Pdf Metafísica De La Opción Intelectual - Carlos Cardona Versión Pdf

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CARLOS CARDONA

METAFÍSICA DE LA OPCION INTELECTUAL SEGUNDA EDICION, CORREGIDA Y AMPLIADA

EDICIONES RIALP, S. A. MADRID

©

1973 by EDICIONES RIALP, S. A. - Preciados, 34. MADRID

Depósito legal: M. 39.204- 1973 I S B N 84-321-1627-0 Impreso en España - Printed in Spain

T o r d e sil l a s , O r g a n iz a c ió n

G r á f ic a

- Sierra de Monchique,

25 - M a d r id -18

INTRODUCCION

Pasado el primer tramo de la gran avenida central del viejo cementerio, hay a la izquierda un monumento funerario con esta inscripción: d e n i i í i l o n i h i l v m i n n i h i l v m n i h i l p o s s e r e v e r t í . ¿Cuál fue para ese hombre el sentido último de la vida?, me pregunto ante esa manifestación de nihilismo radi­ cal, grabada en la piedra, vinculada a ese momento supremo, a la situación-límite de la muerte. ¿Es realmente posible llegar a esa persuasión desoladora? Parece que hemos de aceptar como sincero el testimonio de quienes han expresado esa con­ vicción, razonándola, sin ocultárseles su gravedad, y condu­ ciéndose efectivamente hasta el fin en conformidad con ella. Pero ¿por dónde se ha tenido que empezar para terminar ahí? ¿Cómo es posible un comienzo que tiene ese término? Y siendo ése el fin, ¿cuál es la responsabilidad de aquel comienzo? Los interrogantes se acumulan ante tá gente que veo ir y venir. En el fondo de esa concreción inmediata de sus actitu­ des vitales, ¿qué saber general, qué verdades fundamentales dan un sentido preciso a la vida y a la muerte? Estoy en un país cristiano. La mayoría de esa gente tiene fe, y las verdades reveladas encuadran las contingencias de su vida. A despecho de todas las incoherencias que podamos

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CARDONA

lamentar en la vida de cada uno, fe y razón aparecen fundidas, armónicamente enlazadas en la conducta sencilla, y hasta hahitudinaria si se quiere, de tantos y tantos; en rudo contraste con aquella inscripción latina: donde las verdades de fe y el conocimiento del ser se perdieron juntamente. ^ El intento de rechazar, de modo radical y sistemático, la ayuda de la fe en la adquisición de verdades naturales, ha tenido históricamente un fin dramático, aunque en no pocos casos se haya tratado de un intento apologético. La conclusión contemporánea del experimento cartesiano podía haberse pre­ visto de algún modo, sólo considerando los resultados de la filosofía pagana. Esos resultados mostraban con evidencia que, de hecho, había sido necesario recibir por la fe no sólo las verdades estrictamente sobrenaturales, sino también las de orden natural indispensables para la vida moral. «Fue nece­ sario, en primer término, para que llegásemos antes al cono­ cimiento de esas verdades divinas: porque la ciencia que trata de Dios es la última que el hombre alcanza, y presupone mu­ chas otras; con lo que sólo después de mucho tiempo, de la mayor parte de su vida, hubiese el hombre llegado al cono­ cimiento de Dios. En segundo lugar fue necesario para hacer más común ese conocimiento de Dios, ya que hay bastante gente que no va muy adelante en sus conocimientos científi­ cos: por falta de talento, o por tener qüe atender a otras ocu­ paciones y a las necesidades de la vida, o por falta de empeño en el estudio; y todos éstos se quedarían sin conocer a Dios si las verdades divinas no les fuesen propuestas por fe. En tercer lugar fue necesario por parte de la certeza, ya que la razón humana es muy deficiente en lo que a Dios se refiere: y una señal de esto es que los filósofos, en el estudio natural de lo humano, erraron en muchas cosas, disintiendo a la vez entre sí: y, por consiguiente, para que el conocimiento que los hombres tuviesen de Dios fuese cierto y sin sombra de duda, convino que las verdades divinas fuesen dadas a conocer a los hombres por la fe, como dichas por Dios, que no puede engañarse ni engañar» \ Se trataba de algo —lo mismo: lo que de Dios es en sí 1 Santo T omás, S. Th., 2-2, q. 2, a. 4. (La traducción de los textos, a partir de las obras respectivas en su lengua original, es mía.)

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asequible a la mente humana— que podíamos llegar a conocer de dos modos: mediante la razón natural o mediante la Reve­ lación; haciéndose el segundo procedimiento moralmente ne­ cesario para que ese conocimiento —indispensable para la vida moral— llegase antes, a más gente, sin error y con certeza. Y así, cualquier cristiano sabe más de Dios, y más cierta­ mente, que cualquiera de los filósofos anteriores o ajenos a la Revelación 2. Quien sabe por la fe es el hombre, con su entendimiento. Con la misma facultad con que razona y tiene por real cuanto le rodea, y advierte las exigencias de conducta que esa reali­ dad comporta, sabe que Dios es y que trasciende por completo a todo ser creado, que el alma es inmortal y sobrevive a la separación del cuerpo, y que tiene un destino de gloria o de pena en el más allá: realidades invisibles que configuran su vida aquí. Es por su entendimiento como el alma del cristiano está abierta a esas verdades reveladas, que son tan verdaderas como las adquiridas por experiencia o razonamiento, porque desde este punto de vista lo revelado expresa solamente el , modo de adquirirlas 3. En este sentido, se puede decir que la verdad natural es como las conclusiones de una ciencia: se pueden conocer, co­ municadas por otro —por el científico— sin alcanzar su intrín­ seca evidencia: se sabe que eso es así, y no se sabe por qué es efectivamente así; y se pueden ignorar —si nadie las ha 2 Videte: pagani multi fuerunt philosophi et multa dixerunt de his quae pertinent ad fidem, et vix invenietis dúos concordare in unam sententiam; et quicumque aliquid veritatis dixit, non dixit eam sine admixtione falsitatis. Plus scit m odo una vetula de his quae ad fidem. pertinent, quam quondam om nes philosophi. Legitur quod Pythagoras primo fuit púgil; audivit magistrum disputantem de immortalitate animae, et disserentem quod anima esset immortalis; et in tantum allectus est quod dimissis ómnibus dedit studio philosophiae. Sed quae vetula est hodie quae non sciat quod anima est immortalis? Multo plus potest fides quam philosophia: unde si philosophia contrariatur fidei, non est acceptanda (S anto T omás, De un sermón encontrado por P. A. Uccelli — 1816, 1880— ; P. Mandonnet, Siger de Brabant et VAverro'isme latín, I (Lovaina 1911), p. 109. Cfr. In Symb. Apost., 1.) 3 L’une des maladies principales du christianisme aujourd’hui, c’est le fidéisme, c’est-d-dire une conception fausse de la foi, selon laquelle la foi serait séparée de l’intelligence et la connaissance (C. T resmontant, Taches de la pensée chrétienne aujourd’hui, en «Esprit», 340 [VII-VIII, 1965], p. 97).

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comunicado— habiendo recorrido, sin embargo, una parte del camino que a ellas conduce: y entonces no se sabe por qué eso es así, y ni siquiera si eso es efectivamente así. Todos sabemos hoy bastantes cosas de las que ignoramos el porqué. Cuando nos informan de alguna conclusión científica, aunque sepamos peor que quienes tienen la ciencia correspondiente, sabemos más que quienes carecen aún de aquella conclusión, e incluso podemos decir que sabemos lo mejor. Y si, por hipó­ tesis, consideramos el caso de un científico que hubiese em­ prendido un camino errado en la investigación, habremos de decir que, en ese orden concreto, sabe lo peor, porque es justa­ mente lo que piensa lo que le impide llegar a las conclusiones verdaderas, que son la justificación de la ciencia y el objeto del saber. Conviene decirlo ya desde ahora: «La ciencia del entendi­ miento humano es causada, en cierto modo, por las cosas; de donde las cosas que se pueden saber son la medida de la ciencia humana; y así, es verdad lo que el entendimiento juz­ ga, porque las cosas son así, y no al contrario. El entendi­ miento divino, en cambio, es causa de las cosas ,p¿7r TiTciencia. Y, consiguientemente, su ciencia es la medida de las cosas, como el arte lo es de las cosas artificialmente hechas, que son perfectas en la medida en que se ajustan al arte de que pro­ ceden. Y así puede establecerse la comparación entre la rela­ ción que hay del entendimiento divino a las cosas, y la que hay \ de las cosas al entendimiento humano» 4. Acentuar desmedi­ damente lo que el entendimiento pone de sí mismo para ad­ quirir la ciencia, puede llevar al error de tener por no verda­ dero lo que no procede del propio esfuerzo, o a atribuir al entendimiento humano lo que es propio sólo del divino: el ser causa de la verdad de las cosas. Para nosotros, en efecto, no es lo mismo no saber si tal cosa es verdadera, que saber \ que no es verdad. Es sin duda muy conveniente tratar de conocer natural­ mente las verdades naturales que la fe nos ha dado; pero nada autoriza a dejar de creerlas mientras no se posean por otro procedimiento, ya que el procedimiento no afecta a la verdad misma, sino ql modo de adquirirla. El que cree que Dios exis*

Santo T omás, C. G., I, 61.

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1 ) te y el que tiene ciencia de esa proposición, poseen la misma „verdad; lo que cambia es cómo han llegado a saberlo. Dejar de creer lo que científicamente se va sabiendo es un proceso natural de sustitución, que no exige de ningún modo un esfuerzo directo o positivo. Pero, además de no exigirlo, ¿puede decirse que lo excluye? Indirectamente sí, y es cosa que intentaré probar a lo largo de estas páginas. De momento, baste un ejemplo. Si, pendiente de un hilo que cuelga del te­ cho, tengo un objeto pesado, puedo tratar de cambiar lo que lo sustenta, y empezar a construir un pedestal desde el suelo: mientras el pedestal no llega al objeto, el objeto está soste­ nido por el hilo; cuando el pedestal llega, en la medida en que llega, va sustituyendo la función del hilo, y llega a hacer­ la innecesaria: no ha sido necesario cortar previamente el hilo para construir el pedestal. Pero ¿qué hubiera ocurrido si lo llego a cortar? Sencillamente que hubiese dado con el objeto en el suelo, y que habría debido sumar, al esfuerzo de cons­ truir el pedestal, el de elevar el objeto.^Y si lo verdaderamen­ te importante no es construir el pedestal, sino tener el objeto, y tenerlo a cierta altura, cortar el hilo es un riesgo grave, y el que lo corta adopta con eso una actitud de espíritu muy poco propicia para sostener objetos. Tal vez se me diga: pero muy propicia para construir pedestales; y a eso hay que responder: para construir quizá sí, pero no pedestales, siendo su razón de ser sostener objetos. Es decir, saliendo de la angostura del , ejemplo: una positiva exclusión de la fe puede facilitar el pensar, pero no el conocer, que es, en cambio, dificultado; y no olvidemos que la razón de ser del pensar está justamente en llegar a conoceré^ La fe ejerce una función positiva en el trabajo del filósofo cristiano, al llevarle a tratar de conocer con la razón lo que sabe por la fe 56 , sin que eso comprometa de por sí la raciona­ lidad de la filosofía, y permitiéndole en cambio el acceso a la teologías. Ese fue el modo de filosofar y de hacer teología

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5 C ’est en se demandant ce qu’il savait de ce qu’il croyait que

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Thomas a constitué ce corps de vérités rationnellement dém ontrées que nous nom m ons aujourd’hui la philosophie de saint Thomas d’Aquin (E. Gilson, Trois legons sur le Thom ism e et sa situation présente, en

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«Seminarium», 4 [1965], p. 693). 6 Telle qu'elle ressort de Vencyclique Aeterni Patris, la Philosophie chrétienne est done l’usage que le chrétien fait de la spéculation philo-

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que caracterizó a Santo Tomás, y es sólo de ese modo como su obra llega a hacerse realmente inteligible7: porque es asunto que afecta no sólo al llamado «.problema de las rela­ ciones entre la fe y la razón», sino a la efectiva inteligencia de la fe y a la efectiva tarea de la razón y, por consiguiente, ^ a la teología y a la filosofía en toda su amplitud. / En el filósofo cristiano, la fe desempeña la función de pe-] dagogo —guía, conductor— de la razón, ayudándole a sacar de su virtualidad, en contacto con lo real, todo un tesoro de saber en su propio ámbito; después, por hacerla perfecta­ mente razonable, verdadera, la conduce hasta las puertas de la fe —praeambula fidei— , donde está la cima del saber na^ turals, las conclusiones últimas del saber metafísico. A partir [ de este momento —abandonando la evidencia intrínseca como fuente definitiva de certeza— la razón se hará teológica, em­ pleando su caudal en hacer del conocimiento de la fe una', ciencia, penetrando hasta donde es posible en la inteligencia de las verdades sobrenaturales, siendo la relación filosofíasophique dans son effort pour conquerir VinteUigence de sa foi, tant dans les matiéres accessibles á la raison naturelle que dans celles qui la dépassent (E. G ilson, Le philosophe et la théologie [París, Fayard,

1960], p 216). 7 Cfr. Idem, Le philosophe..., p. 228. 8 Sans cesse attentive d la parole de Dieu, la ra.ison y conduit le philosophe jusqu’au bord de la foi; elle prouve en efiet qu'il est raisonnable pour l'hom me de soum ettre son intelligence et son jugement á Vautorité de Dieu; elle prouve m ém e que VEglise est fondée par le Christ, et qui ne verrait quel devoir découle pour nous de cette certitude de son institution divine? Mais ici cette maniere de philosopher s'arréte. Elle n’ira pas plus loin, parce que ce qui est au-deld excede les prises de la raison. C’est alors que la théologie commence, mais la philosophie peut encore y rendre Service. C’est avec son aide et en utilisant ses m éthodes que la théologie sacrée acquiert la nature, la structure et l'esprit d’une véritable Science, c’est-á-dire d’un corps de conclusions déduites de principes. La raison va plus loin. Elle procure une connaissance plus exacte et plus claire des m ystéres eux-mémes, com m e en témoignent Augustin et les autres Peres, récom pense précieuse d’une vie sainte et du zéle pour la foi joint á un esprit orné des disciplines philosophiques. Pour conclure, rappelons les innom­ brables Services rendas á Id théologie par la raison en l’aidant á préserver dans sa pureté le trésor des vérités révélées et en réfutant les erreurs de ceux qui l’attaquent. Assurée que tout ce qui contredit la parole de Dieu est faux, la raison puise dans cette certitude courage et inspiration pour retourner contre les adversaires de la foi leurs propres armes, tant est grande l'efficacité de cette maniere de philo­ sopher (Ibídem, pp. 207-208).

Me t a f ís ic a dé l a o p c io n

in t e l e c t u a l

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teología análoga a la que hay en la persona sin ciencia entre lo \ que sabe por la razón y lo que con la razón sabe por la je 9. La fe, pues, ha guiado a la razón, precediéndola. Pero es evidente que no la puede preceder absolutamente:[ño podría­ mos asentir, creyendo una determinada verdad propuesta 'n mediante revelación, si de algún modo no la entendiésemos l0.\ No es necesario que esa precedencia de la razón sea estricta­ mente temporal, pero sí de naturaleza. La profesión de fe —en conjunto, y para cualquiera de sus proposiciones— tie­ ne un núcleo primero de orden natural, del que no se puede prescindir nunca si no se quiere comprometer irremediablemente la suerte misma de la fe. Ese de algún modo — que señala una posible diversidad de grado, de desarrollo, pero no indiferencia, no un uso cualquiera de la razón—, ese algo de razón natural tiene que darse necesariamente, propor­ cionado a la propia capacidad intelectual y a las circunstan­ cias personales, y se hace consciente —se ve reflejamente— en algún momento de la vida; y ha de ser suficiente para tener abierto de modo razonable el camino de la trascenden­ cia, por donde la fe humanamente llega y a donde conduce, y ha de ser suficiente también para saber qué es lo que se cree, y suficientemente insuficiente para que haya en la fe > ejercicio de la libertad, acto moralmente calificable, ya que 9 La théologie chrétienne est une ínterprétation de la foi chrétienne en la vérité de la parole de Dieu, qui ne change pas. II n’est pas nécessaire que cette Ínterprétation soit savante. Notre Pére bien aimé le pape lean X X I I I me disait un jour: «Pour moi, vous savez, la théolo­ gie, c’est N otre Pére qui étes aux cieux...» Nous en som m es tous la, mais dire «N otre Pére», c ’est professer qu'on «croit en un Dieu le Pére tout-puissant», et quelle que soit notre théologie, il faut, pour étre chrétienne, qu’elle fasse droit á notre croyance au Dieu de l'Evangile. Aucune théologie qui ne professe cette vérité ne peut se dire chrétien­ ne; celle qui mettra le mieux en lumiére cette vérité de foi, et toutes celles que le Credo énonce, sera manifestement pour l’Eglise la théolo­ gie la meilleure, la plus parfaite, la plus totalement vraie. L ’Eglise a simplement proclamé que la théologie dans laquelle elle reconnaissait Vínterprétation la plus fidéle de la foi dont elle a le dépot, la responsabilité et la garde, est la théologie de saint Thomas d’Aquin (I dem, Trois legons..., p. 691). 10 Fides non potest universaliter praecedere intellectum: non enim posset hom o assentire credendo aliquibus propositis nisi ea aliqualiter intelligeret (S anto T omás, S. Th., 2-2, q. 8, a. 8 ad 2).

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«se puede prolongar tanto como se quiera la ciencia de la na­ turaleza, sin alcanzar jamás lo sobrenatural» 11. Lo primero, lo sustancial en gse algo de razón natural que precede y permite el creer, es el conocimiento del ente, de lo que, teniendo el acto de ser, es en acto: «El ente es lo pri­ mero que el intelecto concibe, como lo más conocido, y aquello en lo que toda otra concepción se resuelve» 12. Cuan­ do tenemos noticia de algo, de lo primero que tenemos no­ ticia es de que es, y cuando lo entendemos, en la medida en que lo entendemos, lo que entendemos es precisamente lo que es. En este sentido, el objeto de nuestro entendimiento, el ente, comprende el objeto de la fe, lo contiene, es más gene­ ral: ya que, para ser creído, debe ser.\Y es aquí donde, de alguna manera, la razón natural y lo, fe sobrenatural coinci­ den, y forman como un mismo plano en virtud de la analogía: una cognitio de rebus, un conocimiento de cosas, de entes, del ser del ente.\JL,o mismo que el acto de conocimiento natu­ ral, «el acto (de fe) del creyente no termina en el enunciado, sino en la cosa: pues no formamos enunciados sino para tener por ellos un conocimiento de cosas, lo mismo en la ciencia que en la /e» 13. Yo no creo en mi creencia de Dios, sino en Dios por mi creencia, y es creyendo en Dios cuando advierto mi creencia. La fe me da, de modo sobrenatural, un conocimiento de realidades, que se integra con otros conoci­ mientos naturalmente alcanzados, mediante la noción misma de realidad, mediante el acto de ser. Perdida o desvirtuada esta noción, se desvanecen o deforman juntos el objeto del saber natural y el objeto de la fe. La exasperación de la fenomenología de la fe — exaspera­ ción cuyas raíces veremos más adelante— ha llevado a la absorción del objeto por el acto, de la fides quae creditur por la fides qua creditur, de lo que nos es dado en la fe por la fe que nos lo da (supuesta la Revelación). Al creer, co­ nozco algo, algo se me da a conocer. Cómo llego a saberlo y de dónde procede la certeza es, en este aspecto, secundario: pues «el entendimiento no atribuye su modo de entender a las cosas que entiende, como no atribuye a la piedra la 11 E. Gilson, Le philosophe..., p. 182. 12 Santo T omás, De Veritate, I, 1. 13 I dem, S. Th., 2 -2 , q. 1, a. 2 ad 2.

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inmaterialidad, aunque sea inmaterialmente (por la natu­ raleza espiritual del entendimiento) como la conoce» 14. Aná­ logamente, al creer no atribuimos la inevidencia a la cosa creída, aunque la conozcamos como no evidente, que es lo 1propio de la fe. «Siendo la verdad del entendimiento la ade­ cuación del entendimiento y la cosa, en cuanto el entendi­ miento dice ser lo que es y no ser lo que no es, la verdad pertenece a lo que el entendimiento dice, y no a la operación i con que lo dice» 15. / La disolución del objeto de la fe en el acto de creer, en el : hacerse de la fe —siendo ya lo que se cree una cuestión se­ cundaria, accidental—■, es inevitable en un planteamiento de inmanencia, donde todo ha de entenderse a partir de la acti­ vidad del sujeto y en función de ella. Se trata de un fenó­ meno paralelo e interdependiente de la primacía del pensar sobre el conocer, del hacerse del saber sobre su objeto, de la certeza sobre la evidencia, de la conciencia sobre el ser. La fe de Lutero y el cogito ..cartesiano presentan una notable coincidencia en el punto de partida, como la presentan la teología liberal y el existencialismo radical, con la pérdida de toda verdad sobrenatural y del ser, respectivamente. Las relaciones entre fe y razón empezaron a hacerse pro­ blemáticas cuando en filosofía se estableció el principio de inmanencia como rigurosa norma metodológica; y fueron perdiendo problematicidad a medida que la teología iba asu­ miendo el primado de la conciencia y desembarazándose de realidad. La oposición no se da entre verdad revelada sobre­ natural y verdad natural, como no se da tampoco entre creer y conocer: no es lo mismo distinguirse que oponerse; !la opo­ sición está entre verdad recibida y producción de verctad me­ diante el acto de conciencia.\Por eso, a fin de cuentas, la \ Revelación y el ser habían de correr la misma suerte. / Pero la armonía entre fe y razón no viene sólo de su tér­ mino —un conocer, urra cognitio de rebus, una realidad al­ canzada o intencionalmente poseída—•, sino que se da también en sus actos, en su proceso hacia el término. Conocemos la verdad revelada de un modo progresivo, Histórico, creciente*1 3 14 I dem, C. G., I, 36. 13 Ibídem , I, 59.

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en extensión y también en penetración intelectual, que es el modo exigido por la temporalidad de nuestra naturaleza. Y es ese mismo modo el que exige, también en la adquisición na­ tural de verdades, una actitud inicial de crédito: creemos a quien nos enseña, creemos a nuestros maestros o pedagogos, a quienes nos van conduciendo al conocimiento de la versdad16, que nosotros vamos alcanzando, penetrando y poseoyendo poco a poco. ¡«Cuando uno es enseñado por el maestro, es menester que al^principio reciba las enseñanzas del maes­ tro no como si las entendiera por sí mismo, sino creyéndolas, como siendo superiores a su capacidad de entonces; y al fin, cuando ya esté instruido, podrá entenderlas (...). Nosotros nos dirigimos al último fin mediante el auxilio de la gracia divina. Y el fin último es la visión clara de la Verdad pri­ mera en sí misma (...). Por consiguiente, es menester que antes de llegar al último fin el entendimiento del hombre se someta a Dios creyendo, por efecto de la gracia divina» 17. ^ •*- La pedagogía de la fe responde al modo propio de nues­ tra naturaleza para llegar al conocimiento. El criticismo no es sólo una actitud contraria a la fe sobrenatural, sino tam­ bién al conocimiento natural: es una actitud antipedagógica, que tiene más de voluntarista que de racionalista, porque obedece fundamentalmente a una decisión. El criticismo no se opone propiamente a la fe, sino a la verdad recibida, sea cualquiera el modo de recibirla, y en consecuencia se opone a la fe, que es una verdad doblemente recibida. Al poner entre paréntesis toda verdad externamente reci­ bida, toda verdad de hecho —según la terminología de Leibniz—, el entendimiento quedaba (estoy haciendo historia) cerrado en primer lugar a la ayuda de la Revelación divina sobrenatural, e inmediatamente después, si se era riguroso, a la de toda enseñanza: se producía una verdadera incomuni­ cabilidad entre el conocimiento alcanzado por el propio es1,6 Huius autem disciplinae (fidei) fit hom o particeps non statim, sed successive, secundum modum suae naturae. Omnis autem talis addiscens oportet quod credat, ad hoc quod ad perfectam scientiam perveniat: sicut etiam Philosophus dicit (De Soph, 2, 2) quod «oportet addiscentem credere ». Unde ad hoc quod hom o perveniat ad perfectam visionem beatitudinis praeexigitur quod credat Deo tanquam discipulus magistro docenti (S anto T omás, S. Th., 2-2, q. 2, a. 3). 17

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fuerzo y el que nos es —al menos de modo inicial— gracio­ samente dado: así se hacía insoluble el problema de las re­ laciones entre fe (objetiva) y razón (subjetiva), al convertir el. cómo del conocimiento en el qué, limitando además el cómo a una sola de sus posibilidades, dotada de un estatuto de privilegio cuyo más radical origen me propongo mostrar más adelante. Primero conocemos algo. Luego nos damos cuenta de que conocemos algo y de que, por consiguiente, somos sujeto de i esa actividad de conocimiento. Sólo al llegar a un cierto grado de perfección en el trabajo teológico, se pudo distin­ guir bien lo que en él había de filosófico; y se comenzó a prestar una atención concentrada y abstractiva a ese medio del saber teológico que era la filosofía: pero con la obsesión de distinguir una cosa de otra, se fue haciendo progresivo hincapié en lo que era propio del trabajo de la razón natural. «Al distinguirse de la teología, la filosofía escolástica no camr biaba de naturaleza, pero quedaba expuesta a una violenta tentación de cambiar. Era difícil consagrarse enteramente a la adquisición de ese medio —y no había otro modo de ad­ quirirlo— sin sentir el deseo de detenerse y convertirlo en un fin» 18. Pero lo peor ocurrió cuando, para estar seguros de que aquella tarea filosófica no tenía nada de teológica, se puso la distinción entre lo que puede ser subjetivamente sometido a la duda y lo que no puede serlo. Así la razón quedó enteramente sola, abandonada —mediante la duda sis­ temática— a su propia inmanencia: el conocer fue sustituido por el pensar. El filósofo se encerró en su cuarto, y comenzó a hacer Meditaciones. Al principio la cosa no pareció tener demasiada impor­ tancia: era simple cuestión dm Método. Como en un juego de prestidigitación intelectual, el filósofo (casi siempre se trata­ ba más bien del profesor de filosofía, y esto tiene su impor­ tancia) sacaba oportunamente —sin hacérselo notar ni si­ quiera a sí mismo— de la manga de su conocimiento natural y de su fe sobrenatural todas las nociones que necesitaba para « reconquistar críticamente la realidad exterior» (y Dios mismo con ella) transformada en verdades de razón. Pero el 18 E. Gilson, Le Philosophe..., p. 212. OPCION INTELECTUAL.— 2

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público comenzó a sospechar que se le escamoteaba algo, y ' no tardó en descubrir el truco. Aceptado, sin embargo, el principio —y ya veremos dónde radicaba su enorme capaci­ dad de seducción—, la platea del espectáculo se dividió en dos grupos: los que no habrían de aceptar la reaparición de la realidad (mediante progresivas radicalizaciones, vaciando con severidad la manga del prestidigitador intelectual de todo contenido subrepticio), y los que estaban empeñados en ha­ cerla reaparecer (disfrazando lo mejor que podían esos con­ tenidos). Y así nació, de estos últimos, una escolástica híbri­ da, un «realismo crítico», una moderna apologética de la fe, que terminaba, no raramente, por convencer de lo contrario a los mismos apologistas. / Declarar la independencia del propio entendimiento res­ pecto de la fe y de cualquier otro condicionamiento extrín­ seco —aunque sea sólo provisional y metodológicamente, e incluso con el deseo de hacer después un nuevo acto de va­ sallaje— incoa una disposición de espíritu muy poco apta para encontrar algo que nos sea superior y, consiguientemen­ te, para encontrar a Dios 19. ¡De ahí aquel beneficio que la Revelación sobrenatural nos trajo también consigo «al repri­ mir la presunción, que es la madre del errorJPues hay gente que de tal manera presume de su talento que piensan poder constituirse en medida de todas las cosas, de manera que sea verdadero todo lo que a ellos se lo parece, y falso lo que no entienden. Para librar, pues, el ánimo humano de esta presunción, conduciéndole a una investigación humilde de la verdad, fue necesario que se propusieran al hombre, de modo divino, algunas cosas que excediesen por completo la capaci­ dad de su entendimiento» 2o. Traducido al orden teorético, esto implica la destitución de todo modo de filosofar que haga del entendimiento humano el principio fontal de la verdad. Si la independencia del entendimiento se constituye en principio primero y en norma metodológica, se pierde de iure y a la vez, tanto la apertura a la verdad revelada como la 19 Rationi hominis non existente subiecta Deo, consequens est ut contingant multae inordinationes in ipsis actibus rationis (S anto T o­ más, S. Th., 1-2, q. 109, a. 8). 20 I dem, C. G., I, 5. ¡ v .

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i apertura al ser, porque una y otra cosa nos son de algún modo dadas, y nuestra tarea está en recibirlas —o, si se quiere, en tender a ellas:' entenderlas—, no en crearlas. «La/ experiencia actual lo muestra hasta el exceso: el sentido mismo de la je, el sentido de lo que es la fe, y no sólo la fe, se pierde al mismo tiempo que el sentido del ser. Esto es muy comprensible: fe, verdad, ser, son convertibles; resulta superfluo deducir algunas de sus consecuencias: ¡los hechos se encargan de hacerlo!»*1. /\ Ciertamente, no podemos por nosotros mismos darnos la |fe, pero sí nos bastamos para impedirla2 222 1 . La opción por 3 la que nos adherimos a la verdad revelada —opción difícil­ mente reductible a un momento determinado de leí vida— tiene un núcleo de opción natural, que por sí sola no lleva a la fe, pero que —según la dirección que adopte— puede por sí sola alejarnos de ella, impedirla, constituir un obs­ táculo, una frontera a la moción interna de la gracia y a la \ externa manifestación de la verdad revelada. / Pero todo no presupone un sí; toda repulsión, una atrac­ ción opuesta. [Si nos oponemos a lo recibido es porque nos adherimos a lo que de nosotros procede: y cuanto más in­ condicionada es esa adhesión, tatito más lo es también la oposición a lo contrario, por la que rehusamos someter nues1 tro entendimiento 2\ En un plano teorético, se expresa en forma de duda esa oposición por la que el hombre —el filó­ sofo que ha optado por el inmanentismo— se subleva ante el dogmatismo realista, rechaza la evidencia que nos somete ¡ a todos, y emprende afanosamente la búsqueda de una cer­ teza que brote toda ella de la propia razón, como fruto de ¡ su personal excelencia, liberada de todo condicionamiento \ ^ extrínseco: cogito, ergo sum?\ i Esa opción intelectual —aunque comprometa la vida en j la totalidad de sus condiciones presentes, incluido el orden 21 M. L. Guerard

des

Lauriers, La preuve de Dieu et les cinq voies,

en «Divinitas», X , I (1966), p. 22. 22 Habere jidem non est in natura humana: sed in natura humana est ut m ens non repugnet interiori instinctui et exteriori veritatis praedicationi (S anto T omás, SPTh., 2-2, q. 10, a. 1 ad 1). 23 Infidelitas secundum quod est peccatum, oritur ex superbia, ex qua contingit quod hom o intéllectum suum non vult subiicere regláis jidei et sano intellectui Patrum (Ibídem, 2-2, q. 10, a. 1 ad 3).

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de la gracia en lo que del hombre depende— tiene un primer ser natural: algo así como la religiosidad A de Kierkegaard. En este sentido, el orden sobrenatural lo que hace es agravar, radicalizar aún más la opción. Porque el Dios que sobrena­ turalmente se nos ofrece, por la Revelación y la gracia, es más absorbente, excluye de modo más absoluto toda posibilidad de independencia: que es lo que expresamos, por ejemplo, subrayando la gratuidad de la vida sobrenatural, de la gracia. Esta radicalización se pone de manifiesto al tener que pasar de un conocimiento analógico y discursivo, con sólo un algo de conocimiento de Dios —ya poco satisfactorio para nuestra voluntad de ser y, en consecuencia, de entender, que es el modo de ser propio de nuestra naturaleza intelectual— a un conocimiento de fe, sin evidencia intrínseca alguna, donde lo que se impone es simplemente la autoridad: el que es, el Ser que no soy yo, me impone un asentimiento incon­ dicionado, sencillamente porque El es, y, por tanto, es Ver­ dad sin relación a ninguna otra cosa. Incluso en el culmen de la participación del conocimiento divino que los dones del Espíritu Santo conceden, ( 'tanto más perfectamente conoce­ mos a Dios, cuanto mejor entendemos que excede a todo lo que nuestro intelecto puede comprender” 2i.¡Sin embargo, aunque la razón humana no pueda comprender estas ver­ dades que exceden con mucho a su capacidad, adquiere un altísimo grado de perfección si las posee de algún modo 2 45. Y si la posesión que caracteriza al conocimiento de fe es muy imperfecta en cuanto a lo que el entendimiento pone de su parte, ”se da en ella la máxima perfección por parte del objeto conocido” 26. Una vez más, el problema queda planteado en términos de elección entre el objeto y el sujeto, Y entre el ser y el pensamiento. / Lo poco que un conocimiento natural de Dios ofrece, y lo mucho que exige a la voluntad, es un caso límite de explicación determinada, inaceptable para quien ha optado por las explicaciones determinantes. Para quien ha elegido 24 Ibídem , 2-2, q. 8, a. 7. 25 Quamvis ea quae supra rationem sunt, ratio humana plena capare non possit, tamen multum sibi perfectionis acquiritur, si saltem ea qualitercumque teneat fide (I dem, C. G., I, 5). 26 Ibídem , III, 40.

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el ser que él hace al pensar, lo sobrenatural es simplemente el paroxismo de esa trascendencia que rechaza: es lo into­ lerable en absoluto. Debo admitir que esta actitud teorética ha llegado a ser normal en las cátedras de nuestra cultura. Hace algún tiempo, en un congreso celebrado en Turín, al que asistía quizá la mayor parte de los profesores universitarios de filosofía del país, se decretaba y firmaba, sin temor al ridículo, una sen­ tencia de muerte a la búsqueda del ser: no sólo se había perdido el ser, como lamenta Heidegger, sino incluso su sentido y el de la humana capacidad para alcanzarlo Ate­ niéndonos al rigor intrínseco de sus consecuencias lógicas, esa pérdida entraña la de aquel algo de razón natural que debe preceder a la fe, haciéndola simplemente posible, desde un punto de vista de coherencia intelectual. El redescubrimiento de la metafísica —para quien ha perdido su inicio espontáneo— exige una conversión, implica una opción intelectual. Conversión tanto más difícil, cuanto la opción contraria ha sido más consciente y, en consecuen­ cia, el acto de voluntad que la ha determinado ha sido más profundo y decisivo. Ahí está, a mi juicio, la esencia de esa propedéutica que los praeambula ñdei requieren para el hom­ bre culto de hoy 2&.2 8 7 27 En droit, l’intellect en quelque état qu’il soit, peut et doit, par soi seul, retrouver ce sens de l’étre, en m ém c temps que de soi-m ém e; car l'intellect demeure toujours, en fait com m e en droit, capax entis. Mais, en fait, la plus sommaire observation Vimpose si elle est Incide, l’intellect de nos contemporains se trouve si desservi, et si asservi, par un «progrés» qui aboutit et parfois consiste á déshumaniser l'homme, qu’il ne peut plus — en fait, et seulement par ses ressources propres, nous y insistons—> se savoir capax entis, ni par conséquent et tragiquement se découvrir capax Dei (M. L. Guerard des Lauriers, o. c., p. 23). 28 La «preuve» de Dieu s' adres se á l'homme qui a conservé sainé sa nature de créature intelligente. La plupart de nos contemporains ne sont plus dans cet état. II serait par suite chimérique de leur proposer sans préparation la «preuve» de Dieu; ce serait les traiter com m e s’ils étaient «en santé»: or, donné ci un malade, le meilleur des vins ne réussira pas m ém e á l'enivrer! En retour, c'esl pécher contre l'Esprit que déclarer santé confirmée et vie renouvelée l’intoxication prodrom e de morí lente. Contre les protagonistes « chrétiens » d’un néo-scientisme marxisant et supputé auto-suffisant, nous estim ons done que la «preuve» cíassique de Dieu est, inviscérée par le Créateur Lui-Méme dans Sa créa

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De alguna manera todos tenemos experiencia de esos in­ tentos de absorción total que obra nuestro yo, con su deseo de autoposesión sin residuos; y de cómo la conciencia de la conciencia nos incomunica, poniendo en entredicho el ente y confinándonos en una horrenda soledad: el nombre propio se convierte en pronombre reflexivo. Me parece haber comprendido bien esas vías, esos cami­ nos racionales que llevan al entendimiento a concluir que Dios es; y, sin embargo, sé que mi fe rodea esa convicción y la protege, porque, aunque firme en sí misma y suficiente en su propio orden, la veo amenazada por algo que llevo siempre conmigo, una libertad, fondo de mi ser, y hasta una inclinación que me hace continuamente necesario optar, con­ servar la opción hecha. Se me antoja pueril el intento de construir una filosofía a partir de una positiva exclusión de la fe, para quien, tenien­ do la fe, quiere hacer filosofía. Ese intento me recuerda a aquel mirlo del antiguo cuento: que, engañado por el sol de unos días anómalamente cálidos de enero, emprendió el vuelo, diciendo a su dueño: "Ya no te necesito, que ya ha pasado el invierno." La vida, las cosas, la realidad, los entes y su ser están ante mí, no mostrencos, sino conocidos. Las cosas son, aun­ que sean tan poco y tan precariamente: "Mis cosas, ¡tan po­ bres y tan niñas y tan pocas!" (V. Conejo). Y porque son, traen a mi conocimiento una riqueza inagotable, y se hacen camino, tal vez áspero pero gustoso, para el descubrimiento de verdades altísimas: puerta hoy desusada por algunos, quizá "porque un mal amor hace parecer derecho el camino tor­ cido" (Dante). Dios es. Dios es el que es. Yo apenas soy: soy algo entre otras muchas cosas, y antes no era: mi ser vino de Dios, se recibió en la nada, y fui, y soy. De alguna manera esto lo saben todos los cristianos, por la fe; y lo saben todos los hombres por la fuerza espontánea de su razón natural. Pero tion, le fondem ent nécessaire au moins en droit de toute véritable conversión. Et nous croyons, en conséquence, qu'une propédeutique doit étre élaborée, en vue d’aider nos contemporains á réaliser la « conversión » sans laquelle le «preuve » de Dieu ne peut avoir prise sur eux (Ibídem, p. 24).

M E T A F IS IC A

DE

LA

O P C IO N

IN T E L E C T U A L

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el filósofo recomienza el camino del saber: y al recomenzar le es dada la posibilidad de una opción intelectual: no entre fe y razón, sino entre'el ser y la conciencia. Desde el punto de vista estrictamente filosófico, lo peor del cristiano que, para hacer filosofía, pone entre paréntesis la fe, es que a la vez p o n e' entre paréntesis muchas otras cosas. Si es que realmente ha puesto entre paréntesis la fe, ha puesto tam­ bién el ser (en su sentido propio y originario de acto inten­ sivo y emergente de realidad), que es el núcleo natural de la verdad revelada. Y lo paradójico es que el inicio ha sido > un acto de fe, de una fe de sentido^ opuesto, de un crédito concedido por simpatía, a título personal, sin garantía: un \inicio absoluto. Parece importante determinar el momento teorético fun­ damental de esa opción: mostrar que esa opción es posible, que de alguna manera radica en la estructura metafísica de nuestro ser, en sus condiciones presentes; descubrir la liber­ tad ya en el comienzo de nuestra vida intelectual.

I.

1.

LA POSICION DEL ACTO FILOSOFICO PRIMERO

El ente

Contemplo la realidad que me envuelve, de la que, en cierto modo, soy parte y que, también en cierto modo, forma parte de mí que la conozco, como siendo yo su ám­ bito y su todo. Tenemos en el fondo del alma una sed profunda de verdad, de comprensión, de asimilación inten­ cional: una receptividad insaciable. Ante el ser en su totali­ dad no podemos adoptar una actitud desinteresada, fríamente académica. La verdad total ejerce sobre nosotros una atrac­ ción amorosa, que el ser fragmentario e inmediato que alcan­ zamos suscita en promesa, como respondiendo a la sedienta mirada con que lo miramos. «La complejidad de los fenóme­ nos se atempera en el Simple, la multiplicidad de las solici­ tudes se recoge en el Uno, el fragor de las armas y el rumor de las parlerías se debilitan y se apagan en la quietud del Idéntico» \ Cada cosa en su propia lengua, todo habla del Ser absoluto, de la Verdad primera, fuente abundosa de ser, 1 C: Fabro, Essere e storicitá, en «Divus Thomas», LXII (1959), 1-2, p. 155.

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de verdad, de bien: «Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes» 2. La Verdad primera se presenta siempre a nuestra consi­ deración comprometiendo la vida: cuál sea la Verdad pri­ mera no es indiferente para la voluntad, siendo algo que tiene razón de fin, y de fin último. Por eso, cuando digo que creo en Dios, doy a un acto intelectivo —creer— un sen­ tido de movimiento hacia un término 34 *. 5 El acto sustancial \ el acto primero del filosofar incluye virtualmente el sentido mismo de la vida; igual que el acto de fe, se ordena al objeto de la voluntad, que es el bien, como a su fin s. Y, por tanto, en la posición de ese acto filosófico primero concurren las dos potencias del espíritu, intelecto y voluntad, con sus hábitos respectivos °. Y por la misma razón hay una inclinación natural a poner rectamente ese acto teorético primero, de modo que conduzca a la Verdad que tiene razón de Fin: una inclinación que es de ley natu­ ral 7, en cuanto que guarda esencial relación al principio y al destino de nuestra existencia. Sin embargo, de hecho nos encontramos también, junto a esa inclinación que es una llamada profunda, que es una íntima nostalgia metafísica, una dificultad concomitante: «La razón aparece destituida de su ordenación a la verdad»8. Evidentemente algo no va en nuestro entendimiento, cuando 2 J. E scrivá de B alaguer, Conversaciones, 9.* ed. castellana, Rialp, Madrid 1973, n. 114. 3 Secundum quod intellectus est m otus a volúntate, sic ponitur actus fidei «credere in D eum »: veritas enim prima ad voluntatem refertur secundum quod habet rationem finís (S anto T omás, S. Th., 2-2,

q. 2, a. 2). 4 Substantia enim solet dici prima inchoatio cuiuscumque rei, et máxime quando tota res sequens continetur virtute in prim o principio (Ibídem , 2-2, q. 4, a. 1). 5 Actus fidei ordinatur ad obiectum voluntatis, quod est bonum, sicut ad finem (Ibídem , 2-2, q. 4, a. 3). 43 Nihil autem prohibet unum actum a diversis habitibus informan, et secundum hoc ad diversas species reduci ordine quodam (Ibídem,

2-2, q. 4, a. 3 ad 1). 7 Inest homini inclinatio ad bonum secundum natutam rationis, quae est sibi propria: sicut homo habet naturalem inclinationem ad hoc quod veritatem cognoscat de Deo, et ad hoc quod in societate vivat. E t secundum hoc, ad legem naturalem pertinent ea quae ad huiusmodi inclinationem spectant (Ibídem , 1-2, q. 94, a. 2). s Ibídem, 1-2, q. 85, a. 3.

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hallamos en lo más íntimo una tensión así entre fuerzas opuestas, que ponen en juego el último sentido de la vida. Para el cristiano, esa experiencia innegable y común, tiene una explicación revelada y un nombre: se llama pecado original9. El Ser se presenta, pues, como el término de un camino trabajoso: hay que pasar, con decisiones continuas, por mu­ chas oscuridades —propias no del ser, sino de nuestra ma­ nera de alcanzarlo— 10 hasta llegar a su posesión definitiva. Tiene algo de ascesis y de conquista esa tarea. Pero no es tampoco un ciego azar lo que nos conducirá. Aun debilitada e impugnada, subsiste en nosotros aquella inclinación priipera que la noticia recibida por los sentidos aviva. «Hay una especie de inferencia espontánea que, sin ser técnica, nos hace plenamente conscientes de su significado, y en virtud de la cual nos encontramos elevados a la noción de un Ser trascendente, a partir de la contemplación de la naturaleza en su incomparable majestad» 11. Esa inferencia no es previa a la percepción espontánea del ente, y ni siquiera propia­ mente simultánea; pero sí es previa, y perfectamente válida en su condicionamiento, a la percepción técnica o propia­ mente metafísica del acto de ser, a la posición del acto filo­ sófico primero. El Ser llama en el ente percibido, pero aún no se da. El hambre de ser aumenta, y lo que podría saciarla en plenitud 9 A m es propres yeux, c'est une évidence, hélas! aveuglaníe. II y a dans le monde quelque chose qui ne va pas; qu’est-ce qui lui est arrive? II y a dans l'homme, á com m encer par m oi-m ém e, quelque chose de dérangé, ou de faussé, car je ne suis pas ce que je voudrais étre, et il ne suffit m ém e que je veuille l'étre pour le devenir. Est-ce un dogm e? C'est une simple vérité (...). Ce n’est pas le dogme qui me ligóte, c ’est le péché; la présence de cette surte de pourriture que je trouve en moi com m e le ver dans le fruit, c ’est cela m ém e qu’un désastre primitif peut seul m'expliquer, el si on demande pourquoi je devrais en étre responsable, il me sem ble que je le sais, car ce péché originel est en moi l'insupportable fomes peccati que le jeune Luther espéra d'abord éteindre, avant de s'en trop bien accom m oder (E. GlLson, Le dialogue difficile, en «Seminarium», 4 [1966], pp. 987-988). 10 Deus secundum se est máxime cognoscibilis, non tamen nobis, propter defectum nostrae cognitionis, quae dependet a rebus sensibilibus (S anto T omás, S. Th., 2-2, q. 24, a. 2 ad 2). 11 E. Gilson, Elem ents oj Christian Philosophy (Nueva York, Doubleday and Co. Inc., 1960), p. 51. (Hay traducción española: Ele­ m entos de filosofía cristiana [Madrid, Rialp, 1969].)

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parece alejarse en cuanto pretendemos apresarlo: «Y todos cuantos vagan / de ti me van mil gracias refiriendo, / y to­ dos más me llagan, / y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo» (San Juan de la Cruz). Una ilimitada capacidad ante el ser se encuentra some-' tida al cuentagotas laborioso y opaco de lo que los sentidos le van refiriendo. Con una comparación no del todo impro­ pia, podríamos decir que el ser es oído antes que visto: lo superior del conocimiento es incoado por un grado inferior de conocimiento — como el oído respecto a la vista, así los sentidos respecto de la inteligencia— ; el so"berano se anun­ cia por un mensajero, de inferior condición- respecto de quien lo recibe, y que exige, sin embargo, en virtud de aquél cuya representación ostenta, un trato superior a lo que por . sí mismo podría merecer 12. * * -k Lo inmediato y evidentísimo que sabemos de las cosas es que son. La noción de ente es lo primero que nuestro en­ tendimiento alcanza 13; y que explicita su verdad en este pri­ mer juicio radical y originario: esto es. Sin este primer cono­ cimiento, nada conoceríamos; y en él se resuelve —como en lo más evidente— cualquier conocimiento posterior. No hay nociones más sencillas y primarias: de ahí la dificultad para explicarla, y de ahí también que nada sea más fácil de entender. Sin embargo, no es una noción simple, porque tampoco es simple la experimentada realidad que nos la causa, que es una realidad compuesta: la complejidad, la composición será una constante de toda la realidad creada, toda criatura se nos mostrará compuesta. Aquella' primera afirmación. (esto es) que explicita la verdad de la noción primera de ente, muestra ya una cierta composición que nos permitirá describir (no definir, pues aquí no hay género y especie) el \ ente como lo que es, lo que está siendo, lo que ejerce actual-, mente el ser, lo que es en acto o tiene el acto (la perfección) de ser. En esa descripción aparece, por consiguiente, una estructura primaria de sujeto y de acto: el ente es el sujeto 12 Ceteris paribus, visio est certior auclitu. Sed si Ule a quo auditur multum excedit visum videntis, sic certior est auditus quam visus (S anto T omás, S. Th., 2-2, q. 4, a. 8 ad 2). 13 Cfr. I dem, In 1 Sent., d. 8, q. 1, a. 3.

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del acto de ser, como el viviente lo es del vivir14. Y esto nos llevará a afirmar —dejando para después un conoci­ miento más hondo y preciso de esta afirmación— que el ser es el acto del ente (de lo que es) en cuanto ente 151 : es decir, 6 lo que le hace ser. Es claro que ese acto no es accidental, como podría serlo ' el acto de correr o correr en acto, que puede cesar perma­ neciendo el sujeto. El acto de ser es el fundamento de la cosa: sin él, la cosa no sería. Pero a la vez, lo mismo que el correr no corre —es el corredor el que corre— tampoco el ser del ente es el que es: el que es, es el ente, precisamente en virtud de su acto de ser 18. J Esta noción primera resulta, por consiguiente, de la pri­ mera iluminación intelectual sobre la experiencia sensible más elemental, mostrándose a la vez y necesariamente como principio de realidad y como principio de inteligibilidad, inseparablemente. Prosigue después la experiencia, y en ella el entendimiento descubre —con la variedad y la mutabilidad de los entes— lo que podríamos denominar las articulacio­ nes del ser de los entes, desde las más radicales hasta sus eflorescencias más delicadas y sutiles. El movimiento de las cosas nos dirá que, además de lo que en cada momento ya son, tienen la capacidad real de ser otro, de adquirir perfecciones o perderlas: pueden hacer, pueden actuar, pueden padecer, están dotadas de potencia para esto o para aquello. La significación primaria de poten­ cia es la activa, la del agente: poder hacer 17; que es preci­ samente el principio de la transmutación en otro en cuanto otro. A esa potencia activa del agente corresponde en el su­ jeto paciente una capacidad de sufrir o recibir la acción de aquel otro: potencia pasiva. Cuando el ente ejercita su capacidad o potencia de obrar, tenemos el acto; y es al conocer ese acto cuando conocemos 14 Ens igitur est cuius actus esse, sicut viventis vivere (I dem, De natura generis, 1). 15 Cfr. I dem, In I Sent., d. 19, q. 11, a. 2. 16 Ipsum esse non significatur sicut ipsum subiectum essendi, si­ cut nec currere significatur sicut subiectum cursus: unde, sicut non possum us dicere quod ipsum currere currat, ita non possum us dicere quod ipsum esse sit (I dem, In Boet. de Hebd., 2). 17 Cfr. I dem, In I X Metaph., 1.

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la potencia o capacidad que lo precedió. La acción es el sen­ tido más inmediato de acto, que luego iremos extendiendo a todo cuanto dice perfección y realidad. Acto y potencia se corresponden. La potencia se muestra ordenada al acto y se conoce precisamente por el acto que es su complemento per­ fectivo ls. Pero siendo el acto la realización perfectiva de su potencia, nada puede estar en acto y en potencia a la vez con respecto a lo mismo. El movimiento será precisamente el paso de la potencia al acto: será, pues, un acto' por ser real y de alguna manera perfectivo, pero acto de la potencia, o mejor dicho: acto del existente en potencia en cuanto está en potencia, en cuanto se va actuando, en cuanto pasa de la potencia al acto. Mientras la operación es el. acto de lo per­ fecto, el movimiento lo es de lo imperfecto 1 89. Enseguida advertimos también que un acto puede ser potencia de un acto más perfecto, y a esos dos actos les llamaremos respectivamente acto primero y acto segundo: mutuamente relacionados y realmente distintos si real es el paso de uno (como potencia) a otro (como su acto). Es ma­ nifiesta la prioridad metafísica del acto sobre la potencia: no se ordena el acto a la potencia, sino la potencia al acto. Ser en potencia es estar ordenado al acto; y es real la po­ tencia en la medida en que es la potencia de algo que, en otro aspecto, está en acto. Por otra parte, aunque un ente —antes de poseer una perfección actualmente— esté en po­ tencia con respecto a esa perfección, el acto tiene prioridad, ya que esa potencialidad no se actualiza por sí misma sino mediante otro ente que la tiene en acto 2o. En consecuencia, decimos que algo es, en cuanto está en acto y no en cuanto está en potencia21. Lo que está en 18 Cum potentia dicatur cid actum, oportet indicare de potentia secundum modum actus (I dem, C. G., I, 20). 19 Nihil idem est simul in actu et in potentia, respecta eiusdem ; sed om ne quod m ovetur in quantum huiusmodi, est in potentia: quia motus est actus existentis in potentia, secundum quod huiusmodi (III Phys. lect. 6). Omne autem quod m ovet est in actu, in quantum huiusmodi, quia nihil agit, nisi secundum quod est in actu. Ergo nihil est respecta eiusdem m ovens actu et m otum (I dem, C. G., I, 13). Cfr. In I De Ani­ ma, 10. 20 Cfr. I dem, C. G., II, 16. 21 E sse actum quendam nominat: non enim dicitur esse aliquid

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acto es lo que de modo propio y directo llamamos ente22. Acto y potencia nada añaden al ente: lo que es, es acto, en cuanto es, ya que acto es ser; y es potencia en cuanto puede ser (y por tanto, de algún modo, puede también no ser), pero para poder ser tiene ya que ser algo. Una potencia pura es un ente de razón; un acto puro será la realidad suprema. Acto y potencia participan de la razón de ente, pero la poten­ cia por el acto “3. La potencia recibe el acto y es perfeccionada por él; el acto es recibido por la potencia y queda por ella —por la capacidad de recibir— limitado. Así todo ente —toda limitación de ser, de acto— implicará una composición de acto y potencia. Hay un nivel de composición de acto y potencia, que es propio de los entes corpóreos o materiales, donde hay gene­ ración y corrupción, cambios profundos por los que un ente deja de ser lo que es y pasa a ser otra cosa. El sujeto de ese cambio es una potencia que participaba de un acto y pasa a participar de otro, y no de un acto cualquiera, sino del que le constituye en esta clase de ente. A este sujeto se le ha llamado materia prima, y es el sustrato común último de todos los cambios materiales; sustrato que sólo conoce­ mos por reducción y analógicamente, a partir del cambio sustancial. En esos cambios profundos de lo corpóreo, permanece el sujeto (potencia) que cambia, dejando de ser una cosa y pasando a ser otra, perdiendo una forma (acto de aquella potencia) y adquiriendo otra por la que esta materia es ahora esta cosa: antes del cambio, podía serlo; después del cambio, lo es actualmente. Así, a aquella materia primera corres- * ponde un primer acto (en el orden de lo que la cosa es u orden formal) al que llamamos forma sustancial 2“. Lo que se hace o deviene no es la materia o la forma, sino el com­ puesto de materia (como potencia) y de forma (como acto), la cosa 25. Así resulta que la materia es cosa en virtud de la ¡

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ex hoc quod est in potentia, sed ex eo quod est in actu (I dem, C. G.,

I. 22). 22 Id quod est actu, est simpliciter ens (I dem, In X I Metaph., 11). 23 Cfr. I dem, In Prol. Sent., q. 1, a. 2 ad 2.

24 Cfr. I dem, In I Physic., 13. 25

Cfr. I dem, In I II Sent., d. 8, q. 1, a. 2 ad 1.

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actuación de su potencia, en virtud del acto que le hace ser f tal cosa, en virtud de su acto formal o forma sustancial. Por lo que una cosa tanto tiene de ser cuanta es la virtud o capa, cidad de ser (virtus essendi) de su form a20. El compuesto de materia y forma es potencial respecto del ser, que es el acto perfectivo por el que esta cosa es en acto (ente) y es tal cosa. ¡ La forma sólo es acto en cuanto tiene ser 2 67; y así la materia i es dos veces potencial: en relación a la forma y, con ella, i en relación al ser 28. Tenemos experiencia directa y primaria de entes que cam­ bian a nivel menos profundo: siguen siendo el que eran (su­ jeto radical del cambio) y lo que eran (aquella cosa, aquella esencia: aquella potencia de ser, en acto), y sin embargo algo cambia en ellos, les sucede o pasa algo (aliquid accidit eis): cambian accidentalmente, ganan o pierden accidentes. Estos accidentes son algo de algo, algo de un ente: no sub­ sisten en sí mismos, sino por el ser del ente 29, por la sustan­ cia que los sostiene y a la que propiamente le conviene ser en sí y no en otro como sujeto. Ente se dice propia y prima­ riamente de la sustancia, que es lo que tiene ser y subsiste por su propio acto de ser3o. Los accidentes son, pues, del sujeto y forman con él una unidad en virtud del único acto de ser del ente. Generarse o corromperse es propio de lo que tiene ser, del ente, de la sustancia o sujeto del ser. Los accidentes, lo mismo que no son en sí (sino en la sustancia), tampoco se hacen o corrom­ pen por sí: la blancura, por ejemplo, no se hace; sino que tal cuerpo se hace blanco, de manera que sólo hay blancura cuando hay un sujeto que es blanco31: un sujeto que pudiendo ser blanco (potencia accidental) lo es en acto. La experiencia nos muestra una gran variedad de actos accidentales. Algunos son propios de la esencia del sujeto:

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26 Unumquodque est per suam formam. Unde tantwn et tamdiu habet unaquaque res de esse, quanta est virtus formae eius (I dem, In De Coelo et Mundo, I, 6). 27 Cfr. Idem, De Potentia, VII, 2 ad 9. 28 Cfr. I dem, De Spirit. Creaturis, 1; De Subst. separ., 8. 29 Cfr. Idem, De Veritate, X X V II, 1 ad 8. 30 E sse enim proprie et vere dicitur de supposito subsistente (I dem, De unione Verbi Incarn). Cfr. In X I I Metaph., 1; C. G., II, 54; etc. 31 Cfr. I dem, De Caritate, 12 ad 20.

M ETAFISICA DE LA OPCION INTELECTUAL

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son propiedades de la esencia, y la manifiestan. Otros pro­ ceden de la realización de la esencia en este individuo deter­ minado. En los dos casos se trata de accidentes naturales que emanan de los principios del sujeto; y en consecuencia, no sólo no ocultan la sustancia, sino que nos la dan a cono­ cer 32. Hay, en cambio, otros accidentes que son violentos: vienen de fuera y repugnan a la naturaleza de una cosa, que los padece; o vienen de fuera pero son convenientes a esa naturaleza y de algún modo la perfeccionan. Toda esa variedad conocida en la experiencia puede ordenarse en gru­ pos o categorías: unos siguen a la forma sustancial (cuali­ dades); otros, a la materia (cantidad y lo que de ella se deri­ va: situación en el tiempo y en el espacio); otros se refieren a la interacción de las sustancias, y otros a las relaciones existentes entre ellas 33. En esta panorámica general de los entes reales, hay otro •aspecto igualmente indeducible, y que procede también de una experiencia inmediata: la causalidad. Tenemos experien­ cia de lo que podríamos llamar causalidad exterior como la tenemos del movimiento o del cambio en toda su amplia gama; y tenemos una experiencia privilegiada de la causalidad en el ejercicio de la libertad humana. Aunque más adelante habremos de ocuparnos detenidamente de esto, podemos ya adelantar que es falsa toda contraposición entre libertad y causalidad: acto libre no se opone a acto causado; el acto libre es un acto originado todo él —en su propio orden— por el sujeto. Una vez conocidos por experiencia el efecto y la causa, sabemos inmediatamente que todo efecto tiene una causa. Y así, a cuatro modos fundamentales de efectualidad, corres­ ponden cuatro causalidades no deducidas a priori, sino in­ ductivamente conocidas a partir de las respectivas experien­ cias. Un primer dato: lo que es y no era, es hecho (efecto); pero lo hecho es hecho por lo que le hace ser (causa). La causa que hace ser al efecto es, por una parte, lo que lo constituye intrínsecamente: acto formal —y potencia corres­ pondiente o materia, en los entes corpóreos—, y acto real o 32 Cfr. I dem, In I Sent., d. 17, q. 1, a. 2 ad 2. 33 Cfr. I dem, In V Metaph., 9. OPCION INTELECTUAL— 3

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de ser (respecto del cual, como ya hemos establecido, la forma o el compuesto es potencia y recibe el nombre de esencia). Sin embargo, lo intrínsecamente constitutivo, en cuanto hecho, es también efecto, y requiere lo constituyente o causa de su causalidad o causa eficiente; pero si el hacer de la causa eficiente es, a su vez, hecho, requiere una causa de su hacer, la causa por la que hace o causa final o fin propuesto, que es la última y más radical de todas las causas y causa de toda causalidad34: esta causa tiene un modo de ser intencional (es algo intentado), y requiere una inteli­ gencia que se lo proponga35*, de manera que, siendo lo pri­ mero en la intención (y así actuante), sea lo último en la eje­ cución (y así actuado)3B.

2.

El conocimiento del ente

No es de ningún modo necesario, al llegar a este punto de la consideración metafísica de lo real, hacer un alto, in­ vertir el rumbo e iniciar, por reflexión, el estudio del pro­ ceso cognoscitivo. No es necesario, y con frecuencia no es tampoco conveniente en cuanto puede inducir a alguien a pen­ sar que todo lo conocido hasta aquí entra de pronto en cua­ rentena, quedando en suspenso su validez hasta que no sea reflejamente recuperada. No siendo necesario ni, en general, conveniente hacerlo, el precario estado de salud de una parte no pequeña de la cultura contemporánea lo hace ahora acon­ sejable: con cierta circunspección al rizar el rizo especulativo, 34 Sciendum autem est, quod licet finís sit ultimus in esse in quibusdam, in causalitate tamen est prior sem per. Unde dicitur causa causarum, quia est causa causalitatis in óm nibus causis: Est enim causa causalitatis efficientis, ut iam dictum est. Efficiens autem est causa causalitatis et materiae et formae. Nam facit per suum motum materiam esse susceptivam formae, et form am inesse materiae. Et per consequens etiam finís est causa causalitatis et materiae et form ae; et ideo potissimae demostrationes sumuntur a fine, in illis in quibus agitur aliquid propter finem, sicut in naturalibus, in moralibus et artificialibus. Concludit igitur, quod praedicta sunt causae, et quod causae secundum tot species distinguuntur (I dEiM, In V. Metaph., 3). 35 Cfr. I dem, De Potentia, III, 16. 30 Cfr. I dem, S. Th., 1-2, q. 1, a. 1 ad 1.

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no vaya a ser que alguien tome por ingenua ilusión lo que es vigorosa y considerada aprehensión de realidad 37. Así, reflejamente —y mientras llega el momento de conti­ nuar nuestro ascenso del ente al ser—, comencemos por hacer una solemne y decidida afirmación: nada permite poner en duda de modo general la realidad objetiva del dato aportado por los sentidos. Los famosos errores aducidos por Descartes son precisamente la prueba de la exactitud del dato en su contenido propio y de la validez general del juicio hecho sobre él. «El mismo hecho de sufrir una apariencia sola­ mente es posible en cuanto cabe tomar como real algo que no lo es. Tal posibilidad es el modo deficiente o negativo del poder radical de abrirse a la realidad. La privación, el fallo, se dan, por tanto, en algo que por esencia está bien orien­ tado. Son posibles tan sólo sobre la base de una esencial orientación al ser, conservada aun en medio de la mayor abe­ rración posible» 38. Por eso sabemos lo que quiere decir que algo sea realmente así, y que, en cambio, algo sólo sea así en apariencia; por eso, en determinados casos de anomalía, po­ demos atribuir la realidad a algo que es sólo apariencia; y por eso tiene algún sentido la expresión «errores de los sen­ tidos». Lo difícil no es explicar la objetividad del dato sen­ sible y la posibilidad de los errores, sino explicar cualquier cosa si se niega —por hipótesis, pues no hay otro modo de hacerlo— aquella objetividad. Los mismos primeros princi­ pios de la razón, que nos permitirán juzgar de toda realidad, proceden de aquella noticia, en perfecta armonía con la dis­ posición natural de nuestro entendimiento: es, en efecto, na­ tural que inmediatamente que sabemos lo que es el todo y lo que es la parte, sepamos que cualquier todo es mayor que 37 II faut lire les pages si comiques, et si vraies, oü Péguy m et en contraste la simplicité sans mérite du réáliste qui se contente de dire que 'les encriers de bois sont en bois’, avec l’originalité de l’idéaliste qui declare au contraire que 'les encriers de bois sont en fer'. A ce m oment, cei hom m e cree l'école des Eisenholztintenfaszisten; son nom et celui de son systém e deviendront ineffagables; quant au pauvre hom m e qui s ’est contenté de noter que les encriers de bois sont en bois, pourquoi se souviendrait-on de lui? II n'a aucun m érite; il n’a rien inventé (E. G ilson, La paix de la sagesse, en Aquincs, 1-3 (1960), página 38).

38 A. M illán Puelles, La estructura de la subjetividad (Madrid, Rialp, 1967), p. 20.

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cualquiera de sus partes. Pero lo que es el todo y lo que es la parte no lo podemos saber sino por las especies inteli­ gibles obtenidas a partir de la imagen sensible. Y así con todos los demás principios 3E>. Pero convendrá que nos detengamos un tanto aquí para explicar esa continuación entre el conocimiento intelectual y el sensitivo. El punto de partida necesario de todo conocimiento es la experiencia de algo que se nos manifiesta simplemente como siendo. Todo el proceso de intelección que seguirá está ya germinalmente bosquejado en el contenido y en la afirmación de que algo es: toda investigación que se emprenda, en el ám­ bito de la materia y en el del espíritu, arranca necesariamente de ese principio, y tiende a determinar qué es lo que ese algo es. No podemos formular juicios ni elaborar razonamientos, sino tomando de la realidad material, a través de los sentidos, el contenido de nuestro pensamiento. Aun los conceptos más elaborados de la ciencia, incluida la misma metafísica, con­ servarán siempre la impronta de ese origen primario de tóda nuestra actividad conceptual, como la etimología pone fre­ cuentemente de relieve. «En los primeros pasos que el intelecto da de la potencia al acto no puede haber ningún motivo determinante fuera de los sentidos; sólo la unión real de los términos, observada y conocida por la experiencia, puede mover el intelecto a las uniones conceptuales de los primeros juicios. Verdaderamen­ te, si no hubiese algún conocimiento experimental de la cone­ xión entre los términos de los primeros principios para deter­ minar al intelecto a la unión o a la separación de sus conte­ nidos, no se sabría por qué el intelecto, partiendo de ciertos términos, debería formar una determinada composición o separación de tales términos, en lugar de otra cualquiera. Más aún: no es nunca posible ninguna unión entre los extremos sino mediante algún intermediario, y sólo la cognitio experi-3 9 39 Ex ipsa enim natura animae intelíectualis, convenit homini qitod statim, cognito quid est totum et quid est pars, cognoscat quod omne totum est maius sua parte: et simile est in caeteris. Sed quid sit totum et quid sit pars, cognoscere non potest nisi per species intelligibiles a phantasmatibus acceptas. Et propter hoc Philosophus in fine Posteriorum (II, c. ult.) ostendit quod. cognitio principiorum provenit nobis ex sensu (S anto T omás, S. Th., 1-2, q. 51, a. 1).

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mentalis complexionis terminorum, el conocimiento experi­ mental de la complexión de los términos, puede hacer de intermediario psicológico entre los extremos, que son: la uni­ dad y la conexión real que tienen las cosas fuera del alma, y la unión conceptual operada por el intelecto en los primeros juicios» 40. Y es así como nuestros juicios se tienen a la vez por lógicamente coherentes (en virtud de sus contenidos per­ cibidos: lo que es el todo y lo que es la parte) y por reales (el todo es en la realidad mayor que la parte): cualquier todo será siempre mayor que cualquiera de sus partes. Nuestro conocimiento es verdadero en la medida en que conoce verdaderamente las cosas que verdaderamente son; y en consecuencia depende de nuestro modo de conocer la ac­ tualidad de las cosas, que es un modo experimental. La po­ tencia cognoscitiva está siempre proporcionada a lo cognos­ cible. Y el objeto propio del conocimiento humano —el hom-; bre está compuesto de alma y cuerpo— es la quidditas (quod quid est: lo que es) o naturaleza existente en la materia, de la que argüitivamente podemos luego elevarnos hasta el cono­ cimiento de naturalezas no corpóreas. «Pero lo propio de esa naturaleza material es que. exista en algún individuo, que no existe sin materia corporal: como lo propio de la naturaleza de la piedra es que esté en esta piedra, y de la naturaleza del caballo que esté en este caballo, etc. Por lo que la natu­ raleza de la piedra o de cualquier otra cosa material no puede ser conocida completa y verdaderamente si no se conoce como existiendo en particular. Pero lo particular lo aprehendemos por el sentido y la imaginación; y, por consiguiente, es nece­ sario, para que el intelecto entienda en acto su objeto propio, que se vuelva a la imagen, para ver la naturaleza universal existiendo particularmente»41. Y hay que tener en cuenta aquí que la imagen no es considerada en su ser físico ni psi­ cológico, sino en su ser intencional, en su contenido: la natu­ raleza del caballo no queda referida a mi imagen del caballo, sino al caballo percibido, a este caballo percibido, del que sé que es un caballo. 40 C. Fabro, Percezione pp. 288-289.

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41 Santo T omás, In III De Anima, 8.

(Brescia, Morcelliana,

1962),

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En consecuencia, la verdad de nuestro conocimiento im­ plica la posibilidad del conocimiento intelectual de lo sin­ gular: es decir, la continuación del conocimiento intelectual con el sensitivo. La mente llega a lo singular en cuanto se continúa en los sentidos, que versan sobre lo particular. Y esta continuación tiene lugar de dos modos. Primero, por el movimiento que va de la parte sensitiva hasta la mente (motas a rebus acl animam); y así la mente conoce lo singular por una cierta reflexión, en cuanto conociendo su objeto, que es una naturaleza universal, viene a conocer su propio acto de conocimiento, y así conoce la especie o forma que es el prin­ cipio de ese acto, y finalmente la imagen de la que la especie o forma ha sido abstraída, con lo que llega a tener un cierto conocimiento de lo singular. El segundo modo corresponde al movimiento que va del alma a la cosa, que empieza en la mente y llega a la parte sensitiva, en cuanto la mente gobierna a los sentidos; y de esta manera llega a lo singular mediante la razón particular, que es una potencia individual llamada también cogitativa ‘ 2. Algunos intérpretes de Santo Tomás han sostenido que el intelecto no tiene ningún conocimiento inmediato de lo sin­ gular, sino sólo de lo universal en cuanto tal, y así la realidad de los universales (de nuestros conceptos e ideas) debería ser fundamentada mediante una argumentación para tener valor intelectual. Sin embargo, «lo que los textos tomistas niegan al intelecto es sólo la aprehensión directa, y afirman categóri­ camente una aprehensión indirecta etiam per intellectum (In IV Sent. d. 50, q. 1, a. 3): evidentemente 'aprehensión indi­ recta’ no es equivalente de Jargüitiva’. Y un conocimiento in­ directo puede ser, psicológicamente, un conocimiento inme­ diato (...). Santo Tomás, cuando trata de este conocimien­ to, habla siempre de 'reflexión' sobre las imágenes, de 'con­ versión' a la fantasía y a la imaginación, de 'ayuda' que las facultades sensitivas, y especialmente la cogitativa, pres­ tan al intelecto en este asunto; nunca dice que sea sólo la sensibilidad lo que aprehende lo singular, ni afirma que se trate de un conocimiento 'argüitivo', y menos aún que nos-4 2 42 Cfr. I dem, De Veritate, X, 5.

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otros conozcamos los singulares como conocemos el ser di­ vino» 43. Las repetidas sensaciones reciben una primera estructura­ ción sensible en la percepción del sentido común, que integra y estructura los datos aportados por los sentidos externos. Esta percepción integrativa y estructuradora se enriquece con la actuación de un nuevo sentido interno, que tiene por ob­ jeto estimar lo percibido: la percepción del lobo (que ya no es la visión de la figura oscura y la audición del aullido, sino bastante más, más incluso que la suma de los datos) en­ tra en una nueva estructura, y el lobo queda percibido como dañino. Esta estimación, que es la que hace huir a la oveja, es puramente sensitiva en los animales, pero es participadamente racional en los hombres, como he dicho antes, en virtud de la unidad del alma que, teniendo potencias di­ versas, es ella misma una. De esas estructuras preparadas en la sensibilidad interna —enriquecidas por la repetición de la experiencia, por el experimento y su memoria’ bien estima­ dos— se originan las primeras estructuras y los esquemas intelectuales: las ideas universales y los primeros princi­ pios 44. Ese experimento o acto de aprehender comparativa­ mente las percepciones singulares recibidas en la memoria, es lo propio de la cogitativa o razón particular454 . 6 Así lo que nuestro conocimiento tiene de intuitivo es jus­ tamente lo que tiene de dependencia actual de los sentidos 4B. «Esa intuición se funda en lo que Santo Tomás llama conti­ nuación del intelecto con el fantasma o imagen (De Ver. X, 5); y siendo el fantasma la actuación del esquema perceptivo, realizada por la cogitativa bajo la dirección de la inteligencia, se comprende cómo el intelecto pueda tener un contacto inme­ diato, aunque indirecto, con la sustancia primera» 47, que es la naturaleza individualmente existente, la realidad individual y subsistente en sí misma. Se trata, pues, de una aprehensión 43 C. Fabro, Percezione..., p. 327.

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44 Cfr. Ibídem , p. 285. 45 Cfr. S anto T omás, In I Metaph., 1.

46 Cfr. Juan

de

Santo T omás, Philosophia naturalis, I, q. 1, a. 3,

II, 32 b.

47 C. Fabro, Percezione..., p. 343.

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indirecta pero inmediata: statim sine dubitatione et discursu 48, inmediatamente, sin duda y sin razonamiento. «La reflexión de que ordinariamente se habla en los textos tomistas al tratar del conocimiento intelectivo de lo singular, no debe considerarse una reflexión de naturaleza especial, sino que es la que acompaña ordinariamente (in actu exercito) a todo acto de entender y que se tiene, por tanto, en cualquier abstracción del universal metafísico. Es éste el conocimiento de lo singular que el intelecto se forma la primera vez en el movimiento que va a rebus ad animam, y que debe distin­ guirse, como nota expresamente el mismo Santo Tomás, del que el intelecto puede tener en el movimiento propiamente reflexivo (in actu signato) que va ab anima ad res»40. Por tanto, se trata de la reflexión que se da en todo acto normal de conocimiento, de forma concomitante, y que no requiere de ningún modo una mediación conceptual, un «puente» argu­ mentativo, como el que inútilmente se han empeñado en en­ contrar los partidarios de un realismo crítico o mediato. El error de planteamiento comienza, a mi juicio, cuando arbitrariamente —haciendo violencia a los verdaderos datos del conocimiento— se establece una incomunicación o solu­ ción de continuidad entre entendimiento y conocimiento sen­ sitivo, que lleva a aplicar la abstracción negativa al ámbito de la metafísica, donde, en cambio, debe aplicarse la abstrac­ ción positiva o metafísica, que separa la naturaleza de sus condiciones de existencia, no omitiendo y abandonando pura y simplemente los individuos o las diferencias individuales, sino conociendo lo que deja y lo que asume y, consiguienteI mente, conociendo la distinción entre una y otra cosa 5o. Ni la idea universal que nosotros formamos, ni la imagen o fantasma, son intrínsecamente adecuados respecto del cono­ cimiento objetivo y válido; pero por la conversión del inte­ lecto sobre la imagen individual, desaparece aquella inade­ cuación, dentro de los límites en que puede desaparecer para una inteligencia finita y, además, obligada a desarrollarse entre las barreras del espacio y del tiempo51. El error sería 4? Santo T omás, In IV Sent., d. 49, q. 2, a. 2. 49 C. Fabro, Percezione..., p. 338. 50 Cfr. Juan de Santo T omás, Lógica, II, q. 4, a. 2, I, 347 b. 51 Cfr. C. Fabro, Percezione..., p. 341.

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pretender una adecuación no condicionada por los límites de nuestra naturaleza: pretender un conocimiento divino o, al menos, angélico. No hay verdad lógica hasta que el entendimiento no per- ! cibe la adecuación de su acto cognoscitivo con el objeto; pero esa percepción no se realiza mediante un nuevo acto, sino; en virtud de la reflexión in actu exercito. Esa reflexión se fun­ damenta a su vez en otro concepto metafísico: la relación. La imagen o fantasma es pércibida como término a quo (de ori­ gen) de la relación —fundada en la causalidad— entre la mis­ ma imagen y las especies o formas inteligibles, que dependen del influjo actual del fantasma. Por eso el entendimiento lo conoce experimentando y no argumentando. Y así el univer­ sal es conocido directamente, y el singular indirectamente pero de modo inmediato como término de origen de la abs­ tracción de la esencia universal. La relación de la imagen a nuestro intelecto es análoga a la que tienen los sensibles al sentido, como el color a la vista. Y así como la imagen que está en el sentido se abstrae de la cosa misma, y por ella el conocimiento sensitivo se continúa hasta la misma cosa sensible; análogamente nuestro intelecto abstrae la especie o forma de la imagen o fantasma, y por ella el intelecto se continúa hasta la imagen. Pero hay que advertir que la semejanza que está en el sentido se abstrae de la cosa como objeto conocido, «y, por consiguiente, la cosa misma es directamente conocida por esa semejanza; sin em­ bargo, la semejanza que está en el intelecto no se abstrae del fantasma o imagen como de un objeto cognoscible, sino como un medio de conocimiento; a la manera como nuestro sentido!! recibe la semejanza de la cosa que está en el espejo, cuando se dirige a ella no como a una cosa, sino como a una semejan­ za de la cosa. De donde nuestro intelecto no es llevado direc- j tamente, a partir de la especie o forma que recibe, a conocer el fantasma, sino a conocer la cosa de la que es fantasma o imagen; sin embargo, por una cierta reflexión, vuelve tam­ bién sobre el conocimiento del fantasma mismo, mientras considera la naturaleza de su acto, y la especie por la que intuye, y la imagen o fantasma de la que abstrae la especie o forma: de la misma manera que por la semejanza que hay en la vista, recibida del espejo, directamente es llevada la

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vista al conocimiento de la cosa que allí se espeja; pero por cierta reversión es llevada por la cosa misma a la semejanza que se encuentra en el espejo. Por tanto, en cuanto nuestro intelecto, por la semejanza que recibe del fantasma, reflexiona sobre el fantasma mismo del que abstrae la especie o forma, fantasma que es una semejanza particular; en esa medida tiene un cierto conocimiento de lo singular, según esa cierta conti­ nuación entre el intelecto y la imaginación» 52. Lo verdadero está «en lo que el intelecto dice, y no en la operación con que lo dice» 53. Y el intelecto conoce su propia verdad en cuanto, por la reflexión concomitante que acom­ paña necesariamente a su acto normal, «conoce que la cosa le es manifiesta» 54. Para eso, como he dicho antes, no nece­ sita la reflexión perfecta (in actu signato), ya que «no es necesario que todo lo que el entendimiento tiene al entender, lo entienda al entender, porque no siempre reflexiona sobre sí mismo» 555 . 6 Sin embargo, para que el intelecto conozca su verdad (la verdad de su conocimiento), una cierta reflexión es indispen­ sable; a diferencia de la verdad en el sentido, que no es ella misma sentida. La verdad en el intelecto es como consiguiente al acto del intelecto, y como conocida por el intelecto: «Con­ sigue a la operación del intelecto, en cuanto el juicio del intelecto es de la cosa según lo que la cosa es; pero es cono­ cida por el intelecto en cuanto que el intelecto reflexiona sobre su acto, no sólo en cuanto conoce su acto, sino en cuanto conoce la proporción de su acto a la cosa: que no puede conocerse sino conocida la naturaleza de ese acto; que se conoce al conocer la naturaleza de principio activo que tiene el mismo intelecto, cuya naturaleza consiste en confor­ marse a las cosas» 50. No se trata de «ir más allá de la idea» en el sentido de salir del conocimiento, lo que es, desde luego, absurdo; ya que no es la idea el término primario y exclusivo del cono­ cimiento, a lo que el conocimiento se refiere. Se trata, por el 52 53 54 55

S anto T omás, De V en íate, II, 6. I dem, C. G., I, 59. I dem, S. Th., I, q. 111, a. 1 ad 3. I dem, De Vertíate, I, 5 ad 5. 56 Ibídem, I, 9.

