuerzo da la medida del «movimiento circular verdadero y absoluto del agua». El primer libro comienza enunciando los tres axiomas o leyes del movi­ miento: 1) Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme, a no ser que sea obligado por fuerzas impresas a cambiar su estado; 2) el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz im­ presa, y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual se imprime la fuerza; 3) a cada acción le corresponde una reacción igual y contraria: o sea, las ac­ ciones de dos cuerpos siempre son iguales entre sí y dirigidas en direcciones opuestas («cualquier cosa que presione o empuje otra cosa es a su vez presio­ nada y empujada por ella en la misma medida: si alguien aprieta una piedra con los dedos, también sus dedos son apretados por la piedra», ibidem: 117120). Los teoremas y los corolarios que Newton deduce de estas leyes y de las definiciones iniciales comprenden, por ejemplo, el teorema de la composi­ ción o del paralelogramo de los movimientos: cuando sobre un cuerpo actúan simultáneamente dos fuerzas, ese cuerpo describirá la diagonal de un parale­ logramo en el mismo intervalo de tiempo en el que describiría sus lados bajo la acción de cada una de las fuerzas. En el mismo libro se deducen de las leyes de la dinámica las tres leyes del movimiento planetario de Kepler. Cuando una fuerza central hace desviar un cuerpo de su dirección inercial se cumple la ley de las áreas de Kepler. Cuando la fuerza centrípeta varía inversamente al cua­ drado de la distancia, el cuerpo, según su velocidad tangencial, recorrerá una de las «cónicas»: una elipse, una parábola o una hipérbole. El segundo libro abandona el campo de los puntos materiales que se mue­ ven sin fricción y aborda el problema de los cuerpos que se mueven en el in­ terior de fluidos resistentes. Nace, en estas páginas, la mecánica de los fluidos

y a partir de ella comienza el desarrollo de la hidrodinámica. Las considera­ ciones que se hacen en este libro destruyen por completo la teoría de los vór­ tices de Descartes. El movimiento de un vórtice no puede mantenerse de ma­ nera autónoma: sólo puede continuar con movimiento uniforme si una fuerza externa hace girar su cuerpo central. Ese movimiento, por lo tanto, irá dismi­ nuyendo progresivamente a medida que su energía se disperse y sea «absorbi­ da en el espacio». Un vórtice no puede dar lugar a un sistema planetario com­ patible con las leyes de Kepler: «La hipótesis de los vórtices choca totalmente con los fenómenos astronómicos y en vez de explicar los fenómenos celestes los hace más inexplicables» (ibidem: 593). El tercer libro se dedica a tratar «el ordenamiento del sistema del mundo» (ibidem: 601). Para pasar del plano de las definiciones, de los axiomas, de los teoremas y de las demostraciones al de una descripción del mundo, Newton considera necesario enunciar las reglas del filosofar. La primera regla: «No deben admitirse más causas de las cosas naturales que las que son verdaderas y suficientes para explicar los fenómenos». Esta regla afirma la simplicidad de la naturaleza, en la que «no sobreabundan las causas superfluas» y que «no hace nada en vano». Con esta regla Newton in­ troduce, en el corazón mismo de la ciencia moderna, la llamada «navaja de Occam»: «Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem», los entes no deben multiplicarse más allá de lo que es necesario, o bien «Frustra fit per plura quod fieri potest per pauciora», en vano se hace con muchas cosas lo que puede ser hecho con pocas. Con estas dos fórmulas (que no aparecen así redactadas en las obras del franciscano Guillermo de Occam, muerto en 1347) se convertía en teoría, en la tradición del empirismo y del nominalismo, el principio metodológico de la moderación o de la simplicidad. La segunda regla es: «Por esto, mientras pueda hacerse, deben asignarse las mismas causas a los efectos naturales de la misma clase». Esta regla afirma la uniformidad de la naturaleza o la validez general de las leyes naturales: las cau­ sas de la respiración son las mismas en el hombre y en los animales; las piedras caen del mismo modo en Europa y en América; la reflexión de la luz es la mis­ ma en la Tierra y en los planetas. La tercera regla: «Las cualidades de los cuerpos que no pueden ser au­ mentadas ni disminuidas, y las que pertenecen a todos los cuerpos con los que es posible experimentar deben considerarse cualidades de todos los cuerpos». Esta regla afirma la homogeneidad de la naturaleza, su carácter de entidad in­ variable, regular y previsible. En contra del avance de los experimentos, «no hay que inventar sueños desmedidamente, ni debemos alejamos de la analo­ gía de la naturaleza, puesto que ésta suele ser simple y siempre conforme a sí misma». Las cualidades de los cuerpos «no se conocen más que por medio de los experimentos, y por eso deben considerarse generales todas aquellas que, en general, concuerdan con los experimentos». Las generalizaciones a las que se llega por inducción son válidas cuando nacen en el plano de los sentidos: por ejemplo, «concluimos, no con la razón, sino con los sentidos que todos los cuerpos son impenetrables; los objetos que manejamos resultan ser impe­

netrables, de ello deducimos que la impenetrabilidad es una propiedad de los cuerpos en general». Pero la generalización va más allá del plano de los sen­ tidos: «Concluimos que todas las mínimas partes de todos los cuerpos son ex­ tensas y duras, impenetrables, móviles y dotadas de fuerzas de inercia: y este es el fundamento de toda la filosofía». La cuarta regla: «En la filosofía experimental, las proposiciones obtenidas por inducción de los fenómenos deben, a pesar de las hipótesis contrarias, ser consideradas verdaderas o totalmente o en la mayor medida posible, mientras no intervengan otros fenómenos, que las hagan más exactas o las sometan a excepciones». Esta regla afirma la necesidad de un control de las teorías. Continúa diciendo, «para que el argumento de la inducción no sea eliminado mediante hipótesis». Las teorías científicas deben estar de acuerdo con los ex­ perimentos y deben ser consideradas verdaderas mientras exista esta concor­ dancia (ibidem: 609-613). Tras haber enunciado estas reglas, Newton pasa a describir el sistema del mundo. Muestra que los movimientos de los satélites de Júpiter y de Saturno y los de la Tierra y de los planetas alrededor del Sol obedecen a las leyes de Kepler. Calcula la masa de la Tierra; muestra que la precesión de los equi­ noccios es debida a la forma de la Tierra y a la inclinación de su eje, que a su vez depende del efecto combinado de la atracción ejercida por la Luna y por el Sol. La combinación de las fuerzas ejercidas sobre la Tierra por la Luna y por el Sol proporciona además una explicación satisfactoria de las mareas. Los cometas, cuya imprevista e inexplicable aparición pareció desmentir du­ rante milenios la regularidad de los movimientos celestes, son finalmente reconducidos al interior del sistema solar. El cometa de 1681 sigue el movi­ miento de una parábola (como indica la primera ley de Kepler) y describe (como indica la segunda ley de Kepler) áreas proporcionales a los tiempos. La ley de la gravitación universal, expuesta en el tercer libro, afirma que dos cuerpos en el universo se atraen el uno al otro con una fuerza que es di­ rectamente proporcional al producto de las dos masas e inversamente propor­ cional al cuadrado de la distancia que los separa.

Donde F es la fuerza de atracción, m, y m2son las dos masas y D es la dis­ tancia que media entre ellas. G es un factor constante que tiene el mismo valor en todos los casos: en el de la relación de mutua atracción entre la Tierra y una manzana, entre la Tierra y la Luna, entre el Sol y Júpiter, entre dos estrellas. Newton había conseguido formular una única ley capaz de explicar al mis­ mo tiempo el comportamiento de una manzana que cae sobre la Tierra, el de los planetas alrededor del Sol y el fenómeno de las mareas. El cálculo efec­ tuado por Newton en el libro tercero, del que resulta que la Luna se mantiene

en su órbita por la misma fuerza de gravedad por la que los cuerpos caen so­ bre la superficie terrestre, fue considerado por muchos uno de los puntos cen­ trales de la obra newtoniana. La fuerza centrípeta «por cuyos efectos los pla­ netas se mantienen en sus órbitas, resulta ser la misma fuerza de gravedad». Este descubrimiento suscitó en el ánimo de Newton una emoción tremenda: una única fuerza sirve para mantener a los planetas en sus órbitas alrededor del Sol; para mantener los satélites de los planetas en sus órbitas, para pro­ vocar la caída de los graves sobre la Tierra; para provocar las mareas. De ello derivaba una visión unitaria del mundo y la unión definitiva de la física terrestre y la física celeste. Caía el dogma de una diferencia esencial entre los cielos y la Tierra, entre la mecánica y la astronomía, y también se de­ rrumbaba el «mito de la circularidad», que durante más de mil años había condicionado el desarrollo de la física y había pesado incluso sobre las argu­ mentaciones de Galileo.

El Escolio general En el Escolio general, que se añadió a la segunda edición de los Principia, Newton se planteaba el problema de la regularidad de los movimientos plane­ tarios. Esa regularidad, en su opinión, no puede depender de principios mecá­ nicos. El ser del mundo no tiene su fundamento en esos principios y es nece­ sario apelar a las causas finales, al teleologismo. De una ciega necesidad metafísica no puede nacer la variedad de las cosas creadas. El ciego destino no podría jamás hacer mover todos los planetas en la misma dirección en ór­ bitas concéntricas. La uniformidad del sistema planetario es el resultado de una elección. «Esta elegantísima armonización del Sol, los planetas y los co­ metas no puede surgir sin la presencia de un Ser omnipotente e inteligente». El que ha ordenado el universo ha colocado las estrellas fijas a una distancia inmensa unas de otras «por temor a que estos globos cayeran el uno sobre el otro por la fuerza de su gravedad» (Newton, 1965: 792-793). Del mismo mo­ do los ojos, las orejas, el cerebro, el corazón, las alas, los instintos de las bes­ tias y de los insectos no pueden ser sino la consecuencia de la sabiduría y de la habilidad de un Agente poderoso y eterno (Newton, 1779-1785: IV, 262). El Dios trascendente y personal de Newton está presente en todo el espacio como en su sensorium. Él «rige las cosas no como el alma del mundo, sino como Señor del universo». Existe siempre y en todas partes, y «al igual que el ciego no tiene idea de los colores, tampoco nosotros tenemos idea de los mo­ dos como Dios sapientísimo siente y concibe todas las cosas» (ibidem: 794). La última parte del Escolio gira de nuevo en tomo al tema de la gravedad. He recurrido a esa fuerza, escribe Newton, para explicar los fenómenos del cielo y de nuestro mar, pero no he establecido la causa de la gravedad. En la discusión sobre este tema surge la célebre postura adoptada por Newton en relación con la función de las hipótesis:

No he conseguido todavía deducir de los fenómenos las razones de las pro­ piedades de la gravedad, y no invento hipótesis. De hecho, cualquier cosa que no sea deducible de los fenómenos es llamada hipótesis y en la filosofía experimen­ tal no hay lugar para las hipótesis, ya sean metafísicas, físicas, de las cualidades ocultas o mecánicas. En esta filosofía las proposiciones se deducen de los fenó­ menos y se generalizan por inducción: así fue como se llegó al conocimiento de la impenetrabilidad, la movilidad y el impulso de los cuerpos, las leyes del movi­ miento y la gravedad. Y es suficiente que exista realmente la gravedad, que actúe según las leyes que hemos expuesto y que explique todos los movimientos celes­ tes y de nuestro mar (ibidem: 796). La física cartesiana y, en general, el planteamiento mecanicista tendían a re­ ducir todos los fenómenos a movimientos, reductibles a su vez a un modelo co­ nocido (choque, presión, etc.). La física newtoniana recurría a una «acción a dis­ tancia» (entendida como un principio), que no parecía inmediatamente reductible a un modelo mecánico. A los seguidores de Descartes en Europa y al propio Leibniz les pareció que Newton había introducido de nuevo en la física las «cua­ lidades ocultas» de la escolástica, de las que con tanto esfuerzo la nueva ciencia había conseguido liberarse, y que había abandonado, por tanto, el sólido terreno sobre el que la nueva física había podido afirmarse y progresar. Esta polémica se iba a prolongar durante mucho tiempo en la cultura europea. Al rígido mecani­ cismo de Descartes se remitirán explícitamente muchos materialistas del siglo xvm. Pero la mezcla de mecanicismo y de deísmo que se desprendía de la filo­ sofía de Newton dominará ampliamente la cultura de la época de la Ilustración. Hay que recordar, sin embargo, que aproximadamente hasta la mitad del siglo xvm existirán dos físicas. En una célebre página de las Cartas filosófi­ cas (1734), Yoltaire opondrá el espíritu de tolerancia y la libertad de los in­ gleses al régimen aún feudal de los franceses, pero opondrá también la física de los newtonianos a la de los cartesianos: en París el mundo tiene la forma de un melón, en Londres la de una calabaza. Un francés que llegue a Londres se encuentra con que las cosas han cam­ biado mucho en la filosofía natural, como en todo lo demás. Ha dejado el mun­ do lleno y lo encuentra vacío. En París el universo se ve compuesto de materia sutil. En Londres no se ve nada de todo esto. Aquí, en Francia, es la presión de la Luna la que causa el flujo del mar; para los ingleses es el mar el que ejer­ ce la gravedad sobre la Luna ... Para los cartesianos todo sucede por la acción de un impulso incomprensible; para Newton, en cambio, por la fuerza de una atracción cuya causa no se acaba de conocer (Voltaire, 1962: I, 52).

