DOMENICO GRASSO
TEOLOGÍA DE LA PREDICACIÓN
EL MINISTERIO DE LA PALABRA
EL MINISTERIO DE LA PALABRA
SEGUNDA EDICION
EDISIONES SIGUEME APARTADO 332 SALAMANCA 1968
ÍNDICE
1. El problema teológico de la predicación 2. El objeto de la predicación 3. Dios habla 4. La mediación de la palabra humana 5. El misterio de la presentación 6. La respuesta del hombre: la fe 7. dimensiones de la predicación 8. Palabra y sacramento 9. Predicación y testimonio 10. Los motivos del testimonio 11. La eficacia de la predicación 12. Predicación y adaptación 13. El predicador 14. Formas de predicación
1. EL PROBLEMA TEOLÓGICO DE LA PREDICACIÓN.
La predicación está de moda. Esta afirmación puede parecer extraña, ya que la proclamación del evangelio ha sido siempre el deber principal de la Iglesia. Y, con todo, parece, que la pastoral y la teología de nuestro tiempo están descubriendo de nuevo la predicación, en cuanto a su naturaleza y su cometido en la vida cristiana. Los congresos1 y las revistas de pastoral2, las encuestas entre predicadores y oyentes3, las publicaciones cada vez más numerosas y comprometidas4 dan fe de un interés antes desconocido.
1
La predicación ha sido objeto de varios congresos de pastoral en diversas naciones, cuyas actas han sido pulicadas. En Francia tenemos los congresos de Bordeaux del año 1947: Esangelisation. Paris 1947. y de Montpellier, en el ño 1954: la pretre, ministre de la parole.Paris 1954; en Austria se celebro un congreso en Viena, el año 1950; das evangeliun muss nen gepredigt werden. Win 1951, en españe tenemos el congreso de Valencia del año 1955; en itlia el de Roma, en el año 1956; la parola dionella comunita cristiana. Milano 1957. loa autores homileticos alemanes han celebrado hasta el momento en la ciuadad de würzburg, tres reuniones sobre los temas Neeuzeitleicle Predigtansbilang en 1957; the elogie und predigt en 1958, y publicado la relación de las misma en el fasciculo anual procceings of the catholie homiletis society, editado en Chicago desde el año 1958. los estudios de problemas catequeticos han celebrado tambien varias reuniones en diversos lugares, en Italia tenemos los que organizo la revista <
>en el paso de la mendola el año 1959: IIcatechismo oggi in Italia. Torino 1960; en Asis el año 1960: le inete ella catechesi, Torino 1961, y en Florencia en 1962: II centemito della catechesi, Torino 1963. sobre la predicación misionera tenemos el gran congreso de Eichstätt del año 1960. cuyas actas han sido publicadas en diversas lenguas. En ingles: teaching all nations. A simposium en: modern catecheties. London 1961. los problemas de la predicación misionera fuero tambien el tema de la restringida reunión de Bangkok del año 1962. de la que da cuenta el p. Nebreda: Lumen vitae 17 (1962) 623-637 prestando atención especial a los problemas de la preevanglización. El primer congreso internacional de pastoral, celebrado en Friburgo de Suiza, el año 1961, reservo a los problemas de la predicación tres relaciones, que corriero al cargo del P. Grasso, del P. Delcuve y del prof. X arnol d (cf.problemas actuales de pastoral. Madrid 1963) 2 Durante los años después de la guerra, el interes por los problemas de la predicación ha llevado a fundamentar diversas revistas. A modo de ejemplo, recordemos; Lumen vitae: Bruselles 1946; Revista del catechismo Brescia 1949: Temi de predicaciones. Napoli 1957 (esta revista, aunque es de orientación eminente mente practica, publica de vez en cuando algunos numeros especiales dedicados a los aspectos generales y especiales y teologicos de la predicación): parole et misión paris 1960: Sinite. Salamanca 1960. Ademas varias revistas han dedicado numeros especiles a la predicación, entre ellas: La Nouvelle Reuve Theologique (junio 1947); Lebendije Seelsorge (1954. Heft 4;1958; Heft 3) Anima (1955,HEFT 3 Y 4): orientamenti pastorali (1957, n.i y 3):Lumiere et vie (n.35,1957; n. 46, 1950). Entre las revistas liturgicas, La maison Dieu ha ha dedicado a l apredicación el cuaderno n. 16, 1948, y el n.. 39, 1954. 3 Las encuestas sobre el estado de la predicación han sido publicadas por SILENS. Le srmon du point de une de panditeur: NRT 69 (1947) 563-580; en que te sur la predication : Evangeliser 8 (1954) 564-568; I hiericic la predicaciones: Temi predicaciones, n. 24 (1960) 297-324 ; B.
1.
La crisis de la predicación.
En el fondo de este interés, se halla latente una serie de razones que reflejan los problemas y las exigencias de la teología y de la labor pastoral contemporáneas. En primer lugar, la crisis de la predicación5. Hoy constituye ya un tópico hablar de ella. Es un hecho que la predicación no gusta, no despierta inquietud en las conciencias, los fieles la escuchan con escaso interés, y no faltan sacerdotes que tratan de concederle sòlo una importancia mínima. Incluso algunos llegan a decir que la predicación, como medio para difundir el evangelio, ha pasado a la historia y hay que buscar otros medios de expresión social más adecuados, como la prensa, la radio, el cine y la televisión6. Están muy lejos ya los tiempos en que san Juan Crisóstomo hablaba del honor en que se tenia a quienes se dedicaban a este ministerio7.
FISCHER, Die stimne derer unter der Kansel: Tr Thz 69 (1960) 275-287; U.PELLEGRINO. Crisi Della predicasione e rinedi : Revista del cledo italiano 42 (1961) 515-522 (vuelve sobre el articulo de Fischer y lo comenta). 4 Los padres Alszeghy y Flick han hecho un analisis de las principales obras y articulos que sobre el problema teologico de la predicación, se han publicado entre los años 1936 y 1959. Este analisis se publico con el titulo con el titulo II problema teologico Della predicasione:Greg 40 (1959) 671744 los autores autorizan y analizan y valoran los lñibros y articulos de revistas que tratan de la naturaleza, eficasia y necesidad de la predicación y es indispensable para quien quiera seguir la evolución historica del problema y conocer el estado actual de la investigación. Este analisis lo hemos continuados nosotros en el articulo Nuevi aporti alla tcologia Della predicasione: Gregoreanum 44 (1963) 88-II8, extendiendo ademas el estudio a las diversas formas de predicación. 5 La crisis de la predicación es un punto que han tratado ampliamente cuantos se interesan por el problema, señalaremos algunos de los problemas mas recientes: P. Duploye. Rethorique et parole de Die n. Paris 1955,9-49:V 6 Esta afirmación es bastante comun y costituye unos de los signos mas evidentes de la crisis, veasen entre otros, J.P. Dubols-Duner, predicatio et monde moderne, en leprete misistre de la parole. Paris 1954 21 M . Felcher . a. c. en la nota anterior, 225 J. HAMER, a. c. en la nota precedente 114. 7 De sacerdotio 5.6.
A juicio de Duployé, la predicación actual es una miseria8, opinión que comparte también Fleckenstein9. El padre Jannrone habla de “la general falta de aprecio en que ha caído la predicación dentro del pueblo cristiano” y “de la desconfianza que se ha insinuado entre los mismos sacerdotes, heraldos por vocación y misión de la palabra divina”10.L Osservatore romano en su número correspondiente al 1 de enero de 1961, se hizo eco de esta crisis: “La predicación, escribía, en su sentido clásico, sufre una crisis profunda, que no es de hoy. El desierto material y espiritual que se ha ido creando bajo los púlpitos ha sido ampliamente denunciado desde diversos sectores y, a veces, documentado por medio de sondeos de la opinión pública, de análisis estadísticos más o menos precisos y de estudios serios de sociología religiosa. El hecho es indiscutible. El negarlo o no prestarle atención sería evadirse de la realidad. Peor aún, contribuiría a acrecentar el mal que lamentamos”. Los mismos laicos han captado tambien y denunciado esta crisis. Son de sobra conocidos los juicios de Ida goerres y de f . mauriac. La primera se pregunta sorprendida por que el al pastoral ordinaria << una platica decorosa>> constituye mas bien una exepción11. Mauriac, en su respuesta a la pregunta <>, respondio wque un buen predicador no teni anada que decirle y que no habia ninguno con el que no se encointrara el desacuerdo apartir de la tercera frase. Para el, la unic apredicació verdadera l arepresentaba la liturgia12.
A la predicación actual se le reprocha que es demasiado abstracta e irreal, demasiado fragmentaria y poco genuina, que es de signo prevalentemente moralista13. El predicador no consigue insertar su palabra en la situación real del hombre contemporáneo, no logra hacer mella en él. 8
Rethringue et parole de DIEN, sobre todo, 47. Rodermengen an cine zeingemässe Verkindingung, en Mittelallerliches in der Kireche von heute? Wwürzburg 1962.61. 10 I chierici e la predicaciones: Temi di predicazione,n.24,297 9
11
Citad por R. scherel, wer ohren hat en hören, der horet, Beitraje surf rage der predigt. Freiburg I B. 1948,45. 12 La table ronde, 1949. 13 Cf. Entre otros: r. Cherrer, a. c. en la nota II, 45-60:H. fleuo kensteins, Die predigt von hente im urte der höre, en Theologi g und predigt, 12-32; B.olivier, les conditions d´ahutenticite de la predication actuelle, en el volumen la parole de dieu en jesus –Christ. Paris 1961 210-211.
Su palabra da la impresión de ser un residuo de épocas pasadas, algo desencarnado que deja al auditorio indiferente. No tiene el aspecto de tratar problemas vitales, decisivos para la vida. El cristiano de hoy ve la predicación como una convención a que tiene que someterse cuando va al templo, como una especie de pensum que tiene que pagar para cumplir con el precepto de la misa festiva o para prepararse para el matrimonio. Congar ha descrito las condiciones de la predicación actual en este tono semiserio: la predicación es el enunciado màs o menos brillante de aquello que se ha convenido que se puede y debe decir en este lugar especial que es el templo, desde lo alto de esta tribuna especial que es el púlpito, en el curso de una ceremonia especial y en una lengua, con frecuencia, especial14. En una palabra, la predicación se ha convertido muchas veces en un “rito” que se realiza casi automáticamente15.
Scherer cree descubrir, y no sin fundamento, en la predicación de nuestros días “una tensión subterránea entre laicos y clero”, que es tanto màs digna de cuidado, por el hecho de darse entre fieles religiosamente más abiertos16. Esta tensión lleva a muchos cristianos a preferir las misas en las que no se predica o en las que la homilía es breve17.
La crisis de que hablamos no se da únicamente dentro del catolicismo. Existe también dentro del protestantismo, que tiene a gala definirse “la religión de la palabra”. El año 1949, hablando de las dificultades que la predicación encuentra entre los fieles de su Iglesia, se preguntaba Fendt si no sería más oportuno dar màs importancia a la liturgia, ya que la misa católica continúa ejerciendo un gran poder de atracción, después de cuatro siglos de ataques18. Shadelin hacía esta misma observación pocos años más tarde: “La duda sobre la importancia central de la predicación, en nuestra Iglesia, está hoy muy
14
Tour pour une liturgie et une prediaction relles LMD 16(1948) 85. A.C.8 16 A.C.en la nota II .45 17 Varios autores denuncian este hecho. Lo deploraba ya Segneri: <> : II cristiano instruito.Torino 1869, 12. 18 L. Fendt, Homiletik. Thcologic und Technik der predigt. Berlin 1949. 15
difundida dentro de la misma. Muchos opinan que la predicación debe ceder su puesto a la liturgia màs ricamente desarrollada o a la acción social”19. Y el obispo de Lijie decía, en el sínodo general de la iglesia luterana, celebrado en Hamburg desde el 19 al 23 de mayo de 1957, refiriéndose a la doctrina protestante de que el cometido principal de la Iglesia es la predicación: “Es claro que precisamente esta tesis suscita no sólo la desconfianza, sino probablemente también la oposición de los hombres de hoy”20. La situación, entre los ortodoxos, no es más halagüeña21.
2. Causas de la crisis.
La crisis hunde sus raíces en la situación misma del hombre y en el estado del cristianismo. La crisis de la predicación es un aspecto y una consecuencia de la crisis religiosa que afecta hoy a las diversas religiones, aunque dentro del cristianismo se manifiesta màs agudamente22. Se oye afirmar que la religión está en crisis, que no dice ya nada al hombre de nuestros días y que éste la ha sustituido por la ciencia y la técnica de las que espera hoy la felicidad que antes esperaba de Dios. Algunos opinan que la evolución de la ciencia ha atrofiado o acabará por atrofiar, en el hombre, el sentido religioso.
Este juicio tiene una base de verdad. Es indudable que el hombre del siglo veinte no necesita de Dios en la misma medida que el hombre del pasado. Hasta hace unos decenios, se necesitaba un milagro, una intervención extraordinaria de Dios para curar determinadas enfermedades. Hoy basta con un buen médico que conozca discretamente su profesión. El hombre se ha adueñado de la naturaleza y cada día la somete más a su bienestar. Debido a 19
A. SHÄDELINS Dic rechte predigt. Graundriss der Homilctik. Zürich 1953.5. D. MUJER, Was and von Soller vir hente predigen, en Die predigt. Gesprach über die predigt anf der lutherisellen Generalsynode 1957 imal 16 de marzo de 1962, reiria opiniones de personalidades protestantes americanas sobre las difilcultades de la predicación actual en los Estados Unidos. 21 CH. Moeller escribe que tambien los ortodoxos experimentan la necesidad de renovar su catequesis. Y continua: la coutume de placer lÉglise par lesfieles: la plupart ont quitte le santuarie a ce momento : Theologie de la parabole oecnmenisme: Irenikon 24 (1951)322 22 A. Desqueyrat la crisis religiosa de los tiempos nuevos Bilbao 1958. 20
ello, ya no necesita de Dios igual que antes. Pero concluir de esto que la ciencia ha atrofiado el sentimiento religioso, es inexacto: no le ha atrofiado, le ha purificado. La ciencia no ha eliminado la necesidad de Dios, sino que ha restituido a éste su papel de causa primera, por el desarrollo de la potencialidad de las causas segundas. Por consiguiente, Dios no es necesario para curar una enfermedad ni para enviar la lluvia tras un período de sequía que amenaza la cosecha, sino que es necesario como el único objeto capaz de explicar y satisfacer la inquietud metafísica del hombre. En este sentido, el progreso científico no sólo no ha perjudicado a la religión, sino que la ha ayudado.
La ciencia ha adormecido el sentimiento religioso únicamente en aquellos a quienes una educación equivocada había acostumbrado a ver a Dios como el único que debe resolver todas las necesidades materiales del hombre. Al no necesitar ya recurrir a Dios en cada necesidad, han visto que la realidad divina se iba alejado hasta casi desaparecer. En estas condiciones, oír hablar de Dios puede causar la impresión de ser trasplantados fuera de la realidad.
Por otra parte el progreso de la ciencia y de la técnica, al difundir el bienestar, ha creado en el hombre moderno un estado de ánimo desfavorable a la religión. Preocupado con todas sus energías por conseguir un puesto en la vida, puede ver en la religión un obstáculo a su ascenso social. Al estar totalmente orientada hacia la vida futura, la religión puede dar la impresión de no ser capaz de resolver los problemas del momento presente, del mundo real en que vivimos.
Naturalmente, quien experimenta, aunque quizá sin advertirlo, esta convicción, tiene que sentir por el mundo de la predicación una desconfianza instintiva. Para èl sacerdote no puede comprender su situación, no puede darse cuenta de las verdaderas condiciones en que tiene que actuar. El sacerdote que predica, se le antoja fuera de la realidad, y el cristianismo, una religión que exige demasiadas renuncias. De aquí procede su larvada desconfianza hacia la predicación, que le empuja, con frecuencia, a exagerar idénticos
defectos reales de la misma. La acusación de irrealidad y de moralismo suele tener un sustrato sicológico, característico del hombre y del cristiano de nuestra época.
Se da también una inflación de la palabra. En tiempos pasados, el predicador conservaba el monopolio de la palabra, y hoy ya no. El hombre contemporáneo sufre un auténtico bombardeo de palabras, que lleva a ponerlo todo al mismo nivel, comprendida la misma palabra de Dios. Bouyer dice que nos hallamos bajo “el imperialismo de la palabra o, mejor aún, de las palabras desvitalizadas, debido a su exceso”23. La “náusea de la palabra” constituye realmente una tragedia para el trabajo pastoral moderno24.
La inflación de la palabra no sólo ha insensibilizado a los oyentes, sino que, además, los ha hecho desconfiados. Nuestros contemporáneos, se oye decir, no creen ya en palabras quieren hechos. Toman como criterio valorativo de las cosas, no lo verdadero, sino lo útil, no el principio abstracto, sino su eficiencia concreta.
3. Exigencias de la espiritualidad contemporánea.
Las exigencias que hemos examinado han tenido indudablemente su influjo y han hecho sentir al cristiano actual los defectos de la predicación, pero no pueden haber sido ni las únicas ni probablemente las más profundas. En realidad, las críticas de los oyentes traicionan un malestar que no puede explicarse únicamente por la crisis religiosa y por la crisis religiosa y por la inflación de la palabra. Hemos citado antes la afirmación de Scherer, de que entre los laicos y el clero existe cierta tensión, que se da principalmente entre los fieles “religiosamente mas abiertos”25. Esta observación nos parece importante. Si la predicación no contase con el favor de los fieles comunes, para quienes la vida religiosa es lago marginal, podríamos tranquilizarnos explicando esta crisis por las razones antes 23
El rito y el hombre. Estela, Barcelona 1967.100. Iniciación teologica, 3. Barcelonas 1694, 368 Tambien Lilje, en su articulo citado en la nota 22, habla de la inflación de la palabra (10). 25 A.c. 45. 24
expuestas. Pero el hecho de que los críticos màs severos de los predicadores se den entre los cristianos màs fervientes, demuestra que la predicación, la de nuestras iglesias de hoy, no responde a las exigencias de una espiritualidad que trata de alimentarse de ella. Las acusaciones de abstractismo, de irrealidad, de moralismo pueden traicionar un malestar que es señal, no de una crisis religiosa, sino de una vida espiritual desarrollada y adulta, que no soporta determinados esquemas y cierto tipo de lenguaje.
La verdad es que la espiritualidad contemporánea busca lo esencial y detesta perderse en lo periférico. Las diversas devociones que nos han transmitido los siglos pasados, no cuentan hoy con el favor de los fieles; ya no les satisfacen. El cristiano moderno está cansado del carácter fragmentario con el que se le ofrecen los diversos aspectos del misterio cristiano: la liturgia, la Escritura, la Iglesia, el dogma, la moral. El hombre de hoy busca un centro alrededor del cual pueda agruparlos, convencido de que no existe espiritualidad sin unidad. En este anhelo, está latente el deseo, a veces no del todo consciente, de un contacto mayor con las fuentes mismas de la espiritualidad, con la Biblia y la liturgia.
Por su parte, la predicación, en la pastoral ordinaria, no se ha adecuado a estas exigencias. Sigue aún centrada en las devociones e ignora el profundo mensaje de la Biblia, trata la moral bajo un punto de vista más ético que cristiano, se detiene en temas ya agotados y emplea un lenguaje que no gusta en el momento presente, en el que se va derecho a lo esencial.
Debido a esto, todos la hacen blanco de su crítica. Unos, porque usa un lenguaje abstracto y alejado de la vida; otros, porque la encuentran vacía de un contenido capaz de nutrir el alma religiosa, que no se satisface con la mediocridad.
4. Causas intrínsecas
Junto a estas razones contingentes y extrínsecas, existen otras inherentes a la predicación misma, entendida como medio de comunicación.
La comunicación es, como se sabe, una aventura, un riesgo. La fenomenología nos manifiesta la dificultad del encuentro entre personas, la dificultad que hay para abatir las barreras que impiden a dos intimidades revelarse mutuamente. Cuanto más avanzamos, tanto más advertimos que los demás constituyen un misterio para nosotros. Cuando creemos haberles entendido, nos damos cuenta de que nos hemos engañado. La vida está llena de sorpresas como ésta.
Ahora bien, si toda comunicación entre hombres es un misterio, lo es en mayor escala, la predicación, en la que el hombre se encuentra con Dios. en todo otro tipo de comunicación, el hombre puede reservarse para algún ángulo de su personalidad, del que puede tener apartada la mirada del extraño. Pero en el encuentro con Dios, la situación es distinta: o todo o nada. La fe, a la que está llamado el hombre, es el resultado de una conversión, de una metànoia, de un desquiciamiento de la personalidad y de su consiguiente reconstrucción en torno a un nuevo centro. Este cambio no puede realizarse sin contrastes. La empresa es realmente difícil; difícil en sí misma y, por consiguiente, difícil en todo tiempo. Por esta causa, la predicación está sometida a una crisis permanente, que puede agudizarse e incluso adquirir dimensiones dramáticas debido a las circunstancias externas, pero que se deriva de su misma esencia. Veremos después como la filosofía de la comunicación ha contribuido a suscitar el problema de la predicación. De momento, podemos decir que ha contribuido a hacernos experimentar la crisis, descubriendo su raíz profunda.
Se da por otra parte, el hecho, quizá más importante aún, de que el objeto o el contenido de la predicación es un mensaje de salvación, destinado por su misma naturaleza a transformar la vida del hombre. Sabido es que un mensaje se transmite por el testimonio, en virtud de una experiencia vivida. Únicamente si la intimidad del predicador ha tocado la intimidad de
Cristo, puede su mensaje provocar el encuentro con Dios. ¿Quién puede afirmar que ha alcanzado esta meta?
Por esta razón, la palabra del predicador puede sonar falsa. Si no vive lo que predica, si su vida no es un comentario vivo de la palabra que anuncia, esta puede dar la impresión de algo irreal, convencional, vacío de contenido. El misterio de la predicación consiste en hacer sentir al hombre que en el evangelio se juega el destino de su vida y de su muerte. Por ello, la predicación es terriblemente sería, pero, también por esta causa, corre el riesgo de caer en el ridículo. La “necesidad de la predicación” de que habla san Pablo (1Cor 1,21), se manifiesta en toda su evidencia cuando la palabra del predicador se halla aislada de la santidad, que constituye el signo de su credibilidad.
La crisis de la predicación no es, pues, una novedad de nuestra época, aunque ésta ha contribuido a ponerla de manifiesto con todo dramatismo 26. Es una crisis de siempre. En todas las épocas podemos encontrar lamentaciones de predicadores, a quines resulta difícil hacerse escuchar, y quejas de los fieles, que no encuentran en la predicación el sustento de su alma. San Pablo hablaba ya de quienes se desvían de la verdad del evangelio y se vuelven hacía las fábulas (2 Tim 4,4), y exhortaba a Timoteo a no desanimarse y a proseguir, sin miedo ni compromisos, su obra de predicador. En tiempos de san Agustín, el diácono Deogratias preguntaba al gran doctor cómo tenía que hacer para vencer el aburrimiento de sus oyentes27, y el mismo san Agustín no duda en decirnos que el pueblo prefería los espectáculos del circo a sus sermones. En la edad media, Dante atacaba a los predicadores de su época, que apacentaban a las ovejas “en el viento”28. En tiempos más recientes, los predicadores hablan de crisis de la predicación, tanto si la multitud se agolpa bajo los púlpitos29 como si deja la Iglesia desierta30.
26
Arnold en sus dos volúmenes: Al servicio de la fe. Herder, Barcelona 1963, y Grundsätsliches and Geschichtliches sur Theologie derseelsorge. Freiburg i.B, 1949 ha examinado las raices historicas de la crisis actual de la predicación, indibiluandolas, sobre todo, en el mismo. 27 De catechesis rudibus I,I 28 Paraiso 29. 106. 29 L. MASSILLON. En el discurzo que pronuncio el primer domingo de cuaresma, sobre la palabra de dios habla de las multitdue que se agolpan frente a los pulpitos, hasta el punto en que los
Pero el resultado de esta crisis ha sido impulsar a predicadores y teólogos a preguntarse qué es la predicación, qué sucede en ella, cuál es su contenido y cuál su fin y dimensiones. Si se trata de una realidad en crisis permanente, ¿qué tiene de original y en qué difiere de las otras formas de comunicación? Únicamente una reflexión derivada de la palabra de Dios puede dar contestación a estos problemas.
5. El fenómeno de la descristianizaciòn
Pero la crisis de la predicación no ha sido el único hecho que ha atraído la atención de los teólogos y los pastores de almas. Otros problemas han contribuido a evidenciar su importancia y complejidad. Entre ellos, merece lugar destacado el fenómeno de la descristianizaciòn.
Hasta hace pocos decenios, la meta de las misiones y de los misioneros eran únicamente los pueblos aún no evangelizados. Estas palabras evocaban tierras lejanas que había que ganar para Cristo. Y he aquí que la cristiana Europa advierte, casi de improviso, que el paganismo se halla en su mismo suelo. No se trata únicamente del paganismo práctico de quien piensa en cristiano y vive en desacuerdo con los principios que profesa externamente, sino de un vivir inspirado en una visión del mundo, que no tiene nada de cristiana. La constatación de este fenómeno obligo a la pastoral a plantearse el problema de su revisión, y originó el movimiento misionero, que representa el aspecto más dinámico de la Iglesia de hoy.
lugares de diversión quedan desiertos, pero añade en seguida, que de todos los misterios que cristo confio a la iglesia, ninguno parece mas inútil que la predicaciñon, a causa de las pocas conversaciones que se ven: Oenvres de Massillon. Paris1825,2, 178-79. 30 Dice P. SEGNERI: <> :II cristiano instruito. Torino 1869, 12.K RAHNER admite tambien que la crisis de la predicación ha hecho experimentar la necesidad de una teologia. 4. Madrid 1961. 323
El movimiento misionero, entendido como reconquista de las masas descristianizadas, surgió, como se sabe, en Francia, como respuesta a la publicación de un libro que hoy ya es clásico: France pays de misión,31 de los sacerdotes Godin y Daniel. Este libro originó la toma de conciencia de una situación que no se había valorado hasta este momento en toda su profundidad, y evidenció la urgencia de aplicar un remedio. Por primera vez, quizá, después de muchos siglos, la distinción entre países de cristiandad y países de misión perdía sus contornos netos y suscitaba la impresión antes, y la convicción después de que también la cristiana Europa tenía sus zonas de misión.
El examen de las causas de una situación tan inquietante no podía olvidar la predicación. Ella es el gran medio que Jesucristo instituyó para le difusión y el desarrollo de la vida cristiana (Mt 28,18-20). Si se constataba la existencia de un paganismo en ambientes que durante siglos habían sido cristianos, había que concluir que la predicación había fallado totalmente o que había tenido muchas deficiencias. De la misma manera que el mensaje predicado había cristianizado los pueblos del occidente europeo, su ausencia o sus deficiencias le habían descristianizado.
F.Dupanloup intuyó esta conclusión ya en el año 1830, cuando tuvo que pronunciar aunque ni sin amargura, estas palabras: “Treinta mil sermones cada domingo en las Iglesias de Francia y, sin embargo, Francia no ha perdido aún la fe”.
Aunque esta afirmación pudo interpretarse en su época como un desahogo de un hombre que deploraba cierto estado de cosas, se reveló después, y no sólo en Francia, como la diagnosis de un mal en germen. Las investigaciones de Boulard nos han dado la prueba de ello. Buscando el origen de la descristianizaciòn de amplios sectores rurales de su pueblo, señala, como la “cusa más profunda”, la falta de predicación o las deficiencias de la misma. “el mayor defecto de nuestra acción apostólica pasada, escribe, ha sido la falta de evangelización.32 En ocasiones, hay que entender esta ausencia al pie de la letra. Es raro, 31 32
Paris 1943 Subrayado en el original.
pero se ha dado realmente en medios rurales, el que un sacerdote cansado o desanimado haya estado veinte o veinticinco años al frente de una parroquia, sin predicar jamás. 33 O tras veces, la falta de predicación hay que entenderla en sentido formal: no ha existido una evangelización auténtica, por falta de realismo”.34 Se ha hecho consistir la instrucción religiosa en aprender de memoria las fórmulas del catecismo, sin ninguna explicación, mientras que las homilías han sido vacías, pedidas, moralistas. No se han tocado los grandes temas de la revelación, sino los restos de una religión natural, que no tenían nada que decir al hombre de la revolución industrial. Godin, en su obra antes citada, habla también de esta falta de evangelización. 35
Este mismo análisis sociológico permite constatar que donde ha existido una predicación genuina, la vida cristiana ha resistido a los factores de la descristianizaciòn. Boulard se pregunta por qué algunas diócesis, que se hallan en las mismas condiciones sociales y económicas de las zonas descristianizadas que las circundan, han conservado la fe. Encuentran el motivo en la predicación. “parece ser que estas regiones excepcionales fueron sólida y recientemente evangelizadas en los siglos XVII XVIII. No se consideró suficiente la práctica religiosa, sino que se realizó una evangelización profunda. Se trató de formar cristianos instruidos en su religión, que vivieran el cristianismo en todos los aspectos de su vida humana: familiar, profesional, social”36. Fue la palabra de santos misioneros la que asentó la fe en el alma de estas poblaciones, y la capacito para resistir frente a los factores de la descristianizaciòn.
Si la predicación fue, debido sus deficiencias, “la causa más profunda” de la descristianizaciòn, debe ser asimismo el factor principal en la obra de reconquista. Para llevar de nuevo a la fe las masas descristianizadas, no se cuenta más que con la proclamación del evangelio. Hoy, igual que en tiempos de los apóstoles, la Iglesia debe,
33
34
Subrayado en el original.
Problemas misionares de la france rurale. Paris 1945.185-6 France pys de misión 60. 36 Premiers ilineraires en sociologie reeligierse. Paris 1954.48 35
para convertir a los paganos, anunciar la palabra de Dios, porque la fe viene de la predicación (Rm 10,17). ¿Qué es pues, la predicación, esta realidad fundamental, que ejercida de una forma causa la fe y ejercida de otra ocasiona su debilitación y su pérdida? ¿Qué significa predicar? ¿Qué es la Palabra de Dios, el evangelio que anuncia el predicador? Sólo la teología puede responder a estos problemas.
De esta forma, el movimiento misionero, que ocupa un puesto tan importante en las preocupaciones actuales de la Iglesia, plantea el problema teológico de la predicación con toda la fuerza que emana de la inmensidad de su cometido. Ha hecho sentir pues, la necesidad de contactos más estrechos entre el predicador y de los conocimientos del otro.
6. El movimiento litúrgico, bíblico y patristico
La exigencia de un análisis más profundo de la predicación bajo el aspecto teológico, no se deriva únicamente de las sombras que enturbian la vida cristiana de nuestros días, sino también de sus luces, de los diversos movimientos que caracterizan la espiritualidad del cristiano contemporáneo. Aludimos a los movimientos litúrgico, bíblico y patrístico.
El movimiento litúrgico, surgido bajo el pontificado de san Pío X, y difundido más o menos en todas las naciones, ha exigido a sus promotores un esfuerzo de reflexión para penetrar la naturaleza íntima de una realidad tan compleja como la liturgia. De esta manera, ha llevado lógicamente a descubrir la relación estrecha que se da entre ésta y la predicación. De hecho, la predicación anuncia el misterio de la salvación, misterio que realiza la liturgia. La liturgia no pude existir sin la fe, que procede de la predicación (Rm 10,17). Era pues, normal que el esfuerzo por comprender la liturgia indujera a preguntarse por la naturaleza íntima de la predicación, especialmente de la predicación litúrgica, es decir de la homilía. “Teóricos y pastores dice Fleckenstein saben que el redescubrimiento de la homilía ha
suscitado un nuevo gusto entro del campo de la predicación, tanto en los predicadores como en los oyentes”.37
De hecho, algunos ensayos notables sobre la Palabra de Dios y su puesto en la liturgia, se deben a liturgistas.38 Son éstos quienes han redescubierto y defendido con abundantes argumentos el ligamen íntimo entre liturgia y predicación. El movimiento litúrgico ha originado, por ello mismo, un nuevo análisis de la predicación, de toda la predicación y no sólo de la homilía, en lo que atañe a su papel en el proceso de la fe y de la vida de la Iglesia.
Otro tanto hay que decir el movimiento bíblico. Sabido es que la Escritura está de moda y que los estudiosos se esfuerzan por hacerla accesible al mayor número posible de fieles. Pero la Escritura es inseparable de la predicación, no sólo porque constituye su objeto, sino también porque, al menos en lo que se refiere al Nuevo Testamento, constituye su origen. Los evangelios y las cartas nos ofrecen la catequesis de los apóstoles. Más aún, el Nuevo Testamento, según demuestra cada vez con mayor claridad la exégesis,39 no es otra cosa que el desarrollo de un núcleo primitivo de la predicación, del Kerigma que, según san Pablo, era el mismo para todos los apóstoles indistintamente (1Cor 15,11). Si esta tesis es exacta, el problema de la predicación puede iluminar la misma exégesis bíblica. Para conocer la verdadera naturaleza del Nuevo Testamento, hay que tener ante los ojos la naturaleza de la predicación y las exigencias que plantea a los apóstoles. Igual que la liturgia, la Escritura suscita también el problema de la predicación.
Los estudios bíblicos, por su parte, han permitido a la predicación reencontrar la unidad en la multiplicidad de sus formas. En la Iglesia de los primeros siglos, podemos distinguir
37
Mittelalterliches in der Kirche von hente 61 Señalemos en particular:B Fischer. Liturgiegesehichte and verkindignong, en Die Messe in der Glaubensverkindigung. Freiburg i. B 1950. 1-13: L Agustoni. Das wort gotter als Kulties II ert: Anima 10 (1955) 272-284: palabra de dios y liturgia siguime, salamanca1966 C:N: AGAGGINI , EL sentido teologico de la liturgia (Bac I8I) Madrid 1959, sobre todo el c. 24: cf. Tambien los numeros que han dedicado a la predicación las revistas citadas en la nota 2. 39 C.H. DoDD, The Apostolie preaching and ist deselopments. London I056 38
claramente tres formas diversas de predicación: la misionera, dirigida a los paganos en orden a su conversión, la de los catecúmenos, orientada al bautismo, y la de los miembros de la comunidad cristiana. El estudio sobre el origen del Nuevo Testamento ha manifestado la originalidad de la predicación misionera y de su papel normativo respecto a las otras dos formas40. Ha demostrado que la catequesis primitiva, tal como la tenemos en los evangelios y también, en síntesis, en el símbolo de los apóstoles, se debe a la evolución del Kerigma, esto, es, de aquel conjunto de hechos que constituyó la predicación primitiva de los apóstoles, dirigida a los no cristianos, y de la que tenemos ejemplos en el libro de los Hechos y en las cartas de san Pablo.este descubrimiento asido importante , porque ha permitido seguir todo el ciclo de la predicación y descubrir en lel una rica multiplicidad de formas. Por otra parte, el descubrimiento de la originalidad de la predicación misionera a tenido su impportancia para la evangelisación del mundo pagano y d4l mundo cristiano paganizado. Este hallazgo se debe, en gran parte, al estudio de los libros de los hechos.41 Finalmente, la investigación biblica por medio de los estudios de los vocablos que se refieren a la transmisiómn de lka fe, hga demostrado toda la complejiadad y la riqueza del fenomeno de la predicación, y a provisto a la reflexión de bases solidas. El analisis de voclavos realizados por diversos diccionarios, y en primer lugar por el del kittes, se ha revelado indispensable para comprender una realidad, como la predicación, que en el Nuevo Testamento designa con mas de 30 vocablos diferentes.42 Tampoco hay que infravalorar la aportación de los estudios patrísticos. Los Padres no sólo han sido grandes pastores de almas y excelentes predicadores, que demostraron de forma
40
Sobre este problema hemos tratado en nuestro articulo II kerigma e la predicasione: Greg41 (1960) 424-450. 41 El estudio del libro de los Hechos ha contribuido notablemente ha esclareser l a problemática de la predicación. Entre los estudios mas recientes, Cf. A. retif, foi au crhirt et misión.paris 1953; P. hitz, pregon misionero del evangelio. Desclee de brouwer, bilbau 1960 C.2; Y.B.tremel , del kerigma de los apostoles al kerigma de hoy, en anuncios del evangelio hoy. Estela, Barcelona 1964, 13-46. 42 K .H . SCHELKIE. Jimgersehafi and apostelant eine biblishe aus geun des priesterlishen dieste. Freiburg y B. 1957, 57.tiene gran importancia para la aportación de los estudios biblicos a la teologia de la predicación, la obra de erre astig, dieverküdigang des wortes gottes in urkistentun, dargestenllt an de begriffen <<wort gottes >> <<evangelium>>, und <>. Estugartt 1939. muchos estudios posteriores se basan en esta obra.
concreta cómo se debe anunciar la Palabra de Dios43, sino que han legado además ensayos de evangelización,44 de catequesis45 y de homilética, y nos han permitido, de este modo, comprender los principios que inspiraban su actividad de difusores de la fe.
La catequesis, sobre todo, ha podido encontrar, en contacto con las obras de san Cirilo de Jerusalén, de san Ambrosio, de san Juan Crisóstomo y de san Agustín, la línea de la historia de la salvación, que permitió a los padres aquella síntesis del pensamiento con la vida cristiana, que hizo felices con su fe a los cristianos de los primeros siglos.
De esta forma, la liturgia, la Escritura y la patrística han puesto de nuevo ante la reflexión teológica un problema al que se había prestado escasa atención: el de la predicación.
7. El ecumenismo
Hay que
citar además la aportación del ecumenismo, que representa una de las
preocupaciones más profundas de la teología católica de nuestros días.
Durante muchos años, teólogos católicos y protestantes han polemizado entre si, exasperando con ello un estado de ánimo ya de por sí tenso. Estas polémicas han conducido a ambas partes a exagerar, en su teología, los elementos de contraste. Cada parte consideraba un deber poner más de relieve aquellos elementos que la parte contraria negaba, y precisamente porque los negaba. 43
Buena ventura de mehr ha recogido la bibliografia sobre la predicación en los padres: colfranc 12 1942 7-16 Esta bibliografia sea enriquesido después citemos: A schorn. Das wer Gottes bei den fater en vem horen de worles Gottes, 19-33: L Bopp, Diels Heils machtigkeit de worles Gottes nch den Vateru, en teologíe and predigt. Würzburg 1958 190-226: B H Vanderbergue, saint jean Chrysosteme el la parole de DIE paris 1961 44 Gf. Sobre este punto nuestro articulo : saint agustin evangelisanteur parolmis, n, 22 (1963) 357378, donde demostramos que la obra de catequisandis rubidos del obispo de Ipona es un ensayo de evangelisación de los paganos, en orden a su conversión y administrar el catecumenado. 45 En todas las epocas se estudio la catequesis de los padres. Cf. B. Parodi. La catechesi di santi Ambrogio. Studio di pedagogia pastorale. Milano 1957 A. PAULIN,S Cyrille de jerusalene catequesis paris 1950.
Debido a ello, la teología católica nos ha dado un tratado completo bajo todos sus aspectos sobre los sacramentos, mientras que no ha sucedido igual en lo que atañe a la predicación. Puesto que nadie la ha puesto en tela de juicio, no se ha sentido la necesidad de concentrar en ella los esfuerzos de la reflexión.
Kart Barth ha reprochado a los teólogos católicos esta laguna con palabras muy severas. “En lo que atañe a la predicación, escribe, los autores dogmáticos católicos mantienen un silencio casi completo. Después de haber tratado de la gracia o de la Iglesia, pasan inmediatamente al examen de los sacramentos, desarrollan la doctrina sacramental del ordo sacerdotal y hablan sin límites del magisterio de la Iglesia, como si la predicación no existiese; la predicación entendida seriamente como medio de gracia indispensable. Lo que les interesa de la predicación, y siempre de forma accesoria, son las cuestiones jurídicas, por ejemplo las cuestiones del sujeto primario y secundario de la legítima doctrina, el problema de la necesidad de una missio canónica, etc.” La dogmatica catolica y la sdeclaraciones normativas del magisterio eclesiastico, que no son precisamente avaras de explicaciones cuando se trata de aspecto a su parecer importantes, se circundan de una oscuridad casi total cuando tratan de la predicación… la predicación no es un elemento constitutivo de la nocion catolica del sacramento y, en este sentido se distingue claramente del sacramento>> 46 Esta acusación de Barth no es del todo justa. El análisis actual ha demostrado la importancia que grandes teólogos, como san Buenaventura47 y santo Tomás, 48 han concedido al problema de la predicación bajo su aspecto teológico. E incluso después del concilio de Trento, en plena polémica con los protestantes, ha habido teólogos que han hecho de la predicación el objeto de sus estudios.49 Tampoco hay que olvidar, en este campo, la aportación que han hecho a la teología de la predicación algunos que no eran 46
Degmatique Geneve 1956, v.i.t.i.64-56. E. EILERS, Gottes wort. Etna theologie der predigt nach Bonaventura Freiburg I B. 1941 48 A. Rock unless they be sent. A theological study of the nature and purpose of preaching. Dubuque 1953; E Robeben, II problema teologico della predicacione. Roma 1962. 49 Aludimos a suarez de quien hablaremos en el capitulo cuarto de la primera parte de nuestro tratado : el tambien lo que escribia C. 47
teólogos, es decir, los grandes predicadores, que fueron siempre conscientes de la importancia capital de su ministerio y de la eficacia particular de la palabra de Dios.50 Pero está fuera de duda el hecho de que la investigación teológica no ha concedido a la predicación la misma importancia que a los sacramentos.
El movimiento ecuménico ha ayudado a colmar esta laguna. En un momento en que católicos y protestantes acercan sus posiciones, para confrontarlas y descubrir los puntos de contacto que encierran, la predicación constituye uno de los puntos privilegiados sobre el que los estudiosos de ambas partes pueden entablar el diálogo.
Moeller señaló este hecho de forma explícita, con ocasión del encuentro interconfesional de Chevetogne, en el año 1950. “la necesidad de una teología de la palabra (de la predicación), revela al mismo tiempo un problema nuevo. Esta teología es una parte de la eclesiología; y es precisamente en este terreno, donde se plantean las divergencias mayores entre las confesiones cristianas”51. Por consiguiente, la elaboración de una teología de la predicación, que atañe a un problema de interés común, puede brindar una base para la discusión más detallada de los problemas dispuestos. Y, en realidad, se constata que los estudios más importantes sobre el problema teológico de la predicación son obra de los teólogos más comprometidos en el diálogo ecuménico. Basten, como ejemplo, Schlier, que ha dedicado a la predicación un breve pero sustancioso ensayo bíblico,52 y Semmelroth, que ha tocado repetidamente en sus obras este problema.53 Este es uno de los teologicos catolicos alemanes que estan más en contacto con los protestantes, como puede verse por su colaboración en la revista <>
50
L.B. SCHNERYER. DIE Heilsbedentung der predigt in der AUFFASSUNG DER Natholischen prediger: ZKTh 84 (1958) 152-170. 51 Theologie de la parabole et occonenisme Irenikon 24 (1951)333. 52 H. Schiler wort Gottes eine Neutestamentliche bessi ng. Wurbzburg 1958: iD Die Verrundingung im Gottesdient der kirche. Kolh 1953 53 O. SEMMELROTH el ministerio espiritual fan: Madrid 1697 palabra eficaz. Dinor. San sebastian 1968.
En esta revista ha ensayos citados.
publicado las ideas fundamentales que desarrola en los
54
8. La filosofía de la comunicación
Queremos recordar también, de paso, la aportación que puede prestar al problema de la predicación, incluso bajo su aspecto teológico, la filosofía de la comunicación, que desde Max Scheler a Buber, Le Senne, Marcel y Nédoncelle ha intentado penetrar el, misterio del encuentro entre personas. La predicación es una forma de comunicación. En ella se encuentran Dios y el hombre mediante la palabra humana. Por tanto, el análisis de lo que se realiza en el encuentro entre hombres puede ayudar a comprender cuanto acaece en el encuentro con Dios.
Particularmente la filosofía del testimonio tiene gran importancia en este punto. Jesucristo dijo a lo apóstoles que fueran sus testigos hasta el fin del mundo (Hech 1,8). La predicación transmite un mensaje que se comunica por el testimonio.55 De algun modo esta constituiad por valores destinados a incidir sobre la vida humana. Por consiguiente la filosofia de los valores puede contribuir al esclarecimiento de la predicación56.
9. La teología Kerigmática
54
Los estudiosos protestantes estan convencidos tambien de la importancia del problema de la predicación para el dialogo ecumenico j.j. Non Allmen dedica a este tema la ultima parte de su articulo la predication bajo el titulo: la predication apport reforme d toecumenisme : verbum caro 9(1955) I5I s, y se detiene en especial sobre la predicación de edificación. Sobre la aportación posible de la predicación misionera a este problema, cf. H. J. MARGULL theologie, der missionarischen verkündigung, evangelization als ochumensisches problema Stuttgart 1959. 55 Cf. Entre otros, j. Guitton. El problema de jesus. Fax Madrid 1960 M BUBER je et Tu. Paris 1938 R MELL, ¿quien es mi projimo? Barcelona 1966 G Gusdort. La parole paris 1956. 56
Sobre estas razones que han inducido al planteamiento del problema teologico de la predicación se detienen tambien los padres Flick y alserzghn en el articulo citado en la nota 4.672-676
Como se ve, desde diferentes ángulos y por distintas exigencias, surge el problema teológico e la predicación. De las causas citadas, la primera, al menos en orden de tiempo, es la crisis de la predicación. Es justa la observación de los padres Alszeghy Flick, cuando señalan que “el análisis teorético de la predicación se experimenta como una exigencia que se deriva de la práctica”57
Realmente se viene hablando de la crisis de la predicación y de la necesidad de superarla por medio del examen teológico de su naturaleza y cometido en la vida de la Iglesia, desde el momento en que el padre J.A. Jungmann publicó su libro, hoy clásico, Die Frohbotscbaft und
unsere
Glaubensverkûndigung,58
reelaborado
últimamente
bajo
el
título
Glaubensverkûndigung im Licbte der Frohbotscbaft.59 (trad. Castellana: La predicación de la fe a la luz de la Buena Nueva, Dinos, san Sebastián 1964), que originó la controversia llamada de la Verkûndigungs theologie o teología Kerigmática.
No vamos a detenernos ahora sobre este movimiento, que ha ejercido un influjo decisivo sobre la orientación de la teología en los últimos decenios, ya que otros han hablado detenidamente de él, y la polémica, tras la última intervención de Jungmann, puede considerarse terminada. Haremos únicamente algunas alusiones, para demostrar cuánto ha influido esta polémica en la génesis del problema teológico de la predicación.
La idea fundamental del libro es conocida. Jungmann parte del análisis de la vida cristiana de muchos fieles de hoy, tal como él la había observado durante sus años de ministerio en una parroquia del Tirol, y la encuentra sin alegría y sin entusiasmo. “para muchos, decía, el cristianismo no es una buena nueva que se recibe con alegría, sino una ley pesada, a la que hay que someterse para no condenarse”.
57
A.c 672 Regenburg 1936 59 Innbruck, wien, München 1963 Aunque la obra es una reelaboración de la anterior, ti4ene en cuenta el proceso de la teologia desde 1936 hasta nuestros días. 58
Más en particular, carecen los fieles del “sentido de la unidad, de una visión de conjunto, de la inteligencia clara del maravilloso mensaje de la gracia divina. De toda la doctrina cristiana, sòlo se quedan con una enumeración de dogmas y de preceptos morales, de amenazas y de promesas, de costumbres y de ritos, de obligaciones y deberes, impuestos a los desdichados católicos, mientras que los no católicos gozan de libertad”.
Entre las cusas de esta situación, el teólogo de Innsbruck se fijaba principalmente en la predicación. En el fondo, los fieles viven la fe que se les propone en la explicación del catecismo y en la homilía dominical. Si el resultado es una fe anémica y fragmentaria, la causa debe radicar en la exposición que hacen de la fe los catecismos y los predicadores.
Jungmann llegaba aún más lejos y culpa de este estado de cosas a la teología, tal como se la enseña en los seminarios. En realidad, los predicadores transmiten al pueblo la religión tal como ellos mismos la han estudiado en sus años de formación. Hay que achacar, pues a la teología la responsabilidad principal de la anemia de la vida religiosa de muchos cristianos de nuestro tiempo. Preocupada de los problemas históricos y polémicos o del aspecto especulativo de la revelación, ha descuidado su aspecto más pastoral y Kerigmático. Y ello ha influido notablemente sobre la predicación, que se ha concebido como la vulgarización de los tratados teológicos. Si comparamos los catecismos redactados según esta mentalidad con la exposición de la fe que nos brinda la antigüedad cristiana, advertimos en seguida la diferencia. “Por una parte, encontramos un mensaje sencillo, un cuadro gráfico; por otra, un edificio complicado de conceptos, divisiones y distinciones”.
El autor concluía de esta constatación, que la predicación no debe proponerse vulgarizar la reología, sino anunciar el Kerigma, es decir, el evangelio, la buena nueva: “he aquí la diferencia fundamental entre la teología y la predicación. La teología está ante todo al servicio del conocimiento; estudia la realidad religiosa hasta los límites últimos de lo que es posible conocer y trata de alcanzar la brizna más pequeña de verdad que le sea posible, sin preguntarse por el valor que tal esfuerzo pueda tener para la vida. La predicación, por el contrario, se orienta totalmente a la vida y considera la misma vida religiosa, en cuanto fin
que motiva nuestros esfuerzos. Con estas palabras, establecía la distinción precisa entre teología y predicación. Mientras que la primera, saliendo al encuentro de las preocupaciones teóricas del hombre se propone entender, defender y sistematizar la palabra de Dios; la segunda anuncia el mensaje de la salvación, que no es “conocimiento, sino vida, no es teología sino santidad”. 10. La reacción de los teólogos
Las ideas de Jungmann, y más aún de los otros autores de esta tendencia, originaron una polémica que se reveló muy fecunda. Quizá por primera vez en la época moderna, los teólogos atendieron con interés al tema de la predicación.
Conocidas son las reacciones de muchos estudiosos ante la idea de una teología de la predicación, distinta de la científica. Muchos se opusieron de forma tenaz. Vieron, en este intento, un modo de consagrar definitivamente la ruptura entre la teología y la vida, de abrir el camino al subjetivismo, de sobrevalorar el aspecto emocional frente al intelectual o de caer en el irracionalismo. Las últimas reacciones fueron ya más moderadas. Definieron a esta tentativa como “no necesaria”.60
Es cierto que los teólogos disintieron unánimemente en lo que se refiere a una doble teología pero afirmaron, sin excepción, la existencia, en la teología, de una dimensión Kerigmática o pastoral. El que hasta el momento hubiera prestado escaso interés la teología a los problemas de la vida cristiana, no se debió a su naturaleza, sino a la polémica con que debieron enfrentarse los teólogos. La teología es la ciencia de la revelación, de esta realidad que se ordena, por su naturaleza misma a la fe y a la vida sobrenatural. “toda teología científica tiene que ser, de alguna manera, teología de la predicación, si no quiere correr el riesgo de dejar de ser teología científica”61. Lo mismo han afirmado Von Baltasar y otros62.
60
Entre los propulsores mas conocidos de esta tentativa, hay que citar a H. Rahner, lotz Dander… en las obras antes citadas de Kapper y de Avelino puede verse una exposición de sus doctrinas. 61 A. Avelino.o.c.378 62 M.Schmaus, teologia dogmatica, 2,14.
Estas reacciones pueden parecer negativas si se las compara con la actitud de Jungmann. Pero adviértase que daban razón a la idea fundamental que sostenía éste: la teología no puede desentenderse de los problemas de la predicación. El mismo autor lo dice, al responder a Schmaus: “la teología, recalca Schmaus, debe liberarse de su inercia, lanzándose más decididamente por el camino de la historia, de la historia de la redención, al encuentro del “Cristo histórico, muerto, resucitado y glorificado”.
Schmaus reclama la disposición cristocéntrica también para la teología científica; pone a Cristo en la definición de la teología y declara como objeto de ésta no a “Dios en sí”, sino a “Dios en cuanto se nos ha manifestado en Cristo y en esta manifestación de sí mismo se conserva y facilita en la Iglesia a través de los siglos”. Si la teología es entendida de esta manera, se realiza sustancialmente el pensamiento de la teología de la predicación, y se podría renunciar, sin reparos, al nombre”63.
Con estas palabras el autor ha redimensionado toda la controversia y la ha llevado de nuevo a su punto de partida, es decir, que la teología debe tener una dimensión pastoral, concreta, cristocéntrica, abierta a las cuestiones de la vida cristiana.64
11. Una teología de la predicación
63
Catequetica,334 La teologia actual va orientandose de una forma palpable hacia un planteamiento basado en la histiria de la salvación significativa, en estesentido, es la obra de M. Flick y Z Alzerghy, los comienzos de la salvación. Sigueme. Salamanca, 1965. esta misma linea siguen los autores en su tratado el evangelio de la gracia. Salamanca 1965.
64
Pero podemos y debemos sacar aún otra conclusión de esta controversia: la exigencia de que la teología reflexiones sobre la naturaleza de la predicación, en sí misma y en la historia de la salvación.
No es posible superar la crisis de esta realidad tan fundamental para la vida cristiana si se desconoce la realidad misma. En el fondo, el que la crisis haya podido adquirir proporciones tan vastas, hasta el punto de que algunos sacerdotes no dudan en pensar que la predicación es un medio ya superado, insinúa que se desconoce qué es la predicación, cuál es su necesidad para la génesis y el desarrollo de la fe, cuáles son su contenido y eficacia y en qué relación está el mensaje con la persona que lo anuncia.
Por consiguiente, para superar la crisis, el primer paso necesario es elaborar una teología de la predicación. Fue precisamente Jungmann el primero que lo observó, en el libro antes citado. “en los temas de importancia no hay nada más práctico que una buena teoría y una orientación segura, que ayuden a recorrer, sin desviaciones, los caminos acertados”.65
Desde entonces, esta afirmación se ha convertido en un lugar común. Tras de haber enumerado las dificultades en que se debate la predicación actual, P.Hitz escribe: “Es, pues necesaria una visión teológica de la predicación y de sus principales exigencias, tal como las revela la palabra de Dios”66. Schlier habla con mayor claridad aún: “La crisis de la predicación no procede únicamente, ni en primer lugar, de dificultades externas o personales ni de insuficiencias metodológicas, sino sobre todo del desconocimiento de lo que acontece en la predicación. Y depende asimismo de la carencia de una teología de la palabra salvìfica y de la palabra en general; carencia que se advierte cada vez más”67. También, según Hamer, para superar esta crisis hay que recurrir a la teología, pues la crisis de la predicación es, en realidad una crisis teológica. Y será imposible salvar tal crisis mientras no exista una “visión clara de la función de la palabra de Dios en el plano
65
Die frohbotschaft, VII. Theologie et catechese: NRT 87 (1955) 922. 67 Wort Gottes. II. 66
divino”68. Y llegando más lejos, sostiene que la preocupación principal de los estudiosos no debe ser la técnica de la palabra o su aceptación, sino la respuesta al interrogante: “Qué es la palabra de Dios?¿Cuál es su función en la Iglesia y en el mundo?”. Y concluye: “Únicamente la Escritura, el magisterio y la teología pueden responder a estas preguntas y manifestar cuán… cierta es aquella afirmación del apóstol: “Ay de mí, si no predico el evangelio”.69 Esta teologia ha necesitado grandes esfuerzos para delinearse con su problemática. Hasta hace pocos decenios, los teologos consideraban la predicación como una realidad demasiado elemental y obvia para centrar en ella su reflexion sucedió con ella lo mismo que con la revelación. Esta última es una realidad basica del orden sobrenatural, un concepto clave de la teologia. Sim 70
embargo, hasta la publicación de la obra reciente del padre Latourelle , no se habia realizado una reflexión sistematica y profunda sobre su naturaleza intima. Otro tamto cabe decir de la predicación por la que la revelación se trasmite, cierto que siempre ha sido objeto de estudio, pero los autores se detenian en su aspecto formal, en los problemas practicos y metodologicos, en como hay que predicar. De esta forma se han publicado, un gran numero de manuales y de trados de oratoria sagrada, destinados a preparar a los sacerdotes para el ministerio de la palabra71. Pero todos ellos daban por supuesto el aspecto teologico. Su exposición 0 parecia superflua, ya que todos saben o creen saber que significa predicar. Lo que habia que aprender y enseñar era como se debe predicar, y es este el intento que perseguían los autores, sin embargo desde hace unos decenios, bajo el impulso de los factores, antes descritos, ha ido adquiriendo el primer plano el aspecto mas específicamente telogico de la predicación. Tal ha acaesido concretamente en el problema de las relaciones entre predicación. Y sacramento, del que ya se habian ocupado Scheeben72 y Kuhn. Hoy este problema se halla en el ambiente y le han tocado de alguna manera casi todos los autores, Söhngen, Schmaus, Betz, Schillebeeckx.73
12. Los primeros ensayos.
68
La crise de la predidition: Rev Nouv 29 (1955)146 A.c 147. 70 R. Latourelle, teologia de la revelación. Sigeme salamanca.1961. 71 Recordemos entre otros a G Zocchi, la predicasione, visi rimedi. Siena 1907; A.D. Sertllanges, lórateur Chretien. Juvisy 1930; L.A.P. Paquet, cours d´eloquerence sacree. Queebec 1925. 72 W. BARTZ, verkündigung and sacramentin Kirchenbegriff Scheebense. Theologie und seelsorge 4 (1944)184 s. 73 Joh Kuhn, zur lechre vom dem wort golles und den sakramenten; ThQ 37 (1855) 3-57. 69
Aunque el problema de la predicación no se ha solucionado aún totalmente en lo que afecta a su problemática, se han realizado ya algunas tentativas de síntesis. Soiron fue el primero, en el año 194374. A la luz de la teología de san Buenaventura, y teniendo en cuenta lo que habían publicado los estudiosos protestantes sobre este tema, Soiron expone, en las dos primeras partes de su obra, la teología de la palabra de Dios y de su transmisión; en las otras dos, se fija en la cuestión del oyente y del predicador. Podemos considerar esta obra como una síntesis, aunque indecisa debido a la situación del análisis de este tema hace veinte años, de los elementos teológico y práctico de la predicación. El mérito principal del autor consiste en haber afirmado, inmediatamente después de Jungmann, y
haber
demostrado teológicamente, la necesidad de que la predicación sea la proclamación de la historia de la salvación, centrada totalmente en la persona de Cristo.
Recientemente otros ensayos han venido a satisfacer esta exigencia, que se había hecho más consciente a partir de la publicación de la obra antes citada. Ha sido el padre O. Semmelroth quien ha escrito la obra tal vez más comprometida sobre el tema de la predicación, aunque centra principalmente su atención
sobre el aspecto, ciertamente
fundamental, de la eficacia. La obra se divide en dos partes. En la primera, el autor se propone trazar la teología de la palabra de Dios, a la que sigue a lo largo de todo su iter desde el seno de la Trinidad hasta su comunicación al alma en gracia, para detenerse, por último, en el aspecto de la eficacia. Es una obra densa en conceptos, original en su desarrollo, pero elude todos aquellos problemas que no encajan en la línea de pensamiento seguida por el autor. Semmelroth está dentro de la problemática alemana, según la cual, la teología de la predicación consiste en determinar la eficacia de la palabra de Dios en relación con la eficacia de los sacramentos. A las demás cuestiones, les concede menos importancia. Semmelroth, pues, no dedica mayor atención al sujeto y objeto de la predicación que, a juicio nuestro, son indispensables para comprender su eficacia.
74
De estos teologos y de sus escritos hablaremos en el c.8. Th. Solron, Die verkündigung des worte Gottes. Freiburg 1943
Un nuevo intento de síntesis lo realizo el padre A. Gunthor. También él concede gran importancia al tema de la eficacia, en el que sigue de cerca de Semmelroth, pero dedica un amplio capítulo del fin de la predicación y particularmente al de su objeto, en lo que concuerda con el cristocentrismo de la teología actual. Consagra además toda una parte del volumen a la predicación dominical y a la misionera popular.
También Sandro Maggiolini se ha detenido sobre los problemas del objeto, de las fuentes, del fin y de la eficacia de la predicación, en un breve volumen, en el que ha sintetizado cuanto se ha escrito hasta el momento sobre este tema. Algo semejante cabe decir del libro de Spiazzi, útil para quienes se interesan por la historia de la predicación y de la catequesis.
13. Nuestro propósito
Nos proponemos examinar el papel de la predicación en el plano divino de la salvación del hombre, y la predicación en sí misma, dejando para otro trabajo el examen de su dinamismo. Por “predicación” entendemos la transmisión del mensaje cristiano, prescindiendo de sus diversas formas.
2. EL OBJETO DE LA PREDICACIÓN
Para responder cuál es el objeto de la predicación, necesitamos estudiar cuál fue el objeto de la predicación de los apóstoles, de la que es continuación y prolongación la de la Iglesia, bajo sus diferentes modos. El Nuevo Testamento emplea para designar diversas
expresiones, distintas entre sí, al menos en apariencia. Las más comunes son reino de Dios, palabra de Dios, evangelio y misterio. La primera es más frecuente en los sinópticos y la última en san Pablo; las demás, en el libro de los Hechos y en los evangelios en general. Para determinar el objeto de la predicación apòstolica necesitamos dilucidar el sentido de estas fórmulas.
1. El reino de Dios
El reino de Dios es el objeto de la predicación de Jesucristo. Inicia su ministerio público con la proclamación del mismo: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios: arrepentíos y creed en el evangelio” (Mc 1,14-15). Al recorrer Galilea y enseñar en las sinagogas, se entrega a predicar “el evangelio del reino” (Mt 4,23). Cuando quieren que se detenga en algún lugar, lo rehúsa, porque “también a las otras ciudades tenía que anunciar el evangelio del reino de Dios” (Lc 4,43). Cuando envió los discípulos a predicar, en el ensayo que realizó durante su vida pública, les recomendó decir: “Está cerca el reino de los cielos” (Mt 10,7). Jesucristo habla de este reino a lo largo de toda su predicación.
Con la proclamación del reino de Dios termina el Antiguo Testamento (Lc 11,20), se verifican las profecías (Lc 7,22-23) y el dominio del diablo queda derrocado (Lc 11,20). Por consiguiente, constituye una realidad íntimamente ligada a la persona de Cristo. Si este reino se halla ya presente, es porque Cristo arroja a los demonios (Mt 12,28); si el Mesías ha venido ya, es porque Jesucristo realiza los signos que predijeron los profetas como propios del Mesías (Lc 7,22), y los discípulos son bienaventurados porque ven lo que los profetas desearon ver (Lc 10,23). Es más, podemos decir que el reino de Dios es el mismo Jesucristo, cuya venida y actividad inaugura una nueva época en las relaciones entre Dios y el hombre, una nueva alianza, destinada a sustituir a la del Sinaì. Esta identificación es evidente en algunos textos evangélicos: “Todo aquel que dejó casas, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos por causa de ni nombre, dice Jesucristo, recibirá el cien doblado y poseerá en
herencia la vida eterna” (Mt 19,29). Lucas nos transmitió el texto de esta forma: “Nadie hay que dejó casa o mujer, o hermanos o padres o hijos, por causa del reino de Dios, que no lo recobre multiplicado en el tiempo presente y en el siglo venidero la vida eterna” (Lc 18,29-30). Jesucristo y el reino de de Dios son la misma realidad: dejar todo cuanto se posee por él es igual que dejarlo por el reino de Dios.
En otro pasaje, compara el reino de Dios con diez vírgenes, de las cuales algunas eran fatuas y otras prudentes, que esperan la llegada del esposo con las lámparas encendidas (Mt 25, 1s.). Lucas aclara que este esposo, al que hay que esperar continuamente, es el hijo del hombre, que puede llegar en el momento en que menos se espere (Lc 12,35).
Esta identificación nos ayuda a entender por qué la persona de Jesucristo ocupa el centro de la narración evangélica y por qué él, al predicar el reino de Dios, invita a los hombres a tomar cada uno su cruz y seguirle (Mt 16,24); por qué llama bienaventurados a quienes fueren perseguidos por causa suya (Mt 5,11), y no se escandalizaren de él (Mt 11,6), y por qué dará la vida eterna a quienes le han socorrido en la persona de sus hermanos necesitados y se la negará a quienes rehusaron hacerlo (Mt 25,34s.) El objeto de la predicación de Jesucristo es, pues, él mismo, su persona75. El análisis de la segunda expresión nos lleva a una conclusión idéntica.
2. La Palabra de Dios.
La expresión palabra de Dios es ya muy común en el Antiguo Testamento. Según la estadística de Grether76 aparece 242 veces, incluidos diez textos inciertos. Para los griegos, 75
Los estudiosos admiten comúnmente que la persona de cristo ocupa el centro del Dios que el mismo predico: cf. Entre otros, R. SCHNAC Kenburg. Reino y reinado de Dios Fax, Madrid 1967 : Devile Grelot: NTB 675-680: J. Alfaro.Fides, Spaes Catas. Adotationes in tractahon de virtubibus teologices. Romae 1963.132.
la palabra significa el elemento inteligible de un objeto, la idea que la inteligencia puede aferrar en su intento de penetrar la naturaleza de las cosas; sin embargo, los estudiosos afirman unánimemente que para los pueblos orientales antiguos la palabra es la expresión no tanto de la inteligencia cuanto de la voluntad; significa primordialmente un hecho y no una idea, un mandato y no una instrucción. Es un medio de salvación. Dios crea el mundo con la palabra (Gn 1; Sal 33,6), con ella establece la ley que impone a su pueblo 77, por medio de la palabra dirige la historia hacia los objetivos que se ha propuesto78. La palabra es esencialmente dinámica, contiene una fuerza especial que conduce necesariamente a la acción una vez que fue pronunciada sobre todo si se trata de fórmulas de bendición o maldición79.
La palabra debe su dinamismo a su estrecha relación con la persona. “El hebreo, dice E. Schillebeeckx, no distingue entre la palabra y la persona que la pronuncia. La palabra es un modo de ser de la persona misma… la fuerza de la palabra es la misma que la de la persona que la pronuncia. De aquí el poder de la palabra de Dios.80 La Palabra de Dios, tal como
76
Name und wort Gottes im A.T. Giessen 1934. 64 s. este tema es muy comun entre los estudiosos que, al tratar de la palabra de Dios, intentar determinar su sentido a la luz de la cultura antigua, tanto griega como oriental, Cf. Entre otros, L Düor Die wertimg des göttlichen wortes tm A:T. und im antiken orient. Leipzig 1938; H. Ringern, Word and winsdom. Lund 1947; w Eichrodt , theologie des A.T. Berlin 1948, 32-39: D. Barsotti, Misterio cristiano y palabra de Dios sigueme, Salamanca 1965-9-40; P. van Imschoot, theologie de T.A.T: Tournai 1954, I 200-207; E jacob, teología, de PA.T Nechatel –paris 1955, 103-109; J.l.Mc Kenzie, The Word of god in the old testament: theological Studies 21 (1960) 183-206; H. Scgiller, wort Gottes würzburg 1958 Hay tres tres articulos dedicados a la noción de la palabra de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, en el volumen la parole de Dien en J.C., cuyos autores son: Larcher, Dupont y Gilbet. Paris 1961 Para una comparación entre la concepción griega de la palabra y la orientación.Cf. J. Leenhardt, La signification de la notion de parole Dans la pensse chretienne: Rev HPHR 35 (1955) 263-273; R Bultmann, Der Begriff des Wortes Gottes im N.T. en Glanben und vertechen Tubing 1958 268-293. en cuanto a dicanarios. Consultense los articulos de o Procksch; TWNT 4, 89-140 de Robert: DBS y el de Feullet- VTB 559-565. 77 A veces a los mandatos de Dios se los denomina <<palabras>> (2 cron 29,15), d eigual modo que se denomina <<palabras>> a los diez mandamientos (ex 34,28; Dt 4,13). 78 El Jacob o.c. 106 D. Barsotti. 25. El dinamismo de la palabra se seduce tambien de su etimologia. Aunque los autores no se han puesto de acurdo sobre ella. Según Jacob, dabar significa <> (o.c.104) A. Robert . por el contrario opina que de procede de una doble raiz una de las cuales significa <> y la otra <<estar>> detrás a.c. 442. 79 parole et sacrament dans Eglise: Lum Vie 46 (1960)25. 80 R. Bultmann,o.c.271.
nos la presenta el A.T, es Dios mismo en cuanto que realiza algo fuera de sí, en cuanto que crea y se dirige al hombre para comunicarle su voluntad81.
El Nuevo Testamento sigue la misma línea del Antiguo Testamento. El Verbo, la segunda persona de la Trinidad que se hace hombre y habita entre nosotros es la palabra de Dios (Jn 1,1-14). El padre, al expresarse inmanentemente a sí mismo, origina el Hijo, por quien crea todas las cosas (Jn 1,3). Las cosas son palabras de Dios sustanciadas82.
Por ello, el Nuevo Testamento puede emplear rectamente junto a la expresión palabra de Dios, la expresión palabra del Señor o sencillamente palabra. La primera aparece en el Nuevo testamento 30 veces, 40 la segunda y la tercera 883. Aparecen, sobre todo, en el libro de los Hechos, para indicar el contenido de la predicación apostólica. Por ejemplo, cuando dice que muchos de los que habían escuchado la palabra creyeron (Hech 4,4), que Pablo y Bernabé evangelizaban la palabra del Señor (Hech 15,35), también san Pablo, en sus cartas, habla de la proclamación de la palabra (1Tes 1,6), que los tesalonicenses la han aceptado no como palabra de hombres sino como palabra de Dios (1 Tes 2,13). El apóstol emplea también la fórmula palabra del Señor (1Tes 1,8) y palabra de Cristo (Rm 10,17). ¿Qué es lo que pretenden significar los apóstoles cuando hablan de predicar la palabra, la palabra de Dios, la palabra del Señor?
De hecho el mismo Jesucristo afirma: “Quien me desecha y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzga. La palabra que hablé, ésa le juzgará en el último día” (Jn 12,4s). por el contrario: “el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5,24).
Por consiguiente, rechazar a Cristo significa lo mismo que no creer en sus palabras; y escuchar sus palabras, es creer en aquel que le ha enviado. Igual que Cristo es la vida (Jn 81
A.C. 205. Según S.Mowinkel. en la encarnación del verbo consiste la novedad del nuevo testamento con relación del antiguo : o.c. 43-44. 83 TWNT 4, 115 Nº estan comprendidos aquí los escritos de Juan Ibib.. 116 y nota 13. 82
14,6), así lo son sus palabras (Jn 6,63); de la misma manera que él juzga (Jn 8,15), también juzga su palabra (Jn 12,48).84 Juan llega a decir en su primera carta, que él anuncia “la palabra de vida” (1 Jn 1,1-4). La palabra es la persona de Cristo.
Lo mismo cabe decir de los sinópticos. Según ellos, la palabra de Dios es la voluntad de Dios, en cuanto que exige su cumplimiento. Podemos descubrirlo al confrontar textos paralelos. Por ejemplo, Marcos dice “El que hiciere la voluntad de dios, éste es mi hermano y hermana y madre” (Mc 3,35); y Lucas en el mismo pasaje, escribe: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra” (Lc 8,21). Por tanto, la palabra de Dios es la voluntad de Dios, dios mismo en cuanto que exige al hombre obediencia. Otro tanto cabe afirmar en lo que se refiere a la palabra de Cristo: “Quien se avergonzare de mí y de mis palabras en esa generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los ángeles santos” (Mc 8,36). Lucas: “todo aquel que se declarare por mí delante de los hombres, también el Hijo del Hombre se declarará por el delante de los ángeles de Dios” (Lc 12,8). Como se ve, la palabra de Jesucristo y su persona son una misma realidad.
Por consiguiente, el objeto y contenido de la predicación es Cristo, la palabra por la que el Padre se expresa y comunica su voluntad al hombre. Con razón el libro de los Hechos, en vez de afirmar que predican la palabra de Dios, puede afirmar que predican la palabra de Cristo (Hech 8,5), que predican a Jesucristo (Hech 9,20).85
3. El evangelio 84
r.Bultmann,a.c. 291 a semejntes conclusiones llegan todos cuantos han estudiado nuestro tema : cf.R. Asting die verkünddigma des wortes GOTTES IM URCHRIS LENTUM, DARGESTELL an den Begrifen <<Word Gottes>> <<evangelium>> und <> Stugttsrt 1939 295-296. Identifica conclusión en Kittel 4. 126 s. Gilbrt refiriendose a los secritos del nuevo testamento, afirma que <
85
El término evangelio aparece frecuentemente en el Nuevo Testamento, para indicar el objeto de la predicación apostólica86. Designa a ésta con las expresiones: “evangelio de Dios” (1 Tes 2,2.8.9; 2 Cor 15,16, etc), “evangelio de Cristo” (1 Tes 3,2; 2 Cor 9,13; Gál 1,7, etc); “mi evangelio” (1 Tes 1,5; 2 Tes 2,14; Rom 2,16; 16,25), “evangelio de la gloria de Cristo” (2 Cor 4,4), “evangelio de vuestra salvación” (Ef 1,13), “evangelio de Paz” (Ef 6,15), “evangelio de verdad” (Col 1,5 ), “evangelio de la gloria del Dios bienaventurado” (1 Tim 1,11), o sencillamente “evangelio” (1 Tes 2,4; 1 Cor 4,15; 8,19; 9,18; Gál 2,5.14; 2 Tim 1,8, etc).
