Apocalipsis-hoy-contra-la-entropia-social-jose-ignacio-gonzalez-faus-pdf.pdf

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Sal Terrae Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA»

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JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS

¿Apocalipsis hoy? Contra la entropía social

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) (www.conlicencia.com / 901 702 19 70 / 93 272 04 47) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra Grupo de Comunicación Loyola • Facebook / • Twitter / • Instagram

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© Editorial Sal Terrae, 2019 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 944 470 358 [email protected] gcloyola.com Imprimatur: ✠ Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 15-04-2019 Diseño de cubierta: Laura de la Iglesia ISBN: 978-84-293-2862-2

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«Si lloras porque es de noche, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas» (Rabindranath Tagore). «Consolad a mi pueblo, dice el Señor» (Isaías 42).

A Amnistía Internacional, a Greenpeace, al Servicio Jesuita de Refugiados y a todos aquellos que no cierran los ojos ni se dan por vencidos ante la crueldad de nuestro mundo.

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ÍNDICE

PRÓLOGO PRIMERA PARTE: EL HOMBRE COMO PREGUNTA 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Los Chepas El «Logos» y el «Tao» Autocrítica, autoestima, autoayuda… Todos iguales ¿Todos hermanos? ¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo? SEGUNDA PARTE: LA SOCIEDAD COMO PROBLEMA

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Capitalismo y democracia Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?) Medios ¿de comunicación? El precariado y la culpabilización de los oprimidos Flores ajadas Violencia

Apéndice: Una vieja parábola de nuestra sociedad TRANSICIÓN: era secular y resistencia

TERCERA PARTE: LA IGLESIA, COMO SIEMPRE, 7

NECESITADA DE REFORMA

1. Iglesia de Dios 2. Iglesia de hoy 3. Rechazo e interpelación: la condición del cristiano CONCLUSIÓN de estas tres partes

CUARTA PARTE: LA TEOLOGÍA COMO INTENTO DE APRENDER PARA PODER COMUNICAR

1. 2. 3. 4. 5.

«La buena noticia de Dios» «Preparar el camino al Señor» «Qué dice el Espíritu a las iglesias» «¡Cuán delicadamente me enamoras!» La Carta Magna del cristianismo

CONCLUSIONES ÍNDICE GENERAL

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Prólogo

Q

resulta ya un tópico. Los fascismos resucitan (aunque en este caso habría que decir que resucitan de entre los vivos y no «de entre los muertos»); el aumento de los suicidios se convierte en noticia alarmante; los nacionalismos y particularismos del «primero, nosotros» rebrotan como flores de cactus, fruto de una falsa globalización que ha barrido todas las identidades; los muertos en el Mediterráneo ya ni siquiera merecen atención, por cotidianos, como tampoco merecen atención los niños consumidos de hambre en Yemen. La demagogia intolerante del señor Casado amamanta a los independentistas catalanes, que son, precisamente, a quienes él pretende combatir, mientras la ceguera independentista hace crecer a la extrema derecha, en una alianza de sinsentidos donde los egos han sustituido a las razones. La trata y explotación masiva de niñas, los excluidos que ya no son necesarios ni siquiera para ser explotados, y el «precariado» como sustituto progresivo de la clase media… son algunos de los colores que figuran en esta paleta de horrores. Esto es lo que lleva a hablar de apocalipsis. Pero, en contra del sentir común (reflejado en el título de aquella película de Francis F. Coppola, «Apocalypse now»), la apocalíptica no es una literatura de horrores. Es más bien, eso sí, una literatura que se escribe en épocas de calamidades, pero cuyo sentido es buscar una interpretación de la historia: una filosofía profunda o una teología de la historia, según se prefiera. La palabra «apocalipsis» significa propiamente «revelación» y es de origen bíblico. En la apocalíptica bíblica, las calamidades presentes se presentan muchas veces como profecías hechas desde el pasado para dar a entender que las cosas podrían haber sido de otro modo y que deberíamos examinar lo que hemos hecho mal. Esa literatura nos diría hoy que el problema no es si VOX es muy malo o si es el mal absoluto, ni si es legítimo dialogar con él. Más bien nos invitaría a preguntarnos cómo ha podido surgir VOX. Porque en Andalucía (por mucha fama que pueda tener de ser tierra de señoritos) no hay 400 000 malvados. Pero sí puede haber 400 000 desesperados, o resentidos, o irritados por nuestras incoherencias. Además de eso, la literatura apocalíptica despliega una crítica feroz de los poderes presentes y anuncia futuros mejores. Todo ello con un léxico pretendidamente UE VIVIMOS HOY UNA ÉPOCA OSCURA

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visionario, a veces críptico por necesidad de autoprotección, pero que busca dar vigor y garantía a las afirmaciones del texto. Desde una óptica cristiana, la raíz última de la presencia del mal en nuestra historia reside en la dialéctica del ser humano, que es a la vez simple creatura de Dios (con lo cual dista infinitamente de Dios), pero también «imagen y semejanza de Dios» (con lo cual está más cercano a Dios de lo que se cree). Ahora bien, toda imagen tiene una doble tentación: sustituir al modelo o apartarse del modelo. En el primer caso, pretenderá ser «igual a Dios», actuar como Dios y ponerse en el lugar de Dios, con lo cual se devalúa a sí misma, porque el plagio nunca tiene el valor del original. En el segundo caso, se destroza a sí misma, porque una imagen que no se parezca al modelo no sirve para nada. No es difícil ver que esas dos tentaciones reflejan bastante bien las dos etapas históricas que nos han precedido: modernidad y posmodernidad. Nuestra modernidad, excesivamente orgullosa, quiso «ser como Dios» y ha acabado destrozando de tal manera la imagen de Dios que nuestra posmodernidad, humilde en exceso, se ha visto llevada a creer que los hombres no tenemos nada divino y únicamente somos, como mucho, una especie de simios afortunados. Resultado: ahora se dice que a las dos etapas anteriores (modernidad y posmodernidad) está siguiendo la era de la posthumanidad. Dios ha corrido un enorme riesgo en su creación, porque, al dar al ser humano el poder de plantarle cara y decirle que no, se despoja de su omnipotencia y se convierte, de algún modo, en «responsable» del escándalo del mal. La creación de libertades finitas (cuando «libertad» es casi sinónimo de infinitud y omnipotencia) nos permite definir un poco y asomarnos a la raíz última de situaciones históricas como la actual. Por eso, estas páginas habrán de terminar en una pequeña colección de reflexiones teológicas. Pero, antes de llegar a ellas, deberemos sumergirnos un poco en esas aguas frías de nuestra hora actual, para tratar de pescar en ellas algo sobre ese misterio que es el ser humano, sobre ese dramático problema que es la convivencia y la sociedad humana y sobre ese equilibrio inestable de la historia humana, constantemente necesitada de reexamen, de reforma y, a veces, de cambio de rumbo: una necesidad que también afecta a la Iglesia. J.I.G.F. (enero 2019)

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PRIMERA PARTE

El hombre como pregunta

«Me había convertido en una gran pregunta para mí mismo» (Agustín de Hipona). «La única verdad del hombre finalmente entrevista es ser una súplica sin respuesta» (G. Bataille). «El hombre es una pasión inútil» (J. P. Sartre). «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Salmo 8).

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CAPÍTULO 1

Los Chepas

S

OY POCO ENTENDIDO EN PINTURA.

Pero hay dos pintores modernos que siempre me han atraído. Uno era Julio Romero de Torres, no sé si por aquello de «los ojos de misterio y el alma llena de pena» que cantaba la copla. Pero de él no voy a hablar aquí. El otro es Ignacio Zuloaga, de quien quisiera comentar un cuadro que lleva el mismo título de este capítulo. «El Chepa» es el retrato de un jorobado vestido de torero. No sé si el personaje existió realmente o si fue invención del artista. Pero desde la primera vez que lo vi, hace ya muchos años, me impactó profundamente el contraste entre la pretensión que sugiere el traje, con su policromía de verdes y lentejuelas, y la figura deforme de quien lo viste, que desmiente todo ese sueño pretencioso del vestido. La cara del protagonista no es la del que sonríe por el arte y la elegancia, sino un rostro serio con unos ojos que parecen transpirar algo de enfado. Al rato de haberlo visto, me nació un pequeño poema en romance que comenzaba así: «¡Pobre torero de afanes / todos se reirán de ti!»…Y seguía repitiendo contrates entre sueño y realidad: «¡cómo reviste tu garbo / de verónicas a abril!», mientras «hay unos ojos muy negros / que están fijándose en ti». Pero también veía que en el cuadro de Zuloaga hay «un cielo atragantado con olés rotos de silencio…» Por lo que: «tú, valiente de afanes, / torero de ensueños mil, / te estás poniendo muy triste / porque se van a reir»… Quizá debo aclarar que en mis mocedades fui muy sensible al encanto de los toros, que yo veía como triunfo de la inteligencia sobre la fuerza bruta impulsiva, a través de la belleza y del dominio de sí. Hoy soy contrario a esa «fiesta nacional», porque creo haber aprendido que la elegancia no se justifica cuando es a costa del sufrimiento de un ser vivo. Pero esto no hace ahora al caso. Volvamos al Chepa. Lo comento aquí porque más tarde fui pensando que la pintura de Zuloaga no era la imagen de un personaje concreto, sino un retrato del ser humano: todos somos algo así como jorobados con pretensiones de toreros. Envueltos en esos brillos fugaces de mil lentejuelas, soñamos con triunfos, con grandes faenas, con el aplauso y hasta con la salida a hombros de la plaza de la vida. Y no nos damos cuenta de nuestra deformidad, de nuestra pequeñez, de esa hinchazón de nuestro ego que no hace más que encorvarnos y nos vuelve poco presentables. 12

Lo que en Zuloaga fue intuición pictórica ha sido psicológicamente estudiado por Carl Jung, con su división del ser humano entre el personaje y la sombra. El personaje, como el traje de luces del torero, es la forma en que querríamos presentarnos y desearíamos ser vistos por los demás. La sombra es algo no tan brillante como el traje y que arrastramos detrás de nosotros sin poder verla, como la joroba, mientras que los demás la ven perfectamente. El personaje es todo aquello que el sujeto quiere ser, y la sombra todo aquello que el sujeto no quiere ver. Esa es la tragedia humana: el contraste entre nuestras brillantes pretensiones y nuestra realidad opaca. Todos somos «el Chepa»: pretensión de brillo, grandeza o aplauso… y realidad de deformación ridícula. Y punto. Sin embargo, no es eso todo. Mucho más conocido que el Chepa es Quasimodo, «el jorobado de nuestra Señora de París». Pero la novela de Víctor Hugo es tan larga y tan pesada que no cabe resumirla aquí. Destaquemos tan solo que este otro jorobado no sueña grandezas ni grandes faenas. Vive de sus chapuzas hasta que es detenido y condenado a ser azotado públicamente. En medio del tormento, grita desesperado que tiene sed (¿como Jesús en el Gólgota?). Y solo una gitana, la bellísima Esmeralda, tan guapa como solo se puede ser en las novelas, corre el riesgo de llevarle de beber solapadamente. En ese momento, una lágrima se desliza por la mejilla del jorobado mientras bebe. Más tarde, la gitana, víctima de intrigas de mil aristócratas que andan tras ella, es condenada a muerte injustamente, porque nadie se cree que un clérigo pueda ser asesino. Y el jorobado, él solito, monta con cuerdas una rocambolesca operación, por la que los dos acaban cayendo en Notre Dame, que es «terreno de asilo», y así se salvan ambos. No sé si este mi resumen pasaría un examen de literatura. Pero lo que ahora interesa es otra cosa: este nuevo jorobado hizo una gran faena, muy superior a las que soñaba El Chepa de Zuloaga. Y la hizo, no por vestirse de traje de luces, sino porque allá, en el fondo de su corazón, conservaba el recuerdo de que, un día alguien muy superior a él había comprendido y socorrido su sed. Algo así somos los humanos: desastrosos cuando nos creemos grandes, y capaces de lo más grande cuando aceptamos nuestra pequeñez ¿Qué es, entonces, el ser humano? ¿Una pretensión de grandeza totalmente ridícula o una nada que puede llegar a ser muy grande? ¿Por dónde discurre el camino para salir de esa encrucijada? «Jorobados y nocturnos» que somos, como los guardias civiles de García Lorca, ¿podemos encontrar la paz con nosotros sin necesidad de esos libros de «autoayuda» que la mayoría de las veces no son más que el timo de la estampita? Ojalá estas páginas permitan vislumbrar alguna senda o alguna luz que nos permitan ir entreviendo que tal vez no seamos una pasión inútil, sino, más bien, una pasión esperanzada. Examinémonos un poco más.

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CAPÍTULO 2

El «Logos» y el «Tao»

A

son a veces simplistas, pueden resultar también pedagógicas. Corro, pues, el riesgo de simplificar para ayudar a entender del algún modo los universos mentales del Occidente en que vivimos y de ese Oriente al que hoy tanto miramos y al que muchos acuden para salir de su sensación de vacío. La gran aportación de Occidente a la visión del hombre la dio Grecia, con el descubrimiento del Logos. Este término clásico significa, a la vez, palabra, razón y sentido: brotó de la experiencia de que las cosas son razonables, es decir: tienen una «lógica». Y esa lógica puede ser captada y expresada por nuestra palabra. Este encuentro y esta armonía entre la realidad y nuestra mente es una de las primeras experiencias de sentido. Y este es el mensaje del Logos. Si no hubiera posibilidad de encuentro entre la realidad y nosotros, nos encontraríamos ante un vacío y un sinsentido impresionantes. La experiencia fundamental de Oriente me parece ser la del Tao. Y quizá no es casual que la obra de Lao Tse, autor del Tao-te-King (libro de la virtud y del Tao) sea, luego de la Biblia, la obra más difundida en la historia del mundo. Pero el Tao es indefinible: no se comunica con conceptos, sino provocando su experiencia. Hay definiciones del Tao que parecen extrañas, pero que no lo son: «el Tao es el camino infinito que conduce al Tao». «El Tao no lleva a cabo ninguna acción, pero no deja nada por hacer». «Cuando su tarea ha sido cumplida y las cosas han sido acabadas, todo el mundo dice: las hemos hecho nosotros»… Quizá la mejor traducción del Tao podría ser lo que los cristianos llamamos el «Espíritu Santo», el cual es también inobjetivable. De hecho, todas las citas anteriores pueden aplicarse perfectamente al Espíritu Santo de los cristianos. UNQUE LAS GRANDES MANCHAS DE COLOR

Y para no reducirnos al Tao, creo que la misma afinidad con el Espíritu se encuentra en el Âtman, concepto clave del hinduismo[1]: «el Âtman se mueve y no se mueve; está lejos y aún está cerca; está dentro de todo y también fuera de todo» (Isa Upanisad). «Este Âtman no puede ser captado ni con explicaciones ni con la fuerza del intelecto ni con una gran erudición» (Mundaka Upanisad). Y aún más claro: el Âtman se encuentra en todos los seres, y todos los seres se encuentran en Él. Cuando se le ve, se alcanza la identidad con el supremo Brahman [Dios]. No existe en verdad ningún otro medio» (Kayvalya Upanisad). 14

Dejando ahora las connotaciones religiosas, creo que con el Logos y el Tao nos hallamos ante dos experiencias humanas originarias, y complementarias, o dos modos de abrirse a la realidad: uno, desde la visión; y otro, desde la respiración. En efecto: la posibilidad de ver permite objetivar las cosas. De este modo, las conocemos (o creemos conocerlas) y podemos manejarlas. Por eso es normal que del Logos occidental haya surgido la técnica, que nos permite dominar las cosas, con el peligro de erigirnos nosotros en sujetos y, por tanto, en superiores. En cambio, la experiencia de la respiración nos permite percibir la vida, darnos cuenta de que vivimos y, a la vez, de que vivir es estar recibiendo: pues si te falta el aire, te ahogas y mueres. Y, atención: la experiencia de la respiración (del vivir), siendo más honda y menos pretenciosa que la de la vista, puede llevar –si se la exclusiviza– a un inmovilismo conservador frente al mundo que nos envuelve. Mientras que la experiencia de la visión, si se la exclusiviza, puede llevar a una actitud posesiva y dominadora ante el mundo que nos sostiene. Desde la vista, el hombre se siente superior a las cosas; desde la respiración, se siente casi inferior a ellas. Último detalle curioso: nuestra posibilidad de hablar viene del hecho mismo de la respiración: expulsamos el aire articulándolo en forma de sonidos. Pues bien: un himno medieval al Espíritu Santo decía que «enriqueces la garganta con la palabra» («sermone ditans guttura»)… Por tanto… Si he sabido evocar esa doble experiencia fundante y fundamental, resultará claro que nuestra plenitud humana reclama el encuentro entre ambas, sin que ninguna de ellas ignore o excluya a la otra, pero de modo que ambas se complementen y se controlen. El Logos expresa, el Tao empapa; el Logos explica lo exterior, el Tao llena nuestro interior. La palabra puede ser superficial, el Tao es siempre profundo. Con la terminología trinitaria cristiana (de «Palabra» y «Espíritu»), un autor del siglo II, san Ireneo, decía que esas son «las dos manos de Dios». Y será verdad que la Encarnación de la Palabra es el tesoro de Occidente, pero es también verdad cristiana que el Espíritu ha sido derramado «sobre toda carne» (Jl 3,1; Hch 2,18) y no solo sobre la carne «cristiana». Por eso, toda auténtica experiencia espiritual humana, nazca donde nazca, procede del mismo Dios a quien confiesan los cristianos, y no hay, por tanto, posibilidad de exclusivismos, sino más bien obligación de acoger a Aquel que (como el aire) «sopla donde quiere» (Jn 3,8)[2]. Es ya un tópico que la teología y aún más la piedad occidental (tanto católica como protestante) adolecen de un olvido del Espíritu que ha llevado en exceso a tratar de explicar las cosas, más que vivirlas o cambiarlas. Ese tópico tan verdadero moverá muchas de las páginas que van a seguir, hasta estallar en las últimas. Pero, dejando ahora las teologías, evoquemos que, cuando Marx escribe su famosa tesis 11 sobre Feuerbach («hasta ahora los filósofos han explicado el mundo; lo que importa es transformarlo»), está ofreciendo una versión laica de la tesis de este capítulo: el mundo del Logos necesita al Tao (o al Espíritu, en lenguaje nuestro). De lo contrario, 15

ese Logos se desfigura[3]. Parece, pues, claro que, más allá de alusiones teológicas, Occidente necesita hoy una buena «inyección» de Tao que devuelva calidad y plenitud humana a su Logos, a su razón y a su palabra, porque, sin Tao, el Logos se nos ha ido convirtiendo en «razón instrumental», en posverdad y en búsqueda del máximo beneficio económico. Por eso, si el ser humano no es más que «una caña que piensa» (Descartes dixit), acabará reducido a una simple caña, a menos que esta sea movida por ese misterio del Espíritu. Y el Espíritu, dicho cristianamente, es quien de veras nos enseña a querer. A querer y a querernos bien. Sigamos por ahí. [1] Las diferencias que pueda haber entre ambos conceptos me parecen ahora cosa de matiz ante el objetivo de este capítulo, que es comparar los modos originarios de abrirse al ser en Occidente y en Oriente: la vista y la vida. [2] Esta intuición, que tanto ha costado aceptar a los cristianos, no es exclusivamente cristiana. He citado otras veces aquellas palabras de Krishna en la Bhagavad Gita: «también los que siguen a otros dioses y los veneran con fe profunda, en realidad me honran solo a Mí, aunque no de forma correcta». Palabras que hicieron del hinduismo la más tolerante de las religiones, aunque hoy la vinculación entre religión y nacionalismo indio está convirtiendo el hinduismo en una de las religiones más intolerantes. K. Rahner no fue nada original cuando habló de la posibilidad de «cristianos anónimos». Muchos siglos antes, los Vedas habían sugerido la existencia de «hinduistas anónimos». [3] Aunque también, según me comentó R. Panikkar la última vez que nos vimos en Tabertet, él temía que Oriente esté perdiendo su espíritu, contagiado por ese virus occidental del máximo beneficio económico…

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CAPÍTULO 3

Autocrítica, autoestima, autoayuda

P

ASIÓN INÚTIL O ESPERANZADA,

lo innegable es que los humanos somos una pasión de absoluto. Nuestras vidas son una puesta en práctica de aquella canción: «todos queremos más, y más y más y mucho más». No es solo que el Barça sea más que un club; es que todas las cosas que queremos las convertimos en más de lo que son. Si no podemos amar el Absoluto, porque no creemos que exista, amamos muchas cosas absolutamente. Y, en el fondo, eso se debe a que en las cosas que amamos nos amamos a nosotros mismos como absolutos. De ahí que nos resulte tan difícil la autocrítica (tan necesaria) y que andemos tan faltos de auténtica autoestima (tan necesaria también). Por eso es hoy tan difícil la convivencia. Eso ocurre no solo a nivel individual, sino a niveles de grupo. Uno de los pecados más serios (y menos denunciados) de la historia de la Iglesia ha sido su autodivinización más o menos explícita: la «santa iglesia», que en el origen de la expresión significaba tan solo la Iglesia santificada por Cristo, se fue convirtiendo, poco a poco, en la Iglesia impecable; de modo que criticarla solo podía ser expresión de maldad, al margen de si la crítica estaba o no fundada. Pero de la Iglesia hablaremos más adelante. Ahora importa señalar que cuando, con la aparición de la secularidad, la Iglesia fue puesta en su lugar, surgieron inmediatamente otras «iglesias santas». Primero los partidos políticos, por necesarios que sean. Alfonso Comín (militante del PSUC) fue el primero que, ya en nuestra transición, levantó la voz avisando que los partidos no son iglesias. Antes de él, todos los partidos deberían leer y meditar las críticas de Simone Weil: «Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva. Es una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros. La primera finalidad… de todo partido político es su propio crecimiento, y eso sin límites. Debido a este triple carácter, todo partido político es totalitario en germen y en aspiración»[4]. Eso, por supuesto, no significa la necesidad de suprimir los partidos (como tampoco lo antes dicho apuntaba a la supresión de la Iglesia). Pues esa supresión acaba llevando a la existencia de un partido único que se cree libre de esos defectos, lo cual es mucho 17

peor. Pero sí es una llamada muy seria de atención para que los partidos se examinen y reformen algunos de sus modos de proceder y de hablar. Por ejemplo, la llamada «disciplina de partido». O ese autobombo que sigue al pacto para cambiar de gobierno en Andalucía, donde escuchamos a un partido que no sabemos si mejorará aquella comunidad, pero sí hemos aprendido que «no tienen abuela». Hoy en día, me parece que otra nueva «santa iglesia» la constituyen los llamados «medios de comunicación», que se sienten con el derecho (y la misión) de criticar todo cuanto les parezca y de autoalabarse como niños pequeños. Pero cuando alguna voz crítica se levanta contra ellos, solo puede ser la voz de algún malvado, enemigo de la democracia y de la libertad de expresión, nunca de ellos, que solo son defensores de la verdad. Como la Iglesia de antaño. Y, sin embargo, infinidad de veces los medios de comunicación están hoy al servicio del capital y de los poderosos de la tierra, como analizaremos en la parte siguiente. Quizá porque, de otro modo, no podrían sobrevivir. Pero la realidad es esa. Por supuesto, hay en ellos excelentes personas y espacios admirables, como los hay en los partidos y en las iglesias. Pero su pretensión global va más allá de eso. Quieren ser tácitamente sacralizados. La era de la posverdad es la era de las falsas absolutizaciones. Porque, si la santa de Ávila creía que «la humildad es –simplemente– la verdad», resulta que la posverdad es simplemente la autoinflación. Frutos de esa posverdad, son la desaparición de la autocrítica y la reaparición de los fundamentalismos. Una palabra sobre ellos. 3.1. Autoexamen La palabra «autocrítica» la encontré por primera vez en «El Ciervo» de mis años mozos, que pedía saber ser críticos con la propia Iglesia, envuelta entonces en un caparazón de sacralidad que la hacía intocable. Pese a acusaciones irritadas («malos hijos», «falta de amor a su madre»…), la autocrítica acabó imponiéndose (unas veces bien hecha, y otras mal, como suele ocurrir en las historias humanas). Aquellas confesiones fueron generando propósitos de enmienda que cuajaron en el Vaticano II y han contribuido a que la Iglesia, con todos sus defectos, siga viva y haya dado ejemplos sorprendentes de calidad humana. Queda mucho por hacer. Pero queda también el balance de que la autocrítica, hecha con espíritu penitencial y no de resentimiento o de protagonismo, acaba siendo fecunda aunque duela. En un libro-antología de textos antiguos[5] mostré que la Iglesia antigua, al ejercer la autocrítica, conservaba la fidelidad a su propia tradición. Hoy en cambio, cuando, tras algún atentado, se nos dice que el terrorista «ha sido abatido», nadie osa preguntar qué hay tras esa ambigua expresión, aunque sospechamos que detrás de ese «abatimiento» puede haber un delito grave de las fuerzas del orden. Desde esta Cataluña en la que escribo, debo declarar que hay derecho a ser independentista y a no serlo. Pero ¿quién encontrará una mínima palabra de autocrítica en uno de esos dos bandos? ¡Y mira que ambos han hecho mal las cosas! Pero en ambos la más mínima autocrítica supone el fin de una carrera política y la aniquilación del 18

crítico. Lo cual nos lleva al punto siguiente. 3.2. Fundamentalismo como egoísmo El fundamentalismo implica una identificación tan absoluta con las propias convicciones que considera débil y ofensivo el mero intento de pasarlas por el tamiz de una razón crítica. Los matices son como virus en su ordenador mental. El fundamentalista está tan seguro de sus propias posiciones y las vincula tanto con su identidad que se siente dispensado no ya de toda crítica, sino incluso de toda ley que las contradiga. Es una de las actitudes a las que más propensos somos los humanos, por nuestra necesidad de seguridad. Pero detrás de esa identificación tan absoluta con las propias convicciones se esconde una absolutización del propio ego. En su origen, se vincula al fundamentalismo con algunas sectas pseudocristianas de EE.UU. Característica suya es el simplismo más atroz. Porque en esta tierra solo se puede ser fanático de Dios (con los matices que veremos) o de las simplezas. Ese fanatismo considera peligroso todo lo que es simplemente complejo, y toma literalmente todas las afirmaciones de la Biblia, sin aceptar no ya la crítica histórica, sino ni siquiera los más elementales géneros literarios. Si el mito del Génesis dice: «Dios creó al hombre del barro de la tierra», eso solo puede ser entendido en el sentido literal de modelar una figura de barro y luego soplar sobre ella. Que al hombre se le llame Adán (en hebreo: terrícola) no aporta nada a la hora de entender la intención del relato bíblico… Pero el fundamentalismo no es solo religioso. Los mil libros de autoayuda, que hoy pululan casi como las inundaciones de California, son la versión laica e individual de lo que, en el campo religioso, llamamos «fundamentalismos». Y, sobre todo, es hora de caer en la cuenta de la presencia de actitudes fundamentalistas en la sociedad laica y, en concreto, en el campo político. Pues ahí es donde más nos pica hoy y donde más habrá que rascarse o ponerse alguna pomada razonante. Permítaseme insinuar unos ejemplos: Un partido anegado por una riada de corrupción que no solo anegó a personas concretas, sino al partido mismo, sufrió una pérdida de votos capaz de posibilitar una moción de censura que lo sacó del gobierno. Pues bien: la reacción ante ese desastre, que reclamaba una seria regeneración, fue enterrar toda autocrítica, como si la corrupción no existiera, proclamar el orgullo partidista y girar hacia posiciones de extrema derecha, calificadas como de centro-derecha y donde no hay más «centro» que el del ego-centrismo. Un político acosado por un master nada ético declara que «no hay más ética que lo legal» (ignorando que, según santo Tomás, la ley ha de mirar al bien común y no a la ética individual). Pero luego califica de «felonía» una moción de censura totalmente legal y constitucional. Para las derechas, la intransigencia sustituye a la inteligencia. Después asistimos a unas elecciones andaluzas con un resultado insólito. Pero ni uno solo de los políticos (o partidos) castigados fue capaz de hacer una autocrítica seria: la culpa siempre había sido de otro. Cuando Rajoy mentía 19

sistemáticamente arguyendo que el partido que sacaba más votos era el que había ganado unas elecciones, se le objetaba que el partido más votado podía ser también el más vetado (como se vio más tarde). Pues bien: tras las elecciones andaluzas, la candidata del PSOE, que era quien había recibido el golpe más duro, adoptó el sofisma de Rajoy y se proclamó ganadora. En cambio, el presidente gallego del PP le dijo ahora que tener más votos no significa ganar unas elecciones. ¿En qué quedamos, pues? Sigamos. «Podemos» pierde fuelle y echa toda la culpa a los medios de comunicación. ¿Nunca ha pensado Pablo Iglesias que la culpa puede ser de la escandalosa incoherencia y el mal ejemplo que supuso la adquisición de su mansión? Algún aviso debió de darle la conciencia cuando quiso buscar justificación en una consulta algo hipócrita a las bases del partido; pero ¡era a los electores a quienes había que consultar! Y sigamos: el camaleónico líder de «Ciudadanos» consideraba que «sería una irresponsabilidad», ya que hay cinco partidos, negarse a dialogar con VOX; pero no le parecía irresponsable negarse a dialogar con el PSOE o con ERC. Y ese inefable VOX quiere suprimir la ley de violencia machista porque también hay mujeres que matan a hombres; cuando, en lógica elemental, lo más que se seguiría de ese argumento es que habría que ampliar la ley, no suprimirla. Para acabar de arreglarlo, los independentistas catalanes consideran que para ellos no tiene vigencia la Constitución española ya antes de ser independientes, y se escandalizan de que eso sea considerado delito. Pero luego apelan al Tribunal Constitucional cuando les conviene. Y el inefable Puigdemont se permite decirle a Sánchez que «el tiempo de gracia termina». Como si fuera Dios… No hemos progresado mucho: ya Montaigne escribía en sus famosos Ensayos: «Las excusas y reparaciones que veo dar todos los días para purgar la imprudencia me parecen más torpes que la imprudencia misma»[6]. Pero al menos deberíamos saber que esa es nuestra pasta humana, que el afán de gloria y la nietzscheana voluntad de poder nos dominan y nos hacen engañarnos hasta la ingenuidad. Si argüimos que estas son consideraciones moralistas represoras, quizá lo que tememos es que, si llegáramos a vernos tal como somos, no seríamos capaces de cargar con nosotros mismos. Porque, si no, la conclusión parece ser que nuestros políticos solo buscan argumentos que conduzcan a una meta que ya tienen predeterminada. Cuando lo que debería hacer cualquier buen político es lo contrario. Y esta es, quizá, la causa fundamental del preocupante descrédito de nuestra clase política. Pero no quisiera que se entendiera todo esto como una crítica a solos los políticos, pues ellos suelen ser un reflejo de los ciudadanos que somos nosotros. No es exacto que cada pueblo tiene el gobierno que se merece (pues aquí pueden entrar en juego otros factores). Pero sí lo es que cada pueblo tiene los políticos que se merece. Y lo que parece es que la era de la posverdad se nos ha convertido en la 20

era de la ilógica, de la irracionalidad y de los sentimientos a flor de piel. Un parlamentario británico, de cuyo nombre no logro acordarme, pronunció una vez la siguiente frase que antaño oíamos con frecuencia y hoy tenemos olvidada: «odio lo que Usted está diciendo, pero daría mi vida para que pueda decirlo». Quitémosle los acordes retóricos, pero reconozcamos que ahí reside el verdadero espíritu democrático del que hoy andamos bastante faltos. Todos. Porque eso significa que, por muy distantes que nos sintamos de ellos, por más que odiemos su discurso, los miembros de VOX tienen derecho a manifestarse (como lo tienen los independentistas a ser lo que son), y no se lo podemos impedir ni podemos ilegalizarlos por pensar como piensan. Solo cuando su modo de actuar contravenga las normas de convivencia establecidas se les podrá castigar; nunca antes. Y lo mismo vale para los gritos de VOX que piden ilegalizar a los independentistas. Dicho ahora con frases que molestarán: la unidad de la patria (grande o chica) puede ser para algunos un valor supremo. Pase. Pero la democracia es un valor aún más sagrado. Y también: por poco que nos gusten, o por inmorales que nos parezcan las opiniones de algunos, son conciudadanos nuestros y de ningún modo son «el mal absoluto». Nos guste o no (y a mí no me gusta nada), VOX es una parte del mandato del pueblo andaluz. La coherencia, por tanto, habría que ponerla en otros lugares y actitudes, de modo que fuese la ausencia de votos la que dejara fuera a VOX. Supongo que tacharán a estas reflexiones de «buenismo». Pero no sé si podría contestar (con un chiste de El Roto): ahora que se acaban los buenismos, estamos pasando a la hora de los malismos… 3.3. Contra todo maniqueísmo Así venimos a dar con «la madre de todas las batallas»: esa noción de mal absoluto es fundamental, aunque no lo llamemos así; basta con que lo sintamos así. Pues si mi adversario es el mal absoluto, tengo pleno derecho a descargar sobre él todas mis adrenalinas y no debo hacer ninguna autocrítica sobre mi modo de reaccionar ante él. ¡Qué magnífica pseudoliberación! Por eso, la tendencia al maniqueísmo la llevamos todos dentro. Viene a veces sugerida por la razón, la cual, ante el espectáculo del mal, tan extendido y tan poderoso, acaba concluyendo la existencia de «un dios malo» en pugna con el Dios bueno. Es sabido cómo torturó este argumento a san Agustín, que nunca logró desprenderse totalmente de él. Hoy lo hemos bajado de las especulaciones metafísicas a la arena de la convivencia. Pero nos tienta tanto o más que al obispo de Hipona, porque viene a ser un pasaporte para todas nuestras irracionalidades. Ahí estamos. La simbología cristiana hizo un trabajo importante en este campo: por más que sintamos que el mal nos trasciende, no existe un dios malo. Satán nunca es un dios, sino solo «un ángel caído». Y la única verdad de fe sobre ese principio del mal no es si existe o no existe Satán, sino que, si existe, está vencido. Pero toda esa simbología la hemos tachado de puro mito, en lugar de reflexionarla; y 21

con ello se ha quedado en el campo de las puras especulaciones. Nuestro deber tendría que ser, otra vez, bajarla a la arena de la convivencia, si no queremos que la irracionalidad invada el campo de las relaciones humanas y la llamada posverdad se convierta (como está sucediendo) en una fuente de autoafirmación que vale, no por ser verdad (ya sabemos que esta no existe), sino por ser «mi» verdad. Así hemos vuelto del revés un famoso epigrama de Machado: «¿La verdad? No. Mi verdad. Y no busquemos ya más: la tuya guárdatela». Así estamos. 3.4. Falsa autoestima De esa irracionalidad brota el que la autoestima que necesitamos la estemos buscando (ayudados por una literatura pseudoterapéutica) en la ausencia de honradez autocrítica y en el rechazo a enfrentarnos con la realidad tal como es. Así, la verdad es que vivimos en el país de la mentira, tanto si le llamamos «reino» como si le llamamos «república». Oigamos, si no, a esos señores que, cuando la porquería los envuelve de manera tan total y tan pública que es imposible disimularla, reaccionan con garabatos de humildad diciendo: «Si he cometido algún error…». Y dicen eso en situaciones donde sobra la condicional y solo cabe decir: «He cometido un robo mayúsculo». ¡Qué contraste con el viejo Lao Tse: «De la humildad brota la grandeza»!… Dijeron los sabios que estábamos pasando del clásico homo sapiens al homo oeconomicus. Todo parece indicar que ese homo oeconomicus nos está llevando al homo inflatus. No temamos sembrar trigo de autocrítica humilde y tranquila entre tanta cizaña fundamentalista. Recordemos a aquel que dijo: «quien quiere salvar su vida la pierde; y quien entrega su vida por una causa noble es el que la salva». En suma: fundamentalismos y falta de autocrítica causan siempre un gran daño a la causa que pretenden defender. Y no se justifican por esa necesidad de autoestima, hoy tan de moda. En realidad, la mejor autoestima es el olvido de sí; la mejor autoayuda es la autocrítica; y la mejor autocrítica son los sufrientes de la tierra. Y, ante ellos, nuestra vida solo puede ser o entrenamiento o enviciamiento. 3.5. Un ejemplo viejo Hace ya más de veinte siglos, el Amrtabindu Upanishad de la India enseñaba dos cosas muy gráficas: a) «las vacas tienen varios colores, pero la leche tiene un solo color» (n. 19). Quien solo mira lo exterior de la vaca acaba siendo o un chulo o un acomplejado envidioso. Pero quien mire al interior se encontrará con que… b) «como la mantequilla está escondida en la leche, así habita el conocimiento en cada uno de los seres» (n. 20). O sea: a) quien es consciente de que puede producir mantequilla no necesitará 22

autoayudas ni temerá la autocrítica. Porque, en el fondo, b) como ya decía un viejo refrán: «de hombre a hombre, cero». Sigamos, pues, por ahí, porque puede ser una buena receta para convivir. La convivencia hace tanta falta hoy que hasta el rey la recomendó en su mensaje navideño. No solo hay una violencia de género sino también una inconvivencia de especies. Uno se pregunta cómo pudo responder el señor Torra que en Cataluña no hay problemas de convivencia, sino de democracia y de justicia. ¿Cómo no se ha enterado de que donde más falta hace hoy un arbitraje exterior es entre las dos Cataluñas? Claro que hay problemas de justicia si un 47 % de la población quiere imponer sus tesis a todo el resto, y casi toda la otra mitad se niega a cualquier diálogo con la gran masa independentista, considerando que solo hablar de «conflicto» equivale ya a una bajada de pantalones… Uno se pregunta: Señor, ¿cómo es posible que estén tan ciegos? En conclusión de este largo capítulo: convivir bien solo es posible cuando uno tiene suficiente fe en sí mismo como para poder olvidarse de sí y autocriticarse. Cómo conseguir eso me parece una de las grandes preguntas del ser humano. Y esa pregunta se vuelve hoy más difícil, porque la convivencia ya no se reduce solo a un grupo pequeño, unido por lazos particulares. Se extiende a todos. Y con todos tenemos que seguir. [4] Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid 2000, p. 105. Y conviene ver, unas páginas antes, todo lo que dice Simone sobre la pasión colectiva. [5] La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Sal Terrae, Santander 1985. [6] III; X. p. 1521 de la edición de Acantilado (Barcelona 2007).

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CAPÍTULO 4

Todos iguales

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cuando hablamos del ser humano, es el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice: «todos los hombres nacen libres…». Igualdad, pues, entre todos los individuos, igualdad entre todos los grupos (por razón de sexo, color, nación, religión…), sin que las diversidades sean nunca una razón que justifique desigualdades. No me cansaré de repetir que la palabra «igualdad» es la que más fácilmente tiende el puente entre la visión «laica» y la visión cristiana del mundo. La que muestra cómo verdaderamente lo cristiano es profundamente humano y lo plenamente humano es seminalmente cristiano. Por eso no conviene olvidar aquel clamor mundial del pasado 8-M, que ya va quedando lejos. Importa mucho volver sobre él, recordarlo y regarlo para que siga creciendo. Porque, sean cuales sean sus frutos futuros, parece innegable que aquel día la igualdad volvió a cobrar importancia en las mentalidades humanas. Una igualdad que la Revolución Francesa proclamó y esterilizó a la vez, por una falsa concepción de la libertad, que dejaba de ser sujeción a un poder exterior, pero solo para pasar a ser sujeción al propio ego. De ahí solo podía brotar una libertad contra la igualdad y contra la fraternidad, que ha acabado llevando al descrédito de nuestra modernidad. ¡Qué pena! Mucho antes de la proclamación de los Derechos Humanos, y desde una óptica cristiana, había escrito Pablo de Tarso: «en Cristo Jesús no hay varón ni mujer, judío ni gentil». La equiparación de los dos grupos, visto cómo luchó Pablo por la igualdad entre judíos y paganos, muestra que la primera igualdad (varón-mujer) no puede ser entendida como una simple consideración «espiritual» ajena a la realidad histórica. Aclarando que «igualdad» no es lo mismo que «uniformidad», sino que presupone la permanencia de las diversidades (punto este que no deberían olvidar algunos feminismos que parecían buscar más la masculinización de la mujer que su igualdad con el varón desde su plena feminidad)[7]. Proclamas tan serias como las del 8-M las teníamos metidas en el congelador desde hace tiempo. Eso mostró la contradictoria actitud del señor Rajoy, que solo apelaba a la igualdad para negarse a dialogar con los catalanes… porque «no puedo tolerar desigualdades ente los españoles». Pero luego, cuando le preguntaron por la igualdad de salarios entre varones y mujeres, consideró que «no valía la pena» entrar en ese tema. I HAY ALGO FUNDAMENTAL

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Como balance de aquel 8-M ya lejano, deberían quedar al menos dos cosas: a) una rotunda afirmación de la igualdad entre varón y mujer, en contra de lo que afirmaban Platón y Aristóteles y en contra, por ejemplo, de la rotunda afirmación de Voltaire en su Diccionario Filosófico: «ordinariamente, el varón es muy superior a la mujer, en el cuerpo y en el espíritu». Y b) un camino abierto a la convicción de que, ordinariamente, la desigualdad no es culpa de los inferiores, sino de los superiores. Esa doble convicción desborda el tema de la mujer, sin menoscabarlo en absoluto. Y llega incluso a socavar la tesis madre del neoliberalismo ambiental (tan querida a Milton Friedman): «los pobres lo son por su culpa» y, por tanto, todo lo que se haga para ayudarles les hace daño: los vuelve vagos y les acostumbra a vivir sin trabajar. Desde la percepción de esta falsedad, el clamor de aquel 8-M puede y debe ampliarse. Veamos algún ejemplo. La mayor y más intolerable desigualdad de nuestro mundo es que un 1 % de la humanidad (70 millones de hombres) posea casi tanta riqueza como el 99 % restante. Según Oxfam, ocho millonarios (todos ellos varones, 6 norteamericanos, un mexicano y un español) tienen más riqueza que la mitad más pobre del mundo (unos 3500 millones). Cientos de millones de personas, ¡iguales a ellos en derechos!, malviven con un dólar o dos por día, mientras hay quienes ingresan un millón de dólares diarios. Eso, en lenguaje religioso, «clama al cielo», y en lenguaje laico es un crimen. Por tanto, ¿no debería haber una prolongación del 8-M hacia esta canallada de nuestra hora? Por desgracia, no espero que los machos hagan nada (o muy poco) por arreglar esa situación. Pero me pregunto si no podrían hacer algo más las mujeres, desde muchos valores que se aclamaron el 8-M y como prueba de su identificación con ellos. Por eso me parece necesario y legítimo apelar a algunas mujeres que están dentro de ese 1 % o, al menos, cercanas a él. Hay apellidos que suenan en esa dirección: Bettencourt, Ortega, Botín, Koplovitz, Walton, Klatten, Jobs, Fissolo… ¿Están ellas también «masculinizadas» en este punto? ¿O serán capaces de comprender algunas afirmaciones de grandes oradores de los primeros siglos de nuestra era? Me refiero a afirmaciones como éstas: «si posees lo superfluo, posees lo ajeno», en contraste con otra conocida frase de Voltaire (en el poema Le mondain): «lo superfluo es lo más necesario». O esta otra: «no dar de lo propio es robar a los pobres» (Juan Crisóstomo). Y por eso, sigue, «cuando das algo al pobre, no haces un acto de caridad, sino de justicia, porque no das de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo». Una afirmación repetida por muchos de esos autores de los primeros siglos de nuestra era… Si se aceptan estas verdades elementales, entonces se podrá dialogar sobre una seria subida de impuestos a las grandes fortunas, como la que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial y que dio origen a la llamada «golden age of capitalism». Hasta que Ronald Reagan y la señora Thatcher comenzaron a gritar que poner impuestos a los millonarios era quitar dinero a los diligentes para dárselo a los vagos. A partir de ahí se ha ido gestando otra edad no precisamente de oro: una «black age», edad negra del desmonte del Estado de bienestar, la era del terrorismo loco y 25

desesperado y del crecimiento de los extremismos antisistema. Por supuesto, una revolución fiscal como la que pedimos necesitará otro diálogo sobre el control del gasto público por el pueblo, que es el propietario de ese dinero. Para que el gasto público no se pervierta en gasto privado de un gobierno o de un partido concreto, como hemos visto tantas veces. Luego, cerrando el círculo (y aunque no creo que eso de los «días mundiales» valga para mucho), quizá, tras el calor del 8-M, se podría haber declarado un «Día Mundial de la Igualdad» (DMI) que, por la coincidencia de mayúsculas, constituyera nuestro «Documento Mundial de Identidad». Finalmente, no olvidemos mi querido mantra: «lo peor es la corrupción de lo mejor» (corruptio optimi pessima). No hacía ningún favor a la causa femenina aquella pancarta que El País sacó al día siguiente del 8-M, reproducida en primera página y en la que se leía: «quiero hacer lo que me salga del coño». No creo que la portadora de esa pancarta sea feminista. Más lógico parece suponer que, compartiendo la declaración del obispo de San Sebastián de que el demonio anda metido en eso del feminismo, esa señora haya querido demostrarlo de manera fehaciente. Pero es también algo muy humano esa capacidad nuestra para estropear las grandes causas poniéndolas al servicio de nuestro ego (o de «nuestro coño», que diría aquella buena señora), hasta llegar a envenenarlas en más de dos ocasiones (por no decir: en casi todas). Y, si no, veamos el capítulo siguiente. [7] Ver el espléndido texto de Mª Clara LUCHETTI, Transformar la iglesia y la sociedad en femenino, Cuadernos Cristianisme i Justícia, 211.

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CAPÍTULO 5

¿Todos hermanos?

«¿De qué podría servirnos?… Si amo a alguien, es preciso que este lo merezca por algún título…Lo merecería si se me asemejara en aspectos importantes, hasta tal punto que podría amarme en él a mí mismo. Los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría una injusticia si los equiparse con un extraño… Para decirlo sinceramente: ese ser extraño es indigno de mi amor; merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No siente el mínimo amor por mi persona, ni me demuestra la menor consideración. No vacilará en perjudicarme si le conviene… Más aún: ni siquiera es necesario que yo le sea provechoso: le bastará con experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo en denigrarme, ofenderme, difamarme o exhibir su poder sobre mi persona» (S. Freud). «Vamos a hacer con el futuro un canto a la esperanza para poder hallar tiempos que traigan en su entraña esa gran utopía de la fraternidad» (J. A. Labordeta). «Uno solo es vuestro Padre, y todos vosotros sois hermanos» (Evangelio de san Mateo).

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la diferencia entre los dos primeros de esos textos. Sin embargo, coinciden en algo: ambos aceptan que la fraternidad es una utopía. La diferencia está en que el amigo Labordeta da vigencia a esa utopía, y Freud la considera una ilusión carente de toda vigencia (El porvenir de una ilusión es el título de la obra en la que aparece). La utopía es, efectivamente, una meta asintótica (nunca alcanzable del todo). Pero si, a pesar de eso, le damos vigencia y caminamos hacia ella, algo conseguiremos alcanzar. Si, dado que es inalcanzable en su plenitud, le negamos toda vigencia, nos pasará como al nadador que va contra corriente: cuando deja de nadar porque ve que avanza poco, las aguas lo arrojan hacia abajo. Eso es exactamente lo que nos está ocurriendo con «esa gran utopía de la fraternidad». Hemos dejado de creer en ella dándola por imposible: los seres humanos no ARECE TOTAL

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son todos iguales; ya sabemos que en la naturaleza «el pez grande se come al chico» y que la fraternidad es un freno al progreso; etc., etc. Por tanto, hay argumentos «científicos» contra la fraternidad. Freud los expone con diáfana crudeza. Y el resultado ha sido la aparición de diversas «manadas» que, además, se jactan de serlo y se filman. Manadas no solo en el campo sexual, sino también en el político. Manadas que pisotean y abusan del distinto alegando que «America first», «Brasil primero», Hungría primero, Italia primero, Catalunya primero, España primero… Y a cada una de esas invocaciones algunos incluso añaden un «ora pro nobis», como si se tratase de las letanías de su santo rosario. Efectivamente, a las «manadas» sexuales parecen seguirles otras manadas políticas que carecen del más elemental respeto al distinto y que parecen dedicarse más a la peluquería y al griterío que al estudio y al análisis. En la parte siguiente intentaremos mostrar que nuestro capitalismo es una auténtica «manada». Se cuenta que, cuando el asesinato de los jesuitas de El Salvador (en 1989), durante la reunión de altos mandos militares que precedió a esa orden, alguien exclamó: «o ellos o nosotros». Al final, y a pesar de la deficiente justicia, la cosa ha quedado en un «ni ellos ni nosotros». Y esa parece ser la situación actual de nuestro mundo. Ojalá aprendiéramos el ejemplo. ¡Qué bueno sería entonces poder insuflar un poco de espíritu a nuestras grandes causas! Y saber buscar qué posibilidades se abren a ese difícil ascenso hacia las escarpadas utopías humanas. Pero ¿es esto posible? Pensemos esa pregunta un poco más.

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CAPÍTULO 6

¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo?

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(y, en otro sentido, también en las confesionales) es frecuente la división de los seres humanos entre creyentes y no creyentes. Probablemente, se debe a que el hecho religioso (con permiso de los que quieren sacarlo de la escuela) es una dimensión fundamental que atraviesa toda la historia y la naturaleza humana. De todos modos, tengo la sensación de que la distinción fundamental que marca hoy nuestra hora histórica no debería ser la diferencia entre creyentes y no creyentes, sino otra división entre los que voy a llamar querientes y no querientes. A ver si consigo explicarlo. Es una verdad de nuestra historia que, muchas veces, a los justos les van mal las cosas por ser justos, mientras que a los malvados les van bien por su misma maldad. Negar esa ley es una cobardía, aunque las voces oficiales de nuestra sociedad suelen negarla sin matices para justificar a los más ricos («es que son mejores»). O aunque algunos victimismos se sirvan de ella para justificar sus fracasos, achacándolos solo a la maldad de los otros. Pese a tales abusos posibles, los salmos y el Primer Testamento bíblico están llenos de quejas que constatan: «a los malos les van mejor las cosas». Recordemos solo la queja del profeta Jeremías, que conviene repetir de vez en cuando: «Señor ¿por qué prosperan los impíos?» (12,1). Esa constatación es tan antigua que en un poema babilónico fechado aproximadamente hacia el 1200 antes de Cristo y que se conoce como «la teodicea babilónica», leemos que «los dioses crearon al hombre proclive a la falsedad y a la malicia». No obstante, y por las mismas fechas, la Biblia se revela contra esa afirmación: el autor del Génesis concluye su primer capítulo declarando que «todo lo que Dios había hecho era bueno»; aunque solo cinco capítulos más tarde tendrá que añadir que, al ver Dios la maldad que había sobre la tierra, «se arrepintió de haber creado al hombre»[8]. Y es que, para Israel, esa nefasta ley de la historia no puede ser obra de Dios, pues entonces no habría lugar para la esperanza en nuestro mundo; es, más bien, fruto del orgullo y la libertad humana. De ahí arranca esa noción de «pecado original», tan desafortunada en su formulación como atinada en la realidad que quiere expresar: Camus lo formuló mejor cuando habló de «La Caída». Y lo dicho en el prólogo sobre el equilibrio inestable que es el ser humano puede ayudarnos a entenderlo mejor. N NUESTRAS SOCIEDADES SECULARES

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En todo caso, es así como se le fue entreabriendo a Israel la posibilidad y la esperanza en un más-allá libre de males y lágrimas, e incluso el atisbo de que una aceptación confiada de esa nefasta ley de la historia puede convertirse a veces en camino de liberación para otros: eso es lo que insinúa ese extraño poema de Isaías 53 sobre una misteriosa figura de apariencia despreciable, porque han caído sobre él todas nuestras maldades, pero que al final del poema se convierte en redentor para nosotros. Ahí se atisba otra ley de nuestra historia: entre nosotros, la mayoría de victorias liberadoras se consiguen a través de derrotas previas. Jesús de Nazaret encarna ese atisbo y esa ley: el fracaso de su pretensión liberadora (la Cruz) se convierte en paso hacia su Resurrección definitiva. Por eso los primeros cristianos aplicaron, enseguida y de mil formas, a Jesús el poema citado de Isaías 53. Pues bien: la ilusión de tantas pretensiones revolucionarias de nuestra historia (hoy tan en crisis y hasta ridiculizadas por los bienestantes) había sido crear ese mundo donde a los buenos les fueran bien las cosas, y a los malvados mal. Aspirando incluso a una desaparición de los malvados con la aparición del «hombre nuevo», tan esperado antaño por muchos movimientos revolucionarios. Por eso, no importa el destino (aparentemente) abocado al fracaso de las revoluciones, sino la verdad y el valor de su apuesta: porque, si resultase que Dios es Amor, entonces creer en Dios no sería más que creer en la Bondad tantas veces pisoteada y creer en el Amor (pocas veces amado). Y que Dios es Amor es precisamente lo que anuncia la divinidad de Jesús, como veremos en la última parte. Sin ella no podríamos saber que Dios es Amor: podríamos desearlo o barruntarlo, pero podría ser también que Dios fuese como los dioses griegos o babilónicos, que disponían de los seres humanos como juguetes. Ahora bien, el Amor y la Bondad no pueden ser creídos de manera meramente intelectual. Sólo se puede creer en ellos amando e intentando ser bueno. A eso apuntaba la paradójica ironía de Benjamin Constant, líder de la revolución francesa y amante de Madame Staël: «Soy demasiado escéptico para ser incrédulo…». ¿Que a qué viene todo esto? Pues verán: hace cosa de un año, la revista Vida Nueva publicó una entrevista con la fotoperiodista Ana Palacios, que, confesándose atea, lleva una vida dedicada a trabajar por las víctimas de la historia y que hacía un gran elogio de los misioneros, porque siempre «le infunden paz»… Ante la sorpresa de la entrevistadora, explicaba que ella no conseguía ser creyente, pero sí era «queriente». San Agustín le habría dicho que, si amas de veras, ya crees, aunque no te lo creas. Yo prefiero recordarle una vieja anécdota del rabino judío Elischa ben Abuja, que perdió la fe con gran escándalo de la comunidad. Pero otro rabino, tras un momento de silencio, comentó: «dichoso él, porque ahora es dueño hacer el bien sin buscar recompensa alguna». Esa es la interpelación que lanza un sector de la llamada increencia a nuestra división entre creyentes y no creyentes: ¿es que puede amarse de veras, desinteresadamente y no eróticamente, a toda la humanidad, sin una fe, quizá más implícita que explícita, pero muy seria? ¿No sugería algo de eso el texto antes citado de Freud? 30

Algunos podrán reconocer, y aquí me encuentro yo, que sin una Ayuda exterior no habrían sido capaces de hacer el poco bien que hayan hecho ni amar lo poco que hayan amado. Pero lo válido, y absolutamente fundamental para todos los cristianos, es que nosotros no esperamos ese más-allá como una recompensa, sino como un regalo del que nos fiamos por una Promesa. Esto lo reflexionamos demasiado poco los cristianos. Lo cual resulta un tanto alarmante: porque ahí late algo fundamental para entender la muerte y resurrección de Jesús. Pero aquí dejemos solo la sugerencia y la sospecha de que, por débiles que seamos, los seres humanos podemos ser ayudados. *** Repasemos ahora las páginas anteriores: en todos estos capítulos nos hemos encontrado con un ser humano contradictorio: Chepa y Quasimodo; Mente y Espíritu; igual y desigual…; y con términos más sencillos: santo y pecador; admirable y despreciable; grande y ridículo… Hace siglos escribía el francés Montaigne: «el hombre es la más calamitosa y frágil de todas las criaturas y, al mismo tiempo, la más orgullosa»[9]. ¡Qué contradictorios somos! Y bien, las contradicciones solo pueden terminar de tres maneras: en desarmonía y enfrentamiento entre los dos elementos; o en unilateralidad y mutilación cuando se excluye a uno de los dos elementos (que es lo que parece estar ocurriendo en esta hora «apocalíptica»); o en una apuesta y búsqueda de la armonía. En este último camino tienen su primer lugar humano los términos de creyentes y querientes, y la apuesta entre si somos una pasión inútil o una pasión esperanzada. Pero también, con estos últimos capítulos hemos ido pasando, sin darnos cuenta, de lo individual a lo comunitario o social. Grandes y deformes, necesitados de autoestima y de autocrítica, iguales todos, capaces de poseer razón y de ser poseídos por el espíritu, y llamados a luchar siempre: algo de eso viene a ser la pasta humana con la que hemos de construir la sociedad. Intentemos pensar cómo. [8] La idea está repetida por dos veces en el capítulo 6 del Génesis y, según los técnicos, una de esas veces pertenece al llamado Documento Sacerdotal («P», inicial del término alemán Priesterkodex) cuyo autor es el mismo que el del capítulo 1. [9] Los ensayos, II, 12; p. 654 de la edición antes citada.

