Empresas Con Alma, Empresas Con Futuro. Una Mirada Sistémica A Las Organizaciones.pdf

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GUILLERMO ECHEGARAY

Empresas con ALMA, empresas con FUTURO Una mirada sistémica a las organizaciones

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Índice Prefacio Prólogo Introducción PARTE PRIMERA. Mirar con otros ojos 1. El alma de las organizaciones 2. Fuera de la caja 3. El ojo mágico 4. Liderazgo sistémico 5. Educar la percepción 6. La percepción sistémica o cómo entender el juego 7. Dreambody o la zona de sueño 8. Los sentimientos como indicadores sistémicos 9. La sabiduría del entremedio 10. El paradigma de la conexión y la separación 11. El triángulo de polaridades PARTE SEGUNDA. Entender con otras claves 12. Principios sistémicos I: reconocer lo que es 13. Una aplicación particular: el principio rector 14. Principios sistémicos II: los sistemas nacen 15. Principios sistémicos III: los sistemas crecen, se reproducen y se hacen fuertes 16. Las tensiones entre los principios sistémicos 17. El equilibrio y la compensación 18. La conciencia en los sistemas 19. Culpa sistémica 3

20. Dinero sistémico 21. Reconocimiento y agradecimiento 22. El trauma organizacional PARTE TERCERA. Actuar de otra manera 23. Las constelaciones organizacionales 24. «¡Pésese!» 25. Los problemas y el enfoque centrado en soluciones 26. ¿Para qué puede ser solución un problema? 27. Elogios 28. Los contextos, la tierra, la presencia 29. Pensar en contextos 30. Shackleton y la cualidad de ocupar el puesto 31. Los desafíos de las empresas familiares 32. Herramientas sistémicas para la gestión del cambio 33. Cuestiones éticas 34. Los Pumas y la visión compartida 35. «Lo del boli» y otros símbolos 36. Empresas con alma, empresas con futuro Bibliografía Créditos

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A mis padres.

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«No somos la música, ni los bailarines; solo la pista de baile.» MATTHIAS VARGA VON KIBÈD (adaptado de Rumi) «Mi fe es ciega, fuerte y sin ningún fundamento.» WYSLAWA SZYMBORSKA

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PREFACIO Con gran placer y alegría soy testigo de la publicación del nuevo libro de Guillermo Echegaray que pone a disposición del mundo organizacional el aprendizaje y las enseñanzas de las Constelaciones Sistémicas Estructurales (SySt) y su aproximación transverbal. Guillermo Echegaray —junto con Chus Sanz, en Geiser— llevan enseñando muchos años la aplicación del trabajo de SySt en el campo del entrenamiento gerencial, la consultoría y el desarrollo organizacional, el trabajo con equipos y otros ámbitos relacionados con ello. Tienen un extraordinario talento para hacer fácilmente accesibles temas difíciles y esenciales a partir de su profunda comprensión del modo de hacer de SySt y su experiencia de muchos años de intenso trabajo con equipos y organizaciones. Desde este enfoque surge la posibilidad de mejorar los procesos de los clientes de una manera cuidadosa, respetuosa y apreciativa que permite a los propios individuos liberar sus propias habilidades creativas y así cambiar sus mundos. Piran, 4 de junio de 2017. PROF. DOCTOR MATTHIAS VARGA VON KIBÈD Universidad de Múnich

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PRÓLOGO No lea este libro. Porque si lo hiciera, sus decisiones personales y empresariales cambiarían y se vería obligado a renunciar a su zona de confort y a emprender el sinuoso camino de la búsqueda del alma colectiva de su empresa. Quizá Guillermo Echegaray no lo sepa, pero ha escrito un libro que es una versión sorprendente, rigurosa e increíblemente persuasiva y entretenida del clásico the Robert M. Pirsig, Zen and the art of motorcycle maintenance pero con dos diferencias muy importantes. El libro de Pirsig es una alegoría de la búsqueda de la calidad individual. En cambio, el libro de Echegaray lo que busca es el alma de las empresas, que es la fuente de la calidad colectiva. La segunda gran diferencia es que a la gran mayoría de los que empezamos el libro de Pirsig nos gustó mucho, pero no conseguimos terminarlo. En cambio, el libro de Echegaray se lee de un tirón. Casi como si fuera un comic —que no lo es en absoluto— o un éxito de ventas —que es lo que merecería que fuera—. Como le he dicho, el objetivo del libro es encontrar el alma de las empresas, para situar a las personas que forman parte de ellas en un contexto que les permita potenciar sus virtudes individuales, sacar lo mejor de cada una de ellas y crear sinergias. Además, Echegaray nos enseña a mirar los problemas con los que se enfrentan las empresas desde un punto de vista diferente, desde las conexiones que existen entre las personas que las integran y desde una perspectiva holística y sistémica. Del mismo modo que es muy difícil estar sano en un planeta contaminado, recalentado y enfermo, es muy difícil rentabilizar una empresa que tenga conflictos abiertos o soterrados, o que carezca de una misión clara o de un líder que, al llenarle el alma, le deje crecer y le dé sentido. Lea este libro si quiere averiguar por qué uno de dos bares contiguos y casi idénticos está lleno y prospera y el otro está vacío y languidece, por qué unas bellotas llegan a ser robles y otras no, o si quiere entender cuáles son las claves de los éxitos recientes del Atlético de Madrid —que no sale en este libro— o de los éxitos históricos de los Pumas —que sí salen, o si quieren descubrir por qué la presencia, el mindfulness, el pensamiento sistémico y las transformaciones ética, política y social son inseparables. No sé si se habrá dado cuenta de que Guillermo Echegaray, además de doctor en Filosofía, licenciado en Psicología Clínica y Psicología Organizacional y teólogo es mi mejor amigo. Y eso multiplica el honor que supone el que me haya invitado a hacer de prologuista de su libro. Ahora léalo si cree que su empresa tiene alma, o si cree que la 8

tenía y la ha perdido. Piénseselo bien porque esta recomendación es, a la vez, una invitación y un desafío. Los Ángeles, 27 de mayo de 2017. JAVIER DÍAZ-GIMÉNEZ Profesor de Economía del IESE Business School

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INTRODUCCIÓN Cuando estaba a punto de acabar este libro, con el título del mismo ya decidido, encontré en la biografía de Amancio Ortega estas frases: «Yo quiero una empresa con alma, formada por personas con alma. El verdadero éxito de esta empresa, insisto en ello, es la gente que tenemos. No sé cómo se consigue, pero es muy importante, incluso un poco milagroso» 1 . Es lo que me propongo en este libro: la búsqueda del alma de las organizaciones. Pero el camino que he elegido es distinto. Porque el milagro del que habla Amancio Ortega no tiene que ver con que las personas de su empresa sean «mejores» que las demás. Resultaría algo extraño que solo a Ortega le hubiese tocado la lotería de encontrarse con las mejores personas. Yo opino que las personas son mejores si se les da la oportunidad de ser mejores; si se les dota de contextos que hagan que surja lo mejor de ellas. Lo sistémico va de esto: de aprender a pensar en contextos y a crear y desarrollar buenos contextos. La mayor parte de las propuestas de hacer más humanas las empresas surgen desde un planteamiento individual —yo quiero y puedo ser más feliz— y ético —las desigualdades, los daños al planeta, etc. ya no se sostienen—. En cambio, la perspectiva de estas páginas quiere ayudar a que nos demos cuenta de que estamos más conectados de lo que creemos. Y que si aprendemos a mirar con ojos nuevos esas conexiones, a entender de manera distinta los problemas y situaciones que acontecen en el mundo de la empresa y a actuar sobre ellos con otras claves, tal vez seamos capaces de superar la brecha que el gran Gregory Bateson señalaba cuando decía que «los problemas mayores del mundo son el resultado de la diferencia entre cómo funciona la naturaleza y lo que el ser humano cree» 2 . Este no es un libro de texto y me atrevería a decir que tampoco es un ensayo. Quiere ser un libro de divulgación, provisto de claves que ayuden al consejero delegado, al mánager, al director de recursos humanos, al consultor o a todo aquel que se interesa por el mundo de las organizaciones, a abrirse a una perspectiva —la sistémica— que siempre ha estado allí pero que no tantas veces hemos sido capaces de ver. Cuando uno descubre estas claves, actúa distinto, es más feliz y crea futuro. En 2008 publiqué Para comprender las constelaciones organizacionales 3 . En ese libro trataba de explicar la herramienta, cuáles son sus utilidades y cómo desarrollarla. 10

Poco antes de publicarlo viví una experiencia sorprendente. Como se trataba de un libro sobre constelaciones organizacionales, y mucha gente no sabe muy bien de qué va eso, me propuse a modo de ejemplo «constelar» el proyecto del libro, porque también para eso sirve una constelación. Es lo que aparece en el primer capítulo del libro. Pues bien, lo sorprendente de aquel ejercicio fue que me vino a decir que a las organizaciones y sus gentes sí les iba a interesar el libro, su contenido y también el autor, pero no ¡las constelaciones organizacionales! Me quedé perplejo: un libro sobre constelaciones pero en el que la metodología presentada no interesa. Esa curiosa paradoja me ha estado persiguiendo durante estos años porque tengo que decir que lo que se mostró en aquella constelación básicamente ha ocurrido: el libro interesó, tuve muy buenos comentarios, incluso yo mismo me he dado a conocer a través de ese libro pero, ciertamente, las constelaciones organizacionales no han acabado de interesar a las empresas. Ahora creo comprender el significado de aquel enigma y, en buena medida, este libro quiere suplir aquella deficiencia. Porque, efectivamente, a las organizaciones no les interesa esta u otra metodología, sino que, sea cual sea la herramienta, que se les den soluciones a sus problemas. En cambio, sí pienso que pueda ser interesante para las organizaciones y quienes las dirigen extraer todo el saber —sistémico— que está a la base de la herramienta. De ahí se pueden hacer muchos aprendizajes muy útiles para moverse en el mundo de las organizaciones. Por eso, en este nuevo libro, no he querido hablar de constelaciones, pero sí de todo aquello que he ido descubriendo en contacto con las mismas; como el destilado de las experiencias que he ido haciendo con distintos clientes durante los últimos diez años. A partir de la relectura de estas experiencias invito al lector a abrirse a una perspectiva —la sistémica— que siempre ha estado allí pero que no tantas veces hemos sido capaces de ver. Cuando uno descubre estas claves, actúa distinto, es más feliz y crea futuro. El libro está pensado, a modo de tapas, de manera que uno pueda tomar de aquí y de allá, sin tener que probarlas todas. Cierto es que, como un buen chef, se sugiere un camino desde el principio hasta el final. Pero, ojo, se trata de no empacharse sino de que cada cual haga su propia degustación. Creo que el filósofo que llevo dentro me impide ir directamente a la acción sin pasar antes por los fundamentos teóricos. Por eso, tenía que enseñar a mirar y a entender antes de pasar a actuar. Pero, a quien le sobre toda esta fundamentación teórica, puede ir directamente a la tercera parte: actuar de otra manera. Después, al ritmo que uno quiera, puede volver sobre los aspectos teóricos del asunto. Se cuenta de Hegel que, cuando ya se había convertido en el filósofo oficial del estado prusiano, era particularmente naive acudir a sus conferencias. Al parecer, al acabar una de ellas, una mujer elegantemente ataviada exclamó: «¡Qué pensamiento tan original!». A lo que Hegel, todo molesto, contestó: «Señora, cualquier cosa original que encuentre en lo que digo es falso». Lo mismo puedo decir yo de este libro: si algo tengo claro es que lo he escrito a los lomos de otros: maestros, clientes, participantes de 11

formaciones, organizaciones. Si bien mi primera aproximación al campo de las constelaciones vino de la mano de las constelaciones familiares y de la forma en que en aquel tiempo las desarrollaba Bert Hellinger, sin embargo, en el campo organizacional, mi primer gran maestro fue Jan Jacob Stam: su curiosidad sistémica, su modo de acercarse a la percepción es algo que llevo conmigo a partir de sus enseñanzas. Pero, sobre todo, estas páginas están plagadas de lo que he recibido y aprendido de mis maestros Insa Sparrer y Matthias Varga von Kibèd: a ellos, más que a nadie, les debo ideas, aprendizajes, formas de acercarme a la realidad que yo, a mi manera, he querido presentar en este libro. Quien conoce su trabajo identificará en muchas páginas aportaciones que son, en verdad, suyas. No quisiera olvidarme de otras personas que han contribuido a mi conocimiento de las organizaciones y la perspectiva sistémica. Sabino Ayestarán, catedrático de Psicología Social, que fue el primero en presentarme la clave sistémica y enseñarme una manera distinta de observar a las personas, los grupos y las organizaciones. Sin duda, Gunthard Weber, padre de las constelaciones organizacionales y máximo impulsor del despliegue de este trabajo; Elisabeth Ferrari, del Instituto SySt, que ha ayudado a traducir el trabajo de Sparrer y Varga von Kibèd al contexto organizacional. Otto Scharmer, Mike Boxall, Arnold Mindell, Stephen Gilligan, Bernd Isert, Georg Senoner, Anton de Kroon, Ingala Robl, Michael Blummenstein, Klaus Grochowiak, Christinne Blummenstein-Essen, Cornelia Benesch, son otros tantos maestros de quienes he aprendido. A todos ellos, mi agradecimiento. Pero no solamente a mis maestros debo gratitud. Los diferentes clientes — empresarios, organizaciones, participantes de formaciones— a quienes he tenido la suerte de acompañar a lo largo de los años han sido fuente permanente de aprendizaje y cuestionamiento. Sería imposible nombrar a todos, pero sí me gustaría agradecer a los distintos organizadores de formaciones que han confiado en mi trabajo en los últimos años. Espero no olvidarme de nadie: María Carrascal y Asier Gallastegui en Bilbao, con quienes empezó toda esta historia; Gorka Espiau, que colaboró conmigo en distintos proyectos de innovación; Nice Lazpita, de Infosyon y Christoph Papst en Alemania; An Baert en Bélgica; Brigitte Champetier de Ribes, Griselda Casado, Joan Antoni Maciá, Rosaria Simone y Carmen Dominguez en España; Diana Naytze Ramirez, Lourdes Espinosa, Stefan Knierim, Ingala Robl, Gabriel Valenzuela Velasco y Tania Padierna en México; Lourdes Lozano y Arturo Cepeda en Ecuador; Lorena Cardona, Carlos Guzmán, Raquel Benaim y Clara Malca en Panamá; Julio Príncipe y Mónica Salazar en Perú; Claudia Ramos y Alejo Retamal en Colombia; Patricio Asenjo en Chile; Fernando Dalgalarrondo, Eloiza do Carmo Favor, Gianeh Borges, Maria Justina Mottin Nunes, Deise Carvalho y Evaldo Antonio Kuiava, Rector de la Universidad de Caxias do Sul en Brasil y Bernd Isert, de Metaforum; Mabel Meschiany, Daniel Pollack y el grupo de consteladores de Córdoba (Mónica Piana, Miguel Giménez, Valeria Manzur, Evelin 12

Baiocchi y Claudia Sciu) en Argentina; el grupo de Foco Sistémico en Uruguay por quienes llegué a conocer este hermoso país en el que ahora resido. A través de ellos, quisiera hacer llegar mi agradecimiento a todas las personas que han participado en mis cursos. También Cecilia von Sanden y Marcos Sarasola, y Graciela Roca y Carlos Bernués, del Centro Hellinger de Montevideo: en medio de asados y conversaciones hemos compartido y aprendido mucho. Deseo hacer una mención especial a mis amigos Carmen Palacios y François Serres. Con ellos comenzó mi aventura de trabajar en Latinoamérica y también en Francia: una parte grande de lo que he podido contribuir en estos años tiene que ver con ellos. Muchas experiencias y ejemplos que aparecen en este libro están relacionados con mi trabajo con distintas empresas. Aunque son muchas con las que he llevado a cabo trabajos y aprendizajes sumamente interesantes, quisiera recordar especialmente a dos de ellas: Laboratorios Cinfa, en Pamplona (España) y la Administración Nacional de Usinas y Transmisiones Eléctricas (UTE) en Uruguay. Los primeros fueron compañeros de camino con quienes pudimos aprender, explorar y elaborar proyectos preciosos y muy valiosos. Siendo como es una compañía que crece a tremenda velocidad, nos alegra saber que en nuestra medida hemos contribuido. Tanto ellos como nosotros nos alegramos de nuestros éxitos mutuos y nos sentimos agradecidos por lo que hemos compartido y atrevido a experimentar juntos. A UTE le debemos la confianza de haber apostado, casi sin conocernos, por nuestra consultora Geiser, y haberla implicado en procesos de liderazgo y transformación, tan importantes como complejos en una empresa pública como esta. Algunas historias que se comparten en este libro tienen que ver con experiencias que hemos vivido juntos. No quiero olvidar a mis colegas del Taller de Psicología de Pamplona: Marta Beranuy, Fermín Luquin, Yolanda Santesteban y Nuria Zabala. Tanto a ellos como a todos mis clientes les debo lo mucho que aprendí con ellos. En especial, a Viviana Laspalas y a María Agote las llevo siempre en mi corazón. Gracias a Pilar Lozano por esa primera lectura y corrección atenta de mi libro: su esmero y su dedicación para encontrar la mejor editorial y el mejor espacio de difusión han hecho que me diese prisa en terminarlo. A Inmaculada Jorge y Lidia Tello, de Ediciones Pirámide, que se han ocupado de la edición final, y, por supuesto, a Maya Sigala, por su apoyo sincero a Geiser, y a mis compañeras de empresa, Sara Burbano y Claudia Ontibón: gracias, de corazón. A última hora he descubierto que este libro tenía sentido simplemente para poder contar con un Prólogo como el que me ha escrito mi amigo Javier. Sin palabras. Fabi hizo que en casa encontrase las mejores condiciones para escribir. Si Chus no me hubiese dejado tranquilo y a Paula y Mariana no les hubiese quitado horas de juegos, nunca lo hubiera podido terminar. A ellas se lo debo. 13

Montevideo, 26 de septiembre de 2016.

NOTAS 1 O’Shea, C. (2008). Así es Amancio Ortega. Madrid: La Esfera de los Libros. 2 Cf. el documental de Nora Bateson (2011): An ecology of mind. A Doughter’s portrait of Gregory Bateson. Mindjazz Pictures. 3 Echegaray, G. (2008). Para comprender las constelaciones organizacionales. Estella (Navarra): Verbo Divino.

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PARTE PRIMERA MIRAR CON OTROS OJOS

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1. EL ALMA DE LAS ORGANIZACIONES De un tiempo a esta parte, el mundo del management y las organizaciones está cambiando. Hace años utilizar palabras como felicidad, sentimientos, alma o liderazgo espiritual refiriéndolas al mundo de la empresa era prácticamente una herejía. Ahora, en cambio, están de moda. A la vista está: la inteligencia emocional es citada por todos los gurús del management; en Harvard, el curso sobre la «Mayor felicidad» de Tal Ben Shahar es el más concurrido de la universidad; ahora Porter y Kramer propugnan que la empresa, más allá de la responsabilidad social corporativa, debe ocuparse de «crear valor compartido» (shared value) 4 ; recientemente, papá Mark Zuckerberg decide donar el 99 % de sus acciones a proyectos filantrópicos; y la Cumbre del Clima acaba de aprobar una resolución para limitar los efectos de los gases que emitimos sobre la atmósfera. O sea que, aunque a regañadientes, parece que el ser humano se va dando cuenta de que el negocio no es solo el negocio y que lo que hacemos en nuestras empresas y proyectos no puede estar reñido con el planeta y el ser humano que en él vive. Este libro quiere seguir esta misma huella de conectar a las organizaciones con su felicidad. El espíritu de los tiempos nos está diciendo que la felicidad y el bienestar de los seres humanos no son una esfera aparte de lo hacemos durante ese tercio (o más) del tiempo de nuestra vida que dedicamos a trabajar. Pero el camino que proponemos aquí es algo distinto del habitual. La tesis de este libro es que las empresas «tienen alma» y esa alma es un cierto principio activo que conecta todo lo que es importante para esa empresa, haciendo que esté viva, dinámica y creativa. Cuando esa alma se pierde, la empresa languidece y se descompone. Reconocer esa alma, los caminos que sigue y los principios —sistémicos— que la regulan, de todo eso va este libro. Pero, atención: con el término «alma» no queremos introducir ningún ente separado, etéreo y más allá de esta realidad. El alma tiene que ver con las conexiones, con las personas, con la forma en que todo lo que pertenece a la organización está ajustado, interrelacionado y en orden. Veámoslo. Recuerdo que, cuando tenía dieciocho años y empecé a estudiar Filosofía en la universidad, uno de los cursos que más me interesó fue el de Antropología filosófica que 16

dictaba mi querido maestro Jacinto Choza. En sus entretenidas clases el bueno de Choza se esforzaba en hacernos comprender, a partir del Acerca del alma de Aristóteles, por qué un ser humano es distinto de una máquina. Con más pena que gloria, hay que decir; pero no por él sino por nosotros. Aun así, Choza se proponía la ardua tarea de que acabásemos el año apreciando a Aristóteles. Y mira tú por dónde que ahora, para hablar de las organizaciones, me acuerdo yo de él, o mejor, de ambos: de Choza y de Aristóteles. Renuncio a las frases imposibles de Aristóteles («el alma es la forma de un cuerpo natural que posee la vida en potencia»; o, «el alma es la actualidad primera de un cuerpo natural que posee la vida en potencia»), y me quedo con algo más sencillo que también escribe en el libro segundo del De Anima: el alma es «aquello por lo que primeramente vivimos, sentimos, nos movemos y entendemos» 5 . O dicho más claro aún: el alma es aquello que hace que un cuerpo sea verdaderamente un cuerpo y que la vida humana se vuelva verdaderamente vida. Por eso, a Aristóteles el alma le sirve para diferenciar entre los cuerpos animados de los inertes o, como quería Choza, entre un ser humano y una máquina. Cuando pensé en escribir sobre las organizaciones y el alma organizacional aquellas viejas lecciones me vinieron enseguida a la mente. Porque, no sé si Aristóteles estaría de acuerdo o no, pero las organizaciones tienen alma. Y, si no tienen alma, mueren. El alma organizacional es aquello que les da vida, que hace que una organización verdaderamente sea una organización. Tranquilo, querido lector, que el libro no va a ir de disquisiciones filosóficas. Voy al grano con un ejemplo. Hay en mi ciudad uno de esos megacentros comerciales que, de vez en cuando, tengo que visitar para hacer alguna compra o realizar alguna gestión. Una vez que estoy allí, aprovecho para tomarme mi cerveza y pensar en mis cosas. Siempre voy al mismo local porque desde allí tengo una mirada panorámica sobre toda la zona de bares y restaurantes. Y siempre acabo reparando en lo mismo: tengo enfrente de mí dos locales, uno a la derecha y otro a la izquierda, pegados uno al lado del otro. Los dos ofrecen prácticamente lo mismo: salchichas, hamburguesas, alitas de pollo y patatas fritas, refrescos y cerveza. La decoración y las mesas y sillas son prácticamente iguales. Me fijo en las camareras que atienden y son básicamente igual de amables y de un atractivo similar. Estoy convencido de que, si se hiciese un experimento en ciego, en el que se les diese a probar a una serie de personas las hamburguesas o las salchichas de un sitio y del otro, no las distinguirían. Que yo sepa, no hay una publicidad muy diferencial entre un lugar y el otro... Y, sin embargo, uno de los locales siempre está lleno, y el otro siempre, siempre, vacío. ¿Qué distingue a uno del otro? Lo diferente es el alma. Uno tiene alma; el otro está 17

muerto, o por lo menos, moribundo. Y yo que conozco al dueño de uno de los locales — el moribundo—, doy fe de que hay razones para que se encuentre en ese estado. Mi conocido tiene tantas dificultades, tantos problemas personales que al pobre no le da para que su negocio tenga alma. Estoy convencido de que se podrán reconocer innumerables ejemplos como el anterior. ¿Qué hace que en unas vacaciones volvamos a un hotel o no? ¿Que compremos en una tienda en vez de en otra? ¿Que estemos contentos con el banco donde tenemos nuestros ahorros? Indudablemente, tiene que ver con muchos factores que todos conocemos: calidad, precio, servicios, eficiencia, innovación, etc. Son esos factores que tiene que controlar una organización. Pero, más allá de estos y otros factores, hay un intangible que hace que todo aquello esté vivo y que, volviendo a Aristóteles, le llamo alma. Esa alma a veces está y a veces se pierde. Un cliente me pidió un trabajo de consultoría porque necesitaba alinear a su equipo directivo. Él era el director general de una institución educativa fundada en el pasado por su abuela. Lo cierto es que él venía del ámbito de la ingeniería, no estaba implicado en educación y de unos años a esta parte la institución había empezado a perder alumnos, había entrado en números rojos y precisaba de una nueva fuente de inspiración. Mi cliente se había propuesto crear nuevas líneas de desarrollo tecnológico, junto a la enseñanza tradicional. Pero le resultaba imposible contagiar ese nuevo espíritu al grupo; y los conflictos entre las dos líneas de trabajo, la tradicional y la innovadora, se sucedían. Cuando entré en contacto con el equipo directivo entendí perfectamente de lo que me estaba hablando mi cliente: el grupo realmente «no tenía alma». A decir verdad, los conflictos entre las dos corrientes educativas no eran tan fuertes: con un pequeño trabajo se disolvieron y parecía que las fuerzas podían aunarse en una única dirección. Sin embargo, lo llamativo era que en aquel grupo la energía escaseaba. Cualquier trabajo que hacía con ellos se desvanecía de una sesión a la siguiente. No había manera de contagiar ningún espíritu positivo al grupo. Me devanaba los sesos tratando de «entender» que estaba pasando: ¿adónde se había ido (o quedado) el «alma» de aquel equipo? Pregunté por hechos significativos en la historia de la fundación, el pasado del fundador, problemas graves entre profesorado y alumnado, etc. Nada. Hasta que un día, casi por casualidad, mi cliente me contó que él albergaba aspiraciones políticas. ¡Lo que él realmente deseaba era ser el alcalde de la ciudad! Lo entendí todo: no era que el «alma» del grupo se hubiese perdido; es que el «alma» de su líder estaba en otro lugar. Y, eso, la organización lo percibía. Seguro que notamos que, a veces, el alma se va perdiendo cuando en una empresa el 18

dueño no está presente, hay un gerente que hace bien la labor, pero no está implicado como antaño lo estaba quien la comenzó; y vamos comprobando cómo aquello languidece. Se muestra muchas veces cuando llega la tercera generación de una empresa familiar y aquello ha perdido el espíritu del fundador que inició la empresa. El alma se pierde en una gran empresa estatal o multinacional cuando no se ha sabido articular una visión compartida que involucre al grueso de la compañía en la misma dirección. Se pierde cuando aquello a lo que se dedicaba la empresa ya no tiene sentido porque la sociedad cambia y otros vienen con nuevas ideas o con un «alma más viva». Por el contrario, si la organización «tiene alma», queremos volver, queremos comprar, nos gustan sus productos, los trabajadores quieren pertenecer y colaborar, todos se sienten partícipes de lo que va surgiendo, aquello tiene sentido y mucho más. Atención: no quiero ser ingenuo. Sé que, en este mundo globalizado, donde los hilos de las grandes empresas se mueven desde los mercados, los grandes fondos, y las decisiones se toman a miles de kilómetros de distancia, se hace más difícil reconocer el alma de las organizaciones. Y, sin embargo, también apuesto por el alma organizacional de esos grandes imperios y postulo que tener alma es tener futuro. Y, si no hay alma y solo hay negocio, tarde o temprano se pagará. Pero, ¿qué es esa alma? ¿Cómo descubrirla? El alma, eso que hace viva a una organización, es aquello que mantiene todo conectado y en su debida conexión. Aquí es donde entra lo sistémico como clave de comprensión. La perspectiva sistémica es la que nos enseña a ver el todo y no solo las partes, o las partes conectadas con el todo. Por eso, mirar sistémicamente a una organización es empezar a percibir estas claves: la organización como un sistema viviente, con vida propia, que siente, se mueve, comprende, más allá de los distintos «actores» que son parte de ella. Cuando todo está en su lugar, cuando cada miembro del sistema tiene su sitio en el todo, cuando la organización intercambia saludablemente entre sus miembros y con la sociedad, entonces una organización se siente completa y parece que todo fluye. ¿Cuándo está viva y cuándo no una organización? ¿Qué siente? ¿Qué comprensiones hay que van más allá de lo que las personas saben? ¿Hacia dónde la dirige su alma? ¿Cómo conectar con esa alma? ¿Cómo crear la visión que realmente alimente los deseos, las aspiraciones y la motivación de quienes son parte de la misma? ¿Cómo saber si la organización está alineada con los fines que persigue? Reconocer el alma organizacional tiene que ver con plantearse algunas de estas cuestiones. Pero esto no es tan sencillo. Las empresas y organizaciones viven en el día a día, agobiadas por los resultados, los presupuestos, teniendo que responder a los problemas de los clientes, de los trabajadores, de los mercados, exigidas a innovar constantemente para no perder el tren. ¿No será una pérdida de tiempo esta extraña búsqueda del alma organizacional...? ¿No estaremos no solo perdiendo el tren, sino también el norte...? 19

Y, sin embargo, como reza el título del libro, esta apuesta por el alma es también una apuesta por el futuro. Porque cuando se empieza a mirar así a la organización, uno es capaz de entender de distinta manera una gran variedad de cuestiones que acechan el día a día de cualquier aventura empresarial. ¿Qué quiere sacar a la luz el continuo absentismo de los trabajadores de una empresa? ¿O la falta de motivación de un equipo? ¿O, simplemente, los malos resultados obtenidos en el año? Desde luego, estos y otros asuntos son el quebradero de cabeza que el consejero delegado y su equipo tienen que resolver. A ello dedican sus recursos y energías porque de ello depende la supervivencia de la empresa. Pero cuando sobre estos temas se aplica la lupa de la mirada sistémica que busca encontrar el alma de la organización, se descubre que aquellas dificultades no eran simplemente el resultado de la negligencia personal de los individuos, sino que hunden sus raíces en asuntos más profundos; algunos, incluso, son consecuencia de hechos pasados, de conflictos y temas sin resolver. Y las fallas del presente no son sino los efectos desdoblados en el tiempo de todo aquello que quedó pendiente. De estos y de otros temas afines deriva la importancia de «leer» el alma organizacional. Porque entonces descubriremos lo que de fondo está en juego en temas como la gestión de las crisis (ya sean económicas, accidentes laborales, fraudes, salidas intempestivas de líderes de una organización); las fusiones o la disminución de efectivos; vacantes y selección de personal; problemas de marcas; la gestión de salarios; cuestiones estratégicas o de visión; la sostenibilidad, la innovación y el declive organizacional. Para todos estos temas, la perspectiva sistémica incorpora otras claves desde las cuales observar a la organización. Pero, ¿qué hay que mirar? ¿Qué conviene preguntarse? ¿Qué síntomas descubrir? Y, desde allí, ¿qué intervenciones hacer? Como digo, contestar a estas y otras preguntas parecidas tiene que ver con desarrollar un cierto sentido de algo tan inasible como es el «alma organizacional». La perspectiva sistémica, en la que se basa este libro, ayuda a unir y ver globalmente todos los elementos que constituyen esa «alma». Y para adquirir esa perspectiva sistémica hace falta una cierta mirada, una particular manera de acercarse a la empresa y a sus cuestiones. En las siguientes páginas trataré de enseñar otra forma de percibir, de mirar. No es una tarea fácil, porque no estamos acostumbrados. En cierto sentido, se trata de una mirada distinta; un poco, si se quiere, se trata de una mirada «fuera de la caja».

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2. FUERA DE LA CAJA Otra vez vuelvo a la universidad. A los diecisiete años, para entrar en la facultad, tuve que hacer un examen de acceso. Recuerdo que, entre las distintas pruebas, estaba este ejercicio que, luego he sabido, tiene que ver con la amplitud mental, la inteligencia abierta y no sé cuántas otras cosas más. Se trata de intentar unir estos puntos con solo cuatro líneas rectas:

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Figura 2.1. No lo supe resolver y, a pesar de todo, me admitieron. En mi descargo, tengo que decir que había cierta trampa en la prueba, como probablemente también en este libro: para hacer adecuadamente las líneas rectas, tendría que pintarlas por encima de las letras, algo como esto:

Figura 2.2. Pero una transgresión como esa era un permiso que todavía entonces mi «mente cerrada» no podía admitir. De antiguos fracasos surgen brotes nuevos. Y este ejercicio que he visto en distintos libros hasta la saciedad recordándome mi antigua torpeza, me viene ahora que ni pintado 22

para explicar qué es esto de la mirada sistémica. Porque para mirar sistémicamente hay que salir «fuera de la caja», abandonar cierto límite mental, una cierta obsesión por el punto o los puntos fijos, y abrirse al todo. Y quizá, si uno hace algo de esto, encuentra un camino de solución, cierta conexión que está más allá del esquema corto de relaciones entre un punto y otro. Mirar, y por ende, pensar sistémicamente, significa incorporar la posibilidad de que lo que une (en una sola línea recta) a A, B y C no se entienda solamente desde A, B y C sino más allá de todos ellos. Traduzcámoslo a los entornos organizacionales: cuando un directivo o jefe de personal está agobiado, preocupado o tratando de solucionar el problema que hay entre su subordinado A, el B y el C, quizá tiene que dejar de mirar obsesivamente lo que les pasa individualmente a A, a B o a C. Es bueno que pueda hacer algo así como mirar desde el balcón: dar un paso atrás, ampliar la mirada e incorporar la posibilidad de que la solución esté en otro lugar, otro contexto, otro orden de cosas. Ciertas nociones básicas de psicología social pueden ayudarnos. Todavía usando el ejemplo de nuestros puntos, en términos sencillos podemos decir que hay tres maneras de acercarnos a la realidad: 1. La forma de ver la vida y las personas a la que estamos más acostumbrados es la individual o intrapsíquica. Nos fijamos en los elementos individuales, en cada uno de los puntos por separado. Como si observando, analizando y escrutando a cada elemento por sí mismo fuésemos a solucionar los problemas. En general, concebimos a las personas y sus comportamientos y acciones como producto de cualidades, motivaciones y decisiones de las que son dueños casi absolutos. Las personas son valientes, inteligentes, tímidas, cobardes, astutas, juguetonas, etc. Uno posee competencias, desarrolla capacidades que son suyas y sobre las que ejerce un control más o menos consciente. Cuando me acerco en las librerías a los estantes de management y negocios, prácticamente todos los libros sobre liderazgo y motivación se basan en esta perspectiva: «sea un líder eficaz», «cómo desarrollar las competencias de su equipo», «los mejores talentos del jefe»; y así. Las gafas con las que se mira la realidad se enfocan solamente en la persona, ya sea en sus influjos internos o en sus comportamientos externos. O sea, «si yo cambio y me desarrollo, todo cambia». Y, efectivamente, eso es verdad, pero no toda la verdad. Porque, es cierto, las personas somos responsables de lo que hacemos y, por tanto, se nos puede pedir cuentas de nuestros actos. Pero la clave individual o intrapsíquica acentúa la atribución personal de responsabilidad. Desde esta 23

perspectiva, cuando hay algún problema o dificultad, la pregunta habitual es «¿quién tiene la culpa?». En el fondo subyace una cierta concepción mecanicista de la vida y sus problemas: solucionar un problema consiste en descubrir al culpable o responsable del mismo; del mismo modo que, para arreglar el motor de un coche, hay que descubrir la pieza que se ha soltado o está defectuosa. Sin embargo, los sistemas sociales, aquellos en los que están involucradas las personas, no responden solamente de una manera mecánica. Por decirlo así, los argumentos de los ingenieros con sus máquinas no siempre funcionan cuando se trata de seres humanos. Ya sabemos bien que ese ser racional que es el hombre no se comporta de una manera tan racional. 2. Por eso, la clave individual tiene su necesario contrapunto en la clave interpersonal. Volviendo a nuestros puntos, la clave interpersonal sería algo así como entender la línea que une A con B o B con A. En otras palabras, la relación. «Lo que cura es la relación» es un viejo axioma en la psicología. La materia prima que somos solamente se actualiza a partir del reconocimiento, el aprecio o la mirada del otro. Somos y nos hacemos en la relación con el otro, y esto es hasta tal punto así que, sin esa presencia nutriente, las mejores posibilidades latentes pueden perderse. «El roble late en la bellota», decía Ira Progroff; pero, todos sabemos que la labor formativa, de capacitación y de desarrollo de las personas tiene que ver con hacer posible, a través de la relación, que esa bellota se despliegue en un roble. Por eso, la clave interpersonal nos habla de que, en la vida, no lo es todo el talento, las cualidades, las potencialidades o las posibilidades individuales. Mientras esas posibilidades latentes no se actualizan, siguen siendo estériles. Y tiene que haber una «presencia nutriente», una relación que, como una partera, ayude a dar a luz esas posibilidades. La perspectiva interpersonal, entonces, no se fija tanto en la responsabilidad individual sino en cómo esa individualidad se va actualizando en y a través del contacto y la presencia del otro. Por eso, no todo es tan simple como decidir si somos piezas perfectas o defectuosas. La famosa polémica naturaleza o crianza (nature or nurture) en el mundo de la psicología o de la educación ahí está: el hombre, ¿nace o se hace? Parece que un niño o niña con una buena «materia prima» augura los mejores logros personales o profesionales; pero, ¿qué ocurre si esa «materia prima» es desprovista del apego maternal inicial? ¿O no se riega ni se acompaña personal o formativamente? ¿Qué pasa si las excelentes capacidades que tiene un trabajador para desempeñar su función no encuentran un entorno adecuado en el que desplegar, o los recursos suficientes para llevarlo a cabo? ¿Por qué, como tantas 24

veces hemos visto, un equipo de gente bien preparada o formada no da la talla en la empresa? O, como me decía un día mi amigo Daniel Innerarity hablando de un contexto que él conoce muy bien: ¿cómo es posible que en la universidad —donde se supone que trabaja gente con una inteligencia superior a la media— se den comportamientos tan estúpidos? La clave interpersonal nos habla de lo que ocurre entre las personas, del cómo de la reciprocidad: cómo yo te afecto a ti y tú me afectas a mí. Martin Buber lo diría de una manera más radical: en el ser humano uno solo se vuelve yo ante la presencia del tú 6 . Pero la clave interpersonal todavía piensa «dentro de la caja»: es incapaz de darse cuenta de que, para unir los nueve puntos con cuatro líneas, hay que salirse del cuadrado e incluso trazar la línea por encima de las palabras... Para hacer eso, de alguna manera hay que salirse del marco preestablecido y mirar desde otro lugar. De eso va la visión sistémica. 3. Abrirse a la visión sistémica implica un salto de nivel. Porque cuando tratamos de ver la realidad sistémicamente ya no pensamos tanto en clave de recursos, cualidades o dinámicas individuales; ni tampoco en cómo esas cualidades se actualizan en la relación con el otro. Ya no vemos tanto individuos sino hilos, redes, conexiones, contextos. En vez de observar el contenido, las cualidades o los recursos, aprendemos a pensar en clave de temas: comunicación, poder, normas, esquemas, patrones de comportamiento, dinámicas. En vez de ver a los jugadores corriendo por el campo, vemos la táctica, la estrategia de juego, los errores repetitivos, los contextos en los que se está jugando el partido y cómo todo ello explica lo que ocurre en la cancha. La pregunta, entonces, ya no es tanto «¿quién tiene la culpa?», sino «¿qué está pasando?». Empezar a preguntarse de esa manera implica ya una nueva posición desde la que observar. Pero esta forma de mirar nos es extraña. Estamos acostumbrados a ver la vida en términos de culpables y víctimas. Se nos ha enseñado desde pequeños que somos de una manera o de otra: o inteligentes o estúpidos, simpáticos o antipáticos, bondadosos o crueles, y así sucesivamente. Y aunque la realidad nos haya dado innumerables muestras de que esto no es así y de que, según la situación, el lugar, el momento de nuestra vida y un sinfín de otros condicionantes, podemos mostrar nuestra mejor o peor cara, en cualquier caso, seguimos utilizando «por defecto» la clave individual para leer la realidad. Por eso, acceder a la clave sistémica supone una auténtica educación de la mirada. Significa tener un «ojo mágico».

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3. EL OJO MÁGICO Quizá algunos de vosotros lo recordaréis. El ojo mágico era un libro para niños, pero también para adultos, que se publicó hace unos veinte años y en el que se jugaba con lo que más tarde aprendí que se llamaba la capacidad estereoscópica 7 de la visión. El libro contenía una serie de páginas a color que parecían cortinas y en las que, en principio, no se veía nada. Sin embargo, cuando dejabas los ojos relajados y mirabas fijamente, al cabo de un tiempo se percibía en el fondo una silueta como en 3D; preciosos estereogramas: un oso caminando, alguien montando en bicicleta, una casa en medio del bosque, etc. Las imágenes que, observadas de manera plana, parecían solo una textura, al desenfocar la vista empezaban a mostrar un volumen bien apreciable y el mismo color y textura que los de la imagen plana. Si no conoces el libro ni el efecto que producía, prueba con este simple experimento que te ayudará a practicar este tipo de visión. Se trata de «la salchicha voladora» y hace felices a los niños. Coloca tus dos dedos índice a la altura de tus ojos, separados, en posición horizontal y a unos 20 cm de distancia de tu cara. No enfoques en ellos sino en el fondo (la pared o lo que tengas delante). Vete acercándolos poco a poco y, en un momento determinado, aparecerá... ¡una salchicha voladora! La salchicha es el efecto de tu visión estereoscópica. Si enfocas en los dedos, no la ves. Pero si «sueltas» la mirada, poco a poco, va apareciendo la visión tridimensional. Algunos conseguían ver la imagen enseguida; a otros nos llevaba más tiempo e incluso algunas personas nunca veían nada. Como en la vida misma, por cierto: cuando trato de mostrar en las empresas esta concepción de lo sistémico, a algunos empresarios y gerentes se les abren los ojos porque comienza a tener sentido muchas cosas — problemas, situaciones, dificultades, etc. Otros van aceptando a regañadientes cuando empiezan a descubrir lo efectivo de introducir esta clave. Y otros siguen erre que erre buscando al culpable de turno o pensando que zanahoria o palo es la mejor estrategia.

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Muchas veces he pensado que aprender a mirar sistémicamente era parecido a aprender a ver las figuras de El ojo mágico, algo que a mí tanto me costó. Porque estamos acostumbrados a ver la realidad de manera plana. Esto es: nos cuesta ir más allá de ver a las personas actuando desde sí mismas; no nos entra en la cabeza que haya otros dinamismos que los que provienen de sus motivaciones, convicciones y capacidades personales. Pero si, como con El ojo mágico, primero, soltamos por un momento esa forma de mirar; segundo, nos damos tiempo; y tercero, aprendemos a «desenfocar» o, si se quiere, a enfocar de otra manera, entonces descubriremos aspectos nuevos de la realidad que están funcionando; otros hilos invisibles que están moviendo nuestras vidas; otras conexiones ocultas que no aparecen a simple vista. Cuando se comienza a educar la percepción hacia lo sistémico, al principio no se percibe nada. Como ocurría con las cortinas que se dibujaban en aquel libro y que te hacían temer que te habían tomado el pelo cuando lo comprabas. Es que la mirada sistémica requiere también la habilidad de desarrollar «ojos blandos» 8 : unos ojos que no se fijan en el detalle sino que tratan de captar el todo; que ven la forma, pero la forma acomodada en el fondo; unos ojos que no observan sino que perciben. Aprender la perspectiva sistémica significa educar la percepción. Acaso alguno objetará que a qué viene tanta insistencia en la mirada, en percibir; como si todo se tratase de juegos psicológicos. Pero aprender a mirar así tiene que ver con comprender la complejidad, tomar decisiones estratégicas rápidas, manejarse en la incertidumbre y explorar caminos nuevos de innovación. O sea, características todas de un buen líder. Quizá al hablar del liderazgo desde la clave sistémica podamos entender un poco más.

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4. LIDERAZGO SISTÉMICO Uno de mis mejores amigos es el director general de una gran compañía. Es un gran director general y… ¡es un enorme gandul! Las veces que le he visitado en su oficina me llama la atención que la mesa está prácticamente vacía de papeles, notas o libros. En el armario guarda siempre un buen surtido de Coca-Cola light y generalmente te lo encuentras rastreando por internet algún buen restaurante donde comer o futuras vacaciones y hoteles que visitar. Estoy convencido de que sus superiores saben (tal vez no con tanto detalle) cómo funciona el tipo. Sin embargo, siguen confiando en él ¡Y le pagan un gran sueldo! Pero es que mi amigo es muy bueno tomando decisiones. Y a su empresa no le importa tanto lo que esté haciendo en el trabajo y con su vida siempre y cuando tome esas buenas decisiones. De esas decisiones depende que la empresa gane o pierda un montón de millones de euros y, comparado con eso, las latas de Coca-Cola o las buenas comidas de mi amigo no van a ninguna parte. Me gusta, a veces, plantear en los cursos de liderazgo sistémico esta pregunta: ¿cuál es, desde el punto de vista sistémico, la función de un líder? Dicho de otra manera, ¿cuál es el trabajo específico por el que le pagan a un líder? Los participantes se reúnen en grupos y se desgañitan tratando de encontrar la respuesta correcta. Unos dicen que es esa persona que tiene un conocimiento profundo de aquello a lo que se dedica la empresa. Y, siendo cierto que conviene que un líder sepa de qué va el negocio, sin embargo, el know-how pueden tenerlo los directivos o profesionales de las distintas áreas y, desde luego, no es necesario que el jefe o el director general tenga que ser un experto en la cuestión. Otros dicen que el líder es aquel capaz de mantener la cohesión del equipo, motivarlo, crear visión, sentido de pertenencia, etc. Pero, si bien el líder debe estar al frente de todo esto, puede ser que muchas de estas actividades se las encargue al Departamento de Recursos Humanos o a una consultora interna o externa.

