Una Promesa

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Una promesa Autora: Carla Calvo [email protected] Twitter: @JustABullet

Según el Antiguo Testamento de las Nuevas Máquinas, Dios estaba en todas partes, lo que significaba que estaba en internet. La única omnipresencia que Bullet era capaz de concebir era la de la inteligencia artificial que estaba en todas partes y, al mismo tiempo, en ninguna en concreto. Estaba en todos los dispositivos que utilizaba y también en aquellos que llevaba implantados. ¿Eran aquellas voces las voces de dios o una suerte de esquizofrenia colectiva? Sin embargo, cuando entró en aquella iglesia medio en ruinas, todo lo que se escuchó fue silencio. La fe se había convertido en algo del pasado; las máquinas habían sustituido a los viejos dioses y la gente ya no necesitaba las iglesias para rezar. Pero Bullet intuía que la forma en que los rezos hubieran resonado en aquel espacio no tenía nada que ver con las misas virtuales. Había algo en aquel lugar que se le clavaba en los huesos, que le atravesaba la piel como clavos ardiendo. La realidad virtual había avanzado de forma considerable en los últimos años, pero aquello… aquello era tan antiguo como la creencia en sí misma. Eso era algo a lo que no estaba acostumbrada, como si los implantes auditivos que llevaba conectados directamente a su cerebro se hubieran quedado sin señal una vez que habían traspasado aquel muro. No había ninguna voz dándole la bienvenida, estableciendo protocolos, estudiando el espacio. No había gráficos, ni números delante de su vista, solamente piedra y polvo. Y luz del sol. La luz entraba a raudales por las vidrieras que habían resistido en pie a los años de modernización y abandono, resistiendo a la guerra y al polvo, a la soledad y al descreimiento, como si fueran los verdaderos pilares que sostenían aquel edificio y toda la fe que algún día había contenido. Bullet recorrió la iglesia, cruzando los parches de luz del sol que se abrían paso a través de los agujeros del techo como si fueran charcos en vez de meros reflejos. Era casi como si aquella luz tuviera una presencia física por sí misma. Se detuvo frente a la vidriera que, atravesada por el sol, proyectaba una miríada de colores estroboscópicos que le recordaban a una dosis descontrolada de alucinógenos. Hacía tanto tiempo que no veía el sol, que seguía sin creerlo. Extendió la mano ante los ojos, dejando que la luz se posara sobre su piel tostada dibujando colores imposibles. Aquello no se parecía nada a las simulaciones de realidad virtual a las que estaba acostumbrada. No había sensores en el mundo que pudieran recrear la sensación del sol sobre su piel, incluso a través del ventanal. Aquella luz era más que el color, era una sensación en sí misma.

Dicen que son las primeras veces las que no olvidas, y aquella era la primera vez que pisaba una iglesia. Aquellos templos que ya no eran más que el eco de las plegarias resonando en el espacio vacío, como los fantasmas que se quedan atrás, para siempre habitando aquellos muros, condenados a repetir una y otra vez los mismos salmos. Todo lo que Bullet sabía de fe era lo que le había enseñado De, y no era mucho. ― Así es como me imagino la libertad ―escuchó la voz de Zeta a sus espaldas. Giró la cabeza para mirarle por encima del hombro. ― ¿Como un arcoíris? ―alzó una ceja como si pudiera dibujar con aquel gesto un símbolo de interrogación. ― Como la luz del sol ―contestó con sencillez, aunque en sus ojos había algo más, algo que no cabía en aquella afirmación. Ni en la inmensidad de aquella catedral en ruinas. Volvió a mirar su mano bajo la luz estroboscópica, pensando si habría alguna forma de recrear aquella sensación con los últimos sensores que habían diseñado. Si podría simular el calor del sol en sus dedos, si podría recrear aquella idea de libertad de forma que se sintiera real. Como un pájaro que cierra los ojos y sueña con volar, pero sin haber despegado jamás los pies del suelo. ¿Era acaso posible recrear algo que jamás has vivido? ¿Podían las máquinas contener el sentimiento del mundo del mismo modo que lo habían hecho los poetas? Convertir las metáforas en certeza, hacer realidad los sueños, para eso servía la ciencia, ¿no? El futuro no era más que el relato que se cuenta en el presente para intentar corregir los errores del pasado. Aunque a veces la intención no era suficiente y aquellos errores no solo se repetían, sino que se amplificaban. Haber dejado morir la fe y la libertad en pos del progreso era algo imperdonable. O eso era lo que decía De, aunque Bullet no estaba tan segura. Cerró la mano en un puño y la apartó del sol, dejándola caer a su costado. Se giró del todo para poder mirar a Zeta de frente. Estaba parado en mitad de la nave central justo debajo de uno de los agujeros que se habían abierto en el techo, con las manos metidas en el bolsillo de la cazadora, la luz del sol derramándose sobre él como si fuera oro líquido y aquella promesa que se dibujaba en sus ojos cada vez que la miraba. Cuando miraba al resto del mundo, lo hacía con desafío, pero a ella… ah. A ella le hacía una promesa con cada pestañeo.