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SEGUNDA PARTE

La sociedad como problema «Señor, aunque tú llevas la razón cuando pleiteo contigo, quiero proponerte un caso: ¿por qué prosperan los impíos y tienen paz los desleales?… Pues dicen: no ve nuestros caminos» (Jeremías 12,1.4c). «¿Hasta cuándo daréis sentencias injustas poniéndoos de parte del culpable? Proteged al desvalido y al huérfano, haced justicia al humilde y al necesitado, defended al pobre y al indigente, sacándolos de las garras del culpable» (Salmo 82,2-4). «Los malvados, siempre seguros, acumulan riquezas» (Salmo 73,12). «La frialdad es el principio fundamental de la subjetividad burguesa, sin el que Auschwitz no habría sido posible» (Th. Adorno). «Hoy estamos inmersos en una forma de vida económica y comercial en la que el pequeño es, sin remedio, arruinado por el grande; y, si queremos tomar parte en la vida de los negocios, nuestra intervención, por fuerza, ha de estar en esa misma línea» (D. Bonhoeffer, charla a la comunidad alemana en Barcelona [8 de febrero de1929]).

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Estas citas introductorias, que podrían alargarse indefinidamente, ponen de relieve el gran problema de la sociedad humana: que, siendo una verdad universal el que todos los seres humanos nacen con igualdad de derechos (y siendo una verdad cristiana que todos los seres humanos son hijos de un mismo Padre), parece cada vez más imposible la igualdad, que sería, a la vez, la palabra más humana y la más cristiana. Los favorecidos por esa desigualdad pretenden reducirla toda a méritos propios y deméritos de los que están abajo. Esa fundamentación, que puede valer en algún caso particular, resulta totalmente falsa y farisea cuando se pretende convertirla en fundamentación universal. Hace unos setenta años, G. Orwell publicó una parodia del comunismo (Rebelión en la granja) que concluía con esta aguda sátira: «todos los hombres son iguales, pero unos más que otros»[1]. Como dijimos en la parte anterior, vivimos días en que, además de la tragedia de los muertos «antes de tiempo» (por hambre, migración, persecución política, asesinato machista…), la igualdad, tanto entre personas como entre grupos o países, parece cada vez más imposible. Levantamos muros por doquier para proteger pequeñas identidades particulares que destruyen nuestra identidad humana. Fuimos educados en un «por Dios y por la patria», grito blasfemo que solo puede decirse de un dios falso[2]. Por eso hoy nos encontramos «sin Dios y con la patria». La injusticia y la desigualdad parecen un virus instalado en las estructuras de nuestra sociedad y que ninguna voz poderosa es capaz de reconocer. No queremos mirar en esa dirección y preferimos complacernos en nuestros logros innegables. A una mujer muy querida que murió de cáncer le oí decir una vez, cuando le decían que tenía buena cara: «es que el cáncer no lo tengo en la cara, y la cara me la puedo maquillar». Desde esta óptica, y dando por descontada la «buena cara» –la belleza y los elementos positivos de nuestra sociedad– (que haberlos, haylos), intentaremos analizar algunos de sus gérmenes más dañinos. [1] El original, naturalmente, dice «todos los animales», porque la paráfrasis del comunismo tiene lugar en una granja. Orwell publicó también El camino de Wigan Pier, una dura y triste crítica del capitalismo inglés. Pero esta ha sido convenientemente silenciada, mientras se jaleaba la crítica al comunismo. Así somos: no es que veamos solo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio; es que ¡no queremos mirar de otra manera! [2] Y que hoy el señor Bolsonaro retoma gritando: «¡Dios y Brasil, lo primero!». Suficiente para que entendamos que ese no es el Dios cristiano.

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CAPÍTULO 1

Capitalismo y democracia

H

en que se hacen profecías deseando con toda el alma que no se cumplan. Algo de eso le ocurrió al profeta Jeremías, que luego lloraba y se quejaba a Dios, cuando vio cumplidas sus profecías. Pues bien, hace ya 25 años, en un libro de «Cristianismo y Justicia» (El neoliberalismo en cuestión) aparecía entre interrogantes un título que miraba al futuro: «¿El fascismo que viene?». Y hace cosa de tres años, en la revista Iglesia Viva, volvía a aparecer la palabra «fascismo», todavía entre interrogantes, pero vinculada al binomio «dinero-seguridad» y con un subtítulo que hoy resulta significativo: «Examen de conciencia occidental»[3]. Ambos títulos sugieren que algo se veía venir y que hoy no deberíamos sorprendernos parodiando aquel viejo anuncio del Corte Inglés: «el fascismo ya ha venido. Nadie sabe cómo ha sido»… De que ha venido no cabe duda: ahí están nombres como Trump, Bolsonaro, Le Pen, Orban, Salvini; o siglas como AfD o Vox…; o el hecho mismo de que se escriba este libro. Son como luces rojas que no paran de encenderse, o pitidos que no paran de sonar cada vez con más intensidad, avisándonos de que llevamos alguna puerta abierta o algún cinturón de seguridad no abrochado. Si la democracia era la princesa de todas nuestras conquistas, hoy necesitaríamos algún nuevo Rubén Darío que le dedicara otra sonatina a esa princesa nuestra: «Democracia está triste, ¿qué tendrá Democracia? – Los suspiros le brotan por su falta de gracia. – Que ha perdido la risa, que ha perdido el color»… AY MOMENTOS EN LA VIDA

1.1. «Honradez con lo real» El fascismo llama a nuestra puerta. ¿Cómo ha podido suceder tal cosa? Si somos decididamente honrados con la realidad, creo que no solo debemos reconocer esa amenaza, sino que podremos afirmar que sí sabemos cómo ha sido: el fascismo ha venido porque capitalismo y democracia son incompatibles a largo plazo. Así de sencillo. Es la misma conclusión a la que llegaron K. Polanyi (en La gran transformación) y Th. Adorno (en Dialéctica negativa) ante los fascismos pasados: no fueron una excepción, sino una posible consecuencia de nuestro sistema. Es fácil aplaudir a Adela Cortina por la creación de la nueva palabra «aporofobia» (desprecio de 34

los pobres) y hasta admitirla inmediatamente en el Diccionario de la Lengua. Pero lo que no nos atrevemos a considerar es que el subtítulo del libro de Adela reza: «un desafío para la democracia». Si somos una sociedad económicamente aporófoba ¿tendrá algo de extraño que nuestra democracia se sienta desafiada y amenazada? En este sentido, la reaparición de los fascismos tiene algo de positivo: por fin, está deshaciéndose la falacia que, desde el inmenso poder mediático estadounidense, identificaba capitalismo y democracia[4]. Robert Reich habló también, hace años, de una «economía de apartheid» en EE.UU. Y el apartheid es necesariamente fascista. 1.2. Democracia enferma «Democracia» significa poder del pueblo; «capitalismo» significa poder del capital. El pueblo trabaja; el capitalista es enemigo del trabajador, porque debe buscar el máximo beneficio: su ideal sería lo que expresa aquel título de la serie documental de Jean R. Viallet: La mise à mort du travail. O al menos robarle, si no puede llevarlo a la muerte. Hace poco, un destacado representante del empresariado español hablaba del trabajo como «un gasto a reducir», pues se trata de un gasto que impide el enriquecimiento propio y el crecimiento de la empresa. Y esto se agudiza en el capitalismo financiero: ahí está ese negocio de vender nuestros datos a las empresas para que puedan engatusarnos con una publicidad no genérica, sino particularizada y acorde con nuestras personales manías. Por eso hay que agradecer al Fundamentalismo Monetario Internacional (FMI), y también al Banco de España, que avisen a Pedro Sánchez de que subir el salario mínimo a unos niveles todavía socialmente injustos es una imprudencia o un peligro. En cambio, no avisarán los Bancos a las inmobiliarias de que el subir los alquileres a precios estratosféricos amenaza con llenar nuestras calles de durmientes. ¡Gracias! Porque, dada la naturalidad casi ingenua con que se dan esos avisos, resultan ser un reconocimiento explícito de que la injusticia es intrínseca al capitalismo. Como complemento, también deberíamos agradecer al Tribunal Supremo que actuara mostrando que, aunque la justicia sea independiente del poder político, no lo es del poder económicobancario. Así lo vimos cuando dio aquel frenazo inaudito a la aplicación de su sentencia sobre los intereses de las hipotecas, con el escándalo posterior de los votos particulares, que ha dejado herida de muerte la necesaria confianza en la justicia. También aquí parece estar incubándose el fascismo. Hay que agradecer esos testimonios, porque su valor proviene de que todos ellos han sido hechos desde dentro del sistema; no son acusaciones venidas de fuera. Como también venía de dentro la olvidada confesión de Keynes sobre dos fallos en nuestro sistema: «fracaso a la hora de tomar las medidas necesarias para el pleno empleo y reparto arbitrario e injusto de la riqueza».[5] Lo primero engendra desesperación; lo otro, envidias. De la fusión de ambas surge la violencia. Y ahí estamos: con chalecos amarillos o sin ellos. Todo eso ya lo había dicho el innombrable K. Marx. Por supuesto, su materialismo dialéctico, prometedor de un paraíso inevitable, era una auténtica superstición; sus 35

soluciones serían ingenuas o desacertadas, ya que solo el «trial and error» permite encontrar soluciones que funcionen, no un proyecto teórico de recambio global. Pero su análisis y sus conclusiones siguen vigentes: el sistema es injusto, inhumano e irracional. Que Marx dijera eso con otras palabras, como «plusvalía», «fuerza de trabajo», «ejército de reserva», «valor-abstracto», «fetichismo de la mercancía» o «determinante en última instancia», es algo que ahora importa poco. Pero se comprende que el sistema haya convertido su nombre en «palabra-tabú»: uno de esos vocablos, típicos en nuestra sociedad hipócrita, que ponen el mal no en la realidad que designan, sino en la palabra con que la designan: lo inmoral no es la prostitución, sino la palabra «puta». Pues igual ahora: lo inmoral no es el sistema, sino la palabra que revela la injusticia del sistema. Porque, aunque se reconoce que el Freud científico puede ser separado del Freud ateo, y el Darwin científico puede ser separado del Darwin no católico, el Marx economista no puede ser separado del Marx ateo sin peligro grave para la religión del Capital. 1.3. Cuando el tumor se revela maligno… De este somero análisis brotan ya algunas conclusiones: el fascismo que viene es una decepción de nuestra democracia. Un desengaño debido a que el sistema económico que la acompaña es ya intrínsecamente fascista y pervierte así su presunto carácter democrático. Ya lo había dicho Bertrand Rusell: «las democracias políticas que no democratizan su sistema económico son intrínsecamente inestables»[6]. Nuestras democracias no descansaban sobre un sistema económico democrático y eran, por ello, intrínsecamente inestables. Solo se mantienen cuando gobiernan para enriquecer a los más ricos y dejar igual (o peor) a los más pobres. Si intentan gobernar en busca de la igualdad[7], se encontrarán no solo con los avisos del FMI, sino con huelgas de inversiones, fugas de capitales, evasiones fiscales, hostilidad de muchos medios de comunicación, deudas literalmente usureras y mil zancadillas más. Lo cual muestra que este sistema no es democracia, sino plutocracia; no poder del pueblo, sino poder del dinero. Como todos los autoritarismos, el fascismo es «resultón» (o incluso eficaz) a corto plazo, porque halaga pasiones irracionales y elimina obstáculos. Pero acaba siendo destructor a largo plazo. De momento, el fascismo de Trump le está resultando bien económicamente, porque la eficacia de nuestro sistema reside en que solo sabe producir riqueza a costa de no repartirla, creando «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (como dijo Juan Pablo II en Puebla). Y así rueda la máquina económica. No faltan tímidos reconocimientos de todo lo anterior: hace poco, decía Felipe González en El País: «la sociedad de mercado que convierte al ser humano en mercancía es brutal». Tenía mucha razón; aunque le faltó añadir que ese ciudadano-mercancía es gemelo univitelino del trabajador-máquina o «pieza-de-máquina» (como impuso el taylorismo con la especialización del trabajo y como ridiculizó Charles Chaplin en Tiempos modernos). Y que ambos son hijos de una misma madre llamada «sociedad de 36

consumo». Pero había otro punto en las declaraciones de Felipe González con el que no acabo de coincidir. Y es su fe en que esa brutalidad «tiene remedio». Hoy por hoy, no veo posible ese remedio, porque el sistema solo acepta moderarse un poco cuando se ve ante alguna amenaza estremecedora, como fue el comunismo tras la Segunda Guerra Mundial. Pero, en cuanto cayó el comunismo, el lobo feroz se quitó el disfraz de abuelita cariñosa y comenzó a gritar a la pobre Caperucita que todo lo anterior era «¡para comerte mejor!». Véanse, si no, las resistencias a pequeñas reformas, como tasa Tobin, renta básica, SICAVs… alegando que son cosas «muy complicadas». Lo cual, aunque fuese verdad, no dispensa de la obligación de superar esa complicación por razones de humanidad elemental. Eso es lo que induce a algunos a pensar que el sistema es irreformable. En este sentido, la gran aportación del comunismo, no fue lo que hizo en los países del Este, sino lo que obligó a hacer a los de Occidente: nos ha enseñado que sin democracia económica no puede haber verdadera democracia política. Y otra vez vuelve a tener razón el viejo Marx cuando dice que los derechos humanos, sin una «base material» que los posibilite, son pura hipocresía; o que eso que llamamos «derechos del hombre» son, en realidad, derechos del hombre alienado. Así resulta que, en este 2018, a setenta años de la importantísima Declaración de los Derechos Humanos (que, por ironías de la historia, fue proclamada en el centenario del Manifiesto del Partido Comunista), nos encontramos casi peor que en aquel 1948, con esa floración exitosa de VOXes y de Bolsonaros contrarios a aquella Declaración. O, al menos, a su carácter universal. ¿Cómo ha sido eso posible?, nos preguntamos. Acabamos de ver que toda proclamación de un derecho, sin una base material, es papel mojado. Los beneméritos autores de aquella Declaración tenían su base material bien resuelta. Y no pensaron que la mayoría de los seres humanos no la tenía. 1.4. «Primero nosotros» Los fascismos se nutren siempre de pseudopatriotismos: «America first» o «primero Brasil» son una forma hipócrita de decir: primero yo. Cuenta Cicerón que, cuando preguntaron a Sócrates de dónde era, no respondió «de Atenas», sino «del mundo», (pese a que Atenas era un origen del que se podía presumir). También, en esa especie de Breviario europeo del sentido común y la serenidad que son los Ensayos de Montaigne, el autor confiesa: «Considero a todos los hombres compatriotas míos y abrazo a un polaco como a un francés; posponiendo el lazo nacional al universal y común»[8]. Pero eso se terminó por el momento. La busca del máximo beneficio nos ha ido llevando a la Europa de las dos medidas: Alemania impuso a Grecia una austeridad literalmente asesina, aunque los medios se encargaran de no dar publicidad a esos homicidios. Pero, luego, esa misma Alemania predicadora de la austeridad se negó a aceptar el porcentaje de coches eléctricos que pedía la Europa ecológica, porque eso le suponía un pequeño sacrificio. Y tampoco se ha comportado igual con la Francia de 37

Macron… Otra vez se pone ahí de relieve la esencia del sistema: máxima austeridad para ellos, máxima prosperidad para nosotros. Ese es el primer mandamiento del Capital: tachar a los demás de despilfarradores que viven por encima de sus posibilidades y presentarse a sí mismo como trabajador que merece todas las oportunidades de que disfruta. Aunque las posibilidades de los primeros se llamen alimento o vivienda, y las oportunidades de los segundos yates, joyas, cuentas corrientes de nueve ceros o múltiples mansiones. Por eso estamos viendo, cada vez más, cómo el sistema tolera y hasta promueve los llamados derechos civiles (libertad de expresión, aborto, homosexualidad, feminismo, circulación del dinero…), pero niega y desautoriza como populistas todos los derechos sociales (pan, vivienda, salud, educación, migración…). Hasta que al pueblo impotente no le queda más que esa pequeña venganza tan simple: «Ya que no puedo yo tener mis derechos elementales, que tampoco tengas tú los tuyos; nos quitáis el derecho a vivir, pues os quitaremos el derecho a decidir». Y así es como hemos podido ver a Bolsonaro aclamado en las favelas brasileñas: no por lo que nos vas a dar a nosotros sino por lo que les vas a quitar a ellos… Puede parecer extraño, pero en realidad le cuadra mejor aquel viejo comentario: «elemental, querido Watson». Con otras palabras: habíamos aceptado que nuestras democracias capitalistas no tengan demasiado interés en la educación, porque lo que le importa al Capital no es formar personas, sino preparar meros «técnicos» en el manejo de máquinas. Y luego sucede que una ciudadanía poco educada suele votar casi siempre «contra alguien», no a favor de algo. Así es como los fascismos suben democráticamente: como castigo a la falta de autenticidad de las democracias vigentes. 1.5. La cultura sobra Como consecuencia (o ejemplo) de todo lo anterior, ahí está la supresión de las humanidades como «inútiles» que nuestra inefable ley Wert tuvo el mérito involuntario de llevar hasta el ridículo, mostrando así la lógica inconsciente de nuestro sistema. Como hacen a veces los niños cuando, ingenua e inocentemente, sacan consecuencias de lo que han visto en sus padres: «Carlitos, ¿no le das un beso a esta señora que ha venido a vernos?». Y la respuesta del niño: «No: porque papá dice que es muy fea»… Pues eso, las humanidades son una señora muy fea: solo faltaría que nos enseñaran a pensar en lo humano, en vez de pensar en el Dinero. Como dijo con su lúcida brillantez Marina Garcés, al proyecto cognitivo del capitalismo actual no le interesan las actividades humanísticas, porque persigue «un solo fin: hacer de la inteligencia como tal, más allá y más acá del ser humano, una fuerza productiva»[9]. Hoy ya no se le ocurre a casi nadie hacer una tesis doctoral sobre la memoria en san Agustín o sobre las categorías de Kant (por ejemplo). Resultará más «útil» hacerla sobre cómo abrir un objeto envuelto en un plástico… Y la verdad es que será muy útil.

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1.6. ¿Y ahora qué? Muy probablemente, en algunos de esos fascismos se creará más justicia social, pero solo para dentro, sin libertad y xenófoba. Y permítaseme una aclaración: si eso no pasó en la España de Franco, fue porque nuestro fascismo no era fruto de unas elecciones, sino de una guerra financiada por los ricos[10]. Pero convendría no olvidar que, según datos oficiales, en esta España democrática, que también ha sido gobernada por las izquierdas, sigue habiendo más de 12 millones de españoles en riesgo de pobreza y exclusión social; y esa cifra ha crecido en los últimos años, en vez de disminuir… Eso le pone las cosas a cualquier VOX como le ponían las carambolas a Fernando VII. Por otro lado, el peligro más serio de un fascismo universal es que resultará mucho más difícil no ya acabar con él, sino incluso combatirlo. También habría que haber analizado la responsabilidad de los medios en esta catástrofe inminente, porque no suelen ser medios de comunicación, sino medios del Capital. Pero de eso hablaremos más adelante, para no alargar este capítulo. Ahora prefiero sugerir tres modestos calmantes que nos ayudarían a salir del embrollo. 1.7. Paracetamoles políticos El primero sería que nuestros políticos, ya que muestran tanta fe en el poder del mercado para distribuir justamente, se sometieran ellos a ese poder bienhechor y aceptaran ser retribuidos por el pueblo del que son empleados. Así evitaríamos la tentación que supone la política: evitaríamos que un presidente autonómico se suba el sueldo dos meses después de haber llegado al cargo y esté cobrando hoy 147 000 euros anuales, cuando el presidente del gobierno español cobra 80 000. El segundo, la supresión de las campañas electorales, que suponen un gasto considerable y en las que se pretende ganar votos solo a base de insultos y fotografías bien retocadas. Sin una sola palabra detallada sobre programas y medios para realizarlo. Gregorio Marañón hizo famosa la frase de que «la educación de los hijos comienza veinte años antes de que nazcan». Permítaseme parafrasearle diciendo que las campañas electorales comienzan cuatro años antes de las elecciones. El tercero sería que en el frontispicio de nuestro parlamento se grabaran con letras de oro aquellos versos con que nos arrullaba antaño la deliciosa voz de María Ostiz: «Con una frase no se gana un pueblo, ni con un disfrazarse de profeta[11]. Un pueblo es algo más que una maleta perdida en la estación del tiempo y esperando, sin dueño, a que amanezca». E incluso que todos los políticos cantaran esa canción antes de cada sesión del 39

Parlamento: algo así como antaño se rezaba un Padrenuestro antes de determinados eventos. A ver si así aprendían que ellos son solo un medio para la promoción del pueblo, en vez de esa otra sensación (que dan tantas veces) de que miran al pueblo únicamente como un medio para la promoción de sí mismos. De ese modo, quizá se evitaría que los debates se conviertan en monólogos donde cada aspirante dispara con metralleta la ristra de cifras que se ha preparado y que los oyentes no pueden digerir a esa velocidad; y luego, cuando se pasa al diálogo, solo es para insultar o para decir aquello de «y tú más», tan típico de las peleas de niños. Pero, como no creo que esto se lleve a cabo, quizá sea necesario que antes de cerrar este primer capítulo, y anticipando algo de lo que veremos en la cuarta parte, echemos una mirada, desde la teología, a cuanto llevamos dicho. 1.8. El dios Dinero El primer ídolo que denuncia la Biblia es el llamado «becerro de oro». Posteriormente, una carta neotestamentaria, enseñará a los cristianos que «toda codicia es idolatría» (Col 3,3). Desde esa óptica tan bíblica, creo que vale la pena citar un viejo texto del teólogo protestante Hermann Kutter (1869-1931), porque pone de relieve que la injusticia de nuestro sistema es en realidad una idolatría que sigue presente y aumentada en la llamada sociedad laica: la idolatría del dios Dinero, que tiene también sus diez mandamientos. Helos aquí: «No tendrás otro dios más que a mí. No te harás ninguna imagen, idea o reflexión impráctica. No respetarás nada de lo que hay en el cielo y en la tierra, pues yo, el Dinero, soy un dios fuerte que castiga su desprecio en los hijos y en los nietos, y que paga su adoración con bienestar y riqueza. No hablarás mal del Dinero, pues él no dejará sin castigo a quien lo haga. Dedicarás seis días a los asuntos del dinero, y el séptimo a pensar en él. Honrarás al Dinero mientras vivas, para que puedas vivir largos días y os vaya bien a ti y a los billetes que te da. No malgastarás nada. No adulterarás en tu unión con el Dinero. Robarás tanto como puedas. Utilizarás contra tus prójimos falsos testimonios y prácticas mentirosas, pues eso le agrada al Dinero. No desearás los bienes de otro que no sea el Dinero»[12]. Recordemos que, si hay una palabra profundamente cristiana y, a la vez, sencillamente humana, es la palabra igualdad: «todos los hombres nacen iguales en derechos», puede decir una Declaración universal. Y todos los hombres, por ser hijos de Dios, son hermanos entre sí, lo cual implica la igualdad entre ellos. Por eso declaró el concilio Vaticano II: «La igualdad entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor… Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona… debe ser vencida y eliminada, por ser contraria al plan divino… Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se 40

dan entre los miembros o los pueblos de la única familia humana» (GS 29)[13]. Mutatis mutandis, el esquema presentado en este capítulo se parece bastante al clamor de los profetas de Israel: antaño predicaban ellos que la idolatría (ese otro nombre de la injusticia) acarrea castigos de Dios. Hoy comenzamos nosotros a percibir que la idolatría del dinero genera a larga, por sí misma, calamidades sin cuento, como iremos viendo a lo largo de estas páginas. Y eso que hemos dejado de lado la calamidad ecológica (ante la cual seguimos aferrándonos a la misma lógica tácita con que nuestro sistema ha venido actuando y de la que hoy pretende arrepentirse, aunque más con las palabras que con las obras[14]). Los profetas envolvían sus amenazas en promesas de un futuro mejor. Por eso, a pesar de las dificultades reconocidas, los creyentes de hoy (al menos ellos) debemos apostar que siempre es posible hacer todavía algo y comenzar a salir hasta de las situaciones más desesperadas: porque el amor de Dios a este mundo se manifestó como irrevocable en Jesucristo. En este contexto, las viejas palabras del credo bíblico, «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es un solo Dios» (Dt 6,4), han de proclamarse y recitarse hoy unidas a las otras de Jesús: «No podéis servir a Dios y al Dinero». De este modo, en aquel Shemà veterotestamentario se alcanza una auténtica «no-dualidad», porque la unicidad de Dios es inseparable del amor al prójimo como a uno mismo (Mc 12,31.32). Quede eso aquí solo como un apunte. Ya volveremos a encontrárnoslo más adelante. [3] «¿Dinero-seguridad-fascismo? Examen de conciencia occidental»: Iglesia Viva 266, pp. 77-86. Me permito remitir también al Cuaderno de CiJ El naufragio de la izquierda, que es de 2011. [4] Baste como ejemplo el libro de Michael NOVAK, Raíces evangélicas del capitalismo democrático. [5] Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero, p. 308 de la edición catalana. Entiéndase empleo para personas, no mera actividad para máquinas. Lo del reparto injusto de la riqueza deriva de esa ley del «máximo beneficio». Y no hace falta aquí remontarse a autores del siglo XIX: ya el filósofo Séneca, en su célebre carta a Lucilo, escribía que «lucrum sine damno alterius fieri non potest»: no puede haber provecho para nadie sin daño ajeno. [6] Citado por T. PIKETTY en El capital en el siglo XXI, p. 564. [7] Según la Constitución española (art. 9,2), «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas, removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud». En este contexto resultan sarcásticas las apelaciones de VOX a la igualdad para suprimir la ley de violencia machista… [8] III, IX: p. 1450 de la edición citada. [9] Nueva ilustración radical, pp. 60-62. La anécdota de Carlitos es rigurosamente histórica. Y permítaseme añadir, para muchas izquierdas españolas, la pregunta de si el mismo ridículo que cometió el señor Wert con su visión de las humanidades no lo cometen ellas con su visión del «hecho religioso» en la educación (digo el hecho religioso, no la catequesis en esta o aquella religión). [10] Y, encima, el dictador se marchó por su propio pie, no porque lográramos juzgarlo y echarlo. De ahí que su recuerdo siga complicándonos la vida. Y, aunque sea comprensible el deseo de Sánchez de sacarlo de Cuelgamuros, no se pueden prometer esas cosas a la ligera «para el mes que viene», sin saber qué posibilidades reales hay de conseguirlo, y sin pensar que aún sería peor si el dictador terminara en La Almudena. Una de las cosas más serias (y más nobles) de la democracia es pensar que aun los familiares del dictador tienen sus derechos, como cualquier ciudadano. [11] El original dice «poeta», como ya es sabido.

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Sie müssen. Ein offenes Wort an die christliche Geselschaft, Berlin 1904. Reproducido más ampliamente en J. [12] I. GONZÁLEZ FAUS, Vicarios de Cristo: los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, Barcelona 20185; texto: 110. [13] El Concilio tiene además la precisión de distinguir entre desigualdades (como algo negativo y rechazable) y diversidades (como algo positivo y enriquecedor). Sobre la teología de la igualdad hablé un poco más en El capital contra el siglo XXI. Comentario teológico al libro de T. Piketty, Sal Terrae, Santander 20152, pp. 103ss. [14] Pero al menos permítaseme citar estas palabras de Yayo Herrero, hablando del calentamiento de la tierra: «la verdad material que esconde el capitalismo globalizado en el momento del antropoceno, de la superación de los límites del planeta, es puro fascismo en el sentido más riguroso del término» («Una alternativa ecofeminista al modelo económico», en Noticias Obreras, noviembre 2018, p. 23; subrayado mío).

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CAPÍTULO 2

Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana

I

LOYOLA ES CONSIDERADO POR ALGUNOS (Lacan, entre ellos[15]) como profundo psicólogo y maestro en el arte de tomar decisiones. Hoy se habla mucho de la crisis de la socialdemocracia. Las elecciones van mostrando esa crisis que muchos políticos de izquierdas no logran entender, porque piensan, con bastante razón, que a la socialdemocracia le debemos nuestro Estado de bienestar y esa llamada «edad de oro» de los años 50-70. Prescindamos ahora de toda la propaganda sofista del Capital, y de los medios de comunicación a él afines, contra la socialdemocracia. Intentemos antes un ejercicio de autocrítica, tal como pedíamos en la parte anterior.. Pues bien: entre los análisis ignacianos hay algunos puntos que quizá pueden ayudarnos a entender esa crisis. Para Ignacio hay dos principios elementales para actuar bien: a) si se busca un fin moralmente bueno, hay que poner los medios que conduzcan a él, por duros que sean. Y b) no hay que convertir en fines lo que no son más que medios. Ignacio no los formula así, pero los explica en un par de parábolas, de título bastante extraño: la llamada «meditación de tres clases de hombres» (EE 149-156) y la de «dos banderas» (136-147). GNACIO DE

2.1. Tres clases de hombres La primera presenta tres tipos de hombres que han de tomar una decisión y no saben si es o no moralmente legítima[16]. Ignacio presenta ese problema ante una fortuna que alguien no sabe si es suya o no; también podríamos pensar en una relación afectiva o en cosas similares. Pues bien: en esta encrucijada hay tres modos de reaccionar que voy a llamar frío, caliente y tibio. El primero dice: «A hacer puñetas los escrúpulos morales; yo me quedo con este dinero (o con esta señora)». El caliente aparca toda actuación: no haré nada hasta que sepa si ese dinero es mío o no. El tibio es el que, en nuestro lenguaje más castizo, pone una vela a Dios y otra al diablo o, en términos ignacianos, quiere cumplir la voluntad de Dios, pero quiere también «que esa voluntad de Dios coincida con la propia». Por eso, a la vez que se queda con la cosa, pide oraciones, da alguna limosna, hace una peregrinación o algún ayuno… todo para pedir que Dios le ilumine, aunque él 43

actúa como si ya estuviera iluminado y no suelta el dinero[17]. Desde aquí puede comprenderse mejor la frase del Apocalipsis: «Dios vomita a los tibios»… Creo que desde ahí puede entenderse mejor la crisis de la socialdemocracia. Se debe a la tibieza de los políticos que encarnan lo que Ignacio llamaría el «segundo binario», es decir, que ponen todos los medios menos el que tendrían que poner. En efecto, para que pueda darse la socialdemocracia es absolutamente necesario despojar a los ricos de buena parte de su dinero y se impone, por tanto, un sistema fiscal como el que se dio en los años en que la socialdemocracia funcionó, hasta que la «pareja de hecho» Reagan-Thatcher comenzó a predicar que los impuestos son un robo, porque los ricos lo son gracias a su laboriosidad, y los pobres gracias a su pereza; y que lo importante no es que los ricos dejen de serlo, sino que los pobres lleguen a ser ricos… Desde entonces, si algún político hace campaña o intenta gobernar quitando riqueza a los ricos, lo crucificarán casi todos los medios de comunicación, ese «cuarto poder» que en gran parte es criatura y lacayo del poder del dinero. Y, si no, véase lo que les pasa a los Lulas da Silva, Zelaya, Evo Morales, Correa… Por otro lado, la solución de hacer ricos a todos se ha mostrado inviable, porque antes nos cargaríamos el planeta (si es que no nos lo hemos cargado ya). Y porque nuestro sistema no sabe producir riqueza si no es a costa de no repartirla. En esta situación, ¿qué hacen nuestras supuestas izquierdas? Pactan con el sistema y, en lugar de combatir a los epulones de hoy, se dedican a atacar a los opresores de ayer (ahora que ya no molestan) suprimiendo sus estatuas o sus recuerdos o los nombres de sus calles, etc.[18] O ponen su izquierdismo en lo que antaño llamé «izquierdas de cintura para abajo»… Ahí está el clásico «segundo binario» ignaciano: poner todos los medios, menos el que tenían que poner. 2.2. Dos banderas Si la parábola anterior tiene un enfoque más personal, la otra lo tiene más grupal o sociopolítico. Eso muestra el título de «dos banderas» que le da su autor y que se puede retitular como «dos políticas». La primera es la política de Satanás y consiste en buscar, ante todo y sobre todo, la máxima riqueza. Nos dicen que con el noble fin de luego repartirla. Pero ya hemos dicho que nuestro sistema solo sabe crear riqueza a condición de no repartirla, como muestra el crecimiento imparable de las diferencias o las acusaciones citadas contra quienes, vía impuestos, intentan ese reparto, como si estuviesen robando a la gente honesta y trabajadora. Aunque hay que conceder que los impuestos reclaman un control democrático del gasto público para que no se conviertan en un «gasto privado del gobierno». ¿Qué izquierda es hoy capaz de reconocer eso? Hace muchos años escribí que la crisis del PSOE comenzó el día en que una conocida señora proclamó que «los socialistas también tenemos derecho a veranear en Marbella» (o a vivir en La Moraleja) … La parábola evangélica de epulón y Lázaro pone de relieve la falacia de esas excusas: 44

en ella no se nos dice si el ricachón lo es por haber sido laborioso o corrupto, ni si Lázaro es miserable por haber sido vago o por oprimido. Solo se nos dice que el primero flota en lujos constantes, y el segundo carece de lo más elemental. Eso solo ya basta para que el epulón acabe en el infierno y Lázaro vaya al cielo[19]. Eso afirma también la moral cristiana: la propiedad privada es un derecho secundario, subordinado a otro derecho anterior: que los bienes de la tierra lleguen a todos los hombres. Por lo que, cuando alguien tiene suficiente y dignamente cubiertas sus necesidades, lo demás que posee deja de ser suyo y pertenece a quienes lo necesitan. La parábola ignaciana de las dos banderas denuncia, por tanto, que la creación de riqueza se ha convertido en un fin último, en vez de ser un medio a utilizar «tanto cuanto» sirva a otro fin superior. Con ello la riqueza, lejos de repartirse, engendrará un enorme poder y reconocimiento. Pero de ahí, según Ignacio, se abre la puerta «a todos los males» (por ejemplo: a ese fascismo al que vimos que nos vamos encaminando sigilosamente). Eso es realmente la bandera de Satanás. La otra bandera tiene como fin primario la sobriedad[20], porque de ahí se llega a la sencillez y cercanía entre todos, y de ahí a muchos bienes. Y esto, que parece tan cristiano, es simplemente humano: Confucio no necesitó hacer Ejercicios para escribir: «algún dinero evita preocupaciones; mucho dinero las atrae». A lo que cabría añadir algo que quizá Confucio no conoció: que dinero insuficiente también las atrae. De ahí la importancia de quitar preocupaciones a los que tienen demasiado, porque eso contribuiría a quitarlas también a los que no tienen suficiente. 2.3. Libertad suprema ¿Qué hay que hacer, entonces? Ignacio habla (otra vez con un lenguaje un tanto extraño) de una «tercera manera de humildad», que él propone a nivel personal, pero que puede ser leída también a niveles sociales. Se trata de que, por parecerme más a Cristo, elijo yo estar con los pobres y recibir oprobios aun cuando eso no sea necesario. He escrito en otro lugar que quizá se trata más de tres grados de «libertad» que no de humildad. Pero el título ignaciano puede justificarse porque la auténtica humildad es la mayor fuente de libertad, ya que nuestro ego es nuestro mayor tirano. ¿Qué significará eso para nuestro análisis? Pues, a pesar de todos los pesares, seguir aspirando y proclamando los ideales de la socialdemocracia[21]; es decir: aspirar a esa unión de libertad y justicia, o de democracia y socialismo, o de personeidad y solidaridad. Ese ideal supone proclamar la necesidad de acabar con los multimillonarios, al menos con esos 70 millones de hombres (el 1 % de la humanidad) que poseen casi tanta riqueza como el resto de la población del planeta. Seguir buscando eso por los caminos que sea: expropiaciones; multas; un límite de ganancia máximo, igual que hay un salario mínimo; que los impuestos sean sobre todo directos y no indirectos, al revés de lo que sucede[22], porque estos últimos afectan por igual a ricos y pobres, y los directos tienen además infinidad de escapatorias. Seguir luchando contra los paraísos fiscales y contra la 45

evasión fiscal, por ejemplo considerándola como un robo y no como un mero delito tributario (igual que la pederastia, vista su proliferación, ha dejado de ser un delito sexual más, para convertirse en un delito específico). Buscar todo eso dispuestos a recibir todos los insultos, sambenitos y desautorizaciones que sin duda vendrán. ¿Por qué? Porque es ley de nuestra historia que, cuando se aspira a algo muy grande, no se consigue, pero muchas veces se consigue al menos evitar algo desastroso. Aceptar esa modestia de resultados sin que ella merme la grandeza de las aspiraciones. «Oprobios con Cristo lleno de ellos» lo llama Ignacio. El horizonte que tenemos ante nosotros no es halagüeño: otra vez ese neofascismo que llama a nuestra puerta y que no tendrá ese nombre, pero sí sus ingredientes racistas, egoístas, autoritarios. Nos decían que en una de las pasadas elecciones italianas «no ganó nadie». Pero otros afirmaban, y parece que los hechos han acabado dándoles la razón, que ese balance no era exacto: habían ganado los «antisistema» de un lado y del otro. Y si recordamos lo antes dicho –que, en nuestras democracias con educación insuficiente, la gente vota mucho más contra algo que a favor de alguien, la lección parece clara: «un fantasma neofascista recorre el mundo». La tragedia de nuestra historia (de nuestra pecaminosidad) es que siempre necesitamos que suceda alguna gran calamidad para decidir portarnos de otro modo. Así ocurrió tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial, cuando, aun con muchas imperfecciones (como el derecho de veto en la ONU y la «guerra fría»), aceptamos crear algunas estructuras nuevas, hoy quizá ya caducas o necesitadas de reforma (como ha pasado también con nuestra Constitución), pero que permitieron vivir a los abuelos de hoy mejor de lo que vivirán sus nietos mañana. ¿Se puede hacer algo más? Pensemos en los sueños de Luther King o en el grito de Karl Marx: «¡Proletarios del mundo entero, uníos!». No arreglaron totalmente la injusticia racial ni la cuestión social, pero sí aportaron fuerza de lucha. Hasta que el sistema consiguió dividir a los proletarios y a los negros, y volvieron a surgir los fracasos. En ese mismo sentido, quizás hoy –faltos de líderes como aquellos– habría que lanzar otro grito más o menos como este: «¡Cristianos del mundo entero, dejad de consumir!». El consumismo es la gasolina de nuestro criminal sistema. Y en el mundo hay más de dos mil millones de cristianos. Si solo una tercera parte de ellos se tomara en serio ese grito, el sistema podría verse seriamente herido. Y esa herida, unida a las de sus mismas contradicciones, cada vez más patentes, podría abrir camino hacia otra configuración social donde la justicia para todos, la igualdad entre todos y la libertad de todos (tanto exterior como interior) fueran abriéndose camino. Al menos durante una temporada. Porque nunca habrá que olvidar que (parafraseando esta vez a Pablo y no a Ignacio) no luchamos solo contra individuos y egoísmos concretos (contra «la carne y la sangre»), sino contra unos poderes y un sistema que nos trascienden a todos. Cuando el relevo de Estados Unidos lo tome esa China enigmática, pero que parece caracterizarse por un olvido total del yin y una supremacía del yang, habrá que recomenzar la batalla. 46

Pero entonces ya verán otros lo que hay que hacer: bástale a cada momento histórico su malicia. Y la malicia de nuestro momento tiene una de sus fuentes en lo que ahora diremos. [15] Cf. L. BEINAERT, Expérience chrétienne et psychologie, Paris 1964. [16] Recordemos que esto se explica en el libro de los Ejercicios, que busca precisamente la conversión moral del ejercitante. [17] El Pilato de los evangelios podría ser buen ejemplo de esta actitud tan frecuente: sospecha que Jesús es inocente y que se lo han entregado por envidia; pero no quiere poner en juego su carrera política. Recurre entonces a mil medios falsos: interrogatorios, azotes, propuesta de soltar a otro… Y solo consigue quedar como un cobarde y causar a Jesús más sufrimientos inútiles. [18] Cosas a las que, por supuesto, yo no me opondría si fuesen solo la guinda que corona el pastel, pero no la que sustituye al pastel. Porque entonces el recurso a ellas solo revela una mala conciencia no reconocida. En mi opinión, las izquierdas han perdido infinidad de votos por dos falsos izquierdismos (de esos que son meros tranquilizadores de conciencia): el primero es la obsesión por el «derecho al aborto», cuando bastaría considerarlo como una acción no delictiva y no perseguible legalmente, prescindiendo de lo que cada cual opine sobre su moralidad. El segundo es una cristianofobia nada sutil que parece utilizar los innegables pecados de la Iglesia para acabar con el cristianismo. Sin más matices. [19] Eso que no aceptamos cuando se trata de la riqueza nos parece evidente en otros campos. Cuando, hace años, comenzó a aparecer la pandemia del SIDA, casi todos los casos eran debidos a conductas culpables de los enfermos (cosa que luego ya no ha sido así). Pero eso no fue obstáculo para que se intentara ayudarles. Por otro lado, es significativa la delicadeza de la parábola de Jesús: el pobre tiene un nombre propio, como toda persona; el rico, en cambio, no, porque «epulón» es un mero nombre común que significa comilón o banqueteador. [20] O la «pobreza» en el sentido de la ascética cristiana y no de la economía moderna. [21] Formulo así para no identificarme con ninguna política concreta. [22] En Francia, por ejemplo, la recaudación por impuestos indirectos supone el doble que por los directos (ver Le Monde Diplomatique, diciembre 2018, p. 24). En cualquier caso, la revuelta de los chalecos amarillos (al margen de si han tenido acierto y éxito en todo) significa una protesta de las clases bajas contra un sistema fiscal que les perjudica a ellas más que a las clases altas.

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CAPÍTULO 3

Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?) 3.1. Un texto muy antiguo

E

56 SOBRE SAN MATEO, Juan Crisóstomo comenta el pasaje evangélico de la transfiguración de Jesús. Explica cómo es razonable que, después de haber dicho que para seguirle a Él hay que tomar la cruz cada día, Jesús muestre adónde conduce esa cruz. Explica que se aparecen Moisés y Elías, porque eran los dos judíos que mejor simbolizaban la Ley, y a Jesús se le está acusando de no guardar dicha Ley. La transfiguración y desaparición de Jesús, junto con la voz del Padre, describen nuestra situación como cristianos (números 1-4). Pero también hacen fáciles nuestros deberes, que no consisten en llevar pesadas cargas, sino en desatar los lazos de iniquidad y romper los tratos violentos (citando a Isaías 58). N SU HOMILÍA

Y, dando un salto sorprendente, continúa: «Rasga toda escritura injusta»: así llama a las escrituras usureras, a las letras de préstamos. «Pon en libertad a los quebrantados» (Is 58,6): así llama al mísero deudor, que cuando ve a su acreedor se le quebranta el alma y le teme más que a una fiera… O sea, la injusticia y el quebranto con los que hay que acabar son la usura y el endeudamiento. Y sigue el Crisóstomo: «No especulemos, pues con la desgracia ajena ni hagamos negocio de la caridad. Sé bien que muchos oyen con desagrado estas palabras; pero si me callo, si no os molesto con mis palabras, es imposible que con mi silencio os podáis librar del castigo… Y no me vengas con leyes civiles: el publicano también cumple la ley civil y, sin embargo, es castigado. Y también lo seremos nosotros si no ponemos término a la opresión de los pobres, si seguimos tomando ocasión de su necesidad para el más desvergonzado negocio: pues si tienes riqueza, es justamente para que socorras la pobreza, no para que trafiques con ella. Tú, empero, con apariencias de socorro, haces más grave la miseria y vendes a buen precio la caridad». Duros calificativos: negocio sin vergüenza que aumenta la opresión en vez de disminuirla, amparado quizá por la ley civil. Y sigue encarándose con la psicología del prestamista: 48

«Vende tu dinero, no te lo prohíbo; pero véndelo por el Reino de los cielos: no recibas por paga de tan buena obra el interés mensual de la centésima[23]… ¿Por qué eres tan miserable? ¿Por qué eres tan mezquino vendiendo lo grande por el vil precio de unas riquezas perecederas, cuando podrías venderlo al precio del reino de los cielos que no perece? ¿Por qué pasas de largo ante el verdaderamente rico y vas a molestar al que no tiene y, dejando al que te puede devolver, hablas y tratas con quien no te lo ha de agradecer? ¡Cuántos, por sus usuras, perdieron hasta el capital! ¡Cuántos cayeron en peligro por ellas!». Por lo visto, el negocio ese de las hipotecas subprime, tan de moda últimamente y una de las causas de nuestra crisis económica, ya existía de algún modo en la antigüedad. En materia de opresión, «nada nuevo bajo el sol». En materia de excusas tampoco. Veamos, si no, como sigue: «–Tú, por lo que veo, si por suerte libraras a un pobre de un peligro de muerte, irías a exigirle pagar por haberle librado. –¡Dios me libre!, me contestas. ¡En jamás de los jamases! –O sea: no exiges dinero por librarle de un peligro mayor ¿y muestras esa inhumanidad en otro menor? ¿No has oído que eso estaba prohibido aun en la antigua Ley? –¡Pero yo tomo interés para dárselo a los pobres! –No blasfemes, hombre… Más vale no dar al pobre que darle ese dinero, porque el dinero que era fruto de un trabajo justo tú lo conviertes muchas veces en inicuo, al hacerle producir usurariamente. Es como si a un vientre bueno le obligas a parir escorpiones. ¿Acaso vosotros mismos no llamáis a eso negocio “sucio”? Pues calcula cómo lo llamará Dios. Por lo menos, a los dignatarios del Imperio que han llegado al supremo Consejo no les está permitido deshonrarse con tales ganancias, sino que la ley se lo prohíbe expresamente. ¿Cómo, pues, no horrorizarse de que no concedas a la ley del cielo ni siquiera el honor que los legisladores conceden al senado romano? ¿Qué hay, en efecto, más insensato que empeñarse en sembrar sin tierra, sin lluvia y sin arado? Por eso, los que practican esa perversa agricultura solo recogen cizaña para echarla al fuego». El dinero no es fecundo por sí mismo: las alusiones al parto y a la agricultura intentan poner eso de relieve. Y sigue destacando que esa mentira es dañina incluso para el usurero: «Aunque no sufra daño alguno, el usurero está en constante angustia. Nunca goza de sus bienes ni siente alegría por ellos. Cuando cobra el interés, no se alegra de ver un ingreso, sino que siente pena de que no se haya igualado todavía el capital. Y ya antes de que ese mal engendro haya nacido totalmente, le obliga también a producir capitalizando el interés y le fuerza a dar a luz esos prematuros y abortivos engendros de víboras de que antes hemos hablado. Pues esos intereses 49

devoran y despedazan las almas de los desgraciados usureros con más furor que las víboras». La sociedad moderna ha sorteado esos daños del prestamista convirtiéndolo, no en una persona concreta, sino en una entidad anónima que está libre de esas angustias e incluso puede asegurar una jubilación bien jugosa en caso de que quiebre la entidad. «Esta es la atadura de la iniquidad y los lazos de los contratos violentos. El usurero dice: “Yo te doy, no para que recibas, sino para que me devuelvas más de lo que te he dado”, cuando Dios nos manda que no recibamos ni lo que hemos dado, pues el evangelio dice: “Dad a aquellos de quienes no esperáis recibir”. Tú, en cambio, reclamas más de lo que has dado y obligas al que recibió a que te pague como una deuda lo que tú no le diste. ¿Crees que con eso acrecientas tu caudal? Pues lo que haces es encender más el fuego infernal» (nn. 5.6). Esta reflexión tan seria suscita hoy una doble pregunta. La primera: ¿es esta una enseñanza exclusivamente cristiana? ¡En modo alguno! Prescindiendo ahora del islam, que estaría de acuerdo con ella, veamos lo que dice uno de los mayores filósofos (y quizá el más riguroso) de la antigüedad grecolatina. En el primer libro de la Política de Aristóteles podemos leer: «La más aborrecible de todas las formas de obtener dinero, y además con toda razón, es la usura, porque en ella la ganancia proviene del dinero mismo y de los objetos naturales. El dinero está hecho para intercambiar y no para autoalimentarse por medio del interés. La palabra “interés” significa crear dinero a partir del dinero. De todos los medios de obtener riquezas, ese es el más contrario a la naturaleza. Una rama de la industria digna de desprecio universal es el tráfico de dinero que saca ganancia de la moneda misma, violentando su uso. Pues la moneda es un símbolo inventado para facilitar los intercambios. Pero la usura lo hace fecundo por sí mismo, y así como un viviente engendra a otro viviente, la usura es moneda que engendra moneda. Con razón, esta forma de industria es mirada por todos como la forma más contraria de todas a la naturaleza» (I, 7.10). Pues sí: el «Pico de oro» (chrysós-stoma) y el «Filósofo» parecen coincidir. No estaría de más que tomáramos nota. Pero quedaba una segunda pregunta: ¿tiene validez esa enseñanza con los cambios de la economía moderna, que ya no es economía casi solo «de trueque», sino economía «de inversión»? Esta es la pregunta decisiva. Intentaremos responder a ella en el comentario que sigue. 3.2. Comentario 3.2.1. Tres principios fundamentales a) Hoy en día, únicamente se denomina usura el interés superior al permitido por la ley. 50

b) Pero las leyes asignan al dinero esa capacidad de generar ganancias por sí mismo y no por la riqueza que produce. c) Un cristiano sabe que la ley civil puede (y a veces hasta debe, por razones de bien común o de salud pública) no penalizar cosas que son intrínsecamente inmorales. En cualquier caso, lo permitido por la ley no es por ello mismo ya moralmente correcto. 3.2.2. Un mínimo de historia Como es sabido, la Iglesia, después de una larga resistencia, aceptó la legitimidad del interés cuando la aparición de los primeros capitalismos embrionarios puso de relieve que, con frecuencia, si el prestamista recibía exactamente la misma cantidad de dinero que había prestado, podía en realidad haber perdido riqueza con esa operación, pues el dinero podía haberse devaluado o podía haber sido empleado como medio para alguna industria rentable; es decir, el dinero podía ser ocasión de riqueza, aunque nunca causa de riqueza. Se habló entonces del «damnum emergens» y del «lucrum cessans» (peligro que corres y ganancia que pierdes) como justificadores de un interés moderado. Y Tomás de Aquino, enemigo declarado del interés, sostiene también que «nadie está obligado a hacer un beneficio a otro con daño propio». De ahí parecen seguirse las siguientes 3.3. Conclusiones a) Si al prestar el dinero obtienes ganancia, robas. Y es un robo gravísimo si se trata de uno de esos «rendimientos record» que están poniendo en práctica muchas empresas quitando dinero al trabajador para darlo a los inversores. Con lo cual, el trabajo ya no es «trabajo alienado» (K. Marx) sino trabajo devaluado: es algo así como los sacrificios humanos ofrecidos a los dioses, contra los que tanto luchó la tradición bíblica. b) Si al prestar dinero pierdes riqueza, es una injusticia (o una generosidad que no puede ser obligatoria por ley). c) Debes recuperar exactamente lo que dejaste. De modo que el dinero que prestas no puede volver a ti revaluado ni devaluado. Debe volver, simplemente, el mismo. Ahora bien, la casi totalidad de los préstamos a interés que se efectúan hoy en día no buscan recuperar lo perdido, sino hacer un negocio con ese préstamo. Los principios expuestos aquí son casi totalmente contrarios a la práctica universal de la sociedad neoliberal, aunque en ella los usureros se disfracen de entidades anónimas. Parece, pues, que el préstamo se ha convertido hoy en auténtica usura, a la que cabe aplicar la doctrina del Crisóstomo y de Aristóteles. Y parece también que la sociedad neoliberal es intrínsecamente inmoral. Ello ha ido haciendo que la economía deje, cada vez más, de ser productiva para ser especulativa. Hasta que, un día, esa mentira de la falsa riqueza explota, y aparecen las crisis económicas, que pagan siempre los más pobres. O aparecen los chalecos amarillos, que ya no se contentarán 51

con lo que habrían aceptado antaño. Por tanto, la pasada reforma del artículo 135 de nuestra Constitución para que, en los casos de endeudamiento público, el primer gasto del Estado fuese para pagar a los acreedores (los bancos), antes que hacer justicia a los indigentes, víctimas de la crisis, y que esto no pueda ser objeto de «enmienda o modificación», fue, en lenguaje tradicional, un pecado mortal y, en lenguaje vulgar, un robo de guante blanco. *** De los análisis anteriores parece deducirse otra vez, por más que esa conclusión moleste y sea rechazada a gritos, que una de las causas de la calamidad que nos amenaza (al planeta Tierra y a la sociedad humana) está en la idolatría del dinero y en sus grandes adoradores, que son los multimillonarios (aunque no solo ellos). Y que la propuesta de Ignacio Ellacuría de «una civilización de la sobriedad compartida» es el único camino que le queda al género humano. Pero hoy ese ídolo destructor tiene unos sacerdotes que ayudan a que no nos enteremos, aunque estemos en la era del exceso de informaciones. Habrá que decir algo sobre ellos, dado que ya los hemos mencionado antes varias veces. Vamos a verlo. [23] Una forma de interés antigua, por la que el deudor pagaba al acreedor cada mes una centésima parte del préstamo.

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CAPÍTULO 4

Medios ¿de comunicación?

