Acojamos A Cristo, Nuestro Sumo Sacerdote_a. Vanhoye.pdf

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Card. Albert Vanhoye

Acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote Ejercicios espirituales con Benedicto XVI

Traducción de Mons. Elías Yanes Álvarez, arzobispo emérito de Zaragoza

l.ilmrna Católica Sicomoro

Para servir a los que sirven al Evangelio

Cra. 7~. No. 44 - 17 Tels.: 285 0047 - 245 7670 Telefax: 288 4598 Bogotá D.C. E-mail: [email protected]

~

SAN PABLO

1 «Dios nos ha hablado» (Heb 1,1-2)

Eminencias, Excelencias, Monseñores:

©SAN PABLO 2010 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: [email protected] © Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2008 Título original: Accogliamo Cristo nostro Sommo Sacerdote.

Esercizi Spirituali con Bene~tto XVI Traducido por Elías Yanes Alvarez Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 E-mail: [email protected] ISBN: 978-84-285-3550-2 Depósito legal: M. 836-2010 Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España

Humildemente unido al corazón manso y humilde de Nuestro Señor, me alegro de ponerme a vuestro servicio para estos Ejercicios Espirituales. Tendría muchos motivos de pavor, pero me conforta la conciencia de no ser yo el autor principal. En los Ejercicios Espirituales, el autor principal es evidentemente el Espíritu Santo, de otro modo no merecerían el nombre de «Ejercicios Espirituales». Por tanto, os aconsejo ante todo que os pongáis con gran confianza y disponibilidad bajo la guía del Espíritu Santo, que os hará comprender profundamente la palabra de Dios y os unirá interiormente al corazón de Cristo, derramando en vuestros corazones el amor que viene de Dios, como dice el Apóstol (Rom 5,5). El Espíritu Santo hará también su obra de purificación, de la cual siempre tenemos necesidad, y su obra de iluminación, para mostraros de forma precisa cuál debe ser vuestro camino de amor y de servicio para esta Cuaresma y para los meses siguientes. El tema de estos Ejercicios será la acogida de la mediación sacerdotal de Cristo en vuestra fe y en vuestra

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vida. Acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. Naturalmente, para afrontar este tema me inspiraré sobre todo en la Carta a los hebreos, que nos presenta a Cristo como nuestro Sumo Sacerdote y nos introduce en una inteligencia profunda de su oblación sacerdotal y de su mediación. ·El autor de la Carta a los hebreos, que parece ser un compañero de Pablo, un apóstol peregrinante, hizo un descubrimiento, pasando, en el Salmo 109/110, del primer oráculo del primer versículo al segundo oráculo en el cuarto versículo. Este Salmo que ahora hemos cantado -que se recita o canta cada domingo en Vís, peras- contiene un primer oráculo: «El Señor dice a mi Señor: "Siéntate a mi derecha"». Se trata de un oráculo que Jesús se aplicó a sí mismo durante su proceso delan, te del Sanedrín (Mt 26,64 y par.) y también Pedro, en el primer discurso de Pentecostés, lo aplicó a Jesucristo resucitado (He 2,34,JS). Era, pues, tradición aplicar a Cristo este primer oráculo. Parece que, antes que el autor de la Carta a los hebreos, nadie había tenido la idea de pasar del primer versículo al cuarto, donde hay un segundo oráculo, más solemne que el primero porque está apoyado en un juramento divino: «El Señor lo ha · do y no se arrepentua: · ,, "Tu" eres sacerdote " ». El au, JUra tor hizo este descubrimiento y profundizó en este tema de manera muy intensa; contempló de nuevo todo el ·misterio de Cristo y descubrió que este constituye ver, daderamente el cumplimiento perfecto de los conceptos de sacerdocio y de sacrificio. En esta primera meditación comenzamos con los primeros versículos de la Carta a los hebreos, un texto magnífico. El autor no habla todavía del sacerdocio, sino que realiza una introducción a este tema .con una

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frase bellísima: «Muchas veces y de muchas maneras ha, bló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo» (Heb 1,1,2). Esta frase, como puede verse, no es el comienzo de una Carta: es el comienzo de una predicación. La así llamada Carta a los hebreos no es un Carta: es una homilía, una magnífica homilía sobre el sacerdocio de Cristo. Una homilía que el autor ciertamente pronunció en diversas comunidades, pues no era el jefe de una co, munidad (cf Heb 13, 17), sino un apóstol peregrinante. Además, su texto fue enviado a una comunidad lejana con algunas líneas que lo acompañaban al final y, por este motivo, esta homilía se llamó Carta a los hebreos. La afirmación principal inicial es que Dios ha ha, blado: Dios ha hablado en los tiempos antiguos a los Padres, y Dios nos ha hablado ahora a nosotros, que es, tamos en los últimos tiempos. Esta es una afirmación de por sí admirable, pero estamos de tal modo habituados a leerla que no nos impresiona. El Dios de la Biblia es un Dios que habla a los hombres, no es un Dios mudo; es un Dios que habla a los hombres para entrar en comu, nicación con ellos, para entrar en comunión con ellos. Dios ha tomado la iniciativa de establecer con nosotros una relación que después se ha convertido en una me, diación sacerdotal en Cristo. Debemos advertir que, en esta frase, el autor no expresa el contenido del mensaje divino, no enumera una serie de verdades que Dios nos habría comunicado. Con frecuencia se habla de Reve, lación como de un conjunto de verdades a las cuales hay que adherirse con fe, pero esto, para el autor de la Carta a los hebreos, no es el aspecto más importante;

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lo más importante para él es que Dios se ha puesto en comunicación con nosotros. Hablar con una persona implica establecer una rela, ción. Es verdad que, en algunos casos, el contenido ob, jetivo del mensaje puede tener más importancia que la relación personal. Por ejemplo, en una correspondencia comercial, las personas no tienen mucha importancia: el objeto, el asunto que hay que tratar es lo que cuenta. En cambio, cuando se trata de una carta escrita a un pariente o a un amigo, su contenido es secundario; lo que cuenta es la relación personal. La finalidad de la carta no es tanto comunicar noticias sino mantener, alimentar una relación afectiva. Esta ha sido la finalidad de Dios: Él nos ha hablado para entrar en comunión con nosotros. Que un Dios tan grande, tan santo, tan diverso de nosotros, haya tomado la iniciativa de dirigir, se a nosotros para establecer una relación con nosotros y para profundizarla es una cosa impresionante. Dios nos ha hablado, Dios nos habla: esto es verdaderamente admirable. Debemos tomar conciencia de esta iniciativa extraordinaria de Dios. En estos días, Dios quiere entrar en una relación personal más profunda con cada uno de vosotros, en manera más intensa, más íntima; quiere hablar a vues, tro corazón como habló hace tiempo a Israel, su esposa: «La conduciré al desierto y le hablaré al corazón», dice el profeta Oseas (Os 2,16). La característica de nues, tro Dios es la de ser un Dios de Alianza, un Dios que quiere establecer relaciones personales y profundizarlas, y esto explica por qué en la frase inicial de la Carta no se indica el contenido del Mensaje, sino que se habla de las personas: el Dios que habla; los destinatarios del Mensaje divino; los Padres de tiempos antiguos; noso, •

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tros ahora; los mediadores de la Palabra; los profetas del tiempo antiguo; el Hijo ahora. A veces las personas no se hablan porque no quieren entrar en relación entre ellas por diversos motivos: dife, rendas de nivel social, diferencias de raza, divergencias de opinión, etc. Así, en el evangelio de Juan vemos que una mujer samaritana se maravilla porque Jesús le dirige la palabra: «lCómo tú siendo judío me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» On 4,9). El evange, lista explica que entre judíos y samaritanos no había bue, nas relaciones: efectivamente, los judíos despreciaban a los samaritanos. El Sirácida contiene una expresión muy dura contra los samaritanos: «El estúpido pueblo que habita en Siquén y que ni siquiera es una nación» (Sir 50,25,26). Pero Jesús rompe esta barrera, y lo hace por, que sabe que así cumple la voluntad del Padre. Para ex, plicar su sorprendente comportamiento a sus discípulos, les dirá: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado» On 4,34). La voluntad de Dios es una voluntad de comunicación, una voluntad de comunión, y, para llevarla a cumplimiento, Dios ha querido para nosotros la mediación sacerdotal de Cristo. Hay personas que se hablaron en el pasado, pero que ya no se hablan porque se sienten ofendidas o tratadas injustamente. Dios tenía muchos motivos para no ha, blar más con su pueblo, el cual se había mostrado infiel, obstinado en seguir su propio camino en vez de seguir los caminos del Señor. Pero vemos en el Antiguo Testa, mento que Dios no se resignó jamás a la ruptura de las relaciones, sino que quiso siempre entrar en comunica, ción con su pueblo. El autor de la Carta a los hebreos insiste sobre la mul, tiplicidad de las iniciativas divinas. «Muchas veces y de

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muchas maneras» (Heb 1, 1) son las primeras palabras de la Carta. Podemos ahora pensar en las numerosas maneras en las que Dios habló con su pueblo. El An, tiguo Testamento es la historia de la palabra de Dios. La Alianza con Abrahán comienza con unas palabras del Señor. Dios dice a Abrahán: «Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; serás tú una bendición» (Gén 12,1,2). Estas primeras palabras son muy características de la palabra de Dios, porque presentan dos aspectos: una gran exigencia y una maravillosa generosidad. La exigencia es una exigencia de amor. Requiere un des, prendimiento, porque el desprendimiento es necesario para crear un espacio que Dios podrá llenar con sus dones. La palabra de Dios para cada uno de vosotros siempre ha tenido estos aspectos: una gran exigencia de desprendimiento y una generosidad sin límites. «Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré grande tu nom, bre, serás una bendición». El Señor habla a Moisés en la zarza y es muy interesante el modo en que Dios se autodefine: «Y añadió: "Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob"» (Éx 3,6). Dios no se autodefine con su omnipotencia, ni con su omnisciencia, sino a través de sus relaciones per, sonales con algunos hombres privados de importancia. Jeremías recuerda muchas veces que Dios no se cansó nunca de mandar a su pueblo sus siervos y profetas para guiarlo, para amonestarlo, para exhortarlo, para hacerle promesas Qer 20,4; 29,19). Dios usó todos los modos posibles para establecer un diálogo con su pueblo. El autor de la Carta a los hebreos distingue dos perfo, dos de comunicación de la palabra de Dios y dos clases '

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de mediadores. El primer período es el antiguo: Dios habló en los tiempos antiguos a los Padres por medio de los profetas. El segundo período es el escatológico, el pe, ríodo decisivo de Dios. Literalmente, el autor dice «en estos últimos días». «Los últimos días» es una expresión bíblica de los Setenta con la que se anunciaba la inter, vención decisiva del Señor al final de los tiempos. El au, tor es consciente de que este tiempo ya ha venido. Esta, mos en el período escatológico. Dios ha intervenido de una manera decisiva por medio de su Hijo. No se puede imaginar un mediador más perfecto que él. A través de su voz, nosotros escuchamos la voz del Padre y somos introducidos en la intimidad del Padre. El evangelio de Juan nos dice que el Hijo no es sólo un portador de la palabra de Dios, como eran los profetas, sino que él es la Palabra, 1w Lagos On 1,1), el Verbo. En él encontramos la plenitud del Espíritu. Podemos reflexionar sobre este acontecimiento maravilloso: Cristo como mediador de la palabra de Dios. El primer paso para efectuar una alianza consiste en hablarse. No basta, pero es funda, mental. No basta porque para establecer una Alianza se requiere también la sangre, pero la palabra es necesaria para expresar el significado de la sangre. Os invito, pues, a reflexionar sobre esta generosidad divina manifestada en su Palabra. En el evangelio de la Misa de hoy, Jesús nos indica la importancia de la palabra de Dios: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; Dt 8,3). Estamos aquí para acoger la palabra de Dios y tenemos mucha necesidad de la ayuda del Espíritu Santo para acogerla bien. Podemos también repensar la historia de la palabra de Dios en nuestra vida: esto es un modo muy útil de unión con el Señor, porque en nuestra

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vida la palabra de Dios ha sido decisiva en algunos mo, mentos. Desde nuestra niñez, en nuestra adolescencia y todavía en nuestra vocación, son tantas las palabras del Señor que han tenido una influencia decisiva en nues, tra vida. Este recuerdo debe desembocar en una plegaria de admiración: «lQué cosa es el hombre para que te acuerdes de él? lUn hijo del hombre para que cuides de él?» (Sal 8,5), y en una plegaria de amor agradecido. El Señor nos ha comunicado su Palabra, el Señor está en relación profunda con nosotros y quiere, en estos días, profundizar esta relación. Debemos abrir con gran con, fianza nuestro ánimo a la palabra de Dios.

2 «Dios nos ha hablado en su Hijo» (Heb 1,2'4)

Ayer por la tarde meditamos sobre el comienzo de la Carta a los hebreos. Hemos visto que el autor prepara el tema de la mediación sacerdotal de Cristo hablando de la mediación de la Palabra, que es un aspecto fundamental de la mediación sacerdotal. Dios, «muchas veces y de mu, chas maneras» (Heb 1,1), se ha puesto en comunicación con nosotros, nos ha hablado. Primero por medio de los profetas en el Antiguo Testamento; ahora, en el período escatológico, por medio de su Hijo Unigénito. Apenas ha nombrado al Hijo, el autor parece fascinado por su persona. Lo contempla en su gloria y no llega a hablar más de otro. Todo el resto de la larguísima frase del exor, dio está dedicado a la descripción del Hijo (Heb 1,2,4). Meditando sobre esta frase, pidamos poder ser también nosotros fascinados por la gloria divina del Hijo, con la alegría de saber que él nos ha sido dado por el Padre como mediador de la Palabra, como mediador sacerdotal, que nos pone en comunicación íntima con el Padre. No se trata de contemplar una gloria lejana, sino la gloria de aquel que nos introduce en la comunión con Dios. La primera cosa que el autor dice del Hijo es más bien inesperada, en el sentido de que podría ser la úl,

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tima. Dice que Dios «constituyó» al Hijo «heredero de todo» (Heb 1,2). La herencia no viene al principio, vie, ne al final, pero el autor contempla al Hijo en su gloria actual. Ocurre siempre así en la Carta a los hebreos. En toda nueva etapa, el autor parte de la contemplación de Cristo en su situación actual, y esto corresponde a la experiencia cristiana fundamental que debemos siempre renovar en nosotros. Después de la Pascua y de Pente, costés, sabemos que estamos en relación íntima, por medio de Cristo glorificado, con el Padre celeste. Cristo ha sido, por tanto, constituido «heredero de todas las cosas». Esta afirmación corresponde a la declaración que Jesús resucitado hace al final del evangelio de Mateo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Así, Jesús afirma el cumplimiento perfecto en su persona de la célebre profecía de Daniel sobre el Hijo del hombre. En el capítulo 7 de su Libro, Daniel describe la visión impresionante de Dios, llamado el «Anciano venerable», sentado sobre el trono en su glo, ria celeste (Dan 7,9) y después añade: «Yo seguía miran, do, y en la visión nocturna vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido a un ser humano, que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y len, guas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su Reino no será destruido» (Dan 7,13,14). Esta profecía encuentra cumplimiento sobreabundante en la glorifi, cación pascual de Jesús, el cual recibe del Padre poder real y dominio no sólo sobre la tierra, sino también en el cielo. Jesús había predicho esta glorificación suya du, rante su Pasión. Respondiendo al sumo sacerdote, que le preguntaba si era «el Cristo, el Hijo de Dios», Jesús I

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había afirmado: «Veréis desde ahora al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,63,64). Daniel había hablado de un Hijo del hombre que venía sobre las nubes del cielo. La visión de Daniel es el punto final de una larguí, sima tradición bíblica, que se inicia con la narración de la creación del hombre. El hombre ha sido creado para ser el dominador de la tierra. Dios creó al hombre y le dice: «Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra, sometedla, dominadla» (Gén 1,28). El hombre debe ser el virrey de la Creación, debe ser el señor, aunque depende naturalmente del Gran Señor. Este proyecto inicial de Dios fue retomado de nuevo de manera más específica, después de la caída, con la vocación de Abrahán y con la promesa de un heredero y de una heredad. Abrahán se lamentaba delante de Dios porque, al no tener un hijo, no tendría un verdadero heredero: «No me has dado un hijo -decía a Dios-; un criado será mi heredero» (Gén 15,4). Dios le pro, mete un heredero propio: «Uno nacido de ti será tu heredero» (Gén 15,4). Él le promete una heredad para su descendencia: «A tu descendencia yo le daré esta tierra» (Gén 15,18). Esta primera promesa de Dios a Abrahán será después retomada y extendida. A Abrahán, Dios le promete la tierra de Canaán, una tierra limitada, mientras que a David, descendiente de Abrahán, Dios le promete un heredero, el cual será el Señor de toda la tierra. En el Salmo 2, el poder de este heredero, hijo de David, Hijo de Dios, se extiende a toda la tierra: «Pídemelo y yo te daré las naciones en herencia, en propiedad los confines del mundo» (Sal 2,8). Con su muerte y resurrección, Cristo, «hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1, 1), ha sido constituido

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heredero de todas las cosas, aquel en el que se realiza todo el designio de Dios. Él es por tanto el Omega, el punto culminante de la historia humana y de la histo, ria de la salvación, la palabra definitiva de Dios, que ha establecido la Alianza eterna. i Qué alegría debemos saborear contemplando a Cristo glorificado, heredero universal, y qué confianza nos debe dar esta presencia de Cristo en nuestra vida! Después de esta primera afirmación, el autor hace una segunda, diciendo que, por medio del Hijo, Dios «ha hecho también el mundo» (Heb 1,2). En efecto, para poder ser el Omega, el punto último de la historia, Cristo debía ser antes el Alfa, el punto inicial de todo, el Hijo eterno, preexistente, la palabra primordial por medio de la cual Dios creó el mundo. Ante los ojos ma, ravillados de los apóstoles y de los primeros cristianos, la gloria pascual de Cristo ha revelado plenamente su gloría preexistente. Porque, como dice el cuarto evan, gelio, «ninguno jamás ha subido al cielo sino aquel que descendió del cielo» On 3,13). Ninguno puede elevarse a la altura de Dios sino el que ha estado desde el co, mienzo en esta altura. La contemplación de esta gloria primordial de Cristo completa la visión de su gloria actual. Cristo es la Palabra por medio de la cual Dios ha creado el mundo. En la narración de la Creación leemos: «Dijo Dios: "Sea la luz". Y la luz existió» (Gén 1,3). Ahora reconocemos que esta Palabra creadora es una persona divina: el Hijo de Dios, por medio del cual Dios nos ha hablado. Después de haber contemplado al Hijo como el Orne, ga y el Alfa, esto es, en su gloria de heredero universal, dominador de todo, en su función de creador, el autor va más allá y lo contempla en sí mismo; busca definir I

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propiamente al Hijo, y lo hace así: «Irradiación de la gloria de Dios e impronta de su substancia» (Heb 1,3). Tenemos aquí dos fórmulas extremadamente densas que quieren dar, en cuanto es posible, una idea del ser del Hijo. El Hijo es definido por medio de su relación con el Padre. Relación que es estrictísima. La primera expre, sión, «irradiación de la gloria de Dios», está inspirada en el libro de la Sabiduría (Sab 7,25,26), pero el autor la refuerza: en la Sabiduría se hablaba de la luz; el autor habla ahora de la gloria. Esta expresión indica al mismo tiempo la distinción entre las dos personas del Padre y del Hijo y su unidad indisoluble, porque la irradiación no se puede separar de la fuente de la luz. Padre e Hijo tienen pues la misma naturaleza: son consubstanciales, como afirmarán después los concilios. Para expresar esta unión de manera todavía más pro, funda el autor añade una expresión que no se encuentra en otro lugar del Antiguo ni del Nuevo Testamento: el Hijo es «impronta de la substancia» de Dios. En el libro de la Sabiduría se habla de imagen y de bondad: la sabi, duría es una imagen de la bondad de Dios. El autor, sin embargo, habla de «impronta» y de «substancia», dos términos más poderosos. Entre la imagen y la persona hay una separación: la imagen se ha hecho a distan, cía del que mira a la persona y trata de reproducir los rasgos de la persona sobre un cuadro; la impronta, sin embargo, procede de un contacto directo, por lo cual resulta más fiel. El Hijo no es una reproducción de Dios a distancia, sino una expresión directa, no sólo de la bondad de Dios, sino de la substancia de Dios. El Hijo es expresión perfecta del ser mismo del Padre. No se puede ir más allá en la definición de la unión del Hijo con el Padre.

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Después de haber definido esta relación, el autor vuelve a la relación que el Hijo tiene con el mundo y expresa su papel permanente respecto a la Creación. Este papel es manifestación de potencia. El Hijo sos, tiene todas las cosas, literalmente, «Con la palabra de su potencia». Aquí no se trata ya de la Creación, sino de la conservación en la existencia del universo. Como Dios no ha debido hacer ningún esfuerzo para crear el mundo, le ha bastado su Palabra, así, el Hijo no tiene necesidad de fatigarse para mantener el mundo en la existencia: le basta la palabra de su potencia. Hay una gran diferencia entre Cristo y el héroe mitológico At, lante, del que se hablaba en la mitología griega, al que se representaba oprimido por el peso del mundo. Cristo sostiene todo el mundo con una simple palabra. En este punto, el autor hace una breve presentación de la etapa decisiva de la salvación, esto es, el misterio pascual de Cristo. El Hijo, «después de haber realizado la purificación de los pecados, se ha sentado a la dere, cha de la Majestad en lo alto de los cielos» (Heb 1,3). Con estas palabras se describe la acción con la cual Cristo sacerdote ha establecido la Alianza. Se indican los dos aspectos del misterio pascual: por una parte la purificación de los pecados (función sacerdotal) y por otra la glorificación a la derecha de la Majestad en lo alto de los cielos. El Hijo ha «realizado la purificación de los pecados», esto es, ha quitado el obstáculo que impedía la relación de la Alianza, y ha establecido la comunicación por medio de aquel movimiento potente de glorificación que lo ha hecho pasar de este mundo al Padre, y con el cual ha abierto una vía también para nosotros. El obstáculo mayor para la Alianza está constituido evidentemente por el pecado, por eso era I

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necesaria una purificación de los pecados. Por el mo, mento el autor no explica cómo se ha obtenido esta purificación. No habla ni de sufrimientos, ni de muerte, porque quiere mantenerse en una perspectiva gloriosa. Hará estas precisiones más tarde. La glorificación se expresa con la imagen tomada del Salmo 109, 110: «El Señor ha dicho a mi Señor: "Siéntate a mi derecha, a fin de que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies"». En su proceso delante del Sanedrín, Jesús había anunciado el cumplimiento inminente de este oráculo: «De ahora en adelante veréis al Hijo del hombre sen, tado a la derecha de Dios» (Mt 26,64). La actuación del designio de Dios se ha realizado a través de este misterio pascual de Cristo. Citando el Salmo, como ya he señalado, el autor prepara su doctrina sobre el sa, cerdocio de Cristo, por ello en el mismo Salmo hay un segundo oráculo, en el cuarto versículo, que proclama: «Tú eres sacerdote» (Sal 109/110,4). Cristo es mediador siempre activo a la derecha de la Majestad en lo alto del cielo. Un mediador que no deja jamás de comuni, carnos el intenso dinamismo de comunión que resulta de su misterio pascual. El autor concluye su exordio con una afirmación solemne que prepara toda la parte siguiente, la cual se extiende hasta el final del capítulo 2: Cristo sentado a la derecha del Padre ha llegado a ser superior a los ángeles «cuanto más excelente es el nombre que ha heredado» (Heb 1,4). ¿Cuál es este nombre «más excelente» o, más exactamente, «bien diverso» (diaphoriteron) del de los ángeles? Es necesario leer toda la primera parte para poder definirlo; lo haremos en la próxima meditación. Este nombre comprende dos aspectos principales: Cristo glorificado es el Hijo de Dios y nuestro hermano, por

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tanto, mediador perfecto. «Sumo Sacerdote» es, a fin de cuentas, el nombre que expresa mejor la posición de Cristo glorificado; es aquel que ha sido proclamado por Dios mismo cuando ha dicho: «Tú eres sacerdote» (Sal 109/110,4; Heb 5,6.10; 7,11,28).

3 Cristo es Hijo de Dios y hermano nuestro (Heb 1,5-2,16)

Hemos visto que el autor de la Carta a los hebreos con, cluye su exordio con un anuncio de exposición sobre el nombre de Cristo, es decir, un anuncio de exposición de cristología. El autor hará en los dos primeros capí, tulos una exposición de cristología tradicional, fundada sobre textos del Antiguo Testamento, para preparar su cristología sacerdotal: «El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su substancia y el que sostiene todo con su palabra poderosa, llevada a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de su Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más excelente es el nombre que ha he, redado» (Heb l,J,4). En el lenguaje bíblico, el nombre significa la dignidad de la persona y su capacidad de relación. lQué posición ha obtenido Cristo al fin de su misterio pascual? El autor anuncia que hará esta exposición con un parangón con los ángeles. lPor qué este parangón? A nosotros puede parecernos sorprendente, pero en aquel tiempo era indispensable, porque los ángeles eran con, siderados mediadores más válidos en cuanto estaban más cercanos a Dios que nosotros. Y, por otra parte, se

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consideraba que los ángeles tenían un gran poder en el desarrollo de la historia del mundo, porque movían a los astros. Entre astros y ángeles la relación era muy estrecha en el Antiguo Testamento. Este parangón con los ángeles prosigue hasta el final del capítulo 2. Esto indica que la primera parte de la Carta, la exposición de la cristología tradicional, se extiende hasta este fin (Heb 2,18). El autor comienza diciendo: «En efecto, fa qué ángel dijo Dios alguna vez: "Tú eres mi Hijo, yo te he engen, drado hoy"?» (Sal 2,7). Es una pregunta oratoria que suscita la colaboración de los oyentes, que deben saber de qué texto viene esta cita, a quién se dirige y de parte de quién. Lo saben muy bien, porque se trata de una cita del Salmo 2, un salmo mesiánico, es decir, un salmo real, interpretado como mesiánico porque habla propia, mente del Mesías: dice que los reyes de la tierra se han alzado contra su Señor y contra su Mesías. Y, al Mesías, Dios le dice: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Nunca jamás ha dicho cosa semejante de ningún ángel. Es verdad que, en el Antiguo Testamento, a los ángeles se los llama algunas veces «hijos de Dios», pero en plural: por ejemplo, al comienzo del libro de Job Oob 1,6; 2,1). Pero, en plural, el título significa simplemen, te una categoría de seres celestiales. Dios no ha dicho jamás a un ángel singular: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Pero, en cambio, lo ha dicho a Cris, to. lCuándo? La Liturgia lo aplica al Nacimiento, pero la Carta a los hebreos, y san Pablo en un discurso (He 13,33), lo aplican a la resurrección de Cristo. En la resu, rrección de Cristo, Dios ha dicho a Cristo: «Tú eres mi Hijo». En cuanto persona, está claro que Cristo ha sido siempre el Hijo de Dios, porque es «irradiación de la I

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gloria de Dios e impronta de su substancia» (Heb 1,3), pero su naturaleza humana no tuvo inmediatamente la gloria filial, porque el Hijo no ha asumido la condición de hijo, sino de «esclavo», dice san Pablo en la Carta a los filipenses (Flp 2, 7). Había asumido una condición humilde, no gloriosa. Después de la Pasión, en cambio, ha obtenido la gloria filial incluso en su naturaleza hu, mana. La pregunta retórica del autor, hecha con tono de desafío, es para nosotros motivo de gozo y de orgullo espiritual. Vemos a nuestro Maestro Jesús proclamado Hijo de Dios en su naturaleza humana y, por tanto, po, demos estar llenos de confianza y de seguridad. En un versículo posterior (Heb 1,6) se hace igual, mente referencia a la glorificación de Jesús, que es pro, clamado el Primogénito, en una aproximación al Salmo 88/89, donde Dios dice del Hijo de David: «Lo nombra, ré mi Primogénito, el excelso entre los reyes de la tierra» (v. 28). El autor afirma el cumplimiento de esta promesa en la glorificación de Cristo. Dios ha introducido enton, ces a Cristo como Primogénito de la nueva Creación; el autor usa el término cosmos, «mundo», pero habla de la nueva Creación llamada oikoumene (literalmente: «La [región] habitada»; cf Heb 2,5). Se trata no del Nacimiento, sino de la glorificación. En aquel momento se ha dicho: «Que le adoren todos los ángeles de Dios» (Heb 1,6). Los ángeles deben someterse a Cristo, por, que el Hijo no es sólo un hombre, sino también el Hijo de Dios glorificado en su misma humanidad como Hijo de Dios. Después, en el versículo 8, se atribuye a Cristo el tí, tulo de «Dios». Mientras, de los ángeles, la Biblia dice: «Hace de sus ángeles, de los vientos, sus ministros como llama de fuego» (Heb 1, 7), dando a entender de este

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modo que los ángeles están a disposición de Dios para cualquier misión que haya que cumplir y, por tanto, son inestables, porque Dios se sirve de ellos de una forma o de otra. Pero, en cambio, del Hijo se dice: «Tu trono, oh Dios, permanece para siempre» (Heb 1,8). A través de esta cita del Salmo 44/45, se proclama la divinidad de Cristo. En el contexto primitivo del salmo, este título no tenía su pleno significado, porque se aplicaba al rey de Israel como representante de Dios en la tierra. Pero cuando se aplica a Cristo glorificado, el título adquiere su plenitud de sentido, porque ya no estamos en un nivel terreno, sino en el nivel celeste. Cristo comparte el trono celeste de Dios y es verdaderamente Dios con Dios. El autor no duda en proclamar esto. En el evan, gelio de Juan, Tomás al fin proclama: «Señor mío y Dios mío» On 20,28). Jesús es verdaderamente Dios con Dios y posee una realeza eterna. Después, el autor aplica a Cristo otras expresiones de este Salmo: «El cetro de la rectitud es el cetro de tu Reino. He amado la justicia y odiado la iniquidad» (Heb 1,8). Jesús ha amado la justicia y odiado la iniquidad porque ha sufrido por nuestros pecados. Una cita del Salmo 101/102 permite al autor presentar otro aspecto más del nombre de Cristo: «iTú, oh Señor, desde el principio has fundado la tierra y la obra de tus manos son los cielos!» (Heb 1,10). Es el texto más profundo de toda la Biblia sobre la colaboración de Cristo en la Creación. El autor no duda en atribuir directamente a Cristo, Hijo de Dios, la creación del mundo, y lo llama «Señor», en el sentido más pleno de este título, que se atribuye a Dios y que adquiere este sentido divino. La dignidad de Cristo consiste en el hecho de que él es el Señor creador del cielo y de la tierra con Dios Padre, y

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que ahora tiene el poder de realizar el juicio último y de hacer perecer la vieja creación: «Ellos perecerán, tú per, maneces. Se desgastan como un vestido, lo envuelven como un manto, serán como un hábito que se cambia; tú en cambio permaneces y tus años no tendrán fin» (Heb l, 11). Si los ángeles son poderosos en el mundo porque mueven los astros, icuánto más potente es el Cristo glorificado, el cual tiene el poder de poner fin a la vieja creación, porque ha inaugurado una nueva Creación por medio de su resurrección! Finalmente el autor toma de nuevo el tono de desa, fío y pregunta: «lA cuál de los ángeles ha dicho jamás: "Siéntate a mi derecha hasta que yo ponga a mis ene, migos bajo el escabel de tus pies"?» (cf Heb 1,13). Aquí los oyentes no vacilan, reconocen el primer oráculo del Salmo 109/110, al cual el autor ya se ha referido en el exordio, hablando de sentarse el Hijo a la derecha del Padre. A ningún ángel Dios ha dicho jamás nada seme, jante. Ninguno de ellos ha sido jamás invitado a sentar, se junto a Dios. Los ángeles están siempre en pie o en una posición de servicio, mandados a servir a aquellos que deben entrar en posesión de la salvación. Así, en el primer capítulo el autor nos ha presentado a Cristo en su relación con Dios, una relación extrema,
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Cristo y los ángeles: Cristo es nuestro hermano. Así se presenta en el capítulo segundo. En los versículos 6,8, cita el autor el Salmo 8, que habla de la vocación del hombre: «En efecto, Dios no sometió a los ángeles el mundo venidero del cual estamos hablando. Pues atesti, guó alguien en algún lugar: lQué es el hombre para que te acuerdes de él? lUn hijo del hombre, para que cuides de él? Lo hiciste un poco inferior a los ángeles; de gloria y honor lo coronaste. Todo lo sometiste bajo sus pies» (Heb 2,1,8). La vocación del hombre, lo hemos visto ya, es la de ser virrey del universo. Dios habla al hom, bre de llenar la tierra, de someterla, de dominarla: todo debe estar sometido al hombre. El libro de la Sabiduría precisa en qué modo se debe realizar este dominio del hombre sobre la tierra: «Con tu sabiduría has formado al hombre, para que domine sobre las criaturas que tú has hecho, gobierne el mundo con santidad y justicia, y pronuncie los juicios con ánimo recto» (Sab 9,2,3). El proyecto de Dios sobre el hombre es este: que el hombre domine, gobierne el mundo con santidad y justicia. El autor hace entonces una reflexión sobre esta vo, cación del hombre. El texto del Salmo comprende tres afirmaciones: la afirmación del abajamiento debajo de los ángeles, la de la glorificación y la de dominación. A propósito de este tercer punto, el autor especifica que se trata de una dominación universal (Heb 2,8). Dios ha sometido todo al hombre, «nada dejó que no le estuviera sometido». El autor observa que este aspecto todavía no se ha logrado plenamente: «No vemos toda, vía que le esté sometido todo». El tercer aspecto no se ha realizado todavía ni siquiera para Cristo: Cristo está esperando que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies. Pero el autor advierte que los primeros dos

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aspectos se han realizado plenamente en Cristo. Sugiere que el salmo se aplica especialmente a Cristo, por~ue no se puede decir que el hombre en general haya sido «abajado bajo los ángeles»: para ser abajado, en efecto, es necesario estar primero al mismo nivel; el hombre, por tanto, no ha sido propiamente abajado. En cambio, el Hijo de Dios ha sido abajado bajo los ángeles, siendo hombre entre los hombres, tomando esta forma humilde de existencia. Después ha sido coronado, y el autor precisa que ha sido coronado «a causa de la muerte que ha sufrido». Contemplando el Cristo glorificago, el autor descubre este otro aspecto de su nombre. El es aquel en el cual la vocación del hombre llega a cumplimiento «para ventaja de todos» (Heb 2,9). El hombre que había sido abajado un poco más bajo de los ángeles ahora está coronado de gloria y de honor a causa de la muerte que ha sufrido. Nos encontramos en un contexto de solidaridad: Cristo ha obtenido su gloria por medio de su completa solidaridad con nosotros. Ha tomado sobre sí nuestro destino, que incluye necesariamente el sufrí, miento y la muerte como consecuencia del pecado, y así ha llevado a cumplimiento nuestra vocación: la de ser coronados de gloria y honor. El autor afirma: «Convenía, en verdad, que aquel por quien es todo y para quien es todo llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación» (Heb 2,10). Cristo, que es la Cabeza que nos guía a la salvación, fue hecho perfecto por el sufrimiento. Para podemos santificar se ha hecho solidario con nosotros, haciéndose una sola cosa con nosotros. El autor anuncia entonces: «Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo:

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'~unciaré tu nombre a mis hermanos: en medio de la Asamblea te alabaré"». Esta cita está tomada del Salmo 21/22, salmo de la Pasión: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (v. 2; Mt 27,46). Un salmo de súplica, pronunciado en una situación de extrema an, gustia, pero que comprende también la promesa de un sacrificio de acción de gracias después de la liberación: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos». Esto quiere decir: «Te daré gracias en medio de mis hermanos, en medio de la Asamblea cantaré tus alabanzas» (Heb 2,12). Cristo, en su pasión, ha hecho suyo este salmo, y por tanto ha prometido implícitamente anunciar el nombre de Dios a sus hermanos después de su victoria sobre la muerte; ahora él cumple esta promesa suya después de su glorificación. Su actividad actual consiste en anunciamos el nombre de Dios, que es bueno, y su misericordia, que es eterna. Cristo nos reconoce como hermanos suyos. Hijo de Dios y hermano nuestro son los dos aspectos del nombre de Cristo, aspectos que lo hacen muy diferente de los ángeles: más unido a Dios, más unido a nosotros. Los ángeles sin embargo eran intermediarios entre las dos partes. Cristo tiene una mediación «englobante», que impli, ca un descenso al nivel más bajo de la miseria humana, la de los condenados a muerte, y por este motivo ha sido exaltado hasta lo más alto de la gloria celeste, a la derecha de Dios en la gloria. Esta es verdaderamente la revelación cristiana más desconcertante: el Hijo de Dios desciende al último grado de nuestra miseria y por este motivo es exaltado en su naturaleza humana al grado más alto de la gloria divina. La gloria de Cristo no es la gloria de un ser ambicio, so, satisfecho de su propia empresa, ni la gloria de un

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guerrero que hubiera vencido al enemigo con la fuerza de las armas. Es la gloria del amor, la gloria de haber amado hasta el fin, de haber restablecido la comunión entre nosotros pecadores y su Padre. Por medio de su docilidad filial hacia Dios y de su solidaridad fraterna con nosotros, realizadas ambas hasta la muerte, Cristo ha llegado a ser y es el perfecto mediador, el Sumo Sa, cerdote de la Nueva Alianza. Esta exposición de cristo, logía tradicional desemboca así en una afirmación del sacerdocio de Cristo. Cristo ha llegado de este modo a ser el «Sumo Sacerdote, misericordioso y digno de fe para la relación con Dios» (Heb 2, 17). Esta contempla, ción nos infunde alegría y confianza, porque nosotros tenemos más que un abogado: tenemos un hermano que intercede por nosotros ante Dios, un hermano que ha prometido anunciamos después de su glorificación el nombre del Padre y que lo anuncia ahora, un hermano que no se olvida de nosotros en su gloria, porque su gloria es fruto de su solidaridad con nosotros. Demos gracias a Nuestro Señor por esta revelación tan bella, tan consoladora, y pidamos la gracia de poder vivir al mismo tiempo la adoración hacia él, Hijo de Dios, Dios con Dios, Señor con el Señor, y la plena confianza en él, hermano nuestro.

