Abrazar El Futuro Con Esperanza. El Mañana De La Vida Consagrada - Amedeo Cencini

  • Uploaded by: Luis G
  • 0
  • 0
  • March 2021
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Abrazar El Futuro Con Esperanza. El Mañana De La Vida Consagrada - Amedeo Cencini as PDF for free.

More details

  • Words: 30,854
  • Pages: 72
Loading documents preview...
Sal Terrae COLECCIÓN «SERVIDORES Y TESTIGOS»

163

2

Amedeo Cencini

Abrazar el futuro con esperanza El mañana de la vida consagrada

3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com / 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Grupo de Comunicación Loyola • Facebook / • Twitter / • Instagram

4

Título original: «Abracciare il futuro con speranza». Il domani della vita consacrata © Figlie di San Paolo, 2018 Paoline Editoriale Libri Via Francesco Albani, 21. 20149 Milano www.paoline.it

Traducción: Fernando Montesinos Pons

5

©Editorial Sal Terrae, 2018 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno: +34 944 470 358 [email protected] gcloyola.com Imprimatur: ✠ Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 15-04-2019 Diseño de cubierta: Magui Casanova ISBN: 978-84-293-2855-4

6

A Pier Giordano Cabra, maestro y compañero de viaje de tantos consagrados, cantor y poeta de la belleza de la consagración.

7

ÍNDICE

Presentación, por el padre Pier Giordano Cabra Prólogo 1. Entre pasado, presente y futuro Retrotopía: la nostalgia del pasado Profecía: el coraje del futuro 2. Sentido de una profecía Las dos fases Cuando la autoridad se corrompe en poder Pérdida de la relación Con la Iglesia y con el mundo En el interior de la comunidad «Abrazar el futuro con esperanza» 3. «Abrazar»: ¿sociedad poscristiana o precristiana? El dogma del «pos» De lo poscristiano a lo precristiano El abrazo como símbolo de la nueva evangelización La alegría del Evangelio La alegría de sembrar Por doquier y de todas las maneras, siempre y en cada corazón 4. «Abrazar el futuro»: ¿misterio o enigma? ¿Exceso de luz o de tiniebla? Misterio luminoso Enigma tenebroso Si Dios es enigma En el corazón del misterio Formación mistagógica Lo espiritual está dentro de lo psicológico, incluso en lo disonante De las periferias del corazón a las de la misión La gracia en la debilidad La periferia interna «crea» la externa 8

Esa zona de nuestro propio corazón que todavía está pendiente de evangelizar Opciones para el futuro 5. «Abrazar el futuro con esperanza»: ¿misioneros o dimisionarios? El coraje de llorar o de «hacer ruido» ¿Qué credibilidad? Mutismo y complicidad Lágrimas que no hacen ruido ¿Qué formación? La prudencia que estrangula la profecía Formación dramática, es decir, pascual La autoridad de la compasión y en la compasión Dejarse formar por la vida y por los otros 6. El futuro ya ahora Hombres y mujeres libres y felices Jóvenes y ancianos en una fraternidad veraz Profecía y novedad de vida Los sentimientos de Cristo Fuera de todo sueño de grandeza El riesgo de la clericalización y de la «parroquialización» Fidelidad creativa, no solo perseverancia repetitiva ¿Qué obras? ¿Profesionales competentes u hombres y mujeres de Dios? Calidad de la implicación de los laicos Periferias viejas y nuevas Una nueva apertura para cada cierre Conclusión. Más allá del largo invierno

9

Presentación

¿Otro libro sobre el futuro de la vida consagrada? ¿Qué hacer? Es la pregunta que nos planteamos hace ahora cincuenta años. Una pregunta a la que no se ha dejado de responder con grandes palabras. Al comienzo nos confiamos a la renovación indicada por el concilio, después inventamos la refundación, después procedimos al redimensionamiento. Entre tanto, llegó la secularización, que llevaba en su interior exigencias de modernización junto con no poca mundanidad. No han faltado los análisis y las recetas, unas más inspiradas en las ciencias humanas, otras más ligadas a la gran tradición espiritual. También hemos tenido magníficas guías tanto proféticas como sapienciales. Y ahora, por lo menos aquí en Occidente, notamos la actualidad de aquel ars moriendi carismatica, que solo parecía una fórmula elegante relanzada por un teólogo particularmente creativo. ¿Qué hacer? ¿No nos queda más que aprender el arte del morir? Ciertamente, pero de modo carismático. Lo que significa aceptar el posible fin de una experiencia colectiva carismática, pero, todavía más, y antes que nada, hacer morir y morir lo que impide brillar al carisma también en nuestro tiempo, algo que es premisa y promesa de vida renovada, es decir, de esperanza. Se trata de morir a lo que hace morir, para vivir de lo que hace vivir. El padre Amedeo Cencini nos ayuda a llenar esta fórmula, que podría ser tan fascinante como evanescente, con contenidos tomados de su experiencia, una experiencia larga y exhaustiva, en la que el profesor y el formador han tenido que enfrentarse con las realidades más contradictorias de la vida consagrada. Con la fuerza que le proporciona esta experiencia, lejos de ofrecernos un recetario, nos estimula reflexionar sobre el qué hacer en los diferentes ámbitos vitales donde florece y se marchita la vida consagrada, una realidad eminentemente carismática, en la que es necesario aceptar tanto la historicidad de un carisma, como emprender la poda de lo que se opone a este. Pero con delicadeza y caridad, con amor sensible a toda lágrima que brota sobre el sarmiento podado, porque la cima de todo carisma es la caridad. Y la caridad no muere nunca. Como tampoco muere nunca una vida consagrada que se alimenta y vive en el Amor. Precisamente por eso se encuentran entre las páginas más convincentes las dedicadas 10

a la formación del corazón, a la centralidad del crecimiento de los «sentimientos del Hijo», al Amor con el que se puede vivir como hijos, en la prosperidad y en la debilidad, tanto en la salud como en la enfermedad, tanto en la vida breve como en la vida larga. Y todo eso sin sustraerse a la viscosidad de lo real, que, con todas sus luces y sombras, es siempre, a pesar de todo, un tiempo de salvación, un kairós, un tiempo en el que la esperanza vence al miedo. Y aquí no podemos sustraernos a la alegría de expresar nuestro gran agradecimiento al queridísimo padre Amedeo por su incansable, innovadora y apreciada contribución interdisciplinar a la reflexión sobre la vida consagrada, marcada por la creatividad y la fidelidad. Deseamos, e incluso estamos seguros de ello, que el lector, cuando llegue al final, comparta nuestro agradecimiento a un autor que anima a caminar a la luz de una Esperanza que no es ilusoria.

Padre Pier Giordano Cabra

11

Prólogo

El tema de esta reflexión no tiene ninguna necesidad particular de explicaciones; el título y el subtítulo expresan ya con suficiente claridad el tema sobre el que reflexiona (la vida consagrada), el problema sobre el que va a reflexionar (su futuro), y las alternativas frente al mismo (miedo o esperanza). Afrontaré el tema del modo más propositivo posible. En un primer capítulo, breve, y procediendo de una forma esencial y esquemática, voy a indicar el significado de una actitud profética con respecto a la vida consagrada y a su futuro. Y propondré en el segundo este significado, explicitando lo que esto comporta en la práctica. En los capítulos 3, 4 y 5 intentaré mostrar algunas vías practicables –tres para ser precisos– en las que el futuro es sobre todo la calidad de vida, más que la cantidad de sus días. Si bien es verdad, en efecto, como dice el papa Francisco, que el tiempo es superior al espacio, la apertura al futuro no se produce de una manera automática, o por medio de un cálculo aritmético espontáneo de días que se suceden uno a otro, sino solo gracias a la calidad de la vida y de lo vivido. El capítulo final intentará señalar algunas orientaciones pedagógicas que de modo concreto nos ayuden de verdad a caminar hacia el futuro.

12

1 Entre pasado, presente y futuro

Nunca se había visto abocada la vida consagrada como en estos momentos a reflexionar sobre sus tiempos, o sobre su modo de situarse ante el discurrir del tiempo, teniendo que hacer frente a interrogantes y consideraciones que no habían aflorado hasta ahora, con tanto dramatismo, a su conciencia: «¿Tendremos todavía futuro? ¿Sobrevivirán nuestros institutos a esta ola de secularismo imperante? Si continúa esta tendencia vocacional, el problema no será ya si tendremos futuro, sino más simplemente cuánto tiempo nos queda todavía de vida, y la preocupación será entonces –a lo sumo– la de morir dignamente…». Por otra parte, como bien sabemos y como nos recuerda la psicología, una persona madura es precisamente aquella que sabe conjugar correctamente sus propios tiempos, aceptando su pasado de una manera realista, viviendo de modo comprometido el presente y saliendo con confianza al encuentro del futuro, sin nostalgias ni evasiones hacia adelante, sin remociones o idealizaciones, más allá de los miedos y las depresiones, de las retiradas o de las desmovilizaciones. Así pues, es menester aprender a conjugar bien los tiempos de nuestra vida, de la vida de nuestros institutos, de la misma vida consagrada. O buscar y encontrar la conexión entre lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos[1]. Aunque con una cautela importante. El problema verdadero y fundamental no es exactamente el de nuestra supervivencia (término minimalista que ya en sí mismo no resulta exaltante), sino a lo sumo el de nuestro modo de mirar al futuro. Por otra parte, nuestras instituciones no tienen ningún derecho a la inmortalidad: pertenecen a las realidades pasajeras de este mundo, aunque anuncien las definitivas del otro. A lo sumo, queremos creer en la estabilidad de la vida consagrada en sí misma, por el significado que tiene en esta peregrinación en el tiempo, como imagen terrena de los bienes futuros, además de por la via sanctitatis por ella recorrida e indicada a la Iglesia desde siempre y por el servitium caritatis ofrecido al mundo, y en las diferentes formas que podrá asumir en el tiempo, aunque sin autoatribuirnos ninguna patente o derecho a vivir para siempre. Lo que hoy se presenta problemático, y hasta contradictorio, es más bien un cierto modo de añorar el pasado que nos hace temer automáticamente el futuro, dándonos por satisfechos con un presente cada vez más precario. Pero veamos las cosas con mayor precisión. 13

Retrotopía: la nostalgia del pasado El investigador polaco Z. Bauman, conocido por sus reflexiones sobre la sociedad líquida, describe en su última obra, de una manera lúcida y puntual, el error que la sociedad moderna está viviendo, a saber: la retrotopía[2]. Se trata de algo así como una tendencia, como una «utopía retroactiva», a mirar al pasado de un modo romántico y mítico, como si fuera un pasado de oro y no estuviera nunca muerto del todo, y, por consiguiente, buscando y queriendo encontrar en él el impulso motivacional que el hombre ya no encuentra ni en el presente ni en el futuro. El problema es que, en realidad, esta mirada retrotópica no nos permite ir hacia adelante, precisamente porque tenemos el rostro vuelto hacia atrás, empeñado en una confrontación perdedora por descontado, y tal vez con la ilusión de repristinar un pasado que ya no existe, pero que ejerce de todos modos una notable atracción en tiempos de desorientación como los nuestros. Un pasado percibido como tiempo estable y digno de confianza no puede dejar de atraer frente a un futuro demasiado incierto y espantoso, o incluso de poco fiar e imposible de manejar. No es difícil captar las consecuencias y los componentes de esta extraña e innatural «postura» frente a la vida, una especie de tortícolis intelectual y psicológica, o de marcha atrás ante el futuro. Esto implica al hombre común y a la sociedad civil actual, pero también al que debería tener una concepción ordenada del tiempo, como de algo que procede hacia la consumación de un proyecto, de unos modos no necesariamente conocidos por nosotros y visibles de inmediato, sino según una inteligencia que custodia y orienta el tiempo según ese plan. Un creyente –como la persona consagrada– profesa todo esto y hasta lo anuncia, pero también podría no darse cuenta después de todo de que también él está condicionado por esa visión distorsionada, sobre todo si trata de pensar, en unos tiempos inciertos como los actuales, en su propio futuro, en el futuro de la vida consagrada, de su propio instituto, de las obras con las que él se ha comprometido para toda su vida, de la herencia que ha recibido de otros y que ahora quisiera confiar, no solo en unas manos seguras, sino en un futuro lo más seguro posible. Y, sin embargo, el futuro, como hábitat natural de esperanzas y expectativas legítimas, se transforma en un ámbito de pesadillas que turban y molestan, de un modo más o menos discreto, los sueños y las expectativas de la vida consagrada en nuestros días: la pesadilla de la falta de vocaciones, o de la pérdida de un cierto espíritu y de la posibilidad de transmitirlo a las jóvenes generaciones de llamados (que no los hay), la pesadilla de la insignificancia de la propia presencia y testimonio, o la pesadilla de este verbo que figura cada vez más en los «órdenes del día» de tantos consejos provinciales o generales: «cerrar», cerrar obras, actividades, servicios que han marcado la vida de tantos hombres y mujeres consagrados, contribuyendo a dar un rostro no solo a la Iglesia, sino también a Dios en el caso de muchas personas. Se trata no tanto de la pesadilla de la posibilidad de desaparecer como comunidad e instituto, sino de que un cierto sueño, que ha entusiasmado el corazón y multiplicado las energías, no atraiga hoy a ningún soñador, si es que los hay todavía… La vía del futuro parece asemejarse de un modo cada vez más extraño a un sendero interrumpido, mientras que la vida consagrada 14

parece hablar con sus verbos más en tiempos pasados que en futuros. Así pues, es evidente: la mirada retrotópica (que ya suena rara de por sí) no solo no nos permite ir adelante, sino que está completamente fuera de la realidad porque nos bloquea en esta edad de oro –desde el punto de vista de los números y de una auténtica eficiencia operativa– que ha sido un cierto pasado, pero que ahora sería ingenuo y anacrónico querer desenterrar, incluso con toda la seducción que este pueda ejercer, como posibilidad ilusoria de fuga de las angustias de un presente incierto y complicado. Y, no obstante, nosotros hemos sido llamados a vivir aquí y ahora nuestra existencia con responsabilidad; comprometiéndonos aquí y ahora para que el pasado no represente una añoranza y el futuro se presente cada vez más rico de promesas y de esperanzas. «Este instante, cada instante, cuando se convierte en el instante presente, es precioso y pide abrirse al encuentro: es precioso, porque se dirige hacia una eternidad sin fin que le da el sentido verdadero, lleno de vida»[3]. Profecía: el coraje del futuro En un sentido completamente opuesto van, sin embargo, unas palabras como las que ahora citaremos, pronunciadas por un profesor de teología fuera de toda sospecha, en unos tiempos muy difíciles de comprender y de vivir, cuando una cierta imagen de Iglesia, que teóricamente había salido reforzada y renovada del concilio, empezaba a sufrir los graves ataques de un clima social-ideológico muy polémico respecto a ella, en nombre de un secularismo que parecía poner todo radicalmente en tela de juicio, no solo en el interior de la misma Iglesia (con notables consecuencias también en la imagen de la vida consagrada). En aquel tiempo era verdaderamente muy difícil tener el valor de mirar al futuro, y todavía más de ser optimista. He aquí esas palabras: «También en esta ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad […]. Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. […] La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. […] Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y solo entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas». Así escribía, en 1968, un joven teólogo que había participado en el concilio (en calidad de perito conciliar) y que estaba participando de una manera muy activa en aquel 15

tiempo de fecunda reflexión, un tanto polémica a la vez que combativa, que vino a continuación. Se trata de Joseph Ratzinger, el futuro Benedicto XVI[4]. El texto sorprende por la lucidez y el rigor del análisis, por la libertad con que escruta el futuro y capta sus signos en el presente (tal vez nos hace intuir incluso el sentido profundo del gesto profético del papa Ratzinger con su retirada). Pero lo que sorprende sobre todo es su verdad. Hoy, unos cincuenta años después de cuando fue expresada, debemos reconocer que esa profecía se está cumpliendo en cierto modo. Desde luego en su primera parte, como dato histórico (negativo) que tenemos ya ante nuestros ojos, pero también en la parte en que indica una perspectiva prometedora para el futuro. Y no solo para la Iglesia, sino también para la vida consagrada, cuyo acontecer existencial podemos leer de modo singular en lo que aquí se ha dicho de la Iglesia. Cómo no ver, de hecho, en esta profecía, la parábola descendente/ ascendente, una especie de muerte y vida nueva según el esquema kénosis/exaltación típicamente cristiano, como clave de lectura o profecía hacia la que está caminando la Iglesia, en primer lugar, y en particular la del papa Francisco, con las fuerzas vivas y mayormente significativas que la representan en el mundo, como es precisamente la vida consagrada. Así las cosas, es necesario profundizar en los rasgos esenciales de esta profecía y de su evolución histórica en los dos tiempos que ella prevé, y en cómo se puede aplicar también a la vida consagrada. [1] He leído en un comentario bíblico que cuando Dios revela su nombre sobre el monte («Yo soy el que es, el que era y el que será»), se sitúa en una triple relación con el hombre que afecta al pasado, al presente y al futuro. Como algo (o Alguien) que sana (el pasado), que estructura (el presente), que espera (el futuro). [2] Cf. Z. BAUMAN, Retrotopia, Laterza, Bari 2017 (trad. esp.: Retrotopía, Paidós, Barcelona 2017). [3] C. M. MARTINI, Le età della vita. Una guida dall’alba al tramonto dell’avventura umana, Mondadori, Milano 2010, 204. [4] El texto citado (puede consultarse en: http://www.humanitas.cl/iglesia/bajo-que-aspecto-se-presentara-laiglesia-en-el-ano-2000) recoge una intervención del teólogo J. Ratzinger, en una radio alemana, sobre el futuro de la Iglesia; texto que fue recuperado y publicado en español por la revista de antropología y cultura de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Humanitas (http://www.humanitas.cl). El director de la misma, Jaime Antúnez, explicó, en un acto de presentación del n. 59 de la revista, que se trata de una reflexión desarrollada en 1968 por el joven profesor Ratzinger, por entonces sacerdote y catedrático en Tubinga, que llevaba como título: ¿Bajo qué aspecto se presentará la iglesia en el año 2000? Eran los años turbulentos de la contestación estudiantil, y también extraordinarios con la llegada a la Luna, pero también de las disputas sobre el concilio Vaticano II, que había concluido hacía poco. Ratzinger había dejado la turbulenta universidad de Tubinga y se había refugiado en Ratisbona, más serena. Como teólogo, se había visto aislado, tras haber roto con los amigos «progresistas» Küng, Schillebeeckx y Rahner sobre la interpretación del concilio. Fue en este período cuando se consolidaron sus nuevas amistades con los teólogos Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, con los que dará nacimiento a la revista Communio.