Aquella mirada decía: si pudiera, te dibujaría el sol cada día en la piel. Si pudiera, pondría a dios a tus pies. La cicatriz le atravesaba la cara, pasándole por encima del ojo izquierdo y recorriéndole la mejilla hasta cortarle la mitad de la boca. Aquel defecto debería haber hecho que resultase desagradable mirarle a la cara, pero era justo lo contrario. Solo hacía que al mirarle supiera todo lo que había encarado para llegar hasta allí, para llegar hasta ella. Porque allí, en mitad de la iglesia con la luz del sol bañándole en oro y las motas de polvo flotando a su alrededor, estaba su imagen de la libertad. No el sol, sino el hombre. Con la guerra atravesándole la cara y la promesa en sus ojos que decía que, fuera donde fuera, iría a buscarla.

* Si son las primeras veces las que nunca olvidas, eso explicaría por qué recordaba la primera vez que le vio con tanta nitidez. Era como si el resto de sus recuerdos estuvieran grabados en baja resolución, mientras que aquella escena podía reproducirla en 8K en una pantalla curva de más de cincuenta pulgadas en una habitación oscura donde todos los detalles quedaban a la vista, con su voz saliendo por todos los altavoces, envolviéndola, mientras decía he venido a buscarte. Todo había empezado en el momento en que entró al sótano y una voz que no era la de Zeta, pero que tampoco era humana, le decía bienvenida a casa en el instante en que cruzaba el umbral de la puerta. Aquella bienvenida programada era lo más cercano a una idea de hogar que había tenido nunca. Cerró la puerta a sus espaldas y, en cuanto dio dos pasos hacia el interior de la habitación, los sensores de movimiento que tenía diseminados por el lugar hicieron que se encendieran las luces. Y con la luz, apareció el hombre. Estaba sentado en mitad de la habitación, en una silla que hasta ese momento había estado en un rincón, y jugueteaba con una esfera de vidrio entre sus dedos que pertenecía al último prototipo de robot en el que había estado trabajando. Tenía una sonrisa torcida atravesándole la boca y una cicatriz cruzándole la cara. Bullet se paró en seco, dejando caer la bolsa de tela que había llevado colgada al hombro. El golpe resonó en aquel taller lleno de trozos de metal y robots a medio montar. ―Comprueba el protocolo de seguridad, Echo ―dijo en voz alta, haciendo que todas las pantallas que ocupaban prácticamente la totalidad de una de las paredes