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contrario, de ese referirse de la idea a la realidad: de manera que el «ir más allá de la idea» es justamente la naturaleza misma de la idea (como la naturaleza del intelecto es que se adecúe a las cosas), idea por la que el conocimiento se hace actual: el conocimiento se conoce a sí mismo (y su ver­ dad) en cuanto se conoce como tal conocimiento. Y para eso es indispensable que conozca la dependencia práctica que el sujeto experimenta, en el acto de la percepción,,de la realidad exterior que conoce: persuasión de existencia que es de or­ den fáctico (porque fáctico es el ser actual de las cosas que conoce), pero que contiene la máxima certeza, fundada en el conocimiento exacto de la naturaleza misma del acto de cono­ cer; y de donde podemos después pasar al conocimiento de las cosas que no son sensitivamente percibidas, pero que lo sensitivamente percibido de algún modo postula y exige57. Se comprende así que la realidad no sea un simple dato sensible, irreductible a la inteligibilidad. «Aun encontrada1en lo sensorialmente percibido., la realidad de lo sensible no es, como realidad, algo sensible, sino lo primero inteligible y, de este modo, la condición de la posibilidad de toda determina­ ción intelectiva»58. Lo mismo que es percibido como color por la vista, es simultáneamente percibido como ente por la inteligencia, y entendido así, y solamente así, como capaz de ser percibido de alguna manera, y como percibido de hecho: eso puede ser visto y es efectivamente visto, porque es algo real. Los sentidos son el camino obligatorio para llegar a ese conocimiento, que es el conocimiento propio de un alma en­ carnada —más aún: forma del cuerpo— , de un ente corpóreo; y, en cuanto tales, son, a la vez que un medio positivo, a la vez que el medio natural de conocimiento, el testimonio con­ tinuo de una limitación esencial que es preciso aceptar. Es ese carácter inteligible de la realidad lo que permite a Santo Tomás definir lo verdadero como id quod est, aquello que es, y también como «lo manifestativo y declarativo del ser» 59, siendo, en cambio, la verdad (la formalidad que hace verdadero mi conocimiento) «la adecuación del intelecto y la 57 Cfr. C. Fabro, Percezione..., p. 416. 58 A. M illán Puebles, La estructura..., pp. 163-164. 59 Santo T omás, De Veritate, I, 1.

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cosa» 6o: y es a esa adecuación o conformidad a lo que sigue el conocimiento de la cosa: de este modo, «la entidad de la cosa precede a la razón de verdad, mientras que el conoci­ miento es un cierto efecto de la verdad»61, y no es la verdad un efecto del conocimiento. Santo Tomás resuelve la noción de ente en la del acto de ser62. Y como «la verdad se funda en el ente»63, se funda en último término en la noción positiva de acto de ser: «la ver­ dad se funda en el ser de la cosa más que en la misma qui­ didad» 64 o esencia. El conocimiento verdadero de algo, es el conocimiento de lo que ese algo realmente es. Mientras el conocimiento sensitivo se ocupa de las cuali­ dades sensibles exteriores, el conocimiento intelectual penetra hasta la esencia que esos accidentes manifiestan. Los acciden­ tes manifiestan, más bien que encubren, la esencia, y por eso los sentidos nos permiten el intus legere, el apresar la inseidad, la intimidad ontológica de las cosas sensibles. El objeto del intelecto es lo que es la cosa, lo que la constituye, aquello en que consiste: la esenciaG5, entendida precisamente como aquello que es, y entendida, por tanto, en función del ser que es su acto. Empieza el conocimiento del ente por algo exterior pero que es del ente, en el ente y por el ente. Por esas cualidades sensibles que nos lo presentan, el entendimiento penetra, con esfuerzo y en cierto grado, hasta el núcleo ontológico inteli­ gible: movido por el afán de saber qué es aquello que induda­ blemente es. A partir de ese dato procede el hombre normal, el hombre mentalmente sano, en todas sus consideraciones. A ningún hombre sensato le importa nada que sus razona­ mientos sean técnicamente impecables, formalmente de una lógica rigurosa, si se separan de la realidad, si han perdido el contacto con lo que realmente es. Los psiquiatras han lla­ mado a esto la función de lo real; y es esto justamente lo que*8 3 2 1 60 81 82 83

Ibíd. Ibíd. Ens sumitur ab actu essendi (S anto T omás, De Veritate, I, 1). Ibídem, X, 12 ad 3. 64 I dem, In I Sent., d. 19, q. 5, a. 1. 05 Cfr. Idem, S. Th., 2-2, q. 8, a. 1.

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falta al esquizofrénico, que puede sin embargo razonar co­ rrectamente desde un punto de vista puramente formal00. Y es también así como procede la llamada ciencia _p.ositiva. Los científicos parten de lo dado, de lo real: y ahí dirigen sus observaciones y su estudio; y si elaboran hipótesis no las tienen por ciertas hasta tanto, que no las verifican, hasta que de algún modo no comprueban que es eso lo que realmente ocurre67. Todas las ciencias tienen valor ontológico y noumenal, tienen como objeto el ente inteligible, el ser real, aun­ que en grados y según formalidades diversas. Para cualquier ciencia, sus proposiciones son verdaderas porque las cosas son así, y no al contrario C8. La ciencia tiende a la verdad, y la verdad se funda en el ser de las cosas, más bien que en su*0 7 00 Raisonner correctement, ce n'est pas seulement teñir un discours cohérent, mais teñir un discours qui soit en rapport avec le réel. La rationalité ne se définit pas seulement d'une maniere form elle et purement a priori. Elle ne se définit que dans sa relation avec Vexpérience, dans ce que les psychiatres du .debut du siécle, Janet, Minkowski, et d'autres, appelaient la fonction du réel. Bergson avai.t longuement médité sur cette notion. La rationalité se définit par la fonction du réel. Le schizophréne peut bien raisonner correctement du point de vue de la logique puré. On a remarqué qu’il raisonnait trop. Ce qui manque á son discours ou á son raisonnement pour étre rationnel, c'est la fonction du réel. N om bre de philosophies, dans l’histoire sem blent indiquer qu'elles ont perdu la fonction du réel. Ainsi la multiplicité des systérnes philosophiques ne nous étonne pas plus que la multiplicité des univers qui ne communiquent plus entre eux chez les malades qui ont perdu cette fonction du réel, qui seule constitue en fait la rationalité (C. T resmontant, Com m ent se pose aujourd’hui le problém e de l’existence de Dieu? [París, Editions du Seuil, 1966], p. 68). 07 Les Sciences positives,

done, partent d’un donné, le monde. Elles ne commencent pas par mettre en doute l'existence du monde et ne déclarent pas que le monde n'est que ma représentation. Elles ne com m encent pas par nier la réalité du devenir et du múltiple, comme l’ont fait tant de philosophies, et d'abord les philosophies de l'Inde. Elles ne com m encent pas par affirmer que la multiplicité des étres n'est qu'une apparence, et le devenir historique une illusion. Elles ne déprécient pas le réel, elles ne le dévaluent pas. Elles ne décident pas que la matiére est mauvaise, et la réalité sensible trómpense. Non, elles partent du réel com m e d’un donné, et ce point de départ est riche d'un contenu philosophique, métaphysique, implicite (Ibídem ,

p. 45). 68 Ex hoc enim verum est, quod intellectu diiudicatur, quia res ita se habet, et non e converso (S anto T omás, C. G., I, 61).

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esencia 69. Nuestra ciencia se refiere realmente a las cosas 70. Las dificultades que en este sentido suelen venirnos pro­ puestas —aparte de las que derivan claramente de lo que Maritain llama ideosofías 71— parecen provenir de la media­ ción de la teoría y de los instrumentos de medida y observa­ ción. Nuestras sensaciones inmediatas no agotan la realidad física sensible: muchas propiedades no son dadas inmediata­ mente a los sentidos, e incluso en las propiedades sensibles no se advierte directamente toda la gama a que ellas mismas se extienden. Por eso se hace necesario recurrir a instrumen­ tos que nos hagan sensibles fenómenos y propiedades que no percibimos directamente con los sentidos, y que traduzcan estos fenómenos en otros directamente perceptibles por nos­ otros; o también que permitan una medición más precisa, obrando una especie de abstracción controlada de otros ele­ mentos simultáneamente sensibles. Sin embargo, esto no debe inducirnos a pensar en una presunta falta de realismo de esas experiencias: el recurso a los sentidos sigue siendo igualmente imprescindible; y lo que se hace aquí más bien es dotarlos —mediante el instrumento— de una mayor capacidad sen­ sitiva. El conocimiento sensitivo no se detiene en la sensación, sino en la cosa sentida mediante la sensación, con mediación no directamente advertida. Y tampoco el conocimiento racio­ nal se detiene en el concepto, ni en el fantasma o imagen de donde lo abstrae, sino en la cosa, de la que el fantasma es imagen y de la que la idea es concepto 72. El problema —lo que en la observación científica podría confundir al epistemólogo— es que, contrariamente a lo que ocurre con las sen-

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üo Veritas fundatur in esse rei magis quam in quidditate, sicut et nom en entis ab esse imponitur (I dem, In I Sent., d. 19, q. 5, a. 1). 70 Scientia nostra refertur ad res realiter (I dem, De Potentia, VII,

10 ad 5). 71 IJne lignée d'origine idéaliste, qui de mutation en mutation re­ cuse de plus en plus radicalement le réel extramental et le fondem ent absolument premier du savoir philosophique, ne saurait étre appelée une lignée philosophique. Qui a souci de la correction dans le langage doit la teñir pour une lignée idéosophique (J. M aritain, Le paysan de la Garonne [París, Desclée de Brouwer, 1966], pp. 152-153). 72 Lntellectus noster non directe ex specie quam suscipit, fertur ad cognoscendum phantasma, sed ad cognoscendum rem cuius est phantasma (S anto T omás, De Veritate, II, 6).

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saciones inmediatas y su conceptualización, en el caso de lo que podemos llamar la «sensación mediata», tanto la sensa­ ción como la intelección parecen detenerse como en «lo conocido» en el dato arrojado por el instrumento en cuanto tal dato: es como si tuviéramos no ya la reflexión in actu exercito propia de todo conocimiento intelectual, sino una reflexión in actu signato: como si hubiésemos aislado el «fenómeno» de su «noúmeno». Pero hay que advertir que ese mismo fenó­ meno advertido es un cierto noúmeno, es algo de algo: es una realidad percibida y no una percepción pura. Y como signo de otra cosa (signo aquí él mismo advertido) es a su vez necesariamente relacionado a su causa, ya que es sólo como tal como puede interesar a la investigación científica. La arbitrariedad, nunca total, del procedimiento de medi­ da elegido no afecta al valor realista de la medida efectuada: que da una información bien determinada sobre el mundo real y externo, y conserva un nexo real y no puramente his­ tórico o nominal con la realidad que es objeto de la sensación. Las teorías científicas püeden tener, y tienen realmente cuando son verificadas, un valor realista, aunque pueda ser mediato y representativo; y, por tanto, los resultados de una interpretación de los datos a su luz, participan de su mismo grado de realismo: en realidad es un llevar al externo —con­ virtiendo de algún modo, pero no absolutamente, el médium quo en un médium quod— el proceso interno del conocimien­ to, la continuación entre intelecto y sentidos que se realiza a través de la estimativa racional o cogitativa o razón par­ ticular. La teoría, incluso como síntesis lógica de leyes, enuncia de modo abstracto y lógicamente concatenado la naturaleza y la estructura misma de la realidad física, es un medio de conocimiento objetivo y ontológico, tanto más adecuado cuanto más vasta es la síntesis que abarca y más numerosas las consecuencias experimentales verificadas. Por otra parte, si la síntesis lógica de las. leyes es uno de los fines de la teoría, no es, sin embargo, el único fin. La teoría tiende necesaria­ mente también a la explicación ontológica de los fenómenos y de las leyes, buscando sus causas no advertidas mediante la experiencia directa. Que algunas teorías hayan tenido o ten­ gan sólo una función pragmática no quiere decir que todas

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sean de esa naturaleza, aun cuando el científico puede hacer abstracción de la valoración técnica (nunca podrá dejar de hacer la espontánea o natural) de lo ontológico de su conoci­ miento científico. A mi juicio, no se puede decir que el científico se contenta con afirmar que los fenómenos observados se desarrollan como si la realidad fuese la descrita por la teoría. Eso podrá ser necesario cuando la teoría es aún una hipótesis; pero la hipótesis tiende a transformarse en certeza de conocimiento, y puede efectivamente hacerlo en casos determinados. La doc­ trina del como si, cuando no está fundada en una filosofía idealista, puede ser más bien señal de una cierta prudencia del científico, que no se siente competente para interpretar su propia ciencia a la luz de otras que no conoce bien. La creciente complejidad de las ciencias ha hecho necesario el hecho de la especialización, y esto ha tenido también sus des­ ventajas: sobre todo cuando no se rea]iza socialmente lo que antes se operaba individualmente en el sabio, cuando no hay contacto entre el científico y el filósofo, cuando el filósofo se mantiene ausente de la marcha de las ciencias positivas, o cuando se injiere indebidamente: y esto último ha sucedido, tanto o más que a los escolásticos, a los filósofos de la inma­ nencia. Si los sentidos son, pues, el camino para nuestro conoci­ miento intelectual, constituyen también de alguna manera un límite: como ocurre, en general, con el cuerpo respecto del alma. Ese límite para el conocimiento de visión intelectual, de evidencia, es también un camino abierto al deseo, a 'la orientación de nuestra facultad cognoscitiva intelectual, una insatisfacción susceptible de convertirse en tentación: deter­ minarse un objeto que pueda ser plenamente poseído, hacer de la claridad la condición de la realidad: es como si nos creáramos a nosotros mismos, estableciendo el fin y hacién­ donos proporcionados a él. Hay una oscuridad natural que es esencial a nuestra con­ dición humana 73. También en un plano puramente natural, 73 In staíu primae conditionis hominis vel angelí non erat obscuritas culpae vel poenae. Inerat tamen intellectui hominis et angelí quaedam obscuritas naturalis, secundum quod omnis creatura tenebra

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el ser nos deslumbra inicialmente, produciendo oscuridad, cegando, obligando al intelecto a dar un cierto crédito a la noticia recibida, crédito que se da por una moción afectiva, por un afecto al bien que el ser percibido contiene: por una cierta rectitud, por una inicial aceptación de nuestra indi­ gencia, de nuestros límites, de nuestro ser humano abierto a una riqueza de la que carece y que ha de recibir. Crédito que se da por un amor che ne la m.ente mi ragiona (Dante). El conocimiento espontáneo, igual que el científico en general y que el metafísico en particular, no tiene por objeto un ente ideal, sin consistencia real, sin intrínseca capacidad de sus­ citar amor. Su objeto es lo que tiene un acto de ser, lo que es 74. Lo que se encuentra en el principio mismo*de nuestro co­ nocimiento intelectual, antes aun que los primeros principios, a los que presta inteligibilidad, es la noción de ente. En la medida en que sabemos qué significa ser (inicialmente lo sabemos de un modo experimental), sabemos qué significa que una cosa sea tal cosa. El ente es el objeto de nuestro en­ tendimiento, lo que nuestro entendimiento desea aprehender, y en su conocimiento se funda la misma noticia de los prime­ ros principios y de toda consiguiente distinción e inferencia 75. Y si naturalmente alcanzamos de un modo inmediato, sin ra­ zonamiento, esos primeros principios, sin los que nada podría­ mos juzgar, naturalmente alcanzamos de un modo también inmediato y previo el ente mismo (y con él, concomitantemente, el ser) que les presta inteligibilidad, y lo alcanzamos en un grado a la vez imperfecto y suficiente. Cuando queremos sa­ ber la verdad de algo, queremos saber si algo es así, y no sim­ plemente si podría ser así, porque esto último es una forma est com parata im m ensitati divini luminis (I dem, S. Th., 2-2, q. 5, a. 1 ad 2). 74 In Metaphysics, the Science of being qua being m ust be understood as the Science of that-which-has-an-act-of-being (E. Gilson, Elem ents of..., p. 233). 75 N aturaliter igitur intellectus noster cognoscit ens et ea quae sunt per se entis in quantum huiusmodi: in qua cognitione fundatur primorum principiorum notitia, ut non esse simul affirm are et negare, et alia huiusmodi (S anto T omás, C. G., II, 83). OPCION INTELECTUAL.— 4

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deficiente de conocimiento. Es el ente el que recibe su deno­ minación del ser; y no el ser del ente 76. Sin embargo, debemos «distinguir el esse como acto, no sólo de la esencia, que es su potencia, sino también de la existencia, que es el hecho de ser y, por tanto, un resultado y no un principio metafísico» 77. Esta doctrina del actus essendi es la clave del arco del originalísimo pensamiento de Santo Tomás, y «quien entrevé esto va logrando atrapar la propia materia prima de que está hecho nuestro universo, y hasta comienza a percibir oscuramente la causa suprema de tal mundo» 78. Es precisamente ese ser aprehendido en el ente, ese ser actual conocido lo que nos permite conocernos a nosotros mismos, saber que nosotros también somos 79. De no ser real el ente aprehendido, no tendría tampoco por qué serlo la acción y el sujeto que lo aprehenden, y que en tanto son ac­ ción y sujeto de esa aprehensión pueden de algún modo aprehenderse a sí mismos. Sin embargo, es justamente aquí donde todo parece cu­ brirse de repente de un halo de misterio y empezamos a pre­ sentir lo inefable. Estamos ante las cosas, que conocemos como tales o como cuales cosas precisamente porque son. «Podemos examinarlas todas, una tras otra, y preguntarnos por qué es o existe cada una; jamás contestará a nuestra pregunta la esencia de ninguna de ellas. Puesto que ser no figura como naturaleza de ninguna de ellas, el conocimiento científico más completo de lo que sea, ¿no sugerirá al menos el comienzo de una respuesta a la pregunta por qué son?» 8o. Aquí hace irrupción el problema metafísico por excelen­ cia, porque si, como dice Chesterton, lo más increíble de los milagros es que acaezcan, lo más asombroso de las cosas, de eso real que nos es dado inmediatamente como siendo, no es 70 Cfr. ídem, In IV Metaph., 2; De Veritate, X I, 1. 77 C. Fabro, Elementi per una dottrina tomistica, en «Divinitas», X I (1967), II, p. 578. 78 E. Gilson, God and Philosophy (Clinton, Mass., Yale University Press, 1941), pp. 69-70. 79 lntellectus autem per prius apprehendit ipsum ens; et secun­ dario apprehendit se intelligere ens; et tertio apprehendit se appetere ens (S anto T omás, S. Th., 1, q. 16, a. 4 ad 2). 80 E. Gilson, God and..., p. 71.*

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que sean tal o cual cosa, sino que sean. Esas cosas que nacen y mueren, que empiezan y terminan, que son sólo eso y no lo demás, que actúan de este modo y no de otro, que aparecen subordinadas en su causalidad y dirigidas por una finalidad que las trasciende, esas cosas que son buenas o verdaderas o bellas sólo hasta cierto punto..., todas esas cosas son. La exis­ tencia del universo no se explica por sí misma. Que existe es evidente, mas ¿por qué? Esa existencia no es más que un resultado, pero un resultado ¿de qué? «Decir que esa existen­ cia se justifica por sí misma, y que no hay por qué asom­ brarse, es pensar que la existencia del universo es ontológicamente suficiente: que el universo existe por sí mismo» 81. Y esto ya no nos es dado en la experiencia. La experiencia nos da la existencia del universo, y nos la da como el hecho de ser: nos dice sin lugar a dudas que las cosas son. Pero luego, al comprobar que no son absolutamente en ningún, sentido, que lo que son no hace que sean y que, por tanto, son y no son, nos vemos inducidos a buscar fuera de ellas la razón por la que efectivamente son y, en consecuencia, por la que son lo que son y así, finalmente, existen. El problema no es el que formula Heidegger: «¿Por qué es el ente y no más bien la nada?»82. La ausencia total de ser. la nada, es aún más inexplicable. No hablemos nosotros del ser en general ni mucho menos del Ser absoluto, sino del ser de unas cosas que no tienen en sí mismas la causa úl­ tima por la que existen y que, sin embargo, son: éste es el problema. El problema de los muchos y del Uno, del ser por esencia y del ser por participación —que no es el ser, sino que lo tiene, que lo participa— : el problema del Ser y del ser de los entes, el problema de la causalidad metafísica y de la presencia del Ser en el ser del ente, y de la emergencia del ente por el acto de ser causado por el Ser que es Acto puro de Ser. «Aunque la Causa Primera, que es Dios, no entre en la esencia de los cosas creadas, el ser, que está en las cosas crea­ das, no puede entenderse sino como deducido del ser divino; 81 C. T resmontant, Com m ent se pose..., p. 55. 82 Warum ist überhaupt Seiendes und nicht vielm ehr Nichts? (M. H eidegger, Einführung in die M etaphysik [Tubinga, Max Niemeyer Verlag, 1953], p. 1).

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como tampoco el efecto propio puede entenderse sino como deducido de su propia causa» 83. El ser de las cosas, que actúa su esencia, postula necesariamente un Ser que sea en sí y por sí, que no haya empezado a ser, que sea absolutamente todo, que sea el Ser y la Verdad y el Bien y la Belleza y la Unidad, que sea la Identidad perfecta sin composición ni relación a nada que no sea sí mismo, que sea el Ser: el Ipsum Esse Subsistens; de cuyo ser participan los entes, de los que se dice que son, sólq por analogía: es decir, queremos significar algo que en parte es igual y en parte distinto. «Es precisamente mediante esta analogía estática de pro­ porcionalidad como los entes obtienen, en su orden, la propia consistencia de ser, en cuanto que todo ente consta de la pro­ pia esencia, que es actuada por el propio acto de ser partici­ pado: a diferencia de las metafísicas de inspiración dionisioaviceniana, para las cuales Dios mismo es el esse de los exis­ tentes. Para Santo Tomás, por el contrario, de acuerdo en esto con la existencia de Heidegger, la diferencia entre el Ser y el ente se funda en el ser, como acto intensivo emergente, que es un participado diverso para cada ente» 84. Ese Ser que buscamos no es ciertamente el ser común de las cosas, puesto que ese ser común no es algo fuera de las cosas mismas más que en el entendimiento que lo abstrae. Y si Dios fuese el ser común, sólo sería algo en el entendimiento, y lo que buscamos —por imposición ontológica de los entes que no son por sí y sin embargo son— es precisamente algo real, y de tal manera real que sea el principio mismo y la causa íncausada de toda realidad 85.

3.

El Ser

Ya una primera .mirada a la realidad que nos contiene y nos envuelve por todas partes, en nosotros y fuera de nos­ otros, nos advierte que cada cosa es__de alguna manera un todo y de alguna manera sólo una parte; y de este modo, si 83 Santo T omás, De Potentia, III, 5 ad 1. 84 C. Fabro, Elem enti per una dottrina..., p. 583. 85 Cfr. Santo T omás, C. G., I, 26.

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bajo aquel primer aspecto esa cosa concentra y constituye su todo, bajo el segundo lo rompe y casi lo anula. Los indivi­ duos realizan la especie y simultáneamente la dividen: son perfectos (etimológicamente: super-hechos) y a la vez imper­ fectos porque ninguno de ellos posee todo lo que pertenece a la especie &8. La multiplicidad de los individuos, en efecto, nos muestra la especie como rota, dividida, hecha añicos, des­ trozada: participada 8 67. A su vez, también las especies se mani­ fiestan actuando de modo dividido y múltiple sus respectivos géneros. Y así, aunque cada cosa sea todo lo que es, no lo es totalmente, sino parcialmente: participa eso que es (quod quid est), y aparece en consecuencia con-tenida, poseída junto con otros y por otro. Cualquier individuo que sea verdaderamente hombre, es por sí mismo totalmente hombre; pero a la vez no es todo el hombre, puesto que hay otros hombres: por tanto, tenemos algo —que es precisamente lo que somos— totalmente y sólo en parte. En su propio contenido ontológico, la especie hu­ mana (y cualquier otra especie) está presente en todo sujeto y se predica de él por esencia y así, en este sentido, no por participación: hasta el punto de que la esencia específica es real sólo en cada sujeto (fuera de ellos, abstracta o extraída, es un ente de razón). Y dígase lo mismo de todo género en relación con sus especies. En el ámbito lógico, a esto se le llama predicación unívoca: con un mismo término expresa­ mos una misma realidad y del mismo modo. Pero la multiplicidad introduce aquí un serio problema: el problema de los otros, es decir: ¿por qué los demás?, ¿por qué no solamente yo, o cualquier otro, pero sólo un hombre en lugar de tantos? Y lo mismo vale para todas las especies y para todos los géneros. La respuesta nos viene dada por una cierta diversidad que indudablemente se encuentra entre aquellos que, por otra parte, son iguales. Esta diversidad, y no simple repetición, aparece ordenada según un antes y des­ pués (prius et posterius), según un más y un menos de per­ 86 Singula autem individua rerum naturalium quae sunt hic, sunt imperfecta; quia nullum eorum comprehendit in se totum quod per tinet ad suam speciem (I dem, In De Cáelo et Mundo, I, 19). 87 Quod enim totaliter est aliquid, non participat illud, sed est per essentiam idem illi. Quod vero non totaliter est aliquid habens ali­ quid aliud adiunctum, proprie participare dicitur (I dem, In I Metaph., 10).

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fección poseída 88. De este modo «la participación alcanza sí la naturaleza y esencia unívoca, pero elevada al nivel metafísico y considerada como un 'todo': como un conjunto de perfecciones virtuales que resultan divididas o participadas en las varias especies (para el género) y en los múltiples indi­ viduos (para la especie); de lo contrario, faltaría el 'funda­ mento metafísico' de la multiplicación real» 89. Aquí conviene tener un poco de cuidado porque, como dice Hegel, en la antigüedad el hombre se ponía a indagar directamente sobre las cosas, sobre los acontecimientos, sobre la realidad, y de este modo filosofaba; en tanto que ahora se busca la verdad en los libros, encontramos la realidad hecha pensamiento, toda abstracta y en cualidad de mediación: de la que tenemos no raramente llena la cabeza antes de poder aferrar la realidad en su concreción; en los tiempos modernos son muchos los que ya no proceden desde la concreta y múl­ tiple variedad del ser de los entes, y viven y respiran en un platónico mundo de ideas separadas9". Como se sabe, Hegel encontraba en esto un motivo del que felicitarse. Por el con­ trario, a mí me preocupa. Aquí estamos hablando de la realidad como es: nuestra investigación es metafísica (de filosofía primera) y no mera­ mente refleja o lógica919 . No tratamos ahora de esencias abs­ 2 tractas, sino de individuos reales, de la realidad que se ofrece a nuestro conocimiento: individuos que aparecen evidente­ mente compuestos " , y que son el término real y propio de la causalidad realmente experimentada93. En consecuencia, por ejemplo, no hablamos directamente de la humanidad 88 Cfr. I dem, Quodl, III, q. 3, a. 6. 89 C. Fabro, Elem enti per una dottrina..., p. 574. 90 Cfr. H egel, Phdnomenologie des Geistes. Vorrede. E. Moldenhauer und K. M. Michel, Suhrkamp Verlag, Franlcfurt am Main 1970, pp. 36-37. 91 La Lógica dipende dalle altre conoscenze e specialmente dalla metafísica: la Lógica si occupa delle secundae intentiones, le quali per definizione suppongono le primae, che sono le nozioni reali e dirette interessanti la realtá com e tale (...). II pensiero logico é un pensiero secondario riflesso, alia seconda potenza, che suppone quello diretto e primario (C. Fabro, Esegesi tomistica, P.U.L., Roma 1969, p. 289). 92 Abstracta non sigriificant ens per se subsistens, et concreta significant ens com positum (S anto T omás, In I Sent., d. 4, q. 1, a. 2). 93 Cfr. De natura materiae et dimensionibus interminatis (atri­

buido a Santo Tomás), 8.

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como esencia específica, sino del hombre, de todos y cada uno de los hombres 94, ninguno de los cuales agota su esencia espe­ cífica, la virtualitas essendi de esa esencia, sino que se limitan a participarla 95. Aunque el género sea unívocamente predicado de la espe­ cie, y la especie del individuo (y en este sentido, se puede hablar de una participación predicamental unívoca), la noción misma de participación requiere el concepto de diferencia y multiplicidad 96. La predicación unívoca de los géneros en re­ lación con sus especies, y de las especies en relación con los ■ individuos, nos conduce a la predicación análoga: un mismo término que significa algo en parte igual y en parte distinto. En la realidad todo género es actuado de modo diverso en las diversas especies, según una perfección que aparece realizada en grados diversos. Y lo mismo las especies en los individuos: como totalidades diversamente participadas. Si cada partici­ pante indica el término de una división o multiplicación (hago notar ya ahora el hecho muy significativo de que, en este caso, la división y la multiplicación se reclaman mutuamente), lo que es participado los restituye a la totalidad de perfección, que precisamente mediante la participación ha pasado de vir­ tual a real. La realidad de la multiplicación de los individuos de la misma especie (como la de las especies del mismo género) exige diversidad no sólo numérica, y por tanto un modo di­ verso de tener, de participar una forma substancial. En esta participación predicamental podemos distinguir un aspecto constitutivo (composición y distinción real de materia y for­ ma, y de substancia y accidentes) y un aspecto constituyente o causal, fundante en el orden predicamental, que constituye el hacerse y el desarrollarse de la realidad en los individuos 94 H oc nomen homo in se importat non tantum essentiam, sed etiam suppositum, sed indistincte (I dem, In I Sent., d. 4, q. 1, a. 2). 95 E st autem participare quasi partes capere et ideo quando aliquid particulariter recipit id quod alteri pertinet universaliter, dicitur participare illud: sicut homo dicitur participare animal, quia non habet rationem animalis secundum totam com m unitatem ; et eadem ratione Sócrates participat hominem ; similiter etiam subiectum participat accidens et materia form am (I dem, In B oet. de Hebd., 2). 90 Omne quod participatur determinatur ad m odum participantis et sic partialiter sive particulariter habetur et non secundum omnem perfectionis m odum (I dem, C. G., I, 32).

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que la componen, dentro de las respectivas especies y los res­ pectivos géneros: el hombre procede del hombre, el animal engendra un animal... Pero si este paso resuelve un primer problema (fundación de la participación constitutiva por la constituyente o cau­ sal), plantea uno nuevo, porque la esencia se comunica como esencia pero no secundum esse, precisamente porque el ser lo tiene como individuo y no como esencia específica univer­ sal 97. Este problema se presenta para la investigación metafí­ sica y real, y no para la meramente lógica. Pero aquí estamos hablando de los entes que son en la realidad, que tienen ser, y que son precisamente los. individuos subsistentes (suppositum) 989 . En la producción de estos individuos encontramos 0 1 una imperfección que, como tal, exige ser fundada: y es que la esencia, para comunicarse, debe dividirse secundum esse; comunica lo que tiene de por sí y como comunicable (secun­ dum rationem suam) —que es la esencia específica—, pero no el ser que tiene sólo como individuo y que no pertenece a la esencia (no entra en su d e f i n i c i ó n ) Y como por otra parte es precisamente el ser lo que más inmediata e íntimamente conviene a cada cosa l0°, resulta que la participación predicamental ha de ser fundada por otra, la del ser, a la que llama­ mos participación trascendental. En la jerarquía de perfección que se encuentra en las co­ sas, en los entes (más allá de su aspecto formal: diferencias específicas o genéricas), se presenta una graduatoria en la posesión común de una perfección que es originaria de las otras perfecciones y fundante: la perfección diversamente par­ ticipada del ser101. También aquí será la noción de participa­ 97 Cfr. I dem, In I Sent., d. 2, q. 1, a. 4 ad 1. 98 E sse

enim

proprie

et

vere

dicitur

de

supposito

subsistente

(I dem, De unione verbi incarn., 4). 99 Nulla creatura susceptibilis est generationis sine eo quod est imperfectionis in ipsa: cum enim in omni creatura differat essentia et esse, non potest essentia communicari alteri supposito, nisi secun­ dum aliud esse, quod est actus essentiae in qua est; et ideo oportet essentiam creatam communicatione dividí, quod imperfectionis est (Ibíd., d. 4, q. 1, a. 1, ad 2). 100 Inter omnid, esse est illud quod immediatius et intimius convenit rebus (I dem, De Anima, 9). 101 Cfr. B. M ontagnes, La doctrine de l’analogie de l’étre d'aprés Saint Thomas D'Áquin, Public. Univers., Louvain 1963, p. 37.

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ción (ahora ya trascendental) lo que nos proporcione la última y más profunda solución del problema. La participación predicamental es aquella según la cual lo participado se encuentra quasi existens de substantia participantis (así el género es participado por la especie). Pero no es éste el caso del ser, que no pertenece a la esencia y que, por tanto, es participado sicut aliquid non existens de essentia rei; de ahí que sea diversa la pregunta ¿es? (an est) de la pregunta ¿qué es? (quid est) lo2. Se trata de una parti­ cipación diversa, que es además el fundamento de la compo­ sición real de acto y potencia en todo ente 103; como la parti­ cipación predicamental fundaba la composición en el orden formal (materia y forma) l0L Sin embargo, la investigación metafísica y real, que trata con individuos, nos llevaba a distinguir también el suppositum o sujeto como totum o tota­ lidad, de la naturaleza (quidditas) como su parte form al1051 , 7 6 0 y por tanto a ver este todo que tiene el ser pero no lo es, como una potentia essendiloe, en una relación de participante a participado respecto del ser, que es participado como actus essendi: acto de todo acto y de toda realidad, acto intensivo emergente, perfectísimo y principio de toda perfección loV. Por tanto, «todas las cualidades, las formas, las especies, 102 Cfr. Santo T omás, Quodl., II, q. 2, a. 3. 103 Quandocumque autem aliquid praedicatur de altero per participationem, oportet ibi aliquid esse praeter id quod participatur: et ideo in qualibet creatura est aliud ipsa creatura quae habet esse, et ipsum esse eius (I dem, Quodl., II, q. 2, a. 3). 104 Non idem est componi ex quod est et quo est, et ex materia et form a; licet enim forma possit dici quo aliquid est, tamen materia non proprie potest dici quod est, cum non sit nisi in potentia; sed quod est, est id quod subsistit in esse ( quod quidem in substantiis corporeis est ipsum compositum ex materia et forma, in substantiis autem incorporéis est ipsa forma sim plex); quod est autem, est ipsum esse participatum; quia in tantum unumquodque est, in quantum ipso esse participat (I dem, De Spirit. Creaturis, 1 ad 8). 105 Cfr. I dem, Quodl., II, q. 2, a. 4. En el caso de las formas no subsistentes (corpóreas), la verdadera potentia essendi no es la esen­

cia ni la forma específica, sino el compuesto de materia y forma, individuado. 106 Cfr. I dem, In V III Physic., 21; cfr. Quodl, III, q. 8, a. 20. 107 Cfr. I dem, S. Th., 1, q. 3, a. 4; q. 4, a. 2; Quodl., III, q. 8, a. 20; etcétera. Téngase presente el carácter realísimo y no lógico-formal de toda esta investigación. Es la realidad misma lo que nos obliga a continuar el estudio.

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los géneros, las perfecciones puras... pueden ser consideradas respecto a un magis et minus no por sí mismas, en el ámbito estricto de la propia esfera, sino en cuanto referidos al acto de ser, esto es, en cuanto se consideran formas, modos y gra­ dos de la perfección intensiva de ser y en el ser. El esse, la perfección del acto de ser, es el fundamento de toda esta dia­ léctica: porque el ser es el primer acto, el acto de todo acto y la perfección de toda perfección tanto predicamental como trascendental; siendo a la vez el acto más simple y universal y el más intenso. Esta es la noción más profunda y original, que constituye el quicio de la metafísica de Santo Tomás» lo81 . 9 0 Por reducción al fundamento, la participación predicamen­ tal unívoca y constitutiva nos conduce a la participación tam­ bién predicamental pero análoga y constituyente; a su vez, esta última solicita la participación trascendental como fundamen­ to metafísico y paso del orden formal al orden real, precisa­ mente en cuanto esta participación trascendental constitutiva nos ofrece una primera respuesta al problema de los muchos, que de esta manera son como retrotraídos a una totalidad. Sin embargo, esta respuesta resulta todavía problemática, en cuanto la totalidad real de los entes es una totalidad fraccio­ nada, no totalmente unitaria, y consiguientemente mediada por la nada: y esto, nuevamente, reclama una fundamentación. La nada aparece así como el contragolpe de la primera referencia del ente al ser, al intentar reducirlo a su funda­ mento. «No es en el campo de la esencia, como es aprehen­ dida por la mente en la reflexión sobre los datos de experien­ cia inmediata, donde puede aflorar la nada; la nada emerge en la reflexión sólo cuando el ente es referido al ser y surge en consecuencia la relación de afirmación y negación, de pre­ sencia y de ausencia, de particular y universal, de parte y de todo» loQ. La nada entra con la lógica, como ente de razón y en un segundo momento. Tenemos ante nosotros el paisaje inmenso de la reali­ dad, con sus múltiples y mutuas relaciones, surcada continua­ mente por la división y la contrariedad, y gravando así en 108 C. Fabro, L ’uomo e il rischio di Dio, Studium, Roma 1967, página 247. 109 I dem, Partecipazione e causalitá, SEI, Torino 1961, p. 36.

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todo momento sobre su inteligibilidad la instancia parmenídea del Ser, que es el único de quien se puede decir con propie­ dad que es y que es el Todo (sin partes) y el Uno (sin muchos). Conviene que nos detengamos un instante, antes de pro­ seguir nuestra ascensión hacia la cumbre del saber metafísico, dejando bien determinado un detalle que tiene particu­ lar importancia para nuestro estudio. *

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El comienzo del conocimiento metafísico humano no es el ser. No es ciertamente el Ipsum Ésse Subsistens, pero tam­ poco la totalidad del ser participado y ni siquiera (no obs­ tante las pretensiones de la llamada antropología trascendental o de cualquier otra filosofía del a priori) el esse commune o la noción generalísima de ser. «Lo primero que aparece en el intelecto es el ente» no, insiste continuamente Santo Tomás. Y este ente se cualifica claramente de modo positivo. Debe­ mos rechazar el postulado spinoziano omnis determinado est negado, que presupone un conocimiento primario del ser, lo que origina capitales equívocos característicos del inmanentismo m . La negación viene después; y por otra parte, una cosa puede ser determinada de dos maneras: por razón de distinción y por razón de limitación U2. Lo primero que conocemos es el ente, después viene la negación del ente, más tarde la división (este ente no es aquél, luego están divididos entre sí), sigue la vatio unius (este ente no está dividido en sí mismo o de sí mismo) y consiguiente­ mente se conoce la multitud: todo ente, individido en sí, divi­ dido de los otros, conviene con los demás en una cierta uni­ dad compuestaU3. Penetrada de precariedad, vemos ante nosotros la totalidad del ser participado: el uno de los muchos, donde también1 3 2 0

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110 Santo T om As, De Potentia, IX, 7 ad 15. 111 Spinozist zu sein, ist der wesentliche Anfang alies Philophierens. ' Denn... wenn man anfdngt zu philosophieren, m uss die Seele zuerst sich in diesem Aether der einem Substanz badén, in der alies was man für wahr gehallen hat, untergegangen ist (H egel, Geschichte der philosophie, L. Michelet, Berlín 1840, III, p. 337). 112 Cfr. Santo T om As, Quodl., VII, q. 1, a. 1 ad l . } 113 Cfr. Idem, De Potentia, IX , 7 ad 15.

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nosotros somos, donde cada uno es él mismo y por tanto di­ verso de los demás —sin añadido, sólo con ser él mismo—-, y siendo también muchos, formando por tanto una cierta uni­ dad l14: una totalidad, un universo. Por más precaria que esta unidad sea, sigue siendo unidad1151 : estos entes forman un 6 todo, donde las partes convienen entre sí (coaptari possunt), se ayudan mutuamente, hay proporción entre ellas, y por tan­ to forman un todo; lo que nos es testimoniado por la común evidencia y confirmado por todas las ciencias experimentales o positivas o como se quiera llamarlas. Desde un punto de vis­ ta metafísico, esto puede expresarse así: «también en el orden predicamental de los entes finitos se puede establecer una rela­ ción de participación según semejanza, en virtud de las rela­ ciones de perfección y de causalidad, de modo que los entes del universo parecen como invadidos de una especie de 'afi­ nidad universal’, que se manifiesta como una atracción o 'simpatía universal' de unos hacia otros, en cuanto los entes inferiores aspiran y tienden a acercarse a los superiores como para alcanzar una participación de sus perfecciones. Esta afi­ nidad ontológica que hace del mundo un todo en sí ordenado o cosmos, puede ser indicada con el término de 'principio de la continuidad metafísica' de los entes, que Santo Tomás ha tomado directamente del Pseudo-Dionisio según la fórmula: Divina sapientia coniungit fines primorum principas secundorum (De Div. Nomin. c. 5 § 8)» 1181 . 9 La totalidad es una cierta unión, y cuanto más una, tanto más totalidad 117. Por eso, la misma división o pluralidad de los entes, que nos lleva a la noción de totalidad, nos hace ver que la totalidad de los entes no es la totalidad del Ser, no es el Todo, ya que no es plenamente Una. Perfecto es aquello a lo que no le falta nada u*; pero a la totalidad de los entes, totalidad del ser participado, le falta ser, le falta unidad U9. 114 Multitudo autem ei (uni) correspondens addit supra res quae dicuntur multae, quod unaquaeque earum sit una, et quod una earum non sit altera, in quo consistit ratio distinctionis (I dem, De Potentia, IX , 7).

115 Cfr. I dem, S. Th.,. 1, q. 11, a. 1 ad 2. 116 C. Fabro, Elem enti per una dottrina..., p. 578. 117 Cfr. Santo T omás, In V Metaph., 21. 118 Cfr. Ibíd., 8. 119 Cfr. I dem, ín X Metaph., 1.

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En este universo la unidad está compuesta por muchos, el ser se nos presenta multipliciter et divisim 12°. Múltiple y dividido, ciertamente, pero también ordenado, convergente y unitario: lo superior se compara con lo inferior como el todo con la parte, en cuanto tiene perfecta y total­ mente lo que el inferior tiene sólo imperfecta y particular­ mente 1 021. Pero esta continuidad se detiene, al llegar a un 2 cierto punto, en una totalidad que no es Todo. * * * Para reducir la diversidad de lo real a la unidad del ser, no basta formar un concepto que comprenda la totalidad de los entes. Hay que encontrar la unidad al nivel de lo real. Esta reducción a la unidad se alcanza en dos tiempos: los entes muestran el ser diversificado, pero formando un todo ordenado, orden que exige un principio y jerarquía que tiene necesidad de un Primero. En tanto no se llega a la unidad real del Principio, el camino metafísico queda truncado: la unidad del concepto no basta122. Santo Tomás recorre ese camino, de grado en grado, hasta aquel Principio que, como tal, es también la Causa de la participación graduada: qui dat suum esse singulis rebus, et nobilitatem 123. Desde luego, esto a partir siempre de la realidad de cada ente singular y de su conjunto ordenado: la perfección que se encuentra según un magis et minus, y por tanto partici­ pada, remite a la perfección por esencia; pero a su vez toda perfección remite a la perfección pura que es la del esse y sólo ésta en el orden real, en cuanto acto de toda perfección. Así, si toda perfección participada remite necesariamente (en cuan­ to real) a su actus essendi, la dialéctica de la participación trascendental lleva a la posición del Ipsum Esse Subsistens como Acto puro y única perfección pura separada 124. Con el 120 I dem, S. Th., 1, q. 47, a. 1. Cfr. I dem, In De Div. Nomin., IV, 9. Cfr. B. M ontagnes, La doctrine de V'analogie..., p. 104. Santo T omás, In Symb. Apost., 1.

121 122 123 124

Oportet igitur supra modum fiendi quo aliquid fit, forma materiae adveniente, praeintelligere aliam rerum originem, secundum quod esse attribuitur toti universitati rerum a primo ente, quod est suum esse (I dem, De Subst. Separ., 9).

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apoyo de la realidad aristotélica del ente, la participación pla­ tónica alcanza la unidad del Ser parmenídeo, gracias a la fecunda y originalísima noción tomista de acto de ser. Hemos de insistir aún en que la forma es sólo acto formal, en el orden de la esencia, y que la esencia se define por rela­ ción al ser que es su acto real: de este modo, la forma no es más que un mediante predicamental, que queda potencial en una visión metafísica de realidad, donde el acto de realidad (intrínseco) se llama ser: de ahí que lo que es en grado má­ ximo, es también la causa de todo lo que es por participación, causa de todas las perfecciones precisamente porque es causa essendi1251 , causa del ser. 7 6 2 Es de la máxima importancia superar el simple orden for­ mal: punto neurálgico donde no pocos se han desorientado. Si la relación de los entes a Dios es de imitación, existe el peligro de confundir lo creado con el Creador, por la univo­ cidad a que estamos habituados en el ámbito físico. Si se recusa toda semejanza y cualquier relación, el peligro es el de la equivocidad y el agnosticismo. La única solución es pre­ cisamente superar el mero orden formal, concebir el ser como acto, y la causalidad como dependencia, donde el acto cau­ sado es al mismo tiempo lo que el efecto tiene en común con la causa y aquello por lo que no se identifica con ella 12C. Mediante esta superación del orden formal, el principio platónico de la perfectio separata alcanza su verdadera y más profunda validez y todo su significado, porque el acto como perfección pura excluye toda mezcla de potencia: es acto puro. Pero siendo el ser el acto de toda perfección, sólo al ser le compete la pureza perfecta, y así «el ser absoluto y subsis­ tente por sí mismo no puede ser más que uno» 12T, y como tal es la causa de todo ente y así de toda realidad participada. Con la condición, sin embargo, para nuestro conocimiento (quoad nos), de que conservemos la realidad del ente como tal. «Toda esencia, aunque sea acto en el orden formal, es creada como potencia, que es actuada por el esse participado que en sí recibe: su actualidad, por tanto, está 'mediada' por el ser. El esse es el acto que constituye el término propio de 125

126

Cfr. Ibíd., 3. Cfr. B. M ontagnes, La doctrine de Vanalogie..., pp. 91-92.

127 Santo T omás, Comp. T h eol, I, 68.

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la causalidad trascendental (creación, conservación...), y es en virtud de la directa causalidad sobre el esse como Dios opera inmediatamente en todo operante (S. Th. I, q. 8, a. 1). Por tanto, la derivación que el ser participado tiene del ser por esencia es directa, en toda la línea metafísica, como acto fundado por el Acto fundante: en efecto, el actus essendi par­ ticipado, precisamente en cuanto participado, depende intrín­ secamente de Dios: pero es siempre acto y en acto, en toda la línea metafísica, una vez creado y mientras no sea aniqui­ lado. Por eso, efectivamente, compete a Dios la dignidad de 'causa toü esse' por pertenencia intrínseca» m. Siendo la analogía la correspondencia lógica y refleja de la participación, resulta manifiesto (no obstante una cierta tradición formalista) que la analogía entis es primaria y fun­ damentalmente la de atribución intrínseca (causalidad), y no ya la de proporción (semejanza), aunque nuestro discurso racional alcance ésta antes que aquélla, ya que nuestro cono­ cimiento sigue exactamente el camino inverso al orden real de procedencia de las cosas. Y esta analogía de atribución intrínseca se define a la vez por la dependencia causal respecto al Ser primero, y por la posesión intrínseca de la per­ fección de ser129. Así, la participación constitutiva queda fundada por la participación constituyente trascendental: de­ rivación de causalidad del Esse per essentiam al ens per participationem que queda de este modo totalmente puesto en la realidad, en lo que es y en su acto de ser: el Ipsum Esse Subsistens produce lo que recibe el ser y el ser que lo hace ser 13°, esto es: crea. Fundación y dependencia que penetra el corazón mismo del ente, porque el ser es lo que de modo más inmediato e íntimo conviene a lo que es 131. *

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Múltiple y dividida, tenemos ante nosotros una totalidad que no es el Todo, pero que como totalidad incompleta remite al Todo separado, absolutamente Uno, absolutamente Todo, __________

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128 C. Fabro, Elem enti per una dottrina..., p. 576. 120 Cfr. B. M ontagnes, La doctrine de Vanalogie..., p. 61. 130 Deus simul dans esse, producit id quod esse recipit (S anto T omás, De Potentia, III, 1 ad 17). 131 Cfr. I dem, De Anima, IX.

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absolutamente Ser. En efecto, si de una parte la realidad de lo múltiple tiene algo de negativo (la división, su condición de incompleto, etc.), por otra parte y primariamente tiene mucho de positivo, incluso en su misma multiplicidad: la di­ visión por parte del ente indica simultánea y primordialmente la multiplicación por parte del Ser Causa Primera, a partir de la realidad de lo que aparece dividido: «en cuanto que las cosas tienen ser, tienen también pluralidad y unidad, pues cada uno, en la medida en que es ente, es también uno» 13\ Este aspecto del tomismo —y en general, de la metafísica del ser— , con frecuencia descuidado, es sin embargo algo de la mayor importancia, porque «si las cosas se refieren a la unidad y a la multitud como se refieren al ser, todo el ser de las cosas depende de Dios, y por tanto también conviene que sea Dios la causa de la pluralidad misma de las cosas» 1 233. 3 De este modo, y quizá especialísimamente de este modo, podemos proseguir nuestra investigación sobre la causalidad trascendental precisamente desde el punto de vista de la tota­ lidad. Todo compuesto necesita partes de las que está consti­ tuido en su unidad, pero tiene también necesidad de alguna otra cosa diversa que cause y conserve la composición: si no existiese esa causa, aquellas cosas diversas entre sí no con­ vendrían en una unidad 134. Pero la causa de un mismo todo ha de ser una y la misma: unius enim totius una videtur esse productio 135; y éste es el momento constituyente de la parti­ cipación trascendental, que funda el momento constitutivo. A la unidad del todo participado corresponde la unidad del Todo por esencia, que es su principio necesario 136. En este Todo separado, el ser se encuentra simpliciter et uniformiter, precisamente por no participado, sino por esen­ cia; y su causalidad nos es testimoniada por la realidad de la participación trascendental constitutiva. El inmenso hiatus en­ tre el Ipsum Esse Subsistens y el ente (enorme caída ontológica de la derivación vertical) sólo podía salvarlo el Ser por esencia con su Potencia activa infinita y por consiguiente con 132 I dem, Comp. Theol., I, 71. 333 Ibíd., 72. 134 Cfr. I dem, In De Causis, 21. 135 I dem, De Potentia, III, 18. 130 Cfr. I dem, In De Div. Nomin., X III, 2.

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su absolutamente incondicionada libertad. De esta manera, todo el ser creado procede de la libre, amorosa voluntad de Dios Creador: «Entre El que es y nosotros está el infinito vacío metafísico que separa la completa autosuficiencia de su ser divino de la falta intrínseca de necesidad de nuestra existen­ cia humana. Sólo pueden cubrir tal vacío los libres actos de la voluntad divina» 137. He aquí lo que de tal manera desper­ taba nuestra nostalgia original —nuestro mismo ser como fruto de un libérrimo amor divino—, lo que nos atraía en las cosas, lo que nos inclinaba de modo natural a poner correcta­ mente el principio del filosofar, el acto teorético primero: la afirmación de lo real, de lo que tiene un acto de ser y es; principio que se orientaba hacia el descubrimiento de nuestro ser y de su Origen y de su Fin. Todo cuanto hay de perfección graduada en los entes del universo, se encuentra en su Causa Primera de modo eminen­ te y unitario, porque si los grados indican la composición, y la potencia, la totalidad señala el Acto Puro, que por este tí­ tulo de Acto Puro se encuentra en el origen de toda comuni­ cación de ser. Queda así satisfecha la instancia parmenídea —aguijón de toda alma metafísica— dentro de los límites consentidos por nuestra finitud constitutiva, sin sacrificar la realidad de la experiencia inmediata en el ara de la Razón pura que hará del ser el contenido de pensamiento más abs­ tracto, más vago, más pobre que pueda concebirse, y hará de Dios en consecuencia la suma de todas las realidades: la sim­ ple abstracción de toda limitación y determinación, y por tanto la nada o el ser de todo existente 138. Por el contrario, nuestra razón es sólo una «naturaleza intelectual ensombre­ 137 E. Gilson, God and..., p. 54. 138 Wird Sein ais Prddikat des Absoluten ausgesagt, so gibt dies die erste Definition desselben: Das Absolute ist das Seiri. Es ist dies die (im Gedanken) schlechthin anfdngliche, abstrakteste und dürftigste. Sie ist die Definition der Eleaten, aber zugleich auch das Bedanke, dass Gott der Inbegriff aller Realitaten ist. E s solí námlich von der Beschranktheit, die in jeder Realitat ist, abstrahiert werden, so dass Gott nur das Reale in aller Realitat, das Allerrealste sei. Indem Realitat bereits eine Reflexión enthd.lt, so ist dies unmittelbarer in dem ausgesprochen, was Jacobi von dem Gotte des Spinoza sagt, dass er das Principium des Seins in allem Dasein sei (H egel, Enzyklopadie der philosophischen Wissenschaften, I § 86, E. Molden-

hauer und K. M. Michel, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1970, p. 183). 5

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cida, por lo que conoce inquiriendo y con decurso de tiem­ po» 139. Olvidar esto o negarse a aceptarlo equivale exacta­ mente a cortarse las alas para el más alto vuelo de que la mente humana es capaz. En la realidad que nos contiene y envuelve, encontramos una sombra de la unidad suprema que sólo a Dios conviene. La unidad del ser reposa, en fin de cuentas, sobre la unidad de la Causa primera del ser participado. La unidad que des­ cubrimos no es solamente la de un concepto, sino la unidad real del Principio del ser. La estructura de la analogía y la de la participación son rigurosamente paralelas, se correspon­ den como el aspecto conceptual y el aspecto real de la unidad del ser. Hasta tanto no se asciende a la unidad real del Princi­ pio, la multiplicidad de los entes no queda verdaderamente reducida a la unidad y, en consecuencia, no se ha encontrado su último porqué. La analogía del ser recobra la unidad real de los entes mediante la religación a su Principio 14°. «Cuando algunas causas que producen diversos efectos, comunican en un efecto, aparte de esos efectos diversos conviene que aquel otro común sea producido por ellas en virtud de alguna causa superior, de la que aquel efecto común es efecto propio» 141. Pero «todas las causas creadas comunican en un efecto que es el ser» 142, y por tanto «conviene que haya alguna causa superior a todas, en cuya virtud las demás causen el ser y cuyo efecto propio sea precisamente el ser. Y esta causa es Dios» 143. * * * Este término de la dialéctica de la participación nos ofrece la orientación definitiva para una precisa situación metafísica del hombre en el universo, en la totalidad del ser participado. El hombre se encuentra, en efecto, metafísicamente situado en el interior de la totalidad del ser participado, como parte y por tanto superado por ese todo, no sólo en cuanto que hay 139 Santo T omás, In I Sent., d. 3, q. 4, a. 1 ad 4. 140 Cfr. B. M ontacnes, La doctrine de l’analogie..., pp. 37-38. 141 Santo T omás, De Potentia, VII, 2. 142 Ibíd. 143 Ibíd.

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otras partes, sino en cuanto que el todo comporta una razón formal diversa. La evidencia más inmediata nos proporciona este conocimiento, hasta el punto que ni siquiera podemos expresar de forma adecuada (además de no tener experiencia directa) esa misma totalidad, que queda abierta a un creci­ miento indefinido de conocimiento y también de posibilidades reales. Pero además, y como parte de este todo causado por una causalidad única, el hombre se encuentra también en el inte­ rior, por decirlo así, del Todo separado que mediante la cau­ salidad trascendental lo penetra y lo reporta a Sí, pero ya no como parte suya, porque el Todo separado precisamente en cuanto Acto puro no admite composición alguna144. Simpli} ciclad máxima y ausencia de toda composición que pone entre el hombre y Dios una diferencia cualitativa máxima: Dios es Acto primero, respecto de los participantes, virtualiter in se ) omnia praehabens, causándolos por entero, y por tanto no ) como partes suyas 145. Esta es, sin duda, una diferencia radical que separa la me­ tafísica del ser de cualquier filosofía fundada sobre el princi­ pio de inmanencia, que si quiere eludir el agnosticismo, o . ) incluso el ateísmo, buscará una escapatoria en el esse commu. ne, en la remoción de la finitud de todo ente, en el conoci­ miento y afirmación implícita, en la percepción previa o ate­ mática, en unamodalidad cualquiera del argumento ontoló) gico, etc. , Parece que una parte no secundaria de la confusión mo­ derna deba atribuirse a la voluntad de encontrar un concepto de ser, libre de toda determinación y de todo límite, que sería así común a las criaturas y a Dios, una especie de tertium ■ quid, una noción abstracta que nos permita aferrar la Totali^ dad, lo que ciertamente sólo nos puede ser dado por el pensa­ miento, una vez que se haya reducido todo a pensamiento, y a ese caroprecio. ) Para Santo Tomás, por el contrario, el Creador y la cria­ tura no se reducen a la unidad de este modo, sino por una analogía del todo especial, que corresponde a aquella partici-------------------------------------------------------------------------------------------------------------- y 144 Cfr. Ibíd., VII, 1. 143 Cfr. I dem , S. Th., 1, q. 75, a. 5 ad 1.

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pación según la cual unum esse et rationem ab altero recip it146. Por tanto, no analogía duorum ad tertium (la de Dios y las criaturas respecto del ser), como no es ésa tampoco la analogía entre el acto de ser y la esencia o entre la substancia y el accidente 147. El respecto ad unum define a la analogía. La. unidad analógica proviene del término común; la diversidad proviene de la diversa relación que cada analogado tiene con el primero, y este primero debe ser real y numéricamente uno. La analogía del ser recoge en la unidad una diversidad real: pero si hay unidad, es porque hay un primero realmente uno; y esto vale tanto para la substancia en el caso de la analogía predicamental, como para Dios en el caso de la analogía tras­ cendental 148. Pero la substancia tiene un quid tertium, que funda la analogía con el accidente; y Dios no, porque es Dios quien funda toda analogía, y por tanto permanece descono­ cido en su íntima verdad, como el Ser mismo, que sólo El es. El actus essendi establece una relación intrínseca y formal entre Dios, a quien pertenece por esencia (he aquí la posibili­ dad y a la vez el límite de nuestro conocimiento de Dios) como Acto puro de ser o Esse Ipsum (que es precisamente el propriissimum nomen D ei1491 , el nombre más propio de Dios); 0 5 y los entes, que reciben el ser por participación del Primero: entre El que es 150 y aquellos que de El reciben el ser. La comunidad real entre el hombre y Dios ha de ser, por consiguiente, mantenida dentro de sus límites, una vez que el hombre ha sido —con todo el universo— libremente puesto en el ser por la causalidad divina. «Dios, siendo causa de todos los existentes, El mismo nada es de los existentes, y no como si tuviera alguna deficiencia en el ser, sino como sobreminentemente segregado de todos» 151. Estamos, pues, en los antí­ podas del pensamiento de inmanencia, para el que la esencia 146 I dem, In Prol. Sent., q. 1, a. 2 ad 2. 147 Cfr. I dem, De Potentia, VII, 7. 148 Cfr. B. M ontagnes, La doctrine de l’analogie..., p. 61. 149 Cfr. Santo T omás, In I Sent., d. 8, q. 1, a. I. 150 Ego sum qui sum ( E xod . III, 14). Sobre la exégesis de esta expresión bíblica, vid. E. M angenot, Dieu, sa nature d’aprés la Bible, en DThC, IV, col. 954-965; E. P ower, en Verbum Dei, Herder, Barcelona 1965, I, pp. 514-515; B. N. Wanbacq, en Dizionario bíblico, Studium, Roma 1955, pp. 162-167; etc. De particular interés para este punto el profundo estudio de P. B outang, Ontologie du secret, P.U.F., París 1973.

151 Santo T omás, In De Div. Nomin. I, 3.

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de Dios, si no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, sería una esencia que no sería nada 152. Por el contrario, nos­ otros conocemos a las criaturas como participaciones del ser de Dios, y por tanto entendemos que «según lo que El es en Sí mismo como Primer Principio, no se comunica a nada, y de este modo no sale de Sí mismo» 153: esto resulta manifiesto en cuanto se alcanza la noción precisa de participación tras­ cendental, que termina en su momento dinámico, por el que el Esse Ipsum, el Acto puro o Ser por esencia «procede hacia las cosas de modo causal (causative) y sin embargo se queda en Sí mismo» I54. Estamos aquí ante el problema capital de toda la metafí­ sica: el problema del Ser y del ser de los entes, el problema de la causalidad trascendental y de la presencia del Ser en el ser de los entes, y de la emergencia del ente por el acto de ser causado por el Ser que es Acto puro de ser al que le pertenece en exclusiva el privilegio de poner completamente al ente. . «El ser de las cosas creadas es deducido del Ser divino según una cierta deficiente asimilación» 155. Pero, en cualquier caso, esas cosas son realmente, mediante la participación tras­ cendental constitutiva, a la que corresponde en el orden lógico la analogía de proporcionalidad. «Es precisamente mediante esta analogía estática de proporcionalidad como los entes ob­ tienen, en su orden, la propia consistencia de ser, en cuanto cada ente consta de su propia esencia que es actuada por el propio acto de ser participado: a diferencia de las metafísicas de inspiración dionisio-aviceniana, para las que Dios mismo es el esse de los existentes. Para Santo Tomás, por el contra­ rio, de acuerdo en esto con la existencia de Heidegger, la 'di­ ferencia' entre el Ser y el ente se funda en el ser, como acto intensivo emergente, que es un participado 'diverso' para cada ente» 156. En consecuencia, Dios es Todo, pero no todo es Dios. El 152 Wenn das góttliche W esen nicht das W esen von Mensch und Natur ware, so wáre es eben ein W esen, das nichts ware (H egel, Vorlesung über die Philosophie der Weltgeschichte, Einleitung, Lasson,

I, p. 38). 153 Santo T omás, In De Div. Nomin. II, 2. 154 Ibíd., V, 3. 155 Ibíd., I, 1.

156 C. Fabro, Elem enti per una dottrina..., p. 583.

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ser de los entes, aun siendo real, non connumeratur con Dios: no puede ser puesto junto al Ser divino como uno y otro. Dios es Todo por esencia, mientras el universo es todo por partici­ pación 157: y cada ente no es más que una parte de la totalidad participada. De este modo, la totalidad participada tiene más razón de parte que de todo, en cuanto sólo parcialmente tiene lo que Dios tiene totalmente158. Aunque el participante no tenga razón de parte respecto del Todo divino, que es simplicísimo, este Todo divino se encuentra en la intimidad misma del participante ut intimius agens 159, como lo más íntimo que en él opera. Por eso la participación trascendental constitutiva se fun­ da en la constituyente o causal. «A la analogía estática de proporcionalidad corresponde la analogía dinámica o de 'atri­ bución intrínseca’: como aquélla expresa a su modo una rela­ ción de semejanza, así ésta expresa sobre todo la relación de fundación y de dependencia que los entes tienen respecto al ser. Si la analogía de proporcionalidad acentúa, por de­ cirlo así, el momento aristotélico de la inmanencia del ser en los entes, la analogía de atribución acentúa el momento platónico de la dependencia radical de los participantes res­ pecto de la perfección pura 'separada'. Evidentemente la ana­ logía de atribución, en el sentido que ya hemos explicado, es 'fundante' respecto a la analogía de proporcionalidad, porque coge y expresa el ser del ente en su misma fuente como acto participado del Acto imparticipado; en este sentido, se puede decir que la analogía de proporcionalidad supone y se funda en la analogía de atribución» 16°. Dios no es sólo un Todo diverso del todo creado, sino que es el Todo, porque es el Todo fundante y por eso absolutamente Todo, sin anular la realidad del todo participado: al contrario, fundándolo pre­ cisamente como real. Dios no es el ser de los entes, sino su Causa absoluta: Dios no es quid generale in essendo, sino sólo in causando 161. Esto se pone de relieve también en la pluralidad de los entes 157 Cfr. Santo T omás, In De Div. Nomin. II, 6. liS Cfr. I dem, Super Evang. Ioann., I, 5. 139 Ibíd.

160 C. Fabro, Elementi per una dottrina..., p. 583. m S anto T omás, Quodl. VII, q. 1, a. 1 ad 1.

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del universo, por la consideración de aquella totalidad sur­ cada por la división y la contrariedad, que es un dato real de experiencia (contrariamente al absíractum esse commune). Dios es causa de la limitación de los entes tanto cuanto de su perfección. La medida finita según la cual los entes participan de la perfección divina no procede de una causalidad formal, sino de una causalidad virtual. Pero la causalidad virtual ex­ cluye la ejemplaridad que es propia de la causalidad formal extrínseca 162. Dios opera ciertamente por su ser y no por algo sobreaña­ dido, pero su ser no es distinto de su entender (como sucede en nosotros: porque en toda criatura las perfecciones que en Dios están en simplicísima identidad, se encuentran necesa­ riamente en composición y distinción): Dios produce según entiende y quiere 163, y —fuera de su intimidad infinita— se­ gún su libérrima decisión. Por tanto, nada de causalidad formal (o quasi-formal) de Dios en las criaturas, y nada.de emanatismo 164. Que Dios sea el Ser no debe conducirnos a pensar —como hacen las filosofías de la inmanencia, aunque cada una lo haga de modo diverso y con diversa interpreta­ ción— que Dios sea el ser de los entes 165*. Por su naturaleza, Dios es causa ejemplar de la perfección participada (y por tanto, fundamentalmente, del actus essendi propio de todo ente), y por su idea es causa ejemplar de la determinación finita según la cual la perfección es participada 168. De este modo, la participación trascendental constituyen­ te o, en el ámbito lógico, «la analogía de atribución cumple, pues, la resolución última del discurso metafísico, devolvien­ do los muchos al Uno, los diversos al Idéntico, los compues­ tos al Simple..., y da la respuesta en el ámbito del creacionis­ mo, a la instancia del Uno parmenídeo. Mediante la noción de esse intensivo y la consiguiente distinción entre esse y esencia en las criaturas, que les es propia, Santo Tomás, mientras acentúa como es debido la diferencia entre el ser 162 Cfr. B. M ontagnes, La doctrine de Vanalogie..., pp. 50-51. 163 Cfr. Santo T omás, In De Cáelo et Mundo, I, 6. 164 N ec oportet, si dicimus quod Deus est esse tantum, ut in errore eorum incidamus, qui Deum dixerunt esse illud quaelibet res formaliter est (I dem, De ente et essentia, 5). 185 Cfr. I dem, In De Div. Nomin., V, 1. 100 Cfr. I dem, In I Sent., d. 8, q. 1, a. 2.

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y el ente, llega por otra parte a una presencia de Dios en las cosas más activa y fecundante que la que resulta de las concepciones panteístas de Dionisio, Avicena, Eckhart, Cusa, Spinoza, HegeL..: efectivamente, en éstos Dios como Ser es el Acto como Esencia de las esencias; mientras para Santo Tomás, Dios como Esse per essentiam es principio y causa actuante del ser por participación, que es el acto actuante propio de toda esencia real. El fondo metafísico propio de esta analogía tiene, pues, dos aspectos o momentos: el pri­ mero, y más evidente, es la fundación y derivación causal del ente participado por el Esse per essentiam, o bien el relacio­ narse de aquél con éste, o el primero descendiendo del se­ gundo; el otro aspecto o momento, más secreto, es la pre­ sencia que por la fuerza de la causalidad total debe afirmarse del Esse per essentiam en el ente participado y, por tanto, su descender e introducirse en él. La fórmula tomista per essentiam, per potentiam, per praesentiam..., expresa en su vértice supremo, con la suprema quietud del Absoluto pe­ netrado en lo finito, la suprema dependencia que lo finito tiene del Infinito» 167. La realidad del ser de cada ente exige esta presencia de Dios en el ente, en tanto el ente es: presencia más íntima al ente que la que el ente tiene en sí mismo 108, precisamente por la distinción real (no identidad) que hay en él entre lo que es y su ser (que le hace ser y ser lo que es). La noción de participación y su dialéctica, con doble paso de lo constitutivo a lo constituyente y de lo predicamental a lo trascendental, señala así las coordenadas para la situa­ ción metafísica de la criatura y le da su fórmula radical, cons­ tituyendo de este modo el criterio más adecuado para indicar con precisión el lugar metafísico del hombre en el ser, que tiene al Esse per essentiam o Ipsum Esse Subsistens como último punto de referencia. Descartada toda fantasía idealista, el hombre no es más que un elemento, una parte de ese espléndido derroche di­ vino de la creación: inmensa geografía del ser participado, que a su vez y como totalidad está incluido —sin formar parte, pero en cuanto derivado— en la Totalidad divina que 167 168

C. Fabro, Elem enti per una dottrina..., p. 584. Cfr. Santo T omás, Comp. Theol. I, 130.

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lo causa y que, por tanto, lo contiene totalmente. El hombre puede recorrer —no sin esfuerzo— esa geografía en. la que se encuentra, y hasta cierto punto trascenderla, llegando hasta aquella cima de la más alta metafísica que es el conocimiento natural de Dios, y advertir así la propia posición y el camino que debe recorrer.

En efecto, el conocimiento de Dios es el fundamento mis­ mo de la vida moral, y en consecuencia señala el camino que el hombre debe recorrer a lo largo de su existencia temporal. Pero aquí se plantea un problema: si el conocimiento de Dios es la más alta cima de la metafísica, que es a su vez ciencia suprema y sabiduría natural, ¿cómo explicar que ese conocimiento sea la base y el criterio radical para la vida moral? A esto hay que responder —desarrollando algo más lo ya dicho antes al respecto— que hay varios grados en el conocimiento de Dios: hay un primer grado, imperfecto pero suficiente en su orden, al que llegan (pueden llegar y llegan de hecho) todos los hombres, cualquiera que sea su cultura; hay otro grado —también natural— , al que sólo acceden los ingenios más preclaros, después de laboriosa y delicada con­ sideración 169. Este segundo grado es técnico o científico; el primero es, indudablemente, también discursivo y mediato, pero espontáneo: el hombre es guiado como por instinto in­ telectual hacia esa reductio ad fundameníum que concluye en Dios Creador. Con la semejanza que hemos utilizado, po­ 169 Sunt enim quaedam alta divinae sapientiae, ad quae omnes perveniunt, etsi im perfecte, quia cognitio existendi Deum naturaliter ómnibus est inserta, ut dicit Damascenus (De Fide orth., I, c. 1 et 3), , et quantum ad hoc dicitur, Iob X X X V I, 25: Omnes homines vident eum (unusquisque intuetur procul). Quaedam vero sunt altiora, ad quae sola sapientium ingenia pervenerunt, rationis tantum ductu, de quibus, Rom. I, 19: Quod enim notum est Dei manifestum est in illis. Quaedam autem sunt altissima, quae om nem humanam rationem trascendunt; et quantum ad hoc dicitur, Iob X X V II I, 21: Abscondita est sapientia (ab oculis omnium viventium); et in Psalmo X V II, 12: Posuit tenebras latibulum suum. Sed hoc per Spiritum Sanctum qui scrutatur etiam profunda Dei, I Cor. II, 10, sacri doctores edocti tradiderunt in textu Sacrae Scripturae; et ista sunt altissima, in quibus haec Sapientia dicitur habitare (S anto T omás, De commendatione S. Scripturae, I).

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dríamos decir que es como la orientación que tiene el cam­ pesino, ciertamente diversa de la que posee el topógrafo, pero igualmente segura y absolutamente válida en su orden. El segundo grado o modo es ciertamente más perfecto que el primero, pero comporta también riesgos de desorientación más graves. El peligro más serio consiste precisamente en que intente —orgulloso de su técnica mental— invalidar aquel primer grado espontáneo (o peor aún, el mismo gratuito co­ nocimiento sobrenatural de fe), y entonces en lugar de una perfección, produce una catástrofe tanto teorética como mo­ ral: cosa que históricamente ha sucedido muchas veces, que sucede hoy en proporciones alarmantes, y que ha hecho par­ ticularmente necesario el misericordioso auxilio divino de la Revelación sobrenatural de verdades naturales170.

170 Me excuso con el lector por la extensión de esta cita textual. La precisión del texto me ha movido a reproducirla en su forma original, sin limitarme a un genérico cfr. Indicat se quippe Deas aliqualiter hominibus naturali quadam cognitione cognoscendum per hoc quod hominibus lumen rationis infundit, et creaturas visibiles condidit, in quibus bonitatis et sapientiae ipsius aliqualiter relucent vestigia, secundum illud Rom . I, 19: Quod notum est Dei, id est quod cognoscibile est de Deo per naturalem rationem, manifestum est illis, scilicet gentilibus hominibus: Deus enim illis revelavit, scilicet per lumen rationis, et per creaturas quas condidit, unde subdit: Invisibilia enim ipsius a creatura mundi per ea

quae facta sunt, intellecta conspiciuntur, sempiterna quoque eius virtus et Divinitas. Ista tamen cognitio imperfecta est, quia nec ipsa creatura perfecte ab homine conspici potest, et etiam creatura déficit a perfecta Dei repraesentatione, quia virtus huius causae in infinitum excedit effectus, unde dicitur Iob X I, 7: Forsitan vestigia Dei comprehendes, et usque ad perfectum Omnipotentem reperies?, et Iob X X X V I , 25, postquam dixit: Qmnes homines vident eum: subdit:

Unusquisque intuetur procul. E x huius autem cognitionis imperfectione consecutum est ut homines a veritate discedentes diversimode circa cognitionem Dei errarent, in tantum quod sicut Apostolus dicit Rom. I, 21-22 quídam

evanuerunt in cogitationibus suis, et obscuratum est insipiens cor eorum: dicentes enim se esse sapientes, stulti facti sunt, et mutaverunt gloriam incorruptibilis Dei in similitudinem corruptibilis hominis, et volucrum et quadrupedum et serpentium. E t ideo ut ab hoc errore homines Deus revocaret, expressius notitiam suam hominibus dedit in veteri lege, per quam homines ad cültum unius Dei revocantur, secundum illud Deuter. V I, 4: Audi, Israel, Dominus Deus tuus unus est. Sed haec cognitio erat figurarum obscuritatibus im­ plícita, et infra unius Iudaicae gentis términos clausa, secundum illud Psalm. L X X V , 1: Notus in Iudaea Deus, in Israel magnum nomen

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Aquella capacidad natural de orientación constituye pre­ cisamente la señal de la humana grandeza: se orienta quien de algún modo puede abrazar la totalidad que lo incluye, que es lo que puede hacer el hombre, que por el conocimiento del ser se hace en cierto modo todas las cosas (quodammodo omnia) m . Metafísicamente el hombre se encuentra situado en el interior de la totalidad participada, como parte del ser participado, pero como parte que resume en sí esa totalidad participada y que, en cierto sentido, incluso la supera en cuanto la trasciende y llega a su hontanar eterno y recón­ dito, conociendo de alguna manera el Todo separado, y su­ perando así la propia situación aunque permanezca en ella 17Z. Pero como es el todo lo que sitúa a las partes, la defi­ ciencia de totalidad del ser participado exige lo que podría-1 2 7 eius. Ut ergo toti humano generi vera Dei cognitio provenir et, Verbum suae virtutis unigenitum Deus Pater misit in mundum, ut per eum totas mundus ad veram cognitionem divini nominis perveniret, et hoc quidem ipse Dominus facere inchoavit in suis discipulis, secun­ dum illud Ioann. X V II, 6: Manifestavi nomen tuum hominibus quos dedisti mihi de mundo. N ec in hoc terminabatur eius intentio ut illi soli Deitatis haberent notitiam, sed ut per eos divulgaretur in mundum universum, unde postea subdit: Ut mundus credat quia tu me misisti. Quod quidem per Apostólos et successores eorum continué agit, dum ad Dei notitiam per eos homines adducuntur, quousque per totum mundum nomen Dei sanctum et celebre habeatur, sicut praedictum est M a l I, 11: Ab ortu solis usque ad occasum magnum est nomen

meum in gentibus, et in omni loco sacrificatur et offertur nomini meo oblatio munda (S anto T omAs, Comp. Theol. II, 8). 171 Cfr. I dem, C. G. III, 112. 172 Como se puede ver, la doctrina de Santo Tomás al respecto está bien lejos de ese expediente extrínseco (pasteleo teorético) de la «síntesis» entre teocentrismo y antropocentrismo, entre metafísica y antropología, entre filosofía del ser y personalismo, etc. No puede menos que sorprender la pobreza de conocimiento metafísico que se requiere para poder llamar «filosofía de tipo cosmológicocosista» a la metafísica del ser, y tratar luego de «mejorarla» me­ diante una síntesis que se pretende El pensamiento filosófico con­ temporáneo. Un ejemplo de esas afirmaciones puede encontrarse en: Y. C ongar, Situation et taches presentes de la Théologie, Ed. du Cerf, París 1967. Me permito también remitir al lector interesado, a mi ensayo sobre los planteamientos filosóficos de H. de Lubac y K. Rahner: Rilievi critici a due fondamentazioni metafisiche per una costruzione teológica, en Divus Thomas L X X V (1972) n. 2, pp. 150-176. En resumen: «presque chaqué fois qu'un philosophe chrétien se dit incapable d’accepter la doctrine thomiste, on peut constater qu’il Pignore ou qu'il en méconnait le sens profond» (E. Gilson, La paix de la sagesse, 1. c., p. 44).

