343626476-trece-horas.pdf

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Agradecimientos Ante todo, quiero agradecer a Radclyffe la oportunidad de formar parte del equipo de Bold Strokes. Me han acogido con mucho cariño y estoy muy ilusionada con el futuro. También quiero darle las gracias a Jennifer Knight, por prestarle su magia como editora a otra de mis novelas. Cada vez que trabajamos juntas aprendo mu- chísimo y siempre estaré en deuda con ella por no dejar de enseñarme. Le doy las gracias a Stacia Seaman por descubrir los puntos flacos y ayudarme a conseguir el mejor libro posible. Y, como siempre, agradezco su esfuerzo a K.E. Lane, siempre dispuesta a leer mi trabajo y ofrecerme sus sugerencias. A nivel personal, quiero darle las gracias a mi compañera Angie por su apoyo incondicional. Sé que no es fácil hacer de madre en solitario cuando estoy escri-biendo o editando y te agradezco que me ayudes a dedi-car parte del tiempo de ser mamá a trabajar. Gracias a Ty, que me ha animado desde el principio y siempre me da buenos consejos cuando los necesito. Y gracias de todo corazón a mi hermana Kathleen, por estar ahí siempre. Y por último, pero no menos importante, le doy las gracias a mis padres. En el pasado me costaba mencionarlos, pero solo porque me hacía sentir incómoda pen-sar en que leerían mis escenas más tórridas, no porque no se lo

merecieran. Me han apoyado y siempre se han interesado por mi escritura, ¡aunque yo no quisiera! Es broma. Mamá, papá, os quiero. Gracias por ser los mejo-res padres del mundo. Y por favor… por amor de Dios… ¡no leáis este libro!

Para Angie. Te quiero.

HORA CERO Aproximadamente a las siete en punto de la tarde del día de su vigésimo octavo cumpleaños, en una tarde de viernes que hasta el momento había transcurrido en la oficina sin incidentes dignos de mención, Dana Watts se dio de narices con los pechos de mujer más perfectos que había visto nunca al desnudo. Dado que toda la experiencia que tenía con ver pechos desnudos ajenos al na-tural hasta el momento no pasaba del típico vistazo furtivo en los vestuarios del gimnasio y de la desagrada-ble ocasión en que, a los doce años, había pillado a su abuela cambiándose en la habitación con la puerta entrea- bierta, quizás aquello no fuera decir mucho. Los pechos en cuestión pertenecían a una stripper medio desnuda que se le había sentado en el regazo y no dejaba de contonearse al ritmo de una música dance horrorosa que sonaba a toda pastilla desde el iPod que había aparecido de la nada sobre su escritorio. Incapaz de moverse con el peso de la otra mujer sobre los muslos y sin saber bien dónde meter las manos, lo único que acertó a hacer Dana fue quedarse sentada y contemplar los pechos de pezones rosados que se zarandeaban de-lante de su cara. Eran perfectos y, por un instante de locura, se olvidó de la propuesta que supuestamente tenía que estar redactando y consideró la posibilidad de tomar aquellos pechos entre sus manos. Sin embargo, Dana era una mujer de lo más

responsable y, además, no era de las que iban por ahí manoseando strippers. Avergonzada de sus pensamientos, la dominó el enfado. Su propuesta era mucho más importante que cualquier emoción barata que pudie-ra ofrecerle aquella mujer. —¿Qué coño crees que estás haciendo? —rugió Da-na— .Levántate y apaga eso. Ahora mismo. La stripper de cabello oscuro sonrió y se balanceó contra su cuerpo. —Soy tu regalo de cumpleaños. Alargó la mano, cogió la de Dana y la colocó sobre uno de sus perfectos pechos. —Disfrútame —le susurró lascivamente al oído. Los dedos de Dana se curvaron por instinto al sentir el pezón endurecido de la otra mujer contra la palma de la mano. Respiró hondo por la nariz y repitió: —Apaga la música. No quiero volver a repetírtelo. La stripper la miró a los ojos y enarcó una elegante ceja sin moverse de su regazo. —Yo diría que un poquito sí te está gustando. Dana deseó que la vergüenza no se le notara en la cara. —Sal de encima ya. Y ponte la camiseta, por Dios. No había sido su intención ser tan áspera, pero tanta carne desnuda cerca la ponía nerviosa y estaba decidida a no perder el control. Alguien tenía la culpa de aquel mal trago; algún compañero de trabajo idiota que lamentaría haber tenido semejante idea.

Por suerte, la stripper pareció entender que no estaba de broma. Se levantó y se apartó de la silla. Cuando se agachó para recuperar la camiseta que había dejado en el bolso, Dana intentó no mirarle el culo, pero fracasó miserablemente. La stripper le sonrió por encima del hombro. —¿Has visto algo que te guste? —Solo me preguntaba cómo has llegado hasta aquí sin que te detuvieran por prostitución —contraatacó Dana, mientras su visitante indeseada se ponía una camiseta ajustada y unos tejanos desgastados de cintura baja—. La verdad es lo que parece. ¿El estilo de la ropa es por trabajo o porque te gusta así? En realidad, la joven estaba guapísima. Por encima de la cinturilla de los tejanos se insinuaban unas braguitas negras y llevaba en la mano el sujetador de encaje negro que se había quitado al subir a horcajadas de Dana. Además, la camiseta de algodón le marcaba los duros pezones. —Scott tenía razón —dijo la embajadora de Zorrilandia —. Necesitas relajarte. «Et voilà.» —Ha sido Scott —murmuró Dana sin una pizca de humor—. Quién, si no. —Quién, si no. Pero no me advirtió de que eras una bruja. ¿Qué te pasa? ¿Te dan miedo las mujeres desnudas o qué? Dana miró a la mujer con frialdad.

—A lo mejor me da miedo lo que podría pillar si te me restriegas de esa manera. La stripper fulminó a Dana con la mirada. —Que te jodan. Me voy. Feliz cumpleaños y vete a la mierda. Cogió el iPod de la mesa de Dana, se puso la mochila al hombro y se dio la vuelta para salir del despacho. Dana se puso en pie y la agarró del brazo. —Te acompaño afuera. No iba a dejar que una completa extraña, una intrusa en sus dominios, deambulara sola por los pasillos. «Y después llamaré a Scott y se arrepentirá de haber arruinado una tarde perfectamente productiva con su bromita estúpida.» La otra mujer se liberó de un tirón, con ojos llameantes. —No te molestes. Si he sabido entrar, seguro que sabré salir. —No era una sugerencia —dijo Dana—. Voy a llevar-te abajo. No sé muy bien cómo te has colado en el edificio fuera de horas de oficina, pero no deberías estar aquí. Mientras atravesaba la sala con la stripper, esta protestó: —Eres la mar de simpática. ¿Qué mosca te ha picado? A ver, deja que adivine: hace cinco años que no echas un polvo. Dana no picó el anzuelo y se dirigió al ascensor del fondo del pasillo a grandes zancadas. El pasillo estaba casi

a oscuras, ya que el edificio estaba desierto. Todos los demás se habían ido a casa mucho antes para empe-zar sus fines de semana con buen pie. Para Dana, estar en casa era de lo más aburrido, comparado con la oficina. Boynton Software Solutions era exactamente donde que-ría estar, dedicada por completo a su pasión: la gestión de proyectos. Se detuvo frente al ascensor y apretó el botón con fuerza. Lo más increíble era que la stripper aún no se había dado por vencida. Tras darle un golpecito juguetón con el hombro a Dana, le dijo: —Si me compadezco de ti y te follo, ¿crees que al menos sonreirás un poco? —Para mí el sexo no es tan importante como para ti, al parecer —dijo Dana—. Lo que me hace feliz es trabajar. Ya sabes, lo que estaba haciendo antes de que me interrumpieras. —Uy, sí. Parecía fascinante. Dana pasó por alto el comentario sarcástico y miró el indicador. ¿Cuánto tiempo podía tardar un ascensor en subir desde el vestíbulo hasta la planta 29? Aquella tarde le parecía especialmente lento… ¿o es que ella estaba especialmente enfadada? No pudo evitar devolverle la pulla. —Ya esperaba que una chica que se desnuda por dinero no entendiera lo satisfactorio que es el éxito. —Y yo ya esperaba que una bruja amargada como tú no

entendiera lo que de verdad es importante en la vida. Dana soltó una carcajada. —¿El qué? ¿Que una stripper barata me menee las tetas en la cara? Las puertas del ascensor se abrieron justo a tiempo de evitar que la conversación se saliera de madre. Dana arrastró dentro a la otra mujer y pulsó el botón del vestíbulo. Cuando las puertas se cerraron, la stripper murmuró: —Pues a mí me ha parecido que te gustaban mis tetas, hasta que has recordado que a lo mejor por mirar un poco te quitaban el título de Reina de Hielo. Dana volvió la cabeza, dispuesta a negarlo, pero en ese momento las luces del ascensor parpadearon y se apagaron. El ascensor vibró y se quedó parado. El movimiento súbito les hizo perder el equilibrio y Dana rodeó a la otra mujer con los brazos instintivamente, para evi-tar que se cayera al suelo. Durante unos segundos, el ascensor se quedó completamente a oscuras, hasta que las tenues luces de emergencia se activaron e inundaron la cabina con su suave resplandor. Al cabo de un ins-tante, las dos mujeres miraron las puertas del ascensor y el panel de botones. La stripper, aún entre los brazos de Dana, se volvió hacia esta con unos ojos azules abiertos como platos. —Esto no puede estar pasando… —murmuró. Dana reaccionó, la soltó y dio un paso hacia la puerta,

negando con la cabeza. —No pasa nada. Lo único que tenemos que hacer es pulsar el botón de emergencia. Dicho lo cual, examinó los controles, en busca del botón que las sacaría más deprisa de aquella inesperada prisión. —¿Estamos… atrapadas? Dana negó con la cabeza de nuevo. —No. De ninguna manera me voy a quedar atrapada en un ascensor con una maldita stripper cuando tengo la propuesta de marras a medias. —¿La propuesta? —repitió la stripper con incredulidad — Estás atrapada en un ascensor en tu cumpleaños un viernes por la noche, ¿y lo que te preocupa es tu propuesta? Dana se mordisqueó el labio mientras apretaba un botón detrás de otro. Ninguno se iluminó y ninguno tenía pinta de disparar el mecanismo de seguridad. —Es una propuesta importante. —Ay, por favor… Me quedo atrapada en un ascensor y tiene que ser con la mujer más sosa del mundo. Tras intentarlo con el último botón, Dana golpeó la puerta del ascensor con la palma de la mano. —¡Mierda! ¡No puedo creer que estemos atrapadas de verdad! —Pero alguien se dará cuenta, ¿no? Nos sacarán de aquí. —Al final, sí, pero hoy ya se ha ido todo el mundo. Dana no podía creer que hubiera salido del despacho sin

el móvil. Seguro que se quedaban encerradas hasta que Rocky, el guardia de seguridad, llegara al día si-guiente a las siete u ocho de la mañana. —¿Al final? —chilló la stripper—. Yo no me paso la noche en este ascensor ni de coña. Y menos contigo. Dana hizo una mueca ante la estridente muestra de desprecio. —¿Y crees que a mí no me fastidia? Esto no habría pasado si no hubieras venido a molestarme con tu bailecito… —¡Eh! Yo solo hacía mi trabajo —replicó la chica—. Ya sabes, el que tu amigo me pagó por hacer. Si estás cabreada, págalo con él, no conmigo. —Se alejó de Dana tanto como pudo y le dio la espalda, con los brazos cruzados—. Aunque entiendo por qué le pareció que lo necesitabas. Ya se ve que eres el alma de todas las fiestas. —Fantástico —susurró Dana para sí—. Menudo re-galo de cumpleaños: una stripper tocapelotas para mí solita toda la noche. No sé cómo voy a pagárselo a Scott. Su primera idea había sido la castración, pero estaba abierta a castigos más elaborados. —Genial —murmuró su enfadada compañera—. Sencillamente genial. —Me lo has quitado de la boca. Se miraron la una a la otra durante un momento. En aquello estaban perfectamente de acuerdo. Dana sospechaba que era en lo único en lo que llegarían a

coincidir.

HORA UNO - 7 de la tarde Se llamaba Laurel. —Sí, fíjate —añadió tras revelar ese detalle—. Las strippers tienen nombre, como las personas de verdad. Dana esbozó una sonrisa desprovista de humor y por fin le dirigió la mirada a su compañera. La chica estaba sentada con las rodillas dobladas contra el pecho y los brazos alrededor de estas, mientras observaba a Dana con unos ojos azules que amenazaban tormenta. —Oye, ya que tenemos que estar aquí juntas, ¿crees que podrías intentar tratarme con un poquito de educación? —Hagamos un trato, «Laurel» —propuso Dana. Era un bonito nombre, a juego con sus bonitos pechos. Dana se reprendió por el cariz que tomaban sus pensamientos y se apresuró a continuar. —Tú te estás quietecita en tu lado del ascensor y yo hago lo mismo en el mío. Si eres capaz de hacer eso, nos llevaremos bien. Laurel le lanzó una mirada desdeñosa. —En serio, ¿qué problema tienes? Estoy dispuesta a empezar de cero si tú lo haces. Quedarnos atrapadas no tiene por qué ser el peor rato de nuestras vidas, que es en lo que tú pareces empeñada en convertirlo. Cansada de discutir, ¡y encima con una maldita stripper!, Dana no se dignó a contestar. Lo último que quería era hacerse amiguita de una mujer que Scott había

con-tratado con el objetivo expreso de demostrar algo sobre su estilo de vida. Desde el momento en que la humillante sorpresa de cumpleaños se había presentado en su oficina y había llenado el aséptico despacho con su música y su embriagador perfume, Dana se había sentido vulnerable y desnuda. Quedarse atrapada con ella en un espacio tan pequeño le parecía un castigo especialmente cruel. Levantó la vista hacia las tenues luces de emergencia que iluminaban la cabina del ascensor. ¿Podía confiar en haber guardado su documento a tiempo de que el corte de luz no le hubiera borrado horas de trabajo? Apoyó la cabeza en la pared y empezó a darle vueltas a la propuesta. La voz de Laurel la sobresaltó. —Mi gata Isis me va a matar —informó a Dana—. Le había prometido que esta noche nos bañaríamos juntas. Le gusta sentarse en el borde de la bañera y meter la nariz en las burbujas. Normalmente me moles-ta, sobre todo cuando estornuda, pero ahora mismo daría cualquier cosa por darme un baño. Dana notó que sus labios se curvaban en una sonrisa, pero evitó la reacción a tiempo y frunció el ceño. La mención al «baño» le había traído a la cabeza imágenes que no iba a permitirse. —Bueno, siento que en lugar de eso estés aquí conmigo. Laurel esbozó una sonrisa perezosa. Sus dientes blancos y aquellos labios carnosos y rosados distrajeron a Dana,

hasta el punto de olvidarse de mantenerse fría y desinteresada. Pese a sí misma, le devolvió la mirada con cariño. Y, a continuación, igual de rápido, se obligó a pensar en la propuesta que había perdido porque Scott había decidido enviar a Laurel «Pechos Perfectos» a interrumpirla. De nuevo de mal humor, le volvieron las ganas de hacerle daño a alguien. Se fijó en los pezones de Laurel, que se le marcaban bajo la camiseta de algo-dón. El sujetador, que se suponía que tenía que evitar que Dana perdiera el norte, seguía en la mano de la joven. —¿Te importaría ponerte el sujetador? —le preguntó Dana con voz ronca. Acalorada, añadió—: Me siento observada, como si esas cosas me señalaran. Laurel estiró las piernas e inclinó la cabeza. Entonces reprimió lo que parecía una sonrisa divertida y dijo: —Como quieras, Dana. Dicho aquello, se levantó y se quitó la camiseta. Por segunda vez en la tarde, Dana tuvo que esforzarse para no quedarse mirando los pechos desnudos de Laurel con ojos desencajados. Su reacción fue girar la cabeza para no caer en la tentación. —¿Qué coño haces? —Ponerme el sujetador, como me has pedido —repuso sarcástica—. Te dan miedo las mujeres desnudas, ¿verdad? Dana miró a Laurel; el sujetador negro le quedaba de vicio. Con él puesto, sus pechos seguían siendo

espectaculares. Aun así, Dana no podía dejarse llevar. —No me dan «miedo» las mujeres desnudas —replicó con firmeza—. Supongo que, si ese fuera el caso, tendría un problema al mirarme al espejo cada mañana. Laurel le dio un buen repaso a Dana. —Para que conste, creo que muy poca gente tendría un problema con mirarte en el espejo cada mañana. ¿Y aquello a qué venía? Tras dudar unos instantes, Dana expresó en alto la duda que la carcomía. —¿Scott te ha pagado para que te acostaras conmigo? Laurel pestañeó varias veces y frunció los labios. —No. Enseguida, se metió la camiseta por la cabeza y se la alisó sobre el torso con manos temblorosas. —No soy una puta. Dana se encogió de hombros, sin inmutarse. —Siento haberte ofendido. No estaba segura. Laurel volvió a su rincón. —Tienes razón —dijo con voz hueca—. ¿Qué tal si nos limitamos a estar aquí sentadas en silencio hasta que nos rescaten? Misión cumplida. Dana se preguntaba por qué se sen-tía tan mal por haberla insultado. Observó ausente los botones del panel de control del ascensor. Por amor de Dios, aquella mujer era una stripper. Se desnudaba por dinero. ¿Por qué se ofendía tanto porque alguien pudiera pensar que por un poco más de dinero estaría dispuesta a ir más

allá? Dana no fue capaz de estar callada ni cinco minutos, porque la culpabilidad le pudo. —Oye, lo siento. ¿Vale, Laurel? Lo siento. Laurel se encogió de hombros. —¿Por qué? —Por suponer que practicabas el sexo por dinero. No ha estado bien y siento haberte ofendido. Laurel no respondió y Dana suspiró ruidosamente. —¿Sabes? Cuando haces cosas como cogerle la mano a alguien y ponértela en las tetas… —Solo intentaba que te soltaras un poco. —Laurel fulminó a Dana con una mirada gélida—. Parecía que querías comerme viva, pero que ni siquiera sabías por dónde empezar. —¡No es verdad! —negó Dana—. Estaba preguntándome qué coño hacías encima de mí. Estaba tan escandalizada que no sabía cómo reaccionar. —Bueno, pues perdona por haberte ofendido. Es más, perdona por haber aceptado este estúpido trabajo. Laurel sorbió las lágrimas y se enjugó la mejilla con la mano. A Dana se le encogió el estómago. —¿Estás llorando? —tragó saliva para aflojar el nudo de puro terror que se le había puesto en la garganta—. Por favor, no me digas que vas a ponerte a llorar. —No lloro —respondió Laurel, demasiado deprisa. Volvió a pasarse la mano por los ojos y se irguió un poco

contra la pared—. Estoy de maravilla: atrapada en un ascensor un viernes por la noche con nada que hacer salvo ser insultada por una mujer que me odia y cree que soy una zorra. Lejos de la gata, el libro y la bañera que esperaba disfrutar esta noche. ¿Por qué no iba a estar en el puto séptimo cielo? Sus palabras hicieron que Dana se sintiera como la mayor cretina del planeta. «Genial —pensó mientras se pasaba los dedos por el pelo—, sencillamente genial.» Sin saber qué otra cosa hacer, intentó justificarse. —De verdad que lo siento, Laurel. Es que no entendía por qué habías dicho lo de… ya sabes, lo de mirarme en el espejo. Laurel la miró durante varios segundos, sin pronunciar palabra. Finalmente murmuró: —Lo he dicho porque eres una mujer físicamente atractiva —hizo una pausa—. Pese a tu carácter tan poco seductor. A Dana, el suave comentario le sentó como una patada. —Oh. No sabía qué otra cosa decir. Se miró las manos. «Adoro a esta chica. Llevo cuarenta y seis minutos con ella y ya me doy cuenta de que soy una gilipollas de tomo y lomo.» —Te perdono —le dijo Laurel. Dana notó que los ojos se le llenaban de lágrimas de frustración y bajó la mirada para que su compañera no se

diera cuenta. Dana no era una mujer que se hundiera bajo presión. Creyó que habían vuelto al régimen de silencio anterior, hasta que Laurel habló. —¿De verdad pensaste que tu amigo pagaría a al-guien para que se acostara contigo? —No lo sé. —No me pareces la clase de persona que aprecie ese tipo de gesto. Dana levantó los ojos. —No lo soy. —Entonces, ¿por qué un amigo tuyo te haría eso? Laurel sonaba realmente interesada, y Dana no era capaz de percibir el menor atisbo de malicia en su mi-rada. Por unos instantes estuvo tentada de hacerse ella misma aquella pregunta, pero había sido un día muy largo. —No lo sé —respondió—. Cosas de hombres, quizá. Laurel asintió, como si la respuesta le pareciera lógica. —Bueno, es tu cumpleaños. —Con una sonrisa, preguntó—: ¿Te lo has pasado bien? Aparte del striptease y tal… —Como cualquier otro día. He venido a la oficina, he trabajado, me he quedado atrapada con una mujer medio desnuda que me hace sentir como una idiota… —Lamento que te sientas como una idiota. De repente, Laurel entornó los ojos, como si acabara de ocurrírsele algo. —¿No se te habrá jodido algún superplan esta noche por

quedarnos aquí? Dana volvió a pensar en su propuesta y suspiró. Se suponía que aquel proyecto «urgente» tenía que evitar que pensara demasiado en que iba a pasar el día de su cumpleaños sola y aburrida. Scott y Laurel le habían fastidiado la estrategia. —No —murmuró—. No tenía ningún plan. Tenía pensado alquilar una película mañana, pero ahora tendré que reescribir la propuesta. —¿Por qué «reescribir»? Dana alzó el brazo y señaló las luces de emergencia con irritación. —Se ha ido la luz. Estoy segura de que hacía rato que no guardaba el documento. Eso si mi ordenador sobrevive. —Ah —dijo Laurel—. Bueno, no es que sea culpa mía, pero… espero que no tengas que reescribirla entera. Aguardó a que Dana respondiera, pero cuando no lo hizo, preguntó: —¿De qué iba la propuesta? Dana trató de hallar la manera de hacer que sonara lo suficientemente importante. —Es para un proyecto de desarrollo de software — explicó—. Queremos venderle al cliente una funcionalidad adicional aparte del paquete estándar que programamos para él. Quiero que le llegue por correo elec- trónico el lunes por la mañana. Laurel parpadeó, admirada.

—¿Tú programas? —No. —Dana soltó una carcajada y negó con la cabe-za —. Coordino a los programadores que crean el software. Ellos hacen que la aplicación funcione y yo hago que ellos funcionen. —¿Y te gusta? —Sí, mucho. —Suena un poco… aburrido. No te ofendas, pero no me va. Dana se puso a la defensiva. —Es un buen trabajo. Me supone un desafío. —In-capaz de resistirse, añadió—: No me digas que tú puedes decir lo mismo de tu carrera. Laurel no perdió la sonrisa. —No es mi carrera, aunque no sea de tu incumbencia. Y supongo que lo mejor de mi trabajo es la gente estupenda a la que conozco. —Su sonrisa se tornó iró-nica—. Como tú. —¿Y la oportunidad de ganar dinero sin tener nin-guna habilidad en especial? —atacó Dana. Dios, ¿por qué le era tan fácil enzarzarse con aquella mujer? —¿Piensas ganarte la vida a costa de tus perfectos pechos? Laurel inclinó la cabeza. —¿Te parecen perfectos? Dana se puso como un tomate e intentó retirarlo. —La verdad, no me he fijado mucho.

Laurel soltó una sonora carcajada. —Ajá. Por eso aún tengo las marcas de cuando me comías con los ojos. —Tú alucinas —gruñó Dana. —Si tú lo dices… Dana no tenía la menor intención de admitir la fascinación que le producía el cuerpo de la stripper y decidió echar mano de su última carta. —No soy lesbiana. La sonrisa de Laurel se desvaneció y la sustituyó una mirada de sorpresa. —¿Qué? El asombro de Laurel hizo que Dana se removiera, incómoda. —No soy lesbiana —repitió Dana—. Así que tus pechos me dan igual. —Ah. —Laurel frunció el ceño—. ¿Y entonces por qué diablos me ha contratado Scott para que bailara para ti? —Créeme —le dijo Dana—. Lo primero que voy a hacer mañana por la mañana, en cuanto salgamos de aquí, es hacerle esa misma pregunta. —¿Tienes novio? —le preguntó Laurel con voz cauta. —No. —Dana no le dio más detalles. Como lo que quería era desviar la atención de su persona, pregun-tó—. ¿Y tú? Laurel le regaló una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes.

—No. Yo sí soy lesbiana. A Dana se le quedó la boca seca. —Oh. Aquella mujer siempre se las arreglaba para dejarla sin habla. —¿Te molesta? —quiso saber Laurel. A Dana le dolió la sonrisita de superioridad de Laurel. Antes de contestar, pensó bien su respuesta, para decidir si le convenía más revelar el torbellino de emociones que la inundaba o mantener la paz. —No más que cualquier otra cosa sobre ti. Laurel soltó una risita burlona. —Tranquila, tampoco me meteré con tu sexualidad. —Muy amable —repuso Dana con una media sonrisa. —¿Ves? —murmuró Laurel—. Te dije que no era tan terrible conversar conmigo. Dana hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Mejor que pasarnos la noche en completo silencio, eso seguro. —Nunca se sabe. Mañana por la mañana a lo mejor nos hemos hecho amigas. Dana puso los ojos en blanco. —No avancemos acontecimientos. Va a ser una noche muy larga. Podría pasar cualquier cosa. Tras las palabras de Dana, Laurel se rodeó con los brazos. Se diría que su expresión se había tornado esperanzada y algo tímida.

—Tienes razón. Absolutamente cualquier cosa. Dana no pudo sino tratar de imaginar lo que le depararían las doce horas siguientes. Con suerte, ni una lágrima más.

HORA TRES - 9 de la noche —¿Qué estás haciendo? —Sueño con escapar. Dana estudiaba la escotilla de metal cuadrada sobre sus cabezas. —¿Crees que si te levantara podrías abrir esa cosa? —Ni hablar —respondió Laurel sin dudar—. Para nada. No conseguirás que esta señora Rosen se suba al árbol de Navidad. Dana reconoció la referencia de inmediato. La aventura del Poseidón era una de sus películas favoritas de todos los tiempos. Su aprecio por Laurel aumentó, en contra de su voluntad. Bajó la mirada y sintió un cosquilleo nervioso en el estómago al sonreírle a Laurel con expresión socarrona. —¿Dónde está tu espíritu aventurero? —Seguramente en casa, con mi libro, mi gata y mi bañera —resopló impaciente Laurel—. Me niego a subir ahí. No nos estamos hundiendo, no nos vamos a morir por quedarnos aquí esperando ayuda. —Pero afecta a mi productividad —protestó Dana, que miraba al techo de nuevo con anhelo. —Oye, no voy a convertir esto en una película de catástrofes por culpa de una propuesta estúpida —repli-có Laurel con firmeza—. Siempre he dicho que sería el primer personaje en morir si estuviera en una. De hecho, estoy convencida de ello. Sencillamente, no soy ni tan

inteligente ni tan tenaz. Y tampoco tengo tanta suerte y mi vida es más importante que el trabajo que puedas hacer un viernes por la noche. —¿Importante para quién? —rezongó Dana entre dientes. —Aprovecha para relajarte —le recomendó Laurel, que suavizó su expresión y esbozó una sonrisa zalamera—. Prometo que haré lo posible para que no te aburras. —¿Y tendrá algo que ver con mala música y bailar desnuda? —Solo si me lo pides amablemente. —Hizo una pausa —. Técnicamente, tu media hora se pasó hace dos horas. Dana cabeceó. Notaba que volvía a ruborizarse por la vergüenza. —¿Qué parte de la pequeña actuación había preparado Scott? Laurel chasqueó la lengua y miró a Dana con un atisbo de reproche. —Eso es algo entre Scott y yo. Si quieres saberlo, pregúntaselo a él. —Lo haré si salimos de aquí. —Creía que los teléfonos móviles funcionaban en los ascensores —comentó Laurel. El suyo estaba en el suelo, donde lo había dejado tirado tras comprobar que no tenía cobertura—. Vaya con la tecnología. Apuesto a que sin ella te sientes desnuda ahora mismo, ¿me equivoco? Dana asintió tímidamente.

—Sí, creo que para mí es como una red de seguridad. Sin mi ordenador me siento muy… vulnerable. —A mí me pasa lo mismo. —Laurel levantó las manos y fingió que le temblaban exageradamente—. Ya me estoy poniendo nerviosa porque voy a pasarme doce horas sin mirar el correo. —Mi bandeja de entrada baja el ritmo el fin de se-mana. —Dana se permitió una sonrisa autocrítica—. Ni te imaginas cuánta gente no trabaja el sábado y el do-mingo. —Bueno, a mí me llegan correos de la universidad, pero la mayoría son personales, sobre todo los fines de semana, así que me paso el día mirándolo. Dana nunca habría tomado a Laurel por una friki de los ordenadores. Entre lo suyo con los correos electrónicos y La aventura del Poseidón, la joven estaba llena de sorpresas. —Yo no recibo muchos mensajes personales. Solo lo típico de mis padres… —¿Dónde viven? —Royal Oak. —¿Tienes hermanos? —Un hermano pequeño. La última vez que supe algo de él fue que prácticamente vivía en casa de mis padres. —Yo no tengo hermanos, pero siempre he pensado que habría sido divertido —dijo Laurel—. Tengo buenos amigos por todo el mundo. Amigos por Internet, ya sabes. No soy… —Inexplicablemente, se ruborizó al hablar—.

No soy de esas que salen mucho por bares y eso. Mis mejores amigos suelen ser los que conozco online. Nuestra amistad se basa más en la comunicación que en comida o alcohol. Dana se dio cuenta de que, con Laurel, se había de-jado llevar por los tópicos y se sintió estúpida y avergonzada de sus prejuicios. No tenía ni idea de quién era aquella mujer, pero aun así la había insultado. Para compensar su falta de tacto, intentó mostrar interés por el hobby de Laurel con los ordenadores. —¿Y de dónde son algunos de esos amigos? —Australia —Laurel parecía alegrarse de haber entablado una conversación al fin—, Francia. Oh, y a veces me escribo con una mujer muy interesante de Portugal. Dana intentó imaginarse haciéndose amiga de una desconocida, alguien a quien no hubiera visto nunca en la vida real. Pero si ni siquiera era buena haciendo ami-gos cara a cara, como para imaginarse haciendo amigos con un océano de por medio. Scott era su amigo más que nada porque se habían criado juntos. —¿Y de qué habláis? —Ay, pues de cualquier cosa. Cómo nos va la vida. Nuestras preocupaciones, nuestros miedos. Política, religión, actualidad. Sexo. —Laurel se interrumpió para esbozar una sonrisa lobuna—. Siempre sexo. Dana notó que se ponía colorada. Su compostura pen-día de un hilo. Tras dudar solo un instante, preguntó:

—Te refieres a… ¿cibersexo? Laurel se rió con ganas de la pregunta y el tono de indecisión en el que había sido formulada. —No, solo hablamos sobre lo que nos gusta, la gente a la que deseamos, lo que nos gustaría probar. Nuestras fantasías… Dana estaba de lo más incómoda con el tema de conversación, pero no pudo resistirse a hacer una última pregunta. —¿Alguna vez has practicado cibersexo? —Claro —respondió Laurel, agitando la mano como si no le diera importancia—. A veces. Sobre todo si estoy un poco desesperada y la masturbación sola no me basta. Está bien, pero no es tan divertido como el sexo real, ya sabes —y entonces se le ocurrió preguntar—. ¿Tú lo has probado? Aunque no había razón para sonrojarse después de la revelación de Laurel, Dana tenía las mejillas ardiendo. —Sí, una o dos veces. —Una vez practiqué cibersexo con un hombre —explicó Laurel—. Solo para ver cómo era. Y deja que te diga algo: si los hombres son la mitad de malos en la cama de lo que lo era ese tipo con el teclado, estoy segura de que no me pierdo nada de nada. Dana se encogió de hombros. —Probablemente no. Ella también había tenido encuentros esporádicos con

hombres y mujeres online y los hombres tendían a aburrirla soberanamente con sus soeces y su mala ortografía. Eso sin hablar de su obsesión con su pene. —¿Entonces? ¿Son tan malos en la cama como online? —preguntó Laurel. Dana pensó en Jason Lewis, su primer y único novio. —Algunas veces. —No te gusta hablar de sexo, ¿verdad? —le dijo Lau-rel con simpatía y arrepentimiento. Quizá incluso algo de compasión. Dana se miró el regazo, desesperada por cambiar de tema pero sin que se le ocurriera nada. Tras un rato de incómodo silencio, preguntó: —¿Podríamos hablar de otra cosa? —Claro. Laurel estiró una de sus largas piernas y se separó de la pared para darle a Dana en el pie con la punta del za-pato. —Como tú quieras, cumpleañera. ¿De qué quieres que hablemos? Sin embargo, la mente de Dana se negaba a dejar a un lado las imágenes de sexo, especialmente con Laurel, si podía ser. Se imaginaba tomando entre sus labios uno de los tiernos pezones que había visto antes y chupando aquella carne rosada con fruición. «Dios santo, contrólate.» Dana se aclaró la garganta. —¿Qué libro tenías pensado leer esta noche?

Hizo una mueca al darse cuenta de que la voz le había salido algo chillona. No era para menos, puesto que las imágenes que habían acudido a su mente habían sido las de Laurel desnuda, en la bañera… Laurel se puso la mano en la cara para ocultar la sonrisa. —Como cambio de tema, me temo que no es muy bueno. Era una colección de relatos eróticos lésbicos. «Por favor… Está obsesionada con el sexo.» Dana negó con la cabeza. —Así que estoy atrapada en un ascensor con una lesbiana ninfómana. —Se me ocurren maneras peores de pasar un viernes por la noche —replicó Laurel—. Y yo no me consideraría una ninfómana. Sencillamente, tengo unos impulsos sexuales de lo más saludables, aunque, y no es que sea asunto tuyo, algo desaprovechados. —Bueno, mientras tus saludables impulsos sexuales se queden en tu lado del ascensor, estaremos bien. Dana lamentó sus palabras en el momento en que detectó la expresión dolida en los ojos de Laurel. «Así es, Laurel. En cuanto piensas que a lo mejor no estoy tan mal, me aseguro de recordarte que soy una imbécil.» —No te lo creas tanto —murmuró Laurel. «Mierda», pensó Dana. Lo único que quería era dejar de hablar de sexo, no ganarse la antipatía de su única compañía en aquella noche. En un esfuerzo por dejar atrás sus repetidas meteduras de pata, se sacó otro tema de la

manga, al recordar algo que había mencionado su compañera. —¿Así que vas a la universidad? —Sí, a la de Michigan. —¿Qué estudias? —Veterinaria. Acabo la carretera dentro de seis meses. Dana se quedó de piedra. Casi no daba crédito a sus oídos; Laurel la había dejado verdaderamente impresionada. En aquellos momentos, se sentía de lo más estúpida por sus comentarios despectivos sobre que Laurel no entendía lo que era el éxito. —Vaya. Pues tu gata Isis debe de estar muy orgullosa de ti, ¿eh? Laurel sonrió y arrugó la naricilla de manera ado-rable. —Excepto cuando practico con ella. —Tus padres también estarán orgullosos. Era un intento descarado de sacarle información, pero a Dana le daba igual. Tenía el extraño deseo de descubrir cuántas de sus suposiciones eran erróneas. La expresión de Laurel se oscureció un poco, aunque mantuvo la sonrisa, si bien un tanto melancólica. —Sí, mi madre sí. «¿Tu padre no?» Dana no hizo la pregunta obvia, porque no quería crear una situación incómoda. En lugar de eso, se obligó a decir lo que debería haber dicho hacía rato. —Te debo una disculpa.

—Ya lo sé —contestó Laurel—. ¿Y por qué? Dana gruñó para sí, aunque en parte se alegraba. Le gustaba que Laurel no la dejara salirse con la suya. —Por los comentarios que hice sobre lo del strip-tease. Por suponer que era tu carrera y todo eso. Laurel asintió con solemnidad. —Aunque lo fuera, no merecía que me trataras así. Conozco a muchas chicas que se ganan la vida haciendo striptease y, lo creas o no, son personas muy decentes. —Entendido —aceptó Dana. Le había entrado dolor de cabeza, lento pero constante. Aún no era muy fuerte, pero tenía la impresión de que iba a empeorar con el paso de las horas—. Estaba enfadada —admitió, escarmentada—. Quería hacerte daño. —¿Así que en realidad no piensas que sea solo una stripper barata? —preguntó Laurel, con ojos centelleantes. —No —repuso Dana. Bajó la mirada hacia la horrorosa moqueta del suelo del ascensor. Al recordar los pechos perfectos que había insistido en que Laurel apartara de su vista, añadió—: De hecho, diría que eres de las mejores. —Nah —negó Laurel, sin darle importancia—. Con los hombres no hace falta mucho. Sobre todo si bailo con otra mujer. A los tíos les encanta ver a una mujer bai-lando encima de otra. Son fáciles. Dana pensó que se moría de vergüenza solo de pensarlo. —Gracias a Dios que estaba sola en la oficina. Dudo que

los hombres con los que trabajo lo hubieran considerado nada sexy, sobre todo si yo tomaba parte en el espectáculo. Laurel la observó con intensidad un buen rato, hasta que Dana deseó que se la tragara la tierra. —Eres muy dura contigo misma, ¿verdad? ¿Siempre eres así? El tono era amable, pero la pregunta desconcertó a Dana. Seguía doliéndole la cabeza. —Tú eres la que me has nombrado la mujer más sosa del mundo, ¿te acuerdas? Incluso en la penumbra, vio que Laurel se ponía colorada. —Supongo que me toca disculparme a mí —rectificó Laurel—. La verdad es que no lo pienso. —A veces es cierto —confesó Dana. —¿Ves? Vuelves a ser dura contigo misma. Tienes que dejar de hacer eso. Dana soltó una risita. —No puedo prometértelo. Es la costumbre. —Entonces, al menos, no lo hagas más en lo que queda de noche. Laurel se lo pedía tan en serio que Dana no tuvo estómago para negárselo. —Sí, señora. —Ama —corrigió Laurel. —¿Perdona? —Lo de «señora» me hace sentir vieja. «Ama» me hace

sentir como una dominatrix superguay. El primer instinto de Dana fue batirse en retirada, pero en lugar de eso, hizo algo impropio de ella: le siguió el juego. —Como usted diga, ama. Laurel enarcó una ceja oscura con expresión divertida. —Mucho mejor. Dana soltó una carcajada, pero a continuación hizo una mueca: su dolor de cabeza estaba empeorando. «No, por favor —pensó—, que no sea de los malos.» —¿Te pasa algo? —le preguntó Laurel. Dana se concentró enteramente en respirar para aplacar la migraña que se le avecinaba. —Solo es un dolor de cabeza. Me dan cuando estoy estresada o me pongo nerviosa. —¿Puedo hacer algo? Ojala tuviera algún analgésico. —Mátame. —No quiero hacer eso —se negó Laurel—. Empiezas a caerme bien y todo. ¿Por qué no te echas un rato? No puedes estar cómoda ahí encorvada. Dana ojeó la deslucida moqueta con suspicacia. —No voy a echarme ahí. Está hecho un asco y no hay espacio. La cabeza le dio una punzada y Dana cerró los ojos con fuerza. Perfecto. Estaba al borde de sufrir la peor migraña de su vida, atrapada en un ascensor con una preciosa stripper lesbiana ninfómana a punto de obtener el título de

veterinaria. Gruñó, enfadada consigo misma. Era una verdadera pringada. Sin darle tiempo a protestar, Laurel se le acercó y le rodeó los hombros con el brazo. —¿Qué haces? La voz de Dana sonó estentórea y acusadora. El sobresalto al notar el brazo de Laurel dio paso a la agonía pura y dura y Dana tuvo que agarrarse la cabeza con las dos manos. Laurel la atrajo para sí. —Échate encima de mí. Pon la cabeza en mi regazo e intenta relajarte, ¿de acuerdo? Dana apretó los dientes y trató de desasirse. —Estoy bien. Vuelve a tu lado, lo estás empeo- rando. —No, la que lo empeoras eres tú. Si te echaras, te encontrarías mejor. Dana exhaló un hondo suspiro. La cabeza le dolía horrores y le pesaba tanto que apenas podía tenerse en pie. Laurel no la soltó. —Deja de llevarme la contraria —le dijo. De nuevo la atrajo contra su cuerpo y Dana se hundió en su calidez y suavidad. Un escalofrío de placer la recorrió cuando apoyó el brazo en los generosos pechos de Laurel. Tenía que admitir que echarse en su regazo era muy tentador. En lugar de resistirse, se sorprendió a sí misma al aceptar. Cambió de postura para poder apoyar la cabeza en el muslo de su compañera y estirar las piernas a lo largo de la cabina del ascensor.

—Gracias —musitó Laurel. Dana miró hacia arriba y observó la piel tersa de sus mejillas, la elegante forma de su nariz y sus ojos azules, profundos y sinceros. Aquello no era nada bueno; si seguía contemplando su rostro, le sería imposible relajarse. Se puso de lado, pero para cuando se percató de que había escogido el lado equivocado, era demasiado tarde. El estómago de Laurel estaba justo delante de ella y se le aceleró la respiración al pensar lo cerca que tenía la cara de su entrepierna. —¿Cómoda? —susurró Laurel. Su estómago vibró al hablar, bajo la ceñida camiseta. —Ah, sí. Dos horas antes le habría parecido imposible estar tan cerca de una mujer tan hermosa. Dana aún no acababa de creerse que la pesadilla del ascensor fuera real. Era del tipo de giros argumentales rebuscados que la hacían torcer el gesto cuando leía un libro. Laurel le deslizó la mano sobre los músculos agarrotados en la base de la nuca y Dana gimió. —Ay, sí. Qué bien. Laurel apretó un poco más y trabajó los puntos justos, hasta que poco a poco Dana notó que los músculos se relajaban. —¿Te gusta? —le preguntó Laurel, con una nota de satisfacción. —Es increíble.

Como por ensalmo, a medida que sus músculos se destensaban, la presión sobre su cabeza empezó a desvanecerse. Dana emitió un quejido lastimero y dijo: —Más abajo también me duele. Laurel rió y le masajeó la línea de la columna. —¿Es una indirecta? Dana se acurrucó contra Laurel. Se sentía tonta por aceptar la ternura y las atenciones de la chica y no podía negar el efecto que tenían sobre ella. El dolor de cabeza, pese a haber sido uno de los peores episodios, ya se le estaba pasando. Una ducha caliente no tenía ni punto de comparación con las manos de Laurel. La relajante sensación de que la tocaran después de tanto tiempo era irresistible. No admitiría nunca lo mucho que ansiaba el contacto humano, pero el largo y dulce masaje de Laurel le hizo darse cuenta de lo mucho que lo echaba de menos. Al no buscar relaciones con otras personas, creía evitarse complicaciones. Quizá sí lograba ese objetivo, pero a un precio muy alto y no podía menos que preguntarse si no se habría estado engañando a sí misma: buscando excusas para no enfrentarse a la verdad. Convertirse en una adicta al trabajo, solitaria y estirada era una manera patética de sobrellevar el miedo al rechazo. —Dios, estás rígida —se asombró Laurel—. Muy tensa; no me extraña que te duela la cabeza. —Estoy segura de que lo de quedarnos atrapadas en el ascensor ha sido el detonante.

Y lo más probable era que el baile erótico no hu- biera ayudado mucho. Hacía tiempo que no se alteraba tanto. —¿Te pasa muy a menudo? —De vez en cuando —murmuró Dana—. A veces me estreso mucho. Laurel tuvo la decencia de no aprovecharse del comentario. —Por eso necesitas tomarte la noche del viernes libre. Dana no se lo discutió. —Aunque, si puede ser, no para pasármela encerrada en un espacio de dos por dos. —Cierto —coincidió Laurel, mientras le pasaba los dedos por el pelo y le acariciaba la cabeza con delicadeza. Con la otra mano, siguió frotándole la espalda, aunque, más que masajear, lo que hacía era dibujar figuras distraídas sobre su piel—. ¿Qué tal la cabeza? «Me da vueltas», quiso ronronear Dana. Era como si su cuerpo se hubiera vuelto de gelatina. —Un poco mejor. —Por fin has empezado a relajarte. ¿Ves? No es tan terrible soltar un poco de tensión de vez en cuando. Todo el mundo lo necesita. Laurel no tenía ni idea de lo mucho que lo necesi-taba. —Mmm, ¿crees que podrías seguir un ratito? —Ah, así que te gusta de verdad —murmuró Laurel con ternura, mientras le masajeaba la parte baja de la espalda con renovado ahínco.

Dana se olvidó del dolor por completo y tuvo que esforzarse por no tener un orgasmo allí mismo. —La verdad es que… ayuda. —Lo que sea por ayudar. Laurel tenía unas manos mágicas. Dana estaba tan agradecida por que le hubiera aliviado el dolor y por el propio placer del masaje que no midió sus palabras. —Es muy agradable que alguien te toque. Se dio cuenta de lo que había dicho y de lo patético que sonó cuando los dedos de Laurel titubearon durante un segundo. Dana fue a levantarse, pero Laurel le puso la mano en la espalda y no dejó que se moviera. —No te vayas —le dijo—. A mí me gusta tanto como a ti. Así me distraigo y no pienso en que estamos aquí metidas. Y además, así me siento útil, para variar. Lo único que he hecho hasta el momento es molestarte. —Ah, siempre has hecho más que molestarme —murmuró Dana—. Ponerme de los nervios, sacarme de quicio… —Alegrarte el día —la interrumpió Laurel—. No intentes negarlo. Soy la luz de tu vida. —Vale, tienes razón —asintió Dana—. Eres el azúcar de mis rosquillas. Laurel gruñó como reproche. —¿No? —Dana alzó la vista para mirar a Laurel a la cara. Su rostro estaba justo sobre el suyo. —No, estábamos en racha, pero…

—Lo he fastidiado, ¿no? Se sonrieron como niñas pequeñas. —¿Sabes? —empezó Dana, apartando la mirada—. Me encuentro mucho mejor. —¿Te he curado? —preguntó Laurel, con una sonrisa radiante que la hacía parecer más joven e increíblemente bonita. —Supongo que sí —admitió Dana. Se sentía avergonzada por el contacto continuado con Laurel y era especialmente consciente del peso y el calor de la mano de su compañera sobre su estómago. El dolor de cabeza se le había pasado, pero le habían vuelto los nervios, así que se dispuso a incorporarse. —Creo que debería sentarme. —Si insistes… Sintió perder el contacto de los dedos que le acariciaban el pelo, pero disimuló y le sonrió a Laurel con naturalidad, para ocultar el torbellino de emociones que se agolpaban en su interior. Se sentó con la espalda apo-yada en la pared, de manera que sus hombros se rozaran. Le gustaba notar el calor del roce de sus cuerpos y no quería renunciar a ese contacto inocente, por ávida que la hiciera parecer. —¿Ahora ya quieres que vuelva a mi lado? —le preguntó Laurel, con poco entusiasmo. —Nah —Dana se encogió de hombros como si nada. Ojalá Laurel no oyera lo rápido que le latía el cora-zón—. Puedes quedarte aquí si quieres.

—A tu lado se está menos sola. Y tampoco hace tanto frío. Laurel se apoyó en ella y Dana estuvo a punto de soltar una risita nerviosa. Estaba coqueteando, ¿verdad? La idea le gustaba, hasta que recordó algo que le quitó las ganas de reír de golpe. «Mierda, no tengo ni puta idea de ligar.» Cómo no, la gran Dana Watts fue más torpe en contestar de lo que habría querido. —¿Te me estás insinuando? Laurel parpadeó deprisa. —Por supuesto que no. No eres lesbiana, ¿recuer- das? «Ah, sí.» Dana reunió el valor de preguntarle a Laurel algo que, de repente, necesitaba saber. —¿Tienes novia? Laurel esbozó una sonrisa tímida. —Ya te he dicho que estaba soltera. —Me has dicho que no tenías novio, porque eras lesbiana. Pero no me has dicho que fueras soltera. —Bueno, pues soy soltera. ¿Eso significa que puedo flirtear? A Dana le dio un vuelco el corazón. Pese a tener las mejillas encendidas, se obligó a seguir la broma. —Creía que no te me estabas insinuando. —Eso era antes de darme cuenta de que te importaba saber si tenía novia o no —repuso Laurel—. Ahora he

decidido admitir que a lo mejor me estaba insinuando. Un poquito. —No he dicho que me importara si estabas soltera. Solo tenía curiosidad. —Bueno, pues ya lo sabes. —Ya lo sé. Desesperada, Dana paseó la mirada por cada centímetro del ascensor, mientras buscaba algo más que decir, hasta que se fijó en la mochila de Laurel. —¿Llevas algo de comer en la mochila? Laurel la miró con complicidad. —Puede. ¿Alguna petición en particular? —¿Qué te parece un trozo de pastel de cabello de ángel con chocolate por encima? —No sé si de eso tendré, pero a ver qué puedo hacer. Laurel gateó por la mochila, que estaba al otro lado del ascensor. Su trasero se balanceó a escasos centímetros del brazo de Dana. Tenía un culo muy bonito. Dana no pudo evitar pensar en lo fácil que sería darle un pellizco. Sus propios pensamientos la sorprendieron y se reprendió por ellos. «Genial. Estoy a punto de saltarle al cuello.» Laurel solo había dejado que la tocara antes porque Scott había contratado sus servicios. Discretamente, Da-na se puso la mano bajo las piernas. «Ni se te ocurra ponerte en ridículo tú ahora.» Laurel volvió a sentarse y sacó algo de la mochila.

—¿Una barrita de Special K? Solo tengo una. Es de melocotón y frutas del bosque. A Dana le rugió el estómago. —Si nos la partimos serás mi heroína. Hoy no he comido y aún no había tenido tiempo de cenar. —Cógela. Para ti. —No puedo hacer eso —protestó Dana, pese a que la mano que mantenía bajo la pierna le cosquilleaba, deseosa de lanzarse en busca de la barrita—. No quiero quitarte la única comida que tienes. —No he dicho que fuera la única. Tengo algo de postre, pero he pensado que lo dejaré para más tarde. Dana no estaba de humor para hacerse la fuerte. —Vale —aceptó, alargando la mano. Laurel le pasó la barrita con una sonrisa amistosa. —Seguro que eso también contribuye a que te duela la cabeza. No deberías saltarte comidas. Dana puso los ojos en blanco y abrió el envoltorio de la barrita con entusiasmo. Le dio un buen mordisco y masticó; hasta cerró los ojos para disfrutar de su exquisito sabor. —Esto es ambrosía —gimió. Laurel rió. —Joder, si llego a saber que lo único que hacía falta era un masaje y una barrita de desayuno, habría amansado a la bestia salvaje hace dos horas. —Conmigo lo mejor es ir despacio y con buena letra.

Sacarme la máscara de bruja demasiado deprisa da calambres. O eso dicen. —Despacio y con buena letra, ¿eh? —Laurel le sonrió a Dana como una boba—. Lo tendré en cuenta. —Hazlo —musitó Dana. Esta parpadeó, sorprendida. Al parecer ella también flirteaba. Y si la mirada de Laurel era indicativa de algo, lo hacía muy bien.

HORA SEIS - Medianoche —¿Se puede saber por qué llevas nata en la mochila? El rostro de Laurel adoptó un delicioso tono rosado. Ruborizada, apartó la mirada y pegó los ojos al suelo. —Era para… Dana tenía la sensación de ser obtusa, pero realmente no entendía lo que le daba tanta vergüenza a Laurel. —¿Para el postre? —preguntó. —Para mis pechos. —Laurel sacó una cajita de velas de cumpleaños de la mochila—. Feliz cumpleaños. Dana le devolvió el bote de nata a Laurel. —¿Ibas a dejarme…? —Lamerla, sí. —Laurel volvió a guardarse la nata y las velas sin mirar a Dana a los ojos—. Crees que soy una guarra, ¿verdad? Por extraño que pareciese, era lo último que se le habría ocurrido. «No, creo que eres un sueño húmedo hecho reali-dad.» Era un alivio que su sorpresa de cumpleaños hubiera acabado antes de tener que enfrentarse a los pezones de Laurel untados con nata. La mayoría de la gente habría aprovechado la oportunidad para pasárselo en grande, pero ella lo habría estropeado. De hecho, lo había estropeado. —¿Y no te hace sentir incómoda? —le preguntó, para dejar de pensar en sus propias reacciones—. Dejar que un extraño te… ¿te chupe?

—No es lo habitual en mis actuaciones ni nada de eso — negó Laurel. Se había separado solo unos centímetros, pero Dana acusaba la pérdida—. Solo pensé… con una cliente… No sé, pensé que podía ser muy picante. Obviamente, Laurel se sentía incómoda y Dana se arrepintió de haberla puesto en un aprieto. Para hacerla sentir mejor, repuso: —A mí me encanta la nata. Y seguro que habría estado aún mejor servida sobre unos pechos tan per-fectos. Después de haber puesto su supuesta heterosexualidad en tela de juicio, se esperaba una respuesta burlona, pero Laurel le sonrió con timidez y su confesión valió la pena. —Gracias, Dana. De nuevo, metió la mano en la mochila y sacó un objeto que hizo que Dana gimiera de emoción. Laurel le agitó la chocolatina Hershey en las narices. —¿Hay hambre? —preguntó. Cuando Dana estiró la mano para cogerla, Laurel la esquivó. —No habías dicho que el postre vendría con condiciones —suspiró Dana. —Seguro que te lo puedes ganar. Soy fácil de complacer. —Ah, ¿de verdad? —ronroneó Dana. Joder, qué divertido era coquetear—. ¿Fácil de complacer? Supongo que yo tendré que tener eso en cuenta. —Hazlo.

—¿Algo más? ¿Qué más maravillas escondes ahí? Laurel sonrió ampliamente y sacó dos libros. El que le pasó a Dana estaba un poco gastado, pero bien cuida-do. Enseguida, la imagen de la portada, en donde aparecían dos hermosas mujeres enredadas en un beso sensual, atrapó la atención de Dana. El libro se titulaba Historias para una noche larga. Relatos eróticos lésbicos. Dana se puso cachonda de inmediato y fue incapaz de pronunciar palabra. Miró el otro libro. —«Procedimientos veterinarios de emergencia para pequeños animales» —leyó en alto—. Un poco de lec-tura ligera. —Es de una de mis clases. La verdad es que está muy bien. A continuación, Laurel sacó un estetoscopio y fingió acariciarlo con ternura, con una expresión a la vez burlona y seductora. —¿Y qué te parece esto para divertirnos? —Supongo que, si queremos jugar a médicos, luego no nos faltará de nada —contestó Dana, sosteniéndole la mirada. El deseo era obvio en la voz de Laurel. «¿Es por mí?» Dana sonrió y la invadió una agradable sensación de calor. —No te emociones —le dijo a Laurel, mirándola de reojo—. Antes tenemos que acabar este juego.

Laurel dejó el estetoscopio en la pila con las demás cosas y tiró de la etiqueta de nailon que asomaba en el interior de la mochila. —Manta en la mochila. Vital para el estudiante que prefiere comer junto al río entre clases. —¿De verdad te cabe una manta ahí dentro? —Sí. Una de lana gris muy calentita. A lo mejor, si te portas bien, te dejaré compartirla luego. Si quieres echar una cabezada o algo. —Laurel examinó la mochila—. Ya está, solo queda mi cartera. Dana volvió a acomodarse con la espalda contra la pared y echó un vistazo a su reloj de pulsera. —Seguramente estaremos aquí durante siete horas más, así que me parece que podemos matar cinco o diez minutos curioseando tu cartera. —Supongo que tú no tendrás la tuya, para estar empatadas… Dana negó con la cabeza. —Me temo que la tengo en el despacho. —Dana rebuscó en sus bolsillos e informó de su contenido—. Ten-go medio paquete de caramelos, dos monedas de vein- ticinco centavos, la cuenta de la magdalena que me he comprado está mañana de camino al trabajo y pelusilla. —Así que solo me toca a mí «compartir mi vida con una desconocida» —se quejó Laurel, sin sonar disgustada en absoluto. Dana le tiró un poco de pelusilla.

—¿Ahora te me vuelves tímida? ¿Después de subirte encima mío y ofrecerme una visión en primera fila de tus perfectas…? —Vale, vale. —Laurel le dio una palmada en el brazo, juguetona—. Supongo que ya no me quedan secretos. Un escalofrío recorrió a Dana; la piel se le había puesto de gallina. —Me estás matando. Mañana por la mañana encontrarán a una stripper y a una jefa de proyecto muertas, te lo aseguro. Laurel se echó a reír con ganas, aunque enseguida se tapó la boca con la mano para mitigar las carcajadas. Cuando Dana la miró, con expresión interrogante, se inclinó hacia ella y jadeó: —Intento entenderte. No dijo más y entre las dos reinó un silencio cargado de energía sexual. Laurel parecía azorada y, cada vez que sus miradas se encontraban, apartaba los ojos. Dana tam- poco podía evitar mirarla y, cuando sus ojos coincidían, el corazón se le disparaba. ¿Cómo iba a sobrevivir a aquella noche sin ponerse en evidencia? Decidió que el mejor modo era seguir hablando de la cartera de Laurel y alargó la mano. —¿Tu foto del carné de conducir es tan horrorosa como la mía? Laurel le pasó el documento. —Dímelo tú.

Dana estudió la pequeña foto de Laurel, que, pese a no tener ni punto de comparación con la verdadera Laurel que estaba a su lado, era muy hermosa. Como no se fiaba de sí misma para hacer un comentario informal, se dedicó a fijarse en los detalles. Laurel Jane Stan-ley. 13 de mayo de 1982. —Dios, pero si eres una criatura. Laurel resopló, burlona. —Desde cuándo se es una criatura a los veinti- cinco. —¿Naciste en los ochenta y acabarás Veterinaria den-tro de seis meses? Dana estaba impresionada y al mismo tiempo se sen-tía completamente estúpida. «Y pensar que antes la he llamado poco menos que guapita cabezahueca.» Laurel se encogió de hombros. —Me salté un curso de primaria. ¿Cuántos años tienes tú, sabia anciana? —Veintiocho —dijo Dana. —¿Te metes conmigo por haber nacido en los ochen-ta y tú tienes solo tres años más? —Son tres años muy importantes. El corazón de Dana latía a toda velocidad. Era muy fácil hablar con Laurel, hasta bromear. No recordaba la última vez que lo había pasado tan bien con alguien y ese pensamiento, por decirlo de manera suave, la sor-prendió. De repente no fue capaz de pensar en nada útil que decir y

cerró la boca, a la espera de que Laurel rompiera el silencio. Laurel pareció notar el cambio de humor, ya que su sonrisa se desvaneció y se quedó mirando a Dana fijamente, algo ruborizada. —Entonces, ¿qué? —le preguntó—. ¿Mi foto es tan horrible como la tuya? Dana trató de que el corazón le fuera más despacio al pasar el dedo sobre la fotografía. —No, estás preciosa. Cuando le devolvió el carné, sus dedos se rozaron sin querer y las dos dejaron escapar el aire que retenían en los pulmones. La determinación de Dana flaqueó peligrosamente. —Gracias. Nunca había experimentado un momento parecido con ningún otro ser humano. Había sido un momento real y nadie podría convencerla de lo contrario. Después de un momento como aquel, se preguntaba cómo se suponía que tenía que actuar. Al parecer, Laurel sí lo sabía. —También tengo una foto de mi gata —musitó, rompiendo el cargado silencio—. ¿Quieres verla? —Isis, ¿verdad? —le preguntó Dana cuando Laurel le pasó la foto de un gato negro con cara de pantera. —Sí. Dime que no se parece a los gatos que veneraban los antiguos egipcios.

