Gilio, Mariìa Esther - Wilson Ferreira Aldunate [pdf]

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María Esther Gilio

Wilson Ferreira Aldunate (eligiendo recuerdos)

Colección ESPEJOS

Diseño de tapa: Juan Ángel Urruzola © Ediciones Trilce 1986 Juan Paullier 962, Casilla de correos 12208 Montevideo – Uruguay

Era una mañana luminosa. Una mañana alegre y cálida, llena de los olores y los ruidos del verano. En el edificio de enfrente se estaba ocupando el piso nueve. Un hombre tostado, con pantalón y camisa blanca, abría los cajones y canastos que los muchachos de la mudanza subían desde la calle. Como en un filme, podía verse al hombre de blanco que se inclinaba sobre los cajones, sacaba cuidadosamente los objetos, los desenvolvía, los miraba. A veces levantaba la cabeza y llamaba. Una mujer rubia se acercaba y observaba el objeto que el hombre le mostraba. Algunas veces ambos quedaban contemplándolo mientras lo hacían girar. Algunos pasaban en segundos. Otros parecían conducir a largos coloquios que podían terminar en risas. Pasó la tarde y llegó la noche, pero aquel hombre seguía impertérrito en la tarea que parecía inagotable. Y tal vez lo era, porque a la mañana siguiente seguía allí, siempre de blanco, sacando esta vez infinitos libros que sacudía, hojeaba, contemplaba. ¿Había pasado la noche en vela? Esa pregunta se formuló a sí mismo quien desde el piso nueve del otro lado de la calle contemplaba la escena. Una escena de cine mudo que tenía un título: Emotivo encuentro de Wilson y Susana con sus cosas. Porque en el exilio no sólo se llora por las personas amadas, sino por el viento que sopla del sur en algunas noches, por el débil sol de invierno que calienta la rambla sobre el mar, por el horrible olor del Pantanoso en algunos días del verano, por una palma semiseca que marca el cruce de dos calles, por una silla baja que tiene la esterilla gastada o un retrato que colgaba en el corredor que mil veces sin ver habíamos mirado. Ya lo dijo León Felipe: “Qué lástima que ya no tenga mi casa solariega, mi silla, mi espada”. O Carlos María Gutiérrez: Yo tuve, me parece un sillón que era mío y una puerta. Yo tuve, salvo error de esta memoria un árbol propio como todo el mundo

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y tuve un cuadro del que guardo una foto en Kodachrome Y un armario de pino y unas botas. Al comienzo del exilio era fácil encontrar a Wilson y a Susana en alguna calle de Buenos Aires. “No llores, no llores, pasarás la Navidad con tu familia en Montevideo”, decía Wilson. Y Susana sonreía confirmando. Y luego que esa Navidad pasaba, ya no era la Navidad sino el veinticinco de agosto. “Pero si el veinticinco de agosto fue hace tres días”. ¿“Ya? ¿Ya pasó? El tiempo corre rápido. Vení, vamos a tomar un café, yo te voy a explicar por qué volveremos muy pronto”. Y entonces Wilson se embarcaba en una larga disertación que podría resumirse en una frase: Al Uruguay esto no le puede pasar. Porque es un país diferente, porque los uruguayos no se dejan arriar con el poncho. Porque de Suiza de América no es posible pasar a República Bananera. Pasaron doce años sin embargo. Y hoy, en ese mismo departamento donde hace unos meses había sido una silueta recortada que se inclinaba una y otra vez sobre un cajón repleto de libros o de objetos, Wilson Ferreira Aldunate habla del presente, del pasado y del futuro, mientras, en su mejor estilo, seduce a su auditorio. En este caso una periodista que no quiere ser seducida porque debe cumplir con su deber, y una esposa que en cuarenta y dos años aprendió a no resistirse. Lo mira y teje, teje y lo mira. Susana. Trae té o café, acota precisa una fecha, cuando Wilson duda. Y sonríe como sonríen todas las mujeres del mundo cuando su marido dice alguna frase para la historia. Es la sonrisa sabia de quien conoce a fondo al niño que está dentro del hombre público.

NOSOTROS LOS BLANCOS SIEMPRE PONEMOS UNA CARGA DE EMOCIÓN EN LAS COSAS —¿Qué sentimiento le produce el hecho de que vamos a pasarnos aquí, usted y yo, horas hablando de usted? Va a tener que repasar su vida, recordar cosas alegres y tristes. Porque éste no es solamente un reportaje al político. También lo es al hombre. El hombre tendrá que ir para atrás, llegar hasta la infancia. Revivir muertes y separaciones. Miedos. —No sé. Es una experiencia bastante nueva. Uno no está yendo para atrás

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buscando este o aquel episodio para examinarlo. Salvo que ese episodio sea necesario para aclarar algún problema de hoy. Uno vive su vida y los recuerdos van amontonándose. ¿Quién se pone a revolver todo eso? No hay tiempo. ¿Usted cree que hay tiempo? —Pero es que ahora va a tener que hacerlo. Sin pensar que no hay tiempo. Si empieza pensando que en lugar de estar haciendo esto debería estar haciendo aquello otro, lo que hagamos no va a servir. —Bueno ahí está usted para obligarme. —Sí, para obligarlo a no pasar corriendo sobre lo que usted cree que no importa. Y al mismo tiempo impedirle que se detenga interminablemente en aquellos episodios que tienen que ver con su particular óptica de hombre político. —¿Usted quiere decir que aquí manda usted? —Hay otra cosa. El hecho de que esto vaya a ser leído por otros, ¿no hará que usted distorsione su vida? A todo ser humano le gusta gustar. Un político, además, tiene que gustar. Le va la vida en eso. —Sí, puede ser, puede ser. No puedo jurar que esto no va a ocurrir nunca. Aunque me proponga no hacerlo, seguramente voy a elegir recuerdos y voy a mejorarlos. Pero eso es inevitable. Y cuando el lector vea eso, verá un pedazo más de la verdad. —Es cierto. Cómo se podría ser objetivo cuando se cuenta a otros, si uno no es objetivo tampoco cuando se cuenta a sí mismo. —Pero además, sería horrible. —¿Qué sería horrible? ¿Ser totalmente objetivo? —Sí. Porque yo soy blanco. Y nosotros ponemos una carga de emoción en las cosas. Una carga mayor que el resto de los orientales. Los cuales ya pecan por el mismo defec... Casi digo defecto. Pero no es un defecto. —¿Serán realmente más emotivos los blancos? —Es un hecho. Tan, tan evidente que cada vez que se aproxima una campaña electoral hay alguien que nos lo reprocha. Los blancos somos muy temperamentales. —¿De dónde cree que viene eso? Los blancos son, en general, descendientes de españoles, los colorados, de italianos. —Sí, alcanza con ver los apellidos de los diputados y senadores del parlamento disuelto en el 73. La mayoría de los blancos tienen apellidos españoles. Y los españoles son constitucionalmente díscolos. Los que llegaban eran hombres habituados a pelear contra el poder en Madrid. Hay una anécdota de mi

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abuelo que sintetiza esto. Mi abuelo vasco llegó al país a fines del siglo pasado. Según decía, estando aún en el barco que lo traía quiso saber algo de aquel país desconocido al cual llegaba y preguntó cuál era el régimen político. Le dijeron: “Hay dos partidos políticos, uno en el gobierno y el otro en la oposición”. Él dijo: “Yo estoy con estos. ¿Cómo se llaman?” “Blancos”, le dijeron. Y él: “Yo soy blanco”. —Estaba con la oposición antes de saber de qué se trataba. ¿Sería separatista, hoy? —No, él no habría entendido el separatismo. Decía que era mucho más español que los otros españoles porque venía de las provincias a donde no había llegado el moro. —Entonces cree que los blancos son más temperamentales, rebeldes y románticos y esto tiene que ver con los ancestros. —Yo hablé de “carga emocional”, eso de románticos y rebeldes va por cuenta suya. Sí, sí, no diga nada, por cuenta suya. Pero además hay otra cosa. Creo que Batlle introdujo a la referencia política un elemento de racionalidad muy intenso. Los colorados dejan de referirse a sí mismos como a “colorados”. Dicen “yo soy batllista”. El blanco, en cambio, está más entregado a su referencia histórica, más inmerso en la tradición. —¿No cree que en esta manera de vincularse a sus respectivos partidos pesa el hecho de que los blancos estuvieron durante más de medio siglo alejados del poder? —Sí, claro. El hecho de que los colorados hayan gobernado durante casi un siglo trae una consecuencia que es inevitable. A los partidarios que yo llamaría auténticos se van sumando los que incorporan todo oficialismo. —Los que se arriman al partido atraídos por el poder. —Seguro. Es fácil comprender que quien arrastra años de oposición se vaya nutriendo de un clima más fervoroso, más pasional, que se traduce en un amor entrañable por el partido. Esto llevaba a la gente a jugar su vida en las épocas de las guerras civiles. Yo oí decir, hace muchos años, algo que después he repetido. “Un blanco es alguien a quien su partido podrá pedirle el máximo sacrificio, alguien a quien su partido puede pedir la vida”. —En eso sería muy parecido a un comunista. —Parecido en eso y sólo en eso. Porque a un blanco el partido le puede pedir la vida, pero sólo la vida. Ninguna otra cosa que sea inferior a la vida. —Sí, no se le puede pedir que, de pie, en una esquina reparta volantes durante ocho horas seguidas, o treinta o cincuenta, si es necesario.

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—Al comunista el partido puede pedirle todo. En ese sentido su grado de militancia es admirable. Aunque los conduce a un cierto grado de despersonalización. —Y los blancos tienen terror a eso. —¿Qué le parece?

ES UN TRABAJO DURO EL DE DIRIGENTE POLÍTICO —Usted es un líder político. ¿Cuáles cree que son las condiciones de carácter que llevan a un hombre al liderazgo? —El que empieza a preguntarse mucho ese tipo de cosas no llega nunca más al liderazgo. —No es su caso, usted ya llegó. Lo que le pido es que mire un poco hacia atrás. —Está bien, miro, miro. ¿Y sabe qué le digo? Que la cosa le pasa al sujeto sin que éste tenga una conciencia muy clara. Y cuando quiere acordar ya está. Y él no sabe muy bien ni cómo ni por qué. —¿No piensa que además deben haber ciertas calidades personales, que las circunstancias no son suficientes? —Sí, sí, pero lo más importante son las circunstancias. El momento. Hay algo que uno no elige pero que se da. Yo empecé mi vida política como diputado por un departamento que no era el mío y al cual prácticamente no había ido jamás: Colonia. —Qué raro. ¿Por qué usted? —Porque había un problema dentro de mi partido que sólo podía solucionarse trayendo un candidato de afuera. Se trata, entonces, de la creación artificial de un candidato, que soy yo. —Sí, usted y no otro. Repare en eso, la casualidad no importa tanto. —Yo había escrito un artículo que hoy no volvería a publicar porque tenía una dosis de agresividad muy grande, que hoy no cultivaría. —¿Por qué no? —Porque uno es mejor con los años. Aprende a verse. La vida con sus asperezas mejora a la gente. El exilio también. —Se transforma en alguien más útil, alguien que se desgasta menos en gestos

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inútiles, ¿eso quiere decir? —No sé si es eso lo que quiero decir. Sé que uno es más bueno. Por lo menos he perdido aquella dureza que era tan mía hace unos cuantos años. —¿En qué está pensando? —En un enfrentamiento que tuve con el batllismo de la 15, con Luis Batlle. En aquella oportunidad ya había escrito un artículo muy ingenioso, —dijo, y por unos segundos quedó con la cabeza ladeada, los ojos entrecerrados, la boca distendida en una media sonrisa. —¿Y? —¿Sabe que me fui? Me fui tan lejos. Tan rápidamente y tan lejos. Pero volvamos. En ese artículo yo comparaba la vida de Luis Batlle con la de Napoleón. Yo recreaba la historia de Napoleón, pero todo aludía, indirectamente a Luis Batlle. —Era algo ingenioso. —Sí, era ingenioso pero no me llena de orgullo. Aunque me dio notoriedad en una época en que yo era bastante joven para la edad media de los políticos uruguayos. Lo cierto es que ese artículo debe haber ayudado a que me seleccionaran a mí para representar a Colonia. Durante dos períodos fui uno de sus diputados. Luego pasé al senado. —Y luego al Ministerio de Ganadería. —No tengo porqué ocultar que ese fue uno de los períodos de mi vida de los que me siento orgulloso. Porque incorporó progresos que eran importantes. —¿Importantes y definitivos? —Esa es la desgracia. Que no fueron definitivos. Yo mismo los vi destruidos dos meses después. Y esto es lo que asombra. Cómo, a veces, la falta de continuidad, la pasión política ciega, hacen frustrar grandes esfuerzos. —¿En qué consistieron esos esfuerzos de que habla? —Había, me acuerdo, puesto el acento en un instituto de investigación agropecuaria que funcionaba en “La Estanzuela”. En poco tiempo de eso no quedó nada. También presenté siete proyectos de ley que no caminaron. Salvo los menos importantes, como los de semilla y suelos. —¿Cuál era el importante que no caminó? —Era una ley de reforma de las estructuras agrarias que redactamos luego de una afinadísima investigación sobre lo que pasaba en el campo en nuestro país. El producto agrario por habitante estaba prácticamente detenido desde principios de siglo. Lo que descubrimos fue que no había una tecnología

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aplicable a nuestra situación. Entonces proponíamos un estudio a fondo a fin de ver qué tecnología nos correspondía. Y al mismo tiempo proponíamos reformas en la tenencia de la tierra. Ambas cosas no debían hacerse sucesivamente sino paralelamente. —¿Cómo llegaba a una mejor distribución? —En parte por expropiación, pero sobre todo por una política tributaria que desalentaba la concentración de tierras en una mano. —¿Qué partidos lo apoyaron? —Ninguno. —¿Cómo ninguno? —Sí, ninguno. Unos decían que era insuficientemente removedor, otros decían que era una agresión contra la propiedad privada. —¿Y en su partido? —Nos quedamos con pocos aliados. Mi partido no supo ver que esa reforma era imprescindible. Dentro de mi partido apoyó un pequeño sector y el pequeño núcleo de la 99 que todavía estaba dentro del Partido Colorado. —Después de un tiempo en el Ministerio volvió al Senado. Cuente de esa vuelta. —Así, a primera vista, lo que recuerdo es una interpelación a un ministro que lo dio por tierra. Creo que lo hice polvo. Aunque pienso que no era demasiado difícil hacer polvo a los ministros de aquella época. —En la época de Pacheco hizo polvo a varios. —Sí, a varios. Pero eso, en definitiva, no se debe solamente al acierto del interpelante. Después de varias interpelaciones quedó claro que ni siquiera eran necesarios los votos para que el ministro cayera, porque realizada la denuncia en un ámbito prestigioso como era el Parlamento, el ministro caía. —¿Y de dónde sacaba usted tantos datos? ¿O los datos eran conocidos por todos, pero ocurría que usted simplemente los tomaba, y planteaba la interpelación? —No. Planteada la primera las otras fueron cada vez más fáciles. Porque la gente comenzó a canalizar sus informaciones hacia este senador que parecía utilizar bien los datos. Allí empezó para mí un trabajo tremendo. El de separar la paja del trigo. Porque también venía la calumnia, la denuncia sin fundamento, y también la cáscara de banana. Y cuando quise acordar, sin sentirlo, me había convertido en un dirigente político. —¿Volvamos a la primitiva pregunta. fundamentales de un dirigente político?

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¿Cuáles

son

las

condiciones

—Yo no sé bien. Creo que hay una mezcla muy curiosa. Coherencia de pensamiento. Capacidad física. Hay que tener una capacidad de trabajo superior a la normal. Este es un trabajo muy duro. Pero, además de todas estas cosas yo diría que... Mire, me cuesta mucho hablar de esto. Me van a tachar de vanidoso. —¿No es? —¿Vanidoso? —Sí. —Sí, sí, soy. Cierta cuota de vanidad tengo. Me lo reprochan y es verdad. Pero mejor no aparecer exagerando lo que puede ser, o es, un defecto. Porque usted dice que yo soy un líder político. Y luego me hace decir qué es un líder político. Es como si me estuviera describiendo a mí mismo. —Y es a usted que tiene que describir. A cuál otro líder conoce mejor que a usted. —¿Ve? Usted misma lo dice. —Hay que ser muy fuerte para poder ser objetivo consigo mismo. Sobre todo cuando se trata de decir lo bueno. —Ahora me quiere envolver como a un niño. “Esto es difícil de hacer. ¿Podrás tú?”. Está bien, está bien. Creo que un líder tiene que conocer a los hombres de una ojeada, saber reconocer sus capacidades y sus carencias, saber sopesar, evaluar. Algo muy importante también es la capacidad de comunicación. La cual se nutre, en gran medida, de factores emocionales. Fíjese que en estos países, y tal vez en todos, cuando el elector hace su elección se pronuncia, en principio, por una ideología. En esa etapa lo que predomina es la razón, la razón es la que elige el modelo de país que ese hombre quiere llevar a la práctica. Pero enseguida sobreviene una segunda etapa: cuando el individuo se da cuenta de que los versos son todos parecidos. Sobre todo en época electoral. Ahí, el hombre piensa: “A este le creo; a este otro no”. —Entonces todo termina en un acto de fe. —Sí. De allí la importancia de las personas en los partidos. Con Zelmar Michelini se podía estar de acuerdo o se podía discrepar, pero nadie que lo escuchara, y más, que lo viera, que viera sus ojos mientras hablaba, podía dudar de él. Uno podía estar de acuerdo o no, pero lo que no podía era no creerle. Y allí estaba uno de los secretos de su arrastre. —En su capacidad de convencer. —Que en última instancia está ligada a la autenticidad. La simulación en

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estas cosas dura poco.

