La Santería Y La Brujería De Los Blancos

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La santería y la brujería de los blancos

La santería y la brujería de los blancos (Defensa póstuma de un inquisidor cubano)

Fernando Ortiz

Nota de los editores: Se han introducido algunas modernizaciones ortográficas en este texto.

Edición: José Antonio Matos Arévalos y Ana María Muñoz Bachs Diseño: Eduardo Moltó Dibujo de cubierta: Allá va eso, de Francisco de Goya Cotejo del manuscrito original: María del Rosario Díaz José Antonio Matos Odalys Canales Composición: Beatriz Pérez Rodríguez Mecacopia: Lázara Español © Fundación Fernando Ortiz, 2000 © Instituto de Literatura y Lingüística, 2000 © Sociedad Económica de Amigos del País, 2000 ISBN: 959-7091-24-0

Fundación Fernando Ortiz Calle 27 no. 160 esq. a L, El Vedado, Ciudad de La Habana, Cuba

Presentación

Con la publicación de este extraordinario tratado sobre el demonismo y sus expresiones —detrás de la cruz está el demonio, como reza uno de los capítulos de La santería y la brujería de los blancos— cumplimos uno de los objetivos de la Fundación Fernando Ortiz. No solo porque verá la luz una obra inédita del maestro de la antropología cultural en Cuba, sino porque en ella se muestra amplia y profundamente el pensamiento filosófico de don Fernando Ortiz, su espíritu científico y la metódica original por él empleada en un estudio transcultural que toca períodos históricos tan complejos como la Edad Media, el Renacimiento y la Inquisición. Agnóstico militante, Ortiz hurga, con la distancia que le dan su instrumental teórico y su formación enciclopédica, en el drama religioso de la humanidad, en las posesiones místicas, el demonismo y la teología misogámica. Aquella prosa personal y desbordante que desplegó en Historia de una pelea cubana contra los demonios vuelve a lucir aquí sus galas con una carga mayor de erudición e ironía, y con un rico arsenal de fuentes históricas. La santería y la brujería de los blancos se lee como una novela sin ficción, lo que convierte al escritor en un precursor del testimonio en el continente americano. La transfiguración de los dioses romanos en demonios medievales, el terrorismo eclesiástico, el sexo como obsesión de la iglesia, la exaltación de la virginidad, son tratados aquí acuciosamente e interpretados con una óptica desprejuiciada y actual. Todo esto hace de la obra un modelo canónico para el estudio de las creencias humanas en nuestra época. Vuelve Ortiz a señalar un camino que muchas veces se bifurca en vagas teorías, o en enfoques desfasados o en exceso comprometidos. Si algo nos señala su investigación es un pensamiento coherente y una línea de trabajo que da continuidad a toda su obra. José Antonio Matos Arévalos, editor de este libro, describe detalladamente en su prólogo los recursos empleados por Ortiz, su original método de investigación y su técnica personal para elaborar fichas que

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son hoy tesoros guardados con celo en los archivos del Instituto de Literatura y Lingüística. Matos Arévalos ha trabajado seria y pacientemente con estas fichas y nos ha entregado una obra acabada, que disimula cualquier descuido que tuviera el sabio cubano en la elaboración simultánea de varios libros, así como en su modo de crear. Pareciera que el tiempo no le alcanzara a Ortiz para hacer todo lo que quiso en una vida que no fue corta, pero que para él, tan abarcador, pasó como una ráfaga o como el vuelo de una de esas brujas evanescentes con las que tanto se regodeaba. Su concepción racionalista no impidió que esta estupenda lección de sabiduría fuera desprovista de un apetito goloso por las cosas del mundo, lo carnal y lo voluptuoso, lo mágico y lo sobrenatural. Como buen escritor que fue, Fernando Ortiz se recreó en sustancias literarias que como nadie en su época supo aprovechar. Quizá sólo Julio Caro Baroja con su historia sobre las brujas en España y Jorge Luis Borges en Argentina con su Zoología fantástica podrían parangonarse con el científico cubano en la indagación de temas tan subyacentes como los del demonismo y la brujería. La santería y la brujería de los blancos es, como afirma su editor, una obra fundacional, otra más de Ortiz, otra lección, sin dudas, de interdisciplinariedad en el estudio de un fenómeno que aún hoy aparece con vetas oscuras e interrogantes. El tema religioso fue siempre una preocupación de Ortiz. Y aquí se muestra con creces esta curiosidad. Pero nunca el investigador traspasó las barreras científicas; fue siempre respetuoso y distante y cuidó en su obra de no entrar en el laberinto de las liturgias sagradas, garantizando así una imparcialidad probada en sus ideas. Daremos continuidad a la publicación de la obra inédita de Fernando Ortiz. Para ello contamos con la colaboración del Instituto de Literatura y Lingüística, la Sociedad Económica de Amigos del País, el Instituto de Filosofía y el Ministerio de Cultura. La inmensa obra de don Fernando merece todo desvelo. Sin ella no seríamos los cubanos lo que somos porque él nos puso de frente al espejo. Y esa fue su mayor hazaña. DR. MIGUEL BARNET Presidente Fundación Fernando Ortiz

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Unas palabras

Quince años atrás, al encomendárseme el archivo de don Fernando Ortiz para catalogarlo e investigar sus documentos, tropecé, dentro del epígrafe que él llamó DEMONIOS, con unas carpetas que tenían un sugestivo título. Ya conocía que dentro del epígrafe estaba la información utilizada por Ortiz para su Historia de una pelea cubana contra los demonios, además de otras obras sin publicar dejadas allí por él; me propuse revisar entonces esas carpetas en cuanto tuviera ocasión para ello. Cuando lo hice, ante mis ojos aparecieron, escritas de su puño y letra, las ya para mí familiares fichas a color que anunciaban dos volúmenes de un libro totalmente terminado con respecto al contenido.1 A mediados de ese año, comenzamos el investigador José Antonio Matos Arévalos, que comparte labores de investigación en el Instituto de Filosofía y en la Fundación Fernando Ortiz, y quien escribe estas líneas, el arduo trabajo de organizar, transcribir e investigar las citadas carpetas con el objetivo de publicar este libro, con el interés y beneplácito de Nuria Gregori, directora del Instituto de Literatura y Lingüística “Dr. José Antonio Portuondo Valdor”, donde trabajo; del escritor Miguel Barnet, presidente de la Fundación Fernando Ortiz, y de la Sociedad Económica de Amigos del País, representada por su presidenta, Daysi Rivero. Fueron años de intenso trabajo de cotejo con los originales, de consulta con especialistas del Archivo Literario, que en muchas ocasiones nos ayudaron a esclarecer palabras dudosas en la caligrafía

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El resultado de ese primer acercamiento a una obra desconocida de Ortiz se vertió en un trabajo presentado en el marco de la conferencia científica internacional convocada por el Instituto de Literatura y Lingüística y la Asociación Latinoamericana de Historiadores para conmemorar el bicentenario de la fundación de la Sociedad Económica de Amigos del País de La Habana, en marzo de 1993, y con más especificaciones, fue objeto de interés en la II Conferencia Internacional sobre Asentamientos Ibéricos celebrada en Sancti Spíritus en 1996 y publicado posteriormente en: “Humanos y demonios en el centro de la Isla”, revista Siga la Marcha (Sancti Spíritus), nos. 9-10, 1997.

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característica y en ocasiones hermética de Ortiz, de búsqueda de fichas faltantes en otros sectores del archivo orticiano, como en el de MATERIAL DIVERSO, con resultados no siempre positivos, pero sin dudas interesantes, al hallar otros materiales sobre el tema que se incorporaron al corpus de la obra. Dentro de los abundantes epígrafes de contenido con los cuales clasificó Ortiz los cientos de carpetas que conforman su archivo personal, asoman los dedicados a la investigación de la religión como valioso proceso de integración para el cabal conocimiento de la sociedad cubana; otros que aluden al análisis de las religiones y sociedades africanas trasplantadas a Cuba, y aquellos que se refieren a las supersticiones y otros aspectos del catolicismo, y que son elocuente muestra de su atracción hacia este terreno. DEMONIOS, que abarca diecisiete subepígrafes del archivo orticiano, contiene datos recopilados para el libro Historia de una pelea cubana contra los demonios, pero, además, guarda un enorme caudal de información desconocida sobre el demonismo como fenómeno religioso del mundo cristiano en el Renacimiento y el Barroco, incluyendo a Cuba. Con esta publicación nos proponemos dar a conocer una valiosa muestra de los estudios realizados por don Fernando Ortiz para arrojar nueva luz en torno a la brujería del cristianismo, además de la influencia ejercida por ella en tierras cubanas del siglo XVII, en contraposición a los cultos de los negros traídos por la fuerza del África y transformados en uno de los elementos integradores del proceso de transculturación verificado en nuestro suelo.

...desde el año pasado he entretenido mis horas garabateando unas páginas que ya están en la imprenta para una edición de la Universidad Central de Las Villas. Su título será Historia de una pelea cubana contra los demonios. El tema es una historieta sobre la fundación de Santa Clara y la influencia que en ella tuvieron mas de 800 000 demonios y gran copia de energúmenos, inquisidores y demás entes que a usted y a María les son “verdugos de aurora”. Al final del libro irán un par de capitulejos sobre el pronosticado apocalipsis que se nos vie-

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ne encima según los profetas. A lo mejor, Jehová ha cambiado de plan.2

Historia de una pelea cubana contra los demonios es el primer libro de una trilogía escrita por Don Fernando para dar a conocer un episodio interesante de nuestra historia, episodio cuyos “hechos en sí fueron insólitos, trágicos, sacrílegos y algo grotescos, pero muy significativos para comprender el ambiente social y cultural en que aquellos se produjeron y sus verdaderos y ocultos motivos”.3 La santería y la brujería de los blancos se titula el segundo, y el tercero, Brujas e inquisidores. Estos dos últimos, sub-titulados Defensa póstuma de un inquisidor cubano del siglo XVII, dan nombre al descargo de culpas del Comisario de la Inquisición P. Joseph González de la Cruz, pero son además el erudito testimonio de cómo en la religión católica que les impusieron posteriormente a los indios y a los negros africanos, existían elementos bárbaros y horrendos. Ambos volúmenes fueron redactados totalmente en fichas de papel de diversos colores con un tamaño de 14 x 21 centímetros, escritas posiblemente con tinta de pluma fuente, y donde aparecen, ocupando un lugar apropiado, las fichas bibliográficas tan conocidas de todos aquellos que frecuentaron el gabinete de trabajo de don Fernando. Escritor que poseyó “precisa y elegante cláusula”, con un impresionante aparato de erudición y “una ironía teñida (…) de un humanismo sano,(…) vital, optimista, confiado”, el estilo de don Fernando permite que el lector pueda enfrentarse a estas hojas de sus libros con interés y la sonrisa —que en no pocas ocasiones se transforma en risa— presta a asomarse en los rostros, sin jamás reñirse este peculiar aspecto orticiano de su redacción con los demoledores argumentos que plantea en sus páginas. La serie Defensa póstuma de un inquisidor cubano del siglo XVII, de Fernando Ortiz, es, por su importancia, decisiva para la cultura 2

Carta de Fernando Ortiz a Navarro Luna, nov. 5, 1959.Fondo Manuscrito Instituto de Literatura. 3 Mario Rodríguez Alemán. “Una pelea contra los demonios”. Granma. La Habana, Año VIII, No 72, viernes 24 de marzo, 1972, p. 4.

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cubana, por ser una novedosa historia de las ideas sobre el demonismo como fenómeno religioso del mundo cristiano en el Renacimiento y en el Barroco que, por supuesto incluye a Cuba, y representa, por tanto, un paso hacia adelante en el mejor conocimiento de la obra de nuestro tercer descubridor. LIC. MARÍA DEL ROSARIO DÍAZ RODRÍGUEZ Especialista Archivo Fernando Ortiz Instituto de Literatura y Lingüística

Prólogo

Por esos azares del trabajo de investigación, llegué a sostener entre mis manos las fichas manuscritas de don Fernando Ortiz; impresionado ante su letra, su caligrafía, sus tachaduras sobre el papel, sentí el deseo de preguntarle cómo fue posible que, en su fructífera vida de investigador, escritor, hombre público, periodista, director de revistas, fundador de instituciones culturales, padre de familia, en fin, intelectual prolífero, pudiera escribir y guardar celosamente entre su papelería libros completos para su futura publicación. Una vida le resultó breve a un hombre sabio e infatigable en mostrar las insospechadas inquietudes humanas. En el archivo personal de Fernando Ortiz, actualmente al cuidado de la Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística, se encuentran bajo el epígrafe “Demonios” los borradores del libro La santería y la brujería de los blancos. En las carpetas conservadas por Ortiz se agrupan cientos de fichas manuscritas y mecanografiadas, numeradas y preparadas en cinco capítulos con sus sumarios respectivos. Llama la atención que los originales de La santería y la brujería de los blancos, revisados por Ortiz, subrayados con lápices de color azul y rojo, señalaban la manera en que debía empalmarse cada ficha, lo que sugiere que el libro se preparaba ya para su publicación. Sin embargo, las notas bibliográficas se hallaban incompletas y faltaba por confeccionar la bibliografía general, tarea que hemos realizado con el propósito de mostrar las abundantes fuentes teológicas, históricas y literarias utilizadas por el polígrafo cubano. Con el mayor cuidado se ha efectuado la transcripción de los documentos, respetando la redacción y el estilo del autor, y en el caso de que su letra fuese ilegible, se señala entre corchetes. Además, para distinguir nuestras notas de las de Ortiz empleamos los paréntesis. El libro La santería y la brujería de los blancos fue redactado en períodos distintos de la vida de don Fernando; suponemos que ya en los

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finales de la década del veinte comenzó a acopiar información sobre el tema, etapa en que también prepara el libro (inédito) “La virgen de la Caridad del Cobre”. Desde entonces hasta los años cincuenta, escribió y anotó ideas en sus fichas de trabajo. Al descifrar los borradores de sus libros hemos descubierto ese modo peculiar de don Fernando de acopiar materiales y preparar sus obras. Según el propio Ortiz, el libro fue abandonado varias veces por el apremio de otros estudios etnográficos, lo que explica su larga y metódica elaboración. De acuerdo con su método de trabajo, para dar punto final a sus obras ordenaba primero las fuentes: citas, datos económicos, recortes de periódicos, fotografías, fichas de libros, etcétera, sobre el tema a investigar; luego redactaba algunas ideas y, con posterioridad, añadía informaciones y nuevas reflexiones. De esta manera daba culminación a sus escritos en el período de varios años. Ortiz escribía dos o más libros a la vez y los publicaba conforme a sus posibilidades económicas, coyunturas políticas o científicas. Durante mucho tiempo se atesoró en su archivo personal el libro que ahora presentamos, notable por la fluidez y erudición de las ideas, y por el conocimiento de una temática ignorada y poco estudiada en la tradición del pensamiento cubano. En el primer sumario de La santería y la brujería de los blancos, Ortiz incursiona en la demonología y explica el carácter histórico de los “endemoniamientos” y sus interpretaciones. Entre abundantes “subrayados de sonrisas” estudia el complejo de censuras eclesiásticas contra las opiniones del otro mundo. Traza un esquema de actuación de los personajes que intervienen en el drama diabólico y señala la participación, como sacerdotes de numen maligno, de la bruja o el brujo y del hechicero o la hechicera. El drama diabólico, según Ortiz, tiene tres expresiones: el pacto del hechicero sobre la entrega de su alma, el aquelarre orgiástico de las brujas y la posesión del energúmeno. El pacto del hechicero y el aquelarre orgiástico son estudiados por Ortiz en el libro inédito “Brujas e inquisidores”. En el presente volumen se refiere a la posesión del energúmeno, por ser la posesión el más imponente acto de la religión y de todos los cultos mágicoreligiosos. En este sumario se advierte el nivel conceptual con que Ortiz plantea el estudio de la religión: 12

La creencia en espíritus, ocasionalmente buenos y malos, es la base intelectual de la religión; su base emotiva está en el ansia de lograr su feliz convivencia para calmar miedos y fortalecer esperanzas; su base ética consiste en el deseo de ligarlos o relegarlos con los humanos destinos y quehaceres, su base económica está en propiciarles para la segura y fácil obtención del sustento, para el mantenimiento de un orden social, y para la continuidad de la existencia misma. Todas las religiones son espiritualistas y el trato de los espíritus es su función.

Valorando las ideas animistas del antropólogo inglés Edward Tylor, los conceptos tocantes al miedo de los muertos en las religiones primitivas de J. G. Frazer, y el libro de Pompeyo Gener La muerte y el diablo, Ortiz indaga en el origen del concepto del espíritu maléfico y sus consecuencias en la teología cristiana. La búsqueda de la génesis de la percepción diabólica en las civilizaciones tempranas, lo conduce a plantearse, en el segundo sumario, la interpretación teológica del origen de los trances de posesión a partir de la filosofía de Santo Tomás de Aquino, doctrina que fue tomada como saber autoritario por los demonólogos. En breve recorrido histórico, Ortiz muestra que no siempre la iglesia persiguió a las brujas, hechiceros y energúmenos, y que precisamente en el período del Renacimiento, bajo las llamas de la Inquisición, demonios y brujas se alebrestaron. Subraya que la exaltación de la mística y el Santo Oficio son fenómenos propios del Renacimiento. En este período del renacer del hombre y de su cultura aparece el Tractatus de superstitionisus (1440) de Juan Wünschilburg; el franciscano Fray Alfonso de Espina escribe Fortalitium Fider (1459); el profesor de teología Petrus Mamoris publica Flagellum Maleficorum (1462), y se hace célebre el Martillo de las brujas (1489). En la mentalidad de la sociedad europea y en su imaginario colectivo se generan cambios que se manifiestan en las figuraciones del diablo y los entes celestiales, en las transformaciones que experimentan como resultado de las sucesivas políticas eclesiásticas según los tiempos. Los demonios son más monstruosos y terribles durante los siglos del Renaci13

miento, período en que abandonan su pasividad y se convierten en personajes reales, que han llegado a nosotros a través de la literatura, la escultura y la pintura. En la medida que la Inquisición toma fuerza contra hechiceros, brujas y herejes, las artes son exponentes de terribles escenas infernales. Ortiz alude a las pinturas concernientes a los temas diabólicos de Jerónimo Bosch, Brueghel, Alberto Durero y otros, como ejemplos históricos que testifican las mutaciones de Lucifer. Los conflictos económicos y sociales a que se sometió España en los siglos XV y XVI repercutieron en la mentalidad de la época, con la aparición de herejías. Ortiz, auxiliado de numerosas referencias eclesiásticas, literarias e históricas, señala cómo los fenómenos religiosos de misticismo guardan estrecha relación con las crisis socioculturales, precisamente en el período de transición de la economía feudal a la mercantil. En el siglo XVI lo sobrenatural se reanima y alcanza la vida cotidiana por la influencia de diferentes factores sociales, económicos, culturales y psicológicos. El “dinero —explica Ortiz— se estaba haciendo demasiado temible y ya no era un demonio, ya no era pecado, ya era poder sin virtud”. Alboreando el siglo XV no quedan ilesos los dos pilares de la sociedad católica medieval, ni el Imperio ni el Papado. Ambos estaban sin autoridad ni prestigio. Ortiz muestra cómo el descubrimiento de América agrava la situación de desintegración de la Edad Media y agudiza y precipita la crisis del feudalismo. En el caso particular de España resalta los fenómenos psicológicos, morales, y los desajustes emocionales, ocurridos y transmitidos durante generaciones, de judíos, conversos, moriscos, negros africanos y otros, obligados a una constante inhibición de sus conciencias, viviendo con sus credos y éticas desgarrados y perseguidos. Todos estos factores expuestos por Ortiz en su complejidad, advierten su capacidad de abarcar el estudio de disímiles fenómenos sociales a partir de su método transcultural y de presentar un análisis en busca de la totalidad histórica. “En las épocas de desintegración social —escribe el polígrafo cubano—, cuando un pueblo es arrastrado a una transculturación violenta de un básico complejo cultural a otro, de una estructura económica a otra fundamentalmente distinta, se experimentan siempre tales fenómenos de desajuste mental y emocional.” En el tercer sumario, se insiste en los fenómenos característicos del demonismo: los energúmenos y las brujas. En particular se explica por 14

qué los arrobos celestiales fueron siempre más comunes entre las mujeres que entre los hombres. Los argumentos se asientan en las fuentes bibliográficas que esgrime: El teatro crítico del padre Feijoo, la Apologética historia de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas, la obra del teólogo moderno P. José Mach Tesoro del sacerdote, la History of European Morals de Lecky, y la conocida obra de I. Michelet La sorcieré, entre otras. El tema no es nuevo; los teólogos se habían referido a la mujer y a su condición favorable para ser tentada por los demonios, Ortiz cita las causas alegadas por los eclesiásticos, entre ellas, la malignidad atribuida a la mujer, su sensibilidad excesiva, su ligereza natural, su viva imaginación y el hecho de que siempre se consideró instrumento diabólico. Esta discriminación teológica hacia el “sexo débil” tiene sus móviles y condicionantes históricas, sobre los cuales Ortiz reflexiona para descifrar el imaginario social de una época. La relación sexo y teología es vista en su dependencia; Ortiz somete a crítica los preceptos del catolicismo que sustentan esta relación y escribe:

El sexo, la carne, ha sido el enemigo del alma más perseguido teóricamente por la clerecía celibatana motivando en las costumbres, sin excluir la del clero mismo, las más disgénicas aberraciones so pretexto de castidad, pudor y religión. Si los eclesiásticos envenenaron a Eros según el decir de Nietzsche, y lo quisieron degenerar en vicio, el dios erótico cobró venganza. De ellos huyó el amor; los clérigos no pudieron amar noblemente, con plenitud de hombría y sin bochorno.

En ese afán de dar a conocer los más inesperados detalles de la católica Edad Media y mostrar los orígenes y la variabilidad de algunos preceptos teológicos, nos sorprende al tratar la concepción católica de la maternidad, de la fecundidad, el aborto y el bautismo, y la intervención del demonio en la vida cotidiana del ser humano. Ortiz da continuidad en el cuarto sumario a un tema iniciado en el sumario anterior; me refiero a la relación sexo y teología, en particular al tema de la procreación y la interpretación teológica de este natural y humano acto.

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Desde una óptica que concibe la plenitud humana en su expansión biológica y sociocultural, valora los preceptos morales cristianos que prevalecieron en los albores de la edad moderna. Argumentándose en fuentes y citas de los preceptistas de la teología, trasmite la tónica mental y moral de una época y de una escuela. Se señala cómo la exaltación de la virginidad y la castidad se consideraron virtudes supremas. Todo lo contrario sucedió en lo tocante al tema de la maternidad y la fecundidad, consideradas virtudes no católicas, lo cual menguó el prestigio del matrimonio. “En resumen —escribe Ortiz— la Iglesia al innovar la ética de la época grecorromana, trató el matrimonio desde un punto de vista meramente religioso, ultramundano y místico, en vez de político, humano y utilitario.” Ortiz nos lleva por caminos no transitados, con singular exuberancia de datos y referencias crea la atmósfera de una época e interpreta desde su propia concepción las lejanas y olvidadas lecciones teológicas que notifican el ambiente ideológico dominante del catolicismo. Prepara al lector para comprender la alborada de la edad moderna, en esa dimensión de la historia psicológica y social donde la religión colmaba las conciencias individuales y colectivas. En el sumario quinto, Ortiz, teniendo en cuenta los textos clásicos de Charles Lee sobre la Inquisición, la documentada Historia de la Inquisición española de Llorente, La leyenda de oro del padre Ribadeneira y la Historia interna y documental de la Compañía de Jesús del padre Miguel Mir, entre otras obras, escribe sobre la tentación del demonio a monjas y frailes y de su elocuencia erótica. Pone en líneas paralelas dos actitudes, las depravaciones eróticas de los siglos XVI y XVII y la pureza ascética de la doctrina teológica, la distante separación entre la teoría eclesiástica y una práctica profana. Las tentaciones de lujuria, avaricia, soberbia, y las relajaciones del celibatismo, conforman un cuadro de honda crisis moral, de “mística erótica”, descrita por Ortiz con el objetivo de mostrar esa otra cara de las transformaciones que se operaban en Europa, donde el demonio hacía de las suyas, y la religión, como concepción predominante y erosionada por los nuevos tiempos, sufría los avatares de las mutaciones sociales. La santería y la brujería de los blancos es un libro que mantiene coherencia con los escritos anteriores de Fernando Ortiz; no solo se exponen los referentes teóricos a partir de los cuales se fundamentan las concepciones teológicas de José González de la Cruz, sino que Ortiz 16

define su criterio en cuanto a los conceptos de la demonología y su vinculación con preceptos teológicos del catolicismo que en la Edad Media adquirieron notabilidad. Sin embargo, surge la pregunta: ¿por qué Fernando Ortiz no llegó a publicar esta extraordinaria obra? Cuando en 1959 Mariano Rodríguez Solveira1 solicitó a Fernando Ortiz un libro de tema cubano para publicarlo en la Universidad de Las Villas, éste no tardó en sugerirle la hoy conocida Historia de una pelea cubana contra los demonios, ya que se trataba de un suceso protagonizado por los habitantes del villaclareño pueblo de Remedios, y que debió de ser contada por las peculiaridades de los insólitos personajes reales y emblemáticos que intervienen en el drama, diseñados sobre la urdimbre ideológica del demonismo del siglo XVII cubano. Todo parece indicar que, cuando Mariano habló con Ortiz, el libro que ahora presentamos ya estaba escrito, pero éste no lo había publicado por razones que el propio lector descubrirá cuando se adentre en los curiosos e inverosímiles relatos de la obra y porque, aunque sigue el tema original del drama remediano, no trata exactamente una problemática cubana. A esto se le suman, y habría que indagar en la década de los sesenta, los intereses editoriales del país y la atención que suscitaría una obra como ésta. Historia de una pelea cubana contra los demonios apareció como el primer volumen de una trilogía concebida por Ortiz, La santería y la brujería de los blancos constituye el segundo volumen, y “Brujas e inquisidores” (inédito) el tercero. Esta afirmación se sostiene a partir de la opinión del propio autor y por la unidad temática de estas obras. La razón de que escribiera otros dos volúmenes sobre el tema nace de los propósitos que se planteó Ortiz en la Historia de una pelea cubana contra los demonios: el interés por indagar en los verdaderos móviles ideológicos del tan increíble drama y por desentrañar cuáles fueron las intervenciones del sobrenaturalismo en aquellos sucesos remedianos. “Nuestro criterio es principalmente —dice—, aparte del somero relato, como una amplia glosa explicativa de aquellos eventos y de las ideasfuerzas que los provocaron y recubrieron.”2 1

Mariano Rodríguez Solveira, destacado intelectual cubano, quien en 1959 se desempeñaba como Rector de la Universidad Central de Las Villas, fue promotor y difusor de la obra de don Fernando Ortiz. 2 Fernando Ortiz. Historia de una pelea cubana contra los demonios. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 23.

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El lector se puede percatar de que en las narraciones de la Historia de una pelea cubana contra los demonios se manifiesta esa suerte de no presentar el hecho desnudo y desengranado de los demás hechos humanos, y que Ortiz expone su propia lógica hilvanando los variados contenidos del texto para desplegar su concepción racionalista ante un fenómeno religioso e histórico. Las citas intercaladas en la introducción resaltan la línea de pensamiento que sigue Fernando Ortiz en su erudita disertación: dos citas eclesiásticas, de Bartolomé de las Casas y Félix Varela; una bíblica, de San Pablo; citas de José Martí y Alejandro de Humboldt, y una de Marco Tulio Cicerón. “Las ideas imperantes en Cuba —escribe Ortiz— y en el mundo occidental después del siglo XVII, es decir, ya en nuestra edad moderna, no son las mismas que en aquel conflicto diabólico de Remedios. El racionalismo, que fue iluminando las conciencias, sobre todo desde el Siglo de las Luces, obliga a dar perfiles y relieves distintos y más realistas interpretaciones a dichos sucesos.”3 Esa actitud ante la historia y la confianza en las potencialidades humanas permiten desarrollar su concepción positiva ante la teología; “contra el racionalismo científico —afirma Ortiz— en la mente y en la conducta, cientificando la vida como pensaba José Martí, podrán los terrícolas irse asegurando su progresivo destino”.4 A partir de ese soporte racional en la Historia de una pelea cubana contra los demonios, Ortiz interpreta la mentalidad bajo la cual se producen los hechos históricos en nuestra sociedad colonial del siglo XVII, estudia las oraciones heréticas y las concepciones del demonismo trasplantadas a Cuba desde la cristiana Europa y su relación con otros cultos religiosos, en un lento pero incesante proceso de transculturación. La Inquisición, la corrupción moral, son temas que no escapan del análisis orticiano. Los aparentemente dispersos e inconexos acontecimientos históricos son apreciados por Ortiz en su contexto para mostrar la fuerza real de las ideas en el curso de la historia. Esta concepción adquiere continuidad en el libro La santería y la brujería de los blancos. Aquí se universaliza una historia local y se pone en discusión la formación de los preceptos morales y teológicos bajo los cuales se formó la clerecía que oficiaba en la Isla de Cuba 3 4

Ibídem, p. 24. Ibídem, p. 28.

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durante los siglos XVI y XVII. Se indaga en las bases de la cultura religiosa de esos siglos con el propósito de juzgar históricamente la forma de actuar del párroco de Remedios. No por gusto el primer título que Ortiz eligió para su libro y que luego cambió por el actual fue el de Energúmenos y clérigos, subtitulado Defensa póstuma de un inquisidor cubano del siglo XVII. Pero, ¿por qué haría Ortiz una defensa póstuma de un inquisidor cubano? Pienso que no se trata de reprobar la posición de José González de la Cruz, sino de conocer las causas, fuerzas e ideas que motivaron sus actitudes. La cuestión consiste, y Ortiz cita a Spinoza, en que: “no hay que reír ni llorar las acciones humanas, simplemente hay que entenderlas”.5 “El cura, por solo serlo —agrega Ortiz— no es un ángel ni un demonio. No es un numen; es un hombre. Ni más ni menos que un hombre. Todo un hombre, pero solo un hombre. De suyo ni bueno ni malo, un hombre como los demás, como ‘uno de tantos’, como su pueblo. Un ser capaz de todas las virtudes y de todos los pecados de la tan admirable como flaca naturaleza humana.”6 Ésta debió de ser una máxima moral de don Fernando que le permitió comprender credos, hombres, razas y culturas. Por ello, no le bastó describir e investigar los sucesos protagonizados por Joseph González de la Cruz, párroco y comisario de la Inquisición en San Juan de los Remedios, sino que en La santería y la brujería de los blancos, Ortiz se remite a las ideas teológicas de los siglos XVI y XVII —período en que España puebla y coloniza a las Indias—, a la demonología y sus derivaciones místicas, para definir el sentido histórico, religioso y ético de los personajes humanos de la tragedia remediana. Se apoya, esencialmente, en los conceptos del demonismo, tal como eran entendidos por los eclesiásticos españoles. La santería y la brujería de los blancos es un libro único en su género, no conocemos texto igual en la tradición de pensamiento cubano; sin embargo, relativos a la religión, Carlos Trelles, notable bibliógrafo, en su obra Biblioteca histórica cubana, tomo segundo, enumera una larga lista de libros e investigaciones; en particular sobre la historia de la Inquisición, el propio Trelles escribió un revelador artículo: “La 5 6

Ibídem, p. 587. Ibídem, p. 591.

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inquisición en Cuba desde 1518 hasta 1610”, donde con razón afirma que se conoce muy poco sobre la actuación de la Inquisición durante el siglo XVI y la primera mitad del XVII.7 También Trelles cita a la historiadora Irene Wright, quien residió en Sevilla y dedicó parte de sus estudios a revisar los documentos inquisitoriales de América en los Archivos de Indias. Entre los datos que aporta la investigadora norteamericana referidos a Cuba en su libro Early History of Cuba (1916), señala: “Hay pruebas de que por 1517-1518, un Juan Muñoz descrito como ‘un indio español vestido como cristiano’ fue quemado en la hoguera.” Carlos Trelles dice haber comprobado ese caso por Real Cédula donde a Gonzalo de Guzmán se le concedían los bienes del Indio, valorados en doscientos pesos. De acuerdo con los estudios de Irene Wright, en esa época fue inquirido el escribano español avecindado en la ciudad de Santiago de Cuba, Alonso de Escalantes, acusado de hereje, expulsado de Cuba y quemado en la hoguera en la ciudad de Sevilla. Con el fin de reconstruir los inicios de la Inquisición en Cuba, Trelles cita la Real Cédula del 20 de mayo de 1519, que nombra como Inquisidor General de las Indias e Islas del Mar Océano a don Alonso Manso, obispo de Puerto Rico. Alonso Manso, licenciado en Teología y canónico de Salamanca, desempeñó ese cargo durante veinte años hasta 1539, cuando falleció. Sobre la actuación del Inquisidor General en estas partes de las Indias, el historiador matancero José Augusto Escoto, en su obra inédita “Primeros Obispos en la Española”, menciona el mandamiento y carta notoria de don Alonso Manso a todas las instituciones y personas de Puerto Rico. La carta dice:

Bien sabéis como usamos el oficio de la Santa inquisición. Somos informados que alguna persona o personas se atreven a decir palabras contra el Santo Oficio e ejecución de el, como contra el inquisidor, oficiales y ministros de el, exhortamos... mandamos... so pena de excomunión mayor, que ninguno sea 7

En nuestras últimas investigaciones hemos podido consultar algunos expedientes inquisitoriales del siglo XVI que se hallan en la Biblioteca Nacional de Madrid y que daremos a conocer en una próxima publicación.

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osado decir venir contra el dicho Santo Oficio, ni inquisición, ni los ministros, ni oficiales, ni a nuestros mandamientos ni en dicho ni en hecho ni en consejo, pública ni secretamente... ni sea encubrir herejes... y lo que se piense de alguna o algunas personas que hayan ido, dicho o hablado de dicho Santo Oficio o ministro, o de la ejecución e injusticia de el. Cualquier palabra en desacato de dicho oficio, oficiales o ministros, los vengáis a declarar y manifestar dentro de quince días... a los inobedientes pronúncianos sentencia de excomunión mayor... privación de oficios, confiscación de bienes, y procederemos contra tales como a malos y conversos... factores de herejía..., sea esta ley, publicada en esa iglesia, fijada en ella. Dada en esta ciudad de San Juan de Puerto Rico 6 de enero de 1528.

Por oficio de Alonso Manso fechado en 1518, fue designado Juan de Wyte como inquisidor y Obispo de Cuba, función que desempeñó desde la abadía de Jamaica durante el período de 1518 a 1525; en realidad nunca visitó la isla de Cuba. Pérez Beato, destacado historiador cubano, reunió materiales y formuló una lista de inquisidores y familiares de la Inquisición que argumenta la existencia y actuación de la Inquisición en la isla, tal vez con la idea de redactar la historia de este desconocido pasaje de nuestra sociedad. Ortiz, interesado por los fenómenos pretéritos, también escribió sobre la Inquisición en Cuba, tomando como referencia documentos originales y los estudios del historiador chileno Toribio Medina, a quien conoció en Sevilla en los pasillos del Archivo de Indias. Largas debieron de ser las tertulias sobre el Santo Oficio entre estos dos hombres de ciencia, por lo que no son casuales las referencias al fenómeno histórico de la Inquisición que hace Ortiz en la Historia de una pelea cubana contra los demonios y en el epígrafe “La mala vida del clero” de su libro Los negros curros. Ya en su obra temprana se manifiesta el interés de Ortiz por el tema religioso; por tal motivo, en el libro La santería y la brujería de los blancos no encontraremos a un Ortiz desconocido, sino la prolongación de sus ideas, las que se hicieron célebres en aquel polémico libro de 1906, Los negros brujos. Polémico porque entonces en Cuba no existían antecedentes de estudios sobre los negros, a no ser los informes de 21

la policía referidos a los robos y asesinatos. Ortiz, desde sus conocimientos de antropología y de la teoría positivista criminológica de César Lombroso, estudió su cultura y prácticas religiosas. Sobre este grupo social cayó el rigor de la teoría lombrosiana, así como el contradictorio enfoque que de esas concepciones se derivaban. Aun así, con especial interés describió el carácter híbrido de los grupos marginales, sus diferentes orígenes culturales, las características de “la brujería negra”, las costumbres y su modo de vida en general. En esta obra fundacional se perfilan múltiples aspectos sociológicos, lingüísticos, históricos y culturales que desarrollará Ortiz con posterioridad. Sobre este libro, que concibió en los inicios de su carrera intelectual, escribió en 1942:

Comencé a investigar, pero a poco comprendí que, como todos los cubanos, yo estaba confundido. No era tan solo el curiosísimo fenómeno de una masonería negra lo que yo encontraba, sino una complejísima maraña de supervivencias religiosas procedentes de diferentes culturas lejanas y con ellas variadísimos linajes, lenguas, músicas, instrumentos, bailes, cantos, tradiciones, leyendas, artes, juegos y filosofías folklóricas; es decir, toda la inmensidad de las distintas culturas africanas que fueron traídas a Cuba.8

La interpretación inicial de Ortiz sobre los cultos religiosos que entonces denominó afrocubanos, como es conocido, dista mucho de sus consideraciones posteriores, donde reconoce el carácter social y cultural de la religiosidad de origen africano en Cuba. Es cierto que a lo largo de sus estudios el tema religioso se vinculará con el análisis de la música folclórica, el baile, el teatro, el lenguaje de los negros, pero no como tema independiente que indague en los fenómenos mágicos religiosos de los negros; por ello hay que acudir siempre a su ensayo de 1906, para discernir qué ideas de aquel primer libro permanecen en su concepción posterior y cuáles adquieren otra dimensión axiológica. Desde entonces, conocida es su opinión de que el progreso intelectual y el desarrollo 8

Fernando Ortiz. “Por la integración de blancos y negros”, en: Estudios Afrocubanos, La Habana, v. V, 1945-1946, pp. 219-220.

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de la ciencia son factores que debilitan a la religión, que la ignorancia es un elemento negativo para el progreso social y que la cultura es “cultivo del espíritu”, “trabajo labradío”, superación humana; que todo hombre es depositario de la cultura, como mecanismo de cooperación integral que actúa como fuerza activa de reorganización nacional y de progreso. En Los negros brujos se expone la tesis acerca de la irresponsabilidad religiosa del pueblo cubano y la difusión de la hechicería de los blancos, favorecida por la venta de libros vulgares, como los tratados de magia blanca y negra, libros de San Cipriano, de Simón el Mago, de Alberto el Grande, etcétera. “Así se explica —dice Ortiz— la infinidad de fórmulas de hechicería, conjuros, supersticiones, etcétera, que subsiste en Cuba, de origen europeo.”9 En su opinión, estos factores propiciaron la introducción de los cultos africanos en Cuba y el resquebrajamiento de la religiosidad ortodoxa. En Los negros brujos, la religión es para Ortiz “una función patológica de defensa, coacción subjetiva al cumplimiento de las normas de la moralidad, que se preocupa de reforzar mediante la sugestión del miedo a ultratumba la fuerza coactiva de los principios morales, muchos de los cuales se debilitarían sin aquella”.10 Es decir, que Ortiz sostenía, al igual que su maestro César Lombroso, que la religión es útil cuando se fundamenta sobre la moral y abandona el culto de las fórmulas. Por esta razón le fue difícil en un inicio comprender la religión de los negros “brujos”, de ahí que la considerara “inmoral y delictuosa”, concepción que cambiaría en la medida que abandona el positivismo criminológico y se nutre de nuevas fuentes doctrinales de interpretación de la realidad sociocultural cubana. Atraído por el inexplicable —aun para Ortiz en la década del veinte— entrecruzamiento de credos que se producía en la sociedad cubana, describe en la revista Archivos del Folklore Cubano un caso típico de la formación de una leyenda supersticiosa alrededor de “La milagrosa del cementerio de la Habana”; el sugestivo análisis permite tener una idea de su preocupación por la religiosidad del pueblo cubano y de su opinión acerca de la existencia de una “crisis religiosa” provocada, según él, por “1º, la creciente falta de arraigo en Cuba de los dogmas tradicionales, debida, entre otras causas, a la gran escasez de sacerdocio 9 10

Fernando Ortiz. Los negros brujos. Madrid, 1906, p. 322. Ibídem, p. 410.

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catequista que sustituya a los doctrineros de la época del poblamiento y colonización de estas Antillas, quienes no cuentan hoy con sucesores; 2º, la difusión del espiritismo, especialmente de la forma charlatanesca de los curanderos (y); 3º, el crecimiento de todas las supersticiones...”,11 entre otras razones. En este artículo, Ortiz no oculta su inquietud por el creciente desarrollo de la religiosidad popular y el distanciamiento de los tradicionales dogmas religiosos: judaísmo, catolicismo y protestantismo, traídos a Cuba desde Europa, los cuales no amparan a las grandes masas de nuestro pueblo. Ortiz consideraba que cada vez más el paganismo, la idolatría y los cultos diabólicos se apoderaban de las masas, que por la falta de cultura llenaban con supersticiones ese vacío de sus concepciones ideológicas. El tema religioso gravita en la obra orticiana; en su primer escrito, un cuaderno escolar que data de sus años de estudio en Menorca, titulado Culecció d´els mal-noms de Ciutadélla,12 el cual diseñó en forma de librito, sobresalen en la cubierta y contracubierta ingeniosas ilustraciones del propio Ortiz, que probablemente narren algún episodio, leyenda o fantasía, y aparecen motivos que se convirtieron luego en temas de sus investigaciones. El tintero figura como ex libris, presagio del escritor que fue Fernando Ortiz; el caballero símbolo de señorío, y el aldeano o payés, de lo popular, dos clases de la sociedad menorquina del siglo XIX, que protagonizan las fiestas populares. Y como predigo de su obra futura, componen la portada figuras diabólicas, el Hada, el mundo celestial y el infierno, la eterna contradicción entre el bien y el mal. Resulta curioso que en su primer escrito aparezcan las figuras diabólicas y en el último de sus libros publicados retorne a esos temas que le impresionaron en la infancia. Escribió sobre fiestas folclóricas, carnavales, brujas, demonios y religiones, historia y cultura. La humanidad y la religión le inquietaron desde su primera juventud. Más tarde, en las aulas de la Universidad de La Habana se interesa por los textos religiosos, y de aquellos tiempos recuerda:

Hace ya unos cuatro lustros, cuando en las aulas de mi muy querida Universidad de la Habana cursaba los estudios de Derecho Penal y el programa del profesor González Lanuza 11

Fernando Ortiz. “La milagrosa del cementerio de La Habana”. En Archivos del Folklore cubano, v. III, julio a septiembre de 1928, no 3, p. 198. 12 En proceso editorial.

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—entonces el más científico en los dominios españoles— me iniciaba en las ideas del positivismo criminológico, simultaneaba yo esas lecturas escolares con obras muy ajenas a la universidad, que el acaso ponía a mi alcance o que mi curiosidad investigadora buscaba con fervor. En estas últimas estaban las lecturas religiosas, que aún ahora me producen especial deleite y despiertan en mi ánimo singular interés.13

Estas memorias, escritas en 1950, evidencian el conocimiento y la preferencia de Ortiz por la temática religiosa. Su formación le permite interpretar las diferentes tendencias religiosas que se desarrollaban en Cuba sin la necesidad de pertenecer a una de ellas, y esto lo deja bien claro cuando afirma:

¡Yo no soy espiritista! Si lo fuera no lo ocultaría en el secreto del hogar, ni tendría por qué abochornarme de serlo. Tantos hombres de ciencia profesan esa fe, que a su lado estaría bien acompañado. ¡Tampoco soy católico! Hace muchos años que abandoné su mística y que no impresionan mis sentidos sus ritos seculares, y de ya borrados simbolismos. No soy brujo tampoco, usando ahora esta palabra como nuestro pueblo, impropiamente, comprendiendo en ella todas las supersticiones africanas supervivientes en Cuba (...). Todo esto os digo no porque pueda interesaros saber cuál es mi fe religiosa, sino porque de estas afirmaciones puedo aseguraros la imparcialidad de mis ideas en un debate que no apasiona ni caldea mi ánimo y que observo solamente desde el punto de vista sociológico y científico.14 13

Fernando Ortiz. “Una cubana danza de los muertos”, en Bohemia, La Habana, año 42, Nº 7, febrero 17 de 1950, p. 30. 14 Fernando Ortiz. “Las fases de la evolución religiosa.” Conferencia de vulgarización sociológica pronunciada en el teatro Payret de La Habana, el día 7 de abril de 1919, a petición de la Sociedad Espiritista de Cuba. Tipografía Moderna, La Habana, 1919, p. 5.

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El deleite por los estudios religiosos se puso de manifiesto en sus numerosos trabajos y conferencias sobre el espiritismo, las supersticiones populares y los cultos mágico-religiosos de los negros, en sus estudios sobre los orígenes de la Inquisición en Cuba y en el conocimiento que demuestra tener sobre las obras de los teólogos medievales y modernos del catolicismo. Esta inclinación antropológica de Ortiz, científica ante los fenómenos religiosos y su método transcultural, le consiente mantener la distancia entre el investigador y su objeto de trabajo. Ortiz interioriza el objeto, interpreta las ceremonias de “diablitos”, la música, la poesía, la danza, la pantomima y el arte para dilucidar la dinámica interna y la exteriorización de las liturgias y doctrinas religiosas; en Ortiz no faltan los juicios examinadores, ni una mirada siempre inspirada en su concepción del mundo, con abundantes ejemplos históricos para someter a análisis la sociedad contemporánea. Su obra es antropológica; no sólo enjuicia, sino que anima a indagar en los orígenes de fenómenos de antaño, como fórmula de comprensión de la sociedad actual, donde aún sobreviven los medievalismos, el sistema de creencias sobrenaturales, la creencia en demonios y el trato con ellos. “Mis respetos a todas las creencias ajenas —dice Ortiz— sin reverencia de humillación ni burla intolerante de petulancia incomprendedora, me ha ganado casi siempre la pronta y leal confianza de los verdaderos creyentes, aun sabiendo ellos mi incredulidad o agnosticismo”.15 A lo largo de su obra, Ortiz no abandona la inquietud por comprender la cosmovisión del hombre y su apetencia por lo sobrenatural, lo cual se refleja en sus estudios sobre la música sacra de los negros, en su ensayo sobre los orígenes de la poesía y el canto en los negros afrocubanos, así como en la Historia de una pelea cubana contra los demonios. En 1959 publicó el artículo “Cubanos y demonios ante una boca del infierno”, subtitulado “Notas para la historia de la demonología en Cuba”. En este original escrito, advierte su vocación por estudiar la presencia y las consecuencias ideológicas de los demonios en la historia de la humanidad. Menciona las diferentes estadísticas, el número de demonios en el mundo, los censos de la población diabólica, basados en autoridades eclesiásticas medievales y modernas. Sugiere que Cuba, al igual que el resto del mundo, no está ajena a la intervención de los demonios en la 15

Fernando Ortiz. “Una moderna secta espiritista en Cuba.” Bohemia, año 42, no 3, enero 15, 1950, p. 137.

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historia y en la geografía. Trasmite la idea de que no somos un pueblo aislado; tenemos, como España o Irlanda, el honor geográfico de contar con nuestra propia boca del infierno, situada en Remedios, precisamente bajo la güira de Juana Márquez la Vieja. Así lo había informado José González de la Cruz, el célebre comisario de la Inquisición y de la Santa Cruzada que cobró fama como exorcista luchando contra ochocientos mil demonios. En esta singular narración, más que exponer una concepción sobre la religión, ironiza y argumenta la necesidad de conocer la actuación de las huestes diabólicas en la pasada y presente vida de los cubanos, tarea que aún está por investigar. El libro La santería y la brujería de los blancos, además de tener sus antecedentes en la genealogía orticiana, forma parte de un conjunto de obras que se escribieron en el mundo hispanoamericano; la más afín es la del polígrafo español Julio Caro Baroja, “Las brujas y su mundo”(1961). En este excelente ensayo, Caro Baroja parte de los estudios totales, del reconocimiento de las doctrinas de los teólogos y de los fenómenos sociales de esos períodos. Somete a críticas las teorías de la magia y las diferentes tesis sobre el origen de la brujería en la Europa cristiana. En cambio, Fernando Ortiz, a diferencia de los estudios antropológicos de su época, no se detiene en la crítica de los conceptos modernos de magia, brujería o religión. Su objetivo se centra en dialogar con una época enigmática y desconocida para el lector cubano, remitirnos al tiempo de los energúmenos y clérigos, con el afán de describir esa sociedad relajada moralmente y mostrar su relación ideológica con la Cuba del siglo XVII. La interpretación orticiana es muy particular; no es la historia de la Inquisición en España; no es un estudio documental, ni jurídico, ni estructural del Santo Oficio; es la valoración de los preceptos teológicos y la realidad histórica en que se formaron. Su visión difiere de la de un historiador que juzga en todas las culturas y tiempos la permanencia de los mismos valores y sentimientos. Ortiz capta la continuidad de los hechos en el tiempo como procesos de larga duración, y de acuerdo con las circunstancias históricas, estudia los preceptos morales cambiantes que rigen las colectividades humanas. La vocación de historiador y de intérprete de la cultura lo llevará a indagar en lo más reservado del pasado, con esa curiosidad que se disfruta cuando se escribe y se descubre el modo de pensar y de actuar de los personajes que alguna vez protagonizaron la historia. La santería y 27

la brujería de los blancos es tal vez el móvil para llamar la atención sobre lo que pasa inadvertido, aquello que se pierde en los grandes relatos y el escritor recrea cuando lo rescata, transmitiendo el mensaje de la diversidad y el dinamismo del comportamiento humano, imposibles de atrapar en páginas escritas. Es el esfuerzo de un sabio que quiso legar sus conocimientos y hacernos ver cómo el hombre existe en esa relación histórica que lo hace cada vez más universal. DR. JOSÉ A. MATOS ARÉVALOS Investigador Fundación Fernando Ortiz Instituto de Filosofía

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I

Sumario: - Una guerra cubana contra los demonios a fines del siglo XVII. El drama religioso que ocurrió en Remedios.- Su protagonista.El demonismo y sus expresiones.- Hechiceros, brujas y energúmenos.La creencia en los espíritus.- Nacimiento de los demonios.- Las posesiones místicas.- Su religiosidad.- Sus beatificaciones y sus exorcismos.Al caer el imperio romano sobrevivieron sus dioses.- La Iglesia les dio empleo como demonios.- Bautizo de los paganos y de sus ídolos.- Los demonios en la Edad Media.

A fines del siglo XVII hubo Una guerra cubana contra los demonios,1 en una isla de América, y este mismo fue el título del libro por nosotros publicado para narrar su historia. En la villa de San Juan de los Remedios, donde se dio tal guerra, hubo un clérigo criollo llamado el P. Joseph González de la Cruz, párroco de su parroquia y comisario de la Santa Inquisición, a quien se le antojó trasladar el caserío de la villa remediana desde su asiento primitivo a las tierras del Hato del Cupey, que eran de su propiedad privada. Los repetidos ataques de piratas que había sufrido la población, seguidos de abominables saqueos y vejámenes a sus moradores, a sus mujeres y al Santísimo Sacramento del Altar, fueron los motivos que inspiraban a muchos la conveniencia de la traslación de la villa; pero cuando se trató de fijar el nuevo sitio para su restablecimiento surgieron agrias controversias que llegaron a crueles conflictos. Obstinado el P. González de la Cruz en su propósito de llevar el nuevo poblado al hato de su dominio, trató de convencer a sus convecinos que se resistían a ello, diciéndoles que Lucifer había manifestado 1

(Ortiz se refiere a su libro Historia de una pelea cubana contra los demonios, que se publicó por primera vez en 1959 por la Universidad Central de Las Villas, con prólogo del destacado intelectual cubano Mariano Rodríguez Solveira. La segunda edición se realizó en 1975 por la Editorial de Ciencias Sociales.)

