406 - Lealtad.doc

  • Uploaded by: Miguel Bascur
  • 0
  • 0
  • January 2021
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View 406 - Lealtad.doc as PDF for free.

More details

  • Words: 116,831
  • Pages: 237
Loading documents preview...
Star Wars La Guerra de las Galaxias

Lealtad Timothy Zahn Autor de Star Wars: Vuelo de expansión, éxito de ventas del New York Times.

Traducción: Javi-Wan Kenobi Revisión: Alexisdesaeger

Cuando los frentes de batalla están dibujados y te enfrentas al enemigo, ofrecer tu lealtad puede significar renunciar a tu propia vida... Nunca antes la incendiaria mezcla de acción, política e intriga que se ha convertido en la seña de identidad de Timothy Zahn había sido tan evidente como en esta nueva historia épica de Star Wars. Tras la estela de los eventos relatados en La guerra de las galaxias: Una nueva esperanza, los recientemente acuñados héroes de la Rebelión (Luke Skywalker dando sus primeros pasos como Jedi, el contrabandista Han Solo convertido a regañadientes en luchador por la libertad, y la princesa Leia Organa, una orgullosa líder con un mundo al que vengar) deben enfrentar la dura realidad del cataclísmico conflicto al que se han lanzado tan valientemente. De ahora en adelante, las leyendas crecerán, las traiciones abundarán, y las vidas se verán irrevocablemente alteradas en la dura y larga lucha para repeler el puño de la tiranía y devolver la esperanza a una galaxia que lleva demasiado tiempo en la oscuridad. La destrucción de la Estrella de la Muerte por la Alianza Rebelde fue un golpe decisivo contra el Imperio, pero Palpatine y su monstruoso secuaz Darth Vader siguen siendo una amenaza. La brutal exterminación de Alderaan no sólo demuestra la magnitud de su criminal poder, sino que sirve como doloroso recordatorio de su resolución de aplastar el alzamiento rebelde. Enfrentándose a ellos, Skywalker, Solo y la princesa permanecen como oponentes inciertos. Luke es valeroso y dotado con la Fuerza, pero aún no ha aprendido a usar los poderes que posee. Han tiene dudas acerca de luchar la guerra de otros... y su rebeldía es otra carga más que Leia debe soportar mientras lucha por ayudar a mantener la Rebelión con vida. Los tres han sido enviados a mediar en una disputa entre facciones de la Alianza Rebelde en el sector Shelsha... asuntos agitadores que obligan a Han Solo a enfrentarse no sólo con piratas, sino con sus más temidos enemigos: políticos. Al mismo tiempo, Mara Jade (a sus dieciocho años, lejos aún de su fatídico encuentro con Luke) está sirviendo a su malvado maestro, Palpatine, cumpliendo su papel como Mano del Emperador: seguir las sospechas de traición en el Imperio hasta lo que podrían ser las más altas esferas... mientras trata de mantenerse alejada del camino de Darth Vader. Pero los rebeldes resultarán ser sólo una de las preocupaciones del Emperador, ya que el soldado de asalto imperial Daric LaRone, tras perder su fe en el Imperio por la salvaje destrucción de Alderaan, cometerá un repentino y violento acto de desafío, llevando otros cuatro luchadores consigo, en una apuesta desesperada para eludir la ira de su señor. Cada una de estas fatídicas acciones, ya sean autorizadas, secretas o escandalosas, mostrarán brutalidad y corrupción, espolearán grandes cambios destinados a sacudir el Imperio en sus cimientos, y moldearán importantes eventos que aún están por llegar. Las novelas de Star Wars de Timothy Zahn tienen más de cuatro millones de copias impresas. Desde 1978 ha escrito cerca de setenta relatos y novelas breves, veinte novelas y tres colecciones de relatos de ficción, y ganó el premio Hugo a la mejor novela en 1984. Es mejor conocido por sus siete libros de Star Wars: Heredero del Imperio, El resurgir de la Fuerza Oscura, La última orden, Espectro del pasado, Visión del futuro, La aventura del superviviente y Vuelo de expansión. Vive con su familia en la costa de Oregón. Título original: Star Wars - allegiance

En memoria de Katie, y para sus hermanas allie y Emily, por su amor, coraje y fortaleza. Agradecimientos La idea de la Mano del Juicio vino de una conversación casual con Albin Johnson, fundador de la Legión 501, en el StellarCon, en marzo de 2004. Aunque su idea original fue diferente de la que finalmente usé, fue esa conversación la que prendió la chispa creativa. A menudo la mente de un escritor funciona como un gigantesco procesador de comida, tomando pensamientos e ideas de todas partes y luego mezclándolas y uniendo los pedazos hasta que algo nuevo y diferente (o al menos irreconocible) surge. En las escasas ocasiones en las que somos realmente capaces de seguir algo directamente hasta su origen, lo más justo es que lo reconozcamos. Gracias, Albin.

Dramatis Personae Barshnis Choard: gobernador, sector Shelsha (humano) Caaldra: mercenario (humano) Carlist Rieekan: general, Alianza Rebelde (humano) Cav’Saran: patrullero jefe de Janusar en Ranklinge (humano) Chewbacca: copiloto, Halcón Milenario (wookiee varón) Daric LaRone: soldado de asalto Darth Vader: Señor Oscuro de los Sith Han Solo: capitán, Halcón Milenario (humano) Joak Quiller: piloto de las tropas de asalto Kendal Ozzel: capitán, Destructor Estelar Imperial Represalia (humano) Korlo Brightwater: explorador de las tropas de asalto Leia Organa: princesa y rebelde (humana) Luke Skywalker: Jedi y rebelde (humano) Mara Jade: Mano del Emperador (humana) Mon Mothma: comandante suprema, Alianza Rebelde (humana) Palpatine: Emperador, Imperio Galáctico (humano) Saberan Marcross: soldado de asalto Shakko: capitán, nave pirata Cabalgata (humano) Tannis: piloto, nave pirata Cabalgata (humano) Taxtro Grave: tirador de élite de las tropas de asalto Thillis Slanni: director de planificación de Brilliant Hope (ishi tib varón) Vak Somoril: oficial jefe, Oficina Imperial de Seguridad (humano) Vilim Disra: administrador jefe, sector Shelsha (mungra varón) Ydor Vokkoli: líder de Liberata Kaisu (mungra varón) Yeeru Chivkyrie: líder de República Redux (adariano)

Capítulo Uno El destructor estelar imperial Represalia se deslizaba silenciosamente por la negrura del espacio, preparándose para actuar contra las fuerzas rebeldes que amenazaban con dividir la galaxia. De pie en la pasarela de mando, sujetándose las manos por la espalda, el capitán Kendal Ozzel echó un vistazo al planeta Teardrop que se mostraba justo ante él, con una mezcla de nerviosismo y oscura melancolía arremolinándose en su interior. Por lo que a él se refería, el planeta entero era un nido de víboras, rebosante de contrabandistas, grupos de piratas de tercera fila y otros deshechos de la sociedad. Si él hubiera estado al mando de la Estrella de la Muerte en lugar de ese idiota de Tarkin, pensaba, él habría elegido algún sitio como Teardrop en lugar de Alderaan para la primera prueba seria de funcionamiento del arma. Pero no había estado a su cargo; y ahora tanto Tarkin como la Estrella de la Muerte ya no existían, volados en pedazos sobre Yavin 4. En un simple y doloroso instante, la Alianza Rebelde había pasado de ser una pequeña molestia a ser un cruel enemigo. Y el Centro Imperial respondió a ello. No hacía ni tres días que el mundo capital había resuelto no mostrar ninguna piedad hacia los rebeldes o sus simpatizantes. No es que Ozzel hubiera mostrado ningún tipo de piedad. Eliminar rebeldes y simpatizantes rebeldes se había convertido en el mejor y más rápido camino al éxito en la flota imperial. Quizá hasta podría lograr los galones de almirante. – ¿Situación? –preguntó a alguien a su espalda. –Cuarenta y siete minutos estándar para la órbita, señor –respondió el oficial de navegación desde la trinchera de la tripulación. Ozzel asintió. –Mantengan la vigilancia –ordenó–. Que nadie salga de ese planeta. Observó el disco débilmente iluminado que se mostraba ante ellos. –Nadie –añadió suavemente. – ¿Luke? –llamó Han Solo desde la cabina del Halcón Milenario–. Vamos chico, date prisa. Tenemos una agenda apretada. – ¡Están dentro! –respondió la voz de Luke Skywalker–. Rampa sellada. Han ya lo había visto en las lecturas de su panel de control, por supuesto. Si el chico pensaba quedarse por ahí, tendría que aprender a no malgastar la atmósfera de la nave con charla innecesaria. –De acuerdo, Chewie, vamos allá –dijo. Tras él, Chewbacca emitió un vibrante trino de asentimiento, y el Halcón despegó suavemente del duro suelo de Teardrop. No tan suavemente, al parecer. Desde atrás, Han oyó un par de exclamaciones amortiguadas y bastante indignadas. – ¡Hey! –gritó alguien. Han puso los ojos en blanco mientras daba potencia a los motores subluz. –Esta es definitivamente la última vez que llevo pasajeros –dijo tajantemente a su socio. La respuesta de Chewbacca fue directa al grano y ligeramente irrespetuosa. –No, en serio –insistió Han–. De ahora en adelante, si no pagan no vuelan. Sintió pasos tras él, y se volvió para ver como Luke se dejaba caer en el asiento detrás de Chewbacca.

–Están todos en sus sitios –anunció. –Genial –dijo Han con sarcasmo–. Cuando estemos en el hiperespacio les preguntaré qué quieren tomar. –Oh, vamos –le recriminó Luke–. En cualquier caso, si piensas que este grupo es antipático, deberías haber visto los que salieron en los transportes anteriores. Estos sólo son los técnicos que se encargaron de empaquetar las últimas cajas de equipo. Han hizo una mueca. Cajas que actualmente llenaban las bodegas de carga del Halcón, sin dejar espacio para la mercancía de pago incluso si hubiera sido capaz de encontrar alguna de camino al punto de encuentro. Este iba a ser un viaje de caridad por completo, al cien por cien, como todo lo demás que él y Chewbacca habían hecho por Luke y sus nuevos amigos de la Alianza Rebelde. –Sí, bueno, ya he visto muchos técnicos inservibles antes –murmuró. Estaba esperando que Luke comenzara a defender a los técnicos, cuando un estallido de fuego láser rebotó en el deflector trasero. –¿Qué dem...? –gruñó, lanzando el Halcón en un rizo cerrado. La maniobra instintiva probablemente les salvó el pellejo. Otra ráfaga atravesó el espacio que acababan de abandonar, esta vez proveniente de otra dirección. Han hizo dar la vuelta a la nave, esperando fervientemente que sus pasajeros aún tuvieran colocados los arneses de seguridad, y luego se tomó un instante para chequear la pantalla de popa. Un vistazo a la media docena de naves dispares que aparecieron tras ellos fue todo lo que necesitó. –Piratas –dijo a los demás, dando potencia a los motores y colocando la nave con un ángulo ascendente. Enfrentarse a piratas dentro del pozo de gravedad de un planeta, sin cobertura ni posibilidad de escapar rápidamente al hiperespacio, era casi la peor situación que un piloto pudiera encontrar. Y ni siquiera el Halcón podría esquivar tantas naves eternamente. –Chewie, sácanos de aquí –dijo, quitándose los arneses de seguridad–. Vamos, Luke. El chico ya estaba en ello, saliendo por el pasillo de la cabina en loca carrera. Han le siguió, girando la esquina a tiempo para ver a Luke pasar corriendo tras los pasajeros apretujados en el asiento y dirigirse a la escalera que conducía a la estación de láseres cuádruples superior. –¿Capitán? –llamó uno de los pasajeros. –Ahórreselo –exclamó Han por toda respuesta, asiendo la escalera y deslizándose hacia los cañones cuádruples inferiores. Se sujetó cuando la gravedad a su alrededor efectuó su salto de noventa grados y luego se dejó caer en el asiento. Desde ahí abajo aún parecía peor que desde la cabina. Una segunda oleada de naves piratas se había unido a la primera, lanzando fuego láser alrededor del primer grupo, formando un letal cilindro de muerte alrededor del vector de vuelo del Halcón. Intentaban obligar a su presa a permanecer en esa línea para que el primer grupo pudiera atraparles. Bueno, iban a llevarse una pequeña sorpresa. Activando los cañones cuádruples con una mano, se colocó los auriculares con la otra y los encendió. –¿Luke? –Estoy aquí. ¿alguna estrategia en concreto, o simplemente empezamos por el más grande y vemos cuánto tardamos en hacerlos pedazos? Han frunció el ceño mientras sujetaba la palanca de control, con una extraña idea rondándole la mente. La forma en la que se había posicionado esa segunda oleada... –Ve a por la gran nave principal –dijo–. Yo voy a intentar una lindeza.

La respuesta de Luke fue un estallido de fuego láser directamente en la proa del líder pirata. La otra nave viró violentamente como reacción; claramente, no habían esperado esa clase de potencia de fuego en un simple carguero ligero. Pese a todo, el piloto se recuperó rápidamente, devolviendo la nave a su posición en la matriz de ataque. La oleada principal al completo se compactó, cerrando filas para obtener la máxima protección de sus escudos combinados. Han observó detenidamente, esperando el siguiente movimiento obvio, y escuchó el pitido de su panel indicador cuando todas las naves principales doblaron la potencia de sus escudos delanteros. Lo que indicaba que inevitablemente acababan de bajar la fuerza de sus escudos de popa. Perfecto. –Chewie; hagamos un batido –ordenó por el comunicador. El Halcón descendió súbitamente como respuesta, y durante un instante la oleada posterior de naves fue visible más allá de los bordes de los escudos de la primera oleada. Han estaba preparado y disparó una doble ráfaga que pasó junto a la oleada principal hasta dar en el flanco de la mayor de las naves de la segunda oleada, enviándola en un violento viraje cuando su sistema primario de maniobra fue volado en pedazos. Y al hacerlo, el fuego láser que estaba formando parte del anillo que envolvía al Halcón golpeó con fuerza devastadora en las popas de las naves de la oleada principal. Era exactamente lo que Han estaba esperando. Al instante, dos de las naves más pequeñas viraron violentamente saliendo de la formación cuando sus motores estallaron. La primera recibió un disparo oblicuo de uno de los otros piratas en su camino al olvido, mientras que la segunda golpeaba de lleno contra otra. Cayeron juntas, mientras Luke se aprovechaba de la distracción para convertir en ardiente polvo otra de las naves principales. Entonces, para sorpresa e incredulidad de Han, el Halcón descendió, girando en un arco que les devolvía a la superficie del planeta. –¿Chewie? –gruñó–. ¿Qué estás...? El wookiee gruñó una advertencia. Frunciendo el ceño, Han giró su cuello para mirar en esa dirección cuando la familiar silueta del un destructor estelar imperial apareció a la vista rodeando el borde oscuro del disco planetario. –¡Han! –exclamó Luke. –Lo veo, lo veo –dijo Han, pensando a toda prisa. Claramente, la célula rebelde de Teardrop había escapado justo a tiempo. Excepto la última media docena de miembros de esa célula que se encontraban actualmente sentados justo a un par de metros sobre él en la sala de descanso del Halcón. Si los imperiales les encontraban allí... Entonces su mente le alcanzó y comprendió lo que Chewbacca había hecho con esa última maniobra. –Luke, apágalo –ordenó, dándole a los interruptores de sus propios cañones cuádruples. La última cosa que deseaba es que los imperiales hicieran un escaneo de potencia y vieran que el Halcón tenía semejante armamento–. Chewie, dame comunicación. Se oyó un clic. –¡Emergencia! –llamó, poniendo desesperación en su voz–. Aquí el carguero Argos solicitando asistencia de las defensas planetarias de Teardrop. No hubo respuesta desde tierra, por supuesto. Dado la oscura naturaleza de la mayoría de los residentes y visitantes del planeta, Han ni siquiera estaba seguro de que tuvieran realmente una fuerza de defensa ahí abajo. Pero en ese momento no le

preocupaba especialmente si alguien en Teardrop le escuchaba o no. Todo lo que le preocupaba era... –Carguero Argos, indique sus intenciones y tipo de emergencia –respondió una cortante voz militar. –Equipo humanitario de ayuda médica desde Briston, en respuesta al reciente terremoto en la isla Por’ste –respondió Han. Tras el Halcón, podía verlo, las naves pirata restantes estaban rehaciendo la formación para continuar el ataque–. Estamos bajo ataque; creo que son piratas. –Recibido, Argos –dijo la voz–. Mantenga su curso actual. –Pero si lo hago... Ni siquiera tuvo que terminar su protesta fingida. Tras él, una agrupación en fila de a dos de brillantes descargas verdes de turboláser cortó el espacio hacia la formación de los piratas, convirtiendo cuatro de las naves en escombros. Esta vez captaron el mensaje. Los supervivientes rompieron la formación y se desperdigaron en todas direcciones, algunos volviendo a la superficie, otros intentando escapar al hiperespacio. Ninguna opción funcionó. Con calma, profesionalidad y precisión, el destructor estelar continuó disparando, eliminando a los piratas uno a uno hasta que el Halcón estuvo volando solo. –¿Y ahora qué? –murmuró Luke en el auricular de Han. Han le ignoró. –Muchas gracias, capitán –exclamó–. Me alegra ver que el Imperio se está tomando este problema con los piratas en serio. –No hay de qué, Argos –dijo una nueva voz–. Ahora dé la vuelta y váyase a casa. –¿Qué? –preguntó Han, intentando sonar tanto indignado como sorprendido–. Pero, capitán... –Es una orden, Argos –le cortó tajantemente el otro–. Ahora mismo Teardrop está bajo control imperial. Vuelva a Briston y espere hasta que el bloqueo haya sido levantado. Han se permitió soltar un suspiro. –Comprendido –murmuró, intentando mantener un rostro neutral. A veces, alguien especialmente inteligente y perceptivo puede notar una sonrisa satisfecha incluso por un canal de comunicaciones por audio. Pero este imperial en concreto no parecía ser inteligente ni perceptivo–. Ya le ha oído, piloto –continuó–. Demos la vuelta. Una vez más, capitán, gracias por el rescate. Bajó del asiento del láser cuádruple y ascendió de nuevo por la escalera. –Capitán Solo, exijo saber qué está pasando –dijo agriamente uno de los pasajeros mientras Han cruzaba la sala de descanso volviendo a la cabina. –Les estamos llevando a su cita –le dijo Han, poniendo su mejor cara de persona inocente y sorprendida–. ¿Por qué? Antes de que los otros hubieran podido recuperarse lo bastante para preguntar de nuevo, Han había desaparecido. Chewbacca ya había puesto rumbo fuera del pozo de gravedad de Teardrop para cuando Han se dejó caer en su asiento. –Buena jugada, Chewie –dijo, tecleando para obtener un informe de estado. El ataque había añadido algunas nuevas abolladuras al fuselaje de popa, pero considerando la cantidad que ya había antes no era probable que nadie lo notase–. Siempre es agradable cuando puedes obedecer una orden imperial. Para variar. Tras ellos, Luke entró en la cabina.

–¿Se lo ha tragado de verdad? –preguntó, asomándose sobre el hombro de Han para echar un vistazo al destructor estelar que se alejaba en la distancia. –¿Por qué no? –respondió Han–. Nos vio yendo al planeta, y le dijimos que íbamos al planeta. A veces sólo tienes que ayudar a la gente a creer lo que tú quieres que crean. –Supongo –dijo Luke, sonando aún dubitativo–. También podrían haber decidido abordarnos y registrar la nave. –Ni hablar –dijo Han–. El mero hecho de que den vueltas en esas naves tan grandes y chulas no les hace inteligentes. Están aquí para cazar rebeldes, no para inspeccionar carga. Una vez que Chewie nos puso rumbo al planeta, la única cuestión importante era si el capitán se sentiría con ganas de dar a sus artilleros unas prácticas de tiro. –Qué pena que nunca sabrán lo que se han perdido –murmuró Luke, echando un último vistazo antes de volverse a sentar–. Me alegro de que vosotros dos estéis de nuestro lado. Han miró sobre su hombro con el ceño fruncido. Pero Luke estaba absorto en la pantalla del ordenador de navegación, completamente indiferente, en apariencia, a lo que acababa de decir. Han volvió la vista hacia Chewbacca, para encontrarse con que el wookiee le miraba de reojo a él. –¿Qué? –preguntó. El otro encogió sus inmensos hombros y se volvió a su panel. Han volvió a mirar a Luke, pero el chico parecía no haber notado nada de lo que había pasado. Volvió a centrarse en su panel, con un regusto amargo en la boca. Nuestro lado. El lado de Luke, mejor dicho. Y el lado de la princesa Leia, y el del general Rieekan, y probablemente el de toda la maldita Rebelión. El problema era que Han era incapaz de recordar cuándo la Rebelión se había convertido en su lado. ¿Así que había pulverizado aquellos cazas TIE que perseguían a Luke durante esa alocada batalla en Yavin? Menuda novedad. Aquello había sido estrictamente un favor hacia el chico, y quizá una pequeña venganza por el modo en el que los imperiales le habían arrastrado a bordo de la Estrella de la Muerte y luego caminado por todo el Halcón con sus sucios pies. No le importaba que los rebeldes le mostrasen gratitud por eso. Pero eso no significaba que se hubiera enrolado en la Gran Causa. Chewbacca estaba completamente dispuesto a hacerlo, por supuesto. Su historia personal con el Imperio, sumado al modo como habían tratado a su pueblo en general, le había dejado con un profundo odio hacia ellos. Se alistaría en la Rebelión en un abrir y cerrar de ojos si Han daba su aprobación. Pero Han no iba a dejar que la pasión de nadie le condujera a ello. Ni la de Chewie, ni desde luego la de Luke. Tenía que dirigir su propia vida. El destructor imperial se estaba colocando en órbita cuando el Halcón hizo el salto al hiperespacio. Con un último estallido, más sentido que oído realmente, los turboláseres del Represalia quedaron silenciosos. Sentado en el banco de babor de la nave de descenso de tropas de asalto número tres, Daric LaRone manipulaba los amplificadores de audio de su casco, preguntándose si la batalla continuaría en una posición lejos del alcance de las baterías de armas del

destructor estelar. Pero no podía oír nada, y tras un instante desactivó de nuevo la amplificación. –Me pregunto qué estará pasando –murmuró. Tras él, Saberan Marcross se encogió ligeramente de hombros, causando con su movimiento un ligero crujido de su armadura. –Quizá los rebeldes estén tratando de escapar –murmuró como respuesta. –Si lo hacen, no llegarán muy lejos –comentó Taxtro Grave desde su asiento en el banco de estribor, agarrando su largo rifle repetidor de precisión BlasTech T-28. –Mira el lado bueno –sugirió Joak Quiller tras él–. Si están todos muertos, podemos cancelar esta operación e ir a algún sitio más prometedor. –Quienquiera que esté hablando ahí atrás, que se calle –gritó una voz autoritaria desde la parte delantera de la nave de desembarco. –Sí, señor –respondió Marcross por todos ellos. LaRone se inclinó ligeramente para mirar al malhumorado oficial sentado junto al teniente Colf. Tenía el pecho adornado con los galones de comandante; sobre la insignia había un rostro que LaRone no recordaba haber visto jamás. –¿Quién es ese? –preguntó en voz baja. –El comandante Drelfin –respondió Marcross en un susurro–. OIS. LaRone se inclinó de nuevo, con un escalofrío recorriéndole. La Oficina Imperial de Seguridad era la más oscura y brutal de las herramientas del Emperador Palpatine. –¿Qué está haciendo en el Represalia? –alguien en lo alto de la cadena de mando debe haber decidido que necesitamos ayuda extra –dijo Marcross. Su tono era cuidadosamente neutral, pero LaRone le conocía lo suficientemente bien como para reconocer el desprecio oculto en sus palabras–. Han traído algunos hombres de la OIS para dirigir el asalto. LaRone hizo una mueca. –Ya veo –dijo, con el mismo tono de vez que su compañero. De la cabina de la nave de desembarco vino un zumbido de aviso. –Preparados para descenso –avisó el piloto–. Descenso en cinco. LaRone miró a Quiller, al otro lado del pasillo, notando cómo el otro se revolvía levemente en su asiento. Quiller era un excelente piloto, lo que le convertía en un pésimo pasajero. –Tranquilo –murmuró. Quiller ladeó levemente la cabeza, y LaRone sonrió por la expresión impaciente que sabía que el otro tendría debajo de la anónima placa facial blanca del casco. Abruptamente, el banco se sacudió bajo él, y la nave de descenso despegó. Tras su propia placa facial, la sonrisa de LaRone se borró, vagando con sus pensamientos de vuelta al fatídico día hacía ya diez años estándar cuando los reclutadores imperiales llegaron a Copperline y montaron su puesto. Con los ojos de su mente se vio a sí mismo uniéndose a los demás adolescentes que se apelotonaban alrededor del quiosco, hipnotizados por la presentación, los uniformes radiantes y la implicación tácita pero obvia de que ese era el mejor y más rápido camino para escapar de ese mundo sin salida. Sólo que esta vez, en su ensoñación, LaRone dijo no. al principio creía en el Imperio. Realmente creía. Tenía diez años cuando la Flota y la infantería llegaron con un gran despliegue de fuerzas y se pasaron cinco meses limpiando los nidos de piratas que durante décadas se habían asentado como una plaga en Copperline. Ocho años después, cuando llegaron los reclutadores, saltó de alegría con la posibilidad de unirse a tan noble grupo de personas. Tres años después de eso,

cuando se le ofreció un puesto en el cuerpo de élite de las tropas de asalto imperiales, saltó aún con más fuerza, trabajando duro, sudando y rezando por la posibilidad de merecer ese desafío definitivo. Durante seis años todo había ido bien. Sirvió con todo su corazón y todas sus fuerzas, luchando contra las fuerzas del mal y el caos que amenazaban con destruir el Nuevo Orden del Emperador Palpatine. Y sirvió con distinción, o eso habían pensado sus comandantes. Para el propio LaRone, los premios y condecoraciones no significaban nada. Llevaba la armadura blanca, y marcaba la diferencia. Eso era lo que importaba. Pero entonces llegó Elriss, donde un pueblo entero tuvo que permanecer bajo una lluvia torrencial durante seis horas mientras su identidades eran comprobadas por partida doble, y triple. Tras eso vino Bompreil, y todas esas terribles muertes de civiles mientras luchaban para desarraigar una célula rebelde. Y luego vino Alderaan. Incómodo, LaRone cambió de posición en el banco. Los detalles aún no estaban demasiado claros, pero todos los informes oficiales coincidían en que el planeta había sido un centro de poder rebelde, y que había sido destruido sólo cuando desafiaron una orden para entregar a los traidores. Desde luego, LaRone no ponía en duda los motivos. Los rebeldes cada vez eran más fuertes, cada vez más osados, cada vez más peligrosos. Tenían que ser detenidos antes de que destruyeran todo lo que el Emperador había creado, y arrastraran a la galaxia de nuevo al caos que reinaba en la época de las Guerras Clon. Pero seguramente el planeta entero no habría estado del lado de los rebeldes. ¿O sí? Y entonces comenzaron los silenciosos rumores. Algunos decían que Alderaan no había sido una base rebelde en absoluto, que su destrucción no había sido otra cosa que una prueba de campo de la nueva Estrella de la Muerte del Imperio. Otros susurraban que el Gran Moff Tarkin, el casi psicótico comandante de la Estrella de la Muerte, había destruido a esos miles de millones de personas por una disputa personal entre él y Bail Organa. Pero casi no importaba la razón. La cuestión de fondo era que la respuesta había ido años luz más allá de cualquier provocación que hubieran podido hacer los rebeldes. algo le había ocurrido al Imperio al que LaRone había servido tan bien durante tanto tiempo. Algo terrible. Y el propio LaRone estaba metido en medio de ello. –Tierra en tres minutos –avisó el comandante Drelfin desde la parte delantera de la nave de descenso–. Soldados de asalto, preparados para despliegue. LaRone respiró hondo, obligando a salir a sus dudas. Era un soldado de asalto Imperial, y tenía que cumplir con su deber. Porque eso era lo único que importaba. La primera de las naves de descenso de moto-jets quedó flotando cautelosamente a un par de metros del suelo. Cuando las rampas descendieron, Korlo Brightwater aceleró su moto-jet Aratech 74-Z y salió rugiendo hacia la luz del sol de la tarde. –TBR Cuatro-siete-nueve, vuelva –gruñó en su oído la tajante voz de su comandante, el teniente Natrom–. Retome la formación de Patrón de Búsqueda Jenth. –Cuatro-siete-nueve: recibido –dijo Brightwater, lanzando una rápida mirada a su alrededor mientras giraba en un amplio arco que le llevaría de vuelta junto al resto de soldados exploradores que aún estaban maniobrando para salir del transporte. Habían llegado siguiendo un curso rasante justo al norte de un grupo de colinas bajas cubiertas

de árboles, con el límite de la ciudad que tenían como objetivo a un par de cientos de metros de distancia al otro lado. Activando los sensores de su casco, hizo un rápido pero cuidadoso escaneo de las colinas mientras daba la vuelta hacia el transporte. No parecía haber actividad en ningún sitio, de ningún tipo, lo que le parecía chocante y altamente sospechoso. Las colinas incluían una zona de picnic, varios senderos para pasear y una media docena de árboles que habían sido pacientemente cultivados y manipulados durante décadas para convertirlos en una elaborada estructura de escalada para niños. Alguien de la ciudad debería estar pasando su tiempo de ocio ahí fuera en una tarde tan agradable y apacible. Pero no había nadie. Aparentemente, algo mantenía hoy a los lugareños en sus casas. ¿Como las noticias de una inminente incursión imperial? Brightwater agitó la cabeza con irritación. Así que todo se había echado a perder. La noticia se había filtrado, y cualquier rebelde que pudiera haber estado escondiéndose ahí ya estaría a mitad de camino del Borde Exterior. –Mando; aquí TBR Cuatro-siete-nueve –llamó por su comunicador–. No hay actividad en el área de operación. La operación puede haber sido saboteada. Repito, la operación... –Soldados exploradores, encárguense de asegurar el perímetro –le cortó una voz desconocida para él. Brightwater frunció el ceño. –Mando, ¿me recibe? –preguntó–. Digo que la falta de actividad... –TBR Cuatro-siete-nueve, limite sus comentarios a informes tácticos –le interrumpió otra vez la nueva voz–. Todos los transportes: muévanse. Brightwater alzó la vista. Las naves de descenso de tropas de asalto eran visibles ahora en las alturas, sobre él, cayendo hacia tierra como aves de presa preparándose para matar. Sólo que ahí abajo ya no había nada que mereciera la pena matar. Un movimiento a su derecha llamó su atención, y miró hacia atrás para ver acercarse a su compañero, Tibren. Brightwater alzó su mano, en una muda pregunta; el otro explorador meneó la cabeza, en igualmente silenciosa advertencia. Brightwater frunció el ceño. Pero Tibren tenía razón. Fuera quien fuese ese idiota que estaba dando órdenes, era demasiado corto de miras o demasiado estúpido para atender a razones. Ahora, para los soldados de asalto, ya no había nada más que hacer salvo continuar con el viaje y tratar todo el asunto como si fuera simplemente otro ejercicio de entrenamiento. Hizo un gesto de asentimiento a Triben y aceleró su moto-jet hacia el sector de contención designado. Para cuando terminaron de formar el perímetro, las naves de descenso ya habían aterrizado, con los cañones pesados disparando sobre los tejados de los edificios, la mayoría de una sola planta, y con sus compuertas vomitando sus grupos de soldados de asalto y oficiales de mando uniformados. Brightwater mantuvo su moto-jet en movimiento, observando con interés profesional como los soldados formaban en doble anillo y marchaban a la ciudad. Para variar, todo parecía ir a la perfección, sin ni siquiera los pequeños errores que normalmente acompañaban a una operación de esa magnitud. Realmente era una pena que ya no quedase ningún rebelde en la ciudad para apreciarlo. Los soldados de asalto y los oficiales desaparecieron de la vista, marchando entre los edificios y entrando en ellos, y Brightwater prestó atención al área fuera del perímetro de los soldados exploradores. Casi con toda seguridad, los rebeldes habrían

abandonado el planeta, pero había algunas células con más audacia que cerebro que elegían quedarse atrás e intentar efectuar una emboscada. Brightwater casi esperaba que este grupo hubiera tomado ese camino. Evitaría que la tarde fuese una completa pérdida de tiempo, y daría a los soldados de asalto la oportunidad de dispararles ahí, en campo abierto, en lugar de tener que apuntarles intentando distinguirles de los civiles. Coronó la cima de la colina más cercana, con los sensores de su casco a plena potencia, cuando escuchó el sonido de disparos de bláster a su espalda. Dio rápidamente la vuelta a su moto-jet, buscando el perímetro en el extremo alejado de la ciudad. Pero todos los soldados exploradores de esa zona estaban todavía en sus moto-jets, sin ninguna indicación de que alguien les estuviera disparando. Hubo otra descarga de disparos de bláster, y esa vez se dio cuenta de que provenía de dentro de la propia ciudad. Detuvo su moto-jet, frunciendo el ceño. Las descargas habían sido reemplazadas por ráfagas menos organizadas, pero todos los disparos llevaban el sonido distintivo de los rifles BlasTech E-11 de los propios soldados de asalto. ¿Dónde estaba la cacofónica mezcla de armas militares, deportivas y de autodefensa que era prácticamente el sello distintivo de la Alianza Rebelde? Y entonces, con un súbito escalofrío, comprendió. Revolucionó su moto-jet de nuevo a máxima velocidad, apuntando su morro colina abajo, hacia la ciudad. En nombre del Emperador, ¿qué creían que estaban haciendo? –TBR Cuatro-siete-nueve, vuelva a su puesto –dijo la voz del teniente Natrom en su auricular. Brightwater cambió con la punta de la lengua la posición de la palanca de control del comunicador, pasándolo a la frecuencia privada de la escuadra. –Señor, algo está ocurriendo en la ciudad –dijo rápidamente–. Solicito permiso para investigar. –Permiso denegado –dijo Natrom. Su voz estaba rígidamente controlada, pero Brightwater podía sentir la ira que yacía por debajo–. Vuelva a su puesto. –Señor... –Es una orden, TBR Cuatro-siete-nueve –dijo Natrom–. No quiero tener que repetirla. Brightwater respiró hondo. Pero conocía a Natrom, y conocía ese tono de voz. Fuera lo que fuese que estaba ocurriendo, no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer al respecto. –Sí, señor –dijo. Tomando otra profunda bocanada de aire, intentando calmarse, dio la vuelta a su moto-jet. El sol se había puesto al oeste, en el horizonte, antes de que el fuego de bláster cesara finalmente.

Capítulo Dos La galería de tiro estaba desierta cuando entró LaRone. Desierta, salvo por Grave, que se encontraba en su cabina del extremo más alejado con su T-28 apoyado en el hombro, sobre la armadura. –Grave –le saludó LaRone solemnemente–. ¿Qué tal vas? Durante un minuto, Grave no respondió. Siguió disparando, fría y metódicamente, completando el patrón programado para él en la galería. LaRone observó el monitor mientras Grave acertaba diana tras diana con la puntería que se esperaba de un francotirador de las tropas de asalto. Se preguntó si Grave había llegado a usar su habilidad antes aquel día. Finalmente, el bláster guardó silencio. Grave mantuvo su pose de tirador de élite otro par de segundos mientras los ecos se desvanecían, y luego dejó el arma en la repisa frente a él y se quitó el casco. –Parecía algo sacado de las Guerras Clon –dijo, sin volver la mirada hacia su amigo–. Toda la ciudad... toda la gente. Masacrados conforme aparecían. –Lo sé –dijo secamente–. Acabo de hablar con Korlo Brightwater... ya sabes, el explorador de moto-jet. Me dijo que ha oído que los informes oficiales van a decir que los rebeldes lanzaron una emboscada durante la búsqueda. –Nada de eso –dijo firmemente Grave–. Estaba encargado de eliminar francotiradores en los tejados, y no vi ni una sola persona asomando siquiera la punta de la nariz ahí arriba. Incluso los rebeldes son suficientemente listos como para ir a posiciones elevadas en una batalla. –Quizá –accedió LaRone, con un asomo de duda–. Aún y todo, supongo que pudo haber habido actividad rebelde en alguno de los sectores de la ciudad que no vi. –Por supuesto que pudo –replicó Grave–. Y puesto que ninguno de nosotros puede verlo todo, todos podemos persuadirnos a nosotros mismos de que eso fue lo que pasó. La típica cortina de humo de la OIS. –Volvió a colocarse su T-28 al hombro y derribó otra media docena de objetivos–. Pero no pueden taparnos los oídos, ¿verdad? – gruñó mientras volvía a bajar el arma–. Y cada disparo que yo escuché provenía de un E-11. –Lo sé –concedió LaRone–. ¿Entonces hubo alguna vez rebeldes en esa ciudad? ¿O no era más que algún tipo de extraña lección práctica? Grave meneó la cabeza. –Dímelo tú, LaRone –dijo–. Todo lo que sé... –Se detuvo–. Bueno, por lo que pude ver parecía que los primeros objetivos eran los alienígenas. –También fue así como ocurrió en nuestra escuadra –dijo pesadamente LaRone–. No es que nadie llegara a dar una orden tan específica. Los hombres de la OIS sólo señalaban y nos ordenaban disparar. –¿Y entonces miraban si alguno de vosotros fallaba a propósito? LaRone sintió un peso en el estómago. Nunca se le habría pasado eso por la cabeza. –¿Estás sugiriendo que esto podría haber sido una prueba sobre nosotros? Grave se encogió de hombros. –Por lo que sé, a la OIS nunca le gustó la idea de abrir las filas a voluntarios como nosotros. Querían que las tropas de asalto siguieran siendo estrictamente clones. LaRone soltó un bufido. –Eso fue hace nueve años. Ya deberían haber dejado atrás eso desde entonces.

–La gente normal lo habría hecho –dijo amargamente Grave–. Pero estamos hablando de la OIS. –Volvió la mirada a LaRone–. Espero que hoy disparases con una puntería especialmente buena. –Hice mi deber –dijo secamente LaRone–. Grave, no crees que la OIS sepa algo que nosotros no sabemos, ¿verdad? ¿Como que allí todos fueran simpatizantes rebeldes? –¿Quieres decir como toda la gente de Alderaan? LaRone sintió un nudo en la garganta. Alderaan. –Grave, ¿qué nos está pasando? –preguntó suavemente–. ¿Qué le está pasando al Imperio? –No lo sé –dijo Grave–. Quizá son los rebeldes. Quizá estén golpeando tan fuerte que todas las juntas débiles están empezando a soltarse. –Apretó fuertemente los labios–. O quizá el Imperio siempre haya sido así. Quizá no lo advertimos hasta Alderaan. –¿Y entonces qué hacemos? –No hacemos nada, LaRone –dijo Grave, con un tono de advertencia en su voz–. ¿Qué podemos hacer? ¿Unirnos a la Rebelión? El pensamiento cruzó como un rayo por la mente de LaRone. Pero era una idea ridícula, y lo sabía. Él y los demás habían dado un juramento de defender el Imperio y sus ciudadanos, y no había modo posible de que ninguno de ellos fuera a colaborar con gente que intentaba convertirlo todo en caos. –No lo sé –dijo–. Pero yo no me alisté para esto. –Tú te alistaste para obedecer órdenes –dijo Grave, volviéndose hacia la zona de disparo. Extrayendo el paquete de energía de su bláster, sacó uno nuevo de su cinturón y lo puso en su lugar–. Pero desde luego que no te alistaste para dejar que la OIS te arrestara por pensamiento sedicioso. –Eso está claro –asintió LaRone, con un escalofrío recorriéndole el cuerpo. Traducción: no vuelvas a hablar nunca de este modo. –Porque se supone que vamos a tener una unidad táctica completa de la OIS en uno o dos días –continuó Grave–. Sus propios transportes, su propia cadena de mando, y probablemente también sus propias tropas de asalto. –¿Dónde has oído eso? –Marcross, por supuesto –dijo Grave, con una sonrisa torcida asomando casi a regañadientes entre toda su seriedad–. De dónde lo saca él todo, no tengo la menor idea. –¿Crees que él mismo pueda ser de la OIS? –Nada de eso –dijo Grave firmemente–. Es un tipo demasiado simpático para eso. No, simplemente le gusta tener los oídos bien abiertos. –Supongo –dijo LaRone–. Sea lo que sea, parece que alguien se está tomando esta caza de rebeldes muy en serio. –A mí me parece bien –dijo Grave–. Y yo intento estar preparado para la próxima vez que caigamos sobre rebeldes de verdad. Girándose, volvió a ponerse el casco y disparó a un nuevo objetivo. Estaba a mitad de la nueva ronda cuando LaRone se deslizó en silencio fuera de la cabina. La recepción estaba en pleno apogeo, con el gran salón de baile del palacio del Moff Glovstoak brillando con la elaborada iluminación, los estandartes ondeantes y la música ligera interpretada por una orquesta de músicos en vivo. Sólo ligeramente menos brillantes estaban los ricos y poderosos que llenaban el salón, con su conversación

añadiendo un amortiguado contrapunto a la música. Allí habría presentes al menos quinientas personas, entre hombres y mujeres, estimó Mara Jade mientras pasaba esquivando serenamente los pequeños grupos de conversación, la élite de la élite de la élite de todo el sector. Definitivamente, Glovstoak estaba rebasando todos los límites esa noche. Le hacía pensar a uno de dónde pensaba sacar los créditos para pagarlo. –Ah... Condesa Claria. Mara se volvió. Un hombre mayor con uniforme de general se estaba acercando a ella atravesando la multitud, seguido por un hombre más joven con un sencillo traje de etiqueta. –Hola de nuevo, General Deerian –le saludó Mara con una sonrisa, echando una rápida mirada sobre su acompañante. Mink Bollis, lo identificó, uno de los ayudantes de Glovstoak. Buena señal; si el círculo más cercano estaba empezando a llegar, el propio moff debía de estar al caer–. Creía que iba a ir a comprobar el buffet. –Así era, pero entonces me encontré con el Señor Bollis –dijo el general Deerian, señalando al hombre joven–. Recordando nuestra anterior conversación sobre los problemas de su mundo con los piratas, pensé que sería capaz de ofrecernos algo de ayuda. –Condesa –le saludó Bollis, tomando su mano derecha y besándosela al estilo del Antiguo Núcleo. Su mirada de depredador se fijó en sus ojos verdes y su pelo dorado-rojizo, pasó a su hombro esculpido por una cascada de flores entretejidas, y luego bajó más aún hacia su esbelta figura ceñida por un escotado vestido. Los piratas y los problemas con ellos eran claramente lo último que pasaba por su mente–. Le aseguro que el Moff Glovstoak y todo el gobierno del sector están dispuestos a ayudarles en sus necesidades. ¿Por qué no buscamos un rincón tranquilo donde pueda darme algunos detalles de su situación? –Eso sería... –Mara se detuvo, mostrando un gesto indefinido en su rostro antes de hacerlo desaparecer–. Eso sería maravilloso. –¿Se encuentra bien? –preguntó Deerian. –Simplemente me he sentido un poco extraña por un instante –dijo Mara. Dejó que el aspecto extraño asomase por su rostro de nuevo, añadiendo esta vez un ligero tambaleo a su pose. –Quizá debería sentarse un momento –dijo Deerian, observándola más de cerca–. La ambrostina puede afectarte mucho si no estás habituado a ella. –Creía que lo estaba –dijo Mara, añadiendo un punto gutural a su voz. A decir verdad, estaba bastante familiarizada tanto con la ambrostina como con los síntomas que provenían de beber demasiada. Y Bollis, al menos, aparentemente también conocía la pérdida de inhibiciones que aparecía en la siguiente fase. –Déjeme llevarla a algún sitio donde pueda recostarse –se ofreció, con los ojos un poco más brillantes. Se puso a su lado, dispuesto a tomar su brazo para ayudarla. Para agradable sorpresa de Mara, Deerian lo hizo antes. –Moff Glovstoak espera que le ayude con sus invitados –recordó el general a Bollis mientras alejaba diestramente a Mara del joven–. Conozco el palacio; le encontraré un sitio donde estará bien. Antes de que Bollis pudiera encontrar las palabras adecuadas para una protesta formal, Deerian había hecho pasar a Mara junto a una pareja completamente vestida de brilloseda y la condujo por una de las puertas laterales. Fuera del salón de baile, los pasillos estaban desiertos salvo por las parejas de guardas de librea que montaban guardia en cada intersección. Ninguno de ellos detuvo o

puso alguna traba a Deerian mientras la conducía hacia una oscura oficina a dos pasillos de distancia. –Mis oficinas de campo adquieren su mobiliario en el mismo proveedor que Moff Glovstoak usa para sus subordinados –le dijo a Mara mientras dejaba una tenue iluminación y la conducía hacia el círculo de conversación de la habitación–. Puedo asegurarle por experiencia personal que esos sofás son idóneos para una siesta rápida. –Ahora mismo, creo que podría dormir sobre un pozo de gravilla –murmuró Mara, arrastrando las palabras ligeramente mientras entornaba los párpados–. Gracias. –No hay problema, condesa –dijo Deerian mientras le ayudaba a tumbarse en uno de los sofás–. Como dije, la ambrostina es un sutil enemigo. –Me refería a... ya sabe. Él le sonrió. –No hay problema con eso tampoco –le aseguró–. ¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? –Dieciocho. La sonrisa de Deerian se quebró un poco. –Tengo una nieta de esa edad –dijo–. Tampoco me gustaría dejarle a ella sola con Bollis. Duerma cuanto pueda, condesa. Me aseguraré de que no le molesten. Se fue, cerrando la puerta tras él. Saltando del sofá, Mara cruzó la habitación y pegó la oreja a la puerta, empleando las técnicas de amplificación de sonido que el Emperador le había enseñado. Incluso con esa ayuda sólo podía escuchar aproximadamente alguna palabra que Deerian estaba diciendo a la pareja de guardias más próxima. Pero podría decir que estaba instruyéndolos sin lugar a dudas para que se aseguraran de que nadie molestase a la joven dama. La conversación terminó, y los pasos de Deerian se desvanecieron en dirección al salón de baile. Reajustando su audición a la normalidad, Mara apagó la luz y volvió a deslizarse cruzando la habitación. Hora de ponerse a trabajar. A pesar de su corta carrera hasta el momento como Mano del Emperador, Mara ya había advertido la extraña mezcla de precaución y descuido que mostraban muchos de los altos cargos de la política del Imperio. Glovstoak no era ninguna excepción. Incluso allí, en el décimo piso del palacio, las ventanas estaban protegidas por una rejilla de alerta de intrusos; al mismo tiempo, existía un desbloqueo local que permitía recoger esa rejilla bajo el alféizar para que el ocupante de la oficina pudiera tomar aire fresco sin tener que llamar al oficial principal de seguridad para que le abriera. Tras una breve inspección, encontró la llave, con la rejilla inhabilitada deslizó cuidadosamente la ventana para abrirla y se asomó al exterior. Aparte de los guardas que hacían sus rondas muy por debajo y los distantes aerocoches que patrullaban el perímetro exterior de los terrenos del palacio, no se veía a nadie. Extendiéndose con la Fuerza, efectuó un agarre sobre el paquete que había ocultado con anterioridad bajo uno de los arbustos que se alineaban junto al muro exterior, y tiró. Por un instante no ocurrió nada. Se enfocó con más fuerza, y esa vez el mango se liberó y rápidamente ascendió flotando, con el cable de conexión flotando tras él. Un momento después estaba en sus manos y, con una presión en un botón, los motores de su interior comenzaron a enrollar el cable, haciendo ascender el paquete, mucho más pesado y envuelto en tela negra, que estaba atado al otro extremo. Un minuto después, el paquete estaba dentro y su contenido extendido sobre el suelo de la oficina. Dos minutos después de eso, había cambiado su flamante vestido por un traje de combate gris, su delicado adorno floral del hombro por un bastón de

spray Stokhli colgado al hombro, y el fajín bordado de su cintura por un cinturón y un sable de luz. El paquete también contenía un tubo de aire comprimido y un maniquí hinchable que era un duplicado de ella misma con un vestido de gala idéntico al que estaba llevando momentos antes. Lo preparó y lo colocó en el sofá como engaño para cualquier mirada curiosa; con el auténtico vestido oculto bajo el escritorio, se dirigió de nuevo hacia la ventana y se deslizó al exterior. Mara había empezado a entrenarse con el bastón de spray sólo unos pocos meses antes, y en ese tiempo había trabajado duro para dominarlo y añadirlo a su ya extenso repertorio de herramientas y armas. Toda esa jugada, de hecho, era una de las que había practicado una y otra vez en su centro de entrenamiento del Palacio Imperial. Sentada a horcajadas en el alféizar de la ventana, apuntó el dispositivo en un ángulo ascendente, por el muro exterior, y pulsó el disparador con el pulgar. Con un agudo silbido, el bastón de spray se pegó a su cuerpo por el retroceso mientras un chorro de fina niebla salía disparado por el otro extremo. Al entrar en contacto con el aire, la niebla se convertía en un ondulante flujo de líquido que rápidamente se solidificaba contra la pared de piedra, formando un puente de superficie retorcida por el que se podía trepar. Apagando el spray, Mara recolocó el bastón en su correa para que no le estorbase y comenzó a ascender. Tuvo que detenerse un par de veces para añadir con su spray más longitud a su camino privado antes de alcanzar el vigésimo piso y las estancias privadas de Glovstoak. Sus ventanas estaban protegidas por la misma rejilla anti-intrusos que había encontrado en la oficina, con la misma debilidad incluida. Estirándose con la Fuerza a través del transpariacero, primero desactivó la rejilla y luego desbloqueó el cierre. Un minuto más tarde estaba dentro. Las estancias estaban vacías, con Glovstoak y toda su gente abajo, en la gran fiesta. Aún y todo, Mara permanecía alerta mientras se movía silenciosamente por las habitaciones. El moff fácilmente podía haber dejado uno o dos droides para vigilar sus posesiones privadas. Pero los droides podían ser escaneados o reprogramados, y aparentemente Glovstoak no estaba dispuesto a asumir semejante riesgo. En su lugar, había elegido confiar su cámara de seguridad a dos alarmas altamente sofisticadas. Sofisticadas desde su punto de vista, en cualquier caso. Los ladrones profesionales que el Emperador había contratado para instruir a Mara en sus artes se habrían partido de risa con ambos sistemas. La propia Mara, sin tanta experiencia, simplemente sonrió, y consiguió neutralizar los dos en apenas diez minutos. Tras todos los prolegómenos, abrir la cámara en sí misma fue casi un anticlímax. Dos minutos más tarde consiguió abrir la pesada puerta y entró en su interior. Un muro de la cámara estaba totalmente ocupado por ficheros de tarjetas de datos, que contenían los duplicados de los registros administrativos del sector. Bastante interesante, ciertamente, pero incluso si Glovstoak hubiera sido lo bastante descuidado como para dejar un rastro de datos que pudiera demostrar sus supuestas irregularidades financieras, haría falta un pequeño ejército de contables para detectarlo. En su lugar, Mara se dirigió al fondo de la cámara, buscando objetos más personales. Y entonces encontró la prueba que necesitaba. Durante un largo instante se quedó mirando la media docena de obras de arte que se mostraban a la luz de su barra luminosa. A primera vista, la colección privada parecía bastante floja, especialmente considerando la cantidad de grabados planos, esculturas, conjuntos de piezas y colgantes que decoraban las áreas públicas del palacio.

Mara no se había dejado engañar. Las piezas de abajo eran grandiosas pero relativamente baratas. Y, más importante aún, eran adecuadas al presupuesto de un honesto administrador de la posición de Glovstoak. Las seis piezas de la cámara eran otra cosa completamente distinta. Los coleccionistas privados más acaudalados pagarían más de cien millones de créditos por cualquiera de ellas, sin hacer preguntas. Juntas, probablemente valdrían tres veces el valor del palacio de Glovstoak y todo su contenido. Lo que significaba que las sospechas del Emperador eran correctas. Glovstoak estaba desviando gran parte de la recaudación de impuestos que debía enviar al Centro Imperial. Tomando uno de los grabados planos, Mara lo giró. Bajo el resplandor de su barra luminosa la superficie trasera parecía lisa y sin marcas. Pero había una cosa que los tratantes de arte hacían que quizá Glovstoak no conocía. Ajustando su barra luminosa a una frecuencia específica de luz ultravioleta, lo intentó de nuevo. allí estaba: un listado completo de todos los tratantes, casas de subastas y corredores de arte por cuyas manos había pasado el grabado a lo largo de su dilatada historia. Mara sonrió. Los tratantes hacían invisibles esas listas para evitar introducir tan crudo comercialismo en la cuidadosamente cultivada elegancia de su mundo. Los ladrones de arte profesionales borraban rutinariamente las marcas con el fin de hacer sus nuevas adquisiciones más difíciles de rastrear. Glovstoak no había hecho eso, lo que inmediatamente le decía que no había obtenido las piezas de arte a través de un profesional. Interesante. Tomó nota mental de la última entrada de la lista –Casa de Subastas Peven, Crovna– y dejó de nuevo el grabado donde lo encontró. Hizo una comprobación similar en otras dos de las obras de arte, y luego abandonó la cámara, cerrando la puerta y reactivando las alarmas tras ella. El viaje de descenso del muro fue mucho más sencillo y rápido de lo que había sido el de ascenso. El spray Stokhli solidificado se habría evaporado en un par de horas más, sin dejar ni rastro incluso si los hombres de Glovstoak supieran dónde mirar. Llevaba de nuevo su vestido, y el resto de su equipo ya estaba otra vez oculto tras el arbusto del exterior, cuando la puerta de la oficina se abrió con un cauteloso chirrido. –¿Condesa? –llamó cautelosamente la voz de Deerian. –Sí, general –contestó, incorporándose en el sofá y estirándose–. Por favor, pase. –Confío en que se encuentre mejor –dijo el otro, avanzando un paso en la puerta. –Mucho mejor –le aseguró, sonriendo mientras se acercaba a él–. Gracias por su consideración. –Fue un placer –dijo, sonriendo a su vez mientras le ofrecía el brazo–. ¿Quiere que volvamos a la recepción? –Sí, desde luego –dijo, tomando su brazo. Y esperemos que todo el mundo disfrute de ella, pensó mientras pasaban junto a los vigilantes centinelas. Porque va a ser la última fiesta que ofrecerá Glovstoak jamás.

Capítulo Tres Como de costumbre, la información de Marcross resultó ser correcta. Seis días después de la masacre de Teardrop una unidad táctica de la OIS llegó a bordo del Represalia. Llegaron además haciendo alarde de fuerza: diez escuadras completas, incluyendo oficiales, soldados, droides, e incluso su propio grupo de análisis de inteligencia. Más preocupante para LaRone fueron las dos escuadras de tropas de asalto que llegaron con ellos. –Lo que significa que cualquier cosa que ellos hagan, como acribillar otra ciudad, o algo peor, la harán llevando nuestra armadura, lo que significa que todo el cuerpo de las tropas de asalto será culpado por ello –advirtió a Quiller y Grave cuando los tres observaban la Bahía de Hangar 5 desde la pasarela de observación. La gente de la OIS había traído con ellos un extraño surtido de vehículos, desde cargueros ligeros hasta viejos y pasados de moda transportes militares, e incluso un destartalado yate de placer. –Como si no fuéramos culpados por todo de cualquier forma –añadió Quiller con una pizca de amargura–. Es la consecuencia de que siempre nos toquen las misiones más duras. –Y esa es la consecuencia de que seamos los mejores del Imperio –replicó Grave con un punto de orgullo–. Ciertamente tenemos mejores transportes que esos payasos. –¿Qué, te refieres a esos? –preguntó Quiller, señalando al grupo de naves bajo ellos–. No lo creas, colega, ni por un instante. Ese Suwantek TL-1800, por ejemplo; ¿ves esas marcas de herramientas en la boca del motor? –¿De cuál estamos hablando? –preguntó LaRone, frunciendo el ceño ante los diseños desconocidos. –De ese aparato plano y angular con los motores subluz sobredimensionados – dijo Quiller, señalando–. Usualmente, el 1800 es un montón de chatarra; se mantiene perfectamente unido, pero es lento, con mal armamento y un escudo muy pobre. El ordenador de navegación falla mucho, también. –Suena perfecto para la OIS –murmuró Grave–. Dejémoslos sueltos, y que se pierdan. –Como dije, no me lo creo –dijo Quiller–. Esos motores probablemente han sido mejorados de seis formas distintas en el Centro Imperial, y hay altas probabilidades de que todo lo demás bajo el fuselaje también. Lo mismo para el resto de las naves. –¿Crees que tendrán identificaciones falsas? –preguntó LaRone. Quiller soltó un bufido. –Probablemente tienen estanterías completas llenas de ellas –dijo–. Puede que seamos los mejores del Imperio, pero nunca lo dirías teniendo en cuenta lo que la OIS obtiene de los presupuestos. –¿algún problema con la OIS, soldado? –preguntó una voz grave tras ellos. LaRone sintió que el estómago le daba un vuelco. Era el comandante Drelfin, el hombre de la OIS que ordenó la masacre de Teardrop. –No, señor, en absoluto –le aseguró Quiller rápidamente. –Me alegra oírlo –dijo Drelfin mientras se les quedaba mirando, con la mano sobre la culata de su bláster enfundado–. Ahora, tienen exactamente cinco segundos para decirme qué están haciendo en una zona restringida. –Somos soldados de asalto imperiales, señor –le dijo LaRone, luchando por mantener el nivel adecuado de respeto militar en su voz–. Tenemos acceso autorizado a cualquier parte de esta nave.

–¿En serio? –dijo Drelfin, pasando la mirada sobre el mono de LaRone–. ¿Por qué no llevan armadura? –Se nos permite un poco de libertad en ese área, señor –dijo LaRone, eligiendo cuidadosamente las palabras. La normativa decía inequívocamente que los soldados de asalto debían llevar siempre la armadura cada vez que salieran de su sección de barracones. Pero al capitán Ozzel le molestaba su presencia a bordo de su nave, y no le gustaba ver hombres con armadura dando vueltas por la nave en sus horas libres. Dado que los mandos de las tropas de asalto habían rechazado, a su vez, confinar a sus hombres en los barracones cuando estuvieran fuera de servicio, había llegado a un acuerdo menos oficial. –¿Quién se lo permite? –preguntó Drelfin–. ¿Su teniente? ¿Su comandante? –¿Hay algún problema, comandante? –dijo una nueva voz desde el extremo más lejano de la galería de observación. LaRone se giró para ver a Marcross y Brightwater caminando hacia ellos, este último con un trapo asomando por el bolsillo de su mono y manchas de grasa en las manos. –¿Qué es esto, la sala de reuniones del Club Infantil? –gruñó Drelfin–. Identifíquense. –Soldado de asalto TKR 175 –dijo Marcross, con una pizca tanto de orgullo como de desafío en su voz–. Este es TBR 479. –También sin armadura, según veo –gruñó Drelfin–. Y también aparentemente ignorantes de la normativa acerca de las áreas limitadas. Volvió la mirada de nuevo a LaRone. –¿O es que los reclutas de los mundos del borde como ustedes no saben leer las normativas, para empezar? –Como dije, señor,... –comenzó LaRone. –...pensaba que las normativas no se aplicaban a ustedes –terminó sarcásticamente Drelfin–. Confío en que lo piensen mejor ahora. –Sí, señor –dijo Brightwater. Golpeó el brazo de LaRone–. Vamos, LaRone. Ibas a ayudarme a cambiar las aletas de dirección de mi moto-jet. –¿LaRone? –repitió Drelfin, con un tono de voz repentinamente extraño–. ¿Daric LaRone? ¿TKR 330? LaRone miró a Marcross, notando las súbitas arrugas en la frente del otro. –Sí, señor –dijo. –Vaya, vaya –dijo Drelfin suavemente. Sin aviso previo, desenfundó el bláster–. He estado repasando las grabaciones de la operación en Teardrop –continuó, entornando desagradablemente los ojos cuando el arma se detuvo apuntando al estómago de LaRone–. Se ordenó a su escuadra que ejecutase a algunos simpatizantes rebeldes. Usted erró deliberadamente sus disparos. Eso es incumplimiento del deber. LaRone sintió que se le secaba la garganta. Así que alguien había notado su falta de precisión al disparar aquel día. Eso no era nada bueno. –Mi deber es proteger y preservar el Imperio y el Nuevo Orden –dijo, forzando a su voz a permanecer tranquila. –Su deber es obedecer órdenes –replicó Drelfin. –Eran civiles desarmados que no suponían una amenaza –dijo LaRone–. Si había cargos o sospechas contra ellos, deberían haber sido arrestados y llevados a juicio. –¡Eran simpatizantes rebeldes! Quiller dio un paso adelante. –Señor, si tiene una queja contra este hombre...

–Manténgase al margen, soldado –advirtió Drelfin–. Ya tiene bastantes problemas ahora mismo. –¿Qué tipo de problemas? –preguntó Marcross. –No llevan uniformes, están en una zona restringida sin autorización –dijo Drelfin, antes de volver su mirada hacia LaRone–, y mantienen una obvia amistad con un traidor al Imperio. –¿Qué? –preguntó Grave–. ¡Eso es una locu...! –Con el debido respeto, comandante, TKR 2014 está en lo cierto –le cortó Marcross–. La normativa requiere que una acusación de esa magnitud debe ser comunicada inmediatamente al oficial superior de las tropas de asalto. –Déjeme explicarle algo, TKR 175 –gruñó Drelfin–. Somos la Oficina Imperial de Seguridad. Lo que decimos es la regla, lo que decidimos es la normativa, lo que hacemos es la ley. –¿Y aquel sobre el que ordenen disparar está muerto? –replicó LaRone. –Así que lo ha comprendido –dijo Drelfin, alzando las comisuras de los labios en una sonrisa cadavérica–. Yo estaba al mando de esa operación, lo que significa que yo decidiré que hacer con usted. Ni su teniente, ni su comandante, ni desde luego su estúpido capitán Ozzel. Avanzó un paso y presionó el cañón de su bláster contra la frente de LaRone. Era un diseño desconocido, advirtió LaRone distantemente: grande y desagradable, con un añadido de aspecto extraño al final del cañón. –Y si decidiera ejecutarle sumariamente por su traición... Su dedo se tensó visiblemente sobre el gatillo. Una pequeña parte de la mente de LaRone sabía que estaba faroleando. Estaba jugando con su víctima a uno de esos macabros juegos con los que esos hombrecillos mezquinos y sádicos disfrutaban tanto. Pero LaRone era un soldado de asalto imperial, despiadadamente entrenado en las artes del combate y la supervivencia, y esos reflejos profundamente implantados no sabían nada sobre juegos mentales de la OIS. Su mano izquierda subió disparada espontáneamente, golpeando la muñeca de Drelfin y alejando el bláster de su frente. Era probablemente lo último que Drelfin se esperaba. Se tambaleó por el impacto, gruñendo una maldición mientras intentaba volver a poner el arma sobre el objetivo. Pero mientras lo estaba haciendo, la mano derecha de LaRone ascendió, atrapando la muñeca del otro y dándole un nuevo empujón. Durante una única e insoportable fracción de segundo, el bláster apuntó de nuevo a la cara de LaRone; luego pasó de largo, balanceándose muy a la izquierda de LaRone. Giró sobre su pie derecho, girando a su vez el torso mientras mantenía agarrada la muñeca del comandante, y un segundo más tarde tenía a Drelfin encorvado, con el brazo retorcido y el bláster apuntado inocuamente al techo. –¿Qué era eso de que los caprichos de la OIS eran la ley? –gritó. –LaRone, ¿estás loco? –preguntó Brightwater, con los ojos como platos. –Quizá –dijo LaRone. Su ira estaba desapareciendo, y para su espanto se dio cuenta de que Brightwater tenía razón. Si antes no estaba en apuros, ciertamente ahora lo estaba–. Pero eso deberá determinarse siguiendo los procedimientos adecuados – añadió. Alcanzó el bláster, consiguiendo soltarlo del agarre de Drelfin, y luego dejó libre su brazo. Drelfin se incorporó, clavando sus ojos en LaRone como vibrocuchillas, con la cara distorsionada por la rabia y sus labios pronunciando maldiciones sin emitir sonido alguno. Y sujetando un pequeño bláster de repuesto con la mano izquierda.

Y esta vez LaRone sabía que no era un juego. Hubo un ligero destello, un estallido amortiguado... Sin hacer ruido, Drelfin cayó silenciosamente sobre la cubierta. Durante un largo y helado instante, nadie se movió ni habló. LaRone observó el cuerpo retorcido, y luego el bláster del comandante que aún seguía en su mano, mientras su mente luchaba para creer en la evidencia que había ante sus ojos. No; seguramente tenía que haber pasado otra cosa. El comandante debía de haber tenido un ataque al corazón, o quizá le había disparado un grupo desconocido desde algún escondrijo. Eso ni siquiera había sonado como un disparo de bláster de verdad, por favor... –Oh, no –murmuró Brightwater, sonando anonadado. LaRone tragó saliva con dificultad; al hacerlo, la burbuja de las suposiciones salvajes estalló y la cruda realidad fluyó sobre él. Daric LaRone, con todo su discurso elevado sobre el deber y el honor, acababa de pegarle un tiro a sangre fría a un hombre. Y no a un hombre cualquiera. A un oficial. A un oficial de la OIS. Y en ese segundo instante helado, supo que estaba muerto, Los demás también lo sabían. –Ha sido en defensa propia –dijo Quiller, con una voz que temblaba de un modo que LaRone no le había escuchado ni siquiera en las situaciones de combate más desesperadas–. Todos lo visteis. Drelfin desenfundó primero. –¿Crees que a la OIS le va a importar? –ladró Grave. –Sólo quería decir... –No les va a importar –dijo Marcross, con voz tensa, mientras echaba un rápido vistazo a la cubierta de observación–. La cuestión es hasta qué punto van a tomarse en serio nuestra captura. –Espera un momento –dijo Brightwater–. ¿Qué quieres decir con nuestra? –Tiene razón, Marcross –convino LaRone, con el corazón que empezaba a latir como reacción–. No se trata de nosotros; se trata de mí. Ninguno de vosotros hizo nada. –Dudo que a la OIS le importe eso tampoco –murmuró Quiller. –Por supuesto que le importará –dijo pesadamente Marcross–. Le importará que ninguno de nosotros hiciera nada para detenerte. –No había tiempo... –Calla, LaRone –le cortó Grave–. Tiene razón. Estamos todos metidos en esto. –No, si no pueden identificarnos –sugirió Brightwater, mirando furtivamente a su alrededor–. No hay nadie más aquí, y el disparo fue con su propia arma. Quizá incluso piensen que fue un suicidio. Grave soltó un bufido. –Oh, vamos. ¿Un comandante de la OIS, en la cima de su pequeña y retorcida carrera? Matan a otra gente, no a sí mismos. –Sólo se puede hacer una cosa –dijo LaRone. Alejándose un paso largo a un lado, sacó su bláster y les apuntó–. Al suelo, todos. Ninguno se movió. –Buen intento –dijo Grave–. Pero no funcionará. –Tengo el bláster –dijo LaRone, alzando el arma para enfatizar sus palabras–. No hay forma de que podáis detenerme, y la normativa no requiere que desperdiciéis vuestras vidas por nada. –No, LaRone, Grave tiene razón –dijo Marcross, meneando la cabeza–. Nos torturarán, y tan pronto como descubran que sabíamos que no ibas a dispararnos estaríamos de nuevo en la picadora. –Además, no puedes hacer volar una de esas naves de la OIS tú solo –dijo suavemente Quiller–. Cómo mínimo yo debería ir contigo.

–Como mínimo todos debemos hacerlo –dijo Grave con voz pesada–. Y estamos perdiendo el tiempo. –No puedo dejar que hagáis esto –protestó LaRone–. No puedo pediros que renunciéis a todo de esta forma. Tendréis que renunciar al Imperio, convertiros en fugitivos... –No tenemos elección –dijo Grave–. Además, después de lo que pasó en Teardrop, no estoy seguro de volver a estar cómodo de nuevo llevando mi armadura. –Y con respecto a abandonar al Imperio –añadió Quiller sobriamente–, me parece que el Imperio nos abandonó primero. Al menos el Imperio al que pensábamos que íbamos a servir al alistarnos. –Miró a Brightwater–. Bien, Brightwater. Te estamos esperando. Brightwater hizo una mueca de disgusto. –Ahora mismo no estoy preparado para renunciar al Imperio –dijo–. Pero tampoco quiero quedarme sentado a esperar que la OIS me ponga en el punto de mira. ¿Cuál es el plan? LaRone bajó la mirada hacia la retorcida silueta de Drelfin, intentando obligar a su cerebro a trabajar de nuevo a velocidad normal. –Lo primero es ocultar el cuerpo –dijo–. Una de aquellas taquillas de almacenamiento debería servir. Quiller, ¿qué nave vamos a tomar? –El Suwantek –dijo Quiller, señalando a la nave sobre la que habían discutido antes–. Considerando nuestras habilidades mecánicas combinadas, vamos a necesitar la nave más fiable que podamos encontrar. Si han sido lo suficientemente precavidos como para dejar los sistemas en espera, puedo tenerla preparada en diez minutos. –No podemos irnos mientras el Represalia está en el hiperespacio –dijo Brightwater. –Puede que haya otro modo –dijo LaRone, con una audaz idea brillando en un rincón de su mente–. Ve a preparar la nave; Grave, Brightwater, id con él. Marcross y yo nos encargaremos del cuerpo. Las taquillas de almacenamiento estaban completamente llenas, pero con unos cuantos empujones fueron capaces de hacer suficiente sitio para el cuerpo de Drelfin. Para cuando terminaron y bajaron al nivel de la cubierta del hangar, Quiller y los demás ya estaban dentro del Suwantek. Intentando aparentar un aire casual, LaRone tocó ligeramente el brazo de Marcross y se dirigió a la rampa de embarco. Nadie les molestó mientras caminaban, una circunstancia que a LaRone le chocó, por sospechosa e inquietante. Estaban a mitad de camino antes de que se le ocurriera que con las restricciones de la OIS en vigor, probablemente no habría nadie en la sala de monitores de la bahía del hangar vigilando su marcha. Llegaron a la nave sin incidentes y subieron a una pequeña pero agradablemente amueblada sala de descanso de tripulación. Tras levantar y sellar la rampa, se dirigieron al puente. Quiller estaba en el asiento del piloto, con sus dedos apretando botones aquí y allá mientras devolvía toda la vida a la nave. –¿Dónde están Grave y Brightwater? –preguntó Marcross mientras se sentaba junto a Quiller en el asiento del copiloto. –Inspeccionando para asegurarse de que no hay nadie durmiendo a bordo –dijo Quiller–. Bien, estamos preparados. –Miró a LaRone por encima de su hombro–. ¿Dijiste que tenías una idea? LaRone asintió, se sentó tras Marcross en la estación de astrogación y comunicaciones, e hizo un rápido examen de los controles. Comunicación interna del hangar... ahí. Enderezó los hombros, intentando ponerse en la mente de un matón de la OIS, y pulsó el botón.

–Aquí el comandante Drelfin –dijo, con su mejor imitación de la voz de Drelfin–. Estamos preparados. –¿Señor? –le respondió una voz ligeramente confundida. –Dije que estamos preparados para partir –dijo LaRone, poniendo un poco de irritación en su voz–. Saquen al Represalia del hiperespacio para que podamos despegar. –Ah... un momento, señor. El canal de comunicaciones quedó en silencio. –¿Ese era tu gran truco? –murmuró Quiller. –Dale un minuto –dijo LaRone, intentando sonar más seguro de sí mismo de lo que se sentía. Si tenían que abrirse camino disparando... –Comandante, aquí el oficial al mando Brillstow –dijo una nueva voz–. No veo ninguna salida de naves en mi agenda. –Por supuesto que no –gruñó LaRone–. Y tampoco pondrá nada en su informe. Ahora sáquenos suavemente del hiperespacio para que podamos continuar. Contuvo la respiración. Quiller tenía razón, por supuesto; las órdenes en vigor seguramente requerirían que el oficial de cubierta aclarase ese tipo de peticiones no programadas con el capitán, o al menos comprobarlas con alguien del destacamento del propio Drelfin. Pero la Oficina Imperial de Seguridad funcionaba con sus propias reglas, y todo el mundo en la Flota lo sabía. Si el oficial al mando Brillstow había escuchado suficientes historias acerca de los descontentos de la OIS... Y para su sorpresa y tranquilidad, el cielo moteado del hiperespacio del exterior de la bahía del hangar se convirtió en la negrura tachonada de estrellas del espacio real. –Recibido, comandante –dijo Brillstow, con voz firme y formal–. Todo despejado para su despegue. LaRone apagó el comunicador. –Pongámonos en marcha antes de que cambien de idea –dijo a Quiller. –Aún podría ser una trampa –advirtió Quiller mientras activaba los repulsoelevadores y hacía virar el Suwantek hacia la pantalla atmosférica–. Podrían estar tan sólo dejándonos salir fuera, donde pueden aniquilarnos con la artillería pesada. –No lo creo –dijo Marcross–. No llegarían a una resolución tan drástica sin intentar al menos atraparnos con vida y descubrir qué demonios estamos intentando hacer. –Espero que tengas razón –dijo Quiller–. Allá vamos... Segundos después, estaban fuera. Quiller les hizo pasar junto al flanco del destructor estelar en una curva ascendente, virando tras la superestructura, para luego dirigirse al espacio profundo. Un minuto después, mientras LaRone miraba la pantalla táctica buscando señales de un cambio de opinión de última hora, el Represalia parpadeó con seudomovimiento y se desvaneció de nuevo en el hiperespacio. –Vaya –exclamó Quiller con un respiro de tranquilidad–. Es agradable cuando todo el sin sentido de capa y cuchilla de la OIS funciona contra ellos. –Pero eso no significa que debamos sentarnos aquí a esperar a que se despierten –advirtió Marcross–. ¿alguna idea sobre dónde ir ahora? –Estaba pensando que Drunost podría ser una buena primera parada –dijo Quiller, tecleando en un panel sobre su cabeza–. Está a unas tres horas de aquí, un pequeño y agradable mundo marginal donde casualmente hay un concesionario y puesto de venta de Navieras Agrupadas, lo que significa que tendremos todo el combustible y las piezas que podamos necesitar. Hay un largo camino hasta los límites del Imperio, ya sabéis.

–Si decidimos que realmente tenemos que ir tan lejos –dijo Marcross–. Hay cantidad de sistemas más cercanos donde podríamos ocultarnos. –Podemos discutir eso más tarde –dijo LaRone–. Adelante, empecemos por Drunost. Quiller asintió y tecleó en su panel, y las estrellas del exterior relampaguearon convirtiéndose en líneas estelares. –Por supuesto, una cuestión que vamos a tener que resolver antes de que lleguemos es cómo nos la vamos a arreglar para conseguir dinero –señaló. El intercomunicador emitió un pitido. –¿Quiller? –dijo la voz de Brightwater–. ¿Estamos fuera? –Fuera y libres, y el Represalia se ha ido –le aseguró Quiller. –Genial –dijo Brightwater–. Puede que te interese poner el automático y venir a la cabina de tripulación número dos; la segunda a la izquierda, justo después de la sala de descanso. Tengo algo interesante que mostrarte. Brightwater y Grave estaban esperando cuando llegaron LaRone, Marcross y Quiller. Al igual que la propia sala de descanso de la tripulación, la cabina estaba diseñada con la clase de cuidado que LaRone habría esperado de personas que manejaban un presupuesto como el de la OIS. El mobiliario incluía una cama estrecha pero de aspecto confortable, un armario empotrado, un pequeño ordenador de escritorio, un monitor sobre el escritorio que mostraba el curso actual y otras estadísticas de vuelo de la nave, e incluso una pequeña estación de aseo privada. –Bonita –comentó Quiller, mirando a su alrededor con aprobación–. Esta debe de ser la del piloto. –En realidad, ahora es la mía –le dijo Grave–. Pero no te preocupes; son todas como esta. –Y si piensas que esto es bonito, agárrate fuerte –añadió Brightwater. Acercándose al monitor, hizo pasar el dedo por el borde inferior de la pantalla. Con un silencioso chasquido –snick–, una sección del mamparo y la cabecera de la cama se entreabrieron, y Brightwater lo abrió por completo para revelar un armario empotrado oculto. O, mejor dicho, una armería empotrada oculta. Había una docena de blásteres alineados juntos en un muro lateral, de todo, desde pistolas BlasTech DH-17 de los suministros de la flota, hasta rifles E-11 estándar de las tropas de asalto, pasando por un par de blásteres de mano de una marca y modelo que LaRone no reconoció. Bajo las armas alineadas había filas de paquetes de energía y cartuchos de gas, además de varios contenedores con piezas de repuesto variadas. En el otro muro lateral había un rifle de francotirador T-28, el favorito de Grave, junto a una selección de vibrohojas, granadas, puños aturdidores y una pareja de remotos de búsqueda Arakyd. Y llenando el centro del espacio había dos juegos completos de brillantes armaduras de soldado de asalto. –La cabina número uno tiene una selección ligeramente distinta –dijo Grave ante el asombrado silencio–. No hemos comprobado aún las otras, pero es de esperar que estén todas preparadas del mismo modo. –Hay dos moto-jets Aratech 74-Z en una de las bodegas de carga, así que supongo que en una de las cabinas debe de haber uno o dos juegos de armadura de soldado explorador –añadió Brightwater–. Esa será la mía. –Esos tipos vinieron preparados de verdad –comentó Marcross–. ¿No habrán dejado algo de dinero en efectivo tirado por ahí, por casualidad?

–Si no lo hicieron, siempre podemos robar un banco –dijo secamente Quiller, señalando el armamento. –Aún no hemos encontrado créditos –dijo Brightwater a Marcross–. Por otro lado, ha sido por pura suerte loca que hayamos encontrado esto. Estábamos buscando polizones, no tesoros enterrados. –Creo que deberíamos remediar eso –sugirió Marcross. –Desde luego –acordó LaRone–. Tenemos tres horas para llegar al planeta, soldados. Desplegaos y veamos qué más nos ha puesto tan amablemente la OIS en nuestra nueva nave. El balance final fue impresionante. Había quince juegos de armaduras de tropas de asalto –ocho estándar, seis especializadas, y un traje completo de soldado espacial–; quince blásteres de distintos tipos; cien granadas, incluyendo explosivas y de conmoción, e incluso un par de detonadores termales; treinta y cinco mudas de ropa de civil; dos deslizadores terrestres; dos moto-jets; un camión deslizador de tres asientos, para seis pasajeros; y numerosas muestras de material de seguimiento, combate y detención, incluyendo una máquina para crear tarjetas de identificación personal. También encontraron la estantería con códigos de transpondedor de nave falsos que Quiller había predicho. Y había dinero. Más de medio millón de créditos. –Por todas las galaxias, ¿qué planeaban hacer para necesitar todo esto? – murmuró Brightwater cuando estaban sentados en la sala de descanso comparando sus listas. –Apuesto a que iban a dar un golpe en el corazón de la Rebelión –dijo Marcross–. Cargueros disfrazados serían perfectos para infiltrarse en los convoyes de suministros del enemigo. –O para hacerse pasar por renegados que quieren unirse –dijo LaRone. –Bueno, fuera lo que fuese lo que tuvieran en mente, lo que es cierto es que nos deja en buena posición –dijo Grave–. Entonces, ¿exactamente a qué lugar del Borde Exterior nos dirigimos? –Podríamos probar el espacio hutt –sugirió Quiller–. El Imperio mantiene muy poco control allí, y podríamos encontrar fácilmente trabajo como agentes a sueldo o guardaespaldas. –No vamos a trabajar para criminales –dijo secamente Brighwater. –Sólo quería decir... –No, tiene razón –añadió LaRone–. Somos soldados de asalto imperiales, no matones de alquiler. –Ya no somos soldados de asalto imperiales –murmuró Quiller, dejando caer su tableta de datos sobre la mesa de juego holográfico. –Pero seguimos sin trabajar para criminales –insistió Brightwater. –Hay otra posibilidad –ofreció Marcross–. En lugar de huir como toong asustados, ¿por qué no quedarnos justo aquí, en el sector Shelsha? –No lo sé –dijo Quiller, dubitativo–. He echado antes un vistazo a la lista del sistema, y no hay muchos sitios donde podamos aterrizar sin que alguien terminase por fijarse en nosotros. –A no ser que nos mantengamos en movimiento –sugirió Brightwater–. Tenemos suficientes créditos para hacerlo, al menos por una temporada. Marcross carraspeó.

–En realidad, estaba pensando en que deberíamos probar algún lugar en Shelkonwa. LaRone frunció el ceño sorprendido. Por el aspecto de las caras de los demás, estaban teniendo la misma reacción. –¿Quieres que nos escondamos en la capital de Shelsha? –preguntó Quiller. –Es el último lugar donde la OIS pensaría en buscar fugitivos en busca y captura –apuntó Marcross–. Y conozco allí gente que podría ayudarnos. –Si tienes amigos allí, es el último lugar al que querríamos ir –replicó Grave–. ¿Recuerdas el nombre de la primera chica que besaste? Marcross soltó un bufido. –Por supuesto. –¿Qué me dices de la segunda? –Pues... no, en realidad no –concedió Marcross. –Bien, pues la OIS sí –dijo Grave–. O lo sabrán tarde o temprano. Somos fugitivos, Marcross. Eso significa que nunca más podremos contactar con nadie al que hayamos conocido. Jamás. –Vamos a tranquilizarnos un poco con toda esta planificación a largo plazo –dijo LaRone–. Lo primero es llegar a Drunost y salir sin disparar ninguna alerta. Una vez que tengamos llenos el depósito y la despensa, podremos hablar más sobre nuestras opciones. Marcross aún no parecía muy convencido, pero asintió. –Bien –dijo–. Pero aún quiero una oportunidad de defender la opción de Shelkonwa. –La tendrás –prometió LaRone–. Todos tendremos nuestro turno de hablar, y tomaremos la decisión juntos. Como dijo Grave, nosotros cinco somos todo lo que tenemos. Brightwater meneó la cabeza. –¿Por qué será –dijo– que eso no me ofrece demasiadas confianzas?

Capítulo Cuatro –Así que –dijo el Emperador Palpatine, con los ojos destellando entre las sombras del pico de su capucha– todo es como lo sospechaba. Moff Glovstoak es un traidor. –Como mínimo ha cometido desfalco, mi señor –dijo Mara–. Yo no podría decirle si ha cometido o no una auténtica traición. –Yo considero que el robo de fondos imperiales es traición –replicó el Emperador–. Tu trabajo en esto ha terminado, mi niña; otros continuarán desde aquí. Lo has hecho bien. –Gracias –dijo Mara, sintiendo que el calor de su aprobación fluía por ella–. Entonces, salvo que haya algo más urgente pendiente, solicito permiso para hacer una investigación sobre las seis obras de arte que encontré en la cámara de Glovstoak. Las que examiné parecían formar parte de un grupo de diez que fueron robadas de una galería hace cinco años, durante un ataque a una célula rebelde en Krintino. La cara del Emperador se oscureció. –¿Así que, además de desfalco, Glovstoak también podría estar conectado con la Alianza Rebelde? –O podría tener una conexión con las fuerzas imperiales que llevaron a cabo el ataque –señaló Mara, algo cautelosa. El Emperador era sabio y bueno, pero tenía a menudo una extraña tendencia a ver rebeldes y conspiraciones rebeldes donde en realidad no podían existir–. O podría ser simplemente que unos piratas o ladrones aprovecharon el caos del ataque para robarlas y huir. Lo interesante del asunto es que aparentemente Glovstoak las compró a través de una casa de subastas, lo que sugiere que él y el vendedor querían poner un sello de autenticidad a la transferencia. –Has dicho que fueron robadas diez –dijo el Emperador–. ¿Y sólo seis de ellas estaban en la cámara de Glovstoak? –Sí –confirmó Mara–. Y las seis aparentemente fueron compradas al mismo tiempo hace aproximadamente dieciocho meses. –¿Dónde están las otras cuatro? –Por lo que sé hasta ahora, continúan desaparecidas –dijo Mara–. Esa es una de las preguntas que me gustaría responder. Otra es por qué el propietario original decidió de repente que necesitaba semejante inyección de dinero hace año y medio. Durante un minuto, el Emperador guardó silencio, y Mara sintió una punzada de satisfacción. Las transferencias privadas de objetos valiosos habían tenido lugar desde siempre por todo el Imperio, por multitud de razones legítimas o rozando los límites de la legalidad. Semejantes preguntas, viniendo de muchos de los otros consejeros y ayudantes del Emperador, seguramente habrían sido rechazadas con un gesto de mano como irrelevantes. Pero Mara era la Mano del Emperador, reclutada y entrenada personalmente por él, y él confiaba en sus instintos. –La pérdida de la Estrella de la Muerte fue un gran golpe incluso para mis aliados más fuertes –dijo finalmente–. Algunos, quizá, podrían estar preguntándose si realmente lo mejor es que sea mi Imperio quien gane en este conflicto contra la Alianza Rebelde. –Por supuesto que lo es –dijo Mara automáticamente. El Emperador le ofreció otra estrecha sonrisa. –Desde luego –convino–. Pero no todo el mundo ve las cosas con tanta claridad como tú y yo. Si Glovstoak no está conectado a la Rebelión, quizá alguno de nuestros

ciudadanos más acaudalados haya decidido jugar en ambos bandos. Dime, ¿cuál es la presencia rebelde actual en el sector Shelsha? –Aún no lo sé –dijo Mara–. Estaba planeando contactar con Shelkonwa y pedir a la oficina del gobernador Choard que me hiciera un resumen. –No lo hagas –dijo el Emperador, arqueando las comisuras de los labios con desprecio–. Barshnis Choard es un administrador competente, pero tiene demasiados vínculos con los ricos y poderosos de su sector. Podría filtrar la noticia de tu investigación a la misma gente que buscas. No, en su lugar usarás mi biblioteca personal para tu investigación. Mara inclinó la cabeza. –Gracias, mi señor. El emperador alzó una mano ante ella. –Ve –dijo. Mara dio un paso hacia adelante y tomó su mano estirada, sintiendo una fresca ola de calor y fuerza fluir por ella, y luego volvió a retroceder. –Una cosa más, mi señor –dijo–. Cuando arreste al Moff Glovstoak y a su administración, ¿podría pedirle que un miembro de su plantilla, el general Deerian, quede exento de castigo? El Emperador la observó pensativo. –¿Crees que es inocente de la traición de Glovstoak? –Estoy convencida de ello –dijo Mara–. También es un hombre honesto y honrado. No deseo ver al Imperio privado de sus servicios. Los labios del otro se habían torcido ligeramente al oír la palabra honrado. Pero no hizo otra cosa salvo asentir. –Como desees, mi niña –dijo–. Haré que el general Deerian sea transferido inmediatamente a una posición aquí, en el Centro Imperial, donde permanecerá a salvo de la inminente destrucción de Glovstoak. –Gracias –dijo Mara. Girándose, caminó a través de la extensión del salón del trono, pasó junto a los silenciosos Guardias Reales con sus túnicas rojas, y entró al turboascensor. La biblioteca del Emperador era un lugar inmenso y muy privado, utilizado sólo por unos pocos de sus mejores agentes, y sólo con su permiso expreso. Normalmente, había un puñado de asistentes a mano para ayudar, pero Mara se sorprendió por el inusual silencio mientras caminaba entre las altas estanterías de archivos de tarjetas de datos hacia las estaciones de consulta del centro. Aparentemente, todos los asistentes habían tenido la súbita necesidad de estar en cualquier otra parte. Cuando rodeó el último fichero descubrió la razón de su ausencia. Sentado solo en una de las tres estaciones de ordenador estaba Darth Vader. –Lord Vader –dijo educadamente al pasar junto a él, posando su mirada automáticamente en la pantalla frente a él. Él alzó un poco el brazo, lo justo para bloquearle la visión. –La Mano del Emperador –le saludó a su vez, con una voz incluso más profunda y firme y oscura que lo usual–. ¿Qué quiere? –He recibido permiso para hacer una investigación –dijo Mara, continuando su marcha hasta sentarse en una de las otras estaciones. Pero incluso mientras conectaba la consola y comenzaba a teclear su búsqueda de datos, podía sentir su atención concentrada pasar de su investigación a la propia Mara. Vader siempre había sido bastante educado, pero incluso sin la sensibilidad de la Fuerza de Mara quedaba bastante claro que ella no le gustaba.

Nunca pudo descubrir por qué. Desde luego, sus objetivos eran los mismos: servir al Emperador y a su Nuevo Orden. Quizá él pensaba que el entrenamiento de la chica le había robado al Emperador demasiado tiempo y atención, o quizá sospechaba que ella estaba intentado suplantarle ante los ojos del gran hombre. Ambos pensamientos eran ridículos, por supuesto. Mara tenía un trabajo que hacer, y Vader tenía el suyo, y no tenía sentido buscar segundas intenciones a la sabiduría con la que el Emperador les empleaba a ambos. Pero aún tenía que encontrar una forma de hacer que Vader entendiera esa idea. –Busca información sobre los rebeldes –dijo Vader. –¿No lo hacemos todos? –dijo secamente Mara–. En especial, estoy interesada en los del sector Shelsha. ¿No sabrá alguna cosa sobre ello? –No hay bases conocidas ni supuestas en el sector –retumbó el señor Oscuro–. El único puesto de escucha principal fue asaltado y destruido hace unos días. Sospecho que hay también algunas rutas de suministros importantes que atraviesan el sector, pero aún hay que verificarlo. –¿algún simpatizante importante? El sentimiento de frialdad a su alrededor aumentó. –Hay simpatizantes por todas partes –dijo–. Del mismo modo que hay otros que conspiran para derrocar a sus superiores. Mara sintió como la atravesaba un desagradable temblor. –Lord Vader, puede estar seguro de que no tengo la menor intención... –Buenos días, Mano del Emperador –le cortó Vader. Con un revoloteo de su capa negra, se puso en pie, apagando la consola al hacerlo. Dándose la vuelta, comenzó a irse. –Gracias por su ayuda, Lord Vader –le dijo Mara. El otro no respondió, y la sensación de frialdad se desvanecía conforme se alejaba. La puerta se abrió, deslizándose, con un gesto suyo, y salió de la biblioteca. Mara tomó aliento profundamente, y dejó escapar un suspiro cansado. ¿Por qué estaba preocupado, de todas formas? La lealtad era, después de todo, una de las grandes cualidades del Emperador; la lealtad a todos aquellos que le eran leales. ¿Cómo podría Vader pensar siquiera que su Maestro iba a apartarlo de su lado por cualquier otro? ¿Especialmente por alguien tan joven e inexperto como Mara? Agitando la cabeza, volvió a centrarse en su consola, forzando a su mente a volver al trabajo. Así que había rutas de suministros rebeldes a través del sector Shelsha. Era bueno saberlo. Terminó de teclear su petición de información general sobre los rebeldes, y luego añadió una búsqueda de líneas de tráfico de mayor o menor importancia, espaciopuertos fuera de la ley, y cualquier centro conocido de contrabando u otras actividades criminales. El ordenador comenzó a trabajar, y Mara se recostó en la silla a esperar... y mientras encogía sus cansados hombros, sus ojos cayeron sobre la consola de Vader. El Señor Oscuro nunca era muy agradable, pero cuando volvía a pensar en su breve encuentro le daba la impresión de que había estado más al límite que habitualmente. Quizá podría descubrir por qué. Echó un vistazo a la salida mientras se levantaba e iba a la otra consola, preguntándose brevemente qué haría Vader si le descubriera con las manos en la masa. Pero era una oportunidad demasiado buena como para dejarla pasar. Sentándose, encendió la máquina. Había un truco informático que el Señor Oscuro quizá no supiera como bloquear... No lo sabía. Introduciendo el código apropiado, Mara obtuvo el último archivo al que se había accedido desde ese terminal.