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Todavía otros se centran en la capacidad del líder para innovar, o establecer una serie de procesos en la organización, o en su capacidad para resolver problemas. Tampoco: tanto estas como otras respuestas son cosas que pueden hacer los respectivos departamentos o, en su defecto, pueden ser externalizadas. ¿Qué es, entonces, lo que, desde el punto de vista sistémico, define al líder, o sea, al ejecutivo, al Führungskraft, que dicen los alemanes? Sencillamente, eso que mi amigo hace tan bien: tomar decisiones. Al líder, al que lleva la nave de la empresa hacia adelante, no le pagan porque haga algunas o todas esas tareas que los participantes de mis cursos suelen señalar, sino que, en definitiva, le pagan —y si es una gran empresa, le pagarán muy bien— si toma buenas decisiones. Es cierto, estará muy bien que un líder se comprometa a desarrollar esas y otras actividades. Pero todas esas acciones las puede delegar. Sin embargo, lo que no puede delegar es la toma de decisiones. Esa es su función como líder. Pero todavía hay que añadir un segundo aspecto de esa función. Si el «género propio» de la función del líder es la toma de decisiones, la «diferencia específica» es que estas sean decisiones difíciles. Porque las fáciles ya las tomarán sus subordinados. En cambio, lo que define a un buen líder es su capacidad de tomar decisiones en contextos de dificultad. Si soy el presidente de un club de fútbol y me ofrecen a Messi por un millón de euros, no es que sea un mal líder si no lo ficho; simplemente soy tonto. Esa decisión la puede tomar cualquiera. Lo difícil es optar por un fichaje que no sé si va a rendir y va a compensar lo que he pagado por él. Del mismo modo, lo difícil es sacar una empresa adelante en una situación de crisis; o mejorar los resultados cuando las variables en juego son muchas; o tener el coraje de despedir a un trabajador —con toda la carga emocional y humana que lleva consigo— porque seguir manteniéndolo en el puesto supondría males mayores para la organización; o soportar la presión del corto plazo, porque mi visión estratégica me dice que esta decisión me pagará en el largo recorrido. Y así sucesivamente. Por eso, un buen líder es alguien que sabe manejarse bien en contextos de incertidumbre y está acostumbrado a la complejidad. Atención: no estoy diciendo que las respuestas o las soluciones tengan que ser complejas. Al contrario, generalmente el buen liderazgo se caracteriza por respuestas simples a problemas complejos. Pero, para llegar hasta allí, el líder tiene que saber manejarse en la complejidad, conocer bien los contextos, entender que la causalidad lineal a menudo es insuficiente y tener un «sexto sentido», un «olfato especial». A eso le llamamos intuición. Y esta intuición conecta con nuestro tema. El pensamiento sistémico y la herramienta de las constelaciones o configuraciones organizacionales ayudan a poner palabras, lenguaje, a esa intuición. En una constelación, por ejemplo, creamos una simulación de 29

la situación real colocando en el espacio los distintos elementos de un problema a modo de mapa mental. Sin entrar por ahora en más detalles, lo interesante es que ese «mapeo» de la realidad nos permite hacer sentido de la complejidad y nos ayuda a entender más claramente aquello que, con lenguaje de Polanyi, ya sabíamos, pero que no sabíamos que sabíamos. O dicho de otra manera, ponemos palabras e inteligencia a nuestras corazonadas. Los buenos líderes han desarrollado, de manera natural, esa percepción de las situaciones en la que los árboles no les impiden ver el bosque; comprenden y toleran los contextos complejos y de incertidumbre; se dan cuenta de que, a menudo, no bastan respuestas unilaterales, ya que las causas de los problemas no son tan simples y planas sino, más bien, circulares; y, al mismo tiempo, ellos son suficientemente ágiles en sus respuestas aunque no tengan todas las cartas encima de la mesa. Los grandes líderes hacen todo esto. La buena noticia es que estas cualidades, que son consustanciales a un buen líder, se pueden aprender. Ese aprendizaje tiene todo que ver con educar la percepción.

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5. EDUCAR LA PERCEPCIÓN Empezamos con otro experimento. Considera estas dos maneras distintas de enfocar tu visión. Siéntate cómodamente en una silla y busca un punto en la habitación. Puede ser una marca en la pared, una letra de un libro, un botón de una camisa o chaqueta que tienes colgada o cualquier otra cosa. Conviene que sea algo pequeño, bastante elemental. Una vez que has encontrado ese punto, vete con toda tu atención a ese objeto: trata de escrutar todos sus detalles, sus colores, la forma que tiene, etc. De lo que se trata es de que vayas a él y lo analices, lo captures, te hagas con él. Como si tu atención saliera de tu cabeza y «se fuese» a ese punto. Mantén esa actitud durante un minuto aproximadamente. Eso que has hecho es observar. Nota las sensaciones: cómo has percibido el objeto y cómo te has quedado tú. En mi caso, cada vez que hago esto me quedo agotado, se me cansa la mente, los ojos. No puedo permanecer así durante mucho tiempo. Pero tal vez no todos tengamos la misma experiencia: estamos tan acostumbrados a hacerlo así que es como nuestro hábitat natural. Ahora relájate en tu silla y vuelve a fijar tu atención en ese punto. Pero esta vez no vayas a él sino quédate en ti. En vez de observarlo, recibe pasivamente lo que viene de él. Cada vez que sientas que tu atención intenta algo así como capturarlo, vuelve a ti esperando que algo venga desde allí hacia ti. Si quieres, todavía puedes hacer algo más: trata de que tu visión incorpore lo periférico, lo que está alrededor del punto, sin dejar de mirarlo. Pero no te esfuerces, sino simplemente deja que venga. Esto que has hecho ahora tiene que ver con percibir. Y cuando has incorporado lo periférico empiezas a introducir la percepción sistémica. Tal vez hayas notado una actitud más relajada, más en contacto con tu cuerpo. E incluso más claridad en lo que veías. Pero también puede que sea todo lo contrario: cuando uno no está acostumbrado a percibir, una primera práctica puede ser un verdadero esfuerzo.

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De esto va la diferencia entre la observación y la percepción. La observación analiza, fija los detalles, captura. Quiere controlar. De ahí a juzgar o interpretar hay solo un paso. La percepción, en cambio, intuye sin juzgar, recibe, aprehende. La percepción no es tan rigurosa, no está preocupada de estar «en lo correcto», y en cambio, tiene el destello de algo sobrevenido. El físico Werner Heisenberg lo expresó de manera muy bella: «Lo contrario de la precisión es la claridad». Pues bien, la observación es precisa; la percepción es clara. Y la mirada sistémica tiene que ver más con la percepción y con la claridad. Volvamos a nuestro experimento de mirar al punto y recojamos algunas claves que aparecen cuando vamos aprendiendo a percibir. Porque aprender a mirar de esta manera la realidad nos va introduciendo, poco a poco, en la magia de lo sistémico: 1. La percepción tiene que ver con cierta recepción pasiva. No voy con mi «analizador» a la persona o situación, sino que me expongo a lo que ahí delante aparece y dejo que venga hacia mí, y yo lo recibo pasivamente. Como cuando te pones delante de una puesta de sol y dejas, simplemente, que te lleguen los colores, la atmósfera, el cambio de temperatura. 2. La percepción tiene que ver con soltar un cierto control. Cuando observo trato de controlar los detalles, todos los aspectos del objeto o situación. Cuando percibo confío en que algo de ese objeto aparezca ante mis ojos. Por eso, percibir tiene que ver con abandonar cierto control y, a partir de ese abandono, dejar que algo nuevo, algo que no estaba en el horizonte, se revele. 3. Por ello, la percepción es apertura a algo (quizá desconocido); la observación es captura que fija y, quizá, cierra. 4. La percepción tiene que ver con incorporar la visión periférica, los aspectos de contexto que rodean a un objeto o una situación. Como incluir el fondo junto con la forma. No es que la observación no pueda fijarse en el contexto, pero el modo de relación que establece con los elementos de contexto es otro: algo así como que trata de controlarlos. 5. Es también interesante notar que para percibir tienes que estar en contacto con todo tu cuerpo (no solo con tu mente). Si no lo haces, existe el peligro de que, sin darte cuenta, abandones el modo percepción y te pases al modo observación. Se ve, se percibe sistémicamente, no solo con los ojos sino con todo el cuerpo. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la organización, el contexto laboral o el trabajo? Sé muy bien que la gente de empresa desconfía en cuanto parece que la psicología se entremezcla en nuestras cuestiones profesionales. Sin embargo, aprender a percibir significa ser capaz de poner una atención distinta en determinadas situaciones que se dan en el día a día y encontrar soluciones a las mismas. 32

No es casualidad que en los últimos tiempos algunas empresas estén incorporando procesos de mindfulness. Para quienes no la conocen, en pocas palabras la práctica del mindfulness consiste en desarrollar una actitud consciente, meditativa, poniendo la atención en el presente. Es como una traducción psicológica de lo mejor de las prácticas de meditación de Oriente y Occidente. Pues bien, se ha comprobado que introducir pequeñas prácticas de mindfulness en el contexto laboral ayuda a reducir la ansiedad, mejorar el bienestar de los trabajadores y aumentar la productividad. Pero es que educarse en una actitud mindful ante las situaciones laborales es, en definitiva, percibir las situaciones de otra manera, desarrollar una nueva forma de enfocar los problemas, más consciente, más centrada, menos reactiva. Solo como muestra: ¿qué hace que algunas veces reaccione de manera intempestiva y la comunicación parece que se corta, y otras soy capaz de «entender más» lo que está pasando? ¿Por qué en algunas de nuestras reuniones parece que surgen ideas brillantes, podemos conectar distintos puntos de vista y otras veces nos quedamos cerrados, bloqueados? ¿Qué hace que, ante una decisión complicada, no sea capaz de tener la flexibilidad o capacidad de respuesta adecuadas para afrontarla? Cuando estamos en el modo observación favorecemos una actitud que busca en los hechos o datos la confirmación de mis propios juicios o prejuicios. En el modo percepción estamos más abiertos a lo que pueda venir o abrirse en el horizonte. En el modo percepción se da ese «espacio» entre estímulo y respuesta, del que hablaba Covey, que permite dejar a un lado automatismos, respuestas reactivas o «descargas de archivos» y, en cambio, favorece la proactividad, lo diferente, lo nuevo. Desde esa actitud, no tan fijados en los detalles, podemos abrirnos al todo, a los distintos elementos de la jugada, a todos los actores de la partida. Entonces puede emerger la percepción sistémica.

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6. LA PERCEPCIÓN SISTÉMICA O CÓMO ENTENDER EL JUEGO

Leía hace un par de semanas una entrevista con Arrigo Sacchi, el antiguo entrenador del Milan y la selección italiana de fútbol. Hablaba del oficio de entrenador, de su libro 9 y otras tantas cosas más. Pero yo quedé atrapado con una frase que se volvía como un mantra en la entrevista: «Lo importante no es la estrategia, sino el juego... el juego, el juego...». Yo, que andaba a vueltas con cómo hablar de la percepción sistémica, pensé que esta idea del «juego» era una buena manera de tratarlo. Cualquiera que vea un partido de fútbol dirá que esos deportistas que están ahí, dándole a la pelota, están jugando al fútbol. Pero, evidentemente, Sacchi, cuando habla del juego, se refiere a otra cosa. Probablemente, si no eres aficionado al fútbol, no entenderás de qué está hablando Sacchi. No obstante, al que le gusta este deporte sabe distinguir cuándo un equipo juega y cuándo «no juega a nada» o no tiene juego. ¿Pero qué es ese «jugar», en el sentido de Sacchi? Podríamos aventurar algunas palabras: fluidez, dejar correr la pelota, saber qué se está tratando de lograr y alguna cosa más. Pero, evidentemente, es algo bastante etéreo, difícil de definir. Definitivamente, entender el «juego» de Sacchi significa mirar de una manera distinta ese «juego con un balón» que es el fútbol. En el capítulo anterior aprendimos a percibir; en este damos un paso más: se trata de percibir sistémicamente o, como diría Sacchi, entender el juego. Tratándose de empresas y organizaciones significa aprender a mirar de otra manera, con otros ojos, la realidad que tenemos delante; esa realidad que tiene que ver con departamentos, las personas que los integran, las estructuras y funciones, sus problemas y dificultades, etc. Pero, ¿qué mirar? ¿A qué tenemos que dirigir nuestra atención si queremos entender el juego, si nos proponemos entrar en el club de «entrenadores de lo sistémico»? Tengo que admitir que enseñar a reconocer lo sistémico no es en absoluto fácil. No basta con mirar de otra manera. Hay que saber qué y dónde mirar.

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La percepción sistémica es esa cualidad que nos permite mirar (o mejor, sentir) un objeto, persona o situación, sin perder de vista todo el conjunto de interconexiones y relaciones que establece con otros elementos (objetos, personas o situaciones). Somos individuos, pero estamos influidos y conectados con los demás, con nuestra historia, con la naturaleza y con la vida. Como si una urdimbre de hilos invisibles configurara una tela de araña a nuestro alrededor, estamos siempre conectados con todo un mundo de relaciones, personas, acontecimientos, valores, historia, etc., y a cada paso, según aquello que vamos encontrando en nuestro transitar por la vida, resuenan, reverberan en nosotros algunos de estos hilos. Cada uno es él mismo, cierto; pero no estamos solos porque estamos siempre en conexión. Por eso, cuando tratamos de desarrollar nuestra percepción sistémica, podemos poner nuestro foco en distintos ámbitos. En primer lugar, tenemos que acercarnos a la situación o problemática organizacional: ¿qué percibimos en ella? ¿Qué impacto nos produce? ¿Tiene sentido lo que está ocurriendo? Esta última pregunta es particularmente relevante para detectar lo que llamamos «cuestiones sistémicas». Algunos ejemplos: ¿cómo es que un grupo de grandes profesionales, implicados y comprometidos con la organización, no consiguen sacar adelante un proyecto? ¿Qué hace que una persona bien preparada y en un contexto económico próspero y de escaso desempleo no consiga, no ya el trabajo de su vida, sino simplemente un trabajo? ¿Por qué hay tanta rotación en determinado puesto de una organización que, por lo demás, funciona bien, ofrece un buen salario y condiciones de trabajo y promoción óptimas? Cuando lo que está sucediendo en una empresa o en un departamento no es lógico, podemos anticipar que algún elemento no visible, de carácter sistémico, está jugando su papel. Es como si allí se rebelara el alma de la organización diciendo que algo no está en su sitio; que algo no va. Le estaba pasando a una organización con más de treinta años de existencia que se dedicaba a extraer cierto nutriente de la tierra que, posteriormente, otras empresas comercializaban. La empresa era muy exitosa y todo parecía engranar perfectamente. Sin embargo, en el último año habían empezado a ocurrir demasiadas «cosas raras»: accidentes laborales, robos e incluso una planta de una de sus fábricas se había venido abajo. Con todo, la gota que había colmado el vaso era que los clientes a quienes esta organización proveía con aquel nutriente se habían quejado porque en el último año, ¡les estaban vendiendo el nutriente equivocado! ¡Sus trabajadores, con más de quince años en la empresa, se estaban equivocando a la hora de extraer el nutriente de la tierra! Demasiado raro. Desde el ángulo profesional, algo parecido le estaba ocurriendo a un joven que conocí hace unos años. Era un muy buen tipo y un gran portero de fútbol. Tanto es así que había sido convocado, como juvenil, por la selección de su país para debutar en un partido 35

internacional. Pues bien, este chico que, como digo, era un buen chaval y muy responsable, la noche anterior al debut se emborracha hasta las orejas de manera que el entrenador, como castigo, le sienta en el banquillo. No hay debut para él, y a esperar otra oportunidad. Esta le llega al año siguiente: ya no es juvenil sino que pasa al equipo de mayores, de primera división de su país. Como es muy joven, empieza de suplente del guardameta titular. Pero este se lesiona y le llega el gran día a mi amigo. Pues bien, la noche anterior al debut va caminando por la calle y, sin darse cuenta, choca contra una farola, lastimándose seriamente la rodilla. Al día siguiente, tampoco consigue debutar... ¿De dónde viene tanto infortunio? No parece pura casualidad; más bien da la sensación de que esa especie de insistencia en fracasar delata algo escondido detrás de la aparente mala suerte. No es lógico, y la percepción sistémica debe seguir la pista de ese indicio. ¿Cómo? Una vez detectada la inconsistencia, se trata de descubrir de dónde procede, a qué responde. Nuestra percepción tiene, entonces, por lo menos, tres puntos focales en qué centrarse: en la persona que sufre el problema, en nosotros mismos y en la situación o problema organizacional concreto. Por un lado, cuando alguien padece una situación o está en un problema es como si los indicios de dicho problema los llevase puestos: en la voz, en el cuerpo, en el discurso. Cuando alguien está atrapado en algo, las informaciones que da a veces son confusas, incongruentes, poco nítidas, «agujeros negros». Pero también quien escucha puede prestar atención a su propia reacción ante él: cómo se percibe en su cuerpo, cómo es la escucha (con interés, aburrido, concentrado o disperso, cálido o frío, etc.). He aquí una de las claves de la percepción sistémica: si nos colocamos en una actitud neutra frente a la persona que tenemos delante, abiertos a lo que él o ella nos quiere contar o presentar, sin juicios previos y, sin embargo, empezamos a descubrir algunas de estas señales «anómalas» —no logramos establecer un buen contacto, perdemos interés y en algunos momentos se nos va el santo al cielo, incluso notamos una sorda agresividad hacia él, o frialdad o falta de motivación, etc.—, entonces podemos inferir que esta es la «información oculta del sistema» que quiere salir a la luz. Este es el auténtico material de trabajo sistémico que se está revelando más allá de la información racional, consciente, que la persona nos está transmitiendo. No es fácil distinguir, de entre todas esas informaciones, cuáles son las más pertinentes a la situación dada. La red de conexiones y señales es infinita, y atender a todas ellas sería como atender a todos y cada uno de los enlaces que vamos encontrando cuando navegamos por internet. ¿Cómo diferenciar entre señales y ruido? Hay que desarrollar unos órganos de percepción diferentes a los habituales. Es una manera de estar y escuchar que presta más atención a los procesos y menos al contenido; más al lenguaje corporal y menos al verbal; más a las señales automáticas y reflejas que a las 36

coordinadas y conscientes; más a la percepción flotante que a la observación concentrada; y, como decíamos antes, más a la claridad que a la precisión. Si todo esto parece muy difícil, simplemente prueba esto: entra en una empresa, organización o asociación (una tienda de ropa, una franquicia, el centro de salud, la librería...) e, intuitivamente, trata de percibir cómo es esa organización. Déjate llevar por la imaginación; no se trata de acertar, diagnosticar o resolver nada. Simplemente percibe. ¿Cómo te sientes allí: frío, calor, cómodo o incómodo? ¿Sientes que tu estado de ánimo se eleva o, más bien, decae? Y, así, sin pensarlo racionalmente, imagínate a sus jefes (si no los conoces): ¿cuáles pueden ser sus objetivos, sus preocupaciones? ¿Cuál o cuáles pueden ser los «temas sistémicos» de esa organización? ¿Da la impresión de que quienes allí trabajan se sienten vivos, llenos de energía? ¿O más bien se percibe una organización desvitalizada, bloqueada, atascada en alguna dinámica? ¿Qué está ocurriendo en la recámara de esta organización que le hace ser y comportarse como lo hace? En todo este camino de indagación, nuestro cuerpo y sus reacciones físicas se convierten en un aliado preferente. Percibir sistémicamente implica poner a todo nuestro cuerpo y nuestros sentidos a nuestro servicio. Nuestra educación racionalista ha pasado a menudo por alto que comprendemos mejor ciertas cosas con nuestro cuerpo que con nuestra cabeza. No solo entendemos las situaciones sino que las sentimos. Más allá de lo que digan las palabras, percibimos por las expresiones faciales o corporales la verdad de lo que nuestro interlocutor nos está diciendo. Aunque hable de éxito podemos sentir su fracaso; aunque pretenda transmitir cordialidad o calor, a veces podemos sentir frío y distancia; aunque nos diga que todo está bien, sabemos —con nuestro cuerpo— que todo está mal. Es este «saber del cuerpo» el que le hacía decir al gran Joseph Beuys «yo pienso con mi rodilla». Las neurociencias nos van enseñando que tenemos un cerebro en la cabeza, otro en las terminaciones nerviosas que conectan con nuestros órganos sensoriales y uno muy especial «en las tripas» (gut brain) que nos hace sentir, intuir las cosas, nos da nuestras «corazonadas». No es casualidad que nuestro cerebro en la cabeza esté formado por células del tejido epidérmico. Es decir, de aquel material que nos conecta con el mundo, con la realidad. Por eso, en esto de percibir las señales corporales tenemos que contar, por lo menos, con dos: las que nos da nuestro cuerpo y las que recibimos de nuestro interlocutor o interlocutores. Sabemos cómo nuestro cuerpo se siente ante alguien y, por ejemplo, los diversos movimientos internos que va experimentando a lo largo de una conversación: interés, aburrimiento, carga, ansiedad, etc. Y también podemos percibir en nuestro interlocutor sus reacciones, discernir sus caras, el peso o no de sus hombros, la tensión o relajación de sus músculos. La percepción sistémica atiende más a todas esas claves que al contenido concreto, a la dimensión racional del problema o situación cuya información ya ha podido llegar por otros canales. 37

Pero, atención: hay algo muy particular de esa información sensorial que nos llega a través del cuerpo y que tiene que ver con la percepción sistémica. Se trata de eso que señalábamos al hablar de señales automáticas y reflejas, y de percepción flotante. En general, los trabajos e investigaciones que se han llevado a cabo sobre el lenguaje no verbal se han centrado en el lenguaje no verbal «expresivo», o sea, aquellas expresiones más evidentes del cuerpo que nos dicen lo que las palabras no están mostrando: la defensividad de unos brazos o unas piernas cruzadas, la tensión que esconde una sonrisa forzada, la sobrecarga en los hombros que nos hace sentir que ese proyecto no fluye tanto como se dice… Sin embargo, apenas hay nada en lo que se refiere a investigación en lenguaje no verbal «social-simbólico», es decir, aquella cualidad del lenguaje no verbal no tanto de «expresar» como de «simbolizar» con el cuerpo los elementos sistémicos que están en juego en una situación dada. Son estas claves social-simbólicas las que más nos interesan de cara a la percepción sistémica. Y son estas claves las que aparecen en ciertas señales automáticas y reflejas, y que una particular atención flotante ayuda a descubrir. Arnold Mindell es un experto en el reconocimiento de estas señales. Nos vendrá bien acercarnos a su trabajo para poder explicar un poco mejor cómo se va aprendiendo esto de la percepción sistémica.

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7. DREAMBODY O LA ZONA DE SUEÑO Arnold Mindell es un personaje interesante. Su trabajo es bastante inclasificable. Estudió física aplicada en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), pero pronto se interesó por la psicología junguiana y, en concreto, inició el trabajo con pacientes terminales o en situación de coma. La aplicación del trabajo que inició con estos pacientes, la Process Oriented Psychology o, más brevemente, Process Work (Psicología Orientada a Procesos), la amplió más tarde para trabajar con grupos sociales y en contextos más amplios, en lo que él denomina World Work 10 . Para entender lo que Arnold junto con su esposa Amy fueron desarrollando a lo largo de los años, centrémonos en esa fase de su vida en Viena, cuando Mindell trabajaba con los enfermos terminales. Su punto de partida era el siguiente: ¿cómo voy a comunicarme con estos enfermos en estado inconsciente o terminal? Tiene que haber una manera como estas personas, que todavía están en el mundo, expresan su contacto con la realidad externa. Y Mindell decidió que cualquier señal «especial» procedente de esas personas que él detectase sería la manera en que sus pacientes estaban tratando de comunicarse con él. Así, encontró que algunos se comunicaban a través del «buff» profundo de una respiración forzada; otros, a través del ruido que asomaba en la dificultad de tragar; otros más, en algún pequeño tic que Mindell descubría en el rostro, la boca o un dedo. Una vez que Mindell había detectado las «señales», se trataba de devolvérselas para que los pacientes supieran que él había entendido. Y, para eso, las repetía, las amplificaba, jugaba con ellas. En definitiva, establecía comunicación. No es cuestión aquí de seguir los vericuetos del trabajo de Mindell con los moribundos. Nos interesa aquello en lo que derivó. Porque a partir de esa experiencia inicial en Viena, Mindell vino a decir que esa forma de contacto con la realidad, en la que los enfermos terminales se comunicaban, es un nivel de realidad que siempre está presente y al que hay que atender: lo que él llamaba la zona de sueño o dreambody. Solamente que, por lo general, nos movemos en otro nivel de realidad, el de lo establecido, lo consensuado. Por cierto, también en los enfermos de Mindell se daba ese nivel de realidad 39

consensuada, solo que atendiendo a ese nivel de realidad habría poco que comunicar con ellos. La realidad consensuada de esas personas es que estaban enfermas inconscientes y probablemente iban a morir. Poco que hacer, a ese nivel, con esas personas. Por eso, el nivel de comunicación «por defecto» con ellos tenía que ser el del dreambody o la zona de sueño. Justo lo contrario que en la vida corriente. Ese nivel de realidad consensuada se caracteriza por ser lo que se ha acordado que es en un determinado contexto, lo socialmente establecido: en este caso, alguien que escribe un libro y un lector que lo lee; un ejecutivo que está al frente de una organización o que lleva adelante un proyecto; una organización que se dedica a hacer unos productos, etc. Las decisiones políticas o los acuerdos para la solución de conflictos son un lugar privilegiado para presenciar cómo se da el juego entre la realidad consensuada y la zona de sueño. A menudo presenciamos cómo dos dirigentes opositores se dan la mano en señal de paz, pero su lenguaje no verbal está delatando que la guerra sigue en pie. O viceversa: la declarada profunda enemistad esconde pactos de fondo. Por eso, para Mindell solo cuando la correspondiente zona de sueño queda incluida, se puede garantizar un futuro estable, consistente y verdadero de una relación o un conflicto social. La metodología en la que ahora Mindell está más enfocado, World Work, consiste precisamente en esto: en llegar a detectar y trabajar las zonas de sueño de grandes conflictos globales que solo se contemplan desde la realidad consensuada. Así pues, tanto en el trabajo con enfermos terminales, como en las organizaciones sociales o empresariales y hasta en los conflictos internacionales globales, Mindell sugiere que se pueden distinguir tres niveles de realidad: el nivel de la realidad consensuada, el nivel del dreambody o zona de sueño y el nivel de la esencia. Empecemos por la realidad consensuada. En este nivel estamos fundamentalmente de acuerdo sobre lo que es la realidad. Es el nivel de los hechos sólidos, prácticos y medibles, concretos y relativamente predecibles. Es lo sólido y reconocible para todos los que compartimos una visión del mundo. Es lo que se acuerda que son los hechos. Si se trata de un equipo de trabajo, desde el nivel de la realidad consensuada se describirán así: «Somos un equipo de analistas», «trabajamos juntos en este proyecto». Es el nivel de lo que es público y visible para el mundo y de los acuerdos concretos de los roles externos: «Tú presentas el proyecto, yo lo evalúo la semana que viene». Pero todos sabemos que hay algo más que lo que aparece literalmente, en una lectura superficial de la realidad. Del mismo modo que muchas veces los sueños corrigen, completan o muestran el ángulo no percibido de nuestra vida diurna, así la zona de sueño integra los aspectos no contemplados en la realidad consensuada. A nivel de zona de sueño incluimos las esperanzas, los miedos, las expectativas, las proyecciones, las lealtades. Todos los aspectos no incluidos en la realidad consensuada, y que forman parte de mi experiencia, son los que aparecen, de manera subjetiva, en la zona de sueño. 40

Lo interesante es que los caminos por los que la zona de sueño se manifiesta al exterior no son los habituales. A la zona de sueño no se accede a partir de la racionalidad. El dreambody utiliza los caminos habituales del inconsciente para manifestarse. Por eso, Mindell enseñó a fijarse en los movimientos automáticos, las reacciones del sistema neurovegetativo, los tics, patrones repetitivos en una persona o en un grupo social, etc. No podría ser de otra manera: si de lo que se trataba era mostrar lo que estaba más allá de lo establecido, el camino de manifestación no podía ser el de la racionalidad consensuada. El nivel de sueño está muy vivo en el nivel empresarial. Se experimenta en el campo emocional, en el cotilleo y la murmuración. También en los enconamientos y resentimientos, o en los silencios cargados. También en conductas repetitivas, formas o clichés a la hora de comunicarse. Es como un hábitat, natural para los que viven en él, pero a veces extraño para quien se acerca allí por primera vez. De alguna manera, aquellas necesidades, deseos, informaciones que el alma organizacional no es capaz de expresar por el canal consensuado —el habitual— los va a expresar a través de la zona de sueño. Por fin, la realidad consensuada y la zona de sueño traducen, conjuntamente, la realidad esencial. A nivel de esencia estamos en el lugar del potencial puro. Similar a la función de onda cuántica, desde la esencia es desde donde todo despliega. Por eso, la realidad consensuada es solo una manifestación de la esencia y por eso la zona de sueño corrige, matiza o completa lo que resulta insuficiente a nivel de la realidad establecida. La esencia no se observa porque es el potencial o la semilla inicial de algo que quiere surgir. Es la huella original, las cosas en su potencial más puro. La esencia acontece más allá de lo verbal y siempre tiene que ser traducida. En el campo organizacional, la esencia tiene que ver con la fuente inspiracional que se traduce en una visión y que da lugar a un proyecto. O, tratándose de un equipo, la esencia se manifiesta en esa inexplicable cualidad de la chispa, la conexión, la reacción que hay cuando nos juntamos, que nos inspira y nos lleva a conseguir resultados excepcionales. Es el nosotros, es el nivel en el que la complejidad de los roles, las reglas, los acuerdos y la historia no han ocurrido aún. A veces en el mundo laboral no se logra este nivel. Parece que la organización se queda en el nivel de la realidad consensuada. Por eso es importante acceder a la zona de sueño, porque esta nos habla de lo no-expresado, lo que falta, aquello a lo que es necesario acceder para completar el cuadro. Pues bien, la zona de sueño es la que tratamos de captar cuando desplegamos nuestra percepción sistémica. Son las señales que provienen de cauces menos habituales y que tratan de expresar algo que no estaba contenido en la realidad establecida. La zona de sueño completa la imagen, descubre el nudo oculto, el tema pendiente, la ganancia 41

secreta de un comportamiento incomprensible o incoherente. Me viene a la cabeza un caso particularmente expresivo de esta dinámica. Una importante organización me contrató para dictar un curso de coaching sistémico y constelaciones organizacionales a varios jefes de Recursos Humanos y formadores de la empresa. Éramos un grupo de quince personas que nos íbamos a reunir en ocho sesiones mensuales de día completo. Empezó el curso y todos participaron muy entusiasmados y contentos durante las primeras dos sesiones. Pero, a partir de la tercera, empezaron a ausentarse muchos de ellos. En la quinta aparecieron solamente ocho. Como no era la primera vez que se daba un alto absentismo, decidí preguntarles si es que el curso no estaba respondiendo a sus intereses, si había que cambiar algo, si se sentían decepcionados o algo así. Todos respondieron que no, y que incluso los que habían faltado ese día sentían mucho no acudir, pero que había mucho trabajo, distintos compromisos, etc. Di por buena la explicación y, no sin registrar la información, seguí con el curso. Pero en la sesión siguiente —a la que también faltaron algunos participantes— sucedió algo que explicó, desde la zona de sueño, lo que estaba ocurriendo. Uno de los participantes quería trabajar un tema. Él se encontraba al frente de un innovador y prometedor programa de liderazgo que estaba encontrando innumerables dificultades para salir adelante. Tanto él como sus compañeros de proyecto hablaban de un «lado oscuro de la fuerza» que se manifestaba como resistencia para llevar adelante el programa y que no era la primera vez que notaba en la organización en cuanto tal. No sé de qué manera fue derivando la conversación, pero en algún momento tuve la impresión de que ese «lado oscuro de la fuerza» se asemejaba bastante a la dinámica que estaba encontrando en mis sesiones: gran interés por las mismas, pero absentismo continuo. Y fue entonces cuando, de manera sorprendente, algunos de ellos hicieron alusión, casi de pasada, al ideario original de la organización. Esta había sido creada hacía casi más de un siglo por un gran visionario social que en los documentos fundacionales había escrito: «Tengan cuidado con determinadas ideas innovadoras, procedentes de Alemania». Y, entonces, caí en la cuenta: mi curso versaba sobre una metodología innovadora, ¡y sus orígenes están en Alemania! Evidentemente, la organización había surgido mucho antes de que apareciesen las constelaciones organizacionales y el coaching sistémico. Pero es como si los participantes del curso, en su zona de sueño, estuviesen reflejando la lealtad a aquel ideario. Es como si, de manera inconsciente con su comportamiento —no asistir a mis clases— estuviesen diciéndole a su fundador que sus palabras no habían caído en saco roto, que seguían firmes el ideal fundacional de la organización. Y, por cierto, la sala donde yo dictaba mis clases ¡daba pared con pared con la sala del fundador! Los caminos de la zona de sueño son fascinantes. Cuando se va desarrollando cierta 42

habilidad para reconocerlos, aparecen señales, matices, patrones, que ofrecen una nueva perspectiva frente a la visión más plana de la realidad. De nuevo, se trata de incorporar claves que vienen de ángulos no previstos, de no quedarse en la literalidad de lo que pasa o que se dice que está ocurriendo, de saber enfocar de otra manera, de iluminar lo que se muestra difuso o borroso. Una vez más, volvemos al «ojo mágico». No me olvido de ti, estimado empresario, gerente o jefe de personal. Porque seguramente estarás pensando que estas historias se pasan de la raya. Si no había ya más que suficiente con cuidar la cuenta de resultados, velar por que los trabajadores cumplan con sus tareas y estén contentos con su trabajo, o conseguir que el servicio se dé en los plazos, ahora aquí se plantea desarrollar una mirada y sensibilidad especial hacia no sé qué zonas imprecisas y etéreas. Lo reconozco: tienes razón. Es muy difícil que uno mismo, desde dentro de su propia organización o sistema, pueda detectar y esclarecer esas claves de las zonas de sueño. Del mismo modo que cuando vamos a comer a una casa ajena, nos pueden resultar extrañas algunas de las costumbres, modos de comunicación o rituales que establecen, mientras que la forma cómo comemos en nuestra casa nos parece lo más normal del mundo, así también los modales, patrones, tics o clichés de nuestro hábitat organizacional son los más naturales para cada uno de nosotros. Por eso, generalmente será alguien de fuera del sistema quien mejor podrá entender e interpretar los signos de dentro del sistema. Con todo, lo importante no es que el empresario, gerente o responsable de una organización sea capaz de detectar estas señales y descifrarlas: esa no es su tarea, eso lo puede alguien externo a la organización. Lo importante es que él pueda reconocer que algo está pasando, algo que responde a otras claves, distintas al horizonte explicativo que habitualmente se da. Por eso, cuando el empresario consigue tomar una cierta distancia en relación con un problema o una situación, «salir de la caja» y ver el conjunto de una manera más global, va a poder reconocer que algo no va. Y algo está pasando cuando aquello que ocurre no es normal, no es lo lógico; cuando se percibe que hay patrones que se repiten (puestos que siempre flaquean, rotaciones constantes, mismos problemas en distintas áreas, enfermedades y bajas de personal, etc.); contradicciones internas, comportamientos incomprensibles en algunas personas. A veces podrá sentir que hay que esforzarse demasiado, como si hubiera que invertir más energía de la debida para que algunas cosas vayan adelante, como si algún lugar estuviese sobrecargado, espeso; como si algo no fluyera. El propio cuerpo se vuelve una caja de resonancia que vibra en conexión con el sistema, con la organización. Si estoy demasiado cansado, o tenso, o con demasiada responsabilidad; si reacciono desproporcionadamente, si aquello no fluye, todo esto son señales de mi zona de sueño 43

que me están indicando que debo intervenir. De ahí que los sentimientos se vuelven un indicador sistémico de primera magnitud. Vamos, ahora, a aprender a distinguirlos.

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8. LOS SENTIMIENTOS COMO INDICADORES SISTÉMICOS

Los domingos solía ir a jugar a la pelota vasca al frontón de mi club deportivo. Debido a mis cursos, no todos los domingos estaba disponible así que, si quería jugar partido de pala, el procedimiento era el siguiente: yo dejaba un mensaje a uno de mis amigos, habitual del frontón, diciendo que, si se juntaban tres para jugar partido, me llamasen para que yo fuera el cuarto. Aquel domingo por la mañana no me habían llamado, así que cogí los bártulos de natación dispuesto a hacer unos largos. Resulta que para llegar a la piscina se pasa delante del frontón y, ¡oh, decepción!: allí estaban mis amigos, ¡cuatro!, jugando su partido, sin contar conmigo... Recuerdo el recorrido desde ahí hasta el vestuario como si fuera hoy: «Vaya... ¡qué le vamos a hacer!... Claro, como yo no soy tan bueno como Fulano, han preferido contar con él... Y, además, tampoco soy de grandes chistes o anécdotas graciosas... Mengano lo hace mejor, así que no me extraña que cuenten con él en vez de conmigo... La verdad es que lo mejor que puedo hacer es dejar de venir a jugar los partidos... Tal vez lo mejor es que no diga nada y simplemente me dedique a venir a nadar... Total, tampoco pierdo tanto...». Y así. En ese monólogo interior estaba cuando llegué al vestuario, donde me encontré con otro viejo conocido. Y, tratando de disimular, así medio en broma, le conté lo ocurrido (la procesión iba por dentro): —Vengo a nadar porque iba a jugar con estos a pala, pero no me llamaron y cuando paso por el frontón me encuentro que están los cuatro jugando... Y este, según se mete en la ducha, como quien no quiere la cosa va y me dice: —Así que te han hecho el vacío...

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¡Bingo! ¡Me habían hecho el vacío! Lo que yo estaba tratando de encubrir con todo mi diálogo interior era ese sentimiento de vacío que me había llegado tan hondo. Pero fue justamente al escuchar esa palabra, vacío, cuando entendí todo el proceso que se había desatado; al mismo tiempo, encajé el «golpe» y recobré la fuerza para decidir qué hacer, esta vez de otra manera: «Ahora voy a nadar, pero después les llamo y les pregunto qué ha pasado: por qué no me han llamado para jugar con ellos...». El final no tiene mucho misterio: como tantas veces ocurre, todo había sido cosa de malentendidos. Para cuando yo llamé ya estaban cuatro para jugar y luego no me habían localizado. Es lo de menos. Lo más interesante es que, desde hace un tiempo, esta anécdota tragicómica me ha servido mejor que nada para entender la diferencia entre sentimientos primarios y secundarios. Seguro que cualquiera se reconoce perfectamente en ella. No habrá sido a partir de un partido de pelota, pero habrá sido en una discusión doméstica con la mujer o los hijos, en la relación con el jefe, cuando no he conseguido algo que me proponía o en cualquier otra situación: siempre estamos viviendo en medio de sentimientos primarios o secundarios. Los sentimientos, en su versión primaria o secundaria, permean nuestra vida. Aclaremos primero que no se trata de distintos sentimientos, sino de dos maneras distintas, o, si se quiere, dos patrones de manejar los sentimientos. Los sentimientos primarios se caracterizan por ser intensos, son breves —duran poco —, provocan empatía y llevan a la acción. Por el contrario, los sentimientos secundarios son más «sordos», se prolongan, no generan empatía sino, más bien, un deseo de ayudar que suele ser vano, y mantienen en la inacción, inmovilizan. Volviendo a mi historia: nada más sentir que mis amigos «me han traicionado» y están jugando sin mí, se desata en mí todo el sentimiento secundario de ser víctima, de minusvaloración, de fracaso. Es todo ese recorrido emocional que hago dentro de mí mientras me dirijo al vestuario. Obviamente, es un sentimiento invalidante, que me hace no tomar acciones, simplemente retirarme y sentirme víctima de mi propia forma de ser. En cambio, cuando el otro conocido con el que me encuentro me dice «te han hecho el vacío», conecto con el verdadero dolor que subyace. Y esa conexión, aunque dolorosa, me hace enfrentarme con la situación, decidir qué voy a hacer, qué acciones voy a tomar. Los sentimientos secundarios —que más que un solo sentimiento son como un «combo» de varios sentimientos enredados— son, en definitiva, un mecanismo de defensa del verdadero sentimiento que, muchas veces, tiene que ver con un dolor, una pérdida difícil de asumir. Por eso, muchas veces, el sentimiento secundario se prolonga como se prolonga un duelo. Pero llega el momento en que hay que decirle «¡basta!» al duelo, o mejor, doler lo que tenga que doler y seguir adelante.

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Es todo un aprendizaje manejarse con los sentimientos primarios y secundarios. Porque la vida, vivir verdaderamente, es estar habitualmente en sentimientos primarios: alegrarme ante una buena noticia, enfadarme cuando algo no sale, entristecerme con una desgracia, reírme con algo divertido… E ir pasando de uno a otro sin solución de continuidad y según los distintos contextos. En cambio, los sentimientos secundarios se perpetúan de forma inadecuada en las distintas situaciones. En el fondo, encierran una actitud vital defensiva que nos protege de la realidad: todo va a salir mal, las personas te defraudarán, mejor ser escéptico, etc. Decía que no hay sentimientos primarios y secundarios sino distintas versiones del mismo sentimiento. Por ejemplo, si yo me enfado y lucho frente a un atropello o injusticia que se me ha hecho, estaré utilizando la agresividad en su forma primaria; pero si mi modo de enfrentarme a cualquier situación es la de un combate de boxeo en donde por fuerza tiene que haber vencedores y vencidos, muy probablemente esté en el sentimiento secundario. La misma alegría y el estar contento que, de primeras, en principio suena a sentimiento primario, podría estar usándose de manera secundaria cuando, por ejemplo, alguien la utiliza para no conectar con el dolor o la tristeza del otro, cuando se protege de las situaciones difíciles de la vida y muestra insensibilidad. De todas formas, aunque podamos encontrar versiones primarias y secundarias prácticamente de cualquier sentimiento, sin embargo existen algunos sentimientos secundarios por excelencia que todos los seres humanos los conocemos muy bien. Candidatos habituales a este certamen de «Miss o Míster sentimiento secundario» son el victimismo, que nos desempodera, hace culpables a los otros y paraliza cualquier acción; el escepticismo, que es una manera de no implicarse, no comprometerse con nada ni con nadie; cierta intelectualización de los problemas o las situaciones, que es una forma de no conectar emocionalmente y no sentir; el chismorreo y la queja (las pálidas) que son versiones del victimismo destinadas a no hacer. Uno de los ejercicios estrella que desarrollo en mis cursos cuando presento el tema de los sentimientos primarios y secundarios consiste en trabajar en grupos con el sentimiento secundario favorito. Sí, cada uno de nosotros tiene uno o un par de sentimientos secundarios que conoce al dedillo, un sentimiento en el que uno es un especialista, un experto, un verdadero Messi o Ronaldo practicándolo. El trabajo consiste en ejercitarse en él delante de un grupo para diseccionarlo y descubrir cómo lo construyes. Algo así como escribir el manual de instrucciones de dicho sentimiento secundario. Los participantes se divierten ejercitándolo. Aprender a reírse de los propios sentimientos secundarios es el primer paso para desactivarlos. Alguno se estará preguntando a qué viene todo este ejercicio psicológico sobre sentimientos en un libro sobre empresas. Pero creo que no voy desencaminado si digo que las distintas versiones de los sentimientos primarios o secundarios las encontramos en el ambiente empresarial. Además, la efectividad, productividad y, me atrevería a 47

decir, la felicidad de una empresa está en relación directa con cuánto se mueve en sentimientos primarios y no en secundarios. Encontramos que una empresa está en sentimientos primarios cuando celebra los éxitos, discute los distintos puntos de vista, elabora los conflictos, no queda paralizada por los errores, afronta los fracasos y sigue adelante. Al igual que una persona puede pasar por distintos sentimientos según el interlocutor que tiene delante y su situación, la organización que vive en sentimientos primarios manejará los distintos contextos y no quedará bloqueada en ninguno de ellos. Todo lo contrario que la empresa que está en secundario. Signos típicos de sentimientos secundarios en el ámbito laboral son quejas, murmuración, falta de información, secretos o tabúes, comportamientos incoherentes o desproporcionados, etc. Muy a menudo, la excesiva burocracia es la manifestación externa de una empresa que está en secundario. Ni que decir tiene que una empresa así tiende a la inacción, sus sentimientos secundarios producen un ruido sordo paralizante y, en general, quien entra en relación con esos contextos se siente desmotivado, aburrido y sin energía, cuando no irritado o enfadado. Así como con un cliente que está fundamentalmente en sentimiento primario es muy fácil trabajar —sabe lo que quiere, tiene objetivos o metas claras, va a expresar lo que le pasa conteniendo mucho el lamentarse o victimizarse—, sin embargo, cuando te acercas a una empresa que vive en secundario, la probabilidad de éxito disminuye exponencialmente. Será preciso devolverle a una «posición» de sentimiento primario si se quiere tener garantía de hacer un trabajo adecuado con ella. Evidentemente, todos queremos trabajar o tener como clientes a organizaciones que están en sentimientos primarios. Una empresa así está viva, busca sus objetivos y las personas que allí trabajan tienden a realizarse más tanto personal como profesionalmente. Pero, claro, los sentimientos secundarios son parte de la vida y de las organizaciones. Eso significa que siempre nos los vamos a encontrar en el mundo profesional. Además, los sentimientos secundarios son una fuente de información sistémica de primera calidad. Pensémoslo así: si cuando recurrimos al sentimiento secundario es porque ha habido algún dolor, alguna pérdida o fracaso que no se ha podido encajar, entonces el sentimiento secundario nos está dando la pista de que hay algo en la organización que necesita ser visto, rescatado, sacado a la luz o elaborado de una manera distinta. Una vez más, el alma organizacional se muestra hacia afuera a través del sentimiento secundario hablándonos de lo que no está plenamente resuelto en ella. Si aprendemos a observar a la organización que está en secundario en clave sistémica, empezaremos a hacernos preguntas distintas: ¿qué acontecimiento ha ocurrido que todavía la organización no ha sido capaz de encajar? ¿A qué remite toda esta 48

murmuración o esta falta de información que se percibe en la empresa? ¿Qué trata de sacar a la luz este departamento cuando reacciona de esta manera tan desproporcionada ante algunas demandas? ¿Para qué tanta burocracia: qué se logra mediante esta parálisis organizacional? Moraleja: aprender a vivir, a ser felices y a desarrollar nuestro trabajo es aprender a estar cada vez más en el primario. Pero, al mismo tiempo, aprender a reconocer nuestro secundario personal u organizacional es la clave para descubrir el primario que estaba escondido y darle su lugar.