Y

A EN LA PARTE ANTERIOR,

al hablar de falsas sacralizaciones (iglesias, partidos políticos…), hicimos alusión al peligro actual de hacer de los medios de comunicación social una especie de iglesias laicas dotadas de santidad e infalibilidad y, por tanto, no sujetas a la crítica. Sospecho que esto podría aplicarse hoy mucho más a los whatsapps dedicados a transmitir bofetadas y mentiras anónimas, con poder para influir incluso en los resultados electorales. Pero, como uno es de la cultura del papel, será mejor examinar cuál debería ser, en mi opinión, la tarea de los medios y cuáles pueden ser sus problemas. 4.1. Problemas Comenzando por el segundo punto, el mayor peligro radica en que, por el afán de crecer más y más, las siglas de los «medios de comunicación social» (MCS) acaben significando «Medios de Capital Seguro». No son dioses, pero sí son iglesias del diosDinero. Su pecado ya no consiste meramente en el modo de tratar los temas, sino en el modo de abordarlos. Y lo de «abordar» apunta no solo al hecho de hablar o no hablar de según qué temas, sino al lugar, páginas, columnas, horarios y demás en que se aborda cada tema. Antaño se enseñaba en las escuelas de periodismo que «noticia no es que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro». Hoy hemos llegado a una situación en la que «lo que no sale en los MCS no tiene existencia». Juntando ambos eslóganes, es fácil comprender que, a la larga, los MCS, por las enormes dimensiones que han adquirido, pueden sembrar nuestras sociedades con noticias constantes de «hombres que han mordido a perros». Con ello acabaremos todos pensando que el ser humano es un mordedor de canes. O que lo anormal es lo normal, porque es casi lo único que tiene existencia en los medios. Y la anormalidad de morder a los perros es casi inofensiva. Pero hay otras «anormalidades» que halagan o excitan lo peor de todos nosotros (o, al menos, de algunos de nosotros). Comprendo el relieve que tienen muchas noticias de violencia machista y la excelente voluntad de condena con que se informa de esas burradas. Pero sé también que cada noticia de esas actúa como ejemplo y estímulo para el próximo 53

asesino: «otros lo hacen; pues también yo». En cambio, hay otras anormalidades que al Capital no le conviene que se sepan. Y esas, que deberían ser las más jaleadas, pasan casi inadvertidas, como la traidora letra pequeña de los contratos. El gran peligro de los MCS será, entonces, transmitir sin querer una visión deformada e invertida de la realidad. Que miles de iglesias pasen el 20-N sin acordarse para nada de Franco no es noticia. Pero si una sola iglesia celebra un 20-N con algún grupo de nostálgicos franquistas y con misa y cantos en honor del dictador, bastará que eso salga en algún medio para convencer a más de dos de que la santa madre Iglesia sigue siendo franquista. Quizá sin culpa personal de nadie, pero también sin advertir la injusticia estructural en que se mueven los MCS. 4.2. Complicidades Buena parte de la culpa de estos defectos la tienen los partidos políticos. La política del PP ha consistido siempre en hacer una cosa y decir que hacía otra: decir que subía las pensiones cuando las bajaba; o presentarse como partido de «centro derecha» cuando ha sido, en realidad, un partido sustentado por la extrema derecha. Por el otro lado, las izquierdas, como dije antes, enmascaran bajo la bandera del progreso una cristianofobia no ya sutil (como la calificó Pilar Rahola), sino cada vez más explícita. Lo cual les priva de muchos votos y merma mucho sus promesas sociales. Además de eso, la obsesión por el escaño lleva muchas veces a los políticos a azuzar al pueblo («masturbar al pueblo», dije una vez, ganándome algún tortazo) con promesas que ellos saben que son imposibles. Hasta que llega un momento en que el pueblo se harta y pasa la factura de esas deudas no pagadas. Esto se ve claramente en el independentismo catalán, ahora que buena parte de los políticos van despertando del «sueño de una noche de república», mientras otra parte de sus votantes, indignados por el engaño, se vuelven cada vez más violentos y maleducados. Lo cual parece ir llevando a Cataluña a una extraña dicotomía en lo más típicamente catalán: el seny para ERC, y la rauxa para Puigdemont y Torra. Así parece que la mentira de la derecha y la cristianofobia de la izquierda están en las raíces de esa pujanza de la ultraderecha que hoy nos sorprende. Y los medios deberían intentar no solo denunciar ese peligro, sino prevenirlo. Lo cual, sin duda, les supondría un precio. 4.3. Tareas En este contexto, tendría que ser misión (y obligación) de los MCS hacer visible aquello invisible que debería ser visto pero que no resulta rentable comunicar. Una conocida periodista me dijo una vez: «Es que usted es un cura bastante atípico»; a lo que intenté responder que me tengo por un cura bastante tópico, pero que quizás ella, visto el entorno en que se mueve, ha acabado pensando que todos los curas son pederastas, todos los obispos son roncos y todos los políticos tienen una caja B. Si se quiere mantener que 54

solo es noticia lo excepcional, hay que procurar hacerlo sin quitarle su carácter de excepcional, Y, además, convertir también en noticia lo verdaderamente normal en este mundo tan anormal. Por ejemplo: ¿cuántos MCS procuran ser «voz de los sin voz»? Esta expresión se aplicó hace años a san Romero de América. Y se la quiso matizar arguyendo que lo ideal no es solo hablar por los que no pueden hacerlo, sino devolver la voz a los que la han perdido. Pero, dejando ahora esos matices, importa más completar esa tarea de ser voz de los sin-voz con la de hacer visible (y bien visible) aquello que nuestras democracias y muchos medios de comunicación se encargan de mantener invisible o apartado, simplemente porque «vende menos». Hace ya muchos años abogué por «poner sobre la mesa de la familia humana todo el dolor del mundo»[24]. Entonces los hoteles de cinco estrellas, los cruceros del Corte Inglés y hasta los viajes a la luna tal vez perderían importancia y rentabilidad, pero a lo mejor ganábamos un poco más de solidaridad y un poco más de fraternidad. Y resolvíamos un poco más el problema de la sociedad humana. Más ejemplos: imaginemos qué pasaría si cada noticiario comenzara sus informativos con noticias como esta: «Ayer ocurrió una desgracia espantosa: murieron 30 000 personas de hambre, muchos de ellos niños». ¿Qué pasaría si el mismo volumen que ha ocupado la pederastia clerical lo ocupara el tráfico de niñas para ser prostituidas?[25] Como estas atrocidades son normales en nuestro mundo cruel, han dejado de ser noticia. Pero, si un día muere un solo niño atropellado por un tren, tendrá más importancia que los otros treinta mil. O si un pobre crío queda atrapado en un lugar inaccesible, se gastará mucho más dinero en rescatar su cadáver, con aires de heroicidad, que en salvar a otros niños en peligro de muerte. «Ojos que no ven, corazón que no siente», acuñó la sabiduría popular. Los MCS se encargaron de que no viéramos el dolor de Grecia, víctima de la aplicación abstracta de otro refrán («el que la hace la paga»). Tan abstracta que, envueltos en el nombre genérico de Grecia, la han pagado los que menos habían hecho. Los MCS no dijeron nada de lo que estaba pasando en Honduras tras un golpe de Estado pseudojurídico y abonado por los capitalistas de siempre. Hasta que la increíble caravana de los desesperados ha dado a la tragedia cierto color de suspense y de folklore y ha hecho así que nos enteremos algo de ella. Pero menos de lo que deberíamos saber. Y lo peor de todo es que tampoco así se hace visible la solidaridad, que corre a raudales subterráneos e insonoros por este mundo empecatado y que podría ser una fuente de ejemplos y de llamadas. Pero ya dijimos que no hay nada más peligroso que un buen ejemplo…. 4.4. Consecuencias El resultado de esa manera de invisibilizar las cosas es el dictamen de la mayoría de los sociólogos actuales: el mayor pecado de nuestra hora histórica es la indiferencia. Ni siquiera la maldad (de la que todos tenemos nuestra dosis), sino simplemente la 55

indiferencia. El viejo «pan y circo», modernizado hoy en «fútbol y apuestas», hace invisible aquello que más necesitamos ver. En tiempos de Hitler había unos campos de concentración que no eran visibles para la mayoría de la sociedad alemana. Hoy, en frase del filósofo Giorgio Agamben, «el campo [de concentración] es el mundo». Y nosotros tan tranquilos… Al lado de las víctimas de la historia pongamos el ejército de desvalidos. Tocarán las trompetas de Jericó por el avance de nuestra ciencia, que está alargando la vida humana. Pero los espacios de programas tan obscenos y chismosos como «Corazón» nunca los ocuparán esos rostros de tantas personas de cierta edad que viven solas, sin nada que hacer en sus vidas, carentes de metas, de horizonte y de futuro, y que por eso son vidas sin sentido. ¡Qué gran «Corazón» sería el que intentara darles una experiencia profunda, bien de tipo afectivo (como ha pasado a veces simplemente en el contacto y amistad con un cuidador o cuidadora), bien de tipo espiritual o cultural, que al menos pusiera en su cotidianidad una pequeña meta que devolviera sentido a sus vidas…! Hacer visible lo invisible es una de las grandes necesidades y de los grandes deberes de hoy. Que no es lo mismo que hacer normal lo estrambótico. Ya hace años, una religiosa norteamericana me dijo en EE.UU. que uno de los mayores objetivos de la izquierda ha de ser «dar informaciones alternativas». Hoy veo mejor que entonces cuánta razón tenía… Caminos para ello los hay. Pero hay que buscarlos. Como buscamos el camino para ir, no a una céntrica Plaza de Cataluña, sino a alguna fuente perdida en medio de un bosque. Busquemos esas fuentes para ver las perspectivas que nos abren y las que podemos abrir nosotros[26]. Si no lo hacemos, podrán entonarnos otra vez la acusadora estrofa de Bob Dylan: «How many times must a man turn his head, and pretend that he just doesn’t see?». «La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento». *** Lo que no está soplando en el viento, sino corriendo por nuestra tierra, son otras fieras que nos vienen persiguiendo, mientras nosotros discutimos si son galgos o podencos. Como la precariedad, el rapto de Europa, la sociedad de la estafa, la dormición de las masas, la corrupción de las patrias, la amenaza de la violencia… y otras semejantes. Asomémonos un momento a ellas. [24] Acceso a Jesús, Sal Terrae, Santander 201810, p. 150. [25] A propósito de la pederastia escribí en otro lugar que no quitaría nada de gravedad al tema el haber informado de que en España solo ha sido delito civil desde 2004, por lo cual el denunciarla como tal en los años 70 no era una obligación (como no lo era denunciar a un cura alcohólico). Y también que hubiera sido bueno informar de las acusaciones calumniosas (muchas menos, por supuesto, pero que han causado también dolores inmensos). Así como de los muchísimos más casos de pederastia ocurridos fuera del clero. Eso no quitaría gravedad al «sacrilegio» de los curas, pero permitiría percibir todas las dimensiones del problema. [26] Valga como ejemplo la Plataforma «visibles.org», creada para dar voz y visibilidad a causas justas invisibles y para dar cauce a reivindicaciones ciudadanas.

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CAPÍTULO 5

El precariado y la culpabilización de los oprimidos

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L EQUILIBRO INESTABLE QUE ES EL SER HUMANO,

más esa corrupción de lo mejor que ha marcado nuestra historia desde sus orígenes nos han ido llevando a todas las calamidades que enunciábamos en el prólogo para explicar el título de este libro. De ellas vamos a rescatar ahora dos términos casi inéditos que se han puesto de relieve en los últimos años: la sociedad de los dos tercios y el precariado. Las tres clases de nuestra sociedad ya no son «alta», «media» y «baja», sino, cada vez más, los bienestantes, los precarios y los excluidos. Como el tercer grupo ya no cuenta, la sociedad se reduce a dos tercios: la clase «media», que había sido una gran conquista de nuestro pasado, se ve ahora seriamente amenazada y va convirtiéndose en «precaria». La sociedad se va pareciendo a un buque de crucero que ha sufrido algún ataque o accidente muy serio y una parte de cuya tripulación está ya en el agua destinada a hundirse, mientras otra parte sigue segura banqueteando dentro del buque, y otros están a punto de caer del buque y haciendo esfuerzos para poder volver a entrar en él. Por supuesto, quienes están en esa situación tan precaria no pensarán para nada en los hundidos, sino solo en salvarse ellos. Pero mucho menos piensan en las víctimas quienes están disfrutando tranquilamente en el interior del buque. Y esto no es lo más grave. 5.1. «La culpa es solo suya» Lo más grave es la culpabilización de los precarios: son cada vez más los jóvenes (y ya no tan jóvenes), hijos de una familia acomodada, que no han podido llegar al nivel de vida de sus padres o que incluso sobreviven ayudados por estos. Tal situación va generando una pérdida de autoestima, un complejo de inferioridad y una culpabilización por parte de quienes se encuentran sumidos en tal precariedad: «No he sabido abrirme camino», «No he sido capaz de llegar adonde llegaron mis padres…». Y aunque la culpa no sea suya, sino de la estructura de la sociedad y de la loca competitividad del sistema, no suelen faltar voces, de los padres o de la pareja, que fomentan sin darse cuenta ese sentimiento de culpa. Entre las más de 40 000 mujeres traídas de Nigeria para la prostitución en Europa, hay muchas que se sienten desleales y traidoras cuando, al intentar liberarse, sufren 57

duros castigos y venganzas de parte de sus propietarios. Ello se debe a que antes de salir de su país les hicieron someterse a un rito supersticioso (de nombre yu-yú) por el que se les garantizaba «un espíritu protector» si ellas cumplían su compromiso. Pues bien, nuestro liberalismo económico, que se considera científico y libre de las supersticiones, practica, sin embargo, un ritual culpabilizador muy semejante, que los sacerdotes del sistema ya no llamarán yu-yú, pero sí podrían llamar «yo, yo». El resultado es el crecimiento de enfermedades psicóticas (depresión, bipolaridad…) en bastantes jóvenes cabezas de familia de hoy. Y la tendencia de este dato es a ir aumentando. Porque esos pobres enfermos son solo la base de un iceberg hundida en el mar, mientras la punta de dicho iceberg asoma a la superficie en forma de suicidios. De pronto, el problema del suicidio entre gente más bien joven, y su llamativo crecimiento, ha comenzado a ocupar un tímido espacio en nuestros MCS. Nos dicen además que, en nuestro país, el suicidio juvenil ya es quizá la primera causa de muerte de gente joven (en el resto del mundo es la tercera) y que, por cada persona que se suicida, hay unas veinte que lo intentan sin conseguirlo. A nivel mundial, el suicidio causa hoy más muertes que los homicidios y las guerras… Por supuesto que intervienen otros factores psicológicos, como la soledad y la falta de sentido de la vida; pero esos otros factores suelen estar conectados con la situación descrita de precariedad. 5.2. ¿Tres suicidios «simbólicos»? Me pregunto si esta ola actual no estaba prefigurada en el suicidio de tres grandes figuras (y conciencias) de nuestra época, que me evoca algo de aquellas «acciones proféticas», tan típicas de los profetas de Israel: En los años cuarenta, los suicidios de Stefan Zweig, convencido de que Europa no tenía remedio, y del judío Walter Benjamin, desesperado porque no le llegaba el visado para pasar de España a Portugal, huyendo de los nazis. En la década de los 80, el de Primo Levi, superviviente de Auschwitz, decepcionado ante la irresponsable tendencia de Europa a olvidar y desentenderse del holocausto: como si fuera evidente que nunca más volverá a repetirse. Si no son proféticos, tales suicidios son, por lo menos, significativos. También en 1942 (en plena guerra mundial), el gran Albert Camus publica El mito de Sísifo, que comienza con aquella frase famosa: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio»: ¿qué postura tomar ante un hombre absurdo y una creación absurda? Pero lo más llamativo de esta pregunta es que proceda de un hombre que había comenzado su producción con títulos como Bodas, donde «mar, campiña, silencio, perfumes de esta tierra me henchían de una vida odorante, y mordía en el fruto, dorado ya, del mundo, conturbado al sentir su jugo dulce y fuerte deslizarse a lo largo de mis labios». Visto ese contraste entre el jugo de la vida y el suicidio, ¿quién no recordará aquellos versos de Góngora: «aprended, flores, de mí lo que va de ayer a hoy»? 58

Coetáneas de Camus, dos figuras tan asombrosas como Etty Hillesum y Simone Weil encontraron otros caminos para salir del absurdo. Ambas mujeres intuyeron que ese absurdo tan hondamente sentido por Camus tiene una raíz que es simplemente la idolatría humana. En concreto, la mayor de todas las idolatrías es (al menos hoy) la del dinero, que es la que dio lugar ayer al «Capitalismo como religión»[27], de W. Benjamin, y hoy a la tecnología como religión. Porque el dinero satisface las dos grandes pasiones que nos constituyen: la soberbia (vanidad, orgullo…) y la sensualidad (comodidad, facilitonería…). Y las satisface al máximo, pero potenciándolas a la vez también al máximo. Por eso decía Buda que quien quiere aplacar esas pasiones cediendo a ellas es como el que busca saciar su sed bebiendo agua salada. Lo que importa, pues, es comprender que nuestra sociedad pretendidamente laica es una sociedad tácitamente «religiosa» y profundamente idólatra. Prescindiendo ahora de la existencia o no existencia del demonio, vale la pena evocar una máxima de nuestro pasado: «el mayor triunfo del demonio (mucho más que hacernos caer en alguna tentación) es hacernos creer que no existe». Dicho de manera laica: el mayor triunfo de la idolatría en nuestra sociedad es hacernos creer que no existe. Y de esas idolatrías se siguen otras consecuencias. Sin afán de exhaustividad, nos entretendremos comentando algunas. Con todo, si el lector siente que está recibiendo demasiados golpes, puede saltar el capítulo siguiente. No sé si ganará optimismo, pero al menos ganará tiempo. [27] Por su brevedad, me permití traducir este texto de W. Benjamin en un apéndice de El amor en tiempos de cólera… económica, pp. 217-220, con un comentario personal y otro texto de Keynes (220-230).

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CAPÍTULO 6

Flores ajadas 6.1. La sociedad de la estafa

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PÉREZ ANDREO publicó hace poco un libro muy serio, titulado La sociedad del escándalo. Yo prefiero hablar de la sociedad de la estafa. Estafa es que nos digan que los ricos lo son por sus méritos de trabajo e inteligencia, y los pobres son lo que son por perezosos y vagos. Habrá algún caso así, por supuesto. Pero, si solo fuera eso, las diferencias no serían tan abismales. La mayoría de los ricos muy ricos lo son por lo mucho que han estafado, y la mayoría de los pobres lo son a pesar de haberse extenuado para salir de esa situación. Más razón tenía san Juan Crisóstomo en una frase mil veces citada: «el muy rico es un ladrón o hijo de ladrón». Estafa es que nos digan que el capital tiene derecho a un beneficio justo y honesto. Porque lo que persigue el capital es el máximo beneficio posible. Estafa es que nos digan que la ley de la oferta y la demanda equilibra los precios. Porque los precios vienen dictados por una instancia exterior al acto de la compraventa. La llamada «economía de mercado» es, en realidad, una economía de engaño. El binomio oferta-demanda significa en realidad oferta-engaño. Y, si no, que nos expliquen cómo esa ley de oferta-demanda justifica que un político cobre más de 3000 euros al mes (dietas y viajes aparte), y un maestro 1200, cuando, por un lado, hay una gran demanda de maestros y, por otro, sobran tantos cargos políticos. ¡Que tenemos más que Alemania! Estafa son casi todas las ofertas de gangas que te hacen por Internet o por el móvil. Y las demandas para que reenvíes alguna petición o noticia, porque de ese modo habrá algún intruso que se apropie de tus datos y haga negocio vendiéndolos a otros ofertantes. Estafa es que, cuando vas a comprar una unidad de algún producto (supongamos una pila alcalina), el «dependiente» (que no es el vendedor, como su mismo nombre indica) te diga: «No. Mire usted: tiene que llevarse siete, porque el lote es de siete». Aunque solo necesites una. Estafa es la sabiduría del mercado. Estafa es que digan que te han subido la pensión cuando, en realidad, te la han bajado; y que no reconozcan que no pueden subírtela porque se han devorado toda la «hucha» (o fondo de reserva) de las pensiones. Estafa es que un ministro dijera que es anticuado medir las pensiones por el IPC y que lo moderno es el PIB. Porque el IPC afecta a todos los ciudadanos, y el crecimiento del PIB afecta solo a los ricachones. Estafa es que nos digan que estamos mejor que nunca, cuando eso solo lo dicen los que están mejor que los otros. ERNARDO

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Estafa es que un grupo político que no llega al 50 % de la población pretenda tener un «mandato democrático» de su minoría para hacer lo que le venga en gana. Estafa es que otro grupo pretenda haber «ganado» unas elecciones cuando ha dispuesto para ellas de mucho más dinero que sus adversarios, gracias a la corrupción y a las cajas B. Estafa es que el partido más ensuciado por la corrupción se presente como el que más lucha contra la corrupción. Estafa son las campañas electorales que nos piden el voto sin nada de programas y solo con fotos retocadas de sonrisas artificiales. Estafa es que nos digan que tenemos un Estado de bienestar, sin mencionar que están tratando de desmontárnoslo: porque cosas como la salud y el dolor ajeno pueden ser una fuente enorme de enriquecimiento privado. Y que intenten desmontarlo sin pausas, pero sin prisas, alegando que intentan conservarlo. Estafa es también que los medios de comunicación nos informen más de lo que interesa a los grandes potentados del mundo que de lo que verdaderamente interesa al ciudadano. Estafa es la mayoría de eso que llamamos «publicidad»; o que en una retransmisión deportiva después de jalear un gol de manera desaforada y ridícula, se nos invite a invertir en cosas que no nos van a convenir, aprovechando el momento de euforia futbolística. Y más aún ahora, que el diablo Google se dedica a recoger, analizar y vender nuestros datos para que los estafadores puedan hacer una publicidad personalizada, de modo que, así como dicen que no hay enfermedades, sino enfermos, sea una realidad que no hay consumo, sino consumidores. Siempre habrá algún Pokemon que, invitándote a jugar, te desnudará de todos tus datos para despojarte después de todos tus ahorros. Estafa es que el poder judicial colabore en golpes de Estado camuflados, como hemos visto en Brasil, Honduras y otros países. Es muy necesario, por supuesto, que los jueces reivindiquen su independencia; pero en otros muchos casos deberían reivindicar con hechos su sentido de la justicia. Estafa es que se hagan grandes declaraciones de respeto a la independencia de la justicia, y luego se presuma de manejarla «por detrás». Estafa fue que el señor Macron, amparándose en la noble causa ecologista, estableciera un impuesto que afectaba casi únicamente a las clases más bajas. Aunque haya que agradecer el hecho de que supo dar marcha atrás ante las protestas de los chalecos amarillos. Y bajando hasta lo más trivial, estafa es creerse los mejores en fútbol cuando solo somos los que tienen más dinero y un presupuesto más elevado. Si tan buenos somos, aceptemos que todos los equipos dispongan más o menos del mismo presupuesto. Estafa es eso que Remedios Zafra ha calificado como «entusiasmo inducido», y J. Lipovetsky calificó como «felicidad paradójica»[28]. Y la consecuencia es que esta sociedad de la estafa ha ido generando una sociedad de la desconfianza, en la que nadie se fía de nadie y las relaciones humanas van tejiéndose con el verbo «desconfiar» y con la inseguridad. Un mínimo de confianza es el elemento más fundamental para las relaciones humanas en la sociedad. Sin ella, una sociedad no 61

podrá durar mucho tiempo y acabará convirtiéndose en una sociedad de la violencia y la guerra. Con lo cual, hasta los bestias de la Asociación Nacional del Rifle tienen una excusa para justificar su agresividad. Este parece ser el camino por donde vamos. Estamos a tiempo de cambiar de camino. Si no queremos cambiar, es cosa nuestra. Pero, como se les dice a los niños: «luego no te quejes»… 6.2. ¿La Antieuropa? «Europa no habla griego, que habla gringo». Este viejo verso de J. Bergamín viene hoy como anillo al dedo. «Gringo» es la palabra que sirvió para designar lo peor de EE.UU. cuando se corrompió el primitivo e ilusionante «sueño americano», convirtiéndose en sueño imperialista. Que Europa renunciara a explicitar sus «raíces cristianas» era comprensible, por respeto a la pluralidad. Lo terrible es que, con esa renuncia aparentemente laica, Europa está abandonando sus raíces europeas. Ya comentamos antes lo que queda de la «libertad-igualdad-fraternidad». Por eso, aunque ya sea casi agua pasada, vale la pena examinar la conducta de Europa para con Grecia, que economistas como Vicenç Navarro calificaron de «terrorismo financiero». ¿Por qué? Grandes economistas del momento (Krugman, Stiglitz, Piketty o, en España, V. Navarro y Torres-López) sostienen que el problema de Grecia era más político que económico. Lo mismo sugiere este otro dato, poco dado a conocer: entre tantos recortes impuestos a Grecia, nunca se le pidió una reducción del gasto militar (excesivo, además, en aquel país). Syriza hizo sin éxito esa propuesta, enemistándose así con los militares griegos, tan patriotas ellos. ¡Parecía elemental! Pero resulta que los mayores vendedores de armas a Grecia son… ¡Alemania y Francia! Sin comentarios. El problema era más político que económico. Y creo que se reduce a este dilema: por un lado, Europa no quería que Grecia saliera del euro: no por razones de solidaridad, sino porque ello daría la razón a quienes criticaron, como precipitada y economicista, la creación de la moneda única antes de tiempo. Por otro lado, Europa no puede tolerar que posturas contrarias a esa receta neoliberal de «austeridad para los más pobres» (y sin poder siquiera devaluar la propia moneda) acaben triunfando: porque eso dejaría en evidencia todos estos años de dictadura financiera. Este era el problema: Syriza no podía triunfar de ningún modo, porque ello habría sacado los colores a ocho años de totalitarismo neoliberal. Por eso fue necesario desacreditarlo y humillarlo, negando incluso voz y espacio a otras voces y sustituyendo toda argumentación por calificativos como «ligereza» o «irresponsabilidad», tan bien sonantes como mal aplicados. Por eso, si Grecia salía del euro, había de parecer que se trataba tan solo de una absurda decisión suya, contraria a la voluntad europea. De ahí la mentira del señor Juncker proclamando que el referéndum convocado por Syriza era «para salir o quedarse en el euro». ¡Por favor! Cuando Juncker dijo eso, ¿estaba también como aquel día que se 62

presentó a una rueda de prensa con un zapato marrón y otro negro? ¿O como el día en que la televisión suiza lo mostró haciendo eses por la calle?… Sin llegar a tanto, se objetaba que los griegos no son capaces de decidir sobre algo tan complicado. ¡El mismo argumento que dieron los gobiernos europeos para que la «constitución» (o tratado de Lisboa) no fuese votada por los pueblos, sino por los parlamentos! El mismo argumento que, a comienzos del siglo pasado, se esgrimía para oponerse al sufragio popular y al voto de la mujer: «en democracia solo pueden votar los que están capacitados». Y daba la casualidad de que esos «capacitados» eran solo los poderes económicos. Aunque luego esos tan entendidos y capacitados se sorprendieran al saber que los EE.UU. les estaban espiando, llamaran a sus embajadores y pusieran en marcha el consabido ritual diplomático. ¿Sorpresa? Esos tan entendidos ¿no sabían lo que son los actuales EE.UU.? Ya no conocen socios ni amigos, sino tan solo lacayos de sus intereses imperialistas. Añadamos que lo que acabo de exponer es la visión de los moderados. Otros más radicales o inclinados a ver conspiraciones en todas partes han sostenido (en la línea de Naomi Klein) que, una vez que Grecia estuviera fuera del euro, los especuladores financieros comenzarían a crear problemas parecidos en Portugal, en Italia, en España… hasta que fueran saliendo del euro todos los «cerdos» (PIGS: Portugal, Italy, Greece, Spain…) y quedara por fin únicamente un «euro ario» para los que son superiores por naturaleza. No creo que fuera así. Creo, más bien, que se generalizan ahí locuras particulares que no responden a la realidad total. Pero así corrió. Y sigamos. Europa supo siempre que la deuda de Grecia era impagable; más imposible resultaba entonces la imposición de pagar la deuda y, a la vez, reactivar la economía. Europa sabe también que la mayor parte de las «ayudas» dadas a Grecia no se quedaban allí, sino que eran para pagar a los bancos europeos, alemanes sobre todo. Era evidente que así nunca se resolvería debidamente el problema griego, ni siquiera aunque la economía despuntara. Quizá por eso no se permitió hacer una auditoría de la deuda griega, que en buena parte era ilegítima e injusta, para situarla en sus debidos límites, como supo hacer Ecuador (ganándose las iras de todas las voces oficiales). Había que evitar que cundiera el ejemplo de Ecuador. Y no se trata de disculpar a Grecia, que tiene también sus culpas ya suficientemente expiadas por los que menos culpables eran (niños, ancianos, enfermos…). Solo intento expresar mi vergüenza por la reacción de Europa ante esa Grecia culpable, muy distinta de cuando Alemania y Francia se saltaron el techo de déficit sin que pasara nada ni se apelara a eso de que «los compromisos hay que cumplirlos»… He vuelto sobre este tema del pasado para sugerir una pregunta presente: aquel egoísmo de la Europa rica (siempre pseudojustificado con presuntos supuestos éticos) ¿no ha tenido nada que ver con la triste floración de otros egoísmos nacionalistas (Hungría, Polonia, Italia…) más exagerados por ser reactivos? Cuando se trata de construir comunidad y unión, la confianza es indispensable. Determinadas conductas orgullosas y despectivas generan fácilmente desconfianza. Y la desconfianza es un gran calentador del egoísmo. No sé si estarán locos los de la Liga y el M-5S, pero es un dato 63

ya viejo que «los locos dicen a veces grandes verdades». La pena es que las digan solo los locos. No son estas afirmaciones de un euroescéptico, sino de alguien que querría una Europa que hablara más griego que gringo. Hace ya casi diez años, imaginé una carta dirigida a los actuales dirigentes europeos por Adenauer, De Gasperi y Schuman, padres o fundadores del proyecto europeo, en la que se quejaban de ver hoy traicionado su proyecto[29]. Porque es llamativo que una Europa que se muestra admirablemente capaz de dialogar hasta la extenuación cuando se trata de temas políticos (caso del Brexit) se vuelva dictatorial cuando están los Bancos de por medio. ¿Quién manda, pues? En fin: Miguel Delibes terminó su discurso de ingreso en la Academia citando una canción de su época: «Paren la Tierra, quiero apearme». Yo querría que alguien compusiera otra canción que dijera: paren esta Europa, que quiero bajarme. Por amor a Europa. 6.3. Los derechos del ego Debemos preguntarnos si no se está gestando hoy una burda deformación de algo tan serio como los derechos humanos, que se invocan ahora dictados por el amor propio y sin respetar al otro y que, de reales «derechos del hombre», pasan a ser supuestos «derechos del ego». Cualquier especialista en Derecho acepta que los derechos humanos tienen una serie de condiciones. Por ejemplo: 1) Una delimitación precisa del sujeto. Si no, puede pasar lo que decía no sé qué actriz: «Yo soy partidaria de la familia numerosa: cada mujer debería tener por lo menos tres maridos»… 2) Una descripción muy concreta del objeto de ese derecho. El derecho a jugar a la ruleta no es un derecho a ganar. Quien quiere jugar ha de saber que se expone a perder. 3) Un diálogo o negociación cuando el derecho invocado entra en colisión con otros derechos propios o ajenos o con valores superiores. De ahí la urgencia de una «Declaración de los deberes humanos», como pedía Simone Weil, precisamente para completar y proteger algo tan valioso y necesario como fue la Declaración de los derechos. De modo que los convierta en derechos realmente humanos, no en deseos del ego. Pero mientras la política esté regida por el interés personal o grupal y no por el llamado bien común, parece muy lejana esta Declaración. 4) Una defensa de ese derecho por medios legítimos. No, por ejemplo, con unos medios de comunicación que desfiguren las tres condiciones anteriores o, en caso de conflicto, solo den voz a una parte. O, con otro ejemplo más elemental: es evidente que yo tengo derecho a comer. Un derecho de los más primarios. Lo cual no me capacita, sin más, para quitar el pan al otro o para robar en una tienda[30]. Pero he aquí que hoy estamos asistiendo a una serie de proclamas vagas de derechos genéricos para justificar actitudes que pueden ser injustas o delictivas y que generarán 64

como respuesta otras apelaciones igual de genéricas e igual de injustificadas. Así va implantándose en la convivencia humana un rencor que la hace cada vez más difícil. Lo cual es buen caldo de cultivo para tentaciones fascistas que solo prenden en sensibilidades enfermas. Y es que esas apelaciones a unos derechos que aún son inexistentes, por su vaguedad e inconcreción, resultan enormemente útiles para enardecer y engañar a las masas. Esta es una de las razones por las que se ha acuñado el dicho de que «los referendums suele ganarlos el diablo», porque suelen referirse a vagas decisiones de futuro, las cuales no pueden tomarse legítimamente sin suficiente conocimiento de las consecuencias concretas de esa opción. Por eso, creo que el pueblo inglés no tenía, hace dos años, ningún derecho a decidir si se separaba o no de Europa, simplemente, porque no sabía con precisión lo que en esa decisión se podía ganar o perder. Y nadie tiene derecho a decidir sobre algo que no conoce. Hoy sí tiene ese derecho, porque ya conoce de algún modo todas las consecuencias de esa decisión, y podría ser el momento de tomarla. Pero hoy ¿quién le pone el cascabel al gato? Y por eso me pregunto también: cuando el señor Sánchez se cree con derecho no solo a proponer a Pepu Hernández para alcalde de Madrid, sino también a decir públicamente que le votará en las primarias, alegando que él (Sánchez) es «un militante más» del partido, ¿es eso un derecho humano o un derecho del ego? Porque, además de militante, Sánchez es presidente. Y, como tal, tiene el deber de ser imparcial, para poder ser presidente «de todos», pues no todos los militantes pueden hablar con la audiencia y la autoridad con que él habla… 6.4. Meditación sobre «Podemos» «Aprended, flores, de mí lo que va de ayer a hoy», poetizaba don Luis de Góngora. Y hoy podemos parafrasearle: «aprended, políticos, que ya vemos lo que va del 15-M a Podemos». Fui de los que, en los días del 15-M, se patearon la plaza del Cataluña y otras calles barcelonesas tratando de ver, escuchar, olfatear, conversar… De aquella mezcla de decepción, ilusión, hartura, responsabilidad, juventud, ingenuidad e indignación, salías con la pregunta ilusionada de si podría estar gestándose algo nuevo. Pero me acordaba de una «Carta a los cristianos por el socialismo», escrita 40 años antes, donde citaba a san Pablo: «llevad a cabo vuestra liberación con temor y temblor»[31]. Más tarde, hacia junio de 2016, escribí una carta a Pablo Iglesias con tonos de advertencia (que no sé si andará metida por algún blog). Hoy soy de los que se preguntan cómo ha podido ser que aquella masa compacta, tan segura de «poder», se haya convertido tan pronto en una arena de impotencias; cómo aquella ilusión, que floreció con 200 000 militantes y cinco millones de votos en unos dos años, se ve otra vez herida. Los hechos y los días fueron mostrando que eso de «la casta», por mucha verdad que contuviera y por muy bien que sonase, no era debido a la mala «pasta» de los políticos habidos hasta el momento. Es más bien una tentación ínsita en nuestra pasta humana y en la misma actividad pública (política o eclesiástica), de la que ellos no se dieron cuenta 65

hasta acabar cayendo de bruces en ella y perdiendo novedad. No quiero emitir juicios críticos personales ni inflamar heridas. Puedo reconocer que mi sensibilidad ha estado siempre más cercana a Errejón que a Pablo Iglesias. Pero sé que aquí pueden faltarme datos para un juicio definitivo. Lo que sí hay que pedir hoy es que no se expliquen las crisis echando las culpas solo a los otros, y que se dé entrada a esa autocrítica tan indispensable en toda actividad humana. Pero, aun sin señalar a nadie, temo que el vedettismo y cierta vanidad mesiánica sean los que han disuelto aquella promesa primera. En vez de vanidad mesiánica, podría haber hablado de «tejerismo»: la mentalidad de «esto lo arreglo yo». Tejero, a golpe de pistola. Otros, a golpe de televisión. Algo hemos ganado, sin duda. Pero insuficiente. ¡Qué contrate entre esa mentalidad mesiánica (o «tejera») y el discurso de Tierno Galván cuando nuestras primeras elecciones: «el PSP [la formación de Tierno] no puede prometer nada, porque las cosas están muy difíciles; pero se compromete a luchar todo lo que pueda por arreglar algo»! (cito de memoria). ¡Qué bonito es comprobar que aquel que no se atrevía a prometer nada fue uno de los mejores alcaldes de nuestra democracia! En fin, deseo con toda el alma que a ese aborto del 15-M se le encuentre alguna incubadora que le salve la vida. Lo deseo por los jóvenes, más que por mí. Por eso me permito advertir que la izquierda solo podrá ser auténtica si se nutre de una espiritualidad muy seria y profunda. A las derechas ya les basta su manipulación de la religión en provecho propio (como acusó Marx, mostró luego con textos el cardenal De Lubac y ha puesto hoy en práctica Bolsonaro). Pero la izquierda necesita más. No quiero decir con esto que la izquierda haya de ser cristiana: no estoy queriendo hacer apologética. Hablo solo de espiritualidad seria. Porque temas como la igualdad, la fraternidad, la acogida, el respeto… son demasiado espirituales (y demasiado odiados) como para creer que podremos conseguirlos mejorando el PIB. Pues este sistema inicuo solo sabe hacer crecer el PIB haciendo que crezca también el PID (Porcentaje Interior de Desigualdad). En fin: ojalá de esta decepción de hoy brote una lección aprendida para el mañana, y no un nuevo desengaño histórico. Así sea. 6.5. ¿La dormición de las masas? ¿Rebelión? ¿Dormición? ¿Manipulación? De todo se suele hablar cuando aparecen las masas en el lenguaje. Con su tono aristocrático y de lenguaje moderado, Don José Ortega y Gasset anunció la «rebelión de las masas» como el peligro que amenazaba a su hora histórica. De pronto, sin que hubiera crecido la población, lugares antes reservados a las élites aparecían ocupados por muchedumbres. Ortega no creía en la lucha de clases. Dividía la sociedad en masas y minorías auténticas, y esta división la veía también dentro de cada clase. Según él, al mejorar las condiciones de vida de las clases populares, estábamos asistiendo a la aparición del «hombremasa». Recordemos que era la época en que se gestaba el fascismo y Heidegger denunciaba la caída del «hombre-ser» en el «hombrese»: el que piensa lo que se piensa y 66

hace lo que se hace. Tenía su parte de razón nuestro filósofo, aunque el gran pedagogo que fue Paulo Freire (y, en dirección parecida, el otro gran pedagogo que fue Don Milani) abordaron más tarde el tema de las masas de mejor manera: con un programa y un trabajo serio de «concienciación». Evoquemos solo los títulos más famosos del primero: Pedagogía del oprimido; Educación como práctica de la libertad, etc. Pero hoy parece más pertinente retomar algo que hemos enunciado antes: ya desde la época del imperio romano, esa rebelión de las masas ha podido ser controlada, con una receta de máxima eficacia: «pan y circo» («apuestas y fútbol», dijimos antes). Esa receta se está aplicando hoy con éxito y ha convertido aquella «rebelión» que asustaba a Ortega en una «dormición de las masas». De presunta rebeldía pasamos a pérdida de conciencia. Las masas son la mayoría del género humano: el aristócrata que las desprecia «a lo Nietzsche» se queda por debajo de ellas en humanidad, por ese mismo desprecio. Ello no impide que las masas necesiten ser desmasificadas (¡no domesticadas!), porque todo lo multitudinario despersonaliza: «temo a cualquier multitud, aunque sea de obispos», había dicho el jesuita Laínez en el concilio de Trento. Y Laínez no era de «Compromís» ni de esas izquierdas nuestras de anticlericalismo dieciochesco. Pero esa desmasificación no es cuestión de cantidad (como creen las presuntas élites), sino de calidad. Necesita aquello que menos importa a los aristócratas: una buena educación (¡no indoctrinación!), único producto que verdaderamente personaliza y único capaz de despertar y de «sacar afuera» (educir, de donde viene nuestro verbo educar) aquello mejor que late en el fondo de todos nosotros. Educación prolongada, intensa y permanente: que enseñe a pensar, en vez de a imitar, evitando esa caída en el «se» (o el «man» alemán) que denunciaba Heidegger y que nuestro refranero había denunciado antes de manera menos complicada y sin empaque científico: «¿Dónde va Vicente? Donde va la gente». Democracia sin educación es dictadura de algún bribón. Si no hay esa educación, nuestras élites siempre podrán apelar a la democracia para justificar las mil tropelías… El infame tuit del PP pidiendo a los Reyes Magos la muerte de Sánchez le haría perder millones de votos en una sociedad educada. Mientras que, en la España de hoy, es posible que sirva para darle más votos o para quitárselos al PSOE. Esperemos a ver. Para acabar de complicarlo, el antiguo «pan y circo» tiene hoy otras mil variantes mucho mejor tecnificadas: consumo y móvil; whatsapps y selfies; publicidad gritona y rastrera… Resultado: hoy las masas ya no se rebelan, sino que se twitean. Y lo peor es que esas drogas llegan a gentes que soportan condiciones miserables de trabajo, sueldos de vergüenza, miedo a perder lo poco que tienen…, todo lo cual hace que se sientan exhaustas, necesitadas de algún descanso y de la primera alienación que encuentren a mano. En esta España que asustaba a Ortega, las diferencias de nivel de vida son hoy casi las mayores de toda la Unión Europea: quien empieza a trabajar aquí cobrará menos de la pensión que recibe la persona que comienza hoy su jubilación (y aún deberá considerase afortunado). Pero, cuando se jubile, ya no le sucederá lo mismo, porque con 67

los salarios de hoy las cotizaciones a la seguridad social son mínimas. (Y, además, el equipo de don Mariano ya se pulió olímpicamente casi todo el fondo de reserva). Con las masas dormidas, se puede bajar el nivel de vida de los pensionistas, mientras se les dice que les suben la pensión; y se puede llamar «creación de empleo» a la infame creación de precariedad, mientras se va enriqueciendo aquella «minoría» que, para Ortega, era la élite de la sociedad. El «pan y circo», tantas veces citado, ayuda a esa dormición de las masas que hoy es comprensiblemente necesaria: es un efecto sedante de la divina providencia del dios Dinero. Y así, para su tranquilidad, el orteguista que hoy quiera ir al Liceo o a la Ópera no tendrá que preocuparse por si en la butaca de al lado se sienta un despreciable hombremasa: solo se sentarán selectos colegas de la élite minoritaria. Bien es verdad que a quien de veras le gusta la música y disfruta con ella, más bien le complacerá encontrar a su lado a un hombre-masa, porque significará que la educación de la sensibilidad va extendiéndose, lo cual es algo muy bueno. Esa vecindad desigual solo molesta a quienes no van a la ópera por amor a la música, sino para poder presumir de pertenencia a la minoría selecta. Me arguye un amigo (para que no me haga ilusiones) que a las masas se las puede dormir de dos maneras: si en nuestro mundo vige el citado panem et circenses, en Corea del Norte se hace con patria y dictadura. Nada que objetar. Pero, mirando a nosotros, gracias a esa dormición de las masas, el país más poderoso y mejor armado de la tierra tiene un presidente que, según confesión propia, es «un genio muy estable». Con él están tranquilas las minorías selectas, porque, además, quiere gastarse miles de millones en construir un muro de 500 kilómetros, por si las masas despiertan. Y es que el problema no es solo la dormición de las masas; es, más bien, que llega un día en que las masas, después de muchos sueños con pesadillas, abren los ojos y despiertan enfurecidas. Paradójicamente, ese despertar suele darse más bien cuando se pasa de un gobierno totalitario a otro más democrático. Entonces la «rebelión» que temía Ortega se queda corta: entonces nos amenazan la violencia o la dictadura. Francisco lo dijo también con su lenguaje tranquilo en la forma e impaciente en el fondo: «sin un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos… será imposible erradicar la violencia… Y las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que, tarde o temprano, provocará su explosión… porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema» (Evangelii gaudium, 58.59.60). Con la violencia habremos de terminar, pues, esta segunda parte. [28] Remedios ZAFRA, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la época digital. Para Lipovetsky, ver el Cuaderno 166 de Cristianisme i Justícia: Nada con puntillas. Fraternidad en cueros, pp. 14-18. [29] La recogí después en El amor en tiempos de cólera… económica, pp. 123-126, con el título «El rapto de Europa». [30] Aun cuando, como en este ejemplo, por tratarse de un derecho tan primario y elemental, haya casos extremos en los que se habla de «compensación oculta» o de que «todas las cosas son comunes en situaciones de

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extrema necesidad»…, también esos casos extremos necesitan alguna casuística para concretar su ejercicio. [31] Recogida en La teología de cada día, pp. 358-372.

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CAPÍTULO 7

Violencia

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SIRIA, la aparición del ISIS, atentados atroces como los de Turquía, Francia o Barcelona, el recrudecimiento del problema palestino y la «mexicanización» de medio mundo, con las fotos de padres abrazando el cadáver de un niñito, o de madres protegiendo al hijo que acaba de perder a su padre, nos estremecen cada día. Si grave es esa situación, peor sería que acabáramos acostumbrándonos a ella, en esta globalización de la indiferencia que caracteriza a nuestra hora. Porque, si nos acostumbramos a ella, un día caerá sobre nosotros, y ya será tarde. Mejor que nos duela ya ahora, porque es el único camino para que quienes aún estamos libres de ella podamos trabajar en su contra. Un detalle a destacar: es sabido que a los humanos nos cuesta entendernos: absolutizamos nuestras posturas y tendemos a enemistarnos con facilidad. Así como la hipocresía es «un homenaje del vicio a la virtud», el insulto suele ser la confesión tácita de quien no tiene argumentos: «Usted me llama a mí golpista, y yo le llamo a usted fascista». Que nuestro Parlamento haya dejado de ser un lugar donde se «parla» y se haya convertido en «Insultamento», o lugar donde se insulta y donde se aplaude el insulto más que el argumento, es grave. No por la anécdota en sí, sino por el valor de síntoma que tiene ese episodio. La violencia actual se agrava por la fuerza del armamento de los violentos. Y aquí nuestro Occidente vuelve a aparecer como «culpable en las raíces». Una de las fuentes de nuestra riqueza y nuestro desarrollo sigue siendo el negocio de las armas. Y ninguno de los países desarrollados (desarrollados ¿en qué?: porque en humanidad parecemos andar por los últimos lugares…), ninguno de esos países está dispuesto a renunciar a los pingües ingresos de la venta de armas. Ello ha provocado que países pobres y necesitados gasten más en armas que en alimentación y salud, y que países poblados de miseria, como Pakistán o India, posean armas nucleares. Siempre, naturalmente, «para defenderse». Pero, aunque ese argumento fuera válido, no suprime la aberración, sino que, a lo más, la remonta a otro momento o lugar. EE.UU. es, en este sentido, parábola de la humanidad. Ya nos hemos acostumbrado a que, cada dos o tres meses, reaparezca alguna matanza en una escuela, hospital, mercado o cualquier lugar público, y acabe con personas inocentes que no tenían más crimen que el de estar allí en aquel momento. Obama, el bueno y fracasado Obama, luchó con A GUERRA DE

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denuedo no ya por impedir, sino solo por dificultar el acceso fácil a las armas por parte de cualquier ciudadano. Y se estrelló ante la resistencia tanto de los poseedores como de los vendedores de esas armas. Su sucesor cree que la solución está en más policías mejor armados. Todo con la excusa de la autodefensa, que, además, infinidad de veces o llega tarde o se precipita. Porque el mundo no es un western donde el bueno siempre llega a tiempo y es, además, el que dispara más rápido. Lo que ocurre en EE.UU. a niveles personales ocurre en el resto del mundo a niveles nacionales. Es imposible convencer a un solo país (y mucho más imposible convencerlos a todos) de que se sienten a negociar para acabar con las armas y los ejércitos, dejando la defensa en manos de una autoridad mundial verdaderamente fuerte. Ni siquiera con las armas nucleares, y a pesar de la experiencia de Hiroshima, fue posible llegar a un acuerdo: se tranquilizaron las conciencias destruyendo algunas armas ya obsoletas y acordando un «Tratado de no proliferación» que afectaba precisamente, no a los que ya tenían armamento nuclear, sino a los que (¿todavía?) no lo tenían. Para ello se sometió a Irán a un injusto e inútil bloqueo que no impedirá el que, a la larga, algún grupo terrorista, como el Estado Islámico u otro aún por aparecer, consiga hacerse con esas armas. Y si eso ocurriera, vale más no pararse a pensar lo que podría sucedernos… Todo ello mientras, por otro lado, la Alianza de Civilizaciones era tachada de «estúpida». Detrás de este sombrío panorama no está solo la avaricia presente en el comercio de armas. Está también nuestra negativa al establecimiento de una verdadera autoridad mundial, única entidad a la que esté reservado el uso de la fuerza, como sucede dentro de cada país civilizado. Mucho hablar de globalización y de que el mundo se ha convertido en una «aldea global»; pero, a la hora de sacar de ahí las oportunas consecuencias, miramos hacia otra parte. Papas como Juan XXIII, Francisco y toda la llamada «Doctrina Social de la Iglesia», han exigido insistentemente esa autoridad mundial. Otras mil voces (en Cataluña, por ejemplo, el admirable Vicenç Fisas) reclamaron, cuando el cincuentenario de la ONU, que al menos desapareciera el canallesco derecho de veto. Pero a todos se les respondió como proponía el señor Mas cuando se le reclamaba respeto a la ley: butifarra en catalán, corte de mangas en castellano o fuck yourself en inglés… Y así estamos. Entretanto, sigamos preparándonos para recibir noticias de violencias salvajes, para contemplar imágenes de hermanos nuestros desgarrados y también para el día que nos toque a nosotros. Porque otra vez recobra autoridad el dicho del pastor Niemöller inspirado en Bertold Brecht: «Cuando se llevaron a los comunistas, no dije nada, porque yo no era comunista; cuando se llevaron a los sindicalistas, no dije nada, porque yo no era sindicalista; cuando se llevaron a los judíos, no dije nada, porque no soy judío. Cuando vinieron a por mí, ya no había quien protestara».

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APÉNDICE: Una vieja parábola de nuestra sociedad La parábola que voy a citar, bastante antigua y con cierto sabor bíblico, pone de relieve otra explicación de esa desigualdad entre los humanos: la injusta manera de actuar de muchas justicias humanas. Por eso creo que algunos episodios de nuestros últimos días la vuelven actual. Su autor es Luis Coloma, un literato jesuita del siglo XIX, miembro de la Real Academia y padre de algunos mitos que hicieron fortuna entonces, como «el ratoncito Pérez» y «la camisa del hombre feliz» (que no tenía camisa). Coloma fue conocido, sobre todo, por la novela Pequeñeces, dura sátira sociopolítica, muy criticada por grandes figuras de la época como Juan Valera, aunque defendida, paradójicamente, por plumas menos «católicas», como la de Pardo Bazán o la del mismo Galdós. Los «carrozas» de hoy todavía pudimos verla en película, allá por los años 50, con Aurora Bautista encarnando a Currita Albornoz. Pues bien, Coloma cuenta en una carta (dirigida «a un gran señor titulado») una parábola política que él afirma no ser suya, aunque algún crítico lo discute. Veámosla para cerrar este segundo capítulo, porque su valor parece tan eterno que permitiría una paráfrasis actual. La reproduzco, abreviándola un poco. En aquellos tiempos de Esopo y Fedro, en que los animales hablaban, hubo una gran epidemia… Morían a centenares individuos de todas las especies… y todo parecía anunciar uno de esos horrendos azotes con que los cielos castigan a veces algún crimen oculto. Tal era el dictamen de un zorro muy perito, aunque algo jansenista, gran privado del anciano león, rey y monarca absoluto de toda aquella comarca. Angustiose el real viejo y mandó difundir un público pregón para que todos se confesasen por turno con el confesor que su Majestad nombrase, que no fue otro que el mismo zorro sabiondo y jansenista. Llegó primero el león, abrió la boca y comenzó a vomitar cuantos horrores y crueldades pueden imaginarse: muertes, destrozos, robos…; de todo había hecho. Solo en el ramo de zorros había destrozado él, con sus propias garras, dos mil trescientos cuarenta y siete. Atajole la palabra el confesor, sudando como un pato: – Pero, sacra, real majestad, no se angustie de ese modo… Vuestra majestad es rey, y la razón de Estado requiere a veces muestras de energía…, exige actos de justicia. – Pero ¿y los que me he zampado? – Eso resulta per accidens, sacra majestad… Conque, ¡ea!, váyase tranquilo, y hasta la vista. 72

Llegó detrás un tigre muy bravío… Y lo que más le remordía era que muchas veces, sin hambre ni necesidad alguna, había destrozado víctimas inocentes por el solo placer de refocilar el hocico con el tibio correr de la sangre fresca. Y cuando esto decía, como impulsado por el remordimiento, metía el hocico por la oreja del zorro, como si quisiera darle un beso en los mismos sesos. – Necesidad del temperamento, serenísimo señor –repitió el zorro dando diente con diente–. A veces puede demasiado el instinto natural, y si no, se siguen consecuencias. – Pero ¿y los huérfanos que dejé? – Per accidens, serenísimo señor. ¿Se proponía vuestra alteza dejar huérfanos o refocilar el hocico? Pues si era refocilar el hocico, lo demás resulta per accidens. Conque váyase tranquilo, y hasta más ver. Acercose entonces una hiena muy devota y colmilluda. Y confesó mil horrores que no le remordían tanto como el haber profanado un cementerio, escarbando una sepultura para sacar un cadáver y comérselo a pedazos. – Histerismo puro… Vuestra merced se come los muertos como otras histéricas comen tierra o búcaros viejos. Eso se lo dice al médico y no al confesor. – Pero es que anoche mismo me comí a un sepulturero que se me puso por delante… – No me venga con escrúpulos. Eso resulta per accidens…, ¿lo entiende? Conque vaya tranquila y consulte con el doctor ese vicio del estómago. Y así fueron pasando los más fieros animales, sin que acertase el zorro a distinguir ni el más mínimo delito ni a señalar al culpado más responsable. Llegó, por último, un jumento viejo, lleno de mataduras, lacias las orejas y escurrido el rabo. Acercose con mucha humildad y sosiego… Levantó primero una oreja y luego la otra, como burro que medita o titubea… – Yo, señor zorro –dijo con toda la pausa y gravedad de su especie–, no tengo cosa que mayormente me remuerda, ni mi vida aperreada me permite vicios. Me zurran más que merezco, y trabajo más que como. Solo en esto de comer tengo un escrupulillo que vuestra merced sabrá apreciar mejor que yo, pobre jumento… Fue esto un martes que volvía yo harto de caminar, con pesada carga y sin haber probado en todo el día ni una hierba seca ni una brizna de paja. Pasamos al anochecer por un mesón, y había en la puerta un saco de grano entreabierto… y sucedió lo que en estos casos sucede: al pasar, pegué una dentellada y me comí un puñado de trigo. Saltó el zorro sobre la barandilla… y de pie sobre el confesonario, agarrando las orejas del jumento, seguía gritando: – ¡Ya apareció!… ¡Ya está aquí el culpable! Este es el sacrílego que atrae la cólera de los dioses. – Pues ¿qué ha hecho?, gritaron de todas partes. – ¡Se ha comido la materia remota del Santísimo Sacramento! No hubo más que decir. Levantose una horrible algarabía de rugidos, 73

relinchos…, y millares de garras, dientes y picos cayeron sobre el infeliz jumento y lo despedazaron, quedando así desagraviados los númenes y tranquilas las conciencias[32]. Es fácil imaginar una paráfrasis de esta parábola. Un país que amenaza con hundirse por causa de la corrupción; alguna instancia suprema que llama a declarar a todos los responsables. Pasan leones, hienas, camaleones (estos no entraban en la parábola de Coloma, pero hoy son bien visibles). Y para todos cabe una excusa. Al final viene alguien que parece haber copiado alguna página en no sé qué escrito suyo. Y un presidente de tribunal que se levanta gritando: «¡Este es el culpable! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Él mismo lo ha reconocido». Y cuando los otros políticos se acercan para oír la sentencia, el presidente exclama con voz bien alta: «Se ha burlado olímpicamente de la palabra escrita; y esa es precisamente la forma en que Dios se reveló en la sagrada Biblia: ¡ha quitado credibilidad a la materia remota de la palabra divina!»… Tómese con humor la cosa, pero sin dejar de pensar qué serio y decisivo es eso de administrar justicia. Por algo rezaba el salmista estremecido: «En verdad, poderosos, ¿administráis justicia rectamente?». Por eso quizá valga la pena cerrar esta parte con una breve reflexión.