LOS BLANCOS LLEGABAN A VOTAR A CABALLO —¿Qué cosas de su infancia le parecen fundamentales para lo que usted es hoy? —Yo nací en Nico Pérez. Aunque de Nico Pérez casi no tengo recuerdos porque mi padre era médico rural y muy pronto se fue a vivir a Melo. Y claro, algunas cosas de esa época me marcaron muy profundamente. ¿Usted sabía que Melo era totalmente blanco? Totalmente. —¿Quiere decir que no había ni un solo colorado? —Solamente los representantes del poder central. El director del liceo, el administrador de rentas, el Jefe de Policía, los gerentes de los bancos del Estado. —¿Y usted sintió eso como una contradicción? ¿Sintió que vivía en un departamento blanco que estaba mandado por colorados? —Yo no sentí aquello como una contradicción. Sentí que aquello era la sal de la vida. Porque... en cierto modo había allí una estructura política que venía de las guerras civiles. Yo nací en 1919, es decir catorce años después de la Guerra de 1904. Y recuerdo que a fines de la década del veinte las secciones suburbanas y aun rurales venían a la ciudad a votar en la misma forma que veinte años atrás habían ido a la guerra: a caballo. Con los jefes abanderados adelante y luego docenas y docenas de paisanos gritando “Viva el Partido Nacional”. ¿Sabe?, —dijo, y se detuvo un momento como si, para concitar mejor los recuerdos, debiera permanecer en silencio—. ¿Sabe? —Sí. ¿Qué? —Había un país allí. Un país vivo. El de los enfrentamientos civiles. Un día a mi madre se le ocurrió salir al balcón con un pulóver lacre. Vivíamos frente a la Plaza Municipal y aquello fue tomado como un pronunciamiento político. No sabe los esfuerzos que tuvo que hacer mi madre para borrar aquella impresión. Bueno, y todo esto que le cuento es un primer dato de cosas mamadas en mi infancia. Otra cosa importante fue ver a mi padre, al cual respetaba mucho. Lo admiraba creo. —¿Por qué lo admiraba? —Él era cirujano. Y yo lo veía, bajo sol o bajo tormenta, salir a caballo con

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todos sus equipos por aquellos andurriales, hacia el interior del departamento, a operar a alguien de urgencia. Y mi padre era muy nacionalista. De él recibí el fervor partidario. —Usted dice “Mi padre era muy nacionalista y de él recibí el fervor”. Contado así no parece una cosa seria. Hace pensar más en un cuadro de fútbol que en un partido político. Todo ese fervor tenía que ver con qué deseos, con qué necesidades, con qué proyectos. —No puedo mentir. En aquel momento ser blanco era casi solamente una emoción. —Una bandera sin contenido. —Una bandera con un enorme contenido emocional. En realidad era eso. O casi sólo eso. Porque, naturalmente estaba asociado a algunos ideales prestigiosos, que simultáneamente se nos inculcaban en la escuela. —¿En qué consistían? —En la escuela se nos enseñaba que nosotros vivíamos en un régimen de libertad. Que nuestro sistema político se alimentaba del sufragio libre. —¿Nunca aflojó su pasión partidaria la idea de que todas esas bellezas eran, en su mayoría, obra del partido gobernante? —En el hogar aprendíamos que el sufragio libre había sido conquistado por esos hombres que habíamos venido votando todos esos años. Porque en esa época se votaba seguido. —Usted aprendió, dice. ¿,Sigue creyendo que esa fue una conquista del Partido Nacional? —Claro. En la escuela batllista eso se contaba de cualquier modo. O mejor, se contaba un poco al revés. Pero mi padre nos había enseñado que esos ideales que regían nuestra patria eran consecuencia de los sacrificios del Partido Nacional. —¿Sigue pensando eso? —Sí, fervorosamente sigo creyendo en eso. Ya no, tal vez, en la forma en que mi padre lo contaba. Pero una vez adulto me puse a estudiar, a investigar y confirmé todo eso que creía de niño. —Cuénteme un poco sobre sus padres, su hogar de niño. —Crecí en un hogar muy unido. Donde se hablaba de todo lo que pasaba en el mundo. En una época en que eso no se estilaba, nosotros, los niños, hablábamos como los adultos a la hora de la mesa. —Podían exponer discrepancias.

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—Claro. Hablábamos, preguntábamos. Se nos respondía. Si discrepábamos podíamos exponer nuestra discrepancia. En mi casa se respiraba una atmósfera de gran cordialidad. —Eran dos hermanos. Usted el menor. Y además, según supe, aprendían alemán. Es casi misterioso eso de que dos chicos, en Melo, aprendieran alemán. Dos chicos descendientes de españoles, claro. —Que además eran muy rubios y saludaban juntando los tacos e inclinando rígidamente la cabeza, a la prusiana. —Qué extraño. —Sí. No es fácil de explicar. Pero yo creo que la explicación va por aquí: mi padre era cirujano, un buen cirujano en una época en que el centro mundial de la cirugía era Berlín. Y no París, como ocurrió más tarde. O los Estados Unidos, como ocurre hoy. Él concibió, entonces, una gran admiración por la cultura y la civilización alemana. Y resolvió que nosotros, los chicos, habláramos alemán en casa. Curiosamente por eso me llamo Wilson. —Pero Wilson es un nombre inglés. —Claro. Mi padre, en la guerra del 14, no creyó en aquel falso antagonismo de los imperios centrales oponiéndose a las democracias. —¿Y usted qué piensa de eso? —Pienso que realmente era un falso antagonismo. Él era partidario de los alemanes. Cuando los alemanes pierden la guerra él abriga la esperanza de que Alemania y su cultura, que él admiraba tanto, no fueran aplastadas. En el momento en que yo estoy naciendo, Wilson publica sus célebres puntos, que permitían esa esperanza. Me pone Wilson. Claro que la esperanza duró lo que un lirio. Pero el nombre ya estaba puesto. Aunque se arrepintió muy pronto, ya no había nada que hacer. —En definitiva, que su padre influyó mucho en su formación, en sus ideas. —En primer lugar mi padre y en segundo una maestra que curiosamente se llamaba Eccher, Celia Eccher de Blocona. Celia era la batllista más batllista que haya existido en el territorio nacional desde que somos nación. —Qué raro. Influyó sobre usted, tirándolo hacia el otro lado. —Era una maestra tan admirable. Tenía tal respeto por los niños que nos permitió elegir mostrándonos todas las cartas. —¿Qué cartas? —Todas. —Cuénteme cómo les mostró todas las cartas.

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—No nos planteó nunca una historia maniquea en que unos eran los buenos y otros los malos. Todos los hechos estaban allí, sobre la mesa. Las luchas de la independencia, los enfrentamientos civiles. Todo planteado con la más absoluta honradez. Ella planteaba y defendía con gran pasión su versión, la versión que de los hechos tenía su partido. Y cuando terminaba decía: “Pero los adversarios del batllismo sostienen que esto no es así”. Y allí nos daba la otra versión. —La Escuela Pública Uruguaya... No creo que haya habido en el mundo muchas escuelas así. —La escuela pública no era lo mejor del país. Era el país. El Uruguay era nuestra escuela. Yo fui a la escuela pública y al liceo público. Y fui porque eran los mejores. Porque si mi padre hubiera encontrado que había otra escuela que fuera mejor, a esa nos habría mandado. Aun cuando le hubiera costado un sacrificio. La instrucción pública era absolutamente admirable. —¿No cree que fue importante el hecho de que fuera una escuela laica? Las escuelas de los países que nos rodean, en esa misma época, no lo eran. Las de la Argentina, por ejemplo. —En la Argentina no lo eran en más de un sentido. Porque el propio nacionalismo que alimentó, no el orgullo, sino la vanidad nacional, es un atentado contra el laicismo. Y tal vez allí está una de las importantes causas de muchas de las desdichas de este país que nos es tan querido. —Una calle lleva en Melo el nombre de su padre: Francisco Ferreira. —Llevaba. La dictadura le cambió el nombre, cobrándose en el recuerdo de mi padre médico, bueno y muerto, el hecho de haber perpetuado un hijo que no estaba en una posición aceptable para la dictadura. Pequeñez, ordinariez de esta gente. En esa calle, cuyo nombre borraron, en una casa modesta, que aún hoy sobrevive, hay una placa a la memoria de mi padre suscrita por los pobres de Melo. Fue un hombre muy querido, que dejó en el ejercicio de su profesión, la mitad de su fortuna.

BRUM ESTABA EN LA PUERTA CON EL REVÓLVER EN LA MANO —¿Cuándo comenzó su vida política? —Cuando vinimos a Montevideo, estando en tercer año de liceo. Yo pondría allí el comienzo. Apenas había comenzado el curso cuando se produce el golpe de Estado de Terra. Prácticamente en la esquina del Liceo Rodó vimos morir a

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Brum. Porque Brum se mata en Río Branco entre Dieciocho y Colonia, a media cuadra de donde nosotros tomábamos el tranvía. Al pasar por su casa lo vimos de pie, en la puerta. Entonces bajamos y tomamos el tranvía que pasaba hacia el otro lado para volver a verlo. —Con el revólver en la mano. —Sí, con el revólver en la mano, rodeado de amigos y también de algún traidor. Como uno que ya tenía a su cargo uno de los ministerios de la dictadura ... pero, en fin... —Cuénteme más de esto. ¿Qué hacía Brum en la puerta? —No lo sé bien. Para nosotros el impacto emocional fue el de su gesto heroico. Estaba allí a la espera de los acontecimientos. Tal vez esperaba una respuesta popular que no llegó. Porque ese tipo de solidaridad llega, pero llega tarde. —¿Está pensando en algún episodio que le concierne? —No, pero es que es así. Mientras el otro se decide, mientras se tira al agua, ya pasó el tiempo y la ayuda llega tarde. Pasa eso en la vida. —Ustedes, entonces, alucinados con la escena. Un pedazo de historia en realidad. —En el ambiente estudiantil todas estas cosas eran muy intensas. —¿Cuáles eran las cosas que usted quería para el país en aquella época? —Había algunas cosas que ya veíamos entonces con bastante claridad. Aunque no le llamábamos antiimperialismo, eso vino más tarde, teníamos un fuerte sentimiento de afirmación, de repudio a la intervención extraña. —Lo importante es distinguir si se trataba de un confuso sentimiento de orgullo frente a lo extranjero o si ya veía los daños concretos de la intervención extranjera. —No lo sé, no recuerdo si ya tenía claro los daños concretos, pero me parece que era importante el tener un sentimiento de valorización nacional frente a aquel sentimiento de valorización de lo extranjero que nos venía de todas partes. De todo lo que era cultura. Uruguay era un país que miraba más hacia afuera que hacia adentro. A mí nunca nadie me enseñó historia nacional. —Salvo aquella maestra, Celia Eccher. —Sí, salvo ella. Pero por mejor que fuera se trataba de una historia para niños. Yo pasé por todo el secundario y el terciario sin que nadie me enseñara historia de verdad. ¿Cuántos son los uruguayos que pasaron de las guerras de la independencia? Son muy pocos. Muy pocos. En cambio somos muchos los que fuimos expertos en la Tercera República francesa. Y yo sigo siéndolo, creo,

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un experto en la Tercera República francesa. Curioso, ¿no? —Sí, muy curioso ¿Habrá alguien hablado de Sandino, cuando Sandino murió? —Herrera, en la primera página de su diario, con grandes letras. Con todas las discrepancias que se pueden tener con el viejo en política nacional, nadie puede negar que tenía una visión latinoamericanista y nacional, las dos cosas a la vez, de gran intensidad, de gran fuerza. Si hoy no tenemos en el país bases norteamericanas se lo debemos a Herrera. Herrera libró en el 14 y en el 39 una batalla que fue casi una guerra civil, para impedir que se establecieran bases que se decía eran provisorias. Pero ya sabemos cómo es eso. Nunca son provisorias. —¿En qué cosas concretas se veía en esa época la influencia del imperialismo? —En nada, fíjese qué curioso. En nada. Para un habitante de Nicaragua el imperialismo está basado en datos concretos, para un uruguayo no. Para un uruguayo los americanos eran los buenos de la película, los héroes. Y entonces es aleccionador averiguar por qué razón, siendo así, había aquí un sentimiento de repulsa bastante intenso, a pesar de que la agresión económica no se veía. —También ocurre que, en casi toda la primera mitad del siglo, la agresión era sobre todo inglesa. —Claro. Aún hoy, la agresión económica más visible viene de Europa. Porque es hacia Europa que nuestro comercio está orientado. Lo que tenemos con Estados Unidos son las líneas de crédito, —dijo, y quedó pensativo. —¿En qué se quedó pensando? —En Haya de la Torre. Yo, mi generación, tuvimos una gran admiración por Haya de la Torre. —Es extraño, pero yo recuerdo a Haya de la Torre como a un divagante. ¿Fue realmente importante su aporte? —Sí, sí, claro. Lo que pasa es que vivió mucho tiempo, demasiado tiempo. Y entonces el recuerdo está borroneado por un Haya excesivamente viejo y gastado en enfrentamientos políticos frustrantes. Pero Haya alimentó las emociones de toda una generación de latinoamericanos. Haya fue el primero que mostró el absurdo de aquel principio marxista que decía que las infraestructuras económicas determinaban las superestructuras ideológicas y culturales. —¿Por qué eso era absurdo? —Porque en el caso de Latinoamérica esto no era así. Él lo hizo ver al decir que nosotros, con una infraestructura colonial, que era la nuestra, teníamos

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una superestructura que era importada. Y esa errónea interpretación siguió. Antes del golpe había una tendencia de algunos economistas uruguayos a entenderlo todo a la luz de un marxismo que considero mal interpretado. —Deme algún ejemplo. —Un ejemplo es lo que se consideraba como la plusvalía, que en un establecimiento de ganadería intensiva se expropiaba a un peón. Eran millones de dólares, lo cual es absurdo. Fernando González Guyer fue el primero en señalar el error en que se caía. Su teoría me pareció de un gran acierto. ¿Dónde había empezado todo esto? —En Haya de la Torre. —Claro, claro, Haya nos impresionó mucho con su visión tan adecuada a nuestra realidad. Aunque en esa época también empezaba a pesar la influencia de Carlos Quijano que tenía su agrupación Demócrata Social dentro del Partido Nacional. —Y que yo creo siguió teniendo más tarde parte de su corazoncito puesto allí. —Algo más que su corazoncito. No hay que olvidar que cuando la fracción que se ha ido del Partido Blanco decide votar, deberá hacerlo bajo el nombre Partido Nacionalista Independiente. Ahí Quijano se va diciendo: “Nada podrá obligarme a votar fuera del glorioso nombre de Partido Nacional”. Creo que hay en esta actitud una posición afectiva. Sentimental. Quijano no se va del Partido en un gesto de hostilidad. Yo diría que se va más bien en una actitud de amor. Yo querría, además, recordar la relación que Carlos Quijano tuvo con Haya de la Torre. Ellos se conocieron en París y sé que no simpatizaron, que la relación entre ellos fue mala. —Yo insisto en mi recuerdo de Haya como un gran charlatán. Un hombre pomposo. Conociendo a Quijano es fácil imaginar lo insufrible que le podía resultar este estilo de persona. Aun cuando no estuviera contra sus ideas. —Bueno, Haya era un orador, pero no hay que olvidar que estuvo en una embajada diez años, diez años en un cuarto, exiliado de la dictadura. Pero es admirable que después de este largo encierro haya salido con energía y lucidez. Durante todos esos años el cumpleaños de Haya concitaba grandes multitudes en lo que llamaban día de la lealtad. Y este triunfo de hoy, de Alan García, es el triunfo final de Haya muerto, el cual nunca pudo acceder al poder por la hostilidad del aparato militar peruano que lo consideraba su enemigo.