El contenido del evangelio, según los sipnòticos (Mc 1, 15; Mt 4,17; 9,35) y según el libro de los Hechos, es la venida del reino de Dios, que el diácono Felipe predica en Samarìa (Hech 8,12) y el apóstol Pablo en Asia Menor (Hech 14,21-22) y en Roma (Hech 28,23). Pero se trata siempre de la buena nueva de Jesucristo (Hech 8,35). Según san Pablo, “el evangelio de Dios” (Rom 1,1; 15,16) que anuncia, es el que se refiere a “su Hijo… Jesucristo, Señor nuestro, por quien recibimos la gracia y el apostolado para la obediencia de la fe entre todas las gentes en el nombre de él” (Rom 1,2-5). El complemento, pues, de la palabra, principalmente en los evangelios, es Dios o el reino de Dios (Lc 4,43; 8,1; 16,16; Hech 8,12; 14,15) y más frecuentemente aún, Cristo o algún aspecto de su misterio y de su vida. Así los apóstoles evangelizan a Jesús (Hech 11,20), la palabra del Señor (Hech 15,35), la paz por Jesucristo que es el Señor de todo (Hech 10,36), las riquezas de Cristo (Ef 3,8), Jesús y su resurrección (Hech 17,18), la cruz de Cristo (1 Cor 1,17). a demas se encuentra unidos Dios y cristo siete veces.87
El contenido del evangelio es una persona: Dios en Cristo, por quien Dios se revela y en quien nos salva y cuya buena nueva es el evangelio. Conocer a Cristo es conocer al Padre
86
sobre la etimologia y el significado de la palabra <<evanglio>> en el Nuevo Testamento, cf, el articulo de , D. Mollet DSp 4.1945-62;cf.tambien en el de FriedrichTWNT 2.718-35. 87 los verbos examinados por Hayward son los deribados de y ademas la tesis se titula God and crist: duality ad síntesis in the faiht of new testament, y aun no ha sido neditada.
(Jn 14,19). El conocimiento de Cristo es inseparable del conocimiento del Padre: en él consiste la vida eterna (Jn 17,3)88
De todo esto se deduce que el evangelio, objeto de la predicación de los apóstoles, es idéntico a la palabra de Dios. Según san Pablo, el evangelio que ha anunciado a los fieles de Tesalónica (1 Tes 1,5) es la palabra que éstos han recibido entre grandes tribulaciones (1 Tes 1,6). En su carta a la Iglesia de Éfeso, es más explícito aún: “En el cual, dice refiriéndose a Cristo, también vosotros, habiendo oído la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación…” (Ef 1,13). El evangelio, a su vez, es idéntico al reino de Dios. Mateo nos dice que Jesucristo anunciaba “el evangelio del reino” (Mt 4,23).
4. El misterio
Las tres expresiones estudiadas adquieren toda su fuerza significativa cuando se las confronta con la noción del misterio, muy usada por san Pablo, para significar su predicación. Aparece con menos frecuencia que las otras, pero es más densa y permite encuadrar la predicación según su papel en la historia de la salvación. Por esta causa, le dedicaremos mayor atención.89
88
H. Schhelier nota que la expre4sión << evangelizar acrito>> no es unicamnte un resumen de la predicación si no que tiene ademas un significado más fuerte <
Deden, que ha escrito un artículo sobre misterio paulino que conserva aun su valor, nos dice que este vocablo aparece veinte veces en las cartas del apóstol. En seis ocasiones, habla de un gran misterio que Dios le ha relevado para que lo anuncie (1 Cor 2,7; Rom 16, 25-26; Col 1,26-27; Ef. 1,8-10; 3,3-7; 3,8-12).90 Los estudiosos han discutido animadamente durante los últimos decenios sobre el sentido del vocablo misterio, pero no creemos oportuno detenernos en estas discusiones.91 De ellas ha resultado con certeza una cosa: el misterio paulino es el plan de la salvación que Dios mantuvo oculto desde la eternidad y que mas tarde revelo y proclamo. El apóstol distingue en él tres frases:
a) El misterio de Dios. Dios concibe, desde toda la eternidad un plan, un designio para gloria nuestra pero lo mantiene oculto a los ángeles y a los hombres y establece, para revelarlo, un determinado momento, que san Pablo llama “la plenitud de los tiempos”
b) El misterio revelado. Llegada la plenitud de los tiempos. Dios por medio del Espíritu revela su plan, primero oscuramente en el Antiguo Testamento, y mas tarde con toda claridad en el Nuevo Testamento. Hace esta revelación a los apóstoles y profetas. Se lo revela también a los seres celestiales.
Pablo recibe una inteligencia especial del
ministerio, en lo que se refiere a la llamada a los gentiles de la fe.
c) el ministerio proclamado. Dios revela el misterio en orden a su proclamación, para que se les de a conocer a los hombres. Y esto se realiza mediante la predicación de los apóstoles. De esta forma, en ministerio de piedad, como le llama también san Pablo, fue a los ángeles, predicado entre los gentiles, creído en el mundo, enaltecido en la gloria.
90
D. Deden, a,c, 406 En este articulo nos basamos nosotros. sobre estas discusiones hace clara exposición TH. Filthaut. teologia de los misterios. Bilbao 1963. Mas brevemente y con anotaciones criticas. L. Bouyer, piedad liturgica. Cuernavaca 1957, c.7y 8.
91
Por lo tanto, según san Pablo, el ministerio no es algo arcano, reservados a algunos iniciados, sino que esta destinados a la máxima difusión, a ser proclamado ante los hombres y ante los ángeles, y ante judíos y paganos. Se llama misterio porque Dios no lo revelo al concebirlo, sino después de una larga preparación, cuando los hombres estaban ya en disposición de aceptarlo.
5. Contenido del Misterio
El problema que nos interesa, ante todo, es el del objeto y contenido del misterio. ¿En que consiste este plan de salvación? San Pablo emplea diversas formulas. El contenido del ministerio es la participación de los bienes divinos, anunciados por Isaías, como característicos de los bienes mesiánicos, es decir de los bienes escatológicos, a los que la teología los designa con la expresión “vida eterna”, o la vocación de los gentiles a la participación de tales bienes. En la carta de los colosenses, el objeto del misterio es la reconciliación universal en la sangre de cristo. En cristo, queda cancelada la enemistad que el pecado original causo entre los hombres, entre estos y Dios y entre la humanidad y los seres celestiales, y se restablece de nuevo la armonía. En la carta a los fieles de Efeso, el apóstol repite, bajo otra formula, el mismo concepto: el misterio consiste en recapitular en cristo todas las cosas, es decir, en restablecer en el universo aquella unidad que deshizo el pecado, reconduciendo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, a un solo centro: Cristo.
Estas formulas en el fondo, son equivalentes: el contenido del misterio de cristo. El es quien concede la participación de los bienes celestiales y quien merece esta participación, incluso para los gentiles; es El quien restablece entre las cosas aquella armonía y unidad que destruyo el pecado. La carta a los colosenses identifica, de manera aun mas explicita, el misterio con Cristo. San Pablo habla del misterio de Dios Padre y de Jesucristo en el cual se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. El ha recibido de Dios el
cometido de anunciar a los gentiles las riquezas de Cristo, imposibles de rescatar y de iluminar a todos, dando a conocer cual sea la economía del misterio, escondido desde el origen de los siglos en Dios, que creo todas las cosas, economía que ha actuado en Cristo nuestro Señor, la esperanza de la gloria. Precisamente por ser Cristo el objeto del misterio y, por consiguiente, de la predicación paulina, el apóstol puede resumir su obra diciendo que evangeliza a Cristo entre los gentiles, que predica a Cristo nuestro señor o sencillamente a Cristo, que no sabe cosa alguna sino a Jesucristo, que no desea otra cosa sino que habite Cristo por la fe en el corazón de sus oyentes, para que se llenen de la plenitud de Cristo.
De todo este análisis podemos deducir que las expresiones de reino de Dios, palabra de Dios, evangelio, misterio significan la misma realidad: el objeto y contenido de la predicación apostólica, que es Cristo. Además se complementan y definen mutuamente: los apóstoles predican a Cristo, la palabra que el padre pronuncia en si mismo desde toda la eternidad y que en un determinado momento se ha hecho carne. Esta palabra es la buena nueva el evangelio que Dios destina a los hombres en la plenitud de los tiempos, para formar con ellos un reino y una comunidad de salvación. Con todo derecho, pues identifica san Pablo el misterio con la palabra de Dios y con el evangelio.
6. El Cristo Pascual
El Cristo objeto de la palabra de Dios, del evangelio y del misterio, es esencialmente el Cristo pascual, muerto y resucitado. El libro de los Hechos lo afirma así en cada página. 92 En su discurso al pueblo de Jerusalén, el día de Pentecostés, san Pedro anuncia a Cristo muerto y resucitado y lo mismo hace tras la curación del paralítico, ante el sanedrín y en casa de Cornelio. San pablo proclama también al cristo pascual ante los judíos de Antioquia de Pisidia, y ante los gentiles de Atenas. 92
sobre el objeto de la privación apostolica en el libro de los hechos, cf. A. Retif FOIN an chisrt et misión c.a P. Hitz pregon misionero del evangelio. Bilbao 1960 c.2 y D Tremel Del Kerigma de los apostoles al kerigma d ehoy en Amención del evangelio hoy 13 s.
Esto mismo hace el apóstol de las gentes en sus discursos de evangelización, en los que se ve obligado a sintetizar el evangelio, restringiéndole a sus hechos fundamentales. Entre estos hechos, cita siempre la muerte y la resurrección de cristo. Y si se ve obligado a fijarse en un solo hecho, se fija en la resurrección. Cristo fue constituido Hijo de Dios a partir de la resurrección, resucito de entre los muertos para nuestra justificación. Para obtener la salvación, es necesario creer que Dios le ha resucitado. La muerte y la resurrección ocupan el centro del pasaje kerigmatico más largo e importante de todas las cartas de pablo: 1 Cor 15, 1-11. El apóstol llega a afirmar que si cristo no hubiera resucitado, su predicación seria vana. (v.14)93 En torno al misterio pascual, como nota Hitz, se agrupan “como círculos concéntricos los demás hechos de la historia de salvación”,94 desde el primer anuncio de los profetas hasta la parusia final, cuando vuelva el señor sobre las nubes del cielo a juzgar a vivos y muertos y a poner fin, de esta forma, a la historia. La mirada de los apóstoles se extiende desde el antiguo testamento hasta la vida pública del señor, para prolongarse después hasta Jesucristo que esta a la derecha del padre.95
7. El cristocentrismo
93
sobre los pasajes keigmaticosde las cartas de san pablo, C.H. Dodd, the Apostolic preaching and its developments. london 1956. sobre todo 28, en la que completa con nuevos textos la doctrina de Dodd. n 94 todos los autores modernos subrayan el pueto central de la resurrección de Cristo en la predicación apostolica. Ci ademas de los citados en la nota 26: H. Shürman, Aufbau und strutruk der Neutstamentlichen Verkündigung. paderbon 1949: J. SCHMIT, Jesús resucite dans la predication apostolique.paris 1949: F X DURRWELL, la resurrección de Jesús misterio de salvación. Hender Barcelona 1962: J Sint. Die Anfertechung Jesús der Verkündigung.der urgemeinde: ZKT 84 (1962) 129-51 95 H. SCHLIER compendia el puesto cetral de la murte y la resurrección de cristo, con relación a los demas acontecimientos de su vida, con estas palabras, <
Esta concepción del ministerio que hallamos en las cartas de san Pablo lleva implícita una teología de la historia, que encierra gran importancia para la predicación. Según el apóstol, toda la historia es un complejo de hechos, una trama de sucesos preparados por Dios y acaecidos en el tiempo, ordenados a la realización de un fin: la revelación, y la comunicación de Cristo.
Antes de la encarnación, toda la historia se orienta a el y
desemboca en el después de la encarnación. Cristo es el centro y el sentido de la historia.96 Solo a partir de el cobran significado el Antiguo y Nuevo Testamento; el es quien les da unidad. El Nuevo Testamento es el complemento y la coronación del Antiguo. Con relación al Antiguo Testamento, el Nuevo representa la plenitud, la realidad frente a la sombra. La ley es un pedagogo con vista a Cristo, que es tu fin.
A la luz de estos textos, pueden escribir San Agustín In Viteri Testamento est occultatio no vi, in novo testamento est manifestó veteris97, o que in Viteri novum later, et in novo vetus patet.98
El Antiguo Testamento esta cubierto por un velo, que impide descubrir su
naturaleza intima, Cristo rasga el velo y descubre su contenido real.
En este sentido, Cristo es realmente alfa y omega, principio y fin, aquel por quien todo ha sido creado San pablo le llama imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, como que en el fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, tanto las visible como las invisible, ya sean los tronos, ya las dominaciones, ya los principados, ya las potestades; todas las cosas han sido creadas por medio de el y para el. Y el es antes que todas las cosas y todas tienen en el su consistencia. En el habita toda la plenitud. El es todo el designo de Dios su palabra definitiva.(Heb 1,1)99 96
estos conceptos son corrientes en la literatura teologica actual: debido principalmente a los estudios biblicosCf: O. ULLMAN cristo y el tiempo. Barcelona 1968: E.C. Rust the chritian undertanding ef history. london 1947; J. Danielou. el misterio de la historia San Sebastian 1960 H. Urs von Balthasar. teologia de la historia Madrid 1959. Para una visión de conjunto sbre las diversas tendencias actuales en la teologia de la historia, con juicio critico de las mismas, Z. Alszeghn M Flick, teologia Della storia : Gregorianum 35 (1954) 256-98. 97 De catechizandis rudibus, 4,8. 98 quaestiones in Pet 2.73. 99 El cristo centrismo es una categoría dominante entre los teologos actuales una larga serie de citas sobre sus doctrinas en lo que se refiere a este punto. puede verse en R. Latourelle. teologia de la revelación 4571. cf. tambien J.A. Jumngmann. la predicaciónde la fe a la luz de la buena
8. La Historia de la Salvación
Pero no es posible separa a Cristo del hombre. El ministerio no lo constituye Cristo considerando aisladamente, sino Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria. El misterio, el designio de Dios, afecta a Cristo en cuanto que dice relación al hombre. La encarnación no se ha realizado por razones misteriosas que están ocultas en la profundidad de la sabiduría divina, sino para nuestra salvación. El reino de Dios que cristo ha predicado, el evangelio que nos ha traído a los hombres, la palabra que nos ha dirigido es un reino y un evangelio, la palabra que nos ha dirigido es un reino y un evangelio de salvación. Cristo es esencialmente el salvador que vino a este mundo para salvar lo que se había perdido, para entregarse a si mismo en rescate de muchos para darnos la vida eterna, para arrancarnos del poder de las tinieblas y transplantarnos al reino del amor de Dios, dándonos la adopción de hijos. San Juan sintetiza toda la revelación cuando afirma: Y este es el testimonio que Dios nos dio vida eterna y esta vida esta en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida. La plenitud que hay en Cristo debe pasar también a los otros. Es como la plenitud de una cabeza, que debe derramarse por los miembros. El es la cabeza del cuerpo de la iglesia, como quien es el principio, primogénito de entre los muertos, para que en todas las cosas obtenga El la primicia . Por que en el tuvo a bien Dios que morase toda la plenitud y por medio de El, reconciliar todas las cosas consigo, haciendo las pases mediante la sangre de su cruz.
Por tanto la historia no es únicamente historia de Cristo salvador, historia del encuentro de Dios con el hombre en Cristo historia de la salvación. ¿Y que es la salvación?
9. La Salvación: nueva. san Sebastián 1964, 70 s.: H. SCHLIER. Word Gottes. principalmente 48: C. vagaggint.El sentido teologico de la liturgia. C. I. B. Piault, pantend du en mon fils: catechese 9 (1962) 393-498.
En el Antiguo Testamento, salvar, como traducen los setenta el vocablo hebreo y significa librar o preservar de infortunios y peligros temporales, (jdt 15,18; 1 sam 10, 19) librar al pueblo de la esclavitud.(Is 45,17,46,13 etc) Pero esta liberación material sirve únicamente como base para comprender una liberación más importante: la liberación del pecado, la salvación mesiánica, (Is 33,22-23; Ez 36,28-29) que entraña toda la gama de dones que nos trae el Mesías.(Is 45,17,49,6).100 En el nuevo testamento significa la salvación mesiánica, entendida como liberación del pecado y posesión de los bienes escatológicos que Dios ha preparado para nuestra gloria. Este sentido mesiánico es casi el único en el nuevo testamento. Jesucristo salvara al pueblo de sus pecados; (Mt 1,21) Dios envió su hijo al mundo para salvarlo; (Jn 3,17) cristo ha venido al mundo para salvarlo, no para juzgarlo; (12,47) quien invocare al nombre del señor, se salvara. (Hech 2,21) Esta salvación, aunque nos conceda ya durante esta vida los bienes mesiánicos, es esencialmente escatológica; solo en la vida futura se realizara totalmente. El apóstol afirma que una ves reconciliados, “seremos salvos en su vida”. (Rom 5,10;1 cor 3,15) La salvación llegara “en el día de nuestro señor Jesucristo”. (Fil 3,20) Quien nos salva es Dios, al que san Pablo llama “nuestro salvador”.(1 Tim 1,1;2,3) Pero el nuevo testamento atribuye también la salvación a Jesucristo. El es el salvador, el salvador de su cuerpo místico, (Ef 5,23) el salvador del mundo, (Jn 4,42) nuestro salvador (2 Tim 1,10) o también el señor y salvador nuestro.(2 pe 1,11)101
Si nos fijamos en el concepto que implican estos textos, la salvación entraña un elemento negativo: a preservación o liberación de un peligro; y un elemento positivo: la consecución de un bien o de un conjunto de bienes que constituyen el fin del hombre, el termino de todas sus fatigas y que satisfacen su hambre de felicidad de vida eterna; y por fin, implica un salvador que a la vez que libera al hombre de los peligros que pueden impedirle la
100
S. Lyonnet, De notiene salutis in Novo Testamento: verbun Do mini 36 (1958) 6-7; articulo en el que nos hemos inspirados: cf. tambien L. Cerfaux, Saint paul nous parle du salud lumvie 15(1954) 83-102. 101 S.Lyonnet, en el articulo antes citado 10 s. pone de relieve el aspecto terreno de la salvación, tal como aparece en el Nuevo Testamento.
consecución de su fin, tiene la posibilidad de concederle todos aquellos bienes que constituyen la felicidad. Por siguiente, la salvación lleva consigo el que el hombre el que el hombre no sea autónomo, autosuficiente, el que no tenga en si mismo el fin de su propia existencia, el cual no pueda satisfacer por si mismo ese hambre de felicidad, que constituye el aguijón de todos sus actos.102 La salvación supone que el fin de la vida radica fuera del hombre, fuera de los limites de este mundo visible, en un mas allá en que la felicidad puede ser conseguida. Con otras palabras, supone que el fin de la vida es otro, un absoluto, Dios, hacia quien tiende por ley de la naturaleza todo lo contingente y que es el único que puede darnos la vida eterna. Por tanto, la vida humana , para que no sea vacía, para que tenga sentido, debe apoyarse en otro, en Dios. Únicamente en Dios y con Dios puede el hombre superar los obstáculos que le estorban la consecución de la vida eterna, del bien absoluto sin el que no existe felicidad total.
Estos obstáculos son dos: la muerte, que destruye el ser y aniquila el presupuesto mismo de la felicidad; y el pecado, que consiste en el intento del hombre de salvarse por si mismo, de buscar fuera de Dios los que únicamente Dios puede darle. Solo un Dios absoluto y eterno puede dar la vida eterna. Es absurdo buscar esta vida fuera de El y es imposible halla r fuera de el la manera de vencer la muerte. La salvación consiste, pues, en una vida que este orientada hacia Dios.
10. La Nueva Criatura
Aparte de estos datos, que la razón puede conocer por si misma, la revelación nos dice que Dios ha establecido, para salvar al hombre, un plan que supera infinitamente cuando la mente humana hubiera podido imaginar. Dios mismo sale al encuentro del hombre, para satisfacer su hambre de felicidad y le invita a entrar en contacto con el, a participar en el dialogo que desde toda la eternidad se desarrolla entre las tres divinas personas, a constituir 102
El concepto de salvación es fundamental en la historia de las religiones Cf. lo que dice E Dhanies, Intreducttos in problema Christi. Roma 1920, 25 s. con su correspondiente bibliografía:CF. tambien A.Brunner, la religión Herder, Barcelona 1963, c.9.
una comunidad de vida y de amor con el. Para saciar nuestra sed de felicidad, el mismo Dios, bien supremo, se da al hombre y le admite a su intimidad, primero de una forma oscura, pero real, en este mundo, y, después venciendo la muerte, de una forma total y plana en la vida futura. Dios ha realizado todo esto por medio de Cristo, el único mediador entre Dios y el hombre, que nos ha reconciliado con Dios por medio de su sangre, después de la tragedia del pecado original, y nos ha alcanzado la filiación adoptiva de Dios y la posesión de los bienes escatológicos de la vida eterna.
De este modo, se ha establecido entre Dios y el hombre una relación, que no es puramente metafísica, como la que se da entre lo contingente y el absoluto, sino de intimidad, como la que hay entre el padre y e hijo. Para ello, Dios ha operado en nosotros una nueva creación. Si uno esta en Cristo, dice San Pablo es una nueva creación. Lo viejo pasó: mirad, se ha hecho nuevo. Y en otro pasaje “ni la circuncisión es nada ni la incircuncision, sino la nueva creación. Se trata de un nuevo ser que entraña un nuevo principio, y una nueva vida. “La redención dice no consiste únicamente en el mejoramiento de deficiencias existentes mediante una enseñanza y un modelo o mediante una elevada realización religiosa, que endereza cuando esta equivocado, sino que consiste, sobre todo, en una elevación de rango de la creación. Es distinta de todas las realidades de este mundo y constituye en una nueva base de la existencia… La redención brinda a la existencia todo un nuevo principio.103
En su carta a la iglesia de Efeso, Pablo afirma que hemos sido creados en Cristo Jesús a base de obras buenas. Esta creación no se realiza sin la muerte del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo, que tiene lugar en el bautismo, en el que el hombre se reviste de Jesucristo y participa de su justicia y santidad.
De ahí que la salvación, como afirma Congar, viene esencialmente a dar, su sentido según Dios, por que no hay ningún otro sentido que sea verdadero y total. Ser salvado significa ser arrancado a una existencia sin significado, desesperada, condenada a muerte sin remisión. 103
La esncia del cristianismo. Madrid 1964 66.
Es firmar en beneficio propio el sentido que Jesús ha dado a la existencia y, por el hecho mismo, el seguro de una vida eterna, cuerpo y alma, allí donde todo será lleno de sentido, percepción gozosa del sentido de las cosas, como se saborea una fruta agradable o una obra perfecta de arte.104 El hombre salvado es el hombre que ha renacido para cristo
con la
gracia que inspira toda su vida y su pensamiento en el suyo, hasta poder decir que su vivir es Cristo. Cuando afirmamos que según san Pablo, toda la historia es historia de la salvación, queremos decir por consiguiente, que todos los acontecimientos que en ella se realizan tienden a ser conciente al hombre de su condición de criatura, de su necesidad de lo absoluto para impulsarlo a apoyar su vida en el. Debido a que en el actual orden de provincia de Dios nos ha ofrecido la salvación en Cristo y por Cristo, hay que decir que Cristo constituye el centro de la historia, en cuanto que los acontecimientos anteriores a su encarnación se han realizado en función de su venida, de la misma forma que los posteriores se actúan en orden a su proclamación y comunicación.
El fin de la historia, durante el llamado “tiempo de la iglesia”, que se prolonga desde la ascensión hasta la parusia, es formar la comunidad de salvación, el cuerpo místico de Cristo en su plenitud. Resumiendo, todos los sucesos de la historia, cobran su sentido en la perspectiva de Cristo. Esta concepción es realmente grandiosa. La historia de la civilización los esfuerzos del pensamiento, las artes, las guerras que llenan los anales de la humanidad, las virtudes que nunca faltaron, etc., fueron un anticipación e indicación de Cristo. A través de ellos, Dios mostraba, aunque de forma misteriosa, su amor a los hombres, y preparaba a la humanidad para la revelación máxima de este amor: la encarnación de su hijo. Otro tanto cabe decir de la historia, después de la encarnación. También en ella brilla el amor de Dios al hombre. Dios trata de hacerle descubrir la existencia de su cuerpo místico y la necesidad de formar parte de el. Se trata pues, de una visión cristocentrica y eclesial.
11. La Economía de la Salvación 104
Amplio mundo en parroquia. Estella 1965.119.
Si queremos deducir de cuanto hemos dicho las consecuencias que afectan a la predicación, vemos que la revelación no es únicamente, ni siquiera en primer lugar, la manifestación de una verdad, de una serie de verdades o de un sistema. Tampoco es la respuesta a diversos problemas que se han planteado la reflexión humana, como frecuentemente la presentan algunos tratados de apologética. La revelación es, ante todo, un hecho, un acontecimiento, la intervención de Dios en la historia para salvar al hombre, para librarle del pecado y de la muerte y hacerle participe de su naturaleza divina, iniciando de esta manera un dialogo que tendrá su realización plena en la visión beatifica.Naturalmente, la revelación es también doctrina. En primer lugar, porque Dios no puede intervenir en la historia sin decirnos el por que de su intervención, sin abrirnos el sentido de los hechos a través de los que se revela. Sin esta palabra de Dios, la historia seria muda, no podría desvelarnos el misterio del amor de Dios que en ella se oculta. Hemos visto antes que san Agustín decía, refiriéndose al Antiguo Testamento, que la realidad contenida en el esta oculta tras un velo. La palabra de Dios rasga este velo y nos descubre su significado.105Pero la revelación es también doctrina en otro sentido. Presupone una metafísica y contiene una serie de enunciados intelectuales y morales que, desarrollados y organizados entre si, pueden originar un sistema coherente de verdad. Pero este aspecto aunque tiene su importancia, no es el principal. La revelación, el cristianismo es un complejo de hechos que constituyen una historia: la historia de las intervenciones de Dios para demostrar su amor al hombre y hacerle participe de su naturaleza divina. La Biblia nos narra el desarrollo de esta historia, que se inicia en el paraíso, continua con Abraham y los hechos del pueblo elegido, culminan con Cristo, se prolonga en la iglesia y desembocara en la parusia y en la vida eterna.106
105
R. Latourelle desarrolla ampliamente estos conceptos en o.c.372 s. Cf. La explicación que hace C. Vagaggini dl concepto de historia sagrada en el sentido teologico de la liturgia. Madrid 1959 c. I. R, Latourelle, sistematizando sus estudios sobre el concepto de revelación, concluye: <>, teologia de la redacción, 86, cf: asi mismo la conclusión del estudio del concepto de revlación en el Antiguo Testamento, 43-44.
106
El cristianismo no es, pues, una weltanscbauung, si no un evangelio, una nueva, la buena nueva de nuestra salvación, de nuestra vocación a la vida divina. En un lenguaje mas técnico, podríamos decir que el testimonio no es un sistema, si no un mensaje.
He aquí un concepto muy usado, que es oportuno examinar.
12. Mensaje y sistema
El sistema, en general, consta de cierto numero de verdades racionales, que se pueden organizar y reducir a un principio único, evidente en si mismo. Es el conocimiento de la realidad por sus causas ultimas, como define a la filosofía Aristóteles y todos los escolásticos después de el. El sistema es la respuesta a los problemas de la reflexión humana, el esfuerzo por interpretar la realidad, por penetrar en la multiplicidad de los fenómenos para descubrir las leyes que lo gobiernan. Por consiguiente, al sistema se le llama también weltanschauung, visión del mundo. Cuando alguien descubre un sistema, puede comunicárselo a los demás. A quien lo comunica, se le llama profesor, y la forma con que lo comunica constituye la enseñanza. Ejemplos de sistemas son el aristotelismo, el realismo tomista, el racionalismo, el idealismo, el empirismo.
Por el contrario, el mensaje, aunque supone y se basa en determinada interpretación de la realidad, en determinado sistema, no se detiene esta interpretación. Cuando el filosofo ha penetrado la realidad en su estructura mas intima, se ve obligado a detenerse, a constatar que las cosas tiene su estructura determinada y que el no puede hacer nada para cambiarlas.
Las leyes de la realidad son universales y necesarias. El mensaje, por lo contrario, es una rebelión contra la realidad, un intento de transformarla, de cambiar el curso de las cosas.
El ejemplo obligado del mensaje es, en nuestros días, el marxismo. Se basa en un sistema, el materialismo, que es una interpretación de la realidad. “quiere ser, dice Mehl, científico, es decir, basado en un análisis objetivo, no de la condición humana sino del devenir de la humanidad. Llega incluso a rechazar todo socialismo utópico, y pretende que su concepción del futuro esta rigurosamente determinada por su estudio de la historia pasada”.107 Pero tras este análisis, el marxismo proclama que el hombre puede contradecir el curso de la historia, puede cambiarlo, a condición de que el proletariado tome conciencia de ello y se comprometa en la lucha contra el capitalismo. Desde el momento en que el marxismo proclama la posibilidad de la revolución para establecer un orden nuevo, una sociedad nueva, se convierte en un mensaje. Ya no es sola y principalmente interpretación de la realidad, sino transformación de la misma. Por ello, el materialismo de Feuerbach es un sistema, y el materialismo de Marx es un mensaje.108
El sistema es estático y conservador, ya que se limita a observar la realidad tal como es; el mensaje es dinámico y revolucionario, porque trata de eliminar una citación existente para crear otra. El sistema produce la resignación y el mensaje la esperanza; es, en realidad, un evangelio, una buena nueva, la buena nueva de que la realidad puede llegar a ser mejor.
13. El cristianismo es un mensaje
El cristianismo, igual que el marxismo, supone una doctrina, un sistema, una interpretación del mundo y del hombre. Supone, por ejemplo, la inmortalidad del alma, la existencia de Dios, la posibilidad de comunicarse con él, el descubrir su presencia en el mundo. Pero no le basta esta interpretación. Su cometido es transformar la vida del hombre y hacerle 107
R. MEHL. la recontre dántrui. Neuchatel-paris 1955,25. Es conocida la expresión de k Marx ,<
108
participe de una vida divina. El hombre, como se deduce el análisis existencial, es infeliz, esta desesperado, es miserable, esta destinado a la muerte, es incapaz de dar a su propia existencia un sentido que la haga divina de vivirse. Dios le invita, en Cristo, a salir de esta situación y le propone establecer con el una comunidad de vida, para que pueda vencer la soledad, el pecado y la muerte. El cristianismo es un mensaje de salvación, es el ofrecimiento de Dios al hombre, de unir su propio destino al de Dios, únicamente posibilidad para dar sentido a la vida y superar la muerte.
Dios ha esperado muchos siglos, después del pecado original, antes de hacer esta invitación, para que el hombre experimentase su propia miseria y surgiera en el la necesidad de superarla. Esta la causa de que la salvación fuera, concebida dentro de un plan y una historia que dura milenios. Antes de que Dios se dedicase actuar su designio, el hombre debía experimentar la posibilidad de salvarse por si mismo, con solas sus fuerzas.
Cuando los apóstoles comenzaron a predicar el evangelio en el imperio romano, los paganos solían ponerles esta objeción: si Cristo es el único camino de salvación, porque no vino enseguida, porque permitió que tantos hombres lo ignorasen? La respuesta es una sola: Cristo vino cuando los hombres estaban preparados para recibirle.
Este es el motivo de que los apóstoles, en sus discursos, se detengan describiendo la miseria humana: quieren que sus oyentes la sientan y traten de salir de ella. Presentan al hombre como esclavo del pecado, cerrado en si mismo, hijos de ira, en poder del maligno. Dios se ha compadecido de ellos y, en su amor infinito, ha enviado a su hijo para salvarlos. “Así amó Dios al mundo, escribe Juan, que entrego a su hijo unigénito, a fin de que todo el que crea en él no parezca, sino alcance la vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Y san Lucas: “El hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”. Y san Pablo: “porque todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios, justificados como son gratuitamente por su gracia, mediante la redención que se da en Cristo Jesús”.
Pero, a diferencia de todos los otros mensajes, el mensaje cristiano se identifica con la persona del mensajero, con la persona de cristo. El mensaje cristiano, el evangelio, es cristo mismo.109 Cristo no nos señala el camino de la salvación, sino que el mismo es este camino, el mismo es la salvación. Vencidos el pecado y la muerte, nos asocia a si y se constituye en sentido de nuestra existencia. “venid a mi, nos dice, todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os liviare. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended d mi, pues soy manso y humilde de corazón, y hallareis reposo para vuestras almas”. “quien tenga sed, venga a mi y beba”. “yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. “yo soy el camino y la verdad y la vida”.
Jesucristo, pues, no es distinto de su mensaje. El mismo es el camino, la verdad y la vida eterna. Para que nuestra vida sea fecunda, tenga sentido y sea salva, hay que aceptarle en nuestra existencia y hacerse una sola cosa con el.
14. el problema de la predicación
He aquí, en su naturaleza, el problema de la predicación. Si esta pretendiese únicamente transmitir un sistema de ideas, como acontece en la filosofía, o un conjunto de hechos verdaderos en si mismos, pero sin proyección directa sobre la vida, la predicación seria una especie de enseñanza.
Precisamente los sistemas filosóficos y los hechos históricos se transmiten por medio de la enseñanza.
En la predicación, el caso es diferente. Se transmite y se pretende que los oyentes acepten una persona; su fin es conseguir la adhesión a esta persona, para que el oyente la haga centro de su existencia. Por tanto, el problema de la predicación, considerado en su objeto, consiste en determinar como se transmite el conocimiento de una persona, como se provoca 109
R. Guardini. la esencia del cristianismo Madrid 1964.20.
el encuentro entre personas o, mas concretamente, como puede establecerse entre Dios y el hombre una comunidad, de forma que el hombre no sepa considerarse y verse sino a la luz de Dios, como su hijo adoptivo, como ser en dialogo con el. De donde se deduce que la predicación, aunque tiene cierta analogía con la enseñanza, no es una enseñanza.
Y así llegamos a la conclusión de este capitulo: el objeto de la predicación es Cristo, en su papel de salvador del hombre, o lo que es lo mismo, Cristo en la historia de la salvación. Todo cuanto constituye este objeto, lo constituye o por ser Cristo mismo o porque tiene relación con el. No existe, pues, actividad humana que no pueda formar parte del objeto de la predicación. Política, arte, economía, sociología, etc., todo puede constituir el objeto de la predicación, porque todo dice relación a Cristo, por quien fueron creadas todas las cosas y en quien todas las cosas tienen consistencia, y porque todo dice relación al hombre.
Es el hombre el que esta llamado a la vida divina, en la totalidad de la existencia y sus relaciones. El texto bíblico que expresa mejor esta totalidad del objeto de la predicación es en el que el apóstol habla de “instaurar todas las cosas en Cristo”. En cristo se unifica todo, porque todo tiene en el su centro de procedencia y de gravedad.110 Por tanto el objeto de la predicación no es un objeto propiamente, sino un sujeto. Esta conclusión merece ser ilustrada más ampliamente, cosa que haremos en el próximo capitulo.
110
D.Lilje, was und wie sollen wie hente predicen, en Die predigt. Berlin 1957, 12-18.
3. DIOS HABLA
Preguntarse por el sujeto de la predicación significa preguntarse quién es el que dice esta “palabra” o “evangelio” que constituye, según la Escritura, el objeto de la predicación. ¿Es Dios? ¿Es el hombre? ¿Son ambos, según aspectos diversos?
Para halar esta respuesta, hay que examinar de nuevo las expresiones palabra de dios y evangelio, para determinar si el sentido subjetivo u objetivo. En el primer caso, significaría palabra pronunciada por Dios; en el segundo, palabra dicha por el hombre sobre Dios.
1. La palabra de Dios
Aunque sobre este punto el acuerdo siendo cada vez mayor entre los estudiosos, no se puede decir que la disputa esté terminada. Algunos ven en la expresión palabra de Dios o evangelio de Dios un genitivo subjetivo; según otros, es el hombre el que pronuncia la palabra sobre Dios.
Entre los primeros se halla H. Schlier. En su excelente estudio Wert Golres, dedicado al análisis de la palabra de Dios en el Nuevo Testamento, prueba su opinión, basándose en diversos textos bíblicos. Según él, el genitivo de Dios no indica, en primer lugar, aquel de quien se habla, ni una cualidad de la palabra pronunciada, sino el origen de la palabra: “Dios es el que dice la palabra”. En la predicación, es Dios quien habla. El sujeto principal. La prueba más patente de esta interpretación la tenemos en 1 Tes 2, 13: “Por esto también nosotros, dice el apóstol, damos gracias a Dios incisamente de que, habiendo vosotros recibido la palabra de Dios, que nos oistes, la abrazasteis, no como palabra de hombres, sino tal cual es verdaderamente, como palabra de Dios, la cual ejerce su eficacia en vosotros los creyentes”. Para que esta oposición tenga sentido, es necesario que a la palabra pronunciada por los hombres, se oponga la palabra pronunciada por Dios, también la expresión palabra de los hombres debería tener idéntico significado. Esto sería absurdo en el texto citado. En este caso, el apóstol daría gracias a Dios porque los fieles de Tesalónica recibieron como palabra sobre Dios lo que en realidad era palabra sobre los hombres.
La confirmación la encontramos en Rom 10, 14: ¿Cómo, pues, invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿Y como creerán en aquél a quien no oyeron? Dios es quien habla y, y por consiguiente, aquél a quien se oye en la predicación.
Un texto casi idéntico encontramos en la carta a los hebreos: “Mirad que no recuséis al que habla, porque ni aquéllos, recusando al que en la tierra les hablaba, no escaparon al castigo, mucho menos nosotros, si desechamos al que desde el cielo nos habla, cuya voz entonces estremecía la tierra y ahora hace esta promesa: todavía una vez, yo conmoveré no sólo la tierra, sino también el cielo” (Heb. 12, 25 -26). Dios es quien habla y es su palabra la que
escuchamos en la predicación. El autor de la carta nos pone en guardia para que no la rechacemos.
Igualmente creemos que hay que interpretar en sentido subjetivo 2 Cor 2,17: “Porque no somos, como muchos, que trafican con la palabra de Dios, sino que sinceramente, como de Dios, hablamos delante de Dios en Cristo”. No cabe duda de que, en este texto “palabra de Dios” significa palabra que procede de Dios, dicha por Dios.
Dios obra realmente en el apóstol “para la conversión de los gentiles, de obra o de palabra, mediante el poder de milagros y prodigios y el poder del Espíritu Santo” (Rom 15, 18 – 19). Debido a esa acción de Cristo en la palabra del apóstol, puede decir Pablo a los fieles de Corinto: “… cuando otra vez vuelva, no perdonaré; puesto que buscáis experimentar que en mi habla Cristo, que no es débil para con vosotros, sino fuerte en vosotros” (2 Cor 13,3). Es, pues, Cristo quien habla por medio de la palabra de apóstol. Por ello, puede asimismo afirmar que los preceptos e instrucciones que ha dado a sus oyentes son en “nombre del Señor Jesús” (1 Tes 4, 2); y conjurarlos “por la mansedumbre y la bondad de Cristo” (2 Cor 10,2) o “por nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15, 30). Es Cristo mismo quien ordena y exhorta por medio del apóstol (2 Cor 5, 20) y por él manifiesta
el aroma de su
conocimiento en todo lugar (2 Cor 2, 14).
Por ello, puede decir Jesucristo: “El que a vosotros oye a mí me oye, el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y Dios o Cristo es el sujeto principal de la predicación. El es quien habla por boca de sus enviados, y en él se cree, cuando se acepta el mensaje que éstos anuncian, ya que el mensaje no es de ellos, sino de dios. Con los predicadores sucede igual que con los profetas: es Dios quien pone sobre sus labios las palabra que han de decir a los hombres para que se salven (Dt 18, 18).
2. La Opinión contraria
Pero no todos los autores, como ya hemos dicho, dan un valor subjetivo al genitivo de Dios o de Cristo.
Ya R. Cornely, en su comentario de la carta a los romanos, interpretó en sentido objetivo Rom 1, 9, donde el apóstol dice que anuncia el evangelio de su Hijo. Según R. Cornely, este genitivo significa: “evangelio que se refiere a su Hijo”. El mismo autor compara 2 Cor 9, 13 con Col 2,5. en primer texto, el apóstol habla de la profesión de fe en el evangelio de Jesucristo. Tal como suena, es fácil interpretarlo en sentido subjetivo: fe en el evangelio que anunció Cristo. El texto de la carta a los colosenses, por su parte, habla únicamente de «fe en Cristo». Al querer explicar el primer texto por medio del segundo, Comely manifiesta que le da un sentido objetivo M. J. Lagrange interpreta también en sentido objetivo Rom 1, 9 ;, v la expresión de Cal 1,7: «pretenden pervertir el evangelio de Cristo» s. De una manera más general, J. Massie afirma «que a partir de la muerte y la resurrección de Cristo, el evangelio es «about Christ» y no «by Crist».
Esta divergencia puede explicarse teniendo en cuenta que Dios y Cristo no son únicamente el sujeto de la predicación sino también su objeto; aquellos que hablan y aquellos de quienes se habla. Por esto, no es extraño que en muchos casos no pueda decidirse mediante el análisis exegético si se trata de un genitivo con función de sujeto o de objeto I0. Bástenos decir que, a pesar de las divergencias existentes entre los exegetas, la opinión que ve en el genitivo de Dios, de la expresión palabra de Dios, la función de sujeto, tiene un sólido fundamento bíblico.
3. Doctrina de san Agustín
Esta doctrina de la causalidad principal de Dios en la predicación se encuentra también en la tradición de la Iglesia. Vamos a limitarnos ahora a algunos textos de san Agustín.
En el sermón 288, san Agustín, tratando de Juan bautista, que se define a sí mismo como “voz” (Jn 1,23), aplica este vocablo a los predicadores de la palabra de Dios. El predicador es una voz en la resuena la voz del Verbo, que es Cristo. El obispo Hispana dice:”No solo él (Juan) era la voz. Todo aquel que anuncia el evangelio es voz del Verbo… El verbo, aun permaneciendo junto al Padre, ha enviado a muchos predicadores. Envió a los patriarcas, a los profetas y a muchos otros, para le anunciaran. Permaneció el Verbo junto al Padre, pero envió las voces; y tras haber enviado voces vino al Verbo en persona, en su elemento propio, hecho voz y hecho carne”.
Según san Agustín, pues, es el Verbo de Dios quien habla en la predicación. Pero para que su palabra se haga sentir y llegue hasta nuestros oídos, necesita un medio transmisor, una carne en la que dar consistencia a su palabra una voz en la que hacerla resonar. Con este fin, el Verbo eligió primero la voz de los profetas, más tarde la del hombre –Cristo y finalmente la de los predicadores. En todo predicador resuena, pues, la voz misma de Dios.
En otro texto san Agustín viene a afirmar lo mismo con palabras diferentes. Al comentar el pasaje del evangelio en el que Jesucristo exhorta a los apóstoles a no preocuparse de cómo deberán responder cuando fueren llevados ante los tribunales, porque “no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros” (Mt 10,20). el obispo de Hipona aplica también a los predicadores estas palabras. «Pues bien, si el Espíritu Santo habla en aquellos que son entregados a sus perseguidores por amor a Cristo, ¿por qué no ha de hablar también en aquellos que entregan a Cristo a sus oyentes?».
¡Según san Agustín, es el mismo Cristo quien adoctrina en la predicación a sus miembros, a los cristianos. En el sermón de disciplina cristiana, al estudiar el texto en el que el apóstol afirma que Cristo habla en él, el gran obispo comenta: «Es Cristo quien enseña. Tiene su cátedra en el cielo; su escuela esta en la tierra. Y la escuela es su. cuerpo (místico). Lacabeza “ y. enseña a sus miembros, la lengua habla a sus pies”.
A juicio de san Agustín, esta doctrina se refiere a todos los predicadores, incluidos aquellos que suceden a los apóstoles. Al comentar el versículo del evangelio de Juan, en el que Cristo dice que si el no hubiera venido y hablado a los judíos, éstos no serían responsables de su pecado (Jn 15, "22-23), Agustín se plantea el problema de los paganos. A éstos no les lia hablado Cristo. ¿Carecen de pecado? Responde que ciertamente son excusables si no han oído a Cristo. Pero no pueden excusarse aquellos a quienes Cristo no ha hablado directamente, como a los judíos, sino mediante los apóstoles y sus sucesores. Éstas son sus palabras: «Mas no son de este número aquellos a quienes vino en sus discípulos y les ha hablado por su medio, como ¡o hace también ahora, viniendo a las gentes y hablándoles por medio de la Iglesia».
En lo que se refiere a los paganos, san Agustín manifiesta su pensamiento aún más claramente en el comentario al capítulo 10, 14 del evangelio de san Juan. Es verdad que Cristo habló únicamente a los judíos,1 mientras que envió a sus apóstoles a hablar a los paganos, pero de aquí no se debe concluir que los paganos no hayan escuchado su voz: «Él habla por la voz de los suyos y, por medio de aquellos que envió, es oída su vos”. Y, en otro lugar, en el mismo contexto, dice. “Ellos apacientan (los apóstoles), Cristo también apacienta. En verdad los amigos del esposo no hablan, sino que se recrean quien apacienta cuando ellos (los apóstoles) apacientan. Y puede decir con razón: Yo apaciento, pues en los apóstoles resuena su voz y arde su amor mismo”.
El santo de Hipona emplea otra imagen no menos expresiva para designar a los predicadores. En su obra Enarr. In Ps 96. S – 10 a propósito de las palabras apparuerunt fulgura ejes orbi térrea, se pregunta: “ ¿Dónde proceden los relámpagos? De las nubes. ¿Cuáles son las nubes de Dios?: los predicadores de la verdad. Cristo envió a sus apóstoles , a sus predicadores como a nubes. De la misma manera que Dios esta en el cielo, así esta en sus apóstales y en los predicadores del evangelio.
Queremos llamar también la atención sobre una observación que hace san Agustín, como de paso y sin referirse a ningún texto bíblico en concreto, pero que juzgamos elocuente para la idea de la causalidad principal de Dios en la predicación. En su libro De catechizandis rudibus, cuando trata de la necesidad de poner en guardia a los principiantes que vienen a la iglesia contra los secándolos que en ella existen, termina su recomendación con estas palabra: “Esta es, pues la consecuencia que hay que poner de relieve: quien nos escucha o, más exactamente, quien escucha a Dios por medio de nosotros…”.
Esta manera de corregirse en medio de la proporción es característica. No es al hombre a quien se escucha en la predicación, aunque todas las apariencias pueden inducir a pensarlo, sino a Dios mismo, que habla por medio de los predicadores.
La razón secreta de por qué san Agustín admite con tanta claridad que es Dios mismo, o Cristo, quien habla por boca de los predicadores, se halla en la doctrina del cuerpo místico. Cristo y la Iglesia constituyen una unidad: el primero es inseparable de la segunda. La unión entre Cristo y la iglesia es tan íntima como la que existe entre los esposos. “os recomendé muchísimas veces, dice san Agustín y no me avergüenzo de repetir, lo que a vosotros os conviene retener: que nuestro señor Jesucristo con la frecuencia habla de sí mismo, es decir de su propia persona, como cabeza nuestra; otras, en representación de su cuerpo, que somos nosotros y de la iglesia, a pareciendo así que salen las palabras de la boca de un hombre solo, para que entendamos que la cabeza y el cuerpo están constituidos en unidad de integridad y que no puede separarse uno de otro, al estilo de aquella unión de la cual se dijo serán dos en una sola carne (Gen 2, 24; Ef 5, 31). Si reconocemos que hay dos en una sola voz.
Debido a esta unión, cuando Cristo habla, también la iglesia. Y esta observación es válida, tanto cuando Cristo habla de aquello que le pertenece exclusivamente a él como cabeza, como cuando habla de lo que pertenece a su cuerpo. Si, pues, Cristo habla en la iglesia y la iglesia en Cristo, entre los dos se da una unidad perfecta, constituyen ambos una sola voz. “Fit ergo tanquam ex duabus una quaedam persona, excapite et corpore, ex exponso et
esponsa…” y lo aplica la predicación con estas palabras: “Si duo in carne una, cur non duo en voce una? Loquatur erg Chistus, quia in christo loquitur Ecclesia, et in Ecclesia loquitur chistus, et corpus in capite et capuz incorpore”. Por consiguiente, cuando la iglesia predica, Cristo no se queda callado, sino que habla: “Cum enim nos loquimur, ille non tacet; cum psalmus ista cantat, ille non tacet; et ízate omnes voces Dei per orben terrarum fiut”.
Como conclusión, diremos que, según san Agustín, de la misma forma que existe un magisterio divino interno que ilumina, fecunda y da eficacia a la palabra del predicador, existe también un magisterio externo de Dios, o de Cristo, que habla mediante la instrumentalizad de los predicadores. Es Dios mismo quien habla y quien anuncia la palabra de verdad y de salvación, pero se sirve de la palabra humana para hacer llegar su voz hasta nosotros. Así obró con los profetas del Antiguo Testamento, así obra con los predicadores del evangelio, que continúan la acción del Verbo encarnado”.
Una observación final, a propósito del pensamiento de san Agustín. Emplea, como hemos visto la imagen de voz para expresar la causalidad principal de Dios y la causalidad instrumental del hombre. Esta imagen aparece con frecuencia en inspiración bíblica. Clemente de Alejandría, por ejemplo, afirma que quien recibe las Escrituras, recibe la “voz de Dios”, porque es el Espíritu Santo quien las ha dicho. Tertuliano llama también a las escrituras “voces de Dios”. Al mismo tiempo, llama a los autores sagrados instrumentos por medio de los que Dios habla. Según Teófilo de Antioquia, el Verbo de Dios habló por medio de Moisés como “por un instrumento” y, según el autor de cobortalio ad arneecos, como por “una citara”.
La analogía entre inspiración y predicación nos parece clara, No obstante las diferencias, ambas realidades convienen en ser “voces de Dios”. Quien recibe la escritura, igual que quien recibe la palabra del predicador, recibe la “voz de Dios”.
La doctrina y las expresiones del obispo de Hipona aparecen con frecuencia en autores posteriores y durante toda la edad media. El padre Z. Alszeghy Y J. B Schneyer han hecho
una enumeración de las mismas. Se llama a los predicadores canales pro los que pasa la voz de Dios, lengua con que Dios habla, capacho que contiene la simiente que él siembra, intérpretes, órganos e instrumentos de Dios.
4. La opinión de santo Tomás
Santo Tomas, en esta materia, es menos decidido que san Agustín.
El doctor de Aquino afirma, en términos generales, que Dios es la causa principal de la predicación, y los apóstoles y predicadores, en general, constituyen su instrumento. “Praedicatio principalieter est a Deo, figuraliter a prohetis, executive ab apostolis. Pero cuando explica la casualidad principal de Dios y la instrumental del hombre, su pensamiento presenta algunas incertidumbres.
Unas veces dice que Dios mismo habla en el predicador. “El fiel cree al hombre no en cuanto hombre, sino en cuanto que Dios habla en él, cosa que puede descubrirse por determinados indicios. El infiel, por el contrario, no cree a Dios, que le habla en el hombre”. Hay otro pasaje no menos explícito. “Por consiguiente, el asentimiento prestado al testimonio de un hombre o un ángel no nos conduce infaliblemente a la verdad, sino en cuanto que se atiende ala testimonio de Dios, que habla en ellos”. Y en otro lugar: “Existe cierto género de locución externa en la que Dios nos habla mediante el predicador. En algunas páginas de su comentario a las cartas de san Pablo, sostiene esta misma teoría. A propósito de Gal 4, 14, donde el apóstol afirma qie los fieles de Galicia le recibieron como al mismo Jesucristo, santo Tomas comenta que puede afirmarlo con justicia, ya que en el apóstol, el mismo Cristos “profecto adecos venerat et in eo loquebatur”.
En otros pasajes de su obra, es menos claro. Por ejemplo, explica en sentido objetivo el conocido texto paulino: “Ergo FIDES ex auditur, auditus autem per Verbum Chisti” (Rom 10, 17). La expresión per Verbum Chisti significa, según él, “o que se refiere a Cristo o que
tienen la misión de Cristo”. A propósito de la expresión qui in me loquitur chistus de 2 Cor 13, 2, comenta: “no se debe dudar de mi potestad, ya que cualquier cosa que yo digo, cuando sentencio, perdono o predico, lo digo movido por Cristo… Las acciones que el hombre realiza bajo el impulso del Espíritu Santo, se dice que las realiza el Espíritu Santo, se dice que las realiza el Espíritu Santo. Por esta causa el apóstol, que hablaba así movido por Cristo”. Es decir, que Cristo habla en su apóstol en sentido amplio, en cuanto que le mueve a hablar.
Sin embargo, podemos afirmar, de un modo general, que santo Tomás se inclina a atribuir a Dios una causalidad principal en sentido estricto. El mismo texto Rom 10,17 cuya interpretación en sentido objetivo hemos visto antes, lo interpreta en otro lugar en sentido subjetivo. Afirma que es la palabra del hombre la que produce la fe, pero que es la palabra de Dios la que le presta base. Y continúa así: “De esta forma, la palabra del hombre nos lleva a creer no al hombre que habla, sino a Dios “cujus verba loquitur” ”. La palabra que se dice ser del predicador, es, en realidad, de Dios. Otro tanto cabe afirmar de 2 Cor 13,3. al comentar 1 Tes 2, 13 cum accepissetis a nobis verbum auditus Dei, dice: Verbum auditus Dei a nobis, id est per nos”. Es Dios quien habla por boca del apóstol. Y el Angélico Doctor relaciona estas palabras con el salmo 84, 9: Audiam quid loquatur in me Domius Deus, en el que la causalidad principal de Dios es evidente, y por Rom 10, 17: “FIDES ex auditu, aditus autem per verbum Cristo”. Estos nos brinda otra prueba de que santo Tomas ve sentido subjetivo en este texto de la carta a los Romanos.
Esta tendencia aparece también a propósito del 2 Cor 3,3 donde el apóstol dice a los fieles de corinto que es evidente que “sois carta de Cristo, expedida por nosotros mismos”. Santo Tomas comenta el pasaje así: “manifestati quod estis Christi, id est a Christo informati et inducti scilicet principapaliter et auctoritative”. Y para probar la exactitud de esta interpretación cita Mt 23, 8, donde afirma que Cristo es el único maestro. Explicando después las palabras “expedida por nosotros”, añade: “sed a nobis secundario et instrumentaliter”.
Como puede ver, el Doctor Angélico es menos claro y decidido que san Agustín. Esta indecisión puede explicarse ya por los mismos textos bíblicos, en los que no siempre es posible determinar si el genitivo de Dios o de Cristo tiene sentido objetivo o subjetivo, ya debido a las condiciones particulares de la teología en la época de santo Tomas. El avance de la escolástica, bajo el influjo de la filosofía aristotélica, origina un cambio de acento en el concepto de revelación. Se la estudia más bajo el aspecto intelectual de verdad manifestada por Dios, que bajo su carácter histórico de intervención de Dios en el espacio y el tiempo para llamar al hombre a la participación de su vida intima. No se la concibe tanto como una búsqueda de Dios por parte del hombre; no como Deus desiderans sino como la acción de Dios que se dirige al hombre para demostrarle su amor, sino como una argumentación que trata de convencer al hombre de que debe dirigirse a Dios, encendiendo en su corazón el fuego del amor. En esta línea se halla la definición de Alain de Lille: “praedicatio est oratio salutem animae persuadens”. A causa de esta concepción también algunos predicadores se permiten apartarse a su gusto del texto bíblico o servirse del él únicamente como punto de partida para sus elucubraciones.
A partir de santo Tomas, la causalidad principal de Dios en la predicación, en el sentido en que la hemos explicado, va atenuándose caca vez más”.
5. La teoría de los predicadores
Hemos visto que, entre los teólogos, la insistencia en el elemento intelectual de la revelación oscurece la idea de la causalidad principal de Dios en la predicación. Entre los predicadores, este elemento conserva todo su rigor. En este punto, son más fieles a la Escritura y ala tradición agustiniana. Cuando hablan de su actividad, se define como “órganos” o “instrumentos” de Dios. La conciencia de que Dios habla por boca de ellos y de que por medio de ellos interpreta al hombre lo llama a la fe y al arrepentimiento, constituye una convicción fundamental, que ponen de manifiesto, sobre todo, cuando
predican la palabra de Dios. Citaremos algunos ejemplos para ver cuán viva es entre los mismo esta idea fundamental de la predicación cristiana.
“pues cuando un predicador predica la palabra de Dios - dice san Vicente Ferrer en su Serm. Fer. V post Dom II Ssmae. Trin – y no se preocupa de los poetas… ni de halagar el oído con cadencias sonoras, sino que predica solo las palabras reveladas por Dios; este tal no predica, el sino que es el Espíritu Santo quien predica en el o el mismo Cristo y el predicador no es sino un simple instrumento que suena. Como cuando un músico toca un instrumento, nosotros no decimos que la melodía es el instrumento, sino del que lo toca, así en el buen predicador, que vive santamente, su palabra es un mero sonido instrumental. Pero el verdadero predicador es Jesucristo mismo, que inflama la voluntad para que ame. La inteligencia para que compreda… “noa enim vos estis qui loquimini, sed Spiritus Patris vestir qui Joquitur in vobis” (Mt 10, 20). Y por eso san Pablo afirma: “Cum accepissetis a nobis verum auditus Dei...” (yes 2, 13). Por eso al predicador no se le ha de hacer honor sino a Cristo”.
Es interesante observar que san Vicente basa su doctrina sobre la causalidad principal de dios en los mismos textos bíblicos que hemos examinado antes. La imagen del músico que toca un instrumento, muy usada entre los padres para significar la causalidad de Dios en la inspiración, nos indica en que sentido tan estricto toma esta causalidad.
La misma convicción continúa entre los predicadores, depuse del concilio de Tento; cuando la teología se halla comprometida en la polémica con los reformadores. Son dignos de mención, a este propósito, los tres grandes oradores franceses del siglo XVII: Bossuet, Bordaloue y Massillon.
Bossuet dedicó dos discursos de su cuaresma a la palabra de Dios. En ellos habla de la causalidad principal de Dios en términos que no delatan la menor incertidumbre. En su discurso para el primer domingo de cuaresma, al comentar las palabras Non in solo paue, vivi hemo, sed in onum verbo qued procedit de ore Dei Mt 4,4, el gran orador se expresa a
sí: “antes de subir a su tribunal para condenar a los culpables con una sentnacia rigurosa (Jesucristo), habla desde los púlpitos para atraerlos al camino recto con advertencias carittivas”. Después, apostrofa al salvador, con estas palabras: “Apareced, oh verdad santa, cesurad públicamente las malas costumbres, iluminad con vuestra presencia este siglo oscuro y tenebroso, iluminad con vuestra presencia este siglo oscuro y tenebroso, brillad ante los ojos de los fieles para quienes no os conozcan, os igan, y quienes no piesan en vos, dirijan de nuevo a vos su mirada, y quines nos os aman, os abracen”. Bossuet habla también del Espíritu Santo “que actúa mediante el órgano que son sus ministros”, y exhorta “a escuchar a Jesucristo, que viene a turbar nuestra falsa paz y pone su dedo sobre nuestras llagas”.
Más claramente aún se expresa en su discurso para el segundo domingo de cuaresma. El evangelio de la transfiguración, sobre todo a partir de las palabras “ipsum audite”, se presta admirablemente a poner de relieve este dato característico de la predicación cristiana. Dice: “Es esta palabra del Hijo la que resuena por todas partes, desde los púlpitos evangélicos. Nosotros nos estamos sentados en la cátedra de Moisés, sino en la de Cristo, desde donde hacemos resonar su voz y su evangelio.
Venid a aprender con qué espíritu hay que
escuchar nuestra palabra, dicho mejor, la palabra misma del Hijo de Dios” “El Hijo de Dios, continúa, se encarna y está presente en la palabra, igual que en la eucaristía, por lo que podemos adorar a Cristo que nos habla de igual modo que lo adoramos bajo las especies eucarísticas. Adoremos a Jesucristo que nos habla, contemplemos en silencio y con respeto a este Verbo divino sobre el altar, antes de que nos instruya desde su cátedra”. Por tanto, debe cuidar de no darle “un cuerpo extraño a su verdad eterna”. De todo ello saca Bassuet la conclusión de que el predicador debe ser lo más fiel posible a la Biblia, donde se contiene la palabra de Cristo. Es esta palabra la que Cristo hace resonar en sus labio. Por tanto, decir algo que no se contiene en la Escritura, sería como hacer decir a Cristo algo que no es suyo.
La Bassuet es menos tajante. “Es Dios, dice quien no habla por boca de los predicadores, y la palabra que éstos os anuncian es palabra de Dios. Desde el momento en que han recibido
de la iglesia la misión legítima, no debéis escucharlos ya como hombres. Son, para vosotros, los intérpretes de Dios y de su Espíritu Santo. Cita, como fundamento de esta doctrina, a Mt 10, 20: “No seréis vosotros lo que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros”. La consecuencia que aquí se deduce es que debemos escuchar a los predicadores como al mismo Dios: por que Dios. El orador comenta cuan gran fuerza pueden sacar los oyentes de esta idea: “Este solo pensamiento de que Dios me llama y me ofrece sus divinas enseñanzas mediante la palabra de sus ministros, de que me revelará sus misterios, me mostrará sus caminos, se manifestará sus misterios, me explicará su evangelio y sus oráculos sagrados, este solo recuerdo, hermanos, excitará todo vuestro celo y despertará todo vuestro ardor”.
Para terminar un texto del L. Massillon: la palabra que anunciamos no es nuestra, sino de aquel que nos ha enviado. Desde el momento en que nos ha encomendado este sagrado ministerio, mediante duna legítima vocación, quiere que nos merésis como a enviados que hablan en su nombre y que no hacen más que prestar la voz a su divina palabra”. Y exhorta a los fieles a escuchar “como si a cada uno en particular se le dirigieran las maximas que se anuncian a la multitud; a mirarse cada uno como se hallara solo ante Jesucristo qaue le habla por nuestra boca, y que quizónos ha enviado aquí únicamente por ti”. Al final del sermón, se lamenta de que la gente venga buscando las cualidades humanas del predicador allí donde es Dios únicamente quien habla y hobra”.
En época más reciente, hallamos idéntica afirmación en B. Zocchi: “Sin duda, todos los predicadores predicadores que tienen facultad legítima para predicar, pueden decir, en el acto propio de su ministerio, ala multitud que los escucha, aquellas palabras de san Pablo: “pro Christo legatione fungimur tanquam Deo exhortadores de Cristo ante vosotros. Por consiguiente, es Dios mismo y nadie más que Dios, quien os instruye, amonesta y exhorta por boca nuestra.
Esta presencia divina en la palabra del predicador, de que hablan los oradores, es muy distinta de la gracia interna del hombre del maestro invisible, que se halla presente en el
corazón de cada hombre y hace fructífera la palabra. J. Bossuet distingue claramente estas dos realidades. “Vosotros, dice, oís desde dentro su predicación interior”. Se trata, como se ve, de dos palabras distintas; la externa de la predicación y la interior. Pero ambas son de Cristo. Por medio de la segunda, Cristo hace que se preste atención a la primera y se la capte en sentido exacto.
Si nos preguntamos por qué los predicadores han permanecido fieles a una doctrina poco clara entre los teólogos, podemos responder que se debe al mayor contacto de los mismos con la sagrada Escritura y a su menor preocupación polémica.
Para estos oradores, como para cualquier predicador cristiano, el contacto con la Escritura es esencial. La predicación debe anunciar la palabra de Dios, y ésta está contenida en la Escritura. Y, como hemos visto antes, la Escritura enseña que es Dios, Cristo o el Espíritu Santo quienes hablan por boca de sus enviados. No era, pues, difícil explicarse a sí mismos tales palabras, y ver en la predicación cristiana una continuación y prolongación de la palabra que Dios dirigió al hombre, primero por medio de los profetas, más tarde por medio de su Hijo y después por medio de los apóstoles. Si no se quería concluir que esta voz divina enmudeció una vez terminada la revelación, y se conformó ya con una asistencia puramente pasiva para garantizar la transmisión de la misma, había que decir que continúa resonando en los predicadores. De la misma manera que Dios habló en los profetas, en Jesucristo, en los apóstoles, tambén habla en los predicadores que les han sucedido.
La doctrina de los predicadores se basa en los textos bíblicos que henos examinado antes: Mt 4, 4; 10,20; 17, 5; es claro y los predicadores se han inclinado siempre a atribuirles un sentido literal, aunque no fuera más que para valorar, en la mayor medida posible, su ministerio.
Además, no existe entre ellos ninguna preocupación polémica, que pueda obligarles a abandonar esta interpretación. Ellos no se encuentran directamente comprometidos en la polémica antiprotestante, como los teólogos. Estos últimos, ante la necesidad de defender la
doctrina de los sacramentos, su validez y eficacia, contra unos adversarios que tendían a sobrevalorar la predicación para debilitar los sacramentos, trataron de distinguir lo más posible ambas realidades. Les era fácil afirmar que la distinción es clara, ya que en la predicación, la causa principal es el hombre, y en los sacramentos es Dios; en la primera no se confiere la gracia y en los segundos sí.
Podemos concluir, pues, que a pesar de todas las lagunas de la teología y de todos los abusos de los predicadores, en la Iglesia Católica no desapareció nunca la visión de la originalidad de un fenómeno como la predicación, que es el medio principal que Jesucristo eligió para difundir su evangelio. En el capítulo siguiente, veremos que algunos teólogos de gran talla siguieron fieles, en esta doctrina, a la mejor tradición bíblica y patriótica.
6. Razones teológicas
A esta misma conclusión de la causalidad principal de Dios conducen algunas consideraciones teológicas, que estimamos probativas.
Examinemos, en primer lugar, el fin de la predicación: la fe. “la fe, dice san Pablo, viene de la predicación u la predicación, por la palabra de Cristo”. (Rom 10, 17). El que la fe proceda de la predicación, exige que Dios se halle presente y hable en sus enviados; que en la palabra de estos, el hombre oiga la palabra de dios. La fe es, por su misma naturaleza, el encuentro con Dios, la adhesión a él y, por ende, a cuando él nos dice, aunque no sea evidente en si el comienzo de un diálogo que debe desarrollarse cada vez más. Este encuentro acontece en la palabra, antes de que se dé en los sacramentos. Si la palabra que resuena en la predicación es puramente humana, aunque tomada del depósito revelado y refiriéndose a Dios, no se explica cómo pueda originar la fe. Una palabra sobre Dios, no es palabra de Dios. En tanto es posible afirmar una relación estrecha de causalidad entre la fe y la predicación, es una palabra de la predicación, de la que procede la fe, es una palabra que Dios ha pronunciado y no únicamente una palabra que trata de Dios. Para poder
encontrar a Dios, es necesario que él venga al hombre, se dirija a él, le llame y le manifesté su voluntad. La palabra sobre Dios podría, como máximo, inducir al hombre a plantearse el problema del encuentro con Dios.
Esta razón cobra más fuerza cuando se descubre que la llamada a la fe es una llamada de amor. Dios nos invita, por medio del amor, a participar de su naturaleza íntima, a pactar con el esta alianza en que consiste nuestra salvación. Pero este amor es más evidente si admite que Dios mismo viene a nuestro encuentro y nos habla. Al tomar directamente la iniciativa, manifiesta con mayor claridad que se tratad de una invitación de amor totalmente gratuita. “Cuando consideramos cuanto pueden influir en nuestra vida una mirada o una sonrisa humana, que pueden transformarnos en hombres que, partiendo del don de amor que llega hasta nosotros a través de un gesto de amor, vuelven a comenzar una vida nueva y parecen poseer energías que antes no tenían, podemos comprender cómo manifiesta en el rostro del hombre Jesús, una mirada del Hombre – Dios fijada en nosotros. He aquí lo que son los sacramentos: ¡Una expresión de amor del Hombre – Dios, con todas las consecuencias que ello implica.
Pero para que la mirada de Dios se dirija a nosotros en los sacramentos, tiene que haberse dirigido antes en la predicación. En el sacramento, Dios se encuentra con el hombre y le santifica, uniéndole a sí por medio de la gracia. Pero este encuentro supone que el hombre haya aceptado ya ser santificado, que haya encontrado ya la mirada de Dios y se haya dejado contagiar del amor que destila. El sacramento supone la fe para poder producir su efecto y, por lo tanto, la predicación, de la que procede la fe. Más aún, el verdadero encuentro se realiza en la fe, el sello del encuentro ya realizado. Todo esto adquiere un relieve particular, si se admite que Dios está presente y se inicia el diálogo. Una de las expresiones más frecuentes de la Escritura, para expresar la fe, es precisamente “creer en la palabra”. “Muchos de los habían oído la palabra, creyeron”. (Hech. 4, 4), dice el libro de los Hechos, después del discurso que pronunció Pedro tras la curación del paralítico. El inicuo cree en la palabra de Felipe (Hech 8, 13) escuchan creen los de Antigua (hechos 13, 14) oye y cree una gran multitud de pagano y judíos en ícono (14, 1), de igual modo que
muchos creen en la palabra de Pablo en Tesalomnica (17,4) y en Atenas (17, 34), Nótense también las expresiones equivalente, en las que se dice que la fe nace de la recepción de la palabra (Hech 2,41) o de la glorificación de la palabra (hech 13, 14).
Tiene también gran fuerza la expresión “venir a Cristo”, que emplea san Juan en lugar de creer. Jesucristo dice: “El que viene a mí, ya no tendrá más hombre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed” (jn 6,35). Y en otro lugar: “al que viene a mí, no lo echaré fuera no le echaré fuera” (Jn 6,37). Y también: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió, no le atrae” (6,44). De ello educimos que la fe es el encuentro del mismo Cristo, que llama e invita a él. No importa, como diremos después, helecho de que esta palabra resuene en una voz humana.
7. La sacramentalidad de la predicación
La presencia de Dios en la palabra predicada explica una cualidad de la predicación de que vamos a hablar ahora: su eficacia, o como suele decirse, su sacramentalidad.
Esta eficacia no ofrece ninguna dificultad si se admite que Dios está presente y obra en la predicación. Él es el autor de la gracia, de la salvación, de la verdad. Es fácil, pues, comprender el que la predicación sea eficaz por su misma naturaleza. Y sería, por el contrario, difícil comprender esta eficacia, si la predicación fuera simplemente palabra del hombre en torno a Dios.
Dentro de este contexto de la causalidad principal de Dios en la predicación, cobra toda su fuerza el magisterio exclusivo de Cristo, que afirma el evangelio, con tanta claridad. Pero vosotros no os hagáis llamar rabbí, por que no so silo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos, (Mt 23, 8). La doctrina de san Pablo completa esta afirmación del divino maestro: “Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1 -2). Estos textos, que establecen la parte de Dios y la
del hombre su ministro, en el apostolado, adquieren un sentido más fuerte si se admite que Dios mismo habla por boca de los predicadores indudablemente, Cristo es maestro en sentido aún mas plena, si su magisterio no se limita ala acción de la gracia interna, sino que abarca además la de la gracia externa que es la predicación. Y ello no disminuye la función del hombre. Igual que la causalidad principal de Dios en la inspiración, no quita nada al hombre de que Dios se sirve para comunicar su pensamiento a la humanidad, tampoco en la predicación queda debilitado el papel del hombre, por el hecho de que éste desempeñe únicamente la función de causa instrumental.
8. La asistencia de Jesucristo
La causalidad principal de Dios en la predicación nos permite asimismo comprender la naturaleza
de la asistencia que Cristo prometió a todo el mundo (mt 28, 18 -20).
Comúnmente los teólogos opinan que se trata de una asistencia pasiva. Cristo se limita a asistir a los predicadores del evangelio, para que interpreten fielmente su mensaje y lo anuncien fielmente también. Esto es cierto, pero juzgamos que la asistencia de Cristo no se limita a esta sola función negativa. Seria mucho más completa y eficaz si Cristo mismo hablara por boca de sus predicadores.
Suele objetarse a esta opinión que la revelación terminó con la muerte de los apóstoles. Por lo tanto, aunque se puede hablar de una asistencia activa a los apóstoles, como órganos de la revelación, no se puede afirmar otro tanto de sus sucesores.
Creemos que esta razón no posee evidencia probatoria. La revelación, es verdad, se cerró con la muerte de los apóstoles o de los varones apostólicos, y los predicadores que les suceden, incluidos el papa y los obispos, no son órganos de la revelación. Pero no nos parece exacto afirmar que la presencia de Dios de Cristo en la palabra de los sucesores de los apóstoles entrañe la revelación de verdades nuevas.
Vamos a confrontarlo con la inspiración para aclarar más ideas. Nadie duda de que Dios es el autor principal de los libros sagrados; de que ha hablado por boca de los hagiógrafos. Sin embargo, no es necesario admitir que al hablar por boca de ellos haya manifestado hechos o verdades desconocidas. Los evangelistas, por ejemplo, podían conocer los hechos que narran, por experiencia directa o indirecta, sin necesidad de una revelación especial. Lucas no dice que se informó con diligencia de todos los hechos, preguntado a quienes, desde el principio, fueron testigos de los mismos (lc 1, 3). Juan, en su primera carta, que algunos opinan que es la presentación del cuarto evangelio, no dice que narra cuanto ha visto, oído y tocado (1 Jn 1, 1 – 4). Otro tanto cabe decir de los demás escritos del Antiguo y Nuevo Testamento. La investigación moderna nos demuestra que los autores sagrados han tomado muchas cosas de fuentes que estaban a su alcance.
Sin embargo, afirmamos que Dios ha hablado por boca de ellos y no se haya limitado a asistirles en la elección y elaboración del material. ¿Por qué pues, no podemos afirmar lo mismo de la predicación? ¿Por qué limitar la asistencia de Cristo a una función puramente pasiva?.
Alguno puede temer que esta opinión haga pasar por palabra de Dios lo que a veces no es más una opinión muy discutible del predicador, por no decir un error del mismo.