La Óptica Opticks, or a Treatise of the Reflexions, Inflexions and Colours of Light fue publicado en Londres en 1704 (Newton tenía entonces 62 años) y reeditado dos veces (en 1717 y en 1721) en vida de su autor. El texto fue traducido al

latín en 1706 y el propio Newton revisó la traducción. En las distintas edicio­ nes, que presentaban significativas diferencias, Newton reelaboraba investiga­ ciones que ya habían sido extensamente tratadas a finales de los años sesenta y en los años noventa del siglo xvn. La Óptica, como los Principia, también está dividida en tres libros. El primero comienza con una serie de definiciones y con un conjunto de axiomas que conforman los principios generales de la óptica. Siguen las proposiciones y los teoremas que exponen more geométrico los experimentos, y que se refieren a la óptica geométrica, la doctrina de la composición y dispersión de la luz blanca, la aberración de las lentes, el arco iris y la clasificación de los colores. El segundo libro trata de muchos proble­ mas relativos a los colores, a los anillos de interferencia, a los fenómenos de interferencia de la luz en las láminas delgadas. El tercer libro está dedicado a la descripción de una serie de experimentos sobre la difracción y sobre las franjas coloreadas que se producen en presencia de diminutos obstáculos y de láminas afiladas. En la Micrographia (1665), Robert Hooke había retomado la tesis carte­ siana sobre la naturaleza de la luz. En el universo del mecanicismo, donde no existe el vacío, la luz se propaga tal como se propagan las ondas sonoras, y Hooke había descrito las leyes de la refracción y había interpretado la luz co­ mo resultado de propagaciones o impulsos vibratorios del éter. Para tratar de la luz y de los colores, Newton utilizó la Dióptrica de Kepler, la traducción latina de la de Descartes (1664), la Physico-mathesis de lumine, coloribus et iride (1665) de Francesco María Grimaldi (1618-1663), los Experimenta et considerationes de coloribus (1667) de Robert Boyle y el trabajo de síntesis desarrollado por Isaac Barrow en las Lectiones opticae, a las que había con­ tribuido el propio Newton. Sobre el carácter ondulatorio y corpuscular de la luz Newton adopta una postura muy complicada (que también hay que vincular con una viva polémica mantenida con Hooke entre 1672 y 1676). Según Newton, algunos estudiosos tendían a considerar que la luz estaba constituida por corpúsculos inconcebi­ blemente pequeños y veloces emanados de los cuerpos. Otros entendían que la luz era como los movimientos que se producen en un medio. Entre éstos hay que incluir tanto a Grimaldi, para quien la luz era como un fluido en el que se producen movimientos ondulatorios, como a Christiaan Huygens, que expone una teoría acerca de ondas longitudinales que atraviesan un fluido estaciona­ rio. Newton pretende evitar polémicas que considera inútiles. Nunca llega a una afirmación resuelta de la tesis corpuscular, que, sin embargo, utiliza am­ pliamente. Basa todas sus afirmaciones en hechos experimentales y obtiene de ellos las afirmaciones que constituyen las teorías. Según el caso concreto que está examinando, se inclina por soluciones de tipo corpuscular o de tipo ondulatorio. Considera, no obstante, que la tesis ondulatoria no permite expli­ car ni la propagación rectilínea de la luz ni la formación de sombras detrás de los obstáculos. La polémica entre los defensores de la tesis ondulatoria y los defensores de la tesis corpuscular se endurecerá, a finales del siglo x v ii , en un enfrentamiento entre escuelas y dará lugar a una oposición radical entre meta­

físicas científicas, en la que se alternarán el triunfo temporal de la teoría cor­ puscular a lo largo del siglo xvm y el de la teoría ondulatoria en el siglo xix, para desembocar en nuestros días en la orientación «complementaria» de la óptica cuántica posterior a 1905 (Bevilacqua, Ianniello, 1982: 245, 254). El 18 de enero de 1672 Newton escribió a Henry Oldenburg, que era el se­ cretario de la Royal Society, diciéndole que su teoría de los colores era el ma­ yor, si es que no el más importante, descubrimiento hecho hasta entonces en las investigaciones sobre la naturaleza (Newton, 1959-1977: I, 82-83). Las numerosas y a menudo confusas descripciones sobre la naturaleza de los co­ lores atribuían estos últimos a los cuerpos sobre los que actuaba la luz y no a la luz misma. En la tradición aristotélica el color era una cualidad inherente a los cuerpos o un producto de una mezcla de la sombra con la luz: el rojo era luz blanca mezclada en un ambiente no muy oscuro, el azul era luz blanca en un ambiente de máxima oscuridad. Paracelso los había interpretado como una manifestación del principio sulfúreo; para Descartes dependían de las diferen­ tes velocidades de los movimientos de rotación y de traslación de las partícu­ las del éter; para Hooke dependían de la distinta inclinación de las ondas. Newton se distancia claramente tanto de la tradición como de las posiciones de sus contemporáneos: considera que la modificación de la luz, de la que proceden los colores, es «una propiedad innata de la luz». Los colores no son el resultado de la reflexión o de la refracción de los cuerpos naturales (como generalmente se cree): son «propiedades originales y connaturalizadas, distin­ tas según los distintos rayos: algunos rayos son aptos para manifestar el color rojo y ningún otro, algunos el amarillo y ningún otro, algunos el verde y nin­ gún otro, y así sucesivamente con los restantes» (Newton, 1978: 208). El pro­ blema del color no es algo que afecte solamente a la psicología de la percep­ ción: los ángulos de refracción se pueden calcular; el problema del color es físico y es separable del problema «psicológico» y se puede tratar con méto­ dos matemáticos. Los cuerpos nos aparecen con distintas coloraciones según el distinto grado de absorción de las superficies: A los rayos que parecen rojos, o mejor dicho los objetos los hacen aparecer como tales, los llamo rubríficos o productores de rojo ... y así sucesivamente. En realidad, los rayos, hablando con propiedad, no están dotados de color. No hay en ellos más que un cierto poder o una cierta disposición a estimular una sensación de uno u otro color. Así como el sonido de una campana ... no es más que un movimiento vibratorio y en el aire no es más que un movimiento propagado por el objeto, y en el aparato sensorial se convierte en sensación de ese movimiento en forma de sonido, así también los colores del objeto no son más que una disposición a reflejar uno u otro tipo de rayo más que otros; en los rayos no existe otra cosa más que su disposición a propagar uno u otro movi­ miento en el aparato sensorial, y en el aparato sensorial se convierten en sensa­ ciones de esos movimientos en forma de colores (ibidem: 393-394). Los problemas de la percepción o de la psicofisiología (dicho sea entre pa­ réntesis) harán de nuevo su aparición en la óptica y en la colorimetría a co­

mienzos del siglo xix. Como ha escrito uno de los más grandes físicos de nuestro siglo: «El fenómeno de los colores depende parcialmente del mundo físico. Pero naturalmente el fenómeno depende también del ojo y de lo que sucede detrás del ojo, en el cerebro» (Feynman, 1969: I, 2, 35-1). El célebre y complicado experimento del prisma muestra que la luz «cons­ ta de rayos con distinta capacidad de refracción», que se proyectan sobre dis­ tintos puntos de la pared según su grado de refractabilidad: cada grado de refractabilidad está asociado con un color primario fundamental. El violeta corresponde al máximo grado de refractabilidad, el rojo al grado mínimo. La existencia de los colores no depende de las perturbaciones de la luz; la luz blanca no es luz pura, está compuesta de rayos que tienen características dife­ rentes, es el resultado de la mezcla de los colores que están contenidos en el «espectro». El blanco no es un color real, no es una «cualidad innata» de la luz, sino una apariencia sensible. Los componentes de la luz pueden ser sepa­ rados y reunidos. El trabajo óptico de Newton proporcionaba, además, resultados importan­ tes en el terreno de las aplicaciones prácticas o de la tecnología. Las observa­ ciones con el telescopio se veían perturbadas por el fenómeno de las franjas coloreadas o por la aberración cromática de las lentes. Newton construyó per­ sonalmente un telescopio de reflexión (o de espejo cóncavo) con un ocular colocado lateralmente, al cual enviaba los rayos un prisma de reflexión total. El espejo (que Newton había fundido y preparado con una aleación de su pro­ pia invención) tenía un diámetro de 25 mm, el telescopio no medía más que 15 cm pero aumentaba unas cuarenta veces: mucho más de lo que podía au­ mentar un telescopio tradicional de ciento ochenta centímetros de longitud. En 1671 Newton envió su telescopio a la Royal Society de Londres. A comienzos del año siguiente envió asimismo a Londres un primer informe acerca de su teoría de los colores, que fue publicado en las Phüosophical Transactions de la Royal Society el 19 de febrero de 1672: «Movido por el éxito del telescopio, Newton ingresó en la comunidad de los filósofos naturales a la que, hasta aquel momento, había pertenecido en secreto» (Westfall, 1989: 249).

La vida de Newton Isaac Newton nació en Woolsthorpe, un pueblo de pocos habitantes en la re­ gión de Lincolnshire, el 25 de diciembre de 1642, el mismo año en que murió Galileo. Se quedó huérfano de padre a la edad de un año, y cuando su madre contrajo nuevo matrimonio no permaneció en la casa del padrastro, sino que fue confiado al cuidado de una abuela. A los doce años comenzó a frecuentar la escuela pública de Grantham. Ese niño, que era capaz de construir ingenio­ sos juguetes mecánicos y que llenó la casa donde vivía de relojes de sol cons­ truidos por él, tuvo una infancia difícil. Debió sufrir mucho con el segundo matrimonio de su madre, hasta el punto de que en una relación de sus peca­ dos (que se remonta a 1662) anotó: «Haber amenazado con quemar vivos a

mi padre y a mi madre y toda la casa con ellos». En 1661 fue aceptado como subsizar en el Trinity College de Cambridge, que era una comunidad formada por más de cuatrocientas personas y gozaba de gran fama. El subsizar era un estudiante pobre que se ganaba la manutención trabajando como sirviente de los profesores: algunas de sus obligaciones consistían en despertar a los fellows, limpiar sus zapatos, vaciar los orinales, etc. (Westfall, 1989: 57, 75-76). En Oxford el equivalente del subsizar de Cambridge recibía el nombre, más explícito, de servitor. En 1664 dejó de ser un subsizar y tuvo la posibilidad de dedicarse a sus investigaciones. En 1665 obtuvo el grado de bachelor ofarts, en 1666 se convirtió en júnior fellow y, en 1668, en master ofarts y sénior fellow. Al año siguiente Isaac Barrow le cedió su propia cátedra «Lucasiana» de matemáticas, en la que Newton continuó enseñando hasta 1704. Pero los veintiocho años que pasó en el Trinity de Cambridge coincidieron con el pe­ ríodo más desastroso de la historia de ese college y de esa universidad. Con esta situación se relaciona también el escaso trato que mantuvo con sus cole­ gas y la soledad en la que vivía (ibidem: 199, 200). En Cambridge estudió, además de algunos manuales de filosofía peripaté­ tica, la óptica y la astronomía de Kepler, la Geometría de Descartes y el Diá­ logo de Galileo, obras de Boyle, Hobbes, Glanvill y del matemático John Wallis, y mantuvo relaciones de amistad con el teólogo y filósofo platónico Henry More. Durante los años terribles de la peste, 1665-1666, regresó junto a su madre, a la casa paterna. Fueron dos o tres años de una fecundidad ex­ traordinaria, casi increíble. Aprovechándose de las conquistas alcanzadas en un siglo de estudios, Newton formuló en privado un programa que lo situaba a la vanguardia de la ciencia europea. Al evocar aquellos años Newton dirá que por aquel entonces estuvo trabajando en matemáticas y en filosofía más que en cualquier otro periodo de su vida. A finales de 1665, a los veintitrés años, Newton ya había formulado la regla del binomio, el método directo de las flu­ xiones (el cálculo infinitesimal) y había deducido que «las fuerzas que sostie­ nen los planetas en sus órbitas son entre sí como los cuadrados de las distan­ cias de los planetas mismos de los centros alrededor de los cuales giran» (ibidem: 147, 148). Pocas personas estaban al corriente de sus descubrimientos, porque hasta entonces no había publicado nada. Cuando sucedió a Barrow en la cátedra «Lucasiana», dio un curso sobre óptica (las Lectiones opticae), pero la polé­ mica que se inició con Robert Hooke cuando presentó a la Royal Society su memoria sobre los colores le hizo desistir de su publicación. Comenzó una época en la que Newton estuvo interesado por la alquimia, la teología y la in­ terpretación del Apocalipsis. Tras haber esbozado en De motu corporum in gyrum las líneas esenciales de la mecánica celeste, se dedicó a la redacción de los Principia, que fueron publicados cuando Newton tenía cuarenta y cinco años. La fase creativa de su investigación científica en realidad concluyó con los Principia, porque la Optica, publicada en 1704, cuando Hooke ya había muerto, estaba formada, como ya se ha dicho, por textos escritos muchos

años antes. En el apéndice a la Óptica aparecieron publicados dos opúsculos matemáticos que exponían el método de las fluxiones, fruto también de inves­ tigaciones que se remontaban a más de treinta años atrás. La penosa y desa­ gradable disputa con Leibniz sobre la prioridad del descubrimiento, provoca­ da por una recensión aparecida en 1705 en las Acta Eruditorum de Leipzig, constituye una de las más célebres controversias de la historia de la ciencia (Hall, 1982). Newton, que siempre había vivido entre los libros de sus estancias de tra­ bajo en Cambridge y en Londres, se inició en la vida pública tras la «Glorio­ sa Revolución» de 1688. Durante treinta años, a partir de 1696, fue director de la Ceca de Londres. Fue diputado en el Parlamento por el partido whig en los años 1689-1690. Desde 1703 fue presidente de la Royal Society y ejerció una enorme influencia en la vida cultural europea. La prestigiosa sociedad científica se convirtió en una especie de feudo personal. Murió en 1727, a los ochenta y cinco años de edad. Estudió siempre con tanta pasión que a menudo pasaba noches enteras sentado a su mesa de trabajo. Cuando estaba ocupado en un problema, se ol­ vidaba incluso de comer, y el gato que tenía en Cambridge engordó enorme­ mente gracias a la comida que su amo no tomaba. Se pasó la vida ocultando celosamente a los que le rodeaban sus más profundas convicciones religiosas, y en las relaciones humanas se mostró siempre notablemente desconfiado. Te­ nía «un severo censor interior y vivía constantemente bajo la mirada del Vigi­ lante» (Manuel, 1974: 15-16). Su primera y última relación sentimental con una mujer se remonta a los años de la escuela secundaria en Grantham. Humphrey Newton, que fue su amanuense en Cambridge durante cinco años, escribió que sólo le había visto reír una vez. En los intercambios de corres­ pondencia que mantuvo con Hooke y con Huygens perdió muchas veces el control, y escribió cartas a la vez crueles y arrogantes. En la polémica con Leibniz (en la que se mantuvo persistentemente en el anonimato) se ocultó tras John Keill y una comisión nombrada por la Royal Society. Como ha es­ crito su biógrafo más importante, Newton estuvo afectado por neurosis provo­ cadas por su infancia y por la tensión por la investigación: un hombre ator­ mentado y una personalidad neurótica que, en los años de la madurez, vivió siempre al borde del derrumbamiento psicológico (Westfall, 1989: 108, 61-62, 199, 349, 292, 804, 56).

