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Haciéndolo con la Muerte: Observaciones sobre Tánatos y la Producción‐Deseante Nick Land Si Deleuze debe ser rescatado del estúpido Neo‐Kantismo liberal que cuenta como filosofía hoy en Francia es necesario re‐ensamblar y profundizar su genealogía. El pseudo Nietzscheanismo reaccionario contra Hegel de fines de los 60 es apenas un contexto proporcionado para un pensador de importancia mayor, y lo mismo puede ser dicho de su lucha contra el psicoanálisis estructuralizado. El poder de Deleuze proviene del hecho de lograr desprenderse de la temporalidad parisina de forma mucho más exitosa que la mayoría de sus contemporáneos, incluyendo a Guattari. El tiempo del texto de Deleuze es uno más frio, más reptil, un tiempo más alemán, o al menos, un tiempo de los alemanes anti‐alemanes de Schopenhauer y Nietzsche en particular, para los cuales el milenio debía ser examinado con desprecio. Más que todo es un tiempo Spinozista o Lucreciano, un tiempo de naturaleza indiferente; ingeniando agenciamientos bizarros a través de los siglos. I La modernidad es “esencialmente” reconstructiva, una característica capturada en la mera abstracta continuidad de su organización productiva – el capital es siempre neo‐capital – y en la dinámica trascendental de su modo filosófico (Kantiano) predominante. La crítica pertenece al capital porque es el primer procedimiento teórico inherente progresivo en emerger sobre la tierra; evitando el conservadurismo formal de la ciencia inductiva natural y el conservadurismo material de la metafísica dogmática. En el caso del modo de producción como también del modo de razón lo que es evidente es un movimiento auto‐perpetuante de desregularización, cuya tendencia se dirige hacia una prioritización progresiva radical del impulso interrogativo. Por supuesto, como Deleuze y Guattari indican tan gráficamente en su trabajo, este proceso de liberación está limitado por una reconstitución activa de los mecanismos arcaicos de control; creencias, maquinaria estatal, afinidades parroquiales, neo‐tribalismos, una comedia progresivamente ridícula de autoridad, moralidad, matrimonios e hipotecas. Las trayectorias de la filosofía moderna se delinean en respuesta a este predicamento teorético y social. Una corriente de pensamiento, fluyendo a través de Schopenhauer y Nietzsche hacia los estratos reprimidos del psicoanálisis y la metapsicología de Freud trazan la repetitividad del ímpetu formativo de base impulsado por la teo‐política Occidental. Otra corriente, asociada primeramente a Hegel, es guiada por el ideal implícito de una reconstrucción especulativa de lo político en el despertar del Capital. Ambas tendencias apuntan en la dirección de un pensamiento post‐ trascendental; en el primero caso disolviendo las diferencias polarizadas entre lo empírico y sus condiciones en una jerarquía abierta de estratos intensivos, en el segundo colapsando la composición abstracta de esta polaridad en una infinita auto‐legislación del concepto concreto. Una tercera corriente, quizás la más topográficamente intrincada de las tres, está caracterizada sobre
todo por Schelling, y es conducida por la dinámica de la crítica hacia una consumación del programa trascendental: sustituir la continuidad inmanente de la cosmología de Spinoza por la devoción incuestionada de la identidad lógica heredada de Kant. Deleuze es el ejemplo más poderoso de este Spinozismo trascendental entre los pensadores contemporáneos. La deconstrucción de Derrida, aun todavía similar programáticamente en el fin a una crítica de esquizoanálisis o genealógica de tipo Deleuziano, es masivamente debilitada por un influjo de temas neo‐humanistas, pasando a través de Heidegger desde Kierkegaard y Husserl, los cuales exacerban el compromiso cuasi‐teológico del cual el mismo Schelling estaba muy lejos de exceptuar. Heidegger, subsidiando los elementos más sórdidamente regionalistas e idealistas de esta herencia, vigorosamente continúa con la eliminación de la influencia de Spinoza, academizando y desnaturalizando el pensamiento de una base impersonal o Indifferenz. Aun mientras que Deleuze y Derrida critican la articulación ilegitima, el primero tiende a un materialismo consumado, en el cual la substancia intensiva es liberada trascendentalmente de su paralización en la extensión, mientras que el último prosigue una meditación judaica, marcada en teo‐grafismos, radicalizando indefinidamente una relación anti‐icónica con lo absoluto. Deus sive natura no es una identidad sino una disyunción inclusiva; Spinoza el judío desaparecido o Spinoza el psicótico explosivo, deconstrucción o esquizoanálisis. Si la deconstrucción es impulsada por las efímeras devociones del capital, el esquizoanálisis es accionado por su crueldad parlanchina. Siempre recodifica, el texto de la deconstrucción nos dice, pero cada vez más sutilmente, mas intangiblemente, desarrollando un poco más la prolongada auto‐ parodia de la ley. Siempre decodifica, cotorrea el esquizoanálisis; no creas nada, y extingue toda nostalgia de pertenencia. Pregunta siempre donde el capital es más inhumano, carente de sentimientos, y fuera de control. Abandona toda atadura