—¿Estornudar en tu baño de burbujas es propio de una diosa? —preguntó Dana. «Genial, baño de burbujas. Justo en lo que quería pensar ahora.» —Esa parte no —contestó Laurel—. Pero tiene seis dedos en cada pata y un porte majestuoso. —Muy majestuoso. Y también la venera una estadounidense moderna. —Exactamente —coincidió Laurel—. Es mi niña — cam- bió una foto por otra—. Esta es mi madre. Dana observó la imagen de una mujer de cabello ru-bio claro con una sonrisa alentadora. —Era mi mejor amiga —dijo Laurel—. Murió el año pasado. A Dana se le puso un nudo en la garganta. —Oh, Laurel, lo siento mucho. Laurel se encogió de hombros. —Yo también. Tenía cáncer. Al final estaba bastante mal, así que, de alguna manera, era su hora. Dana le devolvió la fotografía en reverente silencio. —Mis padres todavía viven —dijo al cabo de un momento—. Supongo que aún me siento demasiado joven para perderlos. Aunque no estamos muy unidos. —Observó a su compañera, resistiendo el impulso de acariciarle la melena castaña—. ¿Tú te llevas bien con tu padre? Los ojos de Laurel se ensombrecieron. —No.

Volvió a guardarse la foto de su madre. —Nos abandonó cuando mi madre se puso enferma. Yo tuve que cuidar de ella y él se buscó una mujer más joven que seguramente se casó con él por el dinero que nos robó. «Hijo de puta.» La oleada de ira que invadió a Dana parecía desproporcionada, dada la poca relación que tenía con el caso. —Eso fue una cabronada. —Ya te digo. Laurel abrió la cartera y le enseñó el interior a Dana. —Sesenta y ocho dólares. Dana observó fascinada cómo los labios de Laurel temblaban un instante, antes de curvarse en una sonrisa traviesa. —¿Tienes un dólar? Dana se puso colorada en cuanto entendió el chiste, casi quince segundos más tarde. Sesenta y nueve. Fan-tástico. De nuevo, justo en lo que le convenía pensar. Logró soltar una risita tímida. —Por desgracia, mi cartera está en el despacho, ¿recuerdas? —Ah, sí. —Laurel carraspeó y fue mirando en los compartimentos de su cartera—. Tengo una tarjeta de crédito… de débito… tarjeta de votante… el carné de la biblioteca… —¿Un carné de biblioteca? Qué pintoresco.

—Soy un ratón de biblioteca, mira. —Laurel le ofre-ció una seductora caída de ojos en tono de broma—. Sabes que te parece sexy. —Oh, sí —asintió Dana—. Muy sexy. —Lo sabía. Laurel lo guardó todo con una sonrisa en los labios, aunque le ofreció a Dana el libro de relatos eróticos antes de meterlo en la mochila. —¿Seguro que no quieres leer un poco? Dana se inclinó por encima de Laurel y agarró la chocolatina Hershey que estaba en el suelo. —Prefiero el chocolate. Laurel le apartó la mano de un palmetazo y cogió la chocolatina. —A lo mejor, después de jugar a verdad o prenda, como me prometiste. Su dulce e inocente sonrisa era difícil de resistir. Dana fue perfectamente consciente de lo poco convincente que sonó su respuesta. —¿Que yo te he prometido qué? Estoy bastante segu-ra de que no te he prometido nada parecido. —Oye, ¿quieres el chocolate o no? Dana exhaló un hondo suspiro de resignación. —Muy bien —aceptó—. Después de jugar a verdad o prenda.

HORA SIETE - 1 de la madrugada —¿Es que nadie limpia el edificio por la noche? —preguntó Laurel. El estómago le cosquilleaba ante la perspectiva de acabar de jugar e irse a dormir. Le pesaban los párpados, pero tenía los nervios a flor de piel. Dana y ella llevaban una hora bailando en círculos la una alrededor de la otra, sin dejar que la charla pasara del terreno superficial. Laurel había estado tentada de profundizar más, pe-ro Dana enseguida se ponía nerviosa y aún les quedaban seis o siete horas de estar allí encerradas. —Los viernes por la noche cambian de turno. Esta noche limpian las moquetas de la otra ala. Laurel bostezó. —Qué oportuno. Dana carraspeó. —¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Una pregunta de verdad? —Comparada con… —Andarse con rodeos. Los ojos de Dana estaban tan cerca que Laurel distinguía el leve temblor de sus pupilas, sobre el iris color esmeralda. Después de llevar horas en aquel ascensor, Dana solo tenía un mechón castaño rojizo fuera lugar. Le

caía sobre la mejilla y Laurel se moría por alargar la mano y acariciarlo para ver lo suave que era. Había algo indescriptiblemente bello en Dana. Era tan alta como Laurel y había cierta plenitud en su rostro y en su figura, tan sensual que a Laurel le temblaban las rodillas solo de mirarla. Menos mal que estaba sentada. —Claro, pregunta. —Laurel imaginaba lo que Dana quería preguntar—. ¿Qué quieres saber? —Solo me preguntaba… ¿Por qué striptease? —La verdad es que prefiero llamarlo baile —repuso. Tenía la respuesta preparada de antemano—. Se paga bien y el horario es perfecto si tienes que combinar trabajo y universidad. —Pero… —titubeó Dana. Claramente, aún no era capaz de comprenderlo. —¿Es degradante? —completó Laurel. Dana asintió, pero ella cabeceó en ademán negativo—. No estoy de acuerdo. Lo hago voluntariamente, no dejo que nadie me haga nada que no quiera y he ganado lo suficiente para pagarme la universidad. Muy pronto seré la doctora Stanley y no voy a renegar de nada de lo que me ha permitido lograrlo. —Supongo que parece… No sé, es que pareces muy lista. —Soy lista —dijo Laurel, encogiéndose de hom-bros—. Es un trabajo. Tengo ganas de dejarlo y dedicarme a la

veterinaria, pero no ha estado tan mal. —¿Cuánto llevas haciéndolo? —Unos seis años —respondió Laurel. Por primera vez desde el inicio de la conversación, le sonrió a Dana, algo avergonzada—. Parece mucho tiempo, ¿verdad? —¿Y normalmente haces… actuaciones a domicilio? ¿Como esta noche? Laurel negó con la cabeza. —No, en realidad trabajo en un club. Lo de hoy ha sido nuevo para mí. —¿Cómo te encontró Scott? —Empecé a anunciarme en una revista lésbica hace un par de meses, como bailarina privada, disponible para actuaciones para otras mujeres. Dana bajó la mirada. —¿No haces actuaciones privadas para hombres? —No, bailo para hombres en el club. No me sentiría cómoda si actuara para hombres en privado. —¿Tienes muchas clientas? —preguntó Dana con voz tirante. —Eres mi tercera —contestó Laurel—. Se suponía que iba a ser una actuación especial. Un poco de dinero extra por hacer algo un poco más… divertido —carraspeó. Era como si tuviera la extraña necesidad de justificarse y jugueteó nerviosa con los bordes deshilachados del agujero que tenía en la pernera de los tejanos—. Quiero decir que en el club ya había bailado para mu-jeres antes. Vienen

más mujeres de las que te imaginas. Por eso me decidí a coger este trabajo. Dana parecía intrigada, aunque incómoda. —¿No te gusta bailar para hombres? —Ah, no me importa. Era cierto. La mayor parte del tiempo se comportaban como caballeros y Laurel ya hacía mucho que había dejado de plantearse sus decisiones en ese aspecto. Cuan-do su madre enfermó y su padre se marchó, hizo lo que tenía que hacer y en la actualidad era una persona más fuerte gracias a ello. —Es decir, hay buenos y malos clientes, ¿sabes? Algunos tipos son unos sobones o son maleducados o directamente desagradables. Pero muchos son muy tiernos. Tengo algunos clientes habituales que vienen solo para hablar. Para pasar tiempo conmigo. —¿Y en tu club hay reglas de cómo te pueden tratar los clientes? Laurel sabía en lo que Dana estaba pensando. Ella también pensaba así cuando empezó con el baile exótico. Imaginaba que sería plan de irse quitando la ropa para los clientes ansiosos de un club de striptease de mala muerte. —Hay reglas. Llevamos tanga todo el tiempo. No se puede tocar. Bueno, nosotras podemos tocarles a ellos, pero ellos no pueden ponernos la mano encima a nosotras —le sonrió a Dana con dulzura—. De verdad que no es tan horrible como creo que te lo imaginas. Bailo mucho

encima de las mesas. Normalmente no hago lap-dance para hombres. —Pues se te da muy bien —le dijo Dana, con una sonrisa desenfadada. —Ayuda si el cliente está bueno. La sonrisa de Dana vaciló y Laurel le notó la inseguridad en la cara. Al mismo tiempo, percibió que Dana trataba de ganar tiempo, para no mostrar cómo la había afectado el cumplido. —¿Se te hizo muy difícil la primera vez? Me refiero a desnudarte. A bailar delante de tanta gente. —Por supuesto. Estaba casi tan nerviosa como la primera vez que hice el amor. Dana no tuvo nada que añadir. Tenía la cara roja como un tomate. —Después también lloré —confesó Laurel—. Cuando volví a casa. Mi madre me estaba esperando y lo único que pude hacer fue echarme a llorar en sus brazos. —Se encogió de hombros—. Fue pocos meses después de que mi padre se fuera, así que estaba un poco sobrepasada por todo. La actitud de mi madre me ayudó mucho con lo del baile. Ella sabía que lo hacía y entendía por qué creía que era lo mejor. —No tienes ni idea de lo idiota que me siento en este momento —comentó Dana en voz queda—. Tenías diecinueve años, estabas sola con una madre enferma y tenías que pagarte la universidad. No voy a volver a dis-

culparme, porque sé que ya hemos pasado página, pero quiero decirte algo. Creo que eres una joven extraordinariamente fuerte. Y pareces una buena persona. —Gracias. Laurel tenía la impresión de que Dana se juzgaba más duramente a sí misma que a ella, pero aun así era agradable oírla confesar que se había equivocado. —He de admitir que durante un rato me dio la impresión de que eras una imbécil, pero ya no. Veo que dentro de ti hay una mujer tremendamente divertida y cari-ñosa. —Me alegro de que hayas cambiado de opinión —dijo Dana—. Yo a veces no estoy tan segura. Sonaba tan desanimada que Laurel no supo qué decir. —No dejas que se te acerque mucha gente, ¿verdad? —Patético, lo sé. Se la veía deshecha, y Laurel prefirió buscar un tema de conversación más seguro. —¿A qué universidad fuiste? —A la Universidad de Michigan —contestó Dana—. Ann Arbor. Me licencié hace siete años en Administración de Empresas —hizo una pausa antes de añadir—. Especializada en sistemas informáticos. Era un curso nuevo en la época, pero me interesaba la faceta tecnológica de los negocios. Al menos, me llamaba más que la contabilidad y se me daba bien. Mi equipo hace siempre un trabajo excelente y casi siempre dentro del presupuesto. —Imagino que tus padres también están orgullosos de ti

—le dijo Laurel. —Lo están. No hablamos tanto, por eso. Están mucho más por mi hermano pequeño. Dice que quiere entrar en Derecho. No puedo ni imaginarme a mi hermanito como abogado. —¿Y por qué tus padres están más por él? Dana dobló las piernas y apoyó la cara en las rodillas. —Porque es lo que él quiere. Aún está muy enmadrado, como es el pequeño… Los fines de semana, prácticamente vive allí. Yo tengo mi propia vida y me gusta así. Supongo que soy más solitaria. —Yo pasaba mucho tiempo con mi madre cuando estaba viva —intervino Laurel—. Mi padre… La verdad es que me importa un comino lo que le pase o le deje de pasar. Admito que aún no le he perdonado del todo por lo que nos hizo. —Mis padres son geniales —se apresuró a puntualizar Dana—. Es solo que no me siento del todo cómoda con ellos. —Es una pena —murmuró Laurel—. Espero que tengas la oportunidad de disfrutarlos todo lo que puedas mientras los tengas. —Laurel titubeó—. No intento ser morbosa ni nada, solo que… —Lo entiendo —aseguró Dana. Sus ojos resplandecían, rebosantes de sinceridad. Eran del color de las colinas en primavera—. Siempre pienso que ya tendré tiempo de acercarme a ellos; que llegará de manera na-tural. A lo

mejor tendría que hacer un esfuerzo mientras aún estoy a tiempo. Laurel se esforzó por contener la emoción. —Es una gran idea. —Así que… ¿tu madre conocía tu inclinación sexual? —Oh, sí. Se lo dije a los dieciocho, justo después de que le diagnosticaran el cáncer. Yo debía de hacer dos años que lo sabía, pero aún no había salido del armario. Cuando me enteré de que estaba enferma, ya no quise seguir ocultándoselo. —¿Se lo tomó bien? —Al principio se sorprendió. Pero supongo que, en esos momentos, la menor de sus preocupaciones era que yo fuera lesbiana. Laurel aún recordaba la mirada asustada, perdida, que se le ponía a su madre a veces durante los últimos me-ses, cuando creía que nadie la veía. Incluso en la actualidad, cuando pensaba en aquella mirada, solo de saber que en gran parte estaba provocada por el dolor y el miedo a tener que decir adiós, se le encogía el corazón. —Hasta me acusó de haber planeado el momento de la revelación con todo cuidado. Después de enterarse de que tenía cáncer de mama no fue capaz de tomarse mal un detalle sin importancia, como que a su niña le gustaran las otras niñas. La carcajada de Dana sonó más nerviosa que divertida. —Entonces no fue demasiado doloroso. Salir del

armario, digo. —Aquel día también acabé llorando, pero, dentro de lo que cabe, no. No fue doloroso —explicó Laurel, aun-que no le apetecía entrar en detalles— ¿Y tú? ¿Cómo reaccionaron tus padres cuando les dijiste que eras hetero? Dana rió. —Listilla. —Te gusta llamarme así. —Te gusta serlo —contraatacó Dana—. ¿Y tu padre también lo sabe? Al parecer no podía cambiar de tema, pensó Laurel. —Lo sabe y su opinión no es algo que me importe. —Algo sí que te importará —se extrañó Dana—. Siempre importa lo que tus padres piensen de ti, aunque sea solo un poco. —Mi padre perdió el derecho a que su opinión me importara en el momento en que abandonó a mi madre cuando ella más lo necesitaba —afirmó Laurel—. Mi madre me quería y me aceptó tal como era. Al final, eso es lo único que importa de verdad. Dicho lo cual, trató de ir a un tema más alegre. —¿Preparada para seguir con un poco de verdad o prenda, ahora que hemos repasado los tres momentos más terroríficos de mi vida? —Puede. —Dana sacó tres dedos—. Perder la virginidad, la primera noche en el club de striptease y

decirle a tu madre que eras lesbiana. ¿Eso es todo? —Creo que basta y sobra. Te toca. —Estoy un poco cansada. —Ah, venga ya. Hasta ahora tampoco lo has pasado tan mal hablando conmigo. —Pero no me has hecho preguntas realmente difíciles —notó Dana, con una sonrisa nerviosa—. Ni me has exigido prendas. —Prometo ser buena —dijo Laurel, pestañeando con inocencia. —Tu definición de «buena» me da miedo. El nerviosismo tímido de Dana hizo que a Laurel le cosquilleara todo el cuerpo. Se la veía tan dulce, casi recatada… pero Laurel veía a la mujer sensual y juguetona que se ocultaba en su interior y no pudo evitar ser traviesa. —Nadie se ha quejado nunca de mi definición de «buena» —murmuró con voz ronca. Dana se la quedó mirando fijamente, a medio camino entre la excitación y el temor. —Muy bien, juguemos —croó. Dana no sabía cómo habían llegado a aquel punto. Por fin estaban hablando la una con la otra como si no tuvieran nada que perder. Cabeceó, dividida entre la pro-funda excitación y el terror más absoluto. —¿Con cuántos hombres te has acostado? —pre-guntó. El impulso posesivo que la invadió ante la idea de que

Laurel estuviera con un hombre la sorprendió. No quería imaginársela así: ya era bastante malo imaginarla bailando para ellos. Trató de imaginársela frotándose con otra mujer, como cuando había bailado sobre su regazo. La idea no la tranquilizaba. «Contrólate», se dijo. Laurel era una hermosa joven con unos pechos perfectos y un cerebro brillante y ella era una mujer de veintiocho años prácticamente virgen a la que le sobraban siete kilos. Al darse cuenta de que Laurel la miraba con cara de extrañeza, se percató de que su respiración era audible. Avergonzada, se puso a toser y Laurel le dio unas palmaditas en la espalda. La sacudida que le produjo el suave contacto bastó para que recuperara el aliento de golpe, aunque de manera entrecortada. —¿Estás bien? —preguntó Laurel—. Si estás cansada, podemos intentar dormir un poco. Como si fuera a poder conciliar el sueño con la idea de jugar a verdad o prenda con aquella mujer en la cabe-za. Dana se sentía como examinada con lupa y la sensación la turbaba. —Estoy bien —mintió. Laurel se quedó callada unos instantes. Finalmente, respondió a la pregunta. —Lo cierto es que con ninguno. ¿Y tú? —Uno. Podía notar cómo Laurel hacía los cálculos. Veintiocho

años. Un hombre. Para ser heterosexual no es que fuera muy impresionante. Sin embargo, se sintió aliviada cuando Laurel no le pidió más detalles y le devolvió la pregunta. —¿Y con cuántas mujeres te has acostado? —Con tres —respondió Laurel sin dudarlo un ins-tante. Dana se quedó muy sorprendida, porque se había esperado un número mayor. —¿De verdad? —De verdad. ¿Sorprendida? —No —mintió Dana. Laurel rió. —¿Verdad o prenda, señorita Watts? Dana intentó ignorar la punzada que le dio el clítoris al oírle susurrar «señorita Watts» de aquella manera. Sonaba como en la mejor de sus fantasías de ejecutiva en las que se echaba encima de una de sus asistentes sobre la mesa de roble de su despacho. —Verdad —dijo con voz rasposa. —¿Cuántos años tenías cuando perdiste la virginidad? —¿Es que todo va a ir de sexo? —se quejó Dana. No es que no se lo hubiera esperado, pero su plan de «si te da vergüenza, miente» resultaba más difícil de poner en práctica con aquellos deliciosos ojos azules puestos en ella —. Ya te he dicho que no me gusta hablar de esas cosas. Laurel le acarició la muñeca con la yema del dedo. Fue una caricia rápida y llena de cariño que surgió de manera espontánea y no duró más de un momento. Luego le

sonrió, alentadora. —Después de esta noche ya no tendrás que volver a verme nunca más. ¿Por qué no lo intentas? Prometo ser buena. Dana se sintió frustrada por lo roja que se le puso la cara y, en un esfuerzo por superar las trabas de su carácter, contestó: —Tenía diecisiete. Fue con mi novio del instituto, Jason. —Se obligó a dejar de hablar al darse cuenta de que la respuesta había excedido la pregunta con creces. «Jesús, déjale algo por averiguar.» —¿Ves? No había nada de qué avergonzarse. Dana rió. —Aún no has oído la historia. ¿Verdad o prenda? —Venga va, verdad otra vez —dijo Laurel—. Dis- para. —¿Cuántos años tenías tú? —quiso saber Dana—, cuando perdiste la virginidad. —Dieciocho —contestó Laurel—. Fue cosa de una noche, con mi compañera del equipo de debate de preuniversitarios. Compartimos habitación de hotel en la final del torneo de aquel año… y había una cama doble. «Tengo que pedirle que me cuente eso la próxima vez que toque “verdad”», pensó Dana. —Pregúntame otra cosa. —¿Estuvo bien? —preguntó Laurel—. ¿Con Jason? Dana arrugó la nariz. —Solo lo hicimos dos veces.

—¿No valía la pena hacerlo una tercera? —No demasiado —confesó Dana. Laurel parecía querer preguntar algo más, pero en lugar de eso asintió. —¿Por qué no me pides prenda esta vez? A Dana le dio un vuelco el corazón. No era el mejor momento para recordar que no sabía jugar a aquel juego. Preguntar cosas era fácil; intentar encontrar un desafío que no las hiciera sentir totalmente incómodas a las dos era otra cosa. —Empieza con algo sencillo —sugirió Laurel—. Algo tonto. Dana recordó una de las pocas veces que había jugado a verdad o prenda de adolescente, en la fiesta del decimosexto cumpleaños de Krista Donnelly. —Te desafío a jugar el resto de la noche sin suje-tador. A Laurel se le iluminó la cara. Se metió los brazos por dentro de la camiseta y se desabrochó el sujetador por debajo de la ropa. —Creía que te sentías observada si no lo llevaba. —¿Te niegas a pagar la prenda? —preguntó Dana—. Estoy convencida de que hay consecuencias para eso. —Es obvio que no me niego. Laurel se sacó el sujetador de encaje por debajo del dobladillo de la camiseta y se lo pasó a Dana con las dos manos. —Según creo, las reglas dicen que eres su orgullosa

propietaria hasta que acabe el juego. Dana echó un vistazo a los pechos sueltos de Laurel. La camiseta se los marcaba de una manera deliciosa y, entre eso y el olor a perfume del sujetador que tenía en la mano, la cabeza le daba vueltas. —¿Y tú qué? —preguntó Laurel. Los pezones se le endurecieron bajo la mirada furtiva de Dana, pero en caso de que se diera cuenta, no dejó que se le notara. La camiseta de color vainilla dejaba poco a la imaginación. —Prenda —Dana se dejó llevar por un ataque de valentía. —Te desafío a darme un abrazo —le dijo Laurel—. Con los dos brazos al menos durante treinta segundos. La prenda le cortó la respiración. ¿Un abrazo? Notó una embarazosa humedad entre las piernas. —¿Un abrazo? Laurel asintió y se puso de rodillas. —Hace rato que quiero darte un abrazo. Esta es mi oportunidad y no voy a desaprovecharla. —Jugamos sucio, ¿eh? Dana se levantó, entumecida. —Ay, no sabes lo sucio que puedo llegar a jugar. Laurel abrió los brazos como invitación y el movimiento hizo que los pechos le sobresalieran bajo la camiseta. Los pezones erectos se le marcaron imposiblemente bajo la fina capa de algodón.

—Venga. Hacía seis meses que no abrazaba a nadie, y la última persona había sido su padre. Vacilante y agarrotada, ro-deó a Laurel con sus brazos y la sostuvo como si fuera de porcelana china. Se sentía torpe, lerda y cohibida por la flacidez de sus carnes en comparación con el cuerpo firme de Laurel. —Relájate —le susurró esta al oído. Le apoyó la mano en la parte baja de la espalda y la atrajo hacia sí, mientras con la otra mano le acariciaba la nuca. —Es agradable, ¿verdad? Dana se removió un poco, asustada de lo rápido que le iba el corazón contra el pecho de Laurel. Trató de acordarse de contar. Aquellos treinta segundos estaban durando mucho. —Deja de desear que termine —la riñó Laurel. Se apartó, pero mantuvo los brazos alrededor de Dana en un abrazo suelto. —Espero que haya estado bien. Es que… parecía que necesitabas un abrazo. Dana asintió y retrocedió. Ojalá hubiera podido dejar de pensar y disfrutarlo más. Con las emociones a flor de piel, decidió concentrarse en el juego. La vez siguiente tocó verdad y Dana aprovechó para enterarse de cómo había sido la primera vez de Laurel con su compañera de debate. A cambio, le habló de Jason y por primera vez admitió lo

horrible e incómodo que había sido con él. Llegados a ese punto, sin duda alguna Laurel se había convertido en la persona que más sabía de ella. Dana quería que la cosa siguiera así. —¿Cuántas relaciones serias has tenido? —Solo una —contestó Laurel—. Ash. La conocí en la universidad y estuvimos juntas unos dos años y medio. Pero ella no estaba preparada para comprometerse y al final todo se le hizo una montaña. Yo pasaba mu- cho tiempo cuidando a mi madre, llevándola de un lado a otro para sus sesiones de quimio y las visitas del hospital. —Se encogió de hombros—. Tampoco estaba pre-parada para concentrarme en una relación, pero que- ría mucho a Ash. Cuando terminamos me quedé des-trozada. —Lo siento —empatizó Dana. Aunque mentiría si dijera que sentía que Laurel estuviera soltera. Reprendiéndose mentalmente, Dana volvió a pedirse «verdad». Laurel esbozó una sonrisa cariñosa. —Si pudieras cambiar una sola cosa de tu vida, ¿qué cambiarías? Dana apenas tuvo que pensarlo antes de responder. —Tendría menos miedo. Bajó la mirada tras la confesión, consciente de cómo había sonado. —¿Miedo de qué? —preguntó Laurel. Aunque mantuvo las manos en el regazo, la compasión

en su calma mirada envolvió a Dana en un cálido manto de seguridad. Se encogió de hombros, aunque en realidad sabía bien qué contestar. —De ser yo misma, supongo. Laurel rumió la respuesta unos segundos sin apartar los ojos de Dana, que casi podía notar los engranajes de su cerebro en movimiento. Al principio, ninguna de las dos dijo nada, hasta que, finalmente, Laurel mur-muró: —¿Eres tú misma ahora? —¿En este preciso instante? La verdad era que Dana no se había sentido normal desde que se habían quedado atrapadas en el ascensor. «Ahora mismo le diría cualquier cosa que me preguntara.» —Supongo que sí. —¿Y antes? Dana cabeceó en ademán negativo. —No del todo. Laurel le apoyó las yemas de los dedos en las ro-dillas. —¿Por qué me da la impresión de que lo que más me gusta de ti lo he visto cuando eras tú misma? Dana se puso colorada. La cara le ardía. «Debo de parecer la mayor idiota del mundo. Mira que sonrojarme como una boba…» —¿Me harías un favor? —Laurel apartó la mano de la rodilla de Dana—. Sé tú misma. Esa es la persona con la que quiero estar atrapada en un ascensor esta noche. La

verdadera Dana Watts y no solo la mujer que quie-res que yo crea que es. —Cuando Dana asintió, nerviosa, Laurel preguntó—: ¿Tienes miedo? «Por supuesto», rugió Dana en su interior. En cam-bio, la voz le salió algo más apagada, cuando por fin logró recuperarla. —Un poco. Laurel le sostuvo la mirada. —Pues no lo tengas, ¿vale? Me caes bien, de verdad. A lo mejor te extraña, pero lo estoy pasando muy bien esta noche. —Yo también. Ya no había vuelta atrás. Dana sabía que Laurel no lamentaba del todo haberse quedado atrapada con ella y aceptar aquella verdad era como reconocer su rendición. —Tengo otra pregunta —dijo Dana. —Pregunta lo que quieras. Dana habló de corazón. —¿Qué es lo que buscas en una mujer? Es decir, ¿qué te parece atractivo en una primera cita? —¿Qué es lo primero en que me fijo? —reformuló Laurel, mirando a Dana con intensidad—. Los ojos —repuso—. Si hay pecas, mejor que mejor. Los labios. Me gustan las pelirrojas… y las castañas. «¿Si hay pecas, mejor que mejor?», pensó Dana, sintiendo que cada una de las marcas marrones que salpicaban sus mejillas le ardían. «¿Pelirrojas?»

—Me gustan las mujeres inteligentes —continuó Laurel —. Las mujeres motivadas. También que tengan sentido del humor. Una mujer que sea considerada. Cariñosa, al menos conmigo. Me encantan las mujeres a las que les gusta el sexo. Tanto como algo íntimo para com-partir como para divertirse. Dana la escuchó embelesada. Inteligente, lo era. Motivada, también. Del resto no estaba tan segura. —Busco a una mujer que esté por mí. Solo por mí. Quiero encontrar a alguien con quien pasar una tarde de domingo haciendo el vago en casa o con quien cenar después del trabajo para hablar de cómo ha ido el día. Alguien con quien ir a comprar sea divertido, solo porque vamos juntas. —Laurel dejó de hablar y enarcó una ceja—. ¿Crees que pido demasiado? Dana negó con la cabeza. —Mereces encontrar lo que buscas y estoy segura de que está en alguna parte. «De hecho, estoy tan celosa de esa zorrita escuálida que le partiría el cuello sin pensarlo dos veces.» Laurel se quedó pensativa un instante y su rostro se tiñó de incertidumbre. —Dana, siento mucho lo que dije antes —dijo, titubeante—. Sobre lo de follar y cuánto hacía que no lo ha-cías. Estaba cabreada contigo. Fue una estupidez por mi parte. —Se interrumpió un momento. Había preocupación en su expresión—. ¿De verdad hace once años que no estás

con nadie? —Sí. Era una confesión embarazosa que no se había atrevido a hacer nunca en voz alta. —¿Por qué? —No lo sé. Y lo cierto era que era la verdad. Suponía que nadie estaría interesado. Y dado que su única experiencia no había sido satisfactoria, ¿para qué arriesgarse? ¿Para qué abrir su corazón y exponerse al rechazo? Sin embargo, después de las horas que había pasado con Laurel, aquello le parecía una excusa bastante floja para haberse aislado del placer de conectar con otro ser humano. Quería tirarse de los pelos por haber desperdiciado tanto tiempo estando asustada. ¿Cuándo había sido tan feliz como lo era ahora? A la mierda. En adelante estaba decidida a dejarse de monsergas y disfrutar. —Creo que va siendo hora de poner un poco de frivolidad en este juego —anunció Laurel—. Pido prenda. «Frivolidad, claro.» Dana se lo pensó unos momentos y entonces sonrió, maliciosa. —Muy bien. Te desafío a enseñarme, con la ropa puesta, cómo te masturbas. —Notó un cosquilleo en el estómago sólo de pensar en ello—. Y al final… fingir un orgasmo. Laurel la miró con el ceño fruncido.

—Ah, con que esas tenemos. Nos ponemos en plan guarro, ¿eh? Lo recordaré cuando me toque hacerte pa-gar prenda. Dana se sintió extrañamente excitada por aquella promesa. Con ganas de vomitar, pero excitada. —Menos quejarse y más obedecer. Laurel abrió la mochila y sacó la manta con una sonrisa en los labios. —Ah, una mujer que sabe dar órdenes —ronroneó con un guiño provocativo—. Otra cualidad que busco. Dana sonrió como una tonta. Una tonta ruborizada, sudorosa y tan húmeda que espantaba. —¿Necesitas una manta para esto? —Bueno, es que tengo que tumbarme. Y si voy a tumbarme aquí, necesito la manta. Dana se humedeció los labios. —Comprendo. Laurel extendió la manta en el suelo del ascensor y dejó a Dana sentada en un rincón de moqueta. Después fue a gatas a alisar cada esquina de la manta y, finalmente, se tendió de espaldas con una gracia felina. Dana tenía una visión perfecta de la figura de Laurel. Cómo era posible que una mujer como aquella hicie- ra algo más que darle la hora escapaba a su comprensión. Laurel se abrió de piernas con una risita tímida y apoyó un pie en la manta al tiempo que inclinaba la ro-dilla flexionada hacia un lado.

—Bueno, normalmente me echo así. Sobre todo uso las manos, pero a veces, si estoy muy cachonda… a lo mejor uso un dildo también. Dana trató de controlar la respiración para no desmayarse y perderse lo que Laurel haría a continuación. Esta rió de nuevo, de manera que fue más difícil entenderla al hablar. —Dios, esto es muy raro. Más te vale confiar en que no te desafíe a nada como esto. Me siento muy… no sé. Seguro que piensas que debería de estar acostumbrada a actuar con público, ¿verdad? —Esto es más personal —reconoció Dana—. ¿Quie-res parar? «Por favor, no pares. No pares», coreaba en su interior. Laurel negó con la cabeza. —No quiero que se diga que soy de las que se niega a pagar prenda. Apoyó la mano en la entrepierna de sus tejanos azules. —Me… me gusta usar dos dedos y, eh… frotarme el clítoris así. Dana contempló con asombro cómo Laurel hacía el gesto de acariciarse en círculos perezosos, sobre la costura del pantalón. Increíble: de verdad estaba fingiendo masturbarse. Dana tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no frotarse las manos de puro placer. —Y también me gusta… En lugar de completar la frase, Laurel se puso la mano

libre en el pecho izquierdo y, bajo la mirada fascinada de Dana, levantó la mano unos centímetros y se agarró el pezón endurecido entre las yemas de los dedos. Aquello no fue simulado y arrancó un gemido de las dos mujeres. —Sí —murmuró Dana con voz ronca—. Ya veo. Se removió un poco, más consciente que nunca de lo mojada que estaba. —Y el… ¿el orgasmo? —Ah, sí. El orgasmo. Laurel continuó trazando círculos con los dedos sobre los tejanos. Se agarró el pecho con toda la mano, con la palma contra el duro pezón, sobre la camiseta. Empezó a mover las caderas hacia arriba con sensualidad, al tiempo que agitaba la mano, y gimió desde el fondo de la garganta. Un escalofrío recorrió a Dana de pies a ca-beza. Se había quedado boquiabierta: era el espectáculo más intenso y sexy que había visto nunca. «Por esto —logró pensar, sin despegar los ojos del rostro acalorado de Laurel y sus carnosos labios entreabiertos—, por esto vale la pena pagar entrada.» —Oh, Dios, Dana —respingó Laurel, moviendo las caderas cada vez más deprisa, hasta el punto de llegarse a tocar la costura de los pantalones con los dedos. Gimió, en un sonido inesperado de placer real, y volvió el rostro hacia Dana—. Me voy a correr, Dana. ¡Me voy a correr! Dana deseó con todas sus fuerzas que fuera verdad.

Tanto las caderas como la mano de Laurel no paraban quietas, pero esta mantuvo los ojos puestos en el rostro de Dana mientras interpretaba su rutina más íntima. Sus gemidos eran poderosos, roncos, y Dana se preguntó si las amantes de Laurel se habían dado cuenta de lo afortunadas que eran por arrancarle aquellos sonidos. Laurel arqueó la espalda y, apretándose la entrepierna con fuerza, gritó en simulado éxtasis. Las palabras que brotaban de sus labios no tenían ningún sentido, entrecortadas entre jadeos y quejidos, y fueron apagándose a medida que se relajaba y volvía a tenderse en la manta. El pecho se le movía deprisa, arriba y abajo, como si de verdad estuviera tratando de recuperar el aliento tras un orgasmo explosivo. Finalmente suspiró y se volvió hacia Dana con una amplia sonrisa. —¿Qué te ha parecido? —Exhaustivo. —Dana tosió, nerviosa—. Muy bien. Laurel se sentó y se llevó a la boca la mano que había usado en su pequeña actuación. Con un guiño, abrió los labios, se metió dos dedos en la boca y se los chupó como si estuviera limpiándolos de su esencia. La visión arrancó una sacudida en el sexo de Dana y la recorrió una oleada de placer. Emitió un gemido estrangulado ante su inesperado placer y no pudo menos que sorprenderse de haberlo experimentado sin que la tocaran si-quiera. Los ojos de Laurel relampaguearon, como si su- piera lo que acababa de provocar.

—¿Verdad o prenda?

HORA OCHO - 2 de la madrugada —¿Te he puesto cachonda? —preguntó Laurel, con tan-ta inocencia que a Dana ni se le pasó por la cabeza disimular. —Sí, ¿cómo no? —respondió con candidez. Ser ella misma para variar era arriesgado pero emocionante. —Te toca —le dijo Laurel. Dana se tomó un segundo para pensarlo. Ah, mierda, ¿qué era lo que verdaderamente quería saber? Nerviosa y expectante, preguntó. —¿Qué te gusta? Sexualmente, digo. Laurel sonrió de oreja a oreja. —Acabaré antes diciéndote lo que no me gusta. ¿Podía haber algo más seductor? —Tenemos tiempo —afirmó Dana, sorprendida del tono ronco y sugerente de su voz—. ¿Qué te gusta de verdad? ¿Cuáles son tus cosas favoritas? —Me gusta comérselo a una mujer. Me encanta. Dana apenas podía respirar, solo de imaginarse a una entusiasta Laurel dedicada a ese menester en concreto. «Entre mis piernas.» Se permitió disfrutar de la fantasía. —¿Y qué te gusta que te hagan a ti? Era imposible que fuera ella. No podía creer que le

estuviera haciendo una pregunta tan íntima y explícita a una extraña. Casi le daba miedo preguntarse a sí misma lo que le gustaba. Lo que necesitaba. Dana no estaba segura del momento exacto en que había decidido negar que estar sola para siempre fuera inevitable. Después de tanto tiempo de ignorar sus propios deseos y vivir la vida solo en sus fantasías, no en el mundo real, de repente se sentía dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad que pudiera presentarse aquella noche. Era su cumpleaños, así que soltarse sería como un autorregalo. Estaba atrapada en un ascensor con una mujer de espíritu libre, brillante y hermosa y se sentía feliz, cómoda y dolorosamente caliente. Ya no había nada que hacer: lo único que deseaba era ver hasta dónde llegaría aquello. —También me gusta que me lo chupen —dijo Laurel—. ¿Buscabas algo más picante? «¿Qué puede haber más picante?» Como no estaba dispuesta a desaprovechar la menor oportunidad, Dana asintió vigorosamente. —Cuanto más picante mejor. —Me gusta… —Laurel la miró con aire provocativo— que me azoten. Dana tuvo que hacer un esfuerzo para no caerse redonda allí mismo. —¿Que te azoten? Laurel paseó sus largos y esbeltos dedos por la manta de lana gris y se puso a juguetear con una esquina. Al parecer,

tenía que hacer un gran esfuerzo para no sonreír. —Cuando me follan. O como juegos preliminares, ¿sabes? A Dana se le dilataron las aletas de la nariz de pura excitación. La mera idea hacía que le faltara el aire. —¿Quieres decir que te azoten en el culo? —No solo en el culo. Me gusta… —Se tapó la cara con la mano y soltó una risita—. ¿Por qué me da tanta vergüenza hablar de esto ahora? «A la mierda la vergüenza —pensó Dana—. Necesito oírlo.» —¿Dónde más te gusta que te azoten? Ojalá tuviera su agenda Franklin para tomar notas. —En los pechos. —Laurel se rodeó con los brazos. El gesto le dio un aspecto dolorosamente vulnerable—. Y en el coño —murmuró, tan bajito que Dana tuvo que acercarse para oírlo. Menos mal que estaba sentada. Dana estaba mareándose. —¿Y esas son todas tus perversiones? ¿Que te den unas palmaditas? Laurel descruzó los brazos y le ofreció a Dana una hermosa visión de sus pezones erectos bajo la camiseta. Se pasó la mano por el pelo con una sonrisa avergonzada. —Bueno, también me gusta cuando una mujer me dice obscenidades mientras me… ya sabes. —Te azota. —Dana soltó un leve silbido—. Eres un poco retorcida.

Laurel rió. —Supongo que sí. —Arqueó una ceja y compuso una expresión desafiante—. ¿Eso te pone? Dana tosió de nuevo. Mierda, ¿estaba incubando algo o qué? —No voy a contestar a esta pregunta. —¿Así que en lugar de verdad pides prenda? «Eso me pasa por lista.» —Claro. Después de todo, se estaba desmelenando. Laurel sacó el libro de cuentos eróticos de la mochila y se le arrimó con él en la mano. —Te desafío a leer las dos páginas que yo elija —dijo con una sonrisa—. En alto. —Su sonrisa se ensan- chó—. Para mí. —No hay problema. Dana se preguntaba de dónde le salía aquella calma y confianza en sí misma. Desde el momento en que se había dado permiso para poner toda la carne en el asador, era como si las palabras fluyeran sin más de alguna fuente desconocida de su interior. Laurel hojeó el libro con una sonrisa traviesa y leyó las páginas por encima. —Empieza aquí —le dijo—. Página ochenta y tres. Dana cogió el libro y leyó unas cuantas líneas rápidamente. Juegos preliminares, calientes y excitantes. Fantástico. —Me has llevado directamente a la mejor parte, ¿eh?

Laurel se sentó con las manos apoyadas detrás de las caderas. Seguía teniendo los pezones duros como una piedra, a juzgar por cómo se le marcaban en la camiseta color vainilla. —¿Qué te habías creído? Un poco nerviosa, Dana empezó a leer en voz alta. —Levanta los brazos —me susurró Reed por detrás. La miré a los ojos en el espejo, loca de deseo. Aquello era mejor que cualquier fantasía que hubiera tenido nunca. Dana hizo una pausa a propósito. No estaba segura de si lograría que la voz no le temblara durante las dos páginas, ni de si sería capaz de resistir el intenso deseo de besar a Laurel durante mucho más tiempo. —Sigue leyendo —pidió Laurel. Levanté los brazos en el aire. Reed me sacó la camiseta de tirantes por la cabeza y la tiró al suelo. Contempló mis pechos desnudos durante un instante, antes de coger uno con cada mano. Alzó los ojos para encontrar los míos una vez más y entonces se inclinó para hundir el rostro en mi cuello. —Son tan hermosos… —murmuró Reed. Dana se interrumpió y se pasó los dedos por la frente. Enfrente de ella, Laurel ordenó:

—Sigue. El movimiento de sus labios hizo que a Dana se le trabara la lengua. —Gracias —susurré—. Me gusta tanto que me toques… Reed me mordisqueó el lóbulo de la oreja. —Y más que te va a gustar dentro de un momento —dijo. Tras un último pellizco en los pezones, me soltó los pechos y sus manos se deslizaron sobre mis costados hasta descansar en mi cintura. Dejó una mano sobre mi estómago y me puso la otra en la nuca para hacerme agachar. —Inclínate, nena. Tragué saliva, porque se me había quedado la boca seca. Era como si Reed hubiera descubierto todas y cada una de las fantasías que había tenido sobre ella. Me temblaron las piernas al obedecer su orden queda y me incliné hacia delante, con los brazos apoyados en el mármol del baño. Mantuve la cabeza alta, para poder mirarla a los ojos. Dana era consciente de que Laurel parecía inquieta, y el ritmo de su respiración había cambiado. Se preguntó fugazmente si tenía unas bragas de sobra en el despacho. Cuando saliera de allí las iba a necesitar. Siguió leyendo, con voz suave y tono grave, para disimular su creciente excitación.

Sin pronunciar palabra, Reed me agarró la cinturilla de los pantalones del pijama y me los bajó hasta los tobillos. Estaba completamente a su merced, vulnerable y chorreando de excitación. La respiración se me aceleró de tal manera que acabé casi jadeando. —Quítatelos, muñeca —ordenó Reed. Hice lo que pedía, sin moverme del mármol. Sin que yo dejara de mirarla, ella bajó los ojos y apartó los pantalones de una patada que los lanzó hasta la pared opuesta. La siguiente vez que movió los ojos fue para mirar entre mis piernas. Dana dejó de leer y echó un vistazo a la media página que le quedaba. —Esto es cruel —protestó. Laurel agitó la mano, displicente. —Sigue, se está poniendo interesante. Dana exhaló un suspiro tembloroso. La segunda mitad de la página parecía igual de cargadita que la primera, y en aquella ocasión no fue capaz de disimular la excitación. La voz le tembló al leer. —Estás mojada —murmuró Reed. Respingué cuando sus fuertes dedos me agarraron los glúteos y me abrieron para deleite de su mirada de fuego. —Estaba pensando en ti —susurré. Dejé caer la cabeza cuando paseó la yema de los dedos sobre los labios de mi sexo y halló mi vagina con

precisión. —Yo también estaba pensando en ti. La voz de Reed era grave y ronca como nunca la había oído. Los límites ente nosotras habían desaparecido y, en su lugar, el hambre desatada dirigía nuestras acciones. —En esto —dijo Reed. Y me metió un dedo con una lentitud atroz. Dana parpadeó al llegar al final de la página. ¿Aquello era todo? «Vaya manera de dejarme colgada.» —Puedes seguir, si quieres saber lo que pasa —dijo Laurel—. Se te ve muy metida. —Ya está bien. Dana le devolvió el libro. Tras un momento de indecisión, le lanzó a Laurel una mirada lasciva. —Quizá luego. El asombrado placer de Laurel hizo que se alegrara de haberse decidido a mostrarse juguetona. —Todas estas prendas me están poniendo caliente — dijo Laurel—. Me parece que voy a tener que ceñirme a las verdades un rato. Dana soltó una carcajada temblorosa. —Anda ya; quieres que me ruborice. —A lo mejor. Laurel se tumbó, apoyada en los codos, y estiró las piernas sobre la manta. —¿Funciona?

Dana se rió y fue a echarse a su lado. —¿Está ocupado este asiento? Laurel le hizo sitio y dio una palmadita al hueco que quedaba junto a ella. —Todo tuyo. —Genial. Dana se acomodó al lado de Laurel y le dedicó una sonrisa de soslayo. —Así que… ¿cuándo fue la última vez que lo hiciste con alguien? —Hace alrededor de ocho meses. Empecé a salir con alguien poco después de que muriera mi madre. Dormimos juntas unas cuantas veces, pero… —¿Pero qué? Laurel se encogió de hombros. —Yo buscaba consuelo. Ella buscaba a alguien con quien follar. Punto. —Oh —musitó Dana. —No me gusta ser solo un polvo. —Con una leve sonrisa, Laurel añadió—: No me malinterpretes, era muy buena. Genial, incluso. Las obscenidades que me decía… —Laurel se estremeció y se permitió una sonrisita traviesa —. Dios, se le daba de muerte. —Oh. Dana se preguntó si sus palabras también podrían hacerla estremecer así. ¿Le gustaba que le dijeran que era una guarra? ¿Que le gustaba follarse su coño estrecho?

Con el rostro encendido, se obligó a volver a prestar atención a las palabras de Laurel. —Yo no podía ser una más. Ni siquiera sabía que lo era hasta que una noche fui a su casa y la encontré con otra. Si hubiera sido clara desde el principio, habría sido otra cosa. Pero no lo fue, y ese tipo de sorpresa… no fue nada agradable. —Ella se lo pierde —murmuró Dana. Laurel dejó escapar una carcajada sorprendida. —Yo he pensado lo mismo más de una vez —le sonrió a Dana con cariño—. Verdad o prenda, paladina mía. Dana sintió el calor brotar en su interior cuando Laurel la llamó su paladina, aunque fuera en broma. —Verdad otra vez. Estoy lista. La sonrisa de Laurel se tornó tierna. —¿Alguna vez te has sentido atraída por otra mujer? Dana tragó saliva. Sabía que la pregunta estaba al caer, lo había sentido en los huesos, pero aun así se había tirado de cabeza al juego. «Y no puedo mentir.» El miedo la recorrió como una sacudida. Sus músculos se contrajeron y Dana se preguntó si Laurel lo había notado. Seguramente sí, porque Laurel le puso una mano en el muslo. —No tengas miedo. No hay razón para estar asustada, ¿de acuerdo? Dana asistió.

—Sí. —¿Sí, no hay razón o sí, te has sentido atraída por otra mujer? —Sí, me he sentido atraída por otra mujer. La confesión la hizo especialmente consciente de su cercanía. El muslo de Laurel rozaba el suyo y el calor que despedía era abrumador. —Me he sentido atraída por… otras mujeres. Justo cuando creía que los nervios la harían explotar, Laurel la estrechó con fuerza entre sus cálidos brazos. Dana estaba demasiado emocionada para apartarla y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Para su vergüenza, rompió a llorar sin poder ocultarlo. Entonces, Laurel la dejó sin habla al besarla con suavidad en el cuello. —¿Es la primera vez que se lo dices a alguien? Dana asintió y se secó las mejillas húmedas con el dorso de la mano. —Pues deja que te diga que me alegro —dijo Lau-rel—. Cuando me has dicho que eras hetero, lo primero que he pensado es que si eso era verdad era una verdadera pena. —No tienes que decir eso. Laurel le acarició la mejilla con la mano. —No lo digo porque tenga que hacerlo —le contestó. Sus ojos azules parecían sinceros—. Lo digo porque lo pienso. Eres una mujer muy atractiva. Ya te lo he dicho antes, cuando me caías mucho peor que ahora. Colorada, Dana logró musitar un «gracias» en voz baja.

Se concentró en el roce fresco de los dedos de Laurel contra su piel ardiente. —Yo también te encuentro muy atractiva. —Gracias. Laurel no apartó la mano. Dana deseaba cogérsela y apretarla fuerte para que el momento no acabara nunca. El tacto cálido de la palma contra su mejilla la hacía de-sear mucho más. Todo su autocontrol pendía de un hilo, y la intimidad en el roce de Laurel era demasiado poderosa. Deseaba dejarse llevar por los impulsos que desa-fiaban al sentido común. Toda razón la había aban- donado; seguramente era así como se sentía la gente que naufragaba en una isla desierta, lejos del mundo real y de las reglas que este les imponía. Si tenía que ser sincera, se sentía extrañamente liberada, como si en lugar de cargar con una gruesa armadura llevara solo una fina capa de tersa piel. Se preguntaba si Laurel estaba bajo el mismo hechizo o si sencillamente era ella misma porque no necesitaba el permiso de nadie para serlo. Ni siquiera el suyo pro-pio. Dana no podía ni imaginarse siendo tan imprudente. —¿Sabías que en realidad era lesbiana? —preguntó. —Pensaba que parecías una persona que podía apreciar a otras mujeres. Cuando estaba en tu regazo me sentí muy pero que muy apreciada —sonrió—. Ya sabes, antes de que me echaras. Dana asintió.

—Scott también debe de haberlo imaginado, ¿no? —Considerando que me contrató para hacerte el baile, sí, supongo que debe de saberlo. ¿Nunca se lo has dicho? Al final, Laurel retiró la mano, dejando un gran vacío en su mejilla, de manera que enseguida estuvo ansiosa de recuperar tan cálido contacto. Privada de aquel placer, Dana balbució. —No. Yo… no hablo con él de estas cosas. —Bueno, supongo que te conoce más de lo que creías. —Laurel titubeó un instante antes de preguntar—: ¿Todavía quieres jugar? Dana asintió con valentía. «A estas alturas, no veo por qué no.» Laurel no perdió un segundo. —¿Cuál sería una de tus fantasías sexuales favoritas? — preguntó sin ambages—. No necesariamente algo que harías, sino que te gusta imaginar. Dana se llevó las manos a la cara. —Nunca voy a recuperar mi color normal. Con tanto sonrojarme, voy a acabar quedándome así para siempre. —Oye, Dana. Me has visto fingir que me corría —le dijo Laurel, con un empellón amistoso—. Creo que preguntarte por una fantasía inofensiva no tiene ni punto de comparación con eso. Dana exhaló un hondo suspiro y miró al techo. Tenía muchas fantasías de donde escoger. Las fantasías e Internet habían sido sus únicas vías de escape sexuales du-

rante mucho tiempo, y no sabía por dónde empezar. —A menudo pienso en mujeres. —Dana torció el gesto como respuesta a la sonrisa resabida de Laurel ante tal revelación—. La mayoría de las veces, si te digo la verdad. —Detalles —pidió Laurel, agitando la mano—. Dame detalles. Dana carraspeó. —Conozco a una mujer… No sé dónde, eso no im-porta. Me lleva a su casa. Cuando llegamos, saca unas esposas de cuero y me las da. Me pide que la espose. Y que me la folle. Laurel se sentó más erguida, toda oídos. —¿Y entonces? —La esposo al cabezal de la cama. Me espera en la cama mientras voy a buscar en el cajón, donde guarda las esposas y otros… juguetes. —¿Como por ejemplo…? Avergonzada, Dana forzó una sonrisa. —Como por ejemplo un strap-on. —Oh. —Extasiada, Laurel preguntó—: ¿Y la mujer de la fantasía qué opina de eso? —Ay, ¿me he dejado esa parte? —Dana esbozó una sonrisa lobuna—. Tiene los ojos vendados. No lo sabe hasta que estoy encima de ella. Igualmente, cuando se da cuenta no se queja. Primero la hago correrse con mi lengua y luego… —Le metes la polla —completó Laurel en voz queda.

Casi parecía que hablara para sí. Dana se quedó sin habla. Se diría que Laurel encontraba su fantasía del strap-on tan excitante como ella. Laurel se llevó una mano al pecho, anticipándose a la continuación. —Mejor que no sigas. Si continúas, puede que haga algo más que fingir que me corro. La amenaza no desanimó a Dana, precisamente, pero no estaba segura de poder seguir si Laurel seguía mirándola de aquella manera tan intensa. Logró asentir, aun-que se sentía como si estuviera moviéndose debajo del agua. —Pregúntame algo —pidió Laurel con voz profunda. —Muy bien. Dana optó por una pregunta difícil, que muy probablemente le devolvería Laurel. —¿Cuál ha sido el momento más embarazoso de tu vida? La sonrisa de Laurel vaciló. —Esa no es muy divertida que digamos. —¿Fue malo? —Para mí, sí. Bastante malo. —No parecía muy convencida de querer continuar, y Dana fue consciente de que la historia le daba mucha vergüenza—. Estaba bai-lando un viernes por la noche, en mi primer año en la facultad de Veterinaria. Un chico me hizo un gesto para que me acercara a su mesa y, cuando fui, vi que uno de sus amigos era el profesor adjunto de una clase de psicología mía.

Dana hizo una mueca de dolor. Sí, era verdaderamen-te embarazoso. Le puso la mano en el brazo. —¿Qué hiciste? —Le miré y les dije que llamaría a otra chica, que era mi descanso. El chico que me había llamado me preguntó si antes podía hacerle un lapdance al chico del cumpleaños. Por supuesto, resultó que era mi profesor. Y su amigo me tocó el culo delante de todos. —Laurel se apresuró a acabar la historia—. Uno de los gorilas del club, el que me caía mejor, le vio ponerme la mano en-cima y montó una escena. En conclusión, que fue todo muy incómodo. Dana tenía el corazón en un puño. —¿Y tu profesor dijo algo del tema? —Delante de mí, no. Pero no volvió a mirarme igual en clase. Me molestó mucho. —Lo siento. —Me alegré de acabar aquella asignatura, te lo aseguro. ¿Quieres contarme tu momento más embarazoso? — preguntó Laurel, a sabiendas de que Dana se esperaba la pregunta. —Supongo que tanto como querías contármelo tú. —Quería que supieras que confío en ti. A Dana se le aceleró la respiración y se alegró de no estar de pie, porque aquellas palabras le habían provocado temblor de piernas. También quería demostrarle a Laurel que confiaba en ella.

—Tercero de carrera. Me enamoré de mi mejor amiga —explicó, antes de cambiar de opinión—. Éramos ami-gas desde hacía dos años y la había deseado desde que la conocí. —¿Era la primera mujer por la que te sentías atraída? — quiso saber Laurel. —La primera en la vida real. La encontraba guapísima. Ella me veía… bueno, no sé cómo. Como una bue-na amiga, supongo. —Era hetero, ¿verdad? Enamorarse de una hetero siempre es muy embarazoso. Ojalá hubiera sido tan simple. —No, y ahora llega la peor parte. Ella ya había salido del armario, estaba orgullosa de cómo era y se mostraba muy abierta al respecto. A mí me tenía fascinada. —Inspiró hondo. No podía creer que fuera a contarle aque-llo—. Una noche, estábamos viendo una película en mi habitación, sentadas las dos juntas en mi cama. Era completamente inocente y me estaba volviendo loca. Me atraía tanto que me dolía. Tonta de mí, decidí mostrarle mis verdaderos sentimientos. —No fue bien —supuso Laurel, con expresión tensa. Dana se miró el regazo. —No. Solo recuerdo que estábamos riéndonos de algo de la película y en un momento dado me acerqué a ella e intenté besarla. Ella se apartó sin que yo llegara a tocarla —explicó Dana, que aún se sentía humillada por el

recuerdo—. Me dijo que no era su tipo, que le gustaba como amiga, pero… —Eso tuvo que doler. Dana asintió. Doler era decir poco. —Me dolió mucho más cuando dejó de hablarme después de aquella noche. No fue muy obvio, pero de la noche a la mañana siempre estaba ocupada y ya nunca podía quedar conmigo. Unos meses después dejé de verla por completo. —Peor para ella. Dana no pudo evitar sonreír ante la reacción espontánea y llena de sinceridad de su compañera. Fue lo que la empujó a hacerle otra confesión. —Después de aquello decidí concentrarme en los estudios. Al acabar la carrera, me concentré en el trabajo. Me asusta pensar en relaciones o en conocer a mujeres. No quiero volver a pasar por algo así. —¿Solo porque hace años una chica de la universidad se comportó como una idiota? —preguntó Laurel con ternura y una nota de tristeza. Pensándolo así, a Dana también la sorprendía. Todos tenían experiencias semejantes de adolescentes, pasaban vergüenza y les rompían el corazón: era parte del camino a la madurez. Por alguna razón, ella le había otorgado una importancia desproporcionada a su fracaso. —Estaba mucho más colgada por ella de lo que lo había estado por mi novio del instituto. Me asustó mucho,

supongo —admitió Dana, tanto para sí misma como para Laurel. —Es una mierda cuando te rompen el corazón —coincidió Laurel, con una sonrisa comprensiva—. Pero se- ría una pena que no volvieras a atreverte a salir al mundo. —Ha sido lo más fácil. Dana odiaba admitir su cobardía. Se daba cuenta de que se había perdido las experiencias que la habrían ayudado a poner un enamoramiento de universidad en su debido contexto. Se había reprimido por completo: vivir aislada del mundo se había convertido en un hábito seguro y cómodo. —¿No te sientes sola? —le preguntó Laurel. —Claro que sí —asintió Dana, contemplando las piernas de Laurel. Oh, sí, vaya si se sentía sola—. Pero me aguanto. Compro una cantidad de porno vergonzosa, leo historias, hablo con mujeres en Internet… —¿Alguna sabe tu verdadero nombre? —No hablo regularmente con ninguna en concreto. Laurel volvió a ponerle la mano en la mejilla. —¿Y no querrías algo más? Dana contuvo las lágrimas. —Claro que sí. Hay tantas cosas que quiero que no sé ni por dónde empezar. Los ojos de Laurel se impregnaron de una emoción con la que nunca nadie había mirado a Dana. —¿Y crees que algún día te plantearás salir de ese

aislamiento que te has impuesto? —Sí —murmuró Dana. Por alguien como Laurel, sin pensarlo dos veces. —Bajo circunstancias excepcionales, quizá sí. Laurel miró a su alrededor. —¿Esto cuenta como excepcional? —Puede —dijo Dana—. ¿Por qué? —¿Puedo invitarte a cenar algún día? —le preguntó a Dana, mientras jugueteaba con un mechón de su pelo. Se diría que llevaba rato queriendo hacerlo. —Quieres decir… —Un cita —confirmó Laurel. ¿Es que quería tirársela por pena, como lo que habían hablado antes? En el momento en que la duda y la preocupación se apoderaron de Dana, Laurel pareció adivinarlo y frunció el ceño. —Ni se te ocurra pensar eso. De la manera que hemos empezado, ¿de verdad crees que estaría interesada en verte fuera de este ascensor si no me apeteciera de ver-dad? Me haces reír, me gusta hablar contigo. Yo diría que nos llevamos muy bien. —Es verdad —dijo Dana. —Entonces cena conmigo. —Pago yo. —Ah, no —replicó Laurel—. Invito yo, así que pago yo. No obstante, Dana no pensaba permitirlo. Si iba a tener

una cita con una mujer preciosa, quería hacer las cosas bien. Laurel debió de notar que estaba muy decidida, así que repuso. —Ya tendremos tiempo de discutir quién se queda la cuenta. ¿Por qué no me haces pagar prenda? —Los ojos le relampaguearon, traviesos—. Diría que es un buen momento. Dana se preguntaba si lo que Laurel esperaba era que la desafiara a darle un beso. ¡Cómo deseaba tener el valor de pedirle eso! Pensó en varias cosas que mandarle hacer a Laurel, hasta que se le ocurrió algo casi tan bueno como el beso que habría deseado.