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que se hundiría Remedios y que de ello era presagio seguro la abundancia de energúmenos que entonces había en la villa. Tantos eran que el P. González de la Cruz llevaba ya exorcizados nada menos que 800 000 diablos. Incrédulos y contumaces los remedianos, nada hicieron por complacer a su tozudo párroco, y éste se valió de un recurso de los mismísimos demonios. Siendo muchas las personas endemoniadas que por entonces hubo en Remedios —por lo común negras africanas en trance alucinatorio de su mística—, el cura se dirigió como exorcista al jefe de las 30 legiones de malos espíritus que estaban metidos en el cuerpo de la negra esclava Leonarda, y aquél, apremiado por un rito sacramental declaró ante el notario público y los cuatro alcaldes de Remedios, santificando su pavorosa predicción. No convencidos por esto los vecinos de Remedios, el empecinado comisario del Santo Oficio requirió ante el escribano al mismo Dios en la persona de su Hijo, transustanciado en la Hostia Sacramentada, para que el Justo Juez manifestase su voluntad mediante un sortilegio o juicio de Dios. Organizado el aparato de esta suerte consultoría, se extrajo una papeleta de las cuatro que para el acto se habían depositado en una tachuela, y ella leída, se vio que contenía el nombre del Hato del Cupei. La mente, intérprete de la voluntad divina, fue adversa a los remedianos recalcitrantes en no dejar su villa para mudarse a las tierras del cura; por lo cual éste salió de aquella población maldita llevándose a sus partidarios, a sus energúmenos y al Copón Divino. Pero otros remedianos, cívicos y valerosos, se negaron a irse y continuaron por años en su rebeldía hasta que alcanzaron la victoria contra el inquisidor, el obispo, el rey de España y el rey del infierno con sus legiones de demonios. De cómo fue la tremebunda contienda contra la hueste diabólica, desarrollada en las inmediaciones de una boca de los infiernos que allí en Remedios estaba, debajo de la güira de Juana Márquez La Vieja, y de cuáles fueron sus dramáticos episodios hasta culminar en el incendio total de la villa, podrá enterarse el lector que el citado libro leyere. Pero de éste nos quedó fuera y no fue a las prensas, la explicación de los motivos de aquellos sucesos y de la singular conducta del intrépido inquisidor cubano, y ahora trataremos de darla en las páginas de este otro volumen, donde se intentará seguir la defensa póstuma del P. Joseph González de la Cruz, pese a los odios que se acarreó en vida y a los 30

desprecios que le siguieron a su muerte, como causante de tanta infelicidad. Para formar juicio de la obra nefasta del P. Joseph González de la Cruz debemos ante todo considerar cuáles fueron los impulsos que lo movieron. Comencemos por las ideas religiosas de su época y de su ambiente social, particularmente en cuanto a la demonología2 y sus derivaciones, las cuales influyeron en su actuación. Toda la obra del clérigo remediano fue desarrollada como una tragedia religiosa. Los pecados provocaban sobre el pueblo pecador las torturas de los demonios y una hecatombe cataclísmica; pero en defensa contra los peligros y arterías infernales había que acudir a los exorcismos litúrgicos y al traslado de la villa maldita a su nuevo sitio de bendición, escogido por el oráculo divino. Esta fue la trama trágica en busca de un desenlace condigno. Las circunstancias fueron determinando la entrada y salida de los varios personajes a la vez reales y emblemáticos; el planteamiento de sus contradictorias actitudes, inspiradas en una dialéctica social de muy expresiva historicidad, y el desarrollo de los sucesivos episodios, todos henchidos de emociones dramáticas. Por eso un 2

(Sobre demonología, ya en el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) Fernando Ortiz, al tratar el proceso histórico de transculturación del tabaco y su impacto en la cultura de los conquistadores escribía: “Para los Castellanos y luego para los demás invasores de las Indias Occidentales, el tabaco no fue sino brujería, artilugio diabólico; pero esto no fue obstáculo para que ellos lo adoptaran. Acaso lo sacro y heterodoxo de sus prodigios fue el primer aliciente que tuvo el tabaco para los europeos que lo descubrieron. Sin duda, hubo siempre en toda magia una tentación, como en todo pecado un placer. Además, en la brujería del tabaco había algo de verdadero. El diablo no engaña bien sino con semimentiras o, lo que es igual, con semiverdades. Los blancos cristianos advirtieron que, pese al trasunto infernal del tabaco y quizás por esa misma oriundez diabólica, con el uso de esas yerbas experimentaban ciertos efectos realmente gratos y benéficos: a veces se curaban de alguna dolencia y en otras ocasiones ganaban con el exótico hechizo el beneficio de una aliviadora ilusión; pero, además, siempre advertían alguna placentera satisfacción de sus sentidos y, sobre todo, una suave y deleitosa euforia de espíritu, como si transitoriamente entrara en posesión de éste un angel misericordioso que inspiraba esperanzas y resignaciones o un diablejo retozón que cosquillaba el animo apático, reavivándolo a nuevas energías y audacias.” (Pág. 217, editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1983). El tema de manera explícita lo vuelve a tratar en el artículo “Cubanos y demonios ante la boca del infierno” (Notas para la historia de la demonología en Cuba) publicado en la Nueva Revista Cubana, Núm. 1, 1959, así como en la Historia de una pelea cubana contra los demonios.)

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prelado del siglo XVIII calificó la obra del Inquisidor cubano como merecedora de ser presentada en un coliseo, pese al carácter religioso de su argumento y a lo eclesiástico de su protagonista y de su ambiente escénico. El personaje supremo de esa tragicomedia fue, sin duda, el Santísimo Sacramento, quien estuvo sometido a una interrogación solemne y decisoria. Pero esa imponente escena fue en verdad secundaria y no significó siquiera el desenlace del nudo dramático. El protagonista del drama religioso de Remedios fue el presbítero P. Joseph González de la Cruz, revestido de los cargos de beneficiado, párroco, inquisidor y otros ministerios eclesiásticos. Al estudiar los móviles religiosos del P. González de la Cruz, que tan notorio se hizo como exorcista de millares de demonios, hay que tener presente las creencias de su época en las cuales estaba embebida su mentalidad. Por esto nos hemos creído obligados, particularmente con los lectores cubanos, que son poco dados a enterarse de tales cosas pretéritas, a una amplísima digresión para dar un diseño del panorama ideológico en que vivió el P. González de la Cruz; única manera de entender su conducta. Tal digresión será el contenido del presente libro que titulamos La Santería y la Brujería de los Blancos. La tragedia religiosa de Remedios fue tejida sobre la urdimbre ideológica del demonismo. Y no del demonismo de los negros africanos, como podría hacerlo creer la alejada presencia del demonio en el cuerpo de la morena Leonarda, sino del demonismo de los blancos, de la demonología católica, propia del eclesiástico que le exorcizaba. Esos dos primordiales personajes del drama remediano pertenecen a razas y culturas distintas y en posiciones sociales antitéticas; la blanca del inquisidor y amo y la negra de la energúmena y esclava. Y en ellas las religiones de ambos se manifiestan, en el católico y en la pagana, enlazadas en un punto común, en el fenómeno misterioso de la posesión del cuerpo humano por los espíritus invisibles. Pero, dada la condición imperante de la religión del clérigo exorcista, que era también la de los alcaldes y vecinos de Remedios, fue dicha religión de las gentes entonces dominadoras de la sociedad cubana la única que proporcionó los elementos místicos de la Trama, quedando oscurecidos los factores, sin duda africanos, que hicieron bajar los espíritus al cuerpo de la negra esclava, la cual desempeña en la escena remediana un papel pasivo, tan sólo como un sagrario carnal del dios de los infiernos. 32

Para Leonarda, su estado era el muy frecuente entre las morenas entregadas al culto de sus númenes ancestrales; sencillamente “tenía el santo”, tal como le solía ocurrir cuando se daba con sus compatriotas a las danzas sagradas y ceremonias colectivas, donde al son rítmico de los tambores y las plegarias cantadas evocaban a los dioses negros. Pero, según el P. González de la Cruz, el numen posesionado de la negra no era un santo sino un demonio. Santos o demonios no eran sino distinciones que el lenguaje y la religión de los blancos habían hecho entre los espíritus misteriosos que se posesionaban de los mortales. Para la negra criolla y su fe africana no hubo tales discriminaciones; sus númenes no eran buenos ni malos sino simplemente favorables o adversos, según fueren las ocasiones y sus tratos con los humanos. Para aquélla, que no tenía tales distinciones éticas, todos eran santos, tales como aún hoy día se les venera en Cuba, constituyendo su culto un complejo fenómeno de sincretismo afrocubano conocido como Santería. Para el clérigo inquisidor y su fe católica los espíritus de la negra posesa no eran sino demonios, pero su religión admitía que análogos fenómenos estáticos podían ser producidos por angeles, santos y otros seres celestiales, y muchas veces era dificilísimo reconocer si el prodigio místico era treta infernal o favor del cielo. Hasta en el lenguaje se reflejaba la identidad esencial de unos y otros fenómenos de posesión. El místico Francisco de Osuna3 decía que en esos trances el hombre “tiene a Dios”; la mística afrocubana dice que “tiene el santo”. En el habla de los santeros negros de Cuba se dice que “sube el santo”, en el lenguaje de los místicos blancos se decía 4 que “el alma sube sobre sí”. Los portentos místicos se daban, pues, por igual entre negros y blancos; sólo se difería tocante a su interpretación. Si los negros tienen santos y orishas que los arrastran al deliquio misterioso, también los blancos son llevados al arrobo sobrenatural por santos y demonios. Unos y otros caen en trance de posesos y tienen sus númenes que los enajenan, embrutecen o iluminan. Si hay la santería negra, también hay una santería blanca. Por esto, si queremos apreciar debidamente el sentido histórico del drama de Remedios y el ético de sus personajes humanos hay que acudir a la demonología y a la mística, pues toda la trama fue basada 3 4

Abecedario Espiritual. T. III. Trat. XIII. Cap. IV. Teresa de Ávila. Libro de las Revelaciones VIII.

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en la creencia católica de la posesión del cuerpo humano por un ente sobrenatural. ¿Qué diablos pensarían el P. Joseph González de la Cruz y sus convecinos de todas aquellas extraordinarias peripecias salidas a luz de la entraña de la negra Leonarda como un alumbramiento de desventuras? En aquellos siglos todo el mundo vivía en trato constante con lo sobrenatural; pero en España y sus posesiones ultratlánticas, y hasta en gran parte de Europa nunca hubo más místicos, visionarios, profetas, obsesos, endemoniados, brujas y hechiceros. Entonces, no eran pocos los que se daban al demonio y a sus artes misteriosas, siendo tenidos por magos, hechiceros y protegidos de Satanás. Eran precisamente los tiempos de las brujas, las cuales no comienzan a aparecer y a ser perseguidas furiosamente en España sino al caer el siglo XV. Y era cuando los diablos con ostensión, evidenciando su presencia, intervenían más en los actos humanos y posesionándose de los infelices mortales para enajenarles el juicio, trabarles la voluntad y llevarlos con engaños, torturas y desesperaciones al precipicio del pecado y, luego, al abismo infernal. Debieron de ser tiempos horrorosos para las almas. Unos dicen que, por ser entonces muy católica la gente de España, los diablos tenían que aguzar más sus tretas y violentar más sus ataques para conseguir victorias de condenación sobre los españoles; otros piensan que, no obstante el predominio agobiador de la clerecía y las propagandas apologéticas de sus nubladores inciensos, España no era tan católica como parecía en lo externo y que los diablos estaban allí frenéticos de gozo y mostrándose cínicos y sin cautela, ya que, pese a sus alardes de cristiana fe y a sus despóticas militancias sacerdotales, jamás vio España más crímenes, corrupciones, atropellos, concupiscencias, picardías, desastres, miserias y hasta heréticas pravedades, en medio de engañosas pompas imperiales y estrépito de glorias guerreras. Hasta hubo que ver, para contentamiento de los demonios, cómo las católicas majestades, arrastradas por sus soberbias dinásticas, al Vicario de Cristo lo aprisionaron en su Roma por ellos saqueada, lo amenazaron con cismas y, so capa de patronatos regalistas, le usurparon nombramientos, diezmos, granjerías y privilegios regionales. Los diablos bailaban de alegría con los desenfrenos de la zarabanda. Jamás habían llevado más españoles para el infierno. Por aquellos siglos andaban, pues, muy apurados, los peninsulares y sus hijos los cubanos para defenderse de las abrumadoras tenta34

ciones que los demonios les hacían abiertamente, en guerras, tropelías y liviandades, o de manera oculta y sutil, a veces hasta en figura de empinados magnates, y de clérigos santimoniosos y predicadores. Aquellos siglos de las cantadas glorias imperiales de España, fueron también los más endemoniados para los españoles. Suelen ir de compañía las famas de los gobernantes y las lloradas desgracias de los pueblos. En aquella época, en fin, se dieron por las tierras de España y sus vecinas las más notorias y frecuentes comunicaciones místicas con el sobremundo, así de las buenas, con los espíritus elevados, como de las malas, con los inferiores y protervos. Se experimentaron entonces el más exaltado demonismo y sus más dramáticas expresiones. El demonismo, como todo acto religioso, es un fenómeno social. En el drama demoníaco el protagonista es el diablo, al menos es como tal temido; pero en aquél se dan otros personajes. A veces, el drama se exterioriza en un trágico diálogo entre el diablo y un infeliz por él poseído, el energúmeno; y en tales casos suele comparecer un tercero, el exorcista, que generalmente impone el desenlace con el triunfo de la fe. Otras veces, la acción del diablo con los humanos es más complicada, la trama se hace más cooperante entre los personajes y éstos se aumentan. Entonces salen a la escena el brujo o la bruja y el hechicero o la hechicera, que son como los sacerdotes del numen maligno, y alrededor de éstos surgen los personajes secundarios, el coro de quienes van a los intermediarios del culto al diablo para que de éste, cual de otro dios, se impetre el perdón de sus furias y el servicio de sus favores. Este drama del hombre y el diablo tuvo en aquella época tres expresiones muy típicas: el pacto del hechicero sobre la entrega de su alma, el aquelarre orgiástico de las brujas y la posesión del energúmeno. El pacto con el diablo era por su naturaleza un contacto bilateral, sinalagmático perfecto, por el cual el hombre y el diablo así se daban como recibían algo con reciprocidad convenida. El ser humano “daba su alma a los diablos”, según la aún vigente expresión popular, y el demonio en cambio le brindaba facultades inauditas, poderíos, honores, riquezas, venganzas, y otro bien todavía más precioso, la juventud hasta el morir. El aquelarre era una nueva relación social de homenaje por la cual la bruja acudía voluntariamente encantada a la recepción sabática del diablo, participando de sus híbridos divertimientos y ceremonias como una cortesana en sarao y besamanos, o como una diaconisa al oficio de una misa sacrílega. La posesión, o endemoniamiento, era un acto involun35

tario del energúmeno, quien sufría una conciente o inconciente coacción ajena, la de los demonios que “se le metían en el cuerpo”, según la expresión corriente y de sentido literal, así en el vulgo como en los eruditos. En todos estos actos el demonio era parte principal que trataba pérfidamente con los humanos para arrastrarlos a su condenación, a cambio de terrenales ventajas, placeres o desesperanzas. En todos los países, en todos los pueblos, en todas las religiones, en todos los sacerdocios, se ha creído y se cree en espíritus. La creencia en los espíritus y en la trascendencia mundana de sus actividades procede de la época primeval de las sociedades humanas. Las difíciles condiciones económicas de la vida primitiva hacen que ésta sea precaria y la inseguridad de la comida y de la salud hacen que el salvaje, incapaz de conocer y dominar las fuerzas de la naturaleza, que intervienen en su lucha por la existencia, trate constantemente de propiciar los entes misteriosos que las gobiernan para que no los dañen y sí los favorezcan. Los pensadores salvajes, deseosos de explicar y propiciar las fuerzas desconocidas, fueron dando “ánima” a las cosas de la naturaleza, individuando y personificando la sacripotencia indefinida del misterio, y crearon así, por ese imaginativo proceso teoplásmico y animista, innumerables númenes favorables o adversos o a la vez buenos y malos, según el impulso ocasional que los movía. El fenómeno inefable de la muerte; las ocurrencias sintomáticas de ciertas enfermedades; el portento de la preñez de las mujeres y de los nacimientos de nuevas criaturas; los sucesos físicos maravillosos, inopinados e inexplicables; los sueños, durante los cuales se va a lugares lejanos, se conocen y tratan seres desconocidos y a veces monstruos y se comunica el dormido con las personas vivas y hasta con las muertas; y el misterio de ciertos fenómenos mentales que desdoblan o enajenan la personalidad de los individuos haciéndoles obrar como si por otros seres fuesen poseídos, fueron siempre y son todavía las causas vivificadoras de las fantasmagorías y seres espirituales que llenan todas las religiones, haciendo sentir a los humanos las experiencias de lo sobrenatural. La creencia en espíritus, ocasionalmente buenos y malos, es la base intelectual de la religión; su base emotiva está en el ansia de lograr su feliz convivencia para calmar miedos y fortalecer esperanzas; su base 36

ética consiste en el deseo de ligarlos o relegarlos con los humanos destinos y quehaceres, su base económica está en propiciarles para la segura y fácil obtención del sustento, para el mantenimiento de un orden social, y para la continuidad de la existencia misma. Todas las religiones son espiritualistas y el trato de los espíritus es su función. En el trato con los espíritus está el más apremiante impulso humano para conocer lo sobrenatural, lo sobrehumano, acercarlo a su nivel, humanizarlo un tanto y acomodarlo a sus conveniencias. En los primitivos panteones los espíritus no solían ser malévolos por su esencia, algunos seres autores de las enfermedades o númenes de meteoros nocivos, como los huracanes o los rayos, eran tenidos por malignos a consecuencia de su función normalmente dañosa; pero este calificativo era en rigor circunstancial. Si la enfermedad, la tempestad o la centella aniquilaban a un enemigo, actuaban entonces como deidades benévolas. Los dioses eran como los hombres, buenos o malos según los casos, y por esto a todos ellos se les pedían favores y se les aplacaban sus iras, complaciéndolos con donativos, adulaciones y todo género de medios propiciatorios, tales como se usaban para los jerarcas del mundo visible. Dada la frecuente alteración de las actitudes divinas, como ocurre con las humanas, era inevitable que en todas partes las gentes se ocuparan de congraciarse con los seres temedores del Más Allá. Hasta en las personificaciones antropomorfas de Dios que hacen las religiones modernas, dotándolo de caracteres a semejanza humana, no pueden prescindir de capacitarlo así para la iracundia como para la caridad, una y otra en función suprema de la justicia. Los espíritus de los primitivos aún no son “demonios”, como hoy decimos, sino espíritus activos sin sentido ético, meros “doemones” o activos “conocedores”, como decían los griegos. El concepto del demonio, del espíritu maléfico, o del “enemigo malo”, como dice el folklore hispánico, es ya una especificación traída por la filosofía. Los espíritus esencialmente malignos nacen cuando se aumenta la división del trabajo sobrenatural y cuando ya se filosofa con sutilezas dualísticas acerca de la cosmogonía y se reflejan en los mitos las normaciones éticas y sociales de los sacerdocios, que definen lo que es naturalmente bueno o malo y hacen a los dioses copartícipes de sus sistemas de sanciones. Todo lo que “sin saber por qué” alteraba la normalidad humana en lo favorable como en lo adverso era obra misteriosa del espíritu. La piedra que golpeaba, la fiera que acometía, la abundancia ocasional de 37

la pesca, el hallazgo casual de un alimento, el azar que volcaba la canoa, la suerte que conducía la flecha disparada, los meteoros, los movimientos de los astros... Todo era obra de entes sobrenaturales. Pero a veces estos invisibles seres no operaban desde el exterior sino que se introducían en los cuerpos para producir variadísimos y portentosos fenómenos, tales como los dolores, las diarreas, las cegueras, las tumefacciones, y todas las enfermedades. La mayor importancia en ese orden de fenómenos producidos por la intromisión de espíritus en el cuerpo humano correspondía a los partos, que no eran sino encarnaciones de espíritus previa introducción de éstos en la entraña femenina. Si el nacimiento era la posesión de un espíritu en un cuerpo nuevo, la muerte era la desposesión de un cuerpo que toma el espíritu para ir a otro país u otro mundo o para retornar reencarnando en otro cuerpo, en el deshabitado de un neonato o en el ya ocupado de un individuo crecido. Por la intrusión de un espíritu en un cuerpo viviente se explicaban las embriagueces, las convulsiones, las enajenaciones, los delirios, los sonambulismos, las alucinaciones, las catalepsias, los arrobos, las profecías, las glosolarias y todos esos otros fenómenos de la psicopatía, de la metapsíquica o de la parapsicología, aún hoy misteriosos y, por tanto, envueltos por la religión. El fenómeno inefable de la posesión por los espíritus es el más imponente entre los religiosos. Tiene la atracción y fuerza sugestiva de lo experimental. Da por los sentidos la fe en la realidad del Otro Mundo; y produce, más que cualquier otro fenómeno impresionante, esa idea de lo sacro y tremebundo y ese temor reverencial que son las esencias de todo acto realmente religioso. Los pueblos adquirieron la conciencia de lo metafísico por las experiencias de todos los enajenamientos, como son las exaltaciones de las embriagueces (vino, alcohol, tabaco, coca, etc.), los entusiasmos e inspiraciones de los poetas, las extravagancias de los sueños, los delirios de los calenturientos, las parlas de los enloquecidos, las convulsiones de los epilépticos, las visiones y desdoblamientos de los histéricos, sobre todo, por las llamadas “posesiones de los espíritus”. Los antiguos llamaron a la epilepsia, por interpretación mitológica de sus convulsiones, morbus sacer y morbus dioínus. Todos estos fenómenos se consideraban como intrusivos y se tenían, según los casos, por favorables y apetecidos o adversos e indeseables. Así fue naciendo el concepto del “enemigo malo” y del demonio, como la individuada e invisible causa del mal. 38

Cuando las intrusiones de los espíritus se estimaban indeseables había que prevenirse contra ellos mediante ciertos tabúes y precauciones mágicas o había que reprimir sus efectos, expulsando del cuerpo al enemigo intruso, por medio de intimidaciones, exorcismos u otros ritos catárticos. Esto dio origen a un complicadísimo sistema de medios preventivos y expurgativos. Para la prevención de los malos espíritus existía un enorme sistema de recursos, violentos unos y astutos otros: Para la expulsión de los maléficos intrusos ahí están los purgantes, los diuréticos, los eméticos, las escupiduras, las sangrías, las succiones, los soplidos, la trepanación, las mutilaciones, los masajes, los golpes, las fumigaciones, los baños, los ensalmos, los conjuros, los exorcismos y las confesiones. Hay que purificar al enfermo, librándolo de la “cosa mala” que se le ha introducido. Además, una vez expelida la cosa mala, hay que impedir que ésta regrese, lo cual se logra generalmente actuando contra los espíritus indeseables, asustándolos, o cortándoles las vías del retorno. El lector más curioso puede tener un terno de observaciones en la obra científica del antropólogo contemporáneo J.G. Frazer,5 tocante al miedo a los muertos en las religiones primitivas, de las cuales quedan vigentes innumerables supervivencias folklóricas. En ese sistema de ritos expurgatorios de carácter religioso los principales para nuestro objeto son las confesiones y los exorcismos. Las confesiones fueron antaño como un vomitivo de los pecados, una purga de la conciencia, una expulsión del daño, una limpieza que a la vez purificaba el cuerpo y la mente. La confesión primitiva tiene un sentido terapéutico. Se creía que un mal no confesado “se quedaba dentro” y producía un daño. Los dolores de un parto, por ejemplo, eran consecuencia de un clandestino adulterio. Hay que llegar a las grandes religiones precristianas para hallar en el efecto catártico de la confesión de los pecados un sentido penitencial y ético (Asiria y Egipto) y luego el de la contrición regeneradora (Judaísmo y Cristianismo). El pecado era entonces por los salvajes, “concebido como algo dotado de consistencia sustancial; era el mal sentido como experiencia dolorosa y objetivado en la noción de una fuerza sustancia que la produce.”6 Así sucedió entre los indios americanos a quienes adoctrinaron los misioneros españoles. 5 6

J.G. Frazer. The Fear of the Dead in Primitive Religion. 3 vol. Londres, 1934. R. Pettazzoni. La Confessione dei peccati. Bolonia, 1929.

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Cuando los indios estaban enfermos acudían a confesarse públicamente con sus propios sacerdotes, luego con los clérigos de los conquistadores. Y acompañaban las confesiones con abluciones, eméticas, polvos narcóticos, fumadas de tabacos y teofagia de idolillos de harina, etc. El uso de las hojas del tabaco en tisanas, mascadas, polvos rapé y cigarros, no fue sino un complejo de ritos catárticos para la purificación material y espiritual del fumador.7 Junto a esos ritos expurgatorios por medio de sustancias materiales están otros, también catárticos, los exorcismos, que no son sino purgantes místicos para expeler el mal espíritu intruso en el cuerpo del poseso. La posesión es el caso donde la intrusión del “enemigo malo” es más manifiesta, entonces no caben dudas, el daño habla y se mueve en las entrañas del enfermo agarrándolo desde su interior y forcejeando apretadamente con él como lo haría un forzudo enemigo que desde afuera lo sacudiera y golpeara. Entonces hay que acudir al tratante con los espíritus que sea experto en ese género de curaciones, quien mediante conjuros, ensalmos o exorcismos purificará al enfermo, y hará salir de su cuerpo la cosa mala. Ese concepto de la enfermedad producida por un espíritu o por un demonio, nacido en las primitividades de la cultura, aún perdura en la humanidad y durante milenios ha servido para torturarla. Como bien afirma el Dr. Howard W. Haggard: “Nada ha retrasado tanto el adelanto de la ciencia médica en los pasados dos milenios como la férrea garra de la teología, imponiendo el uso de prácticas basadas en la creencia del origen sobrenatural de la enfermedad.”8 Por otra parte, el concepto de los espíritus intrusos en los cuerpos de los seres humanos ya habitados por un alma propia ha tenido otros efectos trascendentales para las religiones, fuera de los exclusivamente patológicos, aun cuando muy entremezclados con éstos. La posesión por el ente sobrenatural no siempre ha sido dolorosa, ni se ha tenido por nociva, ni se ha considerado éticamente abominable; antes al contrario 7

Véase Fernando Ortiz. Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Habana, 1940. (Ortiz comenta: “Fuera del mero móvil sensual, y aun en combinación con éste, el indio experimentaba el estímulo mágico-religioso que lo movía a usar el tabaco como captador de sensaciones, como medicamento, como preventivo, como plegaria, como relación con lo sobrenatural.” Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1983, p. 213.) 8 Howard W. Haggard. Devil, drugs and doctor (the story of the science of healing from medicine-man to doctor. New York City: Blue Ribbon, 1929), p. 297.

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ha sido inefablemente placentera, rebuscada y enaltecida como la más exquisita experiencia de sublimación religiosa. En la posesión de los espíritus está el mayor de los sagrados misterios. Muchas religiones se entregan a él y lo hacen centro de sus liturgias; otras, las de sacerdocios más organizados, lo temen y lo evaden con sus ritos, porque el trato directo con los espíritus merma en los fieles la autoridad rectora de los sacerdotes, haciendo intervenir a un tercero, lejano, independiente, superior, imprevisible e ingobernable. Sean buenos o malos esos espíritus que se posesionan de los seres humanos, sean angeles o demonios, en ellos hay siempre un germen de libertades. Son los que sienten en sí el fuego sagrado de la inspiración, el entusiasmo de los videntes, la euforia del sacrificio heroico, los que más conmueven las emociones colectivas, son los poetas, son los genios iluminados los que reforman las sociedades. Todas las místicas implican insumisión y rebeldía y los sacerdocios son funcionalmente conservadores, para éstos los espíritus santos o malditos son siempre muy peligrosos porque para ellos son verdaderos y son indestructibles e ingobernables. No cabe negarlos ni desconocerlos, sólo es posible distinguirlos y clasificarlos en buenos y malos. El creyente tiene que seguirlos si los númenes son buenos, y que repudiarlos si malignos. Particularmente los malos espíritus van siempre contra la sociedad, la religión y el sacerdote; su peligrosidad jamás puede tenerse por exagerada. Toda mística es expansiva, centrífuga; como toda iglesia es compresiva y centrípeta. La mística eleva a los creyentes hacia los númenes apartándolos del foco eclesiástico. Como dijo William James el éxito del misticismo consiste en sobrepasar todas las usuales barreras entre el individuo y lo absoluto.9 Y de ahí surge el conflicto para la autoridad sacerdotal. Admitida la realidad sobrehumana del espíritu comunicante, ¿cómo dominar sus opiniones? Sobre todo cuando los espíritus no se limitan a torturar a los posesos, sino que por sus bocas hablan. Entonces todos oyen las voces de los númenes y sus conceptos van directamente a las conciencias, con la plenitud de su carga emotiva y sin que el sacerdote pueda influirlos, ni torcerlos, y a menudo ni siquiera explicarlos. En ello está el tremendo peligro de las comunicaciones místicas, pues no quedando bajo el dominio del sacerdocio y pudiendo ellos manifestar9

Wiliam James: Varieties of Religious Experience, p. 419.

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se así en un sentido ortodoxo como en otro inconforme con la doctrina eclesiástica, ésta corre serios peligros ante las posibles disidencias expresadas por los espíritus mediante los posesos en trance místico. Entonces una voz del Más Allá dice y ordena lo que quiere, con autoridad más impresionante que la del sacerdote, humano en la tierra. Si el espíritu del poseso habla sin contradecir al sacerdocio y hasta en su apoyo, de todos modos su prestigio se realizará siempre sobre el de éste, y el místico, así favorecido con el don de decir la voz de los númenes, devendrá una autoridad temible por la beatífica superioridad de sus medios, y los sacerdotes tendrán que reconocerlo, respetarlo y hasta admitirlo quizás en su núcleo, aun con el vigilante temor de que un día el mensajero místico de los dioses cambie de criterio y se vuelva contra los credos e intereses eclesiásticos. Si el espíritu parlante les es contrario, entonces hay que destruirlo o desprestigiarlo, privándolo de su peligrosidad, calificándolo de esencialmente maléfico, de “enemigo del género humano” y aniquilando, mediante el terrorismo penitenciario o la muerte al desgraciado energúmeno que consciente o inconscientemente sirve de medio al subversivo e indeseable comunicante del Otro Mundo. Todo un complejo sistema de Censuras eclesiásticas habrá que organizar contra las opiniones del otro Mundo. Las autoridades sacerdotales dirán, ellas solas e inapelablemente, cuáles son los espíritus buenos y cuáles los malos, y cómo hay que defenderse contra éstos mediante un complicado sistema preventivo-represivo de su peligrosidad. Este sistema eclesiástico contra la peligrosidad de las dominaciones sobrenaturales variará según las épocas y países, tal como los sistemas de la defensa anticriminal contra los peligros de las opiniones de los enemigos terrenales. Irán desde la libertad hasta las represiones más radicales, desde la tolerancia y la simple crítica, por la escala de las reacciones sancionales de la burla, la excomunión y las penas, hasta los más inmorales exterminadores y crueles desenfrenos del terrorismo y de la guerra. La misma política eclesiástica usada para dominar las opiniones de los pensadores de este mundo ha sido también empleada contra las comunicaciones que la misma fe reconocía como intermundanas y procedentes de los pensadores del Otro... Y ambas censuras han tenido igual fracaso. Hombres y númenes se han negado a someter su producción y cambio de ideas al abusivo interés de ningún grupo que haya querido irrogarse el monopolio regulador de los pensamientos. También el trato y comercio de las ideas ha contado siempre con filibusteros que las han 42

contrabandeado y difundido, hasta romper los privilegios exclusivistas y sus opresivos autoritarismos. Pero esto no lleva a negar la existencia de los espíritus, númenes o entes sobrenaturales; hombres y númenes siguen hablando y comunicando sus dichos. No ha sido posible silenciar siquiera a los demonios. Las iglesias no pueden con ellos y, además, los necesitan. Si hay que combatir fervorosamente a los demonios, con la misma ardiente fe hay que creer en ellos y mantenerles su existencia. Sin “enemigo malo” no hay religión. Es la creencia en los demonios y en sus temedoras maldades la principal base económica de los sacerdocios. El diablo es quien mejor surte la despensa del clérigo. Sin demonios activos, el sacerdote no tiene función, trabajo ni comida. En la filosofía romana ya estaba cundiendo la incredulidad contra los seres sobrenaturales o extramundanos. Ya Horacio juntó irónicamente al carpintero dudando de si hacer del madero en sus manos una banqueta o un dios. Cicerón10 y Juvenal11 referían como ya los niños y los viejos ridiculizaban al Can Cerbero y a las Furias, es decir, a los malos espíritus subterráneos, considerándolos meras metáforas de la conciencia. Plutarco, aun cuando creía en los demonios malignos y en los oráculos, trataba con menosprecio a todas las supersticiones en las cuales se recurría al exorcismo. Marco Aurelio expresaba su gran deuda de gratitud al filósofo Diognetus por haberle enseñado a no creer en magos, juglares y expulsadores de demonios. Luciano, al referirse a los cristianos que exorcizaban diablos, declara que cualquier astuto juglar podría hacer su fortuna mezclándose entre los cristianos para aprovecharse de su simplicidad. Celso describía a los cristianos como juglares ejecutando sus suertes entre los incautos. Una ley de Ulpiano, que fue dirigida, según se cree, contra los cristianos, condena aquellos “que usen encantamientos, o maldiciones, o exorcismos”.12 En ese aspecto, las nuevas creencias que propagaban los cristianos en relación con los entes sobrenaturales, sus tratos y sus milagrosas actividades, aparecían como un retroceso intelectual. Pero si tal era la tendencia de los filósofos, no era así la del pueblo ignorante, y, aun, los mismos pensadores, incrédulos, tal como ocurre 10

Cicerón. De Natura Deorum. II, 2. Juvenal. Sátiras, II, 149, 152. 12 W.E. Hartpole Lecky.History of European Morals.( London: Longmans, Green, 1897), T. I, p. 384. 11

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hoy día, opinaban que las fricciones dogmáticas, a pesar de ser pura mitología, debían ser conservadas con las liturgias y los sacerdotes a manera de instituciones de policía y orden público, como instrumentos para mejor gobernar. Varron abiertamente sostenía la creencia de que existen verdades religiosas que es conveniente que el pueblo no conozca, y también muchas falsedades de religión que aquél debía creer como si fueran verdades. Así lo refería San Agustín.13 Los propagandistas de la nueva fe que se extendía entre las masas populares, se aprovecharon de las supersticiones de éstas, aceptándolas en lo esencial, reinterpretándolas y dándoles un sentido compatible con las doctrinas nuevas, y, al fin, produciendo la complejísima amalgama de ideas, ritos, preceptos e instituciones que constituyeron el cristianismo y su hierocracia. Se aceptaron los demonios, las posesiones, los milagros, los curas, los exorcismos, los oráculos, las liturgias..., todo cuanto de la religión en los pueblos tenía más arraigo. En la reconstrucción eclesiástica se aprovecharon las viejas cimentaciones y jerarquías, y el cambio mayor fue en la edificación externa, la del sistema teogónico y ético. Cualesquiera que sean el origen del infierno judeocristiano y el papel que desempeñó Satán en la vieja cosmogonía hebrea, el cristianismo desde sus inicios aceptó en los Evangelios la teoría babilónica de la rebeldía celestial de ángeles que fueron convertidos en demonios y su maléfica intromisión en la vida de los seres humanos, con tentaciones y engañosos portentos o produciéndoles mortificaciones, enfermedades y hasta posesionándose de sus cuerpos. Así cristianos como paganos reconocieron la verdad de sus respectivos milagros. Eran de Dios y de los santos, o de Júpiter y las deidades del panteón, o de Lucifer y los demonios; pero nadie negó la veracidad de los portentos sobrenaturales. “Los Padres de la iglesia sin excepción admitieron la verdad de los milagros paganos como la de los propios. Los oráculos ya habían sido ridiculizados y rechazados por numerosos filósofos, pero los cristianos unánimemente los aceptaron como verdaderos... y no les fue negado su sobrenatural carácter en la iglesia hasta el año 1696 cuando un anabaptista, Van Dale14 afirmó, contra la unánime opinión eclesiástica, que tales oráculos eran meras imposturas.”15 13

De Civitate Dei, IV. 31. De origine ae Progressu idolatriae, Amsterdam. 15 W. E. Hartpole Lecky. Ob. cit., T. I, p. 374. 14

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Análogamente ocurrió con los ritos terapéuticos. Al advenir el cristianismo aún no estaba popularmente desacreditada la idea de que las enfermedades eran producidas por entes misteriosos, operando desde afuera o desde adentro del cuerpo humano, y la nueva religión, al ir aglutinando sus conceptos y dogmas, incorporó a las suyas la susodicha doctrina. “El concepto que de la enfermedad se tenía en la época temprana del cristianismo puede resumirse en las palabras de San Agustín, ya en el siglo V: “todas las enfermedades de los cristianos han de ser atribuidas a los demonios; estos atormentan principalmente a los niños recién bautizados, hasta a los inocentes recién nacidos”.16 Bien considerando a los demonios como causantes de daños morales, por tentaciones y tormentos, o bien atribuyéndoles también ciertos males físicos y corporales dolencias, los cristianos tuvieron que adoptar un sistema de ritos expurgatorios para limpiarse así de los pecados como de las demoníacas dolencias. A las enfermedades se atendía con remedios y alivios celestiales más que con medicinas. El franciscano San Bernardo, en una Epístola a ciertos monjes, les advirtió que acudir a la medicina no era conforme con el honor y pureza de su orden.17 Aun en el siglo XVI, en la misma ciudad papal de Roma, cuando en 1522 sufrió una pestilente epidemia, algunos pensaron que esto era un castigo de los dioses paganos, ahora demonios por el desprecio con que los trató el pueblo romano y “por si acaso” una procesión expiatoria fue solemnemente al Coliseo a ofrendar un buey enguirnaldado de flores en ritual holocausto a las deidades precristianas.18 Todavía en el siglo XVII las enfermedades eran con frecuencia personificadas por los clérigos católicos como si fueran demonios. Así se observa en el siguiente milagro del jesuita San Estanislao: “Aconteció en Roma el año 1602 que, estando un caballero polaco con calentura continua y casi tísico, rogó a un sacerdote muy devoto del bienaventurado Estanislao que hiciese oración por él; y el buen sacerdote con grande autoridad y confianza dijo a la calentura: “Por los merecimientos del bienaventurado Estanislao, yo te mando que salgas de este 16

H.W. Haggard. Ob. cit., New York, 1929, p.298. En Migne. Tomo 182, p.550. 18 Gregorovius. Gerchichte der Stadt Rom in Mittelalter .Vol. VIII, p. 390.- Cita de A.D. White. 17

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enfermo, y no vuelvas más a él.” El sacerdote lo dijo, y Dios concurrió con su palabra, y el caballero quedó sano y sin calentura.”19 Y todavía hoy no puede sostenerse que en las religiones cristianas, particularmente en el sector católico, se haya abandonado la intervención de los espíritus o entes sobrenaturales en las enfermedades, así en su nosogenia como en su terapéutica. Las posesiones diabólicas aparecen en el cristianismo desde sus inicios. En los días de Jesús había exorcistas profesionales entre los fariseos. El mismo Jesucristo sacó demonios del cuerpo de los afligidos; de ese género fueron algunas de sus curas milagrosas. El Nuevo Testamento nos perpetúa los antiguos casos llamados de “posesión”, en la civilización occidental. Hay posesiones y exorcismos en los evangelios de Marcos, de Mateo y de Lucas.20 En los evangelios las posesiones que se refieren son de carácter diabólico; en el resto del Nuevo Testamento se hace referencia no sólo a los demonios sino también al Espíritu. Según S. Mateo (X, 1), Jesús dio poderes especiales a los apóstoles para exorcizar demonios: “Y habiendo llamado a todos sus doce discípulos, les concedió poder sobre los espíritus malignos para alejarlos, y para curar toda clase de enfermedades y toda clase de flaquezas”. Jesucristo habla de su poder sobre los espíritus malignos como una prueba de su mesianismo: “Mas si con el dedo de Dios yo echo fuera los demonios, cierto que el reino de Dios ha llegado a vosotros”... (S. Lucas. XI, 20). S. Pedro, al describir los milagros de Cristo, dice que: “A Jesús de Nazaret, le ungió Dios del Espíritu Santo y de poder, y vivió haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos del diablo”. Este poder de espantar a los diablos fue luego también ejecutado por los apóstoles. El día de Pentecostés fue el día del Santo Espíritu, a los discípulos de Jesús “les bajó el Santo”. Poseídos por Él cayeron en éxtasis y “hablaron lenguas intraducibles”. San Pablo se refiere ampliamente a tales fenómenos de exaltación por los espíritus, que entonces 19

La leyenda del oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. Barcelona, 1866. T. III, p. 411. 20 Véanse para los exorcismos de Jesucristo en Mateo VIII, 16 y 32; IX, 33; XII, 22; XV, 22 y 28; XVII, 17; y Marcos I, 34 y 39. Para los exorcismos de los apóstoles, léase a Mateo, X, 1 y 8; Marcos, III, 15; Lucas, VI, 18; IX, 1; X, 17; y Actos, V, 16; VIII, 7; XVI, 18; XIX, 12.

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eran tan frecuentes como lo son todavía entre los negros de las religiones afroamericanas, entre los blancos de algunas sectas protestantes y en los centros espiritistas. En ocasiones los espíritus eran buenos. “No os embriaguéis con vino, decía San Pablo (Efesios, 5.18); llenaos con el Espíritu”. En otras ocasiones los espíritus eran malos, como en el caso de la joven esclava filipense que estaba poseída por el espíritu profetico de Pitón (Actos, XVI, 16), y San Pablo le habló a éste para exorcizarlo. En un principio el poder de exorcizar fue concedido a todos los cristianos. Para San Ireneo todos los cristianos tenían poder de hacer milagros, como curar, profetizar y expulsar demonios. Las posesiones de los espíritus fueron constantes entre los cristianos; pero hubo que distinguir entre posesiones buenas y malas. Consta que ya en el siglo II hubo un creyente en Frigia, llamado Montanus, que se sintió poseído por el Espíritu Santo y arrebatado por el éxtasis comenzó a profetizar, a ratos con frases ininteligibles y a veces profiriendo críticas contra las instituciones eclesiásticas que corrompían la enseñanza de Dios. La Iglesia, como era lógico, declaró hereje peligrosísimo a Montanus, exterminó a sus partidarios y reprimió todo intento de posesión y profecía, que fuese interpretado como procedente de los entes celestiales. La Iglesia fue reprimiendo las posesiones estáticas por los espíritus buenos; como si el Sacerdote le hubiese prohibido al Espíritu Santo que hablase directamente a los mortales, sin emplearlo a él como único e infalible intérprete. Sólo en casos extraordinarios, la clerecía aceptó como verdadera la presencia y comunicación de los santos númenes, cuando los misteriosos prodigios eran inevitables o se habían ya consumado y no quebrantaban la ortodoxa doctrina. Para la iglesia, en la vida cotidiana las posesiones fueron generalmente las causadas por intrepideces de los espíritus malos, que desde sus comienzos el cristianismo había reconocido y continuó aceptando como verdaderas. Ante las incoercibles e innegables experiencias de la posesión por los espíritus, la Iglesia las execró por lo general, atribuyéndolas sólo a los espíritus malos, y cuidó de vigilarlas y reducirlas. La Iglesia expulsaba a los demonios del cuerpo; pero tiempo hubo en que también expulsaba de su seno al poseso. En el sínodo de Ancira del año 314 se prohibió a los energúmenos continuar en el seno de la iglesia. Por otra parte, a las personas heréticas que ella excomulgaba se las reportaba como poseídas por los demonios aun cuando no diesen seña47

les externas de tal posesión.21 Heréticos y energúmenos no eran sino individuos de grave peligrosidad antieclesiástica, incompatibles con la jerocracia del régimen social. Pero, repetimos, en ciertas ocasiones excepcionales, no era prudente negar la santidad de ciertos fenómenos de desdoblamiento psíquico, porque sus actores eran devotísimos creyentes y sus dichos conformes con el credo y muy provechosos para su propagación, como aparentes pruebas experimentales de sus pretensas verdades. El catolicismo, al considerar el éxtasis como un signo de santidad, dio gran valor social al trance místico, y quienes lo experimentaron, en vez de considerarse necesariamente caídos en desgracia psicopática, como hoy se pensaría, pudieron aspirar a una mayor estima y a posiciones de prestigio, ejemplo y autoridad. La estimación social no dependía de la práctica del trance por sí, sino de su dirección ortodoxa o herética; en unos casos el éxtasis llevaba a la admiración y hasta a los altares, no sin previos recelos y enfados de la Iglesia, que siempre les tuvo miedo a los santos vivos; y en otros casos, los más, el trato íntimo con lo sobrenatural arrastraba la vida de quienes lo experimentaban a la prisión, a la tortura y a la hoguera. Tal como ocurría, sin auxilio de los tratados teológicos, en las tribus selváticas de todos los continentes, donde el trance cataléptico o sonambúlico era signo de portentosa camaradería con los númenes sacripotentes y elevaba al poder tribal si concordaba con las ideologías reinantes o precipitaba a la muerte, tras las pruebas rituales de la hechicería, si la intervención de lo sobrehumano perturbaba más de lo prudente el tradicional consenso de la seguridad colectiva. Si los entes sobrenaturales se manifestaban conservadores, eran tolerados, aun cuando con desconfianza, y sus mediadores muy favorecidos y hasta elevados a la sublimidad; sobre todo por exaltaciones póstumas, cuando la gemelidad gloriosa ya no ofrece el peligro de una tornadiza actitud hacia la subversión. Pero sí los “seres del espacio” se mostraban inconformes, críticos, reformistas, heterodoxos, o simplemente burlones, que ponían dudas en el prestigio majestático de las potencias ultramundanas y en el reverente temor que éstas debían inspirar para la eficacia de su normativa función social, entonces el trance era tenido por obra de los espíritus malos, estúpida, trivial, blasfema o revolucionaria, y sólo merecía la abominación general y el exterminio de sus réprobos medianeros. 21

Church, On Miraculous Powers in the First Three Centuries, p. 52-54.

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De todos modos, siempre era peligroso el trato con los personajes del Otro Mundo, sin la intervención del eclesiástico. Ya Orígenes decía que Dios no quiere que los cristianos se conviertan en oyentes y discípulos de los demonios.22 En el siglo cuarto, el Concilio de Laodicea prohibió que nadie ejecutara exorcismos, excepto aquellos que fueran debidamente autorizados por el obispo, y entonces las posesiones milagrosas declinaron tan rápidamente que a principios del siglo quinto, un médico llamado Posidonius llegó a negar su existencia.23 Pero siguió la creencia en las posesiones demoníacas, no obstante la incredulidad del médico. Los demonios retozaban a todas horas entre los creyentes, punzándolos con sus tentaciones, y al menor descuido se les metían en el cuerpo. Buena prueba de ello fue lo ocurrido a una monja en el siglo VI, según relata el sabio San Gregorio el Grande; según el cuento de este papa, una monja, habiendo comido una lechuga sin hacer ante su boca la señal de la cruz, se tragó un demonio, quien al ser exorcizado por un sacerdote, saltó afuera y dijo: “Yo no tengo la culpa, estaba yo sentado en la lechuga y esta mujer, sin santiguarse, me comió juntamente con aquellas hojas”.24 También los católicos tenían númenes en los huertos, como los antiguos egipcios. Esta creencia del papa San Gregorio el Grande en la gran peligrosidad de una boca abierta para la penetración de los malos espíritus y de los hechizos es compartida por los pueblos de retrasada cultura y características de un animismo salvaje. Para éstos, el acto de comer es peligroso; puede salirse el alma por la boca o por ella entrarse un espíritu errabundo. Así creían los indios antillanos cuando Colón los descubrió. Ellos se ocultaban especialmente de los españoles cuando comían. Lo mismo se ha observado entre ciertos negros de África, el negro rey de Loango no podía ser visto por nadie, ni siquiera por un animal.25 También se escondían para comer y cuidaban el cierre de la boca para evitar la intrusión en el cuerpo de un misterioso e indeseable ente. Los negros de la Costa de los Esclavos [ ]26 los pobladores de Madagascar, Sumatra, Abisinia, y otros.27 El papa San Gregorio y la posesa negra Leonarda de la villa de Remedios pensaban en esto de manera parecida. 22

Sakramenten und Sakramentalien in den drei Ersten Jahrunderten. Tubinga, 1872, p. 44. 23 Philostorgius, Hist. Eccl. VIII. 1o. -Cita de W., E., Hartpole Lecky. Ob. cit. 24 Cita de Haggard. Ob. cit., p. 298. 25 Dapper. Description de l’Afrique, p.430. 26 Ilegible en el manuscrito original. 27 A.B. Ulis. The Ewe-speaking Peoples in The Name Coract. Londres, p.107.

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Al extenderse el cristianismo y ser adoptado por los gobiernos, los grandes dioses del Olimpo huyeron o se transformaron en demonios; pero los númenes de los campesinos (campesinos quiere decir paganos) persistieron por muchos siglos. Eran ellos los dioses de las siembras, Términos, Hermes, Príapo, Pan, los Sátiros, los Faunos, las Ninfas de las selvas, de las fuentes, de los ríos. Mutato nomine, de te fabula narratur. Los pueblos paganos no abandonaron de repente su politeísmo ancestral. Como bien dice Pompeyo Gener: “El pueblo creyente no puede ser monoteísta. Un Dios único, abstracto, está demasiado lejos de él, y él necesita protección y compañía, necesita espíritus que se pongan en contacto con él, que le sean propicios, que le amparen y consuelen, seres a quienes dedicar su cariño y contar sus penas. Los necesita para que le guarden la cosecha, vigilen la casa, velen el sueño de sus hijos. ¡Es tan mísero el pobre pueblo! Y luego no puede estar divorciado de la Naturaleza, porque con ella y de ella vive. Así es que la adora, la ama y la teme, y sin darse de ello cuenta la diviniza. A falta de seres reales la poblará de creaciones de su fantasía. Así el pobre pueblo de los primeros siglos, ingenuamente cristiano, pero inconscientemente pagano en el fondo de todo, hacía santos para subsistir los dii minores. Cada aldea hacía el suyo. El dios Término, antes único, variaba en cada linde. Tanta necesidad tenía de ellos, que brotaban por todas partes. Hallábalos debajo de las encinas, a la sombra de los pinos, en los hoyos de las rocas, en las grutas, etc, etc.”28 Si Juvenal se mofaba de los egipcios porque en sus huertos les nacían dioses (“in hortis Numina”), aludiendo al animismo que personificaba todas las cosas naturales, dotándolas de ánima y vida como a las humanas, algo análogo ocurría en la católica Edad Media con los viejos genios rústicos, los cuales, al serles impuesto el cristianismo, fueron transformados en santos o númenes menores. Por todos lados surgían santos; en las montañas, en las fuentes, en los bosques, en las encrucijadas, en los puentes, en los pozos, doquiera hubo una deidad pagana, allí el cristianismo la trocó en numen santificado. “Fueron bautizados no solamente los paganos sino sus ídolos, no sólo aquellos creyentes sino sus religiones”, como bien dice Lecky. 29 Algunas veces los mismos ídolos precristianos fueron cristianados con advocaciones eclesiásticas, y todavía hoy algunas es28 29

Pompeyo Gener. La muerte y el diablo. Barcelona, 1907. T. II, p. 140. Ob. cit. Vol. II, p.181.