4 Cómo Cristo ha llegado a ser Sumo Sacerdote (Heb 2,17,18)

Hemos visto esta mañana que en la primera parte de su homilía, el autor de la Carta a los hebreos demues, traque el nombre heredado de Cristo, en virtud de su misterio pascual, comprende dos aspectos principales: Cristo Hijo de Dios y Cristo hermano nuestro. Es un nombre más excelente que el de los ángeles, porque Cristo está más unido al Padre y más unido a nosotros. Un nombre de mediador perfecto, un nombre de Sumo Sacerdote. Al final del capítulo 2, en el versículo 17, el autor declara: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote, misericordioso y digno de fe para la relación con Dios» (Heb 2,17). En ese texto, el autor efectúa dos innovaciones sor, prendentes, que debemos meditar para tener un con, cepto justo del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, y un concepto justo de nuestra participación en ese sacerdo, cio. La primera innovación consiste en la aplicación a Cristo del título de Sumo Sacerdote; la segunda consiste en un modo nuevo de llegar a ser Sumo Sacerdote. La afirmación del sacerdocio de Cristo era, entonces, una gran novedad. Nosotros estamos ahora habituados

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a hablar del Sacerdocio de Cristo, y la cosa nos parece obvia, sin ninguna dificultad pero, si examinamos los textos del Nuevo Testamento, observamos que, para los primeros cristianos, la cosa no era obvia. Antes de la Carta a los hebreos, ningún texto atribuye a Jesús el título de Sacerdote o de Sumo Sacerdote. En los evangelios se dan a Cristo algunos títulos: Maestro Profeta Hijo de David, Hijo del hombre, Hijo de Dtos. Per~ jamás el título de Sumo Sacerdote. La tradición evangélica usa este título sólo para el sacerdocio levítico y desde luego, en la mayor parte de los casos, en un con~ texto de contraposición a Cristo. Los Sumos Sacerdotes en particular, están presentados como hostiles a Jesús~ San Pablo no usa jamás este título de Sumo Sacerdote ni para Jesús ni para otros. Es una situación que se comprende fácilmente, porque a primera vista no se percibía ninguna relación entre la existencia de Jesús y la institución sacerdotal tal como existía en el Antiguo Testamento. La person; de Cristo no se presentaba como sacerdotal, según el concepto entonces en uso, por la simple razón de que Jesús no provenía de la tribu de Leví. Según la ley de Moisés, solamente los miembros de la tribu de Leví podían acceder al sacerdo~io. Jesús pertenecía a la tribu de Judá y, por tanto, segun la Ley no era sacerdote. Durante su vida no pretendió jamás ser sacerdote, ni ejercitar cualquier función sacerdotal; su ministerio fue del género profético Y sapiencial, no sacerdotal. El sacerdote antiguo era el hombre del. santuario, el hombre del sacrificio ritual y de todo el sistema de pureza ritual. Jesús no entró jamás ~n el Santuario. Entró en los pórticos del Templo, pero Jamás en el edificio del Santuario. No ofreció jamás un sacrificio ritual, no dio importancia a la pureza ritual.

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En la predicación de los profetas aparece más de una vez una fuerte polémica contra el culto ritual de los sacerdotes, por ejemplo en el capítulo 1 del profeta Isaías leemos estas palabras de Dios: «lA mí qué, tanto sacrificio vuestro? -dice Yavé-. Harto estoy de holocaustos de cameros, de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada. (... ) No sigáis trayendo oblación inútil» (Is 1, 11.13). Una dura polémica. Jesús continuó en un cierto sentido esta tradición profética. Los evangelios refieren una acción sistemática de Jesús contra la concepción ritual de la religión. Con insistencia en palabras y en actos, Jesús luchaba contra el concepto antiguo de santificación por medio de separaciones rituales; este era el concepto del Antiguo Testamento, que no era capaz de elaborar otro. En una controversia sobre la pureza ritual, Jesús demostró que la verdadera religión no consiste en ritos de separación. La pureza ritual parecía, entonces, tener una importancia enorme, porque condicionaba la participación en el culto. Jesús negó esta importancia, diciendo a propósito de las observancias alimentarias: «No hay nada fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarlo» (Me 7, 15). El evangelista observa: «Declaraba así puros todos los alimentos» (Me 7, 19) y eliminaba, por tanto, la preocupación por la pureza ritual. En el mismo sentido se dirigen las iniciativas de Jesús sobre la observancia del sábado. Los episodios son numerosos en los cuatro evangelios. A este propósito, en el evangelio de Mateo, Jesús cita una declaración divina muy significativa para el nuevo concepto de sacerdocio. En el libro del profeta Oseas, Dios declara: «Yo quiero misericordia y no el sacrificio ritual», no la inmolación de animales (Os 6,6). Entre dos modos posibles de servir a

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Dios, uno con ritos e inmolación de animales, otro en las relaciones humanas, Jesús elegía decididamente el segundo, sabiendo que, frente a los sacrificios rituales, Dios prefiere la misericordia, es decir, la preocupación por las relaciones con las personas. Nada en la persona de Jesús, en su actividad o en su enseñanza, se movía en la dirección del sacerdocio antiguo. lQué cosa decir de su muerte? lNo se debe admitir quizá que en ella todo es sacrificial y, por tanto, sacer, dotal? Nuestra respuesta actual es afirmativa, pero en el tiempo de Jesús la respuesta era negativa. El carácter sacrificial de la muerte de Jesús no podía ser percibido directamente en la mentalidad antigua. En efecto, se pensó que el acontecimiento del Calvario no tenía nada de sacrificio ritual. Se presentó como lo opuesto, lo contrario de un sacrificio ritual, porque fue una pena legal, la ejecución de una condena a muerte. Una pena legal es lo contrario de un sacrificio. Se comprende bien la ausencia del vocabulario sacrificial y sacerdotal en los evangelios y en los primeros escritos del Nuevo Testamento. A pesar de esta situación, la Carta a los hebreos proclama que Cristo es sacerdote, es más, Sumo Sacer, dote, el verdadero y el único Sumo Sacerdote. lCómo se justifica esta innovación, que después ha provocado otras innovaciones y en particular el concepto sacer, dotal de la vida cristiana y del ministerio cristiano? La innovación de la Carta a los hebreos se justifica como una ulterior profundización del misterio de Cristo a la luz de la Escritura. Como acontecimiento, el misterio de Cristo ha alcanzado su plenitud con la Pasión, la glorificación y el don del Espíritu. Su interpretación, sin embargo, deberá progresar poco a poco. Los apóstoles

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habían recibido una revelación global, entendían que en Cristo se habían cumplido las Escrituras. Esta revelación global requería una elaboración progresiva en el modo de explicar todas las dimensiones del acontecimiento salvífico. Era necesario hacer «el inventario» de la ri, queza de Cristo. El autor de la Carta a los hebreos descubrió en el Salmo 109/110 el aspecto sacerdotal del misterio de Cristo, que no podía faltar, ya que entre las diversas tradiciones del Antiguo Testamento no se podía negar que un puesto importantísimo lo tenía la tradición sacerdotal. El sacerdocio es ciertamente uno de los aspectos principales de la revelación bíblica, y esto es natural, porque la vocación de Israel era la de ser el pueblo de Dios y la función del sacerdocio es precisa, mente la de asegurar la relación del pueblo con Dios. Esta importancia se encuentra reflejada en el Pentateu, co, que consagra largos capítulos a la organización del culto sacerdotal y describe la consagración del Sumo Sacerdote con muchos detalles. En los libros históricos se puede ver que toda la historia del pueblo elegido se ha centrado progresivamente sobre dos instituciones: por una parte la dinastía davídica y por otra el sacer, docio de Jerusalén. Resultó que la espera escatológica después del retor, no del exilio comprendía la espera de un Mesías sacer, dote. Esta espera fue atestiguada de manera muy explí, cita en los documentos de Qumrán, donde hay algunos textos que hablan de dos mesías, dos «Ungidos», uno que debía ser real y otro sacerdotal. En la Regla de la Congregación se lee: «Serán regidos por la primera Ley hasta el momento en que vendrán el profeta y el Mesías de Aarón y de Israel». El Mesías de Aarón y el Mesías

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sacerdotal, el Mesías de Israel, es el Mesías davídico. En otros documentos (no de Qumrán), llamados el «Testamento de los Doce Patriarcas», se expresa la misma esperanza. En un documento llamado «de Damasco» aparece el singular con dos nombres: el Mesías de Israel y de Aarón. En aquel ambiente, por tanto, parece que se esperaba un solo personaje con doble dignidad mesiánica, sacerdotal y real. Esta esperanza era natural, porque el cumplimiento último debía ser un cumplimiento de todos los aspectos importantes del designio de Dios, y el aspecto sacerdotal era esencial, no podía faltar. Esta expectativa planteaba a los cristianos una difícil cuestión: lDe qué modo responde el misterio de Cristo? lQué relaciones con esta esperanza sacerdotal pueden ser reconocidas en el misterio de Cristo? A primera vista, como hemos mencionado, la respuesta parecía negativa, pero el autor de la Carta a los hebreos descubrió en los salmos el oráculo que afirmaba el sacerdocio del Mesías (Sal 109/110,4). Hizo, pues, una reflexión profunda que lo llevó a reconocer que, efectivamente, el aspecto sacerdotal estaba presente en el misterio de Cristo y, más aún, que Cristo era el único Sacerdote perfecto. El cumplimiento de la Escritura había venido de una manera imprevista, desconcertante, como ocurre con frecuencia. La aplicación a Cristo del título de Sacerdote supuso una profundización en el concepto de sacerdocio, profundización que debemos acoger. La tentación constante es la de tornar al Antiguo Testamento, porque el concepto de Antiguo Testamento corresponde a la religiosidad espontánea. Pero la fe cristiana es diversa. El modo en que, según la Carta a los hebreos, Cristo debía llegar a ser Sumo Sacerdote es completamente nuevo:

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«Tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote». Es admirable. Esto va en la dirección contraria a toda la tradición bíblica del Antiguo Testamento, porque, lejos de hablar de asimilación, de semejanza, los textos del Antiguo Testamento subrayan, sin embargo, la necesidad de la separación, la separación ritual en vista de la santificación. Para entrar en contacto con las realidades sagradas, los levitas estaban apartados, no tenían herencia entre los hijos de Israel (Dt 18,1-2). Su inscripción en el censo se hacía separadamente (Núm 1,47). Para Aarón y sus hijos, la separación es todavía más acusada a través de los ritos de consagración, especialmente la inmolación de animales en cantidad (Lev 8) o, después, con preceptos muy severos de pureza ritual (Lev 21). Así, el Sumo Sacerdote antiguo aparecía como un ser elevado por encima del común de los mortales. La primera palabra que el Sirácida usa para hablar de Aarón es para ensalzarlo: Dios ensalzó a Aarón (Sir 45,6). El sacerdocio lo aparta de los demás. El Sirácida no se cansa de describir el esplendor del sacerdote cuando habla de Aarón y después cuando habla de Simón, el sacerdote de su tiempo. Usa todos los parangones celestes: el sol, la luna, las estrellas, el arco iris (Sir 50,5-7). El sacerdote se enc~entra en la zona celeste. Hasta el final del tiempo del Exodo, una semejante dignidad suscitaba ambiciones y celos. Recordemos el episodio de Coré y de sus cómplices, que querían tomar para sí el sacerdocio (Núm 16). En los siglos que siguieron al exilio, las rivalidades se hicieron todavía más ásperas, porque la autoridad política estaba unida a la autoridad sacerdotal. El libro segundo de los Macabeos refiere en el capítulo 4 lo que eran situaciones habituales: corrupción, maniobras políticas e incluso

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homicidio. Los documentos de Qumrán expresan críti, cas semejantes a un Sumo Sacerdote impío. Sobre el fondo de este contexto histórico, la afirma, ción de la Carta a los hebreos expresa un absoluto con, traste, pues se opone directamente a la mentalidad y a la conducta de los Sumos Sacerdotes contemporáneos. A sus ojos, el pontificado constituía la mayor aspiración de ascensión social y, para lograrla, se buscaban los medios más eficaces, incluso deshonestos. Es precisamente en la dirección opuesta hacia la que Cristo orienta su ca, mino. Para llegar a ser Sumo Sacerdote, Jesús renuncia a todo privilegio y, en vez de colocarse por encima de los demás, se hace en todo semejante a ellos, semejante a los hermanos, aceptando hasta el abajamiento de la Pasión y de la muerte. En vez de una posición más alta, intermedia entre el hombre y Dios, Cristo ha tomado una posición muchísimo más baja, la de una solidari, dad completa con los últimos de los hombres, con los condenados a muerte. Es claro que cuando el autor dice que debía hacerse igual en todo a los hermanos, piensa especialn:iente en esto, no solamente en la encamación, de la cual ha hablado en los versículos precedentes, sino sobre todo en el sufrimiento y en la muerte. En el verso siguiente (18) afirma inmediatamente que Cristo, «habiendo pasado él la prueba del sufrimiento, puede ayudar a los que la están pasando» (Heb 2,18). Esta actitud no se oponía sólo a los abusos deplorados por el autor del libro de los Macabeos, sino que también se movía en contra de las ideas tradicionales de los judíos más religiosos. Estos tenían un gran celo por la santidad del sacerdocio, observaban el mantenimiento de las separaciones rituales. Exigir del Sumo Sacerdote una semejanza completa con los demás miembros del

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pueblo de Dios les parecía incompatible con el justo concepto del sacerdocio. En particular, el contacto con la muerte estaba absolutamente prohibido al Sumo Sacerdote, porque se percibía una incompatibilidad entre la corrupción de la muerte y la santidad de Dios. El Sumo Sacerdote no tenía derecho a hacer el luto por ninguno, ni siquiera por su madre o por su padre (Lev 21,11), porque sería un contacto con la muerte. Jesús, en cambio, llegó a ser Sumo Sacerdote por medio de sus sufrimientos y de su muerte, ofrecidas con obediencia filial y solidaridad fraterna. Evidentemente, es la meditación sobre el misterio de Cristo, el misterio de la Pasión y de la Pascua, la que ha conducido al autor de la Carta a los hebreos a cambiar la perspectiva, insistiendo sobre la exigencia de solidari, dad humana y abandonando la idea de separación ritual. En el misterio pascual de Cristo, la aceptación completa de la solidaridad humana ha realizado efectivamente lo que los ritos antiguos de consagración sacerdotal, por medio de separaciones, se esforzaban en vano en ob, tener, esto es, la elevación del hombre a Dios, la unión de la naturaleza humana con Dios. Este misterio tiene, por tanto, un pleno valor de consagración sacerdotal. La gloria de Cristo resucitado ha sido reconocida como gloria sacerdotal. El autor lo ha dicho en el versículo 9: Cristo, por haber sufrido la muerte, ha sido coronado de gloria y de honor (Heb 2,9). Jesús ha sido admitido con su naturaleza humana en la intimidad de Dios. En vez de efectuarse a través de la separación legal, su elevación hasta Dios se ha realizado gracias a la aceptación de una total comunidad de destino con sus hermanos, la cual lo ha establecido al mismo tiempo en la misericor,

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dia sacerdotal. La actitud generosa de Jesús mediador fue la de acoger plenamente la solidaridad humana. El sufrimiento humano existía; la muerte, el pecado existían. Jesús descendió hasta el fondo de esta miseria humana, introduciendo allí su amor y trazando así una vía de salida y de salvación. Hizo del sufrimiento y de la muerte una ocasión de amor extremo. Así llegó a ser Sumo Sacerdote, porque así trazó la vía de la Nueva Alianza, la vía de la comunión con Dios recuperada para nosotros pecadores. Todo esto es extraordinariamente bello. En la plega, ria podéis contemplar este designio admirable de Dios: Jesús «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote» (Heb 2,17,18). Aceptó la humillación, el sufrimiento, la muerte, con generosi, dad inmensa. Debemos concebir nuestra participación en su sacerdocio de este modo: debemos llegar a ser profundamente solidarios con nuestros hermanos, tomar sobre nosotros los gozos y los sufrimientos, las fatigas y las esperanzas, las preocupaciones y las aspiraciones de los otros, para manifestarles el amor de Dios y llevarles a la comunión divina. Me parece útil hacer una observación final sobre los ritos. Los ritos sacramentales de la consagración episcopal y de la ordenación presbiteral tienen un sig, nificado y una eficacia radicalmente diversas de los del Antiguo Testamento, porque ponen en relación con la consagración sacerdotal de Cristo, efectuada por medio de la obediencia filial y de la solidaridad fraterna. Los ritos del Antiguo Testamento no tenían nada de esta eficacia ni de este significado. Debemos ser conscientes de este cambio profundo. Los ritos son siempre nece, sarios, en un cierto sentido, pero es necesario ver cuál

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es su eficacia, si ponen en relación o si sólo separan. El dinamismo de la comunión y del amor, introducido por el Espíritu Santo en el corazón de Jesús, quiere entrar también en nuestros corazones para hacer de nosotros verdaderos ministros de la Nueva Alianza. Abríos, pues, a esta revelación de un nuevo modo de concebir el sa, cerdocio y pedid la gracia de ser dóciles a este intenso dinamismo.

5 Cristo, Sumo Sacerdote digno de fe {Heb 3,1-4,14)

Cuando, por primera vez, al final del capítulo 2, el autor de la Carta a los hebreos habla de Cristo como archiereus, «Sumo Sacerdote», añade dos calificativos a este título: «misericordioso y digno de fe». Cristo «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote, misericordioso y digno de fe para la relación con Dios» {Heb 2, 17). Se puede advertir que estos adjetivos no expresan una virtud individual, como sería, por ejemplo, la valentía, la paciencia, la prudencia, sino que miran a la relación entre las perso, nas, y por eso indican dos cualidades verdaderamente sacerdotales, dos cualidades indispensables para ejercer la mediación sacerdotal, e indispensables también para ejercer el ministerio pastoral. Estas corresponden tam, bién a las dos dimensiones de la mediación de Alianza. «Digno de fe» mira la capacidad de poner al pueblo en relación con Dios, como dice explícitamente el autor: «Digno de fe para las relaciones con Dios». «Misericor, dioso» expresa la capacidad de comprensión, de ayuda fraterna para los hombres. Estas dos cualidades deben estar presentes necesariamente unidas para hacer a alguien sacerdote. Un hombre lleno de compasión para

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con los hermanos, pero no acreditado ante Dios, no podría ejercer la mediación sacerdotal, establecer la Alianza. Desde el punto de vista religioso, su compa, sión sería estéril, sería sólo filantropía y permanecería a nivel terreno. En el caso inverso, un ser acreditado ante Dios, pero al que le faltase el lazo de la solidaridad con nosotros, no podría ser nuestro sacerdote. Su posición de autoridad no sería para nuestro bien. La unión de estas dos capacidades de relación es fundamental para el sacerdocio de la Nueva Alianza. En Cristo, tal unión está perfectamente asegurada por el hecho de que él está junto a la gloria filial por medio de la Pasión, esto es, por medio de la solidaridad completa con nosotros. Nosotros, que participamos del sacerdocio de Cristo, debemos tener estas dos cualida, des, estas dos capacidades de relación. Al comienzo del capítulo siguiente, el autor retoma de nuevo el segundo adjetivo: «Digno de fe». Dice: «Por esto, hermanos santos, partícipes de una vocación celeste, fijad bien la mente en Jesús, el Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que profesamos, el cual es digno de fe por Aquel que lo ha constituido así como Moisés en toda su casa» (Heb 3,1,2). Con frecuencia, en estos versículos, el adjetivo griego pistos no se traduce como «digno de fe», sino como «fiel». La primera edición del Nuevo Testamento de la Conferencia Episcopal Italia, na ponía «fiel». La nueva edición lo ha corregido y ha puesto «digno de fe»: corrección óptima, porque digno de fe es el primer sentido del adjetivo griego adoptado por el autor, y es este el sentido requerido por el contex, to. «Fiel» es un sentido derivado, posible en otros con, textos, pero que no va bien en este. Cuando se traduce «fiel», el verbo se pone en pasado: considerad a Jesús,

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el cual ha sido fiel en su vida, en su Pasión. En la frase griega, sin embargo, encontramos el participio presente: el autor no nos invita a contemplar a Jesús en el pasado, sino como es ahora, Cristo glorificado, el cual se revela plenamente digno de fe, fiable, con autoridad. Con su resurrección, Dios lo ha presentado a todos como digno de fe, como dice san Pablo al final del discurso en el areópago en los Hechos de los apóstoles (He 17,31). No se trata de la fidelidad de Cristo en la relación con Dios, una cualidad que Cristo ciertamente ha poseído con plenitud, no lo dudamos; aquí se trata de otra cualidad, que Cristo posee ahora en cuanto está glorificado. En efecto, para precisar su pensamiento, el autor introduce un parangón con Moisés, refiriéndose al li, bro de los Números, capítulo 12, en el cual no se trata de la fidelidad de Moisés, la cual no ha sido perfecta (cf Dt 32,50,51), sino del problema de su autoridad. María y Aarón hablan en contra de Moisés, diciendo: «lEl Señor acaso ha hablado sólo por medio de Moisés? ¿No ha hablado también a través de nosotros?» (Núm 12, 1, 2). Como se puede ver, María y Aarón ponían en cuestión la autoridad de su hermano, su papel de mediador privilegiado de la palabra de Dios. El Señor escucha este rechazo y responde con firmeza: «iEscu, chad mis palabras! Se os dará un profeta, yo, el Señor, en visión me revelaré a él, en sueños hablaré con él, así como con mi siervo Moisés, él es digno de fe en toda mi casa» (Núm 12,6,7). El autor de la Carta a los hebreos ha recogido esta expresión. La «contestación» fue cas, tigada, «la ira del Señor se encendió contra ellos ... y he aquí que María quedó leprosa, blanca como la nieve» (Núm 12,9.10). María fue castigada porque puso en cuestión la autoridad de su hermano como mensajero

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privilegiado de la palabra de Dios. Para ser curada de la lepra, necesitó la intercesión de su hermano, esto es, la autoridad del hermano. La frase sobre Moisés (Heb 3,2) remite al libro de los Números; la que trata de Jesús remite al oráculo dirigido al rey David por medio del profeta Natán. Al final de este oráculo, Dios dice del Mesías, hijo de Da, vid, hijo de Dios: «Yo lo haré digno de fe en mi casa, en mi Reino» (1Cor 17, 14 [versión de los Setenta]). El autor ofrece este argumento de la Escritura para afirmar que Jesús es digno de fe. Ya en su vida pública, Jesús se mostró con autoridad, digno de fe, como dicen los evangelios: «Les enseñaba no como los escribas y fari, seos, sino como uno que tiene autoridad» (Me 1,22). Su autoridad se manifiesta plenamente en las antítesis del Sermón de la montaña: «Habéis oído que se ha dicho ... Pero yo os digo ... » (Mt 5,21,22.27,28.31,32.33,34.38, 39.43,44). Esta autoridad tuvo cumplimiento perfecto en el momento de la Resurrección; alcanzó entonces una perfección inimaginable. Dios presenta a Cristo resucitado como digno de fe para las relaciones con ÉL Acojamos con gozo esta revelación divina, acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, digno de fe para las relaciones con Dios. Después de haber hablado así de Jesús, Sumo Sacer, dote digno de fe, el autor confirma esta cualidad atri, huyendo a Jesús la faceta de constructor de la casa, una calificación que no se le había dado a Moisés, el cual no había construido una casa para Dios, sino sólo una tienda, una modesta tienda. El hijo de David, en cam, bio, debía ser el constructor de la casa de Dios, siempre según el oráculo de Natán, en el cual Dios decía: «Él me construirá una casa» (2Sam 7, 13; 1Cor 17,12).

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Cristo fue el constructor. A los judíos que le pedían una prueba de su autoridad después de haber expulsado a los mercaderes del templo, Jesús responde: «Destruid este templo y en tres días lo haré resurgir» On 2,19). El evangelista explica: «Hablaba del templo de su cuerpo» On 2,21). El autor de la Carta a los hebreos dice: «En comparación con Moisés, él ha sido juzgado digno de una gloria tanto mayor cuanto de mayor honor goza el constructor en relación con la casa misma» (Heb 3,3). Con la Pasión y la Resurrección, Cristo construyó la casa de Dios. El autor añade otro argumento y hace una comparación con Moisés, diciendo que, mientras Moi, sés fue reconocido «digno de fe en toda la casa de Dios, como servidor», Cristo lo es «como Hijo sobre la casa». Moisés era mencionado como «servidor» (therapon) de Dios, no «esclavo» (douws). «Servidor» es un título más elevado. Pero Cristo tiene un título todavía más alto: es «Hijo», siempre según el oráculo de Natán (2Sam 7,4; 1Cor 17,13), confirmado por los evangelios (M t 3, 17; 17 ,5 par.); y, en cuanto Hijo, él tiene la autoridad sobre la casa. Ved con qué insistencia el autor presenta esta prime, ra cualidad sacerdotal de Cristo: el ser digno de fe, con autoridad, fiable para las relaciones con Dios. Nosotros, que participamos del sacerdocio de Cristo, debemos ante todo tener esta cualidad: ser dignos de fe para las relaciones con Dios. Podemos preguntarnos si realmente lo somos. lCuál es la condición para ser verdaderamente digno de fe para las relaciones con Dios? La condición es estar plenos de fe en Cristo. El que está lleno de fe en Cristo participa de la autoridad de Cristo mismo. El autor, por tanto, prosigue su predicación con una larga exhortación, que pone en guardia contra la falta

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de fe, la ausencia de fe: apistía. Después de haber dicho: «Su casa somos nosotros, a condición de que conservemos la libertad y la esperanza, de la que nos enorgullecemos» (Heb 3,6), el autor continúa: «Por esto, como dice el Espíritu Santo, si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón, como en el día de la rebelión, en el día de la tentación en el desierto». Es una cita del Salmo 94-95, el cual sirve también en la oración de las Horas como Invitatorio. En el Antiguo Testamento, la voz de la que habla este salmo es la voz de Dios: «Escuchad su voz». Pero, en el contexto de la Carta a los hebreos, la voz es la de Cristo: «Si oís hoy su voz», porque ahora la voz de Dios nos alcanza por medio de la voz de Cristo. Las palabras de Dios nos vienen comunicadas por Cristo y debemos dar nuestra fe a Cristo, acoger con fe sus palabras, su ministerio, para llegar también nosotros a ser dignos de fe en relación con Dios. El texto hebraico del Salmo se refiere a diversos episodios de la historia del Éxodo. En él se indican dos nombres de lugar, Masá y Meribá, y es, además, una referencia a otro episodio que se cuenta en el libro de los Números, capítulo 13, donde hay un juramento de Dios: «Así lo he jurado en mi ira, no entrarán en mi reposo» (Sal 94/95,11; cf Núm 14,21-23). En el texto griego, citado naturalmente en la Carta a los hebreos, la referencia es únicamente a este último episodio, porque los dos nombres, Masá y Meribá, están traducidos como nombres comunes, lo que son en realidad: dos nombres comunes de dos lugares de la Biblia. Olvidamos quizá demasiado fácilmente este importante episodio del libro de los Números, narrado inmediatamente después de la protesta contra Moisés. Mantenemos la idea de que se necesitaron cuarenta años para atravesar el desierto. El

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libro de los Números, sin embargo, y el Deuteronomio, nos cuentan que, después de haber salido de Egipto y de estar un breve período de tiempo en el desierto del Sinaí, los israelitas fueron invitados por Dios a entrar inmediatamente en la Tierra Prometida. Dios dice: «Ya habéis estado bastante tiempo en esta montaña; volveos, levantad el campamento e id hacia la montaña de los amorreos. He aquí, yo os he puesto el país delante de vosotros. Entrad, tomad posesión de la tierra que el Señor ha jurado dar a vuestros padres» (Dt 1,6-8). El Deuteronomio precisa que, de la montaña del Sinaí hasta Cades Bame, que se encuentra frente a la Tierra Prometida, hay sólo 11 días de camino (Dt 1,2), no cuarenta años. El pueblo pide que primero sean mandados algunos hombres a explorar este país desconocido: fueron mandados doce hombres, uno por cada tribu, a los cuales Moisés dio instrucciones precisas (Núm 13,17-20). Al regresar de la exploración, los doce hombres ofrecen dos informaciones que contrastan. La primera es muy positiva: «Nosotros hemos llegado al país donde nos habéis mandado y es verdaderamente un país donde corre la leche y la miel. He aquí sus frutos» (Núm 13,27). En ese momento los hombres mostraron un racimo de uvas de dimensiones tan enormes que se requerían dos hombres para transportarlo en una pértiga (Núm 13,23). Ese racimo se convirtió en el símbolo de la Tierra Prometida. Hoy se encuentra en las monedas y en los sellos de Israel. La otra información era menos entusiasta. Comienza con un «pero»: «Pero el pueblo que habita en el país es poderoso; las ciudades están fortificadas, y son inmensas; hasta hemos visto allí descendientes de Anac» (Núm 13,28).