Esta objeción es justa, pero como respuesta diremos que no hay que tomar predicación las elucubraciones u opiniones particulares de algunos predicadores. De la misma forma que hay que tomar en serio e interpretar en sentido pleno la expresión “Dios habla”, hay que tomar también en serio la causalidad secundaria e instrumental del hombre. Dios habla por boca del hombre, por boca de sus enviados, de aquellos a quienes él o su iglesia han revestido de autoridad para anunciar su palabra. A estos enviados se les exige la fidelidad al cometido que les encomendó (1 Cor 4, 2).
Cuando falta esta fidelidad, falta la misma predicación. Quien, en lugar de predicar la palabra de Dios conforme al mandato recibido, predica su palabra, es decir, sus opiniones y fantasías, y deja por ello mismo de ser predicador.
San Agustín, en su sermón 46, expresa la imposibilidad de que un predicador secunde los vicios de sus oyentes, permitiéndoles hacer lo que les place: “lejos de nosotros deciros: Vivid como queráis y estad tranquilos, porque Dios no condenará a nadie; basta con ser fieles a la fe cristiana, porque Dios no permitirá que se condene ninguno de lo redimidos con su sangre”. Y concluye: “Si hablásemos así, non verba Dei, non verba christi dicentes, sed nostra, erimus pastores nosmetipsos pascentes, non oves. Por tanto, quien predica no la ley establecida por Jesucristo, sino sus opiniones particulares, destruye el concepto mismo de predicación, que es anunciar la palabra de Dios. Este predica no verba christi, sed propia.
San Vicente Ferrer, en el texto que hemos citado en este mismo capítulo, es más explícito aún: “Para que Dios hable por boca del predicador, es necesario que éste anuncie la palabra de Dios, tomada de la sagrada Escritura”. “Y no se preocupe de los poetas…, ni de halagar el oído con cadencias sonoras”. Y san Alfonso M. de Liborio: “Lo mismo es, sin duda, no predicar la palabra de Dios, que el predicarla adulterada, con estilo pulcro; puesto que no consigue el fruto que a juicio nuestro, la diferencia y simplemente”. Aquí radica , la predicación y la inspiración. En la última, Dios garantiza infaliblemente cuanto los autores sagrados afirman, pero en la predicación no. La infalibilidad, en la predicación, está ligada a ciertas condiciones, esto es, al magisterio unánime de los obispos en el concilio o en sus diócesis y al magisterio ex cátedra del papa. En los demás casos la predicación es infalible únicamente si se realiza en unión con la iglesia y en el sentido de la iglesia.
En esta opinión, la asistencia que Cristo prometió a sus apósteles hasta el fin del mundo, cobra toda su dimensión. Dios es, en verdad, el agente principal de la salvación, y el hombre es su agente secundario e instrumental.
9. La presencia de Cristo
Cuando hablamos de la presencia de Dios en la predicación, nos referimos a la presencia de las tres divinas personas. Como actio ad extra, esta presencia es común a toda la Trinidad. Sin embargo, podemos hablar también de una presencia de Cristo y del Espíritu Santo por título especial.
Cristo, como Verbo eterno del Padre, es aquel en quien el Padre habla. Es la palabra que el Padre expresa en sí mismo, por medio de la que comunica su mensaje a los hombres. Cristo, hemos dicho, es la palabra de Dios, y es esto es cierto no sólo en cuanto que el Padre habla de él, sino también en cuanto que el Padre hable de él. Sino fuera por temor a equívocos, podríamos decir que el Verbo es el instrumento por medio del cual habla el padre. Cuando se encarnó, Dios habló en él, como verdadero instrumento, pero por un título completamente particular. Si, como dice san Agustín, todo predicador es “ Vos del Verbo”, mucho más la humanidad de Cristo, unida boca de los profetas, uniéndose accidentalmente a ellos, habló en la humanidad de Cristo en una unión tan íntima como no se había verificado antes ni se daría después. Si todo predicador presta a Dios su boca y su lengua, para que pueda hablar a los hombres, Cristo fue la boca y la lengua misma de Dios. Nunca fue tan real como en él, que Dios ha hablado a los hombres (Heb 1,1).
Cristo es, por ello, el prototipo y la causa ejemplar de todo predicador. En él ha mostrado Dios, de la forma más perfecta hasta qué punto está presente y habla por boca de sus ministros, hasta qué punto hay que apurar su unión con aquellos de quienes se sirve para comunicar su mensaje. Si de todo predicador puede decirse lo que Jesucristo afirma de sí mimo, que el Padre no le deja solo (Jm 8, 29), en él, esta la unión ha alcanzado su punto culminante. En él se echa de ver en forma concreta, en qué consiste ser “ministros y dispensadores de los misterio de Dios” (1 Cor 4, 1). La predicación realiza tanto más perfectamente su definición, cuanto más se acerca a la Cristo; cuanto más unido está a Cristo el predicador, del mismo modo que él lo está con el Padre”.
Pero Cristo está, presente también por otro título en la predicación, tanto en la profética del Antiguo Testamento como en la de los apóstoles y sus sucesores. Como redentor del género humano, ha merecido la gracia que confiere la predicación de la humanidad de Cristo es la fuete de toda gracia. Esta mana de su muerte y de su resurrección, para inundar las almas. Cristo hombre se halla, pues, constantemente presente en la palabra de los predicadores, como causa meritoria de la gracia que ésta confiere.
10. La función del Espíritu Santo
Además del papel de Cristo, hay que tener también en cuenta la función del Espíritu Santo. En su carta a los fieles de Efeso, al hablar del misterio, del designio divino de la salvación, que ha permanecido oculto durante siglos, san pablo afirma que ha sido revelado por Dios “a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu” (Ef 3,5). La revelación se realiza, pues, en el Espíritu Santo y éste tiene parte también el a revelación. El Espíritu Santo está en el origen de la revelación, porque es él quien escudriña las profundidades de Dios (1 Cor 2, 10). Y en el se conoce Dios a sí mismo. Pero si la revelación se realiza en el Espíritu, también se realiza en el Espíritu su proclamación al mundo. “Y nosotros, continua el apóstol, no hemos recibido el Espíritu del mundo sino el Espíritu de Dios para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. De estaos os hemos hablado, y no estudiadas las palabras con estudiadas palabras aprendidas del Espíritu, adaptando a los espirituales las enseñanzas espirituales… Más nosotros tenemos el pensamiento de Cristo” (1 Cor 2, 10, 12 – 16). El Espíritu Santo, pues, está presente en el predicador, conserva la palabra recibida, el descubre su sentido y preside toda la obra de la difusión de la palabra. Por ellos prometió Jesucristo a sus apóstoles que se lo enviaría, paa que permaneciese siempre con ellos los guara en el conocimiento de toda la verdad (Jn 14, 16, 26).
Así pues, las tres divinas personas están presentes y actúan en la palabra del predicador. El Padre, como aquel por quien el Padre la dice, y el Espíritu Santo, como el único que puede escudriñar en las profundidades de Dios los misterios que comunica esta palabra y puede hacerlos fecundos en el corazón de los oyentes.
11. Cristo, objeto y sujeto de la predicación
De esta forma, la palabra de Dios, el Verbo hecho carne es al mismo tiempo sujeto y objeto de la predicación. Él es quien habla y él mismo es el objeto de su palabra. ¿De qué podría hablar Dios, sino de si mismo? Jesucristo no habló otra cosa que lo que había visto y oído a su Padre (jn 8, 26; 15, 15).
Hablando de Maria Magdalena, que sentada a los pies de Cristo escucho su palabra, san Agustín escribe: “ ¿De dónde le venia el gozo (A María) cuando escuchaba? ¿Qué comía? ¿Qué bebía? ¿Sabéis qué comía y qué bebía? Preguntémoselo al Señor mismo, que tal mesa dispone para los suyos; preguntémoselo a él. Bienaventurados dice, los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán hartos. Era de aquesta fuete, de aquesta granero de la justicia tomada la santa María, sentada a los pies del Señor, algunas migas; de justicia estaba ella hambrienta. Dábasela el Señor entonces en la medida en que podía ella tomarla… ¿De dónde, vuelvo a preguntar, se le derivaba el gozo a Maria? ¿Qué comía? ¿Qué bebía tan ansiosamente su corazón? La justicia, la verdad. La verdad era su gozo; la escuchaba, anhelaba la verdad, suspiraba por la verdad… hambrienta, comía la verdad; sedienta, bebía la vedad, sin que, al tomarla, menguase aquello de que se alimentaba. ¿de qué se deleitaba Maria? ¿Qué comía? Estoy aquí detenido por el gozo que siento yo también, me atrevo a decir que comía la mismo a quien oís. Porque si comía la verdad, ¿no dijo acaso él: “Yo soy la verdad?” (Jn 16,6).
Se trata de un misterio profundo. Dios se hace hombre para hablar al hombre, para manifestarle su designio de amor, para entablar con él un diálogo de Padre a hijo, de amigo
a amigo. Y, al hablarle, le descubre quién es y qué ha hecho por él, para inducirle a aceptar su designio de salvación.
De este modo, el problema de predicación ha quedado más claro. No se trata únicamente de transmitir el conocimiento de una persona, sino de escuchar a esta persona que llama, que invita, de distinguir y aceptar su voz en la vos del hombre, en que se oculta.
4. LA MEDIACIÓN DE LA PALABRA HUMANA
En la predicación, aparte del aspecto principal, la palabra de Dios, se da también un aspecto instrumental y secundario, la palabra del hombre.
Dios entra en contacto con el hombre, le habla y le comunica su designio de salvación, sirviéndose de un medio. En el mismo instante en que desvela su faz y penetra en el tiempo, se esconde bajo el vuelo de una envoltura sensible: la palabra humana.
1. Predicación y misterio
San Pablo dice, en su primera carta a la Iglesia de Corinto: “Pues por cuanto no conoció en la sabiduría de Dios el mundo a Dios por la humana sabiduría, plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor 1, 21). Entre Dios, que es el protagonista principal de la salvación, y el hombre, que es su beneficiario, media la predicación; a la que el apóstol llama “locura” para los paganos (1Cor 1, 23), sino también porque el medio parece desproporcionado al fin que se propone. Lo que no consiguieron los sabios de ese
mundo con los recursos de su elocuencia, lo consigue Dios con un medio en apariencia frágil e inadecuado.
Pero Dios pensó la salvación en el misterio, en un designio concebido desde toda la eternidad y preparado para ser dado a conocer en la plenitud de los tiempos. La predicación, por consiguiente, es el medio por que actúa la revelación de éste plan. Lo afirma san Pablo en su carta a Tito; “pablo, siervo de Dios apóstol de Jesucristo conforme a la fe de los escogidos de Dios y al conocimiento de la verdad, que se ajusta a la piedad, en la esperanza de la vida eterna desde los tiempos antiguos, prometida pro Dios, que no miente, que a su debido tiempo manifestó su palabra por la predicación a mi confiada, según el mandamiento de nuestro salvador, Dios” (Tit 1, 1-3). En el marco de la salvación, la predicación está ordenada a la revelación de la “piedad”, es decir, del ministerio, es parte del plan salvífico de Dios; el medio por el que se realiza el encuentro entre Dios y el hombre.
En la carta a los fieles de Efeso, la relación entre predicación y misterio es aún más clara. Al apóstol le “fue otorgada esta gracia anunciar a los gentiles a la incalculable riqueza de Cristo y darle luz acerca de la disposición del misterio oculto desde los siglos en El Dios, creador de todas las cosas”(Ef 3, 8 – 9; Rom 16, 25 -26). Los paganos conocen, mediante la palabra del apóstol, lo que Dios ha dispuesto para ellos desde toda la eternidad., a los colosenses les dice que le ha sido encomendado “llevar a cabo la predicación de la palabra de Dios, el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones” (Col 1, 25 – 26). La predicación, pues, forma parte de la economía del misterio y es el medio que Dio ha establecido para comunicar a los hombres su plan salvífico. Para entablar contacto con el hombre y llamarlo a la salvación, Dios ha escogido mediadores: los predicadores de la palabra. Él es quien llama, pero lo hace “por medio de nuestra evangelización” ( 2 Tes 2, 14), “por medio del evangelio”, del que los apóstoles de la iglesia han sido constituidos heredados y doctores (2 Tim 1, 10 – 11).
2. La predicación, fase de la historia sagrada
Aún hay más. La predicación no es únicamente el medio del encuentro entre Dios y el hombre, parte integrante de la historia de la salvación, sino también una fase de esta historia, o, más exactamente, su última fase, que se prolonga desde la ascensión de Cristo hasta su última venida. “El deber misionero de la Iglesia, dice O. Cullmann, da sentido, dentro pero, el primer paso lo realiza la palabra. Por ello dice P. A. Liége, hasta la parusía, y esto en relación con la soberanía actual de Cristo”. El período actual de la historia sagrada es el de la predicación, el de la proclamación del mensaje cristiano a todo el mundo. Su fin es éste: dar a conocer a todos los hombres, sin distinción de raza ni país, el plan salvífico de Dios. La parusía no llegará antes de que esta proclamación haya llegado hasta los confines del orbe (Mc 13, 10; Mt 21, 14).
Cullmann interpreta también este sentido un pasaje dudoso de la segundo carta a la Iglesia de Tesalónica: “Y ahora sabéis qué es lo que le contiene hasta que llegue el tiempo de manifestarse. Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que le retiene sea apartado” (2 Tes 2, 6 – 7). Vairo exegetas opinan que el impedimento(lo que le contiene) es el imperio romano que, mediante su autoridad, impide a las fuerzas de la persuasión anticristiana desencadenarse. Cullmann, por el contrario, enlazando con una tradición que es remonta hasta Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto, opina que este impedimento es la predicación misionera de la Iglesia. La parusía no puede llegar, como dice Jesucristo (mt 24, 14; Mc 13, 10), antes de que el evangelio haya sido predicado en todo el mundo, hay que concluir que la predicación misionera de la Iglesia es el impedimento que retiene el fin, mientras que el apóstol a quien está encomendada la predicación constituye el impedimento personal que lo retiene actualmente.
Cullmann explica también en este sentido el significado del jinete montado sobre caballo blanco, de que habla el libro del Apocalipsis (Apoc 6, 1-9). Relacionado este texto con Apoc 19, 11, donde el jinete que monta el caballo blanco “la palabra de Dios”, deduce que también en el primer texto debe tratarse de la predicación del evangelio. La predicación es
en efecto, la última fase de la historia del mundo y, por tanto, un signo precursor del anticristo.
La predicación es, pues, la protagonista del esta fase de la historia del mundo, el medio de que Dios se sirve para realizarla. Realiza en el ámbito de la historia universal lo que la palabra de Dios, comunicada a los profetas, realizó en el marco limitado de la historia del pueblo elegido. La predicación constituye la gran realidad de los últimos tiempos, la única en la que todos están interesados y frente a la cual deben adoptar una postura. Con relación a ella, los mismos sacramentos se sitúan en un plano más particular, ya que suponen la aceptación de la palabra. La predicación es ciertamente la gran realidad de esta fase de la historia; todo lo demás está en función de ella o depende de la actitud tomada ante ella. Si, como escribe Cullmann, después de la resurrección, los sacramentos “ocupan el lugar de los milagros operados por Cristo a partir de la encarnación”, podemos afirmar que la predicación ocupa el lugar del mismo Cristo, que habla e invita a entrar en su reino, es la continuación y prolongación de la palabra de Cisto. Schnackenburg dice, resumiendo este carácter de la predicación, que constituye “aun acontecimiento escatológico de proyección cósmica”.
3. La predicación, media de gracia
La predicación no es únicamente el medio por el que Dios da a conocer al hombre su designio de salvación, sino también un medio de gracias, un acto salvifico. No sólo anuncia la salvación sino que la confiere. Su función no se limita a la inteligencia, llega también a la voluntad. Es una virtus Dei in salutem ovni credenti (Rom 1, 16).
Es lo que afirma san Pablo en un conocido texto de su primera carta a los tesalonicenses: “por esto, incesantemente damos gracias a Dios de que, al oír la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es, y que obra eficazmente en vosotros, que creéis” (2, 13). No se trata, pues, de una
simple palabra humana carente de eficacia, sino de la palabra de Dios portadora de un misterio que se hace presente en el alma de quien la recibe con fe. En su carta a los romanos, el apóstol precisa mejor en qué consiste esta fuerza. La palabra del evangelio produce místicamente aquello que anuncia. “Sin embargo, os he escrito a veces más libremente, como despertando de nuevo vuestra memoria, en virtud de la gracia, que por Dios me fue dada, de ser ministro de Jesucristo entre los gentiles, encargado de un ministerio sagrado en el evangelio de Dios, para procurar que la oblación de los gentiles sea aceptada, santificada por el Espíritu Santo” (Rom 15, 15- 16).
¿Qué es lo que produce la palabra de Dios en quien, la recibe, que le convierte en ofrenda agradable a Dios? En primer lugar, la fe, base de todo el orden sobrenatural, sin la cual “es imposible agradar a Dios (Heb 11, 6). En fin del mandato que el apóstol ha recibido es promover a la obediencia de la fe a quienes le escuchan (Rom 1, 5). La predicación es el instrumento pro el que se comunica la fe. San Pablo lo subraya en un pasaje de su carta a la iglesia de Roma. Para salvarse, dice, hay que confesar y creer que Jesucristo es el Señor que ha muerto y ha resucitado (Rom 10, 13). Y continua: “pero ¿cómo creerán sin habar oído? Y, ¿Cómo oirán si nadie les predica ¿ Y, ¿Cómo predicarán si no son enviados?. Según está escrito: ¿Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien! Pero no todos obedecen el evangelio. Porque Isaías dice: Señor, ¿Quién creyó nuestro anuncio?. Por consiguiente, la fe viene por la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rom 10, 14-17). La predicación, por tanto, es el vehículo de la fe; hace de puente entre Dios y el hombre; establece el primer contacto entre el creador y la criatura, entre Dios que llama y el hombre que debe responder. Igual que la salvación depende del conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4), éste depende de la predicación, que es el instrumento de la fe.
Al comunicar la fe, la predicación comunica también la vida eterna, que es una consecuencia de la fe. “En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envio tiene la vida eterna y no es juzgado, porque paso” de la muerte a la vida (Jn 5, 24). Y añade después: “ llega la hora, y es ésta, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharen, viviran” (Jn 5, 25). La palabra de Jesucristo es tan
poderosa y eficaz que quien la recibe por la fe alcanzará la vida eterna. La llevará de la muerte a la vida y operará en él un cambio tan radical que le convertirá en hijo de Dios. A cuantos reciben al Verbo, la palabra de Dios hecha carne, “dióles poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn 1,12). Las palabras de Cristo son “espíritu y vida” (Jn 6, 63), porque él es el manantial de la vida: “El que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno” (Jn 7, 38).
Pero antes de dar la vida eterna, la palabra debe limpiar los pecados. Ella tiene este poder: “Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado”, dijo Jesucristo a sus discípulos en la última cena (Jn 15, 3). Después de haber purificado al hombre la palabra le santifica en la verdad, porque la palabra de Cristo, la cual el Padre pronuncia en él, es verdad (jn 17,17). El apóstol santiago dice que Dios “nos engendró por la palabra de la verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas” (Sant 1, 18). Y exhorta a los cristianos a “recibir con mansedumbre la palabra injertada (en vosotros), capaz de salvar (vuestras) almas” (Sant 1,21).
Con toda razón, por consiguiente, puede afirmar el Nuevo Testamento que la predicación es palabra de vida (Fil 2, 16), de salvación (Hech 13, 26), de gracia (Hech 14, 3) de reconciliación (2 Cor 5, 19), de verdad (Ef 1, 13). Es una palabra que da la vida, la salvación, la gracia, la reconciliación, la verdad. La palabra del apóstol encierra una fuerza particular: a quien la recibe, le da el poder de convertirse en hijo de Dios (Jn 1, 12).
Los padres de la Iglesia repiten esta doctrina de la Escritura y, a veces, con los mismos vocablos. Según ellos, la palabra de Dios es omnipotente, un hacha que corta las piedras, una espada con la que se abaten los enemigos y se ocasiona la división en las familias, un pan que nutre sin disminuir nunca, una semilla que engendra la vida divina, el vehículo de la fe, una fuerza que nos libera de cadenas del mal y de la mala vida, una medicina contra todas las enfermedades, que proporciona la paz, la inmortalidad, la ayuda y la fuerza contra los dos grandes tormentos de la vida: el temor y el dolor. San Buenaventura, sintetizando la doctrina de los textos bíblicos, afirma que la palabra de Dios purifica el alma de toda culpa,
la salva de la ira, la libera de la impureza, la vivifica produciendo, conservando y desarrollando en ella la vida de gracia, la ilumina para que crea, la fortalece en la profesión de la fe, la leva instruir a los otros, las entiende en el amor, la deleita en la devoción, la consuela en la esperanza de la eternidad.
Esta eficacia es consustanciada a la palabra misa de Dios, es una característica suya. En la palabra está presente Dios, y esta presencia, así como su contacto con el hombre, no puede menos de ser eficaz. “Decire Dei, enseña santo Tomás, est facere: Dixit et facta sunt”.
Esta eficacia, sin embargo, no es unilateral, sino ambivalente, en la intención divina, la predicación es palabra de salvación y de vida; pero la mala voluntad del hombre puede transfórmala en palabra de condenación. El hombre puede aceptarla o rechazarla. “ ¡Duras son estas palabra!, dijeron los judíos después del discurso de Jesucristo sobre el pan de vida. ¿Quién puede oírlas?” (Jn 6,60). Para aceptar la palabra hay que estar bien dispuestos, pertenecer a las ovejas de Cristo, al menos de deso (Jn 10,26); hay que ser de Dios )Jn 8, 47). En el caso contrario, el hombre rechaza la palabra de vida y sella su propia condenación. “ si alguno, dice Jesucristo, escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo… El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene ya quien le juzgue; la palabra que yo he hablado, ésta le juzgará en el último día (Jn 12, 47 – 48). Igual que quien recibe la eucaristía mal dispuesto se come su propia condenación (1Cor 11,29); así también se come su propia condenación quien escucha la palabra mal dispuesto y no la acepta en su alma. En este caso, la palabra que Dios ha dado al hombre para que origine la vida, se convierte en instrumento de muerte.
Pero en ambos casos, ya se la acepte ya se la rechace, la palabra es eficaz. Una vez que ha salido de la boca de Dios, no vulva hacia vacía, sino que cumple su misión (Is 55,11).
4. La predicación engendra a la Iglesia
Al causar la fe y la salvación, la predicación engendra esta sociedad de fe y salvación que es la iglesia. Así mismo como la fe nace de la predicación, de la predicación produce la Iglesia. “Quien os engendró en Cristo por el evangelio, dice san Pablo, fui yo” (1 Cor 4, 15). La palabra de Dios opera en los oyentes una elección, una separación entre quienes están llamados a la salvación y a constituir, por tanto, la comunidad de salvación a , y los que no están llamados. “A vosotros os ha sido dado a conocer el misterio del reino de Dios, dice Jesucristo, pero a los otros de fuera todo se les dice en parábolas, para que mirando, miren y no vean; oyendo , oigan y no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados” (Mc 4, 11 -12). Según san Pablo, los apóstoles son aquellos por medio de los cuales Cristo difunde el perfume de su conocimiento, “en los que salvan y en los que se pierden; en éstos, olor de muerte para muerte; en aquellos, olor de vida para vida” (2 Cor 2, 15 -16).
El no escuchar la palabra de Dios y no comprender su sentido es señal de estar poseído del demonio. “Por qué no entendéis mi lenguaje?, dice Jesucristo. Porque no podéis oír mi palabra. Vosotros tenéis por padre al diablo, queréis hacer los deseos de vuestro padre… Pero a mi, porque os digo la verdad, no me creéis” (Jn 8, 43 -45).
El libro de los hechos nos manifiesta la formación y el crecimiento de la Iglesia bajo la acción de la palabra. El día de Pentecostés , después del discurso de Pedro, una multitud de oyentes se precipita a los apóstoles, deseosa de convertirse y pregunta: “ ¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hech 2,37). Jesucristo. Pedro le exhorta a convertirse y bautizarse en el nombre de Jesucristo. Y el autor nota: “Ellos recibieron su palabra y se bautizaron, y se convirtieron aquel día unas tres mil almas” (Hech 2,41). La palabra de Dios anunciada por Pedro ha dado origen al primer núcleo de la Iglesia naciente. Después del discurso que pronunció Pedro tras la curación del paralítico, “muchos de los que habían oído la palabra creyeron, hasta el número de unos cinco mil” (hech 4, 4). Interviene aún la palabra para acrecentar el número. “La palabra de Dios fructificaba y se multiplicaba grandemente el número de los discípulos en Jerusalén, y numerosa muchedumbre de sacerdotes se sometía la fe” (Hech 6, 7). Es también la palabra de Pedro la que proporciona a la Iglesia el primer
núcleo de paganos (Hech 10, 44 -48). Más tarde, la palabra de Pablo conquistará par ala Iglesia el pueblo numeroso” que Dios tiene en Corinto (Hech 18, 10) ye n otras ciudades del imperio romano. Vendrá después la palabra de los sucesores de los apóstoles, que llamará a la Iglesia a los paganos de todo el mundo.
Para que se establezca la Iglesia, es necesario el bautismo; pero el primer paso lo realiza la palabra. Por ello dice P. A. Liége que antes de reunirse en torno a la fuete bautismal, la Iglesia se reúne en torno a la palabra”.
5. La predicación opera el crecimiento de la iglesia
La palabra no solo engendra a la Iglesia, llamando a los hombres a entrar en ella, sino que la consolida también y opera su crecimiento hasta que alcance la madurez total. Jesucristo comparó a la Iglesia con un grano de mostaza, que va creciendo hasta convertirse en árbol, donde pueden anidar los pájaros (Mt 13, 31 -32); con la levadura que la mujer introduce en la harina para que fermente toda la masa (Mt 13, 33). Pablo, dirigiéndose a los cristianos de Galacia, dice que sufre aún “dolores de parto hasta ver a Cristo formado en ellos” (Gál 4, 19). No basta, pues, que los haya engendrado para Cristo con la palabra del evangelio (1 Cor 4, 15); debe continuar engendrándolos hasta que hayan alcanzado la plenitud de Cristo (EF 4, 13). La fe que siembra la palabra predicada en el corazón de quien la recibe, no alcanza a su medida exacta desee el primer instante, sino que es un germen que debe ser alimentado para que crezca y alcance la madurez. Es, pues, necesario que la palabra de Dios, que ha entablado el primer contacto, siga “habitando” en los fieles, crezca y adquiera profundidad, desplegando “toda la riqueza de Cristo” (Col 4, 16).
Por esta causa, san Pablo distingue entre una predicación que da a “beber” y una predicación que da comida más sólida (1 Cor 2, 1- 2). La primera anuncia a Cristo crucificado (1 Cor 1, 23 ), y la segunda, la “sabiduría”, es decir, todo el plan divino de la salvación (1 Cor 2, 2 -6). La primera está destinada a los “carnales”, esto es, a los paganos sumergidos aún en el pecado; la segunda, a los “espirituales”, a los cristianos iluminados ya
por Cristo. A parte de la predicación misionera, existe la predicación catequética y litúrgica, que consiste en la profundización de la anterior.
En otro lugar, el mismo apóstol compara la Iglesia con un edificio cuyo arquitecto es el predicador. En su trabajo de construcción, primero planta los cimientos y después construye sobre ellos el edificio. La palabra del misionero echa los cimientos, y la del catequista y el licurgo constituyen después el edificio (2 Cor 3, 10s).
Con toda razón, pues, el Nuevo Testamento designa a los cristianos con el apelativo de “llamados”. En efecto, han respondido a una llamada, a la que Dios les ha dirigido por medio de sus enviados. La Escritura denomina también a los fieles “llamados de Jesucristo” (Rom 1, 6), “llamados a ser santos, con todos los que invocan el hombre de Jesucristo en todo lugar” (1 Cor 1, 2), “llamados a su reino y gloria” (1 Tes2, 12). Cristo es objeto de secándolo para los judíos y locura para los paganos, pero “para los llamados, ay judíos, ya griegos, Cristo es poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 23 – 24).
El cristianismo es, pues la religión hecha visible. Este aspecto le distingue del paganismo y del judaísmo. “Los griegos buscan, sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1, 22 – 23).
6. La predicación, lugar del encuentro con Dios
De cuanto llevamos dicho, se deduce lógicamente una consecuencia: la predicación es el vehículo de la comunicación entre Dios y el hombre. Junto a la causalidad principal de Dios y a la palabra que Dios dice, está la causalidad instrumental la de los profetas del Antiguo Testamento, como la de Cristo encarnado y la de la Iglesia, es el vehículo portador de la palabra que Dios dirige al hombre. Es Dios quien habla, pero para hacer oír su voz, emplea un instrumento humano: la Iglesia con sus predicadores de este modo, la predicación de la Iglesia constituye, desde la ascensión hasta la parusía, el medio y el lugar en que se realiza
el encuentro de Dios con el hombre. El hombre encuentra a Dios en la palabra de la Iglesia. Aceptar o rechazar a Dios mismo (Lc 10,16). Cristo está presente en la Iglesia, que predica el evangelio hasta la consumación de los siglos (Mt 28,16-20). Como no es posible ir al Padre si no es por Cristo (Jn 14,6), tampoco es posible ir a Cristo si no es por la Iglesia (Lc 10,16; Mt 28,16-20). Por eso el Nuevo Testamento puede atribuir a los apóstoles, esto es a la Iglesia de la que son el cimiento, lo mismo que atribuye a Cristo. De igual forma que Cristo es la Luz del mundo (Jn 8,12,) los apóstoles son también luz del mundo (Mt 5,14); igual q Cristo ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9), lo hacen también los apóstoles (Mt 5,16); como Cristo es signo de contracción puesto “para ruina y resurrección de muchos” (Lc 2,34), los apóstoles son “en éstos, olor de muerte para muerte, en aquéllos, olor de vida para vida” (2 Cor 2,16); si Cristo es perseguido, también lo serán los apóstoles (Jn 15,20); de la misma manera que los hombres cumplirán la palabra de Cristo, cumplirán la de los apóstoles (Jn 15,20). En verdad que “no puede tener a Dios por padre quien no tiene a la iglesia por madre”. Cristo y la Iglesia son inseparables.
7. La palabra humana
La predicación no es únicamente palabras de Dios, sino que es también palabra del hombre. Por esta causa, en el Nuevo Testamento, junto a la expresión “palabra de Dios”, “evangelio de Cristo”, encontramos otra: “palabra de hombres” o, como dice san Pablo “mi evangelio” y “mi palabra”. El apóstol habla de “mi palabra y mi predicación” (1 Cor 2,4), de “nuestro evangelio” (2 Cor 4,3), de “mi evangelio” (Rom 2,6). En la primera carta a los fieles de Tesalónica aparecen juntas ambas expresiones: “Por esto, incesantemente damos gracias a Dios de que, al oír la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es “(2,13). La palabra de Dios se esconde bajo la palabra humana, de forma que al oír la voz del apóstol, que es humana, podría creerse que procede de los hombres y no de Dios, como es en realidad. San Pablo da gracias a Dios porque los fieles de Tesalónica no han cometido semejante error. Sólo la
fe puede hacernos descubrir una en la otra. H. Schlier compendia esta doctrina diciendo: “Dios y Cristo hablan en ella, con y bajo la palabrea del hombre. El hombre… habla la palabra de Cristo y de Dios.”
8. El acontecimiento de la predicación
Hay que decir, por consiguiente, que la predicación no es sólo ni en primer lugar la comunicación de un conocimiento, de un contenido intelectual; sino un acontecimiento, el acontecimiento más decisivo de la vida de un hombre, el encuentro con Dios, un hecho que cambia radicalmente su situación en este mundo. Este acontecimiento marca, en la vida de cada hombre, el comienzo de su historia auténtica, que no es tal hasta que dios no entra en ella obligándole a una elección, a adoptar una postura. La historia de cada hombre es, en síntesis, la historia de su salvación, en la que todo se ordena a Cristo. Cuando precede el encuentro con Cristo tiende a prepararle; y cuando le sigue, está determinado por él. El encuentro entre Cristo y cada hombre acontece en la predicación de la Iglesia, antes aun que en los sacramentos. La predicación es el hoy de Dios. Dios ha hablado por medio de los profetas en el Antiguo Testamento y por medio de Cristo y de los apóstoles en el Nuevo. Pero su voz no se ha apagado, sino que resuena aún en la palabra de los sucesores de los apóstoles y sigue interpelando al hombre y llamándolo a su reino. “Hodie si vocem ejes audiertis, nolite obdurare corda vestra”, dice el salmo 94,8. Es la voz de Dios la que llega al hombre a través de la palabra de sus enviados, aunque al contrario de lo que aconteció en los profetas, en Cristo y en los apóstoles, esta voz no revela ya cosas nuevas, sino que únicamente actualiza la revelación.
La historia sagrada no se cerró con la muerte de los apóstoles, sino que se prolonga con la historia de la Iglesia. “la revelación, dice Latourelle, concebida como serie de hechos, en
los que testigos elegidos propusieron u depositaron el mensaje de dios, ha terminado. Pero este “una vez” de los acontecimientos de la salvación, no excluye el “nunca”, el “hoy”, del acto de Dios, que busca nuestro amor y nuestra fe. La llamada de Dios y los apóstoles. Conserva toda su verdad y eficacia. No se confió la palabra a la Escritura, ni la predica la Iglesia, sino con el fin de hacerla llegar a las diversas generaciones. Dios no cesa de llamarnos mediante la voz de su esposa”.
La palabra de Dios, predicada por la Iglesia, sigue realizando la historia, poniendo a Dios en contacto con el hombre, invitando al hombre a que acepte el plan de salvación. Es, como hemos dicho, la auténtica protagonista de esta fase de la historia sagrada, la única realidad verdaderamente universal, que interesa a todos sin excepción y ante la cual nadie puede permanecer indiferente.
El Nuevo Testamento emplea diversos vocablos, cuyo significado han ilustrado ampliamente algunos diccionarios modernos, para expresar la realidad de este acontecimiento. Lo más importante son ---------------junto con los sustantivos --------- y ----es el verbo que mejor expresa la naturaleza del acontecimiento propio de la predicación. En efecto, -------, en griego, significa heraldo, mensajero, aquel que en nombre del rey o por mandato suyo proclama en la plaza pública un acontecimiento de importancia decisiva para la nación. Lo que proclama, recibe el nombre de ------------, mensaje. El acontecimiento proclamado en la predicación es la voluntad salvifica de Dios, cual se manifestó en el hecho culminante de la historia: la muerte y la resurrección de Cristo. El predicador cristiano anuncia en voz alta, como hicieron los profetas del Antiguo Testamento, Juan Bautista y los apóstoles, un hecho destinado a ocasionar un viraje en la historia del mundo y en la de cada hombre.
Lo que el heraldo proclama es un acontecimiento de salvación, un evangelio, una nueva, ya que ninguna nueva puede ser mejor que la que está destinada a salvar a quien lo necesita, y además trata de hacerlo. Todo heraldo puede decir, con el ángel que se les apareció a los pastores en el nacimiento de Cristo;”os a nuncio una gran alegría, que es para todo el
pueblo: os ha nacido hoy un salvador” (Lc 2, 10 -11). A este anuncio corresponde, en el hombre; la conversión, la metonoia, el cambio absoluto de mentalidad y conducta moral.
Finalmente nos introduce en la naturaleza de la predicación. No es sólo la proclamación de una buena nueva, sino de la buena nueva que el mensajero ha experimentado ya en su propia vida. El mensajero que proclama no es únicamente un hecho que le han encomendado anunciar debido a la fuerza de su voz, sino un hecho que ha vivido en la intimidad de la persona de la que ha recibido la misión de proclamarlo a todos los hombres, para que todos vivan la misma experiencia. “lo que era desde el principio, dice san Juan, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida… lo que hemos visto y oído os lo anunciamos con nosotros” (1 Jn 1, 1-3). El verbo -------- insinúa que la predicación, además de suponer una misión, necesita, par aconseguir su efecto, para que aparezca como “buena” la “nueva” que anuncia, que la vida del predicador sea testimonio de verdad y del significado del mensaje que proclama. La predicación no debe limitarse a traer su mensaje, sino que además debe provocar “una comunión” entre los que lo reciben y el que lo anuncia. El predicador no es simplemente un heraldo, un mensajero, sino también un testigo.
9. Dimensión dinámica de la predicación
La predicación tiene, pues, dos dimensiones, que son las mismas de la palabra de Dios. Junto a la dimensión intelectual, el objeto que hay que creer, está la dimensión dinámica, la “virtus” interna que actúa en el oyente y le induce a tomar una postura, a responder a Dios que interpela.
La teología protestante de hoy pone muy de relieve este dato y reprocha la católica el haberlo ignorado totalmente. Creemos que esta observación exagerada, aunque tiene parte de verdad. Sin duda que la preocupación por distinguir la predicación de los sacramentos, ha inducido a los teólogos a dejar en la penumbra un dato bíblico incontrovertible y a
conceder, en sus investigaciones, a la predicación una importancia mucho menor que a los sacramentos. Pero es injusto afirmar que la teología católica ha ignorado totalmente este dato y no ha visto la predicación más que un aspecto intelectual.
Bástenos ilustrar sobre este punto la doctrina de F. Saurez uno de los mayores teólogos prostridentinos, y exponente de una época atenta a defender la fe católica contra las negociaciones de la herejía. También él estudia la predicación sobre todo bajo, su aspecto canónico y no la dedica ninguna investigación especial desde el punto de vista teológico. Sin embargo, cuanto afirma sobre el tema nos basta para conocer sus pensamientos en este punto.
10. La docrina de F. Suárez
Según el teólogo español, la predicación no es una simple gracia externa. Es una realidad sobrenatural instituida por Cristo y ordenada a un fin sobrenatural: la fe y la justificación. Es un medio, un órgano por el que Dios confiere la gracia.
En su comentario a Rom 10, 11, Suárez afirma que no basta con predicar a los oídos, sino que hay que predicar también al corazón, ya que la fe se acepta precisamente con él. Y añade: “Esto no se puede realizar sin el impulso interno suficiente de Dios. Mas como éste va unido a la predicación externa, Pablo en Rom 10, 11 opina que esta es suficiente para acusar de incredulidad a quienes oyendo el evangelio, no lo aceptan; por eso dice: pero ¿es que no han oído? Ciertamente que si. Por toda la tierra se difundió su voz”. En la predicación Dios da la gracia interna con la que cambia el corazón del hombre, lo renueva y le hace escuchar y recibir la palabra que le anuncia, como escribe el poeta Ezequiel (11, 19 -20). Por consiguiente, rechazar la predicación equivale a rechazar la gracia de Dios que va unida a ella.
Suárez afirma también, en un párrafo anterior de este mismo capitulo, en el que explica en que sentido Dios no niega la gracia suficiente al pecador para que se convierta, que esta gracia interna se confiere por medio de la predicación. Dios, dice debe conceder esta gracia, pero no necesariamente en cada momento. La voluntad salvífica le obliga a concederla por lo menos “en el instante oportuno” uno de estos “instantes oportunos” es precisamente la predicación, que lleva consigo la gracia necesaria para creer. Suárez dice: “para dar a conocer estos instantes oportunos, hay que señalar… que Dios concede este impulso suficiente o por medio de la palabra externa de su predicación… o de una forma puramente interna. El primer modo es el más común y necesario; el segundo es extraordinario y especia. Para conceder este impulso según la primera forma, Cristo estableció los órganos oportunos, de los que se sirve para llevar a los pecadores a penitencia”. Según el teólogo de la contrarreforma, la manera común y ordinaria de conferir la gracia interna es la predicación; esta es el órgano que cristo estableció para ello. La predicación constituye uno de estos “instantes oportunos” en los que “Dios toca el corazón y llama internamente”, sirviéndose de ella como órgano para excitar a los hombres a la fe y penitencia. Pero este impulso externo, con la sola virtud natural del entendimiento, no bastaría para realizar obras saludables “si el espíritu de la gracia no le penetrase internamente y se sirviese de tal instrumento para causar en la mente un impulso mayor”. De forma que el “impulso externo (la predicación) es como la causa segunda ordenada a tal efecto, mientras que el impulso suficiente interno de Dios es como el concurso necesario o el auxilio requerido para que la causa pueda producir efecto. Por tanto, pertenece a la providencia ordinaria de la gracia el que Dios conceda entonces (durante la predicación) el auxilio necesario”.
La doctrina de Suárez es clara. La predicación es el medio de que Dios se sirve para conferir la gracia interna necesaria, que dispone al hombre a escuchar la palabra divina y creer. Produce en el hombre un corazón huevo, como decía el profeta Ezequiel. La predicación no va dirigida únicamente al oído, sino también al corazón. Es el órgano de la gracia. Pero no se trata de una gracia que Dios concede con ocasión de la predicación, antes o después, sino de una gracia que concede con ella y mediante ella. Forma un todo con la palabra, de igual modo que el concurso divino forma un todo con la facultad que obra.
Usando la terminología escolástica, podemos decir que la predicación es el sujeto en que se contiene la gracia y a través del cual toca el corazón del oyente. La gracia externa (la predicación) y la interna forma una unidad, una causa única ordenada a producir un efecto común: la fe.
Suárez afirma con más fuerza aún su opinión en otro lugar. Al comenzar el pasaje de Juan en que Cristo afirma que si no hubiera venido y no hubiera hablado a los judíos éstos no serian responsables de su incredulidad, pero que ahora lo son porque han visto y no creyeron (jn 15,22), escribe: “Por consiguiente, aunque Cristo nombre sólo los auxilios externos (su predicación), incluye en ellos también los internos, quae medio verbo Di tambquam organo divinae virtuis tribuuntar. Así pues, Cristo habla también a los oídos del corazón, para excitar también a éste, porque la palabra de Dios es viva y eficaz, como dice Pablo”. La palabra predicada es el órgano de la virtud divina. No es un simple sonido, ni la expresión de un concepto, sino un sonido eficaz que obra lo que dice. Mientras anuncia la salvación, actúa en el corazón del hombre para que lo acepte y le salve. La predicación es un acto divino – humano, porque en ella obran dos causas íntimamente unidas, de tal manera que constituyen un único principio de acción.
En la predicación, junto a la verdad que se comunica y que va dirigida a la inteligencia, hay otra fuerza que obra en la voluntad e impulsa a la aceptación y actuación del mensaje. Podemos afirmar que la predicación predicación comunica la fe, pero la fe viva, destinada pro su misma naturaleza a la justificación del hombre, que entraña la infusión de la gracia santificante y el habitus didei.
11. Cambio de perspectiva
Después de Suárez, M Ripalda vuelve sobre el problema de la predicación en su tratado De ente supernaturali. Citamos este autor porque, según parece, con él se opera en la teología
postridentina un cambio de perspectiva en el concepto de predicación, que durara hasta nuestros días.
Según Ripalda, como se sabe, los actos de las virtudes naturales no difieren sicológicamente de las virtudes sobrenaturales. Por consiguiente, las iluminaciones e inspiraciones sobrenaturales que Dios concede a la inteligencia y a la voluntad del hombre, no difieren en absoluto de las naturales, que proceden de la experiencia. Sin embargo, Ripalda
admite que por una disposición positiva divina, en el presente orden de
providencia, a todo acto naturalmente bueno acompaña una gracia sobrenatural que lo eleva y lo hace saludable. El sutil teólogo prueba de estas tesis precisamente en la predicación.
En efecto, la Escritura y los padres afirman que la predicación y la lectura de la Biblia llevan anejas gracias sobrenaturales. Ahora bien, dice Ripalda, los objetos externos pueden conceder al hombre únicamente iluminaciones y emociones naturales. Si la Escritura y los padres hablan de iluminaciones y mociones sobrenaturales, hay que pensar en la intervención sobrenatural de Dios, que previene con su gracia sobrenatural los efectos bueno que suscita la predicación en el hombre, para elevarlos al orden sobrenatural y hacerlos saludables. La predicación, pues, no confiere la gracia por su misma naturaleza; únicamente puede sucitar en el hombre iluminaciones intelectuales y mociones volitivas naturalmente buenas. Pero Dios, interviniendo desde fuera, se sirve de ellas para impulsar con su gracia el amor de los objetos que se proponen. Al comentar el principio teológico de que Dios no niega la gracia a quienes hacen cuanto está a su alcance, el teólogo escribe: “El quinto argumento y el más fuerte (En pro de este principio) nos lo brinda el hecho de que las llamadas internas sobrenaturales van infaliblemente unidas a las llamadas externas, que son en sí mismas simples pensamientos e impulsos naturales, como por ejemplo a la predicación de la palabra de Dios, a la instrucción de amigos y superiores… que ofrecen la oportunidad de que se inserte en ellas la gracia de Dios, para mover a la voluntad al amor de los objetos que proponen. Esto no podría acontecer sin una ley de Dios, que la actividad de todas las criaturas no puede en modo alguno causar con sus solas fuerzas tales impulsos sobre naturales. Esta inspiraciones internas y sobrenaturales que tienen lugar en tales
acontecimientos se deben únicamente a la voluntad de Dios y
a
la ley que Él ha
establecido”.
Para explicar porque Dios ha querido obrar de este modo, el autor recurre a la providencia divina, que para la salvación de las almas ha querido asociar a su obra a la Iglesia con sus ministros. Dios ha determinado intervenir directamente con su gracia para transformar en sobrenaturales las iluminaciones y mociones naturales que sólo la predicación puede suscitar. Y concluye: “Quede, pues, en claro que la gracia sobrenatural interna va unida, por una ley divina, a la predicación e instrucción humanas, que por sí mismas sólo pueden producir en la voluntad movimientos y afecciones puramente naturales”.
Con esta tesis, Ripalda reduce la predicación a una simple gracia externa, incapaz de producir en el hombre actos sobrenaturales. No capta la originalidad d ela predicación como medio de gracia, como vehículo de la acción divina. Preocupando por demostrar una teoría que le agrada, se limita a acumular argumentos a favor de la misma, sin tomarse la molestia de examinar los textos bíblicos y patrísticos en su verdadero sentido. Para él está fuera de dura que un objeto externo, como la predicación, no puede conferir gracias sobrenaturales. En la predicación no ve más que un magisterio externo, que es obra del hombre, y no la presencia de Dios que, mediante ella, entra en contacto con el hombre y le llama a la fe.
Es difícil valorar hasta que punto las ideas de Ripalda han influido en el desarrollo de la teología de la predicación. Pero es un hecho indiscutible que en cierto momento desaparece, entre los teólogos, la idea de la predicación como medio de gracia. En un artículo del teólogo alemán Jonannes Kuhn, el año 1855, se lee: “la palabra de Dios no es, en sentido estricto, un medio de gracia. Escucharla no lleva a ninguna gracia consigno: ni el perdón de los pecados ni la renovación interior del hombre. La predicación del evangelio nos conduce más bien a la fe, para ser después, como creyentes, justificados por los sacramentos”. En lo sucesivo, los teólogos hablarán cada vez menos de la predicación. Se conformarán con enumerarla entre las gracias externas, que contrariamente a las internas,
nada causan en el alma. Más aún, añadirán que, en sentido propio ni siquiera puede llamarse gracia.
La evolución en sentido negativo de la teología de la predicación puede considerarse como un reflejo del espíritu antiprotestante que caracteriza la teología postridentina. Creemos que nadie puede dudar de esto. El problema consiste, más bien, en determinar si el espíritu polémico ha ejercido un influjo directo en la concepción teológica de la predicación o simplemente un influjo directo. No podemos hablar de un influjo directo después de haber visto el caso de Suárez, que tiene un concepto tan exacto de la predicación como medio de gracia. Y precisamente él, que es, tal vez, el teólogo más grande de la contrarreforma.
En realidad, el influjo de la contrarreforma ha sido éste: no permitir a los teólogos dedicar a la predicación todo el interés que merece. Preocupados pro responder a los ataques de los adversarios y a refutar sus tesis, concentraron todas sus fuerzas en los puntos más discutidos de la teología. De este modo, la predicación, que nunca fue negada por los protestantes sino que, por el contrario, fue enormemente valorizada, quedó fuera del marco de su investigación o entró en él sólo ocasionalmente. Además, la reacción antiprotestante, al obligar a los teólogos a la controversia, favoreció aquel extrinsecimo que constituye uno de los mayores defectos de la teología postridentina. En este aspecto, es característico Ripalda. Con él, como hemos dicho, decae y se pierde el concepto de la predicación como medio de gracia. La predicación se convierte en una simple gracia externa, un magisterio externo, aunque ejercido a la misión divina. No es lugar del encuentro entre Dios y el hombre o lo es únicamente en un sentido muy amplio e impreciso. Este extrinsecismo constituye, a juicio nuestro, la causa de la decadencia del concepto de predicación.
12. La doctrina de los predicadores
Entre los predicadores la situación es diversa. En armonía con sus ideas sobre la presencia de Dios en la predicación, ven en éste medio de gracia.
Hemos aludido antes a los predicadores medievales. Muy entrada ya la edad media, san Bernardino de Siena mantiene esta doctrina como un hecho indiscutible: “Admiranda sut opera verbi Dei, escribe; per ipsum enim vita amoris et caristatis in anima generatur et nutritur et in argumentum maximun augmentatur”. No encuentra una imgen más apta que el sol, para expresar toda la fecundidad y eficacia de la palabra divina. Como el gran astro que brilla en el firmamento de la vida, la conserva y la aumenta, así la palabra de Dios ilumina el alma esclava del pecado ahuyentando las tinieblas en que está envuelta, la inflama derritiendo el hielo de la malicia, y la fortalece extinguiendo las obras d ela iniquidad, ilumina el entendimiento, inflama el afecto e impulsa a realizar obras en el amor. El santo de Siena ilustra esta cualidad de la predicación a lo largo de todo el semo que se titula de fructibus verbi Dei.
Durante todo el siglo XVII, en plena polémica antiportestante, el concepto de la predicación como medio de gracia permanece muy vivo.
j. Bossuet reprocha a quienes ven la predicación un simple entretenimiento agradable que acaricia los oídos, con estas palabras: “Consideremos, cristianos, que la palabra del evangelio que se nos tramite de parte de Dios, no es un sonido que se pierde en el aire, sino un instrumento de la gracia… El Hijo de Dios, único mediador de nuestra salvación, ha querido elegir la palabra como instrumento de su gracia y órgano universal del Espíritu Santo para la santificación de las almas”. La palabra actúa en los sacramentos y los hace capaces de producir la gracia; esta eficacia la conserva también en los púlpitos: “No pensemos que la palabra es inútil cuando actúa desde los púlpitos; aquí obra de otro modo, pero siempre como órgano del Espíritu de Dios”. Después enumera toda la fecundidad de la palabra, tal como se deduce de la historia de la Iglesia.
El pensamiento de Bourdoloue es semejante: “Es un medio de salvación, dice apropósito de la predicación, ya que, como enseña el apóstol, mediante ella Dios determinó salvar al mundo (1 Cor 1,21). El ha antepuesto este medio atodos los demás que le sugería su divina providencia, porque era, en efecto el más apto y necesario”. Y lo demuestra pro el hecho de
que únicamente de la predicación puede nacer la fe, fundamento de la justifición y de todos los demás dones que Dios puede conceder al hombre.
No queremos omitir tampoco un texto de P. Segneri: “No voy a decir escribe, que únicamente por la predicación, como por una luz celestial, derrame Dios sobre nosotros los auxilios de la gracia eficaz. Reconozco que puede servirse de otros muchos medios para ellos (Job 23,14). Pero creo que uno de los medio mas comunes y mas aptos, de que Dios suele servirse ordinariamente para abatir a los pecadores”.
Es fácil constatar que en época más reciente la idea de la predicación como medio de gracia se atenúa, incluso entre los predicadores. Es fácil constatar que en época más reciente la idea de la predicación como medio de gracia se atenúa, incluso entre los predicadores. Significativo a este respecto nos parece el pensamiento de Scrtillanges. Aunque conoce los efectos de la palabra de Dios y dice que es “por si misma irresistible, irrefragable, decisiva u creadora” y lo prueba por san Pablo (1 Tes 2, 23), cuando trata d edefinir esta eficacia con términos teológicos se advierte aún lejos está de atribuir a la predicación una eficacia propiamente dicha. En efecto, le pone en la misma línea de los sacramentos, “ritos que expresan a su modo el carácter sacramental de la iglesia”, y define la predicción como “una ceremonia piadosa, que tiene por fin, igual que los demás actos religiosos, acercarnos a Dios por medio de Cristo y que va unida naturalmente, por este título, al rito central, que es la misa, al sacramento de los sacramentos, que es la eucarítia”. Ahora bien, si la predicción es un sacramental, no confiere la gracia por sí misma debido a una institución diviana, no es medio de gracia más que en sentido amplio. Sertillanges manifiesta el temor de que se confunda la predicación con los sacramentos.
Este mismo temor ha impedido también a G. Zocchi ver en la predicación un vehículo de la gracia, a pesar de tener una idea bastante clara de que Dios habla provoca de los predicadores. “Aunque es cierto, escribe, que la eficacia máxima de la predicación radica en la virtud divina, no hay que entenderla como algo inherente a la predicación por sí
misma, tal como sucede en los sacramentos, ni totalmente independiente del predicador, como si obrara ex opere operato.
En los dos últimos autores, se echa de ver claramente la falta de una visión teológica exacta y profunda del ministerio de la palabra y de su naturaleza. Era difícil que se conservase pro largo tiempo entre los predicadores, después de haberse eclipsado entre los teólogos. Si algunas veces encontramos entre los oradores sagrados expresiones que pueden hacernos creer en la permanencia de la doctrina de los grandes predicadores del siglo XVII y de Suárez, se debe más bien a una intuición que tienen de la originalidad del ministerio de la palabra que a una visión ideológica precisa.
13. Preeminencia de la predicación
La predicación es el vehículo de la gracia y, en particular, de esta gracia fundamental que es la fe.
Esta estrecha relación que tiene con la fe nos explica su preeminencia entre los ministros de la Iglesia.
En primer lugar, la predicación es más importante que las obras de caridad. Cuando el crecimiento de la comunidad cristiana exige sustraer un tiempo más largo a la predicación para dedicarlo a la distancia, los apóstoles no dudan ante el dilema. Escogen la predicación. “No es razonable que nosotros, abandonemos el ministerio de la palabra de Dios, dijeron para servir a las mesas” (Hech 6,2). Pro esta causa eligen diáconos a quienes encomiendan esta actividad, mientras que se reservan para si “la oración y el ministerio de la palabra (Hech 6,4).
Según san Pablo, entre los dones que concede el Espíritu Santo a los fieles, ocupan el primer lugar lo que se refieren a la predicación. “A uno, dice, le es dada por el Espíritu la
palabra de sabiduría, a otro, la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu” (1 Cor 12,8). Los demás dones del espíritu, pone en primer término el de “profecía” (1 Cor 14,1). La razón que da es de tipo social. “El que habla lengua, habla a Dios, no a los hombres”, mientras que “el que profetiza, habla a los hombres para su edificación, exhortación y consolación” (1 Cor 14, 2-3). Y añade que desea que todos los fieles posean muy bien que todos los fieles posen el don de lenguas, pero que desea más que profeticen. “yo veo muy que todos vosotros habléis en lengua, pero mejor que profeticéis; pues mejor es el que profetiza que el que habla en lengua, a menos que también interprete para que la iglesia reciba edificación” 1 Cor 10,5). Entre los presbíteros que merecen doble honor, corresponde el primer lugar a los que se ocupan de la predicación y la enseñanza (1 Tim 5, 17).
Finalmente, la predicación es más importante que la administración de los sacramentos, incluido el bautismo. Durante su vida pública, Jesucristo, consciente de que el Padre le había enviado a predicar el reino de Dios (Lc 4, 43), dejaba en penitencia. San Juan lo señala expresamente (4, 43), dejaba en manos de sus apóstoles la administración del bautismo de penitencia. San Juan lo señala expresamente (4,2). San Pablo hacía otro tanto, y para justificar su proceder reservándose la predicación, recurre directamente al mandato de Jesucristo: “Que no me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar” (1 Cor 1, 17). Probablemente hay que buscar en el ejemplo de Cristo y de san Pablo, la causa de que los obispos de los primeros siglos se reservan para si el ministerio de la palabra y
no
permitirán ejércelo a los simples sacerdotes sino en época muy tardía. En África, san Agustín el primer presbítero a quien se le permitió predicar, el hecho llamo tanto la atención, que el papa Celestino escribió a los obispos de Italia para que no imitasen este mal ejemplo.
La enorme variedad de vocablos con que el Nuevo Testamento designa la predicación nos da también una idea de su importancia. La señal de la riqueza de un fenómeno tan importante en la vida de la Iglesia.
Por consiguiente, en el presente orden de providencia, en el que Dios ha querido que la fe nazca de la proclamación, la misma importancia y necesidad que la fe. La fe es imposible agradar a Dios (Heb 11, 6), pero sin la predicación es imposible la fe (Rom 10,17). Ambas realidades se hallan en el mismo plano. Sin embargo, como se trata de una ley positiva divina, en caso de necesidad, la predicción puede ser sustituida por otros medios. Esta necesidad puede provenir del hecho de que la predicción no puede llegar en breve tiempo a todos los hombres extendidos por el mundo. La fe se extiende progresivamente, como dio a entender el mismo Jesucristo, cuando ordenó a sus apóstoles predicar el evangelio primero en Jerusalén, después en Judea, Samaria y, por fin, en todo el mundo (Hech 1, 8). Todav{ia hoy la voz de los predicadores no ha llegado a todos los hombres.
La predicación es, pues, el camino ordinario y normal de la fe. Esto significa que a las personas de buena voluntad que hacen cuanto pueden por vivir conforme a una ética natural, puede llegarles la fe por otros caminos, que los teólogos llaman “extraordinarios”, como por ejemplo la inspiración interna”. Pero según el plan de Dios, estos caminos tienden a desaparecer, ya que el vehiculo normal de la fe es la predicación de la Iglesia.
14. Necesidad de la predicación
La necesidad de la predicación en orden a la fe, nos explica por qué san Pablo llega a tolerar, que algunos la realicen por motivos poco nobles. “Hay, dice, quines predican a Cristo por espíritu de envidia y competencia; otros lo hacen con buena intención; predican a Cristo no con santa intención, pensando añadir tribulación a mis cadenas. Pero, ¿qué importa? De cualquier manera, sea hipócrita, sea sinceramente que Cristo sea anunciado, yo me alegro de ello y me alegraré” (Fil 1, 15 –18). Es mejor que se predique, aunque sea por competencia o hipocresía, a que no se predique. Lo importante es que se anuncia a Cristo.
El apóstol, para atender la conciencia en paz, debe poder proclamar que no ha dejado de cumplir la misión recibida. En la víspera de su viaje a Jerusalén, pensando en las
persecuciones y tal vez en la muerte que le esperaba allí, san Pablo se manifiesta tranquilo porque tiene conciencia de haber cumplido la obligación más grave de su vida, la de predicar. “No omití nada de cuanto os fuera de provecho, predicádoos y enseñadoos en público y en privado, dando testimonio a judíos y a Jesús” (Hech 20, 19-20). Ahora, al ir a Jerusalén, sin saber lo que le espera, no exponer su propia vida con tal de “acabar el ministerio que recibí del Señor Jesús de anunciar el evangelio de la gracia de Dios” (Hech 20, 24). Durante su prisión en Roma, en espera de comparecer ante el juez supremo, para darle cuenta de la misión que le había sido confiada, experimenta el mismo sentimiento de paz. “El señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todas las naciones la oigan” )2 Tmi 4,17). Su última voluntad confiada al discípulo tan amado es: “predica la palabra” ( 2Tim 4, 2).
Los apóstoles son por su misma definición “siervos de la palabra” (Lc 1, 1), “ministros del evangelio” (Ef 3, 7); Col 1, 23). Es posible que la predicación les ocasiones persecuciones y cárcel, pero no importa. Cuando a Pedro y Juan, llevados ante el Sanedrín, les mandan no predicar en lo sucesivo el nombre de Jesucristo, responden que no pueden obedecer: “no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hech 4, 20). En efecto, la responsabilidad de los apóstoles y de los predicadores que los suceden es inmensa. De su palabra depende la fe, sin que es imposible salvarse; de su palabra depende la concesión de la gracia, la inserción del hombre en Cristo. Con razón podía afirmar san Pablo que para él predicar el evangelio constituía una “necesidad” de conciencia tan grande que “aiy de él” si no cumpliera con este cometido (1 Cor 9, 6).
15. La obligación de predicar
los padres y los teólogos, haciéndose eco de la doctrina contenida en la Escritura, han subrayado la gravedad de la obligación de predicar. Según san Juan Crisóstomo, la predicación es única medicina para curar las enfermedades del cuerpo místico: “En nuestro caso (en las enfermedades del cuerpo místico)… existe una sola medicina vital: el
ministerio de la palabra. Este es el instrumento, el manjar, la temperatura, el clima perfecto; hace las veces de medicina, de la cauterización, del urí; para quemar o sajar, hay que servirse de este medio y, si no surte efecto, es inútil recurrir a ningún otro”. San Gregorio Nacianceno, en su segundo discurso apologético, se excusa, al tratar de la predicación , de haber dejado en segundo lugar aquello que constituye “el primer deber de todos nosotros”, es decir, de los obispos. Gregorio Magno afirma que quien rehúsa predicar, pudiéndolo hacer aunque sea por motivos de humildad, es reo de “fratricidio”, “igual que el cirujano que rehúsa operar a un herido, dejándole que muera”. Si las almas que le fueron confiadas se pierden por falta de la palabra salvadora de Dios, el predicador será responsable de esta muerte, y a tantas habrá matado cuantas se pierdan por cul de su silencio.
Santo Tomás dice que la predicación es “proprium officium pastorum Ecclesiae”; y según Suárez, ésta ocupa el primer puesto entre los diversos ministerios de la Iglesia. El concilio de Treno sigue la linea de la tradición cuando enseña que la predicación es el “praccipuum munus episcoporum”. El cardenal Montini se expresaba en términos idénticos en la carta que escribió, por encargo de Pío XII, al congreso de Montpellier: “Hoy como en los primeros siglos de la Iglesia, no hay deber más esencial que el anuncio de la palabra de Dios al mundo”.
16. El deber de escuchar la predicación
A la obligación de predicar corresponde el deber de escuchar la predicación. Sobre este punto, es famoso un texto que se le atribuye a san Agustín, pero que en relidad es de Cesáreo de Arlés, en el que el gran obispo sitúa sobre el mismo plano la negligencia en escuchar la palabra de Dios en dejar caer sobre tierra el cuerpo de Cristo. Bourdaloue señala lo mismo que Dios le impone a él el deber de predicar, les impone a los oyentes la obligación de escuchar y poner en práctica lo que Dios dice por boca suya, y pide que no se falte a este deber: “ ¿Existe, hermanos, entre todos los pecados, que debemos evitar, alguno que se teme menos y sobre el que se sientan menos escrúpulos? No solemos arrepentirnos
de este hecho ante Dios, y jamás no acusamos de él en confesión. Incluso hay quienes presumen de no escuchar jamás a los predicadores del evangelio, y lo dicen abiertamente. Otros lo escuchan con regularidad, según parece, pero sin otra consecuencia que haberlos escuchado. Preguntadles si se creen responsables ante Dios de tener abandonada su palabra o de haberla dilapidado después que oyeron”. Y los exhorta a reflexionar sobre este deber, para que no aparezcan como “criminales ante los ojos de Dios”. Según Bossuet, escuchar los sermones es “uno de los deberes más importantes de la piedad cristian”. San Bernardino de Siena dice que en caso de no poder escuchar la misa y la predicación es preferible dejar la primera por la segunda.
Las razones en que se basa el deber de predicar son varias. En primer lugar, el apóstol debe anunciar la palabra de Dios por razón de fidelidad al mandato recibido (1 Cor 4, 1 –2). Se trata de un mandato que Dios, Señor del universo, a quien el hombre ésta obligado a obedecer ante su más mínima insinuación, le ha confiado. Con mayor razón aún si lo que se le ha comunicado es un papel tan importante como el difundir la fe en el mundo. Además, el hombre, como criatura, está obligado a dar a Dios el culto que se le debe como señor supremo y redentor del género humano. Ahora bien, no hay forma más apta y gracia a Dios de darle cultoque proclamar las “maravillas” que ha realizado pro el hombre: enviar a su Hijo al mundo, para que tengamos por él vida (Jn 10, 10). Esta es la más maravillosa de todas las obras de Dios. ¿Puede darse, pues, una obra de culto más excelente que la predicación, cuyo fin es precisamente proclamar el plan divino de la salvación para inducir a los hombres a que lo acepten? Hay que tener también en cuanta el deber de caridad para con el prójimo. Jesucristo proclamó el amor del prójimo como segundo mandamiento de la nueva ley y semejante al primero: el del amor a Dios (Mt 22, 36-38), diciéndoles que en esto conocerían que son sus discípulos (Jn 13,35). No existe amor más grande al prójimo que el mostrarle el camino de la salvación y llevarle al conocimiento de la verdad.
Exciten razones no menos graves para que los oyentes escuchen la palabra de Dios. El culto que el hombre debe tributar a Dios según los principios de la ley natural, le obliga a glorificar a Dios de la manera que él desea. En el presente orden de providencia, el mejor
culto que el nombre pueda tributar a Dios, más aún, el único que agrada a Dios, es la aceptación de la llamada divina a participar de su propia vida. Los demás formas de culto que no se ordenen a ésta, carecen de valor ante Dios. Por tanto, el hombre que quiere vivir según la voluntad de dios está obligado a escuchar su palabra, por la que le manifiesta sus deseos y los medios necesarios para actuarla. La aceptación de la fe es el culto más grato a Dios. Y esto no se refiere únicamente a la predicación en general, primer encuentro con Dios, sino a la predicación en general bajo todas sus formas. Si el hombre quiere agradar a Dios, no sólo debe encontrarse con él, sino que debe vivir toda la palabra que sale de la boca de dios” (Mt 4, 4). El hombre debe estar constantemente a la escucha de lo que Dios le dice por boca de sus enviados. Por consiguiente, el mejor culto que el hombre puede tributar a Dios es recibir la predicación.
Hay que tener en cuenta también la caridad para consigo mismo. Todo hombre está obligado a procurarse su propio bien, y, en consecuencia, está obligado a escuchar la palabra de Dios, porque de ella procede la fe, que es el punto de partida, la base de la justificación, del bien mayor que puede recibir el hombre en esta tierra, prenda y garantía de su eterna salvación. Este mismo razonamiento prueba que el hombre tiene la obligación de instruirse sobre todo aquello que afecte a su fin y destino. La predicación es precisamente el medio que Dios emplea para manifestarle qué es lo más esencial para él en la vida.
5. EL MISTERIO DE LA PREDICACIÓN
En la predicación, la palabra humana es vehículo de la palabra divina. El predicador presta a Dios su voz, que se sirve de ella para interpelar al hombre, para llamarle y comunicarle la salvación. En esta unión existe un misterio, que queremos examinar, porque nos ayudará a comprender mejor la naturaleza de la predicación.
1. El misterio de la predicación
Se trata realmente de un misterio, ya que en la predicación se esconde Dios mismo bajo su signo externo y sensible como es la palabra humana, y a través de ella habla y actúa. Este hecho no se realiza únicamente en la predicación, sino en toda la economía de la salvación. Es la ley de la encarnación, que representa el aspecto más característico del cristianismo. “Significa, ante todo, que Dios comunica al hombre de la vida divina, fin de toda la historia sagrada, a través del velo de cosas sensibles, de modo que el hombre debe pasar a través de estas cosas sensibles para recibir aquella vida. En segundo lugar, significa que el resultado de aquella comunicación es una elevación del hombre a un modo de ser y de obrar divinos no sólo de un orden puramente moral en la línea cognoscitiva y afectiva, sino también de un orden ontológico, entitativo y, en este sentido preciso, de un orden físico, de modo que, permaneciendo siempre intacta la distinción sustancial entre Dios y el hombre, es elevado el hombre a un estado de ser y de obrar realmente divinos”,. La ley de la encarnación afirma, pues, que el contacto entre Dios y el hombre se realiza en una doble vertiente. Por
una parte, Dios baja hasta el hombre y toma forma y consistencia dentro del sensible, que puede estar constituido por personas, cosas, gestos o acciones; por otra, el hombre sube hacia dios y queda elevado a un modo de ser y de obrar divinos. Lo divino se esconde, pues, bajo las cosas sensibles y sólo por la fe puede el hombre descubrir su presencia.
Este proceso recibe el nombre de ley de la encarnación, porque no es más que la continuación y prolongación de este hecho central de la economía de la salvación. Para hablarnos y comunicarnos su designio salvífico, el Verbo se ha hecho hombre y haga habitado entre nosotros. En su aspecto externo, era un hombre igual que los demás, el hijo de José el carpintero. Era necesaria la revelación del Padre para descubrir en él la divinidad, unidad sustancialmente a la humanidad (Mt 11, 25; 16, 17). La humanidad de Cristo era el órgano por medio del cual el Verbo actual y de abaja fluir la gracia (Jn1,16).
Pero este hecho único en la historia no era una especia de meteoro que, después de brillar brevemente en el espacio y en el tiempo, desaparece. Debía continuar incluso después que el Verbo hecho carne se hiciera invisible. La salvación no estaba destina únicamente a los hombres de la época de Cristo, sino a los hombres de todos los tiempos y países. Para poder llevar a todos los hombres, Cristo instituyó la Iglesia en la variedad de sus mediaciones. En ella, es decir, en su jerarquía, en sus sacramentos, en su liturgia continúa desempañando las mismas funciones que desempeño por medio de su humanidad durante su vida terrestre. En la Iglesia y por medio de ella, Cristo entra en contacto con cada hombre. La predicación es una de estas mediaciones eclesiales y, en cierto sentido, la más importante, porque es el fundamento de las otras. Cristo continúa predicando la buena nueva de la salvación y llamando a los hombres a su reino, mediante la palabra de la Iglesia.
Se trata ciertamente de un misterio. Un signo sensible, vehículo de realidades suprasensibles y divinas. El signo lo constituyen las palabras humanas del predicador, de quien Dios se sirve “para transmitir al que escucha su palabra suprasensible, aquella que habla internamente al corazón y al alma de cada uno” obrando en él aquello que la palabra nunca.
Mediante la palabra humana, el Esposo santo actúa en el corazón del hombre y le induce a recibir el mensaje que el predicador de la Iglesia le presenta o renovar los compromisos que la palabra predicada ha suscitado ya en él.
No es simplemente un misterio de fe, sino también de humildad. El vehículo sensible en que Dios se comunica, la materia de que reviste su pensamiento, no sólo es frágil y débil como puede serlo una palabra, sino que es además un medio que, en su debilidad, no tiene nada de sublime. San Pablo, en su primera carta a la Iglesia de Corinto, dice que ha predicado a Cristo no con “elevación de la palabra” (1 Cor 2,1), para que su fe no se apoye “en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (ibid 5).
Tsoiron, siguiendo la línea de san Buenaventura, expone como todos estos hechos continúan el misterio de la encarnación. El Verbo no sólo a asumido la naturaleza humana, sino precisamente la naturaleza caída y corruptible, para redimirnos desde nuestra misma condición. En la predicación procede de forma semejante. San Buenaentur dice que, en este ministro, la “humilitas in sermone” va unida con la “produnditas sententiae” . incluso alguien, forzando la imagen, ha llegado a decir que la palabra de Dios se reviste de “harapos”.
Sin querer insistir demasiado en este punto, señalemos finalmente que la sencillez de estilo, en la Biblia, se debe al fin mismo que pretende. Si Dios quiere comunicar un mensaje y suscitad la fe, debe necesariamente emplear un lenguaje accesible a todos. Por ello no rompe el misterio de humildad.
El hecho permanece. Dios se comunica al hombre usando una forma simple y popular, y no estilo literariamente perfecto, como habitualmente tratan de hacer los hombres.
2. Predicación y eucaristía
En los sacramentos acontece lo mismo que en la predicación. También en ellos está Cristo presente y actúa; emplea un instrumento sensible para hacer llegar al hombre su acción invisible, portadora de vida sobrenatural. De aquí procede la analogía entre predicación y sacramento, de cuya naturaleza hablaremos después.
Pero es interesante señalar que la eucaristía es el sacramento que presenta mayor analogía con la predicación, según el parecer de algunos padres. En un discurso que hemos citado en el capitulo anterior, Cesáreo de Arlés pregunta a los fieles cuál de las dos realidades juzgan que tienen mayor dignidad, la palabra de Dios o el cuerpo de Cristo. Bossuet, basandose en este discurso, que atribuye a san Agustín, ha expuesto y desarrollado esta analogía en su sermón, antes citado, sobre la palabra de Dios. Dicen que Jesucristo, al tener que abandonar la tierra con su cuerpo visible, y deseando quedarse entre nosotros,”tomó una especie de segundo cuerpo. La palabra de su evangelio, que es como un cuerpo que reviste su verdad. Mediante este nuevo cuerpo, Cristo sigue viviendo y conversando con nosotros, actúa y obra en orden a nuestra salvación, predica y nos brinda cada día enseñanzas de vida eterna, renueva ante nuestros ojos todos los misterios”. La presencia de Cristo en la eucaristía no es más reala que la presencia de su verdad en la palabra evangélica. “En el misterio de la eucaristía, las especies que veis son los signos sensibles, pero el contenido real es el cuerpo mismo de Jesucristo. Las palabras que oís en los discursos sagrados, son también signos; pero es la doctrina misma del Hijo de Dios el pensamiento que las engendra y el contenido que queda demostrado en vuestros espíritus”.
En la predicación, igual que en la eucaristía, hay un elemento que cae en el campo de los sentido y es objeto de experiencia, y otro elemento suprasensible, que no es objeto de visión, sino de fe. En predicación el hombre oye la palabra humana, pero la fe le dice que es Dios quien le interpela y le pide una respuesta, por medio de esta palabra. Igual que en la eucaristía: se ve el pan y el vino, pero la fe nos dice que, bajo estas apariencias sensibles, están el cuerpo y la sangre de Cristo.