HORA NUEVE - 3 de la madrugada —Va a ser malo, ¿verdad? —preguntó Laurel. —Ah, a mí me parece que va a ser muy bueno. —Da-na estaba radiante—. Te desafío a acabar el baile que me ibas a hacer antes. —Ay Dios, ¿en serio? —Es lo justo. Al fin y al cabo, Scott pagó por él. —¿Y no te parece que ya has amortizado bien su dinero? Dana negó con la cabeza. —Nada de eso. Llegué a ver esos pechos tuyos tan maravillosos, pero te pusiste los tejanos antes de que tuviera tiempo de contemplar el resto de tu cuerpo. ¿De dónde has sacado que el regalo de cumpleaños esté completo? Señaló el iPod de Laurel, que estaba en el otro ex-tremo del ascensor. —La música ya la tienes, así que será coser y cantar. El rostro de Laurel adquirió un tono ruborizado la mar de interesante. —No va a ser fácil bailar en tu regazo si estás sentada en el suelo. Sacó el bote de nata de la mochila con una sonrisa desafiante. —¿Uso esto también?

Dana se humedeció los labios. La sola idea hacía que la cabeza le diera vueltas. —¿Qué tal si la dejamos para luego? «Preferiría besarte antes.» —Muy bien —aceptó Laurel. Parecía que la idea del baile cada vez le gustaba más. Dejó la nata a un lado, se puso en pie, se quitó los za-patos y los dejó en una esquina. —¿Así que solo quieres quedarte ahí sentada? Satisfecha, Dana asintió. —Y mirar. —Y mirar —murmuró Laurel—. Claro. Cogió el iPod y le ajustó el volumen. La música empezó a sonar y Laurel comenzó a mover las caderas al ritmo de la melodía. Apoyó el reproductor en la pared, se subió la camiseta hasta justo por debajo de los pechos e inició una danza sensual. Se notaba que estaba en su salsa y exudaba confianza. Mantuvo las manos sobre el dobladillo de la camiseta color vainilla mientras se lo subía y se lo bajaba durante el baile. A veces se llegaba a entrever la parte inferior de sus firmes y turgentes pechos, pero nunca alcanzaba a vislumbrar los pezones rosados por los que se derretía Dana. Ahora que se había dado permiso para disfrutar del baile de Laurel, había que admitir que era lo más erótico que había visto nunca. Hasta le sudaban las manos y todo. —¿Siempre provocas tanto? —preguntó.

—Siempre —respondió Laurel, con una voz dulce como la miel. Seductora, le arqueó una ceja a Dana y a continua-ción se sacó la camiseta. Tras tirarla al suelo, se pasó la mano por la oscura y alborotada melena y sonrió. En esta ocasión, Dana contempló las formas de Laurel a placer y con algo más que simple curiosidad. Observó abiertamente los pechos femeninos más perfectos que había visto nunca al natural. «Feliz cumpleaños», se deseó. Y le devolvió la sonrisa. —¿Te gusta? Laurel se cubrió los pechos con las dos manos, tomándolos con firmeza para apretárselos en gesto seductor. Dana logró asentir, sin despegar los ojos de las manos de Laurel. —¿Quieres ver más? Laurel se frotó los pechos desnudos unos segundos y después deslizó las manos sobre su estómago, hasta el botón de los tejanos. —Por favor —croó Dana. «Gracias, Scott. Eres un hijo de puta taimado, sibilino y maravilloso.» Con una sonrisa perezosa, Laurel de desabrochó el pantalón y se bajó la cremallera con una mano. Luego usó las dos para jugar con la cinturilla del pantalón y provocarla un poco más subiéndola y bajándola muy lentamente. Su prometedora y sensual mirada era em-

briagadora. —Respira, cariño —murmuró Laurel, por encima del sonido de la música. Dana expiró con un jadeo explosivo y después apenas pudo volver a coger aire. Tenía la lengua pegada al paladar. Entonces Laurel se dio la vuelta y le ofreció una hermosa vista de su trasero. Con una risita se bajó los pantalones, pero esta vez no se detuvo al cabo de unos centímetros, sino que descubrió las caderas y los torneados muslos. Cuando tuvo los tejanos por las rodillas, los soltó y se dobló por la cintura, mostrando a Dana el mejor trasero femenino casi desnudo que había visto al natural en toda su vida. Dana no recordaba que aquellas fueran las braguitas que llevaba Laurel cuando le había echado un vistazo clandestino en el despacho. Ahora llevaba tanga y Dana se preguntó si se habría quedado dormida en algún momento y estaba soñando que se hallaba en la película porno más erótica del mundo. Ese tipo de cosas no le pasaban a la Dana Watts que se levantaba a la misma hora cada mañana para ir corriendo al trabajo y se quedaba en el despacho hasta que apagaban las luces de todo el edificio de Boynton Software Solutions, salvo las de su oficina. Laurel se balanceó y volvió a darse la vuelta. Entonces estalló en carcajadas. —Nena, si vieras la cara que pones. —Nena, si vieras el culo que tienes —repuso Dana con

un gruñido ronco—. Me has dejado sin habla. Laurel se le acercó, de manera que los ojos de Dana quedaran justo a la altura de la escasa porción de encaje negro que cubría la zona de su entrepierna. Después le enredó una mano en el pelo y le acercó la cabeza. Dana cerró los ojos y aspiró hondo el aroma de la excitación de Laurel. No daba crédito al valor que le estaba echando. Sus labios se contrajeron, presa del deseo de avanzar unos centímetros y besar aquel espacio cálido y fragante. Laurel le soltó la cabeza y, lentamente, se inclinó hasta sentarse a horcajadas sobre los muslos de su compañera. Con una stripper casi desnuda en el regazo, Dana se sentía como si estuviera flotando fuera de su cuerpo y contemplara la escena desde arriba. Dana estiró las piernas y apoyó las manos en la parte baja de la espalda de Laurel, para ayudarla a guardar el equilibrio mientras se contorsionaba al ritmo de la música. Tenía la piel caliente y suave. Cada centímetro de su cuerpo estaba ansioso de ser tocado. Laurel siguió balanceándose al son de la melodía has-ta aposentarse con el sexo apretado contra el muslo de Dana. Entonces se inclinó hacia delante y le susurró palabras ardientes al oído. —Estoy dispuesta a saltarme las reglas por ti, Dana. Puedes tocarme todo lo que quieras. Dana se quedó mirando fijamente los pechos de Laurel, que se bamboleaban a escasos centímetros de su rostro.

«Ahora sí que me voy a desmayar de verdad.» El corazón le latía con tanta fuerza que podría rivalizar con el volumen de la música. Las manos le temblaban sobre la piel desnuda de Laurel y las tenía húmedas de sudor nervioso. Ya no respiraba, sino que más bien jadeaba en busca de aire, desesperada por que le siguiera llegando el oxígeno. Laurel volvió a acariciarle el pelo a Dana con un gesto serpenteante y le guió la cabeza hacia la imposible suavidad entre sus pechos. —Disfruta, tesoro. Dana no fue capaz de rechazar la oferta: hundió el rostro en el generoso canalillo y dejó caer las manos hasta apoyárselas en las nalgas. Cuando Laurel emitió un sonido ronco, ella la agarró con más fuerza y le masajeó las nalgas con los dedos. Con un suave gemido, Laurel se inclinó sobre Dana, de manera que su mejilla quedó apoyada en la suave turgencia de su pecho. Dana no podía creer que aquello fuera real: que sus labios estuvieran tan solo a unos centímetros del pezón endurecido de Laurel y entre los brazos tuviera su cuerpo desnudo. Pestañeó; estaba em-bobada con la piel rosada de Laurel, mientras le oía latir el corazón justo bajo el oído. En un instante, sus sentimientos pasaron de la pasión a la adoración, y le soltó las nalgas para acariciarla por toda la espalda. —Esto es muy agradable —murmuró Dana, extendiendo

las manos y estrechando a Laurel contra su pecho. Laurel le devolvió el cariñoso abrazo y repitió. —Sí. Muy, muy agradable. ¿Dana? —¿Sí? —Te desafío a que me dejes besarte. El corazón le dio un vuelco y Dana gimió de manera involuntaria. —¿Eso es un sí? —susurró Laurel, casi sin aliento. —Sí —contestó Dana. Se apartó de Laurel unos centímetros y la miró con una sonrisa nerviosa. —Hazlo. Laurel le devolvió la sonrisa. —Llevo toda la vida esperando hacer esto. «La verdad es que sí parece que llevemos en este ascensor desde siempre», pensó Dana. Gimió cuando Laurel se le acercó y tomó su rostro entre las manos para juntar sus labios en un suave beso. Demasiado pronto, Laurel se apartó y le preguntó: —¿Bien? Dana tuvo que hacer un esfuerzo consciente por volver a respirar. —Tienes unos labios tan suaves… —Tú también. ¿Quieres hacerlo otra vez? Dana asintió. —Pero antes apaga esa música del demonio. Laurel rió y se dio la vuelta como pudo para alcanzar el

iPod a su espalda, aunque acabó medio tendida en el suelo en el intento. Dana también se estiró, para no soltarla, mientras Laurel alargaba el brazo. Finalmente, logró apagar la música dance de un manotazo a la desesperada y el ascensor quedó en silencio. Únicamente el sonido de sus respiraciones mezcladas, entrecortadas y cargadas de deseo rompía aquella quietud. —¿Por dónde íbamos? —preguntó Laurel, mientras gateaba de vuelta al regazo de Dana. —Por aquí. Dana le acarició la castaña melena y esta vez sus labios se encontraron con más fuerza. Laurel los abrió de inmediato para que el beso fuera más profundo y Dana la imitó instintivamente. Lo que vino después fue el beso más torpe y lleno de choques en el que Dana había tenido la desgracia de participar. Sus lenguas se batieron en un incómodo duelo húmedo y descoordinado y Dana tuvo la certeza de que la culpa de aquel desastre era suya y de su falta de experiencia. —Lo siento —balbució, apartándose. La cara le ardía de vergüenza—. Ha sido horroroso, perdóname. —Cariño, no tienes por qué disculparte —la tranquilizó Laurel con simpatía—. A pesar de lo que cuentan las historias, los primeros besos suelen ser mucho menos que perfectos. —Estás siendo demasiado generosa —musitó Dana.

Bajó la mirada y la posó en el torso de Laurel: en sus pechos desnudos—. Diría que eso ha estado a años luz de la perfección. —Para eso sirve practicar, Dana. Yo estoy lista si tú lo estás. Sorprendida, Dana inspiró de golpe y esbozó una sonrisa. —¿Practicar? —¿Crees que yo al principio sabía besar? —le pre-guntó Laurel—. Tuve que aprender. Practiqué durante años. Estas cosas llevan tiempo, mujer. —¿Y te ofreces a practicar conmigo? —Insisto en hacerlo —confirmó Laurel. El beso siguiente fue más lento; Laurel se acercó con suavidad y sus respiraciones se entremezclaron antes de juntar sus labios con infinita ternura. Dana no se movió; estaba paralizada por el miedo a estropear aquel mo-mento tan dulce. Notó cómo Laurel sonreía contra sus labios. —Ya basta de verdad o prenda. —Sus labios rozaron los de Dana, y una sacudida de deseo recorrió su cuerpo inmóvil—. Vamos a jugar a otra cosa. —¿A qué? —murmuró Dana. Laurel le acarició el labio superior con la punta de la lengua antes de susurrar. —Clase de besar. Dana se estremeció en brazos de Laurel. —Suena divertido.

—Ah, creo que lo será. ¿Quieres empezar tú? Dana asintió y logró susurrar con un hilo de voz. —Sí. —Déjame usar la lengua —murmuró Laurel—. Déja-me dominar un momento, ¿vale? «Ella hará todo el trabajo», tradujo Dana. Todo su cuerpo se relajó. Gracias a Dios. Con una inclinación de cabeza, se mostró de acuerdo. —¿Te importaría…? —¿El qué, cielo? —preguntó a Laurel antes de lamerle los labios de nuevo. —¿Ponerte la camiseta? —pidió Dana, sin aliento—. Me parece que me ayudaría a estar menos nerviosa. Laurel rió y el movimiento hizo que los pechos le botaran un poco. —Muy bien, no hay problema. Se volvió para ponerse la camiseta y Dana se sintió medio apenada, medio aliviada cuando aquellos espectaculares pechos volvieron a quedar cubiertos por la fina tela color vainilla. —No es que no los adore, ya sabes… —murmuró. —Lo entiendo —le sonrió Laurel—. ¿Quieres que también me ponga los tejanos? —No, las clases de besar irán mejor sin ellos. Laurel acercó el rostro al de Dana y le mordisqueó el labio inferior con ternura. —Será perfecto para la lección tres: usar todo el cuer-po

para obtener un efecto completo. —Lamió los labios de Dana—. Déjame entrar, cielo. Sin pronunciar palabra, Dana abrió los labios como muestra de rendición y aceptó la invasión de la lengua de Laurel con un gemido de agradecimiento. Se quedó quieta y dejó que Laurel explorara su boca con caricias lánguidas, resistiendo el impulso de devolverle el beso con el ansia inflamada que sentía. En lugar de eso, se concentró en el sabor de Laurel y en la sensación de estar compartiendo algo tan íntimo, en la suave presión de sus labios y la sedosa humedad de su lengua. Laurel se apartó con un suspiro de satisfacción. —Ah, tienes mucho potencial —dijo con la voz enronquecida por el deseo—. Creo que ya estamos listas para pasar a la lección dos. —¿Lección dos? —Sí, tu lengua —le dijo Laurel—. Es hora de utilizarla. Dana se puso rígida: hora de volver a hacer un desastre con sabor a pintalabios, querría decir. Sin embargo, Laurel rodeó a Dana con los brazos y la estrechó con fuerza. —Ve despacio —murmuró—. Explora, juega con-migo. Provócame y haz que te desee tanto que vaya a explotar si no te consigo. Ah, claro: muy fácil. Dana dejó escapar un gemido grave y hambriento e introdujo la lengua en la boca caliente y húmeda de Laurel. Esta también gimió de puro deseo y se agarró a la espalda y a los hombros de Dana con

las uñas. Dana se dejó llevar por el instinto. Paseó su lengua por los dientes, la lengua y las encías, deseosa de memorizar cada centímetro de la boca de Laurel. No fue con prisas, no presionó; sencillamente, reaccionó y trató de expresar todo lo que sentía, lo mucho que deseaba a Laurel, pero sin palabras. Por fin sabía lo que era un gran beso, así que intentó imitar la técnica de Laurel y abrazó a su compañera mientras las dos entrelazaban sus lenguas. Avanzar y retroceder, en eso consistía el nuevo juego. Las dos se turnaban para acariciar la boca de la otra: adelante y atrás con una naturalidad inconsciente. Dana se concentró enteramente en la intrincada danza, y el intercambio entre ellas se convirtió en lo único que había en su cabeza. La duda o el análisis autocrítico que normalmente habrían ocupado su mente en un momento como aquel habían desaparecido por completo y, en su lugar, era instinto puro lo que guiaba sus acciones. Cuando se separaron, las dos jadeaban. —Creo que vas a ganar esta partida —le sonrió Laurel. —Y todavía no hemos llegado a la lección tres —respondió Dana con una sonrisa tímida—. Me suena algo de «usar todo el cuerpo para lograr un efecto completo». Laurel la empujó para que se tendiera en el suelo, con la espalda sobre la manta de lana, y maniobró hasta que Dana estuvo echada en diagonal sobre el suelo de la ca-bina del ascensor. Entonces se le puso encima y le metió la mano entre las piernas sin titubear.

—Los mejores besos no se hacen solo con la boca — murmuró Laurel—. Quiero sentir cómo me tocas, tesoro, y yo te voy a tocar a ti también. Por todas partes. —Haz lo que quieras, mientras pueda seguir besándote. Dana le puso las manos en el culo, paseó la lengua sobre la sonrisa de Laurel y le sonrió también. Laurel le apoyó la mano en la nuca y se inclinó para que sus labios permanecieran unidos mientras le apoyaba la otra mano en el hueco de la garganta. —No puedo creer que esté enrollándome contigo. Te deseaba desde el momento en que entré en tu despacho y te vi, pelirroja y con ese traje de bollera ejecutiva. —¿Eso te pone? Laurel se estremeció, con los párpados entrecerrados. —No tienes ni idea —le dijo—. Resulta que eres exactamente mi tipo —confesó. A continuación agachó la cabeza y le metió la lengua hasta la garganta con un gruñido de placer. Dana dejó que Laurel la besara profundamente duran-te unos segundos y luego se apartó con una carcajada suave. —Yo que tú me reservaría la opinión hasta después de verme desnuda. En cuanto calló, se ruborizó. ¡Menuda tontería había dicho! —No seas tonta —le respondió Laurel—. Estoy impaciente por que llegue ese momento y sé que no me decepcionarás. Tienes curvas donde tienes que tenerlas.

Dana asintió, mordiéndose el labio para contener la emoción. —Bésame un poco más —susurró. Laurel cubrió la escasa distancia que las separaba, encantada de obedecer. Cuando una de las manos de Laurel empezó a deslizarse sobre su pecho, Dana a punto estuvo de derretirse. Bajo la apasionada caricia, sintió cómo la recorría una sacudida de la cabeza a los pies y despegó los labios de los de Laurel con un grito de placer. —Oh, cariño —ronroneó Laurel—. Vas a ser de lo más receptiva, ¿verdad? —Hasta el ridículo —confesó Dana. Con el muslo entre las piernas de Laurel, Dana atrajo a su compañera con firmeza para sentir el delicioso calor de su sexo. Laurel gimió y rotó las caderas para frotarse con Dana. —Tengo que comprobar una cosa. —¿Comprobar el qué? Dana metió el dedo bajo el hilo negro del tanga de Laurel, entre sus firmes nalgas. Con la yema del dedo, le acarició la parte de arriba del trasero y poco a poco fue bajando para explorar el centro. Para su deleite, notó que estaba húmeda lejos de donde había esperado. —Dios mío… Laurel se retorció de vergüenza y las mejillas se le pusieron rojas. Se apartó unos centímetros y empezó a desabrocharle la camisa de seda blanca a Dana, con manos

temblorosas. —Quiero verte los pechos, ¿te parece bien? Dana tuvo un momento de duda, provocado por el miedo que le daba sentirse desnuda, pero hizo un esfuerzo por relajarse. «Tranquila. Ella se ha pasado media noche sin sujetador. Ahora te toca a ti.» —De acuerdo —aceptó en un susurro. Laurel desabrochó los últimos botones con torpeza, le abrió la blusa y se la apartó de los hombros. Al ver el sujetador blanco que llevaba debajo, sonrió abiertamente. —El look inocente —recorrió la copa izquierda con el dedo—. Me gusta. —Una de las dos tiene que parecer inocente. Laurel halló el cierre del sujetador entre los pechos. —Cierre delantero —murmuró. A continuación se lo desabrochó con mano hábil—. Muy bonitos. —Ha sido un golpe de suerte. Dana tragó saliva cuando Laurel le quitó el sujetador con delicadeza. «Sigue hablando. No pienses en que te está mirando las tetas en este preciso instante.» —Y pensar que hoy casi me traigo el cinturón de castidad… Laurel rió, pero no despegó los ojos de su pecho. Te-nía los pezones de color rosa claro, mucho más pálidos que los de Laurel, y duros como una piedra. Dana res-pingó,

sorprendida de la reacción de su propio cuerpo, y un momento después se estremeció en una mezcla de placer y dolor, cuando Laurel le lamió la parte de debajo del pecho derecho, alrededor de la aureola y, finalmente, la parte más dura con la punta de la lengua. —No pares —suplicó Dana, jadeante. Abrió las piernas, casi sin proponérselo, y sus caderas se agitaron hacia arriba. Un chorro de humedad caliente le manchó las braguitas. «Ya está. Irrecuperables.» Tampoco era que importase mucho. Era un precio pequeño, aunque fueran sus braguitas preferidas. Dana cogió a Laurel del pelo para que se acercara más y esta tomó el pezón izquierdo entre sus labios y lo castigó con la lengua. —Oh, joder —gimió Dana. Laurel pasó al pecho derecho, dejando un reguero de besos húmedos y desordenados sobre su piel. De uno a otro, de uno a otro, rindió culto a los pechos de Dana, quien, pese a sentirse indigna de tanta adoración y atención, la anhelaba igualmente. Mantuvo firmemente aga-rrada la cabeza de Laurel contra sus pechos mientras se le doblaban los dedos de los pies de puro placer. —Dios, me haces sentir como si fuera a… Laurel se retiró, liberando el pezón con un sonido húmedo, y miró a Dana con las pupilas dilatadas y desenfocadas.

—Cariño, lo siento, pero a lo mejor deberíamos… Oh, no. Dana sintió que el rostro se le prendía fuego al darse cuenta de que Laurel quería dar por terminado su encuentro íntimo. —¿Qué? —musitó—. ¿Crees que deberíamos parar? Se sentó erguida en la manta y se cerró la camisa con una mano. Laurel la cogió del brazo. —No es que yo quiera parar —le dijo—. Créeme, podría haberme quedado ahí toda la noche. Dana todavía era capaz de oler la excitación de Laurel en su mano. —Entonces, ¿por qué quieres parar? —Bueno, porque quiero… —Laurel hizo una pausa y miró hacia abajo, a un punto indefinido entre sus cuer-pos —. Mejor dicho, no quiero que pienses que esto es lo que he venido a buscar esta noche. —¿Qué quieres decir? Dana aflojó la mano con la que se cerraba la ropa. Al oír hablar a Laurel se sentía algo menos a la defensiva. «Habla en serio. Está diciendo la verdad.» —No quiero que te quedes con el recuerdo de un rollo fogoso y espontáneo en el ascensor el día de tu cumpleaños —le dijo Laurel—. Con una stripper —añadió. Se mordisqueó el labio unos instantes—. Quiero salir contigo, Dana. Me gustas de verdad y quiero que salgamos juntas. «Muy bien. Basta de pánico. Concéntrate en lo que te

está diciendo.» —¿De verdad piensas que para mí es solo eso? —le preguntó Dana—. ¿Un recuerdo fogoso para la posteridad? ¿Un rollo de una noche? —Tomó la mano de Lau-rel entre las suyas— ¿De verdad crees que después de tantos años me arriesgaría por algo que no fuera más allá? Laurel negó con la cabeza. —No, no lo creo. Pero esa es otra razón por la que deberíamos parar. Dana, es la primera vez que estás con una mujer. Dana le soltó la mano. —Si vas a decir que a lo mejor estoy confusa o que esto es solo una fase o un producto de la situación, ya puedes olvidarte. Me han gustado las mujeres desde mucho antes de quedarnos en este ascensor, y si piensas que… Laurel levantó una mano para acallar a Dana. —No, no iba a decir eso. Por favor, escúchame y trata de entenderlo. Si lo hacemos seré tu primera amante en más de diez años. También seré tu primera mujer. —Créeme, soy más que consciente de eso. —Dana, quiero que tengamos tiempo de conocernos. — Laurel hizo una pausa—. ¿Te das cuenta de la responsabilidad que supone todo esto para mí? Necesito que entiendas que para mí es mucho más que una noche de pasión con una mujer preciosa. Dana forzó una sonrisa tímida. —¿Y por qué no puede ser las dos cosas?

Laurel rió y gran parte de su nerviosismo se desvaneció. —Quiero que tu primera vez sea como Dios manda. No en el suelo de un ascensor encallado entre el piso veinte y el diecinueve. —¿Y cómo tendría que ser nuestra primera vez? Las palabras de Laurel le habían provocado una agradable sensación de calor en el corazón, por mucho que no estuviera necesariamente de acuerdo con ella. —¿Vino? ¿Flores? ¿Velas y colchón de plumas? —le preguntó. Laurel asintió. —Esas son muy buenas ideas y las tendré en cuenta a la hora de planear el gran momento de seducción. De hecho, ya estoy pensando en lo que te haré para desa-yunar a la mañana siguiente. Algo consistente será lo mejor, ya que estarás un poco dolorida y muy deshidratada. —Me gustan mucho las tortitas —apuntó Dana. El deseo volvía a notársele en la voz, una vez que había desaparecido el miedo a que Laurel la rechazara. —Muy bien. Orgasmo y tortitas. Al menos es material para después de una tercera cita. Dana negó con la cabeza. —Nunca es demasiado pronto para los orgasmos y las tortitas. —Dana, yo… Dana le puso un dedo en los labios para silenciarla en cuanto empezó a hablar. Laurel calló y le acarició el dedo

con la punta de su cálida lengua. —Si no estás preparada, no voy a presionarte —le dijo —. Solo quiero que sepas que yo sí lo estoy. Y aprecio tu sentido del honor y lo que intentas enseñar-me. Creo que eres casi demasiado buena para ser verdad, en serio. Solo es que… Se detuvo, porque no estaba segura de cómo expresarlo. Si Laurel era la persona adecuada, no debería im-portar cómo empezaban o cuándo. —Para mí… esto… esto está bien. —¿Bien? —Esta noche, nos hemos quedado aquí atrapadas co-mo dos desconocidas que no podían soportarse. He sido una verdadera bruja contigo, pero, aun así, por alguna razón nos hemos hecho amigas. Laurel asintió. —Conocerte ha sido maravilloso. Hace unas horas quería abofetearte y ahora me muero por darte placer. Las palabras de Laurel le arrancaron un gemido a Dana. «No me digas esas cosas a no ser que estés lista para encontrarte con una jefa de proyecto encima.» —Me da la impresión de que vamos a ser muy buenas amigas. —Laurel le sonrió a Dana con una expresión extraña—. Jodido, ¿eh? —Jodidísimo —estuvo de acuerdo Dana. No sabía muy bien cómo, pero Laurel le había calado hondo y lo que sentía por ella era mucho más que «amis-

tad». Había conseguido que Dana quisiera mostrarse tal como era, aunque le diera un miedo terrible. —Contigo me siento tan… desnuda y abierta… —le dijo—. Confío en ti y eso no cambiará pase lo que pase esta noche. Sé que hablas en serio cuando dices que quieres que esto sea algo más. Yo siento lo mismo. —Hemos ido muy deprisa —opinó Laurel—. Odiaría que, luego, cualquiera de las dos lo lamentara. ¿Eso era lo que creía Laurel? ¿Que, como Dana no te-nía experiencia, no podía contextualizar su deseo? ¿Que, si cedían a sus impulsos, luego Dana cambiaría de opi-nión y huiría de lo que quiera que hubiera pasado entre las dos? —Entiendo lo que quieres decir —le dijo—. Pero yo ya sé que mañana no seré capaz de irme a casa como si nada hubiera pasado. Es extraño, me he pasado los últimos diez años de mi vida evitando las situaciones que podrían ponerme en una posición de vulnerabilidad, y eso no me ha hecho feliz. Ahora necesito hacer algo diferente. —No quiero arriesgarme a hacerte daño —contestó Laurel con sencillez. La respuesta de Dana fue algo que ella misma estaba empezando a entender en aquel preciso instante. —A veces hay que arriesgarse para encontrar la felicidad. Una nueva emoción se apoderó de Laurel y su expresión se volvió radiante. —Significa mucho oírte decir eso. Y pensar que lo único

que hacía falta eran unos pechos desnudos, un tanga y enrollarnos un poco… —No. —Dana se llevó la mano de Laurel a los labios y le besó el dorso con ternura—. Lo único que hacía falta era conocerte a ti. Laurel tardó unos segundos en recuperar el habla. Finalmente logró emitir una suave exclamación de alegría. —Joder, Watts. No está mal. No acabo de creer- me que todavía no hayas conquistado a legiones de mu-jeres que llevarte a la cama. —Las legiones no se me dan demasiado bien —dijo Dana—. Por suerte para mí, contigo parece que me va bien. Laurel se llevó la mano al corazón con un suspiro arrobado. —Para ya, mujer. Si añadimos adoración total a lo mucho que te deseo ahora mismo, no seré responsable de mis actos. —¿Qué actos? —preguntó Dana—. ¿Seguir besándonos? ¿Usar todo el cuerpo para un efecto completo? El rostro de Dana transmitía un anhelo tan intenso que Laurel tuvo que apartar la mirada para no perder el control. Lo que más deseaba era tirar a Dana al suelo, arrancarle el traje y hacerla gemir. No obstante, Dana le gustaba de verdad, tanto que empezaba a asustarse, y el miedo de hacer algo que la espantara la tenía paralizada. —¿Es demasiado pronto para ti? —preguntó Dana en

voz baja al cabo de unos segundos—. Apenas nos conocemos y a lo mejor te gusta salir con una chica durante meses antes de acostarte con ella. —Depende de la chica. Laurel le cogió la mano, desesperada por restablecer el contacto. No había riesgo en darse la mano, y Dana sonaba tan preocupada por sus sentimientos que no pudo evitar tocarla. Trató de hallar la respuesta adecuada y decidió optar por el humor, para que ambas se relajaran un poco. —Tú pareces muy facilona, así que dudo que tarde tanto. Dana se pasó una mano por el pelo; estaba bastante claro que la desconcertaba que su deseo fuera tan obvio. Se quedó pensativa unos segundos antes de replicar. —Me estás provocando, ¿verdad? —Curvó los labios en una leve sonrisa y añadió—: Hace diez minutos me ha parecido que estabas más que dispuesta. Laurel hizo una mueca. —Bueno, confieso que quedarme atrapada en un ascensor con una preciosa extraña con la que pasar la noche parece una oportunidad demasiado buena como para desperdiciarla. Casi diría que estaría mal no aprovecharla. —Y, además, menuda historia para contarles a nuestros nietos, ¿no crees? Sorprendida, Laurel se echó a reír. En broma o en serio, Dana había logrado que Laurel entendiera que aquello no era un rollo de una noche para ninguna de las dos.

—Deja que me lo piense, ¿vale? —Laurel le acarició la garganta con delicadeza y se inclinó para besarla, lenta y profundamente—. ¿Por qué no nos tomamos un descanso y nos conocemos un poco mejor? El gruñido de decepción de Dana casi hizo que Laurel cambiara de opinión. No quería ni imaginarse cómo se sen- tía Dana al tener que tomarse un descanso a pocos momentos de la promesa de desahogo, tras soportar diez años de frustración sexual, pero Laurel necesitaba pensárselo un poco antes de embarcarse en una relación. No estaba acostumbrada a que el sexo significara tan poco, y si de algo estaba segura era de que no quería tomárselo a la ligera con una persona que la hacía tan feliz como Dana. —Si es lo que quieres… —aceptó Dana, que se irguió y volvió a sentarse con las piernas cruzadas—. Pero tengo que decirte que con solo unas horas ya me conoces mejor que nadie. ¿No es patético? —Nada de patético —negó Laurel—. Es halagador. —No, es patético. —Dana se abrochó el sujetador con resignación teñida de nostalgia y fue como si a Laurel le arrancaran el corazón—. Nunca había reaccionado con nadie como lo hago contigo. Es una locura, pero es tan fácil hablar contigo... —Contigo también —le dijo Laurel, distraída al observar que se abrochaba la camisa—. ¿Qué haces? —Me pongo la camisa. Me siento rara aquí sentada hablando medio desnuda.

Laurel hizo un puchero. —¿Así que quieres castigarme escondiendo esos pechitos tan deliciosos? —No te lo tomes como un castigo. Además, no voy a estar aquí sin nada encima mientras tú llevas puesta una camiseta. Laurel se miró el torso. —Lo de la camiseta se puede negociar. —No, a no ser que quieras que te devore aquí mismo — le advirtió Dana. —Ya. Así que, sobre lo de conocernos mejor… —Pregunta lo que quieras —le dijo Dana en tono derrotado—. De todas maneras, ya no me quedan secretos. No sé por qué, pero parece que haces que te lo cuente todo. —¿Cuál es tu comida preferida? —Empiezas por algo fácil, ¿eh? —Dana se lo pensó unos segundos—. El especial de «Noche fuera» del Melting Pot. —Me lo apunto. Por cierto, será donde te lleve a cenar. Cuando salgamos. —Fantástico. ¿Y tú? ¿Cuál es tu comida favorita? Laurel gimió y contestó sin titubear. —Las batatas. —Las batatas no son una comida. Laurel se llevó una mano al estómago, que rugió a modo de protesta. —Mierda, tengo hambre. ¿Y si nos partimos la barra de

chocolate? —Una idea brillante —dijo Dana—. Con tus pechos me había olvidado del postre. —Te gusta echarles la culpa de todo, ¿eh? —Bueno, no. Tu culo tiene parte de culpa. También es espectacular. Laurel sonrió ampliamente mientras rebuscaba en la mochila. —Te conformas muy fácilmente. —Eres demasiado modesta. —Dana le miró el culo sin pestañear—. Cuando te miro se me mueren las neu-ronas. Laurel rió. —Bueno, eso es bonito. Por fin encontró la chocolatina Hershey, le quitó el envoltorio y la partió en dos. Dana aceptó su parte y dijo: —Si vas a darme chocolate cada vez que te diga cuán-to me gusta tu cuerpo, me pondré como una vaca dentro de nada. —Ohhh —exclamó Laurel, y le dio un bocado a la chocolatina—. Y la chica sigue con los cumplidos… Dana también mordió la chocolatina y gimió de placer por el sabor. —Cualquier cosa por chocolate. —Créeme, lo tendré en cuenta. Dana observó los labios de Laurel mientras masticaba. —¿Qué hace falta para que consideres que me conoces lo suficiente para llevarme a la cama?

Laurel estuvo a punto de atragantarse cuando Dana le lanzó aquella pregunta tan directa. —Siempre me han gustado las mujeres que no se andan con rodeos. Pero, la próxima vez, ¿podrías esperar a que no estuviera tragando? —Lo siento, pero no puedes esperar que después de ponerme como me has puesto me vuelva dulce y melosa en un abrir y cerrar de ojos. —Ah, no creo que vaya a verte «melosa» nunca — sonrió Laurel—. Sencillamente no esperaba encontrar a una Dana loca por el sexo y chorreante de deseo. Dana se puso como un tomate. —Ni yo. ¿Te gusta? —Mucho —admitió Laurel, sin despegar los ojos del rostro de Dana y de la zona de sus pechos—. Quizá demasiado. —¿Por qué eres tan tímida con esto? —preguntó Da-na, con una nota de tensión en la voz—. A mí me pare- ces muy abierta en el terreno sexual. —Lo soy. Laurel leyó la confusión y la desilusión en los ojos de Dana. Se daba cuenta de que le había enviado señales contradictorias: tan pronto estaba desnuda y encima de ella como en el otro extremo de la cabina, como si fuera una virgen. —Imagino lo que debes de pensar. —¿Realmente importa lo que piense? Antes casi he

dicho que eras una puta, por tu trabajo. —Sí que importa. —Laurel quería que aquello que-dara muy claro—. Si no quisiera volver a verte después de esta noche, no importaría nada. Pero esto es solo el principio para nosotras. Dana sonrió. De repente era como si le hubieran quitado un peso de encima. —No tenía ningún derecho a juzgarte —le dijo—. Solo lo hice porque me sentía mal conmigo misma. A juzgar por el tono de Dana, Laurel supuso que su compañera se había echado la culpa de todo. A lo mejor, lo que había creído era que Laurel había echado el freno por miedo a que la viera como una fresca después de haber insinuado que lo era. —¿Y por qué te sentías así? —le preguntó Laurel con dulzura. —A veces me siento como la mayor mojigata del mundo, así que lo único que se me ocurre es hacerte sentir como si fueras un zorrón. Y no es lo que creo, así que espero que puedas perdonarme. —Ya te he perdonado —le dijo Laurel—. Pero gra-cias por volver a decirlo. Saboreó uno de los últimos gramos de chocolate que le quedaban mientras reflexionaba unos momentos. —¿Harías algo por mí? —Lo que sea. No había asomo de coqueteo en el tono de Dana. Mi-

raba a Laurel a los ojos con tanta intensidad que parecía que quisiera ver el fondo de su alma. —Vamos a hablar un rato. Solo hablar. Como si fuera una cita y quisiéramos saber un poco más la una de la otra. —Una cita, me gusta la idea —le sonrió Dana. —Imagina que no tienes trabajo —planteó Laurel—. Cuéntame cómo sería tu domingo perfecto, desde que te levantas por la mañana. Recuerda, sin trabajo. —Bueno, los domingos por la mañana generalmente no me levanto hasta que… he pasado un ratito conmigo misma, no sé si me entiendes. —Dana trató de lanzarle una mirada lasciva a Laurel, para bromear, pero no acabó de quedarle natural y enseguida se puso colorada y apartó la mirada, incómoda por la confesión. —Una mujer como tiene que ser —le dijo Laurel—. Un domingo por la mañana sin un orgasmo autoinducido es como un día sin sol. Dana se animó y miró a Laurel a los ojos. —Después me gusta darme un largo baño caliente. Por la tarde suelo ver una película en el sofá. Voy a comprar si necesito algo… y leo. Algo agradable y explícito, normalmente lésbico… —¡Qué cabrona! —exclamó Laurel, con una carcajada —. «Soy hetero», me dice. ¡Sabía que no eras hetero! Pero por la manera en que te sonrojaste cuando empecé a hablarte de narrativa lésbica, casi me convenciste. Toda tímida, escandalizada incluso por la idea de un poco de

literatura porno. ¿Y ahora resulta que eres una íntima conocedora de la narrativa lésbica? Dana sonrió de oreja a oreja. —Bueno, no suelo leerla en voz alta en público. —Pero se te da muy bien —dijo Laurel—. Vale, volviendo a la mañana. ¿Duermes desnuda? La sonrisa de Dana vaciló un ápice y se volvió tímida. —Yo sí —le aseguró Laurel—. En pelota picada. —¿En pelota picada? —Dana echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada—. Bonita expresión. —Cosas de mi madre. Ahora contesta a la pregunta. ¿Desnuda? Dana asintió. —Desnuda. —Bien —dijo Laurel—. ¿Haces ruido cuando te corres? Ya sabes, cuando «pasas tiempo contigo misma». —¿Hemos vuelto a lo de verdad o prenda sin que me diera cuenta? —le preguntó Dana. —No tienes que contestar, si no quieres. Por supuesto, tenía la esperanza de comprobar la veracidad de tu respuesta por mí misma muy pronto. Dana negó con la cabeza y bajó la mirada. —Normalmente, no. A veces no puedo evitarlo, pero la mayoría de las veces soy silenciosa. —Tendré que hacer algo para arreglar eso. Dana alargó la mano y tomó la de Laurel para acariciarle los esbeltos dedos y los nudillos.

—Creo que, en parte, no hago ruido porque crecí en una casa con la habitación de mi hermano a un lado y la de mis padres al otro. Después de años de masturbarme en secreto, aprendí a correrme como una ninja, silenciosa y discreta. Es difícil cambiar las costumbres. —¿Correrte como una ninja? Ay, Dios, esa no tiene desperdicio. —Es la verdad —protestó Dana—. Además, me da la sensación de que hago ruidos muy… raros, ¿sabes? Ahí, jadeando y fuera de control. —Se estremeció—. Puaj. Laurel soltó una risita. El sentido del humor de Dana era de lo más excitante y no estaba ayudando nada a que se le calmaran los ánimos. —Ay, Dana… Por favor, me gustas muchísimo. Dana esbozó una sonrisa bobalicona. —Esa es la idea. —Y por cierto, ya juzgaré yo los ruidos que haces cuando te haga correrte —le dijo Laurel—. Dudo que «raros» sea el primer adjetivo que me venga a la cabeza. —¡Aish, tú quieres matarme! —suspiró Dana, dejándose caer de lado sobre la manta de Laurel y rodeándose con los brazos, junto a la rodilla de su compañera. Laurel la imitó y se tumbó con la cabeza sobre la palma de la mano, apoyada sobre el codo. Con la otra mano, le acarició con suavidad el estómago a Dana por encima de la camisa. —Lo siento —se disculpó—. No estoy ayudando mucho

a que dejemos de pensar en el sexo, ¿verdad? —Por decirlo de alguna manera —replicó Dana. —Lo siento —repitió Laurel, mientras le trazaba círculos perezosos alrededor del ombligo con la yema de los dedos—. Es que es muy difícil. Intento ser noble y responsable. —Ya lo sé —repuso Dana. Contempló el rostro y luego la garganta de la otra mujer—. Es imposible no desearte en este momento. Se inclinó y la besó con suavidad en el cuello. Laurel ladeó la cabeza para que llegara mejor y respingó cuando Dana le mordisqueó la tierna piel de la garganta. —Parece casi imposible intentar resistirse a lo que está pasando aquí —susurró Laurel, tanto para sí como para Dana. —¿Casi? —Dana le metió la mano por debajo de la camiseta y le acarició la curva de la cintura—. Querrás decir completamente imposible. —Maldita sea. —Laurel se incorporó y besó a Dana en los labios—. Se supone que soy la voz de la razón. —¿Por qué? —preguntó Dana, justo cuando su mano alcanzaba el pecho de Laurel por debajo de la camiseta. Apretó la firme carne con dulzura—. No necesito que me protejas, Laurel, necesito que me toques. Laurel soltó un quejido cuando Dana le pellizcó el pezón. Le metió la lengua a Dana hasta el fondo del paladar y la besó lenta y largamente. Como por arte de

magia, su resistencia se vino abajo por completo. ¿A quién quería engañar? No habría durado ni media hora más en aquel reducido espacio sin ceder a su deseo; al deseo de las dos. Mientras se besaban, tendió a Dana de espaldas, le cogió las muñecas y se las inmovilizó por encima de su cabeza. Observó su rostro en busca de muestras de ner-viosismo, pero lo único que halló fue deseo. La intensa pasión hacía que se le nublara la vista. —De acuerdo —asintió Laurel. Las siguientes palabras le salieron en un susurro—. Entonces deja que te haga el amor.

HORA DIEZ - 4 de la madrugada Dana se perdió en los ojos azules de Laurel. Comprobó la fuerza con que le agarraba las muñecas y respingó cuando Laurel se las apretó un poco más. —¿Me dejarás? —murmuró Laurel, y se agachó para mordisquearle el labio inferior. Sin dejarlo escapar, farfulló—: ¿Hacerte el amor? Dana expiró de manera entrecortada. Se alegraba de estar tumbada, puesto que a aquellas alturas estaba se-gura de que las piernas habían dejado de funcionarle. —Guau. No ha costado mucho convencerte. Laurel se retiró un poco y le lamió el labio superior. —Es que eres muy convincente. Le soltó una de las muñecas y le acarició la mejilla con el dorso de la mano. —Confieso que no tengo nada que hacer contra esos ojos verdes tan preciosos. Dana sonrió, victoriosa. —Me alegro de haberte seducido. —Yo también me alegro. —Tengo veintiocho años —le dijo Dana, doblando los dedos bajo la mano que la agarraba de las muñecas, para disfrutar de la sensación de estar atada—. Ya era hora de empezar a tomar decisiones cuestionables en lo que se refiere al sexo. Laurel rió, aunque su mirada era seria.

—¿Crees que esta decisión es cuestionable? Dana sonrió ampliamente. —No, pero sé que en teoría debería serlo. Laurel se mordió el labio y volvió a agarrarle las muñecas a Dana con las dos manos. —Me prometes que esto no… Es decir, que tú no… —No me espantaré —la cortó Dana—. Y aún te respetaré por la mañana. —Bien, así pues —Laurel frotó las caderas contra las de Dana—, supongo que no hay razón para que no te arranque la ropa y te haga una mujer aquí y ahora. —Supongo que no —se mostró de acuerdo Dana—. Así que empieza con lo de la ropa. Laurel se echó a reír, pero al cabo de un segundo paró y miró hacia arriba, a algún punto del rincón superior de la cabina del ascensor, con ojos entrecerrados. —Mierda. Dana estiró el cuello para ver qué miraba Laurel. —¿Mierda, qué? —Esto… ¿crees que funcionará la cámara? Dana se sentó de golpe, quitándose a Laurel de encima en el proceso. Con la mano apoyada en la manta, observó boquiabierta la cámara de vigilancia instalada junto a la hilera de botones que había encima de la puer-ta del ascensor. «¿Pero cómo he podido olvidarme de eso?» —Eh…

Dana repasó los acontecimientos, con el corazón a cien. «Veamos, tenemos… yo tumbada en el suelo con la cabeza en el regazo de Laurel; Laurel bailando medio desnuda; yo enrollándome con otra mujer… y mis tetas.» La cabeza le daba vueltas sólo de pensar en convencer a Rocky, el guardia de seguridad, de que tenía que darle una cinta potencialmente embarazosa antes de verla. —Mierda. Laurel percibió el nerviosismo creciente de Dana y le puso la mano en el brazo para calmarla. —Seguramente no funciona. Si el ascensor no va, ¿cómo iba a ir la cámara? «Pues igual que las luces de emergencia.» Dana estaba cada vez más horrorizada y parecía incapaz de apartar la vista de la lente que las observaba desde su posición elevada. —Mierda. Mierda. Laurel le apretó el brazo con cariño. —No, no pasa nada. Tienes unos bonitos pechos. Dana fulminó a Laurel con una mirada incrédula. —¿De verdad crees que eso me hace sentir mejor? ¡Yo trabajo aquí! —La gente me ve las tetas en el trabajo todo el tiem-po —replicó Laurel con una media sonrisa—. No es para tanto. Dana soltó un sonido indefinido, a medio camino entre la carcajada y el sollozo, y ocultó el rostro entre las manos.

—Oh, Dios mío. Aquello era definitivo: no podían hacer el amor en aquel momento. Podía hacer muchas cosas con Laurel, pero protagonizar su propia película de porno lésbico no era una de aquellas cosas, al menos en la primera cita. —¡Ya! —exclamó Laurel—. Dímelo a mí. Dana se destapó los ojos y observó cómo Laurel revolvía en su mochila. —Por favor, dime que tienes un borrador de cintas de vídeo de bolsillo y antes te has olvidado de enseñármelo. —Tengo algo casi igual de bueno. Laurel sacó el bote de nata montada y lo sacudió en el aire con una sonrisa triunfal. Sin embargo, Dana negó con la cabeza tajantemente. —Ni de coña voy a chuparte nata en los pechos ahora que somos carne de reality show. Laurel resopló, se levantó y agitó el bote antes de destaparlo. —No, tonta. Se puso de puntillas y apuntó a la lente de la cámara con la boquilla del spray. —Estoy eliminando el problema. Perpleja, Dana fue testigo de cómo Laurel cubría la lente con una espesa capa de nata montada. Aunque parte de la nata cayó al suelo, casi toda se quedó en su sitio y tapó la vista de manera efectiva. —Eres un genio —susurró Dana—. Claro que eso no

ayuda mucho con lo que ya hay grabado. Laurel se sentó en la manta de nuevo, al lado de Dana. —Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento, ¿de acuerdo? Ahora mismo no podemos hacer nada. Reticente, Dana asintió. —De acuerdo. Laurel carraspeó. —Bien… Creo que estaba a punto de hacerte el amor. Desde luego, Laurel sabía cómo hacer que una mujer se sintiera mejor. Dana se obligó a olvidarse de la paranoia y concentrarse en el presente. Se tumbó y estiró los brazos por encima de la cabeza. —Íbamos más o menos por aquí, ¿verdad? —Oh, sí —ronroneó Laurel—. Justo por aquí. Laurel se quitó la camiseta sin titubear y Dana se quedó mirando los pechos de Laurel embelesada. Hasta tuvo que pasarse la mano por la boca, porque se le había quedado abierta. Daba igual cuántas veces los veía: los pechos de Laurel eran sencillamente espectaculares. —Perfecto. Laurel empezó a desabrocharle la camisa a Dana una vez más. Esta vez lo hizo despacio, como si no tuvieran ninguna prisa. —Quiero sentirte contra mí. Dana permaneció en silencio mientras Laurel le quitaba la camisa y el sujetador. El pecho le subía y bajaba al

ritmo de su agitada respiración. Por dentro, era un manojo de nervios. Nunca se había sentido tan ex-citada; parecía que habían prendido fuego a todas y cada una de sus terminaciones nerviosas. El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho que Dana temía que toda su energía estuviera concentrada allí y los pulmones le fallaran en cualquier momento. Laurel se puso encima de ella con un lánguido gruñido. —Así está mejor —dijo, enredando las manos en el cabello de Dana. Tenía la piel tersa y suave, y ya no había ninguna barrera que las separara. —Ya te digo —jadeó Dana, cuyo corazón palpitaba estruendosamente contra los pechos desnudos de Laurel. —Se está tan bien así contigo… —susurró Laurel. Se inclinó y le dio un lento y perezoso beso en la boca. Al separarse de Dana, le puso una mano sobre el co-razón—. Respira, cariño. Dana asintió e inspiró hondo. El aroma de Laurel la mareaba todavía más, así que expiró y después abrazó a Laurel con fuerza. —Yo también estoy muy bien contigo —murmuró. Levantó la cabeza y paseó la lengua por los labios de la otra mujer, hasta que esta abrió la boca y la acogió en su interior. Los largos besos y tiernas caricias no tardaron en subir de tono. Dana le estrujó y le acarició las nalgas a Laurel mientras esta se frotaba contra el firme muslo de Dana, a

horcajadas sobre ella. Dana notaba cómo el corazón de Laurel se aceleraba al mismo ritmo que el suyo propio a medida que se besaban sensual y desordenadamente entre gemidos y jadeos. Dana volvió a meter el dedo bajo la tira del tanga, entre las nalgas de Laurel, pero esta vez, en lugar de apartarse de la íntima caricia, Laurel interrumpió el beso con Dana y le preguntó: —¿Me lo quieres quitar? Aturdida, Dana preguntó: —¿El qué? —El tanga. —Laurel retorció las caderas y sonrió cuando Dana la rodeó con las piernas—. A mí me parece que me lo quieres quitar. Dana miró a Laurel a los ojos con timidez, por improbable que pareciera dada la situación en la que se encontraban. —Quiero quitártelo. Laurel se separó de Dana, que la estaba abrazando con todo el cuerpo, y se puso de pie. —Entonces quítamelo, nena. Quiero que me veas. Dana se levantó y tragó saliva. Tenía la boca completamente seca. «Gracias, mundo.» Contempló el sedoso triángulo de tela negra que cu-bría a Laurel y aspiró profundamente, mientras se humedecía los labios.

—¿Me prometes que me despertarás si me desmayo? Quiero llegar hasta el final pase lo que pase. Laurel parecía tan encantada como preocupada. —¿Crees que te vas a desmayar? —Sinceramente, sí. —Dana le puso las manos en las caderas y le metió los dedos por debajo del tanga—. Me temo que o eso o estoy soñando y me despertaré justo cuando estemos llegando a la mejor parte. Laurel le tiró del pelo con cariño. —Eres verdaderamente adorable. Dana contuvo la respiración y le bajó el tanga a Laurel. Empezó despacio, bajándoselo de las caderas, y dejó escapar un suspiro entrecortado cuando descu-brió los rizos bien recortados entre las piernas de Laurel. —Oh. Laurel separó las piernas para que Dana le bajara del todo la pequeña pieza de tela. Después, esta dio un paso atrás para que Laurel tuviera espacio de apartar el tanga de una patada y, a continuación, volvió a acercarse para contemplar la deliciosa humedad que discurría ante sus ojos. —Me gusta tenerte en esta posición —dijo Laurel. Le soltó el pelo para acariciarle el rostro y recorrerle la mejilla y la mandíbula con la yema de los dedos. Era como una diosa y Dana la tenía allí mismo, para venerarla ella sola. —Es bastante… interesante.

Dana no pudo evitar adelantarse y hundir la nariz y la boca en el húmedo vello del sexo de Laurel. Estaba caliente y mojada y su fragancia era embriagadora. Dana gimió, de puro placer. —Estoy de acuerdo —balbució, mientras le acariciaba las nalgas—. Interesante. —E… espera… —jadeó Laurel. Le tomó el rostro entre las manos y la separó de su entrepierna. —Tenemos que ir un poquito más despacio. Dana reunió todo su coraje y le lamió la suave piel de la cara interior del muslo, antes de que Laurel la separase con firmeza. Le quedó en la lengua un sabor dulce e intenso y ella también se humedeció al ser consciente de que estaba saboreando a Laurel. —¿Por qué tenemos que ir más despacio? —Porque tú también tienes que estar desnuda —re-puso Laurel. Se puso de rodillas ante Dana—. Y en eso no admito discusión. «Desnuda, claro.» Dana recorrió el cuerpo de Laurel con la mirada e hizo un esfuerzo consciente para no sentirse completamente fuera de lugar. —Desnuda, claro. Laurel rió y atrajo a su compañera, hasta que sus pechos chocaron. —Eres preciosa, Dana.

Dobló el cuello y le cubrió la garganta de besos y mordisquitos. —Absolutamente preciosa —repitió. Sin dejar de besarla, deslizó una mano sobre su vientre. Dana resistió el impulso de meter barriga, cerró los ojos e inclinó la cabeza para que Laurel llegase mejor. De inmediato, Laurel atacó el punto donde le palpitaba el pulso y chupó con fuerza. Dana se vio recorrida por una oleada de intenso placer. —Sólo espero… —¿Qué esperas? —le preguntó Laurel, sin despegar los labios de la piel de Dana por un solo instante. Dana deslizó la mano entre sus cuerpos y frotó la palma sobre los rizos cuidadosamente recortados que Laurel tenía entre las piernas. Laurel tomó aire entrecortadamente y por fin dejó de besar a Dana, para apoyar la frente en su hombro. —Espero que no te importe que yo tenga un look más agreste —susurró Dana. Le apretó el coño con suavidad para enfatizar sus palabras. «Si hubiera sabido que me iba a quedar atrapada en un ascensor con la mujer de mis sueños, me habría depilado.» Laurel soltó una risita ahogada por el deseo. —Me parece más que bien. —Le deslizó también la mano entre las piernas y la palmeó por encima de la ro-pa —. Tengo un hambre feroz.

Dana cerró los ojos para no perder el control: la sensación de ser tocada de un modo tan íntimo era abrumadora. Incluso por encima de la ropa, había sido la caricia más electrizante que le habían hecho en la vida. Laurel movió la mano para colocarla sobre el botón de los pantalones de Dana. —¿Puedo? En cuanto fue capaz de hacer que la lengua volviera a funcionarle, Dana repuso: —Sí. Laurel le desabrochó los pantalones con las dos ma-nos. Le temblaban un poco los dedos, cosa que sorprendió a Dana. —¿Estás nerviosa? —Mucho —murmuró Laurel. Por fin consiguió desabrochar el botón y le bajó la cremallera poco a poco—. ¿Tú no? Dana hizo un repaso mental de su estado. En cierta manera, saber que Laurel también estaba nerviosa ayudaba mucho, porque eso significaba que era algo normal, no que fuera socialmente inepta. —No tanto como antes. —Bien —dijo Laurel. Le puso una mano en la parte baja de la espalda y la otra en el estómago. Dana tuvo que replantearse su valiente afirmación en el momento en que Laurel le acarició el abdomen e introdujo la mano bajo los pantalones. Antes de

darse cuenta de lo que estaba pasando, Laurel la estaba acariciando con inmensa ternura, rozando con sus dedos la abundante humedad que manaba de su deseo. —Oh, Dana —dijo Laurel con voz tirante—, estás chorreando. A Dana se le encendieron las mejillas. Seguro que no era normal estar tan mojada. —Ya hace horas, la verdad. —Mi niña —la arrulló Laurel, que retiró la mano pa-ra bajarle los pantalones—. Yo me ocuparé de eso. —Le puso la mano en el hombro y le dio un cariñoso em-pujón—. Échate, cielo. Dana cayó de espaldas con un suspiro aliviado. Le costaba mantenerse erguida, con lo que le temblaban las rodillas. —Levanta —instruyó Laurel, dándole una suave palmada en las caderas. Dana apoyó los pies en la manta y levantó las caderas. Laurel le quitó los pantalones y le pasó el dedo por la cinturilla de las braguitas. —Están destrozadas, ¿verdad? Dana se retorció bajo la caricia de Laurel, muy consciente de la humedad que le manchaba las braguitas y le bañaba la parte interior de los muslos. —Como la lavandora no haga un milagro, me temo que sí. —Vaya. —Laurel frotó la mano sobre el tejido de

algodón—. Con lo bien que te quedan. —Son mis favoritas —admitió Dana. —Y las mías, de momento. —Laurel las miró con gravedad—. Aun así, van a tener que irse. Dana inspiró profundamente. Por supuesto, así era como funcionaban las cosas. Asintió, no desprovista de reticencia. —De acuerdo. Laurel se estiró junto a Dana y le apoyó la mano en el abdomen. —Tienes una barriguita adorable —le dijo, mientras le acariciaba la piel alrededor del ombligo con infinita suavidad—. Me encanta tu cuerpo. Dana se observó con ojo crítico. Por primera vez, sintió cierto orgullo al ver sus abundantes pechos y sus curvas; sobre todo con las manos de Laurel encima. Sonrió, envalentonada por la obvia apreciación en la mirada de su compañera. —Está… bien, supongo. Laurel le metió dos dedos por debajo de las braguitas y le recorrió el rizado y húmedo vello con los dedos. —Yo diría que está más que bien. Dana se quedó mirando fijamente la silueta de la mano de Laurel, moviéndose bajo la tela, con incredulidad. Cuando le rozó el hinchado clítoris con un dedo resbaladizo, Dana se arqueó y gritó. Laurel le acercó los labios a la oreja.