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mos llamar una situación trascendental. En virtud del mo­ mento trascendental (en sentido tomista, y no kantiano) de la participación, todo el ente finito aparece íntimamente afec­ tado por el Ser por esencia, en su posición constitutiva de realidad. De este modo, el hombre resulta trascendentalmen­ te contenido —y en consecuencia, situado— por aquel Todo separado que, mediante la causalidad trascendental, lo pe­ netra y lo reporta a Sí. Este es el estatuto ontológico de la antropología; y al hacer esta metafísica, se expresa simultá­ neamente el vértice supremo de la antropología, la naturaleza profunda del hombre, su verdad radical, su consistencia y el grado peculiarísimo de participación del ser que tiene. Así se expresa también la dependencia total que la cria­ tura tiene del Creador, y a la vez el máximo de distinción. Contrariamente a lo que sucede a las criaturas no intelectua­ les,, el hombre hasta cierto punto puede trascender la tota­ lidad creada que lo contiene, separarse y advertir la propia posición, avistando a Dios como su Causa y el origen radical de toda situación, precisamente porque el hombre es en cierto modo —por el conocimiento— todas las cosas. Pero lo es sólo quodammodo, en cierto modo: su comprehensio entis es imperfecta, limitada, porque el hombre es una par­ ticipación particular del ser y no es la causa libre que lo pone. Pero al mismo tiempo aquella imperfecta comprehensio es totius entis, de todo el ente, y tiene por tanto la posibilidad de usar la categoría de la totalidad para su propia orienta­ ción.173, en una infinita lejanía de un Dios infinitamente cer­ cano, y descubrir maravillado que el lugar del alma es Dios 174-; y que, por tanto, su vida debe consistir en un regreso175. 173 Com e si causa confusione quando s ’insegna la geografía con caríe troppo specializzate, trascurando di far vedere sul mappamondo la posizione reciproca dei paesi (si puó infatti aver l’illusione che la Danimarca per esempio sia grande com e la Germania), cosí le minuzie disturbarlo il discorso religioso se la categoría della totalitá non da l’orientamento dappertutto, almeno indirettamente (S. K ierkegaard, Postilla non scientifica, trad. ital. Ed. Zanichelli, Bologna 1962, II, p. 240).

174 Santo T omás, In dúo praecepta carit. et in decem legis praec., de tertio praec. 175 Quia omnis creatura primo in Deo extitit quam in seipsa, et a Deo processit, quodammodo ab eo distare incipiens secundurh essentiam per creationem; ideo rationalis creatura ad ipsum Deum

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Así, «precisamente porque entre Dios y el hombre hay una diferencia absoluta, el hombre se expresa perfectamente cuando expresa absolutamente la diferencia. La adoración es el máximum para expresar la relación del hombre a Dios y, a la vez, su semejanza con Dios, puesto que las cualidades son absolutamente diferentes. Pero la adoración significa pre­ cisamente que Dios es absolutamente todo para el hombre y que el adorador es a su vez aquel que distingue absolutamen­ te» 176. De este modo, el hombre expresa su acto supremo de amor y libertad, y simultáneamente su verdad más profun­ da, cuando dice en oración íntima: «¡mi Dios, mi Unico, mi Todo!» 177. Poco más podemos saber naturalmente del Ser por esen­ cia. Aquí las fuerzas de la razón se encuentran ya casi exte­ nuadas. «Si el entendimiento humano comprende la sustancia de alguna cosa —por ejemplo, de una piedra o del triángu­ lo— , nada inteligible habrá en esa cosa que exceda a la razón humana. Pero esto no ocurre en relación con Dios. Porque el entendimiento humano no puede llegar naturalmente hasta su sustancia, ya que el conocimiento en esta vida tiene su origen en los sentidos y, por tanto, lo que no cae bajo el poder de los sentidos no puede ser aprehendido por el enten­ dimiento humano si no en cuanto es deducido de lo sensible. Pero los entes sensibles no pueden llevar a nuestro enten­ dimiento a ver en ellos lo que es la sustancia divina, pues son efectos inadecuados al poder de la causa. Nuestro en­ tendimiento, a partir de lo sensible, puede ser conducido al conocimiento de que Dios es, y a otras verdades semejantes propias del primer principio» 178. He aquí la grandeza y la miseria del ápice de nuestro conocimiento metafísico: lo mucho poco conocido, la infinitud finitamente aprehendida. Sólo la aceptación agradecida de nuestra condición finita, de nuestro ser escasamente cognoscente, pero como milagrosamente siendo y conociendo, podrá debet religari, cui primo coniuncta fuerat etiam antequam esset, ut sic ad locum unde exeunt f lamina revertantur (I dem, Contra impugn. Dei cultum et relig. 1). 178 S. K ierkegaard, Postilla non..., II, p. 219. 177 J. E scrivá de B alaguer, Santo Rosario, 13 ed., Rialp, Madrid

1972, p. 39.

178 Santo T omás, C. G., I, 3.

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aquietarnos en el gozo humilde y feliz de esa brizna lumino­ sísima del conocimiento de Dios 179.

4.

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¿Qué sabemos de nosotros mismos y cómo lo sabemos? Habiendo alzado nuestra mirada hasta las últimas alturas, ha­ biendo allí avistado nuestro fin y nuestro origen, surge hondo e íntimo este interrogante: ¿qué soy yo? La realidad del mundo, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, han formado siempre como la- triple dimensión del fundamento de la vida religiosa y moral de todo pueblo, de toda civiliza­ ción, en todo tiempo. Las tres verdades forman la sustancia misma del patrimonio fundamental del conocimiento espon­ táneo, y dan la medida esencial del vivir y del obrar humanos. El alma no se conoce a sí misma por esencia, de modo in­ mediato, por lo que se refiere a lo que ella misma es. «No se puede decir que el alma entienda por sí misma cuál es su propia esencia. Porque una potencia cognoscitiva se hace ac­ tualmente cognoscente cuando está en ella aquello por lo que conoce. Y si eso está en ella en potencia, conocerá en potencia; si está en acto, conocerá en acto; si está en una situación intermedia, conocerá habitualmente o tendrá el hábito de conocer. Pero el alma con respecto a sí misma está siempre en acto (de lo contrario, ni está ni es) y nunca en potencia o habitualmente. Luego si el alma conociese por sí misma lo que ella misma es, siempre conocería actualmente su propia esencia (siempre estaría en acto de conocerse), lo que es evidentemente falso (...). Por otra parte, en todos los órdenes, lo que es por sí es anterior a lo que es por otro, y además es su principio. Luego lo que es conocido por sí es previamente conocido a todo lo que se conoce por otro, y es además principio de ese otro conocimiento; como las pro179 Cfr. J. E scrivá de B alaguer, Camino, 26 ed., Rialp, Madrid 1965, n. 782. Cabe señalar a este propósito que no existe un deseo natural de ver sobrenaturalmente (en Sí mismo a Dios): ese deseo, más que una veleidad, sería un desorden, un deseo desordenado. Na­ turalmente se desea ver a Dios como puede ser naturalmente visto, y en esa visión consistiría la eterna felicidad natural.

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posiciones primeras con respecto a las conclusiones. Según esto, si el alma conociese por sí misma su propia esencia, eso sería lo primeramente conocido y el principio de todo otro conocimiento. Pero esto es claramente falso, pues la ciencia no presupone lo que es el alma como algo conocido ya, sino que se propone averiguarlo mediante otras cosas. Luego el alma no se conoce a sí misma por su propia esencia (...). Por consiguiente, lo que nuestra mente conoce de sí misma por sí misma es sólo que existe ( quod est). Porque, al percibir que obra, percibe que es; y como obra por sí misma, por sí misma conoce que es» 18°. El alma es conocida como forma sustancial y principio animador en los vivientes; el conocimiento de su existencia no es propiamente el término de una demostración, ya que el alma se manifiesta a cada uno en sus propios actos vitales. Distinguimos los entes vivos de aquellos que carecen de vida, mediante sus operaciones características: los entes vivos se mueven por sí mismos. Por eso, decimos de cualquier cosa que se mueve sin que aparentemente sea movida: parece que está vivo. Este moverse a sí mismo se expresa, con tecnicismo mayor, hablando de operaciones inmanentes: que empiezan y terminan en sí, que permanecen (manent in) en su sujeto. En los vivientes, como en cualquier ente corpóreo, distingüimos el sujeto subsistente (suppositum) que designa la to­ talidad de sí, con una forma sustancial o acto en el orden formal, y la materia o potencia de ese acto. Esa forma sus­ tancial es en los entes vivos el principio de animación: motor o principio actual de sus operaciones, mediante las potencias operativas; y principio informador de la materia1 181. Como 0 8 motor, mueve; como principio informador, organiza; y así da razón de las operaciones y de los órganos o estructura orgánica corpórea. De esta manera llegamos a distinguir varios grados de vida, según las operaciones vitales que advertimos, según como los entes vivos se muevan a sí mismos. La experiencia nos muestra que esos grados pueden reducirse a tres, que se denominan tradicionalmente: vida vegetativa, vida sensitiva y vida intelectiva. En el primer grado, el sujeto es causa

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180 S anto T omás, C. G. III, 46. 181 I dem, In II Sent., d. 31, q. 21, a. 1 ad 1. )

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material y eficiente de su propia acción, pero ésta aparece siempre determinada ad unum. En el segundo grado, el su­ jeto se da a sí mismo también la causa formal de su acción, lo que presupone la capacidad de adquirir esa forma, de poseerla intencionalmente: posibilidad de conocer el término inmediato de su operación y de apetecerlo en cuanto cono­ cido. En el tercer grado, el sujeto se da también a sí mismo el fin de la acción que pone, y por tanto tiene que conocerlo como tal fin, y debe por tanto poseer un conocimiento que trascienda los objetos inmediatamente dados; el sujeto es así, en su propio orden, causa total de su propia acción: hace, hace algo, se lo hace a sí mismo, y lo hace porque quiere. El nacimiento, el desarrollo y la muerte de los vivientes implican la composición real de forma (alma: forma que anima o vivifica) y materia (cuerpo: materia organizada y vivificada). Su unidad sustancial exige que esa composición real sea la de un principio actual (acto en el orden formal o predicamental) que actualiza un co-principio potencial. Ese compuesto, que es lo que nace y muere y opera, es a su vez potencia respecto del acto de ser, que es lo que hace ser a la forma como acto y por tanto como acto de aquella potencia o forma de aquel cuerpo. Hay que decir que no es la forma por la materia, sino la materia por la forma y para la forma, como toda potencia es por su acto y para su acto. En la medida en que un compuesto opera, manifiesta como una excedencia de actualidad: su forma sustancial no se agota en informar la materia correspondiente, sino que tiene como un exceso de actualidad que se vierte en acción. De ahí que cuanto más noble es una forma, tanto más do­ mina la materia corporal, menos queda como sumergida en ella, y tanto más su operación excede lo corpóreo 182. Diría­ mos que hay allí más acto del que la potencia es capaz de recibir; lo que, por otra parte, supone la mayor perfección posible en la actuación de la materia (perfección corporal, en el orden esencial, y no necesariamente con el añadido de todas las posibles perfecciones accidentales). Así, en efecto, encontramos en el hombre —además de una animación o información corporal de máxima perfec182 Cfr. I dem, S.

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1, q. 76, a. 1.

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ción— unas operaciones que exceden de tal modo la natu­ raleza corpórea, que ni siquiera se ejercen por medio de un órgano corporal; operaciones de suyo perfectamente inmate­ riales, como son el conocer intelectivo (por el que poseo una forma ajena en cuanto ajena, en cuanto no actuando mi pro­ pia materia físicamente: posesión intencional) y el querer consiguiente o voluntad. La inmaterialidad de estas opera­ ciones (ya hemos visto hasta qué punto trascendían todo lo material) señalan claramente la inmaterialidad o espirituali­ dad de su principio, de sus potencias operativas y, en conse­ cuencia, de la forma sustancial que es su sujeto. El alma que tiene tales operaciones, y por tanto tales potencias operati­ vas, es necesariamente espiritual: subsistente en sí misma, es decir, no necesita ser forma de un cuerpo para subsistir (puesto que no necesita —propiamente y de suyo— de un cuerpo para obrar, y el obrar sigue al ser). Tenemos además —por lo inmediato en nosotros de nuestras propias opera­ ciones espirituales de entender y querer— , una percepción propia de lo espiritual, y no simplemente negativa 18h «Al co­ nocimiento del alma Santo Tomás atribuye una precisión que no reconoce al conocimiento de las cosas materiales, aunque ésta se realice por abstracción inmediata, y la del alma en cambio por un proceso de rigurosa demostración y por tanto mediatamente (m alio, esto es, en la especie inte­ ligible). Sólo del alma podemos decir, en efecto, que conoce­ mos su última y propia diferencia, que nos da la perfecta medida de su naturaleza y de su capacidad: el alma humana se entiende a sí misma por su entender, que es su propio acto, y que es lo que demuestra perfectamente su capacidad y su naturaleza (S. Th. I, q. 88, a. 2 ad 3)» 18h La corrupción del viviente sobreviene cuando, al perderse la forma, por la indisposición del cuerpo, el compuesto pierde el ser, y el cuerpo se desorganiza. Esa corrupción o pérdida del ser del compuesto afecta a la forma o alma, cuando ésta no tiene el ser por sí, sino sólo como forma de aquella materia. Por el contrario, cuando una forma es de suyo inmaterial, cuando tiene el ser por sí (aunque no se lo haya dado a sí misma, aunque haya distinción real entre esencia y acto1 4 3 8 183 Cfr. I dem, S. Th. 1, q. 79, a. 4; Cfr. De Veritate, X , 9. 184 C. Fabro, L'anima, Studium, Roma 1955, p. 165. OPCION INTELECTUAL.— 6

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de ser, como en todo ente creado), no puede tampoco per­ derlo por sí misma, no puede descomponerse de sí, disociar­ se, perderse; sólo puede ser aniquilada por la Causa essendi. De ahí que afirmemos con Santo Tomás una cierta nece­ sidad (y no común contingencia) a la existencia del alma, aunque sea una necesidad ab alio, porque ab alio (de otro, de Dios) procede su ser. Y de ahí que digamos, ya con segu­ ridad científica que confirma la convicción de todo cono­ cimiento espontáneo, que el alma es inmortal, que no pierde el ser con la separación del cuerpo y su corrupción; como también hemos de afirmar que una forma tal debe ser nece­ sariamente creada en cada caso y directamente por Dios: excede la potencia de la materia, y no hay agente natural que pueda educir un acto tal de tal potencia. El alma humana es una sustancia espiritual que también, por esencia informa un cuerpo; pero que no necesita infor­ marlo para subsistir, aunque sí lo necesita para que se dé la naturaleza humana completa. El alma humana sola no posee la perfección total de la naturaleza humana, que consta —como de partes— de alma y de cuerpo 185, partes que pueden formar una sustancia única precisamente como acto y potencia en el mismo orden, cuyo compuesto recibe el esse hominis, como la esencia su acto de ser, con el mediante trascendental de la forma: mediación que adquiere en el caso del hombre una fuerza peculiar, en cuanto inde­ pendiente en el ser. El alma comunica al cuerpo su ser sus­ tancial, y confiere así una sustancialidad única al compuesto, pero reservándose esa subsistencia cuando el compuesto ven­ ga a faltar por descomposición o separación de la materia. Cuando el sujeto o totalidad subsistente es de naturaleza racional, y sujeto por tanto de conocimiento intelectual y de querer libre, recibe el nombre de persona. El individuo humano es una persona, lo que subsiste en una naturaleza racional, el sujeto que tiene esa naturaleza. La persona no es propiamente un modo superior de poseer una naturaleza, sino la posesión de una naturaleza superior, de un grado superior de participación en el ser. Ninguna naturaleza tiene ser sino en su supuesto, y así no hay tampoco humanidad, 185

Cfr. Santo T omás, De rationibns fidei, 6.

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J "J METAFISICA DE LA OPCION INTELECTUAL

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sino en el hombre 186; y a eso que subsiste por sí, tiene la naturaleza humana como esencia y es, de este modo, sujeto real del acto de ser, se le llama persona, que es lo más per­ fecto que se da en la naturaleza creada. El constitutivo real (mejor que formal) de la persona, como de todo suppositum en general, está en la línea del acto de ser del ente, que implica su naturaleza individuada y sus accidentes necesarios, actuándola. Esto, evidentemente, guarda estrecha re­ lación con la doctrina del conocimiento intelectual de lo singular, con el realismo de nuestro conocimiento, con la distinción real entre esencia y acto de ser (que como potencia y acto no admiten término medio o elemento de unión), con la noción capital de actus essendi como acto de todo acto y de toda perfección. El acto de ser es el acto del ente en cuanto ente, es acto de subsistir que constituye al sujeto como tal, y por tanto como sujeto de su naturaleza, de sus accidentes y así de sus facultades y de sus operaciones. La naturaleza humana incluye sólo lo propio de la espe­ cie humana; la persona lo incluye todo, de manera que su naturaleza viene a ser como su parte formal, que sólo subsiste en su sujeto. Pero a la vez hemos de decir que, puesto que no es la naturaleza humana la que subsiste (sino esta persona, este sujeto de naturaleza humana, este hombre), el hombre no es la humanidad, sino que la participa; y no subsiste tampoco el hombre, sino este hombre, que es a quien conviene la razón de persona 187. Pero si la persona no es su naturaleza, menos aún es sus potencias (que entran en composición con la naturaleza, y fluyen de los principios de la esencia, pero no son la esencia), y mucho menos es sus actos (que incluyen nueva composición). La persona es el sujeto, y se define como sujeto de naturaleza intelectual (de naturaleza racional, en el caso de la persona humana). La composición es compañera inseparable de nuestra condi­ ción de criaturas. En la criatura, una mayor perfección com­ portará necesariamente nuevas composiciones (como los cuer­ pos más perfectos, en el orden material, muestran mayor com­ plejidad). Estas composiciones, dialécticamente relacionadas 180 Cfr. I dem, In I II Sent., el. 2, q. 2, a. 3. Cfr. I dem, In I I I Sent., d. 5, q. 1, a. 3.

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como potencia-acto, irán señalando también una participa­ ción mayor en el acto de todo acto y de toda perfección, en el acto de ser, que de suyo y como acto es simplicísimo, que se descompone en sucesivas composiciones —por decirlo de modo paradójico— por las potencias que sucesivamente actúa. La composición —como el límite— viene por parte de la potencia; la unidad —como la perfección—, por la del acto. De ahí también que el hombre, en cuanto sus potencias ope­ rativas son realmente distintas de su esencia, debe recuperar la unidad, reintegrarse con su operación o acto segundo, evi­ tando la disgregación, subordinando el cuerpo al alma, la po­ tencia al acto, los medios al fin: el desorden equivale a la descomposición, a la pérdida de unidad, a la corrupción y a la muerte. Por eso, la noción misma de alma señala en cada mo­ mento histórico la altura moral de un pueblo o de una cul­ tura 188. Y la precisión de su naturaleza —su relación al cuerpo como acto formal y sustancial, y a la vez su espiri­ tualidad y su inmortalidad, la distinción de sus potencias y su dominio sobre ellas, la multiplicación real en cada sujeto, su distinción también real (como persona de esa naturaleza) del correspondiente acto de ser, etc.—, constituyen un prin-, cipio ordenador de la conducta moral. Así no es extraño que haya sido la filosofía cristiana, con Santo Tomás, la que haya dado con la ayuda de la fe la más exhaustiva respuesta a la pregunta sobre lo que es el hombre, al decirle lo que es su alma. Es indudable que este mejor conocimiento del hombre —de este grado de la participación del ser que es el hombre— se proyecta inmediatamente en nuestro mejor conocimiento natural de Dios 189: si no supiéramos —por lo que el alma 188 La storia del problem a dell’anima e alia fine la storia della vita stessa dei singoli popoli e delle diverse culture: con essa la civiltá si eleva, si chiarifica o si abbassa, perché ogni individuo ed ogni popolo non si puó muovere nel suo ambiente e partecipare alia vita esteriore che muovendo da una definita concezione dell'essenza dell’uomo che ha nell'anima il proprio atto (C. Fabro, L ’anima, p. 292). 189 Viceversa, es significativo como al agnosticismo teológico — con­ siguiente a la pérdida de la metafísica del ser— haya seguido inme­ diatamente una perversión de la doctrina sobre el alma: retrocediendo a posiciones arcaicas (aunque se utilicen terminologías nuevas) de

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sabe de sí misma— lo que es el ser espiritual, no podríamos referirlo a Dios, a quien eminentemente conviene 19°, y no po­ dríamos por tanto concebir a Dios como Principio Personal de quien todo procede, ni concebir su sabiduría y su amor libre con que nos ha creado, y de algún modo la pureza absoluta de su Acto, de su Ser. Pero de todas maneras conviene hacer algunas observa­ ciones a este respecto. Recordemos que, para conocer lo que soy, tengo que estar ya en acto de conocimiento, y así conocerme como principio de conocimiento (y lo mismo vale para el querer, que además ha de ser conocido para conocer desde él). Pero es por los sentidos como yo me pongo en acto de conocimiento, y es así como sé lo que es conocer. Por eso, «aunque este espejo que es la mente huma­ na, representa a Dios más de cerca que las criaturas infe­ riores, el conocimiento de Dios que puede suministrar la mente humana no supera el género de conocimiento que parte de las cosas sensibles, puesto que incluso el alma conoce su propia esencia a partir del conocimiento de las cosas sensibles, como ya hemos dicho. Luego por este camino no puede conocer a Dios de una manera más elevada que la que resulta de conocer una causa por su efecto» *191. Así, tampoco nuestro conocimiento espiritual puede de­ cirnos lo que Dios es. Que es ya lo sabemos a partir de las cosas sensibles, gracias precisamente a que nuestro conoci­ miento espiritual puede remontarse a su causa: pero no podemos, naturalmente, salir de la analogía del ente creado. Sin embargo, nuestro propio conocimiento, el de un ente cognoscente, añade algo a las perfecciones que atribuimos a Dios: por ejemplo, que sea cognoscente siempre en acto, que su ser y su conocer se identifiquen; pero siempre remontán­ pancosmismo, de identidad con la materia, etc.; es decir, a la perver­ sión de la doctrina católica y definida de la.unicidad de cada alma, de su espiritualidad y de su inmortalidad. Sólo aquel agnosticismo puede explicar el éxito de divulgación que está teniendo ahora la tesis racionalista de Reimarus — increíblemente apriorística— de que la in­ mortalidad del alma no es enseñada por la Sagrada Escritura; esa inmortalidad habría sido una contaminación procedente de la filosofía griega: Cfr. Fragmente des Woljenbüttelschen Ungennanten, G. E. Lessing, Berlin 1895, p. 261.

190 Cfr. Santo T omás, C. G. Cfr. Ib id., 47 .

191

III, 46.

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donos por la vía del efecto a la causa, y a una causa que es absolutamente excedente: de la que, por tanto, nosotros mis­ mos no somos más que efectos absolutamente inadecuados, procediendo de su libre voluntad creadora, sin necesidad al­ guna. «El grado supereminente que esas perfecciones tienen en Dios no puede ser significado con nuestros nombres más que por negación, como cuando decimos que Dios es eterno o que es infinito, o también por relación del mismo Dios con los otros entes, como cuando le llamamos Causa primera o Sumo bien. En realidad, no podemos captar lo que Dios es, sino qué no es, y de qué manera las otras cosas se relacionan con El» ly‘". De tal manera es esto, que ni siquiera puede decirse que Dios entre en el género predicamental de la sustancia, «por­ que el constitutivo de la sustancia hay que entenderlo en el sentido de que 'la sustancia es aquella cosa a la que le compete existir no en un sujeto'; pero el nombre de 'cosa' se le impone en relación con la esencia (quocl quid est), como el nombre de 'ente' (ens: participio activo de ser) se le aplica en relación al ser (esse); y por eso, con la noción de sustancia se entiende algo que tiene una esencia a la que le conviene ser no en otro. Ahora bien, esto no se aplica a Dios,"pues no tiene más esencia que su ser. De donde se sigue que no entra de ningún modo en el género de la sustancia, como no entra en ningún otro género» 1 I93. 2 9 Suprema excedencia del ser divino, que nosotros analó­ gicamente atisbamos desde nuestro ser, dichosamente depen­ diente de El.

192 193

Ibíd. I, 30. Ibíd. I, 25.

II.

1.

LA OTRA POSIBILIDAD

La posición de la alternativa

Ya hemos visto detenidamente que nos conocemos a nos­ otros mismos como entes incluidos en una cierta totalidad, constituida por lo que solemos llamar realidad. Esta realidad está a su vez incluida en otra que no nos es sensiblemente dada: totalidad total, más allá de la cual ya no hay nada: Totalidad a la que damos el nombre de Dios 1. A esta visión del ser se le puede llamar realismo. Pero, como afirma Karl Jaspers 2, hay otra actitud posi­ ble, que a partir de Kant, más que posible hay que consi­ derar inevitable. En lugar de un ser que me incluye, soy yo el incluyente, y la realidad lo incluido: el entendimiento pone la realidad objetivamente dada, que existe, por tanto, en mí y por mí. Yo me revelo como la totalidad incluyente, en la que y por la que cualquier otra cosa existe: yo soy el ser. La conciencia es el lugar del ser. A esta otra visión del mundo, naturalmente antitética, se le puede llamar inmanen1 Vid. cap. I, 3: El Ser. 2 Cfr. Vernunft und Existenz. Fünf Vorlesungen (Bremen, J. Storm Verlag, 1949), pp. 3441.

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tismo, con independencia de los diversos sistemas que así puedan construirse y de las reducciones que se quiera impo­ ner al conocimiento humano. Las cosas son, indudablemente, algo más complicadas de lo que el resumen de Karl Jaspers da a entender. Pero este resumen tiene la ventaja de centrar en pocas palabras el problema de «la otra posibilidad». Efectivamente no se trata aquí de dos sistemas, sino de dos actitudes. El asunto viene de lejos. Con la imperfección propia de los tanteos, de una intuición profunda pero aún no desarrollada en todas sus implicaciones ni técnicamente planteada de modo preciso, las dos actitudes aparecieron ya en los comienzos del filosofar humano, y de alguna manera pueden encontrarse a todo lo largo de la historia de la filo­ sofía. Sin embargo, han hecho falta siglos hasta llegar a la suficiente madurez teorética para que esas dos actitudes inte­ lectuales se muestren, no ya como dos posibilidades entre otras o . como dos posibles caminos hacia el saber, sino como las dos posibilidades radicales de lo teorético, y para que llegásemos a ser plenamente conscientes de su radicalidad. Si conociésemos a Dios de modo inmediato —por idea innata, por intuición o de cualquier otra manera semejante— no tendríamos esa «otra posibilidad» de fundamentar la rea­ lidad. Pero no es así. No es fácil llegar al conocimiento filo­ sófico de Dios: y entretanto la realidad experimentada está pidiendo una fundamentación, algo que, sobre el dato de su indudable presencia, añada su explicación, que nos haga entender por qué es, puesto que ya entendemos que es, y también de alguna manera llegamos a entender qué es. No se trata propiamente de encontrar la última realidad que rodee y contenga a las demás, de encontrar la realidad en la que todos los seres son. Este mismo equívoco que acabo de señalar —tomar lo que es en sí por lo que es por sí: atribuir la aseidad a la sustancialidad— es bastante expre­ sivo de la dificultad para llegar al Ser Unico, que es por sí y no por otro, y que se nos da a conocer como el que es. Desde luego, la Verdad primera no es la primera verdad que alcanzamos. La primera noción es la de ente, la que expresa lo que es eri~acto por tener el acto de ser. Y su primera verdad explícitii~éI^rimeNprihcipio es que lo-que-es

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es, y no puede no ser, al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. Sobre este principio radical se edifica —en conti­ nua dependencia de la realidad experimentada—■ toda la me­ tafísica que nos permitirá elevarnos trabajosamente hasta el Ser que es por sí y por el que todo lo demás es, Verdad Primera en sí que da razón de toda otra verdad, porque es la verdad del Principio mismo del ser3. Es lo que se ha llamado el realismo fuerte de Santo Tomás: la formulación más precisa y profunda que se ha hecho hasta aquí4 de la posibilidad primera: de la posibilidad natural del saber humano. Pero, ciertamente, el hecho de ser yo quien conoce, el hecho de que el hombre sea por su intelecto, según la clásica expresión, quodammodo omnia, en cierto modo todas las cosas, puesto que, al conocerlas, el acto de lo conocido en cuanto tal y el acto del cognoscente en cuanto tal se identi­ fican en un solo y mismo acto vital de conocimiento; ese hecho, digo, ofrece la otra posibilidad: todo lo que existe, existe en mí y por mí, yo me revelo como la totalidad in­ clusiva en la que y por la que toda cosa existe (por supuesto, sólo en cuanto conocida). El principio de inmanencia no es tampoco la primera verdad que alcanzamos, pero es mucho más fácil declararla Verdad primera: metodológica y nor­ mativamente, como en Descartes; como posibilidad única 3 Primam Philosophiam Philosophus determinat esse «scieniiam veritatis »; non cuiuslibet, sed eius veritatis, quae est origo omnis veritatis, scilicet quae pertinet ad primum principium essendi ómnibus; unde et sua veritas est omnis veritatis principium. Sic enim est dispositio rerum in veritate, sicut in esse (S anto T omás, C. G., I, 1). 4 La métaphysique de saint Thomas d'Aquin repose sur une conception du premier principe telle que, satisfaisant aux exigences de la révélation la plus littéralement entendue, elle assigne du m ém e coup á la métaphysique l’interprétation la plus profonde de la notion d'étre qu’aucune philosophie ait jamais proposé (...). Si done on m ’objecte que je ne saurais pourtant prétendre arréter á saint Thomas le cours de Vhistoire de la métaphysique et qu’il est grand temps de trouver autre chose, je répondrai simplement que je n’ai en charge d’arréter ni de reteñir quoi que ce soit (...). Je dis done seulement que si j ’avais trouvé quelque chose de plus intelligent et de plus vrai que ce que saint Thomas a dit de l'étre, je me serais em pressé d’en faire part a m es contemporains (E. Gilson, Le philosophe et la théologie [París, Le Signe, 1960], pp. 253-254).

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ele la razón pura, como en Kant; o definitiva y terminal­ mente, como en Fichte. Las dos posibilidades son totalitarias. Desde el ser se puede considerar el conocimiento como un cierto modo de ser. Desde el conocimiento se puede considerar el ente (co­ nocido) como una cierta actuación del conocimiento. La primera posibilidad concuerda mejor con nuestra ilimitada apertura al ser en toda su infinitud, y, por tanto, a Dios. La segunda concuerda mejor con nuestra limitación: toda vez que yo coincido conmigo, me puedo poseer de un modo más adecuado, y en parte con menos oscuridades de las que el Ser, Dios, lleva consigo para mi conocimiento, que es el conocimiento de un ente, de un acto de ser particular, ontológicamente limitado. En efecto, la primera posibilidad me impone la acepta­ ción de conceptos negativos: casi todo lo que podemos saber naturalmente de Dios, aparte de conocer que es (con todo lo que de positivo esto comprende), es de carácter negativo: lo que Dios no es; conocimiento que se obtiene por un pro­ ceso de remoción de las limitaciones que encontramos en los entes (incluidos nosotros mismos) con quienes nos rela­ cionamos inmediatamente; limitaciones que tienen no en cuanto son —porque de suyo el ser no dice limitación—, sino en cuanto son lo que son. «Es un error creer que no hay conceptos negativos. Los principios más altos de todo pensamiento, o las pruebas de éstos, son negativos. La razón humana tiene fronteras: es ahí donde están los conceptos negativos. Los combates de frontera son negativos, esto es, repulsivos. Se tiene una idea charlatanesca y presuntuosa de la razón humana, especial­ mente en nuestros tiempos; no se concibe nunca un pensa­ dor, un hombre razonable, sino la razón pura y cosas así que no existen de ningún modo; porque me parece que nadie (sea profesor o sea lo que quiera) puede decirse la Razón absoluta. La razón absoluta es un producto de la fantasía, y eso explica esa fantástica carencia del límite, para la cual no hay ningún concepto negativo,sino que se comprende todo, como la bruja (de la fábula) que acabó

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comiéndose el estómago»5. Es esa imaginaria carencia del límite lo que induce a rechazar a Dios, rechazarlo al menos como Verdad que fundamente toda otra verdad, ya que la oscuridad con que lo .conocemos afecta de algún modo —en la médula misma de su ser— a todas las demás verdades. «Tales dificultades (para conocer a Dios y, en consecuen­ cia, para conocer exhaustivamente lo que es obra de Dios) no constituyen de ningún modo argumentos para la posición atea, porque nacen de la situación humana: del hecho de que nosotros podemos avistar la relación con Dios sólo a partir de la esfera humana; mientras, en realidad, no sólo la relación de Dios al mundo y al hombre, sino también la relación del mundo a Dios y sobre todo del hombre a Dios, se establece de parte de Dios, que es el Principio y el Bien absoluto. No hay que asombrarse, por tanto, de que el teísta no pueda hacer plena luz sobre aquellas dificultades: si lo pudiese hacer, el hombre ya no sería hombre y una mente finita, sino que sería Dios mismo. Más aún, precisamente porque el hombre, ser finito, no logra resolverlas, la solu­ ción de tales dificultades se encuentra justamente en la «in­ finitud» de los atributos divinos, en la que se diluyen las angustias de la finitud» °. Una actitud de independencia absoluta en nuestro conocer es incompatible con Dios (al menos como verdad de razón). La actitud propia para llegar al Ser Absoluto — et hoc dicimus Deum 7: al que llamamos Dios— no puede ser más que la de la absoluta dependencia. «En relación con Dios, el cómo es el qué. Quien no se pone en relación según el modo del abandono absoluto, no se pone en relación con Dios. Respecto a Dios uno no puede ponerse en relación hasta cierto punto, porque Dios es precisamente la negación de todo lo que es hasta cierto punto» 8. Y este abandono incluye, en lo intelectual, la aceptación incondicionada de aquella oscuridad ante el ser de Dios: la

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1

)

5 S. K ierkegaard, Diario, X 2 A 354: Papirer (1850), publicado por P. A. Heiberg, V. Kuhr y. E. Torsting, Gydendal Forlag Copenhagen,' 1909-1948. Trad. italiana, C. Fabro, en 3 vols., Brescia 1948-1951. 8 C. Fabro, Introduzione all'ateísmo m oderno (Roma, Studium), 2.a ed. 1972, p. 34.

7 Santo T omás, S. Th., 1, q. 2, a. 3. o . c., X 2 A 664.

8 S. K ierkegaard,

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repulsión natural que la oscuridad provoca en el entendi­ miento —su bien está en la luz— ha de venir compensada por un afecto, por un imperio amoroso y recto, por una aceptación de que lo que es, es mucho más que lo que co­ nozco, que yo no agoto el ser ni siquiera para mí mismo 9. En el curso tumultuoso del pensamiento que tomó forma definida en Descartes, y que corre violento aún hoy, se alzó una voz que, desde dentro mismo de ese- cauce, sintió e,l desasosiego profundo, la asfixia de su alma religiosa en ese ambiente y dio un dolorido grito de alarma: fue Sóren Kierkegaard. Tal vez fue el primero en hablar de la opción que el espíritu hacía, en uso de una libertad originaria, entre el infinito trascendente y lo finito convertido en absoluto. Y al declarar la responsabilidad del individuo en esa opción, introducía el concepto de una libertad esencial —mejor que existencial: es decir, constitutiva y no puramente fáctica— en el desarrollo del pensamiento, en oposición a una pre­ tendida inexorabilidad de la posición del cogito, y en con­ traste también con la inercia formalista de una escolástica libresca y decadente. La voz de Kierkegaard, de la que muchos no han conser­ vado, más que la anécdota literaria, se hizo angustiosa porque la opción del hacia-mí era una opción hacia la nada. Mientras la opción del ser es una apertura incondicionada, de plena disponibilidad para el Ser —incluyendo, por tanto, la posi­ bilidad de una Revelación— , la opción de inmanencia, la reversión total sobre el propio pensamiento, sobre el ser de pensamiento que pongo al pensar, cierra la apertura a lo recibido y abre la espiral hacia la nada. Porque —y esto se sabe desde el realismo— yo no me sostengo a mí mismo en el ser. De -mí mismo, el fundamento, el origen es sólo la 9 It is certainly possible to think differently. Given any whole, it is always possible to decide that this whole can be reduced to one of its parts. Our present point is simply that the noetic of Thomas . Aquinas insists, before anything else, on preserving the integrity of the whole, something that cannot be done in any philosophy that does not posit as its first principie the all-embracing notion of being. Starting from being, one can have knowledge; on the contrary, if one decides to start from the act of Cognition of the knouñng sabject considered as an absolute point of departure, one will never succeed in attaining being (E. Gilson, E lem en ts..., p. 239).

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nada. La creación es precisamente la posición del ser ex nihilo sui et subiecti, por una potencia infinita que no nece­ sita educirlo de algo preexistente, que pone el ser total­ mente, que lo causa del todo. Nuestra independencia ontológica está sólo en la nada: ahí ya no necesitamos fundamento extrínseco alguno, sencillamente porque ya no somos. Sólo hay dos independencias absolutas: la de Dios y la de la nada. La primera es positiva, consecuencia de plenitud de ser. La segunda es puramente negativa y de razón. Rehusar esa limitación esencial, optar por una incondi­ cionada afirmación de sí —querer encontrar en mí el fun­ damento de todo lo que es— no puede llevar más que al vacío ontológico, a la «posibilidad de la posibilidad»: una pura posibilidad de conocimiento, una conciencia vacía y sin consistencia real, sin ser. Cuando se hace implacable esa opción —posible entonces por apoyarse en un conoci­ miento del ente, que ha actuado el propio conocimiento, que hace que uno sea cognoscente en acto y, por tanto, cons­ ciente— , el proceso intelectual consiste en una progresiva aniquilación, tal como lo expresa la conocida frase de Nietzsche: die Wiiste waschst10, el desierto crece. «Es sintomático, por no decir paradójico, que Heidegger, en su ensayo sobre Rilke, caracterice con Hólderlin la época moderna como el 'tiempo de la indigencia' (dürftige Zeií) sobre el que siguen cayendo las tinieblas de la noche, y esto porque nuestro tiempo está determinado por la 'ausencia de Dios’ (Fehl G ottes)»11. Al querer convertirse para sí mismo en absoluto, el hombre se vacía, se anula y, al cabo, como ha visto lúcidamente Sartre, inútilmente: «La pasión del hombre es la inversa de la de Cristo, porque el hombre se pierde en cuanto hombre para que Dios nazca. Pero la idea de Dios es contradictoria y nosotros nos perdemos en vano; el hombre es una pasión inútil» 12. El ser excede con mucho a nuestra capacidad, aunque sea el objeto propio de nuestro intelecto: en esa tensión está 10 Cfr. M. H eidegger, Was heisst Denken? (Tubinga, M. Niemeyer Verlag, 1954). 11 C. Fabro, Dall'essere all’esistente (Brescia, Morcelliana, 1957), página 394. 12 J.-P. Sartre, L ’étre et le néant (6 ed., París, 1946), p. 708.

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el origen de la opción entre las dos_posibilidades. Seguir el camino hacia la infinitud, aceptando siempre mi propia indi­ gencia, una aspiración nunca plenamente saciada, que ad­ vierte la dependencia en la médula misma del alma: o deli­ mitar mi hambre a un alimento del que dispongo, nutrirme de mi propio pensamiento, saciarme consagrando mi finitud: sólo la nada es a la vez infinita y totalmente mía. He aquí, líricamente descrita, la trayectoria de la inmanencia: «Un ascua hemos de ser en plenitud / los dos, dios deseado y deseante; / un ascua de conciencia y de valor; / y, como con la noche nos perdimos / en la nada más dulce de "tu todo, / con el día nos hemos de encontrar / en el todo más hondo de tu nada» n. Así. la metafísica y la religión pierden conjuntamente su objeto. Sólo nos cabe, desde el realismo, desde la otra posibilidad no abandonada, utilizar esa angustiosa e inútil trayectoria como una prueba por absurdo. A partir del principio de inma­ nencia, haciéndolo un poco más radical cada vez, más primer principio absoluto, se ha llegado a la negación de Dios; y de ahí se ha concluido con lógica rigurosa que el universo -j—el ser, en última instancia— «está de más», sobra. Y como este resultado es claramente absurdo, resulta que la hipótesis de que se ha partido era falsa, y su contraria verdadera H. Aque-1 4 3 13 Juan Ramón Jiménez, Dios deseado y deseante (Animal de fon­ do) (Madrid, Aguilar, 1964), p. 190. En la página 134 se lee: «Con la diferencia que ésta es la realidad que está integrada en lo espiritual, como un hueso semillero en la carne de un fruto, y que no excluye un dios vivido por el hombre en forma de conciencia inmanente re­ suelta en su limitación destinada; conciencia de uno mismo, de su órbita y de su ámbito.» 14 Tout le monde sait ce qu’est une preuve par l'absurde: lorsque nous nous trouvons en présence de deux hypothéses opposées, et que nous avons du mal á dém ontrer directement Vune des deux, nous prenons l'autre, nous en tirons toutes les conséquences. Si ces conséquences sont absurdes, nous savons que nous avons démontré la premiere hypothése. La m éthode est couramment utilisée en mathématiques, et dans d’autres Sciences. Eh bien, il faut le dire, avec beaucoup de précautions pour ne trop affliger l’illustre romancier et philosophe frangais et ses nombreux disciples qui font tous en choeur profession d'athéisme. II faut oser le dire: Jean-Paul Sartre, sans le savoir, bien sur, sans Vavoir voulu — il est tout á fait innocent en l'occurrence — , a donné dans ces pages de La Nausée une preuve parfaitement valable de Vexistence de Dieu, une preuve par l’absurde. En effet, ce que Sartre a tres bien établi (encore que le raison-

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lia «posibilidad» vitalmente abierta al espíritu pensante no era una «posibilidad de conocimiento». Pero ¿cuál era ese punto de partida, esa «posibilidad» de iniciar nuestra investigación del ser, que nos ha conducido al absurdo, a declarar que todo está de más? Dejemos que nos lo diga el mismo ñlósofo que ha llegado a la conclusión. «Nuestro punto de partida es, en efecto, la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente filosóficas (...). No puede haber otra verdad, en el punto de partida, que ésta: pienso, luego existo, ahí está la verdad absoluta de la conciencia aprehendiéndose a sí misma. Toda teoría que toma al hombre fuera de ese momento en el que él se aprehende a sí mismo, es en primer lugar una teoría que suprime la verdad, porque, fuera de ese cogito cartesiano, todos los obje­ tos son solamente probables, y una doctrina de probabilida­ des, que no depende de una verdad, se hunde en la nada. Por tanto, para que haya una verdad cualquiera, es necesaria una verdad absoluta; y esta verdad es simple, fácil de aprehender, está al alcance de todo el mundo: consiste en cogerse sin intermediarios» 15. El razonamiento no deja de ser paradójico. Porque si una doctrina elaborada como Sartre pretende, acaba efectivamen­ te hundiendo en la nada y en el absurdo radical (que es lo mismo, en el plano lógico) toda verdad, resulta evidente que la verdad sobre la que se ha edificado no era la verdad abso­ luta o primaria que necesitábamos, aunque fuese efectiva­ mente simple y fácil de aprehender. Sin embargo, Sartre no saca esta conclusión, sino la de que hay que conformarse con que todo sea absurdo y sin sentido. Pero eso mismo ¿es ya razonable, o es también absurdo? El aferramiento al cogito como verdad absoluta y primera no proviene, pues, de su capacidad de sustentar una inteligibilidad general: ya que, por el contrario, se ha revelado totalmente incapaz de susten­ tarla. nement demanderait á étre plus serré), c'est que, si Von part, com m e il le fait, de l’h ypothése athée posee en principe, on aboutit á un résultat véritablement absurde, á savoir que le m onde est en trop (C. T resmontant, C om m ent se pose..., pp. 148-149). 15 J.-P. S artre, L ’existentialisme est un humanisme (París, Ed. Na-

gel, 1964), pp. 63-64.

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A partir de Descartes, hemos ido poco a poco, pero con bastante más inflexibilidad de lo que generalmente se cree 10. Se empieza por establecer como principio primero, como ver­ dad inicialmente única, como verdad absolutamente indudable en sí misma y por sí misma, la existencia del sujeto pensante incluida en el hecho mismo de ^pensar. Después de sucesivas radicalizaciones del principio, se llega a la conclusión de que aquella existencia no puede ser más que una «existencia pen­ sada», puesto que el ser (filosóficamente establecido) no es más que la «tela del pensamiento»: es efectivamente así como mi ser no ofrece problemas de fundamentación, de algo que explique por qué soy. Si soy sólo porque pienso (quia/ergo), mi ser no puede tener otra consistencia que la del pensa­ miento ...mismo:_yo soy mi pensamiento. En consecuencia, aquel mundo «externo» que Descartes quería fundamentar y explicar se reduce a su ciencia, a las leyes del espíritu. Y así, partiendo de la crítica, nos hemos quedado sin física y sin metafísica, sin naturaleza y sin Dios: _sin ser 1 67. ¿Qué nos queda después de esta disolución ontológica? La simple presencia de pensamientos, con suspensión de todo juicio sobre su ser en sí. «Husserl, creyendo como Descartes que una mirada reflexiva sobre el yo pensante podía ser em­ pleada para construir una filosofía, ha erigido en principio la suspensión del juicio, la epokhé tan cara a Pirrón, ponien­ do como regla metodológica absolutamente primera para el intelecto que filosofa, que este intelecto está obligado (en 16 C’est au pére de Vidéalisme moderna, c'est á Descartes que j ’en ai, et a toute la serie de ses héritiers, qui en faisant chacun muter son systém e ont suivi u n e , courbe evolutiva d’une logique interne irresis­ tible (J. M aritain, Le paysan..., p. 150). 17 Nourri d’idéalisme kantien, l'homme moderne estime, au contraire, que la nature est ce qu’en font les lois de l’esprit. Perdant leur indépendence d'oeuvres divines, les choses gravitent désormais autour de la pensée humaine, dont ellas empruntent leurs lois. Comment s ’étonner apres cela que la critique ait progressivement eliminé toute métaphysique? Pour dépasser la physique, il faut qu'il y ait une physique. Pour s'élever au-dessus de l'ordre de la nature, il faut qu'il y ait une nature. Des que l'univers se réduit aux lois de l’esprit, ce nouveau créateur n'a plus rien á sa disposition qui lui permette de se dépasser. Législateur d'un monde auquel sa propre pensée donne naissance, l’hom m e est désormais prisonnier de son oeuvre et ne réussira plus á s ’en évader (E. G ilson, L ’esprit de la philosophie médiévale [París,

Vrin, 1948], p. 247).

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virtud de un mandato a priori y de un postulado idealista jamás examinado críticamente) a poner entre paréntesis todo el registro del ser extramental (el pan mismo del que vive el intelecto) cuando ejerce el acto de conocer. Es, pues, necesa­ rio separar, por un lamentable corte, el 'objeto' percibido por la inteligencia —y "que se coloca en la interioridad del cono­ cer— de la 'cosa' que la inteligencia percibe y que se echa al externo del conocer (dentro del paréntesis). ¡Como si el objeto percibido no fuese la cosa misma en tanto que inteligible­ mente percibida! ¡La cosa misma llevada al seno de la inteli­ gencia, para formar una unidad con su acto vital! A partir de ahí, la inteligencia, violando la ley misma de su vida, debe detenerse en un objeto-fenómeno, que la separa de sí misma y de lo que es en la realidad» ls. Hay quien pretende que sea éste el terreno de encuentro para la construcción de una nue­ va filosofía felizmente aceptada por todos, como dato primero e irrecusable. Pero de dato primario esto no tiene nada: es ya el fruto de una construcción, o de una destrucción, que tiene presupuestos; es el resultado de una abstracción que prejuzga necesariamente el resultado. Para aceptar ese punto de par­ tida sería menester no tomárnoslo en serio y volver a jugar con restricciones mentales: cosa que me resulta profunda­ mente desagradable, entre otras razones porque constituye una ofensa a la inteligencia del adversario, una insinceridad y una falta de rigor. ¿Qué decir, llegados a este punto, de los esfuerzos apolo­ géticos de tantos «realistas críticos» que, cada uno como si no hubiese tenido predecesores en el intento, tratan de trans­ formar las «verdades de hecho» que profesan, en «verdades de razón» que hayan de profesar también los inmanentistas? Históricamente ha sido un fracaso. Metodológicamente: un método se justifica sólo por sus resultados. Como método de escuela, los resultados no lo han justificado. Como método personal, hay que volver a esperar pacientemente en cada caso a que el seudo-inmanentista saque sus conclusiones; el riesgo está en que, después de tanto es­ fuerzo, haya olvidado que se trataba sólo de un experimento, el ensayo de un método posible.1 8 18 J.

M

a r it a in

,

OPCION INTELECTUAL.— 7

Le paysan..., p. 158.

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¿Y como afirmación válida en sí, independientemente de sus resultados? Aquí la cosa se pone más seria. Porque si se niega realidad (aunque sea sólo «para mí») a cualquier cosa que no sea mi propio pensamiento, estoy convirtiendo mi propio pensamiento en un absoluto («para mí»), y eso es contrario, no sólo distinto, a la fe: he hecho de mí un dios («para mí»). ¿Cómo se podrá después tolerar un Dios (cono­ cido) que no sea yo mismo? Puesto de esta forma, el cogito es una divinización del individuo pensante19. Y mucho me temo que, tomado realmente en serio, no haya otro modo' de ponerlo. Como hombres podemos y debemos «dialogar» siempre y de todo lo que convenga. He dialogado mucho hasta aquí, sin preclusión alguna, y espero poder hacerlo en lo sucesivo sin dificultad. Pero tengo tal respeto por las personas y por la verdad, que no quisiera fundar malamente el diálogo en equívocos ni en tácticas, que tal vez sean excusables en un terreno práctico, pero que son detestables en el plano teo­ rético. Como hombres dialogaremos sobre la base de las eviden­ cias naturales que nos son comunes. Pero si una filosofía no se pone en continuación con esas evidencias naturales, y esta­ blece como principio primero algo que ni como hombre ni como filósofo puedo yo sustentar como tal principio primero, la posibilidad misma del diálogo queda enormemente com­ prometida. Y si, además, esa filosofía establece un principio tal que consagra la subjetividad y la convierte en el canon supremo de cualquier certeza, ¿no pierde sentido hasta la 19 Le cogito ne concluí qu’en Dieu, parce que seüle la pensée divine, puré actualité, s'iclentifie avec l’étre m ém e. Chez toute créature, Vintelligence est nécessairement puissance relative á l’étre; elle a done pour objet premier l'étre et ses lois et non pas tel étre particulier: notre propre moi. Le nier c'est vouloir d’une fagon perverse imiter Dieu, et com m e notre pensée á nous n’est pas l’étre, ni créatrice de l’étre, c’est s ’enfermer dans un solipsisme clont rien ne pourra nous faire sortir. Le subjectivism e moderne est dans l’ordre intellectuel l’analogue de ce qu’a été le peché de l’ange dans l’ordre moral. L ’ange a m is en soi sa fin ultime et s'est immobilisé dans le mal; Descartes, l’inventeur de la Philosophie du Moi, a mis dans l’hom m e le terme de Vintelligence et lui a définitivement ferm é la seule route qui méne á Dieu (R. Garrigou-Lagrange, Le Sens Commun, la Philosophie de l'étre et les form ules dogmatiques [París, Nouvelle Librairie Nationale, 1922], pp. 139-140).

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noción misma del diálogo? ¿No es acaso la «incomunicabili­ dad» una de las consecuencias más palmarias de la cultura establecida sobre el principio de inmanencia? Perdida la fun­ ción de lo real, cada entendimiento es un mundo cerrado sobre sí mismo, con total independencia de la coherencia for­ mal de sus razonamientos, Plav en el cristiano una repugnancia a emprender el cami­ no del cogito, que cuando la historia ha cerrado ya la curva cartesiana, llevándola al punto cero, nos resulta compren­ sible. Como ha escrito Gilson, «es un hecho digno de ser notado, me parece, que todas las grandes epistemologías me­ dievales hayan sido lo que nosotros llamamos hoy realismos. Después de tres siglos y más de especulación idealista, la neo-escolástica se presenta aún hoy como un neo-realismo, rehúsa seguir el método preconizado por Descartes o, si lo sigue, se esfuerza por evitar sus conclusiones. ¿Cómo es que eso que se impone a tantos de nuestros contemporáneos como una evidencia palmaria, no ha sido nunca supuesto por San Agustín, por Santo Tomás o por Duns Escoto? ¿Cómo se explica, sobre todo, que, una vez proclamada la necesidad de partir del pensamiento, sea aún hoy negada esa necesidad por tantos filósofos modernos, y que los que enlazan con la tradición medieval se cuenten todos entre los que la niegan? En una palabra, ¿por qué todo pensador cristiano es realista, si no por definición, al menos por una especie de vocación?» 2o. Y aún podríamos añadir: ¿por qué el pensador cristiano que abandona el realismo (es preciso el abandono porque nadie nace inmanéntista), si no abandona después el cristianismo, siente al menos —el fenómeno es general e innegable— enor­ mes dificultades para conciliar su razón y su fe? Mi. intento, en estas páginas, tiene precisamente por objeto tratar de encontrar una explicación a estos interrogantes: ex­ plicar por qué «el cristianismo profesa con tranquilo pudor lo que en el vocabulario filosófico se llama realismo» 21. Hay un concepto ante el que el filósofo inmanéntista —sea cualquiera el sistema que profese— se muestra particularmen­ te susceptible, un concepto que le horroriza: el concepto de 2o 21

E. Gilson, L ’esprit..., p. 234. J. M aritain, Le paysan..., p. 149.

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creación 22. El hecho tiene un profundo significado, y está en íntima y necesaria relación con el tema de las actitudes. Detengámonos, pues, en este punto. «Marx, en un texto muy conocido, titulado Nationaldkonomie und Philosophie, expresa su pensamiento sobre el pro­ blema de la creación. El hombre y el mundo no deben su existencia más que a sí mismos. Son autosuficientes, selbstándig. No existen por la gracia de otro, no son dependientes. Pero yo existo por la gracia de otro, si no sólo le debo recono­ cimiento porque sostiene mi existencia, sino que además él ha creado mi vida; si él es la fuente de mi vida. Mi vida tiene necesariamente tal fundamento fuera de sí, si no es mi propia creación» 23. Debo admitir que el razonamiento me deja fuer­ temente perplejo, y me hace pensar en un paralogismo. Nos­ otros razonamos justamente al contrario: como ni yo ni el mundo somos nuestra propia creación, como no somos autosuficientes en el ser, resulta que hay un Ser que es el principio mismo de nuestro ser y de todo ser. Sabemos que no somos autosuficientes, y que no somos nuestra propia creación, pre­ cisamente por el análisis .objetivo de nuestro «modo de ser»: análisis que Santo Tomás estructuró en vías: limitado, con­ tingente, causado, participado, ordenado... Pero no incurramos en un «triunfalismo» petulante, que más o menos conscientemente parece presuponer que los de­ más son necios. Marx sabía muy bien lo que quería decir. Marx podía razonar de ese modo, sin violencia lógica alguna, porque partía del principio de inmanencia: del ser pensado, del ser que pongo al pensar, del ser que produzco en la con­ ciencia, de cuya existencia se afirma que es la única indudable para el sujeto. En el materialismo, la conciencia es una fun­ ción de la materia desarrollada; pero esto aquí no hace al caso. Marx hablaba de autosuficiencia. He ' aquí otro concepto capital, al que ya me he referido antes: la existencia por sí, 22 Remarquons une coíncidence, que nous avions deja apergue: Vidéalisme, d'un Fichte par exemple, ou d'un Brunschvic, et le matérialisme d'un Marx et d’un Engels, sont malgré leurs oppositions mutuelles, diriges ensemble et expressém ent contre la doctrine juive et chrétienne de la création. Le matérialisme com m e Vidéalisme absolu repoussent avec horreur l'idée de création (C. T reswontant, Comment se p ose..., pp. 95-96). 23 Ibídem , p. 96.

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la aseidad (a se, por sí), la- suficiencia ontológica del ser cono­ cido 2\ Suficiencia ontológica que no viene afirmada por la realidad del ente que experimentamos, si previamente no he­ mos reducido lo ontológico al acto de conciencia puesto por el sujeto pensante; de manera que el sujeto mismo —y con él cualquier otra cosa puesta en la conciencia— existe en la medida en que pone su propio acto de conciencia: cogito, ergo sum. Y no derivando el conocimiento del sujeto del conoci­ miento de su acción, por la mediación de otro principio pre­ vio: actiones sunt suppositorum, decían los escolásticos. Esta mediación no es aceptada por el inmanentismo: en efecto, implicaría la noción de ente previamente alcanzada en su realidad, y el cogito perdería su real eficiencia y su caracte­ rística originalidad: sería no tomárselo en serio. Por el con­ trario, aquí el soy se reduce a aquello por lo que sé que soy: soy porque pienso, soy mi pensamiento que se piensa; y como tal —esto es ya evidente— selbstandig, autosuficiente: exis­ to en mí y por mí. Levanto acta sin dificultad del rigor lógico de ese razonamiento. El problema es estrictamente filosófico, y no es conclusión de ciencia alguna positiva. Ya lo dije: los que hoy llamamos científicos proceden de modo inverso (si no interpretan su ciencia con alguna filosofía inmanentista). Se dan cuenta de que hay muchas cosas que no conocen aún y que, sin embargo, son, y por eso se dedican a estudiarlas, a conocer sus estruc­ turas y sus leyes: estructuras y leyes que hacen que esas cosas sean lo que son y obren como obran 2 45. La labor del científico 24 Existence par soi (c'est ce que les théologies appellent l’aséité), suffisance ontologique de la nature et de l'homme, suffisance ontologique radicale aussi de Vévolution cosmique qui est déclarée une autogénération: telles sont les théses métaphysiques qui caractérisent le marxisme, et qui le distinguent d’un simple positivisme agnostique en ce qui concerne les problém es d'ordre métaphysique. Qu'est-ce que l'agnosticisme, écrit Engels, sinon un matérialisme honteux? (Ibídem , p. 104). 25 Car nous faisons tous cette synthése des protéines, et nous ne savons pas com m ent nous la faisons. Nous som m es un laboratoire prodigieux qui élabore des protéines d’une complexité enorme, et ce laboratoire que nous som m es est pour nous le plus ténébreux des m ystéres. Une armée de savants s'applique d essayer de comprendre comm ent nous faisons cette synthése des protéines, -cette synthése que le moindre bébé sait faire, le moindre embryon de l'espéce anímale la plus rudimentaire. Car c e t t e s y n th é s e p r o té iq u e im p liq u e une S cience de la b io ch im ie

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se distingue de la del ingeniero: no es primero la idea y luego la fabricación. Aparte de que el ingeniero necesita tener antes las conclusiones de la ciencia para conocer las exigencias ob­ jetivas del ente o de los entes que él tratará de transformar: hace una máquina, pero no de la nada, y tampoco a voluntad: necesita materias primas y respetar las leyes de la naturaleza. Cuando el filósofo inmanentista, cualquiera que sea el sis­ tema particular al que pertenece o que inventa, declara que él es autosuficiente y existe por sí, atribuye a un ente particular algo que sólo al Ser absoluto corresponde. Y, por consiguiente, hace de ese ente particular (noéticamente sólo puede tratarse de la propia conciencia) un Absoluto o, mejor dicho: el Abso­ luto. Y por eso, al menos «para sí» (en el mundo de su pensa­ miento en que se ha encerrado), es egoteísta o panteísta. El problema metafísico puesto por el ser del universo, su exigencia de explicación radical sólo tiene esta alternativa: la absolutización del yo 26. O pongo el ente, y entonces debo ir hasta el Ser que lo hace ser; o pongo el pensamiento, y enton­ an

moins vécue, puisqu’elle réussit á opérer cette synthése protéique dont les savants essaient de découvrir, en tátonnant, et par de múlti­ ples expériences, les modalités, et les processus. II y a la un paradoxe éclatant: nous savons faire organiquement ce que nous ne savons pas au niveau intellectuel et réflexif. Humiliation pour un philosophe cartésien qui confond le savoir et la conscience réflexive (Ibídem , p. 325).

Quiero hacer notar, sin embargo, que si este razonamiento de Tresmontant es del todo concluyente desde una perspectiva de realismo, no lo es tanto desde el principio de inmanencia. A mi juicio la discu­ sión debe retrotraerse al punto de partida. 2C Les philosophies essaient d'abord, nous l’avons vu, de supprimer le problém e métaphysique que pose Vexistence de l’univers, en déclarant que l’univers est divin: il est l’Etre, l’étre absolu, nécessaire, incréé, éternel. Plus subtilement, d’autres philosophies tenteront de supprimer le problém e métaphysique posé par Vexistence de Vunivers et d’éviter La doctrine de la création, que Fichte appelle «Verreur fondamentale absolue de toute fausse métaphysique» en professant que Vexistence de Vunivers n’est qu’une apparence, une représentation. II n’y a pas vraiment création. L’idéalisme est un docétisme de la création. L ’idéalisme constitue un effort pour résorber Vétre créé dans Vétre incréé, afin de supprimer la différence qui existe entre le créé et l’incréé. L ’idéalisme acosmique de Fichte, com m e celui des Upanischad, revient á dire que je suis VAbsolu: Tat twan asi, Cela, l’Absolu, tu Ves toi aussi (Ibídem, p. 369).

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ces me basta el pensador, no como ente que conoce, sino como pensamiento que se piensa. Nos encontramos ante una radical polaridad del pensa­ miento humano: el ser-en-sí o el ser-en-mí (por usar la ter­ minología con la que el inmanentismo puede operar). El seren-sí incluye al ser-en-mí, en cuanto que éste es también un ser-en-sí (posibilidad de que el realismo afronte el estudio de la conciencia, del yo, etc.)27. Pero el ser-en-mí excluye el seren-sí (al menos en cuanto conocido: Kant), lo condiciona y lo relativiza no al Ser, sino al Yo. El principio primero de todo no puede ser más que un absoluto. Pero radicalmente no caben más que dos absolutos: el absoluto-absoluto (Dios): en sí y para mí; o el absoluto-relativo (yo): sólo para mí. Yo soy, efectivamente, para mí, de alguna manera un absoluto, puesto que sin mí nada es posible para mí. Como sin Dios, sin El-en-sí absoluto, desligado de toda condición extrínseca en su ser, nada es posible en sí: y si yo soy un-en-sí, tampoco es posible para mí. Aquí tenemos, pues, las dos «posibilidades» antitéticas que responden al principio de inmanencia y al principio del acto de ser. El inmanentismo afirma el ser-de-conciencia, y el rea­ lismo la conciencia del ser. El inmanentismo, la dependencia o fundamentación del ser por la conciencia; el realismo, la dependencia y fundamentación de la conciencia por el ser, al afirmar que lo primero que se conoce es el ente, y en este conocimiento es en el que se resuelve cualquier otro cono­ cimiento posterior. Para el realismo, sin el ser, sin la reali­ dad del mundo en el que el hombre existe y obra, no hay acto de conciencia ni presencia del ser en la conciencia. Para el inmanentismo, en cambio, vale' la fórmula opuesta: todo ser, tanto del yo como del no-yo (esta denominación es ya bien sintomática), no es más que una determinada modifica­ ción de la conciencia, y sin conciencia no hay ser, puesto que ser quiere decir ser-conocido. La radical libertad de la oposición escapa a los que ven en el inmanentismo simplemente la etapa contemporánea del pensamiento humano: el momento histórico que toca vivir; 27 Vid. A. M illán Puelles, La estructura de la subjetividad (Ma­ drid, Rialp, 1967), como realización de esa posibilidad.

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y se sienten urgidos a ponerse al día, con el temor patológico de quedarse rezagados, sociológicamente marginados, en esa triunfal y monolítica marcha de la historia por la vía de un progreso indefinido, donde la libertad individual queda re­ ducida a un modesto libre albedrío en el orden de los medios, de forma que la alternativa es: inserción o arrastre. Aceptado acríticamente como condición básica el plan­ teamiento cartesiano, el esfuerzo capital de la «filosofía mo­ derna» (moderna no quiere decir actual o contemporánea, se opone simplemente a clásica, y tiene la misma edad que las pelucas del Rey Sol) ha consistido y sigue consistiendo en esencializar más y más el punto de partida, en hacerlo más radical, más independiente, más absoluto: ya porque con­ tinuamente se ven residuos de «realismo» en los diferentes sistemas propuestos, ya porque de alguna manera se advierte la íntima precariedad de lo que he llamado el absolutorelativo. Se trata de llegar al comienzo absolutamente pri­ mero del filosofar, mediante la reducción a la ausencia ab­ soluta de presupuestos y el conveniente establecimiento de los métodos de acceso a los distintos planos del conocer: el comienzo del comienzo, la posibilidad pura, la reflexión total, el inicio del inicio o el regreso fundamental2S. Este titánico esfuerzo hacia la interioridad pura del pen­ sar, para lograr la posición del acto teorético primero sin presupuesto alguno, es ciertamente ineludible para cualquier filosofía que pretenda partir de la conciencia y construir así un Sistema. Pero para el realismo ese proyecto, en toda su pureza y radicalidad, es innecesario además de contradictorio. Al realista el ser se le va desvelando justamente en la medida en que su metafísica se desarrolla. Y suponiendo que llegase a ella, sólo cuando su metafísica fuese objetivamente perfecta podría ver lo que es el principio primero o comienzo absoluto e incondicionado de todo ente, condición radical o posibilidad de toda posibilidad. El realista va del ente al Ser. El inmanentista pretende ir del Ser ah ente. Para el inmanentista hallar ese comienzo al principio mismo de su labor sería la justificación soberana de su actitud ante el Ser. El2 8 28 Cfr. E. H usserl, Nachwort zu meinen «Ideen zu einer reinen Phanomenologie und phánomenologischen Philosophie», en «Jahrb. f. Phil. und phan. Forschung», XI (1930), p. 568.

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realista, en cambio, se sabe medido por la realidad, por el ser de los entes, y juzga de lo que ha conocido. El inmanentista juzga de «lo que debe ser», como condición primera para que efectivamente sea, con una especie de juicio prác­ tico, determinante y previo, como el superior juzga de lo inferior 29. Aquí se nos revela uno de los aspectos característicos de la actitud de inmanencia: la primacía de la acción sobre la contemplación; porque es en la acción donde saboreamos con plenitud la «explicación determinante», el pensamiento que engendra verdad: «Nuestro poder arquitectónico, gracias al cual, en nuestro departamento, imitamos la pujanza crea­ dora de la omnipotencia» 30. Más aún: si yo me pongo en la existencia al pensarme, el pensar es anterior —con anterioridad de naturaleza— al ser, y, por tanto, la acción del pensar, lo que el pensar tiene de acción, es más excelente que el contenido u objeto del pensar, que resulta puesto por el pensar mismo, y, en con­ secuencia, «nosotros no obramos porque conocemos, sino que conocemos porque estamos destinados a obrar: la razón práctica es la raíz de toda facultad racional»31. El espíritu es, pues, su actividad. Y es la actividad la que pone un dios en la conciencia, la que actúa la conciencia hasta hacerla conciencia de dios en plenitud. Hemos llegado a la jonística de la actividad» 32. De ahí un frenesí de acción que tratará de prolongar, de 20 Iudicare de aliquo potest intelligi dupliciter. Uno m odo, sicut vis cognitiva diiudicat de proprio objecto; secundum illud Iob 12, 11: «Nonne auris verba diiudicat, et fauces comedentis saporem ?» E t se­ cundum istum modum iudicii, Philosophus dicit quod «unusquisque bene iudicat quae cognoscit», indicando scilicet an sit verum quod proponitur. Alio modo, secundum quod superior iudicat de inferiori quodam practico iudicio, an scilicet ita debeat esse vel non ita. E t sic nullus potest iudicare de lege aeterna (S anto T omás, S. Th., 1-2, q. 93, a. 2 ad 3). 30 M. B londel, L ’Action, Le problem e des causes secondes et le pur agir (París 1936), p. 329. 31 Wir handeln nicht, weil wir erkennen, sondern wir erkennen, weil wir zu handeln bestim m t sind: die praktische Vernunft ist die Wurzel aller Vernunft (J. G. Fichte , Die Bestimmung des Menschen, II

[Werke, Medicus, 1934], p. 359). 32 Cfr. Fabro, Dall’essere all'esistente (Brescia, Morcelliana, 1957), p. 113.

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llevar al infinito, con un íntimo afán de dar el paso al límite, las dimensiones propias de lo finito.uel progreso tecnológico, la historicidad, el goce, las realizaciones del hombre en cual­ quier campo, incluido el religioso cuando la teología asume las categorías de las filosofías de la inmanencia.

2.

Sobre la verdad del ente

Con todas las precauciones del caso, y sin jugarnos a esta carta lo que ya está firmemente establecido, nada nos im­ pide intentar una incursión por los ámbitos de lo conceptual, para comprobar también ahí la verdad del ser del ente: to­ mando el término ente en ese momento semántico que es común a toda metafísica, en cuanto expresa la instancia filo­ sófica de la determinación de la verdad del ser en cuan­ to ser 33. De cualquier modo que la reflexión humana pueda des­ pués interpretarlo, «lo primero que es aprehendido es el ente, cuya intelección se incluye ya en todas las cosas, cuales­ quiera que sean, que uno aprehende» 34. En el campo de la reflexión sobre la verdad de nuestro conocimiento (que es un momento que nada tiene de primario e inicial, y que no puede arrogarse la facultad de suspender la validez de todo cono­ cimiento anterior), podemos modesta y sobriamente pregun­ tarnos en ¥qué sentido o de qué modo aquella noción inicial de ente comporta, ya de por sí su realidad, sin limitarse a ser una noción puramente formal o perteneciente al mero orden lógico. Como hemos expuesto ya con toda amplitud, para Santo Tomás no cabe al respecto la menor duda: se trata de una noción real, cuya prioridad es metafísico-constitutiva: «nada es más verdadero que decir ser lo que es, o no ser lo que i no es. Es evidente, por tanto, que cuando alguien dice que algo es, o dice lo verdadero o dice una falsedad; si 33

Cfr. C. Fabro, Tom ism o e pensiero moderno, P. U. L., Roma,

1969, p. 107. 34 Santo T omás, S. Th., 1-2, q. 94, a. 2.

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dice algo verdadero, ha de ser así, porque verdadero es ser lo que es (■verum est esse quod est)» 35. Esta simple y primera comprobación no puede ser redu­ cida a un significado meramente formal o lógico: las opera­ ciones lógicas de ordenación de conceptos (segundas intencio­ nes), suponen las nociones aprehendidas de lo real (primeras intenciones). La lógica supone la metafísica, como la refle­ xión supone el conocimiento. El quod est y el quod non est de nuestra verdad supone primaria y directamente la realidad y la no realidad. Cual­ quier otro significado es secundario y derivado. «La verdad de la ciencia se mide por lo cognoscible. En efecto, por eso que es o que no es, es por lo que la proposición conocida es verdadera o falsa, y no al contrario»38. La gnoseología to­ mista es categórica: «el ser de la cosa es la causa de la ver­ dadera estimación que la mente hace de la cosa» 37. Aunque el problema crítico como tal tenga su partida de nacimiento fechada en tiempos no muy lejanos, la tenden­ cia a absorber el ser en el pensamiento ha existido siempre en el hombre, y no pasó inadvertida a Santo Tomás, como tampoco la había ignorado Aristóteles. Así, por ejemplo, se lee en el comentario al libro De generatione et corruptione 38: «Y dice que esos tales, como pensaban que los animales viven y son en cuanto sienten en acto o pueden sentir, así también pensaban que las cosas son en cuanto son sentidas o pueden ser sentidas: como si el sentido fuese una perfección de la cosa sensible, del mismo modo que es una perfección del que siente. Y así de alguna manera acabaron por destruir la verdad de las cosas. Pues como quiera que algo se dice verdadero en cuanto es, si el ser de las cosas consistiese sólo en ser sentido, no habría nin­ guna verdad en las cosas, sino sólo en el que siente. Pero no es verdad que no haya verdad en las cosas.» Un planteamiento del problema crítico al modo kantiano pertenece ya hoy más bien al museo de la filosofía y de las curiosidades históricas, aunque intentos como los de Mer-

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35 I dem, In IV Metaph., 16. 36 I dem, In V Metaph., 17. 37 I dem, In I I Metaph., 2.

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38 I, 8.

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n cier y de Maréchal — tan condicionados por su ambiente cultural— subsistan aún. De momento, y como para esta­ blecer un poco sintéticamente el status quaestionis, podría­ mos aludir a dos posiciones que parecen obtener todavía bastante audiencia en ciertos ambientes post-escolásticos, que tratan algo nerviosa y apresuradamente de ponerse al día. La primera de esas dos posiciones es la que habla de la llamada «historicidad del ser», y se apoya en Hegel; la se­ gunda sigue minuciosamente el pensamiento de Heidegger. Aunque más adelante hayamos de estudiar esas corrientes con más detenimiento, se pueden ya anticipar un par de observaciones críticas. Por lo que se refiere a la primera, por ahora puede bastar uno de los comentarios que le dedicó Kierkegaard, que ha sido probablemente su crítico más penetrante entre los que proceden del tronco común de la más o menos justamente llamada «filosofía moderna». He aquí el texto: «Según Hegel, la verdad es el proceso histórico mundial continuado. Toda generación, todo estadio está justificado y no es, por tanto, más que un momento de la verdad. Si aquí no hay un poco de charlatanería, que nos mueva a creer que la generación en la que vivía el profesor Hegel, o la que ahora, después de él, dispone del imprimatur, que nos mueva a creer que esta generación es la última y que la historia mundial ha pasado ya; si no ocurre eso, entonces nos empantanamos en el escepticismo. (...) La verdad positiva hegeliana es tan falaz como la felicidad en el paganismo. En primer término, sólo de modo retrospectivo se consigue saber que se ha sido feliz; y así también sólo la generación siguiente logra saber lo que había de verdadero en la generación muerta. El gran secreto del sistema (pero eso quede entre nosotros, como el secreto entre los hegelianos) es algo muy semejante al sofis­ ma de Protágoras: 'todo es relativo', sólo que aquí todo es relativo en el progreso que continúa. Sin embargo, con eso el que vive no tiene ninguna ventaja, y si por casualidad conoce aquella anécdota de Plutarco en sus Moralia, del lacedemonio llamado Eudámidas, la habrá recordado en seguida. Viendo Eudámidas en la Academia al viejo Xenócrates bus­ cando la verdad con sus discípulos, pregunto: ¿quién es ese viejo? Y cuando le contestaron que era un hombre

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sabio, uno de esos que siempre van buscando la virtud, gritó: pero, entonces, ¿cuándo la practicará? Probablemente es más o menos así también eso del proceso que continúa, y que ha producido el equívoco de que sea necesario ser un as de la especulación para desvincularse del hegelismo. ¡Todo lo contrario! Para conseguirlo, basta una inteligencia humana sana, el sentido del humor y un poco de ataraxia griega» 39. Por el momento, baste eso sobre la amenaza hegeliana a la verdad del ser. La segunda corriente, que tiene en Heidegger su más profundo representante, pero que no difiere mucho de la primera, sostiene que el ser consiste en el «presentarse del presente», lo que naturalmente comporta la (mutua) perte­ nencia del ser al hombre40: y así viene a ser una nueva versión del primado antropológico que proclamara Feuerbach. Como un comentario crítico ante litteram puede ser traído a colación un texto en el que Santo Tomás expone y glosa a Aristóteles 41. El Estagirita dice que debemos resis­ tir a quienes afirman que todo cuanto aparece es verdadero; y resistiéndoles evitar los inconvenientes que se siguen de esa afirmación. En efecto, no se puede decir que todo lo que aparece es verdadero, no se puede hacer consistir la verdad en el aparecer, a menos que se sostenga que todo lo que es, es relativo (omnia quae sunt esse ad aliquid). Pues si hay algunas cosas que en sí mismas tienen ser absoluto, y no por relación al sentido o a la opinión, no es lo mismo para esas cosas ser y aparecer: esto último, en efecto, dice relación al sentido o a la opinión, porque lo aparente aparece a alguien; pero entonces, para aquellas cosas que tienen ser absoluto, resulta que lo no aparente también es verdadero. Es manifiesto que si uno dice que todo lo aparente es verda­ dero, hace que todos los entes sean (ad aliquid) relativos. Pero así tendríamos que nada sea y nada se haga, cuando nadie lo 39 Postilla non scientifica, ed. cit., p. 231. 40 Anwesen («Sein») ist ais Anwesen je anwesen zum Menschenwesen, insofern Anwesen Geheiss ist, das jeweils das M enschenwesen ruft (M. H eidegger, Zur Seinsfrage, Frankfurt am Main, 1956, p. 28). 41 In IV Metaph., 15. Recomiendo al lector que acuda al texto ori­

ginal — que aquí he expuesto de modo muy resumido— : con algún cambio terminológico, esa lectio resulta de una sorprendente moder­ nidad.

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piensa. Aristóteles señala una segunda razón, diciendo que lo uno no se refiere más que a uno; y no a cualquier uno, sino a un uno determinado. Como es patente cuando el mismo sujeto sea, por ejemplo, mitad e igual: no diremos de otro que es doble respecto del igual, sino respecto del que es mitad; e igual lo diremos respecto del igual. Y algo semejante sucede si el hombre que piensa es pensado: no es referido entonces el hombre al hombre que piensa en cuanto que piensa, sino en cuanto que es pensado. Pero si todos los entes en cuanto tales quedan referidos al que piensa en cuanto que piensa, se sigue que el que piensa no sea uno, en cuanto que a uno no puede referirse más que uno, sino que sería más bien infinitos según la especie, ya que infinitas cosas se refieren a él; lo que es ciertamente imposible. De donde se sigue que no se puede decir que todas las cosas sean tales por relación al que piensa, y en consecuencia no se puede afirmar que todo lo que aparece o se presenta al pensamiento sea verdadero. Parece de gran importancia para nuestro tema, fijar un tanto la atención sobre esa reducción del esse al esse ad aliquid, y precisamente ad hominem (tanto si lo tomamos singularmente, al modo existencialista; como si lo tomamos universalmente, al modo hegeliano): reducción que carac­ teriza las varias filosofías de la inmanencia. «Aunque la ciencia (scientia) etimológicamente parezca referirse al que sabe (scientem) y a lo cognoscible (scibile), pues se habla del conocer del que conoce y del conocer lo cognoscible —lo mismo que el intelecto se refiere al inteli­ gente y a lo que es inteligible— ; sin embargo, el intelecto, cuando se dice respecto a algo (ad aliquid), no se dice en relación a aquél que es su sujeto: de lo contrario, se segui­ ría que lo mismo sería doblemente relativo (idem relativum bis). Por el contrario, consta que el intelecto se refiere al inte­ ligible, como a su objeto. Si se refiere al inteligente, se lo hace doblemente relativo (bis ad aliquid); y como quiera que el ser de lo relativo consiste en esse ad aliud, se seguiría que lo mismo tendría un doble ser. Y lo mismo hay que decir de la visión, que no se refiere al vidente, sino a su objeto que es el color o a alguna otra cosa semejante (lo que Aristóteles dice por razón de las cosas que se ven de

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noche y no por su propio color, como consta en el libro II De Anima). Y esto aun cuando rectamente se pueda decir que la visión es del vidente. Pero la visión se refiere al vidente no en cuanto vista, sino en cuanto es un accidente o una facultad del vidente. Pues la relación siempre mira a algo externo, y no al sujeto en cuanto es un accidente de él» 42. Así se explica, con la violencia que el inmanentismo ha hecho a los datos más fundamentales de la experiencia, el creciente predominio que la relación ha ido cobrando en el pensamiento moderno, hasta hacer consistir el ser en serrelación. Un cierto formalismo escolástico, que acuñó el desafortunado término de relación trascendental, no ha sido tampoco ajeno a la génesis de esa disolución inmanentista 43. *

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De la noción inicial de ente, y de la de ser en el sentido más indeterminado (esse commune), pasamos a una noción de ente como algo que es, como algo compuesto (esto-es) de quod est y quo est: «estructura de contenido y acto en la realidad de lo finito hasta la composición de esencia y esse, después de la cual se podrá dar el 'salto' —pero sólo mediante un proceso discursivo— al esse ipsum. Este proceso tiene lugar en dos momentos, que guardan entre sí una rigurosa sucesión cronológica. El hombre experimenta y aprehende en primer término el ente, jao el esse como tal: el esse es com-prendido en el ente, como acto del ente. Sólo tras un de­ licado proceso de reflexión se llega en el tomismo a concebir el esse ipsum como acto emergente y por tanto como el fundamento» 44. No podemos disociar el conocimiento de la facticidad del ente, del conocimiento de su inteligibilidad. Esa disocia­ ción ha tomado tradicionalmente el nombre de distinción en­ tre esencia y existencia, en sustitución de la genuinamente tomista entre esencia y ser o acto de ser. El esse ut actus

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42 Santo T omás, In V Metaph., 17. 43 Sobre este problema, puede consultarse el exhaustivo y definiti­ vo estudio de A. K rempel, La doctrine de la relation chez saint Thomas, J. Vrin, París 1952, pp. 638-643. 44 C. Fabro, Tom ism o e pensiero moderno, pp. 265-266.