Se trata de una paradoja que, en el fondo, es la paradoja misma del cristianismo. En el mismo instante en que Dios entra en el tiempo y habla al hombre, se oculta bajo el signo sensible de la palabra humana. Á presente, frente al hombre y le llama; pero interpone un instrumento entre ambos. Para descubrir en él la presencia de Dios, es necesario hacer un esfuerzo, tener una mirada especialmente sensible, la mirada de la fe. Esta es la causa de que san Pablo dé gracias a Dios, porque los fieles de Tesalónica, cuando escucharon la palabra que les anunció, “la acogieron no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es” (1 Tes 2,13). La palabra del apóstol era, en apariencia, humana, pero en realidad era palabra de Dios. Los fieles de Tesalónica la recibieron como tal. Fue un don de Dios por lo que el apóstol da gracias al dador de todo bien.
3. La “missio” canónica
En el origen de este misterio, de esta unión entre la palabra divina y la palabra humana, se halla un acto positivo de Dios, que ha establecido que su palabra nos llegara a través de la palabra human. En efecto, después de su resurrección y antes de subir al cielo, Jesucristo, apelando a la misión que había recibido del Padre, envió a sus apóstoles a predicar el evangelio por todo el mundo. “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, id, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 28-20; Ef. Mc 16, 15-16; Hech 1,8).
De este mandato expreso del redentor arranca la obligación que incumbe a los apóstoles y sus sucesores de predicar el evangelio a toda criatura human, y en él se basa el que resuene la voz de Cristo en su palabra. Fue Cristo quien hermanó definitivamente su voz con la de la Iglesia. Se debe su voluntad el hecho de que escuchar y creer en la palabra de los apóstoles sea escuchar y creen en la palabra de Cristo y del Padre (Lc 10, 16).
Los apóstoles lo recordarán durante su ministerio. Pedro dice, en casa de Corneluio: “Y nos ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido instituido juez de vivos y
muertos” (Hech 10, 42). Precisamente por haber recibido este mandato de boca del mismo Cristo, ninguna autoridad humana, aunque sea legítima, como la del sanedrín, puede imponerles silencio. “Solamente os hemos ordenado, dice el sumo sacerdote, que nos enseñéis sobre este nombre”. Y Pedro responde: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5, 28-29).
Particularmente san Pablo recordará esta misión a lo largo de sus cartas. En ellas afirma que la predicación del evangelio le ha sido “confiada” (Gál 2,7), quie ha “recibido” la gracia del apostolado para promover la obediencia a la fe (Rom 1, 5; Ef 3,8), que l predicación es un “cometido” que le ha sido confiado al margen de su propia iniciativa (1 Cor 1,17) y, por consiguiente, que predica por deber (1 Cor 9, 16). Aludiendo a este cometido, en polémica con quines le juzgaban un apóstol de segundo orden porque no había visto al Señor durante su vida terrestre, afirma que Dios le eligió desde el seno de su madre para que anuncie a su Hijo a los gentiles (Gál 1, 15). Tiene todos los motivos para poderse llamar apóstol con igual derecho que los doce, y bajo ciertos aspectos, con mayor razón (1 Cor 2, 22). Y cuando reproche a los fieles de Corinto el que se incline por éste o aquel predicar que los ha bautizado, afirmará orgulloso que no ha bautizado a nadie, exceptuados Gayo y Crispo. Para justificar esta actitud de dejar el bautismo en manos de los otros y reservase para sí la predicación, recurre expresamente a la voluntad de Cristo que le envió a evangelizar y no a bautizar”.
Hay que concluir, pues, que la predicación no es únicamente una acción de Cristo por el hecho de que en ella se oiga su voz, sino también porque se realiza en su nombre, en virtud de la misión recibida de él. El predicador no es sólo un portador de Cristo, es decir, alguien que le presta su voz, sino también un embajador suyo, en el sentido más estricto, que habla en su nombre y desempeña, ante los hombres, sus veces (2 Cor 5, 20). De aquí la obligación que tienen los predicadores de permanecer fieles a aquel de quien han recibido su mandato: “Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que en los dispersadotes se busca es que sean fieles” (1 Cor 4, 1-2).
La predicación es una función de la Iglesia, un deber, el deber del apostolado, instituido por Cristo para la difusión de su mensaje entre los hombres, y destinado a transmitirse y continuarse en los sucesores de los apóstoles. Permanecerá en la Iglesia mientras que existan hombres a quines haya que predicar el evangelio para que se conviertan a la fe. Se trata, pues, de un deber permanente, esencial a la naturaleza de la Iglesia.
Para que este ministerio se desarrollo con fidelidad al mandato recibido, Cristo prometió su asistencia a los apóstoles (Mt 28, 20) y la del Espíritu Santo (Jn 16, 13), a quien se atribuye d modo particular la obra de santificación. Jesucristo prometió esta aistencia en la noche de la pasión y la renovó en el momento en que ascendía al cielo. “Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra” (Hech 1,8). El espíritu permanecerá siempre con ellos (Jn 14, 16) y los guará hacia el conocimiento de toda verdad (Jn 16,13).
La misión divina da al predicar carácter de tradición. La doctrina que se predica no procede de la actividad de la mente del predicador, sino que se la han comunicado otros; en definitiva, se la ha comunicado Cristo mediante sus apóstoles. De aquí que sea necesaria la legitimidad de la misión, difícil de comprender para los protestantes, ya que niegan la sucesión apostólica. No hay misión legitima, cuando no procede de la investidura por parte de Cristo o de sus apóstoles, a quienes ha confiado su palabra para que la prediquen, si no está en comunión con los sucesores de los apóstoles y si no ha recibido de ellos el mandato.
4. Predicación y sacerdocio
Podemos preguntarnos cuándo se confiere esta potestad de predicar. A los obispos, sucesores de los apóstoles, se les confiere, sin duda, junto con la consagración episcopal. Al recibir, en este momento, la plenitud del Espíritu santo, reciben también la potestad de predicar, que es un efecto del mismo, como se deduce del texto, antes citado, de los Hechos
(Hech 1, 8). El nexo entre el espíritu Santo y la predicación lleva consigo el que la potestad consiste más bien en saber si la potestad de predicar que tienen los sacerdotes deriva de la ordenación sacerdotal, por la que participan del sacerdocio de Cristo, o de una delegación del obispo.
Esta cuestión se suscitó con toda su viveza durante la edad media a propósito del derecho de los religiosos a predicar. Los sacerdotes diocesanos les negaban este derecho. Como religiosos, decían, lo único que les incumbe es la oración y el recogimiento. Los teólogos medievales defendieron el derecho de los religiosos a predicar, basándose en que este derecho procede de la ordenación. Por el simple hecho de ser sacerdotes, tienen la potestad de anunciar el evangelio. Por consiguiente, no existe ninguna diferencia en los derechos sacerdotales entre los religiosos y el clero secular. Todos has recibido el mismo sacramento y, por tanto, los derechos que lleva consigo, uno de los cuales es el de predicar. Es verdad que hubo un tiempo en que los monjes no podían predicar, pero se explica por el hecho de que no eran sacerdotes. Como conclusión de su estudio sobre el tema, M. Peuchmaurd dice: “En los ambientes del siglo XII que hemos examinado, la reflexión sobre el officium para preedicationis ha concluido existe una potestas preadicandi conferida por la ordenación. El sacramento hace al hombre apto para el servicio del altar y para el servicio de la palabra”. El officium sacerdotale que confiere la ordenación hace del sacerdote, al mismo tiempo, ministro del sacramento y de la palabra, aunque esta potestad depende, en su ejercicio concreto, del obispo.
Santo Tomás llega a la misma conclusión cuando defiende el derecho de los religiosos a predicar. Según él, la potestad de orden y la de predicar van juntas. “Predicar y oír en confesión, dice pertenecen, al mismo tiempo, ministro del sacramento y de la palabra, aunque esta potestad depende, en su ejercicio concreto, del obispo.
El concilio de Treno estudió también este problema en varias sessiones. La primera vez, el tema entró en discusión varias sesiones. La primera vez, el tema entró en discusión a propósito del sacramento del orden, en la sesión que se celebró en Bolonia el año 1547. Se
les propuso a los padres reunidos a canon en el que se condenaba el error protestante según el cual el sacerdocio consiste en la predicación, de modo que quien no predica deja de ser sacerdote. Este cano iba seguido de un inciso, concebido en estos términos: “Si bien los sacerdotes deben predicar diligentemente la palabra de Dios y suministrar el alimento de una sana y saludable doctrina al pueblo fiel que les ha sido confiado. Pro tanto, es falso afirmar que el sacerdocio consiste en la predicación, lo que no excluye que los sacerdotes estén obligados a predicar.
Algunos padres abogaron por la supresión del inciso, no porque su doctrina no sea exacta, sino para dar impresión de que los sacerdotes pueden predicar sin el permiso necesario. El obispo de Matera a firmó que esto seria falso, “porque el deber de predicar compete únicamente a los obispos, y los sacerdotes no pueden predicar sin su autorización. Podemos concluir diciendo que según la interpretación para poder predicar. Es fácil, pues, descubrir el nexo existente entre la potestad de orden y la de predicar. Por el solo hecho de ser obispo, cosa que acontece mediante la consagración episcopal, se recibe la potestad de predicar la palabra. Existe una relación directa e íntima entre ambas potestades.
El concilio de Treno volvió sobre este tema en la sesión del año 1552, a propósito también del sacramento del orden. Después de haber distinguido netamente el sacerdocio de la predicación, los padres afirman que se puede ser sacerdote y no predicar, concluyen: “enseñar esta doctrina, el sagrado sinodo no quiere negar que el ministerio de la predicación máxime permite a los obispos y a los sacerdotes que desempeñen el cargo de pastores en las diversas iglesias. Por el contrario. Por el contrario, reconoce que el apóstol ha enseñado que el obispo debe ser un doctor capaz de exhortar con doctrina sana y argüir los contradictores (Tit 1,9). Sabe que compete a los obispos y a los sacerdotes, igual hoy que en otros tiempos, exigir la observancia de la ley del Señor, según el decir de Malaquías. Pero por el momento establece únicamente esto: la facultad de predicar pertenece la jurisdicción y no al orden, y el obispo puede privar de ella a los ordenados y concedérsela a los que no están ordenados. Es, pues absurda la opinión de quines ven esta facultad toda la fuerza del sacerdocio”. En la discusión que precedió, Salmerón había sostenido que “el
orden no consiste en la potestad de predicar, sino en la de ofrecer. Y los apóstoles habían poseído la potestad de predicar antes de la institución del orden”. En estos textos no puede ser más clara la distinción entre estas dos potestades: la potestad de predicar pertenece a la jurisdicción y no al orden.
Finalmente el problema volvió a plantearse el año 1562. También entonces defienden los padres la relación íntima entre la predicación y el obispo. “Cae dentro de los deberes del obispo la predicación de la palabra de Dios. Esto nos lo demuestran las palabras de san Pablo que dice que el Señor no le envió a bautizar sino a evangelizar, y el mismo Cristo atestiguo que había sido enviado para esto”. Pero aunque un obispo no predique, no deja por ello de ser obispo. Finalmente, Seripando propuso esta fórmula: “Y aunque se haya tenido siempre por cierto e indiscutible que el ministerio de la palabra compete también a los sacerdotes, ello no significa que pierdan el carácter sacerdotal si, por cualquier impedimento legítimo no cumplen este deber.
De esta discusión conciliar, se puede concluir que los padres pretendían únicamente rechazar la doctrina protestan que reducía el sacerdocio a la predicación. Al afirma la distinción entre la potestad de orden y la de predicar, no intentaba negar la relación intima que existe entre ambas.
¿De qué naturaleza es esta relación? ¿Podemos decir que la potestad de predicar es una función esencial del sacerdocio, incluso del de los simples presbíteros?.
A juicio de algunos autores, el sacerdote, es según las palabras de la ordenación, “cooperator ordinis nostri”, por lo que hay que concluir que participa de los poderes del obispo y, por consiguiente, de su potestad de predicar, a causa de la misma ordenación. Esta sentencia explica, sin dificultad, por qué la potestas praedicandi va unida ordenación y, sin embargo, se necesita la autorización del obispo para ejercerla.
a la
Dillenschneider, siguiendo la opinión de Masure y de Thils, sostiene que la potestad de predicar procede directamente de la ordenación. “Efectivamente, dice, por razón de su carácter sacramental, el sacerdote es asimilado a Cristo en todos sus oficios de mediador en la Iglesia. Es el ministro sacramental de toda la mediación en la Iglesia. Es ministro sacramental de la humanidad no solamente cuando se ofrece como víctima al Padre, sino también cuando trae, de parte de su Padre, el mensaje evangélico a los hombres”.
Por tanto, cuando el obispo dice, en el rito de la ordenación “sacerdotem oportet praedicare”, no sólo afirma un hecho que está a la vista de todos, sino un hecho que está íntimamente legado con la naturaleza del sacerdocio.
Por nuestra parte, creemos que es posible llegar a idéntica conclusión a partir de la naturaleza del sacerdocio. Participar del sacerdocio de Cristo significa, en definitiva, participar de su poder santificador, que se ejerce en los sacramentos, y sobre todo, en los del bautismo y la eucaristía. Pero los sacramentos carecen de eficacia sin la fe. Es, pues, necesario que quien posee la potestad de santificar, tenga por lo mismo, la de predicar, que es esencial para la fe (Rom 10, 17). Predicación y sacramento son dos realidades que van íntimamente unidas. No se puede ser ministro del sacramento sin serlo de la predicación. Ambas realidades van juntas. A propósito de este nexo, es sintomático señalar que el diácono, que es ministro del bautismo, lo es también de la predicación. Ello es una prueba más de la unidad existente entre ambas potestades.
Únicamente a partir de esta unidad puede explicarse por qué san Pablo niste tanto en que el candidato al episcopado sobresalga en la palabra. Además de las virtudes morales, exige que sea “capaz de enseñar” (1 Tim 3, 2), “pronto para enseñar, sufrido, y con mansedumbre para corregir a los adversarios” (2 Tim 2,24), capaz “de exhortar con doctrina sana y argüir a los contradicotres” (Tim 1, 9). Como Timoteo, debe saber desconfiar de quienes enseñan “doctrinas extrañas” (1 Tim 1,3), y “se ocupan en fábulas y genealogía inacabables, m{as a propósito para engendrar disputas que para la edificación de Dios en la fe” (1 Tim 1, 6-7). El obispo debe saber luchar contra todos estos, sin dar tregua al error, y debe mantener a los
fieles en la fe. El apóstol predice que legará un tiempo en el que quienes han abrazado la verdad, se volverán a las “fábulas” (2 Tim 4,4).
Los padres de la Iglesia se harán eco de esta doctrina de san Pablo. San Juan Crisóstomo exige como primera cualidad del obispo la de hablar bien: “ ¿No veis que el obispo necesita muchas cualidades? Debe ser capaz y apto para enseñar, paciente con el mal y tenaz y fiel en la doctrina”. Y en otro lugar subraya la necesidad de que el sacerdote sea competente en el ministerio de la palabra, porque esto es necesario para confundir a los enemigos internos y externos de la Iglesia. Y para dirimir las cuestiones que surgen entre los fieles,, pues no basta, dice expresamente, la santidad de vida.
Hemos visto antes también que la Biblia y la tradición inciten en la primacía de la predicación sobre todos los demás ministerios de la Iglesia. Esta insistencia será incomprensible si la potestad de predicar no fuera un aspecto esencial del sacerdocio cristiano. Si esta potestad no estuviera íntimamente única con la de santificar por medio de los sacramentos, comprendido el de la eucaristía, no podría decirse que la predicación es el primer deber de los obispos, que constituyen la cumbre del sacerdocio cristiano. Los sacramentos no surten efecto sin fe, y la fe procede de la predicación. Sería, por consiguiente, inútil administrar los sacramentos sino se contra con el medio de disponer a los fieles para quien reciban su eficacia.
5. El porqué de la ley de la encarnación
En la base de la unión d la palabra divina con la human, hay un acto positivo de Dios, que para continuar la misión del Verbo encarnado en el mundo, ha querido asociarse la Iglesia en sus legítimos ministros.
Pero cabe preguntarse, por qué dios ha querido hablarnos por medio de la palabra humana de la Iglesia.
Al responder a este problema, nos encontramos, por una parte, frente a una exigencia fundamental de nuestra naturaleza humana y, por otra, frente a un hecho desconcertante que supera los principios de nuestra lógica formal.
La existencia fundamental de esta ley, sentida por todo hombre, es la de comprender, dentro de los límites permitidos a la condición humana, quién es Dios y en qué consiste su acción, cuando entra en contacto con el hombre. Dios es un espíritu puro. Por ello, el hombre, espíritu encarnado, que sólo puede conocer lo divino a través de las cosas sensibles, no puede verle ni tocarle ni oírle. Y he aquí que Dios se adapta a esta intrínseca deficiencia humana, para ayudar al hombre a entender, de alguna manera, lo que acontece en el orden sobrenatural, en la llamada a la vida divina, y le confiere esta vida por medio de realidades sensibles, que tienen acerca analogía con las suprasensibles. Al conferir la gracia santificante mediante el agua del bautismo, Dios da a conocer al hombre, de algún modo, qué es la gracia que se le confiere por vez primera en este sacramento. Otro tanto cabe afirmar para los demás sacramentos. El hombre llega al conocimiento del suprasensible por medio de realidades sensibles.
Este argumento es clásico en la teología. Santo Tomas le aduce explícitamente a propósito de los sacramentos. En el fondo, la ley de la encarnación corresponde a la necesidad de ver y tocar a Dios, que aparece muy desarrollada en todas las religiones. San Pablo alude a esta necesidad en su discurso de Atenas, cuando dice que los hombres buscan a Dios y tratan de hallarle aunque sea a tientas, “que no está lejos de nosotros” (Hech 17, 27). Esta necesidad fundamental del hombre ha encontrado en el cristianismo su satisfacción más completa. El Antiguo Testamento señala como una característica particular de la religión hebrea el hecho de que Dios está cercano a su pueblo. “porque, ¿cuál es en verdad la gran nación que tenga dioses tan cercano a ella, como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos?” (DT 4,7). Sin embargo, esta presencia era sólo una imagen de una presencia mucho más real que tendría lugar en el Nuevo Testamento, cuando el Verbo, el Hijo de Dios, se hiciera hombre. En Jesucristo, el mismo Dios se ha hecho sensible y ha habitado entre nosotros Ujn 1, 14).
En su primera carta, Juan podrá afirmar con toda razón que anuncia lo que ha oído, lo que sus ojos han visto, lo que ha contemplado y lo que palpó con sus manos tocando al Verbo de vida (1 Jn 1, 1-5). En Cristo habita la divinidad corporalmente (Col 2, 9), la imagen de Dios invisible (Col 1, 5), el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia (Heb 1,3). Verle a él es ver al Padre (Jn 14,9). En la Iglesia, su cuerpo místico, en la predicación y en los sacramentos, Cristo sigue dejándose ver y tocar, haciéndose escuchar.
6. Discreción divina
Otro motivo es la discreción divina, su respeto a la libertad del hombre. Si Dios hubiera querido tratar directamente con cada hombre, para llamarle a la salvación, podría haberlo hecho, cien mostrándose tal como es, en su misma naturaleza, como hará en la visión intuitiva, o bien llamando la atención del hombre mediante el milagro interno o externo, como hizo con varios profetas del Antiguo Testamento. En primer caso, el hombre no habría sido ya libre para aceptar o rechazar el ofrecimiento divino. Frente al bien infinito no cabe libertad. En el segundo caso, el hombre no ve directamente a Dios, sino una acción suya extraordinaria. Esta visión no elimina ciertamente la libertad, pero la atenúa.
Algunos episodios de la Escritura nos ponen al alcance de la mano este carácter desconcertante del milagro. En el Antiguo Testamento, el pueblo pide a Moisés que no les hable Dios directamente, por miedo a que esto les cause la muerte. “Todo el pueblo, dice el Éxodo, oía los truenos y el sonido de la trompeta y veía las llamas y la montaña humeante; y, atemorizados, llenos de pavor, se estaban lejos. Dijeron a Moisés: háblanos tú, y te escucharemos; pero que no nos hable Dios en acontecimientos extraordinarios es objeto de temor para el hombre. Esto mismo se hecha de ver, aunque de modo más atenuado, en el Nuevo Testamento. Después de la pesca milagrosa, el estupor se adueña de Pedro y sus compañeros, hasta el punto que suplican a Jesucristo que se aleje de ellos: “Viendo esto Simón Pedro, se postró a los pies de Jesús diciendo: Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador. Pues así el como todos sus compañeros habían quedado sobrecogidos de espanto
ante la pesca que habían hecho” (Lc 5, 8-9). También aquí, el milagro, aunque realizado sin aire espectacular, infunde temor a aquellos a quines afecta, en nuestros días, A. Carrek, al describir su impresión ante un milagro que contempló en Lourdes, nos dice que estuvo a punto de enloquecer.
La profunda impresión que puede producir el milagro, no elimina la libertad, como lo prueba el hecho de que muchos, como los fariseos del evangelio, no creen, a pesar de los milagros que presencian. Pero creemos que turba al hombre de una forma demasiado fuerte para que pueda conservar el total dominio de sí. Por ello, podemos ver en la sagrada Escritura cierta distinción del milagro. Es general, los milagros del Antiguo Testamento son más grandiosos y espectaculares que los del Nuevo. Para los fariseos, éstos eran demasiado modernos, de manera que después de haber visto un gran número de ellos, piden aún a Jesucristo un signo de la divinidad de su misión (Mt 12, 38). Esto nos demuestra que Jesucristo trataba de impresionar lo menos posible al auditorio con los milagros, para dejarles plena libertad de decisión.
Este preceder nos da luz también sobre otro hecho. Jesucristo prometió que los milagros acompañarían a la predicación de los apóstoles (Mc 16, 17), como prueba de la asistencia divina, pero en determinado momento, los milagros casi desaparecen. Nos lo demuestra el libro de los Hechos, ya en la infancia del cristianismo. Pero la razón es que, el milagro físico, duda, y motivo de credibilidad no menos evidente que los milagros físicos, pero menos sugestivo, y apto para no limitar en absoluto la libertad.
Dios ha elegido el camino de la mediación para revelarse al hombre, pero trata de no influenciar su voluntad. Sólo unos cuantos elegidos, destinados a servir intermediarios ante los demás hombres, han recibido directamente la revelación.
7. El escándalo de la encarnación
Las razones analizadas, aunque manifiestan que es comprensible y necesaria la ley de la encarnación, no eliminan un aspecto que podemos definir como “un secándolo. Esta ley responde, por una parte, a una exigencia de la naturaleza humana, mas por otra, encuentra en ella un obstáculo casi insuperable.
En efecto, en la encarnación se realiza la unión y cooperación de dos elementos, e l infinito y el finito, el divino y el humano. A la mente humana resulta muy difícil llegar a comprenderlo. A nuestro modo de ver lo divino y lo humano son realidades distintas y separadas una de otra. Entre ellas no hay unión ni cooperación posibles.
Los filósofos encuentran siempre difícil en concebir la coexistencia de Dios y del mundo, del infinito y del finito. Hubo siempre tendencia a absorber un elemento en el otro. De aquí la en lucha entre el panteísmo y la trascendencia, entre el monismo y el dualismo. En muchas ocasiones la lucha se resolvió con la eliminación de uno de los dos términos. O se llegó a afirmar (materialismo). Lo difícil es llegar a la síntesis y se comunican entre sí, pero de un modo análogo. Aristóteles, a pesar de que llegó a concebir la coexistencia del infinito y el finito mediante su concepto de analogía, nos consiguió concebir la unión entre ambos: “Dios, dijo, no se preocupa del hombre”. La providencia queda fuera de su ángulo de visión. Por esto negó la creación y admitió la materia eterna.
En el cristianismo, el problema auténticamente religiosos de las relaciones entre Dios y el hombre, por una parte se hecho enormemente sencillo, ya que estas relaciones han llegado hasta la unión y cooperación mutuas; mas por otra, ha ocasionado una dificultad aún mayor, ya que esta unión y cooperación dos seres que concibe indistintamente como distintos e incomunicables. Mientras que para Aristóteles resulta imposible que Dios no sólo se preocupa de él, sino que además se hace semejante a él y le admite a gozar de su intimidad.
Antes de podrá aceptar el cristianismo, la mente humana debe superar este absurdo aparente. Y únicamente pude hacerlo pensando que Dios es amor y que el amor tiene de a
eliminar todas la distancias. Fuera de esta perspectiva es increíble un dios que se hace hombre.
Según el evangelio, Jesucristo tiene conciencia del “secándolo” que suscita su persona. “Bienaventurados que no se ha escandalizado en mí” (Mt 11,6), dijo a los discípulos de Juan. A este secándolo fueron particularmente sensibles los fariseos, enclavados en la concepción del Antiguo Testamento de un Dios demasiado elevado para poderse revelar bajo apariencias humanas tan simples y mansas como las de Cristo. No puedan admitir que el Dios todopoderoso, que había creado el cielo y la tierra, se hubiera vestido de debilidad, que el infinito se hubiera anonadado bajo la forma de un hombre limitado en el espacio y en el tiempo. Y de igual forma se escandalizarán después los herejes de todas las épocas. La herejía, en el fondo, no mas que un intento de eliminar el escándalo de la encarnación, concibiendo a Cristo bien como hombre únicamente (nestorianismo), bien como sólo Dios (monofisismo), o de eliminar la cooperación entre el hombre y Dios, que parece rebajar a Dios hasta el nivel del hombre o elevar al hombre hasta la altura de Dios.
8. La palabra
Queda por tratar un último problema: ¿por qué es la palabra, precisamente, el signo sensible a través del cual habla Dios? ¿No puedo escoger otro medio?
El cristianismo será piedra de escándalo, debido a la encarnación. Hay quien acepta este escándalo y quien lo rechaza. La predicación, como hemos dicho antes, es un caso concreto de esta unión y cooperación entre Dios y el hombre.
La palabra es el medio de comunicación entre personas, el medio de que una persona dispone para comunicar a otra su pensamiento y recibir una respuesta de ella. Buhler, en su conocida obra Sprachtheorie, distingue tres aspecto en la palabra: el contenido. Lo que se
comunica a otro; la interpelación, en virtud de la cual, quien se dirige a otro lo hace esperando una respuesta; finalmente, la apertura de si al otro. Latourelle, sintetizando estos tres aspectos, define la palabra: “la acción pro la que una persona se dirige a otra persona y se abre a ella en espera de una comunicación”. Aunque el pensamiento griego y el pensamiento científico actual hayan objetivado excesivamente la palabra hasta convertirla en la comunicación de un concepto, de un elemento impersonal, no han podido, sin embargo, hacer olvidar que, en la misma manifestación de un concepto, el hombre expresa algo de si mismo, más o menos profundamente según los diversos grados de comunicación a un sujeto con otro, induce al segundo a responder a quien le interroga, a abrirse a él con la misma confianza.
En la palabra un yo se dirige a ti para entablar diálogo con él. Esto procede la insuficiencia del hombre, de la conciencia que tiene de no bastarse a sí mismo, de no ser autosuficiente, de tener que buscar en otros el complemento de sí. Debido a ello, muchas veces se habla no para comunicar a los demás algo que hemos encontrado, sino para romper el silencio que circunda nuestra vida, para sentirnos en comunidad con otro, para salir de nuestra soledad. Este es el sentido profundo de ciertos coloquios aparentemente inútiles y vacíos de contenido, como cuando se habla del tiempo, del aumento de la circulación, de lo que se ve desde el tren. Es que el hombre no resiste la soledad y trata de salir de ella a toda costa. El hombre es un ser social, y únicamente en la sociedad, en el trato con los demás, puede encontrar el complemento de sí mismo, la plenitud de vida le falta. Por esta causa habla, aborda a quien está cerca de él y trata de unirle, de asociarle a su vida.
En la palabra del hombre está contenido el esfuerzo pro salir de si mismo para iniciar un diálogo con el otro, pero en la palabra de Dios se da una exigencia totalmente distinta. Dios no tiene necesidad de nadie, porque es autosuficiente. En la comunicación de la naturaleza divina a las tres divinas personas se entabla ya el diálogo más perfecto que pueda concebirse. Cuando Dios decide dirigirse a alguien distinto de sí, lo hace solamente por un gesto de amor hacia quien no se basta así mismo y busca afanosamente alguien con quien dialogar y en quien hallar el sentido de su vida. Pero Dios quiere permanecer siempre
oculto y, por esta causa, elige un vehículo para transmitir su acción: la palabra humana. Dios habla por medio del hombre y, sirviéndose de la palabra humana, se dirige al hombre para comunicarle sus intensiones y su designo de salvación. La palabra humana es el vehículo más indicado para conseguir el fin que Dios se ha propuesto. Veremos después que este medio no basta, que le falta a la palabra, puede ser completado y esclarecido por lo que la rodea, pero la palabra como tal no puede ser sustituida.
Si, como veremos mejor después, la fe es el encuentro intimo entre Dios y el hombre, la palabra es el medio más indicado para este encuentro, ya que es la expresión de la persona en su totalidad. En el Antiguo Testamento, Dios se sirvió de la palabra de los profetas, instrumentos unidos moralmente a Él; en el Nuevo, se sirvió de la humanidad de Cristo, instrumento sustancialmente unido a la divinidad. A partir de la ascensión se sirve de la palabra de la Iglesia en sus legítimos ministros, instrumentos, como los profetas, sustancialmente separados de la divinidad, pero moralmente unidos a ella.
9. La cooperación entre el hombre y Dios
La predicación entraña, pues, una cooperación entre dos causas: la principal, que es Dios, y la instrumental, que es el hombre. Al tratarse de dos causas libres, hay que decir que el hombre no es instrumento muerto ni puramente pasivo. Desempeña su papel, aunque secundario. Se trata de la cooperación y colaboración de dos causas inteligentes y libres.
Para comprender la naturaleza de esta colaboración, tomaremos la inspiración bíblica como punto de referencia. La inspiración como se sabe, no necesariamente una revelación en lo que se refiere al autor sagrado. El objeto de la inspiración puede estar constituido por verdades o hechos naturales, o por verdades o hechos sobrenaturales, pero que ya conoce el autor sagrado paro otra fuente. Los evangelistas no necesitaban ninguna revelación para relatar los hechos de la vida de Cristo, de los que eras testigos oculares, y que podian conocer, si no lo fueron, por la narración de quienes los contemplaron. En este caso, el
influjo principal de Dios se limitaba a guiar al autor sagrado en la elección y expresión fiel de los hechos que ya conocía.
Creemos que de la predicación puede decirse otro tanto. Los hechos que hay que anunciar a los hombres son ya conocidos por la revelación. Dios, influyendo sobre el entendimiento y la voluntad del predicador, hace que este comprenda, desarrolle y aplique a las situaciones concretas de la vida cristiana no exime al predicador del esfuerzo que requiere el estudio y la inteligencia de la verdad revelada, que es el objeto de la predicación. El influjo de Dios sobre los autores sagrados tampoco los dispensaba, como en el caso Lucas, de informarse diligentemente de todo, desde el principio (Lc 1,3). El estudio de la revelación y de las normas de la oratoria es necesarios, en virtud de un principio teológico.
6 LA RESPUESTA DEL HOMBRE LA FE
Toda llamada exige una respuesta; el anuncio de un mensaje obliga al oyente a adoptar una aptitud. La respuesta del hombre a la llamada que Dios le dirige mediante la predicación de la Iglesia, es la fe. Este es otro de los temas importantes de nuestro estudio.
1. El empobrecimiento de la fe
La fe es uno de los temas más estudiados en la teología contemporánea, y su concepción tiene repercusiones muy amplias en el campo de la pastoral. Debido al influjo de la investigación bíblica y patriótica, el concepto de fe va recobrando aquellos aspectos que la polémica antiprotestante había dejado en la penumbra. Arnold ha dedicado a este tema un capítulo de su libro Mensaje de fe y comunidad cristiana. En él demuestra que, al reaccionar contra la concepción protestante que reduce la fe a un simple acto de confianza.
La teología y la predicación católica has exagerado su aspecto intelectual (aceptar con verdadero lo que dios ha revelado), y han roto el equilibrio que establecieron los padres del concilio de Trento, cuanto enseñaron que la fe es “el principio, el fundamento y raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradas a Dios”.
Esta definición pone en evidencia los dos elementos de la fe. Por la fe, el hombre acepta como verdadero lo que Dios ha revelado, pero, al mismo tiempo; se adhiere a él por un acto de confianza. Ambos elementos son necesarios. No es posible creer en lo que Dios revela, en sus promesas escotalógicas, si no se tiene confianza en él y no se acepta que será fiel a
las mismas. La FIDES que acreditar no puede darse sin la FIDES qua acreditar. Una es inseparable de la otra.
2. La fe, encuentro entre personas
La fe es un acto de toda la persona, no exclusivo de la inteligencia; un acto de todo el hombre; un abandono de la criatura en manos del creador. Con otras palabras: es la respuesta de una persona a otra, un encuentro entre personas, entre Dios en Cristo y el hombre.
El cuarto evangelio, sobre todo, subraya este carácter personalista de la fe. Según san Juan, la fe consiste esencialmente en “creer” en Jesucristo (3,15; 6,35; 11,25; 11,26: 12, 44; 14, 12, etc), en “recibir” a Jesucristo (1, 12; 5, 43), en “recibir” su palbra (12,48), su testimonio (3, 12-32), en venir a Él (5,40, etc), en “seguirle” (8,12), en venir a Él (5,40), en “permanecer” en Él (15, 4-5). En todos casos, la fe indica siempre una relación entre personas, entre quien llama y quien responde, quien invita a seguir y quien sigue. Por medio de la fe, el hombre responde a quien le llama, sigue a quien le invita, permanece con él y en su amor.
Santo Tomas ha puesto de relieve este aspecto personalista de la fe en un texto uqe J. Mouroux toma como base de su corto ensayo dedicado a este tema. “Todo el que hace un acto de fe, dice el Doctor Angélico, asiste a la palabra de otro, de modo que lo que en este aspecto aparece como principal y, en cierto sentido, como fin, es precisamente el otro, a cuya palabra se presta asentimiento. Todas aquellas verdades que uno acepta al sentir al otro, aparecen como secundarias”.
Desde este punto de vista, la fe consiste realmente en un contacto entre Dios y el hombre; es imitum visionis inftitivae. Por la fe, el hombre entra en contacto con Dios e inicia el diálogo con él. Pero entre ambos protagonistas del diálogo hay un velo que les impide verse
cara a cara. Un día desaparecerá este verlo y se desarrollará el diálogo en la más completa claridad.
No vamos a entrar ahora en las discusiones que dividen a los teólogos según su concepción diversa del acto de fe. Nos basta poner de relieve los elementos que creemos más importantes para comprender el papel de la predicación en la génesis y desarrollo del mismo.
3. El drama de la fe
Al preguntarnos pro que llama Dios al hombre a la participación de su naturaleza divina, a constituir con él una comunión de vida, a convertirse en miembro de un cuerpo cuya cabeza es Cristo, nos encontramos con una respuesta que, aunque pueda parecer misteriosa, no deja lugar a dudas. Dios llama al hombre por amor. Todo el Antiguo y el Nuevo Testamento están saturados de este amor. Es la razón última de todo el plano salvífico divino. “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo” (Jn 3,16), dice Jesucristo, sintetizado toda la revelación.
Pero ahora nos interesa, sobre todo, la actitud del hombre ante la llamada de Dios. La primera reacción del hombre al ver que Dios le llama es aceptar esta invitación. En esta respuesta positiva, ve la solución del problema de su vida, entera. El hombre no se basta a sí mismo, no es autosuficiente, tiene necesidad de la vida eterna. Dios en Cristo, s ele presenta como la solución de su insuficiencia, que le asegura, al mismo tiempo, la eternidad. Cristo, en quien Dios se revela, es todo lo que el hombre puede desear: la verdad, la bondad, la justicia, la vida sempiterna. El puede calmar la sed de felicidad que corroe al hombre.
Pero esta actitud positiva queda contrastada por otra negativa. Si el objeto de la fe consistiera únicamente en un conjunto de valores, si consistiera en la verdad, la bondad y la
vida y el hombre no hallaría ninguna dificultad en aceptarlos. La dificultad procede del hecho de que estos valores son, por una parte, sobrenaturales, superan la inteligencia humana que asiente al objeto por su evidencia intrínseca; y, por otra parte, se identifican con una persona que hay que aceptar como norma de la propia existencia. Ahora bien, dice R. Guardini: “La aceptación de una ley natural que aparece justa – ya se trate de una ley de naturaleza, del pensamiento o del orden moral – no encierra dificultad especial para la persona. Ésta advierte que bajo tal ley continúa siendo ella misma; es más, que la aceptación de dichas leyes generales puede convertirse, sin duda, en una acción personal. Pero cuando se trata de reconocer a otra persona como ley suprema de toda la esfera de la vida religiosa, y por consiguiente, de la propia existencia,
la persona se revela con
vivacidad elemental, y es entonces cuando puede comprender qué significa la exigencia de renunciar a sí mismo”.
Aceptar a una persona como norma de la propia existencia, significa que, para nosotros, no existe en el mundo más que esta persona y que todo lo demás se valoriza con relación a ella; significa la pérdida de la independencia y autonomía propias, del propio entendimiento, voluntad y amor, para hacer nuestro pensamiento, la voluntad y el amor, de otro. En el caso concreto de la fe, significa que Cristo es, para nosotros, “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), y más incluso que a hermanos y hermanas (Mt 10, 34-35), y más incluso la propia vida (Mt 10, 39). Esto entraña una identificación tan profunda con Cristo, que el cristiano debe poder afirmar, con san Pablo, que su vivir es Cristo (Fil 1, 21), y que ya no es él quien vive, sino el evangelio compaa con un segundo tan profunda, que el evangelio lo comprara con un segundo nacimiento (Jn 3,3), y san Pablo, con la muerte y la resurrección (Rom 6, 3). En una palabra, hay que perder la propia vida para conseguir la que Cristo promete.
Pero aún hay más. La verdad y bondad que nos presenta la fe no sólo se identifican con una persona, sino que además se identifican con una persona crucificada. Se trata de una verdad y bondad en un estado de humillación tal, que no sólo no consiguen traer nuestra simpatía,
sino que suscitan, además la oposición más viva, pero lleva sobre sus espaldas una cruz que no tiene nada de atrayente.
Por consiguiente, creer escuchar la vos de Cristo, venir a él no es fácil. Para la mente humana es una locura, una paradoja terrible: para poder vivir, hay que morir antes. Ante la llamada de Cristo, el hombre se siente envuelto en el más crucial de los dramas. Es el drama de la fe, descrito en las confesiones de san Agustin, y que hallamos de una forma más o menos viva, en todas las conversaciones. El drama desaparecería, si Dios, en lugar de mostrársenos oculto bajo signos sensibles, se nos mostrase en su visión intuitiva. El hombre vería que Dios es la única fuente en que se apaga su sed de felicidad, el fin al que tiende toda su vida. Pero mientras que esta visión intuitiva no sea una realidad beatificadota, el hombre sólo descubrirá, en la llamada de Cristo, sus aspectos negativos, los sacrificios que impone al orgullo humano. En la fe, el hombre ve lo que deja, aquellos a que renuncia para adherirse a Dios; pero no ve lo que recibe. Se trata de elegir entre dos polos de atracción: el mundo, visible y palpable, y el de Dios, invisible y oculto. Por una parte, todo lo que atrae a los sentidos y los fascina; por otra, Cristo con su cruz bien visible y la esperanza invisible d el resurrección. Es renunciar a lo que posee, por la esperaza de poseer aquello que no se tiene.
¿Cómo terminará el drama? ¿aceptará el hombre la invitación que Dios le hace por boca de sus legados, o lo rechazará?.
4. El maestro interior
El hombre no se halla solo, frente este drama, a la hora de tomar una decisión. Le asiste una realidad sobrenatural, un maestro interior que trata de ayudarle en su difícil elección; que le allana las dificultades y le demuestra que al aceptar la llamada de Dios, no renuncia a si mismo. Contrariamente a todas las apariencias, sino que es entonces cuando alcanza la máxima perfección a que puede aspirar. La cruz que Cristo lleva sobre sus espaldas, aunque
no espesada, resulta ligera cuando se comparte con él (Mt 11, 30). No constituye una ignominia, sino que es el símbolo del amor que se entrega hasta el sacrificio total, que da todo para atraer a sí a quienes están alejados de la verdadera vida uno consiguen encontrarla por si mismos. A la luz de las enseñanzas interiores de este maestro, la mirada del hombre se agudiza hasta descubrir el significado real de la cruz de Cristo y toda la atracción que ejerce. De esta manera, la seducción del mundo que con tanta fuerza impresiona los sentidos, queda contrarrestada por la atracción sobrenatural de Cristo; y el hombre queda en condiciones de decidirse libremente por una o por otra.
La sagrada Escritura emplea diversas fórmulas para significar este magisterio interior. “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelas a los pequeñuelos, Si, Padre, porque así te plugo” (Mt 11, 25-26). En este pasaje, Jesucristo opone el conocimiento de las cosas divinas que tienen los sencillos, al que tienen los soberbios. Los primeros lo reciben de Dios, mientras que los segundos se basan en sus propias fuerzas. El efecto es muy distinto: a los primeros se les revela la naturaleza íntima de dios, que queda oculta para los otros. Sin embargo, tanto unos como otros reciben de fuera la palabra de Dios. Todos poseen la revelación exterior u todos oyen a Dios, que les habla. Pero únicamente los sencillos descubren el auténtico significado de sus palabras y las aceptan, mientras que los sabios, creyendo comprender, no comprenden. No reciben la revelación interior. Y, sin ella, no es posible aceptar la palabra que llega de fuera. La divinidad de Cristo es la principal entre todas las cosas divinas. Pero nadie la conoce si no es el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne, y aquellos a quienes el quisiera revelárselo (Mt 11,27).
Entre los sencillos que han recibido esta revelación, hay que enumerar a Pedro, que confesó en Cesarea de filipo, que Cristo era el Hijo de Dios (Mt 16, 17). Todos habían oído la palabra externa del señor, sus afirmaciones de que era el Mesías y el Hijo de Dios,. Pero solamente Pedro había penetrado el sentido profundo de aquellas palabras, porque se lo había revelado el Padre. “La carne y la sangre” no pudieron reversárselo. Se requería la intervención directa del Padre celestial para poder comprender que significaban realmente
aquellas palabras de Cristo que pasaban inadvertidas para unos y suscitaban escándalo en otros (Mt 11, 6). Dios obró de semejante manera con Lidia, la purpuraría de Tiatira, a quien abrió el corazón para que aceptara la predicación de Pablo (Hech 16, 14).
San Juan habla del testimonio. El Padre da testimonio del Hijo, no sólo por medio de los milagros que éste realiza para comprobar su divinidad (Jn 5, 36) y por su palabra inspirada en las Escrituras (Jn 5, 45-48), sino también, mediante un testimonio más íntimo, en el corazón del hombre. “ ¿Y quién es, dice el evangelista, el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? … Y es el Espíritu el que certifica, por que el Espíritu es la verdad” ( 1 Jn 5, 5-6). También en este pasaje se trata de un testimonio interno, que es efecto de la acción del Espíritu en el corazón de cada hombre. Es el Espíritu Santo quien nos hace descubrir al Hijo de Dios en Jesucristo.
San Pablo no es menos explícito. Nuestro evangelio, dice el apóstol, es enigmático para aquellos que van a la perdición, “cuya inteligencia cegó el Dios de este mundo para que no brille en ellos la luz del evangelio, de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios. Pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor; y cuanto a nosotros, nos predicamos siervos por amor a Jesús. Porque Dios, que dijo: brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz de nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2 Cor 4, 4-6). San Pablo da la razón de pro qué el evangelio que predican él y los demás apóstoles, permanece encubierto para algunos, que no alcanzan su significado. Es que Dios “ha cegado su mente”. Pero los fieles de Corinto han creído, porque Dios ha hecho brillar la luz en sus corazones. La fe procede, pues, de la iluminación de Dios. Si falta ésta, aquélla no se produce. Para percibir la luz del evangelio, el hombre necesita aquella iluminación interior que Dios concede a quienes creen. Sin esta iluminación, “la luz del evangelio” queda oculta. En otro lugar, el apóstol recurre a una imagen diversa. “Es Dios quien a nosotros y a vosotros confirma en Cristo, nos ha ungido, hos ha sellado, y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Cor 1, 21-22). Es Dios quien, por medio de su unión, lleva al hombre a la fe.
R. Lotourelle sinteriza a sí la doctrina bíblica de estos textos: “En todos los pasajes examinados, se trata de una acción interna que va unida a la palabra externa. Describen esta acción interna como una atracción, una iluminación, un testimonio, una enseñanza, una revelación, una unión. Hay alguien dentro de nosotros que toma la iniciativa: iniciativa extraordinaria que nos lleva a creer en la palabra que Cristo nos dirige desde fuera. La respuesta es libre, pero va insertada en esta iniciativa de Dios. La atracción de la gracia lleva en germen, el movimiento de retorno, es decir, la respuesta del hombre a la palabra de Dios. Toda la vida cristiana arranca de este primer acercamiento, de esta pasividad inicial. La palabra no nos llega sola, sino acompañada del soplo del Espíritu Santo, que tiende a fijar la palabra, a hacerla intima”.
San Agustín expuso esta doctrina en textos muy conocidos. Y los demás padres trataron también del tema, a veces empleando las mismas palabras. El concilio de Orange ratificó esta enseñanza. Según los padres allí reunidos, nadie puede aceptar la predicación del evangelio “sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo que concede a todos la suavidad necesario para creer en la verdad y aceptarla”.
Durante la edad media, santo Tomás clarificó la doctrina de sus predecesores, empleando términos que hoy ya son clásicos en la teología, tales como “lumen fidei” e “interior instictus Dei intanistis”. El “lumen fidei”, como ha demostrado recientemente el padre Alfaro, es el hábito infuso de la fe, que capacita a la inteligencia humana para tender a un objeto sobrenatural. Bajo el influjo del hábito de la fe, el hombre percibe que es conveniente y necesario creer, aceptar la llamada de Dios. Mas para que esta capacidad pase al acto, se requiere que mientras la predicación presenta a la inteligencia humana el objeto que hay que creer, en Dios incite internamente la voluntad a fin de que ésta impulse al entendimiento a aceptar cuándo se le propone. El Doctor Angélico habla de este impulso interior, de este ingerior instinctus, como de algo que induce a la fe “moveda et instigando interius corda”. El hombre no puede creer sin este impulso interno, sin esta vocación, sin este adoctrinamiento íntimo. Bajo la inspiración del maestro interior, de la gracia, el hombre descubre que la fe constituye, para él un bien y una obligación.
5. Tres soluciones
El magisterio interior no quita al hombre la libertad, ni a las cosas externas seducción, ni sana tampoco mágicamente la corrupción de la naturaleza humana. El hombre conserva su libertad y las pasiones continúan seduciéndole. La atraccín del maestro interior no elimina el drama de la fe, únicamente señala el camino a seguir y allana los obstáculos que impiden emprenderle. Pero el drama permanece. ¿Cómo terminará?.
Caben tres posibilidades y las tres se dan en las diversas situaciones concretas en que vive y actúa el hombre.
Algunos, frente a las exigencias intelectuales y morales de la fe, rechazan la invitación de Cristo de tomar su propia cruz y seguirle. Siguen el instinto de su naturaleza y rehúsan aceptar una solución del problema de la vida, que cuesta tan cara y parece destruir la parte más propia del hombre. No se atreven a perder “su propia vida” visible, para conseguir otra que no ven. Renuncian a dar un sentido a su existencia, pero creen que pueden conseguir este fin por otros caminos, con solas sus fuerzas. Estos hombres hablan de ciencia, con mayúscula, de razón, de progreso, de arte, de patria, y creen que estos valores son suficientes para llenar la vida, sin tener que acudir a Cristo y su mensaje. Así opinan los diversos tipos de humanismo. Así piensan también el comunismo ateo que, en la actualidad, es el más violento y decidido de todos ellos. Es la respuesta del orgullo humano, que no acepta más normas de verdad que las que le señala su propia razón.
Esta actitud se hallaba muy extendida entre los hombres de cultura de la época iluminismo y el racionalismo del siglo pasado. Estaban convencidos de que podían prescindir de Dios. Hoy es mas bien rara entre los intelectuales, mientras que es muy común entre el pueblo,
galvanizado por la propaganda y el progreso técnico. Esta convencido de que el día en que logre poseer cuando la técnica puede ofrecerle, será feliz u no tendrá necesidad de Dios. Para el hombre de la calle actual, la ciencia ha ocupado el puesto de Dios.
Está claro que el hombre no rechaza a Dios con la frialdad y lucidez que hemos descrito. e l orgullo alcanza en muy contadas ocasiones un alto grado de conciencia. El hombre no se halla dispuesto a aceptar la llamada de Dios, hará todo lo posible pro convencerse a sí mismo de que esta llamada no existe. No se conforma con las pruebas que Dios nos brinda, con los signos con que Dios acredita a Jesucristo y a sus apóstoles, sino que él animo pone sus condiciones. Sólo creerá si Dios realiza las pruebas que él exija.
San Agustín nos dice que, antes de su conversación, quería tener en las cosas invisibles, como son las de la fe, la misma certeza que tenía la proposición: siete más tres, diez. Tyrrell no comprende cómo Dios, que dispone de la omnipotencia, ha podido tolerar “la ignorancia, el pecado y el dolor”. A. Camuns no puede creer en un Dios que permite que los niños sufran. En el cristianismo hay una zona de luz y otra de sombra. Cuando no se quiere creer, se descubre únicamente la segunda.
La segunda actitud ante la llamada de Dios, muy difundida en ciertos ambientes existenciales modernos, se cierra en una postura de escepticismo e incredulidad. La solución del problema de la vida que propone la fe les parece demasiado bonita para ser real. ¿Es posible, se preguntan, que Dios se interese por el hombre? ¿Qué es el hombre para que despierte el interés de Dios? ¿Qué hay de amble en el hombre para que Dios lo asocie a su felicidad?
Esta postura, cuando no se inspira en el orgullo refinado, que se oculta bajo capa de humildad modestia, es la consecuencia de un estado de ánimo en que se mezclan una conciencia de profunda de la propia miseria u una situación morbosa con que algunos hombres actuales se complacen en atormentarse. Es una mezcla de humildad y morbosidad,
típica de una época como la nuestra, que ha vivido profundas desilusiones en el campo del pensamiento y la terrible experiencia de dos guerras mundiales, en las que el hombre no ha dado pruebas muy airosas de sí. Para este hombre, resulta extraño e incomprensible el que Dios se interese por él.
Es un pasaje de su trato De Trimitate, ha expresado san Agustín este estado de ánimo que, en sus elementos fundamentales, no es de hoy sino de todos los tiempos. El gran doctor se pregunta por que Dios, que puedo redimir al hombre de muchas maneras, eligió precisamente la más dolorosa de todas: la muerte de su Hijo en la cruz. Su respuesta es que esta forma fue “muy conveniente”. Si Dios hubiese actuado la redención empleando un medio ordinario, el hombre no le habría creído. Es tan miserable, que no puede imaginar que Dios le haga objeto de su amor. Sólo llega a creer cuando ve al hijo del todopoderoso colgando de una cruz. ¿Cómo es posible dudar del amor de Dios, si ha llegado a entregar a su Hijos unigénito por nosotros? (Jn 3, 16).
Los hombres de este segundo grupo no llegan a levantar los ojos hasta la cruz, para ver en ella el símbolo del amor de Dios. Para ellos, el universo no tiene más que dos dimensiones. Esta imposibilidad encierra, sin duda, un aspecto patológico, que ha inducido a hablar del hombre de hoy como un “desequilibrado”, de un hombre en crisis.
En estas dos categorías de personas examinadas, la atracción interna del maestro queda sin efecto. Trata de insinuarse en el alma del hombre, de iluminar su inteligencia y mover su voluntad, pero los obstáculos que encuentran neutralizan su acción.
6. Fe y amor
Finalmente, existe una tercera categoría de personas: los que aceptan la llamada de Dios. Son los creyentes.
Hemos afirmado antes que esta aceptación constituye, para la lógica humana, una locura, una paradoja. ¿Cómo puede, pues, el hombre caer en ella?. La respuesta no es más que una: esta locura sólo es posible cuando se descubre que Dios ha cometido otra locura semejante. El renunciar a sí mismo para tomar a Dios como norma de propia vida, puede parecer ciertamente una locura desde la lógica humana; pero puede parecer una locura inmensamente mayor el que Dios haya renunciado, por el hombre a los esplendores de la divinidad, haya tomado una naturaleza human y haya muerto en una cruz (Fil 2, 5-8). Es frente a este amor sin límites cuando el hombre se decide. A la vocación de amor que raya en la locura, el hombre da una respuesta de amor, que parece una locura.
Desde el ángulo del amor, todo se hace posible y claro. Omnia vincit amor. El amor supera todos los obstáculos. El amor ha hecho que Dios superara los obstáculos que impedían su encuentro con el hombre y, más tarde, la redención, cuando el hombre rechazo por vez primera su llamada en el paraíso terrenal. Quien sabe lo que significa amor, comprende, sin dificultad, todo. “En la experiencia de un grande amor, dice Guadini, todo el mundo se encierra en la relación yo – tú, y cuando sucede se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito… Todo es verdad y adquiere relieve entre este yo y este tú”. La fe es una respuesta al amor de quien nos ha amado primero. El hombre va a Cristo, como dice san Agustín, no “motu corporis, sed voluntate cordis”. La fe nace
en el corazón. Por
consiguiente, “ el amor es la puerta de la fe”. Sintetizando el pensamiento del cuarto evangelio sobre este tema, Mollet dice que la fe es “un encuentro en el que Dios ha tomado la iniciativa… En su raíz más honda la fe es un encuentro de amor”.
Cuando se concibe la fe como un encuentro de amor entre el hombre y Dios, es fácil comprender toda la historia de la salvación, toda la pedagogía divina. Dios nos ha amado primero u nos ha manifestado este amor por medio de sus obras, hasta llegar a la más inconcebible: la donación de su Hijo (Jn 3, 16); después no ha pedido que correspondamos. De todos los hechos de la historia sagrada parece desprenderse la invitación a amar a Dios,
como ha expresado tan felizmente san Juan en su primera carta: “Amemos a Dios, porque él nos amó primero”.
Es su obra De catechizandis rudibus, san Agustín ha deducido una constante en el obrar divino, ue podemos definir como la ley general del amor: “Nulla est major ad amores invitativo, quam praevenir amado, et nimis durus est animus qui dilectionem si nolebat impendere, nolit rependere”. Y después: “Manifestum est nullam esse majorem causam que ve inchoetur vel augeatur amor, quam cum amari se congnosciti qui nondum amar, vel redamari se vel posse sperat, vel jam probat qui prior Amat”. Esto puede decirse con más razón aún cuando un superior quien toma la iniciativa de amar, ya que en este caso, es claro que no ama al inferior por interés, sino exclusivamente por benevolencia. ¿Y quién hay superior a Dios?. La fe, pues, procede del amor. Para responder positivamente a Cristo, basta con ser sensible a la voz del amor.
La acción del maestro interior alcanza su efecto únicamente cuando halla un corazón sensible a la llamada del amor. Bajo el influjo del amor, la adhesión a Dios en Cristo, el perder nuestra vida por él, deja de mostrarse como una locura, para brillar tal como es en sí. Bajo este influjo, el hombre no encuentra paradójico el renunciar a sí mismo, sino que lo ve como un paso perfectamente razonable y personal, como el más razonable y personal de todos.
7. La comunicación del amor
¿Cómo se realiza este paso de amor entre Dios y el hombre? He aquí el problema que hay que resolver, si queremos vislumbrar como se propaga la fe.
Este paso no se realiza por medio de un silogismo ni por una serie de silogismos. La razón puede preparar este encuentro con Dios, puede disponer al hombre, demostrándole que
tiene necesidad de Dios para conseguir la vida eterna y que Dios ha hablado realmente, pero no puede provocarle. Todos sus razonamientos pueden dejar al hombre indiferentes. Se ha dicho que la apologética no ha conseguido jamás una conversión. Quizá este juicio es demasiado superficial, teniendo encuentra que el cometido suyo no es convertir a los hombres, sino demostrar la credibilidad de la revelación. El razonamiento puede convencer, pero no provocar la fe. Esta procede de una comunicación de amor entre Dios y el hombre; comunicación que la razón no puede producir. “Una persona, dice J Mouroux, no se aferra a la conclusión de una serie de relaciones abstractas”.
La fe no es tampoco efecto de un instinto ciego. Es un acto perfectamente racional. Existen muchos motivos que inducen al hombre a creer, a aceptar a Dios. En primer lugar, el hombre tiene necesidad de Dios, porque sin el no se consigue dar sentido a la vida. Dios es la verdad y la bondad suprema, la misma vida eterna. Nada es más racional que el acto de fe. El hombre no dispone de garantías tan seguras para ningún otro acto de su vida.
Esta comunicación de amor no tiene más que una explicación, que es, más que una explicación, una constatación: el amor pasa de Dios al hombre por un fenómeno de contagio. De la misma forma que el fuego comunica su calor a quien se acerca a él, así el amor de Dios
invade a quien se deja envolver por él. Se trata de un fenómeno de
comunión, como dice Mouroux. Mas para que tal fenómeno ser realice. El hombre no debe poner obstáculos, debe dejarse conquistar. Ello es posible únicamente si el hombre pertenece ya a Dios de alguna forma, al menos en deseo. Para creer y venir a Cristo, hay que pertenecer a su rebaño (Jn 10, 16), hay que estar de parte de la verdad (18, 37), hay que ser amigo del esposo (3, 29). Pero cuando se pertenece al diablo, la palabra de Cristo que llama es incomprensible (Jn 8, 45); su atracción interna queda sin efecto.
8. La vocación de los apóstales
El evangelio nos brinda ejemplos de este fenómeno de contangio, de comunión, por el que se difundo de la fe. Más de un episodio nos muestra de un modo concreto cómo viene el hombre a cristo, cómo le escucha y responde a su llamada.
El método de Cristo es el que señala san Agustín: Él toma la iniciativa de amar y pide después una respuesta.
Es característica a este respecto la vocación de Naatanael, que nos cuenta san Juan en el primer capítulo de su evangelio. Natanael es un varón recto, cumplidor de la ley; uno de los que esperaban la venida del Mesías, tal como le concebía comúnmente el pueblo. Por lo que nos dice Juan, debía ser un hombre prudente, no muy dado a entusiasmos fáciles, y dotado de cierto sentido criticó. Al oír a su amigo Felipe afirmar que Jesús es el Mesías, no se convence de ello. Era de Caná, un pueblecito poco distante de Nazaret, y estaba convencido de que éste no podía salir nada bueno, y mucho menos el Mesías. Sin embargo, como varón recto, consiente que su amigo de presente a Jesús para conocerle.
Apenas le ve Jesucristo, el apostrofa en términos muy lisonjeros: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay dolo” (Jn 1,47). Es un elogio que cuadra a muy pocos hombres, y que, sin duda, constituía una excepción aun ambiente tan hipócrita como el que rodeaba a Natanel. El elogio traspasa inmediatamente el corazón del futuro discípulo. “ ¿De dónde me conoces?”, le pregunta. Ni siquiera imagina que Jesús haya querido hacerle un cumplimiento. Natanael ha sentido uqe la mirada del nazareno le penetraba y que éste leía en su corazón; que si ha hablado así es porque le conoce. Pero no se explica cómo puede Jesucristo conocerle tan a fondo. Con su respuesta, el Señor le brinda una prueba de su poder profético: “Antes que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (1, 48). Natanael no duda de las palabras del maestro, no piensa siquiera que si lo sabe es por simple conjetura o porque oro se lo ha dicho. Conquistado por la alabanza que Jesús le ha hecho al principio del coloquio, no duda en interpretar estas palabras como un signo de que Jesús es realmente el Mesías, como le había dicho Felipe. Y dirigiéndose a Él le dice: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel” (1,49). En unos instantes, ha llegado
desde el “ ¿de Nazaret puede salir algo bueno?”, al reconocmiento de la medianidad. Sin embargo, es un hombre del pueblo, que no esperaba ciertamente un Mesías tan humilde y sencillo como Jesucristo. Pero ante quien le saluda como a un israelita auténtico y le da un signo de su pode profético, no duda en liberse de sus ideas y en ver, en Cristo, a aquel de quien habían hablado los profetas. En este caso, la atracción interna del Padre ha encontrado vía libre. El mismo Jesucristo se sorprende de la rapidez con que ha cambiado Natanael: “ ¿Por qué te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores has de ver” (1,50). El hombre honrado no necesita muchas pruebas, la verdad le conquista fácilmente. La fe, en el caso concreto del discípulo de Caná, es un encuentro de amor, en que Cristo ha tomado la iniciativa.
El Señor emplea idéntico método para llamar a las dos parejas de hermanos: Santiago y Juan, Pedro y Andrés. La vocación de estos discípulos se desarrolla en dos tiempos.
El primero tiene lugar en las orillas del Jordán. Juan y Andrés son discípulos del bautista, y siguen a su maestro, en la medida en que se lo permite su trabajo de pescadores. Probablemente han sido testigos del bautismo de Cristo, y han oído las expresiones transidas de humildad que le dirigía Juan Bautista cuando le vio venir a él. No queda excluido que presenciaran también los hechos que siguieron al bautismo, cuando se abrieron los cielos y bajó el Espíritu santo en forma de paloma, mientras que el Padre decía: “Éste es mi Hijo muy amando en quien tengo mis complacencias”.
Al día siguiente, cuando Cristo vuelve a las riberas del Jordán, Juan se dirige a< él: de nuevo, con los dos con el título de cordero de Dios”. Esto fue suficiente para que los dos siguieran a Jesús, tratando de saber quién era. Saben que es un personaje excepcional, porque sino serían inexplicables las alabanzas que le ha dirigido el bautista, a quien todos reconocen como profeta. Jesucristo se da cuenta de que le siguen y toma la iniciativa del diálogo: “ ¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), les pregunta. Los dos discípulos, favorablemente impresionados por el hecho de que un personaje tan importante les dirija la palabra el primero, le llaman “maestro”, título de distinción y estima, y particularmente significativo
en este caso, ya que Cristo no había enseñado nada todavía. Le responden, pues: “Maestro, ¿dónde moras?”. Y el Señor les invita a seguirle. El diálogo termina a quí. El evangelista no refiere qué se dijeron durante todo el día. Pero después de muchos años, recordaba aun la hora exacta de aquel coloquio.
El diálogo debió producir en ellos una impresión enorme, porque apenas vuelto a casa, Andrés dice a su hermano Pedro que ha encontrado al Mesías. Simón, en parte por curiosidad y en parte, porque se siente atraído hacia un personaje que ha entusiasmado tanto a su hermano, acepta la invitación de conocer a Jesús. Apenas le ve Cristo, le mira y dice: “tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serán llamado Cefas, que quiere decir Pedro” (Jn 1,42). También en este caso, Cristo toma la iniciativa de hablar el primero. Y el diálogo empieza también con una alabanza. Además, cambia de nombre a Simón, hecho que revestía enorme importancia entre los judíos.
El segundo tiempo de la vocación de los cuatro discípulos se desarrolla en el lago de Tiberíades. Jesucristo ruega a Pedro que le permita hablar a las turbas desde su barca. Después del sermón, le ordena que bogue lago adentro y eche las redes. Pedro le objeta que ha estado trabajando toda la noche sin pescar nada. Pero, al fin consiente: “Porque tú lo dices, echare la red” (Lc 5,5). La pesca fue tan copiosa, que Pedro tuvo que pedir ayuda a sus compañeros. Este hecho le impresiona tanto, que se arroja a los pies de Cristo y exclama: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc 5, 8). También quedan estupefactos Santiago y Juan, y todos los demás, entre los que probablemente se encontraba. Andrés hermano de Pedro. Pero el maestro responde sin dudar: “No temas; en adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, 10). Y concluye el evangelista: “y atracando a tierra las barcas, lo dejaron todo y le siguieron” (5,11).
La escena se desarrolla en pocos minutos, pero son suficientes. Ante un hombre que muestran tan gran interés pro unos pobres pescadores, hasta el punto de hacerlos su séquito, y que, al mismo tiempo, manifiesta ser un personaje extraordinario, ya que tiene poder sobre los peces del lago, abandonan todo y le siguen. En el fondo, se reduce a un acto
de amor por parte del Cristo. Él es quien ha tomado la iniciativa y quien ha manifestado interés por ellos; además, les recompensa pro el servicio que le han prestado, dándoles un signo de su poder. ¿Qué cosa más normal que seguir a un hombre de este tipo?. En la vocación de los apóstoles vemos palpablemente el fenómeno de comunión que engendra la fe.
9. Una respuesta negativa
Pero el evangelio nos brinda también un episodio en que esta comunicación de amor, este fenómeno de contagio entre Cristo y el hombre no se produce. Es el episodio del joven rico.
Este joven conoce también a Cristo y sus milagros, conoce su bondad, y se siente dichoso de poderle dirigir la palabra: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?” )Mc 10,17). Jesucristo le responde que cumpla los mandamientos, y se los enumera. Ante la respuesta del joven de que los ha observado desde niño, lleno de complacencia y afecto hacia un hombre tan poco corriente, le dirige una mirada de amor, que el evangelio describe muy gráficamente: “Jesús, poniendo en él los ojos, le amó”. Después le dijo: “Una sola cosa ge falta: vete, vende cuando tienes y dalo a los pobres y tendrá un tesoro en el cielo; luego ven sígueme” (Mc 10,21). Es fácil imaginar la dulzura y la penetración de aquella mirada. Cristo trata de comunicar su amor al joven, como ha hecho con los apóstoles, para que abandone todo y le siga. Pero el amor no se comunica y el fenómeno de contagio queda sin efecto. El joven se aleja triste, porque, dice el evangelista, “tenía mucha hacienda” (Mc 10,22).
Nos hallamos frente al encuentro de dos amores: el amor de Cristo, que exige la renuncia de todo cuanto posee para conseguir la perfección; y el amor de sí, que desea conservarlo. Entre la atracción de Cristo y la seducción del mundo. El joven se decide por la segunda. El encuentro ha fracaso por falta de amor; al menos, de un amor más fuerte que el de las riquezas.
10. El compromiso
Del concepto de fe, como encuentro de amor entre el hombre y Cristo, deriva toda la realidad de la categoría “compromiso”, tan frecuenten el lenguaje religioso actual. Quien responde a la llamada de Dios y se entrega a él, qued acomrpometidio.
Vamos a estudiar en qué consiste el compromiso. P. A. Liégé, basado en la etimología, llegar a esta conclusión: “Compromiso es la acción de depositar algo en prenda. En primer lugar, depositar en prenda algún objeto, como garantía de un préstamo o de una sorpresa. Se empeñan joyas en el Monte de Piedad, y se empeña un capital en una empresa. Parece ser que es por translación por lo que se ha llegado a emplear el término compromiso para significar el acto con el que una persona se pone a sí misma como prenda moral en un escrito, en una palabra o en una acción. Pro fin, el compromiso ha llegado a significar el contenido mismo que se halla en depósito, o el contenido de la promesa moral o de l responsabilidad que se asume”.
En la fe, el hombre se compromete por si mismo a vivir según su nuevo ser, conforme al nuevo modo de existencia a que le ha llamado la fe. Ya no se pertenece a sí, deja de ser independiente y autónomo y no puede disponer de su propio destino según su capricho. Ha establecido una alianza con Dios y ha hecho con él un pacto, debido al cual toda su vida debe desarrollarse con Cristo y por Cristo. Ya no puede concebirse a sí mismo independientemente de Cristo. Cristo es el único camino que debe serguir, la única verdad debe creer, la única vida que puede vivir y la única luz que le iluminará. Igual que los apóstoles, deja todo para seguir a Cristo.
Se trata de una entrega tan radical, que si la fe que ha abrazado resultase falsa, su existencia perdería todo el sentido. Habría sacrificado todo para nada. No cabe error mayor. En efecto,
mientras que en los demás campos, el compromiso exige únicamente la ruina de un ideal, sino de todo el vivir. El hombre debería comenzar de nuevo su vida. Y si hubiera advertido el error demasiado tarde, toda su existencia habría sido inútil.
San Pablo es quien mejor ha expresado el carácter absoluto del compromiso y de las exigencias que encierra. Para él la fe es vivir de Cristo, hasta el punto de que considera a la muerte una ganancia (Fil 1,21). Para san Pablo, Cristo era el sentido de todo. Su fe se cimentaba en la resurrección de Cristo. Con este milagro, el Señor había demostrado que realmente era el Hijo de Dios, el Señor, el Verbo encarnado, el aquel en quien todo subsiste (Col 1,17). Pero si todo resulta falso, si Cristo no hubiera resucitado y, por consiguiente, todas sus afirmaciones y promesas carecieran de fundamento, los cristianos serían los más infelices de todos los hombres (1 Cor 15, 19), porque habrían sacrificado todos los bienes de este mundo, todos sus placeres, los únicos verdaderos y reales, a la esperanza de bienes que no existen. No podarían haber cometido error más fatal. Hay que concluir, pues, que no existe compromiso mayor que el de la fe.
El compromiso es una consecuencia del amor, del que no puede prescindir la fe. Únicamente por amor es posible aceptar a una persona como norma suprema de la propia vida y sacrificarle todo.
De este modo, hemos llegado a una conclusión muy importante para el anuncio del evangelio: si para la fe es necesaria una comunicación de amor entre Cristo y el hombre, la predicación, que es vehículo de la fe, debe serlo asimismo del amor.
11. Consecuencia para las propiedades de la fe
De esta concepción esencialmente personalista de la fe, derivan algunas consecuencias que estudiaremos brevemente, por que pueden ayudarnos a comprender el dinamismo de la predicación.
En primer lugar, hay que decir que la fe no puede alcanzar su plenitud más que en los adultos. Es verdad que el niño puede realizar auténticos actos de fe, proporcionados a su conocimiento de Dios, pero no puede ponerse en duda que únicamente el adulto, el hombre que ha alcanzado cierto nivel de desarrollo intelectual y moral, puede asumir con plena conciencia los compromisos de la fe. Pero la dificultad consiste en saber cuándo se debe considerar al hombre como adulto.
El cardenal Billot afirmó, en algunos artículos famosos, que muchos que son adultos en edad y en lo que se refiere a la vida de negocios, permanecen en un estado de irresponsabilidad y de infancia en el sector moral y religiosos. Esta tesis de I. Billot contiene exageraciones evidentes, pero quizá el fuego de la polémica ha hecho olvidar sus aspectos de verdad. El número de individuos que, por educación o por razones de carácter sico-sociológico, no llegar a ser moralmente adultos, que la vida moderna, con su organización y su propaganda, ha aumentado aún este número.
Sin embargo se puede afirmar que en la vida de cada hombre hay un momento en que se llega ha ser adulto y se adopta una actitud propia frente a su destino, al decidirse pro el bien o por el mal, que es como decidirse por Dios o contra él. En este momento, Dios entra en la vida del hombre y le invita a elegir a él como norma suprema de su existencia. Algunas veces, el paso de la fe infantil a la del adulto se realiza sin sacudidas fuertes, casi insensiblemente; pero otras muchas se realiza con plena conciencia. Es el instante en que el hombre decide por sí mimo. Santo Tomás sitúo este instante al comienzo del uso de la razón, pero otros autores le sitúan al final del proceso.
La opción de la fe, aunque se hace de una vez para siempre, en la realidad está sometida a un proceso continuo. Existe la fe de la adolescencia, la de la juventud, madurez y
ancianidad. Cristo es siempre el mismo: el Verbo hecho carne para salvarnos, pero se le ve de una forma distinta en las diversas fases de la vida. La fe es un viaje de exploración, como alguien ha dicho. Cada día se descubren alturas nuevas y nuevos obstáculos que hay que vencer. Consiste siempre en el diálogo con Cristo, pero este diálogo adquiere tonos la existencia, y las vicisitudes de la vida muestran este sentido bajo dimensiones siempre distintas.
En cierto modo, podemos afirmar que la fe está en crisis permanente, en cuanto que su elección se renueva cada día de una manera más clara. Por otra parte, como la fe es una vida de amor engendrada por el amor, sigue las leyes de éste,
que parece morir y
recomenzar cada día. Los grandes amores son siempre atormentados, como nos manifiesta la experiencia de los místicos. Particularmente en nuestros días, cuando el
mundo
despliega sus atractivos con una viveza antes desconocida, la fe se ha convertido en una lucha continua.
El carácter personalista de la fe nos explica también por qué, como dice R. Guardini, no existen caminos trazados de antemano, semejantes para todos. Cada persona es un mundo.
Cada uno llega
a Dios por su senda propia. La historia de las conversiones nos lo
demuestra. Esto no impide que se den ciertas constantes que nos permiten analizar el fenómeno. Pero en el seno de estas constantes, la variedad es enorme. Y la predicación no puede ignorar este aspecto de la fe. Hay que hablar de forma distinta a los niños, a los jóvenes y a los adultos.
La estructura personalista de la fe explica asimismo su oscuridad y su libertad, tan claramente resaltadas en el ensayo de Mouroux. La oscuridad de la fe no procede únicamente de que trate del encuentro y del contacto con el misterio por excelencia, que es Dios; sino también y, quizá sobre todo, porque constituye un encuentro entre personas, que supera los límites del razonamiento. En la fe existe una zona que permanece siempre en la penumbra, sin que la inteligencia pueda examinarla detalladamente.
Se comprende más fácilmente también la libertad de la fe. Es el amor, como hemos repetido insistentemente, en el que produce la fe, y el amor no admite imposiciones. San Agustín dice que se puede ir a la Iglesia obligada, que se puede llegar al altar y recibir los sacramentos obligado, pero que no se puede creer obligado”, del amor, que es libre por su misma naturaleza. Se puede fingir que se cree, pero no se puede creer obligado.