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Después de estas dos informaciones contrapuestas, son posibles dos actitudes diferentes. La primera es una actitud de fe que se centra en la palabra del Señor, el cual dijo: Entrad, tomad posesión. Es la actitud sugerida por Moisés, que dice al pueblo: «No os asustéis, no les tengáis miedo, el Señor mismo, vuestro Dios, os prece, de, combatirá por vosotros» (Dt 1,29,30). Si se tiene fe en la palabra de Dios, en la fidelidad de Dios a sus pro, mesas, se sigue adelante con valentía, se afrontan todas las situaciones, sabiendo que están siempre ayudados por el Señor. «Todo es posible para el que cree» (Me 9,23), porque tiene la ayuda de Dios. La otra actitud, por el contrario, no se concentra en la palabra de Dios, sino en la dificultad de la empresa. La gente del país es poderosa, las ciudades están fortifi, cadas. La psicología nos enseña que, cuando la atención se fija sólo en las dificultades, estas se agigantan en la imaginación. Y esto es lo que ocurrió a los israelitas en esta circunstancia; decían: «lDónde podemos andar no, sotros? iAquella gente es más grande que nosotros, las ciudades son grandes y fortificadas hasta el cielo, y hay también gigantes!» (Dt 1,28). La atención se concentra en la dificultad y esta parece insuperable: lCómo asediar y asaltar ciudades fortificadas hasta el cielo? Esto lleva a dudar de las buenas intenciones y de las promesas del Señor. Dicen: «El Señor nos odia. Para esto nos ha hecho salir del país de Egipto, para ponernos en manos de los amorreos y destruirnos» (Dt 1,2 7). Atribuyen a Dios intenciones hostiles, un proyecto de destrucción y no de amor. Esta actitud del pueblo ofende naturalmente al Señor, porque se opone a su plan de amor, así que pregunta: «lHasta cuándo me despreciará este pueblo,

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hasta cuándo no tendrán fe en mí, después de todos los milagros que he hecho en medio de ellos?» (Núm 14,11). Dios hace ahora el juramento recordado en el Salmo: «Por mi vida, todos estos que me han puesto a prueba ciertamente no verán el país que he jurado darles. Ninguno de aquellos que me han despreciado lo verá» (Núm 14,20,23). Dios decide que todo el pueblo vague por el desierto durante cuarenta años hasta que hubiera muerto la generación de adultos que se rebeló. Sólo la nueva generación formada por los niños que no han podido ser cómplices de la rebelión entrará en la Tierra Prometida (Dt 1,39). El autor de la Carta a los hebreos pone ante nuestros ojos este episodio y lo compara con nuestra situación de cristianos. Esta no corresponde a la situación de los israelitas que caminaron cuarenta años por el desierto, sino a la de los israelitas que se encontraron ante la frontera de la Tierra Prometida. Los cuarenta años en el desierto son para los que no creen. Nosotros, en cambio, estamos en la frontera de la Tierra Prometida y escuchamos proclamar esta Buena Noticia del Evangelio: «El reino de Dios está cerca de vosotros» (Me 1,15): el reino de Dios está próximo y so, mos invitados a entrar inmediatamente: «Esforcémonos, pues, por entrar» (Heb 4, 11), dice el autor, que explica: «Entremos desde ahora por medio de la fe» (Heb 4,3). El Señor nos invita a entrar en su Reino para recoger en él los frutos del Espíritu Santo, que son mucho más bellos que el legendario racimo de uvas. Los frutos del Espíritu, dice san Pablo, son el amor, la alegría, la paz (Gál 5,22). El Señor nos invita a vivir las bienaventu, ranzas proclamadas por Él mismo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de

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los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bien~vent~ra­ dos los limpios de corazón, porque ellos veran a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3- 10). Obviamente, encontraremos dificultades, peligros, obstáculos, tanto que a veces estaremos tentados de perder la confianza y volver atrás. Las dificultades no pueden faltar, pero no deben constituir un motivo para el desaliento. Debemos entonces proclamar nuestra fe como hacía san Pablo con un tono de desafío en la C~rta a los romanos. San Pablo preguntaba: «lQuién nos separará del amor de Cristo? lla tribulación? lla angustia? lla persecución? lEl hambre? lla desnudez? llos peligros? lla espada? Como dice la Escritu~a: "Por tu causa morimos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero". Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rom 8,35-37). San Pablo emplea un nuevo verbo griego, hipemikao («salir vencedor»), para proclamar esta victoria sobreabundante. Esta es la reacción de fe ante las circunstancias que se erigen como obstáculos a nuestra vida espiritual y a nuestro apostolado. Hemos de tener un ánimo más de vencedores que de vencidos. Todo depende de la actitud que asumamos. O creemos verdaderamente en la palabra del Señor, el cual nos habla de entrar desde ahora en su Reino y de hacer entrar a la gente. Avance-

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mos entonces, el Señor nos ayuda y seremos dignos de fe en relación con Dios, porque estamos llenos de fe. De lo contrario, nos dejamos superar por las dificultades, por los obstáculos que encontramos, agigantándolos, y nuestra vida se hace triste y estéril. No somos dignos de fe, porque carecemos de fe; la falta de fe es el pecado radical, el que está en la raíz de tantos otros pecados. El autor de la Carta a los hebreos nos pone en guardia contra eso: «iMirad, hermanos! Que no haya en ninguno de vosotros un corazón malo y sin fe que le aparte del Dios vivo» (Heb 3,12). En los Ejercicios Espirituales nos debemos preguntar si tenemos verdaderamente una actitud de fe en todas las circunstancias, de aquella fe que corresponde a las promesas del Señor y a sus dones. Debemos pedir al Señor que purifique nuestro corazón de toda falta de fe, a fin de que seamos dignos de fe, en nuestro ministerio, en la relación con Dios. En el episodio del libro de los Números, la culpa más grave era la de aquellos que habían inducido a los demás a la desconfianza. El texto refiere que los hombres que Moisés había mandado a explorar el país y que al retornar habían inducido a toda la comunidad a murmurar contra él, difundiendo el descrédito, aquellos hombres murieron golpeados de un flagelo delante del Señor (Núm 14,36-37). Castigo inmediato para ellos. Para los otros, una larga marcha en el desierto. Los instigadores de la rebelión fueron castigados inmediatamente porque su culpa era más grave que la de los demás. Nosotros nos debemos preguntar seriamente si acaso no difundimos críticas, malhumor, pesimismo en nuestro entorno. Preguntémonos también si algunas veces no provocamos en los demás un estado de ánimo de

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desconfianza, insistiendo sobre las dificultades, sobre los aspectos negativos de la situación, que evidentemente existen. Deberemos, en cambio, insistir en los lados positivos, que no faltan. Debemos escuchar a Jesús, que nos dice: «En el mundo tendréis tribulación, pero tened confianza, yo he vencido al mundo» On 16,33). Debe, mos estar llenos de fe para participar en la victoria de Cristo sobre el mundo, seguir adelante con optimismo sobrenatural y llegar así a ser dignos de fe en las rela, dones con Dios.

6 Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso (Heb 4,15, 16)

Después de haber meditado sobre la primera cualidad sacerdotal de Cristo, sobre su absoluta fiabilidad y auto, ridad, meditemos ahora sobre otra cualidad sacerdotal, mencionada la primera al final del capítulo 2, y con más insistencia, pero explicada en segundo lugar. En el capítulo 4, versículo 14, el autor concluye así su contemplación de Cristo glorificado, Sumo Sacerdote digno de fe: «Porque tenemos un gran Sumo Sacerdote que ha atravesado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme la profesión de nuestra fe». Jesús es el Hijo de Dios, glorificado, plenamente digno de fe. Debemos por tanto tener fe en él. En el verso siguiente, el autor pasa a tratar de otra cualidad sacerdotal: «En efecto, no tenemos un Sumo Sacerdote que no sepa compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue probado en todo como nosotros, menos en el pecado». Esta declaración está seguida de una breve exhortación muy estimulante: «Acerquémonos, pues, con plena confianza al trono de la gracia para recibir misericor, día y encontrar gracia para una ayuda en el momento oportuno». El autor nos hace ver que las dos cualidades sacerdotales en Cristo se complementan mutuamente

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también desde nuestro punto de vista. Cristo, digno de fe, tiene derecho a nuestra adhesión de fe. Cristo mise, ricordioso suscita nuestra confianza. Si él fuera sólo un Sumo Sacerdote glorificado en los cielos, nosotros quizá podríamos dudar de acercarnos a él, por encontrarlo demasiado distante de nuestra debilidad. Dudaríamos quizá de su capacidad para comprendemos, de compar, tir con nosotros. Pero hay otro aspecto que quita toda su fuerza a la posible objeción: Cristo tiene autoridad y es digno de fe en relación con Dios, pero además es el Sacerdote misericordioso, pleno de compasión hacia nosotros pecadores, y deseoso de ayudamos. En nuestro sacerdocio ministerial debemos necesariamente unir las dos cualidades: autoridad y misericordia, autoridad y comprensión. El autor presenta la misericordia de Cristo como un sentimiento profundamente penetrado de humanidad: la compasión hacia los propios semejantes adquirida al participar de su suerte. No se trata, por tanto, simple, mente del sentimiento superficial del que se conmueve fácilmente, se trata de una capacidad adquirida a través de la experiencia personal del sufrimiento. El autor nos hace comprender que, para poder compartir verdadera, mente, es necesario haber padecido personalmente. Es necesario haber pasado a través de las mismas pruebas, de los mismos sufrimientos de aquellos a quienes se quiere ayudar. Cristo sabe compartir porque ha estado probado en todo como nosotros. Desde su nacimiento ha conocido la pobreza, la exclusión, después ha cono, ciclo el hambre, la sed, el cansancio, la contradicción, la hostilidad, la traición, la condena injusta de la cruz. Ha adquirido así una capacidad extraordinaria de com, prensión y de compasión.

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La misericordia de Dios se había manifestado ya en el Antiguo Testamento de muchos modos también conmovedores, pero faltaba una dimensión: la de ser ex, presada por un corazón humano y adquirida a través de la experiencia dolorosa de la existencia humana. Cristo ha dado a la misericordia de Dios esta nueva dimensión tan conmovedora y tan reconfortante para nosotros. Bajo este aspecto podemos advertir un contraste fuerte con algunas tradiciones antiguas sobre el sacerdo, cio. En efecto, algunos textos del Antiguo Testamento requieren, de parte del sacerdote, no la misericordia, sino la severidad ante los pecadores. El Antiguo Testa, mento todavía no entendía plenamente el concepto del sacerdocio como mediador. Lo consideraba ligado casi exclusivamente a la idea de culto. Estaba preocupado de la relación del sacerdocio con Dios y, para poner al sacerdote de parte de Dios, exigía que se opusiera de manera decisiva a los pecadores, enemigos de Dios, lo que a primera vista parece lógico. No se puede estar al mismo tiempo por Dios y por sus enemigos. Esta es propiamente la enseñanza transmitida por el libro del Éxodo en la institución del sacerdocio levítico. El pueblo se ha entregado a la idolatría del becerro de oro. Después de descender del Sinaí, Moisés llama a los que están de la parte de Dios. Acuden los levitas, a los cuales ordena: «Dice el Señor, el Dios de Israel: cada uno de vosotros tenga la espada al costado; pasad y repasad por el campamento de puerta en puerta, y matad cada uno a su hermano, a su propio amigo y a su pariente» (Éx 32,27). Una orden despiadada. Los levitas ejecutan la orden, matan a cerca de tres mil personas y Moisés entonces les declara que así han obtenido el sacerdocio: «Hoy habéis recibido la consagración

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sacerdotal por el Señor; cada uno a costa de vuestros hijos y de vuestyos hermanos, para que Dios os dé hoy la bendición» (Ex 32,29). Otro episodio no menos cruel nos lo cuenta el capítulo 25 del libro de los Números. Se trata de Fineés, un levita que había sorprendido a un israelita pecando con una mujer madianita en un contexto de idolatría: él atravesó a ambos con un solo golpe de lanza y así obtuvo la promesa del sacerdocio perenne para su familia {Núm 25,6-12). En estos episodios podemos percibir cuán diferente es el modo en que es concebido y realizado el sacerdocio de Cristo, el sacerdocio de la Nueva Alianza. Lejos de exigir una severidad despiadada contra los pecadores, él mostró una misericordia sin límites. Cristo no llegó a ser sacerdote contra nosotros, los pecadores, sino al contrario, compartiendo nuestra suerte miserable, consecuencia de nuestros pecados, y así adquirió su misericordia sacerdotal. Este cambio de perspectiva se manifestaba ya antes de la Pasión, en su vida pública. Jesús acogía a los pecadores, aceptaba comer con ellos, hasta el punto de ser llamado irónicamente «amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19; Le 7,34). A las críticas que le acarreaba este comportamiento, él respondía con energía: «Id a aprender qué cosa significa misericordia quiero y no sacrificios», esto es, no sacrificios rituales, inmolación de animales (Mt 9,13; Os 6,6). Todo su ministerio fue una revelación de su misericordia hacia los enfermos, los endemoniados, los pobres, los pequeños, las turbas abandonadas y sobre todo los pecadores. Los evangelios sinópticos caracterizan la actitud de Jesús con un verbo griego derivado de la

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palabra griega splagchna, que significa «vísceras». Una palabra que no se encuentra en otro luga~ ,de l~ Biblia con este significado. Expresa una emoc1on visceral: «Se conmueven mis entrañas». Nosotros diríamos: «Mi corazón se conmueve». Se acercó a Jesús un leproso, que le suplicaba: «Se conmovió su corazón, extendió la mano, lo tocó y le dijo: "Quiero, queda limpio"» (Me 1,40). Dos ciegos oyen que Jesús pasaba, y se ponen a gritarle: «iSeñor, ten piedad de nosotros!». Jesús se conmovió, tocó sus ojos y los curó (Mt 20,34). Al ver a la viuda de Naín con el cortejo fúnebre de su hijo único, «el Señor se conmovió y le dijo: "No llores", y devolvió la vida al hijo» (Le 7, 13). En muchos pasajes del evangelio, Jesús se conmueve al ver a la multitud: «Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» {Mt 9,36), y entonces tiene diversas reacciones. «Se puso a enseñarles muchas cosas», dice Marcos (Me 6,34). «Curó a sus enfermos», dice Mateo (Mt 14,14). Y, en un pasaje, Jesús mismo dice: «Mi corazón se conmueve porque esta multitud hace más de tres días que me sigue y no tiene qué comer. No quiero despedirlos en ayunas, para que no se desmayen en el camino» (Mt 15,32), y después multiplica los panes. Jesús mismo emplea este verbo en la parábola del buen samaritano: el buen samaritano se «conmueve» (Le 10,33). También en la parábola del hijo pródigo: el padre, cuando ve a su hijo que vuelve arrepentido, se «conmueve» y corre a su encuentro (Le 15,20). Por tanto, la compasión es verdaderamente característica de la actitud de Jesús. De esto no puede deducirse que Jesús haya abandonado la lucha contra el pecado. Más bien fue conducida por él de un modo más radical y más eficaz: pero es

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una lucha contra el pecado, no contra los pecadores. Esta es la gran diferencia. En vez de erigirse contra los p~ca?ores, ,como ~emos visto en el caso de los levitas y Fmees, Jesus tomo sobre sí su suerte para liberarlos del pecado, transfirió la lucha a su misma persona, según la voluntad salvífica del Padre. La muerte humana, consecuencia y castigo del pecado, se convirtió para él en un medio para hacer sobreabundar el amor y vencer así el pecado y la muerte. Con el don total de sí mismo, él sustituyó todos los sacrificios rituales antiguos y consiguió lo que ellos en vano buscaban: la perfecta comunión del hombre con Dios. Cuando el autor habla de la solidaridad de Cristo y de su semejanza con los hermanos, excluye el pecado. Cristo fue «probado en todo como nosotros, menos en el pecado» (Heb 4,15). Es una precisión importante, ~orq~e del hec~o de la necesidad de una completa sohdandad de Cnsto con nosotros se podría deducir que él fue pecador como nosotros. Un exegeta protestante ha sostenido esta deducción, completamente errónea. El autor de la Carta a los hebreos la excluye categóricamen~e, antes de que después, en otros pasajes, afirme que Cnsto es nuestro Sumo Sacerdote «santo inocente . h t t sm mane a», que «se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios». En esto, el autor está de acuerdo con todo el Nuevo Testamento. Pod~a entonces surgir en nosotros la pregunta: lLa a_usenc1a de pecado en Cristo no disminuye su solidandad con nosotros? A prime!a vista, podría pensarse que s~, per~ en,realidad no es así, porque el pecado no contnbuye Jamas a establecer una auténtica solidaridad. N~ se ?ebe confundir la complicidad en el pecado y la sohdandad con los pecadores. El pecado es siempre un

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acto de egoísmo, de una forma u otra, que crea división y falta de solidaridad: lo demuestran la experiencia y la Escritura. En el Génesis, vemos que, inmediatamente después del primer pecado, los personajes se volvieron unos contra otros, acusándose mutuamente: el hombre acusa a la mujer, la mujer acusa a la serpiente (Gén 3,12-13). No hay solidaridad, todos son cómplices del pecado, pero ninguno quiere asumir las consecuencias. Lo ,mismo ocurre en el episodio del becerro de oro, en el Exodo, capítulo 32. Aarón había sido instigador del pecado del pueblo. Había dicho: «Quitad los pendientes de oro que llevan en las orejas vuestras mujeres y vuestras hijas y traédmelos a mí» (Gén 32,2). Había hecho fundir ese oro y obtenido así un becerro. Cuando Moisés retorna y le pregunta: ¿Qué cosa te ha hecho este pueblo para que tú le hayas agraviado con un pecado tan grande?, Aarón rehúye toda responsabilidad: «No se encienda la ira de mi Señor, tú mismo sabes que este pueblo está inclinado al mal. Me dijeron: danos un dios que camine ahora a nuestra cabeza» (Gén 32,21-23). Acusa al pueblo, no se solidariza con él. La auténtica solidaridad con los pecadores no consiste jamás en hacerse cómplice de sus pecados, lo que agravaría su situación de perdición, sino en asumir generosamente la situación dramática provocada por los pecados y ayudar a los pecadores a salir de ella. Esta es la generosidad que tuvo Jesús. Tomó sobre sí todas nuestras culpas, las culpas de todos los hombres pecadores. Más aún, tomó sobre sí el suplicio de los peores criminales: la cruz. Sin haber contribuido a provocar estas penas, estos castigos. De ahí resulta que todo hombre, incluso el más culpable, cuando está sufriendo por sus propias culpas, puede sentir la presencia de Jesús

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a su lado. Los peores criminales encuentran junto a la propia cruz la cruz de Jesús misericordioso, compasivo, dispuesto a abrirles el paraíso, como demuestra Lucas a propósito del buen ladrón (Le 23,39-43). Respecto al pecado podemos anotar aún un contraste más con el Antiguo Testamento. Este último estaba muy preocupado por la pureza de los sacerdotes, porque sabía que era una condición indispensable para entrar en relación con Dios. Exigía por tanto del sacerdote una pureza absoluta, pero ritual. No eran capaces de exigir que el sacerdote estuviera sin pecado. No lo podía exigir, porque no había ninguno sin pecado. Más aún, cuando en el Levítico se habla de los sacrificios por el pecado, el primer caso que se considera es el del propio Sumo Sacerdote (Lev 4,3). También en el Kippur, el día de la gran expiación, el primer sacrificio expiatorio era por el Sumo Sacerdote (Lev 16,6.12). En el Nuevo Testamento la situación cambia totalmente. Mientras que en el Antiguo Testamento encontramos un Sumo Sacerdote pecador, Aarón, carente de compasión por los pecadores, en el Nuevo Testamento encontramos un Sumo Sacerdote sin pecado y lleno de compasión por los pecadores. Estamos ante la revelación más profunda del amor generoso y gratuito de Dios, una revelación verdaderamente admirable. Se sigue que nosotros ahora podemos acercarnos con confianza al trono de Dios, como afirma el autor: «Acerquémonos con plena confianza al trono de gracia» (Heb 4,16). En el Antiguo Testamento, el trono de Dios era una sede de terrible santidad. Basta pensar en el terror de Isaías cuando tuvo una visión en el templo: «Ay de mí -dice Isaías-, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros» (Is 6,5). Este trono se convirtió,

Acoja11Ws a Cristo, nuestro Su11W Sacerdote

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gracias a Cristo, en «el trono de gracia», el trono del amor gratuito, generoso, misericordioso, porque junto a Dios está sentado Cristo, nuestro hermano compasivo, que intercede por nosotros. Por eso estamos invitados a acercamos con plena confianza a dicho trono, con la certeza de recibir misericordia, de encontrar gracia, de ser ayudados en el momento oportuno. Esta es nuestra situación en la nueva Alianza, una situación plena de esperanza, en la cual somos llamados a entrar dentro de nosotros mismos. Debemos acoger en el sacramento de la Reconciliación la misericordia sin límites de Cristo. Es una situación en la cual estamos llamados a hacer entrar también a todas las personas que nos han sido confiadas. Tenemos el encargo de propagar esta buena noticia: tenemos un Sumo Sacerdote capaz de compartir nuestras debilidades, deseoso de ayudamos y de salvamos.

7 Solidaridad sacerdotal de Cristo (Heb 5,1-10)

Después de haber presentado a Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso, el autor de la Carta a los hebreos nos hace meditar, al comienzo del capítulo 5, sobre la naturaleza del sacerdocio y sobre el ejercicio del mismo en Cristo. Los primeros cuatro versículos de este capítulo son una descripción del sacerdocio aparentemente general, pero en realidad orientada, esto es, precisada, en el sentido de la solidaridad con los pecadores. A partir del versículo 5 sigue la aplicación al caso de Cristo en la misma perspectiva. La descripción del sacerdocio comprende tres elementos sucesivos: primero una definición general, que afirma la doble relación del Sumo Sacerdote con los hombres y con Dios (Heb 5,1); después una precisión sobre la relación con los hombres pecadores (Heb 5,23); y por último una precisión sobre la relación con Dios (Heb 5,4). La definición dice: «Porque todo Sumo Sacerdote es elegido de entre los hombres para representar a los hombres ante Dios». Esta definición muestra claramente que el sacerdote es mediador entre los hombres y Dios, e insiste especialmente sobre la solidaridad entre el sa-

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cerdote y los hombres. Es una definición característica de la doctrina del autor y de la perspectiva del Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento se trataba de ser sacerdote para Dios. En Éxodo 28,1, Dios dice a Moisés: «Manda acercarse a ti de en medio de los israelitas a tu hermano Aarón, con sus hijos, para que ejerza el sacerdocio para mí». Igualmente, en Éxodo 30,30: «Ungirás también a Aarón y a sus hijos y los consagrarás para que sean sacerdotes para mí» (li en hebreo, moi en griego). El sacerdote como hombre del culto, que está al servicio de Dios. Sin embargo, el autor de la Carta tiene la audacia de decir: «Todo Sumo Sacerdote es elegido de entre los hombres para representar a los hombres» (Heb 5, 1). Insiste en un doble lazo de solidaridad que liga el sacerdote a los hombres. Un lazo de origen: el sacerdote es elegido de entre los hombres; y un lazo de finalidad: ha sido elegido para representar a los hombres, a favor de los hombres. Se expresa, naturalmente, el otro lado de la mediación, la relación con Dios: el Sumo Sacerdote ha sido constituido para las cosas que se refieren a Dios. El autor precisa enseguida que esta mediación sacerdotal se ejerce en la ofrenda de los dones y sacrificios por los pecados. En la mediación sacerdotal hay en realidad tres etapas decisivas. La primera es un movimiento de subida hacia Dios con la ofrenda de los sacrificios, después el encuentro con Dios, y por último el descenso para llevar al pueblo los dones concedidos por Dios. El autor habla aquí sólo del movimiento de subida, esto es, de la oferta de los sacrificios para superar el obstáculo que separa al pueblo de Dios. Efectivamente, este movimiento es decisivo para todo el resto. Por otra parte, manifiesta la solidaridad del sacerdote con los hombres. En los versículos que siguen, el autor insiste

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ulteriormente en esta solidaridad, explica que el Sumo Sacerdote «es capaz de sentir justa comprensión», literalmente, «sentimientos moderados», «por aquellos que están en la ignorancia y en el error, estado también ellos revestidos de debilidad» (Heb 5,2). Ignorancia y error son dos términos que tienden a atenuar la culpa. El Antiguo Testamento distinguía claramente dos categorías de pecados: los pecados en los que se cae por ignorancia, por inadvertencia (Núm 15,22-29) y los que se cometen «a mano alzada», esto es, las transgresiones cometidas con pleno conocimiento de causa, con rebelión abierta (Núm 15,30-31). Para esta segunda categoría de pecados no estaba prevista la expiación sacrificial. El que se rebelaba abiertamente contra Dios debía ser «eliminado» (N úm 15 ,30-31). Para la primera categoría, sin embargo, se podía y se debía hacer una expiación sacrificial. En el Nuevo Testamento, se tiende a clasificar todos los pecados en la categoría de la ignorancia, afirmando que en el fondo el pecador no es jamás plenamente consciente del todo de la gravedad de su pecado, como lo dan a entender las palabras de Jesús mismo en el momento de su crucifixión, el pecado más horrendo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23,34). También Pedro, en uno de sus primeros discursos, dice a los judíos: «Hermanos, yo sé que habéis actuado por ignorancia, así como vuestros jefes» (He 3,17). Pedro atenúa la culpabilidad no sólo del pueblo, sino también de los jefes, es decir, del Sanedrín. El Sumo Sacerdote, por tanto, es capaz de sentir compasión por los hombres pecadores, porque comparte con ellos su debilidad, que en el Antiguo Testamento incluye también el pecado. Y aquí el autor se refiere a

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los pasajes del Antiguo Testamento que prescriben al Sumo Sacerdote ofrecer sacrificios, en primer lugar por sus propios pecados y después por los del pueblo. Después de haber indicado así el aspecto de solidari, dad entre el Sumo Sacerdote y el pueblo, el autor hace una precisión sobre la relación con Dios. Este es el ter, cer elemento de la descripción. «Nadie puede atribuirse a sí mismo este honor, sino uno que es elegido por Dios, como Aarón» (Heb 5,4). El sacerdocio no puede ser una conquista humana, es un don que depende exclu, sivamente de la iniciativa de Dios y que debe ser recibi, do con humildad. Efectivamente, el primer sacerdote, Aarón, no se eligió a sí mismo, sino que fue elegido y nombrado por Dios. Un episodio del libro de los Núme, ros, del cual ya he hecho mención, inculca con fuerza esta condición de base de no pretender por sí mismo el sacerdocio para situarse por encima de los demás, sino sólo aceptarlo humildemente si Dios lo concede, para ponerse al servicio de los demás en su relación con Dios. Es el episodio de Coré y de sus cómplices, que querían disponer por sí mismos del sacerdocio. La respuesta de Dios fue clara y extrema: los ambiciosos fueron exter, minados {Núm 16,31,35). En toda esta descripción, el autor permanece fiel a la perspectiva de la solidaridad del sacerdote con los demás hombres. En Hebreos 5,5, el autor pasa a considerar el caso de Cristo. También esta descripción comprende tres elementos sucesivos, que corresponden a los tres ele, mentos de la descripción precedente, pero en orden inverso, como ocurre con frecuencia en la Biblia. La primera afirmación concierne a la humildad de Cristo, su renuncia a la autoglorificación. Literalmente, el autor escribe: «De manera semejante, Cristo no se glorificó

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a sí mismo para llegar a ser Sumo Sacerdote». Pero las traducciones son con frecuencia un poco inexac, tas. Cristo no se glorificó a sí mismo. El sacerdocio de Cristo no fue fruto de ambición, no se obtuvo con una autoglorificación, sino, al contrario, con una voluntaria humillación, como se explica inmediatamente después. Cristo ha sido proclamado sacerdote por Dios después de su consagración sacerdotal, la cual consistió en la solidaridad más completa con los hombres hasta la muerte, y esta es la gran novedad de su sacerdocio. El autor describe el modo en que Cristo llegó a ser Sumo Sacerdote. Cristo llegó a ser Sumo Sacerdote por me, dio de su Pasión, y fue proclamado sacerdote por Dios según el segundo oráculo del Salmo 109/110: «Tú eres sacerdote». El autor lo cita aquí. «El cual le dice: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy"». Lo nombró Sacerdote según otro pasaje que dice: «Habiendo sido proclamado por Dios Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec». Cristo, ciertamente, estaba ya desti, nado desde el primer momento a este sacerdocio, pero el momento en que lo ha obtenido es la Pasión: cuando «en los días de su carne, habiendo ofrecido ruegos y sú, plicas, con un fuerte grito y con lágrimas, al que podía salvarle de la muerte y habiendo sido escuchado por su piedad, siendo Hijo, aprendió con sus sufrimientos la obediencia y así fue hecho perfecto, y para todos los que le obedecen causa de salvación eterna, habiendo sido proclamado por Dios Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec» {Heb 5,7,10). Es un pasaje densísimo, un pasaje lleno de doctrina, un pasaje que es verdade, ramente una revelación. En estos versículos se evoca una ofrenda dramática. El tono es muy diverso al de la frase precedente, que era

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didáctico, una definición. Ahora se hace dramático. La expresión «en los días de la carne» indica la debilidad del hombre expuesto al sufrimiento y a la muerte. Des, pués, la pasión de Cristo se presenta como una ofrenda, como un sacrificio, y al mismo tiempo como una súplica. El autor nos muestra que Jesús se ha hecho de verdad solidario con nosotros los pecadores. En Getsemaní vive una situación de angustia dramática que le hace suplicar al que lo puede salvar de la muerte; y no sólo ruega, sino que grita y llora. El autor se refiere, evidentemente, a la agonía de Jesús en Getsemaní, pero al grito de Jesús sobre la cruz añade las lágrimas no mencionadas en las narraciones evangélicas de la Pasión, pero sí en otros episodios (Le 19 ,41; Jn 11,35). La pasión de Jesús es presentada al mismo tiempo como una súplica y como una ofrenda. Esto es paradóji, co. Habitualmente, la ofrenda y la súplica se distinguen netamente. En cambio, el autor, inesperadamente, dice que Jesús ofreció «súplicas». El verbo griego es pros, pherein, «ofrecer», y también a veces las traducciones lo atenúan, porque la expresión es extraña. Pero, en una plegaria auténtica, debemos entender que estos aspectos deben estar juntos. Cuando pedimos una gra, da debemos ofrecer a Dios nuestra disponibilidad. No podemos imponer a Dios nuestro modo de ver. Exigir de él que intervenga según nuestras indicaciones. De, bemos dejarle a él la libertad de escoger la solución. Así lo hizo Jesús. Por otra parte, cuando ofrecemos a Dios algo debemos pedirle que santifique nuestra ofrenda, que le infunda su gracia y la transforme. De lo contrario, nuestra ofrenda estaría privada de valor. Por tanto nuestras ofrendas han sido hechas con actitud de súplica y nuestras súplicas con actitud de ofrenda.

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En su agonía, Jesús oró y pidió: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz» (Mt 26,39). Pero, inmedia, tamente después, expresó su actitud de ofrenda: «No como quiero yo, sino como quieres tú». Se ofreció a hacer la voluntad del Padre. En esto, su plegaria tuvo un aspecto de ofrenda. Jesús fue escuchado, dice el autor, y fue efectivamen, te salvado de la muerte, pero en el modo establecido por el Padre. Hay tres modos posibles de ser salvados de la muerte. El primero consiste en ser preservados de la muerte. El rey Ezequías, golpeado por una enfer, medad mortal, suplicó a Dios y obtuvo quince años de suplemento de vida (2Re 20,6). Una solución positiva, pero provisoria: después de quince años, Ezequías de, bía morir. La segunda solución es morir y ser de nuevo incorporado a la vida terrenal, como Lázaro On 11,43, 44): una solución milagrosa, pero también provisional. La tercera solución consiste en morir de modo tal que, por medio de la muerte, se obtenga la victoria definitiva y completa sobre la muerte misma. Solución perfecta. Esta es la que Cristo obtuvo. Por medio de su muerte venció a la muerte, porque hizo de ella un don de amor supremo. Por eso el autor pudo afirmar que Cristo, después de haber ofrecido plegarias y súplicas, fue escu, chado por su piedad. El autor prosigue: «Siendo Hijo, aprendió con sus sufrimientos la obediencia y así fue hecho perfecto». En estas palabras me parece que se expresa el misterio más profundo de la Redención. La afirmación de que Jesús en la Pasión aprendió la obediencia es ciertamen, te sorprendente, pero esto no implica que Cristo fuera desobediente antes de la Pasión. El mismo autor de la Carta a los hebreos, en el capítulo 10, subraya que,

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entrando en el mundo, y por tanto, desde el primer momento, Cristo dice: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-9). Jesús tenía, pues, desde el principio una perfecta disposición previa a la obediencia. Pero es necesario hacer una distinción importante entre las disposiciones previas a la obediencia y la virtud probada de la obediencia, adquirida a través de las pruebas. Para nuestra naturaleza humana son verdaderamente dos cosas distintas. Sólo el que afronta y supera las pruebas más duras adquiere en todas las fibras de su ser humano la virtud de la obediencia. Primero podía tener una disposición a la obediencia, pero no era todavía una virtud probada. Es una ley de nuestra naturaleza humana y Jesús aceptó esta ley. La Encarnación comprende este aspecto. Para sí mismo, él no tenía necesidad de esta educación dolorosa. El autor dice que la tuvo aunque era el Hijo, pero tenía necesidad de ello por su naturaleza humana, semejante a la nuestra. Por otra parte, su obediencia fue sobreabundante en el sentido de que, por solidaridad con nosotros, Cristo aceptaba una suerte que no merecía en absoluto. Y, así, esta obediencia puede desembocar en nosotros. Cristo nos puede comunicar una profunda docilidad a Dios. Aquí podemos comprender mejor, me parece, el significado de la Encarnación y de la Redención. Jesús asumió nuestra naturaleza humana en su estado de caída. Asumió, dice san Pablo en la Carta a los filipenses, «la condición de esclavo» (doulos) (Flp 2,7), no la condición de Hijo. Es más, fue enviado «en una semejanza de carne de pecado», dice en la Carta a los romanos (Rom 8,3). Cristo asumió nuestra naturaleza humana para transformarla, para hacerla de nuevo perfectamente

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conforme al proyecto de Dios. Este es el verdadero significado de la Redención. Con una generosidad admirable, Cristo aceptó sufrir en el lugar nuestro y en nuestro favor la educación dolorosa que nos era indispensable. Por eso, «fue hecho perfecto, y para todos los que le obedecen causa de salvación eterna, habiendo sido proclamado por Dios Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec» (Heb 5,9-10). Esta es la conclusión triunfal del autor. El hecho decisivo es la transformación de Cristo mismo: fue «hecho perfecto». También esta afirmación es muy sorprendente, porque espontáneamente pensamos que Cristo era perfecto desde el comienzo y, por tanto, que no tuvo necesidad jamás de ser «hecho perfecto». Pero este pensamiento no corresponde al concepto justo de la Encarnación, la cual fue asunción de un devenir del hombre, de un camino hacia la perfección. San Lucas nos dice expresamente de Jesús Niño que «crecía» no solamente en «edad», sino también «en sabiduría y gracia ante Dios» (Le 2,52). Jesús-Niño no tenía la perfección de un adulto, debió adquirirla a través de diversas pruebas. Jesús adulto no tenía todavía la perfección necesaria para el sacerdocio. Debió adquirirla a través de su Pasión, esto es, debió llevar a su plena perfección las dos relaciones que son indispensables para el ejercicio de la mediación sacerdotal: la relación con Dios y la relación con los hermanos. En la Pasión, estas dos relaciones fueron sometidas a una tensión extrema, cuando Jesús se sintió abandonado por Dios y entregado como presa a la maldad de los hombres. Pero estas dos relaciones resistieron, más aún, se reforzaron recíprocamente. Cristo las llevó a la perfección por medio de sus sufrimientos y de su muer-

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te, aceptada en la obediencia filial y en la solidaridad fraterna. Su relación con el Padre alcanzó entonces su grado máximo de perfección gracias a la obediencia filial hasta la muerte, y muerte de cruz. Su relación con nosotros alcanzó el mayor grado de perfección gracias a la solidaridad fraterna impulsada también ella hasta la muerte como condenado. Cristo fue así hecho perfecto y proclamado sacerdote.

En efecto, el verbo griego empleado aquí por el autor (teleioun) posee estos dos significados. De por sí significa «hacer perfecto» pero, en la traducción griega del Pentateuco, se adopta ,.exclusivamente para decir: proclamado sacerdote (cf Ex 29,9.29.33.35, etc). Y el autor, en el capítulo 7, se ha aproximado a este uso del Pentateuco (cf Heb 7, 11.19.28). Por tanto, el verbo, en lenguaje religioso, tiene una connotación de proclamar sacerdote. La perfección adquirida por Jesús en su Pasión fue efectivamente una perfección sacerdotal, una perfección de mediador entre nosotros los hombres y Dios. Una perfección que los Sumos Sacerdotes antiguos jamás pudieron alcanzar. Este texto es muy profundo y merece ser meditado detenidamente. Nos ayuda a comprender la proclamación sacerdotal de Cristo, su sacerdocio y, por tanto, nuestra participación en este sacerdocio. El sacramento del Orden que hemos recibido toma todo su valor y toda su eficacia del hecho de que nos ha puesto en una fuerte relación con la proclamación sacerdotal de Cristo. Todos los sacramentos toman su valor de su relación con la pasión de Jesús, pero especialmente el sacramento del Orden toma su valor de esta relación. Este sacramento nos ha comunicado el doble dinamismo característico de esta proclamación de Cristo: el dinamismo de la

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obediencia filial hacia Dios y de solidaridad fraterna con los hombres. Tengamos siempre bien unidas estas dos actitudes, porque su unión es esencial para la mediación sacerdotal y para el ministerio pastoral; pidamos al Señor que nos conceda esta gracia fundamental. Gracias a la pasión de Cristo podemos comprender bien nuestro sacerdocio ministerial.