al Estado. No es la administratividad social de Hegel la que es más relevantemente contrastada con el nomadismo Deleuziano, el Hegelianismo solo fue siempre el humor negro de la historia modesta. Es más bien la organización política no‐ excluyente de la reconstrucción o las más crudas teorías liberales neo‐Kantianas, con sus humanidades abstractamente re‐componibles, las cuales son el verdadero polo opuesto del economismo anti‐político de Deleuze. En contraste con la neurosis obsesiva del pensamiento ético, con su intento inútil de consolidar un principio trascendente de justicia de ese triste títere de códigos comerciales de mano de obra contractual conocido como “el agente”, el esquizoanálisis participa de la deliciosa irresponsabilidad de todo lo que es anárquico, inundante y severamente impersonal. El capital no puede desapoderar el esquizoanálisis sin des‐apresarse a sí mismo. La locura de la que se defendería es el único recurso de su propio futuro; un borde de experimentación desocializada que corroe su esencia y burla anticipadamente la totalidad de los modos actuales de civilidad. La real libertad energética la cual aniquila la jaula de la libertad humana del sacerdote es rechazada en el nivel del proceso económico secundario durante el preciso periodo en el cual el proceso económico primario se adentra más en su acogimiento. El profundo secreto del capital‐como‐ proceso es su inconmensurabilidad con la preservación de la civilización burguesa, la cual se aferra a él como un enano montando un dragón. A medida que el capital “evoluciona” la progresivamente
absurda racionalidad de la producción‐para‐lucrar se descascara como un enchapado barato de la detonación de la retroalimentación positiva de la producción‐para‐la‐producción. Si el capital es una máquina social suicida, se debe a que es llamada a aventajar a sus asesinos. El capital produce la primera socialidad en la cual el pouvoir del dominio esta perpetuamente sometido a los daños del puissance experimental. Solo por medio de una intensificación de las ataduras neuróticas enmascara la erupción de la locura en su infraestructura, pero con cada año que pasa tales ataduras se vuelven más desesperadas, cínicas y frágiles. De todas las cuales es exponer la notoria “muerte del capitalismo”, que ha sido tratada predominantemente como un asunto de terror o esperanza, escepticismo o fe. El capital, a uno le dicen, sobrevivirá, o no lo hará. Tal escatología proyectiva erra completamente el objetivo, el cual es que la muerte no es una posibilidad extrínseca del capital, sino una función inherente. La inmanente voluptuosidad de cada negocio imprecedente despega desde el fin de la burguesía. Consideremos el consumo de capital financiero de la cocaína: tanto como un punto alto cuantitativo trazado como una desviación de cero y un gasto suntuario anulando la noción histórica de la riqueza. El traficante encocado del futuro pasando un borracho en una calle de Manhattan traslada el destino de diferencia de clase en una intensidad inmanente trazada en una superficie lisa de desaparición social. El vago habita el cero social preferido por el capital como el punto de evanescencia de legalidad pre‐moderna, desde la cual el impulso de la cocaína es rechazado como una distancia anónima de la muerte. Hay un devenir un vago rico, devenir un marginal encocado, el cual es integral al cinismo del capital fronterizo. Esto es la modernidad avanzada de Beckett, donde la alta cultura es diferenciada inmanentemente de la inarticulada, absolviéndose a sí misma del especificador ontológico. Es entonces ahí que el devenir‐zombie del vago tanto como hay un devenir‐drogado de los reales gerentes de lo social: el intoxicado mercado de viviendas como línea base para la efervescencia del piso de la bolsa de valores. Es bastante inexacto el sugerir que los financieros yuppie son inconscientes de la miseria, ya que la inconsciencia límite de una proletarianización absoluta es consumida con cada burbuja de champaña. Hay una familiar respuesta humanista a este devenir zombie en la posibilidad límite del trabajador moderno, la cual es asociada sobre todo con la palabra alienación. Los procesos de descualificación, o de siempre acelerada re‐capacitación, la sustitución de habilidades técnicas por trabajo abstracto, y la creciente intercambiabilidad de la actividad humana con los procesos tecnológicos, todo acompañado por la disolución de la identidad, perdida de apego, y la narcotización de la vida afectiva, son condenados desde la base de una crítica moral. Un re‐despertar de lo político es previsto, apuntado a la restauración de una perdida integridad humana. La existencia moderna es entendida como profundamente amortiguada por la real sumisión de los valores humanos a una productividad impersonal, la cual en sí misma es comprendida como la expresión del trabajo muerto o petrificado ejerciendo un poder vampírico sobre los vivos. El zombie proletario falto de sangre es a ser resucitado por el terapeuta político, ideológicamente curado del amor perverso hacia los vivos, y unido a una nueva vida eterna de reproducción social. El núcleo de muerte del capital es pensado como el objeto de la crítica.