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tatuas de Marte y de Venus son adoradas en los templos católicos como antes lo fueron con otros nombres en los de la paganía. Se cree que la estatua de San Pedro que se venera en su basílica del Vaticano es la de un Júpiter precristiano. Pero si los paganos podían añadir hasta el infinito deidades a su panteón, ese exceso de númenes independientes, caprichosos, retozones e indomables, era perjudicial para la organización política y eclesiástica, que tenía que explicar el gobierno de lo sobrenatural como un sistema jerarquizado a la manera feudalesca, con variedad de poderes locales, pero bien conocidos y limitados, y sujetos a una gradación de categorías hasta la cúspide de un pontífice absoluto. Fuera de esas gradas de autoridad, en lo bajo, estaba la plebe, plebe vasalla y peligrosa; y así los númenes sin consagración ni categoría eclesiástica eran la plebe del otro mundo sobrenatural y aún más allá de la plebe; el hampa sobrenatural, las gentes de la mala vida en la eternura de Ultratumba. Por eso el clero tuvo que cortar la leyenda áurea del santoral, y la infeliz plebe humana se entendió con sus camaradas de la plebe excomulgada en la sobrehumanidad y los calificó de demonios. Ya San Pablo había identificado a todos los dioses antiguos con los demonios (1 Corintios X. 29). Así hicieron luego los Padres de la Iglesia y hasta Mahoma. La teología les quitó la careta a esos endiosados espíritus malditos. Es cierto que, según observan varios exégetas, ciertos padres de la Iglesia, como Orígenes, Clemente, Tertuliano y algún otro, sostenían el culto a ciertos doemones benéficos; pero en la doctrina ortodoxa ya los númenes paganos habían sido trocados en santos o en demonios o en almas de los muertos. Muchas leyendas atestiguan la creencia de que las antiguas divinidades romanas y bárbaras, en su capacidad de demonios siguieron en su incansable guerra contra la fe triunfante. Un gran papa del siglo VI relata cómo un judío fue sorprendido por la noche durante un viaje y, no hallando otro lugar de refugio, se tendió para descansar en un abandonado templo de Apolo. Temblando por la soledad del recinto y temiendo a los demonios que se decía lo frecuentaban para protegerse, hizo el signo de la cruz, aun cuando no era cristiano, pues había oído que poseía un gran poder mágico contra los espíritus malos. A dicho signo debió su salvación. Por la media noche el templo se llenó de oscuras y amenazadoras formas. El dios Apolo recibía a su corte en aquel desierto templo, y los demonios que acudían contaban las tentaciones que llevaban a cabo contra los cristianos. El 51

papa historiador añade como moraleja que la visión del judío salvó al obispo de la diócesis, quien, a instigación de uno de los demonios, se había enamorado de una monja y se había permitido tocarla por detrás, de manera tan jocosa como impropia. El judío le relató al obispo cómo oyó contar a un demonio el éxito que éste había tenido con aquél haciéndolo pecar con la monjita, oyendo lo cual el prelado reformó sus maneras, el judío se convirtió al cristianismo y el templo fue convertido en una iglesia. Todo lo cual fue consignado en sus Diálogos (III, 7) por San Gregorio para enseñanza de los creyentes. Se engañaron quienes dijeron que el dios Pan había muerto; no, el caprípedo numen continuó cabriolando entre las gentes y mortificándolas con sus travesuras. “Los antiguos espíritus de la Naturaleza que fueron santificados por el pueblo quedaron en ella. Los restantes fueron declarados auxiliares de Satán. Cerrada la Leyenda de oro la corriente no se agotó, sino que torció de rumbo. No pudiendo hacer santos, el pueblo la dio por hacer diablos. Si los santos le abandonaban, si eran sólo para el señor del castillo y el prior de la abadía, no les quedaba más recurso que llamar a sí los demonios; a los espíritus del bosque, para que le enseñaran las hierbas con qué curar sus dolencias, para que le cuidaran sus plantíos y le dieran bienandanza; a los lutins, para que se le comieran al señor la carne salada de sus despensas y se le bebieran el vino de sus toneles, haciéndoles saber lo que era el hambre al igual que a sus míseros siervos; a las hadas para que velaran en la cuna a sus hijos recién nacidos; a las mujeres de agua para que cuidaran del regadío que fertiliza los campos y detuvieran con sus encantos el aguacero que para producir la inundación el cielo envía.”30 Por si esto no fuese bastante, la imaginación fue personificando como diablo a cada particular vicio o pecado, y se conocieron el demonio de la blasfemia, el de la danza, el de la lujuria, el de la borrachera, el de la tiranía, el de la pereza, el del juego, el de la adulación, etc. Y lo mismo ocurrió con las enfermedades. Cada dolencia tuvo su demonio propagador como también su santo terapeuta de los respectivos dolientes. En los últimos siglos medievales la vida está cundida de demonios. “Al llegar el siglo XIII la creencia en el diablo se generalizó tanto que se le ve intervenir en todo. Según el pensar de la época, lo maravilloso era lo común, tanto que formaba la base de la ciencia. El milagro era la 30

Pompeyo Gener. Ob. cit. T. II, p. 141.

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explicación corriente de todo fenómeno. Los grandes afortunados, los guerreros victoriosos, los sabios y todos los que eran un modelo de virtud, y hasta los poetas, eran considerados como encantadores.. Virgilio fue tenido por un mago durante más de tres siglos. Los ricos, los hábiles, los inteligentes y los genios lo eran con el auxilio del Diablo. La historia se explicaba como un conjunto de aventuras prodigiosas que formaban una novela mágica. Nada sucedía en la sociedad ni en la Naturaleza que no proviniera del cielo o del infierno. Lo natural era sólo la manifestación sensible de lo sobrenatural.”31 Para todo había un santo o un demonio, que no es sino un santo éticamente del revés; y lo que no se obtenía del santo, por su anverso, se procuraba del santo invertido. Todavía en la beatería de este siglo XX, las enamoradas impacientes, cuando no consiguen un novio y es sordo a sus plegarias San Antonio de Padua, castigan a este santo, numen de los casorios, poniéndolo cabeza abajo con diabólica fruición. “Todo lo malo se atribuía al diablo. Él era quien producía las epidemias, él quien hacía caer los rayos de los oscuros nubarrones y estallar los truenos, él quien hacía perder los objetos, él quien secaba las uvas en las cepas, él quien hacía la zancadilla a los que caían; los ratones que roían los granos y los frutos, la polilla, la podredumbre era también obra del maligno, así como las contrariedades y accidentes de toda especie, tanto en la salud como en la fortuna. No había pérdida en un negocio, ni fracaso en una empresa, ni desaparición de una persona, de que él no tuviera la culpa. Al igual que en los tiempos apostólicos, todas las dolencias fueron tenidas por posesiones demoníacas. Las que más apoyo daban a tal suposición eran las neurosis. Los vértigos, la epilepsia, el histerismo, la locura y el delirio, en las que el paciente hace movimientos inusitados, pronuncia palabras incoherentes, emite ideas desordenadas, o exhala gritos furiosos, y a veces hasta interjecciones sacrílegas u obscenas, eran al sencillo entender de las buenas gentes de la Edad Media la prueba patente de que uno o varios diablos se habían venido a alojar dentro del cuerpo del infeliz paciente.”32 Esto no obstante, no fueron los tiempos medievales la edad de oro de los endemoniados y de las brujas.

31 32

Ibídem, p. 148. Ibídem, p. 150.

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II

Sumario: El demonio brilla en el oscurantismo.- Poca actividad de los energúmenos y de las brujas en la Edad Media. El Renacimiento los alebresta.- Satanás se encabrita.- Los desajustes psíquicos en las épocas de la transculturación.- La tremenda unión de Europa durante su cambio de edad.- La sífilis, el oro y la mística.- El terrorismo eclesiástico ayuda a los demonios.- Detrás de la cruz está el diablo.La edad de oro de la Iglesia no fue la edad de oro del demonio. La Edad Media no fue la más cundida de energúmenos. El Renacimiento y la Inquisición los alebrestan.

En la Edad Media no fueron desconocidas las posesiones demoníacas, como puede observarse leyendo las Acta Sanctorum. En las vidas de San Agustín, de San Bernardo, de San Francisco de Asís, de San Norberto de Magdeburgo y de otros muchos santos pueden verse numerosos endemoniados, en siglos sucesivos. En el siglo XII, Santo Tomás de Aquino, lumbrera culminante de la filosofía católica, dijo en la Summa Teologica que los trances de posesión le venían al ser humano de tres manantiales: de Dios, del demonio y de la enfermedad corporal. Y esta doctrina no ha sido derogada por la Iglesia, estando aún vigente. La teología medieval y escolástica de Aquino fue tomada como base de autoridad incontrovertible por los demonólogos posteriores; pero puede asegurarse que, mediante citas erróneas y exégesis equivocadas y sobradamente retorcidas, a Santo Tomás se le cargaron más responsabilidades teológicas que las justamente atribuibles a su sabiduría. Puede verse a ese respecto la excelente tesis escrita sobre ese tema. 1 En esa época, que dicen del oscurantismo, el demonio brilla por su presencia, y la imaginería religiosa lo evoca y perpetúa como a los personajes celestiales. Al fin, él es un celeste exilado. 1

C. E Hopkin. Thomás Aquinas in the Growth of the witchcraft. Philadelphia, 1940.

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Los demonios llenan las iglesias conjuntamente con los santos y los angelitos. Así en los sermones orales que descendían de los púlpitos como en los “sermones de piedra” que se esculpían en los capiteles, arcadas y sillerías. “No hay más que verle en los adornos de los sagrados edificios. Ya son una turba de diablos los que se entretienen en atormentar a un santo en éxtasis o en tentar a un anacoreta durante el rezo. Ya es una altiva dama la que lleva una multitud de diablillos cabalgando sobre su gigantesco tocado. Ya sitian el palacio de un rico orgullosos para llevárselo al infierno. Ya se presenta el demonio en forma de un dragón monstruoso, las fauces abiertas blandiendo las garras contra un denodado caballero que le ataca espada en mano. Ya coronado como un monarca está majestuosamente sentado sobre un montón de condenados, entre los cuales figuran reyes y obispos. Ya se entretiene en asar un burgués opulento, en banquetear un fraile lujurioso que está abrazado a una monja, o en distraer a un clérigo cuando está diciendo misa. Toca instrumentos a guisa de músico; baila como si fuera un loco; predica metido en un púlpito; sale de entre los follajes de los adornos haciendo muecas, o se esconde en los insterticios de la ornamentación como si temiera ver la luz del día. No hay punto de edificio en que no aparezca motivado. Clavado en las puertas muerde un anillo que golpea un yunque y sirve de aldabón. Vomita el agua clara de la fuente en los patios. Caracolea alrededor de los capiteles; en las bases sostienen columnas que parecen aplastarle; suspéndese de las penditivas; corre a lo largo de los frisos; vuela por las galerías aéreas; arremolínase en las agujas; trepa por las cresterías y encarámase en los campanarios; da vueltas ensartado en la flecha de las veletas; se encastilla en los pináculos; atisba de lo alto de las barandillas de las azoteas; y se proyecta desde el muro hacia la calle en las gárgolas, cual si queriendo escaparse de la pared fuera a tomar el vuelo. En fin, brota de la piedra por todas partes, como evocado por un conjuro misterioso.”2 Como dice White: “Hasta en los más recónditos y sagrados lugares de las catedrales de la Edad Media todavía podemos hallar figuras satánicas en las cuales se desbordan la profanación y la obscenidad. Pintores y vidrieros competían en eso con los 2

Pompeyo Gener. Ob. cit., T. II, p. 157.

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escultores y tallistas.”3 Esas figuras plásticas son ahora como diablos fósiles; pero antaño eran seres animados por la imaginación y muy temibles por la credibilidad que los acompañaba. La difusión de la imprenta, que enseguida fue utilizada para reproducir biblias, oraciones, estampas, devocionarios y romances, facilitó la multiplicación de las figuras diabólicas, las cuales de las iglesias se extendieron a las casas más humildes de los campesinos, por las aldeas y las cabañas. Del siglo X, o anterior aún, es un canon atribuido a un Concilio General de Ancira por el cual se condenaba la creencia en que ciertas mujeres iban en el silencio de la noche viajando enormes distancias montadas en sendas bestias. Dicho canon fue incluido en colecciones privadas y luego en la pontificia titulada por Demetum de Graciano, el cuerpo del derecho canónico y usualmente citado como el canon Episcopi por su vocablo inicial. Ese canon Episcopi es la primera cita legal de los sobrenaturales vuelos nocturnos. Ha sido interpretada de diversas maneras. Para unos prohibía la creencia en brujas y en ciertos poderes minimosos. En cuanto a éstos, nadie dudó que el canon susodicho condenaba el politeísmo, pero no el demonismo tal como fue y es doctrina de la Iglesia. Mas tocante a las brujas se opinó por muchos que el canon Episcopi solamente se refería al caso concreto de las mujeres que iban a ciertas ceremonias en honor de la diosa Diana o de Herodras y no a las orgías sabáticas de las brujas con los diablos que tan populares fueron en los siglos XV y XVI. Esta interpretación fue muy seguida en esa época. Pero aún está sostenida por algún teólogo moderno. Cuando Drebreyne en su Ensayo sobre la Teología moral se burla en el siglo XIX de la traslación de las brujas de un lugar a otro, el dominico P. José Ma. Morán le arguye que el Concilio Ancirano no se refiere a los vuelos de las brujas en general sino particularmente a los “congresos que se decía tenían las brujas con la diosa Diana, con Herocliades y otras deidades gentilicas”.4 De todos modos, parece ser lo cierto que la teoría de las brujas volando al aquelarre sólo fue creencia supersticiosa ya en el ocaso medieval. Hay que llegar al siglo XIV para que las legendarias brujas sean reconocidas por la iglesia y se condene a quien no crea en ellas. Desde entonces demonios y brujas se reavivan en Europa y 3

A.D. White. Ob. cit. (A history of the warfare of science with theology in christendom, Nueva York), Vol. II, p. 110. 4 P. José Ma. Morán. Ob. cit. T. I, no. 934.

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son personajes del Renacimiento, perturbando a la humanidad hasta el siglo XVIII.5 Por otro lado, “España no tuvo aberraciones místicas en la Edad Media” ha observado H. C. Lea.6 Durante la alta Edad Media se encuentran disposiciones legales contra los cultos paganos y la adoración de ídolos y falsos dioses; pero es ya en el siglo XIII cuando la Iglesia emprende el ataque fiero contra la brujería, los hechiceros y quienes pactan con el demonio. Es en ese siglo cuando la Iglesia considera la brujería como una secta hereje y cuando los pactos con el demonio se declaran apostasías. Como señaló Michelet,7 el primer pacto diabólico que se conoce es del año 1222, y es de 1335 la primera danza de brujas. Según Hansen, la primera referencia judicial a su nocturno sábado de brujas es en un proceso verificado el año 1335 en Toulouse.8 En el siglo XIV ya han ido desapareciendo de las creencias populares los númenes rústicos de la paganía y los entes sobrenaturales que la religión y el folklore reconocen y tratan; son demonios, cuando no seres celestiales. En el siglo XIV ya comienza la quemazón de hechiceros y brujas. Sin embargo, en España los teólogos no atacan todavía la herejía de las brujas. Cuando el P. Nicolás Eymerich, O.P. inquisidor general de Aragón, escribió en 1376 su obra Directorium Inquisitorum,9 ni siquiera se refiere a la persecución de aquéllas. Pero en el siglo XV ya los crímenes de la magia negra se multiplican ante los tribunales eclesiásticos por causas que iremos tratando. Fundada la Inquisición para perseguir las herejías se pensó en aprovecharla contra la hechicería y para ello se acudió a la teoría teológica de los pactos con el demonio. 5

(En el siglo XVII en Cuba también la Inquisición actuó contra las brujas; fueron llevadas al Tribunal del Santo Oficio en Cartagena de Indias, entre los años de 1610 a 1660, más de veinte mujeres acusadas de hechicería y brujería. Aún está por investigar si la mayoría de los desvíos de la fe tenían que ver con el culto diabólico propio de la brujería en Europa o se trataba de una errónea interpretación de los cultos religiosos de origen africano, traídos por los esclavos a Cuba, despreciados y reducidos a cultos satánicos.) 6 H. C. Lea . Chapters from the Religious History of Spain connected with the Inquisition. Filadelfia. 1980, p. 215. 7 Michelet. La Sorcière, p. 425. 8 Ob. cit., p. 315. 9 Directorium Inquisitorum. Barcelona, 1503.

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Fue el Aquinatense quien elaboró la doctrina de los pactos diabólicos tomando la de San Agustín. Oldrado da Ponte y Nicolás Aymerich, en el siglo XV, la tomaron de Santo Tomás y la reintrodujeron en la circulación a los efectos de justificar los procesos contra la magia como si fueran de herejes. Es la necesidad eclesiástica de defender los procedimientos agresivos de la Inquisición lo que hace que, a mediados del siglo XV, se acuda a la escolástica para hallarles una base teológica sólida, según la disciplina intelectual dominante en la época. Demonios y brujas se alebrestan con los fuegos de la Inquisición y vuelven a sus cavernas cuando ésta acaba con el demonismo; la exaltación de la mística maléfica es un fenómeno del Renacimiento, como lo es el Santo Oficio y como lo son las más sutiles expresiones de la mística santa. El año 1431fue quemada por bruja Santa Juana de Arco, y en 1440, por igual motivo, Gilles de Rais. Se supone que fue el año 1437, durante el Concilio de Basilea, que el teólogo dominico Fray Juan Nider escribió su obra Fornicarius, tratando de la reforma necesaria para acabar con las angustias de la Iglesia. Una de sus partes entendía los maleficios, presentando numerosos ejemplos, entre otros detallando los procesos ocurridos en Suiza, contra unas brujas que tenían infectado el país desde hacía 60 años. A ese libro debe unirse otro del mismo teólogo, titulado Preceptorium, acerca de los pecados contra los diez mandamientos; tratando ampliamente, entre ellos, de las supersticiones y de los maleficios. Las obras de Nider son notablemente eruditas y ya contienen todo el cuestionario de la demonología, por lo que fueron utilizadas a fondo por los siguientes autores de esa disciplina eclesiástica, no siendo superadas hasta la aparición del Martillo de las Brujas, del que luego hablaremos. Otros textos sobre demonios van imprimiéndose. Por 1440 sale a luz el Tractatus de Superstitionius de Juan Wünschilburg. Ya al mediar ese siglo, el prolífico teólogo español Alfonso de Madrigal, más conocido por el Tostado, escribe de gentes que los demonios suelen llevar por los aires; pero todavía en 1459, tampoco se refiere a las brujas, aunque sí a los demonios, el franciscano Fray Alfonso de Espina en su Fortalitium Fider. Los libros sobre demonios y brujas van multiplicándose, y ya en el año 1462 el profesor de teología en la Universidad Poitiers Petrus Mamoris en su Flagellum Maleficorum combate la tesis de que las deposiciones de los testigos en los procesos por brujería son meras ilusiones producidas por los demonios. Y, al fin, el papa Inocencio VIII dicta en 1484 una 58

bula que declara la guerra implacable contra todo género de hechicerías y entes diabólicos. En las mismas figuraciones del diablo y de los entes celestiales se experimentan las transformaciones del Renacimiento, reflejándose en las sucesivas políticas eclesiásticas según los tiempos. Los teólogos eruditos, glosadores y folkloristas fueron componiendo la imagen satánica por una síntesis de símbolos tomados del antropomorfismo y del zoomorfismo tales como habían sido heredados de la gentilidad y conservados en las tradiciones populares. Jamás llegaron los imagineros cristianos a reproducir la belleza natural de los tipos humanos esculpidos por los grandes artistas griegos, ni a ser tan profundamente inspirados para sus representaciones de los númenes sobrenaturales como lo han sido los oscuros artistas, indios de América y negros de África, al componer sus concepciones de los misteriosos entes sobrehumanos. Las imágenes de los diabolistas cristianos tuvieron que reflejar los antecedentes antropomórficos que la tradición judaica puso en Jehová y en los ángeles, si bien, por mero simbolismo de los pecados y de sus repugnantes malignidades, se acordaron de ciertas figuraciones del Averno grecorromano y de los panteones egipcio, babilónico y persa para dar a los demonios una tipología somática tomada de la zoología. Con ella trataban de simbolizar la repugnancia al demonio y la repelencia de los pecados. Mas si desde siglos atrás la imaginación mitológica de los artistas solía representar en sus retablos a los demonios con figuras de animales ingratos, como cuervos, murciélagos, lechuzas y dragones, los cuadros sobre sujetos infernales más desbordados de fantasía, donde las figuras teriomórficas de los demonios son más monstruosas y terribles crean los de Jerónimo Bosch, los dos Brueghel, Teniers, Alberto Durero, y otros ya son creaciones del Renacimiento y muy gustadas en España. Ahora se trataba de unir a la repugnancia del demonio el terror de sus pavorosas figuras que aumentaban la crueldad de los castigos infernales. Las creaciones de esos artistas imagineros de los demonios son anticipaciones o secuelas de la propaganda de los demonios torturadores según los Ejercicios Espirituales y demás obras terroristas de Ignacio de Loyola, de Martín del Río, de Santalla y otros demonólogos de su compañía. Cuando se llega al siglo XIX y el terrorismo mengua y desaparece en ciertos lugares ya los demonios han ido regando su forma humanizada, bellos, buenos mozos, como hombres alados, como angeles brevemente 59

cornígeros y más rabones que rabudos. Véanse, por ejemplo, los angeles malditos de Gustavo Doré para ilustrar el gran poema de Milton. Allí el diablo ni es horrible, ni terrorífico, ni canalla; es equivocado pero no es perverso, es sólo temible por revolucionario, por pensador; como lo concibiera el genio del gran poeta puritano en su Paraíso Perdido (16671674), la más bella, épica y majestuosa personificación de Lucifer en la literatura cristiana. Por iguales motivos, según señaló Pompeyo Gener,10 a medida que las actividades religiosas van amargando la vida medieval y se aumentan las riquezas y el poderío de la Iglesia y con éste crecen los abusos y, al fin, las herejías y rebeliones, la imagen de Jesús se va encrudeleciendo como para contribuir al terrorismo eclesiástico que va intensificando su acción hasta las iniquidades del Santo Oficio. “Hasta el siglo X no aparece el crucifijo en las artes plásticas. Antes sólo se representaba la cruz. Los cristos del siglo X llevan larga túnica con mangas, y su fisonomía tiene una expresión de dulzura especial. En los siglos XI y XII la túnica se acorta, se entreabre para dejar ver el pecho y desaparecen las mangas. En el siglo XIII la túnica se convierte en unas faldas solas, y en el siglo XIV, ya sólo le cubre una ancha faja de lienzo o de cualquier otra tela. En estos dos siglos, que se caracterizan el primero por el terror religioso y las persecuciones que en él reinaron, y el segundo por la agitación nerviosa y el sufrimiento, es cuando se representa al Cristo con la figura contristada y las huellas de los padecimientos físicos en el cuerpo; para hacerle mostrar los males, los artistas quítanle los vestidos.11 Cuando llega el Renacimiento ya los Cristos son plenamente humanos, y Leonardo de Vinci y Miguel Ángel los esculpen sin privarles de la entereza de su corporal varonía. Sin embargo, si eso ocurre en Italia, todavía en España donde el terrorismo eclesiástico aumenta, los Cristos son también realistas pero en su pasión, transidos de tormento, sangrientos, lancerados, agonizantes, evocando el torturante dolor corporal que ha de estar siempre presente en la conciencia de las gentes para que no cejen en su vida pura y ordenada “como Dios manda”. Y sólo cuando los terrorismos van menguando, sustituidos por las blandas y transigentes éticas, los Cristos van suavizando sus imágenes, bajando de la cruz, dejando la corona de espinas y los suplicios y adquiriendo la figura verista del hom10 11

Pompeyo Gener. Ob. cit., T. II, p. 157. Didrom. Iconographie chrétienne. Histoire de Dieu. Paris, 1843, p. 241.

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bre triunfador, hermoso, apenas sin otros símbolos de beatitud que un corazón inflamado de amores y un halo de luz iluminador de su varonil belleza. Es el culto no propiamente rendido a Jesucristo crucificado y muerto por redentor, sino al Sagrado Corazón de Jesús, “la hierocardiocracia” que dijo Miguel de Unamuno “sepulcro de la religión cristiana.”12 También la Virgen María, primeramente imaginada en los templos como Teotoca, como madre del Niño Dios, o como Reina del Cielo en su trono o como mediadora, o como benefactora y mercedante, en los siglos terroristas se presenta más como La Dolorosa, con siete puñales clavados en el pecho, también llorando en pasión como su Hijo; y luego como Madre de las Angustias, o de la Soledad o de los Desamparados... Y Virgen tétrica. La pintura sensualista del andaluz Murillo tratará de figurarla otra vez como mujer y madre, en plena y feliz maternidad, robusta, lactando y jugando con su hijo. Hasta los santos eran pintados en actitud de lactar de la Virgen como símbolo de su filial devoción espiritual. Todavía en 1816 la Inquisición persiguió como hereje a su encumbrado fiscal del Supremo Consejo de Indias, entre otros motivos, por el hecho de haber volteado contra la pared una pintura de Santo Domingo, que lo representaba mamando en los pechos de la Virgen y haber dicho en el acto de ejecutarlo “que cómo una pureza tan grande había de dar de mamar a un pícaro fraile”.13 Pero desaparecerán pronto las Vírgenes y Santas, buenas mozas y con bellas desnudeces, que recordaban las diosas paganas en Murillo, Rubens, Tiziano y otros. El terrorismo místico se impondrá y prevalecerán las Purísimas que son visiones del Apocalipsis o se irá readaptando su figura a la pompa cortesana mutilándose las seculares imagenes mariales para dar origen a esas hispánicas Vírgenes de Alcuza, emperifolladas y gazmoñas como grandes damas que los artistas y clérigos discretos tanto ridiculizaron... hasta preferir, ya en el siglo XIX, las Vírgenes francesas, como unas Marías sin Hijo, sin parto ni lactancia, sin penas ni llantos, sin coronas ni suplicios, blancas, pálidas, rubias y flacas, de figuras alargadas como un figurín y con draperies estilizados a la moda de París. 12 13

Miguel de Unamuno. La Agonía del Cristianismo. Ed. de Buenos Aires, p. 108. Véase el P. Martín Mérida. Historia Crítica de la Inquisición en Guatemala. Guatemala, 1895. “Boletín del Archivo General del Gobierno. T. III, no.1. Guatemala, oct. de 1937, p. 69.

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¿Qué ha pasado en ese siglo XV para que Satanás se encabrite? ¿Para que los endemoniados y, sobre todo, las brujas se multipliquen? ¿Por qué en el siglo XVI los entes sobrenaturales parecen reanimarse y dar prueba activa de su presencia en la vida cotidiana? Por todo el mundo europeo la caída del feudalismo y el creciente desprestigio moral del eclesiástico van produciendo una grave crisis mental que se manifiesta en la aparición de herejías y culmina en las conmociones de la Reforma. Fue un Renacimiento. Tras del siglo XIII, exasperado por las herejías, dice Pompeyo Gener, nace el siglo XIV loco. “El siglo XIV es el siglo de la sinrazón y el furor. No es un siglo normal sino un siglo enfermo. Las epidemias materiales y morales son lo que más lo caracterizan. Su historia cabe entera dentro de la Patología. Parece que sintiera la agonía del mundo feudal y el nacimiento de otro nuevo. En lo que sufre hay algo del estertor del moribundo y de los dolores del parto. El extravío de su razón es el de la Sibila antes de la profecía. Tiene la locura del genio, no la demencia de la imbecilidad. Como si quisiera empujar la edad que se va y preparar el terreno a la que viene, el Diablo cambia la generación a toda prisa. La muerte extermina las viejas gentes por la peste, y el amor se afana en producir las nuevas por el adulterio. En la segunda mitad del siglo XIV la Europa entera parece haber perdido el juicio. Todo se tambalea, todo se mueve, todo se agita como si una corriente galvánica comunicara un vértigo a las sociedades y a los individuos; y surgen tales y tantas extravagancias, que no parece sino que todos tengan el maligno en el cuerpo. Las especias venidas de Oriente, los alterantes del sistema nervioso, puestos en boga por alquimistas y brujos, el calor que llega al grado máximo, producen una sobreexcitación en todas las naturalezas, que se inflaman los deseos, se desborda la imaginación, las pasiones no hallan freno, y el amor llega al paroxismo...”14 “En medio de las desgracias de la época, una alegría frenética embarga a las gentes. La fiesta de los locos celébrase con una solemnidad deslumbrante, la de los inocentes hace retemblar las naves de las iglesias; el asno sube a los altares; los curas borrachos se refocilan en los templos; los misterios de los mártires degeneran en farsas grotescas; la pasión de Cristo anda mezclada con episodios de la mitología; Madama Venus consuela a don Jesús, diciéndole que es el más bello de los dioses. Se ríe con furor y hasta con rabia; el dolor estalla a carcajadas. Lo tétrico y lo que debiera inspirar 14

P. Gener. Ob. cit., T. II, p. 205.

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compasión, divierte; la mueca del ahorcado, las quejas del apaleado, la desgracia del cornudo, desternillan de risa a todos. La orgía truena en los castillos mientras que el hambre asola [sic] las comarcas. Surgen predicadores visionarios; Eximenez predice el fin de los reyes; Rupascisa el de los papas. Se popularizan leyendas imposibles; el preste Juan, el Judío errante y el Anticristo, dejan atónitos los pueblos. Nace la farsa del mundo al revés y sus representaciones insensatas infestan de viñetas los libros. Pronto la epilepsia acompaña a la locura. Todo se conmueve y todo baila. La danza de San Vito hace sus corros en las plazas. Bailan brujos y brujas, de espalda a espalda, por la noche en el aquelarre. Los reyes van en danza en la baraja. La muerte hace bailar a los mortales, y las lúgubres representaciones de la Macabra lo invaden todo. También quiere danzar la Tierra y sacude su superficie con terribles terremotos. Y el cielo, como contagiado, presenta el espectáculo terrorífico de un baile de estrellas; hasta el firmamento tiene convulsiones. Y para acabar dignamente, muere el siglo al fragor de las bombardas que lanzan pelotas de fuego por medio de la tremenda explosión de la pólvora.”15 Desde el siglo XIV en la edad media ya otra idea germina; hay gestación y embarazo, dolores y neurosis; todavía hay fe vieja y esperanzas nuevas; pero comienza a sentirse la caridad de realizaciones. Hay espíritu de novelería, como en la pubescencia. Es entonces cuando un nuevo espíritu lo invade todo con irresistible imperio: el demonio del dinero. Que Mammón es un diablo ya se sabía. Por España el Arcipreste de Hita había popularizado en versos satíricos las malicias del dinero. Pero ahora el dinero se estaba haciendo demasiado temible. Ya no era un pecado; ya era un poder sin virtud que amenazaba con predominar. El dinero era la guerra victoriosa, era la honra del linaje, era la suntuosidad del culto, era hasta la voz que por simonía suspiraba en Roma quien había de ser vicario de Dios. Pero el dinero no era bendito por la religión; su fuerza era del diablo. Ya el capitalismo mercantil iba minando la sociedad feudal y sus jerarquías; los sacerdotes conservadores del orden, apremiaban sus prédicas contra quienes se enriquecían y se hacían tanto o más poderosos que ellos y que los nobles por las artimañas de la usura. Ganar dinero sin trabajo era un pecado, prestar dinero a interés era un acto contra la religión, disculpable en los judíos pero abominado en los cristianos. Ya el mercantilismo aspiraba al predominio. Repúblicas había 15

Ibídem.

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que en él basaban su fortaleza [] como Venecia, Florencia, Génova y otras en los mares nórdicos; pero las monarquías nobiliarias y feudalescas se resistían al poder de los mercaderes, y los eclesiásticos, por ser también señores de tierras y siervos, clamaban contra las intromisiones políticas de los comerciantes y contra las instituciones en que éstos basaban su creciente poderío; el préstamo a interés y el tráfico internacional con los infieles, las cuales tachaban de abominables y contrarias al servicio de Dios. El dicho del poeta Baudelaire [escrito en el original Beaudelaire] de que el comercio era satánico en su esencia será hoy del agrado de los socialistas, según dice Rudwin;16 pero ese criterio no era ajeno al ideario medieval de los cristianos. Todo gran mercader fue un pecador de profesión, como el juglar, el rufián o la ramera. El mismo prestigioso poderío de su adineramiento generalmente les ganaba la tolerancia, la adulación hasta el ennoblecimiento y el cruce de sangres; pero siempre había en su trato algo de impureza y pecado. La vida del comercio no era “noble”, su conducta no fue de “caballeros”. Por eso en todo mercader hubo un espíritu inconforme de frustración y de encogimiento, una subconciencia de culpa, una psicosis de inmoralismo y marginalidad con el grupo social. Por eso hubo tiempo en que el gran comercio fue dejado a los judíos quienes por su religión se eximían de esa culpa, y a quienes por tanto se les podía pedir prestado. Pero eso, si les proporcionó riquezas también les acarreó persecuciones, por envidias, codicias y rivalidades disfrazadas con fervores de religión. Y se desataron las grandes persecuciones contra las sinagogas y las juderías que ensangrentaron las ciudades de Europa con los más cruentos martirios y éstas produjeron nuevas oleadas de neurosis, así en los perseguidos como en los perseguidores, así individuales como colectivas. Hubo madres que se echaban ellas mismas con sus hijitos a la hoguera al ver morir quemados a sus maridos. En Constanza un judío que se bautizó, para librarse de morir en la hoguera, cayó después en melancolía y remordimiento por ser apóstata y se quemó con toda su familia, incendiando su hogar. En Esslingen una comunidad entera de judíos se suicidó colectivamente, reuniéndose en una sinagoga y prendiéndole fuego. Tal como en América y por idénticos infortunios solían hacer los indios de las encomiendas y los negros de las plantaciones. El martirologio de los judíos a ma16

Ob. cit., p. 246.

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nos de cristianos no fue menos heroico ni terrible que el de los cristianos perseguidos por sus antecesores los sacerdotes y jerarcas del paganismo. El judío fue en esos siglos convulsos un neurótico más, así cuando se mantenía en “el credo, de Moisés” como cuando se hacía apóstata y se bautizaba para salvar su vida y su riqueza. Si se mantuviera en la fe mosaica era un réprobo, vejado, aislado y maldecido; si era conocido no dejaba de ser sospechoso bajo el temor de una acusación como judaizante, hereje o hechicero; si sentía con fervor la fe de Cristo como “cristiano nuevo”, no por eso estaba asegurado contra las suspicacias de sus nobles correligionarios, ante quienes tenía que mostrarse extraordinariamente celoso de la fe y del culto; todo lo cual lo predisponía para que la subconciencia lo atenaceara de continuo y lo arrastrara por exceso compensatorio a las manías persecutorias contra los antiguos correligionarios suyos o sus próximos antepasados. Grandes místicos e inquisidores fueron marranos de reciente reniego o con sangre judaica en sus progenitores, y ellos fueron de los más feroces enemigos. Aun hoy es frecuente que en los linajes judaicos y en los neoconversos al catolicismo se den los más obtusos y repugnantes fanáticos. Alboreando el siglo XV ya no quedan incólumes ni siquiera los dos pilares básicos de la sociedad católica medieval, ni el Imperio ni el Papado. Ambos están sin autoridad ni prestigio y las gentes van creyendo que sin pecar aquéllos pueden ser combatidos. En 1410 hubo a la vez tres reyes de Alemania con pretensiones de emperador. En 1409 hubo tres papas simultáneos, cada uno con la ilusión de ser el verdadero. Esto fue tan asombroso y trastornador como si a la humanidad se le hubiese dicho que en las tres cruces del Calvario hubo otros tantos Cristos disputándose entre sí la autenticidad de Redentor. O como si a un solo individuo les fuesen atribuidos tres padres juntos en su procreación. Por los cismas, el papa dejó de serlo por inefable designio divino y se vio que solamente lo era por artilugio humano; ya no fue el summum espiritual y temporal en la tierra sino el éxito de una estratagema política entre ambiciones contradictorias y obstinadas.17 La conformidad y armonía de la sociedad medieval habían cesado; nadie estuvo contento en su clase. Concilios, papas emperadores, reyes, patricios, hidalgos, clérigos, gremios, comunidades, mercaderes, plebeyos, todos fueron luchando unos con otros y entre sí por la fuerza y por la astucia. Nadie confiaba en 17

Egon Friedell. Ob. cit., p. 92.

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alguien. Todo fue envuelto en una oleada de picardía. En esa desintegración de la Edad Media ocurre el descubrimiento de América, el cual agrava la crisis, la precipita y hace más honda. Y ya en el siglo XVI, con las comparaciones entre los viejos mundos y gentes y los nuevos recién descubiertos, se avivaron las ciencias y humanidades; con el despertar de las ciencias acreció el interés psicológico; con la difusión de la imprenta se divulgaron extraordinariamente los hechos, las ideas, las dudas, las curiosidades, las fantasías y los portentos más asombrosos. Como notó Walter Pater: “Una de las características de ese revivir de la razón fue cierto espíritu de rebeldía, [ilegible], contra las ideas religiosas y éticas de la época. En la persecución de la belleza y de la sensualidad, el pueblo ultrapasó los horizontes del ideal cristiano y llegó a sentir a veces como una extraña idolatría, como una religión rival.”18 La persecución de los endemoniados y brujos coincidió con esos fenómenos del Renacimiento. Fue en 1484 cuando aquélla se inició por el papa; en 1489 cuando salió de las prensas el terrible Martillo de las Brujas, y en 1498 cuando la Inquisición comienza a martirizar a quienes se comunican con las potencias sobrenaturales sin su permiso y fuera de las vías ortodoxas. Y es en 1501 cuando el papa Alejandro VI, alarmado por los progresos de la imprenta y por la enorme potencialidad crítica que ese ente nuevo le daba al pensamiento, establece la censura previa obligatoria contra todo libro. Se ha supuesto por Beliard que el Renacimiento fue la edad más supersticiosa. No lo creemos así. Tomando la palabra supersticioso en su sentido propio, siempre relativo a una dada ortodoxia, había sin duda en la abundancia de tratos sobrenaturales que ofreció el Renacimiento, numerosas manifestaciones ajenas a las creencias cristianas imperantes en los diversos países de Europa; pero no parece que ello implicase un crecimiento de las supersticiones propiamente dichas. Si la superstición, en su sentido eclesiástico, es una “creencia extraña a la fe religiosa y a la razón”, no se puede decir que los pactos diabólicos, los energúmenos, las brujerías y las magias sean en rigor supersticiosos, porque la iglesia los reconoce como esencialmente verdaderos en sus principios sobrenaturales; si bien rechace, cada día con más amplitud, la veracidad de innumerables manifestaciones prácticas y las califique de supersticiones. Aquellos fenómenos del demonismo serán tenidos quizá “contra la razón”, pero no “contra la fe”. Lo cierto en esa época fue una mayor 18

The Renaissance, p. 25.

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expansión de la mística, la cual se hizo más frondosa y echó una nueva florescencia, debido a las profundas conmociones de la época, las cuales abrieron las mentes, agrietaron las creencias y llevaron a las ideas y emociones religiosas nuevas savias y gérmenes y otros aromas así perfumados como pestilentes. La edad media fue edad dormida, el renacimiento fue un despertar con frenesí de renovada vitalidad. En cierto modo, la crisis ideológica que al caer la edad media provoca las aberraciones y epidemias místicas de los santos, las brujas y los endemoniados, recuerda la época anterior, cuando el cristianismo se extiende por el inmenso territorio del imperio en ruinas. “Cuando apareció el Cristianismo las imaginaciones estaban sobreexcitadas, los ánimos conmovidos, abundaban los caracteres débiles e irritables, se lloraba espontáneamente. Los casos de epilepsia eran frecuentes, el histerismo general, las alucinaciones comunes; se soñaba despierto; se sufrían pesadillas a la luz del día; parecía que el imperio en masa padecía una neurosis. En tal estado, el iluminismo, el vértigo, la monomanía y el delirio venían a ser inspiraciones divinas. Se perdió ya el buen sentido. Los delirantes son los hombres de Dios, lo mismo para el Zegreus que para el Nazareno. Para agradar a Dionisios se ha de extravagar. “Somos locos por Cristo”, dice San Pablo, Hasta a la misma divinidad se remonta la locura. “Vale más la locura de Dios que la sabiduría del Hombre.” El divino maestro llamó también locos a dos discípulos que encontró en el camino de Emmaüs. Todos los dioses importados de Oriente entran santificando la demencia. Bienaventurados los simples, dicen los dionisíacos y los órficos, lo mismo que los apóstoles. Muchos se abrogan el título de inspirados por Dios; varios el de representantes de su poder sobre la tierra; y no pocos dicen ser posesores de la divinidad misma. Apolonio de Tiana, Simón el Mago y varios profetas hebreos aseguran que llevan en sí el Espíritu Santo. Hasta hay quien afirma ser el Cristo Hembra: El Verbo pugnaba por encarnarse... La tendencia a lo sobrenatural, a lo maravilloso, y el estado patológico de los ánimos venía agravado por el malestar general del Imperio. Guerras intestinas, persecuciones continuas, carnicerías en el circo, extravagancias de los Césares, de una parte; y de otra, trastornos en la Naturaleza. Eran tales las calamidades que casi nadie podía ya dejar de creerlas presagios funestos de un Dios, irritado contra la maldad humana.”19 19

Pompeyo Gener. Ob. cit., T. II, p. 96.

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“Lo que son sólo meras figuras del lenguaje toman proporciones de realidad en esas mentes exaltadas, y se creen con poder sobre estos seres fantásticos, víctimas de ellos; el Cristo, según los evangelios, fue transportado por el diablo a la cumbre de un monte y sobre lo alto del templo para tentarle. En Palestina y en Alejandría, lo mismo que en Egipto y en Caldea, todas las enfermedades son consideradas como posesiones demoníacas. Los exorcismos vienen a ser los únicos remedios para todos los males. Para hacer constar lo divino de sus doctrinas apelan todos a la facultad de ver los espíritus, de obrar sobre de ellos, de combatir los adversos. Los demonios son los que dan fe de lo sagrado de la misión del personaje, abandonando la persona o lugar en que están alojados, tal como ante los magos de Babel. Y estas creencias no son exclusivas del Cristianismo de esta época, sino comunes a todas las religiones y sectas del Imperio. De Apolonio de Tiana dice Filostrato de Lemnos que echaba los demonios, lo mismo que los apóstoles del Cristo. Los Evangelios afirman que Jesús curaba los poseídos y que los doctores de la ley y los escribas le acusaban por ello de estar entregado a Belcebú”. “La magia se había desarrollado en todo el Imperio y en todos los países a él sometidos creían en el poder de la teurgia.”20 En las épocas de desintegración social, cuando un pueblo es arrastrado a una transculturación violenta de un básico complejo cultural a otro, de una estructura económica a otra fundamentalmente distinta, se experimentan siempre tales fenómenos de desajuste mental y emocional; así al advenir con el cristianismo la servidumbre de la sociedad feudal como al desaparecer ésta y surgir la sociedad mercantil con las guerras religiosas y las monarquías absolutistas. Puede añadirse que por iguales motivos este mismo fenómeno de las exaltaciones místicas se da en aquellos pueblos o masas de pueblos primitivos atrasados, que por invasiones de los blancos o por grandes transmigraciones propias, han sido colocados a paso forzado y premuroso de transculturación económica, familiar, política y religiosa; a veces, de un salto, desde una economía natural o pastoril o embrionariamente agraria a una economía de producción industrial, de cambios monetarios y de poderes capitalistas. Así se puede observar en las regiones occidentales de África, donde al romperse las vetustas creencias religiosas y sus sociales articulaciones, han tenido un grande y degenerativo crecimiento 20

Ibídem, p. 96 y 98.

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las experiencias de carácter místico y los psíquicos desvaríos tal cual ha ocurrido en estas tierras calientes que bordean el mar Caribe por la profundísima y aún no cesada conmoción económica, ideológica y social ocasionada por el terrible impacto entre sí de las más dispares culturas, de los indios, de los blancos y de los negros, el cual ha hecho rebullir en estos países poliétnicos todas las extravagancias místicas unidas a un horrible acompañamiento de locuras, delincuencias y sicopatías. Esos grandes fenómenos sociales, subversivos de economías, instituciones e ideas, se reproducen en el ocaso de la Edad Media al desmoronarse la vida feudalesca y el imperio eclesiástico, y fue en España donde aquellos se experimentaron con singular intensidad por sus especiales circunstancias. En ese país, la danza de los demonios comienza más retrasada y va con ritmo más lento, y en ella intervienen ciertos factores peculiares. “En España, la Edad Media no había presentado el carácter terrible que en las demás naciones del Centro y del Norte de Europa. La idea milenaria apenas había hecho prosélitos en nuestros antiguos reinos. La danza de San Vito no había conmovido con sus trágicos espectáculos las comarcas de la península. El señor y el pechero vivían aquí en menor lucha que en otras naciones ya que ambos tenían una aspiración superior en la reconquista. Además, Cataluña y Aragón estuvieron dotadas de instituciones democráticas, de sabios códigos mercantiles y de consejos del pueblo, que imponían su soberana voluntad a los reyes. Barcelona, más que capital de monarquía, era una república comercial como las repúblicas marítimas de Italia. Navarra y la tierra vasca gobernábanse con su régimen patriarcal; refugio de la patria independencia, allí todos habían luchado para la reconquista, y habiendo luchado todos, todos eran beneméritos y nobles. Ambas Castillas, en guerra continua con los árabes, acabaron por adquirir su galantería y su carácter imaginativo. Y las provincias meridionales, subdivididas en califatos, formaban una confederación árabe, en la cual se practicaban mil industrias y artes útiles y se enseñaban conocimientos que, por adquirirlos, acudían a sus aulas gentes de todas las ciudades de Europa. La filosofía griega brillaba de nuevo en Andalucía, anticipando el Renacimiento de cuatro siglos. No es esto decir que en España, como en Francia y Alemania, el siervo y pechero no fueran víctimas de abominables derechos de señores y prelados, ni que no desolasen sus comarcas hambres y pestes, guerras y miserias; pero esto fue en menor escala que en las demás regiones 69

europeas; pues como dijo muy bien Castelar, “aquí la libertad es lo antiguo, y lo moderno la tiranía.” 21 Pero desde fines del siglo XIV y, sobre todo, a lo largo del XV y XVI, en España fue muy grande el desajuste emocional allí sufrido durante generaciones por los numerosos judíos, conversos, moriscos, negros africanos y otros infieles y herejes, obligados a una constante inhibición de sus conciencias, viviendo, con sus credos y éticas, desgarrados y perseguidos. A los crueles tratos, inquisiciones, vejámenes, encarcelamientos, azotes y muertes, contra los disidentes en religión, se unieron los grandes trastornos económicos y sociales ocasionados por la caída de la nobleza feudalesca, por las expulsiones de grandes masas de gentes trabajadoras en el comercio y la agricultura, por las guerras incesantes y estériles y, sobre todo, por el descubrimiento y la explotación de América con anacrónicos criterios económico-sociales. Además, si el feudalismo se disolvió en la Península, pasando a ser latifundiario y cortesano, en las Indias fue perpetuado, extendiendo a éstas su economía feudataria y territorial; y la monarquía para transformarse en absoluta tuvo que aceptar una dicotomía política con la poderosa iglesia española, teniendo que compartir con ésta los poderes de su soberanía. Ya cuando la consolidación llamada unitaria de los Reyes Católicos hubo en España tres reyes, según el dicho popular: Isabel, Fernando y el Primado de Toledo. Al cardenal González de Mendoza, primero, y luego al cardenal Ximénez de Cisneros, se les llamó “el tercer rey de España”. Cisneros hace “él sólo una guerra de conquista, con su poderío y su dinero, más rico que el rey Fernando. La gobernación de Española fue entonces una cesareojerocracia; una diarquía más que una verdadera monarquía. Y todo fue reparto dicotómico entre el trono y su milicia y el altar y su clerecía. Luego, cuando la lúgubre dinastía extranjera comenzó en España con Carlos V, descendiente de reinas locas, con ella penetró “el negro terror germánico”, como dice P. Gener, que al resembrarse en un pueblo ya torturado por el fanatismo de un clero omnipotente, extendió a todo lo español su zarzal, lacerante y opresor. “La tendencia católica-monárquica nos llevó a no considerar dignas y nobles sino las profesiones de las armas o del culto; es decir, a los que se dedicaban a matar o a vivir para fines de otra vida. Los principales ingenios españoles fueron soldados o religiosos, 21

P. Gener. Ob. cit. II, p. 198.

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cuando no ambas cosas. Calderón, Cervantes, Lope de Vega, Ercilla, Melo, Hurtado, Rojas y Garcilaso habían sido militares. Moreto, y aun el mismo Cervantes, vistieron hábito los últimos días de su vida. Lope de Vega, Montalván, Rojas y Villaviciosa eran conquistadores. Tárrega, Tirso de Molina, Góngora, Calderón, Solís y Danvila fueron curas; Argensola y Carrillo, canónigos de Zaragoza; Gracián y Mariana, jesuitas; Zamora y Sandoval, benedictinos. Todo lo que se escribía en ésta época era en provecho de la religión. Los asuntos casi siempre lo eran de ultratumba. Jamás la perspectiva del morir se pintó con más negros colores. Hay ascetas de esta época, al lado de cuyas descripciones las del Apocalipsis parecen alegres. Los escritores dramáticos pasaban su vida escribiendo autos sacramentales, inspirándose en la muerte y pasión de Cristo o en el martirio de los santos. La literatura mortuoria alcanzó una fecundidad exorbitante. Llenáronse por religiosos y laicos bibliotecas enteras de infolios para probar que habíamos de vivir mortificados para alcanzar después la gloria del cielo. Todos los actos de la Iglesia hallaron encomiadores; hasta sus crímenes tuvieron panegiristas. Se apuraron todas las argucias escolásticas, todas las sutilezas teológicas, para ensalzar lo benéfico del expurgo, y lo saludable del tormento aun para los mismos atormentados. El espionaje fue santificado hasta en el seno de la familia. A la Inquisición se le llamó el Santo Oficio”.22 Todo fue en España sumergido por religión, teología, eclesiasticismo y fanático delirio. “Y mientras el fuego purificaba las almas de los malos cristianos, las de los buenos ardían en el de un amor del divino y del humano. Las manifestaciones amatorias adquirieron un carácter fúnebre. El amor y la muerte se juntaron. En las visitaciones del Viernes Santo las señoras de la Corte citaban a sus galanes para que las vieran lucir sus gracias místicas. Los caballeros celebraban verdaderas justas de disciplinantes, en las cuales el más macerado recibía en premio de tanta devoción los favores de su dama por la Pascua. Para hacerse amar era preciso enternecer. La concupiscencia y la devoción marchaban juntas. La orgía se celebraba al pie del Golgotha. La Virgen de los Dolores transparentaba a Zirbanit. La piadosa corrupción de Biblos al morir Adonis reaparecía en Madrid al morir Cristo; la Semana Santa fenicia repercutía en España después de veinticuatro siglos”.23 Como si 22 23

P Gener. Ob. cit., T. I, p. 203. P. Gener. Ob. cit., T. I, p. 205.