Era un programa de búsqueda. Uno altamente sofisticado, además, que había estado cribando concienzudamente las grabaciones personales de cientos de sistemas estelares cuando Vader interrumpió su trabajo y lo apagó. Y no sólo grabaciones personales, sino también informes de movimiento y avistamiento, perfiles financieros, permisos de viaje, y cualquier otro medio que el Imperio tuviera a su disposición para localizar o rastrear a uno de sus ciudadanos. Ascendió al principio del documento, buscando la lista de nombres de los objetivos. Si Vader estaba intentando rastrear de nuevo las conexiones del príncipe Xizor con Sol Negro, el Emperador iba a enfadarse mucho con él. Pero para su sorpresa, sólo había un nombre en la lista. Luke Skywalker. Mara frunció el ceño, buscando en su memoria. ¿Había escuchado ese nombre anteriormente? No lo creía. Pero entonces ella apenas tenía dieciocho años y era una recién llegada en la corte de Emperador. Mientras tanto, tenía su propio trabajo que hacer. Archivando el nombre para futuras referencias, apagó la consola y volvió a su propia búsqueda. A Han no le sorprendió en absoluto el aspecto del punto de encuentro, que resultó ser como el resto de los pequeños agujeros que el general Rieekan había acumulado por todo el Imperio para poder esconderse. Era tranquilo, razonablemente privado, y una de las imitaciones más pobres que jamás había visto de lo que debía ser una base militar. Pese a todo, tenía algo que hacía que valiera la pena. Leia estaba allí. –Han –le saludó con su sonrisa oficial de costumbre cuando descendía por la rampa del Halcón–. Parece que habéis tenido un pequeño enfrentamiento. –No exactamente –le aseguró, devolviéndole la sonrisa. La fría formalidad de su sonrisa no le había engañado ni por un instante, desde luego–. ¿Los demás han conseguido llegar bien? –Casi todos –dijo, con un gesto de contrariedad asomando en su rostro–. Chivkyrie aún no ha aparecido. Han miró por encima del hombro hacia Luke y Chewbacca, que estaban ayudando a los técnicos a sacar su equipo de las bodegas del Halcón. –¿Quieres que Chewie y yo vayamos a buscarle? –Me temo que no sea ese tipo de problema –se lamentó–. Estamos teniendo problemas con toda su organización. –Ah... políticos –dijo Han, asintiendo–. En ese caso, puedes dejarme al margen. –Sí, eso pensaba –dijo Leia–. A propósito, Mon Mothma quiere vernos a todos nosotros en el centro de mando. Tú, Luke y yo. –¿Quién? –Mon Mothma –repitió pacientemente Leia–. La comandante suprema de la Alianza, ¿recuerdas? –Oh –dijo Han cuando el nombre apareció por fin en su memoria–. Ella. –Sí, ella –dijo Leia–. Tiene un trabajo para nosotros. Han reprimió una mueca. Otra vez lo mismo: todo el mundo asumiendo sin más que él y Chewbacca estaban oficialmente a bordo de esa condenada nave. –Bien –dijo–. Iremos en cuanto hayamos terminado.

Leia alzó ligeramente las cejas, y por un instante Han pensó que iba a recordarle cual era su lugar. Pero quizá recordó a tiempo que en realidad él no tenía ningún lugar allí. –Nos veremos allí, entonces –dijo, y se fue. –¿algún problema? –preguntó Luke tras él. Han se giró para ver al chico caminando hacia él. –No más de lo habitual –dijo–. ¿Por qué? –Leia parecía preocupada. –Su alteza Real siempre está preocupada –gruñó Han, molesto a su pesar. Desde que rescataron a la princesa de la Estrella de la Muerte, Luke siempre había estado orbitando sobre ella, y desde lo de Yavin Han tenía la impresión de que ambos tenían la clase de profunda conexión espiritual en la que Luke podía notar los estados de ánimo y sentimientos de ella. O quizá era parte de toda esa locura de Caballero Jedi que le había entrado. A veces a Han le resultaba difícil decidir qué parte de la personalidad de Luke le resultaba más molesta. Pese a todo, en general el chico era un buen muchacho. Mejor que muchas de las personas con las que Han había tenido que lidiar durante años. –Tiene muchas responsabilidades –le recordó tranquilamente Luke–. Y lo de alderaan aún está bastante reciente. Han hizo una mueca. El chico tenía razón, claro. Leia había estado entonces demasiado ocupada para reaccionar demasiado, pero desde lo de Yavin había tenido más tiempo para que el dolor y el horror de la destrucción de su mundo comenzara a agobiarle. Y ya puestos a ello, Luke también había recibido un par de patadas en el estómago, primero perdiendo a su tía y su tío, y luego viendo como el viejo Kenobi era asesinado frente a él. Lo mínimo que Han podía hacer era darles un poco de rienda suelta. A ambos. –Sí, ya sé –dijo–. A propósito, nuestra gloriosa comandante suprema quiere que vayamos al centro de control cuando tengamos tiempo. –Genial –dijo Luke, visiblemente emocionado por la perspectiva de otra misión–. Vamos. Chewie puede supervisar el resto de la descarga. Salta cuando te lo ordenen. El viejo dicho militar cruzó por la mente de Han. Pregunta “¿hasta dónde?” mientras subes. No importaba cuantas dudas pudiera tener Han todavía acerca de esa Rebelión; Luke claramente acababa de saltar con ambos pies. Había saltado, y ni siquiera se preocupaba en preguntar hasta dónde mientras subía. Dales rienda suelta, se recordó Han firmemente. Mucha rienda. –Claro –dijo–. Veamos que quiere Su altísima alteza. Mon Mothma era una mujer de aspecto regio con cabello castaño y corto, y ojos de un pálido azul verdoso. Llevaba una sencilla túnica blanca decorada únicamente con un medallón de algún tipo alrededor del cuello. Sentada en la cabecera de la mesa de juntas, flanqueada por el general Rieekan a su derecha y Leia a su izquierda, tenía exactamente lo que Luke habría esperado encontrar en el líder de la Alianza Rebelde: nervios templados, fuerza y determinación. –Gracias por estar aquí con nosotros hoy, capitán Solo; Maestro Skywalker – dijo, saludando con un solemne gesto de cabeza a cada uno de ellos por turno–. Ambos han servido a la Rebelión con valentía, y la galaxia entera está tremendamente en deuda

con ustedes. Ahora hemos venido a pedirles que realicen otro servicio más para nosotros. Echando un vistazo a Han, Luke vio su mirada cautelosa y la ligera media sonrisa que comenzaba a dibujarse en sus labios. –Estaremos encantados... –comenzó. –Estamos escuchando –le cortó Han. Luke hizo una mueca de disgusto. Pero Mon Mothma no se percató de la brusquedad, o al menos decidió ignorarla. –Como saben, la Alianza Rebelde está formada por muchos grupos que una vez lucharon su propia guerra individual contra la tiranía del Emperador Palpatine –dijo–. Fue únicamente cuando comenzamos a unir y coordinar nuestros esfuerzos... –Conocemos la historia –interrumpió Han de nuevo–. ¿Cuál es la misión? Junto a Mon Mothma, Leia se revolvía en su asiento, mirando fijamente a Han en una silenciosa advertencia. Pero, una vez más, si Mon Mothma se había irritado o sentido ofendida, no dio muestras de ello. –Uno de los grupos miembros, República Redux, está liderado por un adariano llamado Yeeru Chivkyrie –dijo la mujer de más edad–. Tiene una propuesta que cree que dará un gran impulso a la Rebelión. –Los impulsos son buenos –dijo Han–. ¿Cuál es el problema? –El problema –dijo Mon Mothma– es que los líderes de dos de los otros grupos del sector se oponen firmemente al proyecto siempre que Chivkyrie esté a su favor. –¿Cómo de firmemente? –preguntó Han. Mon Mothma apretó brevemente los labios. –Están amenazando con abandonar la Rebelión si el plan de Chivkyrie es aceptado. –¿Son gente que mantenga su palabra? –preguntó Han. Luke le miró incrédulo. –¿Qué clase de pregunta es esa? –Una perfectamente válida –dijo Han, sonando un poco a la defensiva–. Creo que la razón por la que retiramos el puesto de escucha en Teardrop fue porque la Alianza ya no tenía mucho que hacer en Shelsha. –En realidad, Skywalker, es una buena pregunta –dijo Rieekan–. Hemos tenido problemas para tener un apoyo real en el sector, en parte por problemas culturales, en parte por luchas internas como esta. –Si nos ceñimos a las cifras, el grupo de Chivkyrie es el más pequeño de los tres en cuestión –añadió Leia–. Los adarianos tienen un estricto sistema de capas sociales, lo que significa que Chivkyrie ha reclutado a su gente casi exclusivamente de la capa secundaria, a la que él pertenece. El resto de la población no parece interesada en combatir al Imperio. –Creía que se esperaba que todos renunciasen a este tipo de luchas internas cuando se unían a la Alianza –dijo Luke. –Ese era el acuerdo –dijo Rieekan–. Pero los adarianos son gente obstinada. Una vez que tienen una idea, es casi imposible hacerles cambiar de opinión. –Volvió la mirada a Leia–. A menos que quien ofrezca la idea alternativa sea de una capa superior, razón por la cual vamos a enviar a la princesa Leia como mediadora. –¿Debo entender que no saben demasiado del plan de Chivkyrie? –preguntó Luke. –En realidad, no tenemos ni idea de qué es –dijo Rieekan–. Se niega a discutir el asunto por HoloNet, ni siquiera con transmisiones encriptadas. La única manera que encontramos para ello es enviarles al sector Shelsha para hablar con él.

Luke tardó un instante en percatarse del pronombre. Han, como de costumbre, lo captó al instante. –¿Enviarnos? –preguntó, haciendo hincapié en la última sílaba. –Sí –dijo Rieekan, mirándole fijamente a los ojos–. Me gustaría que usted y Skywalker acompañaran a la princesa. Luke sintió que se le aceleraba un poco el corazón. Otra misión para la Rebelión... ¡y además tendría que pasar tiempo con Leia! –Queremos mantener el asunto lo menos notorio posible –explicó Leia–. Eso significa nada de naves de la Alianza, y nada de personal claramente relacionado con la Alianza. –¿Nada de personal claramente relacionado con la Alianza? –repitió Han. Luke le miró con el ceño fruncido. ¿Qué le pasaba a Han? –Sólo quiere decir que aún no tenemos ningún rango o estatus oficial –explicó, intentado servir de ayuda. Aparentemente, fue la frase equivocada. Han le echó una fugaz mirada y se volvió hacia Rieekan. –¿Adónde iremos exactamente? –Como dijo la princesa, todos queremos intentar pasar desapercibidos, incluido Chivkyrie –dijo el general–. Vive en Ciudad Makrin, la sede del gobierno en Shelkonwa, el planeta capital, pero en realidad van a encontrarse con él en un sistema inhabitado a unas pocas horas de vuelo de distancia. –No sabemos si el Imperio está monitorizando sus movimientos –añadió Leia–, pero si es así, debería ser capaz de escabullirse a esa distancia sin despertar ninguna alarma. –Asumiendo que sea capaz de terminar con las luchas internas sin una semana de discusiones –dijo Han. –Ella es capaz –dijo Mon Mothma, con una tranquila confianza–. ¿Desean acompañarle? –Yo sí –dijo Luke firmemente, atreviéndose a enviar una pequeña sonrisa en la dirección de Leia. Su recompensa fue una sonrisa igualmente sutil. –Bueno, supongo que sí –dijo Han, con un tono mucho más reticente–. ¿Cuándo nos vamos? –No antes de unos días –dijo Rieekan–. Tenemos que arreglar primero algunos detalles con Chivkyrie y los demás líderes. –¿Como la forma que debe tener la mesa de conferencias? –sugirió Han. Leia y Rieekan intercambiaron miradas. –Les haremos saber el programa tan pronto como lo tengamos –dijo el general–. Gracias por venir. –Y, una vez más, la Alianza está en deuda con ustedes –dijo Mon Mothma. –Muy bien –dijo Han. Se levantó y abandonó la sala. Luke le observó marcharse, preguntándose qué pasaba exactamente. Era, al parecer, una pregunta universal. –¿Qué pasa con él? –preguntó Rieekan. –No lo sé –dijo Luke–. Ha estado así también todo el camino de vuelta desde Teardrop. –Iré a hablar con él –se ofreció Leia, levantándose–. Gracias por su tiempo, Mon Mothma; general Rieekan. –Gracias a ti –dijo seriamente Mon Mothma. –Hazme saber si hay cualquier cosa que pueda hacer acerca de Solo –dijo Rieekan–. Necesitamos toda la buena gente que podamos tener.

–¿Realmente cree que hay una buena persona bajo todo eso? –preguntó Leia secamente. –Por supuesto que la hay. –Rieekan se encogió de hombros–. En alguna parte. Leia alcanzó a Han en el Halcón justo cuando los técnicos estaban desembarcando los últimos bultos del equipo de Teardrop. –Han –le saludó cortésmente. –Su Ilustrísima Señoría –respondió, inclinando la cabeza hacia ella. Con un esfuerzo, reprimió la réplica que le vino a la mente. ¿Por qué hacía eso? Sabía que odiaba esa clase de sarcasmo. O quizá era por eso que lo hacía. –Has sido un poco brusco ahí dentro –dijo en su lugar–. E irrespetuoso. Han torció los labios. –No era mi intención –dijo–. No les falto al respeto. Bueno, no a Rieekan, en cualquier caso; he visto muchos malos oficiales como para distinguir uno bueno cuando lo veo. –Bueno, si no fue falta de respeto, fue una imitación bastante buena –dijo Leia. Han le dio la espalda y comenzó a juguetear con una pieza de equipamiento de la parte baja del Halcón. –Lo que pasa es que no me gusta la política –dijo por encima del hombro. –No se trata de política, Han –dijo ella–. Se trata de la supervivencia contra... –Por supuesto que se trata de política –interrumpió, girándose para mirarle a ella–. Siempre se trata de política. Un líder rebelde lucha por obtener lo que quiere, los otros líderes intentan impedir que se lleve todo el mérito, y tú, Mon Mothma y Rieekan intentáis apaciguar los ánimos crispados de todo el mundo. Eso no es supervivencia, princesa. Es política. –¿Eso es lo que te molesta? –preguntó Leia, cribando rápidamente su discurso en busca de pistas–. ¿No se te están reconociendo suficientes méritos? –Por supuesto que se me reconocen suficientes méritos –dijo–. ¿No recuerdas la brillante medalla que me pusiste en el cuello? Leia sintió que sus mejillas ardían. –Mis disculpas, capitán Solo –dijo con más sarcasmo del que realmente pretendía–. Sólo estoy intentando comprenderte. Durante la más breve fracción de segundo ella creyó ver algo casi vulnerable en los ojos de él. Pero el momento pasó, y la máscara de cínica indiferencia volvió de nuevo a su lugar. –No te molestes –aconsejó–. Incluso si lo hicieras, no te lo creerías. Se volvió de nuevo, pretendiendo tener los ojos y las manos ocupados con fragmentos aleatorios de la equipación del Halcón. Leia permaneció donde estaba durante unos segundos, hasta que estuvo claro que la conversación había terminado. Dándose la vuelta, se fue cruzando la cubierta del hangar, con calor aún en sus mejillas. Nunca en su vida había encontrado un hombre cuya fuerza admirase tanto y que al mismo tiempo le inspirara ganas de estrangularlo con sus propias manos. Luke estaba esperando justo fuera de la puerta del hangar. –¿algo? –preguntó. –Sólo la fanfarronería habitual –dijo Leia con un suspiro–. Quizá tú puedas sacarle algo más. Los ojos de Luke echaron un vistazo sobre el hombro de Leia. –Probablemente sea mejor esperar a que se calme.

–Simplemente desearía saber qué fue lo que le puso nervioso en primer lugar – dijo Leia–. Ha hablado de la política, pero sé que eso no es todo. –Mientras tanto, tenemos que ir al sector Shelsha –dijo Luke–. Espero que el general Rieekan tenga un plan alternativo para el transporte. –Seguro que lo tiene –dijo Leia–. Pero aún tenemos unos días. Tal vez podamos hacer que Han venga. –Sí –dijo Luke, lleno de dudas–. Tal vez.

Capítulo Cinco Desde el aire, la base de Navieras Agrupadas de Drunost tenía exactamente el mismo aspecto que su conocido logo en forma de estrella dentro de un remolino. De pie tras Marcross, mirando por encima de su hombro, LaRone pudo ver una docena de grandes transportes estacionados alrededor de sus bordes, con varias áreas de aterrizaje y de servicio formando un anillo disperso a unos pocos kilómetros de distancia. A un par de kilómetros al sudeste de la base, una ciudad de tamaño mediano se apretujaba contra la orilla de un río de aguas rápidas. –¿Veis todos los transportes? –dijo Quiller, señalando al edificio de la base–. Debe de haber llegado un convoy. Eso es bueno; significa un montón de gente, vehículos y naves moviéndose de un lado para otro recogiendo sus mercancías. –¿Una multitud en la que podemos perdernos? –sugirió Marcross. –Exactamente. –¿Qué son todas esas pequeñas zonas de aterrizaje alrededor de los bordes de la base? –preguntó LaRone. –Áreas de servicio de propiedad privada –le contó Quiller–. Son para gente que quiere llegar y recoger cargamentos o comprar directamente del centro de venta de Navieras. –¿No vamos a ir a la base propiamente dicha, no? –preguntó Grave desde la estación de escudos y sensores, detrás de Quiller. –Ni siquiera vamos a acercarnos –le aseguró Quiller–. Navieras tiene su propia fuerza de seguridad, y no son un grupo con el que querrías meterte en un lío. Pero esos campos de trasbordo tienen sus propias puntos de venta. En realidad, una vez que aterrice no tendremos que avanzar más de unos doscientos metros desde la nave para encontrar toda la comida y el equipamiento que necesitamos. –¿Y qué pasa con los imperiales? –preguntó Brightwater desde el asiento de astrogación y comunicaciones, detrás de LaRone–. Seguro que tienen presencia aquí. –En realidad, lo más probable es que no la tengan –le dijo Marcross–. A Navieras no le gusta tener trabas por parte de los gobiernos, y es suficientemente grande como para que generalmente el Centro Imperial le deje bastante manga ancha. –Razón por la cual este sitio fue mi primera elección –confirmó Quiller. –Tendremos que preparar los láseres igualmente –advirtió Brightwater–. Incluso si no nos encontramos con imperiales, a los bandidos también les gusta merodear por las estaciones de trasbordo. –Especialmente cuando ellos tampoco ven ningún imperial –dijo secamente Grave. –Buena apreciación –acordó LaRone–. ¿Podríais tú y Brightwater adelantaros y preparar los cañones? –Claro –dijo Grave. Hizo gesto, y él y Brightwater abandonaron la cabina. LaRone echó un vistazo a su espalda para ver cómo rodeaban las estaciones de soporte vital y la computadora de la nave a ambos lados de la antesala y se deslizaban a través de las pequeñas compuertas en los dos pozos artilleros que flanqueaban el morro de la nave. –Esos láseres van a ser una desagradable sorpresa para cualquiera al que tengamos que disparar –comentó Quiller mientras activaba los intercomunicadores de las torretas artilleras–. Les he echado antes un vistazo rápido, y han sido seriamente mejoradas con respecto a lo que puede considerarse estándar en esta clase de naves.

–Tiene sentido –dijo LaRone, estudiando el anillo de áreas de aterrizaje mientras descendían hacia la superficie–. Quiller, ¿qué te parece si aterrizamos en ese campo bastante concurrido, hacia el este de la base? –Me parece bien –dijo Quiller–. Aterrizaré cerca de esos dos cargueros Barloz en el extremo norte. –Entonces, ¿cómo lo hacemos? –preguntó Marcross–. ¿Nos dispersamos con listas de la compra? –No creo que debamos separarnos tanto –dijo LaRone–. Estaba pensando en que Grave y yo hiciéramos las compras mientras el resto permanecéis aquí. Compraremos suministros para unos pocos días, los traeremos a la nave, y luego iremos a una tienda distinta a comprar un poco más. De esa forma será menos obvio que nos estamos equipando para un viaje largo. –Parece razonable –dijo Marcross–. Supongo que el resto de nosotros podrá al menos hacer algún pedido especial. –Hey, esto corre a cuenta de la OIS –le recordó LaRone–. Simplemente dadme vuestras listas. El campo de aterrizaje estaba viejo y gastado, su superficie de permacreto cruzada por grietas, socavones y badenes, y sus señales de navegación desgastadas o inexistentes. A pesar de todo ello, se posaron casi suavemente en la superficie, con mucho menos traqueteo incluso que en un desembarco típico de las tropas de asalto. O Quiller era un mejor piloto de lo que LaRone creía, o los trenes de aterrizaje del Suwantek habían sido amorosamente mejorados como todo lo demás de la nave. –Manteneos alerta por si hay problemas –dijo LaRone a los demás mientras Grave dirigía uno de los dos deslizadores terrestres hacia el ascensor de carga. –Vosotros también –dijo Marcross–. Si han dado la alarma, todo este lugar estará empapelado con nuestras fotos ahora mismo. –Espero que no –dijo Grave, palmeando el bláster de recreo ceñido en su cinturón–. Por su bien. O bien Drunost se había quedado fuera de onda, o bien el capitán Ozzel y la OIS aún estaban intentando encontrar las palabras adecuadas para un cartel de Se Busca referido a soldados de asalto desertores. LaRone observaba fijamente a los tenderos mientras él y Grave llenaban sus canastas, pero no había la menor señal que indicase que les habían reconocido, ni siquiera de que mostrasen interés en los dos extranjeros. Pagaron sus compras con créditos de la OIS y salieron al exterior. Al oeste, una oleada de aerodeslizadores cargados fluía desde el complejo de Navieras con cargas recién obtenidas, y una fila de camiones deslizadores y deslizadores terrestres avanzaban velozmente por la carretera o cruzando el suelo endurecido a ambos lados de ella. Andando pesadamente entre ellos había media docena de hombres y mujeres con ajadas ropas de granjero, dirigiendo un par de carros de tracción animal cargados con grandes cajas de plástico. –Creo que la granja más cercana estaba a unos quince kilómetros de aquí – comentó Grave silenciosamente, señalando con la cabeza dicha procesión mientras él y LaRone cargaban sus paquetes en el deslizador terrestre–. Va a ser una larga caminata. –Puede que hagan parte del camino en los carros –dijo LaRone. –Lo dudo –dijo Grave–. Las cajas están llenas de material de granja; he reconocido el logo de la compañía Johder. Baja tecnología, y tan pesada como la caja fuerte privada de un moff. No se arriesgarán a agotar a sus animales haciéndoles cargar encima con pasajeros.

LaRone hizo una mueca cuando su mente volvió fugazmente a los sucios y pobres granjeros de Copperline. –Esta es la clase de vida de la que trataba de escapar cuando me uní a la Flota – murmuró. –¿Quieres que les echemos una mano? –sugirió Grave–. Podemos poner su carga en una de las bodegas del Suwantek y los animales en la otra. –¿Y que un día tengan a la OIS llamando a su puerta? –replicó LaRone–. No. Ya tienen bastantes problemas. Grave exhaló ruidosamente. –Lo supongo. De algún lugar tras LaRone llegó un suave zumbido. Frunciendo el ceño, se giró... Y se agachó instantáneamente junto al deslizador terrestre cuando un par de barredoras pasaban disparadas a medio metro sobre su cabeza. –¡Grave! –exclamó mientras media docena más seguían de cerca la estela de los tubos de escape de los otros dos, todas ellas dirigiéndose directamente hacia los granjeros y sus carros. LaRone extrajo rápidamente su bláster, con sus ojos y su mente estudiando automáticamente la situación. Las dos barredoras de cabeza habían roto ahora la formación y estaban haciendo círculos ceñidos por encima y alrededor de los dos carros mientras esperaban a que sus compañeros les alcanzasen. Los pilotos eran poco más que un borrón, pero por su indumentaria llamativa y los altamente ilegales cañones bláster colgantes que estaban escupiendo un círculo de fuego de advertencia alrededor de los carros estaba claro que eran alguna clase de banda. Los otros camiones deslizadores de la carretera se estaban esfumando como humo en el viento, dejando a los granjeros que se las apañaran solos. –Vienen de ese carguero –exclamó Grave. LaRone se giró y vio como un par de camiones deslizadores con el techo descubierto cargados con humanos y alienígenas de aspecto rudo descendían por la rampa de uno de los dos cargueros Barloz estacionados cerca del Suwantek. Lo que significaba que no se trataba tan sólo de un grupo de delincuentes con un retorcido sentido de la diversión aterrorizando a los indefensos lugareños. Eran bandidos o saqueadores, intentando robar el nuevo equipo de los granjeros. LaRone sintió un nudo en la garganta. Sacando su comunicador, lo activó. –¿Quiller? –Estamos aquí –sonó la voz de Quiller con un tono firme y profesional–. ¿Quieres una recogida? –Quiero potencia de fuego –replicó LaRone–. Vamos a abatirlos. Hubo una mínima pausa. –¿Estáis seguros de querer hacer eso? –Lo estamos –intervino Grave–. LaRone y yo nos ocuparemos de las barredoras; vosotros mirad qué podéis hacer con ese carguero. –Recibido –dijo Quiller–. A la espera. LaRone deslizó el comunicador de vuelta a su cinturón y extendió la mano que sostenía el arma por el costado del deslizador terrestre. A la distancia a la que estaban los saqueadores, aquel iba a ser un disparo complicado, especialmente con ellos dando vueltas en alrededor de su presa mientras esperaban a que llegasen sus camiones deslizadores. Y más especialmente al no estar acostumbrado al uso de esa pistola de recreo que había tomado de la colección del Suwantek.

Pero tendría que arreglárselas con lo que tuviera. Alineando la boca del arma con el piloto de barredora más cercano, apuntó el cañón con un ojo cerrado. –¡Arriba! –exclamó una débil voz desde el comunicador del cinturón. Frunció el ceño, mirando hacia arriba... Y vio a Brightwater vestido con la armadura completa de soldado explorador pasar disparado con su moto-jet, con su propio cañón bláster colgante escupiendo muerte hacia las distantes barredoras. LaRone apenas tuvo tiempo de enfocar la mirada cuando un segundo objeto que se movía a gran velocidad captó su atención por el rabillo del ojo. Giró su cabeza en esa dirección para ver a Marcross avanzar rugiendo hacia ellos en el otro deslizador terrestre del Suwantek. –¡Aquí! –exclamó, lanzándoles un par de objetos grandes y oscuros. LaRone dejó caer su bláster y se puso en pie, siguiendo la trayectoria con la mirada y los brazos extendidos. Un segundo después, la forma familiar del rifle de precisión BlasTech T-28 de Grave cayó limpiamente en su mano derecha, mientras que su propio BlasTech E-11 aterrizaba en la izquierda. –¡Grave! –exclamó. Grave miró hacia él, enfundando rápidamente su propia pistola mientras LaRone le pasaba el T-28. Se giró de nuevo, lo alzó a su hombro, y comenzó a añadir su propio y mortal ataque de precisión a la rápida lluvia de fuego de la moto-jet de Brightwater. Los saqueadores no tuvieron la mínima oportunidad. Lo último que se esperaban a esa distancia de la seguridad privada de la base era una resistencia seria, y menos que nada podían esperarse que fuera resistencia por parte de tropas de asalto imperiales. Brightwater maniobró en espiral alrededor de los saqueadores, haciendo círculos cerrados alrededor de los pilotos, menos experimentados, haciendo que se reunieran como un rebaño mientras Grave acababa con ellos uno a uno. Las tropas de refuerzo en los camiones deslizadores no tuvieron mejor suerte, con Marcross en su deslizador terrestre bloqueando cualquier escapatoria mientras él y LaRone hacían llover fuego bláster sobre ellos. Los camiones deslizadores estaban en el suelo, sus ocupantes completamente fuera de combate, y Brightwater y Grave acababan de ocuparse de la última barredora, cuando hubo una violenta explosión en la dirección del carguero de los saqueadores. LaRone se giró a mirar. Toda la sección de motores del Barloz había desaparecido, convertida en una nube de brillante humo, llevándose con ella el único pozo artillero del carguero. El láser de estribor del Suwantek ya estaba cambiando de objetivo, mientras Quiller dibujaba una línea de fuego cruzando la rampa de embarque del Barloz, quitando las ganas de unirse a la fiesta a cualquier saqueador que aún estuviera dentro. LaRone tomó su comunicador. –Quiller, pasa los láser a automático y arranca los motores –ordenó–. Todos los demás, volvamos a la nave. –Espera un momento –objetó Grave, alzando el cañón de su T-28, en posición de descanso–. Aún no tenemos todos nuestros suministros. –Los conseguiremos en otra parte –dijo LaRone–. Ahora mismo, necesitamos salir de aquí antes de que alguien de Navieras llegue y empiece a hacer preguntas molestas. Grave puso mala cara, pero cargó obedientemente su rifle en la bahía de carga del deslizador terrestre y saltó al asiento del conductor. LaRone se tomó el tiempo

suficiente para asegurarse de que Brightwater y Marcross también estaban de vuelta, y subió a bordo tras él. Cinco minutos después estaban de nuevo en el aire, dirigiéndose al espacio. –Despejado –anunció Quiller, echando un último vistazo a sus pantallas–. No hay signos de persecución. –Bueno, no puedo decir que no fuera divertido –comentó Brightwater–. Pero realmente deberíamos intentar evitar este tipo de cosas en el futuro. –Estoy de acuerdo –dijo Grave–. ¿Qué galaxias os poseyó a vosotros dos para salir a la carga de esa forma? –Oh, no lo sé –dijo Marcross con un indicio de sarcasmo–. Pensamos que quizás os vendría bien un poco de ayuda. –No, no, la ayuda fue muy agradecida –le aseguró Grave–. Especialmente la parte en la que me trajisteis un bláster con el que podía disparar de verdad. Me refería al hecho de que salisteis a la carga con armadura completa. –Fue idea mía –dijo Brightwater–. Pensé que era una ocasión en la que podíamos necesitar fanfarronear un poco, y no hay nada como la presencia de las tropas de asalto para convencer a los cotillas locales y a los empleados de la corporación de que se retiren. –Además, una vez que los disparos de bláster comenzaron a volar, parecía buena idea tener esa protección adicional –añadió Marcross–. En cualquier caso tampoco nos daba tiempo a cambiarnos. –Sí, pero... –Está bien, Grave –dijo LaRone–. Terminamos con ello, y sacamos a unos granjeros de un apuro. Eso es lo importante. –Además, no hay nadie ni entre mil millones de personas que, sin ser del cuerpo, pueda distinguir un soldado de asalto de otro por su armadura –le recordó Quiller–. Nunca sabrán quienes éramos. Entonces, ¿cuál es el nuevo plan? –El mismo que el antiguo –dijo LaRone–. Nos dirigimos a otro sitio y terminamos de abastecernos de combustible y suministros. Saca un mapa y veamos cuáles son nuestras opciones. –Un segundo –dijo Marcross, alzando un dedo–. Antes de que vayamos más lejos, me gustaría saber exactamente como acabamos con LaRone tomando todas las decisiones. –¿Tienes algún problema con ello? –preguntó Grave, con un punto de reto en su tono de voz. –En principio, sí –dijo con calma Marcross–. Por lo que sé, aquí todos tenemos el mismo rango. Brighwater resopló. –Creo que la Tabla de Organización estándar es ligeramente irrelevante en este momento –dijo–. Ya no somos exactamente una unidad de ataque oficial. –Yo creo que lo hicimos bien allí, antes –dijo Grave. –He dicho que no somos una unidad oficial –dijo Brightwater–. ¿Qué tal si simplemente discutimos nuestros planes y llegamos a un consenso? –Buena idea, asumiendo que podamos alcanzar uno –dijo Marcross–. Desafortunadamente, eso no siempre es posible. –Traducción: ¿aún sigues queriendo que vayamos a escondernos a Shelkonwa? – preguntó Grave –Sigo pensando que es nuestra mejor opción –dijo Marcross.

–En cualquier caso, está claro que necesitamos tener una cadena de mando bien definida –dijo LaRone–. La discusión y el acuerdo están bien, pero en momentos de crisis o en combate necesitas un hombre que de órdenes y al resto obedeciéndole. –Entonces, de nuevo, ¿qué hay de malo en que sea LaRone quien mande? – preguntó Grave. –Para empezar, fue él quien nos metió en este embrollo –murmuró Brightwater. –¿Qué se supone que significa eso? –gruñó Grave. –Solamente eso –dijo Brightwater–. Si no hubiera matado a Drelfin, aún estaríamos a bordo del Represalia. –¿Haciendo qué? –contraatacó Grave–. ¿Masacrando más civiles como hicimos en Teardrop? –Quizá todos eran rebeldes –insistió Brightwater–. Nosotros no lo sabemos. En cualquier caso, creo que acabo de oír a alguien decir que alguien debe dar órdenes y alguien más debe obedecerlas. –Cuando esas órdenes son para la legítima protección del Imperio y sus ciudadanos –dijo Grave. –¿Quieres volver? –preguntó LaRone. La discusión se detuvo. –¿Qué quieres decir? –preguntó Grave, frunciendo el ceño. –No es una pregunta complicada –le dijo LaRone–. Si quieres volver, Brightwater, si cualquiera de vosotros quiere hacerlo, sois libres de hacerlo. Sólo tenéis que dejarme en algún sitio e iros. –Estarías muerto en una semana –dijo Grave determinantemente–. Extraerían tu posición de nuestras mentes y te clavarían en la pared. –Puede que eso fuese suficiente para calmarles –dijo LaRone–. Como ha señalado Brightwater, yo soy quien mató a Drelfin. Quizá os dejen volver a la unidad. –Por supuesto, como ha señalado Grave, puede que ya no valga la pena servir al Imperio de Palpatine –dijo calladamente Quiller–. Tengo la impresión de que ya estábamos preguntándonos esto cuando todo lo demás ocurrió. –Bueno, yo no voy a volver –dijo Grave con énfasis–. ¿Brightwater? El otro puso mala cara. –No –dijo renuentemente–. Incluso si pudiéramos... no importa. No podemos, y no lo haremos. –Lo que nos trae de vuelta a la cuestión del mando –dijo Marcross–. Y, para que conste –añadió, mirando a Brightwater–, dejad que os recuerde a todos que fue Drelfin quien precipitó esto, no LaRone. –Quizá debamos empezar desde otro ángulo –sugirió Quiller–. ¿alguien en particular desea estar al mando? –Personalmente, no veo razón para no dejar que LaRone siga teniendo el puesto –dijo Marcross–. Al menos, por ahora. –Creía que tú eras quien no quería que él diera las órdenes –dijo Quiller, con el ceño fruncido. –Dije que no estaba de acuerdo en principio –le recordó Marcross–. No estoy necesariamente en desacuerdo en la práctica. –He visto a LaRone en cantidad de situaciones de combate –dijo Grave–. Tiene mi voto. –Yo, desde luego, no quiero el puesto –dijo Quiller, girándose para colocarse frente a Brightwater–. Sólo faltas tú, Brightwater. El soldado explorador hizo una mueca, pero asintió. –No, tiene sentido –dijo–. Supongo que no es un nombramiento vitalicio.

–En absoluto –le aseguró LaRone–. Es más, siempre y cuando alguno de vosotros tenga alguna objeción o sugerencia acerca de cualquier cosa que estemos proponiendo o haciendo, hacédmela saber inmediatamente. Ahora somos nosotros contra el universo, y lo último que podemos permitirnos son dudas o resentimientos privados. –Entonces estamos de acuerdo –dijo Marcross, descendiendo del asiento del copiloto–. Voy a revisar los deslizadores terrestres, por si alguno de ellos ha recibido algún daño. Vosotros cuatro seguid y elegid un planeta de destino... cualquier sitio me vale. Marcross estaba tumbado con la espalda en el suelo bajo uno de los deslizadores terrestres cuando LaRone le encontró. –¿Qué pinta tiene? –Ha recibido unos cuantos impactos –dijo Marcross, impulsándose con los hombros para salir de debajo del vehículo–. Pero todos ellos parecen ser superficiales. Por cierto, si tienes esa lista de la compra a mano, podrías añadirle un carrito de mecánico. –Tomo nota –dijo LaRone, ofreciéndole la mano. Marcross se alzó ligeramente para alcanzarla, y LaRone le ayudo a ponerse en pie–. Me sorprende que la OIS no incluyera uno en el equipo de la nave. –Si lo hicieron, no está en ningún lugar evidente –dijo Marcross, sacudiéndose con la mano la parte de la espalda que había estado en contacto con la cubierta–. Además, todo el mundo sabe que la forma más fácil de encontrar un objeto perdido es comprar un repuesto. ¿Quiller nos ha encontrado un centro comercial? LaRone asintió. –Vamos a Ranklinge –dijo–. Está a unos dos días de vuelo. –¿No hay allí una fábrica de cazas de la Corporación Incom? –preguntó Marcross, frunciendo el ceño–. Produce el Howlrunner I-7, si no recuerdo mal. –Buena memoria –le felicitó LaRone–. Sí, está a las afueras de Ciudad Ranklinge. Quiller pensó que un lugar de clase media-alta como ese pondría al planeta más abajo en la lista de lugares a los que la OIS pensaría que iríamos. –Siempre que no aterricemos justo al lado de todos esos I-7s –dijo Marcross–. Y siempre que no planeemos convertirlo en nuestra residencia permanente. –alzó una ceja–. No estamos planeando convertirlo en nuestra residencia permanente, ¿verdad? –No, esa discusión aún está por venir. –LaRone dudó un instante–. Querría hacerte una pregunta. –¿Por qué, después de ser el primero en plantear toda la cuestión del liderazgo, de repente te apoyo en el puesto? LaRone apretó los labios. –Básicamente. Marcross se encogió de hombros y cruzó hacia una de las estanterías de herramientas y equipo que se sucedían en el muro trasero de la bodega de carga. –La respuesta corta es que parece que tienes algunas habilidades al respecto. – Echó un vistazo sobre su hombro mientras tomaba un tubo de sellador–. Supongo que tú no lo ves así. LaRone agitó la cabeza. –Realmente, no. –Los verdaderos líderes no suelen hacerlo –le dijo Marcross–. Pero te estuve observando durante nuestra pequeña discusión de antes. Permaneciste de pie, en

silencio, dejando que todos expresasen sus opiniones, incluso dejando que se calmasen un poco. Pero entonces entraste y calmaste todo antes de que degenerase en una pelea en toda regla. LaRone pensó sobre ello. ¿Realmente había hecho eso? Ciertamente no había sido tan deliberado como Marcross parecía pensar. –¿Y qué hay de ti? –replicó– Tú pudiste haberlo hecho tan bien como yo. Marcross agitó la cabeza mientras volvía al deslizador terrestre. –Tengo cierta experiencia viendo a líderes en acción –dijo–. Pero conocer la teoría no significa que pueda hacerlo realmente. Además, incluso si pudiera, no creo que los demás me hubieran apoyado realmente. –Mostró una sonrisa torcida–. Tengo la impresión de que me consideran insociable y un poco autoritario. –Es sólo que no te conocen tan bien como yo –dijo LaRone. –Lo cual es otra de las partes del liderazgo: conocer y comprender a los hombres bajo tu mando –dijo Marcross–. Y confiar en ellos. –Apretó los labios–. Además, tú eres el que rehusó disparar sobre civiles indefensos. Eso te da la alta calidad moral, uno de los atributos más importantes que un líder puede tener. LaRone tragó saliva, con la escena de ese horror cruzando rápidamente de nuevo por su mente. –El resto de vosotros habría hecho lo mismo. –Puede –dijo Marcross–. O puede que no. Grave y Brightwater estaban en posiciones donde no tuvieron que tomar esa decisión. Quiller, no lo sé. –¿Y tú? Marcross le miró directo a los ojos. –Obedecí mis órdenes. Durante un largo y tenso instante, ninguno de los dos hombres habló. Entonces Marcross se giró y se arrodilló junto al deslizador terrestre. –Deberías mencionar a Brightwater que su moto-jet también recibió un par de impactos –dijo mientras abría el tubo de sellador y comenzaba a aplicar la pasta sobre las marcas de bláster. –De acuerdo –dijo LaRone, manteniendo firme su voz. Obedecí mis órdenes...–. Se lo diré. El cielo se había convertido en una majestuosa negrura tachonada de estrellas, y los animales que tiraban de los pesados carros resoplaban de agotamiento cuando el hombre llamado Porter y su equipo llegaron finalmente al borde del bosque, el punto de encuentro. –¿Casement? –llamó suavemente Porter, deslizando la mano bajo su amplia túnica de granjero y asiendo su bláster. –Estoy aquí, Porter –respondió la voz esperada. A la luz de las estrellas vio como una figura larguirucha se desplegaba desde la base de uno de los árboles y se levantaba. Tras él, una sombra más oscura entre los árboles, estaba el bulto del familiar carguero pesado surroniano–. Llegas tarde. ¿Qué has estado haciendo, parándote a recoger escarabajos de mantequilla? Con un leve suspiro de alivio, Porter sacó la mano de su túnica. Con un trabajo como ese, siempre cabía la posibilidad de que les descubrieran, casi segura al final. Pero la palabra clave escarabajo de mantequilla significaba que todo iba bien. –Esa pequeña maniobra de reetiquetado ha hecho que las cajas no estuvieran donde se suponía que estarían –explicó mientras avanzaba hacia el otro hombre. Más figuras sombrías estaban emergiendo en ese momento del bosque, algunas de ellas

arrastrando carretillas de transporte repulsoelevadoras tras ellas–. Les ha costado un rato encontrarlas. –Espero que no hayan mostrado demasiada curiosidad sobre por qué estaban en el lugar equivocado –dijo Casement. –No, la mayoría simplemente estaban enfadados por la incompetencia de quien quiera que les hubiera hecho aterrizar en el almacén incorrecto –le aseguró Porter–. En cualquier caso, tenía una tapadera preparada por si acaso miraban dentro. –Apostaría que sí. –No, en serio –insistió Porter–. Iba a contarles que la tierra de aquí es tan rocosa que los blásteres pesados están clasificados oficialmente como equipo agrícola. Casement soltó una risita. –Esa habría sido una conversación que merecería la pena presenciar. –Hablando de cosas que merecería la pena presenciar, te has perdido una buena –dijo Porter, buscando en su bolsillo mientras la gente de Casement comenzaba a transferir la preciosa mercancía a las carretillas–. ¿Has visto alguna vez algo parecido? Le tendió una insignia de tela que había arrancado de la camisa de uno de los pilotos de barredora muertos. Casement encendió una pequeña barra luminosa, y estudió la insignia por un instante. –Nunca antes había visto nada como esto –dijo al fin–. Pero este conjunto de espinos retorcidos de la base parece claramente el logo pirata Cicatriz Sangrienta. –Eso es lo que pensé –asintió Porter–. Sólo que era una banda de barredoras surgiendo de un viejo carguero Barloz. –Puede que se hayan aliado con los Cicatrices Sangrientas –dijo Casement, apretando los dientes–. Puede que los piratas estén practicando los métodos de trabajo de los hutts e intenten expandir sus operaciones. –Lo que ya es bastante preocupante por sí mismo –dijo Porter–. Pero más inquietante es el hecho de que las barredoras ignoraron al resto de la gente de la zona y vinieron directos a por nosotros, como si ya supieran que llevábamos algo más interesante que material de labranza. –Terrible –gruñó Casement–. Como si no tuviéramos ya bastantes problemas con los piratas. Especialmente ahora que los imperiales parecen ignorarles. –Puede que no –dijo Porter–. Un par de soldados de asalto nos quitaron a las barredoras de encima. No pudo ver la expresión de Casement a la luz de las estrellas, pero la forma abrupta de erguirse de su figura fue casi igual de impresionante. –¿Qué? –Como lo oyes –dijo Porter–. Un explorador en una moto-jet Aratech y un soldado raso en un deslizador terrestre, surgiendo de un viejo carguero... no pude reconocer la marca. También tenían un par de hombres con ropa de civil ya en tierra, y al menos uno más de cobertura dentro de la nave. –¿Ropa de civil? –repitió pensativamente Casement–. ¿No eran uniformes de la flota o el ejército? –Cien por cien auténtica ropa civil –confirmó Porter–. Estaba pensando en la OIS o quizá una escuadra de comandos especiales. –¿Entonces por qué te dejaron marchar? –Casement alzó súbitamente la vista al cielo–. A menos que sea una trampa. –Si lo era, ya la habrían hecho saltar –dijo Porter–. No, no creo que tuvieran ni la menor idea de quién o qué éramos. Creo que únicamente iban a por los pilotos de barredora. –Hizo una mueca–. Desearía saber qué significa eso.

–Nada bueno para nosotros, eso seguro –dijo Casement, guardando la insignia de la banda en su bolsillo–. Enviaré un informe a Señaladora. Ella sabrá a qué gente enviar. –Bien –dijo Porter, señalando a las sombras que seguían trabajando–. Mientras tanto, tenemos mercancía que cargar. –Y de repente esta roca ya no parece tan segura –añadió Casement con determinación–. Terminemos con esto.

Capítulo Seis El director de la Casa de Subastas Peven de Crovna no fue de mucha ayuda. Tanto el vendedor como el comprador de los objetos de la colección de arte privada de Glovstoak habían sido anónimos, y ni el director ni ninguno de sus empleados pudo reconocer a ninguno de los representantes enviados a la subasta. La casa no tenía registros ni indicaciones de cómo habían llegado los objetos hasta Crovna; y el director tampoco tenía la menor idea del tipo de nave en el que se los llevaron. Sí que recordaba, no obstante, que tuvo que llevar a tasar los objetos de arte en dos ocasiones antes de que tuviera lugar la venta final. En ambas ocasiones estuvieron en su oficina menos de una hora después de que contactara con el agente del vendedor. Es más, recordaba que se los trajeron en deslizador terrestre, no en aerodeslizador. Mara sabía que podían haber estado guardados en una casa privada antes de la subasta. Pero dado que los ladrones acostumbraban a acceder ilícitamente a los registros de las casas de subastas con la esperanza de encontrar un buen objetivo, eso habría sido tan peligroso como estúpido. Lo más probable sería que el vendedor los hubiera depositado en una cámara acorazada, en algún lugar de la zona seguro, privado y fácilmente accesible. Una pequeña investigación ofreció un resultado de poco más de cincuenta empresas de almacenaje en un radio de una hora de viaje desde la casa de subastas. Sin embargo, muchas de ellas eran instalaciones pequeñas; adecuadas para almacenar muebles viejos o documentos de negocios, pero difícilmente apropiadas para la tarea de proteger piezas de arte por valor de quinientos millones de créditos. Sólo había, de hecho, una instalación en la que Mara pudiera encontrar todos los parámetros que estaba buscando. Se llamaba Centro de almacenaje y Recogida Hermanos Birtraub, un disperso complejo de edificios grises interconectados no muy lejos del espaciopuerto principal de la ciudad. Con treinta o cuarenta naves estacionadas en sus bahías de atraque a cualquier hora, y varios miles de trabajadores pululando como laboriosas hormigas mientras aceptaban, entregaban y almacenaban cientos de miles de cajas y contenedores de carga al día, Mara bien podía creer que se la considerase una de las mayores instalaciones de su clase en el sector Shelsha. Pero había algo más acerca de ese lugar, algo que ponía alerta sus sentidos. Quizá fueran los guardias con cara de pocos amigos que podía ver desde su mesa en el tapcafé al otro lado de la calle de las instalaciones, guardias que llevaban el sello inconfundible de los bajos fondos en sus expresiones y su lenguaje corporal. Quizá fuera el hecho de que muchas de las naves que podía ver metiendo y sacando mercancía en las bahías de atraque tenían identificaciones externas claramente falsas. O quizá fuera el hecho de que la mera presencia de Mara en esa mesa junto a la ventana había disparado una alarma silenciosa en la habitación trasera del tapcafé. alzando su vaso, tomó un sorbo, mirando disimuladamente su crono al hacerlo. Había estado allí desde justo después de la hora punta del almuerzo, y en las últimas tres horas había matado el tiempo con un par de consumiciones y un aperitivo de costillas con especia tomo, observando el tráfico de entrada y salida de la instalación. En esas últimas tres horas, la plantilla del tapcafé le había estado observando a ella, interrumpiendo su silenciosa vigilancia con numerosas llamadas a un interlocutor o interlocutores desconocidos. Las llamadas habían llegado a ser cada vez más intensas en la última hora, y aunque Mara estaba demasiado lejos como para espiar cualquier conversación, podía sentir un creciente estado de nerviosismo.

Lo cual no era realmente sorprendente. Si los mandamases de Hermanos Birtraub tenían la conciencia intranquila, inmediatamente habrían rastreado todos los espaciopuertos cercanos en busca de su nave, examinando cada registro que tuviera la mínima posibilidad de referirse a ella, probablemente incluso contactando con gente que tuviera relaciones con un amplio espectro de personal de las fuerzas del orden con la esperanza de identificarla. Nada de eso habría servido para lo más mínimo. El nombre de su tarjeta de identidad era totalmente ficticio, su nave no estaba registrada, y ni su cara, huellas dactilares o patrón de ADN estaban registrados en ningún archivo ni memoria de ordenador ni de droide de vigilancia en ningún lugar del Imperio. Ante cualquier posible investigación, ella simplemente no existía. Por el rabillo del ojo pudo ver al gerente del tapcafé caminar hacia ella cruzando el mar de mesas, y lanzó sus sentidos de la Fuerza para hacer una rápida estimación. Estaba tan nervioso como siempre, pero tenía una determinación que no había estado ahí antes. Aparentemente, estaban listos para hacer su movimiento. –Disculpe, señorita –dijo tentativamente el gerente. Mara alzó la vista hacia él. –¿Sí? –Lo siento, pero necesitamos esta mesa –dijo–. Me temo que tendrá que irse. –¿Oh? –dijo Mara, mirando a su alrededor. En honor a la verdad, el lugar se había ido llenando de gente en la última media hora, con casi todas las mesas ocupadas ahora por al menos un cliente. En todo caso, ya que la mayoría de ellos parecían ser matones a sueldo cortados por el mismo patrón que los guardias de la puerta de Hermanos Birtraub, no parecía una excusa convincente. –Lo siento –dijo el gerente, haciendo un gesto hacia la barra. En respuesta, uno de los camareros comenzó a ir hacia ellos, llevando una consumición en una bandeja–. Un último trago, por supuesto a cuenta de la casa, y tendrá que irse. El camarero llegó y colocó el vaso ante ella. –Tengo una idea mejor –dijo Mara, alzando la copa para olerla. El olor estaba bien oculto, pero sus técnicas de mejora sensorial superaban con creces el desafío–. En lugar de intentar drogarme –continuó, agitando el líquido y volviéndolo a dejar en la mesa–, ¿por qué no cruzamos simplemente la calle hasta las instalaciones y tenemos una charla con los hermanos Birtraub? El gerente parpadeó. Claramente, este tipo de cosas no estaba en su rutina de trabajo habitual. –Ah... no comprendo. –No importa –dijo Mara, observando la sala de nuevo. Sus ojos se posaron en un hombre un par de mesas más allá, un poco mayor que el resto de los matones, con un aspecto vigilante en sus ojos mientras fingía ignorar la conversación–. ¿Terminamos con tanta tontería y vamos a ver a tu jefe? El otro sonrió, en un intento cuidadosamente ensayado de mostrar diversión, mientras echaba un vistazo sobre Mara, fijándose en su traje de vuelo gris y su carencia de armas. –¿Qué te hace pensar que pueda estar interesado en nada que tengas que decirle? –replicó. –Confía en mí –dijo Mara, endureciendo su tono y su actitud mientras le miraba fijamente a los ojos. Él dudó un instante, y luego se encogió ligeramente de hombros. –Como quieras –dijo, levantándose de la silla y señalando la puerta–. Por aquí.

Mara se puso en pie y alcanzó el zurrón que había dejado en un asiento a su lado. El jefe del grupo fue más rápido, su mano había salido casi disparada para tomar la correa. –Con tu permiso –dijo, asiéndola. Mara asintió inclinando la cabeza, y cruzaron la sala. Cuando alcanzaron la puerta, dos de los matones más grandes les siguieron en silencio. Un deslizador terrestre bastante largo les estaba esperando junto a la acera. Mara y el jefe del grupo tomaron el asiento trasero, mientras que los dos matones se sentaron frente a ellos, desplegando unos asientos supletorios. –A la oficina del jefe Birtraub –indicó el jefe del grupo al conductor, y se pusieron en marcha. –¿Tienes algún nombre? –preguntó Mara. Sus labios se torcieron. –Pirtonna –dijo–. ¿Y tú? –Puedes llamarme Claria –dijo Mara. –Bonito nombre. –Pirtonna indicó el zurrón que reposaba en su costado–. ¿Puedo? Mara asintió. Todo su equipo y armamento estaba ahí, pero los más sospechosos estaban ocultos en el interior de diversos aparatos de equipo electrónico, y dudaba de que Pirtonna se molestase en hacer más que un examen superficial antes de llegar a su destino. No lo hizo. Estuvo cosa de un minuto revolviendo entre el conjunto de ropa y componentes electrónicos, y luego volvió a cerrar el bolso, dejándolo a su lado, en un asiento. –¿Contento? –preguntó Mara. –Como nunca –replicó, devolviéndole una sonrisa. Pocos minutos después, el conductor se introdujo por una entrada sin indicaciones que se apartaba del camino entre dos bahías de atraque vacías. Pirtonna condujo a Mara al interior y recorrieron un pasillo brillantemente iluminado, con los dos matones de nuevo tras sus pasos. Contrastando con toda la actividad que Mara había observado antes en el exterior de las instalaciones, esta zona en particular estaba completamente desierta. Un par de giros más tarde alcanzaron una puerta sin marcas. –Aquí dentro –dijo Pirtonna, pulsando la placa de apertura e indicando a Mara que continuase. Realmente era una oficina, pero era obvio que no pertenecía a ninguno de los hermanos Birtraub, ni a ningún otro con una pizca de auténtica autoridad. La mesa era vieja y llena de manchas, las sillas sencillas y sin acolchar, la iluminación simple, brillante y funcional. Por las filas de armarios con ficheros que cubrían las paredes laterales, la identificó tentativamente como la oficina de un supervisor de registros. Pero era igual de obvio que el hombre que se encontraba de pie observándola junto a la mesa no era un ejecutivo de bajo rango. –¿Es ella? –preguntó, mirando de arriba a abajo a Mara–. ¿Esta... esta... niña es quien os tenía a todos tan preocupados? –Ella es –confirmó secamente Pirtonna–. Y una persona que no aparece en ningún registro es buen motivo de preocupación. –¿En serio? –preguntó el hombre ácidamente. –En serio –confirmó Mara. Sintió un ligero soplo de corrientes de aire en la nuca cuando los dos matones llegaron tras ella y cerraron la puerta–. ¿Cuál de los hermanos Birtraub es usted?

Él mostró una fina sonrisa. –El más desagradable. –Qué bien –dijo Mara–. Entonces pasemos a los negocios. Quiero el nombre de la persona que alquiló el espacio donde se almacenaron seis valiosas obras de arte hace año y medio. Los ojos de Birtraub se abrieron como platos. –¿Que quieres qué? –preguntó, con su aire de hostilidad eclipsado temporalmente por el desconcierto–. ¿Obras de arte? –Bien –dijo Mara, ocultando una mueca de disgusto. Por sus sentidos ampliados con la Fuerza, notó claramente que Birtraub no estaba mintiendo; realmente no sabía nada sobre las obras de arte o su venta. Lástima; eso habría hecho las cosas mucho más fáciles–. En ese caso tendré que pedirle una lista de todo quien tuviera un espacio aquí en esa época. El desconcierto de Birtraub desapareció, y dio paso a un semblante sombrío. –¿Estás loca o es una broma? Los rasgos de la cara de Birtraub se endurecieron, y echó una mirada a Pirtonna. El otro asintió y pasó por detrás de Mara, quien sintió la presión del cañón del bláster presionándole la espalda entre los omóplatos. Mentalmente, agitó la cabeza. Aficionados. La primera cosa que un profesional aprendía es que tocando a un oponente con el arma no se consigue otra cosa que mostrar al oponente el lugar exacto donde se encuentra el arma. –Esa podría ser una idea extremadamente mala –advirtió a Birtraub–. Los castigos por atacar a un agente imperial son bastante desagradables. Birtraub soltó una risita, pero Mara pudo sentir una chispa de incertidumbre. –No eres un agente imperial. ¿Tú? –Estoy segura de que sus hombres esperan que esté en lo cierto –dijo calmadamente Mara. La incertidumbre chispeó de nuevo. –Averiguad para quien trabaja –ordenó Birtraub–. Luego matad... Justo en mitad de su orden, Mara giró 180 grados a su izquierda con una vuelta de bailarina, balanceando el brazo izquierdo para atrapar el de Pirtonna y apartar el bláster lejos de su espalda. Él disparó, una fracción de segundo demasiado tarde, esparciendo el fuego azul de un disparo aturdidor sobre uno de los armarios de archivos. Mara deslizó su mano izquierda a la muñeca del hombre, agarrándola mientras lanzaba su mano derecha rodeando el brazo por el codo. Apoyándose en ese anclaje, retorció el antebrazo del hombre sobre su hombro y apuntó el bláster hacia el primero de los dos matones. El dedo de Pirtonna seguía cubriendo el seguro del gatillo, bloqueando el acceso al gatillo propiamente dicho. Pero eso era bueno. Extendiéndose con la Fuerza, Mara alcanzó el gatillo detrás del dedo y disparó, enviando una detonación azul contra el matón, cambiando luego de blanco y aturdiendo al segundo hombre. Un rápido giro a la muñeca de Pirtonna, y el bláster se liberó cayendo en la mano izquierda de Mara, quien disparó una descarga final directamente en el torso del hombre. Se pasó el arma a la mano derecha y apuntó con ella al rostro de Birtraub antes de que el primero de los matones llegase a golpear el suelo. –Ajustado para aturdir –comentó con un mohín de aprobación mientras el triple sonido del golpe de los cuerpos al caer se desvanecía–. Así que Pirtonna no estaba tan preparado como usted para jugar al todo o nada conmigo. Muy inteligente por su parte. Significa que él seguirá viviendo esta noche. –alzó ligeramente el bláster–. ¿Qué probabilidades cree usted que tiene?

Birtraub la miraba fijamente, con el cuerpo rígido y el rostro completamente pálido. Abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada. –Entonces, ahora –continuó Mara–, me va a explicar por qué estaba dispuesto a matarme sólo por estar en su vecindario. Birtraub se aclaró la garganta, con su rostro mostrando sutilmente su derrota. –Hay un hombre –dijo, emitiendo las palabras con dificultad–. Su nombre es Caaldra. Trabaja con una banda de piratas; una grande. Guardan muchos de sus botines aquí. A ellos... no les gusta que la gente les observe. –No les culpo –dijo Mara. Así que quizá las obras de arte de Glovstoak no vinieron de los rebeldes después de todo–. ¿Dónde puedo encontrarle? El rostro de Birtraub empalideció más si cabe. –No –suspiró–. Por favor. Me matará si descubre que te he hablado de él. –Nunca lo sabrá –le aseguró Mara–. ¿Dónde está? –No lo entiendes –dijo Birtraub, con la voz temblando de desesperación–. Un par de horas después de que te atrapen, lo sabrán todo. –Un par de horas después de que me atrapen, estarán muertos –corrigió Mara–. ¿Dónde está? Birtraub respiró profundamente y cruzó los brazos en su pecho. –No –dijo. Ya no imploraba. Ahora era el desafío de un hombre que ya no tenía nada que perder–. Cualquier cosa que puedas hacerme, es imposible que sea peor que lo que Caaldra me haría. Mara retorció los labios. El Emperador le había advertido a menudo de que era demasiado joven para que la mayoría de la gente tomara en serio sus amenazas. –De acuerdo, si es así como lo quiere –dijo–, tendré que encontrarlo yo misma. – Señaló la puerta con su bláster–. Después de usted. El alivio que empezaba a mostrarse en el rostro de Birtraub desapareció abruptamente. –¿Qué? –preguntó. –Obviamente, no voy a ir dando vueltas por este lugar yo sola –dijo Mara razonablemente–. Además, de esta forma, cuando encuentre a Caaldra, espero que sea lo suficientemente amable para que se detenga a saludarte y preguntarte quién es tu nueva amiga. Entonces nos presentarás adecuadamente. El rostro de Birtraub estaba blanco de nuevo. –Estás loca –dijo en un susurro–. Olvídalo. No iré. –No tienes elección –dijo Mara. –Tengo gente armada por todas las instalaciones. –Tenías gente armada ahí dentro también –puntualizó Mara mientras comenzaba a caminar hacia él–. Pero estamos perdiendo el tiempo. Vamos. En los ojos y el lenguaje corporal del hombre, Mara pudo leer indicios sutiles de que iba a intentar hacer alguna estupidez. Siguió avanzando, preparándose; cuando estuvo a su alcance, él le lanzó un puñetazo a la garganta con todas sus fuerzas. Pero la velocidad, la potencia y la desesperación no eran rival para los reflejos y la percepción dirigidos por la Fuerza. Mara simplemente se hizo a un lado, permitiendo que el puño pasase inofensivo a su lado. El golpe fallido hizo que Birtraub perdiera completamente el equilibrio, y mientras se abalanzaba casi cayéndose contra Mara, ella giró sobre su pie derecho, apartándose de su camino. algunas personas se lo habrían figurado en ese momento. Birtraub no era una de ellas. Incluso mientras pasaba de largo, maldiciendo, intentó lanzar una patada contra Mara. Ella dio un paso hacia un lado y, casi como un acto reflejo, golpeó la otra pierna del hombre, haciéndole perder su apoyo.

Cayó en el suelo cuan largo era; con eso, los últimos rescoldos de lucha se apagaron en él. –Cuando esté listo –dijo Mara con calma, dándole golpes en las costillas con el pie. Gimiendo de dolor, Birtraub se incorporó ligeramente apoyándose en una mano, girándose para mirarle a ella. –almacén catorce –consiguió decir, estremeciéndose como si las palabras dolieran. Considerando cómo había aterrizado, probablemente lo hicieran–. Ala este del complejo. –Su mirada pasó hacia sus hombres inconscientes–. Si te atrapan, diles que fue Pirtonna quien te lo dijo. Mara sonrió cínicamente. Típico. –Gracias –dijo, alzando su bláster prestado–. Si no está allí, volveré para charlar de nuevo. Disparó, y él se desmayó bajo el disparo aturdidor azul. Recuperando su zurrón, se dirigió hacia la salida por los pasillos desiertos. El conductor aún esperaba en el largo deslizador terrestre. Mara le aturdió, ocultó su cuerpo inconsciente, y se alejó conduciendo. El almacén 14 estaba ubicado convenientemente junto a la Bahía de Atraque 14, ocupada actualmente por un reluciente carguero hyrotii de clase Crescent, un modelo que generalmente se veía funcionando como juguete para niños ricos. Pero, una vez más, las apariencias eran engañosas. Mara estudió la nave mientras conducía sin prisas por la calle que circundaba el exterior del complejo, fijándose en los puertos de láser y torpedos ocultos, las identificaciones falsas y los hombres elegantemente vestidos pero de aspecto rudo que montaban guardia alrededor tanto de la nave como de las anchas compuertas de carga que conducían al almacén. Junto a las puertas, aparcados fuera del camino, había tres deslizadores terrestres con el logo de Hermanos Birtraub en sus laterales. A través de las ventanas del almacén, podía verse a un grupo de hombres cargando cajas en carros repulsores y conduciéndolos hacia la rampa de la nave. El almacén propiamente dicho parecía estar bien ordenado, con múltiples pilas de cajas esparcidas por todas partes. Se fijó especialmente en la colocación de las pilas a lo largo del muro trasero, y continuó conduciendo. La parte trasera del almacén 14 daba a otra construcción del tamaño de un almacén, ésta subdividida en pequeñas unidades de almacenamiento, con un pequeño callejón de servicio entre ambos edificios. Mara encontró la entrada al callejón y se dirigió al lugar donde su memoria le decía que una pila de cajas evitaría que fuera vista desde el interior. Se estiró con la fuerza, para confirmar que no había nadie cerca que pudiera sorprenderla, abrió su zurrón y se puso manos a la obra. Su primera tarea fue recuperar el sable de luz, oculto en una alargada unidad de análisis de datos. La unidad tenía tres resortes ocultos, colocados lo suficientemente lejos unos de otros para que una persona normal no pudiera presionar los tres a la vez. Mara apretó dos con sus manos y usó la Fuerza para llegar al tercero. Extrayendo el sable de luz, lo colgó de su cinturón; luego liberó el arma de muñeca y su correa del interior de uno de sus dos datapads y se la colocó en su antebrazo izquierdo. Asegurándose por última vez de que no hubiera ningún posible testigo, se separó un paso del muro del almacén y activó su sable láser. Con un chasquido, la hoja color magenta cobró vida. Era un color único, según le dijo el Emperador cuando le entregó el sustrato que usó para hacer crecer el cristal del arma, un color que únicamente se había visto una vez en los últimos cien años. No le

dijo de dónde había obtenido el cristal; probablemente fuera de una de las colecciones de armas, obras de arte y artefactos históricos que tenía repartidas por todo el Imperio. Durante un instante mantuvo inmóvil el sable de luz, observando la hoja y dejando que la sensación del arma fluyera hacia su mente y volviera de nuevo a sus manos. Luego, afianzando los pies en el suelo, bajó la hoja e introdujo delicadamente la punta en el muro frente a ella. El muro era grueso y fuertemente acorazado, y necesitó tres cuidadosos cortes para establecer su grosor real. Pero una vez que lo hubo hecho, el resto de la tarea terminó rápidamente. Posicionando la hoja de modo que atravesara completamente el muro sin dejar pasar el más mínimo resplandor que pudiera delatarle entre las sombras, esculpió un estrecho triángulo invertido del tamaño justo para poder deslizarse dentro. Apagando el sable de luz, usó el agarre de la Fuerza en la sección cortada y empujó. Se liberó con un crujido apagado. En tensión por el esfuerzo –la sección era incluso más pesada de lo que parecía–, Mara la hizo flotar hacia delante medio metro y miró con precaución al interior. Una vez más, el entrenamiento mental del Emperador le había servido bien. Su nueva entrada privada estaba justo tras el centro de la pila de cajas que había tomado como referencia. Recuperó su zurrón y empujó el bloque triangular otro medio metro. Asegurándose de que no le observaban, se deslizó por la apertura y luego usó la Fuerza para volver a dejar la cuña en su lugar. Escondió su zurrón entre dos de las cajas, devolvió el sable de luz a su cinturón, y se dirigió al borde de la pila. Su primer pensamiento cuando vio todo aquel cargamento de cajas introduciéndose en la nave fue que los piratas habían recibido noticias de su investigación y estaban largándose. Pero ahora se dio cuenta de que ese no era el caso. Los hombres y alienígenas con las carretillas no estaban cargando de forma aleatoria, sino que estaban tomando cajas únicamente de dos pilas específicas cerca de las puertas, dos pilas en las que ya casi no quedaban cajas. Y, lo que era más interesante, llevaban dos estilos y clases de ropa diferentes: uno lo vestían aquellos que manipulaban las carretillas; el otro, media docena de hombres y alienígenas que no hacían más que haraganear a su alrededor, manteniendo una mirada vigilante en el primer grupo. Aparentemente, estaba teniendo lugar alguna clase de redistribución de bienes. Haciendo uso de la Fuerza, intentó conseguir una sensación de los dos grupos. Los de las carretillas tenían la rebeldía de bajo nivel y la ligera paranoia de los criminales de carrera, pero no el sadismo subyacente que normalmente podía sentir en los asesinos habituales. Contrabandistas, los identificó de forma provisional, o quizá compradores de bienes robados. Los haraganes, en cambio, no sólo tenían el sello de asesinos, sino que estaban insolentemente orgullosos de ello. Cada uno de ellos tenía además una larga y prominente cicatriz a lo largo de su mejilla izquierda, o lo más parecido a una mejilla en el caso de los no humanos. Eso, combinado con las insignias de sus hombros y un almacén repleto de botín, los etiquetaba como los piratas que Birtraub había mencionado. Pero una figura seguía faltando en el conjunto. Mara continuó su barrido visual y mental de la sala; y entonces, de pie y solo junto a una pila de cajas lejos y a la izquierda de Mara, lo vio. No había mucho a lo que mirar, al menos no en la superficie. Un humano de estatura y complexión mediana, vestido con una sencilla túnica de color rojo oscuro y pantalones y botas negros. No llevaba ningún arma evidente, y tenía un rostro suave y fácilmente olvidable.

Pero el entrenamiento y la sensibilidad a la Fuerza de Mara le contaban una historia diferente. Los ojos de ese rostro suave eran atentos y escrutadores, la túnica y las botas ocultaban armas exóticas y letales, e incluso en una postura relajada su complexión sencilla mostraba el aspecto de un depredador alerta. Al contrario que Pirtonna y sus matones, incluso al contrario que los brutales piratas que le rodeaban, ese hombre era un guerrero. Caaldra. Lo estudió durante otro minuto, observando cómo sus ojos se movían por la habitación, captando cómo sus manos permanecían cerca de las armas cuyas posiciones podía leer en los sutiles pliegues de la tela y en los ligeros bultos del cuero de las botas, sintiendo el flujo automático de planes de combate de emergencia a través de su mente mientras los otros habitantes del almacén llevaban a cabo sus tareas. Uno de los piratas que observaban el procedimiento se giró y comenzó a caminar en dirección a Caaldra. Por su edad y la cantidad de condecoraciones y galones que Mara podía ver brillando en su pecho, supuso que tenía una posición elevada en la organización. Con cautela, sin perder de vista el resto de la sala y permaneciendo en la sombra tras las pilas de cajas, se acercó un poco. Había llegado a dos pilas de distancia de Caaldra cuando el pirata lo alcanzó. Agachándose de golpe, siguió observando por el borde de la caja inferior mientras dirigía hacia ellos sus técnicas sensoriales mejoradas. –...casi terminado –estaba diciendo el pirata–. Alegrémonos de quitarnos estas pieles de encima. –No hay demasiado beneficio con eso –comentó Caaldra. –Cualquier beneficio será bueno para mí –replicó el pirata–. Esas cosas inútiles ocupan mucho más espacio del que valen. –Hizo un gesto a Caaldra–. ¿Así que tienes nuestros próximos objetivos? –Justo aquí –dijo Caaldra, sacando una tarjeta de datos y mostrándosela–. Diez naves, la primera y la tercera para mí. –Hizo una pausa–. Eso quiere decir todo lo que haya en la primera y la tercera, Shakko. Asegúrate de que el Comodoro explica a tu gente lo que pasaría si hubiera alguna, digamos, pérdida esta vez. Comodoro. Mara torció los labios con desprecio. Los cabecillas piratas disfrutaban demasiado tomando títulos y aires seudo-militares. –Sí, sí, se lo diré –gruñó Shakko–. No te preocupes; me encargaré del primer objetivo yo mismo. –Bien –dijo Caaldra–. Abandonará el puerto dentro de tres días, y llegará al punto óptimo para tu emboscada en cinco. Tiempo de sobra. Y los demás objetivos deberían estar fácilmente al alcance de tus otras naves. –Tiempo de sobra si conseguimos que esos contrabandistas dejen de estorbarnos, en cualquier caso –murmuró Shakko, dándose la vuelta–. ¡Ey! ¡Tannis! Uno de los otros piratas se separó de la sección del muro en la que estaba apoyado y avanzó con grandes zancadas. –¿Sí? –Llévate a Vickers y uno de los deslizadores de vuelta a la nave y envía esta lista al Comodoro –ordenó Shakko, tendiéndole la tarjeta de datos–. Luego contacta con Bisc y dile que tiene media hora para terminar de recoger y almacenar los suministros. –¿Quieres que inicie el arranque de los motores? –Mejor espera a que terminemos aquí –dijo Shakko–. Contactaré contigo para avisarte. –De acuerdo.

Tannis se dirigió hacia la puerta del almacén, llevándose consigo a uno de los otros hombres por el camino. Mara no espero a escuchar nada más, sino que rápidamente deshizo sus pasos a través de las sombras hacia su zurrón y su entrada privada. Estaba claro que los contrabandistas, los piratas y Caaldra pronto seguirían caminos separados, y ni siquiera la Mano de Emperador podría seguir tres presas al mismo tiempo. Podía, desde luego, volver a su nave y pedir refuerzos. Pero incluso si hubiera en la zona fuerzas imperiales que pudieran reaccionar lo suficientemente rápido, era improbable que estuvieran preparados para la clase de trabajo de seguimiento y vigilancia sutil que hacía falta. Para cualquier propósito o intención, Mara dependía de sí misma. Afortunadamente, en realidad no había ninguna duda sobre qué camino debía seguir en esa ocasión. Por intrigante que Caaldra pudiera ser, estaba claro que los piratas estaban a punto de lanzarse a un frenesí de ataques y crímenes. Ahí estaba el peligro inmediato para el Imperio y sus ciudadanos, así que ahí es donde iría Mara. Además, Caaldra había dicho a Shakko que el primer y el tercer objetivo eran suyos. Sería interesante averiguar qué eran esos objetivos. Tres minutos después, estaba de vuelta en su deslizador prestado, siguiendo a los dos piratas a una discreta distancia mientras conducían por las calles externas de las instalaciones de almacenaje. La nave de Shakko estaba estacionada en una bahía de atraque en el lado oeste del complejo de almacenes, lo suficientemente cerca del almacén para un acceso fácil, pero lo suficientemente lejos para que un observador casual no hiciera inmediatamente la conexión entre la nave y los contrabandistas. Era un carguero medio HT-2200 corelliano: casi sesenta metros de largo con cuatro compartimentos de carga climatizados y ajustables, un sólido y gran pedazo de nave. Pero, al igual que con el vehículo de los contrabandistas, indudablemente no había que fiarse de las apariencias. Los piratas no habían dejado ningún guardia vigilando en el exterior, pero quedaba claro rápidamente que al menos había un hombre en el interior. Incluso antes de que Tannis detuviera el deslizador junto al brazo de carga delantero izquierdo, una rampa de embarque había bajado a su encuentro. Aparcando el deslizador, los dos piratas saltaron fuera y subieron trotando la rampa, que subió y se cerró inmediatamente tras ellos. Mara sabía que había otra rampa en ese modelo, en el brazo de carga derecho, que probablemente estaría tan estrechamente vigilado como el otro. Pero realmente no tenía planeado usar ninguna de las entradas habituales. La trayectoria actual de su deslizador le haría rebasar la popa de la nave, a unos veinte metros en el momento que más se acercase. Ajustando ligeramente la dirección, dirigió el vehículo pasado el borde de la siguiente sección del complejo de almacenamiento, donde estaría fuera de la vista de la nave pirata cuando se detuviese o se estrellase. Agarrando su zurrón, aceleró el vehículo; cuando pasó justo tras el carguero lanzó el zurrón y saltó tras él. La tobera de la nave no era lo bastante grande para permitirle ponerse de pie, pero había espacio de sobra para gatear. Por un instante, miró a su alrededor, usando todos su sentidos para intentar determinar si le habían visto. No podía haber ningún sensor visual en el exterior del casco ahí atrás, eso lo sabía: las altas radiaciones durante el vuelo los freirían en un instante. Pero podía haberse equivocado sobre si los piratas habían puesto guardias en el exterior. De todas formas, si alguien había notado su poco ortodoxa llegada, no estaba haciendo nada al respecto. Apartando el zurrón de su camino, extrajo su sable de luz y lo puso a trabajar agrandando la apertura entre la tobera y la cámara de reacción.

Era una situación peliaguda, que solamente había practicado un par de veces y en realidad nunca la había realizado en una misión. La clave estaba en cortar parte de los blindajes y aislantes sobrantes del borde –lo que reduciría la vida operativa del motor pero no pondría en peligro a nadie del interior–, dejando intactas las conducciones de flujo eléctrico, refrigerante y sensores. Afortunadamente, con motores de ese tamaño había espacio de sobra para actuar. Había rebanado no más de la cuarta parte del blindaje cuando ya tenía una apertura lo suficientemente grande para escurrirse por ella. Apagando el sable de luz, se introdujo por la apertura y se encontró en la cámara de reacción del motor. Con algunos motores, aún quedaría al menos un paso más antes de poder alcanzar el interior de la nave. Pero la Corporación de Ingeniería Corelliana había sido tan considerada como para incluir una escotilla circular de acceso a la cámara de reacción apta para humanos, junto a las pequeñas gateras, más estándar, válidas sólo para droides de limpieza y mantenimiento. La escotilla tenía varios centímetros de grosor, por supuesto, y estaba cerrada desde el otro lado, pero eso no sería un problema. Encendiendo de nuevo su sable de luz, Mara deslizó la hoja brillante entre la escotilla y el marco, intentando dañar el material lo menos posible, hasta que notó que la hoja salió por el otro extremo. Movió la punta arriba y abajo hasta que notó la breve resistencia que indicaba que había encontrado y cortado la cerradura. Desactivando el arma, sacó el bláster de su manga y abrió cautelosamente la escotilla. Se abrió en un área de ingeniería pequeña, abarrotada de objetos y sorprendentemente limpia. No se veía a nadie, pero con Tannis ya en la nave, y Shakko y el resto de la banda que pronto estarían en camino, sabía que su soledad no duraría mucho. Su primera tarea era sellar de nuevo la escotilla. Tomando prestado un soplete de soldadura de una compacta estantería de maquinaria que había en una esquina, reconectó cuidadosamente las secciones de la escotilla que había cortado. La soldadura estaba lejos de ser perfecta, pero sería capaz de aguantarlo todo salvo un examen meticuloso. Lo realmente importante es que también mantendría la escotilla cerrada contra las presiones de la cámara de reacción. De poco le habría servido infiltrarse con éxito en la nave de los piratas si luego ésta explotaba bajo sus pies. La sección de ingeniería se abría hacia la sala común de la tripulación, un área relativamente amplia y confortable flanqueada por la galería, la cubierta médica y ocho grupos de camarotes. Justo enfrente estaba la compuerta de seguridad que conducía a la cabina elevada; girando después de ella a izquierda y derecha se encontraban los pasillos gemelos que conducían a los brazos de carga de babor y estribor. Con el zurrón en una mano y el bláster de muñeca en la otra, Mara tomó el pasillo de la derecha, pasando el área de la cabina y dirigiéndose al brazo de carga de estribor. Ahora podía oír voces amortiguadas junto con débiles sonidos de movimiento, y aceleró su paso. Justo enfrente, el pasillo se estrechaba y se curvaba alrededor de lo que parecía ser otra cabina de tripulación adosado al muro interior del brazo de carga. Comenzó a acercarse... Un súbito destello de la Fuerza fue su única advertencia. Medio segundo después, la puerta de la cabina se abrió, deslizándose con un suave chasquido. Y se encontró frente a frente con Tannis. Él aún no la había visto, con la mirada baja, concentrada en la tarjeta de datos que llevaba en la mano mientras salía de la cabina. Pero el descubrimiento era tan inminente como inevitable. No había forma de que Mara pasara junto a él cerca de la cabina mientras avanzaba en el pasillo, no sin que él la viera, y sería igualmente

imposible retroceder y ocultarse en un lateral de la bahía de carga antes de que él alzara la vista. Lo cual le dejaba sólo una opción. Haciendo uso de la Fuerza, hizo que la cabeza del hombre golpease el marco de la puerta. Cayó sin hacer el menor ruido, desmoronándose como un saco sobre el suelo. Mara se agachó a su lado, comprobando automáticamente su pulso mientras miraba a su alrededor en busca de inspiración. Su actuación le había conseguido un poco más de tiempo, pero sólo un poco, con el coste adicional de que ahora tendría que encontrar una explicación plausible al accidente de Tannis. Echó un vistazo a la cabina, observó de nuevo el pasillo, y luego miró hacia arriba. allí estaba la respuesta: un grupo de cinco tuberías que transcurrían juntas a lo largo del muro superior del pasillo, curvándose para seguir el bulto de la cabina de Tannis y luego continuando alrededor de ella hacia el brazo de carga. Si los anillos de colores de las tuberías seguían los códigos estándar de a bordo de una nave, dos de los conductos llevaban agua, uno tenía fluido criogénico para los controles de temperatura de las bahías de carga, uno contenía refrigerante de láser, presumiblemente para cualquier armamento oculto que los piratas tuvieran por ahí, y el último llevaba fluido hidráulico de reserva para la rampa de embarque. Y cualquiera que volase por la galaxia sabía que fluido hidráulico más agua formaban una combinación peligrosamente resbaladiza. Había una abrazadera de enganche justo en la esquina de la cabina de Tannis donde las tuberías comenzaban su curvatura. Encendiendo su sable de luz, Mara introdujo la punta de la hoja detrás de la abrazadera, donde la vibración podría haber creado un agujero, arañando delicadamente el metal de una de las tuberías de agua hasta que el agua comenzó a gotear lentamente, deslizándose por el muro hasta el suelo. Otro arañazo cuidadoso, y otro pequeño goteo de fluido hidráulico se unió al anterior. Pasando sobre los charcos que comenzaban a ganar terreno sobre la cubierta, torció las piernas de Tannis y embadurnó las suelas de sus botas con una buena capa de las sustancias. Como engaño, este era uno bastante flojo. Si los piratas decidieran sospechar, probablemente podrían echar abajo todo el montaje en diez minutos. Pero no le había dado la impresión de que Shakko tuviera tanta imaginación. Además, estaba bastante segura de que al final acabaría matándolos a todos igualmente. Si lo descubrían, esa sentencia tan sólo sería administrada unos días antes de lo previsto. Asegurándose de no tocar los fluidos, continuó por el pasillo hacia el compartimiento de carga más a proa de los dos que se encontraban en ese brazo. Como ya había deducido por el conducto de refrigerante, los piratas habían instalado algo de armamento adicional a bordo de su nave. Lo que no se esperaba era el alcance de las remodelaciones que habían hecho. Todo el compartimiento de carga delantero se había convertido en un arsenal, con dos grupos de láseres cuádruples, un pequeño cañón de iones, y un lanzatorpedos de protones Krupx MG7 altamente ilegal. La mayor parte del espacio restante estaba ocupado por un transporte de corto alcance Cygnus 5 con forma de caja, listo para llevar a cabo el abordaje una vez que la presa se haya rendido. En una esquina trasera había una pequeña armería con granadas y rifles bláster; a lo largo de la pared del fondo había una guardarropa con trajes de vacío, cascos y tanques de oxígeno. Aparentemente, el modo de operar era abrir por completo el mamparo delantero, abriendo la bahía de carga al espacio para dar el mayor campo de acción posible al armamento. No había ningún lugar en el arsenal suficientemente oculto como para poder establecer un escondite seguro. Afortunadamente, la bahía de carga justo tras el arsenal

era otra historia. Una cuarta parte de su volumen estaba llena de cajones y barriles del botín de los pillajes, algunos de ellos con cicatrices y quemaduras de disparos bláster a corta distancia. Unos minutos reordenando, y se había construido una pequeña y confortable madriguera dentro de uno de los montones. Su traje de vuelo gris tenía bastante mal aspecto, sucio y arrugado tras su excursión a través de la tobera del motor. Tenía otro en su zurrón, además de varios trajes de negocios que podían convertirse en algo más formal si fuera necesario. Pero para la actual situación, tenía un atuendo incluso más apropiado. Pocos minutos después, llevaba puesto su traje de combate: negro y ajustado, con botas altas, un cinturón de armamento y rodilleras aptas para el tipo de ejercicios violentos que tendía a realizar en esas situaciones. Un bláster compacto BlasTech K-14 estaba enfundado junto a su cadera derecha, el sable de luz colgaba a su izquierda, y un par de pequeños cuchillos aguardaban ocultos a los lados de sus botas. Probablemente no fuera un arsenal tan impresionante como el de Caaldra, pero debería adecuarse a sus necesidades. Retiró las mangas desmontables del traje, en previsión del calor adicional que los cargueros de ese tamaño producían habitualmente, y dejó la capa en el zurrón igualmente. A bordo de una nave, la gente rara vez luchaba en la clase de oscuridad casi completa donde la capa podría ayudarle a ocultar su silueta, y a menos que los piratas tuvieran armas con sistemas de puntería automática, los aturdidores de sensores pasivos del material no serían necesarios. Y con eso, terminó sus preparativos. De acuerdo con Caaldra, los piratas tenían cinco días hasta su ataque. En algún momento de esos cinco días, necesitaba encontrar y echar un vistazo a la tarjeta de datos que le dio a Shakko. Después de eso, decidiría cual sería su siguiente movimiento. La misión había comenzado como la búsqueda de una posible conexión entre Moff Glovstoak y la Rebelión. Ahora había tomado un aspecto completamente distinto. Distraídamente, se preguntó si habría más giros antes de resolverlo. Acurrucándose en la cubierta dentro de su nueva madriguera, apoyando la cabeza cómodamente en su zurrón, desenvolvió una barra de raciones y se dispuso a esperar.

Capítulo Siete –Desde luego –comentó secamente Leia–, la Fuerza tiene sentido del humor. –O al menos, sentido de la ironía –dijo el general Rieekan, frunciendo el ceño mientras observaba su tableta de datos–. ¿Estamos seguros de que esos soldados de asalto no sabían a quién estaban rescatando? –¿No habrían arrestado al grupo de Porter si lo hubieran sabido? –preguntó Luke. –Podrían haberles dejado marchar para dejar abierta la línea de suministros –le dijo Leia, estudiando el rostro del joven granjero. Había algo que le perturbaba, podía verlo en su cara, algo más allá de la misión que estaban preparando en ese momento. Incluso más allá del extraño rescate del grupo rebelde a cargo de las tropas de asalto en Drunost–. Devolviéndolos al agua con la esperanza de capturar un pez más grande. –Sin embargo, Casement dijo que nadie rastreó su nave –señaló Rieekan–. Y Porter ha estado en contacto con Señaladora desde entonces y no ha indicado ningún problema por su parte. –Pero sigue siendo buena idea cerrar toda esa línea de suministros –dijo Leia–. Al menos por ahora. –No estoy seguro de que podamos –advirtió Rieekan–. Ahora mismo hay mucha actividad de piratas e incursores en el sector Shelsha. Si cerramos esta línea, puede que no seamos capaces de abrir otra. –Eso pondría a Chivkyrie de buen humor para las negociaciones –murmuró Luke. Leia hizo una mueca. Él tenía razón. Chivkyrie ya se sentía ofendido por los líderes de la Alianza, y lo último que necesitaban era un nuevo motivo de queja al que enfrentarse. –Lo que significa que necesitamos tener una solución antes de que hablemos del problema con él –dijo–. ¿Qué sabemos acerca de esos piratas? –Para empezar, parece que están por todas partes –dijo Rieekan–. Casement mencionó un grupo llamado Cicatriz Sangrienta, pero un único grupo seguramente no sería lo suficientemente grande para hacer tanto daño por todo el sector. Mi suposición es que tenemos varios grupos que se han repartido el sector en territorios individuales. –Parece que lo primero que necesitamos es un mejor servicio de inteligencia – dijo Leia–. Alguien tiene que ir allí, hablar directamente con nuestra gente de suministros, y ver si puede hacerse una idea de qué está pasando exactamente. –Y debería ser alguien que sepa más que cualquiera de nosotros acerca de la gente del bajo mundo –añadió Luke. Leia le miró con el ceño fruncido, comprendiendo súbitamente. –¿Te refieres a Han? Luke, incómodo, encogió los hombros. –Básicamente –admitió–. Es decir, no me gusta la idea de lanzarlo al peligro de esta forma... –No debería ser tan peligroso –repuso Rieekan–. Estará allí para obtener datos de inteligencia, no para acabar con los piratas con sus propias manos. –Lo sé –reconoció Luke, pareciendo sólo ligeramente aliviado–. La cuestión es que... no parece encajar de ninguna forma por aquí. Si no podemos hacer que se sienta útil, creo que acabaremos perdiéndole. –Miró a Rieekan–. Y no creo que queramos que eso pase. –En ese caso, definitivamente queremos encargarle esta misión –dijo Rieekan.

–Estoy de acuerdo –dijo Leia, cruzando los brazos en el pecho. Durante el breve periodo de tiempo por el que conocía a Luke, se había formado una impresión bastante buena de él, y estaba casi segura de que lo que iba a decir no le gustaría–. Y si acepta, creo que Luke debería ir con él. Luke dejo caer la mandíbula algunos milímetros, abriendo los ojos en la misma proporción. –Creía que iba a ir contigo. –Voy a reunirme con fiables líderes de la Alianza en la seguridad del espacio profundo –le recordó Leia–. Han va a estar hombro con hombro con criminales y posiblemente imperiales ocultos y patrullas de gobiernos locales. Te necesitará más que yo. –Pero él tendrá a Chewie –protestó Luke–. Es todo lo que ha necesitado hasta ahora. –No estaba en el punto de mira de los imperiales hasta ahora –dijo Rieekan–. Estoy de acuerdo con la princesa Leia. Si Solo va, alguien tiene que ir con él. –Pero... –Luke se rindió con una mueca–. Tenéis razón –dijo con un suspiro–. ¿Queréis que vaya a decírselo? Rieekan captó la mirada de Leia y alzó las cejas. –No, iré yo –dijo ella, poniéndose en pie. –Mientras tanto, necesitarás información de contacto –dijo Rieekan, girándose hacia su terminal y aporreando teclas–. Deja que te prepare algunos nombres y lugares. Estaban sentados juntos observando la pantalla, Rieekan con privado optimismo, Luke con privado descontento, cuando Leia salió de la sala. Encontró a Han en el hangar, agachado en lo alto del brazo de estribor del Halcón, con los brazos enterrados hasta los codos en una de las portillas de acceso de mantenimiento. –¿Han? –le llamó. –Espera un segundo –dijo, alzándose y girando su cuello para mirar a través del casco hacia la cabina–. ¿Chewie? Haz una prueba. Leia escuchó el bramido de respuesta de Chewie débilmente a través del parabrisas de transpariacero. Por un instante no ocurrió nada. Luego, con un golpe amortiguado, una fina columna de humo surgió de la portilla de acceso. –Vale, genial –exclamó Han–. Vamos, apágalo. Hubo otra respuesta, y Han recogió su soldador y bajó deslizándose del brazo a la cubierta. –¿Vale, genial? –repitió Leia, alzando las cejas. –Claro –dijo él cándidamente–. ¿Por qué? –No recuerdo que el humo forme habitualmente parte de una reparación de una nave que acabe con un vale, genial. –Ah, eso. –Han agitó la mano–. Sobrante del producto de soldadura. Sin problemas. –Si tú lo dices –dijo, alegrándose en parte de no tener que ir en esa cosa a su cita–. Ha surgido un asunto que el general Rieekan quiere que estudies. Han esbozó una mueca. –¿Eso es antes o después de que te lleve a ese Gran Baile Real de la Élite Privilegiada? Con un esfuerzo, Leia se obligó a permanecer calmada. Pese a lo poco que se conocían, Han había logrado de algún modo aprender exactamente dónde estaban los puntos clave que la irritaban, y parecía disfrutar mucho presionándolos. –En realidad, no vas a encargarte de eso –dijo.