—Tan, tan receptiva… Dana cerró los puños a los costados. Sacudió las caderas en círculos para frotarse contra la mano de Laurel. Necesitaba más. —Quítamelas —bufó. —¿Qué te quite el qué? —la provocó Laurel con una sonrisita—. ¿Qué quieres? ¿Que llegue mejor? La capacidad de Dana para participar en una discusión ingeniosa iba de mal en peor. Igual que sus funciones autónomas. Intentó controlar la respiración cuando Lau-rel le pasó los dedos sobre los labios de la vagina y frotó arriba y abajo sobre la carne resbaladiza. —Quiero que… oh… sí… —jadeó. Laurel apartó la mano y Dana se quedó fría en su ausencia, ansiosa por que regresara. Laurel le bajó las braguitas y Dana levantó las caderas automáticamente para que pudiera quitárselas. —Eres adorable —ronroneó Laurel. Observó su sexo fijamente y le frotó la mano sobre los rizos oscuros—. Estoy tratando de decidir qué hacer primero —mur-muró, alternando su atención entre los pechos y el coño de Laurel —. No es tan fácil como parece. Los pezones de Dana se endurecieron al sentir la ma-no de Laurel entre las piernas y al oír el sonido ronco de su voz. —Bésame —sugirió en un susurro. Alargó el brazo, le cogió la mano a Laurel con dedos temblorosos y se la llevó

a los labios—. Empieza por besarme. Laurel reemplazó los dedos por su boca y le dio un beso a Dana que casi le quitó el sentido. Dana abrió las piernas y dejó que Laurel se colocara entre ellas. La sensación de la piel desnuda de Laurel sobre la suya le arrancó un gemido. Era casi demasiado para procesar: los pezones como piedras de Laurel se frotaban con los suyos, el vello rizado de su centro se enredaba con el de la otra mujer y el peso de su cuerpo sobre el suyo era de lo más agradable. «Este es el mejor cumpleaños que he tenido nunca.» Laurel rompió el beso y le trazó una línea desde la barbilla hasta la garganta con la punta de la lengua. —Eres tan suave… —murmuró Laurel, concentrada en dejar un camino de besos húmedos sobre los pechos de Dana—. Estás tan buena… —le lamió el pezón—. No quiero volver a verte vestida nunca más —le dijo. Le mordisqueó el pezón un momento y después lo soltó y se lo lamió de nuevo. Dana rió, aunque su risa sonó más como un respingo entrecortado, en lugar de la expresión de absoluta ale-gría que la embargaba. Los labios de Laurel se curvaron en una sonrisa alrededor del pezón y continuó lamiendo y chupando con fruición. Fascinada, Dana la observó. Aún no daba crédito a que otra mujer la tocara. Laurel le soltó el pezón y procedió a besar a su gemelo, con la misma atención y cariño que al anterior. Dana se retorció y gimió bajo sus caricias, sorprendida de su falta

de vergüenza a la hora de reaccionar en alto a las atenciones de Laurel. Esta le apretó el muslo contra la abundante humedad acumulada en su entrepierna y le arrancó una súplica estrangulada. —Laurel, por favor. Por favor… Laurel levantó la cabeza con una sonrisa en los labios. —Bueno, no he tardado mucho en hacerte suplicar. Sin atisbo de vergüenza, Dana luchó por recuperar el aliento. —Estoy más que dispuesta a… —gritó cuando Laurel le pellizcó un pezón con los dedos—… a… a suplicar. Laurel la besó en la boca. —Eso no será necesario —murmuró. Se separó de Dana e inició un descenso por su cuerpo, lento y caliente, beso a beso, mordisco a mordisco. Lo siguiente que supo Dana fue que Laurel le levantaba los pálidos muslos y se los apoyaba en los hombros. —¿Qué haces? —murmuró, sorprendida. Estaba más que claro lo que hacía. Dana había visto y leído el suficiente porno como para que no le cupiera duda. Sencillamente, no acababa de creer que fuera a sucederle a ella. Se echó un poco hacia atrás para que Laurel tuviera más espacio y se colocara mejor entre sus piernas. Esta se humedeció los labios, como si se preparara para un festín, y contempló el sexo de Dana con hambre en la mirada. —Voy a saborearte —le dijo en voz baja. Se inclinó y le besó la parte interior del muslo. Después

se retiró y Dana vio que sus jugos le habían llenado la cara de una humedad reluciente. Laurel sacó la lengua y se la pasó por los labios, con los ojos cerrados en clara muestra de apreciación. —Delicioso. Dana no contestó, porque estaba demasiado concentrada en las increíbles caricias de Laurel. La joven continuó besándole la parte interior de los muslos; de vez en cuando le daba un suave mordisquito y pasaba la lengua por los ansiosos pliegues de su sexo. Le sonrió a Dana; los azules ojos le brillaban mientras trabajaba la sensible piel con su lengua hábil y juguetona. Dana se obligó a respirar con algo de normalidad, porque si no lo hacía no estaba segura de sobrevivir a aquella noche. Laurel ronroneó cuando puso los labios sobre el vello que cubría el clítoris palpitante de Dana. La presión le hizo dar un respingo y arquearse, expectante. Dana le enredó las manos en la abundante melena castaña. Los muslos le temblaban de excitación ante lo que estaba por llegar. Laurel le puso la mano a Dana en el estómago y la miró a los ojos. —¿Cómo vas, cariño? Dana asintió rápidamente y abrió y cerró la boca unas cuantas veces, sin lograr articular palabra. Agarró a Laurel del pelo con más fuerza y gruñó cuando esta volvió a besarle los rizos húmedos.

—¿Estás preparada? —le preguntó Laurel, con ojos brillantes y vivos. Repletos de deseo y goce. Dana abrió la boca para dar una respuesta afirmativa, pero lo único que fue capaz de emitir fue un gemido sordo que se convirtió en jadeo cuando Laurel se inclinó y sopló con suavidad sobre su sexo ardiente. La suave brisa todavía hizo que los pezones se le endurecieran más, y Dana hizo una mueca de dolor. —Bésame, por favor —rogó Dana. A aquellas alturas ya no dudaba: hacía rato que había dejado de tener miedo a pedir lo que quería. Laurel la complació y depositó un tierno beso entre las piernas de Dana, hundiendo la nariz entre el vello rizado. Después se retiró, aunque dejó los labios a escasos milímetros de la ávida necesidad de Dana. —¿Así? —farfulló. Casi en contra de su voluntad, Dana alzó las caderas para forzar más contacto. —Bésame… más fuerte. Laurel volvió a descender sobre Dana y la besó con firmeza en el mismo punto, provocando el clítoris de Dana con la promesa de sus atenciones, aunque el beso quedó amortiguado por el vello que absorbió la caricia. —¿Así de fuerte? —le preguntó. Dana volvió a aferrarse al cabello de Laurel y se resistió al impulso de forzarla a hundir el rostro entre sus piernas. —Por Dios, Laurel, por favor…

Con mano firme, Laurel le abrió aún más las piernas y dejó al descubierto el centro hinchado y mojado de su necesidad. Recorrió los labios de la vagina con la punta de la lengua y Dana gritó, sorprendida por la exquisita sensación. Laurel volvió a levantar la cabeza. —¿Así? Dana asintió con frenesí. Necesitaba más. —Nunca… nunca había sentido nada… —Incapaz de completar la frase, Dana se limitó a tirarle del pelo para que volviera a hacerlo—. Por favor, por favor. Laurel le lamió el sexo de arriba abajo con toda la lengua y Dana notó que se mojaba de nuevo. No le cabía duda de que Laurel tenía que sentir su humedad en la barbilla, pero esta se apartó solo un instante. —Eres tan hermosa, Dana... Gracias por esto. A continuación, se dispuso a disfrutar de su festín. Dana se quedó con la boca abierta, los puños cerrados y los dedos de los pies curvados. En el momento en que Laurel cubrió su sexo hinchado con toda la boca, todo su cuerpo se puso rígido bajo la intensa caricia, más íntima y apasionada de lo que había imaginado que podía llegar a ser. Después aflojó las manos, que aún estaban prendidas del cabello de Laurel, y se derritió bajo el tierno asalto, sin fuerzas para imponer su voluntad en modo alguno. Se rindió a Laurel en cuerpo y alma. Nunca había estado en una posición tan vulnerable, pero la embriagadora felicidad de entregarse a Laurel por completo la dominaba

por entero. La razón había cedido su lugar al instinto; ya no había palabras, solo gemidos. Laurel la estimulaba con la lengua con destreza y naturalidad, lamiendo de extremo a extremo la suave y resbaladiza piel de su sexo. Después la estimuló un poco más abajo, alrededor de la estrecha abertura, y metió la lengua, pero solo la punta y durante una fracción de segundo, antes de retirarla con un contoneo sensual. Laurel mantuvo las manos en la cara interior de los muslos de Dana, para aguantarle las piernas abiertas, y movía la cabeza arriba y abajo, adelante y atrás, sin dejar de trabajarla con los labios y la lengua. Dana le sujetó la cabeza con las dos manos y maldijo el hecho de que los muslos le temblaran tanto por el placer que le provocaba. Laurel le rodeó los muslos con los brazos, se los aguantó y gimió complacida cuando Dana arqueó las caderas hacia su rostro en busca de liberación. Laurel le permitió embestir contra su boca mientras le comía el coño. —Sí, Laurel, sí… sí —jadeaba Dana. Plantó los pies sobre la manta con firmeza, para poder apoyarse y mover las caderas al ritmo de la lengua de Laurel—. Sí, por favor, sí. Laurel abrió la boca del todo y deslizó la lengua en círculos sobre el clítoris palpitante de Dana. El placer era tan intenso que Dana ni siquiera sabía qué hacer con él, cómo superar la última barrera y liberar por fin a su cuerpo. Se balanceó al borde de aquel precipicio durante lo

que parecieron horas, con los ojos cerrados con fuerza, a la espera de aquella última caricia que la precipitara al abismo. Y por fin llegó. Lo único que hizo falta fue que Laurel le pellizcara el pezón con fuerza, entre el índice y el pul-gar, sin dejar de recorrerle el clítoris dilatado con la lengua. Dana gritó y arqueó la espalda, sin soltar la ca-beza de Laurel ni dejar de retorcerse y sacudirse bajo ella. Al parecer no era precisamente silenciosa cuando se corría. Aulló y gimoteó presa de un placer ruidoso e incoherente mientras la recorría el orgasmo y se aferró a la oleada de sensaciones tanto como pudo, desesperada por experimentar cada ápice. Cada segundo. Por desgracia, finalmente tuvo que apartar a Laurel con manos temblorosas. —Espera —sollozó Dana—. Espera, yo… —Se quedó inerte en los brazos de Laurel hasta que el asalto oral cesó. Las lágrimas le rodaban mejillas abajo y los ojos le ardían, llenos de la emoción y los sentimientos que Laurel había removido en su interior. El llanto era la úni- ca manera de liberar parte de la presión que tenía den-tro—. Dios santo, yo… Laurel fue subiendo beso a beso hasta el abdomen de Dana y la estrechó entre sus brazos con ternu- ra. A continuación, dejó un reguero húmedo de besos sobre las costillas, el pecho izquierdo, el hombro, el cuello y la barbilla de su compañera y, finalmente, Laurel la besó en

la boca y compartieron un sabor que hasta entonces Dana había probado solo en contadas ocasiones y siempre titubeante. En la boca de Laurel, sabía delicioso. Laurel acunó a Dana en sus brazos y la besó durante un largo momento antes de apartarse con una dulce sonrisa. —Ha sido maravilloso —le susurró, y le acarició la mejilla húmeda de lágrimas con el dorso de la mano—. Dana, cielo, has estado maravillosa. Dana se aferró a los hombros de Laurel y hundió el rostro en su cuello, sin dejar de llorar. Laurel la rodeó con sus brazos, la abrazó con fuerza y le susurró al oído. —Me alegro tanto de haberte conocido esta noche… Me alegro de que me hayas dado una oportunidad, de que este estúpido ascensor se quedara parado. Me gusta tanto tocarte, saborearte… No recuerdo haberme puesto tan cachonda saboreando a una mujer en la vida. Poco a poco, las palabras quedas de Laurel fueron apagando el llanto de Dana, hasta que por fin las lágrimas cesaron. Estrechó el suave y flexible cuerpo de Laurel entre sus brazos. El latido de su corazón por fin empezó a normalizarse. —Gracias —murmuró Dana contra el cuello de Laurel —. Ha sido… ha sido… Laurel alzó el rostro. —Lo ha sido —coincidió Laurel, acariciándole la espalda a Dana—. Tienes un sabor muy dulce. —Hizo una pausa y besó a Dana en los labios con suavidad—. ¿Estás

bien? —Estoy llorando —murmuró Dana. Se secó las lágrimas de la cara—. Ni siquiera sé por qué lloro. Laurel se relajó y le sonrió con seductora arrogancia. —Es porque soy superbuena. Por eso mismo. «Solo Laurel podría hacerme sentir mejor pese a este despliegue de emoción.» Dana le apartó el pelo de la cara con ternura. —Tienes razón, debe de ser eso. Laurel cambió de posición para poder estirarse a su lado. Mantuvo un brazo bajo la espalda de Dana y le acarició la piel hipersensibilizada del abdomen. Dana tomó aire, sorprendida. —¿Qué haces? —Prepararte para que vuelvas a correrte. —Laurel le metió la mano entre las piernas y deslizó los dedos en busca del clítoris hinchado de su compañera—. Si voy a hacerte el amor, voy a hacértelo bien. A Dana se le aceleró el pulso otra vez. «Oh, sí. Esa es la diferencia entre el sexo con un hombre y con una mujer. Repetición instantánea.» Hizo un repaso mental de su cuerpo, para ver si podría soportar otro orgasmo rompedor. —Prometo dejarte de una pieza —murmuró Laurel. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja mientras le acariciaba los labios de la vagina con la yema de los dedos—. Pero aún no he acabado contigo. Necesito más.

Dana no tenía intención de discutírselo. Se abrió de piernas para Laurel y tomó aire, para prepararse. —Haz conmigo lo que quieras. Laurel rozó la abertura más íntima de Dana con la punta del dedo y trazó suaves círculos sobre la humedad que la recubría. —¿Puedo pasar? Dana no titubeó. —Sí —susurró. Entonces expiró y trató de relajar los músculos. «Estará bien», se dijo. Hizo un esfuerzo por olvidar la última vez que alguien había estado dentro de su cuerpo. «Laurel hará que sea bueno.» Laurel le introdujo el dedo resbaladizo con un gru-ñido quedo. Dana se sintió llena, pero no forzada; la penetración había sido suave y controlada. Cerró los ojos y la sensación de envolver a Laurel entre su carne palpitante la hizo gemir. —¿Te gusta? —le susurró Laurel. Retiró el dedo un centímetro y a continuación lo metió más hondo. Le besó la sien a Dana, acariciándole el nacimiento del pelo con la punta de la lengua—. Te siento tan apretada y caliente a mi alrededor, Dana... Dana abrió los ojos y le sostuvo la mirada a Laurel con pareja intensidad. Pestañeó, abrumada por la necesidad de más y más. Arqueó las caderas para seguir el ritmo de las lentas penetraciones de Laurel con un suave quejido.

—No pares. —No pararé —le aseguró Laurel. Continuó metiéndole el dedo hasta el fondo, sin variar la cadencia o la intensidad—. No pararé hasta que te corras en mi mano. Dana se mordió el labio con tanta fuerza que estaba segura de haberse hecho sangre. Se aferró a la manta con una mano y con el otro brazo rodeó los hombros de Laurel. Con la respiración entrecortada, habló al tiempo que Laurel la acariciaba con toda la intención del mundo—. Prueba… con otro… dedo… Laurel retiró el dedo hasta la entrada y volvió con dos. Se deslizó dentro poco a poco, de manera que Dana pudo sentir cada milímetro del tortuoso avance de las yemas de los dedos contra las paredes de su interior. Dana gritó y abrió las piernas todo lo que pudo con la desesperación de quien ansía ser tomada. —¿Todavía te gusta? —murmuró Laurel, tras besarla suavemente en la boca. Siguió metiendo y sacándole los dedos con excesiva parsimonia. Dana rechinó los dientes y se le dilataron las aletas de la nariz. La creciente necesidad la dominaba. —M… más deprisa. Laurel aceleró el ritmo del movimiento de sus dedos y los curvó para frotar la cara interior del sexo de Dana con firmeza. —¿Así? Dana cerró los ojos, dudosa y jadeante, y Laurel le

susurró al oído en tono ardiente. —Me gusta que me digas lo que te gusta. Me gusta saber cómo disfrutas. Háblame. Dana trató de ordenar sus confusos pensamientos; ni siquiera estaba segura de que todavía supiera hablar. Se humedeció los labios y gritó cuando Laurel le acarició cierto punto que acrecentó su deseo hasta extremos dolorosos. —Sí, así. —¿Vas a correrte para mí? Dana aulló de placer cuando Laurel apoyó la yema del pulgar sobre su clítoris y balanceó las caderas para seguir el movimiento de los dedos de Laurel. —Sí —gritó, aunque ni siquiera recordaba la pregunta. —Córrete para mí, Dana —le susurró Laurel al oído. El ritmo de su mano era perfecto, los dedos la penetraban, el pulgar la frotaba y a Dana no le quedaba un solo pensamiento coherente en la cabeza. El clímax llegó en forma de jadeos, gritos, palabrotas, lágrimas de agradecimiento y el nombre de Laurel, repetido con reverencia una y otra vez. Laurel la abrazó con más fuerza mientras se corría, sin dejar de mover los dedos hasta que Dana cerró los muslos y le atrapó el brazo. Laurel se quedó quieta, con los dedos hundidos en Dana, mientras esta recuperaba el aliento y se estremecía en su descenso de los cielos. —Estás buenísima —musitó Laurel, y le hizo cosquillas

con los dedos que aún tenía dentro de la otra mu-jer—. Y me haces sentir como una especie de diosa del sexo cuando te corres así. Dana gruñó y le cogió la muñeca a Laurel. Con cuidado, le sacó los dedos y croó: —Eso es precisamente lo que eres, querida. Te has ganado el título. Laurel se secó la mano en la manta y atrajo a Dana hacia sí para darle un fuerte abrazo. —¿Así que ha estado mejor que con como-se-llame? Dana soltó una risita ahogada. —¿Quién es «como-se-llame»? Laurel suspiró y se entretuvo trazando dibujos ausentes con la yema de los dedos sobre el estómago y los pechos de Dana. —¿Quieres que salgamos el domingo por la noche? Dana sonrió. La había entendido perfectamente, pese a la falta de lógica. —¿Paso a recogerte? —De acuerdo —le dijo Laurel. Se echó con la mejilla apoyada sobre el pecho de Dana—. ¿Lista para echar una siesta? Dana pestañeó con asombro. —¿Una siesta? ¿Estás loca? Quiero… —dudó a la hora de hallar la palabra adecuada—. Tocarte. Laurel levantó la cabeza y pestañeó con fingida inocencia.

—¿Quieres… qué? —le preguntó, traviesa, pese a saber bien lo que Dana había estado a punto de decir. A Dana se le aceleró el corazón. —Quiero… follarte. Y chuparte. Laurel dejó escapar el aire con un silbido entrecortado. —Al final va a resultar que no estoy tan cansada.

HORA ONCE - 5 de la madrugada —¿Sabes que si lo hago mal vas a tener que ayudarme, verdad? Laurel rió cuando Dana se puso a horcajadas encima de ella. —Dudo que tú puedas hacer algo mal —murmuró—. Además, tampoco me parece que no sepas nada de sexo. —De lo que no sé nada es de hacerle el amor a una mujer preciosa como tú. Dana le pasó la yema de los dedos por la clavícula. —No te importa lo que he dicho antes de que… quería follarte, ¿verdad? Laurel inclinó la cabeza. —¿Importarme? —Bueno, no es que sea una palabra muy tierna, ¿no te parece? —Dana se encogió de hombros. Cuanto más hablaba, más tonta se sentía—. Quiero decir que ya sé que eres muy abierta con estas cosas, pero… —Cariño, estamos practicando sexo, no oficiando una ceremonia religiosa —la tranquilizó Laurel—. Se supone que tiene que ser divertido. Me gusta la ternura, pero hacer el amor no siempre tiene que ser romántico, lento y cursi. Dana se sintió aliviada. Así pues, no lo había estropeado. Aún. Se inclinó y agachó la cabeza para besar el

duro pezón de Laurel. —Muy bien —murmuró, con el pezón entre los la-bios. Para probar, le dio un mordisquito. Laurel siseó, encantada con la sensación. —Ya te he dicho que me gustaban las obscenidades —le recordó Laurel con voz entrecortada—. Entre otras cosas que no son precisamente tiernas. Dana le soltó el pezón para poder intervenir. —Es verdad, te va el morbo, ¿eh? —le lamió la aureola del pezón, con la respiración agitada. Ojalá pronto se sintiera lo bastante cómoda con Lau-rel como para hacer realidad aquella fantasía. Laurel le hundió los dedos en la melena y retuvo la cabeza de Dana contra su pecho. —Estoy dispuesta a hacer casi cualquier cosa, Dana, si tú quieres. «Este año voy a tener que hacerle a Scott un buen regalo de Navidad.» Dana cambió al pecho izquierdo y atrapó el pezón entre los dientes mientras trazaba un círculo húmedo con la lengua a su alrededor. «Algo que exprese mi amor incondicional y eterno por él, fantástico cabrón.» Dana se apartó e inspiró hondo. —Quiero saborearte. —Sí —gimió Laurel. Abrió las piernas para que Dana pudiera colocarse entre sus muslos—. Me hice las pruebas

después de mi última pareja —dijo, sin mirar a Dana a los ojos—. Desde entonces no he estado con nadie. Dana pestañeó. Ni se le había pasado por la cabeza preguntarle por aquello. Notaba cómo se le humedecía el vientre redondeado con la esencia del deseo de Laurel. La sensación la volvía impaciente y apenas era capaz de concentrarse en las palabras de Laurel. —Por si te preocupaba —concluyó esta, con voz insegura. A Dana se le aclararon las ideas lo suficiente para recordar una de las primeras cosas que le había dicho a Laurel: «A lo mejor me da miedo lo que podría pillar si te me restriegas de esa manera». —No estaba preocupada. Laurel sonrió. —Quiero que me chupes. Dana se estremeció solo de pensarlo. Se humedeció los labios; casi no podía creerse que estuviera a punto de cumplir una de sus mayores fantasías: tener a su disposición a una mujer tan hermosa era como un milagro de cumpleaños. Contempló el cuerpo de Laurel de arriba abajo, admiró sus firmes curvas y evaluó la situación. —¿Crees que podrías ponerte encima mío, sobre mi cara, si me tumbo de espaldas? —le preguntó con una sonrisa tímida. Laurel gimió, se incorporó e invirtió sus posiciones con naturalidad. Dana se encontró de espaldas una vez más y

respingó cuando Laurel le plantó una rodilla a cada lado de la cabeza y su sexo planeó sobre ella, de color rosado oscuro, reluciente de humedad y con el clítoris tan hinchado que casi parecía rojo. —Acuérdate de lo que te dije sobre despertarme si me desmayaba. De verdad que quiero llegar hasta el final. — Dana le agarró las caderas con manos temblorosas—. Por favor. Laurel soltó una risita y se metió la mano entre las piernas, se separó los labios y apretó con dos dedos a cada lado del dilatado clítoris. —Podemos empezar con algo un poco menos intenso. Se acarició con movimientos largos y lentos. Dana se mordió el labio inferior con fuerza. Su propio clítoris palpitaba ante la visión de Laurel tocándose a sí misma. —Oh, no —protestó—. Me gusta intenso. Intenso está muy, pero que muy bien. Levantó la cabeza y apartó el dedo índice de Laurel con un golpe de lengua. El sabor de la esencia de Lau-rel era celestial y Dana soltó un gemido de sorpresa. Laurel apartó la mano y dejó al descubierto el centro hinchado de su necesidad. —Dios, Dana… Dana la agarró de las caderas y se acercó el sexo de Laurel a la boca. —Me toca —susurró. Extendió la lengua sobre la ardiente y mojada carne y le

dio un lametón pausado. En el momento en que le pasó la lengua por los resbaladizos labios y se llevó el clítoris a la boca, Dana se olvidó de todas sus preocupaciones sobre no saber nada de sexo. A decir verdad, des-conectó el cerebro por completo y ronroneó extasiada mientras exploraba cada centímetro de la zona más ín-tima de Laurel con los labios y la lengua. A Laurel le temblaron los muslos y se balanceó adelante y atrás mientras que Dana la chupaba con deleite. —Ah, joder, sí… Dana jadeó; los ruidos que hacía Laurel se bastaban para quitarle el aire. Laurel tenía un sabor extraordinariamente dulce. Dana se preguntó si todas las mujeres sabían así de bien o era solo Laurel. Aferrada a sus caderas, tiró de ella hacia abajo para aposentarla con firmeza sobre su boca. Podía soportar el peso, de hecho lo deseaba, y quería llenarse los sentidos del sabor y el aroma de Laurel. —Lo haces tan… bien… Laurel se dobló hacia delante y apoyó las manos en la pared del ascensor. Se sostuvo encima de Dana mientras esta le comía el coño, retorciéndose, deshecha en gemidos. Dana miró tan arriba como pudo, en un intento de verle la cara a Laurel. Quería saber exactamente lo que le estaba haciendo, ver si disfrutaba tanto con su lengua como había disfrutado ella con la de Laurel. Quería saber si era capaz de reducir a otra mujer a la masa temblorosa y gimoteante en que se había convertido ella, porque la idea

la hacía sentir más poderosa de lo que se había sentido nunca. A Laurel le temblaba todo el cuerpo en sincronía con las sacudidas que le recorrían los muslos. Meció las caderas sobre el rostro de Dana y le llenó la cara de resbaladizo deseo. Laurel quitó una mano de la pared y le enredó los dedos en el pelo. Dana trató de que Laurel se estuviera quieta mientras se concentraba en el botón de terminaciones nerviosas que estimuló a Laurel hasta el punto de hacerla chorrear. Le torturó el endurecido clítoris con firmes lametones y, de vez en cuando, bajaba un poco para meterle la lengua hasta dentro. —Ah, Jesús, tía… —gimió Laurel, completamente rendida a sus atenciones—. Eres… es… sí, nena, cómeme. Dana oyó los gruñidos frenéticos que brotaban de su garganta y notó que los muslos de Laurel empezaban a temblar más violentamente. Dana le llevó las manos al trasero y le estrujó las nalgas. Laurel se puso rígida y gritó; a Dana se le llenó la boca, las mejillas y la barbilla de humedad caliente y salada. Encantada de lo que podía conseguir solo con seguir su instinto, Dana la sostuvo con firmeza y se propuso darle el máximo placer posible. Solo aflojó un poco las manos cuando Laurel sollozó que parase. —Ah, muy bien —murmuró Dana—. Te dejo descansar un segundo.

Salió de debajo de Laurel y se sentó con una risita. La otra mujer se desplomó sobre la manta sin decir esta boca es mía y se quedó tendida boca abajo, jadeante, con la melena desordenada y salvaje alrededor de la cabeza. Tenía los brazos extendidos y su firme trasero era una visión más que tentadora. Dana escaló sobre su cuerpo y le cubrió la espalda y los hombros de besos. No lograba hallar las palabras para describir cómo se sentía en aquellos momentos. Al cabo de un rato, dijo: —Ha sido la hostia. Laurel rió en silencio; la única muestra de ello fue el leve temblor de los hombros. —Pues sí —musitó. Las palabras quedaron amortiguadas contra la manta—. No puedo moverme. Dana la besó en la nuca y frotó su sexo contra las desnudas nalgas de Laurel. —Ah, no tienes que moverte. Creo que estás perfecta tal como estás. Laurel gruñó y se incorporó lo suficiente para girar la cabeza. —Tú ya habías hecho esto antes —la acusó—. Es imposible que seas así de buena sin más. A Dana se le iluminó la cara. Apoyó la mejilla en el suave cabello de Laurel. —Supongo que soy así de buena. —Supongo que sí. —¿Puedo intentar otro?

Tras haber llevado a Laurel al orgasmo, Dana rebosaba confianza y la sensación era tan embriagadora que solo quería más. Por su parte, Laurel dejó escapar un suspiro tembloroso. —Tienen que ser como las cinco y media de la mañana. Tú me quieres matar. —No quiero matarte —negó Dana. Le acarició la base de la columna y fue bajando por el muslo. En un momento dado le metió los dedos por la raja, hasta notar humedad. —Solo quiero follarte. Laurel pareció reaccionar e intentó ponerse de rodillas, pero Dana le puso la mano entre los hombros para impedírselo. —Quédate donde estás —le ordenó. Laurel se estremeció. —Si eres así de novata, empiezo a temer por mi integridad física. —He tenido mucho tiempo para soñar —le dijo Dana—. Y para mirar y leer. Laurel separó las rodillas y se abrió para Dana. —Estoy impresionada. Espero que eso signifique que se te han pasado los nervios. Créeme, no tienes razón para dudar de ti misma. Creía a Laurel: confiaba en ella por completo. Y otra cosa que descubrió fue que los nervios se le habían pasado como por arte de magia.

—¿Cómo voy a estar nerviosa teniéndote mojada y abierta boca abajo toda para mí? Dana se colocó de rodillas detrás de Laurel y le puso una mano en el trasero. Se sentía atrevida y, al cabo de unas cuantas caricias lentas, le propinó un azote. Laurel dio un salto, asombrada. —De hecho, casi diría que estoy lista para ponerme en plan morboso contigo. —Dios, y ni siquiera es mi cumpleaños —rió Lau- rel. Dana le agarró las nalgas y las separó. Entonces se agachó para chupar los pliegues rosados que quedaron al descubierto. Laurel emitió un gruñido ronco y Dana cambió la lengua por sus dedos. —Seguro que te encanta que te tomen así —murmuró Dana, mientras le acariciaba la vagina. Por un segundo temió que su técnica no fuera la adecuada, pero apartó aquellos pensamientos de su mente—. ¿Te gusta que te tomen así? Laurel asintió sin perder un segundo y se balanceó sobre las rodillas para seguir el movimiento de los dedos de Dana. —Sí —jadeó. —Lo sabía. Titubeante, Dana presionó con el dedo entre los pliegues de Laurel en busca de su agujero. «Espero saber cómo penetrarla desde este ángulo. Espero no hacerle daño.»

Cuando al fin dio con la prometedora entrada, le deslizó el dedo hacia el interior con cuidado. Laurel dejó escapar un gruñido de placer. —Dios, Dana… —¿Quieres que te lo meta? —le susurró Dana. ¿Cuándo coño se había vuelto tan atrevida? Laurel gimió roncamente y empujó hacia atrás para empalarse en el dedo de Dana. —Te estás volviendo… muy… contundente —susu-rró, tratando de que el dedo le llegara más adentro. —Haces que desee serlo. El cúmulo de emociones que bullía en el interior de Dana escapaba a su control. Laurel la hacía sentir capaz de todo. Retorció el dedo que le había introducido y después se lo sacó. —Dime lo que quieres. —Quiero sentirte dentro de mí. —Las palabras de Laurel sonaron algo amortiguadas por culpa de la man-ta —. Quiero que sigas hablando. Envalentonada, Dana se echó hacia delante y le mor-dió el lóbulo de la oreja a Laurel. Entonces la provocó con la yema del dedo, acariciándole distraída el flexible anillo de entrada. Al cabo de unos segundos, volvió a meterle el dedo, algo nerviosa. «Tranquilízate, Dana.» Respiró por la nariz y trató de relajarse mientras acariciaba a Laurel.

«Tranquilízate y haz que se lo pase bien.» —¿Cuántos dedos quieres? —le susurró a Laurel al oído. En aquellos momentos le frotaba la entrada con las yemas de dos dedos—. Dímelo. Laurel alzó el trasero. —Dos —gimió—. Dame dos. Dana sonrió. La sensación de poder que recorría su cuerpo era maravillosa. «Realmente está muy cachonda.» Dana se moría por sentirse dentro de Laurel y la penetró hasta el primer nudillo. —¿Dos? Dobló los dedos ligeramente y los retiró, frotándole la resbaladiza cara interior del sexo al salir. —¿Quieres que te meta dos dedos en el coño? A aquellas alturas, Dana estaba echando mano de to-da película porno o novela erótica que conocía y, a juzgar por el gemido torturado de Laurel, había dado en el clavo. La respiración de Laurel era cada vez más irregular. —Por favor —le suplicó. Empujó con las nalgas hasta que Dana empezó a moverse con ella—. Fóllame, Dana, por favor. La sensación de victoria que la invadió no tenía ni punto de comparación con los logros académicos o profesionales que había obtenido a lo largo de su vida. Dana le metió los dedos índice y corazón hasta el fondo y las dos mujeres gimieron al mismo tiempo. Dana cerró los ojos

unos segundos y se dejó llevar por la miríada de sensaciones nuevas: el calor que rodeaba sus dedos, la sutil palpitación que sentía en toda la mano, la humedad que le empapaba la palma y le chorreaba por la muñeca… —Eres increíble —jadeó—. Laurel, eres tan sexy… Miró hacia abajo, perpleja por la visión de sus dedos en el interior de Laurel. «No puedo creer que de verdad esté dentro de ti.» En el suelo, boca abajo, Laurel estaba a su entera disposición. La joven dejó escapar un quejido de necesidad y embistió cada vez más deprisa y con más fuerza contra la mano de Dana, cosa que le recordó que debía acabar lo que había empezado. Dana comenzó a penetrarla más hondo, y entre las dos hallaron un ritmo de intensidad creciente que hizo que la excitación de Dana la llevara al orgasmo. —Sí —siseó Laurel, que se había llevado la mano entre las piernas para frotarse el clítoris. Dana sonrió de oreja a oreja. —Oh, sí, te gusta mucho, ¿eh? Le metió los dedos con más fuerza de lo habitual un par de veces, a sabiendas de que Laurel aún estaba lejos del límite. Al menos, a juzgar por su frenética reacción. Laurel asintió, con el rostro hundido en un brazo. —Me encanta —dijo—. Eres tan buena… —jadeó, mien- tras los movimientos de su mano se tornaban furiosos. Al contemplar los movimientos desesperados de Lau-

rel, a Dana le llegó la inspiración. Dejó de mover el bra-zo, aunque no extrajo los dedos del interior de Laurel. —Fóllate mis dedos. Laurel gritó, más excitada que nunca y solo titubeó un instante antes de empezar a moverse con ganas, empalándose en los dedos de Dana con fuerza y luego retirándose hasta que solo la punta permanecía en su interior, solo para volver a hundirse en ellos de nuevo. Dana se preguntó si era posible que estuviera a punto de correrse otra vez sin que ni siquiera la tocasen. El clítoris le palpitaba en una mezcla de placer y dolor que le cortaba la respiración. Laurel había hallado su ritmo, sin el menor atisbo de vergüenza al respecto, y usaba a Dana con total libertad para llegar al clímax. —Dios, eres tan sexy… —rugió. Incapaz de resistirse, Dana volvió a tomar la iniciativa y le apoyó el pulgar sobre la entrada del ano para provocarla cada vez que le metía los dedos. No intentó penetrarla por allí, pero la presión en la pequeña abertura rosada bastó para arrancarle un gemido ahogado a Laurel. —Quiero hacer que te corras —le dijo Dana. —Casi… estoy —respingó una Laurel jadeante. Siguió frotándose el clítoris en círculos frenéticos mientras Dana movía los dedos en su interior y empezaba a trazarle círculos más pequeños alrededor del ano con el pulgar, sin variar el ritmo en que salía y entraba de su sexo chorreante.

—A lo mejor algún día te enseño a joderme por el culo —respingó Laurel. Al hablar, su sexo se contrajo alrededor de los dedos de Dana, cada vez más lubricado—. ¿Eso te gustaría? —Sí —respondió Dana sin dudarlo. Retorció el pulgar sobre el ano de Laurel y tomó aire bruscamente cuando la punta fue succionada hacia el interior. El deseo la recorrió como una corriente eléctrica y empezó a follarse a Laurel más deprisa y más fuerte, con tanta intensidad como se atrevía. La mano de Laurel no era sino una imagen borrosa y rauda entre sus piernas. —Te gusta duro —dijo Dana. No era una pregunta, sino una afirmación. —Oh, sí, Dana, oh sí… La dulce voz de Laurel sonaba estrangulada por el éxtasis. Su cuerpo se tensó por completo y durante un segundo el único movimiento fue el de la mano de Dana dándole fuerte entre las piernas y sus propios dedos mientras se frotaba el clítoris en desesperados círculos. Su sexo se contrajo en torno a los dedos de Dana y liberó un chorro de humedad caliente que le corrió mu-ñeca abajo. El ruido que hizo arrancó la misma reacción entre las piernas de Dana. Sentir a Laurel convulsionarse y contraerse sacudida por el orgasmo era maravilloso. Era como si su mano se hallara en el centro de algún tipo de milagro; como si formara parte de un prodigio de la naturaleza. Dana cerró

los ojos con fuerza y trató de memorizar cada detalle de la palpitante oleada de ardiente placer que ha-bía causado. —Para… ya no puedo más —rogó Laurel, mirándola por encima del hombro. Dana ya había ralentizado el movimiento a un ritmo suave y lleno de ternura, pero retiró los dedos con cuidado cuando Laurel se lo pidió. En silencioso gesto de reverencia, apoyó la mano mojada en la zona hinchada de su entrepierna y se tendió junto a Laurel. —¿Estás bien? —musitó con los labios pegados a la piel sudada del hombro de Laurel. Esta asintió. Tenía las mejillas encendidas y el sudor le había dejado mechones de pelo oscuro pegados a la frente. —Recuperándome —farfulló—. Eres todo un ha-llazgo, ¿sabes? Dana sonrió. —¿Qué quieres decir? —Tienes un don natural. Creo que me he agenciado a una amante excelente antes de que los demás la descubrieran. Antes de que te descubrieras a ti misma, la verdad. Aunque Dana no era capaz de leer en Laurel otra cosa que no fuera sinceridad, era como si su seguridad y confianza anteriores se desvanecieran bajo la intensidad de su mirada. Aquellos ojos llenos de sentimiento y ternura la hacían sentir afortunada pero también insegura. No parecía que Laurel le dijera aquellas cosas solo por educación,

pero aun así quiso asegurarse. —¿De verdad ha estado bien? Después del desastre del beso, creía que… —Analizas demasiado las cosas. —Laurel chasqueó la lengua—. Ha estado más que bien y lo sabes. —Ha sido mucho mejor de lo que imaginaba. —Para mí también. —Laurel se inclinó hacia delante y la besó lentamente—. Eres exquisita, creo que me quedaré contigo. Dana tuvo que resistir el impulso de golpearse el pecho, pero no pudo evitar que los labios se le curvaran en una amplia sonrisa o que el orgullo se le reflejara en los ojos. —Recuerda que voy a necesitar mucha más práctica. Laurel rió. —Hemos creado a un monstruo, ¿verdad? —Creo que sí. —Dana la envolvió en un cálido abra-zo —. Lo he pasado muy bien. —¿Ha valido la pena arriesgarse? —le preguntó Laurel con expresión seria. —Oh sí, más que eso. —Estoy de acuerdo. Laurel bostezó, sin previo aviso. —¿Dormimos? —le preguntó Dana. Le acarició la espalda con el dedo; aunque no quería dejar de tocarla ni un solo instante, añadió—: Deberíamos vestirnos. Me niego a que Rocky nos rescate por sorpresa y nos encuentre desnudas en el suelo del ascensor.

—Buena idea. Laurel se incorporó y se sentó en la manta. —No sé si podré dormir muy bien aquí, pero espero no estar roncando cuando el ascensor vuelva a funcionar y se nos abran las puertas en el vestíbulo. Dana frunció el ceño cuando las dos se pusieron los sujetadores y perdió de vista los perfectos pechos de Laurel. Esta recuperó las braguitas de Dana de encima de su mochila y retorció el tejido de algodón con una sonrisa juguetona. Dana hizo una mueca. —No puedo volver a ponerme eso. Están empa- padas. Laurel recogió su tanga del suelo. —Esto también. Las dejaré aquí metidas —anunció, mientras guardaba la ropa interior en la mochila. Con un guiño, añadió—: A lo mejor me quedo las tuyas de recuerdo. Dana soltó una risita y se abrochó la blusa; aunque le daba un poco de vergüenza, la idea le había gustado. —Solo si me das derechos de visita. Después de todo, son mis favoritas. Sobre todo a partir de aquella noche. —Por supuesto, cuando quieras. Dana se puso en pie para ponerse los pantalones. —Lo que me apetece de verdad es darme una ducha. — Su estómago rugió, señalando otra necesidad—. Y desayunar. —Yo también —asintió Laurel. Acabó de abrocharse los

tejanos y avanzó hacia Dana—. Pero primero un abrazo y una cabezadita. Eso si soy capaz de dejar de mirarte durante más de un segundo seguido. Dana no lo dudó y le devolvió el abrazo a Laurel. Le encantaba sentir el latido de su corazón contra el suyo. —¿Sabes? Soy muy feliz. Laurel le regaló una sonrisa radiante. —Yo también. Dana trató de dejar de sonreír como una boba. —Sabes que Rocky tardará como cinco segundos en adivinar lo que ha pasado aquí, ¿verdad? —Rocky es el guardia de seguridad, ¿verdad? —Cuando Dana asintió, Laurel se encogió de hombros—. No podemos hacer nada. El ascensor huele a sexo. —Y yo estaré con una sonrisa de idiota cuando se abran las puertas. —Ah, ¿y normalmente no lo estás? —preguntó Laurel con voz inocente. —Oh, no. Diría que eres lo que me inspira. Laurel se acurrucó en brazos de Dana. —Qué suerte tengo. —Suerte la mía —replicó Dana. Sacudieron la manta y se echaron encima, muy juntitas, cara a cara. Los azules ojos de Laurel se veían soñolientos y pronto fue evidente que le pesaban cada vez más los párpados. Su respiración también se volvió más profunda y Dana sintió una renovada oleada de orgullo.

«Joder, la he dejado destrozada.» Laurel hundió el rostro entre los pechos de Dana. —Hasta luego. —Sí, hasta luego —repuso Dana en voz queda. No sabía si Laurel la había oído o si ya estaría dormida. Lo único que oyó fue un suspiro y un suave ronquido. La sedosa melena castaña de Laurel le rozaba la barbilla y Dana la abrazó con cariño, para que estuviera lo más cómoda posible. Al contemplarla, solo era capaz de pensar en una cosa. «De verdad, me gusta mucho esta mujer.»

HORA TRECE - 7 de la madrugada Dana estuvo un buen rato medio dormida, medio despierta antes de abrir los ojos definitivamente. No podía decir que se sintiera descansada y sabía que no había dormido mucho rato en aquel suelo tan duro. La incomodidad, por una parte, y la sensación extraña de envolver el cuerpo cálido de Laurel entre sus brazos, por otra, habían conspirado para mantenerla desvelada. Laurel tenía la cabeza apoyada sobre su pecho y el brazo alrededor de su cintura. Notaba los pechos de la joven en el costado, y los recuerdos que evocaba la sensación no la dejaron dormir. Dana estiró el cuello y besó a Laurel en la coronilla, antes de aspirar el dulce aroma de su champú, mezclado con sudor. —¿No puedes dormir? —murmuró Laurel. Dana se sobresaltó al oírla; no sabía que estaba despierta. Le dio un cariñoso abrazo. —No. No quería despertarte. Laurel levantó la cabeza y miró a Dana con ojos cansados. —No me has despertado —le dijo—. Siento haberme desplomado encima de ti así. Me has dejado muerta. —Pronto nos sacarán de aquí. Dana echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran las

siete. Rocky debía de estar de camino. —Además, aunque hubiera sido la cama más cómoda del mundo, no creo que hubiera podido dormir. Creo que todavía estoy un poco emocionada. Laurel le sonrió con ternura. —¿Por haber hecho el amor? —Por todo. No dejo de darle vueltas. Y tampoco estoy acostumbrada a tener a alguien tan cerca. Quiero tocarte todo el rato. Laurel le acarició la mejilla con el dorso de la mano y se inclinó para darle un beso fugaz. —Lo entiendo. —¿Sí? ¿También te sientes así? —preguntó Dana, mientras le acariciaba la oreja. Laurel tenía una piel muy suave. —Sí —respondió Laurel—. También estoy emocionada. —No puedo creer que solo hayamos estado aquí doce horas —susurró Dana—. Me siento como si fuera una persona completamente diferente. —Eres la misma persona, solo que… más valiente. —No, soy diferente. Dana se echó hacia delante para capturar los labios de Laurel. En aquella ocasión, el beso fue más largo y profundo. Dana habría deseado que durara para siempre: Laurel era como un milagro que le había cambiado la vi-da de la noche a la mañana. Solo pensar en volver a su vida de siempre la ponía enferma.

—Soy mejor persona por haberte conocido. Laurel la besó de nuevo, durante más de dos minutos. Cuando se apartó, lo hizo con un gruñido de satisfacción y se echó hacia atrás para poder contemplar a Dana. —Así, ¿qué piensas hacer cuando salgamos de aquí? —¿Esta mañana? «Algo contigo, espero.» Insegura, se fue por las ramas. —¿Y tú? Laurel bajó la mirada. —¿Querrás trabajar en la propuesta esa tuya? —¿Qué propuesta? Laurel se relajó al instante y soltó una sonora carcajada. Miró a Dana a la cara, con ojos relucientes. —Joder, pues sí que ha tardado poco en bajar de categoría tu propuesta «superimportante». —Ah, sí, esa propuesta. Realmente, en aquellos momentos el trabajo que había estado haciendo la noche anterior, cuando Laurel irrumpió en su despacho, había perdido todo sentido. O al menos no entraba en sus planes del resto del día. Le sonrió a Laurel. —La propuesta puede esperar. —¿Estamos cambiando nuestras prioridades? —quiso saber Laurel, con la cara radiante de felicidad. Dana asintió con gravedad. —Creo que acaba de surgir algo mucho más importante que la gestión de proyectos.

La sonrisa de Laurel hizo que cada minuto que Dana había vivido hasta aquel instante pareciera gris en comparación con la mirada de pura felicidad de su amante. Aquel sentimiento la dejó atónita y cogió a Laurel de la mano, temerosa de que desapareciera. El miedo empezó a hacerse un hueco en su corazón: pronto, la normalidad cotidiana reclamaría aquel ascensor y parecía poco probable que fueran capaces de abandonar su burbuja mágica sin dejar atrás lo que habían vivido. Miró a Lau-rel a los ojos, en busca de algo más que la pasión y la ternura que veía reflejadas en ellos con tanta claridad. —No te estarás agobiando, ¿verdad? Dana negó con la cabeza, porque no quería arruinar el momento con sus preocupaciones. A lo mejor resultaba que era pesimista por naturaleza. A medida que avanzaba la mañana, con todo lo que el nuevo día com-portaba, empezó a pensar como la jefa de proyectos que era. ¿Cómo lograrían que lo suyo funcionara? Eran personas muy diferentes. Laurel era simpática y abierta y trabajaba de bailarina en un club de striptease. ¿Podría sobrellevarlo Dana si iniciaban una relación? Una cosa era no juzgar cómo se ganaba la vida una desconocida, pero ¿su novia? Dana tenía que ser sincera consigo misma: la idea la hacía sentir de lo más incómoda. Laurel le tocó el brazo. —¿Dana? —Solo estoy un poco abrumada. Pero en el buen sen-

tido —contestó Dana—. Ya era hora que me replanteara seriamente mis prioridades. Era la verdad. Pasara lo que pasase cuando abandonaran aquel refugio, su vida ya no volvería a ser la mis-ma. Laurel asintió con gravedad. —¿Y el sexo va por delante de las propuestas en la reorganización de la lista? Dana rió. —Bueno, el sexo es más importante que la propuesta, cierto. Pero pasar tiempo contigo es más importante que el sexo. —Buena respuesta. —Gracias. He supuesto que era la mejor manera de contestar para poder llevarte a la cama otra vez lo antes posible. Laurel se echó a reír con ganas y le dio un palmetazo juguetón en el brazo. —Capulla. —Cuando las carcajadas remitieron, aña-dió —: Para que conste, no necesitas respuestas ingeniosas para llevarme a la cama. Con esas manos, esa lengua y ese cuerpo que tienes vas a tener que sacárteme de encima más que otra cosa. Dana estrechó a Laurel con más fuerza entre sus brazos. Era fácil hacer promesas allí dentro, con los ecos del sexo que habían compartido todavía en el ambiente. Se preguntaba si a la luz del día serían capaces de mantenerlas.

—¿Entonces tienes planes para hoy? Laurel asintió. —Me preguntaba si querrías desayunar y ducharte conmigo, como comentábamos antes. Como si hiciera falta preguntar. —Claro que quiero —repuso Dana. Laurel sonrió. —Genial. ¿Qué quieres hacer primero? Dana arrugó la nariz y contestó sin dudarlo un se-gundo. —Ducha. —Tú y yo… en la ducha. No puedo asegurarte que lleguemos al desayuno. A Dana le rugió el estómago. Se llevó la mano a la barriga, agudamente consciente de que no había comido casi nada en las últimas veinticuatro horas. —Ah, desayunar desayunaremos. De un modo u otro. — Se inclinó y le mordisqueó el labio a Laurel—. Aunque tenga que comerme el desayuno encima de tu cuerpo desnudo. Laurel soltó una risita. —No es mala idea. —Suelo tenerlas buenas —repuso con una sonrisa nada modesta. —Tú tienes de todo —afirmó Laurel. El cariño sin-cero en su mirada despertó una sensación cálida en la boca del estómago de Dana—. Y hablando de todo un poco… — musitó Laurel, acariciándose la parte baja del vientre—.

Tengo que mear. Dana reaccionó a aquellas palabras de modo pavloviano y también notó una punzada en el bajo vientre. —Oh, oh. —¿Tú también? —Claro. —Dana se acurrucó hecha un ovillo—. ¿Para qué me lo recuerdas? —Para compartir nuestra pequeña tragedia. —Laurel se puso de lado e imitó la postura de Dana—. Estoy deshidratada. Tú también debes de notarlo. Nada más decirlo, Dana notó la boca seca como un árido desierto. Trató de tragar saliva. Dios santo, ¿cuán-to hacía desde la última vez que había bebido algo? Y con todos los fluidos que había perdido antes con Laurel. Sentía la garganta áspera y rasposa. —Para —rogó—. Déjame flotar en la feliz e ignorante euforia postcoital un rato más. —Lo siento. —Laurel contuvo el regocijo y se llevó las manos al estómago—. Ay, no me hagas reír, por favor. —Estás fatal —comentó Dana, sin apartar los ojos de las bellas formas de Laurel, contorsionadas por la ri- sa—. ¿Siempre te pones así cuando estás cansada? Laurel se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. —Cuando se junta el cansancio y la satisfacción sexual. —Qué mona —dijo Dana—. Serás boba... Sobre sus cabezas parpadeó una luz brillante y Dana pestañeó y miró hacia arriba con los ojos entornados.

Laurel también se sentó y miró al techo con ojos llo-rosos. —Dios mío, ¿ya ha vuelto la luz? Dana miró la pantalla sobre las puertas del ascensor y los botones de la pared lateral. —No lo sé. Laurel se echó a reír otra vez. —Lo siento —respingó entre carcajada y carcaja- da—. ¡Qué cara has puesto! Con los hombros temblando por la risa, finalmente logró llegar hasta Dana y se apoyó en ella. —Ayúdame, ¡voy a mearme encima! Laurel era adorable cuando estaba cansada y sexualmente satisfecha. Dana la apartó de un codazo. —Pues aléjate de mí. No necesito verlo. Las dos se quedaron en silencio cuando el ascensor sufrió una sacudida y empezó a moverse. A Dana la dominó el pánico. —Oh, Dios mío. —Se puso en pie con torpeza y le tendió la mano a Laurel para ayudarla a levantar- se—. Tenemos que limpiar esto, aunque solo sea un poco. —No voy a poder volver a meter la manta en la estúpida bolsita antes de llegar al vestíbulo —protestó Laurel. —Métela en la mochila y ya está. Dana agarró la manta y la plegó para que Laurel la guardara. Después le dio un repaso al suelo. —¿Qué más hay por aquí? El libro de narrativa eró-tica no se habrá quedado fuera, ¿verdad?

—No, y tampoco me he dejado el tanga pegado a la pared. Dana se puso como un tomate al aspirar el olor que emanaba de su cuerpo. —Huelo a coño —siseó—. Laurel, ¡apesto a tu coño! —Y al tuyo también —apuntó Laurel, mientras cerraba la mochila y se la echaba al hombro—. Disfrútalo. —Se llevó la mano a la nariz y aspiró profundamente, con una gran sonrisa en los labios—. Yo lo hago. Dana no pudo evitar sonreír. —No sé con qué cara voy a mirar a Rocky. Debo de tener una pinta horrorosa. Echó un vistazo a la pantalla y comprobó que ya iban por el piso número doce. —Estás preciosa. —Laurel titubeó un segundo, antes de añadir—. Me muero de ganas de volver a abrazarte. A Dana le latía el corazón con tanta fuerza que estaba segura de que Rocky lo oiría en el momento en que se abrieran las puertas. Eso si el olor a sexo no lo tumbaba de espaldas antes. —¡Laurel! —la reprendió—. Compórtate. Laurel sonrió con serenidad y recogió el iPod del suelo. —Naturalidad, cariño. Actúa con naturalidad. Sí, claro. Dana se aflojó el cuello de la camisa. —Naturalidad —se repitió—. Vale, no hay problema. —¿Puedo cogerte de la mano? —le preguntó Laurel con dulzura.

—No si te huele a coño. Segundo piso… —Venga, actúa con naturalidad. Al cabo de un momento se abrieron las puertas y las dos mujeres se encontraron cara a cara con un joven de veintitantos años, con marcas de acné y constitución de jugador de fútbol americano, con un uniforme de color azul marino. El chico pestañeó, sorprendido de encontrarlas allí. Un instante después, arrugaba la nariz. Miró a Dana y después a Laurel. A decir verdad, se fijó especialmente en la delantera de Laurel. Enseguida volvió a mirar a Dana. —¿Está usted bien, señorita Watts? —Sí, estamos bien, gracias, Rocky. —¿Cuánto llevan encerradas aquí? Dana se quedó en blanco. «Lo llevas escrito en la cara.» Intentó sonreírle a Rocky, pero se dio cuenta de que ya estaba sonriendo de antes. —Desde ayer a las siete de la tarde. Echó un vistazo al reloj. Eran las 7:56, así que habían estado allí dentro unas trece horas. Rocky examinó la cabina del ascensor por encima del hombro de Dana. —Me alegro de haberlas encontrado. Parece ser que la cámara del ascensor no funciona bien y venía a comprobarla… Dana carraspeó y se puso aún más colorada. ¿Cómo iba

a justificar que la lente de la cámara estuviera cu-bierta con nata montada? Miró al suelo y deseó que se la tragara la tierra. —Lo siento, Rocky —le dijo Laurel, con una sonrisa encantadora—. Tuve un pequeño accidente con la cáma-ra, pero no creo que esté estropeada. Rocky le sonrió, amistoso. —No se preocupe, señorita. Me alegro de que no les haya pasado nada. —Volvió a mirar a Dana y los labios le temblaron un instante—. Y de que estén bien —añadió. —Esto… tengo que subir al despacho para recoger el bolso —dijo Dana. —Ah. —Laurel alternó la mirada entre Rocky y Dana—. Bueno, te acompaño entonces. —No pudo resistir esbozar una tímida sonrisa—. Para hacerte compañía. A Dana se le vino el mundo encima cuando se dio cuenta de que Rocky hacía esfuerzos evidentes para no echarse a reír. —Suena bien. —Muy bien, señoritas. —Rocky retrocedió y salió del ascensor, con una sonrisa afectada—. Que tengan un buen viaje hacia arriba. Y que no les pase nada en el des-censo. Por un momento, Dana creyó detectar una empatía sincera en sus ojos, que reflejaban calidez y amabilidad: una camaradería cómplice, fruto del trato diario, de los saludos y miradas que habían intercambiado al entrar y salir de la oficina durante los últimos años. Y durante ese

instante, creyó que se apiadaría de ellas. —¿Qué me darán por la cinta? —preguntó él, sin pestañear. Dana suspiró y se apoyó contra el marco de las puer-tas del ascensor. Observó a Rocky con ojos cansados. Cabrón oportunista. —Cincuenta dólares y una carta de recomendación para el encargado del edificio. —Póngale una de esas magdalenas que trae usted cada mañana, durante una semana o así, y hay trato. Dana apretó el botón del piso de su oficina. —Ten la cinta para cuando baje. —Descuide —contestó Rocky, cuando las puertas ya se cerraban—. Y no la veré, lo juro. «Naturalidad», se recordó Dana. —No sale nada, de todas maneras. Sin embargo, las puertas ya se habían cerrado y solo le respondió su reflejo. Dana se puso la cara entre las manos y gruñó. Laurel le dio un abrazo rápido. —Yo creo que ha ido bien. Dana sacudió la cabeza y respiró profundamente. Dios santo, tenía que lavarse las manos. El olor la distraía demasiado. —No me ha parecido que fuéramos naturales, que digamos —murmuró.

EL LUNES SIGUIENTE Por primera vez en la vida, Dana era incapaz de concentrarse en el trabajo. La importante propuesta que se suponía que tenía que ocuparle la noche del viernes seguía a medio redactar en el ordenador y llevaba veinte minutos borrando y reescribiendo la misma frase una y otra vez. Lo único que le venía a la cabeza era el fin de semana que había pasado con Laurel, y era incapaz de hacer ninguna otra cosa. Sencillamente, no lograba darle importancia al proyecto de desarrollo de software. Ya no. La noche que habían pasado en el ascensor había sido como una epifanía, y el resto del fin de semana había cumplido todas sus expectativas. El sábado había transcurrido en una mezcla de sexo, risas y conversaciones íntimas que se extendieron hasta el domingo por la mañana y no cesaron hasta la tarde. Cuando Laurel y ella se despidieron, había sido solo porque el sexo casi ininterrumpido las había dejado completamente agotadas y habían decidido de mutuo acuerdo que sería bueno para su salud pasar un poco de tiempo separadas. Pasar el domingo por la noche sola casi le partió el corazón. Cuando Laurel se marchó, fue como si la magia desapareciera con ella. El hechizo por el cual el resto del mundo era irrelevante se rompió, y Dana empezó a ponerse nerviosa y a preocuparse por todo: por la sorprendente conexión que compartían, la pasión entre

ellas, su confianza instintiva en Laurel… Quizá la química de su cerebro y las feromonas le habían nublado la razón. Dominada por la lujuria, cualquiera podía engañarse e imaginarse que aquello era amor a primera vista o, al menos, la oportunidad de tener una relación que fuera más allá de un fin de sema-na fogoso. Dana repiqueteó con los dedos sobre el ratón del ordenador y releyó la frase que reescribía obsesivamente. Todos sus instintos le decían que cogiera el teléfono y llamara a Laurel, pero el miedo retuvo su mano. El fin de semana había sido increíble. ¿Y si lo estropea-ba al intentar que fuera algo más? No acababa de decidir si el último beso que se habían dado en la puerta había sido uno más en la cadena de besos que las llevaría a compartir su futuro o, sencillamente, una dulce despedida. Dana estaba convencida de que nadie quería que una aventura perfecta terminase. No obstante, parte del encanto de los encuentros apasionados, como el que había tenido con Laurel, era que duraban poco y la realidad no los desvirtuaba. Tocó el teléfono, pero retiró la mano, porque no que-ría hacer la llamada que confirmaría sus peores temores. Lo más inteligente era esperar a que la llamara Laurel. Si no lo hacía, Dana entendería el veredicto y se retiraría elegantemente. Era una mujer adulta y sabría aceptar el inmenso regalo que le había hecho Laurel sin pedir más de lo que esta podía darle.