8 La promesa de una Nueva Alianza Oer 31,31-34)

La Carta a los hebreos establece una conexión entre el sacerdocio y la Alianza, que es original; en el Antiguo Testamento no se ve esta conexión. Entre el sacerdocio de Cristo y la Nueva Alianza, la relación es muy estrecha. Cristo es llamado el «mediador de la Nueva Alianza». Es en este sentido que es Sumo Sacerdote. Para preparar esta afirmación el autor cita el oráculo de Jeremías, que anunciaba la Nueva Alianza Oer 31,3134; Heb 8,8-12). Es la citación más larga del Antiguo Testamento en el Nuevo. Os propongo meditar sobre este oráculo, que es uno de los pasajes más bellos del Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento hay muy bellas promesas que se mezclan con promesas de prosperidad material: abundancia de trigo, de ganado, etc. En el oráculo de la Nueva Alianza, lo único que interesa es la relación íntima con Dios: «He aquí que vienen días, dice el Señor, en los cuales estableceré con la casa de Israel y con la casa de Judá una Alianza nueva, no como la Alianza que concluí con sus padres en el día en que los tomé de la mano para hacerles salir de la tierra de Egipto, una Alianza que ellos han violado aunque yo era su Señor.

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Esta es la Alianza que yo estableceré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mi Ley en lo íntimo de ellos, la escribiré en su corazón. Entonces yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Nin, guno tendrá nada que instruir a sus conciudadanos, ni a su propio hermano, diciendo: conoce al Señor, porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande, porque yo perdonaré su iniquidad, no me acordaré más de su pecado» Oer 31,31,34). Esta es la espléndida pro, mesa, una iniciativa estupenda de Dios. No se trata de una alianza que será el fruto de una discusión bilateral para llegar a un acuerdo y a una promesa de ayuda mu, tua. Se trata de una iniciativa divina, gratuita, generosa. «Estableceré ( ... ) una Alianza nueva». lPor qué esta iniciativa de Dios? El oráculo lo explica. Los israelitas no habían permanecido fieles a la Alianza concluida en el tiempo del Éxodo, por eso era necesaria una iniciativa nueva. En el tiempo del Éxodo, Dios había liberado al pue, blo esclavo en Egipto, lo había salvado del exterminio y conducido por el desierto para concluir con él una Alianza. El proyecto de Dios era un bello proyecto de amor, como vemos en el capítulo 19 del Éxodo: «Si que, réis escuchar mi voz y custodiar mi Alianza, seréis mi propiedad entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra, pero vosotros seréis para mí un reino de sacer, dotes y una nación santa» (Éx 19,5,6). La Alianza había sido estipulada con una promesa de fidelidad y sellada con sangre de animales, para simbolizar la unión vital entre Dios y su pueblo (Ex 24,4,8). Pero, poco tiempo después de su conclusión, la Alianza fue destruida por el pueblo. Lo vemos en el episodio del becerro de oro que se narra a continuación, que es el primer episodio

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narrativo después de la conclusión de la Alianza (Éx 32). Los capítulos intermedios no son narrativos, sino legislativos. Esta situación se ha repetido continuamente en la historia del pueblo de Israel. En particular el tiempo en que vivía Jeremías fue un tiempo de continua infideli, dad y de ruptura de la Alianza (cf 2Crón 36,15,16). So, brevino entonces una catástrofe terrible: el ejército de los caldeos marcha contra Jerusalén, asedia la ciudad, la toma, incendia el templo, los habitantes son llevados al destierro (cf 2Re 25). Una terrible situación de ruptura de la Alianza. Propiamente en esta situación Dios man, da al profeta a anunciar una nueva iniciativa completa, mente gratuita, la promesa de la Nueva Alianza. Aquí no se trata de una Alianza simplemente renovada, sino de una Alianza verdaderamente nueva. Renovaciones de la Alianza se habían realizado ya. Primero después del episodio del becerro de oro, como nos refiere el libro del Éxodo: «El Señor dice a Moisés: "Toma dos tablas de piedra como las primeras; yo escribiré en es, tas tablas las palabras que había en la primera tabla, y que tú has destrozado"» (Éx 24,1). Aquí no hay nada verdaderamente nuevo, las tablas deben ser semejantes a las primeras, son tablas de piedra como las primeras, serán grabadas del mismo modo que las primeras, en ellas serán escritas las mismas palabras. El oráculo de Jeremías, sin embargo, afirma: «Estableceré con la casa de Israel y con la casa tle Judá una Alianza nueva, no como la Alianza que concluí con sus padres». Mientras el texto del Éxodo insiste sobre la semejanza, el de ]ere, mías insiste claramente en la diferencia. Esto se puede percibir fácilmente. Después de la ruptura repetida de la primera Alianza, Dios no quiere establecer algo que

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se ha revelado insatisfactorio, ineficaz, y que estaría destinado a fallar una vez más. Dios quiere realizar un cambio radical. Y esto es lo que promete en el oráculo de Jeremías. Por eso el autor de la Carta a los hebreos afirma: «Diciendo Alianza nueva, Dios ha declarado an, tigua la primera, y esto que se hace antiguo y envejecido está próximo a desaparecer» (Heb 8, 13). lEn qué consiste la novedad de esta Alianza? En cuatro aspectos. El primer aspecto: la Nueva Alianza será interior y no exterior. Segundo aspecto: será una relación de perfecta pertenencia recíproca entre Dios y el pueblo. Tercer aspecto: no será una institución colectiva, será una relación personal, de cada uno con Dios. Cuarto aspecto: esta relación estará fundada sobre el completo perdón de los pecados. Este último aspecto manifiesta toda la inmensa generosidad divina que está en la base de la Nueva Alianza. El primer aspecto es la transformación del corazón. La Nueva Alianza será una alianza interior: «Pondré mi Ley en lo íntimo de ellos, la escribiré en su corazón». Aquí hay un claro contraste con la Ley antigua. Sobre el Sinaí, Dios había escrito sus leyes en dos tablas de piedra; se trataba, por eso, de una ley exterior, de un código de leyes que había que observar, pero que no cambiaba el corazón de la persona. El pueblo tenía un corazón malo, un corazón desviado. Esto se afirma en muchos textos del Antiguo Testamento. Dios debía la, mentarse: «Este pueblo se acerca a mí con la boca y me glorifica con los labios mientras su corazón está lejos de mí» (Is 29,13). «Son un pueblo de corazón extraviado, no conocen mis caminos» (Sal 94/95,10). Cuando el corazón es malo, lpara qué sirven las le, yes? Incluso las mejores leyes no pueden servir para otra

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cosa que para provocar el deseo de transgredirlas. Lo da a entender san Pablo en la Carta a los romanos, cuan, do escribe: «Yo no he conocido el pecado, sino por la Ley; no habría conocido la concupiscencia, si la Ley no hubiera dicho: no te dejes llevar de la concupiscencia. Tomando por tanto ocasión de este mandamiento, el pecado desencadenó en mí toda clase de concupiscen, das» (Rom 7,7,8). La Ley sobrevino para que abundara la culpa, dice también san Pablo (Rom 5,20). Era pues indispensable una transformación interior, y Dios la promete. Tener la ley de Dios escrita en el propio cora, zón significa tener un corazón dócil, capaz de cumplir libremente y por amor la voluntad de Dios. Un corazón convencido de que la voluntad de Dios es para el bien de las personas. Esta es la exigencia y al mismo tiempo la promesa que Dios hace: «Pondré mi Ley en lo íntimo de ellos, la escribiré en su corazón» Oer 31,33). Una vez cambiado el corazón, se establece una per, fecta relación recíproca entre Dios y el pueblo: «Seré su Dios y ellos serán mi pueblo». Aquí tenemos la fór, mula típica de la Alianza, que se repite muchas veces en el Antiguo Testamento, pero siempre con el verbo en futuro, como una cosa que todavía hay que lograr. Esta era una condición previa que no se había realizado jamás verdaderamente: «Si escucháis mi voz y observáis mis preceptos, seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» Oer 11,4). Los profetas debieron constatar siempre la infidelidad del pueblo, que obstaculizaba este proyecto de pertenencia recíproca. En cambio, cuando la ley de Dios está escrita en los corazones, se asegura también la perfecta reciprocidad de las relaciones. Dejándose guiar por la inspiración, Jeremías tiene después la audacia de anunciar que, en vez de ser una

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institución colectiva, como la Alianza del Sinaí, la Nueva Alianza consistirá en una relación personal de cada uno con Dios, una relación íntima que hará inútiles las admoniciones: «Ninguno tendrá nada que instruir a sus conciudadanos, ni a su propio hermano, diciendo: conoce al Señor, porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande» Oer 31,34). En el Antiguo Testamento vemos que era siempre necesario, es más, indispensable, la amonestación profética, la amenaza de los profetas. En el Nuevo Testamento, en cambio, no será necesaria, porque cada uno conocerá al Señor. Conocer una persona, en el lenguaje bíblico, significa tener una relación personal con la persona; no se trata, por tanto, de reconocer intelectualmente la existencia de Dios, sino de estar unidos a Él en una relación personal profunda. La situación anunciada constituye un cambio profundo. En efecto, los profetas debieron de constatar con frecuencia que el pueblo no cono~ía al Señor, que no tenía una relación auténtica con EL Isaías escribe: «El buey conoce a su propietario y el asno el pesebre del patrón; Israel no conoce» (Is 1,3). «Van de mal en peor, no conocen al Señor» Oer 9,2). Por eso los profetas reciben del Señor el encargo de reprender a los israelitas y de gritar para hacerse oír: «Vete, grita, que Jerusalén te oiga» Oer 2,2). «Clama a voz en grito, sin reparo, como una trompeta alza la voz; denuncia a mi pueblo sus delitos, a la Casa de Jacob sus pecados» (Is 58,1). Pero las intervenciones de los profetas no lograban provocar una conversión. Dios se lo advertía a Jeremías: «Puedes repetirles este discurso, no te escucharán; puedes gritar, no responderán» Oer 7,2 7). El oráculo de la Nueva Alianza, por el contrario, anuncia una situación

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diametralmente diversa. No será necesario instruir al propio hermano, porque cada uno tendrá una relación personal, auténtica y plena con el Señor. «Todos me conocerán, del más pequeño al más grande» Oer 31,34). Un ideal maravilloso, que corresponde a otra promesa hecha por Dios por boca de los profetas, como por ejemplo esta de lsaías: «Todos serán amaestrados por el Señor» (Is 54,13). «El conocimiento del Señor colmará el país como el agua llena el mar» (Is 11,9). Todo esto que se ha dicho hasta ahora se funda en el último elemento del oráculo: el perdón de los pecados: «Yo perdonaré su iniquidad, no me acordaré más de su pecado» Oer 31,34). Un perdón estupendo, que nos revela la generosidad sin límites de Dios, su amor paterno pleno de misericordia. En tiempo de Jeremías, el perdón parecía imposible a causa de la obstinación del pueblo, de su continua rebelión e infidelidad. Dios enumeraba los crímenes de su pueblo y preguntaba a Jeremías si era posible el perdón. En un cierto momento, Dios prohíbe a su profeta incluso el interceder por su pueblo: «En cuanto a ti, no intercedas por este pueblo, no supliques con gritos por él. No me ruegues por él porque no te escucharé» Qer 7,16). Nos encontramos frente a una situación de completa infidelidad de parte del pueblo, para el que parecía imposible el perdón. Pero Dios nos reconsidera de nuevo y, en su generosidad ilimitada, promete ofrecer un perdón completo, que hará posi~le aquella relación nueva, íntima de toda persona con El. El oráculo de Jeremías abre perspectivas maravillosas, pero no explica de qué modo podrá realizarse esta extraordinaria promesa de Dios. Nos lo revela, sin embargo, Jesús en la Última Cena, cuando instituye la Eucaristía. Jesús toma el cáliz y dice: «Esto es la sangre de mi

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Alianza» (Mt 26,28; Me 14,28). La Nueva Alianza debe estar fundada en la sangre, como la primera Alianza; no en la sangre de animales, sino en la sangre de Cristo, una sangre «derramada por muchos para remisión de los pecados» (Me 26,28), según la promesa de la Nueva Alianza: «Yo perdonaré su iniquidad» Oer 31,34). Meditemos, pues, sobre esta maravillosa promesa a la luz de la Eucaristía. Pidamos la gracia de acoger verda, deramente esta promesa divina y de percibir su extraor, dinaria novedad. No merecíamos la Nueva Alianza, no la habíamos merecido en nada. Es una iniciativa divina, gratuita, generosa, misericordiosa. Vivimos en esta Nue, va Alianza, pero debemos tomar conciencia de esta no, vedad, que nos renueva completamente y nos introduce en una relación profunda, íntima con Dios por medio de Cristo, mediador de la Nueva Alianza.

9 Las bodas de Caná, signo de la Nueva Alianza On 2,1,11)

Para profundizar en el tema de Cristo mediador de la Nueva Alianza, os propongo abandonar ahora la Carta a los hebreos y tomar en consideración un episodio evangélico, en el cual Jesús, en un cierto sentido, se manifiesta como mediador de una Nueva Alianza. Se trata del episodio de las bodas de Caná. Las bodas se celebran para establecer una alianza: una alianza nup, cial. En Caná, Jesús es solicitado por su madre para que transforme el agua en vino y para que haga así posible la feliz realización de las bodas que estaban compro, metidas. El evangelista subraya la importancia de este episodio, porque afirma al final: «Así Jesús dio comienzo a su signos en Caná de Galilea, manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» On 2,11). Las traducciones suelen decir «Jesús dio comienzo a sus milagros», pero Juan usa el término griego semeion, que significa «signo», porque el evangelista quiere que pongamos nuestra atención en el significado del hecho, en vez de detenernos, como sería nuestra tendencia espontánea, en el aspecto prodigioso, sobrenatural. Por eso en el cuarto evangelio las narraciones de los signos aparecen con frecuencia seguidas de largas explica,

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dones doctrinales. El signo de las nupcias de Caná no aparece seguido inmediatamente de un comentario, sin embargo, en el capítulo siguiente se sugiere una explicación, cuando el evangelista refiere una discusión surgida entre los discípulos del Bautista y un judío respecto a las purificaciones On 3,25). En el signo de Caná, las seis tinajas de piedra estaban allí «para las purificaciones de los judíos» On 2,6). Después, a una pregunta de sus discípulos, Juan Bautista responde: «No soy yo el Cristo, pero yo he sido mandado delante de él. El que posee la esposa es el esposo; el amigo del esposo, que está presente y lo escucha, exulta de gozo a la voz del esposo. Ahora este gozo mío es completo» On 3,28-29). La alegría del Bautista es la de escuchar la voz del esposo. El esposo es Jesús. Por otra parte, el discurso hecho por Jesús después de la multiplicación de los panes sirve también para comentar el episodio de Caná, porque no habla sólo de alimento, sino también de bebida. Para captar en profundidad el episodio de las bodas de Caná debemos referirnos al Antiguo Testamento, donde está continuamente presente el tema de las bodas de Dios con la nación elegida. Es un modo metafórico de hablar de la Alianza. Por puro amor, Dios eligió a una esposa, la nación de Israel, llamada también la hija de Sión. Israel está representado por una figura femenina, a la cual el Señor propuso la alianza nupcial. Dios quiere ser el esposo de Israel, pero la condición es que el pueblo corresponda a este deseo divino y se muestre fiel a la Alianza. Esta condición no se ha realizado jamás plenamente. Las nupcias se iniciaron, pero no se pudieron llevar a cumplimiento. A pesar de la generosidad de Dios, el pueblo se mostraba siempre de nuevo infiel. Como sabéis, en el Antiguo Testamento la idolatría se

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presentaba como una infidelidad matrimonial, como un adulterio, más aún, como una prostitución. El libro del Éxodo nos refiere el episodio del becerro de oro (Éx 3 2), primer episodio de prostitución de Israel, inmediatamente después de la estipulación de la Alianza del Sinaí. La Alianza ha sido apenas concluida y la primera historia que se narra después es la de la idolatría del pueblo. El profeta Ezequiel, en el capítulo 16, refiere una historia de amor y de infidelidad. Es Dios mismo el que la cuenta una y otra vez con muchos destalles. Otros profetas con lenguaje menos realista y detallado que el de Ezequiel nos hablan de la situación de adulterio de Israel y de la imposibilidad para este pueblo de establecer relaciones con Dios. Por boca de Oseas, el Señor declara abiertamente a los israelitas: «Denunciad a vuestra madre, denunciadla, no es esta mi mujer, ni soy yo su marido. Que se quite de la cara los signos de su prostitución» (Os 2,4). Es la ruptura. Muchos profetas describieron los castigos que Dios infligiría a su pueblo con la imagen de la privación de las bodas y de la alegría. Desde el momento en que el pueblo ha sido infiel a Dios, no se podrán celebrar ni siquiera las bodas humanas. Jeremías especialmente, después de haber recordado todas las violaciones de la Alianza en el capítulo 7, nos refiere esta conclusión del Señor: «Haré cesar en el país de Judá y en los caminos de Jerusalén la voz alegre y la voz gozosa, la voz del esposo y la voz de la esposa. El país será un desierto» Oer 7,34). El profeta refiere también la orden de no participar en ninguna ceremonia de bodas, ni en ningún banquete Oer 16,8). Otros profetas anuncian la privación del vino, por ejemplo Isaías: «El mosto estaba triste, la viña mustia:

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se trocaron en suspiros todas las alegrías del corazón. No beben vino cantando: amarga el licor a sus bebedo, res» (Is 24, 7.9). No habrá más bodas ni vino porque el pueblo ha transgredido la ley, ha desobedecido al Señor y ha roto la alianza de amor (Is 24,5). Pero, también en los momentos más trágicos, el Señor no renuncia a su proyecto de unión en el amor. Quiere llevar a cumplimiento las bodas con su pueblo. Promete entonces una Nueva Alianza y de nuevo serán posibles los gozos de las bodas y la abundancia del vino. En Je, remías 33, después del anuncio de la Nueva Alianza, el Señor promete: «Así dice el Señor, en este lugar del que decís que es una ruina, en la ciudad de Judá y por las calles de Jerusalén, ahora desoladas, se escucharán todavía las voces alegres, las voces gozosas, las voces del esposo y la voz de la esposa» Oer 33,10,11). Por boca de Ezequiel, Dios promete: «Me acordaré de la Alianza que establecí contigo cuando eras moza y llevaré a término contigo una Alianza eterna» (Ez 16,60). Por tanto, Dios manifiesta una extraordinaria constancia, una estupen, da generosidad: propone siempre de nuevo a su pueblo la Alianza. El episodio de las bodas de Caná debe entenderse en e~te contexto: las bodas se iniciaron ya en el tiempo del Exodo, pero en un momento dado faltó el vino. Las bodas no pudieron ser llevadas a cumplimiento. En este punto, María comunica a Jesús la situación y él intervie, ne. Comienza a ordenar que se llenen de agua las tinajas: tiene a su disposición sólo el agua, que, como observa el evangelista, sirve para la purificación ritual de los judíos On 2,6). Esta agua corresponde exactamente a la situa, dón de la Antigua Alianza: un sistema de purificado, nes externas, que no podía fundar una alianza interior,

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porque la ley estaba escrita en piedras, pero no en sus corazones. Esta agua no podía llevar a cumplimiento las bodas, se necesitaba un cambio radical. Jesús realiza este cambio: en lugar del agua ofrece vino, un vino excelente, que suscita la admiración del maestresala. Los discípulos pueden reconocer en la obra de Jesús su gloria. Su gloria es la gloria del Mesías prometido, ca, paz de llevar la abundancia del vino y de hacer posible el cumplimiento de las nupcias. La gloria de Jesús es la gloria del esposo, porque en este episodio el verdadero esposo no es el que celebra las bodas y no es capaz de traer vino suficiente: el verdadero esposo es Jesús. La gloria de Jesús es la gloria del amor generoso que da el vino bueno para llevar a cumplimiento las bodas. Pero, ¿de qué vino se trata? El de Caná es un signo, el signo de otra realidad, mucho más importante. En este punto del evangelio no sabemos de qué vino se trata, ni lo saben sus discípulos; se sabrá más tarde. En el capítu, lo 6 de Juan, después de la multiplicación de los panes, se introduce el tema de la bebida. El Señor afirma: «El que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él» On 6,56). El vino bueno, del cual el vino de Caná es solamente un signo, es la sangre de Jesús. Don generoso que Jesús hace de la propia vida para hacer posible el cumplimiento de las bodas. No puede haber alianza más estricta que esta comunión, esta interioridad recíproca que el Señor expresa diciendo: «El que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él». Es la a,lianza perfecta. El discurso del pan de vida anuncia la Ultima Cena, cuando Jesús tomará el cáliz del vino y dirá: «Esto es la sangre de mi alianza, derramada por muchos» (Me 14,24). Más tarde, en el Calvario, el vino bueno brotará del corazón de Jesús y será entonces el momento de rea,

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lización de las bodas On 19,34). «Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua». El episodio de Caná era sólo un signo, pero un signo verdaderamente importante. Sobre el Calvario no aparece este aspecto de las bodas, pero gracias a Caná sabemos que se trata del cumplimiento de las bodas mesiánicas. En esta perspectiva se ve también la figura de María. El evangelista hace notar que ella se encontraba allí en Caná antes de que llegara Jesús. «Tres días después, ha, bía una boda en Caná de Galilea y allí estaba la madre de Jesús» On 2,1). Parece que Jesús había sido invitado a la boda a causa de la presencia de su madre. Dándose cuenta de que faltaba vino, María se dirige a Jesús y le dice: «No tienen vino» On 2,3). Con su corazón de ma, dre, estaba atenta a las necesidades de la gente y expone el caso a Jesús como una madre habla con su hijo. Pero aquí se verifica algo inesperado: la reacción de Jesús a las palabras de su madre, que no eran ni si, quiera una súplica. María no ha pedido nada. Jesús le dice: «Üh, mujer, lqué he de hacer contigo?», según la traducción de la Conferencia Episcopal Italiana. Nos hallamos ante una reacción desconcertante. El texto griego dice literalmente: «lA ti y a mí qué?». Es una expresión bastante frecuente en el Antiguo Testamento, que indica siempre poner en cuestión una relación en, tre personas. Se puede poner en cuestión una relación hostil o una relación de amistad. Por ejemplo, David, en el momento de su huida de Jerusalén a causa de la rebelión de Absalón, usa esta fórmula respecto a su oficial, para impedirle que, en su defensa, matara al descendiente de Saúl que le insultaba (2Sam 16,10). Es también el caso de la viuda que hospedaba a Elías;

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el hijo de esta viuda enferma y muere. Cuando llega el profeta, la viuda lo interpela preguntando su relación con él: «lQué hay entre yo y tú, hombre de Dios? lHas venido acaso para renovar el recuerdo de mi iniquidad y para matarme a mi hijo?» ( 1Re 17, 18). Se trata siempre de poner en cuestión una relación. Con esta expresión, Jesús quiere poner en cuestión su relación familiar con su madre y sugerir que tal rela, ción no debe intervenir más, debe dejar el puesto a otra especie de relación. Para indicar este cambio, en vez de decir «madre», Jesús dice «mujer»: «lA ti y a mí qué, mujer?». Este modo de dirigirse a una mujer en público no era descortés, era normal. En el evangelio, Jesús usa esta expresión para la cananea, para la samaritana, para María Magdalena. Pero no parece normal en boca de un hijo que se dirige a su propia madre. Usándola, Jesús da a entender que no quiere colocarse ante su madre en un plano familiar. Esta actitud de Jesús corresponde a la que encontramos en algunos episodios referidos por los Sinópticos. Cuando Jesús está hablando a la multitud y vienen a buscarle sus hermanos y su madre, Jesús pone en cuestión sus relaciones familiares: «ZQuién es mi madre y quiénes son mis hermanos? ». Después, señala a sus discípulos y responde: «He aquí a mi madre, he aquí a mis hermanos, porque quienes hacen la voluntad de mi Padre que está en los cielos, estos son mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,48,50). María debe por tanto aceptar una evolución en sus relaciones con su hijo. Es un hecho normalísimo en la vida familiar. Entre una madre y un hijo hay siempre necesidad de una evolución en sus relaciones recíprocas, cosa que nunca es fácil, porque presupone de parte de la madre la capacidad de aceptar que el hijo se distancia progre,

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sivamente de ella, asumiendo su propia autonomía. Al comienzo el hijo está en el seno de la madre, después en sus brazos, después camina, más tarde se marcha. . Jesús usa después una expresión que suele tradu, cuse como una declaración negativa: «Todavía no ha llegado mi hora». Debemos tener en cuenta que en ~os manus~;1tos más antiguos no se ponían signos de mterrogac1on; por tanto, nada puede indicarnos si esta frase es negativa o interrogativa. Muchos la interpretan co~o una declaración negativa. Pero grandes exegetas la mterpr:t~ron como interrogativa, desde los tiempos de la patnstlca hasta nuestros días. Jesús pregunta: ¿No ha llegado acaso ya mi hora? Debo decir que esta inter, pretación me parece la interpretación justa. Por una razón un poco especial, porque una pregunta admite la posibilidad de diversas respuestas. Una declaración negati;a, si~ embar~o, cierra el discurso. La pregunta de Jesus sugiere a pnmera vista una respuesta positiva: ha l~egado la hora de Jesús. Un comentario patrístico e:cphca que ahora no es la hora de María, esto es, el tiempo en que la madre debe guiar al hijo en la vida· es la hora de Jesús, la hora en que Jesús debe tomar l~ iniciativa y realizar el plan de Dios. Jesús no debe obe, decer más a María, debe tomar en sus manos su misión propia de Mesías, mostrar su autoridad manifestar su gl~ria..Esta es la voluntad del Padre. Per~ una pregunta d~Ja siempre abierta la posibilidad de una respuesta d~~ersa, no ~ug~rida. La pregunta de Jesús deja la posi, bihdad de anadu una respuesta negativa en otro nivel Y considero que esta es la intención del evangelista, qu~ en o~ras ocasiones también plantea estas preguntas que reqmeren una doble respuesta, positiva en una cierta perspectiva y negativa en otro nivel. Por ejemplo, en

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una ocasión, Jesús dice a los judíos: «Adonde yo voy, vosotros no podéis venir». Los judíos preguntan: «lAca, so va a suicidarse?» On 8,21,22). La respuesta es nega, tiva, Jesús no va a matarse a sí mismo, será asesinado por intervención de sus enemigos. Pero, en el cuarto evangelio, la respuesta puede ser también positiva, más aún, debe ser positiva, porque Jesús ha dicho: «Nadie me quita mi vida, yo dispongo de ella por mí mismo» Qn 10,18). En otro pasaje, los judíos preguntan si Jesús va a evangelizar a los griegos Qn 7,35). Ciertamente Jesús, durante su vida terrena, no evangelizará a los griegos; pero después, por medio de su misterio pascual, efecti, vamente evangelizará a los griegos y a otros pueblos (cf Jn 12,20,24). Si tomamos la frase en sentido interrogativo, pode, mos comprender que ha llegado la hora de la primera manifestación de la gloria de Jesús, pero no la de su manifestación definitiva, que se hará por medio de su elevación en la cruz y de su elevación hasta el cielo. lQué hace entonces María? En los pasajes parale, los, los Sinópticos no dicen cómo reaccionó. El cuarto evangelio señala que María se sometió perfectamente a la invitación de Jesús, que no hizo ninguna petición, que no se volvió de nuevo a él. Se volvió a los criados y les dijo: «Cualquier cosa que os diga, hacedla» Qn 2,5). Con frecuencia, las traducciones dicen: «Haced lo que él os diga», que sugieren que María había intuido lo que Jesús iba a hacer. Sin embargo, el texto griego sugiere que María no intuyó propiamente nada, no sabía lo que Jesús iba a hacer, pero en cualquier caso invitó a los criados a la más perfecta obediencia. «Cualquier cosa que os diga, hacedla». María deja la iniciativa totalmen, te a Jesús. No sólo acoge personalmente las palabras de

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Jesús y acepta un cambio de relación, sino que invita a otras personas a someterse a él. María abandona el primer nivel de relación con Jesús y se establece en un nuevo nivel. Con su docilidad, se muestra de nuevo sierva del Señor en vez de madre, pero al mismo tiem, po se convierte en Madre de Cristo de una manera nueva, según la declaración de Jesús en los Sinópticos: «Quienes hacen la voluntad de mi Padre que está en los cielos, estos son mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). María acepta la voluntad de Dios y al mismo tiempo mueve a otras personas a manifestar la misma sumisión generosa. En este sentido, María es doblemente Madre de Jesús, porque es también Madre de los discípulos de Jesús, de aquellos que hacen lo que Jesús quiere. Debemos admirar la gran disponibilidad de María y no buscar en este episodio explicaciones devocionales, que son más o menos desviadas y que no corresponden a la orientación del cuarto evangelio. En el cuarto evan, gelio es siempre Jesús el que toma la iniciativa para los milagros; no hay ninguna petición de milagro de parte de otra gente. La interpretación que propongo me pa, rece que corresponde mejor a una devoción a María verdaderamente profunda. María es nuestra Madre, y nos enseña la verdadera docilidad al Señor. Ahora imaginemos por un momento lo imposible, esto es, que María hubiera sido una madre posesiva, celosa, como tantas madres que no permiten a sus hijos, incluso adultos y casados, seguir su propio camino, y que provocan así tantos dramas familiares. Si María hubiera actuado así, habría sido muy contrariada por la respues, ta de Jesús, la habría considerado una intolerable falta de respeto y no habría aceptado un cambio de relación.

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En vez de ponerse al servicio de la misión de Jesús, la habría obstaculizado. Lógicamente, esta hipótesis es completamente irreal en el caso de María, pero para otras personas es real. Había una parte del pueblo elegido, los fariseos, los escribas, los sumos sacerdotes, que originariamente se encontraban en la misma situación de María ante Cristo, esto es, en una posición de autoridad. Jesús se presentó ante ellos como el profeta enviado por Dios para establecer la Alianza Nueva. Enseñó «no como los escribas y fariseos, sino como uno que tiene autoridad» (Me 1,22). Reclamó un cambio de relaciones. Pero ellos no lo aceptaron, se opusieron a su acción de Mesías y a la misión hasta hacer que lo condenaran a muerte. Este evangelio nos pone frente a la elección de dos actitudes espirituales opuestas: la de la docilidad de María y la de aquellos que no quieren aceptar ningún cambio de relaciones cuando Jesús lo propone. El após, tol Pablo, al comienzo de la parte parenética de la Carta a los romanos, nos hace comprender que no podemos adaptamos de manera definitiva a un cierto nivel de vida espiritual y a un cierto modo de ministerio pastoral. En distintas ocasiones el Señor nos pide un cambio de relaciones. San Pablo nos dice: «Transformaos renovan, do vuestra mente para poder discernir la voluntad de Dios, esto que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2). «Transformaos renovando vuestra men, te». En el Nuevo Testamento, la voluntad de Dios ya no es una ley fija escrita sobre piedra, es una voluntad creativa y, si queremos corresponder a la voluntad de Dios, debemos corresponder a este movimiento creati, vo, especialmente cuando el Señor nos pide un cambio de relaciones. A través de las circunstancias externas,

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a través de decisiones de otras personas, o también de otros modos, por ejemplo a través de una desolación espiritual que pone en cuestión nuestro modo de concebir nuestras relaciones con Dios, Cristo nos dirige esta petición que dirigió a María: lCuál es tu relación personal conmigo? lCorresponde a la etapa actual de tu vocación, de tu misión? No te puedes contentar con tu relación pasada, aunque haya sido muy buena. Esta relación ahora debe progresar, debe corresponder a una nueva etapa de tu vida espiritual y apostólica. En tales casos, podemos tener la impresión de que el Señor quiere quitarnos lo que teníamos, pero la intención del Señor es positiva. Quiere hacernos pasar a un nivel de amor más puro, más profundo, más fecundo, a fin de que puedan ser llevadas a cumplimiento las bodas mesiánicas entre él y nosotros. Es una gracia grande saber reconocer los momentos en los que el Señor nos da una respuesta un poco brusca, como hizo con María en Caná. Es una gracia grande saber captar la intención positiva del Señor, que va siempre en el sentido de un progreso en el amor.

10 Cristo, mediador, de la Nueva Alianza en la Ultima Cena (Mt 26,26-28)

En las bodas de Caná, como habíamos visto esta mañana, Jesús tr3;.nsformó el agua en vino. Este signo an~n­ ciaba ya la Ultima Cena, en la cual Jesús transformo el vino en su sangre. Las bodas de Caná, alianza nupcial, anunciaban la institución de la nueva Alianza. Jesús en la Última Cena instituyó esta Nueva Alianza, diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre» (Le 22,20; lCor 11,25). Él se reveló así como el mediador de la Nueva Alianza, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. Os propongo por tanto meditar esta tarde sobre la institución de la Eucaristía, tesoro inagotable por el cual podemos experimentar una admiración y una veneración siempre crecientes. Sabemos bien que la Eucaristía es un estupendo don de amor. Pero quizá no sabemos suficientemente que la institución de la Eucaristía ha sido una victoria del amor: una extraordinaria victoria del amor sobre el mal y sobre la muerte. lmpr~siona el hecho de que todas las narraciones de la Ultima Cena ponen la Eucaristía en relación con la pasión de Jesús y más precisamente con la traición de Judas. San Pablo, en la primera Carta a los corintios, declara que «el Señor

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Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros"» (lCor 11,23-24). Los evangelios nos revelan que, antes de la institución de la Eucaristía, Jesús era consciente de la traición. Les dice: «En verdad os digo, uno de vosotros que come conmigo me entregará» (Mt 26,21; Me 14,18). Por tanto, la cadena de acontecimientos que llevará a Jesús a la condena y a la muerte infame en la cruz ha comenzado ya a ponerse en movimiento. El Señor es consciente de ello. Sabe que su ministerio de entrega generosísima a Dios y a los hermanos va a ser brutalmente interrumpido por una traición, la culpa mjs odiosa y más contraria al dinamismo de la Alianza. El puede actuar todavía libremente, pero algunas horas más tarde será arrestado, atado, y entonces ya no podrá moverse con libertad, y menos todavía cuando haya sido clavado en la cruz. lCuál es ahora su reacción? lCuál sería la reacción que podría esperarse de una actuación tan escandalosa? Veamos la reacción del profeta Jeremías. Entre la existencia de Jesús y la del profeta Jeremías hay estrechas relaciones. Avisado por el Señor de un complot tramado contra él, Jeremías exclama: «Ahora, Señor de los ejércitos, justo juez que escrutas los corazones y la mente, pueda yo ver tu venganza sobre ellos, porque yo te he confiado mi causa». Esto se encuentra por dos veces en el libro de Jeremías Oer 11,20; 20, 12). En otro pasaje, Jeremías especifica cuál debe ser la venganza: «Escúchame, Señor, abandona sus hijos al hambre, ponlos bajo el poder de la espada, y que sus mujeres queden sin hijos y viudas y sus hombres sean golpeados de muerte, y sus jóvenes mueran por la espada en la batalla. No dejes impune su iniquidad» Oer

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18,19.21.23). Esta es la reacción que consideraríamos normal en una situación de injusticia tan escandalosa. Podemos advertir en la actitud de Jeremías un cierto progreso respecto a la reacción humana instintiva, que sería empuñar en la mano la espada y realizar por sí mismo la venganza. Jeremías confía la venganza a Dios, lo cual implica una victoria sobre el impulso hacia la violencia. Pero Jesús lleva a una victoria mucho más radical y mucho más positiva, supera su dolor y, en vez de renunciar como Jeremías a un comportamiento generoso, lo lleva hasta el extremo: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el punto extremo del amor» On 13,1). Jesús anticipa la propia muerte, la hace presente en el pan partido, que se convierte en su propio cuerpo, y en el vino derramado, que es su sangre, y transforma la propia muerte en un sacrificio de Alianza para el bien de todos. No es posible imaginar generosidad más grande que esta, ni una transformación más radical de este mismo acontecimiento. Cuando se habla de la Eucaristía, se suele insistir en la transformación del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su sangre, la transustanciación, cuya importancia es evidentemente decisiva: sin ella no habría sacramento. Pero no se piensa en subrayar otra transformación, no menos extraordinaria, y en cierto sentido más importante para nuestra vida: la transformación de un acontecimiento de ruptura en un medio apto para establecer la comunión con Dios y con los hermanos, la transformación de la sangre derramada por un crimen de los enemigos en sangre de Alianza. Esta transformación es verdaderamente estupenda, es una verdadera victoria del amor.