Intermedio sobre los manuscritos Antes de hablar de las Queries (cuestiones o preguntas o «problemas abier­ tos») que ocupan la parte final de la Óptica, conviene aclarar un punto rela­ cionado también con la presente exposición, que no tiene, obviamente, ningu­ na pretensión de originalidad. Soy muy consciente de que ninguno de los numerosos especialistas sobre Newton, que forman un grupo de estudiosos consistente y muy preparado, hubiera presentado hoy en día la filosofía natu-

ral de Newton partiendo de la exposición del contenido de sus obras mayores. He elegido un camino diferente del que ahora está vigente por dos razones. La primera: para muchísimos lectores de Newton a lo largo de los siglos x v iii y xrx, y bastantes decenios del siglo xx, la grandeza y la fama de Newton se deben casi exclusivamente a la lectura de sus dos grandes obras maestras. La meritoria, incansable y compleja actividad de muchos insignes investigadores ha revuelto un terreno que parecía bien cultivado, ha transformado profunda­ mente el significado y la situación histórica de Newton, pero corre el riesgo de hacer olvidar esta obviedad al lector corriente de nuestros días. Vayamos a la segunda razón. El entusiamo por la lectura de textos hasta ahora poco co­ nocidos, o incluso desconocidos, puede conducir a este resultado paradójico: que se estudie a Newton, incluso en los manuales de historia de la ciencia o de historia de la filosofía, basándose exclusivamente en unos textos que él, por un exceso de cautela, o por un invencible amor a la reserva, o por ambas razones, decidió dejar inéditos e ignorados por sus lectores. Cuando en uno de estos manuales (hay que suponer que en su calidad de manuales van dirigidos a los estudiantes) leí un capítulo sobre Newton donde se citan únicamente pa­ sajes de los textos inéditos, tomé la decisión. A la muerte de Newton, la Royal Society no quiso adquirir sus manuscri­ tos de tema religioso, y se los devolvió a la familia con la recomendación de que no se los enseñaran a nadie. Cuando Samuel Horsley, que era el encarga­ do de la edición de la Opera omnia (publicada entre 1779 y 1785), vio las cartas manuscritas de Newton, «escandalizado, cerró de golpe la tapa del baúl que las contenía». Una parte de los manuscritos fue adquirida en 1936 por John Maynard Keynes (el gran economista). Considerando la enorme canti­ dad de manuscritos alquimistas, dio de Newton una definición que provocó un escándalo y suscitó muchos debates: lo llamó no el primero de los científi­ cos modernos, sino «el último de los magos». Esas cartas contenían mucha matemática, mucha física, mucha óptica y mucha «ciencia», pero una parte importante estaba dedicada a temas de alquimia y de cronología universal, a la interpretación de las Escrituras y a las disputas teológicas, al Apocalipsis y a la sabiduría oculta que, según la tradición hermética y la magia renacentis­ ta, estaría en los orígenes de la historia humana. Entre las entidades que no quisieron adquirir manuscritos newtonianos se cuentan la Universidad de Cambridge (que seleccionó y aceptó una serie de manuscritos científicos), el British Museum y las universidades americanas de Harvard, Yale y Princeton. El estado de Israel, que recibió una buena parte de esos manuscritos en 1951, no los colocó en la University Library de Jerusalén hasta dieciocho años des­ pués de haberlos recibido (Mamiani en Newton, 1994: vi-vn). Todos los estudiosos de Newton coinciden justamente en considerar que los estudios anteriores a 1945-1950 (entre los que se cuentan, sin embargo, contribuciones que siguen siendo todavía hoy fundamentales) han sido en cierto modo «superados» por las interpretaciones que han podido tener acceso a las fuentes manuscritas. Los textos inéditos de carácter matemático y cientí­ fico no se publicaron hasta los años sesenta y setenta del siglo xx (Newton,

1967-1981; Newton, 1962; Herivel, 1965); en los mismos años se publicaron los textos inéditos de óptica y de filosofía (Newton, 1984; Newton, 1983b). Los llamados Escolios clásicos, un proyecto de apéndice a la segunda edición de los Principia y el Tratado sobre el Apocalipsis se han publicado en estos últimos decenios (Newton, 1983a; Newton, 1991; Newton, 1994). A partir de la segunda posguerra ha caído sobre los estudiosos una auténtica avalancha de materiales. Aun limitándose a lo esencial, se trata de una veintena de volúme­ nes de textos. Y queda todavía mucho material por estudiar. Desde este punto de vista, Newton ha tenido un destino realmente curioso. Nada semejante ha ocurrido con Copémico, o con Descartes, o con Galileo, o (más tarde) con Darwin. Los retratos que de estos personajes trazó la cultura del positivismo son desde luego muy diferentes de los retratos actuales. Pero una cosa es el descubrimiento de algún nuevo texto o los cambios y progresos de la investigación histórica, y otra cosa totalmente distinta es la aparición ca­ si repentina (a pesar de que estuvo precedida de algunas habladurías o rumo­ res) de una montaña de textos, que habían permanecido ignorados o semiignorados durante un par de siglos. La imagen de Newton como «científico positivo» (que todavía sigue siendo plenamente vigente) ha sido constmida no sólo a partir de las interpretaciones de los historiadores y de los científicos de finales del siglo xvm y del siglo xix, sino también a partir de la persistente y tenaz negativa a tomar en consideración una enorme cantidad de textos que ponían ante los ojos los rasgos desconocidos de un rostro que se consideraba completamente familiar. Y la «familiaridad», en este caso, está relacionada con el retrato de familia de los científicos modernos o positivos. Este intermedio sobre los manuscritos tenía en realidad dos objetivos que me parecen convergentes. El primero: hacer entender a un lector no especiali­ zado la importancia que ha tenido abrir el baúl que contenía los manuscritos de Newton y estudiarlos. El segundo: decir humildemente a los especialistas quizá demasiado entusiastas que si de Newton solamente hubieran quedado los inéditos «científicos», además del contenido de ese baúl, todo el mundo consideraría un acto completamente extravagante dedicar a Newton el capítu­ lo final de un libro que trata sobre la revolución científica.

Las Queries de la Optica y

Lo que antes he llamado el rostro desconocido de Newton era en parte visible precisamente en la parte final de la Opticks, que -como ya se ha dicho- con­ tiene las Queries, cuestiones o preguntas. Las dieciséis que aparecen en la pri­ mera edición pasan a ser veintitrés en la traducción latina de 1706, y treinta y una en la edición inglesa de 1717. Newton aborda, sobre todo en las últimas Queries, una extensísima serie de problemas: la existencia del vacío; la com­ posición atómica de la materia; la naturaleza eléctrica de las fuerzas que man­ tienen unidos los átomos entre sí; la polarización de la luz; las cualidades ocultas; la insuficiencia de las causas mecánicas; la metafísica de Descartes;

la relación entre Dios y mundo; la naturaleza de Dios; la relación entre filo­ sofía natural y filosofía moral; las capacidades que tiene la naturaleza de transformarse de formas variadas y extrañas; los experimentos alquimistas. En la más famosa y discutida de las Queries, la trigésimo primera, Newton formula la posibilidad de que en el mundo de lo infinitamente pequeño pue­ dan operar los mismos principios que operan en el macrocosmos. Las partícu­ las de los cuerpos se adhieren unas a otras con mucha fuerza. Algunos atri­ buían a los átomos pequeños ganchos, otros creían que la adhesión de las partículas se debía al reposo y de este modo recurrían a una cualidad oculta o a la nada; otros, por último, hablaban de reposo relativo, es decir, de movi­ mientos concurrentes. «Yo, en cambio, de la cohesión de los cuerpos deduci­ ría que sus partículas se atraen unas a otras gracias a una cierta fuerza, que es extraordinariamente potente en el contacto inmediato, que a cortas distancias produce efectos químicos y que lejos de las partículas no llega a producir nin­ gún efecto perceptible por los sentidos» (Newton, 1978; 591-592). La fuerza que mantiene unidos los corpúsculos o es la gravedad o se le asemeja mucho: «Así como la gravedad hace que el mar rodee las partes más densas y más pe­ sadas del globo terrestre, así también la atracción puede hacer que el ácido acuoso rodee las partículas más densas y compactas de tierra, formando partí­ culas de sal» (ibidem: 589). Las propiedades físicas y químicas dependen de la estructura de partículas de la materia y parece que es posible elaborar una teoría capaz de unificar la física y la química. Las partículas más pequeñas están unidas por atracciones extraordinariamente fuertes y constituyen partículas mayores, que tienen me­ nor fuerza. Muchas de estas últimas pueden unirse entre sí y formar partículas todavía mayores, en las que la fuerza de atracción es aún menor «y así sucesi­ vamente, en una serie continua, hasta que la progresión acaba en las partículas más grandes, de las que dependen las operaciones químicas» (ibidem: 596). El universo es así «conforme a sí mismo y simplísimo», puesto que todos los grandes movimientos de los cuerpos celestes se producen por efecto de la gravitación universal y «todos los movimientos menores de sus partículas» se producen por efecto «de otra fuerza de atracción y de repulsión mutua entre las partículas». Pero ¿por qué existe el movimiento en el mundo? El choque entre cuerpos muy densos o blandos anula su movimiento. En el caso del cho­ que entre cuerpos elásticos, la elasticidad produce un nuevo impulso que es, no obstante, menor que el inicial. La fuerza de inercia es un principio pasivo: «Con este único principio no podría haber existido jamás en el mundo movi­ miento alguno. Para poner en movimiento a los cuerpos se necesitaba otro principio; y una vez que se mueven es necesario otro principio que conserve su movimiento» (ibidem: 598). Junto al «principio pasivo» de la inercia, se dan necesariamente en la na­ turaleza principios activos, como la causa de la gravedad, de la cohesión en­ tre partículas, de la fermentación. Entre el Dios de Newton y el de Bacon y Galileo existen diferencias importantes. El Dios de Newton forma parte de la física de Newton.

Los ciclos cósmicos Los principios activos, de los que habla Newton, pueden en cierto modo dar cuenta de la existencia del movimiento en la naturaleza: «De no ser por estos principios, los cuerpos de la Tierra, de los planetas, de los cometas, del Sol, con todas las cosas que hay en ellos, se enfriarían y congelarían, se tomarían masas inertes; cesaría toda descomposición, generación, vegetación y vida, y los planetas y los cometas no podrían mantenerse en sus órbitas» (ibidem: 600). El universo avanza hacia la decadencia y la consunción y, para mante­ nerse vivo, necesita la intervención divina. El que ordenó el universo -como ya se ha visto- también estableció la posición «primitiva y regular» de las ór­ bitas celestes. La admirable disposición del Sol, de los planetas y de los co­ metas «sólo puede ser obra de un Ser omnipotente e inteligente». El mundo no puede haber salido del caos por las simples leyes de la naturaleza. Pero una vez que el Creador del mundo introdujo orden en él, el mundo puede du­ rar por mucho tiempo gracias a esas leyes («being once form’d, it may conti­ nué by those Laws for many ages»). Hay, sin embargo, en el sistema algunas irregularidades poco importantes («inconsiderable irregularities»), que pueden estar causadas por la acción recíproca de los planetas y de los cometas, y que tenderán a aumentar hasta que el sistema necesite una reforma («which will be apt to increase till this System wants a Reformation») (Newton, 17791785: DI, 171-172; 1721: 377-378; 1978: 602). El Dios de Newton -que crea un universo capaz de existir por mucho tiempo, pero no eternamente, y que necesita ser reformado de vez en cuandole parece a Leibniz un pésimo relojero. La máquina newtoniana del mundo se mueve mal y se para sola, como un reloj que requiere arreglos extraordinarios y al que Dios debe dar cuerda de vez en cuando: «Sir Isaac Newton y sus se­ guidores tienen una opinión muy extraña de la obra de Dios. Según su teoría, Dios omnipotente necesita dar cuerda a su reloj de vez en cuando, porque, de no ser así, dejaría de funcionar. Por lo que parece, Dios no habría sido sufi­ cientemente previsor como para imprimir a su reloj un movimiento perpetuo» (Leibniz-Clarke, 1956: 11). El hecho de que la fuerza activa disminuya constante y naturalmente en el universo material y tenga, por tanto, necesidad de nuevos impulsos -respon­ día el ferviente newtoniano Samuel Clarke- no es un defecto del universo. Depende solamente de que la materia no tiene vida, es inerte e inactiva. El mundo de Newton necesitaba ser recreado, revisado o reordenado de vez en cuando. Hasta hace pocos decenios, los estudiosos no habían prestado dema­ siada atención a la cosmogonía de Newton y a este tema de la «reordenación» del universo. Newton aparecía como el representante de una ciencia mecani­ cista, cuyo objeto es un mundo absolutamente estático, y se interpretaba sobre la base de la tradicional (y, desde luego, fundamental) distinción entre tiempo relativo y tiempo absoluto. Pero también en este terreno se han hecho análisis más sutiles. El peso que las polémicas de los siglos xni y xiv sobre la eterni­ dad del mundo ejercieron sobre las polémicas del siglo xvn ha sido extensa­

mente documentado en época reciente (Bianchi, 1987). David Kubrin, que ha abordado de manera explícita el tema de la cosmogonía, ha demostrado que en el centro mismo de la filosofía natural newtoniana está profundamente arraigada (aunque expresada con cautela) una concepción cíclica del tiempo. Newton llega a las especulaciones cosmogónicas -afirma Kubrin- precisa­ mente por su rechazo de la tesis de la eternidad del mundo. En oposición a esa idea, compartió con muchos de sus contemporáneos la tesis de un pro­ gresivo declive de los poderes y de las regularidades del cosmos (Kubrin, 1967). En la carta a Henry Oldenburg del 7 de diciembre de 1675, Newton (aun insistiendo en su aversión a las hipótesis y a las discusiones carentes de senti­ do, que de ellas derivan) establecía una relación entre principios eléctricos y magnéticos y el principio de gravedad. Distinguía en el éter un «cuerpo fle­ mático» fundamental y «otros diversos espíritus etéreos». Se atrevía a afirmar que «tal vez toda la estructura de la naturaleza no sea más que éter condensado por efecto de un principio de fermentación» y que «quizá es probable que todas las cosas sean originadas por el éter». A partir de esta hipótesis, la atracción de la Tierra podía ser causada «no por el cuerpo fundamental del éter flemático, sino por la condensación de algo que está muy ligera y sutil­ mente esparcido en él, algo tal vez de naturaleza oleosa o gomosa, resistente y elástico». Este espíritu puede penetrar y «condensarse en los poros de la Tierra». El gran cuerpo de la Tierra «puede condensar continuamente tanta parte de este espíritu que lo haga descender muy rápidamente desde lo alto para efectuar un recambio» (Newton, 1978: 252). Durante ese descenso, ese espíritu puede llevar consigo los cuerpos en los que penetra con una fuerza proporcional a las superficies de todas las partes sobre las que actúa. La natu­ raleza crea de hecho una circulación que, debido a la lenta ascensión de tanta materia fuera de las visceras de la Tierra, en parte constituye la atmósfera, pe­ ro al ser empujada continuamente hacia arriba por un nuevo aire, por exhala­ ciones y por vapores que surgen de la parte más baja, finalmente (excepto una parte de los vapores que se convierte en lluvia) se desvanece de nuevo en los espacios etéreos y tal vez allí, con el paso del tiempo, se debilita y se adelga­ za hasta que se toma en su primer principio (ibidem: 253). La hipótesis basada en la imagen de la Tierra semejante a una gran esponja que se empapa de una sustancia etérea (que es «principio activo»), de la que se va liberando lentamente, está fundamentada en el supuesto de una naturaleza que «opera constantemente con movimiento circular». La naturaleza genera fluidos de los sólidos y sólidos de los fluidos, sustancias fijas de las volátiles y volátiles de las fijas, cosas ligeras de las pesadas y pesadas de las ligeras. Hay sustancias que suben desde el interior de la Tierra y «forman los líquidos su­ periores de la Tierra, los ríos y la atmósfera» y, por consiguiente, «otras sus­ tancias descienden para sustituir a las primeras». Lo que es válido para la Tierra, puede ser válido para el Sol. Tal vez tam­ bién el Sol se empapa abundantemente de este espíritu «con objeto de conser­ var su propio esplendor y con objeto de impedir que los planetas se alejen

más». Quienes lo deseen pueden pensar también que «los vastos espacios eté­ reos que hay entre nosotros y las estrellas constituyen un depósito suficiente para este alimento del Sol y de los planetas» (ibidem: 253). En 1675 Newton confiaba a una «materia etérea» la labor de renovar el movimiento y la actividad del cosmos. En los Principia confía esta misma la­ bor a los cometas: Conservar los mares y los fluidos de los planetas parece que corresponde a los cometas, gracias a cuyas exhalaciones y vapores puede ser continuamente sustituida y renovada la humedad, aunque ésta es consumida continuamente por efecto de la vegetación y de la descomposición y convertida en tierra árida. De hecho, todos los vegetales crecen continuamente de los líquidos, y después una gran parte se transforma por descomposición en tierra sólida, y el limo procede continuamente de los líquidos putrefactos. Por consiguiente, la masa de la tierra sólida aumenta constantemente y los líquidos, a menos que aumen­ ten por otras causas, deberían disminuir constantemente y finalmente agotarse. Sospecho además que procede sobre todo de los planetas ese espíritu que cons­ tituye una parte mínima, pero sutilísima y óptima, de nuestro aire y que es ne­ cesario para la vida de todas las cosas (Newton, 1965: 770-771). La necesidad de principios activos que conserven vivo el universo exige un mecanismo, mediante el cual el Creador pueda periódicamente renovar la cantidad de movimiento y la regularidad de los movimientos de los cuerpos celestes. Newton halló este mecanismo en los cometas. Con ello no sólo se explicaba la renovación de la cantidad de movimiento, sino también la conti­ nua, cíclica recreación del sistema y su posterior desarrollo en el tiempo, has­ ta el momento de la nueva creación (Kubrin, 1967: 345).