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(y no el esse in actu, que es distinto) constituye en realidad, y por tanto ilumina y hace inteligible al ente desde dentro, haciendo posible la misma aprehensión del ente. En cambio, para los fautores de todo formalismo, tanto escolástico como inmanentista, la esencia pertenece a la simple aprehensión como posibilidad racional, o como idea, clara y distinta o como momento de la conciencia, etc.; mientras el ser (ya reducido a existencia: algo puesto juera de su causa) pertenece en cambio a un juicio de existencia o sintético o de bruta y contingente facticidad, sin rejación intrínseca alguna con lo que la cosa es. Para Santo Tomás, en cambio, ^<de nada puede saberse si es (an est), si de algún modo no se sabe ya qué es (quid est), con conocimiento perfecto, o al menos con conocimiento con­ fuso, según lo que afirma el Filósofo en el comienzo de Physic. (I, 1): que lo definido es conocido previamente a las partes de la definición. Conviene en efecto al que sabe que el hombre es, y se pregunta por lo que es el hombre mediante una definición, que sepa ya de algún modo lo que se significa con el término hombre. Pero eso exige que se conciba de algún modo la cosa, aunque todavía no se pueda definirla. Así se concibe al hombre por el conoci­ miento de algún género próximo o remoto y de algunos accidentes que de él se exteriorizan. Conviene, pues, que el conocimiento de las definiciones, como también de las de­ mostraciones, tome su inicio de algún conocimiento preexis­ tente» 45. En cualquier momento en el que se pretenda situar el comienzo absoluto (el Anfang que tortura a todo siste­ mático), se llega irremediablemente tarde: ya se ha comen­ zado antes con algún conocimiento verdadero —por confuso que pueda ser— y no simplemente con una especie de en­ contronazo con un hecho bruto ni con la neutra descripción «fenomenológica» de un momento de la conciencia. «Cuando se pregunta propter quid, han de ser ya. manifiestas estas dos realidades (entia): el mismo quia y el mismo esse, que perte­ nece a la pregunta an est. Como el que se pregunta por qué la luna se eclipsa, tiene que saber como algo manifiesto 45 Santo T omás, In B o e t . de Trinit ., II, 6, 3.

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que la luna se eclipsa efectivamente: si esto no le es mani­ fiesto, en vano se pregunta por qué sucede esto» 4C. Del ente como complejo de essentia y actus essendi, de esta noción clarificada de ente, depende todo juicio metafísico, que por tanto no será nunca de naturaleza puramente analítica, ya que de algún modo todos nuestros juicios de­ penden de la experiencia; y por tanto, no serán tampoco nunca de naturaleza puramente sintética en sentido kantiano. «No se nos manifiestan los principios de las cosas abstractas, a partir de los cuales proceden nuestras demostraciones, sino a partir de algunos entes particulares que percibimos sensi­ tivamente. Por ejemplo, a partir de la visión de algún todo singular sensible, somos conducidos a conocer qué es el todo y qué es la parte, y conocemos que cualquier todo es mayor que sus partes, considerando esto en diversas reali­ dades singulares. Así, por consiguiente, los universales —de los que procede toda demostración— sólo se nos dan a cono­ cer por inducción» 4 674 . 8 Una ciencia puramente deductiva (digan lo que quieran ciertos manuales 'aristotélico-tomistas') es una perfecta utopía y un equívoco. «Los hombres que carecen de un determinado sentido, no pueden hacer inducción alguna de las realidades singulares que corresponden a ese sentido, porque las reali­ dades singulares, de las que la inducción procede, son cono­ cidas sólo mediante los sentidos. Por eso es necesario que tales singulares les sean totalmente desconocidos, porque quien carece de ese sentido no adquiere la ciencia de esas realidades singulares; y tampoco a partir de universales pue­ de hacerse una demostración sin inducción, que es como los universales llegan a ser conocidos, según se ha explicado ya; ni por inducción puede conocerse algo sin aquel conoci­ miento sensitivo, que es lo que nos da a conocer lo singular, a partir de lo cual la inducción procede» 4S. Tenemos necesidad de un firme sentido de lo real, sin abandonarnos a fantasiosas teorías; y quizá la fantasía más peligrosa —que reaparece de vez en cuando, diversamente disfrazada— es la que nos hace olvidar o no aceptar la natu­ 46 I dem, In V II Metaph., 17. 47 I dem, In Post. analyt., I, 30. 48 Ibídem. OPCION INTELECTUAL.— 8

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raleza propia de nuestro conocimiento, consiguiente a nues­ tro modo real de ser (operari sequitur esse) que es el de un espíritu encarnado, el de un alma espiritual que es forma sustancial de un cuerpo. Nuestro conocimiento intelectual depende del sensitivo; y por tanto, el conocimiento de la esencia del ente que se ofrece a nuestra experiencia, depende a su vez del conocimiento de sus accidentes, de sus manifes­ taciones sensibles. El conocimiento del ente empieza por algo externo, pero que es del ente, en el ente y por el ente: «a los accidentes, como no subsisten, no les compete propiamente el ser; sino que el sujeto es tal o cual según ellos; por lo que propiamente se llama' a los accidentes algo del ente, más bien que entes» 4B. Ese conocimiento de la esencia a través de las cualidades sen­ sibles, no sólo no constituye ninguna dificultad para la noción de actus essendi, sino que la confirma. «El ser propiamente conviene a los subsistentes, tanto si son simples como las sustancias separadas, como si son compuestos como las sus­ tancias materiales. Le conviene el ser a aquello que tiene ser y que subsiste en su ser. Las formas y los accidentes y otras realidades semejantes no son llamados entes como si ellos mismos fuesen, sino porque con ellos algo e s »4 50. El actus 9 essendi del ente es único, y como tal lo participa a los acci­ dentes o cualidades sensibles, que de algún modo emergen desde dentro y son por tanto —aunque en diverso grado— manifestaciones de la esencia, que a su vez se define por su relación al ser: «la sustancia, por muy simple que sea, aparte de la simplicísima Sustancia primera, es potencia de ser» 51. Y toda potencia se agota en el respecto a su acto, que en este caso es precisamente el ser: «el ser es la actuali­ dad de toda forma o naturaleza» 5L De ahí que «la verdad se funde en el ser de la cosa, más que en la misma esencia (quidditas) » 53. Y como este ser es participado, recibido, re­ sulta que el verum trascendental (la verdad como propiedad trascendental del ser) no se funda en el intelecto creado, 49 50 51 32 53

I dem, I dem, I dem, I dem, I dem,

De Veritate, X X V II, 1 ad 8.

S. Xh., 1, q. 45, a. 4. In VI I I Physic., 21. S. Th., 1, q. 3, a. 4. In I Sent., a. 19, a. 5, a. 1.

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sino en el Increado y Creador: «origen de toda verdad, que corresponde al primer principio del ser de todas las cosas: por lo que su verdad es principio de toda verdad; pues la disposición de las cosas en la verdad es la que tienen en el ser» s\ Pero ese conocimiento verdadero de algo, el conocimiento de lo que es eso que realmente es, comienza en nosotros por los sentidos, «como quiera que nos es connatural el que, a partir de los accidentes, esto es de lo sensible, lleguemos a conocer la naturaleza de una cosa» 55. De ahí aquel reproche que Aristóteles hacía a los platónicos, y que Santo Tomás recoge sin titubeos: «los platónicos, que eran ignorantes de lo que existe (indocti existentium), es decir, acerca de los entes naturales y sensibles, mirando sólo a algunas pocas cosas que tenían a la mano, a base de mucho hablar y razonar, esto es, a base de muchas cosas que racionalmente consideraban de modo universal, hacen afirmaciones con excesiva facilidad (de facili enuntiant), es decir, sin una in­ vestigación diligente profieren sentencias sobre las cosas sen­ sibles» Algo parecido tendrá que decir muchos siglos más tarde Kierkegaard de aquellos contemporáneos suyos segui­ dores del sistema: «Hay especulantes que —a semejanza de aquel escribano municipal que escribía cosas que después él mismo no conseguía leer, convencido como estaba de que su oficio era sólo escribir— no hacen más que escribir, y es­ cribir cosas que cuando —por decirlo así— se han de leer mediante una acción, se muestran como un contrasentido, a menos que estén destinadas a seres fantásticos» 57. Recordemos aquí lo ya dicho en relación con el conoci­ miento inmediato que el intelecto tiene de lo singular: aprehensión indirecta pero inmediata. «Como no podríamos sentir la diferencia entre lo dulce y lo blanco, si no hubiese una potencia sensitiva común que conociese una y otra cosa; así tampoco se podría conocer la comparación de lo universal a lo particular, si no hubiese una potencia que conociera las dos cosas. Por tanto, el intelecto conoce lo universal y*5 3 34 I dem, C. G., I, 1. 53 I dem, In De Cáelo et Mundo, II, 4. 30 I dem, In De gener. et corrupt., I, 3. 37 S. K ierkegaard, Postilla non scientijica, II, p. 3.

lió

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lo particular, pero de diverso modo» 5S. Es indirecto ese cono­ cimiento de lo singular, pero de ningún modo argüitivo: de ninguna manera requiere una mediación conceptual, un «puen­ te» argumentativo, que es como inútilmente han tratado de fundar su realismo los neoescolásticos que se dejaron impre­ sionar por el criticismo kantiano. Santo Tomás, de ordinario tan afable en su modo de tra­ tar a los adversarios, no tiene inconveniente en prorrumpir con un istae dubitationes stultae sunt: esas dudas son necias. Y luego explica: «quieren esos sofistas que todas las cosas puedan establecerse a base de razones demostrativas. Es evi­ dente que pretendían tener algo como principio, que fuese para ellos como una regla para discernir entre lo enfermo y lo sano, entre el que está despierto y el que duerme. Y no se contentaban con tener de algún modo esa norma, sino que pretendían que les fuera probada con una demostra­ ción» M >. Es exactamente aquella lamentable pérdida de la función de lo real, a que antes nos hemos referido: y no deja de llamar la atención que aquellos sofistas anduviesen a la caza también de su Anfang, de su cogito. «Su dolencia, es decir, su enfermedad mental consiste en buscar una razón demostrativa de cosas en las que no cabe demostración. Porque el principio de la demostración no es la demostra­ ción: de ese principio no cabe demostración. Y eso deben aceptarlo fácilmente, al menos porque no es difícil demos­ trarlo, ya que la razón demostrativa demuestra que no se pueden demostrar todas las cosas, porque eso sería proceder al infinito»60 * * Hemos llegado así a la noción del ser «como acto del ente, o sea, como principio realizador de una formalidad "o perfección real: en esta noción se determina la relación de IaT~esencia al ser, con vistas a la última determinación de lo real, tanto dél finito en sí mismo como de lo finito res-*5 9 38 Santo T omás, In I II De Anima, 8. 59 I dem, In IV Metaph., 15.

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pecto al Infinito. Y éste es el momento crucial en el que se diferencian las varias filosofías y metafísicas: en esta noción metodológica, el esse expresa la actuación o realización de la esencia en algún orden. Cualquier tipo de metafísica se estructura en su propia dirección según la cualidad óntica que en la realidad se hace corresponder al ser como acto: el nacimiento y divergencia de las varias metafísicas se sitúa por tanto en el tránsito de la noción inicial, óntica y descrip­ tiva de esse, a la metodológica u ontológica y constitutiva» 81. Esta noción nos hace ver que toda esencia (potentia essendi) es actuada por el esse (en consecuencia, necesariamente participado) que recibe en sí: por tanto este acto resulta fundado, ya que precisamente en cuanto participado es in­ trínsecamente dependiente del Esse per essentiam, en su mis­ ma posición de realidad. Como ya hemos dicho, es aquí donde el principio de la perfectio separata alcanza su plena significación y validez, en cuanto «fundado sobre la misma noción metafísica de acto como perfección pura y absoluta que emerge por sí mismo sobre la potencia, hasta exigir en última instancia estar libre de toda potencia y ser puesto consiguientemente como acto puro. Esto se verifica realmente sólo para el acto de ser, precisamente porque, como se ha visto, el esse es el acto de toda forma y de toda perfección. El acto como acto, es decir, en cuanto puesto por sí mismo como exige su natu­ raleza de acto, no puede más que ser único: la perfección en cuanto perfección pura, esto es, 'separada de toda poten­ cia'... no puede concebirse más que como única. Pero el esse puro no sólo ha de ser concebido como único, sino que debe existir también como tal, por su única e incomparable posición metafísica de acto de todas las otras formas y actua­ lidades. El esse puro, en efecto, es el único acto que en rea­ lidad subsiste separado, y este acto de ser subsistente sepa­ rado es precisamente el término de la IV vía: Dios como esse per essentiam»*2. Es justamente aquí donde se encuentra el efectivo punto de contacto o comunicación (se suele hablar de analogía*6 2 01 C. Fabro, Tom ism o e pensiero moderno, p. 108. 62 I dem, L'uomo e il rischio di Dio, Studium, Roma 1967, p. 249.

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del ser, que es la correspondencia lógica de la participación) entre la verdad filosófica y la teológica, en su común per­ tenencia al ser, que es la noción intensiva de esse como per­ fección absoluta y omnicomprehensiva, del que todas las perfecciones (naturales y sobrenaturales) y por tanto todos los entes o criaturas no son más que participaciones. Por el contrario, «el último Heidegger, volviendo a tomar un término hegeliano, presenta el darse del ser como un 'salto' (Sprung), Difieren así Santo Tomás y Heidegger en el momento esencial, en la determinación de la diferencia: para ambos el fundamento del ente es el ser, pero mientras para Santo Tomás el esse en sentido de acto primero y profundo es un posterius en el conocimiento metafísico, y el prius nocional es precisamente el ens, es decir, la aprehen-' sión de lo (de algo) real en acto; para Heidegger, en cambio, el prius es el Sein mismo, que no tiene dimensiones o grados porque es el darse de la presencia, o sea, no es otra cosa más que la última versión inmanentista de la existentia de la escolástica decadente como positio' o 'esse extra causas'. En la línea de semejante Sein ciertamente no es posible encontrar a Dios, como en cambio lo encuentra Santo Tomás, que desde el principio de su actividad indica en el esse el nombre más propio de Dios (propriissimum nomen D ei)»63. Nada de extraño, por tanto, que para los que se adhieren de alguna manera al principio de inmanencia, cualquier rela­ ción teorética entre el Dios de la metafísica (Ipsum Esse Subsistens, Esse per essentiam, Causa prima, etc.) y el Dios de la fe, sea imposible y constituya un tránsito ilegítimo. Por el contrario, para la metafísica del actus essendi el tránsito es posible (de arriba a abajo) y está constituido por el ser como acto metafísico intrínseco y constitutivo (de reali­ dad). «El acto del creyente no termina en el enünciado, sino en la cosa: pues no formamos enunciados sino para que por ellos logremos un conocimiento de las cosas, lo mismo en la ciencia que en la fe» 64. La incomunicabilidad entre los dos órdenes —y muchas otras cosas igualmente nefastas— se produce cuando se esta­ 03 I dem, Tom ism o e pensiero moderno, p. 264. 64 S anto T omás, S. Th., 2-2, q. 1, a. 2 ad 2.

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blece que lo que nosotros propia y directamente conocemos es sólo la idea, tanto si se toma ésta como esencia, como si se toma como simple actuación del sujeto (la distinción acaba siendo irrelevante); y se hace así de la reflexión sobre sí mismo el único modo científico de conocer, y se convierte la certeza en fundamento de la verdad. «En virtud de esa aberración, de haber centrado el fundamento de la verdad sobre el 'he­ cho' de ser como realización de una posibilidad (tanto si es objetiva como si es subjetiva), se ha llegado a definir la ver­ dad en primer término como relación, 'conformidad' (adaequatio); y esto ha llevado a la tesis moderna (a partir de Descartes) de la verdad como certeza (Gewissheit). La abe­ rración consiste en haber concebido la filosofía como 'teoría del conocimiento'» 65. La denuncia de Heidegger, indicando en el olvido del ser (Vergessenheit des Seins) la causa de los grandes extravíos #del pensamiento, ha dado ciertamente en la diana. Nuestra cultura ha ido cayendo del ser en la idea, de la idea en la palabra, y de ahí en la recitación; de la contemplación y del testimonio del ser, se ha ido a parar al decir de lo dicho y al hablar de lo hablado. Olvidando que «el estudio de la filosofía no es para saber qué pensaron los hombres, sino para conocer cuál es la verdad de las cosas»66, demasiados profesores eruditos han ido declamando fantasías por las candilejas uni­ versitarias de este mundo.

3.

Las intenciones entendidas

Por debajo de los conflictos que de hecho vemos aparecer continuamente entre el pensamiento cristiano y el «pensa­ miento moderno» (filosofías de la inmanencia), late un con­ flicto de iure y radical. Haberlo descubierto es doloroso: to­ dos quisiéramos que hubiese una posibilidad de conciliación, de un acuerdo fundamental que dejase de lado divergencias accidentales. Pero este conflicto no es sólo un hecho histórico,6 3 63 C. Fabro, Tom ism o e pensiero m oderno, p. 391. 0(3 Santo T omás, In De Cáelo et Mundo, I, 22.

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contingente: está ya en cada alma, en todo hombre, como un doble principio, como una doble actitud posible ante el ser y, en consecuencia, ante Dios y ante la propia vida y ante los demás. Podemos tomar una y dejar la otra, pero no to­ marlas las dos a la vez; y tampoco podemos abstenernos de tomar una, porque no podemos renunciar a dar un sentido a la vida. Cuando esto se traslada al plano de la fundamentación teorética tiene consecuencias ineludibles, por muy amigo que se sea del progreso y por muy conciliador que se tenga el ánimo. Lo que ha sido originado por una actitud de espíritu fun­ damental —que hunde sus raíces en la misma estructura metafísica del hombre, en su composición de esencia y acto de ser, que lo limita y a la vez lo hace participar del Ser; en su finitud esencial y su infinitud tendencia!— , no puede cambiarse más que cambiando esa actitud. Y a ese cambio se le puede llamar con todo derecho una conversión, también por sus implicaciones morales y religiosas. «En la búsqueda de la Verdad, la inteligencia y la voluntad están en perma­ nente y mutua interferencia» 67. Esa opción intelectual, en la posición del acto filosófico primero, radica en la estructura metafísica del hombre, y es una opción específicamente humana. Si nuestro entendimien­ to fuese el de un espíritu puro, nuestra misma perfección natural nos impediría el error de la reversión (no hablo de reflexión, encuadrada en un conocimiento general y garan­ tizada por éste); no podríamos tener el principio de inma­ nencia como punto de partida: del pensamiento formalmente tal al ser. Esto puede parecer extraño a primera vista, pero no lo es. Si el espíritu puro es totalmente transparente a sí mismo, su inteligencia, sin embargo, está determinada o actuada por el ser objetivo: no va de un pensamiento puro sin contenido al contenido que ese pensamiento pone. Y se conoce como un ente y, no siendo Dios, como no existiendo por sí. Para nosotros, hombres, almas incorporadas, la posibilidad de la reversión total en el plano del pensamiento proviene justa­ mente de nuestra mayor limitación y oscuridad congénita, 67 M. L. Guerard

des

L auriers, La preuve de..., p. 22.

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de la necesidad objetiva del conocimiento sensitivo: de modo que podemos usar de los sentidos —hechos para abrirnos intelectualmente al ser— para cerrarnos, para bloquear nues­ tro pensamiento y dejarlo en una inmanencia relativamente vacía de ser, en virtud de un vehemente deseo de autoposesión, de autosuficiencia, de perfecta identidad, que rompa y supere la inevitable división de lo compuesto: die hdchste Entzweiung68, el supremo desdoblamiento de la conciencia, la distinción entre el ser y la conciencia, que es una conse­ cuencia de nuestro ser participado. La doctrina de la filosofía del ser acerca del conocimiento de sí implica necesariamente nuestra composición real de esencia y acto de ser, nuestra limitación esencial, el no ser por esencia, sino por participación. Pongamos un conocimiento cualquiera: yo conozco una cosa, tengo una especie o imagen o semejanza de la cosa, que coincide con la cosa misma, con lo que la cosa es, en la me­ dida en que el conocimiento es tal. Al entender, mi entendi­ miento forma en sí mismo una intención de la cosa enten­ dida: se pone en un acto por el que tiende a la cosa, un acto que lo refiere a la cosa entendida o, mejor, que le refiere la cosa: y esa intención es la idea. Así se comprende que enten­ damos indiferentemente la cosa ausente y la presente, siem­ pre que la intención o idea esté presente. En esto el entendi­ miento coincide con la imaginación, que puede imaginar lo ausente, pero no con los sentidos externos que sienten sólo lo presente. Pero, además, el entendimiento conoce la cosa como separada de las condiciones materiales en las que real­ mente existe: la cosa está presente de un modo espiritual, yo la poseo inmaterialmente, intencionalmente y no de un modo físico; y para eso es preciso que el entendimiento forme en sí mismo, en su misma espiritualidad, esa intención: que quede en sí mismo constituido en referencia a la cosa en­ tendida. Esa intención no es la especie inteligible, que es sólo el principio de la operación intelectual, sino la especie enten­ dida: viene a ser como un acto segundo por el que mi enten­ 68 H egel, Phdnomenologie des Geistes (Leipzig, J. Hoffmeister, 1937), página 9.

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dimiento, que es según la forma inteligible, obra según lo que es, y obrando forma una intención de la cosa, y al formarla entiende 80. Es evidente que nuestro entendimiento, antes de entender, está en potencia, no en acto de entender, y por tanto, no puede aún entender que entiende y no puede entenderse como enten­ dimiento. Al conocer una cosa me pongo en acto de conocer, y así es en función del conocimiento de la cosa como yo conozco mi conocimiento y me conozco conociendo. «Por consiguiente, nuestro entendimiento posible no se conoce a sí mismo sino por la especie inteligible, por la que deviene actual en el ser inteligible (se hace a sí mismo inteligible en acto); por lo que dice Aristóteles en el libro III De Anima que 'es cognoscible como las demás cosas’, esto es, por ciertas especies tomadas de las imágenes o fantasmas, como formas propias. Por el contrario, las sustancias separadas, que están por naturaleza en ser inteligible actual, se conocen a sí mismas por su esencia y no por el conocimiento de la esencia de otra cosa» 70. Si nosotros estuviésemos siempre en acto inteligible, esta­ ríamos también —por el mismo acto— en acto de entender, lo que es manifiestamente falso, ya que pasamos continua­ mente de no entender a entender. Por tanto, para poder enten­ dernos, debemos hacernos actualmente inteligibles. «En todas las potencias que pueden volver sobre sus propios actos, se requiere previamente que el acto de la potencia tienda hacia otro objeto y que después vuelva sobre sí mismo. Porque si el entendimiento entiende que entiende, antes es necesario que entienda algo y, como consecuencia, que entienda que en­ tiende; pues entender que el entendimiento entiende es en­ tender algo; y por eso, o se procede hasta el infinito o, si se ha de llegar a lo primero entendido, es preciso que eso no* 00 Haec autem intentio intellecta, cum sit quasi terminus intelligibilis operationis, est aliud a specie intelligibili, quae facit intellectum in actu, quam oportet considerari ut intelligibilis operationis principium, licet utrumque sit rei intellectae similitudo. Per hoc enim, quod species intelligibilis quae est forma intellectus et intelligendi principium, est similitudo rei exterioris, sequitur quod intellectus intentionem form et illi sim ilem : quia «quale est unumquodque, talia operatur». E t ex hoc quod intentio intellecta est similis alicui rei, sequitur quod intellectus, formando huismodi intentionem, rem illam intelligat (S an­ to T omás, C. G., I, 53). 70 Ibídem , II, 98.

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sea el mismo entender, sino una cosa inteligible. Como es necesario que lo primero querido no sea el mismo querer» 71. El hombre ocupa, en la escala de los entes corpóreos, el grado máximo por la espiritualidad de sus operaciones supe­ riores, que es lo que nos permite entendernos a nosotros mis­ mos. «Pero en la vida espiritual hay también diversos grados. Pues aunque el entendimiento humano puede entenderse a sí mismo, toma, sin embargo, del exterior el punto de partida para su propio conocimiento, ya que no hay entender sin la imagen sensible, como ya hemos dicho. Por eso la vida inte­ lectual de los ángeles, cuyo entendimiento no parte de algo exterior para conocerse —porque se conoce a sí mismo por sí mismo— , es más perfecta. A pesar de eso su vida tampoco alcanza la última perfección, porque, aunque la intención en­ tendida sea en ellos totalmente intrínseca, sin embargo no es su propia sustancia, porque en ellos no se identifican el en­ tender y el ser. Luego la última perfección de vida corres­ ponde a Dios, en quien no se distingue el entender y el ser, como se ha probado antes, y así es preciso que en Dios se identifique la intención entendida con la misma esencia divina. Llamo 'intención entendida' a lo qtie el entendimiento con­ cibe en sí mismo sobre la cosa entendida. Intención que, en nosotros, no se identifica con la cosa que entendemos ni con la sustancia de nuestro entendimiento, sino que es una cierta semejanza de lo entendido, concebida por el entendimiento y expresada por las palabras; por eso la misma intención se llama 'palabra interior', que es expresada por la palabra exte­ rior. Y se ve que la intención no se identifica en nosotros con la cosa entendida, porque no es lo mismo entender la cosa que entender su idea, que es lo que hace el entendimiento cuando reflexiona sobre su operación; de ahí que unas cien­ cias traten de las cosas y otras de las intenciones entendidas. Y que la intención entendida tampoco se identifica con nues­ tro entendimiento se ve porque el ser de ella consiste en la intelección; en cambio, el ser de nuestro entendimiento es distinto de su propio entender. Luego, como en Dios se identifican el ser y el entender, intención entendida y entendimiento son en El una misma 71

Ibídem , III, 26.

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cosa. Y como entendimiento y cosa entendida se identifican también en El, porque, entendiéndose a sí entiende todo lo demás, según se demostró en el libro primero, resulta, pues, que en Dios, el entenderse a sí mismo, el entendimiento, la cosa entendida y la intención entendida son lo mismo» r¿. Nuestra distinción real entre esencia y acto de ser —en lo que convenimos con los espíritus puros o sustancias sepa­ radas— , y el hecho de que nosotros podamos ser estando sólo en potencia de entender, hace que nuestro modo de enten­ dernos sea distinto, tanto del divino como del angélico. «Por­ que cuando nuestro entendimiento se entiende a sí mismo, su ser y su entender no se identifican, ya que la sustancia del entendimiento era inteligente en potencia antes de enten­ der en acto. De esto se sigue que el ser de la intención enten­ dida y del entendimiento sean distintos, ya que la intención entendida es la misma intelección. Por eso es preciso que la palabra interiormente concebida por el hombre que se entiende a sí mismo no sea un hombre verdadero, sino sólo un 'hombre entendido’, por una cierta semejanza del hombre verdadero aprehendida por el entendimiento» r3, para entender al hombre verdadero. Pero esa distinción con el modo divino de entenderse, consiguiente a la distinción en el modo de ser (nosotros so­ mos por participación y Dios es por esencia), es lo que parece anularse con el cogito: por el que de alguna manera yo puedo decir que soy el que soy. Si yo soy mi pensamiento, soy por esencia en tanto en cuanto pienso: y entonces, aunque con la precariedad del acto con que me pienso, puedo decir, como Dios: ego sum qui sum. Con el principio de inmanencia es­ quivo mi composición real entre esencia y acto de ser, propia de toda criatura, de todo ente creado, que no existe por sí: ya que si yo soy porque pienso, me pongo en el ser al pensar *7 34, soy mi pensamiento, yo soy mi creador. He aquí el término ansiado por aquello mismo que me movía a asentir a la posiIbídem , IV, 11. 73 Ibídem . 74 Je connus de la que j ’étais une substance dont toute l’essence ou la nature n'est que de penser, et qui, pour étre, n'a besoin d'aucun lien (D escartes, Discours de la méthode, ed. Gilson, París, Vrin, 1970,

p. 91).

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ción del principio de inmanencia como principio primero ab­ soluto, aun antes de poder dar razón alguna persuasiva para ponerlo como tal. Sin embargo, esa opción no es irrevocable, porque no lo es ninguna opción en el hombre, que es un ente temporal, mien­ tras está en el tiempo. La conversión siempre es posible, aun­ que más difícil cuando ha sido más honda o cuando se ha ratificado más veces. «El que no ha recobrado aún la per­ cepción del ser puede, libremente, lo mismo que el que no ha recibido aún la gracia de la fe, detenerse en el camino, o proseguir; puede darse a sí mismo los objetos cuya consi­ deración lo conducirá a buen término, o puede desviarse; es libre: usa de todo libremente: y en primer lugar de su inte­ ligencia, frecuentemente de modo trágico» 75. Esa conversión requiere un clima cultural adecuado: nues­ tra sociabilidad afecta también, y de qué modo, a nuestras convicciones. ¿Hemos reparado suficientemente en que lleva­ mos casi cuatro siglos de creciente presión ambiental al servi­ cio del inmanentismo? El inmanentismo parece algo acci­ dental en la diversidad de sistemas y de aplicaciones, pero ahí está, golpeando insistentemente en nuestra inteligencia, llevándonos casi sin advertirlo a planteamientos intelectuales de reversión sobre el yo. ¡Cuántos términos en la conversa­ ción corriente —incluso de escaso nivel intelectual— denotan esa traslación a categorías inmanentistas! Basta pensar en la inflación de la palabra conciencia. Nada tiene de extraño, pues, que las vías para el conoci­ miento de la existencia de Dios hayan perdido efectividad para muchos, que han perdido previamente la noción del acto de ser del ente. «Nadie más desesperado que el que en­ tró por un agujero de la alambrera y no encontró por donde salir» (Gómez de la Serna). Se hace necesaria, y aun urgente, una sólida propedéutica metafísica. Y parte de esta propedéutica consiste, a mi juicio, en mostrar el origen radical de esa pérdida del ser que se padece: la estructura de la opción intelectual, la función de la libertad en la posición del primer principio.

75

M. L. Guerard des Lauriers, La preuve de..., p. 23.

III.

1.

ESTRUCTURA DE LA OPCION INTELECTUAL

La libertad original

«De cualquier manera que se entiendan o se interpreten las relaciones entre pensamiento clásico y pensamiento mo­ derno, parece ya fuera de discusión el movimiento opuesto que estas dos formas radicales del pensamiento humano ope­ ran para la fundación de la libertad: en el pensamiento clá­ sico, y sobre todo en el pensamiento-.cristiano, la libertad ,se encuentra en el vértice de la consideración sobre el ser; mien­ tras en el pensamiento moderno, se encuentra al comienzo, ya que es la "esencia misma o vis insita del cogito» *. El pensamiento moderno, en efecto, constituye todo él la más arriesgada incursión en el ámbito de las posibilidades de la libertad, que jamás haya hecho la mente humana: y no tanto tratándola como tema —lo que ciertamente ha hecho en gran medida-*-, cuanto ejercitándola en sus más ocultos resortes. Sus formidables interrogantes nos obligan, hoy como nunca, a afrontar en profundidad el problema de la fundamentación de nuestra libertad. La posibilidad misma de la opción intelectual era y es 1

C. Fabro, San Tom asso e la liberta, en L ’O.R., 7-3-1969, p. 3.

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indeducible a partir de la consideración de la naturaleza hu­ mana, entre otras cosas porque no tenemos un conocimiento a Pri orL esa naturaleza, sino dependiente de la experiencia: a través de sus actos, remontándonos hacia su origen. Aquella posibilidad se nos ha revelado precisamente cuando la hemos visto actuada en uno y otro sentido, y hemos comprendido la irreductible polaridad que los distingue. Análogamente, no hubiéramos podido deducir la posibilidad del pecado, a partir de nuestro conocimiento del alma: ha sido necesario que el pecado se diera efectivamente, para comprender que era po­ sible, y ver en esa tremenda posibilidad algo que fluye de la esencia misma del espíritu humano; su libertad fundamental. En este sentido, lo mismo que cabe hablar de un mysterium iniquitatis, cabe también hablar de un mysterium erroris, cuando no se trata ya de una simple equivocación formal, sino del error de invertir el sentido real de la vida. Y lo mismo que el pecado queda atribuido irreductiblemente a la sola libertad creada, así le queda también referido ese error radical. Se trata ahora de ir más allá de esas múltiples esferas donde la libertad se ejerce, para encontrar el fundamento, la libertad profunda u original originante. En su sentido más íntimo y positivo, la libertad se en­ tiende como origen y principio único del propio acto; y para el hombre, como autodeterminación radical: como posición total del acto humano —en su propio orden, que presupone siempre el ser— por parte de la persona. A la vez, hay que decir que nuestra libertad no subsiste en sí misma, sino que es una propiedad de nuestra facultad de querer. También aquí, y aun en su aspecto positivo, la composición sigue necesariamente al carácter participado de todas.muestras per­ fecciones. Y complejo es también, de conocimiento -y volun­ tad, el acto humano libre: de manera que podemos distinguir sus partes y su estructuración, aunque debamos guardarnos de una separación, que acabaría haciendo incomunicables sus partes y a la que nos tienta el carácter necesariamente par­ cial (abstracto) de todo razonamiento discursivo. Conocimiento y voluntad, con mutua interferencia. «Aun­ que el intelecto sea superior a la voluntad en razón del orden, porque es antes que la voluntad y ésta lo presupone; sin em-

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bargo, también la voluntad le es de algún modo superior, en cuanto tiene imperio sobre todas las fuerzas del alma, ya que su propio objeto es el fin. Por eso se encuentra en la voluntad, del modo más conveniente, el máximo de libertad: pues se llama libre a aquel que es causa de sí» 2. Por eso, aun siendo la libertad propiedad de una potencia determinada (que a su vez entra en composición con una esencia que no es su ser), puede decirse de algún modo que la libertad es «toda el alma, no porque no sea una determinada facultad, sino porque no sólo extiende su imperio a determinados actos, sino a todos los actos del hombre que están de suyo sometidos a ella» 3: en cuanto mueve a las otras potencias, y en cuanto puede querer esto o lo otro, querer o no querer, siendo como es domina sui actus45 . La libertad que nos ha sido dada, consigue a nuestro grado superior de participación en el ser como acto de todo acto y de toda perfección: grado que constituye en el espíritu un verdadero salto de cualidad, incompatible con cualquier in­ tento de hacer derivar el alma del cuerpo por la acción de agentes naturales y creciente complejidad orgánica. «Los que tienen voluntad difieren de los que carecen de ella, en cuanto aquéllos “se ordenan a sí mismos y ordenan todo lo suyo al fin, por lo que se dice que son libres; en cambio, lo que carece de voluntad no se ordena a sí mismo al fin, sino que es orde­ nado por un agente superior, como reducido al fin por otro, y no por sí' mismo» 3. Sin embargo, en cuanto el hombre —como toda criatura— tiene el_ser participado y no por esencia, y en consecuencia es un ente causado, y es el fin la causa de la causalidad de todas las causas, el hombre es necesariamente un ente fina­ lizado. En él, el fin tiene razón de deber: es conocido como tal, y como tal debe ser querido, exigiendo autodeterminación, porque el hombre no es su fin (porque no es su ser), pero puede alcanzarlo por sí en cuanto por sí mismo puede cono­ cerlo en su razón propia de fin. Si la posibilidad de autodeterminarse al fin y alcanzarlo consigue a la perfección del ser 2 Santo T omás, In II Sení., d. 25, q. 1, a. 2 ad 4. 3 Ibídem, d. 24, q. 1, a. 2 ad 1. 4 I dem, S. Th., 1-2, q. 9, a. 3. 5

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que tiene, la posibilidad negativa de venir a menos (deficere) consigue al hecho de que el hombre no es aquella perfección, sino que la tiene, la recibe, la participa6. La fundamentación de la libertad humana remite a la fundamentación de su ser, en la participación del actus essendi de la esencia humana en cada hombre. Como ente ..creado, el hombre tiene en Dios su causa essen­ di, que le constituye en agente de la consecución de su propio fin (la religación definitiva a su Principio) mediante la liber­ tad como facultad de ponerse a sí mismo en esa situación de inhesión a su Causa 7. El fin determina los medios, su medida y proporción. La regla o norma para medir el deber ser de cada acto humano, viene dada por la relación que ese acto guarda con la conse­ cución del fin. El juicio moral es precisamente la considera­ ción de la razón que, a partir del conocimiento del fin y de la naturaleza de aquel acto concreto, juzga de la proporción que este acto guarda con el fin, y en consecuencia, en qué medida participa de su obligatoriedad o de su bondad, porque el fin es el bien. Y esa consideración o juicio moral a su vez es evidentemente obligatorio, en cuanto medio necesario para el fin: siempre que la voluntad debe elegir, tiene que autode6 In nobilioribus creaturis invenitur aliud principium praeter naturam, quod est voluntas; quod quanto vicinius est Deo, tanto a necessítate naturalium causarum magis est liberum, ut dicit Boethius (V de Consol., prosa 2); et ideo ex conditione sua sequitur quod rectum ordinem tañere possit tendendo in finem, et etiam deficere. Si autem inevitabiliter in finem tenderet, per divinam providentiam, tolleretur sibi conditio suae naturae, ut dicit Dionysius; et ideo taliter a Deo instituía est ut etiam deficere posset; ita tamen quod in potestate eius esset deficere, vel non deficere (I dem, In I Sent., d. 39, q. 2, a. 2). 7 Nulli creaturae communicatum est nec communicabile fuit quod peccare non posset per conditionem naturae suae. Cuius ratio est, quia cum omne creatum dependeat sicut a causa sui esse a Deo, oportet quod si sibi relinquatur deficiat; quamdiu autem causae influentiam recipit, conservetur. Sed applicatio causati ad causam suam potest esse dupliciter: vel ita quod sit in potestate causati a causa sua recedere quantum ad aliquid, vel non recedere, vel ita quod non sit in potestate eius; et primum pertinet ad liberum arbitrium, quia hoc est essentiale libero arbitrio ut possit facere vel non facere. Si autem causae suae non inhaeret, oportet quod deficiat (I dem, In II Sent.,

d. 23, q. 1, a. 1).

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terminarse a obrar de un modo o de otro, o a obrar o a no obrar 8. Por eso, el mal moral (o privación del bien) consiste en querer libremente lo que no debe ser querido (también, por consiguiente, en querer no querer) o_en_quererlo sin la debida proporción, sin la medida que debe tener todo acto que no “ tiene por objeto el Bien infinito o Ultimo Fin. Pero un querer sin medida no puede darse más que queriendo un Bien infinito: infinitud que o es propia de ese Bien y es Dios mismo; o viene dada por la infinitud misma tendencial del sujeto que quiere en cuanto hecho para querer el Bien infinito, capaz por tanto de poseerlo de algún modo, de apropiárselo, y entonces es el hombre mismo lo que la voluntad libremente quiere9. El origen de la volición mala radical (original originante en quien fue constituido principio de la especie humana, ori­ gen de la causalidad predicamental constituyente del hombre) tuvo que estar en la desordenación intencional de lo que constituía la excelencia peculiar del hombre y su grado espe­ cífico de participación del ser. El hombre al pecar quiso ser como Dios: no es que quisiera ser Dios — esto era imposible de querer, pues no era ni siquiera pensable— , sino que quiso ser como Dios: quiso el hombre — como el diablo— igualarse a Dios de algún modo, tener la perfección que le había sido dada como la tiene Dios, en propiedad y por sí. El ángel tenía con Dios una cierta igualdad, en razón de ser la cúspide de la creación, el grado más perfecto, y así .ejercía sobre todas las demás criaturas un cierto dominio o potestad. El hombre poseía ese dominio o potestad sobre sí y sobre toda la crea­ ción corpórea mediante la ciencia: y quiso dominarla como por sí mismo, y usarla a placer, usando de sí y de lo demás que le estaba sometido sin otra ley ni regla que la de su razón, 8 Non uíi regula rationis et legis divinae praeintelligitur in volún­ tate ante inordinatam electionem. Huiusmodi autem quod est non uti regula praedicta, non oportet aliquam causam quaerere; quia ad hoc sufficit ipsa libertas voluntatis, per quam potest agere vel non agere

(I dem, De Malo, I, 3).

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q. 2, a. 1).

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indeclucible a partir de la consideración de la naturaleza hu­ mana, entre otras cosas porque no tenemos un conocimiento a prior i de esa naturaleza, sino dependiente de la experiencia: a través de sus actos, remontándonos hacia su origen. Aquella posibilidad se nos ha revelado precisamente cuando la hemos visto actuada en uno y otro sentido, y hemos comprendido la irreductible polaridad que los distingue. Análogamente, no hubiéramos podido deducir la posibilidad del pecado, a partir de nuestro conocimiento del alma: ha sido necesario que el pecado se diera efectivamente, para comprender que era po­ sible, y ver en esa tremenda posibilidad algo que fluye de la esencia misma del espíritu humano; su libertad fundamental. En este sentido, lo mismo que cabe hablar de un mysterium iniquitatis, cabe también hablar de un mysterium erroris, cuando no se trata ya de una simple equivocación formal, sino del error de invertir el sentido_real de la vida. Y lo mismo que el pecado queda atribuido irreductiblemente a la sola libertad creada, así le queda también referido ese error radical. Se trata ahora de ir más allá de esas múltiples esferas donde la libertad se ejerce, para encontrar el fundamento, la libertad profunda u original originante. En su sentido más íntimo y positivo, la libertad se en­ tiende como origen y principio único del propio acto; y para el hombre, como autodeterminación radical: como posición total del acto humano —en su propio orden, que presupone siempre el ser— por parte de la persona. A la vez, hay que decir que nuestra libertad no subsiste en sí misma, sino que es una propiedad de nuestra facultad de querer. También aquí, y aun en su aspecto positivo, la composición sigue necesariamente al carácter participado de todas._nuestras per­ fecciones. Y complejo es también, de conocimiento...y. volun­ tad, el acto humano libre: de manera que podemos distinguir sus partes y su estructuración, aunque debamos guardarnos de una separación, que acabaría haciendo incomunicables sus partes y a la que nos tienta el carácter necesariamente par­ cial (abstracto) de todo razonamiento discursivo. Conocimiento y voluntad, con mutua interferencia. «Aun­ que el intelecto sea superior a la voluntad en razón del orden, porque es antes que la voluntad y ésta lo presupone; sin em-

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bargo, también la voluntad le es de algún modo superior, en cuanto tiene imperio sobre todas las fuerzas del alma, ya que su propio objeto es el fin. Por eso se encuentra en la voluntad, del modo más conveniente, el máximo de libertad: pues se llama libre a aquel que es causa de sí» 2. Por eso, aun siendo la libertad propiedad de una potencia determinada (que a su vez entra en composición con una esencia que no es su ser), puede decirse de algún modo que la libertad es «toda el alma, no porque no sea una determinada facultad, sino porque no sólo extiende su imperio a determinados actos, sino a todos los actos del hombre que están de suyo sometidos a ella» 3: en cuanto mueve a las otras potencias, y en cuanto puede querer esto o lo otro, querer o no querer, siendo como es domina sui actus 45 . La libertad que nos ha sido dada, consigue a nuestro grado superior de participación en el ser como acto de todo acto y de toda perfección: grado que constituye en el espíritu un verdadero salto de cualidad, incompatible con cualquier in­ tento de hacer derivar el alma del cuerpo por la acción de agentes naturales y creciente complejidad orgánica. «Los que tienen voluntad difieren de los que carecen de ella, en cuanto aquéllos se ordenan a sí mismos y ordenan todo lo suyo al fin, por lo que se dice que son libres; en cambio, lo que carece de voluntad no se ordena a sí mismo al fin, sino que es orde­ nado por un agente superior, como reducido al fin por otro, y no por sí mismo» 3. Sin embargo, en cuanto el hombre —como toda criatura— üene ^1 ser participado y no por esencia, y en consecuencia es un ente causado, y es el fin la causa de la causalidad de todas las causas, el hombre es necesariamente un ente fina­ lizado. En él, el fin tiene razón de deber: es conocido como tal, y como tal debe- ser querido, exigiendo autodeterminación, porque el hombre no es su fin (porque no es su ser), pero puede alcanzarlo por sí en cuanto por sí mismo puede cono­ cerlo en su razón propia de fin. Si la posibilidad de autodeterminarse al fin y alcanzarlo consigue a la perfección del ser 2 Santo T omás, In II Sent., d. 25, q. 1, a. 2 ad 4. 3 Ibídem, d. 24, q. 1, a. 2 ad 1. 4 I dem, S. Th., 1-2, q. 9, a. 3. 5 I dem, C. G., III, 109. OPCION INTELECTUAL.— 9

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que tiene, la posibilidad negativa de venir a menos (deficere) consigue al hecho de que el hombre no es aquella perfección, sino que la tiene, la recibe, la participa6. La fundamentación de la libertad humana remite a la fundamentación de su ser, en la participación del actus essendi de la esencia humana en cada hombre. Como ente.creado, el hombre tiene en Dios su causa essen­ di, que le constituye en agente de la consecución de su propio fin (la religación definitiva a su Principio) mediante la liber­ tad como facultad de ponerse a sí mismo en esa situación de inhesión a su Causa 7. El fin determina los medios, su medida y proporción. La regla o norma para medir el deber ser de cada acto humano, viene dada por la relación que ese acto guarda con la conse­ cución del fin. El juicio moral es precisamente la considera­ ción de la razón que, a partir del conocimiento del fin y de la naturaleza de aquel acto concreto, juzga de la proporción que este acto guarda con el fin, y en consecuencia, en qué medida participa de su obligatoriedad o de su bondad, porque el fin es el bien. Y esa consideración o juicio moral a su vez es evidentemente obligatorio, en cuanto medio necesario para el fin: siempre que la voluntad debe elegir, tiene que autode0 In nobilioribus creaturis invenitur aliud principium praeter naturam, quocl est voluntas; quod quanto vicinius est Deo, tanto a necessítate naturalium causarum magis est liberum, ut dicit Boethius (V de Consol., prosa 2); et ideo ex conditione sua sequitur quod rectum ordinem tenere possit tendendo in finem, et etiam deficere. Si autem inevitabiliter in finem tenderet, per divinam providentiam, tolleretur sibi conditio suae naturae, ut dicit Dionysius; et ideo taliter a Deo instituía est ut etiam deficere posset; ita tamen quod in potestate eius esset deficere, vel non deficere (I dem, In I Sent., d. 39, q. 2, a. 2). 7 Nulli creaturae communicatum est nec communicabile fuit quod peccare non posset per conditionem naturae suae. Cuius ratio est, quia cum om ne creatum dependeat sicut a causa sui esse a Deo, oportet quod si sibi relinquatur deficiat; quamdiu autem causae influentiam recipit, conservetur. Sed applicatio causati ad causam suam potest esse dupliciter: vel ita quod. sit in potestate causati a causa sua recedere quantum ad aliquid, vel non recedere, vel ita quod non sit in potestate eius; et primum pertinet ad liberum arbitrium, quia hoc est essentiale libero arbitrio ut possit facere vel non facere. Si autem causae suae non inhaeret, oportet quod deficiat (I dem, In II Sent.,

d. 23, q. 1, a. 1).

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terminarse a obrar de un modo o de otro, o a obrar o a no obrar 8. Por eso, el mal moral (o privación del bien) consiste en querer libremente lo que no debe ser querido (también, por consiguiente, en querer no querer) o en quererlo sin la debida proporción, sin la medida que debe tener _todoacto que no " tiene por objeto el Bien infinito o Ultimo Fin. Pero un querer sin medida no puede darse más que queriendo un Bien infinito: infinitud que o es propia de ese Bien y es Dios mismo; o viene dada por la infinitud misma tendencial del sujeto que quiere en cuanto hecho para querer el Bien infinito, capaz por tanto de poseerlo de algún modo, de apropiárselo, y entonces es el hombre mismo lo que la voluntad libremente quiere9. El origen de la volición mala radical (original originante en quien fue constituido principio de la especie humana, ori­ gen de la causalidad predicamental constituyente del hombre) tuvo que estar en la desordenación intencional de lo que constituía la excelencia peculiar del hombre y su grado espe­ cífico de participación del ser. El hombre al pecar quiso ser como Dios: no es que quisiera ser Dios —esto era imposible de querer, pues no era ni siquiera pensable— , sino que quiso ser como Dios: quiso el hombre —como el diablo— igualarse a Dios de algún modo, tener la perfección que le había sido dada como la tiene Dios, en propiedad y por sí. El ángel tenía con Dios una cierta igualdad, en razón de ser la cúspide de la creación, el grado más perfecto, y así ejercía sobre todas las demás criaturas un cierto dominio o potestad. El hombre poseía ese dominio o potestad sobre sí y sobre toda la crea­ ción corpórea mediante la ciencia: y quiso dominarla como por sí mismo, y usarla a placer, usando de sí y de lo demás que le estaba sometido sin otra ley ni regla que la de su razón, 8 Non uti regula rationis et legis divinae praeintelligitur in volún­ tate ante inordinatam electionem. Huiusmodi autem quod est non uti regula praedicta, non oportet aliquam causam quaerere; quia ad hoc sufficit ipsa libertas voluntatis, per quam p otest agere vel non agere

(I dem, De Malo, I, 3). 9 Finís autem ultimus in amore comm utábilium bonorum est ipse homo, propter quem omnia alia quaerit; et ideo si. radix peccati accipiatur ex parte ipsius peccantis, erit una (I dem, In II Sent., d. 42,

q. 2, a. 1).

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determinando por su conocimiento lo bueno y lo m alo101 . La soberbia del hombre era en sí misma una aspiración a la per­ fecta posesión de la ciencia, _al _saber perfecto, a la evidencia total, a la certeza absoluta. Pero tendencialmente era una vo­ luntad de poder, como la soberbia del ángel caído: una Wille zur Machí. Ya veremos más adelante la posibilidad misma de esa voli­ ción y la estructura íntima de ese acto complejo. Y veremos también su desarrollo histórico, social y su proyección en la filosofía. En el conocimiento metafísico conviene proceder por aproximaciones sucesivas y una suerte de contemplación circular y en espiral: cada grado que se alcanza es a la vez la luz que ilumina los inferiores y la posibilidad de seguir subiendo. El desorden radical en la volición del fin, la desordenación de la voluntad en su intención última, tenía necesariamente que producir el desorden, la disgregación tendencial de todo lo que naturalmente estaba sometido a la voluntad: no sólo las potencias del alma, sino el mismo cuerpo y la realidad ex­ terior u. Ese desorden debía ser proporcionado a la capacidad de su agente libre: allí donde nuestra acción no puede llegar, no llega tampoco nuestro deagere, nuestro deshacer; lo que 10 H om o quantum ad aliquid appetiit esse sicut Deus: quantum vero ad aliquid non. Si enim sicut dicat aequalitatem in aliqua per fectione, sic hom o noluit quod ipse haberet tantam scientiam, val potentiam, vél bonitatem quantam habet Deus: quia hoc ipsum im pos sibile et • incogitabile est; sed quantum ad aliquem m odum habendi voluit Deo. parificari tam homo quam diabolus, ut scilicet uterque haberet perfectionem sibi datam, sicut habet Deus secundwn aliquem m odum ; sed differenter: quia superbus ángelus appetiit talem aequali­ tatem in potestate, sed homo in scientia. (...) H om o vero qui creaturis inferioribus superpositus erat, ut eas regeret, et eis uteretur, non tam per potentiam quam per prudentiam, hoc m odo appetiit ut per naturae suae conditionem et ligni prohibid edulium tantum scientiae plenitudinem consequeretur ut ex lumine propriae rationis, quod tamen a D eo sibi collatum esse credebat, et seipsum regeret in ómnibus, et inferiora sibi subiecta (I dem, In I I Sent., d. 22, q. 1, a. 2; cfr. De Malo, X V I, 3). 11 Taliter hom o erat in statu innocentiae institutus (...), quod quamdiu pars superior hominis firmiter Deo inhaereret omnia infe­ riora superiori partí subdebantur, non solum partes animae, sed etiam ipsum corpus et alia exteriora. Superior autem pars hominis, scilicet mens, a sud rectitudine qua Deo' subdébatur, removeri non ■poterat nisi per peccatum mortale, quod est aversio a Deo (I dem, De Malo, VII, 7).

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no podemos ordenar, no podemos tampoco desordenarlo. Pero lo primero que escapa a nuestro poder, lo que más radical­ mente nos excede es el ser mismo: no somos porque quera­ mos ser, y en consecuencia tampoco podemos quitarnos el ser y ni siquiera querer el no ser 12. Es cierto que al pecar contra Dios, al apartarnos tendencialmente del Auctor essendi, mere­ cemos perder el ser; pero considerando el desorden del acto mismo, no se puede perder el ser, porque el ser se presupone tanto para el mérito como para el demérito: y el desorden del pecado no quita el ser13, como la recta ordenación del acto bueno tampoco lo da: su causalidad se mantiene en los límites de lo predicamental, y el ser del hombre es radical­ mente el del alma, no el del compuesto como en los demás entes corpóreos, por lo que, incluso destruida la composición materia-forma, el alma humana sigue subsistiendo con su pro­ pio acto de ser. Así, con el pecado, el hombre pierde lo que podía lograr: el - cumplimiento de su fin; pierde sólo lo que de específica­ mente humano tenía: el conocerlo y el quererlo, y llegar así a su gozo bienaventurado. El hombre es entonces conducido al fin, como una cosa: quasi actus ad finem, non a seipso 14, Y entonces interviene la pena, que neutraliza el desorden y re­ compone coactivamente lo que la libertad ha intentado dis­ gregar 15. En cuanto a cada hombre le ha sido dada la libertad, cada uno debe por sí mismo ordenarse al fin, con una responsabi­ lidad inalienable 16. Esta decisión radical tiene lugar al adqui­ rir el uso suficiente de razón para saberse ordenado al bien y teniendo en sí mismo la potestad de decisión; y —si es bue­ na— consiste en una verdadera conversio ad Deum, principio y fin de su existencia 17. Pero nuestro alcanzar el fin comporta 12 Cfr. I dem, Super Evang. Mait., X XV I, 23-26.

13 Cfr. I dem, In IV Sent., d. 46, q. 1, a. 3 ad 6. 14 Cfr. I dem, C. G., III, 109. 15 Cfr. I dem, In I I Sent., d. 37, q. 1, a. 1 ad 5. 16 La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no ol­ vidéis,

hijos míos,

que hablo siempre de una libertad

responsable

(J. E scrivá de B alaguer, Conversaciones, 9.a ed. castellana, Rialp. Ma­ drid, 1973, n. 117). 17 Primum enim quod occurrit homini discretionem habenti est quod de seipso cogitet, ad quem alia ordinet sicut ad finem : finís enim est prior in intentione. E t ideo hoc est tempus pro quo obligatur

CARLOS CARDONA

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todo un proceso: la temporalidad de nuestra vida terrena hace que esa conversión haya de mantenerse: y a lo mismo que le conviene causar le conviene conservar. Por eso debe renovarse continuamente, y por eso puede rehacerse si se ha perdido 18; y en general, por eso tiene también un desarrollo de maduración^ de crecimiento, de actuación que, en la misma medida, es un proceso de unificación hacia la causa de su ser y de su unidad, que es Dios, Ser por Esencia, Totalidad única en sí. De ahí la totalidad del amor que Dios nos pide. Dios no intenta hacerse un hueco en nuestro corazón, en nuestra alma, en nuestra mente, como entre una muchedumbre de personas y de cosas. Dios es uno, Dios es el Uno, el Unico y pide la totalidad de nuestro amor, porque El es Todo. No pide un poco de nuestro amor, un poco de nuestra vida, algo medido 19. Dios es todo y debe ser amado ex toto corde, absolutamente. Nada hay capaz de ser amado que no sea en El. A Dios no le falta nada, no ya en el sentido formal de que no le falte nada para ser lo que es, sino en sentido absoluto: Dios es la Tota­ lidad del Ser, es la plenitud inefable del Ser, es Todo el Ser, es por Esencia. Sin embargo, yo debo amar a Dios, y por tanto puedo no amarlo; mientras Dios no puede no amarse porque El es la identidad de Ser y Amor. Pero si Dios es Todo, no todo es Dios. Y en la totalidad creada están esos entes dotados de libertad por su grado nobilísimo de participación en el ser. Entre ellos hay una cierta comunidad, y la hay también entre ellos y Dios, en cuanto que todos son y todos quieren y son libres. El amor debido al bien es el amor debido al ser, según su esencia, según su grado. Entre los hombres hay paridad, y cada uno debe amar a los otros como a sí mismo. Y en un cierto sentido esa paridad se extiende a todos los entes ex Dei praecepto affirmativo, quo Dominas dicit: ’Convertimini ad me, et ego convertar ad v o s’ (Zach. I, 3) (S anto T om As, S. Th., 1-2, q. 89,

a. 6 ad 3). 18 Voluntas angelí invertibilis est post electionem, cum sit infra voluntatem divinam, quae est invertibilis ante et post, et supra voluntatem humanam, quae est vertibilis ante et post (I dem, In I II Sent.,

d. 1, q. 1, a. 2 ad 2). 19 Señor: que tenga peso y medida en todo... m enos en el Amor

(J. E scrivA

de

B alaguer, Camino, n. 427).

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creados, a la creación entera, según la graduación de su per­ fección ordenada y convergente. En cambio, la comunidad entre el hombre y Dios aparece y desaparece. Dios debe ser amado, pero no como uno entre otros, y ni siquiera más que los otros, como si fuera el Primus de una serie, sino que debe ser amado absolutamente, sin refe­ rencia intrínseca a otra cosa,1 debe ser amado como el Uno y Unico20, como el Todo, y por eso ex toto corde. Precisa­ mente porque Dios no es el ser de los entes, no queda amado sólo con amar a los entes, aunque no amarlos sea señal de no amar debidamente a Dios. Pero los entes tienen una propia consistencia ontológica, no son una emanación necesaria del Ser divino, y no forman parte de Dios en ningún sentido: su propia consistencia ontológica (la realidad de su propio actus essendi) es correlativa a la absoluta libertad divina en la crea­ ción; como su total dependencia de Dios corresponde a la infinita potencia divina que pone totalmente el ser creado. Si esta dependencia causal me obliga a amar todo lo que ha sido hecho por Dios, y de modo especial a los demás hombres (cada uno de los cuales constituye una cierta totalidad dentro de la totalidad creada), la propia consistencia ontológica de cada ente hace que pueda ser amado sin que por eso se ame a Dios (debidamente). Y por eso existe en nosotros esa tre­ menda posibilidad de una aversio a Deo et conversio ad creaturas (que es, en último término, la conversio ad seipsum), la posibilidad del pecado, posibilidad que es el reverso nega­ tivo de la positividad de la libertad creada, libertad que indica el grado de autonomía que se corresponde con el grado del propio acto de ser o participación trascendental del ser. Posi­ bilidad del pecado que es el contorno negativo de nuestra perfección participada: cualquier teoría que intente negar aquella posibilidad, disuelve simultáneamente nuestra propia y primordial libertad profunda, en beneficio de cualquier li­ bertad aplicada o secundaria21.

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20 Si autem ipsa unitas separata subsisteret, esset tota una toti et secundum se totam. E t sic intelligendum est de Deo, qui est unitus totus ad totum, secundum se totum, per hoc quod est simpliciter et essentialiter unus (S anto T omás, In De Div. Nomin., X I, 2). 21 Muy pertinentes las observaciones. de A. del N oce cuando dice al respecto: si el racionalismo no puede tom ar forma más que en el rechazo del status naturae lapsae, el prim er tema que lo caracteriza

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2.

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Las componentes de la opción intelectual

Especialmente a partir de la radicalización y perfección teorética del acto filosófico primero (ens / percipi), el pensa­ miento se ha mostrado como una capacidad se habens ad opposita, ambiguamente referida a dos puntos de partida opuestos, a dos caminos divergentes, a dos términos contra­ rios. Y resuelve esta ambigüedad el hombre entero, y no una sola de sus facultades, porque el resultado compromete el destino mismo de la vida. La presunción de los a priori, el culto de las ideas claras y distintas, ha engendrado a centenares esas antinomias de extremos irreconciliables, que hacen del hombre un extraño conglomerado de disociaciones: fe y razón, entendimiento y voluntad, conocimiento intelectual y conocimiento sensitivo, conciencia y realidad, alma y cuerpo... Pero el tema capital de la filosofía es un problema humano, del hombre en su ser entero, extraño a esa aséptica atmósfera de la «filosofía pura», partidaria de metafísicas amorales y de morales ametafísicas, que ha acabado disolviendo la moral al quitarle el funda­ mento metafísico, después de haber disuelto la metafísica al quitarle el impulso moral. El corazón no es nunca ajeno a la verdad 22. En rigor, no es el entendimiento el que entiende, ni la voluntad la que quiere; sino el hombre el que entiende por su entendimiento y quiere por su voluntad, siempre que quiere entender y entiende lo que quiere 23. «En cierto modo, el enha de buscarse en el rechazo de la concepción bíblica del pecado. (II problema delVateísmo, II Mulino, Bologna 1970, p. 24). Y un'poco más adelante: Igualmente conocidos los textos de Spinoza: el pecado original es sim plem ente suprimido del todo, porque la idea de Dios causa de todo (causa formal, se entiende) excluye que se puede hablar de ’pecado' (ibid.). 22 El que es verdaderamente piadoso puede cometer algún error; pero sin piedad no se puede ser fiel, ni en la doctrina, ni en la conducta (J. E scrivA de B alaguer, Carta, 28-III-1955). 23 In virtutibus m otivis et habentibüs intellectum, primo invenitur voluntas; nam voluntas om nem potentiam applicat ad suum actum. Intelligimus■ enim, quia volum us; imaginamur, quia volum us; et sic de aliis. E t hoc habet, quia obiectum eius est finís: quamvis intel-

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tendimiento precede a la voluntad, en cuanto le propone su objeto; pero de otro modo, es la voluntad la que precede al entendimiento, en cuanto lo mueve a su acto» 2\ La opción requiere la proposición intelectiva de su térmi­ no, pero esa proposición requiere la moción de la voluntad; y en la medida en que esa proposición tiene menos necesidad objetiva intrínseca, su posición misma requiere una interven­ ción más determinante de la voluntad. «Sin la intención del fin no puede darse ningún acto del sujeto que delibera; y el fin es lo que resulta conveniente al hombre, en relación con su alma, en relación con su cuerpo o incluso en relación con las cosas externas que al alma y al cuerpo se refieren» *2 252 4 . Esa intención del fin —el yo, en el caso 6 de la opción inmanentista— puede ser débil, fruto sólo de la posibilidad (prescindo ahora del desorden que es reliquia del pecado original) o fuerte ya, como resultado de un hábito: y según la intensidad de la intención, así la de la moción con­ siguiente y la firmeza imperada, no elícita, del asentimiento al juicio propuesto. «Lo primero en el orden de la intención es como el principio que mueve al apetito; de donde, quitado el principio, el apetito no sería movido por nada. Pero lo que es primero en la ejecución es el comienzo de la operación: de donde, quitado este principio, nadie empezaría a hacer nada. El principio de la intención es, pues, el último fin; y el principio de la ejecución es la primera cosa entre las que se ordenan al fin» 2fl. Si el último fin es la absolutización o independencia de un ■ente relativo o dependiente de suyo —el yo, incondicional­ mente amado— , lo que tiene carácter de primer medio o principio es una proposición intelectual (un primer principio teorético) que contenga virtualmente un proceso sin quiebra hasta la negación de aquel Absoluto (origen de toda depen­ dencia), que sería incompatible con aquella absolutización pretendida o intentada: negación de Dios que es lo que histó­ lectus, non secundum modum causae efficientis et moventis, sed secundum modum causae finalis, moveat voluntatem, proponendo sibi suum obiectum, quod est finís. Primo moventi convenit ergo máxime habere voluntatem (S anto T omás, C. G., I, 72). 24 I dem, S. Th., 1-2, q. 83, a. 3 ad 3. 25 I dem, In II Sent., d. 40, q. 1, a. 5. 26 I dem, S. Th., 1-2, q. 1, a. 4.

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ricamente ha producido el cogito en el existencialismo sartriano y en el materialismo marxista, y en otros diversos sis­ temas que han tenido la misma cuna. La apostasía puede ser el principio de la incondicionada exaltación del yo, en cuanto toda incondicionada exaltación del yo la exige al mismo tiem­ po que la produce como su fruto más característico De ahí que el antropocentrismo humanista del Renaci­ miento haya concluido su larga aventura en el más desolador ateísmo. Bajo la multitud de problemas que desde todas par­ tes hoy nos atosigan, es fácil descubrir el único gran proble­ ma: el__hombre ha querido prescindir de Dios. Y así, cuando en el campo teológico, el exégeta de la «desmitización», Bultmann, ha querido llegar al fondo de su labor devastadora, se ha preguntado: ¿qué sentido tiene todavía hablar de Dios? Y su respuesta puede reducirse a esto: tiene sentido en cuan­ to es hablar de nosotros mismos. Y eso que podríamos llamar «la Gran Suplantación» es lo que en definitiva viene a ofre­ cernos la «teología de la muerte de Dios» (Bonhoeffer, Robinson, Cox, Altizer...): una nueva ciencia que parece tener por objeto hablar del hombre como si fuera Dios, y hablar de Dios como si fuera el hombre. Si se examinan uno a uno los graves problemas que acosan hoy a la teología, se encontrará siempre el mismo fondo: la Iglesia es problema, si se pretende divina: Cristo es problema, si se pretende Hijo de Dios; la Sagrada Escritura es problema, si se pretende inspirada; la moral es problema, si se pretende ley divina y no creación de la con­ ciencia humana... El verdadero gran problema es uno sólo: Dios. La voluntad está inicialmente bien orientada a Dios, que es su principio y su fin. Pero esa original y constitutiva rec­ titud de la voluntad tiene necesidad de un fortalecimiento2 7 27 Apostatare a Deo dicitur esse initium superbiae ex parte aversionis: ex hoc enim quod homo non vult subdi Deo , sequitur quod inordinate velit propriam excellentiam in rebus temporalibus. E t sic apostasia a Deo non sumitur ibi quasi speciale peccatum : sed magis ut quaedam conditio generalis omnis peccati, quae est aversio ab incommutabili bono. Vel potest dici quod apostatare a Deo dicitur esse initium superbiae, quia est prima superbiae species. Ad superbiam enim pertinet cuicumque superiori nolle subiici, et praecipue nolle subdi D eo; ex quo contingit quod homo supra seipsum indebite extollatur ( Ibídem , 1-2, q. 84, a. 2 ad 2).

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habitual para llevar el entendimiento a su verdadero bien, mediante mociones por connaturalidad, porque también la li­ bertad es original y constitutiva. Si una proposición intelectiva no es del todo evidente, su aceptación implica una mayor intervención de la voluntad libre y, en consecuencia, una presencia más determinante del hábito. Esa inevidencia puede serlo por exceso o por defecto. La verdad sobrenatural es inevidente para nosotros porque excede a nuestra capacidad. intelectiva, y su aceptación re­ quiere el imperio de la voluntad: hay que querer creer. Pero el principio de inmanencia lo es por defecto: ya que si es evidente que si pienso existo, no lo es de ningún modo que ésa sea la única verdad primaria, inmediata y cierta para mí; y, en consecuencia, su aceptación como tal principio de toda certeza requiere también el imperio de la voluntad: hay que querer tenerlo por tal. Pero aquí se plantea una dificultad que hay que resolver antes de proseguir. ¿Cómo puede querer la voluntad algo que no le sea bueno? ¿Puede querer la voluntad el mal siendo su objeto el bien? ¿Puede querer la voluntad algo que es justa­ mente lo contrario de aquello para lo que ha sido hecha? El objeto formal y especificativo de la voluntad no es propiamente lo que es en •sí mismo bueno, porque en este caso no podría querer algo que no lo fuese. La bondad a la que se determina la voluntad es la bondad de conveniencia formalmente ta l28. Es claro que lo que realmente conviene a un.ente es aquello por lo que ha sido creado, su fin; y, por tanto, lo que le conviene de modo absoluto es "su último fin, que es D ios29. Pero este mismo razonamiento hacer ver que la «conveniencia» sólo lleva al verdadero bien mediante la debida consideración de lo que es realmente conveniente; y supuesto que el sujeto, en uso de su libertad, no se haya hecho a sí mismo disconveniente al bien para el que fue creado. 28 Id autem ad quod agens niens ei; non enim tenderet in tiam ad ipsum. Quod autem Ergo om nis agens agit propter 29 Cfr. Ibídem , III, 17.

determínate tendit, oportet esse conveipsum nisi propter aliquam convenienconveniens est alicui, est illi bonum. bonum (I dem, C. G., IIÍ, 3).

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«En general, querer es querer algo para un ser. Este ser puede ser el. mismo que lo quiere, y hasta cabe que sea, ade­ más de ello, lo mismo que es querido. La idea de 'querer algo para un ser' no exige que este ser sea diferente de aquello que es querido, ni del ser que lo quiere. También es cierto que no exige que estos seres sean realmente un solo y mismo ser. No obstante, entre el ser volente y lo querido ha de existir alguna conveniencia. Lo querido lo es en tanto que formal­ mente conveniente para el sujeto de esa volición. Cuando ambos seres son en realidad un solo ser, la conveniencia es­ triba justamente en una identidad. En cambio, si realmente son distintos, su conveniencia sólo puede consistir en una cierta 'connaturalidad' entre los dos. Por tanto, cuando el querer es un acontecimiento en su sujeto, es preciso que en éste se dé también como acontecimiento esa connaturalidad con lo querido; es decir, hace falta estar connaturalizado con aquello que está haciendo de objeto de la misma. Tal sujeto quiere entonces lo que quiere no por virtud de una connatu­ ralidad cualquiera con su objeto, sino por virtud de la que tiene en un acto de connaturalizarse con el mismo, que es simultáneo de la respectiva volición» 30. La opción n o . se da, pues, propia o formalmente entre el bien y el mal objetivos, sino entre lo conveniente y lo discon­ veniente, en función de las disposiciones del sujeto: disposi­ ciones originadas o fortalecidas por el mismo hecho de la opción, que lo connaturaliza con su objeto, en una realización de libertad. El mal no es una simple negación, sino la privación de algo para lo que se ha sido hecho y que se debe tener; y esnecesario que esa privación o desorden tenga una causa agente, per accidens, accidental: loóqüe naturalmente_se debe tener, nunca faltaría si no hubiese alguna causa que lo impi­ diese. Por eso se puede decir que el mal, más que causa efi' cíente, tiene una causa deficiente: al actojmalo,, le_. fa.lta la ordenación debida31. Así, lo que atrae a la voluntad y le lleva a querer el acto malo no es propiamente el mal, sino un bien 3<J A. M illán Puelles, La estructura..., 'p. 213. 31 Cfr. Santo T omás, S. TH., 1-2, q. 75, a. 1.

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al que le falta algún otro bien32, un bien deficiente. Si ese bien querido no pudiese contener nunca ese otro bien que le falta y que lo haría sencillamente bueno, no debe ser nunca querido, porque ese otro bien con el que es incompatible no debe nunca dejar de ser querido, no debe ser jamás rechazado o abandonado: la voluntad no debe (pero puede) poner nin­ gún acto que la haga disconveniente de ese bien primordial cuya ausencia hace que un bien sea malo. Siendo la voluntad una capacidad ilimitada de querer —todo lo bueno puede ser querido—, nada que sea limitado o deficientemente bueno puede atraer necesariamente a la voluntad. Y para esa ausencia de necesidad basta que la li­ mitación o la deficiencia esté en la cosa en cuanto conocida: como ocurre con el Bien infinito deficientemente conocido. Sin embargo, basta tener un cierto grado de bondad —basta ser algo— para poder ser querido. Y esa capacidad de atraer aumenta en la medida en que la voluntad tenga disposiciones sobreañadidas que la hagan más conveniente a aquel bien, que la hagan más connatural con él: disposiciones que la vo­ luntad adquiere al querer, por lo que sólo la voluntad puede ser causa suficiente de la volición mala, ya sea actual o dis­ positivamente 33. La malicia aparece, pues, cuando la voluntad se mueve a sí misma al mal. Y esto puede ocurrir cuando el sujeto tiene una disposición de tal naturaleza que le hace conve­ niente y como semejante a algo objetivamente malo, de suer­ te que, por razón de conveniencia, la voluntad tiende a ese mal como si fuese un bien: ya que, por sí mismo, cada uno tiende a lo que le es conveniente34. Cuanto esa disposición esté más confirmada por la repetición de actos o por la in­ tensidad de decisión, tanto más firme será la volición de lo objetivamente malo, bajo la formalidad de conveniente. Y esa volición será tanto peor cuanto más radicada esté en el prin­ cipio mismo del querer, en la disposición radical y estable en relación con el último fin y no sea simple resultado de una 32 Peccati primi non est causa aliquod malum: sed bonum aliquod cum absentia alicuius alterius boni (Ibídem, 1-2, q. 75, a. 1 ad 3). 33 Cfr. Ibídem, 1-2, q. 75, a. 3. 34 Cfr. Ibídem , 1-2, q. 78, a. 3.

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disposición pasajera, siempre más fácilmente revocable, que no afecte directa y formalmente al último fin o sentido últi­ mo y destino de la vida35. Cuanto más autónoma —más voluntaria— sea la volición, tanto más depende de lo prin­ cipal y últimamente querido 36. La presencia del hábito conformante con el mal objetivo exige una causa radical, algo que dé razón del hábito mismo: una decisión previa —con anterioridad, sobre todo, de natu­ raleza— , un amor radical, una opción que arranque de la voluntad en un estado primigenio: que sea posible en el comienzo mismo de la vida moral y pueda explicar toda otra volición desordenada, y la correlativa y creciente disposición connaturalizante. Lo característico del amor como acto de nuestra voluntad es la posibilidad de tenerse a sí mismo por objeto. Siendo el objeto de la voluntad el bien indeterminado, todo lo que de alguna manera sea bueno puede ser querido; y como el mis­ mo querer es algo bueno, la voluntad puede querer querer: como también el intelecto, cuyo objeto es lo verdadero, en­ tiende que entiende, porque también eso es verdadero. Y de esta manera, hay en el querer un movimiento espontáneo re­ flexivo sobre el querer mismo: por lo que, en el mismo hecho de amar, hay un amar ese am or37. La espiritualidad de la voluntad le hace posible, a la vez, querer algo y querer el bien en sí, y quererse a sí como bien. Y aquí aparece una dualidad «natural» que está necesaria­ mente implicada en la libertad psicológica originaria: la ra­ dical ambigüedad de la decisión fundamental, la radical po­ laridad de la opción primigenia: el bien-en-sí, como razón de todo querer; o el bien-para-mí, igualmente condicionante de todo otro querer. Eso es posible porque todo bien-en-sí es también un bien-para-mí. Nos encontramos así ante dos principios u orientaciones fundamentales posibles: querer todo (yo mismo incluido) en cuanto es bueno en sí, o que­ rer todo en cuanto es bueno para mí (haciendo del para-mí la condición de toda bondad). Esta opción es posible porque, 35 Cfr. Ibídem , 1-2, q. 78, a. 4.

se principale volitum unicuique volenti est causa volendi (I dem, C. G., I, 74). 37 Cfr. S anto T omás, S. Th., 2-2, q. 25, a. 2.