CONCLUSIÓN El viejo Kant hablaba de «la insociable sociabilidad del hombre». Aquí reside el drama y la tarea de nuestras vidas. Ya antes de él, ese que hemos citado como breviario del mejor sentido común europeo había escrito: «Nada hay tan disociable y sociable como el hombre. Lo primero, por vicio; lo segundo, por naturaleza»[33]. Por eso, aunque el refrán dice que «partir es morir un poco», más exacto sería decir: «convivir es morir un poco». Sucede, no obstante, que tarde o temprano muchas de esas muertes se convierten en pequeñas resurrecciones que parecen ser como anuncio de una resurrección futura y más plena. Muchas, pero no todas, para que no se esfume la apuesta por el valor del convivir. En el otro extremo, el capitalismo que estructura nuestra sociedad no es un sistema de con-vivir, sino un sistema para-vivir: para que unos pocos vivan a costa de los demás. Por eso, si convivir es morir un poco, el capitalismo es matar un poco. [32] Obras completas, Madrid 1947, pp. 462-464. [33] M. MONTAIGNE, Obra citada, I, XXVIII, p, 323. La expresión de Kant procede de las Ideas para una historia universal…

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Transición: era secular y resistencia

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podría ser este: nuestra modernidad ha descubierto que, sin los llamados «valores cristianos», la llamada civilización occidental no se sostiene. Cuando digo «civilización occidental», quiero decir una civilización de progreso. Pueden sostenerse otras civilizaciones agrícolas, estáticas y siempre iguales. Pero una civilización de progreso necesita otros valores con que afrontar la historia. En los albores de la Modernidad este peligro no se percibía, porque esos valores cristianos estaban introyectados como simples valores humanos. Y, de hecho, son profundamente humanos: de ahí el atractivo innegable que ha ejercido el Occidente de raíz cristiana sobre otras culturas del planeta. Pero hoy se va descubriendo con sorpresa que esos valores no se sostienen sin el fundamento cristiano. Ese ha sido el drama de nuestra modernidad, que ha dado lugar a la reacción de la posmodernidad (con su «fin de los grandes relatos y de todas las mayúsculas») y está dejando en evidencia a nuestro Occidente ante el resto del mundo, que, a la vez, le envidia por lo que tiene, pero también le desprecia por hipócrita. No obstante, nuestra modernidad está convencida de que el cristianismo es un mero mito del que hay que desprenderse para poder ser adulto. Y, si hemos de ser honestos, ese modo de ver tampoco carece de razones, por el mal ejemplo del cristianismo histórico, que pareció oponerse a esa «mayoría de edad» del género humano (como definía Kant la Modernidad). Esta viene a ser la situación de la actual «era secular» que ya he intentado plasmar con el fracaso de la Revolución Francesa: las tres palabras más cristianas (libertad, igualdad y fraternidad) fueron proclamadas contra el cristianismo. Pero, con el tiempo, desgajadas de ese cordón umbilical del cristianismo, han acabado pervertidas en una libertad contra la igualdad y contra la fraternidad. Ese es el drama que vivimos hoy. Para afrontar este doble drama, el cristianismo ha de reconocer abiertamente la mayoría de edad del mundo y aceptar sin reticencias la llamada «era secular»[1]. Como dijo Arturo Sosa (general de los jesuitas) en Barcelona, la secularidad nos ha ayudado mucho a liberarnos de mil supersticiones o falsificaciones de lo cristiano. Pero, a su vez, la modernidad deberá reconocer que la mayoría de edad no es, en sí misma, mejor ni peor: es más bien un cambio en la forma de relacionarse con las cosas. Un cambio en el que la fe religiosa deja de ser el cochecito de nuestra infancia en el que éramos arrastrados, para pasar a ser el vehículo que debemos saber manejar para llegar a la meta de nuestras vidas. Aquí es donde entra en juego el «hecho religioso» y el peligro de su exclusión en la N BALANCE DE LAS DOS PARTES ANTERIORES

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educación. Cosa algo distinta de lo que hoy se discute como religión (o catequesis) en la escuela. Y si a alguien le molesta la expresión «hecho religioso», hablemos simplemente del «hecho ético», porque este es siempre, anónimamente, un hecho religioso. Y subrayo otra vez: no éticas concretas, sino el hecho ético. Con la expresión «hecho ético» quiero decir que no basta saber qué es bueno y qué es malo (aquí la razón laica tiene palabra, evidentemente). Hay que fundamentar, además, por qué hacer el bien en un mundo tan malo. Sin esa fundamentación racional (es decir, con pretensiones de universal), podrán surgir admirables personas no creyentes y de ejemplar moralidad. Lo que no tendremos nunca es un camino generalizable de educación moral. Y no lo tendremos, porque la mera razón humana no puede justificar por qué hay que hacer el bien en un mundo tan malo como este. Podrá razonar, simplemente, que «o pisas o te pisan», como argumenta hoy tanta gente, tranquilizando así su conciencia. O podrá pensar que necesitamos ser malos durante una temporada para corregir así el mundo y luego poder ser buenos. Este era el argumento nada menos que de J. M. Keynes: necesitamos cien años de llamar bueno a lo malo, porque la bondad nunca es eficaz para arreglar una situación tan desarreglada[2]. O, en todo caso, llegarán algunos a creer que la bondad solo puede ser autista, como una isla o un oasis en medio de un desierto y desentendiéndose de él. Pero habrá que recordarles otra vez aquello de Francisco: «la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño» (EG, 281). La razón sola no puede movernos a ser buenos en un mundo como el que llevamos descrito: hace falta una fe superior a la razón, aunque no enemiga de ella. A esa fe es a lo que he llamado «el hecho ético», aunque, al descubrir la fe que ese hecho comporta, nos abrimos al hecho religioso. Esta constatación nos lleva a hablar de la fe. La fe como posibilidad de resistencia[3] que no cede ni aun en los momentos más difíciles, como fuerza que intenta siempre construir y que, cuando no puede construir, al menos resiste. La resistencia ética debe ser el apoyo que necesita la sociedad secular para no degradarse. Por minoritaria que sea esa resistencia, a ella se aplica la frase de Tagore que ha abierto este libro y que ahora podemos parafrasear así: «si lloras porque se oscurece el sol de la democracia, las lágrimas no te dejarán leer una declaración de Noam Chomsky, ni ver a médicos sin fronteras, ni al barco Open arms, ni entrar en portales como visibles.org, ni otras mil estrellas que pueblan e iluminan tibiamente la noche de nuestros fascismos». Y bien: esas estrellas de la resistencia tienen un paralelo teológico en la expresión bíblica del «resto de Israel»: por muchas que fueran las infidelidades y las desgracias del pueblo de Dios, siempre quedaba un resto que acabaría salvándolo. Y quien, como el autor de estas páginas, ha tenido la inmensa suerte en su vida de conocer tanta bondad escondida y a tantas personas admirables, sabe que no tenemos derecho a ser pesimistas ni siquiera ante panoramas como los presentados en las páginas anteriores. Porque el rasgo fundamental que configura a ese «resto de Israel» es la fe en que la bondad acabará triunfando. 76

Pues bien: a esa categoría religiosa del «resto» apuntan las dos partes que quedan de este trabajo. La primera será solo sugerida, con algunas alusiones eclesiales, a base de escenas concretas y de pinceladas rápidas y simples, porque de este tema he hablado mucho en otros sitios. La segunda será algo más amplia, con un intento más serio de reflexiones teológicas. Juntar la resistencia y el resto. Lo que pretendo con ello es dar espacio a una profecía fundamental, atribuida a E. Mounier: «en el futuro, los hombres no se distinguirán por creer o no creer en Dios, sino por la postura que adopten ante los condenados de esta tierra»[4]. [1] Para todos, creyentes o no, es fundamental la magna obra ya clásica, en dos tomos, del filósofo canadiense Charles Taylor, The secular age. El original es de 2007, pero fue publicada en castellano en 2015 por la editorial Gedisa. [2] El texto de Keynes (bien conocido, por lo demás) lo cité con un rápido comentario en ¿El capital contra el siglo XXI?, pp. 220-221, comentando que casi han pasado esos cien años y estamos igual o peor. [3] «Un escrito de resistencia» llama precisamente Xavier Alegre al Apocalipsis en su magnífico comentario: Memoria subversiva y esperanza para los pueblos crucificados, Madrid 2003, p. 35. [4] La primera vez que leí esa profecía (no recuerdo ya dónde), solía atribuirse a Mounier. Pero los amigos del Instituto Mounier de Barcelona me dicen que no se encuentra en sus escritos.

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TERCERA PARTE

La Iglesia, como siempre, necesitada de reforma «Yo, pecador y obispo, me confieso de soñar con la Iglesia vestida solamente de Evangelio y sandalias» (Pere Casaldáliga). «La Iglesia es como una señal eficaz (sacramento) de salvación; es decir, de comunión con Dios y entre nosotros» (Concilio Vaticano II). «Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada» (Mons. Gaillot, obispo de Évreux). «Una Iglesia que no interpela, no dice nada» (Paráfrasis de la anterior).

T

ODA INSTITUCIÓN HUMANA,

sobre todo si nace con fines muy loables, corre a la larga el peligro de que su lógico afán de autoconservación acabe pasando por delante de sus nobles objetivos. Esta ley de entropía histórica debe obligarnos a todos a un constante examen, más aún cuando percibimos la distancia que hay del socialismo al PSOE, del 15-M a Podemos, del sandinismo a la dictadura asesina de la Nicaragua actual, y del carisma de Chávez a la tremenda inmadurez de Maduro. Este peligro amenaza también a la Iglesia. Y a la Iglesia precisamente hay que exigirle más que a nadie, dado que se define como «signo eficaz de salvación» (o de «comunión con Dios y entre todos los seres humanos»). Desde el momento en que dejó de ser perseguida por el imperio romano, la Iglesia fue cobrando conciencia de este peligro: el imperio, tan peligroso cuando nos daba puñaladas en el pecho, es igual de peligroso ahora, cuando nos da palmaditas en la espalda, comenzaron a decir por entonces algunos Padres de la Iglesia. Y estas palabras 78

acabaron cuajando en la significativa definición de la Iglesia como «la casta meretriz». A la reforma luterana le ocurrió lo mismo: su excelente (y necesario) objetivo reformador quedó deformado muchas veces por su afán de subsistir y sus más que discutibles alianzas políticas. Nació entonces el célebre programa de la «Iglesia siempre necesitada de reforma» (ecclesia semper reformanda), que después hizo suyo el concilio Vaticano II, en oposición a la tesis de Pío IX de que la Iglesia no necesitaba ninguna reforma, porque Dios la había hecho totalmente a su gusto… Aún parece haber otra ley en la historia, resumida en ese refrán latino que siempre me ha preocupado: lo pésimo es la corrupción de lo óptimo (corruptio optimi pessima). Israel tiene la dignidad inmensa de haber producido la mejor figura de toda la historia humana: el judío Jesús de Nazaret. Pero soporta también la mayor vergüenza de la historia humana porque es el pueblo que crucificó a Jesús, por ese instinto de conservación antes evocado. Y hoy, Israel es el pueblo que ha producido figuras de la grandeza del mártir Isaac Rabin (premio Nobel de la paz en 1994) y personajes humanamente tan reprobables como Ariel Sharon y B. Netanyahu. Esta condición humana, que también se da en la Iglesia, no queda anulada por su dimensión sobrenatural: en la Iglesia conviven santos y pederastas. Y así como el pecado de Israel no justifica ninguna forma de «antisemitismo» (tan dolorosamente presente en la historia), tampoco el pecado de la «casta meretriz» justifica esa especie de «antisemitismo eclesiástico» o «cristianofobia sutil» (en la formulación ya citada de Pilar Rahola), presente hoy en algunos medios tan respetables como pueden ser el diario El País o la cadena SER (que son los que yo frecuento). En cualquier caso, esa condición de la Iglesia nos obliga a picotear un poco, en este capítulo, sobre «lo que dice el Espíritu a las iglesias» (Ap 2,7.11). Sin ningún afán totalizador, pero sí tratando de seguir el ejemplo del Apocalipsis, que, antes de lanzar sus duras críticas al imperio romano, denuncia los pecados de las siete iglesias de Asia (con el significado de totalidad que tenía entonces el número 7). Porque una Iglesia que no esté dispuesta a escuchar las críticas y a autocriticarse no podrá después criticar al mundo de hoy, tan necesitado de reforma. Comenzaremos, pues, por una rápida visión global (rápida, porque he hablado de ella en muchos otros lugares). Y seguiremos con algunos apartados concretos, quizá secundarios, pero no por ello menos importantes[1]. [1] Para completar y fundamentar teológicamente esta parte remito a Otro mundo es posible… desde Jesús (Segunda Parte: «Otra Iglesia es posible»).

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CAPÍTULO 1

Iglesia de Dios

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que lo más fundamental que pide el Espíritu a la Iglesia de hoy es esta triple tarea: ser de veras Iglesia de los pobres, una profunda reforma del papado y del episcopado y la unidad de los cristianos. Una insinuación sobre cada una de estas tres reformas. E DICHO OTRAS VECES

1.1. «Iglesia de los pobres» (Juan XXIII) Por una razón bien sencilla: Dios es primariamente un «Dios de los pobres». Y según las bienaventuranzas de Jesús, de las que hablaremos en la parte siguiente, los pobres son los propietarios de ese «reino de Dios» que anunciaba el Nazareno y para cuyo servicio existe la Iglesia. No creo que este punto necesite mucha ampliación. Baste con remitir al magnífico sermón del obispo Bossuet sobre «la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia»[2]. Así formulada, quizá se trate de una utopía inalcanzable, pero hacia la que siempre se puede ir caminando. Nos recordará que no basta una iglesia de clases medias que se preocupa por los pobres, sino que al menos ha de hacerse ese trabajo con la conciencia de que los pobres son «los señores» de la Iglesia. Por otro lado, solo tratando de ser iglesia «de» los pobres será verdaderamente iglesia pobre. 1.2. Iglesia «sacramento de comunión» (Vaticano II) Si la característica anterior apunta a la dimensión espiritual de la Iglesia, esta apunta a su dimensión estructural: las estructuras de la iglesia no son hoy estructuras de comunión. Francisco lo ha mostrado con sus gestos, ganándose la crítica de algunos conservadores porque «desacralizaba el papado», cuando, en mi opinión, más bien lo ha ido sacralizando «en espíritu y en verdad». La reforma profunda de la curia romana, aún pendiente, es quizá el aspecto principal de esta tarea, que deberá incluir otra reforma en el nombramiento de los obispos, devolviendo a las iglesias locales el protagonismo que tuvieron en este campo durante el primer milenio. Pues el procedimiento actual ha convertido en norma lo que era más 80

bien una posibilidad excepcional para situaciones en que peligraba la libertad de la Iglesia. Buena parte del escándalo que han dado algunos obispos en el desastre de la pederastia se debe a los fallos del sistema actual de nombramientos. No ha habido en esos ocultamientos toda la culpa moral que han pretendido algunos medios de comunicación, sino más bien una falta de aptitud para el cargo: eran hombres conservadores y poco audaces, elegidos no tanto por las necesidades de las iglesias que debían regir, sino por la comodidad de la curia romana. Finalmente, debo añadir que esta responsabilidad afecta no solo a los cargos eclesiásticos, sino a todo el pueblo de Dios. Para todos resulta pesada la sinodalidad, que no designa simplemente reuniones estáticas, sino un caminar juntos[3]. Y el pueblo de Dios está más acostumbrado a la sumisión pasiva que a la colaboración desinteresada. 1.3. Iglesia una Las cuatro notas de la Iglesia que define el credo podrían reducirse a esta sola. Pues la iglesia es santa por ser una. Debe ser una por provenir de los Apóstoles. Y será verdaderamente una siendo católica (universal, abarcadora de todo), porque la unidad de la Iglesia no es uniformidad indiferenciada, sino la máxima comunión en el máximo respeto a las diversidades. Vaticano II tuvo el arrojo y el acierto de llamar «iglesias» a todas las comunidades separadas tanto en el siglo XI en Oriente como con ocasión de la Reforma en Occidente. Pero hablar de «iglesias» pone de relieve una disonancia muy clara, si aceptamos en serio que la santa iglesia de Cristo es «una». Sin duda, hemos progresado mucho en aquello que antaño se llamaba «ecumenismo» y que muchos desautorizaban como utopía, olvidando que las utopías son las que abren camino hacia delante. Pero, a pesar de ese progreso (o precisamente como consecuencia de él), todas las iglesias deberían hoy sentirse incómodas ante esa pluralidad, sin darse por satisfechas con lo ya conseguido y esforzándose por seguir caminando hacia la unidad, que (como acabo de decir) no será uniformidad, sino unidad en la pluralidad: como ocurre, por ejemplo, en el Nuevo Testamento, que tampoco es un documento uniforme, sino claramente plural, aunque profundamente unificado por el señorío de Jesús y del Dios revelado por Jesús. 1.4. Y en España… A esas tres reformas urgentes en la iglesia universal habría que añadir otra muy importante entre nosotros. Como señaló hace años Rovira Belloso, la Iglesia congrega cada semana infinidad de gentes en las misas dominicales. Ello supone una inmensa capacidad de influjo. Pero, desgraciadamente, en España buena parte de la predicación de esos domingos suele ser sencillamente infame. Ni exposición de la fe cristiana ni comentario de la Palabra; solo un moralismo genérico, con tonos de reprensión muchas veces, que ni fortalece la fe, ni infunde esperanza, ni enseña a amar. No sé qué 81

formación se da en los seminarios, pero sí creo que hoy más de dos seglares predicarían mejor que algunos curas. Francisco ya alertó sobre esto en la Evangelii gaudium. Me ha ocurrido varias veces que, estando de viaje, he asistido como fiel a alguna misa dominical. Y casi siempre salía de ella admirando la increíble paciencia de muchos fieles. Aunque debo reconocer que, como me voy quedando sordo, quizás últimamente mi mala impresión se deba a que no he me enterado bien. Tampoco quiero generalizar, porque mi experiencia es limitada. Pero el tema es importante. En fin: no quisiera que esto irritara a nadie, pero sí que hiciera reflexionar a algunos. Porque materiales para preparar la homilía se ofrecen hoy muchos. Aunque es cierto que la clave no está en esos materiales, por buenos que puedan ser, sino en la formación dada en algunos seminarios. ¿No convendría pensar que la Iglesia no es «nuestra», sino que es, simplemente, «de Dios», infinitamente más grande que nosotros? [2] Un resumen bastante amplio de ese sermón se encuentra en el libroantología Vicarios de Cristo: los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, texto 90. [3] Odos, en griego, significa «camino».

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CAPÍTULO 2

Iglesia de hoy

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SIMONE WEIL que no basta con que haya santos, sino que deben ser los santos que el mundo de hoy necesita. También aquí urgen reformas muy necesarias. Señalaré tres campos. ECÍA

2.1. Lenguaje significante Ya expresé en otro lugar (aunque muy rápidamente) la preocupación que debe producir a todo evangelizador y a todo catequista la pérdida de significado del lenguaje eclesiástico y litúrgico de hoy en día[4]. Ahora no se trata de la predicación a que acabamos de aludir, sino del lenguaje «oficial» de nuestras liturgias. Muchas veces, no es cuestión de suprimir vocablos poco inteligibles hoy (vg. «el cordero de Dios»), pero sí de incorporar universos lingüísticos que, más allá de las palabras, configuran –y transmiten– una manera de comunicar y una manera de ver. El hecho es que hoy buena parte del lenguaje eclesiástico se ha vuelto «opaco» o sordo. No resuena. El lenguaje de las oraciones de la misa ayuda muy poco a rezar. Yo me lo interpreto y me lo completo. Pero la multitud de buenas personas que están «oyendo misa» no pueden hacer eso. Y luego nos será más cómodo acusarles de malos cristianos porque no van a misa, en vez de preguntarnos a nosotros mismos cuánta parte tenemos en esa ausencia. ¡Qué contraste, por ejemplo, con el lenguaje de las nuevas plegarias V, que ayuda a orar mucho más![5] Para comprender el valor del lenguaje quizá no esté de más una reflexión sobre las parábolas de Jesús. Para empezar, el término hebreo que traducimos por «parábola» (mashal) significa también enigma o dicho provocativo, más que un cuento inocente o alegórico[6]. Y J. P. Meier insiste en que, al revés de lo que muchos piensan, las parábolas de Jesús no pertenecen al género sapiencial, sino que se insertan en la tradición profética[7]. Las parábolas de Jesús necesitaban ser explicadas: los mismos evangelios añaden a veces una explicación de las parábolas que, en muchos casos, no es la que dio el mismo Jesús, sino la que cada evangelista cree que necesita la comunidad para la que escribe. Esa necesidad se percibe mejor viendo la otra versión de algunas parábolas que encontramos fuera de los evangelios, ya sea en los apócrifos o en otros escritos del 83

judaísmo[8]. Esas otras versiones son siempre claras y tranquilizadoras, mientras que las parábolas evangélicas resultan enigmáticas y provocativas. Todo lo cual se ve confirmado por la cita tan difícil de traducir de Isaías, que (según los tres sinópticos) justifica las parábolas: «para que viendo no vean y oyendo no oigan, porque tienen el corazón endurecido…». Un ejemplo de esto puede ser la primera de ellas: la del sembrador. En realidad, es una provocación económica; y si Jesús la dijera hoy, se llevaría como mínimo alguna advertencia del FMI o del Banco de España: estás invirtiendo alocadamente; estás malgastando las semillas; etc. Pero Jesús quiere decir que el Reino se ofrece a todos, no solo a los solventes acreditados. Y los que dan fruto en él valen por los que no lo dan (desde el 30 al 100 % es un margen de beneficio inaudito). Hoy, en cambio, las parábolas evangélicas no resultan enigmáticas ni provocadoras. Suenan más bien a simples evidencias, puestas en forma narrativa para gente inculta. Visto lo cual, voy a permitirme parafrasear algunas parábolas, o algunos dichos de Jesús, buscando, más que una enseñanza clara y distinta, una sacudida que nos haga pensar y que resuene en nosotros. Huelga decir que solo quieren ser ejemplos y que la responsabilidad de esas versiones libres es solo mía. Por supuesto. 2.1.1. Parábola del buen patriota Según unos evangelios apócrifo-lucanos recientemente descubiertos, Jesús de Nazaret explicó una vez que el amor patrio no consiste en engrandecerse uno con los méritos de quienes conviven con él, sino en tratar de servir a los compatriotas. El amor patrio no es una ocasión para engrandecernos de matute, sino un deber para con los compatriotas, sean quienes sean. Entonces un intelectual, queriendo justificarse, le preguntó: «y ¿quién es mi compatriota?». Y Jesús respondió: «Un hombre bajaba en bicicleta desde Sant Cugat a Barcelona por la Arrabassada, cuando fue agredido por unos ladrones que le robaron la bici y lo dejaron medio muerto en la cuneta. Al poco rato pasó por allí un cura (algunos exegetas preguntan si sería un jesuita del Centre Borja de Sant Cugat…) que, viendo al hombre, siguió adelante sin detenerse, porque tenía que llegar a tiempo para una reunión en no sé qué convento de Barcelona. Poco después, pasó un político, que tampoco se detuvo, porque había sesión en el Parlament, y quería llegar antes para negociar algunos votos. Más tarde pasó por allí un madrileño que, al verlo, detuvo su coche, le hizo un torniquete, avisó a la policía y trasladó al herido a las primeras urgencias que le indicó su GPS. Antes de marchar avisó a la policía y habló con la dirección del hospital, diciéndoles: no conozco la identidad sanitaria de este señor, pero si necesitaran algo, aquí tienen mi teléfono y no teman avisarme… – «¿Quién de todos te parece que fue compatriota del hombre caído en la Arrabassada?». 84

El intelectual respondió: «supongo que aquel que vendó sus heridas y le atendió». A lo que Jesús replicó: «has dicho bien. Haz tú lo mismo y serás un buen patriota». 2.1.2. De epulones y Lázaros[9] Como la vida da vueltas impensadas, un buen día, por una coalición tácita entre Trump, Putin y Arabia Saudí, el Daesh dominó Europa. Nacionalizó todos los Bancos y prometió matar a cualquier jefe de estado o de gobierno que no fuese musulmán. Tras varios intentos fallidos de huida por Occidente (pues Gran Bretaña cerraba el paso, irritada por la falta de acuerdo sobre el Brexit), alguien recordó desde París aquello de que «siempre nos quedará Casablanca». Así fue como Frau Merkel, Mariano Rajoy con su ministro del interior, Macron, Orbán, el presidente polaco Duda, los señores Renzi y Gentiloni y una larga lista que ocuparía todo el espacio de que dispongo se encontraron en una patera inversa (de Algeciras a Marruecos) para, desde allí, volar a diversos países de América Latina o Canadá… Acostumbrados a los asientos VIP de los aviones en que solían viajar, se sentían ahora muy apretados. Resistían porque sabían que la distancia era muy corta. Pero he aquí que, a la mitad del camino, se quedaron sin gasolina. Y eso que el señor que les proporcionó la patera aseguró haber llenado bien el depósito y, además, se lo había hecho pagar a cada uno de ellos. Como una desgracia nunca viene sola, en ese momento se levantó un tremendo oleaje que les llevaba por donde no sabían, amenazando con volcar la embarcación. «Tranquilos –dijo alguien–: somos gente muy importante, y el primer mercante o crucero con que tropecemos nos recogerá». Pero he aquí que los barcos que cruzaban el Mediterráneo habían acordado desconectar los radares para no recibir ningún aviso de embarcaciones migrantes perdidas. Así lo aclaró el primer ministro italiano, que lo sabía de buena fuente. Confiaron entonces en la ayuda de alguna ONG de esas que con tanta solidaridad rescatan a los perdidos en el mar. Pero el ministro español del interior les advirtió que él había recomendado a las ONG abstenerse de recoger a esos presuntos náufragos, porque así no hacían más que incrementar el efecto-llamada y crear problemas… Tranquilos, no obstante. Gracias al progreso tecnológico y a las cláusulas secretas de algún tratado comercial, resulta que los gobernantes alemanes habían obtenido de Silicon Valley un último modelo de teléfono inteligente, aún no comercializado, pero que permitía nada menos que conexiones con el más-allá. No con el mismísimo cielo, que eso aún no se había logrado, aunque, seguramente, llegaría pronto; pero sí con eso que el evangelio llama «el seno de Abrahán», donde, por lo visto, es más fácil conectar desde la Tierra. La señora Merkel, bien porque tenía la conciencia más fina o porque recordaba que, cuando Alemania tuvo deudas, ella hizo subir el tope de deuda de la UE hasta el 6 % y luego volvió a bajarlo al 3, no quiso hablar ella y encomendó la tarea al ministro español del interior. Este explicó humildemente a Abrahán la situación en que se encontraban: varios días perdidos y cada vez más hambrientos y sedientos, porque bebían agua salada. 85

Si al menos cayeran unas gotitas del cielo, ellos las recogerían; y si algunos peces saltaran sobre la barca, tendrían algo que comer… –Hijo, ya sabes que entre vosotros y nosotros hay un abismo inmenso. Desde eso que vosotros llamáis «el Cielo», no intervenimos en el funcionamiento de la Tierra, a la que Dios ha dado su autonomía. Solo procuramos llamar al corazón de los hombres, como hicimos varias veces con vosotros, pero sin éxito… Además, vosotros comíais y bebíais suculentamente, cuando os reuníais para proteger vuestras fronteras, mientras muchos inocentes morían en ese mar en el que ahora estáis. Tu país no acogió ni al 10 % de los que se había comprometido a acoger… –Pero disponemos de fondos para recompensar debidamente a quien nos ayude, o para ofrecer una ristra de misas gregorianas que llegue hasta casi el fin de los tiempos… –explicó el ministro, que comenzaba ya a preocuparse. – Recuerda, hijo, que ahora el Daesh se ha incautado de los Bancos. España cambió solapadamente la Constitución para que el primer destino de todo dinero fueran los acreedores. Y ellos dicen que les debéis mucho dinero por el tráfico de esclavos, por la forma en que Europa se repartió África en el siglo XIX; incluso porque subvencionáis vuestros productos agrícolas mientras a ellos les imponéis el libre comercio… – Sí, padre Abrahán; pero mira: tenemos hijos y nietos en Europa. No queremos que tengan que pasar lo que estamos pasando nosotros. Si bajara a avisarles un ángel o, quizá mejor, alguno de esos que murieron ahogados en el Mediterráneo y ahora están ahí arriba… Porque me temo que eso de las llamadas al corazón no es suficiente en el mundo rico. – Ya tienen al papa Francisco, a Amnistía Internacional, a Caritas, a Ecologistas en Acción y a otras muchas voces que no paran de deciros lo que deberíais hacer. No tienen más que escucharlos. – Sí, padre Abrahán, pero mucho nos tememos que no los escucharán. En cambio, si viniera alguien del «más allá» sí que le harían caso. – Pues no, querido ministro. Si no hacen caso a Francisco ni a Amnistía Internacional…, tampoco escucharán a ningún otro, por más que resucite de entre los muertos… 2.1.3. Cuento de Navidad Por aquellos días salió un decreto de la Generalitat de Catalunya diciendo que, por fin, habían recibido del gobierno de Madrid autorización para conceder papeles a todos los inmigrantes que cumplieran determinadas condiciones de años en el país, contrato de trabajo etc., y que el plazo para entregarlos concluía a finales de diciembre. Muchos inmigrantes se pusieron en camino hacia Barcelona, abarrotando el Euromed, los AVE y las autopistas. Desde un pueblecito innominado cercano a la gran urbe, y en un tren de cercanías, subió también Joseph, un inmigrante de Alepo, con su esposa Myriam, que estaba encinta. La gestión de los papeles duró tanto tiempo que, cuando por fin los tuvieron, era ya muy tarde y no había trenes para regresar a aquel pueblo miserable. Recorrieron todas 86

las pensiones baratas de Barcelona, sin encontrar lugar en ninguna. Algunas familias les ofrecieron una habitación en su piso, pero a unos precios abusivos, inasequibles para la pareja. Al final, tras dar mil vueltas por Barcelona, encontraron allá por La Mina un antiguo garaje abandonado. «Por una noche nos arreglaremos, y mañana tempranito salimos ya hacia casa», dijo Joseph a su mujer, medio avergonzado y como pidiéndole perdón. «Por supuesto», sonrió ella, «una noche pasa rápido». Pero ocurrió que, estando en aquel garaje, se le cumplieron a ella los días del parto y dio a luz un primogénito. La previsora Myriam, que había llevado consigo unos pañales, lo envolvió en ellos y lo recostó en la carrocería de un viejo coche abandonado y en desguace. Había por aquellos días varias personas durmiendo en las iluminadas calles de Barcelona. Y he aquí que, aquella noche, a todas ellas les pareció oír una voz que les decía: «Vais a saber una gran noticia que os llenará de alegría: os ha nacido un salvador, y esta es la señal: lo encontraréis en un garaje abandonado en La Mina, envuelto en pañales y recostado en la butaca de un viejo coche destrozado». Alguno de esos transeúntes creyó que el vino le estaba jugando una mala pasada, pero vio que un compañero que dormía unas casas más adelante había recibido el mismo aviso; y otro un poco más lejano, exactamente lo mismo. Visto lo cual, se pusieron todos en camino y fueron encontrando a otros varios durmientes de calle que se dirigían como ellos hacia el garaje. Una vez allí, al ver al niño se quedaron sobrecogidos, como en éxtasis; y, no teniendo otra cosa, ofrecieron a Joseph un cigarrillo y un trago que llevaban; y algunas sobras de sus cenas a Myriam. Días después, aparecieron por Barcelona unos imanes que venían en coche desde Irán, preguntando donde vivía el Salvador del mundo, pues sabían que había nacido por allí poco tiempo antes. La noticia corrió como un reguero de pólvora, porque dio la casualidad de que llegaron el mismo día de la cabalgata de Reyes, con lo que se encontraron casi todas las calles cortadas y tuvieron que parar para preguntar caminos alternativos: «Hemos venido muy bien, con la ayuda de un GPS; pero al llegar a Barcelona se nos ha parado. Y para nosotros es muy importante encontrar a ese niño, que debe de estar por aquí cerca». La noticia llegó enseguida a los mossos d’esquadra que andaban vigilando la cabalgata. Inmediatamente avisaron al Conseller de interior, el cual se puso enseguida en contacto con Madrid. «Vienen a preparar un atentado: de eso no hay duda», le dijeron desde Madrid. «Sí, pero, por lo que hemos oído, andan buscando a alguna persona concreta que debe de ser el jefe del Daesh, que estará en ese pueblo; seguramente nos han dicho que era un niño para despistar. Pero nos interesa más localizar a ese personaje». Así, se acordó dar a los imanes toda clase de facilidades e ir siguiéndolos hasta localizar al personaje que ellos buscaban. Una vez obtenida esa información, «diremos simplemente que han sido abatidos; y no habrá problema, porque la gente ya no pregunta más cuando se trata de presuntos terroristas». De pronto, a los imanes volvió a funcionarles el GPS. Llenos de alegría, se dejaron 87

conducir hasta la casa de Myriam y Joseph, vieron al Niño, rezaron con la familia, les ofrecieron unos regalos de Siria y de Irán que no era fácil encontrar en España y, guiados otra vez por el GPS, se volvieron a su país por otro camino, conduciendo hacia el Sur y embarcando allí el coche… Al día siguiente, en varias iglesias de Barcelona se cantaba una coral cuya letra decía así: «Gloria a Dios en los humildes, que son lo más grande de la Tierra. Y paz a los que aman la sobriedad y la profundidad interior, que son las únicas fuentes de la paz verdadera». 2.1.4. «Los pederastas y los corruptos os precederán en el reino de los cielos» Aquí no va de parábola, sino de otra extraña frase de Jesús (cf. Mt 21,31). Comprendo bien el escándalo y la indignación que puede suscitar ese título. Según y cómo, yo soy el primer indignado. Pero ese escándalo puede ayudarnos a comprender el impacto de la misma frase cuando Jesús la dijo referida a «publicanos y prostitutas». La terminología de Jesús ya no nos escandaliza, porque hoy no hay publicanos (al menos con ese nombre), y las prostitutas son hoy, en un 90 %, víctimas de la trata de blancas, cosa que no ocurría entonces; mientras que la meretriz de Lucas 7 parece ser una prostituta de aquellas «de alto standing». (Prescindiendo ahora de si se identifica o no con «la Magdalena» del capítulo siguiente, pregunta que, en mi opinión, nunca obtuvo respuestas científicas y a la que hoy, en la era de la posverdad, se le dan respuestas sentimentales). Por ambas razones, los términos de la denuncia de Jesús (publicanos y prostitutas) ya no hieren nuestros oídos. Pero si situamos esa terminología de Jesús en su época, resultan ser dos de los calificativos moralmente más escandalosos. Se comprende así la reacción de «ganas de acabar con él» que provocaba Jesús en los doctores y cumplidores. Y la que puede provocarnos a nosotros hoy su paráfrasis en mi título. Porque, por otro lado, las víctimas son para Dios más sagradas y más dignas de cuidado de cuanto puedan serlo para el mejor de nosotros. Y los pederastas y los corruptos le provocan a Dios más dolor y más indignación de la que pueden provocar a todos los biempensantes de nuestros días y a cualquiera de nosotros. Aquí aparece lo que el japonés Kazoh Kitamori califica como el «dolor de Dios» y que define así: «el amor de Dios triunfando sobre su ira». En nosotros, tan incapaces de amar, es casi imposible que nuestro amor triunfe sobre nuestra ira. Tenemos tanta capacidad para condenar como incapacidad para compadecer al que condenamos. Aquello de «odiar al pecado y amar al pecador» nos lo aplicamos a nosotros y a nuestras pequeñas (o grandes) infidelidades. Pero si intentáramos llevarlo a la práctica, tendríamos que añadir a todo cuanto estamos condenando (¡y con plena razón!) otra palabra dirigida a esos ejemplos de bajeza moral: pederastas y corruptos. Una palabra más o menos como esta: «Condenamos vuestros actos, pero no queremos condenar a vuestras personas. No sabemos cuántas veces se cumple aquello de que el verdugo de hoy fue una víctima ayer. No podemos ser jueces de nadie, porque eso sería erigirnos en dioses. También para 88

pederastas y corruptos sigue habiendo hoy una posibilidad y una oferta de rehabilitación y de perdón. También para vosotros sigue vigente la palabra bíblica: aunque vuestros pecados sean rojos como la grana (y lo son), pueden volverse blancos como la nieve». En los mundos de ETA y de las FARC colombianas se han dado historias estremecedoras de reconciliación y de abrazo entre víctimas y verdugos. Que no han tenido publicidad, porque el bien no hace ruido, y la publicidad del mal genera muchos más ingresos; pero que devuelven al género humano una calidad humana y una posibilidad de admiración mayores que todo el desprecio que merecemos con tanta frecuencia. Y si somos cristianos, sabemos que por un pederasta o un Bárcenas arrepentido habrá en el cielo más alegría que por todos nosotros. Tomar en serio las palabras de Jesús no significa, por tanto, cohonestar a los publicanos y las prostitutas. Pero sí que es una llamada a no sentirnos superiores a ellos. Cuentan que el gran Francisco de Asís, ante cualquier crimen o atrocidad moral de que tenía noticia solía decir: «Yo, en su lugar, quizás habría hecho lo mismo». Era una manera de no sentirse mejor, sino, simplemente, privilegiado, más afortunado y, precisamente por ello, más responsable. Solo si intentamos acercarnos a esa manera de sentir evitaremos ponernos por encima de ellos. Algo de eso intuía el genio de Nietzsche en su denuncia de la moral como hipocresía. Pero esas palabras del loco de Basilea nosotros solo las aplicamos cuando los otros nos hablan de moral, no cuando moralizamos nosotros. Con lo que acabamos dándole la razón sin querer. Y dejando a Nietzsche, eso mismo es lo que enseña Pablo de Tarso en los capítulos 9-11 de su Carta a los Romanos, hablando de la relación entre judíos y paganos. No niega nada de la bondad y cierta superioridad de aquellos («de ellos son las promesas», etc.). Pero, al aplicarse esa superioridad a sí mismos y no a la elección de Dios, se han quedado por detrás de los paganos. Y Dios se ha valido de ese pecado suyo para abrir las puertas a los de fuera: se creyeron hijos de Jacob y han acabado siendo hijos de Esaú, dice Pablo aludiendo a esos dos hermanos bíblicos. Para añadir enseguida que, si ahora los paganos se sienten superiores a los judíos, dejarán de ser la iglesia de Jacob para pasar a ser la iglesia de Esaú. Y Dios se volverá entonces a los judíos. Así se vale Dios del pecado de todos para salvarlos a todos. Pablo no tenía el don de la expresión clara: era demasiado impetuoso para ser diáfano. Por eso se enreda un tanto en sus explicaciones y prefiere terminar con mil exclamaciones de asombro sobre los designios y la sabiduría de Dios, las cuales le permiten callar. Pero creo que al menos podemos intuir por dónde va[10]. En cualquier caso, no debemos sentirnos mejores, sino solo más agradecidos y más responsables. ¿Y no parece que, si intentáramos sentir algo de eso, sería mucho más fácil la convivencia humana, que hoy se está degradando a niveles alarmantes?

APÉNDICE Un comentario que me parece útil 89

El comentario que voy a citar apareció primero en el blog de «Religión Digital». Aunque la mayoría de los comentarios en ese portal carecen de argumentos y recurren más al insulto, a la burla o a la pelea entre ellos, me parece útil analizar este, porque refleja bastante bien la reacción que puede producirnos a veces Jesús. Decía así: «¿Qué tal si el autor del artículo se pusiera en el lugar de un jovencito que ingenuamente entró en un seminario y se encontró con un McCarrick? ¿O en la piel de un argentino que, por culpa de un gobernante corrupto, no tiene, en pleno siglo XXI, agua corriente? ¡Qué forma tremenda de encubrir infamias!». No sé si el desconocido autor de ese cometario pensará también: ¡qué forma tan tremenda tenía Jesús de encubrir la infamia del hijo pródigo y la del publicano de la parábola! Porque lo curioso es que esas infamias que cita el comentario son reconocidas también en el texto propuesto aquí, que habla expresamente de «la ira de Dios» (superior a todas nuestras iras). En cambio, si intentamos comprender confiadamente la enseñanza y la interpelación de Jesús, aprenderemos algo fundamental para ser cristianos: cuando nos creemos buenos frente a los otros, nuestra bondad se evapora, como el agua cuando hierve, y pasamos de buenos a fariseos. Jesús avisaba, a todos los que intentan obrar bien, del peligro de que nuestras obras buenas no nos den un corazón bueno, sino un corazón duro. Y generalizando un poco más: cuando con razón nos sentimos maltratados, tenemos el peligro de utilizar nuestra razón para ponernos en el lugar de Dios, en lugar de saber que es Dios el que se pone en nuestro lugar. Es muy frecuente en las relaciones humanas que toda la razón que tenemos la perdamos por el uso que hacemos de ella (vg. para justificar la pasión de nuestra ira o nuestro afán de venganza). Y eso nos impedirá convertirnos de todo lo que también nos tenemos que convertir ante Dios. Con lo cual, las infamias recibidas nos vuelven infames a nosotros. Pero la significancia que aquí buscamos no está solo en las palabras. Demos, pues, un paso más. 2.2. Devolver significado a los símbolos No cabe duda de que el hombre (y quizás aquí no baste el sentido inclusivo; porque habría que explicitar: «y más aún la mujer») es un ser simbólico. Los símbolos unas veces «dan que pensar», como dijo Paul Ricoeur en una frase ya famosa. Pero otras veces degeneran en meros gestos o ritos vacíos que, más que a pensar, ayudan a tranquilizar. Se nos dice que hoy vivimos un reflorecimiento de los símbolos. Pero me temo que se trate de esa segunda clase de símbolos vacuos, como las banderas, que, para mi gusto, deberían desaparecer precisamente porque no ayudan a pensar. Para no molestar a nadie 90

con alusiones «políticas», voy a ceñirme al campo que ahora tratamos y que es el eclesiástico. 2.2.1. Sacramentos Los grandes símbolos de la vida de la Iglesia son los sacramentos. Permítaseme, pues, preguntar: ¿no se nos han convertido los sacramentos en unos simples ritos mágicos que han perdido su capacidad significativa y que, precisamente por eso, no sabemos si comunican Gracia, porque (según la teología más tradicional) «los sacramentos actúan en cuanto significan»?[11] Para empezar, los sacramentos no son meros actos individuales, sino de la Iglesia. Y si la Iglesia se define como comunión, deberán transmitir alguna sugerencia o experiencia comunitaria. Hace años apareció en Cristianisme i Justícia un Cuaderno sobre los sacramentos titulado «Símbolos de fraternidad», que dejaba colgada la pregunta de hasta qué punto nuestros sacramentos suenan hoy como armónicos de esa gran melodía de la fraternidad. Repasémoslos un poco. Bautismo y Confirmación visibilizan, ante todo, la entrada en un pueblo de hermanos en el que seremos ayudados a superar ese pecado original del odio y la enemistad o la envidia que impregnan y vician toda la atmósfera relacional de la historia humana. La Penitencia (o Reconciliación) quiere significar un cambio de rumbo cuando nos habíamos desviado de la senda de la fraternidad, junto con la fe en que Dios ya nos ha perdonado. Nuestra petición de perdón es tan solo la manera de recibir lo que Dios ya nos ha otorgado. La Eucaristía (de la que ahora hablaré un poco más) nos sienta en la mesa del Amor para compartir ese Pan que nos nutre de solidaridad. El Matrimonio como sacramento quiebra esa idea de la familia como pequeño clan de seguridad, para saltar desde el amor humano y el amor familiar hacia esa gran familia de la fraternidad universal. Por eso exige de alguna manera ser irreversible, sin cambiar de pareja como se puede cambiar de casa. El Ministerio Eclesiástico es, ante todo, una tarea de anuncio y realización de nuestra filiación divina, de la que brotan la fraternidad y la igualdad humanas[12]. La Unción de los Enfermos (que, en mi opinión, no debería perder su otro nombre de «extrema unción») nos prepara para esa otra dimensión de la fraternidad crística, ayudándonos a no perder nuestra sensibilidad fraterna incluso en aquellos momentos en que el dolor y la debilidad nos encierran más en nosotros mismos… Aquí surge la pregunta: ¿es eso lo que realmente se vive en nuestras celebraciones sacramentales? Me temo que no. Y para no extendernos en otro tratado de sacramentos, atendamos un momento al central y «madre» de todos ellos: la celebración de la Cena del Señor. Hace dos o tres años, un autor muy leído, Pablo d’Ors, publicó una breve nota en Vida Nueva donde se preguntaba si habría alguien capaz de meter mano en todo el embrollo de nuestras celebraciones sacramentales, con especial alusión a la eucaristía. 91

Poco después, un obispo le contestó algo dolido en la misma revista. Dos cosas me llamaron la atención en esa respuesta episcopal: una era la alusión velada a si Pablo d’Ors podría negar la transubstanciación (con alusiones a la Mysterium fidei de Pablo VI). Dejemos ahora la duda que eso me produjo de si el autor de esa respuesta había entendido bien lo que significa la transubstanciación, porque en la presencia real eucarística se trata del cuerpo del Resucitado, no del cuerpo terrenal. Y eso cambia mucho la noción de substancia. El otro punto, que incide más sobre lo que ahora intento explicar, era la anécdota de una turista que, cuando el citado obispo estaba en oración ante el Santísimo, le preguntó qué hacía allí. Y ante la respuesta del prelado de que allí estaba Dios, la muchacha se limitó a comentar «¡Pues que Dios tan pequeño!». Aunque nuestro obispo cuenta esa anécdota con cierto orgullo, la pequeñez de Dios que profesa el cristianismo no tiene nada que ver con dimensiones o medidas materiales, sino más bien con su renuncia al poder por respeto a nuestra libertad y con su asunción de las condiciones más ínfimas de nuestra existencia. ¡Ese sí que es verdaderamente un Dios extraño y empequeñecido! Pero si evoco este amago de polémica, es para subrayar que, en mi humilde opinión, la pregunta de D’Ors mantiene vigencia y urgencia. Hay una razón sociológica que ayuda a comprender por qué. Me refiero, por supuesto, a que, con la descristianización de más de media España, nuestros sacramentos (en concreto, bautizos, bodas y primeras comuniones) se han convertido en puros actos sociales carentes de todo contenido creyente. Por la inercia de nuestro pasado (o «por no disgustar a los abuelos»), mucha gente sigue acudiendo a ellos. Pero lo hacen como quien va a una fiesta pagana y no a una celebración cristiana. Pues bien: ese es el primer rasgo que debería desaparecer de nuestras liturgias sacramentales. D. Bonhoeffer habló hace años de la necesidad de una «disciplina del arcano». Lo hizo porque en la Alemania nazi, y con la complicidad de las iglesias protestantes, muchas celebraciones iban dejando de ser verdadero «Gottesdienst» (servicio de Dios, clásica palabra alemana para los actos litúrgicos) y se convertían en actos de exaltación nacionalsocialista («Heimatsdienst» o algo así, habría que decir). Esto motivó que una parte de aquella iglesia (la llamada «iglesia confesante») se separase de la iglesia oficial y buscara reservar los actos de fe a solo creyentes. Sin ponernos tan trágicos como en tiempos de Hitler, algo parecido ocurre hoy con nuestros sacramentos. Veámoslo. a) Poca gente acude ya a un bautizo para celebrar algo tan serio como la entrada del niño en la Iglesia y el compromiso de esta en el sentido de ayudarle a vivir con unos criterios ajenos a los del dinero, la prepotencia y la comodidad que rigen esta sociedad nuestra. La gran mayoría acude a una fiesta social, pagana, donde lo importante no es el compromiso por el futuro cristiano del niño, sino cosas como estrenar ropa, exhibirla y quizá criticar a alguno de los asistentes. Los padrinos no creen contraer una responsabilidad sobre la futura vida cristiana del niño, sino que son designados como un favor o acto de amistad especial por parte de los padres. 92

b) Con las primeras comuniones ocurre exactamente lo mismo. Buena parte de los asistentes llevan años sin pisar un templo. Ahora acuden allí con el mismo espíritu exhibicionista de quien asiste a una fiesta y con la idea de que el acto religioso es tan solo un «peaje» para el banquete posterior, que es la verdadera fiesta[13]. Más que el hecho de que la criatura participe en la Cena del Señor, les importará el vestido que le han puesto sus padres; si han gastado mucho o poco en él; y quizá también si les parecerá bien el regalo que ellos llevan o han enviado y que no haría ninguna falta en un sacramento auténtico. Triste y significativo a la vez es el dato de que, cuando nuestra pasada crisis económica, bastantes familias dejaron de celebrar la primera comunión del niño, porque estaban sin medios económicos para todos los gastos sociales adjuntos. Mucho me temo que Pablo habría vuelto a gritar aquello de «¡eso ya no es celebrar la cena del Señor!». c) Y exactamente lo mismo, pero en tono mayor, se dará con las bodas (incluso las conocidas como «por la iglesia»): muchos no acuden para ser testigos de un extraño compromiso de fidelidad perenne (que traduzca el amor irreversible de Dios a toda la humanidad), sino más bien a competir en elegancia. Aquí tiene su razón de ser la llamada «disciplina del arcano»: la asistencia a esos sacramentos debería quedar discretamente reservada a cristianos convencidos y comprometidos con su fe. De momento, no veo más camino que separar y duplicar las celebraciones: que haya una fiesta social para celebrar el nacimiento del niño, su llegada al uso de razón y su emparejamiento. Allí pueden abundar los regalos, fotos y banquetes. Pero luego de ellas, y al margen de ellas, otra ceremonia minoritaria y discreta, donde los padres y la pequeña comunidad creyente se comprometen con la fe futura de aquel bebé, reciben por primera vez en la cena del Señor a aquel niño, para que aprenda a vivir en solidaridad (en «comunión») con todo el género humano, y se convierten en testigos agradecidos de la voluntad de una pareja de luchar para que su amor no se rompa nunca. Luego de eso, ya quedará tiempo y espacio para celebrar unas bodas «de Caná» en las que no falte el mejor vino. Y a las que también Cristo puede ser invitado. Pero cada cosa en su momento. Aún queda mucho por decir. Pero lo dicho muestra el relieve de la pregunta de Pablo D’Ors: a ver quién le mete mano a todo esto… 2.2.2. ¿Navidades heréticas? Comencemos con el texto de un dibujo que, creo, era del inefable Cortés: «Si la gente pensara seriamente en lo que significa que Dios se encarne –que se ponga radicalmente de parte de los más pobres y demuestre que la única religión verdadera es el amor verdadero–, si la gente pensara de verdad a qué les compromete decir que Dios nació en Belén…, probablemente no se pondrían tan contentos cuando llega la Navidad». Cuando Fidel Castro decidió suprimir las navidades, medio mundo se le echó encima por ateo y anticristiano. Concedo que medidas de ese tipo no pueden imponerse dictatorialmente. Pero queda pendiente otra pregunta: ¿verdaderamente era esa medida 93

«anticristiana»? ¿O, por el contrario –como era el caso cuando acusaban a Jesús de «blasfemo»–, era más profundamente cristiana que la de sus acusadores? Veámoslo un momento. El nacimiento de Dios, ¡del mismo Dios!, en pobreza y desamparo humanos lo hemos convertido en un aquelarre de consumo inútil que ya no revela nada de la solidaridad de Dios con nosotros, sino de nuestra insolidaridad con los demás. Visto desde ese divino «amor hasta el extremo» (como dice un evangelio), lo que debería ser la fiesta de lo humano se ha pervertido en la fiesta de lo inhumano. El establo ha sido sustituido por algún «Corte Inglés»; la compañía del buey y la mula por la del cochinillo y el cava. Los socialmente despreciados («pastores») y los extranjeros («magos») –únicos que, según el evangelio, perciben y anuncian el nacimiento de Dios– son hoy unas figuras bucólicas bien vestidas y unos «reyes». Por eso no tienen ya nada que anunciarnos, como no sea que la vida carece de sentido y que solo podemos llenar esa carencia consumiendo. La noche fuera de la ciudad, «sin lugar en la posada», se ha travestido en las arterias bien iluminadas de nuestras urbes, donde se malgasta energía para animarnos a derrochar dinero. La solidaridad de Dios, que se revela dándose hasta el anonadamiento, la pervertimos en solidaridades artificiales que rifan objetos de famosos. Y en lugar de celebrar el nacimiento de Dios, celebramos el nacimiento del Despilfarro. Cada año, familias que se reunían por inercia bajo ese eslogan de celebrar el cariño y la unión familiar, se despiden más distanciadas y más enemistadas, sobre todo si ha andado de por medio el dinero. Al final, una publicidad detestable nos escupe una pésima paráfrasis de Bécquer diciéndonos: «Navidad eres tú». Así es como la fiesta del amor se traviste en fiesta del egoísmo. Guinda de toda esta perversión puede ser aquel tristemente célebre belén del hospital de Castellón, dado a conocer hace dos o tres años por estas fechas: 90 000 euros anunciados por algún ángel moderno, y no precisamente a los pastores ni a los enfermos… Si esto no es blasfemia y herejía, que venga la Congregación de la Fe y que lo diga. Concedo que no siempre fue así. Muchos villancicos todavía reflejan poética e ingenuamente ese encuentro de la mejor humanidad en lo sencillo, y de lo material como expresión (no como sustitución) de lo espiritual. Incluso llama la atención la pretendida ingenuidad de muchos villancicos, tanto en castellano como en catalán o en inglés: «la Virgen se está peinando debajo de una palmera; los cabellos son de oro…»; «pansas i figues i mel i mató para el noi de la Mare»; o «Mary’s boy child Jesus Christ… born a christmas day». Esa sensación pretendida, como de cuento de hadas, es una invitación a recuperar una «segunda inocencia» para recibir como niños el Reinado de Dios, porque, en definitiva, vivimos en una promesa verdadera que supera todos los cuentos de hadas engañosos. Me pregunto, pues, qué nos queda hoy de esa invitación tan navideña a recuperar una segunda inocencia. Y lo que ahora denuncio es fruto de esa inevitable «entropía», que es también una ley de la historia y no solo de la física. Y que se agudiza al descristianizarse la sociedad. 94