¡QUÉ IBA A SER NAZI HERRERA! 18

—Cuénteme un poco de su relación con Luis Alberto de Herrera. —Yo no conocí a Herrera. Nunca en mi vida lo vi. Ni de cerca ni de lejos. Nunca tuve oportunidad de conocerlo. No sé por qué razón, pero lo cierto es que nunca. Yo venía de la otra vertiente. El murió en el 59 a los cuatro o cinco meses de la victoria blanca. Y allí lo vi por primera vez. —Quiere decir que lo vio ya muerto. —Claro, cuando lo llevaron al Palacio Legislativo. —Cuénteme cómo fue eso. —El ataúd llegó al Palacio Legislativo en hombros de una multitud desordenada que gritaba a voz en cuello ¡Herrera! ¡Herrera! Alguien que venía a mi lado, un herrerista, dijo que esa era una falta de respeto. Yo me indigné y le dije: “Cómo puede decir eso. Le están gritando como le gritaban en vida”. —¿Qué sintió en ese momento? —Sentí que debajo de ese hombre tan polémico, y tan difícil, del que me separaban tantas cosas había algo muy importante que yo nunca había visto. —¿Qué cosas concretas lo habían separado de él? —Muchos episodios de la vida política. La dictadura de Terra de la cual había estado tan en contra. Pero este hombre ... este hombre. —Allí tal vez empezó un proceso de revisionismo. —Yo empecé a descubrir que lo que nos separaba de Herrera era sobre todo episódico, anecdótico. Y recapacité sobre un hecho muy curioso. Nuestro pequeño partido, el Nacionalista Independiente, tenía cumbres intelectuales, figuras de primerísima agua en la vida del país, pero tenía cada vez menos votos mientras Herrera tenía cada vez más. —¿Qué dice sobre esa teoría de que era una especie de viejo Vizcacha: hábil y astuto más que inteligente? —Era habilidoso, pícaro. Se complacía en el juego político pequeño, pero una vez Gilmet dijo en la Cámara, en un bonito discurso, que hay hombres que como ríos a veces recorren caminos sinuosos y parecen volver a las fuentes, pero siempre terminan en el mar. Y esto creo que es lo importante. No las pequeñas cosas que algunos recuerdan, a veces, hasta la exageración. Lo importante en Herrera es su mensaje de afirmación nacional. Cuando uno piensa que Herrera enfrentó la acusación de nazi durante la guerra porque se opuso a la instalación de bases americanas en el territorio nacional. —“A la cárcel con Herrera era la consigna”. Bueno, era nazi, ¿no? —Qué iba a ser. No era, no. Y fíjese que poco después estalla la guerra de

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Corea y Herrera está con los coreanos del norte. Y esta posición nadie podía apoyarla en el Uruguay. Por cálculo no podía. —No, porque a Corea del Sur le mandábamos frazadas y carne. Yo creo que en aquellos años poca gente se planteaba con quién estábamos. Esa guerra resultaba muy lejana. —Nosotros le vendíamos a las fuerzas de las Naciones Unidas que, además, tal vez tenían razón. Pero Herrera tenía un rechazo obsesivo por la intervención imperial. —Es curioso esto que dice si pensamos en su anglofilia. Sobre todo si pensamos que Inglaterra fue nuestra metrópoli por casi cien años. —Esto hay que verlo un poco por el lado de los antecedentes familiares. Era descendiente de ingleses y protestantes. Esto puede explicar la singularidad de su visión en algunos problemas. —¿Qué habría pasado si Herrera hubiera estado vivo durante la guerra de las Malvinas? —Hubiera estado con la Argentina, no tengo dudas. Es decir, el que fueran los ingleses los que estaban del otro lado no habría pesado en su decisión. —¿Y usted? ¿Cuál fue su posición en ese problema? —Qué difícil, qué difícil. Claro que quiero que las Malvinas vuelvan a su verdadero dueño. Pero un triunfo militar argentino nos habría condenado a argentinos y uruguayos a medio siglo de dictadura. Hubo, al respecto, dos episodios que me horrorizaron. Uno fue ver una Plaza de Mayo repleta de gente aclamando a Galtieri como a su amigo. Me provocó espanto. —No se olvide que durante el Mundial de Fútbol aclamaron a Rafael Videla. —Es terrible. Qué frágil memoria tenemos. —Si no fuera así, qué difícil vivir. Pero siga con los dos episodios que lo horrorizaron. —El otro episodio fue ver a gran parte del elenco político argentino trasladándose a las Malvinas para presenciar la posesión del cargo de gobernador a un individuo que era un torturador conocido. Yo sentía que la Argentina tenía razón, pero no deseaba entonces, ni desearé mientras viva, ni en la Argentina, ni en ningún lugar de la tierra, el triunfo de una dictadura. —¿Qué cree que diría Herrera de Nicaragua si estuviera vivo? —Estaría muy orgulloso de que un país tan pequeño y pobre estuviera enjuiciando la actitud de los Estados Unidos y denunciándola. —Seguramente usted tiene razón y la actitud de Herrera fue decididamente

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antiimperial. Pero de cualquier manera creo que hay otras cosas importantes que se le pueden reprochar a Herrera. Creo que nunca tuvo la actitud abierta y sensible que tuvo José Batlle frente a los problemas sociales. —Ahí está uno de los grandes errores que han hecho camino en este país. ¿Usted sabe que durante el unicato batllista que va de 1903 a 1919 sólo se promulgaron cuatro leyes de carácter social?: la ley de prevención de accidentes de trabajo cuya iniciativa estaba ya incluida en el Proyecto Herrera - Roxlo, que nunca fue tratado por la mayoría colorada; la ley de 1915 sobre jornada laboral cuya iniciativa también aparece en el Proyecto Herrera - Roxlo; la ley del 19 de marzo de 1918 prohibiendo el trabajo nocturno en las panaderías; y la “ley de la silla” del 19 de julio de 1918. Es ridículo entonces hablar de la gran legislación social batllista porque los proyectos más importantes tuvieron su iniciativa en el Partido Blanco. Escuche lo que le digo, escuche cómo comenzaba el Proyecto Roxlo - Herrera: “Las huelgas no son una causa, son un efecto”, ¿qué le parece? —dijo Wilson con un aire de triunfo. —Me parece bastante sorprendente. —Y luego dice: “Hemos tratado de dirigirnos contra las causas de la huelga que reconocemos son un derecho”. Lo que pasa es que tenemos una historia elaborada al servicio del gobierno. Y es bastante natural, porque un gobierno que maneja la cosa pública durante un siglo, también escribe la historia.

HAY SECTORES CUYOS INTERESES COINCIDEN CON LOS IMPERIALES —Volviendo a la actitud antiimperial de qué sentido usted continúa en esa línea? —Nuestra permanente independiente.

respuesta

es

la

de

mantener

una

política

—¿De qué manera? ¿Es posible mantener una política independiente al tiempo que se recorre al Fondo Monetario Internacional con todo lo que esto implica? —Los países para sobrevivir necesitan créditos. Si no disponemos del aval del Fondo para determinadas soluciones quedaremos absolutamente excluidos de las líneas de comercio externo. Lo que podemos exigir es una actitud seria, que se resista a todas las imposiciones. —Es casi imposible conseguir dinero y a un mismo tiempo resistirse a todas las imposiciones.

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—Verá que no. El Fondo exige abatir los déficits presupuestales. El problema es ver cómo se hace esto. Es obvio que el déficit presupuestal trae de la mano a la inflación. Un tipo trágico de inflación, además. Inflación con encogimiento. Lo recomiende el Fondo o no, es claro que nosotros debemos disminuir la inflación, la cosa es de qué manera hacerlo, y las maneras son sólo dos. Por un lado disminuir los gastos públicos y por otro aumentar los impuestos. En cuanto a lo primero, lo real es que debemos saber por dónde hay que cortar. Lo que sabemos es que no podemos dar el corte en un lugar que signifique disminución de los programas sociales ni por un lugar que signifique disminución de la presencia del Estado en lugares vitales de la economía. En ese caso tendríamos que decir no a las pretensiones del Fondo. En cambio, si los cortes pueden recaer sobre gastos militares decimos sí. Porque en ese caso nuestros intereses nacionales no se verían distorsionados por los intereses del Fondo. —Esto parece más fácil, o posible, que el aumento de los impuestos. —Sí, porque el aumento de impuestos, por lo menos en nuestro país, donde los impuestos son ya bastante injustos, significará aumentar progresivamente la injusticia. —Eso depende. Depende de qué se grave y cómo se grave. —Sí, claro. Pero para eso, en el Uruguay, hay que ir a una profunda reforma tributaria que permita sacar más a los que pueden pagar. Hoy es al revés. Es decir los impuestos no tienen en cuenta la capacidad contributiva de cada uno. —¿El impuesto a la renta, por ejemplo? —El impuesto a la renta conserva de tal sólo el nombre. Hay que establecer un real impuesto a la renta con altas tasas de progresividad. —Me imagino que los que tienen buenas rentas tienen ya sus sistemas que permiten engañar al fisco, como tienen ya todo previsto para convertir la moneda y luego sacarla del país. —Desgraciadamente los que mandaron dólares a Suiza van a seguir sin sufrir. —Piensa que no se puede hacer nada. —Es muy difícil cazar a los pájaros después que volaron. Lo que hay que hacer es cerrar la puerta de la jaula para que, por lo menos, eso no siga ocurriendo. —¿Realmente no se puede hacer nada? —El problema es muy complejo porque toda nuestra economía ha privilegiado al depositante sobre el empresario que trabaja. No ha habido negocio mayor que colocar dinero a interés. En dólares, claro.

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—¿Usted no cree que esta situación ha sido impuesta por el Fondo Monetario Internacional? —El Fondo no tiene por qué imponer lo que aquellos a quienes se les impone están ávidos por implantar. Los intereses de un sector de nuestra sociedad no coinciden con los intereses nacionales sino con los de las potencias imperiales. Hace poco una misión del gobierno uruguayo fue informada por banqueros alemanes de que los depósitos de uruguayos en Alemania supera la cifra de lo que Uruguay debe a Alemania. Es trágico. —Y vergonzoso. —Es la consecuencia ineludible de un sistema que funcionó privilegiando ese tipo de operaciones.

NO FUE UN PECADO, FUE UN ERROR —Hablemos un poco de la Ley de Seguridad del Estado que usted votó en una mañana aciaga. Ese fue un pecado que pocos le perdonan. —No un pecado. Fue un error. Y lo he dicho públicamente. Claro que lo fue. Nunca debimos autorizar a los militares a juzgar civiles. Pero es muy fácil escribir la historia cuando se conocen los resultados. Hay que situarse en el momento en que todo eso ocurrió. En ese momento nos estábamos jugando la estabilidad institucional del país. El golpe ya amenazaba, en un país cuya clase predominante, la clase media, tenía como valor incambiable la seguridad. Era doloroso, pero para el uruguayo medio, la tranquilidad se había transformado en algo más importante que la libertad. En ese momento, de aventurerismo guerrillero, ocurrió un episodio que nadie puede desconocer y que nos hizo mucho daño. —¿Se refiere a la muerte de los cuatro soldados en el jeep? —Sí. El país estaba conmovido. El cuerpo social sentía que el aparato normal de la justicia no funcionaba adecuadamente. Y se produjo entonces el voto de esta ley que el gobierno podía haber sacado solo, sin nuestro apoyo. Nuestro voto a favor no alteraba la solución del problema, en cambio nos permitía introducir algunas mejoras, algunas garantías en un mecanismo que era riesgoso para la libertad. Y eso hicimos. A la ley, que de cualquier manera salía, le agregamos cosas que eran realmente importantes. —¿La posibilidad de apelar los actos de procedimiento ante la justicia civil, por ejemplo? ¿Esa disposición es suya?

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—Claro. Además, otra cosa. No hay que atribuirle a la ley lo que nada tiene que ver con ella. Ninguna ley autorizó jamás a torturar, ni a sustraer los detenidos a la justicia, ni a negarles la posibilidad de nombrar sus defensores. Aquí hubo una terrible violación de la ley. —Pero es que la acusación contra usted no viene después de todos esos hechos. Viene a renglón seguido de la aprobación de la ley. Y allí una gran parte de la población se las tomó con usted. Porque tal vez de usted esperaba algo diferente. —No tan gran parte de la población. No tan gran parte. No, m’hija. La gente es mucho más sensata que eso que usted está diciendo. No hay que confundir a la población con un pequeño grupo de intérpretes autodesignados de la opinión pública. No fue así, no es así. En aquel momento la población, mayoritariamente, se habría pronunciado por medidas negatorias de la libertad, porque ese era el estado público en aquel momento. —Usted defiende su conducta en aquellos días pero le diré por qué no tiene mucha defensa: porque para ese entonces ya habían mostrado las fuerzas del orden lo que eran capaces de hacer. Pero hoy la pregunta tal vez deba ser otra, ¿qué haría si pudiera volver atrás? —Hoy, mirado aquel acto a la luz de lo que vino luego, digo, y lo he repetido en el mundo entero, fue un error. Pero, ¿quién no ha cometido errores? —Es verdad. Lo que pasa es que un hombre público está condenado a pagar más caro sus errores que el resto de los mortales. —Todos cometimos errores en aquel momento. Todo el sistema político uruguayo que no advirtió lo que se venía encima, con suficiente antelación. Y cuando lo advirtió no lo enfrentó con coherencia. Y a esto hay que añadir la irresponsabilidad de aquéllos que hicieron foquismo destructivo, saliendo a asesinar soldados de 18 años. Y la responsabilidad de aquellas Asambleas Generales en que se ponía exclusivamente el acento en los excesos estatales pero no se decía ni una palabra de lo otro. Los errores fueron muchos y de todos lados. Y si no fuera así no se habría producido el golpe. Esa responsabilidad es de todos, no sólo de los que lo llevaron a cabo. Porque se vivía ya un régimen de subversión contra la Constitución. El cual le daba los argumentos al Ejecutivo para mantener el estado de excepción “porque no contaba con otros instrumentos legales”. El chantaje funcionó por ese lado “o votan ustedes la Ley de Seguridad del Estado o continúa el estado de guerra interno y las Medidas Prontas de Seguridad”. A muchos les pareció que había que pagar ese duro precio. Máxime cuando la ley podía ser aprobada por el Poder Ejecutivo con su sola fuerza. Pareció el precio para el levantamiento del estado de excepción.

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—Cosa que el Ejecutivo no hizo. —Sí, claro, cosa que no hizo. Obtuvo la ley pero siguió con el estado de excepción. Y ahí... ahí ya estábamos prácticamente en plena dictadura. Y finalmente tenemos el episodio de Erro en que yo diría que el Parlamento actuó con un enorme sentido de la dignidad. En que salvó históricamente su prestigio. El Parlamento sabía que oponerse al desafuero de Erro significaba su disolución. Y conscientemente adoptó una actitud: “Es preferible la disolución, a un Parlamento que no merezca ser defendido”. —Hay algo que me sorprende, no sé, tal vez lo dijo en el calor que produce todo este tema. Usted dijo que la dictadura fue la consecuencia de una sucesión de errores. Como si hubiera sido posible implementar en el Parlamento una conducta que la impidiera. —Yo diría que en el Uruguay se hacía más difícil que en otros lados la implantación de una dictadura. Sólo eso. Ahora, es verdad que el Uruguay tuvo una mala suerte histórica tremenda. —¿Se refiere a la muerte de Gestido? —Y al acceso de Pacheco Areco a la presidencia. Un Pacheco engrandecido que contrariando toda la tradición anterior ensaya la carta de la reelección. Sabiendo a un mismo tiempo que no tiene posibilidades de que ésta se apruebe y poniendo en el lugar que él habría querido para sí a un sujeto desdibujado, desprovisto totalmente de prestigio político. Al cual eligen justamente por eso. Por oscuro, por borroso. Por carecer de referencia política, puesto que había militado en todos los partidos políticos del país. —Partido Colorado, Partido Nacional, Chicotacismo y otra vez Partido Colorado. —Sí, un hombre que, como todos los frustrados, los incapaces, los complejeados no puede manejarse ni manejar nada si no es dentro de un sistema rígido. Así, apenas llega, da un golpe de Estado, El batllismo con su gran experiencia de casi cien años de gobierno había creadlo mecanismos que aseguraban la primacía del poder civil. —¿En qué consistían esos mecanismos? —Una policía tan fuerte como el ejército. Yo me atrevería a decir que más fuerte que el ejército. Entonces, para el primer impacto de un motín, había dos cuerpos fuertemente armados, fuertemente militarizados. Esto permitía un gran equilibrio de fuerzas. Pero lo primero que hace Bordaberry una vez en el gobierno es anunciar que la policía desde ese momento es confiada al ejército... Y así designa coroneles en la totalidad de las jefaturas de policía de la República, con la sola excepción de Artigas donde designa a un civil. Así destruye este importante factor de equilibrio de fuerzas que era la policía

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frente al ejército. —Al mismo tiempo renuncia a los derechos que la ley da al Poder Ejecutivo frente al ejército. —Claro, porque Bordaberry se apresura a decir que la calidad de Comandante en Jefe que la Constitución le asigna al Presidente de la República es una intervención del poder político en la vida militar. Una potestad indebida. En adelante será el propio ejército el que designe sus mandos. Así fueron creadas las condiciones que hicieron al golpe inevitable. —Tal vez tenía miedo de gobernar. Lo que hizo fue pasar le el mando u otro, otros. —Él creyó que podía darle poder al ejército y conservar el mando en su condición de civil. Creyó que podría poner el ejército a su servicio personal. —Así le fue. ¿Cómo explica todo el fenómeno Bordaberry? —Creo que los factores más importantes fueron allí factores personales de los cuales el más grande es su mediocridad. Yo creo, además, que el gobierno generó en Bordaberry una gran frustración. ¿Quiere que le diga una cosa? Yo creo que Bordaberry nunca perdonó al Uruguay el proceso electoral que lo llevó a Presidente. —Y no podía ser de otra manera. La gente no lo votó a él, votó a Pacheco. —Él sabía que no era candidato de nadie. Y concurría a asambleas en que la gente vivaba a otro, aplaudía el discurso de otro. —La mayoría de la gente, o un gran número, creía que votaba a Pacheco. Y él tenía que saberlo. —Todo esto lo amargó mucho. —¿Usted lo sabe o lo supone? —Bueno.. yo lo sé. Porque conozco a ese señor del Parlamento. Él fue parlamentario. Y yo pienso que debe odiar al Parlamento. Porque un hombre que estuvo en el Senado, sentado en un escaño durante dos años y nunca se atrevió a abrir la boca... —Eso tiene que engendrar rencor, resentimiento. —Yo creo que este hombre odiaba el aparato institucional. —Es muy peligrosa la mediocridad. —Hay ocasiones en que la inteligencia es casi un deber moral, —dijo y quedó una vez más, como otras, callado, con la cabeza inclinada hacia la izquierda, la mirada perdida en quién sabe qué pensamientos, y sus labios esbozando

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apenas un ensayo de sonrisa. Finalmente dijo—: Qué mala suerte tuvimos. Yo creo que la Historia habría tomado otro derrotero si no hubiera muerto Gestido, si Pacheco no hubiese llegado al poder. —El cual le abrió la apetencia de más poder. —Lo cual lo llevó a querer preservar su herencia confiando la administración a un albacea borroso que lo único que hizo fue dilapidársela. Entonces tenemos que entre estos hechos internos, y poderosos factores externos, llegamos a lo que llegamos. —Bueno, esperaba esto: los hechos internos. El azar no podía explicarlo todo. —Lo interno no fue sólo el azar, claro. También hubo aquí una guerrilla. Poco numerosa pero bastante eficaz. —Que ya estaba bastante desbaratada en el momento del golpe. —Sí, en el libro “Las Fuerzas Armadas al pueblo oriental” publicado siete meses antes del golpe, las Fuerzas Armadas declararon que habían aplastado para siempre a la guerrilla. Y además, para comprender todo esto, hay que recordar el hecho del enorme parecido que empieza a darse entre los partidos tradicionales. Borroneados los recuerdos de la Guerra Civil, el Uruguay empezó una etapa civilista que creía definitiva. Se va estableciendo un modo de vida muy civilizado, nutrido con un ritmo aldeano de vida. Porque vivimos en un país muy chico y los dirigentes se conocen unos a otros personalmente, lo cual da un nivel muy aceptable a la vida política uruguaya. Yo creo, además que el hecho mismo de que los grandes partidos políticos no tuvieran una gran coherencia ideológica, y por lo tanto, cada uno encontrara en el adversario tradicional alguna gente con la que se sentía más próximo que con algunos compañeros de partido contribuyó a quitarle al Uruguay la dureza de enfrentamiento que en otros países condujo a guerras civiles. —¿Quiere decir que, en definitiva, esa falsa oposición profunda fue algo positivo? —Y lo es realmente. —Sin embargo esta situación dio origen a algunos tremendos episodios. El de la caravana rosada, por ejemplo. —Eso fue un invento. Yo presencié el paso de esa caravana el día antes de las elecciones. Era una caravana colorada con cuatro autos del Partido Nacional. Y luego supimos algo más. Que dos de aquellos cuatro autos eran pachequistas que habían solicitado distintivos nuestros para exhibir. Además, el día en que la caravana se realizó, las radios, durante toda la tarde, propagaron una exhortación mía personal a no concurrir a aquel mamarracho.