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si ningún bien en sí es posible sin el Bien en sí (del que los demás bienes son participaciones: bienes causados y, por tanto, limitados), sin mí ningún bien es posible para mí: yo soy, para mí mismo, un absoluto (relativo). Y la relatividad de este absoluto desaparece de mi horizonte intelectual cuan­ do, en virtud de la flexibilidad esencial de mi querer, hago del querer con que quiero el objeto central de mi interés. Siendo la volición «la expresión tendencial de una connaturalidad o conveniencia física de la subjetividad con algún ser» 3S, se comprende que la necesaria connaturalidad (iden­ tidad) que yo poseo conmigo mismo constituya una perma­ nente, siempre consectánea y fuerte capacidad de atracción sobre mi voluntad: tanto, que no puedo dejar de quererme más que dejando de querer en absoluto. Tanto, que a pri­ mera vista parece que nada puede atraerme más y condicio­ nar más toda otra acción. Sólo a primera vista, porque, en efecto, la noción del Ser Absoluto —por quien yo soy lo que soy— me hace ver que la identidad conmigo mismo no es perfecta, toda vez que tengo el ser recibido, soy un com­ puesto de esencia y acto de ser, siendo el acto de ser que recibo nada menos que el acto de mi esencia, por el que no solamente soy, sino que soy también lo que soy. Y así, sin el Ser, sin el Ipsum Esse Subsistens, sin el Ser por esencia que causa mi ser propio, yo no sería absolutamente nada, y nada podría querer: por lo que, para quererme justamente a rni7~débo querer más al que es la Causa primera y total de mi ser, que sin ser yo, está presente en mí haciendo que yo sea y que sea lo que soy, por lo que me es más conveniente que yo mismo. El amor de sí puede tener una triple relación con el amor de Dios (Bien en sí o por esencia): puede serle contrario si uno se ama a sí mismo como a último fin; puede estar in­ cluido, si uno se ama a sí mismo por Dios y en Dios; puede distinguirse de él, pero sin serle contrario, si uno se ama a sí mismo por sí mismo, pero no de tal modo que el amor de sí mismo constituya el fin de todo otro am or39. El amor de sí, inevitable, sólo se hace indebido cuando se constituye ---------------

38 A. M illán Puelles, La estructura..., p. 221. 39 Cfr. Santo T omás, S. Th., 2-2, q. 19, a’ 6.

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en aquello por lo que y para lo que todo otro bien es que­ rido: entonces resulta desordenado porque yo no soy la Cau­ sa del bien, -sino un ente, un bien participado, y, por consi­ guiente, esa volición reversiva total y condicionante es injusta (pero posible), y ese bien, así querido, esjrn bien con ausencia de otro bien debido; es la conveniencia —sólo Dios nos "és más conveniente que nosotros mismos— disconveniente en que el mal consiste. Es un bien malo, porque lo desintegro intencionaímente del Bien total, por ese «para mí sobre todas las cosas» (o para cualquier totalidad creada: la sociedad, la humanidad, el universo) que instrumentaliza, condiciona y relativiza intencionalmente al Absoluto o Todo increado. La volición mala consiste, pues, en una volición desorde­ nada que desordena al sujeto volente: consiste en unajnsubordinación ante Dios, hecha posible por «la flexibilidad na­ tural del libre arbitrio» 40; insubordinación que tiene, como causa positiva, la indebita magnificado hominis 41, la injusta exaltación del hombre, el amor desordenado de la propia ex­ celencia, que se opone a Dios como principio y causa radical de toda subordinación. Esta es, en último término, la historia del mal, que tiene en el tiempo un desarrollo trenzado con la historia del bien. «Al subvertir el orden, el hombre hace mucho más que faltar a la racionalidad de su naturaleza y disminuir su humanidad,. como ocurre en la moral, de Aristóteles; hace también más que comprometer su destino por una falta, como ocurre en los mitos dé Platón; introduce el desorden en el orden divino, y ofrece el doloroso espectáculo de un ente sublevado contra el Ser. Por eso el primer mal^ moral_r.eci.be, en la filosofía cristiana, un nombre especial, que se extiende a todas las faltas, engendradas por la primera: pecado. Al usar esta pa­ labra, un cristiano quiere siempre significar que, tal como él lo entiende, el mal moral introducido por una voluntad libre en un universo creado, pone directamente en juego la rela­ ción fundamental de dependencia que une a la criatura con Dios. La prohibición tan leve, y por decir así gratuita, ! con que Dios, había impedido el uso, perfectamente inútil ---------------

40 Ibídem , 2-2, q. 19, a. 11. 41 Ibídem , 2-2, q. 19, a. 12 ad 2.

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para el hombre, de uno solo de los bienes puestos a su dis­ posición, no era más que el signo sensible de esta dependen­ cia radical de la criatura. Aceptar la prohibición era reconocer esa dependencia; violar la prohibición era negar esa depen­ dencia y proclamar que lo que es bueno para la criatura es mejor que el mismo bien divino. Ahora bien, cada vez que el hombre .peca renueva ese acto de sublevación, y se prefiere, se separa; al separarse se priva del solo fin donde se encuen­ tra su felicidad, y se condena, por ese mismo hecho, a la miseria» 42. Se comprende bien así que sea éste el único ver­ dadero mal para el hombre43: el mal que reviste, para mí, carácter de absoluto. Por eso resulta verdaderamente extraña la actitud de aque­ llos que se dedican sistemáticamente a buscar todo el bien (de diversos órdenes) que hay en el mal (moral), y todo el mal (de diversos órdenes) que hay en el bien (moral), y que les lleva fatalmente a confundir el bien con el mal. Aparte de la valoración moral de esa actitud o de su causa, habría que decir que resulta propia de una aberrante superficiali­ dad que, si es consciente, sólo la libertad puede explicar. El problema queda metafísicamente situado en que somos y a la vez estamos condicionados, de alguna manera no so­ mos: nuestro ser es participado, estamos realmente compues­ tos de esencia y acto de ser, y así la conveniencia (la identi­ dad) con nosotros mismos no es perfecta. «En un universo creado, como es el universo cristiano, hay dependencia ontológica radical de la existencia de todos los entes a Dios. Y no solamente no son en cada instante más que por El, sino que es a El a quien le deben el ser lo que son, puesto que, como su existencia, su misma sustancia es un bien que Dios crea. Y como su poder causal no es más que una prolongación de su ser, es igualmente a Dios a quien se debe referir necesa­ riamente su causalidad; y el ejercicio mismo de esa causa­ lidad, que por ser acto, es ser; y la eficacia, en fin, de ese acto causal con el efecto que produce, puesto que todo lo que hacemos es creado por Dios. Así, la contingencia radical 42 E. Gilson, U esprit..., pp. 122-123. 43 No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado (J. Escrivá B alaguer, Camino, n. 386;.

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del ser finito lo sitúa en una dependencia absoluta del Ser necesario, a quien todo debe ser principalmente referido como a su fuente no sólo en el orden de la existencia, sino también en el orden de la sustancialidad y de la causalidad. Para quien lo olvida, recomienza el pecado original; o más bien, precisamente porque el pecado original continúa, es tan di­ fícil no olvidarlo» 44. Si la voluntad tiene, por tanto, una evidente connaturali­ dad con el bien en sí —con el Ser del que procede y al que se ordena— , que es su Fin y su razón de ser, tiene por otra parte, en cuanto creada, una cierta connaturalidad con el mal, con el no ser del que la criatura, por sí misma, procede: connaturalidad que, en su forma positiva, viene dada por la posibilidad de hacer del necesario amor de sí una necesidad condicionante de todo otro amor, por el carácter absoluto (relativo) que yo tengo para mí, que me ofrece el atractivo de ser para mí mismo lo mejor (por no consideración o ex­ clusión positiva del Ser Absoluto), lo más excelente por ab­ solutamente incondicionado: la deificación de mí. «El límite de las posibilidades de la libertad en la patología del sí-mismo consciente lo constituye la tentación de ponerse a sí propio por completo, tratando de eliminar la tautología concomi­ tante de todo posible acto de conciencia. Es la aventura más descabellada que cabe imaginar, y para emprenderla no hay que salir de sí, sino al contrario, querer poner en práctica una incondicionada introversión. La subjetividad puede su­ gestionarse con ella, movida no tan sólo por la fuerza de algún agente patógeno que escapa a su mirada, sino sobre todo por el acicate de la más peligrosa forma de curiosidad y del más abusivo empleo de la libertad: el atractivo que ejerce sobre el yo la posibilidad de darse 'para sí mismo y por sí mismo de una manera exhaustiva', con la conciencia plenamente lúcida de la singularidad del propio ser y el per­ fecto dominio de una autoposesión cabal. En este límite de la actitud introvertida lo que se quiere es vencer todo cuanto de fáctico y opaco existe irreductiblemente en el sí-mismo. Se quiere, en suma, ser libertad plena y absoluta conciencia, como Dios, aunque la comparación no se realice» 45. 44 E. Gilson, L’esprit..., p. 134. 45 A. M illán Puelles, La estructura..., p. 276.

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Esa actitud puede aún radicalizarse más, sacar y abrazar sus consecuencias implícitas, llevando al límite la posibilidad de invertir el sentido de la libertad. Sólo_ si Dios no existiese, mi libertad sería pura indeterminación de acto y de sentido. Pero ál partir de que la vida es pura libertad de ese género, pura autoposición, Sartre debe concluir que la existencia de Dios aniquilaría mi individualidad y la libertad que me cons­ tituye 48. El mal, en cambio, me permite poner el no-ser, que es justamente lo constitutivo de mi conciencia en cuanto tal, en la que consisto como subjetividad: por tanto, sólo hacien­ do el mal el individuo se pone a sí mismo, en su plena y libre singularidad totalmente desvinculada47. Menos radical, pero análoga, es la posición del existencialismo de Jaspers, para quien también en la situación-límite de la culpa es donde el hombre experimenta el fondo de su libertad y su propio ser 48. Trascendencia, y finitud son exactamente correlativas. «A la subjetividad, aptitudinalmente trascendente, le pertenece de una manera física la finitud. De lo contrario, no tras­ cendería, ni de un modo aprehensivo, ni tampoco en la forma de la volición. Presupone, en efecto, el trascender una cierta dosis de no-ser: en cada caso, el respectivo no-ser aquello hacia lo cual se trasciende. Este no-ser es, pues, de un modo físico, limitación, finitud. Y la subjetividad es naturalmente limitada en tanto que le conviene, en su sentido intencional, el trascender»4<J. Si comprende bien que es precisamente mi no-ser Dios, mi no-ser el Ser, lo que más radicaliza mi fini­ tud y su correlativa trascendencia, que es el modo positivo y debido —intelectual y moralmente— de remontar mi finitud constitutiva. Por eso la decisión de convertirme para mí mismo en un absoluto, de romper el límite de mi ser (inten­ cional o tendencialmente), excluye, junto con el Absoluto que me condiciona, la trascendencia que me señala inexo­ rablemente como finito. Y viceversa, la negación de la tras­ cendencia incluye la declaración de mi propia independencia 46 Cfr. J.-P. Sartre, L'existentialism e..., p. 35. 47 Cfr. C. Fabro, II problema del peccato nello esistenzialismo, en «II Peccato» (Roma, Ares, 1959), p. 713. 48 Cfr. K. Jaspers, Psychologie der Weltanschauungen (Berlín, 1954), p. 273. 49 A. M illán Puelles, La estructura..., p. 223.

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e infinitud, al menos de iure, por la dialéctica misma del prin­ cipio"^puesto. En cuanto tal, sin más consideración, «la propia finitud aprehendida queda realmente captada como un valor_nega.tivo. En la conciencia de la angostura de mi ser me siento constreñido y, en cierto modo, negado, defraudado» 5o. Y esto, naturalmente, contiene una fuerza de ^repulsión espontánea que, en cuanto consentida, me hace disconveniente a todo planteamiento que tenga esa base (bien por parte de mi propia finitud, o bien por parte de la infinitud correlativa del Ser absoluto que causa mi ser finito y me ordena a sí); y me connaturaliza ipso jacto con la posición contraria. De ahí el ^rechazo no sólo del Ser absoluto o Ser por esencia, sino también de la noción de .ser en su generalidad trascen­ dental que lo reclama, dentro de la cual yo me percibo como un ente; y de ahí la apetencia de una succión de la realidad entera en el mí-mismo, de algo que siendo yo mismo y puesto por mí mismo, subsuma no sólo mi propio ser, sino toda la realidad. «La conciencia de mi propia finitud no puede, por tanto, darse sin la conciencia global-sintética, 'cofundente', de toda la realidad, dentro de la cual yo me percibo como un ser en el_ ser. Ello supone la correspondiente idea trascendental, una idea que desborda no sólo al ser que la tiene, sino a cualquier ser finito. Pues aunque el acto en el que constituyo ese concepto es tan sólo una parte de mi vida, lo que en tal acto se da como su objeto es algo que me subsume, lo mismo que a cualquier posible realidad» 51. Y esa succión es la que obra el principio de inmanencia, seriamente puesto. «No hay más pura inmanencia, ni más completa soledad posible, para un ser capaz de trascenderse, que la que estriba en estar sólo en potencia de poseer de una manera inmaterial el ser. Tal aislamiento, ni siquiera conocido, es el único aislamiento riguroso del ser de la sub­ jetividad» 52. De ahí la necesidad de una radicalización plena del filosofar, sin continuidad alguna con el conocimiento espontáneo, la necesidad de un principio absolutamente pri­ mero y de absoluta autotransparencia independiente: un dios 50 Ibídem , p. 241. 51 Ibídem , p. 226. 52 Ibídem , p. 200.

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para el conocimiento. Lo que nos da la raíz teorética correlativa de la opción moral; la opción intelectual, que —con conciencia de sus implicaciones— no se da sin dependencia de la otra opción motora, por ser acto humano y principio teorético de actos humanos. «La ontología y la ética del 'yo' se cruzan en este punto, pues mi propio asumirme no es un hecho exclusivamente na­ tural, ni tampoco un simple acto de conciencia en la más amplia acepción de la palabra, sino 'una opción de mí mis­ mo', un acto en el que me asumo libremente, tanto si me tomo como soy —activo y a la vez fáctico en mi ser— cuanto si cierro los ojos a la facticidad y me imagino el ra­ dical autor de mi ser propio. Aunque fundada, la primera manera de ponerme no deja de ser libre, porque es 'mi libre autoposición de mi ser fáctico', no el factum natural y radi­ cal desde el que hago esta libre autoposición. Pero, a su vez, la segunda manera de ponerme, aunque también es libre, tiene algún fundamento: mi vivirme a mí mismo, en cierto modo, como autor de mi ser. Este fundamento no es bas­ tante para anular mi radical facticidad, pero sí para tentarme de tal modo que yo prescinda libremente de ella, quedándome en la nulidad de mí mismo como un vacuum plenamente disponible para mí. Lo que me tienta en esta vaciedad es lo que en ella hay de positiva disponibilidad de mi ser propio. Se trata de ganarse enteramente, de 'existirse' por sí y para sí mismo, en la absoluta singularidad de un yo que queda, de esta suerte, a su propia merced: idéntico a su libertad; un yo, en suma, cuasi-divino o absoluto. Pero aunque es esto lo que se pretende, lo que se logra es la angustia ante la absoluta inanidad de un yo que es pura y simple disponibilidad. Para sentirme, sin ningún residuo, agente de mi ser, me tengo que poner como completamente disponible para mí, o sea, como pura potencia de mí mismo en la acepción pasiva. No me puedo asumir como mi pura omnipotencia activa sin to­ marme a la vez como la pura posibilidad pasiva que indefi­ nidamente puedo moldear. Tengo, pues, que sacarme de mi nada, poniéndome a la vez, como tal nada, enteramente a mi disposición» 53. Todo esto constituye una verdadera opción 53 Ibídem , p. 411.

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entre dos términos radicales y antagónicos: habiendo en los dos algo de fundamento y algo de libertad, suficiente para que el principio puesto sea fruto de una opción. La opción moral radical está presente en todo acto mo­ ralmente calificable —con presencia actual, habitual o vir­ tual— , determinando su bondad o su maldad moral. En el comienzo —impreciso, temporalizado— de la vida moral esa opción está ya inicialmente presente. Pero lo está de un modo especial cuando en algún momento de la vida se toma conciencia de la posibilidad radical de optar y se opta con todas las consecuencias, aun cuando luego la existencia — so­ metida a mil contingencias, flaquezas e incoherencias, y a la renovación de esa opción en circunstancias diversas y varia­ das disposiciones parciales— resulte fluctuante y superficial­ mente inconexa. Lo mismo sucede con la opción intelectual en cada acto intelectivo que comprometa o incluya de algún modo la tota­ lidad de lo inteligible: por eso en un plano natural, especial­ mente en los actos pertenecientes al conocimiento metafísico en toda su generalidad, que implican necesariamente una actitud ante la vida y requieren explícita o confusamente a la voluntad condicionada por la opción moral, y la sitúan en la necesidad de un absoluto para fundamentar el conoci­ miento y ante dos posibilidades: el Absoluto-absoluto y el ab­ soluto-relativo, respectivamente connaturales al en-sí o al para-mí de la polaridad moral, y respectivamente expresados en un plano noético por la primacía del principio del acto de ser o por la primacía del principio de la conciencia (cogito, ergo sum), relativizante del no-yo. Sin embargo, nuestra naturaleza no está abandonada a esa opción intelectual sin asidero alguno, como ante la bifur­ cación de un camino sin indicaciones, de modo que hallar el término justo fuese un puro azar. Para optar mal hay que hacerse violencia: violencia a los primeros principios univer­ sales conocidos por la luz de la razón natural, muy empleados hasta entonces; y violencia a la rectitud_..tendencial de la voluntad ordenada al bien de la razón54. Por eso, a pesar de 54 Per naturalem inclinationem ordinatur hom o in finem sibi connaturalem. J-loc autem contingit secundum dúo. Primo quidem, secundum rationem vel intellectum: in quantum continet prima principia

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15.i

todo, la opción de inmanencia no es primaria: tanto en la vida de la humanidad como en la de la persona presupone un largo tiempo de incubación; ni es fácil, aunque sea posible, y va siempre acompañada de inquietud, en mayor o menor grado según la orientación radical de la voluntad. En este sentido cabe decir que no es una opción natural, aunque sí lo sea en el sentido de que se "fundamenta en una posibilidad originaria de nuestra naturaleza. El hecho de abandonarse a esa posibilidad es un acto complejo de voluntariedad y de razón, de modo análogo a lo que ocurre en el error sobre las apariencias sensibles: «Ni la decisión imperada es un error, ni el juicio consiste formalmente en un acto de la vo­ luntad (aunque es voluntario in causa). Lo que a la vez es voluntario y erróneo es el hecho de abandonarme a la apa­ riencia en tanto que se consuma en un juicio» 55.

3.

El desarrollo de la opción

La opción intelectual, como acto humano complejo de razón y voluntad, puede darse muy imperfectamente, casi como tanteo, o en un grado de perfección elevada: en el sentido de acto acabado y completo. Porque «para la perfec­ ción de un acto que procede de dos principios activos se requiere que los dos principios sean también perfectos: no se puede serrar bien más que si quien sierra posee bien el arte de serrar y la sierra está bien dispuesta para serrar bien. Pero la disposición para obrar bien en las potencias del alma que pueden tener actos opuestos es el hábito. Y, por consiguiente, conviene que el acto que procede de dos poten­ cias tales sea perfecto mediante los hábitos preexistentes en una y otra potencia»56. Ni el entendimiento se ordena infaliblemente a la verdad objetiva —puede errar— , ni la voluntad se ordena infaliblemente al bien objetivo —puede universalia cognita nobis per naturale lumen intellectus, ex quibus procedit ratio tam in speculativis quam in agendis. Secundo, per rectixudinem voluntatis naturaliter tendentis in bonum rationis (S anto T o­ más, S. Th., 1-2, q. 62, a. 3). 55 A. M illán Puelles, La estructura..., p. 50. 56 Santo T omás, S. Th., 2-2, q. 4, a. 2.

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pecar— , y, en consecuencia, ambas potencias requieren hábi-, tos_que las determinen de modo más próximo e inmediato,. sacándolas de una cierta ambigüedad radical. Si el extremo —el oppositum— al que ese. hábito-inclina es el debido, teñe- y mos la virtud, que es el hábito del que nadie puede usar mal: qua nullus male utitur 57. Esos hábitos han de estar de alguna manera mutuamente referidos para influir en un acto común. «No sólo conviene que la voluntad esté pronta a obedecer, sino también que el entendimiento esté bien dispuesto para seguir el imperio de la voluntad» 58. Es oportuno recordar aquí que es el hom­ bre, uno y el mismo sujeto, el que quiere con la voluntad y el que entiende con el entendimiento: es ésta la comunica­ ción básica de estas facultades, que son algo de alguien, y no entidades subsistentes. Al hábito voluntario con que el sujeto está inclinado a querer el. bien en sí, corresponde ar­ mónicamente el hábito intelectivo con que el sujeto está dis­ puesto a considerar las cosas en sí mismas o tal como son en sí. Y viceversa, dos hábitos respectivamente contrarios incli­ narán al sujeto a querer el bien para sí y a entender en fun­ ción de la propia conciencia59. Esos dos hábitos —no sim­ ples disposiciones, que dejan aún un margen demasiado amplio para los actos contrarios, nunca absolutamente impe­ didos —se articularán en un acto perfecto en su propio orden: un acto de posición de un primer principio teorético con vir­ tualidad práctica generalizada. Los hábitos virtuosos continúan la inclinación recta origi­ nal, fortaleciéndola, ya que es en sí misma harto débil. Especialmente en las condiciones de naturaleza caída en que nos encontramos: aun prescindiendo del dató "de fe, basta una somera experiencia para advertirlo. Y la fortalecen espe­ cialmente para no naufragar cuando la posición"'""del acto revista una circunstancial dificultad. El hábito da, en efecto, un cierto instinto para asentir á las proposiciones que le 57 San Agustín, De libero arbitrio, II, 19. 58 S anto T omás, S . T h . , 2-2, q. 4, a. 2 ad 2. 59 Voluntas consequitur intellectum. Sed Deus suo intellectu intelligit se principaliter, et in se intelligit omnia alia. Igitur símil principaliter vult se, et, volendo se vult omnia alia (I dem, C. G., I, 75).

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conviene]!, y para disentir de las contrarias 6o6 , aun antes de 2 1 la perfecta consideración de su intrínseca verdad. Recordemos, sin embargo, que «nada impide que quien tiene un hábito obre según el hábito o contra él; por ejemplo, el gramático puede hablar correctamente, conforme a la gra­ mática, y también hablar incorrectamente, en contra de las prescripciones gramaticales. Y así sucede también con los hábitos de las virtudes morales, pues quien tiene el hábito de la justicia puede también obrar injustamente. Esto es así porque en nosotros el uso de los hábitos depende de la voluntad, y la voluntad se encuentra abierta a términos opuestos» 81. Por eso la opción hecha es siempre revocable, y por eso mismo también siempre confirmable. Pero aparte de esa permanencia de la optabilidad, es también aquí, en el orden de los hábitos, donde reaparece la dualidad: porque una serie de actos errados puede haber engendrado una dis­ posición estable —una segunda naturaleza— deformada, que sea ya, más que una posibilidad, una tendencia que le haga muy difícil el rectum iudicium de bono C2, el juicio recto sobre el bien o sobre la verdad en cuanto bien. Nadie es bueno por un solo acto de bondad, sino por una disposición firme y estable para obrar bien: de ahí que la moral trate de hábitos —de moribus— más que de actos. Y «al hábito le es propio inclinar la potencia a obrar lo que le conviene^ en cuanto le hace ver que es bueno lo que le con­ viene y malo lo que le repugna»63.No se puede ser —nadie lo ha sido jamás— inmanentista de buenas a primeras, como espontáneamente: es preciso todo un largo trayecto previo, hoy facilitado por la herencia y el medio ambiente culturales, que allanan el recorrido personal, pero no lo dispensan. Un largo trayecto, que no es un crecimiento uniformemente progresivo: se parece más bien al proceso de germinación de la semilla, donde se van creando todas las condiciones necesarias, para que luego la semilla estalle como de repente e inicie entonces su creci­ miento homogéneo: las presuntas «revelaciones» inmanentis60 Cfr. I dem, S. Th., 2-2, q. 2, a. 3 ad 2. 61 I dem, C. G., IV, 70. 62 I dem, In Epist. ad Rom. XII, 1 in medio. 03 I dem, S. Th., 2-2, q. 24, a. 11.

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tas han tenido siempre un tiempo de incubación subterránea. Las correlativas implicaciones de entendimiento y voluntad se van entrelazando, originando actos que van desde una gran imperfección formal hasta lo que he llamado el acto perfecto, que es la posición perfectamente segura del acto filosófico primero, que no es numéricamente el primer acto filosófico que se pone, sino aquel que contiene virtual o sus­ tancialmente toda una filosofía. Lo verdadero tiene razón de bueno, y lo bueno de verda­ dero. Y la Verdad primera, de último Fin. El bien de la razón es, en cuanto tal, objeto de la voluntad, como éste es, en cuanto verdadero, objeto de la razón. Pero esta mutua implicación se hace plena cuando se trata del Bien supremo del hombre, y de la Verdad de que toda otra verdad procede, que requieren al hombre en el ejercicio pleno de sus dos facultades espirituales64. Si en uso de la polaridad radical de esas dos facultades, por su naturaleza espiritual y creada a la vez, la voluntad tiene por bueno, por Bien, el bien-paramí, como razón formal de todo bien,, el entendimiento tiene por verdadero, por Verdad, la verdad-en-mí, como razón for­ mal de toda verdad. Y al tender el entendimiento a esa ver­ dad, sin quiebra lógica alguna en el orden de los medios, se ordena a lo que se ha establecido como último fin, y la voluntad asiente a esa verdad como el entendimiento tiende a ese bien65; o más propiamente dicho, el hombre tiende con su voluntad a esa verdad que desea, y asiente con su en­ tendimiento a ese bien que piensa. El inmanentista encuentra la perfección de su entendi­ miento en la posesión plena de su verdad: un intelligere puro sine re intellecta, una conciencia pura y constitutiva, sin con­ dicionamiento extrínseco alguno. Y su entendimiento es así atraído por su propio bien, que es un cierto bien en sí. Pero después, cuando a eso responde una voluntad afirmada en el querer de sí, ese entendimiento tiene también de este modo un orden al bien (aparente) que es objeto propio y directo de la voluntad: se ha cerrado el circuito, la opción se con­ 84 Cfr. Ibídem, 2-2, q. 4, a. 5. 65 Cfr. Ibídem, 2-2, q. 4, a. 5 ad 1.

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firma^y tenemos un equivalente —de orden natural y per­ fectamente contrario— a la fides formata. Circuito cerrado que aparece objetivamente, por ejemplo, en la obra filosófica de Sartre, al hacer de la negación de Dios la condición fun­ damental para la posesión de la libertad plena en que ha de consistir una existencia pura o incondicionada, porque en efecto es libre qui causa sui e s t66, el que es causa de sí mismo o tiene en sí mismo la razón por la que es. Se hace así aún más evidente que no es posible una razón recta en la determinación del sentido de la vida sin una volun­ tad rectamente ordenada: la recta apreciación de los princi­ pios requiere la recta apetencia de los fines67. Y al fin, no puede persistir la voluntad recta donde el entendimiento ha sido deformado en cuanto a las verdades capitales de la vida, deformación que no se consuma sin la aquiescencia de la vo­ luntad. No hay virtud moral donde no hay prudencia y, por tanto, donde no hay inteligencia, por la que se alcanzan los principios naturalmente conocidos, tanto en lo especulativo como en lo práctico 68*. De ahí la moralización de la actividad filosófica, donde también se ejercita la libertad: porque actos voluntarios no son sólo los elícitos por esta facultad, sino también los im­ perados por ella; y en consecuencia no sólo la voluntad puede ser sujeto del mal moral, sino también todas aquellas poten­ cias que pueden ser movidas a sus actos, o reprimidas, por la voluntadfiS. Y, por tanto, el error, en cuanto sometido a la voluntad, es moralmente calificable7o. Pues «tiene la razón un doble acto: uno por relación a su propio objeto, que es conocer algo verdadero; el otro acto de la razón se refiere al que es propio de la razón en cuanto directiva de las otras facultades. Pero de uno y otro modo puede haber pecado' en la razón. Primero, en cuanto yerra en el conoci­ miento de lo verdadero: lo que se le imputa cuando ignora o yerra acerca de lo que puede y debe saber. Segundo, cuando 66 A ristóteles, M etaphys., I, 2, 9. 67 Cfr. Santo T omás, S. Th., 1-2,q. 58, a. 3 ad 2, 68 Cfr. Ibídem , G9 Cfr. Ibídem , 70 Cfr. Ibídem ,

1-2, q. 1-2, q. 1-2, q.

58, a. 4. 74, a. 2. 74, a. 1ad

2.

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impera actos, desordenados 'a las facultades inferiores, o des­ pués de deliberar no los coarta» 71. Para quien ha sido inducido al error especulativo funda­ mental por otros, o por diversas circunstancias —es hoy el caso más frecuente— , el mal moral aparece cuando la volun­ tad se halla plenamente conforme con el entendimiento erra­ do. «Lo que es en el entendimiento afirmación o negación, es en el apetito atracción o repulsión; y lo que en el entendi­ miento es verdadero o falso, es en el apetito bueno o malo. Y, por consiguiente, todo movimiento del apetito que se halla conforme con el entendimiento verdadero es por sí mismo bueno; y todo movimiento apetitivo o volición que se halla conforme con el entendimiento falso es en sí mismo malo» 72. Mientras la dialéctica interna del principio de inmanencia • —rigurosamente desarrollada, según sus íntimas exigencias— es seguida con desasosiego, o esa dialéctica es forzada para que no concluya lo que por sí misma tiende a concluir, la opción intelectual no está consumada: falta el gozo, que es su señal, falta la delectación que sigue a la posesión de lo deseado 73. Ciertamente ha debido preceder de alguna ma­ nera la voluntad —en uso de aquella posibilidad radical: cosa que, por otra parte, se da en todos los hombres, en la situa­ ción actual— ; pero ha faltado la intensidad y la repetición capaces de engendrar la disposición estable y, en consecuen­ cia, la perfecta connaturalidad adquirida 74. De ahí la imper­ fección moral del acto inmanentista —sobre todo si perma­ nece el temor de lo opuesto, que caracteriza a la simple opinión— , no obstante sus graves consecuencias. Graves con­ secuencias, ya que si lo primero en el orden de la intención mala es el amor de sí sobre todas las cosas, en el orden de la ejecución lo primero es lo que ofrece la opportunitas adimplendi omnia desideria 75, la oportunidad de satisfacer todos los deseos desordenados que- nacen del origen viciado. Oportunidad que viene dada por la negación de toda trascen­ dencia y, consiguientemente, por aquello que a esa negación 71 72 73 74 75

Ibídem, 1-2, q. 74, a. 5. Ibídem , 2-2, q. 20, a. 1. Cfr. Idem, In III Ethic. ad Nich., 10. Cfr. I dem, S. Th., 2-2, q. 4, a. 4. Ibídem , 1-2, q. 84, a. 2.

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conduce, como había visto claramente el novelista ruso al decir que, si Dios no existiese, todo me estaría permitido. Sólo que esa «oportunidad» puede darse como buscada o como dada por otros, y luego como aceptada o como re­ chazada. Nuestro entendimiento tiene un objeto superior a sí mis­ mo, aunque parezca paradójico: el ser en toda su amplitud, Dios también, en cuanto Ser. Por lo que, si el entendimiento se adhiere a sí mismo como a su fin, se adhiere desordena­ damente a lo que le es inferior y se impurifica 70: como im­ pura es la aleación de oro con un metal inferior. La fe sobrenatural —aun la informe, por carencia del hábito voluntario correspondiente, la caridad— excluye esa impureza, dando al entendimiento humano esa transparencia que resulta de tender a lo absolutamente trascendente. Y por oposición, el principio de inmanencia —aun cuando no se haya cerrado el circuito entendimiento-voluntad, por falta del hábito del amor de mí sobre todas las cosas— aboca a la degradación de la dignidad primordial en que hemos sido constituidos. La trascendencia exige y produce a la vez una purificación del entendimiento, sacándolo de la viscosidad del ensimismamiento, devolviéndole la transparencia de su capacidad receptiva del ser: el ser participado tiene de ser lo que participa, lo que recibe; y de no ser lo que es sólo suyo; por lo que el principio de inmanencia concluye en una autoalienación, en la nauseabunda viscosidad del pour-soi, radicalmente contraria a la munclitia coráis con que comienza la fe y que en la visión de Dios se consuma *77. La fe es principio de la vida sobrenatural, y la fe la da Dios, sin que haya posibilidad de disposición proporcionada, en un plano positivo. Sin embargo, podemos, en un plano negativo, poner impedimentos: y es aquí donde sitúo aquella conversión al ser, a la trascendencia, a que me refería antes, para la rectitud teorética del vivir cristiano, rehusando lo que impide someterse a la fe 78. «El nombre de juicio que, según su acepción originaria, significa la recta determinación de las cosas justas, se amplió 78 Cfr. Ibídem , 2-2, q. 7, a. 2 ad 2. 77 Cfr. Ibídem, 2-2, q. 8, a. 7. 78 Cfr. Ibídem, 2-2, q. 4, a. 7.

i.

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hasta llegar a significar la determinación recta en cualquier materia, tanto en el orden especulativo como en el práctico. Pero en cualquier materia se requieren dos cosas para que haya rectitud en el juicio: la primera es la misma virtud que profiere el juicio; y así el juicio es un acto de la razón: ya que decir o definir algo pertenece a la razón. Pero el se­ gundo requisito es la disposición del que juzga, que le con­ fiere idoneidad para juzgar rectamente: y de esta manera, en lo que hace relación a la justicia, el juicio procede de la virtud de la justicia; como en materia de fortaleza, procede de la virtud de la fortaleza» 7V>; y cuando el juicio se refiere al fundamento de toda la vida moral, no puede proceder más que de la recta disposición más radical del espíritu, en un acto supremo de libertad.

4.

Su consumación en la certeza

Ante esas verdades que llegan de pronto, imponiéndose tiránicamente con su evidencia insospechada, violentando qui­ zá otras convicciones y actitudes, tendemos a reaccionar con desagrado, aceptándolas sólo provisionalmente, mientras no logremos descubrir su lado débil. Por lo general, esto ocurre cuando se trata de verdades que tienen consecuencias y —para entendimientos más especulativos— cuando son ellas mismas consecuencia de alguna otra afirmación de la que disentimos. Me parece natural y positivo que nuestra voluntad inter­ venga cuando el trabajo de la razón afecta a la vida, en su totalidad de sentido o en puntos que determinan la conducta. Lo que no es natural ni positivo es que se ignore esa interven­ ción pretendiendo que se trabaja sólo con evidencias raciona­ les y seguridades científicas. ¡Cuántas veces, en la vida ordina­ ria, debajo de argumentaciones de apariencia abstracta y universal, se entrevén deseos individuales y concretos! La ma­ yor parte de esos raciocinios son de justificación, y no de descubrimiento. Y entonces conviene preguntar: ¿qué es lo que quieres?7 9 79 Ibídem , 2-2, q. 60, a. 1 ad 1.

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Para el realismo, el proceso del ser a la conciencia del ser y, consiguientemente, de la evidencia a la certeza, puede for­ mularse así: el que entiende conoce que entiende, porque conoce que aquello le es manifiesto 8o. Pero como la historia misma del pensamiento se ha encargado de probar, el tema es complejo y la materia verdaderamente neurálgica. Cuando los tratados de lógica o de noética describen los «estados de la mente» en relación con la verdad, suelen hablar de certeza, de opinión, de duda, de sospecha, de ignorancia... Pero raramente tratan de otro estado posible, que juzgo de gran interés: el estado de fe, que podríamos definir como el estado de certeza sin evidencia. En la conversación vulgar, el verbo creer ha tomado carta de naturaleza, para expresar estados mentales que nada tienen en común con la fe sobrenatural. A veces se usa para manifestar simplemente la opinión o la duda (creo que no ha venido nadie = tengo motivos para pensar que no ha venido nadie, pero no son suficientes para excluir totalmente la posibilidad de que haya venido alguien). En otras ocasiones se usa para expresar confianza y estimular (creo que puedes hacerlo = pon­ go confianza en tu capacidad, no me defraudes), u otras acti­ tudes con gran diversidad de matices. Pero cuando el término se usa con propiedad (por ejemplo: te creo), se indica que la mente se halla en un estado peculiar, donde la certeza no ha sido producida por la evidencia intrínseca de la proposición que se sostiene. Estado que San Agustín definió así: cum assensione cogitare81, pensar con asentimiento, o delibera­ ción inquisitiva con asentimiento simultáneo. Cuando Santo Tomás se pregunta si esa definición agustiniana da razón de lo que es realmente el acto de creer, en sus componentes humanas, va recorriendo todos los posibles estados de la mente. A veces se tiene un firme asentimiento sin más deliberación: y éste es el caso de quien considera lo que ya sabe o entiende. Otras veces se tiene deliberación sin firme asentimiento: ya porque no se puede uno inclinar 80 Quicumqne intelligit vel illuminatur, cognoscit se intelligere vel illuminari: quia cognoscit rem sibi esse m anifestam (S anto T omás, S. Th., 1, q. 111, a. 1 ad 3). 81 San A gustín, De praed. sa.nct., c. 2.

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ni a una parte ni a otra, que es el caso del que duda; ya por­ que se inclina a una parte, pero sólo porque se tiene algo así como una señal, poco consistente, que es el caso del que sos­ pecha; ya porque se adhiere efectivamente a una parte, pero con cierto temor de que la opuesta sea verdadera, que es lo que ocurre al que opina. En cambio, en el acto de creer se tiene una firme adhesión: en lo que el creyente coincide con el que sabe y con el que entiende; y, sin embargo, el conocimiento no es perfecto, producido por visión manifies­ ta, y en eso el que cree coincide con el que duda, con el que sospecha y con el que opina. Y así resulta propio del que cree el pensar con asentimiento: la firme adhesión a lo propuesto, y a la vez la actitud inquisitiva; con lo que el acto de creer se distingue de todos los demás actos del entendimiento acerca de lo verdadero y de lo falso 82. El acto de creer es, pues, idéntico al de consideración de lo que se sabe por ciencia o por simple inteligencia, por parte de la firmeza del asentimiento prestado. E idéntico al de duda, de sospecha o de opinión, por parte de la no evidencia o ausencia de manifestación objetiva. Es verdad que la fe dispensa de. las preguntas 83, pero lo es por parte de la cer­ teza, que no requiere otro apoyo; pero no porque las pregun­ tas sean efectivamente contestadas o por que no quepa ha­ cerlas. Se sabe ciertamente que eso es así, y se sabe incluso por qué se sabe; pero no se sabe por qué es así, y en conse­ cuencia uno se lo puede seguir preguntando, sin que esa inqui­ sición continuada condicione en modo alguno la certeza que ya se tiene, y sin que esa certeza impida o deforme la inqui­ sición y el logro de una posible respuesta: función positiva de la fe sobrenatural en el trabajo metafísico. Que la fe sobrenatural ponga a la mente humana en ese estado de pensar con asentimiento, o de certeza sin evidencia, no quiere decir que ese estado sólo pueda darse de modo sobrenatural. Por el contrario, el hecho sobrenatural de la fe exige la posibilidad natural de esa clase de actos: porque la fe es sobrenatural por su objeto (Revelación) y por su prin82 Cfr. S anto T omás, S. Th., 2-2, q. 2, a. 1. 83 La foi vient a l'intelligence d’une lumiére qui Vinonde de joie et oü elle trouve une certitude qui dispense désormais des questions (E. Gilson, Le philosophe..., p. 178).

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cipio (luz infusa, y moción divina en la voluntad) y por su fin (participación formal de la vida divina); pero el modo es hu­ mano (con lo que se distingue de la acción del Espíritu Santo mediante los dones, que incluye también una modalidad so­ brenatural). En efecto, el firme asentimiento es algo en sí mis­ mo humano; y el deliberar, también. Veamos si además pueden naturalmente coincidir, haciendo posible una fe humana, dis­ tinta de la opinión y de la sospecha y de la duda, por la firmeza del asentimiento; y distinta también de la ciencia y del simple intelecto, por la inevidencia del objeto. Fe humana a la que, para evitar equívocos, llamaré certeza sin evidencia. Por tan­ to, certeza o firmeza de asentimiento es entendida aquí como aquel acto del entendimiento que es determinado por un im­ perio de la voluntad 81. En la fe sobrenatural, el asentimiento también es dado por influjo de la voluntad, que determina ad unum al enten­ dimiento. La luz infusa no muestra la intrínseca evidencia de la verdad revelada (de lo contrario, no sería ya luz de fe, sino simple visión), aunque me lo muestra como algo que es verdad y que, por serlo, debe ser creído: me obliga moralmente a asentir, cuando mi entendimiento no comprende. Se trata, pues, de un asentimiento imperado por la voluntad (y no elícito del entendimiento), en virtud de una connaturalidad con aquello que es realmente, pero cuya noticia me es sobre­ naturalmente dada. Connaturalidad actual cuando se da el acto de fe, y además habitual si se posee el hábito infuso de la caridad, que me es gratuitamente conferida por Dios, que hace que queramos creer y que, en consecuencia, creamos: no sólo porque aquello puede ser creído, sino porque debe ser creído y, por tanto, es bueno que lo creamos. La posibilidad de una «certeza sin evidencia» queda, pues, condicionada a la existencia de una connaturalidad de la voluntad con una proposición inevidente; connaturalidad por la que mi voluntad impera amorosamente un asentimiento firme allí donde el entendimiento permanecía suspenso, inde­ terminado, por falta de visión directa e intrínseca del ser ex­ presado en la proposición. El ser, los primeros principios, las conclusiones legítimas8 4 84 Cfr. Santo T omás, 2-2, q. 2, a. 1 ad 3. 11

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de la ciencia, los hechos concretos de experiencia, producen certeza por evidencia, aunque de modos diversos. En el ente, el ser se manifiesta al entendimiento, y se manifiestan tam­ bién esos principios y esas otras verdades, en su intrínseca verdad; y asentimos necesitados por lo que nos es dado ver, aunque nos es dado porque tenemos no sólo la facultad, sino también la disposición conveniente para que nos sea dado. De ahí la continuidad y el acuerdo fundamental entre el conoci­ miento natural o espontáneo y el que es propio de la metafísica del ser o realista. Sin embargo, ha habido y sigue habiendo hoy filósofos que rehúsan el asentimiento a la evidencia primaria del ente como punto de partida y, por tanto, como conocimiento di­ recto y primordial de la realidad en sí del ente. Y cuando nos proponen su propio punto de partida (el cogito), el estado de su mente es hoy generalmente distinto de la duda, de la sos­ pecha y de la opinión: se muestran completamente ciertos, con una firmeza de asentimiento que excluye radicalmente la posibilidad de lo contrario. Con palabras de Teilhard de Chardin, usadas en su caso para avalar su propia teoría de la evolución y del progreso, diremos que «están en la certeza de una Realidad cuya existencia, aunque estrictamente inde­ mostrable, se admite sin embargo con una seguridad mayor que si fuese tocada y demostrada. Es una fe» 85. Una fe que tiene, por la amplitud y las implicaciones de su objeto, las características de un hecho cuasi-religioso: «Es literalmente una conversión profunda consecutiva a la revelación natural de su situación y de su vocación en el Universo» 86. No sería difícil multiplicar los testimonios en este sentido: son bastantes los filósofos del inmanentismo que han reco­ nocido formalmente la presencia de una «fe» en el comienzo de su filosofía. Hegel mismo quiso oponerse a esa Glaubensphilosophie, que hacía de la fe «en general», concebida como «saber inmediato» (ais unmittelbares Wissen) el único modo de acceder a la verdad, en oposición al pensamiento 87: aunque 85 P. T eilhard de C hardin , Inédits de Teilhard de Chardin: «Le Sens Humain » (extrait), en «Europe» (mars-avril 1965), p. 104. 86 Ibíd. 87 Cfr. H egel, Vorlesungen über die Philosophie der Religión, II (Leipzig, Lasson, 1930), p. 21.

Me t a f í s i c a

de

la

o p c ió n

in t e l e c t u a l

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el rechazo hegeliano parece resolverse en la conciencia que el pensamiento toma de sí mismo en esa fe. En relación más directa con el tema que ahora me ocupa, Croce llegó a admitir claramente que el conflicto entre reli­ gión y filosofía (de la inmanencia) no era el conflicto entre fe y razón, sino el de dos credos rivales cuyos principios son irreconciliables 8S. Y así, efectivamente, no es raro encontrar la expresión fe para sustentar la persuasión de los más varia­ dos contenidos, en oposición a la trascendencia propia de la fe sobrenaturalS9, y solicitando la adhesión más incondicio­ nada a las proposiciones más inevidentes.8 9 88 Thus it is not only the materialistic ínterpretation of history but the idealistic interpretation as well which is irreconcilable with the tradiiional Christian view, since it eliminates that sense o f divine Judgement and divine grace which are the very essence of the Christian attitude to history. This holds true of Protestantism as well as of Catholicism. N everthless it m usí be admitted that the clash is much sharper and m ore painful in the case of the latter. Partly, no doubt, because the great idealist thinkers, such as Kant, w ere themselves men of Protestant origin who had preserved a strong Protestant ethos, it has been possible for Protestants to accept the idealist inter­ pretation of history without any serious conflict, and in the same way it was on Protestant rather than on Catholic foundation that the new liberal theology of immanence developed itself. Catholicism, on the other hand, showed little sym pathy to the idealist m ovem en t which it tended to regard as an external and nonreligious forcé. Its attitude to history was at once m ore traditionalist and m ore realist than that of Protestantism and it did not readily accept the idea of an inevitable law of progress which was accepted by both liberal and Protestant idealists as the background of their thought and the basic principie of their interpretatioh of history. Consequently there is a sharp contrast between the Catholic and the liberal-idealist Philosophies such as hardly exists in the Protestant world. As Croce brings out so clearly in his ’H istory of Europe in the Nineteenth Century', it is not a conflict between religión and Science or religión and philosophy, but betw een two rival creeds, based on an irreconcilable opposition of principies and resulting in a completely different view of the world. For, as Croce again points out, the idealist conceptions of m onism , immanence and selfdeterm ination are the negation of the principies of divine trascendence, divine revelation and divine authority on which the Catholic view of God and man, of creation and history and the end of history is based (C i-i r . Dawson, The Dynamics o f W orld H istory [Londres, John J. Murray, Sheed and Ward Ltd., 1957], pp. 283-284). (Hay traducción española: Dinámica, de la Historia universal, Madrid, Rialp, 1961.) 89 N ous com m engons á le comprendre, et c'est pour toujours: la seule religión désormais possible pour l’H om m e est celle qui lui apprendra, d'abord, á reconnaitre, aimer et servir passionnément

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«Nietzsche decía: 'Hay ahora quizá de diez a veinte millo­ nes de hombres, entre los diferentes pueblos de Europa, que ya no creen en Dios. ¿Es . mucho pedir el deseo de que se convoquen?' (Aurore, núm. 96.) Pues esa reunión se ha reali­ zado. Desde hace ya un siglo, la historia humana ha visto la irrupción tempestuosa de un ateísmo positivo, de un antiteís­ mo que pide ser vivido a fondo por el hombre y transformar la faz de la tierra. El origen de este ateísmo hay que buscarlo en una pura opción voluntaria, en un acto de fe de sentido contrario» 90. He expuesto ya antes la función positiva que la fe sobre­ natural ejerce sobre el trabajo metafísico, sin menoscabo para el rigor de esta tarea 91; y la presencia de un impulso afectivo hacia el ser que mueve a dar un cierto crédito a las primicias metafísicas de nuestro conocimiento92. El problema que se plantea ahora es más arduo: ¿es posible, en un plano natural, ese asentimiento cierto, no sólo extraño, sino contrario a la evidencia de la epifanía del ser del ente y a la disposición natural del entendimiento? No se trata ahora de probar que el inmanentismo es un error metafísico, sino de demostrar que, no obstante su opo­ sición directa a la evidencia primaria y fundamental, es, sin embargo, posible; y que, en ciertas condiciones, puede soste­ nerse con certeza. Se trata de encontrar una explicación rea­ lista de la posibilidad del inmanentismo como planteamiento teorético radical: posibilidad para la opción intelectual que permita un asentimiento firme. Es importante probar esta posibilidad, porque «un error no se elimina del todo hasta tanto no .se comprenden las causas que lo han ocasionado» 93. Me parece que, en este terreno, es lo más que puede hacerse. Porque el ente (y, en consecuencia, su acto de ser) no se de­ muestra, se ve; y para^ el que no lo ve, cabe intentar expli­ carle por qué no lo ve; aunque, por lo mismo que no ve, es muy probable que no vea tampoco por qué no ve. Y entonces l'Univers dont il fait partie (...). La Foi au Monde vient de naltre (P. T eilhard de C hardin , Inédits..., p. 105). 90 C h . J ournet, Entretiens sur la gráce (Friburgo, Desclée de Brouwer, 1959), p. 198. 91 Cfr. Introducción. 92 Cfr. cap. I. 93 E. Gilson, Elem ents o f..., p. 44.

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nuestra explicación habrá de ordenarse a los que aún no han optado plenamente por la inmanencia. En todo caso es una exigencia filosófica del realismo: las características de las filosofías del inmanentismo no nos permiten salir del paso atribuyéndolas a un simple error de lógica formal. Las conse­ cuencias históricas de todo orden que esas filosofías han pro­ ducido no nos consienten tampoco limitarnos a ignorarlas. Y el respeto que debemos a las personas que las han sostenido o las sostienen nos obliga a tomárnoslo en serio; sin bautizar indiscriminadamente a los que no quieren ser bautizados, entre otras cosas porque se corre el riesgo de vaciar de con­ tenido el bautismo e4. La certeza que nos sobreviene con la posesión de la noción de ente real, y con él del acto que lo hace ser y de los primeros principios, proviene de su inmediata inteligibilidad u objetiva manifestación, que en sí misma no deja lugar a que las cosas sean de otra manera. Y la que se refiere al conocimiento de las conclusiones de la ciencia, procede de la certeza de los prin­ cipios y de la objetiva conexión entre unas y otros. Sin em­ bargo, certeza no es lo mismo que manifestación, aunque ordinariamente sea ésta su fuente; sino que expresa más bien el grado de adhesión que prestamos a una proposición, según estemos más o menos seguros de que es verdadera, según sea más o menos un real conocimiento y, en consecuencia, un efecto de la verdad. Pero ese «estar seguros» incluye una refle­ xión que permita valorar los motivos por los que se puede estar seguro: un conocimiento del conocimiento. Y así «la perfección del intelecto y de la ciencia excede al conocimiento9 4 94 Si proclama, e sembra un’esigenza ovvia (la si legge anche da noi, carica di emozione apologética, specialmente in qualche teologo ignaro dei trabocchetti della semántica filosófica moderna), che se si vuole portare il messaggio al mondo moderno, bisogna parlare il linguaggio del pensiero moderno cosí com e i Padri o gli Scolastici -S. Tom m aso com preso-fecero col tempo che fu loro. Non esiste quindi per costoro in generóle una trascendenza della verita ed una trascendenza della salvezza: alia scuola di Bultmann, ripetiamo, questi teologi hanno appreso a riportare i dogmi e le verita religioso alia comune radice del mito, riprendendo piu. o meno inconsciamente il tema dell’Umanesimo laico del Quattrocento sulla convergenza ed eguaglianza di tutte le religioni (C. Fabro, La crisi di fede e ragione nel pensiero moderno, en «Dimensioni della fede» [Padova, Gregoria­ na, 1968], 'p. 50).'

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de fe, en cuanto a la mayor manifestación; pero no en cuanto a la certeza de la adhesión (...). Como virtudes intelectuales, la ciencia, la sabiduría y el intelecto se apoyan en la luz natu­ ral de la razón, que es menos segura que la Palabra de Dios, en la que se apoya la fe» 959 . 6 También la perfección intelectual propia del conocimiento del ente excede a la que es propia de la posición del principio de inmanencia, por parte de la manifestación: porque el ser del ente es manifiesto (con una cierta imperfección derivada de la imperfección con que conocemos la Causa Primera, por la que el ente es); y el principio de inmanencia, como tal prin­ cipio primero, no es en sí mismo manifiesto. Pero desde el punto de vista de la adhesión que prestamos no es necesaria­ mente más perfecto el primer acto que el segundo; porque esta adhesión depende también del sujeto, que puede no per­ cibir la manifestación objetiva, por falta de disposición ade­ cuada. El hábito de los primeros principios especulativos es una inclinación, no una necesidad absoluta, como no lo es tam­ poco la inclinación natural al bien objetivo 9e. O bien, desde otro punto de vista, se trata de una necesidad de orden formal (objeto formal, no real). Como inclinación a la verdad y al bien del Ser, esos hábitos pueden ser violentados en uso de mi libertad, que afecta también a su ejercicio. Esto ocurre, como ya he dicho, cuando no se tiene en cuenta la deficiencia natural del entendimiento humano y se pretende un saber omnicomprensivo, donde nada escape a la mirada intelectual y la claridad sea completa y la certeza absoluta, como si se tratase de una Razón pura y no simplemente de un hombre 95 Santo T omás, S. Th ., 2-2, q. 4, a. 8 ad 3. 96 Licet enim naturalis inclinatio voluntatis insit unicuique volenti ad volendwn et amandum sui ipsius perfectionem, iía quod contrarium huius velle non possit; non tamen sic est ei inditum naturaliter ut ita ordinet suam perfectionem in alium finem quod ab eo deficere non possit: cum finís superior non sit suae naturae proprius, sed superioris naturae. Relinquitur igitur suo arbitrio quod propriam perfectionem in superiorem ordinet finem. In hoc enim differunt voluntatem habentia ab his quae volúntate carent, quod habentia voluntatem ordinant se et sua in finem, unde et liberi arbitrii esse dicuntur; quae autem volúntate carent, non ordinant se in finem, sed ordinantur a supe riori agente, quasi ab alio acta in finem, non autem a seipsis (I dem, C. G., III, 109).

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razonable, que ha de ir poco a poco penetrando el ser de los entes, tan fáctico —puesto de hecho y libremente por Dios Creador— como él mismo. Es entonces cuando se invierte el orden natural de los criterios, se subordina la manifestación a la certeza, sin advertir que en la certeza, en la adhesión prestada intervienen factores de índole subjetiva, propios del sujeto. Una actitud de ese género se opone radicalmente a lo simplemente dado, excluye toda facticidad inicial, trata afa­ nosamente de constituirse en origen no sólo del conocimiento, sino también de lo conocido (al menos en cuanto tal) y, en la línea del formalismo esencialista de la escolástica más deca­ dente, se inserta en el formalismo subjetivista moderno, en la filosofía del Concepto puro. La certeza puede, por consiguiente, ser considerada desde dos puntos de vista: por parte de su causa y por parte del sujeto que la posee. Del primer modo, lo más cierto es lo que tiene una causa en sí misma más segura (por ejemplo, Dios en la fe sobrenatural). Del segundo modo, es más cierto lo que el entendimiento humano alcanza de manera más plena: y así, el conocimiento de lo que nos excede es menos cierto (en este aspecto, la fe sobrenatural es menos cierta que la ciencia humana). El primer modo de juzgar —por la causa— es lo que puede llamarse un juicio simpliciter; el segundo es más bien un juicio secundum quid, sólo según un cierto as­ pecto 9?. La certeza del principio de inmanencia, como tal primer principio absoluto, hay que situarla en ese secundum quod plenius consequitur intellectus hominis: en esa reducción a lo que de un modo más total, más comprehensivo, es conseguido por el entendimiento humano. Porque tampoco en el orden natural el ser es abarcado, comprehendido plenamente por el hombre: nos excede no sólo en extensión, sino también en intensidad, en su núcleo más íntimo, ya que no podemos cono­ cer bien al único Ser que es por sí mismo y por el que todo lo demás es, por libre e inaferrable decisión de El que es. Si, como se ha dicho, el drama está en la diferencia entre lo que el ser ofrece y lo que realmente da, la tragedia está en cansarse de recorrer ese largo trayecto de lo dado a lo ofrecido, __________ 97

Cfr. I dem, S. Th., 2-2, q. 4, a. 8.

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y negarse a otro ofrecimiento que lo que uno mismo pueda darse: lo que uno mismo pone; revirtiendo así el entendi­ miento sobre sí mismo, sobre el pensar, cerrándonos a los requerimientos del ser, inmediato en las primicias del ente, lejano en su plenitud intensiva. La cuestión en este caso no se plantea, como en lo sobrenatural, en la distinción entre el quoad se y el quoad nos, sino que está formalmente en el secundum dispositionem quae est ex parte subiecti, en la dis­ posición del sujeto, que conduce a una variante de certeza secundum quid, porque si el ser del ente se nos da todo pero no totalmente, la conciencia se nos da toda y totalmente: es un vacío que se da entero, un vacuum enteramente disponible como tal vacío, y sólo como tal vacío. Nos encontramos, pues, nuevamente con la estructura me­ tafísica del ente. Tenemos de Dios una participación de su infinita apertura al ser —y, consiguientemente, una tendencia a la comprehensión total—, pero en cuanto entes creados, a] no ser por esencia, al no ser el Ipsum esse subsistens, el ser no nos lo damos nosotros, no va de dentro (causalmente ha­ blando) a fuera, como en Dios; sino de fuera a dentro, porque si empezamos a ser, nuestra esencia y su acto de ser se unen, y si se uniesen por esencia, se seguiría que seríamos causa de nuestro propio ser, lo que es manifiestamente imposible, porque para causar habríamos antes de ser. En el orden acci­ dental podemos ser causa de nuestra operación, pero en el orden substancial no podemos ser nuestra propia causa98. 08 Omne autem quod convenit alicui quod non est de essentia eius, convenit et per aliquam causam. Ea enim quae per se non sunt unum, si coniunguntur, oportet per aliquam causam uniri. E sse igitur convenit illi quidditati per aliquam causam. Aut igitur convenit per aliquid quod est de essentia illius rei, sive per essentiam ipsam: aut per aliquid aliud. Si primo modo, essentia autem est secundum illud esse: sequitur quod aliquid sit sibi ipsa causa essendi. Hoc autem est impossibile: quia prius, secundum intellectum, est causam esse, quam effectum. Si ergo aliquid sibi ipse esset causa essendi, intelligeretur esse antequam . haber et esse, quod est impossibile: nisi intelligatur quod aliquid sit sibi causa essendi secundum esse accidéntale, quod esse est secundum quid. H oc enim non est impossibile: invenitur enim aliquod ens accidéntale causatwn ex principiis sui subiecti, ante quod esse intelligitur esse substantiale subiecti. Nunc autem non loquimur de esse accidentan, sed de substantiali. Si autem illi esse conveniat per aliquam aliam causam; om ne autem quod acquirit esse ab alia causa, est causatum, et non est causa prima. (I dem, C. G., I, 22.)

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Pero poderlo ser en el orden accidental, y serlo ahí de hecho, es lo que permitirá el espejismo de la autoposición de nuestro ser, si previamente hemos reducido nuestro ser a nuestro obrar, el ser al pensar y a lo que el pensar pone. La relación de la ciencia de Dios a las cosas es distinta a la relación entre las cosas y la ciencia del hombre. La cien­ cia de Dios es la causa y la medida de la verdad de las cosas, puesto que son tal como Dios las ha causado y las causa. En cambio, las cosas son la causa y la medida de nuestra ciencia, que guarda con las cosas una relación real, como las cosas guardan a su vez una relación real con la ciencia de Dios; sin que en Dios haya una relación real a las cosas, ni en las cosas una relación real a nuestra ciencia: las cosas son como son, independientemente de que nosotros las conozca­ mos o no 90. Las cosas que guardan una relación real con mi ciencia son las cosas que yo hago y en la medida en que las hago y proceden realmente de mi ciencia: por tanto, jamás en cuanto entes, en cuanto a su ser, sino en cuanto tal o cual artefacto. Para lo más alto, para la inteligencia del ser, estamos en una condición subordinada. Para lo menos alto, para las cosas que nosotros podemos hacer y en la medida en que podemos hacerlas, estamos en una condición subordinante. Y aquí está otra vez la raíz de la opción: o elijo lo más alto, incluyendo la aceptación de mis límites, en ese conocimiento relativo como mi ser mismo, o me sacudo los límites, optando por lo menos alto, renunciando a la inteligencia del ser y abocán­ dome a conocer para hacer, haciendo, como Fichte, de la Razón práctica la raíz de toda otra razón. Sólo «el entendi­ miento divino es mensurante y no mensurado. Las cosas na­ turales son mensurantes y mensuradas. Pero nuestro entendi­ miento es mensurado, no mensurante de las cosas naturales, sino sólo de las artificiales» *100 y precisamente en cuanto tales, puesto que su contenido ontológico no es resultado de nues­ tra ciencia, sino al contrario. El proceso histórico del principio de inmanencia, a partir de su formalización noética en el cogito, aparece ahora más 09 Cfr. I dem,- De Potentia, VIII, 10 ad 5. 100 I dexM, De Veritate, I, 2.

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claramente, como una evolución homogénea del dogma inmanentista. Unica certeza primaria y fundamentante, la del ser que pongo al pensar: ser de conciencia o pensado. Imposi­ bilidad de alcanzar el ser en sí. Primacía de la Razón práctica —Dios únicamente asequible como postulado de mi actividad moral—, y autonomía de la conciencia. Autodeterminación absoluta. Libertad absolutamente incondicionada. Negación de Dios como incompatible con esa libertad y, por tanto, con mi ser que en ella consiste. La acción como criterio supremo de verdad y como perfección suma del hombre en la exterio­ ridad del puro hacer. Progreso necesario e ilimitado. Prepo­ tencia de la técnica. Abandono de todo intento metafísico como contradictorio. Pragmatismo radical. Materialismo. Lo absurdo como razón de ser. Disolución del ser en la nada. Cada paso dado por la mente en ese camino ha originado una connaturalidad mayor con el principio puesto y un deseo más vivo de que sea ése el principio, al mismo tiempo que se producía una creciente disconveniencia con los principios del ser, radicalmente opuestos. Y lo que pudo empezar por una duda «metódica» se transformó, por la fuerza misma del método en cuanto connaturalizante —sobre la base de la li­ bertad profunda—, en una creciente certeza, una certeza sin evidencia, disociada de las evidencias del ser: certeza secundum quid, según la plenitud de posesión, en virtud de la perfecta connaturalidad con las disposiciones del sujeto. He aquí el camino de la opción intelectual de inmanencia a la certeza, a esa extraña certeza, desvinculada de su causa na­ tural y emanando toda ella del sujeto. Santo Tomás señala a la visión intelectual un triple prin­ cipio. Primero está la luz natural de la razón, que por pertene­ cer a la especie de nuestra alma racional no se pierde nunca, aunque su acto propio puede quedar impedido por algún impedimento de los sentidos, de los que el intelecto humano necesita para entender 101. Y así ese acto propio queda impe101 Sicut caecitas corporalis est privaíio eius quod est principium corporalis visionis, ita etiam caecitas mentís est privatio eius quod est principium mentalis sive intellectualis visionis. Cuius quidem prin­ cipium est triplex. Unum quidem est lumen naturalis rationis. Et hoc lumen, cum pertineat ad speciem animae rationalis, nunquam privatur ab anima. Impeditur tamen quandoque a proprio actu per impedí-

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dido, por ejemplo, por una enfermedad que afecte a los sen­ tidos, pero también si electivamente rechazamos su concurso y queremos proceder como si fuésemos un intelecto separado o una Razón pura. El segundo principio de la visión intelectual o mental es una cierta luz habitual sobreñadida. Y de esta luz sí que puede estar privada el alma 102. Esto puede ocurrir con cierta facili­ dad a quien es inducido por otros al inmanentismo, y ad­ quiere un hábito mental contrario al conocimiento natural o espontáneo; un hábito fundado en el principio de inmanencia, gratuitamente puesto y nunca rigurosamente establecido como tal único posible primer principio fundamentante, pero luego desarrollado con todo rigor lógico. A este respecto es menester que no nos hagamos ilusiones pensando poder encontrar al fin un error técnico, de lógica formal, en los distintos sistemas inmanentistas, que convenza a sus sostenedores de que las conclusiones que han de sacar son otras. Recuerdo que un profesor, que nos explicaba un curso monográfico sobre la Crítica de la Razón Pura, repetía diariamente en clase, para alejarnos de esa peligrosa presunción: «¡Kant no era un im­ bécil!» El tercer principio de visión intelectual es un principio inteligible por el que se entienden otras cosas. Y a ese prin­ cipio inteligible el hombre puede atender o no atender. Y esa desatención a tal principio inteligible puede proceder de que el hombre tiene en su voluntad aversión espontánea a su con­ sideración, o de una ocupación positiva de la mente en otras cosas de las que gusta más y que alejan a la mente de la con­ sideración de aquel principio l03. Esta es, a mi juicio, la causa menta virium inferiorum, quibus indiget intellectns humanas ad intelligehdum ( I dem , S. Th., 2-2, q. 15, a. 1). 102 Aliad autem principium intellectualis visionis est aliquod lumen habitúale naturali lumini rationis superadditum. E t hoc quidem lu­ m en interdum privatur ab anima. (Ibíd.) 103 Tertium principium visionis intellectualis est aliquod intelligibile principium per quod h om o intelligit alia. Cui quidem principio intelligibili m ens hominis p otest intendere vel non intendere. E t quod ei non intendat contingit dupliciter. Quandoque quidem ex hoc quod habet voluntatem sponte se avertentem a consideratione talis principii: secundum illud Ps. 35, 4: «Noluit intelligere ut bene agereU. Alio m odo, per occupationem m entís circa alia quae magis diligit, quibus ab inspectione huius principii m ens avertitur. (Ibíd.)

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propia de la opción inmanentista (de su posibilidad inmedia­ ta) y que hace posible su certeza relativa: la aversión al prin­ cipio del ser, por el que todo lo demás es entendido, mediante . una moción voluntaria, electiva del amor de sí y del tener en sí la causa de su ser y de su entender; y la ocupación de la mente en algo que ama más, que impide, la inspección, la mira­ da intelectual sobre el principio opuesto y que induce a un obrar de sorprendente perfección formal en el sentido de la reflexión completa, del ensimismamiento. Porque es manifiesto que el deleite aplica la intención a aquellas cosas que deleitan, por lo cual obramos de un modo óptimo en las cosas que nos agradan; y no actuamos de ningún modo, o muy mal, en las contrarias ,o4. Lo que explica bien la presencia de esa certeza sin evidencia, de ese deliberar inquisitivo con asentimiento simultáneo (cum assensione cogitare), con asentimiento deter­ minado por la voluntad, que no puede tener por verdad lo que es contrario a aquella verdad que es su bien, según la disposición que se lo hace conveniente, y que, por tanto, ex­ cluye el temor de lo contrario, característico de la simple opinión. Pero si esa certeza es perfecta por parte de la adhesión, es imperfecta por parte de la causa propia: no procede de la manifestación del ser, no actúa la capacidad de entender, no hace inteligible la realidad. Y, en consecuencia, queda limi­ tada a ser un acto imperado por la voluntad, que determina el crédito que se presta a un testigo de excepción: el propio yo. De ahí deriva, después una poderosa egología, equivalente en su plano a la teología que se edifica por la razón, con rigor de ciencia, sobre el fundamento inevidente en sí e indemos­ trable de la Revelación sobrenatural. Pero la inevitable reali­ dad seguirá amenazando a tan precaria ciencia (ciencia en sentido puramente formal) con sus interrogantes no resueltos: forzando, de una parte, a la reclusión perpetua en el monas­ terio de la conciencia, con huida oblativa; y de otra parte, a un intento de informar el.mundo cor; esa je, de transformarlo, de conformarlo a los imperativos de la ciencia egológica: un1 4 0 104 M anifestum est autem quod delectatio applicat intentionem ad ea in quibus aliquid delectatur: unde Philosophus dicit, in X Ethic. (c. 5, n. 2), quod unusquisque ea in quibus delectatur optime operatür, contraria vero nequáquam vel debiliter (Ibídem , 2-2, q. 15, a. 3).

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mundo todo entendido a priori, hecno por mano de hombre, sin residuo de facticidad alguna, donde la navaja de Occam haya implantado una definitiva economía de explicación, de modo que ya no haga ninguna falta Dios, ese Ser incompren­ sible. Dios se conoce a sí mismo propia y primariamente, porque conoce por esencia105, y conoce todo lo demás en sí mismo, en cuanto lo causa lo6. Nuestro grado de participación en el ser —la vida espiritual, el conocimiento intelectual— puede convertirse en un tremendo descamino si no advertimos y aceptamos la limitación que como criaturas tenemos: es el precio de nuestra perfección, de la libertad que nos ha sido dada. Por esa limitación pasamos de la potencia al acto de entender, y por eso no somos nuestro entender: no existo porque pienso. Por esa limitación, nuestra operación es real­ mente distinta de nuestra sustancia, y por eso no somos nues­ tro propio fin. Por esa limitación, en fin, nuestro entender no es simple ni eterno ni invariable, no existe en acto per­ fecto l07. Sólo en Dios el entender es su mismo ser l08. En nos­ otros el acto de ser es recibido; y una vez recibido, siendo en acto, estamos sólo en potencia de entender. Emprender el camino inverso es querer fundar el ser en la nada: equivale, dentro del orden de nuestras posibilidades, a una aniquila­ ción: a la anulación (pensada) del ser (pensado). Pero, afortunadamente, lo mismo que no nos damos el ser ni a nosotros mismos ni a las cosas, no nos lo podemos tam105 Cfr. I dem, C. G., I, 48. 106 Cfr. Ibídem , I, 49-50. 107 Intelligere est actus intelligentis. Si igitur Deus intelligens non sit suum intelligere, oportet quod comparetur ad ipsum sicut potentia ad actum. E t ita in Deo erit potentia et actus. Quod est impossibile, ut supra probatum est. Item . Omnis substantia est propter suam operationem. Si igitur operado Dei sit aliad quam divina substantia, erit finís eius aliquid aliad ab ipso. Et sic Deus non erit sua bonitas: cum bonum cuiuslibet sit finís eius. Si autem divinum intelligere est eius esse, necesse est quod intelligere eius sit simplex, aeternum et invariabile, et actu tantum existens, et omnia quae de divino esse probata sunt. Non igitur Deus est in potentia intelligens, aut de novo aliquid intelligere incipiens, vel quamcumque mutationem aut compositionem in intelligendo habens (Ibídem , I, 45). 108 Intelligere Dei est divina essentia, et divinum esse est ipse Deus; nam Deus est sue essentia et suum esse (Ibídem ).

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poco quitar. Y ante la estupenda presencia del ente, ante la emergencia intensiva del acto de todo acto, continuará nues­ tra metafísica modesta y laboriosa, contemplativa: porque el ente es, tiene ser pero no lo es; y lo que no es por sí, es por otro; y hay un solo Ser que es por sí y no por otro, que es el Ser por Esencia, el Ser absoluto, infinitamente perfecto, Ver­ dad primera, Fin último, Bien subsistente, al que llamamos Dios.

IV.

1.

LA TRAYECTORIA DE LA OPCION DE INMANENCIA *

Sobre la filosofía y la historia

«¿No habéis oído hablar de aquel loco que, en una mañana luminosa, encendió la linterna, corrió al mercado y gritaba incesantemente: —Yo busco a Dios, busco a Dios? Como allí había muchos que no creían en Dios, suscitó una gran car­ cajada. —¿Es que Dios se ha perdido?, decía uno. — ¿Se ha escapado, como un niño?, decía otro. —¿O es que se ha escon­ dido? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?, se gritaban divertidos unos a otros. El hombre loco irrumpió entre ellos, y los traspasó con la mirada: —¿Dónde ha ido Dios?, gritó, os lo diré yo: ¡Lo he­ mos matado!, vosotros y yo. ¡Todos nosotros somos sus ase­ sinos! Pero, ¿cómo hemos hecho eso? ¿Cómo hemos podido trasegarnos el mar? ¿Quién nos ha dado una esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hemos hecho, al desligar la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve la tierra ahora? ¿En qué dirección nos movemos nosotros? ¿Lejos de todo sol?*2 * Para un extenso y documentado estudio sobre este tema, vid.: C. Fabro, Introduzione alVateismo m odern o■ (Roma, Studium, 1964). 2.a edición corregida y aumentada, Roma 1969.

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¿No nos precipitamos .continuamente? ¿Hacia atrás, a los lados, adelante, por todas partes? ¿Es que hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos errantes, por una Nada infinita? ¿No alienta sobre nosotros el espacio vacío para aspirarnos? ¿No hace ahora más frío? ¿No anochece continuamente y cada vez es más de noche? ¿No hay ya que encender las linternas por la mañana? ¿No nos llega nada del hedor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo nos consolaremos nosotros, los más asesinos entre todos los ase­ sinos? La cosa más santa y más poderosa que hasta ahora había tenido el mundo se ha desangrado, degollada por nues­ tros cuchillos. ¿Con qué nos lavaremos para purificarnos de esta sangre? ¿Con qué agua podremos purificamos? ¿Qué ri­ tos de expiación, qué fiestas sagradas deberemos inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de este acto? ¿No habremos de convertirnos nosotros mismos en dio­ ses, sólo para mostrarnos dignos de ellos? No se realizó jamás una acción mayor; y todo el que nazca después de nosotros pertenecerá ya, gracias a esta acción, a una historia superior a todas las que han existido hasta ahora. Al llegar a este punto, el hombre loco calló, y de nuevo miró a la cara a sus oyentes. También ellos callaban y lo miraban sorprendidos. Al fin estrelló en el suelo la linterna, que se hizo añicos, apagándose. —Yo llego demasiado pronto —dijo entonces— . Este no es aún mi tiempo. Este acontecimiento monstruoso está aún en camino y en marcha, aún no ha llegado a los oídos de los hombres. También el relámpago y el trueno necesitan tiempo, la luz de las estrellas tiene necesidad de tiempo, las acciones precisan tiempo, aun después de haber sido hechas, para ser vistas y oídas. Esta acción está para los hombres todavía más lejos que las estrellas más lejanas, ¡y, sin embargo, han sido ellos mismos los que la han llevado a cabo!» 1. Cuando Nietzsche publicaba estas páginas, en 1882, llegaba ciertamente demasiado pronto para ser entendido; pero tam1 F. N ietzsche, Die frohliche Wissenschaft («La gaia scienza»), número 125: Der. tolle Mensch. Gesammelte* Werke, Bd. 12 (Munich, Musarion Verlag, 1924), pp. 156-157.

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bien demasiado tarde: porque «la muerte de Dios» era ya un hecho, lenta pero implacablemente cumplido, en la tiniebla de ese pensamiento de la inmanencia que —como ya decía San Bernardo del pecado— en lo que está de su parte ha ma­ tado a Dios. Ese acontecimiento monstruoso de la historia de la filosofía está aún en camino: todavía una larga parte de la caravana no ha recibido la noticia, y sigue caminando hacia el caos 2. No es mi propósito ir siguiendo el hilo que recorre la «filosofía moderna» desde su inicio formal hasta la actual crisis de disolución. Entre otras razones porque esa filosofía no es un sistema, lógicamente ordenado u ordenable, sino una multitud de sistemas cuya entera perspectiva es difícilmente abarcable aun para el observador más preparado. Pero al entrar en contacto con planteamientos y manifestaciones —de orden teórico y práctico— entre los más significativos de esos sistemas, no es difícil encontrar en todos algo común: lo que he llamado una opción intelectual de inmanencia, que res­ ponde a una determinada actitud de espíritu y que al mismo tiempo la engendra. Es inútil esperar —como prueba de la invalidez radical de esa multitud de sistemas— la reducción a un solo sistema lineal, de un racionalismo perfecto, que partiendo del principio de inmanencia llegue por una encade­ nación de silogismos a la demostración terminal de su ab­ surdo, recogiendo como conclusión de un silogismo y premisa mayor del siguiente todas las afirmaciones básicas que carac2 Perfino il concetto di « ateísm o » é posto in discussione con ipotesi e ínterpretazioni che avrebbero sodclisfatto ampiamente gli apologeti piü impavidi dell’irreligiositá da Bayle a Sartre. II fatto é sintomático: si accettano le professioni di religiositá, non meglio specificate, com e fossero form e autentiche di religione anche se invischiate di m onismo e panteísmo e, per la filosofía moderna, d’immanentismo radicale: quasi che la critica di Feuerbach non avesse coito nel segno. E per gli stessi atei teoretici, confessi e professi, si usa la piü ampia indulgenza (teorética, intendo!): si addossa la loro negazione all’insufficienza ed ai pretesi errori del teísmo ed alie prepotenze della teología ufficiale e del magistero, per giungere infine a sostenere l'allegra trovata che l'ateísmo non c'é e mai ci fu, che non esistono atei, che coloro che si proclamano tali non sono che dei... teisti e dei credenti che s ’ignorano ossia che la loro negazione é relativa cioé provocata e corrisponde per ció ad un'affermazione, ecc. ecc. (C. Fab r o , La crisi di fede e..., pp. 49-50). OPCION INTELECTUAL—

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terizan a esa diversidad de sistemas que los últimos cuatro siglos nos han propinado 3. Esa opcional actitud de espíritu a que me vengo refiriendo puede expresarse también como la aversión a lo otro y la conversión al sí mismo o, en fórmula más sintética, como la «inmanentización trascendental», que tiene en el cogito la for­ mulación noética más precisa de su connatural acto primero filosófico, como posición de un acto de conciencia puro, sin contenido. El esfuerzo de la filosofía occidental en estos cuatro siglos ha sido imponente, y no puede negarse, entre otros méritos indiscutibles, una grandeza realmente épica a ese tratar de coger el pensamiento en un estado puro, anterior a toda actuación ab extra, en una identidad perfecta entre la esencia y el acto de ser, sin potencialidad alguna pasiva, sin facticidad, autosuficiente. Pero la aventura noética no es más que un aspecto —el de su fundamentación teorética radical— de esa actitud de espíritu, que revela también su propia natu­ raleza en la creciente oposición a lo religioso como forma suprema de trascendencia. Lo que ahora intento exponer —y quizá en todo este libro, por las circunstancias que le dieron origen entre los años 1965 y 1968, y por su misma estructura— viene a ser una introduc­ ción filosófica a la historia de la filosofía moderna; y presu­ pone una suficiente formación metafísica, aun cuando me haya aquí esforzado también, incluso con reiterativa insis­ tencia, en exponer algunos elementos clave de esa metafísica del ser. En consecuencia, conviene ahora hacer algunas breves consideraciones sobre esa historia cuya interpretación he tra­ tado de abordar. Quiero insistir en que, con este capítulo de planteamiento más marcadamente histórico, no pretendo probar lo que antes he expuesto, sino simplemente ilustrarlo de una parte, y confirmarlo de otra. La cuestión es compleja, y menos fácil de lo que suponga quien piense que si la cosa empezó de aquella manera y ha terminado de ésta, es ahora ya sencillísimo concluir que debía terminar así: quienes razo3

Falsa vero non solum

(Santo T omás, C. G., IV, 7).

a veris, sed

etiam ab invicem

distant

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nan de este modo parece que incurren en el paralogismo del post hoc, ergo propter hoc. No, no es tan sencillo, y por eso hace falta un tratamiento realmente filosófico, y no simple­ mente histórico (esto último no suele probar casi nada, gene­ ralmente). Menos fácil, por tanto, pero también menos gra­ tuito de lo que puedan pensar quienes, no sabiendo salir del ámbito de las descripciones históricas con toda la contingen­ te complejidad que les es propia, piensan que las ideas no tienen su propia dinámica interna, y su consecuencialidad no es mayor que la que cualquier suceso histórico tiene con el que le precede. La historia de la filosofía no es tanto una parte de la historia, cuanto una parte de la filosofía. Y no ciertamente propedéutica. «La historia del pensamiento humano forma parte de la historia total, esto es, de la historia de la cultura. Por esta razón la historia del pensamiento presenta rasgos comunes a toda la historia humana; además, presenta corre­ laciones con otras partes de esa historia total (por ejemplo, con la historia de las artes, con la de las instituciones socia­ les, etc.) y por fin aquella historia posee características pro­ pias como parte especial de la historia humana. La comprobación de ese triple orden de hechos pertenece a la fase sintética comparativa del estudio descriptivo de la historia del pensamiento. La primera fase descriptiva, en efec­ to, es analítica, y describe ordenadamente (el orden en la historia es naturalmente temporal, cronológico) los hechos elementales. La segunda fase, antes de ser comparativa, se limita a la historia del pensamiento mismo, indicando las conexiones internas: escuelas, evolución... Después de este doble (analítico y sintético) o triple (lo sintético puede ser simple o comparativo) estadio, llega entonces, como corona­ ción del estudio histórico, la explicación causal de los hechos y de las conexiones y correlaciones, o sea, la filosofía de la historia del pensamiento. Para esta filosofía, son sobre todo los datos de la síntesis comparativa los que requieren una explicación, porque éstos constituyen, por decir así, la con­ clusión de toda la laboriosa fase precedente. Pero en aquella síntesis comparativa, dos fenómenos de la historia del pensa­ miento, considerada dentro de la perspectiva histórica total humana, atraen la atención del espíritu. El primer fenómeno '

)

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es su desarrollo irregular, en el sentido que éste no presenta, en su conjunto, una dirección uniforme rectilínea y ascen­ dente de desarrollo cada vez mayor, contrariamente al des­ arrollo de la cultura material, globalmente considerada. Po­ dríamos comprobar una cosa análoga en la historia de las artes, y la filosofía del arte debería ofrecer una explicación. La correlación entre pensamiento y arte deberá ser explicada por la filosofía de la cultura, esto es, de la historia. El segundo fenómeno viene dado por la diversificación crecientemente contrastante en el pensamiento filosófico (...) a diferencia de las llamadas ciencias exactas o experimentales (pensamiento prefilosófico)» 4. Es evidente que, para realizar esa tarea, se requiere una suficiente posesión del conocimiento metafísico y, en conse­ cuencia, haber adoptado ya una de las dos posibilidades radi­ cales: metafísica del ser o inmanentismo. Después de cuanto he expuesto en las páginas precedentes, es claro que el estudio que voy a abordar tiene por base la metafísica del ser, tal como Santo Tomás la expuso en sus elementos esenciales 5. Para hacerlo así hay numerosos motivos intrínsecos, que re­ sultan de la noción misma de ser, que hemos procurado ex­ poner ampliamente; y otros que nos vienen dados por nuestra misma condición de cristianos 6*8 . No haremos, pues, crítica interna (salvo alguna excepción y como de paso) de tales o cuales sistemas: la tesis misma de la opción intelectual nos lo impide, y la historia por su parte ha demostrado que esa clase de crítica no era excesivamente 4 C. V ansteenkiste, II posto del tomismo nella storia del pensiero medioevale, en Aquinas, 1-3 (1960), pp. 307-308. 5 Ibídem : La considerazione filosófica della storia invece ne fa una vera scienza. II m étodo oggi piü sicuro per raggiungere tale y i sione sintética ci sem bra precisamente di contemplare l'evoluzione storica dal punto piü alto della filosofía cristiana, cioe dalla sintesi tomista (p. 327). 8 L ’encyclique declare solennellement qu'avec saint Thomas d’Aquin l’effort séculaire de la pensée chrétienne a atteint son point culminant, par rapport au passé sans doute, mais aussi par rapport á l'avenir. Ceci ne veut pas dire qu’d partir de saint Thomas la philosophie chrétienne ne doive plus avoir d'avenir, mais bien que la doctrine de saint Thomas doit jouer, par rapport a ce qui viendra aprés elle, le m ém e role de mesure, de régle et d'ordonnatrice qu’elle joue dans Aetemi Pati'is á l'égard de ce qui l’a précédé (E. Gilson, La paix de la sagesse, en Aquinas, 1-3 (1960), p. .36).