De manera sencilla y nada agresiva, eso debería preocuparnos a los cristianos. ¿Sería absurdo que todos aquellos que creen en (y celebran) el nacimiento del mismo Dios en el abandono y la pobreza convirtieran esos días sagrados en jornadas de total renuncia al consumo, de intensificación de la presencia solidaria entre las víctimas de este mundo cruel y de plena reconciliación y perdón entre nosotros y con todos los seres humanos? ¿Que fueran días en que se nos repitieran algunas palabras bíblicas como: «Escucha, pueblo creyente: nuestro Dios es solamente este; ámalo con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas»… O, «los dioses y señores de la tierra no me satisfacen»? Dejemos pacíficamente que quienes no tienen otro dios se entreguen al consumo desenfrenado. Quizás incluso, si nosotros renunciamos seriamente a consumir en esos días, les haremos un favor, por aquello de que, al disminuir la demanda, baja también el precio de la oferta. Puestos a soñar, podría suceder que las iglesias cristianas, que no deben pretender imponer su fe ni cambiar eso a la fuerza como Fidel Castro, se plantearan seriamente la posibilidad de abandonar la fecha del 25 de diciembre como celebración del nacimiento de Jesús de Nazaret. De hecho, Jesús no nació ese día, ni sabemos en qué día fue. Se eligió esa fecha para transformar la fiesta pagana del nacimiento del sol. Pero quizás es tiempo de dejar que la sociedad no cristiana recupere aquella fiesta pagana y trasladar la navidad cristiana a otra fecha: quizás un mes después, por aquello de que estaremos en plena cuesta de enero. Así, además, las fiestas laicas del solsticio de invierno pasarían a ser, para la liturgia cristiana, nuevos días de «adviento», que preparan para el nacimiento de otro Sol que nunca se enfriará. 2.2.3. Semana santa andaluza Temo que esta otra reflexión pueda irritar a muchos, y quisiera hacerla con el mayor cuidado posible. He participado sin problema y con gozo en varias misas rocieras. Y digo esto para que no se tomen mis palabras como un desprecio sistemático de todo lo andaluz, como he podido observar en algún que otro catalán. Sé también que para Dios es más importante la intensidad de la fe que la expresión de la fe. Mil veces se ha comentado a este respecto el pasaje evangélico de la hemorroísa: un teólogo habría corregido a aquella mujer diciéndole que su fe era muy imperfecta si creía que era necesario tocar a Jesús y no sabía que podía curarla a distancia, como ocurrió con el siervo del centurión. Jesús, en cambio, le dice: «grande es tu fe». Y estoy seguro de que entre los que celebran la semana santa andaluza habrá algunos con una fe tan grande como la de aquella mujer. Dicho esto, persiste la pregunta de si en esa expresión de la fe cristiana que son las fiestas de semana santa queda algo cristiano, o si dan más bien la imagen global de unas fiestas paganas, hechas para el turismo, el folklore, el comercio y el disfrute material. Podríamos decir que son algo así como una música religiosa a la que se le ha cambiado la letra original por otra puramente laica. Trasplantes de este tipo ocurren a veces. En sentido inverso (pero vale como ejemplo), recordemos aquella canción de la 95

película El graduado, que se canta hoy en algunas iglesias con una letra totalmente religiosa (nada menos que la del Padrenuestro). Me temo, pues, que la semana santa andaluza sea hoy la paganización de una antigua fiesta cristiana. Casos semejantes se dan a veces: acabamos de ver que algo así ha ocurrido con la navidad. Las fallas de Valencia nacieron también como una fiesta religiosa (de los carpinteros en honor de José, el carpintero de Nazaret), y hoy la mayoría de la gente o no se acuerda o ni siquiera lo sabe. Es ley inevitable de nuestra historia que mil cosas, al crecer y desarrollarse, cambien de significado. Y estoy seguro de que la inmensa mayoría de los extranjeros que acuden a esas fiestas las miran simplemente como el que contempla una pirámide de Egipto o cualquier otro resto arqueológico. Algún guía turístico podrá explicarles su origen y su génesis, pero a ellos solo les interesa lo que ven ahora. Y lo que ven ahora tiene poco que ver con una experiencia verdaderamente cristiana. Incluso los sacrificios que pueden imponerse algunos portadores de los pasos (los «costaleros») se celebran más como una heroicidad del portador que como un acercamiento a la pasión de Jesucristo. No estoy proponiendo suprimir ese patrimonio folklórico, por supuesto. No quisiera crear una crisis, por descenso del turismo, en la economía andaluza. Pienso más bien que la Iglesia debería tratar de desentenderse de esas fiestas, hoy casi del todo profanas, y buscar (en línea con lo dicho antes sobre las bodas por la iglesia y la disciplina del arcano) otras posibilidades alternativas de revivir la pasión de Jesús. Por ejemplo: ¿Por qué no otro tipo de procesiones, en las que el Jesús «del gran poder» (¿?) sea un conjunto de figuras de los trabajadores de los invernaderos de Almería?: de esos pobres inmigrantes, todos ellos dispuestos a pasar por lo que sea (con la idea de que «ya iremos prosperando») y que trabajan hoy en unas condiciones infames que constituyen una grave ofensa a Dios. O (por los días en que redacto estas líneas), ¿por qué la «Virgen de la Esperanza» no podría ser una foto grande de Laura Luelmo al pie de un crucifijo? Cuando san Ignacio, en sus Ejercicios, propone meditar la pasión de Jesús, pone una petición fundamental para esa meditación: «dolor con Cristo doloroso». Es como decir que no puede celebrarse la pasión de Cristo de una forma totalmente indolora. Y menos aún en situaciones de tanta opresión e injusticia social como las nuestras, que harían repetir a los Padres de la Iglesia frases como las antes citadas: «venís a sostener una imagen de Cristo, pero luego no cargáis con el Cristo real postrado ante vosotros». No sé decir más, pero me atrevo a sugerir, por si lo dicho ha molestado a alguien, un paralelismo con otro fenómeno que se dio en la iglesia primera y que hoy ya no entendemos: me refiero a lo que la Primera Carta de Pablo a los Corintios (capítulo 14) califica como «hablar en lenguas». Puede que hoy nos sorprenda esa expresión, pero estudios históricos sostienen que, efectivamente, ese tipo de fenómenos de sonidos incomprensibles producidos en situaciones de profunda exaltación anímica se daban en la antigüedad, tanto dentro como fuera del cristianismo[14]. Pues bien, lo que ahora quisiera destacar, y lo que he intentado hacer en este apartado, es la forma en que Pablo 96

aborda esta situación: «El que habla en lenguas no habla a hombres, sino a Dios, pues nadie entiende lo que dice… El que profetiza habla a hombres, produciendo edificación, exhortación y consuelo[15]. El primero se edifica a sí mismo; el otro edifica a la Iglesia… Mayor es el que profetiza que el que habla en lenguas, a menos que alguien le interprete para que se pueda construir comunidad. Si yo vengo a vosotros hablando en lenguas, ¿qué provecho os aportaré?… Si una trompeta emite un sonido indefinido ¿quién se preparará para la batalla? Pues lo mismo os pasa a vosotros con las lenguas: si no usáis un lenguaje inteligible ¿quién va a entender lo que se dice? Estaréis hablando al aire. Y también yo, si desconozco el significado de un sonido, seré inútil para el que me habla, o él será inútil para mí… Si yo rezo en lenguas, mi espíritu ora, pero mi mente se queda sin fruto… Tú darás gracias a Dios, sin duda, pero el otro no se edifica… Más prefiero en la iglesia cinco palabras con sentido, que ayuden al otro, que diez mil palabras en lenguas… Si, estando reunida la comunidad, todos hablan en lenguas y entran otros individuos particulares, o infieles, ¿no pensarán que estáis chiflados? En cambio, si todos profetizan y entra algún infiel o profano y queda interpelado por todos y se le hacen patentes los secretos de su corazón, (quizás) adorará a Dios pensando que Dios está de veras entre vosotros». Es larga la cita, pero tal vez valga la pena meditarla en nuestro mundo laico, donde el cristianismo ya no es una evidencia social: porque no somos cristianos para nosotros mismos ni para las eras de cristiandad, sino para todos los seres humanos del siglo XXI. 2.3. Recuperar los testigos El siglo XX fue un siglo lleno de grandes testigos, y eso no debe olvidarlo la Iglesia. Porque además tienen características importantes. Por ejemplo: Muchos de ellos fueron mujeres (Etty Hillesum, Simone Weil, Madeleine Delbrel, Dorothy Day…); varios de ellos son conversos (T. Merton, además de las anteriores); otros, mártires que pagaron con su testimonio el precio de su vida (D. Bonhoeffer, Óscar Romero…); y algunos, sin llegar a mártires, maltratados por la misma institución eclesial a la que servían. Fueron personas que buscaron, abiertas a todo, sin excluir nada, y cuyas vidas fueron transformadas por la experiencia de la fe. No las evoco aquí para presentarlas detenidamente (de alguna de ellas he escrito ya en otros lugares), sino porque me parece obligación muy seria no olvidarlas y porque cualquier cristiano debe saber hoy que todos podemos y estamos llamados a ser testigos: no importa de qué tamaño ni para cuántos. Monseñor Romero, otro gran testigo, canonizado hace bien poco tiempo, se vio transformado precisamente por el asesinato, a las pocas semanas de su gobierno, de otro testigo: uno de los curas más entregados y caritativos de su diócesis (el jesuita Rutilio Grande). Ese crimen abrió del todo sus bondadosos ojos y lo convirtió en uno de los obispos más íntegros, revolucionarios y famosos del mundo entero. Cuando le 97

preguntaban más tarde si había habido un cambio en su vida, Romero solía responder: «Yo no sé si he cambiado o no; sí puedo decir que he buscado siempre cumplir la voluntad de Dios». Aquel hombre, que consideraba grave el que la Iglesia no fuera perseguida en unos momentos en que el pueblo sencillo era perseguido y asesinado (a veces en masa); aquel hombre, que predicaba que «una iglesia que no se une a los pobres para denunciar las injusticias que con ellos se cometen no es la verdadera Iglesia de Cristo»…, desató, como Jesús, junto al clamor popular en su favor, un odio realmente increíble de parte de los poderes establecidos. Pero he dicho que aquí no hay espacio para presentaciones, sino para destacar dos tareas que nos dejan en el siglo XXI. Vamos a ellas. a) La primera, recuperar su carácter de interpeladores y dejarnos interpelar por ellos: esa es la tarea de todo verdadero «testigo». Desgraciadamente, algunas discusiones un tanto bizantinas sobre la noción exacta de «martirio» (que el día de mañana quizá sean vistas como las discusiones escolásticas sobre el sexo de los ángeles…), unidas al olvido de lo que dice el Prefacio para las misas de los santos, han desfigurado su papel. Ese prefacio habla de los santos como interpeladores (ejemplos) y compañeros, además de intercesores. La piedad católica actual se ha quedado solo con lo de «intercesores» (que no molestan), olvidando lo de «ejemplos» (interpeladores) y «compañeros». Hace años, fue muy necesario repetir aquel refrán según el cual «un santo triste es un triste santo». Sin olvidarlo de ningún modo, hoy habría que añadir: santo que no nos interpela se queda en mero santo «virtual». b) La segunda tarea a que me he referido es que, precisamente por su carácter de ejemplos, la Iglesia debería plantearse hoy seriamente la posibilidad de canonizar a testigos no católicos (aunque fuera con un estamento distinto). Por ejemplo, Gandhi (testigo de esa no-violencia hoy tan necesaria), Mandela (testigo interpelador de un perdón tan radical como aparentemente normal), Bonhoeffer (testigo de esa resistencia a dictaduras fascistas, tan necesaria hoy). Y otros semejantes… En un mundo globalizado (aunque muy mal globalizado) y donde la Iglesia es sencillamente una minoría (aunque pueda ser la minoría más grande), eso podría ser un ejemplo de aquello que profetizaba Joel y predicaba san Pedro: «el Espíritu de Dios ha sido derramado sobre toda carne». En cualquier caso, no olvidar a los testigos interpeladores me parece un mandamiento importante para la reforma de la Iglesia hacia el futuro. Porque, si a alguien le ha parecido demasiado duro o pesimista este capítulo, sepa que todos ellos son como el sol que vuelve a aparecer tras cada noche, por oscura que sea. Y que varios de ellos supieron ser testigos en una época eclesial mucho más oscura que la nuestra. [4] Ver las páginas 309-312 de Otro mundo es posible… desde Jesús. [5] Y encima me dicen que esas tres plegarias han desaparecido, sin saber por qué, de la nueva edición del misal castellano. Si es así, doy gracias al cielo porque me toca celebrar la misa en catalán…

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Ezequiel, por ejemplo, califica como mashal algunos dichos provocativos, como «los días van pasando y las [6] visiones se desvanecen»; o «los padres comieron los agraces, y los hijos tienen dentera» (12,22 y 18,2). Usa también mashal para augurar que aquel que dé culto a los ídolos y luego vaya a consultar al profeta resultará «un escarmiento proverbial» para todos (14,8). [7] Cf. Un judío marginal, V (p. 69). No sé si el hecho de que los LXX tradujeran mashal por parabolē puede haber contribuido a que las parábolas nos suenen hoy más a simple cuento que a narración provocativa. [8] Por ejemplo, la oveja perdida, los talentos, los trabajadores de la viña, Epulón y Lázaro… Comenté esto un poco más en el capítulo 5 de Otro mundo es posible… desde Jesús y en el capítulo 2 de La Humanidad Nueva. [9] Estas líneas son una paráfrasis de Lucas 16,10-31. Hay que conocer ese pasaje para poder entender la parábola que sigue. [10] Me permito añadir, por si a alguien le es útil, que el comentario a esos capítulos 9-11, en el libro de Xavier Alegre sobre la Carta a los Romanos, me parece de lo mejor, no solo de ese libro de Alegre, sino de cuanto se ha escrito sobre esos capítulos. [11] «Sacramenta significando causant». [12] Aunque su estilo y su mentalidad pertenecen a otra época, llama la atención cómo eso se acaba adivinando en la película de R. Bresson Diario de un cura rural. [13] Como me ocurrió con un niñito a quien pregunté dónde hacía la primera comunión, y me respondió: en el hotel Rossinyol [14] Ver, por ejemplo, el primer capítulo (de Esther Miquel) en el libro de varios autores Así vivían los primeros cristianos, Estella 2017. [15] Para evitar malentendidos, aclaremos que lo de «profetizar» no significa, como solemos pensar, adivinar el futuro, sino «hablar en nombre de» (Dios): pro-fêmi.

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CAPÍTULO 3

Rechazo e interpelación: la condición del cristiano

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diciendo que la misión del cristiano y de las iglesias cristianas en un mundo como el descrito en las dos partes anteriores cabe en estas dos palabras: ser una interpelación que con frecuencia provocará conflictividad y rechazo. El cardenal de Managua hizo el pasado mes de julio su pequeña actualización del Credo: «creo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica y perseguida». Abrimos así el camino a la parte final de este libro, donde encontraremos eso mismo en la figura de Jesús y en la tarea de la reflexión teológica. Pero antes es importante aclarar y destacar que el único rechazo que merece ese nombre de «cristiano» es aquel que proviene de la interpelación cristiana. No otros mil rechazos que pueden brotar de lo contrario: del pecado de la Iglesia y de los cristianos, o de la traición a lo fundamental del mensaje cristiano y de la utilización de Dios en beneficio propio y de todo cuanto se agolpa en torno a esa palabra tan falsamente cristiana y tantas veces utilizada por los cristianos: la «cruzada». La Iglesia habrá de contar también con que los fallos de sus ministros en materia sexual serán utilizados por los poderes de este mundo para desautorizar sus políticas sociales avanzadas. Perdón y acogida, siempre. Ingenuidad, nunca. Ya decía Jesús: sencillos como las palomas, astutos como las serpientes. En este país en el que escribo, los cristianos fueron bárbaramente maltratados hace unos 80 años. Desgraciadamente, ocasión de ese maltrato era una infidelidad de la iglesia española al verdadero cristianismo. Algunos cristianos han reconocido eso paladinamente. Pero no todos. Es de justicia añadir, sin embargo, que esa infidelidad de la Iglesia en modo alguno justificaba la brutalidad y los crímenes increíbles de muchas reacciones contra ella, que tuvieron más de venganza y autoafirmación que de verdadera justicia. Desgraciadamente, quedan amplios sectores enquistados en sus propias posiciones, que solo reconocen la culpa ajena y no la propia. Por eso es imprescindible una auténtica memoria histórica, que solo será auténtica si es realmente completa. Solo desde ahí podrá brotar una auténtica reconciliación, a la que hoy ninguna de las dos Españas parece dispuesta. Con lo que seguirá cumpliéndose la advertencia machadiana: a cada españolito que nazca una de las dos Españas ha de helarle el corazón. Y quede claro que nada de eso va contra el dolor de quienes todavía buscan recuperar ODRÍAMOS RESUMIR ESTA TERCERA PARTE

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a sus seres queridos. Solo quiere ser una repetición de la conclusión de la parte anterior: convivir es morir un poco.

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CONCLUSIÓN de estas tres partes

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que he escrito metiéndome con todos. En realidad, lo que he intentado ha sido, más bien, «no casarme con nadie». Contra todo luteranismo radical, creo que el ser humano es más bueno que malo. Es débil, sin duda, pero solo se vuelve malo o malvado cuando justifica como bien los males que comete. De ahí brotan casi todas nuestras calamidades. Ahora, al concluir estas pinceladas (individuales, sociales y eclesiales), y repasando algunas cosas dichas, me brotaba una paráfrasis de Calderón de la Barca: «¿Qué es la vida? Un frenesí ¿Qué es la vida? Una ilusión. Una sombra, una misión, do el mayor bien es pequeño. Que toda la vida es sueño, y los sueños sueños son». Reconociendo todo lo que la vida tenga de sueño o de ilusión (de «maya», en la expresión del Oriente), me parece decisivo el pequeño cambio de la paráfrasis de «La vida es sueño»: sustituir «ficción» por «misión»: por más inane y falsa que sea, nuestra vida es también una tarea. ¿Y cuál es esa misión? Convertir la vida de MENTIRA en MENSAJE. Mensaje ¿de qué? Pues, simplemente, de apertura al Misterio, que es un misterio de Amor. De este modo se puede recuperar, superándola, la visión oriental (y posmoderna) de la realidad como mera apariencia y mentira, que es lo único que puede afirmar con certeza una cosmovisión laica y que, por eso, está hoy de moda entre la gente más buscadora. Aunque esto les convierte la vida en una pregunta sin respuesta. Pero así se puede recuperar también la visión cristiana (y moderna) de la consistencia de lo real, aunque se trata de una consistencia que solo es anticipación de lo verdaderamente Real. Como dije en La Humanidad Nueva, hablando de la Resurrección de Jesús, la categoría de «anticipación» es decisiva para una antropología cristiana: anticipar esa Realidad que es el fin de la historia y que está ya «anticipado» en ella, como escribió W. Pannenberg. De esa anticipación intenta hablar la teología. Vamos a asomarnos a ella en la parte siguiente, a ver si tiene algo de aquello que llamábamos «apocalíptica» al comienzo de este libro. Antes, como si hubiésemos facturado ya las tres partes anteriores, quedémonos con UIZÁ SE ME OBJETE

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una «bolsa de mano» para subir a este nuevo capítulo. Serán tres frases que creo haber aprendido de la vida y que he repetido otras muchas veces. Y caben en cada uno de esos capítulos ya vistos: 1) El hombre no es un animal racional, sino un animal que racionaliza sus pulsiones. (De ahí nuestros desequilibrios y nuestras desarmonías). 2) El mayor daño que se puede hacer a una causa buena es defenderla mal. (De ahí tantos fracasos y problemas al construir la sociedad). 3) En la vida del espíritu no existe propiamente la mentira: la falsedad consiste más bien en una dosis equivocada de verdad. (De ahí tantas incomprensiones y divisiones). Las tres cuadran en nuestra dimensión individual, nuestra dimensión social y la dimensión de nuestra comunidad creyente. La primera es de talante paulino e ignaciano. La segunda la aprendí de Simone Weil y de Bonhoeffer. La tercera creo que tiene algún acorde pascaliano. Ellas explican nuestra ceguera, nuestro apasionamiento y nuestra cerrazón. Conscientes de ellas, ¿podemos tratar de anticipar un futuro de luz, de fraternidad y de universalismo?

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CUARTA PARTE

La teología como intento de aprender para poder comunicar

«Debe de haber existido un autómata construido de tal manera que fuera capaz de replicar a cada movimiento de un ajedrecista con una jugada contraria que le daba el triunfo en la partida… Un enano jorobado, que era un maestro del ajedrez y guiaba la mano del muñeco… puede desafiar sin problemas a cualquiera, siempre y cuando tome a su servicio a la teología, que, como hoy sabemos, es enana y fea y no está, por lo demás, como para dejarse ver por nadie» (W. Benjamin). «El único modo que aún queda… es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención» (T. Adorno). «Despertar de nuestro sueño de cruel inhumanidad» (Jon Sobrino). «Yo te consagro, Dios, porque amas tanto porque jamás sonríes, porque siempre debe de dolerte mucho el corazón» (César Vallejo).

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W. BENJAMIN. Y no es el que la teología sea vista como enana y jorobada, porque, verdadera o no, esa es la percepción de mucha gente. Es, más bien, que (al contrario de lo que ha ocurrido después de Benjamin en el mundo del ajedrez) no es la máquina la que mueve las piezas, sino un ser humano que AY ALGO LLAMATIVO EN LA TESIS CITADA DE

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mueve a la máquina. Las máquinas, por invencibles que sean, no pueden hacer teología. Los seres humanos, sí. Quizá por eso ha sido inevitable que muchos capítulos de las dos primeras partes de este libro, aunque querían ser reflexiones «laicas» o meramente racionales, acabaran salpicados por alguna alusión o alguna cita «religiosa». Por eso, siguiendo el consejo de Benjamin, intentaremos en esta última parte «tomar la teología a nuestro servicio», por si nos ayuda a ganar la partida al apocalipsis actual. Pues, al margen de los peligros sociales de nuestra hora actual, existe el otro gran peligro, visto en el capítulo anterior, de que exposiciones rutinarias y deformadas del cristianismo sirvan más para alejar a la gente de Dios que para acercarla a Él. Por algo se está convirtiendo en tópico el comentario de que «el dios en que Fulano no cree no es el Dios cristiano». La teología intenta poner en contacto la razón (logos) y la fe en Dios (Theos). Desde antiguo se la caracterizó como un camino de doble dirección: comprender para creer, y también creer para comprender («intellige ut credas; crede ut intelligas»). Pero esa doble dirección no está separada por una doble raya continua, pues no hay posibilidad de colisión entre ambos sentidos, sino una interacción constante. Por eso mismo, y en contra de lo que tantas veces se piensa, Tomás de Aquino enseña que la teología no pretende simplemente hablar de Dios, sino hablar de las cosas desde Dios[1]. Algo de esa segunda tarea ha ido apareciendo ya en los capítulos anteriores de este libro, como acabo de decir: muchos apartados se entrecruzaban con alguna chispa cristiana. Ahora intentaremos asomarnos más globalmente al Misterio que llamamos «Dios» y al camino que apunta hacia Él. Pues es muy importante saber cómo puede llegar la razón hasta Dios (si es que puede). Y es también importante saber de qué razón se trata. Pero también, si de veras hemos llegado a creer, será imposible quedarse ahí y no intentar mirar otra vez la realidad. Vale aquí la vieja definición de Saint-Exupéry: «el amor no consiste solo en mirarse el uno al otro, sino en mirar ambos juntos en la misma dirección». [1] «Sub ratione Dei»: ST, I, q.1, a 7.

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CAPÍTULO 1

«La buena noticia de Dios»

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A CRISTOLOGÍA ES,

de algún modo, la matriz de toda la teología. Pero la cristología tradicional arrastra hoy un déficit importante, que consiste en haber puesto todo su acento en Jesús como redentor, aunque ese título, así formulado, no aparece en el Nuevo Testamento, que sí habla de redención, pero utiliza el título de «Mesías». Así se ha olvidado casi por completo el título más fundamental de Jesucristo, que es el de revelador de Dios. Ya en su primera cristología, Olegario González hablaba de la experiencia cristiana fundamental, que es la de «haber conocido a Dios». IMPORTANCIA DEL CONOCIMIENTO DE DIOS Este déficit podía ser menos grave en épocas en las que Dios era casi una evidencia social o, al menos, una verdad generalmente aceptada. Pero se vuelve grave en una época como la nuestra, en la que, tras el anuncio nietzscheano de la muerte de Dios, van apareciendo voces que, incluso desde el campo de la ciencia, consideran necesaria la afirmación de un Dios o una «mente divina» como autor o «programador» del universo, aunque sin precisar si se trata de un ser impersonal o personal, ni si se relaciona para algo con este mundo. Recordemos el caso de A. Flew, uno de los grandes propagadores del ateísmo, que de repente publica un libro titulado «Dios existe. Cómo cambió de opinión el ateo más influyente del mundo». En España, el célebre economista, ex diputado y miembro del PC, Ramón Tamames, acaba de publicar «Buscando a Dios en el universo», donde, tras varios años de estudio (según explica), se decanta por la respuesta afirmativa, para poder entender de dónde venimos, qué somos y adónde vamos. Añadamos las declaraciones de Valeri Korzuri –cosmonauta ruso, entrenador de cosmonautas y héroe nacional–, contradiciendo la antigua afirmación de Gagarin de que volvía del cosmos sin haber visto a Dios: «Se me hace difícil creer que se puede viajar al cosmos y no ver a Dios, no sentir Su presencia»[2]. No es momento de discutir argumentos que, además, en este tema, solo suelen convencer a los ya (in)creyentes. Lo decisivo, como acabo de decir, es que esas conclusiones solo llegan hasta la afirmación de que existe Dios, pero no pueden 106

explicarnos cómo es ese Dios ni si podemos relacionarnos con Él. La mera afirmación de la existencia de Dios no basta para responder a esas otras cuestiones de adónde vamos y quiénes somos. El mismo Tomás de Aquino comienza su Suma afirmando que de Dios solo podemos saber que existe, pero no cómo es. Esto último solo será posible si Dios se revela. Y, de hecho, un repaso a la historia de las creencias en Dios confirmaría esa afirmación. Veámoslo en una rápida panorámica: ¿Será Dios como los dioses griegos o como el Júpiter Tonante[3]: inmortales pero carnales, que solo se relacionaban con los hombres para recibir holocaustos de ellos (incluso sacrificios humanos) o para acostarse con ellas? ¿Será como los dioses del Enuma Elish babilónico, que crean a los hombres para que hagan el trabajo que ellos no querían hacer? ¿Será como el Motor inmóvil de Aristóteles, tan perfecto que no puede tener amigos, porque entonces estaría necesitado de ellos y sería, por tanto, menos perfecto? ¿Será ese Dios del miedo que condena a tormentos eternos a la mayor parte de su creación y al que san Francisco Javier ya le rezaba que eso era «un oprobio» para Él? ¿Podemos contentarnos con esas afirmaciones de la filosofía que, por válidas que sean, son todas negativas, (Infinito, Incausado…) y tampoco nos dicen nada sobre su relación con nosotros? ¿Bastaría con afirmar el dios del llamado «deísmo», que creó el mundo, pero no se preocupa para nada de él? ¿Habrá que afirmar, como el maniqueísmo (y viendo el impresionante escándalo del mal) la existencia de «dos dioses», uno bueno y otro malo? Hoy no tenemos idea del enorme influjo que tuvo antaño el maniqueísmo, por lo aplastante de su lógica. El mal, más que «roca firme del ateísmo» (como se ha dicho en nuestros días) es una roca fuerte del maniqueísmo. Baste con evocar lo que le costó a san Agustín desprenderse plenamente de él[4]. ¿Es Dios la única realidad posible, de modo que todo lo que a nosotros nos parece realidad no es más que una pura apariencia o un sueño, como sugieren tantas veces el budismo o los Upanishads indios? Estas preguntas vuelven a cobrar relevancia hoy, cuando muchas personas que buscan o anhelan reencontrar a Dios se exponen a crearse un dios a su medida: lo que algunos han calificado como «un dios que sirve de terapia, más que de provocación». La afirmación de algunas gentes sencillas («algo tiene que haber…») puede resultar sensata, pero es insuficiente: no dice cómo es ese algo ni si podemos contactar con él de algún modo. En un contexto así cobra gran importancia el ser de Jesús como «revelador de Dios» (mejor aún: como Revelación de Dios), que es lo primero que el 107

cristianismo afirma sobre él. Pero enseguida volvemos a tropezar con la sorpresa, porque en los evangelios no encontramos ningún tratado sobre Dios. Jesús parece hablar mucho más de lo humano (enfermedad, riqueza, pobreza…) que de lo divino. Y cuando habla de Dios, es como justificación de conductas humanas, no de cómo es Dios en sí. Por ejemplo: la única vez que Jesús habla expresamente de la Trinidad (en el final del evangelio de Mateo), coinciden los exegetas en que esas no son palabras de Jesús, sino que las puso en sus labios el evangelista, como resumen de todo lo que habían experimentado los apóstoles en el contacto con Jesús. Y es que Jesús reveló a Dios no hablando de Él, sino «practicando a Dios». Detalle sorprendente, pero que será muy fundamental para toda la exposición que sigue. Hemos de comenzar, pues, buscando cómo se va desde el hombre Jesús hasta Dios. 1.1. De Jesús a Dios Creo necesario distinguir dos posibles acercamientos a Dios desde Jesús: uno de carácter más formal, y otro que nos acerca a algunos contenidos. 1.1.1. Aspectos meramente formales a) Dios como buena noticia. Buena noticia (o buen anuncio) es lo que significa la palabra «evangelio». Prescindamos ahora de la hipótesis de que no es un término originariamente cristiano, sino tomado del lenguaje del imperio, que hablaba de buen anuncio (eu-angel.lia) cuando el emperador regresaba de alguna batalla con la noticia de la victoria romana. El hecho es que Marcos presenta la predicación de Jesús diciendo que comenzó a anunciar «la buena noticia de Dios»[5]. Y lo curioso es que el mismo Marcos abre su relato hablando también de la «buena noticia de Jesucristo» (1,1). Parece, pues, que Jesús es buena noticia en cuanto que visibiliza o anuncia la buena noticia que es Dios. Hace años, un misionero belga en África publicó un precioso libro titulado Jesús, el hombre que evangelizó a Dios. El significado exacto sería: el hombre que convirtió a Dios en buena noticia. Y, efectivamente, puede ser una buena noticia la que libera de la creencia en malos espíritus, maldiciones, males de ojo y otros mil miedos presentes aún en aquel continente. Para concretar un poco esa buena noticia anunciada por Jesús, bastará con citar lo que tantas veces he repetido: podemos llamar a Dios con un apelativo que expresa confianza plena en nuestro origen (Abbá); no existimos por fatalidad o por azar, sino por una Voluntad Amorosa. Y, además, está cercano a nosotros el reinado de esa Voluntad Amorosa (paterna o materna, como se prefiera). De modo que la primera buena noticia («Dios Padre») lleva al anuncio del «reinado de Dios», que significa reinado de esa 108

paternidad y, por tanto, de la fraternidad y del Amor[6]. Pero, atención: ese anuncio requiere de nosotros una respuesta que Jesús resume en dos actitudes: «creed esa buena noticia» y «cambiad de conducta» (portándoos como hermanos). No se trata, pues, en la buena noticia evangélica, de resolver un enigma para satisfacción de intelectuales, sino de algo que afecta a nuestras vidas humanas, sobre todo a las más humildes o humilladas. Como veremos ahora mismo, esa buena noticia se reformulará en el Nuevo Testamento y en la primera predicación cristiana mediante el binomio filiaciónfraternidad: el Espíritu nos enseña a llamar a Dios Abbá (Padre) y a mirar a Jesús como «primogénito entre muchos hermanos», que «ha derribado los muros» que separaban a los pueblos con colores de definitividad. Así es como, anunciando a Jesús, la iglesia primitiva anunciaba lo que anunció Jesús. b) Radicalización de Dios y conflictividad intensa Eso es lo que, para sorpresa nuestra, implica la buena noticia anterior. Contra todo pronóstico, el «revelador de Dios» será acusado de blasfemo y condenado como tal por aquellos mismos que eran los representantes oficiales de Dios («sentados en la cátedra de Moisés»). Y, con un cierto paralelismo, los primeros cristianos se verán más tarde tildados de ateos o de impíos en el imperio romano. En la sociedad judía, la raíz de esa conflictividad está en lo que he llamado radicalización de Dios. Basta para ello con ver las famosas antítesis del capítulo 5 de Mateo: «se os dijo [= Dios dijo], pero yo os digo…». En la sociedad grecorromana, esa radicalización tendrá otro contenido aún mayor: la religión y la piedad ya no se refieren solo a aquello que sostiene la sociedad imperial fundada sobre la divinidad del emperador, que los cristianos negarán, sino que se extiende a todas las conductas humanas[7]. 1.1.2. Contenidos: Dios de actitudes Si ahora tratamos de buscar los contenidos de esa buena noticia, nos encontramos otra vez con que no se trata de meras informaciones objetivables, sino que solo son accesibles a través de determinadas actitudes o conductas. Dios se nos da a conocer, sobre todo, como un «Dios de conductas». Intentemos enumerar algunas. a) Dios, fuente del propio valer En contraste con los primeros intentos humanos de relacionarse con «lo Trascendente», que apuntaban sobre todo a ganarse su poder, Jesús recoge aquí la gran novedad del Primer Testamento: el hombre no necesita ganarse a Dios, pues Dios es la Justicia misma. Lo que debe procurar el hombre es ser bueno, porque la limpieza de corazón es lo que le permite conocer a Dios (Mt 5,8) y porque Dios no quiere culto, sino misericordia (Mt 9,12). En este contexto, Juan pone en labios de Jesús unas palabras que suponen la crítica más seria que puede hacerse a la mera afirmación teórica de Dios: «llega la hora en que los que os maten creerán hacer un servicio a Dios; y esto será 109

porque no han conocido a Dios» (Jn 16,2). No la mera creencia, sino la auténtica experiencia es lo que permite conocer a Dios. b) Intimidad creyente A pesar de lo anterior, todas esas conductas no son una mera horizontal ni una exteriorización de Dios, sino que brotan de una profunda interioridad que permite al creyente buscar a Dios fuera, porque se ha alimentado de Él «en lo escondido»: en la dimensión más profunda de la interioridad humana (cf. Mt 6). Sin esta riqueza interior no se puede encontrar a Dios en lo exterior. Pero de ese interior brotan una paz y un gozo que transforman toda la actividad exterior humana. c) Solidaridad Lugar fundamental para esa experiencia de Dios es la atención a las víctimas o excluidos de la historia humana: «vended lo vuestro y dad», dice el Jesús de Lucas (12,33) con una frase muy semejante a la respuesta de Jesús al joven rico (Mc 10). Y Jesús justifica toda su conducta de compartir mesa y vida con los «pecadores», arguyendo que obra así porque Dios es así (en las llamadas parábolas de misericordia de Lc 15). d) Imitación de Dios Tan radical es esta exigencia conductual que Jesús invita nada menos que a ser «totalmente buenos como vuestro Padre» (Mt 5,48), para poder conocer de veras a Dios. Porque solo el semejante puede conocer al semejante. Esta imitación de la bondad del Padre llevará a amar a los de fuera: enemigos (Mt 5,45) o perdidos, aunque sea uno solo (Lc 15,7). e) «Buscar primero el Reino de Dios y Su justicia» (Mt 6,33) Los géneros gramaticales dejan claro en el original que no se trata de la justicia del Reino, sino de la justicia del mismo Dios[8]. El segundo elemento de la frase no es, pues, una mera repetición del primero, sino un añadido. Y así podríamos retraducir: buscad primero la fraternidad entre los hombres y la bondad de Dios. Esta actitud llevará a no preocuparse por las propias necesidades (Mt 5,25). Jugando con los prefijos, cabría decir que eso no es una exhortación a des-ocuparse, sino simplemente a ocuparse sin pre-ocuparse. Pero seguramente las palabras de Jesús van más allá de esa obviedad y resultan ser la crítica más seria a un mundo estructurado de tal manera que esa preocupación por la subsistencia (angustiosa tantas veces) se ha vuelto inevitable para millones de personas[9]. La preocupación debe poder ser sustituida por la confianza; y esa confianza se dirige, no solo directamente a Dios (como proveedor), sino también a Jesús como alivio y fuerza (Mt 11,25ss). f) Inmanejabilidad de Dios Para terminar, nada de lo anterior implica una posibilidad de disponer de Dios, como suelen buscarla las meras creencias en Dios que no han llegado a ser «fe», o las 110

imágenes de un «dios a la carta». Increíblemente cercano, Dios es también el increíblemente trascendente, soberano e indisponible. «Ni siquiera el Hijo» (Mc 13,32) pretende haberle visto las cartas a Dios. *** Por extraño que pueda parecer el que, en lugar de a contenidos sobre lo que es Dios, se nos remita a conductas y actitudes, hay también una realidad humana en la que sucede algo parecido: al amor no se le conoce por definiciones teóricas, sino por conductas y actitudes amorosas. Y, casualmente, cuando la reflexión cristiana nos da por fin una definición de Dios (casi al final del Nuevo Testamento), se limita a decir: «Dios es amor» (1 Jn 4,20). O en los escritos paulinos: «se ha manifestado la bondad y el amor de Dios a los hombres» (Tito 3,4). Por rápida que sea, esta panorámica permite atisbar algo que hoy nos cuesta mucho imaginar: la profunda revolución que supuso el cristianismo en lo referente al tema de Dios. Revolución que no era una negación total (una especie de «antisistema humano»), sino una vindicación de lo mejor, de lo más escondido, lo más olvidado y vagamente intuido de nuestro ser humano. Y, también, que esa novedad no nos traslada a un paraíso terrenal o a un país de Jauja, sino que nos devuelve a esta tierra y a esta historia para que tratemos de edificarla humanamente (= según Dios). Y si esos son los caminos por los que Jesús nos lleva a Dios, parece que debemos volvernos ahora de Dios a Jesús. 1.2. De Dios a Jesús Como acabo de decir, al binomio jesuánico (Abbá/Reino) le corresponde en el Nuevo Testamento el binomio filiación/fraternidad, núcleo de la fe cristiana que mantiene lo decisivo de la enseñanza de Jesús: la identidad entre amor de Dios y amor al prójimo (Reinado de Dios), más la posibilidad de una relación plenamente confiada (Abbá) con el misterio infinito de Dios. Se comprende ahora «el paso del predicador al predicado», que tantos problemas creó antaño a la crítica histórica: ¿cómo es que la predicación primera anunció a Jesús y no lo que Jesús había anunciado? Pues, sencillamente, porque Jesús es el Fundamento de aquello que él anunciaba. No hay, pues, una ruptura entre Jesús y el Nuevo Testamento, sino una continuidad transformada. Anunciar a Jesús era el mejor modo de anunciar lo que Jesús había anunciado. Pero si Jesús supuso esa transformación (y esto «practicando a Dios», no impartiendo enseñanzas intelectuales sobre Dios), habrá de ser por alguna razón que afectaba a su misma persona humana. Aquí encontramos al Revelador olvidado y casi suplantado por el Redentor, como dijimos antes. Veamos algunas pistas que conducen ahí. 1.2.1. El cambio de dirección

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Según el relato marcano de la pasión, cuando el centurión vio morir a Jesús, bajó del calvario diciendo: «verdaderamente, este hombre era hijo de Dios». Aquel militar romano, de quien se supone que habría visto morir a muchos crucificados y que recordaría tantas escenas de violencia, odio o desesperación, recibe ahora un impacto especial por el modo de morir de Jesús, que le hace presentir algo de Dios en aquel hombre. Más tarde, Pablo, aunque se presenta siempre como «llamado inmediatamente por Dios», no habla de Dios más que a través de la muerte y resurrección de Jesús. Y cuando refiere su caída del caballo, dice haber oído una voz que le decía: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues». También aquellos hombres que, en el exordio de la Primera Carta de Juan, claman que se les ha manifestado «La Vida» (Dios) y que desean comunicarlo, lo harán hablando de Jesús y de su venida «en la carne»: sin ella no habrían conocido La Vida. Se percibe así el resumen que hizo Leonardo Boff del proceso que llevó a los Apóstoles a la fe en Jesucristo: «así de humano solo puede serlo el mismo Dios». Y para los que después creyeron en Jesús, el resumen de su fe cristiana podrá describirse como la experiencia del Espíritu de Jesús que nos lleva a llamar «Padre» a Dios, llamar «Señor» al Nazareno y llamar «hermanos» a todos los seres humanos, sin distinción[10]. Quizá comprendamos ahora que, si los Apóstoles anunciaron la divinidad de Jesús, fue porque se había producido en ellos un cambio muy profundo en su concepción de Dios: un cambio que afectaba a la relación de Dios con el mundo y con los hombres. Por ejemplo: que «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo, no para condenar al mundo, sino para salvarlo»… Ese cambio se refleja en denominaciones como la de «imagen anonadada» de Dios (Flp 2), o «rico hecho pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza». Y acaba cuajando en la audacia de llamar a Jesús «Señor» (aplicándole el Adonai veterotestamentario). De ese título dije ya en otra ocasión que es como una confesión actitudinal, no teórica, de la divinidad de Jesús. Por eso he repetido luego varias veces que la pregunta última del cristianismo no es si Jesús era o no era El Hijo de Dios, sino, más bien: de qué Dios era hijo Jesús[11]. En adelante, pues, ya casi no se puede hablar de Dios si no es hablando de Jesús. Porque, cuando Jesús hablaba de Dios, era como la razón y referencia última de su praxis: si come y trata con los perdidos (Lc 15,1), es porque Dios es así; si echa demonios, es porque el Reino de Dios ha llegado… Por tanto, se llega a Dios desde el hombre Jesús, en vez de configurar a Jesús desde nuestra idea previa de Dios. Este cambio de dirección es fundamental. 1.2.2. Reinado de Dios y valor («justificación») del hombre Pero los primeros evangelizadores mal podían anunciar ese Reinado de Dios en un contexto en el que tal expresión era ininteligible (porque surge de raíces veterotestamentarias ajenas a la cultura griega) y donde, además, toda la revolución social que ella implica resultaba imposible, dada la pequeñez de los cristianos y el poder 112

del imperio pagano. Pablo encuentra entonces una traslación individual de esa categoría social mediante el anuncio del «Dios que justifica al impío». Fijémonos en cómo identifica en un mismo párrafo a «Aquel que llama al ser a lo que no es» (Dios como creador) con «el que da vida a los muertos» (alusión a la plenitud del Reino, garantizada por la resurrección de Jesús) y «el que justifica al hombre» (Rom 4,13-17). Esta traslación paulina del Reino tenía además, en el mundo de entonces, una clara función pastoral (y social) que conviene explicar. En una sociedad teocrática como la judía, quien estaba excluido de la sociedad es porque estaba excluido de Dios: pobres (o marginados) y pecadores se identifican totalmente. Contra esa mentalidad se había alzado Jesús, porque desfigura totalmente a su Abbá: Él ha venido precisamente a llamar a todos esos excluidos. En el mundo griego, esa identificación entre pobres y pecadores se destruye: las primeras comunidades están compuestas mayoritariamente por pobres, y esos pobres son precisamente «los santos» (o santificados por Dios), como les llama Pablo en sus cartas. Y cuando el Apóstol se dirija a los judíos que se creen justos por pertenecer al pueblo de Dios, intentará hacerles ver que, excluyendo a los demás, acaban situándose ellos entre esos que «están fuera» y a quienes miran como pecadores. Porque no es la raza, ni el pueblo, ni las obras, ni la propia creencia en Dios lo que da valor (o «justifica») al ser humano, sino el amor gratuito que Dios le tiene y que alcanza a todos. Por tanto, el reinado de Dios comienza precisamente en esa «justificación del impío» (que somos todos) y que por eso reclama la fraternidad e igualdad entre todos. Dios reina justificando al hombre: dándole esa dignidad incomparable que no brota de lo que el hombre haga, sino de que Dios le ama. Por eso, aunque no sea socialmente posible suprimir la esclavitud, sí es posible ya ver al esclavo como «hermano en la carne y en el Señor» (Flp 16); y «en Cristo Jesús ya no hay señor y esclavo, ni varón y mujer, ni judío y griego» (Gal 3,28). Rafael Aguirre ha hecho notar que lo más inaudito de las primitivas eucaristías es que era la primera vez en la historia en que el señor y el esclavo compartían juntos la misma mesa. De ahí la irritación de Pablo (en 1 Cor 11) cuando esa igualdad comenzó a resquebrajarse. 1.2.3. De la novedad de Dios a la divinidad de Jesús Esta transformación, derivada de Jesús y fundada en Él, llevó a comprender también que en la persona de Jesús se había revelado una inaudita pertenencia mutua entre Jesús y Dios (añadamos: con la mayor discreción posible): «en Él quiso Dios que habitara la plenitud de la divinidad» (Col 1,19). En otros lugares he expuesto cómo esa pertenencia mutua se va formulando de manera intuitiva e implícita, más que explícita, en los diversos títulos que da a Jesús la iglesia del Nuevo Testamento[12] y que pueden englobarse en la expresión «Humanidad Nueva» (donde el sustantivo no designa al género humano, sino lo que nosotros llamaríamos «naturaleza humana», o forma de ser hombre). No es momento de comentar los problemas intelectuales que planteó a la iglesia 113

posterior esa mutua pertenencia entre Jesús y Dios, vivida por las gentes del Nuevo Testamento. Problemas que tardaron casi cuatro siglos en resolverse con la expresión «unión hipostática», hoy casi ininteligible para nosotros y que recurre a conceptos de la filosofía griega para dar respuesta a aquellos problemas. Por eso vale la pena hacer ahora una aclaración cultural. He pensado a veces que, si el cristianismo hubiese cuajado en Oriente y no en Occidente, se habría dado respuesta a esas preguntas recurriendo a otros conceptos del mundo oriental: quizás el término «advaita», tan de moda hoy entre nosotros, usado con bastante poco rigor y que volveremos a encontrar. Podríamos decir entonces que, así como K. Rahner escribió que todo hombre es como «una pretensión de unión hipostática», también todo hombre es como «una pretensión de advaita». Pero más que recurrir a términos metafísicos, sean de allá o de aquí, creo posible apelar a una experiencia humana que ayude a entender lo que quiere decir esa conceptualización. Para ello citaré lo que escribí en otra ocasión a partir de la experiencia del amor: Una de las más profundas aspiraciones del amor humano es la de una unión máxima en el seno de una diferenciación plena. Las clásicas fórmulas de muchos amores («me siento toda suya» o «soy todo tuyo», etc.) expresan no solo una pretensión de pertenencia total, sino también la máxima liberación del sujeto de esa experiencia… Que el amor humano pueda llegar a conseguir ese grado de unidad en la diferencia o que acabe siendo, por el contrario, «una pasión inútil», ya es otra cuestión. Que aspira ónticamente a ella, me parece innegable. Esa extraña paradoja que le constituye es la que vuelve al amor tan poderoso. Esa profunda experiencia humana puede servirnos como una parábola de la gestación de la dogmática cristológica, que permite hablar de «intimidad hipostática» para describir al Jesús-de-Dios. Y eso se refuerza con los adverbios contrapuestos que se añadieron a la fórmula de «unión hipostática en dos naturalezas», a saber: «sin confusión alguna, pero sin separación posible» (inconfuse e inseparabiliter). De este modo, la intimidad hipostática de Jesús anuncia que el hombre no es aquella «pasión inútil» con que lo definía Sartre, sino una «pasión esperanzada». Y este es el fundamento de esa transformación de la religiosidad humana que caracteriza al cristianismo y que en otros momentos he descrito como si, cuando el hombre, purificando su ego y su eros, intentara acercarse a Dios, escuchase la voz de Dios que le dice: «no te vuelvas a Mí, dirígete a tus hermanos». La religiosidad se vuelve entonces horizontal, pero no porque la horizontal sustituya a la Vertical (aquí parece estar todo el drama y el fracaso de nuestra modernidad), sino porque la Vertical sustenta a la horizontal. Sin esa reconversión, la divinidad de Dios puede convertirse en una blasfemia que sustentará pretensiones de poder imperial, económico o clerical. Y aquí parecen estar casi todos los dramas y fracasos de la Iglesia a lo largo de su historia[13]. De ahí se sigue, para terminar, que el hombre puede encontrarse con Dios y tratar con Él aunque no lo sepa ni sea consciente de esa relación. Es lo que testifica el pasaje de san Mateo sobre el llamado «juicio de Dios», donde se pone de relieve que lo que decide 114

sobre cada hombre no es su relación vertical con Dios (si oró, si dio culto, si acudió al templo…), sino su relación horizontal con los demás (si dio comida, vestido u hospedaje a quien lo necesitaba: Mt 25,31ss). Lo sepa o no, todo ser humano vive en un mundo marcado por ese gesto del Dios hecho hombre para acercarse a nosotros en los hombres. Y de ahí se sigue también que, después de haber ido de Jesús a Dios y de Dios a Jesús, debemos cerrar esta buena noticia mirando de Jesús al hombre. 1.3. De Jesús al hombre Este tema es amplísimo y ya no lo trataremos aquí, porque he hablado de él en mil lugares, hasta merecer la acusación de estar «más preocupado por la humanidad de Jesús que por su divinidad». Aunque temo que mis acusadores olvidaban el anuncio neotestamentario de que esa humanidad de Jesús es la única Imagen plena y la única Palabra verdadera que tenemos sobre la Divinidad. Me limitaré, pues, a señalar que esa humanidad de Jesús es la que vuelve tan conflictiva su «buena noticia» sobre Dios, como dijimos al comienzo de este capítulo. Por esta razón, en La Humanidad Nueva elegí los tres campos quizá más conflictivos de aquel Nazareno para describir esa novedad humana: su relación con la Ley, su relación con el Templo y su relación con los excluidos de aquella sociedad teocrática[14]. Ahora prefiero limitarme a una última conclusión fundamental: de todo lo dicho resulta que la divinidad de Jesús no solo dice algo sobre Dios, sino también sobre nosotros. Algo de eso se expresa en la novedad del concepto de «persona», que es la gran contribución del cristianismo a la historia del género humano y el fundamento de toda afirmación de la dignidad del hombre y de los derechos humanos derivados de ella. «Persona» no significa meramente individuo aislado, sino que el otro pertenece a mi ser humano, como pertenece a mi relación con Dios. También hay una especie de «nodualidad» (advaita) entre los otros y yo, sin la cual se degrada la advaita entre Dios y yo. Modernamente, esa novedad ha sido recuperada y reivindicada en el «personalismo» de E. Mounier, que solo podía nacer en una sociedad cristiana. Bastará, pues, con dejar constancia de que el cristianismo es la más antropocéntrica de todas las religiones. Lo cual no es un mérito, sino tan solo un rasgo ambiguo. Pues luego habrá que ver cómo se gestiona ese antropocentrismo que puede acabar destrozando el planeta. Si el antropocentrismo deriva de que es Dios el que «justifica al hombre», vale. Pero si con él quiere el hombre justificarse a sí mismo, habrá que rezar con Blanco Vega: «…mira que es desdecirte dejar tanta hermosura en tanta guerra. Que el hombre no te obligue, Señor a arrepentirte de haberle dado un día las llaves de la tierra». [2] Cuando leí ese testimonio en Le Monde Diplomatique, no pude menos de pensar con cierta sorna: en España nos pasamos 40 años imponiendo la religión y hemos creado una sociedad casi atea. En Rusia se pasaron 70

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años imponiendo el ateísmo y han creado una sociedad mucho más religiosa que la española… [3] «Zeus» en griego, de donde viene nuestro vocablo «Dios». [4] Por eso dije en otra ocasión que el tema del demonio significa en el cristianismo «la única dosis aceptable de maniqueísmo», al afirmar que hay como un principio del mal, trascendente pero no divino. De todos modos, lo necesariamente cristiano no es afirmar la existencia de Satán, sino que, si existe, está vencido. [5] Mc 1,14; también Mt 4,23 y Lc 4,43, que concretan la expresión de Marcos como buena noticia «del Reino (de Dios)». [6] La palabra «reinado», poco atractiva para nosotros, ha nacido y cuajado en una particular experiencia histórica del pueblo judío: a la breve chispa esplendorosa de David sigue el desastre de todos los reyes que «no cumplieron la voluntad de Dios», acarreando mil calamidades al pueblo. Hasta que las gentes comenzaron a pensar que solo estarán bien cuando el rey sea Dios y no un hombre. A nuestra democracia le ha ocurrido algo parecido, pero parece que nosotros esperamos la solución no en el reinado de Dios, sino en el de VOX… [7] Cuando Tácito llama a los cristianos «enemigos del género humano», está queriendo decir enemigos del imperio, que es lo que para todos los «ciudadanos romanos» bien estantes constituía el género humano. Los esclavos, los de fuera del imperio, etc. no formaban parte de ese «género humano». [8] El reino es femenino en griego; y el posesivo «su» está en masculino. [9] Comenté algo más este difícil texto en el Cuaderno 177 de Cristianismo y Justicia: El naufragio de la izquierda, pp. 7ss. [10] Cf. Gal 4,6; 1 Cor 12,3; Rom 8,29. [11] Ya en mi primera cristología destaqué que una de las razones por las que la iglesia primera llama a Jesús «Dios» pocas veces (y tardías) es precisamente por la enorme ambigüedad de esa palabra. Cuando las conductas han puesto de relieve lo que se entiende por «Dios», es cuando se atreven a llamar así a Jesús (cf. La Humanidad Nueva, 201610, pp-265-266). [12] Imagen de Dios, Hijo de Dios, Palabra de Dios… También el título de «único Sacerdote» o «único Mediador». Incluso el de «Mesías», si se le aplica la transformación inesperada que recibe ese título: Mesías Crucificado. Remito para todo ello a su tratamiento en La Humanidad Nueva. [13] Lo dicho en estos últimos párrafos está más ampliado en los capítulos 3, 4 y 5 de Fe en Dios y construcción de la historia. [14] Amplié esos campos un poco más en Otro mundo es posible… desde Jesús.

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CAPÍTULO 2

«Preparar el camino al Señor» «Caracterizar lo más adecuadamente posible la realidad del mundo actual es necesario para la relevancia de la teología» (J. SOBRINO, El principio misericordia, p. 47).