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—¿Usted no piensa que hubo y sigue habiendo una parte del Partido Nacional que se encontraría mucho mejor contenida en el Partido Colorado que en el Nacional? —Tanto que en las últimas elecciones votó a Sanguinetti. Eso es muy claro. Nosotros hemos homogeneizado a nuestro partido, simplemente. Y los que discrepaban con nuestra posición se fueron.

EL PARTIDO NACIONAL ES FIEL A SU HISTORIA —¿Cuál piensa que es la base social del Partido Nacional? Porque creo que se ha modificado en estos años. —Yo creo que en el Partido lo único que pasó es que es fiel a su historia. Es muy curioso. Hay gente que cree que ha habido un cambio. Que se han introducido novedades. —¿Y si fuera así? —Y si fuera así, tal vez nos habríamos transformado en otro partido. Pero no es así. Las circunstancias históricas cambiaron. Estas circunstancias históricas diferentes fueron enfrentadas con soluciones diferentes. ¡Gracias a Dios! Lo importante es saber si esas soluciones siguen siendo fieles a la base histórica y a la orientación ideológica fundamental. Pero que esas soluciones no pueden ser el calco de las de hace quince o veinte años es claro que no pueden. Una fuerza política que no se adecua a los nuevos problemas no merece existir. Está condenada a congelarse. —Usted habla de la base ideológica fundamental. Sería ... —Nuestra afirmación nacionalista. De la cual se deriva nuestra actitud antiimperialista muy definida, y nuestra actitud latinoamericanista. Y en lo interno una aspiración de justicia social. Porque el país no es nacional si es de pocos y si distribuye injustamente sus riquezas. —Quiere decir que ambas cosas están ligadas. —Son lo mismo. Queremos un país que sea nacional, es decir, que no sea dependiente. Que pueda manejar su destino por su propia cuenta. Pero paralelamente y por eso, queremos un país donde la riqueza se distribuya con justicia. Cosa que consideramos insoslayable aun pensando fríamente en el indispensable equilibrio social interno. —Yendo un poco hacia atrás, ¿cómo se explica que Oribe haya llamado a los porteños durante el Sitio de Montevideo?

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—El solo hecho de que usted me pregunte eso ya demuestra que la historia, en este país, se ha ido contando al revés. Es otra pregunta que hay que hacerse: ¿Cómo es posible que en Montevideo hayan estado encerrados, dentro de sus murallas, muchos más extranjeros que nacionales? Montevideo fue una plaza ocupada por extranjeros: franceses e italianos. Lo de afuera del sitio era lo nacional. Era 1885, no 1985. Oribe, que había sido presidente constitucional, vivía aún la etapa del federalismo artiguista. No había, lógicamente, la conciencia de la nacionalidad independiente —dijo, y creo que olvidó que lo estaban entrevistando. Se había enojado. El enojo se le veía en las cejas, muy juntas, y en los largos pasos con que atravesaba el escritorio de lado a lado. Hoy, escuchando sus palabras en el grabador, se oye su voz que va y viene, que se pierde y reaparece. Durante cinco o diez minutos su pensamiento saltó de un lado a otro sin un hilo conductor visible. Habló de Andrés Lamas, cuya vida es una lección de historia, de los nombres de las calles que cambian con los gobernantes; de la pequeñez y la mediocridad de esta conducta. Habló del edificio donde funciona la Suprema Corte de Justicia, una casa particular de horroroso gusto. De cómo a la historia la cuentan los vencedores. Y de cómo los países como las personas deben conocerse a sí mismos si quieren crecer. Y luego, largamente, del Palacio Legislativo, el palacio de las leyes, el único verdadero palacio que tenemos, que costó la mitad de las exportaciones de un año, que es un monumento que la clase media levantó a los valores nacionales, la forma que ésta encontró de explicar el Uruguay a los europeos. Y luego, imposible saber cómo porque la voz se hace inaudible, volvió a Oribe, principio de la larga y apasionada asociación. Oribe, que significó el respeto a la ley, la vida austera—. Una existencia consagrada a los mejores valores nacionales — dijo, y quedó mirando la calle a través de la ventana. —¿Está enojado conmigo? Se volvió y me miró. Era como si acabara de despertarse y se preguntara qué estaba haciendo esa mujer allí. Volví a preguntarle: ¿,Está enojado conmigo? —Pero no. Claro que no. ¿Parezco enojado? Me fui. Salí de acá un momento. Las realidades son múltiples. Infinitas. Y usted tocó un punto... —Un punto que le duele. —Sí, me duele que los uruguayos no hayamos aprendido una historia menos parcial. —Dentro de doscientos años tal vez. —¡¿Tanto habrá que esperar?! —dijo, con la que él sabe, es su mejor sonrisa.

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NUESTRA OPOSICIÓN ACERCÓ EL PARTIDO A SUS FUENTES —¿A qué atribuye el triunfo del Partido Nacional en el 58? —Yo creo que más que una victoria del Partido Nacional fue una derrota del Partido Colorado. El Uruguay se cansó, en un sentido subjetivo, de la intromisión del aparato gubernativo en la regulación de la vida económica del país. —Usted dice “en un sentido subjetivo”, ¿no en un sentido económico? —Creo que todo se sumó. Desde el punto de vista económico no estaba resultando, pero además cundió la sensación de que tanto la riqueza como la pobreza dependían de las decisiones concretas del gobierno, lo cual creó un clima tremendo desde la Universidad al campo. —¿Usted no cree que fue más importante el fin de los embarques a Corea, que eso disminuyó las entradas y trajo malestar? Malestar contra el partido gobernante, claro. —Sí, es verdad. Ese es un riesgo que corren los que gobiernan. Pero, además, en el caso concreto tomó cuerpo la sensación de que el país estaba gobernado por una burocracia. Una burocracia que no siempre atendía al interés general. El país votó con esa convicción. —En ese momento Herrera se alió con Chicotazo. —Alianza que tiene ciertas características. En primer lugar que la finalidad de la alianza no es derrotar al Partido Colorado sino triunfar en la interna del Partido Nacional, a la cual siempre le asignó una enorme trascendencia. —¿Usted cree realmente que no tenía también la finalidad de triunfar sobre los colorados? —No. El Partido Nacional no pensaba en ese momento en un triunfo sobre el Partido Colorado. Estaba tan habituado a esa maldición histórica de que nunca se alcanzaba el poder que el triunfo lo sorprendió. Pero la alianza ya estaba tejida. Y eso produjo dificultades. —Creo que los chicotacistas no se sentían sapos de otro pozo. Se sentían blancos. —Sí, eso es verdad, por lo menos hasta hace poco. Ahora, lo curioso es que el chicotacismo introdujo en el Partido Nacional un interés por el campo difícil de explicar, pero al cual había que atender. En esa especie de entelequia creada por el chicotacismo aparecen mezclados y sin definición intereses totalmente contrapuestos. Patrones, peones, latifundistas, minifundistas, invernadores,

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criadores, agricultores. —¿El campo pasa a ser un objetivo? ¿El campo como algo contrapuesto a la ciudad? —Sí, el campo como un punto de atención, de atracción, de interés, pero siempre tomado como un conjunto. —Volviendo al ascenso del Partido Blanco al poder. —Gobierna dos años y lo trae abajo las dificultades económicas. Ningún partido sobrevive a las dificultades del comercio exterior. —¿Cómo incidió en el Partido Blanco el contacto con el poder? Porque después de cien años esa modificación en los roles de ambos partidos tiene que haber traído consecuencias. —Yo elaboré una teoría sobre esto. Después de tantos años de estar un partido en el gobierno y el otro en la oposición es como si se hubieran desnorteado en cuanto a su identidad. El Partido Colorado parece como que dejó de ser un partido para transformarse en el nombre de un gobierno. Por otro lado el Partido Blanco, o varios sectores del Partido Blanco, empezaron a pensar, o empezaron a hacer las cosas como si pensaran que para disputarle el poder al Partido Colorado había que parecerse a él. Hacer las cosas que el otro hace. Llega un momento en que las diferencias ideológicas entre ambos partidos desaparecen. Es recién en los años 70 que los dos partidos comenzaron a reencontrarse, de cierto modo, con su carril histórico. Yo creo que la aparición de nosotros dentro del Partido Nacional fue un reencuentro del Partido con las fuentes y, al mismo tiempo, un acercamiento a tendencias renovadoras. —De cualquier modo hay algunas duras críticas a su partido de esa época, y a usted como conductor. —Y sí. —Ruptura de relaciones con Cuba, por ejemplo. —Bueno, en cuanto a eso yo creo que ya es hora de que se relate la historia tal como fue; cosa que nunca se hizo, yo creo que por pudor nacional. El gobierno impartió instrucciones a su representante en la OEA para que no votara la exclusión de Cuba. Esa orden no fue obedecida y el voto no coincidió con las instrucciones del gobierno. —Y el voto es irreversible. —Exactamente. —¿Qué era concretamente lo que el Consejo Nacional de Gobierno había ordenado a su representante? 31

—Abstenerse. Que era una manera de impedir que se obtuviera el número de votos necesarios para la expulsión. —¿Por qué abstenerse y no votar en contra, directamente? —El poder del imperio era muy grande, pesaba mucho sobre el Consejo. —¿Y eso nunca fue recriminado? —Fue recriminado. Pero creo que todos los integrantes del Consejo coincidieron en el sentido de que se trataba de un episodio desdichado, un episodio que dañaba la imagen del país. Creo que tanto blancos como colorados pensaron que, para el honor del país, era mejor no levantar un escándalo. —Un escándalo que habría mostrado una de nuestras caras, la de país bananero.

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Wilson Ferreira Aldunate a los 8 años en la casa familiar de Melo.

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Wilson y su esposa Susana.

Con su esposa Susana, sus hijos Gonzalo. Juan Raúl y Silvia, en Rocha.

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Con Zelmar Michelini.

Con Héctor Gutiérrez Ruiz.

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Con Olof Palme.

Con María Esther Gilio.

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—En defensa de aquel gobierno sólo puedo decir que poco después terminó la carrera diplomática del funcionario. —Yo recuerdo otra acusación respecto a esa época: primera carta de intención con el Fondo. —Está bien, pero antes de eso tenemos un episodio histórico, del que Uruguay debería sentirse orgulloso. Y no solamente no lo está sino que lo ignora. —Cuente. —Cuando la invasión de Santo Domingo el Uruguay ocupó un lugar en el Consejo de Seguridad. Fue la única oportunidad en que estuvo en el Consejo. El representante era Carlos María Velázquez que pronunció un notable discurso historiando las intervenciones de los Estados Unidos en América Latina. El más notable discurso que yo haya escuchado sobre el tema. —Debe haber sido un largo discurso porque la verdad es que Estados Unidos no ha dejado de entrometerse desde principio de siglo. De diversas maneras, de acuerdo a las necesidades del momento, las intervenciones no cesaron nunca. —Nunca. Siempre encontraron la manera más eficaz. La última, la doctrina de la Seguridad Nacional. Estoy pensando en el comunicado que las Fuerzas Armadas emitieron donde anunciaron el aplastamiento del aparato militar de la guerrilla y, además, todas sus bases políticas. Los diarios de la época son testimonio de lo que le digo. La guerrilla estaba aplastada. Eso era verdad. Sin embargo, siete meses después dan un golpe de Estado. ¿Para liquidar qué?, ¿un enemigo que estaba muerto?. —En la Argentina pasó lo mismo. Las Fuerzas Armadas anuncian el fin de la guerrilla en el 75 y dan un golpe de Estado en el 76. —Y en Chile teníamos un gobierno popularmente elegido al que también voltean. —Usted cree que en esos tres episodios se ve una sola mano. —Yo creo que la presencia de los Estados Unidos aquí es innegable. Yo no creo que aquí, como en Chile, los Estados Unidos hayan impartido órdenes diciendo esto se hace así y así, pero lo que está demostrado, incluso por las investigaciones del Senado de los Estados Unidos, es que hubo intervención directa. Primero, desestabilizando, debilitando al gobierno en Chile, y luego protegiendo al golpe. —¿Y en el Uruguay? —Aquí no fue necesario hacer eso. Alcanzaba con dar un visto bueno a las fuerzas que ya estaban desencadenadas para que estas culminaran su objetivo. Pero lo que yo quiero decir es que si los Estados Unidos hubieran

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dicho “no”, habría sido “no”. Porque cosas como las que pasaron en estos tres países no se hacen sin su permiso. —Lo que usted dice, aunque conocido, es terrible. —Sí, es terrible, aunque no quisiera exagerar, poner el acento excesivamente en los factores externos, porque se corre el riesgo de caer en fatalismos que podrían llevarnos a creer que todo viene de afuera y que nosotros no tenemos responsabilidades. Yo creo que a pesar de todo esto de que hablamos, del gran poder del imperio, creo que debemos confiar en encontrar formas de evadir el condicionamiento externo. Darcy Ribeiro dijo un día que ser nacionalista era “creer que mi país puede”. Apoyo esa idea.

EN AQUEL DÍA NADIE HIZO GRANDES DISCURSOS —Cuénteme del Partido Nacional y de usted durante la dictadura. —Primero debo decirle algo bastante curioso: que a nosotros la dictadura nos sorprendió. —No es tan curioso, a muchísima gente la sorprendió. —Sí, sí, es verdad. Pero es que había casi la imposibilidad de creer que una cosa así nos podía pasar. Y allí había puesta una gran dosis de vanidad, de orgullo nacional. Nosotros nos creíamos inmunes. Creíamos que éramos distintos y mejores. Mirábamos a los argentinos y brasileños por arriba del hombro por sus caídas y recaídas en las dictaduras. —Realmente era difícil de admitir. —Si alguien se pusiera a indagar los diarios de sesiones de unas horas antes del golpe descubriría cosas que parecen inexplicables. Le cuento ésta: El día del golpe, muy temprano de mañana, vino Zelmar Michelini a mi casa a visitarme. Llegó, lo recuerdo bien, con el pelo todo alborotado. Venía a decirme que según los informes que tenía en su poder ya estaba decidida la disolución del Parlamento y la instalación de una dictadura. Sus informes coincidían con los míos. Llegamos a la conclusión de que el golpe era inevitable; de cualquier modo demoró unas horas por la necesidad de eliminar a algún militar civilista que se negaba a acompañar la aventura. —¿Hubo muchos? —Hubo algunos. Paralelamente a todo esto Michelini venía a plantearme el problema de la vuelta de Erro.