Deleuze es diferenciado completamente de un humanismo socialista de este tipo ya que para el programa esquizoanálitico la muerte es el sujeto impersonal de la crítica, y no un valor maldito al servicio de una condenación. Un intrincado pasaje hacia el final de Anti‐Edipo prosigue: “El cuerpo sin órganos es el modelo de la muerte. Como los autores de las historias de terror lo han entendido tan bien, no es la muerte la que sirve como el modelo para la catatonia, es la esquizofrenia catatónica que da su modelo a la muerte, intensidad cero. El modelo de muerte aparece cuando el cuerpo sin órganos repele los órganos y los expulsa: sin boca, sin lengua, sin dientes – al punto de la auto‐mutilación, al punto del suicidio. Aun así no hay oposición verdadera entre el cuerpo sin órganos y los órganos como objetos parciales: la única oposición real es a al organismo molar que es el enemigo común. En la máquina deseante, uno observa el mismo catatónico inspirado por el motor inmóvil que lo fuerza a expulsar sus órganos, a diferentes partes de la máquina, diferentes y co‐existentes, diferentes en su propia coexistencia. Por lo tanto es absurdo hablar de un deseo de muerte que presumiblemente podría estar en oposición cualitativa a los deseos de vida. La muerte no es deseada, solo existe la muerte que desea, en virtud del cuerpo sin órganos o el motor inmóvil, y existe también vida que desea, en virtud del órgano funcional.” No es por eso que el trabajador es transformado por un proceso de privación en un zombie, sino es que la producción primaria migra desde la personalidad hacia cero, poblando un desierto en el fin de nuestro mundo. Es importante en esta etapa notar que Spinoza cambia el sentido de la religión desértica, ya no más una religión brotada del desierto, se convierte un desierto en el corazón de la religión. La substancia de Spinoza es un Dios desértico. Dios como cero impersonal, como una muerte que permanece el sujeto inconsciente de producción. Dentro del Spinozismo Dios está muerto, pero solo en el sentido de una línea de base de devenires zombies, como eso que llama Deleuze “el plano de consistencia”, descrito en Mil Mesetas por las palabras “fusionabilidad como cero infinito”. Uno no puede diferenciar sobre el plano de consistencia entre los cuerpos sin órganos y el cuerpo sin órganos, entre máquinas y la máquina. Entre las máquinas siempre hay un apareamiento que condiciona su diferencia real, y todos los apareamientos son inmanentes a una macro‐máquina. Las máquinas producen su totalidad a lo largo de ellas mismas como el elemento indiferenciado o comunicado, deviniendo un Dios catatónico, erupcionando como un tumor de materia pre‐substancializada, por medio de la cual la naturaleza engendra a la muerte adyacente a ella misma. Casi inevitablemente, cuando es un asunto del cuerpo sin órganos es un asunto de Spinoza. En Anti‐Edipo se nos dice que: “El cuerpo sin órganos es la materia que siempre llena el espacio a determinados grados de intensidad, estas partes intensivas que producen lo real en el espacio empezando desde la materia como intensidad = 0. El cuerpo sin órganos es la substancia inmanente, en el sentido más Spinozista de la palabra; y los objetos parciales son como sus atributos definitivos, los cuales pertenecen a él precisamente en el punto en que ellos son realmente distintos y no pueden sobre esta base excluirse u oponerse unos a otros.”