Cronología Newton dedicó muchas de sus energías al problema de la cronología, que era el centro de muchos debates y estaba estrechamente ligado al tema teológico de las relaciones entre la historia sagrada de los judíos y la historia «profana» de los pueblos paganos o «gentiles» (del latín gentes) (Rossi, 1979). Ya en el último decenio del siglo xvn, Newton se ocupó del tema de la religión y de la teología de los gentiles, y sobre este tema redactó en su vejez una obra a la que dedicó una atención muy especial: la Chronology of Ancient Kingdoms Amended (que fue publicada en 1728, un año después de su muerte) y en la que se retomaban proyectos e investigaciones que había realizado muchos de­ cenios antes. La enmienda a la que aludía Newton en el título, según una ten­ dencia propia de todas las ortodoxias religiosas de finales del siglo xvh y co­ mienzos del xvin, tendía a acortar la historia antigua, a fin de evitar la impía solución formulada por muchos seguidores de la tradición hermética y por los libertinos. Para muchos filósofos herméticos y para todos los libertinos hay historias más antiguas que la historia hebrea que se narra en la Biblia. Según

esta perspectiva, la civilización, la moral y la religión no nacieron del diálogo entre Dios y Moisés y de la entrega a Moisés, por parte de Dios, de las Tablas de la Ley. Hubo pueblos y civilizaciones anteriores al pueblo hebreo (los se­ guidores del hermetismo se referían sobre todo a los egipcios, los libertinos se referían a los egipcios, a los mexicanos o a los chinos) y la Biblia no cuenta la historia de los orígenes del mundo y del género humano, sino solamente la his­ toria de un pueblo concreto, y el diluvio no fue realmente universal, sino sólo una inundación parcial que afectó a uno de los pueblos que habitaban la Tierra. Newton (que en muchos otros aspectos de su pensamiento religioso es en cambio, como veremos, claramente herético) no se aparta de las posiciones de muchos otros defensores (tanto protestantes como católicos) de la verdad y unicidad del relato de la historia sagrada. Todas las historias de los pueblos paganos y todas sus pretensiones de una antigüedad más remota que la narra­ da por la Biblia tienen que confrontarse con la historia que cuenta la Biblia. Newton es uno de los muchos «acortadores» de la historia. Quiere demostrar que la civilización hebrea es anterior a la griega y a la de otros pueblos. Su­ prime muchos años (unos 500) de la cronología comúnmente aceptada de la historia griega, elimina unos miles de años de la cronología histórica de otros pueblos antiguos y, sobre todo, retoma y elabora un argumento que tendrá mucho éxito: las desmesuradas antigüedades sobre las que fantasean los liber­ tinos no existieron jamás y son solamente el fruto de lo que Giambattista Vi­ co llamará la vanidad de las naciones, es decir, la pretensión que tienen todos los pueblos de proclamarse el pueblo más antiguo y, por tanto, el fundador de la civilización. Todas las naciones, reivindicando cada una un origen más no­ ble que las otras, atrasaron en el tiempo su antigüedad. Los dioses, los reyes, los principios divinizados de Caldea, de Asiría y de Grecia han sido conside­ rados más antiguos de lo que son en realidad. Por esta misma razón los egip­ cios construyeron, en un acto de vanidad, la imagen de una monarquía que tendría una antigüedad superior en unos miles de años a la antigüedad del mundo. Las antigüedades más remotas (afirma Newton siguiendo a Bacon) son inciertas, muchas veces imaginarias, siempre llenas de ficciones poéticas («full of poetical fictions»): «Los egipcios alardeaban muchísimo de la anti­ güedad de su imperio ... Por mera vanidad convirtieron su monarquía en la más antigua del mundo, con una diferencia de algunos miles de años» (New­ ton, 1757: 144; Newton, 1779-1785: V, 142-193). En la obra The Original of Monarchies (que se remonta a los años 16931694 y que ha sido publicada por Manuel) hallamos las mismas afirmaciones: Todas las naciones, antes de empezar a llevar una cuenta exacta del tiempo, eran proclives a prolongar su antigüedad y a considerar que la existencia de sus primeros padres era más antigua de lo que en realidad era ... Por eso los egipcios y caldeos extendieron su antigüedad hacia atrás muchos miles de años más de lo que en realidad les correspondía ... Los griegos y los latinos fueron más modes­ tos en cuanto se refiere a sus orígenes, pero también ellos excedieron a la reali­ dad (Manuel, 1963: 211).

Como dice Voltaire en la decimoséptima de sus Cartas filosóficas, todos los cálculos de Newton que, a efectos de conseguir una datación, utilizaba la teoría de la precesión de los equinoccios y las descripciones del estado del cielo en la literatura de los antiguos, tenían el único objetivo de acortar la his­ toria del mundo: «Todas las épocas se han acercado, todo sucedió más tarde de lo que se cree». Un lector de Vico que lea la obra «histórica» de Newton se da cuenta de la insistencia y extensión con que se tratan una gran cantidad de temas. Es una auténtica lástima que sean realmente pocos los estudiosos de Vico que leen las obras de Newton y que sean también pocos los intérpretes de Newton que han dado al menos una ojeada a la Ciencia nueva de Giambattista Vico.

La sabiduría de los antiguos Las investigaciones de Frank Manuel sobre el Newton «historiador» (Manuel, 1963) han demostrado la estrecha conexión que hay en la obra de Newton en­ tre la «historia física» del universo y la «historia de las naciones». Según Ma­ nuel, en el sistema de Newton un acontecimiento cronológico en la historia de las monarquías puede traducirse en un acontecimiento astronómico, y vicever­ sa, porque la historia en los cielos y en la Tierra transcurre paralelamente. Así como «la formación de las masas planetarias y la regulación de su movimien­ to tuvieron un comienzo temporal, también el mundo está destinado a la con­ sumación, tal como se profetiza en el Libro del Apocalipsis» (ibidem: 164). Newton consideraba que Egipto había sido la sede originaria de las creen­ cias religiosas de los paganos o de la teología de los gentiles. Esta teología «tema carácter filosófico y dependía de la astronomía y de la ciencia física del sistema del mundo». En Egipto permaneció Noé después del diluvio y en Egipto disputaron su sucesión los hijos de Noé. La religión se identificó con «el culto de un fuego sacrifical que ardía perennemente en los penetrales de un lugar sagrado». Cuando Moisés colocó en el tabernáculo un fuego sagrado, restableció el culto originario «purificado de las supersticiones que en él ha­ bían introducido los egipcios». Las supersticiones consistían en la diviniza­ ción de sus antepasados, y los otros pueblos siguieron a los egipcios por este camino (Westfall, 1989: 366-368). La polémica antilibertina no excluía en absoluto la creencia en el mito de una antigua, originaria y oculta sabiduría. Francis Bacon presentó su reforma del saber como una instauratio, como el cumplimiento de una antigua prome­ sa. La nueva ciencia operativa permitiría restaurar ese poder sobre la natura­ leza, que el hombre perdió después del pecado. Bacon creía que los «antiguos mitos» no eran un producto de su época, ni el fruto de la invención de los poetas antiguos, sino que eran como «sagradas reliquias y brisas ligeras que soplaban de tiempos mejores, sacadas de las tradiciones de naciones más an­ tiguas y transmitidas a las flautas y a las trompetas de los griegos» (Bacon, 1887-1892: VI, 627). La idea de que el saber tiene que ser recobrado, de que

ha permanecido en cierto modo oculto en los tiempos más remotos de la his­ toria humana, de que antes de la filosofía de los griegos se habían vislumbra­ do algunas verdades fundamentales, borradas y perdidas más tarde, es un te­ ma «hermético», que perdura en buena parte de la cultura del siglo xvn y que reaparece en los autores más inesperados. No solamente en Newton, como ve­ remos, sino también, por ejemplo, en las Regulae de Descartes, que era un de­ cidido defensor de la superioridad de los modernos: Estoy convencido de que las primeras semillas de la verdad ... eran vigo­ rosas en la tosca y simple Antigüedad ... Los hombres tenían entonces ideas verdaderas acerca de la filosofía y de las matemáticas ... Me inclinaría a creer que estos autores ocultaron después su saber, igual que hacen los artesanos con sus inventos, por temor a que su método perdiera su valor una vez divul­ gado (Descartes, 1897-1913: X, 376). En el De mundi systemate (compuesto entre 1684 y 1686), Newton rela­ cionaba la tesis copemicana no sólo con Filolao y Aristarco, sino con Platón, Anaximandro y Numa Pompilio, y retomaba la tesis de la antigua sabiduría de los egipcios: Para simbolizar el fuego del universo con el fuego solar en el centro, Nu­ ma Pompilio hizo erigir el templo de Vesta en forma circular y quiso que en el centro se mantuviese un fuego inextinguible. Y es verosímil que esta idea la hubieran extendido los egipcios, los más antiguos observadores de los astros. En realidad, parece que fueron precisamente los egipcios y los pueblos limí­ trofes los que transmitieron a los griegos, pueblo más filológico que filosófi­ co, toda la filosofía más antigua y más sana: incluso el culto de Vesta tiene al­ go en común con el espíritu de los egipcios, que representaban, mediante ritos sagrados y jeroglíficos, misterios que sobrepasaban la comprensión popular (Newton, 1983a: 28-29). En los llamados Escolios clásicos, que pretendía añadir al texto de los Principia, Newton se une a la creencia en una prisca sapientia, e intenta de­ mostrar que los filósofos jónicos e itálicos, además de los astrónomos egip­ cios, conocieron los fenómenos y las leyes de la astronomía gravitacional (ibidem). Newton cree incluso que en los tiempos más remotos de la historia ya se sabía, aunque de manera simbólica, que la fuerza de la atracción dismi­ nuye en proporción al cuadrado de la distancia: Los antiguos no explicaron suficientemente en qué proporción disminuye la gravedad alejándose de los planetas. Sin embargo, parece que la representaron simbólicamente con la armonía de las esferas celestes, representando el Sol y los otros seis planetas ... mediante Apolo con la lira de las siete cuerdas y mi­ diendo los intervalos entre las esferas mediante los intervalos de los tonos ... En el oráculo de Apolo en Eusebio ... el Sol es llamado el rey de la armonía septísona. Gon este símbolo indicaría que el Sol actúa con su fuerza sobre los planetas ... en proporción inversa al cuadrado de la distancia (ibidem: 143-144).

Con toda probabilidad se ha exagerado a la hora de presentar a Newton como un pensador «hermético», pero es indudable que Newton estuvo firme­ mente convencido de que estaba redescubriendo verdades de filosofía natural, que ya habían asomado en los tiempos remotos de la historia, que habían sido reveladas por el mismo Dios y ocultadas después del pecado, y que los sabios antiguos a su vez las habían descubierto de nuevo parcialmente. El gran libro de la naturaleza ya había sido descifrado. Copémico, Kepler y el propio New­ ton concibieron el progreso de la astronomía como un retomo (Me Guire y Rattansi, 1966).

Alquimia Miles de páginas manuscritas, redactadas a lo largo de toda su vida, demuestran que Newton dedicó a la lectura, transcripción y comentario de obras alquimistas una parte realmente importante de su actividad. Pero no es sólo eso: esas pági­ nas dan testimonio de un considerable número de experimentos efectuados con álcalis, metales y ácidos. Cuando Newton relaciona la gravedad, como princi­ pio activo presente en el universo, con la cohesión de los cuerpos y con la fer­ mentación, debemos tener presente su interés por la química y por la alquimia. Desde este punto de vista es indudable que los experimentos de Newton en es­ te campo también estaban dirigidos a proporcionar una base experimental a sus hipótesis o interrogantes, presentados de manera problemática y provisional, acerca de los átomos y del éter, a su intento de dar una explicación unitaria o de construir una ciencia unitaria del universo, tal como se trasluce claramente en las últimas líneas del Escolio general a los Principia, donde se apela al «espí­ ritu sutilísimo que penetra en los cuerpos grandes y en ellos se oculta», gra­ cias a cuya fuerza y acción se atraen y se unen las partículas, actúan a distan­ cia los cuerpos eléctricos, se emite la luz, se excitan los sentidos y se mueven a voluntad los miembros de los animales, puesto que las vibraciones de este espíritu se propagan desde los órganos de los sentidos al cerebro y del cerebro a los músculos. Sin embargo, concluía Newton, no hay «una cantidad sufi­ ciente de experimentos mediante los que se puedan determinar y demostrar con precisión las leyes de acción de este espíritu» (Newton, 1965: 796). El interés de Newton por la alquimia se remonta a cuando tenía menos de treinta años. Se procuró ácido nítrico, sublimado de mercurio, antimonio, al­ cohol y salitre, y él mismo se construyó, sin ayuda de los albañiles, sus hor­ nos de ladrillo. Por aquellos mismos años (alrededor de 1669) comenzaron sus lecturas de alquimia. A través de ellas Newton intenta establecer una serie de axiomas comunes a los distintos cultivadores de alquimia, y hallar los re­ ferentes comunes a que aluden los alquimistas utilizando una gran variedad de términos imaginativos. Newton parece sin duda más interesado en los ex­ perimentos que en las experiencias místico-religiosas que caracterizan una buena parte de la literatura alquimista. Los experimentos acompañan sus lec­ turas y es indudable que Newton, tal como ha subrayado su más importante

biógrafo, se entregó al estudio del gran arte con una disposición intelectual que ningún alquimista había tenido jamás. Sigue dominando el interés por el aspecto cuantitativo de las operaciones de medición y también se conserva inalterada su exigencia de un lenguaje riguroso y no solamente metafórico y alusivo. Pero también es cierto que Newton muy pronto consideró la filosofía mecánica como una realidad construida sobre categorías demasiado rígidas y, en cualquier caso, insuficiente para expresar la complejidad de la naturaleza (Westfall, 1989: 308, 309, 314-315). Para explicar la posición de Newton (que, tras conocerse los manuscritos alquímicos, a muchos estudiosos les resultaba desconcertante), Westfall utiliza una brillante metáfora. Una rebelión contra los límites demasiado rígidos im­ puestos por el mecanicismo, semejante a la que puede protagonizar un apuesto cuarentón que vive un matrimonio aparentemente feliz: «La filosofía mecanicista tal vez cedió demasiado pronto a sus deseos. Newton, insatisfecho, siguió buscando y halló en la alquimia, y en la filosofía a ella asociada, una nueva amante infinitamente variada, que parecía no entregarse nunca por completo. Mientras las otras generaban saciedad, ésta se limitaba a despertar el apetito. Newton la cortejó formalmente durante treinta años» (ibidem: 314-315). En realidad, si se unen los intereses de Newton por la alquimia a sus afir­ maciones sobre la inoportunidad de sacar a la luz pública una serie de tesis, a sus convicciones sobre el «fin del mundo», a su creencia en una primitiva y oculta sabiduría, que se remonta a los orígenes de la historia y contiene una verdad pura e incorrupta, a sus consideraciones sobre el espíritu eléctrico, que a veces es material y otras veces es inmaterial y se parece a una llama vital (Newton, 1991), a las afirmaciones que contiene la carta a Oldenburg sobre el «éter condensado por efecto de un principio de fermentación» y sobre el pe­ renne «movimiento circular de la naturaleza» (Newton, 1978: 252-253), ver­ daderamente resulta difícil creer que Newton solamente estuvo comprometido en un prolongado «galanteo» extramatrimonial.