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—Que estaba en Buenos Aires. —Sí, Erro había anunciado su vuelta. Nosotros, en conocimiento de todo lo que estaba pasando vimos que si Erro volvía, se produciría la crisis constitucional que haría desaparecer la debilísima posibilidad de evitar el golpe. Decidimos que Zelmar se trasladara a Buenos Aires a fin de hablar con Erro y explicarle todo lo que pasaba. Pero entretanto el clima político seguía su veloz deterioro. Michelini me llamó desde Buenos Aires y yo le pedí expresamente que tampoco volviera. No quería aceptar esta posibilidad, me costó convencerlo, pero finalmente lo convencí. —¿Con qué argumento? —Con el único posible, el de que su deber para con el país era preservarse. Después que hablé volví al Senado. El clima era febril. La gente iba y venía. —No estaban reunidos, hablaban entre ustedes. —Sí. Pero en un momento determinado, en mi despacho, que era en la sala verde del Senado, recibí la visita del Prefecto del puerto de Montevideo, el cual venía a interesarse en un proyecto de ley sobre la Prefectura. Se trataba de que pequeñas sumas de dinero que recibía la Prefectura no pasaran a Rentas Generales. Me pidió que tratara de incluir esa propuesta en el orden del día en la próxima sesión. Yo le respondí si creía posible que hubiera una próxima sesión. Quedó asombrado. Me miró a los ojos y dijo: “¿Tan mal está la cosa? ¿Tanto como para eso?”. Esas fueron sus palabras exactas, las recuerdo bien. Recuerdo también que se retiró muy preocupado. Al rato, en un ambiente de gran tensión se reunió el Senado. Los secretarios empezaron a dar cuenta de los asuntos entrados mientras nosotros, los senadores, hablábamos de lo que nos preocupaba a todos. —Era una situación muy dicotómica, como si el Senado pudiera quedar afuera de la tormenta que se avecinaba. —Cuando, en los hechos, era uno de los puntos que resultaría destruido por la tormenta. Ahí pasa entonces algo imprevisible. Yo pido la palabra y solicito que se incluya en el orden del día de la sesión siguiente el proyecto de ley sobre los proventos del puerto de Montevideo. Todavía me pregunto por qué lo hice. —Como una manera de conjurar los hechos. —Puede ser. Yo tengo la impresión de que había una mezcla de dos cosas. Por un lado lo que usted dice. Por otro la necesidad de seguir hasta el final desempeñando la tarea que nos habían confiado, aun en lo que tenía de más rutinaria y humilde. En el fondo había una desesperada necesidad de aferrarse a la normalidad cotidiana —dijo y volvió a quedar unos instantes

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callado—. Dentro de muchos años, cuando alguien se ponga a leer sobre lo que ocurrió en ese día dramático del golpe de Estado se encontrará con esa cosa, allí, y no la podrá entender. —Como no la entiende usted. —Sí, yo no termino de entenderla. —¿Qué pasó después? Es apasionante saber cómo fue usted viviendo ese día del golpe. Tal vez sería interesante saber cómo cada uruguayo pasó ese día. —Yo tuve que salir del Parlamento porque había un acto público organizado por nuestras coordinadoras en el que yo tenía que hablar. Estaba organizado con canciones, Eustaquio Sosa y otros. Yo les decía a los muchachos: “Basta muchachos, vamos a liquidar esto. Yo no puedo quedarme más”. “Dos canciones más”, decían. La vida democrática estaba agonizando y nosotros escuchando canciones. Finalmente me impuse y dije mi discurso. Hablé de lo que iba a ocurrir. De los tiempos tremendamente duros que se avecinaban. De los deberes de cada ciudadano. Cuando terminé volví al Senado. Allí varios hablamos. Pienso en lo que yo dije aquel día, en lo que dijimos todos. No fueron grandes discursos. No fue una oratoria de primera. Aunque el tema lo hubiera exigido. Estábamos demasiado angustiados, terriblemente angustiados, pero no podíamos exhibir la angustia. Terminó la sesión del Parlamento y yo me pregunté a mí mismo qué iba a hacer. Hacía horas que me venía haciendo esa pregunta. —¿Cómo era exactamente la pregunta? —Yo me preguntaba sobre el lugar donde debería desarrollarse, en el futuro, mi vida política. —¿Se preguntaba dónde iba a ser más eficaz, si afuera o adentro? —La pregunta la planteaba más bien en términos de deber. ¿Cuál es mi deber, pelear desde adentro o salir y pelear desde afuera? Para cumplir un deber hay que tener claro cuál es ese deber. Lo que yo tenía claro era que iba a cumplir con mi deber. —Terminó la sesión del Senado, ¿y qué pasó? —Fui rodeado por cientos de muchachos que gritaban. Ya gritaban, “abajo la dictadura”. Una frase que en el Uruguay no se oía desde hacía más de treinta y cinco años. Uno de los muchachos me dijo: “Senador, no salga en su auto, lo van a detener”. —¿Ya se había dictado el decreto disolviendo el Parlamento? —No, se dictó en la madrugada de ese día. Esto que le estoy relatando ocurría entre las once y las doce de la noche, unas horas antes del decreto. Cuando el

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muchacho me dice “lo van a detener” yo pienso: “pero cómo me van a detener si soy senador”. Mi reacción instintiva era esa. Pero los muchachos me convencieron. Me dijeron que yo debía salir mezclado con ellos y meterme en otro auto. Mientras tanto mi hijo y otro muchacho se iban en mi auto. Yo no estaba muy convencido de la necesidad de todo aquello, pero la realidad les dio la razón. A varias cuadras del Legislativo detuvieron a los muchachos y los interrogaron durante varias horas. —¿Qué les preguntaban? —Dónde estaba yo. Yo había eludido el control, cosa que muchos legisladores nuestros no pudieron. Fueron capturados esa misma noche en el local que teníamos en Dieciocho y Olimar. En esa noche, tan rica en hechos, hay un episodio que vale la pena relatar. En el momento en que, aún dentro del Palacio, los muchachos me rodean, de pronto siento una mano que me toma fuertemente del antebrazo. Miro y veo que la mano sale de una manga de uniforme policial. Yo, entonces, rápidamente, tanteo un pequeño revólver que llevaba encima. En esa época todos andábamos armados. —Tenían miedo. —No era para defender la vida. Íbamos armados para defendernos de la eventual humillación. No había un problema de seguridad sino de orgullo. —La verdad es que esa respuesta es un poco romántica. —Tal vez, pero yo detesto las armas. Le aseguro que las detesto. Fue la primera y última vez en mi vida que anduve cargando un arma. Además ni sé usarlas. Bueno... la cosa es que yo saco el revólver y, antes de que siquiera lo vean, vuelvo a guardarlo porque el policía me dice: “¿Tiene dónde ir, senador?, porque mi casa es muy humilde, pero allí a nadie se le va a ocurrir irlo a buscar”. —Es un lindísimo episodio. —Sí, porque ese hombre arriesgaba mucho, muchísimo. —¿Qué pasó, luego, esa noche? —La pasamos con mi mujer por ahí, dando vueltas. —¿Qué pensaba? —Empecé por concebir la ilusión de meterme en la clandestinidad y, desde allí, dirigir el partido. Pero cuando llegó el día, creo que la luz aventó el disparatado proyecto. Un partido político vive en la publicidad y desde la publicidad. Entonces, la vida clandestina no tiene sentido. Buenos Aires, donde había en ese momento un gobierno democrático, parecía una solución más coherente, dada su cercanía.

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—¿Cómo salió de Uruguay? —Salí desde el aeropuerto del Jagüel, en Punta del Este. Hasta allí llegué en auto. Varios amigos iban delante mío previendo que podía haber vigilancia en las carreteras. En ese caso, como yo iba más atrás habría tiempo de avisarme. —Es decir que fue a tomar un avión a dos pasos de la base naval de Laguna del Sauce. —Justamente esa cercanía hacía poco previsible que yo encaminara hacia allí mis pasos. —No había ningún contralor. —Nosotros, mi mujer y yo nos escondimos entre los pastizales. La avioneta giró como para levantar vuelo y se acercó a donde estábamos. Allí el piloto abrió la portezuela y subimos. Apenas la avioneta comienza a levantar vuelo yo le aprieto la cabeza a mi mujer contra el suelo pues podían ver desde la torre que la avioneta llevaba gente. Allí le dije una frase que mi mujer nunca se olvidó: “No podrás decir que te doy una vida aburrida”.

PRIMERO HAY QUE ENTERRAR A LOS MUERTOS —En Buenos Aires ocurrió una cosa absolutamente misteriosa. Mi mujer y yo caímos a un hotel donde no habíamos ido nunca, que no conocíamos, ubicado en Viamonte y Florida. —¿Por qué ese hecho fue misterioso? —Porque allí, a ese hotel, fueron a dar una cantidad de uruguayos que habían salido en el mismo momento. Como si todos nos hubiéramos puesto de acuerdo. —¿Usted cree que hubo una especie de comunicación a niveles no conscientes? —Sí, yo creo que no puede haber sido simplemente una casualidad. —¿Cómo fue la vida de ustedes en esos primeros días? —Poco a poco fuimos rearmando nuestras vidas. Claro que con muchas dificultades Pero, eso sí, siempre pensando que todo aquello era apenas por un mes. —Yo me encontré con usted en la calle Sarmiento y usted me dijo: “Esta Navidad la va a pasar en casa”. En estos doce años, cada vez que me acordaba de eso me enojaba con usted.

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—Yo no quise mentirle. Yo creía lo que le decía. Todos lo creíamos. Si no lo hubiéramos creído habríamos caído en la desesperación. Si hubiéramos sabido que eran doce años... Pensábamos que serían dos meses, tres a más tardar. Durante mucho tiempo vivimos prolongando por “unos meses más” el plazo. Era todo muy contradictorio, porque al mismo tiempo yo tenía pronta una pequeñita valija, con las cosas más imprescindibles, por si había que salir en cinco minutos. —A todo esto, ¿,qué pasaba con Michelini? —Con Michelini nos comunicamos apenas llegados. Nos veíamos casi todos los días. —El tema: Uruguay. —Sí, claro. La vuelta. Y el comentario de todo lo que ocurría aquí. —Usted, como Zelmar Michelini y Gutiérrez Ruiz, seguramente estaba también condenado a muerte. ¿Qué pasó? ¿Cómo escapó? —Me escapé porque pensando que lo que ocurrió podía ocurrir, me fui a vivir al sur de Buenos Aires a un pequeño establecimiento rural. Yo no fui de los que pensaron que la violencia no podía entrar en su jardín. Pero además de esa razón, había otra. Mientras viví en Buenos Aires, mi casa, desde las siete de la mañana a las once de la noche, era un desfile de compatriotas con los cuales se establecía un diálogo absurdo donde se buscaba lograr seguridades mutuas. —Cuénteme qué decía usted y qué decía el otro. —El hombre venía desde Montevideo a verme. Yo le preguntaba: “¿Cómo están las cosas?”. Entonces el otro decía que pasaba esto y aquello. “Hay milicos para rato”, decía. Yo: “Pero no, hombre, no. Eso se va a acabar”. Lo cierto que todo esto no hacía demasiado bien a ninguno. Era una situación que se repetía de la mañana a la noche y que se reiteraba una y otra vez casi con las mismas palabras. Si el otro decía que los milicos tenían poca vida yo buscaba, a mi vez, mostrarle que no. Es claro que esta especie de ceremonia no tenía ningún sentido. Esto no significa que hubiera escapado a los requerimientos de la solidaridad. Esta estaba presente cuando era necesaria. —¿Cómo era su vida en el sur? —Vivíamos en un pequeño establecimiento a unos 300 kilómetros de Buenos Aires. Este establecimiento estaba rodeado por un alambrado y tenía una portera. Recuerdo que mi mujer no se dormía si no comprobaba personalmente que el candado de la portera estaba cerrado. —Un candado en una portera no da demasiadas seguridades.

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—Claro que no, son esos mecanismos sicológicos que uno a veces se construye para huir de la tensión. Si uno no llegara a convencerse de que está a salvo, terminaría por no poder cerrar los ojos. —¿Por qué el temor si vivían en la Argentina? —Porque las amenazas eran diarias, a Gutiérrez Ruiz, a Michelini y a mí —dijo y quedó pensativo. —¿En qué está pensando? —En el episodio de la expulsión de Zelmar Michelini. Nosotros nos movimos y conseguimos que fuera dejado sin efecto. Entonces, yo me pregunto… —Se pregunta si no habría sido mejor dejar que lo expulsaran. Cómo se puede saber ahora. —La vida es así, tiene esas cosas. Las amenazas que recibía Michelini culminaron con ese decreto que decidía su expulsión. En ese momento Michelini tuvo la seguridad de que las amenazas podrían concretarse, y allí escribió una carta que entregó a sus compañeros de La Opinión para abrir en el caso de que él desapareciera. —¿Qué les dice, concretamente? —Les dice que sabe que ha estado Juan Carlos Blanco pidiendo que se tomen medidas contra él. “Si yo desapareciera y reapareciera en el Uruguay sepan que no es por mi voluntad. Se trataría de un secuestro y un traslado”. —Fue esa la carta que luego de la muerte de Michelini apareció en La Opinión. —Sí. Y conociendo a Zelmar es muy claro que se trata de la más absoluta verdad. No era un hombre de hacer acusaciones gratuitas. Al contrario. Siempre prefería pensar bien. Él creía en ese resto de bondad que puede quedar en el fondo de los perversos. Si dijo lo que dijo es porque tenía informaciones bien concretas. En esos días se estaban preparando nuestras muertes. —También la suya. —Sí, yo sé que sí. Mire lo que le cuento. Estábamos en ese establecimiento en el sur, mi mujer había ido a comprar pan y de pronto llega corriendo, despavorida. Había un helicóptero del Ejército sobre nuestra casa. —¿Y usted? —Mi hijo y yo ya lo habíamos visto y estábamos analizándolo. —Totalmente en la luna. —Y claro. Para sobrevivir hay que bajar la cortina. Si uno no la bajara de tanto

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en tanto terminaría destruido por el propio miedo. No se puede vivir en un permanente sobresalto. —¿Cómo escapó de correr la suerte de Michelini y Gutiérrez Ruiz? —Yo estaba, temprano de mañana, tomando mate y llega un remise con dos amigos. Me dicen: “Tenés tres minutos para agarrar tus cosas y salir”. Yo quiero ir a buscar una camioneta Fiat que tenía y me dicen que no. Que pueden tener registrado el número. —¿Quiénes eran los que llegaron a avisarle? —Eran dos uruguayos: Enrique Schwangel, que trabajaba con el Toba, y Tito Suárez Da Lima, un muchacho que estaba accidentalmente en Buenos Aires. —El apuro era porque ya habían desaparecido Gutiérrez Ruiz y Michelini. —Sí. Después que agarran a Gutiérrez Ruiz en su casa le arrancan el teléfono y le ponen pena a los hijos de que no se muevan de allí en tantas horas. Cuando salen los secuestradores, los hijos de Gutiérrez, superando el miedo y tantas cosas, van hasta nuestro departamento en la galería Corrientes Angosta para avisarle a mi hijo. Mi hijo, que había estado hasta la madrugada charlando en un café con Zelmar y el Toba, demora en despertarse. Finalmente despierta, abre y se entera de lo que pasó. Se viste velozmente y sale para avisar a Michelini. Cuando sale a Corrientes, frente al Liberty, donde vivía Michelini, encuentra toda la calle conmocionada. Hacía veinte minutos que se habían llevado a Michelini. Ahí Juan decide que hay que ir a buscarme de inmediato. Así vienen estos dos compañeros, mientras él hace una serie de trámites. —¿Supo si la policía fue a buscarlo? —Esa misma mañana, aunque no sé a qué horas, el Ejército, no la policía, fue a buscarme con gran despliegue de hombres. Alrededor de cincuenta, me informaron en La Panchita. Así se llamaba la chacra. —¿Qué hizo luego en Buenos Aires? —Primero fuimos para casa de estos muchachos. Allí yo resolví que era necesario dispersarse. Cuando salimos de la casa estaba oscuro y a mí me sorprendió, no me había dado cuenta del paso del tiempo. —Eso era en junio. —No, era en mayo, el 18 de mayo. Allí, un amigo, Hugo Navaja, que era representante del Fondo Especial de las Naciones Unidas en la República Argentina, me ofrece refugiarme en su casa. Estoy en su casa cuando, dos días después, llega Juan Raúl, mi hijo. Me abraza y se pone a llorar. De inmediato me di cuenta de qué había pasado. “Hay que avisarle a Matilde”, le

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dije. Y me fui a vestir para ir a su casa. Mi hijo no quería que fuera; yo estaba encerrado por cuestiones de seguridad. Recuerdo que le dije que primero había que enterrar a los muertos. —Y así se fue a la casa de Gutiérrez Ruiz que estaba en un edificio sobre una callecita cortada que desembocaba en Posadas. —Sí, allí mismo. Cuando llegué, Matilde había salido. Finalmente llegó, me contó los trámites que estaba haciendo para recuperar a su marido y yo… yo no podía hablar. Estuve mucho, mucho rato sin hablar hasta que finalmente Matilde se dio cuenta de que había ocurrido lo peor. Allí empecé a moverme de lo de Matilde al Liberty y del Liberty a la funeraria donde velábamos a Michelini. —No lo llevaron de casualidad. —Sí, claro. Ahí en el velatorio filmaban y filmaban a los asistentes a fin de individualizar gente. —¿Por qué cree que en esa oportunidad no lo llevaron? —Yo tengo la impresión de que en aquel momento la policía uruguaya no actuaba en la calle, directamente, haciendo los operativos. Los operativos con uruguayos los hacían los argentinos. Los uruguayos dirigían sus centros de represión, es decir, no salían a la calle, actuaban adentro. —Se trataba de centros de represión para uruguayos. —Que terminaron siendo también para argentinos. Al final desapareció la frontera. Cada uno actuaba en el país ajeno como le venía la gana. —Integración latinoamericana. —Eso es. Bueno, la cosa fue que mientras yo estaba allí en el velatorio del Toba, mi mujer se corre hasta el apartamentito que teníamos en Suipacha a fin de retirar algo de ropa. Pero ya estaba ocupado por la policía. —¿Se enteró al tocar timbre? —No llegó a tocar timbre. Una vecina la estaba esperando en la Galería de planta baja para avisarle. —¿Una argentina cualquiera? —No, una persona que conocíamos, uruguaya. Pero fíjese lo que le pasó a dos muchachos uruguayos que trabajaban con el Toba en la provisión que éste tenía en Callao. Uno de ellos me había ido a buscar al sur y me había llevado al departamento que, con el otro empleado, tenía en las afueras de Buenos Aires. Allí yo les digo que es necesario dispersarse. Ellos dicen que no. Que con ellos no hay problema, que ellos lo único que hacen es vender conservas.