Y en Mil Mesetas: “Después de todo, ¿no es la Ética de Spinoza el gran libro del CsO? Los atributos son tipos o géneros de los CsO’s, la substancia, los poderes, las intensidades cero como matrices de producción. Los modos son todo lo que viene a pasar: ondas y vibraciones, migraciones, umbrales y gradientes, intensidades producidas en un tipo dado de substancia empezando de una matriz dada.” Estas afirmaciones son obviamente adicionales a otras en los textos esquizoanalíticos claves, como también a esas discusiones extendidas de Spinoza en los dos libros que Deleuze dedica a su vida y trabajo, y a innumerables comentarios esparcidos entre otros escritos. En Nietzsche y la Filosofía, por ejemplo, Deleuze aísla Spinoza como el único antecesor moderno de Nietzsche, en una afirmación que es importante para el entendimiento del pensamiento de Deleuze como es poco convincente en relación al de Nietzsche. El nombre “cuerpo sin órganos” es en sí mismo pista suficiente a lo que primariamente está en juego en el pensamiento, lo que es decir; la realidad de la abstracción. El cuerpo sin órganos es una abstracción sin ser un logro de la razón. Es el desierto trascendental de la producción primaria, o la reproducción de la producción como un continuum de indiferencia máxima. Es descrito en Anti‐ Edipo como “el improductivo, el estéril, el inengendrado, el inconsumable”. Después de todo, ¿que podría ser quemado para herir al Dios o Naturaleza de Spinoza? ¿Que podría ser creado para exultarlo? Nada. La fertilidad y la corrosión modulan la substancia sin interferir en ella, desplegando sus gélidas permutaciones sin preferencia. Cual sea su configuración empírica siempre hay producción como tal una vez más: la exuberancia sin sentido de lo impersonal. La abstracción real es la concepción trascendental de la substancia Spinozistica. Ya con la ola de los textos Deleuzianos a fines de los 60’s ‐ y más particularmente con la aparición de Diferencia y Repetición ‐ un consistente proyecto filosófico es discernible, más precisamente descrito como un Spinozismo trascendental, o una crítica de la identidad. Paralelo en cierto sentido a Schelling, pero sin ninguna obvia influencia directa, Deleuze es deleitado por la base naturalista del pensamiento de Spinoza, pero lo entiende como careciendo una explicita comprensión trascendental de la identidad. La respuesta de Deleuze es típicamente generosa; contrabandeando la parte de la maquina requerida y pretendiendo que ya siempre estuvo ahí. La crítica opera marcando la diferencia entre los objetos y sus condiciones, entendiendo la metafísica como la importación de procedimientos que son adaptados a objetos en una discusión de sus principios constitutivos. Esto significa que la crítica es primariamente una filosofía de la producción, extrayendo el genético u pre‐objetivo del discurso; uno involucrado con las síntesis o relaciones constitutivas. En la declaración de identidad elementaria A=A la pregunta de la interpretación trascendental es dejada abierta. ¿Acaso A representa un objeto de algún tipo, sea posible, ideal, formal, etc.? ¿O designa la identidad en cuanto tal, como un principio condicionante? En el primer caso la relación de la identidad sería una extrínseca, con un fundamento venidero, mientras en la última su relación a un posible objeto permanece problemática. La pregunta crítica permanece no formulada: ¿cómo
es posible para que algo sea el objeto de un juicio de identidad? ¿O, como es el objeto producido en su identidad consigo mismo? La identidad es tradicionalmente concebida como esencia absolutamente abstracta, o, correlativamente, el principio final de inteligibilidad. Ambas formulaciones corresponden al sujeto puramente lógico en avance de la predicación. Algo es lo que es. La esencia es concebida, al menos implícitamente, sobre la base del Eidos Platónico; la verdad eterna o la posibilidad pura de la cosa, el improducido, el estéril, el inengendrado. De este modo la concepción tradicional de esencia une especificidad e identidad, y el silogismo opera desde su origen de acuerdo a jerarquías genéricas de esencia o tipo que culminan en la teoría lógica de conjuntos. Desde Aristóteles a Kant la razón es entonces ajustada al pensamiento de la “misma cosa”, inconsciente que el tópico trascendental es en consecuencia fusionado con uno empírico. El cuerpo sin órganos es la diferenciación real entre estos tópicos: la misma des‐cosificación en sí. Un asombroso rigor filosófico comienza a emerger de las palabras delirantes de Artaud citadas al comienzo de Anti‐Edipo: El cuerpo es el cuerpo Es todo en sí mismo Y no tiene necesidad de órganos El cuerpo nunca es un organismo Los organismos son los enemigos del cuerpo Aquí encontramos un juicio de identidad de un tipo históricamente aberrante. El cuerpo es el cuerpo, pero solo como una repulsión de los órganos, o la retracción de lo mismo de cualquier organización especifica. El compromiso de paz entre el cuerpo y sus órganos que encuentra la ontología Occidental es amenazado por un movimiento violento de escisión, y uno que no proviene del sujeto, sino del cuerpo. Es entonces que Artaud anticipa la diferencia en el sentido Deleuziano, lo que equivale a decir; identidad radicalmente trascendental. La realidad de la identidad es la muerte, lo cual es porque el organismo no puede coexistir con lo que es. Sobre la superficie lisa del cuerpo sin órganos “que” y “es” se repugnan alérgicamente uno a otro, abriendo una inclusión disyuntiva en el corazón de la esencia. Esta disyunción separa el polo de la identidad del cuerpo sin órganos de la diferencia desinhibida de los órganos desterritorializados, dividiendo el objetivismo que implanta una identidad empírica a unas configuraciones rígidas de diferencia. El objetivismo pre‐critico piensa las síntesis sobre la base de sus consecuencias, las que puede ser descrito como su uso trascendente o ilegitimo. Donde Kant escribe sobre legitimidad e ilegitimidad, los textos del esquizoanálisis escriben de lo molecular y lo molar. Entonces el cuerpo sin órganos es descrito como una “molécula gigante”, mientras el organismo siempre es un constructo molar: co‐optando la identidad a la especificidad.