H

en una célebre poesía de la literatura castellana (El Ama, de Gabriel y Galán) que, después de decir que «cantaba el equilibrio de aquella alma serena» y cosas así, concluye: «ella y el campo hiciéronme poeta». Parafraseando ese verso del poeta extremeño, podríamos –deberíamos– decir muchos: «ella y el mundo hiciéronme teólogo». Donde «ella» es la buena noticia de Dios, y «el mundo» es esta realidad, que hay que caracterizar bien para dar relevancia a la teología. AY UN VERSO

2.1. El «principio misericordia» La palabra que mejor define esa buena noticia es «misericordia». Por algo Francisco le ha dado tanto relieve. A la teología le pertenece una mirada misericordiosa sobre la realidad, mirada que brota del hecho de que Dios se ha revelado como «Amor». La misericordia y el amor son críticos y exigentes, pero lo son desde el amado, no contra el amado. Del libro de Jon Sobrino citado al comienzo de este capítulo brotan algunas caracterizaciones de la labor teológica cuando esta nace, no de una pretensión racional de apoderarse de Dios, sino de la convicción de que Dios no se reveló como buena noticia para los intelectuales, sino como «buena noticia para los pobres» (cf. Mt 11,5), como escribió lúcidamente Antonio González. Vamos a ver esas características. 2.1.1. En primer lugar, una especie de imperativo categórico de «despertar del sueño de nuestra cruel inhumanidad». No es simplemente la preocupación kantiana por nuestra mayoría de edad y por despertar del sueño dogmático. Es además, y sobre todo, una preocupación por «saber mirar», por dejar de ser de esos a quienes tanto el Antiguo Testamento como los evangelios critican, porque «viendo no ven y oyendo no oyen», despertando por fin de ese sueño letárgico de que habló el célebre sermón de Montesinos en 1521 en La Española, dirigiéndose a los conquistadores: «¿Cómo podéis estar en sueño tan letárgico dormidos?». De ese sueño se despierta, por lo general, «con dolor y con angustia», porque no solo 117

cambia las respuestas, sino que nos cambia sobre todo las preguntas[15]. Un proceso similar es el que se da en K. Marx cuando percibe que tanto Kant como Hegel como la Revolución Francesa se han olvidado de las víctimas de la historia, cuando no las han justificado. Lo que le lleva a proclamar, provocativamente, que nuestros presuntos derechos del hombre son los derechos «del hombre alienado». Quiero destacar eso porque ayuda a comprender la dura ofensiva contra los teólogos de la liberación, tildándolos de «marxistas» y, por tanto, de proclives al ateísmo. Esa acusación era, otra vez, una forma de «viendo, no ver» que ayudaba a los acusadores (eclesiásticos, muchos de ellos) a no percibir la alienación de que les estaba acusando la teología de la liberación. Les preocupaban mucho las alusiones a Marx, pero no les molestaban otras formas de falsificación de Dios peores aún que su negación. Y este despertar tiene una consecuencia importante: 2.1.2. Jon Sobrino ha definido también la teología como «inteligencia del amor» (intellectus amoris), como contraposición y complemento de la otra definición: «inteligencia de la fe» (intellectus fidei). De hecho, Pablo y Trento enseñaron que la única fe realmente cristiana (justificante) es la fe que está configurada por el amor (fides charitate formata). No obstante, la teología de la Contrarreforma redujo demasiado la fe a su aspecto meramente intelectual, haciendo del amor un mero mandamiento posterior y olvidando la enseñanza de los escritos joánicos: «el que no ama no ha conocido a Dios». Y el que no ha conocido a Dios ¿cómo podrá hablar correctamente de él? Por eso, el gran valor de la definición de J. Sobrino es que en ella se unifican «teología y praxis» (p. 67) y se produce así lo que J. L. Segundo se atrevió a calificar como una «liberación de la teología». Se consigue además que la revelación no sea vista como un mero listado de proposiciones sueltas e inconexas, (cf. pp. 72-73). En plena coherencia con la Constitución del Vaticano II sobre la revelación. En un mundo con tantas diversidades y diferencias, el amor se vuelve mucho más necesario cuando lo que nos diferencia del otro es precisamente su sufrimiento, y un sufrimiento que es además, en buena parte, injusto y fruto de la opresión. Si ese sufrimiento no es un clamor que llega hasta el cielo y es escuchado por el mismo Dios, la teología se convierte, según la atinadísima fórmula de Gustavo Gutiérrez, en teología «de los amigos de Job», los cuales, al revés que Dios, no escuchan ese clamor que brota desde el «egipto» de hoy, que es además un «egipto» mundial y no local. Y todo por un afán de «defender a Dios» que busca, en realidad, defenderse a sí mismos. De hecho, la teología se ha elaborado preferentemente ante las negatividades humanas: de ahí la importancia de términos como «salvación», «liberación», «redención»… Pero hoy, ese «hecho mayor» de las víctimas de la historia engloba todas las demás negatividades y nos interpela sobre nuestra relación con Dios (Mt 25,31ss) y sobre el sentido que damos a nuestra vida personal y colectiva (p. 54). Lo cual, por supuesto, no significa que no haya otros temas en la teología, pero sí que todos deben ser abordados desde lo que luego han llamado algunos «el privilegio hermenéutico» de los pobres, y Jon suele llamar «parcialidad». 118

Todo pensamiento humano se elabora desde una precomprensión (o modo de abrirse a la realidad) y con una cierta pretensión de universalidad. Pero ese afán de universalidad suele deformarse en la universalización de uno mismo y de la propia situación: Hegel podía tener toda la razón cuando escribió que la verdad es la totalidad («das Wahre ist das Ganze»); pero esa afirmación se convierte en falsedad radical cuando el ser humano se totaliza a sí mismo. Por eso, Th. Adorno invirtió provocativamente esa verdad hegeliana: el todo es lo falso («das Ganze ist das Falsche»). Y son precisamente los pobres y las víctimas de nuestra historia los que, desde su alteridad radical, nos impiden totalizarnos. Pues ¿qué es el amor verdadero, sino un profundo descentramiento ante la alteridad, que nos impide apropiarnos de lo distinto o destruirlo para poder seguir siendo nosotros el todo? 2.1.3. De ahí brotará una seria crítica al mundo occidental y la necesidad de «una civilización de la pobreza» (I. Ellacuría). Sobrino ha escrito que: «nuestro mundo occidental lo ha descubierto todo y lo ha inventado todo, menos la justicia»… Esas palabras me evocan unos versos del viejo dramaturgo Eurípides en su tragedia Hipólito: «¡Hombres que erráis en tantas cosas! ¿Por qué enseñar tantas técnicas? ¿Por qué inventar y descubrir todas las cosas, cuando hay algo que no conocéis ni podéis todavía, y que es enseñar la bondad a quien carece de ella?». Hay ahí un claro contraste con la otra concepción, más norteamericana, que brota del dios-dinero y que ve en el mero progreso técnico (aun sin auténtico progreso humano) una presencia o señal de Dios[16]. Lo cual favorece esa indiferencia de los buenos, que es casi peor que la maldad de los malos. Lo que significa la civilización de la pobreza es que los ricos han de dejar de ser ricos: el manido argumento de que, poco a poco, los pobres vayan haciéndose ricos («desarrollándose», decimos con un eufemismo hipócrita) no se sostiene hoy, porque destrozaría esta tierra ya gravemente enferma. Pero que el rico deje de ser rico, para contentarse con una vida sobria[17], volvería del revés nuestro sistema económico, montado todo él sobre la obsesión del máximo beneficio. Y eso es mucho más difícil que enhebrar una aguja con una soga de barca[18]. 2.1.4. Mística de la misericordia frente a mística del éxtasis La necesidad de esa civilización de la sobriedad compartida solo puede entenderse y articularse desde una vivencia mística de la misericordia. No se trata aquí de unas obras sueltas que pueden tranquilizar nuestra conciencia, sino de una actitud inserta en lo más hondo de la persona. No se trata de una misericordia «desnatada» (según preciosa formulación de D. Soto ya en el siglo XVI): un sentimiento de compasión poco fecundo, del que nos deshacemos con alguna pequeña acción asistencial. La tan citada profecía de K. Rahner («el cristiano del siglo XXI será un místico o no será cristiano») no puede quedarse en una experiencia interior que se cierra sobre sí misma, sino en un enriquecimiento interior que se desborda y se vacía hacia fuera. Solo eso es verdaderamente cristiano. 119

Esa misericordia «constitutiva», más que ocasional, llevará fatalmente al hambre y sed de justicia (de las que hablaremos al final de este libro). Esa es, con palabras de Sobrino, la única «reacción correcta ante este mundo sufriente». Pero con ello la misericordia se vuelve inevitablemente conflictiva, como le ocurrió a Jesús de Nazaret. Eso evitará también el protagonismo del misericordioso, quien solo es tal porque ha experimentado la misericordia divina: «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Esa es la verdadera experiencia del Misterio, derivada de lo que hemos llamado «intellectus amoris». Creo sinceramente que esta teología, de haber sido universalmente aceptada, habría bastado para desautorizar esas corrientes místicas actuales sobre las que acaba de alertar la Congregación de la Fe, por el doble peligro en que incurren con respecto a la salvación cristiana: un claro gnosticismo y un cierto pelagianismo (salvación por el conocimiento y salvación por uno mismo) y, en definitiva, la no necesidad de un Dios Salvador[19]. Esa otra pseudomística no es conflictiva. Más aún: sostiene y fortifica el sistema injusto y genera modos de ver y pensar que nos vuelven inconscientemente ciegos. Debería ser obligación de todos los dignatarios eclesiásticos no solo evitar esa ceguera, sino ayudar a los fieles a no caer en ella. Pero eso llama a la Iglesia a ser una iglesia descentrada, que «huela a oveja» más que a sacristía o a incienso. Y la expone a ser atacada y perseguida. Esta es la verdadera conflictividad cristiana de que hablábamos al final de la parte anterior y que ha sido matriz de los mártires y testigos allí comentados. 2.1.5. «Lo divino de luchar por los derechos humanos» Otra vez echo mano aquí de un título de Jon Sobrino que puede resumir todo lo anterior y que parece condensar muchos desencuentros y hostilidades del mundo moderno para con la Iglesia. La Declaración de los Derechos Humanos promulgada por la Revolución Francesa topó con una oposición radical, de parte sobre todo de Gregorio XVI, que la tomó como una oposición a los derechos de Dios, sin percibir que la misma iglesia había tenido una parte decisiva en la toma de conciencia de esos derechos, fruto de la dignidad divina del hombre; y que el Dios revelado en Jesucristo es precisamente el garante de esa dignidad humana de la que brotan los derechos humanos. Esa absurda contraposición entre dos cosas que nunca debieron oponerse dio lugar a una concepción de la libertad humana no como don de Dios, sino como oposición a Dios. Con ello, la libertad fue desfigurándose hasta convertirse en egolatría y acabó oponiéndose a la igualdad y la fraternidad, que en los comienzos iban estrechamente unidas a ella. Toda esta falsa hostilidad (injustificada al menos en sus orígenes) queda deshecha en el título del presente apartado. Los derechos humanos y la lucha por su promoción, no solo no son algo antidivino, sino que encierran algo divino: mucho más divino que el culto, cabría añadir, remontándonos a los profetas de Israel. Gregorio XVI, creyendo 120

quizá defender a Dios (aunque queriendo, a lo mejor, defender inconscientemente su propio poder), pasó también, como el sacerdote y el levita de la parábola, por delante de tantos hombres heridos en su dignidad y en sus derechos más elementales. Aquel papa premoderno no comprendió que el pasaje de Mateo 25 debe ser leído así en nuestra modernidad: «venid, benditos de mi Padre, porque fueron pisoteados mis derechos humanos, y vosotros los proclamasteis»… Casi dos siglos después del patinazo de Gregorio XVI, en 1989, Juan Pablo II proclamó, en la misma patria de la revolución, que «libertad, igualdad y fraternidad» son palabras profundamente cristianas. Y 25 años más tarde, Francisco lanzó el programa de una Iglesia «samaritana», desvistiéndola de los ropajes del sacerdote y el levita de la parábola y vistiéndola a imagen de aquel que supo reconocer la dignidad divina del hombre caído en la cuneta. 2.1.6. «Ser cargados por la realidad» Ese doloroso despertar se produce también con gozo: como cuando uno siente que le han operado de unas molestas cataratas y vuelve a ver claro; o que le han regalado «un corazón nuevo» y está aprendiendo a amar. Por eso J. Sobrino añadió algo importante a la célebre tríada de Zubiri-Ellacuría que describe la actitud verdaderamente humana ante lo real: «hacerse cargo de la realidad» (limpieza cognoscitiva), «encargarse de la realidad» (pureza ética) y «cargar con la realidad» (el dolor que puede implicar lo anterior). A ese triple juego de palabras añade Sobrino el de ser cargados por la realidad, el rasgo más típicamente cristiano, que baña los otros tres en una auténtica experiencia de gratuidad y los convierte en «yugo suave y carga ligera». Al hacerse cargo de la realidad, se comprende que pecado es lo que daña a los seres humanos hijos de Dios, y que ese pecado se transmite masivamente a través de unas estructuras en las que ha impreso su huella. Al encargarse de la realidad, surge la llamada a denunciar el pecado como Jesús y los profetas, puesto que el pecado tiende a enmascararse y justificarse. Cargar con la realidad supone «cargar con el pecado»; es decir, fortaleza para mantenerse y suportar su maldad cuando se hace muy difícil erradicarlo. Pero, al añadir a esa triple tarea el saberse «cargados por la realidad», brota la misericordia también en forma de perdón. Saberse pecador y perdonado es la única manera de abordar la revolución, no como salvador y superior (que es el gran peligro de tantas izquierdas laicas), sino como agraciado y agradecido. De este modo, como antes dijimos, la paulina «liberación por la fe» se hermana con la lucha por la justicia. ✓ Para concluir Un hecho mayor en nuestro mundo es la condición infrahumana y desesperada en que sobrevive más de media humanidad. La parábola de Epulón y Lázaro es uno de los textos fundamentales de nuestra historia, ampliada hoy con el dato de que Lázaro ya no es un solo hombre, sino miles de millones, a los que se agrega un grupo de gentes que 121

contemplamos indiferentes la escena. Es en este contexto donde debe situarse el tema de la divinidad de Jesús, como única luz o palabra que nos diga algo para despertarnos de ese sueño de cruel inhumanidad. Si en el siglo XVIII las primeras negaciones de la divinidad de Jesús, por parte de la crítica histórica, se hacían como reivindicación de la ciencia y la razón contra una Iglesia retrógrada, hoy se hacen más bien para apartar de nuestros ojos esas imágenes del Dios «hecho pobre» y del «Dios de los pobres», contra una Iglesia que pretende enseñar eso. Pero, dejando esa controversia, retomemos lo que ahora importa: ante ese hecho mayor de nuestro mundo, la noticia de una encarnación de Dios, recapituladora de todos los seres humanos, en un hombre concreto que se definió y se comportó como «buena noticia para los pobres» (Mt 11,5), mantiene un significado único y fundamental para nuestra historia. Aceptando que muchos, con buena voluntad, no puedan creer esa noticia, por lo increíble que parece, los cristianos deben conservar ese anuncio como verdadera «reserva espiritual» de nuestra historia. Y podrán, por lo menos, anunciar la llamada y el seguimiento del hombre Jesús (aun sin la fe teologal en Él) como camino humano accesible a todos y que podrá llevar a cada cual adonde Dios quiera llevarlo. En cualquier caso, el principio Misericordia (o el Dios revelado por Jesús) no podrá ser realizado por nosotros si no es con la luz y la fuerza del Espíritu, que fecunda nuestra carne para que germine en ella una nueva humanidad liberada, «ungida» de Dios. Lo cual nos lleva a otro apartado. 2.2. «Donde está el Espíritu de Dios hay liberación» Cuando, en la primera parte, hablábamos del Logos y el Tao, aludíamos ya a ese modo de subsistir de Dios que los cristianos llamamos «Espíritu Santo». Al preguntar ahora qué puede decir la teología en esta época «apocalíptica», pienso, en primer lugar, que es preciso examinar qué es eso que hoy llamamos «experiencia del Espíritu». He escrito repetidas veces (y no he sido el único en constatarlo) que la teología occidental adolece de una llamativa falta de atención al Espíritu Santo y que esa laguna se deja sentir hoy bastante[20]. Voces más analíticas podrán atribuir esa ausencia al juridicismo romano o al intelectualismo griego, a una pretensión de «acaparar al Espíritu» por parte de la curia romana, no dejándole soplar donde quiere, o a un espiritualismo que no permite al Espíritu derramarse «en la carne» del Hijo, y este habría sido el fallo de tantos movimientos pentecostalistas. Pero esos análisis importan menos ahora. Lo decisivo es que esta parece ser la hora de una seria reflexión pneumatológica. La misma teología de la liberación está llamada hoy a ser una «pneumatología de la liberación». De hecho, ya en sus comienzos alertó Gustavo Gutiérrez de que la teología de la liberación era «una forma de teología espiritual». Aunque eso solo sirvió entonces para que la desacreditaran algunos «logomaníacos» europeos. Busquemos, pues, algunas pistas que nos permitan atisbar algo de esa pneumatología de la liberación. 122

Una de las razones que hacen comprensible la pobreza de nuestra pneumatología es que el Espíritu no puede tener palabra, aunque vaya siempre unido a esta. Hans Urs von Balthasar decía que el Espíritu está «más allá del Logos», y algún santo Padre intentó explicar eso afirmando que el Espíritu no es la palabra, sino «la voz» (el soplo) que pronuncia la palabra. Esta dificultad lingüística me ha llevado a veces a sospechar que una buena pneumatología habría de tener el valor de hablar del Espíritu como «lo impersonal de Dios», aunque para nosotros lo impersonal resulta siempre menos perfecto que lo personal, y en Dios no cabe imperfección. Pero ya los mejores tratadistas de la Trinidad (K. Rahner, entre ellos) han insistido en que el término «persona» se aplica al Espíritu en un sentido «muy analógico», no solo con respecto a lo que ese término significa en nosotros, sino también con respecto a lo que significa cuando lo aplicamos a las otras personas de la Trinidad. Y sabemos, además, que ningún lenguaje sobre Dios puede ser en absoluto cartesiano («claro y distinto»), sino dialéctico: san Agustín lo vivió como profundamente inmanente y profundamente trascendente; hablamos de Él desde el ser y «sin el ser»[21], como interior y exterior, como justo y misericordioso… De hecho, muchos calificativos que el Nuevo Testamento aplica al Espíritu son de carácter impersonal. Quizá valga la pena, pues, detenernos un poco en algunos de ellos. 2.2.1. El Espíritu, fuerza de Dios Jesús muere entregándose «por (la fuerza) del Espíritu» (Heb 9,14). Cuando el Espíritu desciende sobre María, la cubre «la Fuerza del Altísimo» (Lc 1,35). Más tarde, Jesús inaugurará su ministerio regresando del desierto a Galilea «por la fuerza del Espíritu Santo» (Lc 4,14); y los Apóstoles comenzarán a predicar «con audacia, llenos del Espíritu» (Hch 4,31)[22]. También las imágenes bíblicas del soplo y del viento encarnan esa idea de la fuerza. No creo exagerado afirmar que la teología de la liberación nació por esa fuerza del Espíritu de Dios que sopla donde quiere. Gracias a la fuerza de ese Viento, la teología de la liberación, atravesó el desierto para regresar al terreno de la predicación de Jesús: a «Galilea». E hizo todo eso superando no solo lo «carnal» y el pecado de algunos de sus protagonistas (que también), sino además las críticas y desautorizaciones de «sumos sacerdotes y potentados» (Mt 21,23), que pretendían juzgarla preguntando con qué autoridad actuaba así. Cerremos, pues, este apartado como cerraba Pablo su Carta a los Romanos: que el Dios de la esperanza os colme de paz y de gozo en vuestra fe, para que crezca cada vez más vuestra esperanza «por la fuerza (en dynámei) del Espíritu Santo (15,13). 2.2.2. El Espíritu, resplandor de Dios En lenguaje bíblico, el Espíritu es Luz y es vista. Ambas palabras han perdido fuerza para nosotros, porque ya no tenemos la experiencia de lo que significaban la oscuridad y la falta de visión en épocas en que no existían la luz eléctrica ni las gafas. No podemos 123

objetivar nuestros propios ojos para verlos y hablar de ellos (y si los objetivamos en un espejo, no los veremos tal cual son, sino invertidos). Pero vemos con esos mismos ojos a los que no podemos ver. De ahí la dificultad de hablar sobre el Espíritu, como no sea describiendo sus efectos en nosotros; por ejemplo: que solo con esa Luz del Espíritu podemos llamar «señores» a los pobres o invocar a Dios como «Dios de los pobres» y como Abbá de todas las víctimas de esta historia. Algo de eso quiso hacer la teología de la liberación. Y desde esta óptica pneumatológica se comprende la discutida designación de la teología como «acto segundo», propia también de G. Gutiérrez. Por eso ha podido dar la misma señal de su misión que dio el Maestro: hay esperanza para los privados de ella y hay una buena noticia para los pobres (cf. Mt 11,2ss). 2.2.3. El Espíritu, máxima interioridad de cada ser humano Si somos capaces de amar con un amor como el de Dios y con esperanza, es porque «el Espíritu habita en nosotros (Rom 5,5). Es así como el «dulce huésped del alma» se convierte a la vez en «dulce refrigerio» y «padre de los pobres»[23]. Y es dato conocido que en el Nuevo Testamento hay pasajes en que no queda claro si el Pneuma designa al Espíritu Santo o al espíritu humano. Etty Hillesum encontró a Dios en esa experiencia de lo mejor de la propia intimidad. Sorprende la seguridad con que escribe en su diario: «dentro de mí hay un pozo muy profundo, y ahí dentro está Dios. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese pozo, y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo»[24]. A partir de entonces rezará Etty: «tu hogar, Señor, es mi interior». Encontrará a Dios en esa profundidad propia purificada. Y este hallazgo no le impide (al revés: le posibilita) encontrar a Dios fuera de ella, de modo que ese «continuo escucharme a mí misma» se le convierte en «un escuchar a los demás y a Dios» (17de septiembre de 1942). De aquí brotan tres observaciones importantes: a) una cristología del Espíritu, que hoy tanto se ha reclamado con razón y que podría orientarnos más hacia la intimidad de Jesús, no puede darse al margen ni en contra de una cristología del Logos. Al contrario, es lo que la hace posible: «la relación íntima entre la actividad del Espíritu y el misterio del Hijo en vistas a su realización en el mundo se impone a la teología como un hecho de importancia capital»[25]. b) En segundo lugar, esta pneumatología camina al encuentro con místicas no cristianas: el hinduismo, por ejemplo. Pero sabiendo que no se trata de una afirmación abstracta de la propia interioridad divinizada, sino que es necesario bajar concretamente hasta ella. Allí es donde se percibe que el encuentro con Dios en la propia intimidad (o, dicho cristianamente, la experiencia del Espíritu Santo) nunca termina en un quedarse allá dentro, sino en un «salir» hacia fuera. Porque, como escribe muy bien Durrwell: «el que es el misterio íntimo es también la propensión de Dios a salir de sí mismo. El Indecible lleva a Dios a decirse en su Palabra, en el 124

Mesías [= en la historia] y en la creación»[26]. Esta es, en mi opinión, la irrenunciable aportación bíblica a las religiones de Oriente. c) La teología de la liberación puede parafrasear así una célebre estrofa inicial de Juan de la Cruz: «en esta tierra oscura, con ansias en amores inflamada», ha tenido la «dichosa ventura» de salir hacia fuera de sí. Pero sale «estando ya su casa sosegada». Esa ventura dichosa se expresó en aquello de que «los pobres nos evangelizan» de lo que hablaremos más adelante. Pero requiere ese sosiego del propio ego para poder ser paladeada. 2.2.4. El Espíritu es Amor Para Pablo, caminar en el Espíritu y caminar en el amor son una misma cosa (Rom 8,4.5). Precisando aún más: el Espíritu es la apertura del amor o, como diría Ricardo de san Víctor, la prueba de que el amor no es exclusivista y cerrado sobre sí mismo. Por eso resulta muy significativo que, en su reflexión sobre la Trinidad, Ricardo no arranque de un análisis abstracto del amor, sino de aquellos pasajes concretos de los Hechos de los Apóstoles en que se habla del «comunismo» de la iglesia primera (Hch 2,44-47 y 4,3236), y vincule esa reflexión trinitaria con la idea del hombre como «imagen de Dios». Ambas cosas son decisivas para una teología de la liberación, y vale la pena mirarlas un poco más. El amor es lo que da valor a las personas: el hombre tan solo es verdaderamente hombre en el encuentro interpersonal[27]. Porque Dios tan solo es el Dios verdadero como Amor, es decir, como Comunión Absoluta[28]. Si la experiencia del acontecimiento de Jesucristo concluyó en la afirmación de que «Dios es Amor» (1 Jn 4,20), la reflexión sobre la Trinidad será una reflexión sobre el amor elevado al infinito. El Padre es el amor que sale de sí mismo, y en ese salir es persona; el Hijo es el amor recibido que, en ese recibir, cuaja como persona; y el Espíritu es el encuentro de ambos en una mirada hacia fuera por la que esa unión absoluta no se cierra en sí, sino que se vuelve fecunda y culmina en lo que Ricardo llama un «condilecto»[29]. Y ese Condilecto es el que mantiene inseparablemente unidos al Padre y su Palabra, culminando así (valga la expresión) el ser-persona de entrambos. Dios es, pues, Donación, Comunión y Codilección. Habrá que recordar que, aplicadas a Dios, también estas reflexiones tienen, como enseñó el Lateranense IV, «más desemejanza que semejanza» hablando del lenguaje sobre Dios. Pero su valor teológico radica (como el de toda buena teología) en su valor antropológico: de ellas brota que la persona humana es, a la vez, sujeto-donación-y comunión. Y que las diversidades no están para ser suprimidas ni dominadas, sino para ser respetadas en la comunión igualitaria. Ahí reside la verdadera libertad para la que Cristo nos liberó (Gal 5,1). Porque en Dios, amor y libertad se identifican. Mientras que en nosotros, citando otra vez a Durrwell, «sin el amor, la libertad no se reivindica más que a costa de los otros»[30]. La pneumatología de la liberación pone así de relieve la ausencia del Espíritu en un primer mundo que se cree humanamente desarrollado y que (aunque nació de matriz 125

cristiana) se caracteriza por su absoluta falta de comunión, o de «codilección», con todas las víctimas de esta tierra, generadas en buena parte por él mismo. Algo de esto atisbaba la primera teología de la liberación al hacerse brotar de la experiencia del Éxodo tras la opresión de Egipto, que ahora se globalizaba: «Egipto es el mundo», quería decir aquella teología, parafraseando sin saberlo una frase de Agamben que luego citaremos. Y hoy esa pneumatología sirve para denunciar que nuestra pretendida «globalización» es tan solo una forma de tiranía ante la que el recurso al Faraón resulta también inútil, como lo fue antaño. Por supuesto, se trata únicamente de denunciar una situación, no a las mil excelentes personas que pueden vivir en ella sin ser responsables de esa opresión, pero con la amenaza de volverse cómplices de ella. Ahora bien, esa denuncia y la necesidad de salir de tal situación ponen de relieve que el Dios de Occidente, infinidad de veces, no fue el Abbá anunciado por Jesús, sino el «Predestinador» de Godescalco y de aquellos calvinistas que emigraron a América del Norte buscando en el propio enriquecimiento la prueba de que Dios estaba de su parte[31]. Pone de relieve que el Cristo de Occidente, infinidad de veces, no es el Jesús «hombre para los demás», sino un nimbo de sacralidad que rodea muchas veces al poder y no a la fraternidad. Por eso decíamos que, ante el inmenso dolor de este mundo (dolor injusto, además, en infinidad de ocasiones), la teología de Occidente puede acabar convirtiéndose en lo que G. Gutiérrez calificó como teología «de los amigos de Job». Digamos, para cerrar este largo epígrafe, que, como Jesús, la teología de la liberación «puso en evidencia los corazones de muchos» (Lc 2,34), y esta fue la razón por la que (como a Jesús) se intentó condenarla con el más negativo de los sambenitos del momento. Pero, a pesar de ello, la pneumatología de la liberación pone de relieve que, si aceptamos ese «amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu», estamos sostenidos por «una esperanza que no defrauda» (Rom 5,5), ni aunque ese amor tenga que actuar en medio del cautiverio o de la persecución. 2.2.5. El Espíritu, gloria y santidad de Dios Gregorio de Nisa explica que la promesa de Jesús («les daré la gloria que Tú me has dado») la cumplió cuando dijo: «recibid el Espíritu Santo»[32]. Pero «gloria» es una palabra muy imprecisa, porque, entre nosotros, alude a algo que «se recibe» desde fuera. Y Dios no necesita que le demos ninguna gloria, ni se la damos simplemente diciendo «gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo». Los cielos «narran» esa gloria de Dios (Sal 19), pero no se la tributan. Y es que la gloria de Dios es el mismo resplandor de su Ser, que llena el universo. Por eso la Biblia la identifica prácticamente con la Santidad de Dios, la palabra mejor que se encontró para señalar el resplandor de la Trascendencia divina («solo Tú eres Santo…, llena está la tierra de Tu gloria»[33]), porque no alude a una trascendencia meramente ontológica, sino que destaca el ámbito del Amor, la bondad, la misericordia o la justicia. Esa «gloria de su poder nos fortalece para ser pacientes y magnánimos con gozo» 126

(Col 1,11), porque la contemplamos precisamente en el «hacerse carne» de la Palabra (Jn 1,14). Por eso somos «santificados por el Espíritu»[34], y por eso el juicio de Dios tiene lugar «ante la gloria de su fuerza» (2 Tes 1,9). Por eso también se pudo decir, desde los inicios del cristianismo, que «la gloria de Dios es que el hombre viva»[35]. Por dar a Dios esa gloria verdadera, la teología de la liberación ha devuelto credibilidad al cristianismo y ha puesto de relieve los corazones de muchos. 2.2.6. Consolador y Abogado defensor Paradójicamente, y por lo incomprensible de Dios, el lenguaje «impersonal» es el que más nos acerca a la personalidad del Espíritu: Él es también Consolador y Defensor, mostrándonos así que, en el misterio infinito de Dios, lo impersonal no es accidente ni imperfección, sino que es la suprapersonalidad misma de Dios. Esa fuerza del amor y esa luz de la propia intimidad y el resplandor de ambas son lo que convierte al Espíritu en el «otro Consolador» prometido por Jesús. Y lo que convierte el «ven Espíritu Santo» en la plegaria más propia del cristiano. La misión de Consolador puede, además, dar pie a la concepción del Espíritu como «lo femenino de Dios», tal como está representado en la célebre imagen de la Trinidad de la iglesia de Urschalling (Alemania), con casi mil años de existencia. Sin hacer apropiaciones exclusivas, pero sí representativas, eso serviría para reclamar una dimensión más femenina en la teología de la liberación, que tendiera tanto al cambio imprescindible de estructuras como al cuidado personal[36], porque este devuelve a las víctimas y a los excluidos el sentimiento de su dignidad, que es imprescindible y muy consolador y que brotaba sencilla y constantemente en las homilías de Mons. Romero[37]. Permítaseme concretar esto con un ejemplo vivido hace poco aquí, en Barcelona: Un grupo de gentes dedicadas al teatro estuvo durante una temporada en diversos lugares de Grecia, escuchando a refugiados huidos de Siria, Irak etc. Con esos relatos compusieron una pieza que fue leída en el Teatro Nacional de Barcelona en diciembre de 2017. Prescindiendo ahora de la buena calidad de la pieza y de la representación, el dato que quiero destacar es que fue retransmitida por streaming, de manera que sus protagonistas pudieron seguirla desde los lugares donde están ahora. Y, aunque entenderían muy poco el catalán, el mero hecho de que su tragedia mereciera aquella atención, aquel interés y aquella publicidad llegó tan adentro a los protagonistas que no solo aguantaron las casi dos horas de representación, sino que, nada más concluir esta, comenzaron a enviar whatsapps de gratitud a los actores del acto. El reconocimiento de su dolor les devolvió la conciencia y la dignidad de personas. 2.2.7. En conclusión No parecerá exagerado si concluimos parafraseando a san Pablo: donde esté el Espíritu de Dios, allí habrá una teología de la liberación (cf. 2 Cor 3,17). Aclarando, como hiciera antaño Hugo Assmann, que al hablar de «liberación», en vez de hablar de «libertad», se 127

destaca el carácter dinámico y nunca plenamente conseguido de esa libertad. Lo cual nos lleva al apartado siguiente. 2.3. «Ya sí, pero todavía no» Si el apartado anterior ha pretendido actuar como «acicate escatológico» (en expresión del inolvidable J. Jiménez Limón), en este habrá que recurrir al tan europeo «reparo escatológico». Así nos mantendremos en esa fórmula clásica de la teología: «ya sí, pero todavía no». La teología debe intentar, sencillamente, abrir y preparar caminos, porque el Espíritu no actúa de manera mágica o milagrosa, sino haciendo posible que actuemos nosotros: como prepararon ese camino del Señor el «fiat» de María, o el anuncio del Bautista, o los envíos de los discípulos por Jesús, con la doble misión de anunciar y poner signos. Pero, además, ese camino se abre en el desierto, lugar del hambre, la sed y la tentación. Y aplicando esa denominación no a un lugar apartado de nuestro planeta, sino a la situación misma de este mundo. Una tremenda experiencia de ese «desierto» lo fueron en nuestros días los campos de concentración nazis. Y G. Agamben se atrevió a escribir después, aludiendo a aquel horror: «el campo es el mundo»[38]. Para simbolizar esa tarea en el desierto pueden servirnos también las tres metas que se asignaba a sí misma Etty Hillesum en su diario: «ayudar a Dios», convertirse en el «corazón pensante» del campo y tratar de ser «bálsamo para tantas heridas». Una rápida palabra sobre cada una[39]. 2.3.1. Ayudar a Dios Desde su experiencia espiritual, Etty no temió hablar así, aunque ese lenguaje pareciera atentar contra la omnipotencia del Dios de los amigos de Job. Ese lenguaje suponía para ella tratar de que no muera Dios (o no quede «enterrado») entre los mil escombros que hay en el fondo de nosotros: en los opresores, por su inhumanidad; y en los oprimidos, por su situación de infrahumanidad. Ese ayudar a Dios supone también, dicho ahora con lenguaje teresiano, saber que «Dios no tiene otras manos que las nuestras». O, con lenguaje de Vicente de Paúl, comprender que la mejor manera que tenemos de amar al Dios Trascendente es amar aquello que Él ama, y que son los que Jesús llamaba «bienaventurados». 2.3.2. El corazón pensante La segunda expresión la acuñó Etty durante su estancia en el campo de Westerbork (Holanda) como asistenta social, y la acuñó como una oración («permíteme ser el corazón pensante de este barracón»[40]). En aquel lugar, dominado por la necesidad de sobrevivir, de mantas, de alimento… que absorbía todo el tiempo y todas las energías de la gente, ella se propone «estar presente… un poco como el alma de este cuerpo»[41], procurando que la gente no se empobrezca humanamente. Pero atendiendo también a que el dolor de la propia solidaridad no la ciegue a ella ni agoste su capacidad de 128

razonar, para saber encontrar las soluciones mejores o, en su defecto, las menos malas. La genial propuesta de la teología de la liberación de convertir las ciencias sociales en ayudantes de la teología (como antaño lo fue la filosofía, y sin dejar esta) puede encontrar aquí una forma de expresarse. Y a la vez pone de relieve el fallo de aquellos críticos que, ante el binomio «razón y fe» reducían la primera a una razón fría, abstracta, y no a una razón cordial. 2.3.3. Bálsamo El bálsamo es una expresión de humildad. La teología de la liberación no pretendió ser salvadora. Pero esto tampoco justifica la pereza ni esa indiferencia que pasa por ser el mayor pecado de hoy (incluso mayor que la misma opresión). Etty habla en otro momento de «llevar flores y frutos a cada trozo de tierra adonde uno va»[42]. Esa tarea implicará el contacto directo con la gente, para que la opresión no sea cuestión de cifras y estadísticas abstractas, sino de rostros muy concretos e interpeladores[43]. La llamada «teología del pueblo», que algunos quisieron oponer interesadamente a la teología de la liberación, se convierte aquí en una gran ayuda para esta.

CONCLUSIÓN Esa parece ser la tarea de la teología como «preparación del camino del Señor en el desierto». Un desierto, y una tarea que, hace ya cincuenta años, fueron descritos así por Hugo Assmann: «si la situación histórica de dependencia y dominación de dos tercios de la humanidad, con sus 20 millones anuales de muertos de hambre y desnutrición, no se convierte en punto de partida de cualquier teología cristiana hoy…; es necesario salvar a la teología de su cinismo… Frente a los problemas del mundo de hoy, muchos escritos de teología se reducen a mero cinismo»[44]. Por duras que parezcan esas palabras, no hacen más que tomar en serio el aviso, tantas veces citado, de G. Gutiérrez sobre el peligro de hacer «una teología de los amigos de Job». Si eso aún molesta, evoquemos a Joaquín de Fiore, que anunciaba «una era del Espíritu», pero matizándole: no una era definitiva o paradisíaca, sino recuperadora de ese olvido del Espíritu que ha dañado a la teología occidental y se intenta superar desde Vaticano II. Sin duda, el cambio estructural (que sería convertir el desierto en tierra fértil), sigue siendo objetivo primario. Y, al menos, se han instaurado ya expresiones como la de «pecado estructural» o injusticia estructurada (Juan Pablo II). Pero esa es tarea a largo plazo y de resultados inciertos, porque apela a las libertades humanas. Para posibilitar el trabajo hacia esa meta es urgente hoy crear «oasis en el desierto neoliberal», que tantas veces impide la plenitud. ¿Es eso resignación? Creo que es más bien esa extraña experiencia del Espíritu que nos permite decir muy desde dentro: trabajamos mucho y no hacemos nada; aspiramos a 129

mucho y no nos decepciona nada; tropezamos y seguimos adelante; hacemos la guerra con mucha paz… Como le ocurría a Pablo: «ultrajados, respondemos con bendiciones; perseguidos, aguantamos; difamados, rogamos. Hemos venido a ser como desperdicio de todos hasta hoy» (1 Cor 4,13). Pero aquí estamos. La labor teológica se convierte así en aquel «viejo tambor» de la canción: es lo único que posee el pobre teólogo. Pero le sucede también, como al tamborilero, que «cuando Dios me vio tocar ante Él, me sonrió…». Resumiendo: la misión de la teología, como humilde preparación de camino al Señor, implica, como hemos intentado decir, una gran honradez con lo real y una escucha dócil del Espíritu. Si las partes anteriores de este libro han buscado esa honradez con lo real, quedaría ahora preguntarse qué es lo que nos dice y qué tareas nos marca el Espíritu en este siglo XXI. Intentemos algo de esa escucha en el capítulo siguiente. [15] «El rompecabezas que es la vida humana, cuyas piezas se descompusieron al pasar por la Ilustración y sus cuestionamientos, volvió a descomponerse de nuevo al enfrentarnos con los pobres de este mundo» (p. 15). Todas las páginas que aparezcan citadas sin referencia de obra son del libro de J. Sobrino que abría este capítulo. [16] Así entendemos hasta qué punto esa Europa que se cree modélica y que ha acabado llamando «trata de personas» a lo que era salvar vidas humanas, ha ido negándose a sí misma al caer en la órbita del dios dinero, suscitando esa doble reacción de atracción y desprecio de que hablamos en la Segunda Parte. [17] Para evitar malentendidos, prefiero sustituir la expresión de Ellacuría por la de «una civilización de la sobriedad compartida» (y no de la pobreza). Aunque eso tampoco arreglaría nada, ante la obstinación de los epulones de esta tierra, que, según el evangelio, no cambiarán ni aunque venga alguien del otro mundo a decírselo. [18] He comentado en otros lugares que la palabra aramea que traducimos por «camello» puede significar también «soga (de barca)». Lo cual encaja mucho mejor con el contexto vital de Jesús. [19] Este comentario puede resultar excesivamente primermundista, porque es en el mundo (pseudo)desarrollado donde han aparecido estas místicas más espiritualistas que espirituales. Para América Latina, sin embargo, convendría estudiar hasta qué punto la desgraciada condena de la teología de la liberación por la Congregación de la Fe (en 1984) es un factor que ha contribuido al avance de las sectas norteamericanas en el Sur, al dejar la impresión de que la «puerta estrecha» del compromiso liberador era una puerta falsa. [20] Remito al último capítulo de Herejías del catolicismo actual, Madrid 2013. [21] Así, Jean L. MARION, Dieu sans l’être, Paris 2013. [22] Esa audacia en el hablar (parresía), tan típica del Nuevo Testamento, aparece por primera vez como fruto de la presencia del Espíritu. [23] Expresiones todas de la célebre secuencia de la misa de Pentecostés. [24] 26 de agosto de 1941. El título del diario es Una vida conmocionada. La edición castellana de editorial Anthropos es de 2007. [25] F. J. DURRWELL, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1983, p. 36. Subrayado mío. Eso es lo que quizá no vio la cristología de R. HAIGHT (Jesús, símbolo de Dios), valiosa por otra parte. [26] Obra citada, p. 40. [27] Como enseñará más tarde el personalismo de Mounier. De ahí su talante tan cercano a la teología de la liberación. [28] Ricardo se aparta así del enfoque individualista agustiniano, que ha marcado mucho más a Occidente y que acabó convirtiendo el tema de la Trinidad en una verdad inútil (Kant) o en una especulación de matemáticas irracionales.

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[29] Recordemos la frase antes evocada: «amor no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección». [30] Obra citada, 186. [31] Aludo solo genéricamente a la tesis de Max Weber, sin entrar en la discusión posterior de si aquella teología era verdaderamente la de Calvino. En todo caso, sí creo que aquella teología es la que acabó corrompiendo el precioso «sueño americano» inicial. [32] PG 44, 1117. Es de una de sus homilías sobre el Cantar de los Cantares. [33] Cf. Is 6,3. [34] Rom 15,16; 1 Cor 6,11; 1 Pedro 1,2… [35] Es sabido que esa expresión (gloria Dei vivens homo) proviene de san Ireneo (del siglo II), y que Mons. Romero, en su discurso de Lovaina, parafraseó como «gloria Dei vivens pauper». [36] Leonard Ragaz hablaba, ya a comienzos del siglo pasado, de la misión del médico y la de la enfermera. Esta es absolutamente imprescindible, aunque sea insuficiente. Y aquella resulta poco humana sin esta. Otra vez, no se trata de tomar ambos términos como definiciones, sino solo como representaciones. [37] Ya en 1980, en un soneto dedicado a la muerte de Mons. Romero, hablé de «devolver al pobre la primicia / de dignidad ganada al escucharte». [38] Repetidas veces en Homo Sacer. [39] Cf. 11 y 12 de julio de 1042, pp. 137-143 del diario citado. Las comenté un poco más en Etty Hillesum: una vida que interpela, Sal Terrae, Santander 20083, pp. 70-73. [40] 3 de octubre de 1942, p. 193 del diario. [41] 16 de septiembre; p. 167. [42] 2 de octubre; p. 155. [43] «Me gusta tener contacto con la gente» (4 de octubre, p. 194). [44] Opresión-liberación: desafío a los cristianos, Montevideo 1971, p. 51.

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CAPÍTULO 3

«Quédice el Espíritu a las iglesias» (La teología del siglo XXI como escucha del Espíritu)[45]

El siglo XX fue un siglo de grandes figuras a las que se podría calificar como teólogos «del logos» (Barth, Rahner…). Ellos hicieron la fe cristiana suficientemente inteligible para el hombre moderno. Pero, entonces, es el momento de volver otra vez a las palabras ya citadas de Tomás de Aquino: la teología no consiste solo en «hablar de Dios», sino también en «hablar de las cosas desde Dios». Esta me parece tarea indispensable para la teología del futuro: que, así como Etty Hillesum escribía que a veces «es Dios el que reza a Dios desde mí», pudiéramos decir que es Dios el que habla a la humanidad desde la teología. Quizá por eso parece que desaparecen hoy los grandes maestros, y la teología pasa a ser tarea de comunidades, más que de grandes genios individuales. Recogeré ahora cosas dichas en otros lugares. Pero quizá las cosas necesitan ser repetidas para que acaben entrando en muchas gentes que tienen (verdaderas o falsas) otras mil preocupaciones. Y, buscando ese carácter de escucha del Espíritu, seguiré el esquema clásico: ver, juzgar y actuar. I. VER Comencemos por una rápida panorámica de nuestro ámbito religioso, hoy y aquí. 3.1. «La teología del futuro será mística o no será teología» 3.1.1. Hoy Es innegable que vivimos una época de búsqueda de «espiritualidad», aunque cada uno entenderá esta palabra de forma distinta: se habla de mística, de recuperar la contemplación, de espiritualidad sin religión, de espiritualidad sin Dios… Antes de analizar el síntoma, apuntemos sus posibles causas: a)

La sociedad de consumo ha acabado creando una sensación de vacío: hoy descubrimos que el hombre vive para algo más que para consumir, por mucho que la publicidad y los economistas traten de negarlo o busquen convertir la espiritualidad 132

en otro producto de consumo. b) Esa demanda de espiritualidad puede brotar de una sensación de cansancio o decepción ante muchos pasados revolucionarios, tachados hoy de voluntaristas y decepcionantes en sus resultados. c)

Finalmente, un mundo secular y de una pluralidad tan desconcertante que ha engendrado «la era de la posverdad» (sucesora de la modernidad y la posmodernidad) produce una sensación de pérdida de identidad que buscará apoyos o gratificaciones en el campo de la experiencia y la intimidad.

Sensación de vacío, decepción, pérdida de identidad… nos van llevando a recuperar esas preguntas eternas: ¿para qué vivo? ¿Puedo ser feliz? ¿Quién soy yo? De hecho, cuando Rahner hablaba del cristiano del siglo XXI como un «místico», añadía esta simple explicación: «es decir, habrá experimentado algo». Este pronóstico intuitivo pudo brotar de una proyección de los tres rasgos que acabamos de enunciar. Hace años también, X. Zubiri distinguía entre lo que es «una creencia en Dios» y lo que es «fe en Dios». En el primer caso se afirma a Dios a través de la razón, pero solo se llega a un Diosexplicación, como ya vimos. Es un camino de abajo-arriba que lleva a lo que Tierno Galván llamaba «el Fundamento», desde la experiencia de falta de fundamento de todo cuanto existe[46]. También la experiencia de la total relatividad y movilidad de todo cuanto vemos existir lleva a postular algo Absoluto: llámesele «Ser Necesario», «Idea del Bien» o «Motor inmóvil»… No importa ahora si esos argumentos son pruebas contundentes o simples indicios y señales o caminos («vías», dijo santo Tomás). Lo que importa es que ellos solos no resuelven el problema humano, porque generan todas las preguntas propuestas en el primer capítulo de esta cuarta parte: ¿qué (o quién) es ese Fundamento? En cambio, la segunda actitud citada por Zubiri (fe en lugar de creencia) no alude a un «Dios-explicación», sino a una comunicación de Dios que genera una confianza, fruto de una experiencia. El acceso a Dios no va entonces de abajo-arriba, sino de arribaabajo. Lo que Rahner calificó como «mística» es la experiencia de que el hombre está invitado a fiarse de ese Algo misterioso que puede estar detrás de todo y al que hemos dado en llamar «Dios». No quisiera contraponer ambos caminos: si el Dios de la razón puede quedarse en un dios ajeno, el Dios de la mística suele ser falsificado al formular esa experiencia. Tomás de Aquino fue muy necesario en el siglo XIII para dar un poco de rigor a la teología. Pero luego fue necesario superarle para que la teología no se convirtiera en un puro juego especulativo y sin vida. Los místicos «clásicos» coinciden en afirmar que todo cuanto explican no consigue expresar aquello que habían experimentado. Y los salmos, que contienen algunas de las mejores páginas de la historia como formulación de esa experiencia de confianza, tienen otros textos en los que, al tratar de historizar los fundamentos de esa confianza, la deforman contando una historia desfigurada o incluso justificadora de la violencia… 133

Pero, aun sin contraponer los dos caminos, creo que la pregunta más primaria de la teología en este siglo XXI no será aquella de «¿por qué hay algo, más que nada?», sino «¿por qué hay tanto sufrimiento injusto?». 3.1.2. Aquí En España, ese afán de experiencia espiritual tiende a buscarse fuera de la Iglesia: hay una pérdida de confianza en ella, producida por unas jerarquías más cercanas a los ricos que a los pobres, más atentas a hablar desde la imposición que desde la libertad, y anunciadoras de un cristianismo reducido casi solo a moral sexual y a una serie de dogmas desconexos y sin lo que Vaticano II calificó como «jerarquía de verdades». Un cristianismo mantenido desde la presión social había de derrumbarse en buena parte con la llegada de la libertad (como está ocurriendo hoy en Polonia). Nuestro episcopado (salvo memorables y arrinconadas excepciones) no supo leer los signos de los tiempos y, como ya vimos, ha dado pie a una reacción unilateral y resentida (pero comprensible) de muchos medios de comunicación. El resultado ha sido: una descristianización rápida y agresiva, una orientación casi fundamentalista de los sectores y movimientos más conservadores (que se centró en los seminarios de Cuenca y Toledo) y un grupo de cristianos admirables a los que Vaticano II abrió a la experiencia del encuentro con Jesús, pero cuyos hijos se han encontrado a la intemperie y con grandes dificultades para alimentar una fe que ha ido quedándose mortecina. De esos tres grupos, el que más afecta a estas reflexiones es el primero (los descristianizados). Una parte de ellos, al sentir la necesidad de aire en esta España obtusa, chata, inflada e injusta, fueron a buscar ese aire en Oriente. Y, como suele pasar cuando se idealiza algo conocido solo desde lejos, en un Oriente al gusto propio. Por eso, si Nietzsche calificó al cristianismo como «platonismo para el pueblo», me temo que la espiritualidad buscada ahora sea solo una especie de «budismo para el pueblo». De «una vela a Dios y otra al diablo», pasamos a «una vela al Zen y otra al Dinero». Nada de eso va contra Buda, de quien hablaremos después y a quien apliqué en otro lugar aquellas palabras de Jesús sobre Juan Bautista: «nadie mayor que él entre los nacidos de mujer». Pero sí va contra esa manera fácil de buscar espiritualidad entre nosotros a la cual, aunque haya que reconocerle la necesidad de «sacar la cabeza del agua para respirar», también hay que pedirle luego que no se comporte como Pedro en el Tabor, pidiendo hacer tres tiendas para quedarse tranquilos allí, negándose a abrir los ojos para no ver más que «solo al hombre Jesús». 3.1.3. En la Iglesia Tras la discusión bisecular sobre «el Jesús histórico y el Cristo de la fe», los estudios históricos y bíblicos parecen haber entrado hoy en otra investigación que podríamos titular como «la comunidad histórica y la Iglesia de la fe». Ello está dando lugar a mil estudios sobre el cristianismo primitivo, sus formas de vida y su propagación. Prescindiendo ahora de lo que esto deberá suponer para la presencia cristiana en la 134

sociedad secular (de lo que hablaremos al final de este capítulo), se va poniendo de relieve que el primer cristianismo, más que una doctrina, era sobre todo una experiencia espiritual que llevaba a una ética muy seria y a una celebración que sustituía a lo que llamamos «culto». Los teólogos deberán estar muy atentos a toda esta nueva corriente[47]. II. JUZGAR 3.2. Mística «de ojos abiertos» Esta panorámica sugiere que la teología del futuro habrá de ser, sobre todo, una «teología fundamental-mistagógica»: que acerque a la fe no por argumentos extrínsecos (como los clásicos tratados antiguos), sino por el valor intrínseco y las resonancias práxicas de su anuncio. J. B. Metz, el gran teólogo fundamental del siglo XX, reclamó siempre una «teología fundamental práxica». Esa tarea la anuncian muchos títulos programáticos de su obra: una «teología política», y una «memoria passionis» que estén «más allá de la religión burguesa». Y ese programa brota de una «mística de ojos abiertos»… Metz ha insistido en que la única mística cristiana posible es una mística «de ojos abiertos», a la que la experiencia espiritual lleva a encararse con la realidad, en lugar de huir de ella. En seguimiento suyo publiqué en los años ochenta la nota antes citada: «Mística del éxtasis y mística de la misericordia». Si vuelvo a evocarla ahora, es porque se abría con un texto del clásico Eros y Agape, de A. Nygren, donde avisa que: «el misticismo puede revelarse como la forma más refinada y la culminación de la piedad egocéntrica». Pongamos «piedad individualista» para no caer en críticas fáciles; pero la disyuntiva no cambia. ¿Por qué? Si algo ha puesto de relieve la teología en los años del posconcilio es que el cristianismo es intrínsecamente comunitario: tan comunitario como individual. Esa teología responde, además, a una antropología más verdadera, en la línea del llamado «personalismo» de E. Mounier, tantas veces evocado. Sin ella, la actual búsqueda de espiritualidad puede provocar una paráfrasis de aquella crítica de Marx a la religión: «el hombre hace esa espiritualidad; esa espiritualidad no hace al hombre». ¿Por qué? Para responder a esa pregunta debemos echar una rápida ojeada a nuestro mundo pseudoglobalizado, recogiendo cosas dichas en las dos primeras partes de este libro. a) Encontraremos, en primer lugar, un incremento impresionante, y además público y publicado, de las diferencias y desigualdades entre los seres humanos. Esas diferencias descomunales tienen un doble efecto: o un «efecto llamada» que da lugar a migraciones masivas e incontrolables, o un «efecto venganza» que dará lugar a terrorismos tan brutales como bien organizados. Ambos efectos irán haciendo que el miedo nos atenace, generando esos movimientos racistas de extrema derecha que ya pululan entre nosotros y que, si un día llegan al poder, aplicarán una eutanasia 135

camuflada a nuestras democracias y a las libertades que tanto costó conseguir. b) Fomentando esa corriente encontraremos una presencia creciente de odios y desprecios entre los seres humanos, por motivos diversos según países: diferencias de género, religión, raza, lengua, patria, costumbres o cultura… c) Y entre esas mentalidades que viven «mirando adelante con ira» será cada vez más difícil entenderse, porque lo que cuenta y lo que vale ya no son las razones y argumentos, sino los sentimientos. Así hemos entrado en esta hora de la posverdad (o de la posthumanidad, como ya advertimos). Lo malo de esta triple caracterización no es su enunciado teórico (y, por tanto, indoloro), sino la cantidad increíble de sufrimiento que está sembrando en el planeta. No hablamos ahora de rasgos abstractos, sino de personas concretas. Y eso significa: hambrientos, cadáveres en el Mediterráneo, mujeres que han visto morir a sus hijos, hijos que han visto morir a sus padres en una de esas huidas desesperadas, niños esclavos, tráfico organizado de muchachas para la prostitución, sin que esto parezca importar demasiado a algunas pretendidas feministas aburguesadas… Significa también Sudán, Siria, Lesbos, palestinos que ven derribada y ocupada impunemente su vivienda; Honduras, Brasil y los nuevos golpes de Estado (ya no militares, sino políticos y mediáticos), Guatemala y los tristes trenes que atraviesan México desde Centroamérica hasta los Estados Unidos… Añadamos, además, la amenaza ecológica que se cierne sobre un planeta que consume cada año más de lo que puede reponer, mientras nosotros pretendemos curar ese cáncer solo con vitaminas y paracetamoles… Ya dije en el prólogo que es esa situación espantosa la que ha puesto en marcha estas pobres páginas. Es imposible que una situación como esa no afecte para nada a esa reflexión sobre Dios que llamamos «teología». Porque, ante semejante panorama, es inevitable la pregunta de si se puede huir… o vivir al margen de ello. Y la respuesta nítida es: un cristiano no puede vivir al margen de ese mundo, ni aunque se limite a condenarlo teóricamente y pretenda que está buscando experiencias místicas. Porque, ante la acusación clara de Jesús, «tuve hambre y no me disteis de comer», no valdrá la respuesta: «Señor, estaba buscándote a Ti por otro lado»[48]… Albert Camus nos dejó esa misma pregunta en una novela que pretendía ser parábola de nuestro mundo y hoy lo es mucho más: «¿puede un hombre ser feliz en una ciudad infestada por la peste?». La respuesta teológica es que no. O, mejor, que en esas situaciones solo será dignamente humana otra clase de felicidad. 3.3. «Felices los misericordiosos» La experiencia espiritual, que deberá ser punto de partida para la teología del siglo XXI, está siendo vivida ya por esas personas y comunidades cristianas evocadas, que brillan como estrellas luminosas en la noche de nuestra hora histórica. Y, además, la dejó formulada Jesús de Nazaret en una proclama que después analizaremos brevemente para cerrar estas páginas: «dichosos los que reaccionan con misericordia y hambre de 136

justicia» (Mt 5,6.7) ante situaciones como la evocada en el apartado anterior (recogida en Lc 6,20-23). Notemos, de momento, que esos pasajes no hablan en tono imperativo ni de obligación moral, sino como sabiduría, como iluminación: ese es el camino de la única felicidad posible y única legítima en este antimundo que hemos construido. Tal experiencia empalma con aquella otra que dio origen al judaísmo: cuando Dios se revela, «no da su Nombre»; no dice si es el Ser Necesario o la Causa Incausada o algo así; tan solo dice que ha visto la opresión y desea crear un pueblo libre y fraterno, «luz para todas las gentes». En esa misericordia y hambre de justicia liberadoras late una experiencia de Dios que cuaja en estos dos principios fundamentales: a) Las víctimas de esta historia (pobres, hambrientos, maltratados…) son los preferidos de Dios y los señores de Su proyecto sobre el mundo. b) Los verdugos de la historia (epulones, millonarios, desentendidos, perseguidores…) son malditos de Dios, y su salvación es algo tan imposible como enhebrar una aguja con una soga de barca[49]. Toda teología futura que no brote de estos dos principios no pasará de ser «bronce que suena o címbalo que retiñe»[50]. Por eso convendrá explicar un poco el fundamento de esta tesis central. 3.4. Un Dios «total» (kat-holikós) Escribí en otro lugar, de manera algo simplificada, pero válida como pedagogía, que la experiencia de Dios en la historia del planeta Tierra se ha dado de la siguiente forma: –

En el Oriente, Dios se ha manifestado por su Espíritu como lo más profundo de la intimidad personal, lo mejor y más valioso de la propia interioridad: el mantra hindú «atman-Brahman» y esa palabra «advaita» (no dualidad), de moda hoy entre nosotros, sirven para visibilizar esta afirmación.