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“Qué van a tener con nosotros”, dicen. Y yo les digo que no tienen que tener nada con nadie, que estas cosas llegan a un grado de irracionalidad total. Pero ellos no me creyeron. Cuando esa noche, de madrugada, volvían a su casa encontraron abajo una viejita que los estaba esperando (a pesar del frío, estábamos en mayo). “Ustedes son los muchachos del cuarto, yo los he visto en la escalera”, les dijo. “No suban, la policía los está esperando”. En esa época los que estaban contra el gobierno militar hacían eso, porque era más fácil acertar que equivocarse. Los muchachos entonces se van al negocio de Callao. Pero al llegar advierten que allí también hay una ratonera pues escapa un hilito de luz por debajo de la cortina mecánica. —Estarían comiendo y bebiendo y arrasando con lo que podían. —Sí, era la costumbre. Al ver eso dicen ¿qué hacemos? Si dormimos en una plaza nos lleva la policía, mejor es tomar un ómnibus y dormir allí, cambiando a cada fin de línea. La Plata les servía porque el viaje es largo, y así durmieron varias noches. —¿Y usted, mientras tanto? —Espere que la historia de estos muchachos no terminó. Varias veces fueron hasta Callao a ver si los tipos seguían adentro. En una de las idas se ponen a conversar con un canillita del barrio el cual había detectado la situación y les cuenta que hay unos minutos al día en que el local queda sin gente. —Serán los minutos que van de la guardia que sale a la que entra. —Eso mismo. Y entonces... ¿qué se les ocurre? Entrar en esos minutos. No a buscar comida o pasaportes, sino una banderita de los Treinta y Tres que había quedado adentro.

EL URUGUAY ES UNA COMUNIDAD ESPIRITUAL —Otra vez estamos hablando del romanticismo blanco. —En todo su esplendor. Porque no entró uno solo. Ninguno quería quedar fuera del riesgo y entraron ambos. La banderita me la regalaron luego, una vez que nos encontramos en Caracas. Cuando supe cómo la habían logrado les reproché su imprudencia. Se enojaron conmigo. “Podrán matar al Toba — dijeron—, pero la banderita, estos hijos de puta, no se la iban a quedar”. Es muy uruguayo eso. Muy uruguayo y muy blanco. —A menudo usted dice esta frase: “muy uruguayo”, como si tuviéramos una

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identidad muy clara, muy definida. Casi como si constituyéramos una raza. —Ahí, ahí, ahí. Acaba de dar en el clavo. Yo creo que somos una raza. —Ah no, Wilson, no. Usted no cree que conformamos una raza. —Tal vez no en el sentido que usted piensa. Pero vea que nosotros tenemos una raza muy nítida en esta amalgama de españoles, polacos, italianos, turcos. Turcos que no son turcos pues nosotros llamamos turcos a los libaneses, y gallegos a todos los españoles. Dígame de algún uruguayo que por tener abuelos extranjeros no se considere heredero espiritual de los héroes de la independencia. Usted dice “una raza no”. No en el sentido genético, pero sí en un sentido que es más importante que el genético, el espiritual. Yo creo que el Uruguay es un país con una tremenda uniformidad. —¿Con qué características fundamentales? —Una serie. En primer lugar algo que se va dibujando desde antes de la independencia, Montevideo y su hinterland es el foco de la rebeldía contra el monopolio del comercio español que está representado por Buenos Aires. Aquí está el centro de la rebeldía contra el sistema virreinal. —¿Y esto qué consecuencias tendría? —Que surge una mentalidad totalmente distinta a, por ejemplo, la que surgió en la Argentina, sede de la administración del Virreinato. En la Argentina nace una suerte de nobleza que luego engorda o se acrecienta con los generales de la conquista del desierto. Y entre esta gente y la que constituye el patriciado argentino hay una continuidad muy nítida. —Aquí, lo que usted llama patriciado, no existe. —Claro que no. Los descendientes de los héroes de la independencia cobran “pensión a la vejez”. Lo que yo quiero dejar claro es que Montevideo era una ciudad que se sentía diferente, que quería, no acceder al centro y sus privilegios, sino apartarse del centro. Y cuando las fuerzas de Montevideo reconquistan a Buenos Aires de manos inglesas, las canciones que entonan las tropas de la reconquista son bastante agresivas. Escuche: “Se ha conquistao, se ha conquistao, la ciudad de los guapos que han disparao, que han disparao” dijo Wilson Ferreira y, como muchas veces en esta larga entrevista, comenzó a pasearse de un lado a otro del cuarto y también de la historia uruguaya. Así habló nuevamente de los nombres de las calles que fueron “una lección de historia viva”, y de cómo Acevedo Díaz con sus novelas históricas contribuyó a que el país tomara conciencia de su identidad, del guardapolvo blanco y la

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moña azul que los niños usan en la escuela, de los ideales democráticos que se enseñaron desde la primera infancia. Y luego insistió, insistió largamente en que el Uruguay constituye una nación. Yo tengo esa convicción —dijo. —Y esa obsesión. —Sí, la obsesión de que el Uruguay es uno de los países más países que hay. Espere, espere, que ya le voy a contestar esa pregunta que está por hacerme. Es uno de los países más países porque reposa en una comunidad de ideales. El Uruguay es una comunidad espiritual. —Concretamente qué quiere decir con eso. —Fíjese. El Uruguay no tiene ninguna diferencia con la Argentina en cuanto al aspecto de sus habitantes. Ni en cuanto a su idioma. De Brasil está separado por una línea trazada artificiosamente en el mapa. Nuestra clara identidad está basada en una profunda comunidad espiritual.

YO NO ME EXILIO NUNCA MÁS —¿Qué consecuencias tuvo todo esto en su condición de exiliado?, porque parece evidente que estas cosas están muy presentes en usted, y seguramente estuvieron aun más presentes durante el exilio. —Aunque uno sepa, en el fondo, que no corre riesgo, vive obsesionado en la defensa de su condición nacional. Y busca resistirse a la posibilidad de integrarse al medio en que habita. Hay algo adentro que le dice permanentemente: “Tú no eres de aquí, tú estás de paso”. —En definitiva que trata de no adaptarse. —No quiere aprender el idioma del país que lo recibió. Yo, por ejemplo, me perdía en Buenos Aires. No me lo proponía, claro. Pero me perdía. Yo no tenía por qué saber si Maipú y Corrientes eran paralelas. —Usted debe ser de los que siempre tenían a mano la valija de la vuelta. —Seguro. Y el Toba también. Un día viene Michelini y me dice: “Según el Toba volvemos para Reyes”. —¿Y usted? ¿Qué dijo? —Yo dije: “Qué lástima, se está poniendo pesimista el Toba. Ayer dijo que era para Navidad”. —¿Qué cosas le dio el exilio? Usted coincidirá conmigo en que aun la experiencia más amarga enseña algo.

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—Una cosa que aprendí es que los otros países latinoamericanos con indios tenían más raíz que nosotros. Yo hace años tenía una vanidad que ahora me parece absurda. Cuando veía un europeo le pasaba el aviso: “Mire que nosotros somos distintos a los otros países latinoamericanos. Nosotros no tenemos indios”. Y era una especie de vanidad no tener indios. Pero luego, en el exilio, yo me daba cuenta de mi solidaridad con el boliviano. Empecé a sentir que éramos una cosa común. —¿No sería eso porque se trataba de que era un exiliado y no un boliviano? —No, no es eso. Yo no tenía ninguna comunicación con exiliados no latinoamericanos. En cambio me sentía obligado con los que lo eran. Y además fui descubriendo muchas cosas que nos unían. No eran tan diferentes a nosotros como yo creía. —¿Qué otra cosa le dio el exilio? —Mi carácter cambió en un aspecto. Estoy más calmo, más paciente, menos agresivo. Guardo la agresividad para las grandes cosas. Para cuando es la única salida. Ya hablamos de esto. Yo le conté sobre un discurso muy agresivo que había hecho hace muchos años y que hoy no repetiría. ¿Recuerda? —Sí, recuerdo. Esas cosas le dio el exilio. ¿Cuáles le quitó? —Fundamentalmente el derecho de ver crecer a mis nietas. Fue una pérdida para mi mujer y para mí. Y fue una pérdida para ellas, que perdieron, en esos largos años, la relación abuelos-nietos que no es mejor ni peor, ni mayor o menor que la que tienen con los padres, pero también muy necesaria. Le voy a contar una anécdota. En Alemania, concretamente en Berlín, hay unas fantásticas instalaciones para ancianos, que no parecen asilos, sino espléndidos hoteles. Un día llegó un nigeriano, gran admirador de todos los progresos de la civilización técnica, y lo llevaron a conocer las casas para ancianos. Y cuando los alemanes, muy orgullosos, le preguntaron qué le habían parecido, dijo el nigeriano: “Qué lástima me dan esos ancianos allí. Entre nosotros el lugar de los ancianos es dentro de su familia”. —¿En qué momento se dio cuenta de que el exilio sería largo? —Nunca me di cuenta. Me daba cuenta de que se iba haciendo largo, pero esa era una comprobación que no se extendía hacia adelante. —¿Dónde viviría si tuviera que volver a exiliarse? —Me parece que viviría en ... ¡pero qué digo! Yo no me exilio nunca más. A mí me matan pero del Uruguay no me saca nadie. —Es curioso, los que se fueron dicen que no saldrían nunca más. Los que se quedaron dicen que no volverían a quedarse.

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—Quiere decir que las dos experiencias fueron amargas. Pero aquí estamos. —Sí, en un país donde a cantidad de gente le ha dado por decir que es inviable.

¿EL URUGUAY INVIABLE? —Viables son todos los países que quieren ser viables. —Parecería que se trata de un problema de fe. —Exactamente, se trata de un problema de fe. No de datos económicos. —¿No estará otra vez hablando el romanticismo blanco? —Sí, naturalmente que sí. Por eso es que hay país, porque hubo blancos. Y va a seguir habiendo un país porque va a seguir habiendo blancos. Es tan claro esto. Yo, a los que hablan de inviabilidad del Uruguay les digo si saben que hay por ahí unos señores que se llaman saharauí cuyo país es el Sahara que es todo de arena. ¿Qué haría con ustedes, uruguayos, un saharauí si le dijeran que su montón de arena es inviable? Los argumentos que se pueden hacer para explicar que Uruguay es inviable podrían también aplicarse a la Argentina o Brasil. —Argentina produce casi todo el petróleo que consume. —Y nosotros no, gracias a Dios. —¿Por qué gracias a Dios? —Porque seríamos menos independientes si tuviéramos petróleo. Tenemos apenas tres millones de habitantes en un territorio que no tiene un solo centímetro infértil. Todo en el Uruguay es productivo en mayor o menor grado. Hasta la arena de la costa. —Sí, es verdad. Pero cómo poner todo eso que tenemos o podemos tener en movimiento; usted ha hablado de modernizar el campo. —En primer lugar debemos dejar bien claro que tenemos una estructura dependiente que, junto con una visión cipaya, fue creando un orden productivo deformado. Y así vemos cómo se concentra en Montevideo la mayor parte de la actividad nacional. Mientras tanto el interior del país vegeta. —¿A qué atribuye este fenómeno? —El país batllista dilapidó los excedentes económicos de los años buenos industrializando y burocratizando sin racionalidad ni inteligencia. Alcanza con decir, además, que el noventa por ciento de esos excedentes los radicó en

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Montevideo. —Es decir que una de las cosas que según usted debería hacerse es… —Trasladar muchas de las dependencias públicas al interior, donde podrían funcionar con ventaja. Estimular la actividad industrial en el interior procurando relacionar esta actividad a la producción agropecuaria. Reformar el sistema educativo para que el nivel secundario se adapte a lo que el medio rural exige. Desarrollar la actividad cooperativa. Y, lo más importante, hacer una seria reforma a las estructuras agropecuarias, las cuales son la llave de nuestro progreso como país. —¿Y cómo hacer todo esto?, ¿con qué? —Hay que superar el estrangulamiento extremo, claro, el cual se realiza a través del comercio exterior y el sistema financiero. Y no me pregunte cómo porque eso fue largamente explicado en el programa de gobierno. —Vamos a suponer que todo lo que usted sintéticamente propone fuera hecho, y el país empezara a asomar la nariz fuera del pozo, ¿usted cree, como algunas corrientes económicas afirman, el desarrollismo, por ejemplo, que a país rico población rica?, es decir, ¿cree que la más justa distribución se realiza naturalmente cuando el país es rico? —No, creo que la mejor distribución hay que realizarla con toda deliberación. Creo, además, que no podemos afirmar nuestro proyecto como país si no modificamos la relación entre los factores de producción basada en la explotación creciente del trabajo. —¿Y qué diría de los que afirman que “una etapa de acumulación es inevitable” si queremos pasar luego al desarrollo? —Esa es la explicación que dan cuando se busca someter al Tercer Mundo a la más salvaje de las explotaciones. “Primero hay que acumular”, pero los que acumulan son los de afuera mientras nosotros estamos cada vez más pobres. —La CEPAL hizo un estudio sobre producción latinoamericana y encontró que en la región habría alrededor de treinta productos que tendrían grandes posibilidades de exportación. —Seguro, seguro, pensemos, por ejemplo, en productos de cuero terminados. En los últimos años han subido su precio relativo. Sin embargo, en este caso concreto hay dificultades para la exportación yo creo que por la obsolescencia de nuestro aparato industrial que nos impide producir con la calidad y la rapidez que los mercados adquirentes exigen. A este problema hay que añadir otro: los costos financieros. Aunque provoque asombro, las empresas uruguayas pagan más por intereses que por salarios. Hace poco se puso en marcha una iniciativa nacionalista, la Corporación para el Desarrollo, que 52

resolvería en parte este problema para algunas industrias. —¿Qué le parece el tratado firmado con la Argentina para intercambio comercial, el CAUCE? —En los textos hemos progresado más con la Argentina que con Brasil. Pero en los hechos Brasil está comprando mucho más. —Creo que esto se debe a que Brasil tiene más de cien millones de habitantes y, además, en este momento está viviendo una especie de euforia económica a partir del plan Cruzado. —Claro, no podemos olvidar que Brasil crece un Uruguay por año. —Eso dicho así es mucho más impresionante que decir tres millones de habitantes por año. —Sí, es más impresionante.

HERRERA LLAMÓ A SANDINO “NUEVO ARTIGAS” —El Toba, en esos años que estuvo en Buenos Aires hablaba mucho de integración latinoamericana. Había en esos días una frase de Perón, que repetían los peronistas y los no peronistas, un poco apocalíptica. Decía algo así como que el Siglo XXI nos encontraría unidos o no nos encontraría. Creo que Gutiérrez Ruiz apoyaba, en lo fundamental, esa idea. ¿Qué piensa el Partido Blanco a ese respecto? —Toda la vida hemos sido partidarios de esa unión. Creo que América Latina tiene una unidad que hay que entender bien. Porque, naturalmente es una unidad en su diversidad. Lo que tiene fundamentalmente en común son los problemas. —El enemigo. —Quizá el enemigo. Pero ese es un poderoso factor de unidad porque condiciona las únicas posibilidades de defensa. Por eso para nosotros eso de reclamar respeto por la soberanía aun en el caso de que el gobierno del país intervenido no nos guste, es casi un reflejo condicionado. El día que Sandino murió, Herrera habló de un nuevo Artigas, hay que acordarse de eso. Nosotros le regalamos a Ortega una fotocopia de esa primera página del diario. —“Un nuevo Artigas”, no sabía eso. —Fíjese una cosa interesante: aquí, en el Uruguay, la reacción contraria a los Estados Unidos debe ser muy profunda en la medida en que no obedece al

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influjo de factores emocionales directos. En Centroamérica, la infantería de marina de los Estados Unidos es el agresor permanente. Es un claro enemigo. Porque está detrás de todos los malos gobiernos que los países han padecido, y detrás de todo intento de gobierno popular. Entre nosotros esto no es así. Para nosotros, que nunca vimos uno desembarcando en nuestras playas, el marine es el bueno de la película. El que camina entre nubes cuando la película termina. —Entonces, ¿qué pasa? ¿todo nuestro claro sentimiento antiimperialista usted cree que nos viene de la teoría? Me parece tan raro eso. —Viene de otro dato que nos da la historia. Los demás países de América Latina libraron una sola guerra de independencia mientras nosotros libramos tres: con España, con Portugal-Brasil y con Buenos Aires. —Claro. Primero pelearla para librarnos de la corona española, pero después pelearla para echar a los norteños y luego una vez más, contra los portugueses. —Y si a todo esto sumamos que somos un pequeño país con dos enormes vecinos podemos ver la absoluta necesidad de afirmar el principio de no intervención como garantía imprescindible de supervivencia.