16

2 Sentido de una profecía

Será, dice la profecía, una Iglesia o una vida consagrada redimensionada, con muchos menos adeptos, obligada a abandonar una buena parte de sus obras y actividades también imponentes, realizadas a lo largo de los siglos; o a dejar edificios que ella misma construyó en la época de una expansión que parecía destinada a durar mucho. Será una vida consagrada de minorías, aparentemente perdedora, sin voz en el capítulo, socialmente irrelevante, quizá incluso menos relevante en la misma Iglesia, humillada por el hecho de suscitar menos vocaciones y resultar escasamente atrayente, como si fuera cosa de otros tiempos, obligada a «volver a partir de los orígenes» para justificar su presencia, e incierta sobre su futuro. Pero será también una vida consagrada –he aquí la auténtica profecía– que, a través de este «enorme trastorno», volverá a encontrarse a sí misma y renacerá «interiorizada y simplificada». Hasta tal punto que los hombres redescubrirán su misión, algo que solo la Iglesia puede dar al mundo, pero que también la vida consagrada puede dar a la Iglesia y al mundo. Entonces, «y solo entonces», como dice Ratzinger, «descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas». Una profecía olvidada o incluso ignorada, no captada ciertamente en su sentido clarividente y anticipador que, si en su primera parte se está cumpliendo, podría autorizarnos a mirar el futuro con una actitud diferente de la mirada pesimista con la que, por lo general, observamos los gráficos y las proyecciones y realizamos nuestras supuestas y deprimentes previsiones. Y esto sería ya un beneficio de no poca monta. Ahora bien, la profecía no es solo ni esencialmente anticipación del futuro, tal vez inédito y sorprendente, que se cumplirá a pesar de todo, porque está dotado de una fuerza prodigiosa, más fuerte que nuestros cálculos. Los profetas no revelan necesariamente el futuro, sino la verdad. Por eso la profecía también es siempre provocación, una provocación que nos invita a leer la historia con una mirada de conjunto de la misma historia, del pasado y del presente, de algunas de sus articulaciones esenciales y estratégicas. La profecía abre al futuro, pero despliega asimismo el pasado; se proyecta sobre el mañana, pero se fundamenta en la memoria. Y precisamente gracias a este arraigo en el pasado, correctamente entendido y descubierto en su sentido más profundo, nos hace intuir la dirección que se debe imprimir al futuro. 17

Las dos fases El análisis de la Iglesia del pasado se muestra muy lúcido y lineal en la identificación de un elemento negativo, de un cierto poder, y de un elemento positivo, la recuperación de las relaciones con el mundo. El futuro pontífice ve, en sustancia, una comunidad creyente que ha conquistado en el tiempo un cierto poder que la ha sobrecargado y desorientado en su misión, un poder del que la historia y los acontecimientos de estos últimos decenios, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, la han ido liberando progresivamente y la siguen liberando. Ratzinger habla, en efecto, con valor, del poder que debe perder, de las dimensiones que se tienen que reducir, de los privilegios que hay que abandonar; debe liberarse incluso de ese signo de poder moderno que es la política, con el que la Iglesia ha entrado ambiguamente en contacto («y no flirtear con la izquierda ni con la derecha») y que no tiene nada que ver con su misión evangelizadora. Para algunos –que privilegian la mirada retrotópica– esto significará una derrota, con las añoranzas, las acusaciones y los sentimientos de culpa subsiguientes. En realidad, marcará un paso providencial, que llevará a la misma Iglesia a ser lo que debe ser: pequeña y pobre, Iglesia «de los pequeños», en cierto modo nueva, más «interiorizada y simplificada» y, sobre todo, comunidad en que los hombres y las mujeres, habitantes de un mundo en el que «los seres humanos serán indeciblemente solitarios», descubrirán «como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas» a su misma soledad, la respuesta de la compañía, de la relación, de la solidaridad. En síntesis: antes, una Iglesia con poder, relativamente poderosa, pero con relaciones ambiguas y escasas; después, una Iglesia sin poder, pequeña y pobre, pero que redescubrirá y hará redescubrir su verdadero rostro, el que quiere ofrecer una respuesta a la soledad del hombre y a su necesidad de relación. Me parece que se deja ver aquí un principio de notable valor, también para la vida consagrada. Cuando la autoridad se corrompe en poder Se trata de una ley que podríamos enunciar así: cuando en una institución la autoridad se deforma en poder, en ella se pierden o se oprimen las relaciones (y a las personas), o la relación se vuelve pobre y de baja calidad humana y evangélica; cuando, por el contrario, se pierde el poder, se recuperan las relaciones y la capacidad de auténtico contacto humano. Dicho de un modo más sintético: cuando la autoridad se corrompe en poder, la primera que sufre es la relación. En cambio, cuando disminuye el poder exterior, asumen mayor valor las relaciones internas y externas, y con ello gana la vida relacional en general; habrá mayor autenticidad y transparencia, para con todos y cada uno. En efecto, la autoridad sirve para hacer crecer a las personas en la libertad y en la responsabilidad, es una modalidad relacional que apunta a la consecución de un objetivo común a través 18

de la colaboración de todos; el poder, en cambio, oprime y domina, crea conflictos y no respeta la libertad. La autoridad es evangélica; el poder es diabólico, es la caricatura de la autoridad. Así ha sido en la historia de la Iglesia, y así ha sido también en la de la vida consagrada. No pretendo preciarme ahora de leer la larga evolución histórica de una cierta crisis que nos ha traído al momento actual, identificando únicamente su causa con el problema del que estamos hablando ahora. La crisis es compleja y tiene varias raíces, pero desde luego una de ellas –y a buen seguro no la última– es lo que nos indica la luminosa intuición de Ratzinger, que observa a la Iglesia desde una perspectiva que podemos adoptar también para la vida consagrada. En efecto, también esta ha tenido poder o se ha visto tentada por el mismo: por sus efectivas dimensiones numéricas y su visibilidad, por el carácter imponente de sus obras y por su significatividad social, por su impacto en la comunidad creyente y por sus competencias reconocidas; asimismo por su poder económico-financiero y sus relevantes posibilidades de influir en la vida social y eclesial. Cuando históricamente se ha cedido un tanto a la tentación del poder, entonces la relación interpersonal con el mundo en general y también con la Iglesia, aunque también en el interior de la misma vida consagrada, ha perdido significado e importancia y ha bajado de calidad. Pérdida de la relación Podemos considerar esta pérdida en los dos sentidos que ahora vamos a mencionar: hacia el exterior y hacia el interior de la misma vida consagrada. Con la Iglesia y con el mundo Un primer extravío relacional parece haber nacido de una implícita pretensión de autosuficiencia, verdadero pecado original de una cierta vida consagrada del pasado, que ha llevado progresivamente a la vida religiosa a encerrarse en sí misma, buscando y encontrando en su propio mundo todo lo necesario para una vida de perfección y para la salvación, y estableciendo con el mundo y con la Iglesia una relación que no era propiamente evangélica y coherente con su misión. Precisamente de esta autorreferencialidad, conectada a su modo con una sensación de poder, nació el modelo de la famosa fuga mundi, donde el «mundo» era lugar de contaminación de la propia pretensión de perfección (y hasta se percibía a la Iglesia como tal en ocasiones). Por otra parte, se ha corrido el riesgo de vivir la relación –siempre con la Iglesia y con el mundo– de modos ambiguos: por ejemplo, poniendo un cierto énfasis en las obras (propias), con frecuencia particularmente imponentes en su visibilidad, poniendo mucha más atención en los resultados que en la calidad de la prestación, en la eficiencia antes aún que en la eficacia, en los números más que en la sustancia del anuncio. Y es posible que precisamente este énfasis en las obras no haya contribuido a crear un clima de colaboración con los otros agentes sociales y eclesiales, es más, a veces ha favorecido 19

precisamente un clima contrario, casi de rivalidad o de confrontación. Más aún, una cierta vida consagrada, incluso con un ferviente espíritu apostólico, ha incurrido en el riesgo de una relación vivida en términos reductores, solo caritativoasistenciales, como si se tratara únicamente de la hogaza que debemos dar al hambriento o del servicio material que debemos ofrecer, prestando una escasa atención al don espiritual que debemos compartir. Y a veces ha pasado lo contrario, a saber: una vida consagrada que mira solo al aspecto espiritual y no se implica casi para nada con los problemas concretos de la gente ni es capaz de compartir con un corazón compasivo las fatigas de la vida. De todos modos, en ambos casos se hace perceptible el mismo estilo o la misma modalidad unidireccional, la que impone la relación (y la ayuda) un poco desde arriba, como si la vida consagrada solo tuviera que enseñar y dar y decir, y no tuviera nada que aprender y recibir y escuchar, sin caer en la cuenta de que esta es otra expresión de poder. O bien, y esta es una ulterior ambigüedad, en tiempos no lejanos se interpretó la relación con dudosas modalidades selectivas y electivas, gracias a las cuales se otorgaba privilegios a relaciones prioritarias con categorías particulares, con el poderoso de turno –tal vez considerado como benefactor–, con los consiguientes beneficios y ventajas, intercambios de favores recíprocos[1], mientras que otras categorías eran objeto, de hecho, de menos consideración, cuando no descartadas; ¡y esto no precisamente según la lógica evangélica! Llegados a este punto, era casi inevitable que la misión, también a causa de estas distorsiones, perdiera empuje y energía, convirtiéndose, en el mejor de los casos, en tarea o deber más que en pasión del corazón, o bien más en operación de proselitismo que en acción de compartir el Evangelii gaudium, una bella y alegre noticia. Todo ello teñido de una indisimulada sensación de superioridad con respecto a un mundo pecador, por el que la buena persona consagrada rezaba, pero quedándose a una cierta distancia; a veces incluso con respecto a una Iglesia apresuradamente juzgada como demasiado mundana y menos fiel por el que se sentía lanzado… hacia las alturas sublimes de la perfección[2]. Pero al final, la que ha sufrido de un modo particular ha sido la relación interpersonal y su calidad, humana y espiritual, sobre todo con el individuo, no solo en general con el mundo y con la Iglesia, y no solo en el exterior de la vida consagrada, sino también en el interior, como veremos a renglón seguido[3]. Un hecho grave, que afecta y desmiente la identidad de la vida consagrada, la cual, no lo olvidemos, es existencia consagrada a la relación, con Dios y con los hombres. En el interior de la comunidad La autoridad –ya lo hemos recordado antes– nace y está en función de la relación y la hace crecer (así también en su significado etimológico); el poder, en cambio, que es una deformación de la autoridad, es antirrelacional o a-relacional: nace del delirio de autorreferencialidad y crea narcisismo autosuficiente, como nos cuenta la historia de tantos dictadores, del pasado y del presente, en la vida de muchos pueblos, muy a 20

menudo con desenlaces dramáticos. O como quizás también una tristísima historia nuestra más bien reciente, la de los abusos sexuales en el interior de nuestras instituciones religiosas, nos muestra de una manera dramática: historias de personas consagradas, a veces incluso de fundadores, de hombres con autoridad, cuyo delirio de poder los llevó a estas repugnantes conductas, en las que la dignidad del otro o de la otra es pisoteada y la relación destruida. Y tal vez, habría que decir, haya sido necesario llegar a estas derivas extremas para comprender la situación de contradicción, de pobreza relacional, en que nos encontrábamos. Ahora bien, quién sabe si todos han comprendido por fin, en la Iglesia y en la vida consagrada, la gravedad y el significado de estos acontecimientos, que van mucho más allá de la transgresión de unos pocos y son más bien responsabilidad de todos; que no se deben solo a la fragilidad sexual del que está en el poder, sino que son consecuencia de un poder enloquecido que todos o los más han hecho posible de diversas formas, sufriéndolo sin reaccionar (incluso hasta obteniendo ventajas de una manera más o menos inconsciente). Estos eventos no son necesariamente fruto de la patología o de la perversión de alguien, sino de la degradación general de la calidad de nuestra vivencia y de la capacidad relacional en nuestras comunidades; ni tampoco son fruto de un abandono individual a un instinto incontrolado, sino la señal preocupante de la mediocridad general con la que por parte de todos se ha vivido la virginidad, pasión de amor a Dios que se derrama sobre los hombres. Y la mediocridad, incluida la mediocridad relacional, ¡es ya perversión y escándalo! Pero volveremos más adelante sobre este punto importante que, por desgracia, no es considerado habitualmente o incluso es negado. Otro caso de pérdida de la relación, típico especialmente de las nuevas realidades que están naciendo en el abigarrado mundo de la vida consagrada[4], está ligado a la situación que se ha creado en algunos institutos con vigorosas figuras de líderes carismáticos, dotados de un notable ascendiente sobre el grupo, que, a su vez, funciona perfectamente bajo su guía, arrastrado por ellos, pero convertido en pasivo y conducido a repetir simplemente su voluntad. El problema, en muchos de estos casos, era y sigue siendo que precisamente la buena marcha del grupo, incluso coronado por un cierto éxito en términos vocacionales y pastorales (especialmente en sus comienzos), unido por lo general a la buena fe (por ambas partes), ha impedido esa sana disposición autocrítica que es la condición del auténtico funcionamiento del sistema y del crecimiento de toda comunidad. De aquí procede la paradoja bien señalada por Bruni: «las grandes crisis comienzan cuando todo habla de éxito y de desarrollo, si los líderes carecen de la sabiduría de cambiar cuando nadie (todavía) quiere hacerlo»[5]. Podríamos decir, de manera breve, lo que acontece: la persona dotada de autoridad, que tal vez se encuentre en el comienzo de una nueva realidad carismática, no solo explota –como es lógico– sus propios talentos de capacidad de atracción espiritual y de tracción psicológica del grupo, sino que se prenda un poco de su propio éxito (esto se debe también algunas veces a que el grupo busca precisamente a este tipo de líder y lo secunda de varios modos); por otra parte, con el fin de garantizarse una posición 21

inatacable, tiende a dar a la obra –creyendo y sosteniendo que lo hace por su bien– una forma bien estructurada y definitiva. Con roles, cargos, articulaciones y delegaciones varias de responsabilidad de las que, en sustancia, es él el punto de partida y de llegada, y, por consiguiente, con una gestión práctica de la autoridad que en cualquier caso permanece firmemente en sus manos (y esto precisamente para que siga siendo así cada vez más)[6]. Así pues, por un lado, está el riesgo de una cierta burocratización que hace impersonales las relaciones; por otro –y este es un peligro mucho más grave y que nos interesa aquí especialmente–, está el de rodearse de personas perfectamente dóciles y que siempre le muestran su consentimiento, de gente «sí, señor», consideradas como virtuosas y obedientes, de individuos totalmente dependientes del jefe y que siempre están de acuerdo con él, excluyendo o no escuchando, en nombre de la unidad y de la identificación con el carisma (en estos casos sobrestimado), a quien pudiera tener una idea diferente o manifieste una cierta creatividad. El jefe no puede admitir, de hecho, que alguien le supere; ¡en realidad, incluso tiene miedo! Sin embargo, procediendo así pierde la posibilidad de ver sus propios errores y de captar dónde es necesario cambiar y crecer, por el auténtico bien de la obra y de sus miembros. Este modo de actuar provoca ulteriores efectos desde el punto de vista de las relaciones: la libertad de las personas queda limitada y se deteriora la calidad de la vida relacional; se crea un clima de sospecha y de control que favorece la falta de apertura y la falsedad de las relaciones, se entristece el ambiente y los que allí habitan, mientras que, por otra parte, hay que exhibir hacia el exterior una alegría de ordenanza, especialmente con ocasión de los grandes acontecimientos. El líder tiende al monopolio de las personas y la comunidad a la homologación de los miembros, en ocasiones a la mortificación de su individualidad y originalidad; se promueve la devoción al jefe[7], al tiempo que no se promueve en la misma medida la relación horizontal, más aún, hasta se considera con desconfianza la amistad entre los miembros de la comunidad, a los que se considera más como hijos del único «padre» que como hermanos entre ellos. Y cuando uno piensa por todos, como sucede en estos casos, no se dan cuenta de que todos tienden a pensar menos; si uno decide por los otros, nadie aprende nunca a discernir. Y, al mismo tiempo, se incuba un disgusto que antes o después se convertirá en reacción explícita o incluso en rebelión. De este modo, el carisma ni crece ni hace crecer. Y mucho menos crece la relación. De hecho, los carismas están vivos y continúan viviendo mientras generan personas libres y felices, capaces de reconocerse en el carisma y de manifestar la riqueza del propio yo a través de él para bien de la Iglesia y del mundo. La situación actual, en la que están desapareciendo las condiciones que nos han hecho –tal vez sin que lo quisiéramos de una manera explícita– personas o grupos de poder (desde la contracción numérica vocacional a la pérdida de significatividad tanto en la Iglesia como en el mundo), podría providencialmente, aunque al margen de nuestra voluntad, reconducirnos a nuestras dimensiones más connaturales y evangélicas, liberándonos del poder, de todas sus trampas y seducciones, ilusiones y contradicciones. 22

Y, sobre todo, podría ser una ocasión propicia para recuperar el sentido y el valor de la relación. Y, por consiguiente, también de la vida consagrada y de nuestra identidad de consagrados, hombres y mujeres en relación, con el Señor Jesús, tesoro de nuestra vida, y con la Iglesia y el mundo, con los pobres y con los más excluidos precisamente de la relación, en una relación cada vez más «inclusiva». La profecía citada viene a decir precisamente esto. Nos permite captar el motivo de una cierta crisis y, al mismo tiempo, entrever juntos su solución. Es como decir: si comprendemos la raíz, esta raíz relacional, de la crisis que hemos vivido y estamos viviendo, sin escondernos detrás de justificaciones defensivas, entonces esta crisis podrá llegar a ser providencial, y ser la hora de Dios para nosotros, para la Iglesia, para la vida consagrada. Veamos, pues, cómo salir de esta situación, o cómo favorecer en nosotros y en nuestras convivencias un camino que nos lleve hacia relaciones auténticamente humanas y humanizadoras con el mundo y con la Iglesia, unas relaciones solidarias y fraternas, vividas como personas adultas, en las que cada una es y se percibe como responsable y necesitada del otro, nunca superior al hermano, en la comunión y en la gratuidad, en la proximidad y en la misericordia compasiva. Vivir bien estas relaciones es la condición para llevar una vida verdaderamente fraterna y, por consiguiente, plenamente relacional, en el interior de la vida consagrada (pero no vamos a ocuparnos explícitamente aquí de este aspecto), y plenamente misionera, como es en la identidad de la misma vida consagrada. Así pues, caminar hacia esta cultura de la relación es observar con realismo un cierto pasado en el que, por encima de las apariencias, no habíamos vivido bien la relación; y caminar hacia un futuro nuevo, sin miedos a la supervivencia del yo y de nuestras instituciones y, en virtud de la relación con Dios que se encuentra en el centro de nuestra vida, cada vez más abiertos e inclinados hacia el «tú», a cada «tú» que la vida nos hace encontrar como compañero de viaje en el mismo camino hacia una idéntica meta. «Abrazar el futuro con esperanza» Para lo que voy a proponer me inspiro en una frase de la Carta apostólica del papa Francisco a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida Consagrada, y que da título a este libro y a esta tercera parte de nuestra reflexión, como una invitación precisa[8]. Esta invitación iba precedida allí por una frase del documento Vita consecrata, que, por cierto, después resultará la más citada de todo el texto, donde se recuerda que no tenemos solamente «una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir»[9]. Y es significativo que tampoco el papa Francisco se resista a la «tentación» de retomar esta expresión en su Carta a los consagrados/as, llamados a «escribir una gran historia en el futuro». Francamente, no sé si nos espera «una gran historia», ni cómo haya que entender la expresión. Lo importante es que nos dejemos conducir por el Espíritu, la fantasía tan desmelenada y soñadora de Dios; y entonces habrá un futuro, y será lo que él quiera, 23

como nosotros no podemos imaginar ahora. «El futuro», dijo una vez Roosevelt, «pertenece a aquellos que creen en la belleza de los sueños». Y nuestro sueño, en este momento, nace de una certeza: la vida consagrada solo tendrá futuro si es más relacional, mucho más relacional de lo que lo ha sido hasta el presente. Mi propuesta, sin embargo, se articula simplemente en las tres partes en que podemos descomponer la invitación del papa Francisco, provista cada una de ellas, como veremos, ya en el mismo título, de una pregunta que provoca y orienta nuestro análisis, y cuya respuesta no es en modo alguno algo que pueda darse por descontado. Todo ello persigue comprender bien cómo salir al encuentro del futuro, en el presente de la Iglesia de ese místico de la relación que es el papa Francisco, enriquecidos con la historia que nos ha engendrado. Eso es lo que vamos a intentar comprender en los tres próximos capítulos. [1] En la profecía de Ratzinger se habla, en efecto, de una Iglesia que «flirtea unas veces con la izquierda y otras con la derecha» de las diferentes formaciones políticas. [2] Recordamos que la vida consagrada ha sido llamada desde siempre vía de perfección (hasta el esmerado y magnífico estudio, editado por G. PELLICCIA y G. ROCA, lleva precisamente el título de Dizionario degli istituti di perfezione, Paoline, Milano 1974 y siguientes). [3] En cualquier caso, se trata de un principio general: cuando la comunidad religiosa no vive bien su propia misión ad extra, o no es bastante extrovertida, es fatal que las relaciones en su interior se carguen de una importancia excesiva, o que pequeños problemas domésticos se conviertan en motivo de conflictos imposibles de sanar. ¡Con un derroche desvergonzado de energías que podrían encontrar un uso más digno! [4] Está fuera de duda que estas nuevas formas de vida consagrada son una bendición para la Iglesia y para la vida consagrada. A pesar de ello, necesitan ser seguidas y ayudadas por la misma Iglesia, precisamente para que sean verdaderamente portadoras de vida nueva a la vida consagrada de hoy (como nos está mostrando la historia reciente). [5] L. BRUNI, La distruzione creatrice. Come affrontare le crisi nelle organizzazioni a movente ideale, Città Nuova, Roma 2015, 15. [6] Uno de los signos que acreditan la madurez psicológica y espiritual del fundador es precisamente su desapego del poder y la libertad de abandonar cualquier rol de autoridad. De hecho, los verdaderos fundadores y fundadoras son personas que han buscado favorecer lo más pronto posible la delegación de la responsabilidad y de la autoridad; personas libres de entregar a otras lo que ellas mismos habían generado. Sin la pretensión de que se les reconociera su paternidad. [7] Las modalidades de esta actitud son varias y a veces muy curiosas: desde el ni soñar con poner mínimamente en tela de juicio lo que dice el jefe –que, por definición, no se equivoca nunca– al alimentar la propia vida espiritual únicamente con sus escritos y textos (a veces por orden explícita suya); desde el permitir al fundador/fundadora cualquier tipo de conducta, incluso inapropiada según el Evangelio, al permitirle transgredir la Regla que él o ella han escrito; desde el identificar sin más con la voluntad de Dios lo que él piensa o dice o pide al rodearle de cuidados y atenciones excesivos y empalagosos (cf. «Quando il carisma è bacato», en Tre Dimensioni 1 [2018], 4-8 [artículo editorial]). [8] Cf. Carta apostólica del papa Francisco a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida

24

Consagrada, 21 de noviembre de 2014, I, 3. Es el tercer objetivo al que invita el papa Francisco a tender en ese año a los consagrados. El primero era: «Mirar al pasado con gratitud», el segundo: «Vivir el presente con pasión». [9] Vita consecrata 110.

25

3 «Abrazar»: ¿sociedad poscristiana o precristiana?