La muerte también se bifurca a lo largo de esta fisura: por un lado la muerte como identidad desértica de diferencia, la cavidad catatónica de la crítica absoluta en el fin del capital, o por el otro la muerte como el objeto molar de un deseo constitutivamente negativo, reinvirtiendo el cero intensivo al orden social. En Anti‐Edipo la molecularización relativa de la muerte molar es descrita en los siguientes términos: “El mismo Freud de hecho hablo de la conexión entre su “descubrimiento” de la pulsión de muerte y la Primera Guerra Mundial, la cual permanece el modelo de la guerra capitalista. Mas generalmente, la pulsión de muerte celebra el matrimonio entre el psicoanálisis y el capitalismo; su encuentro ha estado lleno de duda. Lo que hemos tratado de mostrar a propósito del capitalismo es como lo que mucho heredó de una agencia trascendente transportadora de muerte, el significante despótico, pero también como causo el vertimiento de la agencia en la inmanencia total de su propio sistema: el cuerpo lleno, habiéndose convertido el de dinero‐capital, suprime la distinción entre la producción y antiproducción: en todas partes mezcla la antiproducción con las fuerzas productivas en la reproducción inmanente de sus propios límites siempre ensanchados (lo axiomático). La empresa de la muerte es una de las formas principales y específicas de la absorción de valor de plusvalía en el capitalismo. Es este itinerario que el psicoanálisis redescubre y recorre con la pulsión de muerte…” Lo que separa la antiproducción reinvertida de la guerra capitalista de la repulsión absoluta del cuerpo sin órganos es la liquidación final de la muerte en su función. Esto no es más que el asunto de la crítica realizada, ya que el capital es el uso concreto ilegitimo de la síntesis conjuntiva. Esto significa que la producción de equivalencia es aplastada bajo la identidad pre‐critica o segregada del capital. Es entonces por medio de la ocupación del espacio de una condición trascendental para la producción que el capital persiste, perpetuando el orden molar de la producción social. El límite del capital es el punto en el cual la identidad trascendente cruje, donde lo mismo es nada sino la absolutamente abstracta reproducción de diferencia, producida a la par con la diferencia, con total plasticidad. No es que la diferencia, también, deba tener una identidad, sino más bien que la densidad es la identidad de la diferencia, y nada más. La diferencia no tiene una esencia trascendente, sino solo un inmanente plano de consistencia sin un fundamento ulterior. II La interpretación de Anti‐Edipo del fascismo es sin duda cruda, pero también es de enorme poder. La disyunción revolucionaria/fascista es usada para discriminar entre las tendencias generales de la desterritorialización y reterritorialización; entre la disolución y la reinstitución del orden social. El deseo revolucionario se alía a si mismo con la muerte molecular que repele el organismo, facilitando desinhibidos flujos productivos, mientras que el deseo fascista invierte la muerte molar que es distribuida por el significante; segmentando rígidamente el proceso de producción de acuerdo a los límites de las identidades trascendentes. Esta es una política carente de sacerdotes y de culpas emergiendo de los escritores del tramo entre Spinoza y el Reich, y aún más desarrollado por Klaus Theweleit, cuyo estudio del Nacional Socialismo en su doble volumen de Male Fantasies es ‐ a pesar de su ingenuidad teórica ‐ el florecimiento más completo del anti‐fascismo esquizoanalítico.