EN LAS PUERTAS DE LAS EMBAJADAS HABÍA CADENAS —Antes de que comenzáramos a hablar del exilio y de la economía uruguaya lo teníamos a usted en Buenos Aires sin saber cómo ni para dónde salir. —Allí en esos momentos pasó algo que nunca olvidaré. Yo tuve, por primera vez una noción clara de la terrible tragedia que podían vivir otros exiliados que no tenían como yo la posibilidad de recurrir a diplomáticos o a gobiernos amigos. Yo tenía problemas graves. Estaba claro que querían matarme, pero tenía a quien recurrir. —¿Y qué pasaba con las embajadas? ¿No recibían exiliados? —Todas las embajadas latinoamericanas en aquel momento estaban cerradas para evitarse la molestia de los refugiados. Las puertas de todas ellas tenían una cadena puesta, de manera que el que deseaba obtener una visa debía pasar la mano por la hendija. Si le tomaban el documento le decían: “Vuelva tal día”, pero nunca franqueaban la entrada. —Si la conducta hubiera sido otra, muchos muertos se habrían evitado. —Pero era así. Todas tenían custodia policial afuera y en algunas, como en el

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caso de Uruguay, los policías argentinos ayudaban a atender al público. Sí, no se ría. Era así. En el consulado los policías ayudaban a formar la cola y evacuaban consultas. —Sólo falta decir que recibían un sueldo del gobierno uruguayo y figuraban en planilla. —Y… quién le dice. —Estábamos en que usted estaba refugiado en casa de Hugo Navaja. —El cual era representante de Naciones Unidas para asistencia técnica. El lugar ofrecía una relativa seguridad, pero necesitaba conseguir una embajada donde la seguridad fuera casi total. Mi hijo y Horacio Terra salieron entonces a conseguir esa embajada. Así llegan a una, de un gran país sudamericano de cuyo gobierno éramos muy amigos. Pero, como era costumbre en la época, los atienden con la cadena y no les permiten ni explicar. Mi hijo sale de allí y se va a una telefónica donde se comunica con mi amigo que era presidente del senado y vicepresidente de la república y le dice: “Mira, háblale a tu embajador y pídele que me abra la puerta, estoy a pocas cuadras de la embajada”. Y así le abrieron, luego de hacer una llamada al país que está a varios miles de quilómetros de distancia. —Allí lo recibieron. —El embajador me llamó pidiéndome que me refugiara en su embajada, pues en caso contrario él tendría un problema gravísimo porque había recibido un cable cifrado donde le decían que me buscara y me ofreciera refugio, pero él lo había dejado para descifrar más tarde, una vez pasado el fin de semana. No puedo dejar de pensar en la cantidad de compatriotas y no compatriotas que quedaron atrapados en aquella trampa mortal que era en aquel momento la Argentina. —Sólo porque dejaron de funcionar aquellos mecanismos de protección que figuran en tantísimos tratados. —En aquellos momentos era difícil incluso contar con la ayuda de amigos porque los amigos también estaban escondidos buscando protegerse en medio de la cacería. Y… para mí es muy claro que nadie tiene la obligación de ser héroe. —Se fue entonces a la embajada del país latinoamericano. —¡No! A esa altura había empezado una conversación con el embajador de Austria y ya estaba comprometido con él. —¿Cómo había llegado a este contacto? —A través de Horacio Terra y Tito Berro. El gobierno austríaco había dado

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orden a su embajador de que me asilara. La Embajada austríaca sólo asila cuando hay orden del gobierno, y éste sólo da la orden cuando hay peligro de muerte. Allí el embajador me va a buscar a la casa de Hugo Navaja y me saca con todas las precauciones del caso. Me acompañan, además del embajador, mi hijo Juan Raúl y Horacio Terra. Este ya había hablado con el embajador pidiendo que asilen también a Juan Raúl, el cual después de la muerte del Toba había hecho llamadas comprometedoras desde su casa. Juan Raúl no sabía; recién se enteró de que él también tenía que quedarse cuando estuvimos adentro de la embajada. No le gustó mucho, bueno… pero se quedó. —Después de eso el embajador de Austria consigue un salvoconducto. —Sí, hace unos contactos en la Cancillería y le dan un salvoconducto. Cuando salimos hacia el aeropuerto vienen algunos amigos en otros autos y el embajador conmigo y Juan Raúl. El embajador, no puedo olvidarlo, muy muy nervioso. —¿Por qué? Ya todo parecía estar resuelto. —Pero, parece mentira. ¿Usted olvida que las operaciones que se realizaban en la Argentina siempre aparecían como desvinculadas del gobierno? Ni la policía ni el ejército iba a sacarnos de los autos, pero los grupos que secuestraban y mataban, generalmente por cuenta de la dictadura, no tenían porqué respetar el salvoconducto. —Tiene razón, el salvoconducto garantizaba muy poco. La cosa es que así salieron de la trampa. Alguna vez, hace años, le oí decir que se sentía muy agradecido con Raúl Alfonsín. Yo pensé que él había intervenido en su salida de Buenos Aires. —Es verdad que le estoy muy agradecido, pero no por eso. Le cuento: habían desaparecido Zelmar y el Toba, y Susana va al estudio de Alfonsín buscando ayuda. Allí se encuentra con que también Alfonsín está oculto, o casi. Hay, sin embargo, una cantidad de partidarios, casi todos jóvenes que se ofrecen para ayudar y comienzan a recorrer comisarías. —Esa era una actividad muy peligrosa en esos días. —Alfonsín y su gente fueron muy generosos con nosotros. Yo me entrevisté en aquellos días dos veces con él. —¿Cómo pudo? —Salía de noche de mi refugio, con mil precauciones, y lo veía. Mostró siempre una gran solidaridad. Por eso tengo, tenemos por él, un gran cariño. —Luego de todas esas peripecias con las embajadas salen de la Argentina. —Salimos hacia Perú. Pocos días más tarde nos vamos a París donde nos

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recibe Amnesty. Pocos días después a Bruselas donde también nos recibe Amnesty con una cordialidad y un cariño realmente inolvidables. A los pocos días pasamos a Londres donde hablamos con Erick Kauffman el cual nos pide que vayamos a Nueva York a fin de estar presentes en el momento en que Amnesty International plantea el problema uruguayo ante las Naciones Unidas. Nos vamos entonces a los Estados Unidos, también con Mercedes, que se había reunido con nosotros en Londres. Y así llegamos a Nueva York en el momento en que se presentaba ante las Naciones Unidas el documento de Amnesty International pidiendo al gobierno de Uruguay que dejara investigar si en el país había no tortura. Y allí pasa una cosa interesante, el documento empieza con treinta firmas recogidas en la Unión Soviética, firmas de disidentes, el primero de los cuales era Sajarov. Ahí estaban sus firmas en caracteres cirílicos. Lo notable era, que en ese mismo momento, el gobierno uruguayo denunciaba a Amnesty como de inspiración comunista. Y las fotos de los disidentes aparecían en nuestros diarios, elevados a la categoría de héroes. En definitiva esos héroes denunciaban la tortura en Uruguay. —¿Es en esa oportunidad que usted habla en el Congreso? —No, es poco después. En ese momento hablo ante el Comité Frazer, en Washington, en un intento para evitar que se envíen armas al gobierno uruguayo. La Enmienda Koch se aprueba, con lo cual queda prohibido el envío. —Una pregunta un poco impertinente, ¿de qué vivía usted durante todo este tiempo? —Buen momento para hacer la pregunta, porque es justamente allí que se me embargan todos mis bienes en el Uruguay. —¿Y usted qué hizo? —Lo que se hace en esas oportunidades, tragar saliva… Y pedir a mis hijos que tomaran esa chacra que habíamos comprado en el sur de Buenos Aires y la vendieran. La malbarataran. Eso hicieron, lo cual nos permitió sobrevivir. —¿En Nueva York? —No, decidimos volver a Londres Pero he aquí que Juan Raúl, que tenía apenas veintiún años, decide quedarse. Esto nos pareció una cosa tremenda porque además es el hijo menor, y siempre el menor parece más menor. Y Nueva York es una ciudad fría y hostil. —¿Por qué quiso quedarse? —Porque creyó que allí su tarea sería más eficaz. Él habla un buen inglés, y había hecho relación con Mark Schneider, jefe del staff de Edward Kennedy. Sacamos los pasajes para Londres y nos quedaron seiscientos cincuenta 57

dólares. Le dimos doscientos cincuenta a Juan Raúl y nos llevamos el resto. —Esa cantidad no es nada en Nueva York. —Consiguió trabajo de sereno en una oficina perteneciente a una organización de derechos humanos. Fue duro todo eso, pero creo que le hizo bien. La dictadura obligó a una generación a saltearse una etapa. La etapa de la irresponsabilidad. Era un riesgo que a los veintiún años quedara solo allí. Asumió ese riesgo y maduró más rápido. En fin… eso creo. —¿Qué lo decidió por Londres? —Londres… ¿sabe qué pesó mucho? Le va a parecer mentira: el hecho de que la policía fuera desarmada. Eso nos parecía un signo de… —Civilización. —Sí, tal vez. Era muy lindo pensar en una policía sin armas. —¿Y por qué no España? —En España estaba todavía Franco. Y París que es clásica ciudad de exiliados me pareció… En las cuarenta y ocho horas que estuve me di cuenta de que era imposible distinguir al amigo del enemigo. Tuve, en esas pocas horas, una experiencia muy desagradable con un individuo que se me presentó como amigo. En la presentación misma advertí que era un agente de los servicios de inteligencia y lo que buscaba era información. Detectada la trampa, decidimos que allí no era posible hacer nada pues era muy difícil vivir en un estado de perpetua desconfianza. —¿Qué le parecieron los ingleses? —Son cálidos y acogedores. Lo más diferente a lo que podíamos imaginar. Puede ocurrir que ese inglés lejano e indiferente exista en las clases altas. Pero el inglés corriente que uno trata en la calle es amable, ayudador. Pasa algo parecido con el catalán, que en una primera impresión resulta antipático, duro, tosco, y en cuanto uno lo conoce mejor se da cuenta de que es sensible y acogedor. Usted se preguntará por qué salí ahora con los catalanes. Pues porque en los últimos años del exilio pasé los largos inviernos europeos en Cataluña, en la Costa Brava. El invierno es durísimo en Inglaterra.

LOS DIARIOS DABAN A ENTENDER QUE YO NO VOLVERÍA —Y así llegamos a su vuelta en barco. Su vuelta en barco desde la otra orilla; los orientales siempre vienen desde la otra orilla. ¿No le parece que esa vuelta 58

suya fue un poco espectacular, teatral, operística? —No olvide que yo soy un maniático de la ópera. De manera que lo que usted dice no me parece peyorativo. ¿O lo es? —Sí es, para mí es medianamente peyorativo. ¿Qué sentido tenía tanta espectacularidad? —El problema era muy claro. En un momento determinado vimos que aquí habría elecciones, pero elecciones con exclusión. Las consignas del obelisco eran… meras frases. Y al mismo tiempo hubo voces que pedían mi vuelta. Hubo incluso un semanario que comenzó a exigir mi vuelta; a conminarme para que volviera, dando a entender, al mismo tiempo, que yo no volvería. —¿Un semanario de su partido? —No, un semanario de otras filas, no de las nuestras. Y hasta hubo un político muy conocido que lo dijo. —¿Por qué había la seguridad de que usted no volvía? —Yo creo que cada uno juzga a los demás según los criterios a que ajusta su propia conducta. Creo que pensaban que yo no me atrevería a volver. Un connotado político colorado manifestó: “Yo mismo lo voy a buscar y lo acompaño hasta aquí”. —¿No quiere decir quién es? —No voy a andar diciendo que es Jorge Batlle. La cosa es que cuando yo dije: “Sí, voy” desaparecieron todos los reclamos para mi vuelta. —La pregunta es ¿por qué volvió? ¿Usted pensaba que lo dejarían en libertad, moviéndose por el país de un lado a otro? —Yo tenía la total seguridad de que iría preso, esas eran las reglas del juego establecido. Así era la cosa y no podía ser de ninguna manera diferente. —¿Por qué era así y sólo así? —Porque la Convención de mi partido había proclamado mi candidatura a la presidencia. —Es muy claro que usted no tenía opción. —Seguro. Salvo que quedara como un mamarracho. Lo que hice era lo único que podía hacer un hombre. —Hubo rumores de que su vuelta había sido concertada con los militares. —Y gente que especulaba con la casa de lujo en que me hospedaría por unos días. Todo esto me obligó (uno no siempre decide las condiciones en que hace las cosas), me obligó a volver pechando. Para eso me trasladé a Concordia y

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dije un discurso altamente agresivo que se difundió por todo el litoral. Había que disipar todas las dudas sobre mi vuelta. —¿Usted no pensó que se iba a producir un apoyo más evidente de su partido, de la masa de su partido? —Es que fue muy evidente. Fue muy intenso, muy emocionante el apoyo de la masa de mi partido. —Pero, ¿usted no esperaba que la masa blanca se iba a jugar exigiendo su salida, exigiendo que lo soltaran? ¿No esperaba eso? —No, mi partido actuó como podía actuar. Hubo además una gran solidaridad de la gente de otros partidos. No fueron, en cambio, solidarias las estructuras políticas que habían ya concertado un estilo de salida en el cual yo caía como pedrada en tejado de vidrio. —En ese programa usted no estaba incluido. —Ni podía estarlo. Porque en el momento en que se llega en el país al más alto grado de movilización contra la dictadura, repentina y deliberadamente, se anuncia que se iniciarán las negociaciones. Y al mismo tiempo, en forma de editoriales se expresa que la no eliminación de las proscripciones políticas y la no liberación de los candidatos presos, no serían obstáculo para llegar a un entendimiento. Y todavía hay más: la decisión de iniciar las conversaciones se adopta la noche anterior al día en que debía producirse un paro general. Con el agravante de que en el último paro se había llegado a un consenso nunca visto en el país. Habían parado todos. Los pequeños, medianos y grandes comerciantes, los industriales, los obreros, la Federación Rural. El país entero le había dicho a la dictadura que se había agotado su vida. Pero los partidos políticos, menos el Blanco, claro, decidieron revivirla, devolverle la vida, levantar al muerto. —¿Usted está tan seguro de que los militares estaban terminados? —No sería tan duro si no lo creyera. Creer que de la dictadura se sale por el Pacto es incurrir en una tremenda ingenuidad. Acaso los que fueron al Club Naval pueden tener la ingenuidad, o la vanidad, de creer que la dictadura se fue por su arte dialéctico. Es insostenible. La dictadura se va porque perdieron. Y entonces si perdieron… —¿Para qué darles nada? —Para qué darles todo. Para qué dejarlos elegir el partido que iba a ganar las elecciones. —Eso cree usted. —Eso sabemos todos. A mí no me metieron preso por casualidad. Ni por

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casualidad me soltaron tres días después de las elecciones. Eso es historia, no apreciación. —Si es historia debe haber documentos, testimonios. —Hay todo eso, pero además hay los editoriales de los diarios, en primera plana, donde se comunica a los militares que los presos, las exclusiones, no son obstáculo para la negociación. Y como nadie da más de lo que se le pide… Se quedó callado. —Lo estoy escuchando. —¿Qué más quiere saber? —Cuénteme de su vida en la cárcel.

EN LA CÁRCEL SÓLO TUVE CONTACTO CON OFICIALES —Fui tratado con una fría corrección militar. Jamás se me faltó el respeto. El trato fue absolutamente correcto. —Se refiere al trato que le daban los soldados que atendían a sus necesidades. —Sólo tuve contacto con oficiales o con soldados acompañados de oficiales. —¿Incluso para darle la comida? —Incluso el soldado que traía la comida venía acompañado de un oficial. La comida era… —Correcta, me imagino. —Inmunda. —¿Inmunda? ¿No era la misma que comían los oficiales? —Por supuesto que no. Pero esto se obvió porque mi familia o algún amigo me llevaban comida dos o tres veces por semana. Lo increíble fue que en determinado momento le pasan a mi mujer una cuenta de diez y seis mil nuevos pesos por concepto de mermelada, manteca y tomates. Mi mujer impugna la cuenta diciendo que yo no comía ni mermeladas ni grasas animales. Se la bajan entonces a seis mil por concepto de tomates. —Seis mil pesos de tomates, ¿en cuánto tiempo? —En un mes. Parece que los tomates estaban muy caros. La habitación era pequeña con un baño y un placar; todo perfectamente higiénico. El único problema era la ventana que estaba cerrada por una cortina veneciana, 61

clavada, que dejaba una abertura de apenas treinta centímetros. Como además había un tejido mosquitero el aire se ponía muy denso. Costaba respirar. Después de una visita de la Cruz Roja Internacional permitieron una abertura más grande. —¿Quién pidió la Cruz Roja?, ¿su partido? —No, la Cruz Roja vino por propia iniciativa a ver presos. —¿Cómo era el régimen de visitas? —Mi familia podía verme dos veces por semana, pero sólo la consanguínea. Es decir que a mis nueras y yernos no podía verlos. —¿Cómo era el sistema en cuanto a las cartas? —Se me permitía escribir, pero era sancionado con la pérdida de diarios, radio y televisión. —Si sus palabras salían al exterior... —No mis palabras, mi voz. —¿Y cómo podía su voz salir al exterior? —Mi familia sacaba una casete grabada. —Quiere decir que no los revisaban. —No. No permitían ser revisados. Si la orden era de revisar, ellos renunciaban a verme. —Quiere decir que cuando salía una casete había en castigo unos cuantos días de aislamiento. —Yo quedaba totalmente aislado del exterior. Pero ¿quiere que le diga una cosa? El aislamiento tenía una cosa buena. Que yo dejara de enterarme de los disparates que se decían. Sobre todo esa cadena del interior llamada RED. Era un descanso no saber las cosas que se decían afuera. Cuando escuchaba me ponía muy muy mal. Por las mentiras, las tergiversaciones. Era desesperante escuchar todo eso y estar allí encerrado sin poder hacer nada. —¿No podía no escuchar cuando tenía permiso para hacerlo? —No, claro que no. Necesitaba saber qué pasaba afuera. O lo que los medios decían sobre lo que pasaba. La autocensura es difícil en un caso como ese. Aunque me daba la cabeza contra las paredes, quería saber. —¿Qué influencia tuvo su prisión en las elecciones? —Yo creo que mi prisión… no quiero ser vanidoso. —Imposible. Usted es vanidoso. Asúmase.

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—Acepto, pero cierre el grabador porque tengo que hacer una confesión impublicable. —No me diga que va a hacer una confesión impublicable y yo con el grabador cerrado. Para eso precisa no una periodista sino una santa.