–¿Qué? –dijo él con tono de dignidad ofendida–. ¿Quieres decir que he fumigado el Halcón para nada? –No te preocupes, estoy segura de que lo necesitaba –dijo Leia, determinada por una vez, a no dejarse incitar por él. –Además, había pedido alfombras nuevas. Leia apretó los dientes. –¿Quieres oírlo, o no? –Claro. Le hizo un breve resumen de la situación en el sector Shelsha. –¿Así que esta una de esas historias de enviar-a-la-escoria-para-atrapar-a-laescoria? –preguntó Han cuando ella hubo terminado. –No vas allí para atrapar nada –le dijo–. Todo lo que queremos es información y quizá alguna idea sobre cómo reordenar nuestra línea de suministros para que los piratas no puedan golpearla. –Esa es la dificultad –reconoció pensativo, frunciendo el ceño–. La gente intentando volar bajo los escáners son buenos objetivos, y cualquier pirata en la galaxia lo sabe. –Cierto –dijo ella–. Y dado que probablemente hayas estado en esa situación una o dos veces, pensamos que podrías conocer formas de evitarlo. Han encogió los hombros. –Principalmente, intentas por todos los medios tener la nave más rápida –dijo. Pero Leia podía ver que la misión comenzaba a intrigarle. Eso, o que simplemente estaba aliviado por no tener que ir al encuentro con Chivkyrie. O quizá estaba aliviado de no tener que pasar tanto tiempo con la propia Leia. –¿Así que sólo iréis Luke y tú a vuestra pequeña fiesta de canapés? –preguntó con aire distraído. –¿Qué? –Leia volvió de repente a la conversación, molesta consigo misma por haber dejado vagar a su mente. Especialmente sobre algo como eso–.No, le hemos pedido a Luke que vaya contigo. Han alzó las cejas. –¿Le hemos pedido? –repitió, con un ligero matiz de ironía en su voz. –La decisión la hemos tomado el general Rieekan y yo –le dijo Leia. Demasiado tarde, se dio cuenta de que podía haber enunciado la frase para darle a Rieekan toda la responsabilidad. Conociendo a Han, era capaz de saltar a la conclusión de que Leia no quería a Luke cerca, o al menos de que no le quería cerca sin Han. Eso no sólo era completamente erróneo, sino que le hacía sentir... En realidad, no sabía exactamente cómo le hacía sentir. Pero sabía que no le gustaba. –Ah –dijo Han, asintiendo–. Tiene sentido. Fingía frialdad por el asunto, pero Leia podía oír la diversión burlona en su voz. La diversión, y definitivamente la conclusión errónea. –No es eso –insistió. –¿No es qué? –preguntó él inocentemente. –No importa –dijo ella entre dientes. Lo había hecho de nuevo. ¿Cómo lograba siempre hacerle eso?–. El general está dando a Luke los nombres y localizaciones de vuestros contactos. Podéis iros en cuanto estéis preparados. –Absolutamente, Su Excelentísima Señoría –dijo él–. Su deseo más simple es mi... –Buena suerte, e intentad no dejar que os maten –le cortó Leia. –Claro –dijo, en un burlesco tono solemne–. Igualmente.

Ella se giró y, con toda la dignidad que pudo conseguir, escapó del hangar. Pero pudo sentir sus ojos en su espalda durante todo el largo camino. LaRone estaba efectuando una comprobación de integridad en una de las armaduras de su armario oculto cuando Quiller contactó con él. –Hemos llegado –anunció el piloto. –Voy para allá. Los demás ya estaban reunidos en la cabina cuando llegó. –¿Qué pinta tiene? –preguntó mientras se colocaba tras ellos. –El continente norte es nuestra mejor opción –dijo Quiller, señalando en el mapa de Ranklinge que había desplegado–. Si evitamos Ciudad Ranklinge y la planta de cazas Incom, podemos elegir entre una ciudad grande con un puerto de tamaño decente y cerca de un centenar de agujeros en la tierra, campos regionales esparcidos entre las zonas de granjas y excavaciones mineras. –¿Cómo de grande es la ciudad? –No mucho –dijo Quiller–. Unos cien mil habitantes. Casi es como un pueblo grande, en realidad. –¿No hay nada en el continente sur? –preguntó Brightwater. –Nada excepto una guerra civil –le dijo sombríamente Marcross–. Que viene durando los últimos diez años. –Evitemos eso, definitivamente –dijo LaRone con una mueca de dolor. En las postrimerías de las Guerras Clon, el recién declarado Imperio había hecho un gran esfuerzo para tratar de acabar con esos conflictos planetarios y regionales mientras intentaba reestablecer el orden. Pero había demasiados, y al final Palpatine se rindió y se centró en otros asuntos–. ¿alguna sugerencia? –Intentamos el acercamiento en un pequeño campo en Drunost, y acabamos teniendo que enfrentarnos a una banda de pilotos de barredora –dijo Grave–. Voto por intentar algo con una presencia de patrullas decentes esta vez. –¿Patrullas que podrían tener nuestras fotos impresas en sus tabletas de datos? – preguntó agresivamente Brightwater. –Si el grupo de la ciudad grande las tiene, también las tendrán en las pequeñas – replicó Quiller. –Pero es más fácil salir a tiros de un puerto pequeño. –No vamos a salir a tiros de ningún sitio –dijo LaRone firmemente–. No contra patrulleros que simplemente intentan proteger a los ciudadanos imperiales. Además, tenemos todas esas nuevas tarjetas de identificación que la máquina mágica de la OIS ha impreso para nosotros. No tendremos problemas. –Si tú lo dices –dijo Brightwater, sonando aún poco convencido–. ¿Cómo se llama esa ciudad con tamaño de pueblo? –Janusar –dijo Quiller–. Tiene instalaciones portuarias decentes, un buen sistema de defensa aérea para desanimar a los incursores, y todas las tiendas de suministros que podamos necesitar. –Suena bien –dijo LaRone–. Dale un toque al controlador del puerto y consíguenos un hangar. Quiller asintió y tecleó en el comunicador. –Control de Puerto de Janusar, aquí el carguero Ciudad Brok –llamó–. Solicitando asignación de bahía de atraque. –Carguero Ciudad Brok, aquí Control de Janusar –respondió una voz–. ¿Cuál es su carga?

Quiller echó una mirada sobre su hombro a LaRone, frunciendo el ceño, mientras pulsaba la tecla que desconectaba el micrófono. –¿Deberíamos contestar a eso? –No lo sé –dijo LaRone, con una extraña sensación comenzando a palpitar en el fondo de su mente–. Nunca he oído hablar de un puerto que preguntase eso antes incluso de que el carguero aterrizase.. –Quizá sean normativas locales –sugirió Grave. –¿Entonces qué le digo? –preguntó Quiller. –Dile que vamos a recoger algo –dijo Marcross. Quiller asintió y activó el micrófono de nuevo. –No tenemos carga aún, Janusar. Esperamos poder recoger algo aquí. –¿A quién? –Aún no lo sabemos –dijo Quiller–. Como dije, sólo lo esperamos. Si son las tasas de atraque lo que le preocupa, eso no será un problema. Hubo un breve silencio. –Correcto –dijo el control de puerto–. Bahía de Atraque Veintidós. Un indicador parpadeó en la pantalla de mapa de Quiller, marcando el lugar de aterrizaje. –Bahía Veintidós, recibido –dijo Quiller. –A propósito, ¿llevan algún arma a bordo? LaRone sonrió sombríamente. Si supieran... –Nada digno de mención –dijo–. ¿Por qué? –Sólo preguntaba –dijo el otro–. Control de Janusar fuera. Quiller apagó el comunicador. –Unos tipos curiosos, ¿no es cierto? –comentó. –Extrañamente curiosos –secundó Marcross–. Me pregunto por qué querían saber lo de las armas. –No lo sé –dijo LaRone–. Pero creo que la pregunta en sí misma significa que definitivamente debemos ir armados. Pero sólo como precaución, y mantendremos las armas ocultas mientras no sean estrictamente necesarias. El espaciopuerto de Janusar consistía en una región central básica, bien conservada pero que mostraba su edad, rodeada por áreas más nuevas, que habían sido añadidas como parches a lo largo de los años. LaRone observó que los añadidos parecían estar claramente divididos entre secciones de clase alta y clase baja. La Bahía 22 resultó estar en una de las secciones de clase baja. –Me parece que los cargueros que llegan husmeando en busca de cargamentos a la ventura no obtienen demasiados negocios de los mercaderes de clase alta –comentó Quiller mientras apagaba los sistemas del Suwantek. –Eso, o que se necesita una contraseña secreta para entrar al lado bonito de la ciudad –dijo Grave. –No importa –dijo LaRone–. Todo lo que queremos es comida y combustible, y podemos obtener eso en cualquier parte. Los mismos deberes que la última vez: Grave vendrá conmigo, y el resto de vosotros permanece aquí... –Espera –interrumpió Marcross, inclinándose hacia el lado derecho del parabrisas y echando preocupado un vistazo hacia atrás, a la rampa de embarque de estribor–. Tenemos compañía: cinco patrulleros y un oficial. Parece una insignia de sargento. –Hay cinco más por aquí –dijo Quiller, mirando por su lado del parabrisas–. Ningún oficial.

Brightwater murmuró algo apenas audible e inició su marcha a la parte trasera de la nave. –Vamos, Grave, hagámosle una visita a las torretas. ¿Quién fue el que dijo que no tendríamos que salir a tiros? –Espera un segundo –dijo Marcross, sujetando el brazo de Grave sin dejar de mirar por el parabrisas–. Es un grupo demasiado pequeño como para enfrentarse a fugitivos militares. –Tiene razón –convino Quiller–. Nada excepto blásteres de mano, aún enfundados. Probablemente estén aquí sólo para recaudar nuestras tasas de atraque. –¿Necesitan una escuadra completa para eso? –preguntó suspicazmente Brightwater. –Quizá los cargueros que llegan sin carga alguna disparan un aviso de alarma – dijo LaRone. De la dirección de la rampa de embarque de estribor llegó el sonido de un puño golpeando el metal. –Bueno, si no respondemos, eso realmente disparará una alarma –señaló Marcross, levantándose de su asiento–. Vamos, LaRone. Los visitantes habían vuelto a golpear cuando LaRone y Marcross llegaron a la rampa de embarque. LaRone soltó el cierre, y la rampa descendió para revelar seis rostros con el ceño fruncido. –Ya era hora –gruñó el sargento mientras entraba con paso firme al interior de la nave–. Vayan a dejar entrar a mis hombres que están al otro lado y tráiganme su registro y su manifiesto de carga. –Tengo el registro justo aquí –dijo LaRone, tendiéndole una tarjeta de datos mientras Marcross cruzaba la antesala y hacía bajar la otra rampa–. Como le dijimos al control del puerto, no tenemos carga alguna. Los cinco hombres al otro lado del Suwantek subieron en formación la rampa de babor y se unieron a los otros. –¿Tripulación? –preguntó el sargento, introduciendo la tarjeta en su tableta de datos y echándole un vistazo. –Nosotros, y tres más en la cabina –dijo LaRone, sacando su recién impresa tarjeta de identificación. El sargento ni siquiera la miró. –Correcto –dijo, devolviéndole la tarjeta de registro–. Comenzaremos con doscientos por la tasa de atraque. Haciendo un gesto a su escuadra, comenzó a dirigirse hacia la parte posterior de la nave, a la sala de tripulantes. –Espere un segundo –dijo LaRone, frunciendo el ceño. Incluso a pesar de su falta de experiencia con el aspecto financiero de esas cosas, doscientos créditos por una bahía de atraque de tercera categoría le parecía un poco elevado–. ¿Comenzaremos con doscientos? –No, comenzaremos con doscientos cincuenta –replicó el sargento, estrechando los ojos–. ¿Tiene algo más que discutir al respecto? No estaba discutiendo, pensó LaRone, molesto. Iba a abrir la boca para decirlo cuando el toque de advertencia de Marcross en su brazo le detuvo. –Eso está mejor; haga caso a su amigo –dijo el sargento con sarcasmo–. ¿Dónde está la bodega de carga en esta trampa para nerfs volante? –Directo hacia al fondo, a la izquierda, y a la derecha, justo antes de llegar a la sección de ingeniería –le dijo Marcross.

–Gracias –dijo el sargento con exagerada educación. Comenzaba a girarse, cuando alzó una ceja–. A propósito, confío en que no estén llevando ningún arma a bordo. –Sólo los dos cañones láser montados frente a las rampas de embarque –dijo Marcross. El sargento soltó un gruñido. –Bien –dijo–. Eso será otros ciento cincuenta por cada uno. Miró durante un instante a LaRone, desafiándole con los ojos a que discutiera sobre ello. Pero LaRone había aprendido la lección. Permaneció en silencio, y con otro gruñido el sargento hizo un nuevo gesto a sus hombres y se dirigió al fondo de la nave. Tocando el cierre de la puerta, los dirigió a la sala de tripulantes. LaRone esperó a que toda la escuadra pasara junto a él y cerrase la puerta antes de decir la palabra que mejor definía sus sentimientos. –¿Qué clase de maldita extorsión es esta? –murmuró. –Probablemente la habitual –dijo Marcross. Su voz era neutra, pero estaba claro que el también estaba ya más que molesto–. ¿No teníais esta clase de cosas en tu espaciopuerto natal? –Si las teníamos, nunca oí hablar de ello –dijo LaRone–. Bueno, supongo que, lo que sea que quieran sablearnos, podremos permitírnoslo. –Ese es el espíritu –dijo Marcross con aprobación–. Seamos buenos y no llamemos la atención, que ya podremos escupir el polvo de este mundo cuando nos vayamos. –Supongo –dijo LaRone–. Vamos; asegurémonos de que no se llevan la vajilla de la cocina. La sala estaba desierta cuando entraron. Al igual que la sección de la tripulación cuando cruzaron la puerta del fondo de la sala. LaRone abrió la primera cabina –la de Quiller– pero no había nadie dentro. –Deben haber decidido ir directamente a las bodegas de carga –comentó Marcross mientras comprobaba la cabina de Grave, al otro lado del pasillo. –Mejor –dijo LaRone, cerrando la puerta de la cabina y continuando hacia el fondo–. Quizá vaya más rápido de lo que pensaba. Estaban pasando la cocina cuando dos de los patrulleros salieron a la vista desde la puerta de la bodega de estribor. Vieron a LaRone y a Marcross y les hicieron señas. –Vamos, kleegs –les llamó uno de ellos–. Whisteer os reclama. El resto de los patrulleros permanecía silenciosamente de pie en la bodega, formando un semicírculo; sus ojos se volvieron hacia LaRone y Marcross cuando entraron. En el centro del grupo estaba el sargento, con una fina sonrisa en su rostro, apoyando distraídamente el codo izquierdo en el manillar de una de las dos moto-jets. –Bastante para no llevar carga alguna –dijo–. ¿Tienen permiso para estas cosas? LaRone reprimió una maldición. Había vivido entre material militar durante tanto tiempo que nunca se le había ocurrido pensar que los civiles lo verían de una forma completamente diferente. –Las compramos en una venta de excedentes –improvisó–. Equipo dañado y chatarra. –No me parecen excesivamente dañadas. –Hemos estado trabajando en ellas. –Ah. –Whisteer golpeó el asiento–. Y, por supuesto, antes de que os las vendieran les habrían quitado... –Agachó la cabeza para mirar en la parte inferior–. Vaya, mira esto –dijo con falsa sorpresa–. Alguien olvidó retirar el cañón bláster. –alzó una ceja hacia LaRone–. Y alguien olvidó incluirlo en su lista de armas.

–Me olvidé de ellos –admitió LaRone–. Pero fue puramente accidental; puede ver que no hemos hecho ningún esfuerzo por ocultarlos. –Cierto –admitió Whisteer, con voz suave como la seda–. Pero con artículos de contrabando, eso no supone una gran diferencia, ¿verdad? A propósito o no, el material queda confiscado. LaRone volvió la vista hacia Marcross. La expresión del otro era un espejo de sus propios pensamientos. Brightwater les desollaría vivos si dejaban que unos destripaterrones se marchasen con sus preciosas moto-jets.. –¿Hay alguna posibilidad de apelación? –preguntó, volviendo la mirada a Whisteer–. Quiero decir, si rellenamos los impresos adecuados y pagamos las tasas necesarias, claro. Whisteer sonrió de nuevo, con un brillo especial en sus ojos. –Podría haber una forma –concedió–. Pero sería cara. –Lo entendemos –asintió Marcross–. ¿Cuál es el procedimiento? –Vengan a la Central de Patrullas esta noche a las ocho –dijo el otro–. Calle del Mercado, número cinco. Tendré los impresos preparados para que los rellenen. –allí estaremos –dijo LaRone–. Supongo que no tendrá una idea de a cuánto pueden ascender las tasas administrativas. Whisteer se encogió de hombros. –No lo sabré hasta que no vea los registros. Traducción: podría depender de a cuanta gente tendría que sobornar en el camino. –¿Pero cree que será caro? –Podría ser –dijo Whisteer. Señaló con el pulgar a uno de los otros patrulleros–. Hablando de caro, Chavers tiene el resto de su lista. Pueden pagarle mientras sacamos estas cosas de aquí. LaRone respiró hondo. –Iré a abrir la caja fuerte. Diez minutos después LaRone y los demás permanecían de pie junto a la rampa de estribor y observaban como los patrulleros se alejaban en un par de trineos repulsores, con las moto-jets cuidadosamente sujetas a los portaequipajes traseros. –Deberías habernos avisado –dijo Brightwater, con voz oscura y amenazante–. Nos habríamos ocupado de ellos. –Habríais hecho que os volaran la cabeza –dijo una voz tras ellos. LaRone se giró, lanzando automáticamente su mano hacia su bláster oculto. Un hombre vestido con un sucio mono se acercaba a ellos por debajo de la panza del Suwantek, arrastrando una gran manguera de combustible tras él. –¿Quién eres? –preguntó. –Me llamo Krinkins –dijo el hombre, claramente sorprendido por la reacción–. Servicio de combustible. Solicitasteis un llenado, ¿no? –Sí, lo hicimos –confirmó Quiller. –Y no nos habrían volado la cabeza –añadió secamente Brightwater. –Por supuesto que sí. –Krinkins hizo una pausa, midiéndolos con los ojos–. Bueno, quizá no –concedió–. Al menos, no todavía. Pero tarde o temprano lo habrían hecho. Son demasiados para luchar con ellos. –¿Quieres decir que el grupo de Whisteer no es el único que hace esto? – preguntó LaRone. Krinkins resopló. –Whisteer no es en absoluto quien está al mando de esto. Esa distinción corresponde al Patrullero Jefe Cav’Saran.

–¿El jefe? –repitió incrédulo Marcross. –¿Qué, eso te sorprende? –preguntó Krinkins. –Sí, lo hace –dijo Marcross–. Se supone que el gobierno del sector supervisa las credenciales de las personas que ocupan puestos de alto nivel en las fuerzas del orden. Krinkins soltó un bufido. –Sí. Ya. –En serio –insistió Marcross–. Hay burócratas por toda Shekonwa cuyo único trabajo es vigilar este tipo de cosas. –Bueno, el que se encargue de Ranklinge aparentemente se echa largas siestas en su escritorio –dijo amargamente Krinkins–. Al principio nos quejamos insistentemente. No sirvió ni una mierda. Ahora, por supuesto, Cav’Saran se asegura de que mensajes como ese nunca consigan llegar a la HoloRed. –¿Y qué hay del Imperio? –preguntó Quiller. Krinkins rió con un ladrido corto y burlón. –¿El Imperio? Hemos tenido una nave imperial que llegase a Ranklinge en los últimos ocho años, y fue un viejo crucero República recogiendo a un par de diplomáticos que se habían cansado de intentar mediar en la guerra civil del Continente Sur. El Imperio ni siquiera sabe que existimos. O no le importa. –¿Y tú y los demás lugareños? –preguntó LaRone–. ¿O a los ciudadanos de Janusar no les importa que sus oficiales extorsionen a los visitantes? –El resto de Janusar lo odia –dijo sin rodeos Krinkins–. Y no es sólo a los visitantes, tampoco; nos acosan de mala manera a todos nosotros. Pero es condenadamente difícil enfrentarse a los blásteres con tus puños desnudos. –Pensé que todo el mundo parecía excesivamente interesado en nuestras armas – murmuró Marcross. –Las vuestras y las de todo el mundo –dijo Krinkins–. Hace ocho meses, justo después de que Cav’Saran llegase, fueron por todas las casas en doscientos kilómetros a la redonda y confiscaron todas las armas que pudieron encontrar. Probablemente no quede más de una docena de rifles lanzacartuchos en los cuatro distritos, y la mayoría de ellos están fuera, en los ranchos, donde los necesitan para proteger a los rebaños de los depredadores. –Echó una furtiva mirada a su alrededor–. Supongo que no... no; no importa. –No tenemos ningún arma a la venta, si es eso lo que te estabas preguntando – dijo LaRone, lanzando una mirada de advertencia a los demás. No tenían modo de saber si Krinkins era realmente lo que aparentaba ser–. ¿De cuántos hombres dispone Cav’Saran? –De unos trescientos –dijo el encargado del combustible–. Todos los patrulleros uniformados, ya que despidió o presionó a los honestos después de que llegase, y unos pocos hombres de paisano que merodean en busca de gente problemática. –¿No te preocupa hablar con nosotros de este modo? –preguntó Grave–. ¿Cómo sabes que no somos informadores? Krinkins resopló y comenzó a encajar la manguera en la toma del Suwantek. –No lo sé –gruñó–. Pero he llegado a un punto en que ya no me importa. Si queréis llamar a Cav’Saran y hacer que me encierren por traición, adelante. –Admiro tu valor –dijo LaRone–. ¿Habría más gente como tú, cansada de todo esto, que quisiera una oportunidad? Krinkins le miró con el ceño fruncido y un gesto extraño en su cara. –¿Qué quieres decir? –preguntó cuidadosamente.

–Sólo pensaba que todo el mundo que esté preparado para un cambio podría querer reunirse en el exterior de la Central de Patrullas esta noche –dijo LaRone–. Digamos, a las siete en punto. Krinkins soltó un bufido. –Si estás hablando de una protesta, olvídalo –dijo–. Simplemente ignoran esas cosas. Al menos, mientras no están tan cansados de la muchedumbre como para disolverlos con un poco de fuego bláster disperso. –Sólo haz que vayan allí –dijo LaRone al encargado del combustible, rechazando severamente su creciente ira. No había lugar allí para las emociones–. Y asegúrate de que invitas a todos esos ex-patrulleros honestos que mencionaste. Dos minutos después, los cinco soldados de asalto estaban reunidos en la sala de tripulación. Fue Brightwater quien enunció lo que LaRone sabía que los demás estaban pensando. –Obviamente, te das cuenta –dijo– de que hacer cualquier cosa allí sería una absoluta locura. –Estoy de acuerdo –secundó Grave–. No tenemos suficientes hombres ni sistemas de apoyo. –Por no hablar de la autoridad –murmuró Quiller. –No estoy de acuerdo –dijo LaRone–. Hicimos un juramento de lealtad para servir al Imperio. Esa gente son ciudadanos de ese Imperio. –Y Cav’Saran está violando claramente su propio juramento –dijo Grave–. Estoy de acuerdo en que ese tipo es escoria. Lo que no cambia el hecho de que nosotros solos no podemos ocuparnos de trescientos hombres armados. –No vamos a estar solos –dijo LaRone–. Si no me he equivocado con Krinkins, tendremos una muchedumbre bastante numerosa esperando cuando lleguemos a la Central de Patrullas esta noche. –Todos ellos desarmados –le recordó Brightwater. –No por mucho tiempo –dijo LaRone–. Estamos hablando de un cuartel de patrulleros. Debería haber cantidad de blásteres almacenados dentro. –¿Y quieres ofrecérselos a una turba airada? –replicó Quiller. –No, por eso es que le pedí a Krinkins que llevara a los ex-patrulleros –dijo LaRone–. Con suerte, tendrán tanto el entrenamiento como la autoridad moral para hacerse cargo. –Sigue siendo una locura –insistió Brightwater–. ¿Marcross? Has estado terriblemente callado. –Desde luego que es una locura –acordó Marcross–. Mi única pregunta es cómo exactamente vamos a llevarla a cabo. Brightwater miró a Quiller y Grave, con un gesto de asombro en su cara. –Estáis de broma –dijo, volviendo la mirada a Marcross–. ¿Tú, precisamente, quieres hacer esto? –Recuerdas que somos fugitivos, ¿verdad? –preguntó Grave. –Y en última instancia somos fugitivos porque no nos gusta que se nos ordene abusar de nuestra autoridad –replicó Marcross–. ¿Vamos a ser selectivos con respecto a qué abusos nos enfrentamos y a cuáles les damos la espalda? –¿Estás seguro de que no es tan sólo el rencor que le guardas a la gente como ésta que gobierna en tu propio sector? –preguntó agresivamente Quiller. –Admito que hay algo de eso –concedió Marcross–. Pero mis sentimientos personales no cambian la realidad de la situación. –Señaló a LaRone–. Hace un minuto LaRone mencionó la autoridad moral. Si nosotros, como representantes del Imperio. No la tenemos, ¿quién la tiene?

–Salvo que no somos representantes del Imperio –le recordó Quiller–. Ya no. –Cav’Saran no lo sabrá –dijo LaRone–. Y si hacemos esto bien, tampoco sabrá que no tenemos una legión entera tras nosotros. Durante un largo rato la sala estuvo en silencio. Luego Grave se encogió de hombros. –Ya que todos estamos de acuerdo en que es una locura, no me importa seguir adelante. Además, tenemos que recuperar las moto-jets de Brightwater. –Eso es verdad –dijo Brightwater con reluctancia. Quiller agitó la cabeza, soltando el aliento en un suave bufido. –Oh, claro, ¿por qué no? –dijo–. Asumiendo que podamos idear un plan medianamente realizable. –No te preocupes por eso –le aseguró LaRone sombríamente–. La única cuestión que importa es cuanto daño queremos infligir a la gente de Cav’Saran. Esto es lo que tenía en mente...

Capítulo Ocho Se pasaron el resto del día comprando suministros, realizando un callado reconocimiento del área de la Central de Patrullas, y preparando y puliendo su plan. Para la hora señalada, estaban preparados. Había una muchedumbre sorprendentemente numerosa esperando en el exterior de la Central de Patrullas cuando LaRone llegó conduciendo el camión deslizador. Al menos cuatrocientas personas, estimó, tres o cuatro veces más de lo que se esperaba. Aparentemente los ciudadanos de Janusar se querían seriamente enfrentarse a sus opresores. Los soldados de asalto no habían intentado entrar en el cuartel en sus sondeos anteriores, pero por el diseño del edificio llegaron a la conclusión de que probablemente comenzó siendo un centro regional de asambleas, con un gran salón de reuniones abovedado en el centro y un anillo de una sola planta de oficinas y pequeñas salas de reuniones a su alrededor. Los manifestantes se habían reunido en un pequeño parque con césped justo frente al edificio, separado del edificio por un ancho andén de pasajeros. En la parte del andén que daba al edificio, un ancho tramo de escalones de piedra conducía a un conjunto de ornamentadas puertas dobles. En formación frente a esas puertas, con cara de pocos amigos y tanteando sus blásteres enfundados mientras vigilaban a los ciudadanos reunidos, estaban seis patrulleros uniformados. La muchedumbre se había desbordado, saliendo del césped hacia el andén, pero se hacían a un lado con sólo una ligera vacilación mientras LaRone conducía el camión deslizador lentamente a través de la masa hacia el edificio. Unos pocos le observaron atentamente, o se hacían sombra con la mano en los ojos para intentar agujerear la privacidad de las lunas traseras tintadas y ver quién podría estar sentado tras él en los dos bancos, y LaRone se encontró pensando en qué sería exactamente lo que Krinkins les habría contado sobre los extranjeros. alcanzó la fachada del edificio, pero en lugar de aparcar en línea con la acera hizo dar al vehículo un giro de noventa grados, dejándolo cruzado en el andén con el morro apuntando hacia los ceñudos guardias en lo alto de las escaleras. –¡Ey! –exclamó uno de ellos cuando LaRone levantó la puerta abatible y salió–. ¡Saca ese excremento de bantha fuera de aquí! –Sí, sí, espera un segundo –respondió LaRone, agitando la mano vagamente mientras volvía a cerrar la puerta. Esperaba que Krinkins estuviera cerca de él, y no le decepcionó. Ya mientras se giraba para echar un vistazo a la muchedumbre silenciosa, el encargado del combustible se separó de la primera línea y caminó hacia él. Su rostro estaba sombrío pero con un atisbo de cauta esperanza. –Has venido –dijo, mirando fugazmente las lunas tintadas–. No estaba seguro de que lo hicieras. –¿Has conseguido a alguno de los ex-patrulleros? –preguntó LaRone. Krinkins señaló con el pulgar por encima del hombro. –Encontré a ocho. Están todos ahí. –Bien –dijo LaRone–. Cuando te haga la señal, llévalos al frente. –Espera un momento –dijo Krinkins–. ¿Qué vas a...? Sin esperar a que terminase de hablar, LaRone se dio la vuelta y subió los escalones. –¿Estás sordo, gusano? –gruñó uno de los patrulleros cuando LaRone llegó al ancho rellano. El hombre tenía en una oreja un auricular del que surgía un cable de

micrófono curvándose a lo largo de la mandíbula, y lucía una insignia de teniente en los hombros–. Te he dicho que muevas esa cosa. –No te preocupes, lo haré –le aseguró LaRone, dando otro paso para reducir el espacio entre ellos–. Sólo he venido por unas pertenencias que tu gente se ha apropiado antes. –Ah, eres el tipo de Whisteer –dijo el hombre, observándole con desdeñosa curiosidad. Señaló con su bláster por encima del hombro de LaRone–. ¿También eres el responsable de esto? LaRone se giró a medias para mirar la muchedumbre.. –¿Te refieres a ellos? –preguntó, agitando la mano izquierda hacia la asamblea. Con ese movimiento de distracción, su mano derecha se hundió en el bolsillo lateral de su túnica. –Sí, ellos –dijo el hombre–. Porque si tú... Y en un único y simultáneo movimiento, las cuatro puertas traseras del camión deslizador se alzaron y los otros soldados de asalto salieron, con sus armaduras reluciendo bajo las farolas y sus BlasTech E-11 apuntando a la fila de patrulleros. La amenaza del teniente se interrumpió en mitad de la frase mientras un murmullo de sorpresa recorría la muchedumbre. –Nada de ruidos, por favor –dijo suavemente LaRone, presionando el cañón de su bláster bajo la garganta del otro. Con su otra mano le retiró el auricular, apagándolo al mismo tiempo–. Ni movimientos rápidos tampoco –añadió. Por la expresión en los rostros de los patrulleros, no parecía que ninguno de ellos tuviera la menor intención de causar problemas. Permanecieron tan tiesos como seis árboles petrificados, con las manos congeladas bien lejos de las fundas de sus blásteres, mientras los cuatro soldados de asalto ascendían los escalones. Captando la mirada de Krinkins, LaRone le hizo un gesto para que avanzara. El encargado del combustible asintió e hizo un gesto a su vez, siguiendo a los soldados de asalto por las escaleras junto a cinco hombres y tres mujeres que le seguían. –¿Estos son tus patrulleros? –preguntó LaRone mientras retiraba de su funda el bláster del pálido teniente. –Sí, señor –dijo Krinkins, con voz clara y vibrante y una súbita nueva esperanza mientras señalaba a un hombre de mediana edad con franjas grises en su cabello–. Este es el coronel Atmino, oficial superior. –En retiro forzoso –añadió Atmino, con un destello en sus ojos mientras miraba a los patrulleros. –Puede considerarse de nuevo en activo –le dijo LaRone, ofreciéndole el arma del teniente–. Desde este momento, delego en usted y su escuadrón. Desarme a estos hombres, y pónganles bajo arresto a la espera de un juicio por cualquier crimen que hayan podido cometer. –Sí, señor –dijo Atmino, mientras se colocaba en posición de firmes tras haber indicado a tres de sus hombres que avanzaran–. ¿Otras órdenes? –Simplemente permanezcan aquí y vigilen los prisioneros –dijo LaRone–. Nos ocuparemos de Cav’Saran. –Miró sobre el hombro de Atmino–. Y mantenga a la multitud bajo control. Cuando informe de esto a la oficina del gobernador, no querrá que su petición vaya embarrada por cargos de desorden público o disturbios. –Entendido –dijo Atmino, sujetando fuertemente el brazo del teniente–. Nos ocuparemos de ello. LaRone hizo un gesto a los otros soldados de asalto. –Vamos.

Las puertas dobles se abrían en un amplio vestíbulo con suelos de mármol que se prolongaba unos quince metros hasta un muro curvado con un segundo juego de puertas dobles. A derecha e izquierda, el vestíbulo se estrechaba en un par de pasillos que se curvaban alrededor del núcleo central, con elaboradas pinturas murales que se interrumpían a intervalos por las puertas de las oficinas privadas. A esa hora, supuso LaRone, la mayoría de las oficinas exteriores estarían vacías. Dejándolas para luego, se dirigió hacia las puertas dobles, dejando caer de nuevo su bláster de mano en el bolsillo lateral. Hizo un gesto a los otros soldados de asalto para que permanecieran fuera de la vista y luego abrió las puertas con un empujón y entró al interior. Tal y como habían conjeturado antes, la sala interior era realmente una única gran cámara, que los patrulleros habían transformado de salón de reuniones en sala de trabajo de las escuadras. Amontonados en la planta principal y en el anillo de pequeños balcones situados en el muro superior bajo la cúpula había casi doscientos escritorios y estaciones de trabajo. Prácticamente todos los escritorios estaban ocupados, advirtió LaRone, aunque sólo unos pocos patrulleros parecían estar trabajando realmente. El resto estaba simplemente ahí sentado, jugueteando con tarjetas de datos o con sus blásteres, o conversando en voz baja con los otros aproximadamente cincuenta patrulleros que permanecían de pie o dando vueltas por la sala. En respuesta a la protesta del exterior, el jefe Cav’Saran aparentemente había replegado la mayor parte de sus fuerzas. Perfecto. LaRone no hizo ningún esfuerzo para disimular su gran entrada, pero incluso si lo hubiera hecho dudaba de que hubiera supuesto ninguna diferencia. Los patrulleros estaban suspicaces, e incluso antes de que hubiese terminado de entrar en la sala todas sus cabezas se habían girado hacia él. –¿Qué quiere? –preguntó un voluminoso patrullero desde su posición, tras un gran mostrador de recepción justo a la derecha de la puerta. –He venido a ver a Whisteer –dijo LaRone, poniendo suficiente énfasis en sus palabras para estar seguro de que llegaban a todos los rincones de la sala–. Y al jefe Cav’Saran. –Llega pronto –respondió la voz de Whisteer con un gruñido, y LaRone le vio alzarse tras uno de los escritorios, donde estaba conversando–. Los impresos aún no están listos. –No importa –dijo LaRone–. No iba a rellenarlos de todas formas. ¿Quién de vosotros es Cav’Saran? Hubo un instante de silencio, y luego un hombre con la cara llena de cicatrices se separó de uno de los grupos de conversación. –Soy el jefe Cav’Saran –gruñó, con un tono de voz que denotaba desafío–. ¿Tiene algún problema? –Tengo una queja –dijo LaRone–. Algunos de sus hombres trataron de extorsionarme esta mañana. Cav’Saran alzó las cejas. –¿En serio? –preguntó con un tono de fingida educación–. ¿Cómo? –Me cobraron tasas excesivas y robaron parte de mi cargamento. –Así que eso hicieron, ¿eh? –dijo Cav’Saran, con una sonrisa divertida que se le comenzaba a dibujar en la comisura de los labios–. ¿Y quién exactamente fue responsable de este ultraje? –El Sargento Whisteer, para empezar –dijo LaRone, señalando a Whisteer mientras dejaba que su mirada examinase a los ocupantes de la sala. La planta circular

no dejaba ningún punto ciego, y aunque los escritorios podrían ofrecer cobertura en un tiroteo no había suficiente sitio tras ellos para todo el mundo. Más problemático era el terreno elevado ocupado por los hombres en las estaciones de trabajo de los balcones. Aunque allá arriba la mayoría de ellos llevaban insignias de oficiales, y parecían mostrar más curiosidad o perplejidad que suspicacia hostil. En cualquier caso, esto último es lo que mostraba la mayor parte de los hombres dispersos por toda la planta principal. Anotando mentalmente sus posiciones, LaRone señaló a otros tres que habían abordado el Suwantek esa mañana. –Esos tres también estaban allí –añadió–, junto a otros siete más. –¿Y qué quiere exactamente que haga con ellos? –preguntó el jefe, continuando con su mascarada. –Quiero que los arreste –dijo LaRone–. Deberían ser procesados por extorsión, robo y abuso de poder. –¿Y si me niego? LaRone volvió a echar un vistazo por la sala. El sentimiento de hostilidad había comenzado a crecer mientras la novedad de la confrontación se desvanecía, pero hasta ahora ninguno de los patrulleros parecía haber considerado que mereciera la pena desenfundar sus blásteres. –Entonces tendré que encontrar a otro que lo haga –dijo. –¿Como esa turba de perdedores de afuera? –preguntó Cav’Saran ácidamente; con eso, cualquier rastro de amabilidad desapareció de su rostro–. Bien; porque junto con las multas ya recaudadas, ahora queda bajo arresto por sedición, incitación y reunión ilegal. –alzó sus cejas–. Y por eso, creo que confiscaremos su nave. –Gesticuló desdeñosamente–. Whisteer, arrojadle en una celda. –Por mí bien –dijo tranquilamente LaRone–. Un juicio público sería de lo más iluminador. –Cierto –reconoció Cav’Saran mientras Whisteer se acercaba–. No vales lo suficiente como para correr ese riesgo. ¿Whisteer? Mejor arrojadle en un pantano. – Sonrió con malicia–. Gracias por el aviso. –Y gracias a usted por confirmar los cargos que ya había escuchado de alguno de los ciudadanos –dijo LaRone–. Desde este momento, le pongo a usted y a todo su contingente de patrulleros bajo arresto. Cav’Saran sonrió. –¿En serio? ¿Usted y cuántos más? Era la introducción perfecta, y Marcross no dudó en aprovecharla. De detrás de LaRone llegaba el suave chasquido de las botas acorazadas sobre el mármol... pero incluso sin el sonido podría haber sabido que los otros soldados de asalto estaban efectuando su gran entrada. Las respiraciones contenidas, el temblor de cabezas y cuerpos y los ojos abiertos súbitamente de par en par eran todas las pistas que necesitaba. –En nombre del Imperio –dijo formalmente sobre el tenso silencio mientras sacaba su bláster–, se le ordena a usted y sus hombres rendir las armas. Con una maldición ahogada, Whisteer desenfundó su bláster. O, mejor dicho, lo desenfundó a medias. El disparo de Brightwater le alcanzó justo en el pecho, haciéndole caer antes de que pudiera siquiera jadear. En la parte derecha de la sala, tres de los hombres que LaRone había clasificado como posibles problemas intentaron alcanzar sus propias armas. LaRone estaba preparado, abatiendo a dos de ellos mientras Marcross se hacía cargo del tercero. Hubo un rápido doble disparo desde la izquierda de LaRone, y alzó la vista para ver a dos

oficiales en uno de los balcones doblándose fláccidamente sobre la barandilla, con sus blásteres cayendo ruidosamente al suelo desde sus dedos inertes. Y tras eso, otro silencio aún más tenso descendió sobre la sala. –Estos seis han optado por abandonar el sistema legal –dijo LaRone–. ¿alguien más? Durante un instante nade se movió. Entonces, sin previo aviso, Cav’Saran tomó el brazo del patrullero más cercano con su mano derecha, poniéndose a cubierto tras su cuerpo. Enroscando el brazo izquierdo en el cuello del otro para evitar que se moviese, sacó su bláster. Aparentemente sin apuntar siquiera, Grave movió ligeramente su bláster y envió un disparo que pasó casi rozando la oreja del escudo humano para abrir un agujero en la cara de Cav’Saran. LaRone esperó a que el cuerpo terminase su caída, derribando uno de los escritorios de camino al suelo. –¿alguien más? –preguntó. No hubo nadie más. Una hora más tarde, todo había acabado. –Hemos capturado a los que estaban fuera de patrulla –informó Atmino cuando el último de los antiguos patrulleros fue escoltado hasta las abarrotadas celdas de retención–. Por lo que parece, no había demasiados. Supongo que Cav’Saran estaba más interesado en estar preparado para reducir nuestra protesta a polvo que en proteger realmente la ciudad. –Querrá mencionar eso en su informe –dijo LaRone–. ¿Tiene suficientes expatrulleros en activo ahora para mantener el orden? –Creo que sí –dijo Atmino–. Aunque estoy un poco confuso sobre si realmente los necesitamos. ¿No se van a encargar ustedes de las tareas de seguridad? –No, ahora es su responsabilidad –le dijo LaRone–. No nos vamos a dedicar a retirar el poder a los lugareños a menos que no hubiera ninguna otra opción. El alcalde y el consejo de la ciudad van a respaldarle, ¿no? –Oh, claro, ahora que Cav’Saran y sus matones están encerrados –dijo Atmino con un punto de desdén en su voz–. Aunque, para ser justos, no creo que tampoco ninguno de nosotros les haya plantado cara últimamente. –Entonces deberíais bastaros por vosotros mismos –dijo LaRone–. Todo lo que el consejo necesita hacer es enviar un comunicado oficial a Shelkonwa con lo que ha ocurrido. Ellos lo aprobarán directamente o bien sugerirán alguna modificación. –Mientras las modificaciones no incluyan volver a poner a Cav’Saran al mando... –dijo Atmino–. ¿Recuperasteis ya vuestro cebo? –¿Nuestro qué? –Las moto-jets –dijo Atmino–. Las dejaron a la vista para que Cav’Saran pudiera efectuar esa confiscación ilegal, ¿verdad? –Por supuesto –dijo LaRone. A veces era sorprendente como el ver las cosas retrospectivamente permitía a la gente saltar a conclusiones tan increíblemente erróneas–. Sí, las tenemos en el camión deslizador. –Bien –dijo Atmino–. Por otra parte, no sé si están interesados, pero hemos descubierto una extraña conexión entre Cav’Saran y una gran banda de piratas llamada los Cicatrices Sangrientas. ¿Habían oído hablar de eso? –No –dijo LaRone frunciendo el ceño. ¿Un jefe de patrulleros corrupto y una banda pirata?–. ¿Qué tipo de conexión?

–Aún no hemos seguido completamente la pista –admitió Atmino–. Pero encontramos en su oficina una tarjeta de datos con información de contacto para uno de sus canales de mensajes, y un sistema de encriptación para su uso. –Extrajo una tarjeta de datos de su bolsillo–. Hice una copia para usted por si quería rastrear el asunto. –Gracias –dijo LaRone, tomando la tarjeta y guardándosela. Así, sin más, no podía pensar en otra cosa que estuviera más bajo en su lista de prioridades que perseguir a un grupo de piratas, a menos que preparase un asalto al Palacio Imperial–. Aunque me parece que esto más bien está dentro de la jurisdicción del gobierno del sector. –Oh, les voy a mandar una copia a ellos también –le aseguró Atmino. –Bien –dijo LaRone, tendiéndole la mano–. En cualquier caso, tenemos que irnos. Felicidades por haber recuperado su ciudad. –No podríamos haberlo hecho sin ustedes –dijo Atmino, estrechando la mano ofrecida en un breve pero firme apretón. Miró a los cuatro hombres con armadura como preguntándose si debería tenderles la mano a ellos, y aparentemente decidiendo que no–. Por otra parte, no llegué a saber su número de unidad. LaRone sintió un nudo en la garganta. Durante las últimas horas, con la excitación de vencer a los hombres de Cav’Saran y devolver la justicia al pueblo de Janusar, casi había sido capaz de olvidar su situación. Ahora el comentario de Atmino la había traído de vuelta de forma sangrante. –¿Para qué lo necesita? –contestó evasivamente. –Para que pueda mostrar mi reconocimiento ante sus superiores –dijo Atmino, sonando extrañado de que LaRone tuviera que preguntarlo siquiera. –Ah –dijo LaRone–. En realidad, estamos en una misión especial y no tenemos un número de unidad oficial. –Oh –dijo Atmino, algo contrariado–. Pero deben de tener alguna designación. –Por supuesto –dijo LaRone, intentando hacer trabajar su mente a marchas forzadas. Pero no se le ocurría nada. Nada excepto...–. Nos conocen como la Mano del Juicio. –Ah –dijo Atmino, desviando la vista hacia los otros soldados de asalto–. Es... diferente. Aunque se ajusta a vosotros, desde luego. –Nos gusta –dijo LaRone, intentado mantener un tono casual y aliviado de que la relativa oscuridad pudiera cubrir cualquier rubor en su rostro. Menuda tontería acababa de decir–. Bueno, nos vamos. Buena suerte. Se habían alejado dos manzanas, y ninguno de los otros había dicho ni media palabra, cuando finalmente LaRone ya no pudo soportarlo más. –De acuerdo, me rindo –dijo–. Que alguien lo diga. Los demás dejaron que el silencio se prolongase unos segundos más antes de que finalmente Grave hablase. –Vale –dijo tranquilamente–. ¿La Mano del Juicio? LaRone hizo una mueca. Sonaba aún peor viniendo de Grave que cuando lo había dicho él. –Lo sé, y lo siento –gruñó–. Me bloqueé. –Podías haber elegido un número de unidad aleatorio –señaló Quiller–. Tampoco es que pudiera haberlo comprobado antes de que dejáramos el planeta. –Vale –dijo LaRone, pasando de avergonzado a gruñón–. La próxima vez tú puedes ser el oficial y portavoz del grupo. –Genial –dijo Quiller suavemente–. ¿Eso significa que me asciendes de meñique a pulgar? –No es justo –dijo Grave, con el tono exagerado que LaRone recordaba demasiado bien por haber crecido con dos hermanos pequeños–. Yo quiero ser el pulgar.

–Bromas aparte, LaRone, mejor que no haya una próxima vez –intervino Brightwater–. Sé que necesitábamos recuperar nuestras moto-jets, pero hemos forzado demasiado nuestra suerte esta vez. –En realidad, no creo que lo hayamos hecho –dijo LaRone. –Confía en mí –dijo Brightwater–. La armadura de un soldado de asalto puede tener un poder psicológico, pero, incluso teniendo eso en cuenta, cinco contra trescientos no habría funcionado. –Salvo que nunca hay sólo cinco de nosotros –le recordó LaRone–. Esa es la cuestión. Incluso la presencia de un único soldado de asalto implica una organización de hombres y armamento oculta en algún lugar en las sombras tras él. Vieron a cinco de nosotros y asumieron que había cientos más. –Lo que sólo funcionará hasta que alguien advierta nuestro engaño –advirtió Quiller. –Momento en el cual morirán –replicó Grave. –Quizá –dijo Quiller–. De momento, todavía mantenemos la piel pegada al cuerpo. Cuanto antes dejemos atrás todo este sector, mejor. Marcross se agitó en su asiento. –¿Qué prisa tienes? –preguntó. –¿Qué prisa tenemos? –replicó Quiller. –Aún quiere que vayamos a Shelkonwa –le recordó Grave. –En realidad, estaba pensando más bien en esa conexión entre Cav’Saran y los piratas Cicatriz Sangrienta –dijo Marcross. –¿Qué pasa con eso? –preguntó LaRone. –¿Recuerdas esa banda de barredoras que vapuleamos en Drunost? –preguntó Marcross–. Pensé que esas insignias de los hombros que llevaban tenían demasiado estilo para esa clase de delincuentes, así que hice algunas comprobaciones cuando volvimos a la nave. Resulta que la parte baja del parche son básicamente los cuernos retorcidos de la insignia de los Cicatrices Sangrientas. –Qué galaxia tan pequeña –murmuró Quiller. –Quizá no tan pequeña –dijo Marcross–. Los Cicatrices Sangrientas podrían estar intentando expandirse. –¿Cómo, con barredoras y agentes de la ley? –preguntó Grave –Ríete si quieres –dijo sombríamente Marcross–. Pero mira dónde estaban posicionados ambos grupos. Los pilotos de barredoras estaban asentados sobre una base de Navieras Agrupadas, que es un transporte perfecto para pequeñas o moderadas cantidades de material valioso o sensible. Cav’Saran tenía su negocio en una ciudad a sólo unos cientos de kilómetros de una factoría de Incom que produce cazas de ataque I7. ¿alguien más advierte un patrón? Hubo un instante de silencio. –Pagar el sueldo de trescientos matones es una propuesta cara –dijo finalmente Brightwater–. Dudo que las bandas de barredoras resulten baratas, tampoco, ni siquiera las de aficionados como aquella. Si los Cicatrices Sangrientas se están expandiendo, deben estar haciendo negocios realmente buenos. –O bien están recibiendo financiación externa –dijo silenciosamente Quiller. –Exacto –dijo Marcross–. ¿Y cual es la fuente de dinero más obvia que además pueda tener interés en cazas y transportes clandestinos? –¿La Rebelión? –preguntó Grave. –¿Quién si no? –dijo Marcross. –No lo sé –dijo Brightwater, sonando dubitativo–. Los piratas son una forma de vida horriblemente baja con la que asociarse. Incluso para los rebeldes.

–Están intentando destruir el Imperio y deshacer el Nuevo Orden –le recordó Grave. –Desde luego, pero golpear objetivos militares es bastante distinto a la piratería contra civiles –replicó Brightwater. –Razón por la cual nos esforzamos tanto en detenerles –dijo Marcross, un poco ásperamente–. O quizá los Cicatrices Sangrientas no sean una banda pirata en absoluto. El nombre y la reputación podrían ser una tapadera para una célula rebelde. –Creo que Marcross tiene razón –dijo LaRone–. Es algo que debería investigarse. –Entonces envía una nota anónima a la guarnición imperial más cercana y deja que ellos se ocupen de eso –sugirió Grave. –Una bonita idea, pero nada práctica –dijo Marcross–. Ya oíste lo que dijo Krinkins: hace ocho años que tuvieron siquiera visitantes imperiales, y eso casi fue por accidente. De hecho, por lo que sé el Represalia es el único destructor estelar en todo el sector. Shelsha está bastante bajo en la lista de prioridades de todo el mundo. –Tampoco parece que Shelkonwa este interesada en absoluto en esta parte de su territorio –dijo Grave. –No –reconoció LaRone–. Quizá por eso los Cicatrices Sangrientas hayan decidido establecerse aquí. –Por otra parte, resulta que nosotros tenemos algo de tiempo libre –dijo Marcross–. Al menos deberíamos mirar si podemos encontrar una conexión entre los Cicatrices Sangrientas y la Rebelión. En el mejor de los casos seríamos capaces de seguir las conexiones y ofrecer a Shelkonwa y al Centro Imperial un objetivo militar real al que apuntar. –Lo que nos conduce a la cuestión de que nosotros también somos un objetivo – le recordó Quiller–. Pensé que se suponía que estábamos buscando un lugar para ocultarnos. –No estoy hablando de hacernos notar –le aseguró Marcross–. Sólo un pequeño sondeo en territorio enemigo. Al margen de nuestras circunstancias actuales, seguimos siendo soldados de asalto imperiales. –A los que actualmente persiguen otros soldados imperiales –insistió Quiller. –Hicimos un juramento para proteger a los ciudadanos del Imperio –dijo tenazmente Marcross–. Arrancar de raíz una célula rebelde encaja en la descripción de ese trabajo. –¿Cómo sugieres que empecemos? –preguntó LaRone. –Volvemos a Drunost –dijo Marcross–. Cav’Saran fue lo suficientemente estúpido como para dejar tras de sí una tarjeta de datos incriminatoria. Dudo que esos pilotos de barredora fuesen más listos que él. –Por supuesto, la gente de Drunost ya nos ha visto a nosotros y al Suwantek –le recordó Quiller. –No, la gente de un establecimiento nos vio –le corrigió Grave–. E incluso ese grupo sólo nos vio a LaRone y a mí. –Y en cuanto a la nave, ciertamente podemos permitirnos gastar otra de las falsas identificaciones que la OIS nos dejó –dijo Marcross–. ¿LaRone? LaRone esperó un instante antes de responder, como si estuviera considerándolo cuidadosamente. Todo era una pantomima, en realidad; ya había tomado una decisión. –Vale la pena correr el riesgo –dijo–. Incluso si alguien realmente nos reconociese y diese la alarma, cosa que creo que es improbable, aún tendríamos varias horas para echar un vistazo antes de que nadie pudiera causarnos problemas. –¿Y si el rastro aún está fresco? –preguntó Quiller.

LaRone se encogió de hombros. –Podemos ir al Borde Exterior desde Drunost tan fácilmente como podemos hacerlo desde aquí. –Habían llegado a la bahía de atraque, y dejó que el camión deslizador se detuviese frente al ascensor de carga de estribor del Suwantek–. ¿Estamos de acuerdo? –Yo sí –dijo Quiller. –Yo también –dijo Grave–. Si los rebeldes se han aliado con piratas quiero clavar en la pared tanto a unos como a otros. ¿Brightwater? –Sigue sin gustarme –dijo pesadamente Brightwater–. Pero tampoco me gustan los grumos de harina en las galletas, y aprendí a comérmelas. Si realmente creéis que encontraremos algo útil, yo juego. –Entonces estamos de acuerdo –dijo LaRone. Abriendo la puerta abatible, salió del camión y se dirigió a los controles del turboascensor–. Guardemos esta cosa y movámonos. –Drunost –dijo secamente Han. –Oh, vamos, Han –trató de engatusarle Luke–. No puede ser tan malo. De pie a unos metros del borde de la rampa de entrada del Halcón, Chewbacca emitió un suave bufido. –Desde luego que puede –gruñó Han, enviando una mirada de advertencia al wookiee–. Una vez estuve allí. Todo son granjas y ranchos y minas y unas pocas ciudades corporativas. Unas pocas ciudades corporativas muy bien organizadas. –Permaneceremos tan lejos de las ciudades y las corporaciones como podamos – le apaciguó Luke con esa irritante alegría de chico granjero. –Claro –dijo Han, sabiendo perfectamente que eso no ocurriría–. ¿Por qué no podemos simplemente encontrarnos con ese tal Porter en el espacio profundo, como hace Leia? –Porque Porter no tiene nave propia –dijo pacientemente Luke–. Drunost es donde vive, donde está su equipo, y donde quiere reunirse. –También es donde esos soldados de asalto surgieron de la nada –le recordó Han. –Y luego se fueron. –Eso es lo que él dice. Luke inclinó la cabeza en un gesto de paciencia agotada que era casi tan irritante como su alegría. –Si no quieres hacer esto, puedo ir solo –se ofreció. Miró de reojo a Chewbacca–. O podemos hacerlo Chewie y yo. –Entra en la nave –gruñó Han. Cuando aceptó todo ese asunto, el plan era hacer un viaje rápido al sector Shelsha, husmear en varias cantinas para obtener algunos datos, y volver a casa. Pero después de que Luke y Rieekan y Su Real Túnicas Lujosas y Peinados ALa-Moda lo considerasen, la misión se fue convirtiendo en una gran gira diplomática, completándose con charlas con el líder rebelde local. Política, en otras palabras. Exactamente lo que intentaba evitar del viaje de Leia. Excepto que en este Leia no estaría por ahí para mantener al menos la diversión. Un movimiento en el extremo lejano del hangar llamó su atención, he hizo una mueca. Típico. En el instante en el que empezaba a pensar en ella, aparecía. Llevaba un práctico mono de vuelo marrón, preparada aparentemente ara su propio despegue. Durante un momento sus ojos parecieron encontrarse, aunque era

difícil estar seguro a esa distancia. Se agitó, moviendo los hombros como si estuviera pensando en ir hacia él... –Eh, chico –le llamó desde otra dirección una alegre voz femenina. Han se giró. Era uno de los nuevos pilotos de ala-X... Stacy no-se-qué, recordó vagamente. –Hola –dijo, mirando a Leia con el rabillo del ojo mientras caminaba hacia la piloto. Los hombros de Leia ya no se movían, y parecía estar totalmente quieta mientras le miraba desde el otro lado del hangar. –¿Tú y el grandote os vais de nuevo? –dijo alegremente mientras paseaba hacia él. Han reprimió otra mueca, forzándola a convertirse en su lugar en una sonrisa amistosa. Y pensaba que la alegría de Luke era irritante. –Ya sabes cómo es –dijo–. Hay un problema, y necesitan que alguien lo arregle. –Y entonces te llaman –dijo ella con una sonrisa de reconocimiento–. Bien, diviértete. –Siempre lo hago –le aseguró, jugueteando con un dedo por el borde del cabello de la chica. Si Leia quería un espectáculo, iba a tenerlo–. Mantén las cosas en orden aquí abajo, ¿vale? –Claro –dijo ella. Con otra sonrisa, se alejó paseando. Han observó su marcha y luego se giró. Leia definitivamente ya no pensaba en ir hacia él. Leia, de hecho, había desaparecido por completo. Sonrió levemente al pequeño espacio de cubierta vacío. Eso le enseñaría a Leia a manejarle. Echando un último vistazo a la parte inferior del Halcón, subió por la rampa. Y trató de ignorar la pequeña pero continua punzada de culpabilidad.

Capítulo Nueve Barnish Choard, el gobernador del sector Shelsha, era un hombre grande como un rancor. Alto y de anchos hombros, con desordenado cabello negro y una barba frondosa que le hacían parecer más un pirata que el gobernador de un considerable pedazo de territorio imperial. Siempre daba vueltas por su oficina cuando estaba enfadado, cruzando de un lado a otro la gruesa alfombra, con expresión amenazante para cualquiera que se pusiera en su camino, o que incluso respirase demasiado alto. Y ahora estaba enfadado. Más enfadado de lo que el Administrador Jefe Vilim Disra le hubiera visto nunca. –No quiero excusas –gruñó Choard–. Quiero resultados. ¿Me comprendes, Disra? Resultados. –Sí, Su Excelencia –dijo Disra, inclinando la cabeza en la actitud de sumisión completa que era el mejor modo de permanecer a salvo de esos arrebatos de ira–. Me pondré a ello de inmediato. –Entonces no te quedes ahí parado –rugió Choard–. Vete y hazlo. –Sí, Su Excelencia –inclinándose de nuevo, Disra se fue a toda prisa. Su propia oficina estaba en el mismo pasillo, dos puertas más allá de la cámara de recepciones del gobernador, mucho más grande. Pese a ser tan humilde, seguía estando conectada al mismo laberinto de pasajes secretos que las zonas de trabajo y ocio del propio gobernador. Eso significaba que los visitantes privados de Disra podían deslizarse inadvertidamente al interior del palacio tan fácilmente como los de Choard. Y, seguramente, el visitante que aguardaba le estaría esperando en una de las confortables sillas del círculo de conversación de la oficina. –Llegas tarde –le dijo Caaldra cuando llegó. –Estaba ocupado –dijo Disra, asegurándose de que la puerta estaba bloqueada–. El gobernador está descontento. –El gobernador siempre está descontento por algo –dijo desdeñosamente Caaldra mientras Disra llegaba al círculo–. ¿Qué era esta vez? ¿La sopa estaba demasiado fría? ¿El dibujo de la vajilla no es el adecuado para la cena de la próxima gran fiesta? –Hablemos de cosas un poco más interesantes, ¿de acuerdo? –sugirió Disra–. Empezando por la banda de barredoras Bargleg. ¿Los enviaste a Drunost para interceptar un cargamento de rifles bláster pesados? –Los Cicatrices Sangrientas los enviaron, sí –dijo Caaldra–. ¿Qué ocurrió? ¿Los correos rebeldes opusieron resistencia? –Los rebeldes no tuvieron que mover ni un sólo dedo –dijo fríamente Disra–. Los soldados de asalto se ocuparon de ellos por sí mismos. Caaldra entrecerró los ojos. –¿Soldados de asalto? –Si no lo eran, eran una imitación muy buena –dijo Disra–. Me aseguraste que la mayor parte de la presencia imperial había sido retirada del sector Shelsha. –Así ha sido –dijo Caaldra, frunciendo el ceño–. Están el Represalia y unos pocos acorazados antiguos patrullando, las dos guarniciones del ejército restantes en Minkring y Chaastern Cuatro, y ya está. –Entonces quizá puedas explicarme de dónde vinieron todos esos soldados de asalto –replicó Disra–. ¿Del Represalia? –El Represalia nunca ha estado a menos de cincuenta años luz de Drunost –dijo Caaldra, arrugando la nariz con un gesto de disgusto–. Al capitán Ozzel le gustan las rutinas simples y cómodas. El hombre es insoportablemente predecible.

–Bueno, vinieron de alguna parte –dijo Disra bruscamente–. El Comodoro dice que los Barglegs supervivientes contaron al menos tres escuadras, además de apoyo de armas pesadas. –Llamaron para llorarle en el hombro, ¿eh? –preguntó Caaldra con desprecio–. Espero que al menos usaran uno de los canales de mensajes seguros. –No parece que fuera así –dijo Disra–. Además, los llantos funcionan mucho mejor cuando son cara a cara. El rostro de Caaldra se quedó rígido. –¿Contactaron con Gepparin directamente? –preguntó–. Esos idiotas estúpidos. –Esos idiotas estúpidos están muertos casi todos –le recordó Disra–. Llevándose con ellos el millón de créditos que costó reclutarlos, debo añadir. –Olvida el dinero –dijo bruscamente Caaldra–. ¿Eres ciego y estúpido? Una llamada directa deja un registro en el sistema de la HoloRed que puede ser rastreado. –¿Rastreado por quién? –replicó Disra–. ¿Y a dónde? Debe de haber cien mil transmisiones de la HoloRed saliendo de Drunost cada hora. Nadie sería capaz de saber cual de ellas fue la suya. –Sigue siendo una chapuza –insistió Caaldra, calmándose un poco–. Pero bueno, ¿qué podría esperarse de una banda de barredoras? –Personalmente, yo esperaría que al menos valiesen el dinero que costaron –dijo Disra–. Por otra parte, los Barglegs supervivientes abandonaron Drunost, y el Comodoro quiere una compensación por el carguero Barloz que usaron para llegar allí. –¿La nave fue confiscada? –La nave fue demolida –corrigió Disra–. Ahí es donde entra el apoyo de armas pesadas. Caaldra hizo una mueca. –Está bien, lo comprobaré –dijo–. Quizá los daños no son tan graves como piensan los Barglegs. –¿Y si lo son? –Navieras Agrupadas tiene un pequeño depósito bancario cerca de su base –dijo Caaldra–. Organizaré a algunas personas e iremos a recoger la compensación del Comodoro. –Bien, mientras estés fuera, podrías tomarte un momento para echar un vistazo en Ranklinge –sugirió Disra–. Hace unas horas he recibido la noticia de que el hombre que estableciste como patrullero jefe en Janusar ha sido depuesto. Por la fuerza. –No, eso es imposible –dijo secamente Caaldra–. Cav’Saran sabe hacer su trabajo. Lo primero que habría hecho sería confiscar todas las armas del distrito. –Estoy seguro de que fue muy concienzudo –dijo Disra–. Desafortunadamente para él, los soldados de asalto fueron lo bastante precavidos como para traer sus propias armas. Un músculo se tensó en la mandíbula de Caaldra. –¿Más soldados de asalto? –Sí, más soldados de asalto –replicó Disra–. Y dado que me dijiste que Cav’Saran tenía trescientos hombres entrenados de su parte, esta vez debieron ser al menos cinco escuadras. Caaldra desenfocó ligeramente la mirada. –Sí, bueno, sus hombres probablemente no estarían tan entrenados –murmuró–. No había contratado a nadie demasiado caro, no para intimidar a una pequeña ciudad llena de civiles desarmados. Siempre fue bastante rácano.

–Ya nunca aprenderá la lección –dijo Disra–. Está muerto, junto a seis de sus hombres. Por cierto, el comandante de la escuadra identificó a su grupo como la Mano del Juicio. –Interesante designación –dijo pensativo Caaldra–. No es el formato estándar, desde luego. –Puedes presentar una queja en la Comandancia de las Tropas de Asalto –dijo ácidamente Disra–. Sigo esperando tu explicación sobre la procedencia de esta Mano del Juicio. –Ciertamente, no son fuerzas oficiales –dijo Caaldra lentamente–. Se supone que la oficina del gobernador debe ser informada siempre que haya unidades militares imperiales operando en su sector, y mis propias fuentes en el sistema de inteligencia no han mencionado nada sobre tropas de asalto adicionales asignadas a esta zona. –¿Estás sugiriendo que los Barglegs y la mitad de Janusar estaban teniendo visiones? –En absoluto –dijo Caaldra, con voz súbitamente sombría–. Estoy sugiriendo que podemos tener un agente imperial en nuestro sector. Disra sintió que la boca se le secaba. –¿Un agente imperial? ¿Quieres decir que el Centro Imperial está tras nosotros? –No necesariamente –dijo Caaldra–. Podría estar tan sólo tras los Cicatrices Sangrientas. –Creí que dijiste que el Centro Imperial ya no estaba interesado en los piratas. –En general, no lo están –concedió Caaldra–. Pero hemos tomado ocho transportes militares en los últimos dieciocho meses. Quizá finalmente el Centro Imperial lo haya notado. –Maravilloso –gruñó Disra–. Se suponía que esos objetivos militares serían enmascarados por todos los objetivos civiles que estamos atacando. Esa fue una de las razones que me diste para gastar todo ese dinero en esos otros grupos de piratas y bandidos, ¿no? –Confía en mí, cuando llegue el momento agradecerás tener toda esa potencia de fuego extra bajo un control central –dijo Caaldra. –Si es que llegamos tan lejos –advirtió Disra–. ¿Qué pasa entonces con ese agente imperial? –¿Qué pasa con él? –dijo Caaldra–. El Centro Imperial no sabe nada; si así fuera, tendríamos una docena de destructores estelares en el sector, en lugar de un agente y un puñado de escuadras de soldados de asalto. Podemos permitirnos que estén husmeando por los bordes durante un tiempo. –¿Y si empiezan a husmear más cerca del centro? –Antes tendrán que encontrarlo –dijo Caaldra–. Suponiendo que nadie más haga algo estúpido, como no usar los canales de mensajes, no hay modo de que ni siquiera un agente imperial nos pueda descubrir, ni a los Cicatrices Sangrientas ni a nosotros. No antes de que estemos listos para nuestra jugada. Disra hizo una mueca. Pero Caaldra era quien tenía entrenamiento militar. Se suponía que sabía lo que se decía. –¿Qué hay de Ranklinge? –preguntó–. Con Cav’Saran fuera, ya no tenemos a nadie a una distancia de ataque razonable de esa planta de I-7’s. –No es problema –le aseguró Caaldra–. Habría sido bonito golpear la planta desde tierra, pero podemos tomarla desde el aire casi igual de fácil. Pediré al Comodoro que recomiende a alguien para ocuparse de eso. –¿alguien feroz, competente, y prescindible?

–Básicamente –dijo Caaldra–. Y con respecto a los rifles bláster que perdieron los Barglegs, resulta que va a ser completamente irrelevante. Tengo echado el ojo a un cargamento que funcionará incluso mejor para neutralizar a las guarniciones de Minkring y Chaastern Cuatro. –¿Más repetidores E-Web? –No, ya tenemos de sobra de esos –le aseguró Caaldra–. Te lo diré cuando veamos si los Cicatrices Sangrientas pueden lograrlo; su mejor nave y tripulación están ahora mismo en camino. –Se puso en pie–. Pero el Comodoro podría no querer entregárnoslo si no tiene en la mano su compensación por el Barloz perdido. Será mejor que vaya a poner en marcha esa operación. –Sé muy cuidadoso –dijo Disra–. Con un agente imperial por ahí, no podemos permitirnos ningún patinazo. –No los habrá –le aseguró Caaldra–. Tranquilízate, Disra. Tu gobernador está a punto de pasar a la historia, ¿recuerdas? Con una fina sonrisa, cruzó la sala hasta la puerta oculta y desapareció en el pasaje secreto. Sólo cuando lo hubo hecho, Disra se permitió su propia sonrisa. Sí, el gobernador Choard realmente estaba a punto de pasar a la historia. Pero no con los titulares que se esperaban. Los capitanes piratas, según le había enseñado a Mara uno de sus instructores, raramente gobernaban sus naves con un sistema militar estándar de tres turnos y exactitud al segundo. Más habitualmente usaban un ciclo de un solo día, con todo el mundo salvo un piloto de guardia retirado en sus camarotes para dormir durante la noche de la nave. Shakko, como pudo descubrir, era un típico capitán pirata. Mara dedicó las dos primeras noches a fisgar libremente por la nave, buscando la tarjeta de datos de Caaldra por todas partes salvo en los camarotes y en la cabina. Los camarotes era una cuestión algo más complicada, pero tras un par de días estudiando los movimientos de los piratas, descubrió que pasaban la mayor parte del tiempo entre las comidas fuera de la zona de camarotes, bien de servicio en la cabina o en la sala de ingeniería, bien trabajando en las diversas armas de la bodega delantera. Con el sigilo y los sentidos que le ofrecía la Fuerza, fue capaz de encontrar oportunidades de deslizarse en el interior de cada una de las cabinas para investigar. Desafortunadamente, toda esa búsqueda furtiva fue en vano. O bien Shakko había archivado la tarjeta de datos en la cabina, el único sitio donde aún no había tenido oportunidad de buscar, o bien la llevaba consigo. Y estaba empezando a acabársele el tiempo. La búsqueda ya le había tomado casi cuatro días, y sólo faltaba uno para el ataque previsto. Hasta entonces había evitado tener más contacto con la tripulación, a sabiendas de que dos casos de amnesia accidental en el mismo viaje sería algo de lo que hasta los piratas más estúpidos comenzarían a sospechar. Pero si no había otro camino, simplemente tendría que hacerlo. El cuarto día de la nave había concluido, y estaba esperando en su bodega de carga a que todo el mundo se retirase durante la noche, cuando escuchó los silenciosos pasos. Se sentó, un poco más erguida, afilando sus sentidos. Había habido visitantes ocasionales a la bodega de carga durante los cuatro días anteriores, pero en esas ocasiones las pisadas habían sido casuales y despreocupadas, y los dueños de esas

pisadas caminaban en línea recta de una a otra de las cajas, retirándose de forma igualmente casual. Ahora, en cambio, los intrusos llegaban en grupo, y claramente intentaban no ser escuchados. Y se dirigían directamente hacia la pila de cajas en la que se ocultaba Mara. Se puso silenciosamente en cuclillas, asegurándose de que su bláster y su sable de luz estaban al alcance de su mano. Presionando su espalda contra el ancho barril que soportaba el centro del techo de su escondite, se preparó para el combate. Su primer movimiento seguramente sería algún tipo de granada... Y en efecto, un segundo después una pequeña granada de conmoción entró limpiamente por uno de los agujeros de ventilación que había dejado entre las cajas y cayó resonando en la cubierta justo frente a ella. Instantáneamente giró a su derecha, rodando hacia atrás sobre sus hombros y doblando las piernas por encima de su cabeza. A mitad de la voltereta hacia atrás volvió a girarse, esta vez hacia su izquierda, llevando las piernas hacia abajo, apoyándose en la cubierta con su hombro y antebrazo izquierdos. Justo había acabado de rodar hasta volver a ponerse en cuclillas al otro lado del barril, cuando la granada estalló. El estallido fue ensordecedor. La onda expansiva alzó las cajas de su techo unos centímetros y empujó fuertemente contra su espalda el barril que las soportaba. La conmoción fue demasiada para el delicado equilibrio que había creado, y justo cuando se alejaba del barril el escondite se desplomó. Las dos cajas que se encontraban justo sobre ella perdieron su apoyo y cayeron hacia su cabeza; haciendo uso de la Fuerza, las desvió hacia los lados y pasaron rozando sus hombros. Habría sido más sencillo usar la Fuerza justo desde el principio, tomando la granada y enviándola de vuelta fuera de su escondite. Pero eso habría alertado a sus atacantes del hecho de que su presa les estaba esperando. Ahora actuarían con menos precaución, esperando encontrar a su víctima indefensa o muerta. Sacando su bláster, Mara se puso en pie. Había cuatro piratas en el grupo de ataque, esparcidos en un semicírculo a su alrededor, con los ojos abiertos como platos ante su súbita aparición y los blásteres aún en la mano, pero apuntando descuidadamente al suelo. Alzando su propia arma, Mara abrió fuego. Abatió a los dos del medio antes de que ninguno de ellos pudiera poner su arma en posición de tiro. El hombre en el extremo izquierdo fue el más rápido, y Mara tuvo que apartarse cuando su primer disparo le pasó rozando la cabeza. Se extendió hasta él con la Fuerza, y su segundo disparo, ante su claramente aturdida consternación, acabó con su colega pirata del extremo derecho cuando Mara hizo que la mano del arma se desviase en esa dirección. Aún mantenía una expresión de incredulidad por lo que había hecho cuando el disparo final de Mara acabó con todas sus expresiones para siempre. Estaba abriéndose camino fuera de las ruinas de su escondite cuando, bajo sus pies, sintió un golpe seco a través del casco, un temblor sordo sin ningún tipo de sonido, seguido inmediatamente por una vibración más sutil y prolongada. Frunció en ceño, preguntándose qué planeaban ahora los piratas. Y de repente, con una ráfaga de adrenalina, lo comprendió. El golpe seco había sido la sección frontal del casco de la bahía de armamento al abrirse, las vibraciones largas los disparos de los láseres cuádruples y el cañón iónico, y la total falta de sonido era debida a la total falta de aire en la bahía. Un día antes de lo previsto, los piratas habían lanzado su ataque.

Mara estaba a medio camino de la bahía de armamento antes de que súbitamente comprendiera que no había nada que pudiera hacer para detenerles. Con la zona abierta ya al espacio, irrumpir en ella simplemente drenaría el aire del resto de la nave, matando a Mara y a todo el que se encontrase a bordo. Había trajes de vacío de repuesto en la sección de motores, pero perdería minutos de oro intentando conseguir uno de ellos. Pero, aunque no pudiera detener el ataque directamente, quizá podría hacerlo indirectamente. Supuso que la compuerta que conducía a la cabina estaría sellada, y estaba en lo cierto. También supuso que su sable de luz no tendría ningún problema para abrirla, y de nuevo estuvo en lo cierto. Sosteniendo la resplandeciente hoja magenta en posición de alerta frente a ella, saltó al interior. Había cuatro piratas en la cabina, incluyendo tanto a Shakko como a Tannis, todos con blásteres desenfundados y dispuestos. Pero en lugar de disparar en formación, lo que podría haberle dado problemas, abrieron fuego casi aleatoriamente, con sus disparos rebotando en el sable de luz para acabar su camino en la cubierta, los mamparos o el techo. Lentamente, Mara avanzó, manteniendo la hoja en movimiento y teniendo cuidado de que ninguno de los disparos deflectados golpease alguno de los controles o, peor aún, el parabrisas de transpariacero. –¡Rendíos! –ordenó, articulando la palabra con dificultad cuando pudo reconducir suficiente atención desde su defensa hacia su boca. –¡Que te jodan! –replicó Shakko– ¡Jodida imp...! La maldición se ahogó en un jadeo cuando Mara devolvió uno de sus propios disparos de vuelta a su garganta. Los otros tres piratas redoblaron sus esfuerzos, con las primeras muestras de miedo asomando desde su rabia. Pero ni el miedo ni la rabia podían ayudarles ahora. Mara tenía tiempo y distancia suficiente, y los dos disparos siguientes enviaron a dos piratas más a unirse con su capitán en la muerte. El último, Tannis, dudó durante una fracción de segundo, luego alzó su bláster y disparó desafiantemente directo a la cara de Mara. Quedando sólo un oponente, Mara podía permitirse una pequeña floritura. En lugar de devolver su disparo a la cabeza o al torso, lo hizo rebotar hacia su muslo derecho. Gimió de dolor, y se tambaleó al fallarle la pierna. El bláster perdió su objetivo; con un paso hacia delante, Mara hizo girar su sable de luz en una fina espiral cónica y partió limpiamente el arma por la mitad. Levantando su mano izquierda, con la palma hacia él, le mandó un empujón de la Fuerza que le envió de nuevo hasta el asiento del copiloto. –Quédate ahí –le ordenó, colocándose tras él y echando un vistazo al exterior por el parabrisas. La nave atacada era un gran carguero rendili, de gama bastante alta a juzgar por su aspecto. O al menos, alguna vez había sido de gama alta. Con los láseres de la nave pirata golpeando su casco y su sección de motores, estaba perdiendo rápidamente su lustre de nave recién estrenada. Bajando la vista a los tableros, localizó le control de la compensación de aceleración. El sistema tenía instalados sistemas de apoyo que evitaban que nadie pudiera apagarlo fácilmente, así que no se molestó en intentarlo. En lugar de eso, clavó su sable de luz en esa parte del tablero, fundiendo los controles y enviando un flujo de realimentación a través del sistema que, con suerte, acabaría con todo a su paso. Los indicadores de compensación se pusieron en rojo. Apagando su sable de luz, Mara lo apartó.

–Será mejor que te abroches el cinturón –aconsejó a Tannis mientras se sentaba en el asiento del piloto y se ajustaba sus propias correas de seguridad. Con el rabillo del ojo, pudo ver que Tannis había dejado de sujetarse la pierna herida y estaba haciendo lo mismo. Un superviviente, desde luego, y Mara tomó nota de esa información para futura referencia. Pulsando los controles del impulso principal, hizo una breve aceleración hacia delante. Una mano invisible le empujó con fuerza contra el respaldo de su asiento. Tannis emitió un gemido ahogado, una reacción que Mara podía comprender completamente. Nadie volaba sin compensadores, y así como las maniobras cerradas podían exprimirlos hasta el punto de dejar pasar parte de la aceleración, Mara no estaba preparada por completo a lo que se sentía con su completa ausencia. Apagó el impulsor, y el empuje hacia atrás se desvaneció tan abruptamente como había aparecido. Recuperándose, colocó los dedos sobre los impulsores delanteros y los activó. La mano invisible cambió de sentido, empujándole esta vez hacia delante, contra las correas de seguridad. Con los impulsores de proa aún activados, pulsó los controles de los propulsores de maniobra de estribor, presionando su cadera derecha contra el reposabrazos del asiento. El fuego desde la bahía de armamento había cesado, reemplazado por aullidos y maldiciones de protesta a través del altavoz del comunicador. Ignorando sus quejas, Mara apagó todos los propulsores, luego activó los reactores de babor, seguidos por los impulsores delanteros, luego los reactores de estribor, después los impulsores principales, después los reactores delanteros y de estribor al mismo tiempo. Luego, apagándolo todo de nuevo, se inclinó hacia delante y miró a través del parabrisas. allí estaban: diez cuerpos en trajes de vacío, que con la agitación, el traqueteo y los botes de las maniobras de Mara habían salido despedidos por la compuerta abierta de la bahía de armamento, y ahora flotaban, se retorcían y se agitaban indefensos en el vacío del exterior de la nave. La mayoría de las quejas provenientes del comunicador habían cesado, reemplazadas por toda una gama de maldiciones que sonaban bastante aturdidas. Apagando la cháchara, Mara reconfiguró el sistema. –Carguero rendili, aquí el HT-2200 corelliano que le ha estado disparando – anunció–. He tomado el mando y he detenido el ataque. Por favor, informe de su identidad, nave y cargamento. Hubo una breve pausa. –¿Con quién hablo? –preguntó suspicazmente una voz. –Con el nuevo patrón de esta nave –replicó Mara–. Ahora mismo, es todo lo que necesita saber. Informe de su identidad, nave y cargamento. Hubo otra pausa, esta vez más prolongada. Claramente, el hombre al otro lado de la conexión estaba tratando de imaginarse qué era este nuevo truco con el que sus atacantes estaban intentado engañarle. De modo igualmente claro, no fue capaz de imaginar qué provecho podrían sacar de ello. –Soy el capitán Norello, al mando del Camino de Happer –dijo finalmente–. Somos un carguero privado contratado en Chandrila por el Ejército Imperial. Así que el cargamento que Caaldra reclamaba para sí eran suministros militares imperiales. Interesante. –¿Y su cargamento? Hubo otra breve pausa. –Cincuenta AT-ST con destino a la guarnición de Llorkan.

Mara sintió un vacío en el estómago. El Transporte Explorador Todo-Terreno era una de los vehículos de combate más versátiles del ejército, adecuado para su uso en casi cualquier tipo de terreno, desde una selva frondosa hasta el abarrotado centro de una ciudad. Adecuadamente desplegados, cincuenta de ellos podrían arrasar un distrito entero, o posiblemente capturar y someter un pequeño planeta colonia. ¿Qué galaxias planeaba hacer Caaldra? –¿Cómo de graves son sus daños? Hubo un resoplido. –No vamos a irnos a ninguna parte durante un buen rato. –Necesito una estimación mejor que esa –dijo secamente Mara–. ¿Tiene personal militar de rango a bordo? –No tenemos personal militar en absoluto –dijo Norello–. Somos un transporte civil. –Sí, ya me lo dijo –dijo Mara, estrujándose la mente. Como Mano del Emperador, teóricamente tenía acceso a cualquier personal o recurso que decidiera comandar. Pero en la práctica ese acceso requería que encontrase a alguien con quien pudiera comprobar su identidad–. ¿Dónde está la nave insignia imperial más cercana? – preguntó. –¿Cómo puedo yo saber eso? –Está transportando mercancía militar –replicó Mara–. Eso significa que tiene una lista de llamadas de emergencia. Hubo un momento de silencio, y cuando Norello volvió a hablar había un sutil nuevo tono de respeto en su voz. –Sí, señora, la tengo –dijo–. La nave insignia más cercana es el destructor estelar Represalia. Puedo darle la información de contacto. –Preferiría que les llamase usted –dijo Mara–. Las naves piratas a menudo están preparadas para enviar a su base principal una copia de sus comunicaciones de larga distancia. –Sí, señora –dijo Norello–. ¿Qué debo decirles? –Dígales que quiero hablar con el capitán –dijo Mara–. Y únicamente con el capitán. –Entendido –dijo Norello. El comunicador quedó en silencio, y Mara se volvió hacia Tannis. –¿Dónde iban a ser entregados los AT-ST? Él la examinó fríamente, con el dolor de su pierna herida temblando en el fondo de sus ojos. –¿Qué obtengo yo a cambio? –¿Qué tal tu vida? –sugirió Mara. Tannis sacudió la cabeza. –Buen comienzo, pero creo que puedes hacerlo mejor. Mara echó un vistazo por la cabina. Las únicas tarjetas de datos a la vista eran un grupo que se encontraba en un estante junto a su rodilla. Agachándose, las sacó. –No está ahí –dijo Tannis. –¿Qué no está aquí? –preguntó Mara, pasando de una a otra. –La tarjeta con los datos del ataque –le dijo Tannis, con una pizca de severo deleite en su voz–. Shakko nunca deja ese tipo de cosas tiradas donde cualquiera pueda encontrarlas. Transmitió la lista al Comodoro, memorizó los datos de su propio objetivo y luego lo destruyó. –Entonces supongo que lo mejor será que hable con el Comodoro –dijo Mara–. ¿Dónde puedo encontrarle?

–¿Qué obtengo yo a cambio? Mara extendió sus sentidos de la Fuerza. Incluso a través de todo el dolor y el miedo podía sentir un desafío sólido como una roca. Tannis sabía que tenía algo que ella quería, y estaba dispuesto y deseoso de poner todas sus fichas en la carta que ella necesitaba tan desesperadamente jugar. –Has atacado una nave que transportaba cargamento imperial –dijo–. El castigo por ello es la muerte. –Lo sé. ¿Y? –Puedes cambiarlo por veinte años en una colonia penal. Frunció pensativamente los labios, y luego agitó la cabeza. –No –dijo–. Nada de prisión. Mara alzó las cejas. –Debes estar de broma. Incluso si yo fuera capaz de ofrecer un trato como ese, ¿qué te hace pensar que tu información vale tanto? –Oh, puedes ofrecer perfectamente ese trato –dijo–. ¿Sabes? Recibimos un mensaje de uno de nuestros contactos... –¿Te refieres a Caaldra? Los labios de Tannis se crisparon. –Sí, Caaldra –dijo, con una sombra de cautela en sus ojos. Probablemente esperaba negociar con ella ese nombre–. Nos dijo que podría haber un agente imperial husmeando. –Sus ojos se desviaron hacia los cuerpos de sus tres camaradas muertos, yaciendo en retorcidas posturas allí donde los habían arrojado las violentas maniobras con la nave de Mara–. Supongo que se trata de ti. Así que o hay trato, o el rastro se evapora. –Un destructor estelar lleva un equipo completo de interrogación –le recordó Mara. Tannis tragó saliva. –Eso llevaría tiempo –dijo, en apariencia aún no dispuesto a abandonar el tono desafiante–. Si no hacemos la entrega según lo previsto, el Comodoro sabrá que algo va mal y desaparecerá. Mara sabía que podría estar echándose un farol, su dolor y el nerviosismo general hacía imposible una lectura exacta. Pero si no era así, y si el Comodoro realmente desapareciera, podría terminar de vuelta justo donde empezó. Y esta misión ya era lo suficientemente interesante como para arriesgarse a eso. –¿Señora? –dijo la voz del capitán Norello a través de los altavoces–. Tengo al Represalia en el comunicador. –Pásemelo y apague después sus altavoces –le ordenó Mara–. Haré una ráfaga con mis luces de aterrizaje cuando pueda volver a conectar. –Sí, señora. Se oyó un chasquido. –Aquí el capitán Ozzel del destructor estelar imperial Represalia –dijo una voz gruñona por el altavoz–. ¿Con quién rayos hablo? –El código de reconocimiento es Hapspir, Barrini, Corbolan, Triaxis –dijo Mara–. ¿Necesita que lo repita? –No –dijo Ozzel, abandonando súbitamente su brusquedad–. ¿Cuál es su...? Quiero decir, ¿cómo debo llamarla? –Mano del Emperador –le dijo Mara–. ¿Tienen nuestras coordenadas actuales? –Las tenemos –confirmó Ozzel. –Entonces detenga su actividad actual y venga aquí a máxima velocidad –ordenó Mara.

–Recibido –dijo Ozzel, rígidamente formal ahora–. Estaremos allí en aproximadamente diez horas estándar. –Bien. Mano del Emperador fuera. Esperó al chasquido que significaba que el Represalia había cortado la transmisión, y luego lanzó dos destellos con sus luces de aterrizaje. –Norello –dijo inmediatamente la voz de Norello. –¿Ya tienen una estimación del tiempo de reparación? –Parece que va a llevarnos unas treinta horas poner de nuevo en funcionamiento los motores –dijo el otro–. Hay algunas brechas importantes en el casco que necesitamos reparar antes. –Ocúpense de las brechas –ordenó Mara–. El Represalia está en camino; haré que sus ingenieros les ayuden cuando lleguen. ¿Cuál es la tripulación mínima con la que puede trabajar su nave? –Cuatro –dijo Norello, con un nuevo matiz de precaución en su voz–. ¿Por qué? –Se lo haré saber cuando el Represalia llegue aquí –le dijo Mara–. Y podría enviar una lanzadera para recoger a esos diez piratas que flotan por ahí. ¿Supongo que tendrá un lugar seguro donde encerrarles? –Les encontraré un sitio –aseguró seriamente Norello–. ¿Los quiere vivos? Mara volvió la vista a Tannis. Le estaba observando como si estuviera viendo a un fantasma. Aparentemente los rumores acerca de la Mano del Emperador habían llegado incluso a los barrios bajos. –Sólo –dijo a Norello– hasta que sepamos si vamos a necesitar a alguno de ellos. El capitán Ozzel apagó el comunicador de su oficina y miró al hombre sentado al otro lado de su escritorio. –La Mano del Emperador –dijo, con un escalofrío recorriendo su cuerpo. –Cálmese, capitán –replicó severamente el coronel Vak Somoril de la Oficina Imperial de Seguridad–. No he escuchado nada en esta conversación que indicase que estuviera enterada de nuestros desertores. Y si lo estuviese, pensó amargamente Ozzel, Somoril encontraría seguramente una forma de que las culpas cayesen del lado del capitán del Represalia, y no del suyo propio. –Deberíamos haberlo informado –gruñó–. Nunca debí haber dejado que me convenciese para mantenerlo en secreto. –¿Realmente desea que sus superiores sepan que permitió que cinco soldados de asalto escapasen? –preguntó Somoril–. ¿Especialmente con ese soldado de asalto en concreto entre ellos? ¿Y que incluso salió del hiperespacio, lo que les sirvió de ayuda? –No es mi reputación lo que le preocupa –replicó amargamente Ozzel–. ¿Su propio segundo al mando, asesinado con su propia arma? Me encantaría estar en la próxima sesión de presupuestos cuando los representantes de la OIS comiencen a hablar de su personal, oh, tan profesional. Durante un largo instante, temió haberse pasado de la raya. El rostro de Somoril se endureció, con una mirada mortal en los ojos. Luego, lentamente, esa dureza se desvaneció. –Creo que ambos entendemos la situación, capitán –dijo Somoril–. Aquí hay mucho peligro potencial para nuestras dos carreras. La cuestión es qué vamos a hacer exactamente al respecto.