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9. LA SABIDURÍA DEL ENTREMEDIO Me he vuelto un fanático de los entremedios. Disculpad la palabra. No suena demasiado bien, pero es la que mejor traduce el inglés in-between. Todo comenzó, cómo no, a partir del trabajo sistémico. Porque percibir entremedios es percibir sistémicamente. Es decir, si hay tres personas de un equipo que tienen un determinado problema, es muy importante lo que le sucede a cada una de ellas y en la relación con la otra, cierto. Pero para trabajar sistémicamente es todavía más importante lo que ocurre entremedio de ellas: lo que pasa entre las tres. Tener esa mirada que descubre los «entre» tiene todo que ver con desarrollar la percepción sistémica. A partir de ahí, prestar atención al entre se me ha vuelto una especie de deformación profesional y me dedico a estar atento a los distintos entres que van aconteciendo en mi día a día. Considero un entremedio el trayecto que va de mi casa hasta la panadería a comprar el pan; la espera hasta que llega el taxi que me lleva al cine o al aeropuerto, lo que ocurre entre la tarde y la mañana siguiente cuando estoy dictando un curso, y otras tantas más. Me atrevo a decir lo siguiente: lo esencial de la vida se juega en los entremedios. Creo que no me equivoco. Se sabe muy bien que muchos descubrimientos y soluciones aparecen cuando se «duerme el problema» y no estamos directamente enfrentados a él. Otros que se dieron cuenta y aprovecharon los entremedios: S. H. Foulkes, creador del Grupo Análisis, parece que descubrió esta forma pionera de dinámica de grupos cuando un día se dirigía hacia su despacho de psicoanalista y pasó por delante de la sala de espera. Al ver allí a los pacientes esperando su turno, se le ocurrió qué pasaría si los juntase a todos ellos en un mismo grupo. Observando el entremedio, surgió el hallazgo. Por su parte, Harrison Owen se inspiró para su Open Space en otro entremedio. La metodología Open Space de trabajo con organizaciones, que promueve máxima libertad para estar en una reunión el tiempo que se desee, cambiar de reunión y encontrar el lugar donde uno simplemente quiere estar, le surgió a Owen a partir de su observación de lo 50

que ocurría en las reuniones de comités de dirección y otras reuniones oficiales similares. Owen se dio cuenta de que en muchas de esas reuniones los directivos realmente no prestaban demasiada atención a lo que allí se decía, sino que, más bien, estaban esperando a que llegase la pausa para poder dirigirse a algún colega y tratar los asuntos realmente importantes. Si esto es así, se dijo Owen, y se pierde tanto tiempo en una reunión ineficaz cuando lo verdaderamente interesante va a venir después, en el descanso o la comida, ¿por qué no crear un espacio que sea lo más parecido a lo que ocurre en esos entremedios? Y es así como se generó la idea de que en una experiencia de Open Space uno puede estar con quien quiera y el tiempo que quiera, mientras aquello le resulte interesante. Siento que Harrison Owen tiene una percepción del espacio no muy lejana a la mía. No estamos educados en los entremedios. Nuestra obsesión por alcanzar los objetivos pasa por alto el camino para llegar a ellos. Pero ya lo decía Kavafis 11 en su Ítaca, que en mi juventud cantábamos al compás de Lluís Llach: Ítaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte. Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás ya qué significan las Ítacas. Con una metodología corporal y sistémica, Arawana Hayashi, bailarina y colaboradora directa de Otto Scharmer en el Presencing Institute, propone lo que llama «el arte del movimiento verdadero». Va de lo mismo: nuestros movimientos van encaminados a lograr objetivos, a alcanzar metas: estamos aquí y queremos llegar hasta allá, pero nos olvidamos de todo este entremedio que va desde el aquí al allá, nos desconectamos de nosotros mismos, de nuestro cuerpo y sensaciones. Y, al vivir desconectados, no respondemos, somos solo reactivos. Arawana, que es de origen japonés, dice que en su lengua nativa existe una palabra clave para todo esto: Ma. Con Ma en japonés se hace referencia al hueco que tiene un vaso o una jarra, al espacio que hay bajo el dintel de una puerta o en el hueco de una ventana. En definitiva, Ma es un vacío que tiene que ser llenado. Pues bien, todo movimiento verdadero —personal o profesional— empieza con un Ma. Si no hay Ma, nos volvemos reactivos, creamos respuestas automáticas, puro downloading, como lo llama Otto Scharmer. Hacer Ma es aprender a vivir la vida atento a los entremedios, aprendiendo de ellos. Algo a lo que no estamos acostumbrados. Sin ir más lejos, me recuerdo en las prácticas con Arawana, siguiendo sus enseñanzas, siendo muy consciente del más mínimo movimiento para acercarme a alguien y, cuando llegaba 51

el descanso, abalanzarme al café olvidando así en un minuto todo lo que había aprendido durante dos horas... No obstante, hay esperanza. Se puede aprender la sabiduría de los entremedios. Cuando me voy fijando cada vez más en lo que sucede con un cliente entre una sesión de consultoría y la siguiente; cuando presto más atención a los comentarios off the record que me hace un amigo o un cliente; cuando disfruto los viajes y hago de la butaca del avión un lugar íntimo; cuando estoy atento al último instante antes de quedarme dormido. Aprendí hace poco que en ciertas formas del budismo tibetano se dice que el momento más sagrado de la meditación es ese instante que transcurre entre que se aspira y se espira el aire. O, como decía Etty Hillesum, en medio del campo de concentración de Westerbork: «a veces, lo más importante a lo largo de un día es el descanso que nos tomamos entre dos respiraciones profundas, o el volverse para adentro en oración durante cinco minutos» 12 . Y un pequeño secreto, algo más prosaico: las mejores ideas para este libro me han venido en la ducha, después de la ración diaria de natación o mientras voy distraído a comprar el pan...

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10. EL PARADIGMA DE LA CONEXIÓN Y LA SEPARACIÓN

Alguna vez que tengas oportunidad, prueba a hacer este ejercicio con un grupo 13 . Distribuye a los participantes en grupos de tres y diles que dos van a tratar de adivinar y el otro solo estará en silencio escuchando. Se trata de lo siguiente: los dos que tienen que adivinar conversan entre ellos y deciden acerca de los gustos, aficiones, placeres de la otra persona. ¿Le gusta más la carne o el pescado?, ¿lo salado o lo dulce? ¿Qué bebidas prefiere? ¿Adónde le gusta ir de vacaciones: al monte, al campo o a la playa? ¿Le gusta más quedarse en casa leyendo o salir con amigos? ¿Es noctámbulo o más de mañanas? Y, así, van comentando entre ellos todo lo que se les vaya ocurriendo y probando a adivinar: «Yo creo que le gusta la noche, salir a bailar». «Yo creo que le va la lectura, los libros de ensayo». «Yo creo que le gustan los animales pero solo tiene peces en su casa». El otro, mientras tanto, escucha, con cara de póquer, para no dar ninguna indicación de si van por buen o mal camino. Al cabo de unos diez minutos, se puede dar por finalizado el juego y el «observado» puede contarles a sus compañeros en qué acertaron y en qué se equivocaron. El ejercicio es inofensivo y, por lo general, todos los grupos lo aprecian. La única condición es que la adivinanza se centre en gustos y no en cuestiones psicológicas, cualidades o defectos, para que el observado no se sienta interpretado o juzgado. Simplemente guardando esta condición, sirve muy bien para romper el hielo cuando se trata de un grupo que acaba de conocerse. Pero la gracia del ejercicio y aquello que resulta más fascinante es el grado de aciertos que se obtienen: en mi experiencia entre el 70 y el 80 % 14 . Y, claro, los participantes, que son todas personas normales, se descubren más dotados para la intuición de lo que creían. El objetivo del ejercicio no es simplemente que los participantes lo pasen bien y descubran por un momento sus dotes de videntes. Va más allá. Me sirve a mí para poner encima de la mesa que, si ese porcentaje de aciertos se da, tiene que haber un modelo 53

distinto de comunicación del que habitualmente utilizamos. Estamos acostumbrados a un modelo de comunicación emisor-receptor. Yo, emisor, que tengo una determinada información, te la envío a ti, receptor, que no la conoces. Este modelo de comunicación parte de un presupuesto, de un paradigma: que somos seres separados y que, por eso, si no enviamos esa comunicación, nunca llegará a su receptor. Ahora, volvamos a nuestro experimento: en este caso, no se les da a los participantes ninguna instrucción relativa a enviar información sobre gustos, aficiones o preferencias. Y, sin embargo, nuestros aprendices de brujos ¡adivinan! El modelo de comunicación emisor-receptor no aplica aquí. Más bien, los participantes infieren la información resonando con el mundo de su compañero. Del mismo modo que el agua de un lago vibra y crea pequeñas olas resonando ante la percusión de un gong japonés, así podemos resonar ante una persona y acceder a información que, en principio, creíamos desconocida para nosotros. Pero el modelo de comunicación por resonancia tiene que partir de un paradigma distinto. El modelo emisor-receptor partía de la idea de la separación. Pero si únicamente somos seres separados, no es posible la resonancia. Para entenderla, tenemos que recurrir al paradigma de la conexión: el que, de alguna manera, estamos siempre conectados unos con otros. Lo describe el mundo de la física desde que se comprobó que a nivel subatómico se da el «entrelazamiento cuántico»: esa «acción espeluznante a distancia» que tanto inquietaba a Einstein por la cual dos partículas (por ejemplo, dos fotones) entrelazan sus propiedades de tal manera que cualquier cambio que sufra una de ellas es inmediatamente sentido por la otra, que reacciona al instante independientemente de la distancia que las separe. Si las partículas lo saben, nuestro estar en el mundo y en la realidad no puede ser ajeno a todo ello: estamos más conectados de lo que creemos con los demás, con nuestra historia y con la vida. Los dos modelos, el de la conexión y de la separación, nos son necesarios; deben coexistir. Lo que pasa es que nuestra educación racionalista y mecanicista ha tendido a privilegiar el paradigma de la separación. Es cierto: para comprender la realidad tenemos que diferenciar, establecer límites. Conocer es hacer distinciones. No solo eso: cada uno de nosotros es un ser único, especial, irrepetible. Pero esa versión también tiene su exceso: la de situarnos como seres aislados dentro del cosmos. Desde aquí, el «Is there anybody out there?» que cantaba Pink Floyd se vuelve la única realidad. La separación precisa de su contraparte: la conexión con el otro, con la vida y la realidad. El ser humano, sí, es cierto, nace; pero, también se hace al contacto con los demás y las circunstancias que le ha tocado vivir. Ahora bien, privilegiar únicamente la conexión también tiene algo de patológico: se refleja en esa actitud, bastante New Age, 54

de quererle ver sentido a todo, y que si los excrementos de una paloma me caen en la cabeza, pues por algo habrá sido... Los dos paradigmas, entonces, se han de complementar mutuamente y desde ahí surge una visión más completa y profunda: estamos siempre en conexión y, a la vez, cada uno sigue siendo él mismo, único, irrepetible, distinto de los demás. En la sabia combinación de estos dos paradigmas radica el secreto para comprender y resolver muchos de los problemas de la vida. Porque gestionar adecuadamente la vida tiene todo que ver con reconocer cuándo toca conectarse, acercarse y unirse más, y cuándo toca separarse y tomar distancia. A veces, cuando estamos bloqueados en un problema, la solución consiste en recuperar o rescatar un recurso que teníamos olvidado. Puede tratarse de recuperar una experiencia pasada que nos ayude a ver el problema desde una nueva luz; o darnos cuenta de que tenemos olvidada una cierta cualidad o competencia que podríamos utilizar en esta situación; o simplemente acercarnos a alguien que nos pueda apoyar, o romper con la distancia que nos mantiene alejados. O sea, conectar. Otras veces, en cambio, se trata de separar. Así, cuando aprendemos a reconocer que la situación de hoy no es la misma de la de ayer; o cuando tenemos que diferenciar entre la generalización o prejuicio que hacemos de un determinado grupo y la persona concreta que tenemos delante. ¿Cuánto tengo que implicarme con mi trabajo, entregarme a él y darlo todo, y cuánto tengo que aprender a tomar distancia para que no me coma? ¿Dónde está la sabiduría que me enseña a encontrar el punto de equilibrio en el que soy capaz de responder de mi equipo y sus necesidades y, al mismo tiempo, saber seguir las orientaciones que me vienen «desde arriba»? El trabajo sistémico con organizaciones no es sino una aplicación de estas claves de conexión, separación y equilibrio. Cuando nos acercamos a un problema con ojos sistémicos, tratamos de ver si lo que se está precisando es más conexión, más separación o más equilibrio. A veces, para que un jefe se haga con su liderazgo tendrá que aprender a separarse de su equipo de manera que haga visible su autoridad. Pero, otras veces, puede ser precisamente lo contrario: no es capaz de liderar porque no consigue conectar con su gente. Y, muy a menudo, se trata de encontrar la dosis adecuada, equilibrada, de lo uno y lo otro. Recuerdo que de niño jugaba a cerrar alternativamente el ojo izquierdo y el derecho, y comprobar con sorpresa que si no movía la cabeza, el mundo y los objetos adquirían una perspectiva distinta según el ojo con el que los mirase. Lo que me divertía del juego era que parecía que las cosas estaban en dos sitios a la vez. Algo así es mirar la vida alternativamente desde el paradigma de la conexión y de la separación. Desde el ojo de la separación, nadie es igual a nadie en este mundo y cada uno tiene que aprender a 55

reconocerse distinto de los demás. Pero eso es solo una forma de mirar. Si cerramos el otro ojo, tenemos otra perspectiva, la de la conexión: estamos más unidos de lo que creemos con todos y todas las cosas. Pero esta es solo otra manera de mirar. Ahora bien, lo curioso del juego era que si lentamente, enfocando con «ojos blandos», íbamos superponiendo la perspectiva de un ojo sobre la del otro, entonces el objeto ya no se movía y adquiría la profundidad de lo tridimensional. Esa es la visión sistémica y ahí está el aprendizaje: cuánto conectar y cuánto separar. O sea, la sabiduría del equilibrio. Me viene a la memoria una película sueca de hace años, Las mejores intenciones. El título ya de por sí lo decía todo: cómo las mejores intenciones pueden llevar a los peores fracasos. Así, en la película, los padres de una joven enamorada, con las mejores intenciones y por el bien de su hija, le leen una carta de su enamorado y eso acarrea grandes problemas. La hija se casa y con las mejores intenciones sigue a su marido, pastor protestante, a un destino aislado de Suecia, donde desde la excesiva conexión prácticamente llegan a la violencia física y, posteriormente, al divorcio. Y otro sinfín de buenas intenciones con los peores resultados. Pero voy directo a la escena final de la película. En ella, aparece un parque con dos bancos separados varios metros entre sí. La protagonista está sentada en uno de ellos y se ve cómo se acerca su antiguo marido y se sienta en el otro banco. Desde allí le pregunta: «¿Todavía me amas?». A lo que ella le contesta: «Nunca dejé de hacerlo». Y entonces la cámara se va alejando y la película acaba. Los dos han aprendido —finalmente y sin «mejores intenciones»— a equilibrar: a seguir conectados, en la distancia.

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11. EL TRIÁNGULO DE POLARIDADES Vamos a dotar de color y contenido a esos términos más técnicos y espaciales de conexión, separación y equilibrio. Lo empezó haciendo ya Kant, cuando planteó las tres preguntas que resumían todo aquello a lo que debía contestar la filosofía —¿qué puedo saber?, ¿qué tengo que hacer?, ¿qué me cabe esperar?— cuyas respuestas, según él, condensaban, en definitiva, la cuestión fundamental de qué es el hombre. Y es cierto que esas tres preguntas abren, por tres caminos distintos, el acceso a algo así como la sabiduría. Veamos cómo 15 . En términos generales, podemos decir que hay personas que entran en la vida a partir del conocimiento (¿qué puedo saber?). Para algunos de nosotros conocer, entender la realidad, comprender las situaciones, lo que nos rodea, es la vía de entrada favorita. Nuestra cabeza necesita explicaciones que den respuesta a los problemas, a los misterios de la vida. Hay otros para quienes la clave del entendimiento no es tan importante: lo prioritario es actuar, tomar decisiones; pasar de la comprensión a la acción. En definitiva, es también ordenar, establecer distinciones, diferenciar. Para dichas personas, ya no es tan prioritario lo que piensa la cabeza, cuanto «poner manos a la obra». Son esas personas para quienes la pregunta kantiana «¿qué tengo que hacer?» es el motor en su vida. Por último, están quienes viven no tanto desde la cabeza ni desde la acción, sino desde el corazón. Para aquellos el sentimiento es el órgano prioritario de contacto con la vida. La vida y la realidad van de confiar, esperar, amar. Anteponen el sentir y la intuición (¿qué me cabe esperar?) al pensamiento y la acción. Ningún tipo es, en principio, mejor que el otro: cada uno de estos tres polos son como tres grandes fuentes o puertas de entrada a la existencia, de manera que tenemos que aprender a amar, a pensar y a actuar si queremos sentirnos completos. Podríamos dibujarlo como un triángulo equilátero con tres vértices que representasen cada una de estas dimensiones desde las cuales se accede a algo central que es la sabiduría, la plenitud o la vida lograda. 57

Así pues, estos tres polos nos ponen de lleno ante tres fuentes globales de la existencia: el amor, la acción y el conocimiento. Y estas tres palabras se pueden sustituir por otras tantas que nos están hablando de las mismas dimensiones de la existencia: la estética, la ética y la lógica o, lo que es lo mismo, lo bello, lo bueno y lo verdadero. O, si se quiere también, el corazón, las manos y las piernas, y la cabeza.

Figura 11.1. Evidentemente, no se trata de blanco o negro. Cada uno de nosotros encuentra su modo particular de negociar la vida. Uno puede sentir que privilegia la acción, pero acompañada de buenas dosis de teoría o conocimiento detrás. O puede ser alguien para quien el amor es la fuente de su vida, pero un amor que se verifica en actos. Es más, nuestra manera de entrar puede variar según los distintos ámbitos en que nos movemos, e incluso ir cambiando a lo largo de la vida. Puede ser que en mi vida personal privilegie mucho el sentir y, en cambio, en el trabajo sea un hombre de acción. O tal vez me recuerdo mucho más activo en mi época de juventud y ahora más meditativo, más intelectual. Y así, infinidad de variantes. Como decía, cada una de estas dimensiones son fuentes de la vida y, a la vez, puertas 58

de entrada hacia lo que sería algo así como la sabiduría, entendida esta como el compendio de la vida lograda, plena. Cada uno de nosotros tratamos de acercarnos hacia esa plenitud privilegiando uno de estos caminos. Es como la ropa en la que nos sentimos más cómodos. Las distintas religiones han encontrado su modo particular de entender el camino hacia Dios o hacia una vida en plenitud privilegiando uno de estos caminos: para el cristianismo sería el amor; para el judaísmo es la acción: cumplir la Ley; en el islam, se trata de conocer a Dios. Y dentro de cada tradición, cada uno tiene su particular manera de privilegiar uno u otro camino. En la tradición cristiana, que yo conozco mejor, un Francisco de Asís sería el representante del camino del amor para acceder a Dios; Ignacio de Loyola y su Compañía de Jesús acentúan más llegar a Dios a través de la acción; mientras que la Summa Theologica de Tomás de Aquino es el acceso a Dios a través del conocimiento. Y algo parecido se podría decir de Amida, Theravada o la escuela Nyingma en el Budismo; Rumi, Al-Ghazaly o Ibn-al-Arabi en el Islam; o Baal Shem Tov, Pinkus Lapide o Martin Buber en el Judaísmo. ¿Cómo enlaza todo esto con el mundo de las organizaciones y las empresas? En primer lugar, a nada que seamos medianamente creativos podemos encontrar otras tantas palabras con las que se habla de estas dimensiones en el contexto organizacional. Por ejemplo, podemos acercarnos a observar la organización desde una de estas tres claves: la comunicación (dimensión de la confianza), la información (dimensión del conocimiento) y la estructura (dimensión del orden y la acción). O también, podemos hablar de cohesión, know-how y ejecución. Y así, podemos recurrir a infinidad de conceptos que se refieren a cada una de estas tres dimensiones. Pero, más allá de las palabras, lo interesante es que estas tres dimensiones o fuentes del ser nos están hablando de algo complementario e integrador. Cuando nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestra voluntad están abiertos, nos sentimos completos y podemos dar lo mejor de nosotros mismos. De igual modo, una organización que tiene sus canales abiertos a los tres polos es garantía de buenos resultados. Pensemos, por ejemplo, en un proyecto, o en la configuración de las competencias de un equipo: cuando las tres dimensiones están presentes y fluyen con libertad, el proyecto o el equipo podrán incorporar las cualidades necesarias de confianza, conocimiento y acción para su desarrollo. De hecho, cualquier proceso organizacional debería tener su dosis de empatía, conexión del equipo o confianza, junto con la suficiente información o comprensión de lo que nos traemos entre manos, acceso al know-how, etc., y evidentemente, tendrá que concretarse en actuaciones, resultados, hitos concretos. Del mismo modo, si en un departamento la comunicación, información y estructura son sólidas y transparentes, entonces esa organización está integrada y puede encaminarse sin obstáculos hacia sus objetivos. Hace poco tuve una interesante experiencia donde pude comprobar la importancia 59

que tiene acertar bien con la dimensión adecuada del triángulo que se precisa en una determinada situación. La cosa va más allá de un mero juego de palabras. Estábamos trabajando con un equipo en la creación de una visión compartida. Desde el lado de la gerencia se trataba de inculcar al grupo de subgerentes la necesidad de trabajar todos juntos en los cambios necesarios para crear una división de la organización innovadora, proactiva y eficiente. El grupo de gerentes había estado elaborando lo que querían conseguir de aquí a tres años y uno de sus aspectos fundamentales lo definían como «ir todos en el mismo barco». Curiosamente, esta formulación provocó en los subgerentes una sutil resistencia que se manifestó en una larga discusión al respecto que no llevaba a ninguna parte. Hasta que nos dimos cuenta de lo que realmente ocurría: hablar de «ir todos en el mismo barco» sugería veladamente una falta de conexión entre los subgerentes con sus superiores. Pero ellos no se sentían así: no es que ellos no se sintieran implicados, conectados con el resto. Cambiamos esa formulación por la de «encontrar un funcionamiento nuevo y mejor en la división», y así sí se sintieron aludidos e identificados: hubo un suspiro de alivio y tranquilidad general, y entonces sí: con esa formulación que aludía a falta de orden y acción —pero no a falta de conexión— ellos sí se podían embarcar con sus superiores hacia un cambio y una visión nueva del área. La misma utilidad de estas dimensiones la podemos encontrar cuando nos enfrentamos, por ejemplo, a un proceso de marca. En este caso, conviene que el logo que está proponiendo la empresa cumpla, a la vez, estas tres funciones: uno, comunicar, conectar con el público objetivo a quien se dirige la empresa; dos, que dé información, que le cuente a ese público cuál es la propuesta de valor del producto o servicio; tres, que lleve a ese posible cliente a actuar, ya sea comprar, solicitar sus servicios, etc. Un logo o un proyecto de marca al que le falte una de estas dimensiones se quedará chato, incompleto, y esas deficiencias las pagará la organización. A menudo, estas tres dimensiones sirven para explicar los conflictos o dificultades que vive un equipo. Generalmente en los equipos suele haber una tensión entre quienes apuestan por la relación, la confianza y la cohesión como claves del buen desempeño, y quienes dicen que, de acuerdo, eso está muy bien, pero lo que es importante es la ejecución, los resultados. Y entre lo uno y lo otro, a veces escasea la información, el know-how o conocer bien qué es lo que se está pidiendo del equipo. Un equipo en el que estas tres claves estén debidamente conjuntadas y equilibradas tiene los fundamentos para funcionar en su mejor versión. En cambio, si determinadas dificultades se viven en un equipo o una organización, esto es porque normalmente, de algún modo u otro, una de estas dimensiones ha quedado debilitada o herida. Me explico: como señalaba anteriormente, cada una de estas dimensiones hace referencia a ciertas fuentes del ser o de la existencia. Y una fuente es, por naturaleza, inagotable. En otras palabras, la confianza, el conocimiento y la acción 60

son recursos infinitos. Por eso, la confianza no se agota porque confiemos, sino todo lo contrario: si nos sentimos caminando en suelo firme, tendemos a confiar más y más. El conocimiento no termina, sino que, cuando somos atrapados por algo nuevo que aprendemos, queremos saber más y más acerca de ello. Y lo mismo con la acción: producir buenos resultados nos lleva generalmente a seguir procurándolos. Cuando el acceso a la fuente inagotable de recursos de amor, confianza y orden está abierto, tomamos de ella y nos sentimos plenos: la confianza o el amor generan más amor y confianza; conocer algo crea el deseo de seguir aprendiendo; la buena acción genera deseos de ser mejores. Pero si no logramos (o si una organización no consigue) encontrar el acceso a esa fuente de recursos infinitos, es porque algo nos ha cerrado el paso. Por eso, si la confianza se tambalea, es que ha habido algo que la ha hecho tambalearse. Si hay una crisis en el conocimiento, es que hemos confundido al conocimiento, como recurso infinito, con algún tipo de conocimiento parcial. Si el actuar está bloqueado, esto quiere decir que en algún momento algún tipo de actuación paralizó o se nos volvió en contra. Dicho de otra manera, reconocer la fuente infinita de la confianza, del conocimiento y de la acción nos puede ayudar a entender las veces en que hemos confundido esas fuentes infinitas con versiones parciales y limitadas de las mismas. ¡Nos pasa eso tantas veces en la vida! Somos nosotros quienes hemos limitado esos recursos y los hemos confundido con la fuente infinita de donde brotan. Pensemos en nuestra vida personal: nos cerramos al amor cuando nos hemos sentido heridos o traicionados en una relación, sin darnos cuenta de que confundimos la versión limitada y deficiente del amor con el amor en su versión infinita e inagotable. Muchas veces hemos entrado en conflicto con el conocimiento cuando, leales a un maestro, ideología o forma de pensar, no hemos reparado en que cualquiera de estas era una forma limitada de conocimiento, y sin embargo, el conocimiento es más. Hemos podido quedar paralizados en la acción cuando determinadas actuaciones del pasado tuvieron como consecuencia resultados negativos o dolorosos sin, de nuevo, darnos cuenta de que aquellas eran solo versiones limitadas de nuestra capacidad de actuar. Pero lo mismo ocurre en el mundo laboral y organizacional. Confundimos la confianza de que el equipo puede llevar adelante el proyecto con aquella ocasión, concreta y específica, en que confiamos y el proyecto fracasó. Bloqueamos el paso al recurso inagotable del conocimiento porque, ante la situación y problema actual, queremos aplicar las mismas nociones y conceptos que en una situación anterior nos funcionaron muy bien, sin darnos cuenta de que se trata de momentos o situaciones distintas que requieren un nuevo conocimiento o proceder. En el pasado, determinada decisión fue un error y ahora nos sentimos incapaces de volver a decidir y actuar. ¿Cuál de estas fuentes no brota con toda la abundancia que debiera? ¿Cuál de ellas se ha quedado debilitada o reducida en una determinada situación o contexto? Aquí aparece 61

toda la plasticidad de este modelo porque desarrollar la capacidad de distinguir entre estos tres polos nos permite ver dónde nuestros proyectos, equipos, marcas, productos, etc. han quedado cercenados y cómo restablecer el acceso a la fuente correspondiente para que estos sean más integrales, más completos, más plenos. Tan solo un pequeño experimento para que te ejercites en estas distinciones. Entra en una empresa, en una tienda; o, también, observa un producto o un logo y simplemente pregúntate: si algo le faltara a esta empresa, logo o producto, ¿qué sería? ¿Más capacidad de comunicar, de contactar? ¿Más información o conocimiento? ¿O más capacidad de acción? Y si todavía no se ha percibido la manera práctica de utilizar este esquema, aquí va un pequeño ejercicio para hacer con un equipo. Pensad en un proyecto, una tarea, una formación en la que estáis inmersos. A continuación, dibuja en la pizarra o en un papel, o diseña en el suelo el triángulo traduciendo cada una de las palabras de los vértices a aquella que esté más en relación con lo que os traéis entre manos, de manera que todos los participantes sepan de qué estamos hablando: en un caso, puede ser confianza, comunicación, relación, trabajo en equipo para el vértice del amor; información, conocimiento, know-how, para el polo del saber; orden, acción, responsabilidad, compromiso para el polo que tiene que ver con el actuar, o cualquier otra. Se trata de que todos tengan claro de qué va el triángulo. Propón entonces a tu equipo que cada uno de ellos haga una señal o coloque una ficha o post-it en la posición del triángulo donde siente que está el grupo con respecto al proyecto o tarea; ¿qué siente que este equipo está fortaleciendo más en este momento: el factor confianza, el conocimiento o la acción? 16 Conviene que se entienda que esa posición no tiene que estar en un único eje sino que puede ser una posición en relación con los tres ejes: más cerca de uno y más alejado de otro, en el medio, apuntando en una determinada dirección pero apoyada en uno de los vértices, etc. Así, rápidamente, el equipo obtiene una visión intuitiva de cuál de las tres dimensiones está siendo privilegiada y cuál desatendida. A continuación, se puede pedir a los participantes que, con un marcador o ficha de otro color, señalen hacia dónde creen ellos que debería encaminarse el grupo, qué nueva posición tendría que encontrar en este momento para el fortalecimiento del proyecto o tarea.

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Figura 11.2. En muchas eternas y paralizantes discusiones de equipos, detrás de palabras técnicas y argumentos sofisticados no están sino estos diferentes puntos de vista sobre los mejores caminos para el mejor desarrollo de un proyecto o tarea. Un ejercicio tan simple como el propuesto ayuda a sintetizar opiniones o puntos de vista que, en innumerables ocasiones, se convierten en fuente de conflictos personales. Decíamos al comienzo del capítulo que íbamos a dotar de contenido y color a los conceptos más formales de conexión, separación y equilibrio. Y es que aprender a ver una empresa, un equipo, un proyecto o una situación organizacional cualquiera bajo la luz de estos tres focos —la confianza, el conocimiento y el orden— tiene que ver con adiestrarse en lo sistémico. Porque estos tres focos nos están hablando de las distintas maneras de conectarse, separarse o balancear situaciones; de lo que va bien en la organización y de lo que falta o tiene que recomponerse para recuperar la armonía y la 63

fluidez en el sistema. Porque, ¿qué es amar, confiar o sentir sino una forma de estar en contacto con el otro, de «ir hacia», de conectar? Igualmente, actuar, ordenar o tomar decisiones son formas de separación, porque quien actúa o toma decisiones está dejando atrás, se está separando de las distintas posibilidades que se le ofrecían para optar por una de ellas. Por último, solo se conoce algo cuando se es capaz de conectarlo, de vincularlo con un conocimiento previo pero, al mismo tiempo, se separa, creando la adecuada distinción que establece la novedad de lo que se conoce. Si no hay distinción, solo hay mera repetición y no adquisición de conocimiento. Recojamos ahora nuestras dos versiones del triángulo. Ese al que hemos dotado de color y contenido mediante palabras como amor, conocimiento y orden, podemos llamarlo triángulo virtuoso. Mientras que el que expresábamos con términos más abstractos como conexión, equilibrio y separación, podemos llamarlo triángulo neutro o lógico. Pero, como muestra la figura, cabe todavía hablar de una versión deficiente del mismo triángulo. Así, la gula o adicción, la dependencia serían las versiones deficientes de la conexión. Es ese obsesivo ir hacia algo, dependiente y apegado, que es incapaz de encontrar la distancia adecuada. También, a la forma deficiente de la separación la solemos llamar odio. Uno intenta separarse pero, al no conseguirlo, odia. Por último, la incapacidad para equilibrar la conexión y, a la vez, establecer distinciones —que es lo propio del conocimiento— la llamamos indiferencia: da igual. Todos conocemos estas tres versiones: la gula o adicción, el odio y la indiferencia. Es el enamorado, abandonado por su pareja, que no logra restablecer su vida porque sigue conectado a la mujer que le dejó. Es aquel que resultó herido o dañado por alguien y odia porque es la única forma que ha encontrado de separarse de aquel incidente y de aquella persona. Es la madre de un hijo adolescente a quien la situación le desborda porque ya no sabe qué hacer con él y todo le da igual: no sabe encontrar el equilibrio que la mantenga conectada a él y, al mismo tiempo le ponga límites. No obstante, no es lo mismo decir que alguien es dependiente de una relación o adicto a una droga, o un jefe obsesionado con alguien, que entender la conexión deficiente, por excesiva, que allí se está dando. No es lo mismo juzgar a alguien porque odia, que entender los intentos —inadecuados— de esa persona o grupo de encontrar la adecuada separación. No es lo mismo criticar a alguien por «ser pasota» en relación con un trabajo, encargo o situación, que entender que se trata de una incapacidad de su conocimiento para equilibrar conexión y separación.

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Figura 11.3. Bajo esta perspectiva se pueden ver de otra manera distintas situaciones: la del profesional que no es capaz de implicarse con el nuevo proyecto porque todavía no 65

consigue olvidar y está obsesionado con un antiguo fracaso; la del trabajador que no sale del odio contra su antigua empresa por el despido improcedente que vivió; la del director general que se dedica a jugar con el ordenador porque está desbordado con la situación y ya todo le da igual en la empresa... Entonces, aquí, una vez más, se despliega ante nuestros ojos la sabiduría de lo sistémico. Nuestro triángulo se ha transformado en un «prisma sistémico», con sus versiones virtuosa, neutra y deficiente, que nos indican de qué maneras, mejores o peores, las personas encuentran los mecanismos para conectarse, separarse y equilibrar interacciones en distintos contextos. Pero es distinto decir de las personas que son dependientes o resentidas o indiferentes, que entenderlas como quienes están tratando de resolver —a veces inadecuadamente— asuntos que tienen que ver con la conexión, la separación o el equilibrio. Desde esta mirada, las personas ya no son tal o cual cosa — adicto, indiferente o resentido— sino que aprendemos a verlas como intentando resolver situaciones que implican vincularse, separarse y/o hacer lo uno y lo otro en determinados contextos. No es otra cosa que esta aprender la clave sistémica: dejar de atribuir propiedades a las personas y aprender a mirarlas en relación con los contextos en que se mueven. Sin duda alguna, esto nos hace desarrollar una mirada más compasiva hacia los demás y hacia nosotros mismos.

NOTAS 4 Porter, J. P. y Kramer, M. R. (2011). Creating shared value. Harvard Business Review, enero-febrero. 5 Cf. Aristóteles (1986). De Anima, libro II, cap. 1. Buenos Aires: Leviatán. 6 Cf. Buber, M. (1998). Yo y tú. Madrid: Caparrós Editores. 7 La visión estereoscópica es esa cualidad que permite percibir la distancia, el tamaño y la profundidad de los objetos. La visión estereoscópica se sirve de esa distancia que hay entre los ojos, de unos 7 cm, que hace que cada ojo tenga su propia manera de ver las cosas. De niños hemos jugado muchas veces a esto: fijarnos en un punto y cerrar alternativamente uno y otro ojo para darnos cuenta de cómo parece que se mueve un poco ese objeto. 8 Debo la expresión a Jane Patterson. 9 Cf. Sacchi, A. (2015). Calcio totale. La mia vita racconatata a Guido Conti. Milán: Mondadori. 10 Quien quiera iniciarse en su trabajo puede leer: Mindell, A. (2006). El cuerpo que sueña. Barcelona: Rigden Institut Gestalt. También, Mindell, A. (2010). Processmind. Wheaton, Ill.: Questbooks. 11 Cf. Kavafis, K. (1976). Poesías completas. Madrid: Hiperión. 12 Hillesum, E. (1996). An interrupted life. The diaries and letters from Westerbork 1941-1943. Nueva York: Henry Holt and Company. 13 Lo aprendí de Elisabeth Ferrari. 14 Recientemente, la Universidad de Washington ha desarrollado una versión «científica» de este ejercicio: utilizando participantes que se encuentran en localidades distintas, el experimento se proponía investigar la capacidad de «leer el cerebro» de otra persona. Los resultados se correspondían con los míos: alrededor del 72 %

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era capaz de adivinar el pensamiento del otro. 15 El esquema de polaridades de creencias que describo a continuación y su consiguiente traducción en una constelación es una brillante creación de Insa Sparrer y Matthias Varga von Kibèd. En estas páginas no hago otra cosa que glosarlo y hacer alguna pequeña aportación. 16 Las preguntas pueden ser diferentes: ¿dónde está el grupo?, ¿dónde percibe cada uno que está posicionado?...

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PARTE SEGUNDA ENTENDER CON OTRAS CLAVES

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12. PRINCIPIOS SISTÉMICOS I: RECONOCER LO QUE ES

Estaban ahí, pero no nos habíamos dado cuenta. Al igual que, cuando niños, fuimos descubriendo que aquello que lanzábamos al aire acabaría cayendo al suelo, o que cuando tirábamos una pelota contra la pared, rebotaba y volvía a nosotros, del mismo modo, determinadas experiencias con familias, con equipos y con organizaciones nos han puesto en contacto con ciertos principios sistémicos que siempre han estado ahí. Lo que ocurre es que no son, a primera vista, tan evidentes como la ley de la gravedad. Para reconocerlos hacía falta darse cuenta de cómo los elementos —personas, grupos o equipos— están implicados unos con otros; que se dan conexiones implícitas que una visión plana de la realidad pasa por alto. Por eso, los principios sistémicos nos guían a la hora de entender y dar solución a situaciones que todos conocemos y sabemos identificar, pero que no lográbamos corregir o sanar. Para empezar necesito aclarar y subrayar un punto: los principios sistémicos no son normas o reglas sobre cómo tiene que organizarse una empresa. Las empresas son como son, surgen como surgen y pueden desarrollarse siguiendo infinitos caminos. Por eso, los principios sistémicos no son un «catecismo» de lo que debe o no ser la empresa. Y digo «catecismo» a propósito, porque me encuentro a menudo con gente que ha oído hablar de los principios sistémicos, conoce el trabajo con constelaciones, pero hace de todo ello una lectura cuasi religiosa. Y eso no es. Me siento particularmente molesto cuando compruebo una y otra vez que colegas míos que enseñan este trabajo sistémico hacen una aplicación normativa y moralizante de estos principios. Te dicen, con base en los principios sistémicos, cómo tienen que ser las organizaciones, que hay que honrar al jefe, incluso quién tiene que hablar primero en una reunión o dónde te tienes que sentar. Se hace de estos principios una especie de leyes morales o pseudorreligiosas sobre cómo tienen que funcionar las empresas y las organizaciones, no pocas veces acompañándolas de rituales tomados del ámbito de las constelaciones familiares que son auténticos aliens para el mundo empresarial. Lo más lamentable de toda esta mala práctica es que ha contribuido al descrédito del trabajo sistémico en general y a una visión pacata del 69

mismo. Por poner un ejemplo, en una ocasión se nos solicitó la intervención de consultoría en una organización que quería involucrar a todos sus trabajadores en el proceso de planeamiento estratégico. La apertura de la organización a la participación de todos los trabajadores en el proceso no se correspondía con el ambiente agresivo y defensivo que percibimos en la primera reunión con todos ellos. No entendíamos qué pasaba. Solo algunas sesiones más tarde supimos el origen de la animadversión hacia nosotros: hacía un par de años habían realizado un proceso con otra consultora que, según decía, trabajaba desde el planteamiento sistémico. Pues bien, siguiendo los «preceptos sistémicos» que ellos manejaban, prácticamente habían obligado a los trabajadores de la empresa a hacer una reverencia ante su director porque, según ellos, esta era una manera de respetar el principio de jerarquía en la organización. Sabiendo que los consultores que venían en esta ocasión también trabajaban de manera sistémica, ciertamente estaban al acecho y con las uñas bien preparadas ante lo que estos nuevos consultores sistémicos les obligarían a hacer en esta ocasión... Los principios sistémicos tienen una naturaleza «curativa», a menudo preventiva, y de guía, pero no establecen lo correcto o incorrecto de una determinada forma de organizarse una empresa o un sistema en general. Pensemos en la ley de la gravedad: está ahí, pero no es ni buena ni mala. Para el que le gusta el paracaidismo, es la posibilidad de un excitante momento de placer; pero el que tiene hijos pequeños debe contar con ella y tener las ventanas bien cerradas para que el niño no se asome más de la cuenta. Así, los principios sistémicos no son normas morales sobre cómo tienen que ser los sistemas, ya se trate de familias, grupos u organizaciones: están al servicio de prevenir o corregir situaciones de desorden o irritación que se puedan dar en un sistema. De manera que los utilizamos así: cuando se observan determinadas situaciones organizacionales que presentan problemas, o bien recurrimos a los principios sistémicos para prevenir o guiar una determinada intervención, o bien acudimos a ellos para entender qué está pasando en la organización y cómo podemos corregirlo. O sea, al igual que el cardiólogo puede recomendar determinada alimentación para que el corazón y el organismo en general funcione adecuadamente, de igual modo, teniendo en cuenta los principios sistémicos, podemos establecer determinadas estrategias o prácticas que ayuden a que la organización fluya adecuadamente. Pero esto no quiere decir que los principios establezcan por sí mismos lo que es bueno o malo para una organización o cómo esta debe gestionarse. Era necesario hacer esta aclaración previa para que se entiendan en su justa medida los principios de los que hablaremos a continuación. El trabajo sistémico ha puesto de manifiesto que una organización y, en general, cualquier grupo humano (una familia, un equipo) se encuentra ordenado y fluirá adecuadamente cuando se respetan ciertos principios. Por el contrario, el no respeto de dichos principios tiende a generar 70

«irritaciones» en el sistema. «Irritación», evidentemente, es una forma de hablar: esta se manifiesta en desorden, utilización de excesiva energía para que el sistema funcione adecuadamente, disfunciones, etc. Generalmente se habla de tres principios sistémicos básicos, y en multitud de libros que hablan de constelaciones sistémicas —incluido el que yo escribí hace algunos años 17 —, se enumeran separadamente como el principio de pertenencia, el principio del equilibrio entre dar y tomar, y el principio de orden. En la actualidad prefiero seguir el planteamiento estructural de Insa Sparrer y Matthias Varga von Kibèd. Me parece más sistémico, mejor desarrollado y que explica mejor todo el asunto. A su vez, veremos que se aplica muy bien a las situaciones de empresa 18 . Partimos de dos metaprincipios básicos: el metaprincipio de «reconocer lo que es» y el «principio de compensación». Y los llamamos metaprincipios porque permean a los demás principios que enumeraremos a continuación y que tienen que ver con cómo se va creando y desarrollando un sistema, desde lo que significa garantizar que exista hasta sus movimientos de crecimiento, expansión y fortalecimiento. Pero vayamos por partes. Comencemos por el primer metaprincipio: «reconocer lo que es» significa que «lo dado debe ser reconocido». En otras palabras, no podemos negar cómo son o han sido las cosas. Quien fundó la empresa fue quien la fundó. El primer trabajador que llegó fue el primero; las vicisitudes que se sucedieron fueron las que fueron. No podemos negar la realidad. En psicología se dice que la negación de la realidad es señal de psicosis. Lo mismo podríamos decir de una empresa: negar lo que es o ha sido y no aceptar cómo son las cosas es la mejor manera para no resolverlas. Más adelante, cuando veamos cómo se desarrolla un sistema y los principios que rigen ese desenvolvimiento, encontraremos alguna aplicación práctica ulterior de este principio. Pero ya ahora me gustaría incidir en una consecuencia práctica y bien útil. La formulo así: reconocer lo que es o, por lo menos, no negar lo que hay implica que lo que aparece en una organización es la mejor solución que ha encontrado el sistema hasta ese momento. Puede parecer una obviedad y, sin embargo, tiene unas consecuencias bien prácticas a la hora de entender e intervenir en una organización. Aquello que vemos cuando nos acercamos a una empresa, con toda la problematicidad que muestra, con todas las cosas que hayan podido estar mal hechas, aspectos sin solucionar, etc., debe ser reconocido como la mejor solución del sistema hasta el momento. Simplemente percibirlo así implica todo un cambio a la hora de mirar el asunto: en vez de juzgar, comprender; en vez de colocarse en un lugar superior, estar al servicio; en vez de pensar en respuestas ideales, contar con lo que hay. Un ejemplo de la forma opuesta a esta manera de funcionar ayudará a resaltar el punto que queremos mostrar. Aunque suene a caricatura, es real y me la contaba un empresario que había sido «asaltado» por un grupo de consultores «expertos» en esta 71

técnica, el timo de la estampita de la consultoría. Según él relataba, existe cierto grupo de consultores, todos ellos procedentes de altos cargos de empresa, que suelen acercarse a un empresario normal y proceden a preguntarle cómo tiene organizada su empresa. Prácticamente como todos, el empresario ha hecho lo que buenamente ha podido: la empresa no es perfecta, con los mimbres que tenía desarrolló lo que pudo, solucionó los problemas a su manera y así siguió adelante. Los consultores le escuchan y entonces le preguntan si no tiene tal y tal y tal herramienta de gestión, calidad, esto y lo otro y lo de más allá. A lo que el empresario, ya bastante culpabilizado por no haberse dado cuenta de la imperiosa necesidad de contar con todos esos artilugios, responde acomplejado que no. Los consultores le dicen que no se preocupe, que ellos van a desarrollarle un plan de trabajo, basado en unas entrevistas previas —que, por cierto, le van a costar una bonita cantidad— y que, a partir de ello le desarrollarán el plan ideal para que su empresa funcione adecuadamente. El empresario, sintiéndose aliviado, porque al fin encontrará la solución a todos los problemas y, confiado en la gran experiencia y solvencia de esos consultores, pica el anzuelo. La empresa se ve entonces inmersa en un largo proceso de entrevistas, valoraciones y análisis que culmina con un informe supuestamente ad hoc, pero que no es más que el «manual de la empresa perfecta»; algo así como el libro de teoría de desarrollo organizacional que uno estudiaría en una universidad, tan completo y bien fundado como teórico e irreal. El empresario abre el informe, empieza a leerlo, pero aquello es tan ajeno y distante de su realidad organizacional que no sabe ni por dónde empezar a aplicarlo, de manera que, al poco tiempo, el precioso informe está colocado en un estante de la biblioteca, junto a otros magníficos libros de teoría empresarial. Por el camino se han ido quedando muchos recursos, personales y económicos. Alguno, tal vez, empresario o consultor, se sienta retratado. El metaprincipio y la actitud correspondiente de «reconocer lo que es» quieren ser lo contrario a la forma de funcionar de aquellos consultores. La actitud opuesta a la de la solución ideal es la que se expresa detrás de la pregunta: «¿cuál es el próximo paso?». El «próximo paso» nos saca de los mundos de Yupi y nos coloca de frente ante la realidad. No hay próximo paso que no implique acciones concretas, ya sean pruebas, ensayos o intentonas. En estos tiempos, a veces al acostarme, me imagino escribiendo el libro perfecto, el Premio Nobel del pensamiento sistémico; ya de mañana me acuerdo que de lo que se trata es de escribir la página siguiente. Suena a broma, pero todos sabemos que es así. Es más, este es el secreto de una buena estrategia organizacional: soñar la empresa y, sin perder de vista ese sueño, alinear el próximo paso en la misma dirección.