HABÍA QUE VOTAR —Usted gana. Haciendo el análisis más frío que es posible hacer le digo que mi prisión decidió el resultado electoral. —¿Quiere decir que gracias a usted ganaron los colorados? —No es que gracias a mí ganaron los colorados sino que mi prisión desató una serie de hechos que llevaron a que no ganara mi partido. —No entiendo muy bien cómo fue eso. —Es muy fácil de entender. En primer lugar, mi partido, la gente de mi partido tiene, hasta por razones históricas, un vínculo muy intenso con sus líderes. Hay con los líderes una relación de mucho afecto que, en este caso concreto, fue acrecentada por la prolongación del exilio. Por la lejanía. Esa lejanía creo que hasta introdujo ciertos elementos de mito. De modo que, cuando después de haberse proclamado mi candidatura la dictadura militar la prohibió, hubo un sector de mi partido, muy motivado, que se negó a aceptar la imposición. —Esa gente votó en blanco. —Sí, hubo gente que votó en blanco y hubo gente que no votó. —Pero eso no hace grandes números. Su partido no es por eso que perdió la presidencia. —Claro que no es por eso. Déjeme seguir mi razonamiento. Mi partido me eligió como candidato. Cuando viene la prohibición lanza una consigna: “Sin Wilson nada”. Pero yo, que estoy preso, me doy cuenta de que la cosa no se iba a modificar. Que ya estaba todo cocinado y no habría marcha atrás. Me doy cuenta claramente, además, de que a mi partido se le iba a hacer muy cuesta arriba proclamar otro candidato, porque era difícil aceptar que el gobierno desde afuera le enmendara la plana. Aceptar que dijera: “Ese candidato que ustedes aprobaron yo no lo autorizo”. Sabía que sería difícil aceptarlo, pero tenía claro que había que aceptarlo. Entonces hago llegar a las autoridades de mi partido un consejo en el sentido de que acepten mi renuncia y proclamen otro candidato. —Usted consideraba que había que votar. 63

—Pero seguro, no se podía dejar el campo libre al adversario. —Entonces da la orden. —No fue orden. —Sugerencia. —Era una opinión muy firme que la Convención de mi partido se negó a aceptar. Tuve que insistir mucho más enérgicamente todavía para que al final, y con grandes dificultades, el partido aceptara. —Sigo su razonamiento con gran atención y la verdad es que no sé hacia dónde va. —No sea impaciente. Todos estos acontecimientos, todas estas marchas y contramarchas, todas estas vacilaciones, este decir un día una cosa y al siguiente otra fue aprovechado por los otros; se empezó a hablar del partido de los irresponsables. Esa era la acusación que se nos formulaba. —Concretamente, ¿quién la formulaba? —En este país hubo una conspiración, en la cual intervinieron prácticamente todos los medios, dirigida a señalar al Partido Nacional como un partido no digno de confianza, un partido emocional. —Bueno, usted dice también que es un partido emocional. —No, yo digo que es un partido de emociones fuertes. Pero no acepto que se diga que estas emociones fuertes lo conducen a cambiar de criterio y conducta de un día para otro. No acepto que se diga que eso lo vuelve indigno de confianza. Esta acusación vino de los dos extremos del panorama político del país. —En realidad las actitudes contradictorias existían. —Es verdad. Aparentemente contradictorias. Porque cómo podía mi partido pensar que su candidato iba a ser tachado, excluido sin apelación. Las circunstancias obligaron a esas marchas y contramarchas. Quién podía aceptar, sin más, que no fuera respetada la voluntad libremente expresada. —Y después tenemos la idea del provisoriato. Un gobierno de un año para llamar nuevamente a elecciones. —Sí, la famosa idea del provisoriato. Ahí el partido encontró una fórmula que le pareció valida. Dijo: “Bueno, nos resignamos a votar en estas condiciones en que se nos niegan los derechos más elementales, pero exigimos que, por lo menos a un año de plazo, se celebre una nueva elección, en la que compitan todos libremente”. Y ese fue un error, a la gente no le gustó. Es fácil ver eso hoy. Hoy se ve con claridad que la gente salía de una situación muy difícil y quería un

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mínimo de estabilidad. No era atractiva la idea de que se votaba un gobierno para reanudar todo al año. Y en ese sentido la idea funciono bien. —¿Funcionó bien? —Funcionó bien para el país. El país no podía quedar en suspenso por un año. Funciono mal para nosotros. La idea del provisoriato es la idea del que no se resigna a que se avasalle total mente el derecho de su partido. Pero nos hizo daño y fue aprovechada para que el daño fuera el mayor posible. A nosotros nos la propuso el General Seregni que envió a Buenos Aires a su secretario, el señor Botinelli, a discutir la idea. Luego la gente de nuestro partido celebró gran cantidad de reuniones en las que intervinieron Alembert Vaz, Alberto Sumarán, Guillermo García Costa discutiendo la idea. En fin, no es cuestión de volver sobre un asunto que ya pasó. Lo cierto es que así ocurrió y que esto añadió a la imagen de nuestro partido un poco mas de incoherencia. —Se insinuaba que en caso de triunfar el Partido Nacional no se le entregaría el poder. —No se insinuaba, se decía públicamente que si ganábamos volverían los militares. Partido Nacional pasó a ser sinónimo de riesgo. Parece claro que todo lo que había sido nuestra virtud antes, era nuestro pecado ahora. El factor que nos había hecho ganar las elecciones internas, que fue el de ser los más duros oponentes del aparato militar, fue lo que nos hizo perder las elecciones nacionales. Y era bastante lógico porque el Partido Nacional había ganado la imagen del riesgo. —¿Cómo fue posible que usted cometiera un error tan grande en cuanto al número de votantes? —¿Quién tuvo error en cuanto al número de votantes? Quiero que le conteste mi mujer. Susana dejó su tejido y dijo: “El jueves anterior a las elecciones fuimos a verlo, mi hija Babina, Bottaro y yo. Wilson nos dijo: “Estuve haciendo mis cuentas. Perdemos”. —Eso dije. No podemos ganar en ningún caso. Susana insiste: “No podemos ganar de ninguna manera. Por favor traten de convencer a Juan Raúl”, dijo Wilson. —Yo no me refiero a ese momento, sino a cuando usted estaba todavía en Buenos Aires. —Pero es que en una elección libre nosotros no podíamos perder. —Por lo menos era lícito pensar que no podían perder. —Pero no tuvimos una elección libre. 65

—¿Por qué otra gente de su partido, su hijo, por ejemplo, estaba tan convencido de que ganaban?. —Porque los actos eran los más numerosos. Eran fantásticos. Y es muy fácil que sufran esa confusión los que intervienen en la contienda electoral. Terminan por convencerse de que el número de votos se mide por el número de personas que asisten a los actos. En nuestros actos estaban todos los que nos votarían. Los que no votaban por nosotros eran precisamente los que no van a acto alguno. La elección la decidieron las señoras que miran la calle desde atrás del visillo. —¿A qué atribuye usted que el Partido Nacional carezca, desde tiempo inmemorial, de buena prensa? —En estas últimas elecciones, el Partido Nacional no careció de buena prensa, careció de prensa. Los diarios respondían todos al gobierno. Y la radio y la televisión, que son más importantes desde el punto de vista electoral… ahí está la realidad. La manipulación de los medios en esta última campaña fue tremenda. Yo en el cuartel de Trinidad me daba la cabeza contra las paredes. Las cosas que se decían eran...Yo podía ver la RED cuya información era inaguantable por la burda y grosera tergiversación de los hechos que hacía. —¿Por qué piensa que el Partido Colorado es mucho mas monolítico que el Nacional, el cual aparece como mas informe o deshilachado. —Porque el Partido Nacional es un partido y el Colorado no. —¿Y qué es, si no es un partido? —El Partido Colorado en el Uruguay es el nombre del gobierno. Es el nombre del poder. Y si no fuera así, cómo podría entenderse que simultáneamente fuera el partido de Pacheco Areco y de Julio María Sanguinetti, que además, como usted acaba de decirlo, actúan con monolítica unidad. ¿Qué pueden tener ambas personas en común?: el poder. —Sin embargo no parece, internamente, un partido autoritario. —No, la cosa no está por ese lado. En otros partidos se busca el poder para aplicar un programa, para hacer determinadas cosas. En el Partido Colorado, el poder es el objetivo mismo. Es el poder por el poder. Yo diría que hasta por hábito. Esto es tan claro. Nadie puede negar que hoy en el Uruguay hay un clima político distendido, que todos los partidos han entendido la necesidad de no comprometer el equilibrio institucional. Vivimos una etapa en que predomina el diálogo. Esto es tan así que hasta las altas jerarquías del gobierno lo reconocen. Sin embargo, uno advierte el estallido de cólera que viene del Partido Colorado apenas es derrotado en una votación por más intrascendente que sea; porque no tiene el hábito, la costumbre de perder.

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—Va a tener que acostumbrarse a perder porque no tiene mayoría. —Tal vez todavía no lo ha advertido.

VOY A CONSEGUIR LA PRÓXIMA PRESIDENCIA —Y ya que hablamos del poder, ¿alguna vez se ha puesto a pensar cuánto hay en usted de deseo de poder, cuánto de auténtico deseo de ayudar al país, cuánto del placer de ser querido, ser seguido, ser admirado? ¿Usted se propone alcanzar la presidencia en las próximas elecciones? —Lo voy a conseguir. —Tal vez lo va a conseguir. —Me tranca ese “tal vez”. —Bueno, lo va a conseguir. Creo que alguien que va a conseguir algo tan importante sería bueno que supiera a fondo por qué lo busca. A usted le gusta ser querido. Eso es bastante evidente. Además, creo que tiene que haber vanidad en un hombre que se propone a sí mismo para conducir un país. —No me parece fácil separar todo eso. Yo creo que todo es una misma cosa, que todo está intrincadamente mezclado. Usted habla de vanidad… sé que hay una convicción permanente de que se es apto para la tarea. Y eso puede significar vanidad en la medida en que la tarea es muy difícil. Por qué no. Pero yo creo que todo eso está absolutamente mezclado. —¿De qué manera se ha reflejado su vida política en su vida privada? —La vida política da alegrías pero también muchos sinsabores. Muchos problemas, de toda naturaleza, empezando por los económicos. Y siguiendo por los que pueden suscitarse en la familia. Porque el que hace política no puede atender a la familia como se debe. La familia entonces sufre y se resiente. Entiendo que es así aunque no sea mi caso. Yo he tenido una familia admirable. Una familia que nunca se queja. —Que lo ha seguido. —Que me ha ayudado, y mucho. Pero, de cualquier modo hay una parte de carga. De carga muy pesada. Todo en la familia, o casi todo, se supedita al partido. Las fechas se trastocan, los horarios. —¿Cómo vive la popularidad? —La popularidad tiene un precio muy elevado. Yo no puedo ir a caminar, a hacer una caminata acelerada en Villa Biarritz porque a los tres metros hay

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un señor que con muy buena voluntad me toma del brazo y me pregunta “¿Qué pasa con el acuerdo?”. Y eso se repite diez veces en un paseo de media hora. Es un precio muy duro, y no digo nada del exilio ni de otros precios grandes que hay que pagar. —¿Cuáles, por ejemplo? —No quiera saberlo todo. No sea tan ambiciosa. —Debe haber también cosas buenas en la popularidad, si no, no habría tanta gente interesada en llegar allí. —Cómo voy yo a negar que es atractivo sentir que se me saluda en un tono cordial, casi diría afectuoso. Y este calor creo que viene, incluso, de gente que no es de mi partido. No sé qué dirán las encuestas, pero yo no advierto hostilidad, rostros malhumorados. Veo sonrisas. Y eso lo disfruto, ¿cómo no? Y...eso que usted dice...de... —Lo de la vanidad. —¿Cómo sabe? —Sé que en el fondo fondo no le gusta. —No, no, se equivoca. No me importa. Es natural, ¿no? Hay la convicción de que uno puede desempeñar una tarea; de que uno puede hacer determinadas cosas. Y en esto, más que excesiva confianza en las propias facultades, hay la convicción de que los objetivos son tan nítidos, tan claros que no puede ser difícil lograrlos. Las cosas que el país exige, casi naturalmente, deben ser las más fáciles de conseguir. Me parece que es más fácil conseguir lo que el país quiere, que conseguir lo que no quiere. Se necesita, creo, mucho empeño para apartar al país de lo que podemos considerar su camino natural. —Usted ha seguido una línea que no es la corriente en los caudillos blancos. Ha permitido que alguien, muy cerca suyo, accediera a un alto cargo. Por supuesto me refiero a su hijo Juan Raúl. Es decir, usted aceptó lo que otros caudillos blancos habían rechazado, que alguien muy cercano llegara a un alto lugar dentro del partido. —El problema es un poco diferente. Yo tengo una conciencia muy cabal de mis responsabilidades dentro de mi partido. Y a veces las ejerzo muy duramente. Jamás permitiría que un familiar mío, o un amigo, hiciera carrera política u ocupara determinada posición en función de mí mismo. Pero jamás aceptaré tampoco que alguien vea cerrada su carrera política por el hecho de ser mi amigo, o ser mi pariente. —Sin embargo hay una parte del Partido Blanco que lo rechaza. —¿A Juan Raúl?

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—Sí. —No… —Usted dice que no... —Sí, digo que no. Creo que puede haber habido en el primer momento un fenómeno de polarización. Hubo un sector que concibió por él un enorme cariño, una adhesión afectiva muy intensa. Y hubo otro sector que debe haberlo resistido en la medida en que venía del exterior, con la herencia de sus naturales conexiones de grupos de todas las extracciones políticas, creadas a partir de su lucha contra la dictadura dentro del exilio. Todo esto se prestaba a la explotación política de la crítica fácil. Pero tengo la impresión de que todo esto ha sido ya superado. —¿Cuál sería la mayor diferencia entre usted y su hijo? —Es evidente. —¿La experiencia? —En definitiva la experiencia, pero a la primera ojeada la edad, simplemente. Y está bien que así sea. ¿Ha pensado en lo inconveniente y absurdo que sería que pensáramos en todo lo mismo a pesar de la diferencia generacional? Lo importante es coincidir en las grandes cosas. —Usted a menudo dice “si Dios quiere”, “gracias a Dios”. En un país tan ateo como el Uruguay son curiosas estas frases. ¿,Debo pensar que cree en Dios? —Sí, creo en Dios. Gracias a Dios soy creyente. Y escríbalo con mayúscula, por favor, que Dios no existe menos porque se lo escriba con minúscula. —¿Cómo lo explica? —Pero cómo se puede explicar. Es una cuestión de fe en primer término. En segundo, le digo que todo análisis inteligente de la realidad conduce a confirmar su existencia. —¿No es tal vez un creyente levemente distraído? —¿Pero qué dice? Soy profundamente creyente. Yo en esas cosas no me distraigo. —Da un poco de miedo. —¿Qué cosa? —Pienso en la Argentina. En su clase dirigente jurando una y otra vez por Dios y luego haciendo desastres. Pienso en Monseñor Aramburu diciendo en Italia que en la Argentina no hay desaparecidos. Y pienso en el atraso que significó para la Argentina el hecho de que la Iglesia y el Estado estuvieran unidos.

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—Esos son otros problemas. Yo soy un buen católico a la manera española, permanentemente en rebeldía contra la jerarquía eclesiástica. —¿Contra la de nuestra Iglesia, por ejemplo? —Nuestra Iglesia que mostró tanta sensibilidad antes del golpe, luego calló. —¿Podría decir que apoya la Iglesia de Juan XXIII? —Juan XXIII me parece el personaje del siglo. —Si cree en dios, seguramente algo le pedirá para nuestro pequeño y endeudado Uruguay. Sí, sí, ya sé, mucho más viable que el Sahara. —Optimismo para el futuro, que el esfuerzo se traduzca en hechos y sea realizado con alegría. Porque ningún esfuerzo sirve si está desprovisto de alegría. ¿Usted cree que habrá alguien interesado en leer todo esto?

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DATOS BIOGRÁFICOS DE WILSON FERREIRA ALDUNATE —1919: Nace en Lavalleja, Uruguay. —1954: Es electo Diputado Nacional por Montevideo. —1958: Es electo Diputado Nacional por Colonia. —1962: Es electo Senador Nacional. —1963 a 1967: Ocupa el cargo de Ministro de Ganadería y Agricultura. —1965: Elabora y defiende Proyectos de Reforma Agraria. —1967: Es electo Senador Nacional. —1971: Es candidato a la Presidencia de la República con el mayor número de sufragios obtenido por un candidato en la historia del país. —1972 a 1973: Es Senador Nacional. —1973: Al producirse el golpe de Estado en su país, se exilia en la Argentina. —1974: Atentan contra su vida. Se exilia en el Perú. —1975: Regresa a la Argentina. —1976: Asesinato en Buenos Aires de Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini. Atentado fallido contra su vida. Se asila en la Embajada de Austria. —1976: En el mes de junio testimonia ante el Frazer Committee del Congreso de los Estados Unidos. Aprobación de la Enmienda Koch que prohíbe la venta de armas al gobierno del Uruguay. La justicia militar ordena el procesamiento de Wilson Ferreira Aldunate por “atentado contra la Constitución” así como el embargo sobre sus bienes. Se exilia en Londres. —1980: Plebiscito constitucional. El proyecto del gobierno militar es rechazado por la mayoría del pueblo uruguayo. —1982: El gobierno militar organiza elecciones internas de los partidos políticos tradicionales. Nueva derrota del gobierno al triunfo de los candidatos opositores. —1983: El gobierno militar restituye sus derechos políticos a todos los integrantes de los partidos tradicionales, con la única excepción de Wilson Ferreira Aldunate. Los otros partidos políticos y sus integrantes siguen proscriptos. En el mes de diciembre, la Convención del Partido Nacional decide por 377 votos contra 15 proclamar la candidatura de Wilson Ferreira Aldunate a la Presidencia de la República en las anunciadas elecciones de 1984, a pesar de la prohibición del gobierno. —1984: Retorna a Buenos Aires. En el mes de junio, retorna al Uruguay. Es detenido a su llegada y trasladado al cuartel de Trinidad.

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En prisión, renuncia a su candidatura a la Presidencia de la República en favor de Alberto Zumarán. Las Elecciones Nacionales se realizan el 28 de noviembre; se mantiene la detención de Wilson Ferreira Aldunate hasta el 30 de noviembre. —1985: Es electo Presidente del Directorio del Partido Nacional.

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Se terminó de imprimir en GRÁFICOS DEL SUR Andrés Martínez Trueba 1138 Montevideo, Uruguay, en el mes de julio de 1986. Edición amparada en el artículo 79 de la ley 13349 comisión del papel Depósito legal: 218 117/86 ISBN 89269-00-9

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