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todo eso no bastara para perturbar a los pueblos en esos neuróticos siglos, aún hay que reconocer la importancia de otro factor extraordinario, que desde las misteriosas gentes cobrizas de Indias fue llevado a España y se extendió por las demás naciones blancas de Europa, penetrando en sus entrañas y subiéndose a sus cerebros: la sífilis. Esta malignidad indiana fue en gran parte responsable de aquellos desequilibrios mentales y religiosos que caracterizaron tal época. Ella produjo no sólo muchas degeneraciones, locuras y criminalidades, y gran copia de matrimonios míseros y estériles, sino generaciones de criaturas raquíticas y enfermizas, de sujetos melancólicos, dolientes, agriados de la vida y patológicamente pobres de ese estado neurótico que constituye el más fértil campo de las aberraciones místicas. A esa peste venérea adquirida o hereditaria hay que atribuir no pocos desvaríos, visiones, epilepsias y demás trastornos cerebrales, así la mística diabólica como la celestial. Ya a Cristobal Colón, la sífilis le dio visiones y creyó que se le había aparecido en persona Jesucristo, para confortarlo en sus tribulaciones por las perfidias de los Reyes Católicos. También se atribuye esa enfermedad a los mismos Reyes Católicos, sin exceptuar a la reina Isabel “primera testa coronada que murió sifilítica”.24 Es presumible, sin irreverencia, que también al galante e intrépido capitán Íñigo López de Recalde, amoroso de la reina Doña Germana de Foix, la segunda esposa de Fernando el Católico, fuese la sífilis americana la causa que primero lo arrastrara a las amarguras del dolor, a la melancolía meditativa, al éxtasis visionario, a las extravagancias y a la crisis mental que luego lo elevaron a la santidad con el nombre de Ignacio de Loyola. Por Versalius, el gran anatomista y médico del emperador Carlos V, se cree que fue sifilítico25 su real paciente, lo cual, aparte de su ascendencia de varias reinas locas, ayuda a explicar sus lúgubres degeneraciones seniles y las de su heredero el rey Felipe II. Otros monarcas de aquellos tiempos fueron también víctimas de la sífilis, que entonces en Europa era novicia y de terrible morbosidad: Francisco I y Enrique III, reyes de Francia; Iván el Terrible, zar de Rusia; Enrique VIII, el hereje y personalísimo rey de Inglaterra; su hijo Eduardo VI y su hija la católica reina María Estuardo la Sanguinaria; Luis XIV, de Francia; etc.26 El morbo indiano, con sus implicaciones libidinosas, al24

Gonzalo de Reperaz. La tragedia ibérica. Buenos Aires. 1938, p. 134. Nota de H.W. Haggard. Devils, Drugs and Doctors. N. York, 1929, p. 245. 26 Howard W. Haggard. Ob. cit., p. 243. 25

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canzó a la corte de los papas. Sifilíticos fueron Alejandro VI y su sucesor inmediato; probablemente, también, algunos otros de los regalados y sensualistas pontífices de aquel siglo. En esa época “la historia fue muy influida por la sífilis de los gobernantes” dice el profesor Haggard; pero también tuvo que serlo, por los efectos de esa trastornadora dolencia, en los pueblos gobernados, ya que ese morbo no fue privilegio de los potentados. Tan difundida fue la sífilis que ya no era vergonzosa y los poetas la tuvieron por tema de sus canciones. El influjo de esa peste venérea debió de ser entonces muy intensa y extensa, atendiendo a la agudísima virulencia que esa infección tuvo entonces, en aquella iniciación sifilítica de la raza blanca, y a lo rápido y maligno que fue su contagio por España, Italia y Francia. En no pocas de aquellas exaltaciones místicas visionarias, eróticas e histéricas de los santos y santas que en los siglos XVI y XVII España e Italia enviaron al cielo, bien pudo hallarse un determinante de carácter sifilítico. Quizás pueda hoy pensarse que el santo Job, quien por su enfermedad epidérmica fue patrono de los sifilíticos, debió de lograr, orando y trabajando con su proverbial paciencia, que aquel terrible y obsceno morbo torturador de la cristiandad, si nació, como decían los astrólogos, por nefasta conjunción de los dioses Saturno, Marte y Venus, compensara en algún modo sus venéreas o diabólicas malignidades facilitando piadosamente a no pocos mortales el camino de los éxtasis y amores divinos. Además, los terribles males de la sífilis se extendieron como una sanción de la divinidad contra los graves pecados de la concupiscencia y esto añadió un nuevo elemento emocional de terror y desajuste a las gentes. “El mal venéreo, contagiado de Francia y España, había causado ya numerosas víctimas en todos los sectores de la sociedad de Roma. No sólo en los desacreditados alrededores del Castillo del Ángel y de los puentes del Tíber, en torno de los cementerios y detrás de los establecimientos de la ‘Vía dei Banchi’ pululaban, contaminadas del mal venéreo, pobres y despreciadas mujeres; también en los salones de las grandes cortesanas, adornados con recias alfombras y brocados, cuadros valiosos y cortinajes con franjas de oro, junto a las mesas enriquecidas con vasos de plata y cristales de Venecia y jarrones de flores, en los círculos en que se reunían cardenales, aristócratas, altos comerciantes, artistas y sabios, empezaban a parecer mentirosos y falaces los divertidos discursos y los cantos al amor libre y a las grandes hetairas. Detrás de tanto ligero y alegre celebrar y cantar lo erótico, tras todas aquellas 73

fiestas, alegrías y abrazos, se escondía el miedo al contagio. La crónica de los salones de las hetairas sumaba cada día nuevas víctimas. Si hasta entonces se nacía mirando a las cortesanas como a reencarnación de los antiguos ideales de amor, se empezó a huir ahora de las antes tan veneradas cortesanas. Muchos cardenales del Renacimiento volvían ahora, atemorizados por el contagio, al pensamiento de que aquellas vestiduras ricamente adornadas y aquellas zapatillas de terciopelo y aquellas fajas de colores y aquellas costosas cadenas eran añagazas y redes de Satanás. Tras el perfume de los guantes, elegantísimos, creían percibir sospechoso olor a azufre, y camareras, eunucos y esclavas negras de las grandes cortesanas se convertían, a los ojos de los perplejos clérigos, en servidores menores del diablo.”27 En estos tiempos actuales se atribuye a la novedad y difusión de la sífilis la exacerbación de la brujería entre los indígenas de las regiones costeras del África, más penetrados por los colonos blancos europeos, quienes además de romperles a los pueblos negros las viejas articulaciones sociales de sus reyes, de sus consejos tribales y de sus sacerdocios, les han introducido, aparte de otros factores subversivos, la economía monetaria y jornalera, el alcoholismo y las infecciones venéreas.28 Y es fácil advertir un paralelismo entre ese estado de violenta y profunda transculturación de los pueblos africanos, conmovidos por su impacto con la civilización de los blancos, con el estado mórbido de la transculturación de las gentes hispánicas en aquel siglo XVI, sacudidas por choques análogos, debidos al colapso de las tradiciones feudalescas, las aventuras y riquezas de América, inquietudes heréticas, la economía apicarada, la infección de las bubas y otros factores desintegrantes. Otra plaga también oriunda del Nuevo Mundo cayó entonces sobre España y el resto de la Europa cristiana, la del oro. Fiebre de sífilis y fiebre de oro. Los ricos metales de América trastornaron en breve toda la economía europea. Los precios subieron con vértigo y perturbaron las conciencias. Al duplicarse y triplicarse los precios, muchos ricos de repente se empobrecieron, y muchos pobres en aventura se hallaron enriquecidos: al fin, todos fueron desajustados y descontentos. Si era verdad, como se decía hasta por Agrippa, el creador de la moderna 27 28

R. Fulup-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas, Madrid, 1931, p. 90. Véase M.J. Field. Some new shrines of the Gold Coast and their significance “África”. Londres, 1940, vol. VIII, num. 2, p. 142.

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mineralogía, y por Solórzano, el erudito tratadista de Indias, que en las minas habitaban los demonios y que a éstos se debían los gases mefíticos, los derrumbes y otros fatídicos accidentes propios de las tenebrosidades subterráneas, es seguro que de los yacimientos auríferos de los ríos antillanos y de las vetas de Potosí y de Jauja salieron enjambres de espíritus maléficos que torturaron terriblemente a las gentes de Europa. Si el dinero era diabólico y la usura pecado, el oro de Indias fue como una pólvora de los infiernos que demolió tradicionales jerarquías, alcurnias y conciencias. Así, con sífilis y oro se vengaron, de los cristianos conquistadores, los indios conquistados. Cual si quisieran excitar aún más las inquietudes de Europa, sus enemigos les enviaron otros espíritus que hasta entonces los blancos no habían conocido, tales como el tabaco, el chocolate y el café. Razón tuvieron quienes los consideraron como inventos del demonio, a la vez tentadores de los sentidos y de las mentes. Pero pronto se entremetieron en todas partes, hasta en sacristías y conventos, y los demonios triunfaron también con ellos y de manera más definitiva, pues por ser espíritus sin sexo, aquellos estimulantes fueron rectos a las mentes y las acariciaron, dando más erectilidad a los pensamientos y mejor producción cerebral a los insomnios. Hubo pues, un profundísimo desequilibrio psicológico durante esos siglos, el cual se tradujo en las ya aludidas convulsiones sociales, mentales y emotivas, y en muy peculiares fenómenos marginales que tan característicos fueron entonces de España, sus costumbres y su literatura, como las vidas a la picaresca y las sublimaciones místicas. Esa concomitancia, típicamente española de esa época, ha intrigado a los pensadores, y su interpretación ayudará a comprender el ambiente hispánico de entonces. Recientemente, se ha querido explicar el fenómeno de la novela picaresca española como “un producto seudoascético”; como “un instrumento de corrección” por medio de “las confesiones autobiográficas de pecadores escarmentados.” “Los pícaros en la literatura no son sino escarmientos.” “La novela picaresca es un sermón.” Pertenece a la literatura ascética, aunque a una de sus últimas ramas; la de los ejemplarios de casos desastrados sucedidos a los pecadores. “En los sermones, la exposición moral alterna con la descripción de los pecadores, las anécdotas, ejemplos y escarmientos. La pintura horrenda o burlesca de los vicios, las observaciones naturalistas de la comedia humana y multitud de elementos narrativos, 75

realísimos o imaginados con que el predicador da plasticidad y viveza a su lección moral. En la novela picaresca alternan los mismos e idénticos elementos y la función de la parte novelesca es la misma e idéntica que la que ejerce la parte pintoresca en los sermones. Hay predicador que a veces pinta con tal donosura y humorismo un tipo de avaro, de jugador, de glotón o de pendenciero, que parece estamos leyendo un trozo de novela picaresca. Pululan en los sermones bocetos satíricos de tipos sociales, como el juez prevaricador, el soldado insolente, el hidalgo tramposo, el gobernante demandado o la mujer depravada, que en nada desmerecen de la pluma de un novelista al estilo de Alemán, Espinel y Quevedo. Y a la recíproca, en la novela más representativa del género picaresco se encuentran verdaderos trozos de sermones, páginas que parecen sacadas de un tratado de ascética cristiana.” “Se preguntaba uno de nuestros críticos literarios cómo podía explicarse que al lado de una frase de la Sagrada Escritura, a renglón seguido de una cita patrística o de una severa disertación teológico-moral, se hallaran escenas pecaminosas, situaciones de escándalo y cuadros lúbricos o escatológicos. Realmente, la convivencia de tan extraños elementos es desconcertante, y en ninguna de las teorías expuestas sobre la Picaresca ha encontrado explicación. La explicación está en la paridad de medios que emplean los sermones morales y las novelas de pícaros y en la comunidad de fines que los autores de uno y otro género persiguen. Semejante paridad de medios y fines llega a veces al plagio mismo.” “Este entronque común de dos cosas tan distintas como la ascética y la picaresca tiene, a más de la prueba intencional, fácil de advertirla en cualquier espíritu crítico, otras pruebas materiales y palmarias. Empecemos por recordar que el verdadero creador de la novela picaresca, Mateo Alemán, escribió una Vida de San Antonio de Padua; el autor de El gran tacaño publicó Providencia de Dios y Gobierno de Cristo; Francisco Santos es un cofrado de luz y vela que no coge la pluma una vez, y la coge muchas, que no se echa de ver que viene de las Cuarenta Horas; el autor de Alonso, mozo de muchos años, es también autor de Ejercicios cristianos para la otra vida; el autor de La Niña de los embustes es el mismo que dio a la estampa El Sagrario de Valencia; el autor de Marcos de Obregón es un cura, y el de La Pícara Justina es un fraile. Todos, todos con la misma pluma que trataban temas religiosos escribían novelas picares76

cas. Unos mismos procedimientos, un mismo ideal de vida, un mismo propósito los movía a escribir.”29 El autor de esta interesante tesis cree que es el movimiento reformista lo que inspira a la novela picaresca, que es una sátira social con un sentido ético. La picaresca, dice, está en la corriente que inspiró Erasmo y cita como ejemplo El Lazarillo de Tormes. “Este libro, fruto legítimo de la savia erasmista, es un azote que serpentea iracundo sobre las espaldas de la sociedad española del ‘quincuescento’. Ataca la miseria espiritual de Castilla, engañada por un ciego ladino, que le basta para sus trapacerías ser algo mas inmoral que sus víctimas. Ataca la miseria intelectual del clero, ruralizado, avillanado, entregado por hambre en manos de los enemigos del progreso, plebeyez y avezamiento. Ataca la monstruosa torre, no de marfil, sino de sordidez secular, en que vivían encastillados los hidalgos y aristócratas, incapacitados por natura para mejorar de suerte, puesto que la suerte dependía del nacimiento, y ellos ya habían nacido en la clase de los mejores. Ataca la indisciplina conventual en aquel fraile inquieto, que rompía él solo más zapatos que el resto de la comunidad, y en aquel arcipreste de Toledo, regalón, aseglarado, mundano. Ataca, en fin, el abuso de la credulidad religiosa del pueblo, el comercio con las cosas santas, la explotación de la ignorancia por la superstición y el fanatismo.”30 La simultaneidad y correspondencia de las letras ascéticas y las picarescas es evidente; pero la interpretación no convence. No son lecciones de una misma moral dichas con retóricas distintas. Si los pensadores españoles escribían a la vez en ascetismo y en picardía era porque esos eran los temas que la curiosidad y el ambiente imponían. La temática teológica y eclesiástica era la imposición opresiva, la descriptiva satírica y picaresca era la relajación compensadora. El predicador pintaba tipos apicarados con donosura y humorismo para aliviarse, él y su grey, la sequedad y el sofoco de la ascética. El novelista que escribía con trama de picardías, entretejía hebras sagradas en ella para hacerse perdonar el verismo protestante de sus pinturas. Una opresión y un escape. De la opresión eclesiástica de la mente por el terror de lo sobrenatural, el pensamiento se escapaba por las mismas vías que aquélla le 29

Miguel Merrero. “Nueva interpretación de la novela picaresca”. Revista de Filología Española. Tomo XXIV. Cuadernos 3 y 4. Madrid, 1940, p.352. 30 Ibídem, p. 358.

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franqueaba: a la protesta de las inmundas realidades que existían so capa de fe y santimonia por la exposición satírica y ejemplar; a la mística liberadora del autoritarismo, por la superación; y a la mística enemiga de la autoridad, por el reniego. La mística era a manera de una picardía santa, que al renunciamiento de las mundanidades superfluas unía el escurrimiento de la disciplina; la picardía era “mística parda”, también renuncia y evasión. La picaresca era la “mala vida”, la mística era la anticipación de “la vida buena”; una y otra eran “otra vida”; inconformidad del presente y aventura hacia vida mejor. Escapatorias de la desesperación que no quería perder la esperanza, eran las místicas, desde las ortodoxas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz hasta las más extravagantes y atávicas. Ortodoxas unas y heterodoxas otras, todas ellas indicativas de una gran psicosis colectiva y de la intensidad y frecuencia de los desajustes individuales. Todas esas místicas producen una grave preocupación a los eclesiásticos. Las conmociones de los pueblos se reflejan enseguida en los místicos. Unos exaltarán a los dioses, otros se desviarán de ellos; unos profetizarán, otros descubrirán secretos, aquí introducirán nuevos dogmas, allí romperán la obediencia. Éstos darán nuevas normas, aquéllas prescribirán inopinadas prácticas. En las épocas normales los místicos suelen reflejar el ideario ambiental y rara vez se hacen religiosos, pero durante las crisis sociales, los místicos con frecuencia reciben de lo alto ideas también extraordinarias que discrepan de las tradicionales. Así pudo verse bien en esos siglos XV, XVI, cuando el misticismo español fue más intenso y desbordado, al compás de las hondísimas sacudidas producidas por las guerras, las Américas, las ruinas, las herejías y las inquisiciones. Los místicos ponían en peligro el poderío y la tradición de los eclesiásticos. Moviéndose a su albedrío, bajo el impulso celeste, entre la teología intrincada de aquella época de la Iglesia y desembarazados de la disciplina de su estructura política que exigía como indispensable la obediencia; los místicos son liberales, los eclesiásticos son autoritarios. El místico busca la emancipación, la Iglesia el sometimiento. El místico sabía por sí dónde estaban las llaves de San Pedro, sin preguntárselo a este glorioso portero; no necesitaba sacramentos mediadores, prestes ni acólitos para descubrirlas, alcanzarlas y hacerles abrir las cerraduras del portalón celestial; sabían que las buenas obras eran las que elevaban el espíritu, y con fe conducían a lo alto más que las ceremonias, los rezos y las externidades sacramentales. “Sabemos 78

aquí de Dios... (que) los sacrificios y las ceremonias exteriores hechas sin caridad y sin fe no placen a Dios, antes le cansan”, decía el iluminado Arzobispo Carranza. “Las obras de Charidad que se hazen floxamente no tienen mérito ni valen nada” dijo Cervantes en su Quijote, con frase que fue tachada por la Inquisición y puesta en el índice expurgatorio. Eran peligrosísimos aquellos seres iluminados por una “luz interior” que les venía desde el cielo; los “hacía unos” con el Espíritu Santo, según decían; recibían los consejos a Dios por la vía directa, por “hablas interiores” como decía Santa Teresa, y sintiéndose en cierto modo consustanciados con el Amado o embebidos en Él y en su gracia, se creían impecables y sabios, sin necesidad de la tutela sacerdotal. San Pedro de Alcántara le aconsejó a Santa Teresa de Jesús que no preguntara las opiniones de los teólogos. “En los consejos evangélicos no hay que tomar parecer si serán bien seguirlos o no, o si son observables o no, porque es ramo de infidelidad, porque el consejo de Dios no puede dejar de ser bueno”.31 Véase con cuánta minuciosidad la Iglesia cuidó de ahogar las expansiones espirituales de los místicos, de los iluminados o alumbrados, de las revelanderas, de los visionarios. No se libraron de la persecución eclesiástica ni los santos. Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola y varios otros que luego fueron canonizados, fueron antes temidos y vigilados por la Iglesia y encarrilados por los cangilones abiertos de la carreta eclesiástica, más temerosa de las vías nuevas que de los seculares atascaderos. Apenas surge un ser favorecido por el don del trato con lo sobrenatural en las sociedades simples, su misteriosa potencia le da un sobresaliente prestigio y le concede una gran influencia sobre todo el grupo social. Es un poder. La potencia mística ha sido siempre potencia política, así en los pueblos salvajes como en los modernos de Europa, desde el fetichero del negro australiano hasta Sor Patrocinio en la corte española de Isabel II. Por eso, todo poder taumatúrgico es peligroso. O triunfa y se hace dominador y gobierna, o es vencido, acaso temido pero siempre vilipendiado. Por las causas ya expuestas, fueron también características de esa época del Renacimiento las grandes epidemias psíquicas. Ya en el ocaso de la Edad Media hubo epidemias psicopáticas. Son del histérico siglo XIV las herejías bailantes, a las cuales ya hemos aludido. Se bailaba 31

Escritos de Santa Teresa. T. 1, p.551.

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hasta en las iglesias durante los oficios divinos y en las fiestas grotescas de los Inocentes y de los Locos. Fue la época de la danza macabra, la Danza de la Muerte, representada en las artes plásticas, en los ritos eclesiásticos, en las letras y en el folklore. De entonces fue la danza de San Vito, que bailaban los posesos durante la peregrinación al santuario de aquel santo, terror de los diablos. Pero las epidemias de brujas y energúmenos no se dieron en la Edad Media. La mística no se había exaltado con la tortura y la histeria tenía otros derivaderos. La Iglesia se valió pronto del sistema de los demonios tentadores y de sus penas infernales como base para imponer la disciplina moral a las gentes. Lecky ha estudiado el sentido filosófico y político de esa doctrina eclesiástica.32 “El principal objetivo de los filósofos paganos era disipar los terrores que la imaginación había creado alrededor de la muerte, y destruyendo esta última causa de temor, asegurar la libertad del hombre. El principal objetivo de los sacerdotes católicos ha sido hacer la muerte en sí misma tan repugnante y aterradora como fuera posible, y presentar como irremediable el escapar a sus terrores, excepto por el sentimiento a sus mandatos, convertidos en instrumentos de gobierno. Aumentando las figuras de esqueletos danzantes y otras imágenes sepulcrales representando lo repugnante de la muerte sin reposo; sustituyendo la inhumación por la incineración y concentrando la imaginación en la palidez de la pudrición; y sobre todo, poblando el mundo invisible de fantasmas demoníacos y agudísimas torturas, la Iglesia Católica logró hacer de la muerte en sí misma algo indeciblemente terrible, preparando así a los hombres para los consuelos que podían ofrecerles”. “Al igual que esas madres que gobiernan a sus hijos persuadiéndoles que la obscuridad está llena de espectros que se apoderan de los desobedientes, y que frecuentemente logran crear una asociación de ideas de las que el hombre adulto no logra desprenderse, los sacerdotes católicos resolvieron basar su poder sobre los nervios; y como desde largo tiempo ejercían una absoluta dirección sobre la educación, literatura y arte, lograron anular completamente las enseñanzas de la antigua filosofía, convirtiendo durante siglos los terrores de la muerte en una pesadilla de la imaginación.”... “Agitar las mentes de los hombres con el terror religioso, llenar el mundo desconocido con las repugnantes imágenes de los sufrientes, gobernar la razón alarmando la imaginación, fue a los ojos 32

Ob. cit. I, p. 210.

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del mundo pagano uno de los crímenes más repugnantes. Esos temores fueron para los antiguos el verdadero signo de la superstición, y su destrucción fue el principal objetivo tanto de los Epicúreos como de los Estoicos. Es fácil de percibir que a hombres influidos de tales sentimientos habían de serles odiosos los maestros religiosos que sostenían que una eternidad de torturas estaba reservada a la entera raza humana que entonces existía en el mundo, más allá de los límites de su propia comunidad, y que habían hecho de la afirmación de esta doctrina uno de los principales instrumentos de buen éxito. Entre los primeros teólogos tenía mucha menos importancia la investigación que la creencia, y recurrían más al medio que a la razón. En filosofía el sistema más comprensivo es naturalmente el más fuerte, pero en teología el más fuerte es el más intolerante. Para débiles mujeres, para los jóvenes, los ignorantes, los tímidos, para todos, en una palabra, que dudaban de su propio juicio, la doctrina de exclusiva salvación debió atraerles con gran fuerza; y, como ninguna otra religión la profesaba, proporcionó a la Iglesia una invaluable ventaja para atraer a las multitudes. A esta doctrina podemos también atribuir, en gran parte, la agonía de terror que frecuentemente sufrió el apóstata, que podía evitar en su carne la tortura presente, pero que estaba convencido que la debilidad que no había sido capaz de evitar sería expiada en una eternidad de tormentos. A la indignación producida por semejante enseñanza fue probablemente debida una ley de Marco Aurelio, que decretaba que “Quien quiera que haga algo para debilitar la mente de cualquiera aterrorizándolo por supersticioso temor, será desterrado a una isla”. Aquel aparato penitenciario de ultratumba tan lleno de horrorosos castigos, dice Lecky,33 aun cuando ahora despiertan en el hombre educado un sentimiento mezclado de disgusto, fastidio y desprecio, durante muchas centurias logró crear un grado de pánico y miseria del que hoy podemos escasamente darnos cuenta. Con la excepción del hereje Pelagio, cuyo noble genio, anticipándose a los descubrimientos de la ciencia moderna, había repudiado la noción teológica de la muerte introducida en el mundo debido al acto de Adán, era universalmente mantenido entre los cristianos que todas las formas de sufrimiento que se manifiestan en la tierra eran imposiciones de penas. Se creía próximo el fin del mundo. Las mentes de los hombres estaban llenas con las visio33

Ob. cit. II, p. 223 a 225.

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nes de próximas catástrofes, y calculadamente se hacían circular leyendas de visibles demonios. Era costumbre entonces, como todavía lo es ahora, que los sacerdotes católicos perturbaran la imaginación de los niños con descripciones de horribles acontecimientos futuros, imprimiendo sobre las vírgenes mentes atroces imágenes que aquéllos confiaban, no sin motivo, que serían indelebles. En momentos de debilidad y enfermedad su sobreexcitada fantasía parecía ver seres horribles moviéndose alrededor, y al infierno mismo abierto dispuesto a recibir su víctima”... “Es, ciertamente, una de las cosas más curiosas en la historia moral, observar cómo hombres sinceramente indignados con los escritores paganos por atribuir a sus divinidades la debilidad de ocasionar encelamiento o sensualidad —por representarlos, en una palabra, igual a seres humanos de mezclados caracteres y pasiones—, sin embargo han atribuido sin escrúpulo a su propia Divinidad un grado de crueldad que con certeza puede decirse que sobrepasa la mayor barbarie de que pueda ser capaz la naturaleza humana. Ni Nerón ni Falaris podrían contemplar complacientes cómo millones de seres sufrían eternamente la tortura del fuego, muchos de ellos por un crimen que había sido cometido, no por ellos, sino por sus antecesores, o porque hubieran adoptado una conclusión equivocada en intrincadas cuestiones de historia o metafísica.”34 Con este sistema de terríficas sanciones ultramundanas la Iglesia quería imponer su disciplina ética y política; pero jamás fueron aquéllas suficientes para el gobierno de las gentes, y en los casos peligrosos se acudió siempre a las penas terrenales como más eficaces y ejemplares. En la Edad Media, la Iglesia, confiada en su fuerza, no se preocupaba mucho de las esporádicas expresiones del demonismo. Si San Pablo dijo a los [ilegible] que eran convenientes los herejes, la Iglesia pensó que las travesuras de los diablos y las brujas, por peligrosas que fueren a los fieles en particular, no le harían mella a la estructura eclesiástica, antes al contrario, le daban otra razón de ser y más fuerza social a su ministerio; de la misma manera que los incendios efectivos son la base del negocio de las compañías aseguradoras, cuya función es evitarlos y resarcir sus dañosas consecuencias. Pero al ir declinando la Edad Media ya la Iglesia tiene miedo. Cae la edad cuando la Iglesia envejece y surgen las herejías militantes y rebeldes que quieren arruinarla y sucederla. Sucedió lo que siempre las crisis religiosas cuando luchan dos 34

Ibídem.

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sacerdocios por el monopolio del comercio divino. Cada sacerdocio tacha al otro de réprobo, inspirado por los espíritus malignos, y de hechicero, capaz de producir fenómenos inusitados pero diabólicos y malévolos. Así como los negros congos dicen que los clérigos católicos son los brujos de los blancos, y los pueblos clásicos acusaron a Jesús Cristo y a los cristianos de ser hechiceros, también los sacerdotes católicos tacharon a sus rivales de ser potentes magos y peligrosos conjuradores por sus pactos con los demonios. Brujos temibles y aliados de los diablos fueron, según los católicos, los herejes, los judíos, los moriscos, y, más tarde, los luteranos y los rusos ortodoxos. Los jesuitas fueron tenidos en sus inicios por diabólicos y la Inquisición los apretó. Los masones, hasta no hace mucho, eran calificados por los clericales como Tropa diabólica, conjuradores de Satanás y conocedores de magias y hechizos, y esta opinión no se ha disipado en los países de dominación clerical, donde los francmasones son exterminados por el [] ad majorem Dei gloria. Los masones, hasta no hace mucho, eran considerados por los clericales como conjuradores del demonio, temibles como magos. “Hace pocos años un autor polaco apellidado Grabowski escribió un trabajo sobre los masones, en el cual considera a la patria de la masonería, Escocia, como un país de hechiceros y a los masones mismos como personas que sirven a una cabra. En 1935, un sabio polaco, Casimiro Morawski, publicó un libro titulado ‘Fuente de la partición de Polonia’, en el cual los masones son descritos como una gavilla de individuos que se ocupan de la magia, la alquimia, la conjuración de demonios, habiendo sido ellos los que, en su hostilidad al catolicismo, dieron lugar a que se produjera la desaparición de Polonia”.35 Así, pues, por los siglos XIV, XV, XVI y XVII, a medida que la Teocracia se veía asaltada por nuevos enemigos, iban saltando del averno los demonios, no ya como bufones, con la sonriente y traviesa picardía de antes, sino con la más temible de sus perfidias y las más terrorífica de sus actitudes. La demencia senil del teócrata ve demonios en todas partes. Cuando las grandes herejías del Renacimiento, la Iglesia se alarma contra los endemoniados, los brujos y los hechiceros; se siente amenazada e insegura y entonces los declara reos de lesa majestad divina, tanto o más peligrosos que los reos de lesa majestad regia y a una y otros los castiga con igual rigor positivo y mundano y mediante procesos 35

Matías Mieses. Los heterodoxos como hechiceros. Judaica. Buenos Aires, enero de 1941. año IX. No. 91, p. 40.

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igualmente extraordinarios por jueces que en la tierra pretenderán anticiparse a la justicia de Dios. Al ir cayendo la Edad Media, las herejías, las místicas y las convulsiones sociales ponen en peligro el poder social del clero; hay que acudir a las más enérgicas reacciones. El eclesiástico se une estrechamente al rey contra los amenazadores enemigos de su poderío, y toda la autoridad se concentrará en el absolutismo combinado de la Iglesia y del rey. Astucia y fuerza. Hay que acabar con la democracia creciente. Hay que ir debilitando las Cortes y sus estamentos hasta destruirlos. Hay que dominar a los nobles díscolos y guerreros, que ya no tienen tierras de infieles que conquistar; hay que acabar, no sólo con los herejes sino con la brujería judaica, que tiene en sus manos el comercio intelectual, contra la banca papista; hay que supeditar a la burguesía cristiana y comunera de las ciudades, que se yergue y reclama derechos; hay que destruir a los moriscos, que son los dueños de la agricultura; hay que suprimir las disidencias, las indisciplinas y los libros y las escuelas que las provoquen. Entonces se acude al terrorismo civil, militar y religioso. Todo un sistema de crueles penas, así las terrenales como las eternas, se moviliza contra los rebeldes. Reyes, clérigos, soldados y verdugos trabajan de consuno en acrecentar el “santo temor de Dios”, con el temor de las brutalidades. Movidos por el sistemático y acrecido terrorismo religioso, se reforman viejas instituciones para más ejercitarlo; se crean nuevos órganos para apresar las conciencias; se exaltan todas las peripecias místicas que, demostrando la presencia activa de lo sobrenatural, dan a la clerecía una más eficaz intervención en la vida cotidiana y un nuevo prestigio a su autoridad, administradora de los terrores espirituales, así para desatarlos como para eludirlos. Para eso en España se reaviva, fortalece y nacionaliza la Santa Inquisición, que expulsa, persigue y mata herejes, judíos y moriscos y exalta la creencia en los demonios, en las brujas y en los hechiceros. La misma que luego condenará a los contrabandistas del monopolio del fisco y a los liberales, contrabandistas del monopolio eclesiástico, y contradictores de los enriquecimientos y privilegios parasitarios del clero. Las creencias y sugestiones se exaltan y la clerecía aumenta su número, su parasitismo y su agresividad. La civilización europea, al aproximarse entonces a la era del progreso científico, entra en la época de más cruel terrorismo contra el pensamiento que se rebela y quiere independizarse. Cuando en la alborada del siglo XVI comenzó a difundirse el uso de la desedificante imprenta por el 84

mundo católico, el “desedificante” papa Alejandro VI estableció la previa censura clerical para todo impreso. Por su bula Inter Multiplices, dicho papa conminó bajo penas pecuniarias y de excomunión late sententias a los impresores para que no imprimieran libros, tratados ni cualquier otra clase de escritos, sin la previa licencia de la respectiva autoridad episcopal. Dicha censura previa se estableció expresamente para evitar la impresión de cosas “contrarias a la fe ortodoxa, impías o que contuvieran escándalo”; pero todo libro o escrito antes de ser impreso, cualquiera que fuese su índole tenía que ser sometido a censura y sin distinguir quién fuese su autor, aunque este fuese un judío. La licencia previa no era, pues, necesaria solamente para los libros referentes “al dogma y a la moral” sino inequívocamente para todos los libros, tractatus, aut scripturas qualescumque imprimere aut imprimir facere quoquo modo presumant”, sin distinción alguna. Por ejemplo, un libro de ajedrez, de agricultura o de cetrería, debía ser sometido a la censura previa por su impresor, para que los censores autorizaran su impresión si en su texto no hablaban nada que fuese heterodoxo, impío o motivo de escándalo. Entonces la censura previa fue, como hoy pudiera decirse, totalitaria. El papa Alejandro VI se extendió hasta exigir que los obispos hicieran examinar los libros que impresores ya hubiesen publicado con anterioridad y que echaran al fuego todos los que creyeran perniciosos. La censura previa, que Alejandro VI estableció para los electorados arzobispales de Colonia, Tréveris, Maguncia y Magdeburgo, pronto se extendió por el orbe católico. Los Reyes Católicos la establecieron el año 1502 en sus reinos, y el papa León X en 1515 la llevó a toda la cristiandad. Aún eso no basta. El siglo XVI sufre una guerra de pueblos, reyes y religiones. El terrorismo sanguinario de la Inquisición es insuficiente. Cunden las herejías, se difunde más la imprenta, se multiplican los libros, el saber se emancipa de los conventos, los textos sagrados ya están a la vista de todos, los jurisconsultos se valen del renacimiento romanista para regatearle potestades a la Iglesia, los reyes se aferran a sus regalías y patronatos y se irrogan intervenciones en el fisco y en los nombramientos eclesiásticos. Unos monarcas se emancipan de la Iglesia como protestantes; otros muy católicos y sin protestar, saquean a Roma, prenden al papa y lo amenazan con más saqueos y con cismas..... La clerecía está corrompida y clamando por su reforma. El papado cae en manos de pontífices indignos y llenos de oprobio. Las conciencias van perdiendo la fe y la sumisión a la autoridad eclesiástica. 85

La obra terrorista de la Santa Inquisición se completará con la de la Compañía de Jesús. Los compañeros de Loyola no serán inquisidores, pero darán a la Inquisición los manuales más espantosos y detallados para la eficacia de su ministerio. Y si no entrarán en aquellos tribunales, constituirán su policía más cautelosa, activa y sagaz, contribuyendo al terrorismo de nervios que acongoja aquellos siglos. Ellos participarán de la mística visionaria con su fundador y con algún otro de sus compañeros de aquel siglo. También Ignacio de Loyola y los suyos tendrán entrevistas con seres celestiales y con demonios, y, como los inquisidores, avivarán las experiencias del sobrenaturalismo y extenderán sus aplicaciones políticas. Cuando se persigue al brujo es sólo a éste a quien se quiere exterminar por sus crímenes; pero no negar la brujería. Los inquisidores que combaten a los endemoniados y a los brujos son los mismos que persiguen también a los incrédulos que se atrevan a dudar de la existencia de aquello. Las brujas confesas y quienes niegan su realidad van juntos a las mazmorras del Santo Oficio como reos de un mismo crimen contra la fe, como culpables de una misma herejía. Los jesuitas, por medio de voluminosos, eruditos y fantásticos tratados de demonología como los de los P.P. Martín del Río, Santalla y otros varios, fortalecerán las doctrinas eclesiásticas para sostener la credulidad popular en demonios, posesos, brujas, hechiceros y magos, alcanzando los extremos más bárbaros y grotescos, jamás logrados desde los días de Babilonia. Los jesuitas serán muy enérgicos para combatir a los demonios donde ellos los ven; pero, al mismo tiempo, mediante la práctica de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola y otras enseñanzas, realzarán el entonces decadente prestigio de los diablos, donde ellos dicen que están. Para esto atizarán las fogatas del infierno con nuevos resplandores de modo que en las sugestiones ilusas todos los sentidos experimenten sus horribles amenazas como realidades aterradoras para toda personalidad díscola y apartada de la grey. La canonización de Santa Teresa y la beatificación de San Pedro de Alcántara en 1622 que consagraron hasta la santidad el misticismo, produjeron un mayor incremento de las místicas exaltaciones así por la ortodoxia eclesiástica como por las desviaciones heréticas. La misma Reforma, que significó un progreso peligroso en varios sentidos, también acrecentó por su parte la fe en los demonios y brujas. En esos siglos toda España vivió en trato continuo con los entes sobrenaturales y 86

esotéricos. Dioses, santos, ángeles, demonios, brujas, hechiceros, energúmenos, fantasmas, estantiguas, espectros y duendes acompañaban a los mortales en sus peripecias cotidianas. Se vivía en continua magia, con la cabeza a menudo fuera de este mundo y buscando en otro los alientos de la sobrenaturalidad, como hacen los careyes de nuestros mares que han de salir del agua y respirar aire en lo alto para poder vivir. Se vivía entre nubes de teología, en esa actitud perennemente poética y simbolista de los pueblos primitivos que Levy-Bruhl con error llamó prelógica. “Todo español era teólogo entonces”, decía Menéndez y Pelayo; y por teólogo era también poeta y demonólogo y tenía a los diablos y a los arcángeles, y a las hadas, como personajes siempre presentes, aunque invisibles en la vida cotidiana y actuantes en ella para dicha o para daño y perdición de los mortales. Todos eran teólogos, todos eran poetas, todos eran neuróticos. También aquí pudiera decirse, como en el refrán, que “tras de la cruz está el diablo”; cuando el fervor religioso se exalta, siempre se dan, como un reverso contra un anverso, los dos aspectos, favorable y desfavorable, en la experiencia de la sacralidad. En la mística española hubo sublimaciones del amor a lo santo y relajaciones de sacra picaresca, así como la zarabanda, la chacona y otros sones mulatos llevados de las Indias se cantaron y bailaron a lo hampesco y a lo divino. Particularmente entre las mujeres, y aun en los conventos de monjas, los éxtasis, las revelaciones y demás ataques de misticismo angelical, diabólico o ninfomaníaco eran episodios frecuentes que por contagio psíquico se multiplicaban en epidemias. Y las trapacerías simuladoras de los misticones frailunos y monjiles, inspiradas por la lubricidad o por la petulancia, aumentaban más la creencia en las potencias ultramundanas y en su constante, directa y personal intervención en las cosas de esta tierra. Ese ambiente de honda crisis social, de exaltación teológica y de obstinado terrorismo eclesiástico fue el más propicio para los demonios y las brujas. Había una neurosis general y en ella podían plasmarse fácilmente las sugestiones. Al fin, el endemoniamiento y la brujería son fenómenos sociales tanto como individuales. Y en el ambiente social hallan su origen y sus medios de existir. Los eclesiásticos reconocían cinco causas del endemoniamiento: 1) por entrega del infeliz energúmeno al diablo hecho desde la infancia por sus padres o sus vecinos, como si fuese la venta de un niño para ser esclavo espiritual; 2) por castigo providencial de los pecados propios; 3) 87

por castigo común del pecado original; 4) para prueba de los pecadores; 5) para demostración de la potencia divina y de sus instituciones. Las mismas causas podían alegarse para las apariciones de dichos entes sobrenaturales, que en rigor no eran sino una manifestación del mismo complejo fenómeno que ocasionaba la posesión del energúmeno. Unos sentían el demonio dentro de sí, otros lo veían fuera de sí; pero en uno y otro caso se trataba de una misma y fundamental neurosis. También podía decirse algo análogo de los orígenes de los arrobamientos místicos y de las alucinaciones o apariciones de seres celestiales. A veces procedían para castigo de los pecadores y en otras para su espiritual edificación y mayor gloria de Cristo y de su Iglesia. Tan complejos y desconcertantes han sido siempre estos fenómenos que los teólogos convenían que no pocas de esas apariciones de Cristo, de la Virgen y de algunos santos eran artilugio de Lucifer para engañar y perder a los clérigos, devotos pero fatuos y tentados de vanidad. Lo aclaraba bien, con ejemplos históricos, el P. Ribadeneira: Un santo de los Padres antiguos, apareciéndole el demonio en figura de Cristo, y diciéndole que venía para que le viese y adorase, respondió “Mirad a quien os envían; que yo no merezco ver en esta vida a Jesucristo.” Y con esta humildad desapareció el demonio.36 Otro Santo Padre, en otra semejante visión, cerró los ojos y dijo:37 “No quiero yo ver a Cristo en esta vida; plegue a Él que le merezca ver en la otra.” Y con esto quedó el demonio burlado. El glorioso San Martín, apareciéndole el demonio en figura de Cristo, conoció que era Satanás, porque venía con mucho aparato, y no con modestia y humildad, que como lo he dicho, es el peso verdadero de esta moneda, y señal de ser obra de Dios, el cual ama y se comunica a los humildes;38 que la soberbia, como dice San Agustín, merece ser engañada.39 Razones son éstas, de índole teológica, que dejamos al criterio del lector, prefiriendo apuntarle aquí otras causas de los endemoniamientos y trances místicos que son de orden más positivo.

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In vitis patrum., p.2. Paladio en la Hist. de los Santos Padres. 38 Sulpicio, en la Vida de San Martín. 39 Pedro de Ribadeneira. Tratado de la tribulación. Madrid, 1911, p. 277. 37

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III

Sumario. Los demonios prefieren a las mujeres.- Los santos también.Energúmenos y brujas son tipos de sociedad. El sexo fue la obsesión de la Iglesia. Teología misógina. La suciedad del cuerpo es la pulcritud del alma.- Crueldad con las madres.- Bautizos con jeringa.

Pasemos a tratar los fenómenos más característicos del demonismo. Comencemos por el energúmeno y sigamos luego por la bruja. Ambos son tipos de sociedad hijos del trato entre los seres humanos y los demonios. El endemoniamiento es un fenómeno bilateral, aun prescindiendo del demonio; puede decirse, como de todo acto religioso, que es esencialmente social. Para la bajada del espíritu han de coincidir la autosugestión propia con la sugestión externa movida por un estímulo colectivo. Este fenómeno se observa bien en los bembés y demás toques rituales de la santería afrocubana.1 La “bajada del santo”, equivalente al endemoniamiento de los católicos, no ocurre en la soledad individual sino en la comunión de los creyentes en los sacros ritos. Otra parte, el exorcismo, o sea, el cese de la posesión por artificio ritual, es un acto de posesión al revés, es una sugestión negativa, una “desposesión”, la cual requiere iguales requisitos generativos que los del mismo accidente que se quiere destruir; y por eso es también un fenómeno esencialmente bilateral, de una receptividad por parte del poseso sugestionable y de una autoridad impresiva proveniente de un sugestionador individual o colectivo. Por ese germen social de las posesiones diabólicas, en ellas hay poco de personalísimo y singular; todas ellas son análogas y casi iguales. Los tratadistas comprueban la gran uniformidad de todas ellas como si fue1

(Sobre la interpretación que Fernando Ortiz le confiere al término santería afrocubana, se pueden consultar su libro Los negros brujos(1906) y el artículo “Brujeros o santeros”, publicado en la revista Estudios Afrocubanos. La Habana, Vol. III, No 1-4, 1939.)