Finalmente,, podemos decir que la fe es un riesgo, un acto de valentía. Dejamos cuanto vemos y poseemos por algo que, si bien es infinitamente superior, escapa a nuestros sentidos y no lo poseemos más que en esperanza. A todos los uqe vienen a la fe, Dios les dirige la misma llamada que dirigió, en su día, a Abrahán: “salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré; yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré en tu nombre, que será una bendición… Y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra” (gén 12, 1-2).
Abandonar la casa y el país propios por una tierra desconocida, no es empresa fácil, exige un acto de valor. Cierto que están la promesas de Dios, pero no se ven y, además, su cumplimiento está lejano. Para creer, hay que arriesgarse. Naturalmente, se trata de correr basándose en una palabra que no puede engañarnos, la palabra de Dios.
12. La conversión
La fe, el encuentro con Dios, no puede dejar de producir en el hombre un cambio de vida, un alejamiento de todo aquello en que creía antes de encontrarse con Cristo, una orientación nueva de la existencia: la conversión. El Nuevo Testamento expreso este cambio en el término -----, al que corresponden los verbos ----y -------.
El concepto de conversión implica un doble elemento: el elemento negativo, que consiste en el abandono y en la renuncia a todo aquello que antes orientaba la propia vida y le daba
un sentido; y el elemento positivo, que consiste en la adhesión a una realidad nueva, a Dios que da una orientación distinta a la existencia. Hay que abandonar las malas obras (Jn 3,8 ,e l culto de los ídolos (1 Tes 1,9), las tinieblas y el poder de Satanás (Hch 26, 17-18). El hombre debe aceptar al “Dios vivo” (Hech 14,15), al “Señor” (Hech 9,35). No se trata de un simple retorno a Dios, sino de la transformación radical de toda la existencia, de una nueva creación (2 Cor 5,17), de un nuevo nacimiento, en el que hay que despojarse del hombre viejo y revestirse de Cristo, dando comienzo a una nueva vida, en la que se realizan obras dignas de la nueva existencia que se ha comenzado (Hech 26,20) o del nuevo camino que se ha comprendido. Caminando por esta senda, el hombre agrada a Dios (1 Tes 4,1), le obedece (Rom 6,16) y crece en la caridad hasta comenzar la plenitud de Cristo (Ef 4,13). La conversión tiene, pues, tres dimensiones: la primera, teologal, consiste en la fe; la segunda, sacramental, consiste en el bautismo que infunde al convertido un nuevo ser u en los demás sacramentos, que operan su crecimiento; la tercera, moral, que entraña una nueva conducta, un nuevo estilo de vida, en conformidad con el camino total que se ha realizado en el hombre.
Por la conversión, el hombre entra en el camino de la salvación, su vida adquiere plenitud y totalidad; se sitúa en su verdadero centro de gravitación. El hombre se despoja de todo lo que es negativo y falso, para ser algo que tiene que convertirse y tornar a Dios. Para que el hombre, la vida carece de sentido y de fin. Únicamente la conversión puede dárselo. Grácias a ella, dice también el obispo del Hipona, la vida “formatur atque perficitur, si autem non convertitu, informar est”. Antes de la conversión la vida es como una materia informe. Es Dios quién le da forma. Al convertirse, el hombre abandona las tinieblas en que estaba envuelto,, y encuentra la luz verdadera, que procede de Dios.
La conversión, esta transformación total del hombre, es producto, en su primera FACE, durante la cual el hombre encuentra a Dios, de la predicación misionera. Mediante la predicación, Dios se dirige al hombre y entabla el diálogo con él. predicción, y la predicción, por la palabra de Cristo” (Rom 10,17).
“La fe es por la
13. Definición de la predicación
Al final de este capítulo, en el que hemos tratado de la fe, fin de la predicación, no hallamos ya en grado de definir ésta. La predicación, a juicio nuestro, es la proclamación del misterio de la salvación, hecha por Dios mismo a través de sus representantes legítimos, en orden a la fe y a la conversión, y para el crecimiento de la vida cristiana.
Creemos que esta definición abarca todos los elementos necesarios. El término proclamación indica el carácter propio de la predicación y lo que lo distingue de toda otra forma de enseñanza. No consiste en enseñar algo ni en demostrar una tesis o un sistema, ni tampoco es un discurso sagrado, si no que es el anuncio solemne de hechos, de los hechos más grandes de la historia. Por lo tanto, este anuncio es una proclamación, vocablo que indica solemnidad y la importancia de los hechos que anuncia.
Del misterio de la salvación: estas palabras señalan el objeto de la predicación, que se comprendía en la persona de Cristo muerto y resucitado. Preferimos la expresión Paula misterio de la salvación a las expresiones palabra de Dios o evangelio, porque nos parece más densa. Permite incluir en la predicación toda la historia de la salvación, mientras que las otras dos expresiones nos parecen menos aptas para indicar un objeto tan amplio.
Hecha por Dios mismo: con estas palabras queremos enseñar que el sujeto de la predicación es Dios. Es el quien habla y quien anuncia su intención de salvar al hombre, llamándole a la fe.
A través de sus representantes legítimos: en la predicación hay dos sujetos; uno principal y otro instrumental y secundario: la palabra que Dios dice y el evangelio que proclama, lo proclama por medio de sus representantes cualificados. La predicación es, pies, una función de la Iglesia, un acto jerárquico y no un don privado de Dios a un hombre concreto.
En orden a: el fin de la predicación, en el plan divino, es la conversión a la fe. Pero este fin puede fracasar a causa de las malas disposiciones del hombre. Al proclamar su voluntad salvifica, Dios quiere que el hombre la acepte y se salve, pero el hombre puede rechazarla. En este caso, la predicación no opera la fe, aunque es en orden a la fe.
A la conversión: el fin de la predicación es la fe, la aceptación del plan salvifico divino; aceptación que entraña la conversión del hombre. En la fe, el hombre responde positivamente a Dios, acepta su palabra de salvación y de gracia.
7. DIMENSIONES DE LA PREDICACIÓN
Como conclusión y síntesis de esta primera parte de nuestro estudio, trataremos de las dimensiones de la predicación. Esto nos permitirá ilustrar los puntos que hayan quedado oscuros y desarrollar con más detalle ciertos aspectos a los que tan sólo hemos aludido.
1. La dimensión sagrada de la predicación
En la predicación existe, ante todo, una dimensión sagrada. En ella, según hemos dicho ya varias veces, Dios, a través de la palabra humana, invita al hombre a un encuentro con él; a constituir con él una comunidad de vida y de amor. En la predicación, lo eterno e intemporal penetra en el tiempo y en el espacio para elevar al hombre por encima de su naturaleza y des exigencias puramente naturales. Es decir, la predicación tiene como fin sagrado: el encuentro con Dios.
De este carácter sagrado deriva la energía y solemnidad de la predicación. Nada hay más solemne que la vos de Dios que, a través de un enviado suyo revestido de autoridad, manifiesta al hombre su voluntad de salvación y las exigencias intelectuales y morales que de ella se derivan. En la Biblia no se encuentra otra expresión más simple y solemne que ésta: “Así habla al Señor”. Puesto que a través de él habla Dios, el predicador es, en el más pleno sentido de la palabra, según san Agustín “dictor rerum magnarum”. Dios no habla sino de cosas formidables: de las cosas que se refieren a la salvación. Incluso cuando, aparentemente se trata de cosas insignificantes, tiene gran importancia, puesto que la predicación las eleva a una significación que naturalmente no tiene. ¿Hay algo más odinario
que un vaso de agua?. No obstante, se transforma en algo grande, cuando el predicador sabe sacar de ello chispas que inflaman el corazón del hombre y lo impulsan a realizar obras de misericordia, dignas de eterna recompensa.
A través de los siglos, quizás este carácter sagrado hay sido el más ausente en no pocos predicadores. La crisis de la predicación radica, precisamente, en la pérdida de su “sacralidad”, en la profanación de la palabra de Dios. Dicha profanación convierte la palabra del predicador no ya en vehículo de la palabra de Dios, sino en palabra humana: reduce la predicación de la palabra de dios a palabras acerca de Dios o en torno a Dios. De esta forma, el predicador, entendido en el sentido bíblico de instrumento en cuya voz resuena la de dios, se transforma en profesor, es decir, en el hombre que habla de Dios. Y el mensajero se queda en orador que pretende suscitar el interés o el aplauso de la gente.
En el fondo de esta profanación se halla el escándalo que la palabra de Dios produce en el hombre. Y el primero en advertirlo es el predicador. Cristo crucificado, objeto de la predicación es insensatez para los paganos y escándalo para los judíos (cr. 1 Cor 1,23), esto es, una realidad de la que se puede uno avergonzar. Para superar este escándalo, el predicador tiene que creer firmemente en la presencia de Dios en él; en la validez de la misión recibida; en la eficacia de la palabra de Dios en si mismo y en sus oyentes. Sólo así la palabra de Dios conservará su poder. Pero en cuanto se comienza a olvidarlo. Siempre está latente en el predicador la tentación fácil de confiar en la sapientia verbi (1 Cor 1,17) y aprovecharse de los propios recursos naturales, vaciando de sentido la cruz del Señor.
Es significativo caer en la cuenta de que, frecuentemente, son los mismos predicadores más conscientes de la importancia y naturaleza de su misión los que se lamentan de la profanación de la palabra de Dios tal como, no pocas veces, resuena en los púlpitos. Y a ello atribuyen la esterilidad de muchos sermones.
Sagneri explica, en gran parte, el escaso fruto de la predicación por el hecho de que “la palabra es corrompida y … profanada por un lenguaje hecho todo de tierra”. No se casa a
escucharla “como palabra de hombres, sin pensar que procede de más arriba, es decir del mismo Dios” o, en frade de Bossuet, “como un entretenimiento agradable que no hace sino acariciar los oídos con la dulzura de un placer que pasa”. G. Zocchi no duda en definir como “profanación y sacrilegio” el envilecimiento de la palabra de Dios que, al anunciarla, causan muchos predicadores.
Por causa de esta profanación, el cristianismo, de mensaje de salvación destinado a cambiar la vida del hombre y darle una orientación completamente nueva, se convierte, como dice G. Zocchi, en “mera filosofía” o “en una especie de convivencia religiosa para confirmar una moral filosófica y académica”. De ahí que la predicación esté expuesta a la híbrida mezcolanza de lo divino y lo humano, de lo sagrado y de lo profano, que resulta difícil caracterizar. Destinada a transmitir lo sagrado, corre el riesgo de caer en el envilecimiento que la hace ridícula.
2. Dimensión histórico – bíblica
Junto a la dimensión sagrada se encuentra la histórico – bíblica. La predicación, lo hemos dicho varias veces, tiene como fin en acercar y hacer que se encuentre don intimidades: la de Dios y la del hombre. Pero eso no es posible sin una comunicación de amor. Únicamente pro amor puede renunciar el hombre a su propia vida para vivir la de Cristo. Por eso Dios, tomando la iniciativa en la salvación, ha amado primero, pues sabe que “nulla mayor est ad amores invitatio, quema praevenirse amando”. Dios ha manifestado su amor con hechos: primero en la creación del universo para preparar al hombre habitación digna; después con la elevación sobrenatural; tras el pecado de Adán, a través de la promesa de la redención y de toda la historia del pueblo hebreo, que constituye la prefiguración de cuanto Dios realizaría luego con cada uno de los hombres. Y en la plenitud de los tiempos, Dios ha dado la prueba suprema de su amor, enviando a la tierra a su Hijo para que, por medio de su muerte y resurrección, recibiésemos la vida eterna (Jn 3,16).
Estas pruebas de amor, que se realizaron sucesivamente en el tiempo, se recogen en la Escritura, que es el libro de los magnolia Dei, de las maravillas que Dios ha hecho por el hombre y de las que hará cuando la historia haya terminado su ciclo. Puesto que la predicción debe provocar el encuentro con Dios en la fe, no puede dejar de se histórico bíblica, esto es, debe proclamar lo que Dios ha hecho por el hombre en la historia de la salvación para invitarlo a penetrar en esta historia, en la que Dios es el protagonista principal. La alianza que un día Dios firmara con Abrahán, con los patriarcas y el pueblo elegido, hoy la realiza con el nuevo pueblo, la Iglesia, a la que llama a todos los hombres. A través de la predicación, el hombre tiene que sentir que todo lo que hay en la Biblia se refiere a él, que ha sido escrito y realizado para él. “Todo cuanto está escrito, afirma san Pablo, para nuestra enseñanza fue escrito, a fin de que por la paciencia y por la consolación de las Escrituras estemos firmes en la esperanza” (Rom 15,4). La Escritura es el libro que Dios ha escrito para cada hombre, a fin de que aprenda a conocerse a si mimo y a vivir según un plan formulado por Dios.
La dimensión histórico – bíblica aparece en los grandes discursos del libro de los Hechos: los apóstoles, al proclamar el evangelio, la buena nueva, invitan a los hombres a recibir la salvación que Dios les ofrece en su Hijo muerto y resucitado a entrar en la sociedad de salvación que es la Iglesia. Lo hacen proclamando los magnolia Dei (hech 1,11). Así se comporta Pedro el día de Pentecostés (Hecho 2, 14-39), después de la curación del lisiado (Ibid, 3, 12-26), y delante de Cornelio (ibid., 10, 37-43). De la misma manera actúa Pablo en la sinagoga de Antioquia de Pisidia (Ibid, 13, 14-16) y en la penitencia a la conversión. Esta invitación se podría expresar con las palabras de san Juan evangelista: “cuando a nosotros, amemos a Dios, porque él nos amó primero” (1 Jn 4, 19).
Ha sido san Agustín el que más ha subrayado este aspecto de la predicación en su De catechizandis rudibus. A pesar de que se trata directamente de la predicación misionera, lo que dice es, para san Agustín, la narratio de lo que Dios ha hecho por nosotros, para manifestarnos su amor. Y como toda la historia sagrada está en función de este amor, la narratio debe abarcar desde la creación del mundo a los tiempos presentes de la Iglesia, e
incluso hasta la parusía y la resurrección de los muertos. Debe por consiguiente, abrazar toda la historia de la salvación: cuando Dios ha realizado desde que su palabra todopoderosa dio comienzo a la creación hasta lo que hoy, obra en su Iglesia, en la que continúa la historia de la salvación, y lo que hará en el futuro, hasta que esta historia tenga su epílogo en la vida eterna.
Esto no significa que la predicación tenga que reducirse a la simple narración de la historia sagrada. Lo importante no es tanto la narración de los hechos cuanto el poner en evidencia el móvil íntimo de su realización. Dice san Agustín: “Hay que explicar que explica cada caso y cada uno de los hechos con referencia al amor, fin del que no han de apartar su mirada ni el predicador ni tampoco el oyente”.
Las explicaciones son necesarias, pero deben servir para ilustrar y destacar el amor de Dios, que se manifiesta en los hechos. Al explicarlos, por tanto, señala el mismo Agustín, conviene huir de dos excesos: inducir a la fe a través de una exposición ipresionante con vacia dulzura y avidez peligrosa y el perderse en galimatías, es decir, en cuestiones de erudición y en razonamientos especulativos. La auténtica norma a seguir en dichas explicaciones es la siguiente: “ipsa veritas, adhitita tatione, quasi aurum sit gemmarum ordinem ligans non tomen ornamenti seriem ulla inmoderatione pertubans”.
La causa de estas advertencias de san Agustín está clara: la predicación debe llevar al amor de Dios, que no es un sentimiento vacío ni una abstracción. Por consiguiente, si el predicador desea conseguir esta finalidad, no tiene que perderse en razonamientos difíciles que los oyentes no entienden o que nutren más la curiosidad que el corazón.
No hay que descuidar, pues, el elemento apologético, moral o polémico; pero deben subordinarse a la narración, para hacer destacar la línea de la historia sagrada. Con otras palabras, las explicaciones tiene que dirigirse a poner en evidencia el significado de los hechos, como manifestaciones y símbolos del amor de Dios.
Hasta que grado descuidan los predicadores estos principios de san Agustin, lo sabe perfectamente cualquiera que conozca la historia de la predicación. El sermón ha servido a muchos de pretexto y ocasión para ostentar su habilidad dialéctica, su capacidad de hablar durante horas sobre el mismo un versículo de la Biblia, sacando del mismo, a la manera de un prestidigitador, las cosas más imprescindibles. Son aberraciones que contrastan con la seriedad de la palabra de Dios y con el modo en que la anunciaron lo profetas y los apóstoles.
La dimensión histórico – bíblica tuvo su pleno esplendor en la predicación y catequesis de la Iglesia primitiva y de los padres. Tenemos ejemplos de ellos en aquella síntesis de la fe primitiva que es el símbolo de los apóstoles, y en las catequesis de Cristo de Jerusalén, de Ambrosio y de Agustín, totalmente centrada en la historia de la salvación.
3. Dimensión cristocéntrica
Precisamente por ser histórico – bíblica, la predicación es esencialmente cristocéntrica de la salvación tiene en cristo su centro, su punto de referencia. Cristo es la síntesis del plan de Dios sobre la historia y el hombre, el primero y el último (Apoc 1,17), aquel por el que ha sido hecho todo (Jn 1,3) y en que todas las cosas tienen consistencia (Col 1, 16-17). La primitiva cristianidad estaba tan convencida de ello, que sintetizó su propia fe en la fórmula siguiente: “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3; Rom 10,9; Fil 2,11).
Pero, ¿qué significa este cristocentrismos? De él se deduce, ante todo, que en la predicación hay que ver las cosas en función de Cristo, como parte de la plenitud que él es (Col 2,9)y de la que todos hemos recibido (Jn 1,16). Si todo alcanza en Cristo su auténtico sentido, la predicación, trate de lo que trate, debe verlo a la luz de Cristo: cualquiera otra luz sera falsa o, al menos, incompleta. La moral, el dogma, la liturgia, la Iglesia y la Escritura tienen su punto de convergencia en Cristo.
San Pablo nos da un ejemplo evidente de cristocentrismo. Todo le ve en Cristo. La Iglesia, por ejemplo, es el cuerpo místico de Cristo (Ef 4,12; creer es recibir a Cristo (Col 2,5); el bautismo es morir y resucitar con Cristo (Rom 6,3); el matrimonio es un gran misterio de Cristo (Ef 5,22); las divisiones entre cristiano descuartizan el cuerpo de Cristo (1 Cor 1,13); Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo (2 Cor 1,3). En sus cartas se encuentran 164 veces la expresión “en Cristo”.
De esta dimensión podríamos repetir todo lo que hemos dicho al tratar de lo anterior. En la predicación, todo debe estar al servicio de Cristo a la manera que el hilo de oro sirve a las piedras preciosas que con él se engarzan. Todo debe contribuir a poner de relieve su función en la historia de las relaciones entre Dios y el hombre.
Esta dimensión no implica, sin embargo, que nuestra predicación tenga que limitarse a la cristología. El crinstocentrismo exige solamente que se vea todo, el la predicación, a la luz de Cristo, es decir, en su función, en la historia de la salvación. Hemos dicho que no hay argumento que no pueda o debe ser objeto de la predicación, precisamente porque todo tiene en Cristo su explicación última. El arte, la política, la economía y el deporte son realidades queridas por Dios y cada una de ellas ejerce su función en orden a la vida eterna.
Será el cristocentrismo el que permita a la predicación superar el abstraccionismo y moralismo en que ha caído en nuestros días. Al referir todo ala persona de Cristo, no cabe la posibilidad de ser abstracto o de presentar la moral como un conjunto de deberes que se fundan en la ley moral como un conjunto de deberes que se fundan en la ley natural. La referencia a Cristo otorgará a la moral cristiana el aspecto personalista que le es propio.
4. Dimensión eclesial
La predicación, pro cistocéntrica, es también eclesiológica. Puede entenderse esto en vario sentidos.
1. La predicación es eclesiológica, sobre todo, en su sujeto. Cristo habla a la Iglesia, puesto que a ella le ha confiado su mensaje con la misión de proclamarlo hasta el final de los tiempos (Mt 28, 18-20; Mc 16,15; Hech 1,89). Por consiguiente, la predicación es algo propio de la Iglesia y nadie puede predicar si no ha recibido de ella el mandato para hacerlo.
2. La predicación es eclesial porque sólo la Iglesia puede interpretar auténticamente el mensaje que Cristo le confiara para comunicarlo a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. A ella ha prometico Jesús su asistencia y la del Espíritu Santo (Mt 28, 1820; Jn 16, 13). De ahí que no sea legítima la predicación que no se haga en el seno de la Iglesia, que no predique lo que la Iglesia anuncia, en su integridad, al margen de preferencias y u omisiones. Por eso no es lícito predicar sobre el paraíso y dejar a untado el infierno; subrayar la misericordia de Dios y silenciar su justicia. Tampoco se podría aceptar la predicación que, para explicar ciertas situaciones, recurriese únicamente a las causas históricas y contingentes, sin destacar suficientemente la explicación que deriva de la palabra de Dios y la condición humana después del pecado original. Sería especialmente ilegítimo dar de los dogmas una interpretación diversa de la que da la Iglesia, a la manera que hacía el modernismo. En la predicación, no importan las ideas del predicador, sino las de la Iglesia, en cuyo nombre habla.
3. La predicación es eclesial también porque ella da origen a la Iglesia. Ya hemos comentado este aspecto: la Iglesia nace de la predicación. En la predicación de Cristo tuvo su origen en el colegio de los doce, que constituye el primer núcleo de la Iglesia; de la de los doce nació la primera comunidad cristiana de Jerusalén; de la de san pablo brotaron las primeras comunidades cristianas entre los paganos del imperio; de la predicación de los sucesos de los apóstoles florecieron y florecerán todavía las demás comunidades cristianas que existen en todos los pueblos de la tierra. La palabra creadora de la predicación continuará engendrando hijos para la Iglesia hasta que no se complete el número de los hermanos de Cristo (Apoc 6,11).
4. La predicación es eclesial porque hace crecer a la Iglesia. Si la predicación misionera crea la Iglesia al llamar a los hombres alejados de Dios a la salvación, la catequética y la homilética desarrollan la comunidad cristiana, enraizando a los fieles cada vez más profundamente en Cristo. San Pablo encomienda sus convertidos “al Señor y a la palabra de su gracia; al que puede edificar y dar la herencia a todos los que han sido santificados” (hech 20,32).
Es la palabra, junto con los sacramentos, la que hace crecer al cuerpo místico y lo lleva a la plenitud de Cristo (EF 4, 13).
5. La predicación es eclesial porque forma en los cristianos la conciencia de Iglesia la conciencia pertenece a una comunidad cuyas dimensiones tienen que coincidir con las de la humanidad entera. Un cristianismo individualista o clasista carece de sentido. En Cristo no hay distinción de “griego ni judío, circuncisión ni incircunsición, bárbaro o excita, siervo o libre” (Col 3.11). En Cristo, todas las diferencias entre los hombres desaparecen y las distancias se borran. Uno de los cometidos de la predicación, especialmente de la catequética, es el de formar esta conciencia de la Iglesia, evitando el parroquianismo o espíritu de cuerpo”.
6. Por último, la predicación es eclesial, puesto que tiene lugar en la Iglesia. Esta ofrece la predicación al marco natural en que se desenvolverse y los motivos de credibilidad absolutamente necesarios para que pueda aparecer como palabra de Dios. En la segunda parte hablaremos más detenidamente de este aspecto.
5. Dimensión litúrgica
La predicación tiene también una dimensión litúrgica. Predicación y liturgia son dos realidades estrechamente unidas: no puede darse la una sin la otra.
Ambas tiene el mismo contenido: la historia de la salvación . la preedición proclama lo que la liturgia realiza. Aquélla presenta el plan divino de la salvación, invitando al hombre a responder y a encontrarse con Dios; la segunda constituye el lugar de ese encuentro. Las dos realidades, por tanto, son complementarias.
Escribe C. Vagaggin: “Sin el ministerio de la palabra, el rito corre el peligro de permanecer infructuoso para el fiel que no comprende su sentido y aún no tiene las disposiciones morales necesarias. El ministerio de la palabra precede lógicamente, porque en él da Dios los primeros toques al alma y la dispone; sin el ministerio del rito, la palabra no salva porque, por voluntad positiva de Dios, el encuentro del hombre con Dios se realiza en el rito y por eso no se da gracia alguna al menos sin el deseo del Sacramento.
La predicación, pues, prepara y dispone para la liturgia, está en función de la misma.
Esto puede afirmarse de la predicación en cada una de sus formas. La evangelización, al proclamar el misterio de la salvación, contiene explícita o implícitamente, como se ve en los grandes discursos kerigmático de los Hechos, la invitación al bautismos, en la que el hombre encuentra a Cristo, revistiéndose de él y naciendo a una nueva vida. Una vez injertado en Cristo, mediante el bautismo, la predicación catequética hace más profunda dicha inserción, pues desarrolla en el convertido la vida de fe, al explicitar sus exigencias en el plano intelectual. Y esto no puede realizarse sino habituando al fiel a leer en los signos en que se manifiesta; entre tales signos, los litúrgicos ocupan un lugar de privilegio. La iniciación a la vida cristiana, propia de la catequesis, se reduce, en el fondo, ala iniciación a los sacramentos, por los que el cristiano crece en Cristo, al asimilarse a él.
La homilía se halla en conexión aún más estrecha con la liturgia. La homilía tiene lugar en la misma liturgia, como una de sus partes integrantes. Si toda predicación es una llamada
ala vida divina, esto se verifica de modo particular por medio de la homilía que se tiene dentro de la misa. Entonces los dos elementos de la salvación, la llamada de Dios y la respuesta del hombre se hallan unidos. En la primera parte de la misa, Dios proclama su voluntad de salvación; el hombre responde en el segunda, puesto que la acepta, y ofrece junto con el sacerdote el sacrificio de Cristo, que es el único aceptable a los ojos de Dios.
No pueden, por consiguiente, separarse predicación y liturgia. En el momento en que se separan, pierden gran parte, si no el todo de su significado. Alejada de la liturgia, la predicación puede parecer que anuncia cosas abstractas, pasadas o desprovistas de realidad. La liturgia, por su parte, sin predicación, corre el riesgo de transformase en una serie de actos mágicos, de ceremonias sin sentido, destinadas sólo a producir efectos coreográficos.
La predicación, pues, penetra toda la liturgia. Produce y desarrolla la fe, sin que la liturgia carecería de sentido.
La liturgia, a su vez, presta a la predicación un servicio incomparable, no sólo en el plano existencial, pues realiza lo que la predicación proclama, sino también en el plano de la conciencia. La liturgia, en efecto, expresa mediante signos sensibles las realidades que la predicación expone de modo conceptual. La referencia a la liturgia, por tanto, ayuda a la predicación, especialmente a la catequética y a la homiléctica, a hacer comprensible lo que pretende enseñar o inculcar.
Pío XI, en la encíclica Quoas primas, ha puesto claramente de relieve la función kerigmática de la liturgia, o lo que es lo mismo, el servicio que la liturgia puede prestar a la predicación: “Los esplendores de la liturgia son más eficaces que los documentos del magisterio eclesiástico, incluidos los más importantes, para instruir al pueblo en las verdades divinas y elevarlo alas alegrías espirituales e interiores. La causa estriba en que los documentos del magisterio no llegan más que a los católicos cultos en número muy limitado, mientras que la liturgia llega y enseña a todos los fieles. A los primeros no se los publica más que una vez, mientras que a los segundos elevan su voz, por decirlo así, cada
año, al compás del ciclo litúrgico. Aquéllos afectar sobre todo a la inteligencia; éstos, a la inteligencia y al corazón, al hombre total. Y hay que tener en cuenta que al hombre, que consta de alma y cuerpo, cuyas ceremonia hacen penetrar hasta lo más profundo de su ser la doctrina celestial”.
Casi comentando estas palabras, Blomjous dice que la liturgia es la misma fe que se concreta.
De ahí que la liturgia, sin ser predicación directa, constituye una excelente predicación indirecta, conforme dice Vagagginii. Nos presenta mediante signos sensibles las verdades que la catequesis propone. El modo mejor de tener la catequesis, por consiguiente, es el de darla en el marco litúrgico, en relación con los misterios del culto. Así lo hacían los padres de la Iglesia. Con justicia puede decir Jungmann: “Nuestras catequesis deben ser siempre o casi siempre mistagógicas”.
Si se realiza la unidad entre la liturgia y catequesis, podrá superarse el carácter abstracto de la predicación, de que hemos hablado a propósito de su dimensión cristocéntrica. Al poner la catequesis en relación con la liturgia, se mostrará a los fieles la continuidad de la historia sagrada. Se comprenderá que el Antiguo Testamento fue sólo la preparación y el símbolo de cuanto tenía que realizarse en el Nuevo. Dios está hoy presente en su pueblo mucho más que en la antiguo alianza; obra prodigios más deslumbrantes que los de entonces, si bien bajo los velos del misterio. Será precisamente la liturgia la que hará sentirse al hombre actual parte y protagonista de una historia que comenzó, se puede decir, hace una eternidad y que terminará en la eternidad.
6. Dimensión escatológica
La predicación tiene, por último, una dimensión escatológica. Esto se puede entender de forma diversa.
1. La predicación escatológica, en primer lugar, por pertenecer a los escata, a la frase última de la historia de la salvación, en la que se invita a los hombres, sin acepción de razas o nacionalidades, a participar del reino de Dios. Fue inaugurada con la predicación de Jesús: “Cumplido es el tiempo y el reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en el evangelio” (Mt 1,15). La predicación de Jesús es la que inaugura la época mesiánica, en la que las figuras desaparecen y el reino de Dios se muestra en su realidad. La predicación es, pues escatológica, pertenece a las realidades postreras. Es más, según hemos dicho, constituye la última gran realidad, aquella en que las profecías se cumplen y se comunica al Espíritu Santo.
J. Leclerq advierte a este propósito que, según los escolásticos, el Antiguo Testamento empleaba muy raras veces el término predicar, se prefería más bien hablar de anunciar la palabra de Dios o de profetizar, puesto que predicar incluye el conocimiento del significado espiritual de los acontecimientos, cosa que no era posible antes de la efusión del Espíritu Santo.
2. Pero existe un sentido más profundo que hace de la predicación una realidad escatológica. Ella obliga al hombre a decidirse, anticipando de esta forma el juicio final que sellará su suerte. L salvación y la condenación eternas dependen de la actitud que el hombre asumen frente a la predicación de la palabra de Dios.
Esta palabra es, efectivamente, “viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu” (Heb 4,12), y por eso, capaz de sacudir al hombre en sus sentimientos más intimos y obligarlo a salir de su indiferencia, tomando una postura ante la salvación que se le ofrece. Por eso también es “necesidad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que salvan” (1 cor 1, 18). La presencia de Cristo en el predicador hace que éste sea “penetrante olor de Cristo en los que se salvan y en los que se pierden: en éstos olor de muerte para muerte; en aquéllos, olor de vida para vida” (2 Cor 2, 15-16).
Y Pablo se pregunta quién será digno de una tarea tan elevada (V 17). Delante de esta realidad divina no podemos pertenecer indiferentes: es preciso aceptarla o rechazarla. En la palabra del predicador está presente el mismo Cristo, signo de contradicción, puesto para ruina y resurrección de muchos (Lc 2, 34; Jm 3, 20; 12, 47; 15, 22). La predicación es en verdad el juicio de Dios sobre el hombre.
3. La predicación es escatológica además en un tercer sentido. La palabra de Dios exige del hombre un cambio total, una metonoia: no se trata de detalles, sino de orientar la vida entera, de partirla en dos de manera que Cristo se convierta en la única realidad, en la norma de todo pensamiento y de cada una de las propias acciones, hasta llegar a renunciar todo por él. La adhesión a Cristo implica desarraigar lo humano de lo natural, para enraizarlo en Cristo (Ef 3,17). Es con verdad la muerte en orden a una vida, un morir y resucitar con Cristo. Nada hay más escatológico, por consiguiente.
Estas dimensiones, en el fondo, se reducen a una sola: a las dimensión cristocéntrica. De la realidad de Cristo derivan las dimensiones de la predicación. Cristo es, ciertamente el objeto de lo sagrado, pues en él se revela el mismo Dios; es el objeto de la Escritura que cuenta su historia; el objeto de la liturgia, que actúa su misterio; es la cabeza de la Iglesia que Él ha fundado vivifica con su Espíritu; es, por último, aquél en quien se decide la suerte del hombre. Cristo es quien obra la unidad de la Biblia, la Iglesia, la liturgia y la historia.
7. Conclusión
Considerada, pues, en la historia de la salvación, la predicación es el medio y el lugar del encuentro entre Dios y el hombre: acontecimiento de alcance cósmico, realidad que une al cielo con la tierra. En ella, Dios mismo se pone en contacto con la criatura racional, la interpela, le anuncia su voluntad de salvación, y el plan que concibió desde la eternidad. Y, al hablarle, le concede, a través de la palabra humana, una fuerza que le obliga a tomar una
actitud respecto a la salvación que se le proclama. Medio de gracia, la predicación es la palabra eficaz que anuncia y confiere la salvación. Ella es el vehículo de la fe, el instrumento a través del cual es convocada y crece la Iglesia.
Hemos de examinar ahora esta eficacia en sí misma. Hay que determinar en qué consiste y el modo en que puede explicarse. Ello será el cometido de la segunda parte de nuestra investigación.
8. PALABRA Y SACRAMENTO
Después de haber tratado de la predicación en la historia de la salvación, vamos a ocuparnos ahora del ministerios de la palabra; pero no es sus aspectos relativos, sino en su misma naturaleza.
Hemos dicha que, según la Escritura, la predicación es una palabra eficaz, la palabra que hace lo que dice. Hay que examinar a estas alturas la naturaleza de esa eficacia. Es el problema que más han estudiado los teólogos, especialmente los alemanes, que abordan la predicación desde un ángulo teológico.
1. La eficacia de la palabra de Dios en el Antiguo Testamento
Comenzaremos, en primer lugar, por constar más detenidamente de lo que hicimos en el capítulo cuarto, el hecho de esa eficacia, tal como se nos presenta en la Escritura.
La palabra de Dios posee, según la Biblia, una naturaleza singular; es un medio de acción. Es la palabra de Dios la que crea las cosas: “Dijo Dios: “Haya luz”; y hubo luz” (Gén 1,3). Dijo Dios: “Haya firmamento en medio de las aguas… y así fue” (Gén 1,6). Y el salmo 33: “Porque dijo él y fue hecho; mando, y así fue” ( Sal 33,9). Nótese la fuerza de las expresiones del salmo 147: “Él da la nieve como lana, y esparce como ceniza la escarcha. Lanza su hielo como mendrugos, ante su frío se congelan las aguas. Manda su palabra y las derrite, hace soplar viento y manan aguas” (Sal 147, 15-18). Y no menos eficaz aparece la palabra de Dios en el salmo 29: “¡La voz de Yavé sobre las aguas! Truena el Dios de la gloria; Yavé sobre la inmensidad de las aguas. La voz de Yavé (resuena) con fuerza; la voz de Yavé (retumba) con la majestad. La voz de Yavé rompe los cedros, troncha Yavé los
cedros del Líbano, y hace saltar el Libano como un ternero, y al Sarión como cria de búfalo. La voz de Yavé hace estallar llamas de fuego. La vos de Yavé sacude el desierto, hace temblar Yavé el desierto de Cadés (Sal 29, 3-8). El profeta Jeremías hace decir a Dios: “ ¿No es mi palabra como el fuego, oráculo de Yavé, y cual martillo que tritura la roca?” (Jer 23, 29).
En Isaías se encuentra el texto más conocido del Antiguos Testamento acerca de la eficacia de la palabra de Dios.
Como baja la lluvia y la nieve De los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mi vacía sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión ( IS 55, 10 -11)
2. El Nuevo Testamento
La misma concepción dinámica de la palabra de Dios descubrimos en el Nuevo Testamento. Al igual que en el Antiguo, la palabra es fuerza y poder.
Ya es significativo, ante todo, que el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, “por el que todas las cosas fueron hechas” (Jn 1,3), se le llama precisamente la palabra del cielo y la tierra, obró a través de la palabra, así también, en la plenitud de los tiempos, realiza por medio de su palabra increada la mayor de sus maravillas: la redención del hombre. Santiago
afirma que la palabra de Dios nos ha engendrado para la ida eterna: “De su propia voluntad nos engendra para la palabra de la verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas” (Sant 1,18). Y esta palabra, que ha sido sembrada en nosotros, “es capaz de salvar nuestras almas” (Sat 1,21). Con toda verdad puede san Pedro decir en su primera carta que los cristianos han de amarse los unos a los otros, pues “han sido engendrados no de semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios” (1 e 1,23).
La palabra es “poder de Dios” (1 Cor 1,18), que hace de los gentiles una obligación “aceptada y santificada pro el Espíritu Santo” (Rom 15,16). Es palabra de salvación (Rom 1,16), de gracia (Hech 14,3), de vida (Fil 2,16), de reconciliación, (2 Cor 5,19) y de verdad (2 Cor 6,7).e n todos estos casos se trata de genitivos objetivos: la palabra confiere la gracia, la verdad y la reconciliación.
En la carta a los hebreos se lee un texto que se relaciona justamente con Is 55, 10-11: “La palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifestada en su presencia, antes son todas desnudas y manifestadas a los ojos de aquel a quien hemos de dar cuenta” (Heb 4, 12-13). La palabra de Dios es dinámica hasta tal grado que de ella se dice que crece y se multiplica (Heb 6,7); que tiene origen y destino (1 Cor 14, 35); que no puede ser encarnada (2 Tim 2,9); que se difunde y se glorifica (2 Tes 3,1). Es más el apóstol encomienda a Dios y a la “palabra de su gracia” (Hech 20,32) los presbíteros Efos.
Se trata de una eficacia qu, como dice Schlier, es independiente de los motivos que mueven al predicador a proclamar la palabra (Fil 1, 15-18) y de sus eventuales deficiencias o dotes de elocuencia o superioridad (cf. 1 Cor 2,1). Lapalabra es dueña del apóstol, que la debe servir como un administrador fiel cf. 1 Cor 4, 1-4); Col 1,25).
Estos textos no dejan lugar a dudas. La palabra de Dios, el evangelio que el predicador anuncia, es eficaz: obra lo que dice. Como la palabra todopoderosa de Dios dio origen a las cosas, sacándolas de la nada, así la palabra que Dios dice en la predicación produce la segunda creación. Esta segunda creación supera tanto a la primera, que constituye la llamada y la generación de la vida divina, en nosotros. La razón última de esta eficacia se explica por la presencia de Dios en la palabra humana. La eficacia de la predicación es efecto de la casualidad principal de Dios que obra a través de ella.
3. La palabra y el sacramento
La presencia y acción de Dios en la palabra del predicador nos permite hablar de cierta sacramentalidad de la predicación, pues al igual que Dios está presente y obra en el sacramento, así también está presente y actúa en la predicación. Tanto el sacramento como la predicación son eficaces, son vehículos de la gracia y de la acción de Dios sobre el hombre. Resulta innegable la analogía entre estas dos realidades.
J. Betz, al ocuparse de esta sacramentalidad, desarrolla un concepto que nos parece interesante para indicar el lazo íntimo que existe entre la palabra y el sacramento. En la predicación se anuncian los grandes hechos de la historia de la salvación (dice Heistaten Gottes), es decir, aquellos hechos cuya importancia no radica en ellos mismos, sino más bien en el significado que tienen para el hombre. El mismo Jesús, el día de la resurrección, sopló sobre los apóstoles y les manifestó el verdadero sentido de las Escrituras (Lc 24, 25). Estos hechos, bajo las apariencias históricas, son símbolos del amor e interés que Dios tiene por el hombre. En cuanto signos, hablan, permiten a una realidad superior, poseen un cierto lenguaje. Pero este lenguaje resultaría incomprensible sin la palabra, es decir, sin la predicación que los anuncia y explica “por eso, señala Betz, a esa historia va inherente al carácter de revelación, la Worthaftigkeit”. Además, los hechos de la historia sagrada no sólo significan el amor de Dios, sino que lo contienen y producen. A través de ellos, el hombre no sólo conoce lo que Dios ha realizado en otros tiempo, sino lo que hace hoy, hic
etmunc, para llamarlo a participar su vida divina. En ellos en ellos ofrece Dios al hombre, que desea ser salvado, su amor. Queda claro, pues que hay analogía con los sacramentos. También éstos son símbolos del amor de Dios al hombre; también éstos contiene y otorgan la gracia.
Es preciso señalar también que, si bien es cierto que la predicación participa de la naturaleza del sacramento, éste, por su parte, participa de la aquélla; posee, como sostiene betz, una cierta Worthaftigkeit. El sacramento, sin duda, es también un símbolo. Y , como tal, por su misma naturaleza, habla, comunica un mensaje, es decir, tiene un algo de la palabra. Más aún, la palabra es elemento integrante del sacramento, puesto que es la palabra la que hace eficaz el signo sacramental; es la que hace el sacramento capaz de producir la gracia que simboliza. Accedit verbum et fit sacramenteum. La palabra constituye la forma del sacramento.
El sacramento, por último, se halla estrechamente unido a la predicación, ya que es el sacramento de la fe y de ésta recibe su eficacia. Y la fe, está claro, proviene de la predicación (cf Rom 10,17). No sería posible la recepción y práctica de los sacramentos sin la predicación.
4. Unidad entre la predicación y los sacramentos
La teología contemporánea va descubriendo y afirmando cada vez más la unidad entre predicación y sacramento. Después de un multisecular desarrollo unilateral, se está restableciendo una unión que se encuentra en la naturaleza misma de las cosas.
G. Sönhgen subraya tan unidad a propósito del culto.”Consagración y anuncio de la palabra escribe, sacramento y anuncio de la palabra escribe, sacramento y palabra se hallan unidos y forman la realidad completa del culto, que no puede darse sin la eficaz espiritualidad de la palabra ni sin la eficacia espiritual del sacramento”. No puede existir inculto que se reduzca
tan solo a la palabra o únicamente al sacramento. Palabra y sacramento se realcionanc omo el elemento formal y material del culto”. Para Schmaus, la Iglesia de Cristo tiene que ser a la vez “Iglesia de la palabra y del sacramento”. En ella tiene que prevalecer no lo unilateral, sino la totalidad” y la plenitud; no el aut aut, sino la síntesis de todas las verdades reveladas. La palabra se ordena al sacramento y viceversa. Esto tiene validez no sólo para la actividad cultural sino para toda la actividad de la Iglesia. En todo aquello que la Iglesia realiza es a la par la Iglesia de la palabra y del sacramento.
No puede hablarse de novedad en esta reafirmación de la unidad que hay entre predicación y sacramento. Ya los padres la conocieron. San Jerónimo compara la palabra de la Escritura a la eucaristía y defiende que se trata de dos alimentos ofrecidos por Dios a los hombres: “Si la carne de Cristo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, tenemos en la vida presente la dicha de comer esta carné y beber esta sangre no sólo en el misterio (de la eucaristía), sino también en la lectura de los libros sagrados”. La analogía entre la predicación y los sacramentos es tan estrecha, para San Agustín, que define el sacramento como verbum visible. Según santo Tomás la misma persona es a la vez dispersator verbi et sacramenti.
También la teología protestante contemporánea va tomando conciencia de la necesidad de no separar la predicación de los sacramentos. Tras haberse definido como “Iglesia de la palabra”, el protestantismo está descubriendo en nuestros días que no se pueden infravalorar los sacramentos en la Iglesia de Cristo. Leuba pone de manifiesto los inconvenientes de la concepción que atenúe una de esas dos realidades a costa de la otra. La preponderancia del sacramento sobre la predicación, posible en el catolicismo, significaría que se han tenido en cuenta las consecuencias de la elección divina, es decir, la participación de la criatura en la revelación; pero que se desconocen las condiciones de la elección, esto es, la iniciativa divina, que desea suscitar entre las criaturas aquellas que participan de su gloria. “Al relegar esa iniciativa a un plano secundario, se corre el peligro de olvidar que ella constituye la condición exigida constantemente para ser elegido. Se subraya el amor de Dios, pero a expensas de la soberanía divina”. En el protestantismos,
por el contrario, se puede cometer el error opuesto. Cabe insistir casi exclusivamente en las condiciones de la elección, olvidando la participación que ha de tener la criatura en la revelación misma. Estos inconvenientes se evitan cuando se unen la predicación y los sacramentos; la iniciativa de Dios y la respuesta del hombre. En este caso se mantendrá aquel nexo que radica en la naturaleza misma de las cosas.
5. El problema de la eficacia
El problema que se nos presenta ahora se refiere al modo en que la predicación y el sacramento producen la gracia. Sabemos sin duda que los sacramentos producen la gracia ex opere operato. Pero, ¿qué efectos tiene la predicación? ¿cómo produce la gracia?
Nos parece que la respuesta debe tener presentes los datos bíblicos y dogmáticos que exponemos a continuación:
1. La predicación comunica la gracia. Este dato bíblico ha sido ya ampliamente ilustrado.
2. para la justificación se necesita la fe. Esta doctrina se halla en la Escritura (Mc 16,16) y la enseña abiertamente el concilio de Trento.
3. Para la justificación se necesita el sacramento. Lo sabemos por la Escritura (Jn 3,5) y por el concilio de Trento que además enseña que, al menos se necesita el sacramento invoto.
4. Los sacramentos son siete. Así lo definió el concilio de Trento. Entre ellos nos e enumera a la palabra. Según el mismo concilio, es el sacramento el que confiere la justificación.
5. La fe tiene su origen en la predicación. Es doctrina bíblica (Rom 10,17). El concilio de Trento dice de la fe que es el principio, el fundamento y la raíz de toda justificación y que sin ella es imposible agradar a Dios.
Cualquier teoría que intente determinar la eficacia de la predicación no puede prescindir de ninguno de estos datos. Por otra parte, basta examinar la enumeración hecha, para llegar a la conclusión de que la predicación y los sacramentos constituyen dos fases de un mismo proceso: el de la justificación. La predicación produce la fe que se necesita para que sea eficaz el sacramento, del que propiamente proviene la justificación. Las dos fases se hallan estrechamente unidas. El separar de cualquier forma la predicación y el sacramento comprometería, generalmente, el proceso de la justificación.
Pero el problema persiste. ¿Cómo actúan estas realidades?
6. La opinión de santo Tomás
Santo Tomás se percató del problema y le dio una respuesta. Piensa que es absolutamente cierto aquello del evangelio: No hay más maestro que Cristo (Mt 23,8). Pero esto no impide que el hombre pueda ser maestro, cooperando con Cristo para unir los hombres con Dios, dispositive et ministerialiter. El magisterio humano se limita al plano instrumental. La predicación por tanto, aunque principaliter est a deo. Excutive esta b apostolis.
Pero. ¿en qué consiste esta causalidad instrumental dispositiva de la predicación?. El doctor Angélico la explica por medio de la ciencia, la auténtica causa es el entendimiento humano, que posee algunos principios generales inantos, que después aplica a los datos de la experiencia, deduciendo de ellos las conclusiones que se hallaban implícitas o pasando de una conclusión a otra. En este menester de la aplicación, el hombre puede actuar solo o servirse de la ayuda de un maestro. En el segundo caso llegará más fácilmente a las conclusiones que hubiere podido alcanzar por sí solo.
Por consiguiente, ¿qué hace el maestro? Nada más que facilitar el proceso que el discípulo habría podido seguir por si mismo. Hace lo que el médico al curar una enfermedad. La
curación es obra de la naturaleza; mas el médico, por medio de las medicinas, ayuda a la naturaleza a realizarla más fácil y rápidamente. El médico, pues, es cooperador de la naturaleza e incluso causa dispositiva de la salud.
Este razonamiento puede hacerse también a propósito del proceso que se da en el origen y aumento de la fe. Existe, no obstante, esta diferencia: mientras que, en el proceso natural de la adquisición de la ciencia, el maestro se limita a facilitar el trabajo que el discípulo podría hacer por sí solo; en el de la justificación, por tratarse de comunicar un objeto que supera el orden de la naturaleza, dicho objeto tiene que ser pospuesto desde fuera. Y eso es lo que hace el predicador. Propone al entendimiento el objeto a que debe prestar fe y, al mismo tiempo, incluye sobre la verdad, pues muestra eius utilatent et bonestatem. Pero la fe viene de Dios, en cuanto que Él con su iluminación interna, mueve el entendimiento para que asienta. Y lo mismo hay que decir de la voluntad. El influjo del predicador sobre la voluntad no podría conducir al asentimiento sin la ayuda de la gracia interna. En efecto, sucede a veces que “de dos personas que contemplen el mismo milagro y oyen la misma predicación, una cree y otra no cree”.
El papel de la predicación, en el proceso del inicio y crecimiento de la fe, es, pues, de naturaleza dispositiva: ayuda a la acción de la gracia, proponiendo el objeto de la fe y movido a seguirlo, al mostrar “la utilidad y honestidad” que hay en hacerlo así. La misma doctrina la expone el Doctor de Aquino en el comentario a las cartas de san Pedro. La tarea del predicador se parangona a la del agricultor: éste no es la causa principal de los frutos que produce la tierra, pero con su trabajo ayuda a la naturaleza a producirlos. Otro tanto cabe decir del predicador con la acción divina.
Todas estas imágenes expresan la misma cosa: el predicador es causa instrumental dispositiva de la gracia. La predicación, por tanto, no produce gracia, pero dispone a recibirla en el sacramento. En la manera de hablar la Escritura, por el contrario, parece suponerse que entre la predicación y la gracia existe un auténtico nexo de causalidad.
La escritura, como hemos visto, habla efectivamente de la eficacia de la predicación con palabras demasiado claras como para poder reducir su eficacia una función simplemente dispositiva. Dejan suponer que la predicación tiene eficacia propia, que es un medio de la gracia.
Hemos indicado antes las razones que indujeron a santo Tomás a ver en la predicación una simple causa dispositiva.
7. La predicación y la ocasión
En nuestros tiempos, siempre que se estudia el problema de la eficacia de la predicación, los teólogos se enzarzan en apasionadas discusiones.
V. Schurr, en su formidable obra. La predicación cristiana en el siglo XX, ha propuesto una hipótesis que le parece la única capaz de explicar la eficacia de la predicación, sin caer en exageraciones. Defiende que la fuerza de la palabra no puede exagerarse hasta el extremo de convertir la predicación es un “sacramento o algo más todavía”. La palabra no hece presente a Cristo ni siquiera en la lectura del evangelio dentro de la misa y, por consiguiente, no puede conferir la gracia. Las únicas palabras con poder de realizarlo fueron las palabras que Jesús pronunciara duramente su vida terrena o las de la forma de los sacramento. “La predicación, por el contrario, constituye solamente una gracia externa; Dios ofrece la gracia interna y, si el hombre la acepta, se la confiere realmente.
Schurr no encuentra otra salida para explicar este problema ni para evitar confundir la predicación con los sacramentos. No hay ninguna gracia que la predicación confiera ex opere operato. La confiere sólo mediante, en cuanto que suscita en el hombre ciertos actos, que, constituyen la ocasión para que Dios conceda la gracia interna. Las palabras de la Escritura y de los padres, al decir que la predicación santifica, hay que entenderlas en el
sentido de que, por constituir la predicación y la gracia una unidad dinámica, van siempre unidas. Siempre que el predicador deja escuchar su voz, Dios concede al hombre gracias internas que pueda convertirse. De esta forma no se niega en absoluto el carácter dinámico de la palabra de Dios.
La opinión de Schurr parte de la necesaria preocupación de no confundir predicación y sacramentos. Resultaría inadmisible cualquier hipótesis que no lograse superar esta confusión. Ciertamente una cosa es la eficacia de la palabra que, por su naturaleza, se dirige a las facultades personales del hombre, y otra muy diferente es la eficacia del rito sensible que es el sacramento. Si el sacramento es eficaz, debe serlo según su naturaleza de rito y no a la manera de la palabra, que entrañan la exigencia de la comprensión por parte de aquel a quien se dirige. La palabra sólo puede actuar en cuento que es comprendida.
A nosotros, sin embargo, nos parece que la Escritura reconoce a la predicación una eficacia directa y no sólo mediata. Es la palabra la que obra eficazmente en los creyentes (1 Tes 2,13) y la que puede salvar nuestras almas (Sant 1,21). De estos textos y de los citados anteriormente parece concluirse que entre la palabra y la gracia existe un nexo directo, no sólo mediato y ocasional.
Opinamos que acierta el P. Haensli cuando, admitida la distinción entre la predicación y el sacramento como un dato dogmático, interna explicar su eficacia afirmando que el sacramento confiere la gracia ex opere operato, y la predicación la da ex opere operatis. La predicación confiere la gracia actual, pues su misión es iluminar el entendimiento y mover la voluntad del hombre para que acepte la salvación que se le ofrece por medio de lapalbra del mensajero. Estamos ante una auténtica gracia actual, que sólo producirá efecto si se la comprende, es decir, ex opere operantes. Desde esta perspectiva se comprende bien la importancia del problema de la adaptación, que tiene su fundamento justificado no sólo en la psicología sino también en el campo teológico. Probablemente negar a la predicación el que confiera la gracia santificante ex opere operato, pero no la gracia natural.
8. La predicación y los sacramentales
Betz, en su artículo ya citado, dio un paso más en la determinación de la eficacia de la predicación. Sostiene que Cristo mismo está presente y actúa en la palabra de los apóstoles y de sus sucesores.
Cuanto intenta precisar la naturaleza de esa eficacia, también él tiene cuidado de no confundir la predicación con los sacramentos. Es exacto que, no obstante la analogía, ambas realidades son muy diversas. Si la predicación es eficaz no puede serlo del mismo modo que los sacramentos. Sabemos, por otra parte, que los sacramentos en general y, de modo especial, el bautismo, son necesarios. No basta, por tanto, la fe para la justificación y la fe son correlativas. Cabe, pues, hablar de la justificación por medio de la fe (cf Rom 3,22) y de la justificación a través de la palabra (Cf. 2 Cor 5,19) conforme a las enseñanzas de Trento, la fe es necesaria para la justificación, puesto que constituye su inicio, fundamento y raíz. La fe no se reduce a ser un presupuesto de la salvación, sino que es la fase primera del proceso que hay que recorrer para ser justificado. Tenemos que admitir, por tanto, que la predicación no produce la gracia santificante, pero sí la gracia actual que, a su vez, conduce la gracia santificante.
Queda, por consiguiente, clarificado el modo o la naturaleza de la eficacia de la predicación y de los sacramentos. Estos producen la gracia ex opere operato, es decir, en virtud de la acción sacramental. La predicación, en cambio, la produce ex opere operantes, puesto que tiende a suscitar actos personales del hombre, como la fe, la penitencia, la conversión y la entrega al evangelio, que son opus operantes.
Betz cree poder añadir algo más. La fe que se necesita para ser justificado es la fe dogmática (FIDES quae), pero esa fe sólo puede recibirse por medio de la revelación, ya que el hombre no puede producirla. “Por ser fides quae, la fe es opus operatum, en su origen es Dios quien la produce y manifiesta a través de las palabras de la predicación”. La predicación, por consiguiente, produce ex opere operato las gracias actuales necesarias para
la justificación. Las disposiciones influyen en la justificación ex opere operantes no es suficiente para expresar toda su eficiencia. Actúa, pues, ex opere operato. Podría firmarse que su eficacia es algo intermedio entre ambos modos, es decir, participa de la naturaleza del ex opere operato y del ex opere operantis.
Casi al final de su articulo, Betz piensa que puede sostenerse que la predicación no es un sacramento, sino un sacramental, pues no confiere la gracia santificante de los sacramentos, pero elimina los obstáculo, al producir en el hombre la apertura necesaria para acoger los misterios de la salvación. La palabra es el “ursakramentale” o el sacramental simplicitir.
Es difícil no estimar el esfuerzo que ha realizado Betz y su preocupación por elaborar una teoría en consonancia, al mismo tiempo, con los datos bíblico y los principios teológicos. Es está dispuesto a reconocer a la predicación toda la eficacia que sea posible sin caer en un irenismo mal entendido ni en peligrosas exageraciones.
Dejando de lado el opus operatum, al menos por ahora, que Betz atribuye a la predicación en orden a la fe dogmática que ésta produce en el creyente, observemos que la conclusión a que llega el teólogo alemán ( la predicación es un sacramental), acaba por desvalorizarla. La predicación, ante todo, no puede ser un sacramental, ya que, en contraste con este último, la predicación no es de institución eclesiástica, sino que tiene origen divino. No tampoco puede serlo en razón de la eficacia, pues el sacramental obra ex opere operantes Ecclesia, y la predicación tiene la eficacia se remonta, pues, a Dios, y no a la Iglesia directamente. Por otra parte, el sacramental dispone a la justificación de forma negativa, esto es, eliminando los obstáculos que a ella se oponen, mientras que la predicación, incluso la descrita por el mismo Betz, dispone positivamente, pues produce en el hombre la fe y los demás actos que influyen de manera directa y positiva en la justificación, según enseñan la sagrada Escritura (Rom 3,22) y el concilio de Trento.
El P. Flick explica claramente en qué sentido puede decirse que la predicación es un sacramental y bajo qué aspecto no lo es “la eficacia de la predicación, dice, hay que situarla
entre la de los sacramentales y la de los sacramentos. La predicación se asemeja a los sacramentales, ya que la instituyó Jesucristo y produce su efecto no sólo a modo de impetración sino en virtud del poder intrínseco que Dios ha puesto en ella”. La teoría de Betz distingue netamente entre la predicación y la gracia actual, aunque sea, en cierto modo ex opere operato, y los sacramentos otorgan la gracia santificante.
9. La teoría de O. Semmelroth
Un paso más audaz en la solución del problema lo ha dado O. Semmelrth.
Según é, la predicación y el sacramento son dos realidades estrechamente unidas e inseparables: ambas forma una unidad en su duplicidad o una unidad con dos polos. En ella se reproduce y continúa el proceso dialógico que tuvo lugar en la obra de la relación. Sin duda alguna, en esta obre existe un proceso dialógico evidente. En la encarnación, el Padre desciende hasta el hombre y le dirige la palabra de la salvación, mientras que en la muerte redentora, el Hijo da al Padre la respuesta del hombre. Si quiere participar de la redención, el hombre tiene que tomar parte en ese diálogo, recibiendo la palabra de Dios en la fe y participando del sacrificio de Cristo en el sacramento. En este proceso, la encarnación tiempo ya valor redentor, no en si misma, sino en relación con la muerte de Cristo. Esta, por su parte, no obra la redención por sí sola, sino juntamente con la encarnación. “Ambos constituyen el diálogo de la salvación, en el que Dios y el hombre se encuentran frente a frente”. La conclusión está clara: la palabra y el sacramento dicen referencia, respectivamente, a la encarnación y al sacrificio redentor de Cristo. Por consiguiente a la manera que la encarnación posee valor redentor por estar ordenada a la muerte de Jesús, incluyendo la muerte de Cristo también su resurrección y ascensión a los cielos, así la palabra confiere a su vez la gracia no por sí misma, sino en relación con el sacramento. La palabra y el sacramento son en el orden subjetivo lo que la encarnación y la redención en el plano objetivo. Confieren la gracia de la justificación no al estilo de dos causas diferentes,
que obran la una junto a la otra o la uno sin la otra, sino como dos causas que actúan unidas.
Así es posible, opina semmelroth, conciliar la sagrada Escritura , que atribuye la concesión de la gracia a la palabra, con la doctrina de la Iglesia: los sacramentos. Los sacramentos pero puede decirse que la predicación es causa de la gracia en cuento que se ordena el sacramento, es decir en cuento que en ella se halla, como dicen los teólogos, el roum sacramenti. “Sólo si la predicación se entiende como parte del sacramento o como ordenada al sacramento, de manera que reciba de él la irradiación de su eficacia, puede tener auténtica importancia para la justificación.
La diferencia entre la predicación y el sacramento aparece evidente: aquélla es el signo eficaz (Wirkzeichen) de la encarnación del Verbo, y el sacramento es el signo eficaz del sacrifico de Cristo. Y del mismo modo que la encarnación y el sacrificio de Cristo realizan juntos la redención, así puede decirse que el hombre es justificado por la predicación y el sacramento a la vez.
10. Observaciones
Resulta admirable el esfuerzo de O. Semmelroth por encontrar al complicado problema de la eficacia de la predicación, una solución que tenga en cuenta los datos bíblicos y las enseñanzas de la Iglesia. Enmarca formidablemente la predicación la y el sacramento en el proceso de la justificación, al afirmar que consiste en un proceso dialógico, en el que Dios invita al hombre y éste le da una respuesta.
Pero resulta difícil estar de acuerdo con Semmelrth en lo que constituye el centro de su teoría: la predicación deriva su eficacia del sacramento, en cuanto que constituye con él una unidad bipolar. Esta manera de enfocar las cosas nos parece, ante todo, estar en contraste precisamente con la sagrada Escritura, cuya doctrina pretende hermanar el autor con el
magisterio de la Iglesia. La Biblia reconoce a la predicación eficacia propia, independientemente del sacramento. Ella es palabra de gracia, de verdad y de salvación: ella puede salvar nuestras almas. En todos esos casos jamás se indica una relación directa con el sacramento. Es la palabra la que obra, la que salva y la que engendra. Antes de atribuir a la predicación eficacia indirecta, es preciso investigar si es posible que la tenga inmediata.
Cabe además una segunda objeción que para nosotros resulta decisiva. Para el teólgo alemán, la predicación sólo es eficaz en referencia al sacramento. Pero en realidad, tiene eficacia sin el sacramento; es más incluso cuando se rechaza el sacarmento. Semmelroth advierte de continuo que la predicación es la llamada divina, a la que ha de seguir una respuesta pro parte del hombre (Word-Antwort). El proceso de la justificación es un diálogo entre Dios y el hombre. Esto es cierto, no hay duda. Pero no hay que olvidar que el diálogo se realiza entre personas libres y capaces de dar una respuesta negativa. El hombre puede responder no ante la invitación divina. En este caso, si hay una respuesta, no se concreta en el sacramento sino precisamente en su recusación. E incluso entonces es eficaz la predicación.
Hemos afirmado anteriormente que la predicación realiza entre hombres una división: de una parte, los que están ordenados a la salvación y, por consiguiente, a formar parte de la sociedad de salvación que es la Iglesia; y de otra, los que han sido excluidos. San Pablo afirma que la predicación de los apóstoles difunde en el mundo el acontecimiento de Cristo, que para algunos es olor de muerte y para otros olor de vida (2 Cor 2,15). Si en el segundo caso a la palabra seguirá el sacramento, no sucede lo mismo en el primero. ¿Cómo explicar entonces la eficacia de esa palabra?. No vale recurrir el voto del sacramento. Este sólo puede tener eficacia auténtica y real cuando no se puede recibir el sacramento, pero existen en el hombre las disposiciones necesarias para hacerlo, como acaece en el catecúmeno uqe muere antes de habérsele administrado el bautismos o en el pagano que, por vivir según las normas de su conciena, es justificado pro vivir según las normas de su conciencia, es justificado por Dios mediante la fe que se comunica en la inspiración interna. Por lo tanto,
aunque se pueda hablar del proceso de la justificación como de un proceso dialógico, no hay que olvidar que se trata de un diálogo ambivalente.
Nos parece, además, completamente discutible el subrayar la unión entre la predicación y el sacramento hasta llegar a atribuir a aquélla la misma eficacia que a éste. Ya hemos visto que la eficacia de la palabra, que por su naturaleza se dirige alas facultades personales del hombre, es diferente de la del sacramento que se concreta en el rito. La primera sólo puede obrar ex opere operantes, es decir sólo si la comprende el hombre al que se dirige el mensaje. El sacramento, por el contrario, es untito sensible. Si puede producir la gracia, un efecto no proporcionado a su naturaleza ello sólo es explicable en virtud de la institución divina, que ha vinculado la concesión de la gracia a un rito determinado. Y el rito sólo puede obrar ex opere operato. ¿cómo puede decirse, pues, que la eficacia de la predicación es la misma que la del sacramento?. Esta observación indica que la relación entre la palabra y el sacramento, por muy estrecha que se conciba, no puede exagerarse hasta el extremo de afirmar que constituye los dos polos de una unidad.
¿Es exacto, por otra parte, lo que defiende Semmelrth? ¿Desciende, en la palabra, Dios hasta el hombre, en tanto que en el sacramento sube el hombre hasta Dios? Creemos que sucede lo contrario. “Si requeremos determinar el aspecto predominante de la predicación y del sacramento, nos parece más bien que la causalidad del sacramento es de carácter descendiente (la revelación nueva con Dios se debe a que se nos comunica un corazón nuevo, a la regeneración), mientras que la eficacia de la predicación es de naturaleza predominante ascendente (el que escucha la palabra, atraído por el Padre, va hacia Jesús; por consiguiente, queda santificado en cuanto actúa).
11. Indicadores conclusivas
Si queremos expresar un juicio acerca del problema de la eficacia de la predicación, tal y como ha sido enfocado hasta ahora por los estudiosos, podemos establecer los puntos siguientes:
1. A pesar de las analogías que existen entre la predicación y el sacramento, no pueden situarse ambas realidades sobre el mismo plano, ni pueden aproximar tanto que casi se haga desaparecer la distancia que media entre ellas. La palabra y el rito, por su misma naturaleza, tienen que obrar de manera diferente y suponen condiciones diversas para lograr su eficacia. Cada una de ellas tiene una eficacia propia, si bien subordinada.
2. El papel del ministro, por tanto, es mucho más importante en la predicación que en el sacramento. En aquella y en este ejerce una causalidad instrumental; pero esta causalidad no puede entenderse de manera unívoca. En el sacramento, la tarea del ministerio se reduce a posibilitar el rito, a ponerlo en el orden existencial. Esa función la realiza aplicando la materia la forma y con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Ello es tan simple que no exige en el ministro ni siquiera la fe ni la santidad. Por parte del que recibe el sacramento se requieren las disposiciones: no poner obstáculos a la gracia. Estas disposiciones pueden subsistir incluso cuando no se comprende la naturaleza del sacramento. En el predicación, por el contrario, la instrumentalizad del ministro reviste muchas más importancia, y el predicador ejerce un influjo directo sobre la eficacia de la palabra. Se trata, en efecto, no sólo de transmitir un mensaje, sino también de hacerlo comprender. Únicamente cuando su mensaje es comprensible, puede la predicción producir y provocar la crisis de la conversión o hacerla más profunda.
Santo Tomás entendió claramente la diferencia de la función del ministro en la predicación y en el sacramento. Al señalar las razones pro las que el oficio de la predicación es el principalissimum de los apóstoles, mientras que el bautizar lo pueden ejercer otros también, el Doctor Angélico da el siguiente motivo: “Et hoc ideo quia in baptizandonibil opertur
meritum et sapientia ministri sicut in docendo… In cuius signum nec ipse Dominus Baptizavit, sed discipulo eius, ut dicitur in Jn 4,2”. La parte del ministro, pues, en la administración de los sacramentos es secundaria, al paso que en la predicación es, sin duda, instrumental, pero mucho más importante y decisiva. En los sacramentos nibil operatur meritum et sapientia ministri, en la predicación, en cambio si: sicut in docendo. Por eso los apóstoles y el mimo Cristo se reservan para sí la predicación y permiten a los demás discípulos bautizar. La predicación es el officium principalissimun tanto de los apóstoles como de sus sucesores.
La misma concepción se encuentra en el comentario del Doctor de Aquino a las cartas de San Pablo, a propósito de la expresión: “No me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar” (1 Cor 1,17). Si bien es cierto que Cristo envió a los apóstoles a predicar y a bautizar, se reservaron la predicación para sí y bautizaban por medio de sus discípulos. La razón es la misma dada más arriba: “Et hoc ideo quia bautismo nibil operatur industria et virtus baptizantis… sed inpaedicatione evangelio multum operatur sapientia et virtus praedicantis”. En este pasaje, el Angélico especifica en qué consiste el meritum del ministro: en su sabiduría y virtud.
Estas cualidades influyen en la eficacia de la
predicación, pero no en la de los sacramentos.
Santo Tomás añade otra observación que no debemos silenciar. Al comentar la frase paulina “según mi evangelio” (2 Tim 2,8), señala la diferencia que existe entre el ministro de la predicación y el del bautismo. Quien predica el evangelio, es ministro del evangelio, del modos que el bautismo no puede hablar de mi bautismo, el de la predicación puede hablar de mi evangelio. Y ello se debe, explica santo Tomás, a que la exhortación y la solicitud de que hace gala el ministro de la predicación multum faciunt. Se es, pues, ministro de la predicación y el sacramento de un modo diferente: se ejerce en ellos una instrumentalizad que es preciso entender en sentido análogo. Esto demuestra que no pueden colocarse en el mismo plano la casualidad de la predicación y la del sacramento. La instrumentalizad del ministro en el sacramento no es la misma que la que ejerce en la
predicación. Por esta razón, si bien es posible hacer uso de un idioma desconocido en el sacramento, no cabe imaginar tal cosa respecto a la predicación.
Por tato, entre la predicación y el sacramento hay analogías, pero también diferencias que no permitan hablar con la eficacia de la predicación en los mismos términos con que se trata de los sacramentos.
3. La predicación es una gracia externa y puede comunicar sólo la gracia actual. Y esa comunicación es ex opere operantes, es decir, actuando sobre las facultades de la inteligencia y la voluntad para provocar así su reacción ante la presentación del mensaje salvífico. El sacramento, en cambio, sólo puede obrar ex opere operato, en virtud de la institución divina vinculó al rito la colocación de un efecto tan elevado como la gracia santificante.
4. Pensamos, no obstante, que se puede atribuir a la predicación una cierta eficacia ex opere operato, pero que ha de entenderse de un modo completamente diverso de la de los sacramentos. Hemos visto la sagrada Escritura presente la palabra de Dios como una espada de doble filo y capaz de discernir la intimidad del hombre (Hech 4, 12-13) o como la palbra que espande entre los hombres el olor de Cristo para vida o para muerte (cf. 2 Cor 2,15). Todo esto está indicado que la predicación, por su misma naturaleza, es decir, en virtud del objeto que anuncia y del sujeto que lo proclama: Dio en Cristo, es siempre eficaz, en cuanto que contiene el ofrecimiento de una gracia, la salvación, ante la que el hombre no puede dejar de tomar una actitud. La predicación tiene el poder y la fuerza de obligar a lo que la escuchan a salir de su indiferencia o a realizar una opción (positiva o negativa) frente a la persona de Criso, que les ofrece, mediante las palabras del predicador, la vida. La predicación constituye un acontecimiento escatológico; anuncia hechos decisivos para la suerte del hombre, hechos ante los que nadie puede permanecer indiferente. Al enfrentarse con ellos, el hombre tiene que decidirse a aceptarlos o rechazarlos. En este sentido, la predicación es, por su misma naturaleza, prescindiendo de la reacción positiva o negativa del hombre.
5. Por último, para determinar no sólo el modo de la eficacia de la predicación, sino lo que es más importante la naturaleza de esa eficacia, es preciso delimitar el papel del predicador y la función del mismo. Con otras palabras, estudiar en qué consiste el servicio (diaconía) de la palabra. Si la predicación no puede darse sin una reacción por parte del oyente, para provocar esa reacción es necesario que la palabra del predicador aparezca de origen divina y como capaz de comprometer la vida del hombre. Se trata, pues, de examinar en qué sentido actúa en la predicación, el meritum et sapientia ministri o su sapientia et virtus, según dice santo Tomás. Tan sólo después de haber estudiado podremos considerar cuál es la naturaleza de la predicación y el modo en que es eficaz.
9. PREDICACIÓN Y TESTIMONIO
Si examinamos el mundo misionero de Criso, comprobaremos que los diversos evangelistas lo expresan con formulas diferentes. Según san Marcos, al enviar a sus discípulos por el mundo, dijo Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere, se condena” (c 16, 15-16). San Mateo emplea otra expresión: “Id, pues; enseñad a todas las entes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os enmanado” (Mt 28, 19-20). San Lucas, en los Hechos de los apóstoles, recoge el mismo mandato con una fórmula aparentemente muy diversa: “seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra” (Hech 1,8).
Las tres expresiones, sin duda, se complementan e iluminan mutuamente. “Predicar el evangelio” significa que la predicación es el anuncio de un mensaje, de una buena nueva. “Enseñad a todas las gentes” indica más bien el efecto de la predicación, que consiste en transformar tan profundamente la vida del hombre que se pueda convertir en discípulos de Cristo, en alguien que piensa y ama cono Cristo. “seréis mis testigos”, pone de relieve que la predicación no consiste en la mera transmisión de hechos realmente sucedidos, sino en una declaración o testificación de la que se desprende su significado para la vida.
Hasta qué punto dicen cosa estas tres expresiones, lo vemos en san Pablo, que identifica el testimonio con el evangelio, pues emplea esos dos vocablos para indicar el objeto de su predicación. Exhorta a su amando discípulo Timoteo a no avergonzarse jamás del “testimonio de nuestro Señor” y a soportar “con fortaleza los trabajos por causa del evangelio, en el poder de Dios (2 Tim 1,8). Así como no se debe tener vergüenza de dar testimonio a favor de Jesucristo, tampoco hay que avergonzarse del evangelio (crf. Rom 1,16). San Pablo e igualmente los doce anuncian el evangelio, cuyo objeto es Cristo muerto y resucitado. Y afirma que si Cristo no hubiera resucitado, él y los demás apóstoles serían “falsos testigos”, ya que habrían testificado que Dios resucitó a cristo, cuando no fue así (1 Cor 15, 15).