El verbo «abrazar», un verbo típicamente relacional, expresa la calidad de la relación, particularmente en una cultura, como la actual, en la que el cuerpo está cada vez más implicado en la relación. Sin embargo, por lo general no se abraza a cualquiera ni, mucho menos, a un desconocido; a lo sumo se abraza a una persona con la que ya se tiene una relación y una cierta confidencialidad, un cierto afecto y al mismo tiempo una relación en cierto modo de iguales, en la que me puedo permitir ese gesto. A lo que parece, hoy, después de los repetidos y dramáticos atentados terroristas de estos últimos tiempos y del clima de rabia y de miedo que de ahí se ha seguido, hay una gran necesidad de un cierto tipo de relación que nos permita recuperar el contacto interpersonal sin «esta rabia y este miedo». En realidad, todos tenemos necesidad de abrazar y de ser abrazados, porque nada puede sustituir a «un abrazo verdadero, sincero, ofrecido con todo el corazón y todo el afecto»[1], a fin de superar un cierto temor al otro y sentirse acogido y acogedor. Es la magia del abrazo, en el que no se puede saber ni distinguir quién abraza y quién es abrazado, como si ambos se hubieran convertido en una sola persona. La magia del abrazo como perfecto y muy humano icono de la reciprocidad relacional, pero también icono sumamente expresivo de la Santísima Trinidad, si es verdad que, como decían los Padres, el Espíritu Santo es el abrazo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre: ¡un abrazo tan intenso que se hace persona! A buen seguro, un abrazo puede servir para sanear un poco el clima y las relaciones, pero no lo hace de una manera automática. Lo que ahora nos interesa es comprender bien un gesto que podría ser muy significativo y decisivo hoy para nosotros, las personas consagradas. Y, para empezar, ¿a quién hemos de abrazar? El texto de la carta del papa Francisco diría que hemos de abrazar el futuro. Claro que se trata de una metáfora, pero puesto que no se abraza a una entidad abstracta, ni al tiempo ni a la historia ni a seres o entidades virtuales, y el verbo habla precisamente de brazos, de brazos que se estrechan en torno a otra persona, el objeto del abrazo deben ser personas, hombres y mujeres que viven en este mundo, esta sociedad en la que se nos ha dado vivir por gracia. Si, además, queremos que el gesto sea sincero, y no se parezca a la «mano muerta» del gesto de la paz (por desgracia, a veces árido) de la misa, es preciso 26

que corresponda a lo que sentimos dentro de nosotros, que experimentemos afecto hacia esta realidad humana, afecto verdadero. Ese afecto que viene de la estima del otro, como aclara oportunamente la psicología, y solo entonces es verdadero, de lo contrario es ficción y solo compasión. Esto tiene importantes consecuencias en el ámbito relacional-pastoral. Un verdadero pastor sabe que la primera condición para evangelizar es el amor a aquellos a los que desea llevar la buena nueva. En efecto, no se evangeliza allí donde no se ama, ni se puede anunciar la buena nueva más que a las personas a las que se ama; y precisamente por eso se les quiere dar el evangelio, una buena noticia. Ahora bien, el amor, a su vez, solo es verdadero allí donde hay estima al otro. De lo contrario es un amor fingido, por muchos abrazos que podamos dar al otro. Y vacío e ineficaz será también el anuncio evangélico, sobre todo porque no será percibido por el que lo recibe como tal, como buena noticia que da alegría. Será un anuncio contradictorio. Y, así las cosas, he aquí la pregunta: ¿estimamos nosotros a esta sociedad nuestra, la sociedad en la que vivimos hoy, a la que hemos sido enviados? ¿Qué idea tenemos de ella? ¿La estimamos como locus theologicus, como tierra en la que se produce para nosotros el encuentro con Dios, como historia de una salvación que se consuma en el tiempo? ¿Podemos decir que amamos a este mundo, a los hombres y a las mujeres, a nuestros hermanos y hermanas en el difícil camino de la vida, en las diferentes periferias de la existencia humana? ¿O seguimos corriendo todavía el riesgo de caer en ese paternalismo que nos hace sentirnos superiores a los otros, o en ese fariseísmo que predica a un Dios (o dios) que premia a los justos y castiga a los pecadores, y en nombre de esa falsa imagen nos erige en jueces de los otros, en tristes moralistas que ya no son capaces de reconocer el bien? El dogma del «pos» Es cierto, nuestros días no presentan hoy una apariencia exaltante: el mal parece reinar por doquier y de muchas formas. Casi parece que está en marcha un proceso de deshumanización, como si se estuviera perdiendo la dignidad humana. Pero hay en particular un modo de evaluar estos tiempos, como si en ellos se hubiera ido agotando algo progresivamente, llegando ahora como a un punto final, que no parece dar lugar a nada nuevo, a ninguna esperanza, a ninguna continuidad. Sería el dogma del «pos», que domina todas las lecturas sociológicas, filosóficas, y de todo tipo. Esta pequeña y terrible partícula, que en realidad es nihilista y mortal (de hecho, según algunos la nuestra sería una sociedad posmortal[2]), no reconoce ninguna identidad nueva y específica al tiempo que estamos viviendo, sino solo los signos de una decadencia inexorable y fatal, como si viviésemos de una identidad que funcionaba bien, muy bien, en un tiempo, pero que ahora está periclitada, es decir, que ahora carecemos de identidad[3]. Y esto en diferentes ámbitos, por lo que esta sociedad (y cultura) sería posindustrial, poscapitalista o posmarxista, posmoderna o post-secular, posmetafísica o posideológica, con la caída y la pérdida del concepto de verdad. Hay quien habla precisamente de 27

posverdad (post-truth)[4], de sociedad posconciliar e incluso poshumana, como si se hubiera extinguido la especie humana; en el plano creyente, además, se habla de sociedad poscristiana, como si ahora se hubiera acabado el cristianismo. Y como si nosotros hubiéramos entrado en una fase inexorablemente poscristiana, en la que los creyentes serían el residuo de algo que ha muerto y que no tiene nada que decir a los hombres y a las mujeres de hoy, y los consagrados y las consagradas fueran algo así como zombis, seres extraños que todavía no se han dado cuenta de que su mundo de creencias ya no existe y de que ya nadie está dispuesto a escucharlos. E incluso es posible que ellos mismos ya no existan, que solo sean apariencia. Sería algo verdaderamente desastroso que esto fuera así; sería desastroso hasta el solo hecho de pensarlo, y hablar de ello tranquilamente; en efecto, las palabras, aun cuando no sean comprendidas en su significado, crean cultura y mentalidad. Ahora bien, debemos reconocer que, a veces, incluso en nuestras reflexiones y análisis realizados en los diferentes congresos, es precisamente este el juicio que emitimos sobre esta época, es justamente así como la llamamos: «poscristiana», y acabamos por sentirnos en ella, tal vez sin darnos cuenta, todos nosotros, los consagrados y las consagradas, como personas fuera de lugar, como inútiles, como una especie en vías de extinción, un poco moribundos, dando por descontado que algunos institutos están ya muertos y otros se encuentran en el callejón del ocaso, dentro de una Iglesia que también está muerta o moribunda, o que ya no logra evangelizar, hacer oír su anuncio como palabra de vida; una Iglesia a la que, en cierto modo, ha hecho callar la cultura de muerte que la rodea. Una perspectiva que es cualquier otra cosa menos exaltante, más aún, una perspectiva que nos pone en una situación conflictiva con este mundo, considerado como hostil y pagano, peligroso e infecto, diabólico y malo. Algo diferente a un lugar de abrazos y besos… Si acaso, nosotros, los creyentes y los consagrados, ¡estamos ahogados por un mundano abrazo mortal! De lo poscristiano a lo precristiano Y he aquí la provocación: ¿estamos de verdad seguros de que este sea un modo correcto de leer la situación? ¿Podemos entender «correcto» en el sentido de «creyente» y, mejor aún, de «auténticamente cristiano»? ¿Y si más bien esta cultura fuera precristiana?[5] ¿O si estuviera a la espera de algo, de alguien, de salvación, de liberación del terror de la falta de sentido, de la muerte, del sufrimiento, de la guerra…? ¿A la espera de felicidad, de vida plena, de verdad, para siempre? Es obvio que los hombres y las mujeres de hoy también pueden no ser plenamente conscientes de esta espera, o reducirla a los cuatro días que vivimos en esta tierra, sin proyecciones de ningún tipo, sobre todo sin relacionar esta espera con Dios, sin saber que, en realidad, todo esto significa que el único deseo que está presente en el corazón de cada hombre y de cada mujer es: ¡ver el rostro del Eterno![6]. Ahora bien, esta es precisamente nuestra tarea, la de los hombres y mujeres consagrados, hoy y siempre. Precisamente para eso nació la vida consagrada: para decir 28

que en el corazón del ser humano, de cualquier ser humano, se encuentra este irreprimible deseo-espera de ver el rostro divino, de escuchar su Palabra, la única que habla de vida eterna; de experimentar su amor, el único que puede calmar totalmente la sed infinita de amor del corazón humano; de gozar de aquella felicidad plena y estable que solo Dios puede dar y garantizar, ese Dios que no quiere soldaditos obedientes, sino hijos felices. Esta es la esencia de la vida consagrada: revelar al hombre este deseo, reconocerlo y hacer emerger incluso cuando está ignorado, perdido, ahogado, contradicho, negado, objeto de risa. El concepto de sociedad poscristiana es simplemente un absurdo, algo carente de sentido cuando ignora todo esto; es una auténtica fake news. Y es que cada época será siempre precristiana, estará siempre a la espera, tendiendo siempre hacia algo –Alguien– que le falta, aunque no sea capaz de identificarlo; más aún, sobre todo cuando no consigue dar un nombre a lo que aguarda, a lo que está esperando. Y precisamente entonces se hace necesaria la vida consagrada, o sea, la experiencia plenamente espiritual del que conoce el camino que lleva hacia Dios, y sabe bien –por una experiencia personal que continúa en el tiempo, jamás terminada– que ese camino pasa también por fases alternas: de duda, incertidumbre, ambigüedad, frustración, indiferencia, negación, sensación de ausencia o de silencio de Dios. Lo sabe porque ha sufrido ese camino, hasta el punto de poder ayudar ahora a otros a reconocer el deseo espiritual profundamente arraigado en todo ser vivo, deseo que nada ni nadie podrá hacer desaparecer jamás; hasta el punto de poder ayudarles a decidirse a ponerse en camino hacia Dios. Porque el hombre es eso, peregrino de lo divino. Este es su tormento profundo y, al mismo tiempo, ¡su verdadera felicidad! El abrazo como símbolo de la nueva evangelización Y, así las cosas, el consagrado es todo lo contrario de un zombi que viene de quién sabe qué mundo, o lo que queda –o se obstina en quedar– de un pasado que ya no existe; es un hermano o una hermana que se pone con amor al lado del hombre y de la mujer de hoy en esta operación que no es de adoctrinamiento, sino de escucha del corazón y de su deseo. Operación que tal vez sea un nuevo modo de concebir la evangelización: nuevo por la pretensión interior que lo mueve, y que se convierte de inmediato en estilo y calidad de la relación. Que debe ser precisamente como un abrazo dictado a este mundo por el afecto y no por el miedo; dictado por la estima sentida por él y por la confianza en el mismo, no por un sentido de superioridad desconfiado e insoportable; inspirado en la inclusión, no en la exclusión. En consecuencia, el abrazo podría convertirse en el símbolo del estilo relacional típico de la nueva evangelización. Señalemos solo algunos rasgos de este estilo. Abrazar el futuro en relación con esta historia y con las personas concretas que la viven (no digamos «el mundo»: es demasiado fácil, y al final ilusorio, decir abrazar el mundo) significa[7]:

29

Antes que nada, no sufrir el futuro, ni ir hacia delante de una manera pasiva, sin 1. prepararlo, dejando que el mañana nos caiga encima y nos encuentre sin preparar; o bien procediendo a la buena de Dios, navegando en aguas desconocidas, sin unos criterios precisos, y confundiendo el abandono a la voluntad de Dios con nuestra inercia, poca fantasía, escasa intuición, falta de coraje, sin saber a qué atenernos. Significa, en cierto modo, crear este futuro en lo que dependa de nosotros, o anticiparlo con una clarividencia profética, para intentar comprender lo que nos pide, lo que nos sugiere abandonar, sin esperar a vernos obligados a hacerlo; qué pistas nuevas nos propone, qué errores nos señala para que no los repitamos, especialmente en lo que tiene que ver con nuestra relación con el mundo y con el sentido de la misión, qué aspectos del carisma debemos revalorizar o interpretar de un modo diferente, que periferias que nunca hemos visitado hasta ahora debemos conocer y frecuentar… Volveremos más adelante, con indicaciones más concretas, sobre este tema, que exige una mirada verdaderamente profética. ¡Qué nostalgia sentimos hoy de los profetas! No, a buen seguro, como adivinos del futuro, sino como hombres y mujeres espirituales que han aprendido a discernir los caminos de Dios en la historia de cada día. 2. Y aún más, abrazar el futuro en función de las personas significa no preocuparse demasiado de nuestra supervivencia o de nuestros números. Estos son miedos y preocupaciones paganas, porque son demasiado autorreferenciales y típicos de quienes están desesperados y deprimidos; preocupaciones desagradables a Dios y hasta castigadas por él en la historia –como le sucedió a David (cf. 2 Sm 24,1-17) y desmentidas muchas veces, después, por la realidad de los hechos[8]. El problema es que, de hecho, nosotros nos hemos autorreconocido y autoatribuido una patente de inmortalidad, como institutos singulares. Y, sin embargo, no es así. Si acaso, lo importante es comprender cómo hay que moverse en este tiempo, sin añorar otros, sin miedo al tiempo y a la cultura en que vivimos, más preocupados por los otros y por su salvación, que por nuestra supervivencia (de hecho, ¡no somos ni náufragos ni supervivientes!). Y evitar ver en este mundo solo el mal o solo un proceso de depravación, como si la historia se encaminara hacia un punto de extravío progresivo. De este modo, nos arriesgaríamos a perder el sentido de la encarnación de Dios en la historia, en toda historia y en todo tiempo; y el de la redención de cada hombre y de cada tiempo. 3. Hemos dicho que abrazar es signo de amor, lo que significa relación positiva recíproca. Es amar este mundo, a los hombres y a las mujeres de hoy[9]. Es tener un prejuicio explícitamente positivo hacia él, no negativo, ni de rechazo o de valoración negativa, ni tampoco de simple benevolencia, incluso más o menos forzada o ingenua, que no quiere ver el mucho mal que hay también a nuestro alrededor. Significa, en concreto, la obstinada capacidad, primero espiritual y psicológica después, de descubrir el deseo de infinito y de eternidad del ser humano, que hace esta cultura en todo caso precristiana, tendente a Cristo, principio y fin, y pone a cada hombre/mujer, tal vez nunca como hoy, a la espera 30

de su salvación, aunque no lo sepa, y convierte en extraordinaria la misión de aquel que, como la persona consagrada, desea acompañar al ser humano en esta búsqueda de lo divino en lo humano. 4. Y entonces, más en concreto, este prejuicio positivo significa la convicción de que también en esta cultura hay potencialidades positivas e intuiciones fecundas, y, por consiguiente, la necesidad de comprometernos, por nuestra parte, para comprender bien sus valores, sus aperturas positivas, los pasadizos abiertos hacia este advenimiento, una sensibilidad atenta todavía a lo espiritual, a las huellas del logos spermatikós[10], los «signos de los tiempos», en el fondo, a veces señales poco claras y de débil intensidad que solo las personas espirituales son capaces de percibir. Pero así deberían ser los consagrados y las consagradas de hoy, estos zahoríes de lo divino en el corazón humano. 5. Evitar del modo más absoluto posible mostrarnos pesimistas, quejicas, sepultureros, profetas de desgracias, terroristas del espíritu, analfabetos, incapaces de leer en el presente la dirección del futuro, nostálgicos del pasado y rabiosos con el presente y con todo el mundo, decepcionados de la Iglesia y de sus pastores[11]. Y en vez de derrochar una cantidad ridícula de energías en llorar por nosotros mismos, o en juzgar y condenar a los réprobos, dibujando escenarios dramáticos del «fin del mundo» o del mundo cristiano, intentemos más bien ser inteligentes y usemos esa energía para aprender la lengua que se habla hoy. Aprendamos a expresarnos según la sensibilidad secular, a fin de ser comprensibles en el anuncio del Evangelio, para que nuestras palabras se comprendan, para que nuestro testimonio resulte incisivo, para que nuestro mensaje abra brecha en el corazón del que escucha, y sea verdaderamente buena noticia agradable a todas y a todos. Y es que el lenguaje «religioso» ha muerto y nadie lo comprendería. En vez de eso debemos hablar la lengua de hoy, o sea, expresar el Evangelio y nuestra espiritualidad en lenguas y dialectos locales, para que todos puedan entenderlos y gozarlos (y esto sería la aculturación[12]). Y para que el otro, es decir, el que ha recibido de nosotros el mensaje evangélico, esté después en condiciones de volver a comunicarlo de un modo nuevo y original, según su propia experiencia, sensibilidad, cultura, imágenes, intuiciones, sobre todo según el don del Espíritu que, evidentemente, también él posee, y que le permite hacer ahora una aportación creativa. Es la inculturación, como proceso gestionado por quien ha sido evangelizado, y ahora se convierte en evangelizador de quien le ha comunicado el primer anuncio, enriqueciéndolo con una luz nueva[13]. Este dinamismo (aculturación-inculturación), como diremos más adelante, es la condición para la renovación de nuestros carismas, devueltos en cierto modo a la Iglesia y al mundo para quienes los habíamos recibido, y no simplemente conservados y embalsamados en nuestros archivos (cuyos custodios seremos nosotros). Y se produciría verdaderamente una nueva evangelización. Para el que evangeliza y para el que es evangelizado, en un feliz intercambio de roles. 31

6. Todo esto –no olvidemos lo que ya hemos indicado– no significa ser particularmente inteligentes y geniales, sino que, a lo sumo, tiene que ver con la calidad de nuestra vida espiritual, en el sentido de que el verdadero hombre/mujer espiritual sabe o debería saber que la búsqueda de Dios, si es sincera, pasa también por la duda, la incertidumbre, la lucha, hasta llegar al rechazo y la negación o la sensación de la ausencia y del silencio del Dios misterioso… Y, en consecuencia, debería ser un experto en reconocer esa sutil sed y nostalgia de Dios que se esconde a veces detrás de actitudes aparentemente negativas respecto a él. En suma, el hombre espiritual no es alguien que vive de un modo privado su propia relación con Dios, por muy perfecta que esta sea, sino alguien que ayuda a los otros a reconocer el camino por el que Dios mismo le sale al encuentro. Recordamos que «espiritual» no significa abstracto y serio, o arrebatado en algún éxtasis; significa relacional, creyente capaz de relación con Dios y con los hombres (del mismo modo que el Espíritu es la relación en Dios). Repetimos que el consagrado, en este sentido, es un zahorí de lo divino, reconoce los «gemidos inexpresables del Espíritu» (Rom 8,26) a unas profundidades inaccesibles a los que no han madurado esta sensibilidad espiritual. El consagrado de mañana deberá ser cada vez más este hombre o mujer de Dios, experto en este tipo de discernimiento espiritual. Es el don más grande que podríamos hacer a quien encontremos en nuestro camino: hacerle reconocer que el Dios que le espera y que –como recuerda Agustín– está dentro de él, ¡es fuente de vida y de la plena felicidad! La alegría del Evangelio Hay una condición que es algo más que una condición para el anuncio, expresando ya en cierto modo su contenido: la alegría. Esa alegría de la que habla el papa Francisco en Evangelii gaudium, el texto que representa, según sus mismas palabras, el «marco apostólico de la Iglesia de hoy»[14]. «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[15]. La alegría de sembrar El anuncio parte de la alegría de haber recibido el don del Evangelio y de la fe y –podría añadir el consagrado– también el don del carisma y de cuanto en él se ha revelado del amor eterno. Nosotros no somos ni perfectos ni mejores que los otros[16], no somos más que los destinatarios de un don extraordinariamente bello o de una noticia sensacional, que no podemos retener para nosotros (del mismo modo que Dios no goza solo). Y debemos recordar que el punto de apoyo de la evangelización no son las condiciones culturales ambientales favorables, o la situación de los territorios a los que vamos a 32

sembrar la Palabra, sino únicamente la belleza de lo que se nos ha dado para anunciar, que proporciona fascinación al mismo gesto del anuncio. Nuestra alegría se encuentra toda ahí: no solo en la conciencia del don recibido, sino también en la de la gracia de poder transmitirlo a los otros[17]; una gracia que se convierte en pasión y proporciona coraje y creatividad; podríamos llamarla en verdad «la pasión-coraje-creatividad del sembrador». No existe alegría ni pasión más grande que esta ni otro punto de partida o de llegada. Lo que quiero decir con todo vigor es que quien anuncia el Evangelio ya está pagado por el mismo anuncio, por la alegría misionera de dar la buena noticia, porque es hermoso sembrar, es hermoso en sí mismo transmitir esa novedad prodigiosa que es el amor del Eterno por todos, su amistad y su misericordia. Es tan hermoso que ya es una razón para vivir, independientemente del resultado, especialmente si este se entiende como algo que se exige, o está determinado necesariamente por los números, por el éxito, por la muchedumbre… Y la pasión es también tan intensa que hace al sembrador no solo libre de la exigencia del resultado, sino libre de imponer nada a nadie, y mucho menos la conversión; libre del ansia de recoger, de la dependencia de la respuesta, de la psicosis del éxito; libre porque ese sembrador es bien consciente de que el Espíritu sabe cómo abrirse un camino en el corazón de las personas. Por eso también es libre de concentrarse en la alegría de cuanto le ha sido dado, y que no puede más que comunicar a los otros; por eso es bello sembrar, bello en sí mismo, incluso antes de la recogida. Es bello sembrar por doquier y de todas las maneras, en cada persona y en cada medio, en toda circunstancia y situación existencial, como nos cuenta la parábola del sembrador, aparentemente despreocupado, que lanza la semilla incluso allí donde el terreno parecería absolutamente inadecuado para dar fruto. A mí me parece que aquí se abren espacios verdaderamente nuevos e impensados para la vida consagrada, llamada desde siempre a evangelizar incluso en aquellos lugares donde nunca se ha anunciado la Palabra; a frecuentar medios improbables, a tener el coraje de proceder al primer anuncio, a sembrar a lo largo del camino o entre espinos y zarzas, arriesgándose a recibir rechazos o a que le den con la puerta en las narices. Solo que, en un tiempo, estos lugares se encontraban en las así llamadas «tierras de misión», geográficamente lejanas, mientras que hoy son cada vez más lugares cercanos a nosotros, tierras de vieja cristiandad, donde tal vez el primer anuncio se ha perdido y ha sido olvidado, donde el terreno aparece particularmente hostil y donde reina una fuerte tentación de dejarlo perder, para instalarse en zonas más rentables y seguras, en sitios donde sea más probable la cosecha y no sea necesario inventar nada nuevo. Por doquier y de todas las maneras, siempre y en cada corazón Ahora bien, ¿quiénes somos nosotros para decidir por anticipado, como por desgracia sucede a menudo, que un determinado medio es ahora tierra cerrada para siempre, para juzgar que no vale la pena anunciar la pascua de Jesús en determinados medios, que es tiempo perdido sembrar la Palabra en ciertos corazones, que ciertas personas están ahora 33