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Para el Antiguo Testamento, la muerte era un acon, tecimiento de ruptura radical y definitiva, con los hom, bres y con Dios. Ahora no ~a podemos percibir de este modo, porque Jesús, en la Ultima Cena, transformó el sentido de la muerte. Vemos que la muerte rompe los lazos físicos entre las personas. No es posible comuni, carse con un muerto, y de nada sirve hablarle. No se puede tener ningún contacto personal recíproco, y esto provoca tristeza y dolor. Pero sabemos que estamos uni, dos espiritualmente con nuestros difuntos en Cristo. La ruptura no es total. En el Antiguo Testamento parecía total. La muerte provoca sobre todo la ruptura de las rela, dones con Dios. Este era el aspecto más tremendo para la gente religiosa. La muerte es castigo del pecado, últi, ma consecuencia del pecado, grado extremo de ruptura entre la persona humana y Dios. Cuando en el Antiguo Testamento pensaban en la muerte, pensaban en esta tremenda ruptura. Golpeado por una enfermedad mor, tal, el rey Ezequías exclama: «No veré más al Señor en la tierra de los vivos» (Is 38, 11). Al Señor se le ve en la tierra de los vivos, no se le ve en el Seol de los muertos. La gente del Antiguo Testamento percibía el contraste violento entre el Dios viviente y el hombre muerto y no encontraba ninguna relación positiva entre ellos. En el Salmo 87/88, el orante se vuelve a Dios con estas palabras: «Ya voy tras aquellos que descienden a la fosa. Me siento como un hombre finito relegado entre los muertos: como los que han sido matados y yacen en el sepulcro, de los que tú no te acuerdas, separados de tu mano para siempre» (Sal 87/88,5,6). Dios no tiene ja, más un recuerdo para los muertos, la ruptura es comple, ta. Según la concepción del Antiguo Testamento, como

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sabéis bien, los muertos iban a terminar en el Seol, esto es, en un lugar subterráneo y tenebroso donde llevaban una existencia de larvas, indigna del hombre y aún más indigna de Dios. Eran olvidados por Dios. Este doble aspecto de ruptura provocada por la muer, te era todavía más trágico por cuanto se trataba de la muerte de un condenado. La muerte de una persona honesta causa dolor y tristeza en los demás: se habría deseado que no hubiera muerto. Por el contrario, la muerte de un condenado expresa que ha sido rechaza, do por la sociedad, que no lo quiere y lo condena para romper con él de un modo completo y definitivo. En el pueblo elegido la condena se realizaba según la ley de Dios y, por tanto, el condenado era considerado maldito de Dios. Es precisamente esta situacióp de ruptura completa la que Jesús debe afrontar en la Ultima Cena. San Pablo no ha dudado en decir que Cristo «Se ha convertido en maldición», porque está escrito «maldito el que pende del madero» (Gál 3,13; Dt 21,23). Jesús asume esta situación y hace de ella la ocasión de un amor extremo, un instrumento de comunión con Dios y con los her, manos, un medio de fundar la Nueva Alianza. Circuns, tandas más contrarias a la fundación de una Alianza no se podían imaginar. Jesús sabe que será entregado, que será abandonado por todos sus discípulos, renegado por Pedro, arrestado, acusado falsamente, condenado con la peor de las injusticias, asesinado. Y precisamente estos acontecimientos crueles e injustos él los hace presentes anticipadamente en la Última Cena y los transforma en un don de amor, en ofrenda de Alianza. Si lo pensamos seriamente, estas circunstancias de, herían dejarnos profundamente estupefactos. No nos

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damos cuenta suficientemente de la extraordinaria transformación realizada por Jesús en aquel momento y de la generosidad de corazón con que concibió y realizó dicha transformación. No nos damos cuenta suficientemente del dinamismo de amor victorioso que recibimos cuando celebramos la Eucaristía y recibimos la comunión. Una dinámica que debe hacemos fácil la victoria sobre los obstáculos del amor y damos fuerzas para transformar los mismos obstáculos en ocasión para progresar en el amor. Cuánta vergüenza debemos sentir por todas nuestras faltas de amor, por todos los fallos de nuestro amor. Una Alianza debe tener necesariamente dos dimensiones: una vertical, la relación con Dios, y otra horizontal, de relación con los hermanos. Son las dos dimensiones de la cruz, que son muy significativas, con el Corazón de Jesús en el centro, que permite la unión de estas dos dimensiones. En la fundación de la alianza del Sinaí, la dimensión más visible era la vertical. Se lee en el Éxodo que Moisés «tomó el libro de la Alianza, lo leyó en la presencia del pueblo. Dijeron: cuanto el Señor ha ordenado, nosotros lo haremos y lo seguiremos». Moisés tomó la sangre de animales inmolados y roció con ella al pueblo, diciendo: «He aquí la sangre de la Alianza, que el Señor ha concluido con vosotros sobre la base de estas palabras» (Éx 24, 7-8). Dimensión vertical de las relaciones entre el pueblo y Dios. En la Última Cena, por el contrario, la dimensión que aparece más claramente es la horizontal del don a los hermanos. El contexto es el de una cena juntos, un contexto de fraternidad humana. Toda comida entre muchas personas reunidas tiene este significado

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de unión entre las personas, de acogida recíproca, de relaciones amistosas, fraternas. En este contexto de comida tomada en común, Jesús ofrece en alimento el propio cuerpo y como bebida la propia sangre: «Esto es mi cuerpo entregado por vosotros ... este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre, derramada por vosotros» (Le 22,19-20). Se trata de una comunión fraterna expresada del modo más íntimo y más perfecto posible. La sangre de la Alianza se da no por aspersión, como aconteció en la primera Alianza del Sinaí, sino que es entregada para ser bebida. El resultado es una inmanencia recíproca: «El que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él» On 6,56). No es posible realizar una Alianza más estricta. Este aspecto de comuni9n profunda entre Jesús y los discípulos presente en la Ultima Cena no se encuentra en el Calvario, donde se manifiesta sólo el aspecto de completa ruptura. Jesús sobre l~ cruz muere rechazado por la multitud. Gracias a la Ultima Cena sabemos que muere por la multitud y funda la Alianza con Dios. La dimensión vertical de la Última Cena es menos evidente, pero esencial, pues condiciona la dimensión horizontal: no puede haber una verdadera relación entre hermanos si no existe la relación con el Padre. ¿Dónde se manifiesta la dimensión vertical? Se manifiesta en una sola palabra: eucharistesas, «habiendo dado gracias» (Le 22, 19), palabra que expresa la acción de gracias que Jesús pronuncia dos veces, la primera sobre el pan y después sobre el cáliz. Se trata de una oración de importancia extrema. La Iglesia lo comprendió bien, porque llamó al sacramento «Eucaristía», palabra griega que significa «acción de gracias». La Eucaristía es el sacramento de la acción de gracias.

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Durante su vida, Jesús asumía con frecuencia espontáneamente la actitud filial de amor agradecido. Es una actitud que corresponde a su condición de Hijo: el Hijo lo recibe todo del Padre, por ello su reacción normal es la de recibir con gratitud filial los dones del Padre. Los evangelios nos refieren algunos casos en que Jesús dio gracias públicamente al Padre. Vamos a tomar en consideración dos que tienen especial relación con la Eucaristía. Se trata de dos situaciones en las que no nos habría venido a la mente el pensamiento de dar gracias a Dios: una situación de carencia y una de luto. La situación de carencia es la que precede a la multiplicación de los panes: en un lugar desierto donde se han reunido miles de personas con hambre y Jesús tiene a su disposición sólo siete panes. No es una situación para ~legrarse y dar gracias, pues faltaba lo necesario. En el Exodo, en una situación semejante en que faltaba el alimento, el pueblo ciertamente no daba gracias, sino que murmuraba, se rebelaba (cf Éx 16,2-3). Jesús, en cambio, da gracias al Padre (Mt 15,36; Me 8,6) y así da comienzo la multiplicación de los panes. Con su acción de gracias, Jesús abrió la vía a la generosidad del Padre. La situación de luto es aquella que sigue a la muerte de Lázaro. Jesús se hace guiar hasta la tumba de su amigo, la hace abrir y, frente al sepulcro abierto, se vuelve al Padre con esta plegaria completamente inesperada en aquellas circunstancias: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado» On 11,41) . En la Última Cena, Jesús da gracias. Tampoco es esta una situación de gozo fácil. Es una situación trágica, de traición. Jesús da gracias. A primera vista, esta acción de gracias se presenta como un hecho ordinario de la vida cotidiana. La plegaria al comienzo de la comida.

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Cuando los apóstoles escuchan la acción de gracias de Jesús, el significado que perciben es este: «Padre, te doy gracias por este pan que me has dado, tú que alimentas generosamente a todas tus criaturas. Te doy gracias por este vino, símbolo de tu amor, con el cual alegras el corazón de los hombres». Jesús mismo sabe bien lo que va a decir y hacer en el momento siguiente: sabe muy bien que ese alimento no continuará siendo un alimento ordinario, que este pan y este vino no continuarán siendo pan y vino materiales. Mientras da gracias, sabe que el Padre le ofrece la posibilidad de un don incomparablemente más grande, más sustancioso, más generoso: el don de sí mismo para comunicar a los hombres el amor divino, la vida divina. El primer aspecto de la Eucaristía es, en efecto, no el de ser un don de Cristo a nosotros, sino un don del Padre. En el discurso del pan de vida, Jesús había dicho: «No es Moisés el que os dio el pan del cielo, sino mi Padre os da el pan del cielo, el pan verdadero» On 6,32). Jesús es plenamente consciente de que el don que él nos da proviene del Padre. No pretende tener la iniciativa, sino que da gracias al Padre, que le permite transmitir este don: «Te doy gracias, Padre, porque, por medio de este pan que tengo en mis manos, yo mismo me convertiré en pan de vida para el mundo. Te doy gracias por haberme dado un cuerpo que puedo transformar en alimento espiritual, por haberme dado una sangre que puedo derramar y transformar en bebida de Alianza. Por haberme dado sobre todo un corazón lleno de amor que desea ardientemente hacer este don». La Eucaristía es un don del Padre, que da a sus hijos un alimento excelente. La Iglesia recibe la Eucaristía como un don del Padre. Este aspecto se expresa ordinariamente en l~

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oraciones litúrgicas después de la comunión, que tienen un aspecto sorprendente. Después de la comunión, parecería que habría que dar gracias a Jesús, que se nos ha dado a nosotros. La Iglesia, en cambio, nos hace dar gracias al Padre. El Padre que nos ha acogido en su mesa, dicen las oraciones. El Padre que nos ha alimen, tado con el cuerpo y la sangre de su Hijo. La Eucaristía es un don del Padre. En el discurso del pan de vida, Jesús había dicho: «El pan que yo os daré es mi carne por la vida del mundo» On 6,51). Jesús, en la Última Cena, no limita su mirada al pequeño grupo que le acompaña, sino que dice a los discípulos: «Haced esto en memoria mía», pensando en mucha otra gente. Su acción de gracias está así en el origen de una nueva multiplicación. No de panes, en plural, sino del pan, del único pan, que es él mismo. Una multiplicación ahora más maravillosa y más impor, tante que la que aconteció en el desierto. En efecto, la finalidad última no era tanto la de satisfacer y calmar el hambre de miles de personas, sino la de prefigurar la multiplicación del pan eucarístico. La multiplicación de los panes era un signo. Jesús lo dice explícitamente, el día después On 6,26). Cuando en la Última Cena Jesús da gracias al Padre, piensa en esta distribución infinita: «Padre, me uno a ti con inmensa gratitud, porque tú haces de mí el pan vivo que ha sido dado para la vida del mundo, multiplicable hasta el infinito para todos los hombres». Si agora confrontamos la acción de gracias de Jesús en la Ultima Cena con la acción de gracias ante la tumba de Lázaro, en un primer momento llama la aten, ción la diferencia. Por una parte, vemos una plegaria hecha ante un sepulcro abierto; por otra, un alimento

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tomado por el grupo en la intimidad del cenáculo. Pero, reflexionando un poco, podemos percibir una profunda semejanza entre estas dos plegarias. En ambos casos, Jesús debe afrontar la muerte y vencerla. En el primer caso, debe afrontar la muerte de su amigo Lázaro y vencerla. En el segundo caso, debe afrontar su propia muerte y vencerla. En ambos casos, Jesús da gracias al Padre antes de lograr la victoria. Podemos decir que, en la Última Cena, Jesús expresa los mismos sentimientos que había expresado ante la tumba de Lázaro, cuando le había dicho: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado» On 11,41). Entonces estaba seguro de ser escuchado por el Padre y de lograr la victoria s~bre la muerte del amigo. De manera semejante, en la Ultima Cena da gracias plenamente al Padre por la victoria que logrará sobre la muerte: «Padre, te doy gracias porque sé anticipadamente que me das la victoria sobre la muerte para mí y para todos. Te doy gracias porque pones en mi corazón toda la fuerza de tu amor, capaz de vencer la muerte transformándola en ocasión del don más com, pleto y perfecto de mí mismo. Gracias a la fuerza de este amor que viene de ti, mi cuerpo se convertirá, a través de la muerte, en el pan de vida. Mi sangre derramada se convertirá en fuente de comunión, sangre de alian, za. Todos podrán recibir este don: Padre, te doy gracias por esta posibilidad maravillosa». En cuanto acción de gracias anticipada, que se realiza antes de la victoria, esta oración constituye propiamente una revelación excepcional de la vida interior de Jesús, de su unión con el Padre en la confianza más absoluta. Al mismo tiempo, esta acción de gracias constituye una acción extremadamente eficaz, porque es decisiva para todos los acontecimientos posteriores: institución

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de la Eucaristía, Pasión, Resurrección, fundación de la Nueva Alianza. Todo depende de esta acción de gracias, porque todo depende del don generoso del Padre, reci, bido por Jesús con gratitud perfecta. Ahora podemos hacer brevemente una comparación con el Antiguo Testamento, para damos cuenta mejor de la novedad de la Eucaristía como sacrificio de ac, ción de gracias. El Antiguo Testamento conocía estos sacrificios de acción de gracias, llamados en hebreo toda, palabra que expresa reconocimiento. El esquema habitual es muy simple: una persona que se encuentra en peligro de muerte invoca a Dios con una plegaria in, tensa, y promete ofrecer un sacrificio de acción de gra, cias si escapa de la muerte. Esta condición se verifica, y la persona se acerca al templo para ofrecer, en medio de una asamblea festiva, el sacrificio de acción de gracias, el cual concluye con el paso a la comunión {una comi, da de comunión, es decir, una comida sacrificial, en la cual todos comen víctimas inmoladas). Es un esquema que está presente con frecuencia en los salmos. Lo sor, prendente, en el caso de Jesús, es que realizó la acción de gracias al comienzo, cuando normalmente se hace al final. En la Última Cena, sabemos bien que Jesús anti, cipó su muerte, la hizo presente anticipadamente. Pero quizá no reflexionamos suficientemente sobre el hecho de que Jesús anticipó también la acción de gracias final por la victoria sobre la muerte, obtenida a través de su misma muerte. Puso en primer lugar el elemento que habitualmente se pone el último: la acción de gracias con la cena de comunión. Lo ha puesto al principio porque es el elemento fundamental, decisivo. Todas estas observaciones nos ayudan a comprender la profundidad del misterio y la fuerza del amor que

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realizó tal transformación. El amor que proviene del Padre pasa a través del corazón de Cristo y transforma un acontecimiento trágico y escandaloso en una fuente de gracia infinita. Cuando celebramos la Eucaristía y comulgamos, recibimos en nosotros este intenso dina, mismo de amor, capaz de transformar todos los aconte, cimientos en ocasión de la victoria del amor. Debemos tomar más viva conciencia de ello.

11 El sacrificio de Cristo (Heb 9, 11, 12)

Volvamos esta mañana a la Carta a los hebreos: os pro, pongo meditar sobre el sacrificio de Cristo tal corno está presentado en la sección central de esta predicación (Heb 8 y 9). El autor nos presenta una doctrina muy substanciosa del sacrificio de Cristo. En el lenguaje corriente, la pala, bra «sacrificio» ha llegado a ser más bien negativa, pues significa «privación». Sin embargo, en su sentido religio, so es muy positiva, y el autor nos lo hace percibir. El sacrificio de Cristo comprende lo interno del mis, terio pascual: muerte y glorificación. La glorificación forma parte del sacrificio de Cristo. Es la perspectiva positiva la que la Carta de los hebreos nos ofrece. «Sa, crificar», en efecto, no significa «privar», significa «ha, cerque algo sea sacro», al igual que «santificar» signifi, ca «hacer que algo sea santo», o «simplificar» significa «hacer que algo sea simple». Por tanto, el sacrificio es un acto muy positivo y fecundo, que da un gran valor a una ofrenda. El sacrificio de Cristo comprende su glori, ficación. Sin su glorificación sería incompleto, no habría llegado a ser fundamento de la Nueva Alianza, porque Cristo no habría alcanzado a Dios y no habría logrado

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unir nuestra miseria a la santidad de Dios. Cristo llegó a ser el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza porque, gracias a su Pasión y a su glorificación, pasó de la tierra al Santuario celeste, y adquirió así la capacidad de in, traducimos en la plena comunión con el Padre y en la plena y perfecta comunión fraterna. Para percibir mejor el valor religioso de la pasión y de la resurrección de Cristo, el autor expresa el misterio pascual en un lenguaje cultual, y lo pone en relación con el culto sacerdotal antiguo, mostrando las seme, janzas y también las grandes diferencias con él. Hemos observado que, cuando Jesús anunciaba la Nueva Alianza, no explicaba en qué modo sería esta institui, da, ni cuál sería el acto fundador de la misma. El autor de la Carta a los hebreos, sin embargo, ha estado muy atento sobre este punto. Ha percibido que la Alianza debe fundarse necesariamente en un acto de media, ción capaz de eliminar los obstáculos y de establecer la comunión entre nosotros y Dios. Para fundar la Nueva Alianza era necesaria, como para la Antigua, una me, diación sacrificial, pero este acto de mediación debía ser muy distinto de los antiguos intentos de mediación, que habían sido ineficaces. Este acto de mediación es la ofrenda sacrificial de Cristo. El autor profundiza este tema en la sección central de su predicación, esto es, en los capítulos 8 y 9. Estos capítulos se caracterizan por la estrecha co, nexión que el autor establece entre el culto y la Alianza. Introduce en primer lugar el tema del culto al comienzo del capítulo 8, en el que afirma que Cristo es el minis, tro litúrgico del Santuario y ha ofrecido un sacrificio. Después introduce el tema de la Alianza, en conexión con el culto, en el versículo 6, diciendo: «Ahora bien,

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él obtuvo un ministerio tanto mejor cuanto es mediador de una Nueva Alianza, fundada en promesas mejores». El autor cita y comenta brevemente el bellísimo orá, culo de Jeremías, que anuncia la Nueva Alianza (Heb 8,8,12). Al comienzo del capítulo 9, el autor retorna al tema del culto, diciendo que «la primera Alianza tenía sus ritos litúrgicos y su santuario terreno». Describe el antiguo culto hasta el versículo 1O y después contra, pone a este culto el sacrificio de Cristo, la ofrenda de Cristo, el nuevo culto. En el versículo 15 del capítulo 9, trata de nuevo el tema de la Alianza diciendo que, con su ofrenda, Cristo ha venido a ser «mediador de una Nueva Alianza». Expone esto hasta el versículo 23 y concluye con el tema del culto en los versos 24 a 28. En estos dos capítulos hay una alternancia continua entre culto y alianza, que afirma una estrechísima conexión entre estas dos realidades. Este nexo constituye una novedad respecto al Anti, guo Testamento. En efecto, el libro del Levítico, cuando trata del culto y de las prescripciones para los sacrificios, no presenta el tema de la Alianza. Por otra parte, el orá, culo de Jeremías, como ya mencioné, habla mucho de la Alianza, pero no dice nada del culto. Para el autor de la Carta a los hebreos, en cambio, culto y alianza están estrictamente unidos. Esto corresponde a su concepto de sacerdote como hombre de la mediación. La ofrenda ha sido realizada para establecer una Alianza y no es posible establecer una Alianza sin hacer una ofrenda. La Alianza antigua no se consumó, porque estaba fundada sobre un culto inadecuado. En el capítulo 9 el autor analiza este culto para demostrar que no lograba realizar su finalidad. Comienza diciendo: «La primera Alianza tenía sus ritos litúrgicos y su santuario terreno»

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(Heb 9,1). El santuario de la Antigua Alianza era terre, no fabricado por los hombres. Un santuario terreno no es ~n instrumento adecuado para obtener la comunión con Dios. Lo dice ya el Antiguo Testamento (cf lRe 8,2 7; Is 66, 1). En los versículos siguientes el autor no hace referencia al templo de Jerusalén, sino a la Tienda, porque quiere fundar sus discursos sobre la ley de Moi, sés sobre el Pentateuco, el cual no habla del templo, sin~ sólo de la Tienda del Éxodo. El autor describe la Tienda dividida en dos partes: la primera parte se llama la «primera Tienda». La primera Tienda era la vía para entrar en la segunda: conviene tener este concepto muy presente. La segunda era considerada la habitación de Dios, pero no lo era verdaderamente. Una primera Tienda fabricada por el hombre sólo puede introducir en una segunda Tienda fabricada por el hombre, la cual no es verdaderamente la habitación de Dios. El autor recuerda el ordenamiento de las ceremonias, según las cuales en la primera Tienda entran en todo tiempo los simples sacerdotes para hacer las ceremonias del culto; en la segunda, en cambio, entra sólo el Sumo Sacerdote una sola vez al año, no sin llevar la sangre que ofrece por los pecados (Heb 9,6, 7). Este era el sistema antiguo. Un sistema de separado, nes sucesivas para acercarse prudentemente a la santi, dad de Dios. Pero de este modo no se establecía un ver, dadero contacto con Dios. El autor dice que, con estos ritos, «el Espíritu Santo intentaba mostrar que todavía no se había manifestado la vía del Santuario, mientras subsistiera la primera Tienda» (Heb 9,8). Las traduc, dones suelen decir «todavía no estaba abierta la vía», porque se suele decir que una vía está abierta o ~errada, pero el autor no ha dicho abierta, ha dicho manifestada,

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que no es lo mismo, es decir, no se conocía la verdadera vía. La primera Tienda del Antiguo Testamento no era la vía para el verdadero Santuario, y no se sabía cuál era esta vía. No se había manifestado todavía. No era el modo de recorrer la verdadera vía, porque se ofrecían, dice el autor, «dones y sacrificios que no podían hacer perfecto en la conciencia al oferente» (Heb 9,9). Con esto el autor expresa una idea original sobre la finalidad del sacrificio. Espontáneamente, los . como dones hechos a Dios para sacrificios se concib.en obtener favores de El. En este caso, el sacrificio se con, cibe sobre el modelo de lo que acaece en las relaciones humanas. La finalidad es cambiar las disposiciones de Dios. Veamos por ejemplo en el Génesis los sacrificios de Noé. Noé sale del Arca, construye un altar, ofrece holocaustos al Señor, el cual, dice el texto, «olió la suave fragancia y dijo: "No maldeciré jamás el suelo a causa del hombre"» (Gén 8,21). La disposición de Dios ha sido cambiada por el sacrificio de Noé. El autor de Hebreos, sin embargo, dice que la finalidad del sacrificio es cambiar la disposición del hombre, no las disposicio, nes de Dios. Su finalidad es la de «hacer perfecto en la conciencia al oferente», ofrecer a Dios un corazón purificado y dócil. Claramente, los sacrificios antiguos no tenían esta capacidad. lCómo podían, en efecto, los cadáveres de animales inmolados cambiar la conciencia de una persona humana? No hay ninguna relación en, tre estas dos realidades. Así, el sistema de ofrendas del Antiguo Testamento resultaba inadecuado. Hasta que no sea cambiado el corazón del hombre no es posible una relación auténtica con Dios, y por tanto no se hace realidad la finalidad del sacrificio. En el Antiguo Testa, mento, dice el autor, se trataba solamente de alimentos

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y bebidas, de varias abluciones. Todos ritos externos: «Ritos de carne», dice literalmente. Prescripciones que son de pureza ritual, pero que no cambian para nada el corazón del hombre. Como veis, el autor hace una crítica muy fuerte al culto antiguo y a su incapacidad de establecer una me, diación auténtica. En el culto antiguo había ciertamente algo muy laudable: la aspiración religiosa se expresaba como ofrenda generosa. Esto es positivo. Pero una as, piración religiosa no basta para cambiar la conciencia de un pecador. Para dar al hombre pecador el contacto auténtico con Dios es necesaria una mediación eficaz. El pecador debe ser ayudado por un mediador que no sea él mismo un pecador y que abra la vía a la comuni, cación con Dios. Este es el problema de la Alianza. Cuando viene Cristo, se manifiesta la vía, se esta, blece la comunicación: se funda la Alianza. El autor lo afirma con tono triunfal en el capítulo 9, versículos 11 y siguientes. Traduzco literalmente: «Cristo, sin embar, go, vino como Sumo Sacerdote de los bienes futuros por medio de la Tienda más grande y más perfecta, no construida por la mano del hombre, esto es, no perte, neciente a esta creación, y no por medio de la sangre de machos cabríos ni de novillos, sino por medio de su propia sangre entró de una vez por todas en el Santua, rio, habiendo obtenido una redención eterna». Esta frase presenta en un lenguaje propio del culto todo el misterio pascual de Cristo: Pasión, Resurrección, As, censión. Porque el Santuario en el cual Cristo entra no es el material, sino el celeste, como precisa más tarde el autor (Heb 9,24). Entrando en el verdadero Santuario, Cristo restableció la comunicación entre el hombre y Dios: nos abrió la vía hacia Dios. Más aún, él mismo se

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convirtió en la Vía. En el cuarto evangelio, Jesús dice: «Yo soy el camino» On 14,6). Es la Vía que ha logrado su finalidad, gracias a su misterio pascual. En cuanto Hijo de Dios, Jesús ciertamente no te, nía necesidad personal de un sacrificio, pero sí por su naturaleza humana igual a la nuestra. Por medio de su ofrenda generosa, obtuvo que su naturaleza humana fuera transformada e introducida en la intimidad ce, leste de Dios. lCon qué medios restableció la comu, nicación? El autor habla de dos medios, de un modo paralelo. Se vale hábilmente de la preposición griega dia, que significa «a través de» y que puede significar también «por medio de»: Cristo entró en el Santuario verdadero «por medio de la Tienda más grande ... y por medio de su sangre». El segundo medio es muy fácil de interpretar. La sangre de Cristo evidentemente significa la ofrenda de su vida, indica su muerte violenta, transformada en ofrenda de amor. La sangre de Cristo se contrapone a la de los machos cabríos y novillos. Víctimas inconscien, tes. Aquí podemos admirar la generosidad de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. Él no fue a buscar en medio del rebaño un cordero sin mancha, como exigía el ritual levítico, para ofrecerlo en sacrificio: ofreció su propia vida, afrontando los sufrimientos y la muerte en la perfecta obediencia a la voluntad salvífica del Padre y con un amor generosísimo por nosotros los hombres. Su sangre expresa este aspecto de muerte violenta trans, formada en ofrenda de obediencia filial y de solidaridad fraterna. Enseguida veremos, por tanto, qué representa la sangre. Pero, lqué entiende el autor cuando habla de la Tienda más grande y más perfecta, sobre la cual in,

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siste mucho? Sobre la identificación de esta Tienda, los exegetas se muestran perplejos. Las explicaciones más habituales que dan a esta Tienda es que representa los cielos inferiores. Cristo debió atravesar los cielos inferio, res para penetrar con su naturaleza humana en el cielo divino. Pero esta explicación no es satisfactoria. Porque los cielos inferiores eran una vía conocida desde siempre y la nueva vía no era conocida, no se había manifestado. Por otra parte, los cielos inferiores forman parte de esta creación, como ha dicho el autor en el capítulo 1, y perecerán con esta creación (Heb 1, 1Q,12), como dirá de nuevo en el capítulo 12 (v. 26,27). Además, el para, lelismo que establece el autor, muy estricto en la frase griega, entre la Tienda y la sangre, no se explica sí la Tienda se identifica con los cielos inferiores. Los cielos y la sangre no son realidades paralelas. San Juan Crisóstomo propuso una interpretación más profunda, más fiel al texto, más rica desde el punto de vista espiritual y doctrinal. Afirmó que «la Tienda más grande y más perfecta no pertenece a esta creación», sino que es el cuerpo de Cristo. Pero es necesario preci, sar y decir: el cuerpo de Cristo glorificado. Porque, antes de la glorificación, el cuerpo de Cristo pertenecía a esta creación, era un cuerpo como el nuestro. Por medio de la glorificación, se convirtió en nueva creación. Según la Carta a los hebreos, la nueva vía para entrar en la intimidad de Dios es la naturaleza humana de Cristo transformada en su sacrificio, glorificada. El paralelismo con la sangre se capta entonces perfectamente. Cristo entró en la intimidad divina por medio de su cuerpo glo, rificado y por medio de su sangre. Esto es perfectamente coherente. El paralelismo entre cuerpo y sangre corres, ponde a los dos aspectos de la ofrenda: Cristo derramó

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la propia sangre, ofreció generosamente la propia vida y con esta ofrenda suya obtuvo la transformación de la naturaleza humana, la renovó, haciéndola digna de en, trar en la intimidad de Dios. Su naturaleza humana se convirtió en la vía que conduce a la intimidad gloriosa de Dios. Vía que no se había manifestado al principio, y que era completamente ignorada, pero que se manifestó en el misterio pascual de Cristo. Este concepto de la Carta a los hebreos corresponde a una enseñanza de los evangelios, con alguna preci, sión más. En el cuarto evangelio, como he recordado ya, cuando los judíos preguntan a Jesús con qué auto, ridad ha expulsado a los mercaderes del templo, Jesús responde: «Destruid este Templo y en tres días lo haré resurgir» On 2,19). El evangelista comenta: «Hablaba del templo de su cuerpo» On 2,21). El misterio de la muerte y resurrección de Jesús se presenta en el cuarto evangelio como el misterio del Santuario terreno, que se transforma en tres días y se convierte en el Santuario celeste por medio de la Pasión y de la Glorificación. En los sinópticos, la única acusación que hay contra Jesús durante el proceso ante el Sanedrín es precisamente la de haber declarado: «Yo destruiré este Santuario hecho por la mano del hombre y en tres días reedificaré otro no hecho por la mano del hombre» (Me 14,58). El autor de la Carta a los hebreos ha elegido la misma califica, ción para la Tienda: no ha sido hecha por la mano del hombre. La acusación era falsa, dicen los Sinópticos, porque Jesús no había dicho jamás: «Yo destruiré». Pero Jesús había predicho la destrucción del Templo y anun, ciado la construcción de un nuevo Santuario. El cuerpo glorificado de Cristo es la verdadera Tienda; constituye para nosotros la vía para entrar en la intimidad de Dios.

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Por medio de este cuerpo, Cristo mismo se presentó en el cielo al Padre a favor nuestro. La contribución original de la Carta a los hebreos consiste en la distinción entre las dos partes del lugar sagrado: la vía y la habitación de Dios. El vestíbulo y el Santo de los Santos. La habitación de Dios existe desde siempre en el cielo, no había que reconstruirla, pero era necesario construir el vestíbulo, una vía adaptada a esta habitación celeste no hecha por la mano del hombre. Esta vía es el cuerpo glorificado de Cristo, de la que se dice que es «más perfecta» que el Santuario antiguo, porque la humanidad de Cristo se hizo perfecta por medio de sus sufrimientos. El autor lo ha dicho en los capítulos anteriores (Heb 2, 1O y 5 ,8-9). Por otra parte, esta Tienda es «más grande» que el Santuario antiguo, porque con su ofrenda Cristo obtuvo que todos los creyentes pudieran convertirse en miembros de su Cuerpo, como afirma explícitamente san Pablo: «Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros cada uno por su parte» (lCor 12,27). «Por medio de la Tienda más grande y más perfecta», es decir, por medio de su cuerpo glorificado, «entró de una vez por todas en el Santuario». Antes de la Pasión, su cuerpo pertenecía a esta creación, era un cuerpo como el nuestro, pero, por medio de su Pasión, se efectuó una nueva creación, que fue inaugurada con su Resurrección. San Pablo afirma que «aquellos que son de Cristo son una nueva creación» (2Cor 5, 17), a fortiori, Cristo mismo es nueva creación. Por tanto, los dos medios que restablecen la comunicación entre nosotros y Dios y fundan la Nueva Alianza son el cuerpo y la sangre de Cristo. Lo recibimos en la Eucaristía; podemos entrar en la intimidad de Dios en cuanto formamos parte del

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cuerpo glorificado de Cristo, y esto se hizo posible por la sangre que él derramó, esto es, por su ofrenda generosísima en la Pasión. Así, la Carta a los hebreos nos ofrece un modo sacerdotal y sacrificial de comprender el misterio pascual de Cristo. San Pablo sugería la interpretación sacrificial, cuando decía: «Nuestra Pascua fue inmolada, es Cristo» (lCor 5,7). La Carta a los efesios es todavía más explícita, porque dice que «Cristo nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros en una oblación y sacrificio a Dios» (Ef 5,2). El autor de la Carta a los hebreos se ocupa de este filón de un modo profundo y así nos introduce verdaderamente en el dinamismo del sacrificio de Cristo, un dinamismo intenso que parte de nuestra miseria humana y llega a la intimidad celeste de Dios. Somos unos privilegiados porque podemos aprovechamos siempre de este dinamismo intenso.