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13. UNA APLICACIÓN PARTICULAR: EL PRINCIPIO RECTOR

No se trata tanto de uno más entre los principios sistémicos que estamos mencionando en estas páginas, sino de una consecuencia interesante del primer metaprincipio, «reconocer lo que es», que hemos abordado en el capítulo anterior. Porque «reconocer lo que es» significa, entre otras cosas, reconocer las fuerzas e impulsos que han traído a un sistema hasta el día de hoy: es decir, reconocer el principio rector de la organización. Retomando la caricatura que describíamos en las páginas anteriores, si algunos consultores se empeñan en mostrar todas las deficiencias y lagunas que presenta una organización, un camino totalmente distinto es el de preguntar al empresario o socio de una empresa inmersa en dificultades: «Y, en medio de todas estas dificultades, ¿cómo ha logrado usted llegar hasta el día de hoy? ¿Cuál ha sido la fuerza, el motor que le ha impulsado en todo esto?». Cuando un empresario es capaz de responder a esta pregunta, está conectando con el principio rector de su organización. El principio rector es aquella fuerza que impulsa a una organización a ser lo que es y a hacer lo que hace. Generalmente, en los orígenes de una organización hay un principio rector que llevó al fundador o fundadores a realizar lo que hicieron. En la serie de entrevistas con grandes líderes mundiales —científicos, espirituales, empresariales, etc. — que llevaron a cabo Joseph Jaworski y Otto Scharmer y que luego sería el fundamento de la Teoría U, descubrieron que aquello que hacía significativo el trabajo de esas personas no era tanto el contenido (qué hicieron), ni tampoco el proceso (cómo lo hicieron), sino la fuente de donde brotaba (desde dónde lo hicieron). Ese «desde dónde» tiene mucho que ver con el principio rector. Que una organización conecte con su principio rector es importante por distintos motivos. Por un lado, porque conectar con el principio rector significa conectar con fuerzas e impulsos originales que suponen un recurso primordial y una capacidad de resiliencia que va a ayudar a la organización a superar dificultades. Pero, más aún, 73

porque el o los principios rectores son como la columna vertebral de la organización, de manera que todos los demás elementos de la organización deben, en cierto sentido, someterse al principio rector. En el mundo del fútbol, que a mí me gusta, he encontrado algunos buenos ejemplos para entender este principio. El Barça tiene claro su principio rector: se trata de jugar al fútbol, teniendo el balón, dominando al oponente y llegando a la portería contraria a partir de mucha posesión, pases y jugadas. Ese era el estilo Guardiola, pero más allá de Guardiola, toda la institución se siente comprometida con este estilo: los chicos de la Masía aprenden a jugar así, los jugadores que se contratan tienen que ser jugadores que se adapten a este estilo, un entrenador nuevo —como Luis Enrique—, aunque haga modificaciones, las tendrá que hacer a partir de ese estilo, un estilo que viene de atrás y que todo el barcelonismo atribuye a Johan Cruyff. ¡Hasta el mismo presidente tiene que subordinarse a ese estilo! Y, si un candidato a presidente pretende modificar estas «esencias», lo tendrá muy difícil. En cambio, parece que el Real Madrid tiene otro principio rector, que está vinculado a que en el Madrid tienen que jugar los mejores. Por eso, Florentino Pérez no duda en invertir cada año para tratar de tener a los mejores jugadores del planeta, y los que son estrellas de distintos países: una mezcla de deporte y mercadotecnia. Por eso, muchas veces se critica al Real Madrid el que determinados jugadores no combinen demasiado bien entre ellos. Pero parece que eso no sea tan determinante para el Real Madrid: el equipo de Di Stéfano, Puskás y Gento tiene que tener a los mejores en sus filas. ¿Cómo diríamos que es el principio rector del Atlético de Madrid de Simeone? Parece que tenga que ver con una mezcla de sacrificio, disciplina, concentración y sentido de equipo. «Partido a partido», dice él. Saliendo del terreno deportivo, sería interesante tratar de analizar los principios rectores de algunas grandes organizaciones. Si pensamos, por ejemplo, en Inditex, y de manera intuitiva, yo diría que su principio rector está relacionado con posibilitar a la mujer (y, después, al hombre) de clase media o de recursos económicos limitados —y, ahora, cada vez más, de distintos estratos de esa clase media— el que se pueda vestir de manera elegante y, a la vez, económica. Por eso, todas sus marcas —Zara, Massimo Dutti, Uterqüe, Bershka, etc.— se dirigen a un determinado sector de público, y a ese sector le proporcionan confección a su medida, en gusto y economía. El principio rector de Steve Jobs con su iPod era que todos pudiésemos contar con toda nuestra música en el bolsillo. Y así. A veces, una organización tiene que reformular su principio rector para no morir. En su día, Nokia desarrolló un principio rector que concretó en un claim. Decía así: Nokia, Connecting People, y fue todo un acierto. Pero, ¿qué pasa cuando un principio rector pierde su razón de ser? Llegó un momento en que ya todos estábamos conectados y Nokia fue perdiendo fuerza hasta tal punto que, años más tarde, fue vendida. Les ha pasado también a muchas instituciones religiosas de enseñanza que nacieron con la 74

misión de ofrecer educación a determinados sectores vulnerables de la sociedad: familias sin recursos o que se encargaban de niños con diferentes discapacidades. ¿Qué les ha ocurrido a estas instituciones cuando el Estado se ha hecho cargo de esos grupos sociales? A veces se encuentran habiendo perdido su razón de ser, dando vueltas tratando de recuperar el sentido de su misión. Tengo una sensación parecida con una organización como Correos: un principio rector tan importante como era poder conectar a las personas a través de las cartas, en este mundo del e-mail, Whatsapp o Twitter, ya no tiene relevancia. Cuando entras en una oficina de Correos es como encontrarte con un paciente en coma: su actividad fundamental se perdió y es como si el alma de esta organización se estuviese descomponiendo. A veces me pregunto cómo funcionan los principios rectores de algunas organizaciones como las que se dedican a sacar gente de la droga, proporcionar seguridad en las casas o en los aeropuertos. Parecería que la razón de ser de estas organizaciones se nutre de que exista un cierto mal en la sociedad, la industria armamentista —la droga, la inseguridad, la guerra—, de manera que precisasen de ese mal para sobrevivir. Si se «extirpa» el mal, desaparecen ellas... No es tan fácil descubrir el principio rector. La pregunta que ayuda a identificarlo sería: ¿qué impulso o fuerza de tu organización la ha traído hasta el día de hoy, y de darse de ahora en adelante la llevaría al éxito? Cuando le hice esta pregunta a un amigo, director general de unos importantes laboratorios farmacéuticos, me contestó: «Yo lo tengo claro: en nuestro caso se trata de la relación personal con las farmacias. El día que perdamos esto, se acaba la compañía». La relación personal con las farmacias: un buen principio rector que alineaba a la compañía. Pero no siempre las organizaciones lo tienen tan claro. Cuando en algunas sesiones de formación o consultoría trabajamos con el principio rector, probamos a que los distintos stakeholders de la organización respondan a la pregunta de qué llevaría al éxito a la organización y, desde allí, indagamos sobre el principio rector. Resulta a menudo sorprendente que quienes suelen tener más claro y acertar sobre el principio rector de la organización no son, muchas veces, los dueños o la dirección general. Suele ser la voz de los clientes —que tratamos de incorporar con metodologías sistémicas— la que sabe detectar mejor ese dinamismo esencial que tiene la organización. Recuerdo una sesión de este tipo con una institución religiosa de enseñanza que estaba en un proceso de transformación. Como era uno de esos casos en los que la esfera pública se había hecho cargo del perfil de estudiantes con los que esta institución originalmente trabajaba, las pobres hermanas estaban un poco perdidas en relación con su principio rector. En un ejercicio incluí a todos los «actores» de este sistema: el fundador, la congregación religiosa, la directora general y su equipo directivo, los profesores, el patronato, los alumnos. A cada uno de ellos se les dio la tarea de que definiesen cuál era el principio rector. Y fueron apareciendo distintas respuestas. Pues 75

bien, la respuesta que procedía de los alumnos era la que captaba con mayor potencia cuál era el principio rector de aquel colegio. Aquello me pareció de lo más interesante: porque habitualmente creemos que el fundador o el director general deberían ser quienes tuvieran la «llave» de lo que es el impulso esencial de la organización. Y, por cierto, eso es aquello que generalmente se concreta en la visión, misión y valores de una organización. Pero este y otros ejemplos me han mostrado que eso, muchas veces, no es así: muy a menudo son los clientes —en este caso, los niños— quienes detectan de una manera más dinámica y real dónde, verdaderamente, está la fuerza de una organización. Probablemente, si se incluyera esta aportación al desarrollar una consultoría estratégica, la visión, misión y valores de una organización tendrían otro color, otra cualidad. Aquí, una vez más, hablando del principio rector reconocemos lo importante que es escuchar a todas las voces de un sistema. Por cierto, que cada uno de nosotros puede descubrir también su propio principio rector. Hay una historia que me gusta contar de una conocida mía que habla de forma preciosa del principio rector. Resulta que ella regresaba de un intenso día de trabajo y nada más tumbarse en el sofá sonó el teléfono: —¿Es usted la señora X? —Sí —contestó ella. ¿Usted no se acuerda que hace treinta años por estas fechas usted estaba en la estación de Aranda esperando un tren que le trajera de vuelta a Madrid? Evidentemente, mi amiga no recordaba, pero poco a poco esa voz masculina le fue haciendo recordar. —Pues, sí, usted estaba allí y se puso a jugar con unos niños. Y les preguntó a aquellos niños qué es lo que más deseaban. Uno de aquellos niños le dijo que un camión de juguete. Usted le envió ese camión. Y yo soy aquel niño que la llama ahora para darle las gracias. La historia había transcurrido de la siguiente manera: antes de tomar el tren mi amiga les había preguntado a los dos hermanos dónde vivían. Y al llegar a Madrid, cuando pasó delante de una juguetería se acordó de ellos y les envió un camión a él y una pequeña muñeca a su hermana. Pues bien, aquel regalo había tenido tal efecto en el muchacho que, treinta años más tarde, se había molestado en buscarla para darle las gracias. Al parecer, recordaba que mi amiga venía de celebrar las bodas de oro de sus padres y el chico había tenido la paciencia de buscar entre las actas de la iglesia a la benefactora de tantos años atrás para poderle agradecer aquel regalo. Después de esto, siguió la conversación y aquel muchacho le contó lo importante que había sido ese episodio en su vida, cómo después de aquello él había crecido, ahora se 76

dedicaba a la pedagogía y estaba desarrollando una tesis doctoral. Aquel regalo que, sin apenas darle importancia, había enviado mi amiga, le había cambiado la vida a aquel muchacho, de manera que se convirtió en él en un motor, un impulso vital que, en cierto sentido, había guiado sus pasos hasta el día de hoy. Volviendo a Amancio Ortega, él cuenta el incidente que a los doce años le transformó: «Una tarde al salir de la escuela fui con mi madre a una tienda a comprar comida. Yo era el pequeño de mis hermanos y a ella le gustaba venir a recogerme para llevarme a casa, y muchas veces la acompañaba dando un paseo mientras hacía sus recados. La tienda en la que entramos era uno de aquellos ultramarinos de la época, con un mostrador alto, tan alto que yo no veía a quien hablaba con mi madre, pero le escuché algo que, pese al tiempo transcurrido, jamás he olvidado: “Señora Josefa, lo siento mucho, pero ya no le puedo fiar más dinero”. Aquello me dejó destrozado. Yo tenía apenas doce años. “Esto no le volverá a pasar a mi madre nunca más”. Lo vi muy claro: a partir de ese día me iba a poner a trabajar para ganar dinero y ayudar a mi casa» 19 . Muy a menudo es sobre esta edad cuando se dan esas experiencias que nos van a condicionar y a dirigir nuestros pasos por el resto de la vida. Parece ser que en la etapa vital de la adolescencia se producen ciertos cambios cerebrales (en concreto, en la amígdala) que tienen que ver con que sea entonces cuando creamos nuestra pasión y, en cierto sentido, nuestra visión. Yo entiendo que el principio rector es algo así como la fuerza dinámica desde la que una organización —y, también, una persona— construyen su visión. El principio rector sería algo así como la energía que está en la base, y la visión, el horizonte al que se dirige. Y entre esos dos ejes, todos los elementos de la organización tendrían que estar alineados. Una organización que se integra de esta forma desarrolla una solidez en su alineamiento y un dinamismo a la hora de dar respuestas que la hace muy poderosa. No es casualidad que Amancio Ortega sea el segundo hombre más rico del mundo; y que Barça, Real Madrid y Atlético de Madrid, cada uno con sus respectivos principios rectores, estén siempre compitiendo hasta el final en la Champions League.

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14. PRINCIPIOS SISTÉMICOS II: LOS SISTEMAS NACEN

Que «lo dado ha de ser reconocido» supone algo así como el subsuelo sistémico desde el que van a surgir los otros principios. No negar la realidad es la piedra angular, la base desde la cual entender lo que sigue. Y lo que sigue son los principios que regulan cómo se distingue un sistema, su crecimiento, su expansión y los mecanismos que tiene para protegerse e individuarse. En concreto: 1. El principio de afiliación, que garantiza la pertenencia al sistema. 2. Los principios de cronología directa e inversa, que regulan los procesos de crecimiento y propagación. 3. El principio de jerarquía o contribución mayor, para que el sistema se proteja y supere las dificultades. 4. El principio de precedencia de desempeño y capacidades, para mantener motivado e individuado al sistema. En este y los siguientes capítulos vamos a ir comprendiéndolos poco a poco. Empecemos por la pertenencia. En primer lugar, un sistema necesita reconocer quién es parte del mismo y quién se queda fuera: este es el principio de afiliación. Lo primero es garantizar que el sistema se da. ¿Cómo reconocemos un sistema? ¿Cómo sabemos quién es del sistema y quién no? En otras palabras, ¿quién es de los nuestros? Es necesario establecer las condiciones que se tienen que cumplir para asegurar la existencia del sistema. Por eso, el primer principio sistémico tiene que ver con delimitar quién es miembro de ese sistema y quién no: necesitamos precisar los criterios de membrecía, de pertenencia al sistema. Lo llamamos principio de afiliación: un sistema queda delimitado a partir de los elementos que le pertenecen. Y el principio señala que todos los miembros de un sistema tienen los 78

mismos derechos a la pertenencia. Sabemos que un trabajador pertenece a una empresa porque cobra de la empresa, porque tiene unas obligaciones y unos derechos, etc. De igual modo, sabemos quién pertenece a un departamento porque ha sido designado por su jefe para trabajar en él, con unas funciones, unas tareas, una remuneración, etc., cumpliendo unas obligaciones. E igualmente, los criterios de membrecía del directivo de esa empresa tienen que ver con el contrato que firmó, donde aparecen las responsabilidades, su salario, etc. Todos los que son del sistema tienen igual derecho a ser parte del mismo. Es importante darse cuenta de que el principio sistémico de afiliación no dice cómo tiene que organizarse una empresa. A veces, me gusta plantear la siguiente pregunta: hablando sistémicamente, el director general, ¿pertenece o no al sistema del equipo directivo? La pregunta es interesante desde el punto de vista sistémico, porque ayuda a entender el carácter curativo y preventivo de los principios, y ayuda también a que nos demos cuenta de que lo sistémico es distinto de lo organizativo propiamente dicho. Porque, desde el punto de vista específicamente sistémico, los criterios de membrecía son distintos para un director general que para un director industrial, comercial o de operaciones. Un director general tiene un sueldo, unas atribuciones y unas responsabilidades distintas de las que tienen el director comercial, financiero o de recursos humanos. De manera que, desde este punto de vista sistémico, el director general no pertenecería al sistema de los directivos. Pero eso no significa que haya que establecer este criterio como una ley de funcionamiento organizacional, de modo que el director no se deba reunir con su equipo de gerentes. Evidentemente, eso no es así y sería absurdo establecer como una norma organizacional que esas reuniones no se den. Ahora bien, aquí podemos ver la cualidad «curativa» del principio. Porque puede darse que, en determinadas cuestiones que afectan a los criterios de membrecía, no sea una buena estrategia que el director general trabaje al mismo nivel que su equipo directivo. Si, por ejemplo, observamos que las reuniones del director general con su equipo directivo no están funcionando bien, entonces podemos apelar al principio de afiliación y a la posible «irritación» sistémica que puede estar aconteciendo y recomendar, por ejemplo, que, para el mejor funcionamiento de la organización, se establezcan reuniones por separado. Por otra parte, conviene no confundir el principio de afiliación o pertenencia con lo que se conoce como sentido de pertenencia y que es uno de los valores organizacionales más importantes. No son exactamente lo mismo. Aunque un principio sistémico de pertenencia bien establecido por lo general fomenta un buen sentido de pertenencia, lo contrario no se da necesariamente. El principio sistémico de pertenencia tiene que ver con lo que es, con «lo dado», y no con lo que «se siente». Un trabajador de una empresa es de la empresa independientemente de que se sienta mucho o poco vinculado a ella. Determinadas cuestiones sistémicas que afectan al principio de afiliación tienen que ver con este asunto. Así, por ejemplo, cuando un equipo dentro de una organización tiene 79

una línea de trabajo con la que uno de los miembros no comulga particularmente: el sentimiento de pertenencia de ese miembro al equipo será limitado y, sin embargo, desde el principio de pertenencia o afiliación sistémico, ese miembro del equipo ha de ser reconocido igualmente como parte del sistema. En principio, parecería simple lo de garantizar la existencia del sistema. Sin embargo, en las organizaciones complejas no son extraños los casos en que algo de todo esto se pone en juego. Sucede, por ejemplo en las organizaciones matriciales, en las que muchas veces la persona no sabe si su pertenencia es más a la corporación o al negocio que tiene entre manos. Se da, en esos casos, un conflicto de lealtades —muchas veces a lo largo de toda la cadena de la organización— en el que el trabajador, por ejemplo, no sabe si tiene que seguir las directrices que le vienen de la línea o de la estructura corporativa. No obstante, a nivel sistémico, la irritación mayor en relación con el principio que garantiza la existencia del sistema tiene que ver con la exclusión de alguno de sus miembros. Dejar fuera a alguien que pertenece al sistema es la mayor forma de conculcar el principio. Entonces, el sistema, la organización utiliza demasiada energía en gestionar esa situación y la pierde para dedicarla a lo que realmente necesita. El trabajo sistémico con organizaciones ha mostrado las múltiples maneras en que esta disfuncionalidad se da. Puede ocurrir, como se mencionó antes, cuando los valores, opiniones o comportamientos de algunos miembros de un sistema no se corresponden con la «línea oficial» o predominante. Entonces, a veces, esas personas son aisladas por el sistema y dicho sistema resiente esa separación. Pero muchas veces la exclusión sistémica es el resultado de un acontecimiento inevitable o de ninguna manera reprochable. Los principios sistémicos no saben de razones sino que simplemente reconocen lo que ha pasado, «lo dado»: un accidente laboral donde muere un trabajador, el reemplazo de un director general muy valorado por otro, un despido necesario para que la organización pueda seguir. Recuerdo un caso reciente. Fuimos invitados a desarrollar una sesión con un equipo directivo que quería alinearse y retomar energías para comenzar el nuevo curso. Algo bien normal; solo que la demanda subyacente tenía que ver con la sensación colectiva de los distintos miembros del equipo de que durante mucho tiempo habían funcionado a un nivel muy alto, rayando casi en la excelencia, mientras que en los últimos tiempos esa sensación se había perdido. Era como si hubiesen sido expulsados del paraíso. Hasta aquí el pedido. Nosotros fuimos desarrollando nuestra sesión, trabajando recursos, objetivos para el año pero, poco a poco, fue cobrando cada vez más fuerza el hecho de que había cierto incidente que el equipo no había digerido: unos meses atrás uno de sus compañeros había sido despedido. No se trataba de un despido improcedente ni de algo visto como innecesario por ninguno de ellos: el despedido realmente llevaba tiempo sin aportar nada a la organización y, de alguna manera, había estado forzando 80

que aquello ocurriera. Sin embargo, aquel suceso había dejado al grupo «tocado»: algunos hablaron de la sensación de impotencia por no haber podido hacer más; otros, de la vinculación que tenían con el que ya no estaba; para el director se trataba, sobre todo, de la dificultad de tomar una decisión así. En definitiva, todos estaban de acuerdo en lo que se hizo y también en cómo se hizo; pero eso no quitaba para que todos ellos lo resintieran. Y no habían hablado de ello apenas. La energía que gastaban en contener y mantener escondido el dolor era la energía que ahora necesitaban para enfocarse en volver a ser equipo y enfrentarse a los trabajos del nuevo año. El despedido no estaba con ellos pero estaba demasiado presente. Sistémicamente se trataba de ayudar al equipo a terminar con aquel duelo diferido en el tiempo y reforzar sus barreras, de manera que no solo en los papeles sino también emocionalmente supieran quiénes formaban ahora el equipo. Los asuntos en los que está en juego el principio de afiliación son los que mayor carga sistémica acarrean y, por eso, requieren una atención primordial. En definitiva, el principio de afiliación está al servicio de garantizar la supervivencia del sistema. El paso siguiente será crecer.

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15. PRINCIPIOS SISTÉMICOS III: LOS SISTEMAS CRECEN, SE REPRODUCEN Y SE HACEN FUERTES

La organización ya está viva, ahora le toca crecer. Una vez garantizada la existencia y supervivencia de un sistema, este va a querer crecer hacia adentro (crecimiento) y expandirse hacia afuera (propagación). Por ejemplo, una familia crece cuando un nuevo hijo nace; la familia se propaga cuando el hijo adulto se casa y forma su propia familia. Una organización crece cuando en vez de ser 10 somos 50; y se propaga cuando decide crear una nueva filial en el exterior. Los principios de cronología directa (o afiliación por más tiempo) e inversa se encargan de definir cómo se van a desarrollar estos procesos. El crecimiento tiene sus propias reglas. Basta con ver lo que ocurre en el entorno familiar cuando uno está solo, de hijo único, con todo el espacio para sí mismo y nace un hermano o hermana. Llega el hermanito y hay que empezar a compartir. A cambio de esa cesión de espacio se te dice «tú eres el primero», «tú eres el mayor». Por eso, el que es más antiguo en el sistema tiene una cierta prioridad sobre el menos antiguo. Y del mismo modo ocurre en una organización o cualquier otro sistema: los miembros que ya estaban tienen que ceder parte de su espacio para incluir al nuevo elemento cuando el sistema crece. La manera que tiene el sistema de compensar esa pérdida de espacio consiste en otorgar cierta preeminencia a los miembros más antiguos sobre el nuevo y reconociendo el orden de sucesión. Desde aquí surge el principio de cronología directa que rige las condiciones de crecimiento y que dice así: Dentro de un sistema, un miembro sistémico más antiguo tiene precedencia sobre un miembro más joven. Por su parte, las condiciones de propagación o de crecimiento hacia afuera se rigen por el principio de cronología inversa:

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Con relación a la propagación de un sistema, el nuevo sistema tiene precedencia sobre el antiguo. Volvamos al contexto familiar para entenderlo. Supongamos una pareja: hace sus planes, va al cine, sale para cenar. Pero, en un determinado momento, el sistema «se propaga», o sea, nace un hijo. Por lo general, se acaban las salidas; y si la pareja ha pensado en seguir con sus antiguos planes de cine, cenas o lo que sea, pero el niño llora o se siente indispuesto, ¡se vino abajo el plan!: el nuevo sistema tiene prioridad. Formulado más técnicamente, como las fronteras de un nuevo sistema son siempre más débiles que las del sistema del que procede, es bueno reforzar al nuevo sistema dándole precedencia sobre el antiguo. Traducido al lenguaje organizacional, sería el caso de una empresa subsidiaria que vive tensiones frente a la matriz, en el caso de que no se refuerce a la nueva empresa será difícil que pueda subsistir por sí misma. Y, a su vez, si se separa demasiado temprano, estará sometida a demasiados vaivenes, tal vez habiendo sobreestimado su fortaleza. Muchas situaciones de relación maestro-discípulo o de fracasos en el desarrollo de nuevos proyectos o empresas pueden entenderse a la luz de estos principios. ¿Cómo proteger lo nuevo que surge respetando la individualidad y, al mismo tiempo, sostener sin agobiar? En algo de esto radica el secreto de muchos nuevos proyectos: personales, educativos u organizacionales. Una vez garantizada la existencia, el crecimiento y la propagación de un sistema, este tiene que protegerse de los conflictos internos y debe mantener un estado saludable. Se trata de algo así como desarrollar un buen sistema inmunitario. Para eso está quien dirige la nave del sistema, o sea, la jerarquía y el principio de precedencia de la contribución mayor que regula el flujo de energía en el sistema. Este principio señala que aquellos que contribuyen desde una responsabilidad más alta —en este caso, la jerarquía oficial y sistémica— y aquellos elementos más influyentes en el sistema, tanto desde dentro como desde fuera, tienen que ser reconocidos. La jerarquía oficial de un sistema es la que asegura cómo se presenta el sistema ante el «mundo exterior». Así como el Jefe del Estado es el símbolo del país ante la comunidad internacional, la jerarquía de un sistema garantiza cómo este es visto desde fuera, y esto contribuye a que el sistema se adapte al medio. Por otra parte, el reconocimiento de aquellas personas o departamentos que han influido positivamente — a veces descuidadas y no suficientemente tenidas en cuenta— contribuye a proteger al sistema de los intentos de sabotaje. Hay todo un conocimiento informal, tácito, de algunos miembros de la organización que va más allá de su posición actual y que contribuye de manera notable a que el sistema se sienta fuerte y saludable. Entran en esta categoría algunos consultores o asesores externos que han sido un revulsivo para una organización. Valorar dicha contribución puede ayudar a que la organización no pase por 83

alto de dónde proceden algunos de sus logros. Por último, conviene que un sistema desarrolle los mecanismos adecuados que garanticen la maduración de sus elementos individuales. En otras palabras, para posibilitar que los miembros de un sistema desarrollen sus competencias, destrezas y habilidades es importante que su desempeño sea reconocido. Es así como se establece el principio de precedencia de desempeño y capacidades que ayuda a garantizar el compromiso de los miembros de un sistema y fortalece la cohesión. Cuando las competencias, capacidades y el desempeño son reconocidos, un sistema está estableciendo mecanismos para fomentar la motivación de sus individuos y asegura que la empresa tenga acceso a sus recursos, al capital humano. Estos cuatro principios recién expuestos en este capítulo y el anterior se colocan como los ladrillos de construcción de un edificio, de abajo arriba, siguiendo un determinado orden. Es lo que se llama un desarrollo epigenético, que comienza colocando el «ladrillo» que garantiza que el sistema exista, sigue por el del crecimiento y la expansión, y culmina con el que posibilita que el sistema tenga fuerza, resiliencia para vencer las dificultades, y motivación para seguir avanzando. La figura 15.1 lo describiría.

Figura 15.1.

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Como muestran las flechas de la figura, que una organización se establezca de abajo arriba contribuye a que esta tenga estabilidad. Es lo que tiende a ocurrir en las organizaciones muy burocratizadas: en ellas la antigüedad es de lo más valorado y solo después de años uno accede a posiciones de jerarquía. Por otra parte, en este tipo de organizaciones cuesta mucho mantener la motivación porque las competencias o el desempeño tienen más dificultades para ser reconocidas. Pero pensemos por el contrario, en una organización tecnológica joven del tipo Facebook o Google. En ellas la flecha dominante es la que va de arriba abajo: poco cuentan la antigüedad o la jerarquía, y se está dispuesto a dar todo el protagonismo a un recién salido de la universidad con tal de que aporte un know-how importante a la empresa. Si las tensiones en el primer caso pueden derivar de una excesiva ralentización de la empresa y escasa motivación, en este caso pueden derivar de que se otorgue demasiado protagonismo al desempeño en detrimento de la jerarquía o la antigüedad. Una vez más, nos encontramos aquí con que los principios sistémicos no nos dicen cómo tiene que estar organizada una empresa. De lo único que nos hablan es del tipo de problemas que pueden ocurrir y, cuando surgen, nos dan claves para resolverlos. De ese tipo de problemas nos vamos a ocupar en el siguiente capítulo.

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16. LAS TENSIONES ENTRE LOS PRINCIPIOS SISTÉMICOS

Como señalábamos, encontramos a menudo en las organizaciones que antigüedad, contribución y desempeño pueden entrar en conflicto. Sucede frecuentemente cuando determinados miembros de una organización, con muchos años en la misma, ven que, de la noche a la mañana, se les coloca como director o coordinador de un equipo a alguien que apenas llegó a esta. En ese caso, muy a menudo a los más antiguos les cuesta aceptar el liderazgo del nuevo. Solamente si alguien de mayor jerarquía (o, a veces, un consultor externo) es capaz de reconocer la antigüedad de aquellos, se aceptará la jerarquía del nuevo. O igualmente ocurre cuando se privilegia el know-how o las competencias de alguien por encima de la jerarquía: en este caso, si al desempeño se le da precedencia sobre la contribución puede ocurrir que quienes han dedicado grandes esfuerzos a la empresa se sientan discriminados y, desde entonces en adelante, decidan dejar de esforzarse, creando una «irritación» en el sistema. Ahora podemos volver al metaprincipio establecido en el capítulo 12: «lo dado debe ser reconocido» y entender su valor para resolver las tensiones que se pueden dar entre los distintos principios. En definitiva, la «clave sistémica» que este metaprincipio aporta consiste en algo así como acreditar o sancionar «lo que es». El metaprincipio simplemente dice que se ha de hacer constancia de aquello que se ha dado en la organización. Aplicado ahora a la secuencia de los principios recién explicados quiere decir que: a) La entrada de una persona en un sistema (si el sistema es familiar, será a través del nacimiento; si el sistema es una empresa, será según los criterios de pertenencia que se establezcan) es algo dado, que está ahí, y debe ser reconocida. b) El orden de entrada también es algo dado, a lo largo del tiempo, y tiene que ser valorado. c) La jerarquía es algo que la organización establece y, por tanto, ha de ser 86

reconocida. d) La implicación de una persona en el sistema, que se observa en su comportamiento y su contribución, está ahí y ha de ser tenida en cuenta. e) El desempeño y las destrezas de la persona, que se observan en sus acciones y trabajo, también han de ser reconocidas. Por tanto, no se trata de ninguna estrategia misteriosa ni difícil de poner en práctica. Simplemente es cuestión de dejar en claro lo que es: tan sencillo como pasado por alto tantas veces. Y, sin embargo, este simple proceso de reconocer al otro y su lugar en la organización a menudo es mano de santo. En el fondo, no es otra cosa que recordar, no dejar que caiga en el olvido cierta preeminencia que uno puede tener en razón de su antigüedad, su posición en la empresa o sus competencias. Pero, no por evidente, no deja de sorprenderme la fuerza que el asunto del reconocimiento acaba teniendo en nuestras vidas. Es como darnos nuestro lugar en el mundo (en este caso, en la organización), con lo que somos, nuestra historia y lo que hemos logrado. Cuando se mira así a los miembros de una organización, esta se vuelve fuerte, poderosa y fluye hacia sus mejores resultados. Conviene hacer una segunda observación en relación con estos principios sistémicos que tiene que ver con su desarrollo epigenético o, como lo llamábamos antes, con el orden en que se colocan los «ladrillos». Esta observación es prácticamente un segundo metaprincipio porque establece el orden como deben observarse los principios, ya que dicho orden ayuda a preservar los sistemas. En otras palabras, si nos fijamos en la figura, la lucha por preservar la existencia del sistema, por ser más de base, es prioritaria sobre el crecimiento o la propagación. Si la existencia de la organización corre peligro, a esta no le quedan fuerzas para crecer o propagarse. Si el crecimiento o la propagación es lo que está en peligro, el sistema no será capaz de garantizar la creación de una fuerza inmune. Y si el aparato inmunitario es el que es débil, corregir esta deficiencia debe ser previo a trabajar con la individuación de los miembros del sistema. Según todo esto, cuanto más profunda sea la falla o grieta (y las fallas o grietas que afectan a los primeros principios tienden a ser más profundas), mayor daño o consecuencias más graves tendrán en el sistema. Allí es donde habrá que actuar en primer lugar. Así, este metaprincipio nos ayuda a establecer prioridades a la hora de intervenir en un sistema y valorar la mayor o menor gravedad sistémica de lo que está en juego. Espero que este pormenorizado desarrollo de los principios sistémicos no haya dejado la impresión de una sesuda elaboración teórica con poco contacto con lo que ocurre en las empresas y organizaciones. Nada más lejos de la realidad. Si algo tienen de interesantes los principios sistémicos es su eminente cualidad curativa o resolutiva: 87

sirven para encontrar claves de solución allí donde algo aparecía irremediablemente «enredado». Un ejemplo puede servir para ilustrarlo. Una empresa encontraba serios problemas en varias áreas de su departamento de sistemas operativos. En concreto, en dos de ellas el nivel de rotación era altísimo e iba acompañado de despidos en los últimos dos años. El propio jefe de sistemas estaba pensando seriamente abandonar la organización y crear su propia empresa. Las relaciones interpersonales intra e inter áreas estaban muy deterioradas y, en términos de producción, se llevaba años intentando desarrollar a nivel de toda la empresa un nuevo sistema de gestión operativa que no acababa de resultar. Convivían en la misma organización el sistema operativo antiguo y el de nueva implantación. Una situación bastante habitual, por cierto. Una serie de acontecimientos habían tenido lugar en los últimos cuatro años de la organización. El director general, queriendo mejorar el funcionamiento del departamento de sistemas operativos, había contado con un asesor. Dicha persona provenía de una importante empresa del sector y tenía una gran reputación por su capacidad de desarrollar e implantar nuevos proyectos en las organizaciones. Dentro de la escala jerárquica, el asesor vino a situarse a la misma altura del equipo directivo, pero sin un puesto específico concreto. Siendo una persona de acción, rápidamente comenzó a ejecutar una serie de determinaciones: designó a un grupo de personas para nuevos puestos y, sobre todo, prometió al jefe de sistemas, encargado de la gestión operativa, que si seguía adelante con su intención de salir de la organización y crear su propia empresa, esta —la organización— se convertiría en su primer cliente. Fue una promesa que luego no cumplió porque posteriormente decidió que la misma organización tenía dentro recursos suficientes para la implantación de un nuevo sistema de gestión operativa. Pero lo más sonado de sus actuaciones fue la relación que se estableció entre él y la directora de una de las áreas del departamento. Esta persona era una mujer de unas cualidades totalmente opuestas a las del asesor. Mucho menos proactiva en la acción, sin embargo tenía la capacidad de crear equipo con maneras suaves, y lograba que las personas confiaran en ella. Llevaba muchos años en la organización y se había ganado el respeto de todos. Las tensiones entre asesor y directora de área se fueron sucediendo y agravando hasta el punto de que la directora no lo pudo soportar más y decidió dimitir y marcharse. Su salida fue un momento tremendamente delicado en la historia de la organización. El día que abandonó su despacho y salía por la puerta de la empresa un grupo grande de trabajadores la despidieron haciendo un pasillo y aplaudiendo. Muchos de ellos no quisieron seguir en el departamento y algunos también se marcharon. El asesor tampoco pudo aguantar tanta tensión y meses más tarde renunció. Cuatro años después de todo aquello, el departamento seguía sin encontrar su norte. Lo dicho anteriormente: alta rotación, despidos, malas relaciones interpersonales y la incapacidad de lograr implantar 88

un sistema único de gestión operativa en la empresa. A nadie le resultará demasiado lejana esta situación. Salvando las distancias de la dificultad específica, los paralelismos con otras muchas situaciones de empresa que sin duda vienen a la cabeza. ¿Cómo no intervenir cuando un departamento no acaba de funcionar y buscar a alguien que actúe y cambie? Pero, ¿qué pasa cuando las formas de quien llega chocan con claves de funcionamiento largo tiempo arraigadas? Y aún más, ¿de qué manera los problemas que un departamento vive hoy pueden hundir sus raíces en situaciones que ocurrieron hace ya muchos años? ¿Qué puede aportar el conocimiento de los principios sistémicos ante todo esto? Los principios sistémicos no hacen sino poner palabras a cosas que, de alguna manera, todo el mundo sabe. El lenguaje castizo suele ser muy claro con lo que es: aquel asesor había entrado en la organización «como un pulpo en un garaje». Hay algo importante en reconocer y respetar lo que hay: primer metaprincipio sistémico. «Lo dado» tiene que ser visto y reconocido. Y aquel asesor lo había pasado por alto. Pero, no solo eso. Es que cuando el director general dio poder a ese asesor sobre el departamento de sistemas operativos y este actuó como lo hizo, irritó sucesivamente los principios de existencia (¿cuál era el estatus de membrecía del asesor?), antigüedad (él era el último en la empresa) y jerarquía (no estaba claro qué función específica cumplía en la organización). La irritación de los principios sistémicos tuvo el efecto de que la organización como tal no «aceptase» la forma de hacer del asesor y, en consecuencia, la implantación del nuevo sistema operativo nunca se lograse. Por su parte, la directora de área representaba, en cierto sentido, lo «antiguo» de la organización que no había sido reconocido. Es como si ella simbolizase toda una forma de hacer en el departamento que el asesor estaba decidido a liquidar. Las tensiones ulteriores en el departamento —incluidas las de la convivencia de un sistema operativo antiguo y uno nuevo en la misma organización— eran la manera que la organización encontró para aunar al mismo tiempo el papel del uno y de la otra en el sistema. Una y otra vez nos lo muestra la perspectiva sistémica: cuando la pertenencia a un sistema o su salida del mismo no se ha resuelto adecuadamente, el sistema mismo encontrará la manera, a veces a través de las mismas tensiones, de que esos elementos encuentren su reconocimiento y su aportación a la tarea. En este caso, tanto el asesor como la directora fueron elementos importantes de aquella organización. Él, porque a través de sus capacidades trató de impulsar una nueva gestión operativa en la organización. Ella, porque su contribución a la organización —tanto dentro del departamento como fuera de él— era reconocida por todos o casi todos. Las tensiones entre sistemas operativos eran la manera que había encontrado ese sistema para valorar el papel de uno y de otro en la organización. Hasta aquí la comprensión del síntoma. Resolverlo tendría que ver con tomar 89

conciencia e implementar medidas que ayudasen a «tranquilizar» a ese sistema. Y esa pacificación supondría ir, paso a paso, reconociendo los principios de afiliación, antigüedad y jerarquía que el asesor —cuya labor se situaba en el nivel del desempeño— se había saltado. En muchas ocasiones, esas medidas tienen que ver con reconocer y compensar determinados desequilibrios que todos esos procesos han ido generando. Esto nos introduce de lleno en el otro gran principio sistémico: el principio de compensación o equilibrio.