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persuasiva. Pero abordaremos un estudio propiamente filosó­ fico de esa parte de la historia de la filosofía, en cuanto que la noción tomista de acto de ser permite una omnicomprehensión (dentro de los límites naturales de la inteligencia huma­ na) que otras perspectivas no consienten. En el ser cabe todo conocimiento válido, precisamente porque es la perfección de toda perfección y la fuente radical de toda inteligibilidad. Sin embargo, tenemos la clara conciencia de que «no se pueden decir esas cosas tan simples sin darse el tono de asumir, en relación con los demás, una actitud de superioridad. Es muy difícil decir que se prefiere una doctrina a otra, sin que pa­ rezca que uno se coloca a sí mismo por encima de los que pro­ fesan ésta. La situación impide evitar ese reproche. Si un hombre sube a una montaña, una vez llegado a la cumbre le basta echar la mirada en derredor para ver todo lo que ven los que están aún a media ladera. Si les dice que él ve ciertas cosas que aquellos declaran no ver, ese hombre no se consi­ dera como teniendo una vista más excelente: sencillamente, está mejor situado y les invita a llegar a la cima. Mientras aquellos se contentan con decir que no ven eso de lo que ese hombre habla, están en su derecho; en efecto, no estando en la cima, no pueden ver más que una parte de lo que se descubre después de haberla alcanzado. No es necesario que el que está en la cumbre les diga que lo que ellos ven no existe, porque lo que ellos ven es verdadero, en su sitio y en su orden; pero tampoco pueden ellos decir que lo que se ve desde la cima no existe, porque lo que se ve desde allí es verdadero, y su verdad incluye las otras. Pero esa suprema verdad no se compone de la suma ni de la combinación de las otras, porque es distinta: es una vista desde más arriba y que las incluye trascendiéndolas todas. Su trascendencia es la misma de la teología que, con el uso que hace de la filoso­ fía, le da el nombre de filosofía cristiana» 7. El ser, con su evidencia intrínseca (que la Revelación nos ha ayudado a percibir), trasciende toda verdad parcial, y en consecuencia el decurso de su consecución humana; nos per­ mite la consideración metafísica de la historia, y es incluso lo que nos da la simple noción vulgar o espontánea de h isto r ia , que de lo contrario sería inaferrable. En cambio, «si se acepta,7 7 Ibídem , p. 45.

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con Hegel, la determinación ontológica del ser del ente como historia y como subjetividad, entonces la temporalidad y la historicidad resultan intrascendibles»8. El furor historicus que ha acompañado inevitablemente a toda época de deca­ dencia en el conocimiento metafísico, como escapatoria eru­ dita al más desolador escepticismo agnóstico, tiene hoy, a su favor, toda una filosofía que arranca del principio de inma­ nencia. «La dominación de la Historia ha conquistado el se­ ñorío total sobre el hombre; parece imposible eludirlo. Si la muerte de Dios es un acontecimiento sucedido en vistas del destino secreto del dominio absoluto de la Historia sobre el hombre, nadie puede escapar, después de Hegel, a las conse­ cuencias de ese destino. Ni siquiera Nietzsche y Heidegger, por más profundos que Hegel que hayan sido en este punto, logran sustraerse y liberar el pensamiento humano de aquel incondicionado señorío de la Historia. Y, sin embargo, hay aún alguna posibilidad de romper el encantamiento en el que la historia se hace irresistible. Hay que preguntarse, en primer término, con la más absoluta sin­ ceridad: ¿por qué el ser tiene que revelarse sólo en la historia? ¿Qué sentido tiene creer que la verdad necesite sólo del Tiem­ po para llegar a ser y para comunicarse, a través del devenir, al hombre? ¿Es posible que exista una sola dimensión, la úni­ ca, en la que la Verdad se manifieste: el ser del hombre? Si estas preguntas no pueden encontrar ninguna respuesta afir­ mativa, quiere decir que lo humano, como lugar privilegiado de tal desvelamiento, ha sido indebidamente absolutizado» 9. La metafísica del ser sostiene y manifiesta, al contrario, que la mente humana aprehende el ser sustrayéndolo a esa deficiencia suya que es el movimiento, acto de lo imperfecto, paso de la potencia al acto, y sustrayéndolo por tanto "a esa medida del movimiento que es el tiempo y a la descripción de su desarrollo que es la historia. «Muerte y vida muestran precisamente que la historia, lugar que puede aparecer como la realidad más real, es, en las cosas más importantes de la existencia, sombra, ilusión y ocultamiento. (La historia hu­ mana no sólo no agota el sentido del tiempo del hombre, sino 8 F. Bosio, La ’rnorte di Dio' nella filosofía hegeliana della religione, en II pensiero X V (1970), p. 87. 9 Ibídem, pp. 88-89.

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que es en su esencia sólo una forma derivada de la tempora­ lidad.) La tradición occidental intuyó esta verdad, y la entendie­ ron también las tradiciones en las que la potencia disolvente de la Historia no ha afectado aún a la substancia del espíritu. Así, por ejemplo, en el Parménides de Platón, el Uno entra en el tiempo sin ser a su vez temporalidad. El misterio de la III hipótesis del Parménides es cómo el Uno pueda dividir el pasado y el futuro, en el presente, sin devenir a su vez un presente cualquiera, sujeto a transcurrir en lo ya transcurrido y a abrirse a un futuro que aún debe transcurrir. Si el Uno entra en el tiempo, entra para disolver el tiempo como barre­ ra insuperable, no para destruir la misma apariencia. Esta, como tal, puede muy bien continuar subsistiendo. Lo que se disuelve es sólo la definitividad y la exclusividad de la tem­ poralidad. La misma mente, al pensar el Uno, rompe el envol­ torio de la apariencia del tiempo. Para una 'destrucción de la ontología de la historia' se debe volver a pedir al pensar que cese de dirigir la mirada especulativa a las ideas de los hombres sobre las cosas, y a la transmutación que las cosas sufren en sus mentes, para reconducirla finalmente a las cosas mismas, al todo del ente, de cuyo ser nace la admiración que los antiguos definieron como el principio del filosofar. Puede ser reducido a temporalidad pura y simple sólo aquel género de ser que desde el inicio haya sido entendido como pura y paupérrima indeterminación conceptual, que, me­ diada con el no-ser, da lugar al devenir como resultado. Es lo que pretende Hegel en el punto de partida de la Ciencia de la Lógica. Pero si el ser es entendido como algo esencialmente diverso e infinitamente más rico que la pura indeterminación lógica de un concepto, se comprenderá que el fundamento de las cosas no queda sacudido y perturbado en sí mismo por la mutabilidad histórica de las visiones humanas del mun­ do. Su superhistoricidad es su propio carácter de absoluto» l0.

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Ibídem , pp. 90-91.

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2.

Prolegómenos a todo inmanentismo futuro

No pocos han visto en Lutero el fundador del subjetivismo moderno, el iniciador de esa gran corriente de pensamiento que ha llegado a dominar la mayor parte de los ambientes intelectuales contemporáneos; y son bastantes los que se lo atribuyen como un timbre de gloria. Gualtero Kohler, sin titubeos, hace de él el verdadero y genuino cabeza de linaje de todo el subjetivismo moderno: «Lutero —escribe él— ha arremetido y_ compenetrado tan completamente el mundo ob­ jetivo de conceptos, que éste no perdió su existencia, pero sí su valor; y los postulados en virtud de los cuales nosotros vivimos fueron a anclarse, en lugar de hacerlo en ese mundo, en el fondo del sujeto y de su experiencia» 11. En ün plano general de teorización de la actitud de inma­ nencia no me parece que pueda hablarse con propiedad de un capostipite, como escribió el modernista Buonaiuti, ni que, en consecuencia, pueda darse ese calificativo a tal o cual in­ novador, por radical e influyente que haya sido su plantea­ miento doctrinal. Ya he dicho antes que la tendencia al inma­ nentismo está en el mismo corazón humano; y, por tanto, también en todo hombre está la inclinación a la justificación teorética de esa actitud. Si la formulación noética perfecta de esa opción se dio por vez primera en Descartes, como tendencia y tanteo apareció en el mismo comienzo del filoso­ far humano: y la explicación del enorme influjo, de Descartes está más bien en haber sabido expresar de modo técnicamente perfecto esa tendencia, habiéndola así facilitado. Análogamente puede decirse que si esa tendencia se dio por primera vez en Lutero en su perfecta formulación «reli­ giosa» (teológico-espiritual), como tendencia y tanteo apareció ya en el comienzo de la religiosidad humana. Lutero expresó magistralmente ese planteamiento de inmanencia en lo reli­ gioso; y de ahí su influjo no sólo en los que se adhirieron a la 11 E. B uonaiuti, Lutero e la Riforma in Germania (Roma, Faro, 1945), Intr., p. XVII.

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Reforma, sino también en movimientos posteriores, aparen­ temente desvinculados, como el Modernismo y el neo-moder­ nismo, que, por el mismo camino, han ido indudablemente más lejos 12. «Los sofistas (es decir, la teología escolástica) —afirma Lutero— han pintado a Cristo en sí mismo, en cuanto es Dios y hombre; cuentan sus brazos y sus piernas, y mezclan mara­ villosamente sus dos naturalezas. Pero eso no es más que un conocimiento sofístico de Cristo Jesús. Porque si Cristo es llamado Cristo no es porque tenga dos naturalezas: ¡a mí qué más me da! Si lleva ese nombre grandioso es a causa de la función y de la obra que ha asumido. He aquí lo que le da el nombre. Que por naturaleza sea Dios y Llombre, eso le importa a él; pero por cuanto por su función se vuelve hacia mí, derrama sobre mí su amor, es mi Redentor y mi salvador: he aquí que es para mí entonces mi consolación y mi bien.» (Dr. Martin Luthers Werke, Weimar, 1912-1921, XVI, p. 217.) En su raíz —escribe García de Haro—, esta distinción de Lutero se acerca mucho a la que trazará Loisy entre el Cristo de ¡a historia y el Cristo de la fe. El «Cristo de la fe» de Loisy es, como el «Dios revelado» de Lutero, un Dios-para-mí: según mi sentimiento. El «Cristo de la historia» de Loisy, como el «Dios escondido» de Lutero, pertenece al dominio de la razón. Sin embargo, existe una diferencia esencial. Para Lutero, el Dios de la fe, del sentimiento, el Dios-para-mí es lo impor­ 12 Quei teologi d'avanguardia, che disprezzano la metafísica e la sua funzione ausiliare nella riflessione teológica, si buttano addosso alie categorie esistenziali dalla stessa sinistra esistenzialistica o della teología dialetíica senza discriminazione e rischiano — e non sono lungi— di attribuire ai dogmi una mera funzione simbólica: comunque, essi affermano che vanno espressi ed intesi in funzione dell'esperienza e della vita vissuta, e non piü coll'astratta terminología classica che ora piü nessuno comprende. Qui siamo ormai aldilá della Riforma e perfino delle ardite riflessioni hegeliane nelle quali si loda la profonditá dei vecchi teologi cattolici a confronto della teología protes­ tante ridotta a pura problemática storica ed esegetica ( " Andera Theologen haben diese Tiefe auf das innigste gefasst, und zwar besonders katholische; die jetzige Protestanten haben nur Kritik und Geschichte”: Ií e g e l , Vorles. iiber die Phil. der Religión, Lasson I, p. 257. V. a. p. 250: la critica alie minuzie dell'esegesi la quale dimentica il ”contenido" [ Inhalt ] della religione, ch'é Veterna natura di Dio). (C. F a b r o , La crisi di fede e..., pp. 47-48.)

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tante; el Dios-en-sí — dirá— es del dominio de los aristotélicos; no es a él a quien se dirige. Para Loisy, en cambio, lo impor­ tante es el Cristo de la historia, un hombre excepcional que ha tenido un papel fulgurante en la evolución de ese 'abso­ luto inmanente a la humanidad', que es el único 'dios' que la razón construye, que la razón acepta: el Cristo de la fe, como el Dios personal del Cristianismo, es un símbolo, que puede ayudar —sin duda muy eficazmente— a las almas sencillas, aún poco preparadas, a ir desarrollando su sentimiento reli­ gioso» 13. Sin embargo, fue Lutero quien obró en el pensamiento religioso la revolución copernicana: a la consideración de Dios en sí (für sich) de toda la teología cristiana anterior, desde los Padres apologistas, sustituyó el Dios para nosotros (für uns) I4, que llevaba ya en germen la actual conclusión de la «desmitización» bultmanniana. A mi entender, el influjo más eficaz de Lutero en la filoso­ fía de la inmanencia está en que derribó la protección que la fe prestaba a los cristianos contra esa tendencia a la succión de la totalidad en el mí-mismo: los que le siguieron se encon­ traron religiosamente desarmados para resistirla. Por eso no es de extrañar que las principales figuras de la filosofía de la inmanencia se hayan dado entre los protestantes; y así se pro­ duce el estallido de la teología liberal, en el momento en que la filosofía de la inmanencia y la teología protestante se en­ cuentran, hallándose asombrosamente connaturales. Fenóme­ no éste que entre los católicos se ha dado, y se da hoy, gene­ ralmente sólo cuando el teólogo ha asumido incautamente las categorías de la filosofía de la inmanencia 15; cuando, sumer­ 13 R. García de H aro, Historia teológica del m odernismo, EUNSA, Pamplona, 1972, pp. 221-222. 14 Allein noch von einer anderen Seite her hat er den ganzcn Betrieb der Theologie, wie er seit den Tagen der Apologeten überliefert war, aufs ernstlichste beanstandet, und hier ist in noch hoherem Masse seine Abkehr vom alten Dogma zum Ausdruck gekomm en, ais in dem Tadel einzclner Begriffe, namlich in jener Unterscheidung des "für sich" und "für uns ", die sich so haufig bei Luther findet (A. H arnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, III [Friburgo, Mohr,

1909-1910], pp. 859-860). 15 Credo che sia per effetto di grande superficialitá di pensiero che un cattolico, e tanto piü un teologo, possa, rimanendo cattolico, accettare il principio fondamentale dell'immanenza assoluta nel senso

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gido en la temporalidad, abandona el ser y se hunde en la interioridad vacía de la conciencia 16; porque, generalmente, para no asumir las categorías espirituales del inmanentismo religioso, suelen estar algo más inmediatamente defendidos 17. Aparte de esto, me parece que se puede hablar también de un influjo teorético directo de Lutero en el espíritu de la filosofía inmanentista, a pesar de la aparente defensa apasio­ nada que hizo de la trascendencia divina. Y digo aparente porque exasperar la trascendencia, como lo hizo, equivale exactamente a anularla: no se niega a Dios ni que sea real­ mente distinto del hombre y del mundo; pero se niega toda relación objetiva, se anula la posibilidad del conocimiento analógico y, en consecuencia, el valor de la revelación como della filosofía moderna e applicarlo pi.ü o m eno coscientem ente in teología; o possa credere che sia indifferente per la stessa fede, e tanto piü per la teología, il tipo di pensiero filosófico che uno adotta; o, peggio ancora, che una teología che voglia essere una scienza intégrale della fede possa addirittura fare a meno dello strumento di un determínalo tipo di filosofía técnica. Per me sarebbe com e dire che si possa fare una scienza intégrale della fede senza la luce di una ragione scientifica intégrale illuminata positivamente dalla fede (C. V agacgini, La teología dogmática nell’art. 16 del Decreto sulla formazione sacerdotale, en «Seminarium», 4 [ottobre-dicembre 1966],

pp. 837-838). 16 Oggi non pochi teologi, col pretesto dell'apertura verso il mondo moderno, partono senz'altro dalle sue posizioni radicali sul rapporto della coscienza all'essere ossia dal soggettivism o gnoseológico per isolare la cultura teológica e la stessa espressione della fede del passato nel clima cultúrale proprio di ogni secolo e delle diverse tappe della civiltá alio scopo di attribuire al nostro secolo il diritto incontrovertibile e incontrollabile di fare altrettanto ossia di cominciare da capo. Cosí di colpo é stata liquidata e messa da parte, dai teologi post-conciliari di avanguardia [cfr. Theology of Renewa], Montreal 1968, spec. vol. I, p. 83 s. (Schillebeeckx), 153 ss. (Chenu), 167 ss. (Rahner )], non solo la veneranda apologética che ha fronteggiato fin dai primi passi della Chiesa le accuse del paganesimo, ma sono stati m es si fuori uso i baluardi dei praeambula fidei di S. Tom m aso ed ogni precisa distinzione di campi e di oggetti nella tensione di ragione e fede (C. Fabro, La crisi di fede e..., pp. 45-46). 17 I catxolici sono in massima protetti dalla loro stessa fede, da questi eccessi; ma le correnti m oderne del pensiero tutte im m erse nell’im m anentismo e nel soggettivism o relativista — in specie oggi nella form a di un certo fenom enologism o e di un certo esistenzialism o — fanno pressione anche sulla teología. Cosicché la necessitd dell'elaborazione dell' esem pio e la guida in specie di S. Tom m aso, ai fini di una teología integra, deve essere oggi inculcatá e difesa (V. V agaggini, La teología dogmática..., p. 830).

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conocimiento real de Dios (que Cristo tuviera dos naturalezas era asunto suyo, a Lutero le traía sin cuidado: para él, Cristo se reducía a ser la salvación y la consolación de Lutero), se niega la efectiva participación de la vida divina por la gracia en una naturaleza humana esencial e irremediablemente co­ rrompida... y, al fin, el hombre queda inexorablemente con­ finado en su propia inmanencia intelectual y moral, incapaz de trascender. Por otra parte, también la humillación que así inflingía al hombre era más aparente que real; hay dos modos de sacu­ dirse el peso del pecado: uno objetivo, que consiste en negar que aquello sea objetivamente un mal; otro subjetivo, que consiste en negar una cualquiera de las dos componentes subjetivas del pecado: la conciencia de que aquello sea un mal o la libertad para no hacerlo, libertad que era justamente lo que Lutero negaba. Y así, si el hombre no podía vivir más que para sí mismo, no estaba tampoco obligado a otra cosa. Por eso Marx reconocerá a Lutero el haber iniciado el camino de la «liberación» humana al haber interiorizado intelectual y moralmente al hombre; pero le acusará de no haber sabido llevar a su término lógico e inevitable el proceso, porque «la crítica de la religión termina con la doctrina según la cual el hombre es para el hombre el Ser supremo» 1S. Simultáneamente otro religioso agustino, Erasmo, acome­ tía la misma labor, pero limitándose al plano de los intereses teológico-cul tárales. Las concomitancias entre el Reformador y el Humanista son conocidas, y revelan la identidad de su opción por el hombre, por la inmanencia humana 1 89, a pesar de sus claras divergencias temperamentales y de sus respecti­ vas esferas de interés. Erasmo se dedicó a los estudios bíbli­ cos, pero sobre una base noética —explícita, aunque no técni­ camente desarrollada: era un hombre culto y un filólogo, no un filósofo— donde se anuncia ya claramente el planteamien­ to cartesiano: «Para Erasmo la investigación intelectual tiene por fin un conocimiento cierto antes que un conocimiento de 18 Die Kritilc der Religión endet mit der Lehre, dass dar Mensch das hóchste W esen für den Menschen sei (K . M arx , Frühe Schriften, Wissensch. Buchgesellschaft, I [Darmstadt 1962], p. 385). 19 Vid. R. García de H aro, o . c ., pp. 181 y ss.

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la verdad» 2o. Sin que llegue a dar una justificación noética de su actitud, para Erasmo la verdad se desplaza del plano objetivo de la manifestación de la realidad al entendimiento, al plano subjetivo de la elaboración: «Prefiere una certeza que se forja él mismo, y que se da a sí mismo a fuerza de argu­ mentos, a una convicción que introduciría en él la verdad —lo que querría decir que ha sido vencido por la verdad, que ha sucumbido ante ella. Pero Erasmo no puede tener esa con­ cepción de la verdad a la que se accede por un agónico con­ vencimiento. Para él la verdad es algo a la medida del hom­ bre, en el desarrollo ordenado —y quizá soberbio— de su ciencia, que le permite poner al día la verdad buscada» 21. La posición cartesiana del cogito como inicio radical del filosofar marcó indudablemente el comienzo teorético de la opción de inmanencia. No hay, y probablemente no habrá nun­ ca, seguridad sobre el alcance real y la verdadera fuerza probativa que Descartes atribuyó a esa verdad —la percepción inmediata de su existencia en el acto de pensar— como verdad primera; pero sí la hay ya sobre el alcance y la fuerza probativa que el principio tiene en sí mismo. Si la duda generalizada afecta inicialmente a todo objeto de conocimiento, a todo con­ tenido de conciencia, dejando sólo a salvo el acto mismo de conciencia en cuanto tai (o «el ser de la duda», que viene a ser lo mismo), la duda afecta también a mi propio ser, a menos que mi ser sea realmente idéntico a mi acto de con­ ciencia, es decir, a menos que yo consista y me agote en mi acto de conciencia, y por eso yo sea sólo en cuanto consciente. Dar a mi ser un contenido mayor presupone necesariamente alguna otra verdad previa e indubitable: por ejemplo, que el obrar sigue al ser; pero entonces el cogito ya no es inicio absoluto, y hay que agarrarse, por lo menos, a la certeza y al valor teorético de una parte arbitrariamente escogida del co­ nocimiento espontáneo. «La remoción o ausencia de la posi­ bilidad de una presencia (existencia) de Dios es la esencia misma (exigencia) del cogito en su ponerse en acto. O sea, es el mismo ponerse en acto del cogito lo que debe poner la verdad del acto (de conciencia) como fundamento de la verdad 20 J. B oisset, Erasme et Luther, Libre ou serf arbitre (París, Press. Univ. de France, 1962), p. 78. 21 J. B oisset, Erasme et..., pp. 79-80.

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del contenido (de ser), derivando la verdad del contenido de la verdad del acto» 22. Una vez comprometido así mi propio ser —en cuanto dis­ tinto de mi propio acto de conciencia—, queda igualmente comprometido el ser de Dios —en cuanto realmente distinto de mi autoconciencia—, y el argumento de la meditación IV no prueba absolutamente nada: «Criando me veo dudar, o ser algo incompleto y dependiente, por eso mismo se presenta en mí la idea clara y distinta del ente independiente y com­ pleto, esto es, de Dios. Y sólo de que esa idea esté en mí, o de que yo, que tengo esa idea, exista, manifiestamente con­ cluyo que Dios también existe y que, en cada momento, de El depende mi existencia, de modo que confíe en que nada más evidente, nada más cierto pueda ser conocido por el in­ genio humano» 23. Es importante advertir la prioridad de la duda en la posi­ ción del principio de inmanencia, como voluntad de hacer de la propia subjetividad (cualquiera que sea después la inter­ pretación que se dé a esa subjetividad propia) el fundamento de la verdad y del bien. El cogito cartesiano recibe su fuerza de la primera duda radical y voluntaria, primero sólo metó­ dica, y después ya constitutiva; lo que comporta que sea el pensamiento la madre del ser, como par teño génesis, y que el ser constituya un acontecimiento del pensar, y su verdad un devenir. La duda originante hace de la conciencia el inicio y precisamente como autoconciencia actual: la negación (no de la apariencia o del fenómeno) del ser, pone automáticamente la afirmación del pensar, y precisamente del pensar que ori­ gina realidad. A partir de ese momento, el curso de la filosofía moderna C. Fabro, Introduzione..., vol. II, p. 1004. Cum atiendo me dubitare, sive esse rem incompletam et dependentem, adeo idea clara et distincta entis independentis et completi, hoc est, Dei, mihi occnrrit. Et ex hoc uno quod talis idea in me sit, sive quod ego ideam illam habens, existam, adeo manifesté concludo Deum etiam existere, atque ab illo singulis m omentis existentiam meam dependere, ut nihil evidentius, nihil certius, ab humano ingenio cognosci posse confidam (D escartes, Meditationes de prima philosophia [Adam Tannery, Med. IV, t. V II], p. 53). De particular interés para este punto: E. Gilson, Études sur le role de la pensée médiévale dans la formation du systém e cartésien, París, Vrin, 1967, pp. 225-233: Une nouvelle idee de Dieu. 22

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va a consistir (convenerunt in unum...) en una reducción cre­ ciente del ser a la humana actividad (pensar como creación). En ese titánico esfuerzo, con una sustancial identidad, han contribuido, coaligándose, las fuerzas más dispares y las con­ figuraciones sistemáticas de apariencia más heterogénea: die grosse Koalition. Sus grados podrían ser señalados de este modo: 1, el ser es lo que puede ser (esencia-existencia, ente real o posible: nominalismo, Suárez...); 2, el ser es lo que puede ser conocido (Descartes, Hume, Kant...); 3, el ser es lo que puede ser pensado (Spinoza, Fichte, Schelling, Hegel...); 4, el ser es lo que puede ser hecho (Feuerbach, Marx, Engels...); 5, el ser es lo que es hecho ser (Nietzsche, Jaspers, Heidegger, Sartre...). Puesta la conciencia como fundamento del ser, mediante la duda voluntaria, se da en primer término la reducción del ser al contenido del acto de conciencia: y aquí tendremos el desesperado esfuerzo del creyente para no perder a Dios, con todas las posibles variantes del argumento ontológico; pero aquella reducción acaba imponiendo la segunda: la resolución del ser en el acto mismo de conciencia en cuanto tal, o identi­ dad del acto de conciencia consigo mismo. El racionalismo, el empirismo, el criticismo, el idealismo, el positivismo, el materialismo, el existencialismo... serán formas históricas de la íntima fuerza o energía contenida en el cogito, incapaz de trascender su propio acto, por estar fundado en la negatividad de la duda radical. Agarrarse al contenido de ese acto, disuelve el acto, y entonces se esfuma el mismo contenido (momento dialéctico, devenir, momentáneo presentarse del presente...). Aferrarse al acto, es perder inmediatamente el contenido y reducirse a la potencia originaria de querer, como autofundación radical de sí. «La intuición fundamental de Descartes es que todo acto, hasta el mínimo paso del pensamiento, compromete todo el pensamiento, es un pensamiento autónomo que se pone, en cada uno de sus actos, en su plena y absoluta independencia. Pero esta autonomía expresada y actuada por la duda radical no lleva consigo en Descartes la productividad: en efecto, pre­ existe a la conciencia un orden objetivo de relaciones: el orden de las esencias, respecto al cual la subjetividad o no puede ser en realidad más que la simple libertad de adherir a lo

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verdadero, o bien no es más que un . pensamiento confuso, una verdad mutilada, cuyo desarrollo y aclaración hará des­ aparecer el carácter subjetivo. En este segundo caso, el hom­ bre desaparece y ya no queda ninguna diferencia entre pen­ samiento y verdad: lo verdadero es la totalidad del sistema de los pensamientos. Entonces, si se quiere salvar al hombre —dado que no puede producir ninguna idea, sino sólo con­ templarla— no queda más remedio, que dotarlo de una simple capacidad negativa: la de decir que no a todo lo que no es verdadero. Así, concluye Sartre, encontramos en Descartes, bajo la apariencia de una doctrina unitaria, dos teorías de la libertad muy diferentes, según que considera esta potencia de comprender y de juzgar que le es propia, o que simplemente quiere salvar la autonomía del hombre frente al riguroso sis­ tema de las ideas. De este modo, según el juicio de Sartre, Descartes se convierte en el precursor de la negatividad hegeliana e incluso de la soledad del hombre en Heidegger. Pero el hombre Descartes no es 'libre' más que de nombre, porque^ para el cristiano Descartes existe el Bien en sí y no es el hombre quien lo inventa, como antes existe la Verdad en sí y no es el hombre quien la crea. El filósofo Descartes y el hombre Descartes, por tanto, proceden en direcciones opues­ tas: uno va a negar a Dios, y el otro va a afirmarlo: es claro que para Sartre el verdadero Descartes es el primero, y lo mismo para Blondel, y para nosotros, y el desarrollo del pen­ samiento moderno lo ha probado» 24. Admitido que el cogito sea el comienzo absoluto, sin pre­ supuestos, serán los sucesores de Descartes, por medio de sucesivas y variadas radicalizaciones, los que se encargarán de probar que, por lo menos, el hombre no puede saber nada de Dios: ni lo que es y ni siquiera si es. Jacobi lo vio clara­ mente: «Para que cualquier ser pueda para nosotros llegar a ser un objeto completamente entendido por nosotros, debe­ mos, como objeto, como realidad en sí subsistente, suprimirlo y aniquilarlo en el pensamiento, para transformarlo en algo subjetivo, en una criatura nuestra, en un simple esquema: por tanto, como algo que se resuelve en nuestra acción, ac­ tualmente en una simple manifestación de nuestra imagina­ ción productiva. La consecuencia es inevitable: el espíritu hu24 C. Fabro, Introduzione..., vol. I, p. 138.

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mano se hace creador del mundo y, por tanto, creador de sí mismo. Pero puede ser creador de sí mismo sólo con la con­ dición ya puesta, esto es, de aniquilarse en esencia para co­ menzar a tenerse únicamente en el concepto: o sea en el con­ cepto de un puro absoluto entrar y salir, originariamente de la nada, hacia la nada, para la nada, en la nada» 23. En ese camino de lo que Feuerbach llamó el für-sich-werden der Menschen, el llegar-a-ser-para-sí del hombre, el nuevo paso de verdadero progreso lo dio Spinoza: «Aun habiendo comenzado como simple comentador y divulgador de Des­ cartes, Spinoza se presenta como un nuevo, más coherente y más completo iniciador del pensamiento moderno, cuyo influjo directo o indirecto ha penetrado las filosofías más diversas, materialistas o idealistas, empujándolas a todas con movimiento irrefrenable hacia la solución, ya sin escapatoria, de la unidad del ser que es la absoluta inmanencia, o sea la mutua pertenencia del hombre a la naturaleza y de la natura­ leza al hombre» *26. Al tratar de Spinoza es corriente referirse al panteísmo implicado en su afirmación de la unidad de la sustancia («apar­ te de Dios, la sustancia no puede darse ni concebirse») 27, una vez confundida la sustancialidad con la aseidad, en virtud del criterio típico de inmanencia, según el cual esse est per dpi. Pero es éste precisamente el aspecto de la doctrina de Spinoza que con frecuencia se descuida: la perfecta coherencia, más radicalizada, con el cogito cartesiano, que empezaba a dar explícitamente sus frutos. «Por eso, y no por casualidad, el spinozismo ha llegado a ser el pilar fundamental del pensa­ miento moderno antes y después de Kant y perdura aún hoy, a pesar del profundo cambio de dirección y metodológico en la filosofía; por eso Hegel ha podido con razón (como es sabido) afirmar, desde su punto de vista, que 'ser spinoziano es el inicio de todo filosofar'. Tal inicio ha llegado con Spinoza y tal permanece aún hoy en la filosofía de la inmanencia, y no puede ser otro que la 'unidad del ser' como ser de con­ ciencia, de cualquier modo que se entienda después la activi23 F. H. Jacobi, Werke, III (Leipzig 1816), p. 21. 20 C. Fabro, Introduzione..., vol. I, pp. 176-177. 27 Praeter Deum nulla dari, ñeque concipi potest substantia (S pi­ noza, Opera [Heidelberg, Gebhardt, 1924], Etílica, p. I, t. II, p. 56). OPCION INTELECTUAL.— 13

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dad de conciencia que está en la raíz del ser y de sus deter­ minaciones» 28. En esa doctrina no era el hombre absorbido por Dios, como parece a simple vista, sino que Dios quedaba absorbido por el hombre, por la conciencia que lo pensaba 29. Y, en con­ secuencia, comenzó la demolición formal de todo el orden sobrenatural: la negación de la posibilidad de la profecía y del milagro, la crítica a la Sagrada Escritura, la negación de la divinidad de Cristo, etc.3o. Ya en vida, Descartes fue acusado de criptoateísmo, como habrían de serlo más tarde Spinoza, Kant, Fichte, Schelling y Hegel. Aunque hasta Feuerbach no aparece una neta profe­ sión de ateísmo, ya con Spinoza la filosofía de la inmanencia empieza a tomar conciencia de su negatividad religiosa: aun­ que aquí la negatividad viene sólo aplicada a la religión re­ velada. Considerado en general un materialista, y expresamente acusado también de ateo, Hobbes —como Descartes y Spino­ za, y más tarde casi todos los filósofos de la inmanencia, hasta Feuerbach— dedicó buena parte de su obra a mostrarse cre­ yente, condenando también toda forma de panteísmo. Sin em­ bargo, su teísmo presenta ya preocupantes grietas, que anun­ cian claramente las ruinas futuras. Su sensismo materialista no deja sitio a lo espiritual, y la metafísica se hace imposible. Sus afirmaciones categóricas sobre la existencia de Dios (no igualmente claras sobre la posibilidad humana de conocer esa existencia) parecen también pertenecer más al hombre que hay en él, que a su filosofía: donde la religión aparece como conciencia humana de la propia impotencia. También para Hobbes lo que en realidad ocupa el primer plano, el verda­ dero fundamento de todo es el hombre, y precisamente en el ámbito de su experiencia y de la vida sensible. La íntima contradicción en que el principio de inmanencia ha colocado al cristiano Hobbes, será claramente señalada por Feuerbach, 28 C. Fabro, Introduzione..., vol. I, p. 177. 20 Cfr. Spinoza, o . c ., p. V, t. II, p. 302. 30 Cfr. Ibídem , Tractatus Theol. Politicus, III, pp. 81 ss.; 117 ss.; Ep. 50.

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que ve en el Dios de aquella filosofía una esencia negativa, una no-esencia 31. Igual suerte habrá de correr el sensismo de Locke, al re­ ducir la inteligencia a reflexión sobre los datos sensibles, com­ partiendo las grandes tesis del nominalismo y teniendo en el materialismo su natural conclusión: para él, la única realidad que el hombre alcanza es la que los sentidos perciben, el mundo material. De ahí al iluminismo de Voltaire ya no hay más que un paso, y Voltaire lo dará precisamente apoyán­ dose en el sensismo de Locke: después de una breve estancia en Inglaterra, el cogito regresa a su tierra de origen para continuar su labor devastadora, ahora en fase deísta. Inútil se mostrará —aunque con un desarrollo peculiar— el intento de hacer proseguir el cogito por el camino del espí­ ritu, cegando la derivación materialista del sensismo. Será éste el intento de Berkeley, atribuyendo a la afirmación de la realidad material la conclusión atea del cogito, identificado ya éste con la esencia misma del filosofar. La existencia de una materia o substancia material es lo que, para Berkeley, acaba por excluir la existencia de Dios 32. Por tanto, habrá que con­ cebir la realidad como representación, devolviendo al princi­ pio de inmanencia toda su radicalidad gnoseológica, mediante la oposición a toda realidad que trascienda el ámbito de la conciencia. Y justamente de ahí partirá el escepticismo de Hume. «Con agudeza vio Hume una estrecha conexión entre la 31 H ob b es ist also keineswegs Gottesleugner; aber sein Theismus ist dem W esen, dem Inhalt nach, wie iiberhaupt der Theismus der modernen W elt, Atheism us; sein Gott nur ein negatives W esen oder vielmehr Umvesen (F euerbach, Geschichte der Neueren Philosophie, II., F. Jodl, S. W., III, p. 110). 32 Nay, so great a difficulty has it been thought to conceive Matter produced out of nothing, that the m ost celebrated among the ancient philosophers, even of those who maintained the being of a God, have thought M atter to be uncreated and coeternal voith H im. H ow great a friend material substance has been to Atheists in all ages were needless to relate. All their m onstrous system s have so visible and necessary a dependence on it, that when this corner-stone is once rem oved, the w hole fabric cannot choose but fall to the ground; insomuch that it is no longer worth while to bestow a particular consideration on the absurdities of every wretched sect of Atheists (B erkeley, A Treatise concerning the Principies of Human Knowledge, I, § 92,

B. W., A. C. Fraser, Oxford 1901, I, p. 309).

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negación de las cualidades secundarias (Locke) y la negación de las ideas generales (Berkeley) o de la abstracción. En efec­ to, una vez que las cualidades sensibles de áspero y suave, dulce y amargo, blanco y negro, etc., han sido reducidas a meras percepciones de la conciencia (mindJ, toca la misma suerte a las cualidades primarias de la extensión y de la soli­ dez, en cuanto la idea de extensión es completamente adqui­ rida por los sentidos, de la vista y del tacto, y por tanto está en dependencia de las cualidades sensibles de estos sentidos: luego si éstas son subjetivas, también lo debe ser la extensión (y dígase lo mismo de la solidez). Y no tiene sentido decir que han sido obtenidas por 'abstracción’, porque una exten­ sión que no es ni visible ni tangible, no puede siquiera ser concebida; así como es absurdo concebir un triángulo en ge­ neral, que no sea isósceles ni escaleno, que no tenga ninguna particular longitud o proporción de los lados. La conclusión que Hume hace derivar de la posición de aquel convencido teísta que era el obispo Berkeley, confirma de lleno nuestro criterio de interpretación (escéptica y atea) del principio de inmanencia. Efectivamente, Hume, con sutil ironía, observa que a pesar de las buenas intenciones apologéticas que tenía, Berkeley en realidad ha favorecido el escepticismo y, con él, la causa de los ateos y librepensadores que quería precisa­ mente confutar» 33. Si la existencia de las cosas que producen nuestras sensa­ ciones sólo queda garantizada por el principio de causalidad, y éste a su vez no es garantizado por nada —no tiene verdadera justificación filosófica—, toda la experiencia sensible pierde sentido en la misma medida en que se quiera obtener de ella algo que no sea experiencia sensible: por ejemplo, la misma noción de substancia, o la de supuesto y persona. Por eso, para Hume es peligroso, e incluso contraproducente, hacer depender la existencia de Dios de una base tan precaria; lo mejor es mantenerlo sencillamente por la fe (belief). Por ese camino proseguirá Kant, en cuanto Hume le des-, pierte de su sueño dogmático. Para él, «el ser no es nada, sino es el ser de alguna cosa, por ejemplo algo percibido o pen­ sado, u objeto de un sentimiento y de una tendencia de la 33

C. F abro , Introduzione..., vol. I, pp. 327-328.

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voluntad: el ser se presenta, por eso, siempre como algo particular, de lo que el Yo toma conciencia como contenido de su actividad de conciencia, de la que Dios escapa por de­ finición. Por tanto, esta concepción, partiendo de Hume se­ gún la interpretación de Kant, se manifiesta como una 'feno­ menología trascendental', como ya se iba delineando en el último Fichte cuando hacía del saber (Wissen) el objeto-fenó­ meno de la filosofía, saber que se manifiesta a sí mismo en nuevo saber. El saber es también conciencia de sí mismo en cuanto es consciente de algún otro objeto. La conciencia se pronuncia también respecto de sí misma: ella es: yo sé, sin más, que soy. Fundar este saber que aquí hay un fenómeno, esto es, un objeto del saber efectual, es la función de la filo­ sofía. Pero Fichte, después de haber puesto el primer hecho (el del pensamiento), da por su cuenta el primer paso —como antes Descartes— con la posición del Absoluto, y el proce­ dimiento es de un simplismo que desanima, y que sólo el apoyarse en Spinoza podía explicar de algún modo: así como sólo el Absoluto es, así es también su aparición (Erscheinung), y la aparición es el intelecto en el que el Absoluto se com­ prende a sí mismo y así se hace objetivo. Es in nuce, como se ha visto, la posición hegeliana» 34. El nuevo paso habría de darlo Lessing, considerando ca­ rente de valor la verdad histórica, mera verdad de jacto, con­ tingente, incierta; y reduciendo, por tanto, todo el valor del cristianismo a lo que tuviera de reductible a verdades de ra­ zón 353 *; del mismo modo que Kant desplazó del ámbito de la 6 Razón pura al de la Razón práctica el conocimiento de Dios, de la inmortalidad del alma y de la libertad, sustituyendo la fe sobrenatural por la Vernunftglaube 38, que asumió también Jacobi y que, en nuestros días, Karl Jaspers ha vuelto a pro­ poner. También, para el caso de Kant habrá de revelarse clarivi­ dente el juicio de Jacobi, que iba explicitando lo que en los demás quedaba apenas sugerido: «La filosofía de la Razón 34 Ibíd., II, pp. 1020-1021. 35 Cfr. G. E. L essing , Ges. W erke (Berlín, Aufbau-Verlag, 1956), Uber den Beweis des Geistes und der Kraft, VIII, pp. 12 ss.

36 C fr. E. K ant, Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, III (Leipzig, K. Vorlander, 1937), pp. 176 ss.

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pura ha de ser como un proceso químico, mediante el cual es aniquilado todo lo que está fuera de ella, para quedar sólo esa Razón, es decir, un espíritu puro que, para tener esa pureza, no puede ni siquiera ser él mismo, sino que ha de limitarse a producir todas las cosas; pero ha de producirlo con tal pureza, que no sean tampoco cosas en sí mismas, sino sólo cosas intuidas en el acto productivo del espíritu: el todo consiste en un acto del acto» 3T. El proceso —lo que Fabro llama «la cadencia atea del cogito»— sigue, pues, implacable el destino marcado por el inicio. «La aspiración a Dios y al conocimiento de Dios puede decirse ínsita en el hombre, en el sentido de que el hombre se siente empujado a encontrar una explicación racional del mundo y de la experiencia, y para hacerlo debe retrotraerse a un 'fundamento' de ser: por eso es innato el impulso a la búsqueda del fundamento, la curiosidad de encontrar el prin­ cipio; pero no es de ningún modo innato ni está determinado el objeto conclusivo de la búsqueda. El elemento innato de la conciencia está, por tanto, intrínsecamente indeterminado, como 'potencia' y germen, y corresponde al hombre proceder a su desarrollo y clarificación; de manera que la 'convicción' o conocimiento de Dios, la afirmación de su existencia y la determinación de su naturaleza se ponen como conclusión, es decir, como el efecto del proceso que el hombre debe rea­ lizar. El término de este proceso depende ciertamente tam­ bién del proceso mismo, pero queda determinado trascenden­ talmente sobre todo por el inicio, esto es, por la actitud origi­ naria que la conciencia toma con respecto al ser» 3 78. Lo que verdaderamente sorprende es que el inicio decre­ tado por el cogito —la actitud de inmanencia— no sea some­ tido en ningún momento a una revisión crítica, no obstante que se vayan revelando cada vez con más radical claridad sus graves consecuencias y a pesar de la diversidad de siste­ mas que se van sucediendo. Como he señalado antes, el hecho tiene todas las características de una certeza, sin evidencia, y Fichte lo dirá sin rodeos: «La base de toda certeza es la fe» 39. 37 F. H. Jacobi, Werke, III, ed. cit., p. 20. 38 C. Fabro, Introduzione..., vol. I, pp. 36-37. 39 Das Elem ent aller Gewissheit ist Glaube (J. G. F i c h t e , Über

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Para Fichte hay dos modos de enfrentarse con el mundo: el que podríamos llamar fenomenológico, que es el del hombre común, y el de la ciencia positiva, por el cual el ser del mundo es un dato bruto, autosubsistente, con su propia organización y sus leyes, que nada postula fuera de sí mismo *40. El otro modo posible es el trascendental, que es el que corresponde al fiilósofo: y este modo es el de la autoconciencia, el del espí­ ritu puro que conoce en sí todo al ponerlo con su actividad trascendental; y aquí luz, razón, Ser absoluto, autoconstruc­ ción, es todo uno 41; y es aquí también donde lo religioso cobra su real significación: no es la religión histórica y positiva revelada lo que salva, sino la actividad «metafísica» trascen­ dental de la Razón 42. De esa Razón que, como la naturaleza de Schelling, es todo en todo: «A esa ciencia le interesa que Dios no exista, que no exista ningún ser sobrenatural, tras­ cendente y supramundano. Sólo con esta condición, es decir, con que no exista otra cosa que la naturaleza, que la natura­ leza sea subsistente y todo en todo, puede la ciencia alcanzar su finalidad de perfección, puede enorgullecerse de que su objeto sea el de devenir todo en todo» 43. Será, pues, esa natu­ raleza (la ciencia o la conciencia de esa naturaleza) «la pro­ ductividad absoluta, la sagrada y eterna fuerza creadora del den Grund unseres Glaubens an eine gottliche Weltregierung, III [Me-

dicus], p. 126). 40 Auf diesem Standpunkte wird von einem absoluten Sein ausgegangen , und dieses absolute Sein ist die W elt; beide B egriffe sind identisch. Die W elt wird ein sich selbst begründendes, in sich selbst vollendetes, und eben darum ein organisiertes und organisierendes Ganzes, das den Grund aller in ihm vorkom m enden Phanomene in sich selbst und in seinen immanenten Gesetzen enthdlt (Ibídem , p. 123). 41 E s ist daher klar, dass das Licht, oder die Vernunft, oder das absolute Sein, welches alies Eins ist, sich ais solches nicht setzen kann, ohne sich zu konstruieren und umgekehrt; dass daher in seinem W esen beides zusammenfcillt und durchaus Eins ist, Sein und Selbstkonstruktion, Sein und Wissen von sich ( I dem , Die Wissenschaftslehre, IV

[Medicus], p. 312). 42 Nur das Metaphysische, keineswegs aber das Historische, machí selig; das letztere machí nur verstándig. Ist nur jem and wirklich mit G ott vereinigt und in ihn eingekehrt, so ist es ganz gleichgültig, auf welchem W ege er dazu gekom m en ( I dem , Die Anweisung zum seligen Leben, V, p. 197). 43 F. H. Jacobi , W erke, III, ed. cit., Von den góttlichen Dingen und ihrer Offenbarung, p. 384.

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mundo que engendra con su actividad propia todas las cosas, el único Dios verdadero, el Ser vivo» 44.

3.

En el principio era la idea

No podemos ya extrañarnos cuando Hegel nos diga que «si la esencia divina no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, ciertamente sería una esencia que no sería nada» 45. Si el. primer movimiento ante la trascendencia había sido de replegamiento, de humillación de la razón incapaz de tras­ cender, llegaba ya el tiempo de la represalia: la razón va a absorber lo Absoluto, diluyéndolo en su propia esencia 46. El proceso de elevación del hombre a Dios se identifica con el descendimiento de Dios al hombre: el pensamiento del hom­ bre sobre Dios es el pensamiento que Dios tiene de sí mismo en el hombre: «La autoconciencia de Dios que se sabe en el saber del hombre» 47. Dios se conoce a sí mismo, y se pone así en la existencia, cuando el espíritu del hombre llega a la cumbre de su propia autoconciencia. El pensamiento de Hegel es enormemente complejo y so­ metido a continuas variantes. Sin embargo, parece claro que estamos en una fase decisiva de la absorción de lo trascen­ dente en la inmanencia humana. La percepción inmediata del yo en el pensamiento que piensa (Descartes), la infinita aper­ tura del pensar en general (Kant) y la unidad de sustancia como síntesis de unidad de modos (Spinoza) confluyen en la pirueta especulativa hegeliana. El uso de términos estricta­ mente teológicos no debe engañarnos: estamos ante una razón que lo comprende todo, que quiere'devorar a D ios48, para asimilar de este modo sus atributos y apropiárselos. 44 Ibídem , p. 390. 43 W enn das gottliche W esen nicht das W esen vori M ensch und Natur wáre, so'W dre es eben ein W esen, das nichts ware (H egel, Philosophie der W eliges chichi e, I [Leipzig, Lasson, Einleitung], p. 38). 46 Cfr. I dem , E rste Druckschriften, Glauben und W issen (Leipzig,

Lasson, 1828), pp. 223 ss.

47 Í dem , Berliner Schriften (Hamburgo, J. Hoffmeister, 1956), p. 49 (se'trata del prólogo escrito por Hegel a Religionsphilosophie, de H. F. W. Hinrichs). 48 Der Tod dieser Vorstellung enthdlt also zugleich den Tod der

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Hegel consideró su filosofía como un llevar a su plenitud lo que Lutero había sólo comenzado: pasar del primado de la subjetividad de la conciencia religiosa, como lo inmediato, a la objetividad absoluta, que es el autodesarrollo del espíritu en su libertad. Para eso, apartándose de Fichte y de Schelling, en cuanto concibe lo Absoluto como término del proceso del espíritu, y no como inicio, recogerá de ellos el principio spinoziano de la unidad de la substancia, donde el cogito car­ tesiano alcanza ya la identidad ontológica de pensamiento y ser, presencia del Absoluto a sí mismo mediante las manifes­ taciones o modalidades de la substancia única, donde el ser es sólo la totalidad de sus modos. Pero esto habrá de conce­ birse no de un modo estático y ya dado, sino precisamente como un proceso, como un retorno hacia sí mismo, hasta lo­ grar la Identidad. El principio spinoziano omnis determinado est negado adquiere así el valor de una energía dinámica, de un poner y quitar continuo hacia el término unitario; del mis­ mo modo que la unidad del Ich denke überhaupt de Kant, pasará a tener el valor de un elemento generador de verdadser. La dialéctica de la razón, y precisamente como tal, es la esencia del pensar y la posición de realidad. De la inmediación del saber aparente en todas sus formas (incluida la misma fe en su aspecto objetivo de dato revelado), el pensamiento pasa así a la autoconciencia, y a través de sus múltiples actuaciones en la totalidad de la historia, al saber absoluto o saber que se sabe en plenitud de retorno e iden­ tidad. Para eso hay que partir del ser como indeterminación pura y vacío absoluto, que es lo único capaz de constituir un Anfang sin presupuesto alguno. Y esto nos viene dado precisa­ mente por la lógica que nos proporciona el ser en general o esse commune, en donde toda determinación constituirá si­ multáneamente una negación y en consecuencia una necesi­ dad de superación: como el mismo ser lógico es puesto por la anulación de lo inmediato de la experiencia 49. Abstraktion des góttlichen W esens, das nicht ais Selbst gesetzt ist. Er ist das schmerzliche Gefühl des unglücklichen Bewusstseins, dass Gott selbst gestorben ist ( I dem , Phánomenologie des Geistes [Ham-

burgo. J. Hoffmeister, 1956], p. 545). 49 So ist denn auch die Logik in der absoluten Idee zu dieser einfachen Einheit zurückgegangen, welche ihr Anfang' ist; die reine Unmittelbarkeit des Seins, in dem zuerst alie Bestim mung ais ausge-

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Pero ese ser absolutamente indeterminado lleva consigo la nada, en unidad, de tal modo que en un segundo momento esa misma nada como ausencia de determinación exige ser superada, y mueve la razón dialéctica, como íntima energía del Yo puro que piensa, hacia la verdad definitiva o saber absoluto 5°, que es precisamente como real la totalidad del proceso mismo en su hacerse, la Idea absoluta, el Todo: das Ganze- Toda verdad particular desaparece en el hacerse de la historia, el individuo es absorbido por el Estado como reali­ zación de lo universal que supera la negativa apariencia de lo singular, la fe es superada por la filosofía, la conciencia del hombre se deshace en su limitación que lo niega para llegar5 0 lóscht oder durch die Abstraktion weggelassen erscheint, ist die durch die Vermittelung, námlich die Aufhebung der Vermittelung zu ihrer entsprechenden Gleichheit mit sich gekom m ene Idee. Die M ethode ist der reine Begriff, der sich nur zu sich selbst verhalt; sie ist dciher die einfache Beziehung auf sich, welche Sein ist. Deber es ist nun auch erfülltes Sein, der sich begreifende Begriff, das Sein ais die konkrete, ebenso schlechthin intensive Totalitát.— E s ist von dieser Idee zum Schlusse nur noch dies zu erwdhnen, dass in ihr erstlich die logische Wissenschaft ihr en eigenen Begriff erfasst hat. B ei dem Sein, dem Anfange ihres Inhalts erscheint ihr Begriff ais ein demselben áusserliches Wissen in subjektiver Reflexión. In der Idee des absoluten Erkennens aber ist er zu ihrem eigenen Inhált geworden. Sie ist selbst der reine Begriff, der sich zum Gegenstande hat, und der, indem er sich ais Gegenstand die Totalitát seiner Bestimmungen durchláuft, sich zum Ganzen seiner Realitát, zum System e der W issenschaft ausbildet, und damit schliesst, dies Begreifen seiner selbst zu erfassen, som it seine Stellung ais Inhalt und Gegenstand aufzuheben, und den Begriff der Wissenschaft zu erkennen ( H e g e l , Wissenschaft der Logik,

Fr. Frommans Verlag, Stuttgart 1958, II, pp. 351-352). 50 Die Erfahrung, welche das Bewusstsein über sich machí, kann ihrem Begriffe nach nichts weniger in sich begreifen ais das ganze S ystem desselben oder das ganze Reich der Wahrheit des Geistes, so dass die M om ente derselben in dieser eigentümlichen Bestim m heit sich darstellen, nicht abstrakte, reine M om ente zu sein, sondern so, w ie sie fiir das Bewusstsein sind oder wie dieses selbst in seiner Beziehung auf sie auftritt, wodurch die M om ente des Ganzen Gestalten des Bewusstseins sind. Indem es zu seiner wahren Existenz sich forttreibt, wird es einen Punkt erreichen, auf welchem es seinen Schein ablegt, mit Fremdartigem, das nur fiir es und ais ein Anderes ist, behaftet zu sein, oder wo die Erscheinung dem W esen gleich wird, seine Darstellung hiermit mit eben diesem Punkte der eigentlichen Wissenschaft des Geistes zusammenfállt; und endlich, indem es selbst dies sein W esen erfasst, wird es die Natur des absoluten W issens selbst bezeichneh (H egel, Phánomenologie des Geistes, E. Mol-

denhauer, K. M. Michel, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1970, pp. 80-81).

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DE

LA

O P C IO N

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a integrarse en Dios como infinitud: pero es un Dios en deve­ nir, que se logra recuperándose. El proceso lógico de la reduc­ ción al fundamento es, en Hegel, el proceso real del hacerse de la autoconciencia absoluta. «En el complejo edificio hegeliano, fe y razón, filosofía y teología, se unían en una síntesis que atraía y a la vez ponía en crisis tanto a creyentes como a no creyentes: el movimien­ to o dialéctica interna de esa atracción e inquietud originó la escuela hegeliana, de la que, en forma positiva o negativa, han surgido los principales movimientos especulativos del siglo xix. Los polos dialécticos de la especulación hegeliana eran, por una parte, el carácter absoluto —es más, divino— que la conciencia humana alcanzaba en la Idea absoluta; y por otra, la inmersión total de la razón humana en la historia, de modo que la relación del hombre con la religión y la polí­ tica se presentaba, en el 'sistema' de Hegel, de forma ambigua e inestable, en una tensión que terminaría por poner en crisis el mismo sistema. De esta -crisis inevitable ha nacido la 'Es­ cuela hegeliana', con sus divisiones de Derecha, Centro e Iz­ quierda» 51. Parece que puede afirmarse ya que Hegel ha hecho el es­ fuerzo especulativo más imponente para reducir a la unidad la escisión entre razón y fe, que el cogito genera incesante­ mente en sus más variadas formas. Esa unidad tiene aún en Hegel la apariencia de una integración y de una conservación de sus componentes, aunque en realidad..es la actividad pen­ sante del sujeto —un mundo de relaciones lógicas— la arma­ dura real del edificio, donde la fe (los dogmas, las verdades cristianas reveladas) cumple apenas una función externa de­ corativa. Cualquiera que haya sido la realidad interior espi­ ritual de Hegel, ésa es la sustancia de su filosofía, como sus herederos más coherentes no tardarán en descubrir. La llamada Derecha hegeliana tratará desesperadamente de sostener el equilibrio formal del Sistema en un ambien­ te de conservación general de verdades e instituciones tra­ dicionales, tendencialmente favorable al Cristianismo. Lo pre­ cario del intento se echa de ver en su escasa relevancia 51 C. Fabro, Hegelianos en Enciclopedia GER, vol. 11, p. 637.

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histórica, a pesar de que periódicamente se haya venido re­ planteando. «Más conocida y activa —y efectivamente victoriosa en el plano ideológico de la férrea coherencia interna de los. principios hegelianos—, la Izquierda hegeliana procede en sentido contrario a la Derecha, es. decir, a partir de la demo­ lición radical de toda estructura metafísica y teológica del pensamiento» 52, y continuando así la disolución inmanentista que Hegel había aparentemente detenido, pero que en reali­ dad —conscientemente o no— había teoréticamente consu­ mado. Bauer, Stirner, Strauss y más radicalmente Feuerbach, Marx y Engels serán los que. se ocupen de mostrar que la esepcia del pensamiento inmanentista culminado en Hegel era el ateísmo y la subversión radical de la verdad y de la vida cristiana. Es conocida la caída del teólogo Strauss en el ateísmo a partir de la nueva «teología» hegeliana, donde la religión se resuelve en mitos, en filosofía popular o de primera instancia. Lo que empieza a ser característico de esta etapa en el largo camino del cogito es que ahora el hombre comienza ya a desinteresarse por la divinización de su ser: ya no se trata de «hacerse como Dios», sino de afirmarse a sí mismo sin intermediarios, sin recurso a concepto alguno sobrehumano. Esto es lo que afirma Bauer acerca de la doctrina de Hegel: «El que ha gustado este núcleo, está perdido para Dios, por­ que tiene a Dios por muerto: el que ha comido este fruto ha caído más bajo que Eva cuando comió la manzana, y que Adán, que fue por ella tentado: Adán, en efecto, esperaba llegar a ser como Dios; pero al secuaz de aquel sistema le falta precisamente este orgullo —aunque sea pecaminoso— ; no quiere ya, en efecto, llegar a ser Dios, quiere sólo ser Yo-Yo y obtener y gustar la blasfema infinitud, la libertad y la autosuficiencia de la autoconciencia. Esta nueva filosofía no quiere Dios alguno, no quiere dioses como querían los paganos; quiere sólo hombres, quiere sólo la autoconciencia, y para ella todo es estricta autoconciencia» 53. Esto es exacta52 Ibíd., pp. 638-639.

53 B. B auer , Die Posaune des jüngsten Gerichts über Hegel den Atheisten und Antichristus, en K. L o e w i t h , Die Hegelsche Linke (Stuttgart 1962), p. 151.

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mente lo que afirmará Feuerbach: «La conciencia es auto­ determinación, autoafirmación, amor de sí, gozo de la propia perfección. La conciencia es la señal característica de una esencia perfecta» *5 34. Con Feuerbach entramos así en una nueva etapa de explicitación de las consecuencias del cogito. «El devenir del ateísmo explícito y constructivo, o sea positivo, constituye no sólo el 'hecho histórico’ (político, sociológico...) más rele­ vante de la época contemporánea, sino que obliga, por con­ tragolpe, a un examen sin reticencias ni compromisos sobre la esencia del pensamiento moderno, acerca de aquel 'prin­ cipio de inmanencia’ que constituye su eje capital y del que ha salido la nueva definición del hombre en cuanto pone —esto es, invierte— la relación entre el ser y el pensamiento, entre la conciencia y la realidad. El materialismo dialéctico no es la única resolución .histórica de aquel principio, pero ciertamente su radicalidad tiene pocos rivales: radicalidad tanto más sintomática en cuanto que su ateísmo brota pre­ cisamente de la descomposición y de la denuncia de los pre­ supuestos gratuitos no sólo de los teólogos hegelianos con­ servadores, sino también de los falsos revolucionarios (...). El paso de Hegel a Feuerbach, que ha señalado el punto de­ cisivo para la expulsión de Dios en el mundo moderno, no es por eso un hecho esporádico, sino más bien la conclusión del entero movimiento de una época y el gravitar de una entera civilización y cultura, como el abrirse de un tronco vacío y corroído» 55. Feuerbach descubre fácilmente que todo lo que Hegel afirma de Dios, en realidad corresponde al hombre, al gé­ nero humano, o a la autoconciencia que este género humano va cobrando de sí mismo: «la conciencia de Dios es la autoconciencia del hombre; el conocimiento de Dios es el autoconocimiento del hombre»56. En plena continuidad con el cogito, y con el peculiar desarrollo que le ha dado la lógica 54 Bewusstsein ist Selbstbebestátátigung, Selbstbejahung, Freude an der eigenen Vollkommenheit. Bewusstsein ist das charakteristische Kennzeichen eines vollkomm enen W esens (L. Feuerbach, Das W esen des Christentums, S. W erke, VI [Stuttgart, Nolin-Jodl, 1904], p. 7). 53 C. Fabro, Introduzione..., vol. II, pp. 692-693. 38 Feuerbach, Das W esen des Christentums, en Das W esen der Religión, Ausg. Texte, A. Esser, Jakob Hegner Verlag, Koln 1967, p. 95.

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Ibíd., pp. 82-83. Ibíd., p. 84. Cfr. Ibíd., pp. 84-85. Ibíd., pp. 97-98. Ibíd., p. 88.

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hegeliana, hay que decir: «por el objeto tú conoces el hom­ bre; es en él donde te aparece su verdadera esencia; el objeto es la esencia manifiesta del hombre, su Yo verdadero y ob­ jetivo» 57. Si para Kant, con la Razón pura no podíamos trascender la inmanencia del pensamiento humano, y para Hegel esa inmanencia era el desarrollo mismo de la trascen­ dencia, para Feuerbach esa inmanencia es sólo inmanencia y es lo único real. «La esencia absoluta, el Dios del hombre, es su propia esencia. La potencia del objeto sobre él no es más que la potencia de su propia esencia» 58, que puede tomar así y toma efectivamente conciencia de sí, de su poder. De cualquier cosa de la que tomemos conciencia, en realidad no hacemos más que tomar conciencia de nosotros mismos: cualquier cosa que actuemos en nosotros, no es más que nuestra propia actuación. Y esto vale para el pensar como para el querer como para el sentir. Con la particularidad de que esa conciencia no puede ser la conciencia de una esencia limitada (de una nulidad: Nichtigkeit, que es la expresión práctica correspondiente a la teorética de finitud): concien­ cia es el ser de una conciencia que es objeto de sí misma; y por tanto, no puede ser algo particular, ni deja sitio al­ guno para algo que no sea la propia esencia como infinitud e ilimitación 59. De ahí la conclusión —que no es primariamente una re­ ducción materialista— : «La religión, al menos la cristiana, es la actitud que se tiene hacia la propia esencia como si fuese otra esencia. La esencia divina no es más que la esencia hu­ mana, o mejor: es la esencia del hombre, separada de los límites d el. individuo, del efectivo y corpóreo hombre obje­ tivo, pero vista y venerada como si fuera otra esencia, dis­ tinta de él, de su propia esencia. Todas las determinaciones de la esencia divina son, por eso, determinaciones de la esen­ cia humana»60. Y así, «cuanto más crece tu esencia, tanto más crece tu sentimiento ilimitado del yo, tanto más tú eres Dios»61. De nada sirven los intentos de afirmar un sentimien-

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to de lo divino: no es más que un aspecto del sentimiento de s í62. La inmanencia del sentimiento, como la del pensa­ miento o de la libertad, no trasciende, no puede y no debe trascender: es conciencia de sí, y eso es lo real. También de acuerdo con Hegel, Feuerbach ve en las ver­ dades cristianas como unas primeras aproximaciones, una primera inmediación que hay que superar, para encontrar al fin la realidad que contienen y expresan, llevando así al hom­ bre a la plena conciencia de la vida (del Espíritu en Hegel, del género en Feuerbach). «La misión de la edad moderna ha consistido en la realización y humanización de Dios: la trans­ formación y disolución de la teología en antropología. La forma religiosa o práctica de esta humanización ha sido el protestantismo. El Dios que es hombre, por tanto el Dios humano: Cristo, éste es y sólo éste el Dios del protestantis­ mo. El protestantismo no se preocupa, como el catolicismo, de lo que Dios es en sí mismo, sino sólo de lo que es para los hombres: por eso el protestantismo no tiene ya una ten­ dencia especulativa o contemplativa como el catolicismo, ya no es teología: es simplemente y esencialmente cristología, es decir: antropología religiosa. El protestantismo no negó a Dios en sí mismo, o a Dios como Dios —Dios en sí mismo es, sin más, verdadero Dios—, sólo lo negó prácticamente; desde * el punto de vista teorético lo dejó subsistir. El es, pero no sólo para los hombres, esto es, para los hombres religiosos; (para el protestantismo) El es una esencia del más allá, una esencia que sólo en el cielo llega a ser para los hombres un objeto. Pero lo que para la religión está en el más allá, está en el más acá para la filosofía; lo que para la religión no constituye objeto alguno, es para la filosofía su objeto» 83: ese objeto que es la manifestación de la propia esencia. El materialismo de Feuerbach se mueve dentro de los límites del inmanentismo más estricto, y és sólo dentro de ese ámbito — apoyado en sus principios comunes— como se opone al idealismo. En efecto, desde Descartes la esencia di­ vina ha sido concebida como un puro objeto del intelecto,

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Cfr. Ibíd., p. 95. I dem , Grundsdtze der Philosophie der Zukunft, en Anthropologischer Materialismus, Ausg. Schriften, A. Schmidt, Europaische Ver-

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lagsanstalt, Frankfurt 1967, pp. 100-101.

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libre y.separada de la naturaleza, del sentido y de la materia, y eso lo hacían mediante un proceso trabajoso de abstracción de toda determinación conceptual. Lo que hace Hegel —sigue diciendo Feuerbach— es lo mismo, pero en lugar de conside­ rar que Dios es el término de aquel proceso, piensa que esa misma actividad subjetiva es la autoactividad de la esencia divina: Hegel dagegen machte diese subjektive Tátigkeit zur Selbsttátigkeit des góttlichen Wesens. Al precio de esa fatiga era como Dios llegaba a ser Dios. Pero resulta que esa autoliberación de la materia sólo puede atribuirse a Dios si se ha puesto en él la materia, es decir, si se .pone él mismo como materia: no como Dios, sino como lo distinto de sí. La ma­ teria es así la autoalienación del espíritu, y por tanto lo que debe ser negado y superado. Sólo que poner la materia como Dios equivale a decir que Dios no existe, y a eliminar la teolo­ gía. De este modo, el ateísmo, que es la negación de la teo­ logía, se restablece mediante la filosofía. Dios es Dios sólo en cuanto supera y niega la materia, que es la negación de Dios. Y en efecto, para Llegel, la negación de la negación es la verdadera afirmación. «Ya en el principio supremo de la filosofía hegeliana sucede que nos encontramos con el prin­ cipio y con el resultado de su filosofía de la religión, según la cual la filosofía no supera los dogmas de la teología, sino que los recompone y los presenta sólo en la negación del ra­ cionalismo. El misterio de la dialéctica hegeliana, a fin de cuentas, consiste en negar la teología con la filosofía y des­ pués de nuevo la filosofía con la teología. La teología forma el principio y el fin: en medio está la filosofía como negación de la primera afirmación; pero la negación de la negación es la teología. Primero se pone todo al revés, y después se vuelve a colocar de nuevo en su sitio, como en Descartes. La filosofía hegeliana es el último grandioso intento de resta­ blecer el cristianismo, ya perdido y desaparecido, mediante la filosofía y de tal manera, como en general en la época moderna, que la negación del cristianismo se identifica con el cristianismo mismo. La tan depurada identidad especulati­ va de espíritu y materia, de infinito y finito, de divino y humano, no es más que la infeliz contradicción de nuestro tiempo: la contradicción de fe y no fe, de teología y filosofía, de religión y ateísmo, de cristianismo y paganismo, en su

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vértice más alto, en el vértice de la metafísica. En Hegel esta contradicción se hace menos, visible, está oscurecida, en cuan­ to la negación de Dios, el ateísmo, queda transformado en una determinación objetiva de Dios, Dios es determinado como un proceso, y el ateísmo como un momento de este proceso. Pero como la fe reconstruida sobre la base de la no fe, no es una verdadera fe, porque es siempre una fe que lleva consigo su opuesto; así también un Dios que se resta­ blece a partir de su negación, no es un verdadero Dios, sino un Dios contradictorio, un Dios ateo» 6\ Lo que Feuerbach rechaza claramente de Hegel es el pre­ supuesto teológico y la transferencia a la esencia divina de lo que no es más que esencia humana. Para Feuerbach lo singular y concreto que se impone como real, como lo único real, y como infinito, etc., es el universal humano, el género como esencia que contiene todo lo real en cuando se lo da como objeto y así se automanifiesta. La apariencia teológica del inmanentismo hegeliano se viene abajo para dejar al descubierto su auténtica constitu­ ción: es una antropología*656 , una idea del hombre, y precisa­ mente en cuanto tal, en cuanto idea: el pensamiento con que el hombre llega a pensarse, y con el que es efectivo como hombre que piensa. No hemos salido del cogito, ergo sum. Sólo que, como señala Feuerbach, en Hegel todo está por du­ plicado, todo aparece dos veces: como objeto de la lógica, y después de nuevo como objeto de la naturaleza y de la filo­ sofía del espíritu06. Si en un primer momento Schleiermacher había logrado sostener de algún modo las creencias religiosas de Engels, pronto el influjo de Strauss, de Bauer y de Feuerbach, lle­ vándolo a la línea fuerte de la izquierda hegeliana, va a con­ vertir esas creencias en un montón de ruinas, y a Engels en 6* Ibíd., pp. 123-125. 65 Das Geheimnis der Theologie ist die Anthropologie, das Geheimnis aber der spekulativen Philosophie die Theologie - die spekulative Theologie, welche sich dadurch von der germinen unterscheidet, dass sie das von dieser aus Furcht und Unverstand in das Jenseits entfernte gottliche W esen ins Diesseits versetzt, d. h. vergegenwártigt, bestimmt, realisiert (Vorláufige Thesen zur Reform der Philosophie, en Anthropologischer Materialismus..., ed. cit., p. 82). 66 Cfr. ibid., p. 84. OPCION INTELECTUAL.—

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uno de los protagonistas del ateísmo materialista más radical. Su entusiasmo por Hegel era enorme, desde el comienzo; pero muy pronto advirtió que la dialéctica hegeliana superaba y disolvía la teología hegeliana. Y dialécticamente también, Engels querrá superar incluso el mismo ateísmo, y superarlo precisamente para restituir al hombre lo que la religión le ha quitado, lo que la religión le ha hecho transferir a Dios y que en realidad es del hombre y sólo suyo. Por tanto, ya ni siquiera negación de la existencia de Dios: para Engels ésa es ya una cuestión sin sentido. Se trata de poner al hom­ bre sin referencias a cualquier otra cosa que no sea el hombre, el género humano y su historia. Y en este punto de resolución antropológica-materialista del principio de inmanencia, En­ gels encontrará a Marx. «A diferencia de Engels, que había sido educado en un ambiente pietista y que había pasado la infancia y la primera juventud con intensos intereses religiosos, Marx parece com­ pletamente extraño al problema de las tres Ideas trascenden­ tales de Kant (Dios, libertad, inmortalidad): parece que su conciencia ha tenido una única 'valencia intencional’ que lo ha arrastrado con inflexible coherencia, la del ser sensible, teorizada por Feuerbach. En la Disertación 'Sobre la diferen­ cia de la filosofía natural de Demócrito y Epicuro' (1841), Marx entrevé y expone con resolución su criterio historiográfico, según el cual la línea constructiva del pensamiento hu­ mano en general, y del pensamiento griego en particular, no era el espiritualismo o idealismo iniciado por los sistemas socráticos, sino el materialismo (de la filosofía atomística): su conciencia, sin incertidumbres ni crisis, es la de quien ha hecho su elección de una vez para siempre» 67. El ateísmo de Marx es radical y constitutivo: forma la sustancia misma de su pensamiento. Y si se detiene un momento para desechar cualquier interpretación teísta del sistema de Hegel, será para comentar que Elegel es como un abogado que, para salvar a sus clientes de la pena de muerte, los mata68: eso es lo que Hegel ha hecho con las pruebas de la existencia de Dios. C. F abro , Introduzione..., vol. II, p. 731. K. M a r x , Frühe Schriften , Wissensch. Buchgesellschaft, Darmstadt 1962, I, pp. 75 ss. 07 68

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Marx llega después de Feuerbach, y da ya por descontado ese grado de disolución del pensamiento de inmanencia. Se trata sencillamente de continuarlo, de seguir adelante sin volver a derribar lo que ya está derribado, de proseguir la ener­ gía originaria del cogito. «Feuerbach procede a partir de la autoalienación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y en el mundo real. Su tarea consiste en disolver el mundo religioso en su base mundana. Pero no ve que, una vez acabado eso, falta aún por hacer lo principal. Porque el hecho de que la base mundana se separe de sí misma y se fije en las nubes como reino independiente, se puede explicar únicamente con la disociación in­ terna y con la contradicción de esta base mundana consigo misma. Por tanto, ésta debe ser comprendida en primer tér­ mino en su contradicción, y después prácticamente revolu­ cionada mediante la remoción de la contradicción. Así, por ejemplo, una vez que se ha descubierto que la familia terrena es el secreto de la sagrada familia, es la primera la que debe ser criticada teóricamente e invertida prácticamente»69. Lo que Marx va a criticar, desde un punto de vista filosófico, y a tratar de cambiar radicalmente, desde un punto de vista práctico o político-social, es precisamente lo que ha hecho posible que el hombre —siempre en el ámbito de la inmanen­ cia de su pensamiento, de ese darse objetos a sí mismo— haya construido en el pasado esos modos de alienarse, de perderse en fantasías religiosas, que han constituido la raíz de todas las esclavitudes, de todas las formas con que el hombre ha perdido su libertad a lo largo de la historia. Hay que quitar de la conciencia humana no ya la religión, que Hegel y su izquierda han quitado definitivamente, sino lo que ha hecho posible la religión, como praxis y como doc­ trina, en todas sus formas. «Para Alemania, la crítica de la religión en sustancia está ya acabada, y la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica. La existencia profana del error ha quedado com­ prometida una vez que su celestial oratio pro aris et focis ha sido refutada. El hombre que, en la realidad fantástica del 69 I dem , Thesen iiber Feuerbach, en Marx-Engels I StucLienausgabe Philosophie, Frankfurt am Main 1966, p. 140.

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cielo, donde buscaba un Superhombre, no ha encontrado más que el reflejo de sí mismo, ya no será empujado a encontrar únicamente la apariencia de sí mismo, sólo la negación del hombre, precisamente donde busca y debe buscar su verda­ dera realidad. El fundamento de la crítica de la religión es este: el hombre hace la religión, y no la religión al hombre. La religión es precisamente la autoconciencia y el sentimiento que el hombre tiene de sí, el hombre que o todavía no ha llegado a poseerse a sí mismo o después se ha perdido. Pero el hombre no es una esencia abstracta, arrinconada fuera del mundo. El hombre es.el mundo del hombre, Estado, so­ ciedad. Este Estado, esta sociedad producen la religión, que es una conciencia invertida del mundo (verkehrtes Weltbewusstsein), precisamente porque ellos constituyen un mundo al revés. La religión es la teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica en forma popular, su point d’honneur espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento solemne, su razón universal de jus­ tificación y consolación. La religión es la realización fantás­ tica de la esencia humana, ya que la esencia humana no posee ninguna verdadera realidad. La lucha contra la religión es por tanto indirectamente la lucha contra aquel mundo, cuyo aroma espiritual es la religión. La miseria religiosa es, de una parte, la expresión de la miseria real, y por otra parte, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, la conciencia de un mundo sin co­ razón, así como es el espíritu de una situación sin espíritu. La religión es el opio del pueblo» 7o. Se trata, pues, de un planteamiento radicalmente teoré­ tico, de matriz inmanentista en su reducción expresamente antropológica y en la versión materialista de Feuerbach, lo que mueve a Marx, y no la búsqueda de solución para situa­ ciones prácticas de injusticia. Eso llegará después, cuando regresando a Hegel (el hombre como autodesarrollo dialéc­ tico), pondrá la esencia del .hombre como humanidad en des­ arrollo histórico, cuya conciencia y autoconciencia es activi­ dad. Actividad que, dentro de la reducción materialista (con70 Idem, Zar Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en la ed. cit. (Marx-Engels I, Studienausga.be...), p. 17.

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ciencia sensible) de Feuerbach, consiste fundamentalmente en actividad de producción material, y primariamente en teo­ ría económica. Pero el punto de partida es netamente teoré­ tico: es una filosofía a través de la cual ahora mira e inter­ preta el mundo y la historia. «La misión de la historia, una vez que se ha diluido el más allá de la verdad, es la de esta­ blecer la verdad en el más acá. Y ésta es en primer término la función de la filosofía, que está al servicio de la historia, una vez que ha sido desenmascarada la sagrada figura de la autoalienación (Selbstentfremdung) del hombre: desenmas­ carar esta autoalienación en sus figuras no sagradas. La crítica del cielo se transforma así en una crítica de la tierra, la crítica de la religión en la crítica del derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política» 71. Por eso, Marx ve también en Lutero el inicio de esa ope­ ración de recuperación del hombre para sí mismo 72. Y cuan­ do nos diga que «no es la conciencia del hombre la que de­ termina su ser, sino viceversa, es el ser social lo que deter­ mina su conciencia» 73, ese ser social es ser del género, es actividad inmanente, en cuanto proyecta, saca de sí su objeto y lo plasma en mundo: es la ingeniería del ser. La realidad es la ciencia de la realidad, y por eso radicalmente la fabri­ cación de la ciencia, y por eso más radicalmente aún la fabri­ cación de ciencias de producción: economía y tecnología. Esta es la superación que Marx y Engels nos ofrecerán del idealismo: una radicalización teórico-práctica del prin­ cipio de inmanencia. «Si podemos demostrar que nuestra comprensión de un determinado fenómeno natural es exacta, produciéndolo nosotros a partir de sus condiciones y, lo que es más importante, haciéndolo servir a nuestros fines, la in­ concebible 'cosa en sí’ de Kant ha terminado» 74. Por eso «el sistema de Hegel, a fin de cuentas, por su método y por su contenido, no representa más que un materialismo puesto 71 Ibíd., p. 18. 72 Aber, wenn der Protestantismos nicht die wahre Losung, so er die wahre Stellung der Aufgabe... (ibid., p. 25). 73 I dem, Zur Kritik der politischen Oekonomie, Vorwort, Berlín, 1951, p. 12.