En el continente americano, la experiencia de Dios parece más vinculada a la tierra y a la naturaleza. No en el sentido idólatra del dios sol y demás, sino en el sentido experiencial del respeto a esa madre (Pacha-mama) a la que debemos la vida.



En el área donde nace y cuaja la tradición judeocristiana se vive la experiencia de Dios en la historia. Dios se revela, sobre todo, como el Liberador que pretende construir «un pueblo» ideal que sirva de luz para todos.

Esa experiencia no niega las otras dos, pues todas han brotado del mismo Espíritu. Y no solo no las niega, sino que las necesita; porque una búsqueda de Dios en la historia que no parta de una profunda mística interior degenera en un prometeísmo abocado al fracaso. Y una divinización de la historia ajena al respeto a la naturaleza, degenera en una destrucción del planeta sobre la que hoy nos avisa el drama ecológico. No las niega, pues, sino que las necesita. Y las completa: porque una búsqueda de la propia riqueza interior al margen de la historia puede degenerar en una justificación de 137

los parias y de las diferencias entre los seres humanos. Mientras que un respeto a la naturaleza desligado de la historia puede degenerar en un conservadurismo cerrado a todo progreso. Oriente y Amerindia son, por tanto, como dos colores que deben teñir ese monoteísmo característico de lo que nosotros llamamos «Occidente», convirtiéndolo así en lo que A. Gesché calificó lúcidamente como un monoteísmo relativo (en sentido de «relacional», no de «débil»). No se trata, pues, de rechazar sin más, sino de completar y, al completar, matizar. La experiencia del Dios de Jesús, punto de partida de toda teología cristiana, implica, pues, el encuentro con el Espíritu en la propia intimidad («luz de los corazones» que «visita las mentalidades de los suyos») e implica también el encuentro con el Padre ante el misterio de la naturaleza que nos envuelve («los cielos narran la gloria de Dios, y el firmamento anuncia sus obras»). Pero ambos, como soportes del encuentro cristiano con el Hijo, anonadado en los crucificados de la historia («a Mí me lo hicisteis»). Y desde aquí ¿cómo habría de ser la teología del futuro? III. ACTUAR 3.5. Teología de la cruz, no teología de la gloria Como redacté estas líneas en 2017, aniversario de la Reforma, quisiera reformular lo anterior rescatando una propuesta del reformador Lutero, limitada quizá, pero absolutamente fundamental: la verdadera teología no especula sobre la grandeza inaccesible de Dios, como si pretendiera apresarlo en la pobre razón humana (porque así no hará más que idolatría), sino que busca adorarlo allí donde no aparece: en el llanto de un niño que clama por el pecho de la madre, o en el grito del hombre que pregunta a Dios por qué le ha abandonado… Conocer a Cristo no es saber que tenía «una subsistencia y dos naturalezas»[51], sino que, en la fórmula clásica de Melanchton, «conocer a Cristo es conocer sus beneficios». O en fórmula también clásica de la teología de la liberación, «conocer a Cristo es seguirle». Añadamos a ese modo de ver un matiz que supera el individualismo de Lutero (y tuvo que ver en su falta de entendimiento con Thomas Müntzer): los beneficios de Cristo no son solo mi perdón particular, sino, sobre todo, el anuncio de la paternidad universal de Dios y de la posibilidad real del reinado de esa paternidad sobre toda la tierra (tal como expusimos en el primer capítulo de esta Cuarta Parte), que convierte a todos los seres humanos (enemigos propios incluidos) en «hijos de un mismo Padre» (Mt 5,45). La teología de la cruz no es propiamente una teología negativa, sino una teología de la historia. Por eso hablaremos después de un «apofatismo jesuánico» como descripción de esa verdadera mística cristiana. Desde aquí, debe quedar claro algo que últimamente se ha repetido varias veces pero que aún no forma parte de los imaginarios y las conciencias teológicas: el tema de los pobres y las víctimas de la historia no es, ni puede ser, un capítulo más que se añade a la 138

teología, la cual, además de hablar de los sacramentos, de la Iglesia, del más allá y de otros tratados, hablaría también «de los pobres», como si se tratase de una nueva asignatura. Así, acabaríamos pasando de teología a mera ética. No es un capítulo más, sino «un objeto formal», un paradigma o un punto de mira desde el que se enfocan todos los demás tratados. Como dije en otra ocasión, no se trata de que, además de cristología, trinidad, sacramentología, etc., haya otro tratado titulado «teología de la liberación»; se trata, más bien, de hacer una cristología de la liberación, una eclesiología de la liberación, una sacramentología de la liberación, etc. Hoy se mira la Cristología como un imaginario latente que marca toda la reflexión teológica (la matriz, decíamos en el capítulo primero de esta parte). Esto podrá modificarse algo en un futuro donde el marco de reflexión no será tanto el ateísmo como la pluralidad de religiones; por tanto, será un marco más teo-lógico que cristo-lógico. Por eso insistimos en la importancia de Jesús como Revelador de Dios. Pero también ahí deberá seguir vigente la afirmación de Benedicto XVI en Aparecida: el tema de «los pobres» (de los sufrientes y las víctimas de la historia) no es simplemente un tema ético, sino cristológico. No es que se prescinda de la ética; pero se la trasciende. Y si es así, también el tema de los ricos deja de ser un tema meramente ético, para ser un tema teológico. Detalles que, sin duda, están aún por incorporar plenamente en la reflexión futura. Esta reconversión cristológica, con la pneumatología que implica, se va abriendo camino hasta marcar nuestra hora actual. Veámoslo desde otra óptica. 3.6. Contra toda idolatría He comentado en otro lugar[52] la visión de K. Jaspers cuando habla de una «era axial» en la historia de la humanidad, localizada entre los siglos VIII y II a.C.: una etapa histórica en que el hombre «aprende a ser humano». Jaspers cita la aparición del budismo como uno de los factores fundamentales de ese giro hacia lo humano. Y menciona también, aunque más de paso, la aparición de los profetas de Israel. El comentario aludido se limitaba a ser una contraposición de textos de Buda y de los Profetas para mostrar que, así como el budismo aporta a la historia «la mentira del ego», los profetas descubren «la verdad del otro». Pasamos así, de la atención al dolor que el hombre se causa a sí mismo, al dolor causado a los demás. Y esa atención brota de una experiencia mística, pues suele hablar de un dolor causado a Dios, por infidelidad a una relación filial o conyugal iniciada por Él. Sería falso, por supuesto, pretender que el budismo desconoce el dolor ajeno: la karuná (compasión) pertenece a la enseñanza budista tanto como la iluminación. Pero sí podemos decir que la compasión es, en el budismo, más bien un término de llegada: Buda renuncia al nirvana para volver a iluminar a sus hermanos. En cambio, el cristianismo da a la solidaridad un carácter más primario que, de rebote, acaba llevando a la iluminación: el agapê es el único camino de conocimiento de Dios (1 Jn 4,20), al punto de que Agustín podrá comentar sin rebozo: «ama a tu hermano y quédate tranquilo, porque nadie puede decir que ama a su hermano y no amar a Dios»[53]. 139

Ese amor al hermano lo fundamenta así la Primera Carta de Juan: «hemos conocido el amor en que Él dio su vida por nosotros; por eso debemos nosotros dar la vida por los hermanos» (3,16). En esta carta, el movimiento de respuesta al amor de Dios nunca es el amor a Él, sino el amor a los hermanos. Todo lo demás es idolatría. Así se matiza también otro punto que suele crear incomprensiones entre la radicalidad de Oriente y la racionalidad de Occidente: la mentira del ego es una gran verdad, pero no significa la nada absoluta del ser humano. Aunque la terminología pueda ser discutible, el cristianismo obliga a distinguir entre la mentira de nuestro «ego» y la verdad de nuestro «yo», que, por ser creatura de Dios, tiene una verdadera entidad y, por la encarnación de Dios, recobra además «una dignidad incomparable»[54]. Esto permite establecer un paralelismo aclaratorio entre estas dos frases de las escrituras budista y cristiana: –

«No puede haber nada mío, ya que no existe en realidad el ego». Creer que existe es «la causa del sufrimiento»[55].



«La raíz de todos los males es la pasión por el dinero»(1 Tim 6,10).

No se contraponen ni se contradicen ambas frases, pero sí se pueden explicar una por otra: lo que en el campo más antropológico es absolutización de un ego que no tiene verdadera realidad y es mera ilusión o espejismo, se concreta, en el campo histórico, en la adoración al dinero como forma de hacer nuestro ego todopoderoso y digno de reconocimiento. Con el lenguaje de los Ejercicios ignacianos (recogido en el capítulo 2 de la Segunda Parte), el camino hacia la destrucción de lo humano discurre: de la «codicia de riquezas» hacia la inflación del ego («crecida soberbia»), y «de ahí a todos los males». Se comprende así por qué el dinero (o Mammôn como riqueza privatizada) es el gran enemigo de Dios en los escritos fundacionales cristianos: el verdadero ídolo, hechura de manos humanas, que «tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye» (Salmo 113). Lutero tuvo otra vez una intuición decisivamente cristiana cuando, al tratar del dinero en su Gran Catecismo, no lo hizo comentando el séptimo mandamiento del Decálogo, sino el primero: «no tendrás otros dioses más que a Mí»[56]. Si esto es así, se comprenderá mejor por qué, como insinuábamos antes, toda la teología del futuro (en cuanto la teología no intenta más que explicar algo al Dios verdadero) deberá ser una teología «contra el dios Dinero». Tanto si trata de los sacramentos, como si trata de la Iglesia, o del pecado y la gracia, etc. Así recuperamos otra gran aportación de la teología de la liberación: 3.7. Las ciencias sociales como auxiliares de la teología Según muchos exegetas contemporáneos, la predicación de Jesús fue claramente «política»: no cabe otro significado para ese Reinado de Dios que Él anunciaba como inminente. Como ya expuse al comienzo de esta parte, Juan Luis Segundo añade que, en los momentos iniciales en que la Iglesia, en el imperio, era minoritaria y perseguida (sin 140

posibilidades de acción pública), Pablo tuvo la genialidad de traducir ese «Reinado de Dios» como «justificación por la fe», dándole una impostación imprescindible, aunque más reducida a la vida individual. Sin perder esa enseñanza paulina, hoy, en una sociedad teóricamente democrática, la Iglesia y la teología deben recuperar mucho más su dimensión social, aunque sin caer en el pecado de la «Cristiandad», que confundió esa pretensión social con el poder político. Al revés: recuperando también la teología política de Pablo, centrada en la oposición al poder teocrático del imperio y retomando la centralidad de la profesión creyente «Kyrios Iêsous» para esgrimirla, no ya contra el señorío divino del César, sino contra la divinización del dinero (Kyrios Kapital). El Reinado de Dios anunciado por Jesús es el reinado de la igualdad entre los hombres como consecuencia de una fraternidad universal, que brota a su vez de la dignidad y la libertad de los hijos de Dios. En este contexto resulta claro que la mayor negación de Dios y la mayor ofensa a Dios en nuestro mundo son las inauditas diferencias y desigualdades entre sus hijos, como ya denunció lúcidamente Vaticano II (GS 29), añadiendo luego que casi todas esas desigualdades tienen «una raíz económica». Nos encontramos de nuevo, pues, con la hostilidad decisiva entre Dios y Dinero. Y es que la idolatría del dinero es, en realidad, la idolatría del ego. Se comprende así la aportación intuitiva de la teología de la liberación cuando erigía las «ciencias sociales» en interlocutores y auxiliares de la teología. Pues bien: la economía es una ciencia social, no una ciencia matemática, como pretenden camuflarla deliberadamente muchos de sus «sacerdotes». Por eso escribe un célebre economista del momento que la cuestión de las desigualdades y del reparto de la riqueza «es un asunto demasiado importante como para dejarlo en manos de los economistas»[57]. El diálogo entre teología y economía se convierte así, para la teología del futuro, en una tarea tan necesaria como lo fue en el pasado el diálogo entre teología y filosofía. Necesaria tanto para liberar de ingenuidad a la teología como para liberar de hipocresía a la economía. Un primer ejemplo de ese diálogo nos lo ofrece la afirmación de un célebre economista defensor del capitalismo, aunque dotado, por otra parte, de un sentido común del que carecen la mayoría de sus seguidores. Veámoslo: En el primer capítulo de nuestra Segunda Parte, recogimos la confesión de Keynes sobre dos defectos innegables de nuestro sistema: que genera cada vez mayores diferencias y que es incapaz de dar trabajo a todos[58]. Las ciencias sociales buscarán cómo poner remedio a esos defectos; pero toca a la antropología y a la reflexión sobre el reinado de Dios preguntar si se trata solo de dos defectos menores, corregibles con alguna cirugía estética, o si se trata más bien de dos gérmenes cancerosos que no tienen remedio, o lo tienen solo a través de una «quimioterapia social» muy dura, que podría acabar con el mismo sistema. Intentemos confrontar ese reconocimiento con la teología cristiana. 3.8. Por el Espíritu a la plenitud de la comunidad 141

La experiencia radical cristiana la describe así el Nuevo Testamento: el Espíritu de Dios clama en nosotros: «Abbá, Padre»; y nos enseña a llamar «Señor» a Jesús. Si el Espíritu nos enseña a hablar a Dios, es lógico suponer que también nos ayudará a hablar de Dios, no especulativa sino «espiritualmente». La pater-(mater)nidad de Dios y el señorío de Jesús, referidos a todo ser humano, implican que la fraternidad y la consiguiente igualdad son categorías teológicas fundamentales, las únicas que pueden abordar aquella tarea de la teología evocada ya varias veces: no solo hablar de Dios (pues por ahí solo podemos aspirar a pequeñas mentiras, más que a grandes verdades), sino «hablar de las cosas desde Dios». Pero «igualdad» y «fraternidad» son términos que tienen que ver con la economía, pues entre verdaderos hermanos no puede haber grandes diferencias ni relaciones basadas en la búsqueda del máximo beneficio propio. ¿No se encuentran aquí la teología y la economía? Solo el profundo olvido del Espíritu, típico de la teología occidental, puede habernos ocultado eso: pues, para Pablo, el Espíritu es a la vez fuente de libertad («donde está el Espíritu hay libertad»: 2 Cor 3,17) y de profunda comunión entre lo diverso, como muestra la alegoría del cuerpo que Pablo expone en Romanos y 1.ª Corintios. Precisamente por eso, H. Mühlen definía al Espíritu como «una experiencia social de Dios», pues solo esa profunda experiencia de comunión igualitaria nos libera de la adicción a la mentira de nuestro ego, que tanto nos condiciona y falsifica como personas. Esa experiencia social de Dios no deberá ser confrontada con las recetas económicas, pero sí con la antropología de la que parten los economistas neoliberales (lo que K. Polanyi calificó como «metaeconomía»[59]) y que cabe en este resumen: nadie niega la necesidad del mercado, pero nuestro mal es que la sociedad «con» mercado se ha convertido en una sociedad «de» mercado, donde el mercado (erigido en sistema autorregulado, como una especie de providencia divina) acaba tragándose la sociedad y degradando toda la riqueza de las relaciones humanas a meras relaciones mercantiles. En efecto: si el mercado deja de ser lugar donde se intercambian los objetos de la producción, y si los medios de la producción (tierra, trabajo y dinero) pasan a ser también productos de mercado, entonces, al convertir la tierra en objeto de mercado, acabamos destrozándola; al convertir al trabajador en producto de mercado, degradamos la dignidad de la persona humana («el trabajador-objeto», en paralelismo con la expresión clásica de «mujer-objeto»); y, finalmente, convertir el dinero en producto de mercado acaba pervirtiendo al capitalista en usurero. El economista coreano Ha-Joon Chang ha mostrado que el mercado, dejado a sí mismo, mantendría todavía hoy el «mercado de esclavos», que hasta hace poco resultaba ser una expresión correcta. Como nos parece correcta hoy la expresión «mercado de trabajo», que justifica salarios injustos y sigue manteniendo en Asia el trabajo de los niños. Pues, cuando se suprimió ese trabajo infantil en Inglaterra, la argumentación de quienes lo defendían era: «los niños quieren (y necesitan) trabajar, y los dueños de las fábricas quieren darles trabajo. ¿Dónde está el problema?». ¿No oímos constantemente argumentos de ese tipo para justificar el trabajo infantil en Asia? 142

Y concluye Chang, tras una larga lista de ejemplos: «prescindir de la ilusión de la objetividad del mercado es el primer paso para la comprensión del capitalismo»[60]. Desde luego, no cabe ahí experiencia social alguna de Dios. La enseñanza de Polanyi desborda lo meramente económico y, por eso, puede dar razón de las deficiencias de nuestro sistema reconocidas por Keynes. En el fondo, se enfrentan aquí dos antropologías: la del llamado individualismo posesivo y la de la comunidad solidaria. En ambas se supera lo meramente ético: la primera es una actitud idólatra o increyente; la segunda es «creyente» (incluso prescindiendo de la postura que tome ante la pregunta por Dios). La primera acaba conduciendo a la trivialidad y a la injusticia. La segunda es «ascética», pero con una ascesis encaminada hacia la paz y la calidad humana. La primera es definida así por el budismo, más allá del campo económico: «todo es para su provecho, e ignoran lo que significa dar»[61]. Vistas ambas cosmovisiones, se percibe que la pregunta de si puede un cristiano ser neoliberal no es solo una pregunta ética. Desde la visión actual del mercado como Señor providente y mecanismo autorregulador, cuyos fallos son solo aparentes y se solucionarían con «más mercado», estamos ante una cuestión sobre el primer mandamiento y sobre si se puede «servir a Dios y al Mercado» (Mt 6,24). Pero esa tesis requiere una matización: he hablado de neoliberalismo, no simplemente de capitalismo. Hay cristianos que, deslumbrados por la eficacia del capitalismo, creen posible una reforma de este que formulan como «economía social de mercado». Aquí no habría objeciones teológicas, aunque quizá sí prácticas: esa economía fue posible en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial (como vimos en la Segunda Parte), pero no nació desde dentro del sistema, sino porque, ante la seria amenaza del comunismo, el capital no tuvo más remedio que aceptar ese disfraz social. Como ya dijimos, la caída del comunismo en 1989 parece ir poniendo de relieve la imposibilidad de reformar el sistema desde dentro. También resultaría más aceptable esa propuesta si hablara de economía social «con» mercado, porque, como acabamos de ver, la economía «de» mercado invade toda la sociedad, necesita el consumo para sostenerse y obliga a producir preferentemente aquello que pueden pagar los ricos. Así se llegó a la creación de «falsas necesidades», con la aparición de ese «hombre unidimensional» denunciado por H. Marcuse. Esa misma dinámica parece estar llevando hoy a la pavorosa amenaza de las armas totalmente automáticas o «robots asesinos» (LAW, según sus siglas en inglés: Lethal Autonomous Weapons), sin que el sistema capitalista parezca tener poder para frenarla. Resumiendo este tercer capítulo, la historia como lugar de la cruz, la lucha contra todas las idolatrías de hoy (convergentes en el dios Dinero), el diálogo con las ciencias sociales y la mentalidad comunitaria deberán dar contenido a la teología del siglo XXI. Quedan dos contextos decisivos, pero que, en mi opinión, solo podían ser abordados desde todas las tesis anteriores. Uno es más occidental, y el otro más oriental: me refiero 143

a la secularización y las religiones de la tierra. IV. CONTEXTOS 3.9. La era secular Un imperativo ineludible para la teología futura será que no hable para gentes que viven en un mundo creyente, sino para un mundo «laico» que, como mínimo, prescinde de la Trascendencia, cuando no la niega. La magna obra de Charles Taylor[62], tan serena por otra parte, ha abordado este campo suficientemente, estudiando sus orígenes, sus posibilidades y sus incógnitas. Podemos añadir algunas anotaciones al tema. 3.9.1. Las víctimas La primera es la necesidad de distinguir entre secularidad e idolatría. Lo dicho anteriormente sobre la idolatría del dinero rebrota aquí como pregunta a la sociedad secular acerca de qué es lo que hace y lo que dice ante las víctimas de la historia. Si cierra los ojos o si se limita a preguntar con un pretendido escepticismo, a lo Pilatos: «¿Qué son las víctimas?», entonces la laicidad acabará destruyéndose a sí misma y generando falsos fundamentalismos agresivos que amenazarán a la era secular y que podrán ser violentos y condenables, pero, además de eso, deberían ser mirados como reacciones ante la falsa laicidad del Occidente secular. ¿No tiene eso nada que ver con lo que estamos llamando «Apocalipsis hodierno»? 3.9.2. La trivialidad En segundo lugar, la edad secular ha de tener mucho cuidado para no convertirse en la era de la trivialidad: un peligro nuevo, no detectado en sus orígenes y que, en mi opinión, deriva de esa idolatría del dinero que impide ser verdaderamente «laica» a nuestra sociedad. El novelista Álvaro Pombo ha hablado varias veces, a lo largo de su obra, de la «insustancialidad». Allí donde todo se banaliza, y la única igualdad que se consigue es una igualdad por achatamiento y no por crecimiento, se desvirtúa la gran palabra cristiana, por fraterna (la igualdad), y cabe temer que el ser humano se sienta frustrado y que ello dé lugar a reacciones como las antes aludidas. Mucho más en un mundo falsamente globalizado y del que ya puede decirse que estamos en la «tercera guerra mundial», por más que la guerra adopte ahora unas formas que nos eran desconocidas y que son muy distintas de las guerras clásicas. Un ejemplo puede brindarlo el atentado terrorista de Londres, en marzo de 2017, y el posterior de Barcelona en agosto del mismo año. Tanto la primera ministra del Reino Unido como el presidente catalán reaccionaron proclamando que era un atentado «contra todos nuestros valores». Por criminal y diabólico que sea el atentado, por más comprensible que sea esa reacción en un momento de dolor (y por más que moleste lo que voy a decir), la sociedad occidental deberá preguntarse en algún momento si no hay también un ataque «contra todos 144

nuestros defectos o antivalores». La noticia del atentado londinense me hizo recordar un irónico capítulo de una novela de autor inglés que no cabe citar aquí por su longitud. Pero invito al lector a conocerlo[63]. 3.9.3. «El valor divino de lo humano» La teología deberá mantener una doble actitud ante este fenómeno característico de nuestro Occidente. Por un lado, sabe que la secularidad tiene raíces cristianas que están en la autonomía de la creación y en la «horizontalización» que implica la encarnación de Dios. Esto ha sido reconocido por muchos teólogos (Gogarten, Metz…), e incluso fuera de la teología se ha hablado del cristianismo como «religión del fin de la religión»[64]. Pero, pese a ese desencantamiento, la era secular necesita también mantener como absolutos e incondicionales algunos valores a los que no se les reconoce un Fundamento Absoluto. Tanto M. Horkheimer como W. Benjamin o J. Habermas han sido conscientes de este impasse y han hablado, de una u otra forma, del recurso a la teología, como evocábamos al abrir esta Cuarta Parte. Porque, si no, podría esgrimirse contra la era secular la célebre tesis de Iván Karamazov: «si Dios no existe, todo está permitido». Una tesis que aceptaron Sartre y Nietzsche[65] y que niegan otros increyentes. En la Primera Parte, al hablar de los «querientes», citábamos la historia de aquel rabino judío que, ante el escándalo de otro rabino que había perdido la fe, comentó: «dichoso él, porque ahora podrá practicar el bien sin esperar ningún premio». Así se da la vuelta a la objeción de Iván y, de una manera laica, se refuerza la absolutez de los valores absolutos. Pero también, por la fe implícita en esa querencia, la laicidad deja de ser una laicidad «cerrada» y se convierte en una laicidad abierta. 3.9.4. Contra todo gueto Si lo anterior somete la secularidad a la crítica del cristianismo para evitar la amenaza de la trivialidad y sus consecuencias, la sociedad secular, por su parte, obliga a la teología a no hablar de la fe «verticalmente», sino desde abajo (algo parecido a lo hecho en cristología). Eso reclamará un esfuerzo importante contra la pereza teológica: dejar de decir que las cosas son así porque Dios lo ha dicho o porque Dios lo manda; o bien mediante cómodas apelaciones a una falsa «posesión» del Espíritu, al que no se permite «soplar donde quiere». Si, efectivamente, Dios se ha hecho hombre, con una encarnación «recapituladora»[66], y con ello lo divino se ha hecho humano de algún modo, entonces hay en todo lo humano un atisbo, un germen o algo «oscuramente primordial» de lo divino, que debe convertirse en gramática para todo lenguaje sobre Dios. Por eso, la teología deberá mostrar, no que lo que ella dice es «divino», sino que es profundamente humano y cumbre de lo verdaderamente humano. No teología para guetos, sino para comunidades alternativas. Ahora se comprenderá mejor lo dicho al final de la Parte anterior: el cristianismo está llamado a suscitar descalificación y hasta persecución. Pero es muy importante que esa descalificación sea por su interpelación 145

cristiana, no por falsificaciones de su identidad. 3.10. Las religiones de la tierra De las religiones he hablado en otros lugares, y volveré a hablar en el capítulo siguiente. Aquí solo quisiera recuperar un par de tareas que deben marcar a la teología del futuro. En primer lugar, hay que repetir que el clamor de las víctimas de la historia debe ser el lugar de encuentro de las religiones. A eso apunta lo que, con lenguaje cristiano, suelo calificar como «antropocentrismo pneumatológico» y que desarrollaré un poco más en el capítulo siguiente. Además, y en paralelo con lo dicho sobre la secularidad, las religiones deberán ser capaces –cada una desde su óptica– de ofrecer a la era secular una seria experiencia del «misterio» y, a través de ella, una apertura a la contemplación o al silencio y (aún más que «al tiempo» de la contemplación) a la actitud contemplativa. Una actitud que genere riqueza interior y evite esa caída en la insustancialidad que amenaza a la ciudad secular. – Budismo y ciudad secular Aquí se merece otra palabra el budismo, no –como hicimos antes– en relación al cristianismo, sino ahora con referencia a la ciudad secular; porque, al prescindir de la noción de Dios, el budismo se encuentra más situado al nivel de esa era secular y puede ser el mayor revulsivo para ella. El budismo tiene hoy un atractivo justificado, porque no pretende imponer nada y sustituye la obligación por la sabiduría, cosa absolutamente imprescindible en la era de la libertad, cuando el mundo ha llegado a esa «edad adulta» que diagnosticaba Bonhoeffer. No obstante, el mismo Sakyamuni reconocía que es enormemente difícil llevar esa sabiduría a la práctica. Por eso sugerí antes (remedando el nietzscheano «platonismo para el pueblo») que se puede acabar en un «budismo de consumo» que encajaría bien con lo peor de nuestra cultura, que es ese individualismo de corte norteamericano. Como si el único dolor a eliminar fuese el dolor propio y no el dolor ajeno. Dada la óptica de todo este libro, valdrá la pena demorarnos aquí un poco más. En mi opinión, la experiencia última del budismo es una percepción muy radical y muy profunda de la no-entidad de todo lo finito y contingente[67]. Esa falta de entidad iguala todas las cosas y descubre el engaño del ser humano que se enfrenta a ellas buscando distinciones y preferencias y algo absoluto en la relatividad total. Como si alguien quisiera establecer distinciones en el puro estiércol. Ese engaño («necedad», en terminología budista) es la fuente de todo sufrimiento. En este sentido, creo que el budismo compartiría algo de la afirmación sartriana del hombre como «pasión inútil». Partiendo de ahí, Sartre se propuso crear todos los valores desde una existencia sin esencia (cayendo quizás en el engaño denunciado por Siddhartha). El budismo, por el contrario, emprende el camino de deshacer esa pasión inútil. 146

Puede surgir entonces la pregunta de qué es la vida humana sin alguna pasión. Por eso el cristianismo, y desde el recurso explícito a la Trascendencia y al Espíritu de Dios, busca transformar la pasión humana, más que suprimirla. El mismo budismo enseña que el hombre no es pura pasión inútil, porque late en él «la naturaleza de Buda»; así acaba reencontrando la «compasión» ante la «necedad» humana. Dejemos ahora las oportunidades que de ahí brotan para un encuentro entre ambos. Prefiero otra pregunta, más importante y menos planteada. Esa pregunta es doble: a) ¿Cómo se puede tener una percepción y reconocimiento tan profundo de la finitud y la relatividad de todo, si no es desde alguna perspectiva absoluta? Pero, entonces, ¿de dónde brota esa perspectiva? El animal experimenta lo finito, pero no lo percibe como finito. ¿Por qué el hombre sí que lo percibe como finito y, al percibirlo así, trasciende la finitud? b) Si el ser humano no es más que finitud y mentira, ¿cómo puede proyectar una pasión de absoluto sobre las cosas? Si el budismo reconoce que en todo ser humano late lo que llama «naturaleza de Buda», ¿de dónde brota esa naturaleza de Buda en una realidad que es toda engaño y mentira?… Curiosamente, tampoco Sartre, al definir al hombre como «una pasión de divinidad», se preguntó de dónde brota ese atisbo y afán de divinidad, siendo así que lo divino no existe. La teología cristiana debe jugar con esa doble dimensión, casi contradictoria, del ser humano, de la que brotan todos sus desastres y todas sus maravillas: el hombre es a la vez mera creatura y más que creatura[68]. Nuestro drama nace cuando la imagen de Dios pretende «ser igual a Dios» (Gn 3,5); nuestra grandeza brilla cuando la imagen transparenta algo de Dios en ese «Amor oblativo» (agapḗ), que es la definición cristiana de Dios. Toda esta apertura al misterio parece conducir a lo que antaño califiqué como «agnosticismo abierto»[69], que se convierte en una especie de «Precursor» o de «Primer Testamento», válido para toda la humanidad y anterior al Primer Testamento bíblico, porque no se ciñe únicamente al campo de la historia humana (como en el caso del judaísmo), sino que apunta al campo de toda la naturaleza humana. Cerremos este apartado con el consejo del famoso monje budista vietnamita Thich Nhat Hanh: «es más seguro aproximarse a Dios a través del Espíritu Santo que a través de la teología»[70]. O, con un texto de mi tradición ignaciana: «Ignacio nos exhorta a tener primero a Dios ante los ojos». Pero esa familiaridad con Dios implica «el encuentro con el Cristo que se revela en los rostros doloridos y vulnerables de la gente y, naturalmente, en los sufrimientos de la creación»[71]. Desde la humildad que estos consejos suponen para el teólogo, intentaré ahora presentar lo que puede ser mi personal síntesis teológica o, con menos pretensiones, mi manera personal de concebir la fe cristiana. [45] Este capítulo reproduce, con algunas variantes, un artículo publicado en la revista Carthaginensia, primer

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semestre de 2019. [46] Lo que Buda llamaría «la causalidad». [47] En España, cabe mencionar aquí nombres como los de Rafael Aguirre, Santiago Guijarro, Carlos Gil, Fernando Ribas… [48] Entre los dichos de Jesús conservados en la primera tradición musulmana y que deben de provenir de los cristianos de la época, se cuenta que una vez… «Jesús, hijo de María (la paz sea con ellos), se encontró con un hombre y le dijo: “¿Qué haces?” Contestó: “Me consagro al servicio de Dios”. Preguntó Jesús: “¿Y quién te atiende a ti?” Contestó: “Mi hermano”. Dijo Jesús: “Él es mejor servidor que tú”» (n. 109): Hechos y dichos de Jesús en la literatura musulmana, Madrid 2009, p. 147. [49] Recordemos lo dicho antes sobre esta traducción del arameo. Y que Jesús vive en un mundo poblado de barcas de pesca. [50] 1 Cor 13,1. Prescindimos ahora del significado escatológico de la palabra «salvación». Podemos hablar, simplemente, de su «realización humana». [51] Aunque esta fórmula sea necesaria como frontera o para evitar herejías, como se dijo en el concilio de Calcedonia. [52] Cf. El budismo y los profetas de Israel, Cuaderno n. 206 del Centro Cristianisme i Justícia. [53] Comentario a la Primera Carta de Juan, IX, 10. [54] Como canta la liturgia católica en uno de los prefacios de la Navidad. [55] Bukkiô Dendo Kyôkai, La enseñanza de Buda, Tokio 1998, pp. 61, 39, entre otras muchas. [56] En este sentido escribí antaño en mi primera cristología: «De Dios se supo a partir de un conflicto laboral» (La Humanidad Nueva, Santander 201610, p. 698). Es decir: Dios se revela primariamente ante la pregunta por el mal, no ante la pregunta por el ser. Dicho de otro modo: la reflexión de Génesis es posterior a la experiencia del Éxodo. [57] T. PIKETTY, El capital en el siglo XXI, p. 16. Ver también R. SKIDELSKY: «Stuart Mill creía que nadie puede ser un buen economista si es simplemente un economista… Pero ninguna rama de la investigación humana se ha aislado tanto del todo –y de las otras ciencias sociales– como la economía… Los economistas profesionales de hoy no han estudiado casi nada, excepto economía… La filosofía que podría instruirles sobre los límites del método económico es un libro cerrado» («Economistas contra la economía», en La Vanguardia, 15 de enero de 2017). [58] Teoría general del empleo, la ocupación y el dinero, p. 398 de la edición catalana. [59] En La gran transformación. [60] 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, Hospitalet 2016, pp. 24 y 32. [61] Enseñanza de Buda (citado), p. 99. [62] The secular age (original de 2007). [63] John LANCHESTER, Capital, particularmente el capítulo 45. [64] Así, M. GAUCHET en El desencantamiento del mundo. Madrid 2005. [65] «Autonomía y moral se excluyen», en Genealogía de la moral, 2,2. [66] Cf. Ef 1,10; GS 22. [67] Ese me parece ser el mensaje del famoso «Sutra del corazón», quizá el más importante texto zen. Curiosamente, la mística sufí tiene una percepción semejante de la no entidad de las cosas. Pero eso la lleva más bien, no a hablar solo de Dios, sino de las cosas en Dios y de una inseparabilidad entre Dios y las cosas que a veces suena a panteísmo. Ver: IBN ARABI, Tratado de la unidad, sobre todo caps. 7-8. [68] Rahner habló del «existencial sobrenatural», y la Biblia de la «imagen y semejanza de Dios». [69] Cf. Elogio del agnosticismo, Cuadernos ITF, n. 36. [70] Buda viviente, Cristo viviente, Barcelona 201610, p. 11. [71] 36ª Congregación General de la Compañía de Jesús, Decreto 1, nn. 18.20.

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CAPÍTULO 4

«¡Cuán delicadamente me enamoras!» (El meollo de la fe cristiana)[72]

J

GIMÉNEZ acaba de publicar un libro sobre la escatología cristiana, titulado Lo Último desde los últimos. Ese título intenta decir que aquello que es la Realidad última y definitiva y, para un cristiano, la última Palabra (éschatos lógos) debe ser leído, y podemos acceder a ello, desde los últimos de nuestra historia: desde esas víctimas de nuestro sistema empecatado, que son los preferidos de Dios y lugar de su presencia. En capítulos anteriores de esta Cuarta Parte hemos alertado de que la experiencia mística general tiende espontáneamente a «cerrar los ojos», por cuanto conlleva una lógica devaluación de nuestra realidad ante la experiencia de la Verdadera Realidad de Dios; mientras que el anuncio cristiano de la encarnación de Dios y de la recapitulación de todo en Cristo orienta esa experiencia hacia fuera: hacia el dolor de las víctimas. Ellas son una realidad demasiado seria –y demasiado repetida– como para que nuestro contacto con Dios pueda quedar al margen de ellas y no nos lleve a abrirnos a su dolor y a todo sufrimiento. Pero esa apertura no puede ser solo «asistencial», sino que ha de llegar a ser «global»: de mentalidad. Todo eso que constituye nuestra manera de relacionarnos con el mundo y de encarar la realidad debe estar marcado por «la misma mentalidad de Cristo Jesús» (Flp 2,6). Si antes hemos comentado la expresión hindú de la no-dualidad (advaita), cabe decir ahora que la fe cristiana implica una especie de advaita entre los elementos de interioridad o contemplación (que parecen atribuibles a todas las místicas) y los elementos de exterioridad y solidaridad característicos de la mística cristiana. Recordemos una vez más a Metz: «mística de ojos abiertos». Ahora, para hacer una exposición de mi fe en esta dirección, quisiera retomar una vieja propuesta de G. Gutiérrez: es necesaria una relectura «política» de Juan de la Cruz[73]. OSEP

4.1. «Salí…»[74] Ese intento de relectura será menos sorprendente si recordamos cuántas veces, en la primera tradición eclesial, el comentario al Cantar de los Cantares, que es un canto de amor humano, se convertía en un pequeño tratado de cristología, desde la visión 149

patrística de la Encarnación como unión amorosa –como «boda»– de Dios con la humanidad[75]. Ahora bien, la cristología (como ya vimos aludiendo a la expresión «reinado de Dios» y citando a Juan Luis Segundo) tiene siempre una dimensión política. Pues bien, como resulta que también el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz sigue en buena parte los pasos y palabras del Cantar, quizá lo que he llamado relectura política sea, en el fondo, una lectura cristológica. Resumiendo con una síntesis global, quisiera mostrar que cualquier persona que, en este mundo nuestro, haya hecho una opción seria por los pobres podrá vivir, rezar y parafrasear con verdad aquella estrofa tan conocida del Cántico espiritual: «mi alma se ha empleado / y todo mi caudal en su servicio / ya no ejerzo el consumo[76] / ya no tengo otro oficio / que ya solo en los pobres [en amar] es mi ejercicio». Añadamos a esta síntesis previa que no se llega a la estrofa citada sino por una cierta «noticia amorosa» que «al principio acaece en ejercicio de purgación interior en que [el alma] padece, y después en suavidad de amor»[77]. De modo que también en esta espiritualidad liberadora, o «mística desde las víctimas de esta historia», resuenan de algún modo aquellas tres etapas que la espiritualidad clásica denominaba «vía purgativa», «vía iluminativa» y «vía unitiva» (en los textos citados: «purgación», «noticia», «amor»), a las que nuestro autor alude varias veces. Por eso podemos, ya de entrada, parafrasear dos títulos del santo diciendo que las reflexiones que siguen intentan ser una «Subida al Monte de la Liberación» (al monte Carmelo) y un «Cántico Solidario» («Cántico Espiritual» lo llama Juan de la Cruz). Procuraré evitar el excesivo alegorismo que tiene a veces el místico de Ávila y que no me acaba de satisfacer, atendiendo más a su penetración del alma humana, que me parece muy válida. Por esa penetración, aspiro a que mis reflexiones no queden enclaustradas en él, sino que resulten extensibles a toda experiencia espiritual cristiana. Las dividiré en dos partes que guardan cierto paralelismo con los dos primeros pasos del primer capítulo de esta Cuarta Parte[78]: la primera intenta hablar más de Dios, y la segunda hablar del hombre a partir de la reflexión anterior. Me atrevo a pensar que en ellas hay algo así como «la matriz» de toda mi teología en cuanto es expresión de mi fe. 4.2. Apofatismo jesuánico La palabra «apofático», que proviene de una tradición teológica muy antigua y que da título a este apartado, significa etimológicamente algo así como «desligado de la palabra». Ahora bien, uno de los factores del ateísmo moderno (como ya dijo el Vaticano II[79]) ha sido la falsificación de Dios por parte de los mismos creyentes, apresándolo en unas ideas y palabras demasiado claras y distintas de las que ya había dicho el maestro Agustín: «si lo comprendes, ya no es Dios»[80]. Y nuestro santo llega a decir: «cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando» (Llama, 836). El apofatismo jesuánico procura guardar silencio sobre Dios, pero habla mucho de Jesús. 4.2.1. El Misterio inaccesible: la noche 150

Juan de la Cruz advierte que la mayor idolatría no es la que adora a un dios falso e inexistente, sino la que adora de una manera falsa al Dios verdadero. Esa idolatría consiste simplemente en «buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es harto contrario al amor». O, con un expresivo juego de palabras: «buscar el sabor más que el amor». Y es que también el místico puede buscarse a sí mismo procurando «andar a cebar su naturaleza de consolaciones y sentimientos espirituales», en vez de «desnudarla y negarla en eso y esotro por Dios»[81]. ¿No está ocurriendo algo de eso en muchas búsquedas de la experiencia mística en nuestros días? Frente a esa sutil falsificación de Dios, considera el místico abulense que hay más unión con Dios en una «confianza oscura» o en una «unión de amor a oscuras en fe»[82] que en esos consuelos místicos quizá aparentes o expuestos a ser malinterpretados. Por eso, lo que Juan de la Cruz dice de Dios lo sabe «aunque es de noche»[83]. Y es que, según él, «Dios es noche oscura para el alma en esta vida»[84]. El apofatismo, por tanto, no nace de menos fe en Dios ni de duda acerca de Él, sino al revés: nace de tomar más en serio el inabarcable Misterio que llamamos «Dios» y de creer más y mejor en Él. Es un modo de expresar que Dios no es una pieza más de nuestro mundo, la mejor y más sublime, pero desconocida (aunque expresable), sino exactamente al revés: Dios es una Realidad que no es de este mundo (inexpresable, por tanto), pero es de algún modo conocida. Y es conocida precisamente en la vida y el seguimiento de Jesús. Es curioso que K. Rahner afirmara una vez que al buen cristiano no le viene constantemente a los labios la palabra «Dios» (quizá porque ese abuso puede contribuir a banalizarla). Precisamente por eso, al marcar el abismo indecible de la fe en Dios, el apofatismo conduce fácilmente a la irrenunciabilidad de Jesús como posibilidad del lenguaje sobre Dios, tal y como alertaba con finura Teresa de Jesús contra aquellos que pretenden tener una mayor experiencia de Dios abandonando a Cristo[85]. 4.2.2. El amor revelado: «sabrosa inteligencia» «¿Adónde te escondiste?», comienza el Cántico Espiritual del místico de Fontiveros. Y esa pregunta encuentra una respuesta clara en la Subida del monte Carmelo: en el Hijo, porque él es «toda mi locución y respuesta». En Jesús, Dios «lo tiene dicho todo», de modo que quien quiera preguntar a Dios o pedirle alguna revelación hace «un agravio a Dios no poniendo los ojos en Cristo»[86]. Pues bien: si seguimos preguntando dónde se esconde hoy el Hijo, la respuesta es bien simple: en las víctimas de esta historia: en los hambrientos, los sedientos, los cautivos, los enfermos, los «precarios», los excluidos (cf. Mt 25,31ss). Porque, si todas las creaturas son «un rastro del paso de Dios», mucho más lo serán los pobres: de ellos vale paradigmáticamente el verso «descubre Tu presencia», y en ellos puede Dios comunicar «ciertos visos entreoscuros de su Divina hermosura», buscando su liberación «con más codicia que al dinero»[87]. Por eso pedirá el orante que sus ojos sepan descubrir eso: «pues eres lumbre de ellos y solo para Ti[88] quiero tenellos». Así quedará el alma, a la vez, «herida de amor», pero con un consuelo nuevo, porque 151

«son las heridas de amor dulces y sabrosas». O, con otro expresivo juego de palabras, la persona «vive más donde ama que donde anima»[89]. A lo cual añadirá el maestro abulense que «esta gota de Él se puede gustar en esta vida»: puede ser gustada por el Espíritu «en el íntimo ser del alma»[90]. El apofatismo jesuánico se convierte así en fundamento de una mística trinitaria: el Padre ausente, el Hijo anonadado y el Espíritu que ilumina a ambos. Y entonces, si el Dios inaccesible se nos hace accesible en los condenados de la tierra (donde se esconde su Palabra) y, a la vez, nos da su Espíritu para encontrarlo allí, tenemos aquí «una subidísima y sabrosísima inteligencia de Dios y de sus virtudes» (Cántico, 639). Esa sabrosa inteligencia de Dios es la que dará a toda teología una impostación inevitablemente «política», en la línea de aquella definición de Pío XII cuando habló de la política como «forma excelsa de la caridad», y como recordó Francisco en una entrevista reciente. Sin que esto valga solo para los profesionales de la política (aunque también vale para ellos, visto que hoy la política se ha convertido en «una forma excelsa de egoísmo»), sino que debe valer además para todos aquellos que, al intentar reflexionar sobre Dios desde una óptica cristiana, no pretenden más que reflexionar sobre la Caridad: porque «Dios es Amor»[91]. Así pues, en esa solidaridad con los condenados de la tierra puede percibir el alma «una fuerte y copiosa comunicación y vislumbre de lo que es Dios en sí». Porque no es solamente «como ver las cosas en la luz o las criaturas en Dios, sino que en aquella posesión siente serle todas las cosas Dios» (Cántico, 636). Desde una óptica jesuánica, ese «todas las cosas» vale principal y paradigmáticamente de las víctimas, los crucificados y los excluidos de esta historia. 4.2.3. Hoy y siempre Para cerrar este apartado, añadamos que esta conclusión sobre la posible mística de la política debe ser enriquecida con un doble matiz. a) El primero es de carácter epocal: ya hemos dicho que hoy no se puede hablar de política sin hablar de economía. Porque la economía se nos ha convertido en el poder supremo, en la divinidad última, en el Júpiter Tonante que condiciona decisivamente todas las actividades del hombre: tanto las políticas como las culturales. Por eso hemos insistido ya en que el diálogo entre teología y economía habrá de ser para el futuro un imperativo imprescindible, tanto como lo ha sido hasta hoy el diálogo entre teología y cultura. Por supuesto, ese otro diálogo clásico con la cultura, debe ser muy consciente de algo que he dicho otras veces: si antaño la filosofía era vista como ancilla theologiae, hoy la cultura se ha convertido, de hecho, en ancilla oeconomiae, dando lugar a lo que Francisco ha llamado la «cultura del descarte»[92]: «tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la desigualdad». Sin esta clara conciencia, el diálogo con la cultura podría convertirse en el abrazo del oso, que dejaría a la teología expuesta a seguir siendo inconscientemente teología «de los amigos de Job». 152

b) La otra matización es de carácter permanente y espiritual: como norma general, y respetando siempre su omnímoda libertad, debemos decir que Dios tiene que ser buscado para ser encontrado: en el Cántico de Juan de la Cruz es el amor el que mueve a buscarlo, mientras que en la Noche oscura la «casa sosegada» es condición para salir «con ansias de amor». Quizá parezca que se invierten un poco los movimientos, pero es que el sosiego interior es el que facilita el acceso al amor y (en dirección contraria) el amor es el que facilita el sosiego interior[93]. Por tanto: una auténtica teología liberadora debe estar movida por esa misericordia que se acerca a la miseria, y por ese sosiego interior que impide la perversión de nuestras salidas hacia fuera. 4.3. Antropocentrismo pneumatológico Leídas en nuestro mundo de hoy, multirreligioso y pluricultural, algunas afirmaciones anteriores pueden sorprender por la seguridad con que se afirma la verdad del Dios cristiano. Esa sorpresa no debe ser rehuida hoy. Y aunque ya abordamos este tema en el capítulo anterior, quedó pendiente un punto, que es el que intitula el presente apartado. Dos afirmaciones previas: a) en contra de lo que muchos afirman, las religiones no pueden encontrarse en Dios, puesto que esa es la palabra más polisémica y más falsificada y desfigurada del lenguaje humano. Pero pueden y deben encontrarse, sin duda, en la búsqueda de Dios. Y b) a este principio general hay que añadir otro, específico de mi particularidad cristiana: el Espíritu de Dios, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8), ha sido derramado «sobre toda carne» (Hch 2,17) y no solo sobre la carne cristiana. Eso que en Joel era una profecía, el Nuevo Testamento lo ve cumplido en Jesucristo. Lo cual significa que todas las religiones tienen algo que comunicar y, por tanto, pueden y deben comunicarse y aprender unas de otras. Precisamente por eso, creo que el lugar común que servirá de encuentro de las religiones no es la teología, sino la antropología o, si se prefiere, la antropología teológica: una centralidad del ser humano que deriva del Espíritu de Dios. Todas las religiones deben preguntarse qué dicen sobre el ser humano y cómo tratan o sirven (o juzgan) al ser humano. Esa pregunta deben hacérsela desde su propia experiencia religiosa. Y ese lugar de encuentro es lo que suelo llamar «antropocentrismo pneumatológico»[94]. Vamos a ver, pues, lo que, en mi opinión, es la oferta cristiana en el mundo de las religiones. O a tratar de oír una vez más «qué dice el Espíritu a las iglesias» (Ap 2,7.11…). 4.3.1. El obrar del Espíritu Lo que dice ese Espíritu, al que nuestro místico describirá deliciosamente como «el ámbar (que) perfumea» y el «austro que recuerda los amores»[95], cabe en cuatro puntos: dignidad, amor, cambio de corazón y silencio de Dios. 153

a) La absoluta dignidad humana Cuando vi la película Silencio, de M. Scorsese, pensé que si el cristianismo pudo atraer a aquellos miserables japoneses, esclavizados y perseguidos, fue porque les descubrió el secreto de su dignidad, en medio de su triste situación social. Y recordé que Rahner había dicho alguna vez, con aquella sorna tranquila que le salía de vez en cuando, que ese valor absoluto de la persona había cuajado en la humanidad «gracias al cristianismo y a pesar de los hombres de iglesia». Esa dignidad es el fundamento de la libertad humana, porque el cristianismo enseña que no hemos recibido un espíritu de siervos, para vivir en el temor, sino el Espíritu del mismo Dios; y que ese Espíritu testifica a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. «Hijos» quiere decir «herederos»: coherederos con Cristo y herederos de Dios (cf. Rom 8,15ss). Con el cristianismo termina así la obligación moral, exterior, para ser sustituida por la responsabilidad del amor filial; termina la heteronomía, para ser sustituida por la teonomía, que es la más profunda autonomía: «ama y haz lo que quieras» (aunque también: no digas que amas para poder hacer lo que quieres)[96]. Y ese amor «resume toda la moral» (Rom 13,10), porque con él (volviendo a Juan de la Cruz) el ser humano «vivirá vida de Dios y no vida suya, aunque sí vida suya, porque la vida de Dios será vida suya» (Cántico, 624). Suena complicado, pero es muy sencillo. Y, como siempre que interviene Dios, esa liberación se vuelve más complicada de lo que es nuestra espontaneidad elemental, porque la verdadera libertad «no puede morar en el corazón sujeto a quereres»; y porque «todo el señorío y libertad del mundo, comparándolo con la libertad y señorío del Espíritu de Dios, es suma servidumbre y angustia y cautiverio» (Subida, 159). b) La solidaridad material Precisamente por eso afirma el Nuevo Testamento que, «si alguien tiene suficientemente cubiertas sus necesidades y ve a su hermano pasar hambre y no le ayuda, no puede morar en él el amor de Dios» (1 Jn 3,17). No puede morar el amor de Dios, porque «el verdadero amor, entonces, está contento cuando todo lo que él es en sí y vale y tiene y recibe, lo emplea en el amado»[97]. Y porque «la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada» (Cántico, 708). Y al negar esa ayuda al hermano se mantiene la desigualdad. Me parecen importantes tres observaciones sobre ese texto tan decisivo del Nuevo Testamento: 1) En ese texto de la carta de Juan, la expresión «amor de Dios» puede ser sustituida por «el Espíritu», dado que podemos definir a este como el amor que es Dios actuando sobre toda carne. En la Llama de amor viva dirá nuestro santo que «esa llama es el Espíritu Santo», y hablará de «la operación del Espíritu en el alma, transformada en amor» (786 y 779). Cristianamente hablando, la libertad debe ser entendida, por tanto, como la 154

capacidad para amar bien, porque el Espíritu «ordenó en mí su caridad, acomodando y apropiando a mí su misma caridad» (Cántico, 698). Así es como explica el santo los versos: «en la interior bodega de mi Amado bebí»… Y eso es lo que deja al alma «libre de todas niñerías de gustillos e impertinencias tras de que se andaba» (703): libre de toda forma falsa de amar. Los movimientos de ese amor nuevo, «aunque son suyos [del alma], lo son porque los hace Dios en ella» (Llama, 782)[98]. Se comprenderán entonces las otras clásicas frases paulinas: «donde está el Espíritu [el amor] de Dios, allí está la libertad» (2 Cor 3,17) y «Cristo nos liberó para vivir en la libertad [de ese amor]» (Gal 5,1ss). 2) Ese texto joánico puede además dar razón de lo dicho en el apartado anterior sobre la necesidad del encuentro entre economía y teología, porque hoy tiene conciencia el hombre de que es posible estructurar la economía mundial de manera que nadie pase necesidad, sino que haya para todos y no solo para unos pocos a costa de todos los demás. Hoy podemos evitar lo que el papa Wojtyla describió en Puebla como «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres». Y como enseñó la asamblea episcopal de Puebla (1979): «si es posible, entonces se convierte en obligatorio». 3) Del dinero valen paradigmáticamente estas palabras de Juan de la Cruz: «el apetito es como el fuego que, echándole leña, crece y luego que la consume por fuerza ha de desfallecer» (Subida, 165). Precisamente por eso, nunca tienen bastante los millonarios: siempre necesitarán más, porque siempre se encuentran vacíos, ya que toda la leña de su dinero es devorada por su avaricia. Y el santo los compara irónicamente con el enamorado a quien, en el día de más esperanza, «le salió su lance en vacío». Por eso enseña también el Nuevo Testamento que «la raíz de todos los males es la pasión por el dinero» (1 Tim 6,10): porque «todas las veces que el alma se guía por (ese) apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve»[99]. Por eso rezará el alma con mucha razón aquellos versos: «Apártalos, Amado / que voy de vuelo». c) El corazón nuevo Para esa libertad y ese amor cuenta el ser humano con la promesa de un «corazón nuevo» que sea «de carne y no de piedra» (Jr 31,31-34; 32,39-40; Ez 37,5.6.26). O, con palabras de nuestro místico, «otra inflamación mayor de otro amor mejor»[100], que le proporcionará «una subidísima y sabrosísima inteligencia de Dios» (Cántico, 639). Esa promesa del corazón nuevo implica una denuncia de la maldad del corazón humano y del autoengaño que justifica esa maldad: de esa especie de «cardioporosis»[101] que provocaba la ira entristecida de Jesús (Mc 3,5), pero que cuenta con el perdón incondicional de Dios y con el don del Espíritu para sanar la ceguera culpable que nos constituye. Aunque, por supuesto, esa promesa del corazón 155

nuevo no es un regalo mecánico, sino una posibilidad ofrecida. d) Dios Espíritu Todo ello es así porque Dios, como Padre, está ausente de este mundo. Ausente no solo porque, como decíamos antes, Dios no es una pieza de este mundo, sino, sobre todo, porque el mundo está estructurado de manera antifraterna y, por tanto, antifilial. Por eso, Jesús nos enseña a pedir que el nombre paterno de Dios no sea profanado en esta tierra y que se cumpla Su Voluntad en esta dimensión nuestra, como se cumple en la dimensión de Dios. Pero esa voluntad divina no se cumplirá por una actuación de Dios a nivel de nuestras «causas segundas» (como si Dios fuera un poder totalitario intramundano), sino solo a través del aliento de su Espíritu en nuestros espíritus. 4.3.2. La «puerta estrecha» Todo eso que dice el Espíritu a las iglesias puede convertir a los cristianos, con lenguaje de Juan de la Cruz, en «ínsulas extrañas»: porque el Amor de Dios es así de contrario a la dinámica natural de un mundo estructurado en torno al dinero. Quizá le falta aquí a nuestro místico el salto que realiza tan bellamente el Cántico de las Criaturas de Francisco de Asís: el salto del sol y las estrellas y la madre tierra a «los que perdonan y sufren por amor»: el salto de la naturaleza a la historia. Pero, incorporado este, lo que sí queda claro es que el cristianismo del futuro habrá de ser un movimiento «contracultural»: una ínsula extraña, una visión del mundo que ha eliminado los cantos de sirenas del consumismo y de la falsa felicidad impuesta y les pide que «cesen vuestras liras, porque los pobres [la Esposa, en terminología sanjuanista] duerman más seguros» (estrofa 21), en lo que el santo califica de «ameno huerto deseado», donde halla el alma «mucha más abundancia y henchimiento de Dios y más segura y estable paz» (Cántico, 678-679). Cito todas esas expresiones porque no me parece exagerado compararlas con el comentario ya famoso de muchos teólogos de la liberación y cristianos afines: «los pobres nos evangelizan». Ese comentario ha resultado enormemente contracultural no solo a la cultura posmoderna de hoy, sino también a muchos respetables eclesiásticos que declaraban no entenderlo. Pero creo que no está lejos de aquellas otras palabras de Jesús cuando bendice al Padre porque «has escondido estas cosas a los sabios y prudentes» (Mt 11,25). Pero esta verdad tiene un complemento dialéctico importante: en los evangelios hay dos pequeñas «oberturas» (tomando el símil de la ópera) que enmarcan la doble narración de la vida de Jesús y la de su pasión: son el bautismo y la oración del huerto. En la primera se nos habla de una teofanía que puede ser el emblema de cuanto acabamos de escribir: en ella el Espíritu se posesiona amorosamente de Jesús y dirigirá todos sus pasos posteriores. Pero en la segunda se nos habla de un «silencio de Dios» que no librará a Jesús de su pasión, pese a la insistente súplica de este. Lo único divino de que dispondrá Jesús no son «legiones de ángeles», sino la capacidad de entregarse 156