La religión de Newton y el Apocalipsis Newton creía en Dios y en la Biblia, pero mantenía, en secreto, actitudes clara­ mente heréticas. Durante toda su vida mantuvo celosamente ocultas muchas de sus ideas sobre Jesucristo y sobre el cristianismo y, en el terreno de las convic­ ciones religiosas, adoptó la tesis preconizada por Descartes, quien precisamente había adoptado el lema larvatus prodeo (me presento disfrazado). Había conse­ guido casi milagrosamente que le eximieran, gracias a una especial dispensa real, de ordenarse en el seno de la Iglesia anglicana, como se exigía a todos los fellow de Cambridge. En la última etapa de su vida dedicó muchos años a eli­ minar de las obras teológicas que tenía preparadas para publicar aquellas afir­ maciones que pudieran ser censurables. En presencia de sólo dos personas (que mantuvieron celosamente oculta la noticia) rechazó los sacramentos de la Igle­ sia en el momento de la muerte (Westfall, 1989: 345-349, 913).

Newton leyó una enorme cantidad de obras de los Padres de la Iglesia y se convenció (mucho antes de 1675) de que, en la feroz disputa que había carac­ terizado la historia de la Iglesia a lo largo del siglo cuarto de la era cristiana, Atanasio y sus seguidores habían cometido un gigantesco fraude: el texto sa­ grado había sido alterado en muchos puntos. Esas alteraciones tenían por ob­ jeto afirmar la doctrina del trinitarismo. Newton era, desde 1668,fellow de un College que tomaba el nombre de la Holy and Undivided Trinity (Santísima e Indivisa Trinidad). Pero, según Newton, la doctrina de la Trinidad fue falsa­ mente impuesta a los cristianos en la época de la triunfal victoria de Atanasio sobre Arrio y los arrianos. Adorar a Cristo como Dios era, para Newton, una manifestación de idolatría. El papa de Roma había apoyado a Atanasio y la Iglesia de Roma era la sede de un culto idolátrico, que se había manifestado después de que la Iglesia primitiva estableciera que había que adorar a un úni­ co Dios. La doctrina trinitaria se había convertido en dogma tanto para la Iglesia católica como para la anglicana. Al confesarse secretamente seguidor de Arrio, Newton veía en Cristo un mediador entre el hombre y Dios, pero no un Dios: «El Hijo admite que el Padre es más grande que él y lo llama su Dios ... subordina su voluntad a la del Padre, y esto no sería razonable si fue­ se igual al Padre». Debemos adorar a Jesucristo como Señor, pero debemos hacerlo sin violar el primer mandamiento (ibidem: 328, 329, 331, 866). Cristo es el Hijo de Dios, pero no es Dios, no es consustancial al Padre. Los dos grandes mandamientos, que son la esencia de la religión, amar a Dios y amar al prójimo, «siempre han sido y siempre deberán ser observados por todas las naciones, y la venida de Jesucristo sobre la Tierra no los ha modifi­ cado en absoluto». Sócrates, Cicerón y Confucio enseñaron a los paganos a amar al prójimo. La ley de la rectitud y de la caridad «fue dictada a los cris­ tianos por Cristo, a los judíos por Moisés y a todo el género humano por la luz de la razón» (ibidem: 864-865). El monoteísmo amano de Newton limita en muchos aspectos con el deís­ mo y con los análisis libertinos de la religión, y no es casualidad que en el si­ glo xvm deísmo y newtonianismo se presentaran estrechamente unidos (Casini, 1980: 40). Newton dedicó mucha más atención a los temas teológicos que a los temas científicos. El interés por estos problemas era tan fuerte que, en algunas épocas de su vida, Newton llegó a considerar los problemas de óptica y de física como fastidiosas interrupciones de un trabajo de mayor alcance, cuya temática era una revisión de toda la tradición cristiana (Westfall, 1989: 330). El estudio de las Escrituras y especialmente de las profecías formaba par­ te, según Newton, del cristianismo originario. Y Newton creía haber llegado, en el terreno del conocimiento de las Escrituras proféticas, a los mismos re­ sultados verdaderos a los que había llegado en relación con la naturaleza de los colores y las leyes del universo: Habiendo buscado y obtenido por la gracia de Dios el conocimiento de las Escrituras proféticas, he creído que estaba obligado a comunicarlo en benefi-

ció de los demás, recordando el juicio de aquel que escondió el talento en un paño ... No quisiera que nadie se desanimara ante las dificultades y el fracaso que hasta ahora han tenido los hombres en estos intentos. Es precisamente lo que tenía que ocurrir. A Daniel le fue revelado que las profecías sobre los úl­ timos tiempos debían permanecer ocultas y selladas hasta que llegara el tiem­ po del final: entonces los sabios lo entenderían y aumentaría el conocimiento (Dan 12.4, 9, 10). Y por esto cuanto más tiempo hayan permanecido ocultas, mayores son las esperanzas de que haya llegado el tiempo en que deben ser reveladas (Newton, 1994: 3). La referencia al pasaje de Daniel (que es el mismo que pone Bacon en la portada del Novum Organum) evidencia claramente la convicción de Newton de que estaba viviendo los últimos tiempos de la historia, los que permiten y hacen inevitable comprender el significado de los libros proféticos. Aunque los cálculos sobre la segunda venida que Newton hace en su vejez tienden a diferirla hasta el siglo xx o xxi, es indudable que él se mueve en una perspectiva milenarista (Westfall, 1989: 860). El lenguaje de las profecías, como el de la naturaleza, procede directamente de Dios. Newton se siente un elegido de Dios y se define a sí mismo (siempre en textos manuscritos) como una de las «personas esparcidas por el mundo que Dios ha elegido y que, sin estar guiadas por intereses, educación o auto­ ridad, pueden ponerse sincera y ardientemente al servicio de la verdad» (Mamiani, 1990: 109).

La interpretación de la Biblia y la interpretación de la naturaleza Tal como ha demostrado convincentemente Maurizio Mamiani, aun antes de formular cualquier teoría «científica» consistente, Newton elaboró una serie de reglas para interpretar el texto del Apocalipsis. Las regulae philosophandi, que se encuentran en los Principia, parecen ser una depuración y una simpli­ ficación de las reglas para interpretar las palabras y el lenguaje de las Escritu­ ras (Mamiani en Newton, 1994: xxrx-xxxi). En la construcción de la ciencia -afirmará Newton en los Principia- «no hay que alejarse de la analogía de la naturaleza, porque ésta suele ser simple y siempre conforme a sí misma». Muchos años antes había hecho valer esta misma regla para interpretar el tex­ to sagrado: hay que observar atentamente la correspondencia de las Escrituras y la analogía del estilo profético, y hay que elegir las construcciones que, sin forzar las cosas, las reducen a su mayor simplici­ dad ... La verdad siempre debe hallarse en la simplicidad y no en la multipli­ cidad y confusión de las cosas. Al igual que ocurre con el mundo que, a sim­ ple vista, muestra la mayor variedad de objetos, y en cambio resulta muy simple cuando se contempla con mente filosófica, y mucho más simple cuan­ to mejor se le comprende, lo mismo sucede con estas visiones. Gracias a la

perfección de las obras de Dios se han realizado todas con la mayor simplici­ dad. Él es el Dios del orden y no de la confusión (Newton, 1994: 21, 29). El método para interpretar el texto es sustancialmente idéntico al que se uti­ liza para interpretar la naturaleza. Sólo hay un método para comprender la ver­ dad, y sirve tanto para la Biblia como para la naturaleza. Es propio y caracte­ rístico tanto de la ciencia como de la religión. No solamente los dos libros de la Biblia y de la naturaleza, como afirmó Galileo, no pueden contradecirse el uno con el otro, sino (y Galileo jamás hubiera suscrito esta afirmación) que de­ ben leerse sirviéndose de las mismas reglas de lectura: «Así como deben es­ forzarse por reducir su conocimiento a la mayor simplicidad posible aquellos que quieran comprender la estructura del mundo, así también debe ocurrir a la hora de intentar comprender estas visiones» (ibidem: 29). Las reglas que se enuncian al comienzo del Tratado sobre el Apocalipsis van seguidas de las definiciones y de las proposiciones. Estas últimas, al igual que ocurre en la Opticks, «están probadas de dos maneras mediante las reglas y las definiciones (equivalentes a los principios matemáticos), y con referen­ cia directa al texto sagrado (equivalente a la confrontación con los fenóme­ nos, a los experimentos)» (Mamiani, 1990: 110-111). Newton considera, pues, que es posible y deseable una lectura científica del texto sagrado. Una inter­ pretación del texto realizada sobre la base de las reglas que él ha formulado proporciona idénticas certezas y las mismas seguridades que ofrece la verdad científica: «Si alguien objeta que mi construcción del Apocalipsis es dudosa, con el argumento de que sería posible hallar otros procedimientos, no debe ser tomado en consideración, a menos que muestre en qué puede ser enmen­ dado lo que yo he hecho. Si los procedimientos que utiliza para su objeción fuesen menos naturales o basados en razones más débiles, eso mismo sería ya suficiente para demostrar que son falsos y que no busca la verdad, sino el in­ terés personal». La analogía que establece a continuación es aún más impre­ sionante: «Del mismo modo que no dudamos en creer que las partes de una máquina construida por un excelente artesano están perfectamente ensambla­ das, cuando vemos que se adaptan realmente las unas a las otras ... así, por la misma razón deberíamos aceptar la construcción de estas profecías, cuando vemos que sus partes están ordenadas según su conveniencia y según las ca­ racterísticas impresas en ellas con este objetivo». Desde luego, es posible que una máquina pueda ser ensamblada de varias maneras y con la misma con­ gruencia, es posible que las frases sean ambiguas, pero «esta objeción no pue­ de ser válida para el Apocalipsis, porque Dios, que sabía componerlo sin am­ bigüedades, lo entendió como una regla de fe» (Newton, 1994: 29-31).

Conclusiones Tanto el interés de Newton por la alquimia y su firme creencia en una primi­ tiva sabiduría de los orígenes, como la relación que establece entre la ciencia

y la religión, entre el concepto de Dios y la física, entre el método de investi­ gación sobre la naturaleza y el método de lectura de los textos sagrados, pro­ porcionan una visión de toda la obra de Newton bastante distinta de aquella, irremediablemente obsoleta, que interpreta a Newton como un científico posi­ tivo, o que celebra a Newton como el primer gran científico moderno. Tam­ bién la ciencia moderna tiene sus héroes, y tal vez Newton es el mayor de es­ tos héroes. Es verdad que el epitafio fúnebre colocado sobre su tumba, con toda su grandilocuencia barroca, es acertado: «Los mortales pueden alegrarse de que haya existido tal gloria del espíritu humano». Y en cierto modo tam­ bién expresa una profunda verdad el dístico, tantas veces citado, de Alexander Pope: La naturaleza y sus leyes estaban ocultas en la oscuridad Dios dijo «¡Hágase Newton!» y todo fue luz.* Pero también es cierto que trasladar todas las afirmaciones de Newton a un contexto completamente «moderno» parece una empresa destinada al fra­ caso. Esta no es una conclusión desagradable para quien dedicó los que en un tiempo se llamaban los mejores años de la vida a estudiar, en la época del na­ cimiento de la ciencia moderna, las relaciones entre la magia y la ciencia. Lo que hoy llamamos ciencia jamás ha sido considerada (y creo además que nun­ ca debería considerarse) por los historiadores como un producto acabado, sino como una serie de intentos de enfrentarse con problemas que entonces no es­ taban resueltos y que, en muchos casos, incluso era difícil que se aceptara que era prudente y legítimo planteárselos. La historia de la ciencia puede ayudamos a adquirir conciencia de que la racionalidad, el rigor lógico, la posibilidad de verificar las afinnaciones, la pu­ blicidad de los resultados y de los métodos, la misma estructura del saber cien­ tífico como algo que es capaz de crecer sobre sí mismo, no son categorías pe­ rennes del espíritu ni datos eternos de la historia humana, sino conquistas históricas, que, como todas las conquistas, son por definición susceptibles de desvanecerse. En cuanto a los orígenes que pueden parecer turbios de muchos valores vinculados con el saber científico, y que actualmente los asumimos como po­ sitivos e irrenunciables, ¿acaso no ha sucedido también algo muy parecido con los valores políticos de la libertad y de la tolerancia?

* [Nature and Nature’s laws were hid in night / God said «Let Newton be», and all was light.]

