Carlos Reyero, La Belleza Imperfecta

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Introducción

El arte moderno ha convertido en familiar el tratamiento visual de las carencias de los seres humanos. Por el contrario, he­ mos asociado el academicismo decimonónico con la representa­ ción de una belleza ideal del cuerpo. En este punto, como en otros, parece haberse trazado una frontera insalvable entre una época de tolerancia estética -la nuestra—y otra en la que lo per­ fecto y lo imperfecto resultaban categorías que cualquiera dife­ renciaba con nitidez. A partir de la Ilustración, sin embargo, el interés cultural y artístico por explorar las contradicciones de la naturaleza, des­ de el conocimiento empírico, trajo consigo una reflexión sobre las alteraciones del modelo ideal. Esta reflexión tomó un nuevo impulso con el Romanticismo, cuando el fracaso -en todos los órdenes de la vida- fue utilizado como un medio para aproxi­ marse a los límites de la condición humana.

discapacitado, en relación con una nueva conciencia ética, que apunta a la sensibilidad moderna, lo que constituye el argumen­ to central de este trabajo. Hasta la reproducción masiva de imá­ genes fotográficas y el desarrollo del cine, que coincide con las experiencias plásticas de las vanguardias históricas durante las pri­ meras décadas del siglo XX, las imágenes que aquí se tratan posei en una coherencia como coníiguradoras déla cultura visual y es-

j tética de ese periodo, dominado por un ideal de perfección i académica, donde el tema de la alteración física produce una coI lisión intelectuaí que, por sí sola, bastaría para justificar los límites" 1impuestos.

......

Este trabajo analiza imágenes -pinturas, esculturas y es­ tampas- en las que aparecen cuerpos vivos que sufren algún tipo de malestar, agresión, carencia física, sensorial o mental o anoma­ lía corporal: representaciones de enfermos, heridos, inválidos, lo­ cos, ciegos y deformes se tratan por separado en cada uno de los capítulos que componen este libro, en tanto que, desde la reali­ dad de su existencia, acaban por constituir un problema de ca­ racterización iconográfica, que queda asociado a diversos conte­ nidos semánticos, en función de preocupaciones expresivas de carácter sentimental, religioso, cultural, educativo o político. No todas estas imágenes proceden de los artistas más co­ nocidos de este periodo histórico, sino que, más bien, pertenecen a nombres con una menor fortuna crítica, una buena parte de ellos españoles, o a soportes técnicos en su tiempo considerados secundarios, lo que constituye una forma de sugerir la existencia de una cultura visual donde el discapacitado tenía ya un papel significante, aunque no alcanzara todavía el protagonismo estéti­ co que llegaría a tener casi de inmediatp. En la forma de'Snálizar él térha^cqnvergen dos puntos de vista principales: uno déSndolejiarrativá .-derivado de su papel como personajes recognoscibles en un relato, donde los discapa­ citados son obligados a actuar de una!xleterminada manera- y otro de índole estrictamente representativa. Ambos son tratados de forma simultánea, ya que de hecho resultan inseparables en su comprensión plástica. Sorprende que, ante un argumento tan li­ gado, en principio, a unas situaciones personales inevitables, con­

je gestual en relación con una cultura del drama, vigente en toda la pintura académica del siglo XIX, difícilmente puede concluirse que se trata de un indicativo de imperfección, sino exactamente de todo lo contrario: supone un medio «para dulcificar la trage­ dia, de manera que lo horroroso se convierte en bello, lo terrible en aceptable, y lo monstruoso en natural»*'. Por lo tanto, el nú­ cleo de la imperfección reside en la violencia de la herida, y no en el gesto doloroso que conlleva. Es su indisociabilidad lo que produce un deslizamiento semántico. Parece, en efecto, que la representación del dolor, como consecuencia de una herida en el cuerpo, se encuentra histórica­ mente ligada a distintos convencionalismos que lo dignifican. No