–Para empezar, no vamos a dejar que suba a bordo del Represalia –dijo Ozzel–. Toda esa historia del carguero bajo ataque no será otra cosa sino un pretexto para una investigación. –Estaba pensando las posibilidades de una solución más permanente –dijo Somoril–. ¿Cuánta gente conoce la muerte del comandante Drelfin? –Demasiada –dijo pesadamente Ozzel–. El comandante Brillstow y algunos de los tripulantes del puente durante su turno, todo el contingente de soldados de asalto... –He dicho la muerte de Drelfin, no la deserción –interrumpió Somoril. –Oh. –Ozzel pensó un instante–. Eso debería ser el tripulante que encontró el cuerpo, el médico que le examinó, un par de droides médicos, el comandante Brillstow, usted y yo. Aparte de los de su grupo a los que usted se lo pueda haber dicho. –No se lo he dicho a nadie –dijo Somoril, dándose golpecillos en la barbilla con aire ausente mientras miraba a algún punto situado detrás del hombro de Ozzel–. De modo que tres más, aparte de nosotros. ¿Hasta qué punto podemos estar seguros de que el técnico y el médico no se lo han dicho a alguien más? –Razonablemente seguros –dijo Ozzel, deseando que el coronel le creyera–. Les advertí que mantuvieran silencio, como parte de sus instrucciones. –Conozco las instrucciones que di –dijo ácidamente Somoril–. Estaba preguntando acerca de lo adecuadamante que esas instrucciones han sido llevadas a cabo. –Respiró profundamente y dejó salir el aire en un suspiro cuidadosamente medido–. Muy bien. Capitán, queda autorizado a añadir a su bitácora que la hasta la fecha inexplicada partida del carguero Gillia era de hecho una misión secreta de la OIS llevada a cabo por el comandante Drelfin y cinco soldados de asalto que reclutó del contingente de su nave. Ozzel se le quedó mirando fijamente. –¿Está loco? –preguntó–. ¡Tenemos el cadáver de Drelfin ahí abajo! –El cual habrá desaparecido a tiempo –dijo Somoril con tono neutro–. Desde luego, antes de que lleguemos a nuestra cita con el Camino de Happer. –¿Qué hay del técnico y el médico? Somoril presionó brevemente sus labios. –Añadirá también a su bitácora el hecho de que el comandante Drelfin tuvo además unas palabras en privado con usted pidiéndole que un técnico y un médico se unieran a su equipo. Ozzel sintió que la sangre abandonaba su rostro. –No puede hablar en serio. –Vamos –dijo con sorna Somoril–. Los remilgos difícilmente benefician a un oficial imperial. –No formaré parte de esto –insistió Ozzel–. Está hablando de asesinar deliberadamente... –Estamos en guerra, capitán –le cortó secamente Somoril–. Los hombres mueren a todas horas en la guerra. Es un precio minúsculo a pagar por mantener en servicio a dos experimentados oficiales superiores. –alzó las cejas–. ¿O preferiría ser despojado de su rango y enviado de vuelta a casa con deshonor? Ozzel hizo una mueca de disgusto, con los galones de almirante desvaneciéndose en su mente. –No, por supuesto que no –murmuró–. Haga lo que quiera. –Gracias –gruñó Somoril, poniéndose en pie–. Haga que el técnico y el médico se presenten ante mí, y luego ponga su nave en marcha. –Sonrió siniestramente–. La Mano de nuestro glorioso Emperador está esperando.

Capítulo Diez –Aquí está el registro de transmisión que solicitó, inspector –dijo la mujer del centro de HoloRed de Ciudad Agru, extrayendo una tarjeta de datos de su ordenador–. Pero me temo que necesitaré una orden judicial con autorización por triplicado para darle acceso a los archivos del nombre del remitente. –Se la traeré mañana –prometió LaRone, tomando la tarjeta de datos–. Mientras tanto, puedo empezar con esto. Gracias. Un minuto después estaba de nuevo en las calles de Drunost, bajo la luz del sol de las últimas horas de la tarde, con la tarjeta de datos guardada a buen recaudo en un bolsillo interior. Realmente no esperaba que la política de privacidad de Navieras le dejase hurgar en más detalles sin antes saltar varias barreras legales, pero había merecido la pena intentarlo. Además, tenía el registro de la transmisión. Quizá eso fuese suficiente. Mientras caminaba, pudo advertir que había mucho tráfico en las calles adyacentes al centro de HoloRed. Una manzana más allá, en la misma calle, se encontraba el posible motivo: un gran edificio con el logo de Navieras Agrupadas y las palabras DEPÓSITO Y CAMBIO DE DIVISAS sobre la puerta. Conforme las actividades de negocios del día empezaban a decaer, los diversos mercaderes y gerentes de zonas de servicios iban ingresando sus recaudaciones, en su mayoría créditos imperiales, pero también infinidad de monedas locales y regionales que mucha gente de esta región marginal seguía sin estar demasiado dispuesta a abandonar. Preguntándose por pura curiosidad cuánto podría ingresarse en el depósito cada día, LaRone buscó a Grave. El otro no se encontraba en ningún lugar a la vista. Frunciendo el ceño, LaRone activó su comunicador. –¿Grave? –Aquí –dijo inmediatamente la voz del otro, sin ninguna de las palabras clave que habrían significado que había problemas–. Estoy en el tapcafé en el bloque de tu derecha, al otro lado de la calle del depósito. Creo que querrás unirte a mí. –Voy hacia allá –dijo LaRone, poniéndose en marcha–. ¿alguna noticia de los otros? –Quiller llamó –dijo Grave–. Navieras guarda lo que queda del Barloz bajo llave y no parece inclinarse a dejar que unos extraños puedan verlo. No quería presionar en ese asunto hasta que pudiéramos comparar nuestras notas y ver qué más tenemos para trabajar sobre ello. Marcross y Brightwater están en la misma situación respecto a los informes de autopsia. Y mientras tanto, Grave se había asentado en un tapcafé. –¿Entonces estamos de celebración, o ahogando nuestras penas? –Ninguna de las dos –dijo Grave–. Ven en silencio; estoy en una mesa al fondo, a la derecha de la puerta. El tapcafé era como cientos otros que LaRone había visto por todo el Imperio: baja iluminación, una larga barra junto a la pared del fondo, mesas para cuatro o seis personas llenando casi todo el resto del espacio, una salvaje mezcla de humanos y diversos tipos de alienígenas. Grave estaba en una de las mesas más pequeñas pegadas a la pared de la derecha. –¿Cuál es el gran secreto, entonces? –preguntó LaRone mientras se sentaba a la izquierda del otro. –Esa mesa de allí –dijo Grave, señalando con la cabeza hacia delante y a su derecha–. Tres humanos y un wookiee. ¿alguno de los humanos te resulta familiar?

LaRone se estiró para rascarse la mejilla, mirando con aire casual a la mesa al hacerlo. Uno de los humanos era un chico, a punto de cumplir los veinte años como mucho, con ese indefinido pero distintivo aire de quien ve la gran ciudad por primera vez. El segundo era un hombre algo mayor con el aspecto cansado del mundo igualmente distintivo de alguien que ya lo ha visto todo. La tira roja rota de una línea de sangre corelliana llamó la atención de LaRone; aparentemente ese hombre era una especie de héroe. El tercer hombre... Frunció el ceño. –¿No es uno de los granjeros a los que libramos de la banda de moteros? –Lo parece, desde luego –convino Grave–. Parece haber mejorado un poco su vestuario. LaRone asintió. En lugar de la sucia túnica que el hombre llevaba el día del ataque de los moteros, ahora estaba vestido con el mismo tipo de túnica de bordes bordados y pantalones que llevaban el resto de clientes del tapcafé. –Interesante –murmuró LaRone. –Le vi cuando caminaba por la calle –dijo Grave–. Parecía estar bien hasta que se giró para entrar aquí. Luego de repente tomó ese aspecto furtivo e hizo un rápido examen del lugar. Creo que merecería la pena comprobarlo. –¿alguna idea de quién pueden ser los otros tres? –No, pero ya estaban aquí cuando él llegó. Un encuentro concertado de antemano, entonces. –Enviaré a Quiller de vuelta a la nave y haré que compruebe cualquier equipo humano-humano-wookiee conocido –dijo, tomando su comunicador. –No tan rápido –dijo Grave, poniendo una mano sobre su brazo–. Primero dime qué opinas de los dos humanos y el rodiano junto a la puerta. El chico y el corelliano en la primera mesa llevaban la marca de estereotipos conocidos. Los dos humanos y el rodiano eran igual de reconocibles. Criminales violentos, los tres. –Oh, oh –murmuró LaRone. –También estaban aquí cuando nuestro caballero granjero apareció –dijo Grave–. Tienen ese aspecto asentado, como si hubieran estado aquí bastante tiempo, pero están demasiado alerta como para haber bebido en exceso. –¿Estudiando el lugar? –sugirió LaRone. Pero incluso mientras hablaba se dio cuenta de que no era exactamente eso. Los tres tenían el aspecto de criminales; pero aún más, tenían el aspecto de criminales que ya estaban en medio de una operación. Y no estaban observando la barra, ni el camarero, ni la caja registradora. En lugar de eso, su atención estaba enfocada en el otro extremo del tapcafé. Siguiendo su mirada, LaRone se encontró mirando a un grupo de siete hombres sentados alrededor de un par de mesas. Hombres con anchos hombros, pelo corto y ojos alertas. Hombres muy parecidos a los propios LaRone y Grave, de hecho. –¿Seguridad? –aventuró. –O mercenarios, o militares fuera de servicio –dijo Grave–. Puede ser alguna lucha de bandas. –No –dijo LaRone al encajar de repente todas las piezas–. Alguien está a punto de dar un golpe en el depósito. –Oh, shunfa –murmuró Grave–. ¿Con esos tres cantamañanas de la puerta aquí para vigilar a los matones fuera de servicio? –Eso creo –dijo LaRone, alzando subrepticiamente su comunicador y activándolo–. ¿Quiller, dónde estás?

–Volviendo al Suwantek –contestó la voz de Quiller–. No he sido capaz de... –Lo sé; Grave me lo ha dicho –le cortó LaRone–. Vuelve rápido; vamos a necesitar algo de soporte aéreo. –Espera un momento –dijo Grave, frunciendo súbitamente el ceño–. LaRone... –Voy hacia allá –dijo Quiller, con voz súbitamente firme y profesional–. ¿Dónde y cuánto? –El depósito de Navieras en Newmark, en el extremo norte de la ciudad –le dijo LaRone–. Parece que alguien está planeando un golpe. Hubo una breve pausa. –¿Y por qué vamos a involucrarnos? –Porque ayudando a Navieras a librarse de los ladrones puede ayudar a lubricar la maquinaria para que nos den los datos de la HoloRed y las autopsias que nos siguen negando –dijo LaRone–. Será mejor que contactes con Marcross y Brightwater para que ellos también vuelvan a la nave; podríamos querer una aparición oficial de las tropas de asalto antes de que esto acabe. Grave y yo permaneceremos aquí, en la escena, donde podremos daros información de inteligencia y objetivos. –Vale –dijo Quiller–. La nave despegará en diez minutos. Hazme saber dónde quieres que vaya. LaRone apagó el comunicador. –¿Cuánto tardará? –preguntó Grave. –Ha dicho que diez minutos –le dijo LaRone. Grave soltó un gruñido. –Esperemos que sea tiempo suficiente. –¿Qué quieres decir? –Bueno, acaba de ocurrírseme que esos tipos de Seguridad de Navieras se parecen mucho a nosotros –dijo Grave–. O dicho de otra forma, nosotros nos parecemos mucho a ellos. LaRone echó una mirada furtiva hacia la puerta. Pudo ver que los dos humanos seguían mirando a los hombres de seguridad del fondo. El rodiano, por otra parte, ahora les miraba a Grave y a él. –Fantástico –murmuró. –¿Y ahora qué? –preguntó Grave. –Permanecemos sentados –le dijo LaRone–. De momento. –¿Y cree que estaban con los piratas Cicatriz Sangrienta? –preguntó Han cuando Porter terminó su descripción del ataque de los moteros. –Eso es lo que deduzco del diseño de la insignia de sus hombros –dijo Porter–. Es más, el mero hecho de que llevasen insignias en los hombros apunta en esa dirección: los Cicatrices Sangrientas fingen ser una especie de grupo militar. –¿Había tenido encuentros con ellos anteriormente? –preguntó Luke, olfateando cuidadosamente la bebida que Porter le había pedido. Olía bastante parecido al líquido limpiador de motores, y no estaba demasiado seguro de querer tenerlo cerca del estómago. –En realidad no –dijo Porter–. La mayoría de los problemas vienen de grupos piratas más pequeños, especialmente en Purnham y Chekria. La única vez que nos enfrentamos a auténticas naves Cicatriz Sangrienta fue hace un par de meses cuando Casement estaba con un convoy que fue atacado en Ashkas-kov. –¿Y qué le hace pensar que se trataba de un grupo tan grande? –preguntó Han.

–Porque tenían diez naves en ese ataque de Ashkas-kov –replicó Porter–. Sí pueden permitirse semejante despliegue para atacar una sola ruta comercial, deben tener un número desorbitado de naves. Chewbacca trinó suavemente. –Buena pregunta –convino Han–. ¿Cuántas naves de ese convoy apresaron realmente los piratas? –Creo que sólo cuatro –dijo Porter, arrugando la nariz mientras se concentraba–. Pero Casement dijo que dispararon sobre todas, convirtiendo a la mayoría en escombros. La única razón por la que sobrevivió es porque tenía un casco interno acorazado y pudo hacerse el muerto hasta que se fueron. Volaron también las otras cuatro naves después de saquearlas. –¿De modo que quizá ya sabían cuales tenían el cargamento que querían? – sugirió Han. –Supongo, quizá –concedió Porter con cierta renuencia–. Pero tendrían que poseer un servicio de inteligencia exageradamente bueno. Un millar de tipos en un millar de oficinas de mensajería. –O solamente dos o tres en las adecuadas –dijo Han. –Eso sería tan difícil como crear una flota realmente grande –replicó Porter–. Puede que incluso más. ¿Por qué está insistiendo tanto en esto? –Eh, colega, no la pagues conmigo –protestó Han–. Sólo quiero hacerme una idea de qué está pasando. O bien tenéis una gran flota atacándolo todo, o tenéis una pequeña con un buen servicio de inteligencia. ¿Queréis solucionar el problema correcto, o el que os gustaría tener? Porter respiró profundamente y soltó el aire entre sus dientes apretados. –El correcto –gruñó–. Pero si los Cicatrices Sangrientas están englobando muchas de las otras bandas, entonces nos enfrentaremos a un problema completamente diferente. –Miró fijamente a Chewbacca–. Especialmente si lo que han hecho hasta ahora es por su buen servicio de inteligencia. –Volvamos a los moteros –dijo Han–. ¿alguna idea sobre de dónde vinieron? –De alguna parte de fuera de Drunost, en cualquier caso; llegaron en un carguero Barloz. –Porter alzó un dedo–. Pero hubo al menos algunos supervivientes. Vi despegar un par de deslizadores terrestres después de que los soldados de asalto destrozasen la nave. Soldados de asalto. Luke tembló. Había crecido teniendo que vérselas con moradores de las arenas y tenía alguna idea de cómo enfrentarse a ellos. Pero los soldados de asalto imperiales eran algo completamente diferente. Él y los demás habían sobrevivido a un par de breves encuentros con ellos a bordo de la Estrella de la Muerte, pero incluso en ese momento había tenido la sensación de que los imperiales habían sido tomados por sorpresa y no estaban operando con toda su eficacia. Ahora, por supuesto, sabía que Tarkin y Vader habían permitido deliberadamente que el Halcón y su tripulación escapase para poder seguirles la pista hasta Yavin 4. Luke sospechaba que su próximo encuentro con la élite del Imperio sería muy diferente. –Los supervivientes son algo bueno –dijo Han con aprobación–. Significa que hay con quien hablar. ¿Adónde fueron? –Lo último que se vio es que iban echando leches hacia aquí –dijo Porter, gesticulando a su alrededor–. No es ninguna sorpresa; este es el único núcleo de población por los alrededores al que se puede ir por tierra. –¿Está seguro de que no se han ido? Porter se encogió de hombros.

–Desde luego, no se han ido en lo que quedó de su nave –dijo–. Ni en nada que pudieran haber dejado dentro de ella. Navieras se habrían apoderado de todo cuando embargaron su nave. –¿Es Navieras quien la tiene? –preguntó Luke. –¿Quién si no? –dijo Porter, con aspecto confundido. –Pensaba que la tendrían las autoridades portuarias –dijo Luke–. O los patrulleros locales. Porter agitó la cabeza. –Aquí no tenemos ni una cosa ni la otra. –Te dije que en Drunost todo eran ciudades corporativas –le recordó Han. Lo que significa que el planeta entero está dividido en territorios corporativos. –Como el Sector Corporativo, solo que a menor escala –añadió Porter–. Y además no tan malo. –Discutible –murmuró Han. –No, en serio, está bien –insistió Porter–. Mantienen la ley y el orden bastante bien. Mejor que vérselas con el Imperio, en cualquier caso. Luke. Luke se sorprendió, buscando con la mirada hasta que reconoció la voz. Era Ben Kenobi, hablando en su mente como lo hizo durante el ataque al la Estrella de la Muerte. Hay peligro, Luke. Siéntelo en la Fuerza. –¿Qué tipo de peligro? –murmuró Luke con un hilo de voz. La voz no respondió. Luke se inclinó sobre su bebida, escrutando el tapcafé con la mirada. Todo le parecía normal. Pero Ben no le había dicho que mirase. Le había dicho que usase la Fuerza. Apretando las mandíbulas, Luke se concentró con su mente. Las imágenes y las voces que le rodeaban parecieron fundirse en un distante zumbido de fondo. Volvió a mirar a su alrededor, intentando ver a través de los rostros las emociones y las impresiones generales básicas de los parroquianos del tapcafé. Pero no sentía nada. En realidad, ni siquiera sabía con seguridad qué estaba buscando exactamente. Y entonces, abruptamente, una imagen cruzó su mente como un relámpago: la figura de un depredador peludo y hambriento, agazapado para saltar sobre su presa. Contuvo el aliento mientras la imagen se desvanecía. ¿Qué demonios...? Sonrió ligeramente. Por supuesto: era una pista. Dejó a sus ojos y su mente vagar por el tapcafé de nuevo, manteniendo esta vez en mente la imagen del depredador e intentando encajar la sensación que esa imagen le evocaba con las emociones de la gente de la sala. allí estaban: dos hombres y un rodiano, sentados en una mesa cerca de la puerta, los tres con la misma tensión de estar dispuestos a saltar en cualquier momento que había sentido en la imagen del depredador de Ben. Y no sólo tensión, sino también maldad contenida. –¿Chico? Luke volvió a prestar atención de repente. –¿Qué? –No te estaremos aburriendo con todas estas cosas de estrategia, ¿verdad? – preguntó Han. –No –dijo distraídamente Luke, girándose y buscando a través del tapcafé en la dirección el la que estaban mirando los dos depredadores humanos. Allí había siete

hombres, sentados alrededor de un par de mesas–. ¿Conoce a aquellos hombres? – preguntó, señalando hacia ese último grupo. Porter miró sobre su hombro. –Seguridad de Navieras, fuera de servicio –dijo–. Aquí consiguen las bebidas a mitad de precio; les anima a permanecer en el vecindario. ¿Por qué? –Están siendo vigilados –dijo Luke–. Los dos hombres y el rodiano junto a la puerta. –Ridículo –dijo Porter con un bufido–. Nadie causa problemas aquí. –Esos moteros lo hicieron –le recordó Han, mirando de soslayo a la mesa que Luke había indicado. –Eso fue fuera de la ciudad –replicó Porter–. Sin contar la base, este el principal lugar de la operación local de Navieras. Aquí están su centro de HoloRed, sus oficinas principales de administración... –Y un depósito de divisas justo al otro lado de la calle –interrumpió Han. –Eso es –dijo Luke, cuando las piezas súbitamente encajaron–. Van a atracarlo. –Genial –gruñó Han–. ¿Este sitio tiene una salida trasera? –Justo por allí –dijo Porter, señalando a una puerta con cortinas junto a la barra. –Bien –dijo Han, comenzando a levantarse–. Con tranquilidad y sin movimientos bruscos. –Espera un momento –objetó Luke–. ¿Vamos a huir? –¿De un atraco a un banco? –replicó Han–. Puedes estar seguro. –Pero tenemos que ayudar. –¿A qué bando? –repuso Han–. ¿Ladrones contra una gran corporación? Dura elección. –No es justo –objetó Luke. –Él tiene razón, chico –dijo nerviosamente Porter–. Además, tratamos de pasar desapercibidos, ¿recuerdas? Luke hizo una mueca. Sus palabras a Ben en Tatooine le susurraban en la mente: Yo no quiero intervenir. Pero si no lo hubiera hecho, Tarkin y la Estrella de la Muerte habrían ganado, y Leia, Rieekan y cientos de otros ahora estarían muertos. –Vale; vosotros pasad desapercibidos –dijo–. Lo haré yo solo. al otro lado de la mesa Chewbacca rugió una protesta, golpeando con su inmensa garra el brazo de Han. –Oh, por el amor... –Han se detuvo, observando fijamente a su socio–. Chewie... vale, de acuerdo. Vosotros dos quedaos donde estáis; Chewie y yo nos ocuparemos. –Solo... –comenzó Porter. –O podéis marcharos y correr –le interrumpió Han–. Una de dos, no me importa. –Pero quiero ayudar –objetó Luke. –Entonces encuentra un modo de distraerlos –dijo Han, poniéndose en pie–. Vamos, Chewie. Acabemos con esto. –allá van –murmuró Grave cuando el corelliano y el wookiee se pusieron en pie y caminaron despreocupadamente hacia la puerta–. ¿Crees que están con quienquiera que esté ahí fuera? –Podría ser –dijo LaRone, observando al chico. Él y el granjero seguían sentados a la mesa, y el chico jugueteaba con algo en el interior de su túnica. ¿Preparándose para sacar un bláster? El corelliano y el wookiee pasaron junto al trío en la mesa, la mano del corelliano colgado casualmente sobre su bláster enfundado.

Y entonces el sonido amortiguado de una explosión llegó desde el exterior. El murmullo de las conversaciones del tapcafé se apagó abruptamente cuando todo el mundo se quedó congelado, escuchando. Todo el mundo excepto, claro está, el trío de la mesa. Mientras otra segunda explosión resonaba, los tres se levantaron de golpe. Uno de los humanos apuntaba con un gran bláster a LaRone y Grave, el otro apuntaba a las dos mesas de los hombre de seguridad del fondo, y el rodiano se giró para cubrir al corelliano y al wookiee. –Se acabó lo de pillarles por sorpresa –murmuró Grave. –Cierto –respondió también en un murmullo LaRone. Los que pretendían tender la emboscada se habían girado ahora hacia el rodiano, el corelliano con salvajismo fingido en su rostro, el wookiee con aspecto simplemente peligroso. Por el rabillo del ojo, LaRone vio que el chico se levantaba junto a su mesa y alzaba el brazo sobre su cabeza. Y con un chasquido y un zumbido chisporroteante, una afilada hoja azul cobró vida. El particular sonido de un sable de luz probablemente no se habría oído en Drunost desde las Guerras Clon. Pero no era un sonido fácil de olvidar. Instantáneamente, por arte de magia, cada ojo del tapcafé se volvió a mirar al sable de luz que el chico mantenía sobre su cabeza como un estandarte de batalla. Incluso el rodiano se giró a medias antes de recordar que se suponía que tenía que estar en guardia y se girase de nuevo. Pero ese medio segundo de falta de atención fue todo lo que hizo falta. El corelliano dio un gran paso hacia delante y agarró el extremo del bláster del rodiano, girándolo para hacer que apuntase al techo, mientras agarraba su propia arma. El modo de acción del wookiee fue incluso más directo: agarrando la parte delantera de la camisa del rodiano, alzó en vilo al alienígena y lo lanzó sobre la mesa contra sus dos compañeros. Los tres cayeron al suelo, destrozando tanto su mesa como la contigua y desapareciendo de la vista de LaRone en un confuso revoltijo de brazos y piernas. El rodiano era rápido. Antes de que LaRone desenfundara su bláster oculto, el alienígena había aparecido rodando de nuevo ante su vista, mascullando maldiciones contra todo el mundo que estuviera a su alcance. Sacando su bláster de la maraña, lo alzó contra sus atacantes. LaRone estaba apuntando su bláster a la espalda del rodiano cuando el corelliano disparó un solo disparo. Esta vez el rodiano cayó definitivamente. Y entonces los hombres de seguridad de las mesas del fondo aparecieron, tres de ellos abalanzándose sobre los dos hombres del suelo con las esposas listas, el resto pasando apresuradamente junto al corelliano y el wookiee. El hombre de seguridad que iba al frente abrió la puerta de golpe, se detuvo un momento para evaluar la situación, y luego salió corriendo con los demás pisándole los talones. Cuando la puerta se cerró de nuevo, LaRone pudo escuchar los sonidos del fuego bláster comenzando a llenar la calle. El corelliano y el wookiee no les siguieron. Habiendo terminado aparentemente su labor, se giraron y volvieron de nuevo a su mesa. El chico del sable de luz lo apagó y lo ocultó en sus ropas mientras su amigo granjero se ponía en pie, y los cuatro se dirigieron a una puerta con cortinas junto a la barra. Mientras los demás atravesaban la cortina y la puerta oculta tras ella, el chico del sable de luz se detuvo y se giró. Y miró directamente a LaRone y Grave. Mantuvo esa postura durante un instante. Luego, girándose de nuevo, desapareció con los otros por la puerta.

–Bueno, eso fue diferente –comentó Grave, jugueteando con su bláster oculto mientras se levantaba–. ¿Nos unimos al grupo? –No lo sé –dijo LaRone, sacando su comunicador. Había algo en el aspecto del chico que le había puesto la carne de gallina–. ¿Quiller? –De camino –respondió la voz del otro–. Tiempo estimado de llegada, unos noventa segundos. –¿Navieras tiene ya algo en el aire? –Oh, tiene todo en el aire –dijo Quiller–. Patrulleras, hidronaves de alto rango, incluso un par de pequeñas cañoneras. Hay que darles la máxima nota en previsión. LaRone volvió la vista a la puerta trasera de la cortina. –En ese caso, detente, y mantente elevado sobre la línea de edificios al este del depósito. Quiero que encuentres y rastrees un grupo de cuatro personas: tres humanos y un wookiee. –Espera. El comunicador quedó en silencio. –¿Crees que nuestro granjero puede estar mezclado en algo más complicado que destripar terrones? –preguntó Grave. –Destripar terrones es bastante complicado –le dijo LaRone–. Pero sí, me lo estaba preguntando. Si estaba husmeando acerca de ese ataque de moteros, puede que él y sus tres amigos estén asociados con los Cicatrices Sangrientas. –¿Quién querría evitar el atraco al banco, y por qué? –preguntó Grave. –Quizá los asaltantes son de una banda rival –dijo LaRone–. Sólo digo que vale la pena que no les perdamos de vista. –Les tengo –anunció la voz de Quiller–. Dos deslizadores distintos: uno con uno de los humanos, el otro con los otros dos y el wookiee... el solitario se separa. LaRone tomó una rápida decisión. –Permanece con el trío. –Recibido –dijo Quiller–. Parece que se dirigen a una de las zonas de servicio. ¿Significaba eso que su misión había acabado? –Vamos a seguir su pista –dijo LaRone, levantándose y señalando la puerta trasera a Grave–. Avísame cuando lleguen a su nave. Y establece un seguimiento: vamos a querer ir tras ellos. –¿En serio? –preguntó Grave–, ¿Por qué? –Porque tienen alguna relación con esto –dijo LaRone–. No sé exactamente cuál, pero la tienen. Y, de momento, son nuestra única conexión sólida. –A mí no me parece tan sólida –dudó Grave. –Puede que sea un poco floja –concedió LaRone–. Pero no perderemos nada viendo al menos adónde van. Grave se encogió de hombros. –Nada excepto tiempo y combustible. –Tenemos tiempo, y el combustible lo proporciona la OIS –señaló LaRone mientras se colaban en la habitación trasera del tapcafé y se dirigían a la salida–. Vayamos antes de que vean a Quiller. –No, Purnham –repitió Han–. El sistema Purnham. ¿Dónde dijo Porter que fueron atacados por piratas una vez? –¿Está loco? –preguntó la voz de Casement a través del comunicador del Halcón–. Estamos tratando de evitar a los piratas, ¿recuerda?

–No, estamos tratando de terminar con este asunto de los Cicatrices Sangrientas –dijo Han. –Pero el ataque de Purnham no provino de los Cicatrices Sangrientas –objetó Casement. Han puso los ojos en blanco mientras, tras él, Chewbacca lanzó un gruñido ligeramente desdeñoso. ¿Es que esos idiotas no podían verlo? –Mire –dijo Han, modulando su voz como si estuviera hablando a un niño pequeño o a un burócrata de nivel medio–. No sabemos dónde están los Cicatrices Sangrientas, pero usted y Porter piensan que están intentando captar a otros grupos. Puede que también estén intentando reclutar a la banda de Purnham; y sabemos por dónde anda ese grupo. Si podemos pillar a un par de ellos, quizá puedan decirnos dónde encontrar a los Cicatrices Sangrientas. –Bueno... quizá –concedió Casement–. Pero conseguir que hablen no será fácil. Han miró al imponente wookiee que se encontraba tras él. –Deje que yo me preocupe de eso –dijo–. Usted sólo lleve un carguero allí, en... digamos, tres días a partir de hoy. Asegúrese de distribuir el manifiesto de la misma forma que lo hizo la anterior vez, por si alguien está pirateando las grabaciones de los informes en busca de buenos objetivos. –De acuerdo –dijo Casement, con un claro tono de resignación en su voz–. Lo que usted diga. Pero quiero que sepa que tengo un mal pre... –Tres días –dijo Han, y cortó la comunicación. Se giró para echar una mirada a Luke, que estaba sentado silenciosamente tras Chewbacca–. ¿O hay alguna otra objeción? –preguntó desafiante. –No, no, me gusta –se apresuró a asegurar Luke– Lo último que se esperan es una emboscada. –Bien –dijo Han, volviendo a los controles–. Entonces estamos todos de acuerdo. Maravilloso. Pulsando los controles de los repulsoelevadores, hizo que el Halcón se elevara de la plataforma. Ve y habla con la gente de suministros, había dicho Rieekan. Eso es todo. Sólo ve y habla con ellos. Ya, claro. –Mis ingenieros dicen que todo estará arreglado y en funcionamiento dentro de cuatro horas más –dijo el capitán Ozzel, mientras daba un presuroso paso hacia atrás cuando una larga placa de blindaje que se encontraba en su camino en la sala de máquinas del Camino de Happer se balanceó peligrosamente hacia él. Mara, con sus ojos y su cerebro haciendo automáticamente cálculos de tamaño y distancia, ni se molestó en moverse mientras la placa de metal pasaba a no menos de cinco centímetros de su cara–. ¿Podemos servirle en alguna otra cosa? –Necesitaré dos de sus tripulantes –le dijo–. Hombres que puedan tanto luchar como manejar una nave de este tamaño. –¿Se refiere a lucha cuerpo a cuerpo? –preguntó dubitativo Ozzel–. Eso no será fácil. –Quizá pueda sacarlos de su contingente de soldados de asalto –sugirió Mara. Hubo un destello indeterminado en el rostro y los sentidos de Ozzel. –Eso podría ser posible –dijo cuidadosamente–. Lo comprobaré con el comandante de grupo. –No se moleste; me reuniré con él yo misma –dijo Mara–. Dígale que se presente a la oficina de servicio del hangar.

–Ahora mismo –dijo Ozzel, sacando su comunicador. Abriéndose camino por los estrechos pasillos del Camino de Happer, Mara atravesó la escotilla para salir a la bahía del hangar del Represalia, donde habían llevado el carguero para hacer reparaciones. Y, siguiendo sus órdenes, los daños puramente decorativos que los hombres de Shakko habían infligido al casco exterior no habían sido tocados. Les echó un vistazo, asegurándose satisfecha de que no había nada que sugiriera que las reparaciones no habían sido realizadas en el espacio profundo por la propia tripulación del Camino de Happer, y se dirigió a la oficina de servicio. Un hombre de rostro afeitado con la insignia de coronel estaba esperando cuando llegó. –Mano del Emperador –le saludó secamente–. Soy el coronel Vak Somoril. Tengo entendido que deseaba verme. –¿Usted es el comandante de grupo de las tropas de asalto? –preguntó Mara. –No el comandante general, sino que lidero un contingente especializado – explicó Somoril–. El capitán Ozzel pensó que sería más probable que mi unidad tuviera la clase de hombres que está buscando. –Necesito dos guerreros que también sepan desenvolverse en un carguero pesado rendili –le dijo Mara–. ¿Puede proporcionármelos? –Creo que sí –dijo Somoril–. ¿Cuándo los quiere? –Inmediatamente –dijo Mara–. Haga que recojan equipo civil y que se presenten en el Camino de Happer. El capitán Norello se encontrará allí con ellos para una rápida orientación sobre la nave y sus sistemas. Abandonaremos el Represalia en cuatro horas. –Como desee –dijo rápidamente Somoril–. Estarán a bordo en veinte minutos. –Bien. Puede irse. Somoril se fue. Durante unos pocos segundos, Mara observó la puerta cerrada, dándole tiempo para cruzar la bahía del hangar. Luego, inclinándose sobre la terminal del ordenador de la oficina de servicio, introdujo en ella su contraseña de acceso especial y tecleó una búsqueda en el listado de personal del Represalia. No aparecía ningún coronel Vak Somoril. Torciendo los labios, Mara tecleó para acceder a la bitácora del puente y repitió su búsqueda. Nuevamente, nada. Cambió al registro de vuelos, buscando llegadas y salidas. allí, finalmente, encontró algo. Seguía sin haber nombres, ni el de Somoril ni ningún otro, pero hacía un poco menos de dos semanas estándar habían llegado a bordo del Represalia ocho naves no militares, que habían sido atracadas en la Bahía de Hangar 5. Una de las naves había partido tres días después, aunque bajo circunstancias extrañas y con algunas aparentes contradicciones en la secuencia de los informes de registro. Las otras naves seguían a bordo. Uniéndolo todo, el patrón era obvio. El coronel Somoril y su contingente de soldados de asalto especializados eran de la Oficina Imperial de Seguridad. Mara torció la nariz en un gesto de disgusto. La OIS era un mal necesario, eso lo sabía, aunque en su opinión había demasiado mal y no suficiente necesidad en la mezcla. En su propia y limitada experiencia, había encontrado que generalmente eran arrogantes, desproporcionados en sus acciones, y demasiado orgullosos de su condición de élite. Y si había posibilidades de conseguir prestigio o ventaja política, se podía confiar en que ellos sería los primeros de la fila. Probablemente por eso Somoril se había adelantado al oficial al mando de las tropas de asalto del Represalia para ofrecer una fuerza de combate a la Mano del Emperador.

Qué extraño, sin embargo, que entonces no hubiera hecho nada por identificarse como miembro de la OIS. Quizá planeaba dejar esa revelación para después de la partida de Mara. Apagando el terminal, Mara dejó la oficina y cruzó la bahía hasta la sala de reunión de los pilotos. Dos soldados permanecían de guardia, y a su señal uno de ellos desbloqueó la puerta y la abrió. Sentado a la mesa de conferencias, sólidamente sujeto a una de las patas por dos juegos de grilletes, se encontraba el pirata Tannis. –Ya era hora –gruñó–. ¿Cuándo me traerán algo de comer? –Cállate y escucha –dijo Mara, sacando una tarjeta de datos y mostrándosela para que la viera–. He preparado una lista de cargos contra ti. Sumándolos todos, todo el paquete nos deja en un punto entre treinta años estándar en una colonia penal y la pena de muerte. Tannis torció la boca en una mueca. –¿Esa es tu idea de un trato? –No he acabado –le dijo Mara–. Hasta ahora lo habéis tenido fácil, tú y el resto de tus amigos que están en los calabozos. Habéis sido perfectamente anónimos, dado que los únicos que podrían señalaros como piratas estaban siempre muertos antes de que abandonaseis la escena con sus cargamentos. Mientras no fueseis tan estúpidos como para llevar insignias de los Cicatrices Sangrientas, podríais dejaros ver por cualquier calle del Imperio sin que nadie fuera consciente de quiénes erais en realidad. Mara dio unos golpecitos en la tarjeta con la punta de un dedo. –Pero eso ya se acabó. Junto con los cargos, esta tarjeta también detalla tu rostro, vuestras huellas dactilares, tus datos biométricos y tu perfil de ADN completo. Una vez que esto esté en el banco de datos imperial, cualquier oficial de mantenimiento del orden lo suficientemente curioso como para preocuparse por ti, tendrá toda tu historia criminal en el tiempo que tarda en comunicarse con el Centro Imperial. –alzó una ceja–. Lo que significa que vas a pasarte los próximos treintaitantos años o en prisión o escondiéndote en alcantarillas y agujeros oscuros. Tannis mantenían un buen control de su rostro, pero Mara podía sentir el miedo comenzando a invadirle al observar el futuro desolador que Mara le había ofrecido. –¿A menos que...? –preguntó cuidadosamente. –Los datos ya están en el sistema –dijo Mara–. Pero de momento están en uno de mis archivos privados, aislados de todo lo demás, con un temporizador que los desbloqueará dentro de treinta días. Eso significa que en cualquier momento en los próximos treinta días puedo ir y borrarlos, y nadie sabrá siquiera que estuvieron allí. –¿Así que de lo que estamos hablando es como una especie de indulto general? –Básicamente –dijo Mara–. ¿Interesado? La punta de la lengua de Tannis surcó el centro de su labio superior. –¿Qué tengo que hacer? –Vamos a llevar al Camino de Happer a vuestra base –le dijo Mara–. Tras sufrir daños en el hiperimpulsor y en el sistema de comunicaciones durante la batalla, tu amigo el capitán Shakko decidió enviarte a casa con el botín mientras él y el resto de la tripulación quedaba atrás haciendo reparaciones. –¿Y de dónde sales tú? –Yo y mis hombres éramos secuestradores que nos colamos a bordo del Camino de Happer –dijo Mara–. Estábamos actuando cuando aparecisteis, razón por la cual fuisteis capaces de capturar la nave sin tener que convertirla antes en un casco sin valor. Habíamos oído hablar de los Cicatrices Sangrientas e hicimos un trato con Shakko para que nos llevaseis ante el Comodoro para discutir nuestra adhesión.

–¿Qué pasa si pregunta de qué grupo sois? –preguntó Tannis–. Sabe mucho acerca de la gente de este sector. –Confía en mí –dijo Mara–. Haré que funcione. Tannis hizo una mueca. –Me estás pidiendo que traicione a mis camaradas. –Eres un pirata –replicó Mara–. Tus camaradas son compañeros de conveniencia, y cualquiera de ellos te apuñalaría por la espalda por un diez por ciento extra. Le dio un instante para que lo asumiese antes de continuar. –Y resulta, además, que en realidad no vas a traicionarlos. Sois un problema local, del que deben encargarse las autoridades locales. La única persona en la que estoy interesada ahora mismo es quien quiera que actualmente esté moviendo vuestros hilos. Tannis frunció el ceño. –¿Te refieres a Caaldra? –Me refiero al que se encuentra tras Caaldra –dijo Mara–. Por muy impresionante que pueda parecer, él sólo es un chico de los recados sobrevalorado. Quiero acceder a los registros del Comodoro para descubrir quién está tomando las decisiones, quién está dando las órdenes... –Hizo una brevísima pausa–... y quién se está quedando el dinero. Una vez más, el rostro de Tannis no dejó ver nada, pero la súbita ráfaga de emociones mostró a Mara que había dado directamente en el objetivo. Tannis podría estar algunos pasos por debajo en la cadena de mando, pero sabía como seguir el rastro al dinero. Así que había dado en el clavo. Aparentemente, al menos parte del dinero de las piezas de arte de Glovstoak se había abierto camino hasta los Cicatrices Sangrientas. –¿Qué pasa si el Comodoro te descubre? –preguntó Tannis. –Tendrás que intentar por todos los medios que eso no ocurra. –¿Y si lo arruinas todo y terminas haciendo que te maten? –Tendrás que intentar aún por más medios que eso tampoco ocurra. ¿Lo harás? Tannis soltó un bufido. –¿Tengo elección? –Claro: puedes comenzar tu sentencia hoy –dijo Mara. –No, gracias –dijo, y en sus ojos y en el alterado tono de su voz Mara supo que se había dado cuenta súbitamente de que había una tercera opción: traicionarle a ella ante el resto de los Cicatrices Sangrientas y usar su periodo de treinta días de gracia para encontrar un lugar donde esconderse–. Lo haré. –Bien –dijo Mara, acercándose hasta quedar justo frente a él–. Y sólo para que nos quede claro qué es exactamente lo que has aceptado... Bajó la mirada a los grilletes y haciendo uso de la Fuerza los soltó, dejando que el metal resonara al caer sobre la cubierta. En lo que duraba un puñado de latidos, Tannis se quedó mirándolos fijamente, con los músculos del cuello súbitamente rígidos. Entonces, lentamente, alzó sus ojos hacia ella de nuevo. Y cualquier pensamiento que pudiera tener acerca de traicionarla desapareció inmediatamente. –Vader –susurró–. Eres como Vader. –Sólo que mejor –dijo desafiante, mientras una parte de su mente se preguntaba qué haría Vader si tan sólo le oyera hablar así. Pero lo que el Señor Sith no supiera no podría herirle–. ¿Tenemos un trato? Tannis tragó saliva con dificultad.

–Sí –consiguió decir–. Desde luego. –Bien –dijo, dando un paso atrás y haciendo uso de la Fuerza de nuevo, esta vez para atraer los grilletes hasta su mano. Tannis siguió todo su recorrido con la mirada–. Haré que un guardia te lleva a tu nave para que recojas algo de ropa y lo cualquier otra cosa que quieras llevarte contigo. Luego te presentarás en el Camino de Happer para una orientación de equipo. Me aseguraré de que haya suficiente bacta en la cápsula médica para ponerte esa pierna en forma de nuevo antes de que lleguemos a vuestra base. –De acuerdo –Lentamente, Tannis se levantó, sin quitar la mirada de los grilletes. Volvió a mirar a Mara, y consiguió formar una tímida sonrisa–. Bienvenida a los Cicatrices Sangrientas, Mano del Emperador. Te gustará. –Gracias –dijo Mara–. Eso espero. El capitán Ozzel se reclinó en su asiento, observando la pantalla de su ordenador con cierto sentimiento de derrota. Todo lo que había hecho –todo el trabajo, todo el sudor, todo el esfuerzo– se había evaporado. Las barras de almirante. Evaporadas. al otro lado de la oficina se abrió la puerta deslizante y el coronel Somoril entró. –Acaban de hacer el salto a velocidad-luz –le dijo a Ozzel. –No importa –murmuró Ozzel, señalando la pantalla–. Estamos acabados. –¿De qué galaxias me habla? –preguntó Somoril, acercándose al escritorio y girando la pantalla hacia él. –Nuestra pequeña y astuta Mano del Emperador se abrió camino por el ordenador de la nave –dijo Ozzel amargamente–. Accedió a los archivos de personal, a la bitácora del puente, y al registro de vuelos. El rostro de Somoril se tensó, con los ojos moviéndose rápidamente de un lado a otro mientras echaba una ojeada al archivo de la pantalla. Ozzel observaba; luego, para asombro del capitán, vio como parte de la tensión del otro se disipaba. –Bien –dijo Somoril, sentándose–. Así que sabe que el Gillia partió hace un par de semanas. ¿Y qué? Por lo que ella sabe, eso podría ser una operación de la OIS perfectamente legítima. –¿Ah, sí? –gruñó Ozzel–. ¿Realmente piensa que habría encontrado la forma de subir a bordo de esta nave y entrar en el ordenador sin saber de antemano qué estaba buscando? Somoril alzó las cejas. –¿Encontró la forma de subir a bordo? ¿Eso incluye organizar un ataque pirata a un carguero contratado por el Imperio? –Los agentes especiales imperiales no se preocupan de algo tan trivial como unos piratas –replicó Ozzel–. Desde luego, la Mano del Emperador no. Si resulta que ha desbaratado un ataque pirata, habrá sido puramente incidental para su misión principal. Somoril agitó la cabeza. –No estoy convencido. –Entonces convénzase –dijo Ozzel ácidamente, tecleando en busca de otro archivo–. He obtenido estos artículos de los servicios de noticias planetarios. Tenemos dos informes separados de tropas de asalto imperiales en acción. Somoril entrecerró los ojos. –¿Qué tipo de acción?

–La primera no estuvo tan mal –dijo Ozzel–. Todo lo que hicieron fue enfrentar y destruir una banda de moteros que estaban atosigando a un grupo de granjeros. Pero la segunda acción terminó desbaratando toda la estructura de patrulleros de una ciudad. –¿Tomaron una ciudad? –No, aparentemente sólo reinstauraron al último grupo que había estado al mando –dijo Ozzel–. No he podido obtener más detalles. Aunque tampoco es que importe. La cuestión es que ahora la Mano del Emperador sabe de donde salieron esos soldados de asalto. –Si es que ha hecho la conexión –dijo Somoril–. Puede no haberlo hecho. Aún diría más: incluso si lo ha hecho, eso no importará si no es capaz de decírselo a nadie más. Ozzel se le quedó mirando, con una sensación desagradable comenzando a roerle las tripas. –¿Qué está sugiriendo exactamente? –Estoy diciendo que no envió ninguna transmisión desde el Represalia y que no va a enviar ninguna desde el Camino de Happer –dijo Somoril–. Brock y Gilling se asegurarán de eso. Eso sólo deja los transmisores que se encuentren en su punto de destino. –Hizo una pausa–. El cual, según nuestro seguimiento de su vector de partida, es casi con total seguridad la operación minera de Gepparin. –¿Les ha hecho seguimiento? –¿Cómo si no podríamos saber dónde encontrarla? –razonó Somoril–. De modo que ahora, capitán, tiene que tomar una decisión. –Se da cuenta de lo que está sugiriendo –dijo Ozzel, con voz que sonaba extraña a sus propios oídos–. Está hablando de asesinar a un agente imperial. Una mujer que recibe sus órdenes del propio Palpatine. –Una niña que recibe esas órdenes –corrigió Somoril–. Apenas ha tenido tiempo de terminar su entrenamiento, no digamos obtener experiencia de campo real. –Es un agente imperial. –Deje de decir eso –ladró Somoril–. Es una vida peligrosa, la que ha elegido para sí. Los agentes de campo mueren constantemente. –Entonces, ¿por qué no se ocupó de ella mientras estuvo aquí? –preguntó Ozzel. –¿Cómo, frente a potencialmente cientos de testigos? –replicó desdeñosamente Somoril–. Además, en ese momento no sabía lo cerca del rastro que estaba. Ahora lo sabemos. Ozzel respiró ruidosamente. Pero el coronel estaba en lo cierto. Terriblemente, horriblemente en lo cierto. –¿Cómo propone que actuemos? –Como dije, la vida de un agente es peligrosa –dijo Somoril–. Nunca sabes cuándo puedes quedar atrapado en el extremo equivocado de una acción militar. –alzó las cejas–. La clase de acción que puede ocurrir si resulta que un destructor imperial se encuentra al patrullar con con datos que señalan un posible nido pirata. Durante un largo minuto ambos hombres se observaron el uno al otro por encima del escritorio. Luego, lentamente, Ozzel accionó su intercomunicador. –Habla el capitán –anunció secamente–. Establezcan curso al sistema Gepparin. Pongan la nave en camino tan pronto el hipermotor esté a máxima potencia. Obtuvo la contestación y cortó el canal. –Supongo que también habrá calculado cuánto tiempo iremos por detrás de ella. –No más de unas pocas horas –le aseguró Somoril–. Brock y Gilling pueden mantenerla alejada de cualquier transmisor de HoloRed fácilmente durante ese tiempo.

–Se levantó–. Con su permiso, capitán, iré a ver si puedo buscar más detalles sobre lo que han estado haciendo nuestros cinco desertores. Hizo un ligero saludo militar y se giró hacia la puerta. –¿Qué habría hecho si yo hubiera dicho que no? –preguntó Ozzel mientras se iba. Somoril no se giró. –Habría enviado una de mis propias naves a ocuparse de ella –dijo–. Y habría tenido el más completo desdén hacia usted por el resto de sus días. Ozzel soltó un bufido. –¿No querrá decir por el resto de sus días? –En absoluto –dijo tranquilamente Somoril–. Tengo la sensación de que su vida habría acabado siendo significantemente más corta que la mía.

Capítulo Once La nave de Chivkyrie, como estaba previsto, ya estaba esperando cuando la nave correo de Leia salió del hiperespacio sobre el deshabitado planeta de encuentro. También podían verse dos naves más, avanzando en órbitas paralelas: los dos líderes de la Rebelión que habían venido a discutir contra cualquiera que fuese el plan que Chivkyrie venía a presentar. Echando una mirada por el ventanal, respirando profunda y firmemente del modo que su padre le había enseñado, Leia observó cómo su piloto maniobraba poniéndose junto a la nave de Chivkyrie. Sólo es otra negociación, se dijo firmemente. Como los cientos en las que había participado durante su carrera. Pero había algo ominoso en esta, una rara intranquilidad que rehusaba desaparecer. De repente, deseó que Luke estuviera con ella. O incluso Han. No había tenido muchas ocasiones de tratar con adarianos cuando estaba en el Senado Imperial; sus intereses y los de alderaan raramente habían coincidido. Pero desde que se unió a la Rebelión se había visto obligada por la necesidad a aprender más de sus costombres y psicología. Vivir en un estado de guerra, le había dicho una vez su padre, le obliga a uno a aprender geografía. Participar en una guerra, había descubierto Leia, le obliga a uno a aprender acerca de la gente. El ritual de bienvenida a bordo de la nave de Chivkyrie fue corto pero densamente cubierto de historia, costumbres y significado, y Leia se alegró sobremanera de haber tenido la buena idea de estudiar previamente la ceremonia. Se desenvolvió en ella con sólo algunos pequeños errores, todos ellos debidos al hecho de que su aparato vocal humano difícilmente podía pronunciar algunas de las palabras adaresas. –Usted honra mi nave y mi compañía con su cortesía –dijo Chivkyrie cuando acabó la ceremonia, con su boca adariana destrozando las palabras en básico casi tan horriblemente como Leia había hecho con su lenguaje–. Permítame presentarle a los otros líderes que buscan su sabiduría. –Señaló a un mungra con penetrantes ojos naranjas que se encontraba a su izquierda–. Este es Ydor Vokkoli, líder de Liberata Kaisu. –Lider Vokkoli –dijo Leia, saludándole con una inclinación de cabeza. Los mungras eran una de las dos especies nativas del sector Shelsha, un pueblo que ya había creado un reino de una docena de colonias interestelares cuando comenzó la Gran Exploración de la galaxia hace milenios. –Princesa Organa –dijo Vokkoli, inclinando en respuesta su cabeza de enmarañada melena. –Y este es Thillis Slanni de Brilliant Hope –continuó Chivkyrie, señalando a un alto ishi tib a su derecha. [Aunque yo no soy el lider, sino simplemente el director de planificación], corrigió Slanni en la compleja serie de chirridos, graznidos y chasquidos que conformaban el lenguaje tibranés. –Comprendo –dijo Leia–. La habilidad organizativa de su pueblo es bien conocida. Me complace tenerles aquí tanto a usted como al lider Vokkoli para ayudarme a guiar mi decisión. –Una decisión que puede significar la vida o la muerte para todos nosotros –dijo secamente Vokkoli. Demasiado para una charla informal. –Entonces sentémonos y discutámoslo –dijo Leia–. Lider Chivkyrie, si es tan amable de mostrarnos el camino... La sala de conferencias estaba siguiendo el pasillo desde la entrada, y mostraba el suelo escalonado y la mesa de conferencias de varios niveles típicos del diseño

adariano. Chivkyrie acompaño a Leia a la parte superior de la mesa, y luego tomó asiento en el nivel inmediatamente inferior. Vokkoli tomó el asiento frente a él, al mismo nivel en la mesa, mientras que Slanni se sentó un nivel por debajo de Vokkoli, a su lado. Era una configuración extraña, había pensado Leia a menudo, y en reuniones largas tendía a causar a los participantes vértigo y dolor de cuello. Pese a todo, tenía que admitir que hacía que quedase perfectamente claro qué papel representaba cada uno en el asunto que se estuviera tratando. –Ante todo –dijo después de que los sirvientes de Chivkyries hubieran dejado bebidas y platos de nibblings en cada uno de los niveles ocupados–, necesito saber por usted, lider Chivkyrie, los detalles de este plan que nos está proponiendo. –Es la sencillez en sí misma –dijo Chivkyrie–. No comprendo como pueda haber alguien que no vea el vasto potencial de beneficio... –Discutiremos los beneficios dentro de un momento –le interrumpió suavemente Leia–. Primero, necesito conocer el plan en sí mismo. Chivkyrie miró a través de la mesa a sus camaradas rebeldes, y la luz se asomaba por el agujero de aireación de su alargado cráneo al hacerlo. –Propongo llevar el sector Shelsha al lado de la Rebelión. –Miró a Leia–. El sector entero. –Interesante –dijo Leia, manteniendo firmemente su rostro de diplomática–. ¿Cómo se conseguirá esto, exactamente? –Esa es la parte más deliciosa del plan –dijo Chivkyrie–. Nosotros, la Alianza Rebelde, necesitaríamos hacer muy poco. Es el propio Gobernador Choard quien lo ha propuesto. –¿Le ha dicho él esto a usted? –preguntó Leia. –No el gobernador personalmente –dijo Chivkyrie–. Pero he hablado largo y tendido con su asistente, el administrador jefe Vilim Disra. Me asegura que el gobernador Choard ya ha puesto en movimiento un plan para que Shelsha se separe del Imperio y declare su independencia. [Lo que no es lo mismo que sostener que Shelkonwa vaya de hecho a unirse a la rebelión como un miembro activo], señaló Slanni. –El administrador jefe Disra me asegura que es sería el siguiente paso –dijo Chivkyrie–. El gobernador Choard ha venido horrorizándose cada vez más por los horrores del gobierno del Centro Imperial, y comprende que unirse a la Rebelión es la única respuesta posible. –Si el Centro Imperial permite realmente que semejante desafío abierto ocurra – retumbó Vokkoli, con los armónicos subsónicos de su profunda voz enviado vibraciones a través de la mesa–. Liberata Kaisu cree que, en lugar de eso, Palpatine responderá enviando todo el poder de la Flota Imperial contra Shelkonwa. –Y eso es precisamente la razón de que una Alianza con la Rebelión sea vital para el éxito de Choard –replicó Chivkyrie–. Ataques simultáneos de nuestras fuerzas en otras partes a lo largo y ancho de la galaxia mantendrían ocupadas a muchas de las fuerzas imperiales que de otro modo serían usadas contra el sector Shelsha. [Brilliant Hope está de acuerdo con el líder Chivkyrie en que las ganancias políticas y psicológicas de semejante acción serán inmensas], dijo Slanni. [Pero no estamos de acuerdo acerca de que Choard pretenda realmente unirse a la Alianza.] Señaló a Vokkoli. [Ni tampoco creemos, como el líder Vokkoli ha sugerido, que la Alianza posea la fortaleza militar para diluir lo bastante la respuesta de Palpatine] –Si nuestras acciones son suficientes o no, depende directamente del alcance de los preparativos del gobernador Choard –señaló Chivkyrie.

–Estoy de acuerdo –dijo Leia, intentando evaluar las implicaciones de ese inesperado bombazo. Slanni tenía razón: las noticias de que un sector completo se hubiera separado del Imperio serían devastadoras para la ilusión de unidad que Palpatine había construido tan cuidadosamente alrededor de su Nuevo Orden. Crearía un punto de reunión natural para el descontento, y daría a la Rebelión una legitimidad que la Alianza jamás podría esperar conseguir por sí sola. De hecho, un sector separatista podría muy bien demostrar ser el principio del fin del gobierno de Palpatine. Por otra parte, la cara oscura de asunto era que fue precisamente el mismo tipo de movimiento separatista una generación antes el que desgarró la República en sangrientos pedazos. Lo último que ella los demás líderes de la Alianza querían era una repetición de esa era de caos y muerte en masa. –¿Sabemos algo sobre los propios planes de Choard? –preguntó Leia a Chivkyrie. –Sé que está preparando y posicionando fuerzas para tomar el control de instalaciones clave –dijo Chivkyrie–. Aparte de eso, no tengo detalles. –Detalles que son de principal importancia –dijo Vokkoli. –Cierto –concedió Chivkyrie, con una inclinación de cabeza hacia el mungra–. Por eso, precisamente, pedí a la princesa Leia Organa que se uniera a nosotros. Leia sintió que se quedaba sin aliento cuando súbitamente comprendió hacia donde se dirigía la conversación. Por supuesto que Chivkyrie no había hablado directamente con Choard; un gobernador de sector estaba muy por encima de él en el escalafón, y para un adariano eso hacía que una conversación de igual a igual fuera impensable. Pero Leia era una princesa, de sangre real alderaaniana, incluso si el mundo que le concedió ese titulo ya no existía. –¿Sabe si el gobernador estaría o no dispuesto a hablar conmigo? –preguntó. –El administrador jefe Disra me ha asegurado que el gobernador hablaría con cualquiera de su propio nivel –le aseguró Chivkyrie–. Con su permiso, partiremos inmediatamente hacia Shelkonwa. –No le han dado mi nombre, ¿verdad? –preguntó Leia. –Por supuesto que no –dijo Chivkyrie, como si eso le escandalizase bastante–. Por un lado, no estaba seguro de quién enviaría la Alianza Rebelde. Por otro, nunca le habría dado ningún nombre sin permiso. –Volvió a mirar a través de la mesa–. Pero el administrador jefe Disra me advirtió de que los preparativos del gobernador están casi completados –añadió–. Si queremos formar parte de esto, debemos movernos rápidamente. –Comprendo la necesidad de apresurarse –dijo Leia–. Pero el líder Vokkoli y el director de planificación Slanni también tienen razón al preocuparse. Esto conllevaría un gran riesgo para la Alianza Rebelde, y podría resultar en vano. –Todo en la vida conlleva un riesgo que puede resultar en vano –dijo Chivkyrie, con cierto punto de impaciencia crepitando en su voz–. Ustedes los líderes de la Alianza afirman que pretenden reunir a todos los enemigos del Imperio bajo un mismo techo. Si no están dispuestos a aceptar al gobernador Choard en esa reunión, quizá no sea una verdadera unidad lo que pretenden. [¿Pero es nuestra victoria lo que pretende el gobernador Choard?], replicó Slanni. [¿O conseguiría su independencia sólo para cambiar de táctica y expulsarnos de su territorio?] ¿Eso convertiría el sector Shelsha en una zona neutral, quizá como parte de un trato con Palpatine para permitir a Shelkonwa más libertad sobre el gobierno imperial? Leia sabía que cosas similares se habían realizado en el pasado, en el Sector Corporativo y otros lugares. Si la nueva libertad de Choard venía acompañada por

anuncios públicos de su lealtad al Centro Imperial, Palpatine podría estar dispuesto a cooperar, especialmente si la alternativa era desplazar los recursos militares necesarios para hacer que Shelkonwa volviera a sus líneas. El resultado final sería que Choard habría ganado la limitada independencia que aparentemente deseaba, y que la Alianza habría luchado y muerto para nada. O podría ser peor. Choard podría ser un imperial completamente leal, y que todo esto no fuese más que un elaborado intento de atraer a algunos líderes de la Alianza hacia una trampa. –Si dejamos que esta oportunidad se nos escape sin aprovecharla, de seguro que el gobernador Choard será derrotado –irrumpió Chivkyrie en sus pensamientos–. Su apuesta por la libertad se convertirá en nada más que una nota marginal en la oscura historia del gobierno de Palpatine. –Ladeó su cabeza hacia ella–. Y República Redux necesitaría considerar si la Alianza Rebelde es realmente el hogar apropiado para nosotros. Así que ahí estaba. Mon Mothma había advertido a Leia de que Vokkoli y Slanni habían amenazado con abandonar la Alianza si se aceptaba el plan de Chivkyrie. Ahora Chivkyrie estaba lanzando el mismo ultimátum. Parecía que, de un modo u otro, la unidad de las fuerzas rebeldes en el sector Shelsha estaba condenada. Pero quizá podría posponer esa condena, al menos por un tiempo. –No cederé al chantaje –advirtió a Chivkyrie, poniendo doble ración de real descontento en su voz–. Pero tampoco dejaré fuera de mi alcance cualquier posibilidad de acercarnos a nuestra victoria definitiva contra el Imperio. Volveré a mi nave y comunicaré con mis compañeros los líderes de la Alianza. Si están de acuerdo, iré con usted a Shelkonwa para evaluar la situación. Volvió la mirada a Vokkoli y Slanni. –También solicitaría su presencia y consejo en este viaje –añadió. Chivkyrie se estremeció en su asiento, pero permaneció en silencio. Vokkoli miró a Slanni y luego volvió su mirada a Leia. –Nos honrará acompañarle, princesa –dijo gravemente el mungra–. Que la Fuerza le acompañe a usted y a sus decisiones. –Gracias –dijo Leia, reprimiendo una mueca mientras se levantaba. La Fuerza. Si tan sólo tuviera la habilidad Jedi para acceder a esa fuente de poder y sabiduría. Pero no la tenía. –Volveré dentro de una hora. –Esperaré su regreso –dijo Chivkyrie gravemente–. Pero le advierto: cuando transcurra esa hora volveré a mi hogar. Con o sin usted. Luke estaba realizando ejercicios de sable de luz con el remoto de prácticas cuando Han llegó de la cabina. –¿Cómo, otra vez? –refunfuñó a Chewbacca, quien observaba desde el interior de la sala. Chewbacca gruñó la pregunta lógica. –No, no sé en qué otro sitio podría practicar –admitió Han–. Pero, ¿quién ha dicho que tenga que practicar precisamente a bordo del Halcón? ¿Qué pasa si rebana un conducto de cableado o una línea hidráulica, o se corta su propio brazo? Pese a todo, tenía que admitir que Luke estaba mejorando con ese arma ridícula. Aquellas primeras veces en las que el viejo Kenobi le había hecho enfrentarse al

ejercicio, el chico había bloqueado quizá uno de cada diez ataques. Ahora, mientras Han miraba, el remoto lanzó un ataque de seis disparos, sólo uno de los cuales logró pasar. –Aún podría cortarse un brazo –murmuró. Chewbacca ladró un recordatorio de las ambiciones y responsabilidades de Luke. –Sí, y apuesto a que si practica cada día crecerá para ser un fantástico Caballero Jedi –dijo Han con sólo una pequeña dosis de sarcasmo–. ¿Luke? Hey... Luke. Hubo una ligera pausa, cuando el muchacho tuvo que reajustar su atención hacia algo que no fuera el remoto. –¿Qué pasa? –preguntó, girándose para mirar a Han–. Oh... hola, Chewie. No me di cuenta de que estabas aquí. Mentalmente, Han agitó la cabeza. Menudo Caballero Jedi clarividente y omnisciente era Luke. Trucos simples y sin sentido, tal y como él siempre decía. –Estamos llegando al sistema Purnham –le dijo a Luke–. Necesito que dispares los cuádruples. –Vale. Apagando su sable de luz, Luke caminó rodeando el remoto, que seguía zumbando, y tocó un interruptor en el panel de control de ingeniería, enviando a la bola flotante de vuelta a su estación de recarga. Mientras lo hacía, sonó la familiar advertencia bitonal de aproximación. –Vamos... date prisa –dijo Han, cruzando la escalera y dirigiéndose hacia abajo–. Casement va a estar verdaderamente insatisfecho si los piratas llegan a la fiesta antes que nosotros. –allí –dijo Marcross, señalando al frente a través del parabrisas–. Un carguero, justo enfrente. –Lo tengo –confirmó Quiller, haciendo que sus dedos danzasen sobre el teclado intentado obtener una identificación–. Es... no, no es nuestro corelliano. Parece un suroniano de algún tipo... no estoy familiarizado con el modelo concreto. –¿Obtienes alguna lectura de armamento? –preguntó LaRone –Un par de cañones bláster –dijo Quiller–. Nada inusual para esta clase. –Ganancias fáciles, en otras palabras –murmuró Marcross–. Exactamente, ¿cuándo va a llegar el corelliano? –Asumiendo que haya continuado con la velocidad que tenía cuando saltó, debería estar aquí en cualquier momento –dijo Quiller–. Si ha pisado realmente a fondo, no sería imposible que hubiera llegado y se hubiera marchado ya. –No sabía que los YT-1300 pudieran ir tan rápido –dijo Brightwater. –No pueden; éste puede –le dijo Quiller–. Detecté toda clase de interesantes mejoras y modificaciones antes de que saltaran. Si esos tipos no son piratas, apuesto a que son contrabandistas o burladores de bloqueos. Sonó un aviso en el panel. –Compañía –anunció Quiller, mirando fijamente sus pantallas–. Surgiendo de ese grupo de asteroides a estribor. –Los veo –dijo LaRone sombríamente. Había dos naves apareciendo a la vista, navíos de patrulla de algún tipo, elegantes, rápidos y fuertemente armados. La nave corelliana que habían estado siguiendo podía ser o no pirata, pero esas dos definitivamente lo eran. Y estaban cazando. Girando sus proas, aceleraron hacia el carguero distante. –Interceptación en unos noventa segundos –advirtió Quiller–. ¿LaRone?

LaRone apretó los labios. –Bueno, si todo lo que queremos es interrogar a un puñado de piratas cualquiera... –¡Vaya... ahí está! –dijo Grave de repente, señalando al frente y a la izquierda–. Ahí está nuestro corelliano. –Hijo de perra –susurró Brightwater–. Realmente llegaron aquí antes que nosotros. –Y allá van –añadió Marcross cuando el YT-1300 aceleró bruscamente–. Parece que están apuntando a nuestros piratas. –Nada como tener un buffet bien surtido para elegir –comentó Quiller–. ¿Tenéis alguna preferencia acerca de qué naves vivirán durante los próximos minutos? LaRone estudió la situación que se desplegaba delante de ellos. El procedimiento militar estándar indicaría inhabilitar a las tres naves sospechosas si fuera posible y distinguir al amigo del enemigo después. Pero según lo que había notado en sus propias vagas sensaciones e impresiones acerca del corelliano y sus amigos... –Vamos por las dos naves patrulla –ordenó–. Sabemos que son piratas. Dispara primero a sus motores, e intenta inhabilitar al menos una sin convertirla en pedazos. –¿Qué pasa con el corelliano? –preguntó Grave. –Dejémosle tranquilo de momento –dijo LaRone–. No le disparéis a menos que nos dispare antes a nosotros. Brighwater dio un golpecito al hombro de Grave. –Ahora nos toca a nosotros –dijo–. Descubramos lo precisos que son estos cañones a larga distancia. Las naves piratas se acercaban cada vez más amenazantes mientras Chewie reducía la distancia, y Luke estaba asentando su mente en modo de combate Jedi cuando oyó la voz familiar susurrando de nuevo en su mente. Luke. –Sí, lo sé –murmuró Luke, enfocando sus pensamientos en los piratas. No enfoques, amonestó la voz de Ben. Aún no. Primero busca e identifica todas las posibles amenazas, donde quiera que puedan estar acechando. Luke frunció el ceño. ¿Donde quiera que puedan estar acechando? ¿Qué se suponía que significaba eso? Extiéndete con la Fuerza, Luke. En todas direcciones. Con una mueca, Luke vació su mente, obligándose a ignorar los objetivos obvios justo frente a ellos, y sintiendo que su consciencia fluía hacia fuera. ¿Aunque de dónde podría venir cualquier otro peligro...? La sensación de mentes lejanas tocó súbitamente la suya. Miró rápidamente a su alrededor, tratando de localizar la fuente. Y contuvo el aliento. Apareciendo a la vista junto a uno de los asteroides cercanos había otra nave, estableciendo un curso de intercepción tras el Halcón. –¡Han! –exclamó. –Sí, lo veo –gruñó la voz de Han por sus auriculares–. Debería haber supuesto que tendrían apoyo. Chewie, curso evasivo hacia Casement. Luke, ocúpate del invitado de última hora. Mantenlo a distancia, o derríbalo. –Lo tengo –dijo Luke. Acercándose por debajo de su popa, la nave perseguidora apenas estaba en su rango de fuego. Pero sólo podía hacer lo que podía hacer. El Halcón comenzaba a girar como un dewback borracho cuando Chewbacca lo lanzó en una serie de rizos y giros, y desde el borde del casco pudo ver múltiples destellos rojos cuando Han disparó contra las dos

naves piratas que estaban persiguiendo. Girando por completo su palanca de control de fuego, Luke apuntó sus cañones cuádruples lo más a popa que pudo y esperó a que las maniobras evasivas de Chewbacca lo colocaran en posición para un disparo limpio. Luke, enfoca tus pensamientos. Luke hizo otra mueca. Ahora Ben quería que enfocase sus pensamientos. Respiró profundamente, volviendo su mente hacia los recién llegados. Y se detuvo. Con sus pensamientos enfocados, y con la otra nave comenzando a ganar terreno, la sensación general de los hombres de a bordo se aclaraba. Pero no era el mismo sentimiento de depredador listo para atacar que sintió en el tapcafé de Ciudad Agru. Tenía algo de su misma fuerza y expectación, pero definitivamente había algo distinto en ello. Algo menos airado, o menos fiero. Menos maligno. La Fuerza te guiará, si le dejas. La nave que se acercaba estaba casi a tiro. Luke la observó, preguntándose cómo se suponía que iba a obtener esa guía. ¿Quizá del mismo modo en que dejaba que la Fuerza controlase sus movimientos cuando practicaba con el remoto? Tomando una profunda inspiración, dolorosamente consciente del riesgo que estaba tomando, colocó sus manos en ella palanca y permitió que la Fuerza fluyera por él. Y, para su sorpresa, sus dedos se levantaron de los controles de furgo. Muy bien, dijo de nuevo la voz de Ben, y Luke pudo sentir aprobación en su tono. No todos los extraños son enemigos. Luke tuvo que sonreír ante una obviedad como esa. Pese a todo, era una lección que haría bien guardando en su mente. Echando una última mirada a la nave que se acercaba, hizo girar los cañones cuádruples y colocó la mira en las naves piratas frente a ellos. Una vez más dejó que la guía de la Fuerza fluyera por él, y una vez más sus dedos se movieron según su propia voluntad. Sólo que esta vez, fue para colocarse firmemente en los controles de fuego. El mensaje estaba claro. En lugar de encargarse de la nueva nave, Luke iba a unirse al ataque de Han contra los piratas conocidos. Tan sólo deseó que la Fuerza supiera lo que estaba haciendo. –¿Queréis mirar eso? –murmuró Quiller cuando el Suwantek se lanzaba hacia la batalla–. Láseres cuádruples gemelos. Eso es, ¿cuánto? ¿Una sentencia de tres años de prisión? –Probablemente, pero es mejor que dejar que te borren del cielo –dijo Marcross, con sus rasgos iluminados momentáneamente de verde cuando los cañones láser del propio Suwantek enviaban otra descarga a las dos naves patrulla–. Me pregunto cuándo los piratas van a comenzar a buscar alternativas para sí mismos. –En realidad, no tienen ninguna –dijo Quiller–. Con el corelliano cubriendo su flanco de babor y nosotros golpeando sus popas, están gastando toda la energía que pueden aprovechar en esos dos deflectores. Cualquier dirección en la que giren ahora abrirá otro flanco de ataque, y no pueden permitírselo. Ni siquiera pueden separarse y tratar de dividir nuestros disparos. –¿No podría el de la derecha elevarse al menos un poco para poder lanzar sus cañones contra el corelliano? –preguntó Marcross. –Claro que podría –confirmó Quiller–. Pero entonces él también estaría al alcance de los cuádruples del corelliano. Diez a uno a que esa es la nave que maneja el comandante del ataque.

LaRone sintió que su labio se torcía. Típico. Golpear a cargueros indefensos estaba bien, pero cuando llegaba una lucha real los piratas generalmente se mostraban como los cobardes que en el fondo eran. –Entonces, ¿qué están haciendo? –Lo único que pueden –dijo Quiller–. Están tratando de alcanzar el carguero atacado y usarlo como cobertura. –Asumiendo que a cualquiera de nosotros nos preocupe que el carguero acabe hecho pedazos, por supuesto –murmuró Quiller. –Cierto, pero, como dije, es todo lo que tienen –dijo Quiller–. De hecho, a esa distancia y con su potencia de fuego, el corelliano podría causar muchos más daños de los que está haciendo. Parece que él también está intentando atraparlos con vida. –Qué útil para nosotros –dijo Marcross. Echó una mirada a LaRone–. Aunque me he perdido la parte en la que ellos y nosotros comenzamos a trabajar juntos en esto. –aliados de conveniencia –le dijo LaRone–. Sólo tenemos que esperar y ver cuánto dura esa conveniencia. –Podemos estar a punto de averiguarlo –dijo Quiller–. Parece que está a punto de hacer algún tipo de movimiento. LaRone observó a través del parabrisas. No veía nada distinto, pero estaba dispuesto a aceptar la palabra de Quiller en esto. –De acuerdo –dijo–. Grave, Brightwater: detened el fuego un momento. Veamos qué va a hacer el corelliano. –¿Chewie? –preguntó Han–. ¿Preparado? Hubo un gruñido afirmativo a través de los auriculares. Han volvió a sujetar con fuerza su palanca de disparo, tratando de ignorar las incertidumbres que se arremolinaban en su estómago. Después de todo, había entrenado personalmente a Chewbacca en este tipo de lunáticas maniobras, y el gran wookie era casi tan bueno como Han. Pero aún estaba ahí atrás ese signo de interrogación con forma de Suwantek, un signo de interrogación con mucha más potencia de fuego de la que sería habitual en un carguero de ese tamaño. Hasta ahora, el invitado de última hora había concentrado su atención en las dos naves pirata e ignorado al Halcón, pero eso podría cambiar en cualquier momento. Y si sólo estaban esperando el momento adecuado para cambiar de objetivo, esto seguramente se lo daría. –¿Luke? –Listo. –De acuerdo –dijo Han, agarrándose fuerte–. Chewie... ahora. Hubo otro asentimiento desde la cabina, y súbitamente el Halcón estuvo en movimiento, rompiendo su curso paralelo para precipitarse lateralmente hacia los dos piratas. El casco cayó en picado cuando Chewbacca lo lanzó deslizándose de lado bajo las otras naves, dejándolas fuera de la vista de Han. Desde arriba podía oír los disparos de los cuádruples superiores cuando Luke lanzó una salva hacia arriba contra sus panzas, y el rechinante chirrido del láser contra los reflectores cuando los piratas devolvieron el fuego. El impulso lateral envió al Halcón disparando hasta rebasar al segundo pirata; con un rizo de sacacorchos que hizo que las estrellas girasen sin control en el parabrisas de Han, Chewbacca les llevó alrededor del flanco de los piratas y sobre su superficie superior.

Con una caída final y un ruido sordo, el wookiee les hizo caer sobre la otra nave, sujetándola fuertemente al Halcón con su garras de atraque. La torreta dorsal del pirata estaba directamente a popa, a no más de tres metros del propio pozo artillero de Han. Un punto ciego en el rango de disparo para ambos, sólo que Han estaba listo para el truco y el artillero pirata no. La torreta apenas había empezado a girar cuando Han la hizo volar en pedazos metálicos. –Muy bien, Chewie. Se oyó un click cuando Chewacca le pasó la señal del comunicador. –Primera y última oportunidad –dijo Han por su micrófono–. Rendíos o morid. La nave pirata que les flanqueaba respondió con un amplio movimiento, alzándose desde su original posición defensiva hasta donde podía colocar todo su flanco lleno de armamento para enfrentarse a ese increíblemente insolente autoestopista. Han giró sus cuádruples, poniéndose en línea con su flanco mientras Luke hacía lo mismo. Las torretas de los piratas aún estaban alinéandose para su propia descarga cuando el Suwantek los convirtió en polvo viniendo desde atrás. Han observó a la otra nave. Si quedaba alguna duda de que el Suwantek no estaba con esos otros piratas, eso zanjaba la cuestión de una forma bastante clara. Pero aún podría tratarse de una banda rival... y con una nave derribada y el Halcón agarrado como un parásito a la otra, habían llegado al momento de la verdad. –Carguero Suwantek no identificado... –No dispare, carguero corelliano –le interrumpió una voz–. No, repito, no destruya la nave patrulla a la que está unido. Queremos a alguno de ellos con vida. –Entendido, Suwantek –dijo Han cuidadosamente. El interlocutor no se había identificado, pero su tono había sonado horrorosamente militar. Los piratas restantes también pensaron lo mismo, aparentemente. Hubo una sacudida cuando la nave pirata dirigió energía hacia sus motores subluz, tratando claramente de quitarse el Halcón de encima. Hubo una respuesta en forma de destello rojo, una brillante explosión desde alguna parte hacia popa... –Mejor así –dijo de nuevo la voz militar cuando el motor de los piratas se apagó–. Una vez más, corelliano, por favor no dispare. al menos esta vez había dicho por favor. –No hay problema –le aseguró Han–. En realidad, nosotros también queremos hablar con estos tipos. –Excelente –dijo el otro–. Espere ahí. Subiremos antes a bordo. –Claro –dijo Han–. Como si estuviera en su casa.

Capítulo Doce Hubo dos supervivientes en la nave pirata restante. Ambos eran jóvenes, ambos estaban aterrorizados, y ambos estaban ansiosos por cooperar. Por desgracia, tenían muy poco con lo que cooperar. –No sé de dónde vino –insistía nerviosamente Badji, quien era por poca diferencia el de más edad de los dos. Comenzó a gesticular, pero el movimiento fue refrenado por los grilletes que sujetaban sus brazos al anillo de sujeción de la bodega de carga–. Un día sin más apareció ahí, diciéndole al capitán Andel que los Cicatrices Sangrientas querían unirnos a todos nosotros en una gran banda. –¿Qué dijo Andel? –preguntó Brightwater. –Le dijo a Caaldra que lo pensaríamos –dijo Badji–. Pero no creo que tuviera intenciones de hacerlo. Le oí decir que sería un día helado cuando... –Se detuvo, abriendo súbitamente los ojos de par en par–. Espere un momento. ¿No son...? ¿Quiero decir...? –No, no somos los Cicatrices Sangrientas –le aseguró LaRone–. Ese Caaldra, ¿dejó a Andel alguna información de contacto? Badji agitó la cabeza. –No, nada. –Estás mintiendo –le acusó bruscamente Brightwater–. No se habría ido sin dejaros un medio de poneros en contacto con él. –Pero no lo hizo... Juro que no lo hizo –dijo Badji, con todo su cuerpo comenzando a temblar–. Dijo que volvería en un par de semanas a por la respuesta del capitán Andel. –¿Y cuándo fue eso? –Hace una semana, quizá –dijo Badji–. No, no... Fue hace ocho días estándar. Lo recuerdo porque... –¿De modo que me estás diciendo que si queremos hablar con Caaldra, vamos a tener que estar sentados sobre vosotros durante otra semana? –le cortó Brightwater. –No sé cuándo volverá –dijo Badji, ahora con tono suplicante–. No estoy intentando tramar nada... Les juro que no. –Por supuesto que no –dijo LaRone. Atrajo la mirada de Brightwater he hizo un gesto con la cabeza por encima de su hombro. Brightwater le devolvió el gesto, y salieron. Marcross y Grave estaban esperando en la sala de descanso, hablando entre sí en voz baja. –¿algo? –preguntó LaRone cuando él y Brightwater se les unieron. –Nada útil –dijo Marcross–. Aunque definitivamente los Cicatrices Sangrientas estaban tratando de reclutarles; un mercenario llamado Caaldra llegó hace cosa de una semana, preparado para presionar a su jefe. –Eso es básicamente lo que tenemos nosotros –confirmó LaRone, sintiéndose más que un poco disgustado. Habían realizado todo ese esfuerzo esperando que el corelliano les condujese hasta los Cicatrices Sangrientas, y todo lo que tenían para mostrar era un par de adolescentes que habían pensado que sería divertido unirse a una banda y jugar a los piratas. –¿Qué hay del corelliano y sus amigos? –preguntó Brightwater–. ¿Tenemos algo sobre ellos? LaRone se inclinó para tocar el intercomunicador. –Quiller, ¿ha surgido algo en esa búsqueda de equipo?

–El equipo humano-humano-wookiee ha dado negativo –contestó la voz de Quiller–. ¿Quieres que pruebe con humano-wookiee? Puede que hayan recogido a un amigo. –Vamos a dejar eso de momento –dijo LaRone. Bucear en las bases de datos imperiales para eso había sido forzar la situación, y no quería arriesgarse con una segunda búsqueda tan pronto–. ¿Qué están haciendo? –Esperar sentados en silencio donde les dijimos –dijo Quiller–. El carguero surroniano tampoco ha intentado huir. –Buenos chicos –comentó Brightwater. –En Drunost estaban del mismo modo –les recordó Grave–. Ojalá supiera en qué lado están. –Quizá estén enviando un mensaje –sugirió Brightwater–. Si ese tipo, Caaldra, tuvo la impresión de que Andel iba a echarse atrás, puede haber decidido mostrarles por qué eso sería una mala idea. –O puede que el corelliano sea Caaldra –dijo de pronto Marcross–. Él nos dijo que quería hablar con los supervivientes. –Veamos si podemos averiguarlo –dijo LaRone–. Quiller, llámale e invítale a subir a bordo. Han estaba metido hasta los codos en las entrañas del hipermotor cuando llegó la invitación. –Aprecio la oferta –dijo cuando Luke le acercó el auricular a su oído–. Pero precisamente ahora estamos bastante ocupados... tuvimos algunos daños de sobrealimentación con la última sacudida. –Lamento escuchar eso –dijo la voz en si oído–. ¿Necesitan alguna ayuda? Han frunció el ceño. Si los sensores del Suwantek habían sido tan mejorados como sus armas, lo más seguro es que ya supieran el aspecto que tenía su hipermotor. No era bueno ni siquiera en los mejores momentos, y este definitivamente no era uno de esos. –No, podemos ocuparnos de ello –dijo–. Sólo nos llevará un poco de tiempo. –Comprendido –dijo el otro–. Pero creo que expresó algún interés en hablar con los piratas. Tenemos dos prisioneros, pero también tenemos tiempo limitado para permanecer en este sistema. Si está interesado, tiene que venir ahora. Han miró a Luke. El otro se encogió de hombros, pero asintió. –Vale, iremos –dijo Han–. ¿Tiene un túnel de transferencia que pueda encajar con alguna de nuestras escotillas? –Aún mejor: nuestra escotilla ventral tiene un collar universal –dijo el otro–. Nos pondremos sobre ustedes y nos acoplaremos a su escotilla superior. Han ya había notado que la voz que le hablaba sonaba militar. Ahora, mientras Luke y él ascendían la escalerilla que conducía a la escotilla inferior del Suwantek, descubrió que los dos hombres que les esperaban tenían un aspecto tan militar como sonaban. –Bienvenidos a bordo –dijo uno de ellos cuando Luke terminó de subir y se colocó junto a Han. –Gracias –dijo Han, mirando a su alrededor. Estaban en un pasillo relativamente ancho con seis puertas a cada lado y una en el mamparo hacia proa, directamente detrás de sus dos anfitriones. Camarotes de tripulación a los lados, probablemente, y el puente

o un salón de tripulación a proa. Echando un vistazo por encima de su hombro, pudo ver que el pasillo se ensanchaba brevemente hacia las esclusas de cápsulas de escape gemelas, y luego volvía a estrecharse en puertas que conducían a las bahías de carga y la sala de máquinas–. Bonita nave. –Gracias –dijo el primer hombre–. Me llamo LaRone. Él es Grave. –Solo –se presentó Han, sintiendo una punzada de remordimiento al hacerlo. Había muchas formas, legales o no, de que alguien comprobase su identidad, y mentir sobre ello sólo le haría más sospechoso. Además, aparte del asunto con Jabba y otro par de problemas menores, no tenían ningún problema particular con nadie en ese momento. Al menos, no si no se contaba todo ese asunto de la Estrella de la Muerte, que nadie podía probar–. Él es Luke. LaRone saludó con un ligero gesto de cabeza. –¿Para quién voláis? –Somos independientes –le dijo Han–. Recogemos mercancía donde podemos. –¿alguien más a bordo de su nave? –Mi primer oficial, Chewbacca –dijo Han. –Es el wookiee que vieron en Drunost –añadió Luke. Han lanzó al chico una mirada de advertencia. Pero LaRone simplemente sonrió. –Bien; nos recuerdan –dijo–. Nosotros desde luego les recordamos a ustedes. – Señaló el sable de luz que colgaba del cinturón de Luke–. ¿Realmente sabe cómo usar esa cosa? –Un poco –dijo Luke–. Aún estoy aprendiendo. –¿Dónde lo consiguió? –Se lo robó a un tipo llamado Tooni –dijo Han, impacientemente–. ¿Qué le importa dónde lo consiguió? Dijo que podríamos hablar con sus prisioneros. –En un instante –dijo LaRone–. Antes, me gustaría saber qué estaban haciendo en ese tapcafé de Ciudad Agru. Han se encogió de hombros. –Tomar un trago tranquilamente. –¿Quién era la cuarta persona de la mesa? –Un amigo –dijo Luke. –Uno de los lugareños –añadió Han antes de que Luke pudiera decir nada más–. ¿Hay algún problema con él? –Podría –dijo LaRone–. Déjenme que les haga un resumen. Estaban en Drunost cuando tuvo lugar un ataque de asaltantes. El hombre con el que estaban sentados también estuvo presente en otro ataque hace unos días, este llevado a cabo por una banda de moteros. Y ahora nos encontramos con ustedes en Purnham en la escena de otro ataque más. –Sólo le estamos haciendo un favor a un amigo –dijo Han, sintiendo que el sudor se acumulaba bajo su cuello. Había varias direcciones que LaRone podía querer tomar con su conversación, y ninguna de ellas era buena–. Nos dijo que un amigo suyo estaba teniendo problemas con piratas en la ruta de Purnham. No estábamos especialmente ocupados, así que le dijimos que veríamos si podíamos ocuparnos de ellos por él. –Agradecemos su ayuda en esto, por cierto –añadió Luke. –No hay de qué –dijo LaRone–. A nosotros tampoco nos gustan demasiado los piratas. ¿Pueden decirnos por qué ese amigo suyo también estaba presente en ambos ataques de Drunost? –Para empezar, allí es donde vive –dijo Han–. Además, lo difícil estos días es evitar problemas como ese. Los lugareños no tienen los recursos para enfrentarse a esos asaltantes, y los imperiales parecen haber abandonado la lucha completamente.

–¿Así que dice que fue pura coincidencia? –No del todo –dijo Luke. Han giró la cabeza, reprimiendo un juramento. ¿Qué estaba haciendo ese chico? –Luke... –Explíquese –dijo LaRone, con los ojos fijos en Han. Luke lanzó a Han una mirada ligeramente culpable. Pero su voz era suficientemente firme. –Hay una banda de piratas operando en este sector llamada Cicatriz Sangrienta – dijo–. Tenemos entendido que están tratando de hacer tratos con todos los demás piratas y asaltantes locales. –¿Tienen alguna base para eso aparte de rumores? –preguntó LaRone. –Los moteros de la banda que mencionó tenían en los hombros parches con el emblema de Cicatriz Sangrienta –dijo Luke–. Cuando escuchamos acerca de piratas aquí en Purnham, pensamos que podríamos ser capaces de averiguar de ellos qué pretenden los Cicatrices Sangrientas. –¿Por qué se preocupan de lo que quiera hacer una banda de piratas? –preguntó Grave. –¿A usted qué le parece? –replicó Han–. Así podremos averiguar cómo evitarles. –¿No es porque quieran unirse a ellos? –replicó LaRone, con voz súbitamente cortante. –No, queremos evitarlos –repitió Han, con un terrible pensamiento recoliéndole en un helado escalofrío. Hasta ahora había estado asumiendo que LaRone estaba conectado de alguna forma al mantenimiento del orden de Purnham, posiblemente un mercenario contratado por los lugareños. Pero, ¿y si estaba con los Cicatrices Sangrientas?–. Pero ustedes parecen estar por encima de eso –añadió, dando despreocupadamente medio paso hacia la escalerilla–. Como Luke ha dicho, gracias por la ayuda. –¿Qué prisa tiene? –preguntó LaRone–. Creía que quería hablar con nuestros prisioneros. –No, no pasa nada –dijo Han, dando otro paso hacia la escotilla abierta. Ni LaRone ni Grave parecían estar armados; si pudiera lograr que Luke pillara la idea, podrían ser capaces de alcanzar la escalerilla de la escotilla inferior antes de que el resto del Suwantek pudiera siquiera reaccionar. Sólo que Luke parecía no habier pillado la idea en absoluto. Seguía ahí, de pie, con la cabeza ligeramente inclinada a un lado como si estuviera oyendo voces en su cabeza. –Creo que deberían escuchar lo que tienen que decir –insistió LaRone. Ni él ni Grave se habían movido, tampoco. ¿Era Han el único que intuía un problema ahí? Dio otro medio paso... Y entonces, de repente, la mano de Luke salió disparada para agarrar su brazo izquierdo. –No pasa nada, Han –dijo, mirando fijamente a LaRone–. No están con los Cicatrices Sangrientas. –¿Quién dijo que lo estuvieran? –protestó Han, reprimiendo otro juramento. Eso lo desencadenó. Balanceando su brazo izquierdo en un amplio movimiento diseñado para soltarse de la mano de Luke y simultáneamente atraer la atención de LaRone y Grave en esa dirección, dejó caer su mano derecha a un lado... –No lo haga –advirtió una voz tras él. Han se congeló, con su mano a escasos centímetros de su bláster, y miró cuidadosamente sobre su hombro.

allí había dos hombres, cortados con el mismo patrón de ex-militares que LaRone y Grave, con sus blásteres apuntados hacia él y Luke. Y Han ni siquiera había oído que se abriera ninguna puerta. Esos tíos eran sigilosos, de acuerdo. –Bien –dijo mientras se giraba de nuevo hacia LaRone tan calmadamente como podía–. ¿Y ahora qué? –Eso depende –dijo LaRone, avanzando y apropiándose del bláster de Han. Con sólo una ligera duda, también tomó el sable de luz de Luke–. Empecemos con quiénes, y qué, son exactamente usted y sus amigos. –Como dije, somos transportistas independientes –le dijo Han. –¿Con láseres cuádruples duales en su nave? –preguntó LaRone mordazmente–. Pruebe de nuevo. –Los necesitamos para protegernos. –Estoy seguro de eso –dijo LaRone–. Dígame, si buscásemos en sus bodegas justo ahora, ¿encontraríamos algo que no debiera estar allí? –En absoluto –le aseguró Han. Para variar, incluso era verdad–. No somos contrabandistas. –Por supuesto que no –dijo LaRone–. Volviendo a los Cicatrices Sangrientas. ¿Realmente creen que están intentando crear su propia pequeña copia de la Alianza Rebelde en el sector Shelsha? –Yo lo llamaría más bien una pirámide hutt –dijo Han, con una parte de su mente preguntándose por que encontraba tan irritante la comparación de LaRone. Ciertamente eso era lo que la Alianza Rebelde era, cuando lo mirabas fríamente: un gran grupo ilegal de muchos otros grupos ilegales–. Pero sí, pienso que podrían estar intentando algo así. –Bien –dijo LaRone–. Porque eso es exactamente lo que están haciendo. Nuestros prisioneros dicen que un agente de los Cicatrices Sangrientas llegó tan sólo hace una semana presionándoles para unirse a ellos. Se supone que pronto volverá a por su respuesta. Han frunció el ceño cuando súbitamente lo comprendió. –¿Y creen que uno de nosotros es el agente? –Esa idea ha cruzado por nuestras mentes –dijo LaRone–. Bastante irónico, dado que intuyo que ustedes se estaban preguntando lo mismo acerca de nosotros. –Bueno, nosotros no somos –dijo Han firmemente. –¿Pueden probarlo? –Les hemos ayudado a acabar con esos otros piratas –le recordó Han–. No es la clase de cosas que los reclutadores suelan hacer. –Quizá el grupo de Purnham ya hubiera rechazado la invitación de los Cicatrices Sangrientas –señaló LaRone–. Nuestro prisionero dijo que su jefe tenía esa intención. En ese caso, ustedes podrían haber sido enviados aquí para dar una lección de ejemplo. –O quizá no les rechazaron –dijo Han–. En ese caso, sólo tenemos que quedarnos aquí sentados hasta que manden a alguien a por su respuesta. –¿Cómo, esperar otra semana? –LaRone negó con la cabeza–. No podemos permitirnos quedarnos parados tanto tiempo. –Quizá haya otra forma –habló Luke. LaRone le miró fijamente. –Somos todo oídos. –Si ellos realmente rechazaron a los Cicatrices Sangrientas, probablemente lo hicieran a través de la HoloRed –dijo Luke–. Si lo hicieron, y podemos acceder al registro de llamadas de la estación local, puede que el contacto siga allí.