replicaran una y otra vez la imagen del taller a tiempo real, como si estuvieran reflejados en un laberinto de espejos infinitos donde la se difuminaba la sensación de realidad. Tanto ella como la decena de reflejos que le devolvían la mirada desde la pantalla se llevaron la mano a la espalda de forma deliberadamente lenta. Tanto él como la decena de clones digitales que habían aparecido ante ellos, negaron con la cabeza de forma, también, deliberadamente lenta. En el vídeo, la sonrisa parecía una mueca, ligeramente desfigurada por la cicatriz y la baja resolución de la imagen. Dos voces hablaron a la vez: El protocolo de seguridad ha quedado rescindido, la voz de la IA que salía por los altavoces resultaba imperturbable, demasiado fría como para resultar humana. Y, al mismo tiempo la voz de un hombre, imposiblemente humana, resonó en su cabeza diciendo yo no haría eso, Bullet. Se detuvo en seco, con la mano a medio camino de su espalda. Estaba acostumbrada a poder escuchar la voz de Echo a través de los implantes auditivos, pero aquello era distinto. No solo era el hecho de que todas sus IA tenían voz de mujer, era que ninguna sonaba así. Como si con tan solo cinco palabras pudiera activar todos y cada uno de los receptores de su piel. Si aquella era una simulación, era la mejor que había visto en su vida. Pestañeó un par de veces, intentando activar el asistente visual, pero no pasó nada. Al parecer, el protocolo de seguridad no era el único que había sido rescindido. El hombre dejó la esfera de vidrio en el suelo, al lado de la silla, y se levantó. Bullet observó el cristal rodar a través de la habitación hasta golpear las ruedas de un viejo prototipo de asistente mecanizado, deteniéndose. El hombre también había estado siguiendo el movimiento con sus ojos, pero ambos retiraron la mirada al tiempo para mirarse a los ojos. ― ¿Quién eres? El hombre metió las manos en los bolsillos y, aunque aquella vez sus labios se movieron mientras hablaba, su voz se escuchó duplicada como si saliera por dos altavoces mal sincronizados, como si pudiera escucharla con sus oídos y en su cabeza al mismo tiempo. Como si el sonido atravesara el espacio que les separaba y ya lo hubiera atravesado al mismo tiempo. Como cuando ves a alguien que nunca has visto, pero algo te dice que lo reconoces. De otro tiempo, de otra vida, de otra realidad.

― Esa no es la pregunta adecuada ―su voz sonaba ligeramente divertida y hastiada al mismo tiempo. Bullet frunció el ceño, llevándose la mano a la cabeza para apretarse la sien con los dedos, como si así pudiera sacar su voz de su cabeza―. Lo importante no es quién soy yo, sino en nombre de quién vengo. Dio un paso hacia delante, haciendo que Bullet diera dos hacia atrás. Si su voz duplicada hacía que se marease, ¿qué pasaría si le tocaba? Si aquella conexión seguía ahí en el momento en que un solo milímetro de su piel entrara en contacto con su persona, ¿vería también todo lo que le haría ver a él? No quería comprobarlo. Nunca había usado su capacidad sobre un telépata, pero tampoco había conocido nunca a uno y no era una experiencia que estuviera disfrutando. Al fin y al cabo, aquella era la capacidad más denostada de todas. ¿Quién quería tener a alguien metido en su cabeza? No era suficiente con que hubiera craqueado el código de su sistema, al parecer también estaba haciéndolo con el de su cabeza. Dio otro paso hacia atrás, haciendo que se movieran todas las Bullet que había en las pantallas. Había visto la cara de horror que la gente ponía cuando les tocaba y esa mirada dolía lo suficiente sin tener que sentirlo también en su propia cabeza, ni verlo con sus propios ojos. ― Quién. Coño. Eres ―su voz fue prácticamente un gruñido. Al menos no se había acercado más. Seguía estando allí, pero al menos no amenazaba con tocarla―. Y cómo has entrado aquí. Chasqueó la lengua, indicándole que aquellas seguían sin ser las preguntas que debería hacer. ― ¿A nombre de quién figuran los permisos para modificar los protocolos de seguridad, Echo? ―aquella vez la voz del hombre sonó nítida y clara en el espacio que les separaba, saliendo solamente por sus labios sin llegar a su cabeza antes que a sus oídos. Su propia habitación respondió a la pregunta, traicionándola al decir que Zeta cuenta con todos los permisos de administrador. ¿Podía aquello ser considerado traición? Que la inteligencia que habías creado con tus propias manos te diera la espalda, ¿era posible siquiera? ¿Podía traicionarte una máquina? Si eras tú quien había diseñado el algoritmo y este fallaba, ¿no era como si estuvieras traicionándote a ti misma? Dejando