La identidad de las políticas revolucionarias y anti‐fascistas yace en la resistencia de la proyección molar del capital de su muerte. Todas las fuentes de desorden supuestamente ajenas que el capital representa como la exterioridad de su fin, tal como la agitación de la clase trabajadora, el feminismo, las drogas, la migración racial, y la desintegración de la familia, son tan esenciales a su propio desarrollo como los atributos de una substancia. La tarea revolucionaria no es establecer una exterioridad más ascética, más grande, más auténtica, sino el desenvolver los mecanismos neuróticos de rechazo que separan el capital de su propia demencia, seduciéndolos a la liquidación de sus propias posiciones descendientes, y engatusándolo a invertir en el borde desterritorializado que de otra forma caería sujeto a persecución fascista. Esquizo‐política es la coerción del capital a su coexistencia inmanente con su deshacimiento. Esta posición de 1972 se vuelve fundamentalmente problemática por 1980, con la aparición de Mil Mesetas. Entre el Anti‐Edipo y Mil Mesetas un cambio mayor toma lugar en el diagnóstico del Nacional Socialismo, el cual es desencajado de la categoría general de fascismo. Y sometido a un análisis más específico. Esta mutación es necesitada por un entendimiento profundo – en parte derivada de Virilio – que aun mientras que el fascismo es conducido por un imperativo al orden social bajo el dominio molar del estado, el Nacional Socialismo es esencialmente suicida; haciendo uso del estado como la herramienta de un impulso de muerte abrumador. Esto es resumido en una oración del final de “Micropolítica y Segmentaridad” – escandalosamente mal traducida en el inglés – como una “máquina de guerra que ya no tiene nada más que la guerra como un objeto y que preferiría aniquilar sus propios sirvientes que parar la destrucción” Esto es posible porque: “El CsO es deseo: es eso que uno desea y por medio de lo cual uno desea. Y no solamente porque es el plan de consistencia o el campo de inmanencia de deseo. Incluso cuando cae al vacío de una descualificación repentina, o en una proliferación de un estrato cancerígeno, continua siendo deseo. El deseo abarca así de tanto: desear la propia aniquilación, o desear el poder de aniquilar”. Las políticas de Anti‐Edipo, aliadas al proceso de disolución molecular fluyendo del núcleo impersonal de energía del capital, están amenazadas por una neuroticización familiar. Al final es nada menos que la ciudadela contemporánea de Edipo: si no obedeces a papito te convertirás en un nazi. Adhiérete a los conglomerados molares y te volverás como Mussolini, pero adhiérete a los indomables flujos moleculares y te volverás como Hitler. El impacto histórico de este uso edípico del episodio del Nacional Socialismo, y más particularmente – por supuesto – el holocausto, escasamente puede ser sobreestimado. La moralidad se ha convertido el susurro complaciente del sacerdote triunfante: tú mejor mantén presionada la tapa sobre el deseo porque lo que realmente quieres es genocidio. Una vez que es aceptado no hay limite a la resurrección de neoarcaismos prescriptivos que vuelven arrastrándose como un bastión contra el inconsciente de botas altas; humanismo liberal, paganismo aguado, e incluso las reliquias apestantes del moralismo judeo‐ cristiano. Cualquier cosa es bienvenida, mientras odie el deseo y refuerce el policía en la mente de todos.
Cualquier política que tenga que patrullarse a sí misma ha perdido todo el ímpetu esquizoanalítico, y es revertida a las tristes reformas basadas en intereses de grupos que caracterizan la oposición leal al capital a través de su historia. Su desterritorialización debe ser tratada como sospechosa, el conflicto se encuentra a sí mismo en el rol conservativo de regenerar una facultad de censura moral, ocupando un espacio de acusación. En este modo el pacto vulgar entre la preconsciencia y el superego que ha dominado el socialismo desde su incepción seria reinstaurado en el corazón de un ‐ ahora totalmente ficticio ‐ neonomadismo esquizofrénico. No es exageración el sugerir que la teoría de un “efecto de agujero negro” o “desestratificación repentina” amenaza a inhabilitar y domesticar la totalidad del gran logro del trabajo en conjunto de Deleuze y Guattari. A través de Mil Mesetas las advertencias contra la desterritorialización precipitada son incesantes. En tres sucesivas páginas de “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos? Uno encuentra tres ejemplos típicos: “Uno no llega al CsO, y su plano de consistencia, por medio de la desestratificación salvaje.” “Lo peor que puede pasar es que arrojes los estratos a un colapso demente o suicida, lo cual los trae de vuelta sobre nosotros más pesados que nunca.” “Un cuerpo sin órganos que destruye todos los estratos, se convierte inmediatamente en un cuerpo de nada, autodestrucción pura, cuya único desenlace es la muerte.” No es obvio donde esto deja a Freud. ¿Acaso la pulsión de muerte culmina en Nazismo, lo que significaría que las dinámicas libidinales de la Segunda Guerra Mundial eran conmensuradas con aquellas de las de la primera? Esto parece improbable por un número de razones, no menos