perdidas? Quien piense así, aparte de la presunción de dárselas de juez y de la pobreza de su experiencia espiritual, simplemente no ha descubierto la alegría del Evangelio, la Evangelii gaudium. Y en verdad no es libre de anunciar siempre y de todos modos la Buena Noticia, en cada corazón y en cada medio, en todo tiempo y estación, sin selecciones ni exclusiones. En particular, sin preocuparse de recoger. Él ha sido enviado a sembrar, después a sembrar y, por último, a sembrar. Durante toda su vida. «La alegría del Evangelio, que llena la vida de la comunidad de los discípulos, es una alegría misionera. […] Es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado… Pero mantiene siempre la dinámica del éxodo y del don, del salir de unos mismo, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá»[18], por doquier y de todas las maneras y a cada uno, y siempre e incluso en los sitios que otros consideran equivocados e inútiles. El que actúa así no lo hace porque sea un atolondrado o un iluso, un obsesionado o un pasota, sino porque confía en que la semilla que él ha lanzado tiene su propia fuerza intrínseca, y dará fruto; lo dará a su tiempo, por lo general no inmediatamente, ni de un modo verificable ni previsible por sí mismo. El evangelizador es un sembrador, y sigue sembrando con una gran constancia y paciencia, sin ponerse nervioso cuando no ve los frutos de inmediato. Sabe que no le corresponde a él la cosecha. Del mismo modo que sabe que también él ha recogido donde otros sembraron. La vida consagrada existe para esto, para sembrar, para sembrar en la alegría, con un corazón apasionado y creativo, para que a todos llegue el amor de Dios, su amistad y su misericordia. Sobre esto deberíamos interrogarnos constantemente: más sobre la alegría del anuncio, que sobre la posible cosecha (tal vez para sentirnos culpables a causa de su pobreza). [1] Esta expresión forma parte de la propuesta de una simpática iniciativa denominada «Con-tacto Abrazos Gratis», que se llevó a cabo en Milán en la plaza del Duomo hace algún tiempo en un contexto navideño. Con esta presentación: «este año por Navidad vamos a llenar el depósito de abrazos, porque nada puede sustituir un abrazo verdadero, sincero, ofrecido con todo el corazón y todo el afecto; aunque te lo dé un desconocido, tal vez el abrazo se convierta en un regalo mágico precisamente entre personas que no se conocen. Un acontecimiento que une la magia de la Navidad, la magia del don, la magia del abrazo creando una receta para ser felices, aunque solo sea un instante». Esto fue lo que escribieron los organizadores del evento, que nos dieron también esta información (¿científica?): un abrazo dura una media de tres segundos, pero cuando llega a 20 tiene un efecto terapéutico sobre la mente y sobre el cuerpo, porque produce oxitocina, la hormona del amor. Tal vez, añadimos nosotros, sea lícito plantear alguna duda: porque ¡para los estallidos de amor se requiere algo más que un agente químico! [2] Cf. los estudios de la socióloga canadiense C. LAFONTAINE, Il sogno dell’eternità. La società postmortale, Medusa, Milano 2009. [3] Algo muy semejante a la retrotopía de Bauman, con la diferencia de que esta última idealiza el pasado y lo reconoce todavía vivo, mientras que la lógica del pos, aunque declara el mismo pasado como insuperable en ciertos aspectos, lo considera, a continuación, agotado, muerto e imposible de proponer de nuevo en el presente.

34

[4]

[5]

[6] [7]

[8]

[9]

[10] [11]

De hecho, esa palabra ha sido elegida por los expertos lexicógrafos de los famosos diccionarios de Oxford (Oxford Dictionaries) como «Palabra del año 2016», dado que su uso habría aumentado, a lo largo del año 2016, ¡en más de un 2000 %! En realidad, post-truth (de la que deriva la otra expresión moderna de las fake news, bulos en español) significa que la verdad y los hechos objetivos son irrelevantes, y que tienen menos influjo en la creación de la opinión pública que lo que apela a la emoción o a las opiniones subjetivas. De aquí procede el fenómeno de la difusión viral de noticias falsas, pero plausibles para un público que carece de los instrumentos adecuados de descodificación, que condicionan de manera insoportable a la opinión pública y los procesos electorales. Los ejemplos puestos por los expertos que han elegido esa expresión como palabra del año han sido las campañas político-electorales a favor del Brexit en el Reino Unido y la campaña presidencial de Trump en los EE. UU. He profundizado en este tema y en este paso, indicando sus consecuencias pastorales y relacionales, en mi libro Prete e mondo d’oggi. Dal post-cristiano al pre-cristiano, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI) 2010 (trad. esp.: Sacerdote y mundo de hoy, San Pablo, Madrid 2012). Este es el sentido profundo de lo que pide Felipe a Jesús con esta súplica afligida: «Muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8), donde el «nos basta» indica el máximo de la felicidad. Según el Grande Dizionario della Lingua Italiana «abbracciare» posee una cierta variedad de significados: ceñir, estrechar con los brazos; ocupar, rodear (como los montes que abrazan el mar, o el silencio que envuelve un cierto espacio); retener consigo, contener (p. ej.: envolver con la mirada, contemplar con una mirada global); comprender, entender (con la mirada de la mente o del corazón); encerrar, incluir (una serie de nociones, conceptos); aceptar con convicción una opinión, una causa; acoger en el propio espíritu, dedicarse enteramente a… (p. ej.: abrazar el leño de Cruz); favorecer, proteger: cf. S. BATTAGLIA (editor), Grande Dizionario della Lingua Italiana, vol. I, Utet, Torino 1961, 30-31. Son muchas las veces en que ciertas previsiones y proyecciones sobre el futuro no se han visto confirmadas por el curso de la historia. A veces ni siquiera por la historia real actual. Hoy, por ejemplo, nos lamentamos tanto de la crisis de vocaciones a la vida consagrada que esa queja se ha convertido en un tópico; ahora bien, si a los miembros de los institutos tradicionales de vida consagrada les sumáramos los de las así llamadas «nuevas formas de vida consagrada», que pertenecen de distintas formas a esta gran y fecunda realidad – aunque en cierto modo estén necesitadas de guía y corrección de rumbo– llegaríamos a un número muy relevante, tal vez el más elevado y jamás alcanzado en la larga historia de la vida consagrada, y, en cualquier caso, a un número que sugiere exactamente lo contrario de una situación crítica, sino, más bien, la vitalidad actual de una vocación que tiene mil expresiones. Qué hermosas y sinceras son las palabras pronunciadas por Pablo VI en su Discurso de apertura del segundo período del Concilio (29 de septiembre de 1963): «Tratará el Concilio de tender un puente hacia el mundo contemporáneo […]. Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo» (Enchiridion Vaticanum, Documenti. Il Concilio Vaticano II, EDB, Bologna 1971, n. 183*; edición digital: https://bit.ly/2V5o3Pg). Cf. Justino, según el cual el cristianismo encierra y desarrolla en su germen todas las huellas, los avisos y las verdades, no siempre cabalmente evidentes, presentes incluso en las filosofías paganas. Esto no parece ser una tendencia de hoy, pues ya Juan XXIII, en el Discurso de apertura del Concilio (11 de octubre de 1962) dijo: «En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que […] no ven en los tiempos modernos sino

35

[12]

[13]

[14] [15] [16]

prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando. […] Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos… Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. […] No es que falten doctrinas falaces, […] que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos» (Enchiridion Vaticanum, Documenti. Il Concilio Vaticano II, nn. 40*-41* y 57*; edición digital: https://bit.ly/2MSJrGX). El proceso de la aculturación indica el movimiento que hace el evangelizador hacia el mundo culturalexistencial del que recibe el mensaje (ad culturam alterius). Un evangelizador que debe ser rigurosamente bilingüe, evidentemente también en sentido metafórico, como conocedor del Evangelio y de su belleza de significado, y como conocedor de la sensibilidad actual secular, en cuya «lengua» desea realizar el trabajo de expresarse, para comunicar exactamente la belleza del sentido que ha conquistado su corazón. Doble lengua como una doble pasión, por Dios y por el hombre. El sujeto de la inculturación es, por tanto, el que ha recibido el mensaje y ahora lo vuelve a comunicar como solo él podría hacerlo en su propia cultura (in cultura sua). Y, por consiguiente, de un modo completamente original y enriquecedor para el mismo «titular» del carisma. Así se expresó el papa Francisco en un encuentro con los jesuitas (y lo repitió después en un encuentro con los superiores generales el 25 de noviembre de 2016): cf. La Civiltà Cattolica 3995 IV (2016), 428. Evangelii gaudium, 1. Cf. el libro de E. BIANCHI que lleva precisamente este título: Non siamo migliori, Qiqajon, Magnano (BI)

2002 (trad. esp.: No somos mejores: una visión renovada de la vida religiosa, Claret, Barcelona 2008). [17] Pablo diría: «La gracia del apostolado» (Rom 1,5). [18] Evangelii gaudium, 21.

36

4 «Abrazar el futuro»: ¿misterio o enigma?

La segunda parte de la expresión del papa Francisco nos invita a confrontarnos aún con el sentido del futuro, pero esta vez en sí mismo, como tiempo que nos espera. Veremos cómo también este tipo de relación, que es cualquier cosa menos teórica, nos hace descubrir un modo tanto más intenso y evangélico de entrar en relación con las personas y con la cultura. De todos modos, ya hemos dicho que la invitación del papa a abrazar el futuro ha de entenderse como una provocación a no quedarnos anclados en el pasado ni a añorarlo, obstinándonos en verlo como un tiempo ideal, como piedra de toque del presente y de un presente destinado a perder la comparación con el pasado «glorioso», y que por esa razón debería ser juzgado negativamente. Mirar al futuro es signo de inteligencia creyente y realista, positiva y optimista. Es comprender que la historia está en manos de Dios. Y las personas consagradas son, desde el punto de vista del tiempo, personas del futuro, viven proyectadas e impulsadas hacia el mañana, como comprometidas con el mañana desconocido de Dios. Esto significa, en primer lugar, es decir, en el plano espiritual, apertura al sentido del misterio. Aquí es muy interesante ver cómo la actitud espiritual pude determinar también la actitud psicológica, y más en concreto el modo en que nos disponemos ante el futuro. Dios es misterio, y no podemos pretender comprenderlo, ni entender cuál será el futuro que ha preparado para nosotros, dado que el tiempo le pertenece a aquel que está fuera del tiempo. Ahora bien, aquí son posibles dos lecturas o dos modos de entender ese misterio que no se puede «entender». ¿Exceso de luz o de tiniebla? ¿Por qué es Dios un misterio incompresible? Misterio luminoso Es posible que la respuesta pueda sorprender: porque en Dios hay excesiva luz. Dios es misterio incomprensible porque hay en él un exceso de luminosidad, tal que nuestro ojo 37

no la puede soportar, se queda deslumbrado por ella, incapaz de ver, si pretende establecer con su propia mirada directamente la realidad de Dios. La idea del misterio es, por consiguiente, en realidad, una perspectiva positiva, y llena de confianza y esperanza puesto que, si bien es verdad que el exceso de luz impide el conocimiento inmediato, también lo es que poco a poco se puede ir adaptando nuestro ojo, puede ser pacientemente educado para mirar al sol que es Dios o, mejor aún, «el misterio de Dios». Eso es, en sustancia, lo que aprendemos a hacer con la oración, que es un modo (o «el» modo por excelencia) de aprender a contemplar el misterio, a mirar a Dios, a dejarnos mirar por él, o a dejarnos envolver y abrazar (¡otro abrazo!) por su mirada luminosa, que ilumina todas las realidades de nuestra vida, incluso las que nos parecen difíciles e imposibles de comprender, como el dolor, la muerte, los fracasos, las injusticias, el mañana, las crisis. Enigma tenebroso El misterio incomprensible por exceso de tinieblas sería, en cambio, el enigma que, por eso, es exactamente lo contrario del misterio luminoso. Son dos perspectivas completamente distintas, como la luz es lo opuesto de la tiniebla; son como dos modos de ver diametralmente opuestos, cuya elección –que todos realizamos de modos normalmente solo implícitos e irreflexivos– puede incidir incluso de un modo agobiante sobre nuestra vida y sobre nuestro testimonio. El misterio es bueno porque es relacional, quiere hacerse comprender y comunicarse con el hombre; por eso nos envía continuamente mensajes y señales[1]; el enigma –por el contrario– no desea revelarse, es impenetrable y te aleja y te rechaza si te acercas demasiado. Con el misterio puedes hablar, puedes intentar verlo y tocarlo; el enigma, en cambio, es como un ídolo hecho por manos humanas; que tiene ojos pero no ve, orejas pero no oye, manos pero no toca, corazón pero no se conmueve (cf. Sal 115,4-7); y nos hace cada vez más semejantes a él. El misterio no solo tiene sentidos, sino que está lleno de sentido y te ofrece la posibilidad de dar sentido a tu vida; el enigma es insensato y hace que todo carezca de sentido. El misterio es sensible; el enigma es insensible. Más aún, el misterio no solo está lleno de luz, sino también de calor; el enigma es frío y metálico. El misterio te abraza; el enigma te ignora. El misterio te estima y quiere tu bien; al enigma no le importa gran cosa tu felicidad. El misterio atrae y es posible contemplarlo; el enigma no es atrayente ni se ofrece a la mirada meditativa. El misterio te provoca, ensancha tus espacios y amplía tus horizontes, te da y al mismo tiempo te pide cosas grandes, lo máximo que puedas dar: por eso sientes la tentación de resistirle, y también puedes luchar con él; el enigma no te provoca ni te pide que cambies, para él estás bien tal como eres, todo es plano, sin ideales ni aspiraciones. El misterio te indica la verdad como objetivo hacia el que caminar con tus piernas; el enigma se burla de todo itinerario en tal dirección, porque la verdad no existe en el mundo del enigma, y si la hay, es inalcanzable para tus fuerzas. El misterio te abre al futuro sentido como amigo, al 38

que puedes mirar con esperanza; el enigma es desesperación y miedo, es incertidumbre frente a un futuro del que ni siquiera sabemos si existirá, y si por casualidad existe se le teme como enemigo y hostil. El misterio es divino o conduce a lo divino; el enigma es diabólico y nos vuelve tenebrosos. Tal vez la que existe entre misterio y enigma sea un tipo de alternativa inédita, a la que no estamos acostumbrados, que nadie nos ha puesto delante y que nunca hemos percibido delante de nosotros para proceder a una confrontación y a una elección. En realidad, todos hemos decidido y continuamos decidiendo, a buen seguro no de un modo completamente consciente, pero sí inevitable, a cuál de las dos debemos dar preferencia. Si Dios es enigma Por otro lado –si la alternativa se plantea en los términos que nosotros hemos indicado–, está claro que todos, espontánea y conscientemente, optamos por el misterio, puesto que todos queremos establecer con Dios una relación según la lógica del misterio y abierta a él. Sin embargo, es posible, más aún, probable mientras estemos en esta tierra, que en esa relación haya, asimismo, componentes enigmáticos que sobrecargan la relación con Dios, la hacen difícil e incierta, inestable y fría, oscura y superficial, poco confidencial y quizás incluso temerosa, deformando en la misma oblicua relación el rostro mismo de Dios. Y esto sería ya un problema muy serio. Ahora bien, en el marco de nuestra reflexión es importante comprender que, en la medida en que nuestra relación con Dios contiene componentes enigmáticos, estos tendrán consecuencias en la vida del sujeto en relación consigo mismo, con los otros y con su misma vocación. De hecho, se volverá en cierto modo enigmático, en primer lugar, el sujeto creyente, desconocido y oscuro para sí mismo, lejos de sí y negativo con respecto a él mismo, tendrá miedo de decirse la verdad y se volverá incapaz de aceptarse, a veces hasta se pondrá nervioso y rabioso consigo mismo. Su oración será enigmática, poco abierta al diálogo e insincera, escasamente afectiva y será vivida más como deber, como «práctica de piedad», que como experiencia de la belleza de Dios y de la belleza de estar frente a él. A veces se parecerá al monólogo presuntuoso del fariseo más que al reconocimiento transparente y penitente del publicano (cf. Lc 18,9-14). Enigmática será su lectura de la palabra de Dios por parte de un lector poco inclinado a dejarse leer en profundidad por la Palabra, e inclinado más bien a defenderse frente a ella o a quedarse en un nivel superficial de lectura. Por consiguiente, también será enigmático su anuncio de la Palabra, débil y pobre de pasión, incapaz de tocar el corazón del que escucha y a menudo difícil de comprender, paradójicamente contradicho por la pretensión de saberlo todo sobre la Palabra, de explicarlo todo, de dar respuesta a todo. Enigmática será la formación que ofrece a los otros, es decir, dispersiva y superficial, más atenta a la corrección comportamental que a la conversión de la sensibilidad, para que sea la de Cristo Jesús, el tesoro de la vida. Pero también la relación con los otros será oscura e insincera, estará privada de profundidad y de libertad de abandonarse al otro, temerosa de establecer amistades y de hacerse cargo del otro[2]. 39

Por eso existirán comunidades y fraternidades enigmáticas, sin transparencia y sin que se compartan las almas, sin rostro y anónimas, donde cada dificultad provocada por el carácter tendrá un poder detonante y donde cada uno será un perfecto desconocido para el otro. Y hasta el apostolado podrá resultar enigmático, confuso, carente de pasión e incapaz de comunicar a Dios y su amor, al mismo tiempo que el apóstol será más valorado por lo que hace que por su capacidad de remitir al misterio; y él mismo buscará más suscitar consensos a su persona que anunciar con libertad la belleza del Evangelio. Incluso el testimonio de la vida consagrada será ineficaz y ambiguo, y la misma vida consagrada podrá ser al final enigmática y ambigua, considerada y apreciada por su compromiso en lo social y su competencia en varios ámbitos y no por el misterio que ella vive y al que remite; de hecho, será cada vez más incapaz de señalar la fuente misteriosa de su hacer, de comunicar la nostalgia del Eterno, de contar su amor misericordioso y misterioso, por ser siempre demasiado grande. Llegados a este punto, está claro que será difícil construir el futuro. En el corazón del misterio Y, así las cosas, es preciso preparar el futuro… a largo plazo, preparando a los apóstoles de mañana como anunciadores del misterio, y no como miembros de una ONG, como precisa con frecuencia el papa Francisco. En efecto, de la persona consagrada puede decirse lo que don Fuschini decía del sacerdote, como hombre de carne «pero con su prolongación en el misterio»[3]. Formación mistagógica Y el mejor y el más coherente de los modos de formar anunciadores del misterio es el de respetar, en primer lugar, el misterio de la persona humana y el de la llamada, con un itinerario formativo que sepa incidir en el corazón y en la sensibilidad, para que sean cada vez más el corazón y la sensibilidad del Hijo, del Siervo, del Cordero. Este es, en efecto, el objetivo final de la vida consagrada, como nos recuerda la Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata[4]. La invitación a adoptar en nosotros los sentimientos de Jesús es una invitación explícita que nos impide continuar pensando la formación como una cosa privada, aun cuando fuera una cosa perfecta, ni tampoco como un programa que afecta solo a la vertiente exterior del individuo o que se contenta con la corrección de la conducta. Se trata de una invitación orientada a que la formación sea, más bien, un proceso que incida profundamente en el sujeto, que no tema llevarle a descubrir sus propias inconsistencias y sus aspectos enigmáticos, aquello que le hace mediocre y contradictorio, temeroso de revestirse de los sentimientos de Jesús, temeroso de ir al encuentro del misterio de su pascua de muerte y resurrección, así como al encuentro de los otros con la sensibilidad del Padre revelada en el Hijo. Ahora bien, todo esto se vuelve todavía más importante e indispensable si recibimos de una manera profunda lo que hemos dicho en el capítulo anterior. Si nuestro anuncio 40

va dirigido hoy a una sociedad que nosotros reconocemos y queremos reconocer como precristiana, y a una cultura en la que aprendemos a identificar los rasgos de la espera – dado que son inconscientes– de Dios, es decir, si se trata de desenterrar el deseo o el misterio de Dios sepultado bajo quién sabe cuántas capas de sensaciones, atracciones, gustos, ambiciones, perspectivas existenciales, enigmas contrarios, entonces es preciso aprender y después enseñar a llegar al corazón humano, a su misterio profundo; a ese misterio que es el hombre y que el ser humano lleva siempre consigo[5]. O pasar de los rasgos de la formación que podríamos llamar también enigmática (pasota y superficial, por muy devota que sea, carente de un fuerte centro de atracción y de fuerte incidencia) a otra misteriosa o mistagógica, que tiene el misterio pascual como punto de partida y como objetivo final, y que llega al corazón y lo cambia. Es indispensable formar a personas que hayan aprendido esta vía del corazón, primero en su camino personal, y que precisamente por ello puedan realizar después la misma operación con el corazón del otro. Exactamente como dice Newman: «cor ad cor loquitur». Y es que el deseo de Dios está presente en lo más profundo del corazón humano, «enfermo de Dios», podríamos decir, o incurablemente inclinado hacia él; con un deseo cubierto a menudo por una capa de sentimientos contrarios, pero que nunca podrán hacerlo desaparecer. Por eso es importante formar personas consagradas que sean capaces de reconocer el deseo de lo divino en primer lugar en su propia experiencia espiritual y en todas las formas en que se presenta o se esconde en él; en que se declara de una manera explícita o parece ausente; en lo consciente, pero también en lo inconsciente; en la fuerza virtuosa, pero también en la debilidad sufrida; cuando se espera a Dios y también cuando se le teme. Lo espiritual está dentro de lo psicológico, incluso en lo disonante Por otra parte, es lo que nos recuerda el análisis psicológico: lo espiritual está dentro de lo psicológico[6], hasta el punto de que lo encontramos incluso en los niveles «bajos» o considerados como menos nobles o demasiado (y solo) humanos, puesto que es también dentro de tales niveles donde Dios se expresa o puede expresarse. Y no solo esto, lo espiritual está también dentro de lo psicológico que disuena con lo espiritual. La presencia misteriosa de Dios en nosotros no se hace reconocer únicamente en una vida convertida, sino que se sirve también de la no convertida, insinuando en ella, por ejemplo, la sospecha de que hay algo más con respecto a lo que el sujeto está realizando, buscando, pensando, deseando, amando. Por eso, Dios está vivo y activo y deja huellas de sí mismo incluso en una existencia plasmada por el sujeto de modo desordenado[7]. Por eso, si el misterio no se hace presente solo en estado puro, no me pide necesariamente ni solamente borrar, suprimir, excluir, cortar, extirpar casi, la parte humana menos pura, sino también aprender a tolerar, dar sentido, soportar, compadecer, asumir, coexistir con lo existente. Es la vía de la nidación o de la encarnación. Sin embargo, sigue siendo todavía y sobre todo el modelo de la integración, el que precisamente muestra aquí su vertiente más espiritual, como modelo 41