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ran imitaciones unas de otras. Su lectura es cansada por la monotonía de sus episodios y detalles, tomados de ese común yacimiento folklórico y social fijado por la conciencia religiosa. Por eso, también, el endemoniamiento es contagioso, se basa en la firme creencia del carácter diabólico de la posesión por parte de los circunstantes y en los estrechos nexos sociales que unen a éstos en una misma conciencia colectiva y en igual sugestionabilidad imitativa por unos mismos móviles. La creencia en los demonios y en el posible trato con ellos ha sido general y no meramente reducida al vulgo ignorante. Los pactos con el diablo fueron creídos y practicados con fe por altos personajes de los siglos pretéritos. Pero los endemoniamientos fueron, por lo general, cosa de gente vulgarota. Los vocablos energúmeno, bruto e imbécil aún conservan cierta sinonimia. Los posesos son siempre gentes incultas; también solían serlo los exorcistas. Ya Orígenes lo advertía en los exorcismos de los primeros tiempos cristianos. Muchos siglos después, el P. Feijoo en su Teatro Crítico escribirá: “Rarísima vez se ve (yo nunca lo vi), que algún sujeto, ni regular ni secular, de aquellos que son venerados en los pueblos por su virtud y doctrina, se apliquen habitualmente a exorcizar; ¿de qué depende esto?... ¿No ejercerán con más acierto este sagrado ministerio unos hombres que juntan a una conocida virtud, una sobresaliente doctrina, que unos presbíteros e idiotas cuya librería se compone únicamente de Lárraga y de dos o tres libros de exorcismos?”En los mismos teólogos que son autoridades en exorcismos, todo su artificio y erudición, aun cuando se les quiera calificar de sabios, no son sino encubrimiento literario, y en cierto sentido poético, de una rica ingenuidad, inculta, y en los niveles filosóficos de la mitología bárbara. Los trances místicos, así los endemoniamientos como los arrobos celestiales, fueron siempre más abundantes entre las mujeres que entre los hombres. Por cada hombre endemoniado hay cien mujeres posesas de los demonios,2 decía el P. Feijoo en el siglo XVIII. Y esto tenía que intrigar a los teólogos. La preferencia de los númenes buenos y malos por las mujeres necesitaba una explicación. Fray Bartolomé de las Casas trató de dar un resumen de las causas que atraían los demonios a las mujeres, en su Apologética Historia de las Indias: “Y porque para matar niños no se pueden así los hombres amañar como las mujeres, mayormente parteras, por eso siempre los 2

P. Feijoo. Teatro Crítico.

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demonios acometen y engañan más por la mayor parte a la mujer que a los hombres, y así mayor número suele haber siempre de magas y hechiceras que de hombres, y ésta es una causa de muchas, y añádense más; la segunda porque se atreven los demonios a inficionar con estas supersticiones más las mujeres que los hombres es porque son más fáciles de creer, lo cual procuran y quieren mucho los demonios, porque creyéndoles sus falacias tienen hecho su juego. Esto parece en la tentación y engaño que hizo a Eva, que por creer fácilmente, se perdió. La tercera es porque por la flaqueza de su complixión son las mujeres más fáciles de recibir las impresiones de los espíritus malignos, haciéndoles entender que son divinas inspiraciones y revelaciones. La cuarta, porque más que los hombres son amigas y más curiosas de saber las cosas por venir. La quinta, porque más fácilmente que los hombres suelen soltar las lenguas y no guardar secreto, sino comunicar con sus amigas y vecinas las cosas nuevas, y para corromper a otras con las supersticiones que usan, más prestas, y esto es lo que los demonios mucho quieren.”3 Advertía el P. Feijoo que “en el evangelio hay más hombres endemoniados, ahora, hay más mujeres con los demonios en el cuerpo”.4 Feijoo trataba de explicarlo diciendo que aquellos posesos eran verdaderos y los del siglo XVIII no. Por esta vía de la falsedad, las posesiones sobrenaturales auténticas quedaban reducidas a un número exiguo; y, además, por la misma razón de la falsía se podía explicar su preponderancia entre las mujeres. Las escenas místicas no eran verdaderas; si se observan más en las mujeres es porque en éstas es más fácil el fingimiento por malicia y por ilusión. Un moderno profesor de teología moral trata de dar una explicación más aceptable. “¿No es extraño que casi todo esto suceda con mujeres?” escribe el P. José Mach.5 El teólogo acude a los factores femeninos. A la mayor malignidad, primero, que el jesuita atribuye a las mujeres. Este padre se apoya nada menos que en la Biblia: “¡Ah! nos dice el Sabio: Brevis omnis malitia super malitiam mulieris,6 toda malicia y perversidad es pequeña en comparación de la 3

Fray Bartolomé de las Casas. Apologética Historia de las Indias. Cap. XC, p.235. P. Feijoo. Ob. cit. 5 P. Mach . Tesoro del Sacerdote. Barcelona, 1863, p. 644. 6 Eccl, XXV, 26. 4

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perversidad de la mujer. ¡Ay! es tanta, que al mismo Salomón pervirtieron a pesar de su portentosa sabiduría.” La mujer es instrumentum diabolí, había dicho ya San Pablo. Y también San Cipriano. Tertuliano pensó que las mujeres debían ir siempre de luto y con cenizas en la cabeza, con lágrimas de remordimiento para hacernos olvidar su maldad en el destino del hombre. “Mujer, tú eres la puerta del Infierno”, decía aquel teólogo misógino. La mujer fue representada como la madre de todos los males humanos. Debía avergonzarse de ser mujer. Debía vivir en continua penitencia, por las maldiciones que había desencadenado sobre el mundo. Debía avergonzarse de su vestido, que recordaba su caída. Debía especialmente avergonzarse de su belleza, por ser el más potente instrumento del demonio. La belleza física fue desde luego el perpetuo tema de las denuncias eclesiásticas, aunque se hizo una singular excepción; pues se ha observado que en la Edad Media la belleza personal de los obispos fue puesta en evidencia en sus tumbas. Se llegó hasta a prohibir, por un Concilio del siglo VI, que las mujeres, por su impureza, recibieran la Eucaristía en sus manos desnudas. Fue continuamente mantenida su posición subordinada.”7 Muchos siglos después, un poeta, Sully-Prudhomme,8 creyó que las trigueñas eran creación del diablo y las rubias de Dios; pero estaba equivocado. No hay excepciones. El P. Mach es bastante explícito; “¿Y cuántas han simulado no solo lágrimas y tristezas, sino males, accidentes, desmayos, vejaciones y golpes del demonio, hasta suponer que éste despedaza su cuerpo, y presentar la carne que fingían haberlas arrancado el enemigo, sólo por el gusto de que un sacerdote se ocupase de ellas, las consolase, aliviase, y acariciase en sus mentidas tribulaciones y trabajos? ¿Y una vez concebido el diabólico proyecto de precipitar a un sacerdote en el pecado, qué no imaginan?, ¿qué no hacen? Y a veces no por gusto que encuentren en pecar, sino por poderse gloriar de haber hecho caer a un ministro del Señor en el pecado.” El P. Mach no está sólo en tener mala opinión de las mujeres; aún parece constante en los confesores modernos ese criterio despectivo de lo cual podrían advertirse numerosos testimonios. Baste uno más, el del P. Alejandro Ciollí,9 muy conocido en los seminarios de lengua hispánica 7

Lecky. Ob. cit. T. II, p. 238. Sully-Prudhomme. Les Filles du Diable-1866. 9 P. Alejandro Ciollí. Directorio práctico del confeso. Barcelona, 1913, p. 160. 8

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por su Directorio práctico del confesor, aumentado por el jesuita P. Jaime Pons. Dice así: “muchas de las contingencias espirituales son obra... del demonio... para engañar las almas y llevarlas a la perdición.” “Esto”, añade aquel autor, “sucede especialmente a las mujeres, ya por su sensibilidad excesiva, ya por la vanidad que les es propia, ya por su ligereza natural, más accesible al engaño.”10 “Algunos exagerados, añade ese texto, pretenden que “hayan de rechazarse como falsas y engañosas toda clase de revelaciones de mujeres”, pero basta recomendar, “solamente que el director sea muy cauto y proceda con mucha circunspección en examinarlas.” Según el moralista: “.....menos (debe) darse crédito fácilmente a las revelaciones de mujeres, cuyo sexo, cuanto es más débil, es más fácil de sufrir engaño. Sin hablar de las hipócritas y maliciosas, que por atraerse la estimación y el afecto de su director le van contando lo que quizás ni han soñado, hay que advertir que muchas de ellas son ardientes en sus deseos, de viva imaginación; por lo que parece ver y oír lo que desean, y sueñan con los ojos abiertos”.11 Este argumento da la mayor tendencia imaginativa de la mujer, ya las mismas monjas lo alegaban. La doctora carmelitana SANTA TERESA DE JESÚS al referir varios casos de monjas ilusas escribía: “TÉNGASE AVISO que la flaqueza natural es muy flaca, especial en las mujeres; y en este camino de oración se muestra más; y así es menester no pensemos luego es cosa de visión. Adonde hay algo de melancolía, es menester mucho más aviso; porque cosas han venido a mí de estos antojos que me han espantado: ¿cómo es posible que tan verdaderamente lo parezca que ven lo que no ven?”12 La V.M. Catalina de Jesús, que se decía inspirada por Santa Teresa, quien para eso bajó del cielo según cuenta el P. José Mach,13 le reprobó al provincial de su orden P. Jerónimo Gracián, su afanosa búsqueda de visiones y revelaciones en las monjas: “Que no se escriba cosa, dice, que sea revelación ni se haga caso; porque “aunque es cierto que muchas son verdaderas, pero se sabe también que muchas son mentiras”, y es cosa muy peligrosa por muchas razones. La primera, que cuando más tenemos de este modo, 10

Ob. cit., p. 349. Ob. cit., p. 360. 12 Curiosidades de Mística parda. Madrid 1897, p. 45. 13 P. José Mach. Tesoro del Sacerdote. Barcelona 1863, p.646. 11

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más nos desviamos de la fe, cuya luz es más cierta que cuantas revelaciones hay. La segunda, que los hombres son muy amigos de esta manera de espíritu, y fácilmente santifican el alma que lo tiene, y es negar el orden establecido de Dios para la justificación del alma, el cual es por medio de las virtudes y cumplimiento de su ley y mandamientos. Dice que V.P. (es siempre la V. Catalina que habla por orden de Santa Teresa) procure mucho quitar esto en cuanto pueda, porque importa mucho; y que nosotras las mujeres por la mayor parte somos más fáciles en dejarnos guiar de la imaginación, y faltándonos por otra parte la prudencia y las letras de los hombres con que arreglarnos, es mucho mayor el peligro”. Con esto decía la santa: “Vuestra paternidad va destruyendo el espíritu de sus monjas, creyendo ayudarlas por vía de revelaciones, y es menester, aunque hay algunas que las tienen muy ciertas y verdaderas, que no se haga caso como de cosas no muy útiles, que tal vez salen más nocivas que provechosas.”14 Desde antaño los teólogos se dieron cuenta de esa atracción que ejercían las mujeres en los espíritus del otro mundo, aun en los más santos. Algunos teólogos antiguos como Clemente de Alejandría y Cipriano, sabían que los ángeles expulsados del cielo habían merecido el exilio por haber querido fornicar con las hijas de los hombres. No en balde San Pablo exige que las mujeres lleven en la iglesia puesto un velo que cubra sus caras, para que “los ángeles” no puedan ser tentados a pecar por la belleza femenina.15 Análogamente pensaba Tertuliano en De Virginibus velandis.16 Hasta a Santo Tomás de Aquino se le atribuyó esa opinión por los autores del Malleus Maleficarum; pero fue un error. Ellos sí la sostuvieron. Aun hoy día las mujeres han de ir a los templos católicos con sus cabezas cubiertas, ya que no veladas, como supervivencia de aquel piropo apostólico que a todas ellas, bellas o no y con igualitaria galantería, las declaraba capaces de hacer pecar a los mismos ángeles del cielo. Es probablemente por este motivo que en el cielo nunca habrá mujeres. El día de la resurrección eterna las mujeres resucitarán sin sexo, según fue descubierto por el santo padre San Hilarión.17 Y también lo 14

( Ortiz no señala la fuente.) 1 Corintios. XI. 10. 16 (Ortiz toma la cita de M. Rudwin, diabolista norteamericano, del libro: The devil in legend and literature. Chicago, 1931.) 17 Comentarius in Mathoeum. XXIII, 4. En el P. Migne. Patrologiae Cursus. IX 1045, seg. 15

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asegura San Basilio.18 Así, pues, del cielo no solamente están desterradas las bellas huríes, que contribuirán a las delicias de los creyentes de Alá en la otra vida como en un harén supremo y eterno, sino que en el recinto celestial de los católicos no podrá entrar ni una sola mujer, ni aun las vírgenes, sin antes desfeminizarse, dejando afuera sus entrañas y las formas Muliebres de su carne, las cuales no resucitarán el día del juicio final, pues ya están condenadas a desaparecer eternamente no obstante ser las más bellas y adorables obras de Dios. La explicación de la preferencia que tienen los entes sobrenaturales por los cuerpos de las mujeres en vez de los masculinos, se busca hoy día no en sutilezas picarescas de heterosexualidad, dada la antropomorfización varonil que suelen tener los demonios y hasta los ángeles que son como donceles, ni en prejuicios antifemeninos con asomos bíblicos ni folklóricos. La ciencia acude a los datos de la fisiología femenil para tal explicación; pero ahora no hemos de entretenernos en ella. El sentido psicótico y libidinoso de muchas de esas desviaciones místicas de la mente hacia la sobrenaturalidad, no era entonces percibido. Es en estos tiempos cuando las investigaciones de la psicología van penetrando en esas nebulosidades sexológicas. Entre los caracteres psíquicos de la mujer parece señalarse una mayor sugestionabilidad, derivada de sus peculiares condiciones emotivas. Pero también hay que tener en cuenta las causas históricas y eclesiásticas de esas aberraciones neuróticas de carácter sexual. El sacerdocio cristiano se caracterizó desde sus orígenes por una enemiga contra toda sexualidad, como reacción contra el sensualismo de las sociedades convulsas que constituían el imperio en su decadencia. No quiere esto decir que el cristianismo fuese la primera religión que enfrentara el sexo, como dice y repite la vulgar apologética. El primitivo cristianismo trató de llevar al mundo grecorromano la tradición antisensual del budismo.19 Sexualidad y religión han ido siempre juntas; amigas o enemigas, pero inseparables. El sexo ha sido siempre misterioso; las religiones o lo han evitado con temor o lo han servido con fervor, en todo caso considerándolo como una mágica y sobrenatural potencia. Los etnógrafos han documentado ampliamente la religiosidad del sexo.20 18

Homilia in Psalmum CXIV. 5. En Migne Ser Graeca. XXIX. 492. Westermark. The Origin and Development of Moral Ideas, Londres, T. II, p. 409. 20 Véase, por ejemplos, J.G. Frazer. Raeder the Beautiful, p.95, ob. y A.E. Crawley. Mystic Ros e, p.214. 19

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Las emociones sexuales han sido rivales de las emociones religiosas. El espíritu ha sentido celos de la carne, y el sacerdocio desde las religiones aborígenes ha solido ver en las vinculaciones familiares trabas y estorbos sociales para su poderío sobrenatural. El sacerdote como el rey necesita que sus agresiones sexuales queden fuera de las normas usuales. Los tabúes sexuales, abundantes y rígidos, la consagrada virginidad de las sacerdotisas, el aparente afeminamiento de los sacerdotes con ostensibles vestiduras mujeriles, la real asexuación de los servidores del templo hasta la castración ritual como los devotos del culto de Attis, las enclaustraciones de fieles con votos de castidad, así como otras prácticas de inhibiciones sexuales, fueron frecuentes en las religiones precristianas. Con el cristianismo esas sexofobias religiosas no terminaron y en ciertos tiempos se llegó a muy absurdas desviaciones de la normalidad fisiológica. Según los autores de Malleus Maleficarum, apoyándose en Sto. Tomás, los diablos operan con más frecuencia en relación con los pecados venéreos porque fue por medio de la procreación que la corrupción del pecado original ha sido trasmitida a nosotros. Quizás por esa lujuria operante de los demonios “El sexo fue la obsesión de la Iglesia”, según dijo Hamelock Ellis.21 Para suprimir los pecados no bastaban las represiones penitenciales; había que evitar las tentaciones, que suprimir los anhelos. Así la ética conducta era derivada hacia las consecuencias más degenerativas y antisociales. Vida sin pecados era vida sin deseos. O lo que es igual, vida inhumana. El placer y el dolor fueron criterios de moralidad, como si los actos humanos fuesen buenos o malos, perfectos o imperfectos, por el placer o el dolor que los acompañan y no por razón de su objeto, fin y circunstancias. La función biológica del placer y del dolor fue totalmente ignorada; mejor aún, negada y pervertida. El deseo placentero que la naturaleza puso en la vida como estímulo fue atribuido a la malicia del demonio, y el dolor, que es y debe ser alarma defensiva contra el mal, no era evitado, antes al contrario, visto como un bien supremo que se buscaba porque en sufrir había un bien. Ante los males más aflictivos, la resignación, porque Dios la enviaba para punirnos si éramos malos o para purificarnos y ponernos a prueba como sus elegidos; ante los placeres más naturales y necesarios, la abstinencia, porque aquéllos eran 21

Sex. in Relation to Society. Studies in The Psychology of Sex. Philadelphia-1910.

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tentaciones arteras del demonio para perdernos por la sensualidad. Para la moral dogmática más valía que se hundiera el mundo que transigir con un placer que era pecado. Esa teodicea rígida y absolutista, aunque absurda y utópica, influía en las directrices de la conducta. Esa moral deshumanizada de idealidades incorpóreas y utópicas llevaba a la vida anacorética y ascética, era realmente tan infecunda y contra natura como la sodomía. También llevaba a la mística estática y contemplativa y sobre todo a multitud de otras desviaciones e insanias. Porque, siendo realmente una moral deshumanizada, hecha inhumana por forzado apartamiento de las elementales esencias de la humana naturaleza, ponía al infeliz mortal en constante posición de guerra no solo contra el enemigo interno que era la carne, sino contra los externos, que eran los demonios y el mundo; lucha inacabable, tensión nerviosa incesante y perenne desajuste; en trance a la locura, y, al fin, en caída al libertinaje. Y así fue. La humanidad occidental, en el apogeo de ese régimen de moral. Sexofobia fue a la vez caracterizada por sus ideales ascéticos, sus demencias visionarias y sus desenfrenos lascivos. El sexo, la carne, ha sido el enemigo del alma más perseguido teóricamente por la clerecía celibatana motivando en las costumbres, sin excluir las del clero mismo, las más disgénicas aberraciones so pretexto de castidad, pudor y religión. Si los eclesiásticos envenenaron a Eros según el decir de Nietzsche, y lo quisieron degenerar en vicio, el dios erótico cobró venganza. De ellos huyó el amor; los clérigos no pudieron amar noblemente, con plenitud de hombría y sin bochorno. A fuerza de querer inhumanizar en ellos el amor para hacerlo sólo divino, a veces consiguieron torturar y adormecer lo humano, pero siempre les quedó la bestia con sus excreciones lascivas. Y con la bestia, el demonio. La opresión católica del sexo, por su inevitable secuela de anomalías, resistencias, ansiedades e inhibiciones, debe de haber precipitado más almas en los infiernos que las conquistadas por los demonios mediante las tentaciones libertinas. Dicho sea con reservas, pues no podemos contar con la documentación de una fehaciente estadística infernal. En su reacción contra la sensualidad pagana y la concupiscencia carnal, los antiguos cristianos adoptaron los criterios que ya había propagado el budismo para combatirla. De la religión de Sakia Muni pasaron a los núcleos cristianos la admiración por la virginidad, por el ascetismo, por las mortificaciones, los ayunos, los anacoretas, los estilitas, amén de sendos dogmas y ritualismos. En su fiera austeridad, los prime97

ros cristianos abominaron de la admiración y del cuidado del cuerpo; llegaron a establecer una devoción a la suciedad personal. Le procuraba purificar el alma sumergiéndole en los éxtasis, refregándola y puliéndole con las oraciones, y apartándole del mundo y de la carne por el miedo a los demonios; pero se abandonaba el cuerpo a la más repugnante porquería. Había que mortificarla, ¿por qué? Había que debilitarla, ¿por qué? Había que abandonarla, sucia y sin cuidados, ¿por qué? Había que no mirarla siquiera, ¿por qué? Por el sexo. La carne era la tentación y la fuente del pecado. La actitud de la Edad Media en cuanto a la suciedad del cuerpo humano fue una manera de enfermedad mental.22 Ningún pueblo salvaje llegó a la hediondez de las naciones cristianas. La asquerosidad era un deber religioso y fue casi un goce. Por religión se bebía el pus de un leproso, y se lamían las llagas de un pobre; pero no se lavaba el cuerpo de ningún cristiano. “Desde el advenimiento del cristianismo el cuidado de la piel y su higiene jamás han logrado la misma indiscutible y general boga que tuvieron entre los romanos. La Iglesia mató los baños.”23 Tampoco se logró en los pueblos dominados por la clerecía católica la higiene de los pueblos semitas, que llevaron la civilización árabe a España y con ella su ciencia y las supervivencias de la cultura clásica que no habían sido sumergidas por el fanatismo. Los santos más admirados eran de una asquerosa suciedad. El apóstol Santiago jamás se cortó el cabello, ni se afeitó, ni en toda su vida tomó siquiera un baño, según refiere Eusebio en su Historia Eclesiástica.24 San Simón Estilita, uno de los faquires cristianizados, se pasó treinta años encaramado en un pilar, al aire libre, haciendo constantemente genuflexiones a Dios, exhalando un repugnante hedor de su cuerpo ulcerado y comido de gusanos, según se cuenta en Vitae Patrum y otras hagiografías. A su columna iban peregrinos que lo reputaban el mejor modelo de santidad. El anacoreta San Abraham vivió cincuenta años después de su conversión y desde entonces no se lavó los pies ni la cara; al morir, dice su biógrafo, “en su rostro reflejaba la pureza de su alma”.25 La bella Santa María Egipciaca, para purgar sus pecados y ganarse la santidad, vivió durante 22

F. Harrison. The Meaning of History. Londres, 1906, p. 248. H. Ellis. Studies in the Psychology of Sex. Philadelphia, 1905, p. 31. 24 Eusebio. Historia eclesiástica. II, p. 23. 25 Vitae Patrum. A.XVIII. 23

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cuarenta y siete años desnuda en el desierto y se empercudió tanto que al aparecerse, ya al fin de su vida, a un anacoreta, negra por la inmundicia de su cuerpo y con su cabellera blanca ondeando al viento, aquél la tomó por una encarnación del demonio. Así puede leerse en sus hagiografías de Vitae Patrum y de los padres bolandistas (abril, 1). La pintura eclesiástica jamás reprodujo en los templos la imagen de esta santa en ese nauseabundo estado de piadosa porquería, como un ejemplo inspirador de tan pestilente excelsitud, sino como una hermosa hembra al inicio de su arrepentimiento y penitencia cuando aún era Mariquita la gitana y se reflejaban en su cuerpo los atractivos de la lujuria. Esta hediondez santa no fue cosa tan sólo de eremitas y anacoretas. “Más de una santa se vanagloriaba de no haberse jamás lavado ni las manos” dice I. Michelet,26 añadiendo: “Y mucho menos se lavó lo demás. Un momento de desnudez habría sido un gran pecado... Esa sociedad sutil y refinada, que sacrifica el matrimonio a la santidad y aparece animada tan solo de poesía... teme toda purificación como una mancha. ¡Ni un baño durante mil años!”. En el convento donde profesó Santa Eufrasia, había 130 monjas, las cuales jamás se lavaron los pies y no sufrían cuando se les hablaba de un baño, pues lo consideraban una “magna abominación”.27 Se cuenta del jesuita Cardenal Bellarmino que acostumbraba dejar que los gusanos le picaran a su gusto, diciendo: “Nosotros tenemos un cielo que nos recompensa por nuestros sufrimientos, pero esas pobres criaturas no tienen más que los goces de la vida presente.”28 Santa Paula decía que “la pulcritud del cuerpo y de los vestidos significa la suciedad del alma”.29 La fetidez del cuerpo era una anticipación del “olor de santidad”. Esta costra de porquería se consideraba como una coraza de la virtud. Una tal Silvia, famosa virgen de 60 años, hoy diríamos “solterona”, teniendo su cuerpo lleno de fétidas úlceras se negó a lavarse parte alguna de su carne enferma, salvo los dedos de sus manos, por razón de sus principios religiosos.30 Una hermana de San Gregorio padecía de cáncer en un pecho, pero se negó a que un cirujano lo viera, defendiendo así, según ella, su santo pudor. Su castidad fue premiada con una cura 26

I. Michelet. La Sorcière. Vita S. Euphrae A.VI -Roseweyde- Cita de Lecky. 28 Bayle. Dict. philos., Art. Bellarmino. 29 S. Jerónimo. Epistolae. A.VIII, 20, Cita de Crawley. 30 Heraclisis Paradisus Roseweyde- A.XLII. Cita de Lecky. 27

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milagrosa, pero ¡cuántas infelices no morirían por su fanatismo sin el favor de un milagro terapéutico!31 Esta aberración es aún sostenida por teólogos modernos. Una mujer virgen, aun cuando está en el deber de cuidar de su salud, no está, sin embargo, obligada a tolerar ciertas operaciones de manos de un médico aunque su vida corra peligro, pues la virtud del pudor puede igualar y hasta superar el mal que se teme de la muerte. Así lo sostienen San Alfonso, Ma. de Ligorio y el P. Gury, entre otros.32 Lo primordial era salvar el alma para el cielo; la salud terrena era muy secundaria. Quien menospreciaba la cura de su alma, bien podía morirse como un perro. La medicina del cuerpo estaba en todo caso supeditada a la del espíritu. Todavía en el siglo XVIII, recordaba San Alfonso de Ligorio en su Hombre Apostólico33 cómo el papa Inocencio III mandó a los médicos que no se encargasen de la curación de ningún enfermo, sin que antes se confesara éste, y Pío V confirmó tal precepto, ordenando que el médico deje al enfermo al tercer día si no le consta de veras que ya se ha confesado. Así se explica la enorme mortandad de aquella época en la Europa devotísima; castigada por plagas, llena de lepra y de tiña, diezmada por la sífilis y por otros morbos letales. Entonces eran trances de gravísimo peligro ser niño y ser madre. Unos y otras, se decía, pagaban de ese modo fatal el precio de venir a esta vida, por la culpa original de los primeros padres, en el Edén. Nacer era como un pecado. También lo era parir. El nacimiento del ser humano no pudo ser considerado con más repugnancia que por Agustín de Hipona: inter faeces et urinam nascimur. Este obispo africano fue un libertino antes de meterse en teologías y no tuvo respetos para la plenitud maternal. Su madre Santa Mónica (por ser madre, no por santa) jamás había escrito esa escatológica evocación del parto. Jamás fue más cruel una civilización contra las madres que esa católica Edad Media por motivos de santo pudor. Se les hacía parir sin anestesia. Los dolores del alumbramiento eran bárbaramente interpretados como una maldición bíblica contra todas las mujeres. Su causa era el pecado de Eva, del cual no habían sido éstas redimidas ni por la pa31

Ceillier, Histoire des Auteurs Ecclésiastique. T. III, p. 523. -Cita de Lecky. P.J.P. Gury. Compendium Theologiae Moralis. León. 1850, no. 391, 4 y 6. 33 Libro III, N.182 y Lib. VI, no.664 apéndice al P. Lárraga -Ob. cit., p. 584. 32

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sión de Jesús, ni siquiera por los dolores de su madre santísima. En 1591 una alcurniada señora inglesa pidió y obtuvo de su comadrona un calmante para aliviar sus dolores en el alumbramiento de su hijo y, al saberse tal audacia, la partera fue procesada y quemada por bruja en Edimburgo. A las mujeres en “estado de buena esperanza”, como entonces se decía, se las asistía o abrumaba durante la gestación y el parto con amuletos; novenarios, misas, asperges y confesiones; pero se las dejaba sin higiene alguna, sin esas elementales precauciones de limpieza que practicaron siempre los pueblos salvajes y las civilizaciones precristianas. El aseo higiénico era pecaminoso; el mero tacto de las partes genitales del cuerpo era una abominación satánica. En los partos no intervenían sino comadres; los médicos, no, eran hombres. Cuando, ya en el Renacimiento del siglo XVI, las ricas parturientas en trance grave eran asistidas por expertos, éstos tenían que operar por el simple tacto, a oscuras o sin poder ver lo que hacían con sus manos y brazos cubiertos por una sábana, la cual a la vez tapaba el cuerpo de la paciente, para que una mirada de hombre hacia el sexo doliente no manchara la pureza maternal por tentación de Lucifer. Hoy día hay teólogos más humanizados que permiten las más íntimas manipulaciones de los expertos en el sexo femenino, no ya en el momento del parto doloroso o en peligro de muerte sino en el mismo acto del engendro para ayudar al hombre incapaz de hacerse padre; pero antaño la fecundidad no era virtud recomendable por el clero. No saben aún los teólogos desde cuándo debe comenzar el respeto a la vida del embrión humano por considerarlo ya dotado de alma y por tanto de entidad potencialmente celestiable; pero la personificación ontológica y religiosa del feto ocurría entonces antes de su nacimiento y había que atender al ente nonato, que antes de salir por el portal materno ya tenía su humanidad plenamente individuada. En ocasiones el embrión humano ya venía formado por la divinal providencia para grandes destinos. A San Bonito, obispo, cuando aún no había nacido, un iluminado sacerdote ya le pidió la bendición, diciéndole a su madre Siagría, “estando ella preñada de Bonito: No pienses que te he pedido a ti la bendición, porque siendo tú mujer y yo sacerdote, no es cosa decente; pero hela pedido al hijo que tienes en tus entrañas, que por revelación divina entiendo ha de ser un gran prelado.”34 Los teólogos de antaño 34

P. Ribadeneira. Ob. cit., T. I, p. 150.

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distinguían entre fetum animatum y fetum inanimatum; aquél era una persona, pero no lo era éste, puesto que a su carne ya formada le faltaba un alma racional, indispensable para la existencia de la persona humana. Esto tenía mucha importancia para la teología del aborto provocado. Si el embrión era ya “animado”, su abortación era un homicidio. Si el feto era “inanimado” entonces era un caso de orden meramente animal y podía discutirse la licitud de su aborto. Pero ¿cuándo debía entenderse que el feto era animado y cuándo no? Se decía por los teólogos que el feto masculino recibía su alma a los 40 días de la concepción y solamente a los 80 días, si el feto era de mujer. Cuando la boga de la moral laica y probabilista se propuso un criterio más amplio. Como observó Huber:35 Muchos jesuitas de los “viejos” enseñaban lo siguiente: 1°, “es lícito expulsar un feto antes de que sea animado, para evitar que el padre mate a su hija en cinta o para salvar su deshonra; 2°, es probable que todo feto, mientras se encuentra en el cuerpo de su madre, esté desprovisto de alma racional y que comience a poseerla solamente desde el instante de su nacimiento; por lo tanto, debe sostenerse que en ningún aborto se comete homicidio.36 Pero, no obstante ese loco criterio de algunos moralistas del jesuitismo, la tesis discriminatoria entre fetos animados e inanimados cayó pronto en descrédito, a virtud de los adelantos fisiológicos, y la teología estuvo por lo general a favor de reconocer que la “animación” del ser humano comienza en el instante mismo del engendro y sin distinción de sexos. Como consecuencia, el aborto era siempre un pecado mortal gravísimo, pues, tratándose en todo caso de un ser animado, el aborto resultaba no sólo un feticidio, el asesinato de una vida humana; era un asesinato de dos vidas, un crimen doble, pues a la muerte de un cuerpo seguía la de su alma eternamente perdida para la vida de la gracia; lanzada como era del mundo después de ya creada en lo humano y lo malo, pero sin haber aún nacido a lo santo por el crisma del bautismo. Claramente lo había establecido San Fulgencio, en su tratado De Fide.37 “Se cree, sin género alguno de duda, que no tan sólo los hombres ya en uso de razón, sino también los niños, lo mismo en el seno materno que si después de nacidos, siempre que mueran sin haber recibido el bautismo en nombre del Padre, del Hijo y del Espí35

La morale del jesuiti, p.410. P. Escobar, Ob. cit. probl. XXX, p.283 y probl. XI, p.276 - P.J: P.Moullet, Compendium theol. moral parte II, p.435- Citas de Huber. 37 En Migne. Ob. cit. LXV, 701. 36

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ritu Santo, son por siempre castigados con el eterno fuego, porque aun cuando no tengan pecado alguno cometido por ellos mismos, llevan consigo la condena del pecado original.” Así, pues, en todo caso existe para los católicos y sus sacerdotes la obligación de bautizar al embrión humano, aun cuando sea un momento después de ser concebido. Siendo el bautizo un requisito indispensable para ir al cielo, es un deber primordial facilitarle al feto y en su caso al niño recién nacido su ascensión a la gloria, en vez de abandonarlo a su biológica impotencia. ¿Que el engendro es un monstruo de dos cabezas? Se bautizarán las dos. ¿Que es una cabeza con dos cuerpos? Se bautizará en aquélla y en uno de éstos “por si acaso”, o sea, a condición. El sacramento lustral debe penetrar, si ello es necesario, hasta las mismas profundidades de la cripta materna. Si para bautizar al feto hay que hacerle, a la madre ya muerta, la operación cesárea, no se debe vacilar en ello; allí hay un alma que redimir. El deber es tan exigente que hasta el mismo párroco debe por sí sajar y abrir el vientre, si el hacerlo no fuere ocasión de escándalo y desprecio a la religión, en cuyo caso es preferible que se pierda el alma, inocente pero desgraciada, y que en el cielo haya un angelito menos.38 Esto no es pura teoría. No ha muchos años supimos de un caso ocurrido en Navarra, donde el cura, santa o profanamente, abrió con unas tijeras el cuerpo aún cálido de la madre muerta para bautizarle a su hijo nonato, cumpliendo así con su deber, según la Teología que aprendió en el seminario. Si en el siglo XVII la Iglesia no aceptaba, como hoy día, las jeringas para engendrar, las exigía a veces para bautizar antes de nacer. Entonces hubo jeringas para echar a chorro el agua bendita y administrar así el bautismo a los niños antes de nacer cuando estaban en peligro de muerte.39 En algunos de esos aparatos de cristianos la abertura de la extremidad de la cánula tenía forma de cruz. Así se bendecían y sacramentaban por medio de una jeringa el cuerpo y el espíritu del niño aún antes de salir del claustro materno por la puerta maldita. Ese instrumento para el bautizo intrauterino existe todavía y su uso es obligatorio por la Iglesia cuando es necesario para cristianar al feto. Así se enseña por el P. Mach en sus Instituciones Morales Alphonsinae (no. 741), y muy recientemente por el P.J. Berthier en 38 39

Véase el P.J. Berthier, M.S. Consultor del Clero. Barcelona, 1936, no.853. Howard W. Haggard. Devils, Drugs and Doctors. Londres, 1929, p. 4.

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su obra Consultor del Clero. Manual de Teología dogmática, moral y pastoral. 40 No cabe duda de que el ser humano, después de su “anunciación”, merecía en cualquier momento de su estancia en el claustro materno toda suerte de respetos eclesiásticos. Si los diablos estaban alertas hasta en los estertores del agonizante para hacerle aún más pecar e impedirle el arrepentimiento y la absolución, no lo estaban menos desde que un chispazo del amor les avisaba que otro ser era creado. Entonces se afanaban por impedir que el recién engendrado fuese ganado para Dios. La gran mortandad de tiernas criaturas era atribuida a que los diablos se complacían en matar niños sin cristianar, porque así no aumentaba el número de sus enemigos, los ángeles. La Iglesia en su brega con los demonios quería ser la primera en defender a la criatura humana, así como la última en despedirla. Había, pues, que ganarle almas al diablo de todas maneras y en todo momento, desde el mismo instante de la vivificación del ser humano por virtud del abrazo heterosexual hasta el último aliento de la vida. Para cada uno de esos momentos extremos tenía la Iglesia una unción, porque el demonio no perdía tiempo en su guerra. Pero esas consideraciones y reverencias eclesiásticas hacia el feto no se acompañaban con las higiénicas. Si con la lustración bautismal, llevada a lo más recóndito del sagrario de la generación, al feto se le libraba de los demonios y se le aseguraba un pasaporte eclesiástico para el país de la eterna dicha, al mismo tiempo se le comunicaban a él y a la madre las letales infecciones que le precipitarían el viaje. La mortandad de niños, como la de madres, era incontable; pero no importaba mucho, ni ya eran bautizados, se decía que ello “estaba de Dios”, y los niños ya cristianados eran otros angelitos más que al morir iban al cielo para aumentar la gloria divina. Se llamó “coro de ángeles” a aquella parte de los cementerios donde se enterraba a los niños. Pero ¡cuántos niños morían, antes de nacer y aun después de nacidos, sin el salvoconducto del bautizo que les abriría la frontera celeste! Los demonios, al inspirar la enemiga contra la ciencia médica y la higiene corporal, sabían bien lo que hacían y lo que con ello ganaban y la estolidez eclesiástica les servía para sus propósitos, ayudándoles a mandar las ánimas a la desgracia eterna. 40

Trad. espl. Consultor del Clero. Manual de Teología dogmática, moral y pastoral. Barcelona, 1936, nos. 853, 857 y 2499.

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IV

Sumario: Teología misogámica.- Exaltación eclesiástica de la virginidad.- Ni fecundidad, ni maternidad, ni matrimonio.- Cónyuges putativos.- Deshumanización del matrimonio.- El sexo y la teología contemporánea.- El engendro mecánico.- Casuística erótica.- Transigencia teológica con la prostitución.

El misterio biológico y real de la procreación era abominado por la Iglesia y en ella se veneraban misterios mitológicos negadores de la verdad del sexo. Parecía que todo ser humano tenía que abochornarse por haber nacido de una mujer abrazada con un hombre; como si fuera vergonzoso tener padre y madre y también sentir amor humano y ser progenitor. No ya el Padre, ni el Espíritu, tampoco el Hijo ni la Virgen, experimentaron la concepción con plenitud humana de placer, de dolor y de responsabilidad. Ni Jesús fue hombre amante con su propia carne, ni fue hombre padre. Ni fueron engendrados ni engendraron. Ni María fue madre como las madres son. Los supremos númenes del catolicismo son asexuados. No podía significarse mejor la esencial malignidad del sexo en la dogmática de esa religión. Además, Jesús, María, José, Juan el Bautista, Pablo el Apóstol y otros muchos personajes primordiales santos no solamente son castos, son también vírgenes. El fanatismo llegó a exaltar la virginidad como virtud suprema hasta los más lamentables excesos. El suicidio ha sido siempre mortal pecado para la Iglesia; pero el suicidio voluntario de la mujer para defender su propia virginidad no sólo era exculpado; a veces llevaba a la canonización. San Jerónimo lo encomiaba sin ambages como un martirio.1 Se recordaba por los catequistas que por igual motivo se suicidaron en tiempos de Diocleciano una dama cristiana llamada Domnina conjuntamente con dos hijas suyas de gran belleza. Santa Pelagia fue canonizada por 1

Commentarii in Jonam, I, 12.

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ser una muchacha y virgen y virtuosa que, caída en poder de la soldadesca, se suicidó arrojándose del techo de la prisión antes que perder su incólume virginidad. San Ambrosio y San Crisóstomo fueron sus ardientes panegiristas.2 A veces los teólogos se encontraban confusos ante esa permisión del suicidio, y algunos pretendían que así Santa Pelagia como Domnina y otras suicidas por castidad se mataron por especial y permisiva inspiración divina, que así suspendió para ellas el imperio de la ley natural; pero justo es decir que si San Ambrosio, San Jerónimo y otros teólogos toleraban y hasta aplaudían tales suicidios pro virginitate, San Agustín los combatía. Pero la superstición subsistió. María Covarela, española de la edad media, estando separada de su marido y sintiéndose harto tentada de lujuria, se suicidó antes que caer en el pecado, su conducta fue digna de aquellos siglos e insigne ejemplo de castidad, según el P. Mariana,3 el mismo jesuita que recomendaba el tiranicidio A.M.D.G. Los filósofos y alquimistas que trataban de buscar la piedra filosofal, la panacea y otros artificios capaces de realizar prácticamente y por solo arte humano los prodigios que entonces se atribuían a los demonios, también se interesaban por encontrar la manera experimental de comprobar la virginidad sin exámenes anatómicos, que entonces eran vedados por nefandos. El P. Las Casas, refiriendo al filósofo Guillermo, de París, dice que éste pone un ejemplo de “la piedra nombrada gagates, que descubre la virginidad, porque si hecha polvos los quiere beber alguna mujer que no sea virgen, no puede por ninguna parte beberlos; y así dice que se toma experiencia de los niños y niñas en Bretaña si son vírgenes”. El P. Las Casas alude también a un “árbol que se llama cordero casto, con sola su presencia, teniendo en la cama o cabe las camas una rama o hoja, conserva la castidad”.4 La fecundidad, pues, no fue virtud católica. Es cierto que algunas devotas cuando paren mellizos se acuerdan de Santa Quiteria (Día 22 de Mayo) y la tienen por patrona; pero esta santa fue virgen y quien parió mucho, extraordinariamente según la crónica áurea, fue su madre, 2

Ambrosio. De Virginibus, III.7-Cita de Lecky. De Relus Hispaniarum. XVI, 17. 4 Las Casas. Apologética, p. 254. 3

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mujer probablemente gallega, según nos refiere el P. Ribadeneira,5 cónyuge de “Lucio Catelio, presidente de Galicia y Portugal, señor de tantas tierras y vasallos que se extendía a título de rey su dominio. Éste tuvo en su esposa Calsia nueve hijas de un solo parto. Admirada Calsia de tan prodigioso parto quiso que a todas nueve les quitasen luego las vidas, porque su esposo no juzgase menos casta su honestidad; por lo cual ordenó a la partera que las echase luego en el río. Pero la divina Providencia lo dispuso de otra suerte, pues llevándolas a una vecina aldea la partera misma las dio a criar, y las amas que las recibieron por hijas, porque de veras lo fuesen, las hicieron bautizar, y pusieron por nombres, Genivera, Liberata, Victoria, Eumelia, Marsia, Basilia y Quiteria.” Todas ellas fueron luego monjas y santas esposas de Jesucristo y ni Quiteria ni sus ocho hermanas gemelas fueron buenas paridoras ni nodrizas lecheras, ni siquiera mujeres fecundas. Ni siquiera la maternidad fue en sí una virtud exaltada por la fe católica pues no pasó de una inevitable transacción con el sexo. En la concepción católica de la maternidad terrenal, que según credo permitió encarnar a Dios, la pecaminosa humanidad del acto genésico desaparece sustituida por una partenogénesis sobrehumana y milagrosa, como la de Minerva y otras diosas precristianas. Y, por analogía, la concepción origen de la misma Madre Concebidora de Dios, al ocurrir en la maternidad de Ana. También fue intervenida por la sobrenaturalidad del milagro. Y si el episodio teogónico del nacimiento de Cristo ocurre en entraña humana, la de María, sin embargo, también sobrenatural, sin casualidad, sin placeres de engendro ni dolores de alumbramiento, sin el pecado original de Adán y sin el castigo que como consecuencia le fue impuesto a Eva y a todas sus hijas, a las hijas de sus hijas y a todas las hijas que por los siglos de los siglos fueron descontentas de ser sólo hijas y se atrevieron a ser madres. Las aberraciones de la ginofobia fueron tales que se llegó a justificar que el asceta se apartase de su madre viendo en ella una mujer y sólo una mujer, capaz por tanto de perturbar su espíritu, en vez de una madre y sólo una madre, con el más puro y santo de los amores. Los ejemplos de esas perversiones del amor filial abundan en las hagiografías. Apuntemos unos ejemplos entre los recopilados por Lecky. “Un monje viajaba cierta vez con su madre —circunstancia poco frecuente— y tenien5

P. Ribadeneira. La Leyenda de Oro, etc. Tomo II, p. 129.

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do que vadear un río, se vio en el caso de tener que cargarla; pero antes procedió a envolver sus manos con cierta ropa, y al preguntarle la madre la razón, le explicó que le alarmaba el infortunio de tener que tocarla y perturbar así el equilibrio de su naturaleza... La madre de San Teodoro fue a verlo autorizada con cartas de los obispos, pero su hijo pidió a su abad San Pacomio, que le permitiera negarse a la entrevista, y la pobre mujer, hallando vanos todos sus esfuerzos, se retiró desconsolada a un convento junto con su hija, que igualmente había intentado sin resultado ver a su hermano. La madre de San Marcos persuadió al abad de su monasterio que ordenara al santo que la recibiera. Colocado éste en el dilema del pecado de desobediencia y de los peligros de ver a su madre, recurrió a una ingeniosa estratagema. Se presentó el santo ante su madre con el rostro desfigurado y con sus ojos cerrados. Así la madre vio pero no reconoció a su hijo, y el hijo no vio a su madre. San Poemen y sus seis hermanos habían todos abandonado a la madre para dedicarse a la vida ascética; pero la ingratitud de la prole raramente apaga el amor en el corazón de una madre, y la anciana, no obstante sus achaques, se dirigió sola al desierto egipcio para ver una vez más a sus queridos y virtuosísimos hijos. Los vio un momento cuando ellos abandonaban sus celdas para dirigirse a la iglesia, pero inmediatamente volvieron a su encierro y, antes de que con sus vacilantes pasos pudiera alcanzarles, uno de los hijos le cerró a la madre la puerta de un golpe. Ella permaneció afuera llorando amargamente, y entonces San Poemen, acercándose a la puerta, pero sin abrirla, le dijo: “¿Por qué lanzas tales gritos y lamentaciones?” Reconociéndole por la voz su madre le contestó: “Es que hace largo tiempo que no os veo, hijos míos. ¿Qué mal puede haber en que os vea? ¿No soy vuestra madre? ¿No os he amamantado? Soy ahora una mujer vieja y arrugada, y mi corazón está turbado al oír vuestras voces”. No obstante, los hermanos rehusaron abrir la puerta. Dijéronle a la madre que podría verlos después de muertos... San Simeón el Estilita, en éste como en otros aspectos de su vida ascética, está en primera línea. Había sido amado apasionadamente por sus padres, y empezó su santa carrera destrozando el corazón de su padre, que murió de pesar al huir el hijo. Su madre, veinte y siete años después de su desaparición, cuando ya sus austeridades le habían hecho famoso, supo por vez primera dónde se hallaba y corrió a verle. Pero todo fue en vano. No se permitía la entrada de ninguna mujer en el refugio que el asceta ocupaba, y él rehusó permitir que la madre contemplara siquiera 108

su rostro. Las peticiones y lágrimas maternas iban mezcladas con palabras de amargo y elocuente reproche. “Hijo mío —le dijo— ¿por qué haces esto? Yo te llevé en mi seno y tú desgarras mi alma con pesar. Te he dado la leche de mi pecho y tú has llenado mis ojos de lágrimas. Por los besos que yo te he dado, tú me has dado a mí la angustia de un corazón roto; por todo lo que he hecho y sufrido por ti, tú me has pagado con los más crueles agravios”. Por fin el santo mandó a decirle que pronto podría verle. Durante tres días y tres noches la madre estuvo llorando y esperando en vano, hasta que exhausta por el dolor, la edad y las privaciones, cayó desfallecida al suelo y lanzó su último aliento ante la inhospitalaria puerta. Sólo entonces el santo, seguido de sus compañeros, salió y derramó algunas lágrimas sobre el cuerpo inanimado de su madre y rezó para la salvación de su alma. Quizás fuera fantasía, quizás la vida no se había extinguido del todo en el cuerpo caído, quizás sea invención del biógrafo; pero se asegura que un ligero movimiento —que se considera como milagroso— se produjo en el postrado cuerpo. Simeón una vez más encomendó a Dios el alma de la madre, y volviendo las espaldas, en medio de los murmullos de admiración de sus discípulos, el santo matricida retornó a sus devociones.”6 Son muchas las leyendas de historias y santos en la cuales se presenta como meritorio el abandono de los padres, dejándolos al cuidado de la divina providencia, sobre todo si es para entrar en un claustro u ordenarse de sacerdote. El servicio de la Iglesia es primordial; y, una vez en él, por ningún motivo de apremiante asistencia filial puede ser excusado. Estos ejemplos de las vidas de los santos prueban cuán pervertida fue la devoción filial por la madre en aquellas épocas de la mala vida ascética. Mala vida era aquélla, sin duda, cuando por amor de Dios se mataba el amor de hijo, cuando por amor a la Virgen se despreciaba el amor a la madre. El clero exaltó a Santa María más por virgen que por madre, aunque el creyente la amó más por madre que por virgen. La exaltación de la virginidad como virtud suprema y la encarniza contra el amor llegaron a menguar el prestigio del matrimonio, el cual pasó a ser doctrinalmente una transacción con el mal, muy sacramentada para espantar de él a los diablos, pero muy poco propicia para conducir a la gloria celeste. San Pablo de Tarso recomendaba la virginidad y sólo por resignación ante lo inevitable aprobaba el matrimonio. “Es bueno 6

Citas de Lecky. T. III, p.127.

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para un hombre no tocar a una mujer. Sin embargo, para evitar la fornicación, dejad que cada hombre tenga su mujer y cada mujer su marido”... “Es mejor casarse que quemarse.”7 En el siglo XVI lo repetirá un canon del Concilio de Trento: “si alguno dijere que el estado conyugal es preferible al de virginidad o celibato y que no es mejor y más santo permanecer virgen o célibe que casarse, sea excomulgado.”8 Se ha querido justificar este precepto por un criterio racional. “La razón lo dicta asimismo, pues que el matrimonio por su naturaleza conviene al hombre según la parte inferior de su ser con que se asemeja a los animales; la virginidad empero le conviene según su parte superior, que le hace semejante a los Ángeles.” Así decía el P. Scavini;9 pero, excomulgados o no, es difícil convencerse de la racionalidad de un tal argumento y no pensar que si todos los hombres fuesen perfectos según el ideal canónico el mundo se acabaría. Una humanidad toda ella perfecta, o sea, de virginidad voluntaria, sería tan imposible como absurda y, por tanto, contra natura y, en definitiva, inmoral. Pero la Iglesia no lo cree así. La mera iniciación en el amor monogámico, aun después de sacramentada la unión por el cura, era un trance diabólico que requería grandes precauciones rituales, como esos ritos de parage, que diría Van Gennep, de los pueblos aborígenes. Así, durante la Edad Media era costumbre en ciertos países abstenerse de ocupar el lecho matrimonial la noche después de la ceremonia; algo así como un ayuno de carne en honor del sacramento recibido. “Se ordenó expresamente, dice Lecky, que las personas casadas no podían participar en ninguno de los grandes festivales de la Iglesia si la noche antes se habían acostado con sus respectivos cónyuges; y San Gregorio el Grande cuenta de una joven esposa que fue poseída por el demonio porque había tomado parte en una procesión de San Sebastián, sin haber tenido en cuenta tal condición de abstinencia sexual”. La extensión que ese sentimiento adquirió lo demuestra la famosa visión de Alberico en el siglo XII, en la cual aparece un lugar especial de tortura existente en el infierno, destinado a los casados que se hubieran acostado juntos en los días festivos de la Iglesia y en los de ayuno, lugar que consistía en un lago de plomo derretido, alquitrán y resina. 7

1 Corintios, VII, 1-2, 9,38. Sess. 24, cap 10. 9 Apéndice a la ob. cit. del P. Lárraga, p. 770. 8

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Si el matrimonio era visto con recelo por el teólogo, las segundas nupcias le parecían abominables. “La digamia, o segundo matrimonio, es descrito por Athenagoras como “un decente adulterio”. Según Clemente de Alejandría, es fornicación “la recaída de un matrimonio en otro”. “El primer Adán —dijo San Jerónimo— tuvo una esposa; el segundo Adán no tuvo esposa. Aquellos que aprueban la digamia muestran un tercer Adán, que fue casado dos veces, a quien ellos siguen”. Según Orígenes, los “digamitas son salvados en nombre de Cristo, pero en modo alguno son por éste recompensados”. San Gregorio Nacianceno, hablando de la comparación que hace San Pablo del matrimonio con la unión de Cristo en la Iglesia: “Los segundos matrimonios me parece que deben ser reprobados. Si hubiera dos Cristos pudiera haber dos maridos o dos esposas. Si sólo existe un Cristo, una cabeza de la Iglesia, no hay más que una carne, siendo repelida una segunda, ¿qué decir de los terceros matrimonios? El primero es ley, el segundo es perdón o indulgencia, el tercero es iniquidad; pero el que excede de este número es manifiestamente bestial.”10 La doctrina misogámica llegó no sólo a legitimar sino a exaltar que los cónyuges copartícipes de un matrimonio hicieran ambos, o uno sólo de ellos, el voto religioso de virginidad perpetua, renegando así de la finalidad suprema del matrimonio que es la procreación, según ahora suele repetir la escuela eclesiástica, desde su canónica soltería, para negar la licitud ética de las prácticas anticoncepcionales y de todo acto erótico sin una concreta finalidad genética. Matrimonio putativo; ¿sacramento sin contenido? Si el apóstol San Pedro fue casado, como parece cierto, la tradición informaba que aun él como los otros apóstoles casados se abstuvieron del contacto con sus mujeres después de su conversión “San Nilos, cuando ya tenía dos hijos, fue atraído por ascetismo en boga, persuadiendo al fin a la esposa, después de muchas lágrimas, de que debían separarse. St. Ammon en la noche de su boda habló a su esposa de los males del estado matrimonial, conviniendo ambos en no vivir juntos. Santa Melania tuvo que insistir largamente hasta lograr que su esposo consintiera en que no hiciera vida marital. San Abraham abandonó a su esposa la primera noche de matrimonio. San Alejo hizo lo mismo, pero años más tarde volvió de Jerusalén a la casa de su padre, en la cual su esposa todavía se lamentaba del abandono; pidió y obtuvo 10

Citas de Lecky.

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alojamiento, como un acto de caridad, y allí vivió hasta su muerte, sin darse a reconocer. San Gregorio Nacianceno sufría el infortunio de estar casado, escribió un brillante elogio de la virginidad, en el curso del cual tristemente observaba que este privilegio jamás podría él gozarlo. Se comparaba a un buey que estaba arando un campo pero cuyo fruto él jamás gozaría; o a un sediento que contemplaba una fuente de la que nunca podría beber; o a un pobre cuya miseria se le hace más amarga al contemplar la riqueza de sus vecinos.”11 Fue en eso ejemplar San Simplicio, obispo, cuya festividad fija el santoral para el día 24 de junio, según la Leyenda Aurea: “Este santo, que florecía en el siglo IV, era de una familia noble y rica, y se casó en su juventud con una mujer que a su ilustre nacimiento unía también las más bellas virtudes. Ambos vivieron en perfecta continencia, aunque en el exterior se portaban como dos personas casadas; ambos se hallaban animados de una misma caridad y de sin igual celo por los varios ejercicios de la piedad cristiana. Al vacar la silla episcopal, Simplicio fue de común acuerdo elegido para ocuparla, y como su esposa no quiso separarse de él, como se acostumbraba siempre en semejantes casos, el pueblo se escandalizó de semejante conducta. El cielo obró entonces un prodigio para manifestar que los dos esposos vivían unidos como hermanos, y la opinión pública se trocó en veneración y aprecio.”12 Más típica es todavía la vida de la inglesa Santa Edrildida o Edildrudis, por quien se reza el 23 de junio. Esta dama invulnerable “la primera vez se casó con Tombrecto, principe de los girvios australes. Viviendo con este príncipe guardó siempre la bendita Edildrida su virginidad y entereza. Poco después murió su esposo el príncipe, y fue segunda vez casada con Ecfrido, rey de los nordanimbros, con quien vivió por espacio de doce años, conservando siempre su pureza virginal, aunque quería y amaba al rey su marido más que a todas las cosas de esta vida. Súpose esto porque el rey su esposo prometió muchas tierras y dineros a Úvilfrido, obispo de gran santidad, si pudiese recabar con la reina su esposa (a quien no quería violentar, sino atraer con suavidad), que durmiese con él”. Nada consiguió el obispo con sus pastorales consejos y la reina siguió virgen y “en el espacio de los doce años que estuvo casada, supli11 12

Citas de Lecky. Ob. cit. T. II, p. 322. La leyenda de oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la Iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. Barcelona, 1865, T.II, p. 299.