Sonó el teléfono y Dana dio un salto en la silla. El cursor cruzó el monitor de punta a punta, del empujón que le dio al ratón. —¿Sí? La voz le temblaba tanto que sonaba como si fuera otra persona. Dana tragó saliva y trató de sonar fría y eficiente, como hacía normalmente cuando contestaba el teléfono en el trabajo. —Dana Watts al aparato. —Hola, cumpleañera. La voz masculina que la saludó desde el auricular le produjo un momento de desilusión, pero sonrió pese a sí misma. —¿Todavía me hablas? Vaya, Scott solo había tardado dos días y medio en reunir el valor de llamarla y ver lo cabreada que estaba por e l striptease. Parecía nervioso, y Dana decidió hacerlo sudar un poco. —¿Por qué no iba a hablarte? Lo oyó titubear. Sin duda se preguntaba si su regalo de cumpleaños se había presentado la noche que tocaba. Dana se mantuvo serena, a la espera de que Scott se atreviera a preguntarle. Era lo mínimo que se merecía por haberla cogido por sorpresa la noche del viernes. —¿Te llegó mi regalo? —preguntó, con una mezcla de preocupación y esperanza en la voz—. ¿O ya te habías ido a casa?

—Te arrepientes de haberme enviado a la stripper, ¿es eso? Dana echó un vistazo a la puerta del despacho para comprobar que estuviera bien cerrada. Lo último que quería es que alguien la oyera hablando de strippers. —Entonces te llegó. —Así es. Sus labios se curvaron en una sonrisa y Dana no trató de evitarlo. Se había prometido que le daría las gracias a Scott por haber traído a Laurel a su vida y pensaba hacerlo. —Gracias. —¿De verdad? —Scott sonaba más relajado—. Entonces… eh… ¿lo disfrutaste? —Toda la noche. Scott vaciló. Dana casi oía los engranajes de su cere-bro girando a toda pastilla. —¿Perdona? —Me has oído. —Pero… te dijo que solo le había pagado por media hora, ¿no? —apuntó, desconcertado. —Se fue la luz y nos quedamos atrapadas en el ascensor cuando la acompañaba afuera —explicó Dana—. Las primeras dos horas estaba furiosa contigo, lo admito. Pero luego se me pasó. —¿Ah, sí? Dana detectó la prudencia en el tono de voz de su amigo. Obviamente, no estaba seguro de a dónde quería ir a parar

Dana y de momento no quería meter la pata. A decir verdad, bastante sorprendida estaba ella de tener ganas de contarle tantas cosas, pero no podía evitarlo. Era agradable hacerle confidencias a alguien. —Es una chica muy simpática. —¿Lo es? —Se llama Laurel y está a punto de acabar la carrera de Veterinaria. Scott rió y preguntó con una nota de extrañeza. —¿En serio que te quedaste atrapada en el ascensor con la stripper? —Créeme, al principio a ninguna de las dos nos gustaba la idea. —Dana se moría de ganas de contárselo todo, aunque solo fuera para empezar a creérselo ella misma. Pero temía que, si le daba detalles, empañaría lo que había sido la noche más maravillosa de su vida—. Al final fue un buen cumpleaños, lo creas o no. —¿De verdad? —preguntó Scott. Su tono se había vuelto burlón, algo lascivo. Al parecer, saber que ella no quería asesinarlo lo tranquilizaba, y se había vuelto más atrevido—. ¿Por fin diste rienda suelta a tus impulsos sáficos? Dana trató de que la broma no la sacara de sus casillas. No podía creer que estuviera preguntándole si era lesbiana, así sin más, pero al mismo tiempo también sabía que Scott no creía que hubiera pasado nada aquella noche. —Lo creas o no, me bajó los humos más de una vez. Me

parece que lo necesitaba. —No puedo creerlo —se asombró Scott—. ¿Así que os habéis hecho amigas o algo? ¿Que si se habían hecho amigas? En solo un fin de semana, Laurel se había convertido en la mejor amiga que Dana había tenido nunca. Y también en su obsesión. Dana ansiaba que volviera a tocarla y necesitaba saborear su piel una vez más. Pero ¿qué era lo que Laurel quería? Por muy sinceras que hubieran sido sus promesas de que habría una «próxima vez», no tenía manera de saber cómo se sentía en realidad ahora que estaban separadas. Por lo que Dana sabía, Laurel podría haberse dado cuenta de lo aburrida que era y no estaba segura de poder culparla por ello. —Sí —decidió responder finalmente—. Somos amigas. —Vaya, vaya —repuso Scott—. Bueno, pues feliz cumpleaños. —Gracias. Dana miró la pantalla del ordenador y se frotó la sien en gesto de cansancio. No quería hablar más de Laurel; quería acabar aquella propuesta y volver a la normalidad. —Oye, tengo aquí una propuesta que debería de haber acabado ayer. Te llamo luego. Se despidieron, y Dana colgó con un suspiro de alivio. Se quedó con la mano sobre el aparato unos segundos y miró los botones con recelo. Habría dado cualquier cosa por volver a la noche del sábado y estar dentro de Laurel, con sus firmes muslos alrededor de las caderas. Sin

embargo, era lunes, y parecía poco probable que volviera a experimentar una sensación parecida nunca más. Eran dos personas muy diferentes. Perseguir a Laurel sería una irresponsabilidad y una completa locura. Daba igual lo que se hubieran dicho en el ascensor o en las horas posteriores, porque la verdad era que habían com-partido un fin de semana apasionado y nada más. Dana apartó la mano del teléfono y suspiró. —Un fin de semana apasionado y nada más —se repitió, aunque solo fuera para hacerse a la idea. Lo que había habido entre las dos era lo mejor que le había pasado a Dana en la vida, pero ya era hora de volver a la vida real. Aquello no tenía por qué ser malo: Dana no sabía cómo conservar una relación y, si eso era lo que buscaba Laurel, acabaría por decepcionarla. ¿Y si hicieran lo que hicieran no lograban estar a la altura de aquel primer fin de semana tan hermoso? ¿Y si al final el recuerdo se agriaba? Dana estaba segura de que no sería capaz de soportarlo. El teléfono volvió a sonar y ella se sobresaltó de tal manera que dio un grito y se llevó la mano al corazón, que se le había disparado en el pecho. Seguro que no era más que un cliente, pero pese a haberse convencido de que no volvería a saber nada de Laurel, no pudo evitar llenarse de esperanza. Se agarró al escritorio con fuerza para no perder el contacto con la realidad y contestó el teléfono con voz ahogada.

—¿Sí? —Hola. Era Laurel y sonaba tan sexy que a Dana casi le dio un pasmo. —¿Estás ocupada mañana? Dana se derrumbó en su butaca. La intensa sensación de alivio la había dejado sin fuerzas. —Tengo que redactar una propuesta, pero puede esperar. ¿Qué me ofreces?

LA CITA Laurel paseó por el apartamento, nerviosa como una adolescente que estuviera preparándose para un baile, en lugar de la mujer adulta y segura de sí misma que se enorgullecía de ser. Todavía estaba en ropa interior, porque llevaba media hora tratando de decidir qué ponerse. Isis estaba tumbada en la cama y la observaba con elegancia felina mientras Laurel se dejaba dominar por el pánico. Pensar en Dana hacía que pasara de las ganas terribles de verla al terror absoluto de que las cosas entre ellas hubieran sido un espejismo, y aquellos cam-bios de humor se sucedían a una velocidad de vértigo. El fin de semana había sido perfecto. No había otra manera de describirlo: sencillamente perfecto. Si hubiera podido, Laurel se habría quedado con Dana para siempre y así las dos seguirían en el mundo de fantasía que habían creado. Durante un fin de semana entero, habían sido las únicas personas que existían en el mundo; el sexo había sido toda una revelación, pero la compañía todavía más. Sin embargo, habían tenido que volver al mundo real, y Laurel no estaba segura de que pudieran retomar lo suyo donde lo habían dejado. Se paró delante del espejo de su habitación y estudió su rostro inquieto con ojo crítico. Nada tan maravilloso podía durar. Tras haber pasado por dos relaciones, fallidas, una de las cuales la había dejado destrozada, Laurel había aprendido un hecho indiscutible:

la vida iba más allá de una noche en un ascensor, y en cuanto te despistabas te daba una puñalada. Con un suspiro, Laurel se probó otros tejanos. —¿Qué me pasa? —le preguntó a Isis—. Y yo que estaba preocupada de que a Dana le entrara miedo… La negra gata levantó la cabeza y bostezó. —Para que veas lo poco que me entero de las cosas. — Laurel volvió a mirarse en el espejo—. ¿Crees que le gustará cómo me ajustan el culo estos tejanos? Por supuesto que a Dana le gustaría su trasero: aquella no era la cuestión. Lo que Laurel quería saber era si a Dana le gustaría ella lo suficiente como para abandonar su vida en soledad a largo plazo. Si la res-puesta era sí, ¿estaría ella preparada para otra relación? Finalmente, Laurel decidió que no iba a ser capaz de elegir la camiseta adecuada hasta que le abriera el co-razón a su mejor amiga, de manera que se apartó del espejo y se dejó caer sobre la cama junto a su querida gata. —Cuando estábamos metidas en aquel ascensor, yo estaba segura de que las cosas funcionarían —le explicó a Isis, mientras la acariciaba con ternura—. Sabía que estaba asustada, pero pensé… bueno, era normal que estuviera asustada, prácticamente era virgen. Laurel cerró los ojos y, con una sonrisa, evocó aquel sábado por la noche: la primera vez que lo habían hecho en una cama de verdad. De alguna manera, por imposible que pudiera parecer, Dana era la mejor amante que había

tenido nunca. —Te lo juro —murmuró—. Si no hubiera sabido que era casi su primera vez, no me habría dado cuenta para nada. —Isis maulló y Laurel lo interpretó como un signo de protesta—. Lo sé, lo sé, no necesitas saber los de-talles. Le rascó la cabeza y volvió al armario. De entre su colección de camisetas, escogió una de sus favoritas: le marcaba los pechos de tal manera que se creía capaz de conquistar el mundo. Cuando Dana la viera, tendrían suerte si lograban llegar al restaurante. La idea hizo que le flaquearan las rodillas, y volvió a sentarse en la cama. ¿Qué diablos estaba haciendo? Laurel ocultó el rostro entre las manos y expiró. Estaba en pleno semestre crí-tico y quedaba poco para los exámenes. Por fin, su sueño de poder ayudar a los animales se había hecho realidad. Y de repente, después de años de lucha, de bailar para pagar las facturas y estudiar en cuanto encontraba un momento de paz, lo único que se le ocurría era lanzarse de cabeza a algo que amenazaba con destruirla por completo. Si no funcionaba, ¿qué? ¿Sería lo bastante fuerte como para soportar que volvieran a romperle el corazón, sin echar a perder el resto de su vida? ¿Tantas ganas tenía de complicarse la vida enamorándose de Dana? —Se suponía que no era yo la que iba a asustarse —susurró Laurel, para sí—. Le dije que quería ser más que el recuerdo de una noche apasionada y lo decía en serio. ¿Por qué dudo ahora?

Era una pregunta tonta. Estaba asustada porque esta-ba completamente segura de que, si seguía por aquel camino, se enamoraría de Dana. Si se sentía así después de un solo fin de semana, no sabía si quería arriesgarse a sufrir si la cosa no salía bien. Había una razón por la que no había querido buscar una relación de momento: porque no quería hacer ninguna estupidez cuando su vida estaba a punto de comenzar de verdad. La gente la había decepcionado demasiado a menudo y tenía que ser capaz de confiar en sí misma. —Pero le dije a Dana que fuera valiente, así que yo tengo que hacer lo mismo, ¿no? —preguntó Laurel. Miró a Isis a los dorados ojos, en busca de respuesta—. La he llamado yo, ahora no puedo huir. —Trató de imaginar lo que pensaría Dana si se echaba atrás e hizo una mueca—. No, me gusta demasiado para hacerle eso. Isis pestañeó. Como consejo, no era mucho. —Ya —suspiró Laurel—. Así que el plan es este: esta noche no nos acostaremos juntas. Isis se puso de lado y se estiró perezosamente. Laurel soltó una carcajada y le rascó la barriguita. —Puedo resistir, lo juro. Si lo único que había entre Dana y ella era sexo, tenía que saberlo ya. Seguramente, por una conexión puramente física no valía la pena un nivel de distracción así en aquel momento de su vida. Sin embargo, si había más, si existía la posibilidad de que aquello llegara a algo serio, como

esperaba, estaba claro que se tiraría a la piscina de cabeza, sin pensarlo dos veces. Lo cierto era que ansiaba tener una relación de verdad, con todo lo que ello implicaba. Quería el romanticismo, el deseo urgente y también el cariño y la amistad incondicional que la mujer adecuada podía ofrecerle. Si había la más mínima posibilidad de que Dana fuera la mujer de sus sueños, no podía permitirse dejarla escapar. —Hoy será como una prueba —afirmó—. Saldremos a cenar, a charlar y veremos qué tal nos va en el mundo real, sin que el sexo lo confunda todo. Si después de esta cita todavía me siento como si me faltara el aire cada vez que pienso en ella, bueno… —suspiró—. Entonces, supongo que tendré que aguantarme y admitir que me he enamorado. Dicho aquello, se levantó y volvió al armario. Era un buen plan; seguirlo sería lo más difícil. No dejaba de darle vueltas a las múltiples posturas en las que Dana y ella habían hecho el amor y temía perder el control sólo con verla. En el fondo del cajón de la ropa interior, encontró el par de medias más viejas que tenía. Le hacían bolsas y tenían una carrera nada favorecedora. Las reservaba para cuando se sentía hinchada o había tardado demasiado en hacer la colada. Laurel se quitó los tejanos y las sedosas medias azules que seguro que le encantaban a Dana y se puso las medias de abuelita. Se miró en el espejo y sonrió al ver la

carrera sobre la cadera. —Un pequeño seguro —le dijo a Isis—. Antes muerta que dejar que Dana me vea con estas.

A media cena, Laurel ya no estaba tan segura de que la operación «Medias de Abuelita» fuera a funcionar. Desde el momento en que le había abierto la puerta a Dana y se la había encontrado con un ramo de lirios color violeta, hasta aquel preciso instante, en que la veía en plena persecución de un champiñón en su plato de pollo al vino, su fuerza de voluntad había sido desafiada repetidamente. Cada palabra, cada mirada, cada mo-mento dulce o divertido le recordaba por qué Dana la atraía tantísimo. No era solo aquella melena cobriza, su piel de porcelana o las curvas que le hacían la boca agua. Era un millar de detalles intangibles, desde su sentido del hu-mor al modo que tenía de adelantarse para abrirle las puertas. A Laurel la volvían loca las pecas que salpicaban el rostro de Dana, la amable inteligencia que reflejaba su mirada y el modo en que la escuchaba con toda su atención. Laurel deseaba más que nada que pudieran seguir charlando para siempre. Dana se llevó un ravioli a la boca, levantó la mirada y le sonrió con timidez. Llevaba una blusa verde con un poco de escote. A Laurel no le cabía duda de que la elección de atuendo había comportando una buena dosis de coraje por parte de Dana. Por mucho que lo intentara, Laurel no era

capaz de apartar la mirada del pecho de su compañera ni de dejar de imaginar lo que había bajo la fina tela. Al recordar a Dana con su sujetador de encaje negro, se le disparó el corazón. Puede que, después de todo, estuviera dispuesta a soportar la humillación de que Dana la viera con las horrorosas medias que llevaba puestas. —¿Laurel? Laurel dejó de mirarle el escote y levantó la vista hasta los carnosos labios que habían pronunciado su nombre. —Perdona, dime. —¿Te gusta lo que ves? Laurel sonrió. —Me has pillado. Partió un trozo de pollo con el pincho de la fondue. —Me había prometido que sería buena, pero esta noche estás preciosa. —Gracias —murmuró Dana, algo cohibida, con la mirada fija en su plato—. Aunque ya es un poco tarde para preservar mi virtud. —Por decirlo de alguna manera —repuso Laurel. Se miraron a los ojos y Laurel supo instintivamente que las dos estaban recordando la pasión que habían compartido la última vez que se habían visto. Aun así, trató de imponerse a sus hormonas. —Quiero que esta noche no vaya sobre sexo —con-fesó —. Por esa razón me he prometido ser buena.

Dana la miró con asombro y se acomodó en la silla, como si se preparara para una conversación importante. —¿Por algo en particular? Es decir, ¿aparte de no querer montar una escena en el restaurante? Laurel vaciló, porque no sabía cómo explicar su razonamiento en voz alta. Sabía que en un momento u otro iban a tener que hablar de ello, pero una vez llegado el momento no estaba muy segura de ser capaz de resistir a la tentación. ¿Su decisión de no hacer el amor con Dana tenía algún sentido? Ya lo habían hecho y durante horas, a decir verdad, así que ¿qué mal habría en hacerlo una noche más? Enseguida apartó aquel pensamiento de su cabeza, al recordar que tenía que ser fuerte por difícil que fuera. Tenía más experiencia que Dana, y era res-ponsabilidad suya demostrar un poco de sentido común o las dos lo lamentarían. —Te deseo tanto que no puedo pensar con claridad — musitó—. Es como si no hubiera nada más y eso… no es bueno. —¿No lo es? —le preguntó Dana. En su expresión había una mezcla de orgullo y desánimo—. ¿Qué hay de malo en desearme? Laurel abrió la boca para responder, pero se dio cuen-ta de que no sabía cómo expresarse sin arriesgarse a herir los sentimientos de Dana. Trató de hallar las palabras, pero al final confesó con sencillez. —Haces que pierda el mundo de vista.

—Creía que ese era tu lema. Dana dio un sorbo de vino. Más que disgustada por la sinceridad de Laurel, parecía relajada. —Ya sabes: vivir con valentía. —Bueno, sí. Laurel hizo una pausa, para ordenar sus pensamientos. Nunca había sentido la necesidad de ir con tanto cuidado con una mujer, pero el caso era que nunca había sentido algo tan fuerte por ninguna. En muchos sentidos, Dana era una persona opuesta a ella, pero había algo en su apariencia reservada y mesurada que la volvía loca. —Yo también he pasado muchos nervios —comentó Dana con naturalidad, mientras pinchaba un poco más de pasta—. Ya casi había asumido que un fin de semana así no volvería a repetirse, pero entonces llamaste. Laurel pestañeó: una cosa era intentar poner freno a sus sentimientos, pero saber que Dana había hecho lo mismo la intranquilizaba. —¿Me habrías llamado si no te hubiera llamado yo? —Eh… —Dana pegó los ojos al mantel para evitar la mirada de Laurel—. No lo sé. Quizá. Seguramente. Al cabo de un tiempo. —Creo que es bueno que hablemos sobre esto. Parece que las dos hemos estado dándole muchas vueltas. Dana la miró a los ojos. —Me alegro mucho de volver a verte. —Yo también.

Laurel alargó la mano y cogió la de Dana por encima de la mesa. Pensar que quizá Dana no la habría llamado le encogía el corazón. La idea la puso muy triste y supo que aquello no era nada comparado con cómo se sentiría si la relación no funcionaba. Intentó explicarle sus sentimientos, aunque le resultara difícil hallar las palabras. —Me gustas… mucho. De verdad. Algo en su tono debió de sonar ominoso, porque a Dana se le llenaron los ojos de lágrimas y su expresión se llenó de pesar. —Espera… ¿es que…? ¿vas a…? Laurel se dio cuenta de que Dana creía que iba a dejarla, cuando aquello había sido lo último que había pretendido. El miedo le aprisionó la garganta y negó con la cabeza sin titubear, con la mano de Dana entre las suyas. —No, solo intento explicarte lo que me pasa. —No me des esos sustos —la reprendió Dana, deslizando la mano para ponérsela sobre la muñeca—. Joder, casi me da algo. —¿De verdad? La reacción de Dana era casi tranquilizadora. ¿Sería posible que sus sentimientos fueran tan fuertes como los de Laurel? —De verdad —asintió Dana—. El fin de semana fue mágico. No podría soportar que no volviera a repetirse. —Lo sé —dijo Laurel—. Yo me siento igual.

—Admito que no estaba segura de que esta relación pudiera salir adelante —confesó Dana mientras le acariciaba la muñeca con la yema del dedo. A Laurel la recorrió un escalofrío de placer que fue a concentrarse directamente en su entrepierna—. Las dos habíamos dicho que necesitábamos que esta experiencia fuera algo más que un rollo alocado de una noche, pero eso es fácil de decir dentro de una burbuja. —Tienes razón —asintió Laurel—. Pero yo lo decía en serio. Dana le dio un apretón cariñoso. —Y yo. Solo espero no desilusionarte cuando me va-yas conociendo mejor. —Esa es la razón por la que me prometí que esta noche no me acostaría contigo —apuntó Laurel. Necesitaba que Dana entendiera que había una explicación detrás de la disciplina que se había autoimpuesto—. Pensé que sería bueno para las dos asegurarnos de que esto es más que sexo. —Es más que sexo —afirmó Dana con sinceridad. Los ojos le ardían con una intensidad que Laurel no había visto nunca—. Al menos para mí. —Para mí también —murmuró Laurel. No necesitaba acabar la velada para saberlo. Le gustaba todo de Dana, la hacía sentir viva y sin oxígeno al mismo tiempo. Ser capaz de hablar de sus temores sin tapujos con ella había sido exactamente lo que nece-sitaba.

—Antes, cuando me estaba vistiendo, me he dado cuenta de que tienes el poder de romperme el corazón. Cuando me comprometo con algo, y eso incluye las relaciones, lo doy todo. Dana tragó saliva. —Nunca he tenido ninguna relación. —Lo sé y siento muchísimo ponértelo así de difícil, pero, como he dicho, me gustas mucho. Es bastante arrogante para ser una primera cita, ¿verdad? —Creo que técnicamente nuestra primera cita fue en el ascensor. Quizá incluso llegamos a la tercera. —A Dana se le hacían arruguitas en los ojos al sonreír. Era verdaderamente encantador—. Y no me parece arrogan-te suponer que esto podría convertirse en una relación. —¿No? —No me malinterpretes, el sexo es increíble —ase-guró Dana, cuyos ojos ardían de deseo. Laurel sintió que su mirada la atraía irresistiblemente—. Pero eso no es, ni de lejos, todo lo que quiero de ti. Admito que conocer esta faceta de tu personalidad me hace sentir mucho mejor. Fue como si Laurel se hubiera quitado un enorme peso de encima. Por fin podía dejar de preocuparse por lo que esperaban o no esperaban la una de la otra. —¿Ah, sí? —Es como si nos pusiera al mismo nivel —explicó Dana—. A las dos nos aterroriza y las dos estamos igual de emocionadas. Te sientes tan insegura como yo —le cogió

la mano a Laurel una vez más y se la llevó a los labios para besarle los nudillos—. No soy la única que arriesga sus sentimientos. —No, no lo eres. —Gracias por decirme lo que pensabas. Estoy dis-puesta a hacer lo que haga falta para que te sientas cómoda. —¿Incluso si eso significa que no nos acostemos esta noche? —Por supuesto. —Dana se encogió de hombros, aun-que el gesto no resultó del todo convincente—. La ninfómana eres tú, ¿recuerdas? Laurel rió al recordar todas las veces en que había estado a un suspiro de quedarse dormida en la cama de Dana durante el fin de semana, para ser despertada por el roce desesperado de una mano en el muslo o la hú-meda caricia de una lengua sobre su piel sudada. —En realidad, no es así como lo que recuerdo —señaló, con una ceja arqueada y una mirada significativa. Dana se sonrojó, dobló su servilleta y la dejó en la mesa. —Por supuesto, espero que lo de la «moratoria sexual» no dure mucho. —Para nada. —Laurel le volvió a coger la mano y se deleitó con la suavidad de su piel—. Créeme, ya tendré suerte si paso de esta noche.

Algo más tarde, ya en la cama, Laurel estaba segura de

ser la persona más estúpida sobre la faz de la tierra. En aquellos momentos, Dana podría haber estado allí, encima de ella. Dentro de ella. En cambio, tras un apasionado beso de despedida y un poco de sobeteo, Laurel la había dejado marchar, en contra de todos sus instintos. Y todo porque necesitaba demostrarse a sí misma que era capaz de hacerlo. ¿Y qué había conseguido con su apuesta por la abstinencia? Darse cuenta de que deseaba a Dana y que estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta por que lo suyo funcionara. Incluso si existía el riesgo de que le rompiera el corazón, nunca se perdonaría si no lo intentaba. Cada momento que había pasado con Dana había sido mucho mejor que cualquier día de su vida. De acuerdo, le daba miedo comprometerse, pero ya era demasiado tarde. Laurel se tumbó de espaldas y cerró los ojos. Estaba desnuda, como siempre que se iba a la cama, y las sábanas le rozaban su sensible piel de tal manera que casi empezaba a plantearse ponerse una camiseta para darle un descanso a sus hormonas. Tras haber pasado la noche enfrente de Dana y haber llegado a probarla cuando se enrollaron delante de la puerta, estaba ca-chonda. Húmeda. En resumen, no podía dormir. —Mierda —murmuró Laurel, y se puso de lado. Se metió la mano entre las piernas y exhaló un suspiro. A lo mejor podía apaciguar su sufrimiento y aliviarse un poco

—. Qué idiota que soy a veces. Desde algún punto indeterminado, en la oscuridad de la habitación, Iris soltó un maullido quedo. Laurel se echó a reír, perfectamente consciente de lo patética que era. Se puso boca abajo, levantó un poco las caderas y cerró los ojos. Se imaginó a Dana de rodillas detrás de ella y se acarició el estómago, hasta llegar a la entrepierna. Se acarició con suavidad. La humedad que le res-balaba entre los dedos al acariciarse la vagina hinchada le arrancó un suspiro. —Dana —susurró, para mantener la fantasía de que su amante la contemplaba mientras se masturbaba. Con la idea de dejar que Dana la viera así, se mojó todavía más y se acarició su agujero más íntimo durante unos segundos antes de entrar… Ding. Laurel dio un salto al oír el pitido del portátil que ha-bía dejado en la mesita de noche. Era el aviso de que le había llegado un correo electrónico, y lo había dejado encendido y con el volumen alto a propósito, porque le había dado su dirección a Dana durante la cena. Echó un vistazo a los brillantes números rojos de su reloj despertador y se puso de lado otra vez. Era casi la una de la mañana. ¿Seguiría despierta Dana? Laurel sabía que no lograría conciliar el sueño hasta que no comprobara el correo, así que cogió el portátil y puso el aviso en pantalla con un golpe de ratón. El corazón se le

aceleró cuando vio el remitente del úni- co mensaje que le quedaba sin leer en la bandeja de entrada. «Dana Watts» Y el asunto rezaba: «¿Es igual de duro para ti?» Laurel respiró hondo y clicó en el mensaje. Laurel: Por favor, dime que dormir después del beso que nos hemos dado es tan difícil para ti como lo es para mí. Cada vez que cierro los ojos recuerdo tu cara la última vez que estuve dentro de ti. Necesito verte mañana, y esta vez no voy a dejarte ir a la cama sola. Dana.

MA—ANA —Creo que deberíamos esperar —dijo Laurel. Los ojos le brillaban al pasar de los labios al pecho de Dana, pero sonaba muy seria. —No estoy de acuerdo —replicó Dana. Habían cenado, estaban de vuelta en el apartamento de Laurel, y Dana no estaba segura de poder esperar por más tiempo para tocarla. —¿Lo has olvidado? No voy a dejarte ir a la cama sola. —¿En serio? Laurel paseó la mirada por todo su cuerpo, especialmente sobre sus muslos. —Nunca había hablado tan en serio —aseguró Dana. El deseo que reflejaban los ojos de Laurel no la dejaba concentrarse—. En la vida. —Créeme, no es que no… aprecie tu postura —le dijo Laurel. Fijó la mirada en el regazo de la otra mujer y se humedeció los labios con la lengua. Si lo que quería era volver loca a Dana, lo estaba consiguiendo. —Tengo muchas posturas que apreciarás —contestó Dana. Su propio deseo era abrumador y solo le quedaba optar por el humor—. ¿Te acuerdas? Laurel se acercó imperceptiblemente al sofá, mirando a Dana con ojos cargados de sensualidad. —No estoy segura de que sea una buena idea —dijo con

voz ronca, antes de desviar su atención al esmalte de uñas que llevaba, como si de repente le resultara de lo más interesante— lo de dormir juntas tan pronto. Dana dejó escapar el aire que retenía poco a poco, para calmar el latido de su corazón. Nunca se había sentido tan atraída físicamente por nadie, y Laurel rezumaba sensualidad aquella noche. La espesa melena castaña le caía en suaves ondas sobre los hombros y su sedosa piel olivácea pedía a gritos que la acariciaran. Llevaba una camiseta ajustada que le marcaba los pechos como si fueran las manos de una amante y también definía la silueta tonificada de sus brazos. Además, olía muy bien, como solo Laurel era capaz de hacerlo. Resultaba doloroso estar tan cerca de ella sin tocarla. —¿Por qué no iba ser una buena idea? —le preguntó Dana. Tras un instante de duda, alargó el brazo y le cogió la mano a Laurel. Intentó que el contacto fuera todo lo casto posible, pese a que los dedos le ardían de ganas de agarrar a Laurel del hombro y arrimarla contra su cuerpo para darle un beso como Dios manda—. A mí me parece que la última vez nos fue bien. Laurel rió, dejando entrever su preciosa y blanquísima dentadura. Dana tragó saliva al evocar la sensación deliciosa de aquellos dientes arañándole los pechos. Los pezones se le endurecieron hasta alcanzar el umbral del dolor y tuvo que apartar la mirada de la boca de Laurel. —Tienes razón —murmuró Laurel. Su voz hizo es-

tremecer a Dana—. Nos fue pero que muy bien. Sus palabras destilaban sensualidad, pero Laurel no hizo ningún gesto para acortar la distancia entre ellas. Dana la miró a los ojos e intentó decidir si verdaderamente la estaba rechazando. El caso es que sus palabras no concordaban con sus acciones, y Dana no estaba segura de cómo reaccionar. Lo que más deseaba era tumbar a Laurel en el sofá, arrancarle la camiseta y chuparle un pezón al tiempo que le metía la mano por aquellos tejanos bajos que le quedaban tan bien. Cuando Laurel retomó la palabra, Dana volvió a concentrar su atención en su voz. —Es que no estoy segura de que sea lo más inteligente. Ya sabes, dejarnos llevar por las hormonas tan pronto. Mientras hablaba, Laurel se dedicaba a pasear la uña por la cara interior de la muñeca de Dana. A esta se le puso la piel de gallina y sintió un escalofrío de ardiente deseo que la recorrió por entero. —¿Ah, no? —farfulló. Los ojos de Laurel eran del color del mar tormentoso y reflejaban un deseo evidente. Aunque su voz permanecía firme, el pecho se le movía a toda velocidad, a tenor de su agitada respiración. Todas aquellas protestas iban en contra de los deseos de su cuerpo o, al menos, aquello era lo que interpretaba Dana. De hecho, era lo único que necesitaba saber. Envalentonada, decidió tantear el terreno. —Puede que tengas razón —se apartó ligeramen- te—. No quiero meterte prisa.

La expresión de Laurel permaneció impertérrita, aunque la mano que se pasó por el pelo le temblaba, y antes de responder tuvo que desviar la mirada. —Gracias. —Lo último que querría es que te sintieras incómoda. Laurel expiró y asintió, tirante. Sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos. Aún más segura de sí misma, Dana le puso la mano en la rodilla. —Pero en realidad no te sientes incómoda, ¿verdad? Laurel tragó saliva repetidamente, con ojos brillantes. —No lo sé —confesó con voz queda—. ¿Tú qué crees? Dana se acercó un poco más y aspiró el fresco aroma de la espesa melena de Laurel. —Creo que te gusta provocarme. Laurel se estremeció, pero no dijo nada. —¿Estás provocándome, Laurel? —le preguntó Dana. Eliminando los escasos centímetros que las separaban, le dio un beso suave como una pluma en el cuello—. ¿Te pone cachonda hacerme sufrir de esta manera? —Solo intento… ser responsable —musitó Laurel. Su voz sonaba cada vez más débil, como si le costara articular las palabras. —¿Y qué harías si ahora me levantase y saliera por la puerta? ¿Es eso lo que quieres de verdad? —Oyó cómo a Laurel se le cortaba la respiración y reprimió un ge-mido cuando se le humedeció la entrepierna como res-puesta—. Yo no lo creo.

—Yo no he dicho que quisiera que te fueras. El deseo en la voz de Laurel era ya más que evidente, y Dana le rozó el lóbulo de la oreja con los labios. —No, no quieres que me vaya. Porque estás chorreando, ¿verdad? Igual que yo. —Dana… —Estás tan mojada que casi no lo puedes soportar. Me deseas. Me necesitas. Mientras le susurraba todo aquello al oído, Dana no podía evitar preguntarse de dónde había salido toda aquella confianza y seguridad en sí misma. Había advertido el juego de Laurel y lo había llevado a un terreno que ni siquiera habría creído posible. Le corría la lujuria por las venas y cerró la mano libre en un puño para tratar de no perder el control. Todos sus instintos gri-taban que tomara a Laurel y reclamara el control de la situación. —No tiene nada que ver con que te desee o no —dijo Laurel. A aquellas alturas tenía verdaderas dificultades para hablar; las palabras le salían estranguladas. —¿Y entonces con qué tiene que ver? Laurel no respondió, pero el aroma de su deseo flotaba en el aire. Dana aspiró y esbozó una sonrisa depredadora. —Esta noche he venido con la intención de follarte. — Dana respiró contra la garganta de Laurel y le besó el punto en donde el pulso le latía a toda velocidad, antes de hundirle los dientes en la tierna piel—. Y no me marcharé

hasta que te haya tenido aferrada a mis dedos otra vez. Algo se quebró en la determinación de Laurel, y le agarró el hombro a Dana con tanta fuerza que le dejó la marca de los dedos. —Entonces, fóllame. Una vez que obtuvo permiso, Dana dio rienda suelta a su deseo. Agarró a Laurel de la cabeza y le comió la boca apasionadamente. Laurel le devolvió el beso con el mismo frenesí, mientras le agarraba la camisa a Dana. Esta interrumpió el beso durante unos segundos y gruñó: —Espero que lo quieras rápido y duro. Empujó a Laurel para tumbarla de espaldas en el sofá, contra los cojines, y le subió la camiseta y el sujetador hasta la garganta, para dejar al descubierto sus pechos. Se encontró con que tenía los pezones duros como una piedra y se abalanzó sobre ellos. Laurel echó la cabeza hacia atrás con un gruñido. Sus caderas se sacudieron contra las de Dana, como si las terminaciones nerviosas estuvieran conectadas directamente con las de sus pechos. Dana frotó su pelvis con la de Laurel y deslizó una mano entre sus cuerpos para desabrocharle el botón de los tejanos. Se los bajó hasta los muslos con brusquedad, arrastrando las medias al mismo tiempo. —Te huelo —le dijo Dana—. Dime que quieres que te folle. Al principio, Laurel no dijo nada. Dana le paseó los

dedos por el abdomen y después los hundió entre sus ri-zos púbicos empapados. Se abrió camino entre los mus-los de Laurel con un gemido de pura necesidad y halló la humedad que avivó su deseo. Cuando llegó hasta el clítoris, se lo torturó con firmeza. —Pídeme que te tome. Pídeme que te haga correr encima de mi mano. Laurel se abrió de piernas, con la respiración completamente desbocada. —Tómame. Fóllame, Dana. Por favor. Dana colocó los dedos sobre su abertura y, con un grito salvaje, la penetró. Laurel era tan estrecha y ca-liente como la recordaba. Puede que incluso más. Dana no estaba de humor para alargarlo: ya lo habían retrasado bastante toda la noche. Usó todo el brazo como punto de apoyo y se folló a Laurel con tanto ímpetu que el cuerpo de la otra mujer se sacudía cada vez que la penetraba. —Sí —respingó Laurel. Movió las caderas al ritmo que marcaba Dana, para empalarse en sus dedos todavía con más fuerza—. Fóllame. Rómpeme el coño, joder. Dana rechinó los dientes cuando Laurel se contrajo y se hinchó en torno a sus dedos. Sin dejar de embestirla una y otra vez, se llevó su otro pezón a la boca. Laurel dejó escapar un sonido gutural, se puso rígida y se corrió sobre la mano de Dana. —Ah, joder —gritó, sin dejar de sacudir las caderas. Las lágrimas le caían por las mejillas, pero Dana no se

preocupó por ellas, ya que era capaz de leer la satisfacción en su rostro. Y por primera vez en casi una semana, Dana sintió que podía volver a respirar.

UNA SEMANA DESPUÉS Con el estómago lleno de tortitas y el cabello húmedo de la segunda ducha del día, Dana estaba tumbada en la cama individual del pequeño apartamento de Laurel en Royal Oak, con las piernas abiertas, y contemplaba a Laurel mientras le comía el coño como si le fuera la vida en ello. De vez en cuando, Laurel la miraba con centelleantes ojos azules durante unos segundos y emitía un gemido de placer ante el festín. El sol de la tarde entraba en la habitación por los agujeros de las persianas y dibujaban formas de sombras y luces sobre sus cuerpos que arrancaban reflejos cobrizos al cabello de la mujer. Dana arqueó la espalda y se aferró a las sábanas. —Joder —respingó—. Si no tienes cuidado, me voy a correr ya mismo. Laurel se retiró y esbozó una sonrisa. Tenía los labios brillantes de humedad. —Aún no —murmuró—. Antes quiero chuparte hasta hacerte gritar. —¿Por qué eres tan mala? —gimió Dana. Laurel agachó la cabeza y le pasó la lengua por el coño. Se apartó, con la lengua fuera, para mostrarle a Dana la tira de saliva que las unía. —Te gusta cuando soy mala —murmuró, antes de volver a hundirse en ella. En ese momento, el móvil de Dana sonó, junto a una

cinta de video titulada «Vigilancia - Ascensor 2» que había en la mesita de noche. Laurel levantó la cabeza. —Pasa de él. Dana le sonrió, juguetona, y le metió la cabeza entre sus piernas otra vez. —¿Quién te ha dicho que podías parar? El móvil siguió sonando. Incesante… odioso… molesto. Dana lo agarró y respingó al auricular, sin mirar siquiera quién llamaba. —¿Sí? Laurel escogió aquel preciso instante para meterle el dedo y empezar a embestirla al mismo ritmo que la castigaba con la lengua. —¿Dana? —tras una pausa, la voz continuó—. ¿Estás bien? —Scout. —Dana reprimió otro respingo cuando Lau-rel empezó a frotarle un punto especialmente sensible—. Sí, bien. Estoy. Tiró de Laurel e intentó retroceder, pero el cabezal de la cama no la dejó moverse: estaba por completo a mer-ced de Laurel. —Hablas como Yoda —dijo Scott en tono divertido, aunque algo prudente. Sin duda esperaba que ella le soltara un moco por bromear. Pero la Dana posLaurel era mucho más dulce que la Dana de antaño. Y sonaba mucho más distraída. —Estoy bien —logró decir.

Le deslizó la mano a Laurel bajo la mandíbula para sentir cómo se movía y entonces intentó apartar a su amante de su clítoris. De aquella manera no podía mantener una conversación; ni siquiera podía mantener un solo pensamiento en la cabeza. Laurel soltó una risita, hundida en la humedad de Dana, y la inesperada vibración la recorrió como una corriente eléctrica. Scott había dicho algo más, pero Dana no tenía ni idea de qué. Hizo un esfuerzo para pensar con claridad. —Oye, eh… ¿podemos hablar en otro momento? Scott se quedó en silencio unos segundos, y ella pudo concentrarse en el sensual tratamiento que estaba recibiendo. Cuando por fin habló, Dana se sobresaltó. —Pero el sitio web se lanza mañana. ¿Cuándo quieres que hablemos? Dana se mordió el labio para reprimir un gemido de placer cuando Laurel le castigó el clítoris con movimientos rápidos de su lengua. —Tengo que dejarte, Scott. Hablamos luego. —¿Estás demasiado ocupada para hablar de trabajo? ¿Seguro que no quieres que te llame a una ambulancia? A Dana se le curvaron los dedos de los pies al intentar evitar un orgasmo que se prometía de consecuencias catastróficas. —A lo mejor no sería mala idea. Gimió, desilusionada, cuando Laurel se apartó de su sexo y alargó la mano libre hacia el teléfono. La otra mano

seguía hundida en su centro. —¿En serio? —preguntó Scott. Yo sólo bromeaba, pero… Laurel le quitó el teléfono a Dana y le lanzó una sonrisa traviesa para tranquilizarla, antes de ponerse al aparato. —¿Scott? Su voz sonaba suave y ronca. El sonido le arrancó un escalofrío a Dana. En aquellos momentos, era demasiado feliz como para preocuparse de que su amante estuviera al teléfono con Scott. Su amante… Dana sonrió y se cubrió los ojos con el brazo, feliz de tener un momento de respiro. A lo mejor así se enfriaba un poco y podían alargar aquello un poco más. Laurel rió por algo que le dijo Scott. —Hola, soy Laurel. —Al cabo de un segundo se corrigió—: Venus, soy Venus, la chica que contrataste para bailar para Dana. Dana se removió. Notaba cada centímetro del dedo que Laurel tenía metido en su sexo. Venus. Era sexy. —Sí, ¿qué tal? —le preguntó Laurel. Rió de nuevo y añadió—: Al principio, sí. Ya no. Dana inclinó la cabeza, muerta de ganas de escuchar su conversación telefónica. ¿Qué debía de estar pensando Scott? Enseguida tuvo que rendirse a la evidencia: Scott ya sabía que le gustaban las mujeres, a pesar de que ella no había tenido la confianza para contárselo, así que sabía perfectamente lo que estaba pasando.

—Oye, de verdad que ahora no es un buen momento para que Dana se ponga. Estamos… un poquito liadas. Impaciente, Dana le cogió la muñeca a Laurel y la movió ella misma entre sus piernas con fuerza, para metérsela bien hondo. Al mirar a su compañera desde debajo del brazo, vio que Laurel sonreía. —Oh, y… ¿Scott? —Laurel miró a Dana a los ojos con ternura—. Vamos a tener que encontrar un momen-to para quedar y devolverte el dinero que me pagaste. A Dana la invadió la felicidad. No dejó de restregar la mano de Laurel entre sus piernas, aunque su necesidad era de liberación sexual solo en parte. La conexión entre ellas se daba a tantos niveles que trascendía a cualquier cosa que hubiera imaginado. Laurel la miró con una ceja arqueada: sospechaba lo que estaba a punto de pasar. Dana asintió. ¿Por qué no? Laurel soltó una risita tonta que hizo que a Dana le entraran ganas de abrazarla con cariño. —Sí, seguro. No quiero tener la impresión de que me has pagado por lo que estoy haciéndole a Dana ahora mismo. Ay, lo que habría dado por verle la cara a Scott. Dana se sorprendió de alegrarse de que todo hubiera salido a la luz. En cierta manera, era excitante. Habría deseado proclamar su felicidad a gritos desde el tejado; contárselo a Scott era un buen principio. —Dice que enhorabuena —la informó Laurel. —Dile que ya lo llamaré luego y que gracias.

—¿La has oído? —le dijo Laurel a Scott—. Gracias. Tú también. Adiós. —Laurel colgó el teléfono y se lo devolvió a Dana—. Ya está, distracción eliminada. —Niña traviesa… —Dana cogió el teléfono, lo apagó y lo dejó en la mesita de noche—. Tendría que azotarte por lo que has hecho. Laurel sonrió de oreja a oreja y hundió el rostro de nuevo entre los rizos mojados del sexo de Dana. —No hasta que te haya hecho gritar.

UN MES MÁS TARDE Laurel esperaba a Dana en el recibidor de casa de los padres de esta, mientras su amante lograba acabar de despedirse. Había sido su cena de presentación en familia. Dado que ya se habían acabado los postres y la conversación se había vuelto forzada, Laurel estaba más que lista para marcharse. —Gracias a las dos por venir —les dijo el padre de Dana. Zach Watts era un hombre alto y tan reservado que parecía que le doliera algo de manera permanente. —Gracias por invitarnos. —Dana le dio a su madre un abrazo breve y algo forzado—. La cena ha estado muy bien, mamá. —Me alegro de que te haya gustado. Vicki Watts le sonrió, prudente y esperanzada, a Laurel. Era una mujer algo entrada en carnes con una melena castaña rojiza igualita a la de Dana. —Estaba deliciosa, señora Watts. Zach Watts esbozó una sonrisa nerviosa y sus ojos saltaron de Dana a Laurel. —Ha sido un placer conocerte, jovencita. —Sí, para mí también —coincidió Trevor, desde la puerta del comedor—. Ha sido genial conocer por fin a la novia de Dana. Le dedicó a Laurel una sonrisa perezosa y esta se

preguntó si el énfasis en la palabra «novia» había sido cosa de su imaginación. Obviamente, para la familia de Dana, el que esta saliera con alguien era toda una nove-dad, y ya ni hablar de que ese alguien fuera una persona del mismo sexo. Laurel soportó un nuevo repaso por parte de los ojos hambrientos de Trevor. Si no hubiera sido el hermano pequeño de Dana, seguramente lo habría cortado con un comentario sarcástico que cuestionara su hombría. Se había sentido observada toda la noche, y la incomodidad de Dana no se le había pasado por alto. Tanto la una como la otra habían sido miradas con lupa. Ahora bien, a Laurel no le extrañó el intenso escrutinio, y no tuvo la impresión de que la familia Watts se llevara una opinión negativa de ella o de Dana. Al fin y al cabo, tenía que resultarles extraño ver a su hija bajo una luz tan diferente. Laurel les sonrió a los tres, con toda la confianza que fue capaz de reunir. Para lograrlo pensó en sus actuaciones y su carisma en el escenario. «Déjalos boquiabiertos, princesa.» —Tenemos que repetirlo, pronto. Laurel lo decía en serio. Entendía por qué Dana quería evitar las situaciones familiares incómodas, pero sospechaba que, si Dana y ella visitaban a los Watts regularmente, se relajarían todos un poco. A Zach se le iluminó la cara. —Tienes razón, lo repetiremos. —Abrazó a una Dana más que tensa—. ¿Tú qué dices, pastelito?

Laurel se esforzó por no reírse al oír el apodo y ver cómo Dana se ponía como un tomate. Cuando Dana se apartó de su padre, dijo: —Por mí bien, papá. Cogió a Laurel de la mano, pero no lograron dar ni dos pasos antes de que Trevor se plantara delante de Dana con una sonrisa traviesa. La cogió y la abrazó con fuerza. En el proceso, casi le hizo perder el equilibrio. —Me alegro de verte, hermanita —rugió. Entonces la soltó e hizo ademán de repetir el abrazo con Laurel. «Ah, ya te gustaría, ya, ¿eh, colega?» Laurel resistió su impulso de retroceder, pero, para su alivio, en ese momento Dana le rodeó la cintura con el brazo. Trevor miró a Dana con complicidad y le susurró al oído. —No hagas nada que yo no hiciera. —Demasiado tarde —murmuró Dana en voz baja, de manera que sus padres no llegaron a oírla. Pasó junto a Trevor y les dio las buenas noches a todos. —Gracias otra vez, señora Watts —se despidió Laurel, al atravesar el umbral con Dana. —Llámame Vicki, ¿de acuerdo? Su sonrisa era cálida y sincera, pero Laurel detectó cierta ansiedad remanente. Le daba la impresión de que Vicki Watts se sentía tan aliviada como Dana de que la velada hubiera llegado a su fin.

—Hasta pronto, Vicki —le dijo, y notó que Dana se ponía tensa a su lado. Zach las acompañó fuera, y luego Vicki y él se quedaron en la puerta para decirles adiós. En cuanto Laurel cerró la puerta del asiento del acompañante, Dana la recibió con un suspiro de cansancio. —Bueno, ¿ha sido muy horroroso? —Aún estoy loca por ti, así que supongo que no ha sido tan malo. —¿Y mi hermano? —Dana torció el gesto, mientras se abrochaban los cinturones—. Siento que sea tan… tan «tío». Consciente de que los padres de Dana seguían mirándolas, Laurel optó por no darle un beso allí mismo. —Está bien —le dijo—. La novedad no durará mucho, no te preocupes. —Más vale. —Dana arrancó el coche con una carcajada gruñona—. He querido estrangularlo unas cuarenta y ocho veces sólo esta noche. —¡Pero si sólo le he pillado mirándome las tetas cuarenta y seis! Daña gruñó y echó marcha atrás. —Es broma. —Laurel le apoyó la mano en la nuca y le dio un cariñoso apretón—. Han sido treinta y ocho. —Laurel… —Los hombres siempre me miran las tetas. También pagaban por ese privilegio, pero eso no lo

mencionó, porque sabía que Dana prefería que no se lo recordasen. A lo mejor Trevor daba un poco de grima, pero no había nada siniestro en sus ojos curiosos. Sencillamente, era esclavo de sus hormonas, como todos los chavales de veintitrés años. —¿Intentas hacer que me sienta mejor? —¿Funciona? —Para nada. Estoy celosa. «Ya está», pensó Dana. Ya lo había dicho. Se había pasado la noche luchando contra unos celos irracionales cada vez que pillaba a Trevor comiéndose a Laurel con los ojos. Sabía que Trevor solo intentaba hacerle un poco la puñeta, como todo hermano pequeño que se precie debía hacer, pero había funcionado hasta un extremo que Dana no habría podido imaginar. Cuando se imaginaba a Trevor o a cualquier otro hombre mirando a Laurel como si fuera un objeto sexual, la sangre le hervía. Dios, ojalá Laurel no siguiera bailando en el club. Laurel sonrió y le apoyó la cabeza en el hombro. El fervor en la voz de Dana la había sorprendido, y sabía que la emoción que había detrás iba más allá del comportamiento de Trevor. Dana estaba verdaderamente celosa y no podía ser por una tontería así. Aunque Dana siempre medía mucho sus palabras, Laurel sabía que no soportaba la idea de que los hombres pagaran para verla desnuda. Normalmente aquel tipo de posesividad le habría dolido, pero resultaba que con Dana la ponía caliente.

Saber que Dana tenía unos sentimientos tan fuertes por ella era un poderoso afrodisíaco y también la hacía sentir cómoda y segura. Laurel se dedicó a observar las casas del vecindario donde había crecido Dana. Pensar en Dana, de pequeña, correteando por aquellas calles la hizo sonreír. —Tus padres son majos —le dijo. —Creo que les has gustado mucho —comentó Dana. —¿Sí? —Oh, sí —asintió Dana. Cogió el volante con una mano y le puso la otra en el muslo—. Ya sé que a lo mejor era difícil de ver, con esas sonrisas heladas que ponían… —No ha estado tan mal —protestó Laurel—. La verdad, me han sorprendido. Se lo han tomado la mar de bien, considerando que acabas de salir del armario. Se estaban esforzando mucho por entenderlo. —Bueno, aparte del hecho de que seas, básicamente, la persona más increíble del mundo… —Eso por supuesto —la interrumpió Laurel, con una sonrisa radiante. Dana asintió y puso los ojos en blanco. —Sinceramente, creo que mis padres están tan contentos de que por fin haya llevado a alguien a casa que el hecho de que sea una mujer apenas les molesta. —Dana observó fijamente el tráfico a través del parabrisas, mientras se incorporaban a la autopista—. Seguramente esperaban que me pasara sola el resto de mi vida.

Laurel notó que se le aceleraba el corazón al oír aquellas palabras. Le pasaban muchas posibilidades por la cabeza. Dana apenas hablaba sobre el futuro y, cuando lo hacía, era con mucha cautela. Por su parte, Laurel no tenía ningún problema en imaginarse con Dana el resto de su vida, pero Dana no parecía pensar más allá de la siguiente vez que hicieran el amor. Aun así, el comentario alimentó sus esperanzas. A lo mejor Dana empezaba a permitirse soñar con el futuro, y Laurel estaba incluida. Se obligó a mantener la calma y a recordar que le parecía bien ir al ritmo de Dana. Carraspeó y dijo: —No puedo creer que pensaran que nunca tendrías pareja. Seguro que saben lo increíble que eres. —No como tú, créeme. —Me alegro de haberles gustado —aseguró Laurel—. A mí también me han caído bien. —Hizo una pausa—. Y la verdad es que me gusta mucho su hija. —Qué suerte tiene. —Exacto. Que no se te olvide. —Como si fueras a dejar que me olvidara, cariño — mur- muró Dana. Le acarició la mandíbula a Laurel con la yema del dedo—. Y como si yo pudiera olvidarlo, de todas maneras. Pienso cada día en lo maravillosa que se ha vuelto mi vida desde que estoy contigo. Laurel se acurrucó contra el costado de Dana. —Joder, qué buena eres. —Gracias. —Dana le plantó un beso en la coronilla—.

Esta noche, ¿en tu casa o en la mía, cielo? Laurel suspiró. —La mía, creo. Isis se pone muy gruñona cuando paso mucho tiempo fuera de casa. —Y no queremos que eso ocurra —afirmó Dana. Laurel le hundió la nariz en el cuello y aspiró. —Está acostumbrada a tenerme en casa todo el día. Si no paso tiempo con ella este fin de semana es capaz de hacer el equipaje y marcharse. —Pobrecita —murmuró Dana—. No la culpo, que conste. Yo también te echo muchísimo de menos cuando no te veo. —Esta semana hemos podido vernos cada noche. —Sí, pero… —Dana titubeó—. Te echo de menos siempre que no estás conmigo. Durante el día, ¿sabes? Y por la noche. La verdad, todo el tiempo. No podía ser más mona, ni que se lo propusiera. Laurel la besó en la mejilla. Su piel estaba caliente y sonrojada. —¿Qué quieres hacer esta noche? —Podríamos alquilar una película. —Dana le acarició la parte interior del muslo y Laurel notó un escalofrío de deseo—. ¿Te apetece ver algo? Laurel tuvo un momento de inspiración. —La verdad, se me ocurre otra cosa que podríamos hacer —dijo, mientras le acariciaba el muslo. A continuación, le deslizó los dedos sobre la costura de la entrepierna—. ¿Qué te parece?

Laurel oyó cómo a Dana se le cortaba la respiración. —Que haremos lo que tú quieras. Cualquier cosa que te apetezca. «Me ha leído el pensamiento.» Laurel palmeó el centro caliente de Dana y se arrimó a ella mientras le susurraba palabras ardientes al oído. —Tengo tres fantasías. ¿Quieres que te las cuente? —¿Tres fantasías? —Dana se estremeció y dejó escapar el aire que contenía en los pulmones, mientras agarraba el volante con más fuerza. Se removió un poco y separó las piernas para dejarle sitio a la mano de Laurel. —Sí. —¿Y llevas tiempo pensando en ellas o se te han ocurrido ahora? —He pensado un poco en ellas —mintió Laurel. «Quién dice un poco, dice a todas horas.» Trató de decidir qué idea contarle primero y cómo hacerlo exactamente. Antes de que pudiera hablar, Dana la miró con seriedad. —¿Sabes cuánto me gusta que podamos hablar así de sexo? Laurel sonrió. —A mí también. —Dudó un último instante antes de decidirse—. Esta es muy sucia. —Uuuh. —Dana volvió a removerse y Laurel siguió frotándole la mano con suavidad—. Una fantasía sucia y todo…

A Laurel no le pasó por alto la mirada complacida de Dana. —Parece que te excita la parte más oscura de mi imaginación —dijo, apretándole el sexo por encima de los tejanos. —No hay nada malo en eso. —No, no hay nada malo —estuvo de acuerdo Laurel. Se mordió el labio. La excitaba sobremanera pensar en compartir aquella fantasía con su amante. «Sobre todo porque sabes que intentará cumplirla.» —Laurel, no hay nada dulce o noble en querer hacer el amor con una mujer preciosa. Sobre todo con una que me parece completamente adorable. Había pasado un mes, pero Laurel no se cansaba nunca de oír las declaraciones, cada vez más sensibleras, de Dana. Tenía la sospecha de que no llegaría a cansarse nunca. —Quiero que… seas dura conmigo. Dana no dijo nada durante un buen rato. Puso el intermitente y tomó la salida de la autopista para ir a casa de Laurel. Condujo por el vecindario cerca del límite de velocidad permitido. Cuando por fin recuperó el habla, la voz le sonó enronquecida. —¿Que sea dura, cómo, nena?

UN POCO DURO Laurel abrió la puerta de su apartamento y dejó pasar a Dana. Cuando entró, respiró hondo para calmar los nervios. —¿Recuerdas la noche que nos conocimos? —preguntó, mientras seguía a Laurel a la cocina, con Isis ronroneando en brazos. Dana sonrió. Era una pregunta tonta. —Pues claro. —Te conté… algunas cosas que me gustaban. —Lau-rel se cambió a Isis de brazo y abrió el frigorífico—. De sexo duro. —¿Los azotes? La voz de Dana sonó entrecortada y Laurel se estremeció de deseo. Asintió. —Eso es parte, sí. —Laurel le pasó una botella de cerveza a Dana antes de proseguir—. Quiero que me azotes y me digas obscenidades. Quiero que tomes el control. Que me ates a la cama. —Nena… Dana exhaló un suspiro y se peleó unos segundos con el tapón de la botella. No le disgustaba darle un palmetazo en el culo a Laurel cuando la tomaba por detrás, pero eso era lo máximo a lo que habían llegado sus juegos hasta el momento. Laurel la observó con atención. —Sé que hemos hecho nuestros pinitos en la cama…

algunas veces. A veces me da la impresión de que te gustaría mucho dominarme. ¿Hay alguna razón por la que nunca hayas ido más lejos? Dana negó con la cabeza. —No —susurró—. Es decir, la idea me pone. Mucho. Pero supongo que… —¿Qué? Laurel besó a Isis en el lomo y la dejó en el suelo. —La oigo ronronear desde aquí —comentó Dana, aunque sabía que solo estaba ganando tiempo. No estaba lista para explicarse. —¿Qué puedo decir? —dijo Laurel con suavidad—. Se alegra de verme. Dana dio un trago de cerveza. Verdaderamente lo necesitaba. —Creo que yo también ronroneo a veces, cuando te veo. —Sí que lo haces. —Laurel avanzó hacia Dana y le pasó la uña por la entrepierna—. No has respondido a mi pregunta. Dana notó la garganta seca al hablar. —Esperaba que me lo pidieras. No sabía cómo empezarlo y… —¿Y qué, cariño? —Supongo que me daba miedo hacerte daño —musitó Dana en tono de preocupación—. Yo también tengo fantasías, pero… —No me harás daño —le dijo Laurel.