12 El Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo (Heb 9,14)

Prosigamos nuestra meditación sobre el sacrificio de Cristo como aparece en la Carta a los hebreos, un sacrificio que comprende la Pasión y la Resurrección. Veamos ahora su relación con el Espíritu Santo, gracias a una frase muy importante de la Carta a los hebreos que sigue al pasaje que meditamos anteriormente. En los versos 13 y 14 del capítulo 9, el autor, con un largo período, da cuenta de la eficacia de la sangre de Cristo para la fundación de la Nueva Alianza. Comienza con una referencia a los sacrificios antiguos, para hacer después un a fortiori: «Si la sangre de los machos cabríos y novillos y la ceniza de una novilla esparcida sobre aquellos que están contaminados los santifican purificándolos en la carne, i cuánto más la sangre de Cristo, el cual con el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras de muerte para servir al Dios viviente! Por eso él es el mediador de una Nueva Alianza». Es un pasaje muy rico desde el punto de vista doctrinal, que nos permite profundizar el misterio de la pasión y de la glorificación de Cristo y nos hace captar que la sangre derramada por Cristo se convirtió en la sangre de la Nueva Alianza,

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porque fue expresión de una ofrenda personal, perfecta, hecha bajo el impulso del Espíritu Santo. En el culto antiguo se ofrecían dones y sacrificios externos, cadáveres de animales inmolados, que conferían la pureza ritual necesaria para el culto externo, pero que no podían fundar una alianza auténtica con Dios, porque eran incapaces de tener un influjo sobre la conciencia de las personas. Cristo, en cambio, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios bajo el impulso del Espíritu Santo. Su sacrificio fue una ofrenda personal y no una ofrenda externa. Una ofrenda de todo su propio ser humano. La afirmación de que Cristo se ofreció a sí mismo completa el aspecto pasivo expresado en el capítulo 5, cuando el autor dice que «Jesús fue hecho perfecto», en pasiva. Pero Jesús no se contentó jamás con una aceptación pasiva de la voluntad del Padre. En toda su vida se mostró lleno de iniciativa, afrontó las dificultades y tomó con resolución el camino de Jerusalén. En Getsemaní permite voluntariamente que le arresten, prohibiendo a Pedro que le defienda. Cristo «Se ofreció a sí mismo», mientras el Sumo Sacerdote antiguo no podía ofrecerse a sí mismo. No era digno, no era capaz. No era digno porque era pecador y por tanto debía ofrecer para sí animales inmolados. No podía ser él una víctima grata a Dios, porque según el Levítico, la condición era que la víctima fuese «sin mancha» (Lev 1,3.10), y el Sumo Sacerdote no estaba sin mancha de pecado. Por otra parte, no era capaz de ofrecerse a sí mismo porque, siendo pecador, no tenía en sí mismo toda la fuerza del amor necesaria para ofrecerse a sí mismo a Dios. Jesús, en cambio, fue víctima digna y sacerdote capaz. Víctima digna, porque tenía una perfecta integridad moral y religiosa, era verdade-

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ramente «sin mancha» (Heb 9, 14); como dice el autor, era «santo, inocente, inmaculado» (Heb 7,26). Fue sacerdote capaz en cuanto estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo. La novedad que encontramos aquí consiste propiamente en el papel que se atribuye al Espíritu Santo en la ofrenda de Cristo. Los evangelios mencionan el Espíritu Santo en relación con Jesús: en primer lugar en su concepción, después en el Bautismo en el Jordán, en el curso de su ministerio, pero no lo mencionan en la Pasión. En cambio, la Carta a los hebreos dice que el misterio pascual de Cristo fue un misterio realizado bajo el impulso del Espíritu Santo. Es verdad que el autor no dice propiamente Espíritu Santo, dice «Espíritu eterno», expresión única en toda la Biblia, y por eso se han propuesto diversas interpretaciones, pero la única interpretación verdaderamente coherente es la propuesta por la patrística griega, según la cual «Espíritu eterno» es otro modo de designar al Espíritu Santo. Sólo Dios es eterno, y por eso el Espíritu eterno es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo. El adjetivo «eterno» no fue elegido sin motivo. Con él, el autor quiso expresar el valor de la ofrenda de Cristo, realizada para darnos la posibilidad de obtener una «redención eterna», como ha dicho en el verso precedente (Heb 9,12), realizada para procuramos «la herencia eterna», dirá en el verso siguiente (Heb 9,15), para fundar una «Alianza eterna», dirá al final (Heb 13,20). Sólo la potencia del Espíritu eterno podía comunicar a Cristo la fuerza necesaria para realizar una ofrenda de tan gran eficacia. Una ofrenda capaz de fundar una Alianza verdaderamente nueva y eterna. Con esta interpretación, el sacrificio se sitúa en una bella perspectiva

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trinitaria que volvemos a encontrar en una oración de la Misa recitada por el sacerdote antes de la comunión: « Dmnine Iesu Christe, filii Dei viví, qui ex voluntate Patris, cooperante Spiritu Sancto, per mortem tuam mundum viví, ficaste» («Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por

voluntad del Padre y cooperando el Espíritu Santo, por tu muerte vivificaste al mundo»). En este texto (Heb 9, 14), el acontecimiento del Calvario se contrapone implícitamente a los ritos del Antiguo Testamento, que el autor ha llamado «ritos de carne» (Heb 9, 10), es decir, ritos en los cuales no ope, raba el Espíritu Santo y que no lograban la verdadera pureza, la verdadera santidad. San Juan Crisóstomo nos sugiere que el autor quiso mostrar que el Espíritu Santo en este texto ha tomado el puesto del fuego del altar en los sacrificios antiguos, y esto es muy sugestivo e incluso inspirador de nuestra vida espiritual. ¿Cuál era la fun, ción del fuego en el culto antiguo? Podríamos decir que el problema del culto en el Antiguo Testamento era un problema de ascensión, esto es, de cómo hacer llegar la ofrenda a Dios. El medio utilizado era el fuego del altar. Por medio del fuego, las víctimas se transforma, ban en humo que se elevaba hacia el cielo, hasta Dios. Dios respiraba el humo de los sacrificios, que tenían un olor agradable: esta era la imagen adoptada (cf Gén 8,20,21). La Biblia da una precisión importante a este propósito. Precisa que no cualquier fuego puede servir para esta finalidad. A fin de que la ofrenda pueda subir verdaderamente hasta Dios era necesario que el fuego hubiera descendido de Dios. Sólo un fuego descendido de Dios estaba en condiciones de subir al cielo llevan, do consigo la víctima ofrecida. El cuarto evangelio contiene una frase que lleva a este sentido: «Ninguno

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jamás ha subido al cielo sino aquel que descendió del cielo» On 3, 13). El libro del Levítico refiere que el cu}, to sacrificial del pueblo de Dios se había realizado por medio de un fuego venido de Dios. En el momento de la inauguración del culto sacerdotal, el Levítico dice que «Un fuego salido de la presencia del Señor consumó sobre el altar el holocausto y las grasas» (Lev 9,24). Un acontecimiento análogo se narra con ocasión de la dedicación del templo por parte de Salomón. Según el segundo libro de las Crónicas, «en cuanto Salomón había terminado de orar, cayó fuego del cielo que con, sumó el holocausto y las víctimas» (2Crón 7,1). Así estaban seguros de la validez de los sacrificios. La Biblia prescribe conservar cuidadosamente el fuego venido del cielo; el Levítico dice que «el fuego debe estar siempre encendido sobre el altar, sin dejarlo apagarse» (Lev 6,6). Era, pues, siempre el mismo fuego venido del cielo el que servía para ofrecer los sacrificios. Encontramos aquí una intuición profunda respecto a la naturaleza de este fuego: sacrificar no es algo para lo que el hombre está capacitado. No es una acción hu, mana. Sacrificar es una acción divina. Sólo Dios puede hacer sagrada una ofrenda. Para realizar un sacrificio no bastan los medios terrenos, ni el fuego encendido por el hombre. Se requiere un medio celeste, un fuego que venga de Dios mismo. El hombre no está capacitado para sacrificar, para hacer que algo sea sagrado, sólo puede presentar una ofrenda. Sólo Dios la puede hacer sagrada, metiendo dentro su fuego divino, su santidad, que es «Un fuego devorador» (Dt 4,24; 9,3). Esta intuición es muy válida, y la debemos recuperar. Era imperfecta, porque el fuego divino estaba concebido como un fuego material, como el rayo que

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cae desde el cielo. El autor de la Carta a los hebreos superó esta concepción imperfecta y, reflexionando sobre la pasión de Cristo, descubrió el verdadero significado de este símbolo. El fuego de Dios no es el rayo que cae de las nubes; es el Espíritu de santificación. El Espíritu Santo es el único capaz de efectuar una verdadera transformación sacrificial, esto es, de hacer pasar la ofrenda a la esfera de la santidad divina. Ninguna fuerza material, ni siquiera la del fuego, tiene capacidad de hacer pasar verdaderamente una ofrenda hasta Dios, porque no se trata de un viaje en el espacio; se trata de una transformación interior. Para acercarse a Dios, el hombre no tiene necesidad de un movimiento externo, sino de una transformación del corazón. Esta transformación sólo es posible y efectiva por la acción del Espíritu Santo. El sacrificio de Cristo no se realizó en virtud de un fuego que ardía incesantemente sobre el altar del templo, sino por medio del Espíritu eterno, que llena el corazón humano de Cristo de una fuerza de amor extraordinaria. Este es el secreto del dinamismo interno de su ofrenda. En cuanto estaba animado por la fuerza del Espíritu Santo, Jesús tuvo la necesaria libertad y disponibilidad interior para transformar una muerte de condenado en una perfecta ofrenda de sí mismo a Dios a favor de todos. Esta fuerza espiritual realizó la verdadera transformación sacrificial, e hizo pasar la naturaleza humana de Cristo del nivel terreno, es decir, del nivel de la sangre y de la carne, en el que él se encontraba en razón de la Encamación, al nivel de la definitiva unión con Dios en la gloria. Jesús pasó de este mundo al Padre en este modo, no con un viaje espacial, sino con una transformación, una

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santificación, como se dice en el cuarto evangelio: «Por ellos yo me santifico a mí mismo, a fin de que también ellos sean santificados en la verdad» On 17,19). Se podría traducir: para ellos me «sacrifico» a mí mismo, puesto que «santificar» y «sacrificar» son términos equivalentes. Es importante que nosotros acojamos esta idea del sacrificio y de la ofrenda, una idea positiva de santificación por medio del Espíritu Santo, que derrama en nuestros corazones el amor divino. En vez de detenemos en el aspecto de privación o de dolor, debemos dirigir nuestra atención al aspecto de transformación. Si el Señor nos pide una ofrenda, no es para enriquecerse a sí mismo, pues no tiene necesidad de nuestras ofrendas, como declaraba ya en el Antiguo Testamento. Si se pide una ofrenda es para comunicar su santidad, para transformamos y elevamos colmándonos de su amor, de su Espíritu de amor, y debemos comprender que con nuestras solas fuerzas no somos capaces de realizar un verdadero sacrificio, sino que sólo podemos presentar nuestra ofrenda pidiendo al Señor transformarla profundamente, gracias a la fuerza del Espíritu Santo. lCómo podemos obtener tal fuerza? Como la obtuvo Jesús, y lo vemos en el capítulo 5, que hemos meditado ya: «En los días de su carne, habiendo ofrecido ruegos y súplicas, con un fuerte grito y con lágrimas, al que podía salvarle de la muerte». Jesús se encontraba «en los días de su carne», no partió de una situación ya plenamente espiritual. La ofrenda no tuvo un punto de partida fácil, sino humilde y penoso. Cristo había asumido nuestra carne, nuestra naturaleza frágil, débil, mortal. Se encontraba, por eso, en una situación tremendamente angustiosa. A partir de tal situación, orando intensamente,

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Jesús recibió en su naturaleza humana una nueva pleni, tud del Espíritu Santo, que le dio la fuerza de ofrecerse a sí mismo con un amor perfecto. Para obtener el Espíritu Santo que transforme nues, tras ofrendas es indispensable seguir el ejemplo de Cristo y orar con intensidad. A fin de cuentas, toda oración tiene esta finalidad: obtener el Espíritu Santo, abrir nuestro ser humano, nuestra existencia humana a la acción transformadora del Espíritu de Dios, Espíritu de amor. Cristo, por medio de la oración intensa, aspiró el Espíritu Santo, es decir, lo hizo entrar en su sangre y así obtuvo esta fuerza de amor. El evangelio de Juan nos enseñó algo análogo cuando dice que, del corazón traspasado de Jesús, «salió sangre y agua» On 19,34), lo que demuestra que, por medio de la Pasión, el agua del Espíritu (cf Jn 7,37,39) se había unido a la sangre de Cristo. El autor de la Carta a los hebreos dice que la sangre de Cristo se hizo capaz de purificar «nuestra conciencia de las obras de muerte para servir al Dios viviente» (Heb 9, 14), porque estaba penetrada por el Espíritu Santo a través de una plegaria intensa. La sangre de Cristo nos da también el agua del Espíritu, que tiene una doble eficacia: la capacidad de purificar los pecados y, de otra parte, la de hacemos capaces de servir a Dios de un modo perfecto. «Por eso -continúa el autor-, él es el mediador de una Nueva Alianza» (Heb 9,15). Cristo, en efecto, superó el obstáculo y aseguró nuestra unión con Dios y entre nosotros. Igual que nosotros inspiramos el aire de la atmósfera para oxigenar nuestra sangre y hacerla capaz de vivificar todo nuestro cuerpo, podemos decir que Cristo, en su Pasión, por medio de una plegaria intensa inspiró el Espíritu Santo y así el Es,

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píritu Santo entró en él y le impulsó a ofrecer la propia vida en un don de amor perfecto. Contemplemos este misterio con infinita gratitud, porque es un don extraordinario de Dios y, de otra par, te, es para nosotros un modelo. Cristo inspiró el Espíritu Santo por medio de su oración intensa, así nosotros, de manera semejante, debemos inspirar el Espíritu Santo con una oración intensa y así ser capaces también no, sotros de una ofrenda perfecta.

13 La eficacia de la oblación de Cristo (Heb 10,1,18)

Después de haber considerado esta mañana la ofrenda con la cual Jesús fundó la Nueva Alianza, queremos ahora reflexionar sobre su extraordinaria eficacia para transformar nuestra vida y la del mundo entero. Nuestra sociedad occidental se caracteriza por la búsqueda de la eficacia. Esto ha estimulado a innumerables científicos e investigadores, impulsándolos a hacer descubrimientos que han transformado nuestras condiciones de vida. Pero los progresos obtenidos nos deben hacer reflexio, nar. Podemos notar que la eficacia no depende tanto de la actividad desarrollada o del número de medios materiales empleados, cuanto del nivel en el que se es, tablece el contacto con la realidad. El que permanece en un nivel superficial podrá multiplicar sus esfuerzos, multiplicar los medios empleados, pero se encontrará siempre con nuevos obstáculos, nuevas dificultades, y no progresará mucho. En cambio, el que penetra en el interior de la realidad por medio del conocimiento y de los medios adecuados, podrá obtener, con instrumentos mucho más simples, resultados mucho mejores. Pensa, mos por ejemplo en la complejidad y el estorbo de los sistemas telegráficos antiguos frente a la simplicidad

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y comodidad de la radio actual, mucho más potente. Pensemos en la Física atómica, que ha tratado de penetrar en las más pequeñas partículas de la materia y ha obtenido resultados extraordinarios, sea en sentido positivo o muchas veces negativo. Esto depende del nivel en que se realiza el contacto con la realidad. Y esto que ocurre con las realidades materiales ocurre también en la realidad espiritual y apostólica. También aquí, lo importante no es el agitarse, el multiplicar los propios esfuerzos y medios, sino andar hacia la profundidad y alcanzar el corazón de la realidad. Este tipo de eficacia se nos revela en la Carta a los hebreos en el misterio de Cristo. El autor nos habla de ello en el capítulo 10, en el cual presenta el sacrificio de Cristo como una intervención decisiva que ha cambiado radicalmente la situación religiosa de todos nosotros y que el autor contrapone a la multitud de sacrificios antiguos, que se movían en un nivel superficial y que resultaban ineficaces. Comienza así: «Porque la Ley posee sólo una sombra de los bienes futuros y no la expresión misma de las cosas, no tiene el poder de hacer perfecto, por medio de aquellos sacrificios que se ofrecen continuamente de año en año, a aquellos que se acercan a ellos» (Heb 1O,1). Cada año se ofrecían sacrificios de expiación que, al ser externos, no tenían la eficacia deseada. La Ley no entraba en el corazón de la realidad. Permanecía ligada solamente a unas sombras de bienes futuros. El autor de la Carta lo explica: «De otro modo, lno habrían cesado de ofrecerlos, al no tener ya conciencia de pecado los que ofrecen ese culto, una vez purificados?» (Heb 10,2). Una vez alcanzado el resultado, cesa también la actividad para obtenerlo.

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El autor continúa: «Al contrario, con ellos se renueva cada año el recuerdo de los pecados» (Heb 10,3). La única eficacia de los sacrificios antiguos era la de recordar al pueblo que era pecador y que tenía necesidad de expiación, la cual, en último término, se realizaba con medios externos, por lo que no tenía ningún efecto positivo de mediación ni de purificación, «porque -dice el autor- es imposible que la sangre de toros y de cabras elimine el pecado» (Heb 10,4). Es demasiado claro: la sangre de animales sacrificados no puede tener una eficacia purificadora sobre la conciencia de un hombre. Era una tentativa de mediación absolutamente ineficaz. Por este motivo, ya en el Antiguo Testamento encontramos pasajes en los que Dios rechaza las inmolaciones de animales y todo el sistema ritual antiguo. En el Salmo 49, por ejemplo, Dios pregunta irónicamente: «lComeré yo acaso la carne de toros? lBeberé la sangre de cabras?» (Sal 49/50, 13). En el libro de lsaías: «La sangre de los toros y de los corderos y de las cabras no me agrada» (Is l, 11). El autor de la Carta a los hebreos elige alguno de estos textos, que presentan una doble ventaja: la de rechazar todo género de sacrificio ritual y la de proponer una solución eficaz. En el Salmo 39/40, el orante dice a Dios: «Tú no has querido sacrificios, ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. No me han agradado ni los holocaustos, ni los sacrificios por el pecado. Pero he dicho: "He aquí que vengo -porque está escrito en el rollo del Libr~ para hacer, Oh Dios, tu voluntad"» (Sal 39/40, 7-9, versión de los Setenta). El autor cita este salmo, que contrapone a los sacrificios externos de cualquier género -holocaustos, sacrificios por el pecado, oblaciones- una ofrenda personal que

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consiste en mostrarse dispuesto a hacer verdaderamen, te la voluntad de Dios. Se trata de un salmo profético, de un salmo que se aplica sobre todo a Cristo, la única persona que está en condiciones de cumplir perfecta, mente la voluntad de Dios con perfecto amor, es decir, de actuar completamente el designio de Dios. Por tanto, el autor no duda en aplicarlo a Cristo, y declara que «entrando en el mundo», Cristo hizo suyo este salmo: «Después de haber dicho: "No has querido sacrificios, ni oblaciones, ( ... ) ni los holocaustos, ni los sacrificios por el pecado"», cosas que se ofrecen según la Ley -el autor no se olvida de criticar la Ley-, añade: «He aquí que vengo para hacer, Oh Dios, tu voluntad». «Así, él ha abolido el primer orden de cosas para establecer el segundo» (Heb 10,8,9). Ha abolido el sistema antiguo, ineficaz, y pone en su lugar una ofrenda perfecta. Efec, tivamente, el sistema antiguo ha sido eliminado. En el año 70 fue destruido el Templo y ahora los hebreos no tienen ya un culto sacrificial. En este magnífico pasaje podemos admirar el amor de Cristo por el Padre. Un amor que se expresa en una disponibilidad perfecta. Dios no había encontrado en la tierra un culto digno de sí; no le podían agradar los sacrificios de animales, porque no era posible que la sangre de animales sacrificados entrara en comunión con Dios y purificara la conciencia del hombre. Cristo, pues, después de haber visto esta triste situación, decide ofrecer al Padre un culto perfecto. El deseo profundo de su corazón es que el Padre sea glorificado como merece, que la voluntad del Padre se cumpla. Jesús no va a la búsqueda de una ofrenda externa, no ruega a otros re, mediar esta situación de carencia, sino que se ofrece a sí mismo: «He aquí que vengo para hacer, Oh Dios, tu

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voluntad». En lugar de sacrificios externos, materiales, ofrece la propia persona. La propia perfecta obediencia al Padre, como nos recuerda muchas veces él mismo en los evangelios. Su primera palabra en el evangelio de Lucas es su respuesta a su Madre, cuando tenía doce años: «lNo sabías que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Le 2,49). Ha venido para consagrarse ver, daderamente al servicio del Padre. Dice en el evangelio de Juan: «No he descendido del cielo para hacer mi vo, luntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» On 6,38). Y en la agonía: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Le 22,42). Notad que no se trata de la oración de un resignado, como a veces se entiende. Es la expre, sión de un amor fuerte. Jesús sabe que la voluntad de Dios es lo mejor. La voluntad de Dios es una voluntad de victoria sobre el mal por medio de la cruz y Cristo acepta esta voluntad, no con simple resignación, sino con una actitud de amor filial. El autor habla después de la eficacia de esta ofrenda de Jesús, diciendo que «en esta voluntad hemos sido santificados por medio de la oblación del cuerpo de Je, sucristo, hecha una vez para siempre» (Heb 10,10). La oblación de Cristo ha cambiado toda nuestra existencia, nos ha liberado de todo obstáculo en nuestro camino hacia Dios, nos ha santificado. Así ha sido posible el verdadero culto a Dios. En el cuerpo de Cristo glorioso se realiza la comunión perfecta del hombre con Dios. Debemos, pues, conservar esta convicción: no son los medios externos, la multiplicidad de nuestras activi, dades, nuestras iniciativas y capacidades las que dan eficacia a nuestra vida espiritual y apostólica, sino la adhesión personal a la voluntad de Dios en Cristo. Esta adhesión debe ser interna, de corazón, debe extenderse

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de modo coherente a toda nuestra existencia. Debe ser una visión por amor y en vista del amor. Nosotros debemos tener hambre y sed de la voluntad de Dios como la tuvo Cristo, el cual afirma en el evangelio: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado» On 4,34). Jesús tuvo hambre de la voluntad de Dios. Nosotros, en cambio, a veces ignoramos esta voluntad, no queremos conocerla, porque tememos que sea contraria a nuestros proyectos personales y que no corresponda a nuestra visión. Pero esta es una actitud equivocada. No captamos suficientemente que la volun, tad de Dios es expresión de su amor personal por cada uno de nosotros, que esa es para nosotros el tesoro más precioso, el medio más importante para la eficacia de nuestras acciones. En efecto, incluso las acciones más simples, realizadas con amor según la voluntad de Dios, tienen una eficacia mucho mayor que tantas acciones grandiosas cumplidas según las ideas humanas. Vale más una vida vivida en lo escondido según la voluntad de Dios, como fue la de la Virgen María, que una serie de empresas verdaderamente extraordinarias realizadas por ambición humana. El autor continúa después contraponiendo los sa, crificios antiguos y la ofrenda de Cristo. Los sacrificios antiguos se repetían continuamente. La oblación de Cristo es única, por una sola vez. Se repetían continua, mente porque eran ineficaces. La oblación de Cristo es única porque era perfectamente eficaz. «Todo sacerdote levita -escribe el autor- está siempre en pie, día tras día, para celebrar el culto y ofrece muchas veces los mismos sacrifici9s, los cuales no pueden jamás eliminar los pe, cados. El, por el contrario, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado para siempre a

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la derecha de Dios, esperando ahora que sus enemigos sean puestos como el escabel de sus pies, porque con una sola oblación ha hecho perfectos para siempre a los que han sido santificados» (Heb 10,11,14). Aquí se contraponen la multiplicidad de los sacrificios antiguos al único sacrificio de Cristo. La multiplicidad de los sacrificios antiguos podía interpretarse de muchas maneras. Para el historiador judío Flavio Josefo tenía un significado muy positivo. Él recordaba con admiración el gran número de ovejas y corderos que, con ocasión de la Pascua, se inmolaban en Jerusalén por todos los peregrinos. El autor de la Carta a los hebreos, sin embargo, da pruebas de mayor luci, dez. En la aparente abundancia ve el signo de un fallo. Se multiplican los sacrificios porque la finalidad no es jamás alcanzada, y por tanto es necesario recomenzar siempre. Los sacerdotes levíticos están siempre en pie dedicados a realizar muchos sacrificios que no logran jamás eliminar los pecados. Cristo, por el contrario, sa, cerdote ahora ya tranquilo, está sentado a la derecha de Dios y no tiene necesidad de ofrecer sacrificios, «porque con una sola oblación ha hecho perfectos para siempre a los que han sido santificados». Con una única ofrenda, Cristo logró la finalidad que el sacerdocio antiguo se esforzaba en alcanzar y no lograba jamás. En lo que se refiere a la eficacia del sacrificio de Cristo, el autor no habla sólo de purificación, como al principio, o de perdón, sino de «hacer perfectos». Hemos encontrado ya este verbo griego, teleioun; ya he mencionado que, en el Pentateuco, este verbo se adopta sólo para hablar de la consagración del Sumo Sacerdote. En hebreo, para hablar de esta consagración se usa una expresión un poco extraña, mille yad, literalmente «lle,

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nar la mano». Para consagrar a alguien Sumo Sacerdote, se le llenaba la mano. Quizá esta expresión deriva del hecho de que, para inaugurar el ministerio sacerdotal, el sacerdote recibía en la mano una parte de la víctima que había de llevar al altar, y se le llenaba la mano. Los traductores griegos de los Setenta no quisieron traducir literalmente esta expresión, que resulta demasiado ma, terial, y usaron en su lugar el verbo teleioun, «hacer per, fecto», obteniendo así una expresión más idónea para una acepción religiosa. El Sumo Sacerdote es llamado «aquel que ha sido perfecto», teteleiomenos (Lev 21,10; cf Heb 7,28). El autor de la Carta a los hebreos retiene que es jus, to hablar de perfección a propósito de la consagración sacerdotal, porque es necesario hacer perfecto al que ha de estar en condiciones de entrar en relación con Dios. Pero el autor observa que la consagración del Sumo Sacerdote antiguo no correspondía a este nombre, no hacía efectivamente perfecto al que la recibía, porque consistía en ritos externos que no transformaban en nada interiormente a la persona (cf Heb 7,11.19.28). Cristo, en cambio, ha sido hecho verdaderamente «perfecto», no por medio de ritos externos ineficaces, sino de sufrimientos existenciales ofrecidos con amor (cf Heb 2, 10; 5,8,9); y la única ofrenda de Cristo tuvo un doble efecto, una doble eficacia: la de conferir a Cristo mismo la perfección y la de conferirla a nosotros (Heb 5,9; 10,14). En su Pasión y Resurrección, Cristo fue al mismo tiempo activo y pasivo. Recibió la perfec, ción y nos la comunicó a nosotros, y esta perfección es una perfección sacerdotal, como he explicado ya, una perfección en la relación de docilidad filial a Dios y de compasión fraterna con nosotros.

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La afirmación «con una sola oblación ha hecho perfectos para siempre a los que han sido santificados» tiene algo de sorprendente. Por una parte, indica algo ya realizado. Cristo «ha hecho perfectos», eteleiosen; el verbo griego indica una realidad ya comunicada. Por otra parte, la frase continúa indicando una realidad en devenir, un dinamismo: ha hecho perfectos a aquellos que «han sido santificados», taus hagiazomenous, aque, llos que reciben ahora la santificación, progresivamente. Una acción en desarrollo. Estos son los aspectos de nuestra situación religiosa que resulta de la oblación de Cristo. De parte de Cristo todo está ya realizado: él nos ha hecho perfectos. Pero de nuestra parte todo está en vías de realización. Nuestra santificación se va rea, lizando poco a poco. El autor tiene la audacia de poner juntas estas dos afirmaciones que parecen contrastantes, pero que corresponden realmente a nuestra situación cristiana. Los teólogos hablan a este propósito de lo «ya realizado» y de lo todavía «no realizado». Nosotros nos encontramos en una situación que al mismo tiempo es de dinamismo y de tranquilidad serena. Por una parte, Cristo suscita en nosotros un dinamismo de amor, que requiere de nosotros un com, promiso y un esfuerzo continuos. Por otra parte, él nos pone ya en la seguridad, en la paz: «Üs dejo mi paz, os doy mi paz; no como la da el mundo, yo os la doy a vosotros» On 14,27). La victoria está ya asegurada (cf Jn 16,33), pero nosotros debemos luchar todavía generosamente para acoger activamente esta victoria en nuestra vida espiritual, en nuestro apostolado, con profunda confianza. No falta nada a la oblación de Cristo, falta solamente en nosotros la aplicación de este misterio completamente eficaz, perfectamente eficaz.

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Debemos por tanto caminar hacia delante con nuestro compromiso, un compromiso seguro del propio éxito, porque el amor de Cristo nos coloca en una situación dinámica y serena.

14 Privilegios y exigencias de la unión con nuestro Sumo Pontífice (Heb 10, 19-25)

Después de haber expuesto su doctrina sobre el sacerdocio de Cristo, el autor de la Carta a los hebreos expone sus consecuencias para el pueblo cristiano, para nosotros. Describe nuestra situación después de la muerte y resurrección de Cristo. Situación de la Nueva Alianza, situación privilegiada, maravillosa. Después indica las actitudes correspondientes. Hace esto en este pasaje del capítulo 10, a partir del versículo 19. Es un pasaje muy importante, que es como el corazón de toda la Carta, porque reasume la doctrina y propone un programa de vida cristiana. Comprende dos partes estrechamente conexas pero claramente distintas. La primera parte es descriptiva, la segunda exhortativa. La primera muestra que poseemos tres cosas: un derecho de ingreso en el Santuario celeste; una vía a recorrer para alcanzar este Santuario, y un guía que nos conduce por esta vía. La segunda parte nos invita a asumir tres actitudes: de fe, de esperanza y de caridad. La parte descriptiva es la primera porque es la base de la exhortación. Los exegetas hacen notar que, en la Biblia, el indicativo precede siempre al imperativo. El indicativo presenta los dones de Dios, dones

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maravillosos; el imperativo exhorta a acoger estos dones activamente, a no dejarlos pasar. La Nueva Alianza es ante todo un don que Dios nos ha hecho y que nos hace continuamente. Debemos pues acoger este don compro, metiéndonos a hacerlo operante en nuestra vida. El autor no usa aquí el término «Alianza», pero la realidad que describe corresponde perfectamente a una situación de Alianza, porque se trata de una situación caracterizada por la ausencia de separaciones y por la fa, cilidad de la comunicación. Leamos el texto, la primera parte descriptiva: «Tenemos, pues, hermanos, plena con, fianza [parresia: "derecho"] para entrar en el Santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través de la cortina, es decir, de su cuerpo. Tenemos un sacerdote excelso al frente de la casa de Dios». Después, la parte exhortativa: «Acerquémonos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificando los corazones de conciencia mala y lavado el cuerpo con agua pura. Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa. Fijémonos los unos en los otros para es, tímulo de la caridad y las buenas obras, sin abandonar nuestras asambleas, como algunos acostumbran a hacer, lo, antes bien, animándoos; tanto más, cuanto que veis que se acerca ya el Día» (Heb 10,19,25). Al comienzo de este pasaje, el autor usa el término «hermanos», que expresa la unión de los creyentes de la Nueva Alianza. Son hermanos de Cristo, son hermanos en Cristo (Heb 2,ll, 12). Al final, vuelve a insistir so, bre esta unión fraterna, exhortando a la caridad. Entre tanto, sin embargo, insiste sobre todo en la relación del creyente con Dios. En la Antigua Alianza, esta relación estaba obstaculizada de varios modos. En la Nueva

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Alianza todos los creyentes tienen «pleno derecho» para entrar en el Santuario y acercarse a Dios. Las traducciones con frecuencia emplean la palabra «confianza» en lugar de la palabra «derecho», pero el término griego parresia no indica simplemente un sentimiento subjetivo de confianza, sino al mismo tiempo un derecho objetivo, la libertad de acceder y de expresarse. Parresia era un término característico de la ciudad griega: en Atenas o en otras ciudades democrá, ticas de Grecia, los ciudadanos tenían la parresia, esto es, el derecho de intervenir y de tomar la palabra en las asambleas deliberativas, para expresar y defender la propia posición. Este derecho no era reconocido a los extranjeros, ni a los esclavos. Este término, parresia, se usa con frecuencia en el Nuevo Testamento para caracterizar la situación cristiana como situación de libertad, de derecho a la palabra, de derecho al acceso. El cristiano tiene la libertad de los hijos de Dios, tiene pleno derecho al ingreso en el Santuario Divino. Han sido abolidas todas las separaciones que había en el Antiguo Testamento. En la Antigua Alianza había una separación entre el pueblo y los sacerdotes; el pueblo no era jamás autoriza, do a entrar en el edificio del Templo. Solamente podía estar en el pórtico. Los sacerdotes tenían el derecho a penetrar en el edificio, pero había también una separa, ción entre los simples sacerdotes y el Sumo Sacerdote. Los primeros no podían entrar en la parte «más santa», sino solamente en la parte «santa» del edificio. Sólo el Sumo Sacerdote tenía el derecho de penetrar en la parte «más santa», en el Santo de los Santos, pero sólo una vez al año. Había también la separación entre el sacerdote y la víctima. El sacerdote no podía ofrecerse

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a sí mismo, no era digno, no era capaz. Debía ofrecer como víctima un animal. Pero un animal no estaba en condiciones de santificar al sacerdote. Había en fin la separación entre la víctima y Dios. Un animal no puede entrar en comunión con Dios. Ahora, por el contrario, por medio de la ofrenda de Cristo, todos los creyentes tienen el derecho a entrar en el Santuario, y no se trata ya más del santuario no auténtico fabricado por manos de hombre, sino del San, tuario verdadero, esto es, se trata de entrar en la intimi, dad de Dios. Este derecho de ingreso está fundado en la sangre de Jesús, dice literalmente el autor, porque esta sangre se ha convertido en sangre de Alianza, siendo derramada en una ofrenda generosísima que ha abolido todas las separaciones antiguas y ha establecido la plena comunicación entre el pueblo y Dios. Con su ofrenda, Cristo abolió la separación entre la víctima y Dios, en cuanto que él fue una víctima agradable a Dios, una víctima «sin mancha», como dice el autor (Heb 9,14); una víctima que cumplió perfectamente, con amor, la voluntad de Dios (cf Heb 10,9) y que tiene que serle grata a Dios. Cristo abolió al mismo tiempo la separación entre sacerdote y víc, tima en cuanto que se «ofreció a sí mismo» (cf Heb 9, 14): fue al mismo tiempo sacerdote y víctima. En el momento en que Dios se complació en la víctima, se complació también en el sacerdote y lo elevó junto a sí en la gloria. En fin, Cristo abolió la separación entre el pueblo y el sacerdote, en cuanto que su ofrenda fue un acto de total solidaridad con todos nosotros. Un acto en el cual la consagración sacerdotal le fue conferida y al mismo tiempo nos fue comunicada a nosotros (cf Heb 5,9; 10,14).