Cronología

Años

Ciencias y tecnologíasPolítica, religión, artes

1452-1519 Leonardo, estudios sobre mecánica y sobre óptica 1482 Traducción latina de Euclides 1492 Colón descubre América Bramante, ábside de Santa María delle Grazie en Milán; muerte de Lorenzo el Magnífico 1493-1541 Paracelso (iatroquímica) 1494 Pacioli, Summa arithmetica 1497 Leonardo, La última cena 1497-1500 Viajes de Vasco de Gama 1498 Quema de Savonarola en Florencia 1501 Miguel Ángel, David 1509 Erasmo, Elogio de la locura 1510-1511 Primeros esclavos negros en América 1513-1521 Maquiavelo, El Príncipe, Discursos acerca de la primera Década de Tito Livio 1516 Ariosto, Orlando furioso 1517 Lutero publica las noventa y cinco tesis 1519-1521 Magallanes da la vuelta almundo Cortés conquista México 1521 Lutero es excomulgado 1527 Saco de Roma 1529 Paz de Cainbrai entre Francia y España 1530 Fracastoro, Syphilis sive de Carlos V es coronado emperador morbo gallico 1533-1535 La ciudad de Münster en poder de los anabaptistas 1534 Fundación de la Compañía de Jesús 1535 Ejecución de Tomás Moro 1536 Calvino, Institución cristiana Miguel Angel, Juicio universal

1537

Traducción latina de Apolonio de Pérgamo 1540 Biringuccio, Pirothecnia; Rheticus, Narratio prima 1542 Fuchs, Historia stirpium (tratado de botánica); Vesalio, Fabrica 1543 Copémico, De revolutionibus 1545 Cardano, Ars magna 1546 Fracastoro, De contagione 1551-1558 Gesner, Historiae animalium 1551 Reinhold, Tabulae prutenicae 1552 Cardano, De subtilitate 1556 Agrícola, De re metallica 1558 Della Porta, Magia naturalis 1562 1571 1572 1574 1580 1582 1583 1584

Brahe en Uraniborg Palissy, Discours admirables

Calvino lleva a cabo la Reforma en Ginebra

Comienzo del Concilio de Trento

Comienzo de las guerras de religión en Francia Batalla de Lepanto Noche de San Bartolomé: matanza de los hugonotes en París Montaigne, Ensayos Reforma gregoriana del calendario

Cesalpino, De plantis Bruno, Del infinito: el universo y Walter Raleigh funda Virginia los mundos 1588 Brahe, De mundi aetherei Derrota de la Armada Invencible phaenomenis 1589 Stevin: principios de mecánica 1590 c. Viéte utiliza por primera vez letras en el álgebra 1590 Galileo, De motu 1591 Shakespeare, Enrique VI 1596 Kepler, Mysterium Cosmographicum 1598 Edicto de Nantes: los hugonotes obtienen tolerancia y .garantías 1599-1607 Publicación de las enciclopedias zoológicas de Aldrovandi 1600 Gilbert, De magnete Quema de Giordano Bruno Campanella, La ciudad del Sol; Shakespeare, Hamlet 1603 Fundación de la Accademia dei Lincei 1605 Cervantes, Don Quijote 1609 Kepler, Astronomía nova 1610 Galileo, Sidereus Nuncius Asesinato de Enrique IV de Francia

1611 1615 1616 1618 1619 1620 1623 1625 1626 1627 1629 1632 1633 1635 1637 1638

1640

Kepler, Dióptrica Galileo, Carta a Cristina de Lorena Condena del copemicanismo por parte de la Iglesia católica Kepler, Harmonices mundi Bacon, Novum Organum Galileo, El ensayador Se crea en París el Jardin des Plantes Bacon, Nueva Atlántida Harvey, De motu coráis Galileo, Diálogo sobre los sistemas máximos Condena de Galileo Cavalieri formula la teoría de los indivisibles Descartes, Discurso del método Fermat define el método para determinar las tangentes a una curva; Galileo, Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias Pascal, Tratado sobre las cónicas

1642 1643 1647 1648 1649 1651 1652-1654 1653-1658 1656-1663 1657 1661-1715 1661

Barómetro de Torricelli Gassendi, De vita Epicuri; Pascal, Nuevas experiencias acerca del vacío Van Helmont, Ortus medicinae

Comienzo de la guerra de los Treinta Años Grozio, De iure belli ac pacis

Rembrandt, Lección de anatomía Calderón de la Barca, La vida es sueño Comeille, El Cid

Comenius, Didattica magna; 25.000 colonos en Nueva Inglaterra Hobbes, De cive; comienzo de la guerra civil en Inglaterra Levantamiento de Masaniello en Nápoles

Paz de Westfalia: finaliza la guerra de los Treinta Años Descartes, Las pasiones del alma Ejecución de Carlos I de Inglaterra Guericke construye la máquina Hobbes, Leviatán pneumática Guerra entre Inglaterra y Holanda Cromwell es lord protector Bemini, columnata de San Pedro Fundación de la Accademia del La peste en Nápoles Cimento; reloj de péndulo de Huygens Reinado de Luis XIV en Francia Boyle formula la ley sobre los gases; microscopio de Malpighi

1662 1665 1666

1667 1668 1669 1670 1671-1674 1671 1672 1675 1677 1679 1680 1682 1683 1684 1685 1687 1688 1688-1713 1689-1725 1689 1690 1694 1695-1697 1703 1704

Fundación de la Royal Society Hooke, Micrographia', comienza La peste en Londres la publicación, de las Philosophical Transactions Leibniz, De arte combinatoria', Moliere, El misántropo se crea en París la Académie des Sciences y comienza la publicación del Journal des Savants\ termómetro de alcohol de Magalotti Milton, El paraíso perdido Redi realiza sus experimentos sobre la generación espontánea Newton, Methodus fluxionum Pascal, Pensamientos', Spinoza, Tratado teológico-político Malpighi estudia la estructura celular de los tejidos Kircher, Ars magna Newton, Nueva teoría acerca de las luces y los colores Leméry, Curso de química Nacimiento de Antonio Vivaldi Leeuwenhoeck estudia los Spinoza, Ética espermatozoos en el microscopio En Inglaterra el Habeas Corpus Act sanciona y regula el principio de la inviolabilidad personal Borelli, De motu animalium Ray, Methodus plantarum nova Los turcos ponen sitio a Viena Leibniz, Nova methodus pro maximis et minimis Nacimiento de Bach y de Haendel; revocación del edicto de Nantes por parte de Luis XIV Newton, Principia «Revolución Gloriosa» en Inglaterra Reinado de Federico I de Prusia Reinado de Pedro el Grande en Rusia Locke, Carta sobre la tolerancia Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano Huygens, Tratado sobre la luz Bayle, Dictionnaire Leibniz, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano Newton, Óptica

Bibliografía B ib l io g r a f ía comprende única y exclusiva­ mente las obras y los estudios de los que proceden las citas o a los que se ha hecho una referencia explícita (que generalmente se corresponden con la traducción italiana) en los distintos capítulos que componen este libro. Aparecen relacionados por orden alfabético del apellido del autor. La segunda parte de la bibliografía, titu­ lada «Otras lecturas», contiene (dividida por temas) una indicación muy breve de algunos de los estudios más importantes que no han sido mencionados en la prime­ ra parte.

L

a p r im e r a p a r t e d e l a p r e s e n t e

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Indice alfabético /

Bacon, Roger, 29 Bahuin, Gaspar: Pinax theatri botanici, 193 Baillet, Adrien: Vie de monsieur Descartes, 13 Barbaro, Daniele, 41, 46; I dieci libri dell’architettura di Vitruvio tradotti e commentati, 41 Barberini, Maffeo, véase Urbano VIII, papa Barrow, Isaac, 223, 226; Lectiones opticae, 223 Bauer, Georg, véase Agrícola, Giorgio Bayle, Franjois, 166 Bayle, Pierre, 118 Becher, Joachim, 159; Physica subterráneo, 158 Beeckman, Isaac, 111, 206; Joumael, 111 Beguin, Jean: Tyrocinium chimicum, 155 Bellarmino, Roberto, cardenal, 90, 91, 92, 93, 104 Belon, Pierre: L ’histoire de la nature des oyseaux, 57; La nature et diversité des poissons, 57 Ben David, Joseph, 208 Benedetti, Giovanni Battista: Diversarum speculationum mathematicarum et physicarum liber, 72 Bentley, Richard, 186 Berengario da Carpi, Giacomo, 55 Berkeley, George, 203-204; Tratado sobre los principios del conocimiento humano, 203 Bertrand, Joseph, 211 Besson, Jacques: Théátre des Instruments mathématiques et méchaniques, 41 Bevilacqua, Fabio, 224 Bianchi, Luca, 15, 16 Biringuccio, Vannoccio, 33, 41, 45, 48; PiroBach, Joharni Sebastian, 12 technia, 33, 41, 45 Bachelard, Gastón, 19-20, 25 Bacon, Francis, 1L 13, 26, 34-35, 36, 37, 45, Blundeville, Thomas, 72 48-50, 51, 53-54, 59, 61, 73, 83, 112, 118, Bono da Ferrara, alquimista, 31 136, 139, 179, 190-191, 193, 196, 206, Borel, Pierre, 53, 61, 128, 131; Centuria observationum microscopicarum, 61; Discours 211, 214, 216, 230, 234, 235, 240; De nouveau prouvant que les astres sont des teaugmentis, 139; Novurn Organum, 13, 54, 240 rres habitées, 128 Abbri, Ferdinando, 155, 159 Acosta, José, 63, 64, 65; Historia natural y moral de las Indias, 64 Agrícola, Giorgio (Georg Bauer), 26, 33, 41, 45, 46, 48; De re metallica, 26, 33, 46 Agrippa, Comelio, 31, 32 Alberti, León Battista, 41 Aldrovandi, Ulisse, 57, 194 Alejandro Magno, 28 Alembert, Jean d \ 49 Altieri Biagi, María Luisa, 209 Ammannati, Giulia, madre de Galileo Galilei, 84 Ammonio Sacca, 32 Anaximandro, 236 Andrea del Castagno, 42 Antal, Frederick, 42 Apolonio de Tiana, 32, 52; Cónicas, 52 Ariosto, Ludovico, 126 Aristarco de Samos, astrónomo, 236 Aristóteles, 22-24, 25, 28-29, 54, 61, 75, 84, 98, 115, 120, 121, 149, 159, 163, 165, 179, 197, 199, 205; Meteorologica, 179; Secreta secretorum, 28 Amaldi, Girolamo, 207 Amau de Vilanova, médico y teólogo, 33 Arquímedes, 26, 41, 43, 46, 52, 84, 85, 96, 151 Arrio, 239 Atanasio, san, patriarca de Alejandría, 239 Averlino, Francesco, llamado el Filarete, 41 Avicena, 152, 205

Borelli, Giovanni Alfonso, 83, 143, 172, 209; De motu animalium, 143 Borgia, César, 43 Borromini, Francesco, 12 Borselli, Lucilla, 211 Boyle, Robert, 48, 50, 118, 133, 137, 145-146, 155, 156-157, 198, 212, 213, 223, 226; About the Excellency and Grounds of the Mechanical Hypothesis, 145; Considerations Touching the Usefulness of Experi­ mental Natural Philosophy, 48; Experi­ menta et considerationes de coloribus, 223; The Sceptical Chymist, 156 Bradwardine, Thomas, 15 Brahe, Tycho, 11, 22, 36, 72, 74-77, 78-80, 86, 93, 97, 99, 121, 126, 207; De mundi aetherei recentioribus phaenomenis liber secundus, 76; De stella nova, 75 Brizio, Anna María, 44 Branfels, Otto, 57, 193; Herbarum vivae ico­ nes, 57, 193 Bruñí, Leonardo, 52 Bruno, Giordano, 13, 26, 31, 37, 65, 72, 73, 80, 91-92, 119-124, 126, 128, 129, 132, 144, 197; Cena de las cenizas, 73, 119; Del infinito: el universo y los mundos, 73, 120 Buffon, Georges Louis Leclerc, conde de, 6566, 177, 184; Histoire naturelle, 184 Buridán, Juan, 15 Bumet, Thomas, 132, 182-184, 186; Telluris theoria sacra, 182, 184

Cavendish, Henry, lord, 161 Cavendish, Margaret: Description of a New World, 128 Cesalpino, Andrea, 65; De plantis libri XVI, 194 Cesi, Federico, 61-62, 64, 86, 88, 208-209; Apiarum, 61; Tavola deü’ape, 61 Chambers, William, 49 Cicerón, 197, 239 Clagett, Marshall, 15 Clarke, Samuel, 148, 231 Clavelin, Maurice, 103 Clavius, Christoph, 112 Clemente VII, papa, 92 Clemente VIII, papa, 72, 91 Colbert, Jean-Baptiste, 211 Colombo, Realdo, 169 Colón, Cristóbal, 59, 63, 127 Colonna, Fabio, 181 Comenio, Johannes Amos Komenski, 35, 50, 212 Commandino, Federico, 52 Confucio, 239 Copémico, Nicolás (Niklas Koppemigk), 11, 12, 36, 54, 55, 60, 67-74, 76, 77-78, 79, 83, 85, 91-93, 97, 104, 114, 119-120, 121, 128, 129, 133, 152, 162, 216, 229, 237; De hypothesibus motuum coelestium commentariolus, 68; De revolutionibus orbium coe­ lestium, 12, 67, 71, 92, 119; Dedicatoria, 69, 71 Comeille, Thomas, 12, 110, 210 Cosme II de Médicis, gran duque de Toscana, 59, 86, 87; Delle fortificationi, 46 Cosme III, gran duque de Toscana, 165 Coulomb, Charles, 161 Crátera, 33 Cremonini, Cesare, 60, 87, 91 Cristina, reina de Suecia, 112 Cristina de Lorena, gran duquesa madre, 88, 92 Croll, Oswald: Basílica chymica, 154 Cromwell, Oliver, 206 Cyrano de Bergerac, Hector-Savinien de, 132; Histoire comique des états et empires de la Lune, 128

Cabeo, Niccoló, 160, 163-164; Philosophia magnética, 163 Caccini, Tommaso, 71, 91, 92 Calcar, Jan Stephan van, 55 Calvino, Juan, 71 Camerarius, Joachim, 53 Campanella, Tommaso, 31, 37, 50, 51, 91, 97, 110, 120-121, 127-128, 151; Apología pro Galilaeo, 120, 127; La ciudad del Sol, 51 Campani, Giuseppe, 62 Camporeale, Salvatore, 71 Caravaggio, Michelangelo Merisi, 12 Cardano, Gerolamo, 36, 65, 201 Carlos I, rey de Inglaterra, 170 Carlos II, rey de Inglaterra, 212 D ’Andrea, Francesco, 210 Carlos V, emperador, 42, 46, 55 Dalgamo, George, 190 Caspar, Max, 12 Dallari, Ugo, 206 Cassini, Gian Domenico, 207, 211 Daniel, Gabriel, jesuíta, 142 Cassirer, Emst, 30, 113 Daniel, profeta, 240 Castelnuovo, Guido, 202 Dante Alighieri: Divina comedia, 24 Castelli, Benedetto, 88, 90, 91, 92 Darwin, Charles, 70, 229 De Libera, Alain, 14 Cavalieri, Bonaventura, 201, 202, 203, 215