Han hizo una mueca de fastidio. Un registro de llamadas era inútil en sí mismo; todo lo que mostraría sería los planetas a los que se ha llamado en una determinada franja de tiempo, e incluso un mundo tan pequeño como Purnham generaría un montón de tráfico de HoloRed. No había ninguna razón para que Luke lo mencionase siquiera a no ser que tuviera algo más que añadir a la mezcla. –Supongamos que podemos conseguir el registro –dijo LaRone, con un punto de genuino interés en su voz. Probablemente había razonado lógicamente del mismo modo que Han–. ¿Entonces qué? –Entonce nosotros... –¿Cuál es su interés en todo esto? –le cortó Han. Estaba bastante seguro de saber lo que Luke tenía en mente, y de ningún modo iba a conceder eso. No hasta que no supiera de que lado estaban LaRone y sus amigos. –El mismo que el suyo –dijo LaRone, frunciendo el ceño por la interrupción–. Sólo que en lugar de sólo evitar a los Cicatrices Sangrientas, nosotros queremos eliminarlos. –Echando la mano al bolsillo, extrajo una tarjeta de identidad de aspecto oficial–. Estamos con Seguridad de Navieras Agrupadas. –Oh –dijo Han, con los pelos de la nuca comenzando a erizarse–. Bueno. Supongo que está bien, entonces. –Ya te lo dije –murmuró Luke. Han hizo una mueca. Sí, el chico lo había dicho, de acuerdo. El problema es que el chico se equivocaba. –Pero creo que había empezado a decir algo, ¿no? –dijo Grave, alzando las cejas hacia Luke. –En realidad no –dijo Han, lanzando a Luke una mirada de advertencia–. A veces abre la boca antes de pensar bien las cosas. –Basta –exclamó secamente LaRone. Han se encogió ante el súbito destello de furia, dejando caer automáticamente su mano hacia la funda vacía de su bláster. –No más juegos –dijo LaRone, mordiendo las palabras–. Esos piratas son una amenaza para todo el sector. Si tienen información sobre ellos, díganla. Ahora. Han le miró, con el sabor amargo de la memoria lejana rezumando en la parte posterior de su lengua. Él tuvo una vez el mismo fervor noble, mucho antes de que la básica crueldad fundamental del Imperio le recorriera. Y era una pasión honrada que ningún pirata o asaltante podría siquiera fingir. Quienquiera que fueran esos hombres, no estaban con los Cicatrices Sangrientas. –Déjenme usar su comunicador un momento. LaRone estudió su rostro. –Aquí –dijo, dando un paso a un lado y señalando la puerta tras él. al otro lado de la puerta, como Han supuso, había una sala de descanso para la tripulación. –Podemos enlazarte a través del intercomunicador –dijo LaRone, señalando a una consola de ordenador de entretenimiento–. ¿Quiller? –¿Con quién quiere hablar? –preguntó una voz por el altavoz. –Con nuestro amigo del carguero de ahí fuera –dijo Han, sentándose ante el ordenador. Un teclado se alzó, y tecleó la frecuencia de comunicación de Casement–. Casement, aquí Solo. –Ya era hora –gruñó la voz de Casement–. ¿Están bien? Chewbacca dijo que habían subido a bordo del Suwantek...

–Estamos bien –interrumpió Han–. Porter dijo que usted había tenido un encuentro con los Cicatrices Sangrientas cerca de Ashkas-kov hace un par de meses. ¿Consiguió su vector cuando se fueron? –Sí –dijo Casement, sonando confundido–. Pero no veo razón para pensar que fueran a algún sitio en concreto. –Apuesto a que volvían a casa –dijo Han–. Porter nos dijo que todos estaban muertos menos usted, y que ellos pensaron que usted también o estaba. No había razón para que ellos ocultase a dónde se dirigían. –Supongo –dijo Casement–. ¿Quiere que le envíe el vector? –Si no tiene nada mejor que hacer –dijo Han, esforzándose mucho para no ser sarcástico. Esos tipos rebeldes podían ser ridículamente lentos a veces. –Claro –gruño Casement–. Espere a que aparte la bufanda de punto de cadeneta que estaba tejiendo. Han puso los ojos en blanco. Lentos e impertinentes. –Cuando quiera. –allá va –dijo Casement. –Lo tengo –confirmó la voz de Quiller. Han miró a LaRone. –¿Y ahora qué? LaRone miró a Grave. –Dígale que puede irse, con nuestro agradecimiento. –Nuestros nuevos amigos dicen que puede irse –transmitió Han–. Que tenga un buen vuelo. –Usted también –dijo Casement–. Y gracias por su ayuda. A usted y a sus nuevos amigos. Hubo un suave chasquido cuando se cortó el contacto. –allá va –informó Quiller. –Así que ahora todo lo que tenemos que hacer es acceder a la estación de HoloRed y ver qué tipo de mensajes se han enviado a sistemas a lo largo de ese vector– dijo Han–. Eso es más o menos lo que tenías en mente, ¿no, Luke? –Sí –confirmó Luke. –Esperemos que la gente de Navieras Agrupadas caiga bien ahí abajo –añadió Han, ojeando cuidadosamente a LaRone. El rostro del otro ni se inmutó. –Afortunadamente, no tendremos que averiguarlo –dijo–. Resulta que ya tenemos los registros de la HoloRed de Ciudad Agru desde justo después del ataque de los moteros. –Sonrió ligeramente–. Por eso estábamos nosotros en Drunos. Pensamos que lo que quedase de la banda podría haber llamado a su hermano mayor pidiendo ayuda. –Señaló a uno de los hombres que formaron la barrera anteriormente–. ¿Marcross? –Prepararé el programa –dijo Marcross, lanzando a Han una mirada especulativa conforme pasaba junto a él. Cruzó una puerta en el extremo de proa de la sala de descanso, y Han pudo vislumbrar la antecámara de una cabina antes de que la puerta volviera a cerrarse. –Él es Brightwater, por cierto –añadió LaRone, señalando al hombre restante. –Encantado de conocerle –dijo Han–. Supongo que nos vamos, entonces. ¿Pueden devolverme mi bláster? –¿Qué prisa tienen? –preguntó Brightwater. –Transportistas independientes, ¿recuerda? –dijo Han–. Tenemos un horario que cumplir.

–¿Qué horario? –replicó Brightwater–. No tienen ninguna carga. –Y tienen un hipermotor dañado –añadió Grave. –No está tan dañado –dijo Han. –Vayamos directos al grano –dijo LaRone–. El fondo de la cuestión es que no estamos seguros de querer perderles de vista aún. El pelo de la nuca de Han comenzó a erizarse de nuevo. –Les hemos dado ese vector –señaló. –Podría haber un sinnúmero de motivos por los que a los Cicatrices Sangrientas no les importaría que lo tuviéramos –replicó LaRone–. Podría conducir a una base que ya hubieran abandonado, o a una trampa. –Pero no se preocupe –le aseguró Grave–. Creo que encontrará sus alojamientos por encima de los estándares de los transportistas independientes. –Genial –gruñó Han–. Estamos muertos. –Si llama al wookie para que suba, nos iremos –dijo LaRone–. Que venga desarmado, por supuesto. –¿Qué pasa con nuestra nave? –preguntó Han, manteniendo una expresión neutral. Wookiee desarmado; eso sí que era un oxímoron–. No podemos dejarla aquí sin más. –¿Quiller? –preguntó LaRone. –No hay problema –dijo la voz del piloto–. Podemos asegurarla al collar de la escotilla y llevarla a remolque. –Está de broma –dijo Han, frunciendo el ceño–. El Halcón es tan grande como su nave. –Funcionará –le aseguró Quiller–. Créame; tenemos potencia de sobra. –Llame al wookiee –dijo LaRone–. Luego les mostraré sus alojamientos. La puerta de la cabina se deslizó cerrándose tras el gigantesco wookiee. LaRone comprobó dos veces la cerradura, y luego él, Brightwater, y Grave volvieron a la sala de descanso. Marcross y Quiller les esperaban allí. Marcross aún estaba sentado ante la consola del ordenador. –¿Se han acomodado felizmente? –preguntó Quiller. –Tan felizmente como era posible, que no es demasiado –le dijo LaRone–. ¿Opiniones? –Definitivamente hay algo que no encaja en ellos –dijo Brightwater–. Sólo que aún no sé qué es. –¿Hasta qué punto estamos seguros de que no están con los Cicatrices Sangrientas? –preguntó Grave–. Un agente listo podría haber sido capaz de inventarse ese tipo de historia para nosotros sobre la marcha. Puede que incluso tuvieran intenciones de aniquilar esas naves de piratas locales y endosarnos el muerto a nosotros. –Puede, pero eso no explica su trabajo en Ciudad Agru –señaló Quiller–. De acuerdo con los últimos informes, los asaltantes consiguieron escapar con cincuenta mil en metálico, junto con algunos pasajeros. –Los Cicatrices Sangrientas recogiendo a los supervivientes de la banda de moteros –murmuró Brightwater. –Con el robo como distracción o cobertura –dijo Quiller, asintiendo–. Y Solo y sus amigos difinitivamente trabajaban contra ellos. –¿Parte de una banda rival, entonces? –sugirió Grave. –Posible –dijo LaRone–. Pero a mí no me da la impresión de que sean piratas.

–¿Estás seguro de que no estás dejando que ese sable de luz te influya? –replicó Grave. LaRone soltó una risita. –No cuando la única otra persona a la que realmente he visto llevando uno es Lord Vader. –Es interesante que menciones a Vader –dijo Marcross pensativamente–. Había un rumor circulando hace un tiempo acerca de cierto agente especial imperial llamado la Mano del Emperador que había salido a escena. Rinde cuentas directamente al Emperador, supera en rango a prácticamente todo el mundo en el Imperio... –Y lleva un sable de luz –dijo de repente Brightwater–. Sí, yo he escuchado el mismo rumor. –La mayoría, rumores que no valen ni medio crédito, por supuesto –les recordó LaRone. –Pero es definitivamente la clase de cosa que Palpatine haría –señaló Marcross–. Mira cómo ha intentado soslayar los estamentos militares regulares con la OIS y los grandes almirantes. –¿Piensas que Luke podría ser esa Mano del Emperador? –preguntó dubitativo Grave–. No sé. De algún modo, no parece dar el tipo. –Quizá eso es lo que él quiere que creas –dijo Marcross. Sonó un pitido en el ordenador, y se giró de nuevo–. Lo tengo –dijo, mirando la pantalla–. LA correlación entre el vector de Solo y nuestros datos de la HoloRed nos da exactamente un sistema: Gepparin. Algunos establecimientos agrícolas, un complejo minero de gran tamaño, y no mucho más. –Buen lugar para un escondite pirata –comentó Brighwater–. ¿A qué distancia está? –Unas cuarenta horas –dijo Marcross. Alzó una ceja a LaRone–. Confío en que no estemos planeando enseñar a nuestros huéspedes nuestros brillantes vestidos blancos, –No hay de qué preocuparse –dijo LaRone–. Mientras estén encerrados en sus camarotes, podemos ir y venir a nuestro antojo. –Hablando de cerrar, espero que alguien haya recordado cerrar los armarios en esas tres habitaciones. –Yo lo hice –le aseguró Brightwater–. Hay una sencilla secuencia en los ordenadores de los camarotes que permite bloquearlos o desbloquearlos. ¿Qué hay de los dos niños de la bodega? –Las fuerzas de seguridad de Purnham nos los van a quitar de encima –dijo Quiller–. Su lanzadera celular ya está de camino. –Bien –dijo LaRone–. Quiller, establece curso a Gepparin. Nos iremos en cuanto los prisioneros estén fuera.

Capítulo Trece El entrenamiento de Mara había incluido supervisión básica de operación de naves estelares, pero en su mayor parte había sido orientado a naves militares. Afortunadamente, Tannis parecía saber desenvolver en naves civiles como el Camino de Happer, al igual que los dos hombres que el coronel Somoril había enviado con ella. Mara había tratado ocasionalmente con hombres de la OIS, y generalmente resultaban ser fríos como el hielo. Pero incluso para esa norma Brock y Gilling eran excepcionales. Eran indoblegablemente formales, limitándose a interactuar entre ellos y permaneciendo separados de ella y Tannis lo máximo posible. Incluso cuando recibían y llevaban a cabo órdenes, no hablaban más de lo necesario, a menudo terminando u trabajo en completo silencio. No hacían preguntas, ni comentarios, no protestaban ni charlaban. Por la compañía que ofrecían, Ozzel igualmente podría haberle dado un par de droides de mantenimiento. Como resultado, Mara se enfocaba en Tannis, pasando con él el mayor tiempo libre posible para intentar aprender todo lo que pudiera acerca de ese nido de gundarks hacia el que estaba volando. Aparentemente, los Cicatrices Sangrientas sólo llevaban dos años en Gepparin, y en ese tiempo se habían hecho con el control del gran complejo minero. Habían establecido su base en una mitad, explicó Tannis, dejando que la otra mitad aún extrajese mineral de baja calidad como tapadera para sus otras actividades. La mayoría de sus botines se llevaban directamente a la base, donde se repartían y se embalaban en contenedores de mineral, y se enviaban directamente a los compradores o a diversos almacenes como la operación de los Hermanos Birtraub en Crovna. –Pero hay unos pocos cargamentos que van directamente a Caaldra –añadió Tannis, mientras dibujaba un boceto del plano de la planta de la base–. En realidad, se suponía que esta nave era uno de ellos. Llevarla a Gepparin podría causarnos problemas. –Échale la culpa a Shakko por morir con esa información en lugar de rendirse como le dije que hiciera –dijo Mara. –Échale la culpa a quien quieras, pero nos va a causar problemas –advirtió Tannis–. Espero que tus colegas de ahí atrás sean buenos luchadores. Y que no empiecen a disparar antes de tiempo. –El capitán Ozzel no nos habría dado a nadie más que a los mejores –le aseguró Mara, deseando poder creerlo realmente. Conociendo a la OIS, era más probable que Somoril hubiera elegido un par de prescindibles–. ¿Cuánto personal hay habitualmente en la base? –Depende de si hay alguna nave allí –dijo Tannis–. A tiempo completo, sólo hay unos treinta o así, pero un par de naves descargando podría doblar eso. –¿alguna idea de cuantas naves puede haber allí ahora mismo? Tannis negó con la cabeza. –Con todas esas bandas que Caaldra y el Comodoro han estado trayendo al nido, su suposición puede ser tan buena como la mía. Mara asintió. Aparentemente, tendrían que averiguarlo por las malas. –Entonces, ¿qué hay detrás de todo esto? Asumo que Caaldra es lo bastante listo para darse cuenta de que crear una inmensa banda de piratas es una invitación a que Shelkonwa y el Centro Imperial caigan sobre vosotros. –Caaldra es principalmente ruido –dijo Tannis desdeñosamente–. Bueno, ruido y créditos. –¿alguna idea de cuánto ha gastado en toda la operación?

–En realidad no –dijo Tannis–. Pero va de uno a cinco millones directamente a cada grupo que se apunta, más una bonificación si tienen muchas naves o habilidades especiales o algo. Y el Moff Glovstoak había desembolsado una cantidad entre seis y ochocientos millones de dinero malversado en las obras de arte que Mara había encontrado en su caja fuerte. En función de cuanto de eso había llegado a Caaldra y los Cicatrices Sangrientas, podrían enfrentarse a una coalición de más de un centenar de bandas de ladrones. Todas ellas, aparentemente, en este único sector. ¿Qué hacía tan especial a este sector? –Bueno, estoy segura de que el Comodoro conoce todo eso –dijo Mara. Tannis soltó un bufido. –La cuestión es: ¿podrá lograr que se lo diga? Mara se encogió de hombros. –Lo averiguaremos. Gepparin era un mundo frío y oscuro orbitando una estrella roja, parte de un sistema ternario que también incluía una estrella amarilla más pequeña y una blancoazulada muy brillante. Tannis les había trazado un rumbo entre las dos estrellas más brillantes y les estaba conduciendo hacia el planeta cuando llegó el primer problema. Se trataba, sin gran sorpresa, de un problema perfectamente civil. –Carguero rendili en aproximación, aquí Control de Aterrizaje de Gepparin –dijo una voz refinada–. Por favor, identifíquese y diga para qué corporación de transportes trabaja. –Hey, Capper, soy Tannis –dijo Tannis–. ¿Está por ahí el Comodoro? Hubo un breve silencio. –¿Qué estás haciendo aquí, Tannis? –preguntó Capper. Ya no sonaba ni mucho menos tan refinado–. ¿Dónde está Shakko? –Sigue con la Cabalgata, tenía algún trabajo que hacer en ella –le dijo Tannis, lanzando a Mara una mirada furtiva–. Tenemos posibles nuevos aliados a bordo. –¿Posibles aliados? –dijo Capper de mal genio–. ¿Los traes aquí y son sólo posibles aliados? –Cañones láser activándose –murmuró Brock desde la estación de sensores detrás de Mara. –¿Dónde? –murmuró a su vez Mara. –A medio camino de esas torres de perforación –dijo, señalando la intrincada trama de edificios y estructuras de apoyo en la pantalla principal. –Eh, tranquilo, Capper –recriminó Tannis–. Quieren unirse; confía en mí. Tan sólo necesitan ultimar los detalles. –De acuerdo; jugaremos –dijo Capper–. Plataforma Ocho. No bajéis la rampa hasta que el comité de bienvenida haya llegado. El comunicador se apagó con un chasquido. –¿Qué clases de naves estamos detectando? –preguntó Mara. –Aparte de cuatro pequeños transportes de mineral intrasistema, veo dos auténticos cargueros –informó Brock–. Probablemente ambos sean piratas. –Lo son –confirmó tensamente Tannis. Ahora que ya no tenía un papel que interpretar, la tensión había vuelto a su voz–. Por el tamaño, diría que con entre quince o

veinte tripulantes cada uno. Lo que significa que habrá cerca de un total de setenta piratas en tierra. –Estoy más interesado en ese comité de bienvenida –dijo Gilling con voz lúgubre. –¿Acaso os esperabais una puerta abierta y la llave a los alojamientos del Comodoro? –replicó Tannis con un gruñido–. No confían en vosotros. Yo tampoco lo haría si estuviera ahí abajo. –Calmaos, todos –ordenó Mara–. Iremos desarmados y les convenceremos de que somos inofensivos. –¿Qué quiere decir con desarmados? –preguntó Gilling. –La palabra es bastante explícita –le dijo Mara–. Sin armas, sin equipos que alguien pueda pensar que sean armas, ni dispositivos inofensivos que puedan convertirse en armas. –Os quitarían cualquier cosa similar de todas formas –dijo Tannis. –Exactamente –dijo Mara–. Y, por encima de todo, tranquilidad. No estamos aquí para comenzar una pelea. Estamos aquí para hablar educadamente con posibles aliados, conseguir algo de información, y marcharnos –Miró a Tannis–. Pacíficamente – añadió. La plataforma 8 era un círculo de pesadas rejillas rodeado claustrofóbicamente en tres lados por torres de perforación, pasarelas y vigas de soporte interconectadas. Se trataba de un área a la que era difícil acceder, y de la que sería aún más difícil salir. Tannis, por suerte, estaba acostumbrado a ese reto, dirigiéndoles a través de las obstrucciones sin problemas. Mientras posaba el carguero en el centro de la rejilla, Mara pudo ver al comité de bienvenida prometido salir de los edificios y hangares de mantenimiento frente a ellos. Eran cerca de dos docenas en total, entre humanos y alienígenas, la mitad de ellos apelotonados en un par de deslizadores de superficie que se aproximaban, y los otros caminando dispersos a una distancia prudencial. Todos ellos iban armados con armas de mano enfundadas, rifles bláster, o ambos. –Y tendrán armas más pesadas apuntándonos desde las torres de perforación y los soportes de las pasarelas –advirtió Tannis mientras apagaba los sistemas–. Intentad cualquier cosa, y os convertirán en cenizas sin que podáis moveros. –Nadie va a intentar nada –prometió Mara, mirando por el parabrisas. El laberinto de estructuras que les rodeaba, sumado a la luz relativamente tenue del sol rojo de Gepparin, creaba un laberinto de pequeñas sombras que se prolongaba cruzando la zona minera hasta la mitad del complejo que conformaba la base pirata–. Tan pronto como termines de apagarlo, ven a la rampa –ordenó a Tannis mientras se dirigía a la puerta de la cabina–. Brock, Gilling, id con él. –¿Dónde vas? –preguntó Tannis, suspicaz. –Estaré allí ante de que tengas que abrir –le dijo Mara, y salió. Ella sabía que los piratas podrían estar vigilando las escotillas y los paneles de acceso en previsión de cualquier truco que sus visitantes pudieran tener planeado. Por suerte, Mara tenía en mente otra cosa. Llegó a la sala de motores y levantó la cubierta del acceso de mantenimiento que conducía a un respiradero termal bajo los motores. Tomando un par de guantes de combate negros de su traje de salto verde oscuro, deslizó uno por cada extremo de la empuñadura de su sable de luz, dejando sólo al descubierto unos pocos centímetros de metal brillante de la parte central. En aquella relativa oscuridad, los guantes debería ocultar adecuadamente el arma ante ojos poco amigables. Deslizando el arma por la apertura, usó la Fuerza para dirigirla por el estrecho conducto, girando una esquina, hacia la salida de aire.

Los demás estaban esperando junto a la escotilla de salida cuando llegó. –¿Hay algo? –preguntó mientras recogía rápidamente su cabello en una coleta para que no le estorbase, asegurándolo con un pasador decorativo con forma de abanico. –Aún no han llamado a la puerta, si es lo que estás preguntando –dijo Tannis–. Probablemente estén inspeccionando el casco en busca de cualquier lindeza que podamos haber hecho. –Pueden hacerlo con toda tranquilidad –dijo con calma Mara. Haría falta un examen muy minucioso de la apertura de escape de aire para ver el sable de luz cubierto con los guantes, y no esperaba que fuesen tan concienzudos. Al menos, no hasta que hubieran dado un buen vistazo a la tripulación de la nave. Desde el exterior llegó el seco golpe de una culata de bláster golpeando contra metal. –allá vamos –dijo Tannis, respirando profundamente y desbloqueando la entrada. Indicando a Brock y Gilling que ocuparan la retaguardia, Mara le siguió. La docena de hombres de los deslizadores terrestres estaban aguardando, dispersos en un semicírculo de vigilancia estándar a pocos pasas del final de la rampa, con las armas desenfundadas y listas. –Eh, Bobbler –dijo Tannis, dirigiéndose al hombre de gran estatura que ocupaba el centro del arco–. ¿Podríais apuntar esas cosas a algún otro lado? –No avancéis más –ordenó Bobbler, con la mirada pasando rápidamente de Mara a los dos hombres de la OIS–. Tannis, acércate. Solo. En silencio, Tannis obedeció. El pirata a la derecha de Bobbler se adelantó con un escáner de mano y lo pasó rápidamente sobre el cuerpo de Tannis. –Parece estar limpio –anunció. –Sí, y las apariencias pueden matarte –dijo Bobbler, volviendo a fijar la mirada en Mara–. Lo comprobaremos dentro. Tú... chica... acércate. –Mi nombre es Celina –dijo Mara mientras se acercaba a él. –Como sea –dijo Bobbler, mirándola de arriba a abajo–. ¿Qué eres, el premio especial? –Forma parte de una banda... –comenzó Tannis. –Cállate –le cortó Bobbler–. Vinis, Waggral... cacheadla –Sonrió con maldad–. Veamos si tiene algo interesante. Dos de los piratas enfundaron sus blásteres y avanzaron pavoneándose. –Espera un momento –dijo alarmado Tannis, elevando la voz–. Bastaría con que Jorhim la escanease... –Si tengo que volver a decirte que te calles, será con la culata de mi bláster – gruñó Bobbler–. ¿Es algo especial para ti o algo? Tannis apretó firmemente los labios, pero Mara pudo ver cómo tragaba saliva. Girándose ligeramente, lanzó una mirada de advertencia a Brock y Gilling, y luego se giró de nuevo para encararse con Bobbler. –Realmente no debería tratar a los invitados de este modo –comentó. –¿Ah? –replicó–. ¿De qué modo? Los otros dos hombres llegaron a la altura de Mara, y los dedos del primer hombre comenzaron a cerrarse alrededor de su antebrazo derecho. Mara retrajo el brazo como respuesta, y el movimiento rompió su agarre parcial al mismo tiempo que le hacía perder ligeramente el equilibrio. Maldiciendo entre dientes, se lanzó hacia ella, intentando agarrar de nuevo el brazo. Mara dio un pequeño paso para alejarse de él, y se agachó de repente cuando el segundo hombre también trató de agarrarle. Sus cuatro manos cruzaron inútilmente el aire bajo su cabeza; lanzando sus propias manos a ambos

lados, Mara lanzó un doble puñetazo en sus expuestos estómagos, y luego extrajo hábilmente sus blásteres de sus fundas. Los hombres se recuperaron de los puñetazos y volvieron a intentarlo. Pero de nuevo fueron una fracción de segundo demasiado lentos. Mara se puso en pie, oscilando los blásteres hacia arriba al hacerlo para golpearles fuertemente en las mandíbulas. Mientas se tambaleaban hacia atrás, volvió a girar las armas a su posición de disparo y apuntó con ambas a Bobbler. Mantuvo durante un instante esa postura, estirándose con sus sentidos mientras evaluaba el asombrado silencio que la rodeaba. Antes de que ninguno de los piratas pudiera recuperarse lo suficiente para empezar a preguntarse si debería intentar ser un héroe, ella alzó las armas y apuntó al cielo. –Me refiero a que sus hombres deberían desarmarse antes de cachear a la gente – dijo suavemente. Volviendo a girar los blásteres en sus manos para agarrar los cañones, avanzó ofreciéndolos a Bobbler. Él ignoró las armas, con los ojos fijos en ella. –¿Se supone que eso debía impresionarnos? –preguntó. –En realidad esperaba que sí –dijo–. Shakko dijo que pagaban pluses de inscripción a la gente con talentos especiales. Bobbler soltó una risita de desdén. Sin embargo, Mara pudo ver un nuevo nivel de respeto en sus ojos. –Yo no veo nada especial –dijo con aire despectivo mientras le recogía finalmente los blásteres–. Y de todas formas no te vas a ir sin que te registremos. En silencio, Mara separó sus brazos a los lados. Bobbler dudó, luego captó la mirada del hombre del escáner y le indicó que avanzase. Mara mantuvo su postura mientras él pasaba rápidamente y un poco cauteloso el escáner sobre su cuerpo. –Está limpia –dijo el hombre–. ¿Quieres que se lo pase a los otros? Bobbler lanzó una mirada especulativa a Brock y Gilling. –¿Vosotros dos también queréis ser un problema hoy? –desafió mientras indicaba a Vinis y Waggral que se acercasen, devolviéndoles sus blásteres. –Ellos no hacen nada sin que yo lo ordene –dijo Mara antes de ninguno pudiera responder–. Si quiere registrarlos a la antigua usanza, adelante. Casi esperaba que Bobbler se echara atrás. En cambio, asintió e hizo un gesto, y cuatro hombres más salieron de la fila. Esta vez, uno de cada pareja tendió antes su bláster a su compañero. Los compañeros, por su parte, se aseguraron de quedarse bien fuera del alcance. Los registros fueron rápidos y concienzudos. Mara trató de leer a los imperiales mientras los piratas introducían bruscamente sus manos entre sus ropas, pero si alguno de ellos estaba enfadado o disconforme ella no pudo sentirlo. –Tannis, ve con Rer’chof –ordenó Bobbler cuando hubieron terminado–. Jorhim, toma un escuadrón y chequea la nave, y quiero que lo hagáis hasta el último tornillo. Vosotros –señaló a Mara y a los imperiales– venid conmigo. Les condujo a uno de los deslizadores terrestres, indicando a Mara, Brock y Gilling que ocupasen los asientos traseros mientras que él ocupaba el asiento del conductor. Uno de los otros piratas se sentó a su lado, girándose y apoyando la boca de su bláster como advertencia sobre el reposacabezas del asiento. Vinis y Waggral ocuparon la parte posterior, blásteres en mano. Tannis y uno de los otros piratas ocuparon el segundo deslizador de superficie, y partieron. Mara dejó que se alejasen unos veinte metros, y entonces se giró en su asiento para mirar al Camino de Happer.

–Espero que sepan cómo registrar adecuadamente una nave –comentó para nadie en concreto. Volviendo sus ojos hacia la popa, usó la Fuerza para deslizar su sable de luz cubierto por guantes fuera de la apertura térmica. Bobbler gruñó. –No te preocupes, no romperán nada. No había signos de reacción ante la aparición del sable de luz. Bajando el arma hasta la rejilla de la plataforma, Mara la envió silenciosamente hacia un la pluma de una grúa cercana, recorriendo los laterales, manteniéndola en las sombras tanto como podía. –A menos que necesite que se rompa –añadió Vinis, clavando su bláster en el hombro de Mara para enfatizar sus palabras. –Me alegra oír eso –dijo Mara. El sable de luz estaba cerca de la estación de operación de la grúa; cambiando la dirección, hizo que empezase a recorrer una de las vigas de apoyo horizontales, siguiendo una trayectoria paralela a la del propio deslizador. Bobbler les condujo rodeando uno de los edificios de apoyo, entre un par de torres de separación, y cruzando un puente porticado hacia la otra mitad del complejo. Durante todo el trayecto Mara hizo que el sable de luz les siguiera, con la pequeña sección de metal descubierto apenas visible. Cuando se alejaron de las estructuras y maquinarias más altas, envió el arma hacia la sombra de un cable de guía, y cuando el cable se alejó formando un ángulo hacia una sección de pared del acantilado, hizo que saltase brevemente por el aire hasta el conjunto formado por los edificios de dos y tres plantas unidos hacia los que conducía Bobbler. Muchas de las ventanas mostraban luces; escogiendo una zona oscura del piso superior de uno de los edificios más altos, ocultó el sable de luz en el canalón de recogida de aguas pluviales que corría alrededor del tejado, justo sobre la ventana. Bobbler aparcó en el exterior de una de las puertas y lideró la marcha al interior de lo que probablemente hubiera sido en otra época la sala de preparaciones de los mineros. Había sido convertida en un centro de bienvenida al estilo pirata, completo con escáneres, paredes desnudas y una docena más de piratas armados. Bajo sus atentas miradas, Mara y sus compañeros fueron pasando por cada uno de los escáneres, en una secuencia diseñada para estudiarles progresivamente, desde la ropa y la piel hasta casi a nivel molecular. Los piratas prestaron especial atención a su pasador de pelo, haciéndolo pasar por su propio conjunto de escáneres. –Parece correcto –dijo Bobbler cuando hubieron terminado–. Tú... Celina... ven conmigo. –¿Qué hay de mis hombres? –preguntó Mara. –Ellos van a otro sitio –dijo Bobbler, devolviéndole el pasador y esperando mientras ella volvía a colocárselo en el pelo. Luego, tomando una escolta de cuatro hombres, le condujo a través de una puerta blindada a un laberinto de salas y pasillos y tubos de conexión. Finalmente, dos edificios más allá, llegaron a una gran sala, caliente y húmeda. En el centro del suelo había una gran piscina ovalada, que parecía generar la mayoría del calor y toda la humedad. Cuatro altos hombres armados estaban de pie rodeando el bordillo de la piscina, con las caras y las ropas empapadas, observando como Mara y su escolta se aproximaban. Flotando en la piscina había un hombre. Un hombre de poca estatura, delgado y pulcramente afeitado, como Mara pudo observar cuando Bobbler le condujo hacia la piscina. Llevaba puesto un traje flotador completamente blanco, con los brazos y las piernas ligeramente abiertos mientras flotaba en el agua suavemente ondulada. Una suave venda para los ojos, también blanca, cubría su cara desde la frente hasta la nariz. A cada lado de la sala, aparentemente

aprovechando el calor y el vapor, había otros cinco hombres vestidos con gruesos albornoces blancos y toallas sobre sus cabezas. Los guardaespaldas de repuesto, sin lugar a dudas. –Acercaos –dijo el hombre de la piscina mientras se aproximaban–. ¿Este es nuestro audaz ladronzuelo de naves? –Así es, Comodoro –confirmó Bobbler, indicando a Mara que caminase al extremo de la piscina–. Se hace llamar Celina. –Bonito nombre –dijo con aprobación el Comodoro–. ¿Tienes voz, Celina? –Sí, Comodoro –dijo Mara. –Excelente –dijo el Comodoro–. Descríbete para mí. Frunciendo el ceño, Mara miró a Bobbler. El otro asintió y le indicó que continuase. –Tengo una estatura media –comenzó. –¿Cuánto exactamente? –interrumpió el Comodoro. –Metro sesenta –le dijo Mara–. Complexión esbelta, cabello dorado rojizo, y ojos verdes. –¿Cómo vas peinada? –En este momento, con una coleta sujeta con una peineta –dijo Mara. –Prefiero que las mujeres lleven el pelo suelto –dijo el Comodoro–. Suenas bastante atractiva. ¿Lo eres? Mara miró a Bobbler, quien se limitó a encogerse de hombros. –Varios pretendientes así lo han dicho en ocasiones –dijo. –Bien –dijo el Comodoro–. Por favor, no me rechaces como si fuera un excéntrico, o peor, un loco. Lo que hago aquí es silenciar el resto de mis sentidos, lo mejor para escuchar tu voz y juzgar tu honestidad. ¿Eso te preocupa? –En realidad no –dijo Mara, no del todo sincera. Algunos miembros de la corte del Emperador habían experimentado con trucos de aletargamiento sensoriales similares con el mismo propósito, y algunos de ellos se habían convertido en verdaderos adeptos. Dependiendo de las habilidades del Comodoro, podría ser capaz incluso de rastrear las mentiras de un agente imperial entrenado. O, al menos, las de un agente imperial normal. En el caso de Mara, ella tenía trucos de igual sutileza que podía usar contra él. Haciendo uso de la Fuerza, comenzó a agitar suavemente el agua. –Bien: vayamos al grano –dijo el Comodoro–. Tengo entendido que os gusta secuestrar naves. –No es que nos guste, necesariamente –dijo Mara–. Pero sí, es nuestro trabajo. El Comodoro apretó los labios. –Tengo entendido que os gusta secuestrar mis naves. –Mis disculpas –dijo Mara, comenzando a agitar parte del agua en la otra dirección. Las suaves olas tomaron la apariencia de un enrejado igualmente suave cuando los nuevos patrones chocaban con los antiguos–. En mi defensa, déjeme recordarle que aún no era su nave cuando comenzamos nuestra operación. Ciertamente, si hubiéramos sabido que los Cicatrices Sangrientas estaban interesados, nos le habríamos puesto las manos encima. –¿Qué planeabais hacer con el cargamento? –Venderlo, desde luego –dijo Mara, dejando vagar su mirada. Había un puñado de respiraderos con persianas distribuidos por la habitación donde las paredes y el techo se unían. Haciendo uso de la Fuerza de nuevo, abrió dos de las persianas un poco más que el resto–. Ciertamente, nosotros no tenemos ningún uso que darles a los AT-ST. –¿Quién era vuestro comprador?

–Aún no teníamos ninguno –dijo Mara. Una ligera brisa cruzó su rostro; apresuradamente cerró un poco los respiraderos. La idea era añadir una pequeña distracción a los otros sentidos del Comodoro, pero a un nivel lo bastante bajo como para que ni siquiera se diese cuenta–. Pero probablemente lo hubiéramos intentado primero con los hutts. –Un cargamento altamente valioso –dijo el Comodoro–. ¿Y a pesar de ello Shakko os permitió salir volando con él sin más? Mara se encogió de hombros. –El Camino de Happer podía volar; el Cabalgata no. Shakko y yo discutimos la situación y decidimos que probablemente usted preferiría tener un carguero con cargamento a tener sólo el cargamento. –¿Y entonces Shakko os permitió salir volando con él sin más? –repitió el Comodoro. Mara reprimió una mueca. O bien él había notado algo en su voz justo en ese momento, o bien las distracciones estaban empezando a afectarle y quería una segunda respuesta para estar seguro. –Hizo que Tannis subiera a bordo para asegurarse de que no hacíamos nada extraño –le recordó. –Como si Tannis hubiera podido deteneros –dijo desdeñosamente el Comodoro. –Bueno... probablemente no –concedió Mara–. De todas formas, lo hemos entregado intacto. –Muy inteligente por vuestra parte –dijo el Comodoro–. ¿Mencionó por casualidad Shakko que el cargamento no es mío, sino que pertenece a nuestro patrón? –Sí, discutimos ese aspecto –confirmó Mara, sintiendo que se le aceleraban un poco los latidos. Patrón. Si ahora tan sólo fuera capaz de hacer que mencionase un nombre...–. Llegamos a la conclusión de que... –Estás mintiendo. Mara se quedó helada. ¿Había sentido el súbito aumento de interés bajo sus palabras? –No estoy mintiendo –protestó, intentando ganar algo de tiempo. Habría que librarse primero de los cuatro guardaespaldas más cercanos, y tendría que asegurarse de conseguir al menos un bláster en el proceso. –Sí lo estás –replicó el Comodoro–. Shakko nunca habría mencionado a nuestro patrón. Y con eso, Mara sintió que su tensión se disolvía. Así que no había escuchado nada incriminatorio, sino que simplemente estaba usando la suposición y la lógica contra ella. –Bueno, pues lo hizo –insistió–. Nos dijo que alguien llamado Caaldra estaba esperando la mercancía. –¿Caaldra? –De repente, el Comodoro comenzó a reír, desvaneciendo la suspicacia al tiempo que el movimiento enviaba pequeñas olas por el agua–. Oh, no, no. Caaldra no es nuestro patrón. Tan sólo trabaja para él. –Ah –dijo Mara, añadiendo un poco de avergonzado disgusto en su voz. Por norma general, siempre que un oponente encontraba un modo de sentirse superior a ella, aunque fuera por una minucia, le parecía una buena estrategia nutrir ese malentendido–. Bueno, por el modo en el que Shakko hablaba, desde luego parecía que fuese un patrón. –Estoy seguro de que sí –dijo el Comodoro. El breve destello de humos había desaparecido–. Dime cómo secuestrasteis la nave. –No fue difícil –dijo Mara–. Superamos a la tripulación...

–¿Cómo superasteis a la tripulación? –cortó el Comodoro–. ¿Qué salas y estaciones tomasteis primero? ¿Quién de vosotros hizo ese trabajo? Quiero detalles. ¿Les estarían haciendo esas mismas preguntas a Brock y Gilling, por separado, para poder comparar las respuestas de los tres? Probablemente. Por suerte, Mara ya había anticipado eso. –Lo siento –dijo–. Esos detalles son lo que nos distingue den este negocio. No se los revelamos a nadie. –¿Ni siquiera si ordeno que os maten a todos como consecuencia? –Si ordena que nos maten, entonces moriremos –replicó Mara–. Pero con eso terminaría cualquier probabilidad de que nuestras organizaciones pudieran trabajar juntas, lo que significaría que ustedes continuarían arrasando las naves de sus víctimas en lugar de capturarlas intactas. alzó sus ojos hacia los cuatro hombres sudorosos que permanecían de pie en extremo más lejano de la piscina. –Y además tratar de matarnos podría costarle más hombres de los que creo que está realmente dispuesto a perder –añadió. –¿Eso es una amenaza? Mara agitó la cabeza. –Tan sólo es constatar un hecho. –Desde luego –dijo el Comodoro, dando un tono tenebroso a su voz–. Hechos. La verdad, cuidadosamente empaquetada. Quizá yo debería entregar tu cuidadosamente empaquetado cuerpo a mi patrón. Era su cargamento lo que robaste, después de todo. – alzó la voz–. ¿Qué te parece, Caaldra? ¿Le gustaría tener una guapa ladronzuela de naves para jugar? –Estoy seguro de que la encontraría fascinante –dijo una voz familiar desde el lado derecho de la sala. Mara giró la cabeza. Los cinco hombres en albornoz sentados allí habían arrojado las toallas que ocultaban sus rostros. El del medio era Caaldra, flanqueado por dos hombres altos que no pudo reconocer. En el extremo derecho de Caaldra, mirándola con una tensa cara, enrojecida por el calor, estaba Tannis. –¿Quiénes son? –preguntó Mara. –Bueno, ese es Caaldra –dijo el Comodoro mientras Caaldra y dos de los hombres se acercaban a la piscina–. El hombre al que pertenece tu cargamento robado... y el hombre que vino aquí a prevenirnos sobre ti, Celina, Ladrona de Naves –Hizo una pausa dramática, y algo en la mitad de la cara que Mara podía ver le advirtió de que súbitamente él estaba escuchando muy bien–. ¿O debería decir Celina, Agente Imperial? En silencio, sin ninguna orden evidente, los cuatro hombres a la cabecera de la piscina desenfundaron sus blásteres. Con un supremo esfuerzo, Mara mantuvo la expresión de su rostro mientras miraba la apurada expresión de Tannis. De modo que todos sus instintos, por no mencionar sus amenazas y sobornos, no habían servido de nada. Tannis la había traicionado. –Oh, ¿ahora soy una agente imperial? –replicó, poniendo un poco de desprecio en su voz. Desde luego, no era cuestión de ponerles las cosas fáciles–. Qué conveniente. Para alguien. –¿De qué estás hablando? –preguntó el Comodoro. –Estoy hablando de lo conveniente que es que haya un forastero en la ciudad al que tus amigos puedan señalar con el dedo. –Miró a Caaldra mientras éste se detenía a un par de metros de ella–. Déjeme adivinar. ¿Las cosas no estaban yendo muy bien por su parte? El rostro de Caaldra se endureció.

–Buen intento, Imperial, pero estás perdiendo tu tiempo –gruñó–. El Comodoro sabe quién soy yo. –Nunca he dicho que no lo supiera –replicó Mara, intrigada por la intensidad de su respuesta. ¿Eso significaba que las cosas realmente no estaban yendo bien para él y su patrón?–. Sólo indico que endosarle las culpas a otro es un modo tradicional de intentar escabullirse de los problemas. Espera poder azuzarle para que continuase despotricando y quizá dijera algo útil. Pero el momento había pasado, y volvía a estar equilibrado de nuevo. –Parece justo lo que tú estás intentando hacer ahora –respondió con calma. –Sólo estoy tratando de evitar que el Comodoro cometa un error que pueda costarle potenciales aliados, y que posiblemente pueda costarme a mí la vida –dijo Mara–. Así que dejemos de hacer poses y soltar exabruptos, y busquemos la forma de que pueda demostrar quién soy. –Podrías decirnos exactamente cómo te hiciste con el Camino de Happer, como te preguntó el Comodoro –dijo Caaldra–. O podrías llevarme a tu supuesta base para hablar con tu supuesto jefe. –No hasta que tengamos un trato –dijo Mara firmemente, parte de ella preguntándose por qué seguía jugando a ese juego. La traición de Tannis había convertido todo el asunto en algo bastante ridículo. Y entonces, de repente, lo supo. Tanto Caaldra como el Comodoro se habían referido a ella simplemente como un agente imperial. Pero Tannis sabía que su verdadera identidad era la Mano del Emperador. Volvió a mirar a Tannis, dándose cuenta ahora de que la tensión en su rostro no se debía a la traición, sino a la certeza de que su cabeza estaba en el bloque de ejecuciones justo al lado de la de Mara. Y con eso, súbitamente encontró la forma de salir de esa. –Miren, tan sólo pregúntenle a Tannis –ofreció, señalándole–. Estaba allí; vio cómo las defensas del Camino de Happer cayeron prácticamente antes de que lanzasen su ataque. Pregúntenle a él cómo un agente imperial podría haber sabido que iban a atacar a ese carguero en particular. –Volvió a mirar a Caaldra–. A menos que también estén sugiriendo que Shakko o uno de sus hombres filtró esa información. Caaldra le miró fijamente. Pero claramente no tenía respuesta. –¿Tannis? –invitó el Comodoro. Tannis lanzó a Mara una mirada encubierta, y no hacía falta la Fuerza para darse cuenta de que estaba invadido por un silencioso pánico ante la perspectiva de tratar de mentir al Comodoro, especialmente allí, en su cámara detectora de la verdad privada. Pero, en realidad, no había necesidad de preocuparse. Mara estaba de nuevo tranquila, y con la tranquilidad vino el control de la situación. Haciendo uso de la Fuerza, dio un ligero golpecito en uno de los blásteres de los guardaespaldas, haciendo caer el arma de su mano. Él trató de recogerla. Lo intentó de veras. Pero el calor de la sala había dejado tanto sus manos como el propio bláster cubiertos de sudor, y no hubo ningún indicio de nada que alertara de antemano sus reflejos, y simplemente no tuvo bastante tiempo. El arma se deslizó en sus intentos desesperados de atraparla, rebotando con ecos metálicos en el suelo embaldosado, y aterrizó con un resonante chapuzón en la piscina. Mara casi esperaba que el Comodoro bramase de sorpresa o furia. Pero no emitió ni un sonido mientras se balanceaba sobre el nuevo patrón de olas, con los ecos desvaneciéndose. De algún modo, pensó Mara, su falta de reacción resultaba más desconcertante que cualquier estallido que pudiera haber tenido.

Ciertamente, el infractor parecía pensarlo. Se quedó helado, con el rostro palideciendo bajo el brillo del sudor. El Comodoro dejó que el silencio lo inundara todo durante otros cinco o seis segundos, y entonces tomó una tranquila bocanada de aire. –Deberías recuperar tu arma, Nirsh –dijo, con voz casi calmada. El rostro de Nirsh palideció un poco más. –Sí, señor –dijo, dejándose caer sobre sus rodillas e introduciendo hasta el hombro su brazo derecho en la piscina. Tras tantear un poco, extrajo el goteante bláster. –Y ahora te pondrás en posición de firmes –dijo el Comodoro–. ¿Tannis? –¿Sí, señor? –dijo Tannis. Su expresión no había cambiado, pero Mara podía sentir el alivio en sus ojos–. Oh... sí, señor. Realmente no sé cómo lo hicieron, señor. Pero tiene razón. Estaban ofreciendo una lucha realmente buena... ya habían volado una buena zona junto a la antena de comunicaciones, de hecho... cuando de pronto simplemente se detuvieron. –O quizá simplemente decidieron dejaros vivir para poder encontrar esta base – sugirió con aire tétrico Caaldra. –¿Por qué molestarse? –replicó Mara–. Cualquier agente imperial que merezca ese nombre podría haber realizado un volcado de datos del ordenador de navegación de una nave destruida. –alzó las cejas–. Y un agente imperial no habría venido aquí solo. Habría traído una legión de tropas de asalto y algo de soporte aéreo serio. –Quizá se perdieron por el camino –replicó Caaldra. –Qué descuidados –dijo Mara con sarcasmo–. Cuando lleguen, háganmelo saber. –Se volvió de nuevo hacia el Comodoro–. Entonces, Comodoro, ¿está interesado en trabajar con nosotros, o no? Por un instante, no respondió. Luego, cuidadosamente, se impulsó hasta el borde de la piscina y apoyó una mano en él, dejando que sus piernas se hundieran fuera de la vista en el agua. –Me intrigas, Celina, Ladrona de Naves –dijo–. Hablaremos de nuevo después de la cena. Se retiró la media máscara y parpadeó ante ella. –Tus pretendientes estaban en lo cierto –dijo, recorriendo su cuerpo arriba y abajo con la mirada–. Eres realmente atractiva. –Gracias, Comodoro –dijo Mara, con la boca un poco seca. Ahora, al mirar por primera vez en sus ojos, se dio cuenta de que él no había sido del todo exacto cuando le había hablado antes, en la piscina. El Comodoro podría no ser un excéntrico. Pero con toda certeza estaba loco.

Capítulo Catorce De acuerdo con la tarjeta de datos de viaje que Leia había llevado consigo, Ciudad Makrin se autodenominaba como la Segunda Ciudad de los Rascacielos. Era una obvia alusión a uno de los antiguos títulos del Centro Imperial, en los días que era conocido como Coruscant, antes de que la República construyera gradualmente en el planeta hasta el punto que la mayoría de los antiguos rascacielos habían quedado ocultos por edificios aún más altos, o bien se convirtieron silenciosamente en ruinas. Leia había visto fotos del aspecto que lucía el Centro Imperial en aquella época, y definitivamente Ciudad Makrin era una burda imitación de aquella antigua grandeza. –Les gustará mi hogar, creo –comentó Chivkyrie cuando el piloto posó la nave en la pista de aproximación del principal espaciopuerto de la ciudad–. Es grande y bien provisto. Desde luego –añadió con repentina vacilación–, no ha sido amueblado pensando en los humanos. –Está bien –dijo Leia–. En realidad, no creo que permanecer en su hogar sea la mejor idea. [Estoy de acuerdo con la princesa Leia], dijo Slanni. [Si el gobernador Choard planea una traición, no deseamos que sepa dónde encontrarnos exactamente.] –No está planeando una traición –insistió Chivkyrie–. Confío en él con mi vida. –Quizá nosotros aún no confiemos en él con las nuestras –dijo Vokkoli–. Eso es después de todo, parte de los hemos venido a decidir aquí. –Sus miedos están fuera de lugar –dijo airadamente Chivkyrie–. Pero si la princesa Leia así lo desea, encontraremos otros alojamientos para ustedes. –Gracias –dijo Leia, sintiendo un destello de alivio–. Sugiero un hotel tranquilo que albergue a múltiples especies, donde una humana, un mungra y un ishi tib no sean demasiado llamativos. –Pulsó unas teclas en su tableta de datos–. Este, tal vez. Chivkyrie retrocedió obviamente horrorizado. –Este lugar no es adecuado ni para los adarianos de quinto nivel –objetó–. Si insiste en un hotel, deje que seleccione un lugar más adecuado para huéspedes de primer y segundo nivel como ustedes. [Creo que el estatus de bajo nivel del establecimiento era premeditado en la mente de la princesa Leia], sugirió Slanni. –El director Slanni está en lo cierto –confirmó Leia, deseando que todos esos shocks no estuvieran llegando tan rápido que no le diera tiempo a Chivkyrie a asimilarlos–. Sabiendo que un honorable adariano de segundo nivel como usted es nuestro anfitrión, un buscador comenzaría lógicamente por los alojamientos más elegantes. –Que son por lo tanto en los que preferimos no estar –dijo Vokkoli. Chivkyrie suspiró. –Aunque me duela hacerlo en este caso, debo acceder a los deseos de mis huéspedes –dijo–. Muy bien. Ordenaré a mis sirvientes que hagan los arreglos necesarios. –Eso no será necesario –dijo Leia, esforzándose en no perder la paciencia. ¿Qué parte de secretismo no entendía Chivkyrie?–. Tomaremos un transporte en el espaciopuerto e iremos allí sin más. –Pero... –Nos haría un gran honor si nos permitiera hacerlo –dijo Leia. Parecía como si Chivkyrie hubiera comido un gruffle en mal estado, pero asintió renuentemente.

–Muy bien –dijo de nuevo–. Entonces yo también tendré que alojarme con ustedes. Sería una afrenta al honor que yo viviera en condiciones superiores a mis huéspedes de mayor nivel. –Hizo un gesto hacia Slanni–. O incluso mis huéspedes de un nivel inferior. –Apreciamos su voluntad de servir de este modo –dijo Leia–. Tan pronto nos hayamos instalado, puede llamar al administrador jefe Disra y concertar una cita. El hotel que Leia había elegido no era ni de lejos tan malo como Chivkyrie parecía esperar. Consistía en tres altos edificios separados alrededor de un patio que, aunque pequeño, conseguía sin embargo incluir en su interior un par de jardines esculpidos. Las habitaciones, por su parte, eran amplias y cómodamente amuebladas. Por supuesto, no había sanidad privada ni servicio de alimentos de amplio espectro en las habitaciones, ni siquiera un único droide personal asignado a cada uno de ellos, deficiencias que Chivkyrie señalaba con clara desaprobación. Pero Leia y los demás le aseguraron que podrían arreglárselas. Cuando terminaron de deshacer el equipaje, se reunieron en la habitación de Leia y Chivkyrie hizo la llamada. La conversación fue breve, velada, y no incluyó nombres. –Se reunirá con nosotros en una hora en la esquina norte del mercado de flores – informó Chivkyrie cuando apagó el comunicador–. Un aerotaxi puede llevarnos allí en cinco minutos. –¿Y si vamos andando? –preguntó Leia. El rostro de Chivkyrie se frunció con más desaprobación. Pero aparentemente había aprendido que no conseguiría nada discutiendo asuntos de nivel de estatus adecuado con su problemática huésped humana. –Cuarenta minutos. Quizá menos. [¿Irá él solo?], preguntó Slanni. –Sí, como siempre –le aseguró Chivkyrie. –Entonces en marcha –dijo Leia, tratando de apartar la sensación de peligro inminente que pesaba en su mente. Después de todo, incluso si el gobernador Choard estaba jugando a algún juego, no había razón para que él o Disra cambiarán el patrón en este contacto en particular–. Me gustaría tener unos minutos para inspeccionar el área antes de que llegue Disra. Ya había sido un día horrible, y Disra estaba refunfuñando en silencio para sí mismo mientras pagaba la carrera del aerotaxi y descendía a las abarrotadas calles del centro de Ciudad Makrin. Un día miserable, lleno de frustraciones y contratiempos; y dado que aún le esperaba una de esas interminables reuniones con Chivkyrie y sus almidonados protocolos adarianos, las cosas no iban a mejorar pronto. Por lo que a Disra le concernía, cuanto antes terminase todo eso, mejor. De pronto todo estaba yendo mal. Las búsquedas de Caaldra en las bases de datos imperiales no habían descubierto nada acerca de esa supuesta agente imperial suya, los escuadrones de soldados de asalto que actuaron en Drunost y Ranklinge habían desaparecido sin dejar rastro, y ahora el carguero con el que Caaldra contaba para completar el suministro de rifles bláster que faltaban, aparentemente también se había desvanecido, llevándose una de las naves de los Cicatrices sangrientas con él. algo estaba pasando ahí fuera, algo malo. Necesitaban retomar el control de la situación, y necesitaban hacerlo rápido. Perdido en sus reflexiones, ni siquiera se percató de la presencia de Chivkyrie hasta que el adariano se colocó junto a él.

–Admin... Amigo Buscador –dijo Chivkyrie, tropezando como de costumbre con su natural tendencia de saludar a Disra con su tratamiento adecuado–. Nos sentimos honrados por su presencia. Por aquí, por favor. Disra frunció el ceño mientras Chivkyrie se dirigía hacia la izquierda. ¿Nos sentimos? ¿Acaso el idiota había traído alguno de sus subordinados rebeldes o, peor aún, algunos de sus sirvientes? Lo único que faltaba para que su día fuese un completo y total desastre era que su nombre fuera filtrado en público donde cualquier espía imperial que pasase lo pudiera oír. Rodearon un grupo de arboles mii en miniatura y apareció ante su vista una de las mesas de negociación estratégicamente dispersas por todo el mercado de flores. Sentados en torno a ella, con aspecto alerta y tenso, estaban un mungra de melena desgreñada, un típicamente feo ishi tib... Y la princesa Leia Organa, del extinto y olvidado mundo de alderaan. Disra sintió que el aliento le quemaba como carbón ardiendo en la garganta. Uno de los fugitivos más buscados de la galaxia, sentándose a no más de cinco metros de él. En la propia ciudad de Disra. La inercia hizo que sus pies siguieran moviéndose; años de maniobras políticas evitaron que su rostro revelase los pensamientos que se ocultaban tras él. Para cuando se sentó en una de las dos sillas vacías de la mesa, su cerebro ya volvía a estar bajo control. –Mis saludos a todos ustedes –dijo mientras Chivkyrie se sentaba a su lado–. Mi amigo no mencionó que iba a traer invitados. –Estos son Aurek, Besh y Cresh –señalando respectivamente a Organa, el mungra y el ishi tib. Las tres primeras letras del alfabeto. Qué terriblemente original. –Me siento honrado –dijo Disra, acordándose de añadir un poco de precaución a su sonrisa, como correspondía a un hombre que supuestamente estaba conspirando para cometer alta traición–. Colegas de mi amigo Buscador, supongo. –Eso es lo que hemos venido a averiguar –dijo Organa secamente. Su rostro, entrenado en las mismas escuelas que el de Disra, no mostraba ninguna emoción. Disra echó un vistazo a su alrededor. Nadie les estaba prestando particular atención, y las mesas del mercado tenían campos amortiguadores de sonido integrados para permitir regateos privados. –Estoy seguro de que tienen preguntas –dijo–. Por favor, háganlas. –Dejaremos a un lado de momento el hecho de si el gobernador Choard realmente va en serio con esto –dijo Organa. Hizo una breve pausa, y Disra notó, privadamente divertido, que ella le observaba fijamente en busca de cualquier reacción ante la pregunta que acababa de decir que no iba a formular–. Así que vayamos al centro de la cuestión –continuó–. ¿Cómo podría siquiera un gobernador de sector reunir los recursos necesarios para desafiar al Imperio? –Sin la ayuda de aliados, obviamente no podemos –dijo Disra–. Ustedes y sus amigos serán esos aliados, si así lo desean. Si no, hay otros. –¿Quiénes son esos otros? Disra negó con la cabeza. –Como ustedes, ellos prefieren el anonimato. –Me conformaré con algunas cifras de su fuerza. Disra apretó los labios, fingiendo considerar la petición. Las estadísticas de los Cicatrices Sangrientas y su coalición de piratas y bandidos estaban justo en su bolsillo, en archivos adecuadamente camuflados de su tableta de datos. Pero si simplemente le daba todo eso ahora, ella y sus amigos podrían estar fuera del planeta en menos de una hora.

–Sí, puedo hacerlo –dijo finalmente–. Pero me tomará un par de horas en mi oficina recopilar esos datos. –Miró a Chivkyrie–. Supongo que se alojan en la casa de mi amigo. –No, hemos hecho otros arreglos –dijo Organa. –Sabia idea –dijo Disra–. ¿Cómo me pongo en contacto con ustedes? –Le llamaremos mañana por la mañana –dijo Organa, poniéndose en pie. Disra le miró con el ceño fruncido. –¿No hay más preguntas? –Primero veamos qué es lo que tiene en su lista de aliados –dijo ella mientras los demás también se ponían en pie–. Entonces quizá tengamos más preguntas. –Hizo un gesto con la cabeza, y los cuatro se pusieron en marcha. Disra se giró sobre sí mismo, mirando fijamente sus espaldas mientras rodeaban los árboles mii y desaparecían entre la multitud. Había sido rápido. Demasiado rápido. Tenía una docena de preguntas propias que hacer, preguntas referidas al liderazgo de los rebeldes y de sí Organa habría traído o no a alguno de ellos consigo. En lugar de eso ella había cortado la discusión prácticamente antes de que comenzase. ¿Se había olido de algún modo su juego? O quizá ella ya estaba al corriente acerca de él. Quizá todo lo que Caaldra y él habían asumido como obra de un agente imperial era realmente alguna clase de loca operación rebelde. Bueno, si lo era, Organa por su parte iba a sacar muy poco provecho de ello. Sacando su comunicador, tecleó la clave del control del espaciopuerto. –al habla el administrador jefe Disra –dijo al controlador–. Quiero un bloqueo inmediato de todas las naves que lleven tripulación o pasajeros humanos. –¿Perdón, señor? –respondió el controlador, sonando asombrado. –Ya me ha oído –dijo fríamente Disra mientras se levantaba y se dirigía hacia la estación de aerotaxi–. En este momento pasan a buscar a una fugitiva. Y ponga la orden en la 'Red, para el resto de espaciopuertos y sistemas de transporte planetario. –Pero señor, no podemos... –Pueden y lo harán –le cortó Disra–. Le haré llegar la descripción y datos biométricos de la fugitiva en menos de una hora; tras eso podrá dejar pasar a cualquier otro. Pero, de momento, ningún humano tiene permitido dejar este planeta. ¿Entendido? El gesto de disgusto del controlador era claramente audible en su voz. –Sí, señor. Disra cortó la conexión y llamó a un aerotaxi. Tardaría veinte minutos en llegar a su oficina, y probablemente otros diez preparar una orden de búsqueda de fugitivos con el rostro y perfil biométrico de Organa. Treinta minutos a partir de este momento, y la tendrían atrapada. Y entonces finalmente podría hacer la llamada de HoloRed que había estado esperando tanto tiempo. La llamada que le lanzaría en su ascenso hacia el poder imperial. –Si perdona mi impertinencia, eso ha sido extremadamente maleducado – reprendió Chivkyrie a Leia mientras recorrían el retorcido camino entre los puestos del mercado y los mostradores de plantas–. Era un invitado en mi mesa. –Y yo tenía preguntas que deseaba hacer –añadió Vokkoli, con un tono más confundido que enfadado.

Leia les ignoró a ambos, con toda su atención centrada en la gente que les rodeaba, y con los instintos que había desarrollado a lo largo de sus años de silenciosa traición gritándole que salieran de allí ya. –Quizá si le llamase y pidiera disculpas... –Usted no va a llamarle –le cortó Leia–. No va a volver a llamarle. [¿Qué significa esto?], preguntó Slanni, indicando súbito nerviosismo con el ritmo acelerado de los chasquidos de su pico. [¿Qué es lo que va mal?] –No lo sé exactamente –le dijo Leia–. Pero había algo terriblemente extraño en él. –Está imaginando cosas –insistió Chivkyrie. Aunque su tono también estaba empezando a cambiar–. Nunca me ha dado motivos de preocupación. –Porque nunca me había tenido a mí aquí antes –dijo Leia; y con eso, su indefinido sentido de amenaza se despejó, de repente todo quedó claro. El Imperio había mantenido su afiliación a la rebelión en la rebelión razonablemente en silencio, probablemente temiendo que pudiera convertirse en un punto de referencia para ciudadanos descontentos. Pero Disra claramente la había reconocido, y las sensaciones que había recibido de él no eran de respeto o admiración. Estaba planeando entregarla. Y si él no era el simpatizante rebelde que decía ser, entonces probablemente el gobernador Choard tampoco lo fuese. Había tenido razón desde el principio. Toda esta apuesta por la independencia no era sino una trampa. –Tenemos que salir de aquí –dijo a Chivkyrie–. Del planeta, del sector, lo antes posible. –Está sobreactuando, princesa –dijo Chivkyrie, frunciendo el ceño con perplejidad–. Admito que cuesta un poco acostumbrarse a los modales del administrador Disra... –Nos vamos –le cortó Leia–. Si es usted listo, vendrá con nosotros. –No sea ridícula –dijo el adariano con un bufido, olvidando aparentemente un instante que Leia estaba a un nivel superior–. Este es mi hogar. –Como desee –dijo Leia, buscando a su alrededor una estación de aerotaxi–. Por favor, llame a su piloto inmediatamente y haga que nos preparen la nave. Chivkirye extrajo su comunicador en silencio y lo activó. Le respondieron, y se lanzó a una conversación en adarés. Leia hizo una mueca. Incluso con sus limitados conocimientos de cultura adariana sabía que mantener una conversación en un lenguaje que un huésped de nivel superior no entendía era una violación de la etiqueta. Aparentemente, la estimación de Chivkyrie acerca de su estatus había caído al menos dos niveles en los últimos cinco minutos. Lo que significaba que ya no iba a aescuchar lo que tuviera que decir. Contra su consejo, él seguiría con su plan, sacando a su grupo de la Alianza Rebelde. Y si él la abandonaba, otros le segurían, hasta que quiza su fragil coalición dejase de existir. Chivkyrie cerró la comunicación volvió el comunicador a su cinturón. [¿Cuánto tardaremos en irnos?], preguntó Slanni. –No lo harán –dijo Chivkyrie, con voz tétrica–. Se ha prohibido que los humanos abandonen Shelkonwa. Vokkoli le detuvo abruptamente. –¿Qué está diciendo? –Parece que la princesa Leia estaba en lo cierto –dijo Chivkyrie, inclinando su cabeza ante ella en un gesto de humildad y remordimientos–. El administrador Disra nos ha traicionado.

–Quizá no a todos nosotros –dijo Leia, tratando de pensar. Ella era sin lugar a dudas el objetivo principal de Disra, pero no pasaría mucho tiempo antes de que también cerrase el espaciopuerto para los mungras y los ishi tib. Pese a todo, aún quedaba un pequeño margen de oportunidades para ellos–. Dice que la prohibición sólo se aplica a humanos –continuó–. Si ustedes tres pueden ir a la nave lo bastante rápido, quizá sean capaces de escapar de aquí antes de que estreche el cerco. –Sí, deben irse –secundó Chivkyrie antes de que los otros pudieran responder, sacando de nuevo su comunicador–. Haré que mi piloto... –No –dijo secamente Vokkoli–. No vamos a abandonar a un camarada en peligro. –¿Incluso si su presencia aquí incrementa ese peligro? –replicó Leia–. No lo olviden, Disra nos ha visto a los tres. Será más fácil esconderse para una humana sola que para una humana, un mungra y un ishi tib juntos. [Desgraciadamente, lo que dice tiene sentido], dijo renuente Slanni. –Y usted debería irse, también –dijo Leia, girándose hacia Chivkyrie–. Pero no en su propia nave; Disra probablemente ya tenga hombres vigilándola. Tomen el próximo transporte y márchense. Ya habían llegado a una estación de aerotaxis, y Leia podía ver uno de los vehículos de colores brillantes descendiendo hacia ellos. –Los otros se irán –dijo Chivkyrie firmemente–. Pero yo me quedaré. Usted es mi huésped, y este es mi hogar. –Chivkyrie... –Usted es mi huésped, y este es mi hogar –repitió el adariano en un tono que no daba lugar a réplica. Miró a Vokkoli y a Slanni–. Márchense de inmediato. Sirvan a la Alianza, y a la causa de la libertad. –Su rostro se endureció–. Y vivan con la certeza de que ustedes y sus organizaciones estaban realmente en lo cierto. –Nos iremos, por el bien de nuestro pueblo –dijo gravemente Vokkoli–. Y rogaremos por que su error no les cueste a ustedes la vida. –alzó una mano y tocó la punta de los dedos de Chivkyrie–. Que la Fortuna sonría su protección sobre ustedes. Slanni hizo una silenciosa reverencia. Unos segundos después ya estaban en el aire, de camino al espaciopuerto. –Y sobre ustedes, también –murmuró Chivkyrie mientras él y Leia observaban al taxi desaparecer sobre los rascacielos de la ciudad– Venga –dijo, tomando el brazo de ella–. Volveremos al hotel a recuperar sus pertenencias. Le ofreció una tensa sonrisa avergonzada. –Y luego un adariano le enseñará el verdadero significado del secretismo. El palacio era un enjambre de auténtico caos cuando Disra llegó. Caminó con paso firme a través de los empleados que se arremolinaban a su alrededor, sin prestar atención a las preguntas y las peticiones que le exclamaban desde todos los lados, concentrándose en el camino más rápido a su oficina. Esperando allí, por desgracia, estaba la única persona de Ciudad Makrin a la que no podía ignorar. –¿Qué rayos está ocurriendo? –preguntó el gobernador Choard, con una expresión tras su frondosa barba que era una combinación de aprensión y rabia–. ¿Me dicen que has cerrado todos los espaciopuertos? –Sólo para los humanos –exclamó Disra, comenzando a girar a su alrededor–. Tengo buenas razones.

al parecer el otro no estaba de humor para aceptar el peloteo. Estirando su gigantesco brazo, cerró la mano sobre la solapa de la chaqueta de Disra. –Dime esa buena razón. Disra apretó los dientes, eligiendo rápidamente entre una lista de posibles mentiras. –He recibido el siplo de que alguien planea robar el almacén Nightowk –dijo–. Sólo tengo una descripción de la mujer del grupo... –¿El Nightowk? –le cortó Choard, con la barba erizada. –...y la conclusión obvia es que están detrás de las obras de arte que usted ha almacenado allí –continuó impacientemente Disra–. Me gustaría enviar la descripción de la mujer a las autoridades portuarias para que podamos enfocar la búsqueda en ella y reabrir las salidas para todos los demás. –Sí, por supuesto –murmuró Choard, con los ojos distantes mientras soltaba la solapa de Disra–. Ordena seguridad extra para el Nightowk, también. –Lo tenía planeado –dijo Disra, alisándose la chaqueta mientras completaba el recorrido hacia su escritorio y se sentaba–. Pero estoy seguro de que usted tiene otros asuntos que atender. Durante un instante más, Choard no se movió. Disra extrajo su tableta de datos y navegó por los archivos, preguntándose impaciente si el gobernador pensaba quedarse simplemente ahí y observar toda la operación. Luego, como si las palabras del administrador hubieran penetrado súbitamente a través de su preocupación por sus preciosas obras de arte robadas, el gobernador se dio la vuelta y se apresuró a cruzar a oficina hacia la puerta. Disra le vio marcharse, con su mente volviendo por alguna razón hasta su primer encuentro con el gobernador, hacía tres años. Ya entonces había quedado bastante claro que el hombre tenía botones fáciles de pulsar, y Disra había estado pacientemente durante horas buscando esos botones. Sería bastante probable que necesitase pulsar cada uno de ellos en los próximos días. Sólo le tomó unos minutos ofrecer al controlador del espaciopuerto la descripción de Organa. La conversación podría haber sido incluso más rápida si hubiera podido darle al hombre simplemente su nombre, ya que su descripción completa estaría sin duda en algún lugar de las órdenes de búsqueda oficiales del Imperio. Pero, por el momento, al menos, necesitaba mantener esa crucial brizna de información como su pequeño secreto. Pasando a una conexión de HoloRed, tecleó el número especial para gobernadores de acceso al Palacio Imperial. –al habla el Administrador Jefe Vilim Disra, Shelkonwa, sector Shelsha –dijo Disra cuando la operadora apareció en el holocampo–. Tengo un mensaje urgente para el Emperador y Lord Vader. –Diga su mensaje –dijo la operadora, con rostro inexpresivo, y la voz lisa y monótona de alguien que se ha pasado media vida escuchando discursos oficiales, quejas y demás tonterías. –Dígales que he localizado a la princesa Leia Organa de alderaan –dijo Disra–. Y que la tengo atrapada. Tuvo la satisfacción de ver cómo los apagados ojos de la mujer se abrían de verdad. –Un momento –dijo, con voz súbitamente viva y profesional–. Deje que le transfiera directamente a la nave comando de Lord Vader.

Capítulo Quince Mara había supuesto que la cena de los Cicatrices Sangrientas sería sencilla y frugal, un paso o dos por encima de las raciones de la nave, pero no mucho más. Para su sorpresa, resultó ser un pequeño festín más en la línea de un banquete del Día de la Cosecha. Aparentemente alguno de los hombres del Comodoro se tenía por un chef gourmet. La razón para que los piratas se tomasen semejante esfuerzo se aclaró en el instante en el que el Comodoro se lanzó sobre el primer plato. Los duros rasgos de su cara comenzaron a suavizarse, el brillante aspecto de locura de sus ojos se desvaneció, y para cuando llegó el segundo plato, parecía casi normal. Mara estaba sentada hacia la mitad de la mesa del Comodoro, flanqueada por uno de sus lugartenientes y uno de los capitanes de las naves visitantes. Vinis, con la barbilla ligeramente enrojecida donde Mara le había golpeado, permanecía silenciosamente de pie tras ella, como sirviente privado y, sin duda, como perro guardián no tan privado. Brock y Gilling habían sido ubicados en dos de las otras mesas, con sus propios sirvientes/guardianes de pie vigilando. Tannis estaba en una cuarta mesa, y aunque parecía estar uniéndose a la conversación general que le rodeaba, Mara habría dicho que mucha de su atención estaba puesta en ella. Caaldra, para su sorpresa, no estaba presente. No hubo interrogatorio durante la comida; claramente, el Comodoro amaba su comida demasiado como para mezclarla con negocios. Bien por orden directa o simplemente por precaución instintiva, los piratas sentados alrededor de Mara se cuidaron de no hablar sobre sus planes actuales, la fortaleza de las naves de los Cicatrices Sangrientas, o cualquier otra cosa relativa a la organización. El resultado fue una conversación de sobremesa compuesta casi exclusivamente de charla insustancial, del tipo que Mara había escuchado en cenas formales e informales por toda la galaxia. Resultaba ser un interesante contraste con el habitual lenguaje barriobajero de los piratas. Tras la cena, el Comodoro condujo a Mara y a los dos hombres de la OIS a una pequeña sala de conferencias, y las negociaciones comenzaron en serio. Mara podía recordar la primera vez que hizo algo parecido, discutiendo asuntos que no eran reales con alguien que estaba firmemente convencido de que lo eran. En esos primeros días, el procedimiento le había parecido extraño y surrealista, casi como si fuese la propia Mara quien tuviera distorsionado el sentido de la realidad. Ahora simplemente era una herramienta de su arsenal. –Queremos un reparto setenta-treinta, y el setenta para nosotros –dijo Mara–. Todo lo que necesita hacer es decirnos qué nave o tipo de nave quiere, y nosotros haremos el resto. –¿Y qué obtenéis del acuerdo que merezca que nos quedemos el treinta por ciento? –preguntó el Comodoro. –Protección ante los grupos rivales o las autoridades, por un lado –dijo Mara–. Lugares seguros para entregar las naves una vez las tengamos. Ocasionalmente podrían proporcionarnos personal extra si lo necesitamos. –Eso parece más un reparto sesenta-cuarenta, y el sesenta para nosotros –sugirió el Comodoro. –Me parece un poco desproporcionado, teniendo en cuenta que nosotros haremos todo el trabajo. –No si se considera el hecho de que tendríais a los Cicatrices Sangrientas y a nuestro patrón como aliados. –Los ojos del Comodoro brillaron–. Y no como enemigos.

–Buen punto –concedió Mara–. Desgraciadamente, no estoy autorizada para alejarme tanto de los parámetros de mi jefe. ¿Sería posible que usara su enlace de HoloRed para discutirlo con él? Por el rabillo del ojo vio a Brock moverse en su asiento. Pero el Comodoro simplemente sonrió. –Eso puede esperar a mañana –dijo–. Siempre me gusta dar a mis futuros aliados la oportunidad de consultarlo con la almohada. Vais a quedaros esta noche, claro, ¿no? –Nos sentiríamos honrados –dijo Mara–. Pero no quisiéramos ser una molestia. Si lo prefiere, podemos dormir a bordo del Camino de Happer. –Ni pensarlo –dijo firmemente el Comodoro–. Vinis os mostrará vuestros alojamientos. La habitación a la que Vinis le llevó estaba en el piso superior de una de las secciones de tres pisos del complejo. Tenía una única ventana por la que se veía el complejo minero a la distancia; un montón de escombros de antiguos edificios en el suelo justo bajo la ventana debería disuadirla de cualquier intento de bajar por ella. Por suerte, esa no era la dirección en la que planeaba ir Mara. Esperó tres horas, hasta que todas las luces de las ventanas que podía ver se hubieron apagado y todos los sonidos que indicaban vida en su planta hubieron cesado. Todos los sonidos, claro, salvo los ocasionales resoplidos de los guardas que el Comodoro había estacionado ante su puerta. Como la mayor parte de las ropas civiles de Mara, su traje de salto verde había sido diseñado con una doble función. Quitándoselo, podía darle la vuelta mostrando el lado gris y negro de luchador nocturno y volver a ponérselo. La peineta decorativa con la que los piratas habían sido tan suspicaces antes era lo siguiente; desmontándola como el puzzle de alambre que en realidad era, podía volver a montarla formando un par de guanteletes para trepar. Abriendo la ventana, se deslizó al exterior, al frío aire nocturno, y comenzó a trepar. Resultó uno de los ascensos más complicados que tuvo nunca que afrontar. El muro era razonablemente liso, sin caras ni texturas decorativas que pudieran ser explotadas. Por suerte, había habido suficiente erosión a lo largo de los años para crear pequeñas rendijas en las que poder encajar los guanteletes. Pese a todo, estaba casi contenta de no tener que ir muy lejos. Se detuvo al nivel del tejado, lanzando sus sentidos en busca de cualquier guardia u otros observadores que el Comodoro pudiera haber estacionado ahí arriba. Pero no había ninguno. Rodando al tejado y guardando los guanteletes, cruzó sigilosamente dirigiéndose al punto donde había escondido su sable de luz. Para descubrir que no estaba allí. Recorrió de un lado al otro el canalón, con el pulso golpeando su garganta, preguntándose si podía haberse equivocado de alguna forma. Pero no. Ese era el lugar. Podía ver las marcas en el polvo donde había dejado caer el arma para ocultarla. Alguien la había encontrado y se la había llevado. Lo que significaba que la habían descubierto. Se agazapó, casi en posición fetal, obligándose a calmarse mientras trataba de pensar. De acuerdo. El Comodoro sabía que uno de sus visitantes era más de lo que él o ella aparentaba. ¿Pero habría adjudicado necesariamente a Mara ese papel? En realidad, ¿necesariamente lo habría adjudicado a cualquiera de ellos? Con la gran campaña de reclutamiento que Caaldra estaba orquestando, los Cicatrices Sangrientas probablemente habrían albergado docenas de visitantes en las últimas semanas. ¿No podría fácilmente haber sido alguno de ellos quien colocó el arma para su

futuro uso? Eso podría explicar por qué ella y los demás habían sido invitados a cenar en lugar de a una sala de interrogatorios totalmente equipada. Pero eso apenas era una licencia a la elucubración. Tenía que llegar al centro de mando y tratar de averiguar el nombre del misterioso patrón del Comodoro, luego recoger a Brock y Gilling y salir echando chispas de esa roca. Había una escalera de acceso abierta cerca del centro del tejado. Mara se deslizó al interior y comenzó a descender. La escalera estaba desierta, al igual que los pasillos por los que se movió, y al igual que la pasarela que conectaba con el siguiente edificio, donde se encontraba el centro de mando. Las únicas mentes que podía sentir en cualquier parte a su alrededor llevaban la inconfundible vaguedad del sueño profundo. Lo que fuera que planease el Comodoro, lo estaba llevando a cabo con mucha frialdad. Estaba en su aproximación final al centro de mando cuando finalmente sintió presencia humana ante ella. Se ocultó pegándose contra una pila de equipamiento que estaba colocada a un lado del pasillo y lanzó sus sentidos de la Fuerza. Eran dos, decidió, ambos completamente despiertos y completamente alertas. Mucho más alertas, de hecho, que una patrulla de vigilancia nocturna habitual. Quizá este era el movimiento que el Comodoro había decidido hacer. Si ese era el caso, la duda no le ayudaría a Mara para nada. Mirando rápidamente en la pila de equipamiento en busca de armas improvisadas, se hizo con un par de acoplamientos de energía del tamaño de un puño y se puso uno en cada mano. Caminando hacia la puerta, pulsó el interruptor de apertura, y mientras la puerta se abría deslizándose, ella pasó agachada al interior y hacia la derecha. Las luces estaban encendidas con baja intensidad, el procedimiento estándar para operación nocturna. Había una docena de consolas puestas en filas, cada una con una o dos sillas frente a ella. En el extremo más lejano de la sala, a través de un amplio ventanal de transpariacero, podía ver el complejo minero iluminado por las estrellas extendiéndose por el paisaje. Todas las sillas estaban vacías. Al igual que la sala, aparentemente. Pero había sentido a alguien ahí dentro, ¿no? Frunció el ceño, haciendo uso de la Fuerza para comprobar la siguiente sala. Ese momento de distracción casi le costó la vida. Sintió un destello de advertencia, y justo cuando se lanzaba hacia el centro de la sala un disparo bláster proveniente de su izquierda brilló en el aire y se estrelló en la parte de la pared en la que estaba agachada. Llegó a ver fugazmente un rostro asomándose por el costado de una de las consolas y lanzó uno de sus acoplamientos de energía hacia él. Su asaltante trató de esquivarlo, pero fue demasiado lento. El acoplamiento rebotó en su frente y desapareció gruñendo una maldición. Una maldición que sonó con una voz familiar. –¿Brock? –preguntó Mara, parándose a mitad de su voltereta de escape. Una vez más, la duda momentánea casi resultó ser letal. De su derecha se disparó una segunda descarga bláster, y una punzada de dolor se clavó en su hombro. –¡No disparéis; soy yo! –exclamó, enfrentándose al dolor mientras se lanzaba hacia la consola más cercana. Sus palabras fueron subrayadas por otro disparo, que pasó lejos de ella mientras chocaba primero contra el soporte de la consola y pasaba rodando por su parte superior. Dos disparos bláster más cruzaron destellando por el aire desde lados opuestos de la sala, fallando ambos, mientras ella aterrizaba tras la consola. Y se encontró agachada en mitad de un grupo de tres cadáveres que yacían en el suelo, donde habían sido arrastrados y dejados caer. Sin lugar a dudas, eran los piratas que habían tenido la mala suerte de haber sido destinados a tareas de vigilancia nocturna.

–He dicho que alto el fuego –exclamó de nuevo, girando el cuello para echar un vistazo a la herida por encima del hombro. No tenía tan mal aspecto–. ¿Estáis sordos? –No, te oímos perfectamente –dijo Gilling–. ¿Por qué no sales de ahí y nos facilitas las cosas? –¿Qué creéis que estáis haciendo? –preguntó Mara–. Soy un oficial imperial. –No, eres una pequeña muchacha arrogante que sabe más de lo que le conviene –dijo Brock–. Lo siento, niña, pero tenemos órdenes. Ordenes de un oficial imperial de verdad. –¿Qué oficial? –preguntó Mara–. ¿El capitán Ozzel? –¿Ese idiota? –bufó Gilling–. Ni hablar. –Cállate, Gilling –dijo Brock–. Pero él tiene razón, ¿sabes? Sólo estás prolongando la agonía. –Me parece bien, no tenía nada más planeado para esta noche –les dijo Mara, pegando su espalda contra la consola y mirando a su alrededor. Aparte de las sillas y las consolas, la sala no ofrecía nada que sirviera para cubrirse, y salvo el acoplamiento de energía que le quedaba, las únicas armas arrojadizas disponibles eran las propias sillas. No era una buena situación–. ¿Qué es lo que sé exactamente para que el coronel Somoril esté tan furioso y molesto? Sintió el sutil cambio en las emociones de los hombres. –Eres una chica mona, te concederé eso –dijo Brock. Por el sonido de su voz, Mara pudo notar que él estaba comenzando a moverse por el lado izquierdo de la sala, acercándose a su posición–. Sólo por curiosidad, ¿ya conocías la existencia de los desertores, o era eso lo que estabas mirando en los ordenadores de la Represalia? Mara frunció el ceño. ¿Desertores? –No sé nada acerca de ningunos desertores –dijo–. Ni me ocuparía de ello. Eso tiene que arreglarlo la Flota, no alguien como yo. –No, claro que no –dijo Brock, muy sarcástico–. El Emperador no se preocupa de unos cuantos soldados de asalto que huyen de sus puestos. Ni un poquito. –¿Soldados de asalto? –dijo Mara, prestando más atención. Este era un truco muy, muy viejo: una mitad de un dúo de flanqueadores hablaba sin parar para poder cubrir cualquier sonido mientras la otra mitad del equipo se acercaba sigiloso a la víctima. Sin embargo, en general, se suponía que quien hablase no debía aliñar su distracción con información realmente útil. O bien Brock era sencillamente estúpido – no del todo imposible en un hombre de la OIS–, o bien él y Gilling estaban muy seguros de sí mismos. –Esto no va a funcionar, y lo sabéis –exclamó Mara, lanzando sus tentáculos de Fuerza para agarrar una de las sillas cercanas al lugar por el que estimaba que Gilling iba a realizar su dramáticamente letal aparición–. Ni siquiera los dos juntos podréis vencerme. –Oh, yo creo que sí podemos –dijo Brock–. Y si no, habrá otros más adelante que terminen el trabajo. Probablemente ahora, en cualquier instante, en realidad. Brock aún seguía fanfarroneando cuando la sala estalló en una tormenta atronadora de fuego bláster. Mara se agazapó bajo la consola, protegiéndose del humo y de las astillas de cerámica y metal que volaban mientras continuaba la andanada, que barrió las posiciones de Brock y Gilling, demoliendo primero sus coberturas y demoliéndoles después a ellos. Escuchó un grito indistinto por encima del ruido, y el asalto se detuvo tan abruptamente como había empezado.

–Sal, Celina –dijo fríamente la voz del Comodoro, en el silencio–. Con las manos abiertas y vacías. –De acuerdo –replicó Mara–. No disparéis. Tengo un trato que ofreceros. Dejando el acoplamiento de energía en el suelo junto a ella, con los sentidos y la mente alerta, alzó sus manos abiertas a la vista, por encima de la parte superior de la consola. Nadie trató de dispararle. Manteniéndolas visibles, se puso en pie y se dio la vuelta. Había una docena de piratas apiñados en la parte trasera de la sala, todos ellos vestidos de manera apresurada, todos ellos con blásteres que apuntaban a Mara. Vinis y Waggral estaban entre ellos, con los dedos especialmente tensos en los gatillos. El Comodoro estaba de pie en el centro del grupo, con el bláster aún enfundado y los brazos cruzados sobre el pecho. Junto a Waggral en el extremo izquierdo del grupo estaba un Tannis de rostro sombrío, con su bláster apuntando igualmente a Mara. –¿Otro trato? –preguntó suavemente el Comodoro. –Uno de verdad esta vez –dijo Mara–. He venido aquí en busca de cierta información. Eso es todo, sólo un poco de información. Dejad que la consiga, y me iré pacíficamente. –¿Qué te hace pensar que vamos a dejar que te vayas? –replicó el Comodoro–. ¿Ya sea pacíficamente o de otro modo? –Porque eso sería lo mejor para sus intereses –dijo Mara–. Tengo amigos poderosos. El Comodoro resopló por la nariz, dirigiendo la vista momentáneamente al carbonizado cadáver de Brock. –Ellos no eran tan poderosos. –Ellos tampoco eran exactamente amigos –dijo Mara–. Supongo que fueron ellos intentando matarme lo que os despertó a todos vosotros. Me refería a otros amigos. El Comodoro apretó los labios, midiéndola con la mirada. –¿Cuál es exactamente esa información que quieres? –Mencionasteis antes a un patrón –dijo Mara–. Quiero su nombre. Se extendió con la Fuerza, sabiendo que la pregunta llevaría automáticamente el nombre a la mente del Comodoro, y esperando poder tomarlo de sus pensamientos. Pero su mente estaba demasiado oscura, arremolinándose con demasiada rabia y odio y locura, y no pudo obtener nada. –Tienes agallas, no voy a negártelo –comentó el Comodoro, con una voz calmada que contrastaba completamente con la agitación de su mente–. En cualquier caso, tu trato está demasiado descompensado. –Puedo arreglar eso –ofreció Mara–. Sólo dime lo que quieres a cambio. Si está en mi poder conseguírtelo, y tengo mucho más poder del que piensas, te lo conseguiré. La sonrisa del Comodoro se desvaneció. –Estoy seguro de que lo harás –le aseguró–. Porque lo que quiero es a ti. Muerta. –Descruzó los brazos y alzó un dedo hacia el techo. –Espere un momento –dijo Tannis, con voz tensa–. Señor... Comodoro... no nos va a servir de nada muerta. El Comodoro le miró, con el dedo aún apuntando al techo. –¿Crees que nos va a servir de algo viva, Maestro Tannis? –preguntó–. ¿Tú, que fuiste precisamente quien la trajo con nosotros? Tannis hizo una mueca de dolor. –Admito que me engañó –dijo–. Pero también engañó al capitán Shakko. Al menos podríamos...