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có e importunó muchas veces al rey su esposo le diese licencia para servir en un monasterio al Rey de los cielos y al fin de los doce años que con él vivió, lo consiguió, y con su gusto y beneplácito se entró en un monasterio.” Todo lo cual comenta el P. Ribadeneira, de quien se toman esos datos, como sigue: “La flor de la virginidad es la mayor corona de una reina: ésta guardó pura e intacta la gloriosa Edrildida, de cuya fragancia enamorados los coros angélicos se la presentaron ilesa a su Criador, el cual agradecido a la fineza con que su esposa Edildrida, siendo de otros dos reyes esposa, no quiso ni permitió perder el nombre de esposa de Rey de reyes, guardándolo con fidelidad su pureza virginal, la premió con la inmarcesible corona de la gloria”.13 “San Gregorio el Grande describe la virtud de un sacerdote que, por motivos piadosos, despidió a su esposa. Estando agonizando, la esposa se apresura a ir junto al lecho que durante cuarenta años no le fue permitido compartir, e inclinándose sobre el cuerpo inanimado de su esposo, queriendo asegurarse de si todavía alentaba, el agonizante santo, reuniendo sus últimas energías, exclama: “Mujer, vete; llévate lo que quieras; todavía hay fuego.”14 Quizás deba incluirse entre estos casos el que sirvió de tema a una de las Cantigas de Santa María, debidas al rey de Castilla don Alfonso X el Sabio, regio poeta del siglo XII. Una monja, Tesorera de su monasterio, enamoróse de un hidalgo y huyó del claustro con él, uniéndose durante años y creando prole. Un día vuelve arrepentida al convento y se sorprende de que nadie haya notado su falta. Había ocurrido un milagro, la virgen María, de la cual ella fue muy devota y a quien invocó al salir, había asumido su figura y desempeñado su cargo y sus deberes canónicos, de tal modo que las otras monjas nunca se enteraron de tal sustitución, hasta que reformada la profesa adúltera todo fue sabido y en gloria de la Madre de Dios se pusieron a cantar. (Cantiga XCIV). En rigor, se trataba del retorno hecho por la infiel esposa de Cristo al místicamente poligámico hogar de sus castos desposorios. Abundaban, pues, los casos de esa deshumanización del matrimonio en las vidas de los santos, las cuales se ofrecían como modelo a los creyentes. En resumen, la Iglesia, al innovar la ética de la época grecorromana, trató el matrimonio desde un punto de vista meramente religioso, 13

La leyenda de oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la Iglesia. Revisada por los PP. De la Compañía de Jesús. Barcelona, 1865, T.II, p. 294. 14 Cita de Lecky. Ob. cit.

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ultramundano y místico, en vez de político, humano y utilitario. Los pueblos guerreros, todos los pueblos activos, con impulsos de superación social, desean muchos hijos y en sus teogonías deifican a la energía prolífica y veneran a los númenes engendradores y a los dioses fecundos; mientras las gentes pasivas, contemplativas, con ideales de superación individual, menosprecian la prole y adoran con más fervor las deidades virginales, estériles y ascéticas. Como piensa Lecky: “El punto de vista utilitario, que generalmente prevalece en países donde el espíritu político es más poderoso que el espíritu religioso, considera el matrimonio como el estado ideal, y el principal objetivo de todos los preceptos es promover la felicidad, santidad y seguridad de este estado; mientras que el punto de vista místico, que se apoya en el natural sentimiento de vergüenza y que, como prueba la historia, ha prevalecido especialmente donde el sentimiento político es muy débil y muy fuerte el sentimiento religioso, considera la virginidad como su tipo supremo y el matrimonio simplemente como el más perdonable menoscabo de la ideal pureza.”15 “La religión romana fue esencialmente doméstica, y fue el principal objeto del legislador rodear el matrimonio con todas las circunstancias de dignidad y solemnidad. Desde los primeros tiempos fue estrictamente practicada la monogamia; y fue uno de los más grandes beneficios que se derivaron de la expansión del poder de Roma, el que hiciera ese tipo de unión el dominante en Europa. En las leyendas de la primitiva Roma tenemos amplia prueba tanto de la alta estimación que merecía la mujer como de su prominencia en la vida romana. Las tragedias de Lucrecia y de Virginia ostentan una delicadeza de honor, un sentido de la suprema excelencia de la inmaculada pureza, que ninguna nación cristiana puede sobrepasar. Pero Roma fue una civilización de sentido preferentemente político. No fue así con la cultura que trajo la Iglesia. Los servicios rendidos por los ascetas al inculcar en las mentes de los hombres una profunda y persistente convicción de la importancia de la castidad, aunque extremadamente grandes, fueron seriamente contrabalanceados por su nociva influencia sobre el matrimonio. Dos o tres bellas descripciones de esta institución pueden sacarse de la inmensa masa de los escritos patrísticos; pero en general, sería difícil concebir nada más grosero o más repulsivo que la manera en que la consideraban.16 La relación que 15 16

Lecky: History of European Morals. II, p. 297. Véanse muchos pasajes en Barbeirac. La Morale des Pères. París II. p. 7; III, p. 8; IV, p. 31; VIII, p. 2.

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la naturaleza ha impuesto con el noble propósito de reparar las pérdidas que ocasiona la muerte, y que, como enseña Linneo, se extiende hasta el mundo de las flores, fue invariablemente tratada como una consecuencia de la caída de Adán, y el matrimonio considerado casi exclusivamente en su más bajo aspecto. El tierno amor que él atrae, las santas y bellas cualidades domésticas que de él se siguen, fueron absolutamente apartadas de toda consideración. El objetivo de los ascetas era atraer a los hombres a una vida de virginidad, y, consecuentemente, el matrimonio fue tratado como un estado inferior. Se le considera necesario, ciertamente, y por lo tanto justificado, para la propagación de la especie y para alejar a los hombres de mayores males; pero siempre como una condición de degradación de la que debían huir todos aquellos que aspiraban a una verdadera vida de santidad, cortar “con el hacha de la Virginidad el bosque del Matrimonio”, fue, en el enérgico lenguaje de San Jerónimo, el objetivo del santo; y si consintió en alabar el matrimonio, “era meramente porque producía vírgenes”. Aun cuando el lazo nupcial se había ya formado, la pasión ascética siempre producía su escozor. Ya hemos visto cómo amargaba otras relaciones de la vida doméstica. Dentro de ésta infundía profundas amarguras. Cuando el marido o la esposa sentía un fuerte fervor religioso, el primer efecto era hacer imposible una feliz unión. El más religioso de la pareja inmediatamente deseaba dedicarse a una vida de solitario ascetismo, y cuando menos, si no seguía una ostensible separación, se producía la separación de cuerpos en el hogar matrimonial.17 Otro autor observa que “Es de notar cuán raramente, si alguna vez (no puedo recordar un solo ejemplo), en las discusiones de los méritos comparativos del matrimonio y el celibato, ocurrieron a la mente las ventajas sociales... Los argumentos son con relación a los intereses y las perfecciones del alma individual; y aun con relación a esto, los escritores parecen inconscientes del suave y humanizador efecto de las afecciones naturales, la belleza de la ternura paternal y el amor filial.”18 Ha sido siglos después, cuando la Iglesia, con criterio político, ha menguado sus desprecios contra el matrimonio y ha estimulado a las familias fecundas a que den mucha prole, dejando las exaltaciones a la castidad para prestigiar el celibato eclesiástico y teóricamente contra el 17 18

Ibídem, II, p. 320. Milman. Hist. of Christianity, vol. III, p.196.

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erotismo extraconyugal y el que aun siéndolo no sea reproductor. Pero, en la práctica y en la casuística, la actitud de la moral eclesiástica ha ido cambiando. De una parte, la fecundidad es ahora favorecida y hasta en los preceptos se admite el erotismo voluptuoso e infecundo en casos que no habían sido admisibles en épocas pasadas, de más austeridad doctrinal. Todavía se sostiene por el teólogo moralista que el acto copulativo no es obligatorio per se; que la continencia es más perpetua y que si los matrimonios no tienen hijos por puro amor a la castidad, ello no es reprensible. Se concede que el individuo tiene derecho al celibato, no siendo obligatorio el matrimonio; se concede que aún después de contraído matrimonio, el sujeto casado tiene derecho a permanecer en perpetua continencia de acuerdo con la otra parte, pues la cópula sexual no es forzosa; se concede que es más perfecto el voto de castidad perpetua hecho de acuerdo por ambos cónyuges que el uso carnal del matrimonio para procrear hijos. Así, como se ha dicho por un teólogo: “Se canoniza el derecho a no procrear en el seno del matrimonio”. Se mantiene el principio de que “Pedir el débito conyugal no es de precepto”, pero no puede ser negado, salvo en excepciones especificadas por la teología. Para la mujer que quiere evadirse del “delito conyugal”, no hay otras excusas que las establecidas por la casuística. No lo son el temor al parto, a la gravidez, ni a los dolores graves pero breves, ni a los cotidianos pero moderados; ni tampoco el miedo a la prole numerosa y a sus consiguientes inconveniencias, “porque la procreación de la prole es el fin primordial del matrimonio y las incomodidades de éste son intrínsecas.”19 Además, según el P. Berthier, aunque el delito no sea de precepto “un cónyuge puede estar obligado a ello por caridad y a veces sub gravi, si el otro cónyuge está en peligro de incontinencia.” En este caso la cópula es debida y en ninguno son ilícitas las artimañas que eviten la concepción. Y también es obligatorio el abrazo fecundo, según el mismo P. Berthier20 “si la prole es muy necesaria al bien público”, con lo cual ya la Iglesia adopta prácticamente el fin político de la fecundidad contra el antiguo de la abstinencia corta: salvando en la teoría el principio tradicional pero evadiéndolo de la realidad. Hasta tal punto la Iglesia favorece ahora la fecundidad que en ciertos casos en los cuales ésta es física y parcialmente imposible (acaso 19 20

San Alfonso de Ligorio, no. 941 y Gury, no. 916, 5,6 y 7. Ob. cit. no. 2548.

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por designio inescrutable de Dios, que así lo dispuso) se tolera que se busque el auxilio de un Cireneo para el supremo misterio de la pasión del sexo. Véase lo que enseña el P. Berthier: “La fecundación artificial que se practica recogiendo el semen que ha derramado el varón fuera de la cópula, es gravemente ilícita.” El Santo Oficio lo declaró así por decreto del 24 de marzo de 1874; pero, sigue diciendo el P. Berthier: “No hay que inferir de aquí que este decreto repruebe la práctica según la cual el médico, por medio de un pequeño instrumento en forma de jeringa de tubo prolongado, recoge de la vagina el semen depositado en ella durante el acto conyugal, llevándolo hasta el interior del útero, ya que con esto no hace otra cosa que ayudar a la naturaleza. ¿Quién se atrevería a condenar al médico que, si fuese posible, no volviese a introducir en la matriz el feto próximo a morir, para que allí acabara de formarse y no perdiese la vida? Sucede a veces, en efecto, que la fecundación se hace imposible por un obstáculo a la penetración del elemento fecundante en el interior de la cavidad uterina, lo cual puede remediarse con el auxilio de dicha operación, que es de gran éxito en manos expertas. Los espermatozoides así depositados más allá del obstáculo que les impedía penetrar están en condiciones de poder alcanzar con más facilidad los oviductos o trompas de Falopio en donde encontrarán el óvulo. Mientras la Iglesia no diga lo contrario, no es reprobable dicha práctica.”21 Este precepto moral no es reciente novelería casuística. Ya se vino sosteniendo por los textos jesuitas, como puede verse en el Compendium Theologiae Moralis del P. J.P.Gury, completado por el P. J. B. Ferreres.22 Según estos autores, con la autoridad de Eschbach, Genicot, Berardi y otros tratadistas del sexto mandamiento aceptan la operación de un tercero, médico, si el semen et ope siphunculi intru uterum injicit. Y aun exponen otras discutidas o probables posibilidades éticas de análogas manipulaciones con el “sifúnculo” o mediante otro instrumento que el médico deja colocado en el “vaso femineo”.23 Todavía eso no es bastante. Según continúa diciendo el moralista P. Berthier: “Aún más, es ilícito, en sentir del P. VERMEERSCH (Theol. mor IV, No. 58), extraer, por medio de una punción, determinada canti21

J. Berthier, M.S. Consultor del Clero. Manual de teología, dogmática, moral y pastoral. Barcelona, 1936, p. 608. 22 Compendium Theologiae Moralis del P. J.P.Gury, completado por el P. J. B. Ferreres. 49 ed. espl. Barcelona, 1909, no.908. 23 Ibídem, no. 908, modus primus.

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dad de semen del epidídimo del marido, para infundirla en el órgano genital de la mujer; porque, sin ningún abuso venéreo, se obtiene así el fin del matrimonio.” O, lo que es igual, se combate así el pecado de lujuria suprimiendo la cópula y el placer carnal, pero no se impide que se haga la fecundación por un acto complementario de ayuntamiento, pero de la carne ya sin amor ni deleite. Se facilita lo que se llama “el fin del matrimonio”, pero se abomina de la naturalidad de su funcionamiento en toda su plenitud sensorial y psíquica de sus expresiones biológicas. Es esa como una cópula sexual comenzada por el marido y terminada por un tercero, a máquina, sin amor y sin virtud. Es en rigor un engendro mecánico y biológicamente extramarital institutivo del fracasado por un concúbito conyugal, fisiológicamente ineficaz. Es en rigor un engendro contra natura; no en vaso prepóstero, pero sí con prepóstero medio. Porque la extracción de una cantidad de semen del epidídimo no significa otra cosa, dicho sea en lengua llana de Castilla, que sacar artificialmente esperma del aparato testicular del varón y luego inyectarlo con el mismo artificio en la matriz femenina. Y todo ello no por el proceso biótico que impuso la naturaleza, más sabia que la teología, sino por medio de un instrumento material. No por el simple aparejamiento de hombre y mujer que dispuso el Creador, sino por la intromisión artificiosa de un tercero que sustituye a Eros en su función divina. Es un engendro triangular. Así, pues, si en el parto católico puede intervenir la jeringa para santificar al feto por el bautismo, ya antes, en el mismo proceso inicial del engendro, es católicamente lícito que un tercero intervenga también con el mismo aparato para llevar la fertilidad al vaso materno introduciéndole mecánicamente el germen del varón. Así, pues, la Iglesia que hoy abomina en todo caso de las aplicaciones mecánicas para evitar la concepción, no tiene reparo en permitirlas para favorecerla. No se debe coartar de ninguna manera artificial la virtud fertilizadora del coito conyugal, pero se puede reparar la relativa y ocasional impotencia del marido o de la mujer mediante un procedimiento mecánico para la penetración de la gota germinativa. La Iglesia, que siempre ha prohibido el amor carnal sin idea de fecundación, bendice ahora la fecundidad carnal hecha sin la sublimación del amor. Un tercero ajeno al tálamo conyugal puede muy católicamente completar un coito infecundo de los consortes, como se hace para preñar a las bestias de cría, por medio de una jeringuilla manejada como experto. Y 118

hasta puede fecundar oficiosamente a una mujer con semen de su cónyuge sacramental, pero sin que el sacramento sea consumado por éstos “como Dios manda”, o sea, por obra del abrazo amoroso, orgásmico y consumativo. De aquella manera los cónyuges trenzarían los hilos de sus deleites y anhelos, pero el nudo de su fisiológico enlace será atado sin amores por el favor encubierto y semiadúltero de un supremo celestinaje. Sin duda, algunos teólogos del día no han renunciado a consignar los antiguos principios y a subrayarlos con ciertos preceptos rigoristas. En ciertas lobregueces de la metafísica eclesiástica no está aún desvanecida esa moral centrada en la virginidad, en la abominación del sexo y en la negación de la virtud genérica impuesta al ser humano por la naturaleza. Uno de los más recientes preceptistas de moral teológica, enseña que la polución voluntariamente provocada es en sí misma gravemente ilícita y el que de propósito la provoca peca mortalmente “aunque sea para salvar la vida.”24 Sin embargo de este absolutismo, ya no se repite la doctrina propagada en el siglo pasado por un arzobispo de Santiago de Cuba, ahora en trámite de canonización, el cual sostenía que la polución provocada por autoerotismo se equipara al infanticidio. “Cuando Ud. hace esa picardía, le decía el P. Claret a un onanista, mata y destruye lo que con el tiempo podría ser una criatura, un hijo suyo: ¡qué barbaridad!... ¿Qué diría Ud. de un padre que por un gusto no más matare a sus hijos? ¡Qué crueldad! ¿No merecería ser quemado vivo?”25 De eso a pedir la hoguera para los masturbadores había un solo paso metafísico, muy fácil de dar para aquel iracundo prelado cuya amantada conciencia debía de sufrir de hiperestesia antiafrodisíaca teniendo que ser el confesor de su Majestad Católica la reina Doña Isabel II, que tan mala fama dejó por sus escandalosas liviandades. Otro ejemplo. Todavía en este siglo XX se enseña en los seminarios que si una mujer para evitar las tentaciones sexuales quiere cortarse el clítoris, puede hacerlo sin pecar. “Este licita clitorisectomia, seu amputatio clitoridis in foeminis. Afirmative, quia clitoris merum organum voluptatis videtus esse, quod, nullo physiologo dissentiente, nihil confert ad generationem. Haec amputatio interdum a medicis affecta est, ut apud foeminas, coeteris remediis nihil facientibus, 24 25

Berthier. Consultor del Clero, no. 2539. Llave de Oro, etc. Ap. a Lárraga, ob. cit., p. 682.

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sedarent intrinsecam excitationem ad masturbationem.26 Ya estaba vedada la automutilación por pío propósito en la teología de Santo Tomás y, justo es decirlo, un jesuita tan reputado como el P. Gury ya dijo en el siglo XIX que “nadie puede mutilarse para obtener una ventaja espiritual o para evitar el pecado”.27 Pero aún se insiste por los teólogos en esa anticarnal y bárbara teoría. De modo, pues, que la mujer puede mutilarse el cuerpo sólo por no querer sufrir las tentaciones naturales que Dios le dio para que le sirvieran de estímulo a la realización de su fin humano de reproducirse y conservar la especie, huyendo y desertando así, cobardemente, de su lucha con el demonio; tal como si un soldado se castrara para no tener que pelear y defender a su patria en momentos de peligro. Se dirá que ¡el fin justifica los medios! Con esa teoría, aparte de su desconocimiento de la anatomía erogénica, es fácil llegar a permitir y alabar la castración ad majorem Dei gloriam, tal como hacían los paganos sacerdotes de Attis y de otras deidades, tal como se vio en los primeros siglos del cristianismo entre algunos exaltados creyentes, quienes pensaban justificar el eunuquismo voluntario por el evangelio de San Mateo (XIX, 10-12). San Melitón, obispo de Sardes, de fines del siglo II, se había castrado piadosamente a sí mismo;28 e igual hizo en el siglo III Orígenes, el gran catequista de Oriente. Aun en el siglo V hay concilios que se ocupan de impedir que por fines de virtud se practicase la castración voluntaria, secundando así las leyes que la castigaban como contraria a los intereses del imperio. Por una finalidad religiosa análoga, la exaltación del culto divino, ciertos teólogos justificaron que se castrasen impúberes para tener buenos coros en las iglesias. En la misma Roma pontificia numerosos niños se castraban con el santo fin de que fuesen cantores atiplados de la Capilla Sixtina, donde era inmoral que las melodías angelicales las cantasen mujeres, pero no las voces afeminadas de una escolanía de eunucos. Todo lo cual es tan escandaloso que ya en su tiempo Santo Tomás de Aquino negaba que ello fuere lícito, como lo cita en su texto el P. Gury.29 Sin embargo, la moral laica y casuística trató de justificar esa barbari26

Eschbach, 1.c., disp. 4, c. 4, a 2. Alejandro Ciolli. Directorio práctico del confesor. Trad. espl. acrecentada por el P. Jaime Pons de la Compañía de Jesús. Barcelona, 1913, p. 553. 27 Gury. Compendium, no. 391,8. 28 Eusebio. Histoire ecclésiastique. V, 24,5. 29 Compendium, no. 391, p. 8.

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dad. Si un santo teólogo la rechazó en el siglo XIII otro teólogo santo la propugnó en el XVIII. Hombres tan serios como San Alfonso de Ligorio30 defienden la licitud de la castración de los impúberes para conseguir algún resultado racional, como la conservación de la buena voz. Y hasta nuestros días se ha seguido practicando para nutrir los grupos corales de las iglesias. Dice el papa Benedicto XIV: “Entre los autores morales del siglo próximo pasado surgió y se agitó mucho la controversia, sí, puesto tal caso en que el padre permita que el hijo sea hecho eunuco sin oposición del hijo, y los médicos afirman que no ven en ello ningún peligro de la vida, ya se haga ello únicamente para que el hijo pueda ser adscrito entre los cantores de la Iglesia y pueda ejercer este oficio con mayor suavidad de voz y ganarse así honestamente la vida; si, digo, ocurriendo todas estas circunstancias, puede hacerse la castración de tal varón. En lo cual Pasqualigio (quaest. 498) aceptó la sentencia afirmativa. Mas prevaleció entre muchos —continúa Benedicto XIV— y se hizo común la opinión negativa”.31 Todas esas citadas costumbres y preceptos hoy son anacrónicos y la civilización racionalista las va eliminando. Y ni el clero las predica, ni gusta siquiera que en público se hable de ellas. La teología católica en cuanto al sexo ha experimentado las exigencias de las costumbres, alejándose de la reseca austeridad antigua. Hoy existe una compleja, minuciosísima y a menudo extravagante y poco limpia casuística en los tratados de teología moral acerca del concúbito, del onanismo, de la sodomía, y de otras peligrosas contingencias que a los pecadores ofrece el sexto mandamiento que dice “no fornicar”. Hoy se regula teológicamente hasta el número de veces que un matrimonio puede abrazarse en el tálamo; si la mujer puede excusarse cuando se lo piden muchas veces cada noche;32 Si la mujer peca o no retrasando el cumplimiento de su débito sexual hasta la noche o de la noche a la madrugada,33 si la esposa, insatisfecha por la deficiencia del acto copular del marido, puede, por sí sola con sus propios tactos erógenos completar el fornicio hasta el orgasmo;34 si es pecaminoso mirar los 30

Teología moralis, lib. 3, n.374. De Synodo dioecesana, lib. XI, cap. VII, III. 32 “Tres o cuatro”, según el P.Berthier, no. 2548, o “más de tres o cuatro” según los Padres Gury y Ferreres, no. 916, 3. 33 San A. de Ligorio, no. 940, Gury, no. 916. 34 Ligorio, no. 919, P. Gury, no. 90. 31

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pechos desnudos de una madre lactante o de una vieja esteril;35 Si pecan los cónyuges que por voluptuosidad se besan recíprocamente las partes vergonzosas;36 Si sea pecado restregar al esposo su miembro viril contra la parte posterior del cuerpo femenino de su esposa;37 Si es pecado mortal la introducción del pene en la boca de su cónyuge;38 si el concúbito del marido en el “vaso prepóstero” de la esposa es o no pecado de sodomía;39 cuándo se deben absolver por no ser pecaminosos los pruritos in pudendis de las mujeres. (Parce, verecundo lector), advirtiéndose a los confesos que no crean fácilmente a las muchachas, las cuales en los confesionarios achacan sus comezones a enfermedad, siendo debidos “ad habitu pravo contracto se tangendi” (San Ligorio) o “a naturali ardore complexionis venerae, precipue in juvenile detale” según el P. Morán; el consejo que debe dar el confesor a la mujer confesada “si vir se polluerif coeundo inter crura brachia aut ubera mulieris...” o también “in ore foemina;”40 cuál ha de ser la posición de los esposos en el abrazo conyugal para la realización de su acto genésico sin pecado;41 cuándo es la época lícita para verificarlo;42 si son pecaminosos o no los tocamientos eróticos y en cuáles partes del cuerpo43 y; si es o no pecado el “entretenerse demasiado” en los actos preparatorios de la cópula;44 en qué casos puede uno deleitarse o no con la evocación mental de una “cópula habida”;45 si puede o no cortarse el acto copulativo una vez iniciado;46 sí son lícitas y cuándo las excitaciones onanísticas in vaso postero vel in ore;47 en que la mujer puede consentir el onanismo de su marido;48 cómo es obligatorio para uno pagar lo 35

Gury. Compendium, no. 418. El P. Antonino Diana L.J. Omnes revolutiones morales. Lión, 1667, Tomo II, tract VI, resol. 191, p. 449, col. 1. 37 Diana. Ob. cit. T. VIII, tract. VI, resol. 20, $5, p. 148, col.1. 38 Diana. Ob. cit. T. II, tract. VI, resol. 188. $1, p. 448, col 1; y el también jesuita P. Thomas Sánchez. Opus morale in praecepta Decalogi Amberes, 1624. 39 Escobar, Ob. cit. Vol IV, lib. 33, rect. II cap. 15, probl. 20, no. 160. 40 Fray José M. Morán. Teología moral. Madrid, 1904, p. no. 922. 41 Gury, no. 912. 42 Ibídem, no. 913. 43 Berthier, no. 2521. 44 Berthier, no. 2549. 45 No. 920,6. 46 Berthier, no. 2549. 47 El P. Berthier, no. 2551. 48 Gury, no. 926. 36

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estipulado a la mujer o al hombre [sic] por el uso impúdico o fornicario de su cuerpo;49 cómo la adúltera no está obligada a entregar a su marido lo que ella ganó en dinero como precio de su adulterio;50 etc. Todos estos son temas corrientes de moral católica en las aulas de los seminarios y en las recónditas conversaciones del confesionario. Las antecedentes citas de ciertos preceptistas de teología moral podían multiplicarse, ellas no significan que los temas tratados y las tesis sostenidas lo hayan sido tan sólo por los autores aquí referidos, los cuales hemos tomado al azar entre las notas recogidas a través de sendas lecturas y porque esas notas y textos dan la tónica mental y ética de una época y de una escuela. Desde otro punto de vista, observemos que si hace siglos el papa Inocencio XI condenó con anatema la opinión de que “los actos conyugales ejercidos por sola voluptuosidad carecen de culpa”, hoy día se permite el matrimonio de quienes no pueden realizar “su fin”, aunque sí el de deleitarse amorosamente con la cópula voluptuosa. No pueden casarse canónicamente ciertos individuos indudablemente impotentes, como son los castrados; pero en cambio, sí pueden hacerlo, aun cuando no puedan tener hijos, los meramente estériles y también ciertos ancianos capaces de copular. Es decir, pueden casarse estos sujetos capaces para el deleite amoroso, pero no para la generación. Por otra parte, en el actual derecho canónico no hay impedimento para el matrimonio de la mujer que devino infecunda porque la cirugía le extirpó el útero o los ovarios, no obstante que esa mujer en cuanto a la procreación está castrada como el eunuco. Tampoco la Iglesia prohíbe inequívocamente el matrimonio a los hombres vasectomizados. Hay teólogos que defienden la vasectomía doble, es decir, la esterilizadora, y totalmente hay otros que se inclinan a prohibir el matrimonio de los así hechos impotentes para procrear aunque no para el deleite, tratando de justificar que se prive canónicamente a los hombres carentes de ambos testículos de derecho a casarse y no se haga igual con las mujeres carentes de ovarios, cuando las dos especies de impotentes sean exactamente iguales en cuanto a la generación, dice el P. J. B. Ferreres: “porque no todos los eunucos pueden penetrar la vagina, y los que pueden es probable que no puedan realizar un coito plenamente saciativo de la mujer, y aun, según 49 50

Diana loc. cit. Tomo VI, tract IV, resol. 56, $1. Escobar, ob. cit. Vol IV, no. 177.

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algunos, expone a peligros a la mujer con quien tiene coito, por defecto de semen; mas la mujer que carece de ovarios se da al coito del mismo modo que si no estuviera castrada”.51 A lo cual comentaba un teólogo muy crítico y perspicaz: “Es decir que todo el negocio se debe mirar desde el punto de vista del coito. ¿Pueden realizar el coito con igual satisfacción que si no estuvieran castrados? Pueden casarse. ¿No pueden realizar el coito? No pueden casarse”.52 Así, pues, la Iglesia hoy día admite que es lícita y sin pecado la cópula aun a sabiendas de que sea ineficaz para la procreación. No solamente para los citados individuos esterilizados; para la mujer sin útero o sin ovarios, o para el hombre infecundo por vasectomía doble. También a la mujer sin vagina se le “permite la cópula vulvar cuando la vaginal resulta del todo imposible”.53 Y es lícito también, los abrazos sexuales del hombre con la esposa ya embarazada, cuantos quieran, aun cuando mediante ellos no cabe fecundación. Se acepta, asimismo, el concúbito y su deleite contrariando “el fin del matrimonio” durante ciertos períodos intermenstruales que se han supuesto infecundos. Se sostiene igualmente que no debe negarse el coito conyugal a los castrados, “eunucos o espadones”. ¿Hay coito más estéril que el coito de los privados de ambos testículos? Pues, el P. Gury.54 “Si después de contraído válidamente el matrimonio es privado el varón de ambos testículos, todavía, según muchos autores, puede lícitamente pedir y conceder el débito. Y le acompañan en este parecer los teólogos tan insignes como Sánchez (1, 7, d. 192, n.7), Schmalgrueber (t.4, tit, 15, n. 32), Layman (lib. 5, tr. 10, p.2, c.11, n.3), D Annibale (III, 11, 470, not. 13), Ganicot (n. 543, II, 4º), Noldin (De sexto praecepto, n. 61, c.) Berardi (Praxis, vol. I, nums. 980-984) y otros.” En fin, es tolerable y sin pecado que el anciano, ya en la impotencia genésica de su decrepitud, le exija todavía el deleite conyugal a su estéril y senil compañera; pues como le decía el P. Claret a una vieja confesanda: “el matrimonio no sólo es para tener hijos, sino también para calmar la concupiscencia, y aunque Ud. se halle enteramente extinguida por los años y achaques no será así en su marido, por viejo que sea, pues dice San Felipe Neri que en algunos vive mientras pueden mover los párpados, y quizás Dios lo permite para que no se aborrezcan 51

Ferreres: De vasectomia duplici, etc., número 240. Jaime Torrubiano Ripoll. Teología y Eugerecia. Madrid, pp. 149 y 182. 53 Berthier, no. 1651. 54 Ob. cit, núm. 856. 52

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cuando viejos”.55 Hay que advertir, sin embargo, que este Arzobispo de Santiago de Cuba, hoy casi santo, tenía ideas algo extravagantes en sus prácticas de confesionario tocante al sexto mandamiento. Llevado por su ética política de facilitar la fecundidad, salvo en el caso de sublimación virginal del sexo, no admitirá acto sexual alguno que no fuere encaminado a procrear, equiparaba el onanismo al parricidio y la polución extravasada a un delito grave, merecedor del calabozo. Cada criatura que viene al mundo, explicaba el P. Claret,56 es como un soldado que va a la guerra con los cartuchos contados, que le da su general para hacer fuego cuando él se lo mande. El buen militar guardará bien sus cartuchos, evitando que se le inflamen y no gastándolos a su antojo en divertirse y alegrarse. Si los despilfarra, traiciona a su general y éste lo castigará duramente; pues lo mismo ocurre con el que fornica y malgasta sus cartuchos a su gusto y no para su finalidad natural que es disparar el sexo para la procreación. Todo onanismo entre cónyuges es grave pecado, sostenía el P. Claret, aparte de otras razones, porque toda la sustancia procreadora que eyacule el varón debe ir siempre al vaso muliere, pues si, por descuido casual, la mujer concibiera en un solo acto del marido habitualmente onanista, podrá correrse el peligro de “que nazca el hijo estropeado, macilento y flaco; porque siempre falta aquella porción que el Autor de la naturaleza tenía señalada; así como no serán nunca tan duraderas unas medias que no tienen aquella cantidad de hilo o estambre que regularmente se requiere”.57 Advirtamos todavía cómo ha sido una consecuencia inevitable de esa actitud teológica contra el sexo y de su choque con las realidades, la cuestión siempre embarazosa para los clérigos moralistas, de la mujer prostituta, ¿qué se hace con la meretriz, con la mujer que, por congénitas anomalías o por causas ambientales, se entrega al comercio de la sexualidad a cambio de dinero, ganando en su ejercicio el sustento y a veces hasta el poder y la admiración? La furia theologorum contra la concupiscencia exigía que contra ella se desataran todas las agresividades sancionales de la Iglesia. Sin duda, la ética reprobaba la prostitución; pero jamás fue en la práctica perseguida por el clero con un deci55

Llave de oro. &. Loc. cit., p. 698. Ob. cit. p. 681. 57 Claret. Llave de Oro. tr. Ed. cit., p. 692. 56

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sivo propósito de extirparla. La Iglesia no podía hacerlo en realidad. Pero tampoco tuvo fuerzas suficientes para suprimir a los pederastas y a veces se encargó sin transigencias teóricas de perseguir el pecado nefando con los preceptos teológicos y hasta con las penas terribles de la Inquisición. ¿Por qué no la hoguera para la meretriz, si en ella se quemaba al sodomita? Como escribe Lecky, “esa figura es ciertamente la más triste y, en ciertos respectos, la más espantosa, sobre la cual se posa el ojo del moralista. El desgraciado ser, que constituye una vergüenza citar siquiera su nombre; que finge con frío corazón los transportes de la afección y se somete pasivamente como instrumento de lujuria; que es oprobiado e insultado como lo más vil de su sexo, presa en su mayor parte de la enfermedad, de abyectas vilezas y de una temprana muerte, aparece en todas las épocas como el perpetuo símbolo de la degradación y corrupción del hombre. Siendo en sí misma el supremo tipo del vicio, en última instancia es “el más eficiente guardián de la virtud.” A no ser por ella, sería profanada la pureza de gran número de hogares, y no pocas mujeres que, en el orgullo de la castidad libre de tentaciones, sienten indignación al pensar en aquélla, habrían conocido la agonía del remordimiento y de la desesperación. En ese ser degradado e innoble, están encontradas las pasiones que pudieran haber llenado al mundo de vergüenza. Ella perdura, mientras credos y civilizaciones se levantan y derrumban, la eterna sacerdotisa de la humanidad, manchada con los pecados de todos”. Es que la Iglesia encontró en la meretriz la válvula de seguridad contra la excesiva presión de su absurda moral virginalista, misógina y antigámica, y no se atrevió a exigir su supresión. Ya San Agustín, Santo Tomás y otros perspicaces teólogos tuvieron que tratar del asunto, opinando que era mejor tolerar las meretrices a pesar de sus gravísimos pecados habituales, como unas transgresiones menores, ut majores cerveantur, para evitar otras que se decían más graves, como adulterio, escupios, sodomías, etc. El mismo problema se había experimentado por la Iglesia tocante a las concubinas de los sacerdotes, que durante siglos fueron habituales compañeras de éstos, pese a su juramento sacramental de celibatarios. El teólogo Gerson (1363-1429), que admiraba la virginidad y el celibato, no tuvo sin embargo reparo en recomendar el concubinato clerical como una institución preventiva de peores males, aun cuando en sí fuese escandaloso. Cuando la barraganería del clero fue usual y hasta reconocida en las leyes, se observó la paradoja de que el clérigo escandalosa126

mente amancebado y a sabiendas de su pecado era menos criticable que el clérigo que por casarse honradamente ahorcaba los hábitos con plena buena fe. Con la prostitución ocurrió algo parecido. Los pontífices las toleraron siempre en Roma, donde ellos eran reyes además de papas, y en su corte abundaron a millares. Y las hubo también en la papal Avignon y en todas las ciudades católicas. En realidad su comercio fue libre de interferencias eclesiásticas. Se le pusieron límites y se tomaron precauciones, como con una torrentera, para que no se desbordase; pero no se adoptaron contra la prostitución las enérgicas medidas que contra la sodomía, la bestialidad, el adulterio, y aun contra otras fornicaciones de las menos graves. Había una manera de simbiosis entre la moral de la prostituta y la del teólogo. Por esto según la teología moral jesuita, lógicamente, las meretrices estaban exentas del precepto de confesar por Pascua Florida.58 Es cierto que el P. Viva dudaba de si eso era realmente así. Él creía que no estaban exentas del precepto pascual pero pensaba que es “probable” la opinión de los doctores que sostienen no incurrir aquéllas en las penas de los transgresores contra dicho mandamiento, porque jamás fueron ellas denunciadas, no obstante los muchos años que pasaban sin confesarse.59 Pero esa doctrina no era unánimemente aceptada. San Alfonso María Ligorio60 decía que la opinión de Santo Tomás era “probable” pero “más probable” era la contraria. Con lo cual dentro de la ética probabilista se podía seguir, con igual validez moral, cualquiera de las dos. Aún hoy día, el trato teológico del lupanar es una vexata questio para los teorizantes moralistas de la Iglesia, aun cuando en la práctica preocupe poco. “¿Se han de tolerar las meretrices? Unos lo afirman, para evitar así que las mujeres honestas sean seducidas; otros, y su parecer es más probable, lo niegan, a causa de los graves males que de ello se siguen.” “Ciertamente, no se pueden tolerar, fuera de las grandes ciudades.”61 En ese caso, dice el P. Morán, “yo no les negaría la absolución” a las autoridades que las permiten.62 Pero esta teoría de la tran58

P. Manuel Sa Aphorismi Confessariorum. Venecia 1617 S.V. Confessio, no. 42. Viva, Cursus Theologiae Moralis. De Poenit. P.II A. IV. Art: 3, no. 7. 60 Theolo. Moral. Lib. III, no. 434. 61 Berthier. Ob. cit, no. 2524. 62 Ob. cit. 901. 59

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sigencia ética y urbana con los burdeles, para lograr una buena finalidad práctica, mantiene abierto el perenne problema. ¿Acomodamiento realista? ¿Moralidad clásica? ¿Tolerancia de conveniencia política ante males mayores? ¿Entonces con ese criterio relativista se puede llegar otra vez a la aceptación del concubinato del clérigo ad vitandum pejora, y también a la falsificación de milagros, a la mentira piadosa, a la doblez probabilista, al fin justificador de medios? ¿Podrá una mujer religiosa sacrificarse piadosamente entregando su deleite, su carne, a los depravados si lo hace por el santísimo propósito de salvar de la seducción a las demás mujeres? Y, ya por esa vía resbalosa y laxa, ¿no será disculpable que una beata complazca secretamente a un confesor solicitante, movida ella por el sagrado deber de evitar el terrible escándalo que contra la Iglesia se produciría si de no acceder al pecado, el pecador obstinado llegara al atropello notorio? ¿No se justificará el aborto forzado de la monja y la desaparición del feto denunciador de la fornicación sacrílega, para evitar así el mal de la difamación contra la Iglesia, si ésta se hiciere pública? ¡Cuán lejos está toda esa casuística de teología de los tiempos de San Juan Crisóstomo y de San Gregorio, y aun de ciertos siglos posteriores, cuando las costumbres eran relajadas; pero la doctrina austera contra el sexo se mantenía con rigidez! Antaño, en la época histórica que aquí nos interesa, en aquella alborada de la edad moderna, la fecundidad no era virtud santa, el sexo estaba perseguido por la Iglesia, el placer de la voluptuosidad era piadosamente execrado y los clérigos predicaban como una idolatría la fanática devoción a Santa Castidad. Mientras, el diablo de la lujuria, amedrentado por los rigorismos de los teólogos graves, se vengaba de éstos manteniéndose astutamente en los lugares más sagrados.

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V

Sumario: El demonio en los conventos - Tienta a las monjas y a los frailes. Los desposorios con Jesucristo.- Deliquios de monjas con su Amado.- Labia y tretas donjuanescas del demonio.- Automartirios por castidad.- Corrupción tradicional y anhelo de reforma.

La sistemática persecución de la carne, no por sus excesos sino per se, por lo pecaminosa en que fue tenida, y la exaltación de la virginidad como virtud culminante por encima del matrimonio y del amor, tuvieron que producir consecuencias muy lamentables. Sobre todo en el campo eclesiástico, donde más se imponían aquellos criterios inhumanos. Principalmente a los recintos conventuales de mujeres, donde multitud de ellas, núbiles, menopáusicas y seniles, convivían íntimamente en inalterable reclusión, aisladas del mundo y del hombre, pero con su carne consigo y acompañadas del demonio, y visitadas frecuentemente por el clérigo confesor, quien no siempre era santo, anciano o abandonado de las tentaciones. En los conventos, como en todo ámbito de humanidad encerrada (cárceles, cuarteles, buques, internados, noviciados, seminarios, campos de concentración o de prisioneros, etc.), las excitaciones sexuales tenían que ser torturadoras y en no pocos casos irresistibles pese a los silicios, flagelaciones, ayunos, oratorios y meditaciones. No hay más que leer las crónicas hagiológicas de las santas monjas de esos siglos, particularmente de las místicas, y se advierte en ellas la inquietud del sexo, el ansia del amor inhibido, la tortura de la histeria, las visiones del Amado, la obstinación de los diablos tentadores y, en los casos excepcionales que elevaron a los altares, la sublimación práctica y religiosa. En los conventos sin cesar se provocaba la tentación del sexo, precisamente al insistir en los medios de ahuyentarlo y en las luchas para vencer el diablo que lo alebrestaba. El tema del amor era constante; para exaltarlo si a lo divino o para abominarlo si a lo humano. Cotidianos

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eran el sermoneo contra la incontinencia, la exaltación de la casta pureza, el cuidado de la “sublime joya de la virginidad” que había de conservarse para ofertarla en el cielo. Las vidas de los santos y santas que resistían las embestidas de Asmodeo eran meditación de cada día. El mismo culto de la Virgen, de su parto sin obra de varón y de su concepción inmaculada, eran una evocación inequívoca a la impoluta castidad, o sea, a la anulación del sexo. El culto a Santa María Virgo fue de exaltación creciente durante la edad media hasta las más vulgares supersticiones de la mariolatría, y fue en esos siglos del Renacimiento cuando se dieron las más encarnizadas polémicas teológicas por la Purísima Concepción. No fue sólo en Bizancio donde bizantinizaron los dogmatistas. Un autor polaco, Ignacio Matuszowski,1 explica el creciente papel de la Virgen en la leyenda católica como un atavismo psicológico, como una herencia de la fe de los pueblos primitivos en la influencia de la mujer contra los demonios. Pero esto es insuficiente. La mariolatría ha sido una atávica supervivencia de las precristianas diosas-madres, proscriptas por el monoteísmo judaico, pero reintroducidas en el cristianismo, al irse extendiendo fuera de Palestina, mediante las figuraciones sincréticas de las antiguas diosas. De todos modos, significó una renovación del culto al principio femenino y materno junto al masculino y paterno, y, en definitiva, una evocación sexual. Si se exaltaba la virginidad de los creyentes, a la vez se evocaban los desposorios alegóricos como una sustitución mística de los carnales y verdaderos. Toda evocación del emparejamiento amoroso era siempre ocasionada a despertar tentaciones en aquellos ambientes de reseca y mortificada castidad. Aún hoy día, según la doctrina canónica, no puede el párroco ir a bendecir a las parturientas en iglesias de religiosas, ni publicar allí las amonestaciones de los matrimonios, ni siquiera asistir a éstos. Y hasta se pregunta piadosamente el P. Mach, “¿será edificante que allí se celebrasen las bodas?”2 Sin duda, la contemplación de una virgen novia de hombre, en el trance ritual de la exaltación de su virginal pureza y en la anunciación litúrgica de su sacrificio en paso a la fecundidad, no es la ocasión más propicia para fortalecer la castidad estéril en las reclusas y abstinentes vírgenes esposas del Amado Celestial. Sin embargo, los desposorios con Jesús eran alabados cotidianamente y re1 2

Dyabel w poezyi. Varzowa 1899 -Cita de Rudwin. Ob. cit., p. 653.

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cordados sus deberes de fidelidad y las inefables dulzuras de sus amorosos deliquios. La metáfora de los desposorios espirituales de la virgen monja con el amado, de la sacerdotisa con el sacro numen, se llevaba a las más insólitas derivaciones. Era tanto como reproducir en el cristianismo el místico concepto del matrimonio teogámico, frecuente en muchas otras religiones, donde se consagran mujeres a los dioses como sus amantes esposas, vírgenes como, por ejemplo, las sacerdotisas del sol en la antigua Persia, las vestales de Roma, las pitonisas de Delfos y las enclaustradas doncellas de los cultos mayas, aztecas e incaicos, que tanto sorprendieron a los padres Clavigero, Torquemada, Cogolludo, Acosta y demás clérigos españoles que vinieron a las Indias. Tal como luego los etnógrafos las encontraron en las madrigadas de los pueblos guanches en las islas Canarias, en las castas sacerdotisas negras de las tribus dahomeyanas y achantis, en las lamaistas del Tibet, etc. En todas estas y otras religiones no cristianas, ciertos dioses tenían sus hogares poligámicos, tal como los reyes de sus pueblos tenían esa cortesana institución para sí por razones de economía, placer y devoción. Desde los pueblos primevales se ha comprendido la íntima relación de los fenómenos sexuales con los religiosos. Hechiceros, magos y brujos, todos los personajes consagrados al trato con las potencias sobrenaturales han solido estar sujetos a tabúes, restrictivos de los contactos sexuales, así como a los largos ayunos, penitencias, prácticas y ejercicios asiáticos, anormalizadores de su mentalidad y de sus experiencias sensoriales. Han sido también muy frecuentes en las religiones no cristianas los sacerdocios de hombres célibes, que al ser ungidos consagran a la diosa de su culto todo su amor y sus votos de perenne castidad. Citemos, a vuela pluma, los sacerdotes del dios taurino de Egipto, los budistas de la India y de Ceilán, los chibchas de Bogotá, los tohil de Guatemala, los aztecas de México, los lamas del Tibet, etc. Algunos de esos tabúes aún se encuentran entre los sacerdotes de los cultos de Guinea, trasplantados a Cuba y otras tierras americanas. En algunos pueblos mediterráneos, los sacerdotes abominaban tanto de la lujuria que los traicionaba, haciéndolos apostatar de sus dioses, que se castraban. Recuérdense los sacerdotes eunucos de la efesia Artemisa, de la frigia Cibeles, de la siria Astarté, etc.; se ha observado que, en general, los sacerdotes se han 131

distinguido siempre por sus indumentos extravagantes y simbólicos, propios para fijar en la conciencia social el concepto de su personalidad extraña y privilegiadamente dotada de poderes y virtudes; ya pareciendo como seres sobrenaturales o demonios, ya como seres superiores, fuera de las flaquezas humanas, sin hombres ni mujeres, entes asexuados, o supersexuales o andróginos; a veces con barbazas de varón y vestiduras talares de mujer. El afeminamiento, o mejor dicho, la descivilización profesional de los sacerdotes en sus votos, costumbres y vestuarios, es un tema muy conocido de los etnógrafos. Y la atracción de los afeminados y los eunucoides por las cosas sobrenaturales y las ceremonias litúrgicas en todas las religiones es tema de los psicoanalistas. El monarquismo medieval fue una metafórica revivencia de aquellas arcaicas y bárbaras instituciones de los templos con el sagrado marido y a su servicio una mística poliginia de vírgenes; o de una diosa madre, amorosa, fecunda y poliándrica servida por un colegio sacerdotal de hombres abstinentes de todo otro amor que le consagran su castidad y hasta los órganos de su propio sexo. Así se explica ese parentesco sexual, teogámico y simbólico de los monjes y monjas del cristianismo y luego de su clerecía en general, con la sacra persona del numen sobrehumano, de quien se hacen cónyuges, y le juran la fidelidad de su casto amor, sólo dispensable por la omnipotencia disolutoria del máximo vicario de la deidad. San Cipriano habla de las mujeres vírgenes cuyo “marido” es Jesucristo.3 Se refiere a mujeres sin otro esposo y señor que Jesús, con quien vivían en matrimonio místico, “dedicadas a Cristo en carne y espíritu”. Y al condenar el hecho de que ellas cohabitaran con eclesiásticos solteros, pretendiendo que ello era un acto espiritual, decía: “quien se haga culpable de ese crimen será una adúltera, no contra un marido cualquiera, sino contra Cristo”.4 En ocasiones, la idea de ese místico parentesco conducía en la práctica a las más inopinadas aplicaciones. San Jerónimo, por ejemplo, al noticiarse de que una joven devino “la novia de Cristo”, por meterse a monja, menciona a su madre como “la Suegra de Dios.”5 En los conventos, las novicias oían el oficio de difuntos como muertas para el mundo, se despojaban de todas sus vestimentas mundanas, y, 3

De Habito Virginum, 4, 22. San Cipriano. Epístola L XII. Migne ob. cit. IV. 368. 5 Sacrus Dei. En su Carta a Eustaquio. Epíst. LII. 4

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totalmente desnudas y benditas, se vestían los sagrados ropajes, con blancos velos de vírgenes como novias para la boda con su Amado, con ese Jesús hermoso, varonil, penante por la humanidad y en espasmo agónico, que ellas veían en las cruces de los claustros desnudo, hermoso, varonil, con los labios sedientos y los brazos abiertos en espera de la mística entrega. Aun fuera de los conventos y de la clerecía persistía ese concepto del parentesco con Cristo. “La unión de Cristo y su Iglesia,” dice Lecky, “había sido representada como un matrimonio; y esta imagen no fue considerada como una mera metáfora o comparación, sino como una íntima y misteriosa unidad, que, aun cuando no era susceptible de una muy clara definición, dejaba de ser menos real. Los cristianos eran los “miembros de Cristo”, y por esto aquellos que se unían en matrimonio con los que no pertenecían a la familia cristiana, cometían literalmente, se dijo, una especie de adulterio o fornicación. El matrimonio de los israelitas, el pueblo escogido del mundo antiguo, con los gentiles, había sido descrito en el Antiguo Testamento como un acto de impureza; y en opinión de algunos, por lo menos de los Padres, la comunidad cristiana ocupaba con respecto a los infieles, una posición análoga a la de los judíos con respecto a los gentiles. San Cipriano denunció el crimen de aquellos “que prostituían los miembros de Cristo casándose con Gentiles”. Tertuliano describía tal matrimonio como fornicación; y después del triunfo de la Iglesia, el matrimonio entre Judíos y Cristianos se convirtió en una ofensa capital, y fue estigmatizado por la ley como un adulterio. Jesús Nazareno, el lacerado de la Pasión, es por las tierras hispánicas el “patrono” de las mujeres con amores contrariados; ansiosas de mitigar penas como mujeres Verónicas. El realismo español se complacía en la escultura policromada, la plástica más verista, y creó esos Cristos y santos demacrados, exangües, sedientos, febriles, insomnes, enfermos, como tuberculosos en trance de pensar; mientras en la paganía renacentista hubo Cristos marmóreos de Leonardo de Vinci y de Miguel Ángel con todos los órganos de la hombría. Las miguelangelescas figuras de la Capilla Sixtina tuvieron luego que ser vestidas con pinceladas encubridoras de las desnudeces sexuales. Y los Cristos en agonía desnuda fueron sustituidos por la imagen de Jesús triunfante, con ricas y hermosas túnicas y en ofrenda de su Corazón con fuego de amor. Los clérigos ora decían que se desposaban con la Iglesia, ora que ésta era su Santa Madre, y recibían en sus arrobos visitas de santas y 133

tenían deliquios con la Sublime Feminidad, personificada en la Mujer Suprema, la Esposa del Padre y Madre del Hijo. En la Edad Media, la Concepción de María Santísima se simboliza por la paloma del Santo Espíritu que desde lo alto lanza un rayo, iluminado como obra de divinidad, hacia el sexo de la doncella que será virgen madre, nacida sin pecado y parida sin pecar. El simbólico signo de la vesica piscis, en el correspondiente lugar del cuerpo de la Virgen, tan frecuente en la iconografía de la época, completa la evocación de la mística sexualidad. Pero con el Renacimiento se pasa a más carnales feminidades. En esa época se pintan para los altares vírgenes bellas, robustas y alegres como buenas mozas primerizas, con el seno al aire para amamantar al crío desnudito en su regazo. Hubo pinturas que representaron a la Virgen María dando de mamar a Santo Domingo de Guzmán; alegoría de la nutrición espiritual, sin duda, pero pervertida por formas de sensualidad profana.6 Tras las pinturas de los artistas puros como Fra Angélico, hubo los cuadros religiosos donde so capa de escenas bíblicas y simbolismos éticos revivían las sensualidades de la plástica pagana. Las Evas, las Raqueles, las Esther, las Judith, las Samaritanas, las Susanas, las Magdalenas, las Sibilas, las Virtudes, las Vírgenes prudentes y las Vírgenes locas, la Putifar que enamora a José, las hembras diabólicas que tientan a San Antonio... Bernini esculpió a Santa Teresa de Jesús en su arrobamiento místico con el plástico realismo de un orgasmo carnal. También abundaron los Arcángeles guerreros que libertan a las almas aprisionadas por los demonios, como los príncipes de los cuentos de hadas, que salvan a las bellas durmientes y a las vírgenes presas por el dragón encantado. Ángeles radiantes de hermosura pero asexuales, para que la imaginación pusiera en ellos vida y amor y el sexo deseado, como hacen los niños en los muñecos que son sus juguetes. Ángeles andróginos, para el fraile como doncellas, para la monja como donceles, como efebos para los dos. Ángeles semidesnudos y con túnicas sueltas. O vestidos de alas; dos para volar, cuatro para cubrir pudicia como abanicos de plumaje. También hubo querubines infantiles, bellos como amores inocentes, y promesas de maternidad satisfecha para mujeres en la desesperada 6

Pbro. Martín Mérida. Historia Crítica de la Inquisición en Guatemala. Guatemala, 1895. Ed. de 1937.