«por el Espíritu» (Heb 9,14). Esas dos oberturas marcan también la acción del Espíritu en el ser humano. Quienquiera que, en seguimiento de Jesús, intente dedicar su vida al servicio de las víctimas de este mundo y de este sistema cruel deberá saber que «en soledad ha puesto ya su nido». Conozco anécdotas de hombres como los monseñores Romero, Angelelli o Gerardi que muestran hasta qué punto pusieron su nido en la soledad; aunque allí descubrieron el resto de la estrofa sanjuanista: «en soledad la guía / a solas su querido»[102]. En mi opinión, una vez más, este último punto contrapone el cristianismo y la religiosidad humana primaria, la cual cuenta siempre con una intervención o una «providencia» intramundana de Dios en favor propio. Por eso he hablado de «silencio», porque es en ese silencio donde madura la fe, como ya indicara Juan de la Cruz[103]. Podría haber hablado igualmente de «laicidad» para usar el lenguaje actual sobre la autonomía del mundo. Aunque entonces tendría que haber matizado que hay una laicidad que pretende respetar ese silencio de Dios, y otra que lo que pretende es eliminar a Dios. 4.3.3. El Espíritu y nuestro espíritu Desde los dos apartados anteriores creo que brota la mayor confrontación entre el cristianismo y la cultura moderna, la cual no está en la sexualidad, ni en la economía, ni en los milagros, ni en el culto público, ni en la laicidad… Está en la felicidad. Y empalma con lo dicho antes sobre el consumismo. La cultura moderna ha lanzado primero el imperativo de la felicidad, y luego la obligación de proclamar que todos somos felices o, si no, es porque somos tontos…[104] Aun comprendiendo todo eso cuando no existe nada más que esta vida, debo decir que ese mensaje moderno de la felicidad adolece de un profundo egoísmo y una insolidaridad ciega. En la medida en que la felicidad implica aquello de «enjugar todas las lágrimas de sus ojos» (Ap 21,4), el cristianismo proclama que no hay felicidad posible en esta vida mientras haya lágrimas en ella que la conviertan en «este valle de lágrimas». Retomando las alusiones con que abríamos este libro, no puedo (ni quiero) ser feliz mientras exista el terrorismo, la miseria, los dramas de Siria, de Venezuela, de Brasil, de Haití, de Sudán, los niños-soldado o niños esclavos, los inmigrantes muertos o no recibidos, los «working poor», la inferioridad de la mujer y las mil formas de mal trato derivadas de ahí… ¿Por qué? Pues porque, si todos esos son los preferidos de Dios, y Dios se me hace accesible en ellos, valen de ellos estas palabras de Juan de la Cruz: «en los enamorados, la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos». Y porque «es tanta la miseria natural en esta vida que aquello que al alma le es vida y ella con tanto deseo desea…, cuando se le viene a dar no lo puede recibir… De suerte que los ojos que con tanta solicitud y ansias buscaba, venga a decir cuando los recibe: “apártalos, Amado”»[105]: ya no busca ver los ojos luminosos de Dios en el cielo, sino los ojos 157

llorosos de Dios en esta tierra. Y todo esto no son sublimidades de unos héroes cristianos. Recordemos otra vez a Albert Camus, un no cristiano (quizá por providencia de Dios, para vergüenza nuestra) que nos dejó aquella pregunta: «¿Tiene un hombre derecho a ser feliz en una ciudad infestada por la peste?». Esa ciudad afectada por la epidemia, que es como una parábola de nuestro mundo. «Es tanta la miseria» y la injusticia de esta vida que todas las víctimas son como una piedra en el zapato, una aflicción ineludible; pero que puede encerrar, paradójicamente, otra forma de felicidad. En el capítulo siguiente veremos cómo Mateo dice en este sentido: «dichosos los afligidos», es decir, los que reaccionan con aflicción ante los que «lloran» en las bienaventuranzas de Lucas (con un verbo distinto al de Mateo). Y esa aflicción sí que es compatible con una sensación profunda de paz y una experiencia de sentido, a las cuales sí que puede, y debe, aspirar el ser humano en esta vida. Aspirar a la paz y al sentido, pero sin perder esa sensación de aflicción, porque solo si llevamos en el zapato esa piedra del dolor de los demás (que lo convierte un poco en dolor nuestro) trabajaremos por eliminar ese dolor…[106] Y lo de la piedra en el zapato puede ser una comparación débil, porque Juan de la Cruz llega a escribir que «esas ausencias que padece el alma de su Amado le son muy aflictivas, y algunas son de manera que no hay pena que se le compare»[107]. Si hablamos aquí de felicidad, deberemos hablar, por tanto, de una felicidad en la aflicción. Esta paradójica felicidad-afligida (muy distinta de la otra felicidad paradójica de Lipovestky a la que acabo de aludir) es la que hace estallar a nuestro santo en un espléndido acorde de otras paradojas: «noche sosegada / en par de los levantes de la aurora»; «soledad sonora»; o «música callada»… (Cántico, estrofa 15). Esa felicidad paradójica es la que encuentra el alma en otra estrofa del poema sanjuanista: «si en el consumo / de hoy más no fuese vista ni hallada / diréis que me he perdido / que andando enamorada / me hice perdidiza y fui ganada» (estrofa 29)[108]. Muchas gentes, creyentes o no, han ido descubriendo que, al decidirse a ayudar a las víctimas de la historia y a vivir para ellas, acabaron encontrando, por añadidura, una satisfacción mayor. Digo «por añadidura» porque, si se acude a luchar por la justicia buscando esa satisfacción, en lugar de buscar la liberación de las víctimas, se esteriliza la entrega, pues lo que busca la persona entonces es hacerse encontradiza, más que «perdidiza». Y «es propiedad del amor perfecto no querer admitir ni tomar nada para sí»[109]. Así pues, según Juan de la Cruz, nuestro espíritu «es levantado a comunicarse con el Espíritu divino». Pero sin olvidar que el Espíritu de Dios ha sido derramado sobre la carne (y «sobre toda carne», sea cristiana o no cristiana o no creyente). Por eso resulta comprensible que, cuando «nuestro espíritu vuela… a gozar del Espíritu del Amado, que es lo que desea y pedía», se encuentre con esta respuesta: «vuélvete de ese alto vuelo en que pretendes llegar a poseerme de veras… y acomódate a este más bajo»[110]. Lo mismo que decíamos hace un momento a propósito de los ojos. El antropocentrismo pneumatológico obliga, pues, a la mística de alto vuelo a 158

convertirse no solo en una mística de ojos abiertos, sino en una mística aterrizada. Será una mística del «no saber», rasgo muy sanjuanista[111], pero una mística fijada en el seguimiento de Jesús y de su vida, por el que el Espíritu nos irá llevando. Un ejemplo de esta trayectoria, para cerrar este apartado, lo tenemos en la anécdota que he citado otras veces: el autor anónimo de la famosa obra La Nube del no saber (paradigma de lo que hemos llamado «teología apofática») confesó más tarde que había olvidado en aquel libro el profundo saber del amor a los hermanos. Los ojos abiertos hacia Jesús le hicieron saber eso. 4.4. Conclusión 4.4.1. Resumiendo: Desde el respeto a la total inaccesibilidad de Dios y desde la incapacidad humana para darle nada digno de Él (ni sacrificios ni culto ni oración ni amor), el ser humano puede, no obstante, establecer un verdadero contacto amoroso con el Misterio sobrecogedor de Dios, que consta de dos polos: – En primer lugar, una confianza firme, aunque oscura, en «el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,39), que le lleva a vivenciar ese Misterio sobrecogedor como Misterio acogedor y a decir con el místico de Ávila: «ya bien puedes mirarme / después que me miraste / que gracia y hermosura en mí dejaste»; porque «cuando Tú me mirabas / tu gracia en mí tus ojos imprimían»[112]… – En segundo lugar, esa gracia y hermosura son el don del Espíritu, que permite reconocer al Cristo de Dios en las víctimas de esta historia, amando así realmente a Dios en aquello que Él más ama y con lo que más se identifica. El alma sentirá así «inestimable deleite y fruición, porque ve que da a Dios cosa suya propia [pero] que cuadra a Dios según su infinito ser»: le da algo digno de Dios, «más [de lo] que ella en sí es y vale»[113]. Y Dios seguirá siendo así, como siempre ha dicho la tradición cristiana, el más increíblemente lejano y el más insospechadamente cercano[114]. Dicho ahora con lenguaje bíblico: – «A Dios nadie le ha visto nunca. Jesucristo [el unigénito del Padre] nos ha dado una explicación de Él» (Jn 1,18). – «A Dios nadie le ha visto nunca. Pero si nos amamos unos a otros, lo tenemos en nosotros» (1 Jn 4,12). Aquí están el apofatismo jesuánico y el antropocentrismo pneumatológico. Ambas frases comienzan igual, lo cual indica que la revelación dada por Jesús es el amor desinteresado entre nosotros (agapḗ, no éros) como fruto del amor del Padre a nosotros («porque Dios es Amor»: 1 Jn 4,20)[115]. Este es el camino a una felicidad que tampoco es mera ausencia de sufrimiento. Por eso cerraremos este libro con un breve comentario a la «receta» de felicidad ofrecida por Jesús, que ha ido dejándose ver fugazmente en algunos momentos de nuestra exposición: 159

las famosas bienaventuranzas evangélicas. Pero antes de pasar a ese último capítulo, me parece conveniente responder a unas posibles objeciones o preguntas ante todo lo aquí expuesto.

APÉNDICE Algunas objeciones a) La primera objeción que se puede poner a lo expuesto es que no responde a esa pregunta fundamental que nos constituye: ¿de dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos…? Hay ahí una parte de verdad, y es sabido que Buda elude responder a esa pregunta con un agnosticismo práctico: si queremos buscar respuesta a esas preguntas, pasaremos en ello toda la vida y no resolveremos el problema del sufrimiento. El cristianismo permite hacer algunas distinciones, porque profesa tener una primera respuesta parcial a esas preguntas constitutivas nuestras. Pero esa primera respuesta necesita una aclaración que me parece muy importante. De hecho, el cristianismo no es una respuesta a la cuestión sobre el origen del hombre y del mundo, como parecen creer tantos fundamentalistas norteamericanos y muchos científicos que intentan hablar de religión[116]. El cristianismo no es información, sino fe en una revelación sobre el sentido y el fin de nuestras vidas. Esa revelación nos dice que la vida humana está envuelta en el amor del que ha brotado, es una llamada al amor y está destinada a la plenitud del Amor. Esa revelación ha sido pedagógica: primero, de manera fragmentaria y progresiva (Heb 1,1ss); luego, plena y definitiva, en esa dimensión divina que la Biblia llama «el Hijo», por no tener otra palabra mejor y porque esa palabra ayuda luego a hablar de nuestra filiación divina. Esa revelación definitiva supera muchas de las manifestaciones anteriores en aspectos como el culto, el sacerdocio, la religiosidad, el perdón, la justicia… Por eso, como hemos dicho antes, cuando nuestro eros religioso, purificado, se vuelve a Dios buscándolo, es como si Dios le dijera: «orienta ese impulso hacia tus hermanos, sabiendo que estoy contigo y te acompaño en ello. Ahí me encontrarás, y ese encuentro tendrá algún día su consumación plena. Cree esta buena noticia y enfoca así tu vida». Luego, según la situación de cada persona (por edad, salud, profesión, creencias incluso…), esa orientación podrá adquirir perfiles y niveles muy diversos: lo expuesto aquí no significa que todo el mundo haya de ser político o economista o activista revolucionario. La convivencia humana necesita médicos, abogados, taxistas, escritores, profesores, obreros, padres y madres… Lo que importa es que cada cual viva su vida y ejerza su tarea llevando en el corazón esta forma de amar a Dios como Él quiere ser 160

amado, y teniendo para ello la «misma mentalidad de Cristo Jesús» (Flp 2,5). Luego habrá que ver, por ejemplo, cómo se trasplanta eso a la situación de tantas familias en nuestro primer mundo, situación esclavizada por la desarmonía y que es como un reflejo (no sé si causa o efecto) de la desarmonía de esta hora actual de nuestra historia. Pero creo que esa orientación sobre el sentido y el fin de la vida humana no puede faltar, al menos como actitud creyente y aunque luego no consigamos ser del todo fieles a ella. De modo que, para terminar como el Cántico sanjuanista, nadie se mire tanto a sí mismo («que nadie lo miraba»[117]), y así sucederá que «la caballería / a vista de las aguas descendía»[118]. b) Otra objeción que se me ha puesto alguna vez es que parece que en esta presentación no queda lugar para algo tan propio de la tradición católica como es la llamada «vida contemplativa». Con un poco de ironía, he contestado a veces a esa objeción que eso sería lo mismo que afirmar que el celibato no cabe en la Iglesia porque Dios dijo a todos los hombres: «creced y multiplicaos»… Quiero decir que los carismas son múltiples, y en la casa del Padre hay muchas moradas, porque ninguna persona o grupo puede encarnar todas las dimensiones (tan opuestas a veces) de la espiritualidad cristiana. Muchos carismas unilaterales sirven para recordarnos dimensiones que no podemos olvidar y que tendemos a olvidar. La vida contemplativa es una advertencia decisiva para que no olvidemos esa Verticalidad que es el Fundamento y la matriz de toda la horizontalidad constitutiva del cristianismo, y para que no caigamos en una especie de «pelagianismo de la liberación». Como la «unilateralidad» del celibato (escribió Schillebeeckx hace años), es una advertencia a los matrimonios de que el amor y la vida de pareja necesita «algo de célibe»: digamos de respeto y de no apropiación. Pero eso no significa que la vida contemplativa no necesite cambiar hoy también. Así como el célibe, por muy célibe que sea, no puede dejar de amar (porque entonces habría que hablar más de solteronería que de virginidad, y ese es el peligro de todos los celibatos), también la vida contemplativa debe buscar una contemplación «de ojos abiertos». Juan de la Cruz dice muy claramente que el amor hay que ejercitarlo «así en la vida activa como en la contemplativa» (Subida, 712). El problema, pues, no es la vida religiosa contemplativa, sino cómo debe ser esa vida contemplativa. Permítaseme añadir, sin ánimo de polémica, que debe discurrir en una dirección distinta de la que marca esa última instrucción romana (Cor orans). En la mejor tradición cristiana, el monacato fue siempre emblema de hospitalidad en aquellos caminos más oscuros, más desiertos y más peligrosos que los actuales. Recordemos el sencillo dicho de san Benito –«hospes venit, Christus venit»– que tanto marcó a Europa; y preguntémonos si este mundo nuestro (pseudo)desarrollado, que trata así a los inmigrantes, merece el calificativo de «cristiano», por mucho que vaya a la iglesia[119]. Casi un siglo antes de san Benito, en los orígenes de la vida contemplativa, Juan Casiano escribe a sus monjes que, «mientras nos hallamos aún bajo el dominio de la desigualdad», las obras de misericordia son necesarias «por el gran número de pobres, 161

indigentes y enfermos, fruto de la injusticia de los hombres que se han adueñado, para su propio uso, de lo que el Creador puso a disposición de todos»[120]. Y eso está escrito precisamente en un tratado dirigido a monjes y que intenta mostrar la supuesta superioridad de la vida contemplativa sobre la activa. Usando otra vez el lenguaje de Etty Hillesum, la vida contemplativa ha de buscar cómo ser a la vez (y precisamente porque busca cultivar la interioridad y la oración) «un remanso de tranquilidad» para los demás que ayude, poco a poco y a pesar de la dureza de esta realidad, a vivir nuestras vidas con una tácita música de fondo que repite el último verso de la Llama: «¡cuán delicadamente me enamoras!». [72] Este capítulo recoge lo fundamental de una ponencia enviada al Primer Encuentro Iberoamericano de Teología (Boston, febrero 2017). [73] No soy ningún experto sanjuanista, por lo que tal vez haga más una transposición que una auténtica relectura. Pero casi prefiero que sea así, porque lo de «relectura» no debe entenderse como una sustitución (que podría mutilar la no-dualidad), sino como proyección o prolongación. [74] Es llamativo que los dos grandes cantos de Juan comienzan con este verbo: «salí tras Ti corriendo»; «salí sin ser notada». [75] Y que culminan en aquella alegoría de san Bernardo que compara la unión hipostática en dos naturalezas con el beso en los labios, el cual es un único beso, pero, sin embargo, es totalmente beso del uno y totalmente beso de la otra. Cité el texto en el capítulo «Dogmática cristológica y lucha por la justicia», del libro Fe en Dios y construcción de la historia, p. 107. [76] «No guardo ganado»; o no voy «tras mis gustos y apetitos», en palabras del santo. [77] Llama de amor viva. Comentario a la estrofa 3, p. 831. N.B. Las páginas que sigan en lo sucesivo sin otra referencia se refieren siempre a la edición de las obras del santo preparada por Maximiliano Herraiz (Salamanca 1991). [78] «De Jesús a Dios y de Dios a Jesús», decíamos allí. [79] Cf. GS 19. [80] Sermón 52, 16. [81] Subida del monte Carmelo, p. 211. Nótese el fácil paralelismo con esta otra consideración del maestro ECKHART: si estando alguien en éxtasis, como san Pablo, conoce que un enfermo necesita un plato de sopa, «tengo por mejor que dejara el éxtasis y sirviera al necesitado con gran amor» (Reden der Unterweisung, 11). Un ejemplo gráfico de esa falsificación del Dios verdadero lo tenemos en la superiora de esa película tan digna sobre las monjas polacas violadas por los rusos al acabar la guerra en 1945: la superiora abandona a los recién nacidos, pero lo hace delante de un crucifijo, contando con que toca a la providencia divina hacer que pase alguien y se haga cargo de ellos, porque ha identificado el funcionamiento habitual de su convento con la voluntad de Dios. No es que ella sea cruel ni desalmada, pero su idea de Dios la lleva a actuar cruelmente. [82] Subida del monte Carmelo, p. 220. O «no arrimarse a jugos ni sabores espirituales» y sentirse como «en vacío y soledad donde no puede hacer usar sus potencias» (Llama, pp. 831 y 845). Esa idea de la confianza oscura es muy frecuente en Juan de la Cruz. En una carta de acompañamiento espiritual escribirá que el mejor modo de vivir en esta vida es «en confianza oscura y verdadera, esperanza cierta y caridad entera» (p. 133). [83] Recordemos el poema: «Que bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (p. 66). [84] Subida, p. 153. Ver también p. 216: «todo lo que la imaginación puede imaginar y el entendimiento recibir y entender… no es ni puede ser medio próximo para la unión con Dios. (Pues) no tiene el entendimiento disposición ni capacidad… para recibir noticia clara de Dios». Y recordemos otra vez el comienzo de la Summa de Tomás de Aquino: de Dios podemos saber que existe (que es), pero no qué es. [85] Por ejemplo, en el capítulo 22 de su Autobiografía. De hecho, si la teología apofática se fue oscureciendo en la tradición occidental, quizá fue debido a que su primer gran fautor, el llamado Pseudodionisio, parece tener una teología muy poco jesuánica.

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Subida, p. 279. Este es uno de los textos que se usan para responder a la acusación de que la mística de Juan [86] de la Cruz es más religiosa, en general, que cristológica. Este texto… más las veces en que acusa a personas pretendidamente espirituales de «olvidar la cruz de Cristo» o se queja de que «es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos» (Subida 213). No obstante, en mi opinión, puede seguir en pie algo de la acusación citada, en el sentido de que la mística sanjuanista no es suficientemente «jesuánica»: atiende a la cruz, pero no tanto a la vida de Jesús, que es la que lleva a esa cruz. [87] Subida, 598, 617, 615. [88] Para las víctimas con las que Te identificas y «donde secretamente solo moras» (Llama, 859). [89] Cántico B, 610, 607. [90] Cántico B, 578. Aunque quizás aquí Juan de la Cruz equipara en valor textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, y resulta poco cristológico. [91] O Theós agápē estín (1 Jn 4,20), si se me permite citar el origen de la palabra «caridad». [92] El 19 de noviembre de 2015, en audiencia al Consejo de agentes sanitarios. [93] Si, como algunos dicen, ese sosiego es el acento más propio del budismo (por el descubrimiento de la mentira del ego), y el amor es el acento más típicamente cristiano, ambos se encuentran aquí. [94] Dada la seriedad e importancia del problema ecológico, quizá tendría que haber dicho «ecoantropocentrismo». Léase así, aunque prefiero la voz más sencilla. Pero quede claro que el hombre no puede ser separado de la tierra, que es a la vez su madre y su cuna. [95] Cántico 660, 661 y 655. [96] He tratado esto más ampliamente en El rostro humano de Dios: de la revolución de Jesús a la divinidad de Jesús, al hablar de la liberación de la moral, capítulo 4. [97] Llama, p. 815. Uno recuerda aquí el lema del cura Múgica, asesinado en una de las villas-miseria de Buenos Aires: (y al que estaba dedicada la película El elefante blanco): «Vivir para ellos y morir por ellos». [98] Se apunta aquí esa tesis fundamental del tratado de gracia que define la paradoja del ser humano: que lo más nuestro, y más profundamente nuestro, es lo menos nuestro. [99] Subida, 172. Y veamos otras concreciones de esta ofuscación que reflejan bien la ceguera de los millonarios: «de gozarse en las cosas visibles le nace la vanidad…; de gozarse en olores suaves le nace el asco a los pobres, que es contra la doctrina de Cristo…; de gozarse en el sabor de los manjares nace… falta de caridad para con los prójimos y pobres» (372). Y en otro momento cita al Eclesiástico 11,10: «si fueres rico, no estarás libre de pecado» (352). Porque «tal es la bajeza de nuestra condición que como nosotros estamos, pensamos que están los otros, y como somos, juzgamos a los demás» (Llama, p. 856). [100]Subida, 198. Recordemos lo dicho en el capítulo anterior: para el cristianismo no se trata de eliminar el deseo (o la pasión), sino de transformarlo. Desde esta transformación se pueden aplicar a la opción por los pobres y las víctimas de esta historia dos versos de la segunda estrofa de la Llama: «Oh regalada llaga… que a vida eterna sabe» (cf. Llama, 794). Ese es el milagro de esa «inflamación de un amor mejor». [101]El neologismo no es propiamente mío: la Carta a los Efesios (4,18) habla expresamente de una «porōsis tēs kardías», como también Mc 3,5. [102]Estrofa 35. «Abandonado por tus propios hermanos de báculo y de mesa», escribió Casaldáliga a propósito de Mons. Romero. [103]Curiosamente, dos películas de tema religioso llevan ese título de silencio: la de Ingmar Bergman y la más reciente de Martin Scorsese. Y ese silencio no es exclusivo de personas que buscan o dudan. Para personas «místicas» Juan de la Cruz hablará más bien de «vacío de Dios»: «como se va juntando más a Dios, siente en sí más el vacío de Dios» (Cántico, estrofa 12, p. 626). [104]J. LIPOVETSKY, el gran sociólogo de nuestra posmodernidad, ha analizado muy bien esos dos imperativos: «la sociedad del hiperconsumo (es) la civilización de la felicidad paradójica» (p. 12 del libro de ese mismo título). Es lo que el mismo autor emplea como título de otro libro suyo: El imperio de lo efímero. [105]Cántico, estrofa 13, pp. 631 y 628-629. [106]Ahora que la película de Scorsese ha llamado la atención sobre la novela de Shusaku Endo, quisiera advertir que este escritor japonés tiene un breve libro sobre Jesús en el que viene a decir que, a pesar de irradiar paz y alegría, en el fondo del Maestro había siempre una sombra de tristeza, debido a que sabía que el amor no es

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correspondido en este mundo. Una tristeza parecida al grito de Ch. de Foucauld: «¡el Amor no es amado!». Expresada de manera interpelante en los versos provocativos del gran César Vallejo, citados en la apertura de esta Cuarta Parte y que pueden iluminar nuestras reflexiones sobre la felicidad. [107]Cántico, estrofa 16, p. 654. [108]Por supuesto, el original no dice «en el consumo», sino «en el ejido». Pero define el ejido como «un lugar común donde la gente se suele juntar a tomar solaz y recreación» (p. 714). [109]Cántico, p. 726. Aunque, como nosotros no somos Dios, convendrá no olvidar que, muchas veces, lo mejor que podemos dar al otro (y mucho más a los pobres) es recibir algo de él y deberle algo. Sabiendo que una cosa es recibir, y otra muy distinta buscar. [110]Cántico B, estrofa 13, pp. 629-631. [111]«Me quedé no sabiendo, toda mística trascendiendo», o «un no sé qué que queda balbuciendo» y «un no sé qué que se alcanza por ventura». [112]Estrofas 33 y 32. Resulta gracioso que el verbo del verso que sigue («por eso me adamabas») y que, a todas luces, parece exigido por la métrica, san Juan lo justifica diciendo que «adamar es amar mucho» (727). [113]Llama, p. 851. Subrayado mío. [114]Por eso, un cristiano no puede odiar a nadie por distinto que sea, ni por malo que le parezca, pues la fraternidad humana es consecuencia ineludible de nuestra filiación divina, que es la verdadera fuente de nuestra libertad. Por eso es específicamente cristiano el paso de la liberación individual e interior a una liberación social, comunitaria y estructural o exterior. Porque estas dos dimensiones –lo individual y lo comunitario, lo interior y lo exterior– no deben oponerse entre nosotros, porque en Dios (en la medida en que podamos proyectarlas en Él) no se oponen, sino que coinciden. [115]Remito al comentario a la Primera Carta de Juan en El rostro humano de Dios: de la revolución de Jesús a la divinidad de Jesús, Sal Terrae, Santander 20153, capítulo 2. [116]De hecho, sobre lo que llamamos «la creación», el mensaje bíblico dice poco: reserva un verbo especial y exclusivo (bará) para designar la acción de Dios, distinta de la producción humana; enseña, además, que absolutamente todo lo existente tiene su origen en Dios, y que el ser humano no existe para entretenimiento de los dioses griegos ni para hacer las tareas que los dioses no quieren hacer, sino para ser responsable y rector de esta tierra, pero no a su arbitrio, sino «a imagen y semejanza de Dios». [117]Es decir, que ninguna preocupación egótica alcance «ni a mover al alma a gusto con su suavidad, ni a disgusto y molestia con su miseria y bajeza» (Cántico, 761). [118]«Por “las aguas” se entienden aquí los bienes y deleites espirituales que en ese estado goza el alma en su interior» (762). [119]Con lo cual no pretendo negar la existencia de verdaderos problemas debidos a la cantidad de la inmigración. Pero sí destacar que esa cantidad es fruto de un sistema que es injusto y de una historia que, poco a poco, ha ido haciendo insolubles las cosas. [120]Colationes, I, 10.

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CAPÍTULO 5

La Carta Magna del cristianismo

D

ECÍA IGNACIO

ELLACURÍA que las bienaventuranzas son la Carta Magna del Reinado de Dios, anunciado por Jesús. Aunque –como en seguida veremos– lo central en ellas son el hambre de justicia y la misericordia, ambas deben ser contextualizadas en el seno de esa «Constitución» del Reino y de todos los textos evangélicos que hablan de ellas. Comencemos por ahí[121]. 5.1. «Dichosos ellos» A diferencia de lo que dijimos en la Tercera Parte sobre las parábolas de Jesús, el contexto de las bienaventuranzas no es profético, sino sapiencial, al menos en el evangelio de Mateo. Mejor aún, es una extraña síntesis de lenguaje profético y sapiencial que parece muy propia de Jesús: una oferta de felicidad (oferta que es la auténtica sabiduría y lo propio del lenguaje sapiencial) se llena con unos contenidos típicos de todos los profetas de Israel: pobres, hambrientos, llorosos, injustamente perseguidos, buscadores de la paz… Hoy en día, cuando (como ya hemos visto) se nos impone como imperativo ya no el ser felices, sino el decir que lo somos (de lo contrario, será señal de que somos tontos); hoy en día, cuando la mejor manera de figurar como «record de ventas» es escribir un libro sobre «cómo alcanzar la felicidad en poco tiempo»…; hoy, precisamente, temo que la propuesta de Jesús (que apenas ocupa media página) sería tachada de locura (o burla) por unos y de escándalo (o blasfemia) por otros. No sé si habrá una página más sorprendente en todos los textos religiosos originarios. A pesar de todo, sostenemos aquí que la verdadera dicha, la única posible y legítima en este planeta empecatado, está en ese sencillo doblete: tener un hambre y sed de justicia fruto de la misericordia. Pero quizás haya que contextualizarlo un poco… 5.2. De Lucas a Mateo Hay dos listas de Bienaventuranzas: la de Lucas (capítulo 6) y la de Mateo (capítulo 5). Son bastante distintas y, a veces, hasta parecen contrapuestas, pues Lucas habla simplemente de los «pobres», y Mateo, de los pobres «de espíritu»; Lucas habla simplemente de «hambre», y Mateo, de hambre «de justicia»; el primero señala 165

directamente a los que lloran, y el segundo parece suavizar esa radicalidad y referirse solo a «los afligidos». ¿Se ha dedicado Mateo a aguar la radicalidad de Lucas? ¿Cómo se explican, si no, esas diferencias? Se suele decir, y me parece bastante exacto, que las bienaventuranzas de Lucas son bienaventuranzas de situación, y las de Mateo de actitud o «de respuesta» ¿Qué quiere decir esto? Simplemente, Lucas enseña que quienes se encuentran así, quienes se encuentran en esa situación concreta, son bienaventurados sin más, porque el Proyecto final de Dios, es suyo: de los que lloran, de los que pasan hambre, de los que son pobres. Mateo, en cambio, enseña que quienes reaccionan de una determinada manera ante los señalados por Lucas son también bienaventurados. El uno habla de situación, y el otro de la actitud que se adopta ante quienes están en esa situación. Las bienaventuranzas de Mateo son, por tanto, «bienaventuranzas de respuesta» y por eso han sido calificadas como bienaventuranzas del discipulado. Son, en este sentido, las que nos afectan a nosotros. Y eso es muy importante para situar debidamente el hambre y sed de justicia: los hambrientos y los que lloran ya tienen bastante con lo que tienen; no necesitan ser sermoneados, sino únicamente ayudados y animados. Por eso se comprende que, cuando Lucas dice «bienaventurados los pobres», Mateo añada: bienaventurados también aquellos a los que el Espíritu hace pobres, a los que el Espíritu va empobreciendo por su manera de reaccionar ante quien se encuentra en la situación de pobreza. Y cuando Lucas dice «dichosos los que lloran», Mateo añade que son dichosos también aquellos a quienes aflige el llanto de los demás. O que, cuando Lucas dice «bienaventurados los hambrientos», Mateo diga: dichosos (también) los que tienen hambre y sed de justicia, porque esa es la única manera de reaccionar ante la situación de los hambrientos en el mundo. Por eso las bienaventuranzas son la «Carta Magna» o el texto fundacional del Reino de Dios. 5.3. Clave de lectura La estructura que voy a proponer para leer las bienaventuranzas se apoya fundamentalmente en un dato aceptado por los exegetas: es frecuente en el Nuevo Testamento (nacido en una cultura oral, en la que casi no se escribe) que, por razones mnemotécnicas, cuando hay una enumeración un poco larga, se haga no en plan de uno, dos, tres, cuatro y cinco, sino en la forma llamada «quiasmo» (o estructura circular): uno, dos, tres, dos, uno. De manera que se van correspondiendo el primer elemento con el último, el segundo con el penúltimo…, y esa correspondencia parece que facilita el recuerdo. En las bienaventuranzas de Mateo tendríamos una estructura de: uno, dos, tres, cuatro – cuatro, tres, dos y uno. Ahí vemos en seguida que lo central son los dos cuatros. Por tanto: lo medular de la enseñanza de Mateo está en la cuarta y quinta bienaventuranzas. La actitud del discípulo, la actitud del hombre del Reino, la actitud del cristiano, es la misericordia y el hambre de justicia ante la situación de este mundo: un hambre de justicia que brota de la 166

misericordia y una misericordia que no se reduce a la mera labor asistencial, sino que se expande hasta la sed de justicia. Esa es la actitud central del hombre del Reino. Lo demás son como círculos concéntricos que nacen en torno a esa actitud, como hace la piedra cuando cae en un lago. ¿Qué le pasa, pues, al que ante los bienaventurados de Lucas ha reaccionado con misericordia y hambre de justicia? Ahora vienen la tercera y sexta bienaventuranza de Mateo, y hemos de retomar algo que quedó pendiente en el capítulo anterior. Por un lado, quien reaccione de ese modo será un hombre, por así decir, dolido, sufriente: llevará en su interior un cierto pesar por la situación del mundo, por el dolor de sus víctimas (el término que emplea aquí Mateo no es el «llorar» de Lucas, sino que significa más bien «estar dolido»). Quien tiene hambre y sed de justicia no se permitirá buscar esa felicidad individualista que ofrece el mundo de hoy, sino que se habrá dejado interpelar por la pregunta de A. Camus: ¿tiene un hombre derecho a ser feliz en una ciudad infectada por la peste? Necesitaremos paz interior y sentido de la vida, pero no esa búsqueda egoísta del bienestar, típica de la cultura neoliberal[122]. Pero además, y por ese dolor, el que ha reaccionado con misericordia y hambre de justicia ante los descritos por Lucas tiene el corazón limpio: el hambre de justicia, vivida con esa especie de dolor, nos limpia el corazón. Y los corazones limpios encuentran a Dios. No se trata, pues, de ver a Dios en el más-allá celestial, sino de encontrar a Dios y Su voluntad ya en la dureza de esta tierra; experimentando lo que decía aquella canción castellana (demasiado pronto olvidada, por desgracia): «cuando el pobre nada tiene y aún reparte, cuando un hombre pasa sed y agua nos da…, va Dios mismo en nuestro mismo caminar». Así se corresponden y se complementan las bienaventuranzas 3 y 6, como primeros ecos del hambre y sed de justicia. ¿Qué pasa con la 2 y la 7? Los que tienen un hambre de justicia que brota de la misericordia, de algún modo procuran ser «mansos»: no-violentos. La mera indignación, por justa que sea, puede hacernos violentos. Y la violencia suele acabar convirtiendo en sed de venganza lo que antes era hambre de justicia. O puede acabar en aquella ineficaz «espiral de la violencia» que tantas veces denunciara Hélder Câmara. En cambio, la misericordia que acompaña al hambre de justicia nos llama a luchar de una manera activa pero no violenta. Y también, precisamente por esa mansedumbre, nos convierte en trabajadores por la paz, en pacificadores. Esos actores de paz son como un reflejo del Dios que se ha revelado como un Dios de esa paz que brota de la justicia (cf. Is 32,17). Si el Shalom (paz) es palabra típica de todas las tradiciones religiosas, la vinculación entre el Shalom y la Shedaqà (justicia) es distintiva de la tradición judeocristiana. Así se abrazan la segunda y la séptima bienaventuranzas[123]. Y así llegamos al último círculo expansivo y concéntrico de esta actitud central: ¿qué sucede con quienes, en un mundo como el nuestro, estructuran su personalidad desde esa hambre y sed de justicia que brota de la misericordia? Pues que acaban empobreciéndose. El hambre de justicia te acerca a los pobres, y eso solo ya te despoja de muchas cosas… Por eso, Mateo explica que esos son los pobres por el Espíritu, o los 167

pobres con espíritu. Tienen el corazón desprendido, sí. Pero ese desprendimiento es tan real que les permite cumplir lo que pedía Jesús al joven rico. Optan por la justicia para los empobrecidos. Por eso acaban también ellos empobrecidos. Y, paralelamente, acaban siendo perseguidos por la justicia, porque, como suelo decir, en este sistema nuestro «nada hay más peligroso que un buen ejemplo». 5.4. Dos aclaraciones lingüísticas 5.4.1. ¿Pobres «de espíritu»? Aquí se hace necesaria una palabra clarificadora del léxico de la primera bienaventuranza mateana. La inagotable capacidad que tenemos los humanos para falsear el Evangelio nos ha llevado a una cómoda traducción –«pobres de espíritu»[124]–, que se interpretaba en el sentido de que el rico podía seguir siendo rico… con tal de que tuviera el corazón (el espíritu) «desprendido» de sus riquezas. Dicho de forma gráfica: con una elegante chaqueta, llevan el corazón a la izquierda, pero la cartera a la derecha. Así quedan ambos convenientemente separados, y la conciencia puede quedarse tranquila. Prescindamos ahora de que si, efectivamente, estuvieran tan desprendidos de su riqueza como proclaman, cuando llegara una reforma fiscal que les despojara del ochenta por ciento de esas riquezas, no pondrían el grito en el cielo diciendo que se les está robando lo suyo para darlo a los vagos que no trabajan… Añadamos que esa sutil distinción no viene del evangelio, sino del filósofo Séneca, que, por cierto, era muy rico según dicen. Pero también podemos prescindir de eso. Más importante me parece mostrar que, desde muy antiguo, la tradición teológica ha rechazado esa interpretación. Según san Bernardo, se trata de aquellos que son pobres, «no por una necesidad miserable, sino por una voluntad loable»[125]. 5.4.2. La justicia En otros textos bíblicos se puede dudar del significado exacto de la palabra «justicia» (dikaiosýnē). Pero aquí, dado el contexto, tiene el claro sentido de lo que hoy llamaríamos «justicia social». Con la palabra «justicia», el problema que tenemos nosotros es que, por un lado, en la tradición veterotestamentaria, tiene un sentido socioeconómico (la shedaqà hebrea, antes citada); pero, por otro lado, el Nuevo Testamento enseña (como vimos al hablar de la «justificación» del hombre) que, mientras que los hombres hacemos justicia castigando, la manera que tiene Dios de hacer justicia consiste en volver bueno al impío, en volver justo al injusto. Es el mensaje de Pablo, que Barth puso muy de relieve en su comentario a su Carta a los Romanos: Dios hace justicia haciendo justos a los que no lo son. Al hablar de «justificación por la fe», la justicia a la que remite esa justificación es la integridad o bondad total del ser humano, que incluye, por supuesto, el aspecto socioeconómico, pero que no se reduce a él. Eso podría favorecer el otro intento sutil de algunas traducciones: quitar a la palabra «justicia» en esta bienaventuranza su trasfondo veterotestamentario (vg., los que tienen 168

hambre y sed de «fidelidad» o de «integridad»…). Pero eso rompería la vinculación de la justicia con la misericordia, mientras que la estructura quiástica que hemos presentado y el carácter de respuesta a la situación descrita por Lucas hacen ver que aquí se está hablando de una justicia socioeconómica. 5.5. Para acabar: misericordia y justicia Esto tiene hoy una doble y fundamental importancia. Desde un punto de vista social, significa que la misericordia ya no puede ser solo asistencial, sino que ha de ser también estructural; pero también que el cambio de estructuras no puede ser impersonal, sino que ha de ser, además, muy personal. Y desde el punto de vista espiritual, significa que un hambre de justicia que no brote de una auténtica misericordia está amenazada de degenerar en protagonismos o en violencias que acaban convirtiendo el hambre de justicia en sed de venganza. Quizá por eso asistimos hoy a la aparición constante de grupos que, invirtiendo el título de T. Richardson, viven y actúan «mirando adelante con ira» y sustituyen aquella «libertad sin ira» de nuestra transición por una falsa libertad con ira. Aunque quizás esa ira ha nacido como reacción ante una misericordia sin verdadera hambre de justicia, que no hacía más que «desnatar» la misericordia con la feliz fórmula ya citada de Domingo Soto. Dios lo sabe… [121]He escrito sobre este tema en otras ocasiones. Lo que voy a decir aquí lo encontrará el lector algo más ampliado en Adiestrar la libertad: meditaciones de los Ejercicios de san Ignacio y en Otro mundo es posible…desde Jesús. Remito también al n. 128 de la revista Acontecimiento («La revolución de las bienaventuranzas»), de donde procede el presente capítulo. [122]Recordemos lo dicho en la nota 106 aludiendo al libro sobre Jesús de Shusaku Endo: pese a toda la alegría y la paz que comunica Jesús, siempre queda en Él como un fondo último de tristeza, porque sabe que en este mundo el amor no es aceptado, sino rechazado. Esa pincelada última significa ahora que, ante la situación del mundo, la misericordia y la sed de justicia dejan un cierto entristecimiento. El cual será compatible con muchas alegrías, pero está ahí. Y no quiere desaparecer hasta que desaparezcan la miseria y la injusticia. [123]Otros códices invierten el orden de la segunda y tercera bienaventuranzas mateanas. Pero no creo que eso cambie demasiado nuestro comentario: podríamos decir entonces que los afligidos por la injusticia de este mundo son los que acaban siendo auténticos creadores de paz, porque no hay más paz que la que brota de la justicia. Y que los no violentos son los que acaban viendo a Dios en su trabajo por la justicia, porque el Dios revelado por Jesús no es un Dios violento. [124]El original griego no lleva preposición; de ahí la posibilidad de ponérsela a gusto del lector… [125]Ver en mi libro-antología Los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas (Cristianisme i Justícia, 5.ª ed.) los textos de san Anselmo, san Bernardo y Teresa de Jesús. También cabría otra interpretación que aplica esa primera bienaventuranza mateana a aquellos que son pobres materiales, pero no son individualistas, es decir, ocupados exclusivamente en salir ellos solos de su situación, sin ninguna atención a los demás (cosa tan frecuente hoy). Esos serían «pobres con Espíritu».

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CONCLUSIONES

A

«CARTA MAGNA » DEL REINO DE DIOS y una especie de síntesis (o, mejor, de sirope) de lo cristiano. Después, como sabemos, Mateo añade una especie de recapitulación que se reduce bastante a la persecución y se parece notablemente a la cuarta bienaventuranza de Lucas, pues en ambas encontramos el aviso de que «así trataron a los justos y a los profetas». Eso coincide con lo antes dicho sobre el carácter conflictivo del cristianismo. Y conviene destacarlo para que no creamos que el hambre y sed de justicia es una especie de marcha triunfal de Rubén Darío que nos convierte en salvadores. Como he dicho otras veces, la lucha por la justicia solo puede hacerse con conciencia de perdonados y de privilegiados, no con mentalidad de redentores. Solo puede hacerse por la alegría de nuestra condición de «hijos», no por una satisfacción individual de superioridad. Solo puede hacerse desde la fe en un Dios definido como «el Amor que mueve libertades»[126] y no desde esa falsa fe infantil en que el futuro será fatalmente mejor. Quedémonos, pues, para cerrar estas páginas, con esa doble actitud central – misericordia y hambre de justicia–, que es a la vez creyente y laica, intimista y activista, doliente y beatificante. Y ojalá el Espíritu de Dios nos conceda paladear la dicha que cabe ahí y que no es esa felicidad del «orgasmo perpetuo» que nos promete la sociedad de consumo, sino la triple dimensión del sentido que da Cristo a la vida, del asombro ante el Misterio infinito que nos envuelve y de la paz ante la dimensión amorosa de ese Misterio. Sentido, asombro y paz sí que caben en nuestra empecatada dimensión terrena y son la única felicidad posible en este valle de lágrimas. Y desde aquí brota un mensaje que vale para toda esta parte y para todo el libro y que confirma la distinción entre religión y cristianismo. La religión intenta relacionarse con Dios para darle culto, y con los hombres para cumplir un mandamiento. El cristianismo se relaciona con Dios solo para confiar totalmente en Él, y se relaciona con los hombres para dar culto a Dios. QUÍ TENEMOS LA

[126]La Divina Comedia de Dante se cierra, como es sabido con ese verso del «amor que mueve»… Pero mover el sol y otras estrellas es fácil. Lo complicado (incluso para Dios, diríamos) es mover libertades. Ahí está su grandeza.

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ÍNDICE GENERAL

Prólogo

PRIMERA PARTE El hombre como pregunta 1. Los Chepas 2. El «Logos» y el «Tao» 3. Autocrítica, autoestima, autoayuda 3.1. Autoexamen 3.2. Fundamentalismo como egoísmo 3.3. Contra todo maniqueísmo 3.4. Falsa autoestima 3.5. Un ejemplo viejo 4. Todos iguales 5. ¿Todos hermanos? 6. ¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo?

SEGUNDA PARTE La sociedad como problema 1. Capitalismo y democracia 1.1. «Honradez con lo real» 1.2. Democracia enferma 1.3. Cuando el tumor se revela maligno 1.4. «Primero nosotros» 1.5. La cultura sobra 1.6. ¿Y ahora qué? 1.7. Paracetamoles políticos 1.8. El dios Dinero 2. Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana 171

2.1. Tres clases de hombres 2.2. Dos banderas 2.3. Libertad suprema 3. Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?) 3.1. Un texto muy antiguo 3.2. Comentario 3.3. Conclusiones 4. Medios ¿de comunicación? 4.1. Problemas 4.2. Complicidades 4.3. Tareas 4.4. Consecuencias 5. El precariado y la culpabilización de los oprimidos 5.1.«La culpa es solo suya» 5.2. ¿Tres suicidios «simbólicos»? 6. Flores ajadas 6.1. La sociedad de la estafa 6.2.¿La Antieuropa? 6.3. Los derechos del ego 6.4. Meditación sobre «Podemos» 6.5. ¿La dormición de las masas? 7. Violencia APÉNDICE : Una vieja parábola de nuestra sociedad TRANSICIÓN : era secular y resistencia

TERCERA PARTE La Iglesia, como siempre, necesitada de reforma 1. Iglesia de Dios 1.1. Iglesia de los pobres 1.2. Iglesia «sacramento de comunión» 1.3. Iglesia una 1.4. Y en España… 172

2. Iglesia de hoy 2.1. Lenguaje significante 2.2. Devolver significado a los símbolos 2.3. Recuperar los testigos 3. Rechazo e interpelación: la condición del cristiano CONCLUSIÓN de estas tres partes

CUARTA PARTE La teología como intento de aprender para poder comunicar 1. «La buena noticia de Dios» 1.1. De Jesús a Dios 1.2. De Dios a Jesús 1.3. De Jesús al hombre 2. «Preparar el camino al Señor» 2.1. El «principio misericordia» 2.2. «Donde está el Espíritu de Dios hay liberación» 2.3. «Ya sí, pero todavía no» 3. «Qué dice el Espíritu a las iglesias» 3.1. «La teología del futuro será mística o no será teología» 3.2. Mística «de ojos abiertos» 3.3. «Felices los misericordiosos» 3.4. Un Dios «total» (kat-holikós) 3.5. Teología de la cruz, no teología de la gloria 3.6. Contra toda idolatría 3.7. Las ciencias sociales como auxiliares de la teología 3.8. Por el Espíritu a la plenitud de la comunidad 3.9. La era secular 3.10. Las religiones de la tierra 4. «¡Cuán delicadamente me enamoras!» 4.1. «Salí…» 4.2. Apofatismo jesuánico 4.3. Antropocentrismo pneumatológico 4.4. Conclusión 173

APÉNDICE. Algunas objeciones

5. La Carta Magna del cristianismo 5.1. «Dichosos ellos» 5.2. De Lucas a Mateo 5.3. Clave de lectura 5.4. Dos aclaraciones lingüísticas 5.5. Para acabar: misericordia y justicia CONCLUSIONES

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Índice Portada Créditos Índice Prólogo Primera Parte: El hombre como pregunta 1. Los Chepas 2. El «Logos» y el «Tao» 3. Autocrítica, autoestima, autoayuda 3.1. Autoexamen 3.2. Fundamentalismo como egoísmo 3.3. Contra todo maniqueísmo 3.4. Falsa autoestima 3.5. Un ejemplo viejo 4. Todos iguales 5. ¿Todos hermanos? 6. ¿Querer es poder? ¿Cuándo y cómo?

Segunda Parte: La sociedad como problema 1. Capitalismo y democracia 1.1. «Honradez con lo real» 1.2. Democracia enferma 1.3. Cuando el tumor se revela maligno 1.4. «Primero nosotros» 1.5. La cultura sobra 1.6. ¿Y ahora qué? 1.7. Paracetamoles políticos 1.8. El dios Dinero 2. Socialdemocracia y espiritualidad ignaciana 2.1. Tres clases de hombres 2.2. Dos banderas 2.3. Libertad suprema 3. Usura pura y dura. (¿Eso es el interés?) 3.1. Un texto muy antiguo 175

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3.2. Comentario 3.3. Conclusiones 4. Medios ¿de comunicación? 4.1. Problemas 4.2. Complicidades 4.3. Tareas 4.4. Consecuencias 5. El precariado y la culpabilización de los oprimidos 5.1.«La culpa es solo suya» 5.2. ¿Tres suicidios «simbólicos»? 6. Flores ajadas 6.1. La sociedad de la estafa 6.2.¿La Antieuropa? 6.3. Los derechos del ego 6.4. Meditación sobre «Podemos» 6.5. ¿La dormición de las masas? 7. Violencia Apéndice : Una vieja parábola de nuestra sociedad Transición : era secular y resistencia

Tercera Parte: La Iglesia, como siempre, necesitada de reforma 1. Iglesia de Dios 1.1. Iglesia de los pobres 1.2. Iglesia «sacramento de comunión» 1.3. Iglesia una 1.4. Y en España... 2. Iglesia de hoy 2.1. Lenguaje significante 2.2. Devolver significado a los símbolos 2.3. Recuperar los testigos 3. Rechazo e interpelación: la condición del cristiano Conclusión de estas tres partes

Cuarta Parte: La teología como intento de aprender para poder comunicar 1. «La buena noticia de Dios» 1.1. De Jesús a Dios

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1.2. De Dios a Jesús 1.3. De Jesús al hombre 2. «Preparar el camino al Señor» 2.1. El «principio misericordia» 2.2. «Donde está el Espíritu de Dios hay liberación» 2.3. «Ya sí, pero todavía no» 3. «Qué dice el Espíritu a las iglesias» 3.1. «La teología del futuro será mística o no será teología» 3.2. Mística «de ojos abiertos» 3.3. «Felices los misericordiosos» 3.4. Un Dios «total» (kat -holikós) 3.5. Teología de la cruz, no teología de la gloria 3.6. Contra toda idolatría 3.7. Las ciencias sociales como auxiliares de la teología 3.8. Por el Espíritu a la plenitud de la comunidad 3.9. La era secular 3.10. Las religiones de la tierra 4. «¡Cuán delicadamente me enamoras!» 4.1. «Salí...» 4.2. Apofatismo jesuánico 4.3. Antropocentrismo pneumatológico 4.4. Conclusión Apéndice. Algunas objeciones 5. La Carta Magna del cristianismo 5.1. «Dichosos ellos» 5.2. De Lucas a Mateo 5.3. Clave de lectura 5.4. Dos aclaraciones lingüísticas 5.5. Para acabar: misericordia y justicia

Conclusiones

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