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17. EL EQUILIBRIO Y LA COMPENSACIÓN Es el mecanismo habitual en todas las relaciones de intercambio. Cuando pregunto la hora a un desconocido por la calle y él me la da, siento la necesidad de devolver un «gracias». Y no se trata de una norma de educación: va más allá. Tenemos la necesidad de «equilibrar», de alguna manera, esa relación. Lo interesante es que, con ese «gracias», uno siente que ha compensado ese pequeño favor y, una vez restablecido el equilibrio, esa relación termina. Si necesitamos balancear un simple intercambio como pedir la hora, qué no será cuando se trata de comprar un producto o un servicio en un negocio o una empresa: pago y con eso me siento libre de nuevo frente a mi vendedor: pido un taxi, me lleva a mi destino, y se acabó la relación. Podríamos decir que cuando el equilibrio es perfecto, la relación termina. Pero no siempre es así: en muchas ocasiones, me siento muy satisfecho con el servicio o producto recibido y quiero repetir. La relación no termina sino que comienza a crecer: ese «poco más» que siento que se me dio me lleva a mantener la relación y a hacerla evolucionar. Mi relación con los taxis está tendiendo a acabar; en cambio, mi relación con Uber va creciendo. En el equilibrio perfecto, las relaciones acaban; en el «poco más», crecen. Sucede de la misma manera en las relaciones afectivas: yo aprecio a alguien y le doy algo de mí (afecto, cariño, cuidado) y cuando esa persona toma aquello que le doy y se siente agradecida por lo que recibe, me devuelve un poco más. Yo tomo eso de ella y le doy un poco más, y así la relación va creciendo. Las empresas inteligentes también saben de ese «poco más». Por eso, cada iPhone o Android nuevo ha de venir con alguna nueva prestación, con una posibilidad nueva que haga que el cliente siga sintiéndose vinculado. Y en ese «poco más» la vida y las organizaciones crean lazos y van creciendo. Bert Hellinger tomó este principio de la terapia contextual de Ivan BoszormenyiNagy, quien hablaba del equilibrio entre dar y tomar. Es bien interesante que 91

Boszormenyi-Nagy aplicase las reglas del modelo económico para entender las formas de relación e intercambio humano, porque lo que comenzó aplicándose a las relaciones personales derivó después para entender las relaciones de intercambio en todos los sistemas. Pues bien, para Hellinger todas las relaciones funcionan a partir de este principio de equilibrio salvo la relación padres-hijos. Solo en este caso, dice Hellinger, a los padres les corresponde dar y a los hijos simplemente tomar. Ya tendrá ocasión ese hijo, cuando sea mayor, de compensar, dando a sus propios hijos o a la comunidad 20 . Porque si un hijo quiere compensar el desequilibrio «haciendo» algo o tomando sobre sí ciertas «cargas sistémicas», en vez de ayudar, desayuda: crea nuevos y peores desequilibrios. Una pequeña observación. Recuerdo que, en un primer momento, yo solía hablar del principio del equilibrio entre «dar y recibir». Me sonaba menos agresivo, más civilizado. Sin embargo, ahora entiendo que es más adecuado decir «dar y tomar». El principio incluye esa dimensión activa, casi depredadora de «tomar» lo que es de uno. Apropiarse de la vida y de todo lo que la vida lleva consigo. Recibir es distinto de tomar, y aunque la vida y la existencia sea un regalo que a uno le viene dado, mientras no se toma, uno no la está haciendo suya. Para algunos de nosotros, no estaría de más corregir algunas ideas que tenemos sobre las relaciones económicas incluyendo el «tomar» en vez del «recibir». Tal vez, entonces, veríamos que cambia nuestra manera de entender el trabajo y lo que percibimos por él. A partir de este análisis de lo que ocurre en las relaciones humanas, se pudo comprobar que esta regla del intercambio se puede aplicar a todos los sistemas y rige como un principio regulativo de las distintas transacciones sociales. Y cuando ese equilibrio o esa vinculación en el «poco más» no se da, aparecen los problemas. Lo del «poco más» no es un capricho. Porque las relaciones crecen en el «poco más» pero tienden a romperse en el «mucho más». Seguro que más de uno habrá escuchado el refrán «Regalos pequeños unen, regalos grandes separan». Y es así. Me viene a la cabeza la anécdota de una buena amiga y organizadora de algunos de mis cursos. Esta mujer tenía un admirador que la pretendía y que, por otra parte, a ella no le interesaba demasiado. Apenas habíamos terminado un curso que había sido muy exitoso tanto en relación con los contenidos como a la organización, y justo cuando salíamos por la puerta, ella se encontró con un ramo de flores tan enorme que casi no cabía en la sala. Evidentemente, era de su admirador, que probablemente creía que con esa estrategia la iba a conquistar. Todo lo contrario: ella se sintió tan abrumada que solo quería hacer desaparecer el ramo de flores. Yo pensé para mí: tal vez con una rosa bonita o media docena hubiese tenido una oportunidad con mi amiga. En cambio, semejante ramo le dejaba sin opciones ante ella... Alguien objetará que eso no es siempre así, que a veces el dinero o los grandes regalos conquistan pero, ¿qué tipo de vinculación se crea allí? Y, aún más, en casos así 92

muchas veces se está creando un desequilibrio que la persona sentirá, tarde o temprano, que tiene que compensar y restablecer. En mi experiencia clínica he comprobado una y otra vez cómo los hijos de «nuevos ricos» tienen, muy a menudo, muchos problemas personales. Y en relación con eso tengo mi propia «hipótesis sistémica»: los problemas de estas personas que, por lo demás, tendrían todos los boletos para llevar una vida feliz, es la manera sistémica —por supuesto, inconsciente— que han encontrado para compensar ese desequilibrio; recibieron tanto que no saben cómo restablecer el equilibrio y lo hacen, por decirlo así, amargándose la vida. Y es que o compensamos bien o compensamos mal. Es lo que se da en llamar «compensación arcaica». Porque el principio de compensación está ahí y pide que el equilibrio se restablezca de una manera u otra. Compensar bien significaría, por ejemplo, para ese hijo de «nuevo rico», tomar, agradecer eso que ha recibido y tratar de hacer algo bueno con ello. Pero esta forma de compensar no es la que muchas veces funciona sino la contraria: una especie de «compensación mágica» que cree que puede restablecer el equilibrio tomando el mal sobre sí. No sé si alguno de vosotros habrá utilizado de pequeño este mismo mecanismo mágico que yo usaba. Si, por ejemplo, mi madre se ponía enferma, yo rezaba el «Jesusito de mi vida» diciéndole que me pusiese enfermo yo para que mi madre se curara. Pensaba que, si yo estaba enfermo, eso iba a arreglar su problema y así mostrarle cuánto la quería. ¡Pero eso es pura ilusión! Más aún, ese mecanismo o alguno parecido que todos hemos usado, olvida una parte —¡la más importante!— de la historia: que si mi madre o padre está enfermo, de ninguna manera va a querer que yo le muestre mi amor poniéndome yo enfermo, sino todo lo contrario. Para él o ella, su alegría va a ser, ya que él o ella está sufriendo y la vida le está siendo difícil, que yo pueda disfrutarla, que haga algo bueno con ella. Esa es la forma de compensación adulta. Cuando la compensación se hace de manera inconsciente, tiende a tomar la forma mágica; cuando es consciente y adulta, se vuelve adecuada. Por eso, la visión sistémica viene a mostrar que, mientras esa compensación no se hace consciente, irá desarrollando formas mágicas de solución, síntomas recurrentes, patrones repetitivos que buscan, una y otra vez, resolver el desequilibrio sin conseguirlo. Es la manera que está encontrando el sistema de decir que hay algo que está desordenado, desequilibrado, y que está pidiendo restaurar el balance. Hablamos de equilibrios y desequilibrios en relaciones personales, pero el principio de compensación acontece en todos los sistemas. Por eso, hay que tener un ojo para rastrear en los problemas de las empresas y organizaciones los posibles desequilibrios y descompensaciones que pueden estar en la base de la dificultad que se presenta actualmente. Ejemplos de esos posibles desequilibrios los tenemos a diario en las organizaciones: despidos de trabajadores o salida de los mismos, actuaciones no claras para hacerse con el control de una empresa, fusiones en las que una de las partes queda 93

poco reconocida, departamentos o funciones no tenidos suficientemente en cuenta, precios de productos sobrecargados o infravalorados, y evidentemente casos de corrupción, robos, etc. Pero es importante tener en cuenta que los desequilibrios sistémicos se dan independientemente de que el asunto que lo haya acarreado sea justo o injusto. Los principios sistémicos, en sí mismos, no entienden necesariamente de ética. O sea que una empresa puede despedir a unos trabajadores porque no había más remedio, porque estaba en juego la supervivencia de la empresa, puede hacerlo de una manera justa y ética, dándoles la debida indemnización y reconociendo el trabajo que hicieron y, sin embargo, puede ocurrir que, a pesar de todo, ese desequilibrio sea padecido por la empresa en el futuro. Evidentemente, si además el despido es injusto, todavía peor. Pero lo sistémico y lo ético no son equiparables. Me impresionó el ejemplo escabroso que sucedió en un hospital holandés. Un celador violó a una serie de pacientes ancianas. En cuanto el asunto salió a la luz, el gerente despidió fulminantemente —como no podía ser de otra manera— al celador. Pues bien, al año siguiente, ese mismo gerente pidió una consultoría sistémica porque estaban surgiendo una serie de problemas en el hospital que él no era capaz de resolver. Lo impresionante del asunto es que éticamente el gerente había hecho lo correcto: sacar a ese celador del sistema. Pero ese mismo celador era parte del sistema y su salida había provocado un desequilibrio sistémico. Los problemas que habían surgido eran la manera que tenía el hospital de mostrar que se había dado un desequilibrio que precisaba ser restablecido. Evidentemente, no se trataba de readmitir al celador, pero sí de hacer algo que permitiese cerrar esa culpa, no moral, sino sistémica. La culpa sistémica y la culpa moral siguen caminos distintos. Me extenderé sobre el tema de la culpa más adelante. Un empresario, un consultor o cualquier profesional que empiece a interesarse por lo sistémico ha de estar particularmente atento a los movimientos del dar y tomar. Porque si es verdad que cuando se dan desequilibrios en un sistema, alguna otra parte o elemento del sistema va a querer, con su actitud o comportamiento, compensar ese desequilibrio, entonces, desde aquí se pueden entender muchos problemas que surgen en las organizaciones. Cuestiones como falta de motivación, mala comunicación, absentismo, excesiva rotación, incluso accidentes de trabajo, pueden ser los mecanismos que «utiliza» el sistema para mostrar que se dio un desequilibrio en alguna parte del sistema. Claro que, si esto es así, de poco servirá que la organización invierta muchos recursos en fomentar la comunicación, la motivación o el sentimiento de pertenencia. Tal vez se consiga que los participantes de esos cursos mejoren su actitud y vuelvan a sentirse motivados. Pero, si el problema es sistémico, el síntoma reaparecerá en otra parte del sistema. A un buen amigo mío ingeniero lo nombraron coordinador de su equipo. Y el pobre 94

está desesperado. Me lo contaba así: «Mis compañeros tienen de todo: los mejores sueldos, las mejores condiciones de trabajo; si piden una máquina de café, una nueva butaca para trabajar, se la ponen; pueden organizar sus horarios y sus vacaciones a su antojo... Lo tienen todo y, ¡siempre se están quejando! Cuando estás con ellos individualmente, fuera de la oficina, son muy buena gente. Pero en el trabajo, ¡siempre quejándose!». Me hizo falta poco para entender que este era un desequilibrio sistémico en relación con el dar y tomar que probablemente venía de otro lugar en la organización. Cuando le pregunté sobre la empresa me contó que había sido absorbida por una multinacional y, aunque no conocía los detalles, parece que aquella operación no había sido muy clara… La queja de sus compañeros era la manera que había encontrado la empresa «absorbida» de protestar. Lo triste es que, a veces, si los que tienen capacidad de modificar algo no se enteran, a mi amigo no le queda otra que aceptar la situación o irse. Esto último es lo que ha hecho. Un último apunte sobre el principio de compensación. El «dar y tomar» funciona tanto para bien como para mal. Como decíamos antes, en una relación yo doy algo bueno y el otro, sintiéndose agradecido, me devuelve un poco más; y yo, de nuevo agradecido, le doy más y, así, la relación va creciendo. Pues bien, si yo doy mal, el otro va a querer compensar y me va a devolver más mal; y entonces, yo voy a seguir con «un poco más» de mal. Y así se generan las espirales de violencia. Porque el principio pide compensación. ¿Qué hacer entonces? Hay que parar ese mal. Y el mal se para devolviendo, pero devolviendo «un poco menos». Y es interesante observar que, en las relaciones empresariales y laborales, esa forma de devolver el mal recibido a menudo se concreta llevando a los tribunales. La idea de «devolver el mal» a veces parece contradecir ciertas creencias o valores morales que algunos tenemos. Sin embargo, es importante darse cuenta de que devolver el mal es una forma de detenerlo y contribuir a que la injusticia no siga progresando en el mundo. Parece ser que los discípulos de Mahoma le plantearon una vez si había que amar a los que cometen injusticias. A lo que el Profeta contestó que sí. Y, entonces, los discípulos le preguntaron: «Y, ¿cómo se ama a quien comete injusticias?». Y Mahoma dijo: «Impidiendo que las siga cometiendo».

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18. LA CONCIENCIA EN LOS SISTEMAS Una de las experiencias más fascinantes que tiene el trabajo con organizaciones consiste en seguir el movimiento de la conciencia en los sistemas. Fue, a mi modo de ver, una de las mayores aportaciones de Hellinger a esta disciplina. No pensemos en términos morales o de conciencia social: cuando aquí hablamos de «conciencia» no nos referimos a nada de eso. Se trata, más bien, de un cierto órgano de equilibrio que nos dice si estamos estables o no, en un buen balance, o descompensados en relación con alguno de los principios de los que hablábamos. En definitiva, se trata de la manera que encuentran los sistemas para autorregularse. Yo lo visualizo como si el alma organizacional se fuese moviendo por la historia y la vida, tratando de encontrar su propio espacio y su despliegue. Lo interesante es que habitualmente esta autorregulación de forma interna la percibe la organización y la percibimos las personas como una suerte de conciencia que nos dice si estamos equilibrados con respecto a la afiliación, la compensación, el orden. Cuando los elementos de un sistema se sienten en equilibrio, aquello produce internamente un sentimiento de inocencia; los movimientos de desequilibrio son generalmente percibidos como culpa. Para entenderlo, basta con que pensemos en alguna situación en la que nos hemos sentido impelidos a romper cierto statu quo, cierta estabilidad en un sistema dado. Es el caso del joven adulto que siente que tiene que dejar la casa de los padres para independizarse y empezar a hacer su vida. O puede ser el miembro de un equipo que, por sus méritos, es promocionado a un puesto de más envergadura en la organización. O también cuando nos decidimos a subir el precio de nuestros servicios a un cliente. En cada uno de los tres casos, mientras uno se mantiene protegido dentro de las fronteras del sistema conocido, la sensación es de cierta inocencia y estabilidad: se sigue siendo el hijo de siempre de sus papás, o el compañero del equipo, o el intercambio con el cliente se mantiene en los mismos términos. Uno se siente unido al grupo y con buena conciencia. Así se puede entender que los pilotos que derribaron las Torres Gemelas lo hicieran con un profundo sentido de inocencia. Aquella acción les unía profundamente a 96

su grupo y a sus ideales y valores. Más aún, para no haberlo hecho, tendrían que haber afrontado tremendos sentimientos de culpa por sentirse separados del grupo. La culpa aparece cuando alguien hace algo que pone en peligro la pertenencia a un grupo: al romper ese equilibrio con el sistema correspondiente —la familia, en el caso del joven; el equipo, en el caso del trabajador promocionado; o los honorarios, en el caso de la relación con el cliente— entramos en culpa en relación con esos sistemas. Atención: no se trata de una culpa moral sino sistémica. Porque, evidentemente, llega el momento en que el joven se tiene que marchar de casa, un trabajador con méritos tiene pleno derecho a ser promocionado e, igualmente, tenemos derecho de subir nuestras tarifas. Pero eso no quita para que, internamente, en muchas de esas ocasiones esos pasos vitales no estén exentos de culpa en relación con el sistema correspondiente. De hecho, el sentimiento de culpabilidad que a menudo se siente no es sino la señal sistémica de que estamos a punto de traspasar alguna frontera en relación con la pertenencia a un sistema, el equilibrio o el orden en el mismo. Lo impresionante es que la vida se mueve así. Algo así como «coleccionando» —o dicho menos brutalmente, asumiendo— culpas. Quien no sabe de esto, no ha madurado, no ha crecido. Crecer significa pagar precios. En la primera ocasión que vi a Hellinger hubo unas frases que me impresionaron. Dijo: «si miráis a una persona que a lo largo de su vida ha asumido muchas culpas, y ponéis a su lado a otra que se mantiene totalmente inocente, ¿quién es más adulto?, ¿cuál de esas dos personas se ha hecho hombre o mujer? Desde luego, la que asumió las culpas. En cambio la otra sigue siendo un niño, una niña. Su alma no ha crecido...». Pero, como la culpa se vive siempre en relación con un determinado grupo, eso significa que se puede ser inocente con respecto a un grupo y colocarnos en culpa con respecto a otro. Así es siempre y así vamos creciendo. Ocurre cuando nos abrimos a un paso nuevo en la vida: una nueva profesión, o trabajo, o pareja sentimental. Ante lo nuevo nos hacemos inocentes, pero con respecto a lo antiguo asumimos la culpa (si es que la asumimos...). Ocurre cuando en una organización matricial a veces hay que decidir entre las líneas estratégicas que vienen de la corporación y lo que es importante para el proyecto, la fábrica o el negocio concreto del día a día. Le sucede al adolescente al que sus padres le han dicho que no fume marihuana y sus amigos son todos fumadores. ¿A quién decir sí y a quién decir no? Hasta aquí estamos todavía hablando de la conciencia personal. Todavía en este nivel, aunque los conflictos derivados de la lealtad a ciertos sistemas y la ruptura con los mismos sean grandes, no obstante esa culpa de la conciencia personal es más fácil de manejar: tenemos cierta consciencia de lo que está pasando. En cierto sentido, sabemos lo que nos estamos jugando y, en consecuencia, actuamos. Si decidimos salir de casa y dejar a nuestros padres, sabemos de su pesar y lo asumimos; tendremos también que 97

asumir que a algunos compañeros no les siente muy bien que nosotros seamos ascendidos mientras ellos se quedan donde están. Y lo mismo con otras muchas situaciones. Pero el trabajo sistémico ha puesto de manifiesto que también en la conciencia colectiva —en el alma organizacional— esos dos sentimientos de inocencia y culpa están presentes. Y lo llamativo de estos casos es que esos sentimientos actúan en grupos enteros y organizaciones de forma inconsciente. De manera que determinados individuos y colectivos están intentando —sin saberlo, sin tener conciencia de ello— resolver cuestiones relacionadas con la culpa, de la que ellos mismos no fueron protagonistas o causantes. Otra vez aquí, es como si el alma organizacional se sirviese de esos individuos y grupos para resolver las cuestiones de autorregulación del sistema que, muchas veces, se generaron antes de que esas personas estuviesen en la organización. El alma organizacional o, si se le quiere llamar así, la conciencia colectiva hace cualquier cosa para que el sistema siga su camino y, en este sentido, toma a los individuos, sin que ellos lo sepan o lo quieran, a veces cruelmente, a su servicio para reparar cualquier desajuste que se haya podido dar en el sistema. Pongamos, por ejemplo, el caso de un equipo directivo, nuevo en la organización y compuesto por excelentes profesionales que, sin embargo, no logra que el proyecto en que está embarcado salga adelante: ponen todos sus esfuerzos, le dedican todas las horas del mundo y, no obstante, hay una pesadez en el ambiente, un pesimismo y una incapacidad de dar pasos adelante. Años atrás, en un viaje de trabajo de la empresa murieron varios directivos y ellos, sin saberlo, están cargando con el duelo, no resuelto, de la organización. A veces, como hemos visto, esas culpas son asumidas conscientemente: sé que tengo que salir de casa de mis padres; sé que la promoción me es debida. Pero otras veces, esas culpas son sobrevenidas: ya sea porque algo hicimos o porque algo ajeno a nosotros ocurrió, en cualquier caso nos caen encima y, por eso, son más difíciles de llevar. Vérnoslas con la culpa sistémica no es fácil. No estará de más, por tanto, seguir un poco más los vericuetos de sus intrincados caminos para entenderla y entendernos un poco más.

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19. CULPA SISTÉMICA Considerad este ejemplo. Voy por la calle conduciendo. Voy en perfecto estado: no he bebido, he dormido bien, mi cabeza está centrada en la carretera. Voy a la velocidad permitida. De repente, sin saber muy bien de dónde, un niño sale corriendo y me lo encuentro de improviso delante del coche. Lo atropello... No tengo ninguna responsabilidad moral sobre lo ocurrido; no existe infracción alguna por mi parte. Fue el niño quien se abalanzó sobre el coche. Y, con todo, esto no quita para que yo tenga sobre mí un sentimiento de culpa que voy a querer, de alguna manera, restablecer. Si, por ejemplo, el accidente tiene como consecuencia que el niño vaya al hospital o muera, la situación genera un desequilibrio, una descompensación que yo voy a querer paliar de alguna forma. De esto va la culpa sistémica: ese sentimiento que tiene como consecuencia la necesidad de compensar cierto desequilibrio que se ha generado en una situación. Independientemente de que seamos responsables moralmente de lo ocurrido, se crea en nosotros una búsqueda de restablecer el orden perdido. Evidentemente, la culpa será más aguda si además somos moralmente responsables de lo ocurrido. En el caso anterior, no digamos nada de cómo me sentiría si tuviese responsabilidad en el suceso, por negligencia en la conducción, exceso de velocidad o alcohol. Pero lo interesante es que esta culpa sistémica no entiende de reglas morales sino que va más allá de todo esto. Por mucho que me quiera convencer de que «yo no tuve la culpa», el daño está hecho y me siento en «deuda» que quiero pagar 21 . Pero hay dos maneras diametralmente opuestas de pagar por esa deuda que hemos sentido dentro de nosotros. Volviendo al accidente, después de lo ocurrido yo puedo tomar la opción de deprimirme, no volver a coger un coche, perder mi empleo o divorciarme de mi mujer. Tal vez no sea consciente de que lo estoy haciendo a causa del accidente, pero cuando rastreo a fondo dentro de mí, descubro que aquello que ocurrió ha supuesto tal peso de conciencia que me hundí. Es lo que algunos llaman la compensación arcaica. «Arcaica» porque detrás de esta forma de proceder está funcionando un cierto sentimiento mágico de que comportándome de esta manera estoy 99

aliviando la desgracia del niño. Evidentemente, estoy equivocado, pero ello no quita para que una y otra vez los seres humanos la utilicemos. Por otro lado, yo puedo encontrar una manera más satisfactoria y positiva de «compensar». Puedo visitarle en el hospital, llevarle chocolates, involucrarme en proyectos que promuevan una mejor seguridad vial o la educación de los niños en las normas de tráfico, etc. Evidentemente, desde el punto de vista moral yo no tendría ninguna obligación de hacer nada de esto; sin embargo, cierta necesidad de compensar puede llevarme a hacerlo e incluso a que yo, mi alma, sienta que hacerlo es bueno para mí. Rastrear las maneras en que se presenta la culpa en los sistemas es fascinante. Hasta aquí, el ejemplo del accidente se refiere a la culpa tomada desde la perspectiva personal. Pero es bien interesante indagar en las formas que toma la culpa sistémica en las organizaciones. Hay infinidad de casos donde, voluntaria o involuntariamente, se crean «daños» en las empresas, que buscan por extraños vericuetos sus maneras de encontrar compensación. Pensemos, por ejemplo, cuando en una situación de crisis económica una empresa se haya visto obligada a ejecutar un despido masivo, ¿cómo va a compensar la empresa una culpa sistémica tan grande? O, ¿qué decir de la situación en que un trabajador ha fallecido a causa de un accidente, sea este o no sea producto de una negligencia? A veces también, en un determinado momento de la historia de la empresa, se han podido cometer algunas injusticias con socios, clientes, competencia o quien fuere y, entonces, la organización se verá en la necesidad de compensar. Lo más asombroso que nos muestra la perspectiva sistémica es que estos intentos de compensación tienen muchas veces como protagonistas a determinados actores que ni tienen que ver y, en algunos casos, ni tan siquiera saben del daño ejercido, a veces, en el pasado. Así, un determinado departamento de una organización puede estar bloqueando sus resultados como forma (inconsciente) de compensar una antigua injusticia que la empresa ejerció contra el ex-director del mismo. O, sin saberlo, pueden prodigarse casos de absentismo laboral como forma de lealtad con un trabajador fallecido en un antiguo accidente. O determinados problemas de motivación en un equipo son la forma que ha encontrado la organización de recordar a todos los despedidos en la última gran crisis que vivió la empresa. Una mirada poco adiestrada contemplará todas estas situaciones como las vicisitudes normales de cualquier grupo humano o empresa. Pero quien va adquiriendo el «ojo mágico» de la visión sistémica sabrá reconocer y rastrear a través de estos sucesos para entender la lealtad, el posible desequilibrio que el alma de la empresa estaba buscando restablecer. Aprender a considerar el concepto de la culpa sistémica en los distintos posibles «daños» o dificultades que aparecen en la empresa, rastrear los caminos que ha buscado 100

esa culpa para compensarse, ofrece informaciones y claves nuevas e inéditas para comprender los problemas que acechan hoy en día a las organizaciones.

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20. DINERO SISTÉMICO Me hice mayor con la creencia de que solo quien era muy inteligente y trabajaba mucho se hacía rico. Por eso, en el colegio me esforcé por sacar buenas notas y ser el primero de la clase. De esta manera, el éxito estaba garantizado... ¡Pobre de mí! Poco a poco aprendí que, si lo de trabajar mucho y ganar dinero, todavía pase, la relación de inteligencia con hacerse rico está aún por descubrir. De hecho, he ido comprobando que muchos de los más normalitos de clase son los que ahora están en una mejor posición económica, mientras que a mí mis dieces no me han servido para tanto en el aspecto financiero. No me quejo: simplemente he aprendido. El dinero sigue unos caminos que, no siendo absolutamente inescrutables, sí que atienden muchas veces a razones distintas de las del trabajo o el coeficiente intelectual. La perspectiva sistémica ayuda a reconocer esos caminos. El dinero tiene la cualidad de ser plástico, y con eso no estoy haciendo referencia a las tarjetas de crédito, sino que su plasticidad se refiere al hecho de que en el interior de ese objeto que parece simplemente metal, papel o tarjeta se ocultan muchas necesidades que van más allá de la cuestión meramente económica. Se vive el dinero como se vive la vida. En mis cursos de constelaciones o dinámicas organizacionales desarrollamos distintos ejercicios que se refieren a la relación de los participantes con el dinero. Lo que surge es como la vida misma: algunos no miran al dinero; a otros el dinero les da la espalda; otros sienten que el dinero viene hacia ellos como atraído por un imán. Para otros el dinero viene y va... Y es así porque, en general, los temas de dinero, éxito y poder casi siempre —yo diría que en el 95 % de los casos— están saturados de cuestiones biográficas. La cuestión de ganar o no dinero y de que el dinero se quede está casi siempre vinculada a la historia familiar. Aquí, de nuevo, hacen acto de presencia los principios sistémicos y, en especial, el principio de compensación. Y es que muchas veces utilizamos nuestro dinero para compensar —ya sea positiva o negativamente— 102

determinados acontecimientos que ocurrieron en el pasado. O sea, si en la familia alguien lo perdió todo, es muy fácil que a un posterior le cueste ganar dinero ya que probablemente querrá mantener una extraña lealtad con ese fracasado y volverá a perderlo, igual que aquel. O si hubo una estafa o una ruina, alguien querrá compensar lo que pasó; o si alguien acumuló desgracias, o tantas historias parecidas. Esta es la versión negativa. La positiva es esta otra: la de quien sigue el éxito de un antecesor, la de quien se libró de esas dinámicas negativas y es capaz de hacer lo suyo; la del que está tocado por la varita de la suerte. Las historias de las organizaciones siguen una dinámica parecida. Del mismo modo que la manera como vivimos nuestro dinero está ligada a cuestiones biográficas, generalmente ancladas en la historia familiar, también muchos temas vinculados al «vil metal» hunden sus raíces en la biografía de la organización. Atención: conviene diferenciar. Un mal año económico o no cumplir con los presupuestos puede ser mera cuestión de fracaso en la estrategia, crisis del sector o de las ventas, etc.; pero cuando aquello «empieza a sonar raro», cuando la organización trabaja y trabaja pero el dinero no llega, cuando tan pronto como llega se va, cuando aparecen deudas, bancarrota, etc., muy a menudo conviene investigar en la historia de la organización y percibir si hay algún fracaso previo que se esté tratando de compensar. El alma organizacional nos está queriendo decir algo; algo que no está bien conectado, separado o en equilibrio. Una empresaria de un negocio de confección, inteligente y capaz, pidió una consulta porque, aunque la empresa salía a flote, siempre era a trancas y barrancas. Ella tenía la sensación de que, aunque su producto era muy bueno —así lo manifestaban sus clientes — y la gente que trabajaba con ella estaba comprometida e involucrada con el trabajo, en los más de veinte años de historia de la organización nunca habían tenido un período de estabilidad y tranquilidad. La sensación era de estar constantemente sobreviviendo. En la conversación con ella surgió que esta empresaria había comenzado el negocio, hacía más de veinte años, con su novio y socio. Al año de lanzar ambos la empresa el novio murió en un trágico accidente de coche. Trabajando el tema con mi clienta pudimos comprobar que las dificultades financieras tenían que ver con el duelo no resuelto con aquel primer amor de juventud. De alguna forma ella y, en consecuencia, la empresa, habían vivido aquel accidente como un trauma. Literalmente, tal y como ocurre en los traumas, se había quedado congelada; de manera que solo se sentía capaz de sobrevivir. Pero no son estas las únicas vicisitudes en relación con el dinero sistémico. El dinero (o, más bien, cómo lo vivimos) tiene cierta cualidad peculiar de indicarnos cuánto nos es permitido ganar. Es como si cada uno de nosotros llevásemos una especie de termostato interno que nos indicase cuándo estamos en equilibrio y cuándo no en relación con lo que podemos ganar. Otra historia reciente nos ayudará a entenderlo. 103

Hace poco un joven abogado vino a trabajar un tema conmigo. Estaba a punto de cerrar un caso con una clienta a quien había ayudado a resolver el tema de una suculenta herencia. El tema era de envergadura así que mi cliente iba a ganar una jugosa cantidad de dinero; seguramente los honorarios más altos en su reciente carrera profesional. Pero, por una cosa o por otra, la audiencia no acababa de celebrarse: unas veces era la clienta, otras los litigantes, o si no, él mismo tenía alguna dificultad. Tenía claro que iba a ganar el juicio y ciertamente nunca le habían tenido que pagar tanto dinero, así que le daba la impresión de que, de alguna manera u otra, él mismo estaba evitando cobrar ese dinero. Fuimos viendo el caso y, al preguntarle por su historia familiar, resultó que su abuelo, alcalde de una ciudad y persona importante y de prestigio, que en su día había hecho una gran fortuna, acabó perdiéndolo todo. El abogado sentía una particular conexión con este abuelo y, poco a poco, fue poniéndose de manifiesto en nuestro trabajo que a él le costaba mucho ser rico cuando su abuelo había acabado en la miseria. Parece absurdo e ilógico: llevar adelante un juicio con intención de ganarlo y cobrar unos buenos honorarios pero, al mismo tiempo, resistirse a recibirlo. ¿Cómo no va a querer alguien ganar una buena cantidad de dinero que, además, se le debe? ¿Cómo puede ser que una persona se boicotee el hacerse rica? Y, sin embargo, muchas veces actuamos de esa manera. Es como si internamente nos dijésemos a nosotros mismos cuánto sí y cuánto no podemos ganar. Los temas de dinero están frecuentemente asociados a lealtades muy antiguas que, inconscientemente, hacen que no nos demos el permiso de tener más. A veces sentimos como indebido, como inadecuado, tener. Compruébalo por ti mismo. Piensa en una relación de trabajo en la que estás o podrías estar implicado: un servicio que prestas a alguien, un proyecto que estás llevando a cabo, o el sueldo mismo que cobras actualmente por tu profesión o trabajo. Ahora, imagínate cobrando un 10 % más, o el doble, o diez veces más. Observa todas las sensaciones que se producen en tu cuerpo. Y también lo contrario: imagínate que cobras menos: el 10 % o la mitad, o mucho menos. ¿Qué ocurre en ti? Evidentemente, cuando la diferencia —hacia arriba o hacia abajo— es pequeña no se notará tanto el efecto. Y uno puede pensar que menuda tontería: que si cobra el doble o diez veces más, solamente ocurrirá que, simplemente, se sentirá más rico y contento con la vida. Pero eso que puede parecer en un nivel superficial, no es tan plano en un nivel profundo. Si uno cobra mucho más de lo que él considera equilibrado, es muy probable que se sienta culpable y con la necesidad de compensar. Como si dijésemos por dentro «no tengo derecho a tanto». Por otra parte, si se nos paga de menos, o también ¡si compramos barato!, nos sentimos infravalorados, con menos derechos: como si nos «abaratásemos» a nosotros mismos y lo que hacemos 22 . Pensemos, por ejemplo, en alguna ocasión en que se nos ha pagado «de menos» por un trabajo que hicimos: ¿cómo nos sentimos?, ¿qué efecto tuvo aquello en nosotros? Probablemente nuestra autoestima quedó tocada, con la sensación de que no valíamos lo 104

suficiente. Por otro lado, si en alguna ocasión se nos ha recompensado con una cantidad muy por encima de lo que estamos acostumbrados, quizá al principio nos sentimos muy bien, pero más adelante ha podido quedar en nosotros una impresión de deuda, de tener que devolver de alguna manera. En una ocasión se me presentó un caso de coaching en este sentido. Se trataba de un profesional muy cualificado y competente en lo que hacía. Él estaba acostumbrado a una determinada tarifa profesional, pero había surgido la situación en la que se le iba a pagar casi diez veces más de lo que habitualmente cobraba por un trabajo: se sentía tremendamente responsable. Tanto era así que estaba bloqueado. Tuvimos que trabajar, en primer lugar, en el sentido de que él se permitiese merecer lo que le querían pagar. Pero, en segundo lugar, fue parte de nuestro trabajo que él se atreviera a colocar en otro lugar y subir el listón de su «dinero sistémico», es decir, aquella tarifa en la que él se sintiera, de nuevo, en equilibrio. Muchas veces se trata de eso: de que nos sintamos merecedores y dispuestos a tomar una cantidad mayor. De esa manera, nos colocamos diferentes ante los demás, más reconocidos y con otro valor. Y, por cierto, a más valor, más responsabilidad, que literalmente significa más «capacidad para responder». En otras palabras, resituar nuestro punto de equilibrio en relación con el dinero sistémico significa también responder mejor: alto rendimiento, opción por la excelencia. Así que el dinero es mucho más que el billete o tarjeta que llevamos en la cartera. Es una energía, que puede estar más o menos libre o bloqueada; sometida a lealtades antiguas o dispuesta a tomar todo el éxito que se presente; en equilibrio o no tanto; compensando viejas historias o dejando el pasado atrás; creciendo sostenidamente o perdiéndose sin rumbo. Según me contaron, en una de sus provocadoras y estimulantes clases el fantástico economista y mejor amigo mío Javier Díaz-Giménez estaba discutiendo algo de esto con uno de sus estudiantes que se negaba a aceptar que el dinero fuese solo papel. Qué más quería Javier: saco del bolsillo un billete de 50 euros y lo quemó delante de las caras atónitas de sus alumnos. Solo que del fondo de la clase surgió un espontáneo «club de los poetas muertos» que jaleaba: «¡Oh capitán! ¡Mi capitán!». Una de las integrantes del improvisado coro es ahora la mujer de Javier. Nunca una quema de tan poco papel produjo una energía tan poderosa. Y así de paradójicas son, a veces, las cosas con el dinero.

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21. RECONOCIMIENTO Y AGRADECIMIENTO No sé si en las páginas anteriores habré sido capaz de transmitir estas dos tonalidades. Porque la melodía de la solución de buena parte de los problemas sistémicos tiene que ver con estas dos palabras: reconocimiento y agradecimiento. Al final, solucionar muchos enredos sistémicos tiene que ver con reconocer cómo son o han sido las cosas. Aunque uno sea muy capaz y esté muy dotado para una determinada actividad (principio de pericia o desempeño), sin embargo, el jefe es el jefe (principio de jerarquía). Y la jerarquía tiene su lugar, igual que el desempeño tiene el suyo. Y se trata de dar y reconocer a cada uno lo suyo; ni más, ni menos. O si algo ocurrió en la empresa que fue difícil o doloroso, no se trata de hurgar en la herida; pero sí, darle su lugar. Es como si todo lo que va aconteciendo en la vida y en la historia de las organizaciones fuera dejando un registro; y los principios sistémicos nos están diciendo que, en algunos casos, no es bueno pasar por alto ese registro que ha quedado, porque si no se le atiende, volverá. En este sentido, los principios sistémicos y esa melodía de «reconocimiento» que late en ellos no hacen otra cosa que devolvernos, de una manera radical, al «principio de realidad»: lo que es, es; y lo que ha sido, ha sido. Lo interesante de esto es que, una vez tenido en cuenta aquello que es o que ha sido, se puede quedar atrás y podemos continuar nuestro camino más fluidos y ligeros de equipaje. Y es que el tema del reconocimiento nos toca de raíz. Necesitamos ser vistos por el otro; nos hacemos personas pasando del yo al nosotros. Hegel lo planteó en su dialéctica del amo y del esclavo como una lucha por el reconocimiento, y Martin Buber lo retomó diciendo que, para que haya vida verdadera, tiene que haber un espacio en el que yo y tú se encuentran 23 . Todo eso sería lo profundo. Hay una forma más simple de entenderlo y practicarlo: reconoce de alguna manera a todas las personas que son parte del sistema en el que estás inmerso. Me gustó cuando leí la condición que había puesto Amancio Ortega para que se 106

escribiese su biografía: «No cuentes solo lo bueno ni digas que esta empresa la he hecho yo. Somos ochenta mil personas, a las que hay que sumar todas las que han trabajado en la empresa y ya no están» 24 . Por eso, cuando recientemente he visto el vídeo que le hicieron por su ochenta cumpleaños y que recomiendo que veáis, por un lado, el agradecimiento de toda la gente hacia él es llamativo, desde luego. Pero a mí personalmente lo que más me emocionó fueron eso momentos cuando él, tímido como es, extendía la mano para tocar a algunos de los miles de colaboradores que tiene en Arteixo: era la forma, a su manera, de reconocerles. Reconocer a todos los que son o han sido parte, a los que han dejado su huella en lo que se ha conseguido es la sabiduría de los grandes hombres. Sin ir tan lejos, una experiencia personal más sencilla. Cuando vivía en mi apartamento, había una señora que venía a limpiar las escaleras de los pisos. De vez en cuando le comentaba lo limpias que mantenía esas escaleras incluso en los días de lluvia: no podía imaginar que ella pudiese recibir aquel comentario con tanta emoción y agradecimiento. Yo no estaba haciendo otra cosa que reconocerla. La melodía del reconocimiento tiene su pareja de baile en el agradecimiento. Otra buena parte de los problemas sistémicos se resuelven simplemente mostrando agradecimiento. A veces, con lo que se nos ha dado no nos toca otra cosa que hacer sino agradecer. He comprobado muchas veces que ese enredo muy habitual de las organizaciones entre cuestiones de antigüedad, jerarquía y desempeño se resuelve a menudo manejando estas dos claves de reconocimiento y agradecimiento. Si la secretaria que lleva muchos años en la organización se siente desplazada por la joven que tiene destrezas y habilidades superiores, la manera de resolver esto es que alguien —quizá el jefe de ambas— ponga en claro la antigüedad de la más mayor y agradezca sus servicios, y por su parte, esta pueda reconocer las virtudes de la joven. O si a un miembro de un equipo le ascienden para que lo coordine, es lo adecuado que el equipo pueda reconocer la nueva jerarquía de su compañero y, al mismo tiempo, este agradezca la colaboración de aquellos. Y lo mismo si alguien recibe de otro un gran regalo: la única respuesta es el agradecimiento. Se lo escuché a un hombre sabio hace unos años. Decía que hay tres formas de transformar el mundo: desde la ideología, desde la ética y desde el agradecimiento. Pero quienes transforman el mundo desde la ideología, crean rivalidades entre los que son de los míos y los que no lo son. Quien transforma desde la ética acaba creando rigideces de cómo tienen que ser las cosas. Sin embargo, quien se pone a transformar el mundo desde el agradecimiento, lo hace poniendo en marcha su corazón. Y si el corazón bombea, eso crea vida.

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22. EL TRAUMA ORGANIZACIONAL Se lo debo a Jan Jacob Stam, la primera persona que me enseñó a entusiasmarme por todo este mundo de lo sistémico en las organizaciones. Jan Jacob tiene dos grandes pasiones: las dinámicas sistémicas y volar en parapente. Él se acerca a las organizaciones con la misma agudeza y atención con la que trata de descubrir las corrientes de aire en el cielo. Pues bien, en una de esas —o sea, volando— Jan Jacob tuvo un accidente. Con su parapente se precipitó dando tumbos más de cincuenta metros por la ladera de una montaña. Estuvo a punto de costarle la vida y vivió en su propia carne lo que es sufrir un trauma. E, indagador como es, una vez restablecido pensó en tratar de reconocer en las organizaciones el mismo tipo de proceso que vivió él cuando cayó con su parapente montaña abajo. A partir de sus propias observaciones, yo he hecho mis propios pinitos y me he aficionado a reconocer y encontrar distintos patrones del trauma organizacional. Porque el trauma en una organización tiene connotaciones específicas y diferentes a los problemas y dificultades del día a día. De la misma manera que un accidente grave en la montaña o en la carretera, o los abusos que vivió una persona en su infancia, o cualquier otra clase de trauma personal deja unas heridas difíciles de cicatrizar, así, determinadas experiencias y acontecimientos que una organización padece, se incrustan en su piel y tienen consecuencias para el alma de la organización. No es lo mismo que una serie de trabajadores dejen la organización porque encuentran un trabajo mejor a que se dé un despido masivo como consecuencia de una crisis económica devastadora en el país o en el sector. No es lo mismo que el fundador de una empresa la deje porque simplemente quiere dedicarse a vivir de las rentas o disfrutar de su jubilación a que muera en un trágico accidente junto con otros miembros significativos de la empresa. No es lo mismo que una empresa presente un balance de malos resultados porque las cosas no han salido como se esperaba a que el director general haya estafado a la empresa y se haya embolsado una fortuna. No es cualquier cosa que ocurra un siniestro laboral y un trabajador pierda la vida con una máquina o por un derrumbe, una explosión o inhalando gases tóxicos. Los acontecimientos traumáticos 108

afectan de manera muy distinta al entramado de una organización. Yo diría que atacan a su alma. Todavía más: una organización no es ajena a lo que acontece a su alrededor y lo puede resentir en su propia piel, como algo propio. ¿De qué manera se habrán sentido afectadas las empresas en torno a Fukushima? ¿O cómo viven las organizaciones que se radican en zonas de guerra o violencia a su alrededor? ¿O después de un terremoto o una gran inundación? El paralelismo con lo que le pasa a la persona que ha sufrido un trauma nos sirve para entender lo que ocurre en la organización cuando es castigada con una desgracia, accidente o crisis profunda. Empezaré con un pequeño aporte desde la neurofisiología. Básicamente, en nuestro cerebro humano se pueden distinguir tres niveles: cerebro reptiliano, límbico y neocórtex. Cuando vivimos un problema o dificultad, habitualmente somos capaces de manejarlo «racionalmente»: no nos llevamos bien con alguien, o discutimos por cualquier desacuerdo, incluso si sufrimos que alguien nos haga daño, generalmente lo procesamos; esto es, nuestro neocórtex es capaz de integrar las emociones incómodas de rabia, culpa, impotencia, tristeza o cualquier otra que podamos sentir, con las explicaciones que se da de lo ocurrido. Pero algunas veces este proceso no funciona. Aquello que ha ocurrido ha sido tan repentino, tan tremendo o tan inesperado que, por así decir, el neocórtex no tiene tiempo ni capacidad para reaccionar. El sistema se encuentra tan sobrecargado por la experiencia que no puede remontarse a su fuerza original. Cuando alguien muy querido muere en un accidente de tráfico, cuando un niño es abusado sexualmente, cuando alguien sufre un terrible daño físico o psicológico a partir de un desastre natural, es como si el cerebro más avanzado no pudiese procesar esa información porque o no tiene tiempo, o le resulta inexplicable. Entonces se pone en acción nuestro cerebro más antiguo, el cerebro reptiliano o límbico, ese que tenemos en común con los animales. Así como el neocórtex es capaz de respuestas más avanzadas y complejas, nuestro cerebro animal es más simple. Su modo de funcionamiento es on/off. Y su modalidad off tiene cuatro variaciones o versiones: luchar, huir, congelarse o colapsar. Las «cuatro efes» del inglés ayudan a recordarlas: fight, flight, freeze y faint. Ante el trauma, o bien uno opta por la agresividad, arcaica, primitiva, desproporcionada; o por tratar de desaparecer, «volarse»; o quedarse congelado, como petrificado; o simplemente, haces crac te quiebras, te rompes. También la organización que ha sufrido un trauma reacciona desde alguna de las cuatro efes. Cuando encuentras un nivel de agresividad exagerado, desproporcionado, 109

en una organización, que no se corresponde con lo que allí está ocurriendo, puedes empezar a preguntarte si no habrá habido algún acontecimiento no debidamente procesado. De hecho, muchas veces la agresividad aparece disfrazada en forma sutil a través de comportamientos y actitudes que parecerían no tener nada que ver con ella. La ironía constante es a menudo una forma solapada de agresividad. Más aún, determinada forma de «reírse» de las cosas muchas veces esconde agresividad. No está de más recordar cómo a veces determinadas sociedades sometidas a dictaduras o terribles tragedias han utilizado las viñetas y los chistes en los periódicos como válvula de escape para sofocar un dolor y una impotencia imposible de asumir. Pero también son formas de lucha, que esconden traumas, determinadas manifestaciones de agresión pasiva. Por ejemplo, es muy interesante la procrastinación sistemática en relación con tareas o proyectos. Más todavía, la burocracia infinita en algunos países es la forma de enmascarar, de forma silenciosa, una agresión descontrolada que se ha padecido y que se reconduce al precio de que los ciudadanos hagan filas infinitas o interminables trámites. Algunas organizaciones reaccionan ante el trauma huyendo. Es una forma de no estar aquí. Se observa la huida en la dispersión constante; o también, en una forma de comunicación que nunca concluye; o en la desconexión entre los departamentos o áreas de la empresa. El trauma produce disociación y es como si cada elemento del sistema fuese por su cuenta, en una especie de «¡sálvese quien pueda!». Lógico: eso es precisamente lo que piensa el que ha sido víctima de un trauma. A veces, las organizaciones quedan congeladas. No es solo una metáfora: a veces entras en una empresa y sientes un frío polar. No es cuestión de la temperatura exterior: te quedas helado. Y ese congelamiento se desprende por todas partes: conversaciones, relaciones, modo de gestionar proyectos o negocios. Va más allá de la estrategia o de la particular forma de ser de quienes allí trabajan. Ante el trauma, el sistema se congeló; y cuando eso ocurre, es muy difícil poner en movimiento a la organización. Por último, no es imposible que después de un trauma la organización quede en estado de shock y, sencillamente, colapse, no se reponga. Generalmente, en esos casos, la empresa sigue adelante como puede, como el boxeador al que le han propinado una paliza y sigue en pie tambaleándose, y al cabo de unos años acaba por apagar la luz y echar el cerrojo... Hay una cierta sensación de decadencia cuando te acercas a una organización en estado de colapso. Ya no hay deseos de innovación o, si surgen, son frustrados sistemáticamente. A veces tienes la impresión de que las personas deambulan por su trabajo, casi, como fantasmas. El alma de la organización la ha abandonado. No tomemos el rábano por las hojas. Una organización puede padecer algunos de estos síntomas o dar señal de debilidad en cuanto a la comunicación, la sintonía entre sus miembros, poca fuerza para la innovación, etc. y no por eso está traumatizada. Pero 110

cuando encontramos una combinación de estas señales y si, sobre todo, va acompañada de una sensación general de parálisis global, entonces podemos empezar a preguntarnos si no hay algún trauma detrás. Para ser más específicos, algunos signos que apuntan al trauma organizacional son estos: — La organización se vuelve rígida ante un cambio o una nueva orientación. Como si el anuncio de novedad activase la memoria inconsciente de lo que sucedió. — Se rompen las conexiones. De hecho, esta es una de las características más importantes del trauma: una desintegración de los elementos de un sistema. Por eso, cuando aparecen señales de desintegración —entre departamentos, empleados, líneas de acción— y un no fluir entre la organización y el mundo exterior, se puede hacer la hipótesis de trauma organizacional. — La organización se ha detenido en el tiempo. Es otra manifestación del congelamiento. Y congelarse es quedarse paralizado en el pasado. Como si la organización no hubiera podido remontar el acontecimiento traumático que la bloqueó. Al igual que con las personas que han vivido abusos, violaciones y otros sucesos traumatizantes, donde acontece que unas quedan efectivamente traumatizadas y otras, más afortunadas, parece que no, lo mismo ocurre con las organizaciones: ante determinados sucesos traumáticos, parece que algunas organizaciones los encajan y siguen adelante, mientras que otras simplemente no pueden. Lo sucedido ha tocado la piel misma del sistema y algo dentro se ha roto. Pertenece a esos misterios de la vida por qué unas sí pueden y otras no. Quizá tenga que ver con esa cualidad de resiliencia, de sobreponerse ante las dificultades, que ciertas personas y organizaciones tienen y otras no. A veces, esa resiliencia la ha ido forjando la organización misma a lo largo de los años y le permite sostenerse mejor ante los dramas y las crisis. Puede ser que, ante una tragedia o acontecimiento traumático, la organización desarrolle mecanismos y prácticas saludables que actúen como muro de contención ante los efectos de aquello que ocurrió. O puede ser una combinación de muchos factores. Porque un trauma es como cuando un pajarito ha encontrado una ventana abierta y entra en casa, y luego, tratando de volver a salir, sin darse cuenta, choca contra el cristal y cae fulminado al suelo. Si has vivido esa experiencia, sabrás que si entonces tomas con suavidad al pájaro, le dejas que se tome su tiempo y le das calor con las manos, poco a poco empieza a temblar, como liberándose de la energía que no pudo descargar y enseguida se restablece y echa de nuevo a volar.