de la recapitulación en Cristo[8]. Mientras yo plasmo mi vida de una determinada forma, el misterio se sirve de esas experiencias de vida para inspirar y sugerirme otras formas, más saludables y fecundas desde el punto de vista humano. De las periferias del corazón a las de la misión Aquí existe también, posiblemente, una idea de espiritualidad que es necesario revisar, porque puede tener notables implicaciones en la misión y en el modo de entenderla. Esa idea que identifica de una manera excesivamente apresurada el encuentro con Dios –la experiencia de Dios o la vida espiritual en general– con la propia corrección moral, con las propias conquistas, con la propia perfección más o menos presunta, con la derrota y la eliminación de todo «aguijón en la carne», como pensaba san Pablo, tal vez un poco demasiado seguro de sí mismo y convencido de que su modo de entender coincidía con el de Dios (cf. 2 Cor 12,7-10). La gracia en la debilidad «¡Te basta mi gracia!; la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9). Esa es la respuesta que da el Señor a la petición de Pablo; una respuesta verdaderamente misteriosa, precisamente porque está llena de luz cegadora, en cuyo interior va entreviendo el Apóstol poco a poco algo absolutamente extraordinario y muy diferente de su pretensión: la gracia de Dios habita en la vida, en toda la vida, y se nos da ya en abundancia («Te basta…») en toda experiencia y giro existencial: no es el caso de pedirla en exceso, como niños insaciables. Más en particular, la manifestación más plena de esa gracia se encuentra en las periferias de la vida de cada uno, allí donde el hombre experimenta y sufre su propia debilidad, y precisamente allí donde el hombre nunca hubiera ido a buscarla («la fuerza se realiza en la debilidad»). La reacción de Pablo, que da muestras de haber aprendido la lección[9], da la vuelta a su precedente presunción narcisista para convertirla en un alarde inédito: «Así que muy a gusto presumiré de mis debilidades», que expresa un modo completamente distinto de situarse ante Dios y, en consecuencia, ante el hombre y la mujer de hoy, y ante sus miedos y defensas, expectativas y pretensiones, inquietud e indiferencia con respecto a lo divino. La periferia interna «crea» la externa Debemos comprender que existe un vínculo sutil y tenaz entre las periferias de la vida de cada uno: las internas a nosotros mismos y estrictamente personales, que forman parte de cada uno, aunque las visitemos poco o nunca; y las que están a nuestro alrededor, en nuestros lugares, medios y personas más o menos alejados de nosotros. Un vínculo que podemos formular en estos términos, casi como una ley psicológica: el tipo de relación que uno establece con su propia periferia personal interior inspirará también en cierto 42

modo su relación con las periferias externas a él y a su propio mundo. Dicho de un modo más sintético: la periferia interna «crea» la externa. En efecto, si rechazo una parte de mí mismo, me veré llevado a hacer lo mismo con alguien o con alguna situación de mi vida interpersonal, social o comunitaria. En cierto modo, tendré necesidad de actuar así, como para descargar en el exterior un peso interior más o menos insoportable: en efecto, cuanto más sentimos un peso como insoportable, más tenderemos a descargarlo. Si vivo una relación despegada o ambigua con una parte de mí y tengo miedo de entrar en contacto con ella, es probable que manifieste la misma actitud de rechazo frente a algunas personas que también pueden convivir conmigo; o será fácil que yo tenga o me construya un cierto número de periferias en mi ministerio o misión, lugares humanos que no frecuento nunca. Cuantos más problemas tenga con una parte de mí o de mi historia, más probable será que acabe por considerar como no importantes a algunas categorías de individuos o de medios (desde los pobres a los migrantes, desde los que son de un determinado color político a los que no vienen a la Iglesia), o que considere como tiempo perdido anunciar en ellos el Evangelio, y no me sienta enviado en absoluto también a ellos (con diferentes autojustificaciones: «no me corresponde a mí», o «no se encuentra en nuestro carisma», etc.). La no integración interna provoca antes o después una desintegración externa[10]. A pesar de todo, existe en el ser humano una profunda y sutil coherencia entre el interior y el exterior de nosotros mismos. Y muchas veces es exactamente el tipo de conducta relacional, especialmente cuando nos sale espontáneamente y la sostenemos con una cierta terquedad, lo que revela nuestras contradicciones interiores[11]. Esa zona de nuestro propio corazón que todavía está pendiente de evangelizar Tal vez precisamente por eso nos pide el papa Francisco que salgamos hacia las periferias. Pero hemos de estar atentos para no interpretar la operación en términos reductivos, como una simple llamada misionera ulterior a salir hacia quién sabe qué tierras o medios lejanos, ¡incluso olvidándonos de esa tierra que está pendiente todavía de evangelización dentro de nosotros! Ni ilusionándonos con poder improvisar la experiencia ad extra con un espíritu más o menos aventurero, o con llevarla a cabo sin pasar de una manera realista por nuestras periferias personales, allí donde no voy casi nunca, donde he dejado crecer la cizaña o zarzas y espinas que impiden echar raíz a la Palabra, donde subsisten miedos antiguos, recuerdos amargos, violencias padecidas o impuestas, heridas todavía abiertas, instintos que parecen salvajes, sensaciones y emociones jamás educadas, actitudes más paganas que cristianas, perdones no concedidos, conflictos no diferidos, costumbres de las que sigo siendo esclavo, pedazos o segmentos de vida pasada nunca integrados ni resignificados en torno al misterio pascual, aguijones varios en la carne (o «enviados de Satanás», para decirlo como Pablo): toda una realidad personal caótica que –abandonada a sí misma– funciona como resistencia y defensa con respecto al Evangelio, y no me permite captar su verdad y su belleza. 43

Y descubrimos, en cambio, que también ahí, como brasa bajo las cenizas, sigue vivo un deseo o una expectativa de Dios, una necesidad de sentido y de salvación, de orden y transparencia, de belleza y de verdad. Más aún, Dios está también ahí, y esas situaciones pueden convertirse en algo así como un itinerario que nos conduce a ver el rostro del Dios misericordioso, cuya fuerza se expresa en la debilidad, cuya luz brilla en las tinieblas. O Dios está más allá de todo esto, en ese point vierge, como lo llama Thomas Merton, ese «punto virgen» presente en toda criatura[12], o en las raíces del yo donde la memoria del Creador y el deseo de Dios todavía se mantienen vivos e intactos, puros e incontaminados, por encima de todas las incrustaciones e inconsistencias, miedos y barreras defensivas incluso en relación con lo divino, y donde a cada uno le es dado reconocerle[13]. Todo esto constituye una experiencia fundamental para quien quiere anunciar el Evangelio de la misericordia. ¿Qué anuncio puede ser tan convincente como el hecho por quien ha recorrido este itinerario, para sentirse al final acogido y abrazado por Dios? ¿No consiste precisamente en esto la alegría del Evangelio, la alegría misteriosa y luminosa de quien anuncia al otro una noticia que antes ha llenado su propia vida de alegría? Opciones para el futuro Por eso resultan hoy fundamentales las opciones estratégicas para construir el futuro, a fin de que no nos encuentre desprevenidos; opciones que quizás no parezcan dar un resultado inmediato, pero que preparan, con el tiempo, a personas sólidas y consistentes, que han aprendido a captar el misterio dentro y fuera de ellas, en la fuerza y en la debilidad; a construir su vida en torno al misterio pascual, sin tirar a la basura nada de su historia; personas capaces de hacer frente al mañana en este tipo particular de cultura y de sociedad, libres de optar por la vía del corazón para comunicarse con el hombre y con la mujer de hoy. Personas capaces de plantear opciones en las que invertir para el futuro, con mirada a largo plazo, previsora. He aquí algunas. 1. Concentrar el camino de crecimiento en la formación de la sensibilidad, del mundo interior de la persona, formación que –de modo muy concreto– parte de la atención a los sentidos (internos y externos), y se propone evangelizar no solo ni siquiera primariamente los comportamientos, como tiende a hacerse por lo general, sino más bien las sensaciones y las emociones, los gustos y los deseos, los sentimientos y los pensamientos, los afectos y las pasiones, los criterios de elección y morales, conscientes e inconscientes. Todo este rico mundo interior constituye el lugar de la conversión y de la formación de la persona que, por un lado, ha sido llamada a tener la misma sensibilidad de Cristo Jesús (cf. Flp 2,5) y, por otro, debe aprender a llegar al corazón de los hombres y de las mujeres de hoy, a su sensibilidad, para anunciar una noticia bella y alegre, sentida como verdadera y vital. ¿Acaso no es este el verdadero problema de la evangelización, 44

ya sea la nueva o la vieja, el de vivir y compartir la alegría del Evangelio, por parte del que anuncia y del que recibe el anuncio? Tenemos una noticia absolutamente extraordinaria para dar, que es además algo que todo viviente, por su propia naturaleza enamorado de la vida, busca y querría oír que le dijeran, a saber: que viviremos para siempre, en un reino de luz infinita, amados por Dios y para toda la eternidad. Solo quien ha educado su propia sensibilidad para contemplar este misterio luminosísimo y para gozar de él puede comunicar su anuncio esperando tocar el corazón del que le escucha. Y suscitar alegría. 2. Preparar a los formadores, a fin de que sean expertos precisamente en ese itinerario educativo-formativo del que hemos hablado ahora, personas que hayan aprendido el itinerario de la integración de su humanidad personal y hayan aprendido a descubrir a Dios en su debilidad; creyentes que hayan formado a la luz del Evangelio sus gustos y deseos, atracciones y aspiraciones, y que precisamente por eso sean capaces de acompañar a otros en el mismo camino; capaces de relación educativa, que es la más significativa de las relaciones, libres de encender el corazón y de transmitir la pasión del anuncio y del testimonio. 3. Practicar bien los discernimientos vocacionales, con valor y sin miedo a nuestra extinción, especialmente a la luz de la calidad fundamental que debe poseer todo consagrado, o sea, la capacidad relacional iluminada por la alegría del Evangelio. Cuidado, por tanto, con el fenómeno de la «selección adversa», es decir, con la posibilidad ligada, en general, a la mediocridad del testimonio o a la ambigüedad del anunciador, con atraer precisamente a las personas menos adecuadas para vivir la consagración desde este punto de vista, o sea, a los tipos vocacionalmente ambiguos, como los que tienen un carácter cerrado o son autosuficientes, los individuos asociales, los perennemente tristes que siembran depresión; pero también con los que no son capaces de mantenerse en pie sobre sus propias piernas, o con los narcisistas que tienen que estar siempre en el centro de la relación o que usan y explotan la relación para sus propios intereses subjetivos. Cuidado con los que interpretan la consagración como instrumento de perfección privada y no como una responsabilidad en la salvación del otro; del mismo modo que es preciso reconocer al que busca en la comunidad un nido donde esconderse o un seno materno que le mime, o un lugar donde protegerse de las maldades del mundo y donde poder realizar tranquilamente sus propias conveniencias. Es necesario ser justamente rigurosos en lo que respecta al criterio vocacional de la capacidad relacional, modelada sobre la libertad dramática del Hijo obediente, del Siervo de Yahvé, del Cordero inocente[14], y por un itinerario pascual. 4. Proponer caminos pedagógicos que pongan juntos el camino de la búsqueda personal de la propia verdad con el estar ante el misterio de Dios, o sea, itinerarios que sean capaces de unir el aspecto humano con el teológico, el psicológico con el espiritual, la identificación de las propias debilidades con el descubrimiento de que en ellas se esconde una gracia misteriosa, la ascética con 45

el trabajo sobre la propia sensibilidad, la renuncia con la alegría del corazón, para preparar cada vez más consagrados que sean verdaderos hombres, verdaderas mujeres, que vivan con toda la riqueza de su humanidad la relación con Dios y su misterio, libres de encontrar caminos nuevos e inéditos para ir a él y hacer sentir su presencia con el rico instrumental que se ha dado como dotación al hombre. Consagrados libres de amar a los que más están tentados de no sentirse amados, a los descartados de esta sociedad cada vez más excluyente. Hoy tenemos cada vez más necesidad de consagrados místicos, de poetas que sepan cantar la belleza del Eterno, de artistas de la relación con Dios, pero también de apóstoles de la caridad, de defensores de los pobres frente a los poderosos, de pastores que «huelan» a oveja, de mártires que se hayan atrevido a frecuentar las periferias. 5. Otra opción estratégica es crear finalmente proyectos de auténtica formación permanente en la relación, como itinerarios de formación para las diferentes edades de la vida. Pero que partan de la formación del corazón docibilis, de quien ha aprendido a aprender la vida de la vida durante toda la vida, o de quien ha aprendido a aprender de toda relación, con cualquier persona, tanto del santo como del pecador, tanto del amigo como de quien se le opone, tanto del creyente como del no creyente, tanto del adulto como del niño. O sea, la docibilitas relationalis, auténtica conditio sine qua non de todo anuncio y de toda misión. Es necesario dejar de pensar la formación permanente siguiendo una concepción antediluviana, como los cursos de actualización espiritual o pastoral, que, a lo sumo, pueden aspirar al reciclaje del sujeto y de lo que aprendió en un tiempo. Si la formación no es del día a día, y no tiene lugar en medio de las realidades ordinarias de la existencia cotidiana, en la comunidad a la que se ha sido enviado y realizando la misión que nos ha sido confiada, volveremos a caer aún en la idea de la formación permanente extraordinaria, que es una contradicción en los términos: ¿cómo puede ser considerado como permanente lo que es extraordinario? Y entonces no cambiaría nada. [1] Tal vez podríamos aplicar a la idea de misterio lo que dice la Escritura a propósito de la Sabiduría: «La Sabiduría es radiante e inmarcesible, la ven sin dificultad los que la aman y los que van buscándola la encuentran; ella misma se da a conocer a los que la desean. Quien madruga por ella, no se cansa: la encuentra sentada a la puerta. Meditar en ella es prudencia consumada, el que vela por ella pronto se ve libre de preocupaciones; ella misma va de un lado a otro buscando a los que la merecen, los aborda benigna por los caminos, y les sale al paso en cada pensamiento» (Sab 6,12-16). [2] La idea de Dios como luz, y de nuestra vida que se vuelve luminosa si estamos en comunión con los otros, está explicitada en la Primera carta de Juan: «Dios es luz sin mezcla de tinieblas […], si caminamos en la luz, como él está en la luz, estamos en comunión los unos con los otros […]. Quien dice que está en la luz mientras odia a su hermano sigue en tinieblas» (1 Jn 1,5.7; 2,9). [3] Va también en esta línea «misteriosa» la afirmación de Simone Weil sobre la figura del sacerdote (y de la persona consagrada) de que «solo es comprensible si hay en él algo incomprensible». [4] Según este texto, la formación es «un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia

46

el Padre» (Vita consecrata, 65). [5] No puede dejar de venirnos a la mente el discurso de Pablo en el Areópago de Atenas: «Pablo se puso en pie en medio del Areópago y habló así: “Atenienses, observo que sois en extremo religiosos. Pues paseando y observando vuestros lugares de culto, sorprendí un ara con esta inscripción: AL DIOS DESCONOCIDO. Pues bien, al que veneráis sin conocerlo yo os lo anuncio”» (Hch 17,22-23). Pablo reconoce incluso que los atenienses son, en algunos aspectos, «en extremo religiosos». Pablo muestra aquí una gran capacidad intelectual y espiritual que le permite leer en el corazón humano la expectativa inconsciente de Dios. ¿Seremos nosotros capaces de decir lo mismo a esta sociedad y a esta cultura de hoy (de la que no puede decirse que sea peor que la de la Atenas de aquel tiempo)? [6] Dicho de modo más preciso: lo espiritual raramente existe en estado puro en el sujeto concreto. Usa, para expresarse, mediaciones e itinerarios psicológicos, adoptándolos, normalmente respetando las leyes que gobiernan esos itinerarios. Parafraseando a santo Tomás, podríamos decir que el misterio se sirve de la naturaleza inferior para expresar la realidad que, en toda su plenitud, compete a la naturaleza superior. [7] Al parecer, basándose precisamente en este principio, pide el papa Francisco, en Amoris laetitia, que discernamos las huellas de Dios y de su acción también en las parejas irregulares, y lleguemos a identificar el «bien posible» que esas personas pueden realizar en el interior de la comunidad creyente, sin limitarnos al juicio moral (cf. Amoris laetitia 305; cf. también E. BIEMMI, «Nella luce della pastoralità»: Testimoni 4 [8]

[9] [10] [11]

[12]

[13]

[2017], 44). Sobre este modelo permítaseme remitir a mi libro L’albero della vita. Verso un modello di formazione iniziale e permanente, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI) 2005 (trad. esp.: El árbol de la vida: hacia un modelo de formación inicial y permanente, San Pablo, Madrid 2005). Es probable que sea precisamente aquí donde se consuma el proceso de conversión de Pablo, iniciado a lo largo del camino de Damasco. Es la consecuencia del principio según el cual lo que no se integra en el sujeto se vuelve desintegrador. En este sentido, un comportamiento tan frecuente en nuestros días como el del que rechaza a los extranjeros o quiere marginarlos para protegerse de ellos, probablemente revele que ese individuo, en primer lugar, no está en paz consigo mismo; o que en cualquier caso existe en él una cierta parte de sí mismo no integrada, que querría excluir si pudiera y que tiende a ignorar, de la que, de hecho, no conoce gran cosa (cómo se ha formado, de qué es signo, a qué mira…), y a la que nunca ha sometido a un camino formativo. Existe una lógica interna en todos nuestros comportamientos, una lógica cuyo descubrimiento nos haría mucho bien. Dicho de otro modo, el migrante rechazado ¡podría ser un fragmento de mi yo rechazado! Es ejemplar la actitud de Jesús y su capacidad de sintonizar con esta zona incontaminada en sus encuentros con los pecadores y en cada pecador (véase, entre otros muchos, el encuentro con la mujer adúltera: cf. Jn 8,1-11). T. MERTON, Diario di un testimone colpevole, Garzanti, Milano 1968, 157 (trad. esp.: Conjeturas de un espectador culpable, Sal Terrae, Bilbao 2011), cit. en M. W. HIGGINS, Sangue eretico. La geografia

spirituale di Thomas Merton, Garzanti, Milano 2001, 230. [14] Estos me parecen los rasgos esenciales que caracterizan la personalidad del Verbo Encarnado y, por consiguiente, del que ha sido llamado a tener sus sentimientos.

47

5 «Abrazar el futuro con esperanza»: ¿misioneros o dimisionarios?