74 F. E ngels, Ludwig Feuerbach und der Ausgang der Klassischen deutschen Philosophie, en Marx-Engels I Studiensausgabe..., p. 193.

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idealistamente cabeza abajo» 75. El gran mérito de Hegel ha sido precisamente concebir lo real no como ya dado en el ser, sino como haciéndose, y precisamente como haciéndose a sí mismo en el hombre; superando de este modo la vieja metafísica que trataba de conocer las cosas como eran. Por eso, «si las ciencias naturales fueron hasta fines del siglo pasado recogedoras (sammelnde Wissenschaft), ciencias de cosas completas en sí mismas, en nuestro siglo la ciencia es esencialmente ordenadora, es ciencia de los procesos, del origen y de la evolución de las cosas y del nexo que une todos los procesos naturales en un gran todo» 76. Para Marx, a la producción de religión, como fase primi­ tiva del desarrollo de la inmanencia humana, siguió la afir­ mación de ateísmo, como negación de aquel poner la esencia del hombre fuera del hombre, en un fantástico vértice de todo inaferrable y postulado noúmeno, y por tanto como negación de la inesencialidad humana, del no ser nada del hombre. En la nueva fase que Marx y Engels protagonizan, después de Feuerbach, el ateísmo ya no tiene tampoco sen­ tido: ya no tienen necesidad alguna de negar lo que no existe. Ahora hay que partir de la conciencia sensible teoréti­ ca y práctica del hombre y de la naturaleza como esencia única: autoconciencia positiva que si históricamente necesitó de la mediación hegeliana, ahora se pone ya por sí misma, como absoluta restauración del hombre 77. Y del mismo modo, como aplicación práctica o real, se presentará la negación de la propiedad privada que aliena el fruto de la producción humana: también esa fase negativa habrá de ser superada por el comunismo, para llegar al socialismo como afirmación absoluta de la autoposesión que el hombre-naturaleza ten­ drá de su actividad: la realización efectiva de lo humano 78, como fruto de su propio trabajo, que el hombre cumple his­ tóricamente y como género 79. Su llegar a ser real consiste en la objetivación de la vida genérica del hombre, al encontrar 75 Ibíd., p. 194. 76 Ibíd., p. 210.

77 Cfr. K. M arx , Zur Kritik der Nationaldkonomie mit einem Schlusskapitel über die Hegelsche Philosophie, MEGA, Berlín 1932, página 126. 78 Cfr. Ibíd., p. 165. 70 Cfr. ibíd., p. 160.

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al fin un mundo completamente hecho por él mismo ao, y al­ canza así la libertad de lo perfectamente idéntico a sí mismo, en cuanto autoproducido ai. A partir de aquí, Lenin sacará todas las consecuencias prácticas, se ocupará de traducir en acción política y social la doctrina marxista —como lo seguirá haciendo más tarde Stalin y el marxismo establecido contemporáneo— , pero sin abandonar la base teorética radical que da un sentido y una especie de ímpetu seudomístico a esa acción. Aparte del hecho significativo de que tanto Lenin como Stalin se hayan ocu­ pado expresamente de cuestiones teoréticas —hasta de lógica y de epistemología: lo que no es nada frecuente entre esta­ distas—, no hay que olvidar que todos sus actos respiran teoría (ideología es especialmente en este caso el término exacto): sus diatribas contra el idealismo y su espeluznante pragmatismo nada tienen de ecléctico ni de escepticismo. Su praxis —que chocará frecuentemente con la realidad his­ tórica y social— mana toda ella de una teoresis, con la fuerza de la coherencia más rígida y fanática, capaz de arrollar todo lo que no se avenga a discurrir por su cauce. Construido el sistema mental, se trató ya a continuación de hacerlo realidad, a la fuerza: realizar el proyecto concebido. El marxismo nació —y renace aún— en cenáculos intelectuales, y no en la vida espontánea de los pueblos. El marxismo, con sus reducciones —tan discutibles como se quiera en el orden formal— y su teorético primado de la práctica, es un caso particular, una de las formas posibles de la opción de inma­ nencia, a partir del climax hegeliano. Y es quizá precisamente su reduccionismo materialista y su radicalización de la actividad, lo que en cierto modo permite presentarlo como estadio conclusivo o punto cero del proceso circular iniciado por el cogito. «Hegel se creía auténtico heredero y continuador dél prin­ cipio de la interioridad luterana: esta interioridad había proseguido su descenso fatal, naufragando en la objetividad y exterioridad del laicismo, de la historia, de la política..., eliminando todo residuo de revelación y de dogmas, en favor8 1 0 80 81

Cfr. ibíd.., p. 91. Cfr. ibíd., pp. 86-87.

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de una concepción estrictamente mundana y temporal de la existencia. Hegel dejaba a sus continuadores teólogos el embrollo de poner de acuerdo ciencia y fe y de defender la 'personalidad de Dios' y la 'inmortalidad individual', que su sistema había comprometido irremediablemente. Por eso el ateísmo materialista de Feuerbach y el materialismo dialéc­ tico de Marx —más que cualquier otra escuela hegeliana— recogen la herencia de los principios hegelianos, cualquiera que haya sido la convicción personal de Hegel sobre la natu­ raleza del cristianismo. El dogma que la Razón absoluta había asimilado completamente en el desarrollo de la razón humana de Plegel fue eliminado sin residuos por la izquierda hegeliana: he aquí el balance preciso de la aventura del prin­ cipio luterano en la emboscada que le tendió el deísmo spinoziano, aliándose con la razón teorética del pietista Kant» 82. Otras variantes y otros sistemas siguieron produciéndose, de las semillas del cogito crecidas en las diversas latitudes de la cultura occidental (en los invernaderos del inmanentismo). «Como Feuerbach realizó el paso del Concepto ( = Vo­ luntad) absoluto hegeliano a la voluntad del hombre sensi­ ble (que se convierte en el hombre económico-colectivo en Marx), así Schopenhauer y con él Nietzsche proclaman la voluntad pura como esencia del ser y cosa en sí y como tarca trascendental del hombre: el ser se hace voluntad de vida, voluntad de querer, voluntad de potencia» 83. El prin­ cipio de inmanencia aparece así precisamente en su presu­ puesto básico: porque la duda fue voluntad de dudar, y fue voluntad de dudar por ser voluntad de poder. El ateísmo es para Schopenhauer también la lógica conclusión de aquel principio: y a partir de esa conclusión iniciará Nietzsche su camino, dedicado en buena parte a registrar —con su alu­ cinante fenomenología de la situación cultural de su tiempo— la tragedia del hombre que ha perdido a Dios, y ha quedado bajo la potestad de su impotencia, y que se enardece con el espejismo de lo que será capaz de. hacer con esa fuerza con la que ha sido capaz de quitar a Dios de su mente y de su corazón: el parto del Superhombre. 82 C. Fabro, Dall'essere..., pp. 86-87. 83 C. Fabro, Introduzione..., vol. II, p. 908.

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Por otro camino, el cogito florecerá en el empirismo anglo­ sajón y norteamericano. John Stuart Mili, William James, Samuel Alexander, Alfred Whitehead, John Dewey... irán marcando las etapas de ese modo particular de disolverse en el ateísmo explícito. Una variante del desarrollo del principio de inmanencia será la del existencialismo de Karl Jaspers y —con toda la peculiaridad de su penetrante ingenio— de Martin Heidegger, testimonios de la íntima contradicción que aquel principio lleva consigo y de la herida profunda que produce en toda alma metafísica. Se puede decir, a mi juicio, que las tan discutidas ambigüedades de Heidegger son precisamente las ambigüedades del cogito. Heidegger denunció con profunda intuición la pérdida del ser: pero la inmanencia no le per­ mitió encontrarlo. La ruptura entre el filósofo y el hombre aparece en Heidegger dramáticamente. Sartre, Camus, Merleau-Pontv... obrarán también a su modo y según su idiosincrasia la reducción del existencialismo a la conclusión atea, que late en todas las formas del inmanentismo. «Las etapas de esta 'resolución' han sido varias y apa­ rentemente opuestas, y así las ha considerado hasta ahora la historiografía filosófica, también la marxista que, sin em­ bargo, tenía todo el interés en presentar el propio humanismo como la esencia de una interpretación unitaria y convergente del pensamiento moderno. En nuestra investigación, esas etapas o puntos de fuerza para la resolución atea del prin­ cipio de inmanencia son sobre todo las siguientes: la duda radical voluntaria de Descartes, la posibilidad de una moral atea en Bayle, la prioridad del acto sobre el contenido de Locke-Hume, lo absoluto de la razón del iluminismo deísta, el Yo pienso trascendental en el desarrollo desde Kant a Hegel, el voluntarismo absoluto de Schopenhauer-Nietzsche, el humanismo radical de Feuerbach a Sartre, el evolucionis­ mo emergente absoluto desde Darwin a Morgan-AlexanderWhitehead... Se trata, en todas estas direcciones, de fenóme­ nos de ruptura siempre nuevos que superan una posición precedente de inmanencia, para iniciar otra más radical que quiere cortar todo vínculo de compromiso en el que quedaba empantanada la anterior: se trata de 'fenómenos de disolu­

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ción-resolución' del principio de inmanencia. Y es efectiva­ mente una resolución que se resuelve en una 'caída' o muerte, si se quiere: se ha partido, en efecto, de fundar la inmanen­ cia, esto es, el Yo pienso, y se ha acabado en la exterioridad del mundo, en la pérdida total del Yo que se ha deshecho en la 'mundanidad constitutiva' del ser mismo. Hoy el hombre es todo para (un-ser-para-) la ciencia, para la técnica, para la política, para la cultura... Ahora es ya el mundo el que define al hombre, o más bien, la situación en el mundo que es el 'azar', y por eso se ha dicho que el hombre es el único que queda sin definición y por tanto sin conocimiento de sí en este dilatarse sin medida de la ciencia» 84. Los diversísimos sistemas posibles crecen y mueren cada día, vertiginosamente, sin que apenas sea ya posible ni si­ quiera enumerarlos: mueren antes y alguien aventa sus cenizas. Estos sistemas se hacen ateos en la medida en que quieren liberarse de todo condicionamiento, pretendiendo autofundamentarse de modo radical, totalitario y conclusivo. «El principio de inmanencia puede precipitar en cada momento —y de hecho ha precipitado varias veces, como se ha visto, en el desarrollo del pensamiento moderno— en el ateísmo radical, en cualquier dirección que se desarrolle ese prin­ cipio, con tal que sea retrotraído a su fundamento, es decir, cuando se lo conciba como ponente y por eso exclusiva y absolutamente incondicionado. Y eso es lo que afirma el cogito, lo mismo que el percipio o el volo... y cualquier otro acto de conciencia con que se quiera comenzar» 858 . 6 Las dimensiones espiritualistas de la inmanencia (pen­ samiento y libertad) son positivamente más radicalizadoras y excluyentes en el plano individual. La materialista es más efectiva en el plano social. La primera puede describirse con palabras de Merleau-Ponty: «La pluralidad de las conciencias es imposible si yo tengo conciencia absoluta de mí mismo. Detrás del absoluto de mi pensamiento es incluso imposible adivinar un absoluto divino. El contacto de mi pensamiento consigo mismo, si es perfecto, me encierra en mí mismo y me prohíbe sentirme trascendido en. ningún momento» SG. 84 C. Fabro, Introduzione..., vol. II, p. 1095. 85 I dem, Introduzione..., vol. II, p. 907. 86 La pluralité des consciences est im possible si j'ai conscience

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La segunda dimensión de inmanencia queda expresada con estas palabras de Heidegger: «Lo que la voluntad quiere no es en primer término una aspiración como de algo que toda­ vía no tiene. Lo que la voluntad quiere ya lo tiene. Pues la voluntad quiere su querer. Su querer es ser querida. La voluntad se quiere a sí misma» 878 . En ambos casos —interdependientes en su ejecución his­ tórica y en cada hombre— tenemos la primariedad gnoseológica y volitiva del mí mismo, que contiene implícita y nece­ sariamente su absolutización y, en consecuencia, la expulsión de Dios. No nos engañemos: todo problema contiene virtual­ mente su propia solución, toda pregunta una respuesta con­ natural. Preguntarse ¿por qué el ente y no más bien la nada?, es ya poner el ser a disposición del que pregunta. Es una pregunta que presupone una actitud, más aún, un verdadero juicio moral: el hombre se dispone a juzgar a Dios, y en ese mismo momento ya no es Dios lo que tiene delante8S. De ahí que, para Heidegger, la filosofía sea fundamentalmente atea, en cuanto que para poner la pregunta capital del modo conveniente (según la inmanencia) es necesario dejar de creer, con todas sus consecuencias89: y, por tanto, para él, una filosofía cristiana es un perfecto equívoco. Precisando así absolue de m oi-m ém e. Derriére l’absolu de ma pensée, il est m ém e im possible de deviner un absolu divin. Le con ta d de ma pensée avec elle-méme, s’il est parfait, m e ferm e sur m oi-m ém e et -m ’interdit de me sentir jamais dépassé (M. Merleau-Ponty, La phénoménologie de la perception [París 1945], p. 428). 87 W as der Wille will, erstrebt er nicht erst ais etwas, was er noch nicht hat. Was der Wille will, hat er schon. Denn der will seinen Willen. Sein Wille ist sein Gewolltes. Der Wille will sich selbst (M. H eidegger, Nietzsches W ort «Gott ist tot», en H olzwege [Francfort

del Main 1950], p. 216). 88 Des Vinstant oü l'homme soum et Dieu au jugem ent moral, il le tue en lui-méme. Mais quel est alors le fondem ent de la morale? On nie Dieu au nom de la justice, mais l’idée de justice se comprend-elle sans Vidée de Dieu? N e som m es-nous pas alors dans l’absurdité? (A. Camus, L ’h om m e revolté [París 1951], p. 84). 89 Was in unserer Frage eigentlich fefragt wird, ist für den Glauben eine Torheit. In dieser Tortheit besteht die Philosophie. Eine «chr. Phil.» ist ein hólzernes Eisen und ein Missverstandnis. Zwar gibt es eine denkend fragende Durcharbeitung der christlich erfahrenen Wélt, d. h. des Glaubens. Das ist dann Theologie (M. H eidegger, Einführung in die M etaphysik, Tubinga, Max Niemeyer Verlag, 1954, p. 6).

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el término: una «filosofía cristiana de la inmanencia», pienso que Heidegger tiene toda la razón. Después, al no encontrar ya a Dios, no hay más que con­ cluir con rigor. «El existencialismo no es más que un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea cohe­ rente. El existencialismo no es así un ateísmo en el sentido de que se esfuerce por demostrar que Dios no existe. Más bien declara: aunque Dios existiese, eso no cambiaría nada; he aquí nuestro punto de vista. No ya que el problema no sea el de su existencia, sino que es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se persuada de que nada puede salvarle de sí mismo, aunque fuese una prueba válida de la existencia de Dios. En este sentido el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción, y es sólo por mala fe por lo que, confundiendo su propia desesperación con la nues­ tra, los cristianos pueden llamarnos desesperados» 9o. A partir de Marx y de Nietzsche comenzó la curva su des­ censo de verificación y deductividad. «Esta reducción de fondo de la filosofía moderna al ateísmo (fórmula negativa) y al humanismo (fórmula positiva) no es una novedad, y su fecha de nacimiento se remonta a hace más de un siglo: la positividad, sin embargo, de esta reducción es una reivin­ dicación de la filosofía contemporánea, en cuanto ha que­ rido retrotraerse al cogito en su pureza originaria. Por eso combatir el ateísmo de la filosofía contemporánea desde el interior del principio de inmanencia es mostrar que no se ha aferrado precisamente esa originalidad que se atribuye al cogito respecto al ser; o sea, que no se aferra en su extrema pureza la teoricidad en el sentido originario, de con­ templación o presencia pura que es el dejar-ser-al-ser o de actividad 'pura cuando se tome como el actuarse o el Wille puro, que son los dos sentidos antitéticos pero igualmente comportados por el cogito, los cuales, unidos en el idealismo metafísico,'se han separado después y ahora oponen entre sí al existencialismo y al marxismo. Pero se trata de una opo­ sición irrelevante, en el puro plano del fundamento que es el acto de conciencia, aunque en rigor el existencialismo pueda pretender una neta ventaja en la coherencia del prin90 J.-P. Sartre, L ’existentialism e..., p. 94.

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cipio, que se pierde en el marxismo con su retorno a la con­ cepción hegeliana de la verdad como un todo (la colectivi­ dad, la clase obrera, la humanidad como un todo) y como un resultado (la eliminación de las clases en ese Estado). Por otra parte hay que reconocer que si el término real del cogito se actúa en la perenne remoción de todo contenido, o en el presentarse del presente, como afirma lógicamente el existencialismo, el cogito ha llegado entonces a un resul­ tado diametralmente opuesto a aquel por el que fue invo­ cado, o sea, fundamentar la existencia de Dios y la inmorta­ lidad del alma. Por eso en la filosofía contemporánea, o se acepta la aniquilación del pensar (y del ser) o hay que reco­ nocer que nos toca recomenzar desde el principio» 91. Recomenzar. Una nueva juventud se abre paso ante nos­ otros. El conocimiento humano empieza a despertar ahora de un sueño —quizá una terrible pesadilla— en que ha estado sumido por más de tres siglos: muchos signos actuales de inquietud pueden ser interpretados de este modo, como una repulsa a este universo artificioso y apriorístico de la Razón pura, que ha llevado el mundo al borde de la catástrofe. Nuestro entendimiento comienza a despertar, con el asom­ bro agradecido y maravillado del primer hombre: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra...»92.

4.

Un caso particular (y el diálogo) *

El sistema filosófico marxista es, en el ámbito general de la filosofía de la inmanencia, el más estable y extendido;

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91 C. F abro , Introduzione,.., vol. II, pp. 1014-1015. 92 Gen 1, 1. * Este apartado — que figuraba como Apéndice, cuando el libro fue escrito— responde a los términos en que se planteaba el problema en aquel entonces. He juzgado útil mantenerlo con la misma redac­ ción, pero sacándolo del presente y situándolo — como pasado pró­ ximo— en la parte ñnal de la historia o tortuoso pero implacable trayecto del principio de inmanencia: ahora constituye, en efecto, un testimonio histórico; y como tal quizá (quizá...) pueda servir de aleccionadora experiencia. Respecto del tema que este apartado aborda, la situación en estos momentos es en no pocos sitios, y aproximadamente, la que describe

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sustancialmente, es también el más radical, toda vez que en­ cierra al hombre en su dimensión menos trascendente (la materia); y es probablemente el más orgánico, el que consti­ tuye un sistema más cerrado en sí mismo, y el único institu­ cionalizado, con su propia escolástica, con sus representantes oficialmente autorizados; con sus intereses prácticos más de­ terminados y concretos, y de comprehensión más ambiciosa. Esto hace que el estudio de las bases que el marxismo ofrece a la filosofía cristiana para el diálogo tenga un valor especialmente clarificador y de adecuada ejemplificación, en relación con el tema más amplio del diálogo con el «pensa­ miento de la inmanencia» en general. Los marxistas no ignoran la inmediata dificultad que el espíritu encuentra ya en la proposición inicial de un diálogo de esa naturaleza: «¿No es acaso una señal de grave insensatez yuxta­ poner esas tendencias del espíritu (cristianismo y mar­ xismo), que en sus puntos de partida son tan directa­ mente contradictorias, y empeñarse en conseguir una R. Mazzetti: A questo punto, il dialogo ha minacciato di diventare un monologo, la ricerca della veritá si é conclusa con la ricerca del potere, intimidazione ideológica, in una sorta di grande carnevalata di trasform ismo cultúrale e politico, di rincorsa a serviré il futuro padrone. Marx destoricizzato, posto al di fuori del dialogo scientifico-filosofico, e all'inizio originario di un nuovo tempo storico e scientifico, é stato presentato o im posto sul piano della industria cultúrale come il capo di una grande chiesa degli spiriti puri, i cui pontefici erano via via Gramsci, Lukács, Althusser e, via via, su un piano di mezzo servizio, Horkheimer, Adorno, Sweezy, Marcuse e, fra i fedeli e gli infedeli, Gilas, Garaudy e qualche altro.— In questo clima, taluni gruppi di intellettuali cattolici, probabilmente stancatisi di credere nella distinzione strutturale fra immanenza (ateísmo) e trascendenza e cioé di credere nel Dio dei profeti e di Pascal, nel vecchio Dio delle chiese cristiane, si erano o si sono convinti che la parabola sul Regno dei Cieli non era che una trascrizione, piü o meno favolosa, della storia del regno dell'uomo da instaurare sulla térra, superando la finitezza dello uom o e dei suoi eventi, in una finalmente raggiunta totalitá storica dell’uom o stesso. In questa direzione si sono persuasi, forse, che il Discorso della Montagna di Gesü era solo il prologo del Manifestó del partito comunista, per cui era necessario unificare le bandiere dell’immanenza e della trascendenza, realizzare la Veritá com e potere, tanto piü che il potere della Veritá pare che sia piü scom odo e meno redditizio (II Feticismo di Marx, Bulzoni, Roma, 1972, p. 39).

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visión desde la otra orilla?... El marxismo moderno recoge la herencia de Karl Marx. El marxismo se sigue interesando por el cristianismo moderno, porque se trata de una realidad hasta hoy de­ masiado viva» 93. Desde este punto de vista no cabe duda de que existe para nosotros un interés análogo: también el marxismo es una realidad viva y operante. Ellos, por su parte, nos dicen que, entre los cuatro grandes y profundos poderes del espí­ ritu, después del marxismo, del cientismo y del existencialismo, en la humanidad actual se encuentra «...finalmente el cristianismo, cuyos partidarios preten­ den ofrecer, como lo más sublime, la unicidad y la sin­ gularidad de la personalidad de Jesucristo y el contacto del hombre actual con el mundo de la Biblia» Queda claro, por otra parte, que no se trata de dialogar con tal o cual manifestación de cristianismo, o con tales o cuales cristianos, sino con el cristianismo en su totalidad de vida y de significación: «Para ser fecundo, el diálogo debe ser exigente. El peligro mayor sería idealizarlo, es decir, creer que todos los demás problemas están resueltos y que un diálogo de unas cuantas 'almas hermosas' desencarnadas traerá al mundo la salvación, es decir, la unidad. Tenemos clara conciencia de estar sólo aún en el comienzo de un gran recodo en la epopeya humana. Ese gran giro no se realizará verdaderamente más que cuando se pase del encuentro de algunos esclarecidos aislados, y a veces sospechosos para sus respectivas comunidades, al diálogo verdadero de las comunidades mismas.*9 4 03 L. P rokupek , Die Beurteilung des heutigen Christentums vom Standpunkt des heutigen Marxismus, en «Disputation zwischen Christen und Marxisten» (Munich, Chr. Kaiser, 1966), p. 28.

94

M. M a c h o v e c , Der Sinn des menschlichen Lebens, en «Dispu­

tation...», p. 78.

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(...) Por nuestra parte, aceptamos y deseamos con todas nuestras fuerzas ese diálogo. Ofrecemos un diálogo sin condiciones previas y sin exclusivas. No pedimos a nadie que deje de ser lo que es, sino al contrario, que lo sea más y mejor. Deseamos que nuestros interlocutores formulen para nosotros la misma exigencia. El diálogo con los cristianos no implica por su parte ninguna concesión religiosa» 93. Sin embargo, hay que tener presente que el diálogo que se nos propone no se limita a una mutua exposición de las respectivas doctrinas, sino que se ordena a una praxis con­ junta de carácter temporal, sobre la base de una indis­ pensable concordancia ideológica que corresponde al diálogo establecer: «Porque no es posible, en un debate de esta natura­ leza, poner entre paréntesis la concepción del hombre para debatir exclusivamente de política. El marxismo, como el cristianismo, no separa los problemas sociales y políticos de los problemas filosóficos» 5 96. La colaboración para la que se nos requiere —y no podría ser de otra manera, puesto que se trata de una cooperación orgánica y estable y, a ser posible, de la Iglesia y del mar­ xismo institucionalizado— exige un acuerdo sobre los medios que han de ponerse y sobre los fines que por ellos han de obtenerse, que deben ser, si no idénticos, al menos mutua­ mente aceptables: «Cuando se trata de una construcción común del por­ venir no puede haber cooperación confiada más que si las medidas tomadas y las instituciones creadas, en una palabra, si los medios puestos en práctica cobran signi­ ficación y valor en función de fines conscientes que, 95 R. G araudy, De l'anathéme au dialogue - Un marxiste s'adresse au Concile (París, Pión, 1965), pp. 121-122, 124. 96 Ibídem , p. 19.'

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aunque no se identifiquen, sean al menos aceptables para las dos partes» 97. En consecuencia, se trata ahora de determinar qué es lo esencial para esa colaboración práctica y comunión ideoló­ gica que, sin cesiones ni compromisos de ningún género por parte de nadie, ofrezca el fundamento común: «Un diálogo así exige de cada uno de los interlocu­ tores un regreso fundamental; más allá de lo histórico y de lo provisional se trata, tanto para el cristiano como para el marxista, de extraer lo que es esencial y no puede ser objeto de compromiso alguno»98. A poco informado que uno esté de la fe cristiana y de la ideología marxista, al llegar a este punto deberá preguntarse cuáles son las posibilidades del diálogo, si la condición es un acuerdo fundamental. Es aquí donde aparece, a mi juicio, ese equívoco que, si para el cristiano es una insidia sutil, para el marxista puede muy bien ser el fruto de la confusión crea­ da por algunos católicos al asumir incautamente las catego­ rías de la inmanencia: «Si nosotros rechazamos hasta el nombre de Dios es porque implica una presencia, una realidad, siendo así que nosotros no vivimos más que una exigencia, una exigencia jamás satisfecha de totalidad y de absoluto, de omnipotencia en relación con la naturaleza y de per­ fecta reciprocidad amorosa de las conciencias. Podemos vivir esa exigencia, podemos actuarla, pero no concebirla, nombrarla ni esperarla, y menos aún hipostasiarla bajo el nombre de trascendencia. De esa to­ talidad, de ese absoluto, yo puedo decirlo todo, menos esto: es. Porque precisamente se encuentra siempre apla­ zado y siempre en crecimiento, como el hombre mismo. (...) Nosotros, cristianos y marxistas, vivimos indu97 Ibídem. 98 Ibídem. OPCION INTELECTUAL.—

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dablemente la exigencia del mismo infinito, pero el vues­ tro es presencia y el nuestro ausencia» Es decir, se supone admitido que la primera verdad fun­ damental es la subjetiva percepción del sí mismo, cuya im­ perfección o no-totalidad el cristiano exterioriza e hipostasía bajo el nombre de Dios, y que el marxista —más coherente— mantiene rigurosamente interiorizado, fenomenológicamente captado como impulso o puesta en marcha de la progresiva autoconciencia histórica. He aquí, pues, cómo el marxista se instala netamente en el punto de partida cartesiano: cum at­ iendo me dubitare, sive esse rem incompletam et dependentem... Y con todo el rigor de cuatro siglos de radicalización creciente, el marxista niega validez a la inferencia cartesiana: adeo idea clara et distincta entis independentis et completi, hoc est, Dei, mihi occurrit... Y niega ut nihil evidentius, nihil certius, ab humano ingenio cognosci posse. Y en eso estamos de acuerdo. La inmanencia marxista tiene, ciertamente, un desarrollo peculiar, cuya crítica ahora no me interesa gran cosa, porque aquí me importa en cuanto heredero del cogito, en cuanto representante de la filosofía de la inmanencia. Sin embargo, dejaré constancia de esa diversificación de desarrollo y de término: «El problema del sentido de la vida humana, por una parte tiene que resumir las más íntimas y complejas crisis del 'hombre interior’ y del instante, como a su manera lo ha expresado y fomentado sobre todo la reli­ gión durante milenios: Pablo y Agustín; y en los tiempos modernos, pensadores como Goethe, Kierkegaard, Dostoyewski, Masaryk, Jaspers y Buber, y toda la filosofía existencial, y también las nuevas tendencias teológicas (Barth, Guardini y otros); sin embargo, por otra parte ese problema no puede quedarse pegado al interior de un individuo fugaz, a los problemas del día o del ins­ tante, sino que es también necesario entender al hombre verdaderamente como un linaje, como un fenómeno en9 99 Ibídem, pp. 89-90.

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METAFISICA DB LA OPCION INTELECTUAL

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el cosmos, que es por lo que se ha empeñado durante siglos la ciencia, por desgracia casi siempre sin la sufi­ ciente valentía para llegar a una síntesis fascinante y eficaz, como en nuestros días sólo Teilhard de Chardin ha intentado indicar, aunque por cierto de una manera más bien profética» 100.

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«cuando Marx dice que la naturaleza humana no es algo abstracto que inhabita en cada individuo singular, y que en su realidad es el conjunto de las condiciones sociales, esta determinación puede considerarse como un postulado contra la actitud especulativo-abstracta de cualquier antropología filosófica, como una indicación que conduce a la realidad social, en cuya dinámica se forma y concreta la respuesta a la pregunta '¿qué es el hombre?’» 101. ) En ese desarrollo hacia el materialismo y hacia la inma­ nencia histórico-social es donde el marxista piensa que podrá haber un desacuerdo con el cristiano, desacuerdo que piensa superar mediante el diálogo; pero está persuadido de que el punto de partida de la inmanencia, en general, es terreno cierto e incuestionable de encuentro: «La trascendencia es la experiencia por la cual el hombre toma conciencia de ser un dios en flor. En este terreno pueden segurarmente encontrarse los marxistas decididos a comprender, a integrar y a realizar el 'fondo humano' del cristianismo, y los cristianos que comprendan la virtud purificadora del marxismo para todos los esplritualismos desencarnados»lo2. -------- ----100 M. M a c h o v e c , D e r S in n ..., pp. 75-76. 101 J. C erny , Z u m B e g r iff d er E n tfr e m d u n g : D e r u n v o llk o m m e n e e n tfr e m d e t e M en sch in m a r x is tis c h e r S icht, en «Disputation...», pá­

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gnage chrétien», 1080 (18 mars 1965), p. 11.

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Por tanto, la. primera y esencial condición para el diálogo es una renuncia a la trascendencia de nuestra fe —y, en conse­ cuencia, de Dios mismo— , al menos en cuanto determinante del pensamiento en el orden temporal y de la acción políticosocial. Es. decir, se trata de que pongamos entre paréntesis a Dios, aunque se nos concede el derecho a tener una «opi­ nión» sobre el más allá, siempre que no interfiera en la cons­ trucción de la ideología común y de su efectiva realización práctica: «Durante el período de construcción del socialismo y del comunismo se perseguirá, pues, una cooperación práctica con creyentes activos, un diálogo amistoso sin equívoco ni compromiso, conforme a la tesis de Lenin: 'La unidad de esta lucha realmente revolucionaria de la clase oprimida para crearse un paraíso en la tierra nos importa más que la unidad de opinión de los proletarios acerca del paraíso en el cielo'» lo3. Poner entre paréntesis a Dios sin poner a la vez y solida­ riamente entre paréntesis al hombre en todo su significado y valor es para un cristiano consciente —y aun para una co­ rrecta metafísica— un enorme contrasentido: y es además una insidia táctica (en su propia entidad, si no lo es en la intención): porque un Dios superfluo, cuyo ser real nada im­ porte para la comprehensión del mundo y del sentido de la vida, ya no es Dios. Con lo que esa religión que en el diálogo se nos permite nada tiene que ver con la que profesamos, aunque ciertamente mucho se parezca a la que resulta de la teología liberal y del modernismo. La puesta entre paréntesis que se nos pide equivale a una profesión de ateísmo al menos como «hipótesis de trabajo». Por tanto, la neutralidad del punto de partida es imposible: tratándose de Dios, el simple hecho de prescindir —cuando está en juego el ser del hombre, su origen y su destino y, consiguientemente, su norma moral—- es negar. El problema de la opción reaparece en toda su radicalidad. 103 G. M u ry , Entre deux sessions du Concite: chrétiens et communistés, en «Cahiers du Communisme», 5 (mai 1964), p. 137.“

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Y por eso, porque ya esa opción intelectual está operante en el mismo planteamiento del diálogo, es razonable, y no se le puede reprochar, que el marxista encuentre un aceptable punto de partida común en aquel «hombre moderno» para quien la trascendencia como fundamento del sentido de la vida humana se haya invalidado o, al menos, se haya hecho sospechosa de ilusión y, en consecuencia, incapaz de sustentar una satisfactoria Weltanschauung: «Por lo que se refiere a la investigación del pasado, el autor quiere, en primer lugar, tomar en serio la res­ puesta religiosa a la cuestión del sentido de la vida hu­ mana, porque la respuesta religiosa más difundida entre todas sigue manteniendo aún hoy su vitalidad para mi­ llones de hombres. Es eficaz cuando consigue dar a cada hombre, en cualquier momento y en cualquier dolor, un consuelo; y en esto está su fuerza. Sin embargo, para el hombre 'moderno' la idea de un mundo trascendente y la perspectiva de una vida futura son o bien absoluta­ mente inaceptables o por lo menos sospechosas: ésta es la razón por la que la religión, durante los dos últimos siglos, ha perdido muchas de sus anteriores posiciones. Y que este proceso sea muy probablemente irrevocable lo conceden también algunos teólogos contemporáneos (Barth, Bonhoeffer, Robinson). Indudablemente el hom­ bre irreligioso tiene una existencia mucho más expuesta a la crisis; y de esta nueva exposición a la crisis nacen ciertamente nuevos graves problemas existenciales de la vida moderna; pero a pesar de todo, el cristiano sincero debe también conceder que hay algo de honrado y ho­ nesto en la desconfianza del hombre hacia aquel 'otro mundo’ porque sospecha que está basado en ilusiones. Naturalmente es muy bonito vivir llevando en el corazón una imagen del padre celestial, con una vida pacífica e interior; pero el hombre moderno no es capaz de cons­ truir el sentido de su vida sobre el fundamento inse­ guro de unas ilusiones. No obstante, el autor concede que hasta hoy no ha habido ninguna otra cosa capaz de dar al hombre, como se lo ha dado la religión, una inte­ gración eficaz de la cotidiana existencia humana.

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Según su opinión, el problema central de nuestro tiempo es éste: ¿será capaz la humanidad de crear, ba­ sada en fundamentos meramente de 'este mundo’, algo tan poderoso e inspirador que pueda integrar y humani­ zar al hombre 'moderno' o al 'posmoderno', como lo con­ siguió la religión en tiempos gloriosos? El llamado ateísmo tiene sentido sólo cuando se con­ cibe no de un modo negativo, sino abierto a lo valores humanísticos y éticos, y entra así en sincera competencia con la religión. Sólo cuando soy verdaderamente irre­ ligioso, es decir, cuando no estoy atado por el dogma o por su antidogma, puedo revisar con plena libertad la historia de la religión y aprender allí no pocas cosas: la solución religiosa de nuestro problema puede perma­ necer viva para nosotros como un ejemplo precioso, so­ bre todo ¡en cuanto ha sido capaz de concebir la vida humana como un servicio lleno de sentido, prestado a algo grande, es decir, no sólo como una suma de días sueltos, a modo de mosaico, sino como una totalidad orgánica. En este sentido, cuando y donde la llamada Weltanschauung religiosa ya haya muerto, también para el hombre irreligioso puede y debe permanecer viva la tranquila sonrisa de Buda, y aún más el sentimiento apa­ sionado de Agustín — '¡nada sin til'—, el ejemplo de Gandhi y la conciencia de Jan Hus» 104. La base del diálogo se establece, pues, en la problematicidad de toda trascendencia y, consiguientemente, en su inca­ pacidad de fundamentar una construcción teorética y una pra­ xis social para el hombre de hoy. Para poder determinar bien las relaciones entre pioral y sociedad —se nos dice— hay que «elaborar una teoría marxista de la trascendencia que nos permita explorar todas las dimensiones del hombre, comprendidas las de la interioridad y de los valores, sin caer en las concepciones teológicas, alienadas, que hacen 104 M. M achovec, Der Sinn..., pp. 81-82.

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de la trascendencia un atributo de Dios y no un atributo del hombre» 105. Es previamente necesario establecer una teoría marxista de la subjetividad (que desde luego falta), y antes revalorizar a Kant y a Fichte, para eliminar todo residuo de dogmatismo metafísico 106. Queda así claramente invocada la estirpe inmanentista del marxismo; y por eso, «hablan hoy de la necesidad de acabar con todo tipo de metafísica que haya florecido hasta ahora, el positivis­ mo lógico, el existencialismo y también el marxismo» l07. Resulta así que la fe cristiana se opone al marxismo y hace imposible el tipo de diálogo que se nos propone, justamente en sus implicaciones metafísicas; pero deja de oponerse y, por tanto, permite ya ese diálogo si se «inmanentiza», que es cuando, a mi juicio, deja, al menos virtualmente, de ser cris­ tiana. De modo confuso y paradójico l08, pero suficientemente expresivo por sus claras resonancias inmanentistas, he aquí cómo manifiesta un marxista esa hereditaria enemistad hacia la filosofía del ser: «El estrechamiento del ámbito de sus intereses (de la fe), que se impone de las maneras más diversas, es un paso necesario, sin el que el peligro de la decadencia de la fe aumentaría considerablemente. Además, el mismo principio de la fe —no sólo en el ámbito de la filosofía, sino también en el de la' teología— está quebrantado. Aunque seguramente algunos teólogos católicos encon­ trarán analogías con otros siglos lejanos, cuándo en la 105 R. G araudy , Per una discussione sul fondam ento delta Morale, en «Morale e Societá», Atti del convegno di Roma organizzato dall'Istituto Gramsci (22-25 maggio 1964. Roma, Ed. Riuniti, 1966), p. 10. 108 Cfr. ibíd., p. 9. 107 M. P r u c h a , Der christliche Glaube zwischen Anpassung und Absterbeñ, en «Disputation...», p. 199. 108 No me parecería leal entrar en una crítica específica de ciertas incongruencias de expresión y de pensamiento en estos textos que re­ produzco, porque, aun siendo numerosas y de bastante calibre, resultan marginales para el tema que ahora me ocupa.

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encíclica Humani ge.ne.ris del año 1950 se dice que 'la razón humana es capaz de demostrar, con seguridad, la existencia del Dios personal', y cuando en consecuencia se exige que los teólogos sean formados en las disciplinas filosóficas; no se puede prácticamente dudar de que se trata ahí de una adaptación al mundo de la ciencia, al mundo del hombre moderno. Si la existencia de Dios ha sido demostrada, como proclama Pío XII, ¿para qué se. necesita aún la fe? (...) En ese caso, ¿por qué el mundo intelectual no habría de liberarse de la fe y de las auto­ ridades eclesiásticas? ¿Por qué no dedicarse a la inves­ tigación libre y admitir , sólo lo que se haya conocido? La tesis de la posibilidad de demostrar al Dios personal quebranta los fundamentos de la misma fe, porque legi­ tima el conocimiento (científico-racional) dentro de la misma religión. Hace pensar en el valor relativo de los textos religiosos, pensamiento rechazado decididamente aún hoy por la mayoría de los representantes de la reli­ gión cristiana. Esta tesis evoca el peligro de que la fe religiosa se desmorone, absorbida por el impulso filosó­ fico..., para el que la religión tradicional tiene la impor­ tancia limitada del mito, cuyo verdadero sentido se des­ cubre sólo a la luz de la filosofía» l09. Esta concepción de la fe cristiana como fideísmo, y de la filosofía como racionalismo, constituye en sí misma una rei­ vindicación de la metafísica como consectánea de la verda­ dera fe cristiana: la disolución de la fe se produce precisa­ mente mediante esa disociación operada por Lutero en el ámbito religioso y por Descartes en el filosófico. Es ese divorcio, esa inconciliabilidad radical entre fe y razón, entre lo sobrenatural y lo natural, entre la gracia y la naturaleza, entre el destino eterno y el temporal, etc., lo que vengo señalando como fruto de un determinado planteamien­ to intelectual y, más en el fondo, como fruto de una opción. Pero es innegable que esa disociación no está sólo en los que ven el cristianismo desde fuera, sino que se encuentra tam­ bién en el cristiano que asume las disolventes categorías de i°s

Prucha , Der christliche Glaube..., pp. 198-199.

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la inmanencia o en el que por ellas determina su conducta práctica: «En el plano mismo de la fe, es decir, de la manera de vivir el mensaje del Evangelio, hay a veces un divor­ cio doloroso y, por el aspecto que presenta a la incre­ dulidad, una doble expresión de esa fe: la que se aparta del mundo para ganar su pureza, y la que se sumerge en el mundo por la investigación, el trabajo y el com­ bate, para ganarlo a la pureza. Esta dualidad nos turba también y nos desorienta» Uo. Aun siendo común a algunos cristianos, no deja de asom­ brarme la falta de información acerca de la verdadera doc­ trina católica de la fe —de su naturaleza, de su valor y de su alcance—, y también acerca de la filosofía del ser, la no afec­ tada por el nominalismo, por el formalismo escolástico o por el principio de inmanencia, que revelan estos pensadores ofi­ ciales del marxismo contemporáneo: «Siendo, más generalmente, el proolema de las rela­ ciones entre ciencia y fe, problema que se plantea hoy en una forma nueva, con el reconocimiento de la radical autonomía del pensamiento científico, lo que implica la necesidad de no tratar ya de insinuar la fe en las lagunas provisionales del saber, sino, por el contrario, según el espíritu de la obra del padre Teilhard de Chardin, de ligarla al movimiento mismo de la investigación, en el sentido en que la entienden Einstein y Max Planck. Pero este cambio de actitud en relación con la cien­ cia implica una actitud opuesta en relación con el mundo profano en su conjunto, considerado como autónomo y adulto. El problema entonces es el de saber cómo este innato optimismo en relación con el mundo comporta una revisión de las perspectivas sobre el pecado origi­ nal, con su séquito de consecuencias morales, sociales y políticas» ul.1 0 110 R. G araudy, De l’anathéme..., pp. 123-124. 111 R. G araudy, Linee di un umanesimo comune, en «Religione oggi» (gennaio-marzo 1967), p. 17.

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Lo que aquí se nos presenta como una solución no es más que la conclusión inevitable de unas determinadas pre­ misas: cuando tratan de darnos una solución aceptable del «problema» de la trascendencia, lo que nos dan, simplemen­ te, es una de sus posibles reducciones a la inmanencia, con la consiguiente disolución: «Al llegar aquí surge una objeción más bien seria. ¿Se puede dar aún el nombre de 'teología' a la grandio­ sa visión de la evolución terrena del jesuita-científico francés? ¿Se puede realmente hablar aún de trascen­ dencia, de religión como disociación de la realidad y proyección de una parte de la realidad en un ultramundo ? » (Me veo obligado a hacer «trascendencia» con «religión «proyección de una parte de viene a ser aquí una petición

notar que la identificación de que disocia la realidad» o con la realidad en un ultramundo» de principio.)

«Afirma el marxista soviético Ju. A. Levada (Voprosy filosofii, 1, 1962): 'Bajo la envoltura de una mística cris­ tiana moderna, que no raramente se transforma en 'copertura' puramente externa y formal, Teilhard ha des­ arrollado una serie de figuraciones profundamente materialistas y, por su misma naturaleza, evolucionis­ tas (...). Formalmente, Teilhard de Chardin ha perma­ necido como miembro obediente de la Compañía de Jesús; y jamás ha manifestado dudas sobre ninguno de los puntos de la catequesis católica. En realidad, sin embargo, en su concepción del mundo, la cristiana tras­ cendencia divina se ha transformado en su inmanencia en la naturaleza, y han perdido su sentido canónico las concepciones sobre el pecado, la retribución de ultra­ tumba, etc.» 11Z.1 2 112 L. L ombardo -R adice, Un marxista di fronte a fatti nuovi nel pensiero e nella coscienza religiosa, en «II dialogo alia prova» (Floren­ cia, Vallecchi, 1964), p. 105.

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La diferencia, pues, es profunda. No se trata ya del pro­ ceso de la razón que puede diversificarse en mil formas, sino del inicio mismo y, consiguientemente, de la actitud funda­ mental de espíritu que determina ese inicio y que luego el proceso mismo solidifica. «No se trata sólo de la diferencia de concepciones filosóficas, en sentido abstracto, sino también de acti­ tudes más profundas, respecto a las cuales es muy pro­ bable que permanecerán igualmente, al menos por bas­ tante tiempo, distancias no superadas, a pesar de la audacia de ciertas concepciones, como la de Teilhard de Chardin. Al decir esto pienso en particular en la cues­ tión del mal en el mundo, en la historia, conexa para el cristiano a la cuestión del pecado. El marxista no puede quedarse indiferente —sobre todo hoy— ante la cuestión del mal, en particular ante la ferocidad humana (las tor­ turas, las persecuciones) que se ha impuesto y se im­ pone con tanta evidencia en un mundo en otros aspectos tan avanzado. Pero nosotros no la ligaremos jamás a una infirmitas radical de una naturaleza humana 'caída', aunque pensemos que la tensión del hombre con la ani­ malidad que hay en él no cesará nunca. Pero conside­ ramos esa misma tensión como un muelle para alzarse a superiores niveles de libertad, en una sociedad eman­ cipada de las alienaciones. ¿Hay aquí una diferencia insuperable? No estoy completamente seguro. Tal vez sea así. Pero aun cuando esa diferencia dure mucho, es éste quizá un terreno, al mismo tiempo, susceptible de muchos acercamientos. Creo que de parte del cris­ tiano» 113. ' Insisto: no se nos requiere para una cooperación práctica en tal o cual problema social. Si no se comparte el «modo de ver» las cosas, no se plantearán igualmente —al menos de forma estable y orgánica— los problemas y no se tenderá a las mismas «soluciones»: 113

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C. L u p o r in i , Necessitá e possibilitá del dialogo, en «Religione

oggi» (gennaio-marzo 1967), p. 94.

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) ¿En qué consistirían para el cristiano esos «reflejos doc­ trinales»? ¿Qué cambios doctrinales se le piden?

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«De parte de los católicos, una modificación radical de todas aquellas doctrinas (aún oficiales) y de aquellas prácticas, que son de hecho un sostén de la realidad ca­ pitalista y que derivan todas no ya del impulso origi­ nario del cristianismo, sino de su sucesiva adaptación necesaria, también cultural y moral, a la sociedad de clases» 115.

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En concreto, ¿cuáles son, para un marxista, esas doctrinas y esas prácticas? «Planteando audazmente el problema, '¿qué es la trascendencia para un hombre de nuestro tiempo?'; y tratando de volver a pensar el cristianismo y de vivirlo según el espíritu de nuestro tiempo, Robinson no duda en pedir al cristiano que olvide todo lo que ha aprendido de tradicional sobre Dios, y quizá incluso su mismo nombre. La trascendencia, para él, no es un atributo de Dios, es, un atributo del hombre. Una dimensión de su experiencia que es exigencia sin fin de superación, la dimensión propiamente humana por oposición a lo que, en el hombre, es sólo animal o sólo alienado. 'Se alcanza la esencia de la perversión religiosa —escribe Robin­ son— cuando el culto llega a ser un dominio en donde 114 C. L tjporini , Religione e problem i del mondo attuale, en «Rinascita», 13 (27 marzo 1965), Supplem. cultúrale II contemporáneo, 3, página 5. 115 Ibíd., p. 6.

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uno se retira del mundo para estar con Dios, aunque no sea más que para recibir allí la fuerza de regresar.' Cuando llama al cristiano a una inserción más profunda en la existencia, cuando la afirmación cristiana 'Dios es amor' y la afirmación humanista, de Feuerbach 'el amól­ es Dios’ se conjugan en esta pregunta: '¿Con qué pro­ fundidad sabéis amar?', el mensaje de Robinson se hace para nosotros fraternal, porque se expresa en la lengua de los hombres de nuestro tiempo. Al nivel de. esta cuestión se puede descubrir un punto de partida para una práctica común, para una lucha común, para una emulación en la puesta por obra del verdadero amor del hombre que es inseparable de la acción práctica y del combate por la paz, por la democracia, por el socia­ lismo. Yo no sé si esa práctica es ya para los cristianos la fuente y el criterio de su fe, como nosotros vemos en ella la fuente y el criterio de nuestra verdad. Para nos­ otros, marxistas, es en ella y por ella como toma­ mos conciencia de la significación humana de nuestro ateísmo» 116. No. Honestamente debemos decir que, para un católico, no es el hombre la fuente y el criterio de su fe en Dios, sino que es. Dios la fuente y el criterio de su amor y de su servicio al hombre. Y no es cosa accidental. Aunque no sea ésa la causa principal de su descalificación, encontramos en el ateísmo el modo más radical de privar de significación a lo humano. Lo humano resultante (esa nada presente y problemática) de la exclusión de Dios, de la «desmitización», de la «desreligionización» del cristianismo (Entreligionisierens des Christentums), no nos interesa. No es el hombre el que funda el valor y el sentido de Dios, sino Dios el que funda el valor y el sentido de lo humano: ahí está la esencia de la opción y la insidia de ciertos planteamientos del «diálogo», tal como ingenuamente lo aceptan algunos teólogos. Lo que se nos propone es una inversión total de 116

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Ginebra, éd. La Palatine, 1964), p. 174.

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polaridad, que es lo que ha obrado, dentro del cristianismo, el pensamiento de inmanencia. «Todavía no ha conseguido el cristianismo su unifi­ cación religiosa, y ya se encuentra de nuevo histórica­ mente dividido, sobre todo por las diversas actitudes po­ líticas, pero también por la división del mundo en dos sistemas universales: el capitalista y el socialista. Si el cristianismo actual quiere enfrentarse con esa situación se verá forzado a revisar seriamente algunas de sus tra­ diciones en el campo religioso y en el político, a desechar muchas cosas entre las que hasta ahora habían sido con­ sideradas como elementos imprescindibles de su actua­ ción y a meditar de un modo nuevo sobre sus verdaderos valores, es decir, sobre lo que es capaz de ofrecer al mundo actual y al hombre. En cierto sentido, el movimiento ecuménico es una cierta prolongación organizativo-política del proceso que, en la teología protestante, fue ya iniciado durante el siglo xix y a principio del siglo xx por los teólogos liberales, con los que, por cierto, enlazó también Rudolf Bultmann. Es éste un proceso de superación de los mu­ ros medievales que separaban entre sí a las iglesias y a las confesiones cristianas, cuyo sentido histórico está ya superado desde hace mucho tiempo por la evolución. Es un proceso, y esta vez por cierto no sólo en el campo teológico, sino también en el organizativo-político, de 'desmitización' y de 'desreligionización' del cristianismo y de su modernización... En este sentido, el movimiento ecuménico es el movimiento más importante de las igle­ sias cristianas desde el tiempo de la Reforma» 117. La inversión es tan radical que lo que se nos pide es, nada menos, que encontrar en el ateísmo la verdadera profunda significación del cristianismo: «El ateísmo es legítimo, es necesario, para dar su plena significación a la aportación del cristianismo. 11 T

L. P rokupek , Die Beurteilung des heutigen..., pp. 49-50.

Metafísica de LA opcíon I ntelectual

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No planteo aquí el problema de la existencia histó­ rica de Cristo. Lo que importa es que, hace, más o me­ nos veinte siglos, algunos hombres han concebido la idea de una comunidad humana sin límites y una forma de vida que es una primera prefiguración del hombre total por el sentimiento, vivido hasta la muerte y por la muerte, de su responsabilidad personal en relación con esa totalidad. Esta vida y esta muerte nos dan, a través de las limitaciones de la época que ha formado la imagen, el modelo más alto de la libertad y del amor, de la apertura del hombre hacia un destino infinito. Pero el aferramiento a la letra de los textos evan­ gélicos quita de esa vida y de esa muerte de Cristo lo que le constituye en ejemplo para los hombres, al des­ pojarlo de su carácter humano. Su nacimiento no es el nacimiento del hombre: deja de ser para mí un modelo posible, porque se lo arran­ ca de la condición humana en cuanto hijo de una Virgen. Su vida rompe también con la humanidad, en cuanto se le confieren los atributos de un mago que hace mi­ lagros como en las religiones primitivas. También su muerte nos es robada: esa espléndida muerte del hombre que se siente responsable del destino de todos y que da a su vida su sentido y su belleza al sacrificarla en servicio de toda la humanidad, no es una verdadera muerte, puesto que se le hace resucitar. Así se separa de nosotros el ejemplo de uno de los más grandes despertadores de la libertad y del amor, al desgajarlo de la historia real de los hombres, para hacer de él una cosa distinta de un hombre, un mito parecido a los demás mitos, un ser nacido de un Dios como los héroes del Olimpo, que hace milagros como todos los ídolos, y que resucita, como Dionisio, al despertar de la primavera» 11S. El despojo de lo sobrenatural es inevitable toda vez que el criterio con el que se juzga de lo divino es el hombre, toda vez que Dios pasa a ser lo relativo —desde la humana inma-1 8 118 R. Garaudy, Chrétiens et m arxistes..., p. 10.

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nencia— y del hombre (singular o colectivamente tomado) se hace lo absoluto. „ , Se comprende bien el creciente interés de los marxistas por las corrientes que resultan, en el cristianismo, de la asun­ ción de las categorías de la inmanencia. «Ciertamente el cristianismo actual y el marxismo son fenómenos sociales que ideológicamente no pueden unirse. Sería un error querer convencerse de lo contra­ rio. Sin embargo, aunque en muchas cosas no coincida­ mos, ¿quiere ;decir esto que no podemos sostener un diálogo?... A pesar de todas las oposiciones, diferencias y objeciones que se han establecido entre el marxismo y el cristianismo, hay hoy día en la ideología marxista un interés mayor por el estudio de la problemática del cristianismo actual» 1191 . 0 2 Mayor interés, determinado sobre todo por ciertos plan­ teamientos teológicos contemporáneos: «También en el cristianismo están ahora ocurriendo cosas que exigen directamente una valoración marxista y que conciernen inmediatamente a las actitudes teoló­ gicas y políticas del cristianismo moderno. Si considera­ mos las transformaciones por las que está atravesando el cristianismo moderno en el mundo actual, cambiado, dividido, mayor de edad, no hace falta alegar más mo­ tivos para justificar la mayor atención que los marxistas prestan a esa problemática» 12°. Ha de despertar naturalmente su interés, en cuanto quepa esperar que esos brotes sean el comienzo de una evolución global e irreversible. «Si hay que determinar las posibilidades y los lími­ tes del diálogo entre marxistas y cristianos, hemos de escoger el recto acceso a ese diálogo, hemos de tener 119 L. P rokupek , Die Beurteilung des heutigen..., p. 27. 120 Ibíd., p. 29.

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presente toda la diferenciación interna del cristianismo universal; por ejemplo, algunos rasgos de la actitud de algunas iglesias y grupos protestantes frente al mundo actual y su problemática y, también, las tendencias mo­ dernistas dentro del catolicismo, con sus positivas con­ secuencias políticas. S in . embargo, sería un error des­ cuidar la visión sintética del cristianismo contemporá­ neo, no verlo en su totalidad, en su dependencia de las clases y su vinculación al sistema social del capitalismo occidental. Si no unimos simultáneamente esos dos aspec­ tos, tendremos una imagen deformada, desfigurada, del cristianismo actual y crearemos comunicaciones falsas, inútiles para un verdadero diálogo... Un diálogo entre marxistas y cristianos no supone consentimiento en todo. Al contrario, el diálogo es una forma específica de la lucha entre nuestras distintas actitudes; no supone concesiones ni retroceder de las propias posiciones» 121. Es claro que la esperanza viene dada sobre todo por una presunta (real en. casos concretos) evolución de la doctrina católica de los teólogos hacia la inmanencia, que es el ver­ dadero terreno de encuentro, el acuerdo fundamental, que permite un cierto tipo de diálogo: «Los teólogos católicos, por ejemplo, nos dicen que el dogma —que al extraño puede aparecer como un in­ menso peso histórico que el católico se ve forzado a llevar a cuestas— no cambia; pero cambia la relación con él, su percepción, e incluso que esta percepción —dice alguno— podrá hacerse cada vez más abierta y hasta 'pluralista'. No me corresponde a mí entrar en esta problemática, pero sí registrar su presencia. Esa problemática no es indiferente para nuestro diálogo; porque una condición suya es que se trate de dos evolu­ ciones, una frente a otra» 122. 121 Ibíd., pp. 50-51. 122 C. Luporini, N ecessitá e possibilitá..., p. 72. OPCION INTELECTUAL.— 16

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Según esa evolución, la fe podría quedar vaciada de con­ tenido propio, abatiéndose así los «muros» de la oposición ideológica: «Aun a primera vista es manifiesto que durante los largos siglos en los que el cristianismo constituyó el estrato esencial de nuestra cultura, el contenido de la fe ha cambiado decisivamente. Cambiaron también sus medios y el modo de imponerse a través del pensamien­ to. Esos cambios en el contenido de la fe son ciertamente sintomáticos, y no deberían escapar a la mirada del fiel creyente ni a la del crítico de la fe. Estos cambios... pueden superar las exageradas pretensiones de querer abarcar e incluir toda la vida humana individual y so­ cial en un sistema de dogmas incambiables. Pero pue­ den también sencillamente rebatir un cierto universalis­ mo de la fe, por la misma configuración histórica en la que la fe se arrogó un dominio total de la naturaleza humana» 123. Reducción del campo abarcado por la fe (no me refiero a la reducción de amplificaciones indebidas, originadas por ignorancias particulares) y cambio de su contenido, que obra la disolución de su carácter propio, de su sobrenatural tras­ cendencia, que le es esencial. «Considero la restricción del campo abarcado por la fe como el cambio más patente. Adrede hablo de cam­ bios y no de descomposición, porque sin argumentos no tenemos derecho a hablar de la necesidad' de su des­ trucción, basándonos exclusivamente en el hecho de que el campo de la fe se va reduciendo» 124. Esta destrucción se advierte sólo desde la actitud que he llamado de trascendencia, a falta de un nombre mejor. Y quizá sea ésta una explicación posible para algunas pérdidas de fe, de origen aparentemente indefinido. 123 M. P r u c h a , Der christliche Glaube..., p. 195. 12* Ibíd., p. 196.

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El obstáculo firme sigue siendo la fijeza del dogma, .que es un irrefragable testimonio de trascendencia, no sujeta a la evolución de lo inmanente: «Pero sigue en pie el hecho de que en un tiempo la fe determinaba casi todo el mundo de lo humano. A través de ella se expresaban las ideas que se tenían del universo, de la estructura de la sociedad, del modo de la convivencia humana, del matrimonio, de la familia, de la higiene, del arte, etc. Sin embargo, eso ha llegado a una situación insostenible, y permanece en esa situa­ ción dondequiera que la fe no esté dispuesta a renun­ ciar a aquel universalismo. La situación actual está frente a una fe que le es absolutamente inadecuada, como para pretender retener para siempre el dominio de todos aquellos campos. La fe quiere garantizar posi­ ciones acabadas, fijas, que valgan definitivamente y no permitan duda. Se orienta en esto por la tradición oral o escrita, que debiera revelar la verdad absoluta. En lugar de proceder por el análisis de cuestiones objetivas, opera mediante la interpretación de textos dados. Ese inmovilismo de pensamiento necesariamente debe ser asegurado por un inmovilismo institucional, porque es preciso determinar cuáles .son las personas competentes para dar la interpretación recta del texto, quién decide cuál es la única y aprobada verdad... De esta forma (típica de la Iglesia de tiempos pasados) la fe contiene todas las condiciones para llegar a ser un baluarte del retroceso. Se compromete en una lucha inútil contra el conocimiento científico, y se humilla apoyando sistemas sociales superados y normas anticuadas»125. Se trataría, por tanto, de separar la fe de los dogmas, para hacer de ella un motor de progreso científico y social, una vez liberada del peso muerto de la verdad revelada. Sólo que la tarea es por demás difícil: siempre que se intenta se acaba perdiendo, con el contenido, la misma fe. Pero ------------123 Ibíd., p. 197.

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comprendo perfectamente que esto no sea fácil de entender desde la inmanencia: «Las respuestas aportadas por las religiones a las cuestiones que se plantean los hombres, por el hecho mismo de presentarse como definitivas, como dogmas, . tienen el carácter de un mito, es decir, de un conoci­ miento que quiere ser intemporal, siendo así que está siempre ligado a condiciones históricas, sociales. La religión es, pues, un proyecto humano, pero un proyecto humano mixtificado. Proyecto humano en el sentido de que aporta, más allá del dato, respuesta a cuestiones planteadas por el hombre, y que ordena una práctica que responde a exi­ gencias» 120. En el texto que sigue se puede observar claramente la trasposición de nuestros términos a categorías de inmanencia: «El humanismo marxista (...) no se desinteresa de las cuestiones que se plantean los hombres sobre el sen­ tido de su vida y de su muerte, sobre el problema de sus orígenes y de sus fines, sobre las exigencias de su pensa­ miento y de su corazón. Si la grandeza de la religión se afirma en la exigencia de responder a esos problemas, la debilidad, la falta está en pretender aportar una respuesta dogmática, siempre ligada a cierto estado de los conocimientos, y que se da por definitiva, por sagrada, cuando es así que lleva el estigma de las insuficiencias provisionales de una época. La crítica marxista rechaza las respuestas ilusorias y no las aspiraciones reales que las han suscitado. Más allá de los mitos sobre el origen, el fin y el sentido de la vida, más allá de las concepciones alienadas de la tras­ cendencia o de la muerte, está esa dialéctica concreta del finito y lo infinito, que permanece como una realidad viva a condición de tomar conciencia de que no está en el orden de la respuesta, sino en el orden de una cuestión. 12fl

R. G araudy, D e V a n a th ém e..., p. 68.

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No se puede, pues, tratar de la religión únicamente en términos de alienación: la alienación está en las res­ puestas, pero no en las cuestiones» 127. Se intenta extraer del cristianismo la fuerza, la energía, y la capacidad de pensamiento y de acción de la fe, para resolverlo en un plano radicalmente inmanente (no sería correcto hablar aquí, como a veces se hace, de plano «pura­ mente natural»), al servicio de lo humano (social-materialista, para el marxismo) en tanto que sin Dios: «De igual importancia y de gran necesidad para la 'humanización' y la 'noosfera' es también el diálogo en lo interior de cada individuo, es decir, la tensión interior y la oscilación animada entre el 'yo empírico', abstraído de la media diaria de las experiencias individuales, y el 'yo ideal', que resulta de las alturas y cumbres de las experiencias y afanes del alma y del espíritu. Algo pare­ cido experimentó el hombre religioso y creyente en su fervorosa oración, en la que precisamente la suposición de que hablaba a Dios le facilitó levantarse de la mo­ notonía de todos los días a un 'plano superior’; ahí cier­ tamente se fomentaban también muchas ilusiones sos­ pechosas; sin embargo, a menudo se fomentaba tam­ bién precisamente el afán y la valentía de 'mejorarse', de vencerse, de seguir madurando, de cuidar su vida interior, etc. Algo parecido tiene que conseguir también el humanismo moderno —naturalmente, de una manera irreligiosa— ; si no, seguirá por debajo del nivel histó­ rico de la religión en este importante aspecto» 128. Es patente que no se advierte así (se descarta a priori) que precisamente en Dios está el origen, el significado y el destino de aquella energía y de aquella capacidad; como es en el ser y por el ser como la conciencia es algo, de algo y para algo. Para un marxista, sin embargo, esto es tanto*1 3 2 121 Lbíd., pp. 82-83. . 123 M. M achovec, Der Sinn..., pp. 93-94.

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como alienación: poner fuera del hombre el fundamento del hombre mismo. «¿Confianza en la civilización humana iluminada por la ciencia? ¿O confianza en Dios? ¿Emancipación del hombre en el plano de lo que Marx llama ’autoconciencia positiva’? ¿O salvación del hombre en una concien­ cia universal, trascendente, de la que el hombre mismo es el reflejo? Si pensamos tener en nosotros el profun­ do sentido de la libertad humana, sostengo que esa libertad se manifiesta en la posibilidad para cada hom­ bre de dar una propia respuesta suya al dilema, más allá del precario intento de institucionalizar una res­ puesta que pretenda ser válida para toda conciencia. Creo que es propio del hombre resolver los proble­ mas de este mundo, y que todo intento de representar lo trascendente sea una 'expresión simbólica del drama humano’ (Merleau-Ponty). Y en este sentido profeso mi fe marxista. Pero no por eso podría considerar como ajeno a mí (¿el yo intersubjetivo de Husserl?) o, más aún, 'extraño a la sociedad socialista' (Illiciov) a mi portero o a mi director, si ellos piensan resolver con la ayuda de Dios esos mismos problemas del tiempo, en cuya solución me siento comprometido» 129. Este dilema que aquí se plantea no es el de la opción a que yo me refiero. Este dilema está ya situado en un plano de inmanencia, entre dos de sus posibles desarrollos. Por otra parte, conviene precisar que Dios no es para el cris­ tiano un «recurso» (psicológico o de cualquier otro orden) para resolver problemas: y estamos aquí ante el mismo defecto de planteamiento, extrañamente acrítico, dado por axiomático, según el cual la trascendencia no es más que una proyección al infinito (hipostasiado, hecho presente y dado de una vez) de las tensiones de la inmanencia.

129 S. di M arco , La filosofía marxista e il problema dell'uomo, en «II dialogo alia prova», p. 419.

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«Una divergencia profunda subsiste, sin embargo, en­ tre cristianos y marxistas, y conviene situarla exacta­ mente. La fe en nuestra tarea no supone para nosotros, marxistas, referencia alguna a la presencia y a la lla­ mada de un Dios. Los éxitos anteriores del pensamiento y de la acción en la humanización de la naturaleza y en la humanización de la historia nos dan, pensamos nosotros, bastante fuerza para proseguir la epopeya humana comenzada hace un millón de años. (...) La fe en Dios hace vivir al cristiano como consen­ timiento lo que nosotros vivimos como creación, aun­ que eso sea, para unos y para otros, apertura al porve­ nir y superación. Las certezas que nosotros postulamos al término de nuestro esfuerzo, el cristiano las postula en su fuente. Pero queda el hecho de que vivimos la misma ten­ sión» 13°. No. No es ésta la divergencia profunda que subsiste: es algo mucho más radical que no sólo afecta al sentido pen­ sado último de nuestra vida, sino que, por afectar al sentido real y también último de nuestra vida, afecta a su desarrollo mismo, a lo que hay que hacer y cuándo y cómo. He aquí, por ejemplo, lo que nos quedaría de nuestros deberes pri­ marios, fundamentales, con Dios en otro caso: «Nosotros no conocemos otro santuario que la so­ ciedad de los hombres; otra oración que el trabajo; otro culto que la cultura, es decir, la toma de conciencia de lo que hay en nosotros de específicamente humano: la infinitud de nuestro combate por el hombre total y la exigencia de lucha para hacer de cada hombre un hom­ bre; no conocemos otro sacramento que esta creación continua del hombre —por el conocimiento, por el com­ bate militante, por la creación artística— , ni otro mun­ do, en fin, que el porvenir más humano de este mundo» *131. 130 131

R. Garaudy, De Vanathéme..., pp. 109-110. I dem, L’hom m e chrétien..., p. 175.

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Es; ya lo que es y lo que ha de ser el hombre y lo humano, lo que queda sustancialmente diferenciado según que Dios sea o que no sea (que se piense que no sea). Es una reducción a lo humano (de afirmación de sí, en general, para la inmanencia) en tanto que sin Dios, de todo el planteamiento religioso (de trascendencia, más general­ mente hablando), lo que se nos pide, dejándonos en libertad de pensar que el sedimento resultante tenga «implícitamente» un sentido y un valor religioso (trascendente), cuando en realidad . «lo que define al ateísmo es la reducción del hecho re­ ligioso al hecho humano: son los hombres los que han creado a los dioses» 132. Por eso la concesión que piensan hacernos está funda­ mentada en un tremendo equívoco, del que seguramente son bastante responsables los cristianos mal informados del al­ cance y del sentido de su fe, que la reducen a una «praxis» marxista con _una «intención» cristiana.

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«En el plano práctico es evidente que nos sentimos extremadamente felices de encontrarnos con los nomarxistas. Y estamos enteramente de acuerdo con los que quieren luchar con nosotros por un progreso demo­ crático; por el socialismo. En él plano teórico no cesa­ mos de criticar la ideología en cuyo nombre ellos pien­ san justificar las razones de su práctica: nosotros pen­ samos que corre el riesgo de ser un freno para el des­ arrollo de esa práctica. Pero nuestra crítica se sitúa en el plano de las ideas, y nunca agraviaremos a nues­ tros amigos cristianos por el hecho de ser cristianos. Nosotros les aseguramos el derecho a su fe y al ejercicio de su creencia» 133.

Eliminada la trascendencia, eliminado Dios del horizonte moral, se impone una finalidad inmanente. Pero evitemos 132 I dem, De Vanathéme..., p, 108. 133 E. V erley, L’hom m e chrétien et l'homme marxiste, ed. cit., pá­ gina 162.

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aquí una vez más todo equívoco: cuando la filosofía de la inmanencia habla de «finalidad» no lo hace en el mismo sentido que la filosofía de la trascendencia. Para ésta, la finalidad no se sitúa primaria y directamente en el orden de las «intenciones», sino de fines objetivos, que determinan intrínsecamente al ente finalizado; y que, en el ente libre, habrán de ser —secundaria y derivadamente— finalidades «intentadas», motivos. La concepción contraria proviene de subordinar el ser a la conciencia, que es lo que con toda lógica hace el marxismo a partir de sus presupuestos teoréticos, pero radicalizando esa subordinación. «Todas las morales reales que han sido practicadas hasta aquí no han sido más que la imposibilidad para el hombre de tomarse a sí mismo por fin, la imposibilidad para el hombre de tomarse por fin en su trabajo.' Todas esas morales no han sido hasta aquí más que la necesi­ dad para la praxis de ser alienada, es decir, de subordi­ narse a imperativos exteriores. Hasta aquí la moral ha sido siempre la expresión del ser alienado del hombre, es decir, de la praxis humana en tanto que no es dueña de sí misma ni de sus fines» 134. Es evidente que estas afirmaciones, como las que siguen, estando llenas de sentido en un planteamiento inmanentista, carecen totalmente de él para la filosofía del ser. «Yo creo que el ateísmo marxista retira al hombre sólo la ilusión de una certeza, y que la dialéctica mar­ xista vivida en su plenitud es finalmente más rica de infinito y más exigente que la trascendencia cristiana» I35. Es justamente ese equívoco —el situarnos en el tronco común de todas las filosofías de inmanencia— lo que permite la ilusión del acuerdo de base:

134 A. G orz, L ’homme chrétien et Vhomme marxiste, ed. cit., p. 125. 135 R. Garaudy, De l'anathéme..., p. 91.

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«El hombre no es más que sus propias creaciones, sus productos, sus instituciones, sus proyectos también. Una de las consecuencias capitales de esta toma de conciencia histórica actual es precisamente la de permi­ tir un diálogo fecundo, es decir, una investigación co­ mún y una emulación, para extraer, a partir de princi­ pios filosóficos irreductibles, los trazos de un humanis­ mo que puede llegar a ser un denominador común» 13e. Aunque al final, no obstante la pretendida irreductibilidad de esos principios filosóficos, habrá que acogerse a una «fe» para sustentar el esfuerzo de ese humanismo nuevo: «La idea cristiana de Dios y del 'juicio final' confería a cada acto un carácter definitivo y unívoco. Todo acto se colocaba, de modo definitivo y unívoco, o de la parte del bien o de la parte del mal, porque todo acto estaba en relación inmediata con la eternidad, esto es, con el juicio final. Con el derrumbamiento de estas ideas des­ aparece también el mundo de lo unívoco, reemplazado por el mundo de la ambigüedad. Ya que la historia no termina, y ya que no desemboca en una plenitud apoca­ líptica, sino que, por el contrario, está siempre abierta a nuevas posibilidades, los actos del hombre pierden su carácter unívoco. (...) Pero como la victoria del bien y de la justicia no está absolutamente garantizada en la historia, y como el hombre no puede, en ningún fenómeno del universo, leer una justificada certeza de este triunfo del bien sobre el mal, el deseo metafísico al que nos hemos referido no puede ser satisfecho más que fuera de la racionalidad, esto es, por la fe. Pero ya que la fe en Dios es, en los tiem­ pos modernos, una supervivencia, queda reemplazada por* una fe en una metafísica sucedánea —el porvenir» 1 637. 3 Viene aquí a propósito el juicio que Merklen hizo de Loisy: «No sé, verdaderamente, lo que ha comprometido 136 137

I dem , L'hom m e chrétien..., pp. 26-27. K. K osik , La dialettica clella morale a la morale della dialettica,

en «Morale e Societá», ed. cit., pp. 97-98.

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más la teología de Loisy: si el carácter positivo y sobrena­ tural de la religión cristiana, o el valor demostrativo de la razón humana» 1381 . Es el destino común de todas las formas 0 4 9 3 de la disociación cartesiana. Si se compromete la trascendencia teorética se compro­ mete simultánea y necesariamente toda religión en sentido propio: si el marxismo lucha contra la religión es porque nació ya de una opción de inmanencia, y no al revés. «Pienso que aún hoy todos los marxistas juzgarán plenamente válida (en su esencia) la 'cuarta tesis sobre Feuerbach', compartiendo la crítica radical de Marx a toda forma de creencia en un 'trascendente', y su previ­ sión del fin de toda religión cuando la humanidad haya superado la prehistoria en que todavía vive» 130. La ilusión contraria de algunos cristianos es ciertamente anterior a cualquier presunta táctica marxista: proviene de categorías de pensamiento más generales que las específica­ mente marxistas. «Cristianos que luchan a nuestro lado nos dicen a veces que, poniendo fin a todas las alienaciones, se de­ purará la religión; nosotros, marxistas, pensamos que el fin de las alienaciones marcará el fin de la ideología religiosa, que es su reflejo. Lo que tenemos en común con esos cristianos, lo que puede ser el fundamento de una emulación fecunda, es la voluntad de poner fin a las alienaciones de todo tipo que oprimen, mutilan y mixti­ fican a los hombres. Es a este nivel, y a este nivel sola­ mente, donde nosotros, comunistas franceses, como marxistas-leninistas, queremos situar el debate con los cris­ tianos» 14°. Por eso es natural que no consideren necesario, y ni siquie­ ra conveniente, insistir hoy al cristiano en la negatividad 138 P.-F. M erklen , La Théologie de M. Loisy, en «Revue augustinienne» (15 janv. 1904), p. 5. 139 L. L ombardo-Radice, Un marxista di fron te..., p. 84. 140 R. Garaudy, L ’hom m e chrétien..., p. 66.

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del ateísmo. Basta desarrollar lo que llaman su «positividad» hacerse aceptar en.su «humanismo social». Luego, el Dios «superfluo» desaparecerá sin más. Ahora de lo que se trata, en continuidad con toda la filosofía de la inmanencia, es de lograr un trasvase de contenido en los imperativos de la moral cris­ tiana y en los dogmas de fe: «Un marxista no cree en la existencia de un dios per­ sonal trascendente; explica históricamente el fenómeno del profetismo hebreo, ligándolo a todo el florecimiento de doctrinas análogas de la sociedad de la esclavitud en un determinado momento de su evolución; en fin, plantea el problema del destino y del deber individual de un modo tan diverso, que (desde cierto punto de vista) pier­ de sentido el concepto cristiano fundamental de 'salva­ ción del alma'. Sin embargo, no me parece que aquellas afirmaciones del cristiano, ejes de su concepción del mundo, puedan llamarse antagónicas al materialismo his­ tórico y a la ética proletaria, en el sentido de una diame­ tral contraposición ideológica de clase. En realidad, el marxista puede (en cierta medida) dar una significación trasladada a aquellas afirmaciones, tra­ ducirlas en parte a su lenguaje, 'recuperarlas', como está de moda decir; y eso no ya sobre la base de una acroba­ cia intelectualista, sino sobre el fundamento muy con­ creto de las consecuencias prácticas de aquellos 'valores cristianos’, cuando son plena y sinceramente vividos. Para nosotros, ciertamente, no tiene siquiera sentido la problemática de la 'salvación del alma', que atormenta al cristiano. Pero hay también en nuestra ética un 'es­ tado de gracia’, de completa realización de nuestra indi­ vidualidad en el movimiento histórico de masas traba­ jadoras sin el cual nuestra individualidad no tendría ni siquiera sentido» 141. Esta traslación de sentido y contenido se sitúa en un plano cultural y social mucho más amplio que el determi141 L. L om bardo -R adice, La pluralita dei valori e Vincontro delta Chiesa col m ondo contemporáneo, en «Rinascita», 14 (4 aprile 1964), páginas 23-24.

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nado por el marxismo. Y de ahí ciertas concordancias que algunos creen encontrar con el marxismo fuera del marxismo. Fuera del marxismo, sí, en cierto modo: pero siempre dentro de las coordenadas del pensamiento que lo ha engendrado, y que nada tiene de natural y de irrevocable. «El marxista francés Michel Verret sostiene una te­ sis análoga en un tratado general. (Les marxistes et la religión): en ios creyentes 'las actitudes contemplativas ceden... el paso a las actitudes militantes cada vez con más frecuencia al servicio de explícitos compromisos. Se da a la ley del amor un contenido político, a la ca­ ridad una dimensión social hasta ahora dejada en la sombra... El fariseísmo religioso de las clases dominan­ tes es criticado sin piedad por los mismos creyentes: piénsese, por ejemplo, en Rouault, en Bernanos, en Bergman, en Fellini, en Mauriac, en Kazantzakis... La fe moderna no sobrevive a sí misma más que cambiando de contenido. Este cambio está en gran parte determi­ nado por el progreso, por la ideología y por las prácticas ateas: ciencia, técnica, materialismo, comunismo. Y con­ trasta en definitiva con la forma religiosa en cuyo cua­ dro se desarrolla. La contradicción no es aún tan aguda como para romper la forma, pero ya existe...' En definitiva, sí. Debo responder a Mario Gozzini que no creo que 'la religión sea una realidad de fondo del espíritu humano', que sigo persuadido de la 'cuarta te­ sis', de Karl Marx. Pero no me interesa mucho razonar 'en definitiva'. Hoy la forma religiosa se demuestra aún capaz de acoger valores de progreso; esto es lo que me interesa, esto determina mi juicio teórico y mi actitud práctica. Por tanto, rehúso predicar, como quisiera el compañero Iliciov, 'la guerra contra Dios' como condi­ ción para la necesaria transformación revolucionaria de la sociedad, y creo, con Lenin, que 'predicando la guerra contra Dios a toda costa’, como hacían los viejos anar­ quistas criticados por Lenin, 'ayudaría de hecho a los curas’ (al clero reaccionario) 'y a la burguesía'» 142. 142

I dem , Un marxista di fronte..., pp. 105-106.