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Así es también con las personas y las organizaciones: si ante la vivencia del trauma se le da a la organización la oportunidad de «calentarse», de tomarse su tiempo, de encajar lo ocurrido, entonces es más fácil que la organización pueda volver a volar. Lo que pasa es que esto no es lo habitual. Por lo general, cuando se ha dado un trauma, la organización tiene que seguir, las urgencias están ahí, no hay tiempo que perder y hay que tirar adelante. El sistema no ha podido descargar la energía encapsulada. Todo lo contrario a lo que la organización traumatizada necesitaría. Pero, en definitiva, ante el trauma se hace lo que se puede. No obstante, aquí van unos pequeños consejos por si alguien siente que algo de todo esto pueda estar sucediendo en su organización. En primer lugar, ir despacio. Recuerda que normalmente, cuando ha habido trauma, el tiempo se paró. Todo fue demasiado imprevisto, inesperado, imposible de asumir. La organización no tuvo tiempo para digerir la experiencia. Por eso, ahora, hace falta trabajar despacio con ella. Cuando ha habido trauma, no se puede pedir a la organización que tenga el mismo ritmo que en un proceso organizacional normal. En segundo lugar, más que nunca con el trauma es preciso tener una mirada especialmente dotada para encontrar recursos. Precisamente eso es lo que se perdió en el trauma: la capacidad de encontrar recursos para sostener y manejar la situación. Por eso, quien trabaja con trauma organizacional tiene que tener un ojo para los recursos. Y muy a menudo tenga que trabajar indirecto, con recursos que poco tienen que ver con el objetivo inmediato de la organización. Tercero, fomentar conversaciones, reuniones de equipo, hablar las cosas. Si eso es lo normal en cualquier organización, cuando ha habido trauma es necesario invertir el tiempo en ello. La comunicación ayuda a digerir la experiencia, y eso es lo que no se hizo en el pasado. Ojo: no se trata de volver necesariamente sobre lo ocurrido. Se sabe que volver demasiado sobre el acontecimiento traumático retraumatiza. Pero sí, fundamentalmente, crear contextos donde la organización pueda recuperar «el suelo debajo de los pies»; y eso se logra devolviendo las raíces a la organización. En otras palabras, volviendo a las fuentes. En cuarto lugar, una característica típica del fenómeno del trauma es la desconexión. La persona o la organización traumatizada vive desconexiones entre los distintos elementos: entre departamentos, en la comunicación, entre unos miembros de la organización y otros, etc. Por eso, una labor fundamental cuando se trata de trabajar con el trauma es crear puentes. O sea, establecer conexiones en aquello que se percibe bloqueado, aislado o separado del resto. A menudo puede ser interesante mostrarle a la organización el tipo de estrategia que ha estado utilizando. Luchar, huir o congelarse ha podido ser la única estrategia de supervivencia posible en un determinado momento, pero ahora el contexto es otro y se 112

pueden aprender nuevas formas de funcionamiento. No está de más generar algún tipo de ritual, conmemoración o gesto que ayude a recordar lo que sucedió y que pueda quedar recogido en la memoria histórica de la organización. Así, lo nombrado conscientemente se vuelve menos temible inconscientemente. Por último, la vida sigue. Precisamente, porque la organización quedó paralizada cuando el acontecimiento traumático sucedió, lo más complicado después del trauma es continuar. Y, sin embargo, trabajar con el trauma organizacional significa restablecer la confianza, devolver el suelo debajo de los pies que se ha perdido. O sea, decirle, no con palabras, sino con actitudes y más aún con gestos, que se puede seguir confiando. Escuché una experiencia en relación con el 11-S que me resultó particularmente esclarecedora, y a la vez estremecedora y que viene al caso. Se hizo una encuesta con los supervivientes de la hecatombe y que habían recibido apoyo psicológico en los momentos posteriores al derrumbe de las torres. En la encuesta se les preguntaba qué es lo que más les había ayudado del trabajo de los psicólogos en aquellos momentos. Pues bien, la mayoría de los encuestados respondían que lo que más les había ayudado era cuando los psicólogos les preguntaban si querían una taza de café, ¡independientemente de si ese café llegó o no! En otras palabras, sostener la humanidad y apostar por que «la vida sigue».

NOTAS 17 Cf. Echegaray, G., op. cit. 18 Cf. Sparrer, I. (2007). Miracle, solution and system. Cheltenham: SolutionsBooks, pp. 78 y ss. 19 Cf. O’Shea, C., op. cit., p. 39. 20 A veces pienso que Hellinger planteó las cosas así porque no tuvo hijos: cuando uno tiene hijos se va dando cuenta de que los hijos compensan por sí mismos, con su presencia, no hace falta que hagan nada para restablecer equilibrio. Por muchos sacrificios que tantas veces suponen, su sola existencia hace que merezcan la pena: compensa. Pero este es mi punto de vista. 21 No es casualidad que el alemán utilice la misma palabra Schuld para expresar tanto «culpa» como «deuda». 22 Cf. Rupp, N. (2010). Wer spart, verliert! Glück und Geld ins Leben holen. Friburgo: Kreuz Verlag. 23 Cf. Buber, M. (1998), op. cit. 24 Cf. O’Shea, C., op. cit.

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PARTE TERCERA ACTUAR DE OTRA MANERA

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23. LAS CONSTELACIONES ORGANIZACIONALES Este libro no va de constelaciones organizacionales, ya lo dije. Sin embargo, para quien no conoce la herramienta y porque es a lo que yo me dedico, donde más he aprendido sobre el pensamiento sistémico y, en definitiva, como me gano los garbanzos, no podía menos que dedicarle unas cuantas páginas a describirlas y que el lector neófito pueda hacerse una idea. Ahí va. Una serie de personas colocadas de pie a modo de fichas sobre un tablero de ajedrez como representantes de algún tema que se plantea: el director de Recursos Humanos que ve cómo la motivación flaquea, los clientes últimamente desinteresados en el producto, el nuevo jefe y los empleados distanciados el uno del otro... Una serie de respuestas a propósito de las reacciones que sienten con respecto a los demás representantes: — Recursos Humanos: «Solo me interesan estos (los empleados)». — Los clientes: «Me gustaría darme la vuelta y no ver el producto». — Los empleados: «Cuando miro a Recursos Humanos siento calor; en cambio, el jefe me produce frío y siento un vacío a su lado». Reacciones, por cierto, que aquel que ha propuesto la cuestión reconoce perfectamente. Una intervención por parte de aquel que conduce el proceso: introducir al antiguo director, invitar a pronunciar una frase —«La empresa os debe mucho»—, un cambio de posición en algún representante... e, inmediatamente, todo parece encajar, y quien había propuesto el tema encuentra una solución inesperada: la imagen, la frase, el elemento olvidado que hace surgir, en una nueva luz y con una perspectiva de solución, la cuestión presentada. Tan curiosa la ejecución como sorprendente el resultado, así son las constelaciones organizacionales. Porque una constelación no deja indiferente. 115

Que el nombre no lleve a confusión: no se trata ni de estrellas ni de cartas astrales. Lo de «constelación» hace referencia, por así decir, a la configuración de los elementos en el espacio 25 . Y es que el espacio es inteligente, y las constelaciones se aprovechan de esta cualidad para, por así decir, extraer el conocimiento que el espacio nos da. Detrás de esta herramienta hay muchos precursores. Por citar solo algunos: el psicodrama, la teoría de sistemas, las esculturas familiares de Virginia Satir, etc. Las constelaciones organizacionales derivan, en buena medida, de sus hermanas mayores, las familiares; al fin y al cabo, la familia es también una organización. Pero conviene diferenciarlas adecuadamente y sacar a las organizacionales del «humus» terapéutico en el que se mueven las constelaciones familiares. Se trata, fundamentalmente, de acceder al conocimiento tácito de las organizaciones, ese conocimiento que a veces no somos capaces de expresar en palabras o cifras pero que es vital para el éxito de cualquier aventura empresarial u organizacional. Aquello que decía Polanyi de que «sabemos mucho más de lo que sabemos que sabemos». La imagen de un géiser es una buena metáfora para aludir a la clase de conocimiento al que acceden las constelaciones y lo que sucede durante ese proceso. Por ello el que usásemos este nombre para nuestra empresa de consultoría: Geiser. Dice la Wikipedia: «Un géiser se activa a partir de dinámicas ocultas al exterior: las aguas superficiales van calando y penetrando gradualmente hasta tocar el núcleo de la roca caliente ya por el magma; la temperatura del agua aumenta hasta su punto de ebullición y entonces el sobrecalentamiento dispara violentamente el agua en formas y figuras sorprendentes e impredecibles». En una constelación pasa algo de eso: aquello que tiene que ver con el problema en cuestión no es inmediatamente visible. Pero el proceso de la constelación lo va poniendo, poco a poco, de manifiesto. Los representantes, con sus posiciones y sus percepciones, van dando la información necesaria para que podamos entender lo que en verdad está ocurriendo, cuáles son las dinámicas profundas y qué es preciso hacer para modificar esa situación. De ahí, lo inesperado y transformador puede surgir. Un conocido, director general de una gran empresa, me lo decía así: «Lo que me gusta de las constelaciones es que le ponen palabras a mi intuición». Y ahondaba en el asunto diciendo que las tres o cuatro veces que él se había equivocado en sus decisiones empresariales era por haber hecho caso a los números y no a lo que sus «tripas» le decían. «Ya se sabe —comentaba— que los números son como los cuernos: solo los conocen los que los hacen. Aunque los números parezcan objetivos, siempre se pueden presentar de manera que se muestren en la dirección que uno quiere escuchar y como los demás saben qué quiero escuchar, mis colaboradores me los presentarán de esta o aquella manera. Pero cuando uno lleva ya muchos años en esto, tiene un sexto sentido para saber si algo es o no es. Pues bien, yo creo que las constelaciones me dan las razones o argumentos de lo que me decía mi intuición». 116

Así pues, ¿qué pueden aportar las constelaciones organizacionales? ¿Para qué sirven? Diferentes investigaciones llevadas a cabo en especial en Holanda y Alemania han mostrado que las constelaciones se muestran particularmente útiles en temas de team building, liderazgo, fusiones, análisis de estructuras de poder, situaciones de conflicto y problemas de las empresas familiares. Pero paulatinamente se van usando como una tecnología más rápida, económica y profunda que una simulación de cara a la introducción de nuevos productos en el mercado o desarrollo de nuevos procesos o áreas de trabajo en una empresa u organización. La expansión de las constelaciones organizacionales (la historiografía particular cuenta que la primera constelación organizacional se llevó a cabo en Kufstein, Austria, en 1995) se va dando principalmente en Centroeuropa: Holanda, Alemania, Austria, Suiza y, últimamente, Reino Unido, Suecia, Noruega, Rusia, Australia, España y Latinoamérica. Por cierto, que una metodología así también tiene su particular «clientela». Efectivamente, se ha constatado que la tipología de clientes que están dispuestos a usar las constelaciones organizacionales como una herramienta en sus empresas y organizaciones son personas de mente abierta, con curiosidad y habituadas a la complejidad; que saben usar la intuición como un principio rector, que buscan soluciones eficaces a los problemas desde la comprensión de los mismos y se abren a la sorpresa y la novedad y, por último, que son personas orientadas sistémicamente: abren el zoom de su visión hasta poder integrar todos los elementos. ¿No son todas estas las características de un liderazgo transformador?

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24. «¡PÉSESE!» Escuché esta anécdota de los labios de un viejo salesiano y siempre que la recuerdo me parece como sacada de una historia del mullah Nasrudín, ese personaje mítico de la tradición popular sufí cuyos cuentos tienen tanto de pensamiento paradójico y sistémico. Pero se trata de una historia real, muy apropiada para muchos contextos organizacionales. Resulta que este religioso entró de muy pequeño, con ocho o nueve años, en el seminario. Eran los tiempos de la posguerra en España y la comida escaseaba. Aquel muchacho, que ya de por sí era de naturaleza flacucha y esmirriada, se estaba quedando en los huesos de no comer. Así que finalmente un día el rector del seminario lo mandó llamar para tratar el tema. «¿Se da cuenta usted de que está adelgazando mucho?», le preguntó el rector. «Pues sí, señor», contestó él ante la evidencia. «Y, ¿cómo es que se está quedando tan delgado?», insistió aquel. «Pues no sé», respondió el muchacho pensando que el rector sondeaba alguna misteriosa razón que a él se le escapaba, más allá de la flagrante escasez de alimento... «Sí», le dijo pensativo el rector, «lo cierto es que usted está adelgazando mucho y hay que hacer algo». El rector se quedó pensando y, de repente, como a quien un rayo de luz le hubiese sobrevenido con la clave del enigma, le pregunta: «Y, usted, ¿ya se pesa?». El chico le dijo que no; evidentemente, no se le había ocurrido. «Pues entonces, ¡pésese!, ¡pésese!», concluyó el rector. Y allí acabó la conversación. Mi amigo cumplió con la consigna, y religiosamente empezó a pesarse, todos los días, pensando que el rector sabía más, y que tal vez él no había reparado en tan eficaz remedio contra la hambruna y la desnutrición. Pero, claro, la cosa no funcionó... Parece de chiste, pero no está en absoluto alejado de la realidad. ¡Cuántas formas de análisis/parálisis encontramos en nuestras organizaciones! Sin ir más lejos, aquí en Uruguay, donde vivo, en cuanto surge un problema, lo primero —y a menudo lo único que se hace— es crear una «comisión de análisis y evaluación del caso». O sea, «pésese».

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Se suele decir que no hay que dar un pez sino enseñar a pescar, pero pésese es todavía peor: es ir a ver los peces al río y pasar horas y horas discutiendo sobre el asunto. Es quedarse mirando el dedo en vez de a la luna a la que apunta. Me gusta contar lo del «pésese» para introducir a continuación su versión opuesta: el enfoque centrado en soluciones, del que quiero hablar 26 . Vale la pena recordar cómo comenzó esta metodología para entender que problemas y soluciones transitan por caminos distintos. Sucedía que Steve de Shazer e Insoo Kim Berg, creadores del método, dirigían un centro terapéutico particularmente exitoso en Milwaukee. Al centro acudían más pacientes de los que podían absorber y las listas de espera eran largas: más de dos y tres meses sin poder atender a personas que llamaban con dificultades psicológicas, algunas muy graves. A Insoo y Steve se les hacía duro tener que dejar a esa gente abandonada a su suerte durante meses antes de atenderles por primera vez. Así que decidieron utilizar una pequeña estrategia con la primera llamada telefónica. Establecieron que a esos pacientes que llamaban se les tenía que dar, junto con la indicación de fecha y hora, la siguiente prescripción: «Sigan actuando y fortaleciendo aquello que funciona bien (o no tan mal) en su vida». Como buenos norteamericanos, empezaron a evaluar y cuantificar los efectos de sus intervenciones y, para su sorpresa, Steve e Insoo descubrieron que, cuando por fin se encontraban con sus pacientes, estos se sentían, como media, un punto o punto y medio mejor. Esa pequeña estrategia había tenido su resultado. Pero lo más interesante era la consecuencia implícita en el proceso: se podía trabajar hacia la solución, ¡sin conocer el problema! Así nació el enfoque centrado en soluciones de la Escuela de Milwaukee. Que no haga falta conocer el problema para encontrar una solución parece contraintuitivo. Va en contra de nuestra manera habitual de pensar. Sin embargo, es así. Lo que sucede es que, cuando se trata de problemas técnicos, sí que tenemos que analizar y dar con el problema para alcanzar la solución. Si el coche pierde aceite, habrá que ver dónde está la fuga; si un programa del ordenador no funciona, habrá que descubrir qué configuramos mal. Sin embargo, los problemas que se dan en los sistemas sociales no son técnicos, sino adaptativos. Y los que ocurren en las empresas son, muy a menudo, una mezcla entre técnicos y adaptativos. Para este tipo de problemas sí que funciona el principio de que problemas y soluciones siguen caminos distintos. Lo decía Wittgenstein, el gran filósofo del siglo XX en su Tractatus, cuando señala: «La solución al problema de la vida consiste en la disolución de dicho problema» 27 . Interesante: los problemas no se resuelven, sino que se disuelven. Por eso, como dice Wittgenstein, ocurre que la persona que ha resuelto dicho problema, cuando se le pregunta cómo lo hizo, generalmente dice que no lo sabe 28 . Y, casi, como si se tratara de una conclusión de todo esto más que evidente para él, dice: «El mundo de las personas 119

felices es otro mundo del de los infelices» 29 . Así que, según Wittgenstein, podemos vivir en dos mundos distintos: el mundo de los problemas y el mundo de las soluciones. No es una broma: es tan frecuente en las empresas encontrarnos en el «pésese», analizándolo una y mil veces, pero igualmente paralizados, bloqueados, dando vueltas y vueltas alrededor del mismo. Y es que los problemas tienen una naturaleza «adictiva». Algo de eso saben muchos de los guionistas de la telerrealidad, cuando enganchan a la audiencia mediante situaciones de extrema dificultad familiar o de pareja volviendo una y otra vez sobre el tema, murmurando, lamentándose, quejándose y cotilleando. Por contra, las soluciones no crean adicción. Buscan el camino de la simplicidad, por muy complejos que sean los problemas. Parten de la idea de que las personas y los sistemas son seres y lugares de recursos que hay que aprender a descubrir. Creen en que siempre hay un paso más, una pregunta que abra un espacio donde las posibilidades pueden emerger. Pero de todo esto hablaremos un poco más en el siguiente capítulo. Mundo de los problemas, mundo de las soluciones. Tú, ¿por cuál optas?

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25. LOS PROBLEMAS Y EL ENFOQUE CENTRADO EN SOLUCIONES

«Podemos saber qué es mejor, sin saber qué es lo bueno». Esta frase de Steve de Shazer resulta como un enigmático koan, una especie de paradoja sobre la que meditar que condensa en gran medida todo aquello que encierra el enfoque centrado en soluciones. En efecto, esa fue la experiencia original de estos terapeutas de Milwaukee cuando comprobaban que antes de conocer el problema y, simplemente, dando a sus clientes la pauta de «seguir haciendo aquello que estaba funcionando bien en su vida», por lo general estos ya accedían a la primera sesión de terapia un poco mejor. Desde aquel momento, la investigación y el trabajo terapéutico y de consultoría de esta escuela consistió en encontrar formas de «mejor» para sus clientes. Ahora bien, esta manera de hacer no es simplemente un repertorio de preguntas que el profesional más o menos adiestrado va como sacando del baúl del mago. Aunque para sorpresa de sus estudiantes Steve de Shazer en algún momento dijera que el enfoque centrado en soluciones no es más que una técnica, sin embargo, en un momento ulterior, como si reculase de su formulación anterior, señalaba: «Para mí no es posible la técnica si detrás ella no hay una verdadera actitud». Y es que detrás del enfoque centrado en soluciones se esconde una forma particular de mirar al ser humano. Aquí, las personas son vistas como seres dotados de recursos que tienen dentro de sí la posibilidad de mejorar su estado, sus relaciones y sus dificultades. Lo mismo podríamos decir de las organizaciones. Buscando recursos, se empodera a las personas, se les da la oportunidad de que puedan, otra vez, sentirse dueños de sus cuestiones y capaces, por sí mismos, de hacer algo en favor de su resolución. Encuentro frecuentemente que, al trabajar así en las empresas, los directivos se vuelven a «apropiar» de los temas que tenían, dejan de ser víctimas y hallan por sí mismos las respuestas que parecían hasta entonces vedadas. Así pues, el terapeuta, consultor, directivo o persona individual que opta por esta 121

metodología se vuelve una especie de buscador incansable de recursos, algunos olvidados, otros hasta la fecha no disponibles a causa de los diferentes contextos complicados en que la organización o la persona se movía y que hacían difícil acceder a ellos. De esta manera, el «explorador de soluciones» se alía en su trabajo con la famosa máxima de Heinz von Foerster, creador de la cibernética de segundo orden, cuando planteaba su «principio ciberético» en estos términos: «Actúa de tal manera que aumentes siempre las opciones» 30 . Lindo principio: cómo hacer para abrir puertas y no cerrarlas; para encontrar nuevas posibilidades donde parecía que todo estaba bloqueado; para hacer un mundo más grande donde parecía que ya no había margen. De esto va el trabajo del enfoque centrado en soluciones. Por eso, discrepo con quienes creen o actúan con este enfoque como si se tratara de preguntar de una determinada manera. Es verdad: está la técnica, pero la técnica sin actitud no funciona, no genera cambios ni procesos. Subyace a la técnica una determinada forma de mirar el mundo y la vida de las personas y las organizaciones. Basta con hacer la prueba: dedícate durante una semana, en los distintos ámbitos de tu vida a no indagar y analizar problemas sino a enfocarte en soluciones y verás no solo qué cambios se producen en las personas con las que trabajas sino en tu propia manera de ver el mundo. Atención: a veces hay un error, una mala interpretación de este enfoque, como si quien «explora» soluciones no deba «escuchar» problemas, no tenga que prestarles atención. No se trata de eso: hay que escuchar y entender las dificultades. Como decía De Shazer: enfocarse en las soluciones no significa tener fobia a los problemas. Pero una cosa es entender un problema y otra pensar que solamente encontrando la causa del problema, lo vamos a solucionar. Lo distintivo del enfoque centrado en soluciones es que esta metodología sostiene, de una manera radical, que, cuando se trata de problemas no técnicos sino adaptativos o mixtos —y la mayor parte de los problemas de los grupos humanos, familias u organizaciones son de esta clase—, la comprensión detallada de un problema a veces es de poca ayuda para llegar a la solución. Por contra, la incansable búsqueda de recursos y soluciones logra resultados muy superiores y más exitosos que el paralizador análisis de las causas de los problemas. Se trata, entonces, de encontrar recursos. Y la escuela de Milwaukee se especializó en desarrollar una entrevista basada en soluciones, formulada en preguntas, para encontrar recursos en el pasado, en el presente y, sorprendentemente, en el futuro 31 . Cuando De Shazer y sus colaboradores pedían a sus clientes que siguiesen fortaleciendo lo que todavía funcionaba bien en sus vidas, estaban tratando de incorporar los recursos en el presente que estos poseían. También las preguntas de escala son una forma de encontrar recursos en el presente: 122

— En una escala de 1 a 10 donde 10 es el futuro perfecto, ¿dónde estás ahora (con respecto al problema)? ¿Qué te ha ayudado a llegar ya a ese nivel? (por ejemplo, si es un 3, de 0 a 3). — ¿En qué notarías que estabas un punto o punto y medio mejor con respecto a este asunto? ¿Qué podría ayudarte a estar un punto o punto y medio mejor? — Si X es la solución a este problema, ¿en qué reconocerías que hay algo más de X, un inicio de X en esta situación? ¿Cuáles serían las primeras señales de progreso en esta situación? También se pueden rastrear situaciones en el presente o en el pasado, cuando este problema o uno parecido ocurrieron y se manejó de manera distinta. Estas son las preguntas por excepciones: — ¿Ha habido algún momento en los últimos tiempos en que el problema no estuviese ahí, no existiera, o se diera en un nivel mucho más bajo? ¿Cuándo ha sido así? ¿Qué era distinto en esa situación? — ¿Cuándo no es tan malo o grave el problema? — ¿Qué has hecho para evitar que la situación fuese peor? — Cuando has afrontado situaciones difíciles antes, ¿cómo las has manejado?, ¿qué hiciste?, ¿qué ha sido útil en esas situaciones? — ¿Qué cualidades o capacidades has descubierto en ti en situaciones como esta? Por fin, yo diría que la «joya de la Corona» de la escuela de Milwaukee fue la pregunta milagro, la estrategia que descubrieron para hallar recursos en el futuro: Te voy a hacer una pregunta un poco inusual y difícil. Vamos a suponer que después de esta sesión vas a ir a casa... hablas con tu familia, cenas y tal vez haces alguna otra cosa como ver la televisión, leer, ver tus e-mails... y luego en algún momento te sientes cansado y te vas a la cama... y en cierto momento... te quedas dormido... y... supongamos que... mientras estás dormido ocurre un milagro... y el milagro sería... que todos los problemas que te han traído hoy aquí... se solucionan... así, de repente... de una vez... y eso sería realmente un milagro, ¿no es cierto?... Te despiertas a la mañana siguiente... y si nadie te dijo que ese milagro había ocurrido... ¿cómo sabes que el milagro ha tenido lugar?... Herramienta fundamental del enfoque centrado en soluciones, el uso de la pregunta milagro permite avanzar en el futuro y anticipar un posible «contexto» en el que el cliente se visualiza habiendo solucionado el problema. A partir de ese «viaje al futuro», el cliente puede extraer recursos con los que no contaba y que le pueden ser válidos en el 123

momento actual. Así, la pregunta milagro cumple una serie de funciones particularmente útiles: a) Claramente sitúa en el mundo de la solución y no en el del problema. b) Coloca al cliente en una energía de recursos y no de dificultades. c) El «contexto del milagro» permite extraer algunos de los elementos clave para la resolución del problema. El consultor que trabaja desde el enfoque centrado en soluciones no es ningún experto en los contenidos que le presenta su cliente, pero sí es un experto en hacer preguntas en una determinada dirección. Maneja el proceso en el sentido de ayudar al cliente a que se empodere y encuentre sus propias soluciones; aprecia los pequeños pasos que el cliente va dando. El trabajo consiste en amplificar el cambio adecuado: cambios pequeños en la dirección adecuada pueden amplificarse hasta lograr un gran efecto. Un cambio estimula los siguientes. Basta entonces, como decíamos al principio, con buscar formas de mejor. Es algo que nos suele costar: conformarnos con el paso siguiente, sin ver el cuadro completo, la solución definitiva. Y, sin embargo, hay algo en este proceder que tiene que ver con el secreto de la vida: aprender el paso siguiente y hacer camino al andar.

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26. ¿PARA QUÉ PUEDE SER SOLUCIÓN UN PROBLEMA? Nos faltaba esta pregunta para completar el cuadro. Va un paso más allá del enfoque centrado en soluciones y nos introduce de lleno en lo sistémico. Una regla de oro si quieres disciplinarte en esta forma de trabajar y de ver el mundo: no preguntes «¿por qué?»; pregunta «¿para qué?». Por eso, ¿para qué tenemos un problema? O, todavía más, ¿para qué puede ser solución un problema? Contraintuitivo, sin duda, pero no por ello menos verdadero. Aprender a trabajar sistémicamente significa escuchar bien un problema y entender las razones de que esté allí; aquello que nos quiere mostrar. Porque un problema nos está hablando de algo, quiere sacar a la luz algo que estaba oculto. Por lo general, hacemos todo lo contrario: intentar librarnos de aquello que nos molestaba, que nos daba la lata. Pero el camino sistémico es otro: si un problema está ahí es que tiene algo por desvelar; hay cierta clave escondida en él que, si no es escuchada, volverá a surgir por otro lado. Es el alma de la organización que quiere sacar a la luz aquello que está todavía oculto. Y, desde allí, la pregunta «¿para qué es solución este problema?» es de lo más oportuna. Cuidado: no es una pregunta a hacer a nuestro interlocutor. Si la planteamos seguramente pensará que estamos locos: para qué vamos a querer un problema; más bien, todo lo contrario, queremos librarnos de él. Pero la pregunta se refiere a una actitud a desarrollar, una forma de escuchar los problemas que indaga sobre aquello de lo que estos nos quieren hablar. Un caso impactante que viví hace años ilustrará el asunto. Una amiga neuróloga me llamó para solicitar mis servicios para un joven que ella estaba atendiendo. La situación era la siguiente: este joven trabajaba en un andamio con otro compañero y una negligencia suya había provocado que ambos cayeran del andamio y el compañero falleciese. Él no murió pero no podía caminar y había quedado postrado en una silla de ruedas. Mi amiga le había hecho todos los exámenes habidos y por haber y, ¡no había lesión en la columna!: el tema era psicológico, no físico. Puesto brevemente: aquel 125

muchacho prefería quedar para siempre inmóvil en una silla de ruedas que afrontar la culpa de que su actuación había provocado la muerte del compañero. El problema era una solución para la culpa. Y no solamente para eso: evidentemente, quedando en silla de ruedas obtenía la invalidez, no tenía que volver a subirse a un andamio, obtenía las atenciones que un inválido recibe e, incluso, es como si le dijera a su viejo compañero: «Ya ves hasta qué punto te quiero y lamento tu desgracia que me he quedado inválido para siempre». O sea, aquel problema —ir en silla de ruedas— solucionaba muchas cosas al mismo tiempo. Otra cosa es que fuese una buena solución. Porque el tipo de solución, de ganancia —ganancia secundaria, se le suele llamar en psicología—, que se obtiene de esta manera no suele ser una ganancia ecológica; es decir, que sea buena para todos. Dicho crudamente: al operario que murió en el andamio no le aporta nada que su compañero viva de por vida en silla de ruedas; y menos a este. Pero mientras no sacamos a la luz lo que estaba oculto en la ganancia, tendemos a creer inconscientemente que es una buena solución. Algo así le sucedió a un cliente que vino a pedir consulta porque no encontraba trabajo. Era una persona preparada —con dos licenciaturas— con buenas capacidades, no estaba buscando un trabajo especial: tan solo un trabajo; y esto ocurría en un momento de bonanza económica, o sea, que en principio no era difícil encontrar trabajo. Pero mi cliente llevaba casi dos años desempleado y no había manera de que le saliese nada. Cuando uno escucha un asunto así, enseguida da para pensar que hay algo particularmente sistémico en juego. En otras palabras: no era normal, no era lógico lo que le estaba ocurriendo a este hombre. Por así decirlo, allí había gato encerrado. En la primera sesión, por si acaso, opté por una estrategia más «suave»: reforzar sus recursos, sus competencias. Quizá no había puesto todas sus cualidades en funcionamiento, había descuidado algo en las entrevistas o cosas por el estilo. Pero nada de eso funcionó. De manera que en la siguiente sesión fuimos directamente a una constelación. La hicimos con figuras: una que le representase a él mismo, otra al posible trabajo, y una tercera que representaba el obstáculo. No voy a entrar en detalles técnicos pero, por abreviar, se me hizo claro que el obstáculo estaba representando a alguien, a una persona. Se lo comenté y él, algo desconcertado cogió la figura que representaba al obstáculo e inmediatamente dijo: «¡Ya está! ¡Es mi padre!». La historia era la siguiente: mi cliente había sido ingeniero durante más de veinte años y, dos años atrás, había dejado ese trabajo porque ya no aguantaba más; sentía que esa etapa de su vida había acabado. Pero esa profesión había sido el sueño de su padre para él. A base de grandes sacrificios económicos, le había podido costear la carrera y sentía un gran orgullo de que su hijo trabajase de ingeniero. Ahora, cuando mi cliente se enfrentaba a la búsqueda de un nuevo oficio, todas las defraudadas expectativas de su 126

padre se le venían encima, sin que hubiese sido consciente de ello. No hallar un trabajo era la solución que había encontrado para «hacer las paces» con su padre e, interiormente, demostrarle que le seguía queriendo. Pero mi cliente no se daba cuenta de que esos dos aspectos que estaban mezclados, como anudados dentro de él —demostrar que amaba a su padre pero, para eso, tener que seguir siendo ingeniero— podían encontrar una mejor solución por separado: amarle y desarrollar su propio camino. Una vez que el enredo salió a la luz, todo estuvo claro para él. A los quince días me volvió a llamar: «Guillermo, necesito que tengamos otra sesión». Pensé que la constelación no había servido de nada: «Es que me han salido dos trabajos y no sé cuál elegir»… La historia de mi cliente, como también la del trabajador de la silla de ruedas, nos muestra algo muy importante que se trasluce en todas esas ganancias mezcladas que no nos permiten acceder a nuestros objetivos. Y es que, habitualmente, quedamos entrampados en esas malas soluciones porque detrás de ellas se esconde un amor profundo por alguien. En el caso de mi cliente, se trataba de «decirle» a su padre cuánto le quería; en el del muchacho de la silla de ruedas, demostrarle al compañero su culpa y el vacío que sentía. Claro que ninguno de los dos se daba realmente cuenta del precio tan alto que pagaba para mostrar ese amor. Tal vez existe un camino más fácil de hacerlo: decirles que les quieren y, al mismo tiempo, seguir viviendo la vida, su vida, con lo que les traiga; y esa es una manera mejor de recordarles. Hasta aquí dos ejemplos personales de problemas que son soluciones para algo. Pero lo mismo se puede aplicar a las organizaciones. A menudo encontramos con que un grupo se vuelve tremendamente reivindicativo, opositor, resistente, en una compañía. ¿Con qué amor lo hace? ¿Qué trata de mostrar con ese comportamiento? Por eso, para el pensador sistémico resulta siempre fascinante observar y entender a los rebeldes de un sistema: esas personas que se la juegan para sacar a la luz algo que no estaba siendo visto por la «línea oficial» de la organización. A veces se trata de un valor perdido; otras, de alguien que no fue debidamente reconocido; muchas otras veces se trata de lealtades profundas a una cultura o a una antigua visión, o a un principio rector olvidado. Es como si el alma de la organización se revolviese y no quedase tranquila hasta que todo encuentre su lugar. A veces, las ganancias no responden a temas tan trascendentes y los problemas que se tienen son la manera de solucionar cuestiones prácticas relativas a posibles tareas futuras. Un equipo no termina un proyecto y se dedica a procrastinar porque sabe que, si lo acaba, le encargarán uno más complicado y no quiere más responsabilidad. Y es que, a veces, muchas organizaciones no saben encontrar una manera de reconocer a sus buenos profesionales más que dándoles más trabajo. O en una reunión de directivos se evita aclarar las cuestiones y preguntar quién hará qué porque se ha comprobado que si lo preguntas, el director siempre dice: «Tú mismo». O también, un profesional 127

competente y capacitado esconde sus cualidades porque sabe que, si las muestra, le enviarán a un país lejano a trabajar donde esas competencias escasean. Por eso, preguntarse qué pasará después de que un problema se solucione es otra forma de entender para qué está siendo solución un problema. Desde esta perspectiva sistémica, los problemas nos hablan de aquello que la organización necesita pero no ha sabido darse. Ayudar a que la organización se lo dé es parte del trabajo sistémico. Para ello, quien se acerca a los problemas de esta manera tiene que desarrollar, por lo menos, estas capacidades: — Reconocerlos: ver que están ahí, no mirar para otro lado. — Saber que tienen sentido: aunque inmediatamente no se lo veamos; aunque sean incómodos para la organización o nuestros clientes, por algún motivo están ahí. — Limpiarlos: o sea, deshacer los nudos, los enredos que se entremezclaban; pero también, quitar todo el barro con el que se pueden manifestar hacia afuera: agresividad, malos modos, conflictos y heridas abiertas. — Hallar la joya oculta debajo del problema: la perla preciosa de amor o lealtad escondida en el problema; o la buena práctica mal estructurada. — Devolver esa joya a la organización: el problema era la única manera que había encontrado el sistema de expresar que algo le faltaba, que algo necesitaba y no sabía dárselo. Ahora lo puede tener, limpio, en su mejor versión, completo. Empezar a ver los problemas como soluciones a algo es un giro de tuerca no tan sencillo para nuestra mentalidad. Para el mullah Nasrudín era casi su forma habitual de funcionar: Se cuenta de Nasrudín que todos los días iba a pedir limosna a la feria, y a la gente le encantaba reírse de él con el siguiente truco: le mostraban dos monedas, de las cuales una valía diez veces más que la otra. Nasrudín siempre escogía la de menor valor. La historia se hizo conocida por todo el condado. Día tras día grupos de hombres y mujeres le mostraban las dos monedas, y Nasrudín siempre se quedaba con la de menor valor. Hasta que apareció un señor generoso, cansado de ver a Nasrudín siendo ridiculizado de aquella manera, lo llamó a un rincón de la plaza y le dijo: —Siempre que te ofrezcan dos monedas, escoge la de mayor valor. Así tendrás más dinero y no serás considerado un idiota por los demás. —Usted parece tener razón —respondió Nasrudín—. Pero si yo elijo la moneda mayor, la gente va a dejar de ofrecerme dinero para probar que soy más idiota que ellos. Usted no se imagina la cantidad de dinero que ya gané usando este truco. 128

Lo que parecía un problema para los demás, era una verdadera solución para Nasrudín.

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27. ELOGIOS Te propongo lo siguiente: la próxima vez que te reúnas con algún colega tuyo (mejor un subordinado que un superior), ten a mano papel y bolígrafo para escribir. Escúchale con atención y, cuando sientas que algo que te cuenta de su trabajo merece ser alabado o elogiado, simplemente muestra sorpresa o cara de admiración y, sin decir nada, toma nota de ello. Según avance la conversación, nota el efecto que tiene en tu colega esta forma tuya de actuar. Lo aprendí de Yvonne Dolan, una de las mejores terapeutas de la escuela de Milwaukee y una auténtica maestra en el arte del elogio. Dice ella que cuando se encuentra con un cliente y este le manifiesta que ha conseguido algún logro o que algo en lo que solía fallar o fracasar no ha ido tan mal esta vez, ella se admira por lo conseguido: «¡Realmente lo lograste!», y toma algunas notas, sencillamente porque las personas tendemos a pensar que si alguien apunta algo, ¡eso ha debido ser algo importante! El elogio es una de las intervenciones más productivas que uno puede desarrollar en el entorno laboral. El elogio siempre abre y nunca cierra. Es una manera de reivindicar los recursos que nuestro interlocutor tiene, se haya dado él cuenta de ellos o no. Quien elogia está diciéndole al otro: «Yo creo en ti, en tus posibilidades; y en esto que me cuentas estás dando una pequeña muestra de ello». Es curioso que esta capacidad de elogiar que todos hemos puesto en práctica con nuestros hijos o sobrinos se nos olvide tan fácilmente. «¡Qué bonito!», le decíamos a nuestro hijo cuando acababa de aprender a coger el lápiz y nos presentaba un garabato horroroso. No era que le engañásemos por decirle «¡qué bonito!», sino que le estábamos animando a seguir adelante con esos primeros progresos en la pintura. Eso es elogiar. Pero parece que hubiese que pasar página a medida que nuestros propios hijos van creciendo y el elogio quedase solo para esos primeros años. Como si dijésemos: ahora la vida va en serio y no hay sitio para halagos. La seriedad de la vida es combate, exige perfección y no cometer equivocaciones; y ahí ya no hay lugar para decirle al otro «tú vales». Más bien le decimos: «Tendrás que demostrarlo». 130

Sin embargo, hay buenos argumentos para seguir reivindicando el elogio. Sin ir más lejos, se ha comprobado que el feedback positivo entre un jefe y un subordinado es el factor motivante más fuerte para seguir desarrollando el puesto de trabajo en la empresa. En el lenguaje organizacional se habla de feedback positivo. Yo prefiero hablar de elogio. Creo que añade algo más. Primero, porque tengo la impresión de que el concepto de feedback positivo tiene algo de reactivo: tú has hecho algo, yo te doy mi «retroalimentación», en este caso, positiva. Sin embargo, el elogio es más amplio. Quien se coloca en clave de elogio, está dispuesto a rastrear no solo en el trabajo de su interlocutor, sino en su vida y en lo que la rodea, para encontrar algo que pueda ser merecedor de un halago. Una de las mejores preguntas del creador del enfoque centrado en soluciones, Steve de Shazer, era: «Tú, ¿en qué eres bueno?». Porque cuando alguien te cuenta que juega bien al póquer o cocina bien la pasta, independientemente de que eso tenga que ver con su problema o el proyecto que está llevando adelante, está ofreciéndote la oportunidad de que puedas valorarle. Pero hay todavía una segunda clave más interesante para mí de por qué prefiero el concepto de elogio al de feedback. Y es que el efecto del elogio es tanto más potente cuanto que el interlocutor no advierta que está siendo elogiado. El elogio hay que hacerlo sin que el otro se dé cuenta. Ahí radica la sutileza del elogio de «tomar nota» que relatábamos al inicio: he debido de hacer o decir algo importante, piensas, si alguien toma nota de ello. Evidentemente, para que el elogio «funcione» debe ser sincero, auténtico. Hay una tercera virtud del elogiar, pero esta tiene más que ver con quien realiza el elogio y no con quien lo recibe. Y es que el poner la atención en descubrir algo positivo en lo que plantea o trae tu interlocutor supone empezar a cambiar nuestra mirada sobre los demás y sobre el mundo. Cuando uno empieza a incorporar esta clave, la creatividad se despliega para encontrar nuevas maneras de elogiar. Rescato un lindo ejemplo que me llegó de una organización con la que trabajé hace poco. La dirección del departamento de Recursos Humanos había cambiado y quería redefinir la estrategia de negociación con el sindicato, que en el pasado había sido muy problemática. Desarrollamos un proceso de consultoría al término del cual se vio la necesidad de que unos y otros lograsen «mirarse a la cara». Pues bien, como acción práctica resultante de esta conclusión mis clientes resolvieron cambiar el lugar habitual donde llevaban a cabo las reuniones. En lugar de la tradicional sala oscura y de luces funcionales y mesas viejas, decidieron empezar a reunirse en una elegante sala de un hotel, con desayuno y pastelillos incluidos. De una manera velada, la nueva dirección de Recursos Humanos estaba enviando al sindicato este mensaje: «Vosotros nos importáis». Al finalizar la primera reunión fueron los miembros del sindicato quienes dijeron que para la próxima ellos traerían las pastas. La comunicación 131

había comenzado a fluir. La escuela de Milwaukee, la del enfoque centrado en soluciones, convirtió el elogio en uno de sus buques insignia. De hecho, su protocolo de intervención con los clientes después de la primera sesión consistía en proponer un elogio y una tarea o experimento a desarrollar en los días o semanas siguientes. Es más, compararon los efectos que tenía en los clientes cada una de estas tres alternativas: una, dar solo elogio; dos, elogio y tarea; tres, solo tarea. Pues bien, los mejores efectos se conseguían cuando se combinaban elogio y tarea, ¡aunque luego el cliente no cumpliese la tarea! Por cierto, querido lector, me alegra mucho que hayas tenido interés en leer hasta aquí porque prueba que algunas de las cosas que cuento tienen que ver con tu vida. Si quieres seguir aprovechando la lectura de este libro te recomiendo que en las próximas semanas pruebes a buscar distintas formas de elogiar a las personas o grupos con los que te encuentras, verás cómo se va transformando tu mundo.

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28. LOS CONTEXTOS, LA TIERRA, LA PRESENCIA Uno de los programas más exitosos de nuestra empresa de consultoría es el programa de liderazgo transformador. Más adelante hablaré de qué entiendo yo por eso. Ahora quiero centrarme en la sesión inicial de ese programa. Mi mujer, Chus, es la que lleva adelante esa sesión y prácticamente buena parte de las sesiones de ese programa. Y tiene siempre un gran éxito. Al final del programa sus evaluaciones son excelentes; mal que me pese, siempre mejores que las mías. Por poco, pero mejores. Chus me cuenta que su secreto está en esa primera sesión. Y no es que haga nada especial: cuenta el programa, sus contenidos, rebaja expectativas (por lo general, a los que vienen se les ha hablado maravillas del programa), crea alianza de trabajo generando con el grupo una visión de los resultados que se quieren obtener, el compromiso de cada uno hacia esos objetivos y, entre todos, se crean las reglas del juego —casi siempre en relación con la puntualidad y el uso de los móviles— con consecuencias claras si no se cumplen: «castigos» simpáticos como traer chocolatinas, cantar una canción o hacer una pirueta delante de todos; algo que siga preservando y manteniendo fuerte la energía del grupo. O sea, en definitiva, logra comprometer a los participantes con el programa. Ni más ni menos. Y gracias a ese compromiso inicial se vencen muchos obstáculos que podrían aparecer más adelante, a lo largo de las siguientes sesiones. Cuando pienso en esta capacidad que tiene mi mujer para hacer esto, descubro en ella una cualidad que tiene que ver con crear contextos adecuados. Es muy parecido a lo que señala Otto Scharmer en la Teoría U cuando habla de cuidar la tierra. Scharmer creció en una granja y su padre, que fue uno de los pioneros de la agricultura biodinámica en Europa, le enseñó que la «cualidad viviente de la tierra» era el aspecto más importante para la agricultura orgánica. «Cada campo tiene dos aspectos: el visible, lo que vemos encima de la superficie, y el invisible, lo que está debajo de la superficie. La cualidad de la cosecha —el resultado visible— es una función de la cualidad de la tierra, de esos elementos del campo que por lo general son invisibles a los ojos» 32 . Así que Chus, en esa primera sesión, cuida la tierra. Y los resultados demuestran que la cuida bien. No es ningún secreto, ni ningún descubrimiento especial: en muchos textos 133

de liderazgo o desarrollo organizacional se habla, con un lenguaje más técnico, del líder como contenedor o regulador de un grupo; de su importancia para dotar de reglas, sostener y apoyar los procesos de un grupo. A mí, cuidar la tierra o generar contextos me suena mejor. Primero, porque, como dice Scharmer, la tierra es lo visible del grupo, pero también lo invisible. Pongo un ejemplo: creo que no he encontrado un solo grupo en el que, a la hora de definir las reglas del juego, no se mencione el tema de la puntualidad y del uso de los móviles durante las sesiones. Normalmente, la única diferencia entre un grupo u otro no va más allá entre si el «castigo» a los no cumplidores será traer chocolates, pastas o cantar una canción. Sin embargo, es totalmente diferente que sea yo, o Chus, quienes decidamos cómo se maneja el tema a que sea el grupo mismo quien tome sus decisiones al respecto. Allí ya se están elaborando aprendizajes importantes sobre el protagonismo del propio grupo, sus normas, la cultura de la impecabilidad, llevar los compromisos hasta el final, etc. Eso es cuidar la tierra grupal. Pero sé que hay otras dos claves importantes para que mi mujer triunfe en ese programa de liderazgo: el nivel de presencia desde el que se sitúa y la intención clara desde la que se entrega al trabajo. Ella no se da cuenta, pero está muy presente; y coloca una intención de que aquello que enseña transforme a las personas. La intención hace una diferencia. Es uno de los leitmotiv o temas recurrentes del trabajo de Otto Scharmer y su Teoría U: «La cualidad de una intervención depende de la actitud interna de aquel que interviene» 33 . Todos lo hemos comprobado en más de una ocasión: dependiendo de quién nos cuente algo o nos invite a hacer algo, el efecto será uno u otro. Recordando el principio rector, del que hablaba páginas atrás, cuando dicho principio, la intención y la visión se alinean en una persona o una organización, esta se dota de una columna vertebral robusta y poderosa, como un velero que puede soportar vientos contrarios, ya que tiene una quilla profunda y un mástil ajustado. Creo que todavía en el mundo organizacional no se ha explorado y valorado en su justa medida lo que significa tener una intención clara y profunda a la hora de ejercer el liderazgo. En general, se confunde liderazgo con gestión y, entonces, todo lo que tiene que ver con colocarse en una intención clara, consciente y precisa queda marginado. La intención cristaliza en la presencia. Siempre he sabido de la importancia de estar presente, pero en los últimos tiempos le voy concediendo más y más valor. Más todavía cuando conocí y quedé fascinado e intrigado por el trabajo de Mike Boxhall. Mike Boxhall es ya anciano (no sé si a él le gustaría que le llamase así) y en su vida ha sido militar, hombre de negocios, plantador de caucho y, además de eso, psicólogo y terapeuta craneosacral. Para quienes no conocen el gremio, la terapia craneosacral consiste en una especie de masaje muy, muy suave que contribuye a ajustar las fascias. Y las fascias son un tejido conectivo que hace de envoltorio de las estructuras del cuerpo 134

dando soporte, protección y forma al organismo. Todo esto lo menciono para poner en antecedentes, porque lo que actualmente Boxhall hace es un trabajo que él llama simplemente así, «el trabajo» (the work) 34 , y que consiste en estar presente y tocar. Expliquémoslo un poco más. Además de todas esas actividades que ha desarrollado en su vida, Mike Boxhall es budista, y su experiencia del budismo tamiza todo su trabajo. Así que lo que él hace consiste en tratar de estar plenamente presente para su cliente y, como señal de que está presente, simplemente pone su mano en alguna zona de su cuerpo: un brazo, una pierna, la espalda, el vientre. Pero lo interesante de «el trabajo» es que ese tocar no pretende nada, salvo mostrar la presencia al otro. No se trata de enviar energía, ni tocar en un punto porque pensamos que el otro está dañado en ese punto, ni de querer ayudar, ni de curar, ni de entender; sino, simplemente, estar y, como señal de que estoy, te lo muestro poniéndote la mano encima. Mike sostiene que uno es sanado cuando es escuchado; pero que siempre estamos condicionados en nuestra escucha porque creemos saber lo que el otro necesita y pensamos que nosotros sabemos mejor que él mismo o ella misma. Por el contrario, si solo escuchamos en presencia, la naturaleza sabia del otro encontrará el camino hacia lo que necesita. Evidentemente, en estas pocas líneas no se puede expresar todo lo que Mike explica y lo que se experimenta en un curso con él de, como mínimo, tres o cuatro días; pero baste aquí para hacernos una idea de qué va the work. Durante el curso, se hacen prácticas de «el trabajo». Se hace una pequeña meditación y, después, una persona se tumba en el suelo y su compañero simplemente está y va poniendo su mano encima. El proceso dura aproximadamente cuarenta y cinco minutos y la experiencia es de una profundidad como no he conocido otra. Por supuesto que alguno se queda dormido, ronca o no logra centrarse. Es lo de menos: según Mike Boxhall, eso es lo que necesitaba su cuerpo, o su alma. Lo único que hay que hacer es estar presente. El trabajo de Mike Boxhall me ha hecho plantearme un montón de cuestiones: si para que una persona llegue a conectar con lo más profundo de sí y, desde ahí, emerjan posibilidades de cambio, no hay que hacer nada, entonces, ¿qué estamos haciendo en tantos procesos de consultoría o ayuda? Una vez más, me vuelve a surgir aquí la idea de cuidar el campo para que crezca y se transforme lo que tenga que transformarse. Lo traslado ahora al contexto organizacional. A nadie se le escapa la necesidad de desarrollar niveles de presencia cada vez mayores en el trabajo. Sin embargo, la búsqueda de objetivos, la necesidad de resultados, el constante trajín del quehacer diario supone muchas veces que en el ámbito laboral estemos más en el futuro que en el 135

presente. No es casualidad, por ello, que en los últimos tiempos estemos asistiendo a un cierto boom del mindfulness en las grandes empresas. Las organizaciones se dan cuenta de que enseñar a estar presentes y desarrollar una «atención plena y consciente» —eso es lo que, literalmente, significa mindfulness— en sus dirigentes se traduce en menos estrés, mayor bienestar, mejores decisiones y, por tanto, mejores resultados. Tengo una amiga que hace, más o menos, lo de Mike Boxhall con las organizaciones. Ella dice que no sabe nada, que no hace nada, que no aporta nada pero, por algún extraño motivo, los grandes directivos quieren que ella esté en sus reuniones, en sus consejos de administración. Le dicen que su sola presencia les ayuda. Y, ella, como digo, no lo entiende, porque dice que ella no hace nada... Pero yo sí lo entiendo, porque esta mujer tiene una cualidad excepcional de saber estar y de acompañar amorosamente a las personas, sacando el mejor potencial que llevan dentro. Volvemos ahora al alma organizacional. Estar presente significa colocarse en un lugar en el que asistamos a aquello que quiere desenvolverse por sí solo, dejando que surja a su ritmo, a su manera; simplemente ayudando a conectar lo que estaba desconectado; a separar lo que estaba indebidamente mezclado y, entre lo uno y lo otro, a equilibrar: tanto de esto y tanto de aquello. Entonces, el alma organizacional se sentirá plena y podrá emerger lo mejor de ella.