La Carta del papa nos indica la actitud con la que hemos de abrazar el mundo y construir el futuro: la esperanza. Estas son sus palabras: «La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12) y para quien “nada es imposible” (Lc 1,37). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una gran historia en el futuro, al que debemos seguir mirando, conscientes de que hacia él es donde nos conduce el Espíritu Santo para continuar haciendo cosas grandes con nosotros. No hay que ceder a la tentación de los números y de la eficiencia, y menos aún a la de confiar en las propias fuerzas»[1]. Tal vez tengamos una idea débil, veleidosa, un poco pasiva, casi temerosa, de la esperanza. Claro que si la esperanza es débil lo serán también la fe y la caridad, sus hermanas «virtuosas», mientras que –en positivo– una esperanza fuerte no solo expresa el magnífico estado de salud de las otras dos, sino que, en cierto modo, les da, y también al que tiene esperanza, un cierto color y calor, que, por lo general, también es contagioso. La virtud de la esperanza, la virtud «pequeña», como la llamaba Charles Péguy, es lo que sigue sorprendiendo a Dios todavía hoy[2]. Una virtud de la que todos sentimos una enorme necesidad, que expresa en verdad lo que nos falta y parece faltarnos cada vez más. Una virtud que es el alma del verdadero misionero, que le da la fuerza y el coraje para enfrentarse a las situaciones más difíciles, para reconocer las áreas donde más pesa la desesperación. Una virtud que decide si somos misioneros o «dimisionarios». También podríamos ignorar si la vida consagrada tendrá futuro o, mejor aún, si nosotros, los consagrados y las consagradas de hoy, tendremos futuro, pero hay una cosa cierta: si fuéramos capaces de reconocer y acoger en nosotros la desesperación que hoy cunde en el mundo actual, intentando responder a ella con un corazón compasivo porque estamos seguros de la fuerza que nos viene de lo alto, seríamos constructores de esperanza y responderíamos plenamente a nuestra vocación. Si, en vez de ello, nuestra primera preocupación es la de tomar distancia para no dejarnos contaminar por el sufrimiento que hay en el mundo, acabaremos por ser también nosotros contaminados 48

por este terrible virus: la desconfianza; y, lo que es peor, lo difundiremos a nuestro alrededor. Veamos, en concreto, una sola área en la que hoy se nos pida cada vez más ser hombres y mujeres de esperanza en un mundo desesperado, en el que abundan las bolsas de desesperación. Estar presentes en esta zona significa concretamente ser misioneros de esperanza en este mundo y en la Iglesia del papa Francisco; lo contrario significaría ser dimisionarios. El coraje de llorar o de «hacer ruido» No sabía yo que en sánscrito, lengua-madre de las lenguas indoeuropeas, las lágrimas son, al pie de la letra, lo que hace ruido. Verdaderamente es más bien singular ese significado. Así pues, si dice Qohelet que hay un tiempo para llorar (Ecl 3,4), podríamos decir que ese es también el tiempo para hacer ruido[3]. ¿Ruido por qué? Si pensamos en nuestras lágrimas… institucionales, reconoceremos que estamos acostumbrados a llorar, más o menos ruidosamente, por nuestros problemas, por la disminución de las vocaciones y el obligado cierre de nuestras obras, por la pérdida de nuestro peso sociopolítico y tal vez también eclesial; en suma, por nosotros mismos y por las cosas que no nos van bien. No sé si estas son lágrimas benditas, esas que Dios recoge en su odre (cf. Sal 56,9). Ciertamente, se trata de lágrimas muy autorreferenciales. Por consiguiente, de escasa calidad, tanto psicológica como espiritual. Más bien son otras las lágrimas que deberíamos aprender hoy a derramar, y precisamente en el sentido auténtico de la expresión, como ya hemos visto, o sea, lágrimas «ruidosas», o «que hacen de algún modo ruido», gritando, si es necesario. Por algo que merezca atención porque ofende al ser humano, y frente a lo que a nadie le es lícito permanecer indiferente, y mucho menos a quien quiere anunciar a ese mismo ser su dignidad, lo que le hace precioso a los ojos de Dios. Lágrimas, por ejemplo, a causa de la violencia que nos rodea, y que impide una relación humana serena y pacífica. Violencia de todo tipo: contra los débiles y contra los pequeños, contra el que no puede reaccionar y contra el que no cuenta en esta sociedad, contra el migrante y contra el que no tiene amigos en las altas esferas, contra el que no puede venir a la vida y contra el que no tiene una vida digna, contra las mujeres y contra los pobres, contra los ancianos y contra los enfermos, contra la tierra y contra sus bienes, contra la familia y contra el que está solo; una violencia que llega cada vez más a poner en peligro ese bien precioso para la existencia de todo hombre que es la paz, la armonía relacional, la confianza recíproca. Una violencia que se está convirtiendo cada vez más en terror, en terrorismo, en guerra, en una especie de Tercera Guerra Mundial, una guerra «por partes», dice el papa Francisco, y que ya ha hecho derramar demasiadas lágrimas. Se trata de problemas que son más grandes que nosotros, dirá el acostumbrado tipo prudente, ese que «tiene sus pies en el suelo», enfermo de ese maldito realismo que no sabe soñar y que con tanta frecuencia nos lleva al inmovilismo y a la mediocridad. Nos resulta muy cómodo ese realismo, pero también nos cuesta un precio elevadísimo: el de 49

nuestra credibilidad. ¿Qué credibilidad? ¿Qué puede hacer la vida consagrada? ¿Qué podemos hacer nosotros que ya rezamos todos los días por la paz? Ahora bien, se preguntará alguno de manera provocadora – ¡pero el caso es que deberíamos preguntárnoslo todos!–: «¿de dónde creemos que vendrá esta paz? ¿De lo alto? ¿De la bóveda celeste de los dioses?»[4]. ¿No es precisamente nuestra consagración a Dios en favor de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo lo que debería ponernos en condiciones de gritar, de hacer ruido, de tener el coraje de hacer hasta el final nuestra parte de creyentes en el Dios de la paz y, por consiguiente, de artífices de la paz? No podemos permanecer de hecho neutrales e inertes, sin hacer prácticamente nada, sin levantar la voz ni sentirnos en la obligación de crear o sostener una cultura, una mentalidad y sensibilidad o unos itinerarios pedagógicos, individuales y comunitario-sociales, que vayan en una dirección concreta. ¿Acaso no es esta nuestra misión? Mutismo y complicidad Hemos celebrado el Año de la Vida Consagrada, pero ¿quién se ha dado cuenta en la Iglesia? ¿Acaso podemos hablar de una atención eclesial, que haya implicado al pueblo de Dios con esta forma de vida tan relevante desde siempre en la historia de la Iglesia? Con todo, evitemos hacernos los ofendidos y, más bien, si no ha habido una tal atención, preguntémonos en primer lugar a nosotros mismos, por ejemplo, por esa extraña afasia nuestra que nos impide expresar la dicha del constructor de la paz en una sociedad sin paz y nos hace usar un lenguaje que debe agradar a todos por fuerza. Preguntémonos cómo es que la vida consagrada, expresión de la fantasía creativa del Espíritu, se ha vuelto vieja de improviso (no solo por el aumento de la edad cronológica) y repetitiva, con frecuencia carente de ideas y de imaginación, con un escasísimo sentido de la misión[5]. Indaguemos sobre nuestra incapacidad para llorar con lágrimas verdaderas, que hagan verdaderamente ruido, o sobre esa tendencia a llorar por nosotros mismos o, peor aún, por nuestra insensibilidad –la esclerocardía– que ya no nos permite llorar por nada. «Es absurdo y triste que el que se ve empujado hasta el punto de atreverse a mantener relaciones diversas, más allá de los vínculos familiares institucionales, el que ha dejado madre y padre, hermanas, hermanos, campos y casas… piense hoy que ante la violencia de los fuertes, ante las guerras rigurosamente estudiadas y, por tanto, queridas, ante los ríos de la falsedad del que dice que siente amor por lo humano y por el cosmos, no se puede hacer nada»[6]. ¿Por qué se muestra tan silenciosa la vida consagrada, hasta el punto de infundir la sospecha de ser casi indiferente y carecer de pasión, arriesgándose a hacerse a veces poco a poco cómplice de esta violencia, como un monstruo dotado de muchos 50

tentáculos? Cómplice por la falta del coraje de la denuncia. Pero cómplice, asimismo, en un sentido muy real, porque hemos brindado de hecho, desgraciadamente, nuestra contribución a esta lógica de la violencia. Fijémonos en los tristísimos episodios de los escándalos y de los abusos. En primer lugar, en los sexuales, que son los más espeluznantes; pero también en los escándalos de otro tipo: abusos de dinero despilfarrado, de bienestar exhibido, de comodidad buscada, por parte de hombres de Iglesia y también de consagrados y consagradas, como individuos particulares y como grupo y comunidad, en unos tiempos en que muchas personas han conocido y sufrido situaciones de pobreza y grandes estrecheces[7], abusos que han hecho verdaderamente poco creíble nuestro testimonio sobre dos aspectos particularmente emblemáticos de nuestra consagración: la pobreza y la virginidad por el Reino. Episodios gravísimos en sí mismos, aunque también, y tal vez todavía más, por la reacción o por el tipo de interpretación que de ellos han dado la mayoría de los consagrados (a saber: todos nosotros) y a los que hemos hecho antes una veloz referencia: una reacción solo (auto)defensiva, muy poco sufrida y todavía menos arrepentida, preocupada sobre todo por tomar las distancias del que había cometido estas transgresiones y por redimensionar su alcance y gravedad o, hasta no hace mucho tiempo, más preocupada por proteger la buena fama del eclesiástico protagonista de los abusos que por comprender y acompañar el sufrimiento de la víctima. Pero, ¿cuánto Evangelio queda en una Iglesia tan replegada sobre sí misma y tan poco semejante a su Señor y a sus sentimientos? Lo que sorprende de modo particular en la reacción y la interpretación de los escándalos por parte de la mayoría (o de los «observantes») ha sido, y continúa siendo, la sustancial no asunción de responsabilidades por estos comportamientos vergonzosos, como si afectaran únicamente a una minoría de personas perversas o enfermas ya desaparecida y, por consiguiente, ya menos responsables de ellos[8]; como si no fuera más cierto que cuando suceden estas cosas horribles en una institución como la Iglesia, la responsabilidad es de todos, aunque de modos diversos, puesto que la caída escandalosa de unos pocos es, por lo general, la consecuencia de la mediocridad de muchos. Ese tipo de interpretación de los abusos es como un escándalo en el escándalo, o tal vez esto sea el verdadero escándalo y el verdadero problema en el que hay que intervenir[9]: esta falta de asunción de responsabilidad general, como una lectura e interpretación escandalosa. Y esta es además, de nuevo, una expresión de incapacidad relacional. La responsabilidad es expresión, en efecto, del ser adulto, que se hace cargo con honestidad de sus propios errores, pero que se siente implicado también en los ajenos[10]. Mientras que la falta de asunción de responsabilidades expresa propiamente la falta de conciencia de la mediocridad personal y general, la mediocridad que ya es escándalo en sí misma (y no solo en sí misma, sino también en la conciencia y en la percepción de la gente, un dato que afecta, lo repetimos, en particular, a dos áreas tan estratégicas, incluso en el imaginario colectivo de la vida consagrada, como son la virginidad y la pobreza), y que, inevitablemente, nos quita autoridad a la hora de denunciar toda violencia, o hasta nos arrebata el derecho a la denuncia. 51

Lágrimas que no hacen ruido He aquí cómo se cierra el círculo. He aquí la razón por la que estamos mudos ante la violencia general que hay en el mundo, esta es la razón por la que no damos testimonio en la medida suficiente, y por la que nos contentamos «con una oración que ni siquiera sabe lo que pide, porque ni siquiera sabe en qué historia estamos rezando»[11], o bien llegamos a bisbisear devotamente palabras y súplicas, salmos e invocaciones… «litúrgicamente correctas» para invocar la paz contra el terrorismo, la violencia de todo tipo, los abusos cometidos contra los más débiles, el hambre en el mundo, la degradación del medio ambiente. Sin embargo, son palabras e invocaciones que no pueden llegar al corazón del Dios de la paz, si no están confirmadas por la vivencia personal y no encuentran una prolongación en la comunitaria, y sin credibilidad alguna ante el mundo, como lágrimas que no hacen ruido. Y lo sabemos bien o por lo menos lo intuimos, aunque nos disguste. En efecto, perder credibilidad es convertirse en insignificante, es vaciar de sentido la misión, es como ser dimisionarios. Es perder capacidad de atracción, de atracción vocacional. O hacerse enigmático, para retomar el punto precedente. Qué fuerza tendría, sin embargo, una vida consagrada animada por una verdadera sensibilidad misionera en este sentido, capaz de llorar con el que llora, especialmente si este llanto no es el de un individuo, que haría poco «ruido», sino que asume cada vez más las dimensiones de un lamento coral y universal, a más voces y en plena armonía, alto y fuerte, más fuerte que cualquier individuo o cualquier cosa que quisiera hacerlo callar, lamento de toda la vida consagrada, masculina y femenina, joven y anciana, de vida activa y contemplativa, de las grandes órdenes y de las pequeñas comunidades, desde los institutos tradicionales a las nuevas formas de vida consagrada hasta incluir a quien vive consagrado en el mundo, como los miembros de los institutos seculares. Probablemente podamos aplicar en particular a la vida consagrada todo lo que se podría decir, en general, de una cierta educación cristiana: «Hemos predicado demasiado la resignación, en vez de educar para la indignación»[12]. Dice un proverbio africano: «Las lágrimas hacen mal cuando vuelven a los ojos», es decir, cuando no expresan un dolor sincero por los otros y expresan solo una frustración subjetiva, y entonces no sirven para nada y vuelven a caer, estériles, sobre el que llora, en vano. En cambio, son buenas y hacen bien cuando caen en la tierra y la empapan para que nazca una realidad nueva y bella. ¡Son lágrimas fecundas! A este proverbio africano parece hacer eco Emil M. Cioran cuando afirma: «En el día del juicio solo se pesarán las lágrimas», las lágrimas vertidas por los otros y «ruidosas», las que expresan sensibilidad por el dolor ajeno, como las del Hijo. ¿Qué formación? Así pues, hoy ya no es tiempo del coro modulado o a más voces, de los ritos sugestivos, de las palabras dulces y delicadas, «a coros alternos». Ahora ha llegado el tiempo de despertarnos del sueño y de alzar las voces, con el cielo y con la tierra, con las piedras y 52

con las plantas, con la creación que gime desde siempre y más que nunca, tal vez, dando voz a quien no la tiene o a quien no es escuchado. La prudencia que estrangula la profecía Ya ha llegado el tiempo en el que no podemos seguir permitiendo a la prudencia o a los modales cuidadosos continuar estrangulando a la profecía. Porque es imposible seguir diciendo que nosotros no tenemos nada que ver, que toda esta dramática historia de guerras, violencias, terrorismos no concierne a nuestras opciones, que estas cosas no nos competen a nosotros, que son otros los que deben intervenir, que nosotros nos ocupamos de la vida espiritual y trabajamos sobre las conciencias, o que es preciso actuar con prudencia y en un clima de silencio, humildes y discretos, esperando unos cielos y unas tierras nuevas. Del mismo modo que es imposible decir que no tenemos nada que ver con escándalos y abusos de variado género. Y, si acaso, debemos interrogarnos, dado que al hablar del futuro hemos hablado asimismo de formación, sobre todo de la permanente, sobre la que debemos reflexionar seriamente: ¿cuánto sitio queda para estas cosas en un itinerario de formación para la vida consagrada, mientras enseñamos hermenéutica bíblica, lenguas sagradas, normas jurídicas, ritualidades litúrgicas, estrategias de comunicación, la urbanidad pastoral y cosas por el estilo? ¿Por qué no enseñamos a quienes intentan andar por este camino, jóvenes o menos jóvenes, «que no existe una vida religiosa segura y que nuestra oración no sirve para salvarnos a nosotros mismos, sino que se mezcla con las lágrimas que hacen ruido? […]. ¿Hay un dolor semejante a mi dolor?, escribía el profeta en las Lamentaciones. Y lo escribía porque ya no conseguía decirlo, porque escribirlo era y es –podríamos decir nosotros hoy– como arrancar el silencio de las paredes, de las piedras, de los muros, de las teclas de nuestros ordenadores, de la tinta de nuestras plumas. Ahora bien, ¿qué eco tiene este dolor en los espacios formativos dedicados a… aprender, a aprender, a aprender qué? ¿De qué formación, es decir “forma de acción” estamos hablando?»[13]. Formación dramática, es decir, pascual ¿Es la formación para tener en nosotros mismos los sentimientos, las emociones, los deseos, los pensamientos, los gustos, la sensibilidad, la pasión y la com-pasión del Hijo obediente, del Siervo de Yahvé, del Cordero inocente…? ¿Una formación dramática, en perspectiva pascual, que durará inevitablemente toda la vida…? ¿Una formación que nos hace entrar progresivamente en el misterio que asume nuestra debilidad y la transforma con el poder de la gracia…? ¿O es una formación puramente de fachada, que se contenta con la conducta correcta, que hace rebajas para facilitar la vida de nuestros párvulos (para que no entren en crisis diciendo que abandonan, siendo ya tan pocos como son…), y está mucho más preocupada por la cantidad que por la calidad? El primer tipo de formación forma el corazón, el segundo forma «monstruos», diría sin medias tintas el 53

papa Francisco, o realidades enigmáticas o esos zombis de los que hemos hablado antes. Gracias a la primera sentimos como nuestros los pecados de la Iglesia y del mundo, experimentamos vergüenza y tenemos el coraje y la honestidad de llorarlos, de pedir perdón y de sentir compasión por las víctimas[14]; la segunda nos hace duros como piedras. La primera infunde confianza y prepara a nuestros jóvenes para el futuro, la segunda los hace temerosos e inseguros. La autoridad de la compasión y en la compasión Decíamos al principio respecto a la autoridad que no debería corromperse nunca en poder, de otro modo se produciría el fin de la relación. Pues bien, si debemos tener los mismos sentimientos de Cristo, también deberíamos aprender de él su autoridad, aprender a entenderla como él la interpretó y vivió. En esto, como siempre, nos ayuda mucho el Evangelio. La gente, en efecto, reconocía en Jesús, que no tenía ningún rol institucional, a alguien que tenía autoridad, no como los escribas y los fariseos (cf. Mc 1,22). Preguntémonos: ¿dónde y por qué la gente sencilla y sin cultura veía la autoridad de Jesús y se quedaba asombrada?, ¿qué hacía sentir y aceptar al pueblo esa autoridad?, ¿dónde veía este la enorme diferencia con respecto a la autoridad formal o a la no autoridad de los escribas y los fariseos, que se había corrompido en poder? La respuesta es muy interesante y probablemente también inédita para nosotros: el pueblo reconocía la autoridad de Jesús en su compasión, o en la capacidad y en la libertad de Jesús para sufrir con el que sufría, para acoger en su propio corazón el dolor de la mucha gente que recurría a él. La gente sentía y veía, tocaba con su mano la sensibilidad de Jesús ante los pobres y los enfermos, las viudas y los huérfanos, esa sensibilidad que le permitía acoger en su propio corazón el dolor de toda persona que se dirigía a él y revivirlo en él mismo con acentos de sufrimiento. Y exactamente eso permitía a la gente sencilla reconocer la autoridad de Jesús y atribuirle autoridad, acoger su palabra como dotada de autoridad, sus gestos como creíbles, su persona como verdadera y digna de confianza, prestarle obediencia[15]. Esta es la autoridad y la «fuente sana» de aquella autoridad, que también nosotros estamos llamados a vivir e interpretar. La autoridad que nace no del rol o de la adscripción institucional, de los títulos o de los cargos, de la carrera o del uniforme, del poder o del dinero, de la cultura o de la eficiencia, de los números o de la visibilidad, de las relaciones sociales o de una titularidad ministerial; y podríamos continuar. Hablamos más bien de una autoridad que nace de una sensibilidad que no solo permite escuchar y comprender al otro, ni únicamente entrar en empatía con él, sino acoger en nuestro propio corazón al menos un poco del dolor que el otro me cuenta y está viviendo. Es la autoridad de la com-pasión, o la sensibilidad compasiva, en el verdadero sentido etimológico de la expresión, signo de libertad interior respecto a toda autorreferencialidad clerical o religiosa, libertad que se manifiesta, concretamente, en el compartir el sufrimiento, en el efectivo padecer el dolor del otro. En efecto, el consagrado no es solo el consolador, en nombre de Dios y gracias a su 54

propia posible competencia; el consagrado es alguien que está llamado a participar en ese dolor, a acogerlo y revivirlo en él mismo, como el Hijo que se encarnó en el dolor del hombre o el samaritano que se hizo cargo de las heridas de aquel pobrecillo y de su curación. Ese compartir es un pequeño gran milagro, y es como una mirada dirigida al otro, con un ojo transfigurado y transfigurador. Es el estilo que debería caracterizar todo encuentro de todo consagrado con el dolor de su gente: es el estilo que hace que el otro se sienta en cierto modo aligerado, porque ha dejado una parte de su dolor en nuestro corazón, verdaderamente semejante, en este punto, al del Buen Pastor y al del Buen Samaritano. Corazón que com-padece, que padece «con». Deberíamos prestar una cierta atención formativa a esa compasión, porque no por nada se dice que poseemos esta libertad del corazón, que es la verdadera libertad. A menudo nos contentamos, en las situaciones humanas marcadas por el dolor o por grandes sufrimientos como duelos, desastres, tragedias varias, con desarrollar un rol pastoralmente correcto o incluso perfecto, más atentos y preocupados por nuestra prestación oficial, pastoral o litúrgica, lo que significa preocupados por nosotros mismos, más que por el dolor del que está sufriendo. Si no tenemos la libertad de permitir que este dolor entre en nuestro corazón, nuestra escucha del otro no será más que ficción, aunque consideremos que hemos proveído profesionalmente a paliarlo y consolarlo. Y entonces, cuando no hay libertad y capacidad de compasión, la autoridad se deforma fatalmente en poder. Algo que ya ha pasado en nuestra historia. Dejarse formar por la vida y por los otros Si aprendiéramos de verdad esta autoridad o magisterio de la compasión (una especie de docibilitas doloris), no solo el que nos ha confiado y entregado su propio dolor se marcharía aligerado, sino que al acoger su sufrimiento en nuestro corazón ¡nos formaríamos nosotros mismos! El dolor forma cuando encuentra esa libertad de compartir, del mismo modo que la vida habla si hay un corazón que escucha. Nos hace cada vez más semejantes al Señor crucificado y resucitado. Es una misteriosa mediación a través de la cual el Padre, como en un tiempo hizo perfecto al Hijo mediante el sufrimiento (cf. Heb 2,10), plasma ahora en nosotros la misma imagen del Hijo que sufre, entregándonos un corazón capaz de hospedar el sufrimiento ajeno y haciéndolo nuestro. Cuando esto acontece, el misterio de la Redención continúa en ese mismo momento. Pero entonces se lleva a cabo también nuestra formación permanente: lo que significa dejarse formar, sí, dejarse educar, provocar, poner en crisis, reprender, dejarse sacudir por el sufrimiento que nos rodea, incluso por la desesperación, hasta el punto de dejarnos abofetear por la vida, por la misión, por los otros. También y en particular por las situaciones de la vida que podrían parecernos completamente negativas o enigmáticas, pero que podrían volverse «misteriosas», como el dolor del mundo. Es a lo largo de estas singulares «periferias» como se lleva a cabo nuestra formación continua, es poniéndonos a la escucha del dolor del mundo como nos sentiremos provocados a reconocer y a llorar 55