–Si es que el capitán Shakko fue realmente engañado –replicó el Comodoro–. Si es que el capitán Shakko sigue siquiera con vida. –Súbitamente, su rostro se contrajo en algo inhumano–. Sólo que ya no es así, ¿verdad? Está muerto, como el resto de vuestra tripulación. –No, por supuesto que no –protestó Tannis, con el rostro palideciendo un poco más–. Quiero decir, por lo que yo sé están todos bien. Pero si pedimos un rescate por ella, al menos podríamos sacar algo de dinero de ella. –Una idea interesante. –El Comodoro volvió a mirar a Mara, con el rostro suavizándose de nuevo en algo casi cuerdo–. ¿Bueno, espía? ¿Merece la pena pagar un rescate por ti? –Hay gente que pagaría por tenerme de vuelta –confirmó Mara. Estirándose con la Fuerza, alzó el acoplamiento de energía que se encontraba a sus pies hasta el borde superior de la consola, manteniéndolo justo fuera del alcance de la vista de los piratas–. Puedo darte un par de conexiones de la HoloRed a las que puedes llamar. –Estoy seguro de ello. –El Comodoro señaló con la cabeza a Tannis–. ¿Qué hay de él? –¿Qué hay de él? –replicó Mara. Este también era un viejo truco–. Ha sido una herramienta útil. No tan crédulo como Shakko, pero adecuado para nuestras necesidades. –Tal y como pensaba –dijo el Comodoro–. Waggral, mátalo. Sin dudarlo, Waggral se acercó y tomó el cañón del bláster de Tannis, retorciendo el arma y arrancándosela de las manos. –Espere un momento –dijo Tannis, con la voz rota por la tensión–. Comodoro... Su protesta se vio cortada cuando Waggral le estampó la culata del bláster en la cara, haciendo que se tambalease unos pasos hacia atrás. Dando la vuelta al arma, Waggral apuntó tanto con ella como con su propio bláster al rostro de Tannis. alzando el acoplamiento de energía el último par de centímetros, Mara lo lanzó a toda velocidad cruzando la habitación, golpeando el costado de la cabeza de Waggral. Antes de que nadie pudiera reaccionar, llegó con la Fuerza a los blásteres que él sujetaba en sus ahora flojos brazos, girándolos hacia la fila de piratas, y abriendo fuego. El hombre que se encontraba junto a Waggral recibió todo el impacto de esa primera salva, cayendo al suelo sin siquiera un gemido. Un instante después el resto de la ordenada fila se desintegró cuando los piratas se lanzaron buscando cobertura, con todos los ojos y blásteres vueltos automáticamente hacia su nueva e inesperada amenaza. Todos los ojos, claro, salvo los del Comodoro. –¡A él no, idiotas! –gritó por encima del ruido, quemando con su mirada a Mara mientras tomaba su propio bláster–. ¡A ella! ¡Es una Jedi! Mara sabía que no había forma de que los piratas entendieran ese concepto, no cuando los Jedi habían desaparecido hace tanto tiempo, y ciertamente no en el calor de una batalla. Pero el concepto militar más importante de la obediencia instantánea, ese claramente sí lo entendían. Incluso aunque sus rostros estaban nublados por la incredulidad, abandonaron su contraataque sobre Waggral y apuntaron con sus blásteres de nuevo a Mara. alejándose un paso de la consola, usó la Fuerza para agarrar una de las sillas y la lanzó contra un par de piratas que habían sido lo bastante incautos como para estar demasiado juntos entre sí. Cayeron chocando al suelo, y Mara lanzó otra silla volando contra otra parte distinta del grupo. Mientras lo hacía, su visión periférica captó un destello de metal plateado volando hacia ella desde la izquierda. Su mano salió disparada para interceptarlo,

preguntándose cual de los piratas había sido realmente tan estúpido como para lanzar una granada en un espacio tan cerrado. Pero no era una granada... y mientras a su mente le costaba asumir la evidencia de sus ojos, giró la muñeca, cambiando la posición de su mano de bloquear a atrapar... Y su sable de luz cayó con un sonoro golpe en su agarre. Por un instante sus ojos se enfocaron en Tannis mientras este se lanzaba lateralmente al abrigo de una de las otras consolas, con la mano aún moviéndose como consecuencia del lanzamiento. Entonces, su pulgar encontró el pulsador de activación del sable de luz, y la hoja magenta cobró vida con su chasquido y zumbido característico. Fue cuando Mara mató al antepenúltimo pirata con su propio disparo bláster cuando el Comodoro pareció cobrar súbitamente conciencia de lo que le había pasado a su fuerza de ataque. Con un ronco grito, se ocultó tras el último pirata que seguía en pie, un rodiano, disparando a Mara por encima del hombro del alienígena mientras retrocedía apresuradamente hacia la puerta. Justo cuando Mara hacía caer al rodiano, el Comodoro logró escapar. –¿Tannis? –llamó Mara, apagando su sable de luz y rodeando las consolas hacia donde el otro había caído al suelo–. ¿Estás bien? –Más o menos –dijo apretando los dientes mientras se alzaba un poco para sentarse y miraba el montón de cadáveres–. Y yo que pensaba que habías estado bien en la Cabalgata. ¿Cómo galaxias consiguieron acabar con vosotros, Jedi? –En sentido estricto, no soy una Jedi –dijo Mara, mirando a su alrededor. La habitación, anteriormente impoluta, estaba en ruinas–. ¿Hay alguna sala de mando de apoyo en algún sitio? –Sí, en el bunker de emergencia –dijo Tannis–. Supongo que quieres que te lleve hasta allí. –Si no lo haces, todo esto no habrá servido para nada. –De acuerdo –dijo Tannis con un silbante suspiro–. Saliendo por la puerta y a la izquierda. –Ofreció a Mara una sonrisa torcida–. Creo que dejaremos que vayas tú primero. –Eso planeaba. Volviendo a encender su sable de luz, Mara activó la apertura de la puerta y salió al pasillo. No había nadie a la vista. –Aquí debéis tener gente con el sueño realmente profundo –comentó mientras iban en la dirección que Tannis había indicado. –Es más probable que el Comodoro los tenga preparando las naves para una partida rápida –dijo Tannis, mirando nerviosamente cada puerta por la que pasaban–. Supongo que no se te habrá ocurrido acabar con Caaldra antes de venir a la carga aquí. –Lo siento –dijo Mara–. En realidad, no le he visto desde antes de la cena. Quizá se haya ido. –Ojalá –dijo Tannis con un escalofrío–. Ese tipo me da miedo. –No te preocupes por él –dijo Mara–. Gracias por la ayuda, por cierto. ¿Cómo conseguiste mi sable de luz? –Fui a cogerlo al canalón donde lo dejaste, por supuesto –dijo agriamente Tannis–. Quizá pensaste que estabas siendo muy lista y sigilosa, pero pude ver cómo flotaba por las torres y las filas de gente durante todo el camino. Casi me da un infarto. –Sólo lo viste porque sabías que debías buscarlo –señaló Mara, impresionada de todas formas por que hubiera sido capaz de ver el truco.

–Quizá –dijo Tannis–. Pero desde luego no quería contar que que todos los demás no lo hubieran visto. Tan pronto como quedé libre fui al tejado... –Calla –dijo Mara, deteniéndole con su mano izquierda mientras alzaba su sable de luz en una posición de defensa son su mano derecha. Justo delante de ellos, tras una pila de barriles... Un torbellino de disparos bláster voló hacia ella desde el borde de los barriles: dos hombres, uno abajo y otro arriba. Mara bloqueó los disparos con facilidad, barriendo a los dos atacantes de vuelta tras su barrera. –¿alguna idea de qué hay en esos barriles? –preguntó a Tannis. –Ni idea –dijo–. Nunca he visto nada como eso almacenado en los pasillos antes. Los atacantes volvieron a disparar. Mara respondió, escuchando un débil crujido cuando uno de los disparos devueltos entró por el barril inferior, haciendo que un líquido oscuro se vertiera por el suelo. Un instante después, el fuego bláster se detuvo, y Mara vio un par de sombras tomando una rápida retirada. –Vamos –dijo Tannis, comenzando a avanzar. –Tranquilo –advirtió Mara, reteniéndole. Usando sus técnicas de mejora sensitiva, olisqueó cuidadosamente el aire. Con una vez fue suficiente. –Atrás –ordenó bruscamente a Tannis, tomando su brazo y alejándole del líquido que se extendía. Habían dado tres pasos cuando el líquido estalló con una brillante llama amarilla. Mara reaccionó instantáneamente, tirando a Tannis al suelo tras ella. Un momento después, los propios barriles estallaron, lanzando una bola de fuego en ambos sentidos por el pasillo. Mara se aplastó contra el suelo, sintiendo el calor pasando sobre sus piernas, espalda y cabeza. Tannis gritó algo; sólo entonces, y sólo débilmente, Mara se dio cuenta de que ella también se había quemado. La manta de fuego pasó sobre ellos y continuó por el pasillo, dejando a su paso aire recalentado. Saltándosele las Teardrops, Mara giró para ponerse en cuclillas, usando la Fuerza para suprimir el dolor. Su sable de luz se había apagado durante el caos previo, y volvió a encenderlo. Lo hizo justo a tiempo. Justo cuando se ponía en guardia levantando el arma, sintió un destello de advertencia, y se giró treinta grados a su derecha cuando un par de disparos bláster llegaban hacia ella desde una alcoba oscura que había quedado protegida de la llamarada. El bláster quedó en silencio, y Mara escuchó una risita sorda. –Impresionante –dijo la voz de Caaldra–. ¿Tengo el honor de dirigirme a la Mano del Emperador? –La Mano del Emperador no es más que un rumor –dijo Mara. –Desde luego –dijo Caaldra–. Me siento halagado por que el Emperador haya mandado a alguien como tú para detenernos. –Sólo lo mejor para ti y tu patrón –dijo Mara, decidiendo dejar a un lado el hecho de que había descubierto ese esquema puramente por accidente–. Bonita trampa, por cierto. –Sólo lo mejor para ti y tu traidor. –Caaldra volvió a disparar, dos disparos muy espaciados a su cabeza y sus piernas. Mara estaba preparada, bloqueándolos con facilidad–. Aunque os debe doler bastante, a vosotros dos. –Nos las arreglaremos –le aseguró Mara. En realidad, no tenía ni idea del estado en el que se encontraba Tannis, y no se atrevía a arriesgarse apartando parte de su

atención de su foco de combate o de su propia supresión del dolor para averiguarlo–. No es nada comparado con lo que se siente en un interrogatorio imperial completo. Caaldra soltó una risotada con desdén. –¿Ahí es donde se supone que yo debo confesar mis secretos y suplicar clemencia? –Que confieses tus secretos haría las cosas más fáciles para ti –dijo Mara–. Las súplicas, puedo aceptarlas o no. –Ah –dijo Caaldra–. Siento decepcionarte, pero es hora de irse. Saluda de mi parte a tus amigos. Hubo un último destello de pensamiento; y para sorpresa de Mara, la sensación que había sido Caaldra se desvaneció. Dejando a Tannis yaciendo en el suelo del corredor, Mara dio un cauteloso paso hacia la alcoba, estudiándola con la Fuerza. Caaldra se había ido, de acuerdo. Manteniendo el sable de luz en guardia, se acercó, para descubrir que lo que pensaba que era una alcoba era realmente el profundo umbral de una puerta. Echando un vistazo al corredor para asegurarse de que nadie trababa de emboscarle, empujó la puerta para abrirla. La sala del otro lado era considerablemente más grande de lo que esperaba, oscura y con olor a encierro, y su única luz provenía de la luz de las estrellas a través de una gran claraboya en mitad del techo. En la débil claridad, pudo ver equipo de excavación roñoso y polvorientas pilas de tubos y vigas para apuntalar, probablemente restos de cuando los piratas convirtieron esa parte de la operación minera en su base. Y cerca del fondo de la sala, protegidos con altas barandillas, había tres amplios pozos circulares. Mara sonrió sombríamente. ¿Realmente Caaldra pensaba que podría escapar de ella escondiéndose en un viejo túnel de vigilancia? La Fuerza era el sirviente de Mara, y no importaba lo retorcidos o enredados que pudieran ser los túneles, no tendría problema en rastrear a Caaldra por ellos. Comenzó a acercarse al pozo más cercano; y al hacerlo, por el rabillo del ojo vio un fogonazo verde brillante a través de la claraboya. Y de repente todo el edificio tembló cuando el sonido atronador de una explosión lejana rasgó el aire. En un acto reflejo, Mara se agachó junto a la excavadora más cercana. Otro destello de fuego verde cayó del cielo, y una segunda explosión removió el polvo a su alrededor. La base pirata estaba siendo atacada.

Capítulo Dieciséis LaRone justo había acabado de vestirse cuando Quiller le llamó por el intercomunicador. –Una hora –anunció–. Comenzando chequeo de sistemas pre-combate. –De acuerdo –dijo LaRone–. Grave, dijo la voz de Brightwater: id a los pozos artilleros y comenzad vuestros propios chequeos. Recibió confirmaciones, y con su casco sujeto bajo el brazo se dirigió a la cabina. Como era de suponer, Marcross ya estaba allí antes que él, sentado en el asiento del copiloto con su propio casco guardado bajo la consola de control. –Todo parece estar bien –informó mientras LaRone ocupaba su lugar habitual en la estación de sensores y escudos tras Quiller–. ¿Cómo están nuestros invitados? –Hace unas tres horas estaban bien –le dijo LaRone–. Les pasé el horario actualizado y les sugerí que podrían querer dormir un poco antes de que las cosas se pongan movidas. –Apuesto que pidieron unirse a la fiesta –dijo la voz de Grave por el intercomunicador del pozo artillero. –En realidad, no lo hicieron –dijo LaRone–. Probablemente pensaron que eso no les ayudaría en nada. –Tenían razón en eso, desde luego –dijo Marcross con un gruñido–. Quiller, ¿qué es este bucle de alarma que tengo en el sensor de babor? –No es nada –dijo Quiller–. Déjame a ver si puedo solucionarlo. Escuchado sólo a medias, LaRone, miraba su propia pantalla y comenzó a preparar su mente para el combate. Luke. Luke despertó sobresaltado de su ligera duermevela. –¿Ben? Levántate, susurró en su mente la voz de Ben, y Luke pudo sentir la urgencia que yacía en las palabras. Leia está en peligro. Luke sintió que se le helaba el corazón. –¿Qué clase de peligro? –preguntó, estirándose para recoger sus botas–. ¿Dónde está? En Ciudad Makrin, en Shelkonwa. El administrador jefe del gobernador ha cerrado el espaciopuerto y alertado al Imperio de su presencia. Luke sintió un nudo en la garganta. Había temido que algo como eso ocurriera, había estado preocupado por ello incluso desde el momento en el que Leia le había pedido que fuera con Han en lugar de con ella. –¿Qué hago? –preguntó–. Estoy atrapado aquí. Hubo un instante de silencio. No tan atrapado como piensas, volvió a decir la voz de Ben de mala gana. Ve al ordenador. Frunciendo el ceño, Luke se acercó al escritorio. ¿Se suponía que debía imaginarse cómo entrar al sistema de comunicaciones de la nave y contactar con el general Rieekan pidiendo ayuda? Concéntrate en el teclado, instruyó Ben. Concéntrate en los números. ¿Concentrarse en el teclado?

–No veo nada –dijo Luke, mirando de un lado a otro la fila de números. Intentó usar la Fuerza, pero no sintió nada ahí. El primer número es siete. Luke desplazó su atención a esa tecla. ¿Había una sensación perdurando ahí? Colocando sus dedos sobre el teclado, se abrió a la Fuerza, ofreciéndole el control de su cuerpo como había hecho durante el combate con las naves piratas. Pero sus dedos permanecieron inmóviles. Sin la inmediatez y la tensión del combate para dirigir sus pensamientos y emociones, no estaba logrando nada. –Yo no... no puedo verlo –dijo. Hubo un susurro en su mente que podría haber sido un suspiro. Los números son siete siete ocho uno tres uno dos. Luke tecleó la secuencia. No ocurrió nada. –¿Y ahora qué? Ben no respondió. Con una mueca, Luke miró a su alrededor, tratando de escuchar de nuevo a la Fuerza. Sus ojos se desplazaron a la pantalla repetidora que mostraba la posición, el vector y el estado de sistemas actual de la nave. Casi podía sentir algo ahí, pero intentándolo con todas sus fuerzas no pudo lograr que la sensación se convirtiera en algo más claro. Pasa tus dedos por debajo del borde inferior del marco de la pantalla repetidora. Luke obedeció, y esta vez se oyó un suave clic tras hacerlo. Se giró, y para su sorpresa vio que una sección del tamaño de una puerta del mamparo al final de la cama se había abierto un par de centímetros. ¿Compartimentos de contrabando, quizá? Cruzando la cabina, abrió completamente la puerta. No era un escondite de contrabando. Era un depósito de armas. Un depósito que incluía dos juegos de armaduras de soldado de asalto imperial. Luke se quedó mirando las brillantes vestiduras, con un escalofrío de terror recorriéndole la espalda. Se había pasado los últimos días preguntándose si LaRone y sus hombres eran piratas o contrabandistas o cazarrecompensas o incluso los agentes de Seguridad de Navieras que decían ser. Sin embargo, la posibilidad de que pudieran ser imperiales no había cruzado nunca por su mente. No te preocupes, le calmó la voz de Ben. No es lo que piensas. Al menos, no del todo. Luke miró por encima del hombro a la puerta de la cabina. –Eso no hace que tranquilice demasiado. Confía en mí, Luke. Toma uno de los blásteres y cárgalo. Luke miró las armas, deseando fervientemente que Ben no fuera a pedirle que se encargase de cinco soldados de asalto él solo, y se dispuso a tomar el bláster más grande de la estantería. Luke, le reprendió Ben. Se detuvo, respirando profundamente y sumiéndose en la Fuerza. Vale. Pero si se suponía que no debía tomar el bláster más grande... Su mirada cayó sobre la más pequeña de las armas, y pequeño bláster de mano. Concentrándose aún en la Fuerza, lo tomó de la estantería. Aún no podía sentir ninguna guía real en su decisión. –Bueno, podrías hacer todo esto mucho más fácil –se quejó mientras encontraba el paquete de energía y el cartucho de gas adecuado y los cargaba en el arma. Y también tu tío podría haberte llevado subido a su espalda hasta que tuvieras quince años. Luke hizo una mueca. Eso había sido una estupidez por su parte.

–Lo siento –se disculpó. Estás dando tus primeros pasos en un mundo mucho más grande, Luke. Pero te faltan muchos, muchos más pasos. Yo no puedo acompañarte durante todo tu camino personal. Todo lo que puedo hacer es guiarte, y enseñarte, y ayudarte a encontrar el camino por ti mismo. –Comprendo –dijo Luke, sopesando el bláster en su mano–. ¿Debo entender que se supone que tengo que descubrir por mí mismo qué hacer con esto? Tú y la Fuerza lo haréis juntos, le aseguró Ben. Paciencia. Escucha a la Fuerza. Cuando sea el momento, lo sabrás. –allá vamos –murmuró Quiller, tomando las palancas de hiperespacio y tirando de ellas. Las líneas estelares se desvanecieron en estrellas, y extendiéndose ante ellos LaRone pudo ver la sombra oscura que era el planeta Gepparin. Frunció el ceño. Directamente hacia la superficie, la oscuridad nocturna del planeta se había roto por un apretado racimo de manchas brillantemente resplandecientes de un color amarillo rojizo. –¿Qué es eso? –preguntó, comenzando a alzar una mano para señalarlo. Y mientras lo hacía, un brillante relámpago de luz verde cruzó su mirada, apuñalando el paisaje de allí abajo y añadiendo otro punto resplandeciente al racimo que ya existía. –¿Qué dem...? –comenzó a decir Marcross. –¡Oh, fusst! –bufó Quiller, lanzando al Suwantek hacia arriba y hacia un lado en una cerrada curva en espiral, devolviéndoles al lugar por el que habían venido. Desde arriba otro racimo de verdes descargas de turboláser relampaguearon hacia abajo. Iluminada brevemente por el reflejo de ese disparo, la forma de cuña de un destructor estelar imperial apareció en la distancia. –No puede ser –dijo LaRone en un suspiro. –Lo es –confirmó sombríamente Quiller–. Es el Represalia. Nos han encontrado. Luke caminaba de un lado a otro de su cabina cuando el brusco giro del Suwantek le arrojó contra uno de los mamparos. Recobró el equilibrio, con las palmas de las manos enrojecidas en las partes que habían golpeado el muro. Como Ben había prometido, estaba realmente claro que el momento había llegado. Sacando el bláster de bolsillo del interior de su chaqueta, cruzó la puerta. Espera, dijo la voz de Ben cuando el Suwantek hizo otro giro brusco. Siéntelo en la Fuerza. Sabrás cuándo. –De acuerdo –dijo Luke. Presionando la boca del bláster contra la cerradura de la puerta, se agarró al borde de la mesa del ordenador para mantener el equilibrio y esperó. –Capitán, tenemos un intruso –exclamó alguien desde la trinchera de tripulación–. Acaba de llegar al sistema, y ahora trata de escapar. –Deme una lectura –ordenó Ozzel, dejando a un lado la contemplación de la base pirata ardiendo ahí abajo en la lejanía y recorriendo la pasarela de mando hacia la estación de sensores. La configuración del carguero era una que nunca antes había visto, y se acercó al borde de la pasarela para ver mejor.

–Eso tiene que ser una mezcla –dijo Somoril a su lado–. Una nave pegada a otra. –Tiene razón –murmuró Ozzel; y de ese modo, la extraña forma cobró sentido de repente. La nave remolcada era un carguero ligero corelliano, probablemente clase YT o YR. La que estaba funcionado era un... Somoril tomó aire entrecortadamente. –Eso es un Suwantek. Ozzel sintió que se quedaba boquiabierto. –¿No creerá...? –¡Oficial de tracción! –gritó Somoril, girándose–. Atrape a esa nave. ¡Ya! –Hágalo –confirmó Ozzel, con una repentina esperanza palpitando en su interior. Habían llegado allí para silenciar a una agente imperial que podría conocer su vergonzoso secreto... y ahora, contra todo pronóstico,se les había dado la oportunidad de enterrar ese secreto junto con ella–. Y lancen cazas TIE –añadió–. Esa nave no va a escapar de nosotros. Por un largo instante, LaRone pensó que iban a lograrlo. Entonces el Suwantek se agitó violentamente y comenzó a moverse de lado, a su pesar. –¿Quiller? –Nos tienen –soltó el otro–. Rayo tractor. –Aún estamos bastante lejos –dijo Marcross–. Quizá podamos sacudirnos para liberarnos. –Inténtalo –ordenó LaRone. El rugido de los motores subluz cambió de tono cuando Quiller cambió la dirección, orientando el Suwantek en ángulos perpendiculares al rayo tractor mientras intentaba liberarse. –¿Hay algo? –preguntó LaRone. –Dale un minuto –dijo Quiller–. Tenemos algo de libertad en esta dirección, pero para que funcione tenemos que superar el borde del barrido antes de que puedan engancharnos con otro proyector. Se oyó un repentino golpe seco seguido de un chirrido proveniente de la popa. –O antes de que puedan arruinar nuestros motores –añadió tensamente Marcross. –Grave, Brightwater; devolved el fuego –ordenó LaRone cuando otro disparo de turboláser chocó contra sus escudos de popa. Como respuesta, los cañones láser del Suwantek escupieron luz verde. –Estamos demasiado lejos como para causar ningún daño –dijo Marcross. –Lo sé, pero deberíamos estar lo bastante cerca como para confundir sus sensores un poco –dijo LaRone–. Vamos, Quiller; suéltanos. Hubo un cosquilleo en la Fuerza, exactamente igual al que sintió Luke cuando estaba enfrentándose al remoto; y cuando el primer disparo láser golpeó contra el escudo de popa, él disparó su bláster contra la cerradura. La puerta se abrió deslizándose, y miró con precaución al exterior. El pasillo estaba desierto. Fue rápidamente a la puerta de Han, tambaleándose con las continuas maniobras violentas del Suwantek, y la abrió. Han estaba de pie junto a la mesa del ordenador, agarrándose a ella para mantener el equilibrio, con el rostro estático como si estuviera esculpido en piedra mientras miraba las pantallas repetidoras. –¿Estás bien? –preguntó Luke.

Han tardó en reaccionar. –¿Te han dejado salir? –No exactamente –dijo Luke–. Han, Leia está en peligro. –Nosotros tampoco estamos exactamente a salvo –dijo Han, arrancando el bláster de las manos de Luke y haciendo un gesto de disgusto–. ¿De dónde has sacado esto, de una máquina de chucherías? –Está atrapada en Ciudad Makrin, en Shelkonwa, y el Imperio sabe que está allí –insistió Luke. –Luego, chico. –Apartándolo bruscamente, Han avanzó por el pasillo. Luke podía escuchar los gañidos de Chewbacca incluso sobre el rugido de los motores. Han hizo saltar la cerradura y retrocedió un paso cuando un peludo brazo wookiee saltó salvajemente hacia él a través de la puerta abierta. –Tranquilo... somos nosotros –exclamó Han. Chewbacca recuperó el equilibrio en mitad del pasillo, mirando a ambos lados del corredor mientras ladraba algo. –No lo sé, pero quienquiera que sea nos tiene enganchados –le dijo Han–. Baja al Halcón y prepáralo. –¿Nos vamos? –preguntó Luke, con el alivio instintivo por abandonar una batalla luchando contra la instintiva culpa por pensar en abandonar a LaRone y los demás a merced de quien quiera o lo que quiera que les estuviera atacando. –Aún no –gruñó Han–. ¿Qué piensas, Chewie? ¿Cebar y cambiar? El wookiee lo pensó, luego gruñó una respuesta y se dirigió a la escotilla que conducía a la escotilla ventral del Suwantek. La abrió y desapareció bajando la escalerilla. –¿Qué quieres que haga? –preguntó Luke. –Mantente a un lado –dijo secamente Han. Alzando el bláster, se dirigió a proa. La sala de descanso estaba vacía, al igual que la antesala tras ella. Golpeando el interruptor de apertura de la cabina, Han irrumpió dentro. Avanzó un par de pasos antes de percatarse, aparentemente de golpe, de las armaduras de soldado de asalto. Luke se estremeció. Demasiado tarde, se dio cuenta de que debería haber informado al otro acerca de sus captores. Pero con sólo una mínima duda Han continuó avanzando. –¿Situación? –espetó. –Un destructor estelar nos tiene enganchados –dijo LaRone. Su rostro se tensó cuando vio el bláster en la mano de Han, pero su voz estaba templada y profesional–. Puede que lancen TIE's. –Estamos intentando un péndulo –añadió el hombre al timón, seguramente Quiller. –¿alguna otra nave en la zona? –preguntó Han. –Ninguna –dijo Marcross, mirando sombríamente a Han desde el asiento del copiloto–. La base pirata también parece haber sido efectivamente neutralizada. –Bien. –Han miró brevemente a través del parabrisas a la forma triangular que se cernía en la distancia sobre ellos, y luego golpeó a Marcross en el hombro de su armadura–. Aparta. –¿Qué? –preguntó Marcross con un tono de advertencia en su voz. –He dicho que te apartes –dijo Han, dando un paso atrás para dejarle espacio a Marcross. Comenzó a bajar el bláster de mano a la funda vacía de su cintura, se dio cuenta aparentemente de que la pequeña arma se perdería ahí, y en su lugar la enganchó en el costado izquierdo de su cinturón, en posición cruzada–.Tenemos algunas maniobras difíciles que hacer, y no tengo tiempo de explicártelas.

–Mira, Solo... –Hazlo –dijo LaRone. Furioso, Marcross se soltó el arnés de seguridad y abandonó su asiento. Pasó rozando a Han, quien ocupó su lugar. –Dadme comunicación con el Halcón –ordenó, echando un rápido vistazo a los controles–. ¿Chewie? ¿Estás listo? Un rugido de respuesta llegó por el altavoz. –Bien –dijo Han–. Que alguien esté preparado para sellar la escotilla ventral y soltar el anillo de conexión. –Di cuándo –dijo Quiller. –Ya –dijo Han–. Y pásame el timón. Quiller pulsó un par de interruptores. Un instante después el Halcón apareció a la vista bajo el Suwantek, disparando delante de ellos e inclinándose fuertemente hacia la derecha. –LaRone, el corelliano está escapando –soltó la voz de Grave por el intercomunicador. –Está bien; deja que se vaya –dijo LaRone–. Sigue disparando al Represalia. ¿Quiller? –El rayo tractor aún nos tiene –dijo Quiller–. Sea cual fuere ese truco, más vale que sea bueno. –Dadle un minuto –dijo Han, lanzando al Suwantek en un rizo con forma de ocho en el extremo de su soga invisible–. Primero tienen que descubrirle. De repente, una salva de destellos verdes brilló por el espacio tras el Halcón. –Vale, ya lo han descubierto –dijo Han–. ¿Dónde están esos TIE's que dijiste que estaban lanzando? –Quizá hayan cambiado de... no, ahí vienen –se corrigió LaRone–. Cuatro parejas del hangar principal. Luke alzó la vista, buscando en el cielo. Un instante después logró ver los ocho cazas TIE acortando distancias hacia ellos. Seis iban claramente hacia el Suwantek, los otros dos se separaron. –Parece que una pareja se dirige hacia el Halcón –advirtió. –Bien; eso es lo que se supone que deben hacer –le dijo Han. Alzó la vista, luego retorció con fuerza la palanca de control y apretó el acelerador, dando la vuelta al Suwantek–. Chewie, necesitamos un señuelo. –¿Tenéis un señuelo? –preguntó Marcross–. ¿Dónde? –¿Qué es un señuelo? –preguntó Luke. –Un confusor de rayo tractor –dijo Quiller, con extrañeza en su voz–. Una bomba de capas de oleada que contiene partículas de alta reflectividad diseñadas para romper un enganche. Pero no encontramos nada como eso cuando registramos vuestra nave. –Eso es por que no tenemos ninguno –le dijo Han mientras volvía a dar la vuelta al Suwantek. –Entonces, ¿de dónde planeas conseguir uno? –preguntó LaRone. –No consigues un señuelo –le corrigió Han, volviendo a alzar la vista–. Lo haces. Chewie: adelante. El Halcón se inclinó fuertemente a la izquierda como respuesta, haciendo una espiral ascendente hacia los cazas TIE que se acercaban. Esquivando su fuego láser, Chewbacca respondió con su propia andanada rápida. Los brillantes destellos rojos impactaron al TIE de cabeza justo en la proa, convirtiéndolo en una bola de humo y llamas.

Y de pequeñas partículas metálicas reflectoras. –¿Eso es nuestro señuelo? –dijo Luke. –Lo has pillado –confirmó Han. Mientras el segundo TIE esquivaba a su compañero, envió un impulso extra de potencia al motor del Suwantek, enviando la nave en una trayectoria curva justo bajo el punto de la destrucción y dirigiendo el rayo tractor que les ataba directamente a la creciente nube de escombros. Y con una violenta sacudida, el Suwantek estaba libre. –¡Lo lograste! –ladró Quiller–. ¡Vamos, vamos, vamos! –Estamos libres, Chewie –exclamó Han mientras giraba el Suwantek para alejarse del destructor estelar y daba la máxima potencia al motor, retorciéndose como un pez en el anzuelo para evitar que los proyectores recuperasen el contacto–. Salgamos de aquí. No hubo respuesta. –¿Chewie? –llamó Han–. ¡Chewie! –¿Dónde está? –preguntó Luke, estirando el cuello para poder ver. –allí –dijo Quiller, señalando–. Está dirigiéndose al planeta. Han lanzó un juramento mientras volvía a dar la vuelta al Suwantek. –Aguanta, amigo... Allá vamos –exclamó. –¿Qué estás haciendo? –preguntó Marcross. –¿A ti qué te parece? –replicó Han. –Volvamos atrás ahora y seguro que nos atrapan –dijo Marcross. –No lo lograrán sin luchar. –¿Nosotros contra un destructor estelar? –Marcross agarró a Han del hombro–. ¿Estás loco? –Suelta –gruñó Han, tratando de apartarse su mano–. Luke, quítamelo de encima. –Espera un momento –dijo Luke, observando con el ceño fruncido la escena que tenía lugar en la distancia. Todos los TIE's restantes habían pasado a perseguir al Halcón... y a menos que viera visiones, también lo hacía el propio destructor estelar–. Nos están ignorando –dijo–. Van tras el Halcón. –Saben que no pueden atraparnos antes de que podamos saltar –dijo LaRone con tensión en la voz–. Casi es como si ya nos hubiéramos ido, así que Ozzel ha decidido ir a por el que puede atrapar. –Y van a volarlo en pedazos –dijo Han apretando los dientes–. Quiller, ¿qué...? –Estoy retomando el control –dijo el piloto mientras el Suwantek se recuperaba de su loco descenso hacia un Halcón que avanzaba dando bandazos–. No vamos a ser de ninguna ayuda simplemente persiguiéndole. Necesitamos un plan. –Iremos tras él –insistió Han, dejando ir los controles y dirigiendo su mano hacia el bláster de su cinturón. Pero la mano de Marcross estaba más cerca que la de Han, y obviamente el propio Marcross había estado esperando ese movimiento. El soldado de asalto llegó allí al mismo tiempo que Han, arrancando diestramente el arma de la mano de Han y retrocediendo fuera de su alcance. –Quiller tiene razón –dijo firmemente–. En lugar de discutir, danos un plan que funcione. –No necesitamos un plan –interrumpió Luke, señalando a las líneas de datos que habían aparecido de repente en la pantalla de comunicaciones–. Chewie ya tiene uno.

–¿Transmisiones? –preguntó Ozzel, mirando a la trinchera de tripulación–. ¿Qué clase de transmisiones? –No lo sé, señor –dijo el oficial de comunicaciones, mirando por encima del hombro de sus subordinados mientras ellos trabajaban febrilmente en la señal–. Están encriptadas, y sólo hemos sido capaces de interceptar una parte. Pero iba definitivamente orientada a la base pirata y las colinas al norte de la misma. Ozzel resopló. –Bueno, lo que quiera que fuese, no les va a servir de nada ahora –dijo–. Control de fuego: quiero ver ese carguero corelliano hecho pedazos. –No tan rápido, capitán –dijo Somoril, entornando los ojos–. Han corrido un gran riesgo acercándose lo suficiente como para hacer esa transmisión. Preferiría saber qué era. Ozzel apretó los dientes. Pero Somoril tenía razón. –Ignoren esa orden –exclamó–. Control de rayo tractor: enganchen al corelliano. –Miró fijamente a esa parte de la trinchera de tripulación–. Y esta vez traten de mantenerlo. –Parece que tu amiguito se dirige al espacio de nuevo –dijo Marcross, sonando confuso–. ¿Por qué no le han golpeado mientras aún estaba entre ellos y el planeta? –Debe haber algo en esa transmisión que ha convencido a Ozzel de que le quieren vivo –dijo LaRone–. Golpearle a tan poca distancia habría hecho que se estrellase contra el terreno. –Bueno, están tratando de hacerlo ahora –dijo sombríamente Quiller–. Allá van los TIE's, directos hacia él. Probablemente estén preparando también los rayos tractores. –No hay problema –dijo Han, tratando de sonar más confiado de lo que se sentía. Él y Chewbacca habían llevado a cabo ese tipo de estrategia de vuelo docenas de veces, y habitualmente funcionaba bien. Sólo que esta vez sólo estaba Chewbacca ahí fuera, tratando de manejar a un tiempo la nave y los cañones cuádruples él solo, y con un hipermotor dañado que reiniciar. El gran wookiee era bueno, pero Han no estaba seguro de que fuese tan bueno. –Casi lo bastante lejos para saltar –dijo Quiller–. Aún no hay agarre tractor. –allá van los TIE's, tratando de cortarle el paso –añadió Marcross–. Parece como si Ozzel finalmente hubiera despertado al hecho de que va a perderlo. Pero Han pudo ver que era demasiado tarde, con los TIE's demasiado retrasados para ese tipo de trampa. Lo intentaron, lanzando oleada tras oleada de fuego salpicando los escudos de popa del Halcón. Uno de los disparos se abrió paso a través de él y Han hizo una mueca cuando el fuselaje recibió otra abolladura más. –Vamos, Chewie, muévete –murmuró casi sin aliento. –Quizá su hipermotor no funcione –dijo sobriamente LaRone. –Aún no lo ha intentado –le dijo Han–. El cabezota está tratando de asegurarse de que todo el mundo está tras su estela y demasiado lejos como para seguirnos a nosotros. Quiller soltó un ligero silbido. –Demuestra agallas. –Y estupidez –gruñó Han, haciendo una mueca cuando el destructor estelar reabría tardíamente el fuego con sus turboláseres. Pero una vez más el capitán fue demasiado lento. Con una andanada final de los cañones cuádruples a sus perseguidores, el Halcón destelló con seudomovimiento y se desvaneció.

–Van a rastrearlo –advirtió Quiller–. Captura de trayectoria, pozo de probabilidades de destino... toda la lista. –Pueden intentarlo –dijo Han, soltando un ligero suspiro de alivio. Chewbacca podía llevar a cabo las acrobacias más locas poniendo en peligro su propia vida–. El único lugar al que va a ir es de vuelta aquí. –¿Y qué pasa si dejan atrás alguna nave como defensa? –preguntó Luke–. Me refiero a algo más grande que esos TIE's, como una o dos naves patrulla. –Eso sería inteligente –acordó Han–. Pero no creo que ese capitán sea tan brillante como para eso. –Definitivamente no –confirmó LaRone–. Por suerte para nosotros. –¿Lo estamos rastreando? –bramó Ozzel sobre el puente–. ¡Oficial de sensores! ¿Lo estamos rastreando? –Lo estamos rastreando, capitán –respondió una voz–. Calculando probabilidades... no. –No, ¿qué? –preguntó Ozzel. –El pozo se centra en el sistema alderaan –dijo el oficial, sonando confuso–. Pero no hay nada allí. Ya no. Ozzel sonrió ligeramente. Escoria astuta. Pero no lo bastante astuta. –Lo que lo hace el lugar perfecto para esconderse –le dijo al oficial–. Establezca curso de persecución. –¿Qué hay de la base pirata? –preguntó Somoril, señalando hacia el planeta bajo ellos–. Aún no hemos terminado con eso. Ozzel echó un vistazo a los fuegos que resplandecían en la superficie del planeta. –Les hemos vencido por completo –dijo–. Los TIE's pueden terminar la demolición. –Pero aún puede haber supervivientes –dijo Somoril, bajando la voz–. Particularmente... ya sabe. –Si aún no está muerta, lo estará pronto –le aseguró Ozzel–. Los TIE's se encargarán de eso. Pero si está tan preocupado... –Se giró de nuevo a las trincheras de tripulación–. Denme fuego de saturación en esas zonas de aterrizaje al sur y al este del complejo –ordenó–. Destruyan todas las naves. Corrección; destrúyanlas todas salvo el carguero pesado rendili. –¿Señor? –preguntó Somoril, sonando confundido. –El Camino de Happer aún tiene quince de los AT-ST's de Su Excelencia a bordo –le recordó Ozzel con impaciencia. ¿Es que él era el único a bordo de esa nave que podía pensar en esas cosas? –Volveremos a recogerlo, y a los TIE's, cuando acabemos con ese pirata corelliano. –Señor, realmente no creo... Deliberadamente, Ozzel le dio la espalda. Somoril podría saber más que él sobre traición, asesinatos, y acechar desde las sombras; pero él, Ozzel, era ahí el experto en naves y real y auténtico combate. Y ese corelliano no iba a escapar de él. No después de ayudar a esos soldados de asalto desertores a escurrirse de nuevo de entre sus dedos. Ni hablar. –Curso a alderaan establecido, señor.

Ozzel lanzó una última mirada en dirección a la nave de los traidores, burlándose en silencio de él en la distancia. Los atraparía también a ellos, lo prometía. Tarde o temprano, los atraparía también. –Adelante. Las palabras apenas acababan de salir de la boca de LaRone cuando la inmensa nave de querra destelleó y desapareció. –Y allá va –dijo Han, con el alivio y el desdén luchando por dominar en su cerebro. Ese capitán realmente era torpe–. Ni siquiera se molesta en volver a llevar esos TIE's a bordo. –Lo que sólo significa que planea volver –dijo Marcross–. Si vamos a buscar en ese nido pirata, tenemos que llegar ahí antes. –No va a ser fácil con esos TIE's vigilando –advirtió Luke, Pero en lugar de volar en círculos en una formación de vigilancia, los siete cazas restantes viraron para dirigirse hacia el planeta. –Sólo que no están ahí para mantenernos apartados –dijo con aire sombrío Quiller–. Ozzel los ha dejado para terminar de destruir la base de los Cicatrices Sangrientas. –Eso facilita las cosas –dijo Han, sujetando la palanca de control de nuevo–. Vamos a entrar. Quiller, pásame el control. Quiller miró por encima de su hombro. –¿LaRone? –preguntó, con un matiz extraño en su voz. LaRone dudó. –¿Cuál es el problema? –preguntó Han, pasando la vista del uno al otro–. ¿Quieres pilotar tú? Perfecto. Pero vamos. Los ojos de LaRone se centraron en Marcross. –No sé –dijo dubitativo. Han le miró frunciendo el ceño... y de repente comprendió. –Esa era vuestra nave, ¿no? –preguntó con calma–. Conocéis a todos esos pilotos de TIE. –No los conocemos exactamente. –Parecía que LaRone trataba de convencerse a sí mismo–. Y no es nuestra nave. Ya no. –Está bien –dijo Han, tratando de mantener un tono de voz despreocupado mientras miraba a Luke. El chico tenía una especie de expresión de dolor en el rostro, pero parecía bastante dispuesto–. No hay problema, Luke y yo podemos manejarlo. – Sabía que era la solución fácil, pero de algún modo no creía que esos tipos fueran a aceptarla. Por supuesto, no lo hicieron. –No –dijo LaRone, con nueva firmeza en su voz–. Fue decisión nuestra. Es tarea nuestra. –Espera –le cortó Luke, señalando por el parabrisas–. Mira. Han se giró, y sintió que la mandíbula se le desencajaba. Donde había habido siete TIE's hacía un instante, ahora sólo había cinco... y mientras miraba, un disparo de fuego láser desde algún lugar de las colinas sobre la base pirata acabó con dos más. –Yo diría que ahí abajo no están todos muertos –comentó. –Diría que no –dijo sombríamente LaRone–. Pero si queremos más información, aún necesitamos entrar. ¿Quiller? –De acuerdo –dijo el piloto, girando en redondo el Suwantek–. Grave, Brightwater; tratad de localizar las posiciones de esos cañones láser.

–Estamos en ello –respondió rápidamente la voz de Brightwater–. Aún muy fuera de alcance, desde luego. –No por mucho tiempo –dijo LaRone–. Quiller, llévanos allí.

Capítulo Diecisiete De repente, el bombardeo aéreo quedó en silencio. Todavía pegada a la gran excavadora, Mara se extendió con sus sentidos. El aire estaba lleno e humo acre, y podía escuchar el crepitar de las llamas proveniente de, al menos, tres sitios en las cercanías. Pero definitivamente el fuego turboláser del cielo había cesado. No sabía por qué, pero con la tregua llegaba la oportunidad de moverse. Caminando cuidadosamente entre los montones de escombros que la rodeaban, se dirigió al pasillo. La trampa incendiaria que Caaldra había hecho estallar en él lo había quemado casi por completo, añadiendo su propia contribución al irritante humo que flotaba en el aire. Parpadeando un par de veces, Mara retrocedió al lugar en el que había dejado a Tannis. Seguía allí, yaciendo inmóvil en el suelo humeante. –¿Tannis? –dijo, enganchando su sable de luz de nuevo en su cinturón y agachándose junto a él. No hubo respuesta, pero al menos seguía vivo. Mara se tomó un momento para evaluar los daños –principalmente quemaduras por la trampa incendiaria de Caaldra– y luego retrocedió al derruido centro de mando para recuperar el medipac de emergencia de la sala. No había tiempo para tratar las quemaduras propiamente dichas. No con sus atacantes preparándose con toda seguridad para la Segunda Ronda. Seleccionando un conjunto de analgésicos y estimulantes de grado militar, los inyectó en una zona ilesa del brazo de Tannis. Medio minuto después estaba despierto, parpadeando ante ella a través del humo. –¿Cómo te sientes? –preguntó Mara. –Como si me estuviera muriendo –murmuró Tannis, con una voz que sonaba inquietantemente onírica–. ¿Qué ha pasado? –Caaldra nos ha dejado una pequeña sorpresa –le dijo Mara, decidiendo eludir por el momento el bombardeo–. ¿Te sientes capaz de caminar un poco? –No lo sé –dijo Tannis–. ¿Hasta dónde vamos a ir? –Había pensado que pararíamos un rato junto a vuestro búnker de emergencia, y luego volveríamos a la nave y te metería en la cápsula médica. –Puedo intentarlo –dijo Tannis. Con una mueca de dolor por el esfuerzo, apoyó una mano en el suelo y trató de empujar. –Está bien –dijo Mara, haciendo uso de la Fuerza para alzarle–. Basta con que ofrezcas un apoyo. Yo puedo hacer el trabajo duro. –Me olvidé –dijo Tannis, sonriendo débilmente–. Entonces, ¿dónde estamos? –En el exterior del centro de control principal. –Bien. –Tannis miró a su alrededor–. Es por ahí –dijo, señalando el pasillo en la dirección por la que iban cuando Caaldra activó su trampa. Apoyando al pirata herido en su costado, Mara le sujetó pasando un brazo por su cintura y comenzaron a avanzar. La base estaba patas arriba. Al menos cinco de los edificios habían sido completamente derruidos, de los cuales un par aún ardían furiosamente, y los demás no eran más que escombros humeantes. También había cantidad de cadáveres esparcidos alrededor. Algunos de los piratas estaban completamente vestidos, pero a otros el ataque parecía haberles encontrado durmiendo en sus literas. Al principio Mara se asombró ante su falta de preparación y de protección de sensores hasta que se dio cuenta de que los tres hombres que Brock y Gilling habían matado en el centro de control probablemente serían los responsables de localizar los problemas y hacer sonar la

alarma. Los dos hombres de la OIS tampoco se habían percatado de los atacantes que se acercaban, o bien no les había importado demasiado. O bien les estaban esperando. Si no, habrá otros más adelante que terminen el trabajo, dijo Brock antes en la sala de control. –allí –murmuró Tannis, señalando hacia uno de los edificios derruidos. Derruido excepto por una gran sala en el extremo más alejado de la planta baja que aún seguía intacta. –De acuerdo –dijo ella, respirando pesadamente mientras echaba una ojeada al campo de mampostería destrozada ante ellos. Esto no iba a ser fácil. Tannis aparentemente también se había percatado de los escombros puntiagudos. –Déjame aquí –dijo–. Recoge tu información y vuelve a por mí. –Ni lo pienses –dijo Mara, volviendo a agarrarle de la cintura. La cortina de fuego podría volver a comenzar en cualquier momento, y ni por asomo iba a dejarle ahí fuera, en espacio abierto. Especialmente no cuando el lugar más seguro de la base estaba a apenas cincuenta metros de distancia–. Vigila dónde pisas. Comenzaron a abrirse camino por los escombros. Incluso con Mara soportando la mayor parte del peso de Tannis, él tenía dificultades con el desigual terreno, y en ocasiones ella tenía que usar la Fuerza de nuevo para levantarle por completo en el aire, llevándole sobre los obstáculos como un saco de fruta. Mantuvo la vista en movimiento, esperando fervientemente que nadie les disparase mientras estaba demasiado cargada y concentrada para reaccionar. La sala de la esquina que Mara había visto resultó ser simplemente la esclusa de acceso al búnker propiamente dicho, un complejo de salas mucho mayor a dos pisos bajo tierra. Claramente, el Comodoro se había tomado la posibilidad de un ataque enemigo en serio. Tampoco es que al final le hubiera servido de mucho. Su cuerpo destrozado estaba allí, desplomado en un asiento frente al panel de comunicaciones. Muerto. –De modo que ya está –murmuró Tannis mientras Mara le ayudaba a sentarse en una de las otras sillas–. Se acabó. Se acabó todo. –Eso parece –asintió sobriamente Mara, mirando a su alrededor. Decidió que el sistema de comunicaciones sería un buen lugar para empezar. A menos que el Comodoro y su misterioso aliada hubieran sido tan paranoicos como para llevar a cabo todos sus negocios cara a cara, debería haber registros de sus mutuas llamadas de HoloRed. Acercándose al panel, cuidadosamente apartó la silla y el cuerpo del Comodoro a un lado. Pudo ver que había estado tratando de establecer una comunicación de HoloRed cuando su cuerpo roto se había colapsado finalmente. El número de contacto y la frecuencia no significaban nada para ella, pero el sistema de destino sí. Shelkonwa. La capital del sector Shelsha. –¡Mano! –dijo Tannis con voz ronca–. Pantalla táctica… allí. Mara se giró. La pantalla visual estaba apagada, pero la pantalla táctica principal sobre la consola de defensa estaba encendida y en funcionamiento. En ella se veían siete triángulos rojos: cazas enemigos, acercándose rápidamente a la base. La Segunda Ronda, aparentemente, estaba a punto de comenzar. Sólo que esta vez, al contrario que en la Primera Ronda, habría dos lados en la batalla. Mara se desplazó a la consola de defensa y se sentó, echando un rápido vistazo a los controles para ver sus opciones. Los láseres principales podían enfrentarse a tres objetivos simultáneos, y había más de esos torpedos de protones que a los Cicatrices

Sangrientas tanto les gustaban esperando en la reserva. Los láseres ya estaban en modo de espera; activándolos por completo, agarró los gatillos y esperó. Los atacantes estaban casi en el rango óptimo de alcance cuando súbitamente dividieron la formación, abriéndose en abanico como en una exhibición aérea del Día de la Victoria. Mentalmente, Mara se encogió de hombros. Alcance óptimo habría estado bien, pero entonces óptimo significaba simplemente preferido. Alineando los puntos de mira dobles en dos de sus atacantes, disparó. Los láseres convirtieron a los objetivos en instantáneas nubes de metralla. Mara apuntó a otra parte, con un pequeño rincón de su mente preguntándose acerca de esta banda rival, cuyos miembros eran lo bastante descuidados o confiados en exceso como para usar cazas si ni siquiera una mínima capacidad de escudos. Disparó de nuevo, y otro par de atacantes siguieron el camino de los primeros. Quizá confiaban en su maniobrabilidad para eludir la destrucción, decidió cuando apuntaba de nuevo a otra parte. Ciertamente tenían un nivel de destreza superior al habitual, girando como locos mientras trataban de escapar del bloqueo de la computadora de puntería. Uno de los grupos de indicadores, de hecho, comenzó a parpadear rápidamente en rojo cuando lo lograron. Pero Mara no necesitaba la ayuda de esos juguetes tecnológicos. Tenía la Fuerza, y toda la maniobrabilidad del universo no ayudaría ahora a sus atacantes. Cambiando los láseres a control manual, continuó disparando, destruyendo fría y metódicamente los cazas uno a uno. En la distancia notó que los sensores estaban detectando otra nave que se acercaba, esta del tamaño de un carguero, pero los números mostraban que llegaría demasiado tarde como para ayudar. Los últimos dos cazas se habían lanzado ahora al ataque, y Mara pudo sentir el crepitar de fuego láser sobre ella mientras hacían un último ataque desesperado contra el búnker. Lanzando la Fuerza de nuevo, sintió el sutil anticipo de sus siguientes movimientos y desplazó su punto de mira como respuesta. Disparó de nuevo, y ahora sólo quedaba un único atacante. Una vez más ajustó su puntería… y esperó. El control de fuego debería haber recopilado toda la información técnica de los atacantes mientras tenía lugar la batalla, y podía llevársela consigo y estudiarla a placer. Pero sería bueno tener también un contacto visual directo. Desplazó brevemente su atención del combate, reconociendo mientras lo hacía el riesgo inherente en permitir que un enemigo tenga siquiera un breve momento de respiro, y activó la pantalla visual. Los sensores había recibido daños graves durante el bombardeo anterior, y la imagen que aparecía en la pantalla era oscura y granulosa y terriblemente distorsionada. Pero era lo bastante buena. Sólo había un caza en cualquier lugar de la galaxia con ese perfil y esas características. La base pirata estaba siendo atacada por cazas TIE imperiales. Se quedó mirando fijamente la imagen, con su mente inicialmente rechazando aceptar la evidencia ante sus ojos. Era imposible… la atención del Imperio estaba completamente absorbida por la Rebelión, la inestabilidad interna y las molestias alienígenas. Por orden directa del propio Emperador, los piratas y otros bandidos habían sido reclasificados como problema de las fuerzas del orden de los sistemas locales. Esto no podía ser ningún tipo de operación oficial contra los Cicatrices Sangrientas. A menos que fuese contra la propia Mara. Sintió que se le tensaba el rostro mientras se volvía hacia su palanca de control de fuego y hacía volar en pedazos al último caza TIE. Así que de eso se trataba. No se trataba tan solo un gran plan para unir a los piratas de Shelsha en una única y gigantesca

banda. No se trataba siquiera de un vínculo entre los piratas y la Rebelión. Esto apuntaba directamente al territorio imperial. Directamente a la cúpula. Miró su pantalla táctica. El carguero desconocido estaba demasiado lejos para resultar una amenaza, pero seguía acercándose. Hora de marcharse. Tannis estaba desplomado en su asiento, respirando rápida y dificultosamente. –¿Preparado para otro pequeño paseo? –preguntó Mara mientras se agachaba a su lado. –Puedo intentarlo –dijo Tannis débilmente–. ¿Tienes lo que viniste a buscar? –Oh, sí –dijo suavemente. Expandiéndose con la Fuerza, le alzó de la silla tan suavemente como pudo–. Sólo unos minutos más –dijo mientras le conducía a la puerta–. Te llevaremos a la cápsula médica del Camino de Happer… Se detuvo cuando él le golpeó en el hombro. –Si no lo consigo –dijo con voz gastada y los ojos entornados mientras le miraba a la cara–, entiérrame en el espacio. ¿Me has oído? –Vas a conseguirlo –dijo Mara, con la mentira llegando automáticamente a sus labios justo cuando un brote de frustración la recorrió. Le habían enseñado docenas de técnicas de auto-curación en la Fuerza, pero nada que pudiera usarse para ayudar a otros. Pero mientras hubiera vida, habría esperanza. –Aguanta –dijo, subiendo las escaleras. Estaban cruzando el campo de escombros, cerca de la estructura que había albergado la sala de mando principal, cuando Mara escuchó el lejano rugido de un motor subluz. Y al mirar, el Camino de Happer surgió de las ruinas de la zona de aterrizaje. Se giró perezosamente, como si el piloto estuviera supervisando los daños que le rodeaban, y luego se giró de nuevo y se dirigió al espacio. Mara lo vio marcharse, con el corazón hundido. Así que ahí acababa todo. Su carguero se había ido; y por los fuegos que podía ver ardiendo por todo el complejo estaba claro que el resto de las naves habían sido destruidas. Tannis y ella habían sido abandonados a su suerte. Pero aún quedaba esa otra nave del tamaño de un carguero que había visto haciendo su cauteloso acercamiento al planeta. Si el piloto era realmente lo bastante estúpido como para aterrizar en medio de toda esa devastación, podría tomar el mando de la tripulación y salir de allí. A menos que la nave representase la Tercera Ronda del ataque contra ella. En ese caso, simplemente mataría a todo el mundo a bordo. A su lado, Tannis se estremeció. –¿Por qué nos hemos detenido? –murmuró. Mara se enfocó en él, en su rostro quemado y su laboriosa respiración. No, no podía esperar al carguero. Tenía que conseguirle ayuda ya. Y entonces, finalmente, descubrió la respuesta obvia. La mayor parte del edificio del centro de mando estaba en ruinas, pero las entradas a los tres túneles de supervisión donde Caaldra se había refugiado seguían abiertas. El polvo del ataque había tapado cualquier pisada que hubiera podido dejar, pero a un metro en el túnel izquierdo encontró una huella de mano reciente. No había iluminación, pero el suelo era lo bastante liso y el propio túnel descendía con una pendiente que formaba un ángulo razonablemente pequeño. Dos suaves giros más tarde, tal vez a unos cien metros de la entrada, alcanzaron una zona débilmente iluminada y la nave de escape de emergencia que esperaba encontrar, un

compacto Buscador Starfeld Z-10. La nave ya estaba preparada; claramente, Caaldra había planeado escapar de este modo hasta que se percató del intacto Camino de Happer y decidió llevárselo en su lugar. Tras dejar a Tannis en la cápsula médica y teclear para suministrarle un tratamiento de emergencia, Mara activó los elevadores de repulsión y les condujo con cautela por el túnel. Los fuegos casi se habían consumido cuando Han y los demás se abrieron paso cuidadosamente por la base llena de escombros. –Es agradable ver que el Imperio se preocupa de nuevo por los piratas –comentó para nadie en particular. –Esto no ha sido para ocuparse de los piratas, Solo –dijo sombríamente LaRone–. Esto ha sido para ocultar una conspiración. Han frunció el ceño. Él tampoco había creído que todo fuese tan simple. –¿Qué tipo de conspiración? –dijo Luke. –alguien ha estado reclutando piratas –dijo Marcross, con voz aún más grave de lo habitual–. Alguien, como podéis comprobar, con elevados contactos imperiales. Contactos muy elevados. –¿Quién? –preguntó Luke. –Eso es lo que hemos venido a averiguar –dijo LaRone–. ¿Quiller? –Nada se mueve, ni por arriba ni por abajo –dijo la voz del piloto por el comunicador del cinturón de Han–. Ese carguero que vimos despegar cuando veníamos debía llevar a los últimos supervivientes. –¿No hay rastro del Halcón? –preguntó Han. –Aún no –dijo Quiller–. Aunque yo no me preocuparía. Probablemente sólo quiere asegurarse de que el Represalia está completamente fuera de su camino antes de dar la vuelta. Han hizo una mueca. Sí, eso exactamente es lo que probablemente estaba haciendo el gran y estúpido wookiee. –Avísame en cuanto lo veas. –Lo haré –prometió Quiller–. LaRone, estoy detectando algunos túneles profundos ante vosotros, del tamaño de túneles de supervisión y totalmente operativos. Ahí abajo podría haber más gente y armamento que yo no puedo detectar. –Mientras se queden ahí abajo, no pueden hacernos daño –dijo LaRone–. Mantén un ojo encima por si acaso. ¿Tenemos ya mapa térmico? –Acaba de aparecer –dijo Quiller–. Parece que el único lugar que sigue usando energía está al norte y un poco al este del epicentro del ataque. Una única sala pequeña en la superficie, un complejo más grande bajo ella. Una especie de búnker o depósito, supongo. Os guiaré. El complejo subterráneo era efectivamente un búnker, profesionalmente diseñado. Escaleras estrechas conducían a una gran sala de mando, con puertas laterales de salida en tres de sus muros. Había a la vista un cadáver solitario, desplomado en una silla cerca de la consola de comunicaciones. –El control de dispar aún está en espera –informó Grave, echando un vistazo a una de las consolas. –Barracones de servicio por aquí –dijo Brightwater, mirando a una de las salas laterales–. Aunque no parece que hayan usado las camas. El Represalia debe haberles tomado por sorpresa. –Torpes –dijo Grave. –Son piratas –le recordó Brightwater.

–¿Qué buscamos exactamente? –preguntó Han, caminando a una de las otras puertas y mirando al interior. Esta conducía a una pequeña armería, con filas de blásteres y granadas listas para cuando un enemigo se cansase del bombardeo aéreo y decidiera ponerse un poco más personal. –Comencemos por averiguar quién fue la última persona con la que estuvieron hablando –dijo Marcross, cruzando hacia el panel de comunicaciones. –Buena idea –dijo Han, mirando a su alrededor. Los demás se reunieron en torno a Marcross, dándoles la espalda a él y a Luke. Atrajo la atención de Luke, señaló con la cabeza por encima de su hombro, hacia la armería, y luego caminó hacia el grupo que rodeaba a Marcross. Luke parecía confuso, pero asintió con la cabeza y comenzó a dirigirse a la armería–. ¿Habéis encontrado algo? –preguntó Han cuando llegó a la altura de LaRone. –Tenemos su última configuración de comunicaciones –dijo LaRone, mirando por encima del hombro de Marcross. Su voz sonaba extraña a través del casco de soldado de asalto. –¿Y bien? –preguntó Han, estirando el cuello para poder ver. –No es de tu incumbencia –dijo Marcross, apagando la pantalla con un movimiento rápido de sus dedos. Pero no antes de que Han pudiera leer el nombre del sistema. Era Shelkonwa, la capital del sector Shelsha. El mismo lugar en el que Luke había dicho que Leia estaba atrapada. –¿De modo que nos vamos a Shelkonwa? –preguntó tan despreocupadamente como pudo. –Nosotros nos vamos a Shelkonwa –dijo Marcross–. Vosotros os vais a donde queráis. En vuestra propia nave. –Podéis iros en cuanto vuelva –añadió LaRone–. De nuevo, gracias por vuestra ayuda antes. –No hay problema –dijo Han... y con un torrente de emociones entrelazadas, de pronto se dio cuenta de lo que ocurría. Si Luke estaba en lo cierto, y Leia estaba atrapada en Shelkonwa, no había absolutamente nada que él, Chewie y el chico pudieran hacer al respecto. Los imperiales ya tendrían todo el planeta en cuarentena, y no había forma de que el Halcón pudiera burlar semejante bloqueo. No todos los imperiales eran tan estúpidos y crédulos como el capitán Ozzel. Leia dependía de sí misma. Pero eso estaba bien. Era lista y tenía recursos, y tenía a Chivkyrie y sus colegas en tierra, y a Mon Mothma y Rieekan y sus amigos en el exterior. De algún modo conseguirían sacarla de Shelkonwa, y luego la llevarían a algún nuevo escondite a media galaxia de distancia, donde Han probablemente no volvería a verla. Y una vez que Leia estuviera fuera de escena, su razón para permanecer en esta loca Rebelión habría desaparecido. Era libre. Libre para dejar a Luke con sus nuevos amigos, libre para aclarar las cosas con Jabba, libre para volver a la sencilla existencia que tenía antes de encontrarse con Luke y el viejo Kenobi en esa cantina de Mos Eisley. No habría nadie persiguiéndole; nadie esperando que hiciera nada; nadie dándole ordenes salvo él mismo. Se habría acabado. Si es que realmente quería que acabase. Se giró cuando Luke salía sigilosamente de la armería, portando una expresión cuidadosamente despreocupada y agarrando un bláster, presionado contra el costado de su pierna para ocultarlo.

Han suspiró. No, no se había acabado. Aún no. Luke y Leia eran sus amigos... e incluso si no estaba preparado para jurar lealtad a Rieekan y a toda esa cosa de la Rebelión, seguía sin poder abandonar a sus amigos. –En realidad, estábamos pensando en ir también a Shelkonwa –le dijo a LaRone–. No veo ninguna razón para que no podamos hacer el viaje juntos. –Yo puedo pensar en una docena –replicó Marcross, girándose. Su bláster estaba junto a él, apuntando más o menos en dirección a Han–. ¿Qué es tan urgente en Shelkonwa? –¿Y por qué no vais allí en vuestra propia nave? –añadió LaRone. No había más opción que decírselo. De todas formas, si iba a resultar un problema, sería mejor que saltase en ese momento y no a mitad de camino de Ciudad Makrin. –Tenemos allí una amiga que está en un pequeño problema –dijo–. En realidad, es más que un pequeño problema. Supongo que a estas alturas todo el planeta haya sido bloqueado. –¿La capital del sector está bloqueada? –repitió Brightwater–. ¿Qué hizo tu amiga, robar en casa del gobernador? –De momento, no ha hecho gran cosa –dijo Han, deseando que fuese más o menos cierto–. La cuestión es que sois militares: podríais ser capaces de atravesar el bloqueo. Nosotros no. Por un largo instante la sala quedó en silencio. Entonces LaRone se estremeció. –O sea que es eso –dijo, como si una pregunta que llevase mucho tiempo planteada acabara de responderse–. Sois rebeldes. –En realidad, sólo estamos débilmente conectados con ellos –corrigió Han. –¿De modo que sólo sois traidores en parte? –Bueno, vosotros sois desertores –apuntó Luke. Esas fueron las palabras incorrectas. Los cuatro soldados de asalto se tensaron, y Han no tuvo problema en imaginar cómo eran sus expresiones tras esas placas faciales. –Vuelve a llamarnos así, chico –dijo Grave, con voz gélida como el hielo–. Y será mejor que estés listo para usar ese bláster. –Déjalo, Luke –ordenó Han. ¿Es que el niño nunca aprendería cuando mantener la boca cerrada?–. De todas formas, eso no importa. –Sí que importa –replicó LaRone mientas Luke dejaba silenciosamente su bláster prestado sobre la consola más cercana–. No importa cuál sea nuestra situación actual, seguimos siendo soldados del Imperio. –E hicimos un juramento para defenderlo contra la gente como vosotros –añadió Brightwater. –Sí, conozco el juramento que hicisteis –dijo Han, incorporándose un poco más–. Yo también lo hice, una vez. El bláster semi-apuntado de LaRone pareció oscilar un poco. –¿Estuviste en el ejército? –Academia de Carida –dijo Han, con recuerdos agridulces emergiendo–. Graduado con honor. Con una carrera ante mí, decían. –¿Qué ocurrió? –preguntó LaRone. Han hizo una mueca. –Vi cómo el Imperio trataba a la gente –dijo–. Especialmente a los no humanos. Esta vez los cuatro blásteres definitivamente oscilaron. –Nosotros también –murmuró Grave. –¿Cuándo... abandonaste? –preguntó Brightwater.

–No abandoné –dijo Han–. Traté de ayudar. A mis superiores no les gustó y me echaron. Fin de la historia. Hubo otra pausa. Por sus posturas, Han tuvo el extraño presentimiento de que esa era una conversación que ya habían tenido. –Vosotros, los rebeldes, tratáis de derribar el orden y la estabilidad –dijo finalmente LaRone–. Todo en lo que hemos trabajado tan duro para construir desde las Guerras Clon. –No tenemos ningún problema con el orden y la estabilidad –le aseguró Han–. Nadie quiere destruir eso. Sólo queremos derribar las partes que están mal. –¿Por qué no pueden arreglarse desde dentro? –replicó Brightwater. –Porque la gente que maneja el cotarro no quiere que se arreglen. –Han señaló al techo–. Mi socio Chewie era un esclavo imperial. Mucha de su gente aún lo es. ¿Creéis que los gobernadores y los moffs y los almirantes quieren que eso cambie? –Quizá los wookiees sean los afortunados –murmuró Grave. –¿Quieres decirle eso a Chewie? –No, por supuesto que no –dijo Grave–. Sólo estaba señalando que podría ser peor. Ha sido peor, a veces. –Hace poco hubo una operación en Teardrop en al que tomamos parte con el Represalia –dijo Brightwater, haciendo claros esfuerzos para lograr que las palabras surgieran de su boca–. Parte del motivo de que nos fuéramos, en realidad. Era un ataque a una supuesta célula rebelde en una pequeña ciudad de las colinas. Han miró a Luke. Teardrop. ¿No era ese el lugar del que escaparon por los pelos de una banda pirata y de un destructor estelar? –Todos los rebeldes se habían ido –dijo a los soldados de asalto–. Antes incluso de que llegaseis allí. El aire se llenó de tensión de nuevo. –¿Estás seguro de eso? –preguntó LaRone, con el tono que usaría una persona que no está realmente segura de querer saber la respuesta. –Muy seguro –dijo Han–. Luke y yo acabábamos de evacuar al último grupo cuando vuestra nave apareció. –¿Pasó algo malo? –preguntó cuidadosamente Luke. LaRone le dio la espalda. –Les ordenaron... nos ordenaron... que les matásemos –dijo–. A todos. –A toda la población de la ciudad –dijo Grave–. Comenzando con los alienígenas. –Oh, no –susurró Luke–. Pero vosotros... no lo hicisteis. ¿Verdad? LaRone no respondió. Han miró fijamente a Luke, con un nudo en el estómago. Aunque, después de alderaan, ¿qué más podía esperar? ¿Qué más podía esperar nadie? –¿Y realmente creéis que esta clase de cosas pueden arreglarse desde dentro? –No estamos aquí para arreglar la galaxia, Solo –dijo Grave–. Sólo somos soldados. –Ni siquiera estoy seguro de que sigamos siendo eso –murmuró Brightwater. –Yo tampoco estoy aquí para arreglar la galaxia –les aseguró Han, eligiendo cuidadosamente sus palabras. Ahora tenía una imagen bastante clara de esos hombres, y la mejor forma de plantearles el asunto era reflejar sus propios sentimientos y motivaciones directamente hacia ellos–. Sólo quiero arreglar algún rincón de ella, aquí y allá. –Hizo un gesto con la mano, señalando las estrellas–. Rescatar a nuestra amiga es uno de esos rincones. –Nuestro juramento de lealtad fue al Emperador.

–Quizá –dijo Han–. Pero en mi opinión, el auténtico trabajo de un soldado es proteger a la gente. –No necesitamos que nos digas en qué consiste nuestro deber –dijo en silencio Marcross. Han advirtió con interés que era el primer comentario que hacía desde que la conversación había tomado esa dirección–. Y estamos perdiendo tiempo. –Tienes razón –convino Han–. ¿Y entonces qué hacemos ahora? El comunicador de Han chasqueó. –LaRone, está aquí –exclamó Quiller–. El Halcón. Para mí tiene buen aspecto. ¿Habéis terminado? Han miró a LaRone, deseando poder ver el rostro del hombre. –Te lo pregunta a ti –dijo. LaRone miró uno a uno a todos los demás. Luego, casi a regañadientes, se volvió a Han. –Quiller, dile al wookiee que vamos a llevarle a él y sus amigos a Shelkonwa – dijo–. Dile que oculte su nave en algún lugar por si acaso el Represalia vuelve. Cuando haya terminado con eso, que te de las coordenadas y pasaremos a por él. –O si no Luke y yo vamos con vosotros y Chewie lleva él mismo el Halcón a Shelkonwa –sugirió Han–. Podemos encontrarnos en algún punto de reunión tranquilo del sistema, y puede pasar a bordo entonces. –Supongo que eso podría funcionar –dijo LaRone–. ¿Quiller? –Se lo haré saber –dijo Quiller–. ¿Habéis encontrado todo lo que necesitabais? LaRone miró a Marcross. –Oh, sí –dijo tranquilamente Marcross–. Todo. –Estaremos de vuelta en la plataforma dentro de diez minutos. –LaRone se volvió hacia Han–. Os llevaremos a Shelkonwa –dijo–. Pero una vez hayamos llegado, os las arregláis por vuestra cuenta. Si conseguimos volver a encontrarnos, os llevaremos de vuelta a donde quiera que hayáis dejado el Halcón. Pero eso es todo lo que haremos por vosotros y vuestra amiga rebelde. ¿Comprendido? –Comprendido –dijo Han. –Y puedes dejar ese bláster donde está –añadió dirigiéndose a Luke–. Tenemos otros mejores a bordo del Suwantek. Girándose, se dirigió a la salida. –Desde luego –dijo Luke, lanzando a Han una mirada que denotaba que se le acababa la paciencia. Han se encogió de hombros. –Ya le has escuchado –dijo–. Vamos. La salida del túnel estaba a diez kilómetros de distancia, en una cueva camuflada al norte de la base. Cuando Mara alzó la nave sobre las colinas circundantes pudo ver que el carguero que había visto aproximarse ya había llegado y había aterrizado en la Plataforma 8, el antiguo hogar del Camino de Happer. Por un instante consideró la idea de dar media vuelta y golpearles mientras eran vulnerables en tierra. Pero no. No tenía auténticas pruebas de que estuvieran conectados con el ataque, y en cualquier caso no tenía tiempo que perder. Tecleando en el ordenador de navegación las coordenadas del sistema más cercano con instalaciones médicas decentes, puso proa al espacio. Una hora más tarde hizo salir la nave del hiperespacio para llevar a cabo la última voluntad de Tannis.

Mara sabía que el Emperador tenía poca paciencia para los funerales, con un desdén extra hacia la práctica de decir unas palabras sobre el fallecido. Mara dijo unas palabras de todos modos, algunas provenientes de borrosos recuerdos de su niñez, antes de entregar el cuerpo de Tannis al vacío del espacio. Cuando se sentó de nuevo al timón del carguero, fue con una oscura y gélida rabia en su alma. Cazas TIE y fuego turboláser juntos, significaban un destructor estelar, y según el capitán Norello el único en ese sector era el Represalia. Casi seguro que el capitán Ozzel no estaba aliado directamente con los Cicatrices Sangrientas. El hombre era ambicioso y pomposo, pero hacía falta una clase especial de valor para asumir ese tipo de riesgos, y Ozzel simplemente no lo tenía. El coronel Somoril tenía tanto el coraje como la completa falta de ética, pero ni siquiera un oficial superior de la OIS podría ordenar al capitán de un destructor imperial que combatiera de ese modo. De hecho, aparte de unos pocos casos especiales como la propia Mara, la única persona fuera de la cadena de mando de la Flota que podía hacerlo era el gobernador del sector en persona. Y como había visto en el búnker, la última acción del Comodoro había sido llamar a alguien en la capital del sector. Con una última mirada al cuerpo amortajado que vagaba en el vacío, Mara dirigió su nave hacia Shelkonwa. El gobernador Choard había enviado al Represalia para destruir a los Cicatrices Sangrientas y cubrir sus huellas. Era un traidor al Imperio. Y Mara iba a acabar con él.

Capítulo Dieciocho Leia había dado por seguro encontrar las tropas del gobernador Choard rodeando ya su hotel para cuando ella y Chivkyrie llegaran. Pero el hotel y los terrenos circundantes parecían estar igual que los habían dejado hora y media antes. Sin embargo Chivkyrie insistió en entrar solo para recuperar sus pertenencias, dirigiendo a Leia a un tapcafé al otro lado de la calle que se encargaba de servir al personal del exterior del planeta. Leia entró, ordenó una consumición sólo para aparentar, y encontró una mesa junto a una ventana desde la que podía observar. Le pareció una eternidad hasta que Chivkyrie salió finalmente del hotel, con sus bolsas de viaje colgando despreocupadamente de sus hombros. Miró a su alrededor, luego cruzó la calle hacia ella. Dejando unos créditos en la mesa, Leia salió al exterior para reunirse con él. –¿Qué le ha tomado tanto tiempo? –preguntó mientras cogía las bolsas. –Pensé que sería buena idea hacer algunas llamadas –dijo Chivkyrie, indicándole que avanzaran por la calle alejándose del hotel. –Perdone la impertinencia, pero a mí no me parece tan buena idea –señaló Leia–. Podían haberle rastreado y atrapado. –Si así fuera, mejor allí que en su presencia –dijo Chivkyrie–. En cualquier caso, creo que podemos tener al menos un pequeño momento de respiro. Aunque los puertos han sido cerrados para todas las hembras humanas que encajen con su descripción, mis amigos me dicen que no hay informes de una actividad de patrullas a gran escala, al menos no en las áreas de primer nivel donde comenzaría normalmente cualquier búsqueda. –O igual es que Choard es lo bastante listo para suponer que evitaríamos esos lugares. –Difícilmente –dijo con calma Chivkyrie–. Hay una gran población de adarianos en Ciudad Makrin y la zona circundante. El gobernador Choard está bastante familiarizado con nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades, y nuestra manera de pensar. Además, por desgracia el administrador jefe Disra me conoce demasiado bien. Sabe que no permitiría a un huésped permanecer en alojamientos por debajo de su nivel adecuado. –Pero lo ha hecho –señaló Leia. Chivkyrie inclinó la cabeza. –No –dijo, sonando avergonzado–. Le permití registrarse en ese hotel, pero nunca tuve la intención de que permaneciera realmente en él. Planeaba enviar a mis criados a recoger sus pertenencias después de nuestra reunión y llevarlas a mi casa. Leia hizo una mueca. Realmente eran gente inflexible. –Entonces, ¿a dónde vamos ahora? –No se preocupe, princesa Leia –dijo Chivkyrie, con voz sombría pero firme–. Mi estatus de nivel ya no será un problema para nosotros, ni nublará mi mente ni dictará mis acciones. –Parecía darse ánimos a sí mismo–. Como puede ver, mis acciones han traicionado a mi huésped. No tengo más elección que renunciar a mi nombre, mi hogar y mi estatus de nivel. Leia le miró con sorpresa. Para un adariano, hacer semejante cosa era el equivalente social a cortarse un brazo. ¿Realmente lo entendía? Abrió la boca para preguntar... Y tuvo el buen criterio de volverla a cerrar. Por supuesto que lo entendía.

Uniéndose a la Rebelión había afirmado tácitamente que estaba dispuesto a entregar su vida por la libertad. Ahora también había añadido su posición social a la apuesta. Para un adariano, esa era una decisión mucho más difícil de tomar. –Gracias –murmuró Leia–. ¿Y ahora qué? –Ahora –dijo Chivkyrie, aligerando el paso–, encontraremos un modo de aprovechar el breve tiempo que nos han dado. Leia aumentó su ritmo para no quedarse atrás. Puede que esta gente fuera inflexible, pero también eran honorables y valientes. Un reparto justo, decidió. Caminaron tres manzanas, luego subieron a uno de los transportes aéreos públicos que se dirigían al noroeste, hacia el espaciopuerto principal. Descendieron seis manzanas después y cambiaron a un transporte que iba al sur, hacia el principal distrito financiero interestelar y las zonas residenciales de tercer nivel que lo rodeaban. En el límite del distrito volvieron a cambiar de transporte, esta vez dirigiéndose al este hacia donde Ciudad Makrin terminaba de forma abrupta en una linea de rocosos acantilados moteados de cuevas oscuras. –Las catacumbas –dijo Chivkyrie, señalando a los distantes hoyos visibles entre los edificios y los esporádicos árboles mientras caminaban por una sucia acera-. Durante siglos han albergado a los criminales y los exiliados, a los portadores de la guerra y los portadores de las plagas. En este momento de nuestra historia se han convertido en el hogar de los indigentes de multitud de especies, gente que llega a Shelkonwa buscando una vida mejor pero no logra conseguirlo. Leia arrugó la nariz, e inmediatamente se avergonzó de su reacción. Sonaba lúgubre, pero no peor que algunos de los otros lugares en los que se había encontrado a lo largo de los años. Si Chivkyrie podía degradarse hasta mezclarse con el nivel más bajo de su sociedad, ella ciertamente también podía. Además, las cuevas difícilmente olerían peor que los aromas que la asaltaban desde las apretadas filas de los edificios que se alineaban en la estrecha calle. –Parece un buen lugar para ocultarse por un tiempo –dijo. –Es un lugar ideal –convino Chivkyrie–. Por esa razón no iremos allí. Las cuevas serán uno de los primero lugares que el gobernador Choard ordene registrar cuando se dé cuenta de que no estamos en ninguno de los lugares de primer nivel de la ciudad. Lo que sí haremos, de todas formas, es llevar allí luego alguno de sus enseres personales, para confundir mejor a nuestros perseguidores. –Buena idea –dijo Leia–. Si no vamos a ir a las catacumbas, ¿a dónde vamos a ir? De pronto, Chivkyrie se detuvo. –Aquí –dijo, señalando al edificio tras ella. Leia lo observó. Estaban parados junto a un pequeño tapcafé encajado entre dos tiendas de objetos de segunda mano, con un cartel descolorido escrito en adarés sobre la puerta, y un menú en cuatro lenguajes en la ventana tintada. -¿Aquí? –repitió. –A veces es buena idea esconder el premio a plena vista, ¿verdad? –dijo Chivkyrie. Leia sabía que trataba de mantener el decoro, pero resultaba bastante claro que estaba silenciosamente satisfecho de sí mismo–. Y por eso le he obtenido un empleo. Esa fue una de las escasas veces en su vida en la que Leia se encontró completamente sin palabras. –Oh –dijo, sólo por decir algo.

–Busqué yo mismo las ofertas de empleo, para eliminar cualquier posibilidad de que puedan seguir la pista hasta un criado o un amigo –continuó Chivkyrie–. Puede comenzar de inmediato. –Gracias –dijo Leia, de nuevo principalmente por decir algo. Intranquila, notó que el tapcafé parecía ser la fuente de la mayoría de los olores cuestionables del vecindario–. ¿Qué haré exactamente? –Servir en las mesas, por supuesto –dijo Chivkyrie frunciendo el ceño–. A menos que prefiera cocinar. –No, no... servir está bien –le aseguró Leia–. En realidad no conozco ninguna receta adariana. –El tapcafé también sirve a mungras y otras especies –dijo Chivkyrie–. Quizá más tarde le pidan que cocine para algunos de ellos. Pero nos quedaremos sirviendo de momento. Vamos... la entrada de trabajadores es dando la vuelta a la manzana, por la parte de atrás. La gerente, Vicria, le está esperando. Vicria resultó ser una mungra larguirucha con toques rojizos en su melena por lo demás leonada. –Este puesto requiere levantar bandejas pesadas –dijo dubitativa, midiendo con sus ojos naranjas la constitución delgada de Leia. –Lo comprendo –le aseguró Leia–. No se preocupe, soy más fuerte de lo que parece. –Pronto descubriremos si eso es verdad –dijo Vicria–. Hay delantales en ese cajón. Ponte uno, y luego ven a mi oficina a por una tableta de pedidos. Leia asintió. –Gracias. En alderaan, el trabajo de servir siempre lo habían hecho los droides asistentes BD-3000. Pero Leia había sido servida tan a menudo por seres vivos que hacía tiempo que se había acostumbrado a la idea. De hecho, tras las primeras experiencias al respecto, ya apenas se fijaba en los sirvientes a menos que hubiera un error o un accidente de algún tipo. Por lo tanto, había llegado a crearse la impresión de que semejante trabajo era tanto sencillo como tremendamente carente de esfuerzo. Sólo tardó una hora estándar en abandonar la parte de sencillo de sus prejuicios. Servir bien la mesa, incluso con esos adarianos de niveles bajos, era un sutil campo de minas de pequeñas distinciones intra-nivel que requerían que les tomara el pedido en el apropiado orden descendente de rango, y no simplemente según estuvieran sentados alrededor de la mesa. Dado que el protocolo aparentemente marcaba que la persona de mayor rango eligiera su sitio preferido, seguido por los demás siguiendo su turno, Ni siquiera había un patrón consistente que se repitiera de un grupo a otro, y Leia recibió varias gélidas protestas antes de descubrirlo. Los mungras eran menos rígidos socialmente, pero presentaban su propia serie única de retos. Casi fue un alivio cuando, a última hora de la tarde, tres humanos entraron. O lo hubiera sido si no hubieran estado ya tan repugnantemente borrachos que apenas podían tenerse en pie. La parte de sin esfuerzo de sus prejuicios tardó tres horas estándar en desaparecer. Era justo después de medianoche cuando finalmente ascendió la escalera que conducía a la hilera de apartamentos del cuarto piso que el tapcafé proporcionaba a sus empleados. Chivkyrie la estaba esperando, dormitando en un gran sillón que podría haber acomodado confortablemente a un gamorreano con sobrepeso. –Ah –dijo, despertándose de golpe y levantándose cuando ella cerró la puerta al entrar–. Confío en que el trabajo de la noche haya ido bien.

–Razonablemente bien, sí –confirmó Leia, mirando a su alrededor mientras se quitaba el delantal y lo colgaba en el perchero junto a la puerta. El apartamento era pequeño y con poco espacio, no mayor que la cabina de una nave y sólo ligeramente mejor amueblado. Pero tenía una cama de aspecto confortable, y eso era todo lo que le importaba en ese momento–. La tarde, por otra parte, fue más bien un desastre – añadió–. ¿Qué tal su día? –Marginalmente productivo –dijo sobriamente Chivkyrie–. Me han dicho que han enviado un mensaje sobre usted al Centro Imperial. Leia hizo una mueca de disgusto. Había esperado que Choard mantuviera la búsqueda a nivel local con la esperanza de recibir cualquier prestigio político que pudiera conseguir por llevarla personalmente ante el Emperador. En cambio, aparentemente había decidido dejar que los imperiales hicieran parte del trabajo duro. –¿alguna idea de cuando tendrán una fuerza de ataque aquí? –Puede que ya estén aquí –dijo Chivkyrie–. Hay dos guarniciones del ejército en el sector de Shelsha, una de ellas sólo a seis horas de vuelo de distancia. También hay un destructor estelar en patrulla que podrían traer. –Y probablemente lo hará –dijo Leia–. Necesitarán algo con capacidad de fuego pesado en órbita en caso de que intentemos escapar. Chivkyrie soltó un profundo suspiro. –Lo siento, princesa. Le he fallado. No veo la forma de que escapemos. –He estado en lugares peores –le aseguró Leia, luchando contra la seductora atracción de la desesperación. La única cosa al final de ese camino era la derrota–. Todo lo que podemos hacer es aguantar en libertad tanto como podamos y buscar una oportunidad. No lo olvide, si Vokkoli y Slanni consiguen salir de Shelkonwa a salvo, pasarán el aviso a los líderes de la Alianza. –Los cuales están demasiado lejos como para venir a ayudarnos antes de que lleguen los imperiales –señaló Chivkyrie. Echó un vistazo al rostro de Leia e hizo una mueca–. Mis disculpas –dijo, inclinando la cabeza–. No debería estar diciendo eso. Sé que la Alianza hará todo lo posible para rescatarla. Leia volvió la vista hacia el fogón, con un recuerdo cruzando de improviso por su mente. Soy Luke Skywalker, había dicho ansioso el soldado de asalto demasiado bajito mientras se quitaba el casco. He venido a salvaros. Él también podría haber estado junto a ella ahora, si hubiera mantenido la boca cerrada en esa reunión. También podría haber estado Han, si no fuera tan irritantemente remilgado acerca de la política. En lugar de eso, ambos estaban volando a lo loco por el sector tratando de descubrir cómo proteger las líneas de suministros de la Alianza ante los piratas. Una misión que estaba a punto de resultar totalmente irrelevante, se dio cuenta con desaliento. Con la inminente captura de Chivkyrie, y con Vokkoli y Slanni conocidos ahora por Choard y su gente, la presencia en el sector Shelsha se podía dar por destruida. Una vez desapareciera, las líneas de suministros no harían ni la menor falta. Agitó violentamente la cabeza. Era de nuevo la desesperación quien hablaba. Lo que necesitaba en ese momento era mantener esos pensamientos bien lejos de ella, comer algo y dormir un poco. Lo físico influía inevitablemente en lo emocional, y ahora mismo estaba más físicamente agotada de lo que había estado en mucho tiempo. Estaba sacando su cena del hornillo cuando a través de la ventana entreabierta escuchó el débil sonido de un cristal rompiéndose. Chivkyrie se puso en pie en un instante, con el bláster en la mano. –Agáchese –susurró mientras avanzaba con cautela hacia la ventana.

Leia le ignoró, y en lugar de eso fue hacia la puerta y apagó las luces. En la repentina oscuridad extrajo su bláster de mano del bolsillo y se unió a Chivkyrie en la ventana. Había menos farolas en esta zona de la ciudad que en las áreas de más alto nivel. Pero había suficiente luz para ver las dos oscuras siluetas en el tejado del edificio de tres pisos del otro lado del ancho callejón trasero, más una tercera figura que todavía estaba deslizándose por una de las ventanas a oscuras del tercer piso. –Ladrones –murmuró Chivkyrie, con un deje de desdén en la voz. –¿Cree que habrá alguien en esa casa? –preguntó Leia. –Improbable –dijo Chivkyrie–. Esas deben ser las casas de los empleados de la casa de apuestas de la otra calle, y aún falta una hora para que cierre. Típico de cobardes... –Espere –dijo Leia, forzando la mirada. Dos ventanas más allá de aquella por la que había entrado el ladrón... ¿las cortinas acababan de temblar? Temblaron de nuevo; y entonces Leia se horrorizó cuando se apartaron y un pequeño rostro adariano observó ansioso la oscuridad de la noche. Volviendo a meterse su bláster al bolsillo, Leia abrió completamente la ventana. –¿Qué está haciendo? –preguntó Chivkyrie con voz asombrada. –Hay un niño ahí dentro –le dijo Leia, asomándose a la ventana. Justo debajo había una estrecha cornisa decorativa que sobresalía unos veinte centímetros del muro de piedra, recorriendo el perímetro del edificio. Debajo, había una caída vertical hasta una cornisa bajo las ventanas del tercer piso, otra hasta la cornisa del segundo piso, y finalmente otra hasta el callejón de debajo. Sobre ella, cornisas similares marcaban el camino de ascenso hasta las ventanas del décimo piso. La fachada de piedra del edificio, por su parte, estaba vieja y desconchada, con cantidad de huecos y rendijas que un escalador experimentado con las herramientas adecuadas probablemente podría aprovechar sin problemas. Pero Leia no tenía experiencia, ni ninguna clase de material de escalada, e incluso si lo tuviera, esa ruta no le ayudaría a cruzar el espacio de veinte metros hasta donde necesitaba estar. –No debe interferir –dijo con urgencia Chivkyrie, tirándole de la manga–. Si vienen los patrulleros... –No voy a abandonar a ese niño –le cortó Leia–. He visto lo que hacen los ladrones cuando caen sobre alguien. Un metro a la izquierda de su ventana, un canalón de plástico grueso descendía desde la canaleta de recogida de agua de lluvia del borde del tejado hasta el callejón, sujeto al muro en cada una de las plantas por una abrazadera de aspecto endeble. Saliendo al alféizar, se sujetó a la cornisa y dio una sacudida al canalón. Se movió en su soporte, y las abrazaderas resultaron no ser tan endebles como para que ella pudiera liberar el canalón simplemente con las manos. El propio canalón, por otra parte, parecía bastante robusto, lo suficientemente grueso como para soportar su peso. Girándose para apoyarse sobre la espalda, volvió a sacar su bláster y lo apuntó con la abrazadera más elevada. –Princesa, se lo imploro –dijo Chivkyrie, ya con un tono que era todo menos un ruego–. Si vienen los patrulleros, estaremos perdidos. Y también los intrusos pueden oírlo. –Dudo que en este vecindario nadie note siquiera los disparos de bláster –dijo ácidamente Leia–. O que les importen. Manteniendo el aliento, apuntando con cuidado el cañón, apretó el gatillo.

El disparo de bláster sonó el doble de fuerte de lo normal en la relativa quietud de la noche, y el eco producido en los edificios circundantes prácticamente cubrió el suave claqueteo de los fragmentos de la agarradera rota al caer sobre la cornisa de la ventana. Apuntó de nuevo, disparando a la siguiente abrazadera, descendiendo hasta la de su propio nivel, en el cuarto piso. Podría no ser una buena camarera de tapcafé, pensó con una oscura punzada de satisfacción, pero podía competir de igual a igual con los mejores tiradores. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo Chivkyrie se estremecía con cada disparo. –¿Y ahora qué? –preguntó cuando el silencio cayó de nuevo sobre el vecindario. Leia frunció el ceño. De pronto se dio cuenta que esa era una muy buena pregunta. Su plan había sido disparar a las abrazaderas, empujar el canalón desde el punto en el que se enganchaba en la cornisa del cuarto piso para dejar caer el extremo sobre el otro tejado, y luego deslizarse hasta donde podría enfrentarse a los ladrones. Pero ahora se daba cuenta demasiado tarde de que mientras se deslizaba por el canalón estaría ofreciendo un blanco perfecto a los dos cómplices que esperaban en el otro tejado. E incluso si no le disparaban,¿entonces qué? Si conseguía rescatar al niño y darles caza a todos, ¿cómo lograría regresar de nuevo a su habitación? ¿Trepando por el canalón como un temerario artista de circo? En su cansancio, no había pensado en eso. Por desgracia ya no había tiempo de pensárselo más. El niño seguía en peligro, y llegar al otro edificio seguía siendo la única forma de ayudar. Asomando de nuevo medio cuerpo fuera de la ventana, agarró la tubería... –Espere –dijo Chivkyrie, agarrándole de una pierna–. Parece... que se marchan. Estaba bastante claro; el ladrón que Leia había visto entrar por la ventana ahora había reaparecido, trepando por sus sogas a velocidad de vértigo. Sobre él, uno de sus dos cómplices le estaba ayudando a auparse, mientras que el otro estaba introduciendo frenéticamente su material en una mochila oscura. –Diría que ellos sí sintieron los disparos –comentó Leia. –Sus disparos alertarán a todo el vecindario –dijo Chivkyrie, sonando como si no estuviera seguro de estar complacido o preocupado–. Los intrusos están huyendo asustados. Leia volvió a mirar hacia la ventana con cortinas. Seguramente el ladrón no habría tenido tiempo de herir al joven. Y entonces las cortinas se abrieron, y el rostro del niño volvió a observar nerviosamente el exterior. Leia exhaló un suspiro de alivio y envió al niño una reconfortante sonrisa, aunque dudaba que él fuera capaz de ver su expresión en la oscuridad. Volviendo a mirar el tejado, vio al trío de ladrones saltar el bajo parapeto hacia el siguiente edificio y correr fuera del alcance de su vista al otro lado de la manzana. –¿Por favor? –dijo Chivkyrie, tirando de nuevo de su pierna–. ¿Antes de que alguien más la vea? Un instante después Leia estaba de vuelta en el interior de la habitación. –Ha sido algo valiente y honorable por su parte –dijo él mientras cerraba la ventana tras ella–. Debemos esperar que no traiga la destrucción sobre nosotros. –Podría ser –concedió Leia, cruzando la habitación y volviendo a encender las luces–. Pero era algo que tenía que hacer. La razón de que exista la Alianza Rebelde es para liberar la galaxia de la tiranía. El miedo a los violentos y los forajidos no es una tiranía menor que los edictos que vienen del trono del Emperador.