De Martino, Ernesto: La térra del rimorso, 168 Debus, Alien G., 155-156 Dédalo, mito de, 50 Dee, John, matemático copemicano: Monas hieroglyphica, 73 Defoe, Daniel, 13 Della Porta, Giambattista, 37, 91, 162, 163, 208, 213; Magia naturalis, 163 Demócrito de Abdera, 37, 120, 128, 143, 145, 149 Descartes, René, 11, 15, 21-22, 26, 28, 35, 36, 48, 50, 53, 82, 95, 102, 104, 110-118, 124125, 133-134, 136, 139-142, 145-149, 151, 166, 167, 170, 172, 174, 178, 181, 187, 191, 197, 201-202, 206, 217, 219, 222, 224, 226, 229, 236, 238; Compendium musicae, 111; La dióptrica, 112, 134, 223; Discurso del método, 34, 112, 140; La geometría, 112, 113, 202, 226; Meditationes de prima philosophia, 112, 138; Los meteoros, 112, 115; Le monde ou Traité de la lumiére, 111, 118, 145; Principia philosophiae, 112, 124, 145, 146, 166; Regulae, 236; Syntagma philosophicum, 138; Tratado de las pasiones del alma, 112; Tratado del hombre, 137, 140 Diderot, Denis, 143; Prospectus, 49 Digby, Kenelm, 128 Digges, Leonhard, 73 Digges, Thomas, 72, 73, 126; Perfit Description of Caelestiall Orbes, 73 Dijksterhuis, E. J., 135-136, 162, 198-199 Dini, Piero, 90 Diógenes Laercio, 197 Dioscórides, 192 Donne, John: Anatomy of the World, 74 Dom, Gérard: Clavis totius philosophiae chymicae, 154 Dryden, John, 54 Dubois, Jacques (Jacobus Sylvius), 56 Duchesne, Joseph (Quercetanus), 154 Duhem, Pierre, 15 Durero, Alberto, 41, 47, 48, 54-55, 57, 58, 193, 194; Dedica, 48; Tratado sobre las proporciones del cuerpo humano, 47 Dury, John, 206 Eamon, William, 29, 33 Eco, Umberto, 190 Edison, Thomas Alva, 19 Einstein, Albert, 20, 25, 105 Elias, hermano franciscano, 33 Emery, Charles, 191 Epicuro, 37, 95, 120, 128, 144-145

Erasmo de Rotterdam, 40, 46, 52 Esculapio, 75 Estienne, Charles (Stephanus Riverius), 55; \ De dissectiones partium corporis humani, ' 55 Euclides de Alejandría, 41, 43, 52, 73, 74, 85, 130, 151, 216; Elementos, 85 Eudoxo de Cnido, 23 Eusebio de Cesarea, 236 Eustachi, Bartolomeo, 169 Faber, Johannes, 59, 61 Fabri, Honoré, 148 Fabrici d’Acquapendente, Girolamo, 143, 169; De venarum ostiolis, 143 Falloppio, Gabriele, 169 Fardella, Michelangelo, 110 Farrar, William V., 213 Febvre, Lucien, 51-52 Federico I, rey de Prusia, 214 Federico II, rey de Prusia, 214 Felipe II, rey de España, 56, 64 Fermat, Pierre, 11, 201 Fernández de Oviedo y Valdés, Gonzalo: His­ toria general y natural de las Indias, 64 Femando de Austria, rey, 46 Femando I, gran duque de Toscana, 84 Femando II, gran duque de Toscana, 209 Femel, Jean: Universa medicina, 171 Feynman, Richard P., 203, 225 Ficino, Marsilio, 29, 30, 36, 73, 165, 171; Corpus hermeticum, 29, 36; De vita coelitus comparanda, 73 Filolao de Crotona, 67, 236 Filopón, Juan, 92 Fludd, Robert, 83, 154 Fontana, Felice, 62 Fontana, Niccoló, llamado Tartaglia, 41, 201 Fontenelle, Bemard le Bovier de, 127, 128, 129, 132, 183, 193 Foscarini, Paolo Antonio, 91, 93 Fracastoro, Girolamo: De contagionibus et contagiosis morbis, 37; De sympathia et antipathia rerum, 37; Syphilis sive de mor­ bo gallico, 38 Francisco I, rey de Francia, 44 Freud, Sigmund, 30 Fuchs, Leonhart, 53, 57; De historia stirpium, 57 Galeno de Pérgamo, 53, 54, 55-56, 152, 169, 171, 192, 205 Galilei, Galileo, 11, 13, 15-16, 20, 22, 27, 34, 45, 46, 49, 50, 54, 58-60, 63, 72, 73-74,

79, 82, 83, 84-85, 86-88, 89-107, 108-109, Grassi, Orazio: Libra astronómica et philo­ 110, 113, 114, 117, 120-124, 128, 131, sophica, 93; Ratio ponderum Librae et 133, 135-136, 142, 161, 168, 181, 200Simbellae, 95 201, 208, 209-210, 215, 216, 221, 225- Grew, Nehemiah, 62 226, 229, 230, 241; La balancita, 84; Breve Grimaldi, Francesco María: Physico-mathesis instrucción para la arquitectura militar, de lumine, coloribus et iríde, 223 85; Consideraciones y demostraciones Gualdo, Paolo, 88 matemáticas sobre dos nuevas ciencias, Guericke, Otto von, 166-167, 198; Experimen­ 13, 46, 54, 95, 105, 106, 108-109, 142; De ta nova, 166 motu, 84, 105; Defensa contra las calum­ Guidobaldo del Monte, 26, 41, 84; Mechaninias e imposturas de Baldessar Capra, 85; corum libri, 26, 41 Diálogo sobre los sistemas máximos, 92, Guiducci, Mario: Discorso sulle comete, 93 96, 97, 100, 102, 103-104, 105, 226; El Guillermo IV, landgrave de Hesse-Kassel, 72 ensayador, 93, 94, 95, 103; Historia y de­ Guillermo de Occam, 33, 219 mostraciones sobre las manchas solares, Guillermo de Orange, 206 86, 88; Mecánicas, 85, 105; Operaciones Gutenberg, Johannes Gensfleisch, 51 del compás geométrico militar, 85; Sidereus Nuncius, 58-60, 85; Tratado de la es­ fera o Cosmografía, 85; Tratado sobre las Hacking, Ian, 196 fortificaciones, 85 Hackmann, W. D., 207 Galilei, Livia, hija de Galileo, 87 Hahn, Roger, 212 Galilei, Vicenzio, hijo de Galileo, 87 Hall, A. Rupert, 62, 201, 209, 213, 214, 227 Galilei, Vincenzio, padre de Galileo, 84 Hall, John, 33, 206 Galilei, Virginia, sor María Celeste, hija de Halley, Edmund, 123, 184 Galileo, 87, 105 Hammerstein, Notker, 214 Gallino, Luciano, 196 Hariot, Thomas, 41, 59, 64; A Briefe and Galluzi, Paolo, 209-210 Troue Report of the New Found Land of Gamba, Marina, 87 Virginia, 64 Garin, Eugenio, 71 Hartlib, Samuel, 35, 212 Gassendi, Pierre, 128, 133, 134, 136, 138-139, Hartsoeker, Nicolaus, 158, 175 144, 145, 149 Harvey, Gabriel, 112, 143 Geber, 33 Harvey, William, 11, 36, 49, 170-172, 174; De Gesner, Konrad, 57-58, 194; Bibliotheca uni­ generatione animalium, 172; De motu cor­ versalis, 57; Historia animalium, 57, 194; áis, 36, 170 Icones, 57 Heeck, Joannes van, 208 Ghiberti, Lorenzo, 41, 42 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 66; Filosofía Gilbert, William, 34, 36, 37, 39, 54, 73, 74, de la historia, 66 80, 126, 161-163, 166; De magnete, 126, Heilbron, John L., 161, 166, 167 161, 163; De mundo nostro sublunari phi­ Helmont, Jean-Baptiste van, médico belga, losophia nova, 54 154-155, 157; Ortus medicinae, 155 Giorello, Giulio, 202 Herivel, J., 229 Giusti, Enrico, 201, 204 Hermes Trismegisto, 29, 32, 33, 36, 73; Cor­ Glanvill, Joseph, 226 pus hermeticum, 29, 36 Glauber, Rudolph, 155-156; Des Teutschlants Hernández, Francisco, 64 Wohlfahrt, 156; Fumi novi philosophici Herón de Alejandría, 41 oder Beschreibung einer neue erfunden Hipócrates de Cos, 205 Distillirkunst, 155-156 Hobbes, Thomas, 34, 36, 110, 136, 138, 139Gmelin, Johan Friedrich, 193 140, 144, 147, 148, 170, 206, 226; LeviaGodwin, Francis: The Man in the Moon, 128 than or the Matter, Form, and Power of a Gohory, Jacques (Leo Suavius): Compendium, Commonwealth Ecclesiastical and Civil, 153 136, 206 Gombrich, Emst H., 57, 58 Hohenburg, Herwart de, 81 Gould, Stephen J., 189 Holbach, Paul-Henri Dietrich, barón d’, 131 Graaf, Reinier de: De mulierum organis gene- Honnecourt, Villard de, 58 rationi inservientibus, 174 Hooke, Robert, 62-63, 118, 133, 134, 172, Grant, Edward, 197 177-178, 179-180, 212, 213, 223, 224,

227; Discourse on Earthquakes, 177, 179; Micrographia, 62, 134, 179, 223 Horki, Martino, 60 Horsley, Samuel, 228 Hoyle, Fred, 132 Hubble, Edwin Powell, 196 Hues, Robert, 41 Huygens, Christiaan, 11, 22, 113, 117-118, 128, 129-131, 132, 133, 149, 167, 206, 211-212, 214, 217, 223, 227; Cosmotheoros sive de terris coelestibus earumque ornatu conjecturae, 129, 132; De motu corporum ex percussíone, 117 Ianniello, María Grazia, 224 Jesucristo, 28, 32, 68, 95, 127, 144, 181, 239 Johnson, Francis J., 212 Jonston, John: De quadrupedis, 194 Josué, 89-90 Juan Pablo II, papa, 105 Kant, Immanuel: Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels, 111 Keill, John, 186-187, 227; Examination of Dr. Bumet Theory of the Earth, 186; Introductio in veram physicam, 186 Kepler, Johannes, 11, 12, 13, 22, 36, 38, 50, 54, 60, 64, 67, 72, 74, 75, 77-83, 85, 86, 92, 98, 103, 112, 117, 121-123, 124, 126-128, 130, 132, 137, 154, 161, 164, 199, 200, 218, 219, 220, 223, 226, 237; Ad Vitelionem paralipomena, 79; Astronomía nova seu Physica coelestis, 9, 13, 54, 79-81, 83, 98; De fundamentis astrologiae certioribus, 79; De Jesu Christi Salvatoris nostri vero anno natalitio, 79; De stella nova, 79; Dióptrica, 81, 223; Dissertatio cum Nuncio Sidereo, 81, 122; Harmonices mundi, 12, 81; Mysterium cosmographicum, 72, 77-79, 81, 83; Somnium seu opus posthumum astronomía lunari, 126, 132 Kepler, Katharine, madre de Johannes Kepler, 12 Keynes, John Maynard, 228 Keyser, Konrad, 41 Kircher, Athanasius, 164-165, 168, 181; Magnes sive de arte magnética opus tripartitum, 164; Mundus subterraneus, 181; Oedipus huius saeculi, 164 Kline, Morris, 200, 202, 204 Koyré, Alexandre, 19, 82, 117-118, 122, 124, 217

Kraft, Fritz, 213 Kubrin, David, 232, 233 Kuhn, Thomas, 19, 120 La Mothe le Vayer, Frangois de, 128 Lana Terzi, Francesco: Prodromo ovvero saggio di alcune invenzione nuove premesso all’A rte Maestra, 165 Laudan, Harry, 133 Lavoisier, Antoine-Laurent, 159 Le Goff, Jacques, 14-15, 16 Leeuwenhoeck, Antony van, 62, 63, 172, 173, 174, 206 Leibniz, Gottfried Wilhelm, 11, 22, 35, 36, 49, 50, 110, 113, 146-150, 165, 178, 181, 184186, 190, 201-203, 213-214, 217, 222, 227, 231; «Brevis demonstratio erroris memorabilis Cartesii», 148; Essay de dynamique, 149; Initia et specimina scientae novae generalis pro instauratione et augmentis scientarum ad publicam felicitatem, 49; Nouveaux essais sur l ’entendement humain, 149; Protogaea, 181, 184; Specimen dynamicum, 149 Leighton, R. B., 203 Leméry, Nicolás: Curso de química, 158 León X, papa, 43 Leonardo da Vinci, 41, 43-45, 54-55; Códice Atlántico, 179; Códice Leicester, 179 Leonardo di Capua, 110, 210; Parere sull’incertezza della medicina, 110 Leonhard, padre: Prognostication Everlasting, 73 Lhwyd, Edward, 181 Liceti, Fortunio, 109, 124 Ligny, conde de, 43 Linneo (Carolus Linnaeus o Cari von Linné), 188-189, 191, 192-195 Lippi, Filippo, 42 Lister, Martin, 181 Llull, Ramón, 33 Locke, John, 110, 136, 149 deLomazzo, Paolo, 41 Lombardo Radice, Lucio, 200 Lorini, Bonaiuto, 46 Lorini, Niccoló, 88, 90, 93 Lovejoy, Arthur O.: La gran cadena del ser, 121 Lower, Richard, 172 Lower, William, 59 Luciano de Samosata, 126 Lucrecio, 37, 121, 124, 128, 143, 144, 181, 197; De rerum natura, 197 Luis XII, rey de Francia, 43 Luis XIV, rey de Francia, 211 Luporini, Cesare, 45

Luna, Salvator E., 189 Lutero, Martín, 71 Luzzi, Mondino de’, 55 Mach, Emst, 103 Maestlin, Michael, 72, 77, 79; Epistome astronomiae, 72 Magallanes, Femando de, 59, 63 Magalotti, Lorenzo, 165-166, 209; Saggi di naturali esperienze, 165 Magini, Giovanni Antonio, 60 Magiotti, Raffaello, 168 Mahoma, 144 Maldonado, Tomás, 33 Malebranche, Nicolás, 175, 214; Recherche de la vérité, 175 Malpighi, Marcello, 11, 62, 137, 172, 195, 215; De pulmonibus, 62, 137 Mamiani, Maurizio, 228, 240-241 Manetti, Giannozzo, 52 Manuel, Frank, 227, 234-235 Manuzio, Aldo, 52 Manzoni, 13 Maquiavelo, Nicolás, 154 Marsili, Luigi Ferdinando, 209, 215 Martin, Henry J., 51-52 Martin, Jean, 40 Martini, Francesco di Giorgio, 41 Mateo, san, evangelista, 28 Mathias, R, 212 Maupertuis, Pierre-Louis Moreau de, 214 Mauricio de Nassau, 111 Me Guire, J. E., 237 McLuhan, Herbert Marshall, 51 Médicis, familia, 88 Médicis, Juliano de, 86 Médicis, Leopoldo de, 209 Melanchthon, Philipp, 46, 71, 126, 213 Mersenne, Marín, 13, 34, 73, 83, 85, 94, 104, 117-118, 136, 140, 144, 154, 210; L’impiété des déistes, 144; Questiones celeberrimae in Genesim, 154; Vérité des sciences, 94 Milton, John, 12, 105, 206; Areopagitica, 105 Moisés, 29, 144, 146, 181, 234, 235, 239 Moliere, Jean-Baptiste Poquelin, 12 Montaigne, Michel de, 65, 128; Ensayos, 65 Monteverdi, Claudio, 12 Montmor, Habert de, 210 More, Henry, 124, 126, 146, 226 Moro, Tomás, 40 Muraro, Luisa, 163 Nardi, Baldassarre, 168 Newton, Humphrey, 227