verdaderamente nuestros fracasos y contradicciones, y a aprender también de nuestros errores. Ciertamente, para no repetirlos, para no sentirnos mejores que nadie, pero también para alimentar la misericordia que es el corazón de nuestro anuncio misionero y que nos hace misericordiosos, en un mundo despiadado y hambriento de misericordia como el nuestro. Particularmente en este momento providencial, en el que el papa Francisco nos provoca, como nunca nadie lo había hecho, a ser auténticos y veraces. Entonces se cumpliría también la profecía que el papa Benedicto nos entregó a nosotros y a toda la Iglesia. ¡Y la vida consagrada –podemos estar seguros de ello– tendría un futuro! [1] FRANCISCO, Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida consagrada, I, 3 (https://bit.ly/1AuuaB8). [2] Así hace decir Péguy a Dios: «La fe no me sorprende. No me resulta sorprendente. Resplandezco tanto en mi creación. En el sol y en la luna y en las estrellas. En todas mis criaturas… La caridad marcha desgraciadamente sola. La caridad camina por sí misma. Para amar a su prójimo no hay sino que dejarse ir, no hay sino que mirar tanta miseria. Para no amar a su prójimo habría que violentarse, torturarse, atormentarse, contrariarse. Oponerse. Hacerse daño. Deformarse. Darse la vuelta, ponerse al revés. Nadar contracorriente. La caridad es natural, simple, brota, viene obviamente. Es el primer movimiento del corazón. El primer movimiento es el bueno. La caridad es una madre y una hermana. Para no amar a su prójimo, hija mía, tendrían que taparse los ojos y los oídos. A tantos gritos de angustia… Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña, me extraña hasta a mí mismo, esto sí que es algo verdaderamente extraño. Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia. Yo mismo estoy asombrado de ello. Es preciso que mi gracia sea efectivamente de una fuerza increíble» (C. PÉGUY, Il portico del mistero della seconda virtù, Jaca book, Milano 1978, 1. 17. 95-96; trad. esp.: El pórtico del misterio de la segunda virtud, Encuentro, Madrid 1991). [3] Cf. A. POTENTE, «C’è un tempo per piangere…, c’è un tempo per fare rumore»: Combonifem. Mondo, donna missione 81 (2015), 11, 31. Me he apoyado en este provocador artículo para este apartado. [4] Ibid. [5] Leo esta inquietante provocación sobre el estado actual de la vida consagrada: «¿Cuántos consagrados creen hoy sinceramente que ya no tienen ahora ninguna misión que realizar?» (R. RUIZ ARAGONÉS, cit. en L. A. GONZALO DIEZ, «Ni triunfantes ni acomplejados… en transformación»: Vida religiosa 2 [2017], 57). [6] A. POTENTE, C’è un tempo per piangere, op. cit., 31. [7] Me causó impresión lo que confesó hace poco, sorprendida, una sirviente de un gran instituto: «Cuando por la mañana atravieso el umbral de la comunidad religiosa donde trabajo me parece entrar en otro mundo, un mundo sin problemas de dinero, respecto a aquel en el que vivo con mi familia en estos tiempos difíciles, de cuentas en rojo, de deudas por pagar, de economías y ahorros hechos por fuerza, de renunciar a varias comodidades (y no solo esto), de ansiedad por el mañana, de preocupación por el trabajo, por el futuro de los hijos. Allí todo está tranquilo y seguro, cómodo y se da por descontado. Ahora bien, ¿el voto de pobreza es certeza de bienestar garantizado?». [8] Sabemos bien, a este respecto, que no es necesaria la interpretación clínico-patológica para explicar los

56

abusos sexuales que, en la mayoría de las situaciones (con la excepción de los casos de pedofilia, en los que es posible la existencia de una raíz patológica), han sido ejecutados por personas originariamente sanas en el plano psicológico, y que solo de un modo progresivo se han vuelto dependientes de un cierto estilo de vida que se ha hecho cada vez más dominante. Es la lógica del así llamado «plano inclinado», que comienza, por lo general, con concesiones ligeras y veniales, y que poco a poco puede conducir a la persona a la pérdida de la libertad y a donde nunca habría pensado que podría llegar (cf. A. CENCINI, È cambiato qualcosa? La Chiesa dopo gli scandali sessuali, EDB, Bologna 2016, 67-96; trad. esp.: ¿Ha cambiado algo en la iglesia después de los escándalos sexuales?: análisis y propuesta para la formación, Sígueme, Salamanca 2016). [9] Sin que haya que hacerse ilusiones de que sea suficiente con la tolerancia cero o con las medidas radicales de castigo con respecto a los culpables. Es sobre la masa mediocre, más o menos alegremente mediocre, sobre la que es preciso intervenir con decisión si queremos que cambie algo (cf. A. CENCINI, È cambiato qualcosa?, op. cit., 100-103). [10] Según la iluminadora e inédita interpretación de Berdyaev, Caín mató a Abel no cuando le golpeó mortalmente, sino cuando a la pregunta del Dios creador respondió que no era el guardián de su hermano, o sea, cuando negó su propia responsabilidad al respecto. Ahora bien, todavía es más intrigante la interpretación del juicio final, en el que Dios, siempre según el escritor ruso, hará la misma pregunta, pero estaba vez dirigida a Abel, o a todos los Abeles de este mundo: «Abel, ¿dónde está tu hermano Caín?». Es decir, tú que te sientes el bueno o el justo, ¿en qué medida te sientes responsable de tu hermano débil y pecador? ¿No te viene a la cabeza que podrías tener parte en su pecado? ¿En el hecho de haber favorecido una cierta mentalidad y sensibilidad, por ejemplo, o en el de no haber dado un testimonio límpido de ciertos valores? Espero que no te baste con decir que no has hecho absolutamente ningún mal contra él… Pregúntate, más bien, si has hecho todo lo que habrías podido hacer para impedirlo (cf. A. CENCINI, L’albero della vita, op. cit., 154-158). [11] A. POTENTE, C’è un tempo per piangere, op. cit., 31. [12] A. PRONZATO, Un prete si confessa. Farsi trovare da Dio, Gribaudi, Milano 2013, 36. [13] A. POTENTE, C’è un tempo per piangere, op. cit., 31. [14] El papa Francisco ha invocado a menudo «la gracia de llorar» ante los pecados de los miembros de la Iglesia, por ejemplo, en la homilía del 7 de julio de 2014 en Santa Marta, durante la misa en la que participaron seis víctimas de abusos sexuales por parte de eclesiásticos. Es un dato fáctico que la mayoría de los que han cometido abusos sexuales, sacerdotes y consagrados, no han pedido perdón a nadie. [15] Cf. la homilía del papa Francisco en Santa Marta del 10 de enero de 2017.

57

6 El futuro ya ahora

Nos hemos puesto en marcha con la idea de exorcizar el futuro, a fin de que ya no nos dé miedo. Desearíamos concluir con la certeza de que este futuro no se nos vendrá encima sin que nosotros sepamos de dónde llega, sino que será exactamente como nosotros queramos que sea. A buen seguro, es de esperar en él algo que no podamos prever de modo absoluto, pero también es cierto que nuestra reacción será la que nosotros, ya desde ahora, podemos y debemos empezar a concebir y organizar, tomando ya hoy decisiones precisas y bien orientadas. Ya hemos indicado algunas de esas opciones. Ahora vamos a proponer, a modo de síntesis conclusiva, algunas sugerencias o indicaciones para disponernos al futuro de modo inteligente y creyente, no solo rico en esperanza, sino también en creatividad, con espíritu de emprendimiento y responsabilidad. Y sin pretensión alguna de ser completos. Hombres y mujeres libres y felices La vida consagrada puede esperar tener futuro solo si demuestra que es un camino de libertad. No solo porque la cultura de hoy no creería nunca en un testimonio o en una vivencia que permita aunque solo sea una sospecha en sentido contrario, sino porque es preciso dar testimonio del sentido exacto de la libertad, la que viene de la libertad en Cristo, y que proporciona el gusto de hacer las cosas por amor, no por deber o por necesidad, o porque «me toca» o me conviene. Es, en el fondo, la lógica de la gracia, de la gratitud, de la gratuidad. Una lógica que crea personas felices[1]. El mundo de hoy también puede reaccionar a un cierto testimonio de renuncias y de ascesis sin creerlo demasiado y sin comprender su sentido, pero frente al testimonio de una fraternidad feliz, compuesta por individuos felices que comparten su propia felicidad, no hay secularismo que se resista. Jóvenes y ancianos en una fraternidad veraz Uno de los aspectos que menos invitan a un joven que piensa en unirse a una comunidad de personas consagradas es la perspectiva de encontrarse en una pequeña minoría en el 58

interior de una mayoría de gente que pertenece a otras generaciones, tal vez con la perspectiva ulterior de acabar haciendo sobre todo de enfermero o cuidador. De ahí se sigue como consecuencia, por parte de la institución, una extraña alternativa en la relación con los poquísimos jóvenes que entran: o son mimados, como hijos únicos, que pueden permitirse cualquier excepción y, de hecho, maleducándoles; o bien se les asfixia y obliga a vivir a nuestro ritmo. En algunas comunidades se asiste, además, a extraños intercambios de rol, pretendiendo que los peces vuelen por el cielo y los pájaros naden en el agua: o sea, que los jóvenes vivan como ancianos y que los ancianos se muevan como jóvenes. El resultado es que algunos se sienten frustrados mientras que otros se sienten ahogados: la comunidad correrá así el riesgo de sucumbir en la falsedad y en la insignificancia, y todos acabaremos perdiendo[2]. En vez de esto, es preciso saber dejar espacio a una diversidad inteligente y, en el fondo, dictada por la naturaleza, aunque acentuada y un poco desequilibrada por el ritmo frenético de cambio generacional producido en los últimos decenios. No solo para favorecer el encuentro entre jóvenes y ancianos, en un clima de respeto a toda edad, o contentarse con repetir genéricamente que la experiencia de los unos se convierta en sabiduría de los otros, sino para abrirse a nuevos modelos de vida común, centrada en lo que es esencial y capaz de dejar de lado lo que es secundario y querría dividirnos; una vida común más ligera y menos invasora, más atenta a la calidad de las relaciones y del compartir, que sea una comunidad de adultos, no de niños, donde cada uno –no solo los superiores– es responsable de sí mismo, en primer lugar, aunque también del otro, haciéndose cargo de él y promoviéndolo; una vida más abierta al mundo y a la Iglesia, menos enamorada de una malentendida uniformidad, no preocupada por sus propias comodidades, sumamente alérgica a la mediocridad. Profecía y novedad de vida En este análisis hemos partido de una profecía capaz, no solo de anticipar lo que habría de suceder, sino de revelarnos la verdad de lo que somos y de lo que deberíamos ser. «Los profetas no dicen el futuro, dicen la verdad»[3]. Y precisamente de estos profetas tiene hoy necesidad la vida consagrada: hombres y mujeres de mirada penetrante y sentidos vigilantes para captar los gérmenes de vida nueva que aparecen hoy en la vida consagrada, no solo en las formas nuevas, sino también en las tradicionales, gérmenes que, sin embargo, no todos son capaces de reconocer. Signos de algo original y auténtico que está naciendo en relación con el carisma, con el modo de vivirlo en el hoy, con experiencias de medios diversos, de nuevos modelos de liderazgo, de nuevos estilos de anuncio, de obrar, de nuevos modos de dar la formación, la inicial y la permanente, de formas varias de compartir el carisma con los laicos… Es cierto que «el grupo que no es capaz de identificar y dar un nombre a estos signos de vitalidad no tiene ningún futuro»[4], es como una empresa que tendría que invertir, pero no sabe dónde ni cómo. A decir verdad, no se debería despreciar o infravalorar nada de esta novedad por muy pequeña que sea, que –como es obvio– no solo ha de ser reconocida, sino puesta en acto, 59

apoyada con paciencia, traducida en acción concreta, en sistema pedagógico regular, sin esperar de inmediato quién sabe qué resultados tremendos; pero captada también en sus implicaciones y consecuencias, incluso cada vez más purificada y corregida, sin detenerse frente a posibles dificultades de realización[5]. «A veces», observa el monje y sociólogo Dal Piaz, «tal vez con cierta desconfianza, se ponen en marcha ciertas experiencias, pero sin tener la paciencia de dejarlas crecer, sin darles el tiempo necesario para enfrentarse y confrontarse con los inevitables límites ínsitos en todo proyecto; se esperan demasiado pronto frutos visibles y tangibles. Es posible que las cosas no “funcionen” al comienzo como se esperaba, el riesgo que se cierne entonces es cortarlas de inmediato, o volver a lo que da seguridad porque existe desde hace tiempo»[6]. En realidad, son muchas las iniciativas tomadas por diferentes institutos, en estos tiempos de intentos y experimentos, que han muerto demasiado pronto: no han tenido tiempo para convertirse en un proceso articulado en etapas y dirigido a un objeto preciso y bien precisado. Los sentimientos de Cristo Ya hemos recordado que, según Vita consecrata, el objetivo del itinerario de formación para la consagración religiosa es la reproducción de los sentimientos del Hijo en el candidato. No se trata solo de una indicación útil para la formación, sino de un modo relativamente nuevo de pensar la misma vida consagrada. Si esta vida está llamada, en efecto, a volver a proponer en la peregrinación terrena hacia el Reino el modo de vivir del Señor Jesús, todo instituto podría y debería repensar su propio carisma en esta línea, buscando identificar el sentimiento divino preciso que está llamado a revivir en la Iglesia y en el mundo de hoy. Si la riqueza de la sensibilidad divina manifestada en la vida terrena del Hijo obediente, del Siervo de Yahvé, del Cordero inocente, es grande e inagotable, es hermoso pensar en los diferentes carismas de la vida consagrada como en la expresión abigarrada y colorida de esta inconmensurable riqueza divina, casi como una revelación del corazón de Dios. Podría ser un trabajo de profundización carismática que no se quedaría solo en algo teórico y abstracto, precisamente por estar dirigido a captar un aspecto muy humano de la multiforme realidad de Dios, sino que también se podría traducir inmediatamente en novedad de vida, en estilo relacional, en calor emotivo, en trato humano inmediatamente comprensible por todos. Con ello ganaría la identidad vocacional, mejor definida en este punto, y también el proceso formativo, más dirigido, y probablemente asimismo la atracción vocacional, mucho más fuerte y convincente si la llamada se expresa en tales términos. Fuera de todo sueño de grandeza Hay un fruto exquisito de los tiempos que estamos viviendo, un fruto que tal vez no 60

hayamos buscado explícitamente, pero que podría hacer mucho bien a nuestra vida espiritual, y no solo a ella, aunque no seamos conscientes del todo: se trata de la pérdida de todo sueño de gloria y de grandeza. «Cuando la actual transición se haya completado tendremos menos obras, menos poder social, probablemente también menos visibilidad»[7]. La dieta a la que estos tiempos (o la providencia divina) nos han sometido, es una dieta de variado género: vocacional, numérica, de menor autoridad e influjo social, y quizás también de más escaso rendimiento pastoral. Por eso mismo este redimensionamiento es un fenómeno de notable incidencia y que ha de ser reconocido en lo que tiene de positivo, más allá de la apariencia contraria, como ya había anticipado Ratzinger. Un dato inmediatamente visible o una aplicación de esta tendencia podría ser una diferente concepción de la comunidad, no pensada ya en grande, con grandes números, grandes arquitecturas, grandes realizaciones. Siendo realistas, hoy ya no es tiempo de estructuras imponentes, que muchas veces hacen correr el riesgo de convertirse en un auténtico peso, difícil de gestionar y todavía más de poner al servicio de un cierto ideal, o de adaptar a las cambiadas circunstancias histórico-ambientales. Ahora bien, más allá de esto, la realización a gran estilo de una imagen ambigua de la vida consagrada, es una tentación peligrosa para nuestro sentido de identidad, expone al riesgo de la competición con otros agentes sociales, da un sentido de poder y crea distancia con respecto a la comunidad civil; no favorece ciertamente las relaciones humanas en su interior, y condiciona pesadamente, a veces, la vida de los individuos y del grupo. Por otra parte, no nos encontramos en la sugestiva y un tanto trivial lógica de lo «pequeño es bello»; «lo pequeño es aquí más bien la cifra de un futuro en el que las diversas fisionomías de la vida consagrada deberán convivir con la “minoría” de su presencia»[8]. Pero después, ya en el presente, lo pequeño expresa mejor, sin duda, nuestra medida y corresponde en mayor medida a la lógica evangélica del pequeño rebaño, de la pequeña simiente, de los pocos obreros (en relación con la gran mies, cf. Mt 9,37), de los discípulos señalados por Jesús como los pequeños (cf. Mt 10,42; 18,6). Y si además es Dios el que se hace pequeño no debería haber otro modo de anunciarle fuera de la pequeñez de quien le anuncia, como individuo y como comunidad. El riesgo de la clericalización y de la «parroquialización» La historia nos cuenta que la vida consagrada empezó a perder lentamente su propia identidad en el momento en el que estatus sacerdotal asumió un cierto relieve en su interior, aumentaron los religiosos sacerdotes y disminuyeron los hermanos. Esto significó, en concreto, la asunción cada vez más frecuente de parroquias, y la adecuación de la propia vida y de la propia vocación a la del clero diocesano. Así las cosas, se planteó, de manera inevitable, el problema identitario, que con el tiempo originó auténticas crisis de abandono de la vocación consagrada o más simplemente, y de manera ambigua, una lectura de la propia llamada a la luz casi exclusiva del ministerio presbiteral en el caso de los religiosos sacerdotes o del servicio a la parroquia en el de 61

los hermanos consagrados y de las religiosas consagradas. El problema, evidentemente, no está ligado únicamente a la actividad, sino todavía antes al ser. En efecto, no resulta exagerado decir que en nuestros días cierto número de religiosos no solo no sabrían qué hacer si no estuvieran comprometidos en el ministerio sacerdotal, sino que ni siquiera sabrían quiénes son ni dónde ni cómo dar un sentido a su vida fuera del ministerio. Decididamente, son más sacerdotes que consagrados. Se encuentran todavía en un instituto, pero su identidad se ha trasladado a otro sitio. Ciertamente, hay también un problema eclesial muy serio y, en ciertos casos, dramático, ligado a la crisis vocacional presbiteral, problema al que la vida consagrada responde ofreciendo su propia disponibilidad a la Iglesia local, especialmente en determinados lugares. Ahora bien, es preciso vigilar con una gran atención para que esto no comporte una pérdida de su propia dimensión carismática específica y una nivelación vocacional que no ayudaría, ciertamente, a la Iglesia. Esta es un jardín de flores al aire libre con una grandísima variedad de plantas y flores (similar a la pluralidad de los sentimientos del Hijo), no un invernadero protegido en el que florece un solo tipo de planta preciosa y rara. Fidelidad creativa, no solo perseverancia repetitiva Hoy ya no basta con ser perseverantes, es preciso ser creativos. La persona perseverante es alguien que no falla a la palabra dada y se queda en la institución, pero que, de hecho, se repite más o menos cansinamente, como una fotocopia; no se renueva, más aún, corre el riesgo de una progresiva desmotivación. En cambio, el que es fiel al propio carisma vive cada día una llamada siempre nueva, de parte del que llama eternamente, que obviamente no se repite, y da y pide siempre algo nuevo, a la que hay que dar una respuesta siempre nueva. Es posible que nos hayamos contentado durante demasiado tiempo con ser perseverantes, repitiendo y repitiéndonos, sin crear en realidad nada ni volver a motivar nuestra elección, como si el tiempo y la historia se hubieran detenido, y sin tomarnos el trabajo de leer el carisma a la luz de las continuas provocaciones del tiempo y de la historia. Debemos aprender la fidelidad, que es relacional o dimensión y consecuencia de la relación con aquel que es «el fiel», y que con su fidelidad hace posible y provoca la nuestra. El carisma no es, efectivamente, algo estático y únicamente algo para conservar, algo recibido de una vez por todas, sino don, responsabilidad y misterio que nos es dado cada día, y que nos pide una constante capacidad creativa. Y si ese don viene del Espíritu Santo, está claro que no acabaremos de comprenderlo y exprimir su sentido, de descubrir formas expresivas inéditas y originales del mismo. Esto también es formación permanente. Es lo que se nos pide hacer hoy y cada día, si no queremos convertirnos en unos vigilantes del museo, que cada vez tienen menos que decir al mundo y a la Iglesia, y que con frecuencia ya no son capaces de sorprenderse y conmoverse ante la belleza de cuanto les ha sido confiado a su custodia. 62