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29. PENSAR EN CONTEXTOS «Yo soy yo y mis circunstancias», decía Ortega y Gasset, y al hacerlo delataba una notoria capacidad para entender lo sistémico. Porque lo sistémico tiene que ver con entender los contextos o, si se quiere, las circunstancias, que diría Ortega. Cuando comienzo a hablar de pensamiento sistémico, perspectiva sistémica o lo sistémico en general, la pregunta es inevitable. Pero, ¿qué es un sistema? La definición no aporta mucho. Hay muchas definiciones de sistema, pero tomemos como muestra la siguiente: «Un sistema es un conjunto de elementos interconectados entre sí». Por eso, si puedo, prefiero dejar a un lado la definición y pasar a las descripciones y, sobre todo, a lo que supone decidirse a pensar o mirar la realidad sistémicamente. Para mí, el mayor sentido, el giro de tuerca que significa optar por lo sistémico, tiene que ver con empezar a no atribuir propiedades a los objetos 35 . Y aquí la palabra «objetos» puede significar personas, equipos, empresas, etc. Veamos qué quiero decir con esto. No atribuir propiedades a los objetos quiere decir, precisamente, empezar a pensar en contextos. O sea, que uno no es bueno o malo, competente o incompetente, responsable o irresponsable por alguna propiedad o característica suya que le viene del interior de su ser o está inserta en su ADN; sino que uno puede mostrar su mejor versión o la peor, dependiendo de un montón de circunstancias, relaciones con otros elementos o sistemas. En definitiva, dependiendo del contexto en que se está moviendo su vida y cómo va manejando ese contexto. Por eso, empezar a mirar sistémicamente la realidad no es una cuestión de todo o nada, sino que se puede mirar «más sistémicamente» o «menos sistémicamente». Así que no se trata tanto de «definirse» sistémico como de empezar a actuar de ese modo. Por ejemplo, una psicóloga no particularmente sistémica como Virginia Satir se muestra «más sistémica» cuando, para explicar un rasgo de carácter como el infantilismo que a veces se puede usar en determinadas situaciones, lo interpreta como una forma inadecuada de «seguir una regla» que se usó, con cierto éxito, en la infancia. Lo explico. 137

A veces, un niño o niña, viendo que sus padres iban a comenzar una discusión, usan la estrategia de ser ellos los «problemáticos»: se portan mal, sus padres les riñen, pero la ganancia es que dejan de discutir entre ellos. Pues bien, esa estrategia que, en determinado momento de la vida, pudo haber conseguido sus objetivos —esto es, que los padres no discutiesen entre ellos— seguida en el contexto presente es inadecuada. Por eso, no es tanto que alguien sea infantil, sino que está siguiendo mal una regla, en un contexto inadecuado. Dicho de otra manera, ser «más sistémico» es ser capaz de mirar más allá, dejar a un lado la visión plana que nos dice que las personas son de tal o cual manera, para entenderlas desde la luz de los contextos en los que esas cualidades o propiedades pudieron surgir. La cuestión no es banal, porque si empezamos a pensar así tenderemos cada vez menos a establecer atribuciones personales de responsabilidad con la gente; o sea, buscaremos menos culpables y, en cambio, trataremos de entender qué circunstancias de la vida de una persona, o de un equipo, o de una empresa se han entretejido para que esa persona, equipo o empresa actúe y se comporte de esa manera. Y, por otra parte, trataremos de propiciar cambios en esas circunstancias o contextos de manera que las mejores versiones de cada uno puedan florecer. Por otra parte, al hacer esto empezamos a desarrollar una visión «no capitalista» de las cualidades de las personas, como diría Matthias Varga von Kibèd. Y esta es una interesante manera de mirar la vida. Porque entender de esta manera nuestras cualidades, capacidades o competencias tiene que ver con dejar de sentirnos dueños de las mismas y pasar a ser, en determinadas circunstancias y bajo determinados contextos, «agraciados» con ciertos dones. Entonces, se experimenta aquello que acontece no como algo de lo que uno se puede apoderar, sino como un regalo que se recibe. Y entonces, también, la vida se vuelve más amable, más amena y más divertida, porque ya no se trata de ambicionar tanto, sino de vivir los sucesivos regalos de los que, si somos agraciados, podemos sentirnos merecedores. Si en el capítulo anterior hablábamos de «crear» contextos, en este se trata de «pensar» en ellos. Pero ahora podemos entrever el hilo que une los dos temas. Si no somos dueños de nuestras cualidades sino tan solo «agraciados» con ellas bajo determinadas condiciones y en determinados contextos, entonces de lo que se trata es de crear condiciones para que eso acontezca. Quien se define como pensador o trabajador sistémico se vuelve, entonces, un creador de buenas condiciones o contextos para que algo se dé. Ese es nuestro trabajo: crear condiciones. Y me atrevería a decir que esas son las condiciones para que el «alma», ya sea de la persona, del equipo o de la organización, florezca. Últimamente he quedado muy interesado por las preguntas activas —frente a las 138

pasivas— de las que habla Marshall Goldsmith en su último libro Disparadores 36 . Encajan muy bien con esta idea de crear buenas condiciones. Goldsmith plantea que la pregunta pasiva del tipo «¿eres feliz?» o «¿tienes objetivos claros?» son estáticas y hacen a uno demasiado dependiente del contexto —«entorno», lo llama él. En cambio, las preguntas activas, como «¿he hecho todo lo posible para ser feliz?», «¿he hecho todo lo posible para tener objetivos claros?» me hacen «respons-hable», o sea, me habilitan para responder. Van en la línea del famoso llamado de Kennedy: «No preguntes por lo que tu país puede hacer por ti. Pregúntate qué es lo que tú puedes hacer por tu país». En otras palabras, me colocan en la tesitura de crear buenas condiciones 37 . De hecho, Goldsmith planteó un experimento con tres grupos distintos de estudio. Uno era un grupo de control; a un segundo grupo se le daba una formación de dos horas y al final de la misma se le planteaban preguntas pasivas; al tercer grupo se le ofrecía la misma formación y se le planteaban las mismas preguntas, solo que en su formulación activa. Las preguntas eran: 1. ¿Has hecho todo lo que has podido para ser feliz? 2. ¿Has hecho todo lo que has podido para darle sentido a tu jornada? 3. ¿Has hecho todo lo que has podido para fomentar relaciones positivas con los demás? 4. ¿Has hecho todo lo que has podido para estar completamente comprometido? Al cabo de dos semanas se pidió a los participantes de los tres grupos que puntuaran el aumento de la felicidad, del sentido, de las relaciones positivas y de su compromiso. El grupo de control apenas varió; el grupo con las preguntas pasivas mejoró, pero el grupo con preguntas activas dobló la mejora con respecto al grupo con preguntas pasivas en todas las áreas. Trabajar por crear mejores condiciones nos hace, inevitablemente, más felices. Pero hay algo más. Es curioso: cuando se trabaja por crear esas condiciones, uno descubre que aquello que se va dando no le pertenece. Cada uno de nosotros, probablemente, ha tenido cierta experiencia de ello y representa una de las experiencias más preciosas de la vida. A veces, haces un trabajo serio, responsable, adecuado; pero, de alguna manera, eso es simplemente lo que se espera de un buen profesional. Y, aunque el trabajo sea bueno, se trata de un nivel estándar. «Valor, se le supone», era uno de los eslóganes que se le proponía al soldado que iba a ingresar en el servicio militar. Pero, a veces, en el trabajo, en la vida, en medio de una conversación o un proyecto, cuando hemos puesto lo mejor de nosotros para que algo se dé, hemos experimentado que algo especial ha ocurrido. Algo que va más allá de uno mismo y de lo que no tenemos derecho a apropiarnos. Se 139

han dado, o mejor, entre todos hemos creado ciertas circunstancias que han hecho que algo distinto emerja. Y aquello que sucede entonces ya no es estándar sino especial. De alguna manera, se tiene la sensación de que se ha aportado algo nuevo, algo distinto, al mundo. Y aquello que ha acontecido se experimenta no como propio sino como recibido. Entonces, tenemos cierta experiencia de la mejor versión de lo sistémico; nos damos cuenta, entonces, de que nuestras cualidades, nuestras capacidades, nuestros valores no son propiamente nuestros, sino que acontecen, se despliegan cuando esas condiciones buenas, privilegiadas se han dado. Recibimos, entonces, lo que ocurre como regalo y no nos cabe enorgullecernos, sino, más bien, sentirnos agradecidos. Por momentos como ese merece la pena vivir. Con menos palabras y de forma más bella, Matthias Varga von Kibèd, adaptando a Rumi dice: «No somos ni la música ni los bailarines, solo la sala de baile» 38 .

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30. SHACKLETON Y LA CUALIDAD DE OCUPAR EL PUESTO

Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío intenso. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. Escasas posibilidades de regresar con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito. Así rezaba el anuncio de reclutamiento de marinos publicado en el Times con el que Ernest Shackleton convocó a su legendaria expedición a la Antártida. Pues bien, como un ejemplo más de que las motivaciones intrínsecas son mucho más poderosas que las extrínsecas a la hora de apostar por algo, semejante perspectiva no impidió que numerosos aspirantes se presentaran a la que se convirtió en una odisea de superación y supervivencia. Porque, tras cinco meses de travesía, a comienzos del 1915, el Endurance encalló en el hielo y, para mediados de julio, Shackleton tenía que aceptar la cruda realidad de que no lograría sacar su barco de allí. A partir de ese momento, su tarea consistió en salvar a sus hombres. Y lo consiguió: tras más de veinte meses de experiencia atrapados en el hielo, toda la tripulación —veintisiete hombres— regresaron sanos y salvos a casa. Su epopeya, más allá del fracaso inicial, se ha convertido en un ejemplo de liderazgo del que podemos extraer interesantes lecciones. Generalmente, solo consideramos grandes líderes a aquellos que triunfan, que aparecen en las listas de Fortune como conductores de las grandes empresas. Sin embargo, el caso de Shackleton es, en cierto sentido, el de un líder en una empresa que fracasa. Pero lo impresionante es que no haya dejado de ser un ejemplo de liderazgo en una situación así. ¿Quién aporta más: un líder que, en una fase de expansión, hace crecer una empresa un 10 % o un 20 %, o alguien que contiene una caída que era del 20 % y la controla para que las pérdidas sean solo del 3 % o 4 %? La fama se la lleva el primero, pero del segundo hay otro tanto que aprender. Algo de esto hizo Shackleton, que yo resumiría en una cualidad esencial: la de no 141

abandonar el puesto. En medio de las condiciones extremas en que se convirtió su expedición, se mantuvo en el puesto y esto se tradujo en una serie de decisiones que han llevado su historia a convertirse en material para diferentes libros sobre liderazgo y un case study de Harvard. No me detendré en todos los aspectos del liderazgo de Shackleton 39 , pero sí subrayaré algunas de las cualidades más destacables para mí. En primer lugar, Shackleton fue capaz de mantenerse en el liderazgo en una situación de auténtica incertidumbre, cuando la partida que se estaba jugando había cambiado de reglas. Efectivamente, cuatro semanas después de haber tomado la decisión de abandonar el barco, el Endurance se hundía irremediablemente. Para entonces, Shackleton había sido capaz de resituar su objetivo: ya no se trataba más de atravesar la Antártida, sino de poner a salvo a su tripulación. En otras palabras, la visión puede ser una, pero hace falta tener flexibilidad para acomodarla al contexto. En este sentido, Shackleton replanteó su intención nítida y claramente: él quería salvar a toda su tripulación y, desde ahí —una vez comprobado que no podía salvar el barco— dispuso todos los recursos, actividades y rutinas alineados con esa intención. Segundo, para sostener el espíritu de la tripulación, mantuvo la disciplina de una serie de actividades diarias. Reparar equipo y derretir agua, cazar focas, juegos de carta y, a las 8.30 p.m., luces fuera, eran rutinas que se sucedían en la vida cotidiana en el hielo. A partir de todo ello fue creando un espíritu de equipo que se mantuvo sólido durante los más de veinte meses de supervivencia en el hielo. En tercer lugar, Shackleton predica con el ejemplo. Es el primero que se desprende de sus cosas, cuando se vuelve patente que hay que mantenerse con lo esencial. Y, curiosamente, dentro de eso «esencial» incluye el banjo de uno de los marineros: se daba cuenta de que «amenizar las noches» era parte sustancial ligada a la supervivencia. De esta manera, la aventura de Shackleton es una muestra de que un buen líder hace una diferencia, una diferencia crítica 40 . Los líderes excepcionales son aquellos que mantienen al equipo y refuerzan su espíritu; sostienen un optimismo y una confianza anclada en la realidad, utilizando el humor en medio de las mayores adversidades y, por último, no se rinden: saben que siempre hay «un paso más» en una situación dada que puede significar la diferencia entre el éxito o el fracaso. Me gusta resumir todas estas cualidades en una: el líder es aquel que siempre ocupa su puesto. Dando ejemplo, tal vez minimizando diferencias de estatus que no eran necesarias en esa situación, pero siempre en su lugar, Shackleton contribuyó a sacar adelante aquella situación prácticamente desesperada. En mi experiencia con empresas he descubierto que buena parte de los problemas organizacionales son problemas de liderazgo más que de gestión. No es cuestión de 142

personalizar ni de hacer del líder el chivo expiatorio de las dificultades que atraviesa una empresa: eso, ciertamente, iría en contra de todo lo que propongo en este libro. Esto es, que los problemas son sistémicos; que no se trata de atribuir propiedades o características «negativas» a las personas como la causa de las dificultades de las empresas. Sin embargo, el líder —sea este el dueño de la empresa, el consejero delegado, el coordinador del departamento o el mando intermedio— por su propia posición en el organigrama de la compañía es quien tiene más posibilidad de influencia en el sistema; el que más puede cambiar las cosas o modificar las condiciones en que esta se mueve. Para hacerlo, tiene que estar en su lugar y tener una clara intención de desde dónde y hacia dónde dirige sus movimientos. Las variantes de problemas que acechan al líder son muchas. Pero, con el tiempo, he aprendido a reconocer que hay un patrón común en todas ellas: el líder no está ocupando su puesto. Y, si no ocupa su lugar, difícilmente podrá comunicar su intención profunda. La perspectiva sistémica ha mostrado que hay una serie de dinámicas habituales que hacen que el líder no ocupe su puesto. Lo propio de estas dinámicas es que no ponen el énfasis en la negligencia o incapacidad del líder. Más bien, por ser sistémicas, nos hablan de ciertos mecanismos que se dan en la organización y que hacen que el líder no esté en su lugar. El caso más evidente es justamente el opuesto al de Shackleton: soplan vientos contrarios, la empresa no da resultado y, de alguna forma, el líder abdica. Se dedica a hacer lo que no tiene que hacer (papeleos, intereses personales, aislamiento en su despacho) o simplemente a transigir en todo. Se trata de un líder ausente. Pero, a veces, ocurre todo lo contrario: un líder se coloca como un padre que vela por el bien de la empresa y se erige en salvaguarda o garante de los éxitos o los valores de una empresa, que no es suya, por cierto. «Ni es tuya ni la vas a heredar», solía decirle la mujer de un amigo mío que, aunque solo era el responsable de la dirección de personas, vivía con tanta intensidad la empresa que se desvelaba tratando de que todo funcionase adecuadamente e incluso suplantaba al director general. Evidentemente, se dejaba la salud en el empeño. Pero no es este el único problema, ni el mayor. Porque al tomar ese papel, ni estaba él en su puesto, ni el director general en el suyo. Llamamos a ese mecanismo parentificación. Hay otra versión parecida que es el mecanismo de triangulación. Aparece muy a menudo en consultores o asesores. Estos últimos, por su conocimiento o capacidad, de alguna manera suplantan al director general. Este cede ante aquellos y deja de ocupar su puesto: su liderazgo se vuelve débil, sin recursos y, para cuando se da cuenta, no sabe dónde se perdió su poder. Pero la triangulación no tiene por qué ser cosa de personas externas a la empresa. Un directivo que está por debajo del director general o la misma 143

secretaria pueden entrar en triangulación. Recuerdo el caso de una empresa en la que el director general, que se sentía muy apoyado por su secretaria, la invitaba a las reuniones del equipo directivo y, en estas, la propia secretaria daba indicaciones e incluso mandaba ciertas actividades. La incomodidad del equipo directivo era patente. Ambos mecanismos de parentificación y de triangulación son interesantes de observar tanto en el líder «suplantado» como en quien está «usurpando» el lugar. A menudo, las personas que «entran» en estas dinámicas las han aprendido previamente en la experiencia familiar, bien situándose por encima de papá o mamá, o bien suplantando, en cierto sentido, a alguno de los progenitores. Así, por ejemplo, encuentro muchas veces dinámicas de triangulación en mujeres profesionales muy capaces. A menudo, estas mujeres aprendieron desde pequeñas, en la relación con el padre, a manejarse en el «mundo de los hombres». Eran «el ojito derecho de su papá» y tal vez, en ese mismo contexto familiar, «triangularon» a la madre colocándose en un lugar que no les correspondía. Por eso, en el contexto organizacional —muchas veces, muy de hombres — saben manejarse muy bien y esa misma dinámica vuelve a aparecer. Lo interesante del caso es que estas mujeres realmente son muy capaces; pero cuando, en virtud de sus cualidades, se les propone un ascenso en la jerarquía, a menudo se sienten como bloqueadas, inadecuadas, como si no tuvieran derecho a ello. Un cierto sentimiento de culpabilidad les está diciendo que han logrado lo que han logrado a partir de una cierta seducción o «malas artes». En esos casos, es fundamental enseñar a esas mujeres a través de un coaching que realmente valen lo que valen. Otras veces, el líder no puede ocupar su puesto porque este no existe o no tiene una finalidad específica en la empresa. Puede parecer absurdo, pero a veces las empresas contratan a una persona por sus cualidades sin tener un lugar donde colocarle. Piensan que será bueno contar con esa persona en la organización por los muchos méritos que posee y crean un puesto para él sin que exista una función. Pero a la hora de la verdad, sin puesto real, la persona se siente vagando. Muchas veces, quien le contrató se sorprende de que esta persona, con tan buenos avales, no está rindiendo a la altura que de él se esperaba, sin darse cuenta de que no puede rendir porque la empresa no le ha dado los recursos para hacerlo, es decir, el puesto. En otras ocasiones, parece que el líder se vuelva transparente. Es el caso en el que no puede ocupar su puesto porque las cuestiones que él tendría que manejar están vinculadas a otros contextos. Se le ha dicho que él tendría que encargarse de ciertos temas pero, en realidad, pasan por encima de él. Su liderazgo se vuelve superfluo, anodino. Por último, está la dinámica del puesto sobrecargado. Se trata del caso en el que un líder «entra» en un puesto, en un lugar de la organización en el que se han dado situaciones complicadas y no bien resueltas en el pasado: un despido fulminante, un caso de corrupción que todavía pesa, dinámicas difíciles entre ese puesto y algún otro de la 144

organización, etc. La persona entra sin conocer los antecedentes y, una vez en el puesto, se ve con las manos atadas, como si no pudiera llevar adelante lo que se propone. El problema no es tanto de la persona como del puesto. Como si el mismo puesto llevase un registro de lo que allí ocurrió. Mientras aquello no se resuelva adecuadamente, el líder se va a encontrar con que no puede desarrollar correctamente su función. Una persona me pidió unas sesiones de coaching sistémico porque le estaba pasando precisamente esto. Fue contratado como directivo de una compañía para llevar adelante una serie de funciones. Una vez en el puesto, no podía llevar adelante nada de lo que se proponía. Le sugerí que preguntase qué había ocurrido en el pasado en su puesto, pero se encontró con que la gente le respondía con evasivas y nadie le hablaba con claridad sobre lo sucedido. Al cabo de unos meses se vio obligado a dimitir: por mucho que lo intentaba, no lograba avanzar como se proponía con la tarea encomendada. Recordemos, de nuevo, a Shackleton. Su capacidad de liderazgo tiene mucho que enseñarnos. Porque tuvo la capacidad de ajustarse y replantear su intención en un contexto de incertidumbre; porque se enfocó en buscar soluciones; porque trabajó con el equipo y siempre mantuvo el espíritu; porque él lideró con el ejemplo y no con palabras. Y porque, en todo momento, ocupó el puesto.

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31. LOS DESAFÍOS DE LAS EMPRESAS FAMILIARES Conozco algo de esto. Nací en medio de una familia con un negocio de «tejidos y confección», como entonces se llamaba; y nunca me gustó aquello. Recuerdo cómo desde pequeño me entraba miedo si llegaba el invierno y no llovía porque no se iban a vender gabardinas en la tienda y nos íbamos a arruinar. Más adelante, cuando de adolescente iba al fútbol con mi abuelo, siempre, siempre, independientemente de que hubiésemos ganado o perdido, había que pasar por la tienda para ver si todo estaba en orden. Ni el domingo se descansaba. El negocio lo presidía todo. Y, como tantas veces ocurre, el negocio acabó pasando factura y arruinó irremediablemente las relaciones familiares. A veces pienso que el niño que yo era entonces tuvo una certera intuición de no meterse en aquel sarao. Poniéndonos psicoanalíticos, ¿no estaré ahora, con este libro, tratando de reparar aquel abandono primero? Por otra parte, a nadie se le escapa la importancia que tienen las empresas familiares en el tejido económico e industrial de un país. Ya se trate de pequeñas empresas o grandes grupos que empezaron desde la nada, las empresas familiares constituyen entre el 70 % y el 85 % o más de la actividad económica, según distintos países. Pero, como mi propia experiencia me mostró amargamente, las empresas familiares no están exentas de dificultades; la mayor de todas ellas, sin duda, la de saber separar el contexto familiar del empresarial. No es extraño oír a los empleados de dichas empresas cuando se les pregunta por alguna dinámica peculiar que ocurre en el negocio que respondan diciendo: «Es que es una empresa familiar». Sin embargo, esa que «es una empresa familiar» ha de tratar de convertirse en verdadera organización si no quiere pagar algunos precios, ya sea en el ámbito familiar —rupturas trágicas, problemas de sucesión, etc.— como en el organizacional —incapaz de avanzar hasta la segunda o tercera generación, dificultades para hacer crecer el negocio, no innovar, etc. Por otra parte, los temas del alma organizacional se hacen todavía más intensos cuando esa alma de la empresa tiene que conciliarse con el alma de la familia. Cualquiera que haya nacido o vivido en una empresa familiar conoce las tensiones de esa situación. 146

Simplemente un ejemplo de hace poco. Viene a verme un empresario abatido: su empresa está haciendo aguas. Si bien es cierto que el país empieza a sufrir las primeras sacudidas de una crisis inminente, sin embargo, la empresa tendría que ir mejor independientemente de los datos macroeconómicos. Pero eso no es todo: es que él se siente que no puede seguir llevando el timón. En realidad, se ha hecho a un lado para que la persona de su confianza se haga cargo de la gestión. Cuando le escucho, pienso si este empresario, capaz en su día de llevar adelante una organización de casi doscientos trabajadores —hoy reducida a unos veinticinco— no estará entrando en una depresión. Me cuenta la historia de la empresa. La fundó su padre, apoyado por su tío: «Dos genios», los llama. El padre, judío, había escapado de un campo de exterminio y a su hermano, menor, previendo lo que se venía encima, antes de ser deportados le había animado a huir de Polonia. Prácticamente de casualidad, una vez que el padre escapó de los nazis, los dos hermanos se volvieron a encontrar en medio de una calle de Varsovia, la misma calle en la que se habían separado siete años atrás. Los dos juntos, unidos, deciden crear esta empresa que va creciendo y creciendo hasta convertirse en una referencia en el país. Se incorporan a la empresa mi cliente y su primo, el hijo del tío fundador. Aunque el primo no parece muy capaz —de hecho, sus actuaciones no convencen ni al padre ni al tío— la cosa sigue funcionando bien hasta que muere el padre de mi cliente. Y entonces comienzan las dificultades: mi cliente empieza a vivir serios problemas con su querido tío y con su primo, hasta el punto de que, a la muerte del tío, deciden poner punto final a la empresa común. Aunque la separación es dolorosa, logran llegar a un acuerdo: mi cliente sigue con la empresa y su primo se lleva las compensaciones correspondientes y abandona la actividad. Cada uno sigue por su lado. Durante unos años mi cliente consigue mantener la empresa a pleno rendimiento, pero de cuatro años para aquí, no sabe qué pasa pero aquel vigor empresarial ha desaparecido y él no ve para dónde tirar. Mientras le escucho no dejo de «sintonizar» con las dos melodías: la del alma organizacional y la del alma familiar. La melodía organizacional vela por mantener esa empresa a flote: que el vigor de aquella empresa no se pierda. La empresa tiene que seguir produciendo, hay muchos puestos de trabajo en juego, hay un producto bueno, de prestigio, que tiene que seguir vendiéndose. Y el mejor arreglo para que todo esto se dé consiste en que los primos se separen y sigan sus propios caminos. Pero entonces se sobrepone la segunda melodía: con la separación de la empresa, es como si mi cliente hubiese roto un vínculo sagrado, el vínculo profundo que unía a padre y tío, tan especial que, como si de un destino previsto por los dioses se tratara, estaba anclado en una calle de Varsovia y había continuado con la creación de la empresa. ¿Cómo soportar semejante «culpa»? ¿Cómo asumir que has sido tú el que has roto un vínculo ligado a la historia de la familia y a un destino que toca la vida y la muerte? Aún más, late todavía otra melodía más profunda —la del padre— que, escapándose del 147

campo de exterminio también se separó de sus compatriotas, «abandonándolos» a su suerte mientras él, por su parte, sobrevivía y tenía prosperidad y éxito. Pues bien, todas estas melodías encuentran su caja de resonancia en la empresa y en mi cliente, su director, y encuentran en el «fracaso» —que la empresa vaya mal, que mi cliente se paralice— una forma de compensar semejante deslealtad y traición. Evidentemente, él no «sabe» que lo está haciendo así pero, curiosamente, cuando se lo menciono, encuentra un cierto alivio, como la sensación de que una vaga impresión que tenía de que algo no estaba bien, encuentra finalmente sentido. No todos los ejemplos de empresas familiares son tan extremos. Sin embargo, los mecanismos y esas melodías se repiten. Porque la misma persona que es el dueño de la empresa es también el hermano o el marido de su socio o socia, que son el gerente de ventas o la directora financiera. Y no es tan fácil distinguir por dentro si uno está tratando al familiar, al directivo o al socio. Así, por ejemplo, cuando es una pareja quien ha montado una empresa, a menudo se confunde si quienes hablan son los socios, el marido y la mujer o el director con la directora financiera; y todas las combinaciones posibles: socio con secretaria, socia con marido y así sucesivamente. Y lo que hace más difícil la distinción es que, como en la película El Padrino, los negocios se resuelven en la mesa de la cocina. ¿Cuáles serían algunos de los criterios clave para poder salir al paso de las distintas dificultades específicas que se les presentan a las empresas familiares? Aquí van algunas pistas: — Saber separar bien dinámicas familiares de organizacionales. Hoy en día el trabajo sistémico nos ha mostrado que es distinta la articulación de los principios sistémicos para las familias y para las organizaciones. Es el caso, por ejemplo, del hermano pequeño que, por las vicisitudes que sean, se pone al frente del negocio como gerente general: si los otros hermanos también trabajan en la empresa pero ocupan un cargo menor en la jerarquía, muchas veces aparecen las tensiones de que «el pequeño» les esté dirigiendo; o que este mismo se sienta a menudo con una gran presión encima. — Preparar y gestionar a tiempo el tema de la sucesión. Nadie piensa que va a morir y muchas empresas se encuentran en el momento de la muerte del fundador con los deberes sin hacer. En el fondo, preparar la sucesión significa que papá o mamá se están haciendo mayores y tendrán que afrontar la jubilación y, eventualmente, la muerte, y ese es un tema difícil en cualquier familia. — Preparar a la segunda o tercera generación. El fundador y los que le siguen generalmente tienen capacidades distintas: el primero muchas veces ha sido un emprendedor seguro y decidido; y sus hijos o sucesores no siempre saben seguir el 148

paso de papá. Además el uno y los otros están en momentos vitales distintos: quizá el primero está más preocupado de lo que deja, y los segundos de conseguir que sobreviva la empresa o tal vez innovar. — Separar el dinero y los recursos de la empresa del dinero de la familia. Muchas veces, sobre todo en empresas pequeñas, todo sale «del mismo saco» y, entonces, las cuentas no salen. — Desarrollar el protocolo familiar. Realmente la clave que hay que resolver en las empresas familiares deriva de saber dónde están los distintos actores de la misma en relación con el triángulo: Familia - Empresa - Patrimonio (propiedad) El protocolo familiar ha de intentar hacer las separaciones debidas en estos tres ámbitos para que todos los miembros de la familia (y de la empresa) sepan a qué atenerse en términos económicos y financieros, jurídicos y psicológicos. Aunque se ha hablado y escrito mucho sobre el tema del protocolo, desde nuestra perspectiva, las consultoras y despachos jurídicos que los desarrollan no suelen trabajar suficiente en crear las condiciones que permitan que ese protocolo realmente funcione. Generalmente se hace del protocolo un problema técnico, y se pasan por alto las cuestiones emocionales, vinculares, que en una familia son esenciales. Un diagnóstico sistémico —tal vez con una constelación organizacional— puede contribuir a subsanar este déficit. — Apostar por el desarrollo organizacional que despliegue las funciones y estructuras de la empresa. Muchas veces, una empresa familiar comenzó de la nada y fue creciendo y haciéndose fuerte a partir de la experiencia de su fundador e improvisando sobre la marcha ante los distintos retos que se le iban presentando. Por eso, suele existir una tendencia a seguir haciendo las cosas así y resolver los problemas en el comedor familiar. Pero, como dice el libro de Marshall Goldsmith, «lo que te trajo hasta aquí no te va a llevar allá» 41 : seguir confiando en la intuición y en la improvisación no es garantía de continuidad para una empresa familiar. Por el contrario, la estructura y la organización funcional crean buenos cimientos para que la organización se perpetúe. — Trabajar el principio rector. Pocas empresas atienden a este factor decisivo de un proyecto organizacional. Un emprendedor despliega su negocio, aunque él no sea consciente de ello, a partir de un principio rector. Muchas veces, cuando la empresa va creciendo y pasa a una segunda generación, los sucesores no están en lo mismo en que estaba el padre, ni tienen las mismas convicciones: es importante, entonces, reformular el principio rector tratando conciliar en el mismo la fidelidad a los orígenes y la relevancia con respecto al momento presente. 149

— Contar con consultores y consejeros externos o directivos no familiares que saquen a la empresa del «humus» familiar que la envolvía y ayuden a objetivar, tomar distancia, resolver dinámicas familiares en los que ellos, por ser externos, no se hallan involucrados. — Por último, generar distintas estrategias que ayuden a separar el ámbito de la empresa del ámbito familiar: espacios y tiempos para reuniones, no hablar de trabajo en la comida, salvaguardar a toda costa los momentos de vacaciones, etc. En una empresa familiar se juntan esos dos ejes, amor y trabajo, que según Hegel o Freud conforman las dos claves esenciales de la existencia humana. Por eso, una empresa familiar que, desde la audacia e impulso de su fundador, sabe pasar de una generación a otra, asumiendo desafíos y separando el ámbito familiar del organizacional, es el ejemplo más claro de cómo el alma organizacional, bien conectada, humaniza el mundo y la vida.

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32. HERRAMIENTAS SISTÉMICAS PARA LA GESTIÓN DEL CAMBIO

Seguro que a más de uno le ha ocurrido algo parecido. Muchas veces, tratando de mostrar a las empresas las bondades de este trabajo sistémico al que me dedico, me daba contra la pared. Ya fuera porque el lenguaje de las constelaciones se hace al principio extraño o porque yo no hubiese sabido transmitir las ventajas y logros de esta metodología, en cualquier caso, la cosa no marchaba. Para mí era un enigma: si esta manera de resolver problemas es realmente eficiente, si yo sé que esto funciona, y funciona mejor que otros muchos métodos y charlatanerías que se van vendiendo por ahí, ¿cómo es que mi interlocutor no siente la misma pasión o atracción que yo por este trabajo? ¿Cómo no soy capaz de transmitirla? Me sentía entre inútil e impotente. Me he consolado a menudo sabiendo que este es el destino de cualquier proyecto innovador. Para innovar hay que ser capaz de abrirse a un nuevo paradigma, pero como nos dice la ley de difusión de la innovación, al principio serán solo unos pocos locos quienes se apuntarán a esa nueva visión, a ese nuevo paradigma. Yo me sentía parte de ese grupo; pero no lograba más adeptos a mi «locura». En mi descarga, tengo que decir también que no todos los problemas son iguales y que el trabajo sistémico es particularmente útil para un determinado tipo de problemas. En este sentido, una clasificación que debo a mi colega Klaus Grochowiak 42 me parece particularmente apropiada. Grochowiak señala que los problemas internos de una empresa pueden agruparse —teniendo en cuenta la raíz original de donde proceden— en: — Problemas individuales. — Deficiencias en la educación o cualificación. — Problemas administrativos y organizacionales. — Conflictos sistémicos.

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Y para cada una de estas dificultades existen intervenciones específicas. Así, en el caso de los problemas individuales se trataría de intervenir con coaching individual para los miembros implicados y ayudarse de técnicas orientadas a dotarles de recursos. Cuando se trata de déficits educativos o de cualificación habría que capacitarles bien en el ámbito profesional, en la gestión o en el desarrollo de su personalidad. Si las cuestiones se refieren a la administración o gestión, las acciones irían en la línea de círculos de calidad, desarrollo organizacional, ingeniería de procesos, etc. Quedaría, por último, el caso de los conflictos sistémicos para la consultoría sistémica con constelación u otras herramientas sistémicas. Pero la anterior me resultaba todavía una justificación parcial y no acababa de explicar mi desazón ante el hecho de que este paradigma sistémico y, en concreto, la metodología de las constelaciones que tanto aprecio, no tengan hasta ahora más proyección. Un día, leyendo a Bateson y Dilts, di con una clave que me pareció bastante ajustada para entender algo de lo que sucede. Es algo así como un mapa para entender las intervenciones que consultores, coaches, o los mismos empresarios hacen en una organización y la probabilidad de éxito que tienen en el intento. Desde que encontré esta clave, me he ahorrado muchas energías o disgustos y, además, entiendo mejor qué clase de intervención se precisa en una empresa que quiere cambiar. Podría formularlo así: el grado evolutivo de una empresa y del problema específico que precisa responder determina (o condiciona) el tipo de intervención que se lleva a cabo. Antes de explicar esta formulación, permítaseme hacer un breve excursus por la gestión del cambio en las empresas. Actuar e intervenir en la empresa no es algo que deba quedar solo reducido a las situaciones en que las organizaciones se encuentran en problemas. En un mundo cada vez más globalizado e interconectado, donde la rapidez en que se producen los cambios se ha multiplicado exponencialmente, las organizaciones necesitan adaptarse continuamente. Por eso, la gestión del cambio se ha vuelto uno de los temas estrella del management en los últimos tiempos. En juego está la supervivencia misma de la organización. Las condiciones del mercado, de los clientes, la velocidad en que las nuevas tecnologías se reinventan a sí mismas, la necesidad de reducir costos para poder competir obliga a crear nuevas estrategias, nuevas formas de afrontar los retos organizacionales. Pero todos sabemos lo difícil que resulta cambiar. Las rutinas y los hábitos personales y organizacionales están inscritos en cada uno de nosotros, en nuestros departamentos y equipos. Modificarlos no es fácil. Por ello, lo crucial es acertar con el punto de palanca (leverage point) que posibilitará que ese mismo dinamismo se ponga en marcha. 152

Las distintas teorías que se acercan al dinamismo del cambio tratan de explicar cómo se da esa propagación. Es lo que trató de hacer John Kotter con su famoso artículo Leading change 43 y que le convirtió en el pope de la gestión del cambio. Su tesis era clara: las empresas que no han conseguido llevar a cabo satisfactoriamente el cambio que se proponían es porque han cometido ocho errores. Por contra, gestionar adecuadamente el cambio supone seguir, paso a paso, el camino inverso a esos ocho errores. En concreto: 1. Establecer un sentido de urgencia: significa salir de la zona de confort y mostrar a la organización que el statu quo actual es peor que lo desconocido. Lo contrario a este sentido de urgencia es la autocomplacencia, la autoprotección, el pesimismo y la actitud resistente que desafía todo intento de cambio. 2. Crear una fuerte coalición guía: reunir a un grupo con un compromiso compartido y suficiente poder como para llevar adelante el esfuerzo por el cambio. Generalmente este es un grupo que funciona más allá de la jerarquía existente. 3. Crear una visión: se trata de tener una imagen del futuro que sea fácilmente comunicable. La visión va a marcar qué proyectos serán compatibles con ese futuro y cuáles no. Kotter señala que si esa visión no la puedes comunicar en menos de cinco minutos (en otro texto, habla de un solo minuto) y no se puede escribir en menos de una página no es válida. 4. Comunicar la visión: usar cualquier medio a disposición para hacer que llegue y que sea creíble. Y siempre es mejor mostrar la visión con hechos que con palabras: walk the talk. 5. Eliminar los obstáculos hacia la nueva visión: en otras palabras, empoderar a las personas, animarlas a tomar riesgos en relación con nuevas ideas, actividades y acciones, y poner a un lado tanto las estructuras como las personas que oponen resistencia al cambio. 6. Planear y crear victorias a corto plazo: si no hay evidencia de los cambios pasados entre doce y veinticuatro meses, el proceso de cambio está abocado a frustrarse. Por eso, es importante también reconocer y recompensar las acciones y a las personas que están contribuyendo a las mejoras. 7. Consolidar las mejoras y producir nuevos cambios: en otras palabras, no declarar victoria demasiado pronto. Según Kotter, el «pico» en la gestión del cambio no se da antes del quinto año, y hay que pensar en un período de siete años para verificar que ese cambio se ha consolidado. 8. Anclar los cambios en la cultura corporativa: articular las debidas conexiones entre los nuevos comportamientos y el éxito organizacional. El nuevo liderazgo y los 153

planes de sucesión tendrán que hacerse teniendo en cuenta la nueva perspectiva organizacional que el cambio ha creado. Durante años, los planteamientos de Kotter se han seguido enseñando en las escuelas de negocio y en los departamentos de Recursos Humanos como la verdadera autopista hacia el éxito en la gestión del cambio. Sin embargo, los postulados de Kotter no siempre se han cumplido. Cierto es que la séptima y octava propuesta de Kotter —no hemos dado suficiente tiempo al cambio, se ha bajado la guardia...— le dejaba siempre una puerta abierta, una posibilidad de cubrirse las espaldas, difícil de contrastar 44 . Pero seguía fallando algo. Mi impresión es que todos los modelos del cambio, desde el de Kotter, pasando por el Viral Change, el ADKAR o el del Boston Consulting Group, se fijan más en el dinamismo del cambio y no reparan tanto en el punto de palanca preciso que posibilitará que ese mismo dinamismo se ponga en marcha. Tal vez sigue primando en ellos un planteamiento demasiado mecanicista del quehacer organizacional. Pero las organizaciones son sistemas complejos y generar cambio significa actuar en ese nivel de la organización donde el impacto pueda ser mayor. ¿Cómo decidir sobre cuál es ese ámbito específico de actuación? Es en este punto donde el modelo de los niveles neurológicos de Robert Dilts se me presentó como un interesante marco de referencia para tomar decisiones sobre el modo de intervención y, de paso, explicarme a mí mismo por qué no siempre las constelaciones son la intervención apropiada para una organización. Dilts se había apoyado en Gregory Bateson para desarrollar su modelo. Simplificando mucho a Bateson, básicamente lo que viene a decir es que cuanto más complejo es un aprendizaje, tanto más necesita hacerse cargo de nuevos contextos 45 . El delfín que sabe que si da un salto recibirá como recompensa un pescado está haciendo un aprendizaje mucho más simple que aquel que aprende que el pescado solo llegará si adivina si ahora toca saltar, aplaudir con las aletas o canturrear. En el primer caso, se trata de un comportamiento específico para un contexto específico; en el segundo, se trata de decidir entre distintas alternativas. El contexto ha cambiado: se ha vuelto más complejo y el aprendizaje también. Igualmente, un bebé puede llorar si ve a su mamá con una bata blanca, pensando que se trata del médico. Pero unos años más tarde ese mismo niño aprende a jugar a médicos y aunque su compañero o compañera de juego se ponga una bata blanca ya sabe perfectamente que se trata de un juego y no de ir al médico de verdad. Traduzcamos estas ideas en patrones organizacionales. A veces se dice en una organización: «Aquí las cosas se hacen así». El contexto es limitado: el de estímulorespuesta, como el bebé que ve la bata blanca y se echa a llorar. ¡Cuántas veces nos encontramos con que en una organización se siguen haciendo las cosas de una manera rutinaria simplemente porque «siempre se ha hecho así, y se pasa por alto que el 154

contexto ha cambiado! Pues bien, si intervenimos en esa organización reforzando conductas que fortalezcan el que las cosas se sigan haciendo como hasta ahora, mantendremos el aprendizaje en el mismo nivel, mientras que si reparamos en el nuevo contexto, llevaremos a la organización a un nivel de aprendizaje superior. Sospecho que algo de esto entendió Dilts a partir de Bateson y quiso hacer de todo ello una aplicación más práctica y cotidiana 46 . Él se dio cuenta de la diferente fuerza y responsabilidad implicadas en cada una de las siguientes frases: — Los lugares por donde te mueves son peligrosos. — Tus acciones en esos sitios son peligrosas. — Tienes cualidades peligrosas. — Tus creencias y tus valores son peligrosos. — Eres una persona peligrosa. En ellas se percibe una jerarquía que las hace de menos a más intensas, de manera que si, por ejemplo, alguien las escuchara, se iría sintiendo progresivamente más ofendido. En la primera se alude al contexto; por eso, las circunstancias externas (¿dónde?, ¿cuándo?) atenúan el peso de la frase. La segunda se fija en los comportamientos: el ¿qué?, lo que uno hace. Ese comportamiento se engloba, en la tercera frase, en un contexto superior: el de las cualidades (¿cómo?). Las cualidades que uno desarrolla responden a valores y creencias (¿por qué?). Por último, las creencias se insertan en una determinada identidad, la idea que yo tengo de quién soy y, en última instancia, en relación con un sentido, un propósito (¿para qué?). Cada uno de los niveles significa abrirse a un contexto más amplio desde donde se entiende el inferior. Podríamos decirlo así: porque tengo un propósito soy quien soy, tengo unas determinadas creencias y valores, que se muestran en determinadas cualidades, y me llevan a determinados comportamientos en lugares y entornos concretos. Así, Dilts desarrolla una pirámide de niveles neurológicos que se puede mostrar en la figura 32.1. Hasta aquí Bateson y Dilts. Pero, ¿qué tiene esto que ver con nuestra propuesta sobre cómo intervenir en una organización? La idea es la siguiente: los niveles neurológicos nos ayudan a entender en qué punto se encuentra una organización y, por lo mismo, el tipo de intervención que requiere. Dicho de otra manera, según el punto en que estén en la pirámide de Dilts y las necesidades que requieran satisfacer 47 , la intervención adecuada para cada organización será de un tipo y no de otro.