1. El concepto de testimonio
Este concepto lo encontramos a lo largo de toda la sagrada Escritura. A<swing ha dedicado a su estudio la última parte del grueso volumen que hemos citado repetidas veces. Si nos atenemos a sus conclusiones, testificar, en el Antiguo Testamento, significa expresar una voluntad, bien sea la propia del que la expresa o la del otro. Testigo es aquel que expresa dicha voluntad. El testimonio es la mima voluntad que se expresa. Entre los griegos, el concepto se racionaliza. Testificar (---------) es atestar un hecho: el testigo por excelencia es el testigo ocular que testifica lo que ha visto. Aunque el testigo no sea ocular, su testimonio dice siempre relación a un hecho o una verdad religiosa. El concepto adquiere a la vez valor jurídico en cuanto que el testimonio atestigua un hecho que está en discusión.
La tradición sinóptica continúa el concepto de testimonio que se encuentra en el Antiguo Testamento. San Lucas, sin embargo, sufre ya la influencia helenística, al menos en el prólogo de su evangelio, en el que habla de testigos oculares (cf. Lc 1,1). Para san Pablo, ser testigo significa ser portadores de la revelación de Dios, de su voluntad de salvación, que no puede dejar de producir la oposición de Satanás. Desarrolla en sus cartas el concepto que se halla en los sinópticos: el testigo debe soportar, si es necesario, incluso la muerte, puesto que en cuanto representante de Cristo no puede manos de suscitar en contra de sí las potencias que le son contrarias. El sufrimiento del testigo, a pesar de todo, no forma parte del concepto mismo de testimonio, sino que es más bien una consecuencia. Y lo mismo ha que decir de los escritos de san Juan. El testimonio es la revelación misma de Dios en cuanto que penetra en la historia y provoca así la aposición de Satanás. Cuando más unido se está a Jesús, tanto más se debe sufrir la persecución del enemigo.
Uniendo el concepto de testimonio que encontramos en los sinópticos y en san Pablo con el se insinúa en el evangelio de san Lucas y luego será corriente en los Hechos de los apóstoles, podremos decir que testimonio es la atestación de un hecho, cuya veracidad se funda en la palabra misma del testigo. El hecho que se atestigua es la voluntad de salvación
divina, la revelación de Dios, su plan de invitar a los hombres a la participación de su vida. Y el testimonio corresponde, en el hombre, la fe.
En su ensayo Fou au Chisti et misión, distingue Retif un triple testimonio: el histórico, el jurídico y el de la Biblia. El primero es la testificación de un hecho pasado, cuya veracidad se garantiza por la autoridad del testigo. En ese sentido los apóstoles son testigos de Cristo, puesto que fueron amigos suyos. El testimonio jurídico, en cambio, es el que se da ante los tribunales contra alguien o en su descargo. Los apóstoles son los testigos jurídicos de Cristo condenado a muerte por la autoridad jurídica e imperial. Sus declaraciones ante los jueces constituyen una prueba contra la injusticia que perpetraron contra su maestro, cuya inocencia ha ratificado Dios al resucitarle de entre los muertos. El testimonio bíblico, por último, es el anuncio solemne de la voluntad divina en orden al futuro. De esta índole son los testimonios de los profetas, que hablan en nombre de Dios y expresan su voluntad.
De estas nociones se deduce ya la importancia que en el testimonio posee la persona del testigo. Los hechos que él conoce y testifica, se creen en la media de la confianza que se concede a su persona. Cuando más comprometedores y solemnes son, cuanto más afectan el interés y el destino del hombre, tanto mayores garantías se exigen de parte de quienes los atestiguan.
Examinaremos el testimonio tal como aparece en los Hechos de los apóstoles, el libro por excelencia de la predicación apostólica, y normativo para la predicación de la Iglesia.
2. El testimonio directo de los apóstoles
El padre R. Koch ha dedicado al estudio del testimonio en los Hechos de los apóstoles dos artículos, que constituyen lo mejor que conocemos sobre el tema, al menos bajo el aspecto de la predicación. Nos inspiraremos en algunos puntos de ellos.
Koch distingue el testimonio directo de los apóstoles del indirecto de la comunidad cristiana de Jerusalén.
El restimonio directo de los doce se fundamenta en una doble cualidad: el conocimiento directo de los hechos que atestiguan y la misión de testificarlos. Los apóstoles estuvieron con Jesús desde los comienzos de la vida pública hasta la ascensión (cf. Hech 1,21-22); comieron y bebiron con él (ibid. 10,40-41); vieron todo lo que él realizó en el país de los judíos y en Jerusalén (cf. 10, 39). En particular, han sido testigos de su resurrección, pues Jesús se les apareció durante cuarenta días (cf. 1, 3-4), bien sea individualmente como a Pedro (cf. Lc 23,24), bien sea en común (cf. 1 Cor 15,5). También san Pablo gozó de la aparición de Cristo resucitado (cf. Hech 9; 1 Cor 15,8).
Cuando se les apreció por última vez, Jesús dio a sus discipulos el mandato de dar testimonio de cuando habian visto y oido. (cf. Hech 1,8). Jesús se les apareció precisamente en vista de esta misión que luego les sería confiada (cf. Hech 10, 40-41). De esa misión participa también san Pablo cuyo testimonio se añade, con pleno derecho, al de los doce (cf. Hech 22, 14-15). La misión es la que convierte a los apóstoles en testigos cualificados de Cristo.
El objeto de su testimonio es, según las palabras de san Pedro ante Sanedrín, todo lo que los apóstoles han visto y oído (cf. Hech 4,20), es decir, todos los sucesos de la vida de Cristo y, especialmente, su muerte y resurrección. Este último acontecimiento es tan central que, a veces, se dice ser el único objeto del testimonio (cf. Hech 4,33). Pero Cristo tiene una prehistoria: su vida fue anunciada por los profetas, y una meta histórica – está sentado a la derecha del Pared y un día retornará a la tierra para juzgar a los vivos y a los muertos –. Podemos, pues, afirmar que el objeto del testimonio es toda la historia de salvación, de la que Cristo muerto y resucitado constituye el punto central. De esta forma coincide, como se puede apreciar fácilmente, el objeto del testimonio con el objeto del evangelio, de la palabra de Dios y del misterio, que ya hemos examinado.
3. Las formas del testimonio
El testimonio puede darse de tres manera:
1. Mediante la palabra. Resulta algo evidente: el testigo tiene que atestiguar lo que ha visto y oído. Por eso se llama con toda justicia a los apóstoles “ministros de la palabra” (lc 1,2). Sin la palabra sería imposible el testimonio. Se trata de un testimonio colectivo, a cargo de todo el grupo de los doce, incluso cuando habla uno solo como Pedro (cf. Hech 3,12s). ello es necesario para el testimonio tenga valor jurídico (cf. Mt 18,10). A fin de hacerlo eficaz está la intervención del Espíritu Santo, que Cristo había sometido enviar (cf. Hech 1,8) y que realmente ha enviado (cf. Hech 2,4) sobre los apóstoles. Es el Espíritu Santo quien abre el sentido de Escritura (cf. Lc 25, 45-46); quine enseña a los apóstoles (cf. Hech 10,33): quien les da fortaleza y los hace hablar (cf. Hech 4, 19-20).
2. Mediante signos. A la palabra de los apóstoles se unen los signos, que manifiestan su origen y procedencia de Dios. Estos signos son principalmente los milagros (cf. Hech 2,43; 5, 12; 4, 29-30; 19, 11-12, etc). Se añade también el tono convencido con que hablan y que no deja de impresionar a sus oyentes (cf. Hech 4, 13; 14,1); y su rectitud moral, que causó tanta sorpresa en el director de las cárceles de Filipos (cf. Hech 16, 26-34).
3. Mediante las persecuciones. A la palabra y a los milagros acompaña la persecución. Jesús lo había predicado: “acordaos de la palabra que yo os dejé: No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán” (jn 15,20). San Pablo asegura que está dispuesto a dejarse encadenar por causa del Señor Jesús (cf. Hech 21,13).
4. Los efectos del testimonio
La naturaleza del testimonio de los apóstoles no puede comprender si no se examina su efecto sobre los oyentes. Esta circunstancia ha pasado desapercibida a Koch, pero nos parece que revista gran importancia.
La reacción de los que escuchan la palabra de los apóstoles es siempre una toma de posición. Esto resulta válido tanto para el testimonio dado ante los judíos como frente a los paganos. La reacción no falta nunca. Y es triple.
Se da, ante todo, la reacción positiva, que consiste en la aceptación del mensaje, aunque no se conozcan todavía sus implicaciones doctrinales y de orden moral. Tras el discurso de Pedro el día de Pentecostés, advierte el autor de los Hechos: “En oyéndoles, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiereis el don del Espíritu Santo” (ENC 25,37-38). La misma reacción positiva se dio después del discurso que siguó a la curación del lisiado (cf. Hech 3,4); tras la predicación de Felipe a los samaritanos (cf. Hech 8,12) y al eunuco etiope (8, 36-38); de la evangelización de Pedro a Cornelio (10, 44-46) y de Pabo en Tesalónica (17,4), etc.
Otras veces, por el contrario, singularmente cuando retrata de judíos la reacción es negativa. Las palabras de san Pedro al Sanedrín son rechazadas con peligro, además, para su vida y la de los otros. “Oyendo esto, rabiaban de ira y trataban de quitarlos de delante” (cf. Hech 5,33). La misma reacción se nos describe en Hech 9, 30; 9,33; 13,45; 18,6; 22,22.
Hay, además, una tercera reacción: la dudosa. El que escucha la palabra de los apóstoles, no sabe qué hacer. De una parte no se siente capaz de aceptar su mensaje; de otra, no se atreve a rechazarlo.
El caso Gamaliel es clásico: “Varones israelitas, dice a sus colegas del Sanedrín, furiosos por el discurso de Pedro, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres… Ahora os digo: Dejad a estos hombres, dejadlos; porque si esto es consejo u obra de hombres, se disolverá; pero si viene de Dios, no podréis disolverlo, y quizá algún día os hallaréis con habéis hecho la guerra a Dios” (Hech 5,35-39). Gamaliel no sabe qué actitud tomar; no tiene elementos suficientes de juicio: permanece incierto. Una postura semejante podemos descubrir en los judíos, después que Pablo ha tenido su discurso en la sinagoga de Antioquia de Pisidia. Cuando salían de la sinagoga Pblo y Bernabé, “les rogaron que el sábado siguiente volviesen a hablarles de esto” (Hech 13,42) y ésa es la reacción de Félix ante el discurso de Pablo: “Disertando él sobre la justicia, la continencia y el juicio venidero, se llenó Félix de terror. Al fin le dijo: Por ahora retírate; cuando tenga tiempo, volveré a llamarte” (Hech 24,25).
Las tres actitudes – fe, incredulidad y duda – las encontramos justas a continuación del discurso en el Areópago: “cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reir (reacción negativa). Otros dijeron: Teñiremos sobre esto otra vez (actitud de duda)… Algunos se adhirieron a él y creyeron (reacción positiva)” (Hech 17, 32-34).
Lo que no cabe es la indiferencia. Todos los que escuchaban la palabra de los apóstoles toman una postura; reaccionan de un modo o de otro, pero reaccionan. Todos se sienten interesados o forzados a adoptar una actitud.
5. Los hechos y su significación
He aquí cómo se presenta, pues, el testimonio de los apóstoles.
Anuncian hechos que realmente han acaecido y que percibieron en la intimidad con Cristo. Comiendo y bebiendo con Él, antes y después de su resurrección. Pero estos sucesos no son
simples hechos, de los que han sido ocasionalmente testigos y que significan en virtud de una misión a la que quieren permanecer fieles. Se trata de hechos que han penetrado en sus vidas; se trata de hechos que han impreso a sus vidas una nueva orientación. Tan nueva, que no logran ponerse al margen de ellos, que no pueden prescindir en absoluto de su factibilidad. Estos hechos constituyen al mismo tiempo valores, pues han dado una significación nueva a la vida de los apóstoles y se anuncian como capaces de dar un nuevo sentido a la vida de sus oyentes. Al proclamarlos, los doce pretenden sólo reparar una injusticia, rehabilitar a un hombre inocente condenado al patíbulo de la cruz y a quien Dios resucitó de los muerto, sino que intentan provocar una conversión, un cambio total de vida. Estos hechos adquieren importancia no sólo ni principalmente pro ser auténticos ni por ser verdaderos, sino porque afectan al destino humano. Su significación supera con mucho su veracidad histórica.
El Cristo muerto y resucitado, en el fondo, no interesa a los apóstoles y a sus oyentes por el hehco de haber mucho y resucitado realmente, ni tampoco por se el Mesías, ni, pudiéramos decir, por ser Hijo de dios, sino porque es el Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1,1), aquel que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9). Si el Cristo Hijo de Dios se hubiera encarnado por razones misteriosas que no tuvieran ninguna relación con nosotros, los hombres, este acontecimiento hubiera podido causar nuestra admiración y respeto; pero nada más. Pudiéramos decir que, en el fondo, aquello no nos interesa desde el momento queno ha cambiado nada en nuestras relaciones con Dios. Pero en el caso de Cristo, nadie puede permanecer indiferente. Se hizo hombre, murió y ha resucitado por nuestra salvación.
Precisamene el significado de Cristo, de su muerte y resurrección, ha transformado la vida de los apóstoles de tal modo que no logran pensarse al margen de él y de la predicación de su nombre. Cristo, para ellos, es la única persona en la que los hombres pueden ser salvos (Hech 4,12). Por eso no les es posible estar callados (Hech 4,20). Si callasen, no sólo dejarían de cumplir su misión sino que renegarían de sí mismos. Para ellos no nau otra salvación que la salvación en Cristo.
Precisamente porque percibieron la significación que Cristo tenía en sus vidas, en su predicación, los apóstoles no son simples discos que emiten mecánicamente lo que se grabara en ellos. No afirman sólo lo que han visto y oído, sino que también testifican que en aquellos acontecimientos, en aquellos hechos hay algo que los trasciende; en concreto, aquel “algo” queda sentido a toda existencia.
La atestación constituye, pues, la esencia del testimonio. “Es la testificación, escribe Marcel, lo que es esencial en este caso. En el dar testimonio me encadeno yo mismo con plena libertad… No cabe acto más esencial que éste. En su base está el reconocimiento de un cierto dato, pero, al mismo tiempo, existe otra cosa muy distinta. Siempre que doy testimonio, me anularía, si negase ese hecho, esa realidad de la que he sido testigo”. Entre los hechos y la persona que los atestigua hay, pues, una intima relación. Si se separan los hechos de las personas, aquéllos serán quizá verdaderos, pero carecerán de sentido y de interés para la vida.
También en este caso tiene san Pablo la palabra exacta. El Cristo que vio en el camino de Damasco, ha penetrado tan profundamente en su existencia, que no duda en afirmar que su “vivir es Cristo” (fil 1,21) y que ya no vive él, sino que Cristo vive en él (Gal 2,20). Pero si Cristo no hubiera resucitado, él y todos los cristianos que creen en Cristo serían los más infelices de todos los hombres (1 Cor 15, 19). Ello sería cierto, ya que el cristiano renuncia a todos los placeres del mundo para conseguir los deleites eternos, que Cristo ha prometido. Pero esos deleites serían puramente ilusorios en la hipótesis de que Cristo no hubiera resucitado. En otras palabras, la vida del testigo destruiría, se convertiría en una ilusión y un absurdo, todo lo que él asevera y cree no fuese verdad o no tuviese el significado que le atribuye.
Esta es la razón por la que todos reaccionan ante el testimonio de los apóstoles: se trata, en efecto, de realidades decisivas para la existencia, y frente a ellas no puede uno quedarse indiferente.
El testimonio, por consiguiente, no es posible sin el compromiso de la persona. Y de este compromiso parte en realidad la significación de los hechos. De ahí la diferencia neta entre la ciencia y la predicación: aquélla transmite los hechos en su veracidad; ésa los anuncia también en su significación.
La fe se transmite, por tanto, de esa suerte: por medio de personas comprometidas, que han percibido el significado de los hechos que anuncian y que los proclaman para logra que también los demás caigan en cuenta de ello. El testimonio originan el misterio, como se suele decir; sitúa al hombre frente a los valores decisivos de su existencia y le obliga a salir de su indiferencia o a reaccionar, al menos, planteándose el problema. El efecto del testimonio es como dar un revulsivo al hombre y crear en él la inquietud de metafísica y religiosa. Del testimonio dimana un atractivo, una fascinación, una apelación espiritual que el testigo ha experimentado ya en su propia carne.
6. El testimonio indirecto de la comunidad cristiana
Además del testimonio directo de los apóstoles, el libro de los Hechos hablan también del indirecto de la comunidad Jerusalén. Hoch se ocupa de él en su segundo artículo.
Pedro afirma la existencia de este testimonio indirecto cuando declara, ante el Sanedrín, que de todo lo que él ha dicho acerca de la muerte y resurrección de Cristo son testigos no sólo de los apóstoles sino también “el Espíritu Santo, que Dios otorgó a los que ole obedecen” (hech 5,32). “Según este texto, comenta Koch, el Espíritu Santo no da testimonio sólo a través de los apóstoles sino también por medio de todos los que obedecen a Dios, es decir, que los que obran y hablan bajo su acción” (cf. Hech 2,4; 4,8.31; 15,28). En el Espíritu el que da testimonio en ellos por medio de ellos a través de su vida y de su predicación. Por eso el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés sobre los apósteles, sin duda, pero también sobre los discípulos e incluso sobre las mujeres que se encontraban
en el cenáculo (cf. Hech 2,4), y todos ellos, apóstoles, discípulos y mujeres, “comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu Santo les daba” (Hech 2,4). El Espíritu Santo descendió también sobre los habitantes de Samaria que recibieron la palabra de Felipe (cf. Hech 8, 12- 17); sobre Felipe el evangelizador (cf. 8,29); sobre los paganos convertidos (cf 10,44s) y sobre Esteban (cf. 6,5), a quien se llama explícitamente testigo (cf. 22,20). Y concluye con estas palabras: “El Espíritu Santo se derramó sobre la comunidad cristiana y sus miembros en orden al testimonio”.
Se trata de un testimonio que se manifiesta en la vida gozo, caridad y oración de la comunidad cristiana. El libro de los Hechos de los apóstoles lo describe en unos versículos de enorme viveza: “Y todos los que creían vivían unidos, teniendo todas sus bienes en común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según la necesidad de cada uno. Todos acordes acudían con asiduidad al templo, partían el plan en las cosas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios en medio del general favor del pueblo” (Hech 2,44-47).
No resultan menos sugestivas las pinceladas del capítulo cuarto: “La muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y una alma sola, y ninguno tenía su propia cosa alguna, antes todo lo tenían en común. Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús, y todos los fieles gozaban de gran estima. No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad” (Hech 4, 32-35). Y el autor sagrado señala expresamente que el pueblo estaba edificado del género de vida la comunidad cristiana, por lo cual los cristianos gozaban del “favor general del pueblo” (Hech 2,47), que “los tenían en gran estima” (Hech 5, 13). Y subraya todavía el influjo de esté testimonio de la vida en la difusión del evangelio: “Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos” (Hech 2,47). Aunque tenga miedo de los sacerdotes y del Sanedrín que persiguen a los apóstoles, el pueblo siente una gran atracción hacia la vida de los cristianos. Y muchos se convierten a pesar de las amenazas de los peligros.
El testimonio indirecto de la comunidad consiste, pues, en la irradiación de la fe en fuerza del ejemplo de vida. De la vida de la comunidad se desencadena un poder de encanto, que provoca la admiración y la simpatía del pueblo que, si bien no acepta el evangelio, percibe toda su fascinación (cf. Hech 5, 13-14). Lo que más impresiona es la comunidad de bienes, el hecho de que entre los cristianos no haya indigentes. Cada uno recibe lo que necesita, sin tener encuentra aquello con que ha contribuido a la caja común. Era una vida simple, tejida de oración y trabajo, en la que todos y cada uno vivían felices. La alegría se irradia y difunde por todos los lugares. Y esta vida de comunidad constituye el marco en que se desenvuelve la predicación de los apóstoles. En ella pueden descubrir los oyentes en qué consiste realmente la fe, qué significa Cristo para la vida del hombre. Ningún suceso exterior perturba su alegría: las persecuciones a que son sometidos los jefes de la comunidad, no asustan a nadie. Los primeros en sentirse felices son los mismos apóstoles, que salen del sanedrín “contentos pro que habían sido dignos de padecer ultrajes por el hombre de Jesús” (Hech 5, 41).
Resultaría inconcebible que hombres tan pletóricos de Cristo no sintieran la necesidad de hablar con él y de atraer otros hombres a la Iglesia. Y nos encontramos así ante otra forma del testimonio indirecto: el testimonio individual dado a través de la palabra. El modelo de Esteban, uno de los sietes diáconos, que, no contento con servir las mesas en sustitución de los apóstoles, anuncia a Cristo también con su palabra (Hech 7). Lo mismo hace el diácono Felipe en Samaría (cf. Hech 8,5) y los cristianos disperso a causa de la persecución (Hech 8,4). En el caso de Esteban, el martirio corona la predicación.
7. La difusión de la fe
La fe, por tanto, se difunde por medio de la palabra de las personas que han percibido el significado que Cristo muerto y resucitado tien para sus vidas, se han dejado empapar de Él, y se han comprometido en su servicio, cosechando persecuciones, es cierto, pero
también viviendo en la más pura alegría. Su palabra se apoya en el testimonio de la comunidad de los que han aceptado ya el mensaje y gritan con su vida el sentido de lo que anuncian los apóstoles.
Ambos testimonios, el directo de los apóstoles y el indirecto de la comunidad, se complementan; no puede darse el uno sin el otro. El primero proclama los hechos decisivos para la existencia humana, nos ofrece el segundo su significación en la concretes de la vida ordinaria. De ahí que la predicación no sólo realiza la Iglesia sino que también se realiza en la Iglesia. Es la Iglesia la que muestra el sentido del Cristo anunciado por los apóstoles. Testimonio esencialmente colectivo y no individual. Incluso cuando testifica uno solo, como en el caso de Esteban, tiene siempre tras de sí la comunidad.
Llegamos así ala conclusión de que el compromiso tanto del predicador y en nombre de la que predica, es fundamental para la predicación. Es esto, es decir, en la santidad de vida, consiste aquel servicio de la palabra (diaconía), sin el que no es posible explicar la eficacia de la predicación.
8. El servicio de la palabra
Este compromiso, este servicio de la palabra entraña, según Schilier, una función doble por parte del predicador: negativa la una, positiva la otra.
El predicador, en su aspecto negativo, está obligado a eliminar los obstáculos que pueden impedir a la palabra de Dios llegar a ser lo que en realidad es: palabra de Dios en labios humanos. No debe, por tanto, explotar sus oyentes, haciéndose mantener por ellos, aunque tenga derecho a esa manutención. Debe adaptarse a sus usos y costumbres, sin exigir que los convertidos vivan de una manera determinada a no ser que así lo imponga el evangelio. No tiene que predicar por motivos poco nobles, es decir, por agradar el auditivo y arrancar sus aplausos.
San Pablo recoge todos estos motivos en la primera carta a los files de Tesalónica: “Sabéis también que nuestras exhortaciones no procedían de error, ni de concupiscencia, ni de engaño; sino de que probados por Dios, se nos había encomendado la misión de evangelizar; y así hablamos no como quien busca agradar a los hombres, sino sólo a Dios, que prueba nuestros corazones. Porque nunca, como bien sabéis, hemos usado de lisonjas ni hemos procedido con propósitos de lucro. Dios es testigo; ni hemos buscado la alabanza de los hombres, ni la vuestra, ni la de nadie: y aun pudiendo hacer pesar sobre vosotros nuestra autoridad como apóstoles de Cristo, nos hicimos como pequeños y como nodrizas que cría sus niños” (1 Tes 2, 3-7).
El apóstol ha amado a los fieles hasta desear no sólo “dales el evangelio de Dios, sino aun la propia vida” (Cf. Ibid 8). Por ellos repudió los subterfugios dictados por la vergüenza (cf. 2 Cor 4,2) o los argumentos de la sabiduría humana (cf. 1 Cor 2,4), renunciando incluso a hablar con “sublimidad de elocuencia” (1 Cor 2,1).
Más brevemente, el servicio de la palabra Dios exige que no se predique uno a sí mismo sino a Jesucristo (cf. 2 Cor 4,2). Ello no es posible sin la paresia, es decir, sin la audacia del apóstol, con la que san Pablo significa “la libertad y el coraje de una existencia, que es abierta en sí misma, porque se encuentra disponible para Dios y para el prójimo”. Pudiéramos decir que el servicio de la palabra, en su ángulo negativo, consiste en hacerse todo para todos a fin de ganarlos a todos para cristo (1 Cor 9,22).
9. La imitación de Cristo
En su aspecto positivo, por el contrario, el servicio de la palabra consiste en la dedicación total a ella. En virtud de esta predicación completa a la palabra, el predicador acepta su propia debilidad y trata de superarla para hacer triunfar en sí mismo la fuerza de Dios; recibe los sufrimientos que le procuran sus enemigos para dar testimonio de los
padecimientos de Cristo, no sólo con la palabra sino también con la propia existencia (2 Cor 12,7).
San Pablo habla a este propósito de un “aguijón” que se ha instalado en su carne con la misión de crucificarlo a fin de que no se engría por los favores recibidos de Dios. Él pidió verse libre del mismo; pero no se le escuchó. “Rogué tres veces al Señor, escribe a los cristianos de Corinto, que se retirase de mí, y él me dijo: Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al como el poder. Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome de mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las enfermedades, en los aprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias por Cristo; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 8-10).
De esta suerte, el anunciar a la comunidad la palabra de salvación, el apóstol lo hace en virtud de la experiencia propia de quien ha experimentado en sí mismo su poder. Más brevemente, podemos decir que la entrega a la palabra consiste en la imitación de Cristo; en el hacerse semejante a él hasta el extremos de transformarse en Cristo y en llegara ser imagen suya de modo que se pueda proponer como ejemplo a imitar. “Practicad lo que habéis aprendido y recibido y habéis oído y visto en mí, y el Dios de la paz será con vosotros” (Fil 4, 9). Es más, esta imitación de los cristianos respecto al apóstol, tiene que extenderse a los demás: “os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, recibiendo la palabra con gozo en el Espíritu Santo aun en medio de grandes tribulaciones, hasta venir a ser ejemplo para todos los fieles de Macedonia y de Acaya” (1 Tes 1, 6-7).
Podemos sintetizar así: el servicio de la palabra consiste en la santidad de vida que, por parte, elimina los obstáculos que impiden a la palabra predicada Mostar su eficacia y, de otra parte, da testimonio. Esta santidad es al hace parte del predicador un comentario viviente de la palabra, “una segunda palabra”. Y de esta suerte se explica la eficacia de la predicación.
10. La Eficacia del ejemplo
El problema que se nos plantea ahora y que hemos de considerar, es el examen de la naturaleza del nexo que hay entre la santidad del predicador y de la comunidad cristiana y la eficacia de la predicación. Esta relación ¿es de carácter sicológico o también de naturaleza ontológica? Es decir, ¿constituye la santidad un factor que ayuda o facilita su eficacia?.
Entre los que consideran a la santidad como un factor de índole sicológica, se encuentra san Agustín. El doctor de Hipona defiende que la predicación sería eficaz incluso sin la santidad del predicador, pero que ésta facilita la acción de la palabra. “para que al orador se le oiga obedientemente, dice, más peso tiene su vida que toda cuanta grandilocuencia de estilo posea.
Porque el que habla con sabiduría y con elocuencia, pero lleva vida perversa, enseña sin duda a muchos que tienen empeño en saber, aunque para su alma es inútil, según está escrito (ecl 37,22). Por eso también dijo el apóstol: “siendo Cristo anunciado, no importa que sea por fingimiento o por celo de la verdad” (fil 1, 18). Cristo es la verdad y, sin embargo, puede ser anunciada la verdad con lo que no sea la verdad”(Fil 1,8). Cristo es la verdad y, sin embargo, puede ser anunciada la verdad con lo que no sea la verdad, es decir, pueden predicarse las cosas rectar y verdaderas con un corazón depravado y falaz. De este modo es Jesucristo anunciado por aquellas que buscan su propio interés y no el de Jesucristo.
San Agustín confirma su opinión con la cita de Mt 22, 2-3: Jesús exhorta a poner en práctica y lo que dicen los fariseos sin imitar por eso sus conductas. Y concluye: “Por eso oyen últimamente a los que no obran con utilidad”. La razón última está en que el auténtico maestro de la predicación es Cristo, cuya palabra siempre es eficaz.
En otro pasaje, san Agustín sitúa en el mismo plano la predicación y los sacramentos. De la misma forma que el sacramento es eficaz aunque lo administre un sujeto índigo, así también la predicación tiene eficacia a pesar de la indignidad del ministro. Esto se debe a que en los dos casos es Cristo quien actúa. Es eficaz el bautismo administrado por Judas y es eficaz la predicación de un ministro comido de envidia. Y termina con estas palabras: “No mires por qué, sino a quién. ¿Se predica a Cristo por envidia? Mira a Cristo, evita la envidia, imita al santo que te predica”.
No obstante esto, el ejemplo del ministro, opina el mismo obispo de Hipona, otorga a la predicación mayo eficacia. “Así, predicando lo que no hacen, aprovechan a muchos, pero aprovecharían a muchísimos lo que dicen”. La causa radica en que así se quita cualquier pretexto a quien trata de justificar su conducta con el mal ejemplo del preicador. Por eso san Pablo exhorta a Timoteo a se ejemplo para sus fieles (1 Tim 4, 2).
El afirmar la eficacia del ejemplo es corriente en los padres. “El predicador, opina san Gregorio Magno, debe hablar más con lo que hace que con lo que dice: debe trazar el camino a sus oyentes más con su propia vida virtuosa que indicándoles con las palabras la vía que han de seguir.
Los hechos son intuitivos. Hoy, a la par que en los tiempos de los padres, la predicación que no vaya acompañada por la santidad de vida del predicador y de la comunidad en que predica, contraría con escasas posibilidades de éxito. El hombre contemporáneo no cree fácilmente en la autoridad. El vitalismo, que configura gran parte de su psicología, lo empuja a no distinguir entre “la predicación y el predicador, entre la predicación y la realidad de vida de la Iglesia”.
Pero el verdadero problema radica en determinar si la santidad del predicador y de la comunidad eclesial influye, además de sicológicamente, de manera antológica en la predicación, condicionando su eficacia.
Nos proponemos examinar esta cuestión en el capítulo siguiente.
10. LOS MOTIVOS DEL TESTIMONIO
Afirmar que la santidad constituye un factor condicionante de la predicación significa decir que ésta no puede existir sin aquélla. Ni tampoco podría explicarse entonces la eficacia de la palabra. Hemos visto que el testimonio puede exigir incluso el sufrimiento y la muerte.
En el capítulo presente, pretendemos examinar las causas de este hecho tan importante para comprender la naturaleza y eficacia de la predicación.
1. La predicación y los signos
Hemos dicho que la predicación es el anuncio de la palabra de Dios por medio de la palabra humana. En el predicador habla Dios mismo. Pero para que su palabra se acepte como palabra de Dios, es preciso que se reciba como proveniente de Dios. Por eso, como hemos visto ya, a la predicación de los apóstoles, y antes a la de Jesús, acompañaban signos y de manera especial milagros.
Cristo declara expresamente que, por razón de los prodigios que él ha realizado, son inexcusables cuantos no han recibido su predicación (cf. Jn 15,24). Es en los milagros donde se hace evidente el origen divino de su palabra, como comprendió bien Nicodemo (cf. Jn 3,2). Esto resulta válido también para la predicación de los apóstoles. En ella son tan frecuentes los milagros que basta la sombra de Pedro (cf. Hech 5,15) o el roce de los pañuelos y delantales de Pablo (cf. Hech 19, 11-12) para sanar a los enfermos. La comunidad de Jerusalén pide a Dios milagros, para que aparezca a sí que los apóstoles anuncian su palabra: “ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos hablar con toda libertad tu palabra, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de su santo siervo Jesús” (Hech 4,29-30).
Los milagros contribuyen a crear aquella atmósfera de misterio que es tan encesaria para sacudir al hombre de su letargo y colocarlo frente al problema de la presencia de Dios que lo llama. Por ellos perciben los hombres que la palabra de Dios resuena en la del predicador. Los milagros, pues, forman parte de la predicación, son un elemento constitutivo de la misma. Sin ellos no podría la palabra de Dios aparecer como es en realidad.
Si san Pablo puede alabar a los tesalonicenses porque han recibido la palabra que les ha predicado no como palabra de los hombres, sino como palabra de Dios (Cf. 1 Tes 2,13), se debe a que su predicación es Tesalónica como en Corinto “no fue en persuasivos discursos de humana sabiduría, sino en la manifestación des espíritu de fortaleza” (1 Cor 2,4). Les demostró que hablaba en nombre de Dios mismo “con señales, prodigios y milagros” (2 Cor 12,12). Si la palabra predicada por él y por los doce fue “firme”, se debió a que fue atestiguada por Dios “con señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu Santo, conforme a su voluntad” (Heb 2,4).
Ahora bien, si para los apóstoles los signos mediante los cuales la predicación se presentaba como divina eran los milagros y los dones extraordinarios del Espíritu, ¿cuáles serán esos signos después de la época apostólica, cuando los milagros y los carismas se han transformado en sucesos esencialmente poco frecuentes? El problema no dejó de interesar a los padres de la Iglesia ya desde los comienzos.
2. la doctrina de san Agustín
El doctor de Hipona se planteó el problema y le dio una respuesta que ha continuado siendo clásica. En el sermón 116, al tratar de la aparición de Cristo a sus seguidores tras la resurrección, y del sentido de las Escrituras que les descubría, escribe. “Vieron (a Cristo) sufrir, lo vieron colgar de la cruz, resucitar u vivir. ¿Qué cosa no veían, pues? Su cuerpo, esto es, la Iglesia. Veíanlo a él, pero no a ella. Veían al esposo, pero la esposa todavía
quedaba oculta” y, tratando luego de mandato de Cristo de pregonar el evangelio hasta los confines de la tierra, continúa el doctor de Hipona: “Hay algo que todavía no contemplaba los apóstoles: la Iglesia difundida por todos los países, comenzando por Jerusalén. Contemplaban la cabeza y por la cabeza creían en el cuerpo. Creyeron en lo que veían a través de lo que contemplaban con sus propios ojos. Nosotros nos parecemos a ellos. Vemos algo que ellos no vieron y no vemos lo que ellos contemplaron. ¿Qué es lo que nosotros vemos y que ellos nos contemplaron? La Iglesia difundida por todos los pueblos. Por el contrarió, ¿qué es lo ellos contemplaron y nosotros no vemos? Cristo bajo forma humana. Por tanto, igual que ellos contemplaron a Cristo y creían en su cuerpo (la Iglesia), nosotros vemos su cuerpo y creemos en su cuerpo (la Iglesia), nosotros vemos su cuerpo y creemos en la cabeza”. Tanto en el caso de los apóstoles como en el nuestro, se ve una cosa y se cree otra: los apóstoles contemplaban a Cristo y creían en la Iglesia; nosotros, en cambio , vemos la Iglesia y creemos en Cristo. El conocimiento de Cristo y de su resurrección llevaba a los apóstoles a creer en la Iglesia; a nosotros nos mueve la contemplación y experiencia de la Iglesia a creer en Cristo resucitado. En uno y otro caso, la fe se halla vinculada a un milagro: la fe de los apóstoles, al milagro físico de la resurrección de Jesús, y al milagro moral de la Iglesia, la nuestra.
Entre las cualidades que hacen de la Iglesia un milagro moral, se encuentra la santidad precisamente. San Agustín lo afirma en el De utililate credenti. Cuando se ocupa de los motivos que deben inducir a la fe en la Iglesia, el obispo africano se entretiene con frecuencia en el examen de esta prerrogativa.
“Las costumbres, afirma, siempre ejercen un gran influjo en el espíritu humano. En lo que tiene de malo, que se deriva del vendaval de las pasiones, estemos más prontos para condenarlas y corregirlas que para dejarlas y cambiarlas”. Establecido este principio, san Agustín despliega ante los ojos del maniqueo Honorato el espectáculo de la vida cristiana. “Piensas, dice, que la humanidad ha ganado poco, cuando contemplamos que no sólo algunos grandes pensadores que plantean la cuestión, sino que toda la muchedumbre de personas sin cultura, hombres y mujeres de razas tan diversas, creen y proclaman que no
hay que adorar cuerpos terrestres ni ígneos, ni objetos sensibles, en lugar de dios, que sólo puede ser conocido por el entendimiento? ¿Cuándo vemos que la templanza llega a reducir el alimento cotidiano a un pedazo de pan y un poco de agua, y a prolongar los ayunos no sólo por un día, sino durante vaios días seguidos? ¿cuándo vemos que la castidad llega incluso a renunciar al matrimonio y a la familia; y la paciencia llega a despreciar la cruz y las llamas; y la generosidad se entiende hasta entregar las propias riquezas a los pobres; y el desprendimiento de las cosas de este mundo hasta el deseo de la muerte? Son pocos los que llegan hasta este extremo y aún son menos lo que tal hacen con prudencia. Pero las gentes les aplauden; las gentes los oyen; las gentes los alaban y terminan por amarlos. No pueden hacer lo mismo, pero lo atribuyen a su debilidad”.
Este hecho, que constituye una realidad vida dentro del cristianismo, no puede dejar de impresionar. El santo continúa: “He aquí que la divina providencia ha realizado por medio de los oráculos de los profetas, de la humanidad y de las enseñanzas de Cristo, de las correrías de los apóstoles, de las humillaciones de los mártires, de sus suplicios, su sangre y su muerte: por medio de la vida admirable de los santos”. Se impone una consecuencia: “tras haber constatado esta asistencia tan patente de Dios, el regreso y resultados tan maravillosos, ¿podremos titubear en arrojarnos en los brazos de la Iglesia?”.
La Iglesia manifiesta su dignidad a través de la santidad de sus miembros. Esto constituye un milagro moral. Este milagro hace que se considere a la predicación como la palabra de Dios, que hay que recibir por la fe. Al mimo tiempo que los predicadores anuncian el misterio de la salvación, la Iglesia manifiesta, con santidad, que esta palabra procede del mismo Dios.
Savonarala, en su triumpbus crucis desacollarará posteriormente este argumento: y el concilio Vaticano I descubrirá en él la nota más característica para proclamar a la iglesia motivo perenne de credibilidad, sigmon levantum in nationibus.
3. La argumentación de san Juan Crisóstomo
Como contraprueba de nuestras afirmaciones, queremos aludir a la argumentación de san Juan Crisóstomo, quien se planteó el problema de convertir a la minoría que aún continuaba en el paganismo en sus tiempo.
Dirigiéndose a sus cristianos, dice textualmente el gran doctor: “cristo nos ha dejado en la tierra para que difundamos la luz; para que seamos maestros de los demás y fermento auténtico; para que nos comportemos como ángeles entre los hombres, como adultos entre los niños, como hombres espirituales entre los carnales a fin de poderlos ganar, ser sementera y llevar frutos copiosos. Si nuestra vida brillase de ese modo, no habría necesidad de predicar la doctrina: los ejemplos tendrían la elocuencia de las palabras. No habría paganos, si viviéramos como cristianos de una pieza, si observásemos los mandamientos de Cristo, si sufriéramos con tolerancia las injurias y los robos, si nuestras bendiciones cayeran sobre los que nos fastidian, si devolviésemos bien por mal. No existe ningún pagano tan enemigo de la religión, que no la abrazase si fuere ésa la línea de conducta de todos nosotros. San Pablo, y era un hombre solo, atrajo muchos (a Cristo), ¿cuántos podríamos conquistar nosotros que somos tan numerosos? Los cristianos superan, sin duda, a los paganos en número. Y mientras que en las otras artes basta un maestro para cien discípulos, a pesar de ser muchísimos los maestros, muchos más los discípulos, en la religión, ninguno se convierte. Los discíùlos escudriñan las virtudes de sus maestros; pero cuando ven que deseamos y perseguimos las mismas cosas que ellos apetecen y buscan, es decir, el domino y los honores, ¿cómo podrán admirar el cristianismo? Se dan cuenta de que la vida de muchos es reprensible, enfrascada en las cosas de la tierra; advierten que apreciamos las riquezas tanto y más que ellos, que nos aterra la muerte y la pobreza y las enfermedades, que ambicionamos la gloria y los cargos públicos, que nos deshacemos por tener dinero y que nos aprovechamos de las ocasiones. ¿Cómo podrán, entonces, ser movidos a la fe? ¿Quizá por los milagros? Pero ya no existen milagros. ¿Acaso por nuestro estilo de vida? Pero si está descacreditado. ¿Por la caridad? Pero si no vislumbran ni
siquiera su sombra. Tendremos, pues, que dar cuanta no sólo de nuestros pecados, sino también del mal que hemos causado a los otros”.
A falta de milagros, afirma el crisóstomos, para creer, los paganos necesitan otro signo por el que se advierta que el cristianismo es algo que procede de Dios. Ese signo es la vida cristiana que nos hace vivir como ángeles entre los hombres, como seres espítuales entre animales. Si ella brillase en todo el mundo con pleno fulgor, los paganos se convertirían incluso sin el anuncio de la palabra. Pero como los cristianos no se diferencian de los paganos en su conducta, ninguno de éstos se siente empujado a abrazar la fe. Y el santo no se maravilla de este fenómeno. ¿Cómo podrán creer si el cristianismo ue tienen delante de sus ojos no les ofrece ningún signo que garantice su procedencia divina? Y siguiendo su discurso, san Juan Crisóstomo demuestra que no sirve remontarse a las virtudes de los antepasados, a Pablo y a Juan, pues el pagano podría también apelar a las virtudes de sus filósofos. Hay que demostrarles bic et munc lo que es el cristianimos. Pero eso es imposible si los seguidores de Cristo viven como los paganos.
La misma idea expone san Gregorio Nacianceno. El extraño, dice, juzga la fe por el buen nombre de los que la siguen. Si es así, añade, “cómo le convenceremos para que acepte una opinión diversa de la que hemos enseñado con nuestra vida?”.
4. La opinión de Francisco de Vitoria
En tiempo más próximos a nosotros, encontramos idéntica doctrina en la pluma del gran teólogo español Francisco de Vitoria.
Al intentar defender a los indios de América meridional contra la guerra que les hacían los conquistadores europeos, bajo el pretexto de que, por no haber recibido el cristianimo que les predicaban los misioneros de Cristo, el teólogo de Salamanca demuestra la inconsistencia de semejante motivación. Es cierto, sin duda, admite él, que los indicio no se
han convertido; más para ser responsables de su infidelidad, es preciso que se les haya presentado la fe con signos adecuado y capaces de probar su origen divino. Y precisamente no se dieron esos signos.
Escribe Victoria: “Pero no oigo hablar de milagros ni de signos de ninguna ni de signos de ninguna clase, ni tampoco escándalos, de horrendos delitos y de muchas impiedades. No se ve, por tanto, que les haya predicado la religión de Cristo de manera adecuada ni con una piedad tal como para los indios estén obligados a recibirla. Ciertamente muchos religiosos y eclesiásticos han realizado su misión ejemplarmente, con su vida y su predicación celosa y su habilidad; pero su obra se vio obstaculizada (En producir sus frutos) por los que se ocupaban de otros intereses”.
Para que se pueda decir, pues, que el evangelio se predica de forma adecuada para provocar, aunque sea libremente, la conversión, se exigen señales por las cosas que aparezcan que el predicador habla en nombre de Dios mismo. Pero, afirma Vitoria, esas señales no existieron en el caso de la evangelización que tuvo lugar en las Indias. No se dieron milagros físicos ni ejemplos de vida cristiana tan profunda como para probar el valor divino de la religión cristiana. Los predicadores fueron ciertamente modelo de celoso entusiasmo y santidad; pero su testimonio resultó inútil por causa del mal ejemplo de los otros cristianos. ¿Cómo puede afirmarse, pues, que se les ha predicado realmente el evangelio? Y vas más lejos aún Vitoria, ya que se atreve a decir que, exceptuado el pecado de infidelidad, abundan más los vicios entre algunos creyentes que entre aquellos bárbaros.
Aquí se palpa la necesidad del testimonio no sólo personal del predicador, sino también colectivo de toda la comunidad cristiana. “La Iglesia, cuando viene presentada, forma un todo único. No se la juzga sólo por la predicación de los clérigos, sino por la conducta de los eclesiásticos y de los seglares. Todo cristiano es, por tanto, responsable de la presentación de la Iglesia a los infieles. Cada cristiano tiene que ser un signo positivo de la verdad de su religión”.
La santidad del predicador y de la Iglesia, por consiguiente, forma parte de la predicación. En tanto se puede asegurar que se ha anunciado la palabra de Dios en cuanto que se la presenta como divina garantía de signos físicos o morales. La santidad constituye uno de ellos. Y acaso el principal. Entre la santidad de la Iglesia y la palabra del predicador se da una relación esencial: sin la santidad de la Iglesia, la predicación no puede mostrarse como palabra de Dios; la santidad de la predicación no podría explicar el misterio de su origen y fecundidad.
De esta suerte cabe responder a la objeción que surge de la enseñanza de san Pablo: la predicación es eficaz aunque el predicador no sea santo o se lance a predicar por motivos poco nobles (cf. ÇFil 1, 15-18). La eficacia de la predicción no está ligada propiamente a la santidad personal del predicador; pero sí ciertamente a la Iglesia en la cual y en nombre de la cual él habla. Es la Iglesia, no cada uno de los predicadores, la que anuncia la palabra de Dios.
La Iglesia es un todo único formado por sacerdotes y laicos. En esa unidad cabe la existencia de sombras, bien sea por parte de la jerarquía docente, bien por parte de los fieles. Pero tiene que haber también luces esplendorosas. En más, para que se realicen las condiciones necesarias, para que la predicación resulte fructosa, las luces deben prevalecer sobre las sombras. En la santidad de la Iglesia se eclipsan las deficiencias morales y de orden intelectual del predicador, al igual que se difuminan las luces que difaman de la santidad de los evangelizadores, si las sombras de la Iglesia son más fuertes y densas. En el pasaje citado de san Pablo, las sombras de los predicadores que anunciaban a Cristo por envidia o por lucro, se perdían hasta desaparecer en la santidad de la comunidad cristiana; pero en caso de la evangelización de América, la santidad de los misioneros era anulada por las densísimas sombras existentes en la comunidad cristiana que vivía en torno a ellos.
5. El cristianismo como mensaje
La santidad cristiana no constituye sólo un motivo de credibilidad ni es sólo una circunstancia que condiciona la naturaleza y eficacia de la predicación. Viene exigida por motivos mucho más profundos. La exige, ante todo, el mismo objeto de la predicación.
Como hemos expuesto anteriormente, su objeto es el mensaje de salvación, es decir, el conjunto de valores destinados a dar sentido a la vida. Y los valores transmiten por medio del testimonio.
Si el objeto de la predicación fuese un sistema de ideas o de hechos, incluso revelados y extraordinarios, se comunicaría a través de la enseñanza. La ciencia, indudablemente, enuncia principios que tienen validez en sí mismos, sin ninguna preferencia directa a la persona que enseña. La ciencia, indudablemente, enuncia principios que tiene validez en sí mismo, sin ninguna preferencia directa a la persona que enseña. Cuando el filósofo ha descubierto, con reflexión, las leyes de la realidad, puede enseñarlas a quien tena interés por conocerlas, reconstruyendo antes sus oyentes y discípulos el proceso racional que le ha llevado a descubrir, en la multiplicidad de los fenómenos, los principios y leyes generales que los rigen. La aceptación o desprecio de sus enseñanzas depende de la fuerza o debilidad de sus argumentos. No importa que el profesor sea bueno o malo, más o menos inteligente: interesa sólo que sus demostraciones sean válidas. Los oyentes, por otro lado, no pueden encontrarse especiales dificultades en admitir una doctrina que se les demuestra como verdadera. La ciencia, pues, se sitúa en un plano de intemporalidad; se preocupa de las ideas en si mismas.
Las cosas son muy diferentes cuando se trata de difundir un mensaje. Entonces no se manejan ideas o hechos auténticos, verdaderos en sí mismos, que carecen de relación con la vida. En el mensaje, según hemos visto, “se descubren realidades decisivas, realidades que problematizan toda nuestra existencia (la del público y la nuestra) y de las que dan testimonio la verdad y la santidad”. No se trata, como en la enseñanza, de decir cual es la
naturaleza de las cosas o de interpretar la realidad, sino de Mostar la salida de una situación que se juzga irreparable. El mensaje, para ser aceptado, debe despertar en quien lo recibe la esperanza de que el camino indicado por el mensajero podrá remediar la situación en que aquel se encuentra y de la anhela escapar. Pero esto no puede conseguir sino el testigo, es decir, la persona que ha andado ya el camino proclamado por el mensajero y ha visto ya resulta su situación. “Los testigos, citamos palabras de Mehl, no pretenden demostrar el error o la verdad de un sistema, no buscan analizar un dato… anuncian la autoridad a la que someten su existencia y testifican que esa autoridad es válida también para su auditorio”. El mensaje es la profecía de un futuro, de un porvenir que ya está presente para el testigo. Él ha aceptado ya los valores que anuncia a los demás y ha visto que su vida se ha transformado, ha tomado un ritmo y una orientación nuevos. El testigo no demuestra una tesis; sólo explica lo que se ha realizado en él a partir del momento en que aceptó el mensaje que ahora proclama.
El mensaje, por tanto, se difunde en la medida en que su pregonero logra comunicar a los que lo escuchan la confianza de que, si ellos están dispuestos a realizar lo que él ha hecho, solucionarán su situación molesta e incómoda e imprimirán a sus vidas un sentido nuevo. Los valores se aceptan cuando el testigo logra comunicar el reclamo, la sugestión y el encanto que encarnan. Dicha comunicación resulta imposible si el que da testimonio de ellos, no los ha experimentado tan intensamente como para poder contagiar su experiencia. Ello quiere decir que la atracción que los valores tiene que ejercer por su misma naturaleza, sólo puede explicarse y hacerse real en el caso de que se encarne en un testigo; después se irradia desde él a los demás.
Por un fenómeno de irradiación y de comunicación se ha propagado el mensaje de libertad de la revolución francesa, y se comunica hay el de justicia que proclama la revolución rusa. Cuando los agitadores políticos del siglo pasado predicaban un cambio de las cosas en el régimen existente, apelando a la llamada “constitución”, se refiere propiamente a Francia, a su prosperidad, a su prestigio político y literario. En esos frutos hallaban la prueba del mensaje de la revolución. Y lo mismo hay que decir de la revolución comunista. En el
progresos realizado en Rusio soviética y ven los pueblos oprimidos la fuerza y la eficacia del mensaje que anuncia el marxismo. Ambos mensajes se han difundido exactamente a través de un fenómeno de irradiación y, podríamos decirlo, de contagio.
6. El mensaje cristiano
en el cristianismo nos encontramos ante un mensaje. Anuncia a Cristo muerto y resucitado. Estamos ante hechos realmente acaecidos; pero lo que importa en ellos, ya lo hemos repetido muchas veces, no es su veracidad sino más bien su significado. Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación, es decir, para dar sentido a nuestra vida, admitiéndonos a la participación de la vida divina, al diálogo trinitario. Sólo en él se puede aplacar la inquietud humana y adquirir significado la vida. Para transmitir la significación de los hechos proclamados, los apóstoles no cuentan más que con un medio: su convivencia con Jesús; el contacto íntimo durante tres años; el haber comido y bebido con él; el haberlo escuchado y haber visto sus milagros portentosos. Y en ese contacto con Jesús, percibieron ello el valor incomparable de su persona y se percataron de que era el Verbo de la vida (cf. 1 Jn 1, 1) y la luz del mundo (Jn 8,12). Esa convivencia los transformo de tal modos que ya no supieron vivir al sino al servicio de su maestro. Ningún amenaza puede hacer callar (cf. Hech 4, 20); ningún peligro es capaz de tumbarlos o hacerles retroceder de las posiciones tomadas y es precisamente esté compromiso (impegno engagement) lo que sorprende a quienes escuchan la predicación del evangelio hecha por los apóstoles es esto lo que les hace adivinar la existencia del misterio y les obliga a preguntarse quien será aquel Jesús que ha transformado así a estos hombres sin cultura.
Nadie puede sustraerse a esta fascinación. Los fariseos, que se opusieron de la manera más decidida a su predicación, no pudieron, pudieron ocultar su asombro frente a estos hombres que, por su maestro, estaban dispuestos a todo. “Viendo la libertad de y el perdón de Pedro y de Juan dice el libro de los Hechos considerando que eran hombres sin letras plebeyos, se maravillaban”( Hech 4,13). Tienen la justa impresión de hallarse ante un misterio. El discurso de Pablo, en Iconio, estaba impregnado de tal acento de sinceridad y convicción
“que creyó una numerosa multitud de judíos y griegos” (Hech 14,1). Aquí no se realizan ni siquiera milagros, como en el caso de los apóstoles en Jerusalén. Pero de la persona de Pablo dimanaba una fuerza tal que los oyentes no tuvieron en adherirse a su palabra. Y a pesar de que, al menos en aquel primer discurso, hizo un predicación de Cristo sumaria. En Filipos, el director de la cárcel se convirtió en cuanto supo que Pablo y Silas no se habían aprovechado del terremoto para huir de la prisión: “Los saco fuera y les dijo: Señores, ¿qué debo yo hacer para ser salvo. Ellos le dijeron: Cree en el Señor Jesús y serás salvo tú y tu casa” (Hech 16,30-31). En todos estos casos, es el testimonio de los apóstoles, el testimonio de su vida dedicada enteramente al servicio del maestro hasta olvidarse de sí mismos y a comportarse de manera opuesta a la conducta de la mayoría de los hombres, lo que impresionaba a quienes los escuchaban y les obligaba a adherirse a la fe o, al menos, a plantearse el problema de la misma. En el testimonio se halla implícita o explícitamente la invitación a seguir el ejemplo del testigo. Y el ejemplo se sigue en la medida en los oyentes tienen sensibilidad y se encuentran necesitados de los valores que encarnan los testigos. El testimonio es rechazado por los fariseos; lo acepta el director de las cárceles de Filipos y siembra la inquietud en Gamaliel.
7. El testimonio verdadero y el falso
Se podría poner una objeción al llegar a este punto. ¿No cabría pensar que el testigo es un mentiroso dispuesto a engañarnos? La respuesta es negativa. El testigo no tiene ningún interés en engañarnos. Él ha sido el primero que ha aceptado los valores que pregona y se ha comprometido existencialmente en ellos. Sufriría las consecuencias en su propia carne. Para engañar a los otros, tendría que mentirse a sí mismo. San Pablo gritaba rotundamente que si Cristo no hubiera resucitado, él, y con él los cristianos, serían los más desdichados de los hombres (cf 1 Cor 15, 19). No cabe, pues imaginarse un testigo que quiera engañar.
Pero se podría objetar que hay testigos falsos tan hábiles que seducen incluso a las personas más prudentes. Cristo nos pone en guardia frente a ellos, cuando afirma que los hijos de las
tinieblas son más astutos que los de luz (cf. Lc 16,9). La objeción es legítima: los testigos falsos no constituyen sólo una hipótesis.
Es preciso responder que el testimonio no incluye la aceptación a ciegas del mensaje, sin ninguna discusión o garantía. El testimonio implica la existencia de valores capaces de transformar la vida del hombre, pero no excluye la posibilidad de las pruebas que hacen creíble el mensaje. Aunque es posible saltar directamente del testimonio a la fe, como en el caso del director de las cárceles de Filipos, no es ésta precisamente la función específica del testimonio. Únicamente tiene que atestiguar la existencia de valores capaces de transformar la vida del hombre, es decir, debe provocar en él el problema e indicarle su posible solución. Resulta evidente pensar que el hombre antes de adquirir compromisos, de este modo no le supondrá mucha dificultad en hallar los criterios aptos para distinguir el testimonio verdadero del falso.
Tertuliano ha descrito con fuerza exactitud esta tarea del testimonio del Apologético. Se pregunta, al hablar de los mártires: “ ¿quién descubriendo la sólida firmeza del cristiano, no se sentirá empujado a investigar el contenido ideal del cristianismo? ¿Quién una vez realizada esta búsqueda no se incorporará nosotros?, ¿Quién tras haberse acercado a nosotros no anhelara sufrir para alcanzar de modo pleno la gracia divina, para obtener el perdón completo con el precio de la propia sangre?”. Y en esto radica exactamente el cometido del testimonio: en mover “investigar el contenido ideal de la religión cristiana”, es decir, si Dios ha intervenido de verdad en la historia de esta investigación surge el juicio de credibilidad.
Nos parece muy sugerente, este propósito, el caso de Gamaliel no acoge ni rechaza el testimonio de los apóstoles se queda dudando y busca preguntase así mismo: “están estos hombres en la verdad (cf. Hech 5, 34-39). El testimonio de excluir la apologética la hace indispensable.
8. El testimonio colectivo
Hay otra objeción más sutil, de acuerdo, el testigo no engaña pero ¿quien garantiza que no se engaña?, la objeción, se refiere no tanto
a la verdad de los hechos cuanto a su
significación. ¿Quién nos asegura que el testigo no se engaña al atribuir a los hechos una significación que quizá no se tiene?.
La respuesta se halla en el testimonio comunitario ciertamente es posible que se engañe un individuo o un cierto numero de personas, más este engaño resultl menos verosímil cuando son millones los que aceptan y viven un mensaje espacialmente si se trata de un mensaje cuya aceptación lleva consigo e impone sacrificios y renuncias.
Hemos llegado, pues, a la misma conclusión: la difusión del evangelio no es tarea de cada uno de los predicadores sino de toda la Iglesia. Los predicadores es cierto, anuncian el mensaje; pero es la iglesia la que hace comprender su significado. La comunidad cristiana es parte esencial en la difusión del cristianismo.
9. La fe encuentro entre personas
Existe una razón todavía más profunda que aclara la necesidad del testimonio para la propagación de la fe. El objeto de la predicación no es sólo un mensaje, sino un mensaje que se identifica con una persona. El mensaje cristiano es la persona de Cristo. La predicación tiene que provocar un encuentro entre las dos personas, Cristo y el hombre, en su más honda intimidad.
Más ¿como puede realizarse el encuentro entre dos personas? En el ensayo que hemos citado varias veces Monroux responde: “no se puede aprehender
una persona en su
realidad a través de una mera investigación crítica ni por el empleo de la razón, que descubre problemas y los resuelve. Ni se manifiesta el apetito animal en los instintos
ciegos. La personas se aprehende en el contacto con su espíritu y por medio del fenómeno de comunión”. La razón que puede preparar el encuentro, mostrando la necesidad que el hombre siente de Dios, la racionalidad de la fe, etc.; pero no puede provocarlo.
Pero, entonces, ¿cómo se provoca este contacto espiritual?. Hemos afirmado ya con san Agustín que las personas se encuentran a través del fenómeno del amor. El hombre se entrega lo ha amado antes, especialmente si el que tomó la iniciativa en el amor es una persona más elevada como dice el obispo de Hipona.
Ese es el caso de la fe, del encuentro entre el hombre y Dios. Él no ha amado antes y luego nos ha pedio que le correspondamos con nuestro amor. Cierto que, en la fe, Dios permanece oculto, no es posible verlo. Pero obra a través de un mediador que es precisamente el que predica. Ahora bien si para la fe se requiere la comunión de amor, el vehículo de la misma tiene que ser la persona que anuncia el mensaje.
Y he aquí que nos topamos de nuevo con el testimonio El predicador ha de ser un testigo del amor para con el hombre; en él hemos de advertir que Dios nos ama. El encuentro de la fe es provocado exactamente por la irradiación del amor entre Dios y el hombre mediante el mensajero o de modo más genérico, mediante la Iglesia.
En esto estriba la necesidad del testimonio: la Iglesia tiene que ser la portadora del amor de Dios. El hombre que la contempla, que esta en contacto con su vida y con repercusiones sobre la existencia humana, debe percibir en ella la presencia de Dios y la fuerza del amor divino. En el amor que la Iglesia profesa a Dios y al prójimo por amor de Dios, es donde se tiene que manifestar el poder divino y su amor para con el hombre con toda justicia pudo proclamar Jesús: “En esto conocerán todos que soís mis discípulos: si tenéis caridad unos para con otros” (Jn 13,35). Solo de esta manera será posible el fenómeno de irradiación y comunión absolutamente necesario para que pueda darse la fe.
10. El testimonio en la trinidad
Que sea una persona la que nos haga conocer a otra en su intimidad, constituye un hecho que se realiza incluso en la misma trinidad. Conocemos las tres personas divinas gracias al testimonio que cada una de ellas da de la otras dos. Conocemos al Padre a través del Hijo, y al Hijo por medio del Padre, y al Espíritu Santo mediante el Padre y el Hijo. Conocemos, en primer lugar, al Padre por el testimonio del Hijo. Jesús dice: “El que viene de arriba esta sobre todos. El que procede de la tierra es terreno y habla de la tierra; el que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, pero su testimonio nadie lo recibe. Quien recibe su testimonio pone su sello atestiguando que Dios es veraz” (Jn 3, 31-33). Jesús afirma que dice lo que ha visto junto al padre. Nadie ha visto a Dios pero nosotros, podemos conocerlo a través de lo que nos revela su Hijo único, que estuvo en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18). Por eso nosotros conocemos al padre por lo que de él nos dice su Hijo.
El padre, a su vez, da testimonio del Hijo: “Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios, que ha testificado de su Hijo. El que creé en el Hijo de Dios tiene este testimonio en si mismo. El que no cree en Dios le hace embustero porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su hijo” (1 Jn 5,9-10). Este testimonio lo ha dado el Padre en el bautismo de Jesús, cuando lo declaró su Hijo predilecto (cf. Mc 1, 11: Lc 3, 20); en la transfiguración de (cf Mt 17, 5) y el domingo de ramos (cf Jn 12,28) el testimonio del padre se explicita también en los milagros que realiza a favor de Jesús (cf jn 3, 36), especialmente en el de la resurrección. “El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob anuncia Pedro el día de Pentecostés, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús a quién vosotros entregasteis y negaistes en presencia de pilato” (Hech 3, 13) ente el padre y el Hijo se da un intercambio de testimonio, que se afirman mutuamente: “Si ya diera testimonio de mi mismo, dice Jesús, mi testimonio no sería verídico; es otro el que da de mi testimonio, y yo sé que es verídico el testimonio que de mi da” (Jn 5,31-32).
El Hijo atestigua, además, del Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará a otro, abogado, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no
puede recibir” (Jn 14, 16-17). El paráclito enseñara a los apóstoles todo (cf.. Jn 14, 26). El Espíritu Santo, a su vez, testimoniará a favor del Hijo. “Cuando venga el abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mi” (Jn 15, 26). El Espíritu glorificará a Jesús (cf Jn 16, 14).
Según se puede apreciar por esos textos, las personas divinas se conocen a través de los testimonios que una da de la otra. En la propagación de la fe tropezamos con el mismo fenómeno. Una persona, el predicador, da a conocer a otra, da a conocer a Dios en Cristo, mediante un testimonio. Se trata de un testimonio de amor que tiende a provocar una respuesta de claridad. Sólo una persona puede provocar ese contacto del espíritu en el que es posible aprehender a otra persona. De ahí que la fe se transmita promedio del testimonio. En la medida que el predicador ha palpado la intimidad de Cristo, podrá hacer a los demás participes de esa intimidad.
11. El testimonio de las persecuciones
Podemos preguntarnos cuál es la razón de que el testimonio haya de estar adornado de esa radicalidad, que hemos visto se nos describen los Hechos de los apóstoles. En otras palabra, ¿por qué la expresión máxima del testimonio está en el martirio? La predicación, lo hemos examinado en el capítulo presente, constituye una forma del testimonio.
En no pocos pasajes del Antiguo Testamento se atribuye la persecución de los testigos al hecho de que la voluntad de Dios, que ellos manifiestan, contraria los planes de los hombres perversos. Al no querer estos, por soberbia, sujetarse a los deseos de dios y a otras conforme a su voluntad, se desembarazan de los que en su opinión, sólo son profetas de desgracias (cf Sap 2, 10-20). En el Nuevo Testamento, la persecución es consecuencia del testimonio. Quien anuncia la voluntad de Dios su plan salvifico respecto al hombre, desata necesariamente la opinión de Satanás. Por eso predijo Jesús a sus discípulos que serían, como él, denunciándoos y entregados a los tribunales (cf. Mt 10, 16-18; Mc 13, 9; Lc 21,
12-13). Cuanto más estrecha es la relación del testigo con Dios, tanto más violento es el enfrentamiento con Satanás y mayores los sufrimientos que le acarrea. Satanás conjura contra el testigo a fin de arrancarlo del amor de Dios y suprimir el testimonio que da delante de los hombres.
12. El problema del mal
A esta explicación de la sagrada Escritura podemos añadir otra más intrínseca, que se correlaciona con el objeto mismo de la predicación.
El predicador pregona a los hombres los hechos maravillosos de la historia sagrada, que constituyen los símbolos del amor de Dios para con el hombre. Contra esta afirmación, sin embargo, existe una objeción, cuya fuerza es inútil e imposible escamotear. Si Dios nos ha amado hasta el punto de sacrificar a su propio. Hijo en nuestro favor, ¿Por qué hay tantos males de orden físico y moral?. La existencia del mal es una objeción para admitir el amor de Dios. Singularmente cuando los que sufren son los inocentes, los buenos, los niños. Parece lógico que los buenos recibieran la recompensa de Dios; pero, por el contrario, son lo más destrozados por el dolor. ¿Cómo puede, entonces, asegurar el predicador que Dios ama al hombre?
La objeción, está claro, nace de nuestro modo de entender el amor. Un padre humano se abraza a todos los sacrificios con tal de evitar a los hijos, a quines ama, los dolores y sufrimientos. Dios, en cambio, obra de muy diversa manera. Cuanto más querida le es una persona, tanto más la somete a los padecimientos. Y ello a partir de su Hijo, con el que ha puesto todas sus complacencias (cf mt 3,17).
Pero, a pesar de todas esas explicaciones, hay que dar precisamente hay que dar una respuesta al problema del mal. La respuesta la constituye precisamente el sufrimiento del testigo, que encarna el amor de Dios. Al ser perseguido, da a entender que conoce la
objeción y experimenta en su propia carne el poder del mal. Pero indica, al mismo tiempo, el remedio contra el mal; la fe. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Jn 5,4). Quien ha aceptado el amor de Dios y se ha unido a él por la fe, ha vencido ya al mal. Ahora podemos comprender por qué forma parte del testimonio no sólo la persecución, sino también la alegría que se vive en aquella. Los apóstoles se fueron contentos de la presencia del Sanedrín por haber sido dignos de sufrir ultrajes pro el hombre de Jesucristo (Hech 5, 41). San Pablo rebosaba de gozo en todas sus tribulaciones (cf 2 Cor 7,4).
Sólo de esta forma el testimonio despierta el misterio, hace plantearse el problema a cualquiera que se aproxime al testigo. Se convierte así en lo que L. Lavelle dice del santo: está es el cometido del testimonio: insertar lo visible en el corazón de lo visible. Pero para conseguirlo se necesita una persona. El testigo señala con el índice las alturas, invitando hacia lo invisible y la eternidad; pero vive y actúa en lo visible y en el tiempo.
13. La vida cristiana y la difusión del cristianismo
Hasta ahora hemos examinado la función de la vida cristiana en la difusión del mensaje de Cristo. Constituye el signo que hace que el cristianismo se presente como venido de dios. De ella nace la atracción y la llamada que mueve al hombre bien dispuesto, que anda inquieto en busca de una orientación para la propia existencia, a recibir un mensaje capaz de transformar enteramente la vida. El cristianismo se propaga pro un fenómeno de irradiación.
Nos corresponde ahora comprobar si todo lo que hemos defendido encuentra su confirmación en la realidad de la experiencia. ¿Cómo se ha difundido el evangelio?
En los primeros siglos de la evangelización, la vida cristiana se presentaba y era el gran argumento a favor del cristianismo, el gran toque de atención que reclamaba, en primer
lugar el interés y luego la reflexión de todos los que ponían en contacto con los ambientes cristianos. A los paganos, les impresionaba la transformación moral que el evangelio realizaba en sus seguidores, el amor fraterno de los cristianos y, de manera especial, el martirio con que no pocos de ellos, sellaban su entrega y servicio a Jesús. Delante de este hecho, no podían dejar de formularse la pregunta siguiente: ¿Cómo puede ser esto? ¿Cuál es el secreto de esta vida tan diversa de la que viven comúnmente los paganos?
Estos son, efectivamente, los problemas que el pagano Diognetes exponía al autor de la carta conocida con ese nombre, pidiéndole una explicación. Desea saber a quién se dirige el culto de los cristianos, cuál es el origen y la cusa del unánime desdén que tienen por el mundo y la muerte y, por último interroga por el secreto del intenso amor que se profesan unos a otros. Todos estos problemas, en el fondo, se unifican en la vivencia de la vida cristiana. Y su secreto es lo que pretende conocer Diognetes.
No hay que maravillarse, por lo demás, de estas cuestiones. La vida cristiana llamaba la atención extraordinariamente.
14. El testimonio de los convertido
Lo que se realizó en la antigüedad se repite también hoy. ¿De qué modo comienza y se despliega, en los hombres de la época contemporánea, el itinerario que lleva ala conversión? Generalmente a través de la experiencia de la vida cristiana vivida de forma integral. Esta experiencia se da, a veces, al comienzo del itinerario; otras veces, su fase de desarrollo o en el momento decisivo, al final de la marcha. No queremos decir con eso que constituye el único elemento que ejerza su influjo sobre un fenómeno tan complejo como el de la conversión; pero viene a ser como el catalizador de todos los demás.
Edith Stein, la famosa asistente de Husserl, sintió desmoronarse su ateísmo frente al coraje de una esposa cristiana que habia perdido al marido en la guerra. “Fue este, escribe la autora citada, mi primer encuentro con la cruz y con el poder divino que comunica a quien la carga. Contemplé, por vez primera, de modo palpable ante mila Iglesia nacida del sufrimiento redentor de Cristo en su victoria sobre el aguijón de la muerte. Fue el momento en que mi incredulidad se derrumbó y Cristo apareció entre esplendores: Cristo en el misterio de su muerte”. Adolf Bormann, hijo del famoso dirigente nacista, tropezase con la vida cristiana y con el encanto que de ella se desprende, cuando, para superar la crisis que siguiera a la pérdida de la segunda guerra mundial y a la humillación de su patria, pensaba en el suicidio. Refugiado en su huida entre campesinos católicos, entró casualmente en contacto con un sacerdote. He aquí la reacción que le produjo el encuentro: “Cuando aquel sacerdote me dirigió palabras de consuelo… Este que la fuerza que en él había, me inspiraba tranquilidad, paz y amor. Tras de aquel hombre estaba la certeza de la fe, no la mentira. Se me ocurrió por primera vez la idea de que acaso había sido un delito el encarcelar los sacerdotes”. Este pensamiento se irá luego haciendo cada vez más profundo hasta llegar al joven ateo a la conversión y al sacerdocio.
En la conversión de Chuni Mukerji, filósofo indio, la vida cristiana jugó un papel decisivo; fue el signo del origen divino de la religión cristiana. Siempre persiguiendo una vida más perfecta, fue pasando de la indiferencia a la religiosidad de la Bramo Somay, a la secta protestante unitariana y luego al anglicanismo. Pero al descubrir la vida católica, comprendió que su aventura espiritual tenía que concluir en Roma. “ ¿Qué fue lo queme llevó a someterme a Roma?”, se pregunta él mimo. Oigamos su respuesta: “La contestación más rápida podría ser esta: el ejemplo admirable de los misioneros, padres, coadjutores y hermanas; el maravillosos y continuo ejemplo de grandeza de ánimo que se constata en todo el mundo católico y, a la par, la perfecta organización de la Iglesia católica”.
En los primeros siglos de la cristianidad como en nuestros días, la fe se propaga siempre de la misma forma: a través de personas que se han percatado de la significación de Cristo en sus vidas, se han dejado impregnar de su sentido trasformador y se han puesto a su servicio.
De ellas emana un reclamo y fascinación singulares, que a unos arrastra a la fe, a otros les problematiza la existencia y en aquéllos provoca una negativa.
15. La limitación del lenguaje
Antes de terminar este capítulo acerca de la necesidad del testimonio, no es posible dejar de aludir a un argumento que se deriva, esto es, de la palabra. Constituye un lugar común entre los estudiosos la afirmación de que la palabra no es suficiente para provocar el encuentro íntimo entre personas. La palabra es impersonal y expresa lo que las cosas tienen en común, no las propiedades que las diferencian. Gusdorf habla, a este propósito, de insuficiencia “antológica”. Los griegos, y tras ellos los escolásticos, se dieron cuenta de sus límites, al definir la palabra como según conceptos. El concepto, la idea es, por naturaleza, universal y no puede, por tanto, expresar lo íntimo. “Yo no puedo, dice el citado Gusdorf, manifestar sino lo externo, la superficie de mi pensamiento. Es imposible aprehender el fondo, puesto que el fondo no es una idea o una cosa, sino la actitud que me caracteriza, aquello que polariza mi vida entera. No puede explicarse este horizonte. Y precisamente sólo en referencia a él cabe establecer el sentido de todo lo que puedo decir”. Veamos un dato de experiencia. Hay hombres que arrastran con su palabra los auditorios; su influjo es enorme. Pero en cuanto ponen por escrito lo que han discurseado, su palabra pierde fuerza. Señal paladina de que su eficacia provenía no de la palabra como tal, sino de la persona que la pronunciaba.
La palabra tiene, pues, sus limites. Ni hace penetrar en la intimidad ni la manifiesta. Añade Gusdorf: “La enseñanza explícita de un maestro tiene menos importancia que el testimonio de su postura, de la atracción ejercida por un gesto o el encanto de una sonrisa. Lo demás es silencio, puesto que la última palabra, le maitre mot de un hombre, no es una palabra. La comunicación más auténtica entre los hombres es indirecta: se realiza a pesar del lenguaje, de forma casual y afortunada, o con frecuencia contra el lenguaje mismo”. Y concluye: “Las palabras nos ofrecen puntos de apoyo para la realización de lo que somos; más las
últimas palabras no son sólo palabras. Las palabras supremas que sellan la comunicación, los asentamientos postreros del amor sobre si mismo, y de sí mismo sobre los otros. Son la sanción de un esfuerzo vital. Y no pueden dispensar de hacerlo”.