¿Qué obras? Es el interrogante de quién sabe cuántos capítulos generales y provinciales, del orden del día de reuniones y comisiones varias encargadas de diseñar la estrategia del futuro. «Las obras son el presente-que-pesa» de la vida consagrada, afirma Dal Piaz, según el cual «cada vez es más difícil gestionarlas como “obras específicas”. Del mismo modo que no será fácil que sigan siendo “obras de caridad”. Los estándares legislativos y de gestión no lo permiten…», por varias razones. Y sigue observando el sociólogo: «La vertiente de los servicios socio-asistenciales y de emergencias (migrantes, etc.) cuenta con una red de voluntariado incluso más amplia y, por consiguiente, con una mayor afinidad “carismática”. Fórmula que no es fácilmente trasladable a las obras educativas y sanitarias. Nos encontramos, por tanto, en un “edificio en construcción”, cuyo final será un cambio tan profundo como previsible, aunque a menudo se tenga la impresión de que no se quiera verlo y aceptarlo»[9]. No poseo ninguna fórmula mágica para la solución del problema. Solo un par de observaciones. ¿Profesionales competentes u hombres y mujeres de Dios? No se trata de adivinar lo que haría el fundador o la fundadora si todavía estuvieran vivos o de pensar en qué obras elegir y poner en marcha, sino de considerar, sobre todo, la modalidad o el espíritu con el que interpretar lo que hacemos por las personas a las que van dirigidas estas obras. Una vez establecido que se ha de dar privilegio, como es absolutamente lógico, aunque no se puede dar precisamente por descontado, a la opción carismática, por lo que respecta al tipo de apostolado, a sus destinatarios privilegiados, al estilo relacional, a los lugares de intervención, etc., y una vez establecida la opción privilegiada en favor de los pobres contenida de una manera más o menos explícita en el carisma de la práctica totalidad de los institutos, el problema se traslada a lo que constituye el objetivo natural de todo ministerio en la Iglesia: el anuncio de la buena noticia del amor del Eterno. ¿Alcanzan nuestras obras ese objetivo? Más allá del pan al hambriento o de la caricia al que está solo, de la instrucción escolar, de la asistencia al enfermo, al indigente, al que está desesperado, de la educación del joven, de la reeducación del que se ha perdido por caminos perversos…, la pregunta de fondo es siempre la misma: ¿ha anunciado mi acción y nuestra acción la benevolencia del Padre que ama en particular al que se siente tentado de no sentirse digno de ser amado? ¿Se hace perceptible en nuestro gesto caritativo la caritas divina? Esa pequeñez que es una caricia humana ¿transmite al que la recibe la ternura de Dios? Aquellos a quienes se dirige nuestra acción caritativa, asistencial, educativa, ¿se sienten alcanzados y tocados –a través del contacto con nosotros– por la mano de Dios, por su corazón, por su cuidado y benevolencia? ¿Creamos a nuestro alrededor y a través de nuestras obras nostalgia de Dios, deseos de ver su rostro, o solo somos gente de buena voluntad y discretas capacidades? Es menester estar muy atentos a no ser percibidos (y no solo por defecto perceptivo63

interpretativo ajeno) más como expertos, como técnicos de la caridad o asesores de los distintos servicios de utilidad pública, como personas competentes dentro de su propio sector, que como hombres y mujeres de Dios. Es un hecho que, normalmente, la gente nos aprecia mucho en el plano de lo que hacemos (véase cómo se considera la escuela privada-subvencionada o ciertos servicios caritativos administrados por institutos religiosos), pero sin dejarse iluminar gran cosa por nuestros valores ideales y espirituales; nos estiman, pero las razones del vivir y del morir van a buscarlas a otra parte; tal vez nos explotan por nuestras competencias, pero permaneciendo muy atentos a no dejarse interrogar y poner en crisis por aquello que para nosotros constituye la realidad más importante y que también debería emerger y aflorar en lo que hacemos. ¿No podría ser este el verdadero objeto de nuestro discernimiento sobre las obras o, más que sobre las obras mismas, sobre la coherencia y trasparencia interior con que las interpretamos? Calidad de la implicación de los laicos Se trata de una de las realidades más bellas y significativas de estos últimos decenios: laicos, hombres y mujeres que viven en el mundo y que en cierto modo participan de nuestro espíritu, tomando parte también en nuestro trabajo apostólico de varios modos. Se trata de un fenómeno verdaderamente providencial, dados los tiempos que vivimos, entre los signos de vitalidad que nos permiten mirar al futuro con esperanza. No es, ciertamente, a decir verdad, algo absolutamente nuevo: en el pasado ya ha habido formas de participación carismática laical. Era el tiempo de las así llamadas terceras órdenes, en el que, sin embargo, la participación se producía más bien «desde el exterior», como si los laicos no pudieran ser admitidos más allá de un cierto nivel de conocimiento más bien elemental del espíritu del instituto, que se manifestaba después sobre todo en unas prácticas de devoción además de en un compromiso de vida. En esta historia de la participación laical en nuestra vida podemos reconocer una segunda fase en los comienzos de la crisis vocacional, cuando la presencia de laicos voluntariosos ha permitido hacer frente a la emergencia, ligada al descenso numérico de los consagrados, para sostener las obras. Por consiguiente, se trataba sobre todo más bien de una colaboración, por muy importante y bendita que fuera, o de mano de obra generosa, que de una auténtica participación en un carisma y en sus valores. Hoy deberíamos entrar cada vez más en una nueva fase, la del auténtico compartir por parte de los laicos la espiritualidad carismática, y no únicamente de algunos aspectos de la misma; no solo para tapar agujeros, sino para ofrecer al laico que vive en el mundo, que está casado, que ejerce una profesión, que respira una determinada atmósfera, la posibilidad y la gracia de revivir el espíritu que se nos ha dado a nosotros, aunque para el bien de la Iglesia y del mundo. Así pues, ese compartir no es un fenómeno extraordinario y excepcional, sino expresión natural del contagio de un don que viene de lo alto y que tiene un destino universal. Más aún, es algo que necesita la vida consagrada, o más precisamente algo de lo que 64

tiene necesidad el carisma, porque el don que viene del Espíritu nunca podrá ser comprendido perfectamente por algunos, por sus primeros y directos destinatarios, por aquellos que se reconocen en él hasta el punto de haberlo elegido como ideal de vida. Ese don se les ha dado para que lo transmitan a todos, idealmente, en la Iglesia y en el mundo, y, por consiguiente, podrá ser comprendido únicamente si es restituido, en cierto modo, a la Iglesia y al mundo. Es el famoso principio de la circularidad carismática. Este reproduce un poco lo que hemos dicho más arriba sobre el dinamismo de la aculturación y de la inculturación[10]. Gracias a él, y al intercambio recíproco y verdaderamente fecundo, se renuevan nuestros carismas: los transmitimos a los otros, fuera de nuestros ámbitos de convivencia, intentando expresarlos en su lengua, y ellos nos los restituyen en cierto modo releídos siguiendo su sensibilidad laical, en una versión que nos revelará aspectos inéditos, que nosotros difícilmente o jamás habríamos descubierto. Así es como crecemos juntos en la Iglesia, compartiendo los dones. Periferias viejas y nuevas El término «periferia», que aparece a menudo en las intervenciones del papa Francisco, se nos ha vuelto familiar a todos. La invitación del papa a ir hacia las periferias, antiguas y modernas, es muy clara y vigorosa. Periferia es todo –personas y cosas, lugares y contextos– lo que queda en los márgenes de la vida y de la atención no solo pública, sino también privada; no solo fuera de nosotros, sino también dentro de nosotros; no solo en el mundo en general, sino también en la Iglesia. La periferia es a menudo un lugar menos seguro y sin reglas, más expuesto a situaciones de caos y transgresiones varias; por lo general, vive en la periferia el que cuenta menos en la sociedad y está como alejado de ella, o mantenido a una distancia inmunizante, para que no pueda contaminar. En resumidas cuentas, no se vive muy bien en la periferia. Incluso hoy. En el centro está el orden que da estabilidad, fuera hay más imprevisibilidad; en consecuencia, se deduce que es más fácil vivir en el centro, echar en él las propias raíces y habitar siempre en él, aunque cargando con los riesgos de la repetitividad –que va acompañada a menudo de la mediocridad– y del estancamiento, que es lo contrario de la pasión. Frecuentar las periferias significaría, en cambio, vernos provocados a renovarnos y a poner en marcha otras estrategias de aproximación, sobre todo cuando alguien ha hecho una determinada opción de vida. Tal vez nada como la periferia nos obliga a dar razón de nuestra identidad y esperanza, y a confrontarnos con una alteridad radical; y es posible que a través de las periferias pudiera pasar precisamente una cierta llamada de Dios. No aceptar este desafío podría significar, como hemos visto, pasar de ser misionero a ser dimisionario, o a contentarnos con ser perseverantes, en vez de volvernos fieles. La periferia es frontera, sabe de confines y de extremidades, es «descubrir que Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo queremos. O donde 65

tantas veces lo negamos»[11], o donde nosotros hemos decidido que no vale la pena ir a sembrar. Desde un cierto punto de vista podríamos decir que el cristiano es periférico con respecto al mundo, del mismo modo que la vida consagrada lo es con respecto a la Iglesia. Pero decimos también que nuestros carismas han nacido con frecuencia en las periferias de la vida y del mundo, o en cualquier caso con un fuerte impulso a frecuentar medios situados en los confines. Ahora bien, con el tiempo nuestras instituciones se han instalado demasiadas veces sólidamente en el centro, dejando las periferias a iniciativas de otros, y contribuyendo a veces a su progresivo aislamiento y abandono. Ahora se trata de hacer el recorrido inverso, acogiendo la enérgica y explícita invitación del papa: del centro a la periferia. En primer lugar, como ya hemos indicado[12], sería de lo más útil que cada comunidad religiosa llevara a cabo un auténtico discernimiento, para preguntarse: ¿qué periferias hay para nosotros, tal vez ni siquiera muy lejos de nosotros? ¿Qué contextos humanos hemos ignorado o considerado como improbables, cerrados al anuncio, demasiado difíciles o distantes hasta ahora? ¿Adónde podríamos ir hoy para vivir mejor y con una mayor fidelidad nuestro carisma? Y no solo para salir al encuentro del que está marginado, sino también para encontrarnos a nosotros mismos, nuestras raíces y nuestro futuro. Efectivamente, como muy bien dice L. Bruni, los nuevos modelos de la vida consagrada no nacen, a buen seguro, mirando dentro de uno mismo de una manera narcisista, ni solo de la reflexión teórica, sino «antes que nada de la frecuentación de las nuevas periferias donde se encuentran las nuevas necesidades y los hambrientos de vida, de la escucha de los deseos de las familias y de los jóvenes, del encuentro cuerpo a cuerpo con las personas de carne y hueso…, para ocuparse de las heridas y de los dolores de los hombres y de las mujeres de hoy, sobre todo de los más pobres», dado que «la distancia respecto a los pobres constituye siempre el primer signo de crisis de las realidades carismáticas… en las periferias es donde se aprende a resurgir»[13]. Una nueva apertura para cada cierre Es sencillo de decir, es casi un eslogan incluso atractivo, pero igualmente imposible de llevar a cabo. Parece algo completamente utópico e irrealizable, algo que solo alguien que no conozca la situación podría pensar. Sin embargo, en esta expresión hay una cierta lógica que no es solo una frase efectista. Está claro que debemos cerrar, que no podemos permitirnos la gestión de obras comprometedoras, que no podemos mantener las posiciones de hace algunos decenios. Ahora bien, si nos introducimos cada vez más en una cierta perspectiva, la de las comunidades pequeñas, la de las presencias carismáticamente significativas (donde la calidad de las personas suple a la cantidad), la de los servicios discretos y menos exigentes en el plano de las fuerzas requeridas, pero más en línea con nuestro carisma, la del coraje necesario para dejar a otros la gestión de las propias obras que funcionan bien, para ir a crear otras en otras partes, la de la preferencia por los roles de animación de actividades que pueden ser llevadas adelante 66

por otros sujetos, la de la disponibilidad para colaborar con otras realidades, la de la delimitación de los espacios de intervención en proporción a las fuerzas disponibles, entonces esto, al menos a nivel ideal o como principio general, parece menos imposible. Como es obvio, en todo esto no hay nada de automático ni de espontáneo. Lo que se quiere dar a entender con este principio o eslogan es, en primer lugar, que es necesario evitar de todos los modos posibles padecer, como una amarga constricción, el proceso de cierres que se suceden sin interrupción, uno tras otro, generando verdaderamente en los miembros de una institución la sensación de una muerte más o menos lenta, pero segura y cada vez más inevitable. Con todas las consiguientes depresiones. Una cosa es gestionar el fin (contentándose con establecer el orden de los cierres y resignándose a sufrir una «buena muerte», y recomendando que… «el último apague la luz», y otra, completamente distinta, hacer frente a la perspectiva de una nueva vida, que pasa necesariamente por cortes y redimensionamientos varios. Un instituto que, desde el punto de vista psicológico, se disponga y se limite a gestionar el final, aunque no se lo diga ni sea consciente de ello, no podrá pretender, ciertamente, atraer nuevas vocaciones: ¡a nadie le ha atraído nunca el seol! Y, en consecuencia, se arriesgará a morir verdaderamente, y además mal. En cambio, un instituto que quiera vivir la crisis para captar en qué se ha equivocado en el pasado y adónde le llama ahora el Espíritu, asumirá una actitud muy distinta, abierta a la vida y al optimismo creyente y confiado. Aunque con una conciencia realista de que la situación es trabajosa. Así pues, se vuelve decisivo el espíritu de discernimiento que lleva a captar y reconocer el brote vital, aunque sea pequeño, que está presente incluso allí donde todo parece abocado ahora al final, como el tallo de hierba que consigue salir y crecer en un terreno pedregoso. Y junto con el ojo avizor y previsor, el coraje de tomar las decisiones correspondientes, superando nostalgias y apegos, tradiciones y costumbres, dejando lo que parece que funcionó en un tiempo, pero que ahora se muestra superado, abriéndose a las llamadas que vienen del mundo y de la Iglesia, tomando decisiones, aun cuando no se tengan todas las garantías y más allá de la lógica del cálculo, intentando nuevos caminos, confrontándose con diversidades inéditas y corriendo diferentes riesgos, incluso el de equivocarse. En todo caso, protegiéndose del error más grave e imperdonable en estas coyunturas, un error verdaderamente mortal: el de no decidirse nunca, dejándose vivir –y morir–, y padecer simplemente el proceso de decadencia, algo así como una eutanasia espiritual y psicológica. Y sigue Bruni, con su análisis agudo y apremiante: «tras el gran diluvio, el libro del Génesis nos cuenta la historia de Babel. La humanidad, salvada por Noé, en vez de escuchar el mandamiento de Dios y dispersarse sobre la faz de la tierra, se detuvo, construyó una fortaleza, con una sola lengua, sin diversidad. Tras las grandes crisis llega puntual la tentación de Babel: las comunidades tienen miedo, se defienden para custodiar su propia identidad. Toda salvación se encuentra en la dispersión fuera de las torres, en las muchas lenguas, en moverse sin demora hacia nuevas tierras, y seguir escuchando la buena voz que nos ha llamado»[14]. 67

La vida consagrada puede verse amenazada por la misma tentación: la Babel de hoy es el miedo defensivo respecto al mundo, con la ilusión de custodiar la propia identidad y de alcanzar las alturas de una perfección improbable. Ahora bien, se arriesga a encontrarse hablando una lengua que hoy ya no entiende nadie, repitiendo palabras que ya no suenan como bienaventuranza y salvación. La salvación es Pentecostés, el don del Espíritu que nos abre al mundo y nos hace aprender lenguas nuevas, para comunicar la palabra en la que se encierra toda bienaventuranza y toda salvación para cada hombre y cada mujer: ¡Jesús es el Señor! [1] Es el sentido fundamental del libro de M. D. SEMERARO, Non perfetti, ma felici. Per una profezia sostenibile della vita consacrata, EDB, Bologna 2015 (trad. esp.: No perfectos, pero sí felices. Por una profecía sostenible de la vida consagrada, ESIC, Madrid 2016). [2] Cf. R. RUIZ ARAGONÉS, cit. en L. A. GONZALO DIEZ, «Ni triunfantes ni acomplejados… en transformación», art. cit., 57. [3] J. M. ARNAIZ, cit. en L. A. GONZALO DIEZ, «Ni triunfantes ni acomplejados… en transformación», art. cit., 58. [4] Ibid. [5] Pensamos, por ejemplo, en la (relativa) novedad de la entrada de las ciencias humanas en la formación, como algo que podría ayudar enormemente en la misma formación. Pero no de modo automático, sino solo si ponemos en marcha una serie de atenciones, a partir de la revisión de un cierto sistema educativo y de la formación de los mismos formadores, reconsiderando lugares y tiempos de formación, y estudiando el modo de hacer entrar en diálogo una cierta espiritualidad con estas nuevas aportaciones antropológicas. Para esto es preciso corregir aún posibles énfasis (por una parte y por la otra), establecer nuevos criterios de discernimiento, evitando en cualquier caso considerar una determinada aportación como la panacea que resuelve como por encanto cualquier problema en la formación de los consagrados. [6] G. DAL PIAZ, «La vita religiosa in Italia: un diario di bordo (1977-2017). La collaborazione di p. G. Dal Piaz [7] [8] [9] [10] [11] [12] [13]

con la Cism»: Vita consacrata 4 (2017), 328. Ibid., 338. Ibid. Ibid. 332. Exactamente en el capítulo tercero, en el apartado «El abrazo como símbolo de la nueva evangelización». De la homilía pronunciada por el papa Francisco en la solemnidad de la Epifanía del Señor de 2017 (https://bit.ly/2THCUOn). Véase lo dicho en el capítulo IV, concretamente en el apartado «De las periferias del corazón a las de la misión ». L. BRUNI, La distruzione creatrice, op. cit., 94-95.

[14] Ibid., 95-96.

68

Conclusión Más allá del largo invierno

Por ahora todavía no hay signos, nos dicen las investigaciones sociológicas, que nos hagan entrever el final del largo invierno de la secularización. Con todo, sabemos, como ya hemos dicho, que cuando se haya consumado la actual transición no solo seremos menos y tendremos menos obras, sino también menos poder social y menos visibilidad. Y queremos creer que esto será un bien. Sin embargo, en cualquier caso, deberemos prepararnos ya para esto, para que verdaderamente sea un bien y de ahí se derive un bien para toda la Iglesia. En consecuencia, se vuelve indispensable «preguntarse cómo se piensa dar continuidad al corazón de la vida religiosa, o sea, al testimonio de que no tenemos nada más querido que el Señor Jesús. De momento nadie tiene respuestas preparadas, aunque tal vez podríamos comenzar a buscarlas, poniéndonos a la escucha del Espíritu, que siempre tiene guardadas sorpresas»[1]. Voy a concluir con una oración a María, a la que una cierta tradición ha considerado siempre como la primera consagrada, auténtico icono de nuestra vida. Precisamente por ello propongo aplicar a la vida consagrada, que está a la espera de una novedad de vida, lo que en esta oración es una súplica dirigida a María mientras espera el nacimiento de Jesús, y que podemos leer en continuidad con la profecía de Ratzinger. ¡Para que se cumpla! «María, primavera de Galilea, desprendiste el aroma de la esperanza, en ti floreció la fragancia de la liberación para todos los pobres y oprimidos de la tierra. No tengas miedo de los días que te esperan. No temas. Mujer vigilante, centinela de la noche del mundo, conserva tu lámpara siempre encendida incluso en la oscuridad más absoluta de las incomprensiones con José, en la oscuridad de la burla de la gente de Nazaret, de la negativa de los hombres biempensantes, de la persecución de los poderosos de turno. ¡Sé el heraldo de la paz! Siempre. Mantén encendida la lámpara de la maravilla y la belleza a lo largo del arduo camino a Belén. ¡Espera y vive el hoy de Dios y el Señor vendrá pronto! Estás viviendo los ardores de los dolores del parto, pero en ti también están los albores de la resurrección para toda la humanidad. No estés ansiosa por fijar las 69

estacas y las señales del camino ya trazado, sino sigue recorriendo el que el Espíritu apenas te hizo tomar y del que ni siquiera ves ahora la sombra de su destino. Deja el vestido viejo y desgastado de lo ya dicho, de lo ya conocido, de lo que ya está hecho, y ponte las vestiduras más hermosas del esplendor y de la utopía de un mundo diferente…»[2]. [1] G. DAL PIAZ, «La vita religiosa», art. cit., 338. [2] Fr. GIANDOMENICO, Lettera di Elisabetta a Maria, Commento alla Liturgia della Parola, Comunità di Bose, 21 de diciembre de 2017. En realidad, el autor de este texto, monje de Bose, lo ha imaginado como una carta escrita por Isabel a María.

70

Índice Portada Créditos Índice Presentación, por el padre Pier Giordano Cabra Prólogo 1. Entre pasado, presente y futuro Retrotopía: la nostalgia del pasado Profecía: el coraje del futuro

3 6 8 10 12 13 14 15

2. Sentido de una profecía

17

Las dos fases Cuando la autoridad se corrompe en poder Pérdida de la relación Con la Iglesia y con el mundo En el interior de la comunidad «Abrazar el futuro con esperanza»

3. «Abrazar»: ¿sociedad poscristiana o precristiana? El dogma del «pos» De lo poscristiano a lo precristiano El abrazo como símbolo de la nueva evangelización La alegría del Evangelio La alegría de sembrar Por doquier y de todas las maneras, siempre y en cada corazón

4. «Abrazar el futuro»: ¿misterio o enigma? ¿Exceso de luz o de tiniebla? Misterio luminoso Enigma tenebroso Si Dios es enigma En el corazón del misterio Formación mistagógica Lo espiritual está dentro de lo psicológico, incluso en lo disonante De las periferias del corazón a las de la misión La gracia en la debilidad 71

18 18 19 19 20 23

26 27 28 29 32 32 33

37 37 37 38 39 40 40 41 42 42

La periferia interna «crea» la externa Esa zona de nuestro propio corazón que todavía está pendiente de evangelizar Opciones para el futuro

5. «Abrazar el futuro con esperanza»:¿misioneros o dimisionarios? El coraje de llorar o de «hacer ruido» ¿Qué credibilidad? Mutismo y complicidad Lágrimas que no hacen ruido ¿Qué formación? La prudencia que estrangula la profecía Formación dramática, es decir, pascual La autoridad de la compasión y en la compasión Dejarse formar por la vida y por los otros

6. El futuro ya ahora

42 43 44

48 49 50 50 52 52 53 53 54 55

58

Hombres y mujeres libres y felices Jóvenes y ancianos en una fraternidad veraz Profecía y novedad de vida Los sentimientos de Cristo Fuera de todo sueño de grandeza El riesgo de la clericalización y de la «parroquialización» Fidelidad creativa, no solo perseverancia repetitiva ¿Qué obras? ¿Profesionales competentes u hombres y mujeres de Dios? Calidad de la implicación de los laicos Periferias viejas y nuevas Una nueva apertura para cada cierre

Conclusión. Más allá del largo invierno

72

58 58 59 60 60 61 62 63 63 64 65 66

69

Related Documents


More Documents from "Alejandro Diaz"