Devolviendo el bláster a su bolsillo, se giró de nuevo hacia la esquina del hornillo. –Y mientras tanto –añadió–, hasta los guardianes de la libertad tienen que comer. Para la sorpresa de Leia, los patrulleros no acudieron esa noche. No se mostraron tampoco por la mañana, ni la estaban esperando cuando acudió al tapcafé justo después de mediodía para comenzar su turno. Durante las dos primeras horas se encontró con el corazón dando vuelcos cada vez que se abría la puerta, para sentir a continuación un igualmente rápido relámpago de alivio cuando resultaba ser simplemente otro cliente. No fue hasta que la calma de la tarde comenzaba a convertirse en el ajetreo previo a la hora de la cena cuando sintió el sutil cambio de la actitud de los clientes hacia ella. al principio pensó que la habían dado por perdida, que habían decidido que no servía de nada esperar que comprendiera correctamente los detalles de su cultura, y por tanto no valía la pena reprenderle, ni siquiera de forma educada, cuando se equivocaba. Pero aunque eso podría explicar la nueva cortesía de los clientes habituales, no lo explicaba para aquellos que no habían visto su torpe actuación del día anterior. Fue hacia la mitad del ajetreo de la cena cuando una numerosa pero silenciosa familia de adarianos llegó... una familia que incluía al niño cuya cara había visto por la ventana la noche anterior. Y entonces, por fin, lo comprendió. Chivkyrie tenía razón; su disparo de bláster había despertado realmente a todo el vecindario. Pero en lugar de informar de ella a los patrulleros, se dieron cuenta que había sido un intento de ayuda, uno fructífero además. Aparentemente, su nueva tolerancia hacia sus fallos era su forma de darle las gracias. Leia volvió a su apartamento con el cuerpo tan cansado como lo había estado la noche anterior. Pero esta vez, no había desesperación para hacerle caer aún más bajo. Quizá la gente de Ciudad Makrin todavía no estaba lista para levantarse contra la tiranía del Centro Imperial. Pero se estaban acercando. Si esta nueva determinación y respeto sobrevivirían cuando las tropas imperiales marchasen por las calles era, por supuesto, otra cuestión. De un modo u otro, Leia lo averiguaría muy pronto.

Capítulo Diecinueve –Estamos llegando a Shelkonwa –anunció Quiller–. ¿Están nuestros invitados preparados para dejarnos? –Que yo sepa, sí –dijo LaRone, mirando el rostro de Marcross al otro lado de la cabina. Incluso bajo el tenue resplandor del hiperespacio, las líneas de tensión en la mandíbula y el cuello del otro eran claramente visibles–. Grave y Brightwater no les quitan ojo de encima. ¿Marcross? Las líneas oscilaron sutilmente, como si Marcross acabara de volver de algún lugar oscuro y lejano. –¿Qué? –preguntó, girando a medias su rostro hacia el otro. –Sólo me aseguraba de que estabas bien –dijo LaRone–. Has estado un poco extraño desde Gepparin. –Estoy bien –dijo Marcross, girándose de nievo para mirar por el cristal de la cabina–. Sólo quiero acabar con esto. –Suponiendo que podamos encontrar al contacto de los Cicatrices Sangrientas – comentó Quiller–. Sé que crees que tienes suficiente con ese registro de HoloRed... –Tengo suficiente –le cortó Marcross. –Está bien –dijo Quiller–. Sólo quiero decir que Shelkonwa es un planeta grande... –He dicho que tengo suficiente. –¿No crees que ya es hora de que compartas esa información con el resto de nosotros? –sugirió LaRone–. Al menos danos el número de contacto que estaba en el registro de configuración por si acaso te pasase algo y tuviéramos que encontrar un modo de rastrearlo. Las líneas de tensión oscilaron de nuevo. –No necesitaréis rastrearlo –dijo Marcross–. El traidor está en el palacio. LaRone le miró fijamente. –¿El palacio del gobernador? –Ese es el único palacio ahí abajo. –Lo sé, pero... –¿Pero qué? –dijo bruscamente Marcross–. ¿Acaso los traidores no pueden ser de todos los tamaños, formas y rangos? No tienes más que mirar a los tres que tenemos en la parte trasera de nuestra propia nave. –allá vamos –dijo Quiller, y tiró de las palancas del hipermotor. Las estrellas reaparecieron... Quiller se enderezó en su asiento. –Oh, no –murmuró–. No, no, no. –Tranquilo –trató de calmarle LaRone, sintiendo una punzada en su propio pecho mientras observaba la gigantesca nave comandante que flotaba en una órbita alta sobre el planeta–. Tenemos puesto nuestro identificador. No tendremos problemas. El comunicador pitó. –Ejecutor a carguero Suwantek en rumbo de aproximación –dijo una voz seca–. Estamos recibiendo una identificación militar de su nave. Por favor, confírmelo mediante el código de autorización. –¿Quiller? –preguntó LaRone. No hubo respuesta. Quiller seguía mirando la inmensa nave como si estuviera viendo un fantasma. –Lo tengo –dijo Marcross, pasando junto a él y tecleando en el panel de códigos. Durante un instante todo estuvo en silencio.

–Código confirmado –dijo la voz–. ¿Destino? –Ciudad Makrin –dijo Quiller–. El palacio del gobernador. –El puerto de aterrizaje del palacio ha sido cerrado temporalmente –dijo la voz–. Puedo autorizarle para el Principal de Makrin o el Regional de Greencliff. Indique su preferencia. –¿Por qué están cerradas las pistas del palacio? –preguntó LaRone, sacando un mapa de la región. El Principal de Makrin estaba en el corazón del cuadrante noroeste de la ciudad, sólo a unos pocos kilómetros del palacio del gobernador, mientras que el Regional de Greencliff era un puerto mucho más pequeño encajado entre la parte nordeste de la ciudad y una línea de acantilados que recorría todo el límite oriental. –Está teniendo lugar una operación de búsqueda militar en la ciudad –respondió la voz–. Las pistas del palacio han sido cerradas por razones de seguridad. –¿Qué es lo que están buscando? –Clasificado –dijo el otro, tratando de sonar molesto–. Indique su preferencia de aterrizaje. Marcross volvió la mirada hacia LaRone, alzando las cejas en una interrogación. –El Principal de Makrin está más cerca –murmuró. –Pero Greencliff estará menos concurrido –respondió LaRone, también en su susurro. Marcross pensó en ello, luego asintió. –Iremos a Greencliff –dijo en voz alta. –Recibido. Tienen autorización para el Regional de Greencliff. –Gracias –Marcross cerró la comunicación–. ¿Quiller? ¿Estás bien? –Oh, desde luego, estoy bien –dijo Quiller, mostrando de repente un tono de voz sepulcral–. Supongo que ninguno de vosotros se ha fijado en el nombre de esa nave, ¿no? Marcross lanzó una mirada a LaRone con el ceño fruncido. –El Ejecutor –dijo Marcross–. ¿Por qué? –Supongo que vosotros, los soldados de tierra, no tenéis que manteneros informados de las noticias de la Flota. –Quiller tomó aire lentamente–. Resulta que el Ejecutor es la flamante nave insignia de Lord Darth Vader. LaRone miró fijamente la nave, con un nudo en el estómago. ¿Vader? –¿Qué demonios está haciendo él aquí? –Como suposición, o bien persigue a nuestro traidor, o a la amiga rebelde de Solo –dijo ácidamente Quiller–. Parece que debe ser un poco más importante de lo que pensábamos. –Pero sí que dijo que probablemente ya le habrían cerrado las salidas del planeta –le recordó LaRone. –Pensé que estaba exagerando –señaló Quiller–. No sé vosotros dos, pero yo no quiero estar en la misma ciudad que Darth Vader. Ni siquiera quiero estar en el mismo sistema estelar. –No te culpo –dijo Marcross, con voz que sonaba tensa pero firme–. Si quieres, puedes dejarme a mí solo en el espaciopuerto. –¿De qué estás hablando? –le preguntó LaRone, frunciendo el ceño. –Voy a perseguir al traidor –dijo Marcross–. El resto de vosotros no tiene por qué quedarse. De hecho, Quiller tiene razón; con Vader aquí, sería mucho más seguro para todos si no lo hacéis. –Olvídalo –dijo LaRone–. Estamos juntos en esto. –No me debes nada –insistió Marcross.

–Se lo debemos a la gente del sector Shelsha –replicó LaRone–. Sólo porque una base de los Cicatrices Sangrientas haya desaparecido no significa que la conspiración haya terminado. Necesitamos llegar hasta la raíz de todo esto. –Si Vader os atrapa, desearíais que la OIS os hubiera encontrado primero – advirtió Marcross–. Dejadme en tierra y marchaos. –Oh, gracias –gruñó Quiller–. Eso me hace sentir mucho mejor. –En realidad, que Vader esté aquí puede trabajar a nuestro favor –señaló LaRone–. Casi seguro que tiene en tierra a su legión de soldados de asalto privada dirigiendo la búsqueda. Podemos mezclarnos sin más en la multitud. Quiller le dirigió una mirada de incredulidad. –Estás de broma, ¿verdad? LaRone, no estás hablando de infiltrarte en una unidad de tropas de asalto cualquiera. Esta es la Cinco-cero-uno. –¿Y? –replicó LaRone, tratando de suprimir sus propios y privados recelos–. La Cinco-cero-uno se pone la armadura pieza a pieza igual que nosotros. Quiller siseó entre dientes. –Estás loco. Lo sabes, ¿verdad? –He oído los rumores –concedió LaRone. –Mientras todos estemos de acuerdo... –dijo Quiller con un suspiro–. Vale. Si tú y Marcross vais a comportaros como locos, deberíamos enloquecer todos juntos. Siguiente cuestión: ¿Qué hacemos con Solo, Luke y el wookiee? –Buena pregunta –convino Marcross–. Si Vader está buscando a su amiga, desde luego no queremos que anden sueltos por ahí fuera. Especialmente, no con todo lo que saben sobre nosotros. –Y está más que claro que ellos no van a mezclarse con la Cinco-cero-uno – añadió Quiller–. Por otra parte, no es que tengamos una gran cantidad de alternativas a elegir. Dudo que seamos capaces de mantenerles a bordo. Al menos, no sin pegarles un tiro, lo que conlleva su propia ración de problemas. –El principal de los cuales podría ser dónde disparar exactamente a un wookiee para asegurarse de derribarle –dijo LaRone, con una extraña sensación recorriéndole de pronto la espalda–. De acuerdo, ¿qué tal esto? ¿Y si, en lugar de liberarles, les escoltamos? La sugerencia trajo la misma reacción que LaRone sospechó que tendría: tanto Quiller como Marcross quedaron boquiabiertos. Marcross recobró el habla primero. –Quiller tenía razón –dijo–. Estás loco. –Muy probablemente –dijo LaRone–. Pero dejando a un lado la cuestión de la salud mental, ¿por qué no? Estarían en compañía de auténticos soldados de asalto, y por tanto estaría fuera de toda sospecha por parte de los patrulleros locales, ni les interrogarían. Y si tenemos un encuentro con las tropas de Vader, podemos decir que son nuestros informadores. –¿O prisioneros que llevamos para interrogación? –sugirió Quiller. –Eso valdría, también –dudó LaRone–. Y si de la sartén caemos en las brasas y quedamos atrapados en un tiroteo... bueno, no creo que quede nada para que Vader interrogue. –¿Estás diciendo que les disparemos? –preguntó llanamente Marcross. Los fantasmas de Teardrop temblaron frente a los ojos de LaRone. –Nosotros no –dijo firmemente–. Contra la Cinco-cero-uno, dudo que tengamos que hacerlo. Quiller negó con la cabeza. –Nunca lo aceptarán, lo sabes.

–¿Quién no lo aceptará? –preguntó LaRone–. ¿Solo y Luke, o Grave y Brightwater? –Ninguno de ellos lo hará. LaRone se encogió de hombros. –Bueno, tenemos de tiempo hasta que aterricemos antes de tener que tomar decisiones –dijo–. Quizá pensemos en algo mejor. Tal y como Mara había preparado, el aviso del la alarma de proximidad de la nave la sacó del letargo sin sueños de su trance de curación de la Fuerza. Había llegado a Shelkonwa. Por un momento quedó inmóvil en el catre desplegable de la nave, haciendo un rápido inventario. Estaba hambrienta y sedienta, un efecto secundario típico de los trances curativos, pero las quemaduras y los rasguños que había recibido en la base de los Cicatrices Sangrientas habían desaparecido por completo. Se dirigió a la cabina, tomando por el camino un par de barras de raciones y una botella de agua del armario de la galería. Había terminado la primera barra cuando el aviso de la computadora sonó, y cuando tiró de las palancas del hipermotor el brumoso disco del mundo capital del sector Shelsha apareció frente a ella recortado contra la negrura estrellada. Y flotando en el espacio entre ella y el planeta estaba posiblemente la última cosa del universo que esperaba ver. Su comunicador chasqueó. –Buscador Z-10 en aproximación, aquí la Nave Comandante imperial Ejecutor – dijo una voz seca–. Indique su número de identificación y qué le trae a Shelkonwa. Mara sintió cómo rechinaban sus dientes mientras tecleaba la transmisión. Por todos los apestosos vapores de basura del Centro Imperial, ¿qué estaba haciendo Vader aquí? –Ejecutor, aquí Buscador Z-10, número de identificación desconocido –dijo, mordiendo las palabras–. ¿Está Lord Vader a bordo? Hubo un instante de silencio mientras el operador de comunicaciones trataba de reajustar su cerebro para manejar esta respuesta completamente no estándar. –Eh... –¿Está, o no está? –preguntó Mara. –Sí, Lord Vader está a bordo –dijo el operador, comenzando a sonar nervioso–. El almirante Bentro está al mando... –Informe a Lord Vader que la Mano del Emperador desea hablar con él –le cortó Mara. –La... ¿quién? –Lord Vader –ladró Mara–. Ya. No hubo respuesta. Reprimiendo una maldición, Mara volvió la proa de su nave hacia el super destructor estelar y aminoró la marcha. El Señor del Sith probablemente estaría ocultándose en su cámara personal, o bien recorriendo la pasarela de mando en una de sus actitudes en las que nadie osaba acercarse a él. Pero Mara tenía un trabajo que hacer. De un modo u otro él iba a verla. Estaba cerca de la zona interior de defensa de la nave, y las filas apiladas de puntos de defensa del Ejecutor estaban girando hacia ella como advertencia, cuando el comunicador volvió a la vida finalmente. –Mano del Emperador –retumbó la familiar voz de Vader–. Qué placer más inesperado.

–Lo mismo digo –dijo Mara, sabiendo que ninguno de ellos decía ni una palabra en serio–. Lord Vader, tenemos que hablar. –Como desee –dijo Vader–. Suba a bordo. El primer oficial del Ejecutor tomó el control, desactivando las defensas de la nave y dirigiendo a Mara a la bahía del hangar personal del capitán. Una escolta de la propia legión de élite de tropas de asalto de Vader, la 501, la estaba esperando, y tras una breve marcha llegaron a una pequeña sala de conferencias. Vader estaba esperando, permaneciendo como una atronadora nube de tormenta cerca de la cabecera de la mesa. –Tengo entendido que exigió verme –dijo sin preámbulos. –Me disculpo por mi tono anterior –dijo Mara, inclinando la cabeza hacia él en un gesto de humildad. –Sólo hay una persona en el Imperio que puede exigir mi presencia –continuó Vader, con voz firme. Aparentemente, no estaba de humor para aceptar disculpas–. Esa persona no es usted. Y nunca lo será –añadió amenazante. –Entonces deje que haga esto lo más breve posible –dijo Mara. Tampoco ella estaba del mejor humor–. Estoy aquí en una misión importante, y necesito ciertas garantías de que su presencia aquí no va a interponerse en el camino. –¿Que mi presencia no se interponga en su camino? –preguntó Vader, bajando una octava el tono de su voz–. Vaya más despacio, Mano del Emperador. –No voy despacio cuando se trata de traición –replicó Mara–. Estoy tras la pista de... –¡No! –estalló Vader, con su voz golpeando por toda la sala y penetrando en el cráneo de Mara. Dio un amplio paso rodeando el extremo de la mesa hacia ella, con su capa negra ondeando y su mano enguantada cayendo hacia su sable de luz–. Ella es la clave para encontrarle. ¡Ella es mía! –¿Qué? –consiguió decir Mara, con su propia hirviente ira desvaneciéndose al darse cuenta de que estaba de pronto en graves problemas–. No, yo... Pero era demasiado tarde. Vader extrajo el sable de luz de su cinturón, y con un chasquido y un siseo la brillante hoja roja apareció. Manteniendo el arma en posición de ataque, avanzó con paso firme hacia ella. Mara dio un paso hacia atrás, agarrando su propio sable de luz pero manteniéndolo desactivado. La última cosa que quería hacer era enfrentarse en duelo con un Señor del Sith. Echó un rápido vistazo a la puerta, oscilando su peso para preparar un sprint hacia la libertad. Pero o bien Vader había visto la mirada o había leído su lenguaje corporal. Cambiando de dirección, giró hacia la puerta, bloqueando cualquier posibilidad de escapar. Con una mueca, Mara cambió su peso hacia el otro lado y se lanzó lateralmente sobre la mesa de conferencias. Una rápida voltereta sobre su hombro izquierdo, y aterrizó agachada en el suelo del extremo más lejano. –Tranquilícese –exclamó tan suavemente como pudo–. De todas formas, ¿qué sabe acerca del gobernador Choard? alzando su sable de luz, Vader atravesó la mesa cuan larga era con su hoja. Mara dio un rápido paso atrás mientras las dos partes de la mesa seccionada cayeron con estrépito al suelo. Con el muro a sus espalda, y Vader entre ella y la puerta, sólo le quedaba una opción. –¿Busca problemas? –preguntó, encendiendo finalmente su sable de luz y alzándolo ante ella en posición de bloqueo–. De acuerdo. Venga, aquí los tiene.

La única respuesta de Vader fue mover su propia arma de nuevo a posición de ataque mientras caminaba por el espacio entre las dos secciones de la mesa. Estirándose con la Fuerza, Mara llegó a la pared tras él y apagó las luces. Era un truco que nunca hubiera probado con un oponente normal. Sus dos sables de luz no daban mucha luz, pero había más que suficiente para que los ojos biológicos pudieran ver mientras se adaptaban a la penumbra. Pero el casco de Vader estaba equipado con sensores ópticos para su uso con luz tenue, con todas las ventajas y debilidades inherentes en tal equipamiento. Había una oportunidad de que en el primer instante crucial antes de que el contraste se reajustase, todo lo que vería sería su brillante sable de luz flotando en un campo de, por otra parte, total oscuridad. Tenía razón. Con un rugido, el Señor del Sith inclinó su sable de luz y lanzó una feroz estocada en un arco horizontal por el aire medio metro por debajo de la brillante hoja magenta. Sólo que Mara ya no estaba allí. Usando la Fuerza para mantener su sable de luz flotando en su sitio, se había tirado al suelo en el instante que las luces se habían apagado, y rodaba fuera de la vista bajo una de las inclinadas secciones de la mesa rota. Vader detuvo su marcha, y por un largo instante la sala quedó en silencio salvo por el zumbido de los sables de luz. Mara escuchó con atención, pero la estabilidad del sonido indicaba que él mantenía el arma inmóvil. ¿Finalmente estaba recobrando el sentido común? Y por fin, para alivio suyo, escuchó el familiar siseo cuando desactivó el arma. Un instante después, las luces de la sala volvieron. –¿Qué estaba diciendo acerca del gobernador Choard? –preguntó Vader, con voz tranquila de nuevo. Con precaución, Mara salió de su cobertura, alerta ante cualquier truco de última hora. Pero Vader se había alejado un paso de la mesa, y su sable de luz estaba sujeto de nuevo en su cinturón. La breve locura había acabado. –Choard ha estado reclutando bandas piratas para atacar cargamentos militares – dijo ella, atrayendo su propio sable de luz a su mano y apagándolo–. Hace unos días envió al Represalia para destruir su base y cubrir sus huellas. Casi me matan a mí en el proceso. –Eso habría sido desafortunado –dijo a Vader. Mara no puso sentir verdadero sarcasmo en su voz, pero no tenía dudas de que estaba presente–. Bien, su información concuerda con la mía. Mara se le quedó mirando. –¿Quiere decir que ya lo sabía? –El conocimiento es reciente –le tranquilizó Vader–. Pero carece de interés para mí –añadió, oscureciendo la voz–. Al tiempo que denunciaba a su gobernador, el administrador jefe Disra también afirmó que Leia Organa está en Ciudad Makrin. Eso es lo que yo busco esta noche. –¿En serio? –dijo Mara, con la palabra obsesión cruzando su mente mientras finalmente comprendía el anterior estallido del Señor Oscuro. Debería haber supuesto que tendría algo que ver con la antigua princesa de alderaan y la Rebelión–. ¿Qué está haciendo ella aquí? –Disra afirma que estaba consultando con los líderes rebeldes locales –dijo Vader–. Me aseguró que puede proporcionarme nombres. –Qué útil –dijo Mara–. ¿Sabemos dónde está este Disra ahora? –Ha ido a palacio a obtener registros de vigilancia que puedan ser de utilidad en nuestra búsqueda.

¿O quizá esté allí para destruir otros registros, que le incriminen más? –Necesito ir allí abajo enseguida –dijo Mara. –¿Hay algo que se lo impida? Mara sintió que torcía los labios. Incluso cuando Vader no se comportaba como un psicópata, nunca era placentero tratar con él. –En absoluto –dijo–. Disfrute de su caza. Saludándole con la cabeza, se dirigió a la puerta. –¿Mano del Emperador? Ella se giró, encontrándose la placa facial negra vuelta hacia ella. –¿Sí? –dijo. –Mientras dispensa su justicia al gobernador Choard –dijo suavemente–, asegúrese de no interponerse en mi camino. El cielo se había oscurecido con el brumoso gris sin estrellas típico de las grandes ciudades, y Leia acababa de tomar un pedido a un grupo de mungras, cuando Chivkyrie llegó a la puerta trasera de la cocina con las malas noticias. –Ha comenzado –le dijo, con vos temblorosa–. Tropas de asalto imperiales han llegado al espaciopuerto y se están esparciendo por la ciudad. Leia tomó una larga bocanada de aire. Así que por fin había llegado la respuesta del Centro Imperial. –Entiendo –dijo. –No, no creo que lo haga –dijo rápidamente Chivkyrie, mirando furtivamente a ambos lados del callejón–. Me han informado que el propio Darth Vader está entre ellos. Esa parte tampoco era precisamente inesperada, reflexionó Leia. Vader siempre había sido la clase de persona que se toma las cosas personalmente, y su papel en la destrucción de la Estrella de la Muerte era algo bastante personal. Incluso así, su nombre hizo que le recorriera un escalofrío. –Entiendo –dijo de nuevo–. Gracias por la advertencia. Será mejor que se marche. –¿De qué va esto? –dijo Chivkyrie con desesperación–. No se puede escapar de Lord Vader. –Por supuesto que se puede –dijo Leia con firmeza–. Le sugiero que intente en las catacumbas. Probablemente los patrulleros locales ya las hayan registrado, lo que significa que no es demasiado probable que vuelvan a hacerlo. Chivkyrie soltó un bufido. –A las tropas de asalto no les importará lo que los patrulleros hayan hecho o dejado de hacer. –Pero las tropas de asalto no le buscan a usted –le recordó Leia–. Dudo que sus ordenes mencionen a nadie excepto a mí. De todas formas, algo tiene que intentar. –Tiene razón –dijo Chivkyrie–. Perdone mi momento de desesperación. –Todo el mundo tiene esos momentos –dijo Leia, sintiendo el rubor de sus mejillas al recordar sus propias últimas batallas con esa emoción–. El truco consiste en asegurarse de que sigan siendo sólo momentos, y que no se prolonguen en horas o días. –O en toda una vida –dijo Chivkyrie. –Ganaremos –dijo Leia suavemente–. Algún día. Sé que lo haremos. –Se asomó por la puerta, comprobando el callejón. Seguía vacío–. Ahora váyase. Y, de nuevo, gracias por todo. Por un instante el adariano estudió sus ojos y su rostro, como si los estuviera ligando a un recuerdo final. Luego, inclinando la cabeza, se marchó apresuradamente.

–¿Necesitas irte también? Leia se dio la vuelta. Vicria, la gerente del tapcafé, estaba de pie junto a uno de los armarios de almacenamiento, con sus ojos naranjas aún más brillantes de lo habitual bajo la tenue luz. –Aún no –dijo Leia. –Porque puedes ir a cualquier parte que necesites –dijo Vicria–. No perteneces a este sitio... Yo y todos los que te han visto estos últimos días lo sabemos. Leia tragó saliva. –Entonces más que nunca estoy agradecida por vuestra discreción. Vicria agitó la cabeza en el equivalente mungra de encoger los hombros, y con el gesto su melena onduló en su movimiento suave y fluido. –Muchos han venido a lo largo de los años a esconderse en este vecindario – dijo–. Pero la mayoría han sido arrogantes, odiosos o resentidos. Pocos nos han mostrado tanto honor y cortesía como tú. Caminó junto a Leia, colocándose en el umbral que Chivkyrie acababa de dejar vacío y mirando hacia arriba, a la ventana del tercer piso del otro lado del callejón, tapada con tablas. –Hemos sido compensados con creces por nuestra discreción –dijo suavemente–. Serás bienvenida entre nosotros en cualquier momento, Leia Organa. Leia sintió un nudo en la garganta. Incluso sabía quién era. –Sois gente con un gran honor, Vicria –dijo–. Haré lo que pueda para lograr que no caiga ningún castigo sobre ti ni el vecindario por vuestra amabilidad. –No te sacrifiques por nosotros –advirtió Vicria, con tono súbitamente brusco–. Eres de un nivel mucho más alto que nosotros. –Me aseguraré de no malgastar el regalo que me habéis hecho –le aseguró Leia–. Pero en cuanto a nuestros respectivos niveles, yo no los considero una medida adecuada de nuestro valor como seres vivos racionales. Ciertamente no son un indicador de la lealtad y el valor. –Un extraño modo de pensar –dijo Vicria–. Pero eres una extramundana. Tus pensamientos e ideas no son los de los pueblos adarianos y mungranos. –Quizá no –dijo Leia–. Pero he descubierto que el anhelo de libertad cruza siempre ese tipo de líneas y barreras. No sólo aquellas entre diferentes pueblos, sino también aquellas entre diferentes niveles. –Un extraño modo de pensar –dijo Vicria–. Pero tienes razón: con soldados extranjeros buscando por las calles, quizá sea lo mejor para ti permanecer aquí dentro. –Oculta a plena vista, como propuso mi amigo –convino Leia. La conversación acerca de la sociedad y los niveles se había vuelto en apariencia lo bastante incómoda para que Vicria cambiase de tema. Pero Leia había plantado las semillas. Quizá algo brotase algún día de ellas. –Además –añadió–, no puedo irme aún de todas formas. –¿Por qué no? Leia alzó su tableta. –Aún tengo que servir dos pedidos. Disra recorrió los últimos veinte metros que le separaban de su oficina corriendo todo lo más rápido que pudo, abriendo la puerta de un portazo y lanzándose sobre el comunicador seguro. –Aquí Disra –jadeó en el micrófono–. ¿Caaldra?

–Por fin –dijo con voz tensa Caaldra–. ¿Dónde has estado? No importa. ¿Qué rayos están haciendo aquí todos esos imperiales? –Nada que ver con nosotros –le tranquilizó Disra–. Están buscando a una líder rebelde a quien supuestamente se vio en Ciudad Makrin hace unos días. –¿Eso va a resultar ser un problema? –No, por supuesto que no –dijo Disra, pensando con rapidez. Tras la llamada de HoloRed interrumpida del Comodoro, y la subsiguiente imposibilidad de Disra de contactar de nuevo con la base de los Cicatrices Sangrientas, había supuesto que Caaldra había muerto. Aparentemente, el hombre había engañado a la muerte una vez más. Lo que le ofrecía algunas posibilidades interesantes. Disra ya tenía todo lo que podía necesitar, pero la presencia de Caaldra podría añadir un interesante toque adicional. Si pudiera lograr atraerle a tierra. –Estás de camino, supongo. –Estoy de camino al Espaciopuerto Regional de Greencliff –dijo Caaldra–. El idiota que dirige el tráfico desde el Ejecutor me dijo que nadie estaba autorizado a aterrizar en el palacio. –¿No pediste aterrizar en el Principal de Makrin? –Ahí es donde él quería enviarme –dijo Caaldra–. Le dije que ni hablar. Disra frunció el ceño. –Por el Centro Imperial, ¿por qué? El Principal está más cerca y es más grande. –También está repleto de imperiales –replicó Caaldra–. Considerando que mi cargamento consiste en cincuenta AT-ST's, no creo que ninguno de nosotros me quiera demasiado cerca de ese sitio. Disra se quedó boquiabierto. –¿Cincuenta qué? –Recuerdas que dije que los Cicatrices Sangrientas habían perdido mi cargamento especial? –le recordó Caaldra, sonando tétricamente complacido de sí mismo–. Lo he recuperado. –¿Y lo traes aquí? –El Ejecutor no me ofreció la posibilidad de dar la vuelta y marcharme –dijo con sarcasmo Caaldra. Cincuenta AT-ST's robados. Esto estaba mejorando por momentos. –Olvida a los imperiales y Greencliff –le dijo Disra–. Llamaré al Ejecutor y haré que te conduzcan directamente aquí, a palacio. –Ya te lo he dicho, el controlador dijo que no podía aterrizar ahí. –Porque el gobernador Choard ha cerrado los campos –replicó Disra–. Pero lo que el gobernador ha retirado, puede devolverlo de nuevo. Adelante, cambia tu vector de aterrizaje; yo lo arreglaré todo. El comunicador quedó en silencio. Disra se desplomó en su silla, estremeciéndose cuando su sudorosa espalda presionó contra la fría tela de su camisa. Cincuenta AT-ST's. No le extrañaba que Caaldra estuviera tan molesto cuando desaparecieron. Con eso, más los Cicatrices Sangrientas y sus bandas aliadas, realmente podrían ser capaces de llevar a la práctica su gran conspiración. O lo habrían hecho si Disra hubiera pretendido realmente en algún momento seguir con ella. Pero incluso aunque toda la farsa estaba muy cerca de concluir, aún no había terminado del todo. Tecleando de nuevo en el comunicador, pidió la frecuencia del Ejecutor.

Mara aún estaba furiosa cuando, a lo lejos, observó que una de las naves que se dirigían al planeta por debajo de ella comenzaba a variar su rumbo. Frunció el ceño, inclinándose mientras estudiaba el nuevo vector del carguero. ¿algún tipo de mal funcionamiento? Sus sensores no mostraban ningún problema, pero el equipo de esta nave apenas llegaba a los estándares a los que estaba acostumbrada. Quizá el otro piloto estuviera experimentando algún problema con su sistema de altitud, especialmente ahora que estaban llegando a la atmósfera. La nave lejana giró ligeramente, ofreciéndole una vista de perfil... Mara contuvo el aliento. Quedó observándola un momento, luego golpeó su teclado, pidiendo el mayor aumento de la vista. El mayor aumento de su nave no era particularmente bueno. Pero era suficientemente bueno. El carguero que variaba su rumbo era el Camino de Happer. Activó el interruptor del comunicador. –Ejecutor, tengo una nave rompiendo su patrón de aproximación –dijo secamente–. Por favor, infórmenme de sus intenciones. Conociendo la rigidez militar imperial, esperaba completamente tener que luchar con los escalafones para conseguir cualquier información útil. Pero aparentemente el controlador no había olvidado a la joven que había pedido con éxito hablar con Vader y, más importante, había logrado salir andando de la reunión. –El carguero Camino de Happer ha sido recientemente autorizado para aterrizar en el palacio del gobernador –le dijo. El palacio del gobernador. Debería haberlo sabido. –Creí que había dicho que nadie estaba permitido a aterrizar allí. –Aparentemente, le han otorgado una excepción. Mara asintió para sí misma mientras observaba al carguero alejarse aún más del vector de aproximación de Greencliff. Así que ese era el plan. El gobernador le abriría sus campos a Caaldra, quien entonces escondería sus AT-ST's robados, poniéndolos en lugar seguro ante las narices de los imperiales. –Revoque esa orden –dijo. –¿Perdón? –dijo el controlador, sonando asombrado. –He dicho que revoque esa orden –repitió Mara–. Tenía autorización para Greencliff, y allí es donde va a aterrizar. –Pero la oficina del gobernador le ha autorizado para aterrizar en sus campos. –Irrelevante –dijo Mara–. La oficina del gobernador tiene jurisdicción sobre el palacio y los terrenos del palacio, pero el carguero aún está en atmósfera abierta. – Dudó, pero no era momento de medias tintas–. Dígale que si no regresa al vector de Greencliff, abrirán fuego sobre él y le derribarán. Hubo una pausa, y Mara escuchó el sutil chasquido de una transferencia de comunicación. –Mano del Emperador, al habla el almirante Bentro –dijo una nueva voz, más calmada–. No puedo amenazar a un carguero civil sin una razón. Especialmente no a uno bajo la protección del gobernador del sector. –Le estoy dando una orden, capitán –dijo Mara–. El código de reconocimiento es Hapspir, Barrini, Corbolan, Triaxis. Hubo otra breve pausa. –Comprendido –dijo Bentro–. Pero si al menos pudiera contactar antes con Lord Vader para... –No necesita el permiso de Lord Vader –le cortó Mara–. Además, no tenemos tiempo. Emita el mensaje, almirante.

Se escuchó el suave siseo del aliento exhalado. –Recibido –dijo–. Comandante, ordene al Camino de Happer que regrese a su curso y destino de aterrizaje original. –Gracias, almirante –dijo Mara–. No se preocupe; el piloto no se arriesgará a dejar que le derriben. Confía demasiado en que será capaz de evadir cualquier red que le podamos tender. –Comprendido –dijo dubitativo Bentro–. ¿Quiere que ordene tropas o soporte aéreo para el campo de Greencliff? Mara dudó. Todas las fuerzas imperiales ahí abajo estarían bajo el mando directo de Vader, y no tenía intenciones de tropezar con él dos veces en un día. –No, yo me haré cargo –dijo a Bentro–. Gracias por su ayuda. –Encantado –dijo el almirante–. Nuestros sensores indican que el Camino de Happer está volviendo a su curso designado. –Lo veo –confirmó Mara–. Contactaré de nuevo con usted si necesito más ayuda. –Sí, señora –dijo Bentro, y no había ninguna duda sobre el silencioso alivio de su voz. Si Mara no quería molestar a Vader, ciertamente un simple almirante de flota tampoco. El comunicador se apagó con un chasquido. Manteniendo un ojo alerta sobre el Camino de Happer, Mara tecleó en su nave la secuencia de aterrizaje. Dada la actual distancia entre ellos, Caaldra tendría unos diez minutos en tierra antes de que Mara le alcanzase. Por un momento consideró abandonar su lugar en la fila y adelantar para estar justo sobre él cuando aterrizase. Pero si él aún no la había visto antes, eso la delataría sin lugar a dudas. Sería mejor dejarle que tuviera sus diez minutos para prepararse contra quien o lo que fuese que le había apartado de la seguridad del palacio. Estaba ansiosa de descubrir qué es lo que tendría preparado.

Capítulo Veinte –Esto –dijo Han–, es una completa locura. –Eso es lo que yo dije –comentó amargamente Quiller detrás de él–. LaRone tampoco me escuchó a mí. Luke frunció el ceño al mirar al exterior del parabrisas del camión deslizador. Era una locura, tenía que admitirlo. Salir solos al tenso silencio de esa ciudad, sólo ellos siete, con las tropas de asalto de Vader rodeándolos y el propio Vader en alguna parte de la ciudad. Incluso aunque Chewbacca permanecía fuera de la vista en el Suwantek – después de fuertes protestas, desde luego–, Luke sabía que él y Han por sí mismos nunca conseguirían salir de los terrenos del espaciopuerto de Greencliff sin ser detenidos e interrogados. Pero con cinco soldados de asalto con sus armaduras completas acompañándolos, uno de ellos avanzando por delante de ellos a modo de escolta en una moto deslizadora, las preguntas y las sospechas de los patrulleros locales se habían evaporado como fango que se convierte en tierra seca y caliente. Él sabía que el verdadero problema era qué pasaría en caso de que se toparan con algunos de los buscadores imperiales. Para Luke, todos los soldados de asalto parecían iguales, pero por algunos de los comentarios que habían hecho los otros, descubrió que los propios soldados de asalto tenían modos de distinguirse unos de otros. Si las tropas de asalto de la Legión 501 que actualmente peinaban la ciudad descubrían que LaRone y sus amigos no eran parte de su unidad, podía haber algunas preguntas embarazosas. Pero la 501 tenía que verlos primero. y ante eso, tenían un arma secreta que ni siquiera Vader podría prever. La Fuerza le dio un sutil toque de atención. –Gira a la izquierda en la siguiente esquina –le dijo Luke a LaRone, señalando a la calle ante ellos. El casco de LaRone descendió ligeramente en un gesto de asentimiento mientras se volvía al señalizador para avisar a Brightwater de este último cambio de rumbo. –Desearía que hubiera más vehículos aquí fuera para poder perdernos entre ellos –murmuró Han, mirando al exterior por la ventanilla lateral mientras tomaban la esquina–. ¿Es que aquí todo el mundo se ha ido a cenar al mismo tiempo? –No están dentro comiendo –le dijo sombríamente Marcross–. Están dentro refugiándose. –Han aterrizado fuerzas imperiales, ¿recuerdas? –añadió Grave desde detrás de Han–. ¿O acaso esperabas que la ciudadanía se alineara en las calles y le ofreciera a Vader un desfile? –Y ahora gira a la derecha ahí delante –dijo Luke, señalando delante de ellos. –¿Sabes? Esto me está empezando a parecer realmente extraño –comentó Grave–. ¿Cómo puedes saber dónde están los otros grupos de búsqueda? He estado escuchando un rato su frecuencia de comunicador de grupo, y ni siquiera con eso he podido descubrir su patrón. –No te molestes en preguntar –dijo secamente Han–. Solamente te dirá que es alguna cosa Jedi. –Vale, de un grupo de gente que se supone que fueron erradicados hace años – replicó Quiller–. Eso también me pone un poco de los nervios. –¿Están muy lejos? –No mucho –le aseguró Luke–. Una o dos manzanas.

Y si las tropas de asalto ya estaban buscando en la zona, él y los demás tendrían que sacar a Leia justo de debajo de sus narices. Lo que volvía a poner todo el asunto de la identificación de soldados de asalto en la cima del montón. Un suave susurro cruzó su mente, una mezcla entre la imagen del depredador listo para saltar y la inconfundible sensación de urgencia que estaba aprendiendo a identificar como peligro. –Detén el camión –espetó–. Ya. Un instante después, el cinturón de seguridad evitó que saliera lanzado hacia delante cuando LaRone pisó el freno en seco. –¿Qué pasa? –preguntó. Desde atrás llegaba el distintivo sonido de cañones bláster pesados. Luke se giró en el asiento, estirando el cuello para mirar por la ventanilla posterior. Justo a tiempo para ver una nave pequeña, con la sección de motores ardiendo, cayendo en espiral hacia la calle. El Camino de Happer yacía silenciosamente sobre el permacreto agrietado cuando Mara maniobró el Z-10 hasta su plataforma asignada en el poco concurrido Espaciopuerto de Greencliff. Dejó los motores en modo de espera y estudió el carguero. No había ningún movimiento que ella viera, ni ningún otro indicio de vida. ¿Podría Caaldra haber conseguido escapar ya? Había un modo de averiguarlo. Con el sable de luz en la mano, bajó la rampa del Z-10 y salió al exterior. Estirándose con sus sentidos, manteniéndose alerta con su visión periférica en caso de que él estuviera preparando una emboscada escondido en la sombra de alguna de las otras naves, comenzó a caminar. Estaba a medio camino cuando la bahía de carga de estribor del carguero estalló. Sus reflejos aumentados por la Fuerza la lanzaron al suelo, girando su cuerpo al tiempo que caía para recibir el impacto en la espalda en lugar de en la cara. La onda de choque rodó sobre ella, hormigueando en la piel que acababa de recuperarse de sus quemaduras anteriores. Giró por el suelo cuando pedazos de escombros comenzaron a caer a su alrededor y se puso en pie de un salto, encendiendo su sable de luz. Y al hacerlo, apenas visible a través del humo, la metálica silueta en forma de caja de un AT-ST apareció a la vista a través de la abertura dentada. El módulo de mando giró para encararse a ella, y los cañones bláster gemelos de la barbilla abrieron fuego. Mara se lanzó hacia un lado mientras la salva abría un par de agujeros en el permacreto sobre el que había estado. El módulo giró para seguirla, los cañones láser dispararon de nuevo. Mara esquivó uno de los disparos, inclinando su sable de luz para golpear el otro y tratar de enviarlo de vuelta a su origen. El movimiento casi acaba la batalla ahí mismo. Mara nunca antes había tratado de bloquear un disparo tan poderoso, y en lugar de devolver el disparo de forma exitosa, casi consigue que el sable de luz saliera volando de sus manos por el impacto. Consiguió retener el arma en sus manos, y echó a correr con toda su alma mientras intentaba llegar al refugio más cercano antes que los disparos que la perseguían. Lo consiguió, pero por los pelos, lanzándose tras un viejo y completamente corroído transporte de mineral que parecía no haber sido movido en años. La andanada final del AT-ST abrió un par de agujeros en el rechoncho fuselaje del transporte mientras Mara se abría paso a la parte trasera, donde la maciza masa de los motores del transporte le ofrecería algo de protección.

Pero no por mucho tiempo. Hubo una breve pausa, y luego Mara escuchó el rítmico traqueteo mecánico de las juntas de las rodillas del AT-ST al abrirse paso al exterior por el agujero que la explosión había abierto en la bahía de carga. Escuchó con atención, estudiando con la mirada la disposición casi aleatoria de naves estacionadas a su alrededor y trazando dos posibles rutas de escape dependiendo de en qué dirección decidía Caaldra rodear el transporte. No había forma de que pudiera ganar en carrera a un AT-ST en línea recta, al menos no en una distancia considerable, pero en un trazado de obstáculos retorcido como ese ella era mucho más maniobrable que la gran máquina. Si lograba colocarse bajo los cañones y cortar parte de una de sus patas, podría derribarlo. El claqueteo mecánico comenzó de nuevo, acercándose por la derecha. Mara respondió yendo a la izquierda, moviéndose a un punto junto a la proa del transporte en el que podía agacharse debajo y escapar hacia el otro lado tan pronto el AT-ST apareciera a la vista. Pero no apareció a la vista, ni tampoco parecía acercarse. De hecho, tal como Mara podía escuchar, le parecía que el AT-ST estaba en realidad alejándose de allí. Y entonces, de pronto, lo entendió. Agachándose bajo la proa del transporte, salió corriendo al otro lado. Caaldra ya no la estaba persiguiendo. En lugar de eso, estaba conduciendo la gran máquina de combate hacia el sur cruzando el campo de aterrizaje. Justo cuando Mara logró verlo, el AT-ST se abrió camino a través de la poco elevada valla para los deslizadores terrestres, y se dirigió a las completamente desiertas calles de la ciudad. Mara siseó entre dientes. Así que Caaldra había descubierto su trampa y había rechazado morder el anzuelo. En ese lado de la ciudad las calles eran bastante estrechas pero relativamente rectas, dándole al AT-ST la ventaja de la velocidad en línea recta que Mara ya había advertido. Todo lo que Caaldra tenía que hacer era conseguir unas cuantas manzanas de ventaja sobre ella y robar un deslizador terrestre, y habría escapado antes de que pudiera atraparlo. O aparentemente eso pensaba. Con una última mirada al AT-ST fugitivo, Mara se dio la vuelta y corrió a su Z-10. Dos minutos después estaba en el aire dirigiéndose al sur. Pensó que Caaldra podría tratar de cambiar de dirección una vez que estuviera fuera del rango de visión directa del espaciopuerto, con la esperanza de zafarse de su persecución. Pero aunque había un pequeño grupo de estructuras más altas, la mayor parte de los edificios en esta zona de la ciudad era sólo de dos o tres pisos de alto, y ofrecían poca cobertura visual para jugar al escondite de ese modo. Mientras Mara se alzaba sobre las naves estacionadas, pudo ver a lo lejos que el AT-ST seguía avanzando pesadamente hacia el sur. Acelerando la nave a su máxima potencia en atmósfera, comenzó a darle caza. Por desgracia, los mismos edificios de poca altura que ofrecían poca cobertura a la presa, hacían lo mismo para el cazador. Aún más, la única arma del Z-10 era un pequeño bláster automático cuyo control de disparo estaba integrado de forma torpe en el paquete de sensores de la nave. Si Mara quería ganar esa acción, debía conseguir disparar primero, y hacerlo desde una distancia de fuego en la que tuviera un blanco claro. Y con la serie de ventanillas y pantallas de visión del AT-ST, que le proporcionaban una vista completa de 360 grados, el único ángulo de entrada que le ofrecía alguna oportunidad era estar justo sobre su objetivo. Ascendiendo al cielo, Mara se estabilizó; y cuando alcanzó al AT-ST, inclinó el Z-10 para comenzar a caer en picado directamente sobre él.

Estaba alineando los puntos de mira del bláster automático sobre la escotilla de acceso del AT-ST, cuando vio que la torreta de cañón bláster ligero acoplada al lado izquierdo del módulo de mando giró sobre sí misma para apuntar hacia arriba, directo hacia ella. Instantáneamente giró la palanca de control, abortando su caída en picado y tratando de desviarse hacia el lado derecho del AT-ST, donde ese grupo de armas en concreto no podría darle alcance. Pero los sistemas del Z-10 no habían sido diseñados para unas maniobras tan precisas. Fue demasiado lenta por un decisivo medio segundo; un instante después la nave se estremeció bajo ella cuando la sección de motores recibió un impacto directo. Estaba cayendo. Luchó todo lo que pudo con la nave dañada, consiguiendo convertir lo que de otro modo habría sido un instantáneamente letal choque frontal en un aterrizaje forzoso sobre el vientre. La inercia hizo que siguiera deslizándose dos manzanas enteras, con el chirrido del metal desgarrándose contra el permacreto perforando sus oídos durante todo el rato. Pero al final el chirrido se silenció y las salvajes sacudidas se ralentizaron hasta pararse. Tomando una profunda bocanada de aire para reaccionar, con una mueca de disgusto ante el acre olor del humo y el metal ardiente y los fluidos que se derramaban, saltó fuera de su asiento. La rampa había quedado aplastada en el aterrizaje, pero tres rápidas cuchilladas con su sable de luz le proporcionaron una salida a través del parabrisas de transpariacero. Su aterrizaje forzoso le había hecho deslizarse unas tras manzanas al sur de donde Caaldra había golpeado sus motores. Saliendo con cuidado al exterior de la nave destrozada, se giró para mirar al norte, esperando completamente que hubiera aprovechado la oportunidad que le proporcionaba su choque para cambiar de dirección, bien de nuevo al norte hacia el Camino de Happer o al oeste hacia el palacio que sabía que era su destino definitivo. Pero no había hecho ninguna de las dos cosas. El AT-ST seguía caminando con su golpeteo metálico hacia ella, con los blásteres de la barbilla apuntando a un lado y a otro de la calle como un centinela alerta haciendo la ronda. Aparentemente Caaldra había decidido olvidarse de la huida en beneficio de la venganza. La nave averiada desapareció de la vista tras los edificios que la rodeaban, y un segundo después LaRone escuchó el distante sonido del metal deslizándose contra el permacreto. –Ha caído –exclamó, mirando a su alrededor. Lejos hacia el sur podía ver un transporte deslizador aparcado; las tropas de asalto que lo habían usado probablemente estarían dispersas por los edificios de ese vecindario. No había ningún otro vehículo ni persona a la vista. Posiblemente no habría ningún otro vehículo ni persona en la zona. Nadie salvo la Mano del Juicio. –Fuera –ladró a Luke mientras daba la vuelta al camión deslizador–. Tú también, Solo. Id a buscar a vuestra amiga; vamos a ver si podemos ayudar a ese piloto. Para su sorpresa, ni Luke ni Solo discutieron la orden. Un instante después LaRone estaba acelerando el camión hacia el lugar de la colisión, siguiendo a Brightwater en su moto deslizadora. El choque resultó haber sido al norte de donde se encontraban, y dos manzanas más al oeste. LaRone guió el camión en la última esquina, y se encontró ante una visión extraordinaria. Media manzana por delante se encontraban los restos del carguero ligero

que habían visto caer, retorcido y desgarrado, con nubes de negro humo surgiendo de sus motores en llamas. El piloto, una joven de cabello rojo-dorado, estaba alejándose de un agujero abierto en la cabina. Y dos manzanas más al norte estaba la inmensa mole de un Transporte Explorador Todo-Terreno1, recorriendo con el sonido metálico de sus largas patas la calle hacia ellos. –Por todos los cielos, ¿qué está haciendo eso aquí? –murmuró Quiller. –Brightwater; compruébalo –ordenó LaRone, acelerando el camión hacia los restos accidentados, con un extraño sentimiento en la boca del estómago. Esa mujer debía ser la amiga de Luke y Solo; era la única razón por la que alguien emplearía un AT-ST contra ella. Y ahora que había sido identificada y estaba a punto de ser capturada, la captura de los mismos Luke y Solo no tardaría mucho. Claramente, Marcross había seguido la misma línea de razonamiento. –No podemos involucrarnos –dijo con urgencia desde la parte trasera del camión deslizador–. Ya la tienen. –¿Qué pasa con Luke y Solo? –preguntó Grave–. No podemos dejar que les capturen también a ellos. –Puede que no tengamos elección –dijo sombríamente LaRone. Pese a todo, tenían que intentarlo. Abrió el radio de giro del camión deslizador preparándose para un giro de 180 grados de vuelta hacia donde habían desmontado los dos rebeldes, deseando que aún hubiera tiempo de llevarlos de vuelta a la relativa seguridad del Suwantek. Ante ellos, Brightwater se estaba aproximando al AT-ST. Sin advertencia previa, los cañones bláster montados en la barbilla del caminante apuntaron hacia abajo y abrieron fuego. El ataque fue tan imprevisto que a Brightwater casi le cuesta la vida. Giró la moto deslizadora en una curva cerrada mientras los bordes de la andanada destruían la aleta de dirección derecha y pasaban barriendo todo ese costado. Al terminar el giro, aceleró a máxima potencia, con el daño en su alerón de dirección transformando sus habitualmente exactas maniobras evasivas en algo más parecido al eslalom de un borracho. Los cañones del AT-ST dispararon dos salvas más, fallando ambas, antes de quedar de nuevo en silencio. Pero el caminante seguía acercándose. Brightwater consiguió volver a los restos justo cuando LaRone detuvo el camión deslizador y saltó al exterior poniéndose en guardia con su E-11. –¡alto! –gritó a la mujer pelirroja. Ahora podía ver que era joven, no más de veinte años. –Soy una agente imperial –gritó en respuesta–. Nivel K-12; código de reconocimiento Hapspir Barrini. Tenemos un bandido en ese AT-ST. LaRone se quedó boquiabierto. Pero los años de entrenamiento hicieron que se recuperase instantáneamente. –Entendido, señora –dijo–. ¿Sus órdenes? –Comencemos con algo de apoyo aéreo –dijo la agente–. Póngame con su comandante de grupo en el comunicador. LaRone se estremeció. –En realidad, no estamos con el grupo principal... –Sólo póngame con ellos en el comunicador –ladró la agente. –No podemos –dijo sombríamente Marcross–. El AT-ST está interfiriendo todo el espectro. 1

all Terrain Scout Transport, AT-ST (N. del T.)

–Entonces tendremos que hacerlo nosotros mismos –dijo la mujer, con una calma glaciar–. Usted... soldado explorador... ¿su moto aún está operativa? –Lo bastante operativa, señora –dijo Brightwater, girando de nuevo para ponerse de cara al AT-ST que avanzaba rápidamente hacia ellos. LaRone pudo ver que su armadura estaba astillada a lo largo de su pierna derecha, donde los disparos de los cañones bláster no le habían dado de lleno por poco. –Haga una maniobra evasiva rodeando su lado izquierdo y trate de atraer su fuego –ordenó la agente–. En caso de que gire el módulo de mando para seguirle con sus cañones delanteros, usted, francotirador, irá a por el lanzagranadas de conmoción de su lado derecho. –Recibido –dijo Grave, colocando el cañón de su T-28 en posición de disparo. –Si no gira el módulo, o cuando de la vuelta de nuevo –continuó para Brightwater–, usted dará la vuelta y tratará de apuntar al radiador y las salidas de aire del motor. Su transmisor también está ahí atrás; quizá sea capaz de acabar con él y liberar las interferencias para que podamos tener algo de apoyo. Si el francotirador ha sido capaz de terminar con el lanzagranadas, usted debería estar relativamente a salvo a ese lado, pero tenga cuidado con la torreta del cañón bláster ligero de su izquierda. –Puedo permanecer fuera de alcance –le aseguró Brightwater. –Tan sólo recuerde que si no acabamos con el lanzagranadas, también tendrá que preocuparse de eso –le recordó la mujer–. Si se pone demasiado caliente, dé la vuelta a la manzana y reúnase de nuevo aquí con nosotros. Ahora mismo es nuestra única fuerza móvil, y no quiero que se sacrifique por nada. LaRone tuvo un escalofrío de sorpresa. ¿Una agente imperial que se preocupaba realmente de las tropas bajo su mando? Eso era algo nuevo. –¿Qué hay del resto de nosotros? –preguntó Marcross. –Busquen cobertura contra sus disparos y traten de dividir su atención –dijo la agente–. Ocúltense cuando se aproxime y traten de atraerlo hasta rebasar lo que queda de mi nave. Le estaré esperando aquí. LaRone miró a Grave. Esconderse en mitad de unos restos ardientes en el camino de un AT-ST que te está dando caza no es una buena forma de llegar a la edad de la jubilación. –Señora, si puedo sugerirle... –Muévanse –le cortó la joven, retrocediendo junto a la nave siniestrada y agachándose–. Si pueden atraerlo lo bastante cerca, debería ser capaz de abatirlo. ¿Abatirlo? LaRone frunció el ceño con incredulidad. Luego, demasiado tarde, descubrió el fino cilindro que agarraba su mano. Un sable de luz. Miró de nuevo su joven rostro, con un repentino escalofrío recorriendo su cuerpo. Una agente imperial, un sable de luz... los rumores eran ciertos después de todo. Esa mujer era la Mano del Emperador. –Tienen sus órdenes, soldados –dijo, con los labios secos de repente–. Muévanse. Una manzana por delante de ellos, podía verse una docena de soldados de asalto, caminando decididamente por la acera, cuando Luke se detuvo de pronto. –¿Qué pasa? –preguntó Han, con la mirada fija en los imperiales. –Nada –dijo Luke–. Hemos llegado. Han frunció el ceño, fijándose por primera vez en la sucia puerta y los descoloridos menús en la ventana junto a él. ¿Un tapcafé?

–¿Se está escondiendo aquí? –¿Qué tal si pasamos al interior? –presionó Luke,señalando con la cabeza a los soldados de asalto que se aproximaban. Han meneó la cabeza. Su alteza Real de Clase alta, ¿pasando el rato en un lugar como este? Los trucos Jedi de Luke debían haberle fundido algún fusible. Pese a todo, cualquier sitio fuera de la vista de los soldados de asalto era un buen sitio en el que estar. Abriendo la puerta, pasó al interior... Y se detuvo súbitamente, incrédulo. A través del oscuro comedor y los bultos de las cabezas alienígenas, la vio. Y no simplemente sentada en una esquina, tratando de ocultarse con una capucha sobre la cabeza. Estaba de pie, moviéndose hábilmente a través de la sala abarrotada, sirviendo bebidas. Su Real Perfección estaba realmente vestida con un delantal, sirviendo bebidas. –¡Ahí está! –dijo Luke con excitación. –Sí, ya la veo –dijo Han, echando otro vistazo más detenido a la sala. No hubo un abrupto silencio ni cabezas que se girasen, pero el aire del comedor pareció cargarse súbitamente de estática. Todo el mundo había visto a los recién llegados, y no parecían nada contentos de ello. –¿Y bien? –preguntó Luke con impaciencia. Han se dio ánimos. –Despacio y tranquilo –le susurró al chico. Manteniendo la mano lo más cerca posible de su bláster sin que resultase obvio, comenzó a avanzar entre las mesas. Estaba a mitad de camino cuando un par de adarianos con polvorientos monos de trabajo se alzaron en silencio ante ellos. –Tranquilo –dijo Han con suavidad, alzando ambas manos con las palmas hacia delante–. Sólo hemos pasado a ver a una amiga. –¿Han? –exclamó Leia. Han miró entre los dos adarianos para ver cómo se acercaba a él, con sorpresa y alivio en su rostro. –¿Interrumpimos algo? –preguntó como quien no quiere la cosa. –Me alegro tanto de veros –dijo, con un suspiro, mientras sus ojos pasaban por encima del hombro de Han hacia Luke–. A ambos. ¿Cómo supisteis que estaba en problemas? No importa... tenemos que salir de aquí. –¿Sí? No me digas... –dijo Han–. ¿Este sitio tiene puerta trasera? –Sí... por aquí –dijo Leia, tomando el brazo de Han. Los dos adarianos se hicieron a un lado, y Leia lideró la marcha entre las mesas, hacia la cocina. Una mungra de ojos naranjas estaba esperando junto a la puerta trasera. –Seguridad en tu viaje para ti, Leia Organa –rumió–. No te olvidaremos. –Ni yo a vosotros, Vicria –dijo Leia, con una inclinación de cabeza–. Algún día, cuando la esclavitud del Imperio haya acabado por fin… –Te invitaremos a una copa –le cortó Han. Tomando a Leia de los hombros, la obligó a cruzar la puerta. al otro lado había un callejón, estrecho y pobremente iluminado y –por el momento, al menos– desierto. –Vamos –dijo, agarrando ahora el brazo de Leia y tirando de ella hacia el extremo norte del callejón. –Han, eso ha sido de mala educación –dijo con aire acusador–. Esa gente me ha ayudado a ocultarme... –¿Quieres estar allí hablando cuando Vader aparezca en la puerta principal? – interrumpió Han–. Eso ayudaría mucho en su interrogatorio. Vamos; Chewie nos está esperando en el espaciopuerto.

Estaban casi al final del callejón cuando Luke agarró de pronto el brazo de Han. –Detrás de nosotros... Alguien viene –susurró. Han miró a su alrededor. Por lo que podía ver, el callejón seguía desierto. Pero el chico había estado en lo cierto demasiadas veces en este viaje como para que Han comenzase a dudar ahora. –Por aquí –dijo, sacando su bláster mientras tiraba de Leia hacia una pila de contenedores de basura en un lado del callejón. Empujándola tras ellos, se apretó contra ella para darse cobertura mientras miraba al otro lado del callejón. –Han... –comenzó Leia. –¡Shh! –Han, me estás aplastando –se quejó Leia, con palabras que sonaban como si hubieran sido entre dientes. –¿Prefieres que me peguen un tiro? –replicó Han. Ahora había algo moviéndose ahí abajo, en la oscuridad, acercándose rápidamente hacia ellos. Pasaron bajo una tenue luz... –Soldados exploradores –murmuró Han, sintiendo un nudo en el estómago. De modo que ese era el plan del día: el cuerpo principal de tropas de asalto buscando en los edificios desde las calles principales, y soldados exploradores en motos deslizadoras patrullando los callejones traseros en busca de fugitivos. Fácil, limpio y eficiente. Y Han tenía unos treinta segundos para averiguar cómo librarse de ellos. A su lado, Leia le estaba empujando en el hombro. –Quédate agachada –gruñó, mirando a su alrededor en busca de inspiración. No había ninguna otra cobertura adonde él y los demás pudieran llegar, y ciertamente nada que les ocultase realmente. Lo que significaba que tendría que disparar a los imperiales. El problema era que, si bien podría eliminar un objetivo sin problemas en la sorpresa de la emboscada, el segundo no iba a quedarse servicialmente inmóvil para su segundo disparo. Pero iba a tener que arriesgarse de todas formas. Desde alguna parte en las cercanías, una repentina descarga de fuego bláster cruzó por el tranquilo aire de la noche. Apretando los dientes, Han alzó su bláster y apuntó al primer soldado explorador. Con un último empujón, Leia consiguió colocarse entre él y los contenedores de basura. –¿Qué puñetas estás haciendo? –preguntó Han en voz baja. –Dame tu bláster –ordenó ella, observando a los soldados exploradores que se acercaban. –Mire, Su Excelencia... Sin más palabras ella se estiró y le arrebató el bláster de la mano. Han intentó agarrarlo de nuevo, pero ella eludió su presa, empujándolo con el codo. Miró a Luke, pero el chico estaba mirando al otro extremo del callejón con el ceño fruncido, observando a los soldados exploradores que se acercaban, la frente llena de arrugas de concentración. Los disparos bláster lejanos parecían empeorar, y Han vio a los dos soldados exploradores mirarse entre sí desde sus motos y acelerar. Leia disparó. No a ninguno de los soldados, sino al costado del edificio al otro lado del callejón. Han miró hacia arriba, frunciendo el ceño, y vio, para su sorpresa, una sección de cañería de veinte metros de largo que colgaba pesadamente del muro, cuatro pisos más arriba. Con un chasquido metálico, se liberó y cayó al callejón. Golpeó el permacreto frente a las motos deslizadoras y salió rebotando justo a tiempo para golpear a ambos soldados directamente en sus placas faciales.

Cayeron de espaldas de sus motos, uno de ellos golpeando de pleno el suelo, y el otro dando aún otro cuarto de vuelta antes de unirse a él. Las motos deslizadoras, sin pilotos ahora, siguieron avanzando un instante hasta detenerse flotando; por su parte, los soldados exploradores no se movieron en absoluto. –Vamos –dijo Leia, devolviendo el bláster de nuevo a las manos de Han–. ¿En qué espaciopuerto dijiste que estabais? –Greencliff –dijo Han, echando asombrado a los soldados y a la cañería rota en varios puntos un último vistazo. Algún día tendría que preguntarle a Leia cómo consiguió hacer eso. –Bien, vamos, entonces –repitió con impaciencia, agarrándole del brazo–. Antes de que echen de menos a esos dos. –Espera un momento –dijo Han, mirando a las motos deslizadoras detenidas. Era arriesgado, lo sabía; civiles en motos militares llamarían con toda seguridad la atención de cualquier soldado de asalto que se encontrasen. Pero lo que ganarían en tiempo podría merecer ese riesgo, al menos durante unas cuantas manzanas–. ¿Habéis pilotado alguna vez una de estas cosas? –preguntó, avanzando hacia la moto más cercana. –No –dijo Leia con recelo–. Han, no creo que... –No, él tiene razón; podemos hacerlo –dijo Luke. Llegó hasta una de las motos y subió cautelosamente a ella. –De acuerdo –dijo Leia, claramente sin estar convencida del todo–. Pero yo conduzco. –Dijiste que no lo habías hecho nunca –le recordó Han. –¿Lo has hecho tú? –replicó ella. –Bueno, no las versiones militares... –Entonces yo conduzco –concluyó–. Además, necesitas la mano del bláster libre en caso de que nos veamos en problemas. Han hizo una mueca. Lógica femenina. Pese a todo, tenía algo de razón. Sin tener en cuenta sus habilidades de francotiradora de cañerías, él seguía teniendo mejor puntería que ella, especialmente en pleno vuelo. –Por supuesto, Su Excelentísima Señoría –dijo–. Subamos. Montaron en la otra moto, tomando Leia el manillar mientras que Han se mantenía en equilibrio sobre la alforja de piezas de emergencia tras ella. Le rodeó la cintura con el brazo izquierdo, divirtiéndose en privado al notar que ella se estremecía ligeramente al tocarla. Esto podría resultar mejor de lo que pensaba. Tanto ella como Luke tardaron un rato en averiguar cómo funcionaban los controles, y los primeros veinte metros avanzaron bastante torpemente mientras trataban de conseguir un ajuste más fino de la configuración del acelerador. Pero después de eso, ambos parecieron pillarle el truco y salieron disparados, ciñéndose a los callejones traseros. Por suerte, el resto de patrullas de soldados exploradores parecía no haber llegado todavía tan al norte. O bien todas las tropas de asalto de la zona había encontrado de pronto cosas más importantes que hacer que preocuparse de una fugitiva rebelde. El fuego bláster proveniente del noroeste se había intensificado, con varios modelos de arma distintos en juego. Estaba teniendo lugar una batalla campal justo allí, cerca del punto donde LaRone les había echado a él y a Luke del camión deslizador. Pero si los soldados de asalto estaban en problemas, tendrían que apañárselas solos, al menos de momento. Quizá una vez que él y Luke llevasen a Leia a salvo a bordo del Suwantek podrían volver y averiguar qué estaba ocurriendo.

Habían recorrido unas tres manzanas, y Luke y Leia por fin habían logrado conseguir un ritmo de avance decente, cuando Han vislumbró con el rabillo del ojo algo que volaba hacia el sur justo sobre el nivel de los tejados, al oeste. Alzó la vista... –¡alto! –ladró, apretando más fuerte la cintura de Leia–. ¡Luke! –¿Qué ocurre? –exclamó Leia por encima de su hombro mientras frenaba hasta detenerse. –Esa es nuestra nave –le dijo Han, señalando al punto por el que el Suwantek había desaparecido tras los edificios. –¿Qué? –preguntó Luke, con aire sorprendido–. ¿Dónde? –Donde se escuchan todos esos disparos de bláster –dijo Han con aire lúgubre–. Chewie está yendo justo al centro de ellos. –Eso no suena bien –dijo Luke. –No me digas... –bufó Han, agarrando su comunicador y activándolo con el pulgar. Sólo para apagarlo inmediatamente ante el estallido de estática que surgió. –Están interfiriendo todas las frecuencias –exclamó, devolviendo el comunicador a su cinturón y señalando al siguiente cruce de calles–. Vamos; por ahí. Necesitamos prevenirle. –De acuerdo –dijo Leia, dirigiendo la moto en esa dirección. Luke ya estaba en marcha, avanzando hacia el cruce de calles. Han hizo una mueca y se agarró fuertemente cuando Leia tomó una curva cerrada e impulsó la moto deslizadora a velocidad máxima. Eran LaRone y sus amigos quienes estaban en apuros, de acuerdo; se apostaría la bahía de carga de estribor del Halcón a ello. Y por tanto ahí estaba también Chewbacca, naturalmente, llegando al rescate con la caballería. Si salían de esta con vida, se prometió a sí mismo de mala gana, él y Chewie iban a tener una larga charla acerca de este tipo de cosas. Una charla muy larga. El soldado explorador recorrió la calle, bandeándose de un lado a otro en su trayectoria perezosamente evasiva mientras su bláster inferior escupía disparos desafiantes –e inútiles– al AT-ST que se aproximaba. Mara se agachó pegada a su carguero ardiendo, parpadeando por el humo que se arremolinaba a su alrededor mientras cruzaba mentalmente los dedos. Los cañones de la barbilla del AT-ST descendieron para seguir al soldado, y por un instante pensó que Caaldra iba a picar el anzuelo. Pero entonces los cañones se alzaron de nuevo, y la torreta de cañón ligera montada en el lateral giró y abrió fuego. El soldado maniobró entre los disparos, se agachó bajo las dos inmensas patas articuladas, y salió por el otro lado. La torreta lateral giró hacia él, sin dejar de abrir fuego; cuando el explorador giró hacia la izquierda de Mara fuera del alcance de la torreta, el lanzagranadas del otro costado del AT-ST le disparó una granada de conmoción. La granada golpeó el permacreto con una explosión que hizo añicos las ventanas de media manzana y golpeó el rostro de Mara como un martillo aterciopelado. Atisbó entre el humo, tensa, pero cuando el aire se aclaró pudo ver como el soldado explorador, aún en su moto, desaparecía por la esquina de un edificio hacia una calle lateral. A salvo, o al menos no gravemente herido, y volviendo para intentarlo de nuevo. Mientras tanto, los otros soldados de asalto no se habían quedado inactivos, sino que habían establecido un patrón rítmico de disparo que estaba creando una densa cortina de fuego sobre las juntas, las ventanillas y los conjuntos de sensores del AT-ST

Pero el caminante había sido diseñado exactamente para ese tipo de combate, y aguantaba tranquilamente los disparos. De hecho, casi parecía que Caaldra estaba disfrutando de la batalla, especialmente por su unilateralidad. En lugar de acelerar el ATST a máxima velocidad, lo que habría acabado rápidamente con sus oponentes, hacía que el caminante se moviera casi con aire despreocupado, desafiando a sus oponentes a hacer su mejor disparo. Notó movimiento junto a ella, y Mara vio al comandante del escuadrón agacharse a su lado. –Ordené que se alejasen –dijo. –Necesitaba hacer una consulta –dijo con voz tensa–. Creemos que hemos encontrado una forma de abatirlo. –Explíquese. –El sistema giroscópico está ubicado entre la parte inferior del módulo de mando y la plataforma de las patas –dijo el comandante–. Si puedo ubicar a mi francotirador en lo alto de uno de los edificios frente a él, podría ser capaz de obtener un tiro limpio. Mara miró hacia atrás, a la calle tras los soldados de asalto en retirada. Sí, ahí atrás habían varios edificios que servirían. El problema era que el francotirador tendría exactamente un disparo. Si fallaba, o si el giroscopio era tan resistente para sobrevivir el ataque, Caaldra simplemente giraría el módulo de mando y les convertiría tanto a él como al edificio en escombros. Y tanto el comandante como el francotirador sabían eso perfectamente. –Haga que se prepare –ordenó Mara–. Esperemos que no tengamos que usarlo. –De acuerdo. El comandante afirmó sus pies en el suelo, preparado para iniciar una carrera. Pero antes de poder moverse, algo pasó rugiendo de pronto sobre su cabeza, con disparos de todo el conjunto de cañones bláster del AT-ST salpicando su parte inferior. Mara se agachó en un acto reflejo, siguiendo con la mirada al intruso. ¿Acaso los dispersos buscadores de Vader habían decidido finalmente investigar todo ese ruido que provenía de esta punta de la ciudad? Solo que no era un transporte de tropas de asalto lo que había ahí arriba. De hecho, no era un vehículo imperial de ningún tipo. Era algún tipo de carguero, cuya silueta quedaba borrosa por el humo, la oscuridad y su propia velocidad. Mientras seguía mirando, dio media vuelta y regresó, aminorando y manteniéndose con sus repulsoelevadores como si estuviera estudiando la extraordinaria escena que tenía debajo. –¡Haga que se vaya de aquí! –ordenó Mara. –Las comunicaciones están siendo interferidas –le recordó el comandante. –Ya lo sé –replicó Mara–. Hágale señales con la mano, entonces... haga algo. Es presa fácil ahí arriba. –Lo intentaré. El comandante se puso en pie y extendió los brazos. Y en ese momento hubo un múltiple destello de fuego láser desde algún lugar detrás del AT-ST. Luke llegó a la calle principal y detuvo su moto deslizadora con una sacudida al borde de la esquina de un edificio. Leia se detuvo tras él y Han saltó a tierra, corriendo los últimos dos metros. Con el bláster preparado, se asomó a mirar por la esquina. A menos de medio bloque de distancia había un AT-ST imperial, con la espalda vuelta hacia ellos, avanzando con decisión por la calle hacia el sur. Un bloque más allá

había algún tipo de restos humeantes, probablemente del carguero que él y los demás habían visto derribar antes. A través del las columnas de humo pudo ver a alguien que se ponía en pie a plena vista, aparentemente sin ser consciente del caminante que se acercaba, mientras que tras él otras figuras aún menos definidas parecían estar disparando al AT-ST. Y revoloteando sobre sus cabezas, observando toda la escena como si estuviera pensando en embestir al caminante, estaba Chewbacca en el Suwantek de LaRone. –Supongo que es más serio de lo que pensaba –dijo a su lado Leia, con voz tensa. –Puedes creerlo –le dijo Han, pensando a toda prisa. Si tan sólo pudiera advertir a Chewie de algún modo, quizá conseguiría que volviera al espaciopuerto. Pero con todas las comunicaciones interferidas... Volvió a mirar al AT-ST, y al espacio entre el módulo de mando y el ensamblaje de las patas. Si las lecturas técnicas que había visto eran correctas, era allí donde estaban ubicadas todas las antenas. Incluyendo las que se encargaban de interferir las comunicaciones. Valía la pena intentarlo. Apuntando a ese espacio con su bláster, abrió fuego. –Hágale señales con la mano, entonces... haga algo –ordenó la Mano del Emperador–. Es presa fácil ahí arriba. –Lo intentaré –dijo LaRone, poniéndose en pie. No dispares, rogó silenciosamente mientras agitaba los brazos en un esfuerzo de atraer la atención de Chewbacca. Por favor, no dispares. Con las mejoras que la OIS había aplicado en los sistemas de armamento del Suwantek, un único disparo de los cañones gemelos probablemente podría convertir el AT-ST en un amasijo de metal retorcido. Por desgracia, eso también atravesaría directamente el blindaje protector de las células de potencia de alta intensidad, y convertiría el AT-ST en una bola de fuego que se llevaría consigo a los soldados de asalto, a la mayor parte de edificios de esa manzana, y probablemente al propio Suwantek. Por suerte, Chewbacca parecía entender eso. Seguía volando sobre ellos, pero no había ningún indicio de que hubiera activado siquiera los cañones láser del Suwantek. LaRone volvió a agitar el brazo, tratando de lograr que se retirase. Entonces, inexplicablemente, la estática de bajo nivel que surgía de su comunicador se desvaneció de pronto. –Tenemos comunicaciones –dijo a la joven que estaba a su lado. –alguien se ha encargado del dispositivo de interferencia del AT-ST –dijo–. Ahora dígale que se vaya. LaRone asintió y seleccionó su frecuencia privada en el comunicador. –Chewbacca, aquí LaRone –dijo, bajando el volumen de su voz–. Tienes que salir de aquí. Podemos encargarnos de esto. Aparentemente, no lo había bajado lo suficiente. –¿Conoce a ese piloto? –preguntó la Mano del Emperador. –Está asociado con nosotros –improvisó LaRone–. Le he dicho que vuelva al espaciopuerto. –Bien... no, espere un momento –dijo la joven. Volvió la vista hacia el caminante que se aproximaba, con una expresión intensa en su rostro–. ¿Qué tipo de blindaje tiene esa nave? –Bastante fuerte –le dijo LaRone, preguntándose intranquilo qué es lo que ella tenía en mente. En el momento en el que el Suwantek entrase en combate serio

seguramente reconocería en ella la nave de operaciones especiales camuflada que en realidad era. Diez minutos después de eso, él y los demás estarían bajo arresto pendientes de interrogatorio. Una hora después de que el interrogatorio hubiera terminado, estarían en manos de la OIS. –Bien, porque va a tener que soportar unos cuantos disparos más –dijo la mujer–. Este es el nuevo plan... –¿LaRone quiere que hagas qué? –preguntó Han por su comunicador, observando como el Suwantek tomaba una amplia curva hacia el oeste como si comenzase a regresar a Greencliff–. Eso es una locura. Chewbacca rugió una respuesta. –Sí, y él está loco también –gruñó Han. –¿Qué está haciendo? –preguntó Luke. –¿Quién es LaRone? –añadió Leia. –No sabemos exactamente quién es LaRone –dijo sombríamente Han–, y quiere que Chewie sea una especie de señuelo. –¿Para un AT-ST? –preguntó Leia, sonando asombrada. –No te preocupes; esa nave es más dura de lo que parece –dijo Han–. Ese no es el problema. El problema es que ahora que la interferencia ha desaparecido, este lugar va a estar abarrotado de imperiales muy pronto. –¿Entonces deberíamos irnos? –sugirió Luke. –¿Ir adónde? –replicó Han–. ¿De vuelta al espaciopuerto y fingir que sólo estamos de compras? Esa nave es nuestro billete fuera de aquí, ¿recuerdas? –¿Esa es nuestra nave? –señaló Leia–. ¿Qué pasó con el Halcón? –Ahí viene –dijo Luke, antes de que Han pudiera contestar. El Suwantek estaba regresando, efectivamente, tras haber dado la vuelta en la calle más allá de los soldados de asalto. Inclinando el morro hacia abajo, dirigió potencia a sus impulsores y cargó directamente contra el AT-ST que se aproximaba. Mara estaba de cuclillas sobre la parte trasera de la moto deslizadora, observando desde el estrecho callejón la calle media manzana más allá, cuando escuchó el amortiguado asentimiento del soldado explorador. En silencio, contó hacia atrás los segundos, agarrándose fuertemente a sus hombros mientras se encorvaba tras él... Y cuando su cuenta mental llegó a cero, él revolucionó la moto y salieron disparados. Mara entornó los ojos ante el repentino viento que golpeaba su rostro, agarrándose fuertemente a los bordes de la placa pectoral del soldado. En alguna parte hacia delante y a la derecha, el AT-ST seguía acercándose, pero con su visión bloqueada por el edificio que estaba a su lado no podía verlo, ni tampoco al carguero que supuestamente ahora debería estar volando directamente hacia él. Ahí fuera, el comandante del escuadrón estaba dando órdenes, y Mara sólo podía confiar en que sabía lo que estaba haciendo. La moto estaba llegando al final del callejón. Directamente frente a ella pudo ver un borroso vistazo del carguero pasando disparado, ganando altitud. Sobre el rugido de su motor pudo escuchar al AT-ST abriendo fuego; vio una de las gruesas plataformas de sus patas golpear el permacreto justo frente a ellos. La moto salió del callejón. Y Mara vio que su apuesta había funcionado. Caaldra se había detenido por completo cuando el intruso pasó disparado sobre él, con los blásteres de la barbilla

apuntando todo lo alto que podían y la torreta bláster ligera del lado izquierdo girada hacia arriba, todas las armas disparando a plena potencia. Era la respuesta lógica a un atacante mayor y sin clasificar. Más aún, era exactamente la misma respuesta que Caaldra había mostrado la primera vez que el carguero le había pasado volando por encima. Sólo que parecía haber olvidado que con todas sus armas apuntando hacia arriba, la tierra a sus pies quedaba ahora desprotegida. Con exquisita pericia, el soldado explorador dirigió su moto deslizadora justo cruzando el camino del AT-ST, a escasos centímetro de su siguiente zancada. Cuando pasaron frente al caminante, Mara saltó. Con las manos extendidas atrapó la base de los blásteres de la barbilla justo en el borde del soporte, y con la inercia del salto giró completamente alrededor de las armas y aterrizó de cuclillas en el precario apoyo del propio soporte. Estirándose saltó de nuevo, esta vez a la parte superior del módulo de mando. Agarrándose con una mano a la manilla de la compuerta de entrada para mantener el equilibrio, con la otra sacó y activó su sable de luz y acuchilló el grueso blindaje, cortando directamente a través de los asientos gemelos de la cabina. No ocurrió nada. Por un instante siguió de cuclillas sobre la escotilla, con la mente congelada mientras el caminante seguía avanzando por la calle. Era imposible; la cabina de un ATST era casi tan estrecha como la de un caza TIE. No había forma de que no le hubiera dado al piloto. A menos que no hubiera ninguno. Y entonces todas las piezas encajaron en su sitio. Maldiciendo entre jadeos, retrocedió hacia la rejilla del sistema de refrigeración de la cabina e introdujo la hoja de su sable de luz hasta el mecanismo de cierre de la escotilla de entrada. Desactivando el arma, tiró de la escotilla para abrirla. La cabina estaba vacía. Se deslizó con los pies por delante a través de la estrecha apertura y se abrió paso en el apretado espacio hasta el asiento del piloto. Las secciones del panel de control que correspondían al piloto automático y al modo centinela brillaban con un alegre color verde; con el ceño fruncido, Mara apagó ambos. Los pesados pasos se detuvieron cuando el AT-ST se paró finalmente, y los cañones bláster volvieron a sus posiciones de apagado. Durante un instante más, Mara se quedó sentada donde estaba, lanzando una fulminante mirada a los controles, sintiéndose como una completa idiota. El ordenador de un AT-ST podía manejar sin problemas el sencillo terreno de la calle de una ciudad, mientras que su modo centinela podía –y debía– seguir y disparar a cualquier cosa que se acercase demasiado sin un código de transpondedor apropiado. Todo lo que Caaldra había tenido que hacer era apuntar la máquina en la dirección adecuada, asegurarse de que caminaba lo bastante despacio para que Mara decidiese que tenía una oportunidad de detenerlo, y entonces desaparecer en la noche. El Emperador estaría furioso. Vader nunca dejaría de echárselo en cara. Respiró profundamente, obligándose a alejar esas imágenes. Ninguno de ellos tenía por qué conocer su fracaso, porque todavía no había fracasado. El ordenador del AT-ST podía ser lo bastante competente para arreglárselas en una sencilla y bonita calle de una ciudad, pero no era ni de lejos lo bastante sofisticado para abrirse paso por el agujero que Caaldra había abierto en la bahía de carga del Camino de Happer. Lo que significaba que Caaldra había estado en él en algún momento, y por tanto había estado

en el Espaciopuerto Greencliff, lo que significaba que podría no llevarle tanta ventaja. Más aún, ella sabía a dónde se dirigía. Sólo tenía que llegar allí antes. El aluvión de órdenes e informes que surgieron de pronto de la frecuencia general de comunicaciones fue el primer indicio que tuvo LaRone de que los buscadores imperiales de la zona estaban respondiendo al fin. Pero aún así no estaba preparado para que la calle comenzara a llenarse tan rápidamente de tropas de asalto. La mayor parte de los soldados fueron hacia el ahora inactivo AT-ST, mientras que unos cuantos se dirigieron al Suwantek, que había tomado tierra en la calle, una manzana más al norte, con el morro apuntando al AT-ST y el lado izquierdo pegando a la fila de edificios. Y algunos de ellos –demasiados para su gusto– estaban yendo directos hacia LaRone y sus compañeros. Un comandante de grupo se adelantó del último grupo, mirando con su placa facial a cada uno de los cinco por turno antes de fijarse en LaRone. –Usted –dijo bruscamente–. Identificación e informe. –alguien robó el AT-ST y comenzó a arrasarlo todo –dijo LaRone, señalándolo–. Mi escuadrón fue requerido para ayudar a abatirlo. –¿Requerido por quién? –preguntó el comandante de grupo. –Requerido por mí –dijo una voz sobre ellos. LaRone miró hacia arriba para ver cómo la Mano del Emperador descendía con destreza por el lateral del AT-ST, con su sable de luz discretamente colgado en su cinturón. –¿Y usted es? –preguntó desafiante el comandante de grupo. –Un agente imperial –dijo la joven mientras descendía los últimos tres metros hasta el permacreto–. Código de reconocimiento Hapspir Barrini. El comandante de grupo pareció tensar ligeramente sus músculos. –Sí, señora –dijo, con una voz que súbitamente tenía la formalidad de un desfile–. Lord Vader nos informó de su presencia en Ciudad Makrin. –Señaló a LaRone–. ¿Están con usted estos hombres? –De momento –dijo–. ¿Por qué? –Necesito su designación de unidad para mi informe. –No sé su designación –dijo la Mano–. Ni me importa. –Hizo un gesto a LaRone–. Dele mi agradecimiento al piloto, y dígale que puede regresar al espaciopuerto. Usted... explorador... ¿esa cosa aún sigue operativa? –Sí, señora, mientras no necesite hacer nada complicado –le aseguró Brightwater. –Entonces prepárese para el viaje –dijo–. El resto de ustedes, de vuelta a su camión deslizador. –Un momento, señora –dijo el comandante de grupo, comenzando a sonar un poco frustrado. Se rumoreaba que Vader era puntilloso con los procedimientos adecuados, y esta situación ni se acercaba–. Ese carguero debe ser registrado antes de poder marcharse. –Pueden registrarlo en el espaciopuerto –le dijo la Mano del Emperador–. No quiero que se quede aquí bloqueando la calle. –Señora... –Le he dado una orden, comandante de grupo –dijo, cortando su protesta, y con los ojos fijos en LaRone–. ¿Comandante?

–Sí, señora –dijo LaRone, con una fría sensación recorriendo su cuerpo mientras pulsaba su frecuencia privada en el comunicador. La Mano no lo había advertido –estaba en la cabina del AT-ST en ese momento–, pero justo cuando Chewbacca había posado el Suwantek sobre el permacreto, su rampa de babor había descendido en la bocacalle del callejón contra el que la nave estaba actualmente apoyada. Desde su distancia y posición, LaRone no había sido capaz de ver si alguien había subido a bordo, pero la posición cuidadosamente casual del wookiee era demasiado precisa para ser un accidente. Casi con toda seguridad Solo y Luke estaban de vuelta a bordo, probablemente con su amiga perdida a remolque. Y si los buscadores de la 501 los encontraban... Pero no podía hacer otra cosa sino obedecer sus órdenes. –Piloto, está autorizado a volver al Espaciopuerto Greencliff –exclamó, tratando de sonar despreocupadamente autoritario–. Gracias por su ayuda. Se tensó, preguntándose si el gruñido de respuesta del wookiee sería lo bastante alto como para que los demás lo escuchasen a través de su casco. Pero... –No hay de qué –dijo en su lugar la voz de Solo–. Llámennos cuando quieran; siempre es un placer ayudar. Con un ligero bamboleo, el Suwantek se alzó del permacreto, giró 180 grados, y se dirigió de vuelta al espaciopuerto. –Confirma la transmisión y dice que ha sido un placer ayudar –retransmitió LaRone. –Bien –dijo la Mano del Emperador–. Ahora suba a ese camión. –Después de que identifique a su unidad –añade el comandante de grupo, dando un paso para colocarse entre LaRone y el camión deslizador. Sus brazos cambiaron de posición, pasando su E-11 de la posición cruzada en el pecho a la de apuntar para disparar, y apuntaba a LaRone. LaRone hizo un gesto de dolor. De modo que así acaba todo, cruzó por su mente. No en una gloriosa batalla contra algún enemigo del Imperio, sino en silenciosa vergüenza. Y todo porque había visto un vehículo que caía y tomó la decisión de intentar ayudar. Entonces, para su asombro, la Mano del Emperador se colocó entre él y el bláster alzado. –Están conmigo –dijo, con voz tranquila pero ribeteada de gélida escarcha–. Su asignación es estar conmigo, su designación de unidad es ser mis ayudantes, su autorización proviene de mí. ¿alguna otra pregunta? –Señora... –Dije que si hay alguna otra pregunta. La placa pectoral del comandante de grupo osciló al inspirar profundamente. –No, señora –dijo, devolviendo su bláster a la posición de descanso. –Bien –dijo la mujer–. Lord Vader me dijo que no interfiriera con su búsqueda. Será mejor que sigan con ella. –Sí, señora –con una última mirada a LaRone, el comandante se giró y se alejó. La joven le miró alejarse los primeros pasos, y luego se volvió a LaRone. –al camión –dijo secamente–. Primera parada, el espaciopuerto. Un instante después se dirigían al norte, con LaRone a los mandos. –¿Exactamente a qué lugar del espaciopuerto, señora? –preguntó.

–Un carguero llamado Camino de Happer –dijo–. De ahí es donde salió el ATST rebelde. –¿Cree que el ladrón ha vuelto allí? –Es posible, pero lo dudo –dijo–. Principalmente, lo que quiero es bloquearlo para asegurarme de que no pueda escapar en él. También necesito recoger algunas cosas que me dejé a bordo. LaRone frunció el ceño. ¿Ella se dejó cosas a bordo de la nave del ladrón? –Comprendo –dijo, deseando poder hacerlo en realidad. –Y después de eso –añadió la mujer–, nos dirigiremos al palacio del gobernador. LaRone sintió que sus músculos se tensaban. –¿al palacio? –preguntó cauteloso. –Sí –dijo ella–. ¿Tiene algún problema con eso? LaRone lanzó una mirada lateral a Marcross, sentado a su lado. Incluso a través de la armadura pudo sentir la antinatural rigidez del otro. –No, señora –dijo LaRone–. Mi unidad está a su completa disposición. –Sí –dijo ella suavemente–. Lo sé.

Capítulo Veintiuno Finalmente, resultó que Caaldra no había regresado al Camino de Happer durante la ausencia de Mara. Sin embargo, no había forma de averiguarlo de camino hacia allí, ni tampoco merecía la pena correr riesgos innecesarios. Mara llevó consigo cuatro de los soldados de asalto, enviándolos en parejas para registrar el carguero, y dejando al soldado explorador en el exterior montando guardia. Su bolsa estaba exactamente donde la había dejado, aparentemente intacta. Pero sólo aparentemente. Caaldra no había tocado la mayor parte de su equipo, pero aparentemente había pasado una hora placentera durante su viaje de vuelta desde Gepparin inutilizando sus granadas y el pequeño bláster que solía ocultar en su manga. Sin tocar esos elementos, Mara se vistió nuevamente con su traje de combate negro, añadiendo esta vez la capa y las mangas para una protección mayor ante ojos entrometidos, sensores de objetivo y la decreciente temperatura del aire del exterior. Aseguró su bláster K-14 en su lugar junto a la cadera, enganchó su sable de luz al cinturón, y salió de nuevo al exterior. Diez minutos después de llegar al carguero estaban de nuevo en marcha, dirigiéndose al oeste por una calle de tres carriles desierta, hacia el palacio. –¿Saben a dónde vamos? –preguntó Mara desde el asiento trasero. Había tenido la sutil idea de crear esta disposición de asientos cuando se prepararon para el viaje: Mara sola en la parte trasera, los otros soldados de asalto sentados de dos en dos en las filas delante de ella. Como de costumbre, el soldado explorador en punta con su moto deslizadora. –Ya tenemos cargado un mapa –confirmó el comandante del escuadrón desde el asiento del piloto, señalando a la pantalla–. Tiene la mejor ruta marcada. –Excelente –dijo Mara. Sacando su sable de luz, apoyó la empuñadura en el respaldo del asiento que se encontraba ante ella, apuntando con el arma hacia delante–. Dado que disponemos de unos cuantos minutos, oigamos su historia. Uno de los soldados de asalto en el asiento de delante de ella giró a medias la cabeza. –¿Disculpe? –preguntó. Su hombro derecho se movió ligeramente, indicando un movimiento de su mano hacia su E-11 enfundado. Con un suspiro, Mara encendió su sable de luz. La hoja magenta cobró vida con su chasquido y su siseo característico, recorriendo el centro del camión entre los dos conjuntos de cascos blancos. –Dejen sus armas donde estaban –advirtió, en caso de que tener la hoja de un sable de luz a treinta centímetros de sus cuellos no fuese indicio suficiente–. Comenzaremos con sus números operativos, la designación de su unidad y su actual asignación. Todo eso que antes han intentado con tanto empeño evitar decir al comandante de grupo. Cuatro cascos oscilaron cuando los soldados de asalto intercambiaron miradas de un lado a otro de la brillante hoja. –¿Somos tímidos? –dijo Mara, como queriendo mantener una conversación–. Déjenme que haga el saque de honor. Ustedes y su carguero (su carguero, no uno que perteneciera a algún indeterminado amigo o socio) estaban en Gepparin después del ataque del Represalia a la base de los Cicatrices Sangrientas. Les vi tomar tierra en la última plataforma intacta cuando despegué desde el tubo de lanzamiento de emergencia del Comodoro. ¿Todo esto les suena familiar? –Sí, señora, así es –dijo el comandante del escuadrón, con voz tensa–. Pero no tomamos parte en el ataque.