Era un hecho innegable, una certeza que residía en el fondo de su corazón. —Quieres que te abofetee —murmuró Dana—. Quie-res que te inmovilice y sea dura contigo. ¿Cómo puedes estar tan segura de que no te haré daño? Laurel sacó la mano de la entrepierna de Dana y se la puso en la rodilla. —Porque, instintivamente, eres una persona muy tierna y no creo que fueras más allá del placer. Dana pestañeó y desvió la mirada. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que el objetivo es que haga un poco de daño. Pero no es dolor dolor, sino el tipo de dolor que está justo en el borde del placer. Es dolor bueno. Cuando digo que quiero que me azotes, es que quiero que me azotes de verdad. —Aunque se sentía más segura hablando de aquellos temas que su compañera, Laurel notó que se le encendían las mejillas al confesarle aquello—. Y quiero que me folles duro. Quiero que… me digas cosas desagradables. —Nunca he ido duro con nadie antes. ¿Y si lo hago mal? —Por eso tendremos una palabra de seguridad, cariño. Entre la inexperiencia de Dana y el poco tiempo que llevaban como pareja, Laurel sabía que era esencial que tuvieran una palabra de seguridad. Todavía estaban aprendiendo los límites de cada una. —¿Una palabra de seguridad? ¿Como «para ya, zorra

estúpida»? Laurel estalló en carcajadas y le acarició la cara a Dana. —No. Nuestra palabra de seguridad tendría que ser algo que nunca diríamos durante el sexo. No puede ser nada parecido a «para» o «no». —Laurel giró la ca-beza para que Dana la viera sonreír—. Cuando se juega de esa manera, podríamos confundirnos con esas palabras. Dana tragó saliva, nerviosa. —¿Qué te parece «mercurio»? —¿Mercurio? ¿De dónde te has sacado eso? Dana intentó hallar una respuesta. Sencillamente, era lo primero que se le había ocurrido. No estaba muy segura de si aquello decía mucho de ella o no. —Nunca se me ocurriría decir eso mientras echo un polvo. ¿Y a ti? —«Mercurio», pues. Dana se relajó un poco, como si se sintiera aliviada de haber aclarado, al menos, aquel detalle. Laurel esperó a que Dana aclarara sus pensamientos antes de volver a hablar. —¿Y podrías darme una idea? —le preguntó Dana tras un momento de duda—. Quiero decir, ¿qué tipo de cosas hacemos en tus fantasías? Laurel inclinó la cabeza con curiosidad. —¿Has tenido este tipo de fantasías alguna vez? ¿So-bre dominarme? —Sí —murmuró Dana—. Desde el ascensor, la ver-dad.

Y, bueno, siempre me han gustado ese tipo de historias y películas… Siempre me he imaginado… «Lo sabía —sonrió Laurel—, mi niña es igual de pervertida que yo.» Le cogió la mano a Dana. —¿Entonces quieres que te cuente mi fantasía? Con una sonrisa de anticipación, Dana contestó: —Por favor. —Vale, pues supongo que empieza con… bueno, estás enfadada conmigo por algo. Enseguida, Dana se mostró sorprendida. —¿Por qué iba a estar enfadada contigo? Todavía enredada en los detalles, Laurel se encogió de hombros. —No lo sé, cariño. Eso no importa mucho en la fantasía. —Pero es que no puedo ni imaginarme estar enfadada contigo. —Finge que te interrumpí cuando estabas intentando redactar una propuesta para hacerte un lapdance —su-girió Laurel—. La primera vez funcionó. —La verdad, no me parece que sea sexy comportarme como una idiota y no sé si podría volver a ser tan desagradable contigo. Laurel reprimió un suspiro y le dio un apretón en la mano. —Dana, nena… no es que estés furiosa conmigo en la fantasía. Es más como si… estuvieras decepcionada. O me

riñeras. No sé por qué exactamente. Lo importante es que quieres castigarme por algo. —Ah. Dana asintió con más seguridad. De eso se trataba en las fantasías, se recordó. Cuando imaginaba que se tiraba a Laurel en una celda de prisión, no intentaba buscar la razón de que estuvieran encarceladas. —De acuerdo, así que tengo que castigarte. Aquellas palabras hicieron que a Laurel se le pusiera la piel de gallina. «Oh, sí, nena. Castígame.» Laurel trató de mantener la compostura para sonar natural y que Dana pudiera procesar la información sin sentirse acorralada. Laurel solo deseaba poner en práctica su fantasía si Dana estaba completamente de acuerdo. —Entonces, me pones sobre tus rodillas… Dana dejó escapar un gemido agudo. —Oh, Dios mío. —¿Demasiado morboso? «Por favor, no digas que es demasiado morboso.» —Demasiado perfecto —le dijo Dana con voz ron-ca—. Creo que eres demasiado perfecta para mí. —Miró a Laurel a los ojos—. Y creo que estoy más que lista para entrar en el terreno de la perversión. Laurel le tocó un pecho sobre la camiseta. Ya tenía los pezones duros y se le marcaban bajo la fina tela. —¿Así que quieres ponerme sobre tus rodillas?

—Si el hecho de que esté chorreando es alguna prueba, sí. Más confiada, Laurel continuó. —Me azotas, muy fuerte, hasta que me retuerzo en tu regazo. —¿Con la mano o con alguna otra cosa? Dana se acercó más a Laurel, que seguía pellizcándole el pezón. No podía creer que estuviera hablando de do-minar a alguien en voz alta. En Internet ya se había hecho a la idea de que le gustaría dominar a otra mujer, pero sus visitas a las webs de BDSM eran su secreto más sucio. Pensar en poner sus fantasías en práctica en la vida real casi era demasiado para ella. Laurel le pasó la otra mano por el pelo y le acarició los mechones cobrizos sin dejar de mirarla a los ojos, cuyas pupilas estaban ya significativamente dilatadas. El deseo descarnado de Dana era evidente en sus profundidades. —Con la mano sería muy sexy. O con una pala si me decido a comprar una… —Tengo la dirección de Internet de una tienda de juguetes sexuales online muy buena —jadeó Dana. Había estado explorándola durante las últimas semanas y se había imaginado todo lo que Laurel y ella podían hacer juntas. —¡Serás friki! —Laurel la besó impulsivamente en la nariz—. Esta noche será genial que lo hagas con la mano. Dana se estremeció.

—¿Y qué pasa después de que te azote? ¿Cuándo paro? —Me azotas hasta que se me queda el culo rojo y dolorido —dijo Laurel en voz baja, muy consciente del efecto que tenían sus palabras en Dana—. Entonces me metes la mano entre las piernas y te das cuenta de que estoy muy mojada. —¿Estás muy mojada porque te he azotado? A juzgar por el tono de Dana, esta ya había quedado atrapada en la fantasía. —Sí. Y decides que eso me convierte en una chica muy muy mala. —Volvió a bajar la mano y le tomó un pecho a Dana. Notaba el latido de su corazón, y el pezón que tenía bajo la palma estaba duro como una piedra—. Así que me dices y me demuestras lo mala que he sido. Durante un instante, Dana se quedó en completo silencio, con la boca abierta. Carraspeó, se humedeció los labios y cabeceó, como para aclarar sus pensamientos. —Pareces nerviosa, cariño. Dana negó con la cabeza. —No, solo estoy tan cachonda que me duele por dentro. —¿Sí? —Oh, sí. Dana cubrió la mano de Laurel con la suya y apretó para añadir presión sobre su pecho. —No quiero que pienses que solo tú vas a vivir una fantasía. —¿Todavía te preocupa hacerme daño? —le preguntó

Laurel. —Como siempre, me preocupo por muchas cosas a la vez. —¿Y qué más te preocupa? —Espero ser capaz de hacer mi papel —confesó Da-na —. Espero poder estar seria. Me temo que me sentiré muy ridícula. —Si nos reímos un par de veces, no será el fin del mundo —la tranquilizó Laurel, pasándole el brazo por la cintura—. Se supone que el sexo tiene que ser divertido. Esto no es un examen, es hacer el amor. Dana relajó los hombros y dejó la botella en el már-mol. —Vale, guay. —Probamos y ya veremos cómo va —propuso Lau-rel —. Sin presiones. —Sin presiones —repitió Dana—. De acuerdo. Laurel sintió que su amante necesitaba que le fuera dando instrucciones para sentirse segura. De aquella manera sería más fácil. Se acercó a Dana, se apretó contra su cuerpo y le acercó los labios al oído. —Esta noche estoy muy cachonda y nada de lo que me hagas me va a parecer ridículo. —Cachonda, ¿eh? Dana le agarró el trasero con fuerza y Laurel notó que le hervía la sangre al ser tratada con tanta brusquedad. Le hundió el rostro en el cuello. —Y confío en ti lo bastante como para demostrarte lo

cachonda que puedo estar contigo. Unas manos cálidas se deslizaron bajo la camiseta de Laurel y le escalaron la espalda hasta alcanzar los tirantes del sujetador. —Tengo mucha suerte de tener una novia a la que le guste tanto el sexo —murmuró Dana. —Y a la que, además, se le da tan bien —le recordó Laurel. —Por supuesto. —Dana le dio un beso profundo y húmedo y la soltó tras darle una palmadita en el tra-sero —. ¿Por qué no te preparas para irnos a la cama? Yo apago las luces y cierro la puerta. También me aseguraré de ponerle de comer a Isis. Traducción: «Necesita un minuto a solas para prepararse». Laurel la dejó con una sonrisa en los labios. —No tardes. —Lo prometo. Laurel mantuvo la calma hasta que estuvo en su habitación. Por fin a puerta cerrada, saltó sobre la cama. «Joser…» Inspiró y expiró repetidas veces, con la mano sobre su desbocado corazón. Hacía años que tenía aquella fantasía pero nunca la había llevado hasta el final con sus aman-tes anteriores. Con Lindsey había estado cerca, pero nunca había habido suficiente confianza entre ellas como para soltarse del todo. Dana la hacía sentir segura y querida, y

por lo tanto se sentía capaz de sacar su lado más oscuro. Esperaba que Dana confiara en ella de la misma manera. Laurel se puso de pie y fue al armario. Se preguntaba qué debía ponerse. Abrió el cajón de la ropa interior y sopesó sus opciones. Tenía el conjunto negro de encaje que tanto le gustaba a Dana. O quizá sería mejor algo más inocente… ¿lencería blanca de muñequita? No estaba segura de la imagen que quería proyectar: chica mala y zorrita pervertida. Las dos tenían su encanto. Laurel se desabrochó los tejanos y se los quitó mientras revolvía en el cajón. Después se quitó la camiseta y el sujetador. Se quedó de pie con sus bragas azul claro, tiritando y con los pezones todavía más duros por culpa del frío que hacía en su apartamento. «Joder, qué caliente estoy.» Se tomó un momento para meterse la mano en las bragas y, con las piernas separadas, acariciarse los pliegues húmedos. Respiró por la nariz, apoyó una mano en el armario y empezó a tocarse. La puerta de la habitación se abrió a su espalda. —¿Qué haces? Laurel se sobresaltó al oír a Dana. Se volvió y le son-rió avergonzada, con la mano todavía en las braguitas. —Yo… Dana atravesó la habitación en cuatro largas zancadas. Agarró a Laurel de la muñeca con tanta fuerza que resultó doloroso, y le sacó la mano de las bragas sin miramientos.

—¿Te he dicho yo que podías empezar sin mí? Su voz sonó gélida, seria, aunque en sus ojos brillaba un afecto profundo. Le soltó la muñeca para agarrarle el brazo y, aunque esta vez no la apretó con tanta fuerza, seguía siendo más brusca de lo que había sido nunca con su amante. El juego había comenzado. Laurel se percató de que Dana esperaba que le diera algún tipo de indicación, así que negó con la cabeza con cautela. —Lo siento. —¿Es que no puedes tener la mano fuera de las bragas ni un minuto? Laurel se estremeció cuando Dana supo sintoni- zar con su deseo de que la hiciera sentir como una niña mala. —Solo quería ver… —¿El qué? —la cortó Dana—. ¿Si tenías el coño lo suficientemente mojado para mí? A sabiendas de que Dana no le permitiría responder, Laurel se limitó a asentir. Flexionó el brazo que retenía Dana, para comprobar con cuánta fuerza la agarraba. Dana se le acercó y le siseó al oído. —Ese coño es mío y no te he dado permiso para tocarlo. Guau, era muy buena. Deseosa de aprovechar una última oportunidad para animar a Dana, Laurel se su-surró: —Esto es perfecto. La mirada de Dana se tocó de placer y a continuación se

tornó impenetrable. En un abrir y cerrar de ojos volvió a adoptar el papel de ama estricta de la fantasía, justo como Laurel siempre había sabido que pasaría. —Quiero que te disculpes, Laurel. Laurel se mordió el labio, consciente de lo desnuda que estaba. El brazo tenso de Dana le rozó el pecho desnudo. —Lo siento —dijo, con completa sumisión. Dana negó con la cabeza. —No me vale. No me lo trago. —¿No? —Laurel soltó una risita de incredulidad—. ¿Y qué tengo que hacer para convencerte? La mano que le apresaba el brazo la apretó un poco más y Dana la arrastró hasta la cama. —Voy a tener que castigarte. —Se sentó y puso a Laurel sobre sus rodillas—. Y luego me dirás que lo sientes. Aunque había fantaseado con aquello muchas veces, Laurel se puso colorada al encontrarse sobre las rodillas de Dana como si fuera una niña desobediente. Cada vez se notaba más mojada. —Sabes que has hecho algo malo, ¿verdad? Laurel tragó saliva. —Sí. Plas. El primer azote fue repentino y le ardió en la nalga derecha. Laurel respingó, sorprendida. Dana se detuvo. No daba crédito a que aquello estuviera pasando de verdad y, a juzgar por los jadeos de Laurel, lo estaba haciendo bien. Por fuera estaba completamente

rígida e inmóvil, pero por dentro temblaba. No había estado tan excitada en la vida, pero aún le daba un poco de miedo pasarse de la raya. —¿Mercurio? —ofreció. Laurel soltó una carcajada falta de aliento. «¿Estás de coña?» Negó con la cabeza, con la mejilla apoyada en la colcha. —No. Plas. Laurel gimió cuando Dana la azotó por segunda vez y se retorció sobre sus muslos. —De verdad que no quería empezar sin ti… —¿Te he preguntado yo lo que querías? Plas. Laurel negó con la cabeza vigorosamente. —Lo siento. —Ah, ya sé que lo sientes. —Dana le puso la mano en la nalga derecha—. Nena, me encantan tus braguitas, pero te las voy a tener que quitar. Quiero ver cómo se te pone el culo en carne viva, solo para mí. Dicho aquello, agarró la cinturilla de las bragas y se las bajó para dejar el trasero de Laurel al descubierto. Laurel notó que se humedecía y se preguntó cuándo se daría cuenta Dana de lo caliente que la estaba poniendo. Parecía que había nacido para la dominación. Dana gruñó y le bajó la ropa interior hasta por encima de las rodillas.

—Dios, me encanta tu culo. Laurel no dijo nada, aunque el comentario la llenó de placer. Plas. Laurel se retorció, dominada por el torbellino de emociones que se desataba en su interior después de cada azote. Eran lo suficientemente fuertes como para que la piel le quemara y tan exquisitos que le entraban ganas de llorar. Aquello era exactamente lo que había deseado. —Te dije que te prepararas para ir a la cama —le dijo Dana. Su tono era casi tan duro como los azotes que seguía propinándole para puntualizar sus palabras—. Lo que no te dije fue que vinieras y empezaras a toque-tearte. Laurel tenía la frente empapada en sudor. Cerró los ojos con fuerza para soportar el dolor. —Lo siento, Dana —respingó. —¿Qué? —¡Lo siento! —repitió Laurel—. Siento haberme tocado. Plas. —¿Y por qué? La pregunta descolocó a Laurel durante unos instantes. Intentó recordar lo que Dana le había dicho cuando la había pillado con la mano dentro de las bragas. —Porque no me habías dado permiso. —Exacto —le dijo Dana—. ¿Y de quién era el coño que toqueteabas?

—Tuyo —respondió Laurel sin dudarlo. —Dilo. Las nalgas le ardían, maltratadas y doloridas. Estaba literalmente chorreando y volvió a preguntarse cuándo lo descubriría Dana. —Dilo —repitió Dana, con un nuevo azote. —Mi coño es tuyo. Plas. —¡Es tuyo! Dana contempló la carne temblorosa bajo la palma de su mano. Al retirarla, vio la huella que había dejado, en una tonalidad ligeramente más clara, antes de que el rojo la engullera. Las dos nalgas estaban calientes; por fuerza tenían que escocerle. Dejó de azotarla y le acarició la piel ardiente con suavidad. —Ahora dime que lo sientes —le dijo con voz seductora —. Y consigue que me lo crea. —Lo siento —farfulló Laurel—. Lo siento mucho, Dana. No… no pensaba. —¿Te duele el culo? Laurel fue sincera. —Sí. —Tiene pinta de dolerte. —Dana le trazó dibujos con la yema de los dedos—. Te he marcado de verdad. Laurel se estremeció al oír el comentario quedo de Dana. Se concentró en el cariñoso roce de sus dedos. —Nunca me habían azotado tan fuerte.

—A lo mejor me he pasado un poco contigo —murmuró, sin dejar de pasarle los dedos por las nalgas maltratadas—. Me duele la mano y todo. Laurel permaneció inmóvil. Con las braguitas alrededor de los muslos, no podía abrir las piernas como quería. —Lo siento —repitió. —¿De verdad? Laurel jadeaba, cada vez más excitada, y se movió encima de Dana. Su amante le acariciaba la raja del culo y cada vez que subía y bajaba se acercaba más a su hú-medo centro. —Lo siento mucho —dijo Laurel—. De verdad. —¿Así que lo sientes? —Dana sonaba tranquila y natural, en contraposición al tono frío y disciplinario que había adoptado unos minutos antes—. ¿O solo lo dices para que deje de azotarte? Laurel guardó silencio; al principio no supo qué contestar. Sinceramente, no quería que los azotes cesaran. —¿Preferirías que fuera amable contigo? —Dana le deslizó la yema de los dedos por el trasero y le apretó la entrepierna. Laurel se quedó paralizada cuando Dana dio con la humedad resbaladiza de su vagina y sus muslos. Dana calló, aunque siguió acariciándole el sexo dilatado con los dedos. —¿Pero qué es esto? —le preguntó con suavidad. Laurel notó que se ruborizaba; por alguna razón se

sentía avergonzada de repente. Cerró los ojos, abrumada por la perfección con la que Dana estaba interpretando aquella escena. —Yo… —Te gusta —dijo Dana. Le rozó los sensibles pliegues con la yema del dedo índice y corazón e insinuó la punta en su agujero—. Estás muy mojada. Cuando Laurel no respondió, Dana apartó la mano y le dio un duro azote en una zona especialmente castigada. Laurel gruñó de dolor. —¿Te duele? —le preguntó Dana—, ¿o te gusta? Laurel se mordió el labio para no respingar cuando Dana le pegó de nuevo. —Las dos cosas. —¿Ese es el problema? —murmuró Dana—. ¿Te gus-ta ser mala? Laurel estaba segura de dos cosas: que nunca había tenido el trasero tan magullado y que nunca había estado tan dolorosamente desesperada porque se la follaran como en aquel instante. Abrió las piernas tanto como las braguitas se lo permitieron. —¿Te pone cachonda que te azote como a una niña mala? Laurel se sorprendió a sí misma al gemir en alto. Al parecer, el sonido inflamó el deseo de Dana, porque se ganó una lluvia de azotes más suaves en una de las zonas más doloridas de su trasero. Las palmadas eran casi de-

masiado blandas: eran más una provocación. Una prome-sa de más. —Contéstame —exigió Dana—. ¿Por esa razón estás tan mojada? —Sí —gimió Laurel. Su voz sonaba suplicante, extraña a sus propios oídos—. Me gusta que me azotes. —Creía que me habías dicho que te dolía. —Sí. Sin mediar palabra, Dana le propinó un nuevo azote. Estaba tan excitada que en aquel momento no se creía capaz de hablar. Laurel se estremeció. Dana no cedía terreno y Laurel no tenía la menor intención de usar su palabra de seguridad. —Me duele —gimió. —¿Y te gusta que te haga daño? Laurel exhaló muy lentamente. —Sí. —Eres una zorrita muy guarra —le dijo, arrastrando las palabras. Laurel abrió mucho los ojos. La reacción de su cuerpo tras las roncas palabras de Dana la había sorprendido hasta a ella. Sentía el coño hinchado, pesado y dolorosamente vacío. Estaba bastante segura de que estaba dejándole los tejanos perdidos a Dana. «Cuánto la quiero por hacer esto conmigo.» Dana le metió un dedo por la raja del culo para ro-zarle el ano.

—Has estado pensando en esto, ¿eh? En ser mi zorra. En dejar que te haga daño. A Laurel le latía el corazón con tanta fuerza que llegó a preguntarse si Dana notaba la vibración en la mano que tenía puesta sobre su palpitante trasero. —Sí. Dana dejó escapar un hondo suspiro. Le dio tres palmaditas en las nalgas, esta vez con suavidad. —Arriba. Laurel se puso de pie. Enseguida, Dana la agarró del brazo y la tiró sobre la cama boca abajo. Laurel dejó escapar un gruñido de sorpresa y gimió cuando Dana la obligó a volverse de espaldas. La colcha resultaba áspera, incómoda, contra su trasero lastimado. Dana le sacó las bragas. —No tengo muy claro cómo castigarte. Dana le pasó las palmas de las manos por el interior de los muslos y le abrió las piernas. No le tocó el coño a Laurel, sino que se contentó con dejárselo al descubierto. —Joder —murmuró al contemplar el deseo evidente de Laurel—. A mí esto no me parece un castigo. Laurel se apresuró a seguir con el juego, con la cara encendida. —Lo siento. No era mi intención estar tan mojada. Dana alargó la mano y le apretó el sexo con firmeza. Laurel respingó. Dana le dio una palmada en el pie izquierdo para animarla a abrir la rodilla y apoyarla en la

cama. Por fin, Laurel estaba completamente expuesta. —¿Así que te gusta que te pegue en el culo? Los labios de Dana se tensaron y por un momento creyó que no podría evitar sonreír. Sin embargo, se controló. Por mucho que estuviera divirtiéndose, por muy excitada que estuviera, sabía que tenía que mantenerse en el papel por Laurel. —Sí —dijo Laurel. Se quedó mirando la mano de Dana, a la espera de que le metiera los dedos hasta el fondo. —¿Y qué más te pone cachonda? Dana se sentó entre los muslos de Laurel y contempló su sexo desnudo. Le pasó el dedo por los resbaladizos pliegues y, veloz como el rayo, le agarró un pecho y le pellizcó el pezón. —¿Esto te pone caliente? Laurel cerró los ojos y se estremeció de placer. Dana le estrujó el pezón con más fuerza, hasta bordear el dolor real. Laurel abrió los ojos y gimió al ver sus pezones duros como piedras y la zona enrojecida alrededor de la aureola. Dana cambió al otro pecho y lo apretó, antes de castigarle el pezón con los dedos. —Dana —respingó Laurel. Dana se detuvo de inmediato. Miró a Laurel a los ojos, temerosa de haber ido demasiado lejos. Estaba dispuesta a dejar el juego en aquel mismo instante y volver a las caricias suaves y cálidas que les eran familiares. Laurel

debió de ver la incertidumbre en su mira-da; negó con la cabeza y se agarró a la cabecera de la cama. Dana le dio lo que quería. —Mira ese coñito —susurró, mientras se inclinaba sobre Laurel—. A mí me parece que eres una guarra que necesita un buen polvo. Laurel se estremeció bajo el peso de Dana. Sus cálidos pechos se posaron sobre los suyos y la inmovilizaron en la cama. Soltó la cabecera, le puso las manos en los hombros a Dana y la empujó, solo para probar. Esperaba que su compañera no malinterpretara su resistencia. Sin darle tiempo a coger aire siquiera, Dana le agarró las muñecas y las estampó en el colchón, por encima de su cabeza. Cambió de posición hasta colocarse completamente encima de Laurel y, así, atraparla en la cama. —¿Me rechazas? —le susurró al oído. —No. Laurel trató de soltarse. El clítoris le palpitaba. —¿«No, no te rechazo»? —preguntó Dana—. ¿O «no, no soy una guarra que necesita un buen polvo»? Le metió la pierna entre los muslos, arañándole la piel con los tejanos. Laurel se sacudió contra ella, maravillada de la intensidad de su deseo. —No te rechazo. —Entonces, ¿por qué te resistes? —Yo… yo solo… —Laurel gimió y se frotó contra el

muslo de Dana—. Dana, por favor. —¿Por favor qué? —Dana le apretó las muñecas más fuerte—. No me digas que no quieres que te folle. Laurel negó con la cabeza. —Sí que quiero —dijo. Dana sonrió y le cogió las muñecas con una sola mano. Aflojó un poco la presión, pero aun así Laurel no iba a ninguna parte. Se puso de lado, junto a la forma sumisa de Laurel, y le pasó la mano por encima del abdomen, cerca, pero sin llegar a tocarla. —Abre más las piernas —le dijo. Laurel obedeció. Se sentía como una puta, abierta de piernas por completo. La idea la puso todavía más húmeda. —Me pregunto qué podría hacer para ponerte más caliente. Dana le palmeó el sexo, juguetona. El contacto le arrancó a Laurel una sacudida eléctrica en el clítoris endurecido, que la recorrió de la cabeza a los pies. La esencia de su deseo le chorreó trasero abajo, en prueba embarazosa de su placer. —Estás tan mojada… —musitó Dana—. ¿También te gusta que te azote el coño? Laurel se retorció. Los ojos se le habían llenado de lágrimas, como respuesta instintiva a la pulla. Luchó contra el impulso de cerrar los temblorosos muslos, pero fracasó y atrapó la mano de Dana entre ellos. Esta le soltó las muñecas y le dio un palmetazo en el muslo izquierdo.

—Que abras las piernas —ordenó Dana, rechinando los dientes. El tono autoritario y el modo en que apretaba la mandíbula fue lo que la derrotó por completo. Laurel obedeció y abrió las piernas. —Ábrelas bien, como la guarra que eres —le dijo Dana. Soltó una risita y durante una fracción de segundo se salió del personaje. Laurel bajó las manos para cubrir su vagina enrojecida. Miró a Dana a los ojos, en busca del amor que sabía que hallaría reflejado en ellos. —Estás preciosa ahora mismo —murmuró Dana—. Pon las manos por encima de la cabeza y déjalas ahí. Su mirada era tierna y Laurel obedeció. Levantó los brazos y se agarró a la cabecera con las dos manos. Estaba temblando de pies a cabeza. No se había sentido tan fuera de control (ni tan enamorada) en la vida. Dana le pasó el dorso de los dedos por los rizos púbicos y le frotó el clítoris. —Me encanta la cara que pones cuando no estás segura de si algo te duele o te gusta. Laurel se mordió el labio cuando Dana empezó a jugar con su sexo: la acarició con movimientos verticales y le tiró del vello más corto, justo antes de introducir un dedo entre sus pliegues y rozarle los rosados labios inflamados. Las caderas de Laurel se sacudieron bajo sus deliberadas atenciones. Al cabo de un momento, Dana retiró los dedos y le dio

una palmadita entre las piernas. Volvió a hundirle las yemas en el clítoris y Laurel gritó. Dana alargó la mano y le tapó la boca. —Calladita, pequeña. ¿O quieres que los vecinos sepan lo mala que has sido? Laurel gimió y cerró los ojos, extasiada. No sabía cómo Dana había adivinado que obligarla a callar la pon-dría aún más caliente, pero lo cierto era que estaba disfrutando cada segundo de aquel juego. Notaba las yemas de los dedos de Dana deslizándose sobre su clítoris. Laurel gimió más fuerte y Dana le cerró la boca con firmeza. —Todo el mundo sabrá que eres mi zorra. —Dana le estrujó el clítoris con los dedos—. ¿Quieres que la gente sepa lo que me dejas hacerte? Laurel sacudió las caderas. «Por dios, Dana. Méteme algo.» Se frotó la pelvis contra la mano de su amante y gimoteó, desesperada. «Frótame algo… ¡Lo que sea!» De repente, Dana se apartó. Dejó de tocar a Laurel y se sentó hacia atrás. Laurel permaneció agarrada a la cabecera. Los dedos se le habían quedado rígidos. —Puedes soltarte, nena —le dijo Dana—. Quiero que me demuestres lo mojada que estás. Laurel se mordió el labio y se pasó las manos por el estómago. Finalmente, la deslizó entre sus piernas. Dudó, con los dedos en el chorreante interior de sus muslos.

—Es mío. Enséñamelo. Laurel se abrió con los dedos y sintió que se ruborizaba. Contempló cómo Dana la observaba con interés. Era consciente de que estaba más mojada de lo que Dana la había visto nunca. —¿Te gusta enseñarme el coño? «Y yo que creía que era demasiado tímida para decir guarradas.» Laurel se quedó con la boca abierta. —Sí —jadeó. —¿Quieres sentirme dentro? —Sí —repitió Laurel, esta vez con más firmeza. La cara le ardía de lo excitada que estaba. Sin previo aviso, Dana la penetró con un dedo, hasta el fondo de una sola vez. Laurel gimió y arqueó la espalda en clara gratitud. Sin embargo, dejó las manos quietas para mantenerse los labios abiertos. —Quieres que te folle hasta que te corras, ¿no es eso? —Dana sacó el dedo y se lo volvió a meter—. Es lo que has estado esperando desde que te puse sobre mis rodillas. —Sí —repitió Laurel. Habría dicho cualquier cosa para que Dana no dejara de mover el dedo. No obstante, Dana se lo sacó. A continuación bajó de la cama. Laurel se incorporó sobre los codos y miró a Dana con ojos como platos. No podía creer que Dana fuera a dejarla de aquella manera. —¿Adónde vas?

Dana permaneció en pie junto a la cama, con una sonrisa en los labios. Cogió a Laurel del brazo y la hizo sentarse. —Te estoy castigando, así que tú harás que me corra primero. «Como si eso fuera un castigo.» Laurel asintió y Dana guió sus manos temblorosas al botón de sus tejanos. —¿Qué quieres que haga? Dana se sacó la camiseta. —Quítame los tejanos —le dijo—. Y luego ponte de rodillas al lado de la cama. Me lo vas a comer. Laurel le desabrochó los pantalones con torpeza, no solo porque estaba demasiado excitada para ser hábil, sino también para excitar la parte de Dana que estaba disfrutando con su dinámica de dominación y sumisión. Le bajó la cremallera y después le bajó los tejanos hasta las rodillas. Dana se los acabó de sacar y le hundió los dedos en la melena, para después acercar la cara a sus braguitas color lavanda. —Quieres mi coño, ¿verdad? —gruñó. Laurel asintió. El algodón ya estaba húmedo frente a su nariz y sus labios y el aroma de Dana llenaba el aire. Se le hizo la boca agua. —Por favor. —Bésalo. Laurel frunció los labios y besó un punto sobre el

clítoris de Dana. Luego le hundió la nariz. Dana dejó escapar un suspiro entrecortado y le tiró del pelo. —Pruébalo. Laurel sacó la lengua y le lamió las braguitas para probarla por encima de la fina tela. Entonces se la jugó y le apartó el borde de las braguitas de la ingle, para la-merle la piel desnuda. No obstante, Dana volvió a tirarle del pelo y la obligó a apartarse. Con la mano libre, aga-rró a Laurel del brazo y la hizo agacharse. —De rodillas, niñita. Laurel se arrodilló en la moqueta y se puso de cara a la cama. Dana se bajó la ropa interior y la echó a un lado sin miramientos. Se sentó en la cama y abrió las piernas mientras le acariciaba el pelo a Laurel. —Venga —la urgió Dana. Tiró de Laurel hasta que su rostro estuvo a escasos centímetros de sus rizos oscu-ros —. Quiero que me enseñes cómo lo chupa una buena zorra. Laurel se echó hacia delante sobre las rodillas y agachó la cabeza para poder llevarse el sexo de su aman-te a la boca. El aroma almizcleño del deseo de Dana, dulce y a la vez salado sobre sus labios, le arrancó un gemido. —Ah, te gusta —murmuró Dana. Continuó acariciándole el pelo y abrió más las piernas para que Laurel llegara mejor—. ¿Verdad que sí? Laurel farfulló su aprobación y le lamió el coño de arriba abajo. Notaba cómo chorreaba, y aquello la excitó aún más. Discretamente, deslizó la mano entre sus pier-nas

y se acarició los labios y el clítoris con la yema de los dedos. —Chupa —ordenó Dana, acariciándole la barbilla—. Cómemelo, nena. Laurel cambió de táctica y le chupó el clítoris obedientemente. Le lamió los labios de la vagina de arri-ba abajo con la punta de la lengua y echó mano de todos los movimientos que sabía que le gustaban a Dana, deseosa de hacerla feliz. —Oh —respingó Dana. Le soltó la barbilla a Laurel y se tumbó en la cama. Con una mano se pellizcó un pezón mientras la otra permanecía enredada en el cabello de Laurel. —Muy bien, nena… Laurel le apoyó las manos en los muslos mientras la devoraba y murmuró en señal de placer mientras movía la lengua, para demostrarle a Dana lo mucho que disfrutaba con lo que hacía. A esta empezaron a temblarle los muslos. Gimió y arqueó la espalda. La mano con la que cogía a Laurel del pelo se crispó. —Muy bien —gruñó Dana. Obligó a Laurel a meterle la lengua más hondo y movió las caderas al ritmo de su compañera—. Así, haz que me corra con la boca. Dana tenía el clítoris más hinchado de lo que Laurel lo había visto nunca. Lo tomó entre los labios sin problemas y lo castigó con la punta de la lengua. Dana gimió. Sus caderas se sacudieron y todo su cuerpo se tensó mientras

se corría sobre la barbilla de Laurel. El logro hizo que Laurel se sintiera muy orgullosa de sí misma. En cuanto Dana dejó de temblar, apartó a Laurel y se levantó. En pie junto a una Laurel arrodillada, le ordenó: —Túmbate en la cama. Te toca. Laurel subió a la cama a gatas. Las piernas le temblaban. —¿Cómo quieres que me ponga? Dana se dirigió al armario de Laurel. —Encima de la colcha. Laurel se acomodó y vio a Dana sacar un arnés de su cajón de juguetes eróticos, junto con su dildo. El clítoris le latió con expectación. —¿Te parece bien? —Dana le sonrió por encima del hombro mientras se abrochaba la correa. —Más que bien. —Bien. Cuando estuvo equipada adecuadamente, Dana volvió a la cama y Laurel se apartó para dejarle sitio sin que tuviera que decírselo. Dana se tumbó de espaldas. El orgasmo había apaciguado parte de su ansia, así que ya podía concentrarse exclusivamente en darle placer a Laurel. Volvió a adoptar su papel de dominante. —Quiero ver cómo mi putita se folla a sí misma —dijo. Cogió a Laurel del brazo—. Móntate. Laurel se puso a horcajadas sobre Dana, apoyándole una rodilla a cada costado. Deslizó la mano entre sus cuerpos y

agarró la base del dildo que llevaba puesto Dana. Esta le cogió la mano con firmeza. —Pero antes, pídeme si te dejo mi polla. Laurel se ruborizó al ser consciente de lo impaciente que estaba y se obligó a ir más despacio y mirar a Dana a los ojos. —¿Me permites? —murmuró. Se frotó el clítoris con la punta del dildo y se estremeció: su deseo era poderosísimo —. Por favor, Dana. —Toda para ti. Dana le puso la mano en la cadera para animarla a empalarse en el dildo. —Métetela dentro, nena, y fóllate. Laurel se colocó la punta del dildo en su agujero y se lo metió con cuidado y paciencia. Era uno de sus dildos más grandes y siempre tardaba unos segundos en adaptarse a su tamaño. Dana la cogió de las caderas con las dos manos y la sostuvo mientras Laurel se introducía toda la longitud del juguete. —Esto era lo que querías —murmuró Dana. Alargó la mano y le acarició el clítoris en círculos con suavidad, para relajarla y que el dildo le entrara mejor. —¿Verdad que sí? Laurel dejó caer la cabeza y respiró hondo por la nariz. Sentirse tan llena era exactamente lo que había estado buscando. —Qué bien…

Con ambas manos sobre sus caderas, Dana la animó a balancearse arriba y abajo. —Muy bien… Fóllame, nena. Cuando Dana por fin le dio permiso, Laurel empezó a moverse con ímpetu. Apoyó las manos en la cabecera de la cama y se aferró a Dana con las caderas para montarla con todas sus fuerzas. —Dana —murmuró entre dientes. Dana le dio un azote en el culo. Todavía lo tenía resentido y Laurel hizo una mueca de dolor y empezó a follarse a Dana más deprisa. —Muy bien —le dijo Dana—. Fóllate. Enséñame lo guarra y ansiosa que es mi puta. Los músculos de Laurel se contrajeron alrededor del dildo y se movió más rápido. Cuando Dana le dio otro palmetazo en el trasero, Laurel gimió y empezó a mover las caderas adelante y atrás. Estableció un ritmo vertiginoso, ya que después de tanto rato de ser provocada, estaba desesperada por alcanzar el clímax. Dana permaneció quieta, de espaldas, y contempló a Laurel mientras esta hacía todo el trabajo. —¿Quieres correrte? Laurel asintió. Tenía la frente cubierta de sudor y una gota le caía por la sien hasta la barbilla. Se echó hacia delante, sin soltar el cabezal, y movió las caderas con furia. Estaba muy cerca, pero la cima se le resistía. —¿Quieres que te aguante en la cama y te folle duro

hasta que te corras en mi polla? —Sí. Gimió lastimeramente cuando Dana empezó a mover las caderas y a hundirle el dildo en el coño. —Joder, Dana, por favor… Dana la rodeó con sus brazos y la hizo darse la vuelta para ponerse encima. Laurel abrió los muslos y le rodeó la cintura con las piernas. El cambió de postura la había cogido por sorpresa y, por un segundo, se sintió débil al perder el control. Dana le agarró las muñecas con fuerza y las hundió en la cama, por encima de la cabeza de Laurel. Le acercó los labios al oído sin dejar de moverse en su interior con brusquedad. —Deja que te folle, nena. Laurel respingó y se retorció debajo de Dana. —Oh, Dios… —Cada vez más cerca, ¿eh, cielo? —musitó Dana. Aflojó un poco las muñecas de Laurel, pero no la soltó—. ¿Quieres correrte conmigo dentro? —Sí —suplicó Laurel. Dana aumentó la velocidad de sus embestidas, al tiempo que le pellizcaba un pezón. Se lo tironeó y retorció hasta arrancarle un gritito de dolor. —No puedo creer que te ponga cuando me pongo así de bruta —susurró Dana. Sus sacudidas eran cada vez más fuertes y exigentes.

—Me encanta follarte como la zorrita mala que eres. Laurel se contrajo y su centro palpitó al oír a Dana decir aquellas cosas. Una densa bola de placer se formó en su bajo vientre. Dana la embestía con tanta fuerza que cada sacudida le golpeaba el clítoris con dureza. Laurel mantuvo las manos por encima de la cabeza mientras Dana le castigaba los pezones, cerró los ojos y se concentró en el orgasmo que amenazaba con partirla en dos. —Pídeme que te folle más fuerte —jadeó Dana. Tenía el cuerpo empapado en sudor y Laurel lo sentía sólido y pesado encima del suyo. Todavía le retenía una muñe-ca —. Suplícame, Laurel. Laurel notó cómo su orgasmo empezaba a insinuarse en forma de cosquilleo en los dedos de los pies. —Por favor —suplicó—. Fóllame más fuerte. Se retorció debajo de Dana en un intento de mover las caderas para seguir el ritmo de las vigorosas sacudidas que le daba su amante. Esta le soltó el pezón y volvió a inmovilizarle las muñecas con las dos manos. Cuando la tuvo a su merced, empezó a embestirla con más fuerza. —Córrete para mí —le ordenó Dana—. Quiero oír cómo te corres con esta enorme polla dentro. Hundió el rostro en el cuello de Laurel y le mordisqueó la piel más suave y tierna. Aquello bastó para precipitar a Laurel al abismo. Abrió la boca y gritó mientras el coño se le contraía de placer. El orgasmo la golpeó con fuerza e hizo que se le rompiera la voz y le temblaran las piernas,

hasta quedar inerte y prácticamente líquida bajo el peso de Dana. Cerró los ojos para exprimir hasta la última gota de sensación y se mordió el labio mientras Dana seguía moviéndose. Abrumada por la potencia del clímax, notó que las lágrimas le rodaban por las mejillas, pero era incapaz de hablar. —Para —respingó al fin. Entonces recordó—: Mercurio. Dana dejó de moverse de inmediato. Le soltó las muñecas y se apoyó en el colchón para poder apartarse de su abrazo sudoroso. —¿Estás bien? Laurel dejó escapar un sollozo extático. Le rodeó el cuello a Dana con los brazos y la estrechó con fuerza. —Oh, Dios mío —jadeó. Su cuerpo aún se sacudía a tenor de los ecos del orgasmo y sus músculos se contraían espasmódicamente alrededor del dildo que seguía en su interior. —Dana, ha sido espectacular. Ha sido… exactamente lo que quería. Dana vibró, llena de silenciosa felicidad. El juego también había satisfecho sus propias fantasías de dominación. ¿Sería posible que fueran tan compatibles? —Ha sido muy divertido. ¿De verdad lo he hecho bien? Laurel aflojó el abrazo y se apartó un poco para poder mirar a Dana a los ojos con ternura. Su dulce y sensible amante había vuelto en un abrir y cerrar de ojos.

—Has nacido para esto. A Dana se le iluminó la cara y sintió una oleada de orgullo y seguridad en sí misma que la invadió por completo. —A mí me ha parecido que lo hacía bien. —¿Bien? —repitió Laurel con incredulidad—. No habría podido ser mejor. Me he corrido tan fuerte que… —¿En serio? Laurel asintió con total sinceridad. —Pero, cariño… —¿Sí? —Tienes que sacármela ya. —Laurel arrugó la nariz y se removió debajo de Dana—. Me has dejado rota. —Ay, lo siento. Dana también se movió, aunque no estaba segura de cómo separarse de su intrincado abrazo. —¿Me ayudas? Laurel asintió, se semiincorporó y ayudó a Dana a sacarle el dildo. La sensación le arrancó un gemido. Dana se echó hacia atrás y se sentó sobre las rodillas, para quitarse la correa. —La verdad es que no tenía pensado usar esto —murmuró Dana. Se movió con elegancia lánguida y una sonrisa beatífica en los labios—. Sencillamente te tenía debajo y me llegó la inspiración de repente. Laurel estaba maravillada de la sensual seguridad en ella misma que demostraba su amante. A veces no podía

creerse que fuera la misma jefa de proyecto estirada que había conocido aquella noche en el ascensor. —Me encanta sentir tu cuerpo contra el mío cuando estás dentro de mí. Dana sonrió y siguió desabrochándose la correa. Lau-rel se estiró y alisó la colcha que había quedado hecha un revoltijo contra el cabezal. Sin poder evitarlo, se le escapó un bostezo. —Cariño, me has dejado para el arrastre. Dana tiró el dildo y el arnés de sujeción al suelo. —Nos hacemos viejas, ¿eh? ¿Veinticinco años y un orgasmo de nada te destroza? —Perdona, pero no ha sido un orgasmo «de nada». Dana puso cara de satisfacción. Laurel conocía bien aquella expresión. —Claro que no. Laurel rió y tiró de Dana para que se metiera debajo de la colcha con ella. —Ven a hacerme mimitos. —La verdad es que quiero hacer otra cosa antes. Dana saltó de la cama y se dirigió al baño. —No te desmayes todavía —le dijo a Laurel por encima del hombro. Un momento más tarde, Laurel oyó el grifo de la bañera. Cerró los ojos y no pudo reprimir una sonrisa de felicidad. «Un baño caliente. Encantador.»

Se cubrió el sexo húmedo con la mano y suspi- ró cuando las yemas de sus dedos le rozaron la piel sensible. —¿Nena? Laurel intentó levantar la cabeza de la almohada cuando Dana volvió a la habitación, pero falló. Era como si sus músculos fueran de gelatina. —¿Sí? —Ohhh —la arrulló Dana. Fue a la cama y se arrodilló al lado de Laurel—. ¿Estás demasiado cansada para un baño? —Estoy fundida, ni siquiera puedo levantarme. —Laurel se volvió hacia su amante con una sonrisa—. Me has dado duro. Dana le rodeó los hombros con los brazos y le dio un abrazo reverente. —Pues sí. Ayudó a Laurel a sentarse y sostuvo su peso mientras la abrazaba. —Y ahora te quiero lavar. Laurel se dejó llevar de la mano hasta el baño. La bañera estaba llena de agua caliente y aromatizada y Dana había encendido dos de sus velas favoritas. Laurel soltó un gritito de asombro y Dana le sonrió con timidez. —Métete —le dijo Dana—. Voy a lavarte el pelo. Laurel probó el agua con el dedo del pie. —¿No te metes tú también? —En unos minutos —le aseguró Dana. Se arrodilló

junto a la bañera y cogió una esponja—. Pero antes deja que te mime un poco. —No te lo voy a discutir. Laurel se sentó en el agua caliente y gimió cuando sus músculos empezaron a relajarse. —¡Ay, qué bien! Dana echó un poco de gel en la esponja y le frotó la espalda a Laurel. —Te he hecho sudar un poco, mi vida. —Y yo también. —Creo que hacía meses que no hacía tanto ejercicio. Laurel se echó hacia delante, para que Dana llegara a toda la espalda. —Ha sido el mejor polvo de mi vida. Me sentía muy segura contigo. Notó que Dana se ruborizaba, incluso a la luz de las velas. —¿No me he… pasado? —Oh, no. Me has dado exactamente lo que quería. —Échate hacia atrás, cariño —le dijo Dana. Laurel obedeció y ella le pasó la esponja con suavidad sobre los pechos. Permaneció en silencio un rato, hasta que finalmente murmuró—. Yo también me he sentido muy segura contigo. —¿Sí? Laurel gimió en tono quedo cuando la mano de Dana se aventuró por debajo de su estómago.

—Sí —le dijo Dana—. No creo que hubiera sido capaz de hacerlo si no confiara en ti por completo. En cierto modo, resultaba curioso que Dana, que había desempeñado el papel dominante, fuera la que se sintiera así. De todas maneras, Laurel entendía lo que quería decir. —La confianza es lo que lo hace así de bueno —dijo Laurel. Se estremeció al pensar en cómo habían hecho el amor. Le cogió un pecho a Dana y le pellizcó el pezón con suavidad—. Es un regalo fantástico: saber que puedo compartir mis fantasías contigo y que juntas las haremos realidad… —Tendré que recordarlo para tu cumpleaños. Es un regalo barato. Laurel le dio un palmetazo en el brazo. —Cállate. —No, de verdad. Entra en mi presupuesto. Laurel le volvió a dar una palmada en el brazo, esta vez con más fuerza. —Para, antes de que decida que no eres lo mejor que me ha pasado. Dana dejó caer la esponja y le pasó los brazos por la cintura. —¿Lo soy? —Sin lugar a dudas. Dana le hizo cosquillas en la barriga y luego entre los muslos. Laurel dejó escapar un gruñido sordo y abrió las piernas para que Dana le acariciara los pliegues de su sexo

hinchado. —Estoy loca por ti, Laurel —suspiró Dana, y le hundió el rostro en el cuello, con la respiración entrecortada. Empezó a acariciarle los labios de la vagina a Laurel con la yema de los dedos. Todavía lo tenía increí-blemente duro—. Me haces sentir tantas cosas que a veces no sé cómo expresarlo. —Bésame —pidió Laurel, que pese al cansancio notaba que el deseo la inflamaba de nuevo—. Siempre sé lo que sientes cuando me besas. Dana hizo lo que le pedía, sin mediar palabra. Desenterró el rostro de la piel de Laurel, halló sus labios e introdujo la lengua en su boca con un gemido quedo. Laurel le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso. A pesar de que el comienzo no había sido muy prometedor, si se remontaban a su primer beso, desordenado y torpe, en el ascensor, Laurel pensaba que besar a Dana era lo más delicioso que podía pasarle. Si pudiera, se pasaría las tardes en el sofá con ella, enrollándose y nada más. Dana había perfeccionado una habilidad inaudita para expresar la profundidad de sus sentimientos a través de sus labios y, cuando la lengua de Dana se enredaba con la suya, Laurel se sentía más segura que nunca de su relación. Mientras se besaban, Dana la llevó al clímax con la yema de los dedos. Fue un orgasmo lento, dulce. Sus bocas

no se despegaron en ningún instante y Dana fue alternando entre besarla húmeda y profundamente y mordisquearle los labios, juguetona. Mantuvo una mano alrededor de la espalda de Laurel mientras con la otra la masturbaba y, cuando por fin Laurel se corrió, Dana la sujetó con fuerza hasta que dejó de temblar. Cuando Laurel estuvo recuperada de su orgasmo, Dana retrocedió. —También quería hacerte el amor con ternura, teso-ro. Espero que no te importe… Laurel negó con la cabeza, cerró los muslos y le atra-pó la mano a Dana. —Antes estaba equivocada, cuando dije que la noche no podría haber sido mejor. —¿Ah, sí? Dana deslizó la mano entre los muslos de Laurel y la sacó con suavidad. A continuación quitó el tapón y volvió a abrir el grifo. La bañera se volvió a llenar de agua caliente y Laurel se sintió reconfortada. Entonces se echó hacia delante para que Dana pudiera meterse en la bañera tras ella. —Tengo un regalo para ti. —No estoy segura de que ahora mismo puedas darme nada más. —Anoche dejé mi trabajo en el club. El corazón de Dana dio un vuelco al oír las palabras que había deseado escuchar durante el último mes. Estaba

encantada, aunque también se sintió muy culpable. ¿Laurel lo había hecho por ella? —Espero que no sea porque yo… —Lo he hecho porque quería. Por ti. Porque a tu lado, mi vida es un poco más perfecta. Dana notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y casi se alegró de que Laurel le diera la espalda. No estaba segura de haber sentido algo tan fuerte por alguien o por algo en toda su vida y parecía que el corazón le iba a estallar, pero en el buen sentido. Dana le rodeó la cintura con las piernas y la atrajo hacia atrás para darle un fuerte abrazo. Aspiró el aroma del cabello de Laurel y susurró. —Te mereces la perfección. Laurel se dejó abrazar por Dana y sonrió. «Y te tengo a ti.»

TRES MESES DESPUÉS La mañana de su vigesimosexto cumpleaños, Laurel despertó con la sensación de una mano suave que se deslizaba por el interior de sus muslos. Aún medio dormida, gimió cuando unos dedos cálidos resbalaron sobre la humedad que, sorprendentemente, le empapaba la entrepierna tan temprano. O acababa de tener un sueño de los que hacen época o Dana llevaba un rato jugando con ella. Laurel decidió hacerse la dormida y ver qué pasaba. Las yemas de los dedos de Dana avanzaron lentamente sobre su abdomen y le rozaron la barriga antes de bajar a jugar con los húmedos rizos que cubrían su sexo. Le dio un tironcito y Laurel dejó escapar un ge-mido desde el fondo de la garganta. —¿Estás despierta, tesoro? Laurel mantuvo los ojos cerrados, porque tenía mu-chas ganas de saber hasta dónde pensaba llegar Dana. Arqueó la espalda ligeramente y abrió los muslos para su amante. Después farfulló algo, en tono soñoliento, y giró la cara hacia el otro lado. —Aún no, ¿eh? —susurró Dana. Le pasó las uñas sobre los pliegues externos y luego trazó suaves formas con la yema de los dedos sobre los resbaladizos labios de su sexo. —Voy a tener que esforzarme más, pues. «Sí.» Laurel abrió las piernas un poco más. «Esfuérzate

más.» Laurel gimió cuando Dana apartó el viejo edredón de su madre y la dejó destapada, desnuda. Los pezones se le pusieron duros bajo el aire frío y la ardiente mirada de Dana. No necesitaba abrir los ojos para saber que su amante se la estaba comiendo con la mirada. Excitada, Laurel inspiró por la nariz cuando notó que Dana le acercaba un dedo a su entrada, sin llegar a metérselo. —Me pregunto qué haría falta para que mi niña se despierte… —canturreó Dana. Laurel sospechó que Dana le hablaba a ella y se esfor-zó por no sonreír. «Me pregunto qué harás para averiguarlo.» La cama se hundió cuando Dana cambió de posición y Laurel, que permanecía tumbada de espaldas, se puso en tensión, expectante. De repente, una lengua suave y húmeda le recorrió el camino que le iba del ombligo a los rizos púbicos. Laurel gimió y se abrió de piernas. Ya no podía fingir que el deseo no la dominaba. —Seguro que con esto se despierta —musitó Dana. Y a continuación, guardó silencio. Laurel abrió los ojos de golpe cuando Dana le pasó la lengua por su centro y lamió la humedad producida por su cuerpo dormido. No pudo reprimir un suspiro entrecortado y le enredó los dedos a Dana en la desordenada melena. Dana interrumpió sus atenciones y miró a Laurel a los ojos, con una sonrisa de satisfacción. Estaba desnuda y

tumbada boca abajo entre las piernas de Laurel. —Buenos días, cumpleañera. —Buenos días. Dana la abrió con cuidado y le lamió el coño de arriba abajo. Le hizo cosquillas en el clítoris con la punta de la lengua y a continuación se apartó con una sonrisa de oreja a oreja. —Te he traído el desayuno a la cama. Laurel echó un vistazo a la bandeja que había en la mesita, junto al armario de roble. Saber que Dana, la ejecutiva líder de ventas, se había metido en la cocina por ella la hizo sentir de lo más especial. —¿El desayuno? ¿Para mí? Dana le dio un lametón cariñoso, de punta a punta. —Todo para ti, tesoro. Aspiró y hociqueó entre los húmedos pliegues de Laurel. —Pero antes quiero comer yo. Laurel le acarició la cabeza y la mantuvo bien cerca. —¿Y el mío se enfriará? Dana le chupó el clítoris en un beso caliente y hú-medo y se tomó su tiempo para contestar. Cuando finalmente se apartó, se relamió y repuso: —Es fruta y cereales sin leche. Con zumo de naranja. Puede que no se hubiera dejado la piel en la cocina, pero sin duda alguna había sido previsora. Laurel urgió a Dana a continuar con su tarea con una sonrisa lánguida. —Perfecto.

Dana besó y chupó a Laurel hasta que esta empezó a sacudir las caderas contra su rostro. Dana se apartó con una carcajada suave. —No te vas a correr tan rápido, ¿verdad? Laurel echó un ojo al despertador de la mesilla de noche. —Tienes que irte a trabajar en media hora. Dana negó con la cabeza y gateó sobre Laurel para llegar a la brillante pantalla del reloj digital y volverlo hacia la pared. —Hoy no —murmuró. Le dio un largo beso en los labios. —Hoy es un día para nosotras. «Guau.» Laurel agarró a Dana de los hombros y le sonrió. El estómago le cosquilleó de placer al saborear su propia esencia en los labios de Dana. —¿Te has cogido el día libre? Dana le metió el muslo entre las piernas. —Así es. Quería estar contigo. Laurel no habría sido capaz de borrar la sonrisa boba de su rostro, ni que lo hubiera intentado. —¿De verdad? —Ya te dije que tú eres más importante que la gestión de proyectos. Laurel le dio un fuerte abrazo. —Y tú eres la persona más dulce, adorable y mimosa

que… —¿Soy como un osito de peluche? —la interrumpió Dana. Se apartó y miró a Laurel con cara de disgusto—. ¿Como un cachorrito? —No. Eres la mujer más sexy, preciosa y maravillosa que he conocido nunca. —Lo has arreglado bien —le dijo Dana con un guiño. Entonces le susurró al oído—. Ahora dime lo que quieres. —¿Para mi cumpleaños? —Para ahora mismo —la corrigió Dana. Rotó las caderas y se frotó con Laurel—. De mí. —Le pasó los dedos por la barbilla y la garganta—. ¿Qué es lo que quieres, nena? Laurel no tardó en decidirse. —Quiero que me folles. Se diría que era Dana a la que le había hecho un re-galo, porque cuando sonrió se le iluminó el rostro. —Sí. Laurel se abrió de piernas por completo. —Quiero sentir cómo me follas, cariño. Me encanta sentirte dentro. Dana se estremeció al oír aquellas palabras, como siempre. Y también como siempre, Laurel se sintió poderosa al verlo. Mientras la besaba de nuevo, Dana le me-tió un dedo y le arrancó un gemido gutural. Dana despegó los labios de los de Laurel y murmuró: —¿Más?

Laurel asintió y cerró los ojos. —Más. Estaba empapada y se moría por tener a Dana dentro. —Necesito sentirme llena. Dana le sacó el dedo a Laurel y la penetró con tres. Con el rostro apoyado en su hombro, empezó a hablarle al oído en voz baja. —Me he despertado pensando en meterte los dedos por el coño… así. Laurel la abrazó más fuerte. —Dana, eres tan buena… Dana sonrió contra su garganta. —¿Más fuerte? Laurel asintió y sacudió las caderas para seguir los movimientos de Dana. —Más fuerte —respiró por la boca—. Fóllame más fuerte. Dana la embestía con tanta fuerza que, con cada penetración, le daba en el trasero con el dorso de la mano. Entonces, sin previo aviso, Dana se abalanzó sobre ella y le dio un beso de los que quitan el sentido. Cuando se separaron con un gemido compartido, Dana susurró: —Eres tan preciosa, Laurel… La profunda emoción que la embargaba se reflejaba en su voz. Con los dedos, le frotó cierto punto que hizo que Laurel se retorciera de placer. —Te… te quiero.

Laurel se quedó helada, quieta bajo la mano de Dana, y contuvo la respiración mientras le sostenía la mirada. —¿Que me…? Dana también se quedó quieta, con la mano hundida en el interior de Laurel, y la miró con ternura. Estaban la una encima de la otra, piel sobre piel, y ambas tenían la respiración desbocada mientras se miraban a los ojos. —Te quiero. Te quiero mucho. Laurel parpadeó, con los ojos anegados en lágrimas. Cuando la expresión de Dana empezó a dar muestras de pánico, Laurel le apretó los hombros con firmeza y hundió la nariz en el cabello de Dana para aspirar su aroma, mientras se concentraba en la sensación de aquellos dedos firmes que la abrían por entero. —Yo también te quiero. Las primeras lágrimas ardientes le rodaron mejillas abajo. Era como si hubiera esperado a pronunciar aquellas palabras toda la vida. —Te quiero, Dana. Dana dejó escapar un sonido lastimero y le puso la mano en la nuca para darle un fuerte y emocionado apretón. —Y ni siquiera es mi cumpleaños —le sonrió, llorosa. Aturdida, Laurel cabeceó, rió y agitó las caderas sobre el colchón. —Haz que me corra, tesoro. Quiero correrme en tus dedos. Sin dejar de mirarla a los ojos con intensidad, Dana

retomó sus caricias. Además de penetrar a su amante, empezó a acariciarle el clítoris con el pulgar. De algún modo, se las arregló para mantener a Laurel a punto, hasta que por fin llegó al orgasmo en una explosión de sonidos y jugos que duró horas y acabó con una Laurel inerte, completamente exhausta sobre la cama. Después de correrse, Laurel hizo que Dana se pusiera encima de ella y se deleitó con la sensación del poderoso latido del corazón de su amante contra su pecho. —¿Me quieres? —¿Tienes que preguntarlo? —murmuró Dana. Levantó la cabeza y miró a Laurel a los ojos—. Solo he tardado unos meses en reunir el valor para decírtelo. —Bueno, es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho nunca. «Y no tienes ni idea de lo mucho que esperaba que sintieras lo mismo que yo.» Sabía que para Dana era un gran paso hablar de sus sentimientos tan abiertamente. Laurel había sabido que estaba enamorada desde la noche en que habían practicado sexo duro, pero había tenido cuidado para no presionar a Dana. Después de todo, Laurel era su primera novia, así que todo lo que había entre ellas era una nueva experiencia para ella. Laurel se contentaba con ir a su ritmo, por mucho que hubiera empezado a enamorarse de ella la misma noche en que se conocieron en el ascensor. —¿El mejor, eh? ¿Eso significa que ya no quieres el

regalo que iba a darte? —Yo no he dicho eso. —Laurel levantó la cabeza y le dio un largo beso—. Pero, a lo mejor, primero podría… Laurel le pasó las manos por la espalda y le acarició la piel sedosa con las uñas. Dana negó con la cabeza y salió de encima de su compañera. —No. Ahora voy a darte de desayunar. De mala gana, Laurel tuvo que aguantarse cuando Dana fue a buscar la bandeja del desayuno. Cuando le dio la espalda, los ojos se le fueron al trasero redondea-do de su amante y los dedos le cosquillearon. Se moría por devolverle el placer que le había hecho sentir. —Pero… —Ni hablar, doctora. Llevo semanas planeando esta mañana, así que vamos a seguir mi guión. A Laurel le encantó el apodo: doctora. Todavía le parecía mentira: en una semana empezaría a trabajar en la clínica veterinaria que había a apenas tres kilómetros de su apartamento. —En mi guión —continuó Dana— te tomas el desayuno después de haber tenido un orgasmo fabuloso. Se sentó en el borde de la cama y le hizo un gesto a Laurel para que se sentara. Laurel la miró con cariño y se sentó con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la cabecera. Su desnudez no la hacía sentir incómoda en absoluto. —Bueno, lo cierto es que acabo de tener un orgasmo

fabuloso —reconoció. Dana le pasó un bol de fruta: fresas, frambuesas, melón y uvas. Su voz sonó inexplicablemente abochornada. —Sabía que eran tus favoritas. —Lo son —dijo Laurel. Mordió una de las fresas y le dio la otra mitad a Dana. Cuando esta le dio un bocado con aquellos dientes tan blancos, notó que el clítoris le latía de excitación y Laurel no pudo reprimir un gemido. —Tú también eres mi favorita. Dana se puso colorada y jugueteó con el edredón, nerviosa pero satisfecha. —Así que, ¿qué vamos a hacer hoy? —Lo que tú quieras. Podríamos ir al cine, de compras… Hasta iré a ese estúpido sitio de pintar cerámica contigo, si te apetece. —Dana hizo una pausa—. O también podríamos quedarnos en la cama un rato. Era la mejor idea que había oído hasta ahora. —De momento, vamos a empezar por lo de la cama. —Me parece bien —asintió Dana. Le acarició a Laurel la espalda desnuda y le preguntó—. ¿Quieres tu regalo de cumpleaños? —Creía que te habías rendido y me lo habías dado anoche —comentó Laurel, levantando el brazo para volver a admirar la pulsera de oro que llevaba en la muñeca—. Me encanta. Dana recuperó el entusiasmo.