porque significaría que militarismo capitalista desarrollado ha en un cierto sentido excedido el fascismo. Quizás, entonces, ¿el deseo de los Nazis va más allá del Tánatos reinvertible que emerge en el pacto del psicoanálisis con el capital, al punto en que insidiosamente simular la recesión trascendental del cuerpo sin órganos? Es tentador pensar que las contorsiones que tal pensamiento exige exponen un excesivo apresuramiento en la lectura de Tánatos de 1972, el cual incluso en 1980 todavía está siendo rechazado como “la ridícula pulsión de muerte”. Si por 1980 la opción es entre una adhesión a una paralizante neurosis de post‐holocausto – La última y la más devastadora arma secreta de Hitler – o un repensamiento del Tánatos Freudiano, es quizás el momento de enfrentar lo que pudo haber parecido antes una meramente cómica antipatía pomposa a Freud. Vale la pena preguntar primeramente: ¿Está Freud realmente en conflicto con Anti‐Edipo? ¿No es acaso Lacan, quien ya había transformado la tierra selvática en el corazón del psicoanálisis en un estacionamiento desestructurado, antes de proceder a analizar a Guattari por siete años, quien programa el supuesto anti‐Freudianismo del libro? Por supuesto, Edipo es papilla de guardería peculiarmente nauseabunda, pero ¿dónde está Edipo en Mas Allá del principio del Placer? Una pregunta que debería ser hecha de la mayoría de los textos de Freud. Es Lacan quien insiste en edipizar el juego del fort‐da, en el proceso general de Edipizar el deseo a sus fundamentos; extrayendo de Freud toda la energía, la hidráulica, la patología, y la conmoción, y substituyendo la falta, el pathos de la identidad y la pomposidad Heideggeriana, mientras profundiza el rol del falo, y trivializa el deseo a una rastrera aspiración a ser amado. Hay un estrato neurótico y conformista en Freud por supuesto,
pero flota sobre los flujos impersonales del deseo que erupcionan de la naturaleza traumatizada. ¿Dónde están los flujos en Lacan? ¿Dónde seria menos probable encontrar cualquier cosa que fluya que en el nudoso fetiche post‐Saussuriano del significante que domina sus textos? La estimación de Deleuze & Guattari a Lacan como de tendencia esquizofrénica en psicoanálisis es la aseveración más absurda de su trabajo. Ya por 1980 ha cesado de ser un chiste. La pulsión de muerte no es deseo de muerte, sino una tendencia hidráulica a la disipación de intensidades. En su dinámica primaria es completamente ajeno a todas las cosas humanas, no menos que las tres grandes banalidades de la representación, el egoísmo, el odio. La pulsión de muerte es la hermosa explicación de Freud de como la creatividad ocurre sin el menor esfuerzo, como la vida es expulsada a sus extravagancias por las tendencias más ciegas y simples, como el deseo no es más problemático que la búsqueda de un rio al mar. La hipótesis de los impulsos auto‐preservantes, como los que atribuimos a todas las cosas vivientes, permanece en contrastada oposición a la idea de que la vida de los impulsos como un todo sirve para ocasionar la muerte. Visto bajo esta luz, la importancia teorética de los impulsos por la auto‐ preservación, el poder, y el prestigio disminuyen mayormente. Hay impulsos componentes cuya función es asegurar que el organismo seguirá su camino a la muerte, y de prevenir cualquier forma de volver a la existencia inorgánica más que aquellas que son inmanentes al organismo en sí mismo. Ya no tenemos que afrontar con la enigmática determinación del organismo (tan difícil de encajar en cualquier contexto) para mantener su propia existencia a la cara de cada obstáculo. Lo que nos queda es el hecho de que el organismo quiere morir solo en su propio modo. De esa forma estos guardianes de la vida, también, eran los mirmidones de la muerte. De ahí surge la situación paradójica que el organismo lucha más energéticamente contra los eventos (peligros, en verdad) los cuales podrían ayudar a obtener su objetivo de la vida rápidamente – por medio de un tipo de corto‐circuito. Tal comportamiento es, sin embargo, precisamente lo que caracteriza esfuerzos basados en impulsos puramente opuestos a esfuerzos inteligentes. ¿Qué tal si – en vez de “¿Cómo Hacerse un Cuerpo sin Órganos? – uno fuera a preguntar: ¿Cómo Hacerse un Nazi? Ya que esto es mucho más agobiante que sugiere el diagnóstico de 1980. 1) Donde sea que haya impersonalidad y azar, introduce conspiración, claridad, y malicia. Busca enemigos en todas partes, asegurándote de que sean tales que uno simultáneamente los envidie y los condene. Prolifera nuevas subjetividades; sujetos raciales, sujetos nacionales, elites, sociedades secretas, destinos. 2) Quema Freud, y toma el deseo de vuelta a la concepción Kantiana de voluntad. Donde sea que haya impulso represéntalo como elección, decisión, todo el drama teatral de la volición. Introduce una atmosfera sombría de responsabilidad opresiva acomodando todos los discursos en la forma imperativa. 3) Venera el principio del gran individuo. Personaliza y mitifica los procesos históricos. Ama la obediencia por sobre todas las cosas, y entusiásmate solo por los signos; el nombre del líder, el símbolo del movimiento, y los iconos de la identidad molar.