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melancolía de la esterilidad forzada, sin hijitos que besar. Santa María Magdalena, Santa María de la Virgen, Santa Afra, Santa Pelagia, Santa Thais y Santa Theodota, en la primitiva Iglesia, así como Santa Margarita de Cortona y Clara de Rimini en la Edad Media, habían sido cortesanas, y se enaltecía su arrepentimiento que las llevó a los cielos, exaltaba la memoria de San Vitalius, que acostumbraba todas las noches visitar los burdeles para dar a las mozas que en ellos vivían dinero con que pasaran la noche sin pecar, a la vez que oraba por su conversión. Los vicios se evocaban cotidianamente para abominarlos..., pero incesantemente se traían a la imaginación, como ocurre con las preguntas imprudentes de los confesores, quienes para inquirir los pecados de sus penitentes ingenuos los van enumerando y trayendo a la mente de los pecadores, enseñándoles a éstos nuevas posibilidades de pecar. En las llamadas sublimaciones de la mística, la unión con la deidad se expresaba con la terminología conyugal más inequívoca. Según sintetizaba San Alfonso de Ligorio, en el siglo XVIII la unión mística con Dios era de tres clases: unión simple, unión de desposorio y unión consumada, que se llama matrimonio espiritual. En la unión de desposorio se comprendían tres grados: el éxtasis, el rapto y la elevación del espíritu; en el matrimonio espiritual “el alma se transforma en Dios y se hace una misma cosa con Él”. Metáforas de la devoción fervorosa, alucinaciones de la mente extraviada, revanchas de los instintos opresos, compensaciones de la conciencia inhibida. Torturas de mística semidoncellez. Vírgenes de cuerpo y desposadas de alma; castas y lívidas del amor carnal, pero voluptuosas y entregadas a los ardientes arrobos del amor divino. Como observaba Pompeyo Gener, en los conventos las monjas “no deben existir más que por Dios y en Dios. Poseídas por él son impecables. En esto estriba la virtud, esta es la perfección; levantarse en alas del amor divino hasta las alturas místicas en que desaparezcan las faltas de la carne”... “Luego únese a esto un sistema de sobrexcitación continua, como la fustigación, el meditar sobre la circuncisión del Señor, la encarnación y el amor divino, la vista de esos santos y de esas imágenes de Jesucristo del Renacimiento, semidesnudos, hermosos, rebosando vida, y un régimen en el cual se imponen pruebas arriesgadas, en el cual se enseña que esta carne es muy flaca y que es menester entenderla, y en que se aconseja fiar de los superiores en tales asuntos como dice Santa Teresa. Todas estas causas producen una literatura erótico-místi135

ca en los conventos que acaba de inflamar las imaginaciones. Tómase por tema la unión de Cristo con la esposa que le desea, y se parafrasean todos los versículos del Cantar de los Cantares. Todas estas composiciones desbordan de sensualismo, todas están inspiradas en un gozar eterno; tendiendo al misticismo, respiran concupiscencia por todas partes.7 No hay más que leer a Santa Teresa de Jesús. En todos sus escritos no se habla más que de embebecimientos, de arrobamientos, de éxtasis y deliquios, de goces que se gozan, de comienzos de grandísima suavidad, de una dichosa embriaguez, de comer el fruto gustosísimo, de beber el licor celestial y de morirse en un paraíso de deleites. A las novicias les cuenta que el Rey la entró, que la metió en la bodega para que bebiera conforme a su deseo y se embriagara bien de todos los vinos de la despensa de Dios; explícales cómo se tiene el amor vivo estando todas las potencias muertas y dormidas, llegando a estar hecha toda una misma cosa con el mismo señor del amor. Pídele a Jesucristo, que por misericordia la permita gozar de Él, que la deje comparecer delante de su presencia con vestiduras de bodas e incítale a que recupere el tiempo perdido, y a que la bese en la boca. Refiere que el dulce cazador la tiró con flecha enarbolada de amor y que la dejó rendida en sus brazos amorosos. Cristo para ella es un amante real y verdadero a quien ella llama su amado, su querido, su zagal. Cuando habla de su juego y su belleza, se entusiasma de tal modo que prorrumpe en estas palabras: “Vuestra soy, para vos nací, ved aquí mi corazón, mi cuerpo, mi vida, mi alma, mis entrañas, mi afición, dulce esposo, dadme la muerte o la vida, la honra o la deshonra”.8 Léanse también los deliquios sacro amorosos de otra santa de aquella época de divinos desposorios monjiles, cuando surgió, también por obra de monjas y de jesuitas, la adoración sacro erótica del Sagrado Corazón que fue ignorada en los siglos de más profunda cristiandad. Refiriéndose a Santa María Magdalena de Pazzi, decía el P. Ribadeneira como sigue: “El fuego que ardía en el pecho de esta santa virgen era tan grande que, no cabiendo dentro de él, se desahogaba en llamas por la boca (que tales eran sus palabras), y como quien se abrasaba, sin hallar 7 8

P. Gener Ob. cit. T.II, p. 251. Véanse esas eróticas expresiones en las obras de Santa Teresa de Jesús: Conceptos del amor de Dios. Sobre algunas palabras de los Cantares de Salomón. Exclamaciones y poesías, IV, XII, XIV, XXXII.

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remedio, andaba por el monasterio dando voces sin poder parar, y con locura concertada y más elocuencia enseñada solamente del amor (porque nadie sino el amor la sabe), decía: ‘¡Amor, amor! ¡Oh Señor mío, no más amor, no más amor! Es mucho amor, Jesús, el que tú muestras a las criaturas. No es muy grande respecto de tu grandeza; pero lo es para una criatura tan vil y baja.’ Redundaba este fuego al cuerpo de la santa de tal modo, que no podía sufrir el hábito de lana, y era menester aligerarse; bebía agua frigidísima, y se lavaba en ella los brazos, el pecho y la cara para templar el ardor, diciendo que se sentía arder y consumir; y vuelta al cielo clamaba: ‘No puedo más sufrir tan grande llama.’ Si encontraba alguna de las monjas apretábase fuertemente las manos y decía: ‘¡Oh alma: ¿Amas al amor? y ¿cómo puedes vivir? ¿No te sientes consumir y morir de amor?’ Otras veces se iba a tocar las campanas a la torre, y decía a voces: ‘Venid, almas, a amar al amor de quien sois tan amadas.’ Finalmente, en los excesos ó crecimientos de su amor, que frecuentemente padecía, decía y hacía tales cosas que mostraba estar loca y furiosa con aquella locura que dice San Crisóstomo es mejor que todas las sobriedades. Llegó a ser tan excesivo y puro su amor, que deseando parecerse totalmente a su Esposo, hizo con él un pacto de no querer más gustos ni regalos espirituales, sino solamente llevar su cruz sin interés, y pidió al Señor que viniese en ello, y como después en una ocasión quisiese el Señor regalarla, le dijo con una amorosa queja: ‘Ah, Señor, ¿cómo os olvidáis del concierto que conmigo habéis hecho?’ Y solía decir muchas veces á las hermanas una sentencia nueva y digna de admiración: ‘No deseo morir, hermanas mías, tan presto porque en el cielo no hay padecer.’ Y con padecer continuamente achaques, enfermedades y dolores intensísimos nunca estaba contenta y siempre deseaba padecer más y más.”9 También en los conventos del frailío se dieron las sugestiones eróticas; pero en ellos los encierros fueron menos rigurosos y las relajaciones mayores, que con frecuencia llegaron al libertinaje, también por aquellos siglos de la Reforma y de la Contrarreforma, los jesuitas, que eran recién llegados, acentuaron las exaltaciones de la castidad y las penas infernales para los pecadores por lujuria. En los noviciados no dejaba de 9

El P. Ribadeneira, según La leyenda de oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la Iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. Barcelona, 1865. T. II, p. 147.

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encomiarse la virginidad de los varones. Dos jóvenes y aristócratas jesuitas fueron subidos a los altares como vírgenes: San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kotska. Y el P. Ribadeneira reavivaba la historia de San Pelayo, santo del siglo X, patrono de los tentados de homosexualidad, que resistió con el martirio los ataques de la lujuria invertida. Fue San Pelayo un niño, galleguito de diez años, a quien un obispo tío suyo dio en rehenes a un califa de Córdoba para el prelado obtener su propia libertad. Era Pelayito “de hermosura extremada”. También “era muy honesto, templado, reposado y prudente; velaba en oración, leía libros santos; sus pláticas eran de cosas de virtud y ajenas de parlerías, risa y disolución, y en fin, no parecía niño, sino viejo en el seso y madurez. De esta manera estuvo el santo niño tres años y medio en la cárcel, disponiéndose para que Dios le hiciese la merced que después le hizo, dándole corona y gloria de mártir. Porque estando un día el rey moro comiendo, algunos de sus criados le alabaron la rara y admirable belleza del niño Pelayo, y el rey mandó que luego le sacasen de la cárcel, donde estaba aherrojado, y le trajesen a su presencia. Sacáronle y vistiéronle ricamente, y avisándole al mismo niño de la dichosa suerte que le había cabido, le pusieron delante del rey. El cual, como era hombre no menos torpe que infiel, en viéndole se cegó con el resplandor de su hermosura, y comenzó a ofrecerle honras, riquezas y otros grandes dones y dignidades para sí y para los suyos, si dejaba de ser cristiano, y seguía la ley del gran profeta Mahoma”. El santo niño se resistió. “Quiso el rey llegarse al bendito niño para halagarle y tocarle con algunas muestras de deshonestidad. Y Pelayo, no como niño, sino como varón esforzado: “Aparta, perro”, dice, “tu rostro. ¿Piensas que yo soy como uno de esos tus afeminados?” Diciendo esto rasgó la rica ropa que le habían vestido, y la echó de sí para estar más desenvuelto para la lucha y pelea que esperaba, y morir si fuese menester por Jesucristo. Estaba ya el rey tan cautivo y abrasado del amor, que ni las palabras de Pelayo ni sus obras fueron parte para mudarle, antes mandó a sus criados que con caricias y blanduras procurasen persuadirle que dejase de ser cristiano y se rindiese a su voluntad. Pero como vio el rey que perdía el tiempo, porque Pelayo estaba constante y fuerte en su propósito, convirtió el amor en odio, y toda aquella blandura en rabia y furor, y sañoso, y con los ojos que centelleaban y arrojaban llamas de sí, mandó colgarle luego en la garrucha, y alzarle y soltarle muchas veces..., y creciendo más su furia infernal mandó que le fue138

sen cortando todos los miembros uno a uno, y después de haberle así muerto lo echasen en el río Guadalquivir.”10 Las excitaciones amorosas que se daban entre el monjío no eran todas hacia el esposo Amado Divino, ni las de los clérigos y frailes hacia Santa María Virgo. El amor no olvidaba las exigencias carnales, ni su oriundez diabólica. En los conventos, en vez de imputar los ataques carnales de la lujuria a la vida ociosa y a las sobreexcitaciones místicas, se les explica como obra tentadora de los diablos: Por lo cual a veces son reputadas como un beneficio, pues no faltan quienes expliquen esas tribulaciones del cuerpo y de la conciencia por permisión y designio de Dios, que así quiere probar más la virtud de sus esposas. En la hagiografía se dan numerosos ejemplos de este propósito de Dios, que hace mortificar a sus elegidos por medio de endiabladas torturas para mejor prepararles su ascenso póstumo a la gloria. Y lo mismo ocurre con los tormentos de las posesiones diabólicas, que a veces son regalos divinos para acendrarles en la tierra su pureza a los favoritos y ahorrarles así las penalidades de ultratumba. Como se dice en un texto moderno: “No todos los que se hallan maleficiados o espirituados lo están por mano de brujas, porque muchos lo están por permisión divina; siendo ésta de dos maneras, en los unos para ejercicio de las virtudes, y en los otros para purgación de sus pecados, como dicen los teólogos.11 Los primeros padecen su trabajo regularmente mucho tiempo, y por medio del demonio les labra Dios la corona, como se la labró el Santo Job. Los espirituados de purgación suelen padecer mucho más o menos tiempo según la obra de Dios intenta hacer en el alma, y el edificio espiritual que en ella intenta levantar. Estas personas, concluida su purgación, quedan del todo libres del poder del demonio, aunque no les faltan en adelante muchos mayores trabajos.”12 Así las tentaciones lujuriosas de las monjas, aun siendo obra de Lucifer, resultaban un reflejo del desposorio sobrenatural, como si el mitológico Marido Divino de las poliginitis conventuales se complaciera en provocar en sus mujeres el prurito del adulterio con los diablos para así probar y depurar más su fidelidad, antes de llevarlas para siempre, después de la muerte, a los inefables goces del hogar celestial. 10

La leyenda de oro. Ob. cit. T. II, p. 304. V. Blas de Lanuz. Pat. August, 3. p. lib. 2 c. 18. et seq. Late. 12 Vid. Lucer. Mystic. tract. VI. c. 6. et. seq. Así leemos, en síntesis, en obra del P. Vitaliano de Santa Ines-lila. Espejo histórico. Colec. de Ejems. edificantes e instructivos sobre la Santa Ley de Dios. México, 1896, p. 69. 11

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Era, pues, lógico que el demonio cohabitase con los seres humanos enclaustrados. “En parte alguna hablaba tanto del diablo como en los conventos. Era el Enemigo, aquel en quien se debía pensar a toda hora para guardarse de sus emboscadas. Piadosas imaginaciones le mostraban rondando sin cesar bajo los arcos de las bóvedas del claustro, como un león presto a saltar. La menor falta a la regla le hacía surgir de la sombra. Por ser religiosas, por haber renunciado al siglo, no por ello las monjas habían cambiado su naturaleza. La sensibilidad, la nerviosidad femenina, se desarrollaba más bien, como en cálida estufa, en aquella existencia sin acontecimientos, que toda la llenaba lo sobrenatural. Las almas fuertes que se habían decidido por libre voluntad, por gusto, por vocación a seguir la vida conventual, gustaban sin duda goces serenos y se aclimataban pronto a una atmósfera creada para ellas. Mas no todas las religiosas estaban en este caso. En tiempos pasados, frecuentemente se tomaba el velo por conveniencias sociales, porque se era una señorita con poca dote y debía hacerse religiosa o rebajarse haciendo un matrimonio por debajo de su condición. Se sometía sin duda dignamente a la necesidad, pero no sin dejar tras de sí las penas, no sin hallarse desorientadas en un medio que no habían escogido, no sin sentir el vacío de las horas. Así eran presa fácil de las enfermedades nerviosas por las cuales la naturaleza contrariada reclama violentamente sus derechos. Contribuyendo al terror del Mal, venían las obsesiones, después las alucinaciones, las ideas delirantes que se confiaban mutuamente en aquel pequeño círculo femenino tan estrecho y jamás renovado. Un día, por un pecadillo, por una falta venial, llegaban a dudar de sí mismas, a dudar de su salud, a creerse bajo el dominio del demonio. Y poco a poco perdían la cabeza... y ya era una poseída, ¡puesto que así lo creían! Los gestos automáticos, las contracciones, las contorsiones que seguían, despertaban alrededor nerviosidades parecidas. El contagio nervioso es una cosa común. Introducid en una clase de niñas a una alumna que sufra de ciertos tics o el baile de San Vito; al cabo de pocos días toda la clase imita los tics y se contorsiona. Lo mismo sucedía en el convento; una hermana nerviosa desequilibraba los nervios de toda la comunidad. Y la locura de una sobrepujando la locura de otra, el piadoso recinto se llenaba de clamores y de extravagantes caprichos que todo el mundo, incluyendo a las mismas víctimas del mal, tomaban por satánicos. La intempestiva medicación de los exorcismos, hacía el resto.”13 13

Octave Beliaru. Sociers, Reveurs et Démoniaques. Paris, p. 143.

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Parece indudable que en los conventos había demonios. Tantos como afuera, lo cual no decía mucho en favor de la eficacia aisladora, de los muros, de las rejas, de las celosías, de las celdas, de los enrejados locutorios y de los velos, tocas y sayales llenos de cruces, relicarios y bendiciones. De entonces es el socarrón proverbio del pueblo español que dice: “entre santo y santo, pared de cal y canto”. Pero todas las precauciones eran inútiles. Los demonios se metían sin reparo alguno en los conventos y hasta en las iglesias para ejercitar sus malicias tentadoras. Hay para convencerse de ello el testimonio de varios santos: A SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, por ejemplo, “estando en la iglesia rezando, el demonio se le puso delante de los ojos en figura de fraile de su hábito, muy compuesto y muy devoto; pero fuera de tiempo y obediencia, para inquietarle y desasosegarle de su oración. Otra vez vio al demonio en traje y forma humana que andaba solícito de una parte a otra. Conocióle y díjoles “¡Oh bestia cruel! ¿Qué haces aquí?” Respondióle el demonio: “Ando en mi oficio, y al fin siempre gano.” Y “¿qué puedes tú ganar en el dormitorio?” dijo el santo “Que duerman (dice) más o menos de lo necesario, que se levanten de mala gana, o que no se levanten a maitines; y aún cuando me dan más licencia, mayores males les hago”. “Y en la iglesia (dijo Santo Domingo) ¿qué mal les haces?” “Que vayan tarde, sin gana y sin gusto, y que estén allí pensando en cosas del mundo.” Del refectorio dijo que allí les tentaba para que coman más o menos de lo necesario. Preguntando del locutorio, respondió con grandes risadas que era suyo todo aquel lugar, pues allí se contaban nuevas impertinencias, y se decían palabras ociosas y de murmuración, y que cuanto ganaban en las otras partes los frailes tanto venían a perder en ella.”14 Ese santo español, al menos en la referencia que tomamos del P. Ribadeneira, no señala las tentaciones eróticas del demonio en los conventos de monjas enclaustradas, pero allí estaba también el enemigo malo haciendo de las suyas. El caso de María Magdalena de Pazzi, Santa de aquella época, fue más curioso, pues el demonio se disfrazaba con la exacta figura (carne, hábitos, modales y voz) de la santa y se metía en la cocina y en el refectorio del convento, robando panecillos y golosinas para así desacreditar a la santa.15 El 14

La leyenda de Oro para cada día del año. Vida de todos los santos que venera la Iglesia. Revisada por los PP. de la Compañía de Jesús. -Barcelona, 1865. T. II, p.528. 15 Leyenda de Oro... T. II, p. 146-Día 25 de mayo.

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demonio tenía un arte refinadísimo para exponer sus lascivas sugestiones a las monjas y hasta a los mismos frailes. Siempre se ha dicho que el diablo es poeta. Así lo creyó Cervantes, diciendo: También los diablos son poetas. —Y aun todos los poetas son diablos.16 La elocuencia erótica del demonio debe de ser irresistible. Recuérdese lo que ocurrió en un convento de frailes dominicos, los cuales por su profesión y título han sido precisamente “predicadores” y maestros del decir elocuente. Al ya citado SANTO DOMINGO DE GUZMÁN el demonio “Otra vez, en figura de un mozo galano y bien tratado, vino al convento y pidió al sacristán un padre que le oyese de penitencia. El sacristán se lo trajo, y el fingido penitente comenzó a pintar algunos pecados suyos deshonestos, con tan sucio y abominable artificio, que el confesor, por poner cobro en su alma, le dejó sin acabar la confesión. Lo mismo le sucedió con otros cuatro confesores que no pudieron acabar de oír aquella fingida confesión por no recibir detrimento en la pureza de sus almas. Y como el demonio todavía instase que viniese algún fraile que le oyese de penitencia, y se quejase de la poca caridad que usaban con él, al fin salió Santo Domingo para confesarle, y entrando en la iglesia por divina revelación conoció que era el demonio, y le reprehendió [sic] ásperamente, y le mandó salir de allí y que no inquietase a los siervos de Dios. Y así luego desapareció, dejando en la iglesia un intolerable hedor a manera de piedra azufre, con grande espanto de todos los presentes”.17 Los demonios se burlaban de las monjas sometiéndolas a las prácticas más extravagantes e indecorosas. Por el siglo XV los cronistas refieren que por los monjíos de Alemania, Holanda e Italia se extendió una epidemia de diablos, hoy diríase que de histerismos, consistente en la manía de morderse unas monjas a otras. En un convento de Francia a una monja le dio por maullar como una gata y las compañeras maullaron también, tanto que la epidemia de felina histeria pasó a otros conventos y fue reprimida con graves medidas.18 Pero, por lo común, las tentaciones diabólicas eran menos grotescas y mucho más pecaminosas. 16

Entremés La Cueva de Salamanca. La Leyenda de Oro. T. II, p. 528. 18 White. Ob. cit. Vol. II, p. 141. 17

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Asmodeo, que es el demonio de la lujuria, la diabolización cristiana del persa Aeshma Daeva y del griego Cupido, algo así como un Don Juan de los infiernos, no reparaba en adoptar los más canallescos procedimientos y estratagemas para lograr sus propósitos seductores. Era la edad del terrorismo. Para tentar a Sta. Teodora,19 el íncubo diablo “tomaba muchas veces la figura de su marido20 y se llegaba a ella, diciéndole los requiebros y dulzuras que solían cuando estaban juntos”. Muy curioso fue el caso de un demonio que para enredar la conciencia y corromper la pureza de una monja que se confesaba con San Juan de la Cruz, se acomodaba en el confesionario con la figura y sayal de este santo carmelita y le enseñaba a la tocada penitente doctrinas muy perturbadoras para su castidad.21 Había otros factores más positivos en las lujurias monjiles, a los cuales hay que atribuir en parte la frecuencia de los raptos y epidemias diabólicos de la época. En aquellos tiempos, pese a la exaltación doctrinal, la castidad no era una virtud que inspirase tantos heroísmos santificadores como en los primeros siglos del cristianismo. Ya no se daban los tradicionales y santos suicidios como un automartirio por sostener incólume la virginidad. Ahora tampoco se daba un Juan Crisóstomo, aquel santo varón, quien instado a pecar carnalmente por una mujer hermosa a quien inspiraba el demonio y no pudiendo disuadirla de su dañado propósito, “Tomó el santo la resolución de cortarse los labios, como lo hizo, para que la mujer, viendo la fea deformidad de su rostro, cesara de sus importunaciones, y él quedara libre del riesgo; pues como era tan humilde, temía quedar vencido, en un descuido, a tan repetidos asaltos”. Así lo refiere, tomándola de antiguas hagiografías, el P. VITALIANO DE SANTA INÉS-LILA 22 en su Espejo Histórico. Colec de Ejems. edificantes e instructivos sobre la Santa Ley de Dios. Verdad es que la Virgen restituyó los labios al Crisóstomo, dice el citado historiador de santos, y “esta fué la causa de la elocuencia sin imitación de este Santo Doctor, que hablaba como con labios recibidos milagrosamente de las manos de la Reina de las Vírgenes”. También se había olvidado ya el otro santo ejemplo, que tomamos del mismo libro, 19

P. Ribadeneira. 11 Setiembre. [sic] P. Ribadeneira 11 Septiembre. 21 P. Ribadeneira. Ob. cit. Dia 24 de nov. 22 En su Espejo Histórico. Colec de Ejems. edificantes e instructivos sobre la Santa Ley de Dios. México, 1896, p. 334. 20

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del papa San León, quien “porque una mujer le besó la mano, el Santo Pontífice se la cortó; pero advirtiendo la murmuración del pueblo romano por no verle celebrar misa, acudió a la madre de toda Pureza, a María Santísima, la cual le restituyó la mano”. Análogo sacrificio hicieron en el siglo IX, la abadesa y todas las monjas de un convento de Yorkshire, en Inglaterra, las cuales, estando sitiadas por los daneses y a punto de rendirse, se cortaron todas ellas las narices y los labios superiores, deformándose tan espantosamente para no inspirar a la soldadesca la tentación de ser violadas.23 Pero no se sabe de ningún convento de los muchos que allanó la soldadesca en las terribles guerras de los siglos XVI y XVII que imitara a esas heroínas inglesas. Ni siquiera se tenía muy presente la heroica ocurrencia de San Martiniano, merecedora de ir a los poemarios de los sacerdotes poetas. Este santo fue un ermitaño que vivía en un islote desierto para librarse de las tentaciones mundanas. Un día oyó en la playa solitaria las voces y gemidos de una mujer náufraga que pedía auxilio; entonces el santo eremita “armóse con la oración y juzgando que le corría obligación para que aquella mujer no pereciese allí por su culpa, le dio la mano y la sacó del agua; y como la viese tan hermosa y de buena gracia, le dijo: “Hija, la estopa y el fuego no están bien juntos: quédate aquí, y come del pan y bebe del agua que aquí queda, como yo hacía, hasta que venga un marinero que me suele visitar, que será de aquí a dos meses; cuéntale tu trabajo, y él te sacará de aquí y te llevará a tu ciudad”. Y diciendo esto hizo la señal de la cruz sobre el mar y a él se arrojó diciéndole al Señor: “más quiero morir ahogado, que no ponerme a peligro de mancillar mi castidad”. El santo se salvó porque “Vinieron luego dos delfines, por orden de aquel Señor que nunca desampara a los suyos y a quien todas las criaturas obedecen, y le tomaron encima y le pusieron en la tierra.”24 Es cierto que se evocaba como ejemplo incitable a San Bernardino de Sena (día 20 de mayo). Este joven fraile, según refiere el P. Ribadeneira, “llegó a la puerta de una mujer casada, noble, rica y hermosa, la cual se había aficionado al santo mozo tan torpe y ciegamente, que le estaba aguardando para acometerle y hacerle caer en la red. Pidióle Bernardino limosna, y díjole que entrase, que de buena gana se la daría. Entró el castísimo religioso sin recelo en el aposento por la 23 24

Lecky. Ob. cit. II, p.47. P. Ribadeneira. La leyenda de Oro. T.II, p. 344.

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limosna, y ella le descubrió su mal intento, protestándole que si no consentía luego con su voluntad, daría voces y publicaría que la había querido hacer fuerza. ¡Oh lazo de Satanás! ¡Oh corazón loco! ¡Oh mujer desvergonzada y perdida! Turbóse el santo mozo, helósele la sangre y quedó como fuera de sí cuando se vio con peligro tan evidente de perder la preciosa joya de su castidad. Socorrióle la reina de los Ángeles y Virgen de las vírgenes y su especial abogada, Nuestra Señora, e inspiróle Dios una cosa que fue su total remedio y salud. Dijo a la mala hembra que si quería que él se entregase a su voluntad que se desnudase y echase en la cama, y ello lo hizo con gran presteza y desenvoltura. Cuando allí la vio, sacó el santo una áspera disciplina que traía consigo con que a menudo se disciplinaba, y comenzó a azotar cruelmente a la pobre y desventurada mujer, la cual no osaba clamar ni chistar, porque hallándola en aquella manera no se entendiese que ella había querido provocar al santo, y no hacerla él fuerza. En fin, fue que ella quedó lastimada de los muchos azotes que le dio y admirada de la virtud de san Bernardino”.25 Hay que reconocer, sin embargo, que un caso como el de San Bernardino fue muy excepcional, lo suficiente para que con su figura se llenara un altar del santoral eclesiástico. Otro caso típico recuerda Conlton,26 que Ancelin, obispo de Belley, muy entregado al ascetismo, decía que en cuanto veía una bella mujer, mentalmente le arrancaba la piel y solo contemplaba la asquerosa corrupción que había en sus entrañas. Pero esos ejemplos de ascetismo que antes se tomaban como ejemplares ya no eran frecuentes en aquel siglo XVI que aquí nos interesa. No se tenía acerca de las muchas de aquellas aberraciones deshumanas las explicaciones que ahora va dando la psicología. Hoy puede pensarse, por ejemplo, que esa visión metafórica y antiafrodisíaca del ascético obispo Ancelin, no fue sino una reacción externa y socialmente compensatoria de otros inconfesables pensamientos (lascivos y groseros, en que se entretenía la mente del obispo cuando contemplaba la piel hermosa antes de purificar su conciencia con la simbólica desolladura de la mujer que le estaba prohibida). Recordemos por nuestra parte la moderna opinión de Richard Jefferies: “Creo que el ascetismo es la más vil blasfemia, blasfemia que 25 26

La Leyenda de Oro. T. II, p. 125. Five Centuries of Religion, I, p. 176.

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va contra toda la humanidad... Los ascéticos son las únicas personas realmente impuras”.27 De todos modos, la escandalosa corrupción sexual de los siglos XVI y XVII venía de siglos atrás. “Consideradas en conjunto, aquellas edades de la fe fueron enfáticamente edades de crímenes y de groseros y escandalosos vicios.”28 El Dr. Lea ha expuesto también “la anomalía de la práctica y grosera libidinosidad de la edad media combinada con la teórica pureza ascética de la doctrina eclesiástica”.29 Para España bastaría citar la obra del desenfadado Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, y las numerosas leyes tolerantes de las barraganas o concubinas de los sacerdotes. De viejo los conventos solían albergar depravaciones eróticas. Lecky y Lea han dado un elocuente resumen de su evidencia. Leamos unos pocos párrafos: “Es una común ilusión, bastante compartida por los escritores que no tienen conocimiento directo de las realidades de la Edad Media, la de que la inmoralidad atroz de los monasterios en la centuria que antecedió a la Reforma, era un hecho nuevo y que aquella edad cuando la fe religiosa del hombre no era perturbada, fue una época de grandiosa pureza moral. Del uniforme testimonio de los escritores eclesiásticos se deduce claramente que la inmoralidad eclesiástica en el siglo VIII y en los tres que le siguieron fue poco menos oprobiosa que en cualquier otra época. El papado durante casi todo el siglo X estuvo ejercido por hombres de vidas vergonzosas. La simonía era casi universal. Los jefes bárbaros se casaban en temprana edad y, totalmente incapaces de abstinencia, ocupaban ellos mismos las principales prebendas y cargos de la iglesia, haciéndose pronto generales las mayores irregularidades. Un obispo italiano del siglo X describió epigramáticamente la moral de su tiempo, cuando declaró que si hubiese que aplicar los cánones a los encargados de los ritos eclesiásticos que no practicaban la castidad, sólo le quedarían a la Iglesia los niños, y si se aplicaran los cánones contra los bastardos entonces ellos también deberían ser excluidos y nadie quedaría. El mal adquirió tal magnitud que más de una vez pareció querer establecerse un gran clero feudal y hereditario en el que se tras27

The Story of My Heart, p. 124. J. Cotter Morison. The Service of Man, p. 113. 29 History of Sacerdotal Celibary. Filadelfia, 1867, I, p. 431. 28

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mitirían de padres a hijos los beneficios eclesiásticos”. “Durante varias centurias sistemáticamente los príncipes se beneficiaron con el impuesto llamado “Culagium”, que de hecho era una licencia dada a los clérigos para tener concubinas.30 Algunas veces el mal, por su misma extensión, se corregía a sí mismo. Los matrimonios de los clérigos eran considerados como acontecimientos normales que no implicaban ninguna culpa y en el siglo XI se registran varios ejemplos de que no eran considerados como un impedimento en el poder de hacer milagros. Pero esto fue una rara excepción; desde el primer período una larga sucesión de Concilios, así como hombres tales como San Bonifacio, San Anselmo, Hildebrando y sus sucesores en el Papado, denunciaron los matrimonios o concubinatos de los clérigos como un crimen atroz, y la vida habitual de los clérigos, por lo menos en teoría, fue considerada como una vida de pecado”. “No hemos de dar mucha importancia a ejemplos aislados de depravación, tales como los del Papa Juan XXIII, quien fue condenado entre otros muchos crímenes, por incesto y adulterio, o de aquel electo Abad cantuariense de San Agustín, de quien se probó el año 1171 que en un solo pueblo tenía diez y siete hijos ilegítimos; o de aquel otro abad de San Pelayo, en España, que en 1130 se demostró que tenía no menos de setenta concubinas; o de Enrique III, Obispo de Lieja, que fue depuesto en 1274 por tener sesenta y cinco hijos ilegítimos; pero es imposible pasar por alto una larga cadena de Concilios y escritores eclesiásticos que coinciden todos en describir males mucho mayores que el simple concubinato. Se había observado que cuando los sacerdotes tomaban esposas de manera tan ilegítima, el conocimiento de que aquellas relaciones eran ilícitas era poco propicio para su fidelidad, siendo comunes entre ellos la bigamia y la escasa duración de tales uniones.” “Los escritos de la Edad Media están llenos de narraciones de conventos de monjas que eran como burdeles, del gran número de infanticidios que tenía lugar en sus recintos y de la inveterada preponderancia del incesto entre el clero, que hacía necesaria una y otra vez la promulgación de leyes prohibitivas de que los sacerdotes vivieran con sus madres o hermanas. El amor contranatural, cuya casi total irradiación del mundo había sido uno de los grandes servicios del Cristianismo, parecía entonces haberse refugiado en los monasterios; y, poco antes de la Reforma, se hicieron frecuentes las quejas acerca del empleo del confesionario para 30

C. Lea. Ob. cit., pp. 271, 292, 422.

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propósitos de libertinaje. Las medidas tomadas con tal motivo fueron muy numerosas y severas.” “La eliminación del matrimonio sacerdotal fue principalmente debida a Hildebrando, que persiguió este objetivo con firme resolución. Hallando que sus llamamientos a las autoridades eclesiásticas y a los gobernantes civiles eran insuficientes, decididamente se dirigió al pueblo exhortándole que, desafiando las tradiciones de la Iglesia, no obedecieran a los sacerdotes casados, y encendió así un fiero fanatismo de ascetismo, que rápidamente produjo la activa persecución de los sacerdotes ofensores. Sus esposas fueron echadas en grandes números del lado de sus maridos, en medio de burlas y de odios, siguiendo a ellos intolerables sufrimientos. Los sacerdotes algunas veces se resistieron tenazmente. En Cambrai, en 1077, quemaron vivo como hereje a un fanático que mantenía las doctrinas de Hildebrando. En Inglaterra, cincuenta años más tarde, lograron sorprender a un enviado del Papa en los brazos de una cortesana, pocas horas después de haber denunciado fieramente la impudicia clerical. Pero la resolución papal, apoyada por el fanatismo popular, obtuvo la victoria.”31 El teólogo San Buenaventura, del siglo XIII, decía en su escrito Quare fratres minores praedicent et confessionis audiant: “la mayor parte del clero se compone de notorios fornicarios (in clero pleurimis sunt notorii fornicatores), que tienen concubinas en sus casas o fuera y a la vista de todo el mundo mantienen relaciones con muchas mujeres libidinosas, cum pluribus notoriae fornicantes”. Cuando llegaron las hecatombes de la Peste Negra fueron atribuidas a las constelaciones y a los judíos, pero también a la lascivia de los eclesiásticos por los cuales fue atraída la mortandad de la plaga como un nuevo fuego de Sodoma. Lecky añade: “Demuestran la extensión de los desórdenes que existían, las tristes confesiones de los preceptistas eclesiásticos, el unánime e indignado testimonio de los escritores satíricos en verso y prosa que precedieron a la Reforma, las atroces inmoralidades descubiertas en los monasterios al tiempo de su supresión, y la significativa prudencia de muchos seglares católicos, que insistían en que su sacerdote debía tomar una concubina para la protección de las familias de sus feligreses. La primera noticia de esta muy notable precaución es un canon del Concilio de Palencia, España, celebrado en 1322, que anatematiza a los 31

Lecky. History of European Morals T.II, pp. 329 a 333.

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seglares que compelen a sus sacerdotes a tomar concubinas”.32 A lo cual comentaba el teólogo Gerson: “Escandaloso es, sin duda, que junto al párroco se vea a su concubina; pero peor sería que él pecase con sus parroquianas.”33 Puede, pues, decirse, que “la institución del celibato clerical bajó el aprecio de la virtud y promovió el vicio”.34 En el siglo XV y en el XVI, la corrupción llegó a ser tan escandalosa que, unida a las exigencias racionalistas del Renacimiento, desprestigiaba irremediablemente a la Iglesia; tanto que del seno de esta misma surgieron las “reformas”, unas dentro de la jerárquica disciplina eclesiástica y otras fuera de ella, y cismáticas, heréticas, sabiéndose de los dogmas y de sus tradicionales interpretaciones. En aquella época de convulsiones sociales, no le faltaron al demonio muy buenos agentes para tentar a las mujeres sensibles, precisamente en los claustros y templos, cuando inflamadas por la fruición mística el diablo las atrapaba más indefensas, sustituyendo su amor carnal por el del Esposo celeste. El pecado de enamorar los confesores a las penitentes, enclaustradas o no, fue entonces muy escandalosamente repetido. Por las mirillas de los confesionarios cabrioleaban mucho los diablitos con su fisga alzada para pillar en un momento de languidez a la penitente libidinosa o a su confesor solicitante. En esos lavaderos de conciencias, con harta frecuencia las almas que fueron a desempercudirse de los pecados pasados y propios han sido ensuciadas con la inmundicia de los ajenos presentes. Que han sido siempre muy peligrosos esos contactos píos de los clérigos con las mujeres, sobre todo con las monjas y las penitentes más devotas, lo demuestran las constantes órdenes y exhortaciones que ha de hacer la Iglesia para salirles al paso a las tentaciones de Asmodeo. Son numerosas las providencias canónicas para regular en sentido restrictivo las relaciones de las monjas con los clérigos, particularmente con sus capellanes y confesores. También son muchos y minuciosos los preceptos para los confesores al administrar el sacramento de la penitencia acerca de los confesionarios, de las horas, de los interrogatorios de las tentaciones hídricas, etc. Sobre todo se les recomienda que se 32

Lea, ob. cit, p.324. De vita spiritualis animae lect. 4. 34 E.A. Westermark. The Origin and Development of Moral Ideas. Londres, 1912, II, p. 432. 33

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abstengan de prolongar las confesiones, precisamente con las personas piadosas y más afines con el confesor. San Alfonso de Ligorio exclamaba: “¡Oh, qué miseria es ver tantos confesores que gastan una buena parte del día en oír algunas mujercillas religiosas, que se les llama vulgarmente beatas!...¡Oh, cuántos sacerdotes hay que antes eran inocentes, y por estas adhesiones que empezaron por el espíritu, perdieron a un tiempo a Dios y el espíritu!” “El amor espiritual se vuelve fácilmente en carnal”, decía el P. Baltasar Álvarez; y mejor todavía escribieron los santos doctores Agustín y Buenaventura: “El amor espiritual genera el afectuoso, el afectuoso al obsequioso, el obsequioso al familiarizado y éste al carnal.” El Padre Mach, que hace esas alusiones, añade: “¿Cuántas y cuántos que corrían con gran fervor por el camino de la vida espiritual, con ese estarse cada día horas enteras en el confesionario, han acabado por arder en otras llamas que las del amor divino, y por perderse eternamente?”35 Otro jesuita ha dicho “¡Cuántos infelices penitentes perdieron su alma y su inocencia por las interrogaciones y explicaciones de confesores imprudentes!”36 Wierus, en su famosa obra del siglo XVI contra las aberraciones de los endemoniados y brujas, trataba ampliamente de esas erotomanías de ciertos clérigos de su época. Varios papas tuvieron que dictar bulas en aquellos siglos, contra los sacerdotes solicitantes ad actus inhonestos. Pio IV en su bula Cum sicut de 16 de abril de 1561, inició la represión; pero fue ineficaz. Su disposición fue confirmada y extendida por el papa Gregorio XV en la bula Universi Dominici gregis, del 30 de agosto de 1622. Tampoco bastó y el papa Benedicto XIV en su constitución Sacramentum penitentiae de 10 de junio de 1741 siguió amenazando al clérigo que ad inhonesta et turpia sollicitare vel provocare. La primera de dichas bulas, la de Paulo IV, fue motivada por la frecuencia de amoríos entre confesores y beatas que hubo en España. Pablo IV, movido por las muchas denuncias que de Andalucía le llegan, envía un breve a los inquisidores de Granada, Martín de Alonso y Martín de Coscojales, mandándoles perseguir a los religiosos que la voz pública designe como a seductores de sus penitentes. El obispo, los inquisidores y las comunidades mandan circulares a todos los tribunales para que esto se haga secretamente, a fin de que los luteranos no ad35 36

Ob. cit., p. 641. Gury. Tract de Poenit. No. 616 -cita del P. José Mach, p. 625.

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quieran arma contra la confesión auricular y no se debilite el celo de los buenos católicos. En abril de 1561 el inquisidor general Valdés recibe otra bula del mismo Papa (la bula Cum Sicut) autorizándole a proceder contra todos los confesores corrompidos de todos los dominios del rey Felipe II, como culpables de herejía, y a ésta siguen otras varias encaminadas al mismo objeto... Tantas son las denuncias, que los familiares del Santo Oficio no bastan para recibirlas y nombran ayudantes, como refiere Wierus.37 En vista de la multitud de casos, los inquisidores se asustan y resuelven no perseguirlos. Entre las seducidas, hállanse señoras muy notables y se teme que esto promueva la ruptura de las clases con el clero. Entre los pecadores, los frailes son los más, y de entre éstos, los mendicantes. Los demás dedicábanse a las cortesanas con su dinero.38 “La Inquisición muéstrase benévola con los que falten de una manera casuística, llevados por su pasión, pero castiga a aquellos cuya falta proviene de una herejía diabólica. Ésta consiste en considerar que en el unirse carnalmente con una devota no cabe pecado, pues es el Espíritu Santo el que impulsa. Dios posee por medio de sus fieles. El apóstol lo ha dicho. “Todos somos miembros de Cristo.”39 Wierus trae el caso de un cura español, en Roma, quien en un convento de monjas, “creyóse con derecho a todas ellas, pues, decía, siendo esposas de Dios debían de ser las de sus ministros, ya que Dios no podía poseerlas directamente. Y dicho sacerdote hacía decir misa para que Dios le concediera las fuerzas necesarias para cumplir con todas”.40 Las tentaciones de la lujuria fueron siempre desvanecidas por la senescencia, y en no pocos casos por los tratamientos antiafrodisíacos, y por las congénitas o morbosas frigideces; pero jamás desaparecieron por solo encubrir la carne con hábitos talares, ni tampoco por la magia santificante del crisma; y si la iglesia prefirió el celibatismo para su clero, tal como lo habían hecho otras jerocracias paganas y luego hicieron no pocas disciplinas militares, ello no fue sin reiteradas transigencias ni sin relajaciones acaso más constantes todavía. En cierta época, la iglesia consagró como sacerdotes a hombres ya bien casados, como recuerda el P. Ribadeneira en la vida del obispo San Hilario, a quien eligie37

Libro III. cap. VII. Llorente, Hist. de la Inquisicion de España. Vol. III, cap. XXVIII. art. 1o. 39 Pompeyo Gener. Ob. cit. T. II, p. 250. 40 Weirus. 38

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ron prelado con el consentimiento de su mujer, “como antiguamente se hizo con otros; viviendo después de obispos en continencia y apartado de sus mujeres, porque, aunque nunca fue lícito ni usado en la Iglesia que el que era sacerdote se pudiese casar, por en algún tiempo se concedió que el casado se pudiese ordenar, haciendo cuenta que de allí adelante no lo era, como de los concilios y santos manifiestamente se colige.”41 En lo cual el P. Ribadeneira no dijo la verdad, pues la historia, los cánones y la práctica están concordes en que los sacerdotes han podido ser casados legalmente y pueden serlo todavía con el sólo requisito de una dispensa papal. Indudablemente, el celibato eclesiástico no es de “derecho divino”, sino de simple derecho eclesiástico, como dicen los canonistas. El clérigo no puede casarse católicamente, tiene según la Iglesia impedimento dirimente para hacerlo; pero la Santa Sede puede a su soberano y absoluto arbitrio dispensar dicho impedimento, sin tener que darle cuenta de su acto gracioso a nadie más que a su celestial Poderdante:42 “los obispos nunca han sido dispensados de este impedimento; los sacerdotes raras veces; los diáconos y los subdiáconos, con más frecuencia, pero también difícilmente.”43 En la iglesia latina, un casado que se haga sacerdote no puede, después de la ordenación, continuar la vida conyugal, dice el P. Berthier; pero en la Iglesia católica griega cierta jerarquía de clérigos pueden casarse sin dispensa. Se ha señalado cómo en tiempos de la reina Maria Tudor el papa Julio III convalidó el matrimonio de los sacerdotes de Inglaterra que en aquellas conmociones heréticas ya se habían casado, e igual hizo Pío VII a comienzos del siglo XIX, después de las convulsiones de la revolución francesa.44 No hace pocos años que el papa Pío XI otorgó dispensa a un sacerdote español, conocido por su cátedra en Madrid, para contraer matrimonio católico, legítimo y sacramental, sin que dejara de ser canónicamente presbítero, ni se anulase su sacramento de orden. Pero si estas mercedes pontificias para que los sacerdotes se casen han sido excepcionales, no lo fue la tolerancia, más o menos descubier41

La Leyenda de Oro, T. I, p. 129. Véanse las obras de Gury-Ferreres, no. 40, 784 y 861. Berthier, no. 1655. 43 Berthier no, 1655. 44 Citas de A. Houtin. Courte histoire du celibat esclesiastíque. Paris. 1929, p. 222. 42

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ta, del concubinato eclesiástico, en el cual, por su vinculación consuetudinaria y permanente y por su reconocida procreación, se daban condiciones de moralidad acatólica pero humana. Ni fue tampoco insólita la tolerancia de las liviandades eróticas, lo cual fue harto más reprobable, por lo cívico e inverecundo, en los castos de profesión, deber y doctrina. En la Edad Media la clerecía española contaba con sus mujeres, llamadas barraganas, legalmente reconocidas como tales, pero ahora con el propósito de “reforma” eclesiástica se quería obligar a los clérigos a un más efectivo celibato o, si así se quiere, a un concubinato más restringido o más disimulado. En esa época los grandes dignatarios de la iglesia peninsular, prelados y cardenales, son padres de numerosos hijos, naturales o bastardos, como lo eran hasta los papas del Renacimiento, como lo eran sucesivos reyes de España, tan católicos como adúlteros. Una autoridad teológica como fue el canciller Gerson declaró que el voto de castidad debía sólo entenderse como la renuncia al matrimonio.45 Por entonces los moralistas querían acabar con aquella inmoralidad desbordada. Hay que llegar al siglo XVI, para que tras la reforma traída por el Concilio de Trento, vayan disminuyendo y haciéndose menos ostensibles las concubinas de los clérigos. Pero la reforma de las costumbres livianas de los eclesiásticos fue lenta. Los clérigos, así regulares como seculares, y las monjas, experimentaban entonces una crisis en su ética erótica. Por los siglos XIV y XV su desenfreno había sido insuperable y ahora, en el XVI, se trataba de su “reforma”, que no era sino el sofrenamiento de su escandalosa vida de pecados por lujuria, por avaricia, por soberbia... las prostitutas se organizaban en gremios y a veces se quejaban de la competencia desleal de los conventos de monjas.46 Todavía en España, según puede verse en el diccionario académico: mujer “trotaconventos” quiere decir familiarmente “alcahueta”, y alcahuetería, vocablo bien castizo, significa el arte de sonsacar a una mujer para que haga trato lascivo con otra persona o encubrir esta ilícita comunicación. Los conventos, con escasas excepciones, habían caído en la mayor corrupción. Del monasterio de monjas dijo públicamente el cardenal Contarini que parecía tomarse por un burdel: “Los obispos se pasaban el tiempo fuera de sus diócesis, representados por mercenarios; los párro45 46

Friedell. Ob. cit., p. 117. Egon Friedell. Ob. cit., p. 124.

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cos no veían en sus puestos más que un conveniente negocio y se limitaban, siempre que se les pagara, a bautizar niños, casar novios y bendecir muertos, viviendo, por los demás, alegremente con sus concubinas, sin cuidarse en lo más mínimo del estado religioso de sus parroquias. Los templos mismos apenas eran otra cosa que lugares en que se reunía la gente para hablar de negocios o para retozar con lindas damas; ciudad había en que la catedral hacía veces de audiencia y otras en que se utilizaba como bolsa”...de todo el clero sólo tenían algún contacto con la multitud los monjes mendicantes, franciscanos, dominicos y agustinos. Eran los únicos que hablaban al pueblo y usaban todavía de la predicación. Pero tampoco los miembros de estas órdenes se habían librado de la corrupción, que era general en materia de fe. Para atraerse la atención del pueblo indiferente recurrían a los más groseros procedimientos y, con ayuda de cómplices, ayudaban sus predicaciones con falsificados milagros.47 La sodomía era tan extendida que la Inquisición tuvo que encargarse de extirparla por medio de la hoguera. Otra forma de sexualidad corrompida era la de los espadones, que se estilaban por España, Italia y otras regiones meridionales de Europa. Lo atestigua nada menos que un papa, Sixto V, el cual en su constitución Cum frequenter, de 22 de junio de 1587, dice: “Como quiera que frecuentemente en esas regiones ciertos eunucos y espadones, que carecen de ambos testículos y, por tanto, es cierto y manifiesto que no pueden emitir verdadero semen, porque se unen a las mujeres en impuro contacto de la carne y en inmundos abrazos y eyaculan un cierto humor parecido al semen, aunque inepto para la generación y para causar matrimonio, presumen contraer matrimonio, principalmente con las mujeres que conocen este su defecto, y se empeñan pertinazmente en sostener que les es esto lícito..., etc”. Es cierto que esa costumbre de los espadones era una manera clásica de birth control sin mengua de la libido, que procedía de la antigua Roma, Juvenal,48 Marcial49 y Terencio50 refieren que muchas matronas romanas usaban procurarse eunucos para saciar su apetito sexual sin peligro de preñez. Y ya en los tiempos cristianos “San Jerónimo51 dijo que cier47

R. Fulop-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas. Madrid 1931, p.93. Sátira sexta, vv. 366-378. 49 Libro VI, epigrama 67. 50 In Eun., act.4, escena 3. 51 In Matth., 1.III, c. 19. 48

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tos eunucos hacen las delicias matrimoniales, y esto para seguras libidinaciones. Más dijo todavía, a saber: que eran castrados por las matronas algunos hombres expresamente para procurarse placeres sin temor a la maternidad.”52 Pero la perpetuación de los espadones todavía en el siglo XVI prueba cuán intenso fue el contraste entre la doctrina y la práctica en la vida sexual de aquellos pueblos teocráticos y cuánta era su corrupción, en aquellos siglos que todavía nos son presentados como buenos ejemplos que imitar. La corte pontificia de Roma, como antes la de Aviñon, fue célebre por la abundancia, atracción e influjo de sus prostitutas. Unas 6 800 vivían en la Roma papal por la época del descubrimiento de América, sin contar las numerosas concubinas de clérigos y seglares, entre los cuales el amancebamiento era tolerado a cambio de una simple compensación económica de carácter penitencial. De esa época fue el inverecundo Pietro Aretino, satírico italiano que con el más crudo realismo criticó las costumbres de las cortes del papa, de Carlos V y de Francisco I, la vida libidinosa de los conventos, y de los clérigos en general, quien al referirse a los alcahuetes escribió así: “Como los buhos o las lechuzas, salen por la noche de su nido y llaman en conventos, palacios, burdeles y establecimientos públicos; sacan de aquí una monja, de allá un fraile; llevan a éste una cortesana, a aquél una viuda, al de más allá una alta dama, al otro una doncella.”53 De ese mismo siglo XVI son algunos de los papas más abominables de la historia eclesiástica, comenzando por Borgia Alejandro VI, de quien dejaron harta memoria de sus liviandades los cronistas de la época, y particularmente en su [ ilegible] Diarium Borchard, alto personaje de la administración de la corte papal, íntimo conocedor de sus orgías. De Julio II, “il pontífice terribile”, que pasó a la posteridad como sifilítico, sodomita, guerrero y déspota, se contaba que al morir amenazó con forzar las puertas del cielo si San Pedro no le franqueaba el paso. Son también de esa época otros papas, uno de ellos santo, que confesaron lo podrida que estaba la iglesia y trataron de reformarla. El flamenco Adriano VI, el último papa no italiano, ex tutor de Carlos V y ex inquisidor general de España, en una instrucción que dio a su nuncio 52

In longam securam que libidinem spado Adi. Jovinianum, lib. I, cap.47. Citas de J. Torrubiano, Teología y Eugenesia. Madrid, p. 167. 53 R. Fulop-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas. Madrid, 1931, p. 91.