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Figura 32.1. Así, existen organizaciones que no salen del contexto: están fijadas —por pura supervivencia— a cómo las cosas se han hecho desde siempre. Para estas empresas una ayuda que contribuya a producir más eficazmente y mejorar resultados, haciendo las cosas de distinta manera, puede ser de gran utilidad. Una herramienta del tipo GTD (Getting Things Done) de David Allen que ayuda a mejorar la productividad personal puede ser de todo punto útil en estos casos 48 . El mismo enfoque centrado en soluciones del que ya hemos hablado puede empezar a operar desde aquí. Pero otras organizaciones han accedido ya al nivel de conductas, comportamientos. Para estas, entonces, empezar a trabajar en el desarrollo de competencias, ingeniería de procesos o mejora en la calidad serán pasos adelante en su crecimiento. Pero, en cambio, si a esas mismas organizaciones se les propusiese un coaching personal o de equipos que vaya más allá del desarrollo de competencias y que implique entrar en la revisión de sus creencias más profundas, se estará sobrepasando el nivel al que pueden acceder y la intervención no sería la adecuada. Mientras que, por el contrario, para una empresa que 156

está en fase de innovación organizacional ese coaching personal que trabaje las creencias limitantes puede ser la herramienta más apropiada. Por último, el lugar de intervención preferente — aunque no único 49 — de las constelaciones organizacionales y de otras metodologías de transformación social como la Teoría U 50 , estaría en aquellas organizaciones que se encuentran trabajando a nivel de creencias, identidad y propósito. Si una constelación se aplica para trabajar cuestiones más ligadas al contexto o las acciones, su capacidad de maniobra estará mucho más limitada. De esta manera, la clasificación de Dilts nos proporciona un mapa estratégico sobre cómo sí y cómo no intervenir en una determinada empresa. Al mismo tiempo, este esquema ayuda a definir el abanico de herramientas que un consultor que quiera trabajar con todo tipo de organizaciones tendrá que manejar 51 . En la recientemente premiada película Spotlight, que trata de los casos de pederastia en la Iglesia, hay una escena que refleja muy bien lo que implica intervenir en uno u otro nivel en una organización. Los periodistas que están investigando los casos de pederastia se reúnen con el director del periódico y le cuentan exaltados que han descubierto hasta ochenta casos de sacerdotes pedófilos en Boston y que ya es momento de sacar a la luz la noticia. También le cuentan que el cardenal conocía aquello. El director, entonces, les dice que pospongan publicar nada y recaben más información sobre lo que sabía el cardenal: según él, hay que llegar a lo más alto. Los periodistas no lo entienden y se enfadan: ¡si ya de por sí es una bomba saber que hay tantos sacerdotes abusadores! Pero el director insiste: sacar a la luz la noticia sería simplemente destapar un escándalo; si se quiere, actuar únicamente a nivel de comportamiento. En cambio, llegar hasta el cardenal es atacar lo corrupto del sistema, trabajar desde el propósito. Y realmente así fue; y revela la cualidad de la intervención de aquel director del Boston Globe: gracias a lo que comenzó con esa investigación, el papa Francisco ha tenido el coraje de enfrentar esta situación hasta el punto de excluir del obispado a aquellos que encubran a los pedófilos. Acertar con el nivel adecuado puede multiplicar exponencialmente el efecto de una intervención. He encontrado a menudo que determinadas intervenciones en organizaciones se hacen sin una cuidadosa observación de lo que está en juego y el estadio en el que la organización se encuentra. A veces, hay que optar por trabajar al más alto nivel; otras, mejor quedarse en las capacidades o en la tarea. Acertar con el nivel y el tipo de intervención es todo un arte y una garantía para que el proceso llegue a buen puerto. El impacto que tuvo la actuación del Boston Globe es indudable. Pero, en otras ocasiones, puede ser que estemos tratando de matar moscas a cañonazos.

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33. CUESTIONES ÉTICAS De un tiempo atrás llevaban dándome vueltas en la cabeza estas cuestiones y, hace poco, se me brindó la experiencia adecuada para hacer algunas reflexiones interesantes al respecto. La cuestión que me rondaba era qué límites éticos se puede plantear uno a la hora de trabajar de manera sistémica con las empresas. Dicho crudamente: ¿ayudaría yo a una persona que me pide mejorar su negocio de tráfico de drogas? ¿O si de lo que se trata es de fabricar bombas de racimo? Como se dice en los trabajos de campo, empecemos por «quitar lo mayor». Evidentemente, va por delante que uno ejerce la objeción de conciencia y decide con qué clase de temas se enfrenta y cuáles no van con él. Cada cual tiene libertad para trabajar en lo que considera oportuno y no trabajar con aquello que no le parece adecuado. Igualmente, si uno se siente, por su propia limitación, sesgado en relación con un tema y sin capacidad de mantener la suficiente neutralidad «sistémica», por honestidad profesional debe no trabajar con un determinado cliente y derivarlo a otro colega. Pero el asunto tiene para mí un interés teórico más sutil. A saber. Resulta que lo propio del trabajo sistémico consiste en fijarse en cuestiones de proceso (relaciones, interacciones, estructuras) y no tanto en los contenidos concretos. Dicho de otra manera, yo puedo plantear una consultoría sistémica con una empresa X sin tener que saber nada de la actividad o el producto que están desarrollando; puedo analizar las interacciones y relaciones del equipo directivo de una organización sin tener que entender el contenido específico de aquello que discuten en sus reuniones. Por eso mismo, el trabajo sistémico permite trabajar de manera encubierta: se pueden recomponer relaciones, generar conexiones más saludables entre distintos elementos de un sistema, sin tener que conocer el contenido concreto de esas relaciones o aquello a lo que se refieren esos elementos. Pero, si esto es así, ¡yo puedo estar —sin saberlo— ayudando a mejorar las relaciones, el producto y la facturación de una organización que se dedique a la mejora 158

de la distribución de droga a la salida de los colegios! ¿Cómo se pone un límite a esto? ¿Es la objeción de conciencia el único límite? Y, más aún, si hablábamos del alma organizacional, ¿cómo es el alma de una empresa así? A veces me pregunto también qué pasa con esas organizaciones que se dedican a proteger la seguridad de las personas y de los inmuebles —alarmas, cámaras de vigilancia—, o que recuperan a gente de la droga; es decir, organizaciones cuya razón de ser y, en definitiva, su éxito depende de que ocurran «cosas malas». ¿Qué pasa si mejora la seguridad? ¿O si un plan de actuación contra la droga hace que apenas haya ingresos en la organización? Esas organizaciones fracasan cuando hay menos robos o menos drogas en la calle. Recuerdo cómo una vez el dueño de una funeraria me decía que los meses de invierno «eran muy buenos para la empresa»... En fin, en estas disquisiciones y otras estaba yo cuando la vida me puso delante la oportunidad de explorar algo de todo ello. Fue en medio de un taller de constelaciones organizacionales. Suele ocurrir en estos talleres que una persona puede presentar un tema sin tener que dar demasiadas indicaciones de su profesión o empresa en la que trabaja. Simplemente se plantea la situación. En este caso concreto, el muchacho que tenía delante me dijo: «Quiero saber por qué me roban tanto en mi empresa». Le pregunté a qué se dedicaba y él me contestó con evasivas. Por la ciudad donde se desarrollaba el taller y el aspecto de aquel muchacho bien podía ser que su empresa tuviera que ver con el narcotráfico; pero aplicando un criterio sistémico de no «fijar», no encasillar a alguien antes de tiempo pensé en otras posibilidades por las que quisiera evadir el tema de su profesión: podía tratarse de que regentaba salas X y le daba vergüenza hablar del tema, o se dedicaba al espionaje, qué se yo. Decidí seguir con la conversación. Pero, llegado cierto momento, necesitaba saber de qué cantidad de dinero hablábamos. Fue entonces cuando me contestó diciendo que «entre 300.000 y millones de dólares» y entonces lo tuve claro: con lo que comerciaba este muchacho no eran precisamente golosinas ni tampoco estaba delante de un trapichero de calle. Estuve tentado de parar aquí y no seguir con el asunto pero, por un lado, no tenía la absoluta certeza y no me parecía justo criminalizar antes de tiempo; y, por otra parte, aquel muchacho no me estaba pidiendo un plan de expansión para su empresa: simplemente que no le robaran. Además, no oculto que albergaba el secreto deseo de investigar estas cuestiones éticas y también, claro está, ver si le podía echar una mano. No entraré en los pormenores de la constelación porque no vienen al caso; pero sí recuerdo que fue un trabajo muy duro. Se mezclaba la familia y el negocio, y en especial, una madre muy rígida que parecía también implicada en esos asuntos. Todavía recuerdo cómo gritaba la representante de esta mujer, como si hubiera dolores antiguos no saldados. De hecho, se pudo ver que los robos eran una forma de compensar, sistémicamente, determinadas deudas de la familia en todo este submundo.

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Con todo, para mí lo más interesante de la constelación vino por otro lado. Además de este negocio «ilegal», mi cliente regentaba una empresa que era su fuente de ingresos normales pero legales y en la que trabajaba mientras no le salían los trabajos «más turbios». Allí, por cierto, no ocurrían robos. Lo interesante de la constelación fue que, conforme esta avanzó, la mirada y la atención de mi cliente cada vez se fue dirigiendo más a este ámbito y alejándose del mundo de la droga. Es como si aquel muchacho estuviese reconociendo a partir de la constelación el enmarañamiento en el que se movía su vida —y por el que seguiría derivando si seguía por ese camino— mientras que el espacio de su negocio «legal» le proporcionaba una opción de salida. Meses más tarde me contaron que sabían que aquel chico estaba haciendo movimientos para salir del mundo de la droga y convertir su empresa legal en su único negocio. Parece que el trabajo sistémico había tenido sus efectos en él. Pero, ¿cómo había ocurrido? Esto es lo que pensé: ¿tal vez puede ser el caso de que cuando a través de un trabajo sistémico —constelación u otro— se logran mejores conexiones entre los elementos, entonces el alma, familiar y organizacional, está en mejor disposición para optar por un camino más feliz en vez de por el más desgraciado? ¿No pudo ser eso lo que le pasó a mi cliente: que cuando se dio cuenta de todo lo que estaba implicado en su negocio del narcotráfico, cuando pudo ver por qué él estaba ahí y el precio personal que estaba pagando con ese trabajo, entonces pudo mirar finalmente en otra dirección y optar por un trabajo más seguro, legal y, en definitiva, por una vida más feliz? Y a partir de la experiencia con aquel traficante me surgió la siguiente reflexión: si es verdad que lo sistémico tiene que ver con tratar de no atribuir cualidades a las personas sino, más bien, entender que los comportamientos de las personas dependen de contextos, entonces si ofrecemos los debidos contextos puede ser que las personas cambien o, por lo menos, como ocurrió con mi cliente, se permitan cambiar. De manera que al abrir a este cliente un contexto más amplio, más sano y, en definitiva, mejor, aquello le permitió un nuevo ámbito, literalmente como dice la palabra, un «claro en el bosque». Aquel muchacho pudo despejar la mirada y ver con otros ojos algo que antes no veía y, a partir de ahí, abrir la hipótesis de que, tal vez, en su trabajo legal podía encontrar una forma de vida más lograda. Recordé entonces, una vez más, el principio ciberético de Heinz von Foerster: «Actúa de manera que aumentes siempre las opciones» 52 . ¿No era eso lo que había logrado la constelación: pasar de un mundo cerrado a un mundo más abierto, con nuevas posibilidades? Y, me vino también lo que dice Wittgenstein y que mencionábamos anteriormente: «El mundo de las personas felices es totalmente diferente al mundo de las personas desgraciadas». Hasta aquí, la historia con final feliz. Pero, ¿qué ocurre cuando este final feliz no se da? ¿Puede ser que, efectivamente, el trabajo sistémico no sepa de ética y que, si no usamos nuestros propios criterios morales y éticos, estemos contribuyendo con lo 160

sistémico a algo así como un alma organizacional corrupta, inmoral? ¿O, más bien, podemos suponer que si aquello a lo que se dedica una empresa no es ético, el sistema tendrá sus propias maneras de mostrarlo? Aquí me sale al paso otro caso que en su día trabajé. En aquella ocasión no supe hasta el final cuál era la actividad de la empresa ya que, como se trataba de un problema de alineamiento del equipo directivo, me pareció poco importante preguntar a qué se dedicaban. El asunto era el siguiente: debido a la crisis económica aquella empresa se había visto obligada a despedir a muchos trabajadores y esa exclusión estaba pasando factura en el rendimiento del equipo directivo. Solucioné mediante una constelación esa exclusión y pareció que el equipo directivo se recobraba. Hasta aquí un trabajo impecable. Listo. Pero me llamó la atención que la persona que representaba al fundador lloraba durante toda la constelación con gran desconsuelo e incluso al acabar seguía con una profunda tristeza. Se sentía particularmente afectado por todo aquello. A mí me resultaba desproporcionado: parecía excesivo cuánto le conmovían aquellos despidos. Solo al terminar el proceso con aquel equipo me enteré de la actividad de la empresa: se trataba de una empresa de software para las máquinas de los casinos. Y entonces me vino la duda: ¿no sería que semejante desconsuelo por parte del fundador no tenía tanto que ver con los trabajadores despedidos sino con los «efectos secundarios» que la actividad de aquella empresa generaba? O sea, la ludopatía. No lo pude comprobar, pero me quedó esa incertidumbre: quizá al no conocer el propósito de aquella organización, no pude intervenir para abrir la cuestión al contexto más amplio del sentido de su quehacer. Si lo hubiese sabido, podría haber testado si, efectivamente, esas lágrimas del fundador tenían que ver con las consecuencias negativas que aquella actividad empresarial planteaba. Pero entonces, ¿acaso soy yo quién para decidir si es ética o no ética la actividad de una empresa?: ¿si uno puede o no producir software para casinos? ¿Hay algún criterio sistémico interno que nos lo muestre? Quizá haber indagado más en las lágrimas de aquel representante del fundador hubiese avanzado en la respuesta. Porque si fuese cierto que aquellas lágrimas tenían que ver con que él no estuviese muy satisfecho con las consecuencias o «efectos colaterales» de su actividad, eso quiere decir que lo sistémico tiene sus propias maneras de mostrar cuándo algo en el sistema no acaba de estar bien; no cierra del todo en sentido ético. En otras palabras, pudiera ser el caso de que, cuando una organización se dedica a objetivos poco ecológicos —entendiendo aquí por ecológico aquello que logra un resultado satisfactorio para todos los elementos pertinentes del sistema—, de alguna manera su alma «proteste» ante una finalidad demasiado chata o individualista. En cambio, cuando se logra abrir la cuestión a todos los stakeholders o actores involucrados, el sistema encuentra sus propios mecanismos para mostrar cuándo aquello no ha quedado del todo resuelto, no ha sido satisfactorio para todos. Entonces sería como si el alma 161

organizacional estuviese dotada de una inteligencia superior que nos hablase de un bien mayor, más completo y global. Lo cierto es que ya no podemos determinar de qué iban aquellas lágrimas. Pero me queda el se non é vero, é ben trovato de mi reflexión anterior. Tal vez alguno de nosotros haya vivido alguna experiencia parecida: cuando a través de mejores conexiones y separaciones los diferentes hilos de nuestra vida van encontrando su lugar, el alma — personal u organizacional— se recobra. Entonces nos sentimos inclinados o, todavía mejor, somos agraciados con la posibilidad de una buena acción 53 y, cuando eso se da, vemos más claro y con más amplitud y surge, quizá, la posibilidad de cambiar de rumbo en una dirección más satisfactoria no solo para nosotros sino también para el mundo en su totalidad.

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34. LOS PUMAS Y LA VISIÓN COMPARTIDA Me encanta el rugby. Desde pequeño seguía el Torneo de las Seis Naciones — entonces eran solo cinco— y siempre a favor del País de Gales. Luego tuve la suerte de ir a estudiar precisamente a Gales y allí traté de aprender de los grandes maestros de este deporte. Me daban por todos los lados, pero lo disfruté. Donde ahora vivo, en Uruguay, he cambiado a mis antiguos héroes del rugby por otros: los All Blacks de Nueva Zelanda y los Pumas de Argentina. Los primeros, porque son los mejores; los segundos, porque no se rinden nunca. Y de estos últimos quería hablar, y de un anuncio publicitario de Nike. No sé si alguno de vosotros lo habrá visto, pero si no es así, os lo recomiendo. Lo encontraréis en YouTube y lo titulan «Empuja vos». Básicamente la historia es la siguiente: todavía no ha amanecido cuando un corredor se prepara para salir a entrenar: camiseta, zapatillas, llaves, abre la puerta y... está lloviendo. Entonces se escucha una voz: Está bien, no vayas a entrenar. Total, si no vas a entrenar, no practican la jugada. No practican la jugada, no hacen el try. No hacen el try, tu división no gana el torneo. No ganan el torneo, tu división no sube a primera... Y así, una serie de consecuencias que se siguen, hasta que llega el final de todo ese recorrido: ... No hay competencia, nadie entrena horas extras. Nadie entrena horas extras..., los Pumas no siguen mejorando. Entonces la voz calla, y el corredor, que estaba pensándoselo en el umbral de la puerta de su casa, evidentemente, sale a correr bajo la lluvia. Cuando lo escuché por primera vez, se me puso la carne de gallina. Me pareció un guion brillante. Y también la mejor escuela para entender lo que es la visión compartida, 163

y muchas cosas que se derivan de ella. Por ejemplo, algo que hoy se precisa tanto en las organizaciones: retener y desarrollar el talento. No es casualidad que Nike haya desarrollado un anuncio publicitario como este. Sé que, por ejemplo, desde hace tiempo están inmersos en conversaciones y procesos con Senge y Scharmer, y ambos se ocupan abundantemente de desarrollar la visión de las organizaciones y los procesos colectivos de transformación. Curiosamente, con su anuncio publicitario Nike quiere vender zapatillas o camisetas o, ni tan siquiera eso, tal vez solo su marca; y, para ello, no elige otra motivación sino un propósito trascendente: que los Pumas sigan mejorando. Todo esto me recuerda la magnífica charla de David Pink en las TED Conferences: aunque las empresas no se quieran enterar, la ciencia nos muestra cómo lo que mueve a las personas no son las recompensas extrínsecas sino las intrínsecas. No os la perdáis. Pink nos cuenta el famoso experimento de Sam Gluckberg, de la Universidad de Princeton: a dos grupos diferentes se les da un ejercicio medianamente creativo; a uno de los grupos se le dice que se está midiendo el tiempo que tardan en resolverlo para establecer la norma de funcionamiento; al otro se le trata de incentivar mediante recompensas: los más rápidos del grupo en resolver la tarea recibirán cinco dólares cada uno, y el más rápido de todos ellos recibirá veinte dólares. ¿Qué grupo hizo la tarea más deprisa? Contra todo pronóstico, los del primer grupo, a quienes se les había dado la información de que solo se estaban buscando normas de funcionamiento. Las recompensas no habían mejorado para nada la efectividad del segundo grupo. Un experimento similar se replicó en India y allí los resultados fueron todavía más asombrosos: los que podían recibir recompensas más altas eran quienes peor ejecutaban la tarea. Las recompensas extrínsecas (bonos, incentivos, etc.) no mejoran el rendimiento. Hay una única excepción: cuando la tarea es tan mecánica que podemos fijar nuestro cerebro en una única dirección. Pero en cuanto la tarea exige un mínimo de creatividad, es necesario recurrir a motivaciones intrínsecas. ¿Cuáles son esas motivaciones intrínsecas? Volvamos al anuncio de Nike. El runner que se acobarda ante el chaparrón decide ponerse las pilas y salir a correr cuando escucha la frase final: si él no corre, los Pumas no siguen mejorando. El propósito o sentido que tiene lo que hace es lo que le pone en marcha. Tanto es así, que está dispuesto a sacrificar sus intereses individuales —podía volverse a la cama, tomarse un café...— con tal de que los Pumas sigan adelante. Lo que le lleva a salir a la calle y correr es una visión compartida con todos los demás seguidores de los Pumas que quieren que estos progresen. Y, como el anuncio nos cuenta, una visión así pone en marcha, rinde, desarrolla el talento y las capacidades de la gente que la comparten.

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Una empresa que logre vincular a sus miembros a partir de una visión compartida lleva todas las de ganar. Los incentivos podrán sumar pero lo definitivo radica en que su gente sabe por qué está donde está y hace lo que hace. El propósito y el sentido colectivo nos inspira y nos moviliza, y hace que saquemos fuerzas y recursos donde no parecía que los hubiera. Hay otras dos fuerzas motivacionales intrínsecas presentes en el anuncio de los Pumas y que no quiero que se me escapen. Una es la autonomía: «Está bien, no vayas a entrenar», dice la voz. Uno es libre y autónomo para tomar sus propias decisiones. No se trata de amenazar con castigos o de desarrollar políticas de control para que las personas hagan lo que nosotros queremos que hagan. Cuando a las personas se las deja libres, y desde esa posibilidad de decisión se las conecta con un propósito común, despliegan sus potencialidades y su mayor creatividad. Dos, la maestría. La frase final de la voz me parece genial: «Nadie entrena horas extras... los Pumas no siguen mejorando». ¡No dice «ganando»! El éxito es una consecuencia de la maestría y no al revés. Se trata de mejorar, de hacerse virtuosos del rugby, y entonces llegarán los resultados. Mejorar, dominar la técnica y la estrategia del rugby, o el funcionamiento de una marca, o la tarea que tenemos encomendada, es lo mismo. En todos los casos, hay una motivación que empuja a seguir adelante, a esforzarse todos los días un poco más. Cuando veo a Singhi Takeuchi moverse en la piscina, yo quiero nadar como él. Ya sé que nunca podré ser tan rápido como Phelps, pero sí puedo intentar aprender la coordinación de todos los movimientos de mi cuerpo para lograr la brazada perfecta. Y esa motivación me hace llevar más de quince años nadando, tratando de aprender y disfrutando cada día que me meto en el agua. En conclusión, la moraleja de la fábula de Nike es simple: si quieres una organización que «eche a correr», produzca y retenga el talento de sus miembros, dales un propósito común que realmente los movilice, permite toda la autonomía que sea posible y ofréceles la posibilidad de que se hagan maestros en el desarrollo de su talento. Los bonus o incentivos que sean como la propina: la das gustoso como premio a una buena comida.

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35. «LO DEL BOLI» Y OTROS SÍMBOLOS Etimológicamente, un símbolo es aquello que junta lo que está separado, reúne lo disperso. Las organizaciones utilizan algunos símbolos de identidad: el logo en la camiseta o en la gorra; algunos rituales como jornadas de integración o experiencias de team-building en las que los miembros de un equipo inventan una canción o piensan un saludo. John Kotter dice walk the talk: mejor expresar con una acción o de una manera plástica el cambio que quieres poner en marcha y la urgencia del mismo que hablar mucho sobre ello. A pesar de todo, siento que el asunto de los símbolos en las empresas no está todavía suficientemente elaborado o conseguido. Si Paul Ricoeur decía que «el símbolo da que pensar», creo que organizacionalmente es hora de que vayamos pensando más en relación con los símbolos. Tuve una experiencia de consultoría que acabó concretándose en un símbolo y que, efectivamente, me dio mucho que pensar. Había sido contratado para trabajar mediante una constelación el asunto del proceso de marca en que estaba implicada una importante empresa. Era la primera vez que trabajábamos para esa empresa, de manera que, con aquella constelación, ciertamente tomábamos la alternativa. Así que esa constelación iba a ser una verdadera prueba de fuego porque nos jugábamos mucho en ella. Básicamente, la situación era la siguiente: la empresa sentía que su imagen de marca se estaba quedando obsoleta y quería desarrollarla. Había contratado el proceso a una importante consultora nacional y querían ahora chequear, mediante una constelación, cómo iba el proceso y si la nueva imagen de marca se ajustaba o no. Acudieron a la sesión el mismísimo director general, el director de recursos humanos, la directora de comunicación encargada del desarrollo de la marca en la empresa y la directora de la consultora que estaba trabajando el tema de la marca con ellos. Procedimos a desarrollar la constelación: estaban representados el director general y su equipo directivo, el consejo de administración, los socios, los trabajadores de la empresa, los clientes y la marca. Por hacerlo breve, después de una serie de intervenciones por mi parte tratando de aclarar el asunto y situar mejor las posiciones de cada uno, aquello estaba... 166

¡totalmente bloqueado! Lo intenté por activa y por pasiva, me devané los sesos intentando comprender qué estaba pasando... Lo cierto es que hora y media después de haber comenzado el proceso —y hora y media para una constelación es mucho tiempo— aquello no se movía ni un ápice. Algunos de aquellos stakeholders querían apostar por la nueva marca, otros decían que ni hablar y aquello no iba ni para adelante ni para atrás. Yo no conseguía dar con el movimiento que pudiese poner paz en aquella situación. Recuerdo perfectamente cómo, en un determinado momento, se desarrolló el típico paralelismo estructural sistémico, esto es, que lo que se da en un nivel sistémico tiende a reproducirse en otros niveles. O sea, por un lado, un gran revoloteo en la constelación y el representante del director general aturdido en medio de todo ello; al mismo tiempo, nuestros clientes reales, directivos de la empresa y consultora nacional sentados, hablando sin parar y no prestando demasiada atención al proceso de constelación, mientras que el director general real estaba como encogido en la silla, sin saber qué hacer; y en un tercer plano, la gente que había asistido a la sesión hablando y cuchicheando y yo mismo sentado en una silla, con la sensación de que me habían caído diez toneladas de cemento en la cabeza y pensando que nuestro prometedor futuro con esa importante empresa se estaba esfumando por momentos... En esto, no sé muy bien cómo, el director general se levanta de su silla y de una manera vehemente, como si por fin se hiciera cargo de su propio liderazgo, empezó a decir: «Lo que tiene que pasar es esto y esto y esto…»; y mientras lo iba diciendo, movía a los representantes de aquí para allá. La verdad es que yo, bloqueado como estaba, no pude comprender nada del contenido de aquellas frases y movimientos: todo eso me sobrepasaba. Pero, de repente, me vino la intuición de que lo que el director general estaba expresando tenía que ver con equilibrar algo, con que alguien devolviese algo — ¿quién sabe qué?— a alguien. Vi por allí un bolígrafo, se lo di a la representante de la marca y le propuse que le devolviera ese símbolo al director. Lo hizo y, como por arte de magia, todo lo que había estado trabado durante más de dos horas se disolvió. Cada uno de los representantes decía que estaba bien, tranquilo, en paz. Antes de dar tiempo a que la situación se me complicase de nuevo, respire y dije: «Lo dejamos así». Evidentemente, no entendía nada de lo que había ocurrido... Al mes siguiente, el director de recursos humanos, el director general y la directora de comunicación me contaron que los acontecimientos se habían desarrollado «tal y como mostró la constelación». La compañía había hecho una encuesta a toda la organización para que expresasen su opinión sobre la nueva imagen de marca y la respuesta había sido que, ciertamente, la nueva imagen era muy bonita, muy profesional e interesante, pero que «no eran ellos». Y me dijo el director: «Y yo entonces me acordé de lo del boli, y ante todo el consejo de administración dije que no estaba de acuerdo con aquella nueva imagen, que había que replantear el proceso y diseñar una imagen que sea la nuestra». Pero lo más impactante fue lo que dijo a renglón seguido la directora de 167

comunicación: Y, a veces, estamos en algunas reuniones nuestras y surgen determinadas dinámicas, y entonces los que estuvimos en aquella constelación, nos miramos unos a otros y nos decimos: «Esto es lo del boli». «Lo del boli»: ¿no es precioso? Un gesto que expresa para esa empresa un montón de significados compartidos, unas formas de funcionar, unas dinámicas particulares. Si se me pregunta a mí qué es «lo del boli», está claro que mi respuesta es que no lo sé; pero ni falta que hace. Solo ellos lo entienden y eso es lo importante. Tal vez no tienen una comprensión intelectual precisa de en qué consiste «lo del boli», y es muy normal que sea así porque, en un gesto como ese, están contenidos, a la vez, muchos elementos intelectuales, emocionales y de acción. Pero lo importante es que ese gesto ha quedado anclado en ellos para interpretar determinadas situaciones que se crean en su empresa y la manera de corregirlas. «El boli» se convirtió en un verdadero símbolo para esa organización. Recuperar los símbolos en el contexto organizacional va de eso, de utilizar lo que está ahí —el boli— e incorporarlo para que en un objeto, un gesto o una acción se puedan concentrar contenidos, dinámicas grupales, visiones, propósitos, marcas. Pero eso, ¿cómo se hace? En verdad, el símbolo da que pensar. Tal vez nuestro último capítulo sirva para darle otra vuelta.

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36. EMPRESAS CON ALMA, EMPRESAS CON FUTURO Un pequeño homenaje a Javier Errea que, sin él saberlo, le dio el título a mi libro. Javier es de los mejores en su profesión. Cuando lo conocí esperaba encontrarme alguien más grande, más fuerte, con una entrada en escena más pronunciada. Nada de eso: de aspecto tímido, observador, de fijarse en los más pequeños detalles y con la sensación de mantener una acusada tendencia a la introversión. Lo suyo es la infografía, el diseño gráfico y la comunicación. Y desde allí, se pasa la vida viajando, arreglando las portadas de periódicos de medio mundo. Nosotros teníamos que hacer algo para mejorar la comunicación de nuestra empresa así que decidí llamarle y contar con sus servicios. Concertamos una primera reunión a la que acudieron él y dos de sus colaboradoras. Él nunca antes había trabajado con una empresa que se dedicase a la consultoría de desarrollo de personas y equipos. En cierto sentido, casi ni entendían qué es lo que hacíamos. A mi mujer y a mí, socios de Geiser, nos atiborraron a preguntas: evidentemente, qué era eso de las constelaciones, qué hacíamos para desarrollar a los equipos, el coaching, etc. Apenas dijeron nada. Nos preguntaron por lo que queríamos transmitir con nuestra web, con nuestra presentación. Ellos simplemente escuchaban. Tan solo algún comentario sobre la tipografía de nuestra anterior web y los colores algo acrílicos, creo recordar, que tenían. Se fueron y nos emplazaron para volvernos a encontrar al cabo de una semana. Nos quedamos algo perplejos preguntándonos qué saldría de todo aquello. Solo después me di cuenta de que ellos, probablemente sin saberlo, estaban aplicando la máxima de Brian Arthur: «Observar, observar, observar» 54 . A la semana siguiente volvieron. Nos habían preparado un dosier en el que aparecía analizado todo nuestro quehacer comunicativo hasta entonces: página web, folletos divulgativos, logo, nombre, marca, etc. Nos explicaron cómo, según ellos, modificarían nuestros distintos soportes. Hasta ahí, nada particularmente especial. Pero prácticamente al final del dosier, nos mostraron una imagen donde ellos se habían imaginado proyectando nuestra marca. Recuerdo que Javier me dijo: «No sé, pero sin acabar de entender muy bien lo que vosotros hacéis, me imaginaba a tres años vista con un gran 169

cartel anunciador de un congreso que Geiser organizaba con este título: «Empresas con alma, empresas con futuro»... ¡Bingo! Me quedé sobrecogido: Javier había dado en el blanco. No sé exactamente cómo lo había hecho pero había sabido conectar con la razón de ser de nuestro trabajo; lo esencial, invisible a los ojos, que tiene que ver con que nos dediquemos a dar cursos de liderazgo, formación en constelaciones, trabajo en equipo y todo lo demás. Transmitir a las empresas que, si hay alma, hay futuro: de eso va lo que pretendo y pretendemos. Que si se trabaja hacia el desarrollo de las personas, se generan las mejores condiciones para que la empresa florezca; de que la antigua disyuntiva entre «trabajar hacia los objetivos versus desarrollar a las personas» es un artificio, porque la máxima eficacia se corresponde con el desarrollo de las personas y los equipos en la organización. Evidentemente, se lo compramos todo. Y para mí esto fue lo más interesante: ese claim conectaba tan a fondo con lo que nosotros somos y aquello en lo que creemos que caímos rendidos ante el encanto de esa propuesta. Lo demás estaba bien, pero la frase lo había hecho todo. Aprendí mucho de esa experiencia. En primer lugar, la necesidad de escuchar, escuchar, escuchar; o su hermana gemela: observar, observar, observar. Solo escuchando con absoluta atención, despojándonos de cualquier juicio previo, dejando a un lado nuestros modelos mentales y abriéndonos a nuestro interlocutor podremos conectar con su alma. Errea y sus colaboradoras no sabían nada de nuestro producto; es más, probablemente ni tan siquiera lo entendían muy bien, pero fueron capaces de hacer ese trabajo de observación y escucha que les permitió entender a fondo de qué iba lo nuestro. En cambio, ¿cuántas veces un consultor se acerca a la empresa con recetas prefabricadas que no son lo que esa empresa concreta necesita? Por contra, cuando ese trabajo de escucha se da de verdad, podemos tener la sensación de que ya sea un consultor, un diseñador gráfico o quien sea, nos ha sabido leer, ha sabido captar nuestra esencia, el alma o el motor de aquello que hacemos y nos lo dice mucho mejor de lo que nunca nos lo podríamos decir a nosotros mismos. Por eso, en segundo lugar, entendí que, efectivamente, nuestro trabajo tenía que ver con mostrar que «lo humano vende». A menudo en las empresas se distinguen las áreas hard de las soft. Producción, finanzas, ventas, desarrollo de proyectos son las dimensiones hard, las importantes; y luego vendrán las otras soft: desarrollo de personas, comunicación, atención al cliente, etc. Pero las organizaciones a menudo pasan por alto que, como me decía el director general de una gran empresa: «Los intangibles son lo más tangible», y la clave de la efectividad de la empresa en todas esas áreas hard está en lo soft. O, utilizando otra terminología: que muchos de los problemas que acucian a las empresas no son tanto técnicos como adaptativos 55 .

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Sin embargo, lo que más me impactó fue el poder hechizante que aquella frase tuvo sobre mí. Entendí que allí Javier había vislumbrado —no sé muy bien cómo— lo que Otto Scharmer llama «el futuro emergente» de mi empresa. O sea, aquello a lo que aspiraba: a crear organizaciones con alma y con futuro, o a montar un congreso que hablase de ese tipo de organizaciones, o a ambas cosas a la vez, o a algo distinto de todo eso, que todavía no sabía expresar pero que estaba intuido en esa imagen. Aquí estaba expresado el principio rector de mi trabajo. Y entonces me di cuenta del poder que tiene una imagen proyectiva como esa, si se enraíza en lo profundo de la inspiración que a uno le guía. Este libro quiere ser una invitación a hacer ese viaje por esta inspiración. La tesis que lo impulsa es que esta inspiración será clara si todos los elementos que la configuran, personales y organizacionales, están bien interconectados. Lo sistémico nos hace más humanos y lo humano nos lleva a ser más sistémicos. Hace unos años, escuché a Peter Senge este impresionante texto chino de hace más de dos mil quinientos años: Los ancianos que deseaban mostrar una virtud ilustrada por el mundo, primero ponían en orden sus propios Estados. Deseando poner en orden sus Estados, primero armonizaban sus familias. Deseando armonizar sus familias, primero cultivaban sus propias personas. Deseando cultivar sus propias personas, primero rectificaban sus corazones. Deseando rectificar sus corazones, primero procuraban ser sinceros en sus pensamientos. Deseando ser sinceros en sus pensamientos, ampliaban al máximo su conciencia. Tal extensión de la conciencia se encuentra en la investigación subyacente de la mente y la materia. Investigando la matriz subyacente de la mente y la materia, la conciencia se vuelve completa. Cuando la conciencia se completa, los pensamientos se vuelven sinceros. Cuando los pensamientos son sinceros, los corazones se rectifican. Cuando los corazones se rectifican, las personas se cultivan. Cuando las personas están cultivadas, las familias se armonizan. Cuando las familias se armonizan, los Estados son bien gobernados. Cuando los Estados son bien gobernados, todo bajo el cielo y la tierra está en 171

equilibrio. O sea, presencia, mindfulness, pensamiento sistémico y transformación ética, política y social son inseparables. Los desafíos que tiene el mundo de hoy requieren del poder transformador de las organizaciones y empresas. Pero el modelo de la empresa tiene que cambiar. Cada vez más se habla de liderazgo transformador, que desarrolla personas; o de equipos de alto rendimiento, en los que los intereses individuales y la autonomía de la persona se armonizan con los intereses colectivos; o de responsabilidad social corporativa; o incluso de empresas familiarmente responsables. Últimamente, incluso, se han investigado las organizaciones Teal, aquellas que están en un nivel de conciencia superior 56 . Sin embargo, no son muchas las organizaciones que están a la altura de estos contenidos y, si los desarrollan, es más para cumplir el expediente que por creer profundamente en ello. En las páginas anteriores, he mostrado a modo de brochazos algunos de los elementos esenciales de ese modelo de organización en la que creo: con alma, con futuro. No ha querido ser un análisis exhaustivo, ni un modelo académico, entre otras cosas porque creo que los desafíos de las organizaciones del siglo xxi son, como muestra el texto anterior, de tal alcance que el modelo está todavía por inventar. Pero de lo que sí estoy seguro es de que, si las empresas introducen los cambios que aquí se proponen, el poder transformador de las mismas aparecerá en todo su potencial y cada una de ellas contribuirá con su grano de arena al futuro que quiere emerger. Porque el mundo es como es, podremos encontrar muchas empresas «sin alma» que prosperan y parecen ser las que triunfan. Pero la apuesta de estas páginas —también para crear un mundo mejor— es que las empresas con alma son las empresas que tienen futuro.

NOTAS 25 El término «constelación» procede del alemán Aufstellung. Stellen en alemán significa «colocar», «disponer». Y la preposición Áuf indica «ahí fuera». O sea, «colocar algo ahí afuera» y «el resultado de esa colocación». 26 Cf., por ejemplo, De Shazer, S. y Dolan, Y. (2007). More than miracles. Nueva York: Routledge. 27 Wittgenstein, L. (1979). Tractatus logico-philosophicus, Madrid: Alianza Editorial, 6.521. 28 «(¿No es esta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida, después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?)». Wittgenstein, L., op. cit., 6.521. 29 Wittgenstein, L., op. cit., 6.43. 30 Cf. Von Foerster, H. (1993). KyberbEthik. Berlín: Merve. 31 Para una aproximación ajustada al enfoque centrado en soluciones, cf. Sparrer, I.(2013). Enfoque de solución en constelaciones sistémicas. Barcelona: Herder.

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32 Senge, P., Scharmer, C. O., Jaworski, J. y Flowers, B. S. (2005). Presence. An exploration of profound change in people, organizations, and society (p. 8). Nueva York: Doubleday. 33 La frase es de William O’Brien. cit. en Scharmer, C. O. (2007). Theory U. Cambridge, Ma.: Society for Organizational Learning. 34 Cf., por ejemplo, Boxhall, M. (2012). La silla vacía. Barcelona: El Grano de Mostaza. 35 Como muchas otras comprensiones que aparecen en este libro, esta también se la debo a Matthias Varga von Kibèd. En este capítulo, en particular, muchos de los pensamientos de fondo que se recogen se los debo a él. 36 Goldsmith, M. (2016). Disparadores. Barcelona: Urano. 37 En términos parecidos, Luc Isebaert plantea sus «tres preguntas para la felicidad». El ejercicio consiste en lo siguiente. Primera pregunta: al final del día, meditar durante 10 minutos sobre algo que haya sido bueno en el día de hoy. Si no se encuentra, segunda pregunta: meditar sobre algo que no haya estado mal. Si no se encuentra, tercera pregunta: meditar sobre algo que no haya sido absolutamente terrible. Según Isebaert —y comprobado por estudios cerebrales— cualquiera de estas tres preguntas, trabajadas regularmente, aumenta invariablemente la felicidad. 38 Rumi dice que «no somos ni la posada ni los invitados; solo el establo para los camellos». Rumi (2001), Masnavi i Ma’navi. Teachings of Rumi. The espiritual couplets of Maulana Jalal-D-Din Muhammad i Rumi. Ames (Iowa): Omphaloskepsis. Y en sentido contrario pero igual de sistémicamente, en los discursos del Futuh Al-Ghaib el fundador del Sufismo originario Abdul Qadir Gilani habla de las faltas personales como «no haber sido agraciado con el honor de ser el lugar de manifestación de una acción correcta». Toda una visión sistémica del pecado. Cf. Gilani A. Q. y Muhyuddin, H. S. (1992), Futuh Al-Ghaib. The revelations of the unseen. Pakistán: Sh. Muhammad Ashraf. 39 Se pueden estudiar en Koehn, N. (2010). Ernest Shakleton: Exploring leadership. Nueva York: New Word City. 40 Cf. Perkins, D. (2012). Leading at the edge: Leadership lessons from the extraordinary saga of Shackleton’s antarctic expedition. Nueva York: AMACOM. 41 Cf. Goldsmith, M. (2007). What got you here won’t get you there. Nueva York: Hyperion. 42 Grochowiak, K. y Castella, J. (2001). Systemdynamische organisationsberatung. Heidelberg: Carl-Auer Systeme Verlag. 43 Cf. Kotter, J. P. (2012). Leading change. Nueva York: Perseus. 44 Recientemente Kotter ha escrito Acelerar, libro en el que aboga por un doble movimiento hacia el cambio: uno, más ligado a la jerarquía oficial y otro, separado de las estructuras habituales; en cierto sentido, parecido al Viral Change. Cf. Kotter, J. P. (2015). Acelerar. Madrid: Conecta. 45 Cf. Bateson, G. (1993). Una unidad sagrada: pasos hacia una ecología de la mente. Barcelona: Gedisa. 46 Cf. Dilts, R. (2004). Coaching. Herramientas para el cambio. Barcelona: Urano. 47 En este sentido, los niveles de necesidades de Maslow aplicarían aquí también: R. Dilts (comunicación personal). 48 Cf. Allen, D. (2015). Organízate con eficacia. Barcelona: Urano. 49 Las constelaciones organizacionales y estructurales también se pueden utilizar para trabajar temas de tareas, comportamientos o cualidades; pero se vuelven particularmente efectivas cuando lo que está en juego tiene que ver con creencias y valores, identidad o sentido. 50 Cf. Scharmer, O., op. cit.

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51 Frederic Laloux en su reciente libro Reinventar las organizaciones desarrolla una descripción parecida. En su caso, apoyándose en los estadios de desarrollo de Ken Wilber muestra cómo a cada cambio en el nivel de conciencia se dan distintas formas de desarrollo organizacional e identifica las organizaciones que están en el estadio Rojo, Naranja o Verde para compararlas con las que han llegado al estadio más alto Teal evolutivo. A partir de allí describe cuáles son las prácticas más desarrolladas por dichas organizaciones Teal. Es interesante que Laloux señale que una de las líneas en las que son capacitados los miembros de las organizaciones Teal es el pensamiento sistémico y diversas prácticas ligadas al mismo. Cf. Laloux, F. (2016). Reinventar las organizaciones. Cómo crear organizaciones inspiradas en el siguiente estadio de la conciencia humana. Barcelona: Arpa Editores. 52 Cf. Von Foerster, H., op. cit. 53 Véase supra Gilani, op. cit. 54 Cf. Scharmer, O., op. cit. 55 Cf. Heifetz, R., Grashow, A. y Linsky, M. (2012). La práctica del liderazgo adaptativo. Barcelona: Paidós. 56 Cf. Laloux, F., op. cit.

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Edición en formato digital: 2017 Director: Miguel Santesmases © Guillermo Echegaray © Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S.A.), 2017 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15 28027 Madrid [email protected] ISBN ebook: 978-84-368-3837-4 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright. Conversión a formato digital: REGA www.edicionespiramide.es

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Índice Prefacio Prólogo Introducción Parte primera. Mirar con otros ojos 1. El alma de las organizaciones 2. Fuera de la caja 3. El ojo mágico 4. Liderazgo sistémico 5. Educar la percepción 6. La percepción sistémica o cómo entender el juego 7. Dreambody o la zona de sueño 8. Los sentimientos como indicadores sistémicos 9. La sabiduría del entremedio 10. El paradigma de la conexión y la separación 11. El triángulo de polaridades

Parte segunda. Entender con otras claves 12. Principios sistémicos I: reconocer lo que es 13. Una aplicación particular: el principio rector 14. Principios sistémicos II: los sistemas nacen 15. Principios sistémicos III: los sistemas crecen, se reproducen y se hacen fuertes 16. Las tensiones entre los principios sistémicos 17. El equilibrio y la compensación 18. La conciencia en los sistemas 19. Culpa sistémica 20. Dinero sistémico 21. Reconocimiento y agradecimiento 22. El trauma organizacional

Parte tercera. Actuar de otra manera 23. Las constelaciones organizacionales 24. «¡Pésese!» 25. Los problemas y el enfoque centrado en soluciones

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26. ¿Para qué puede ser solución un problema? 27. Elogios 28. Los contextos, la tierra, la presencia 29. Pensar en contextos 30. Shackleton y la cualidad de ocupar el puesto 31. Los desafíos de las empresas familiares 32. Herramientas sistémicas para la gestión del cambio 33. Cuestiones éticas 34. Los Pumas y la visión compartida 35. «Lo del boli» y otros símbolos 36. Empresas con alma, empresas con futuro

Bibliografía Créditos

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