4) Adopta la nostalgia de lo que es máximamente bovino, inflexible, y estático: una línea de campesinos racialmente puros cavando el mismo terreno de tierra por la eternidad. 5) Por sobre todo, resiente todo lo que es impetuoso e irresponsable, insiste sobre la vigilancia implacable, aplasta la sexualidad bajo su función reproductiva, refuerza rígidamente la domesticación de las mujeres, desconfía del arte, clasifica las ciudades y elimina el desorden de los flujos descontrolados, y persigue todas las minorías exhibidoras de una tendencia nomádica. Tratar de no ser un Nazi aproxima a uno al Nazismo mucho más radicalmente que cualquier impaciencia irresponsable en la desestratificación. El Nazismo puede incluso ser caracterizado como la política pura del esfuerzo; el dominio absoluto del super‐ego colectivo en su rigor aniquilante. Nada podría ser más políticamente desastroso que el lanzamiento de un caso moral contra el Nazismo: el Nazismo es la moralidad en sí misma, heredera de la historia respetable de Europa: la de la quema de brujas, las inquisiciones, y las matanzas. El estar en la derecha es el substrato común de la moralidad y la reacción genocida; el mismo deseo por la represión – organizada en términos de la mirada de la desaprobación del padre – que Anti‐Edipo analiza con tanto poder. ¿Quién podría imaginar el Nazismo sin papito? ¿Y quién podría imaginar a papito siendo pre‐figurado en el inconsciente energético? La muerte es muy simple, muy fluida, muy despectiva de las razas y de las tierras madre para tener algo que ver con los Nazis. El resentimiento era algo de lo que ellos sabían, como era la aspiración a un sacrificio mítico, un Götterdämmerung que los inscribiría en los libros de historia, pero estas cosas nunca encajan con la disolución‐deseo. Después de todo, pierde el control y puedes terminar fornicando un judío, volverte afeminado, o crear algo degenerado como una obra de arte. ¿Acaso alguien realmente piensa que el Nazismo es como dejar ir? Los estudios de Theweleit de la postura del cuerpo Nazi deberían ser suficientes para desengañar a uno de tal absurdidad. El nazismo puede volverte en un cadáver antes del sucio pasaje a la muerte. Un consumado materialismo libidinal es distinguido por su completa indiferencia por la categoría de trabajo. Donde sea que haya trabajo o lucha hay represión de la cruda creatividad la cual es el sentido ateológico de la materia y la cual – debido a su anegoica falta de esfuerzo – parece idéntica con morir. El trabajo, por el otro lado, es un principio idealista usado como un suplemento o compensación por lo que la materia no puede hacer. Uno solo trabaja siempre contra la materia, el cual es la razón por la que el trabajo es capaz de reemplazar la violencia en la Hegeliana lucha por el reconocimiento. El trabajo es también cómplice de la fenomenología, la cual fundamenta la experiencia del esfuerzo, más que tratar esta experiencia como una otra cosa que la materia puede hacer sin esfuerzo. Incluso en la enfermedad más profunda de su ilegitimidad todo es carente de esfuerzo al inconsciente energético, y la totalidad de nuestra historia – la cual parece tan extenuante desde la perspectiva de los idealistas – ha pulsado con irresponsabilidad hidráulica desde una productividad espontanea e inconsciente. No puede existir concepción de trabajo que no proyecte espíritu en el origen, esfuerzo excesivo valorizado moralmente, de forma tal que Jahweh necesitaba descansar en el séptimo día. En contraste, la materia – o el Dios de Spinoza – no espera gratitud, no establece ninguna obligación, no implanta ningún precedente opresivo. Más allá de las
articulaciones del espíritu primordial es la muerte positiva la que es el modelo, y la revolución no es un deber, sino una sumisión.