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Como ya he dicho, dentro de las corrientes de inmanen­ cia, el marxismo se radicaliza, no ya desde un punto de vista formal —y mucho menos noético, donde flaquea— , sino desde el punto de vista del contenido. «Nos parece que el marxismo puede actuar su propia capacidad de hegemonía ideal llevando hasta el fondo, en el plano teórico y cultural, la propia crítica a todo residuo especulativo en la concepción del mundo, para fundar su propia concepción político-social, rigurosamen­ te inmanentista e historicista, del desarrollo del hombre y de la sociedad, sólo si no se olvida que el debate de tipo ateo es aún especulativo y, por tanto, incapaz de afirmar las soluciones positivas que el método del mar­ xismo ofrece a los problemas de nuestro tiempo» 143. En estas condiciones me parece del todo evidente que es ilusorio tratar de superar, mediante un diálogo de esa natu­ raleza, la disociación radical entre el genuino marxismo y el cristianismo verdadero. «Superación que ellos (los católicos) claramente no intentan como fruto de una genérica fusión o, mejor, de una 'domesticación' del marxismo que habría de ob­ tenerse con un paternal perdón de la Iglesia y con algún retoque a la doctrina y a la práctica social del catolicis­ mo, sino como confrontación abierta y peligrosa en el terreno de la evolución histórica y quizá también como libre colaboración y división de funciones en la edifica­ ción de una nueva, orgánica, civilización. Se trata de una concepción en la que parece surgir la esperanza de que una victoria práctica del marxismo puede constituir la premisa de una victoria teorética de la Iglesia, es decir, que la creación de una nueva sociedad en condiciones de romper toda alianza entre religión y conservación social y de liberar a los hombres de sus más graves preocupaciones materiales puede constituir 143 L. G r u pp i , II rapporto con i cattolici nella storia del PCI, en «II dialogo alia prova», ed. cit., pp. 187-188.

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el terreno más favorable para reponerse, para la renova­ ción y el desarrollo de una gran ola de espíritu reli­ gioso» 144. El grave equívoco de esa esperanza es que, como he mos­ trado, la concesión de la «victoria práctica» al marxismo lleva consigo implacablemente también la derrota teorética del cristianismo (en lo que el hombre puede) no ya después, sino como presupuesto mismo del primer entendimiento. Cuando Dawson afirma que «la verdadera naturaleza de la herejía es la de sacrificar la verdad católica y la unidad cristiana en favor de la solución inmediata de algún apre­ miante problema contemporáneo relativo a la acción o al pen­ samiento cristiano» 145, me parece que debemos entender eso en toda su implicación, sin quedarnos en la superficie de una «desgraciada contingencia» debida a cualquier factor de apre­ suramiento o inconsideración. Lo que está implicado ahí es justamente una copernicana inversión de polaridad esencial: una opción. Porque ese «sacrificio de la verdad y de la uni­ dad» en aras de «la solución inmediata de algún apremiante problema contemporáneo» exige, en la conciencia de quien lo obra, el primado del hombre y de sus problemas temporales sobre la trascendencia absoluta de Dios y de su acción. Dejar esos problemas parciales sin resolver es una deficiencia cul­ pable; pero sacrificarles lo divino es mucho más que una omisión: es una destrucción radical, porque subordinar o con­ dicionar lo Absoluto es destruirlo intencionalmente como tal. Y es ahí, como dice Augusto del Noce, donde está «la esencia de la blasfemia» 146. 144 S. V erto ne , M arxism o e ateísmo, en «Rinascita» (20 febbr. 1965), página 27. 145 C h r . D a w s o n , The D ynam ics..., p. 268. Apparentem ente la civiltá tecnológica lascia aperto un posto alia religione, nel senso che distingue tra il verificabile e l'inverificabile. Da una parte la zona del profano, dall'altra quella del sacro. E qualcuno aggiungerá che questo significa una purificazione del sacro, nel senso che é tolta ogni sua com m istione col profano. Ma attenzione! di fatto nella comune coscienza della civiltá tecnológica il verificabile sará il reale, Tinverificabile illusione soggettiva. Supponendo anche una posizione piü temperata, la religione sará ridotta alia sua funzione vitalizzante. Con ció, sará posta sullo stesso piano delle droghe; e non é affato certo che considérate sotto questo aspetto sia la piü efficace.

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A lo largo de todos esos textos que he recogido en estas páginas me hubiera resultado muy fácil ir señalando aquí y allá concordancias parciales, consentimientos particulares, señalando incluso la genuinidad cristiana de tal o cual exi­ gencia. Pero hubiese tenido que acudir a una tremenda res­ tricción mental, a un colosal paréntesis. Además, de una par­ te, no falta quien lo haga, y no parece que necesiten ayuda en la tarea, que va siempre etiquetada de generosa apertura. De otra parte, parecía necesario afrontar el problema con radicalidad sincera y clara, tal como nos pedía Garaudy: «No pedi­ mos a nadie que deje de ser lo que es, sino al contrario, que lo sea más y mejor», para determinar «fines conscientes que, aunque no sé identifiquen, sean al menos aceptables para las dos partes». Me parece que eso es tomarse en serio la posibi­ lidad del diálogo. «A pesar de las diferencias y contradicciones entre el idea­ lismo progresivo del liberalismo y el materialismo catastró­ fico del comunismo, ambos parecen estar de acuerdo para insistir en la inmanencia y autonomía de la civilización hu­ mana y en la existencia de una comunidad secular como fun­ damento de la verdadera realidad social. Lo mismo para el liberal que para el comunista, debe condenarse a la tradición católica como reaccionaria no simplemente por el hecho acci­ dental de su asociación con el orden social y político del pasado, sino por anteponer los valores divinos de fe, caridad y vida eterna, a los valores humanos, libertad política, orden social, prosperidad económica y verdad científica, y por orien­ tar la vida humana y la historia hacia un fin sobrenatural y superhistórico» 14T. En este sentido, la oposición con el cristianismo no es monopolio del marxismo: con él la compar­ ten muchas otras ideologías. Y el cristiano ha tenido desde el comienzo viva conciencia de que su fe iba a ser objeto de contradicción.1 7 4 Personalmente pensó che in questa subordinazione delVaspetto di veritá delle religioni a qu.ello di forza vitalizzante, il che .importa fra Valtro che le sue affermazioni metafisiche e i suoi dogmi non siano conside­ rad che com e simboli e giudicati non nella loro veritá, ma nell'attitudine a esercitare questa funzione stimolante, stia l’essenza della besterhmia. (Á. del N oce, en «L’O. Ro» [17-1-1968, 1.* ed.], p. 3).. 147 C h r . Dawson, The Dynamics..., p. 285.

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«Cuando, por el contrario, se rebajan fuertemente las exi­ gencias del ser cristiano, cuando se tolera todo tipo de ilu­ siones para mantener la apariencia, de que todos somos cris­ tianos, países y Estados enteros..., entonces se forma un sedi­ mento de cristianismo (esto es, una conciencia genérica): pero, ¡pobres de nosotros si eso fuese cristianismo! Así el mundo probablemente depositaría de nuevo una 'conciencia de la cul­ tura', un sedimento de cristianismo, y así también una nueva 'conciencia cristiana' que probablemente hará de las ciencias naturales su religión. He aquí la gran cosa en que consiste la conciencia cristiana: al fin, la caída misma del cristianismo se convertirá en 'conciencia cristiana’, y tendremos una con­ ciencia cristiana para todo el mundo, al mismo tiempo, pre­ cisamente al mismo tiempo, en que el cristianismo ya no existirá» 118*. Lo más característico del principio de inmanencia —más como actitud de espíritu que como formulación teorética del acto filosófico primero— es su irresistible tendencia a la absolutización de lo humano, rompiendo toda dependencia necesa­ riamente trascendente. Pero al romper queda a merced de sí mismo, y se multiplican sus formas de esclavitud. «Se trata de darse cuenta de que el pensamiento moderno, comenzando precisamente con el cogito cartesiano, pone en manos de la voluntad y de la acción la suerte de la verdad del ser y el sentido del hombre. Y si la esencia de la cultura 'moderna' es el voluntarismo, no hay que asombrarse si des­ pués la verdad se identifica con la acción y el derecho con la fuerza, como —después del derrumbamiento del nazismo— continúa haciendo ahora el comunismo mundial ateo, here­ dero de Hegel y de Feuerbach. No es casual, por tanto, que un poco en todas partes las exigencias más profundas de la humanidad reaccionen contra el fondo filosófico de esta cultura que ha llevado al mundo al borde del abismo. La crisis del mundo es una crisis de derechos en cuanto primero es una crisis de su fundamentnción, esto es, de los 118 S.

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OPCION INTELECTUAL.—

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D iario, X 4 A 232, trad. y ed. cit., p. 519.

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principios, que la filosofía de 'lo puro humano' cerrada en el horizonte humano y terreno ha hecho vacilar» 149. Por eso, de la misma manera que la labor más fecunda de la Iglesia en el orden temporal estuvo, no tanto o directa­ mente en las relaciones de concordia con los poderes tempo­ rales (prescindo ahora de determinadas contingencias históri­ cas, de todos conocidas), cuanto en la penetración de su espí­ ritu de trascendencia sobrenatural entre los hombres; del mis­ mo modo, la labor más destructora en el orden espiritual está, no tanto en la persecución violenta cuanto en la penetra­ ción del espíritu de opción de inmanencia en los cristianos, y especialmente entre los teólogos. Si la teología cristiana penetró y elevó la filosofía pagana, la verdadera represalia está en la penetración y abajamiento de la teología cristiana por la filosofía pagana o poscristiana del inmanentismo. No estoy seguro de que su autor haya querido darles un sentido análogo, pero estos versos me parecen a propósito para expresar lo que ahora quiero decir: «Aquí tenéis palabras encontradas / en horas de hablar claro y lo bastante, / cuando creció la luz y era importante / vivir en alta voz. Están guar­ dadas / en libros que la gente ya no quiere, / y afirman los designios que tuvieron / los hombres que miraron y supie­ ron / encontrar una vida que no muere. / Y nosotros las vemos, las decimos / en el silencio. Luego nos callamos. / Es­ crito quedará lo que escribimos, / para la paz nosotros medi­ tamos» 15°. La tarea se nos presenta clara, aunque por otra parte es clara también su dificultad: porque es preciso sentirse fuerte­ mente revolucionario y anticonformista para hacerla 151, en el seno de una parte importante del pensamiento contemporáneo y de las instituciones en que ha cristalizado y cristaliza. Esto 149 C. F abro , I diritti dell’uomo nella tradizione ebraico-cristiana, en «Studi Cattolici», 66 (settembre 1966), pp. 11-12. 150 E. B adosa, Balada para la paz de los poetas , en «Poesía espa­ ñola contemporánea» (Barcelona, M. Mantero, Plaza y Janés, 1966), pá­ gina 541. 151 Le vrai révolutionnaire, au contraire, est celui qui tient fermement une vérité, si vieille soit-elle, alors que tout le monde Vabandonne. Ceux qui la lid reprochent com m e une erreur seront peut-étre heureux de l'accueillir un jour com m e la vérité de demain (E. G il so n , Trois legons..., p. 719).

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resulta penoso, porque esa embajada de trascendencia que llevamos tiene la base precaria de nuestra pequeña participa­ ción en el ser. Podemos no sentirnos con fuerzas para llevar el mundo a cuestas, como Kafka, que no podía siquiera con su abrigo de invierno; pero lo que no podemos hacer es en­ gañar a los que buscan sinceramente la verdad, diciéndoles con una piadosa mentira que es una «conciencia cristiana» lo que no es más que un sedimento de cristianismo. Ante esa juventud que sigue a nuestra generación y que revela sinceramente su inquietud profunda ante formas de pensamiento y ante instituciones que son barrotes de la gigan­ tesca jaula de lo «puro humano», sentimos renovada nuestra energía para señalarles la raíz de los frutos que no quieren. Este es el tiempo oportuno: ahora que empiezan a recorrer los caminos del espíritu 152 y están estrenando la libertad.





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CONCLUSION EL TRANSITO A LA TEOLOGIA

Se puede decir que la relación entre la fe (el - creyente) y la teología (el teólogo) es análoga a la que hay entre el cono­ cimiento natural y espontáneo (el hombre en plena posesión de sus facultades mentales y en su normal ejercicio ordina­ rio) y la filosofía (el filósofo). Pero esta analogía se complica un tanto, porque el acto de fe (y, en su formarse, el mismo depositum fidei) requiere el ejercicio de la razón natural, y así hay que preguntarse si —y de qué modo— la teología exige, además de la fe, aquel conocimiento desarrollado, cien­ tífico y sapiencial, que llamamos filosofía. Parece que la respuesta no puede ser más que afirmativa, también desde el punto de vista de la simple verificación his­ tórica: hoy como ayer, la teología se hace por y desde la fe con la filosofía. Manifiesta u oculta, reconocida o no su pre­ sencia por el teólogo, no hay una sola teología en la que no se pueda encontrar una filosofía: un modo científico de ejer­ citar la razón natural con la correspondiente concepción de la realidad total, de todo lo que es, o —según la otra posibi­ lidad totalitaria —de todo lo que puede ser pensado. Cuando eso no se da, ya no se encuentra una teología (un teólogo), sino una fe (un creyente) y también una filología (un filólogo)

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o una historia (un historiador, quizá cristiano) o cualquier otra ciencia que se refiere sólo a un aspecto particular de la realidad (o del pensamiento) y que por consiguiente no puede recibir y vertebrar el resto de la realidad, tanto cuando el conocimiento de esta realidad es adquirido, como cuando es recibido (revelado por quien lo posee por sí mismo). Sin em­ bargo, echada por la puerta, la filosofía vuelve a entrar por la ventana, a causa de la unidad de la mente y de la univer­ salidad de su objeto. En efecto, la incapacidad específica de toda ciencia particular para abarcar todo el arco de la reali­ dad (o del pensamiento) obliga al filólogo, al historiador, et­ cétera, a utilizar una filosofía, quizá sin advertirlo: filosofía que es un cierto desarrollo más o menos elaborado de su conocimiento metafísico espontáneo, o un sistema cualquiera —más o menos asimilado en profundidad— que domina en el ambiente cultural del que se nutre. «Si un enamorado no puede hablar la lengua de la persona amada, o él o ella deben aprender la lengua del otro, por difícil que sea; de lo contrario su relación no llegará nunca a ser una relación feliz, no pudiendo nunca llegar a conversar juntos» h Usando esta metáfora, podríamos decir que Dios ha tomado la iniciativa y se ha puesto a hablar en nuestra lengua, reve­ lándose a sí mismo con nuestras palabras y con nuestras nociones, en cuanto éstas ofrecían la posibilidad de expresar de algún modo el saber suyo. Ahora corresponde al hombre recibir esta comunicación divina, y tratar de entender lo que Dios le ha dicho usando la lengua humana. Esta es, indudable­ mente, una necesidad para cualquier cristiano; pero es tam­ bién, metódicamente, la finalidad de la teología. Queda por ver cómo el creyente llega a ser teólogo en sentido formal y humano.

Ejercicio teológico de la fe Sin duda alguna, la condición primaria y fundamental de toda verdadera teología es la fe: los artículos de la fe consti-1 1 S. K ierkegaard , Diario X 4 A 613, ed. cit.

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tuyen los primeros principios de la teología, supuestos los primeros principios naturales como presupuesta está la ra­ zón 2. La teología no hace adquirir la fe, sino que procede a partir de ella3. Como cualquier otra ciencia, la teología no descubre sus primeros principios (los artículos de la fe), ya que tiene necesidad de ellos desde el comienzo, aunque —de manera análoga a lo que sucede en metafísica respecto de los primeros principios de la razón natural— puede en efecto definirlos como tales principios de los que ha partido el cono­ cimiento teológico: desde un punto de vista objetivo, me­ diante la proposición autorizada del depositum fidei; y desde un punto de vista subjetivo, mediante la luz infusa de la virtud de la f e 4. Después de la experiencia personal de una larga conviven­ cia, de un trato afectuoso, después de días y días de ense­ ñanza, la divinidad de Cristo, la verdad profunda de su ser, no es conocida de Pedro más que por una revelación expresa: tanto en la proposición misma de la verdad que trasciende toda inferencia natural en el plano de la certeza, como en la luz que permite aferrar esta verdad como tal: Beatus es, Simón Bar lona, quia caro et sanguis non revelavit tibi, sed Pater meus, qui in caelis e s t5. Ni la carne ni la sangre. Lo que Cristo ha revelado, lo que ha enseñado: eso es la verdad; conservando sus palabras de vida, sus discípulos 2 Ista doctrina habet pro principiis primis artículos fidei, qui per lumen fidei infusum per se noti sunt habenti fidem, sicut et principia naturaliter nobis insita per lumen intellectus agentis. Nec est mirum, si infidelibus nota non sunt, qui lumen fidei non habent: quia nec etiam principia naturaliter insita nota essent sine lumine intellectus agentis. E t ex istis principiis, non respuens communia principia, procedit ista scientia; nec habet viam ad ea probanda, sed solum ad defendendum a contradicentibus, sicut nec aliquis artifex potest probare sua principia (S anto T omás, In Prol. Sent., q. 1, a. 3, qla. 2). 3 In hac doctrina non acquiritur habitus fidei, qui est quasi habitus principiorum; sed acquiritur habitus eorum quae ex eis deducuntur et quae ad eorum defensionem valent (Ibídem ). 4 S em per eamdem fidem indubitanter tenendo, amando et secundum illam vivendo, humiliter quantum potest, quaerere ratione, quom odo sit. Si potest intelligere, Deo gratias agat; si non potest, non immittat cornua ad ventilandum, sed sübmittat caput ad venerandum (S. A nsel ­ m o , De fide Trinit. et de incarn. Verbi, II: PL 158, col. 263).

5 Mt. 16, 17.

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conocerán la verdad que los hará libres Por eso, «es más necesaria al teólogo la fe, que la agudeza de mente» 7: pre­ cisamente porque la fe es el comienzo, el fundamento, la norma y la justificación de la teología misma. De ahí aquel consejo de San Pablo a Timoteo: tu vero permaná in iis quae didicisti et credita sunt tibi, sciens a quo didiceris 8. Timoteo debía retener lo que había aprendido, lo que había creído desde, la infancia: esa fe, y sólo esa fe, podría instruirlo para la sal­ vación. El teólogo no puede separarse de la fe que tenía antes, de la fe de la Iglesia: su fe no puede ser diversa de la de los demás fieles, ni en más ni en menos; si no cree como los demás, no será nunca teólogo. Creyendo es como será reco­ nocido como teólogo por los demás creyentes, que recono­ ciendo su fe en aquella teología dirán: éste camina en la verdad 9. «Se equivocan lamentablemente los que subrayan tanto la oscuridad de la fe, la inevidencia intrínseca de la verdad revelada y sobrenatural; se equivocan porque la fe es, sobre todo, luz: fuera de la luz de la fe, están las tinieblas, la oscuridad natural ante la verdad sobrenatural, y la oscuridad infranatural que es consecuencia del pecado» 10. La actitud hu­ milde y sencilla de quien sabe que por sí mismo se encuentra a oscuras, y recibe la fe como luz, constituye la disponibili­ dad, la capacidad libre y profundamente activa —en su pasi­ vidad superior— para recibir lo que no tiene y no puede ad­ quirir por sí, lo que es absolutamente un don. La fe no es el resultado de una investigación humana, velut philosophicum inventum 11; es un regalo, y además un regalo transmitido, una traditio. Hay que tener como funda­ mento del quehacer teológico la doctrina de fe también en su dimensión social e histórica, esto es, en cuanto y tal como ha sido custodiada en la Iglesia, y en el curso de los siglos decla0 Cfr. Ioann. 8, 31-32. 7 Pablo VI, Alloc. Conv. de Theol. Conc. Vat. Secundó AAS 58 (1966), p. 895. 8 II Tim. 3, 14-15. 9 Cfr. III Ioann. 3-4. 10 J. E scrivá de B alaguer, Carta 19-III-1967. 11 Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, c. 4: Dz 1800.

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rada, precisada, definida. Completamente ajeno a la fe cris­ tiana, por tanto, aquella especie de solipsismo teológico, para el que el contenido de la fe es pura.y simple equivocidad: cada uno recomienza por su cuenta y obra a su antojo, sin sentirse ligado ni a la Iglesia (Magisterio y también aquel sensus fidei fidelium) ni a los sucesivos estadios histórica­ mente alcanzados por la Iglesia en su homogéneo y orgánico desarrollo, por la fuerza del Espíritu Santo vivificante. Pero no hay que confundir el desarrollo histórico y social del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, con la historia de los hombres tout court, afectada ésta por una radical ambigüe­ dad precisamente porque la libertad humana no es una ficción o la simple apariencia de un determinismo emanatista. Y si no hay que confundir una cosa con otra, menos aún se puede subordinar aquel desarrollo de la doctrina de fe al desarrollo —con involuciones más que evidentes— del conocer humano sapiencial12. La sabiduría de la fe viene toda ella de Dios. La doctrina de fe es el comienzo, pero es también la regla, la norma para verificar la exactitud de cada paso dado en la investigación teológica, que debe siempre medirse con la Reve­ lación. No se trata de sustituir el estudio dogmático con una ciencia humana de carácter histórico-filológico. Fundamental­ mente se trata de creer, y no desde luego cualquier cosa, por­ que entonces ya no se cree, en cuanto lo que se considera verdadero depende de otro motivo, diverso de la autoridad del que revela. He aquí el riesgo y el mérito de la fe 13. Santo Tomás llega a decir que los primeros teólogos, los Santos Padres, se vieron forzados a tratar de las verdades de la fe, aunque indudablemente de eso se siguió también una ventaja 14. Esa ventaja y servicio que la teología presta a la fe, 12 Sapientiam autem loquimur ínter perfectos, sapientiam vero non huius saeculi, ñeque principum huius saeculi, qui destruuntur; sed loquimur Dei sapientiam in m ysterio (I Cor. 2, 6). 13 0 altitudo divitiarum sapientiae et scientiae Dei! quam incomprehensibilia sunt indicia eius, et investigabiles viae eius (Rom. 11, 33-34). 14 Sancti Paires propter instantiam eorum qui fidei contradicunt, coacti sunt et de hoc (pluralitas Personarum in divinis) disserere, et de aliis quae spectant ad fidem, m odeste tamen et reverenter absque comprehendendi praesumptione. Mee talis inquisitio est inutilis, cum per eam elevatur animus ad dliquid veritatis capiendum quod sufficiat ad excludendos errores (De Potentia, IX, 5).

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podría ser dialécticamente descrito como negación de la ne­ gación y superación del abajamiento: de modo mediato y por tanto humano, fides quarens intellectum. Servicio cuya necesidad aparece como relativa a la posibilidad de la pérdida o del oscurecimiento que la razón —sujeto necesario— puede causar a la fe en su gratuita posesión. El teólogo tiene, pues, necesidad de un gran sentido de la medida, de sapere ad sobrietatem 15. Sobriedad y sentido de la medida que le da la fe y, con ella, la conciencia de su propio lugar en la Iglesia y de su responsabilidad hacia los demás. Por su parte, el creyente no tiene ninguna necesidad de acudir al teólogo para saber al fin qué es lo que debe creer, ni ha de considerar provisional el contenido de su fe, espe­ rando que alguno publique los resultados de sus investiga­ ciones especializadas. La función tan alta del teólogo, y la contribución que debe prestar a la tarea del Magisterio, ha sido ya expuesta tantas veces con autoridad, que no me parece éste el momento oportuno para detenerme a exponerlo y a considerarlo. La situación contemporánea me mueve más bien a recordar los límites de aquella función, también porque son estos límites —el carácter sobrenatural de la fe— lo que pone bajo su luz mejor el primado de la teología en relación con cualquier otra ciencia, siempre que a su vez la teología per­ manezca subordinada a la fe 16. Al término de su fatigoso camino, el teólogo tendrá que decir al creyente —y no puede por menos, si no quiere contra­ decirse a sí mismo— : puedes creer con santa paz lo que has creído siempre; tu fe no depende de mi ciencia 17. Y no por 15 Rom. 12, 3. 16 Quando invece la fede comincia ad aver vergogna di se stessa, quando com e un’amante che non si accontenta di amare, ma astuta­ m ente si vergogna dell’amato e quindi trova conveniente di provare che l'amato é qualcosa di eminente: quando perianto la fede comincia a cessare di essere fede, allora la dimostrazione diventa necessaria per godere della considerazione borghese nelVincredülitd (S. K ierke gaard, Postilla non scientifica, ed. cit., p. 228). Cfr., a este propósito, 1 Cor. 1, 17-25. 17 Nuestra fe no puede quedar en manos de la ciencia, precisa­ mente porque se fundamenta en la autoridad divina, porque trascien­ de del todo la razón humana, y proviene enteramente de una decisión

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eso su tarea teológica habrá sido vana — ¡al contrario!— , si antes, durante y después el teólogo es, por encima de cualquier otra cosa, un creyente en sentido pleno, y jamás, jamás un creyente provisional; si sólo con Dios y en Dios ha tratado de conocer a Dios. En este caso, pero sólo en este caso, la teología será la ayuda que la fe se presta a sí misma, a través de la razón que la posee y que, de lo contrario, podría oscure­ cerla o incluso disolverla. Ayuda que consiste también en adap­ tar la mentalidad del propio tiempo a la fe y no viceversa. La fe es el comienzo del camino hacia Dios, pero es tam­ bién el camino mismo, y si alguien piensa saber algo sobre la fe fuera de la fe, nonclum cognovit quemadmodum oporteat eum scire 18. Santo Tomás reconoce en este aspecto de la fe una cierta necesidad moral para la Revelación: para que nos condujese a una modesta inquisitio veritatis 1 89, que si se nece­ sita siempre, en toda ciencia, es esencial en la investigación teológica para tratar convenientemente la Palabra de Dios: recte tractantem verbum veritatis 20. No se me oculta que aquí se plantea una infinidad de pro­ blemas; pero por el momento me importa más fijar unos cuantos puntos firmes, para tratar después de resolver al me­ nos alguno de aquellos problemas con que la humana razón tropieza. Y ya es algo si conseguimos poner en crisis la pre­ tensión de que la teología esté llamada a determinar el conte­ nido de la fe, subordinando la fe a la ciencia. En relación a la sabiduría de la fe, toda ciencia se presenta más bien como una ignorancia, toda luz sería una oscuridad si se opusiese a la Verdad revelada. Por eso, conviene tener cuidado para no dejarse engañar por lo que, en un primer momento, parece más adaptado a la escasa capacidad visiva de que se dispone. La situación al respecto viene a ser la descrita por Kierkegaard: «Pongamos un ejemplo muy simple: un guardia mu­ nicipal que interviene en un tumulto, y dice: 'Por favor, circu­ len, nada de discusiones.' — '¡Nada de discusiones...! ¿Y por qué?' Porque el guardia hace uso de su autoridad— . ¿Quiere

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de Dios, que se nos reveló porque quiso (J. E scrivá ta cit.). 18 I Cor. 8, 2.

19 C. G., I, 5. 20 II Tim. 2, 14.

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decirse con esto que no hay nada de objetivo en el Cristianis­ mo, y que el Cristianismo no puede ser objeto de un saber objetivo? Pero ¿por qué no? Lo objetivo viene dado por lo que dice el que tiene autoridad. Pero nada de discusiones, y mucho menos por parte de quien intenta gatear a espaldas de la autoridad para conseguir al fin desembarazarse de ella con la especulación, poniéndolo todo en manos de la especu­ lación» 21. Si se tiene en cuenta que Kierkegaard era protes­ tante, se entenderá en seguida que no estoy hablando de una autoridad simplemente humana o ejercitada de modo arbitra­ rio. El guardia representa a la autoridad y está ligada a ella. El guardia no puede en absoluto hacer lo que le dé la gana, y si lo hace cesa inmediatamente de representar a nadie aparte de a sí mismo. Por tanto, hablo aquí de la verdadera autori­ dad, lo que especulativamente puede constituir un problema, pero para el hombre de fe no llega a serlo tanto. El hombre de fe —aunque a veces con alguna turbación— sabrá ciertamente a qué atenerse. Todo está en que sea real­ mente hombre de fe, y no se deje desviar por sus mismos deseos: y es justamente aquí donde se encuentra el verdadero problema de fondo 22. Indudablemente tendrá más dificulta­ des el teólogo, que por eso tiene más necesidad de prudencia, para actuar siempre como hombre de fe. Así, no se sorpren­ derá demasiado si en el curso de sus razonamientos se en­ cuentra un tanto desviado, y sabrá hacer marcha atrás, reco­ menzando todo de nuevo si es preciso, volviendo a la fe firme y plena que debe sostener todo su quehacer teológico. El teó­ logo debe ser —ruego que se me excuse la insistencia— un 21 Diario X 2 A 119, ed. cit. 22 In his v e r o . quae pertinent ad fidem et bonos mores, nullus excusatur, si sequatur erroneam ópinionem alicuius magistri: in talibus enim ignorantia non excusat; alioquin immunes a peccato fuissent qui secuti sunt opiniones Arii, Nestorii, et.alioru m haeresiarcharum. N ec potest excusationem habere propter simplicitatem auditorum, si in talibus erroneam opinionem sequatur. In rebus enim dubiis non est de facili praestandus assensus; quinimmo, ' ut Augustinus dicit in lib. III de Doctrina christiana, ’consulere debet quid regulam fidei, quam de Scripturarum planioribus locis et Ecclesiae auctoritate percepit’. Qui ergo assentit opinoni alicuius magistri contra manifestum Scripturae testimonium, sive contra id quod publice tenetur secundum Ecclesiae auctoritatem, non potest ab erroris vitio excusari (S anto T omás, Quodl. III, q. 4, a. 10).

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hombre de fe, un hombre de fe a la buena de Dios, que con­ trole continuamente al profesor que lleva dentro.

Ejercicio teológico del conocimiento metafísico El ejercicio de la fe es condición primaria y fundamental para el teólogo, que debe ser en primer lugar un creyente, y no provisional, sino, definitivo, porque la primera duda sobre la fe lo descalifica como teólogo, en cuanto que «el fiel asien­ te más y con firmeza mayor a lo que es de fe que a los mismos principios de la razón» 23. La fe cristiana infusa no es una «opinión fortalecida con razones» 24 (si lo fuese, debe­ ría quedar subordinada a la ciencia). Lo que de defectuoso hay en el conocimiento de fe no proviene «de defecto en lo conocido, sino de defecto en el que conoce» 25*2 , y es precisa­ 7 mente la fe lo que lleva a la razón por encima de sus mismas posibilidades, ut ipsa credibilia plenius comprehendat2e: a entender mejor las mismas cosas que son objeto de fe. La figura de la filosofía cristiana podría, por consiguiente, delinearse con estas palabras: ratio manuducta per fidem excrescit, la razón llevada como de la mano por la fe se supera; y su función teológica, con aquellas otras del mismo texto: ut ipsa credibilia plenius comprehendat, et tune ipsa quodammodo intelligit27. La filosofía cristiana se constituye cuando y en la medida en que se realiza el opus sanationis de la gra­ cia, la sanación que la gracia opera en la naturaleza; y en particular, la sanación que la fe obra en la razón natural herida: es decir, cuando y en 'la medida en que, tanto en sen­ tido subjetivo como en sentido objetivo (luz infusa y Revela­ ción), la razón vuelve a ser capaz de conocer naturalmente a Dios como Ipsum Esse y Causa Primera, con todo cuanto este conocimiento comporta de una más profunda intelección de lo creado (metafísica natural). Es evidente, por su natura­ 23 Santo T omás, In Prol. Sent., q. 1, a. 3, qla. 3. 24 25 20 27

Ibídem . Ibídem . Ibídem. Ibídem .

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leza misma, que el estatuto teorético de la filosofía cristiana es dado por la teología, y por tanto es el creyente, y sólo él en cuanto tal, quien puede reconocer como cristiana una filo­ sofía, sin que esto disminuya en nada su valor intrínseco natural. Como en nada se perjudica a la física por el hecho de que su estatuto y su valor ontológico le sea dado y reco­ nocido por la metafísica (al menos la espontánea). Así, al mismo tiempo y en la medida en que se da una filosofía cristiana (filosofía verdadera y más capacitada en relación al conocimiento de Dios, causa totius esse), el cre­ yente encuentra el instrumento adecuado para hacer teología; como al mismo tiempo y en la medida en que el hombre tiene uso de razón, posee también el instrumento para ejercitar la fe: para ejercitarla, por tanto si antes la tiene —porque es un don divino, que participa de la naturaleza de la potencia y de la naturaleza del hábito—, y si quiere ejercitarla, porque su ejercicio es libre. Un loco o un retrasado mental no puede ejercitar la fe en sentido pleno, aunque la tenga plenamente en sentido intensivo y radical. Un creyente que no tenga un conocimiento científico y sapiencial (metafísico) de la reali­ dad, no puede ejercitar y desarrollar la teología virtual que posee ya con la fe, en sentido pleno y extensivo y en cuanto depende de él (por tanto, no se habla ahora de ciencia infusa, de conocimiento místico, etc.). En efecto, el conocimiento humano (en lo posible) de las verdades de fe supone una praecogniíio, un conocimiento pre­ vio de las realidades que la expresan28. Primero creemos (cuando podemos saber ya de algún modo, por imperfecto que sea, qué es lo que creemos). Después tratamos de saber, bien qué creemos: y éste es el momento del ejercicio teoló­ gico del conocimiento metafísico. Esto ha sido hecho también social e históricamente, esto es, por la Iglesia en su desarrollo homogéneo y vivo, que, para definir la doctrina de fe ha uti­ lizado principios y nociones que proceden de un verdadero conocimiento de la realidad29: conocimiento, sin embargo, que en cuanto humano es desde luego múltiple, compuesto, 28 Cfr. ídem , Quodl. VIII, q. 2, a. 4. 29 Cfr. Pío X II, ene. Humani generis, 12-VIII-1950: AAS 42 (1950), página 566.

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discursivo, porque la razón nuestra inquirendo cognoscit et sub continuo tempore 3o, conoce a base de inquirir y con de­ curso de tiempo. Por eso la doctrina de fe se despliega en una multiplicidad de proposiciones, que reproducen de modo dividido y distinto —y así más proporcionado a nuestra razón discursiva— lo que en sí mismo es más unitario e intensivo 31. Esto, natural­ mente, sobre la base de la analogía, versión lógica de la parti­ cipación, que nos permite trascender naturalmente la reali­ dad sensible, y tener un conocimiento verdadero, aunque no unívoco, de lo que trasciende el mundo corpóreo, un conoci­ miento del ser, y por eso la posibilidad de una revelación divina hecha con nociones humanas. Aparece aquí algo sorprendente (y que desde luego está en los antípodas del racionalismo, sin ser ni irracionalismo ni fideísmo), y es que la doctrina de fe usa la metafísica na­ tural a causa de nuestra indigencia cognoscitiva, propter defectum intellectus nostri32. Cuando esa indigencia no es ple­ namente aceptada, se llega en seguida a la teoría de la doble verdad, y antes o después —como ya hemos visto, y en cuanto no se sufre la división— a la servidumbre que la razón acaba imponiendo a la fe 33. La única posibilidad de evitar esos peligros es una verda­ dera metafísica del ser, de la trascendencia. Las filosofías de la inmanencia no pueden más que llevar a la negación de la fe (primero vaciando de contenido y negando lo sobrenatural, y luego llegando al ateísmo: depende de la coherencia y de la radicalidad con que se proceda) o al menos a un agnosti­ cismo en el plano natural que disuelve la verdad revelada, marginando la fe en el ámbito inaferrable del acto subjetivo: lo que históricamente ha sucedido y a 34. Pero esta filosofía --------------" 30

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32

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S anto T omás, In I Sent., d. 3, q. 4, a. 1 ad 4. Cfr. I dem , Comp. Theol., I, 24. Cfr. I dem, S. Th., 1, q. 1, a. 5 ad 2.

33 Muy interesantes al respecto las discusiones sobre la posibilidad de una filosofía cristiana, desde 1929 hasta nuestros días. Vid. a este propósito: A. Livi, Filosofía cristiana e idea del límite crítico, EUNSA, Pamplona, 1970. Para una panorámica, documentada y profunda, de la grave situación actual en la teología católica, vid.: G. P e r in i , Fede religiosa e riflessione filosófica (Problem i e proposte nel Caftolicesimo contem poráneo), en Divus Thom ás L X X V (1972), pp. 275-339.

34 Gravemente aleccionadora la experiencia del modernismo, aún

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del ser ¿será sólo una? De una parte, habrá tantas cuantos sean los hombres que la hagan. De otra parte, será verdadera sólo aquella que hace conocer la realidad tal como es, que es realmente científica: sciens facera, que hace saber. Por eso, hay también grados y diversidades, según la relación que se dé entre el primer aspecto y el segundo. La teología empieza donde la filosofía termina35. Ya heviva hoy. Los principales protagonistas de aquel desgraciado movi­ miento vieron en el intento de conciliar la fe con el pensamiento de inmanencia un «medio de proceder sin estridencias a la disolución de la fe. Loisy lo reconoció de modo abierto: al separar el cristianismo de la historia y el cristianismo de la fe, no buscaba un expediente para detener las exigencias del pensamiento moderno, sino un camino para llegar a las conclusiones que postula: 'con las precauciones que reclaman las circunstancias... he usado una cierta economía en la expresión de mis ideas y creo que esta reserva ha formado parte de algún modo de su éxito. Si hubiera escrito desde el principio para negar los hechos materiales de la Resurrección y de la concepción virginal — escribía a Houtin, el 18 de febrero de 1906— hubiera podido merecer su admi­ ración, pero no me hubiera seguido nadie por haber escandalizado a todos'. Se trata, en definitiva, de llevar a cabo por pasos y con suavidad el traslado de la fe a ese rico 'museo de antigüedades, que es la histo­ ria de las religiones'. Me acusa, escribía también a Houtin, 'de no ha­ ber dicho brutalmente que la revivificación del cadáver (se está refi­ riendo a la Resurrección de Cristo) no tuvo lugar. Dígalo usted si quiere. Yo prefiero dejarlo entender» (R. G arcía de H aro , Historia teo­ lógica del m odernismo, ed. cit., pp. 314-315). Por eso resulta «doloroso — como señala el mismo autor— el mero recordar en qué consistió la audacia y la modernidad tan afanosamente propugnadas por aquellos eclesiásticos — Biro.t, Mignot, etc.— que ampararon a Loisy y se resis­ tían a admitir la condena de sus errores. Les espantaba la idea de que, con ello, se prolongaría esa fuente de todos los males que era el atraso en los estudios teológicos: 'estas decisiones nos sitúan de nuevo veinte o treinta años atrás. ¡Y estamos ya tan atrasados! ¡Y tenemos ya un gran peso de ignorancia, de prejuicios y de rencores que supe­ rar! ¿Qué prueba esa condenación? ¿A qué lleva? Va a agudizar el prejuicio que nos considera como incapaces de admitir una sincera investigación científica. Y va a quebrantar la autoridad de nuestro único exégeta... ¡Oh, verdaderamente estoy desolado!' Tan obsesionados estaban con este punto de mira, que no se daban cuenta de que su único exégeta, ni creía ni tenía otro fin — como había dé confesar expresamente más tarde— que demostrar, poco a poco, la imposi­ bilidad de lo sobrenatural cristiano, y aun de un Dios trascendente» (Ibídem , pp. 335-336). 35 Via catholica veritatis doctor incipit ubi metaphysica desinit: qui in methaphysica non fuerit eruditus: nequáquam verus theologus praedicabitur. Qui enim in foribus delinquit: ad interiora procedens quo (m odo) non errabit? Considerantes igitur sacrae theologiae novitios ex ignorantiis metaphysicae plurimus im pedid: temptabimus eo ordine quo gloriosas doctor Sanctus Thomas Aquinatis in sua

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mos visto que la teología debe desarrollarse en continuidad con la fe (que es su punto de partida, su fundamento, etc.). Lo mismo debe decirse ahora de la metafísica: ha de desarro­ llarse en continuidad con el conocimiento natural y espontá­ neo trascendente, porque éste es su comienzo y su funda­ mento. En efecto, cuando me pregunto la causa por la que sucede algo, es necesario que sepa ya antes que eso sucede y qué es lo que sucede *363 , pues no puedo saber si algo es a 7 menos que no sepa ya qué es ese algo saltem cognitione con­ fusa 3T, al menos de un modo confuso. Aquí se bifurca el ca­ mino: ya que «ser se dice de un doble modo: a veces, ser es lo mismo que acto del ente; a veces, sin embargo, significa la composición del enunciado» 38. El conocimiento natural es­ pontáneo (y la metafísica del- ser) escoge necesariamente el primer significado como primario y fundante: «el ser propia y verdaderamente no se atribuye sino a la cosa que subsiste por sí misma» 39. El inmanentismo decide libremente poner en duda todo, hasta que no resulte verdadero a partir de la reflexión total del sujeto pensante sobre sí mismo, atribu­ yendo por tanto el ser proprie et vere a la proposición en cuanto tal. Que esta decisión libre del inmanentismo es posible, ha sido ya ampliamente probado por la misma historia del pen­ samiento occidental: hemos seguido sumariamente sus etapas principales, y hemos visto su raíz teorética de posibilidad. Aceptada por el teólogo esta filosofía, y así necesariamente subordinada la fe a la filosofía, se ha concebido la teología como una especie de teoría del conocimiento del creyente provisional, y en consecuencia de su evolución histórica. Si el ejercicio de la fe requiere el ejercicio natural y orde­ nado de la razón, la teología —como ciencia humana de cametaphysica textus philosophi angelici declarando procederé dignatus est cum confidentia divini auxilii secundum quod materia patietur: ea quae ad metaphysicalis pertinent breviter enucleare (D omingo de Flandria, Quaestiones in X I I Metaph. libros Aristotelis, Venetiis 1499,

Prologus auctoris. Incunable V 10 BT 6, de la biblioteca de la Univer­ sidad de Santo Tomás en Roma. Dudosa la lectura del secundum quod final). 36 Cfr. Santo T omás, In V II Metaph. 17. 37 I dem, In Boet. de Trinit. II, 6, 3.

38 I dem, Quodl. X II, q. 1, a. 1 ad 1. 30 I dem, Quodl. IX , q. 2, a. 3. OPCION INTELECTUAL.—

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rácter sapiencial fundada en la fe— requiere una metafísica que esté en continuidad con la razón natural, de modo conver­ gente. Pero esta continuidad (en cuanto es posible, según la medida de la sanación obrada por la gracia en el sujeto y por la Revelación en la proposición objetiva de la verdad) es ase­ gurada por la fe misma, que como la razón natural espontánea es por sí realista y trascendente en sentido pleno y directo 40. De hecho, así se han desarrollado los acontecimientos en la vida del Cristianismo. Primero ha venido la fe, sobre una razón natural en su ejercicio espontáneo aunque defectuoso 41 (pero no positiva y pertinazmente desviado: recuérdese la experiencia de San Pablo en el Areópago). Aquí se ha dado ya un comienzo de teología. Después, en el curso de este hacerse de la teología, ha venido, especialmente con Santo Tomás, una filosofía cristiana: conocimiento filosófico de la existencia de Dios, de la naturaleza del hombre, de la libertad, de la espi­ ritualidad e inmortalidad del alma, de la persona, de la crea­ ción, etc.; nociones todas llevadas a una cierta perfección teorética, cuando no inicialmente puestas, por los teólogos cristianos al hacer filosofía cristiana. Luego ha llegado una teología hecha con el instrumento de esta metafísica, elevando a altísimo nivel el conocimiento humano de la fe. Por el contrario, la deformidad del pensamiento natural, su corrupción, que tiene raíces de naturaleza moral, origina de suyo dificultades crecientes a la fe (por lo menos en su ejercicio, y por tanto necesariamente a la teología); y si se utiliza ese pensamiento desviado como instrumento para cla­ rificar la fe, el resultado no puede ser otro que el vaciamiento de la misma fe, tanto más peligroso cuanto más subrepticio 42, 40 Cfr. I dem, S. Th., 2-2, q. 1, a. 2 ad 2. 41 Fides non potest universaliter praecedere intellectum: non enim posset homo assentire credendo aliquibus propositis nisi ea aliqualiter intelligeret (Ibídem , 2-2, q. 8, a. 8 ad 2). 42 Oh migliori, m olto migliori erano i tempi quando si lasciava che il Cristianesimo fosse quel che era; o lo si accettava o si rompeva con esso sul serio.— Ma ora Vunico Cristianesimo esistente é una falsificazione ed é questo il maggior pericolo. Cosí nessuna filosofía é stata tanto pericolosa per il Cristianesimo quanto la Hegeliana. Perché le filosofie anteriori avevano ahbastanza onestd per lasciare il Cristiane­ sim o qual era; ma Hegel fu tanto stupido e sfacciato da sciogliere il problem a dei rapporii fra speculazione e Cristianesimo, in m odo da travisare il Cristianesimo. E cosí tutto ando a meraviglia! (S . K ie r kegaard, Diario X I 1 A 14, ed. cit.).

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parapetado detrás de la complejidad especulativa, para poder descalificar de entrada cualquier intérvención directa de la fe. Aquí ya no serviría de nada discutir; pero hay que decir con toda sencillez: no, esto ya no es Cristianismo. Ciertamente, no se puede pretender que todo creyente esté en condiciones de hacer un discernimiento teológico en sentido formal. Pero tiene siempre a mano el criterio inequívoco: «por sus frutos los conoceréis» 43. Aquí hay que recordar lo que decía aquel empresario en el momento de cerrar el con­ trato con su proveedor: cuando terminen las obras, no quiero una memoria, sino una máquina que funcione. Como creyente que debe ser en primer término el teólogo, este criterio vale también para él, y conviene que lo utilice cuando comienza a no ver claro en el ovillo de la teología que hace
M t. 7, 20. Cfr. Sap. 4, 4-5.

Se cuenta de un emigrante en cierto país industrializado, que creía trabajar en una fábrica de muñecas. Era una fábrica enorme, con departamentos especiales para cada pieza, con sus cadenas de mon­ taje..., donde cada obrero hacía una sola cosa. Un día se le ocurrió montar él mismo una muñeca entera, y fue pidiendo a sus compañe­ ros de cada departamento las diversas piezas; cuando las tuvo reuni­ das, comenzó a probar. Después de múltiples y variados intentos, concluyó asombrado: ¡es inútil, de cualquier manera que las monte, me sale una ametralladora! Esto es sólo un cuento, pero... ¿no habrá quizá cristianos teólogos que trabajan en inmanentistas fábricas de «muñecas», que luego resultan ser ametralladoras? A veces, valdría la pena hacer la prueba y montar todas las piezas, por si acaso. 45

Ultirno, conclud.it propositum, quod scilicet, ante omnia, máxime

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ticas, con indiferencia por el contenido. Aquí hay necesidad de un instinto 46 que da sólo el amor. De lo contrario, no se tendrá más que una técnica vacía e insignificante: «la técnica de hablar de Dios» 47, que naturalmente acabará por no ha­ blar de Dios. Sólo divinitus se puede tener aquel «recto juicio sobre las cosas divinas»48 que la teología requiere.

Fe teologal y razón teológica La fe genera una filosofía cristiana, y esta filosofía no es más, para el teólogo, que el conocimiento natural científica y sapiencialmente desarrollado hasta disponer a su razón nue­ vamente para recibir la fe en cuanto reveladora de verdades sobrenaturales. La filosofía cristiana es la perfección del ins­ trumento que el teólogo tiene que usar, pero no es aún el ejercicio teológico de la razón, no es aún en sentido propio teología. Análogamente a como la gracia no se detiene en el opus sanationis, sino que prosigue en el opus elevans, así también la fe en el ámbito teorético tiene como primer efecto una filosofía cristiana, que continúa después —sin solución de continuidad— en una verdadera y propia teología, que es la ciencia humana del conocimiento infuso. Tenemos aquí todavía una trascendencia del contenido de la fe. sobre la capacidad de la mente humana, aunque opere teológicamente. No es la teología lo que determina el conte­ nido de la fe, sino el contenido de la fe lo que determina la teología. La fe no da sólo el comienzo, sino toda la verdad. En cuanto no iluminado por la fe, donde la razón humana —aun sanada y elevada— no penetra (status viae, lumen fidei), autem theologica negotia, utile est nos incipere ab oratione, non ita quod nos per orationem trahamus divinam virtutem, quae ubique praesens est et nunquam concluditur, sed sicut per divinam com m em orationem et invocationem nos ipsos trahentes et Ei unientes ( S a n t o T o m á s , In De Div. Nomin. III, lect. u n . ) . 46 Con la piedad y la humildad iréis seguros: el amor os llevará a la verdad divina com o con un instinto; y cuando os equivoquéis, la humildad os hará fácil rectificar (J. E s c r i v á d e B a l a g u e r , Carta cit.). 47 Ibídem. 48 Cfr. S a n t o T o m á s , In De Div. Nomin., II, 4.

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el teólogo opera humanamente, según sus posibilidades cog­ noscitivas 49. Con la Revelación, Dios nos habla de sí. Con el lumen fidei nos adherimos a esas verdades propuestas in Ecclesia. Pero la razón sigue siendo razón. Si la actitud humilde y considerada ante lo real es la justa para el filósofo, lo es aún más para el teólogo, que trata de lo que es objeto de fe precisamente por exceder la razón hu­ mana en su realidad misma. Cuando el dato de fe no se toma así, con todo respeto, en sus fuentes y en su interpretación auténtica, la teología se desnaturaliza por completo. Desgra­ ciadamente, es una experiencia que se repite: «he aquí un hombre que dice que tiene fe, pero quiere clarificarse a sí mismo su propia fe, quiere comprenderse en la fe. Ahora recomenzamos con la comedia. El objeto de la fe se hace casi verosímil, llega a ser verosímil, extremada y particularmente verosímil. Ya ha llegado al término: ahora puede creer, no como los carboneros y los sastres y la gente sencilla; no, aho­ ra puede comprenderse a sí mismo en la fe. ¡Extraña com­ prensión! Al contrario, lo que ha logrado saber sobre la fe es una cosa completamente diversa de lo que creía; ha con­ seguido saber que ya no cree, porque él 'casi' sabe, por de49 Dicendum, quod animae separatae licet competat ille modas cognoscendi quo ea quae sunt notiora simpliciter, magis cognoscit; non tamen sequitur quod vel anima separata, vel quaecumque alia substantia separata creata, per sua naturalia et per suam essentiam possit intueri Deum ; sicut enim substantiae separatae alterius modi esse habent quam substantiae materiales; ita Deus alterius modi esse habet quam om nes substantiae separatae. In rebus enim materialibus tria est considerare, quorum nullum est aliud; scilicet individuum, naturam speciei, et esse. Non enim possum us dicere quod hic homo sit sua humanitas; quia humanitas consistit tantum in speciei principiis; sed hic homo supra principia speciei addit principia individuantia, secundum quod natura speciei in hac materia recipitur et individuatur. Similiter etiam nec humanitas est ipsum esse hominis. In substantiis autem separatis, quia immateriales sunt, natura speciei non recipitur in aliqua materia individuata, sed est ipsa natura per se subsistens; unde non est in eis aliud habens quidditatem, et aliud quidditas ipsa; sed tamen aliud est in eis esse, et aliud quidditas. Deus autem est ipsum suum esse subsistens. Unde sicut cognoscendo quidditates materiales non possumus cognoscere substantias separa­ tas; ita nec substantiae separatae per cognitionem suae substantiae possunt cognoscere divinam essentiam ( I dem , De Anima, 17 ad 10). P aralelam ente al trip le sa lto o n to ló g ic o h ay c o m o co n s e cu e n cia un trip le salto c o g n o s c itiv o .

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cirio así 'sabe', 'extremada y particularmente casi' sabe» 50. Y es así también como, no raramente, se confunde una verdadera Teología de la Historia de la Salvación, con una «Novela de la Salvación», donde todo coincide con la misma perfección lógica que en un logrado crucigrama. Y se ve a aquel teólogo comprometido establecer una relación con el hombre de nuestro tiempo: una relación ideal (es decir, fan­ tástica) con los personajes de Bertolt Brecht, de Albert Camus o de Peter Weiss, que son precisamente el hombre construido por las filosofías del a priori, no el hombre real que todas las mañanas necesita del despertador. Una verdadera teología necesita de una verdadera meta­ física de la realidad, en sentido fuerte. Entre otras cosas, porque sólo esa metafísica está intrínsecamente dispuesta para aceptar el dato de fe tal como es, y por tanto a ponerse en una relación de subordinación respecto de la f e 51. Por otra parte, sólo así se puede hacer —y por la misma razón— una teología que sea verdadera e intrínsecamente pastoral. Porque «en efecto, desde el punto de vista cristiano, todo, precisa­ mente todo, tiene que ser edificante: aquel género de repre­ sentación científica que no termina edificando es, justamente por eso, anticristiana. Todo lo que es cristiano tiene que ase­ mejarse, en la forma de su presentación, a la explicación de un médico junto al lecho del enfermo: aunque sólo el experto pueda entenderle, no puede nunca olvidar dónde se encuentra. Esa relación de la realidad cristiana con la vida..., o sea, el lado ético del cristianismo, constituye precisamente el momen­ to edificante; y esta forma de exposición, por muy rigurosa que sea en lo demás, es completamente diversa, es cualitati­ vamente diversa de aquella especie de cientificidad 'indiferen­ te', cuyo heroísmo sublime, desde el punto de vista cristiano, S. K ierkegaard , Postilla non scientifica, ed. cit., II, p. 22. Vientes philosophia in sacra Scriptura possunt dupliciter, erra­ re. Uno m odo utendo ' his quae sunt contra fidem, quae non sunt philosophiae, sed potius error vel abusas eius, sicut Orígenes fecit. Alio modo, ut ea quae sunt fidei, includantur sub metis philosophiae; ut si nihil aliquis credere velit nisi quod per philosophiam haberi potest; cum e converso philosophia sit ad metas fidei redigenda, secundum illud Apostoli 2 Cor. 10, 5: ’ln captivitatem redigentes om nem intellectum in obsequium Christi' (S anto T om ás , In Boet. de Trinit., Proe50

31

mium, II, 3).

) METAFISICA DE LA OPCION INTELECTUAL

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está tan lejos de ser heroísmo que, cristianamente hablando, es una especie de curiosidad inhumana» 52. La paradoja de la fe es que, cuando se acepta en su oscu­ ridad, se hace luz. Así ha ocurrido con la filosofía: cuando se ha puesto al servicio de la fe, cuando por su misma natu­ raleza ha sido capaz de ponerse al servicio de la fe, ha recibido gratuitamente sus propias y más profundas verdades. En este sentido, la fe es luz, y la razón más bien oscuridad: aunque nuestra escasa capacidad cognoscitiva natural (más escasa aún a causa del pecado, tanto original como los de cada uno) se encuentre más cómodamente instalada en aquella penum­ bra que en esta luz. Aun aquellas verdades naturales a las que de por sí la razón humana puede llevar —de modo dividido, discursiva­ mente— la fe las hace saber de modo más simple y directo 53. La historia de la filosofía precristiana constituye un ejemplo y un testimonio. La filosofía post-cristiana resulta lógicamente algo más compleja desde este punto de vista. Procediendo directa y formalmente desde la fe y en la fe, la teología puede tratar también de aquellas verdades natu­ rales, si han sido reveladas o están de alguna manera en rela­ ción con lo revelado, pero lo hace de un modo diverso a como lo realiza la filosofía, también la cristiana 54. Pero si aquellas verdades que son en sí mismas cognoscibles con la luz de la - • razón natural, son consideradas por el teólogo en cuanto cono­ cidas por la luz de la Revelación divina; las verdades que sólo por la fe pueden ser conocidas, exigen de modo muy especial que se opere según esa luz sobrenatural y en estrecha relación con la verdad revelada; y en consecuencia es menester una gran cautela para no ceder a la inclinación de proceder según la propia razón y luz naturales. Sin olvidar nunca que es ca­ racterístico de la fe el recibir por autoridad, y que esta auto­ ridad se encuentra en la Sagrada Escritura, en la Tradición _________ .

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y

52 S. K ierkegaard , La malattia moríale, trad. it. Firenze 1965, p. 207. 53 Cfr. S anto T o m ás , Comp. Theol., I, 35. 54 Nihil prohibet de eisdem rebus, de quibus philosophicae disciplinae tractant secundnm quod sunt cognoscibilia lumine naturalis rationis, et aliam scientiam tractare secundum quod cognoscuntur lumine divinae revelationis. Unde theologia quae ad sacram doctrinam períinet, differt secundum genus ab illa theologia quae pars philosophiae ponitur ( I dem , S. Th., 1, q. 1, a. 1 ad 2)..

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.

y según el Magisterio, que obra dentro de los límites de la Revelación y por tanto de los que impone el ejercicio prece­ dente y vinculante del Magisterio mismo, como ocurre en el caso de las definiciones dogmáticas. Ocurre alguna vez que quienes niegan la posibilidad de la filosofía cristiana, cuando quieren hacer teología no hacen más que filosofía cristiana, y en ocasiones ni eso siquiera, porque usan un método racionalista, con todos los riesgos que el status naturae lapsae comporta, especialmente para el aspecto sa­ piencial de la filosofía y para su habilitas respecto de la fe mediante su ejercicio teológico. Y así llegan incluso a negar a la teología (y antes a la Revelación) la posibilidad de tratar de Dios en sí mismo, perdiendo de ese modo aquella parte de metafísica natural que llega a Dios, y reduciendo la teología (ya hecha filosofía quebrantada) a una extraña antropología fenomenológica. La filosofía cristiana es sólo una habilitas para hacer teolo­ gía, pero no es aún teología. El filósofo cristiano encuentra en la Revelación una ayuda, una medicina: la sanatio está in fieri mientras vivimos en esta tierra, y eso también se nota: nos vamos curando poco a poco; medicina que le restituye progresivamente su capacidad natural de hacer metafísica, en particular por lo que se refiere al máximo de trascendencia.. Pero ante la Revelación, el teólogo se encuentra en una situa­ ción aún más subordinada, por lo mismo que va a subir mu­ cho más. Ya sería, pues, muy peligroso querer hacer teología sin más ayuda de la Revelación que la que presta a la razón para las verdades naturales Pero si además se rehúsa tam-5 55 Aquí podría de nuevo hacerse la comparación con lo que, se­ gún Santo Tomás, constituyó el pecado del ángel: Deus enim per suam essentiam est ipsum esse subsistens: nec est possibile esse dúo huiusmodi, sicut nec possibile foret esse duas ideas hominis separa­ tas, aut duas albedines per se substantes. Unde quidquid aliad ab eo est, necesse est quod sit tanquam participans esse, quod non potest esse aequale ei, quod est essentialiter ipsum esse. N ec hoc potuit diabolus in sua conditione ignorare: naturale enim est intelligentiae, sive intellectui separato, quod intelligat substantiam suam: et sic naturaliter cognoscebat quod esse suum erat ab aliquo superiori participatum: quae quidem cognitio naturalis in eo nondum erat corrupta per peccatum. (...) Unde relinquitur quod peccatum diaboli non fuerit in aliquo quod pertinet ad ordinem naturalem, sed secundum aliquid supernaturale. Fuit ergo primum peccatum diaboli in hoc quod ad

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bién lo que podemos llamar el auxilio natural que esa Reve­ lación le presta, y se cierra a toda trascendencia, con autosuficiente seguridad, la catástrofe es inevitable. Comenta Santo Tomás que Dionisio no hubiese llegado a tal extremo de insensatez o de malicia, como para ponerse a escribir de las cosas de Dios sin que se le hubiese ordenado hacerlo. Ciertamente, si se tenía que limitar a repetir lo que ya constaba en la Revelación, su trabajo hubiese sido inútil, un verdadero vaniloquium. Pero a él, y a los otros que fueron constituidos en maestros de almas que comienzan a instruir­ se, se les mandó que, según sus posibilidades, se les manifes­ taran y distinguieran —como particularizándolas— aquellas verdades profundísimas y simplicísimas en sí mismas que la Revelación contiene y que el Espíritu Santo hace contem­ plar56. Era como ofrecer disuelto —y de este modo asimila­ ble— el licor quintaesenciado de la divina Sabiduría revelada, o dar el pan en pequeñas migajas humedecidas. La teología, por eso, suprema entre todas las ciencias, es una decadencia respecto de la Revelación, pero una superación de las limita­ ciones de la razón humana deslumbrada por esa Revelación sobrenatural; superación que se logra de modo mediato y dividido: como la Revelación misma, precisamente en cuanto tal, se ha tenido que descomponer en proposiciones, para que el conocimiento simplicísimo que Dios tiene de sí mismo pu­ diera ser vertido en la lengua que nuestro entendimiento ha­ bla, que es la que obtiene a partir de la experiencia sensible. Pero ¿pueden las semejanzas tomadas; de la realidad cor­ pórea manifestar algo de lo que las trasciende absolutamente? Sí, porque los nombres que, según el modo de significar, per prius se dicen de las criaturas —en cuanto éstas son origina­ riamente conocidas por nosotros— , según lo significado por el nombre per prius se dicen de Dios, de quien toda perfecconsequencLum supernaturalem beatitudinem, quae in. plena Dei visione consistit, non se erexit in Deum, tanquam finalem perfectionem ex eius gratia desiderans cum angelis sanctis; sed eam consequi voluit per virtutem suae naturae; non tamen sine Deo in naturam■operante, sed sine Deo gratiam conferente (De Malo, XVI, 3). En la lectura pro­ puesta por la editio Parmensis faltan las palabras quod non potest esse... ipsum esse. 56 Cfr. I dem , In De Div. Nomin., III, lect. un.

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ción desciende hasta las cosas 57. Naturalmente, sobre la base de la noción de acto de ser y de la participación trascendental de la perfectio essendi, según la cual la forma, aunque sea acto en el orden formal, no es más que una potentia essendi puesta por Dios con el respectivo actus essendi, que es el pri­ mer acto, el acto de todo acto y la perfección de toda perfec­ ción, el acto más íntimo e intrínseco, el más simple y univer­ sal y a la vez el más intenso y constitutivo. Y entonces, aquella ratio a qua imponitur nomen tiene con su Causa Primera una verdadera relación de analogía de atribución intrínseca, según la cual la perfección se dice causalmente per prius in Deo, en primer término de Dios, y luego de las criaturas: «y según esa razón significada por el nombre, es como sobre todo se atiende a la verdad y a la propiedad de la expresión» 585 . 9 Aquí está también el punto de comunicación de lo natural y lo sobrenatural, de la razón y la fe, de la filosofía y la teo­ logía. Esa procesión de energía de ser que viene de Dios libre­ mente, puede libremente también aumentar de intensidad, sin cambiar su término a quo ni su término ad quem, ni interrum­ pirse en su comunicación. Y así, intensificándose, no yuxta­ poniendo o por adición cuantitativa, el receptor puede llegar a ser cualitativamente otra cosa, por una participación más intensa del ser divino: puede llegar a ser divinizado, lo que ciertamente no le compete en cuanto término ad quem de la participación —así es sólo criatura— , y por tanto tiene que recibir esa divinización de un modo accidental, como una cua­ lidad —no como su esencia—, que su acto de ser sustenta actuando a su sujeto 5S). Es claro que esa comunicación —como el estatuto teorético de la filosofía cristiana— sólo puede ver­ se desde arriba, desde la fe: pero se ilustra con una buena metafísica. Como sería inútil querer ver un sabor o un olor a fuerza de mirar mucho, es inútil querer encontrar lo sobre­ natural a base de inspeccionar lo natural. Pero la luz sobre­ natural permite ver mejor con nuestros ojos naturales lo que 57 Cfr. I dem, Comp. T heol, I, 27.

58 Idem, In I Sent., d. 22, q. 1, a. 2 ad 3. 59 La fecundidad de esta noción de participación en el trabajo teológico puede verse — entre las publicaciones más recientes— en F . O c a r i z , H ijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural. EUNSA, Pamplona 1972.

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la naturaleza contiene en su fondo, que es precisamente el estar siendo causada y puesta en el ser por Dios. * -k Este es el testimonio que pobremente, con trabajo y tiem­ po, la metafísica del ser puede dar de la verdad60. Ciertamente, es poca cosa, casi nada. Pero qué profundas resonancias se despiertan o qué antiguas nostalgias de luz en nuestra alma, cuando en este ambiente resuenan las palabras de la Revelación divina: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» 61. Luego vino aquél que no era la luz, pero vino a dar testi­ monio de la luz. , La metafísica no tiene más fin que éste. Dios quiera que lo cumpla.

60 E ssere la veritá, nessun uomo lo puó; soltanto l'Uomo-Dio é la veritá (Ioann. 14, 4). Poi vengono quelli la cui vita esprime tuttavia ció ch'essi predicaño: sono i ’testimoni della veritá’. Seguono coloro che rendono evidente cos'é la veritá e lo esigono, ma confessano che la loro vita non la esprim e: non cercano di nasconderlo, e in questo senso quindi hanno sem pre un’aspirazione. Qui si finisce. Poi comincia la sofistica. Prima vengono quelli che fanno finta di niente: predicano oggettivamente la veritá, ma non fanno nessun caso se la loro vita non l’esprime. Seguono coloro che perfino alterano la veritá e la esigenza, che ribassano, mutilano... — perché la loro vita possa corrispondere alia esigenza. Questi in fondo sono i veri im postori. (S. K ierkegaard , Diario, X s A 55.) 61 Ioann. 1, 1-4.

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TEXTOS CITADOS DE LAS OBRAS DE SANTO TOMAS *

S. Th. Intr.: 1, 10, 13, 16, 19, 22, 23, 24. Cap. I: 3, 4, 5, 6, 7, 8, 10, 12, 36, 39, 54, 65, 73, 79, 107, 115, 120, 145, 182, 183. Cap. II: 7, 29, 34, 50, 52, 64. Cap. III: 4, 17, 24, 26, 27, 31, 32, 33, 34, 35, 37, 39, 40, 41, 54, 56, 58, 60, 63, 64, 65, 67, 68, 69, 70, 71, 72, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 82, 84, 95, 97, 101, 102, 103, 104. Cap. IV: 152. Concl.: 32, 40, 41, 54.

59, 61, 96, 98, 105, 106, 107, 108. Cap. IV: 3. Concl.: 19. Quaest. disp.: •De Veritate

Intr.: 12. Cap. I: 29, 42, 52, 55, 56, 59, 60, 61, 62, 63, 72, 76, 183. Cap. II: 49. Cap. III: 100. •De Potentia

C. G. Intr.: 4, 14, 15, 17, 20, 25, 26. Cap. I: 18, 19, 20, 21, 30, 53, 68, 75, 85, 96, 171, 178, 180, 190, 191, 192, 193. Cap. II: 3, 54, 69, 70, 71, 72, 73. Cap. III: 5, 14, 23, 28, 29, 36,

Cap. I: 27, 35, 70, 83, 110, 113, 114, 130, 135, 141, 142, 143, 144,

147.

•De Spirit. creaturis

Cap. I: 28, 104.

* Los números remiten a las citas correspondientes en pie de página. Las cifras en cursiva corresponden a citas no textuales (cfr.). En general, se ha seguido el texto propuesto por la editio Parm ensis : Parmae, typis Petri Fiaccadori, MDCCCLII-MDCCCLXXIII.

286

T E X T O S C ITAD O S DÉ S A N TO

In Sym b. Apost.

•De Anima

Intr.: 2. Cap. I: 123.

Cap. I: 100, 131. Concl.: 49. In

•De Caritate

Cap. I:

TOM AS

31.

dúo praecepta carit. decem legis praec.

Cap.

•De unione Verbi incarn.

I:

et

in

174.

In B oet. de Hebd.

Cap. I:

Cap. I: 30, 98.

16, 95.

In Boet. de Trinit.

■De Malo

Cap. II: 45. Concl.: 37, 51.

Cap. III: 8, 10, 11. Concl.: 55.

In Sent. Quaest.

Quodl.

Cap. I:

88, 102, 103, 105, 106, 107, 112, 161. Concl.: 22, 28, 38, 39.

De ente et essentia

Cap. I: 164. De Subst. separ.

Cap. III: 12.

De natura materiae et dimensionibus interminatis (atrib.)

Cap. I: 93.

Cap. I: Comp.

Dei

cultum

et

157, 165.

Cap. I: 19, 41. Cap. II: 58.

Theol.

De commendatione rae

Cap. I: 121, 136, 153, 154, 155,

In De Anima

fidei

185.

169.

62.

Cap. III: 20. Concl.: 45, 48, 56.

In Physic.

Cap. I: 127, 132, 168, Concl.: 31, 53, 57.

Cap. I:

Ioann.

158.

In De Div. Nomin.

175.

rationibus

Cap. I:

Cap. III:

14.

Contra impugn. relig.

De

Super Evang.

In Epist. ad Rom.

De natura generis

Cap. I:

149, 166, 181, 186, 187.

Cap. II: 53. Cap. III: 2, 3, 6, 7, 9, 10, 13, 15, 18, 25. Concl.: 2, 3, 23, 24, 25, 26, 27, 30, 58. Super Evang. Matt.

Cap. I: 28, 124, 125.

Cap. I:

Cap. I: 13, 15, 23, 25, 32, 48, 64, 69, 92, 94, 97, 99, 139, 146,

S.

170.

Scriptu-

Cap. I: 24, 106. Cap. II: 51. In Metaph.

Cap. I: 17, 22, 3 0 / 33, 34, 45, 76, 87, 117, 118, 119.

TEXTOS

C IT A D O S DE S A N T O

Cap. II: 35, 36, 37, 41, 42, 46, 59, 60. Concl.: 36.

TOM AS

In De gener. et corrupt.

Cap. II: 38, 56. In De Cáelo et Mundo

In Ethic.

ad Nich.

Cap. III:

73.

In Post. analyt.

Cap. II: 47, 48.

Cap. I: 26, 86, 163. Cap. II: 55, 66. In De Causis

Cap.

I:

134.

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INDICE DE AUTORES CITADOS

Adorno: 222. Agustín, San: 99, 152, 159, 226, 230. Alexander, S.: 217. Althusser: 222. Altizer: 138. Anselmo, San: 263. Aristóteles: 107, 109, 110, 112, 115, 122, 155. Avicena: 69, 72. Badosa, E.: 258. Barth, K.: 226, 229. Bauer, B.: 204, 209. Bayle: 217. Berkeley: 195, 196. Bemanos, G.: 255. Bernardo, San: 177. Birot: 272. Blondel, M.: 105, 192. Boisset, J.: 189. Bonhoeffer, D.: 138, 229. Bosio, F.: 182, 183. Buber, M.: 226. Bultmann, R.: 138, 238. Boutang, P.: 68. Brecht, B.: 278. Buonaiuti, E.: 184. OPCION INTBLBCTUAl.,—

19

Camus, A.; 217, 219, 278. Cemy, J.: 227. Conejo, V.: 22. Congar, Y.: 75. Cox, H.: 138. Croce, B.: 163. Cusa, N.: 72. Chenu, M. D.: 187. Chesterton, G. K.: 50. Dante: 49. Darwin: 217. Dawson, Ch.: 163, 164, 255, 256. De Flandria, D.: 272-273. De Lubac, H.: 75. Descartes, R.: 15, 89, 92, 96, 98, 99, 124, 184, 189, 190, 191, 192, 194, 197, 200, 207, 208, 217, 226. Dewey, J.: 217. Di Marco, S.: 246. Dionisio (Pseudo): 69, 72, 281. Duns Scoto: 99. Eckhart: 72. Engels, F.: 191, 204, 209, 210, 213, 214.

290

IN D IC E DE A U T O R E S C IT A D O S

Erasmo: 188, 189. Escrivá de Balaguer, J.: 26, 77, 78, 133, 134, 136, 145, 264, 266 267, 276. Eudamidas: 108. Fabro, C.: 25, 37, 38, 39, 40, 43, 50, 52, 54, 58, 60, 63, 69, 70, 72, 81, 84, 91, 93, 105, 106, 111, 117, 118, 119, 127, 147, 165, 175, 177, 185, 187, 189-190,191-192, 193, 194, 195-196, 197, 198, 203, 204, 205, 210, 216, 218, 221, 258. Feuerbach: 109, 191, 193, 194, 195, 204, 205, 206, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213 214, 216, 217, 237, 257. Fichte, J. G.: 90, 105, 191, 194, 197, 198, 199, 201, 231. Garaudy, R.: 222, 224, 225, 226, 227, 230-231, 232, 236-237, 238239, 244, 245, 247, 248, 249, 250, 251, 256. García de Haro, R.: 185-186, 188, 272. Garrigou-Lagrange, R.: 98. Gilas: 222. Gilson, E.: 11, 12, 13, 14, 17, 27, 35, 49, 50, 65, 75, 89, 92, 96, 97, 99, 145, 146, 160, 164, 180, 181, 190, 258. Goethe: 226. Gómez de la Serna, R.: 125. Gorz, A.: 249. Gozzini, M.: 253. Gramsci: 222. Gruppi, L.: 254. Guardini, R.: 226. Guerard des Lauriers, M. L.: 19, 21, 22, 120, 125. Harnack, A.: 186. Hegel: 54, 59, 65, 69, 72, 162, 182, 183, 191, 193, 201, 202, 203, 204, 205, 208, 209, 210, 212, 213, 216, 217, 221, 257. Heidegger, M.: 51, 52, 108, 109, 118, 119, 182, 219. Hobbes: 194.

108, 121, 194, 200, 206, 207, 214, 215, 69, 93, 191, 217,

Hólderlin: 93. Horkheimer: 222. Houtin: 272. Hume, D.: 191, 195, 196, 197, 217. Hus, J.: 230. Husserl, E.: 96, 104, 246. Illiciov: 246, 253. Jacobi: 192-193, 197, 198, 199, 200. James, W.: 217. Jaspers, K.: 87, 88, 147, 191, 197, 217, 226. Jiménez, J. R.: 94. Journet, Ch.: 164. Juan Damasceno, San: 73. Juan de la Cruz, San: 28. Juan de Santo Tomás: 39, 40. Juan X X III: 13. Kafka, F.: 259. Kant, E.: 87,90, 103, 107, 113, 171, 191, 193, 194, 196,197,200, 201, 206, 210, 213, 216,217,231. Kierkegaard, S.: 20, 76, 77, 90-91, 92, 108-109, 115, 226, 257, 262, 266, 267-268, 274, 278, 279, 283. ICóhler, G.: 184. Kosilc, K.: 250. Krempel, A.: 111. Leibniz: 16. Lenin: 215, 253. Lessing: 197. Levada, J. A.: 234. Livi, A.: 271. Locke, J.: 195, 196, 217. Loisy: 185, 250, 251, 272. Lombardo-Radice, L.: 234, 251, 252, 253. Lukács, G.: 222. Luporini, C.: 235, 236, 241. Lutero, M.: 15, 184, 185, 186, 187, 188, 201, 213, 215. Machovec, M.: 223, 226-227, 229230, 245. Mandonnet, P.: 9. Mangenot, E.: 68. Marcuse, H.: 222. Maréchal: IOS.

IN D IC E DE A U T O R E S

Maritain, J.: 46, 96, 99. Marx, K.: 100, 188, 191, 204, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 220, 222, 223, 227, 246, 251, 253 y, en general, todo el apartado 4 del capítulo IV. Masarylc: 226. Mauriac, F.: 253. Mazzetti, R.: 222. Mercier: 107-108. Merklen: 250-251. Merleau-Ponty: 217, 218, 246. Mignot: 272. Millán Puelles, A.: 35, 43, 103, 140, 143, 146, 147, 148, 149, 151. Montagnes, B.: 56, 61, 62, 63, 66, 68, 71. Morgan: 217. Mury, G.: 228. Nietzsche: 93, 164, 175-176, 182, 191, 216, 217, 220. Noce, A. del: 255-256.

291

C ITAD O S

Reimarus: 85. Rilke, R. M.: 93. Robinson: 138, 229, 236, 237. Rouault: 253. Sartre, J. P.: 93, 94, 95, 147, 191, 192, 217, 220. Schelling: 191, 194, 199, 201. Schillebeeckx: 187. Schleiermacher: 209. Schopenhauer: 216, 217. Spinoza: 59, 72, 191, 193, 194, 197, 200, 216. Stalin: 215. Stirner: 204. Strauss: 204, 209. Stuart Mili: 217. Suárez: 191. Sweezy: 222. Teilhard de Chardin, P.: 162, 227. 233, 234, 235. Tresmontant, C.: 9, 45, 51, 94-95,

100, 101, 102. Ocariz, F.: 282. Uccelli, P. A.: 9. Pablo VI: 264. Pascal, B.: 222. Perini, G.: 271. Pío X II: 232, 270. Pirron: 96. Planclc, M.: 233. Platón: 115, 144, 183. Plutarco: 108. Power, E.: 68. Prokupek, L.: 223, 238, 240, 241. Protágoras: 108. Prucha, M.: 231, 232, 242, 243. . Rahner, K.: 75, 187.

Vagaggini, C.: 186-187. Vansteenkiste, C.: 179-180. Verley, E.: 248. Verret, M.: 253. Vertone, S.: 254-255. Voltaire: 195. Wanbacq, B. N.: 68. Weiss, P.: 278. Whitehead, A.: 217. Xenócrates:

108.

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I

INDICE GENERAL

Págs. In troducción .............................................................................. I.

II.

III.

La

7

........ ...

25

1. El e n te ................................................................. 2. El conocimiento del e n te ............................. ... 3. El S e r ................................................................... 4. El a lm a .................................................................

25 34 52 78

La otra

po sib ilid a d ..................................................

87

1. La posición de la alternativa............................ 2. Sobre la verdad del e n te .................................. 3. Las intencionesentendidas ................................

87 106 119

E structura

la opción intelectual ....................

127

Lalibertadoriginal............................................... Las componentes de la opción intelectual ... El desarrollo de lao p ció n ................................... Su consumación en lacerteza ..........................

127 136 151 158

1. 2. 3. 4.

posición del acto filosófico primero

de

294

IV.

IN D IC E GEN ERAL

La 1. 2. 3. 4.

........

175

Sobre la filosofía y la historia........................ Prolegómenos a todo inmanentisino futuro ... En el principio era la id e a .............................. Un caso particular (y el diálogo) ...................

175 184 200 221

t r a y e c t o r ia de la

C onclusión :

o p c ió n d e in m a n e n c ia

el tránsito a la t e o l o g ía ...........................

261

Ejercicio teológico de la f e ........................................ Ejercicio teológico del conocimiento metafísico ... Fe teologal y razón teológica ....................................

262 269 276

T extos I ndice

S anto T o m á s ...............

285

de autores c it a d o s ......................................................

289

citados de las obras de

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Níhil obstat: D. Francisco Pinero Jiménez, Madrid, 15 de octubre de 1969. Imprímase: Dr. Ricardo Blanco. V ic a r io

G eneral.

■O E ste

l ib r o ,

p u b l ic a d o

por

E d ic io n e s

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Rialp, S. A., Preciados, 34, Madrid,

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SE TERMINÓ DE IM P R IM IR EN TORDESILLAS,

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25, 1973

O r g . G r á f ic a , S i e r r a de M o n c h iq u e , M . a d r id , e l d í a

27

de

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