Este es el caso de la fe. En ella ha de entrar en contacto la intimidad de la persona humana con la de otro, con la de Cristo. Para conseguirlo, no basta la simple palabra aislada de la persona. Pero incluso en la persona permanece ineficaz la palabra si no proviene del “esfuerzo vital” que implica en la vida cristiana haber alcanzado y palpado la intimidad de Cristo. Quién no lo ha logrado, será incapaz de hacerlo conseguir a otro.
La experiencia lo confirma. Hay una gran diferencia entre la predicación de un santo y la de un hombre mediocre. A pesar de que digan las mismas cosas. Incluso puede acaecer que, desde el punto de vista literario, sea el santo inferior en elocuencia y facilidad. El ejemplo clásico lo constituye el Cura de Ars. Cuando hablaba, convertía a los pecadores que estaban escuchándole. Mas sus discursos, que han sido publicados y pueden leerse, nos parecen pobres en grado sumo. Al predicar, no obstante, su palabra provenía de un “esfuerzo vital” y, por consiguiente, era capaz de “sellar la comunicación” con Cristo.
En conclusión, para que la palabra del predicador sea vehículo de la fe, tiene que proceder del esfuerzo propio de quien en Cristo encuentra el sentido de todas las cosas. Resulta
11. LA EFICACIA DE LA PREDICACIÓN
Después de todo lo que hemos dicho en los capítulos anteriores, estamos en disposición de afrontar de forma directa el problema de la eficacia de la predicación. Sabemos uqe encierra dos cuestiones diferentes. Se refiere a la naturaleza de su eficacia, en qué consiste, la una; de qué modo puede explicarse, constituye el objeto de la otra. Hemos indicado ya que su eficacia es ex opere operantis, puesto que la predicación es la palabra que interpela al hombre y el anuncia un mensaje, exigiéndole una respuesta. No puede tiene eficacia si no se la comprende. Cierto que hemos hablado también de su eficacia ex opere operato, pero advertimos que se trataba sólo de una analogía con la eficacia propia del sacramento. La predicación es la palabra a la que necesariamente hay que responder, sea cual fuere la respuesta.
Intentemos ahora determinar la naturaleza de esa eficacia. Pretendemos explicar por qué la predicación es la palabra a la que es absolutamente necesario dar una respuesta. ¿Qué se esconde en ella, que no puede dejar al hombre apoltronado en la indiferencia tibia?
1. La predicación es una palabra de testimonio
Hemos visto aya que la predicación es un testimonio, la testificación de los hechos decisivos para la vida, el anuncio del mensaje de salvación. Objeto de ese mensaje es Dios en cuanto al salvador, es decir, en cuanto que, a través de la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo, ha salvado al hombre, liberándole de las consecuencias del pecado original y readmitiéndolo de nuevo en la comunión de amistad divina.
El objeto de la predicación es, por consiguiente, plenamente singular. Dios, sin duda alguna, no es un objeto corriente. Y no sólo porque es el creador de todas las cosas, sino también, y especialmente, por ser la verdad y bondad supremas, es decir, aquella verdad y
bondad que constituyen el objeto de la inteligencia y de la voluntad del hombre. En él se vislumbra algo objetivo y real, una dynamis particular, una fuerza de atracción que atrae de modo espontáneo hacia sí la inteligencia y voluntad humanas, que no pueden aprehender su objeto sino sub specie veri et boni. Cuando se piensa además que, en la predicación, es también Dios el sujeto, el que habla, el que se dirige al hombre para ofrecerle su salvación, puede entenderse toda la fuerza de que se encuentra cargada. La eficacia de la predicación es el poder de Dios, la dynamis de su persona, la fuerza de atracción de la verdad y bondad supremas, que con él se identifican.
Pero amén de todos esto, en el orden de providencia en que vivimos, Dios no ha permanecido lejos del hombre, de suerte que no se puede llegar a Él sino mediante el raciocinio. Al contrario, se ha encarnado en un hombre histórico, Jesucristo, a quien san Pablo llama “imagen de dios insensible” (Col 1, 15), y la carta a los hebreos “esplendor de su gloria e imagen de su sustancia” (Heb 1,3). La verdad y la bondad supremas han tomado, en Cristo, un rostro y una figura, despojándose del caparazón de abstracción e impersonalidad con que se presentan el análisis filosófico, para adquirir forma y consistencia concretas. Cristo, el Verbo encarnado, es la verdad (cf. Jn 14, 16) y la bondad (cf, Lc 18, 19), podemos, pues afirmar con justicia que el poder de sus gestión característico de la verdad y bondad supremas se identifica plenamente con la fuerza de atracción de Cristo y con el encanto que dimana de su persona. El es quien atrae el hombre y éste tiene de hacia él, quizá inconcientemente. Sólo él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68); únicamente él es “la luz del mundo” (Jn 8,12). Se da, pues, una seducción de Cristo, a la que corresponde el impulso y la tendencia del hombre hacia él.
2. Un texto de san Juan
Juzgamos que no carece de importancia, este propósito un texto muy conocido del cuarto evangelio, en el que Jesús al hablar de sí mismo como pan de vida, causa secándolo en muchos de sus oyentes y provoca la sorpresa de los mismo discípulos. “Les contestó Jesús:
“Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, y ano tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed…” murmuraban de él los judíos, porque había dicho: “Yo soy el pan que bajó del cielo”, y decían: “ ¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Pues cómo dice ahora: Yo he bajado del cielo?” (Jn 6,35.41-42). Jesús, como reacción a sus murmuraciones, contestó: “No murmuréis entre vosotros. Nade puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no le atrae, y yo le resucitaré en el último día. En los profetas está escrito: “Y serán todos enseñados de Dios.” Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a mí; no que alguno haya visto al Padre, sino sólo el que está en Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene la vida eterna” (Jn 6, 43-46).
Por lo general, los teólogos interpretan la atracción del Padre como alusión a la gracia interna. La gracia externa, la predicación, dicen ellos, ya se había dado, mas lo que escuchaban a Jesús no creían en él. El maestro, pues, atribuye su incredulidad a la falta de atracción por parte del Padre para creer se necesita algo distinto de la predicación, es decir, se precisa la gracia interna, sin la que es imposible prestar asentimiento ala revelación que se propone desde fuera.
Pensamos personalmente que esta opinión no está tan clara. Si a cuanto han escuchado las palabras de Jesús sobre el pan de vida les falta algo para aceptarlas, la gracia interna, como afirman estos autores, consiste en la atracción del Padre Jesús no hubiera podido hacerles un reproche tan severo. Si no se concede la gracia para l fe o aquélla no es subisiente, no se podrá atribuir la culpa de la incredulidad al hombre. Por lo demás, cabe deducir que por parte de Dios no falta nada de lo necesario para creer, ya que, en las palabras que siguen, Jesús alude a la doctrina de los profetas, según los cuales “serán todos enseñados de Dios” (cf v. 45). Si esto es verdad, todos pueden escuchar y creer. No falta nada pro parte de dios. Pero, si a pesar de todo, los hombre son vienen a Cristo ni creen en él, ello se debe únicamente a que, en la enseñanza del Padre, dada a través del Verbo encarnado, hay algo, es decir, la atracción, que no todos los hombres aciertan a percibir. Si no todos la perciben,
si no todos dejan atraer, la culpa es suya. Pero a todos se les ofrece la atracción y todos podrían percatarse de ella.
Tenemos que admitir, por tanto, que, además de la gracia interna necesaria para creer, existe una atracción inherente a la misma palabra de Jesús, a su predicación, que es imprescindible percibir si se quiere creen en él.
3. Naturaleza de esa atracción
Pero, ¿en qué consiste dicha atracción?
Para que un objeto que da atraer, ha de contener alguna cosa que lo haga deseable o, lo que es lo mismo, algo que constituya la aspiración del hombre, por corresponder a una necesidad suya o a una carencia, por llenar un vacío. Ahora bien, esto que se le presenta en la predicación es lo más apetecible y ambicioso que se pueda imaginar: Cristo es realmente la síntesis de todos los valores que el hombre añora en una aspiración constante, pues siente sed de ellos.
San Agustín, en el comentario a los versículos citados antes lo pone muy de relieve: “No vayas a creer, dice, que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae el amor”,
Si se objeta que la atracción suprime la libertad, el santo de Hipona responde que no es cierto. Es más, el hombre se siente atraído también por el placer, como dice Virgilio en la segunda égloga. Pero si el hombre siente la seducción del placer que un objeto cualquiera aviva en él y puede seguirla sin perder su libertad, con mucha más razón podemos decir “trahi hominem ad Chistum, qui delectatur veritte, delectatur beatitudine, delectatur iustidia, delectatru semiterna vita, qued totum Christus est”. Cada uno, afirma el dado doctor, se siente atraído por el amor o el placer que el objeto provoca. Por eso, el hombre que ama la verdad, la felicidad, la justicia y la vida eterna, se siente atraído por Cristo, que
encarna en sí todas estas realidades. La atracción es espontánea y deja al hombre completamente libre. De ahí que el objeto de la predicación sea, por su naturaleza, atrayente: en él se encierra todo el encanto y la fascinación de la verdad, de la bondad y de la vida.
Pero para sentir la atracción de un objeto, hemos dicho, es preciso desearlo y amor lo en cierta manera. Si no hay o no se siente necesidad ni amor, no cabe la atracción sugestiva. Si el hombre no ama ni busca la verdad, la bondad y la vida eterna, no percibirá su encanto cuando se le presenten; el poder atractivo de estos valores quedará en él sin fruto y sin efecto. Precisamente esto les sucedió a aquellos a quines Cristo habló de sí mismo como pan de vida eterna. Se escandalizaron por que este pan no les interesaba y, por consiguiente, no lo entendieron. “Dame un corazón amante, prosigue san Agustín, y sentirá lo que digo. Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como desterrado y que tenga sed, y que suspire pro la fuente de la patria eterna; dame un corazón así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo, pues, si hablo con un corazón que está todo helado, éste tal no comprenderá mi lenguaje. De esta cordura eran los que murmuraban entre sí”.
He aquí el modo como el Padre enseña y atrae: nos presenta un objeto, Cristo, que constituye la síntesis de todas las realidades por las que el hombre siente interés y atracción. San Agustín saca la conclusión siguiente: “Videte quomodo trait Pater: docendo delectat, non necessitatem imponendo: acce quomodo thahit”.
La atracción consiste, pues, en la palabra divina, en la enseñanza del Padre, en cuanto nos presenta, hablar, un objeto tan fascinante y seductor que polariza el interés y el amor de cualquier espíritu sediento de verdad, de bondad y de vida. San Juan no ha incrustado casualmente el texto de la atracción en el discurso del pan de vida. Porque se siente hambre de ese pan, es por lo que se acerca uno a Cristo y cree en él apenas el Padre la presenta; porque se está sediento de la vida eterna, es por lo que se aceptan las palabras de Cristo.
Podemos concluir, por tanto, que la atracción del Padre es algo inherente a su palabra; es la seducción de la verdad y de la bondad; es el encanto que produce Cristo, el objeto de su magisterio. Dios, cuando nos habla, nos presenta a su Hijo, el Verbo encarnado para nuestra salvación, como el que atrae nuestra mente y nuestro corazón, como el que tiene palabras de vida eterna. El poder de seducción de Cristo se nos comunica en la palabra que Dios nos dice en la predicación. Se trata de una fascinación sobrenatural que no puede percibirse sin la gracia interna.
4. La sentencia de santo Tomás
También santo Tomás admite la atracción externa que proviene del objeto. Al comenzar el texto citado de san Juan (6,44.66), distingue diversos modos de atracción por parte del Padre.
El primero es persuadiendo racione. De esta forma atrae el Padre hacia Jesús, cuando demuestra que es su Hijo, bien medicante una revelación interior, como en el caso de Pedro en Cesarea de Filipos (cf. Mt 16,17), bien a través de los milagros, como sucedió en quienes abrazaron la fe después de haber presenciado los portentos extraordinarios que Jesús obraba.
Pero puede atraer también hacia el Hijo aliciendo, es decir, mediante un poder misterioso que nos hace reconocer en Cristo al Hijo de Dios.
Existe además un tercer modo de atracción que el Angélico expresa en los términos siguientes: “sed trahuntur etiam a Filo admirabili detectatione et a more veritiatis, quae est ipse Filius Dei”. Y tras haber recogido la cita de san Agustín que se expresa con las mismas palabras, concluye: “Ab isto ergo si trahendi sumus, trahamur per dilectionem veritatis”.
El mismo tener del texto muestra que se trata de una gracia externa, de un encanto que se derrama del Hijo de Dios y atrae el hombre, naturalmente orientado hacia la verdad. Pero el doctor de Aquino es más explícito todavía, pues continúa de este modo: “Sed quia non salum revalatio exterior, vel obiectum,
virtutem atrahendi habet, sed etiam interior
intinctus impellen et movens ad credendum; ideo trahit multos Pater ad Filium per insitnctum divanae operationis moventis interius cor homns ad credendum”. Según santo Tomás, pues, a la atracción externa que procede del objeto se une el impulso interno del Padre, que mueve hacia el objeto de la fe.
Al angélico afirma a continuación la absoluta necesidad de la atracción divina para poder creer. Sin ella, resulta imposible la fe, como es imposible que el objeto que surge la atracción de la gravedad suba, an ser que reciba el impulso de una fuerza externa. De ahí que sólo puede creer el que ha sido atraído. Si alguno no recibe esta atracción, no podrá tener fe; pero ello no le podrá imputar como culpa. Está claro que Dios, por su parte, carece a todos esta atracción. Él no creer, pues, es culpa del hombre. Esta argumentación nos hace entender que los judíos fueron responsables del pecado de incredulidad, al no recibir la palabra de Jesús sobre el pan de vida, por tanto, a pesar de tener la gracia de la atracción no la percibieron. La atracción que les faltó, según las palabras del evangelista, tuvo que ser, por tanto, la externa, que proviene el objeto. Ellos no la percibieron a causa de los obstáculos que le ponían.
Pero ¿de qué modo se ejerce esa atracción? Santo Tomás responde con las palabras del doctor de Hipona: “Modus autem atrahendi est congruus, quia trahit revelando et docendo”.
Según san Agustín, lo mismo que según santo Tomás, para creer en Cristo no basta la gracia interna que Dios otorga a cada uno de los hombres, en virtud de su voluntad salvífica universal, sino que se exige una cierta atracción ejercida por los valores que Cristo encarna en sí mimo. De él se desprende un encanto singular, que sólo puede sentir el hombre sensible al reclamo de la verdad y de la bondad. Si falta esto, aunque se dé la gracia interna, no se puede creer. Los judíos a quines Jesús hablaba del pan de vida, no obstante la gracia
interna, no creyeron, ya que no tenían ningún deseo de ese pan. Para ellos Jesús era sólo el hijo de José y sus palabras no podían lograr otra cosa que producir secándolo. Prestaron fe, en cambio, los apóstoles, porque ellos Jesús tenía palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
La eficacia de la predicación consiste, pues en el poder de atracción de la persona de Cristo, que es a la vez objeto y sujeto de la predicación. Según san Jerónimo, esta seducción es tan importante que hace racional el acto de quien sigue a Jesús, poniéndose a su servicio, aunque no se den los milagros. El fulgor de la divinidad que resplandece en el rostro de Cristo, se parece al imán que tiene la virtud de atraer al hierro.
5. La verdad y la santidad encarnadas
Al llegar a este punto, suele hacerse una objeción. Si la eficacia propia de la preedición estriba en la atracción que ejercen la verdad y la bondad, ¿cómo se explica que haya hombres que no crean? La inteligencia y la voluntad del hombre, en razón de su dinamismo intrínseco, están orientadas hacia la verdad y el bien. ¿Por qué puede, entonces, rechazarlas el hombre? Si el ser humano no actúa sino en virtud de su tendencia hacia la verdad y el bien, ¿cómo se explica que se puede rechazar la predicación de un objeto que se confunde con la verdad y la bondad?
Hemos adelantado ya, comentando a san Agustín y al doctor Angélico, que la respuesta positiva a la invitación de Dios depende del deseo, al menos implícito, que sentimos por los valores que representa. Pero tenemos que aclarar esta explicación. Si de hecho el hombre no puede obrar si no en vista de la verdad y del bien, no podría decirse que fuera libre ante Cristo, ya que se le presenta, en la predicación, como la encarnación misma de esos valores.
La respuesta hay que encontrarla en la misma naturaleza de la fe. La verdad y el bien no se presenta en su claridad plena, como sucederá un día en la visión intuitiva, sino en un conjunto de signos sensibles que, a la par que los concretan haciéndolos así accesibles al
hombre, los particularizan y ocultan. Estos signos, durante la vida terrena del Verbo encarnado, , los constituía su humanidad, el signo más transparente de todos los que han sensibilizado la divinidad. Tras la ascensión al cielo, cuando el Verbo se hizo invisible, la verdad y la bondad que es Cristo se manifiestan en la Iglesia, en la que él se prolonga y continúa misteriosamente. “El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí, desecha al que me envió” (Lc 10,16). La verdad y el bien se han encontrado en la Iglesia, se nos presenta, pues, “in forma Ecclesiae”.
Este hecho transforma la relación de la inteligencia y voluntad del hombre respecto a los valores de la verdad y del bien. Su encarnación en un signo sensible, Cristo y la Iglesia, es decir, en signos que no pueden expresar adecuadamente toda su realidad ni, consiguientemente, todo su poder de atracción, tiene como consecuencia necesaria el hacerlos aparecer como limitados.
En estas condiciones, la verdad y la bondad supremas encarnadas en Cristo y en la Iglesia, ofrecen un aspecto “escandaloso”. Jesús no dejó señalarlo (cf. Mt 11,6). Por esto se explica que la predicación sea siempre eficaz, aunque el hombre explica que la predicación sea siempre eficaz, aunque el hombre pueda rechazar su mensaje. Al presentar los valore fundamentales: la verdad, el bien y la vida, el hombre no puede dejar de reaccionar ante ella, no puede desinteresarse y seguir apoltronado en su indiferencia; pero por presentar estos valores “in forma Christi” e “in forma Ecclesiae”, es decir, encarnados en una persona los limita, no puede obligar al asentimiento. La respuesta, pues, será positiva o negativa según que el hombre los ame y desee o los desprecie. La aceptaron los apóstoles; los fariseos los rechazaron.
6. El testimonio de la vida
Desde esta perspectiva, se puede comprender no sólo la necesidad de la gracia interna sino también la urgencia del testimonio por parte del predicador y de la Iglesia.
Sólo la gracia interna, ciertamente, es capaz de mover al hombre a descubrir en el objeto que se le presenta en la predicación, conforme al plan de salvación establecido por Dios, no una manera de mortificar la persona humana, sino la forma de elevarla hasta su ápice. El cristianismo constituye, con sus exigencias, por duras que nos puedan parecer, la realización máxima del hombre y de sus aspiraciones más profundas. Únicamente en Dios, está claro, puede hallar la vida humana puede hallar la vida humana el blanco de sus tendencias; únicamente en él, objeto infinito, puede aclamarse su sed de felicidad. Sólo la gracia, la atracción interna del Padre, la unción y el testimonio del Espíritu, pueden persuadirnos, de modo misterioso e inexplicable para la razón vinculada a los sentidos, de que la aceptación de la llamada constituye realmente un bien, el mayor de los bienes.
Al mimo tiempo se cae en la cuenta la necesidad del testimonio externo. Se requiere que Dos, a la vez que nos empuja por medio de la acción misteriosa de la gracia interna nos muestre de una manera palpable que la institación que nos hace entrar en su amistad, que en su aspecto externo se nos presenta como el sacrificio de la personalidad nuestra, es todo lo contrario de una modificación o de la renuncia a nosotros mismos. En la transformación que la fe obra en quienes la aceptan, se halla la prueba sensible de que Dios no exige para ello la destrucción, sino la valorización plena de nuestra, personalidad: la cruz es el camino de la vida.
En la vida gris de cada día, el hombre de fe se alza como símbolo de la presencia de Dios en el mundo y del poder transformador de su amor divino. Este hombre es, en verdad, todo lo contrario de lo que debería ser según lógica human. San Pablo nos describe un cuadro tremendamente impresionante de la transformación que la fe logra en los creyentes, en contraste con las ideas del mundo: “En bada demos motivo alguno de escándalo, para que
no se vituperado nuestro ministerio, sino que en todo mostrémonos como ministros de Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias, en azotes, en prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad, en ciencia, en logaminidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en palabras de veracidad, en poder de Dios, en armas de justicia ofensivas y defensivas, en honra y deshonra, en mala o buena fama; cual seductores, siendo veraces; cual desconocidos, siendo bien conocidos; cual moribundos, bien que vivamos; cual castigados, mas no muertos; como mendigos, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, proveyéndolo todo” (2 Cor 6, 310).
Estos hombres, juzgado como “el deshecho” del mundo (1 Cor 4,13), gozan de una paz purísima, que ninguna tribulación o persecución es capaz de destruir. Hasta la muerte abrazan contentos y alegres, pues la desean incluso como bien supremo (cf. Fil 1,23).
¿Será posible no olvidar en esto que Cristo es realmente quien puede salvar al hombre ya que da un sentido pleno toda su vida?
Tenemos, por tanto, que la seducción de Cristo, la seducción de la verdad y del bien, que constituyen los valores supremos a que aspira el hombre, pasa a través de la Iglesia. El anuncio del evangelio cumple su misión y alcanza su objetivo de enfrentar al hombre con el problema de su propia suerte, forzándolo a tomar una decisión, en la medida en que la Iglesia es capaz de difundir hacia fuera la atracción seductora de Cristo y de los valores que encarna. En esta tarea, la Iglesia nunca llegará a ser signo es, pro naturaleza, defectuoso. Y por mucho que se lo perfeccione, no se conseguirá siendo siempre necesaria. A ella se deberá el que el hombre reconozca en la Iglesia la presencia y la actividad de Cristo.
7. La gracia externa, vehículo de la gracia interna
Podemos afirmar que la gracia externa, la palabra del predicador, es vehículo de la gracia interna. Hemos visto ya que así lo afirmaban Suárez y los predicadores del siglo XVII. Dios atrae hacia sí al hombre, le da testimonio, lo enseña e ilumina por medio del predicador y, de otra, a Dios, como atrayendo hacia sí al hombre para hacerlo capaz de responder al mensaje de salvación. La acción de Dios, su atracción y enseñanza, por el contrario, se explicaba a través de la palabra del predicador.
Todo ello se esclarece plenamente cuando se admite que es el mismo Dios el que habla en la predicación mediante un hombre. Para creer, se precisa su iluminación, su testimonio, su unción; se necesita que abra el corazón de los oyentes. Pero todo eso lo realiza por medio de la palabra human. Este es el instrumento de que Dios se sirve para introducir al hombre a tomar un postura respecto a la salvación que se le brinda. Dios ilumina al hombre, lo atrae y le concede que dulcemente preste su asentimiento a la verdad, hablándole por boda del predicador. Éste es su auténtico representante en el mundo; el que lo hace presente, sensibilizando toda la seducción de la verdad y de la santidad que hay en él; pero al mismo tiempo, provoca el desprecio y oposición de quienes no están dispuestos a cumplir su voluntad. Con pleno derecho puede decir san Pablo de los apóstoles y, en ellos, de sus sucesores en el oficio de la predicación: “Somos para Dios penetrante olor de Cristo en los que se salvan y en los que se pierden; en éstos, olor de muerte; en aquéllos, olor de vida para vida” (2 Cor 2, 15-16).
Cierto que Dios ilumina al hombre, mas esta iluminación proviene del rostro de Cristo y se irradica por medio de sus apóstoles. Dios da testimonio de que somos sus hijos: pero este testimonio pasa a través del Cristo continuando en su Iglesia
8. Naturaleza de la eficacia de la predicación
Si queremos expresar con una pincelada la naturaleza de la eficacia de la predicación, podemos decir que es de carácter antológico-psicológico. Es ontológica, puesto que es inherente al mimo objeto predicado, que es Dios en Cristo, el Dios verdad y bien supremos, dotado de una fuerza y energía que no puede dejar influir sobre la inteligencia y voluntad del hombre.
Por otra parte, ese objeto se presenta no en sí mismo, sino “in forma Christi” primero y, después de la ascensión, “in forma Ecclesiae”; es decir, se muestra a través de unsigno, que le impone el límite. Sabemos que, en virtud de la asistencia prometida por Jesús a su Iglesia, esta señal, este vehículo de lo divino, no adquirirá nunca una opacidad tan intensa que llegue a esconder por completo lo sobrenatural. El signo podrá ser más o menos transparente, pero siempre en una medida que baste para que lo puedan penetrar los ojos bien dispuestos. A través de este signo, el poder de la persona de Cristo se lanza continuamente hacia delante y trata de atraer hacia sí a los hombres. Estamos ante la fascinación antológica que dimana de la persona.
No óbstate, tenemos que hablar, al mismo tiempo, de la eficacia sicológica. Aunque inherente al objeto mismo, la fuerza de atracción que en él se halla contenida, no puede explicarse, por lo menos de ordinario, sino a través del predicador o de la Iglesia. La palabra de Cristo, en efecto, resuena por boca de la Iglesia, cuyos límites asume y coparticipa. En el grado en el que la Iglesia se sirve instrumento más o menos adecuado, ejerce la palabra de Cristo más o menos fascinación. No es posible explicar la perfección del agente principal, si el instrumento es totalmente inepto para la función que se le exige. Más concretamente, la Iglesia presta su servicio a la palabra de Dios, no poniendo obstáculos y dando testimonio de ella, según hemos repetido varias veces. Por eso podemos afirmar que la eficacia de la predicación es también de índole sicológica. La Iglesia, con su vida, influye en los oyentes, haciéndolos más o menos aptos para percibir la seducción de los valores encarnados en Cristo.
Nos tropezamos también aquí de bruces con el misterio de la encarnación. Dios se ha hecho hombre. De ahí que haya tenido que asumir necesariamente todas las limitaciones de la naturaleza humana, a excepción del pecado. Igual que la humanidad de Cristo condicionaba los atributos del Verbo, así la encarnación de la palabra de Dios en la del hombre, determina los límites de la eficacia a ella inherente. Por eso, precisamente, hablamos de eficacia “ontológico-sicológica”.
Cuando se concibe así la eficacia de la predicación, cabe la posibilidad de comprender el modo de expresarse la sagrada Escritura. La predicación es entonces una auténtica palabra de fe, de gracia, de verdad, de reconciliación, de salvación y de vida. La fuerza que de ella sale, santifica, puesto que une con Dios; reconcilia, ya que al unir con Dios, restablece la amistad que se había perdido; la salva, pues produce en el hombre el movimiento de retorno hacia el salvador, y engendra la vida, dado que orienta y acerca a la mima fuete de la vida.
Explicase así con facilidad su diferencia con el sacramento. La predicación, al producir la fe, crea las premisas necesarias para la recepción y eficacia del sacramento. En éste actúa Dios mismo, realizando una transformación radical del hombre, al que hace hijo adoptivo suyo mediante la infusión de la gracia santificante o su aumento. Pero esta acción ha acercado Dios al hombre. La predicación establece el primer contacto con Dios. Ese contacto se convertirá en amistad, si el hombre acepta la llamada de Dios; llevará a la condenación eterna, si es que el hombre la rechaza. En el primer caso, la palabra salva; en el segundo, condena. Pero para obligar al hombre a tomar una decisión, el mensaje de la palabra tiene que ser comprendido. Precisamente por eso puede tener eficacia ex opere operantis.
13. PREDICACIÓN Y ADAPTACIÓN
De los problemas del testimonio pasamos directamente a los de la adaptación. El testimonio exige la adaptación. La vinculación íntima que exige entre el testimonio y la adaptación se basa en la misma naturaleza del mensaje. Éste es relativo, dice regencia a los otros, a quienes, mediante el testimonio de personas comprometidas, atestigua la experiencia de valores decisivos para la vida del hombre. Para lograr esto, requiérase que el testimonio constituya un grito, cause impresión, arranque al hombre de su indiferencia y lo coloque frente a frente con su propio destino.
1. Las diferentes mentalidades
Para obtener y realizar este cometido, el testimonio encuentra muchos obstáculos en su itinerario. Las personas humanas no viven en estado de naturaleza pura, sino en estructuras sociales y mentales que determinan, en su grado nada despreciable, sus pensamiento y sus acciones. “Las personas, dice J. Guitton, son el resultado de una comunidad que piensa y actúa en ellas. La comunidad despierta a la persona por medio del lenguaje: no sólo le porpone sus palabras, sino también sus concepciones, sus esquemas y sus símbolos. De igual manera que no es posible pensar sin servirse de los signos usuales que nos impone la comunicación, hay que aceptar también estos instrumentos conceptuales como son las creencias, las costumbres, los domas, las tradiciones y los diversos tipos de expresión”.
Es decir, las personas tienen determinada mentalidad y, para que pueda ser recibido el testimonio, bien que pasar a través de esa mentalidad, a través de los esquemas con que el hombre piensa y vive.
Por otra parte, el significado del mensaje no puede percibirse, si en la persona a la que se dirige no se da una cierta expectación en cuanto a lo que el lleva consigo. Dice también
Gguitton: “una noticia que constituyese una sorpresa total, ocasionaría un shock, peso no reportaría instrucción alguna, Para que la noticia pueda ser buena, e incluso para que pueda ser percibida como noticia, son necesarias, nappes
d’anticipation, latencias, esperas.
Cuando voy a contar algo, debo plegarme a las exigencias del grupo”.
Y para que una noticia sea recibida como algo que interesa, se necesita no solo adaptarse a la mentalidad de las personas o las que se les comunica, sino encontrar también en ellas pierres d’attente, es decir, deseos o exigencias, al meno potenciales del mensaje se les transmite y que se anhela que acepten . La consecuencia de todo lo que venimos diciendo es que no hay ninguna expresión del mensaje que pueda fijar como definitiva . Este esta sometido a un continuo trabajo de adaptación a las mentalidades con que entra en contacto y entre las que pretende difundirse.
Estas consideraciones son validas también y de modo especial , para el mensaje cristiano, esencialmente universal y orientador de toda la existencia humana. No posee una lengua sagrada, Jesús no ha escrito nada, no hizo sino hablar
y confiar el encargo de dar
testimonio de cuando el había dicho, prometiendo a sus apóstoles
su asistencia y la del
Espíritu Santo, cual garantía de la fidelidad en su transmisión (cf. Mt 28,19; Hech 1,8). Cada época por consiguiente, y cada pueblo y mentalidad ha detener su propia a expresión de mensaje cristiano. H de transmitirse, pues, en la lengua de cada un de los pueblos y de cada una de las culturas.
Sin duda, Cristo previo la necesidad de la adaptación , Ya que dio a los apóstoles la misión obligatoria de predicar el evangelio por todo el mundo ¡ Y cuan numerosas sino las mentalidades y culturas que existen entre los hombres.¡ Por eso, aunque se cierto que el evangelio, la buena nueva de la salvación no cambia, puesto que su objeto es Cristo, que el mismo hoy, ayer y por todos los siglos (cf. Heb13,8), tiene que ser actualizado y traducido a las diversas mentalidades y culturas en que se desenvuelve la existencia del hombre. Esta existencia intrínseca del mensaje plantea, como es bien sabido, el delicado problema de la inserción del cristianismo en l historia, es decir , el problema de la relación entre la
ciencia y la fe. Problema perenne y de todos los tiempos, pero que en algunas épocas, se ha sentido con particular inquietud dramaticidad.. Antes de llegar al estudio del problema que supone la adaptación de la predicación urge poner en claro algunas nociones.
2. EL Concepto de adaptación
Ante todo ¿Qué es la adaptación?
La adaptación, en general, consiste en establecer conveniencias entre dos seres, en adecuar los medios al fin . se dice que la madre adapta el traje de un hijo que ha crecido en estatura a uno mas pequeño, haciendo las necesarias modificaciones que se adapta en el marco de un cuadro para enmarcar otro a una vivienda en oficina. En estos ejemplos, la adaptación consiste en hacer que un objeto, destinado a un fin, pueda ser capaz de servir para otro distinto. Evidentemente, esto no es posible sin introducir algunos retoques que, si bien no destruyen la naturaleza de la cosa, la convierten en apta para otra función o finalidad.
Ateniéndonos a este concepto genérico, la adaptación del mensaje cristiano implica que se predique de suerte que produzca en aquellos a quienes se anuncia, la crisis de la conversión, caso de la predicación misionera, , o la profundización de la misma, si se trata de la predicación catequetica
u homoletica. El mismo mensaje que Cristo y los apóstoles
predicaron hace veinte siglos de un modo adecuado a la mentalidad judía o pagana del imperio romano, hay que predicarlo hoy, adaptándolo a la mentalidad y a la cultura de los hombres actuales.
Pero, ¿ se puede justificar teológicamente esta adaptación ¿ ¿se dan realimente en el hombre esas aspiraciones y necesidades latentes, en las que se puede apoyar el mensaje para ser percibido y aceptado por el hombre de cualquier tiempo y de cualquier cultura ¿En otras palabras , ¿existen en el hombre la disposición necesaria para recibir el mensaje?. Por
otro lado, ¿ se trata de un mensaje que se pueda adaptar sin que por ello quede alterado o destruido en su naturaleza?.
3. Principios teológicos de la adaptación
Ciertamente que en una teología protestante absolutamente
absolutamente fiel a los
principios de la reforma resultaría inconcebible hablar de adaptación y de preparación para la fe, la palabra de Dios es soberana y no puede adaptarse para servir a las necesidades humanas. El pecado de origen, además, ha corrompido de tal suerte al hombre y la naturaleza, que no puede hacer nada bueno ni que pueda servir de preparación para la fe.
Dios penetra en el alma sin ninguna preparación, sin ningún merito por parte del hombre, solo por pura gracia. Esta es la postura que hoy defiende Kart Barth.
La actitud católica, por el contrario, se mantiene alejado de todas las exageraciones, bien sean de saber pelagiano bien sean de índole protestante. el pecado de los primeros padres, enseña , no ha corrompido la naturaleza humana hasta el extremo de que no posea ninguna capacidad para hacer el bien o entrar en relación con las cosas divinas. A pesar de haber perdido la dignidad en la que Dios la había creado; a pesar incluso de haber quedado herida y debilitada en los dones naturales, conserva su diferencia a Dios como fin ultimo y la capacidad de realizar algunos actos buenos. No todo lo que hace el hombre, sin poseer la gracia ni la fe es pecado.
Mas esta actitud se halla muy lejos del optimismo a ultranza de los pelagianos, que no reconocen ninguna diferencia
esencial, en la naturaleza humana antes y después del
pechado así como también del pensamiento protestante. Que afirma su corrupción radical y plena . en el problema de que nos ocuparnos, la iglesia católica admite la posibilidad de la preparación a la fe y la existencia para todos los hombres, sin distinción, de gracias sonantes y elevantes que hacen posible la cooperación con la gracia, por consiguiente, la
preparación a la fe. Esto implica que cada hombre tiene la capacidad radical necesaria para recibir y adherirse al mensaje de la salvación.
Pero, aunque la preparación a la fe sea posible y legitima, la iglesia católica no olvida la naturaleza especifica del cristianismo, que no es una exigencia de la naturaleza humana, sino una vocación divina , una invitación a tomar parte en el dialogo trinitario, esencialmente sobrenatural por su naturaleza, y del que ninguna criatura puede tener una exigencia propiamente dicha. El cristianismo es una llamada desde arriba , no desde abajo . quiere decir esto , que, si bien es exacto que cabe la preparación a la fe, no puede forzarse esta hasta el punto de reducir el cristianismo a una exigencia de la naturaleza ni algo que la consecuencia del fin del hombre requiera necesariamente . el cristianismo no es la respuesta a los problemas nuestros a pesar de que la incluya, sino una gracia gratuita de Dios un acto de amor con que el nos admite a la participación de su divina naturaleza. Mas no obstante, aunque el cristianismo no se encuentren el plano de la naturaleza, no es tampoco algo que la violente; la gracia no destruye la naturaleza,, sino que la eleva y sublima. En virtud de este principio cabe lícitamente buscar y encontrar en la naturaleza humana las pierres y attente
del mensaje cristiano. El humanismo bien entendido podría constituir una
preparación optima para el evangelio..
la predicación
so pena de aparecer como
desencarnadas de la vida , no puede desentenderse de ella. Por tanto , auque haya un solo evangelio, un solo mensaje de salvación, hay diferentes caminos para acercarse has el y apropiárselo, en señalar estas pierres dättente consiste la tarea de la pre-evangelización , destinada a preparar los caminos al anuncio del evangelio.
4.- La falsa adaptación
Junto a la adaptación teológicamente legitima
y necesaria, podemos encontrar otra
equivocada e inaceptable que podría conducir a la adulteración y destrucción completa del mensaje. Seria falsa la adaptación que hiciese concesiones en puntos esenciales de la doctrina o de la moral. Hay algunas verdades de fe, citemos a guisa de ejemplo del
misterio de la Trinidad, los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia, el dogma del infierno, etc., que pueden resultar singularmente difíciles y opuestas a la mentalidad de los hombres de un tiempo determinado o de ciertas culturas. Esta claro que constituiría una adaptación equivocada el negar o incluso silenciar esas verdades, con el pretexto de presentar como aceptable el mensaje que se predica . sabemos perfectamente aquel callar un problema no es resolverlo .
Seria igualmente falsa la adaptación que, en homenaje a una filosofía determinada, intentase interpretar el mensaje cristiano de forma inconciliable con su carácter revelado y sobrenatural o, incluso dar una interpretación diferente de la que ofrece la iglesia, a la que Cristo se lo ha confiado. El modernismo y sus vicisitudes están mostrando que, si bien el cristianismo no tiene una filosofía propia, no es indiferente a cualquier sistema filosófico, como si pudiera conciliarse con cualquiera de ellos. No es posible integrar el cristianismo que es una religión sobrenatural , en una interpretación idealista o materialista de la realidad . por eso la iglesia reconocida con particular existencia la filosofía tomista ya que en ella los fundamentos racionales de la fe encuentran una rusticación que satisface a la inteligencia humana.
No hay que olvidad, por ultimo, al ocuparse del tema de adaptación, que el cristianismo no solo es sobrenatural, sino que incluso puede parecer a la naturaleza humana, corrompida por el pecado, locura o escándalo(ef1 Cor1,23). Hay, pues en el hombre una tendencia natural a conciliarlo con los propios criterios y mentalidad, eliminando todo aquello que no llega a entender o que le resulta desagradable. Al señalar los limites de la adaptación , Schurr dice con toda justicia que el acontecimiento central del cristianismo no es la encarnación sino la cruz; que no se trata de implantar a Dios en el mundo , sino de desarraigar el mundo para enraizarlo en Dios” en verdad que lo humano puede servir para preparar el cristianismo, pero también puede constituir un obstáculo ¿Cuándo pues se realiza la verdadera y autentica adaptación ¿ . no cabe otra respuesta que la señalada a continuación ; cuando salvada la integridad del mensaje con todas sus exigencias en el orden intelectual y moral, se presenta de forma apta para provocar en quienes lo reciben
una propuesta , es decir una reacción positiva, negativa o dudosa. No puede decirse que el mensaje cristiano ha sido en verdad anunciado y promulgado, sino ha conseguido poner al hombre cara a cara con el problema de su propio destino y su propia salvación. Y en el caso de la predicación dirigida a os cristianos, la adaptación exige que sirva y ayude a hacer mas profunda la conversión en su dimensión doctrinal o litúrgica. Estos principios nos permiten hablar de una doble adaptación ; la del mensaje que se produce y la del sujeto a quien se dirige ese mensaje.
5. La adaptación al mensaje
Es evidente que no se puede predicar el mensaje cristiano si no se comprende o no se sabe con exactitud, en que consiste ni cuales son las exigencias que impone. Este trabajo de penetración reviste sus dificultades. Sabemos sin duda que el mensaje cristiano contenido en la escritura y en la tradición se ha expresado en un idioma y en una mentalidad muy diferente de las nuestras. Tanto el antiguo como el nuevo testamento nacieron en una nacieron en una cultura
muy diversa de la occidental del siglo xx. Los pueblos
occidentales, con intensidad mas o menos profunda. Han vivido y viven de la herencia que nos legara la cultura greco-romana; la escritura, en cambio, pertenece al mundo oriental que utiliza categorías esencialmente concretas y dinámicas. No nos será posible, pues comprender la Biblia, si no intentamos leerla en el contexto del mundo en que se escribió. El progreso del conocimiento sobre el oriente nos va ayudando a entenderlo cada vez mejor en su estructura fundamental.
Se impone, pues, el estudio continúo de la escritura, si se desea penetrar su contenido.
A demás de esta dificultad que hay para la comprensión de la Biblia, existe otra debida a la situación actual de la investigación bíblica. A pesar de los muchos esfuerzos realizados hasta hora por los estudiosos, nos hallamos todavía muy lejos de haber comprendido el contenido auténtico y la significación de varios libros del Antiguo Testamento y de alguna
del Nuevo. Evidentemente, la predicación no puede ignorar las enseñanzas de exégesis científica. Aunque no este vinculada directamente al sentido literal de la Escritura, sino al espiritual, si no quiere caer en la arbitrariedad, cosa que les ha pasado no pocas veces a los padres, tiene que conocer con exactitud los resultados de la exégesis científica, y teniéndolos en cuenta, exponer el sentido espiritual de las Escrituras.
Scurr observa que, cuando uno lee el Kittel, puede percatarse de la dificultad que entraña la comprensión del Nuevo Testamento. Lo mismo cabe afirmar, y con más razón, respecto al Antiguo. ¡Con cuánta frecuencia ha sido deficiente la exégesis hecha por los predicadores!.
El predicador está particularmente obligado a seguir el progreso de la ciencia científica en lo que se refiere a los libros de mayor contenido doctrinal o moral. El primer lugar entre ellos corresponde a los evangelios y a las cartas de las apóstoles, pues tienen fundamental importancia para comprender en su plenitud el mensaje de la salvación y sus implicaciones. El predicador no puede desconocer ni estar al margen del progreso que se realiza en este campo. Ello le obligará a revisar y actualizar continuamente ciertas actitudes y posiciones. Casi la misma importancia revisten los problemas que se refieren a los primeros capítulos del Génesis. En tercer lugar, podríamos señalar los libros proféticos. Si no se requiere correr el riesgo de faltar al deber de decir la verdad, es preciso que el predicador esté siempre al corriente en línea con el progreso de la ciencia bíblica en este sector.
A la necesidad del estudio continuo del mensaje nos lleva también otra consideración que se funda en la misma naturaleza del cristianismo. Según hemos repetido en diferentes ocasiones, la originalidad y trascendencia del mensaje no radican tanto en la significación que tienen para la vida. Pero esa significación, en todas sus dimensiones, no puede ser comprendida ya desde el primer momento. Que Cristo sea la vida del hombre, y la luz que ilumina el camino, y el amigo que le está próximo sin abandonarlo jamás, es algo que se puede entender desde el principio; pero sólo en el transcurso del tiempo y de los años se muestra en toda su profundidad la funsión que Cristo desempeña en la vida del hombre. Cristo, objeto del mensaje, es una persona cuyo conocimiento ha de ser progresivo
necesariamente. La persona se aprehende primero “en bloque”, más adelante en sus particularidades. San Pablo exhorta a los cristianos todos a alcanzar “la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13). Esa adultez en Cristo no es posible sin un conocimiento cada vez más perfecto de él, conocimiento que no consiste sólo en el estudio de su historia, sino principalmente en el contacto cada día más íntimo con él en la fe. Este contacto con Cristo en la fe será útil incluso para la comprensión de la Biblia, que es el libro de la fe. De esta suerte evitará el predicador el convertirse en un profesor en el púlpito; sólo así será un predicador auténtico, es decir, el pregonero de la buena nueva del amor de Dios. En la fe, comprenderá el verdadero sentido espiritual de la Escritura, el significado auténtico de los gestos divinos.
6. La adaptación a las leyes de la expresión
Pero no basta con entender el mensaje, hay que comunicarlo. Y para transmitirlo es necesario tener en cuenta las leyes de la expresión. Esto constituye otro aspecto de la adaptación.
“Hay dos pilares dice san Agustín, sobre los que debe apoyarse el estudio de la sagrada Escritura: el modo de descubrir lo que contiene y la manera de expresar lo que se ha comprendido”. Para abrir brecha en el oyente de tal manera que se le mueve a tomar una actitud respecto a la palabra de Dios, no puede el predicador renunciar a los recursos que ofrece la retórica. Es algo que se intuye ala primera. San Agustín, no se olvide que es llamado el doctor de la gracia, afirma que quien habla “con elocuencia y sabiduría puede ayudar más a los oyentes que quien habla sólo con sabiduría”. Cierto que inmediatmtne después añade que hay que rechazar a quien habla con elocuencia, pero carece de sabiduría, a causa del peligro de que alguno crea en lo que dice, seducido por su elocuencia. La misma Escritura nos ofrece un ejemplo clarísimo del uso abundante de todos los recursos del arte literario. ¡Cuán numerosos son los géneros literarios de la Biblia San Agustín no se
cansa de indicar hasta qué punto conocían los autores sagrados los diferentes estilos que enseña la retórica y de qué forma los empleaban.
La adaptación, evidentemente, no es necesaria en la misma medida según que se trate de la predicación misionera o de l destinada a los ya convertido. En el primer caso, hay que provocar la crisis de la conversión; hay que conseguir que el pagano adhiera a Cristo. En el otro, se trata de iniciar ala vida cristiana, a su doctrina y a su moral. En este segundo caso, la adaptación tienen un campo más limitado. El cristianismo es una religión revelada. Entraña, en cuanto tal, inmundo de coptos y de ritos que pueden y muchas veces tiene que parecer completamente nuevos al hombre. El cristianismo no puede, por tanto, prescindir, por así decirlo de un vocabulario propio, en que el creyente ha de ser iniciado. Los términos Dios, revelación, gracia, sacramento e iglesia tienen un significado particular, que el creyente ha de conocer necesariamente. La adaptación en este aspecto tiene sus limites. Por lo demás, eso tiene validez en cualquier campo. Mientras se pretende presentar un conocimiento sumario de cualquier objeto, basta el vocabulario corriente; pero en cuanto se pretende profundizar en su conocimiento, resulta obligatoriamente imprescindible acudir a una terminología técnica y de especialización.
7. La adaptación a los destinatarios
La adaptación al mensaje y a las leyes de la expresión no constituye sino una fase de la misma. Hay que adaptarse también a los destinatarios del mensaje. El mensaje cristiano a pesar de tener un contenido y una destinación universales, ha sido revelado, conforme hemos dicho más arriba, en una forma adaptada a la mentalidad del pueblo al que iba destinado directamente e inmediatamente. De ahí la necesidad que tenemos de traducirlo y adaptarlos a las condiciones sicológicas y sociológicas de los hombres contemporáneos.
Para realizarlo, el predicador ha de conocer el auditorio al que dirige su palabra. Debe conocer sus sicología y el influjo que sobre ellos ejercen las leyes sociológicas o la llamada
presión social. Con este propósito puede utilizar los datos que la psicología y la sociología ponen a su disposición. Estas ciencias le informan del influjo del ambiente sobre la vida del hombre y de los medios que intervienen en la creación del ambiente. No deseamos detenernos en el estudio de estos puntos, pues nos parece mejor remitir a nuestros lectores a trabajos más profundos.
Pero el modo mejor de conocer a los hombres de hoy, en nuestra opinión, es vivir profundamente su vida. Esto no quiere decir que necesariamente haya que convertirse en obreros o profesionales, algunas veces esto será conveniente, para poder entender estas categorías sociales. Hablamos de la propia vida como sacerdotes y como predicador. Quien vive de manera profunda la propia vida y experimenta sus dificultades, tiene por esa simple hecho la capacidad suficiente para hacerse cargo de todas las dificultades en que se encuentran sus oyentes. Es más, nos atrevemos a decir
que las aportaciones de las
psicología y la sociología son útiles en el grado en que se las inserta en la profunda experiencia de la propia vida personal. En este acaece lo que en el arte. El que comprende el arte de un determinado autor o de una época concreta, puede por eso mismo captar el arte de cualquier autor y de cualquier época.
Para lograr esa adaptación se exige también una actitud de simpatía y de amor hacia el mundo y el tiempo en que se vive. En la amor está el secreto de la comprensión.
8. La adaptación ontológica
La adaptación a los oyentes no abraza sólo sus condiciones psicologícas y sociológicas, sino se extiende también a la diferente situación en que se encuentran respecto a la palabra de Dios.
Si la predicación se destina “a toda criatura” (Mc 16,18), es evidente que todas ellas no encuentran en las mismas condiciones antológicas para recibirla.
El padre G. B. Cannizzaro distingue cuatro situaciones diferentes.
La primera es la infiel negativo. Éste no ha tenido jamás la oportunidad de oír la palabra de Dios o, por lo menos, de escucharla de manera adecuada, es decir, en forma capaz de haberla hecho sentirse obligado a tomar una decisión ante ella. A pesar de eso, en virtud de la voluntad salvífica universal, posee una ordenación remota a la palabra. La universidad de la distribución de las gracias nos autoriza a pensar que Dios concede a aquel que hace todo lo posible por su parte para vivir de acuerdo con la ley natural un número impreciso de gracias actuales, suficientes para llevarlo a la fe y a la justificación. El modo en que esto se realiza constituye un misterio de la gracia. No obstante, el principio teológico, que hemos recordado hace poco, nos permite concluir que, además del camino ordinario de la predicación, existen otros extraordinarios, a través de los cuales, y en forma desconocida para nosotros, Dios conduce a los hombres de buena voluntad hasta la fe. Santo Tomás habla de una inspiración interna y del envío de un ángel o de un misionero. No es ésta la ocasión de lanzar hipótesis. Una cosa hay absolutamente cierta: nadie que se esfuerce por seguir los dictado de su concienca quedará excluido de la salvación.
En condición diferente se halla el bautizado hereje o apóstata. Por encima de sus negaciones – de buena o mala fe, es lo mismo – , ellos poseen, en virtud del carácter del bautismo una referencia real positiva a la palabra de Dios. Están en contacto con Cristo y la Iglesia y tiene derecho a todas las gracias actuales que les permitan alcanzar o reconquistar la fianza en este hecho y pensar que en todas estas almas que viven en esa situación, aunque sicológicamente se hallen, quizá, mal dispuestas, la gracia trabaja continuamente, empujándolas hacia Cristo y la Iglesia. A veces se necesitará tan sólo hacer desaparecer cualquier obstáculo, para que se les muestre la verdad en toda su integridad. La historia de la conversión de los protestantes y el retorno a la fe de los apostatas nos da testimonio de sus inquietudes. La predicación tiene que apoyarse en ellas, para poder presentarles la palabra de Dios de la manera más adecuada.
En situación mucho mejor se encuentra el fiel bautizado, que vive en estado de pecado. No sólo posee el carácter y la condición de cristiano, sino también la virtud infusa de la fe, que elevando su inteligencia, la impulsa a escuchar la palabra de Dios. La elevación de la inteligencia mediante la virtud de la fe, da derecho a toda una serie de gracias actuales, con las que Dios mueve la penitencia y a la readquisición de la gracia. Podríamos comparar el estado de estas almas con el del hijo pródigo, que abandona la casa del padre, pero llevándose consigo su nostalgia. Volverá a ella tan pronto como su nostalgia, atizada por la miseria y el hombre, se agudice tanto que se sienta con valor para saltar por encima de la vergüenza y los demás obstáculos que le impedían reconocer los propios errores y toar el camino de regreso.
Ideales son las condiciones del fiel en estado de gracia. No sólo su alma, sino también todas su facultades se encuentran sobrenaturalmente elevadas y orientadas hacia Cristo y la Iglesia. El alma, en estado de gracia, dice Cannizzaro, “es el hijo que gusta escuchar la voz del padre, la recibe, la guarda y la rumia en su corazón, como san Lucas nos dice de María, que es el perfecto ejemplar de los oyentes de la palabra de Dios”.
Estos datos, que la revelación nos enseña y nos clarifica el magisterio de la Iglesia, tienen importancia para el predicador. Demuestran que no trabaja él solo en la empresa de llevar a los hombres a la unión e intimidad con Dios. Con él se halla aquella realidad misteriosa que es la gracia, con la que el predicador debe colaborar para conseguir la santificación de las almas. Y a esta gracia corresponde la función principal. El predicador no es sino su vehículo. Su tarea esta en servirla, prestándole su colaboración.
9. La predicación y el magisterio profano
La existencia en el bautizado, del carácter sacramental y de la virtud de la fe, nos lleva a una conclusión que reviste su importancia, ya que nos ayuda a comprender la diferencia que existe entre el maestro que enseña cosas profanas y el predicador.
La enseñanza del maestro consiste, según santo Tomás, en ayudar a la inteligencia del discípulo a percibir la aplicación de los principios, que ya tiene en su inteligencia, a los casos particulares. Entre el profesor y el discípulo se entabla un diálogo, que no puede nunca traspasar los límites de la inteligencia del discípulo. Hay adecuación perfecta entre su inteligencia y lo que comprende.
En el diálogo entre el predicador y el oyente, por el contrario, pueden ser superarlos los límites y fronteras de la inteligencia natural. No los fija la capacidad natural del hombre, sino el Espíritu Santo, que es el maestro auténtico. El carácter recibido en el sacramento, y aún más la virtud de la fe, conceden al creyente cierta connaturalizad con la palabra de Dios, que produce en el alma una luz divina que ilumina la palabra y la hace comprensible más allá de los límites naturales. San Juan habla de la unción del Espíritu que nos hace comprender todas las cosas (Cf. 1 Jn 6,21) y el salmo 35,10 nos dice que veremos la luz de Dios “en su luz”.
Esta verdad puede constatarse incluso en la experiencia. ¿Cómo explicar que gente ruda e ignorante comprenda, no pocas veces, las cosas de la fe con tal profundidad y facilidad que causan la sorpresa de los teólogos? Es el Espíritu Santo el que les hace comprenderlo “todo”. El predicador no tiene que olvidar nunca, en su difícil ministerio, que es un aliado y colaborador del Espíritu Santo.
10. La adaptación de los oyentes al mensaje
La adaptación no es una cosa exclusiva del predicador; también los oyentes tiene que adaptarse al mensaje. Sin duda alguna el oyente goza del derecho a comprender el mensaje y percibie rsu racionabilidad; pero no tiene el derecho a comprender el mensaje y percibir su racionalidad; pero no tiene el derecho de señalar con condiciones para su aceptación. Se trata de la palabra de Dios, que ejerce su soberanía sobre el hombre. Auqneu éste pueda
exigir garantías para aceptarla, no está en sus manos el fijarlas arbitrariamente. La Escritura pone en guardia al oyente contra el endurecimiento del propio corazón (cf. Sal 95,7-8).
La disposición más adecuada para recibir la palabra de Dios es la humildad, que brota del amor. Hemos hablado, en el capítulo 6º, de las relaciones entre el amor y la fe. No se llega a la fe sino a través del amor. El amor constituye la disposición ideal para la palabra. Este amor variará, naturalmente, según se trate, en la preparación para la acogida de la palabra según se trate, en la preparación para la acogida de la palabra, de un pagano o de un cristiano que la ha aceptado ya en la propia vida y sólo tiene que hacerla crecer en si mismo.
El amor de Dios, en el pagano, se contiene implícitamente en la fidelidad a su propia conciencia, en seguir los dictámenes de la ley natural, que se halla esculpida en lo profundo de su ser. Cuando más fiel es el hombre a su conciencia y más la obedece, tanto mejor se dispone a escuchar a Dios que le habla, no ya de una forma un tanto indeterminada como a través de la conciencia, sino en la claridad de una voz humana, en la resuena la voz misma de Dios. La observancia de la ley natural purifica al hombre, lo aparta del pecado, da finura a su espíritu, le hace sentir a Dios más cercano y palpar con la propia mano su providencia divina. El día en que el predicador se presente a este hombre para anunciarle la salvación plena, descubrirá en la revelación el cumplimiento de todo aquello a que íntima e inconscientemente aspiraba. A estas personas tan bien preparadas, el predicador podrá decir, aun que en otro contexto, las palabras que dirigen san Pablo a los paganos de Atenas: “Quod ignorantes colitis annuntio vobis” (Hech 17,23). De este tipo de personas afirman san Agustín que se hallan fuera de la Iglesia aparentemente, pero, en realidad, están dentro de la misma. Con más exactitud todavía hablará Pío XII, al decir que están ordenadas a la Iglesia por un “deseo inconscientes”.
En los cristianos, en cambio, que ya han escuchado y recibido la palabra de Dios, la disposición óptima para volverla a escuchar consiste en que la conserven en el corazón, la mediten con frecuencia y la amen. Será este amor el que les ayudará a purificar la propia
alma del pecado, a orar y a recogerse antes de la predicación, pues el Señor sólo habla al alma recogida. El amor, en el orden sobrenatural, constituye el secreto y el motivo de todo. Por amor desciende de Dios al hombre y le dirige su palabra; con amor también le responde al hombre y hace fructificar su palabra en sí mismo hasta la “plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). “El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es caridad” (1 Jn 4, 8), dice el discípulo amado. Y a Dios se le conoce por medio de la palabra que nos habla en la predicación de la Iglesia. El conocimiento y el amor de Dios caminan siempre juntos. Estas dos realidades se iluminan y condicionan mutuamente. El amor hace recibir la palabra y la palabra alimenta el amor.
13. EL PREDICADOR
Como conclusión de esta segunda parte de nuestro estudio, juzgamos conveniente dedicar un capítulo entero al predicador. De él nos hemos ocupado constantemente en las páginas anteriores; pero la consideración especial de su persona nos ayudará a comprender más fácil y profundamente su función.
1. Sus cualidades naturales
El predicador es, ante todo, un hombre a quien Dios llama a que colabore con él en la difusión e implantación de su reino en el mundo. En cuanto tal, debe poseer todas la cualidades que hagan de él un instrumentos apto para realizar la parte que le corresponde en esta tarea. Aunque es sobrenatural, puesto que en ella obra el mismo Dios, la predicación emplea un medio natural: la palabra del predicador. Un defecto o una tara suyos podrían, si no comprometerla, si al menos obstaculizar la acción de la gracia.
La predicación, además, tiene como fin la fe en su origen o en su profundización. Basándose en este fin general, el Doctor angélico, después de san Agustín, señala al predicador tres cometidos; instruir la inteligencia, mover el corazón y plegar la voluntad del que escucha. San Juan Crisóstomo exige que sepa defender su rebaño de los ataques exteriores que vienen de los enemigos de la Iglesia y de las objeciones que viene espontáneamente entre los mismos cristianos. El predicador, dice, el santo con su lenguaje impregnado de términos guerreros, ha de ser al mismo tiempo “arquero y tirador de honda, general y capitán, soldado y comandante, infante y cabello, soldado de marina y defensor de fortaleza”. El predicador no podrá lograr todos estos objetivos, si carece de un cierto número de virtudes naturales, que ciertamente puede la educación afinar o perfeccionar, pero no crearlas de la nada. San Juan Crisóstomo reprende no sólo al que acepta llegar al sacerdocio sin tener esas cualidades, sino también al que lo recibe coaccionado.
Se podría, incluso plantar la cuestión d esi la carencia d eciertas cualidades de orden natural, como la alta de elocuencia o de facilidad para halar, no excluya por sí sola del sacerdocio. El sacerdote es a la ves dispensator verbi et sacramenti. El no ser capaz de ser ministro de la palabra, ¿no constituiría una razón suficiente para cerrarle el camino a la administración sacramental?
Los estudiosos de todos los tiempos han subrayado siempre el papel importante de las cualidades sobrenaturales, han insistido casi de manera exclusiva en las naturales. San Agustín se ocupa de ellas en el cuarto libro de su obra De doctrina cristiana, que ha servido de modelo e inspiración a todos los que después se han ocupado de la llamada homiléctica formal. Una obra casi clásica en este sentido es Lórateur chrétien, d eA. D. Sertillages, que hemos citado ya otras veces. En ella baja el conocido teólogo a los detalles más pequeños para enseñar al predicador cómo tiene que desarrollar las dotes de su inteligencia, de su voluntad y de su corazón; cómo ha de preparar y componer el discurso; cómo debe formar el estilo y cuidar la dicción. A través de la lectura de este ensayo, cae uno en la cuenta de hasta qué punto es preciso tomar en serio helecho que ya hemos indicado tantas veces: la predicación no es sólo palabra de Dios, sino también palabra humana, que dice un hombre y que dirige a otros hombres, para provocar en ellos determinadas reacciones. No puede, por consiguiente, prescindir de las reglas del discurso. Vale para la predicación, y acaso todavía con más motivo, la que decía Cicerón respecto de la oratoría en general: es el arte más difícil.
Con pleno derecho reprende san Gregorio Magno a quines se dedican ala predicación, sin hberse debidamente preparado. Reprueba el gran pontífice romano no sólo a quines, por excesiva modestia, se abstienen de predicar, sino también a los que se dedican a este ministerio con ligereza. “Cuando se trata de personas que por su escaso talento o por la edad no son aptas para el papel de predicador, y a pesar de ello, llevadas de su insensatez, intentan desempeñarle, hay que amonestarlas para que no se cierren el camino de un futuro progreso, por la presunción con que asume un cometido tan importante; no sea que mientras que quieren realizar fuera de tiempo lo que ahora no pueden, se imposibiliten para
practicar lo que habrían podido hacer si hubieran esperado al momento oportuno; u no sea que mientras que quieren hace runa vana ostentación de ciencia, den, por justo castigo, la prueba clara de haberla perdido totalmente”.
2. La llamada de Dios
Si las virtudes naturales no pueden faltar en el predicador, mucho menos las sobrenaturales, ya que éstas tienen la primacía. Es más, éstas últimas constituyen sus auténticas cualidades, ya que las otras no son sino su presupuesto. El predicador ha recibido de Dios la llamada a cooperar con Él en la transmisión de su mensaje y a invitar a los hombres a participar de la vida divina. “No me habéis elegido vosotros a mí – dijo Jesús, a su apóstoles y, en ellos, a toso los que habían de sucederles con el tiempo – , sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para vayáis y deis frutos” (jn 15,16).
El Antiguo Testamento nos describe en términos dramáticos la vocación de algunos profetas. Isaías, difiriéndose a Dios que lo llama, prorrumpe en estas exclamaciones: “i ay de mi, perdido soy, porque, siendo un hombre de impuros labios, que habitan en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al rey, Yavé de los ejércitos! Pero uno de los serafines voló hacia mí, teniendo en sus manos un carbón encendido, que con las tenazas tomó del altar y, tocando con él mi boca, dijo: “Mira, esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido quitada y borrado tu pecado. Y oi la voz del Señor, que decía: “ ¿A quién enviaré y quién irá de nuestra parte?” Y yo le dije: “Heme aquí, envíame a mí” Y el me dijo: “Ve y di a ese pueblo…” (Is 6, 5-9).
Jeremías fue constituido por Dios profeta de las naciones aun antes de salir del seno de su madre. Pero cuando llegó el momento de comenzar su misión, tuvo miedo: “y dije: “ ¡Ah Señor Yavé!: “No digas: soy un niño, pues irás a donde te envíe yo y dirás lo que yo te mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte, dice Yavé… He aquí que pongo en tu boca mis palabras” (Jer 1, 6-9(.
Con la misma solemnidad se describe la vocación de ezequiel: “Y me dijo: “Hijo de hombre, ponte en pie, que voy a hablarte.” Y hablándome, entró dentro de mi el espíritu, que me puso en pies, y escuche al que me hablaba. Me dijo: “Hijo de hombre, yo te mando a los Hijos de Israel, al pueblo rebelde, que se ha rebelado contra mi” (EZ 2, 1-3).
Se trata de la misma fuerza que, en el Nuevo Testamento, se apodera de los apóstoles y los convierte en testigos de Critos, primero en Jerusalén y luego en todos los confines del mundo (cf. Hech 1,8).
La conciencia de su llamada es esencial al predicador para vencer los obstáculos que encontrarán en los caminos que ha de recorrer como heraldo de la palabra de Dios. El no haberse metido por su propia voluntad en un ministerio tan difícil, le dará la certeza de contar siempre con el derecho a la ayuda de Dios, con el que podrá intentar todas las osadías a favor de la causa de su Señor. “No soy profeta ni hijo de profeta, decía Amós, sino que soy boyero y cultivador de sicómoros. Yavé me tomó de detrás del ganado y me dijo: “Ve a profetizar a mi pueblo, Israel”. (Am 6, 14-15). Nada hay que tranquilice y asegure más al que se sabe incapacitado para el ministerio más divino quedarse puede.
La llamada se concreta en la misión. El predicador es el enviado de Dios. Jesús, el predicador por antonomasia, era el enviado del Padre. Y el predicador continúa y prolonga su misión al enviarlo, el salvador le repite la promesa que hiciera a los apóstoles, de estar con ellos hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 18-20). Especialmente en los instantes ñeque se apodera de él el desaliento, tiene que recordar que no es él quien ha de hablar, sino el Espíritu Santo (cf. Mt 10,20).
La predicación no supone, por tanto, en quien ha recibido la misión ha de hacerla, un modo de a firmase en la vida social, un medio para conquistar fama y reputación, sino el deber de fidelidad para con el que lo ha enviado encomendándole una tarea precisa: llevar a todos los hombres la buena nueva de la salvación. Aunque tenga en común con los demás oradores la el hablar en público, la finalidad que persigue no incluye nada humanote lo que
puede sacar provecho alguno. Al igual que san Pablo, ha de hace todo lo posible por desaparecer para hacer así triunfar a Cristo. No busca sus cosas, su propio y dignas que pueden ser, sino a Jesucristo.
3. El hombre de la Biblia y de la tradición
Es estar al servicio de la divina palabra hace del predicador el hombre de la Biblia. La exhortación de san Palo a Timoteo, “aplicar la lectura” (1 Tim 4,13), es su deber profesional, por así decirlo. Si el predicador es la boca de Dios, su portavoz; si Dios actualiza, por medio de él, la revelación ya dada con anterioridad, el primer deber del predicador consiste en conocer, meditar y comprender su divina palabra. La misma sagrada Escritura expresa esta intimidad con la palabra, con una de las imágenes más atrevidas. Dirigiéndose al profeta Ezequiel, Dios habla de esta suerte: “Tú, hijo de hombre, escucha la que yo te digo, no seas tú también rebelde, como la casa rebelde. Abre la boca y come lo que te presento. Miré y vi que se tendía hacia mí una mano que tenía un rollo. Lo desenvolvió ante mí y vi que estaba escrito por delante y por detrás, lo que en él estaba escrito eran lamentaciones, elegías y guayaes. Y me dijo: “Hijo de hombre, como ese que tienes delante, come ese rollo, y habla luego a la casa de Israel.” Yo abrí la boca e hízome comer el rollo, diciendo: “Hijo de hombre, llena tu vientre e hinche tus entrañas de este rollo que te presento.” Yo lo comí y me supo a mieles. Luego me dijo: “Hijo de hombre, ve, llégate a la casa de Israel y háblales mis palabras”: (Ez 2,8-10; 3, 1-4).
Por eso la sagrada Escritura tiene que ser el libro preferido del predicador. San Jerónimo, en su carta a Nepociano, le exhorta a leer frecuentemente las Escrituras y a no abandonar jamás su lectura. Sólo así podrá aprender lo que tiene que enseñar y adquirirá la doctrina necesaria para exhortar y confundir los errores. Y en el mismo tomo se dirige a san Pulino de Nola: “Yo te pregunto, hermano carísimo, vivir entre estas cosas, meditarlas, no saber
nada, no buscar nada fuera de ellas, ¿no te parece que es tener ya aquí en la tierra una morada del reino celeste?”.
La familiaridad con la Biblia, el comérsela efectivamente, será lo que permitirá al predicador conocer la intimidad de Dios, conocer sus miembros y descubrir “en sus palabras el corazón divino”.
Al estudio de la Biblia que ha de hacer el predicador, podemos aplicar los principios que santo Tomás aplica el estudio de las cosas sagradas. A propósito de la expresión “ciencia inflat”, el Doctor Angélico nos dice que la ciencia auténtica se consigue “humiliter sine inflatione, sobrie sine praesumptione, certiudinalier sine haesitatione, veraciter sine errore, simplicitater sine deceptione, salubriter cum charitate, utiliter cum proximorum aedificatione, liberaliter cum gratuita commnucatione, efficaciter cum bona operatione!. Si este estudia la Biblia
con estas disposiciones, no existe ningún riesgo de la que el
predicador adultere la palabra de Dios en su discursos.
Pero el predicador no puede ser hombre de la Biblia, si no lo es a la par de la tradición de la Iglesia. La Biblia y la Iglesia constituyen dos realidades que no cabe separar. La Biblia no es un libro escrito por Dios para que cualquiera lo le según sus propios gustos y especiales tendencias; es un libro que ha confiado a la Iglesia y que sólo ella pude interpretar auténticamente. La asistencia necesaria para la difusión del evangelio la ha concedido Jesús a los apóstoles y a sus sucesores. No es posible, por tanto, estudiar y leer la Biblia, y mucho menos anunciar su mensaje, sin una actitud de fidelidad plena a la Iglesia.
Esta fidelidad implica que el predicador interprete la sagrada Escritura en el sentido en el que el magisterio eclesiástico la ha interpretado a lo largo de los siglos. Interpretación que se halla en la enseñanza de los romanos pontífices y de los concilios ecuménicos, a través de los padres y de los teólogos. A propósitos de los padres, Bossuet advierte que nos adoctrinan sobre “el divino arte de manejar las Escrituras y autorizar sus propias palabras, pues hacen hablar a Dios acerca de todos los temas por medio de sólidas y serias
aplicaciones”. Nos transmiten no sólo el sentido de las Escrituras, sino también el de la tradición; nos ayudan a sentirnos como engrosando el caudal de este inmenso río que va subiendo de nivel y cuyas aguas se hacen más límpidas y transparentes conforme se va alejando del manantial. Los padres no son sólo grandes ingenios, que vivieron más cerca la primitiva tradición apostólica, sino que, cual pastores de almas, nos enseñan cómo hay que poner de relieve el aspecto más dinámico y pastoral de la Biblia, es decir el aspecto que más interés tiene para el predicador. Ciertamente que no se debe imitar todo lo que hicieron en este particular. El abuso del sentido acomodadito y alegórico impone unos límites de los que no puede prescindir el predicador de nuestros días.
4. El predicador y la santidad
Por ser enviado de Dios y pregonero de su palabra, el predicador tiene que buscar la santificación personal, ya que sólo quien se purifica del pecado y une a Dios, puede entender sus misterios. “Pues nadie, afirma santo Tomás, debe asumir el papel de predicar, mientras que no se haya purificado de la culpa y perfeccionado en la virtud, como se dice de Cristo, que coepit tacere et docere”.
El principio que él inculca tan solamente, contemplari et conteplata aliis trajere, no puede convertirse en realidad si no se ejercitan las virtudes morales, indispensables para la vida de contemplación. San Gregorio Nacianceno ha formulado la misma enseñanza en la secunda oratio apologetica: “El predicador no puede mover la lengua sino ha sido educada”. No puede enseñar a los demás lo que se debe hacer, el que no lo ha aprendido primero por experiencia. No es posible ser predicadores, si no se vive una vida profundamente religiosa, en contacto con Dios.
Pero para adquirir esa ciencia tan clara y tan encendida sobre Dios, el predicador tiene que ser hombre de oración y de meditación profunda. El orador sagrado, continúa el mismo autor, tiene que hacerse escuchar con inteligencia, agrado y docilidad. “Mas lo podrá por el
fervor de sus oraciones que por habilidad de oratoria. Por tanto, orando por sí y por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Cuando ya se acerque la hora de hablar, antes, de soltar la lengua una palabra, eleve a Dios su alma sedienta para derramar lo que bebió exhalar de lo se llenó”.
El motivo del recurso a Dios, según san Agustín, estriba en el hecho de que las cuestiones referentes a la fe y a la caridad se pueden tratar de diferentes modos y sólo Dios sabe cuál de ellos se está más indicado para las necesidades de los fieles. Por eso, concluye el obispo de Hipona, el predicador debe estudiar del mejor modo posible las cuestiones; pero aproximándose la hora del discurso, recuerde las palabras del Señor: “Cuando os entreguen, no os preocupe cómo o qué hablaréis porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro padre es el hablará en vosotros” (Nt 10,19-20).
Y al final del libro, el santo habla otra vez de la oración: “Cunado un orador tenga que hablar al pueblo o a un grupo más reducido, o dilatar lo que se ha de decir públicamente, o lo que se ha de leer por otros, si quieren y pueden, ore para que Dios Ponta en sus labios palabras propicias”.
5. La humildad del predicador
El predicador tiene que vivir también la virtud de la humildad. El predicador no constituye algo honorífico. Anuncia a Cristo crucificado, locura para los gentiles y escándalo para los judíos (cf. 1 Cor 1,23). El mismo predicador podría sentir vergüenza de predicar algo tan poco de acuerdo con la mentalidad pagana de nuestros contemporáneos. La atención de vaciar de sentido la cruz del Señor pende siempre sobre él. Si no tiene para con la palabra de Dios el respeto y amor debidos, estará siempre tentado a abandonarla para ocuparse de temas más interesantes como la política, el arte, la filosofía y cosas parecidas.