que tu mente y tu sistema cayeran en manos de aquel hombre que estaba en mitad de su taller con las manos en los bolsillos, una sonrisa en la boca y la guerra atravesándole la cara. Apretó la mandíbula y desanduvo sus pasos, acercándose a Zeta. ― Si te consuela, es el sistema de seguridad que más me ha costado craquear ―su voz sonaba ligeramente sorprendida, como si aquello fuera algo a lo que no estuviera acostumbrado. Si bien no quedaba claro si era el sistema o la mujer lo que le sorprendía―. Pero todavía no he encontrado un código que se me resista. Se encogió de hombros, casi como si fuera una disculpa, sin dejar de mirarla a los ojos. Bullet se detuvo a tan solo un par de centímetros de distancia, haciendo que Zeta alzase las cejas ante su cercanía. No parecía sentirse ni remotamente intimidado por su cercanía, ni mucho menos asustado. En sus ojos solo había un cierto humor y un profundo interés. Durante una fracción de segundo, Bullet dudó antes de moverse, sabiendo que aquella mirada estaba a punto de cambiar. Quería que se quedase así. Aunque no le conociera, aunque fuera una potencial amenaza, hacía mucho tiempo que unos ojos de verdad no le miraban y mucho más desde que no le miraban así. Los sensores visuales de sus robots, por muy reales que fueran, no hacían que se activaran todos y cada uno de los receptores de su piel, como si pudiera tocarla con los ojos, como si pudiera mirarla con las manos. Pero se sacudió las dudas al tiempo que alzaba la mano con un gesto rápido, colocándola sobre su brazo antes de que pudiera reaccionar y entonces llegó el horror. De repente ya no era su voz lo que escuchaba en su cabeza ni en sus oídos sino que las imágenes de las pantallas parecían haberse proyectado en su mente replicando una y otra vez de forma infinita retazos de imágenes sin sentido unos solapados con otros escenas superpuestas había gritos había olores había sangre había oscuridad había arañas había dolor había una pérdida alguien gritaba alguien lloraba alguien le agarraba la mano y le decía por favor zeta no te vayas pero zeta se iba pero se arrepentía pero no podía volver y todo olía a sangre y olía a pecina y olía a tierra y olía a enfermedad y las arañas le corrían por la piel y aquello dolía dolía y no podía volver por mucho que alguien gritaba y lloraba y decía zeta zeta zeta vuelve vuelve vuelve pero zeta no volvía se iba se iba se iba y apartaba la mano que le agarraba y en su lugar solo quedaban las arañas y el agua negra le cubría la cabeza le ahogaba le entraba la pecina por la nariz le inundaba la boca le llenaba la garganta y el pecho y gritaba vuelve vuelve vuelve y se separó de golpe.

Dio dos pasos hacia atrás, tambaleándose, como si sus piernas no pudieran sostenerla. Como un robot al que de repente le falla el sistema de movilidad, pero con náuseas subiéndole por el estómago y cerrándole la garganta. Se apoyó en la pared mientras escuchaba su voz duplicada como si hablara él y su propio fantasma mientras decía: ― No exageraba cuando hablaba de ti ―su voz sonaba rasposa, como si aquellas palabras se hubieran arrastrado por kilómetros de arena y de sed, pero no contenía horror. Cuando Bullet levantó la mirada, sus ojos seguían mostrando interés. En su mirada no había horror, solo promesas. La única fractura de su integridad era el leve temblor que sacudía sus manos y la carraspera que arañaba su voz. Pero seguía ahí. De pie en mitad del sótano, con algo en sus ojos que Bullet aún no podía comprender. ― Qué haces aquí ―no le quedaban fuerzas para que aquello sonase como una pregunta, pero Zeta respondió de todas formas. ― ¿No es obvio? ―sonrió a través de la cicatriz y del horror. A través de la guerra y del espacio que les separaba y su voz contenía la certeza de lo imposible y lo inalterable cuando dijo―: He venido a buscarte. Ah. Aquella era la promesa. He venido a buscarte, decía. Y te he encontrado.

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