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Así, la sangre de Cristo se convirtió verdaderamente en «Sangre de la Alianza» (cf Heb 10,29; 13,20). Una sangre que establece una situación nueva que no se había realizado jamás antes. San Pablo afirma en la Carta a los efesios que tenemos todos libertad de acceso al Padre, en Cristo Señor tenemos la parresia, tenemos «el derecho de acceso, con toda confianza» (Ef 3, 12). La sangre de Cristo posee una extraordinaria fuerza de cohesión, establece la comunión con Dios y entre los hermanos. Como nuestra sangre establece una comunión vital entre todas las células de nuestro cuerpo, así también la sangre de Cristo en el cuerpo de Cristo, del cual somos miembros. El autor pasa después a expresar los otros dos aspectos de nuestra situación. Para entrar en el Santuario no basta tener derecho de acceso, es necesario también tener un camino que hay que seguir y un guía que nos preceda en ese camino. Todo esto lo encontramos en Cristo. En él tenemos «este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través de la cortina, es decir, de su cuerpo» {Heb 10,20). Aquí se expresa nuevamente un cambio de situación respecto al culto del Antiguo Testamento. Precedentemente, el autor afirmó que, en la Antigua Alianza, el camino del verdadero Santuario no estaba todavía «manifestado» (Heb 9,8), esto es, no era todavía conocido. No se sabía hacia qué parte andar y, por tanto, era imposible la plena comunicación con Dios. Ahora, sin embargo, tenemos el Camino que es la naturaleza humana de Jesús transformada en su sacrificio. El autor dice que este camino fue inaugurado por Cristo mismo en su misterio pascual. Para entrar en la intimidad celeste de Dios con su naturaleza humana, Cristo estableció este camino, que es propiamente su

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misma humanidad glorificada. Este camino es «nuevo», no existía antes, es una nueva creación. Es el camino que conviene para la Nueva Alianza, que es recorrido por el que recibió un corazón nuevo, un espíritu nuevo, el Espíritu de Dios. Para decir «nuevo», el autor recurre a un término griego poco frecuente, prosfatos, que encontramos en la traducción griega del libro del Qohélet. Desconsolado, Qohélet decía: «No hay nada nuevo bajo el cielo» (Qo 1,9): estamos en un mundo cíclico, siempre l~s mis~,as viejas cosas que tornan, dando a veces la 1mpres1on de novedad, pero en realidad no son nuevas. Ahora esta afirmación de Qohélet no es ya verdadera, no la podemos aceptar más. Hay una novedad, una nove, dad maravillosa, ya no vivimos recluidos en un mundo cíclico, en el cual retomen siempre las mismas viejas cosas: estamos en una perspectiva nueva abierta por la resurrección de Cristo. Es un camino «vivo» porque se trata de Cristo resu, citado, el «Viviente» (Le 24,5) por excelencia. «Cristo resucitado no muere más, la muerte ya no tiene ningún poder sobre él», dice san Pablo (Rom 6,9); el camino nuevo y vivo es Cristo mismo. Hablar de Camino nuevo y vivo es otro modo de designar «la Tienda más grande y más perfecta» (Heb 9,11), por medio de la cual Cris, to mismo entró en el Santuario divino. Se trata de la humanidad glorificada de Jesús, la cual llegó a ser para todos nosotros el único Camino de acceso a Dios. Debemos captar mejor la extraordinaria novedad introducida en el mundo por la resurrección de Cristo. Ella nos da la capacidad de transformamos «renovando vuestra mente», como dice san Pablo (Rom 12,2), Y «revistiéndonos del hombre nuevo» (Ef 4,24).

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No hemos sido llamados a vivir en el mundo viejo, sino en la creación nueva, del corazón nuevo, del es, píritu nuevo. La búsqueda de la voluntad de Dios nos introduce en esta novedad, porque, como ya he dicho, en el Nuevo Testamento esta voluntad no es un código fijo sino una creación continua. A este propósito me complace citar el poema de un hermano mío muerto hace pocos años, el padre Rimaud, S.J., que dice así: «Invente avec ton Dieu l'avenir qu'il te donne; invente avec ton Dieu tout un monde plus beau» («Inventa con tu Dios el futuro que Él te da; inventa con tu Dios todo un mundo más bello»). Esto me parece que ex, presa verdaderamente la orientación de la vida cristia, na y en particular la orientación de la vida apostólica. Debemos inventar siempre la novedad cristiana, que es como una fuente inagotable, creada continuamente por Dios. La tercera anotación nos habla del guía en este camino. Tenemos «Un sacerdote excelso al frente de la casa de Dios» (Heb 10,21). Aquí el autor indica la primera cualidad del sacerdote, la que le hace ser digno de fe, con autoridad. La expresión que aquí se realiza la encontramos en el capítulo 3 a propósito de Cristo, Sumo Sacerdote digno de fe. El autor dijo entonces: «Es digno de fe por Aquel que lo ha constituido así como Moisés en toda su casa y su casa somos nosotros». Por tanto, tenemos un sacerdote que nos guía hacia Dios para presentamos a Él. La Nueva Alianza no es como la Antigua, una institución impersonal, una ley escrita sobre piedra. La Nueva Alianza es una persona, una realidad viva, Cristo resucitado; la Nueva Alianza existe por la persona de Cristo resucitado y en la persona de Cristo resucitado.

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Esta es nuestra situación, una situación verdadera, mente privilegiada. Tenemos el derecho de entrar en el Santuario, tenemos la vía, tenemos el guía, no nos falta nada. Teniendo todo esto somos invitados a pro, ceder con solicitud. El autor nos dirige esta invitación al comienzo de la parte exhortativa: «Acerquémonos con sincero corazón». También aquí podemos notar un fuerte contraste con la prohibición antigua de acercarse al Santuario. En el Antiguo Testamento estaba severa, mente prohibido a los fieles «acercarse», esto es, entrar en el edificio del Templo. El que lo hacía merecía la pena de muerte. En el libro de los Números se dice mu, chas veces que el que se acerque será castigado con la muerte: «Ningún extraño que no sea de la descendencia de Aarón se acerque. El extraño que se acerque será condenado a muerte» (Núm 1,51; 3,10.38). Como hemos recordado ya, el Sumo Sacerdote podía entrar sólo una vez al año en la parte más santa del San, tuario, observando toda una serie de ritos minuciosos. Ahora, en cambio, todos estamos invitados a acercamos a Dios, a entrar en contacto íntimo con ÉL Hay buenos motivos para pensar que el autor ha hecho esta exhor, tación durante una celebración eucarística, más aún, en muchas celebraciones eucarísticas, porque como ya he dicho, era un apóstol itinerante, como veremos al final. Me parece muy probable que haya compuesto esta mag, nífica homilía para pronunciarla en asambleas cristianas que comprendían la celebración de la Eucaristía. De todos modos, esta frase corresponde perfectamente al dinamismo eucarístico. El autor habla aquí de la sangre de Cristo, de la carne de Cristo, como en el discurso de Jesús sobre el pan de vida, de la persona de Cristo sacerdote, dice que estas tres realidades están ahora a

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nuestra disposición, las tenemos. lDónde están ahora a nuestra disposición? En la celebración eucarística. Para definir las orientaciones fundamentales de la vida en la Nueva Alianza, el autor no menciona vir, tudes morales, no hace una exhortación moral, sino una exhortación teologal. A veces los predicadores cristianos hacen demasiadas exhortaciones morales y no bastantes exhortaciones teologales, que son más impor, tantes. El autor menciona las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Habría podido nombrar las virtudes morales o cardinales, pero no lo ha hecho, porque estas virtudes no tienen una relación directa con la Nueva Alianza. En cambio, las virtudes teologales son esenciales para la vida en la Nueva Alianza, y afectan todas las relaciones con Dios y las relaciones con los hermanos. En este paso el autor anuncia en realidad todo el resto de su predicación. En el capítulo 11 ha, blará de la fe, en el capítulo 12 hablará de la esperanza, de la forma especial de soportar con esperanza; en la última parte de su predicación hablará de las relaciones con Dios y con los hermanos en la caridad. Ya el Antiguo Testamento insistía mucho en la fe o en la confianza, pero debía lamentarse, porque el pueblo no correspondía a esta exigencia. Por otra parte, en el curso de la historia de Israel, la perspectiva teologal es, taba oscurecida por la preocupación cada vez más fuerte por las observancias. Los hebreos estaban preocupados sobre todo por observar bien todas las tradiciones y mandamientos. En cambio, el Nuevo Testamento no insiste tanto en la Ley que hay que observar, sino que exhorta sobre todo a tener fe, esperanza y caridad. La primera condición que la Carta a los hebreos propone para acercarse a Dios no es el cumplimiento

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de la Ley, sino la adhesión de fe a Dios por medio de la mediación de Cristo. Reencontramos aquí la doctrina paulina, que rechaza la pretensión de la Ley y pone el fundamento de todo en la fe. Pero los matices son diversos. Pablo asume una perspectiva jurídica. Critica la ley porque no estaba en condiciones de justificar a los hombres, todos pecadores. El autor de la Carta a los hebreos se sitúa en una perspectiva de mediación. Critica la Ley porque no podía instituir un sacrificio eficaz, un sacerdocio válido, una alianza irreprensible. La invitación a la fe se funda sobre la eficacia perfecta del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, que constituye una mediación perfecta. La fe es una actitud del cora, zón: «Si crees con el corazón», dice san Pablo (Rom 10,10). El autor exhorta: «Acerquémonos con sincero corazón en plenitud de fe». lDónde los cristianos se han procurado este corazón sincero, mientras el Antiguo Testamento nos dice que todos los hombres tienen un corazón doble, un corazón extraviado? El autor lo ex, plica: «Acerquémonos ( ... ) purificando los corazones de conciencia mala y lavado el cuerpo con agua pura». Los comentaristas ven con razón en esta frase una doble referencia al Bautismo, bajo el aspecto de rito externo y de efecto interno. El autor pasa inmediatamente a hablar de la esperan, za: «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa» (Heb 10,23). En toda la Carta a los hebreos la esperanza está siempre unida a la fe. También cuando el autor quiere definir la fe, la define en primer lugar en su relación con la esperanza. El Santo Padre lo recordó en su segunda encíclica. lQué es la fe? «La fe es la sustancia de las cosas esperadas» (Heb 11, 1). Esto es, la fe es un modo

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de poseer anticipadamente las cosas que se esperan (cf BENEDICTO XVI, Spe salvi, 2007). La esperanza expresa la dinámica de la fe, en cuanto el mensaje que recibimos no es la revelación de una verdad abstracta que hay que registrar, sino la revelación de una persona que es Camino, que es Verdad y que es Vida. Por eso nuestra fe produce la esperanza. En la Nueva Alianza se nos han comunicado ya muchos dones preciosos, pero esperamos una plenitud completa. Tenemos la esperanza de recibir «la heren, cía eterna» (Heb 9,15), de entrar para siempre en la «patria celeste» (Heb 11, 16), en el «reposo» de Dios (Heb 4,10, 11). Desde el momento en que Cristo ha alcanzado la meta, nuestra esperanza es segura, como dice el autor en el capítulo 6 (Heb 6,18,20). Finalmente, el autor dirige su exhortación al amor cristiano, esto es, a la caridad. Literalmente, nos invita a un «paroxismo de amor» (Heb 10,24). La relación entre Alianza y caridad es muy estrecha, porque la caridad presenta siempre dos dimensiones: la unión con Dios en el amor y la unión con los hermanos en el servicio generoso. Estas dos dimensiones son las dos dimensiones de la Nueva Alianza. El autor al final hace todavía más apremiante su exhortación refiriéndose al «día»: «Tanto más, cuanto que veis que se acerca ya el Día», esto es, el día del Señor, del que hablaron los profetas y del cual habló también Jesús. lCómo podían ver que se aveci, naba el día? La hipótesis más probable, a mi parecer, es que el autor aquí alude a las primeras sublevaciones que se desencadenaron en Palestina hacia el año 65,66, que hacían prever la guerra judaica, y que llevó a la destruc, ción de Jerusalén y al incendio del Templo, al final de la Antigua Alianza desde este punto de vista. Jesús había

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previsto este día (cf Mt 24,1,2 par.); había precisado: «No pasará esta generación sin que todo esto acon, tezca» (Mt 24,34), y había llamado a la vigilancia (Mt 24,42). De este avecinarse el día, el autor de la Carta a los hebreos toma motivo para exhortar a los cristianos a ser más fervientes y activos en la caridad. Así se manifiesta el dinamismo de la Nueva Alfan, za: un dinamismo intenso, que va hacia el encuentro con el Señor. La situación de la Nueva Alianza es una situación privilegiada de comunión con Dios, que se ha hecho posible gracias a Cristo. No es una situación pasiva u ociosa, sino activa y comprometedora. En la oración demos gracias al Señor por haberno~ metido en esta situación privilegiada. Ofrezcámonos a El, para res, ponder a sus dones con una gran fe, con una esperanza indestructible y con una caridad generosa.

15 La sangre de la Alianza y la resurrección de Cristo (Heb 13,20,21)

Os propongo ahora meditar sobre la solemne conclusión de la predicación contenida en la Carta a los hebreos. El autor concluye su predicación con un augurio solemne que habla de la resurrección. Es un pasaje compuesto de dos versículos (Heb 13,20,21). El primero asume de nuevo la doctrina expuesta por el autor y el segundo recoge las exhortaciones y termina con una doxología. Se trata de una fórmula muy bella de conclusión: «El Dios de la paz que hizo elevarse de entre los muertos al gran pastor de las ovejas, el Señor nuestro Jesús, en la sangre de una Alianza eterna os procure Joda clase de bienes por cumplir su voluntad, operando El en vosotros lo que a Él le agrada por medio de Jesús el Cristo; a él la gloria por los siglos de los siglos. Amén». Estos dos versículos presentan el tema de la Alianza bajo una nueva luz. Hablan de una «Alianza eterna», única vez en todo el Nuevo Testamento. Ya la expresión «Dios de la paz» tiene una clara relación con la Alianza. El Señor se reveló como el Dios de la paz cuando en Cristo reconcilió al mundo consigo y fundó la Nueva Alianza, eliminando toda forma de separación y de división. En la segunda Carta a los corintios leemos: «Y

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todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación» (2Cor 5,18,19). Dios es verdade, ramente el autor de una paz muy activa, que propaga la reconciliación y la unión entre todos. La intervención decisiva del Dios de la paz ha sido descrita en términos nuevos: el autor habla por primera vez de la resurrección de Cristo. En su predicación habló de la glorificación de Cristo, de su ingreso en el Santua, rio celeste, pero no explícitamente de la Resurrección. Este pasaje es el único en que habla de Resurrección. El autor expresa la Resurrección de un modo también ori, ginal, no tradicional. Se sirve para ello de un pasaje de Isa~as que recuerda la obra divina de salvación durante el Exodo. Isaías escribe: «[Los israelitas] se acordaron de los días antiguos, de Moisés, su siervo. lDónde está el que los sacó de la mar, el pastor de su rebaño? (... ). lAquel que dividió delante de ellos el mar ganándose fama perpetua, que los hace avanzar entre abismos como el caballo en la estepa? No tropezaron ( ... ); así tú condujiste a tu pueblo ganándote fama gloriosa» (Is 63, 11, 14). Isaías llama a Moisés «el pastor de su rebaño [de Dios]». Los Setenta tradujeron «el pastor de las ovejas», y el autor de la Carta a los hebreos toma natu, ralmente esta expresión (cf Jn 1O,11.14), pero subraya la superioridad de Jesús respecto a Moisés. Moisés es simplemente el «pastor de las ovejas», Jesús es el «gran Pastor», el Sumo Sacerdote. Pedro, en su primera carta, usa para Cristo una expresión similar, literalmente le llama «archipastor» (archipoime: lPe 5,4). Naturalmen,

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te, las traducciones cambian e introducen dos palabras, pero Pedro dice el «archipastor», que hace pensar en el archiereus, el Sumo Sacerdote. La superioridad de Jesús respecto a Moisés está indicada por el hecho de que, mientras este último ha hecho salir del agua del mar para conducir al pueblo a un prado terreno, la Tierra Prometida, a Jesús se le ha hecho salir de entre los muer, tos para introducimos en la herencia eterna. Con sus expresiones, el autor quiere indicarnos que la resurrección de Cristo no es sólo un acontecimien, to individual; Cristo glorificado por sí mismo, pero al mismo tiempo en el contexto del acontecimiento que nos afecta a todos nosotros; Cristo glorificado como Pastor de las ovejas, Aquel que abre el camino a todas las ovejas, el camino de la vida nueva, de la vida del resucitado. Cristo resucitó como el «pionero de la salva, ción» (Heb 2,10), como «primogénito de los muertos» (Col l,18), como «primicia» (lCor 15,20) de la nueva creación; aspecto, este último, eclesial de la resurrec, ción de Cristo. Puede sorprender la expresión usada aquí: dice que Dios hizo elevarse a Cristo de entre los muertos, literalmente, «en la sangre de una Alianza eterna». La Conferencia Episcopal Italiana traduce «en virtud de la sangre de una Alianza eterna». lQué significa esto? El autor atribuye a la sangre de Cristo una función decisiva para su Resurrección. lPor qué lo puede hacer? A causa de la relación entre la sangre y el Espíritu, expresada primero en la frase sobre la que habíamos meditado ayer, donde dice que «la sangre de Cristo que se ofreció a sí mismo por medio del Espíritu eterno nos purificará» (Heb 9, 14). Esto nos permite reflexionar de un modo nuevo sobre la Resurrección.

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Las primeras formulaciones de la fe cristiana han puesto de relieve sólo el contraste obvio entre la muerte de Jesús y su Resurrección. Los hombres lo mataron, Dios lo hizo resucitar, le dio de nuevo la vida (cf He 3,15; 4,10). Enseguida se ha comprendido que la resurrección de Jesús ocurrió por medio de un Espíritu de vida, por medio del Espíritu Santo. Lo dice claramente san Pablo al comienzo de la Carta a los romanos (Rom 1,4). Ya Ezequiel mostraba que la Resurrección es obra del Espíritu: en su famosa visión de los huesos secos, él recibió la orden de llamar al ruah, el soplo, el viento, el Espíritu, para que entrase en los huesos y los hiciera revivir (Ez 37,9). El Espíritu es el soplo de Dios que da la vida. Una profundización inmediatamente posterior de la fe cristiana ha puesto de relieve que la acción del Espíritu no comenzó con la Resurrección, sino que se manifestó en toda la vida de Jesús y en particular durante su Pasión. El autor de la Carta a los hebreos lo deja entrever: Jesús oró insistentemente al Padre y, en respuesta a su plegaria, recibió del Padre el Espíritu, que le dio la fuerza de transformar la propia muerte, acontecimiento de ruptura, en un acontecimiento de comunión, transformando totalmente el sentido de la muerte. La muerte de Jesús se convirtió así en fundación de la Nueva Alianza, gracias a la acción del Espíritu. La sangre de Jesús recibió el Espíritu por medio de su plegaria intensa y de su perfecta docilidad al Padre y se convirtió así en fuente de vida nueva, fuente de resurrección. Podemos profundizar un poco en la relación entre la sangre y el Espíritu según el Antiguo Testamento. Para la mentalidad antigua, la sangre era algo sagrado, porque significa la vida, don de Dios. La Biblia nos en-

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seña que en la sangre está el nefesh, el principio vital, el soplo de vida, el alma no en tanto racional, sino en tanto algo que vivifica el cuerpo. Más aún, un pasaje del Deuteronomio dice que la sangre misma es nefesh (Dt 12,23): la sangre es el principio vital. La ciencia moderna confirmó esta intuición con el descubrimiento de la función oxigenante de la sangre. Nuestra sangre tiene una relación muy estricta con nuestro «soplo». Para vivir necesitamos que nuestro «soplo» entre en nuestra sangre, es decir, que el aire que respiramos entre en nuestra sangre, enriqueciéndola de oxígeno, a fin de que la sangre pueda comunicar este oxígeno a todas las células del cuerpo para vivificarlas. Hay pues una estrecha relación entre el «soplo» y la sangre, o entre el Espíritu y la sangre, porque en hebreo la misma palabra, ruah, significa «Soplo» y «espíritu». Estos elementos son recogidos y profundizados por el autor de la Carta a los hebreos, el cual nos muestra una relación estricta entre la sangre de Cristo y el Espíritu Santo. En este caso no se trata de un fenómeno biológico, sino de una realidad espiritual. Igual que nosotros inspiramos el aire de la atmósfera para oxigenar nuestra sangre y hacerla capaz de vivificar todo nuestro cuerpo, así Cristo en su Pasión, por medio de una oración intensa, «inspiró» el Espíritu Santo. Para vencer el miedo a la muerte, rogó y suplicó, y recibió el Espíritu Santo, el cual entró en él y lo movió a ofrecer la propia vida en un don de amor. Podemos decir que, en la Pasión, la sangre de Cristo fue embebida del Espíritu Santo, adquiriendo la capacidad de comunicar una vida nueva y de fundar una Nueva Alianza. La sangre de Cristo vino a ser, para su naturaleza humana, el principio vital que le comunicó la vida nueva, la comunión con Dios y con

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los hermanos. En un cierto sentido podemos decir que la encarnación del Hijo de Dios desemboca, por medio de la Pasión, en la sangre vivificada por el Espíritu San, to, esto es, la Pasión ha hecho de la naturaleza humana de Cristo, y especialmente de su sangre, el instrumento que nos comunica el Espíritu Santo. Es una doctrina que se encuentra también en el cuarto evangelio. El evangelio de Juan nos muestra una estrecha relación entre la pasión de Cristo y el don del Espíritu. Cuando Jesús dice: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti» On 17, 1), esto se refiere a la Pasión, en la cual el Padre glorifica al Hijo gracias al don sobreabundante del Es, píritu Santo. Vemos que la resurrección de Cristo tiene una relación especial con su sangre y que su sangre nos comunica la vida nueva de Cristo resucitado, nos pu, rifica, nos vivifica, gracias a su relación con el Espíritu Santo. El segundo versículo del pasaje es un augurio que se refiere a nuestra vida espiritual (Heb 13,20,21): «Üs procure toda c:_lase de bienes por CUilJplir SU volun, tad, operando El en vosotros lo que a El le agrada por medio de Jesús el Cristo; a él la gloria por los siglos de los siglos. Amén». Aquí podemos notar un elemento nuevo. Después de haber deseado para los cristianos que Dios les procure toda clase de bienes por cumplir su voluntad, igual que Cristo mismo cumplió la volun, tad del Padre en la Pasión, el autor añade: «Operando Él en vosotros lo que a Él le agrada». Así se indica el elemento más profundo de la Nueva Alianza: el hecho de recibir en nosotros la acción misma de Dios. En la Antigua Alianza, Dios prescribía lo que había que hacer. Lo prescribía a través de una Ley externa. Este tipo de

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Alianza no funcionó, porque el hombre no es capaz con sus solas fuerzas de cumplir la voluntad de Dios. Por eso el Señor quiso instituir la Nueva Alianza, prometió es, cribir su nombre en el corazón del hombre Qer 31,33) y darle un corazón nuevo, darle su Espíritu (Ez 36,26,27). Esto quiere decir que, en la Nueva Alianza, el que actúa es Dios mismo, y debemos acoger en nosotros su acción. Nuestro actuar cristiano es el actuar de Dios acogido en nosotros con fe y gratitud por medio de Jesucristo, mediador de la Nueva Alianza. Esta doctrina de la Carta a los hebreos no está aislada del Nuevo Testamento. También san Pablo declara a los filipenses: «Es Dios quien, por su benevolencia [pro suo beneplácito] realiza en vosotros el querer y el obrar [velle et perficere]» (Flp 2,13). Dios obra en nosotros nuestro obrar. Esta afirmación de Pablo corresponde a la promesa hecha por Dios, por boca de Ezequiel, de introducir su Espíritu en nuestros corazones, haciéndo, nos capaces de cumplir sus decretos: «Haré que hagáis», dice literalmente Dios en la profecía de Ezequiel (Ez 36,2 7). Dios mismo hace que hagamos, por tanto la Nueva Alianza no consiste solamente en recibir la ley de Dios en el interior de nuestro corazón, sino en recibir la acción de Dios mismo en nosotros. En el cuarto evangelio encontramos una enseñanza muy profunda a este propósito sobre las obras de Cristo como don del Padre. Jesús dice dos veces que las obras que él hace son un don del Padre. Dice literalmente: «Las obras que el Padre me ha dado a fin de que yo las lleve a cumplimiento, estas obras ... dan testimonio de que el Padre me ha enviado» On 5,36). Y en la oración sacerdotal dice: «Yo he llevado a cumplimiento la obra que tú me has dado hacer» On 17,4). No «que me has

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dado que hacer», sino que me has «dado hacer». Esta es la traducción exacta del griego. Dios, el Padre, ha dado a Cristo el hacer las obras, que son obras divinas. «El Hijo, por sí mismo, no puede hacer nada sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, también el Hijo lo hace» On 5,19), porque el Padre da al Hijo el actuar. Como Jesús ha recibido del Padre sus obras, así tam, bién nosotros debemos recibir nuestro actuar de Jesús. Él debe no sólo vivir en nosotros, sino actuar en noso, tros y con nosotros. Nosotros estamos unidos a él como los sarmientos a la vid; lo que produce la actividad de los sarmientos es la vid. «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así también vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» On 15,4,5). Jesús dice también una cosa sorpren,dente a este propósito en el discurso posterior a la Ultima Cena: «En verdad os digo: el que crea en mí, hará también él las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre» On 14,12). Aquí las ediciones ponen un punto: Jesús va al Padre, y los discípulos por tanto son libres para hacer sus obras, que son más grandes que las de Jesús. Se trata de un enorme error de interpretación; es necesario leer todo el pasaje para captarlo correcta, mente: el creyente «hará mayores aún, porque yo voy al Padre y cualquier cosa que pidáis en mi nombre yo lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo» On 14,12,13). Los discípulos harán obras más grandes que las que hace Jesús en su vida terrena porque, estan, do Jesús glorificado, estará en condiciones de hacer él mismo estas obras más grandes. Las hará y pedirá a los discípulos hacerlas con él. Así, san Pablo hizo obras más grandes que Jesús: en efecto, Jesús limitó su ministerio

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a Palestina, mientras que Pablo extendió su apostolado por un gran número de países. Pero Pablo recibe sus obras de Cristo; era consciente de no ser él el autor principal. El autor principal era Cristo, que «actuaba por medio [de su apóstol]» (cfRom 15,18,19). También nosotros debemos ponernos a disposición de Cristo para hacer con él sus grandes obras. Debemos pedir al Padre gue realice en nosotros, por medio de Cristo, lo que a El le agrade y que nos haga de este modo instrumentos aptos para su obra de salvación en el mundo.

16 Unión a Cristo y sacerdocio bautismal (lPe 2,4-5)

La Carta a los hebreos da gran relieve, como habíamos visto, a la novedad del sacrificio o del sacerdocio de Cristo. Uno de los aspectos de esta novedad es la apertura a la participación. El sacerdocio antiguo no estaba en nada abierto a la participación; estaba fundado en un sistema de santificación por medio de separaciones y, por tanto, reservado exclusivamente a los sacerdotes y al Sumo Sacerdote. Cuando el Sumo Sacerdote penetraba en el Santo de los Santos, ningún otro podía acompañarlo o seguirlo. El Levítico precisa que entonces: «Nadie debe estar en la Tienda del Encuentro» (Lev 16, 17), ni siquiera en la primera parte llamada el «Santo». En cambio, el sacerdocio de Cristo está plenamente abierto a la participación, porque está fundado en un acto de completa solidaridad fraterna con nosotros pecadores. La Carta a los hebreos afirma que, con su oblación, Cristo «ha hecho perfectos para siempre a los que han sido santificados» (Heb 10, 14). «Hacer perfecto» a alguien indica también en este contexto «consagrarlo sacerdote». Con su oblación, Cristo ha consagrado sacerdotes a quienes han sido santificados. Todos los cristianos gozan ahora del privilegio sacerdotal, un privilegio superior

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al del mismo Sumo Sacerdote antiguo, porque tienen pleno derecho a entrar en el verdadero Santuario sin ningún límite de tiempo, y son invitados, por otra parte, a ofrecer continuamente a Dios, por medio de Cristo, sus sacrificios. El autor lo dice en el capítulo 13: los sacrificios son una Eucaristía, «sacrificio de alabanza», y una vida de caridad (Heb 13,15-16). Por otra parte, el autor muestra que también los dirigentes de la Iglesia, que llama hegoumenoi, tienen una participación especial en el sacerdocio de Cristo, en el sentido de una autoridad para comunicar la palabra de Dios (Heb 7, 13) en unión con Cristo, Sumo Sacerdote, digno de fe en relación con Dios. Y también en el sentido de la misericordia sacerdotal de Cristo, que le lleva a vigilar por el bien de las almas (Heb 13, 17). Pero el autor de la Carta a los hebreos no aplica el título de sacerdote ni a los cristianos ni a los dirigentes. En cambio, san Pedro, en su primera Carta, aplica a la comunidad de creyentes un título sacerdotal. La llama hierateuma (1Pe 2,5.9), un término que significa «organismo sacerdotal», un término colectivo, que se encuentra en la traducción griega del Antiguo Testamento (Éx 19,6; versión de los Setenta). San Pedro, en este pasaje espléndido del capítulo 2, expresa todo el dinamismo de la nueva vida de los creyentes, fruto de la pasión y de la resurrección de Cristo. Este pasaje es verdaderamente capital para nuestra vida espiritual y eclesial. Pedro comienza mostrando las condiciones de la vida eclesial, diciendo a los nuevos bautizados, que él compara con los recién nacidos: «Depuesta toda malicia y todo engaño, hipL)Cresías, envidias y toda clase de maledicencias. Como niúos recién nacidos, desead la pura ieche de la palahrn, para crecer con ella hacic:l la salvación, si

Aco1amus <1 Crisro, nuescm Sumo SacerJocc

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de verdad habéis ya gustado cómo es bueno el Señor»: esta es la primera parte del pasaje (1 Pe 2, 1-3). Después viene la segunda parte: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por mediación de Jesucristo» (1 Pe 2,4-5). En esta frase la relación con el Señor se expresa de manera muy profunda. Pedro dice que debemos acercarnos al Señor; la conversión cristiana es siempre una conversión hacia Cristo y, a través de Cristo, hacia Dios. Esta conversión asume también una dimensión comunitaria, eclesial. Cuando entramos en contacto con Cristo, somos asimilados a él e integrados en un edificio espiritual fundado sobre él, que es un santuario de Dios. Así somos liberados de la dispersión, liberados de nuestro individualismo, y reunidos todos para formar juntos la casa de Dios. Se trata de una unión muy fuerte, porque no seremos sólo cada uno junto a los otros, como en el interior de un edificio, lo cual es ya una relación apreciable, sino que seremos unidos los unos a los otros como las piedras que forman parte de un edificio. La gente que está reunida por un cierto tiempo en el interior de una casa puede después marcharse, salir, dispersarse de nuevo. En cambio, las piedras que forman parte de un edificio son solidarias entre sí de modo definitivo. No es posible disociarlas sin violencia y sin daúar el edificio. Vemos aquí, por tanto, un ideal de unidad muy fuerte, que debe darnos mucha alegría pero que al mismo tiempo es muy exigente. Este parangón con la construcción no es ciertamente algo nuevo. En la Escritura aparece muchas veces y

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el mismo Jesús lo propuso. San Pedro podía tener una idea muy viva de ello, porque debía su nuevo nombre, «Pedro», a una iniciativa de Jesús en relación con la construcción de la Iglesia. Jesús le había dicho: «Tú eres Kefa -esto es, "roca"-, y sobre esta roca construiré mi Iglesia» (Mt 16, 18; cf Jn 1,42). Aquí san Pedro designa a Cristo mismo como la «piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios» (1 Pe 2,4). Casi todas las palabras de esta larga expresión provienen de textos proféticos que el Apóstol cita después en los versículos siguientes. Sólo el calificativo, «viva », es nuevo. ¿Qué quiere decir el Apóstol? ¿Quiere quizá subrayar que la metáfora se refiere a la unidad de la piedra y no a su inercia? No es esta la razón. Pedro quiere referirse al misterio Pascual. Cristo, con su resurrección, se convirtió en una piedra «viva ». Él se manifestó como el viviente, como dice san Lucas, o más exactamente como el ángel, como aparece en el evangelio de Lucas: «lPor qué buscáis al Viviente entre los muertos?» (Le 24,5). Cristo es el viviente que triunfó decisivamente sobre todas las fuerzas de la muerte. San Pedro nos invita a acercarnos a Cristo resucitado en su misterio pascual y a darle nuestra plena adhesión de fe. El misterio pascual comprende dos aspectos inseparables. San Pedro tiene prisa en recordarnos el otro aspecto. Cristo fue rechazado por los hombres en su Pasión, y después glorificado por Dios en su Resurrección. Notar que Pedro no polemiza contra los judíos, no dice que Jesús fuera rechazado por los judíos, sino «rechazado por los hombres». Somos todos corresponsables de la pasión de Cristo, no debemos echar la culpa sólo a los judíos. Los hombres rechazaron a Jesús, lo consideraron una piedra inutilizable para tirarla entre los rechaza-

Acujmnos et Cristo, nuestro S1mw Sacerdote

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dos, como se dice en el Salmo 117 / 118, que Jesús citó después de la parábola de los viñadores homicidas: «la piedra que los constructores rechazaron ha venido a ser la piedra angular» (v. 22; Mt 21,42). Dios fue a recoger esta piedra arrojada entre los rechazados, la eligió y afirmó su valor supremo para la construcción del editlcio. Resucitado, Cristo vino a ser el principio de una construcción nueva. La piedra viva está en condiciones de agregar a sí otras innumerables piedras. Ved cómo san Pedro expresa el aspecto eclesial del misterio Pascual, que hemos encontrado en la Carta a los hebreos. San Pedro se inspira en el salmo que habla de la piedra angular, la que da al edificio su cohesión. Pedro nos da a entender que la resurrección de Cristo no es una glorificación de carácter exclusivamente individual: al contrario, la resurrección de Cristo constituye la piedra angular de un nuevo edificio, centro y fuente de unidad. Cristo murió y resucitó para «reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Aquellos que se acercan a él en la plenitud de la fe son transformados por el contacto con él y llegan a ser ellos mismos también piedras vivas, porque la vida del Resucitado los invade y los transforma. Ellos son regenerados por Dios por medio de la resurrección de Jesús, como dice san Pedro al comienzo de su Carta (1 Pe 1,3). Así podemos entender la Resurrección y adherirnos a Jesús resucitado, para ser inundados por su vida y transformados profundamente. El nuevo edificio se llama literalmente «edificio espiritual». iCómo captar esta expresión? Es posible interpretarla en un rnodo más bien genérico, diciendo que los cristianos no deben construir materialmente una casa, sino formar espiritualmente una construcción