La predicación exige un sacrificio continuo de la propia personalidad, y a que en ella el hombre es un simple instrumento, el “siervo de la palabra”. A pesar de que requiere elocuencia, hay que emplear ésta en poner a Dios en primer, plano hasta llegar a olvidarse uno de sí mismo. Para el predicador tiene validez en toda su fuerza las palabras que san Juan Bautista dijo de Jesús: “Preciso es que Él crezca y yo mengue” (J 3,30). Toda su preocupación debe centrarse en no confirmar en la sapientia verbi (1 Cor 1,17). Esto no es factible sin una profunda humildad que haga desaparecer al predicador delante de la palabra de Dios, para convertirse así en puro instrumentos de su acción para con los hombres.
La humildad es también necesaria por otro motivo. La predicación anuncia el evangelio, que salva al que está dispuesto a recibirlo y condena a quien lo rechaza. Pero ninguno puede percibir más interesante que el predicador la fuerza con que juzga al hombre el evangelio. Al proclamarlo, no puede menos que percatarse de la distancia que de él lo separa y constatar cuán lejos se encuentra de vivir los exigentes compromisos que impone. Sin una buena dosis de humildad, el predicador no podría resistir durante mucho tiempo la atención de privar de su fuerza al evangelio. No se admite fácilmente la propia incoherencia.
Existe además la dificultad que nace del fracaso a que tan frecuentemente se halla expuesta la predicación. El desaliento flota siempre como una amenaza sobre el predicador no fundamentado en la humildad. “Quien afronta el riesgo del ministerio de la palabra, no debe tomar en cuenta los elogios de los extraños, ni tampoco debe perder el ánimo cuando se los nieguen. Pero si, haciendo sus discursos por agradar a Dios… recibe alabanzas de los hombres, no rechace sus elogios; más si los oyentes, por el contrario, no se los tributan, no los busque ni se aflija por ello, pues le servirá de suficiente consuelo, mayor que ningún otro, de las fatigas, el esfuerzo realizado para dirigir y disponer la propia enseñanza, que cuenta con la aprobación divina”.
Una manifestación de esta actitud humilde consiste en decir con coraje la verdad a lo oyentes. No es una tarea fácil, pues a nadie agrada decir loq eu no gusta a los oyentes a
quines habla. Pero es preciso hacerlo así. Lo exige la fidelidad a la misión recibida. Entre las cosas que Cristo ha mandado anunciar, se hallan también aquellas que no riman con los gustos de la gente. “Hay que preferir, dice santo Tomás, la salvación de la multitud a la paz de unos cuantos. Por consiguiente cuando algunos impiden con su perversidad la salvación de la multitud, el predicador no debe temer ofenderlos, con tal de proveer a la salvación de los más… Por ello el Señor, a pesar de que les causaba ofensa a éstos (a los escribas y fariseos), enseñaba públicamente la verdad que ellos odiaban, y les reprochaba sus vicios”.
Hay que procurar sinceramente no ofender a nadie. Pero cuando “se origina un escándalo de la verdad, es preferible soportar el escándalo a silenciar la verdad”.
La humildad, por último, impone al que predica discreción. No puede decir lo que quiera, sino que ha de adaptarse a los oyentes, a lo que pueden entender, aun cuando eso lleve consigo el sacrificar los propios conocimientos y, por consiguiente, la propia personalidad. L apalabra de Dios se anuncia, con mucha frecuencia, a los simples ignorantes, que no pueden absolutamente seguir razonamientos difíciles o comprender pensamientos profundos. En este caso, el predicador tiene que renunciar a esos razonamientos y hablar de las cosas más fácilmente accesibles a todos. Ésta conducta de Jesús. Para hacerse entender por las turbas, hablaba por medio de parábolas. Ni siquiera a los apóstoles, a quines explicaba los misterios del reino del Dios, les decía todo, pues no estaban en disposición de comprenderlo (cf. Jn 16,12). Será la humildad la que aparte al predicador de aquellas disquisiciones filosóficas o exegéticas, a las que con tanta facilidad se siente sentado de abandonarse.
La humildad es un aspecto de aquella fidelidad a l palabra de dios, que san Pablo presenta como característica del apóstol (cf. Cor 4,2). La fidelidad a la misión y al mandato recibidos será la que empuje al predicador al estudio y perfeccionamiento de sus cualidades naturales, a fin de que estén cada vez más disponibles para la palabra de Dios, que se sirve de ellas; a conocer la Biblia en su contenido y en sus expresiones; a santificarse,
finalmente, para que en la propia vida aparezca de modo concreto el significado de la palabra que predica. Todo ello se reduce a la parresía de que hemos hablado anteriormente.
6. Un texto de santo Tomás
Deseamos terminar este capítulo con un texto de santo Tomás, en el que explica las diferentes imágenes con el que la Escritura designa al predicador.
“El apóstol denomina con diversos nombres el oficio del predicador, puesto que lo llama, en primer lugar, soldado, pues defiende la Iglesia contra sus enemigos; en segundo lugar, viñador, ya que poda sarmientos superflojos o dañados; también pastor, pues apacienta los súbditos con el ejemplo; buey, porque en todo debe proceder con gravedad, arador, puesto que tiene que abrir los corazones a la fe y a la penitencia; en sexto lugar, trillador, pues tiene que predicar frecuentemente y con fruto; arquitecto del templo dado que ha de construir y reparar el edificio de la Iglesia; y, finalmente, ministro del altar, pues ha de enfrascarse en un oficio grato a Dios.
Estos nombres indican los fines de la predicación y los medios sobrenaturales que ha de utilizar el predicador, si desea conseguirlos. La predicación invita a la fe la hace enraizarse en el corazón y la defiende frente a quienes la niegan. Todo eso lo obtendrá el predicador con la palabra y con ejemplo.
14. FORMAS DE PREDICACIÓN
Nos falta ocuparnos de la predicación en la vida de la Iglesia, es decir, de las formas que asume en su dinamismo. Haremos algunas alusiones solamente, ya que, en otro volumen, trataremos en particular de cada una de ellas.
1. Los tres momentos de la fe
¿Cuál será el criterio que nos permita distinguir en la predicación una multiplicidad de formas? Ante todo, los destinatarios. Y éstos no pueden sino pertenecer a tres categorías: paganos, Catecúmenos o cristianos. Es decir, personas que o no han escuchado nunca el evangelio, al menos de un modo adecuado, o que lo han escuchado y abrazado solo sumariamente, o que lo conocen de forma suficiente y tienen solo que encarnarlo en sus vidas. Podemos distinguir, pues, la predicación misionera dirigida a los paganos; la de iniciación para los catecúmenos y la formación para los cristianos.
Este criterio, sin embargo, es más bien empírico y, aunque nos permite diferenciar diversas formas de predicación, no sirve para indicar claramente su naturaleza. El auténtico criterio, a nuestro juicio, hay que buscarlo en el fin que se propone el anuncio del evangelio. Ya hemos dicho en repetidas ocasiones que este fin es la fe, el encuentro con Dios en Cristo. Pueden, por consiguiente, apreciarse diversas formas de predicación en cuanto que son posibles diferentes especificaciones de la fe.
Según este criterio eminente intrínseco, cabe distinguir una predicación misionera, siempre que el fin que propongan sea la aceptación de la fe; una predicación de iniciación, cuando su fin sea el conocimiento de la fe en sus implicaciones doctrinales y morales, y una
predicación litúrgica, cuya tarea consiste en hacer vivir la fe ya aceptada y conocida. La primera que llamaremos evangelización, se dirige a los paganos a fin de obtener su adhesión a la fe; la segunda, a la que llamaremos catequesis, esta destinada a los catecúmenos; la tercera, la denominaremos homilía, tiene como destinatario a la comunidad cristiana y tiene lugar dentro de la liturgia. Producir la fe, reconocer la fe y vivir la fe constituyen tres especificaciones de la misma. A ellas corresponden otras tantas formas de anunciarla.
Estas tres formas son plenamente coherentes con el objeto de la predicación, que es la persona de Cristo. A una persona no se la aprehende en toda su plenitud en un primer contacto. Su conocimiento pasa a través de tres fases sucesivas. En un primer momento, dos personas se encuentran, incluso casualmente, y puede establecerse entre ellas una corriente de simpatía reciproca, aun antes de que se conozcan íntimamente. Frecuentemente ignoran hasta sus nombres. A pesar de todo, perciben que hay entre ellos una cierta afinidad, desean estar juntos y comunicarse. No se trata sólo, quede bien claro, de la atracción física que se produce entre personas de diferente sexo y que, según la teleología de la naturaleza, tiende a un objetivo determinado, sino de la atracción plenamente espiritual que precede a esa forma de amor, que es la amistad y constituye uno de los motivos que impulsan a los hombres a unirse y a vivir juntos.
A este primer encuentro sucede un periodo de conocimiento mutuo, en que la simpatía establecida entre dos o más personas se profundiza y esclarece. Durante esta fase, las personas conocen respectivamente sus cualidades y defectos, sus luces y sus sombras. De esta suerte, descúbrense no sólo los puntos de contactos sino también los de divergencia. Se manifiestan mutuamente como son y comprenden la significación de se amistad, de la puesta en común de propio destino y de la responsabilidad de cada uno sobre el otro. En esta fase, el amor, bien sea amistoso, bien sea conyugal, se manifiesta tal y como es; o como fruto de una infatuación pasajera o como fundamento de una sólida base, que permitirá su profundización. Este conocimiento desembocara en un compromiso reciproco
de por vida o en la separación, que pondrá termino a unas relaciones que no tienen donde apoyarse. Se da finalmente, una tercera fase, en la que del conocimiento se pasa a la vida. Es el ejercicio del amor y de la amistad. En el amor conyugal es posible distinguir claramente estas tres fases diversas: tras el primer encuentro, viene el noviazgo y, por ultimo, matrimonio. El amor es, en la primera fase, arrebatado; en la segunda, se hace mas sereno y profundo y en la tercera se vive.
En la fe descubrimos el mismo proceso. El primer encuentro con Cristo tiene lugar en la predicación misionera, en que se presenta la persona del salvador con la única realidad capaz de otorgar al hombre la salvación a que aspira. A ella corresponde, por parte del hombre bien dispuesto, la acogida y la conversión: el hombre se adhiere a quien se le ofrece con poder para diluir felizmente el problema fundamental de su existencia, el que se refiere a su propio fin. Trátase, evidentemente, de una aceptación sumaria y global de Cristo, característica de quien, habiéndolo encontrado en la palabra de la Iglesia, tiene conciencia, a menos implícita, de haber hallado a aquel que una fase de profundización. Quien aceptado globalmente la persona de Cristo desea saber con mayor exactitud quien es el, en qué consiste la salvación que promete, cuales son sus consecuencias en el plano intelectual y moral. De todo eso se ocupa la segunda fase de la predicación: la catequesis. Esta tiene como cometido la enseñanza, la iluminación de la inteligencia. Más el que se ha convertido a Cristo y conoce las implicaciones de la conversión, se entrega a él y vive su vida. Precisamente es esto lo que se propone la tercera fase: la predicación homilectica mueve la voluntad a vivir en armonía con los compromisos adquiridos en los sacramentos de la iniciación y explicados en la catequesis.
Por consiguiente, el criterio para distinguir las tres formas de predicación se funda en la naturaleza del objeto y del fin que debe alcanzar el anuncio del mensaje. El objeto lo constituye una persona. Y a la persona se le reconoce en tres niveles diversos: a través del primero encuentro, del conocimiento propiamente dicho y de la intimidad de la unión.
Resultará interesante añadir alguna cosa respecto a cada una de las diferencias formas de predicación.
2. La predicación misionera o evangelización
Muy frecuentemente en los albores del cristianismo, cuando se trataba de convertir los paganos al evangelio, la evangelización fue perdiendo actualidad a medida que las masas se fueron incorporando a la iglesia. Constituida todavía una preocupación de la Iglesia en los siglos IV y V, puesto que se perseguía la conversación de los últimos residuos del paganismo grecoromano. En la edad media, al avanzar los nuevos pueblos hacia las fronteras del territorio imperial, la predicación misionera recobró actualidad, a pesar de que no nos conste que los misioneros de la época tuvieran una noción clara de esta forma de anunciar el mensaje. Para ellos, el problema principal era la catequesis, la instrucción de los nuevos pueblos y su iniciación a la vida cristiana.
Bajo otra perspectiva se les presentó, por el contrario, la evangelización a los misioneros del renacimiento, cuando los descubrimientos geográficos demostraron que carecía de fundamentos la opinión de los teólogos medievales y del mismo santo Tomas, quienes defendían que no era posible pensar en un ángulo de la tierra al que no hubiese llegado al menos un eco del evangelio. Hablaban, como máximo, de fundar la Iglesia donde todavía no existía, pero no se dudaba siquiera de que, en virtud de un fenómeno de ósmosis, hubiera ningún hombre que no hubiera escuchado el evangelio. El descubrimiento de nuevos pueblos, especialmente de los que poseían una gran civilización, planteó el problema de la predicación misionera. Pero no todos se percataron de la distinción precisa que hay entre esta forma de presentar el cristianismo y la otras, especialmente la catequesis. Ni tampoco tuvieron conciencia de su originalidad.
En nuestros días, la descristianización de las masas y el movimiento bíblico han enfrentado a los estudiosos con el problema de la evangelización, no solo como necesidad pastoral,
sino como forma originalísima del anuncio del mensaje. Los estudios realizados hasta el presente, de modo singular los que se ocupan de los Hechos de los apóstoles, nos permiten reconstruir la evangelización en sus líneas fundamentales.
3. Las líneas generales de la evangelización
En la evangelización se anuncia a los paganos la venida de Cristo. En nombre de Dios, del que ha recibido la misión y de quien recibe autoridad su palabra, el predicador cristiano, autentico heraldo de Dios, proclama su voluntad de salvar a todos los no-cristianos. Este anuncio es publico y reviste una gran solemnidad; se destina a todos sin excepción e inaugúrala ultima época del mundo, que precede a la parusía. Frente a su mensaje, cada uno de los hombres tiene obligatoriamente que adoptar una actitud: según que lo acepte o lo rechace, será salvo o condenado. Por eso la evangelización continúa en el mundo la misión de Cristo, bajado del cielo precisamente para traer, de parte del Padre celestial, el mensaje de la salvación a fin de que sea vida para todos los que lo acepten y condenación para quienes lo rechacen.
El objeto de la evangelización es la historia de la salvación, es decir, Cristo desde su primer anuncio en las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento hasta san Juan bautista; desde los acontecimientos de su vida publica hasta su muerte y resurrección, hasta su ascensión y su retoro central en la parusia. Entre todos los hechos de la historia, el puesto central lo ocupa la muerte y la resurrección de Cristo; de modo especial la resurrección, centro de toda la historia salvífica. La presentación que de Cristo hace la evangelización, es más bien kerigmática que teológica o apologética. Los apóstoles estaban tan pletóricos de Cristo, se sentían tan profundamente transformados por el contacto personal que habían tenido con él, que pretendían provocar la adhesión de sus oyentes a Cristo por medio de un fenómeno de entusiasmo y de comunión. Cristo es el Señor a quien se preciso entregarse, pues el ha sido quien ha tomando la iniciativa en el amor hasta llegar por nosotros.
Al anuncio de Cristo por parte del predicador, corresponde la aceptación o negativa de lo oyentes. Se trata, repetimos una vez más, de una aceptación sumaria y en << en bloque rel="nofollow">>. Se acepta la persona de Cristo, en la que se aprecia la concreción y expresión máximas del amor de Dios para con el hombre y, por tanto, de la salvación. Solo más tarde se comprenderá detalladamente lo que es Cristo y lo que implica la salvación que ofrece. Y a eso se dirige la catequesis, que vendrá tras la evangelización. Esta ultima, por consiguientes persigue la conversión y la fe. El hombre acepta la palabra de Dios, que se le comunica a través del predicador cristiano, y que se entrega a él.
A fin de obtener una respuesta de fe, la palabra del predicador está acreditada por determinados signos que realiza Dios y que tienen como fin garantizar su origen divino. En la era apostólica, constituían estos signos la profecías verificadas en Jesús, los milagros físicos obrados en su nombre y la convicción y audacia de los predicadores, que les hacia afrontar, por amor de Cristo, los mas duros contratiempos e, incluso, la persecución y la muerte. Terminada la era apostólica, es el milagro moral de la Iglesia lo que constituye tal signo.
La consecuencia que se sigue de la aceptación de la palabra evangelizadora es la conversión (metanoia), que lleva consigo la dedicación plena de Dios y el arrancar del ama todo cuando de el se aleja. De ahí que la penitencia constituya el aspecto negativo de la conversión. A fin de conseguirla, el predicador no duda en presentar las consecuencias trágicas que produce su recusación. La palabra divina, aunque se ordena esencialmente a la salvación, puede transformarse en motivo de condenación para quien la rechaza.
Estos trazo esenciales que descubrimos en los grandes discursos misioneros del libro de los Hechos como en los de Pedro (2, 14-29; 3, 12-26; 10, 34-43) y de Pablo (cf. 13, 14-52; 17, 22-31; 24, 24-25), los presentarán los diferentes misioneros, según el grado de preparación de sus oyentes, insistiendo en un hecho con preferencia a otro ante de llegar al objeto verdadero de la evangelización, que es Cristo. Un primer ensayo de adaptación de estas líneas señaladas a las situaciones particulares, se encuentra en los apologistas del siglo
segundo y tercero; posteriormente en el De catecbizandis rudibus de san Agustin y, en tiempos más próximos, en los grandes misioneros de la China y del Japon. En nuestros días, el crecimiento de nuestra población pagana en el mundo hace que la predicación misionera cobre gran actualidad y constituya la tarea fundamental de la Iglesia del siglo xx.
4. La catequesis
La catequesis forma que adquiere el anuncio del mensaje, en su dinamismo, es la catequesis. Quien se ha abrazado, con Cristo, el salvador, anhela conocerlo más profundamente, desea saber en que consiste la salvación que promete y que significado tiene la vida vivida a la luz de esta promesa. Y a satisfacer esta exigencia de conocimiento y profundización se dirige la presentación sucesiva del mensaje salvifico: la catequesis. La catequesis tiene como misión el iniciar al convertido en la vida cristiana, y explicarle los elementos de la conversión. Y esto es valido para los catecúmenos que todavía no han recibido las aguas bautismales, y para las personas bautizadas a una edad en que no podían tener conciencia de los compromisos que contrajeron por medio de sus padrinos con recepción del sacramento. En la catequesis, se tarta de iniciar en el misterio de Cristo a los que ya realizaron su conversación, haciéndoles penetrar el significado de los signos --bíblicos, litúrgicos y eclesiales ---- bajo los que se nos presenta, con el fin de forjar la personalidad del cristiano, y su modo de pensar y obrar en consonancia con su conversión. Todo ello supone la formación de la mentalidad cristiana8, del sensus Chistri (cf. 1, Cor 2,12). La catequesis, por tanto, no puede quedar reducida a la mera instrucción. No debe presentar solo la exposición sistemática de la doctrina y moral cristiana, sino que debe perseguir la formación completa de todo el hombre. Tiene, por consiguiente, que ponerlo en contacto con Cristo y presentarle lo que debe pensar y hacer para vivir de acuerdo con el cambio absoluto que se ha realizado en él por medio de la conversión. Esto, sin embargo, no impide que el elemento haya de realizarse en medio de una atmosfera sagrada, puesto que debe iniciar en el contacto con el objeto mismo de lo sagrado, el lugar ordinario de la catequesis en la escuela.
Al antigüedad cristiana nos ha transmitido una serie de catequesis. El ensayo mas autorizado y mas antiguo de ellas es el Símbolo de los apóstoles. Un eco de él, en la misma línea, son las catequesis de san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalén, san Agustín y Teodoro de Mepsuestia. Con el transcurso de los años, la exigencia catequética se concentra en los pequeños catecismos de la época moderna, a partir del Catechismus ad parochos, publicado por decreto del Concilio de Trento, hasta los de san Pedro Canisio y san Roberto Belarmino. De ellos se derivará también el florecimiento de manuales, que intentan adaptar la iniciación cristiana a las exigencias de la época. La tendencia de la catequesis actual, como hemos dicho en otra ocasión, es la de volver a la línea del símbolo de los apóstoles y de la catequesis de los padres de la iglesia. El ensayo mas conocido, dentro de esta línea, es el catecismo católico alemán.
En la catequesis, además, cabe distinguir una forma general, común a todos los cristianos. Liégé la denomina catequesis de la base10, y que se reduce al conocimiento del catecismo, y una catequesis especializada, que se realiza en función de determinados objetivos, dentro del ámbito de la iniciación cristiana. La primera pretenda dad al catecúmeno la iniciación doctrinal, moral y litúrgica necesaria para que el cristiano perciba lo que supone la fe en el pensamiento, en la conducta moral y en la vida de la comunidad, a la que ha sido incorporado o está a punto de serlo. Además, en la misma comunidad cristiana, cada uno está llamado a desempeñar una función determinada. Se requiere, por tanto, una catequesis que lo inicie en esa función. En este sentido, podemos hablar de una catequesis para preparar el matrimonio o para abrazar la vida de los institutos de perfección. Y, según se subraye, en la catequesis, un aspecto u otro de la existencia cristiana, podemos hablar de una catequesis dogmática, moral, litúrgica, bíblica, apologética o eclesial. Se trata, evidentemente, de poner el acento en cualquiera de estos matices señalados, puesto que no es posible concebir una catequesis exclusivamente moral ni exclusivamente dogmática o litúrgica. La catequesis por su misma naturaleza, es la iniciación al misterio de Cristo, que constituye el centro del dogma, de la moral, de la liturgia, de la sagrada Escritura, de la Iglesia, de la apologética y de cualquier otro aspecto de la realidad cristiana.
5.
La homilía
Tras la iniciación en el misterio de Cristo, sigue la vida en Cristo jesús, conforme a su doctrina y a su moral. Y a esta vida en Cristo corresponde la tercera presentación del mensaje, que persigue el hacerlo vivir. Nos referimos a la predicación litúrgica u homilía, que se dirige a los miembros de la comunidad cristiana. Caracteriza esta forma de predicación el marco litúrgico en que tiene lugar. Mientras que la evangelización puede realizarse en cualquier sitio, especialmente en las calles y plazas; mientras que la catequesis se debe tener normalmente en la escuela, la homilía sólo puede tener lugar durante la celebración litúrgica, como explicación y comentario de los textos bíblicos. Lo subraya incluso explícitamente la nueva constitución litúrgica:
<<
Se
recomienda encarecidamente, como parte de la misma litúrgica, la homilía, en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana>> .
Y la lectura de la Biblia, como sabemos, forma parte integrante de la liturgia, en cuanto que es la palabra de Dios la que produce la fe, elemento esencial en el culto12. Ciertamente la evangelización puede hacerla cualquier persona, aunque ex officio corresponde a la jerarquía de la Iglesia; la catequesis pueden darla incluso los laicos a quienes se otorgue un mandato especial; pero la homilía está reservada al sacerdote celebrante o, en caso de que éste no pueda hacerlo, a otro sacerdote presente en la asamblea. Esto significa que la predicación litúrgica en un acto de culto y, por lo mismo, propio de quienes han recibido un sacramento especial, que los deputa para si ejercicio en nombre de la Iglesia.
Este nexo íntimo y profundo entre la predicación y la liturgia, sugerido ya en los Hechos de los apóstoles (cf. 6,42; 20,7) y afirmado en los primeros documentos no canónicos de la iglesia primitiva13, forma parte de la misma naturaleza de la predicación y de la liturgia. La una no puede darse sin la otra. La predicación es la que hace que los signos litúrgicos adquieran su naturaleza de símbolos de una realidad sobrenatural. Sin la palabra, las
personas, las acciones y los gestos litúrgicos se quedarían en simples acciones o en meros gestos, sin relación alguna con la realidad que están destinados a significar.
La predicación, además, dispone a la recepción fructuosa de los sacramentos; aunque los sacramentos confieren la gracia ex opere operato, el hombre tiene que prepararse para recibirlo con actos de fe, de esperanza y de caridad. Y de estas virtudes, al igual que todo el orden sobrenatural, es presupuesto la fe que procede de la predicación.
De ahí derivase una consecuencia importante al determinar la finalidad de la homilía. Hay que buscarla dentro del ámbito de la liturgia. La homilía es un medio de que se vale la liturgia para alcanzar su propio cometido, es decir, la unión de los fieles a Cristo para que él, con él y por él ofrezcan a Dios el culto que le es debido. Esta unión se realiza por medio de los actos de fe, esperanza y cardad y por la recepción de los sacramentos. Es precisamente a través del ejercicio estas virtudes como los cristianos, incorporados a Cristo en el bautismo, se unen cada vez más profundamente a él, viven de su vida y se transforman en él. De estas tres virtudes, si bien la caridad es la más importante, pues constituye el término a que se dirigen las otras dos, la fe ejerce una función especial. Por una parte, hace el ejercicio de la esperanza y de la caridad; por otra, dispone a la recepción de los sacramentos, que también son necesarios para conseguir la asimilación a Cristo. La fe, pues, constituye el fundamento de toda la vida sobrenatural: ante de recibir la justificación, permite el primer contacto con Dios; después de ella, lo intensifica y desarrolla, posibilitando el ejercicio de la vida teologal y disponiendo para los sacramentos.
De esta suerte, la predicación, que es la causa instrumental de la fe (cf. Rom 10, 17) tiene que penetrar todos los estadios de la vida sobrenatural. En la evangelización, invita a la fe; en la catequesis aclara sus consecuencias y, en la homilía ejercita la virtud misma de la fe, que se nos infundió en el bautismo junto con la gracia santificante.
No se puede, por tanto, reducir la homilía a pura catequesis. Esta tiene como tarea específica y directa la instrucción, la iluminación de la inteligencia. Aunque, como es claro,
tenga que desembocar en la oración, su cometido inmediato sigue siendo el de instruir e iniciar al misterio. La escuela en que se da, no es la iglesia. En la homilía sucede todo lo contrario: su mira inmediata es la oración, el ejercicio de las virtudes teologales. Naturalmente que para conseguir este cometido, no hay que prescindir, ni se debe, del contenido intelectual.
6.
La catequesis y la homilía
La distinción establecida entre el fin de la homilía y el fin que persigue la catequesis, nos ayuda a comprender las otras diferencias que distinguen a estas dos formas de la predicación. La catequesis, lo repetimos una vez más, se dirige a la inteligencia y tiene como fin instruir y formar al hombre según el modo de pensar cristiano. La homilía, en cambio, afecta inmediatamente a la voluntad y el sentimiento; su objetivo es mover la voluntad a vivir de acuerdo y al sentimiento; su objetivo es mover la voluntad a vivir de acuerdo con las exigencias de la nueva vida que se nos ha injertado en el bautismo. La catequesis es sistemática precisamente por dirigirse a la inteligencia. Aunque parta de la Biblia, de los hechos de la historia de la salvación busca en ellos la verdad, los principios y las ideas que permiten descubrir la unidad intima que hay entre ellos. Los hechos, proclamados ya en la evangelización, tienden, en la catequesis, a transformarse en ideas y a manifestarse como signos de la intención de Dios tiene sobre la historia. En la homilía, en cambio, los hechos continúan siendo tales, es decir, manifestaciones del amor de Dios, y pretenden suscitar una respuesta de amor por parte del hombre. La homilía tiene en cuenta, en los hechos bíblicos, más bien su elemento afectivo; se fija más en el corazón que en la mente de Dios. De ahí que no sea tan sistemática como la catequesis y que se atenga más directamente a la Biblia. También se dan diferencias respecto al estilo. En la catequesis es más didáctico, puesto que ha de poner de relieve el elemento racional, la coherencia intrínseca de la revelación o los elementos históricos o apologéticos. En la homilía, el estilo es más lírico y vivaz, pues tiene que mover la voluntad del cristiano.
Diferencias también en cuanto a la energía con que se explican. La catequesis es más serena y estática; la homilía, más dinámica y arrebatadora. Estas divergencias aclaran asimismo los peligros a que están expuestas las susodichas formas de predicación. La catequesis corre el peligro de caer en lo abstracto, en lo abstruso, en lo erudito y en lo polémico; todos estos peligros son defectos de la inteligencia. La homilía, en cambio, tiene el riesgo de convertirse en retórica, sentimentalismo o moralismo, que constituyen otros tantos defectos de la voluntad y del sentimiento. Podemos concluir, por consiguiente, que la catequesis y la homilía son dos formas de predicación diversas e irreducibles la una a la otra, con fines distintos y medios diferentes dirigidos a conseguir esos fine. La una se adecua a la escuela, en la que enseña; la otra, al culto, que constituye oración.
De esta suerte, pues, la transmisión del mensaje cristiano, en su dinamismo, puede asumir tres formas: la evangelización, la catequesis y la homilía.
A pesar de ello, la diferenciación no tiene que hacer olvidar la unidad que hay entre ellas. Precisamente por ser formas de la misma predicación, han de tener no pocos elementos comunes. En la evangelización no faltan elementos catequéticos o didácticos. No se puede presentar a Cristo, evidentemente, sin decir de algún modo quién es y lo que significa para la vida humana, cual hiciera Pedro según el capitulo segundo de los Hechos de los apóstoles. Por otra parte, tampoco la catequesis y la homilía pueden prescindir de ciertos elementos de evangelización, habrá que evocarla. Se trata, pues, de una cuestión de acento, de primacía de un factor, sin que por ello se excluyan los otros. Si bien es cierto que esta primicia y los fines que persigue son suficientes para considerar como independiente a ninguna de ellas.
No obstante toda su rica variedad, el fenómeno de la predicación continúa siendo único.
La unidad y variedad del fenómeno de la predicación explican las indecisiones de la terminología del Nuevo Testamento en este punto: designar la evangelización, se sustituye a veces con
, que es el verbo clásico para , el verbo técnico de la catequesis.
Así, en Rom 6, 21, los dos verbos aparecen juntos para indicar la catequesis moral. Del mismo modo,
puede significar la evangelización (véase, a guisa de ejemplo, Lc 1, 4:
según la opinión más probable, el evangelista hace referencia a la evangelización ya escuchada por Timoteo, a quien, en esta oportunidad, Lucas dirige su catequesis). Es siempre una cuestión de acento la que distingue las diversas formas de la predicación.
15
LA TERMINOLOGÍA
Al final de nuestro estudio, queremos afrontar un problema que hemos dejado sin resolver: la cuestión de la terminología. Es preciso hacerlo, pues la confusión de los términos podría repercutir en los conceptos, en un problema tan actual, a la vez que tan complejo, como el de la predicación.
Tendremos que admitir, en primer lugar, que a este respecto reina una fluidez tal de vocabulario, que resulta muy difícil, incluso a los mismos especialistas, entenderse entre si. Así se pudo constatar también en el congreso de Eichstatt, donde, debido a la presencia de expertos procedentes de numerosas naciones y tendencias diversas, esa fluidez de términos tuvo la gran oportunidad de manifestarse. Y dificulto no poco el dialogo, que constituía uno de los objetivos principales del congreso. Vale, pues, la pena decir, en este último capítulo de nuestra investigación, una palabra que sirva para hacer un poco de luz en este punto, donde reina tanta confusión. Nuestro método consistirá en la enumeración
y examen de los términos que emplean los estudiosos;
trataremos de establecer así cuáles de entre ellos responden mejor a la realidad que deben expresar.
1. Kerigma
Comenzamos con el término Kerigma. De su significado hemos escrito brevemente en un articulo1. Aquí nos interesa desde el punto de vista terminológico, con lo que reanudamos así el estudio del mismo.
Para los teólogos de la Verkündigunstbeologie, el kerigma es el mensaje cristiano, es decir, el evangelio en su contenido de buena nueva de la salvación, que ha de anunciarse a todos los hombres. << Entendemos por kerigma, escribe Jungmann, la doctrina cristiana en cuanto está destinada a ser objeto de anunciación o predicación, es decir, a ser propuesta con todo su valor fundamento de la vida cristiana<<2. Por eso aquí que distinguirlo del mismo mensaje en cuanto estudiado por la teología científica y presentado como un sistema de conocimientos. Predicar el kerigma, en este contexto, no significa sino predicar el evangelio, predicar el mensaje cristiano en toda su pureza y sin infiltración de las categorías teológicas. A pesar de ser inseparables, la teología y la predicación tienen leyes propias y no se pueden reducir la segunda a una vulgarización de la primera.
El mismo concepto tiene Hugo Rahner. Entiende por kerigma
<<
la predicación de las
verdades divinas según la conexión en que las ideara e incluso predicara la divina sabiduría y precisamente en la forma en que la Iglesia, desde sus albores, predicara la revelación de Dios en su magisterio ordinario>>3.Esto significa, en concreto, que la predicación ha de centrarse en la historia de la salvación, como en los primeros siglos de la Iglesia, según podemos apreciar en las catequesis de san Cirilo de Jerusalén, de san Agustín y, en general, de los padres hasta el siglo XII. También Hofinger identifica kerigma y mensaje. Aunque conoce el significado de kerigma como referido a la predicación misionera. Piensa que esa limitación es <<exagerada>>.
En Geiselmann el vocablo adquiere un matiz distinto.
A pesar de atribuirle el significado técnico de predicación apostólica primitiva, sea de los doce, sea de Pablo, no lo estudia, sin embargo, en su función misionera. Según el teólogo de Tubinga, el kerigma es el anuncio de la historia de la salvación. Como tal debe constituir la
<<
norma>> de la cristología y de la predicación. Pero no la
considera, por eso, una forma especial de predicación, distinta de las otras.
La acepción de Geiselmann puede servir de paso a la sentencia de aquellos estudioso, que estudian el kerigma como una forma especial de la predicación, que consiste en presentar de manera solemne y global el mensaje cristiano a los no cristianos, judíos y paganos, con el fin de obtener su conversión (metanoia). En este sentido lo entienden, tras de Dodd y Hunter, Rétif, Liégé, Hitz, Henry y otros. A esta forma se le llama también evangelización, predicación misionera o evangelización propiamente dicha. Hay quien la denomina incluso predicación kerigmática.
Correlativamente a estas diferentes concepciones, la expresión teología kerigmática adquiere
como
significado
diverso.
En
las
discusiones
promovidas
por
la
Verkündigunstbeologie. indica el ensayo de una teología de la predicación distinta de la teología estrictamente científica. Abandonado este proyecto, la expresión puede mantenerse, según Jungmann, para
todas las discusiones teóricas y esfuerzos prácticos
<<
que sirven para hacer valer y fomentar el kerigma, y conducen a una renovación, en cuanto al contenido, del mensaje en la predicación, catequesis y disposición del culto >> . El mismo autor afirma que se hablaría con más exactitud de kerigmática, siempre que entrara de nuevo a formar parte la materia de la catequética y de la homilética.
Por lo general, en los autores de lengua alemana, la kerigmática en la ciencia de la predicación o, incluso, el estudio de la teología que tenga en cuenta no sólo el aspecto racional del mensaje cristiano, sino también el dinámico y pastoral.
Mas simplemente, por el contrario, quienes conciben el kerigma en su función misionera, piensan e que la kerigmática es la teología de la misión o la teología de la evangelización.
Fluido e indeciso es también el significado del adjetivo kerigmático. Siempre que el término no se sustantivaza para designar a los teólogos de la Verkündigunstbeologie, en referencia a los vocablos movimiento o renovación, sirve para expresar el predominio del contenido sobre el método. Y ésa es la idea base del movimiento llamado precisamente kerigmático. Este defiende que la renovación de la predicación cristiana tiene que buscarse, antes que en el método, en las materias que se predican. Fuera de este contexto, cuando el adjetivo no se refiere a la predicación misionera, sino a la predicación en general, quiere significar que la predicación, por ser anuncio del mensaje evangélico, tiene que ser viva y ceñirse a la realidad personal y social del cristiano. Dicho más brevemente, la predicación kerigmática es la que se puede percibir como siendo palabra de vida (cf. Fil 6, 16), de gracia (cf. Hecho 14, 3), de salvación (cf. Rom 1, 16) y de reconciliación (cf. 2 Cor 5, 19). Kerigmático es el dinamismo del evangelio, que revive en la predicación.
2.
Catequesis
Si pasamos ahora del examen del término kerigma al de catequesis, encontramos en él la misma imprecisión y variedad de significados. Sobre su aceptación no están de acuerdo no siquiera quienes entienden por kerigma la predicación misionera. Para Liégé, la catequesis indica <<de un modo muy general, cada una de las realizaciones de la función profética de la iglesia en orden a la santidad>>17. Es decir, se identifica con el ministerio de la palabra, y abarca dos formas de evangelización: primer anuncio de salvación a los no-cristianos, y la catequesis propiamente dicha que determina para la vida cristiana las exigencias morales y doctrinales de la kerigmática o evangelización. La misma terminología ha mantenido el autor en escritos porteriores18, aunque con algún nuevo matiz. P. Hitz es aún más fluido en su terminología. La catequesis es, a veces, sólo una forma de evangelización: la que explica a los fieles los elementos de la fe y de la vida cristiana. Se distingue de la predicación misionera o evangelización propiamente dicha, que se dirige a los paganos, y de la didascalia o enseñanza religiosa superior, que trata de penetrar los misterios revelados del cristianismo20. En otro lugar, en cambio, Hitz se acerca a Liégé,
pues define la catequesis como el
anuncio de la palabra salvifica de Dios. Y aquí se
<<
abarcan todos los géneros de esa proclamación: desde la primera predicación misionera hasta la catequesis mistagógica más elevada>>21. La catequesis, en este caso, se identifica con el mismo constituyen otras tantas diferentes formas de catequesis.
Según Rétif, la catequesis es sólo una forma de la predicación: aquella que sigue al anuncio del kerigma. Pertenece más bien al género de la enseñanza. El Nuevo Testamento la designa con el verbo
. Aunque afirma que, en algunos casos el termino
y
22
indican el kerigma y la enseñanza propiamente dicha , Rétif piensa decir que
tiene
<<
la significación determinada de instruir, con un matiz marcadamente doctrinal y con la frecuente connotación de la actitud moral, que es preciso asumir>>23. La catequesis, por tanto, es una forma de la predicación, distinta del kerigma. En tanto que ésta, por estar dirigida a los paganos, tiende a suscitar la conversación y la fe, la catequesis instruye y enseña, hacer tomar conciencia de todo lo que implica la conversión. Por eso puede designársela justamente como predicación de la iniciación cristiana. Rétif habla también de la
, con la que se designa la profundización ulterior de la catequesis, que se alcanza
especialmente con las << Lecciones de la Biblia>>.
Charles Moeller distingue dos aspectos en el misterio de la palabra: la predicación propiamente dicha y la catequesis. La primera esta unida a la misión profética de la Iglesia e invita a los hombres a que se conviertan. Anuncia la buena nueva. Así es la predicación apostólica,
testimonio de la resurrección en medio de un mundo y de un imperio
<<
profundamente paganos>>25. A ella corresponde lo que otros llaman kerigma o predicación misionera. La catequesis, por el contrario, se dirige al hombre ya convertido, para instruirlo más profundamente en los misterios de la revelación y hacerlo penetrar
en un
<<
conocimiento que eliminará y enfervorizará más su fe>>.
La lectura de la Biblia, el frecuentar la liturgia y el estudio de los dogmas de la fe constituye algunos de los aspectos de la catequesis27. E incluso llega este autor a presentar a la predicación y a la catequesis como <<dos aspectos de la evangelización>>.
En el vocabulario de Moeller, por tanto, la predicación y la catequesis son dos aspectos de la evangelización: la primera comprende la predicación misionera, que otros llaman kerigma; la segunda abraza todas las especies de la iniciación cristiana, incluida la litúrgica.
Más características es la terminología de Congar. Al hablar de la predicación de los laicos, distingue entre el testimonio y la predicación propiamente dicha. Aquél, que es tarea de cada uno de los cristianos, se dirige al mundo que todavía no se ha incorporado a la Iglesia; mientras que la predicación va destinada a los fieles y es, normalmente, <>30. El mismo Congar, aludiendo al artículo anteriormente citado de Moeller advierte la diferencia que hay en su terminología y la del estudioso belga. Congar llama predicación a lo que Moeller califica como catequesis, y testimonio a lo que el belga entiende como predicación31. Mayor precisión tiene el vocabulario empleado por Jungmann. Según él,
<<
catequesis y predicación son las dos
formas principales en que se ejerce el magisterio eclesiástico>>. La primera de ellas persigue el desarrollo y conservación de la vida sobrenatural; la segunda consiste en el introducción fundamental al conjunto de la doctrina cristiana y esta destinada, por lo general, a los jóvenes, que ya recibieron la gracia en el bautismo. Los problemas que origina esta introducción, han hecho surgir la ciencia de la catequesis o catequética, que Jungmann juzga hermana de la homilética. La predicación, pues, es un término que se aplica preferentemente a la homilética.
Henry ha introducido un vocablo nuevo en el contexto de la terminología de la predicación. El distingue en la acción eclesial la misión, la catequesis y la pastoral. Los destinatarios de la misión son los incrédulos, y persigue como objetivo la conversión (el mismo autor advierte que otros emplean la palabra evangelización o kerigma para designar la misión)34. La catequesis, en cambio, explana por rudimenta fidei a quienes ya se convirtieron y los prepara así para recibir el bautismo.
La pastoral finalmente, representa la última fase de la formación cristiana. <<Se dirige a los bautizados e iniciados para proporcionarles la madurez en Cristo. Instrucciones
dominicales, homilías, preparación a los sacramentos (excepto el bautismo) y a la dispensación de los mismos, exhortaciones, educación y gobiernos de la comunidad cristiana, enseñanza teológica, etc., son algunos de los cometidos de la pastoral>>.
La pastoral, por consiguiente, equivale a la acción eclesial para con los bautizados.
La misma indecisión y fluidez reina en el vocabulario de los especialistas italianos.
Carlos Colombo, en un artículo sobre la teología kerigmática, designa con el término de evangelización
<<
toda la actividad de la Iglesia dirigida a la transmisión y formación de la
fe en el pueblo>>. El mismo significado amplísimo tiene el término<<predicación>>. Ambos son equivalentes y expresan el ministerio de la palabra en todas sus formas.
Idéntica terminología emplea Grazioso Ceriani, quien habla de una predicación>>, propia del obispo, y de la
<<
<<
misión de la
misión de evangelización recibida por el
sacerdote>>. Habla también de una <>.
El padre G. B. Cannizzaro, prefiere emplear el vocablo predicación para expresar el ministerio de la palabra y distingue en él dos modos: uno que engendra la fe en quien no la tiene y otro que instruye en la fe, que ya fue presentada anteriormente40. El docto benedictino, si no me equivoco, hace entrar de nuevo en la misma forma de predicación la materia de la homilía y de la catequesis.
Mas completa resulta la terminología del padre Spiazzi. Distingue tres tipos y formas de predicación. Los tipos son la
y la
. La primera es la iniciación a los hechos
fundamentales (homilética) y a los grandes principios (catequesis) de la vida cristiana; la segunda es una instrucción más completa para cuantos tienden a la perfección. Con referencia a las funciones de la predicación --- la exhortación y la enseñanza---, tenemos
una predicación pastoral (homilética y catequesis) y una predicación de exhortación no estrictamente pastoral, que se persiga la formación de la inteligencia o de las costumbres o la defensa de la fe. En total, pues, encontramos cinco formas.
Como puede fácilmente apreciarse, la diferencia terminológica entre cuantos se ocupan del problema de la transmisión del mensaje cristiano es muy notable. Se puede imaginar también la confusión que de ello se deriva.
La transmisión del mensaje en general, prescindiendo de sus formas concretas, se designa respectivamente por catequesis (Liégé y Hitz), evangelización (Moeller, Colombo, Ceriani), predicación (Cannizzaro y otro más).
En cuanto a las formas particulares que asume el mensaje en su dinamismo, hay quien llama a la primera presentación del mensaje a los no-cristianos, kerigma, evangelización o predicación misionera (Liégé, Rétif, Hitz), predicación (Moeller) o testimonio (Congar), catequesis (Rétif) o catequesis propiamente dicha (Liégé). Respecto a la predicación litúrgica, en general los autores franceses e italianos tienden a encuadrarla dentro del ámbito de la catequesis, mientras que los alemanes prefieren distinguirla de ella. Los autores que hemos examinado hasta ahora, por lo demás, reducen a dos las formas de transmisión del mensaje: los franceses hablan de predicación misionera y de catequesis; los alemanes diferencian la catequesis y la homilética. Rétif habla de una tercera forma, Henry de tres y Spiazzi de cinco.
3. Las causas de la divergencias
Después de la árida presentación de tantas opiniones diversas, podemos preguntarnos porque razón no han llegado los autores a ponerse de acuerdo acerca de la terminología, en un problema de tanto interés para la pastoral.
El primer motivo, en nuestra opinión, se debe buscar en la novedad del estudio. Hace poco más de dos decenios que han comenzado los teólogos a preocuparse de los problemas que entraña la predicación. Naturalmente, las cuestiones no están todavía tan delimitadas como para permitir una terminología bien definida. La falta de una teología de la predicación ha traído como consecuencia que cada autor, al tratar de los problemas que a ella se refieren, se ha tenido que basar o en conceptos empíricos, necesariamente imprecisos y vagos, o en el modo particular de enfocar este o aquel problema concerniente a la predicación y a sus relaciones con el conjunto de la pastoral. Es más, avanzado otro poco, podemos decir que ha sido la falta de reflexión teológica sobre toda la actividad eclesial, ¿por qué no hablar de la carencia de una teología de la pastoral misma?, la que ha impedido encuadrar la predicación en el marco de la actividad y de la vida de la Iglesia.
Esta observación tiene validez incluso respecto a los teólogos alemanes, quienes, por existir en sus universidades, desde hace dos siglos, cátedras de pastoral, han tenido más ocasiones y motivos para ocuparse de la predicación. También ellos concibieron la pastoral más bien en su perfil práctico, como conjunto de normas concretas en orden al ministerio apostólico, que como una autentica ciencia. Ello explica que también en Alemania se haya sentido la necesidad de una teología de la predicación.
A este motivo de tipo general, hay que añadir otro que se refiere a la predicación misionera, al kerigma: las diversas exigencias que han provocado, en los diferentes países, los estudios acerca de la predicación. La crisis de la predicación no conoce fronteras; en todas partes causa inquietudes y se la estudia a fin de salirle al paso y superarla.
Sin duda fueron los teólogos alemanes los primeros que se ocuparon de ello en el aspecto especulativo. Si queremos precisar todavía más, hay que decir que fue el libro de Jungmann44 el que atrajo la atención de los teólogos sobre una materia que también a ellos afectaba. No obstante, lo que movió a la investigación al teólogo de Innsbruck fue la dolorosa experiencia de cómo se vivía en algunas parroquias la vida cristiana. De la experiencia paso a la reflexión y tuvo que concluir que la predicación no es una simple
vulgarización de la teología. Conforme hemos apuntado un poco más arriba, se hicieron intentos para crear una nueva teología llamada kerigmática. Pero en todo este movimiento se tenía siempre presente la predicación y la vida espiritual de nuestros países tradicionalmente cristianos. Ello impidió que, al estudiar las fuentes bíblicas de la predicación apostólica, del kerigma, se percibiese su aspecto que tan de menos se echaba en la vida cristiana de muchos fieles y en la predicación fragmentaria y moralística. El estudio del kerigma apostólico se hizo, pues, con vistas a la renovación de la vida de los cristianos y no en función misionera. Esta explicación aclara ciertamente el motivo de porque, en la problemática alemana, la predicación misionera, la dirigida a los no-cristianos, no han encontrado acogida en el conjunto de su estudio. Las investigaciones seguían otros rumbos.
La problemática francesa, en cambio, nació de otra exigencia diferente. Arranco no de la vida cristiana existente, que era preciso renovar, sino de inexistencia misma. La descristianización había llegado a tales alturas, al menos en algunas zonas del país, que se podía hablar de paganismo. La predicación, por tanto, cuya crisis se proclamaba sin reticencia alguna, tenia que entendérselas con paganos, no con cristianos lánguidos y anémicos. Por consiguiente, cuando los estudiosos empezaron a examinar el libro clásico del predicación, el de los hechos de los apóstoles, lo hicieron con preocupaciones profundamente misioneras: cómo habían presentado los apóstoles a Cristo a los paganos de su tiempo, y ver hasta que punto su predicación podía servir de norma a los misioneros de hoy. Esta preocupación nos explica el que los especialistas franceses, coincidiendo en ello con las investigaciones de algunos exegetas, hayan descubierto, en la predicación de los apóstoles y de la Iglesia primitiva, el ángulo misionero con preferencia a cualquier otro. Naturalmente esto ha tenido de la predicación genérica, aquella forma especial del anuncio del mensaje que hemos llamado kerigma, diferente de las dirigidas a quienes ya son cristianos. De ahí proviene la significación especial del término kerigma y de sus derivados, en los estudios que hemos visto hace poco. Este término se ha añadido a los de catequesis y homilética que ya eran conocidos. Por otra parte, su descubrimiento determinó que se vieran todos bajo una nueva luz. Y de ahí la confusión e indecisiones que hemos apuntado.
Existe además una tercera razón de carácter filológico: la fluidez de la terminología empleada en el Nuevo Testamento. Los verbos que más frecuentemente se utilizan para indicar el anuncio del mensaje cristiano son
y
.Pero estos verbos revisten
tantos matices que resulta muy ardua la tarea de precisar su sentido exacto. Friedrich cita treinta y dos verbos, que guardan una estrecha relación con
---
4. La terminología
Procuraremos ahora fijar una terminología. Proponemos que se califique con los términos predicar y predicación en anuncio del mensaje en general. De esta suerte esos dos vocablos, aunque se puedan aplicar genéricamente al kerigma, a la catequesis o a la homilética, no puedan designar específicamente a ninguna de esas tres formas.
Esas dos palabras me parecen más adecuadas que las de catequesis o evangelización, para expresar esa tarea genérica de la transmisión del mensaje. En efecto, predicar es la traducción del vocablo griego
que, a su vez, equivale a
Cristina Mohrmann, la traducción de denominativo de
. Según la opinión de
por praedicare parece <<normal>>, pues es
; por otra parte, praedicare parece que va unido <<de una u otra forma
a praeco, heraldo>>.Y añade que, a pesar de que
praedicare se emplee en sentidos muy
<<
diferentes y con textos muy diversos, su sentido cristiano primitivo no se borre jamás: la idea de un mensaje proclamado está siempre viva
49
>>
. Predicar y predicación expresan,
pues m con exactitud, la naturaleza de la palabra de Dios que se transmite, así como su cualidad de historia y conjunto de hechos realizado por Dios para encontrarse con el hombre y admitirlo a la participación de la vida divina. Pero es evidente que los hechos se anuncian, se proclaman. En una palabra, se predican, no se enseñan. A ellos corresponde por parte del hombre la fe, no la ciencia. Todo esto salta a los ojos en el kerigma, que en la proclamación de Cristo muerto y resucitado. Pero también se percibe en la catequesis y en la homilética. La catequesis, en efecto, es el desarrollo del kerigma, es decir, de hechos en que, sin duda alguna, se contiene una doctrina y una moral, pero que continúan siempre
siendo hechos, cuya naturaleza no hay que olvidar nunca. Por más que en la catequesis se razone y se den explicaciones, es decir, se haga apologética, moral, historia, etc., no hay que perder nunca de vista los hechos. Lo mismo habría que repetir acerca de la homilética, que es el comentario y la proclamación de los hechos bíblicos.
La predicación, además, destaca uno de los aspectos de los hechos proclamados: su solemnidad. El mensaje cristiano no consta de simples hechos, sino de los acontecimientos más formidables que jamás hayan sucedido, de los magnalia Dei, según la expresión del libro de los Hechos de los apóstoles (2, 11). Ahora bien, el término latino praedicare tiene también el sentido de alabar, de celebrar. Este sentido aparece ya en el latín eclesiástico del siglo IV. La cosa, a nuestro parecer, no carece de importancia, puesto que la predicación es auténtica alabanza de Dios, en cuanto que proclama sus obras más estupendas. Entre ellas las más admirables resultan la encarnación y la redención. Proclamarlas a voz abierta cual lo hace
, constituye la mayor alabanza que el hombre pueda rendir a Dios.
Así la predicación se convierte en acto de culto no solo cuando se halla en relación con la liturgia, sino siempre y en todas sus formas. Constantemente y en casa uno de los lugares, la predicación glorifica al señor, proclama e ilustra sus obras admirables, invitando a los hombres a reconocer su grandeza y su sabiduría.
El termino predicación, por ultimo, subraya la función instrumental del hombre en el anuncio del mensaje. La etimología de ----- pone al heraldo en relación con otra persona, con aquel que le a encomendado transmitir la buena nueva. En la predicación se comprende esto mejor que en los mismos hechos humanos. El predicador no solo habla en nombre de Dios, porque ha recibido de el la misión y el poder de hacerlo (cf. Mt 28,18-20), sino que además haba como instrumento de que se sirve dios para transmitir su plan salvifico. somos, pues, embajadores de rito, como si Dios os exhortara por medio de nosotros>> (2
<<
cor 5,20).
Los términos de catequesis y evangelización que emplean algunos autores, no nos parecen, por el contrario, tan precisos para expresar la transmisión del mensaje. El vocablo catequesis, como veremos en seguida, se aproxima demasiado al genero didáctico como para poder indicar que la realidad que se transmite no es, estrictamente hablando, un sistema de ideas, sino una historia y, en definitiva, una persona, que constituye el centro y el sentido de esa historia. Evangelización, por su parte, evoca demasiado fuertemente el anuncio primero del cristianismo a los paganos; no sirve, pues, para expresar fácilmente el anuncio de las palabras de Dios a los catecúmenos y a los cristianos ya bautizados y adúlteros en la fe. Estos últimos han sido ya la proclamación del evangelio.
5. La predicación misionera o evangelización
Si la palabra predicación expresa suficientemente el acto de la transmisión del mensaje cristiano, ¿con que términos designaremos las diferentes formas en que se concreta?
En cuanto a la predicación misionera, la que se dirige a los paganos con miras a su conversación, creemos que el vocablo mas apto es el de evangelización. Nada impide, naturalmente, denominarla también kerigma o predicación misionera. Más kerigma, aunque se puede justificar por la Escritura, será siempre un término griego, que tiene un matiz exótico para nuestros oídos. Predicación misionera es una expresión bastante vaga y puede dar lugar a falsas interpretaciones. La predicación misionera no es, en efecto, exclusiva de los países de misión, sino que constituye un aspecto permanente del anuncio de la palabra divina. Es más, reviste carácter normativo para cualquier especie de predicación. No hay que perderla nunca de vista; es preciso referirse a ella continuamente. Siendo esta así hablar de ésta como de
predicación misionera>> podría origina equivocos52. El mismo riesgo
<<
ocasionar el término misión. Este, además, tiene el inconveniente de ser demasiado genérico. La evangelización, al igual que la predicación en general, constituye una parte de la misión de la Iglesia abarca todos los poderes conferidos a los apóstoles para la difusión del reino de Dios en el mundo (cf. Mt 28, 18-20).
Evangelización, en cambio, además de enunciar con precisión exacta el anuncio del evangelio a los paganos, no se halla tan estrechamente unida a este anuncio misionero como para no poder indicar al mismo tiempo una función permanente de la misma predicación. Según se puede apreciar, trátase de matices y detalles, con los que es posible el lector esté o no de acuerdo.
Ni tampoco nos parece acertado llamar a la predicación misionera testimonio. Este, aunque se verifica preferentemente en la predicación misionera, no es algo exclusivo de la misma, sino que se extiende a todo anuncio del mensaje, sea cual fuere la forma en que se proclame. La predicación es testimonio (cf. Hecho 1,8) por ser el anuncio de los hechos de la historia de la salvación, es decir, de aquellos hechos cuya importancia reside no sólo en su verdad, sino también en su significado para la vida. La muerte y la resurrección de Cristo, punto central de la predicación de los apóstoles, nos interesan no solo porque han sucedido realmente, sino porque han tenido lugar para nuestra salvación, ahora bien, nadie, puede difundir la significación de los hechos sino aquella persona que puede presentar en la propia carne, por así decirlo, el valor que tiene con respecto a la vida. Pero esto vale, como hemos visto, para cualquier especie de predicación. El predicador, ya evangelice, ya de la catequesis, ya haga la homilía, es siempre un testigo. No será predicador sino en la medida en que es testigo del significado de los hechos que proclama. Y esto es válido incluso para los seglares de quienes se puede decir, no importa en este momento con qué título, que son predicadores y que participan de la potestad de magisterio de la Iglesia.
6. La catequesis
No nos parece, en cambio, que puedan existir dudas acerca de la exactitud del término catequesis para designar la predicación de la iniciación cristiana. La palabra griega correspondiente de
. Significa en el Nuevo Testamento, y especialmente en san Pablo,
la instrucción acerca del contenido de la fe (cf. Gal. 6, 6) o la profundización de los hechos
ya conocidos (cf. Lc 1, 4). El otro verbo que emplea el Nuevo Testamento es tiene el sentido de instruir
<<
, que
como un matiz marcadamente doctrinal y la frecuente
connotación del comportamiento moral que es preciso tener>>. Rétif advierte también que la catequesis se da sentado, en la actitud del maestro que enseña y no en la del heraldo, que grita a plena voz.
Sin embargo, de los verbos, el que mejor muestra la realidad de la instrucción religiosa es . En efecto, etimológicamente significa resonar. Incluye, por tanto, el concepto de una enseñanza oral proveniente de la viva voz del maestro. El maestro sirve así al catecúmeno de pantalla de resonancia (1 Cor 12, 25; Ef 4, 11). No solamente esto; hay algo más importante aun, a nuestro juicio: la etimología expresa bien que en la instrucción religiosa, a diferencia de lo que sucede en la profana, no se comunica algo que el hombre podría descubrir por si mismo sino algo sobrenatural que solamente se reconoce ex auditu (Rom 10, 17). La actitud del catecúmeno no es la de aquel que a través del método socrático, encuentra y expresa lo que posee en sí mismo; sino la de aquel a quien hay que comunicar algo desde fuera. Su actitud es la del oyente.
Lo que el termino
catequesis>> no expresa adecuadamente es que la instrucción religiosa
<<
no es una simple comunicación de ideas, sino de hechos y de acciones destinadas a convertirse en principios del pensamiento y de la conducta moral. Pero esta deficiencia queda suplida por la misma naturaleza de la predicación, una de cuyas formas en la catequesis. También por esto el vocablo
predicación>> es preferible a cualquier otro para
<<
indicar el fenómeno general de la transmisión.
El campo de la catequesis comprende una serie de catequesis particulares, con las que se realiza la educación religiosa, no sólo la elemental y común a todos, sino también la especializada, hecha con miras a las diversas funciones que el cristiano tendrá que desempeñar en la vida57. Parece que entre estas formas de catequesis hay que incluir también la que Rétif llama
y que él distingue tanto del kerigma como de la didaché
o simple catequesis. Según este mismo autor, mientras que la
confiere en la
preparación del bautismo o después de su recepción, premier>>, la
<<
L’enseignement moral et doctrinal
<<
vient encuite approfondir cette formation, gráce surtout aux lecons
de I’Ecriture et à la réflexion chrétienne>>. Con ello se indica que en la didaché al igual que en la didaskalia, prevalece el elemento intelectual, es decir, la instrucción, con la diferencia, sin embargo, de que en la primera es más elemental y más profunda en la otra. Pero el fin de ambas se encuentra siempre dentro del ámbito de la instrucción. Trátase, por tanto, de una distinción dentro de la misma catequesis, que no puede fundamentar un tipo de predicación independiente y autónomo.
7. La homilía
Llegamos así a la tercera de la predicación, a la forma litúrgica. ¿Será posible designarla con un término especifico? En general se la denomina homilía, palabra griega transportada a nuestros idiomas modernos. A pesar de que con ella se designaba el discurso del papa o del obispo durante la misa, se aplica también a la explicación del evangelio hecha por el sacerdote.
La homilía es, esencialmente, un discurso familiar entre los miembros de una misma comunidad cristiana. En ella se difuminan todas las diferencias sociales y solo se emplea el apelativo <>. La Iglesia es la sociedad del los <> mejor dicho, convocados>> por la palabra de Dios, para formar el nuevo pueblo de Dios sobre la tierra,
<<
preparando así la sociedad escatológica. Y a esta comunidad se dirige el sacerdote para anunciarles la palabra de Dios y su voluntad divina, a fin de que responda con la oración y la caridad. Con el único texto del Nuevo Testamento que lo utiliza (cf. Hecho 20, 11). La palabra equivalente latina es sermón; los padres la reservan generalmente para designar la predicación litúrgica.
Pensamos que la palabra homilía es acertada ya que expresa la idea de discurso familiar y distingue suficientemente la predicación litúrgica de la catequesis, en la que aparece la
figura del maestro. En la homilía, el jefe de la asamblea hablar a los hermanos, entre quieres no existen diferencias; no habla, pues a los alumnos. Su cometido es la exhortación y no la enseñanza.
Carecemos todavía, sin embargo, de un término preciso para expresar la acción del que tiene la homilía. Tenemos que recurrir a una circunlocución: hacer la homilía o explicar el evangelio
CONCLUSIONES
Como final de nuestro estudio, deseamos volver a andar el camino recorrido, para indicar las conclusiones a que hemos llegado.
1.
el punto de partida de nuestra investigación ha sido la predicación de los apóstoles.
Hemos procurado señalar el objeto de la misma, examinando las expresiones con que se la designa en el Nuevo Testamento. Nos hemos detenido particularmente en la noción de misterio empleada por san Pablo en sus cartas, que permite se le reconozca a la predicación cristiana todo el significado que tiene en la historia de la salvación. El misterio lo constituye, según el apóstol, el plan de salvación que Dios pensó desde toda la eternidad y que, conforme a sus designios, ha revelado en la plenitud de los tiempos. En el punto geométrico del mismo se halla la persona de Cristo muerto y resucitado. La revelación, por tanto, es esencialmente la intervención de Dios en el espacio y en el tiempo para invitar al hombre a la salvación, a la participación de su naturaleza divina, al dialogo trinitario. El cristiano, por consiguiente, es el mensaje de salvación, el anuncio de la voluntad salvífica de Dios, es decir, de la llamada del hombre a participar de la vida divina. Este mensaje se identifica con la persona de Cristo, que no es solamente el heraldo del mensaje, sino su mismo contenido. El no sólo indica el camino de la salvación, sino que el mismo es la salvación. La completa originalidad de la predicación como forma de comunicación radica
en este punto. No constituye, propiamente hablando, una enseñanza, aunque revista ciertas analogías con ella, sino la proclamación solemne de que Cristo es el salvador. El objeto de la predicación no es un objeto, sino un sujeto.
2.
ampliando nuestro examen, hemos visto que este sujeto no es únicamente un
personaje histórico muerto y resucitado hace veinte siglos y cuyo mensaje proclama hoy la predicación, sino que es una persona que esta presente y actúa en la misma predicación. Cristo no es solo aquella persona de quien se habla, sino que habla e interpela al hombre, al revelarle su plan de salvación. El Nuevo Testamento permite establecer este dato. E igualmente lo encontramos en la tradición patriótica, especialmente en san Agustín. Constituye, en el fondo, un reflejo o consecuencia de la doctrina del cuerpo místico, de la presencia de Cristo en la Iglesia, que es el sacramento primordial de la salvación. Sólo con la escolástica se atenúa y oscurece esta concepción de la casualidad principal divina de la predicación cristiana. Bajo el influjo de la filosofía aristotélica, el elemento intelectual o doctrina de la predicación prevalece sobre el histórico. No se carga ya el acento sobre las intervenciones de Dios en la historia, sino sobre las verdaderas que él ha revelado. De ahí que al concepto de mensaje, característico de la religión cristiana, trate de sustituirlo la concepción que lo transforma en una metafísica revelada. De esta suerte la predicación, de la palabra dirigida por Dios al hombre para invitarlo a la salvación, se convierte en palabra pronunciada por el hombre para impulsar a la búsqueda de Dios. Al Deus desiderans de la sagrada Escritura y de la tradición agustiniana, sucede el Deus desideratus. La predicación se transforma en un discurso sagrado, en una oratorio salutem animae persuadens, según la definición de Alain de Lille. El que la especulación teológica continuara por esos derroteros se debió a la influencia de la polémica antiprotestante, que obligó a los teólogos a distinguir lo más posible la predicación del sacramento. A pesar de todo, la concepción de la causalidad principal divina se mantuvo no sólo en algún que otro teólogo de la contrarreforma, sino también entre los predicadores. En nuestros días el estudio de la Escritura y la teología de la fe han vuelto a ponerla en primer plano. Dios es quien habla en la predicación.
3.
pero la voz de Dios, para llegar al hombre, tiene necesidad de un vehiculo que la
transporte y de una voz que la haga resonar. En la predicación, por tanto, no hay que distinguir sólo una casualidad principal, la palabra pronunciada por Dios, sino también la casualidad instrumental, la palabra que sale de los labios del hombre. Dios habla a través del hombre. La predicación cristiana adquiere, de este modo, una función esencial en la historia de la salvación. Ella pone en relación a Dios y al hombre. La presente fase de la historia está destinada, conforme al plan de Dios, a proclamar a todos los hombres sus designios salvíficos. La parusia no llegará hasta tanto que estos designios no hayan sido gritados por todos los confines del mundo. Junto a esta dimensión intelectual, hay que poner en evidencia también la dimensión dinámica de la predicación. Esta constituye un medio, un vehiculo de la gracia: es la virtus deiin salutem omni credenti (Rom 1, 16). La palabra no sólo anuncia la salvación sino que la confiere. Se trata de una palabra eficaz, que realiza lo que proclama. Confiere la fe, que es el fundamento del orden sobrenatural, y con la fe, la vida eterna, purificándonos así del pecado. Y al producir la fe, engendra la Iglesia, la comunidad de los creyentes, y la hace crecer, pues desarrolla en los fieles la vida de la gracia hasta hacerla llegar a su plena madurez. Pero la eficacia de la predicación no tiene sentido único y exclusivo: salva a quien la acoge y es condenación para quien la rechaza.
La predicación, por tanto, constituye el medio y el lugar del encuentro entre Dios y el hombre. En la palabra de la Iglesia encuentra el hombre a Dios, puesto que es en la Iglesia donde Dios habla e interpela al hombre. La predicación es el bodie de Dios, es el acontecimiento más definitivo en la vida del hombre, es el hecho que cambia de arriba abajo su situación sobre la tierra. La historia sagrada no terminó con la muerte de los apóstoles, sino que tiene su prolongación en la Iglesia. El vinculo estrechísimo que se da entre la predicación y la fe, explica la necesidad y preeminencia de aquella entre los otros misioneros de la Iglesia. Por ser vehículos de la fe, resulta tan necesaria como la fe misma. Y constituye el primer deber de los obispos.
4.
por eso, en cuanto vehiculo de la fe y de la gracia, la predicación tiene una cierta
sacramentalidad. En ella, bajo un signo sensible, la palabra humana, está presente y obra, al
igual que en los sacramentos, una realidad suprasensible, el mismo Dios, cuya presencia sólo puede percibirse por medio de la fe. La predicación, por consiguiente, constituye un misterio de fe y, al mismo tiempo, de humildad, pues el vehiculo que Dios ha elegido es no sólo frágil, en la medida en que lo es la palabra, sino que además, se trata de un medio cuya fragilidad no tiene nada de sublime. En el origen de este misterio, de esta unión entro lo sensible y lo divino esta el mismo Dios que ha querido, adaptándose a las leyes de la sicología humana, que se difundiese su evangelio por medio de la palabra de los hombres. Por eso, no hay predicación posible sin missio canonica. Nadie puede predicar sin haber recibido del mismo Dios o de la Iglesia, a quien él ha confiado sus poderes, el mandato de hacerlo. El poder de predicar forma parte del concepto del sacerdocio neotestamentario. Por tener poder sobre los sacramentos, el sacerdote de la nueva alianza tiene que tenerlo también sobre la fe, sin la que el sacramento no tiene eficacia. La misma persona tiene que ser a la vez ministro de la palabra y del sacramento.
5.
Al anuncio del mensaje corresponde, por parte del hombre, la fe, que es el encuentro
de Dios y el hombre en su intimidad. Para que tenga lugar ese encuentro se exige que el amor de Dios, cual se desprende de toda la historia de la salvación, se comunique al hombre. La predicación, si quiere ser vehiculo de la fe, ha de serlo también del amor divino. E igualmente es esencial a la fe el compromiso, puesto que sólo él puede producir aquel fenómeno de comunión, absolutamente necesario para que el hombre pueda adherirse a Dios. Y de la fe brota la conversación, que supone un cambio, el romper con todo lo que antes daba sentido a la vida, para orientarse y centrarse sobre un nuevo eje. Y este cambio implica una triple dimensión: la teologal, es decir, la fe a la que el hombre se adhiere; la sacramental, que consiste en el bautismo, por medio del cual el hombre renace a un nuevo modo de existencia; y la moral, que lleva consigo una conducta nueva, un estilo de vida en conformidad con la conversación que se ha verificado en el hombre.
6.
Al terminar el capitulo sexto, hemos podido definir la predicación. La proclamación
del misterio de la salvación, hecha por Dios mismo, a través de sus representantes legítimos en orden a la fe y para el crecimiento de la vida cristiana, por último, hemos señalado las
dimensiones diferentes de la predicación: sagrada, histórico.-bíblica, cristocéntrica, eclesial, litúrgica y escatológica.
7.
En la segunda parte de nuestro estudio, hemos analizado la naturaleza de la
predicación en si misma, tratando de determinar en qué consiste la eficacia que la sagrada Escritura le reconoce.
Hemos examinado, en primer lugar, la analogía que existe entre la predicación y el sacramento, subrayando las diferencias y, al mismo tiempo, la unidad que existe entre ambas realidades. Internándonos luego en el problema de su eficacia, hemos podido comprobar que la cuestión que más apasiona a los estudiosos es la que refiere al modo en que ambas realidades ejercen su eficacia, es decir, influyen en la producción de la gracia. Tras haber enumerado las diversas opiniones de los teólogos, hemos llegado a la consecuencia de que, en la predicación, además de una eficacia ex opere operantes, se da otra que podemos calificar de ex opere operato, en este sentido, es siempre eficaz por su misma naturaleza, en virtud de una dynamis interna de la que nadie se puede sustraer. En ella cabe distinguir, pues, una doble eficacia: en cuanto palabra que encarna un mensaje, puede obrar exclusivamente ex opere operantes, es decir, sólo cuando realmente es extendida; pero en cuanto que está dotada de un contenido particular, actúa ex opere operato, eso es, en virtud de una fuerza que le es inherente. Por eso en la predicación cristiana, el papel del ministro es más importante que en los sacramentos. En éstos, el ministro solo tiene que realizar el rito sacramental; en la predicación, en cambio, ha de conseguir que se entienda el mensaje que anuncia. De ahí que su instrumentalizad, es este segundo caso, resulte más importante
8.
Con el fin de determinar la naturaleza de la instrumentalizad susodicha, hemos
investigado en torno al concepto de testimonio, término con el que el libro de los Hechos de los apóstoles expresa el mandato de Cristo de predicar el evangelio al mundo entero (cf. 1, 8). Este análisis nos ha hecho desembocar en la conclusión de que existe un servicio de la
palabra, un compromiso de la persona, que es necesario para que la palabra sea eficaz. A este compromiso se le denomina comúnmente santidad. Y no se limita al predicador sólo, sino que se extiende a toda la Iglesia. La santidad no constituye solamente un factor que facilita la eficacia de la predicación misma, sino que es un factor condicionante. No hay predicación donde no haya santidad. Ésta. Por una parte, constituye el signo por el que la palabra del predicador se presenta como algo que proviene de Dios; por otra, manifiesta la significación de aquella palabra para la vida del hombre.
9.
Llegados a este punto, hemos podido abordar directamente el problema en torno a la
naturaleza de la eficacia de la predicación. Dicha eficacia deriva del objeto mismo que se anuncia, que es Dios, la verdad y la bondad supremas. Por eso está adornado de un encanto singular, que atrae de modo espontáneo hacia si la inteligencia y la voluntad del hombre. Esta fascinación o seducción, en el orden actual de providencia, se identifica con la de Cristo, en el que Dios se ha manifestado al hombre. De la persona de Cristo emana un encanto particular, al que corresponde la orientación hacia él de la inteligencia y voluntad humanas. Pero como la verdad y la bondad suprema están encarnadas en un signo que las limita (Cristo y la Iglesia), el hombre conserva su libertad. Cuando se le ofrecen en la predicación, puede, por tanto, responder con su adhesión plena o con una rotunda negativa. Ello dependerá de que sienta hambre y sed de los valores que se identifican con Cristo.
10.
Puede decirse que esta eficacia es de carácter antológico-psicológico. Nace del
mismo objeto, pero para explicarla es preciso acudir no sólo a la gracia interna, sino también al testimonio humano, al compromiso de la persona, que muestre existencialmente que la aceptación de Cristo no constituye la renuncia a la personalidad propia, sino su máxima valoración. El hombre que acepta a Cristo, que muere y resucita con Él, es el hombre autentico, el hombre salvo, aquel que realiza plenamente su fin. Y la trascendencia de este factor psicológico explica toda la importancia que reviste el problema de la adaptación.
11.
Pasando luego a tratar de las formas que la predicación asumen en su dinamismo,
las hemos reducido a tres la evangelización, la catequesis y la homilía. Esta clasificación depende de que el mensaje evangélico se anuncie a los paganos, para conseguir su conversión; a los catecúmenos, para iniciarlos a la vida cristiana; o a la comunidad de los fieles, a fin de exhortarles a vivir en conformidad con la fe que han abrazado. Las tres formas corresponden a las tres especificaciones que puede hacerse de la fe.
12.
El estudio se cierra con un ensayo acerca de la terminología. Hemos propuesto
designar con el término predicación el anuncio del mensaje cristiano, prescindiendo de las formas concretas que asume en su dinamismo. Evangelización designaría la predicación destinada a los no cristianos, catequesis calificaría la hecha por los catecúmenos o a los que se pueden equiparar a ellos la palabra homilía estaría reservada para indicar su proclamación a la comunidad cristiana.