Newton, Isaac, 11, 12, 15, 16, 18, 20, 22, 25, 36, 50, 82, 83, 102, 113, 117, 118, 131, 133, 135-136, 143, 145-146, 148, 152, 161, 178, 183, 186-187, 201-203, 216-242; Chronology of Ancient Kingdoms Amended, 233; De mundi systemate, 236; Opera omnia, 228; Opticks, or a Treatise of the Reflexions, Inflexions and Colours of Light, 12, 146, 222-225, 226-227, 229-230, 241; The Original of Monarchies, 234; Philosophiae naturalis principia mathematica, 118, 216221, 226, 233, 237, 240; Principia philo­ sophiae, 20, 117, 118; Scholium generale, 146, 217-218, 221-222, 237; Tractatus de quadratura curvarum, 202; Tratado sobre el Apocalipsis, 229, 241 Nicolás de Cusa, 121, 126, 129 Nicolson, Marjorie, 126 Nocen ti, Luca, 164 Noé, 65, 235 Norman, Robert, 13, 39-40, 162; The New Attractive, Containing a Short Discourse of the Magnet or Lodestone, 13, 39, 162 Novara, Domenico María, astrónomo, 67 Numa Pompilio, 236 Occam, véase Guillermo de Occam Odiema, Giovanni Battista, 61 Olbers, Heinrich, astrónomo, 123 Oldenburg, Henry, 213, 215, 224, 232, 238 Olmi, Giuseppe, 209 Oresme, Nicolás de, 15 Orfeo, 32, 73 Orígenes, 32 Orsini, Alessandro, cardenal, 92 Osiander, Andreas, 92, 119 Pablo III, papa, 71 Pablo V, papa, 88, 93 Pagel, Walter, 170, 171 Pagnoni, Silvestre, 87 Palingenio Stellato (Pier Angelo Manzolli). 73, 126, 128 Palissy, Bemard, 39-40, 179; Discours, 39 Panofsky, Erwin, 54 Paolo Ucello, véase Ucello, Paolo Pappo de Alejandría, 52 Paracelso, Philipp Aureolus Theophrast Bom­ basí von Hohenheim, 11, 36, 54, 65, 83, 151-155, 159, 224; Archidoxis, 153; Liber de mineralibus, 153; Philosophia ad Athenienses, 153 Paré, Ambroise, 48 Parkinson, John: Theatrum botanicum, 195

Partington, J. R., 159 Rembrandt Harmenszoon van Rijn, 12, 55 Pascal, Blaise, 11, 22, 53, 113, 132, 136, 198; Renaudot, Théophraste, 210 Expériences nouvelles touchant le vide, 198; Rheticus, Georg Joachini (Georg Jachim LausTraité sur l’équilibre des liqueurs, 198 chen), 68-69, 71; De revolutionibus, 68Patrizi da Cherso, Francesco, 13, 37, 54, 72, 69; Narratio prima, 68 76, 80, 82, 91, 165; Nova de universis phi­Richelet: Dictionnaire frangais, 26 losophia, 13, 54, 91 Richelieu, Armand-Jean du Plessis de, carde­ Pauw, Comeille de, abate, 66 nal, 211 Pedro I el Grande, zar de Rusia, 173 Richer, Jean, 211 Périer, Florín, 198 Rivius, Walter, 40 Perrone Compagni, Vittoria, 32 Roberval, Gilíes Personne de, matemático, 73, Picard, Jean, 211 197; Novarum observationum libri, 73 Piccolomini, Ascanio, arzobispo, 105 Rodolfo II, emperador germánico, archiduque Pickering, A., 196 de Austria, 81 Piero della Francesca, 41 Roemer, Olaüs, 212 Pitágoras, 29, 32, 67, 77, 130 Rohault, Jacques, 166 Platón, 25, 29, 32, 77, 101, 130, 236; Gorgias, Rondelet, Guillaume: De piscibus marinis, 57 25 Rosen, Edgar, 126 Plotino, 32 Rosenkreutz, secta de los Rosacruz, 111 Poli, Chiaretta, 211 Rossi, Paolo, 16, 40, 178, 190-193, 211, 233 Poliziano, Angelo, 52 Rothmann, Christopher, 72, 74 Pollaiolo, Antonio di Jacopo Benci, 42 Rousseau, Jean-Jacques, 14 Pomponazzi, Pietro, 144 Rudwick, Martin J. S., 178 Pope, Alexander, 242 Ruini, Cario, senador boloñés: D ell’anatomía Poppi, Antonino, 87 et delle infermitadi del cavallo, 57 Porfirio, 32 Power, Henry: Experimental Philosophy, Containing New Experiments Microscopical, Saads, M„ 203 Mercurical, Magnetical, 61 Sagredo, Giovan Francesco, patricio venecia­ Proclo, 24 no, 97, 99, 103, 106 Pseudo-Aristóteles, 179 Salviati, Filippo, 95, 96, 97-98, 99, 106, 200; Pseudo-Dionisio, 96 Discurso sobre dos nuevas ciencias, 200 Ptolomeo, Claudio, 24, 54, 67, 68, 70, 74, 77, Scheiner, Christoph, matemático, 112 85, 92, 151; Almagesto, 24, 52, 70, 85; Schmitt, B., 205, 206 Schmitt, Charles, 96 Geografía, 52 Pucci, Francesco, 91 Schott, Kaspar, jesuita: Technica curiosa sive mirabilia artis libri XII, 165 Schwarzed, Philipp, véase Melanchthon Quercetanus, véase Duchesne, Joseph Scilla, Agostino, 180, 181; La vana specultioQuondam, Amedeo, 208 ne disingannata dal senso, 180 Séneca, 95 Sepúlveda, Juan Ginés de, humanista, 65 Ramelli, Agostino: Diverse et artificióse mac­ Sforza, Ludovico, 43 chine, 41, 47 Shaffer, Simón, 198 Ramus, Petrus, 53, 206 Shapin, Steven, 198 Rattansi, Paul M., 212, 237 Shea, William R„ 94, 102, 108, 112, 166 Ray, John, 181, 183, 191-192, 193; Collection Simplicio, 92, 95, 96, 97-99, 103, 108, 197 ofEnglish Words not Generally Used, 191; Singer, Sam, 189 Dictionariolum trilingüe, 191; Methodus Singh, Jagjt, 202 plantarum nova, 191; The Wisdom ofGod, Sócrates, 29, 239 183 Sófocles, 159 Recorde, Robert, 72, 73; The Castle of Know- Solinas, Giovanni, 186 ledge, 72 Solmi, Edmondo, 43 Redi, Francesco, 173-174, 209; Esperienze in- Sorbiere, Samuel, 211 tomo alia generazione degli insetti, 173 S0rensen, Peder (Petrus Severinus), 37, 153; Reinhold, Erasmo: Tabulae prutenicae, 70, 71 Idea medicinae philosophicae, 153

Spina, Bartolomeo, 71 Spinoza, Baruch, 110, 144, 147 Sprat, Thomas, 34, 35, 213 Stahl, Georg, 158-159 Steensen, Niels, 172, 180-181, 185-186, 209; De solido intra solidum naturaliter con­ tento disertationis prodromus, 180 Steinberg, S. H., 51 Stelluti, Francesco, 61, 64; Persio tradotto, 61 Stevin, Simón (Stevinus), 41, 46-47, 112; De Havenvinding, 47; De Thiende, 47 Swammerdam, Jan, 62, 172 Tartaglia, véase Fontana, Niccoló Taylor, F. S., 31 Tega, Walter, 214 Telesio, Bemardino, 37, 110, 210; De rerum natura, 91 Temple, William: Geology or a Discourse Conceming the Earth Before the Deluge, 183 Teodoto, 32 Tertuliano, 32 Thomdike, Lynn, 28, 54 Tiraboschi, Girolamo, 207 Tiziano Vecellio, 42, 55 Toland, John, 144 Tolosani, Giovanni María: De veritate Sacrae Scripturae, 71 Tomás de Aquino, santo, 24, 26, 33, 92 Torricelli, Evangelista, 11, 109, 167, 197, 201,

mani corporis fabrica, 40, 55, 56; Epito­ me, 55; Tabulae sex, 55 Vespucio, Américo, 59 Vesta, 236 Vico, Giambattista, 64, 110, 140, 234-235; Ciencia nueva, 140, 235; De antiquissima, 140; De nostri temporis studiorum ratione, 140 Viéte, Franfois, 112-113, 202 Vitrubio, 40-41, 46 Vives, Juan Luis: De causis corruptarum artium, 40; De tradendis disciplinis, 40 Viviani, Vincenzo, 109, 197, 209 Voet, Gijsbert, 112 Volta, Alessandro, 161 Voltaire, Franjoise-Marie Arouet, 117, 214, 222, 234; Cartas filosóficas, 117, 222, 235

Wackhenfeltz, Wackher von, 122-123 Wallenstein, Albrecht Wenzel Eusebius von, 77, 81 Wallis, John, matemático, 33, 202, 212, 226 Weiditz, Hans, 57, 193 Wells, Herbert George, 126 Westfall, Samuel Richard, 18, 81, 117, 148149, 157, 202, 207, 216, 225, 226, 227, 235, 238-239 Whiston, William, 184; A New Theory of the Earth, 183 White, Lynn, 14 Whiteside, D. T., 216 212 Wieland, Wolfgang, 199 Torrini, Maurizio, 210 Toumefort, Joseph Pitton de, botánico, 189, Wilkins, John, 127, 132, 190, 191-192; Discovery of a New World, or a Discourse Ten192-193, 194-195; Eléments de botanique ding to Prove that it is Probable there ou méthode pour reconnaítre les plantes, May be Another Habitable World in the 192; Institutiones rei herbariae, 192 Moon, 127 Willoughby, Francis, zoólogo, 191 Wisan, Winifred, 105 Ucello, Paolo, 42 Woodward, John, 184; Essay Towards a Natu­ Urbano VIII, papa, 96, 97, 103 ral History of the Earth, 183 Wotton, Henry, 60 Valla, Giorgio: De expetendis et fugiendis re­ Wotton, William: A Vindication of an Abstract of an Italian Book Conceming Marine Bobus, 126 dies, 181 Valla, Lorenzo, 52 Wren, Christopher, 62 Vallisnieri, Antonio, 174 Valturio da Rimini, Roberto, 41 Vasari, Giorgio, 42, 55 Yates, Francés A., 193 Vaughan, Thomas: Magia adamica, 31 Veranzio, Fausto: Machinae novae, 41 Veme, Julio, 126 Zonca, Vittorio: Novo teatro di macchine et Veronese, Guarino, 52 edificii, 41, 54 Verrochio, Andrea di Francesco di Cione, 43 Vesalio, Andrea, 40, 55-56, 62, 169; De hu- Zoroastro, 32, 36, 73

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Indice ✓

Prefacio, por Ja c q u e s L e G off

7

Prólogo Ciencia europea Una revolución y su pasado Acerca de este libro

11 H (jAj 16

Capítulo uno. Obstáculos Olvidar lo que sabemos Física Cosmología Vil mecánico

19 19 20 22 25

Capítulo dos. Secretos «Margaritae ad porcos» El saber hermético El saber público Tradición hermética y revolución científica Secretos y saber público

28 28 28 ¿2 (.36) 38

Capítulo tres. Ingenieros La práctica y las palabras Ingenieros y teatros de máquinas Talleres Leonardo «Obras» y «palabras» Un conocimiento capaz de crecer Arte y naturaleza Dédalo y el Laberinto

39 39 40 42 43 45 47 48 50

Capítulo cuatro. Cosas nunca vistas La imprenta Libros antiguos Lo antiguo y lo nuevo

51 51 (52

Las ilustraciones Nuevas estrellas Tierras desconocidas para la vista El Nuevo Mundo Capítulo cinco. Un nuevo cielo Copémico El mundo se ha hecho añicos Tycho Brahe Kepler Capítulo seis. Galileo Los primeros escritos Los descubrimientos astronómicos La naturaleza y las Escrituras Las hipótesis y el realismo La condena de Copémico El libro de la naturaleza Los «sistemas máximos» La destrucción de la cosmología aristotélica Geometrización, relatividad, inercia Las mareas La tragedia de Galileo La nueva física

54 58 60; 63 61 67' 71 7? 84 ( 85. "1$ 91 ( 92 ~93 96 98 100 102 103 105 '¡

Capítulo siete. Descartes Un sistema Me presento disfrazado Introducir términos matemáticos en la geometría Física y cosmología El mundo como geometría realizada

110 110 111 113 113 117

Capítulo ocho. Innumerables mundos Un vacío infinito Un universo infinito e infinitamente poblado Galileo, Descartes y la infinitud del mundo No estamos solos en el universo Las conjeturas de Huygens Crisis y fin del antropocentrismo

119 119 121 124 126 129 131

Capítulo nueve. Filosofía mecánica Necesidad de la imaginación La mecánica y las máquinas Cosas naturales y cosas artificiales: conocer y hacer Animales, hombres y máquinas

133 133 135 138 140

¿Se puede ser mecanicista y seguir siendo cristiano? Leibniz: la crítica al mecanicismo

143 146

Capítulo diez. Filosofía química La química y su galería de antepasados Paracelso Paracelsianos Iatroquímicos Química y filosofía mecánica Mecanicismo y vitalismo

151 151 152 153 155 156 157

Capítulo once. Filosofía magnética Fenómenos extraños Gilbert Los jesuítas y la magia Prudencia en los experimentos y audacia en los modelos La esfera de azufre Música y picadura de tarántula

160 160 161 163 165 166 167

Capítulo doce. El corazón y la generación El Sol del organismo Ovistas y animalculistas Preformismo

169 169 172 174

Capítulo trece. Tiempos de la naturaleza El descubrimiento del tiempo Piedras raras ¿Cómo se producen los objetos naturales? Una teoría sagrada de la Tierra La Protogaea de Leibniz Newtonianos y cartesianos

177 177 178 179 182 184 186

Capítulo catorce. Clasificar Poa bulbosa Clasificar Lenguas universales Una lengua para hablar de la naturaleza Nombrar equivale a conocer Ayudas para la memoria Lo esencial y lo accidental

188 188 189 190 191 192 193 194

Capítulo quince. Instrumentos y teorías Ayudas para los sentidos Ayudas para la mente

196 196 199

Capítulo dieciséis. Academias Universidades Academias Primeras academias París Londres Berlín Bolonia «Periódicos»

205 205 207 208 210 212 213 214 215

Capítulo diecisiete. Newton Los Principios matemáticos de la filosofía natural El Escolio general La Óptica La vida de Newton Intermedio sobre los manuscritos Las Queries de la Optica Los ciclos cósmicos Cronología La sabiduría de los antiguos Alquimia La religión de Newton y el Apocalipsis La interpretación de la Biblia y la interpretación de la naturaleza Conclusiones

216 216 221 222 225 227 229 231 233 235 237 238 240 241

Cronología Bibliografía índice alfabético

243 247 265

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