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cohesionada. Esta interpretación no es falsa, pero no basta. La expresión tiene un sentido más profundo. Aquí, «edificio» quiere decir «casa de Dios», «templo». En el Antiguo Testamento, la palabra hebrea beth, «casa», se refiere muchas veces, sin otra determinación, al «templo de Jerusalén». San Pedro no piensa aquí en un edificio cualquiera, sino en un templo, un santuario. Lo vemos inmediatamente después porque habla de un sacerdocio y de sacrificios gratos a Dios. Se trata por tanto de un nuevo temrlo que sustituye al templo de Jerusalén. Conviene aquí recordar la historia de la construcción, de la destrucción y reconstrucción del templo. El punto de partida, lo sabéis muy bien, es el oráculo del profeta Natán, en el libro de Samuel (2Sam 7). A David le vino a la mente la idea de construir una bella casa para Dios. El arca de Dios estaba bajo una tienda, y esto no estaba bien, así que el profeta fue encargado por Dios de responder: «David, tú no construirás una casa para mí. Yo, Dios, te construiré una casa, te daré un hijo y un sucesor, y este hijo construirá para mí una casa». El oráculo de Natán encontró una primera realización en la historia de Salomón, el hijo de David, que construyó el templo de Jerusalén. Pero esta realización material era imperfecta y destinada a la destrucción. La verdadera casa de David y la verdadera casa de Dios se construyeron al mismo tiempo por medio de la muerte y la resurrección de Cristo. Con una síntesis inesperada, como ocurre con frecuencia en la Biblia cuando se trata del misterio de Cristo. En la historia de Salomón hay una clara distinción entre dos aspectos del oráculo: Dios había rrometido a David una casa, es decir, un hijo que debía sucederle: este hijo es Salomón. El otro aspecto de este oráculo:

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ese hijo debía construir una casa para Dios. Salomón construyó un templo en Jerusalén. Salomón y el templo son dos realidades distintas. En cambio, Cristo resucitado es al mismo tiempo la casa real dada por Dios a David y la casa de Dios, construida para Dios por el hijo de David. Cristo es las dos cosas conjuntamente. Cristo es la casa real, porque su victoria sobre la muerte hizo de Jesús, descendiente de David, el rey Mesías que reina para siempre. Por tanto, en Jesús, Dios dio a David una casa que reina para siempre. Por otra parte, Jesús resucitado es la nueva casa de Dios, porque en su misterio pascual Cristo sustituyó el templo hecho por mano del hombre por un templo no hecho por manos de hombre, construido en tres días. Esto es lo que se dice en los evangelios (Me 14,57-58; Jn 2,19-22), recordado a propósito de la tienda no hecha por mano del hombre. El Cuerpo de Cristo revivificado por el Espíritu Santo es la verdadera casa de Dios, el auténtico templo, el verdadero edificio espiritual al cual todos los hombres están invitados a entrar para encontrase en relación íntima con Dios, más aún, todos han sido invitados a formar parte de este templo, a convertirse en piedras vivas del mismo. En la expresión «edificio espiritual», el adjetivo «espiritual» debe entenderse en el sentido fuerte de obra del Espíritu Santo. Gracias a «la acción santificadora del Espíritu Santo», de la cual Pedro ha hablado al comienzo de su carta (lPe 1,2), los creyentes, por la acción de este Espíritu, forman parte de este edificio espiritual. El Apóstol expresa aquí un vigoroso dinamismo. El movimiento de los cristianos que se acercan a Cristo continúa en el movimiento de la creación del edificio espiritual que se está construyendo y este edificio debe servir para un sacerdocio santo, que consiste

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en ofrecer sacrificios espirituales. Así somos invitados a entrar en el dinamismo potente de la ofrenda de Cristo. Por medio de la incorporación a Cristo, los cristianos somos consagrados sacerdotes e invitados a ofrecer. Todos juntos formamos un «sacerdocio santo», dice Pedro, que -como he dicho al comienz~- toma la palabra de los Setenta. Dios, en el libro del Exodo (19,5-6), había hecho a Israel una promesa bellísima: «Si queréis escuchar mi voz y custodiar mi Alianza, ( ... ) seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa». En el texto hebreo encontramos aquí la palabra kohen, que significa «Sacerdote », en plural, en la expresión «un reino de sacerdotes», mamleket kohanim. Los autores de los Setenta lo sustituyeron por un singular colectivo, hierateuma, «Organismo sacerdotal», y esto conviene a Pedro, porque expresa el aspecto eclesial de la participación cristiana en el sacerdocio de Cristo. Los cristianos no son sacerdotes singularmente cada uno por su cuenta. Esta era la perspectiva protestante, propugnada por Lutero. Los cristianos forman parte de un organismo sacerdotal. Después de un estudio detenido de la Carta de Pedro, un exegeta luterano, J. H. Elliott, tuvo la gran honestidad de concluir que la interpretación luterana individualista no es sostenible. La participación en el sacerdocio de Cristo es eclesial, no individual; es personal para cada uno, pero no individual. San Pedro nos precisa que el sacerdocio bautismal se ejerce con la ofrenda de sacrificios espirituales. No se trata de sacrificios «mentales», es decir, de una simple intención mental de ofrecerse a Dios. Se trata de una ofrenda de la propia existencia real bajo el impulso dado por el Espíritu Santo y en la docilidad al Espíritu Santo. El culto cristiano consiste en llegar a ser «santos en toda

Acojamos a CristrJ, nHcstru Sitmn SuccrJoce

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nuestra conducta», dice san Pedro (lPe 1,15), viviendo en una caridad intensa, en un amor intenso (lPe 1,22; 4,8). Esto vale para todo estado de vida: «Cada uno viva según el don de gracia el carisma recibido, poniéndolo al servicio de los demás como buenos administradores de una multiforme gracia de Dios » (lPe 4,10). En 1Pe 2,5, la frase de Pedro expresa la doctrina del sacerdocio bautismal de todos los creyentes, que es el aspecto principal del sacerdocio en la Iglesia. Se piensa fácilmente lo contrario, esto es, que lo más importante es el sacerdocio ministerial, ordenado, pero no es exacto: los documentos magisteriales lo han indicado recientemente. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio bautismal, que es su finalidad. El sacerdocio ministerial es el medio, un medio indispensable, de importancia verdaderamente fundamental: sin el sacerdocio ministerial, el sacerdocio bautismal no puede ejercerse, no podría existir. Pero sin el sacerdocio bautismal de todos los creyentes, el sacerdocio ministerial no tendría sentido. Además, hay que observar que el sacerdocio bautismal es el sacerdocio de todos los bautizados, del más pequeño al más grande. También nosotros, los que hemos recibido el sacramento del Orden, estamos llamados a ejercer el sacerdocio bautismal en toda nuestra vida, esto es, ofrecernos a nosotros mismos en unión con la ofrenda de Cristo: este es el ejercicio del sacerdocio bautismal. También cuando ejercemos nuestro sacerdocio ministerial estamos llamados a ejercer al mismo tiempo el sacerdocio bautismal. El sacerdocio bautismal y el ministerial deben andar juntos. Cuando ejercemos nuestro ministerio, debemos ofrecernos también nosotros mismos en unión con la ofrenda de Cristo. Para nosotros, el sacerdocio bautismal es más

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Card. A.lhert Vcmlwye

importante que el sacerdocio ministerial. El sacerdocio ministerial es un don de Cristo a la Iglesia, un don maravilloso. No es una realidad que nos pertenezca personalmente, no es algo que aumente nuestro valor personal, sino el modo en que nos ofrecemos nosotros mismos, como todo creyente está llamado a ofrecerse a sí mismo. Esto es, para nosotros, lo más importante. Es necesario añadir que, para nosotros, este ejercicio del sacerdocio bautismal toma una forma específica: la de la caridad pastoral. El sacerdocio bautismal es siempre ejercicio de la caridad, pero para nosotros la caridad pastoral es el aspecto específico de este ejercicio. Sacerdocio bautismal y sacerdocio ministerial deben estar unidos en nuestra vida. La separación es posible. Para un sacerdote es posible celebrar la Santa Misa sin unirse personalmente al sacrificio de Cristo. Entonces habrá ejercido su sacerdocio ministerial, la misa será válida y dará a los fieles la posibilidad de ejercer su sacerdocio bautismal, ofreciéndose en unión con la ofrenda de Cristo, pero el sacerdote mismo no lo habrá ejercitado. Esto no sólo es anormal, sino escandaloso. San Pedro concluye que, gracias a la resurrección de Jesús, nuestra vida es transformada, y proclama: «Las obras maravillosas de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable». Nosotros, que en un tiempo no éramos pueblo, ahora somos pueblo de Dios. Nosotros, que un tiempo fuimos excluidos de la misericordia, ahora en cambio somos colmados de la misericordia (cf lPe 2-10). Así san Pedro nos invita a todos a vivir unidos al misterio de Cristo, en el amor agradecido y en la ofrenda generosa de nuestra vida. Pidamos la gracia de corresponder bien a esta invitación del Apóstol.

17 El corazón sacerdotal de Cristo y el sacerdocio ordenado

Eminencias, Excelencias, Monseñores, para concluir estos Ejercicios Espirituales, os propongo ahora algunas modestas reflexiones sobre las relaciones que existen entre el sacerdocio ministerial y el corazón sacerdotal de Cristo. Estas relaciones son muy estrechas, porque la Nueva Alianza, a cuyo servicio está ordenado el sacerdocio, tiene como centro y fuente el corazón de Cristo. En la Carta a los hebreos, al hacer el parangón entre el sacerdocio de la Antigua Alianza y el de la Nueva Alianza, se constata que el sacerdocio de la Antigua era externo, sin relación alguna con el corazón. En el Antiguo Testamento se habla alguna vez del corazón del rey: Salomón, por ejemplo, pide a Dios que le conceda un corazón dócil (lRe 3,9), y el libro de los Proverbios dice que «el corazón del rey es un canal de agua en manos del Señor» (Prov 21, 1). Del corazón del sacerdote, sin embargo, no se habla jamás, el culto antiguo no tiene ninguna relación con el corazón. El culto está definido por la Ley, que se cumple con ritos convencionales externos y ofreciendo inmolaciones de animales. El sacerdote debe cumplir los ritos y basta.

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Carci. Albert \l¡mJw:vc

Jesús sustituyó este culto externo y convencional por un culto personal y existencial que parte de su corazón. El sacerdocio de Cristo realiza la Nueva Alianza, que consiste en el don a los creyentes de un corazón nuevo, en el cual se derramó un espíritu nuevo: el Espíritu Santo. Para fundar la Nueva Alianza, Jesús aceptó una transformación sacrificial de su corazón para hacer de él propiamente un corazón nuevo. En la Nueva Alianza, el problema del sacerdocio y del culto es un problema del corazón. Para acercarse a Dios es necesario tener un corazón digno de Dios, purificado, santo, verdaderamente abierto y dócil a las relaciones con Dios, al amor que viene de Él. Este corazón no existía, es la triste constatación de todo el Antiguo Testamento: todos tuvieron un corazón extraviado, no hubo ninguno que fuera verdaderamente justo. Todos estaban manchados por el pecado y por tanto lejos del Señor, y eran indignos de tener una relación con Él, porque su corazón no era perfecto. En un oráculo de Jeremías, Dios prometió una transformación del corazón, diciendo: He aquí, la Nueva Alianza será esta, escribiré mi Ley en su corazón. Una Ley escrita sobre piedra no podía producir una verdadera unión entre Dios y el pueblo, porque era algo externo a Dios y externo al pueblo. La profecía de Jeremías anuncia pues que los creyentes tendrán un corazón dócil, dispuesto a hacer la voluntad de Dios con amor, un corazón dispuesto a entrar en una relación profunda y auténtica con Dios. Para expresar lo mismo de una manera más radical, Ezequiel, en nombre de Dios, prometía un corazón nuevo, un espíritu nuevo, porque no bastaba escribir la ley de Dios en el corazón viejo, era necesario cambiar radicalmente el corazón. Por eso, Dios decía: «Üs daré un corazón nuevo, meteré dentro

Acujmnus ll Cri.1to, llllt'Stro .S1mw Sacerdutt'

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de vosotros un espíritu nuevo, pondré mi espíritu dentro de vosotros» (Ez 36,26.27). Para recibir el Espíritu de Dios es indispensable tener un corazón nuevo. Según la Biblia, el Espíritu se recibe en el corazón. Por tanto, era necesario tener un corazón humano plenamente abierto al Espíritu de Dios, dispuesto a una verdadera alianza con Dios, sin interponer ningún obstáculo. Podemos ver en la Carta a los hebreos que Jesús aceptó la transformación del propio corazón para realizar esta promesa de Dios, para producir un corazón nuevo. El corazón de Jesús, en un cierto sentido, es un corazón perfecto desde el comienzo, unido al Padre, dispuesto a sacrificarse por los hombres. Es un corazón humano, que aceptó una transformación para realizar plenamente el designio de Dios y para poder comunicarnos un corazón nuevo. Me parece que el misterio de la Redención es precisamente este. El Hijo de Dios tomó una naturaleza humana que llevaba el signo del pecado. San Pablo dice «una semejanza de carne de pecado» (Rom 8,3). Una naturaleza humana por tanto necesitada de transformación interior, y la tomó precisamente para realizar esta trnnsfclrmación, que no es externa. Se trata de transformar el corazón, de obtener para el hombre un corazón nuevo, verdaderamente dócil a Dios y abierto al amor que viene Je Dios también para los demás. Esta transformación se realizó en la pasión de Jesús. Sabemos todos que la pasión de Jesús fue un momento de gran dolor, de grandes sufrimientos y de luchas internas, sobre todo en la agonía. En ella vemos que Jesús tenía un corazón humano, expuesto a los sufrimientos y a la angustia. En esa angustia asumió la actitud de docilidad completa hacia el Padre («no se haga mi vo-

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Cllrd. Albert Vimhoye

luntad, sino la tuya»), para la salvación de los hermanos. Jesús asumió todo el dolor de la Pasión como una ocasión de docilidad extraordinaria del propio corazón a la voluntad del Padre. La Carta a los hebreos dice que «aprendió con sus sufrimientos la obediencia» (Heb 5,8). Quiso aprender no para sí mismo, sino para nosotros, para formar en sí mismo un corazón dócil sobre el cual la ley de Dios fuera escrita, más aún, un corazón completamente nuevo, un corazón que no quiere otra cosa que obedecer al Padre, hacer su voluntad, ponerse a su disposición por la salvación de los hermanos. Nos debemos dar cuenta de lo que Cristo hizo en la Redención: aceptó verdaderamente que su corazón sufriese profundamente para ser transformado y para estar después a disposición de todos los creyentes como un corazón nuevo, que nos comunica una apertura completa a Dios y a los hermanos. El sacerdocio de Cristo está aquí: Cristo es sacerdote en cuanto mediador de la Nueva Alianza, que consiste en la transformación del corazón. Jesús llegó a ser perfecto sacerdote gracias a su Pasión, con la cual su corazón humano fue transformado, para que se convirtiera en el centro y la fuente de la Nueva Alianza. Cuando hablamos del corazón de Cristo, estamos verdaderamente en el centro de la revelación del Nuevo Testamento. No se trata solamente de una revelación teórica, sino de una actuación divina, que se efectuó en el corazón humano de Jesús. Si no llegamos hasta este punto, permanecemos superficiales, no podemos apreciar plenamente la riqueza de la Redención, que ahora tenernos a nuestra disposición en este corazón nuevo. La gran revelación es propiamente el amor que se ha manifestado en la encarnación del Hijo de Dios y en su

Acoj(l)nos a C risto,

Hll<'S!rn

Sumo Sacerdote

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Pasión. Sin el amor, la Pasión no habría tenido ningún valor. Habría sido sólo un acontecimiento trágico y escandaloso. Todo fue transformado desde el interior, desde el corazón. Lo que era externamente más opuesto al amor se convirtió en ocasión del amor más grande, gracias a la generosidad del corazón de Jesús. No se pueden imaginar circunstancias más contrarias a un progreso del amor: la injusticia, la crueldad, la traición; todas las cosas que se oponen al amor se convierten sin embargo en ocasión de un amor más grande, en una superación extraordinaria. El secreto está en el corazón de Jesús, esto es, en el amor de Jesús. Cuando hablamos de corazón, hablamos de amor, pero de un amor vivido por un hombre. No se trata del amor divino anterior a la Encarnación, sino del amor vivido por el Hijo de Dios en su naturaleza humana y con sus sufrimientos humanos, con sus sentimientos y con sus decisiones humanas. Verdaderamente, un corazón que fue extremadamente generoso, pues sufrió las circunstancias más contrarias para hacer sobreabundar el amor. Que esto es el centro lo demuestra también san Pablo cuando habla del agape, del amor, de la caridad (lCor 13). Para los corintios había otras cosas que parecían más interesantes y más importantes que la caridad: la profecía, los carismas extraordinarios, el don de lenguas, la gnosis, el conocimiento. Todas estas cosas les parecían más importantes, más divinas. San Pablo no dudó, y dijo: no, el conocimiento no tiene ningún valor sin el amor, «la ciencia infla, el amor edifica» (!Cor 8,2); «Si no tengo amor», no tengo nada, «no soy nada» (!Cor 13,2). Pablo puso en el centro el amor, que tiene su fuente en el corazón de Cristo.

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Can/. A/berr 'vímliu:-i<'

Todo el Nuevo Testamento se orienta en este sentido, y más exactamente en el sentido de la unión de las dos dimensiones del amor: el amor a Dios y el amor a los hermanos. Este es el punto más específico del Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento buscaba el amor a Dios «con todo el corazéin», pero no afirmaba tan claramente la relación del amor a Dios y el amor al prójimo (cf Éx 32,26-29). Se establecía esta relación, pero no con tanta fuerza como en Cristo. Como ya he dicho, en Cristo las dos dimensiones de la cruz, la vertical, que expresa la relación con Dios, y la horizontal, que expresa la relación con nosotros, forman una unidad: son las dos dimensiones del amor, unidas en el centro del corazón de Jesús, que mantuvo estas dos dimensiones estrictamente unidas a pesar de la tensión extrema que sufría. Así, su corazón llegó a ser y es realmente un corazón sacerdotal, el corazón del Sumo Sacerdote, corazón del mediador de la Nueva Alianza. El sacerdocio ordenado es sacramento del sacerdocio de Cristo, sacramento de la mediación sacerdotal de Cristo. Por medio de los obispos y de los presbíteros, Cristo hace presente su sacerdocio y lo hace presente como mediación de la Nueva Alianza, poniendo a disposición Je todos su propio corazón. El sacerdocio ordenado tiene por tanto una relación estrictísima, profundísima con el corazón sacerdotal de Cristo: se le puede llamar «sacramento del corazón sacerdotal de Cristo». Cristo, mediador de la Nueva Alianza, ejercita su mediación, fundada sobre su corazón, por medio de «ministros de la Nueva Alianza», como dice san Pablo (2Cor 3,5). Cristo, Buen Pastor que llevó el propio amor hasta dar la propia vida por las ovejas, cuida de su rebaúo por medio de los pi1stores de la Iglesia, que han sido llamcidos ci «pastorear

Acojamos a Crisrn. 1111escro Sumo S,icenlnte

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el rebaño de Dios» como indica scin Pedro en su Carta (lPe 5,2) y como dice san Pablo en un discurso de los Hechos de los apóstoles (He 20,28). El sacerdocio ordenado, corno todos los sacramentos, es una creación extraordinaria de Cristo, una expresión de su amor. Naturalmente, el sacramento más importante es la Eucaristía, pero la Eucaristía no es posible sin el sacerdote. En la celebración eucarística no se dan solamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino también la presencia sacramental de Cristo gracias a la presencia del sacerdote. Esto es motivo de maravilla y de estupor: ver que Jesús ha creado esta presencia suya sacramental no solamente en objetos o sustancias, sino también en nuestras personas, aunque seamos indignos. Debernos por tanto ser agradecidos y tener el sentimiento de nuestra responsabilidad. Para ser sacramento de Cristo sacerdote, el obispo, el presbítero, debe estar unido al corazón de Cristo en sus dos disposiciones fundamentales: la docilidad hacia Dios y la misericordia hacia los hombres. Debe tener un corazón filial hacia Dios Padre y un corazón fraterno hacia las personas humanas. Una mediación, en efecto, se ejerce entre las dos partes y requiere unas buenas relaciones del mediador con las dos partes. En la mediación sacerdotal se trata de poner en relación el pueblo y Dios y, por tanto, para el mediador, de una parte, son necesarias buenas relaciones con Dios y, de otra parte, con los hombres hermanos. Estas relaciones se obtienen, cuando se trata de relaciones entre Dios y los hombres, poniéndolas en el corazón. Jesús dijo explícitamente que tiene un corazón «manso y humilde» (Mt 11,29). Un corazón humilde, esto es, dócil a Dios, filial, hasta la obediencia de la cruz.

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Card. Albert Vanhoye

Un corazón manso, esto es, fraterno, misericordioso. Cuando Jesús define su propio corazón como manso y humilde toca los dos aspectos de la mediación sacerdo, tal: muestra que su corazón es un corazón sacerdotal, :iue establece la unión entre las relaciones con Dios en la humildad y las relaciones con los hermanos en la mansedumbre. Cuando la Carta a los hebreos define al sacerdote, expresa de manera semejante el contenido de estas dos cualidades esenciales: la humildad de co, razón ante Dios en la docilidad profunda (Heb 5,4,5) y la mansedumbre de corazón hacia los hombres en la misericordia (Heb 5,2). El corazón filial de Cristo se manifestó sobre todo en la agonía de Getsemaní. Allí se ve hasta qué punto Jesús fue dócil al Padre con in, menso amor, humilde. El corazón fraterno de Cristo se manifestó sobre todo en la institución de la Eucaristía, :uando Jesús se dio a sí mismo en alimento de comu, nión fraterna. Pero no es posible hacer una separación entre estos dos aspectos. En la agonía, Jesús se mani, fiesta también hermano nuestro, porque toma sobre sí toda nuestra angustia, nuestra situación desesperada, y se hace así «en todo semejante a los hermanos» (Heb 2,17). Y en la institución eucarística, Jesús se mostró también como Hijo, que da gracias al Padre y recibe del Padre toda la corriente de amor necesaria para cambiar la situación. Filiación y fraternidad están íntimamente unidas y son las dos virtudes fundamentales del corazón mcerdotal de Cristo. El corazón del sacerdote se define ~or la unión de estas dos disposiciones: docilidad filial y misericordia fraterna. Jesús quiso unir a sus apóstoles en estas dos relacio, 1.es fundamentales de su corazón. En su relación con ~1 Padre, vemos la insistencia de Jesús en decir que él

Acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote

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ha venido no para hacer su voluntad, sino la voluntad del Padre On 5,30; 6,38). Vemos sobre todo que quiere unir a sus apóstoles a esta disposición suya de docilidad completa. Lo vemos en la agonía, cuando pide a sus apóstoles vigilar con él: «Vigilad y orad» (M t 26,41). Antes había insistido en la necesidad de ser dóciles al Padre. En el momento en que se encuentra en la prue, ba, pide a sus apóstoles que compartan esta prueba y esta disposición, y les da una lección impresionante de docilidad plena de amor filial, porque su grito «que se haga tu voluntad» (Mt 26,42) no es la expresión de una resignación, sino un grito de amor filial. Por otra parte, quiso unir a sus apóstoles a su corazón en la misericordia hacia los pecadores. Esto se ve mu, chas veces en el evangelio, en particular en la vocación de Mateo. Mateo era considerado pecador, porque era publicano. Jesús manifiesta con él su misericordia sor, prendente, diciendo: «Sígueme» (Mt 9,9). Un honor extraordinario, no sólo el ser considerado por Jesús como alguien a salvar, sino como un posible cooperador. Se vio enseguida que esta vocación de Mateo fue la oca, sión de mostrar que el apóstol debe ser misericordioso con los pecadores; que los discípulos de Jesús deben ser misericordiosos. Mateo organiza un banquete con otros publicanos. Esto suscita la crítica de los fariseos, que dicen a los discípulos: lPor qué vuestro Maestro come con publicanos y pecadores? Jesús responde con decisión: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Y Jesús cita la profecía de Oseas: «Id a aprender qué cosa significa misericordia quiero y no sacrificios» (M t 9, 11, 13) . Los apóstoles son así asociados al movimiento de mi, sericordia del corazón de Cristo, fin de su vocación. Je,

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Aco¡umns

sús no busca el culto ritual externo de santificación por medio de la separación ritual; esto es el sistema antiguo. Ahora el verdadero culto se actúa en un movimiento de misericordia hacia los hermanos en la docilidad plena al amor del Padre. El sacrificio de Cristo no fue un sacrificio a la manera antigua, fue un acto de misericordia extrema, una pena capital transformada por el corazón en ofrenda de misericordia. Se puede también analizar el sacerdocio de otro modo. El sacerdocio de Cristo presenta conjuntamente las tres dimensiones que corresponden a las tres funciones, los tres munera: de profeta, sacerdote y rey. Todo esto entra en la perspectiva de la Carta a los hebreos sobre el sacerdocio de Cristo:

Vemos en el evangelio de Marcos que, para Jesús, la enseñanza, es decir, la comunicación de la palabra de Dios, es un acto de misericordia sacerdotal. Escribe el evangelista: «Y al desembarcar, vio mucha gente. Sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Me 6,34). Jesús enseña porque se ha conmovido viendo la situación de la gente. Este aspecto afectivo de misericordia es la fuente de su actividad de enseñanza, a la cual él asocia a los apóstoles (Mt 28,19.20). Debe estar presente en la enseñanza de los sacerdotes y de los obispos. No se puede comunicar la palabra de Dios sino en unión con el corazón de Cristo, con la compasión de Jesús y con su misericordia sacerdotal. La segunda función es comunicar la vida divina. Esto queda ilustrado en los evangelios con el episodio de la multiplicación de los panes. Los apóstoles, al atardecer, piden a Jesús que despida a la gente para que, en las aldeas próximas, puedan comprar cualquier cosa para comer, pero Jesús responde: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). Se ha encargado a los apóstoles la función de comunicar la vida. Jesús siente también compasión por la gente que corre el riesgo de desvanecerse en el camino y por ello toma en sus manos los pocos panes que tiene a su disposición, da las gracias, los parte y los da a sus discípulos para que los distribuyan (Me 8, 1-6). Jesús asocia así a sus discípulos a su actitud de amor generoso que quiere comunicar la vida. Estas escenas, evidentemente, constituyen una prefiguración del don eucarístico. Los evangelios evidenciaron esta relación. Jesús, en la Última Cena, puso en manos de los apóstoles, y después de los obispos y presbíteros, su propio Cuerpo y su propia Sangre, a fin de que pudieran

1) Cristo comunica mejor que los profetas la palabra de Dios. Dios nos ha hablado por medio de su Hijo, ahora la palabra de Dios nos viene por medio de Cristo, y este es un aspecto fundamental de su sacerdocio. 2) Como sacerdote, Cristo nos santifica comunicándonos la vida divina. 3) Como Rey, Cristo gobierna la Iglesia y le asegura la comunión en la unidad. Son tres funciones que pertenecen al sacerdocio de Cristo, Sumo Sacerdote, que comunica al sacerdocio ordenado, el cual debe comunicar la palabra de Dios, aspecto fundamental, debe comunicar la vida divina por medio de los sacramentos y debe asegurar la unidad, gobernando el pueblo de Dios. Se puede ver en el evangelio que también para realizar estas tres funciones Cristo quiso asociar a los apóstoles a su corazón.



Cristo, rniestrn Swno Sacndutc

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Carel. Alhert \(mho:ve

distribuir a todos los fieles la vida divina. Esto proviene de su compasión, de su corazón. Está claro que la Eucaristía es el don más extraordinario del corazón de Jesús. Jesús pone su propio corazón a disposición de los sacerdotes con la misión de distribuir este corazón, así como partió el pan y lo hizo distribuir. Jesús da el propio corazón, para que los sacerdotes lo puedan dar a las otras personas y comunicar este don extraordinario. En el fondo la vida cristiana consiste en recibir en sí mismo el corazón de Cristo. El tercer aspecto es asegurar la comunión en la unidad. Este aspecto se expresa en el evangelio de Mateo con una descripción del ministerio de Jesús mismo, diciendo: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en las sinagogas, proclamando el evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (M t 9,35). Jesús después comprueba la dispersión humana y «siente compasión». De nuevo: «Y al desembarcar, vio mucha gente. Sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Su corazón se conmueve y ahora quiere asociar a sus discípulos a la gran obra de reunir al género humano. Entonces les dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38). La misión de los Doce se narra inmediatamente después (Mt 10,l-5ss.) y se encuentra en esta luz. Esta misión fue percibida como un efecto de la compasión del corazón de Jesús hacia las multitudes, en su deseo de asociar a los hombres elegidos a esta obra de unir en la caridad. Esto es propiamente una de las funciones esenciales del sacerdocio: estructurar la unidad, hacer posible la

Acojamos a Cristo, nuestrn Szmw Sacerdote

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unidad. Y esto no es posible sin una referencia explícita al corazón de Jesús, esto es, al amor de Cristo expresado por su corazón humano. Reunir a los hombres en la Iglesia y gobernar la Iglesia no puede ser obra de ambiciones o de dominaciones. Debe ser un servicio inspirado por el amor que proviene del corazón de Jesús. Jesús mismo dijo a los apóstoles cuando discutían por el primer puesto: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como sefi.ores absolutos y los grandes los oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será esclavo de todos, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el siervo de todos. El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos» (Me 10,42-45; cf Le 22,25-26). En todos estos ejemplos vemos que el sacerdocio ordenado está constituido por una llamada a una unión íntima con el corazón de Jesús. Me parece que es más importante hablar de la unión con el corazón de Jesús que no de culto al Sagrado Corazón. Ciertamente, el culto al Sagrado Corazón es aprobado por la Iglesia y por tanto es un elemento muy positivo, pero me parece que el deseo del corazón de Jesús es ante todo la unión a su corazón, no tanto el culto a su corazón, que puede tener un aspecto externo y por tanto no satisfactorio. La unión al corazón de Jesús, en cambio, me parece algo esencial para el ejercicio del sacerdocio ministerial. Debemos pedir al Señor que nos conceda esta unión intensa con Él en el amor filial al Padre y en el amor para con todas las personas confiadas a nuestro ministerio.

Palabras de Su Santidad Benedicto XVI al finalizar los Ejercicios Espirituales de la Curia R01nana Capilla Redemptoris Mater Sábado, 16 de febrero de 2008

Queridos hermanos: Al final de estos días de Ejercicios Espirituales quisiera decir de todo corazón gracias a usted, Eminencia, por su guía espiritual, ofrecida con tanta cornpetencia teológica y con tanta profundidad espiritual. Desde mi ángulo de visión he tenido siempre ante los ojos, sobre la pared de la Capilla, la imagen de Jesús de rodillas delante de san Pedro, lavándole los pies. A través de sus meditaciones esta imagen me ha hablado. He visto que precisamente aquí, en este comportamiento, en este acto de extrema humildad se realiza el nuevo sacerdocio de Cristo. Y se realiza precisamente en el acto de solidaridad con nosotros, con nuestra debilidad, nuestros sufrimientos, nuestras pruebas, hasta su muerte. Así he visto con ojos nuevos también la túnica roja de Jesús, que nos habla de su sangre. Usted, señor cardenal, nos ha enseñado que la sangre de Cristo estaba, a causa de su plegaria, «oxigenada » pL)r el Espíritu Santo. Y así ha llegado a ser fuerza de resurrección y fuente de vida para nosotros. Pero no podía dejar de meditar también en la figura de Pedro con el dedo en la frente. Es el momento en

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Curd. Albert \{mhoye

el cual ruega al Señor que le lave no sólo los pies, sino también la cabeza y las manos. Me parece que expresa -más allá de aquel momento- la dificultad de san Pedro y de todos los discípulos del Señor para captar la sorprendente novedad del sacerdocio de Jesús, de este sacerdocio que es propiamente abajamiento, solidaridad con nosotros, y así abre el acceso al verdadero santuario, el cuerpo resucitado de Jesús. En todo el tiempo de su discipulado y, me parece, hasta su propia crucifixión, san Pedro debió escuchar siempre de nuevo a Jesús, para entrar más profundamente en el misterio de su sacerdocio, del sacerdocio de Cristo comunicado a los apóstoles y a sus sucesores. En este sentido, la figura de Pedro me parece que es como la figura de todos nosotros en estos días. Usted, Eminencia, nos ha ayudado a escuchar la voz del Señor, y a aprender así de nuevo qué es su sacerdocio y el nuestro. Nos ha ayudado a entrar en la participación en el sacerdocio de Cristo y así también a recibir el corazón nuevo, el corazón de Jesús, como centro del misterio de la Nueva Alianza. Gracias por todo esto, Eminencia. Sus palabras y sus meditaciones nos acompañarán en este tiempo de Cuaresma en nuestro caminar hacia la Pascua del Señor. En este sentido auguro para todos vosotros, queridos hermanos, una buena Cuaresma, fecunda espiritualmente, para que podamos realmente llegar en la Pascua a una siempre más profunda participación en el sacerdocio de nuestro Señor.

Índice

Págs. l. 2. 3. 4.

«Dios nos ha hablado»...................................... 5 «Dios nos ha hablado en su Hijo» .................... 13 Cristo es Hijo de Dios y hermano nuestro....... 21 Cómo Cristo ha llegado a ser Sumo Sacerdote.......................................................... 31 5. Cristo, Sumo Sacerdote digno de fe................. 43 6. Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso ............ 55 7. Solidaridad sacerdotal de Cristo....................... 65 8. La promesa de una Nueva Alianza................... 77 9. Las bodas de Caná, signo de la Nueva .. .. .. . .. .... 85 10. Cristo, mediador de la Nueva Alianza en la Última Cena ............................................ 97 11. El sacrificio de Cristo ........................................ 111 12. El Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo ....... 123 13. La eficacia de la oblación de Cristo .................. 133 14. Privilegios y exigencias de la unión con nuestro Sumo Pontífice ............................. 143 15. La sangre de la Alianza y la resurrección de Cristo ....... .................................................... 155 16. Unión a Cristo y sacerdocio bautismal.. ........... 165 17. El corazón sacerdotal de Cristo y el sacerdocio ordenado ........................................................... 175 Palabras de Su Santidad Benedicto XVI al finalizar los Ejercicios Espirituales de la Curia Romana .......................................... 189

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