—Bueno, pues tengo otra cosa para ti. —Me malcrías demasiado. —¿Y no debería? —No he dicho tal cosa —negó Laurel, mientras masticaba los cereales. En realidad, lo que le interesaba más del desayuno era acabárselo para poder tocar a Dana —. Solo hacía una observación. —Muy astuta. —¿Y bien? Dana le sonrió con satisfacción. —¿Y bien? —repitió. Laurel resopló, pero le siguió el juego. —¿Qué vas a regalarme? A Dana le brillaron los ojos. —Tus tres fantasías. Las que mencionaste aquella noche, cuando te azoté. Laurel parpadeó. —Sí, me acuerdo. Dana asintió vigorosamente. —Pues las otras dos. Cuando quieras, en cualquier lugar. —¿Quieres decir que…? —Quiero que las tengas. Las tres. Dana miró la bandeja que había entre ellas con una ceja levantada. —¿Has acabado de comer? Laurel asintió, distraída, y Dana dejó la bandeja con los restos del desayuno en el suelo.

—Quiero… permitir que experimentes tus fantasías. Tú me dices algo que te hayas imaginado, que te gustaría, algo que te ponga cachonda, y yo lo haré contigo. Sin dudarlo, sin preguntas. Puedes hacer realidad las dos fantasías que quedan cuando quieras. Laurel se deslizó bajo las mantas e invitó a Dana a echarse a su lado. Apoyada sobre el codo, se le acer- có todo lo que pudo. Con los pechos contra el costado de su amante, Laurel le acarició la espalda y le sostu- vo la mirada, consciente de la importancia de aquel regalo. —¿Cualquier fantasía? Dana asintió y tragó saliva. Sus ojos reflejaban nervios, pero sobre todo sinceridad, y Laurel sintió que la dominaba la lujuria. —Cualquier fantasía. Intentaré cualquier cosa contigo, al menos una vez, si eso te hace feliz. Si Dana hubiera podido envolver toda su confianza y su amor en papel de regalo, Laurel se habría sentido exactamente así al abrirlo. —¿Tres fantasías? —Y hoy no cuenta —Dana le sonrió con timidez—. En fin… eh… Feliz cumpleaños, Laurel. Laurel estrechó a Dana entre sus brazos de todo corazón. —Tienes razón —le dijo—. Es muy feliz. En su mente ya bullían múltiples posibilidades.

AQUEL VIERNES Laurel salió a recibir a Dana en la puerta de su apartamento vestida únicamente con un albornoz de color azul pálido y una amplia sonrisa. Dana le traía una docena de rosas rojas y le dio un buen repaso al entrar. —Estás radiante —le dijo al darle las flores. Laurel cogió el ramo y Dana la atrajo de la cintura para darle un beso. —Absolutamente radiante. Y también hueles muy bien. —Gracias. Soy bonita y limpia. Dana le tiró del cinturón del albornoz y lo tiró al suelo. Le abrió la tela de toalla y deslizó las manos dentro para acariciarle los pechos. —Ya lo veo. Y la verdad es que me pareces irresistible. —Entonces mi malvado plan ha funcionado. —Oh, ya veo —murmuró Dana, estrujándole el tra-sero —. ¿Es esto parte de una segunda fantasía? —Pues mira, sí. —Laurel le sonrió, coqueta—. Hoy he probado algo nuevo. —¿El qué? —preguntó Dana mientras le cubría la garganta de besos. —Un enema. Dana se apartó y miró a Laurel con inseguridad y sorpresa. —¿Perdona? —Quería estar limpia —explicó Laurel—. Para esta

noche. Para la segunda fantasía. —¿Y cuál es, querida mía, esa segunda fantasía? Dana siguió masajeándole y estrujándole las nalgas. —Espero, por mi bien, que no tenga nada que ver con ponerme un enema a mí también. Laurel rió. —Ah, no ha sido tan malo. Ahora me siento inmaculada. Dana se relajó y sonrió, traviesa, mientras conducía a Laurel al sofá. —¿Y qué quieres que haga con tu prístino culo, cielo mío? —Quiero que te lo folles —le dijo Laurel. Casi sonrió al detectar cómo a Dana se le encendía la mirada con aquellas palabras. —¿Con los dedos? —preguntó Dana, tragando saliva tras dejar escapar un suspiro. Laurel negó con la cabeza y se sentó en el sofá. «Eso ya está superado.» Había llegado el momento de intentar cosas nuevas. Hizo sentar a Dana a su lado. —Con un dildo. Precisamente, he comprado uno para la ocasión. Dana la contempló con una mezcla de asombro y deseo. —¿En serio? —En serio. Laurel le pasó el dedo por la mandíbula y después por la clavícula.

—Siempre he tenido fantasías con practicar el sexo anal con algo más que un dedo, pero nunca lo he pro-bado. Nunca había habido nadie con quien quisiera intentarlo. —Y se supone que yo tengo que… —Llevarlo puesto —completó Laurel, anticipándose a la pregunta de Dana—. Quiero sentirte contra mi cuerpo mientras estás dentro de mí. Dana se estremeció en sus brazos. —¿Estás nerviosa? —le preguntó. —Un poco, la verdad. Es un poco intimidante —miró a Dana significativamente—. Pero confío en ti —¿Aunque no lo haya hecho nunca? Laurel contuvo la risa ante la tímida pregunta, porque era capaz de percibir la emoción que encerraba. —Entonces estamos iguales —la tranquilizó—. ¿He dado con otra fantasía que te pone nerviosa? Dana bajó la mirada. —Yo… Laurel le puso la mano en la mejilla y le acarició la barbilla. —Que no te dé vergüenza decirme cuándo no estás segura de algo. Dana alzó los ojos y miró a Laurel a la cara. —Es que esta vez tampoco quiero hacerte daño. —No me harás daño —le dijo Laurel. Se había esperado las reticencias de Dana y tenía las respuestas preparadas—. No te dejaré hacerme daño. Iremos muy despacio y

usaremos mucho lubricante. Y hablaremos todo el rato — le cogió la mano a Dana y añadió—: Si me duele o si no me gusta, pararemos, te lo prometo. —¿Mercurio? —musitó Dana con una media sonrisa que no disimuló del todo su aprensión. —Te lo prometo —le repitió Laurel—. Por favor, confía en mí. Dana asintió con serenidad. —Muy bien. Dame cinco minutos para prepararme. «¿Prepararte?» Laurel intentó imaginar cómo quería prepararse Dana y se preguntó si, sencillamente, lo que quería era un momento para hacerse a la idea. Se cerró el albornoz y se ató el cinturón de nuevo antes de dejar sola a su amante con un murmullo ronco. —No tardes mucho. Llevo todo el día pensando en esto. —¿Por qué no te echas en la cama y piensas un poco más? —Dana se la comió con los ojos, como si estuviera en un escaparate—. Quiero encontrarte chorreando. Laurel era consciente de que la parte superior del interior de sus muslos ya estaba lubricado y resbaladizo. —Eso no va a ser un problema —le dijo desde la puerta. —Pero no te corras —le advirtió Dana. Laurel sacó a Isis del dormitorio y cerró la puerta. Abrió la tapa del baúl de madera que tenía al lado de la cama y sacó la caja con el dildo que le había llegado por correo el día anterior.

«Ha llegado por los pelos», pensó mientras abría el juguete. Tiró la caja a la basura y se agachó para sacar dos condones del fondo del baúl y también un bote de lubricante. Con los suministros en la mano, se dirigió a la cama. Dejó el juguete en la mesilla de noche, se tumbó y se abrió el albornoz para empezar a tocarse. Sin embargo, con el paso de los minutos, Laurel empezó a preocuparse por Dana. Ya habían pasado más de cinco minutos, eso seguro. Quizá siete. ¿Tan asustada estaba Dana? ¿Estaba intentando evitarlo? Laurel no quería obligarla a hacer nada que no le gustase o que le diera miedo. Se sentó en la cama, dispuesta a dar su brazo a torcer e ir a buscar a Dana. O lo dejarían o le daría un par de minutos más hasta que estuviera lista. Treinta segundos después, Laurel volvió al salón, con la decisión tomada. Si Dana no las tenía todas consigo respecto a aquella fantasía, Laurel quería tener la oportunidad de pararla antes de que se les estropeara la velada. Dana estaba sentada con las piernas cruzadas en el sofá, muy concentrada en el ordenador portátil que tenía en el regazo. Había apagado las luces del salón y el resplandor de la pantalla la iluminaba de una manera que hizo suspirar a Dana: estaba guapísima. Se quedó miran-do a Laurel unos veinte segundos más, hasta que esta levantó la mirada y pestañeó, sorprendida de su pre-sencia. —Hola —le dijo Dana. Paseó los ojos por el cuerpo

desnudo de Laurel—. Estoy tardando demasiado, ¿verdad? Laurel asintió y atravesó la habitación para plantarse frente a Dana, cuyos lánguidos ojos verdes estaban fijos en la mata de rizos oscuros que Laurel se había recortado para la ocasión. Dana dejó a un lado el ordenador de inmediato y cogió a Laurel del trasero con las dos manos para darle un húmedo beso entre las piernas. —Lo siento —farfulló. Hociqueó entre el vello rizado y le introdujo la nariz entre los resbaladizos pliegues para rozarle el clítoris endurecido. —Ahora mismo iba, lo juro. —¿Qué estás haciendo? —le preguntó Laurel, mientras le pasaba los dedos por la espesa melena cobriza y mantenía su rostro contra su sexo. Aquel modo tan ín-timo de disculparse no le era nada desagradable. —Investigo —musitó Dana, antes de lamerle el coño y succionarle el clítoris con los labios en muestra de arrepentimiento—. Sobre el sexo anal. Laurel gimió. —¿En Internet? Dana asintió y la abrió con los dedos, con todo cui-dado. —En las «Preguntas Frecuentes». —Le hizo cosquillas con la punta de la lengua y Laurel se estremeció de la cabeza a los pies—. He aprendido mucho. —¿Ah, sí? Laurel levantó una pierna y apoyó el pie en el sofá, junto

a la cadera de Dana, para dar mejor acceso a la boca que la exploraba lentamente. Mientras, siguió acariciándole el pelo a Dana. —¿Y ya te sientes más segura? Dana le agarró la pantorrilla con una mano y se pasó un rato venerando a su amante con la boca: su lengua se paseó a placer sobre el clítoris hinchado, se insinuó en su agujero y después descendió para hacerle cosquillas en el cerrado y tierno anillo. La pierna que Laurel tenía en el suelo empezó a temblarle y se estremeció de cuerpo entero bajo las atenciones de Dana. Si Dana supiera todo lo que le hacía su lengua… Le tiró del pelo, para apartarla. —Necesito sentarme. —Y yo necesito chuparte hasta que te corras —re-plicó Dana. Con un gruñido, volvió a hundirse entre los rizos de su centro de placer. Laurel soltó una risita. —¿No podemos llegar a un acuerdo? Dana negó con la cabeza sin dejar de comérselo. Empezó a zumbar de satisfacción y Laurel gritó y estuvo a punto de caer de lado. Dana la cogió de la cintura y la guió hasta su regazo. —Vale, vale. Un acuerdo. Vamos a la habitación y te lo comeré. —¿Y no me vas a contar lo que has aprendido? —le preguntó Laurel. Dana alargó la mano y empezó a acariciarle los pechos

desnudos. Ella se rindió a la caricia y notó cómo se le endurecían los pezones bajo las manos de Dana. —Te lo contaré en la habitación —le dijo Dana, distraída. Le miraba los pechos fijamente, con la misma expresión hambrienta que solían provocarle. «Diría que no he conocido nunca a una mujer tan enamorada de los pechos femeninos como esta.» A decir verdad, estaba bastante segura de que no había habido demasiados clientes en el club de striptease que la devoraran con los ojos de aquella manera. Le acarició el pelo a Dana y sonrió cuando su amante le apretó los pechos con las dos manos y le acarició los pezones con los pulgares. —¿Sabes? Lo primero en lo que me fijé de ti fueron tus tetas —le dijo Dana. Laurel se echó a reír. —Qué romántico, cariño. Dana se encogió de hombros y esbozó una sonrisa tímida. —¿Qué quieres que te diga? Me las plantaste delante de la cara en cuanto nos conocimos, ¿cómo no iba a fijarme? Dana se echó hacia delante, le atrapó un pezón entre los labios y empezó a chupar. Laurel mantuvo la mano en la nuca de Dana. —Ya me di cuenta de que te gustaban —murmuró—. Me puse muy cachonda bailando para ti. Tenía los pezones como piedras.

Dana asintió y le besó el otro pezón. —Me encantaron. Son los pechos más perfectos del mundo. Aunque no quería separarse de la cálida humedad del beso de Dana, Laurel se obligó a apartar a Dana. A aquel paso, no llegarían a la habitación. —Cariño, ¿la cama? —respingó cuando Dana le mordisqueó la aureola. —Ah, sí —murmuró esta. Ayudó a Dana a ponerse en pie y se levantó detrás de ella para rodearle la cintura con los brazos. Le besó la nuca y murmuró: —Lo primero que he aprendido es que tenía que excitarte mucho… Porque tienes que estar muy mojada… Muy, muy preparada. Laurel la condujo a la habitación. Dana seguía enroscada alrededor de su cuerpo. —Suena divertido. —Creo que será muy divertido —dijo Dana. Cerró la puerta a su espalda y le regaló una sonrisa ardiente a Laurel. En cuanto llegaron a la cama, Laurel se volvió y empezó a desabrocharle la camisa a Dana. Dana llevaba puesto su traje de ejecutiva, excepto la chaqueta, y estaba supersexy. —Ya has cenado, ¿verdad? —He picado algo de camino —respondió Dana. Permitió que Laurel la desnudara, con una sonrisa perezosa

en los labios—. Me pareció que irnos directamente a la cama era la mejor manera de acabar la semana laboral. —La mejor, sin duda —estuvo de acuerdo Laurel. Le quitó la camisa y pasó a desabrocharle el sujetador. Luego señaló la mesita de noche con la cabeza y empezó a desabrocharle los pantalones—. ¿Has visto lo que he comprado? Cuando Dana descubrió el juguete, abrió mucho los ojos. —Guau. —¿Qué te parece? —le preguntó Laurel. Se arrodilló en la moqueta, le bajó los pantalones y la ayudó a quitárselos. Al levantarse, le besó la suave piel de la barriga y le metió las manos por la parte de atrás de las braguitas. —¿Te parece interesante? —Al parecer va a ser una noche para probar cosas nuevas —dijo Dana. Se apartó de Laurel para coger el dildo doble de la mesilla. Señalando el extremó más redondeado, preguntó—: ¿Este es el lado que va dentro de mí? Laurel carraspeó y asintió. Era consciente de que el extremo que llevaba la persona que daba era un poco más grande de lo que Dana estaba acostumbrada y escrutó su rostro en busca de su reacción sincera. —Según los comentarios que he leído en Internet, no hay que usar arnés.

Dana sopesó el juguete de silicona púrpura en la mano. —Es bonito —dijo, y miró a Laurel—. Túmbate en la cama. Laurel obedeció sin titubear. Los ojos de Dana brillaban de excitación, pura y simple, y Laurel lo detectó enseguida. Supo entonces que no tendría que renunciar a su fantasía. El rato que había pasado investigando Dana le había dado una inyección de confianza, así que Laurel tuvo que agradecer los siete minutos que había estado en ello. Dana dejó el juguete en la mesita de noche y abrazó a Laurel sobre la cama. Antes de que esta tuviera tiempo de reaccionar, Dana la tumbó de espaldas, le acarició el costado y la cadera y, finalmente, le deslizó la mano entre las piernas. —Me encanta hacer el amor contigo —gruñó Dana. Le frotó el clítoris con los dedos y luego le metió un dedo dentro—. Llevo todo el día soñando con este mo-mento. —Entonces te lo habrás pasado muy bien en el trabajo —comentó Laurel con una sonrisa traviesa. Dana empezó a penetrarla con más énfasis y le arrancó un gemido ronco. Dana soltó una carcajada. —Si mis jefes supieran en lo que estaba pensando durante las reuniones de proyecto… —Se quedarían impresionados —la cortó Laurel—. Me consta que tienes mucha imaginación. —Nah —negó Dana. Mientras le metía y le sacaba el dedo, empezó a estimularle el clítoris con el pulgar. Al

poco rato, le metió un segundo dedo y dijo—: Lo que tengo es una novia muy morbosa. —No puedo evitarlo si me inspiras —le dijo Laurel. Cerró los ojos para disfrutar de cómo Dana se la follaba. Era tan perfecto que le vibraba todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. —Igual que me inspiras tú a mí. Retiró la mano, los dedos y aquel pulgar mágico desaparecieron, y Laurel gimió de desilusión. El sonido se convirtió en un gruñido extático cuando Dana sustituyo la mano por la lengua. Dana era una maestra del sexo oral. Las veces que Laurel se abría de piernas para la lengua de Dana eran puro zen, un estado de perfección que nunca había alcanzado con ninguna otra amante. Hubo un momento en que creyó que se moriría allí mismo, cuando la lengua que le castigaba el clítoris descendió de repente. Dana le separó las nalgas con las manos y le lamió el ano. Laurel arqueó la espalda y Dana se la acercó todavía más. Su clítoris palpitaba, enloquecido por la sensación nueva de que la chuparan en aquella zona tan sensible y, cuando Dana le introdujo la punta de la lengua, Laurel gritó de placer. —Dana, por favor… —gimoteó. Estaba tan cerca del clímax que le temblaba todo el cuerpo. «¿Cómo ha sucedido todo tan rápido?» Dana empezó a frotarle el clítoris en círculos, con la

presión justa para volverla loca, mientras seguía lamiéndole el ano. Al cabo de unos segundos, Dana dejó de moverse por completo y se apartó. Laurel quedó al borde del éxtasis y respingó, alarmada. —No pasa nada, cariño —jadeó Dana—. Solo quiero que te des la vuelta. Ponte boca abajo. Laurel cambió de posición en un abrir y cerrar de ojos, ya que estaba ansiosa de que Dana la tocara y la lanzara a un orgasmo que se insinuaba poderoso e in-tenso como pocos. Estaba lista, con el cuerpo empapado en sudor y el coño mojado y abierto. Se puso con el trasero en el aire y el rostro hundido en la almohada y gimió cuando Dana la abrió con una mano y le frotó el clítoris con la otra. Expuesta de aquella manera, soltó un quejido agudo cuando volvió a notar la lengua de su amante en el ano. No tardó mucho en correrse. Solo treinta segundos de atenciones ininterrumpidas por parte de Dana, con los dedos por delante y la lengua por detrás, la hicieron gemir y temblar y derrumbarse sobre el colchón para poder recuperarse. Dana también se tumbó en la cama y abrazó a Laurel con extrema ternura. —Eso también lo he aprendido en Internet —le dijo, mientras le besaba la cara—. A relajarte y estimularte para que estés bien abierta. Iba a hacerlo antes de follarte, pero no he tenido paciencia y he tenido que hacerlo ahora. Laurel logró soltar una carcajada desfallecida. —Pues me alegro. Me ha gustado muchísimo.

—Ya me he dado cuenta —afirmó Dana y le sonrió, llena de confianza—. ¿Debería ir metiéndome el jugue-te ya? Laurel se sentó y alargó el brazo por encima de Dana para coger el dildo doble de la mesita de noche. —Déjame a mí. Dana se semiincorporó sobre los codos y se miró. —Joder, estoy súper mojada… A Laurel se le hizo la boca agua. —Eso no es bueno —le dijo, mientras abría uno de los condones—. Se supone que la cosa esta tiene que quedarse dentro de ti. No nos interesa que estés «demasiado» mojada. —Oh. —Dana se removió en la cama, debajo de Lau-rel —. Esto… ¿debería…? Laurel dejó el juguete a un lado, gateó hasta la mitad inferior de la cama y se puso la pierna de Dana sobre el hombro. Esta cayó de espaldas sobre la almohada. —Ya me encargo yo —murmuró Laurel. Le pasó la lengua por el sexo hinchado y saboreó la dulce humedad que chorreaba. —Te voy a chupar hasta que quedes bien limpia. Dana gruñó y le enredó una mano en el pelo. Ladeó las caderas y le rozó la nariz a Laurel con el vello púbico. —Creo que esto es lo que más me gusta del mundo. Laurel hizo un ruidito de felicidad y le lamió la resbaladiza carne fragante. También era lo que más le

gustaba hacer a ella, sobre todo con Dana, que hacía los ruidos más excitantes que había oído nunca. Para cuando los pálidos muslos de Dana empezaron a agitarse contra su boca, el aire se había llenado de gemidos, jadeos y quejidos ansiosos y Laurel estaba cerca de volver a correrse, solo de oír a su amante. Laurel le insinuó la lengua en su entrada y después volvió a chuparle el clítoris. Le acarició el sexo con los labios y le castigó el centro sensible con la punta de la lengua. Dana se corrió con un grito agudo. Arqueó la espalda, clavó los talones en el colchón y a punto estuvo de tirar a Laurel al suelo, pero esta aguantó entre sus muslos y siguió lamiéndola hasta que se calmó y se quedó inerte sobre las sábanas revueltas. —Joder… —musitó Dana cuando recuperó el habla. Apartó a Laurel con delicadeza. —Cariño, vas a acabar conmigo antes de poder hacer realidad tu fantasía. —Nada más lejos de mi intención —sonrió Laurel. Cogió el dildo y le puso el condón al lado más protuberante. Luego se lo colocó a Dana en la entrada. Estaba más húmeda y relajada que nunca. —¿Estás preparada? —Ya te digo… —murmuró Dana—. Adelante. Se ajustó al juguete con facilidad. Laurel hasta se sorprendió un poco de lo sencillo que fue introducírselo y de cómo Dana abrió las piernas y lo aceptó con un gemido grave de placer. Se lo colocó de manera que el extremo

más largo y fino le sobresaliera entre las piernas. —Precioso. —Laurel acarició el juguete—. ¿Qué tal? Dana le sonrió con languidez. —Muy bien. ¿Me dejas follarte un segundín? Laurel se echó al lado de Dana y se abrió de piernas. Siempre le entraba un cosquilleo de excitación en la boca del estómago cuando probaba algún juguete nuevo. —Me gustan las mujeres con iniciativa. Dana le puso el condón al dildo en un tiempo récord y lo posicionó entre los muslos de Laurel. La punta del juguete se posó sobre su resbaladizo sexo y Laurel hizo fuerza con los pies para frotarse con él. Saber que el otro extremo reposaba dentro de Dana y que pronto estarían unidas íntimamente la ponía más caliente de lo que podía soportar. —Entra dentro de mí —le dijo Laurel—. Quiero sentirte dentro. Dana colocó el dildo en la entrada de Laurel. —Eres tan sexy, nena… Te deseo muchísimo. —Entonces, tómame —le dijo Laurel. Le rodeó la cadera con una pierna y se aferró a sus hombros con el brazo. A continuación arqueó las caderas para que su amante la penetrara—. Por favor. Sin pronunciar palabra, Dana la penetró. Con las manos apoyadas en la almohada, a ambos lados de la cabeza de Laurel, Dana movió las caderas despacio, con cuidado, y se hundió en Laurel centímetro a centímetro. Fue un proceso

tortuoso, pero Dana lo hizo sin prisas. Le puso una mano en la cadera a Laurel y la atrajo contra su sexo. —Ah, me gusta —jadeó Dana. Le besó el cuello a Laurel y dejó escapar un gemido. Su compañera se retorció debajo de ella y suspiró de placer. Le encantaba cómo los pechos de Dana se apretaban contra los suyos. Además, Dana no se detuvo un solo instante; al principio fue despacio, pero poco a poco aceleró el ritmo y la embistió con más fuerza y fogosidad. Laurel le echó los brazos alrededor de los hombros y la estrechó con fuerza. Ella también se movía, entusiasmada, al ritmo que marcaba Dana y su piel sudorosa se deslizaba contra la suya mientras ambas se sacudían con ansiosa desesperación. —Me encanta follarte así —le susurró Dana al oído. Frotó su pelvis contra la de Laurel, que tenía el dildo hundido hasta el fondo—. Me encanta sentirlo cuando te follo. Sentirlo dentro de mí —se interrumpió; gimió y se estremeció de placer. Laurel sujetó a Dana con fuerza y le deslizó las manos por la espalda hasta cogerle el trasero. Notaba cómo sus glúteos se tensaban y se relajaban con cada embestida. —¿Crees que podrías volver a correrte? —Sí —contestó Dana, con los dientes apretados. Laurel también estaba segura de que podía correrse otra vez, pero quería aguantar hasta que Dana la penetrara analmente para estar lo más excitada que pudiera. De todas

maneras, quería sentir cómo Dana se corría en su interior. Le rodeó las caderas con las piernas con fuerza renovada y le arañó la parte baja de la espalda. —Córrete, cariño —le susurró. Le mordió el cuello y succionó aquella piel de porcelana con todas sus fuerzas. —Quiero sentir cómo te corres. Dana se apoyó sobre las manos y empezó a agitar las caderas más deprisa, para follarse a las dos a la vez, sin dejar de frotarse ansiosa contra la juntura del juguete. Laurel cerró los ojos y notó cómo el placer le inflamaba la parte baja del abdomen y la entrepierna, pero trató de evitar el clímax que se insinuaba al final del camino. Gimió, gruñó y jadeó con Dana, para que esta supiera lo mucho que disfrutaba, pero mantuvo el control con mano férrea. Todavía no estaba preparada para dejarse llevar. Su autocontrol a punto estuvo de irse al traste cuando Dana se puso rígida, levantó la cabeza, se estremeció y se corrió explosivamente. El sudor le goteaba por la cara, le caía a Laurel en el cuello y trazaba surcos perezosos sobre su piel. Su rostro se contrajo en un rictus de placer absoluto. Al cabo de unos segundos se relajó, se dejó caer sobre Laurel, lánguida y saciada, y le cubrió el pecho de besos apasionados. —Oh, Laurel. Dios, Laurel… Laurel casi no podía más de deseo. —Quiero intentarlo ya, cariño. Por el culo…

Dana asintió y salió del interior de Laurel, jadeante. —Ya lo sé. —Me has puesto tan cachonda que ya no puedo aguantar más. Dana no se hizo de rogar y besó a Laurel a medida que descendía sobre su cuerpo, hasta volver al castigarle el sexo con la lengua. Laurel gimió con gratitud y abrió las piernas, dispuesta a disfrutar todo lo que Dana quisiera darle. Cuando esta le volvió a lamer el ano, casi se volvió loca. —¡Ah, joder, Dana! —Laurel se retorció bajo las caricias de su lengua y maulló de placer—. Oh, por favor. Por favor, por favor, por favor. Dana se retiró y le metió un dedo cubierto de lubricante por el culo. Laurel pestañeó, sorprendida; ni siquiera se había dado cuenta de que Dana había cogido el bote de lubricante. No le costó nada adaptarse a un solo dedo y aquella suave penetración fue una sensación deliciosa. —Sí —siseó Laurel. Apretó los dientes y se retorció bajo la mano de Dana, con el rostro tomado por el placer —. Sí, sí… —Te gusta —dijo Dana. No era tanto una pregunta como una afirmación. Dana retorció el dedo y siguió metiéndoselo y sacándoselo por el estrecho orificio. Laurel asintió, completamente de acuerdo. —Prueba otro más —respingó.

Había creído que sería más difícil que le entraran dos dedos de Dana, pero se deslizaron hasta el fondo sin hallar resistencia. La sensación le arrancó un gruñido de placer y Laurel se obligó a relajarse, para poder disfrutar mejor de la satisfacción de sentirse tan llena. Era la primera vez que le metían más de un dedo por detrás. Compartió una mirada llena de amor con Dana (Dios, tenía unos ojos verdes hechizadores) y se sonrieron con emoción. —¿Sigues bien? —le preguntó Dana, con una sonrisa tonta. —Fantástica —repuso Laurel—. Diría que quiero más. Dana movió los dedos con un ritmo suave y enloquecedor. Laurel sentía cómo giraban dentro de ella; sentía cómo la frotaba y la abría poco a poco, para prepararla para el dildo. Cerró los ojos y esbozó una sonrisa de satisfacción. —Oh, Dios, Dana —musitó Laurel. —Lo haremos así, boca arriba —la informó Dana, sin dejar de follársela con movimientos lentos y profundos de los dedos—. La página web decía que era la posición más cómoda. Laurel miró a Dana y gimió, agradecida. —Perfecto, porque quiero mirarte a los ojos. Dana le sacó los dedos y colocó el extremo de silicona del dildo sobre el ano distendido de Laurel. Supo que Dana le ponía más lubricante al juguete, cuando el líquido le resbaló por las nalgas.

—Iremos a tu ritmo, ¿de acuerdo? Yo empujaré, pero quiero que tú me guíes. Laurel se mordió el labio y asintió. Trató desesperadamente de no ponerse tensa a la hora de la verdad. —Estoy lista. Dana empujó un poco y presionó la punta del dildo sobre el ano de Laurel. —Acaríciate el clítoris, cariño, y cuando estés lista para tomarme, empuja. —¿Que empuje? —preguntó Laurel. —Como si quisieras… expulsar —aclaró Dana—. Lo he leído. —Bueno, si estaba en Internet debe de ser cierto. Laurel se acarició el clítoris hinchado con la mano, en círculos. Gimió y murmuró cariñosamente. —Friki. Dana aguantó la base del juguete con una mano, y con la otra le pellizcó el pezón izquierdo a Laurel y des-pués el derecho. —Y adoras a esta friki. —Sí que la adoro —contestó Laurel. Respiró hondo, se relajó y empujó contra el dildo. Sus músculos se tensaron ante la intrusión. Cuando de repente cedió y aceptó el primer centímetro del dildo, soltó el aire retenido en los pulmones de golpe. Que-maba. —Ay.

Dana no dejó de castigarle los pezones a conciencia. —Sigue acariciándote, cariño. Relájate y ábrete pa- ra mí. Laurel asintió con decisión. —Mételo un poco más. Dana se apoyó con una mano en la cama para mantener el equilibrio y empujó un poco más. Laurel notó cómo su ano se relajaba y aceptaba la cabeza del dildo entera. Sus músculos se cerraron en torno al extremo más fino del juguete y Laurel levantó una mano temblorosa para que Dana parase. —¿No más? —preguntó Dana. Tenía los muslos en tensión y parecía preparada a retirarse en cualquier instante. —No, solo… dame un segundo para acostumbrarme. Dana asintió y se quedó quieta mientras Laurel se masturbaba. Siguió provocándole los rosados pezones un rato y a continuación le paseó los dedos por el brazo que Laurel movía entre sus piernas, hasta llegar a su centro. En ese momento le metió un dedo por el coño y gimió en voz baja. Laurel abrió la boca y gritó sin emitir sonido. Se sentía tan llena, tan poseída… que solo quería más. Do-bló las rodillas y apoyó los pies en la cama para empalarse en el dildo un poco más. Al cabo de un par de centímetros se detuvo de nuevo. Dana mantuvo un ritmo constante con el dedo.

—¿Qué tal, cariño? ¿Te gusta? Laurel apretó los dientes y se frotó el clítoris con frenesí. Una vez que la incomodidad inicial había remitido, las sensaciones que la recorrían al tener el dildo metido en el culo eran increíbles. Quería metérselo has-ta el fondo y luego quería que Dana le metiera los dedos. —Me gusta. Solo dame un segundo. —Tómate todo el tiempo que quieras —le dijo Dana. Le metió el dedo a Laurel con firmeza y le rozó su punto G. —Esto es para ti, nena, para darte placer. Laurel cerró los ojos e inspiró por la nariz cuando la recorrió una oleada de calor desde lo más profundo de las entrañas. Los muslos le temblaron e intentó evitar lo inevitable. Si no iba con cuidado se correría, y no quería hacerlo hasta tener a Dana dentro. —Más —susurró, y abrió los ojos para mirar a Dana a la cara—. Métemelo entero, Dana. Así lo hizo. Lenta y cuidadosamente, le deslizó el juguete hasta el fondo de una sola vez y Laurel jadeó de placer. Cuando Dana estuvo completamente dentro, dejó las caderas quietas y se quedó inmóvil. —Dime cuando quieras que me mueva —murmuró Dana. Sus ojos relucieron, llenos de deseo—. Y no dejes de tocarte. Laurel había dejado la mano quieta mientras se concentraba para postergar el orgasmo, pero empezó a

moverla de nuevo cuando Dana se lo ordenó. En ese momento, Dana volvió a meterle y sacarle el dedo y Laurel fue incapaz de esperar por más tiempo. —Muévete —gimió—. Fóllame, pero empieza poco a poco. Dana se movió con cuidado y precisión y le metió y sacó el dildo por el ano con embestidas cautelosas. Fue tierna y cariñosa y no apartó los ojos de los de Laurel en ningún momento, para estar atenta a cualquier mues-tra de incomodidad por parte de su amante. Sin embargo, no halló ninguna. Laurel tenía los ojos en blanco. Su cuerpo entero estaba ardiendo; el clítoris le latía, hinchado bajo sus dedos y tan hipersensible que no podía ni rozarlo sin gritar. Dana le deslizó el dedo dentro y fuera del coño, y exploró y frotó cada uno de los puntos sensibles. Y el culo… Se sentía completamente llena y su ano se con-traía de placer en torno al dildo que la penetraba. Dana apretó el ritmo. Dios, le llegaba tan adentro… Notó que Dana le acariciaba la fina barrera que separaba su dedo del juguete y la recorrió una sacudida por toda la espina dorsal. Trató de advertir a Dana. —Voy a… Pero llegó demasiado tarde. El orgasmo la recorrió como un torbellino y le arrancó las palabras de la garganta. Echó la cabeza hacia atrás, lanzó un grito agudo y se le rompió la voz. Sus dedos se

crisparon sobre su clítoris y lo estimularon hasta el final del clímax, cuando la abandonó todo asomo de control. Dana permaneció en ella y fue ralentizando las embestidas, sin llegar a sacarle el dedo. —Muy bien, cariño. Así, así. Eso es. Laurel se había quedado ronca de gemir y gritar y reír. Siguió estremeciéndose en las postreras sacudidas de su orgasmo mucho después de llegar a la cima. Ma-reada, durante un segundo tuvo la impresión de que nunca volvería a sentirse normal. Sin embargo, al poco su cuerpo se destensó y cayó rendida sobre la cama, ab-solutamente agotada. —Guau —susurró Laurel. No es que fuera lo más apropiado en ese momento, pero su vocabulario se había visto reducido drásticamente. —Sencillamente, guau. —Sí, guau —coincidió Dana. Tenía cara de sorpresa, pero su expresión era también precavida. —Te has corrido muy fuerte. Laurel sintió un escalofrío y se contrajo alrededor del dildo y del dedo de Dana. —Oh, sí —le acarició la mejilla a Dana—. Has estado asombrosa. —Tú sí que has estado asombrosa —le dijo Dana—. Eres asombrosa. —Te quiero.

Laurel pestañeó, con los ojos anegados en lágrimas. Aquellas palabras no bastaban; nada que pudiera decir podría acercarse ni de lejos a los sentimientos que quería que Dana entendiera. —Yo… Dana se inclinó y le dio a Laurel un tierno beso en los labios. —Lo sé, nena. Te quiero. Te quiero mucho. Se apartó y metió la mano entre las dos. —Voy a sacártelo, ¿vale? —Vale —le dijo Laurel. Cerró los ojos y ayudó a Dana a sacar el dildo, aunque cada centímetro del juguete le arrancó un gruñido. A continuación, Dana le sacó el dedo y Laurel se quedó vacía. Cuando su amante se sacó el extremo protuberante del juguete con un gruñido quedo, Laurel le agarró el muslo. —Te deseo. —Ya me has tenido —le recordó Dana con una sonrisa burlona. —Quiero tenerte encima —le dijo Laurel—. Quiero que me abraces. Dana dejó caer el dildo a un lado de la cama. —Hecho. Abrazó a Laurel con fuerza y la acunó con cariño, mientras murmuraba palabras sin sentido. Y Laurel todavía se enamoró más de ella.

UN MAL DÍA Laurel estaba sentada en el sofá con Isis en brazos cuando Dana volvió a casa después del trabajo. Tenía los ojos enrojecidos, ya que no había sido capaz de contener el llanto, y al oír a Dana abrir la puerta con su llave sintió una intensa oleada de alivio. Echó un vistazo al reloj, sorprendida de que ya fueran las seis de la tarde. Aquello significaba que llevaba llorando casi media hora. La brillante sonrisa de Dana se desvaneció en cuanto entró en el apartamento y miró a Laurel a los ojos. —¿Laurel? Se acercó al sofá, claramente preocupada. —¿Cariño? Casi en contra de su voluntad, Laurel hizo un puchero y los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez. —He tenido un mal día —musitó. Dana soltó el maletín enseguida y se sentó en el sofá junto a Laurel. —¿Qué ha pasado, cariño? —quiso saber. Frunció el ceño y escrutó el rostro de Laurel—. ¿Y por qué no me has llamado? —Hoy he… perdido a mi primer paciente —murmuró Laurel. Su rostro se contrajo lastimeramente al recordar y apartó la mirada—. No te he llamado porque estabas trabajando y sabía que vendrías esta noche, así que… —Oh, no —exclamó Dana con simpatía. Laurel se sintió

un poco mejor por ello. Dana le pasó el brazo por los hombros y le dio un fuerte abrazo—. ¿Quieres hablar de ello? Laurel negó con la cabeza, pero aun así, empezó a hablar. —Puedo aguantar tener que sacrificar un animal, ¿sabes? Cuando es viejo o está enfermo y sufre, hay una razón para hacerlo y puedo soportarlo. Pero hoy… — Abrazó a Isis con más fuerza y le hundió el rostro en el sedoso pelaje—. Me han traído una gata toda negra. Tenía tres años. —¿Qué le pasaba? Laurel notó que se le ponía un nudo en la garganta. —No estoy segura. La habían envenenado. No… no lo sabemos exactamente. —¿Envenenada? —Dana miró a Isis y después volvió a posar los ojos en Laurel—. ¿Cómo? —Los dueños dijeron que se pasaba el día fuera de casa. Pasó la noche por ahí y cuando volvió le costaba respirar. Nos la trajeron, pero no pudimos hacer más que llenarla de medicamentos mientras el veneno la iba ma-tando — sollozó Laurel. Isis se asustó y saltó al suelo. Tras echar una mirada atrás, la gata se marchó al pasillo. Dana aprovechó para acercarse más a Laurel y le dio un abrazo que esta correspondió con desesperación. —¿No pudiste hacer nada?

Laurel negó con la cabeza y le hundió la cara en el hombro. —Solo verla morir. Nada le hacía efecto. Tuvo un paro respiratorio y sufría unas convulsiones horribles. —Se estremeció por el recuerdo—. Ha sido lo más horrible que he visto nunca. Dana le susurró palabras de consuelo y la acunó con delicadeza mientras le acariciaba la espalda cariñosamente. —Lo siento mucho, cariño. Laurel sorbió las lágrimas y murmuró. —Ya sé que soy una profesional y que debería ser capaz de soportarlo, pero… —¿Soportarlo? —Dana frunció el ceño—. Has teni- do que ver morir a un animal de una manera horrible. ¿Por qué ibas a tener que soportarlo? —Se parecía mucho a Isis —dijo Laurel con voz que-da. Las lágrimas le rodaron por las mejillas—. No podía dejar de pensar en eso: en lo mucho que se parecía a Isis. Dana se apoyó en el respaldo del sofá y acomodó a Laurel en su regazo. —Isis está bien, cariño. Está aquí y está perfectamente. Laurel sorbió las lágrimas de nuevo y apoyó la oreja en el pecho de Dana. Cerró los ojos y se dejó confortar por el latido de su corazón. —Me cabrea tanto cuando les pasan cosas malas a los gatos por salir de casa… Ya sé que mucha gente opina que

están mejor vagando por las calles a sus anchas, pero no puedo ni imaginarlo… Echó un vistazo al pasillo, por donde había desaparecido Isis, y deseó que la gata estuviera donde pudiera verla. —Es mi niña y no puedo ni imaginármela ahí fuera, a merced de la naturaleza, de la gente o de cualquier otra cosa. —Lo entiendo —murmuró Dana. Le acarició la espalda a Laurel—. Tendrías que haberme llamado, tesoro. Aunque estuviera en el trabajo, no había necesidad de que pasaras este mal rato sola. Podría haber intentado salir antes. —No quería molestarte. Dana se sentó derecha y se apartó de Laurel. —¿Molestarme? Laurel se volvió al percibir la nota de pesar en la voz de Dana. Cuando descubrió su expresión alicaída, se le cayó el alma a los pies. —No quería decir que… —¿Creías que me molestaría que me llamaras para contarme que habías tenido un mal día? Aunque Dana todavía tenía las manos en las caderas de Laurel, era como si se hubiera abierto un abismo entre las dos. —Quiero ser la persona que te consuele cuando es- tás triste. Quiero que lo primero que hagas cuando estés disgustada sea coger el teléfono y llamarme. Creía que… —Dana —la interrumpió Laurel—. Cariño, por favor. —

Se encogió de hombros, impotente—. Lo siento. No es que pensase que no estarías a mi lado, es que me sentía muy estúpida. —No es estúpido estar triste —dijo Dana—. Sea por la razón que sea. —Pero… —Además, no tienes por qué sentirte estúpida conmigo. Nunca. Te quiero, Laurel. Cuando sufres, yo sufro. Y saber que prefieres sufrir sin mí hace que me entren ganas de llorar. —Tienes mucha razón —admitió Laurel al cabo de unos segundos—. Yo querría que me llamaras si te pa-sara algo, así que entiendo que tú quieras lo mismo. —Claro que sí. Dana la besó largamente y, cuando despegó los labios de los de Laurel, preguntó: —¿Acaso no te lo digo siempre? ¿Lo que quiero? —Tú siempre me dices las cosas. Supongo que a veces no te escucho lo suficiente. —Quizás te lo tengo que decir mejor. —Dana la abra-zó con fuerza y le acarició los costados—. Laurel, eres lo más importante de mi vida. Quiero saberlo todo de ti. Quiero estar a tu lado cuando eres feliz y, sobre todo, quiero estar contigo cuando estás triste. Quiero tener la oportunidad de hacerte sentir mejor. —Me haces sentir mejor —musitó Laurel. Y era cierto. Desde que Dana había entrado por la

puerta, su corazón había empezado a recuperarse de las emociones de aquel día tan duro. —Créeme, lo haces. —¿Y cómo puedo hacerte sentir mejor esta noche? El humor de Laurel cambió casi de inmediato e in-sinuó una sonrisa, aunque luego se lo pensó mejor. Por una vez, no acababa de apetecerle hacer el amor. —Podríamos pedir una pizza y ver una película en el sofá. —Tras apartarse unos mechones húmedos de los ojos, añadió—: ¿Me dejas elegirla a mí? Algo ligero, feliz y romántico. —Trato hecho. Dana se sacó el móvil del bolsillo. —¿Pedimos la pizza donde siempre? —Sí. Laurel se sentó con la espalda contra el respaldo y miró a su compañera. —Me alegro de que hayas venido esta noche. —Yo también —le dijo Dana, mientras marcaba—. ¿Lo mismo? ¿Una pequeña con pimiento verde, cebolla, tomate y sin queso? Laurel asintió con entusiasmo. Era reconfortante tener a alguien que se supiera su pizza favorita de memoria. Siendo realista, aquella razón era de las menos importantes a la hora de explicar por qué adoraba a Dana, pero aun así le llenaba el corazón de ternura. —Sí, espero. —Dana le sonrió—. Eres muy rara,

¿sabes? ¿Una pizza sin queso? Eso es una blasfemia. Laurel arrugó la nariz. —Empecé a comérmela así cuando hacía striptease. Era mi manera de compensar el hecho de comer pizza, puesto que mis ingresos dependían de mi silueta. La ver-dad es que acabó gustándome mucho. Dana recitó su pedido habitual al teléfono y, mientras tanto, Laurel se fue a cambiar a la habitación. Ya que iban a pasar la noche en casa, quería ponerse cómoda. Cuando volvió al salón con el pantalón del pijama y una camiseta de tirantes, encontró a Dana en el sofá con Isis acurrucada en el regazo. Desde donde estaba, Laurel vio cómo Isis estiraba las patas y ronroneaba complacida bajo las caricias de Dana. Sorprendida, se quedó en el umbral para observarlas en silencio. Era la primera vez que veía a Dana hacerle carantoñas a su gata. —Gracias por cuidar de ella hasta que llegara —le murmuraba Dana a la mimosa gata—. Y ya te lo digo ahora: tienes completamente prohibido salir afuera. Me da igual cuánto supliques cuando viva contigo, en eso me mantendré firme. Laurel se tapó la boca con la mano para no sonreír. Ver a Dana teniendo una conversación en serio con su gata era agradable. Y el hecho de que su amante hu-biera mencionado casualmente lo de vivir juntas (delante de Isis, vaya público) le llenó los ojos de lágrimas de fe-licidad. Estaba decidida a seguir el ritmo de Dana, pero en

aquella ocasión no pudo evitar darle un empujoncito. Entró en la sala y carraspeó. —¿Sabes? Isis me lo ha estado preguntando. Dana dio un salto. Al parecer, la llegada de Laurel la había cogido por sorpresa. —¿El qué? —Cuándo ibas a dejar de pasar tanto tiempo fuera de casa. Laurel atravesó el salón y le dio a Dana los pantalones de pijama y la camiseta que guardaba en su casa para cuando se quedaba a dormir. Se sentó a su lado y continuó. —Yo he intentado explicarle que tienes tu propia casa, pero le ha parecido una tontería. Pasamos juntas casi cada noche, y tener dos casas significa que a veces la de-jamos sola. —Y no le gusta estar sola —apuntó Dana—. Supon-go que sí que es una tontería, si lo piensas así. —Bueno, es lo que opina Isis. Dana bajó la mirada hacia la gata de negro pelaje y le rascó detrás de las orejas. —¿De verdad que compartirías a tu mami conmigo? Isis no contestó. —Isis —la arrulló Laurel, en el tono que sabía que haría responder a la charlatana de su mascota—. ¿Qué dices? Soñolienta, Isis parpadeó con sus ojos dorados, levantó la cabeza y maulló. Dana miró al animal y a continuación a la persona sentada a su lado. Arqueó una ceja.

—¿Qué ha dicho? —Creo que ha dicho «si vais a cenar pizza, yo quiero atún» —respondió Laurel. Se arrimó más a Dana y le rodeó los hombros con el brazo—. O eso o «dejad de hablarme como a una persona». Dana echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada que volvió a ahuyentar a Isis. Laurel se aprovechó del hueco que había dejado y se le arrimó más. —Me encanta tu sentido del humor —le dijo Dana, entre risitas—. De verdad que te quiero. —¿Te gustaría vivir conmigo? A Dana se le iluminaron los ojos y no lo dudó un instante. —Sin lugar a dudas. No sé cómo lo hemos retrasado tanto tiempo. ¿Cuánto llevamos? ¿Ocho meses? —Los mejores ocho meses de mi vida —afirmó Laurel. Dana sonrió, como si acabara de ocurrírsele un se-creto. —Creo que lo mejor está por llegar. —No lo dudes —coincidió Laurel—. ¿En tu casa o en la mía? —¿Qué tal «la nuestra»? —propuso Dana—. No me importaría buscar una casa más grande. Las nuestras son pequeñas. Además, supongo que me gustaría empe-zar desde cero juntas, en un sitio nuevo. Antes de dejarse llevar por la emoción, Laurel se sentía obligada a hacerle una advertencia. —Nunca has vivido en pareja antes. Seguramente ten-go

alguna que otra mala costumbre. «Me da la impresión que podría llevarme el Oscar a la mejor lesbiana en estos momentos.» —Y también tienes costumbres muy buenas —replicó Dana—. Como quererme. —Abrazó a Laurel con fuerza y le susurró—: Oh… y chuparme. —¿Ah sí? —bromeó Laurel—. ¿Esas son todas mis buenas costumbres? —Seguro que no, pero son dos de mis favoritas. —¿Estás preparada para dar este paso, cielo? Me refiero a que he sacado el tema sin previo aviso y no quiero que te sientas presionada. —¿Estás de broma? —sonrió Dana—. Odio verte marchar o marcharme yo. Odio cuando estamos separadas. — Miró a Laurel con gravedad—. Si no hubiéramos tenido pensado que hoy dormiría aquí, ¿me habrías llamado para decirme que estabas triste y necesitabas que viniera? Laurel no pudo mentir. —No lo sé. Supongo que sí. —Si vivimos juntas, ¿me prometes que me llamarás siempre que te pase algo malo o que te sientas infeliz? —Viva o no viva contigo, sí —asintió Laurel—. Lo prometo. Se acurrucó con la cabeza en el hombro de Dana y aspiró su aroma. —He aprendido la lección. Y me encuentro mucho mejor ahora que te tengo aquí.

Dana la atrajo hacia sí y le acarició el pecho con dulzura. —¿Quieres que empecemos a mirar apartamentos este fin de semana? Laurel pestañeó, gratamente sorprendida. El día había dado un giro de 180 grados y estaba acabando a lo grande. —Perfecto. Y hay otra cosa que querré hacer muy pronto. A lo mejor, cuando nos hayamos mudado, no quiero estar por otras cosas. —Suena interesante. Dana le mordisqueó el lóbulo de la oreja y le hociqueó el cuello. —¿Qué es lo que quieres, cariñito? —Mi tercera fantasía. Dana dejó escapar un sonido ronco y seductor. —Esperaba que dijeras eso.

UN FALLO EN EL SISTEMA Dana salió del dormitorio a grandes zancadas, con el ceño fruncido. Aunque estaba preciosa con su traje gris oscuro, no parecía de muy buen humor. Laurel estaba en la cocina, preparando las bolsas para la comida de las dos. Observó a Dana con cautela mientras untaba mos-taza en su sándwich de pavo. ¿Sería Dana la que rompiera el hielo, o tendría que hacerlo ella? Acababan de discutir, después de que Dana se hubiera puesto furiosa al encontrarse una toalla mojada colgada de la puerta de la ducha que goteaba en el suelo. Odiaba el desorden y, al parecer, tener mojado el suelo del baño era un crimen terrible. Lo primero que le había dicho a Laurel aquella mañana había sido: «¿Qué coño es esto? ¿Es que vivimos en una pocilga?». Laurel le había replicado, porque le cabreaba que, en lugar del abrazo y el beso al que estaba acostumbrada, hubiera tenido un reproche de buenos días. «Ya veo que te has levantado de buen humor, pastelito mío.» Fue lo último que se dijeron antes de que Dana se metiera en el baño y cerrara de un portazo y Laurel se fuera a la cocina. Habían pasado exactamente diecisiete minutos. Laurel lo sabía, porque los había contado con el estómago encogido por la tensión. Oyó entrar a Dana, pero mantuvo la mirada baja mientras esta pre-paraba el café.

Dana no pronunció palabra mientras trabajaba y Laurel tampoco, de manera que sus rutinas ma- tutinas se desarrollaron silenciosa y eficientemente. Hacía dos semanas que compartían apartamento y, a medida que acababan de desempaquetar, estaban recibiendo un cursillo acelerado en las costumbres mutuas. Dana era una obsesa del orden y la limpieza, justo como Laurel había imaginado. Ella, por su parte, era más laxa, aunque suponía que su amante la consideraría más «desordenada» que otra cosa. Laurel había intentado cuidar un poco cómo dejaba la casa y, hasta aquella mañana, Dana parecía estar haciendo un notable esfuerzo por ser paciente con ella cuando dejaba las cosas por medio. Aprenderse las manías de Dana no era cosa fácil, y Laurel creía que se merecía más reconocimiento del que le había otorgado por lo del baño. —¿Dónde está mi maletín? —preguntó Dana con voz tensa, desde el otro lado del mostrador de la cocina—. Lo dejé al lado de la puerta, pero ya no está ahí. Laurel levantó la mirada. —Lo he dejado en el armario de la entrada. —El armario de la entrada, cómo no. Dana farfulló algo entre dientes y se alejó. Laurel contuvo las lágrimas y metió un plátano en una de las bolsas de papel. Dana regresó justo cuando acababa de cerrarla y Laurel se la ofreció con una media sonrisa triste. —Aquí tienes tu comida.

La expresión de Dana se suavizó un poco. Dejó el maletín en el suelo y cogió la bolsa, con cuidado de no tocar los dedos de Laurel. —Ah, gracias. —No hay de qué. Laurel la miró con precaución. Se moría por tocarle la mano, pero se contuvo, porque no estaba segura de que Dana apreciara el roce en aquellos momentos. —No es más que un sándwich de pavo. Dana dejó escapar un hondo suspiro y dejó la bolsa en el mármol. —Lo siento, cariño. Aunque tenía el corazón en un puño por la discusión, Laurel no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente. —¿Por qué? —Por provocar nuestra primera pelea. Dana parecía sinceramente avergonzada y Laurel for-zó una sonrisa desvaída. —Demasiado tarde, ya te habías disculpado por eso. Dana inclinó la cabeza, obviamente confusa. —¿Ah, sí? —Esta no es nuestra primera pelea. Ni siquiera estoy segura de que sea nuestra segunda. La primera, por si no te acuerdas, fue en tu despacho y en el pasillo y en el ascensor. Y duró mucho más que esta. Dana negó con la cabeza. —Ah, sí. Bueno, entonces supongo que siento haber

provocado todas nuestras peleas —murmuró, apesadumbrada, sin poder mirar a Laurel a los ojos. Laurel rodeó el mostrador de la cocina y le rodeó los hombros con los brazos. —No nos hemos peleado. —¿Ah, no? A mí me lo ha parecido. —Hemos reñido —la corrigió Laurel—. Es lo que hacen las parejas a veces. —Eso no es excusa para mi humor de perros —murmuró Dana. —No pasa nada. Ya está olvidado, ¿de acuerdo? Te perdono. —Besó a Dana en los labios y después en la punta de la nariz—. Estas cosas pasan. Yo también lo siento. —¿Así que ya está? Laurel le apoyó la cara en el pecho. —Sí, ya está. Ahora ya volvemos a ser una pareja jo-ven y locamente enamorada. —Gracias a Dios —suspiró Dana, aliviada. —Aunque no estoy muy segura de que hayamos deja-do de serlo en ningún momento, la verdad —musitó Lau- rel. Podía oír el corazón de Dana latir contra su oído, continuo y tranquilizador—. Al menos, yo no. Te quiero hasta cuando nos tiramos los platos a la cabeza. Espero que lo sepas. —Lo sé. Y yo también te quiero —le aseguró. Le pu-so una mano en la nuca y la acunó cariñosamente—. A veces soy un horror por las mañanas. Supongo que ahora ya te

has dado cuenta. —Podré manejarte. —Solo hace falta que me mires con esos ojos tristones y soy tuya. Ya lo creo que sabes cómo manejarme. —Dana le besó la coronilla—. ¿Cómo he tenido la suerte de encontrar a una chica que me soporte? Laurel dejó escapar una carcajada y murmuró: —Lo que tienes es un amigo muy atento que pagó para que una mujer desnuda bailara para ti, ya ves. —Lo que me recuerda… —empezó Dana, esbozando una sonrisa—. Tengo que invitar a Scott a cenar por ahí un día. Sigo en deuda con él. Laurel soltó una risita. De momento, Scott había tenido un regalo de Navidad significativamente caro, un fin de semana en Toronto por su cumpleaños, y varias comidas en sus restaurantes favoritos, por cortesía de Dana. Casi era embarazoso lo agradecida que estaba su amante por aquel baile tan afortunado. Lo agradecidas que estaban las dos. —¿Me cuentas lo que te pasa? —le preguntó Lau-rel—. ¿Por qué te has levantado tan tensa hoy? —No es nada, de verdad. —Dana se encogió de hombros y la besó en el cuello—. Me he levantado gruñona, eso es todo. No quiero ir a trabajar. Laurel se apartó y parpadeó en muestra de perple-jidad. —¿Perdona? Eso no es nada propio de ti. Dana frunció los labios, petulante.