–Eso ya lo sabía –dijo Mara–. Si lo hubieran hecho, me abrían atacado, o al menos dificultado mi partida. De modo que, ¿por qué estaban allí? –Estábamos siguiendo a los Cicatrices Sangrientas –dijo el comandante–. Teníamos pruebas de que estaban reuniendo a otras organizaciones criminales del sector en un único y gigantesco grupo pirata. Fuimos a Gepparin esperando averiguar quién estaba financiando esa operación, si es que alguien lo estaba haciendo. –¿Y lo consiguieron? Su casco se movió cuando echó una mirada de soslayo a su compañero de asiento. –Sí, creemos que sí. –Bien –dijo Mara–. Porque yo también. ¿Bajo qué autoridad están operando? –En realidad no... –Su voz se fue apagando. –Si están preocupados por mi autorización, no lo estén –le tranquilizó Mara–. Estoy tan arriba en el escalafón como puedan imaginarse, aunque no aparezca en ninguna lista oficial. –alzó las cejas–. Deduzco que ustedes tampoco están en ninguna lista oficial, ¿cierto? –No, no lo estamos –confirmó el comandante. –¿Entonces cuál es su designación de unidad? Él volvió a dudar. –Principalmente, nos conocen como la Mano del Juicio. Mara alzó una ceja con sorpresa. –Suena un poco demasiado poético para el Mando de Tropas de Asalto – comentó–. Y desde luego, demasiado poético para la OIS. –En realidad, lo elegimos nosotros mismos –señaló uno de los otros. –Y no estamos autorizados a revelar nada más –continuó el comandante–. Lo siento. Mara frunció los labios. Podía obligarles a que se lo desvelaran, por supuesto. Pero con el gobernador Choard probablemente advertido de su presencia, sería difícil y peligroso tratar de irrumpir en su complejo a solas. Esta Mano del Juicio no le había atacado cuando partió de Gepparin; y aún más significante, habían acudido en su ayuda después de que el AT-ST modificado de Caaldra la derribase. Y con Vader y la 501 completamente ocupados en su búsqueda de Leia Organa, esta era la ayuda más confiable que podría encontrar en Ciudad Makrin. Razón suficiente para que esquivase a aquel comandante de grupo entrometido. –Cómo desee –dijo–. Pero sin importar su cadena de mando habitual o su carencia de una, durante las próximas dos horas trabajarán para mí. ¿Comprendido? –Sí, señora –dijo el comandante. –Bien –dijo Mara. Apagando el sable de luz, lo devolvió a su cinturón–. ¿Cuáles son sus números operativos? –Habitualmente sólo usamos nombres –dijo el comandante–. Es... más corto. Más rápido en el combate. En privado, Mara también había pensado eso siempre. Pero al Mando de Tropas de Asalto siempre le había su extravagante sistema de números. –Sus nombres, entonces. –Yo soy LaRone. –El comandante señaló a su derecha–. Este es Marcross. Detrás de él está Grave; detrás mí está Quiller. Nuestro soldado explorador es Brightwater. –Llámenme Jade –le dijo Mara, estirándose con la Fuerza. Nunca había oído hablar de una unidad de soldados de asalto vagando por el Imperio sin estar ligada a una

firme cadena de mando. Pero podría tratarse de algo que el Emperador hubiera preparado personalmente. De ser así, podrían reconocer su nombre. Sin embargo, no pudo sentir ninguna reacción. Aparentemente, el Emperador había elegido mantenerla en secreto ante ellos, y viceversa. –¿Señora? –preguntó Grave. –Jade. –Jade –corrigió el otro–. ¿Puedo preguntar cuál es el plan una vez que lleguemos a palacio? –El plan es que yo irrumpa en el interior, y que ustedes me ayuden a hacerlo – dijo Mara–. Eso es todo lo que necesitan saber. –Sí, señora –dijo Grave. –Y estén preparados para algo de oposición –añadió Mara–. Me temo que vamos a encontrarla. En el asiento delantero Marcross lanzó una mirada de soslayo a LaRone. –No se preocupe –dijo, con voz lúgubre–. Estamos preparados. La fiesta organizada apresuradamente por el gobernador Choard en la sala de baile del piso de abajo le había robado esa noche a Disra demasiado de su precioso tiempo. Pero los invitados por fin estaban comenzando a enfilar la salida, y Disra finalmente pudo escabullirse a su oficina. Encendiendo las luces, selló la puerta tras él y se dirigió a su escritorio. Pudo dar tres pasos antes de que sus ojos descubrieran de pronto el hecho de que tenía un visitante. –¿Por qué no respondes a tu comunicador? –preguntó Caaldra cuando levantó la mirada del ordenador de Disra. Disra sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Qué rayos estaba haciendo Caaldra con su ordenador? –El gobernador organizó una pequeña recepción esta noche –consiguió decir–. Tenía que hacer acto de presencia. –¿Una recepción? –repitió Caaldra–. ¿Una fiesta? ¿Ahora? –Cuando tu ciudad está bullendo con tropas de asalto, eso es exactamente lo que necesitas para tranquilizar a toda la gente de clase alta –dijo Disra. Recuperando el control de sus rodillas, comenzó a avanzar despreocupadamente hacia el escritorio. Había un bláster de bolsillo oculto bajo la silla si conseguía llegar hasta allí–. ¿Qué estás haciendo tú aquí? El rostro de Caaldra se retorció en lo que casi era una sonrisa, y por primera vez Disra advirtió el dolor férreamente controlado que acechaba tras los ojos del otro. –Traerte tus AT-ST's, por supuesto. –Quiero decir qué estás haciendo aquí, en esta oficina –aclaró Disra, avanzando hacia la mesa. Desde su nuevo punto privilegiado podía ver la desgarrada manga izquierda de Caaldra y el rudo vendaje de campo enrollado sobre su antebrazo–. ¿Qué ha ocurrido? –Un pequeño accidente –dijo Caaldra, alzando ligeramente el brazo–. Tuve que hacer volar por los aires la bodega del carguero. –Frunció los labios–. Supongo que tampoco has escuchado nada acerca de eso. –No he escuchado ninguna noticia desde que sacaste fuera de la recepción hace un rato para conseguirte tu autorización de aterrizaje en palacio –dijo Disra entre dientes. En ese momento había pensado que era más importante estar presente y visible

en la estúpida fiesta de Choard que monitorizar la inesperada llegada de Caaldra. En retrospectiva, parecía que se había equivocado–. Ponme al corriente. –En primer lugar, de algún modo nuestra agente imperial logró escapar de su planeta desierto –dijo Caaldra–. Está aquí, en Ciudad Makrin. Un escalofrío helado recorrió la espalda de Disra. –Dijiste que manipulaste la última nave operativa que quedaba en Gepparin. –Aparentemente no lo bastante bien –dijo Caaldra–. Diez minutos después de que yo aterrizase en Greencliff ella se posó a menos de tres lugares de distancia. –¿Quieres decir que te siguió hasta aquí? Caaldra ladeó la cabeza. –Eso si tenemos suerte. Disra soltó un bufido. –Tienes una extraña definición de suerte. –No, sólo tengo algunos datos nuevos –dijo Caaldra–. En el viaje desde Gepparin por fin pude comunicarme con algunos de los tripulantes que conozco a bordo del Represalia. Ahora parece que el ataque de Ozzel sobre la base de los Cicatrices Sangrientas no tuvo nada que ver con nosotros. –Creía que los imperiales no se ocupaban de los piratas en estos días. –Lo hacen cuando el ataque puede servir de conveniente tapadera para otra cosa –dijo tétricamente Caaldra–. Mucho de esto sigue siendo sólo un rumor sin filtrar, pero parece que nuestra agente imperial podría haber visto algo en los archivos del Represalia que se suponía que no debía saber, y que Ozzel la siguió hasta Gepparin para silenciarla. –Debes estar de broma –dijo Disra, mirándole fijamente–. ¿Qué es lo que vio? –Oficialmente, se trataba de algo acerca de una operación secreta de la OIS para la que fueron reclutados algunos de los soldados de asalto del Represalia. –Caaldra alzó una ceja–. Extraoficialmente, el rumor dice que esos soldados de asalto no están en ninguna misión, sino que asesinaron a un oficial de la OIS y desertaron. Disra le miró con los ojos como platos. –Imposible –insistió–. Los soldados de asalto no desertan. Nunca. –No acostumbran a hacerlo –convino Caaldra–. ¿Pero quién sabe? La corrupción se esparce desde arriba, y el Centro Imperial es ahora lo más fétido que puedas imaginarte. –Hizo un gesto con la mano señalando a su alrededor–. De ahí todo este asunto de la independencia, ¿recuerdas? –Sí, gracias, algo de eso sí que me suena –dijo ácidamente Disra, con la mente trabajando rápidamente. Entonces, si la agente no iba tras ellos...–. Espera un momento. ¿Cuántos soldados de asalto se supone que han desertado? –Muy bien –dijo Caaldra, inclinando la cabeza–. Eran cinco. El mismo número que indicaban los informes de seguimiento desde Ranklinge cuando Cav'Saran fue vencido. Considerablemente menos que los tres escuadrones por los que la banda de moteros Bargleg decía haber sido atacada en Drunost, recordó Disra. ¿Pero desde cuándo podía confiarse en la exactitud de un puñado de moteros? –¿De modo que son la unidad de soldados de asalto rebeldes que está recorriendo Shelsha? –Nuestra autodenominada Mano del Juicio –convino Caaldra–. Todo bastante irónico, en realidad. Estábamos tan preocupados acerca de una agente imperial y su escuadrón privado de tropas de asalto, cuando en realidad si ella llegase a cruzarse con ellos probablemente los ejecutaría a los cinco en el acto.

–Reconforta saberlo –gruñó Disra–. O podría hacerlo, si ella no estuviera asomando las narices en nuestra puerta. Caaldra agitó la cabeza. –No estás entendiendo lo principal. Son los soldados de asalto quienes han estado rastreando a los Cicatrices Sangrientas, no ella. Ya no hay razones para asumir que ella haya hecho ninguna conexión en absoluto entre nosotros y los Cicatrices Sangrientas. Disra reflexionó sobre ello. Sonaba realmente razonable. –Pero dijiste que te había seguido hasta aquí. –Todo lo que sabe es que yo estaba con el Comodoro en Gepparin –dijo Caaldra–. Apuesto a que tan sólo fue ese estúpido controlador del Ejecutor quien no me dejó aterrizar aquí, en el palacio. Disra respiró aliviado. De modo que la agente no les tenía en el punto de mira en absoluto. Todo el asunto había resultado ser una gigantesca coincidencia que él y Caaldra simplemente habían malinterpretado. –Entonces ya no somos la presa –dijo. –Probablemente –dijo Caaldra–. Pero siempre es posible que encontrase algo en los escombros de Gepparin que le señalase en esta dirección. Tenemos que estar preparados, sólo por si acaso. Disra tembló. Sí, claro. Porque si la agente hiciera su aparición antes de que Disra consiguiera entregar esas grabaciones a Vader, lo quemarían en la hoguera. –¿alguna idea de cuándo podemos esperar que aparezca? –preguntó. Caaldra se encogió de hombros. –Le dejé una distracción, pero no hay modo de saber por cuánto tiempo la tendrá ocupada. –Señaló con la mano al ordenador–. He aumentado el nivel de seguridad en vuestras defensas externas contra intrusos, pero no puedo reestructurar vuestra configuración de guardias sin autoridad. –Yo puedo hacerlo –dijo Disra, haciéndole un gesto para que se apartase–. ¿Eso será suficiente para detenerla? –No si está tras la pista –dijo Caaldra, levantándose de la silla y apartándose del escritorio–. Lo que significa que tenemos que hacer nuestra jugada. –alzó las cejas–. Y tenemos que hacerla ya. Disra le miró fijamente. –¿Estás loco? ¿Declarar la independencia con Vader y la Cinco-cero-uno justo aquí en la ciudad? –Si lo hacemos bien, tendrán asuntos más inmediatos que tú o que yo de los que ocuparse –dijo Caaldra–. Ya he ordenado a los grupos de piratas y bandidos que se pongan en sus posiciones. Todo lo que tienes que hacer es enviar las órdenes. Y en cuestión de minutos u horas, el sector Shelsha se verá envuelto en fuego, guerra y muerte. Los piratas atacarían y destruirían las guarniciones imperiales, los bandidos se apoderarían de plantas estratégicas de equipamiento militar y las controlarían, y las bandas de moteros y muchedumbres cuidadosamente ubicadas tomarían las principales ciudades, capturando como rehenes a los principales oficiales imperiales. La declaración de independencia tendría lugar, y el Centro Imperial se vería obligado a hacer algo al respecto. Y entonces no habría vuelta atrás. –Puedo hacer las llamadas –dijo cautelosamente Disra mientras activaba el panel de comunicaciones–. Pero va a tardar un tiempo. Tendrás que asegurarte de que la agente no llegue aquí hasta que haya terminado.

–Puedo encargarme de eso –confirmó sórdidamente Caaldra–. Preocúpate sólo de tu parte. Dando media vuelta, se dirigió hacia la puerta secreta. Disra le observó marcharse, con la mano palpitando de ganas de agarrar el bláster oculto y disparar a Caaldra por la espalda. Pero no se atrevió. Aún tenía que conseguir esas grabaciones y enviárselas a Vader, y no se hacía ilusiones de que los guardias de palacio tuvieran la suficiente habilidad para mantener alejada a la agente imperial que se acercaba todo ese tiempo. Sólo Caaldra podría hacer eso. Además, si disparaba a ese hombre ahora, podría fallar. –Por cierto –preguntó–. ¿alguien sabe dónde se encuentra ahora esa Mano del Juicio? Caaldra agitó la cabeza. –Por ahí fuera, en alguna parte, tratando de ser los caballeros blancos de la esperanza y la gloria, sin duda –dijo–. No te preocupes. Cuando Gepparin cayó, también lo hizo su última esperanza de relacionarnos con los Cicatrices Sangrientas. Abrió la puerta y desapareció en el laberinto de pasadizos secretos del otro lado. –Esperemos que así sea –murmuró Disra con un hilo de voz mientras se volvía hacia su escritorio y apagaba su panel de comunicaciones. No iban a salir mensajes para los piratas esa noche. No desde ese palacio. No si podía evitarlo. Tecleando en el ordenador, volvió a su recopilación de grabaciones. Irónico, había dicho Caaldra. No lo sabía bien. Desde hacía casi dos años, Disra había estado manipulando a ese hombre, haciéndole saltar por aros que sólo Disra podía ver. Ahora, de pronto, los hechos habían empujado a Disra a la cuneta, con su vida y su futuro dependiendo por completo de la capacidad de Caaldra de interceptar y destruir a una agente imperial. Disra sólo podía esperar que el hombre fuera tan bueno como afirmaba. Aún estaban a cinco manzanas de las tierras del palacio cuando LaRone comenzó a distinguir a los centinelas camuflados. –En realidad, creo que había uno incluso un poco antes –dijo Grave cuando LaRone lo comentó–. Hace un par de manzanas. Era un poco difícil de distinguir; estaba disfrazado para parecer un camello de especia de clase baja. –Sí, era un centinela –confirmó Jade desde el asiento trasero–. Pude verlo en sus ojos. –¿Los gobernadores imperiales disponen habitualmente de unos piquetes de vigilancia tan abundantes? –preguntó Quiller. –No muy a menudo –dijo Jade–. Parece que alguien de palacio tiene la conciencia culpable. –¿Entonces qué hacemos con ellos? –dijo Grave cuando pasaron ante otro de los silenciosos centinelas. –Nada –dijo Jade–. Todo lo que están viendo aquí son unos pocos soldados de asalto más en una ciudad que ya está llena de ellos. Dudo que se molesten siquiera en notificarlo. –Pero necesitaremos algo más que esta armadura familiar para cruzar la puerta principal –advirtió Quiller. –Por suerte, no vamos a ir por ahí –dijo Jade–. El gobernador se ha construido una verdadera hacienda a lo largo de los años, con cantidad de terrenos y lleno de rincones y rendijas. Encontraremos la forma de entrar.

–Aunque los muros del perímetro probablemente estén seis veces más fortificados que los del Centro Imperial –advirtió Grave. –Quizá hasta siete u ocho –convino Jade–. No se preocupen; tengo cierta experiencia en estas cosas. Junto a LaRone, Marcross se estremeció. –Hay otro modo –dijo suavemente–. Podemos usar la salida de emergencia del gobernador. LaRone le miró con sorpresa. –¿Tiene una salida de emergencia? –Todos los gobernadores y moffs la tienen –dijo Jade con una pizca de desdén–. ¿Cómo lo sabía usted, Marcross? –Crecí en Ciudad Makrin –dijo Marcross–. Solía salir con Crayg, el hijo de Choard, cuando éramos adolescentes. La salida está en el lado nordeste del muro, en el borde del Distrito Farfarn, uno de los vecindarios de la clase trabajadora de la ciudad. Hay una sección del muro, del tamaño de una puerta, que se abre. –¿Y Choard os dejaba entrar y salir por ahí sin más? –dijo Quiller. –No creo que supiera siquiera que lo hacíamos –dijo Marcross–. Está bastante lejos de toda la seguridad y de la puerta principal, y da al borde de una de las zonas ajardinadas. En su mayoría, estanques, fuentes y árboles, con cantidad de losas en las que no dejas ninguna huella. Crayg solía escabullirse por la noche y frecuentar los clubes y las cantinas. –¿Cómo evitaban los protocolos de seguridad? –preguntó Jade. –No había ninguno –dijo Marcross–. Creo que Choard estaba tan preocupado de que sus propios guardias se volvieran contra él como de los problemas que pudieran venir del exterior. No quería que nadie de dentro conociera la salida. Aunque sí que hace falta una tarjeta-llave para abrirla. –No es problema –le aseguró Jade–. Echémosle un vistazo. La placa pectoral de Marcross se expandió ligeramente al respirar profundamente. –Gire a la derecha en la siguiente esquina. Sus direcciones les condujeron fuera del camino principal hacia una zona ligeramente pantanosa cruzada en todas direcciones por serpenteantes arroyos. Las calles se volvieron estrechas y sinuosas conforme se entretejían entre los arroyos, o cruzándolos, y LaRone advirtió que la mayoría de las casas estaban construidas al menos a un metro de distancia del nivel del suelo. Aparentemente, las inundaciones eran aquí una preocupación constante. –allí –dijo Marcross, señalando hacia adelante–. Donde el muro se inclina un poco y casi toca el borde de la calle. LaRone levantó su pie del acelerador, dejando que el camión deslizador se detuviera solo mientras miraba al punto señalado a la luz de la linterna de su casco. –No muy seguro –comentó dubitativo Quiller–. Si tus enemigos son lo bastante listos para rodear tus tierras, caes justo en sus manos. –Se supone que debe haber un caza pesado de largo alcance preparado y oculto en esa casa de allí –dijo Marcross, señalando a una casa desvencijada en el lado de la calle opuesto al muro–. También se supone que debe haber un túnel de campo de fuerza que puedes activar para tener un paso seguro entre el muro y la casa. Aunque nunca he visto eso funcionando. –¿Qué vamos a hacer acerca de la tarjeta-llave? –preguntó Grave. –No la necesitamos –dijo Jade–. No vamos a ir por ahí. Siga conduciendo, LaRone; le diré cuándo debe detenerse.

–Si no vamos a ir por ahí, ¿por qué quería que se la enseñase? –preguntó Marcross cuando LaRone continuó la marcha pasando la puerta secreta. –Vigile su tono, soldado –advirtió Jade–. No vamos a ir por ahí porque esa sería la entrada que elegirían los conspiradores, y no quiero que caigamos sobre ellos hasta que estemos listos. Allí; esa sección entre los dos árboles. Deténgase allí. LaRone detuvo el camión deslizador. –Todos fuera –ordenó Jade, levantando su propia puerta en forma de ala–. Establezcan un perímetro. Caminó con paso firme hacia el muro, sable de luz en mano. Para entonces LaRone ya había hecho formar a los demás en una formación estándar de perímetro de vigilancia. Brightwater dio la vuelta a su moto deslizadora con un ligero derrape y se detuvo junto a ellos. –¿Qué estamos haciendo? –preguntó. –No estoy seguro –admitió LaRone, observando a Jade con el rabillo del ojo. Estaba apoyada contra el muro, con las manos y una oreja presionadas contra la fría piedra. Lenta y metódicamente se desplazaba en un patrón de red de búsqueda a lo largo del muro y hacia abajo–. Vamos a entrar, pero no sé muy bien cómo. –En silencio y sin bajas –dijo Jade, alejándose del muro–. ¿Han oído hablar del gas cryseefa? –Es un ácido venenoso –dijo Brightwater–. Altamente corrosivo y letal para la mayoría de las especies que respiran oxígeno. –Muy bien. –Jade dio unos golpecitos a una sección del muro–. Hay un bote de cryseefa comprimido enterrado en el muro justo aquí. Y aquí... –Señaló otro punto–... y aquí, y aquí. –Listos para matar a cualquiera que tratase de entrar abriendo un boquete en el muro –murmuró LaRone, con un escalofrío de disgusto recorriendo su espalda. –Junto con cualquier otro que se encontrase a cincuenta metros de distancia – dijo Jade–. Un arma simple pero muy indiscriminada. –¿Y puedes saber dónde están los botes? –preguntó Grave. –Estos muros recogen mucho calor solar durante el día –explicó Jade, aprestando su sable de luz. La brillante hoja magenta cobró vida con su chisporroteante chasquido seguido del siseo–. La piedra y el metal hacen distintos ruidos al contraerse conforme se enfrían. Puede que quieran apartarse un poco. Ninguno de los soldados de asalto se movió. Alzando horizontalmente su sable de luz, Jade introdujo suavemente la punta de la hoja en la piedra. Durante unos segundos, continuó empujándola en línea recta, y luego pasó a un movimiento lateral, tallando cuidadosamente un círculo. Terminó el círculo y apagó el sable de luz. –¿Quiere que retiremos eso? –preguntó LaRone. –No es necesario. alzando una mano hacia el muro, Jade respiró lentamente. Y con un amortiguado roce de piedra contra piedra, la sección cilíndrica que había tallado fue saliendo sola del muro. Marcross avanzó un paso y recogió el fragmento cuando se liberó. Agradeciéndoselo con un gesto, Mara reactivó su sable de luz y comenzó a trabajar en el segundo bote de gas. Cinco minutos después había seis cilindros de piedra yaciendo en el suelo junto al muro. –¿Esto es todo? –murmuró LaRone. –Es todo por lo que debemos preocuparnos –dijo Jade, volviendo el rostro para mirarles–. Ahora entiéndanme. Cuando atravesemos este muro, estaremos en territorio

enemigo. Si pueden avanzar sin matar a ninguno de los guardias, perfecto. Pero si tienen que matar, maten sin vacilaciones. –Entendido –dijo LaRone en nombre de todos. Un instante después, Jade había tallado una apertura por las zonas seguras del muro lo suficientemente grande para que pudieran atravesarla. Al otro lado, LaRone pudo ver algunas de las zonas ajardinadas que Marcross había descrito antes. –¿Comandante? –invitó Jade mientras apagaba su sable de luz–. Despliegue sus tropas. LaRone asintió con un gesto. –Brightwater, retrocederás hacia la puerta principal –ordenó–. Quiero saber qué aspecto tiene su seguridad, incluyendo cuántos hombres tendrán disponibles para desplegar cuando salte la liebre. Grave, Quiller; a los flancos. Marcross, en punta. Dirigirás a Jade a la entrada que estimes más conveniente y la ayudarás a entrar. Yo vigilaré la retaguardia. Nos reuniremos en cuanto Marcross consiga que entremos y cambiaremos la formación para una incursión silenciosa. Grave, échale a Brightwater una mano con su moto deslizadora. Brightwater acercó su moto deslizadora al muro, y entre él y Grave la hicieron pasar por la apertura. El soldado explorador montó y partió con el amortiguado gemido de su moto, dirigiéndose hacia la izquierda, buscando la cobertura del follaje del jardín. Grave y Quiller fueron después, separándose a derecha e izquierda, con Marcross tras ellos. LaRone dio un paso adelante... –Un momento, comandante –murmuró Jade, sujetándole el brazo con la mano–. La práctica más prudente dice que el segundo al mando sepa cuál es la misión. –Sí, señora –dijo LaRone, sintiendo que sus latidos comenzaban a acelerarse. –Nuestro objetivo es el gobernador Choard –dijo–. Ha cometido alta traición, tanto al conspirar con piratas contra naves imperiales, como al enviar al Represalia para tratar de matarme en Gepparin. Esos crímenes le hacen acreedor de la pena de muerte. –Comprendido –dijo LaRone, con un extraño sentimiento de irrealidad cayendo sobre él como fina arena de desierto. Una cosa era estar sentado en un lugar del espacio o en un nido de piratas y hablar acerca de juicios y deber y principios. Otra muy distinta era estar en el exterior del palacio de un gobernador imperial y contemplar su ejecución a sangre fría. –Entonces hagámoslo –dijo Jade. Pasando el sable de luz a su mano izquierda y extrayendo el bláster con la derecha, se deslizó por la apertura. Para defender al Imperio y a sus ciudadanos... Asegurándose de que el seguro de su E-11 estaba quitado, LaRone cruzó el muro tras ella.

Capítulo Veintidós al parecer, al gobernador Choard le gustaba que sus jardines tuvieran un aspecto tosco y primitivo. Una vez que atravesaron el muro y pasaron un estrecho arroyo que corría siguiendo el borde interior de la finca, llegaron a una amplia zona arbolada, con arbustos sin apenas separación entre ellos, y plantas larguiruchas creciendo en un suelo compuesto principalmente por losas separadas por fragmentos de corteza muerta. Durante los primeros minutos, parecía como si el enemigo no hubiera advertido en absoluto su llegada; algo bastante extraño. Mara no vio ni escuchó a nadie mientras se deslizaban entre los árboles, ni pudo sentir ningún crecimiento en el estado de alerta a su alrededor. El terreno del bosque continuó durante treinta metros, y luego terminó abruptamente en una amplia zona de hierba, al otro lado de la cual podían ver una doble hilera de confortables tumbonas de exterior preparadas cerca del muro del propio palacio. –Esa es la zona de juegos –dijo Marcross, señalando al campo–. Esa puerta tras los asientos conduce a un anexo de la cocina donde pueden prepararse refrigerios para los jugadores y los espectadores. –¿Qué hay pansado el anexo? –La cocina principal –dijo Marcross–. Desde ahí se puede llegar al comedor privado de la primera planta, al comedor formal, o al salón de baile principal. –¿Escaleras? –Las más cercanas están detrás de la cocina, por el pasillo de servicio –dijo Marcross–. Ahí también hay un grupo de turboascensores. Mara se frunció los labios con aire pensativo. Todo parecía demasiado fácil, como si no hubiera dudas en cuanto a qué hacer. Pero, como de costumbre, las apariencias engañaban. Los muros estilosamente almenados del palacio se habían combinado con luces de colores decorativas cuidadosamente ubicadas para crear a lo largo de los muros nichos sombríos a intervalos regulares. La mayoría de estos probablemente albergarían centinelas –humanos, animales o droides– con los ojos o los sensores fijos en el amplio prado que ella y los soldados de asalto tenían que cruzar. Pero Mara aún guardaba unos cuantos trucos en su manga. Un par de minutos para colocar una pequeña granada de humo contra el viento, y una extrañamente persistente niebla comenzaría a cruzarse en las líneas de visión críticas. LaRone murmuró algo entre dientes y se le acercó. –Brightwater tiene la entrada principal a la vista –informó–. Hay cerca de cincuenta deslizadores terrestres civiles en las proximidades. Mara frunció el ceño. ¿Una reunión de emergencia de los amigos conspiradores de Choard? –¿Podrían tratarse de asesores que hayan venido a una reunión? LaRone retransmitió la pregunta. –Los deslizadores son todos demasiado caros incluso para sirvientes civiles de alto nivel –dijo–. Más parece como si Choard hubiera invitado a los ciudadanos de más alto nivel de la ciudad a una cena o velada. –Eso podría dificultar las cosas –dijo Mara, echando un nuevo vistazo a las ventanas iluminadas de la cocina. Si Choard estaba dando de comer a una sala llena de huéspedes, la cocina podría no ser un buen lugar por el que irrumpir, después de todo–. Marcross, ¿qué hay encima de la cocina?

–Justo encima hay una zona de almacenamiento –dijo Marcross–. Mesas y sillas adicionales. A los lados del almacén hay salas de reuniones que se abren a la zona de recepción, en el exterior del salón de bailes principal... De repente, sin aviso previo, una inmensa masa de enredaderas se alzó silenciosamente desde el suelo del jardín, detrás de ellos. Los cuatro soldados de asalto se giraron, sorprendidos y lanzando una maldición con una sola voz, mientras alzaban sus blásteres contra la aparición. –¡No! –exclamó Mara. Pero la advertencia llegó demasiado tarde. Justo cuando encendía su sable de luz, cuatro disparos surgieron, golpeando justo en el centro de la criatura. Con un resonante rugido, toda la masa comenzó a arder. Y de ese modo, la parte sigilosa de su incursión llegó a su fin. –Adentro –exclamó, apagando su sable de luz y corriendo desde los arbustos hacia el césped expuesto. –¿Qué demonios era eso? –preguntó LaRone mientras le alcanzaba. –Una bengala nouland –indicó Mara. Siluetas oscuras estaban comenzando a salir de los nichos de guardia ocultos, con la parpadeante luz de los disparos surgiendo de sus rifles bláster mientras corrían para cortar el paso a los intrusos–. Se usan en algunos lugares para poner al descubierto a los intrusos. LaRone soltó una risa ahogada. –Un nombre bien elegido, por lo que veo. –Cierto –convino Mara secamente–. Son seres irracionales, no muy peligrosos en realidad, pero sí grandes, capaces de asustar y muy inflamables. Deben haberlos instalado algún tiempo después de que Marcross dejase de pasar por aquí. La pareja de centinelas más cercana abrió fuego, y sus disparos pasaron silbando por el aire junto a la cabeza de Mara. LaRone respondió con un par de certeros disparos, y uno de los centinelas cayó al suelo y permaneció inmóvil. Quiller, al otro lado de LaRone, disparó un único disparo que se ocupó del otro componente del dúo. –¿Cuál es el nuevo plan? –preguntó. –El mismo que el antiguo –le dijo Mara, ralentizando su paso lo suficiente para que los demás la alcanzasen–. Formen una cuña. Los cuatro soldados de asalto se desplazaron frente a ella, LaRone y Marcross formando una doble punta, y Quiller y Grave un poco por detrás y a un lado de ellos. Mara se colocó en el centro de la formación, apuntado cuidadosa y sistemáticamente a las parejas de guardias dispersas que iban hacia ellos. El aire se estaba llenando ahora de disparos bláster conforme más de sus oponentes llegaban a distancia óptima de disparo, y Mara escuchó a uno de los soldados de asalto gemir cuando un disparo se abrió camino a través de su armadura. Estaban ahora a mitad de camino de la puerta de la cocina, y los disparos comenzaban a silbar cada vez más cerca. Y entonces, a cincuenta metros, aparecieron dos pares de barredoras desde una esquina del edificio. Conduciendo a toda velocidad hacia los intrusos, aparentemente con muy poca o ninguna consideración hacia los guardias que se encontraban entre ellos y sus objetivos, abrieron fuego con sus cañones bláster inferiores. –¡Sigan avanzando! –exclamó Mara, guardando su bláster de nuevo en su funda y activando su sable de luz. –Jade... –comenzó LaRone. –Es una orden –le interrumpió Mara. Caminando al exterior de la relativa protección del escudo que formaban al andar, se giró para enfrentarse a las barredoras que se acercaban.

Para su sorpresa, y disgusto, la ignoraron completamente. En su lugar, giraron deliberadamente para mantenerse en una trayectoria de intercepción hacia los soldados de asalto. Maldiciendo entre dientes, Mara extrajo su bláster de nuevo. Esos cañones tendían poco trabajo incluso contra unas armaduras de soldado de asalto una vez que se acercasen lo bastante, y Mara no tenía intenciones de dejar que eso ocurriera. Poniendo con el pulgar la configuración del bláster en automático para abrir la válvula entre la cámara de gas y el iniciador de conversión, lo lanzó en una parábola elevada hacia las barredoras que se acercaban. A mitad de su vuelo, se expandió con la Fuerza y lo agarró, cambió su trayectoria, y lo guió a un punto justo frente a la barredora que iba en cabeza, directamente en la linea de fuego del cañón bláster. La explosión resultante, como suele ocurrir, fue bastante decepcionante. El siguiente disparo del cañón destrozó la protección de la cámara de gas, haciendo volar en pedazos el resto del arma y causando una breve bola de fuego mientras los disparos restantes encendían el gas en expansión. Pero si la explosión en sí misma no fue particularmente impresionante, fue su preciso emplazamiento lo que marcó la diferencia. La fuerza de la detonación impactó contra el morro de la barredora, causando que el vehículo se agitase adelante y atrás como un animal enloquecido. El piloto, con el grueso de su atención puesto en los soldados de asalto, no tuvo la menor oportunidad. En ese primer y crucial segundo la barredora se estremeció salvajemente bajo él mientras luchaba por recobrar el control. Chocó lateralmente contra su compañero, y entonces hubo dos barredoras fuera de control girando sin sentido por el jardín. La segunda pareja, que venía tras ellos, tomó una cerrada curva para apartarse de su camino. Estaban virando para volver a su trayectoria inicial cuando Grave y su T-28 acabó con ambos. Dos disparos más tarde, también se había ocupado de los dos desbocados. –¿Viene? –le llamó LaRone a Mara. –Ahora mismo –dijo Mara. Se detuvo antes para devolver un par de disparos bláster, y luego corrió hacia los soldados de asalto, Habían llegado a la puerta, y LaRone estaba disparando a un cerrojo sorprendentemente testarudo, cuando llegó a su lado. –Retrocedan –ordenó, terminando rápidamente con la resistencia del cerrojo con un movimiento de su sable de luz–. Ustedes cuatro, adentro –continuó mientras abría la puerta de un empujón. Al otro lado, vio fugazmente equipamiento de cocina y empleados de cocina que huían frenéticamente, pero no blásteres, al menos de momento–. ¿Se sabe algo de Brightwater? –Tiene al personal de la puerta controlado, incluyendo la mayor parte de sus vehículos –le dijo LaRone–. Pide perdón por las barredoras; no tiene ni idea de dónde han salido. –Dígale que se mantenga alerta –dijo Mara, volviendo a mirar al los guardias que se acercaban–. Entre; yo vigilaré la retaguardia. Selle la puerta tras usted si puede. –¿Qué? Pero... –Tiene sus órdenes, comandante –dijo Mara con tono cortante–. Si yo no lo consigo, lleve a cabo la misión. –Sí, señora –dijo LaRone, esta vez con el tono profesional adecuado–. Buena suerte. Con una andanada final hacia los guardias que se acercaban, él y los demás soldados de asalto se deslizaron al interior y cerraron la puerta tras ellos.

Mara se puso de espaldas a la puerta y durante unos instantes continuó reflejando los disparos bláster que le llegaban. Pero sus oponentes se estaban acercando, y mejorando su puntería conforme decrecía la distancia, y sabía que en cuestión de segundos ni los efectos de camuflaje de su capa y su traje de combate ni su defensa mejorada mediante la Fuerza serían capaces de contenerlos a todos. De todas formas, permaneció un par de segundos más, aprovechando su margen hasta el límite para dar a los soldados de asalto más tiempo para sellar la puerta. Luego, apoyándose en el muro para conseguir más impulso, salió corriendo hacia la franja boscosa y el muro exterior del otro lado. Había dado dos pasos antes de los guardias reaccionasen al movimiento, y consiguió dar tres más antes de que los disparos de bláster se dirigieran de nuevo hacia ella. Dio dos pasos más y luego clavó su pie en el suelo, girando mientras se detenía abruptamente. Doblando las rodillas, y sable de luz preparado, se conectó con la Fuerza buscando fortaleza y saltó. Durante un instante flotó sobre la furia del fuego bláster mientras los guardias trataban una vez más de reaccionar a su táctica inesperada. Estaba ahora por encima del nivel del segundo piso, cerca del tercero, y el muro se acercaba rápidamente hacia ella cuando llegó a lo más alto del arco y comenzó a caer de nuevo. Cuando alcanzó el muro, lo acuchilló con el sable de luz formando un amplio anillo ante ella, rebanando un círculo a través de la piedra. Apretando las rodillas contra el pecho, golpeó con los pies justo en el centro del círculo. Con un atronador sonido de piedra resquebrajándose, la sección de muro se desplomó en el interior. El impacto arrebató a Mara su impulso horizontal, y por un instante su corazón se detuvo mientras se tambaleaba en el borde del agujero, luchando por mantener el equilibrio. Entonces su mano libre aferró el borde, y mientras los disparos de bláster comenzaban demasiado tarde a apuntarle de nuevo, logró pasar a la seguridad del interior. Terminó en el almacén que Marcross había mencionado, vacío excepto por dos carros cargados con mesas redondas con patas plegables y tres carretillas apiladas hasta la mitad de la escasa altura de la sala con pomposas sillas de respaldo alto. Una única puerta podía verse al otro lado. Apagando su sable de luz, fue hacia ella. Estaba a mitad de camino cuando un olor extraño hizo que arrugase la nariz, poniéndole alerta. Aún en movimiento, hizo uso de sus técnicas de mejora sensorial. Se oyó un chapoteo fuerte y repentino a sus pies. Miró hacia abajo, abandonando rápidamente sus mejoras sensoriales para descubrir que con su último paso acababa de pisar un charco de líquido. Hasta ahora, el charco sólo tenía algunos milímetros de profundidad, pero tal y como el borde fue rebasando su pie, pudo ver que se estaba haciendo cada vez más profundo. Y aquél único olisqueo mejorado no le había dejado dudas acerca de qué era ese líquido. Uno de los dos carros con mesas estaba a un par de metros a su izquierda. Instantáneamente saltó de lado sobre él, evitando por los pelos golpearse la cabeza contra el techo al hacerlo. Las mesas traquetearon al entrechocar cuando cayó sobre ellas, y tuvo que agarrarse a los bordes para evitar caerse. –¿Agente imperial? ¿Celina, o como quiera que sea su verdadero nombre? Mara alzó la mirada, sondeando con los ojos la oscura habitación. La voz había sonado amortiguada, lo que significaba que él estaba al otro lado de la puerta. Considerando el líquido que estaba llenando con rapidez la habitación, estar fuera era una muy buena elección.

–Aquí estoy, Caaldra –respondió. El borde del charco casi había llegado ya a la pared del fondo, dejándola como una naufraga en el centro de la habitación–. Será mejor llamar a mantenimiento; tenéis una grave fuga aquí. –Y además justo a tiempo –dijo Caaldra–. Había previsto que entrases por una ventana a una de las salas de reuniones, no directamente a través del muro como lo has hecho. Parece que he arruinado ahí un par de alfombras para nada. –Vas a arruinar algo más que alfombras si esta cosa sigue subiendo –advirtió Mara–. ¿Qué es lo que tienes con el fuego, de todas formas? ¿Te quemaste de niño o algo? –En absoluto –le aseguró–. Sólo es que con los años he aprendido que el fuego y el agua son las dos cosas para las que habitualmente ni los profesionales están preparados. –Tendré que recordar eso –prometió Mara. –Seguro que lo harás –dijo Caaldra–. Y si estabas pensando en saltar sobre mí cuando llegue con el detonante en la mano, no te molestes. El borde del charco ya está asomando fuera, en la zona de recepción, lo que significa que puedo encender tu lago de fuego privado sin siquiera abrir la puerta. Mara hizo una mueca. Ese había sido realmente el razonamiento que había seguido. Otra vez a empezar de cero. –Por supuesto, podrías haberlo hecho en cualquier momento, sin necesidad de tanta palabrería –señaló–. Por lo que deduzco que quieres algo. –Muy perspicaz –dijo Caaldra con tono aprobador–. Quiero hacer un trato. Mara alzó una ceja. –Te escucho. Obviamente. –Básicamente, quiero escapar –dijo Caaldra–. Escapar por completo. Abandono Shelkonwa, no presentas cargos contra mí, nadie me persigue. –¿Y a cambio yo salgo de aquí sin achicharrarme? –Eso, y además te ofrezco todos los registros que necesitas para clavar al administrador jefe Disra en la pared como una mariposa. –¿De modo que Disra también está metido en esto? –preguntó Mara, mirando la habitación a su alrededor. Sin ventanas, ni ninguna otra puerta, y el charco de líquido inflamable ya llegaba casi a la altura del tobillo. Pero estaba el agujero que había cortado en el muro exterior. Y estaban esas tres pilas de sillas. –Está metido hasta el cuello –dijo Caaldra con desdén–. En realidad, creo que ha sido la cabeza pensante de este asunto desde el primer momento. –¿En serio? –dijo Mara, dirigiendo la Fuerza a la silla superior de la pila más cercana. Por un momento se atascó con la de debajo, pero luego se liberó. Flotó por la habitación y descendió al suelo a unos tres metros del extremo del carro de las mesas, en dirección al agujero–. Me sorprende que alguien como el Gobernador Choard deje que otra persona le dirija el espectáculo. –¿El espectáculo de Choard? –dijo Caaldra con una risa sarcástica–. Debes estar de broma. Ese gran idiota estúpido no sabe nada acerca de esto. Mara tensó los labios en una sonrisa. –Buen intento, Caaldra, pero sé más de lo que piensas. Hace falta un moff o todo un gobernador para ordenar el movimiento de fuerzas imperiales. Ni siquiera un administrador jefe puede hacer eso. –¿Quién dijo que pudiera? –replicó Caaldra–. No vamos a ordenar el movimiento de ninguna de las guarniciones de Shelsha; vamos a destruirlas directamente.

–No seas estúpido –recriminó Mara mientras ponla la segunda silla en posición, tres metros más allá de la primera–. Me refiero al ataque del Represalia en Gepparin. –¿El Represalia? –repitió Caaldra–. Has confundido los titulares de las noticias, ¿verdad? Eso no tuvo nada que ver con nosotros; fue el capitán Ozzel tratando de cubrir su penoso trasero. Tratando de asegurarse de que no vivieras para informar a nadie acerca de sus desertores. Mara frunció el ceño. –¿Sus qué? –Sus desertores –ladró Caaldra con una risotada–. Oh, esto es excepcional. Alguien planea matarte, ¿y ni siquiera sabes por qué? –Sáltate las fanfarronadas e ilumíname –gruñó Mara. –Para decirlo brevemente, aparentemente cinco de los soldados de asalto del Represalia mataron a un comandante de la OIS, robaron una de sus naves especiales, y huyeron con ella. Mara sintió que el aliento se congelaba en sus pulmones. ¿Cinco soldados de asalto? –¿Sabes algo más acerca de ellos? –preguntó cautelosa. –Sólo que desde que se marcharon han estado deambulando por el sector Shelsha metiendo los dedos en nuestros planes –dijo Caaldra con un resoplido–. Primero arruinaron el secuestro de unos rifles bláster pesados a los que teníamos echado el ojo; luego inutilizaron a un jefe de patrulleros que estábamos posicionando para liderar el ataque a una planta de fabricación de cazas. Y con eso, el extraño comentario que Brock había hecho en la sala de mando de los Cicatrices Sangrientas cobraba de pronto su horrible sentido. ¿Ya conocías la existencia de los desertores, o era eso lo que estabas mirando en los ordenadores del Represalia? Desertores. Soldados de asalto. Cinco de ellos. La Mano del Juicio. –En cualquier caso, resulta una historia interesante –dijo, tratando de mantener un tono despreocupado en su voz–. ¿Dónde están ahora esos renegados? –Probablemente en alguna parte ahí fuera, haciendo más buenas acciones –dijo Caaldra–. La cuestión es que Ozzel no ha informado de su desaparición y cree que su cuello está en juego después de que interrogases al resto de sus soldados de asalto, o lo que quiera que hicieses mientras estuviste en su nave. –En realidad, me infiltré en su ordenador –murmuró Mara, con un horrible pensamiento penetrando en ella como la hoja de un cuchillo. Fue el ataque del Represalia en Gepparin, y solamente ese ataque, lo que había dirigido la carga de la culpa directamente sobre los hombros del gobernador Choard. Pero si Caaldra estaba diciendo la verdad, entonces Choard podría muy bien ser un hombre completamente inocente. Un hombre inocente a quién acababa de enviar cinco soldados de asalto desertores para que le matasen. Apretó los dientes. Tenía que salir de allí, y tenía que hacerlo ya. Alzando otra silla de la pila, la añadió a la fila. Una más, y debería tener bastantes. –¿Entonces qué es lo que quiere exactamente? –dijo, intentando ganar tiempo. –Ya te lo he dicho –dijo Caaldra, con un susurro de sospecha comenzando a sonar en su voz–. Quiero un billete de salida de todo esto. ¿Qué estás haciendo ahí dentro? –Esperando a que me dictes los detalles –replicó Mara, maldiciéndose a sí misma en silencio. Preocupada por su plan de escape, y aún más por la justicia

equivocada que había puesto en marcha, se había olvidado por completo de que Caaldra ya había presentado su petición–. Conozco a la gente como tú –improvisó–. Siempre queréis que todo se haga siguiendo vuestras especificaciones exactas. –Absolutamente –dijo Caaldra, con la sospecha de su voz acentuándose–. Me llevaré el Camino de Happer; antes nos hará falta una reparación rápida de la bahía de carga. Y luego me proporcionarás un pasaje seguro fuera de Shelkonwa con suficiente combustible... –Espera un momento –le interrumpió Mara mientras colocaba la última silla de la fila. Ahora todo lo que tenía que pensar era qué iba a hacer una vez que estuviera fuera–. Realmente no creerás que voy a dejar que despegues con una nave llena de propiedad militar, ¿verdad? –Considéralo como un pago por ayudarte a desbaratar una crisis política potencialmente desastrosa –replicó Caaldra–. Disra lo había planeado todo para realizar una declaración de independencia y separar el sector Shelsha del Imperio. –Debes estar de broma –se burló Mara, moviendo otra silla hacia el muro. Al contrario que las otras, no había puesto esta de pie, sino tumbada con el respaldo asomando por la apertura–. O bien Disra está de broma. Tendrá la mitad de la Flota en órbita sobre su cabeza en menos de una semana. –¿Realmente piensas que Palpatine respondería con una acción militar abierta? – preguntó Caaldra–. ¿No crees que en lugar de eso llegaría a un acuerdo para mantener el asunto en silencio? –El Emperador Palpatine no hace acuerdos como ese –dijo Mara, alzando dos sillas más de la pila y moviéndolas hacia el agujero. Dejando una de ellas temporalmente apartada, colocó la otra sobre las patas de la silla que estaba tumbada, tratando de engancharlas para que la nueva silla soportara la que se asomaba fuera. –¿Ni siquiera si uno de sus muy especiales agentes se lo recomienda? Mara asintió para sí misma con un gesto severo al comprender por fin claramente los motivos de esa conversación. Caaldra no estaba interesado en ningún trato. Todo lo que quería era sondearla, tratar de averiguar la reacción del Centro Imperial ante su loco plan neo-separatista. –Ni siquiera entonces –le dijo mientras enganchaba la última silla con las otras dos–. Pero esa cuestión carece de sentido, porque para empezar yo nunca haría semejante recomendación. Estás hablando de traición, y la traición acarrea la pena de muerte automática. Débilmente a través de la puerta, le escuchó suspirar. –Qué pena –dijo–. En ese caso ya no vales nada para mí. Adiós, agente. Se escuchó la detonación de un disparo bláster... Y de pronto un muro de fuego que llegaba hasta la altura de la cintura estalló junto a la puerta y avanzó por la habitación hacia ella. Mara reaccionó instantáneamente, saltando desde su inestable apoyo sobre las mesas hacia la primera silla de la fila. En cuando la tocó, saltó de nuevo hacia la segunda. Estaba en el aire a mitad de salto hacia la tercera silla cuando la oleada le rebasó, engullendo sus piernas en las llamas. Haciendo uso de la Fuerza para suprimir el dolor, continuó. Por delante, apenas visible a través del humo ascendente y el aire borroso por el calor, podía ver el agujero. Aterrizando en la última silla de la fila, agachó la cabeza y saltó por el agujero al respaldo de la silla que sobresalía sobre el jardín. La silla crujió de mala manera cuando su peso le cayó encima, pero con las otras dos sillas sirviendo de contrapeso siguió aguantando. El aire fresco de la noche la

golpeó, y se detuvo el tiempo suficiente para tomar un par de bocanadas con sus pulmones abrasados. Pero su posición no era mucho más segura que la que acababa de dejar. Los guardias de los que había escapado sólo unos minutos antes seguían deambulando por los terrenos, buscando objetivos adecuados. Justo cuando volvió la mirada a las llamas, se oyó un grito cuando la descubrieron y los disparos bláster volvieron a pasar por su lado. Sacando su sable de luz, Mara lo activó y se impulsó en el respaldo de la silla, apuntando hacia una de las ventanas del tercer piso. El transpariacero resultó ser mucho más fácil de cortar en pleno vuelo que la piedra con la que había tenido que tratar la primera vez. El agujero recién cortado le condujo a una amplia zona de recepción, y en el instante en el que golpeó el suelo siguió avanzando rápidamente y en silencio por la gruesa alfombra hacia donde estimaba que debajo debía estar el extremo del almacén en llamas. alcanzó ese punto, dio cinco pasos más, y se detuvo. –Esto es algo que no te esperas –murmuró, y cortó un círculo a través del suelo. Con un chasquido de madera y piedra despedazados, el círculo se hundió. Mara cayó con él, doblando las rodillas para absorber el impacto cuando golpeó contra el suelo del piso inferior. Había cuatro personas agrupadas alrededor de la puerta del almacén: Caaldra y tres hombres armados con ropas civiles. Las cuatro cabezas se giraron en dirección a Mara cuando salió caminando de la sección de suelo rota, con expresiones asombradas y anonadadas. El hombre del extremo izquierdo se recuperó antes que los otros, girando su bláster para disparar rápidamente. Como recompensa, fue el primero en morir cuando el sable de luz de Mara devolvió el disparo directamente hacia él. El segundo y tercer hombre, a pesar de su atuendo civil, eran claramente tan militares como el propio Caaldra. Sin una palabra, sin siquiera intercambiar ninguna señal manual, se lanzaron simultáneamente en direcciones opuestas, ambos abriendo fuego cuando todavía estaban en el aire. Mara rechazó uno de los disparos, devolviéndolo hacia el tirador mientras el disparo del otro pasaba silbando por el aire tras ella. El primer hombre abrió unos ojos como platos cuando ella dio rápidamente un nuevo paso hacia él; hizo dos disparos inútiles más antes de que la hoja magenta le atravesase el torso. Dándose la vuelta, Mara alzó su arma justo a tiempo para devolver el disparo final del otro hombre hacia él. Y Caaldra quedó solo. –Te he guardado para el final –dijo Mara, manteniendo su sable de luz en una tranquila posición de guardia frente al bláster que le apuntaba–. ¿Tus últimas palabras? –Estás rechazando un premio muy gordo –advirtió Caaldra. Su voz era tensa, pero Mara pudo sentir cómo su mente recorría fría y calculadora todas sus opciones–. Aún no es demasiado tarde para hacer un trato. –Los tratos terminaron cuando trataste de cocinarme –dijo Mara, dando un paso hacia él. –al menos dame la oportunidad de luchar –dijo Caaldra, con un punto de fingida súplica en su voz. Bajando su bláster, lo echó a un lado–. Eres una luchadora; yo soy un luchador. Hagámoslo mano a mano, de guerrero a guerrero, sin armas. Mara alzó las cejas. –¿Tratas de apelar a mi orgullo profesional? –preguntó. –Estoy apelando a tu sentido del juego limpio –corrigió Caaldra–. ¿O eres como Vader, y no tienes? Mara sintió que su rostro se tensaba. –Tú ganas.

Sin molestarse en apagar su sable de luz, lo arrojó a un lado. al hacerlo, Caaldra alzó su mano izquierda para revelar un bláster de mano oculto. –Estúpida –escupió, y disparó. Directamente a la hoja del sable de luz, cuando Mara convocó calmadamente el arma de nuevo a su mano. Caaldra gimió cuando el disparo reflejado abrió un agujero humeante en el centro de su pecho. Por un instante siguió de pie, mirando incrédulo a Mara. Luego sus rodillas fallaron, y se desplomó en el suelo. Mara se acercó a él, apartando con el pie el bláster de mano de su mano inerte. –Siempre juego limpio –dijo suavemente–. Exactamente igual de limpio que mis oponentes. Los ojos ciegos no respondieron. Apagando su sable de luz, Mara miró a su alrededor. Estaba en otra amplia zona de recepción como la otra cuyo suelo acababa de atravesar. Al otro lado del pasillo pudo ver un par de puertas talladas que indicaban la entrada a la balaustrada del salón de baile. Si Brightwater estaba en lo cierto y el gobernador tenía huéspedes, el salón de baile podría ser un buen lugar para empezar a buscarlo. Sólo esperaba poder encontrarlo antes de que lo hiciera LaRone. al no estar ya el cerrojo conectado al resto de la puerta, en realidad ya no era posible sellar la entrada de la cocina. Grave hizo lo máximo que pudo, arrancando un trozo de grifería y encajándolo entre la manilla y el muro. Luego, con LaRone en cabeza, avanzaron. La mayor parte del personal de cocina había huido frenéticamente para cuando los soldados de asalto se abrieron paso a través de las distintas zonas de trabajo e islas de equipamiento hacia la puerta que se encontraba en la esquina diagonalmente opuesta. –¿A dónde? –preguntó LaRone. –Salón de baile –dijo lacónicamente Marcross. LaRone asintió, recordando la especulación de Brightwater acerca de que el gobernador Choard estaba dando una fiesta. –De acuerdo –dijo–. Esperad encontrar problemas. El problema estaba esperando en el pasillo en cuanto asomaron por la puerta de la cocina: media docena de guardias formando un semicírculo, con los blásteres desenfundados. Por suerte para esos guardias, la Mano del Juicio no mataba sin necesidad. Por suerte, además, habían establecido su línea defensiva perfectamente al alcance de aturdimiento de los E-11. –Pasad a aturdir –ordenó LaRone, cambiando su selector y apretando el gatillo. Los anillos azules se expandieron hacia delante y el guardia más cercano se agitó y cayó al suelo, con su bláster lanzando un último disparo espasmódico al techo. Antes de que todos los demás cayeran al suelo, uno de ellos consiguió hacer dos disparos, uno de los cuales impactó en la parte superior de la placa pectoral de LaRone. –¿Estás bien? –preguntó Grave, inclinándose para echar un vistazo al ponto ennegrecido de la armadura de LaRone. –Sin problema –le aseguró LaRone, reprimiendo una mueca de dolor mientras movía el hombro. Definitivamente tenía una quemadura ahí, pero la armadura había bloqueado la mayor parte de la energía, y la herida no era tan grave como para frenarle.

Pudo ver que Marcross ya estaba en movimiento, recorriendo el pasillo hacia una arcada cubierta por una cortina de luz que ondeaba suavemente–. Marcross, más despacio. Pero o bien el otro no le había oído, o bien le ignoró. Siguió avanzando, bajando su E-11 a la posición de disparo cuando llegó a la cortina. Su armadura brilló con luz multicolor al atravesarla, y luego desapareció. Maldiciendo entre dientes, LaRone echó una rápida carrera, con Grave y Quiller justo tras él. Llegaron junto a la cortina, y LaRone la atravesó. El salón de baile estaba holgadamente ocupado por hombres y mujeres elegantemente vestidos, claramente lo más alto de la sociedad de Shelkonwa. Pero en ese momento parecían más estatuas elegantemente vestidas que seres vivos. Estaban quietos, en silencio y asombrados, algunos con sus bebidas congeladas a mitad de camino de sus labios, observando a Marcross mientras caminaba con paso firme hacia el centro de la sala. Allí, observando tan sorprendido como sus huéspedes, estaba el gobernador Choard, con su inmensa mole apretada en un traje de gala, y su frondosa barba brillando con la lujosa iluminación. –Acerquémonos –murmuró LaRone a los demás y echó a andar hacia Marcross, tratando de alcanzarle mientras seguía manteniendo un ritmo que pareciera digno y profesional. La gente se separaba a su paso, y alcanzó a Marcross justo cuando ambos se detuvieron a un par de metros frente a Choard. Como era de esperar, pensó LaRone, fue el gobernador quien habló primero. –¿Qué significa esto? –preguntó. LaRone respiró profundamente. –Gobernador Barshnis Choard, ha sido encontrado culpable de traición y condenado a muerte –anunció–. Hemos sido autorizados para ejecutar esa sentencia. –¿Qué? –dijo asombrado Choard, completamente boquiabierto–. Eso es absurdo. LaRone notó por el rabillo del ojo que Grave y Quiller ya habían alzado sus E11's. Y Jade había sido bastante clara con sus órdenes. Pero cuando LaRone abrió la boca, sintió que la orden se atascaba en su garganta. No podía ordenar a los demás que disparasen a un civil que no estaba ofreciendo resistencia. No así. No después de lo de Teardrop. –¿Vendrá con nosotros en silencio? –preguntó en vez de eso. –¿Ir con soldados de asalto imperiales? –dijo Choard con un bufido–. Desde luego que no. –alzó un dedo a un hombre alto vestido con una túnica plisada con ribetes de piel–. Siner; ve a buscar a mis guardias. Diles que los intrusos que andan buscando están aquí. –Que todo el mundo se quede donde está –ordenó LaRone, tratando desesperadamente de saber qué hacer. ¿La resistencia de Choard suponía suficiente justificación para llevar a cabo las órdenes de Jade? ¿Realmente quería hacerlo? Y entonces, para su sorpresa, Marcross se giró, dando la vuelta a su rifle para apuntar al pecho de LaRone. –Bajad vuestras armas –dijo, en voz baja pero firme–. Todos. –¿Qué? –preguntó LaRone. –Ya me has oído –dijo secamente Marcross–. Los tres. Ahora. Durante un largo instante LaRone se quedó mirando a la inexpresiva placa facial blanca, tratando de leer algo –cualquier cosa– en la actitud del otro. Pero ahí no había nada. –Lo digo en serio, comandante –dijo Marcross en el tenso silencio–. Bajadlas. Comandante... y de repente, en la mente de LaRone, estaban de nuevo a bordo del Suwantek después de aquella escaramuza con la banda de moteros, su primera

batalla como equipo. Eso es parte del liderazgo, había dicho Marcross cuando ellos dos se habían quedado solos en la bahía de carga. Conocer y comprender a los hombres bajo tu mando. Y confiar en ellos. Confiar... –Bajad las armas –confirmó LaRone en voz baja, bajando el cañón de su E-11 y agachándose para apoyarlo en el suelo ante él. Tras él se escucharon dos suaves chasquidos metálicos, inusualmente audibles sobre el silencio, cuando Quiller y Grave hicieron lo mismo. –No entiendo nada de todo esto –dijo Choard, con voz todavía enojada pero que comenzaba a llenarse de confusión–. ¿Qué demonios está ocurriendo? –Lo que está ocurriendo –dijo Marcross, girando su E-11 y ofreciéndoselo al gobernador–, es que acabo de salvarte la vida. Dando un paso hacia atrás, se quitó el casco. Los ojos de Choard se abrieron como platos. –¿Saberan? –Hola, tío Barshnis –dijo Marcross, inclinando la cabeza ante él–. Ha pasado mucho tiempo.

Capítulo Veintitrés El salón de baile estaba silencioso como un panteón cuando Mara cruzó la puerta que daba a la balaustrada. La barandilla era un muro sólido de mármol tallado, que le bloqueaba la visión de cualquier actividad –o carencia de ella– que estuviera desarrollándose allí abajo. Acercándose al borde de la balaustrada, echó un vistazo por encima del muro. Allí estaban LaRone y sus tres soldados de asalto, frente a Choard con cerca de cien personas más rodeándoles, quietos como estatuas. Marcross se había quitado el casco. Choard estaba apuntando con el rifle de Marcross a LaRone, Grave y Quiller. Su primera reacción fue respirar con alivio. No sólo había encontrado a Choard a tiempo, sino que aparentemente Marcross se le había adelantado y había detenido a LaRone antes de consumar la errónea orden de ejecución de Mara. Ahora todo lo que tenía que hacer era bajar allí, confirmar que el gobernador estaba a salvo y hacer que buscasen a Disra y a cualquiera de sus aliados que aún pudiera estar al alcance. – ¿Tu tío? –dijo LaRone, cuya voz llena de asombro llegaba claramente hasta la balaustrada. –Te dije que pasaba el tiempo con su hijo cuando era adolescente –le recordó Marcross–. ¿Crees que un gobernador de sector dejaría que cualquier gentuza hiciera eso? –Sigo sin saber qué está pasando, Saberan, pero me alegro inmensamente de verte –dijo Choard–. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Tú y esos otros sois del grupo de Vader? –No, somos una unidad independiente –dijo Marcross–. Sólo somos nosotros más un colega que está reteniendo a la mayoría de tus guardias del exterior. –Supongo que por eso no ha venido nadie en mi ayuda –murmuró Choard–. Ahora, háblame acerca de esa absurda acusación de traición. Mara recorrió con la mirada el borde de la balaustrada. Comprobó con fastidio que no parecía haber escaleras que descendiesen al piso principal. Tendría que saltar, lo que no sería nada bueno para sus pies y piernas quemados, o bien retroceder a la zona de recepción y encontrar un modo de bajar desde allí. –Creen que estás involucrado en un complot para usar bandas piratas para acosar cargamentos y robar propiedades imperiales –dijo Marcross–. De hecho, ahora mismo hay en Ciudad Makrin una agente imperial que fue enviada aquí para matarte. –Ya veo –dijo Choard, con tono súbitamente pensativo. –Me parece que el mejor plan sería avisar a Lord Vader y dejar que te ponga bajo la protección de la Cinco-cero-uno mientras aclaramos todo esto –continuó Marcross–. Deja que use tu comunicador; el mío no se conectará con ninguna de sus frecuencias. Dio un paso hacia Choard... –Creo que no –dijo tranquilamente el gobernador, moviendo el rifle bláster para apuntar directamente al estómago de Marcross–. Lo último que queremos aquí es más imperiales. Mara se enderezó, con su alivio transformándose instantáneamente en rabia helada. O sea que había tenido razón desde el principio. Sólo que en lugar de escuchar a sus instintos, había dejado que Caaldra y su afilada cháchara le convencieran de lo contrario. Y ahora Marcross y los demás iban a pagar el precio de sus errores. Hizo uso de la Fuerza, tratando de arrebatar el rifle de las manos de Choard. Pero la distancia, la turbulencia emocional generada por una sala repleta de invitados

asombrados, y la intermitente distracción de las quemaduras de la propia Mara se combinaron para anular sus esfuerzos. Lo que le dejaba con una única opción, sólo una oportunidad de ayudar a LaRone y los demás. Escarbando en las bolsas que colgaban de su cinturón, extrajo la granada de humo que había planeado usar antes para cubrir su avance por los terrenos de palacio. En realidad no se suponía que ese dispositivo debiera usarse en interiores, pero tras perder su bláster y con sus granadas inútiles en el Camino de Happer era todo lo que tenía. Retirando con el pulgar el pasador de seguridad, recurrió a la Fuerza buscando más potencia de lanzamiento y se preparó para la acción. Marcoss se detuvo en seco, mirando fijamente al gobernador. – ¿Tío? –dijo, mostrando su asombro–. Tío, ¿qué estás haciendo? –Voy a salir de aquí –respondió Choard, señalando con el E-11 para que Marcross se uniera a los demás–. Habría estado bien hacer el anuncio de la independencia de Shelsha desde el palacio, pero no es estrictamente necesario. – ¿De qué estás hablando? –preguntó Marcross mientras retrocedía junto a LaRone–. ¿Estás diciendo…? No puedes hablar en serio. –Nunca llegaste a entender cómo funciona realmente la galaxia, ¿verdad, Saberan? –dijo Choard desdeñosamente–. Todo gira acerca del poder, mi joven e idealista sobrino: poder real, poder potencial, o poder aparente. Por suerte, con las fuerzas que tengo ahora bajo mi mando, poseo los tres. –Tarkin también tenía poder –le recordó fríamente Grave–. Ya ve a dónde le condujo. Choard soltó una risita sardónica. –Tarkin era un estúpido. Yo no cometeré sus mismos errores. –Entonces cometerá otros –dijo LaRone–. La gente como usted siempre lo hace. El E-11 se movió para apuntar al pecho de LaRone. –No, es la gente como usted quien comete los errores –dijo Choard–. Ahora, muy lentamente… –No, tío, él tiene razón –dijo Marcross, con una voz que de repente sonaba muy cansada–. Los errores han sido todos tuyos. EL primero fue dar a los Cicatrices Sangrientas tu contacto privado sin registrar de HoloRed, al que Crayg siempre llamaba cuando él y yo estábamos fuera del planeta y necesitábamos dinero extra. Fue la última llamada que hicieron los piratas; lo vi en su registro de configuración de comunicaciones. LaRone miró a su compañero con sorpresa. De modo que eso fue lo que causó la reacción de Marcross en Gepparin, y el motivo de que hubiera estado tan callado y tenso desde entonces. El conocimiento de que su propio tío estaba cometiendo traición… –Pero no estaba absolutamente seguro de que nadie más tuviera acceso a ese número –continuó Marcross–. De modo que tuve que darte esta oportunidad de asegurarlo, de un modo u otro. Ese fue tu segundo error: hablas demasiado. Siempre lo has hecho. –Señaló con un brazo a la multitud que les rodeaba–. Y esta vez ante testigos. –Pueden parlotear todo lo que quieran –dijo Choard, mordiendo las palabras. Su rostro se había quedado del color de una nube tormentosa, y su rifle bláster apuntaba ahora a Marcross–. En una hora, el mensaje de desafío de Shelsha habrá cruzado la HoloRed. Marcross negó con la cabeza.

–No, tío. Porque has cometido un error final. –Señaló al arma que sostenía el gobernador–. Crees que este bláster está cargado. Y sin aviso previo, un pequeño objeto cruzó sobre la multitud formando un arco hasta caer en el suelo justo en frente de Choard, y explotó con una nube de niebla blanca. Choard reaccionó retrocediendo, con el resplandor del bláster iluminando la niebla mientras disparaba. Pero el repentino movimiento había hecho que dejase de apuntar al mismo sitio, y el disparo que iba dirigido al centro del pecho de Marcross se estrelló en cambio en la parte superior de su brazo derecho. Marcross gruñó, tambaleándose un poco por el impacto. – ¡Soldados! –exclamó LaRone, agachándose de golpe y recogiendo su E-11. Pero no había necesidad de órdenes. Grave y Quiller ya habían recuperado sus armas y estaban cargando en direcciones opuestas rodeando la niebla que se expandía, moviéndose para flanquear a su enemigo. Agarrando firmemente su E-11, LaRone cargó directamente hacia la nube. Sólo para salir rebotando de nuevo hacia atrás cuando la inmensa mole de Choard chocó contra él, empujándole fuera de la niebla y haciéndole caer de espaldas al suelo. Escupiendo una maldición, Choard hizo girar completamente su E-11 robado para apuntar al rostro de LaRone, mirando con ojos enloquecidos por encima del cañón mientras apretaba el gatillo. Sólo que esta vez no ocurrió nada. Lo intentó otra vez, y otra, con el salvajismo de sus ojos convirtiéndose en repentino terror mientras maniobraba con el arma inútil. Con el rabillo del ojo, LaRone vio a Grave y Quiller atacar desde fuera de la niebla, apuntando con sus E-11’s a… – ¡No! –exclamó LaRone–. No. Los dos soldados de asalto se detuvieron, ligeramente confusos. – ¿Comandante? –preguntó inseguro Grave, con su bláster todavía apuntando a Choard. –Él es un traidor, señor –le recordó Quiller con voz sombría. LaRone miró en los ojos de Choard, y la rabia impotente y la ambición frustrada seguían temblando en su interior. Era tentador, debía admitirlo. Era terriblemente tentador. Todo el caos y la destrucción que ese hombre había causado, todas las vidas inocentes que su retorcida ambición había cortado… Vidas inocentes. Como las de la gente de Teardrop. Y con ese recuerdo, LaRone de pronto se dio cuenta de lo harto que estaba de matar. –Sí, es un traidor –le dijo a Quiller mientras volvía a ponerse en pie–. Pero será juzgado por eso. Dejemos que encuentre su destino entonces. Deliberadamente, le dio la espalda al gobernador. – ¿Marcross? –preguntó, caminando hacia su amigo. Marcross se estaba agarrando el brazo, un gesto instintivo aunque bastante inútil con la manga de la armadura todavía puesta. –Estoy bien –dijo–. Supongo que todavía le quedaba un disparo. –Eso parece, loco idiota –dijo LaRone. Volvió la mirada a la niebla que se disipaba, que probablemente había salvado la vida de su amigo, y luego se volvió hacia la balconada. allí estaba ella, por supuesto, mirándoles desde arriba como un ángel vengador. –Gobernador Choard –exclamó entonces ella con voz clara y fría–, queda bajo arresto por traición.

Desde el pasillo tras la cortina de luz llegó un ruido de pasos a la carrera, y un instante después un criado de librea irrumpió en el salón de baile. –Su Excelencia… Se interrumpió, deteniéndose de golpe al percatarse de los soldados de asalto. – ¿Qué ocurre? –preguntó LaRone. Con un esfuerzo, el sirviente dirigió su mirada de nuevo a su gobernador. –Han avisado desde la puerta principal, Su Excelencia –consiguió decir. Sus palabras sonaron como si estuvieran saliendo de un tubo de plastilina–. Lord Vader ha entrado a los terrenos con… –Sus ojos saltaron furtivamente de nuevo a LaRone–. Con un grupo de soldados de asalto imperiales. Han informado que el administrador jefe Disra está con ellos. –Excelente –exclamó Jade desde la balaustrada. Sorprendido, el sirviente volvió la cabeza para mirarle–. Reúnase con Lord Vader en la puerta más cercana y escóltele hasta aquí. Ella volvió la mirada hacia LaRone... y en su rostro LaRone pudo ver que ella lo sabía. Que lo sabía todo; quién era, quiénes eran los demás, cómo habían acabado todos allí. Todo había terminado, y podían darse por muertos. Pero entonces LaRone miró de nuevo a Choard, un hombre cuyo camino estaba asfaltado con los cadáveres de cientos de personas inocentes y que habría matado a millones más si no le hubieran detenido. LaRone, Grave, Quiller, Brightwater, y especialmente Marcross, habían ayudado a evitarlo. Sí, todo había terminado. Pero había merecido la pena. Grave había retirado la manga de la armadura de Marcross y estaba trabajando en su herida cuando Jade se les unió. – ¿Cómo está? –preguntó. –Tiene una quemadura grave, pero la armadura recibió la mayoría del impacto – informó Grave–. Se pondrá bien. –Bien –dijo Jade, pasando su fría mirada hacia Choard–. Confío en que se dé cuenta de que debería haber muerto en ese mismo instante –le dijo–. Si yo hubiera estado ahí en lugar de esos hombres, usted habría muerto. –Estoy seguro de que eso le interesará a alguien –dijo Choard, mordiendo las palabras. Incluso al final, pensó LaRone, ese hombre seguía siendo desafiante. Qué desperdicio. Una oleada nerviosa recorrió la multitud de ciudadanos de élite que ahora se alineaban contra las paredes. Tomando ánimos, LaRone se dio la vuelta. Darth Vader estaba ahora de pie justo en la cortina de luz, con los puños contra las caderas mientras tenía una visión general de la situación, con su máscara y armadura negras contrastando completamente con el brillante blanco de los soldados de asalto que, tras él, iban alineándose rápida y eficientemente en el salón de baile. –Lord Vader –dijo Jade, con una inclinación de cabeza. –Mano del Emperador –respondió Vader, inclinando brevemente su casco. Avanzó con paso firme, haciendo que su capa ondease tras él–. Veo que ha estado ocupada. –Igual que usted –dijo Jade–. Tengo entendido que tiene al administrador jefe Disra bajo custodia. –Custodia preventiva –corrigió Vader–. Hace dos horas vino a mí con un relato completo de la traición del gobernador Choard.

– ¿Él también? –dijo Jade secamente–. Es interesante cómo los ácaros de la roca abandonan el transporte de mineral cuando está a punto de chocar. Tengo uno que intentó hacer lo mismo conmigo. –El caso del administrador es diferente –dijo Vader, con una fría advertencia en su voz. –Estoy segura de ello –dijo Jade, inclinando su cabeza de nuevo–. Y estoy segura de que sus pruebas resultarán de utilidad en el juicio contra Choard. Mis felicitaciones. ¿Podría usted arreglar el transporte de los prisioneros al Centro Imperial? En este momento, mi nave no está demasiado capacitada para salir al espacio. –Eso he oído –dijo el Señor Oscuro. LaRone trató de imaginarle sonriendo bajo la placa facial, pero fue un esfuerzo inútil–. ¿Qué pasa con ellos? –añadió Vader, señalando hacia LaRone. – ¿Qué pasa con ellos? –preguntó Jade. –Me han dicho que rehusaron identificar su unidad esta tarde –dijo Vader, ensombreciendo su voz–. También acabo de recibir noticias desde el Represalia diciendo que les faltan cinco soldados de asalto. LaRone sintió que se le hacía un nudo en la garganta. De modo que no los iban a entregar al Mando de Tropas de Asalto, ni siquiera a la OIS. El propio Vader se iba a encargar de ellos. al menos sería rápido. Probablemente. Pero para su asombro, Jade se encogió de hombros. –Interesante, pero irrelevante –dijo–. Estos soldados de asalto son míos. – ¿Suyos? –Usted tiene toda la Cinco-cero-uno –le recordó Jade–. No debería envidiar mi Mano del Juicio. Por un largo instante, Vader se quedó mirándola fijamente. Jade le devolvió la mirada, con rostro impasible pero firme. Entonces, para alivio de LaRone, el Señor Oscuro reaccionó. –Como desee –dijo, alzando ligeramente una mano–. ¿Comandante? De entre las tropas de asalto, un comandante de grupo avanzó un paso. – ¿Sí, Lord Vader? –Lleve a gobernador Choard al Ejecutor –ordenó Vader–. Luego haga que sus hombres registren el palacio. –Señaló a los ciudadanos de Ciudad Makrin que se alineaban contra los muros–. Comenzando por ellos. –Sí, señor. El comandante hizo un gesto, y dos de sus hombres se adelantaron, avanzando a los lados de Choard y golpeándole para que comenzase a avanzar a regañadientes hacia la salida. Doce más avanzaron creando un perímetro a su alrededor, mientras que el resto se abría en abanico hacia la élite de Ciudad Makrin que se alineaba contra los muros. Vader se dio la vuelta, y por un largo instante la inexpresiva placa facial negra se quedó mirando fijamente a LaRone. Entonces, casi dándose la vuelta, hizo una inclinación de cabeza a Jade. –Mano del Emperador –dijo. Con un remolino de su capa, se giró y se alejó con paso firme. LaRone miró a Jade, para encontrarse con que ella le devolvía la mirada. – ¿Sus órdenes, señora? –dijo, manteniendo un tono profesional en su voz. –Hemos terminado aquí –dijo con el mismo tono–. Recogeremos a Brightwater al salir y volveremos a Greencliff, a su nave. –Sus ojos se endurecieron–. Y, de camino, me contaréis una historia. Una verdadera, esta vez.

Capítulo Veinticuatro Cuando Han le dejó salir del arsenal secreto de la cabina, el rostro de Leia estaba perlado de sudor. –Todo va bien –dijo, ofreciéndole una mano–. Han terminado y se han ido. –Desde luego, han sido bastante minuciosos –comentó ella, ignorando su mano y saliendo del reducido espacio por sí misma–. Pude oírles dar vueltas por aquí al menos tres veces. –No se alegraron mucho cuando vieron las motos deslizadoras de la bahía de carga –dijo Han mientras Leia se sentaba en la cama. No tiene mucho aspecto de princesa ahora mismo, pensó, con pelos sueltos pegados a su cuello y llevando puesto todavía el delantal del tapcafé. Pero bajo seguía viendo toda esa dignidad real que siempre mostraba. En realidad, resultaba una buena combinación–. Pero me inventé una cantinela acerca de excedentes militares y parece que se la tragaron –añadió. –Probablemente hayan ido a comprobar los números de serie –advirtió Leia. –Deja que lo hagan –dijo Han encogiendo los hombros–. Ya estaremos lejos antes de que puedan rastrear nada de eso. Brightwater acaba de llamar; vienen de vuelta. – ¿Y ese Brightwater es uno de los soldados de asalto desertores de los que me hablaste? –No te preocupes, podemos confiar en ellos –le aseguró Han–. Aunque probablemente sea mejor no decirles quién eres exactamente. En cualquier caso, he dejado a Chewie preparando los motores; en un par de horas llegaremos a donde dejamos el Halcón, y habremos acabado con ellos. –alzó una ceja–. A menos que quieras rodarles y ver si puedes convences a LaRone para que se unan a la rebelión. – ¿Antiguos soldados de asalto? –replicó Leia con una sonrisa irónica–. No lo creo. –Dudó un momento–. Especialmente cuando ni siquiera puedo convencerte a ti para que te unas. Han hizo una mueca de disgusto. De modo que lo había notado. Eso era bastante incómodo. Pero era de algún modo halagador que se hubiera molestado en averiguarlo. –Es un paso muy importante –le recordó. –Lo sé –dijo Leia–. Especialmente para alguien que está acostumbrado a no recibir órdenes de nadie salvo de sí mismo. Pero es un paso que todos tuvimos que dar. –Su mirada volvió al armario oculto y los trajes de armadura de soldado de asalto–. Y después de Alderaan, no creo que sea ya posible permanecer neutral –añadió en voz baja–. O apoyas la opresión del Imperio, o la combates. –Supongo que podría permanecer por aquí un poco más –comenzó a decir Han–. Pero no estoy listo a ofrecer lealtad eterna a Mon Mothma, Rieekan y los demás. –Entonces no comiences con ellos –dijo Leia, devolviéndole seriamente la mirada–. Comienza con la lealtad a una única persona. Han la miró, con un extraño sentimiento en el estómago. ¿Realmente estaba diciendo...? –Chewbacca quiere unirse a nosotros –continuó Leia–. Hazlo por él, y por lo que su pueblo ha sufrido bajo el Imperio. El sentimiento extraño se desvaneció. –Oh –dijo. –Oh, ¿qué? –Sólo oh –dijo Han, retomando el control de sí mismo–. En cualquier caso, será mejor que vaya a sacar a Luke de su armario. Leia abrió unos ojos como platos.

– ¿Quieres decir que aún no lo has hecho? ¿Has estado aquí parado hablándome y él sigue encerrado ahí dentro? –Tiene un sable de luz –dijo suavemente Han–. Siempre puede abrirse una salida si se aburre. –Han... –Te veo luego, princesa. Pero ella tenía una pizca de razón, tuvo que admitir Han mientras volvía a salir al pasillo. Quizá podía empezar mostrando lealtad a una única persona. Alguien como Chewie. O incluso alguien más. Jade escuchó en silencio la historia de LaRone mientras Quiller conducía el camión deslizador por las tranquilas calles de Ciudad Makrin. –Deberían haber acudido a su comandante de grupo –dijo cuando hubo terminado–. Hay procedimientos para tratar incidentes donde hay una fuerte probabilidad de autodefensa. – ¿Procedimientos que no habrían implicado entregarnos a la OIS? –preguntó Grave. –Cierto –concedió Jade–. Pero aún podrían haber regresado a sus puestos. Ahora es demasiado tarde. –Probablemente –dijo LaRone, tratando de leer su rostro. Todo fue un esfuerzo malgastado; no tenía ni idea de qué estaba ocurriendo tras esos brillantes ojos verdes–. Pero para ser honesto, en este momento realmente no queremos volver. Después de Teardrop... Se detuvo, con un nudo en la garganta. –Sí, y tengan por seguro que investigaré ese asunto –prometió Jade inquietantemente–. Ordenar la masacre de civiles está contra todo lo que el Imperio defiende. Si es cierto, les prometo que alguien sufrirá por ello. LaRone miró de soslayo a Marcross. El otro hizo una silenciosa mueca mostrando su silencioso acuerdo. Tan fuerte y competente como era, esta Mano del Emperador tenía una visión terriblemente ingenua de qué defendía realmente el Imperio. Pero aprendería. – ¿Qué va a hacer con nosotros? –preguntó Grave. Por un largo instante Jade quedó en silencio. –Son desertores –dijo finalmente–. Hicieron un juramento de lealtad al Imperio, y lo rompieron. Técnicamente, es un acto de traición similar a la propia conspiración de Choard. –Lo entendemos –dijo LaRone–. Pero con todo el debido respeto, nuestro juramento fue realmente defender al Imperio y a sus ciudadanos. – ¿Y creen que eso es lo que han estado haciendo? –replicó Jade–. ¿Volando alrededor de la galaxia como cañones láser desbocados? –Ciertamente hemos hecho un mejor trabajo protegiendo a los ciudadanos ahora que lo que hicimos en Teardrop –dijo Grave. LaRone se estremeció. Pero Jade no respondió. Llegaron a la vista del Espaciopuerto Greencliff antes de que ella volviera a hablar. – ¿Con qué nombre está viajando su nave en este momento? –La Lanza de Melnor –le dijo LaRone.

–Llamaré al Ejecutor y les daré autorización –dijo–. Váyanse de Shelkonwa y no vuelvan. LaRone echó una mirada a Marcross, y luego de nuevo a Jade. –Gracias –dijo–. ¿Puedo preguntar por qué? La joven observó el exterior por la ventanilla mientras pasaban la puerta del espaciopuerto. –Me ayudaron a identificar a un traidor y a ponerlo bajo custodia. –Dudó–. Además, hace unos días estaba dispuesta a ofrecer un indulto completo a un hombre que hizo más contra el Imperio y sus ciudadanos de lo que ninguno de ustedes pueda haber hecho. Nunca llegó a usarlo. Ustedes pueden quedárselo en su lugar. –Sí, señora –dijo LaRone, deseando poder saber de qué estaba hablando–. Gracias de nuevo. Quiller condujo el camión deslizador bajo el Suwantek y lo detuvo. –Tan sólo manténganse fuera de la circulación y no se metan en líos –dijo Jade, empujando la puerta y saliendo al exterior–. Los próximos imperiales con los que se encuentren probablemente no sean tan generosos. Miró a Marcross, y a LaRone le pareció que inclinaba la cabeza, casi imperceptiblemente, ante él. Comenzó a darse la vuelta, y luego se giró de nuevo. –Oh, y una cosa más. Ese nombre suyo de la Mano del Juicio... – ¿Sí? –dijo LaRone, frunciendo el ceño. –Olvídenlo –ordenó–. Sólo hay una Mano en el Imperio, y soy yo. Dándose la vuelta, se alejó con paso firme en la noche. Brightwater sostenía su maltrecha moto deslizadora por el manillar y estaba haciendo descender el elevador de carga del Suwantek. – ¿De qué iba todo esto? –preguntó cuando LaRone saltó con seriedad del camión deslizador. –Supongo que podríamos considerarlo una especie de conflicto político –dijo LaRone–. Por suerte, es uno que no me importa reconocer. Asegurémonos de que Solo y los demás estén a bordo y salgamos de aquí. –Me parece bien –dijo Brightwater cuando la plataforma del elevador tocó el permacreto–. ¿Entonces esta vez realmente vamos a quedarnos fuera de la circulación y sin meternos en líos, como ella dijo? LaRone observó cómo Quiller conducía el camión a la plataforma. –No veo cómo podríamos hacerlo –admitió por fin–. Hicimos un juramento para defender al pueblo del Imperio. Hay muchos otros peligros ahí fuera de los que necesitan defenderse. –En realidad, casi estaba esperando que dijeras eso –dijo Brightwater, apoyando brevemente su mano en el hombro de LaRone–. Con todos los golpes y cardenales, esta cosa del héroe definitivamente te ayuda a dormir mejor por las noches. –Estoy de acuerdo –dijo LaRone–. Llevemos a nuestros pasajeros de vuelta al Halcón y regresemos a nuestras vidas. –Volvió la mirada en dirección al palacio–. Y a nuestro deber. El Emperador se acomodó en su trono, con sus ojos amarillos brillando bajo su capucha mientras observaba fríamente a las dos figuras que se encontraban ente él. –De modo que parece que Organa se ha deslizado de entre tus dedos –dijo, con una voz grave en la que era imposible leer ninguna intención.

–Eso parece, Maestro –admitió Vader, agachando su cabeza ante el Emperador en señal de arrepentimiento–. La búsqueda no encontró a nadie. –Su casco se giró ligeramente hacia Mara–. Pero se permitió que un vehículo se marchara antes de que la búsqueda se completase. – ¿Mi niña? –invitó el Emperador. –El carguero transportaba a la unidad de soldados de asalto que comandé –dijo Mara–. No hay ninguna posibilidad en absoluto de que Organa pudiera haberse colado como polizón sin que la encontrasen. Además, los escáneres del Ejecutor sólo detectaron cinco formas de vida a bordo. –Miró a Vader–. En realidad, para empezar no estoy convencida de que Organa hubiera estado nunca en Shelkonwa –añadió–. Tengo fuertes sospechas de que fue una historia que el administrador jefe Disra se inventó para asegurarse de que Lord Vader acudiera en persona a Ciudad Makrin. – ¿Con qué fin? –De acuerdo con Disra, había estado recopilando pruebas de la conspiración de Choard durante bastante tiempo –dijo Mara–. El problema con traicionar a tu superior de ese modo es cómo asegurarte de que entregas las pruebas a alguien que no sea uno de sus amigos o co-conspiradores. –Señaló a Vader–. ¿Quién podría ser más seguro que Lord Vader? – ¿Y quién mejor colocado para ayudar a Disra con su propia ambición? –sugirió el Emperador. –Ciertamente, él deseaba convertirse en gobernador en lugar de Choard – confirmó Vader. –Estoy seguro de eso –dijo el Emperador, y Mara pudo sentir cómo se desvanecía su irritación previa–. No ahora. Quizá más tarde. –Hizo un gesto con la mano–. En cualquier caso, la guerra continúa. Vuelve a tus deberes, Lord Vader. –Sonrió a Mara–. En cuanto a ti, mi niña, tu próxima misión te espera en tus alojamientos. Habían abandonado la sala del trono y estaban caminando por el largo pasillo antes de que Vader hablase finalmente. – ¿Cuál es su opinión de Disra? –Es un artista del engaño y la conspiración –dijo llanamente Mara–. No confiaría en él a menos que pudiera verle en todo momento. –Estoy de acuerdo –dijo Vader–. No pretendo hacerlo. –Bien. –Mara dudó–. Tengo un favor que pedirle, Lord Vader. Hubo una breve pausa. –Continúe. –Es sobre el capitán Ozzel –dijo Mara–. Afirma que su ataque a la base pirata de Gepparin no tuvo nada que ver conmigo, sino que estaba basado en informes de inteligencia proporcionados por el coronel Somoril. – ¿Y Somoril le apoya en eso? –preguntó Vader con desdén. –Por supuesto que lo hace –dijo Mara con el mismo tono. Con todas sus diferencias, reflexionó, ella y Vader al menos tenían la misma opinión de la OIS–. Y con sus historias blindadas de ese modo, no hay terreno para ninguna clase de interrogatorio real. – ¿Qué quiere que haga yo? –En realidad no estoy segura –confesó Mara–. Mantener vigilado a Ozzel, supongo. No sé si ese hombre es desleal, fácilmente manipulable, o simplemente estúpido. Pero creo que es necesario observarle. Vader quedó en silencio unos cuantos pasos más.

–Déjelo de mi cuenta –dijo finalmente–. Creo que podré arreglar algo. – ¿Condesa? –llamó una voz desde el cruce de pasillos que acababan de pasar–. ¿Condesa Claria? Mara miró en esa dirección y vio una persona familiar acercándose apresuradamente hacia ellos. –Vaya, hola, general Deerian –respondió, deteniéndose para esperarle. Vader ni siquiera aminoró el paso, sino que continuó alejándose por el pasillo–. ¿Qué está haciendo aquí? –preguntó cuando Deerian llegó a su lado. –Tengo un nuevo puesto –dijo Deerian con una pizca de orgullo–. He sido asignado al equipo encargado de mejorar las defensas planetarias del Centro Imperial. –Felicidades –dijo Mara–. Imagino que lamentaría abandonar los lujos del palacio del moff Glovstoak. –Apenas –dijo Deerian, con expresión más seria–. No sé si lo habrá escuchado, pero justo después de ser transferido, Glovstoak fue detenido con cargos por desfalco y traición. –No, no había tenido noticias de ello –dijo sinceramente Mara. –Fue un golpe para todos nosotros –dijo Deerian, agitando la cabeza–. Imagine a un hombre como él abusando de su posición y autoridad. –Lo imagino –convino Mara. –Bueno, voy de camino a una reunión –dijo Deerian, con la melancolía desapareciendo de su rostro–. Pero la vi y quise saludarla. –Me alegra que lo hiciera –dijo Mara–. Buena suerte, general. –Igualmente, condesa. Con una reverencia, Deerian se alejó por el pasillo. Mara le observó marcharse, con una cálida oleada recorriendo su cuerpo. LaRone podría decir lo que quisiera acerca de los puntuales abusos de poder, y ciertamente esos abusos necesitaban ser combatidos. Pero mientras el Imperio pudiera seguir produciendo hombres como el general Deerian, merecería la pena defenderlo. Merecería sus energías, y su vida. Y su lealtad. Dándose la vuelta hacia la capa de Vader ondeando en la distancia, se dirigió a sus alojamientos, donde le esperaba su siguiente misión. FIN ¿Más libros de Star Wars? http://espanol.groups.yahoo.com/group/libros_starwars/

Related Documents


More Documents from "OTILIA"

406 - Lealtad.doc
January 2021 0
January 2021 1
January 2021 3
January 2021 1
January 2021 3