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en Alemania, le decía: “Sabemos que desde largo tiempo se cometen cerca de la Santa Sede abominables excesos, abusos en las cosas espirituales, trasgresión de facultades; todo está viciado. La corrupción se ha esparcido de la cabeza a los miembros, del Papa a los prelados; todos nos hemos desviado de nuestro camino. No hay uno, ni uno solo, que se conduzca bien.”54 Coincidía con esta opinión la de ciertos cardenales a quienes el Papa Paulo III encargó que estudiasen y le señalasen el origen de los males que padecía la Iglesia, cuando indicaban como origen principal de los males que la afligían el estado espantoso de la Curia Romana y de su Jefe y presidente el Sumo Pontífice.55 También habló tan claro y, además, dio por si el ejemplo de la enmienda, el papa Pío V, “el único pontífice romano canonizado que se ha sentado en la cátedra de San Pedro en los últimos siglos”. No se equivocaba Fray Francisco Vitoria, el teólogo maestro de la generación de Trento, cuando escribía que: “Los prelados y también el Sumo Pontífice son débiles para resistir a la ambición de las importunidades...” “Bien podemos filosofar e imaginar que los Sumos Pontífices podían ser varones santísimos y sapientísimos...; pero la experiencia clama en contrario.”56 Fue así mismo del siglo XVI el Concilio de Trento, reunido precisamente para la reforma de la Iglesia, donde entrechocaron la política laxa y la rigorista, y se dio el expresivo contraste, indicado por el historiador P. Miguel Mir, entre dos de sus principales representativos; sostenida aquélla por el jesuita P. Diego Laínez, que fue general de su Compañía y la segunda por el dominico Fray Bartolomé de los Mártires, arzobispo de Braga. “Asistiendo este varón insigne al Concilio de Trento, abogó con apostólica libertad por la reformación de la Curia Romana, empezando por el Papa y siguiendo por los Cardenales. A esta reformación se opusieron los Cardenales allí presentes, como era natural, y esta oposición halló, con extrañeza de muchos, un defensor en el P. Diego Laínez, quien allí, como en otras ocasiones, se inclinó del lado de los poderosos, disimulando sus miserias y contemporizando con sus poco evangélicas costumbres, proceder que ha sido muchas veces seguido por los padres de la Compañía.”57 54

P. Miguel Mir. Ob. cit., t. II, p. 102. Ídem. 56 Véase su relección de Potestate Papae et Concilii. En Relecciones teológicas. Trad. espl. de J. Torrubiano. Madrid, 1917. Tomo II, pp. 70-71. 57 P. Miguel Mir. Historia Interna Documentada de la Compañía de Jesús. Madrid, 1913. Tomo II, p. 99. 55

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La convulsión eclesiástica del siglo XVI no ahuyentó definitivamente a los diablos de la corrupción. El demonio de la carne siguió haciendo de las suyas en la Iglesia. “El mal estaba en el fondo y no en los accidentes. Este se agravó desde mediados del siglo XVI. En España, se procuró cubrir la cosa; al eclesiástico corruptor se le juzgaba en secreto, se le mudaba de población y se le quitaba la facultad de confesar, cuando no persistiera en la herejía de que era Dios el que encarnándose en él poseía a las penitentes, en cuyo caso se le exoneraba y era conducido a la hoguera. Se quemaba a un hereje, y nadie achacaba el escándalo al clero ortodoxo: lo que le había hecho pecar era la herejía y no la religión.”58 No se libraba, pues, España de esa pudrición moral. Los conventos de monjas habían sido lupanares. “En Sevilla los reyes tuvieron que prohibir los conventos de los alrededores, en los cuales se encerraban ciertas mujeres de costumbres disolutas para dedicarse mejor a sus placeres. La orden que se dio en contra de ellas, dice que eran verdaderas casas de prostitución. En Cataluña una canción popular de la época dice que las monjas de San Aymans salían a las ventanas para llamar a los galanes y que al cabo del año todas estaban encinta incluso la Abadesa. Otra versión atribuye esto al convento de San Juan de las Abadesas. Prostibula meretricium llamaba Gerson a esos lugares de reclusión.”59 Los claustros habitados en el centro de Europa por canónigos regulares acaban por ser verdaderos mercados; los conventos de monjas, lupanares. La sodomía es común entre los esclesiásticos. Los clérigos, ya muy ignorantes, vuélvense viciosos y pendencieros. El pueblo cree tan poco en su castidad, que sólo los admite en las parroquias, a condición de llevar con ellos sus barraganas, pues los que no tienen mujer toman la del prójimo. Los frailes cobran el diezmo de la esposa lo mismo que de la cosecha. Véanse tres Papas disputarse el solio Pontificio y la Universidad de París decláralos antipapas a los tres. En 1351, Clemente VI concede a los reyes de Francia una bula autorizando a sus confesores para absolverlos de todos los perjurios presentes y futuros y de todos los juramentos que cómodamente no pudieran cumplir. Después de la tarifa de Juan XXII todos desconfían hasta del Pontífice. Roma es considerada ya sólo como un mercado de indulgencias.60 58

P. Gener. Ob. cit. T. II, p. 253. P. Gener. Ob. cit. T. II, p. 214. 60 P. Gener. Ob. cit. T. II, p. 214. 59

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El pueblo español en sus refranes y canciones exponía su criterio contra la relajación sexual de los conventos. Prescindamos de las coplas y de los dichos pornográficos que son abundantes, como lo son los meramente picarescos. De aquellos tiempos es la copla española que dice: Un fraile y una monja y una beata, tres personas distintas ninguna santa. La trae el muy católico y erudito folclorista F. Rodríguez Marín, en sus tomos de Cantos Populares Españoles, 61 con otras muchas y salerosas coplas de análogo sentido realista crítico. Como esta otra: Ponle en el patio, niña, la cama al Padre; Que aunque es nuestro pariente, al fin es fraile. Famosa fue la reforma que en su orden franciscana acometió el Cardenal Ximénez de Cisneros. Como consecuencia de ella y de los enconados despechos que despertara, varios miles de frailes antes que ser “reformados” prefirieron pasarse al moro con sus barraganas, renegar de la Iglesia y hacerse mahometanos, para en la morería poner hogar y gozarlo con la bendición de Alá. Y un día el cardenal reformista fue casi estrangulado en su cama por su furioso hermano, también fraile francisco, quien creyó haber consumado su obra asesina y se retiró dejando a su eminencia, doblemente fraternal, como si muerto fuera. No quedaron exentos de recriminaciones por lujuria ni los mismos jesuitas, quienes, comparados con los otros núcleos de religiosos, han solido ser de más laxa moral en su filosofía pero más cautelosos en librar a su tropa de la impedimenta de los lúbricos. Vinieron los jesuitas a “contrarreformar” y la Inquisición quiso reformarlos a ellos cuando eran apenas nacidos. Al mismo Ignacio de Loyola, que aún no era san61

F. Rodríguez Marín. Cantos Populares Españoles, Madrid, 1883, Tomo IV, p. 336 y sigts I.

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to, le observaron los inquisidores la gran atracción que hacia él sintieron siempre las mujeres; no solo en su soltería cortesana y viciosa sino después, ya desposado con la Iglesia. Su historia está llena de mujeres. En Barcelona hubo varias damas muy devotas que el vulgo llamó las íñigas, donde el luego santo tenía posada y comida. Inés Pascual, en cuya casa solía vivir, Isabel Roser, la monja Antonia Estrada, etc. Luego en Alcalá, “Quienes habían oído su voz y le seguían en los ejercicios eran pobres y atormentadas mujeres del pueblo: obreras, muchachas y aprendizas, casadas caídas en el desengaño, sirvientas y doncellas, prostitutas.” En la villa alcalaína, la hija de Juan de Perre, otra moza de 17 años, la beata Isabel Sánchez, Beatriz Dávila, la mujer del bastero Juan..., la sirvienta María de la Flor, la aprendiza Ana de Benguente... “Vienen cada día tantas que me es imposible acordarme. Muchas empiezan a venir por la mañana temprano y siguen viniendo todo el día hasta el anochecer”... le escribe un franciscano al inquisidor, que tenía del joven clérigo Ignacio muy malas referencias. Alguna de esas mujeres vio al diablo en forma de una cosa negra, grande, y se desmayó al sentirlo a su lado.62 Según observa el fraile informador: “todas las jóvenes, con excepción de las casadas, sufrían desmayos y ataques; la mayor parte había perdido el sentido una veintena de veces, y una perdió el habla “al ver al diablo”. Algunas confesaron que sufrían convulsiones. Dicho en términos cubanos de hoy día, a esas beatas amigas y discípulas de Ignacio de Loyola “les bajaba el santo”, al igual que a las negras, mulatas y blancas de la santería criolla. Fue Alcalá la sede de los alumbrados, una extravagante secta de místicos españoles que tuvo que ser perseguida por la Inquisición. Por esto a Ignacio lo acusaron de alumbrado y le prohibieron catequizar. Igual se pensó en Salamanca También a los jesuitas en general los tuvieron entonces por muy dados a la amistad de las mujeres. Una de sus catequizadas, María de la Flor, declaraba que “cuando alguna mujer tenía agonía de hablarles, ellos tienen gran placer, diciendo que quieren ganar aquella alma”. Pero no se limitaban a esto. Como narra el P. Miguel Mir: “Lo que pasaba en el asunto de Íñigo y sus compañeros, tal como lo reveló María de la Flor, de que “cuando hablaban con ella y otras se juntan mucho a las mujeres, y la cara llegaban muy juntos, tanto como desposados”, era para poner en cuidado a los menos avisados”... “Los efectos producidos por las 62

Ob. cit., p. 77.

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predicaciones de Íñigo en las imaginaciones enfermizas de las alcalaínas eran tales que cualquier persona medianamente discreta debía por necesidad procurar de atajarlos. Eran casos contra la higiene, no sólo moral, sino física y corporal, que toda autoridad, la eclesiástica especialmente, debía impedir que continuasen y se propagasen, so pena de exponerse a que quedase infestada toda la villa, pues a poco de continuar las cosas así, todas o la mayor parte de las mujeres de Alcalá habrían sido atacadas de histerismo”.63 “Llegado Íñigo a Salamanca, anduvo, como siempre, buscando personas devotas con quien tratar. Entre otras, trató a dos que vivían emparedadas junto al río Tormes, haciendo vida eremítica y dedicadas a la contemplación. No se sabe lo que pasó con ellas; mas muy íntimo hubo de ser su trato espiritual.” Al pasar por Valencia volvió a su antigua costumbre del trato íntimo y espiritual con las personas del sexo débil. Sobre lo cual tenemos un dato de suma importancia, no menos que del Santo Arzobispo de Valencia, Santo Tomás de Villanueva; el cual, entre las acusaciones que se hacían a los de la Compañía, dice que una de ellas era: “Que comunicábamos mucho en casa y con mujeres, y que nos hacíamos señores de las casas donde conversábamos, de manera que todo se hacía por nuestro parecer, y que de esto era notado Rojas; y que de esto mismo había sido notado Mtro. Íñigo estando aquí al principio; y que de aquella raíz podría nacernos esto; y que eran cosas muy escandalosas estas conversaciones; ...y que él con entrañas buenas nos avisaba y decía lo que habían dicho personas muy graves.”64 “Vuelto San Ignacio a Italia, se detuvo algún tiempo con sus compañeros en los dominios de Venecia, aguardando el pasaje para Palestina, adonde pensaban ir; mas como fuesen impedidos de hacer este viaje, se llegaron a Roma, donde los vemos ocuparse en el bien espiritual de los prójimos, en especial de las mujeres, y principal algunas de ellas, como por ejemplo. Da. Margarita de Austria, hija del Emperador Carlos V, y casada con un nieto del Papa Paulo III, Octavio Farnese.” Y antes casada por breve tiempo con Alejandro de Médicis, el hijo mulato del papa Clemente XVII y de una famosa negra amante suya cuyo rostro fue perpetuado en numerosos camafeos florentinos. “Confesábanlas, sigue diciendo el P. Mir;65 dábanles los Ejercicios y tenían con ellas conferencias espirituales. Sin duda, algún 63

P. Miguel Mir. Historia Interna Documentada de la Compañía de Jesús, Madrid 1913, Tomo II, p. 190. 64 Ibídem, p. 192. 65 Ibídem.

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bien harían en ellas, pero para que se vea el peligro de tales conferencias, para que se conozca lo difícil que es, como decía Santa Teresa, “conocer a las mujeres”, y para que se persuadan todos de que, por listo que sea un hombre en esta clase de asuntos, habrá quien lo sea más que él y éste será la primera mujer que se le ponga delante, vamos a referir un caso sucedido en Roma, antes de la confirmación de la Compañía, no a San Ignacio, sino a otros santos de la Compañía, que tenían mas talento y práctica y conocimiento del mundo que él, es a saber, el portentoso San Francisco Javier. Del cual el Pdre. Luis González de la Cámara, en el texto de San Ignacio sobre el cuidado que se ha de tener en el trato con las mujeres, dice lo siguiente: “A éste pertenece lo que pasó en Roma con Maestro Francisco, el cual confesaba a una mujer y algunas veces la visitaba para instruirla en las cosas espirituales: la cual resultó después embarazada. Mas plugo después a Dios que se descubriese el autor de aquella maldad. Lo mismo, añade González, sucedido al P. Juan Coduri, del cual una hija espiritual fue hallada con un hombre.” “Tal era este estado de cosas y ésta la manera de proceder que tenían los Padres de la Compañía, y especialmente San Ignacio, con el sexo débil en lo tocante a su moralización y dirección espiritual antes de ser aprobado el Instituto de la Compañía por la Santidad de Paulo III, el año de 1540. Aprobado el Instituto siguió todo de la misma manera, aunque aumentándose más el trato espiritual con personas de calidad y de alta categoría, como era natural dado el giro que tomaron las cosas del Instituto.”66 Continúa diciendo el P. Miguel Mir: “Después de hablar de los ministerios que los Padres de la Compañía ejercen con las mujeres que viven en estado religioso, convendría decir algo sobre los que ejercen con las que viven en el mundo. Sobre esto hay mucho y muy notable que decir; pero la materia es de suyo difícil de tratar, aun ciñéndonos a los datos y documentos que nos suministran autores dignos de crédito. El que nos ha servido para decir algo sobre las religiosas, que es jesuita o lo ha sido y de gran categoría y autoridad, al parecer, nos henchiría las medidas. El capítulo que dedica a este asunto es de los mejores de su libro; pero con serlo tanto y con haber corrido este libro en Francia sin que cayera sobre él ninguna clase de censuras, no nos atrevemos ni a extractar siquiera lo que dice sobre este punto.”67 66 67

P. Miguel Mir, ob. cit., Tomo II, p. 192. Ob. cit. II, p. 202.

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En otro lugar de su voluminosa obra, el P. Mir, después de referirse al caso muy bochornoso de un P. Acevedo injustamente premiado, para desmentir así la noticia de sus verdaderos escándalos, dice así: “A continuación de este caso pone el P. Hernando de Mendoza (jesuita), once más con los cuales pretende demostrar que en la Compañía se premiaban los delitos para encubrirlos mejor. Estos casos contienen horrores en lo tocante al sexto mandamiento. Por no ofender la honestidad de los lectores los omitimos, seguros además de que no es necesario descender a este basurero para persuadir la verdad de la tesis del P. Mendoza.”68 Con estas noticias se comprende que el rey Felipe II en carta de 21 de marzo de 1587 a su embajador en Roma el conde de Olivares, le diera las gracias por haberle descubierto las pretensiones del Padre General de la Compañía de eximir a los suyos de la jurisdicción de la Inquisición en los delitos de herejía, cosa importante en aquellos tiempos y cuando las éticas jesuitas eran muy combatidas por los dominicos y otros teólogos; y de eximirlos también tocante a los delitos de solicitación, “particularmente a los que in actu confesionis solicitan a sus hijas de confesión”. Felipe II, muy celoso de sus prerrogativas y de la Inquisición española, rogaba al papa que no otorgara tales y otros privilegios que los jesuitas solicitaban para sí.69 También a los claustros monjiles se llevó la “reforma”. La carmelitana Santa Teresa de Jesús se distinguió en esa faena. A los recintos monacales hubo que llevar la represión; pero las malas tradiciones y los fermentos de la época hacían difícil la “reforma”. Los conventos de monjas eran los lugares más secretamente propicios para las tentaciones y el despegue de los eclesiásticos concupiscentes. Y la literatura histórica es abundante en aquellos siglos para observar cuán desatada fue entonces la vida del clero, pese a la extraordinaria cautela que siempre pone la clerecía en ocultar los escándalos de su lujuria, negadores de sus propias prédicas. Algunos casos fueron tan típicamente notorios que pasaron a los procesos y sentencias, sobre todo en Francia donde era la justicia civil la que en tales materias entendía. Famosísimo fue lo ocurrido según confesión propia a Juana Pothierri, quien ya en sus 45 años se enamoró de su confesor, y el diablo, tomando la figura de éste, la gozó 434 veces, según la precisa cuenta que dio ella misma en su 68 69

Miguel Mir. Ob. cit. Tomo II, p. 691. Mir. Ob. cit. II, p. 756.

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declaración (Lancre). Lancre refiere el caso de un sacerdote que fue quemado por brujo, nada menos que por haber abusado de todas las mozas del lugar. En un convento de Franconia, al ser investigado por orden del papa, se halló que todas las monjas estaban para ser madres de hijos efectivos.70 Por 1610 se hizo célebre una monja de tierra vasca, Marie de Sainz, por sus contactos con un cura llamado Gauffridi. De este caso escribieron un libro los inquisidores Fray Domptius y fray Michaelis.71 Esta histérica confesó haber cometido el pecado de lujuria con los diablos, lo mismo que el crimen de bestialidad; también copuló con el cura Gauffridi, lo mismo que con turcos y paganos. Según ella, en el convento se hacía pecado carnal según los días. El lunes y el martes, cópula por vía ordinaria. El jueves, sodomía de varias maneras, incluso la de hombre con hombre y mujer con mujer. El sábado, bestialidad. Los miércoles, letanías satánicas. Domptius y Michaelis, en su libro, presentan al P. Gauffridi como el Príncipe de los Hechiceros de Francia, España, Inglaterra, Alemania, y Turquía; pero el tal presbítero era sencillamente un eclesiástico libertino con queridas en el convento de las monjas ursulinas de Marsella, de cuyos excesos, el clero echó la culpa al diablo, haciendo pasar a las monjas por poseídas y quemando al cura por hechicero. Así, comenta Gener, “el escándalo se convertía en edificación”. Por esa época fueron ruidosísimas las epidemias eróticas y diabólicas de los conventos de Laudun, de Lonviers, de las Ursulinas de Marsella, etc. En todas ellas hubo un promotor que siempre fue un eclesiástico enamorado de las enclaustradas. En aquel mismo siglo XVII de la guerra de los demonios contra Remedios fueron famosos ciertos conventos de monjas por la sensualidad de la vida que en ellos llevaban las profesas. Ya era un claro indicio de la poca mortificación y regalada sensualidad de muchos conventos la gran fama que tuvieron las golosinas monjiles. Dulces, pasteles, confituras y otras tentaciones del diablo de la gula se hicieron célebres en las ciudades. Todavía se gustaban no ha mucho en Sevilla las llamadas “yemas de San Leandro”. Tirso de Molina, que fue clérigo y muy conocedor de las costumbres de su tiempo, en su obra Cigarrales de Toledo, se refirió encomiásticamente a las monjitas de esa ciudad que fue capital im70 71

Friedell. Ob. cit., p. 124. Confesión de Messire Gauffridi prince des magiciens, depuis Constantinople jusqu’á Paris, 1611.

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perial de España, aludiendo a “los postres, frutas y conservas de todas diferencias, ocupación apetitosa de las religiosas toledanas, que en esto, como en discreción, hermosura y virtud, se aventajan a cuantas en el mundo profesan su clausura.” Había conventos donde además de “hermanas” y con discreción, como decía Tirso, todas las religiosas eran aristócratas de sangre azul bien limpia y acreditada. En algunos vestían aquéllas sus galas del siglo. En ciertos conventos de Venecia solían ir con los más descocados escotes de la época. “Desde 1602 el Gobernador Don Pedro de Valdés, que era muy devoto, decidió que la Habana necesitaba un convento donde las jóvenes que no tenían dote suficiente para casarse, pero que llevaban una vida decente, pudieran terminar sus días en quietud y respetadas. Recordemos que en aquella época la doncella que no se casaba se destinaba a Dios.” Por eso se inició la edificación del convento de Sta Clara, que se acabó en 1643.72 En el convento de clarisas de La Habana las monjas entraban en el claustro llevando su negrita esclava para que junto al tálamo sagrado de sus desposorios con Cristo, aquélla le sirviera a la perpetuación de un rango y de su molicie. Muy célebre llegó a ser en esto la abadía de Port Royal, en las proximidades de París. “Aquel monasterio de monjas, desde el principio del siglo XVII se había acogido muy mundana y alegremente a las necesidades de los tiempos: por Carnaval daba varios grandes bailes de máscaras, en los cuales las religiosas, embellecidas con disfraces, tomaban parte con gran satisfacción. Era tan grande el desorden en Port Royal, que no levantó ningún particular escándalo ni indignación que en el año 1602 el abogado del Parlamento Antoine Arnauld consiguiera del Rey el nombramiento de su hermana María Angélica, que tenía once años, para abadesa del monasterio: tales cosas estaban a la orden del día y nadie se escandalizaba por ellas. La pequeña abadesa llevaba, como el resto de las monjas, una vida bastante mundana y divertida. Una falange de caballeretes visitaba regularmente Port Royal; se organizaban paseos y excursiones y fiestas, y en los ratos de ocio se leían, en lugar de breviarios, novelas galantes a la moda.”73 Con la abadía de Port Royal se relacionaron Pascal y aquellos teólogos que siguieran las doctrinas de Cornelio Jansenio, el obispo de Iprés, contra los cuales tanto 72

Martha de Castro. Algunas ideas acerca de nuestro barroco colonial. Habana, 1941, p. 55. 73 R. Fulop-Miller: El poder y los secretos de los jesuitas. Trad. esp. Madrid, 1931, p. 126.

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combatieron los discípulos de Loyola. Y, como era muy propio de aquellos tiempos, hubo entre los contrincantes milagros y lo sobrenatural tomó parte en la contienda “Empezó porque una dama gravemente enferma se vio libre instantáneamente de su mal a la vista de una custodia jansenista que la había llevado; análogas curaciones se repitieron, hasta que, por fin, la ola creciente de la fe en los milagros que se apoderó de la sociedad de París, se encaminó hacia un asceta jansenista recién fallecido, el Francisco de París. Inmediatamente después de su muerte la gente empezó a venerarle como santo. Se deshicieron en tiras sus vestidos y se repartieron los jirones como reliquias. Se enterró el cadáver en el cementerio para los pobres de Saint Medard, que enseguida se vio lleno de enfermos de todas clases, que caían en éxtasis y decían que les había curado el contacto con la tumba. Veinticuatro párrocos certificaron ante el arzobispo haber sido testigos de tales curaciones milagrosas y la general exaltación llegó a un punto que los mismos polizontes llevaban al cementerio los prospectos jansenistas que tenían orden de confiscar. Una ordenanza real dispuso, por fin, el cierre del cementerio, y al poco tiempo un desconocido puso en la puerta este letrero: “En nombre del rey, se prohíbe a Dios hacer milagros en este sitio.” La persecución de las autoridades elevó hasta el alboroto el entusiasmo por el hacedor de milagros. En todo París cayeron personas en religiosa demencia; se complacían en acostarse sobre carbones encendidos, se dejaban caer encima grandes pesos, se clavaban en cruces y se herían con puñales, al mismo tiempo que en éxtasis predicaban las doctrinas jansenistas y profetizaban la ruina y destrucción de los partidarios de la papal bula Unigenitus.74 Pero los milagros de una parte no convencían a los de la otra, y no se reparó en acudir a las más terribles acusaciones. “La lucha se empeñó por una y otra parte con todos los recursos de la intriga y la calumnia”, dice un historiador de aquel conflicto eclesiástico. “Los jansenistas atribuían a sus contrarios la herejía pelagiana; los jesuitas trataban a los hombres de Port Royal de calvinistas. En seguida se dieron una y otra parte a las mutuas murmuraciones relacionadas con la moral, y mientras los jesuitas en sus acusaciones de ignominia ponían en duda la conducta ética de las religiosas de Port Royal, los jansenistas presentaban a los piadosos padres como culpables de las peores perversiones. Pronto 74

R. Fulup-Miller. El poder y los secretos de los jesuitas. Madrid. 1931, p.146.

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llegaron ambos bandos a acusarse mutuamente de representar para el Estado un gravísimo peligro. Los jansenistas exhumaron viejos cuentos de las disposiciones regicidas de los jesuitas, y los jesuitas, por su parte, afirmaron que las gentes de Port Royal empleaban su dinero en conspiraciones contra la seguridad del Estado francés.”75 Este lenguaje violentamente acusatorio e insultante ha sido siempre característico de los teólogos, los clérigos y sus sacristanes contra sus enemigos. Aparte de ser flujo de la soberbia, tan propia de los que se dicen apoderados de Dios, esa agresividad forma parte del terrorismo eclesiástico. Es proverbial la valies theologorum. El ortodoxo es un inspirado de Dios, el adversario es un engendro del demonio, incapaz de derechos y contra el cual todo crimen es plausible. “No era siempre fácil descender al plano de brutalidad y falta de espíritu en que se movía la polémica protestante en aquel tiempo, pues llegaban los luteranos a afirmar que los jesuitas de Munich habían violado niños y asesinado en su iglesia a cierto número de doncellas; del jesuita cardenal Belarmino, cuyas controversias excitaban el furor de los teólogos protestantes, se aseguró que tenía en el establo cuatro preciosas cabras con las cuales se recreaba eróticamente muy a su gusto, y que eran llevadas a su presencia adornadas con alhajas preciosísimas y joyas de plata y oro. Pero también los corteses padres hacían oír muy dignamente su voz en el concierto general de injurias que amenizaba la gran lucha por la fe y arremetían contra los protestantes con expresiones tan repugnantes como las que empleaban éstos en su polémica contra la Iglesia romana. El blanco de las brutalidades de los jesuitas era naturalmente, ante todo, la personalidad de Lutero; los padres Keller, Vetter, Tover y Gresser, los especialistas en injurias soeces que los jesuitas habían adiestrado entretanto, no podían excederse ya más en sus descripciones de la conducta inmoral de Lutero”. “El jesuita de Ingolstadt Mayrhofer enseñaba en su Espejo de predicadores que la matanza de protestantes era “no menos justificada que la de los ladrones, los monederos falsos, los asesinos y los rebeldes a quienes se puede y se debe castigar con la muerte.”76 La literatura española acerca de las monjas revelanderas y otras aberraciones sacro-eróticas fue abundante, ya en la misma época en que aquéllas se producían. No hemos de irnos a una digresión excesiva, 75 76

Ibídem, p. 137. Ibídem, p. 405.

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pero apuntemos alguna muestra para que reflejen cuál era el ambiente español en ese aspecto. “Estos extravíos y aberraciones han alcanzado bastante importancia en la historia de España para que no puedan ser pasados por alto por quien desea estudiarla en sus recónditos pormenores, antes tal vez solicitan con más empeño la curiosidad, que no otros que pudieran a primera vista parecer de más elevada categoría. Es cierto que el conocimiento exacto y minucioso de tales extravíos es en extremo difícil, y aun quizá de todo punto imposible, en razón de su muchedumbre innumerable, y de la infinita variedad de formas que han tenido según la diferencia de los pueblos y provincias en que se han manifestado.”77 Santa Teresa de Jesús refirió algunos casos de monjas revelanderas, que decían tener arrobamientos, apariciones, visiones y otros raros favores celestiales. Era a manera de un endemoniamiento al revés, un endiosamiento o cuando menos un angelicamiento que las llenaba de satisfacción.78 Tal fue el típico caso de la hermana Lorenza, de Nuorga, que contó el P. Juan Chacón. Este P. Chacón supo quitarle a la hermana Lorenza todo su embeleco de arrobos, privándola de sus exhibiciones, y la envió a la Inquisición, donde descubrióse que la tal santa revelandera estaba amancebada a la vez con dos beatos ermitaños y con un donado de la religión donde ella se confesaba.79 También hubo por España epidemias de mística erótica. Recordemos las asquerosas aberraciones de la Condesa de Palma, la Marquesa de Tarifa y otras demás sevillanas que refería en 1616 el obispo Don Juan de la Sal, en sus cartas al melancólico VIII Duque de Medinasidonia, concernientes al santurrón portugués P. Francisco Méndez. Las beatas eran tan fanáticas por el futuro santo que le enviaban a éste no sólo comidas y golosinas, sino también sus camisones después de puestos y sudados para que el clérigo se los cambiara por sus ropas íntimas. “Una señora trajo muchos días en la boca del estómago una servilleta nueva con que él se había limpiado.” Otra, del linaje de Fray Bartolomé de las Casas, quería curar su sordera. En ocasiones un fraile hubo de salir con los pañetes o paños menores de aquel bendito padre “y los fue refregando por las barbas a una multitud de beatas y mujeres que no se hartaban de besar77

Introducción anónima al valioso librito Curiosidades de mística parda.. Madrid, 1897, p. VIII. 78 Libro de las fundaciones I caps. VI y VIII. 79 (Cartas del P. Juan Chacón al P. Rafael Pereira -1634- Memorial Histórico. Tomo XIII, pp. 42 y 49.

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los, con no estar nada limpios para que fuese mayor el mérito; pero a la devoción no hay cosa sucia, ni que haga asco a un verdadero devoto”. Y al día siguiente varios caballeros se repartieron entre sí tales puercos pañetes “como reliquia sacrosanta”. Así decía el doblemente saleroso obispo sevillano Don Juan de la Sal, quien añadía: “Bien es verdad que uno de ellos, no menos sencillo que piadoso, habiéndole cabido en esta participación el cuadradillo de abajo, que era lo más embalsamado, si bien lo veneraba con el mismo respeto que si lo hubieran rociado con la sangre de las llagas del bienaventurado San Francisco, su devoción, con todo eso, no bastaba a vencer la repugnancia que naturalmente sentía de llevar a la boca aquella joya preciosa y así repetía muchas veces: “Señores, denme reliquia de mejor parte. Tome esa quien la quisiere, que yo la quiero de mejor parte,80 y también en el tomo de Curiosidades Bibliográficas de la Bibl. de Autores Españoles editada por Ribadeneira. El P. Francisco Méndez fue uno de tantos alumbrados falsarios, que so capa de santidad y simulación de arrobos y éxtasis, desenfrenaba sus instintos lascivos con las beatas e hijas de confesión; teniendo, además, una casa de recogidas mujeres donde a diario decía misa y las confesaba y comulgaba y después de los sacros oficios él y ellas cantaban y bailaban descompuestamente. La Inquisición condenó al fingido santo, pero fue después de muerto, quemando su estatua. El hecho de no haber sido castigado en vida, no obstante el conocimiento que de tales liviandades tenía el prelado que de ellas nos dejó noticia, prueba cuán tibia era la justicia clerical en casos tales y cuán extendidas las corrupciones eróticas so pretextos de devoción. El año 1642 en el convento de San Plácido, a varias religiosas seducidas se las calificó de energúmenas y de alumbradas, mientras que de los galanes eclesiásticos y laicos que entraban en sus celdas se dijo que eran 25 demonios capitaneados por otro llamado Peregrino. La crápula se convirtió en milagro. Cuando ya nada se pudo ocultar, el consejo de la Suprema declaró inocentes a las monjas, y a Fray Francisco García culpable. ¿De corrupción? No. De haber evocado al Diablo. Así puede verse en Llorente.81 Si bien esta obra está tachada de falsaria y maldiciente, por el viejo truco de quitar valor al documento, cuando éste no se puede suprimir. 80

Estas cartas del Dr. Don Juan de la Sal pueden leerse en Adolfo de Castro, apéndice a su obra Buscapié. Cádiz. 1848. 81 Hist. de la Inquisición, vol.III. cap. XXXVIII.

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Fue muy notable proceso, entre otros, el de 1712, el seguido contra Sor Águeda de Luna y Fray Juan de la Vega. Aquélla entró en un convento de Lerma. A poco se señaló por sus éxtasis y visiones, y por sus prestigios místicos se la mandó a fundar un monasterio del cual fue abadesa. Fue confesor de este convento Fray Juan de la Vega, prior de los carmelitas descalzos, cuyos arrobamientos espirituales le dieron el apodo de El extático. Con ambos personajes sucedieron milagros ruidosos. A la abadesa cada año se le abultaba el vientre, sufría dolores inefables que recordaban los de las parturientas y luego echaba unas piedras que curaban las enfermedades. La Inquisición intervino y se averiguó que Fray Juan era un amante que había embarazado a la madre superiora, a la sobrina de ésta y a otras monjas. “La Sor Águeda declaró que efectivamente había parido varias veces, haciéndose abortar unas, y estrangulando a sus hijos las otras, enterrándoles ayudada del fraile en un lugar del convento que indicó. Las excavaciones que allí se hicieron dieron por resultado un montón de huesos de niños. Todo el mundo se estremeció ante las maldades de aquellos santos. ¿Qué hizo la Inquisición? ¿Negó los milagros? ¿Calificó el hecho de crimen lisa y llanamente? De ningún modo. Los milagros fueron atribuidos al infierno, así como los infanticidios; en el proceso se hizo constar que Fray Juan y Sor Águeda se habían dado al Diablo, y que era éste el que, en virtud del pacto firmado, les exigía aquellos horrores.”82 En los monasterios de religiosas enclaustradas, cuando ocurría algún hecho erótico de cierta magnitud, cuyo escándalo debía ser evitado, se acudía a muy diversos medios. Si alguna criatura indeseada aparecía en escena, se le hacía desaparecer por un piadoso infanticidio. Para las monjas pecadoras estaban los calabozos in pace y los abortivos. Y para los clérigos libertinos solían bastar unas correcciones penitenciales y el destierro a otro lugar, donde fuese desconocido, a una villa lejana o a las Indias, que siempre han sido refugio de sacerdotes desterrados por desobedecer el sexto mandamiento. En aquellos siglos de ardiente fe, cuando en el convento no podía ocultarse el hecho bochornoso ni ser evitado el escándalo... no por eso tenían culpa alguna la vida conventual ni la conciencia relajada. Todo esto quedaba a salvo. El cura depravado era un hereje o un brujo en pacto con Lucifer y las monjas unas infelices poseídas por los demonios. Un eclesiástico, monja o fraile corrompido 82

Llorente: Hist. de la Inquisición. Vol. IV, art.2.

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hace perder prestigio a la Iglesia; mas si se dice que fue víctima de una posesión demoníaca o de forzado embrujamiento, resulta entonces un infeliz más a compadecer, caído por mera debilidad de sus fuerzas de resistencia, pero no por falta de virtud. Véanse, por otra parte, los consejos que, para pasar hipócritamente por místico y santo y hacerse de buena vida con ello, escribió satíricamente Fulgencio Afán de Ribera (Pamplona, 1729?) en la obrita titulada“VIRTUD AL USO Y MÍSTICA A LA MODA, DESTIERRO A LA HIPOCRESÍA EN FRASES DE EXHORTACIÓN A ELLA; EMBOLISMO MORAL, EN QUE SE EPACTAN LAS AFIRMATIVAS PROPOSICIONES EN NEGATIVAS Y LAS NEGACIONES EN AFIRMACIONES; SU AUTOR D. FULGENCIO AFÁN DE RIBERA.” El P. Pedro de Ribadeneira, jesuita e historiador, se quejaba públicamente del gran escándalo que era “El modo de fabricarla (la reputación de místico y santo) es, o será, proponerte unas bien pensadas mentiras, que excedan todos los límites de la humana credulidad; en este caso has de hacerle cruces del prodigio o de lo extraordinario del suceso, dando a entender que lo has creído poco menos que artículo de fe; y en caso necesario, y si la mentira lo permite, te has de empeñar en que quieres ir a verlo. Luego estos criados cuentan el caso a su amo, festejan tu credulidad, auméntase su buena fe, y crece como espuma tu buena opinión. Sentada esta base, tienes letra abierta para agarrar todo cuanto se te antojase, y una mina de chocolate, tabaco, oro y plata, sin tener el trabajo de cavar con un azadón; y te aseguro que en pocos años podrás disputarle las riquezas a Creso”. “La demasiada facilidad de muchas personas que en varias partes aparecían con llagas, y daban ocasión a que otras mujeres livianas y tenidas por espirituales las deseasen tener, y se persuadiesen de que, a lo menos interiores, ya las tenían, y aun que algunas imitasen y contrahiciesen aquella vana representación. Porque cierto ha sido cosa lastimosa la muchedumbre de mujercillas engañadas que se han visto en nuestros días en muchas y de las más ilustres ciudades de España, las cuales con sus arrobamientos, revelaciones y llagas de tal manera tenían movida y embaucada la gente que trataban de oración y cosas de espíritu, que parecía que no tenía ninguno la que no se arrobaba y tenía estos dones extraordinarios, que decían ser de Dios”. Era penoso, decía Ribadeneira, “ver personas religiosas, o que tenían opinión de virtud, representar con embustes y embaimientos en su cuerpo las llagas de la pasión de Cristo nuestro 170

Redentor, o vender sus marañas y artificios por revelaciones y favores de Dios, deslumbrando y trayendo la gente embaucada y como encantada con semejantes encantos. Y aunque Dios es infalible verdad y al fin los descubrió y no permitió que el fingimiento artificioso echase raíces y quedase autorizado y asentado en los pechos de los fieles, pero no por eso deja de ser azote del Señor el permitir en nuestros tiempos estos males, los cuales entibian a los flojos y enflaquecen más a los flacos, y desacreditan la virtud.”83 “Tanto mayor recato se debe tener en esto, añadía el jesuita, cuanto en nuestros días habemos visto más embaidores, que no solamente han traído al retortero al vulgo y a la gente curiosa y ociosa, pero también han deslumbrado a varones graves, letrados y religiosos, los cuales, por ser grandes siervos de Dios y llenos de devoción, piedad y celo, creyeron todo lo que les pareció podía despertar la devoción y acrecentar la piedad, y amplificar la gloria del Señor en su Iglesia; y como ellos eran santos, dieron crédito a lo que parecía santidad, porque no hay cosa más fácil que engañar a uno bueno, porque su bondad y sinceridad le hace que no juzgue ni piense mal de la malicia y artificio ajeno. Y es propiedad de santos creer lo bueno y no creer fácilmente mal de nadie.84 Esos engañosos milagros, revelaciones y demás artificios “dan ocasión a los malos o para desconfiar de la bondad del Señor, o para seguir sus errores, o para hacer poco caso de la sólida y verdadera virtud”, decía el P. Ribadeneira; y trataba de explicar “por qué Dios permite que el espíritu de la falsedad y engaño pervierta a personas que tienen nombre de religión y virtud, y éstas traigan tan escandalizada y atónita la gente, como habemos visto”. Para lo cual dedicó varios capítulos de su Tratado de la Tribulación. Quede al criterio del lector que fuere a curiosear el Tratado si la explicación del P. Ribadeneira es convincente; pero el hecho de que dedicara al susodicho escándalo buena parte de aquel libro prueba cuán grave era entonces ese “azote de Dios”. Por el siglo XVIII, como dice P. Gener: “ya se hizo más difícil el que el público viera en el diablo el autor de la lujuria clerical. Muchos eran ya los que no creían en lo sobrenatural, y éstos llamaban a tales hechos por su nombre. La Enciclopedia comenzaba a pasar los Pirineos. Los gobiernos iban emancipándose de la Iglesia. En Francia Colbert había va83 84

Pedro de Ribadeneira. Tratado de la Tribulación, Madrid. 1519. Ibídem, p. 273.

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ciado las cárceles de acusados de magia y prohibido la acusación de brujería a los tribunales; en España hubo más: Carlos III, no sólo impuso silencio al Diablo, sino que una noche echó del reino a todos los jesuitas. Un gobierno de volterianos que no creía en los santos, no podía temer tampoco a los demonios”.85 Eso no obstante, el tipo de la monja revelandera llegó en España hasta el siglo XIX, en los días de Isabel II, cuando una tal Sor Patrocinio (a) La Monja de las Llagas, tras de místicas supercherías pasó a ser un personaje influyente en la corte de aquella livianísima reina, en compañía de sus amantes y de su confesor, el ex arzobispo de Cuba, el P. Antonio Claret, también tenido por místico de milagros e iluminado por halo de beatitud. Esa provechosa industria de las simulaciones místicas fue menguando hasta desaparecer donde la fe religiosa se hizo más culta por la propagación de la ciencia, y los ángeles, así los malos como los buenos, fueron cayendo juntos más abajo que a los infiernos, al limbo de lo sobrenatural y sus naderías. Pero aun en tiempos próximos el P. Mach advirtió muy encarecidamente como “un terrible escollo hay que evitar en las comunidades, y es el ir en busca o hacer caso de visiones, revelaciones y cosas extraordinarias. ¡Cuán pernicioso es esto, entre mujeres expresamente!”86 Si en España hubo tales monjíos de “mística parda” hasta esa época tan tardía, culpa fue de su típico fanatismo, propio de su páramo analfabético. En eso de los energúmenos y sus exorcismos también hubo escandalosas mixtificaciones de parte de los clérigos, quienes abusaban de la sugestionabilidad de los infelices, lo mismo que ocurrió con los milagros y las revelaciones. El endemoniamiento era en sí un milagro, con el que se procuraba enfervorecer a los tibios y aumentar los prestigios y provechos de los eclesiásticos. Y si tanto fue el abuso milagrero que el Concilio de Trento tuvo que restringirlo, ordenando que no se admitiese la certeza de milagro nuevo alguno, así hubo que hacer con los posesos o “espiritados”, para cuyos exorcismos, in satanam et angelos apostaticos, también hay que acudir ahora a los obispos, como en el caso de los milagros. Al paso de los tiempos fueron desapareciendo los energúmenos y los demonios se hicieron menos ostensibles o, al menos, fueron cambiando de tácticas. En el mismo siglo XVI la literatura demonológica va admi85 86

Ob. cit. II, p. 259. J. Mach, ob. cit., p. 652.

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tiendo la intervención de los duendes. Fue notable por su “anhelo de singularidad y espíritu invencionero”, FRAY ANTONIO DE FUENTE LA PEÑA, provincial de los Capuchinos. Su libro El Ente dilucidado, discurso único novísimo, en que se muestra hoy en naturaleza animales irracionales invisibles y cuáles sean (Madrid, 1676), escrito con ribetes de herejía, ha sido objeto de burlas. En él se admite la existencia de animales irracionales invisibles, de yeguas y gallinas que engendran del aire, de mujeres africanas que conciben monstruos por sí solas, de varones que también conciben, de cambio de sexos en un mismo individuo, de enanos y gigantes, de sirenas, de nereidas y tritones, de duendes, etc. “¿Cómo no burlarse?, dice Adolfo de Castro. Su objeto fue probar hasta la evidencia y hasta por altos términos filosóficos y con gran aparato de doctrina que existen duendes. Éstos, dice, se sienten en las casas, nunca hacen mal a nadie; siéntese su ruido sin percibirse de ordinario el autor de él; quitan y ponen platos, juegan a los bolos, tiran chinitas, aficiónanse a los niños más que a los grandes, y especialmente se hallan duendes que se aficionan a los caballos; para FUENTE LA PEÑA los duendes no podían ser ángeles ni buenos ni malos, pues (son sus palabras) no parece verosímil que la perversidad y malignidad de los demonios se ocupen en ejercicios tan ociosos, bobos é inútiles, como hacen los duendes.”87 También el jesuita P. Martín del Río habla de los duendes y trasgos, especie de demonios buenos, hoy se dirían “espíritus burlones”, que en ciertas ocasiones hacían travesuras molestando a las personas y mofándose de ellas. Salvador Joset Mañer, en su obra Antitheatro crítico, refiere numerosos casos de duendes picarescos. Alguno es del género coprolálico tan propio de las narraciones del aquelarre. Véase: “El beneficiado de Carcabuey, don Alfonso de Cárdenas, hombre de brío, no quiso creer que hubiere duende en una casa, que nadie se sentía con valor para habitarla. Pusiéronle en ella una cama, se acostó y durmió, cuando a cosa de media noche dijéronle desde el techo donde estaba la cama: ‘Sea vuesa merced bien venido’. Lejos de inmutarse, el beneficiado preguntó: ‘¿Quién me habla?’ Contestáronle: ‘Servidor.’ De este modo entró en conversación con el aparecido, que no era otro sino el duende de la casa, quien después de mucha cháchara, le narró con todos sus pormenores la batalla de Almansa, poco antes reñi87

Adolfo de Castro, Discurso preliminar a Obras escogidas de filósofos. En la Biblioteca de autores españoles. Madrid, 1905. P. C.

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da. ‘Bien la habéis descrito —añadió el beneficiado—, pero se os olvidaron esas trompetas’; y diciendo y haciendo, volviose de lado y soltó un furioso flato, añadiendo que para otra ocasión se sirviese de él como trompeta. Enmudeció el duende, mas a poco comenzó a llover sobre el beneficiado tal cantidad de azotes, singularmente en la parte de donde salió el agravio, que a la mañana siguiente halláronle tan maltratado, que hubo necesidad de sacramentarle...”88 También por el siglo XVI le aconteció a San Francisco de Paula,89 tener que exorcizar a un mal espíritu que torturaba el cuerpo de una infeliz,y aquél resultó ser no el de un demonio sino el de una mujer ramera y alcahueta que había reencarnado una veintena de años atrás. Ya no eran, pues, los demonios quienes monopolizaban el derecho de las apariciones non sanctas. A partir de esa época fueron cayendo en desprestigio. Si a la posesión de los energúmenos se le llamó primero “tener los enemigos”, luego se le dijo “estar espirituados”, vocablo genérico que no excluye el endemoniamiento, y admite la posesión por los santos, los ángeles y, sobre todo, por los espíritus de los muertos. Todos esos duendes burlones, aparecidos, fantasmas y finados, son hoy día los llamados “espíritus desencarnados”, que se comunican por los mediums, al decir de los espiritistas. En los capítulos que anteceden se ha tratado de llevar a conocimiento del lector una idea de los fundamentos conceptuales del demonismo, tal como era entendido y practicado por los eclesiásticos de aquellos siglos XVI y XVII, cuando España puebla y coloniza a las Indias y se produce el drama de la villa de Remedios del cual fue protagonista el P. Joseph González de la Cruz, Comisario de la Santa Inquisición, y personajes principales la negra esclava Leonarda y los numerosos demonios que se posesionaron de su cuerpo. Pero el lector curioso, antes de poder abarcar todo el horizonte y el sentido de la narrada tragedia de Remedios, habrá de seguirnos con paciente benevolencia a otro volumen, continuación del que ahora van a cerrar mis manos, el cual titularemos Brujas e Inquisidores.90 ¡Hasta luego! 88

Salvador J. Mañer. Ob.cit. Tomo II, p. 58. Acta Sanctorum. Aprilis. T. I, p. 144. 90 El libro “Brujas e inquisidores” se encuentra en proceso de edición, bajo la dirección de la Fundación Fernando Ortiz. 89

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Índice

Presentación / 5 Unas palabras / 7 Prólogo / 11 I. Sumario: - Una guerra cubana contra los demonios a fines del siglo XVII. El drama religioso que ocurrió en Remedios.- Su protagonista.- El demonismo y sus expresiones.- Hechiceros, brujas y energúmenos.- La creencia en los espíritus.- Nacimiento de los demonios.- Las posesiones místicas.- Su religiosidad.- Sus beatificaciones y sus exorcismos.- Al caer el imperio romano sobrevivieron sus dioses.- La Iglesia les dio empleo como demonios.- Bautizo de los paganos y de sus ídolos.- Los demonios en la Edad Media / 29 II. Sumario: El demonio brilla en el oscurantismo.- Poca actividad de los energúmenos y de las brujas en la Edad Media. El Renacimiento los alebresta.- Satanás se encabrita.- Los desajustes psíquicos en las épocas de la transculturación.- La tremenda unión de Europa durante su cambio de edad.- La sífilis, el oro y la mística.- El terrorismo eclesiástico ayuda a los demonios.- Detrás de la cruz está el diablo.- La edad de oro de la Iglesia no fue la edad de oro del demonio. La Edad Media no fue la más cundida de energúmenos. El Renacimiento y la Inquisición los alebrestan / 54 III. Sumario. Los demonios prefieren a las mujeres.- Los santos también.Energúmenos y brujas son tipos de sociedad. “El sexo fue la obsesión de la Iglesia. Teología misógina. “La suciedad del cuerpo, es la pulcritud del alma”.- Crueldad con las madres.- Bautizos con jeringa / 89

IV. Sumario: Teología misogámica.- Exaltación eclesiástica de la virginidad.- Ni fecundidad, ni maternidad, ni matrimonio.- Cónyuges putativos.- Deshumanización del matrimonio.- El sexo y la teología contemporánea.- El engendro mecánico.- Casuística erótica.- Transigencia teológica con la prostitución / 105 V. Sumario: El demonio en los conventos - Tienta a las monjas y a los frailes. Los desposorios con Jesucristo.- Deliquios de monjas con su Amado.- Labia y tretas donjuanescas del demonio.- Automartirios por castidad.- Corrupción tradicional y anhelo de reforma / 129 Bibliografía / 175

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