—Ha sido una semana muy larga. Acabamos de lan-zar un proyecto muy importante y hoy no va a haber mucho que hacer. Además, sinceramente —Dana hizo una pausa y desvió la mirada—, ahora mismo quiero estar contigo; no quiero marcharme. Laurel tuvo que hacer un esfuerzo para no derretirse allí mismo. —Te quiero, mi vida. Lo siento. —Ya, bueno, soy idiota. —Dana negó con la cabeza, disgustada—. Estoy enfadada porque hoy te voy a echar mucho de menos y para demostrarlo me comporto como una bruja contigo. Brillante. —Eh, oye, lo consideraremos un defectillo de nada —le dijo Laurel—. Igual que lo de dejar toallas goteando en el suelo es un defectillo mío. —Me da igual la toalla —dijo Dana. Se liberó del abrazo. Se la veía inquieta—. Siento ser una imbécil. —Vale ya —la cortó Laurel. Sin embargo, notaba que había algo que Dana no le decía—. ¿Te preocupa algo más? ¿Son tus padres? Los Watts venían a cenar el fin de semana. Dana no había dicho mucho cuando Laurel sugirió invitarlos la primera vez, pero desde entonces había estado de mal humor. —Bueno, ya sabes que no me hace mucha gracia —admitió Dana. Laurel pensó bien lo que iba a decir. Siempre tenía la

sensación de que debía ir con mucho cuidado cuando hablaba con Dana de su familia. —¿Qué es exactamente lo que te preocupa? La mirada de Dana vaciló, como si se estuviera examinando por dentro y no entendiese lo que veía. —Las cosas han cambiado —dijo—. Es como si ya no supiera cómo actuar cuando estoy con ellos. Ellos te adoran y eso es comprensible, pero a veces siento que nos están muy encima. Mi padre no deja de preguntarme sobre el trabajo y de sacar el tema de las hipotecas y los fondos de inversión. ¿Y mi madre, que no deja de soltar indirectas sobre tener hijos? El comentario que hizo la otra noche sobre tu feminidad fue de lo más estrafalario. Laurel fingió una expresión de agravio. —¿Insinúas que tengo las caderas demasiado estrechas para parir hijos? Dana casi se atragantó de la risa. Antes de que pudiera responder, Laurel continuó. —Cariño, escúchame. Tus padres han estado al mar-gen de tu vida durante muchos años y ahora que los has dejado entrar un poco están emocionados, eso es todo. Lo único que intentan es relacionarse contigo —titubeó, porque no estaba segura de que sus siguientes palabras le sentaran del todo bien a Dana—. Y lo único que hago yo es relacionarme con ellos. Por las dos. Dana se quedó en silencio durante tanto rato que Laurel ya se hizo a la idea de que lo siguiente que iba a oír era un

portazo y sus pasos alejándose. Sin embargo, su amante permaneció donde estaba, con una expresión indefinida: parecía una mujer que, perdida entre la multitud, de repente reconoce una cara amiga. En el tono más serio que Laurel le había oído nunca, Dana confesó: —Hasta que apareciste, no sabía cómo hacerlo. Creía que nunca podría volver a acercarme a ellos. Romper con la costumbre es raro, pero la verdad es que me gusta. Se ruborizó, y Laurel dio un paso hacia ella y la estrechó entre sus brazos. —Te acostumbrarás, te lo prometo. Dana la abrazó con fuerza y hasta la levantó en el aire. Laurel rió y se agarró de los hombros de su compañera hasta que volvió a dejarla en el suelo. —Laurel, me haces tan feliz que a veces me parece increíble que todo esto sea real. Supongo que tenía miedo de enseñárselo a mis padres, por si de repente se eva-poraba. A sabiendas de lo mucho que le había costado admitir su inseguridad, Laurel le puso la mano sobre el corazón y la miró a los ojos con intensidad. —Yo te quiero y tú me quieres. Dana rió y hundió la nariz en el cabello de Laurel para aspirar su aroma. —Te voy a echar mucho de menos hoy. —Solo trabajo hasta el medio día —le recordó Lau-rel —. Medio turno, ¿te acuerdas? Era la recompensa por haber doblado turno el día an-

terior. Dana suspiró. —A lo mejor puedo salir de la oficina un poco antes. —O yo podría ir a comer contigo. Aquello hizo sonreír a Dana. —¿En serio? ¿Quieres que comamos en algún sitio? —Claro, me encantaría. Puedo ir a buscarte a la oficina… —Laurel se interrumpió y esbozó una amplia sonrisa, genuina y traviesa, cuando le vino la inspiración—. Ohhh… —Oh, oh —murmuró Dana, antes de que Laurel tu-viera ocasión de compartir su fantástica idea—. Eso no es nada bueno, conozco esa mirada. ¿Qué se le ha ocu-rrido a mi viciosilla? Laurel soltó algo a medio camino entre la carcajada y el gemido cuando Dana la llamó «viciosilla». La verdad es que le resultaba divertido que aquella frase, que ya habían hecho suya, la pusiera tan caliente. Ya notaba que se le humedecían las bragas y supo que iba a ser una mañana muy larga. —Mi tercera fantasía —le dijo—. ¿Y si la pongo en práctica hoy? —Ya veo —le dijo Dana, mientras le deslizaba la mano bajo la camiseta y le acariciaba la espalda—. Y yo que pensaba que se te había olvidado. —Créeme, tu repertorio en la cama me ha tenido muy entretenida. Pero ¿por qué conformarse con una noche de sexo fantástico cuando podría hacer realidad la fantasía

perfecta con la que sueño desde hace tiempo? —¿Intentas que me lo crea o que me entre pánico escénico? Si lo que Dana intentaba era disimular lo mucho que le gustaba la idea, estaba fallando miserablemente. —Solo intento recordarte que la última fantasía que me regalaste fue impecable. A veces, cuando tengo un momento de respiro en el trabajo, cierro los ojos y pien-so en lo mucho que me gustó la sensación de que me la metieras por el culo. A Dana le brillaban los ojos. —Qué gran modo de acabar una semana larga y pe-sada. —¿Solo hacía falta eso para alegrarte la mañana? — Laurel le pasó la mano por el pelo y le masajeó el cue-ro cabelludo con la yema de los dedos. Sonrió cuando Dana se estremeció—. Eres muy fácil de complacer. —Nah —ronroneó Dana—. Es que tú sabes complacerme muy bien. —Eso también. —Bueno, ¿qué tienes en mente? —le preguntó Dana. Sus manos hallaron el trasero de Laurel y le acarició las nalgas sobre el pantalón del uniforme. Sonrió, ex-citada—. Me preguntaba con qué me saldrías, porque, la verdad, no sé si vamos a poder superar las dos primeras. —Ah, tengo una idea —le dijo Laurel, mientras le hacía cosquillas en la nuca y frotaba las caderas con las suyas.

—Me muero de curiosidad. —Ha sido muy cruel por mi parte hacerte esperar hasta que nos mudáramos —dijo Laurel, aunque no sonaba arrepentida en absoluto—. Lo siento. —No, no lo sientes. Laurel echó un vistazo al reloj digital del microondas. —¿No tienes que irte a trabajar? No lograba decidir qué parte explicarle a Dana y qué parte guardarse para poder sorprenderla. Sabía lo que quería hacer, pero no estaba segura de lo que opinaría Dana. —¿Confías en mí? —le preguntó. —Ciegamente. La respuesta fue rápida, inmediata. Sin pensar. Laurel sonrió ante la emoción en la mirada de Dana. —¿Tienes tiempo de hacer una pequeña adición a tu vestuario antes de irte a trabajar? —Ay, Dios. Vamos a ser malas, ¿verdad? Laurel le pasó un dedo por el pecho, lentamente, hasta llegar a la cinturilla de sus pantalones. —Mucho.

DONDE EMPEZÓ TODO Para cuando Laurel llegó a la planta 29, ya tenía el interior de los muslos húmedos, los pezones como piedras contra el tejido del sujetador y los pechos hinchados y pesados. Estaba convencida de que estaba sonrojada y de que tenía las pupilas dilatadas y la excitaba pensar que cualquiera que la viera se daría cuenta de su estado. Echó un vistazo cariñoso al ascensor antes de salir. Allí era donde Dana y ella se habían besado por primera vez. Donde habían hecho el amor por primera vez. Le traía muchos recuerdos especiales, así que dejó que estos recuerdos inflamaran el deseo que la acuciaba ya entre las piernas. Recorrió el pasillo hacia el despacho de Dana con una sonrisa radiante dibujada en el rostro. Un hombre joven con perilla iba en dirección contraria, pero en el último momento se paró en seco al verla y, boquiabierto, le dedicó un saludo de cabeza mientras bailaban el uno en torno al otro en uno de aquellos momentos extraños en los que trataban de decidir por qué lado pasar cada uno. Laurel contuvo una risita ante la expresión del chico. Los programadores de Dana no eran demasiado sutiles a la hora de disimular su excitación cuando una mujer penetraba en sus dominios. Las contadas visitas de Laurel a la oficina solían crear una verdadera conmoción. Su mayor reto de aquel día sería pasar por el embudo, que era

como denominaba al estrecho paso entre dos hileras de escritorios que tenía que atravesar para llegar al despacho de Dana y que estaba poblado de frikis informáticos mirones que no le quitarían ojo de encima. «No finjas que saberlo no te pone un poco, Laurel. Intenta ser natural, sabiendo lo que estás a punto de hacer.» Estaba cachonda, mojada, y por debajo de la falda corta le temblaban las rodillas de puro deseo sexual. Pese a todo, reunió valor y atravesó el embudo. Todas las cabezas se volvieron hacia ella al unísono. —¿Va a comer con la señorita Watts? —preguntó uno de los monos picadores de datos, pese a la obviedad de la situación. Laurel asintió, amable. «No, solo voy a comerme a la señorita Watts.» El tipo no le despegó los ojos de la parte delantera de la camisa, que Laurel llevaba desabrochada lo justo para insinuar el escote. Había pasado por casa para cambiarse el uniforme de la clínica veterinaria por algo más seductor antes de salir a comer. Las medias, las había dejado en el apartamento. Después de todo, no iba a necesitarlas. —¿Dana está en su despacho? —preguntó. Aquella pregunta tan compleja se ganó varios segundos de silencio estupefacto hasta que la única programadora mujer de Dana contestó.

—Sí que está. Disfrute de la comida. «Oh, ya lo creo.» Laurel notó un espasmo en la entrepierna solo de pensarlo. Con los ojos de todos pegados al culo, Laurel atravesó las hileras de cubículos para llegar ante la puerta cerrada del despacho de Dana. Llamó y entró. Al ver a Dana sentada tras su enorme escritorio de roble, sonrió de oreja a oreja. —Hola, nena —la saludó Dana en voz baja. Paseó la mirada sobre el cuerpo de Laurel lentamente—. ¿Qué tal si cierras la puerta? Laurel se apoyó en la puerta y la cerró con un suave clic. —Te he echado de menos —murmuró. Era la pura verdad, independientemente de que hubieran pasado solo unas seis horas separadas. El cuerpo le ardía bajo la mirada de Dana y se dio cuenta de que esta cerraba los puños sobre el escritorio. —Yo también te he echado de menos —le dijo Dana. —¿Has pensado mucho en mí? —Ya sabes que no hago otra cosa. Laurel avanzó hacia ella. —¿De verdad? La voz de Dana se tornó ronca. —Me paso el día empalmada por ti. Es difícil que te saque de mis pensamientos. Laurel tragó saliva y rodeó el escritorio para poder verle el regazo. Al estar sentada, la tela de sus pantalones

oscuros quedaba ajustada en torno a sus muslos y le marcaba la protuberancia entre las piernas. —¿Y qué te parece estar empalmada todo el día? —Muy bien. —Dana se humedeció los labios—. Excelente. Laurel apoyó el trasero contra el borde del escritorio, se inclinó y le susurró a Dana al oído. —¿Estás mojada bajo esa polla tiesa? Dana jadeó, caliente y temblorosa sobre su cuello, y le puso la piel de gallina. Laurel cerró los ojos un instante para controlar su deseo. Todavía no había aca-bado de interpretar su escena de seducción, y aquella parte era tan importante en la fantasía como el momento en que finalmente se la follaba. —¿Lo estás? —repitió, cuando Dana no le respondió. —Sí —contestó su amante, con la voz tomada y enronquecida de deseo. Laurel se irguió y se sentó en el escritorio de Dana, a la izquierda de esta. Se levantó el dobladillo de la falda un poco y abrió las piernas. —Yo también, mira. Dana soltó un gemido quedo al echarse hacia atrás en la silla para mirarle debajo de la falda. Cuando sus ojos se posaron en el sexo hinchado de Laurel y permanecieron allí, Laurel se mojó todavía más, Dana alargó la ma-no y le pasó la yema del dedo por la suave piel de la parte interior de la rodilla.

Justo cuando subía y se acercaba peligrosamente a la raja de Laurel, se oyó un golpe sordo al otro lado de la puerta y Laurel cerró las piernas automáticamente. —Traen papel para las impresoras —le explicó Da-na —. Hay un cuarto de material al lado del despacho. Laurel soltó una risita nerviosa, bajó de la mesa y fue a la puerta. —Esta es la razón por la que el tipo que inventó las cerraduras, inventó las… cerraduras. —Un genio, sin duda —repuso Dana con una sonrisa perezosa. Entonces se detuvo, al darse cuenta de lo que estaba pasando—. Espera… ¿aquí? Laurel le dedicó una amplia sonrisa, echó el pestillo y volvió con Dana. «Supongo que no llegué a especificarle que me la quería follar encima de su mesa.» Se puso de rodillas en la moqueta y giró la silla de Dana. Le desabrochó los pantalones, le bajó la cremalle-ra y sonrió, traviesa. —Dime que nunca te habías imaginado algo así. —¿En mi despacho? —Dime que no lo has hecho. Laurel le metió la mano en los pantalones, le sacó el dildo que llevaba atado a la cintura y lo colocó en posición erecta mientras se relamía. —Pero no te creeré. —Sí que me lo había imaginado.

Dana gimió desde el fondo de la garganta cuando Laurel se inclinó y se metió la punta del dildo en la boca, para lamerlo con fruición. —Muchas veces. Laurel se lo metió entero. Justo como había esperado, en aquella ocasión iba a poner en práctica una fantasía mutua. Movió la cabeza arriba y abajo, exprimiendo el dildo en toda su longitud con los labios. Le encantaba provocar a Dana de aquella manera. Por mucho que fuera todo mental, a juzgar por el modo en que Dana agitaba las caderas debajo de ella y cómo le pasaba los dedos por el pelo, aquello la estaba poniendo de lo más cachonda. —Oh, sí, nena —gruñó Dana, casi en un suspiro—. Chúpamela. Laurel no cesó en sus atenciones y le rodeó los mus-los con los brazos. La mano de Dana permaneció firmemente asida a su cabello, sin forzarla a moverse pero sin dejar que se alejara demasiado o se distrajera de su tarea. En ese momento sonó el teléfono. —Joder. —Dana se dejó caer sobre el respaldo de la silla con un suspiro de decepción—. Mierda. Laurel soltó el dildo con un sonidito húmedo. —Contesta —murmuró, y después le dio un lametón perezoso al juguete—. No te preocupes por mí. El teléfono continuó sonando. —No puedo contestar así —siseó Dana. Laurel agarró la base del dildo con el puño y le pasó la lengua de arriba

abajo. Dana respingó—. De ninguna manera voy a sonar normal mientras tú… —Lo harás bien —la tranquilizó Laurel, mientras masturbaba el juguete y levantaba la mirada hacia Dana con una sonrisa juguetona—. Eres una profesional. Se volvió a meter el dildo en la boca, sin despegar los ojos de su amante, que no podía sino jadear. Dana descolgó el teléfono y saludó a su interlocutor con fría autoridad. Nada en su actitud denotó que estaba recibiendo una enérgica mamada de una mujer que había de rodillas detrás de su mesa. A Laurel le gustó verla mientras hablaba de trabajo con alguien que, a juzgar por la conversación, debía de ser un cliente. Su cara lo decía todo: el reto de mantener la compostura le había encendido la mirada y tenía los ojos ardientes fijos en Laurel. Laurel tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no dejar escapar un gemido al notar el olor almizcleño del deseo de Dana cerca de la nariz. Aspiró profundamente y chupó y lamió el dildo como si Dana pudiera notar cada una de las caricias de su lengua y la succión de sus labios. Le hundió los dedos en la parte trasera de los muslos, en claro reflejo de su necesidad. Supo que Dana lo había captado cuando empezó a mover la mano sobre su cabello, para guiar sus movimientos mientras se la ma- maba. Las dos se miraron a los ojos y Laurel se la me-tió lo más hondo que pudo. Dana tensó los muslos bajo los brazos de su compañera. —Gracias, Wayne. Nos vemos el lunes, a las diez en

punto. —Hizo una pausa y soltó una suave carcajada—. Cuenta con ello, adiós. Soltó el auricular del teléfono sobre su soporte y aga-rró a Laurel del pelo con fuerza, hasta que esta alzó la cabeza y soltó el dildo que llevaba en la boca. —¿Todo bien? —le preguntó con un brillo malicioso en los ojos—. ¿La llamada ha ido bien? —Serás desvergonzada… Siéntate encima mío, anda. Laurel se levantó y montó a horcajadas de Dana; se subió la falda, de manera que el dildo se posicionara entre los resbaladizos labios de su vagina y le dijo al oído: —¿Va a follarme en su despacho, señorita Watts? Dana le metió las manos debajo de la falda y le agarró las nalgas desnudas, para atraerla hacia el juguete erecto que tenía entre las piernas. Entonces empezó a mover las caderas adelante y atrás en un ritmo lento. —A lo mejor sí —musitó. —¿Seguro? —Laurel le hundió el rostro entre los pechos, para que no la viera sonreír—. Antes me ha parecido que no estabas muy convencida. Dana alargó la mano con desesperación, y Laurel notó cómo le colocaba el dildo en su húmedo agujero. —Lo haremos rápido —murmuró Dana—. Y luego saldremos. Laurel sonrió de oreja a oreja. Había sido pan comido convencer a Dana de que se dejara de inhibiciones. Oh, sí, definitivamente había fantaseado con algo así antes. Le

pasó la lengua por el lóbulo de la oreja y jadeó. —Fólleme, señorita Watts. Por favor. La punta del dildo la penetró; Laurel lo encajó despacio, sin dejar de mirar a Dana mientras esta la llenaba. —¿Así? Laurel asintió con un respingo. —Sí. Se agarró del respaldo de la silla por encima de los hombros de Dana y movió las caderas. —Es perfecto. Dana le acarició el clítoris excitado con los dedos, en suaves círculos. —Muévete para mí, cariño. —Echó un vistazo a la puerta, detrás de Laurel—. Y no hagas ruido. Laurel asintió con solemnidad y empezó a montar el dildo que tenía metido en el coño. Aquella extraordinaria sensación de plenitud hizo que las caderas le temblaran de placer. Las caricias de Dana, tan atentas e inten- cionadas sobre su centro lubricado, le daban ganas de gritar. Se echó hacia delante y le comió la boca a Dana para resistir el impulso. Dana empezó a mover los dedos más rápido, deslizándoselos con presteza sobre la parte superior del clítoris. Sin separar los labios de los de su amante, Laurel se movió contra el cuerpo de Dana con fuerza, en busca del clímax. Estaba ya muy cerca y era como si todo contribuyera a excitarla aún más: tener que guardar

silencio, notar el borde de la mesa en la espalda mientras se movía, saber que lo único que las separaba de una sala repleta de gente era la puerta cerrada del despacho… Dana rompió el beso con un gruñido sordo. —Córrete para mí, cariño. Laurel asintió. Temía que si abría la boca no podría contener un grito de júbilo. Se empaló en el dildo hasta el fondo y jadeó, entre dientes. Las caderas le temblaban a medida que el éxtasis llegaba a su punto más álgido. Notó que Dana le estrujaba una nalga y la embestía con el dildo una y otra vez, hasta obligarla a tomar toda su longitud. Laurel echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y se corrió con un grito silencioso dirigido al techo. El orgasmo la recorrió como una intensa sacudida que le llegó hasta los mismísimos huesos. —Ha sido rápido —murmuró Dana, con una nota de orgullo en la voz. Laurel alargó la mano y le dio un par de palmadas en la espalda. —Ya te doy yo las palmaditas, así no tienes que dártelas tú. Dana soltó una carcajada y después susurró: —Tenía la esperanza de que te ofrecieras a tocarme la bocina, para no tener que hacerlo yo y tal. Laurel sonrió. —Algo se podrá hacer. —¿Quieres salir de aquí?

—Desesperadamente. Laurel se levantó y se apoyó en los hombros de Dana, pues las piernas le temblaron al sacarse el dildo. Cuando miró hacia abajo, respingó. —Ay, nena. Lo siento mucho. Dana siguió su mirada y se puso como un tomate al descubrir la mancha que le había quedado en la parte delantera de los pantalones. —Dios mío, esto no lo había tenido en cuenta. Laurel no pudo evitar que se le escapara una risita ahogada. —Yo tampoco. Cariño, de verdad, lo siento. Dana negó con la cabeza. Se había puesto todavía más roja. —Creo que técnicamente es culpa mía. Se levantó y volvió a meterse el dildo en los pantalones. Cuando se lo tuvo bien colocado, se subió la cremallera, se puso la chaqueta y se la abrochó. Esperanzada, se miró los muslos, pero frunció el ceño al descubrir que la mancha todavía se veía un poco. —Genial. —Casi no se nota —le dijo Laurel. Se alisó la falda con las dos manos para arreglar su propia apariencia—. Nadie se dará cuenta. —Ya te digo yo que nadie se va a dar cuenta —afirmó Dana, mientras cogía las llaves del coche de la mesita del rincón—. Porque vas a caminar delante de mí.

—Es lo menos que puedo hacer —estuvo de acuerdo Laurel—. Tú actúa con naturalidad. —Con naturalidad, claro —Dana se llevó los dedos a la nariz y aspiró—. No hay problema.

Cuando por fin llegaron al ascensor, Laurel se sentía como si hubiera corrido una maratón y Dana sonreía como una imbécil. Fue esta la que pulsó el botón para bajar y luego le acercó los labios al oído. —No sé por qué, pero esto me ha puesto supercachonda. A Laurel volvieron a temblarle las rodillas y se dio la vuelta para lamerle a Dana el lóbulo de la oreja. —A mí también. Quiero ponerme el strap-on y follarte hasta que te corras. Ding. Laurel subió al ascensor en cuanto se abrieron las puertas. Entonces se volvió e hizo una inclinación de cabeza. —¿Bajas? —le preguntó. Vio cómo Dana tragaba saliva y asentía. —Si tengo suerte. Cuando Dana entró y las puertas se cerraron, Laurel se dio media vuelta y le dirigió una mirada juguetona. —¿Sabes? Podría apretar el botón de parada de emergencia… —Ni se te ocurra. Dana enlazó las manos sobre la mancha húmeda de sus

pantalones. —No estoy dispuesta a volver a comprarle a Rocky otra cinta de la cámara de vigilancia. —Es que me ha entrado un poco de nostalgia —dijo Laurel, dando una patadita en el suelo con la punta del zapato—. ¿Sabes? La verdad es que hiciste realidad una de mis fantasías la noche que nos conocimos: que me follaran en un ascensor. —Y tú hiciste realidad una de las mías —le dijo Dana, cogiéndole la mano—. Conocer a una mujer pre-ciosa y enamorarme. Laurel pestañeó; por un momento fue incapaz de articular una respuesta coherente. En algún momento, sin que se diera cuenta, Dana se había convertido en una amante muy expresiva. Con los ojos llenos de lágrimas, susurró. —De las mías también. Cuando salieron del ascensor y atravesaron el vestíbulo, Rocky asomó la cabeza y les guiñó el ojo, como si compartieran un secreto. Dana le dedicó una inclinación de cabeza al pasar por delante de la recepción principal. —Hasta la próxima, Rocky. Cada vez que Laurel lo veía, no podía evitar preguntarse si había visto la cinta antes de entregársela. Sin embargo, no quería darle demasiadas vueltas. Esperó a que estuvieran fuera para volver a hablar. —Una actuación brillante, nena. Todo ha sido

absolutamente perfecto. Con las manos entrelazadas, Dana esbozó una sonrisa radiante. —A mí también me lo ha parecido. Se arrimó a Laurel y le dio un caderazo cariñoso. —¿Y ahora qué viene, cariño? —El Hilton. En seis minutos si conduces tú; en cua-tro si conduzco yo. Dana le pasó las llaves. —Dale gas. Tardaron exactamente tres minutos y cincuenta y cinco segundos en llegar al Hilton, en donde Laurel había reservado habitación aquella mañana. Como ya se había registrado, guió a Dana hacia las escaleras de servicio, en lugar de pasar por el vestíbulo. —Una amiga mía trabaja aquí —explicó cuando Dana la miró interrogativamente—. Conozco otra manera de subir. Subieron medio tramo de escaleras y fueron a parar a un pasillo corto y desierto. Laurel la condujo a un enor-me ascensor industrial de color gris al final del corredor y pulsó el botón cuadrado de la pared. Cuando las puer-tas se abrieron, descubrieron una cabina espaciosa y vacía con un riel de metal en la pared del fondo. —Montacargas —aclaró. A Dana se le dilataron las aletas de la nariz. —¿Y para qué quieres coger el montacargas? Laurel la agarró de la pechera y la metió en el as-censor.

—Porque no hay cámaras. —¿Estás segura? —le preguntó Dana, mientras echa-ba un vistazo circular con suspicacia. —Lo sé de buena tinta —afirmó Laurel. Se lo agradeció en silencio a Rita, una ex compañera del club que trabajaba en las cocinas del hotel—. He llamado esta ma-ñana para asegurarme, confía en mí. —Siempre. Laurel pulsó el botón de parada de emergencia en cuanto empezaron a subir. Puso a Dana contra la pared, con la espalda contra el frío metal, y la besó con toda su alma. Dana le enredó la mano en el cabello y retuvo a Laurel contra su boca para devolverle el beso con idéntica pasión. —Quiero el strap-on —murmuró Laurel en sus la-bios. —¿Otra vez, cariño? —preguntó Dana, mientras le cubría de besos el camino de los labios a la garganta—. Eres insaciable. Laurel dejó caer las manos sobre los pantalones de Dana, se los desabrochó y le bajó la cremallera con de-dos temblorosos. —No. Digo que lo quiero. Quiero llevarlo y quiero follarte con él. Dana la ayudó a quitarle la ropa de inmediato y se bajó los pantalones hasta los tobillos. —Por supuesto, lo que tú quieras. —Recuérdalo, cielo, para el futuro. Dana esbozó una sonrisa lánguida mientras Laurel le

quitaba la correa. —Pero, doctora Stanley, me da la impresión de que se está usted aprovechando de mí en un momento de debilidad. —Y a mí me da la impresión de que te encanta —replicó Laurel. Se subió la falda para abrocharse el arnés alrededor de las caderas—. He reservado habitación para esta noche, ¿sabes? —Le dedicó una sonrisa agradecida a Dana cuando esta la ayudó a abrocharse uno de los la-dos —. ¿Qué te parece si nos vemos aquí cuando salgas hoy de trabajar? El dildo ya le sobresalía entre los muslos y se le insinuaba en la parte de delante de la falda. Laurel se ajustó las correas. —No se me ocurre mejor manera de empezar el fin de semana. Laurel sonrió lentamente mientras acababa de asegurar el otro lado del arnés. —Técnicamente —dijo, cogiendo a Dana del brazo—, mi fin de semana ha empezado ya. Y no se me ocurre mejor manera de animarlo. Dana se estremeció. —¿Cómo quieres que me ponga? «De cualquier manera en que me dejes tenerte.» Laurel la miró libidinosamente y arrancó una risita poco habitual en Dana. —Es que hay tantas opciones…

—Estoy segura de que tienes alguna idea específica en mente. Algo en la inflexión de la voz de Dana hizo que a Laurel se le encogiera el estómago y una sensación de deseo ardiente se instaló entre sus piernas. Colocó a Dana de cara a la pared del fondo, contra el riel de metal. —Aguántate con una mano, tócate con la otra e inclínate para que te vea el coño. Dana gruñó ante la cruda petición. Con los pantalones alrededor de un tobillo, se abrió de piernas y se do-bló por la cintura. Agarrada al riel con la mano iz- quierda, vaciló solo un instante antes de meterse la otra entre los muslos. —¿Así? Laurel gimió y estrujó las suaves nalgas de Dana con las dos manos para abrirla bien y descubrir los relucientes pliegues rosados y los labios internos hinchados, abiertos y tentadores. —Quieres que te folle, ¿verdad? —Sí —respondió Dana, mientras se masturbaba bajo la atenta mirada de Laurel. La humedad le resbalaba ya por la cara interior de los muslos—. Laurel, por favor. Laurel dejó escapar un gemido ante la imagen de su amante ofreciéndose a ella por completo. Agarró la base del dildo que llevaba puesto, se puso de puntillas y le frotó la punta en la vagina; luego, se agachó un poco, en busca del mejor ángulo para penetrarla. La postura era un poco extraña e incómoda, pero Laurel no se de-sanimó. Era una

fantasía, maldita sea, y estaba empeñada en lograr que funcionara. Dana pareció intuir lo que necesitaba, abrió más las piernas y arqueó la espalda. La punta del dildo resbaló sobre los labios de su sexo y se posicionó en su agujero. Laurel sonrió, triunfante, y le dio a Dana un suave apre-tón en el hombro. —¿Estás lista, cielo? Dana se arrimó todo lo que pudo al juguete. —Deja de jugar conmigo. Laurel le frotó el dildo por el sexo excitado. —No estoy segura de que en estos momentos esté usted en posición de dar órdenes, señorita Watts —le dijo, mientras la embestía con la punta del juguete—. ¿Usted qué dice? Dana volvió a empujar hacia atrás, pero Laurel retrocedió también y no dejó que el dildo se le metiera más hondo. Tras un momento de vacilación, Dana suspiró, frustrada. —No —murmuró. —¿No qué? —No, no estoy en posición de dar órdenes —farfulló Dana. Laurel se sonrió, en silencio. Era embriagador ser testigo de cómo su amante, una mujer segura y controlada, que no perdía nunca la compostura salvo cuando estaba con ella, se volvía lasciva y apremiante y estaba dis-puesta

a rendirse sin reparos. Le deslizó la mano por encima del hombro y se la puso en la nuca antes de susurrarle: —Eso no te pasa muy a menudo, ¿eh? Dana se estremeció. —No. —Y te gusta. Laurel agarró el dildo con el puño y lo volteó para abrir a Dana con un movimiento circular lento. —¿Verdad que sí? —Sí —siseó Dana. —Pídemelo —le ordenó Laurel, incapaz de desaprovechar la ocasión de llevar a cabo otra fantasía: la necesidad de someter a Dana—. Y no te corras hasta que esté dentro de ti. —Fóllame —rogó Dana sin titubear. Había dejado la mano casi quieta—. Por favor, date prisa. —Rió y aña-dió —: Antes de que alguien se dé cuenta que el montacargas está parado. Laurel la penetró con cuidado, sin despegar los ojos de la superficie de silicona que desaparecía en el inte- rior de Dana. Escuchó sus jadeos y notó que arqueaba aún más la pálida espalda. —¿No quieres que nos encuentren aquí? —pre-guntó—. Quieres que te folle rápido para que nadie sepa que a mi superejecutiva le gusta que la pongan contra la pared y le den bien. Dana dejó escapar un gemido explosivo.

—Joder, Laurel, por favor. Me voy a correr —avisó. De nuevo, movía la mano con frenesí—. Quiero sentir cómo te mueves dentro de mí. —Vuelve a decir «por favor». —Por favor, Laurel, por favor. Laurel marcó un ritmo firme y enloquecedor con las caderas. Tenía las manos en las nalgas de su amante para inmovilizarla mientras la embestía con la polla de jugue-te y no apartaba la mirada del punto en donde las dos se conectaban. Los muslos le temblaban de puro deseo. —¿Vas a correrte para mí? —respingó, y le dio a Dana con más fuerza, a sabiendas de que su compañera estaba muy cerca del clímax—. Córrete, nena. Vamos. Dana emitió un quejido lastimero, se tensó y se empaló en el dildo unas pocas veces más antes de echar la cabeza hacia atrás y jadear de placer. Laurel contempló a Dana frotarse la entrepierna con fuerza para alar-gar su orgasmo de manera instintiva, sin pensar. Era tan hermoso que a Laurel le dio vueltas la cabeza. —Para —respingó Dana al cabo de unos instantes. Alargó la mano mojada para agarrarle la cadera a Laurel de manera férrea—. Por favor, no más. Laurel se detuvo después de hundirle el dildo hasta el fondo una última vez. Con una nalga en cada mano, mantuvo a Dana contra su propio cuerpo. En lugar de respirar, dejaba escapar pequeños resoplidos ahogados. —Ha sido maravilloso —murmuró tras un momento de

silencio compartido. Laurel se retiró despacio y ayudó a Dana a erguirse. Le rodeó la cintura con los brazos y le cogió los pechos con delicadeza. —Cariño, qué buena estás. Dana se dio la vuelta entre sus brazos y la abrazó con fuerza. —Gracias, es porque estoy contigo. Laurel la besó larga y profundamente. —Vamos un rato a la habitación antes de que te vayas a trabajar. —¿Crees que nos dará tiempo? —dudó Dana, mientras echaba un vistazo a su reloj de pulsera. —Haremos tiempo —le sonrió Laurel. Se vistieron en silencio y Laurel le dio el dildo a Dana para que lo escondiera el resto del trayecto hasta la novena planta. No tenía intención de pasearse por el hotel con aquella cosa sobresaliéndole de la falda. Dana llevaba una chaqueta de manga larga y escondieron el juguete en la manga izquierda. Laurel se quedó con la correa puesta. —Esto me ha traído buenos recuerdos —comentó, mirando a Dana de reojo cuando el ascensor empezó a moverse—. Ha sido el broche de oro para nuestro juego de las fantasías. —¿Quién ha dicho que se haya acabado? —preguntó Dana, y atrajo a Laurel por la cintura—. Yo tengo la intención de llevar a la práctica tus fantasías durante

mucho tiempo. Laurel se puso de puntillas y la besó en la sien. —Tendrás que contarme alguna de las tuyas. —Cuenta con ello. Su habitación estaba al final del pasillo y se apresuraron a entrar. Laurel cerró la habitación e inmovilizó a Dana contra la puerta para darle un fogoso beso. Dana prácticamente le arrancó la falda, le desabrochó el arnés con manos impacientes y lo tiró al suelo. Entonces le quitó la camiseta por la cabeza y la dejó caer también. Un segundo después, le había quitado el sujetador y lo había tirado a su vez. Ella seguía completamente vestida. Le besó la oreja. —Tengo que volver a la oficina muy pronto —murmuró—. Pero antes quiero comerte. Quiero saborearte y seguir notando tu esencia en los labios durante el resto del día. Laurel le rodeó el cuello con el brazo. —Sí. En un movimiento que la dejó completamente per-pleja, Dana la cogió en brazos y la llevó a la cama. Cuando la dejó encima, se puso de rodillas en la mo-queta. —Esto es mucho más divertido que la propuesta en la que estaba trabajando. —Has cambiado mucho, nena. —He tenido una buena maestra. Dana le abrió los muslos con la palma de la mano y

luego le deslizó la otra bajo el trasero y la acercó al borde del colchón. —Tienes una pinta deliciosa, nena. Estás muy mojada y hueles tan bien… Los ojos azul oscuro de Laurel relampaguearon. —Es hora de que dejes de hablar y uses la boca para otra cosa. Dana frunció los labios y se puso a silbar. —Listilla —le dijo Laurel. La agarró del pelo y la obligó a meter la cara entre sus muslos—. Chupa, no silbes. Dana hundió la nariz en el pliegue entre la cadera y el muslo de Laurel y le lamió la piel húmeda. Murmuró y la placentera sensación de vibración le llegó a Laurel hasta las entrañas. —Me encanta cómo sabe tu piel —musitó. Laurel se llevó los dedos al sexo, a pocos centímetros de donde Dana tenía la boca, y se frotó los labios de la vagina lentamente. —Aquí sabe mucho mejor —le dijo. Dana levantó la mirada. —¿De verdad? Laurel asintió y se frotó el clítoris con la yema de los dedos para provocar a Dana. Después se llevó los dedos a la boca y, con los ojos cerrados, saboreó su propia esencia. —De verdad de la buena. —Supongo que tendré que probarlo yo misma —le dijo

Dana. Abrió a Laurel con los dedos y agachó la cabeza para darle un largo lametón por todo el coño. —Tienes razón —aspiró—. —am, ñam. Volvió a hundirse en la humedad de Laurel y ya no volvió a emerger. Laurel cerró los ojos y se concentró en disfrutar de la lengua mágica de Dana. Se lo comía como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Lo único que tenía en mente era darle placer, y el sentimiento lánguido de decadencia que le despertó la sensación la derritió por entero. El cabello de Dana era suave y sedoso bajo su mano crispada y su rostro era cálido entre sus pliegues. Laurel gimió y curvó los dedos de los pies. Aquellos dos minutos preciosos la habían llevado al borde del orgasmo. —Qué bien lo haces. —¿Demasiado buena? —preguntó Dana, alzando la cabeza con una sonrisa traviesa—. ¿Es eso posible? —Lo es cuando lo único que quiero es alargar la sensación, pero tú estás a punto de hacer que vuelva a correrme. Ahora mismo. —¿Quieres que pare? —le preguntó Dana, sentándose sobre los talones. Laurel se semiincorporó sobre los codos y negó con la cabeza rotundamente. Notaba el aire fresco sobre su clítoris expuesto y el sexo le palpitaba en ausencia de las caricias de Dana. —No, solo decía que…

—¿Quieres que sea menos buena? —le preguntó Da-na. Volvió a acercarle los labios y la lamió de manera caótica y desordenada—. ¿Así? Arriba y abajo, de lado a lado, sin quedarse en el mismo punto lo suficiente para inducirle el orgasmo, pero sin dejar de explorar cada centímetro de cada plie-gue. Laurel agitó las caderas en un esfuerzo desesperado por conducir la lengua de Dana a las zonas que más le gustaban. Notó cómo el filo del placer se desvanecía y quedaba amortiguado, mientras el fuego se acumulaba en su bajo vientre. Aquello no la excitaba menos, en absoluto; tan solo postergaba el final. —Espera —respingó Laurel—. Por favor. —¿Quieres que pare del todo? —Dana se apartó, co-mo si se retirara—. Lo confieso, me sorprende. Pero si no quieres que… Laurel movió la cabeza sobre la almohada, mareada y algo frustrada. —No. No, no pares. —¿Entonces qué quieres? —le preguntó Dana en voz baja y autoritaria—. Dime qué quieres y lo haré. Haré cualquier cosa por ti. Laurel tuvo un momento de indecisión. Por una parte deseaba alargar aquello y por otra correrse como nunca en aquel preciso instante. Estaba tan mojada, hinchada y pesada... Además, los primeros remolinos del orgasmo se insinuaban ya en el fondo de sus entrañas.

«Podría pedirle que me hiciera correrme ahora y luego intentar alargarlo cuando vuelva del trabajo.» Laurel tragó saliva. —Haz que me corra. Ahora. Dana asintió y le metió las manos entre los muslos para abrirla de piernas completamente. Tenía el sexo reluciente de humedad y, bajo la mirada de Dana, su entrada se contrajo como si se anticipara al orgasmo. Laurel tuvo que cerrar los ojos, porque la expresión de intenso y sincero deseo en el rostro de Dana antes de volver a comérselo la emocionó muchísimo. Cuando se corrió, dejó escapar un grito de placer y aflicción. Fue un clímax agridulce, intenso, que hizo que le diera vueltas la cabeza pero también se desvaneció al cabo de unos segundos. En el momento en que los espasmos empezaron a remitir, deseó volver a estar al borde del éxtasis. Dana se le puso encima y la besó profundamente para compartir el sabor almizcleño de Laurel en sus labios. Después la abrazó con ternura y acunó su cuerpo des-nudo. Ella continuaba vestida. —Odio decirlo —le susurró cuando la respiración de Laurel se normalizó un poco—, pero debería irme. Cuan-to antes lo haga, antes podré volver contigo. Laurel se las arregló para asentir, aunque con cierta reticencia. —Ya lo sé. Rodeó a Dana con sus brazos y la besó en la mejilla.

—Te echaré de menos. —Yo también te echaré de menos —farfulló Dana. Se le había puesto un nudo en la garganta; aquellas palabras le habían salido del corazón. Laurel notó que le pasaba los dedos por los labios de la vagina con delicadeza, cerca de su agujero. Des-pués, Dana se llevó la mano a la nariz y aspiró profundamente. —Aunque ahora tengo algo para recordarte hasta la noche. Laurel se sonrojó, porque era un gesto de lo más erótico. —No tardes. Te quiero. —Yo también te quiero. Dana la dejó con un último beso y una sonrisa de pura adoración. —Siempre.

DOCE MESES JUNTAS Dana se sentó en el sofá y sonrió al ver a Isis olisquear al cachorro de gran danés blanco y negro, que ya medía cinco veces su tamaño. El cachorro meneaba la cola frenéticamente mientras olfateaba a Isis y adoptaba una postura que Laurel denominaba «vamos a jugar». Dana miró a su compañera, que contemplaba la escena encantada de la vida. —Cuando me enrollé contigo no sabía que me apunta-ba a un orfanato de cachorros —comento Dana, divertida. Rió cuando Isis le dio en la nariz al cachorro con su enorme zarpa y este retrocedió bamboleándose y buscó refugio en el regazo de Laurel. Con 23 kilos, todavía era un bebé, pero aun así era demasiado grande para encogerse de miedo encima de Laurel como un ratoncito. —No es un orfanato —rió Laurel. El perro empezó a lamerle la cara—. Solo somos madres de acogida. Laurel se veía muy feliz interaccionando con su que-rida gata y el cachorro sin hogar al que acababa de diagnosticar una displasia de codo. Un año antes, Dana no se habría podido imaginar que se enamoraría tan fácil y rápidamente de alguien como Laurel. Era la persona con el corazón más grande que Dana había conocido, especialmente en lo que respectaba a los animales. Dana también se había convertido en una amante de los animales, porque el entusiasmo de Laurel era más que contagioso.

A Laurel también le gustaban los niños y, aunque a Dana siempre le habían intimidado, empezaba a fijarse cada vez más en las mujeres que llevaban en brazos a sus criaturitas pelonas de pequeñas manitas y se preguntaba si el futuro le depararía más sorpresas. Tenía que admitir que la idea de formar una familia con Laurel le parecía muy atractiva. Además, su madre estaría encantada. —Eres una madre de acogida maravillosa —murmuró Dana. Cuando Laurel le sonrió con ternura, ella le devolvió la sonrisa—. Al menos a Hamlet se lo pareces. —Isis no está tan segura. Nunca le ha gustado compartirme. Dana se arrellanó en el sofá con un suspiro de satisfacción. Estaba bastante convencida de que aquel era el momento más feliz de su vida. No es que no hubiera disfrutado incontables momentos de felicidad, incluso de gozo, desde la noche en el ascensor con Laurel. Y tampoco era que aquel momento en particular fuera específicamente más feliz que los demás. Sencillamente, desde que había conocido a Laurel cada día era mejor que el anterior y cada momento que pasaban juntas la llenaba de esperanza y emoción por el futuro. El día siguiente sería más feliz que el anterior y estaría todavía más enamorada. Después de todo lo que habían pasado juntas, confiaba en Laurel más que en nadie en el mundo y sabía que Laurel sentía lo mismo, lo cual era el mejor regalo que le habían hecho nunca. Aun así, Dana quería algo más.

Observó a Isis frotarse en los pies de Laurel con cautela, moviendo la cola en gesto de irritación. Maulló cuando Hamlet se acurrucó en el regazo de Laurel. Con una sonrisa, Dana dijo: —Me alegro de que Isis haya aprendido a compartirte conmigo. —Sí, dice que ya eres de la familia. Dana sintió una inesperada oleada de profunda emo-ción al oír aquellas palabras. Sí que sentía que eran una familia, y era sorprendente lo mucho que había llegado a depender de la idea de compartir la vida con alguien. Ahora que sabía lo maravilloso que era confiar en otra persona, se maravillaba de todo lo que se había perdido durante los años que había pasado sola. Podría parecer deprimente, pero en el fondo era lo que la había llevado hasta Laurel, y no podía imaginarse queriendo estar con nadie más. La posibilidad de formar una familia con Laurel algún día la hizo pensar en sus padres y en su hermano. Hubo un tiempo en el que había estado muy unida a ellos, y todos los cambios que había experimentado en su vida recientemente le habían provocado ganas de arreglar parte del daño que le había hecho a su relación al aislarse de ellos después de la universidad. Parte de su renovado deseo de volver a estrechar lazos era saber lo importante que era la familia para Laurel y ver lo feliz que la hacía cuando Dana daba algún paso en esa dirección. Además, si algún día hacían una locura como tener hijos, aquellos niños

merecerían disfrutar de sus abuelos. Las reflexiones de Dana fueron interrumpidas de golpe cuando Hamlet saltó al suelo y a continuación se le subió al regazo. Sus enormes y torpes patas le arañaron los muslos y le puso el hocico húmedo en la mejilla. Notaba cómo movía la cola, porque la vibración le reverberaba en todo el cuerpo. —¡Hamlet! —exclamó Laurel, que corrió al sofá y lo agarró del collar—. Abajo. Para Dana, era difícil imaginar cuál habría sido su reacción ante el entusiasmo juguetón del cachorro antes de conocer a Laurel. En esta ocasión rió de manera instintiva, incluso cuando el animal le pisoteó el estómago sin querer y la dejó sin aire. Laurel había traído al perro a casa una semana antes y este había dejado claro que quería hacerse amigo de Dana. No sabía cómo tomárselo pero, para su sorpresa, la sensación le gustaba mucho. —Lo siento —se disculpó Laurel—. Definitivamente, tiene que aprender modales. —No pasa nada —dijo Dana cuando Hamlet bajó por fin del sofá y adoptó una posición regia y leal junto a ella, en el suelo. Alargó la mano y le acarició las grandes orejas y la cabeza—. Lo entiendo, yo también era un desastre con las relaciones sociales antes de conocerte. —Y mírate ahora. Laurel se inclinó y la besó en los labios. Dana pensó en su vida: era una ex adicta al trabajo enamorada hasta las

trancas de una sensual stripper convertida en veterinaria, rodeada de un cachorro gigante y una gata consentida, que pensaba en familias y bebés una tarde de miércoles cualquiera. Con una sonrisa, asintió. —Mírame ahora. * Aquel fin de semana, Dana puso a prueba su resolución. Iban a cenar a casa de sus padres, algo bastante habitual aquellos días. Desde el momento en que su padre les había abierto la puerta y las había hecho pasar, Dana se obligó a relajarse y a acercarse a su familia. Le dio un abrazo a su padre y besó a su madre en la mejilla. Trevor obtuvo un puñetazo en el brazo, en broma, y él lo desvió con un bloqueo experto. Dana le sonrió y se permitió disfrutar de la rutina familiar. Para su sorpresa, él le devolvió la cálida sonrisa. —¿De verdad que tenéis un cachorro de gran danés? Dana se ruborizó. Al parecer, su madre les había contado su conversación del día anterior. Vio que Laurel le sonreía por el rabillo del ojo y repuso: —Tenemos un cachorro de gran danés en acogida. Hasta que le encontremos un buen hogar. —¡Qué guay! A lo mejor podría conocerlo. He estado pensando en tener un perro. —Eso cuando te independices de una vez por to- das — interpuso el padre de Dana, mientras cerraba la puerta—.

Hasta entonces puedes ir a visitar al de Dana. —Bueno, no es que sea… —protestó Dana, aunque se percató de que nadie le prestaba atención. Laurel negó con la cabeza en gesto sufrido y Dana puso los ojos en blanco. Como si a Laurel fuera a cos-tarle mucho decir que sí si Dana decidía que quería que-darse con el perrazo. —¿Te ayudo en algo con la cena, Vicki? —se interesó Laurel. A la madre de Dana se le iluminó la cara y cogió a Laurel del brazo. —Tengo patatas por pelar, si te interesa. —Suena divertido —contestó Laurel, y dejó que la guiara a la cocina—. También era la peladora oficial de patatas de mi madre. Dana oyó que su madre le preguntaba algo a Laurel pero no entendió el qué. Vio desaparecer en la cocina a su amante con una sonrisa en los labios. Dana no daba crédito a lo rápido que sus padres la habían aceptado en el seno de la familia. Como si le leyera los pensamientos, su padre se acercó y le rodeó los hombros con el brazo. —Se te ve feliz. —Lo soy —dijo Dana con sinceridad—. Las cosas van muy bien. —Sospecho que hay que agradecérselo a Laurel. Trevor le lanzó una sonrisa insinuante, pero se con-tuvo

con los comentarios groseros. Dana notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para llevarse bien con ella y seguramente era debido a lo mucho que intentaba ella llevarse bien con él a su vez. Les sonrió a Trevor y a su padre. —Sin duda, tenemos que agradecérselo a Laurel. —Dime, ¿a Laurel le gusta jugar al Scrabble? Dana soltó una carcajada cuando su padre mencionó su juego favorito. —No creo saber lo que opina Laurel del Scrabble. Su padre la miró con los ojos muy abiertos mientras pasaban al salón. —¿No habéis jugado nunca? Dana le arqueó la ceja a Trevor para advertirle de que no se le pasara por la cabeza llevar aquel comentario a terrenos más imaginativos. —Pues no —le contestó a su padre. —Bien, Dana —dijo su padre con seriedad—. Si va a ser parte de esta familia tiene que jugar al Scrabble. Todavía espero que llegue alguien que me destrone. A Dana le llegó al alma que su padre aceptara el pa-pel de Laurel en su vida. Era consciente de que había dejado a un lado la incomodidad inicial al descubrir aquella faceta de la vida de su hija y le estaba inmensamente agradecida por ello. —¿Y yo ya no puedo intentar conseguir el título? —Claro que sí —le dijo su padre.

Se le veía extraordinariamente complacido, y Dana deseó que se le hubiera ocurrido proponer una partida de Scrabble antes. Cuando era adolescente jugaban a todas horas, y a ella le encantaba. ¿Por qué habían dejado de hacerlo? —¿Y a mí se me permitiría participar en la acción? — preguntó Trevor. —Si estás listo para que te barramos —contestó Dana. Se sentó en la mesa de roble redonda del salón y le dio un repaso condescendiente a Trevor mientras su padre iba a por el gastado juego al armarito. —Ya lo veremos —le dijo Trevor. Entonces se crujió los nudillos y Dana hizo una mueca: odiaba cuando hacía aquello. —Es bonito veros pelear por el segundo puesto —comentó el padre de Dana al dar comienzo a la partida. Dana levantó la mirada y vio que Laurel los contemplaba desde la cocina. Sus ojos se encontraron. Laurel se reía de algo que había dicho su madre y su rostro mos-traba tanta felicidad que Dana podía sentirla desde la otra habitación. —Te quiero —dibujó Laurel con los labios. —Te quiero —imitó Dana, en idéntico silencio. Pilló a su hermano mirándolas, pero Trevor se limitó a sonreírle cariñosamente y ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Cuando volvió a mirar a Laurel, estaba ocupada en la cocina con su madre otra vez.

Y estaba absolutamente radiante. Dana nunca había sido tan feliz. Se sentía completa, satisfecha, rodeada de gente a la que quería y que la quería a ella. Cuando su padre preparó el tablero del juego y les pasó las fichas, Dana tomó una importante decisión. Ya no podía imaginarse su vida sin Laurel y pensaba hacer lo que fuera necesario para asegurarse de que nunca más volvería a estar sin ella. Laurel estaba tumbada en su lado de la cama contemplando la piel de alabastro del hombro de Dana bañada por la luz de la luna. La luz etérea hacía que brillara, lo cual parecía apropiado, dada la maravillosa velada que había pasado con la familia de Dana. A diferencia de sus primeras visitas al hermano y los padres de Dana, en las que su compañera se había mostrado tensa y todo el mundo parecía reservado, aquella noche había sido como volver a formar parte de una familia de verdad. Le había encantado ver cómo Dana y Trevor pinchaban a su padre por haber ganado al Scrabble otra vez. También lo había pasado muy bien ayudando a Vicki con la cena. Le contó historias de Dana que seguro que su amante no le habría contado nunca y además tuvo la oportunidad de contarle a Vicki más sobre sí misma. Se moría de ganas de gustarle a la familia de Dana y de que la aceptaran, porque tenía intención de formar parte de su vida durante mucho tiempo.

Dana murmuró, adormilada, y se removió un poco. La colcha resbaló y dejó al descubierto su torso desnudo. Laurel le acarició la espalda con dulzura; no quería despertarla pero ansiaba el contacto. Su piel era suave y cálida y Laurel no pudo resistir el impulso de acercar-se y depositar un beso ligero como una pluma en la nuca de la otra mujer. Era extraño, pero Laurel la echaba de menos mientras dormía. Habían cambiado tantas cosas desde que se habían conocido… El club en donde bailaba no era más que un recuerdo lejano, y por fin se había convertido en veterinaria y trabajaba en una consulta increíble donde podía ayudar a los animales de verdad, como siempre había querido. También estaba profundamente enamorada y deseaba a Dana a todas horas. Nadie la había hecho sentirse así antes, ni en la cama ni en ninguna otra parte. En algún momento, durante aquellos meses, Laurel casi había dejado de esperar que algo saliera mal. Era capaz de disfrutar de lo que le ofrecía la vida y, aunque el miedo a perder a un ser querido no desaparecería nunca por completo, lo único que podía hacer era aferrarse a lo que tenía y dejar que las cosas siguieran su curso. Dana había demostrado mucha valentía y ella sabía que tenía que hacer lo mismo. Dana. Si Laurel se sentía diferente, podía decirse que Dana era prácticamente una mujer nueva. Durante todo aquel tiempo, Laurel había sido testigo privilegiado de

cómo su amante pasaba de ser una adicta al trabajo obsesionada por el control a una compañera cariñosa y apa-sionada que la hacía sentirse más segura que nunca. Vivir aquella transformación a su lado casi le había arrebatado el aliento. Además, pese a lo mucho que habían cambiado desde que estaban juntas, Laurel estaba convencida de que aún les quedaba mucho camino por recorrer y muchas cosas por vivir. Sin duda, mucho más de lo que ninguna de las dos imaginaba.

Y FUERON FELICES Dana volvió a la habitación del hotel con un ramo de rosas. Cuando entró en el baño esbozaba una amplia son-risa. —El mejor viernes de mi vida —musitó, arrastrando las palabras. Laurel emergió de debajo de una capa de espuma y se sentó en la enorme bañera. Al ver las rosas, rojas, rosas y blancas, sonrió y alargó la mano hacia Dana. —Son preciosas, cariño. Dana se puso de rodillas al lado de la bañera y le dio un largo beso. —Tú también, cielo. Laurel enredó la mano en su cabello y la atrajo para besarla otra vez. Su cita mensual para comer la había puesto muy cachonda y necesitaba más. Ahora que su cuerpo se había recuperado, y tras haberse pasado las últimas cuatro horas pensando en lo enamorada que estaba, no se cansaba de tocar a su amante. Dana dejó las rosas sobre la tapa del inodoro y acarició la piel enjabonada de Laurel con parsimonia. Al cabo de unos segundos, hundió la mano en las burbujas aromatizadas de la bañera y le cogió un pecho. Le tomó el pezón entre los dedos y notó cómo se endurecía a pesar de lo caliente que estaba el agua. Cuando le dio un ligero pellizco, Laurel respingó y susurró con la voz entrecortada. —¿Has tenido un buen día?

—El mejor —repuso Dana, mientras le acariciaba el otro pecho y el canalillo—. No he dejado de pensar en ti en toda la tarde. —Conozco la sensación —farfulló Laurel. Notó que Dana le rozaba el ombligo con la yema de los dedos. —He pasado por casa para coger el neceser y he dejado a Hamlet con Trevor esta noche. También he traído comida china. Realmente, Dana no podría ser más perfecta ni que se lo propusiera. —Ya sabía yo que me había quedado contigo por algo —murmuró Laurel, completamente arrobada—. ¿Pollo con anacardos? —Por supuesto, sé lo que te gusta, nena, y siempre intento darte lo que quieres. Dana siguió bajando y bajando, hasta acariciar el sexo mojado y jabonoso de Laurel. —Se te está mojando la camisa —le dijo Laurel. Dana se miró la manga, que estaba completamente sumergida en el agua. —Eso parece. Laurel parpadeó, sorprendida por el tono desinteresado de su amante. No hacía tanto que Dana se habría disgustado mucho por algo así. —Te quiero —le dijo, tratando de poner en su voz todo el sentimiento que la embargaba por detalles como aquel —. Muchísimo.

Algo cambió en la expresión de Dana y su rostro se tocó de profunda felicidad. Curvó los labios en una sonrisa. —Yo también te quiero. —¿Quieres cenar? Dana asintió, pero cuando Laurel fue a quitar el tapón de la bañera, Dana le puso la mano en el pecho para detenerla. —Espera. —¿A qué? —Tenía la esperanza de que hicieras realidad una de mis fantasías. Laurel soltó una carcajada. —Oh, suena divertido. La emoción que destilaba la mirada de Dana la maravilló: era mucho más compleja que el simple deseo sexual. El corazón se le aceleró, porque se dio cuenta de que estaba a punto de pasar algo importante. Dana lo tenía escrito en la cara: la esperanza, el temor y los nervios. —¿Cuál es tu fantasía? Dana se metió la mano en el bolsillo. —Quería esperar hasta después, pero… Laurel se sentó erguida en la bañera y se quedó sin respiración cuando Dana sacó una cajita negra. Esta carraspeó y abrió el estuche. —Quiero darte esto. Laurel no pudo apartar la vista del rubí rojo oscuro engarzado en una banda de oro blanco. Era precioso.

Perfecto. —Dana… Apenas podía articular palabra. Si Dana estaba a pun-to de hacer lo que creía, Laurel no podría evitar echarse a llorar. —Mi fantasía es despertarme a tu lado cada mañana. — Dana sacó el anillo del estuche de terciopelo—. Y acostarme contigo cada noche. Y pasar juntas el resto de nuestras vidas. Es lo que más deseo en el mundo. —Le puso el anillo en el anular—. ¿Lo harás realidad para mí? Laurel la miró a los ojos. —Sí —respondió sin titubear. No tenía nada que pensarse: llevaba meses deseándolo. Los ojos se le llenaron de lágrimas de alegría. —Sí, Dana. Dana temblaba al estrechar a Laurel entre sus brazos. —¿Te gusta el anillo? —Casi tanto como me gustas tú —le susurró Laurel al oído—. O sea, mucho. Sabía que le estaba mojando la camisa todavía más, entre el jabón y las lágrimas, pero le daba igual. Dana la abrazó más fuerte. —Bien. Mi fantasía se ha hecho realidad. Laurel le puso la mano en la parte baja de la espalda y le devolvió el abrazo. No quería soltarla nunca. —Ha sido una fantasía muy fácil de hacer realidad. —No soy muy difícil de complacer —le dijo Dana con

ternura. Laurel contempló el primer anillo de oro que había llevado solo por amor. Fue como si todo encajara en su vida por primera vez y se sintió completa como nunca lo había estado antes. Miró a Dana. —¿Alguna otra fantasía con la que pueda ayudarte esta noche? —Con una sonrisa traviesa, añadió—: No me parece justo que esta cuente como tuya, ya que tam-bién lo era mía. La expresión de Dana se volvió ardiente, y el mo-mento que acababan de compartir se tornó aún más in-tenso. —Bueno… está el detallito de la reina guerrera y su esclava sexual… Laurel sintió que se le humedecía la entrepierna, y esta vez no tuvo nada que ver con el agua de la bañera. —Eso, mi reina, se puede arreglar.

Título original: Thirteen Hours © Meghan O’Brien, 2008 © Editorial EGALES, S.L. 2009 Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61 Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 www.editorialegales.com ISBN: 978-84-92813-91-9

© Traductora: Laura C. Santiago Barriendos © Fotografía de portada: Getty Images Diseño gráfico de cubierta: Nieves Guerra Realización de ePub: Safekat www.safekat.com Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

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