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degradación física empleado como burla. En la otra, titulada El diablo cojuelo. Visión infernal (Barcelona, MNAC), le vemos, de idéntica guisa, guiando al protagonista por un paraje donde pu­ lulan seres monstruosos. En la pintura costumbrista, donde la caracterización de ti­ pos humanos resulta el principal elemento en la definición del género, hay inválidos, lo mismo que otras figuras asociadas a for­ mas de vida y comportamientos que se identifican como propios. Todos ellos responden a categorías humanas, más que a persona­ lidades individuales. Por lo tanto, son portadores de determinados valores que han de ser tópicamente comprendidos por parte del público al que van dirigidas las imágenes en términos abstractos. Por ejemplo, en el cuadro titulado Tipos madrileños en la Puerta del Sol antes del derribo“ [18], de Ramón Cortés, vemos, entre los di­

para saludar al monarca, con objeto de no perder el equilibrio. Pero es raro que este orgullo militar expresado a través de lajnutilación se traslade al arte oficial de caráccer púWico_Una de las más llamativas excepciones es la estatua del Monumento al geñera! Pacheco [21], obra de Gabriel Guerra, en el monumento a él dedicado en Cuernavaca (México) frente al Palacio de Cortés: el general mexicano, que había perdido su pierna izquierda en una acción militar y llevó en vida una prótesis -p o r lo demás conser­ vada en el Museo de Historia Nacional del castillo de Chapultepec, en México D. F., lo que añade interés al caso-, aparece en el bronce sin ella. La carencia de la extremidad no sólo no se disi­ mula, sino que se acentúa con la muleta en la que se sostiene, en un exhibicionismo que parece llenarle de satisfacción, al tiempo que redunda en su heroísmo. Sin embargo, no todas las representaciones de militares discapacitados pretenden exaltar su heroísmo. Curiosamente Go60

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Discapacidades sensoriales: visibilidad del ciego e im perceptibilidad del sordo Resulta relativamente frecuente que en las representacio­ nes alegóricas de los sentidos el énfasis en uno de ellos quede su­ brayado por la carencia de otro: así El tacto, por ejemplo —en el famoso cuadro de José de Ribera del Museo del Prado—, es alu­ dido a través de un escultor ciego que tiene los ojos práctica­ mente cerrados y se aferra a reconocer con sus manos una cabe­ za de escayola, palpada ostentosamente con sus manos. En este caso, la ceguera del personaje constituye, sin duda, una exigencia de verosimilitud en la narración visual: no se explicaría que al­ guien tocase con tanto afán un objeto, con el fin de identificarlo, si no careciera del sentido habitual para hacerlo, que es la vista. ^

Visualidad y tactilidad funcionan, pues, como cualidades antitéti­ cas: en las imágenes, la carencia de la primera refuerza la impor­ tancia de la segunda.

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Sin embargo, ninguna otra cualidad sensorial -e l olfato, el

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oído o el gusto—aparece expresamente suprimida para reforzar el valor de otro sentido: las flores, los instrumentos musicales o la comida sugieren una percepción sensorial no visual, sin necesi­ dad de contraponerse a otra de la que eventualmente podría carecerse. Es más: toda la historia del arte está llena de ejemplos donde las cualidades sensoriales se interfieren en una relación sinestésica que sirve para reforzarlas",. En tal sentido, es evidente que sensaciones no visuales están presentes en un arte específica­ mente visual como es la pintura. N o sólo damos por hecho que los personajes que vemos representados en una imagen poseen los

Las tendencias románticas no vinieron acompañadas de una lectura moralista de la ceguera en estos términos, pues ya des­ de el siglo XVII la representación del ciego empieza a asociarse con cierta nobleza, ligada a otras capacidades, pero resulta curioso ad­ vertir la pervivencia del motivo iconográfico y literario, casi en los mismos términos, pues no deja de ser un excluido social, un ser raro y singular que se ve obligado a vivir de otro modo. En El ciego de la guitarra (1778, Madrid, Museo del Prado), Goya representa a un ciego cantando con una guitarra, al que es­ cuchan varias figuras en una escena amable, llena de pintores­ quismo. Según parece, se trata de un tipo humano muy popular en la época, del que se da noticia tanto en tonadillas y sainetes co­ mo en libros de viajes, y al que se solía ver representado en es­ tampas: «Acompañado siempre de su lazarillo, se ocupaba de in­ formar sobre noticias recientes, vendía romances de ciego impresos en pequeñas hojas que también cantaba o recitaba»'37. Lejano eco de este tipo humano es la figura que se encuentra en una de las pinturas negras, en la titulada La romería de San Isidro (1820-23, Madrid, Museo del Prado), donde otro ciego toca la guitarra en prim er termino. Sin embargo, frente al anecdotismo de aquella surge ahora el desgarro: sus globos oculares, que se es­ capan de las órbitas sin contemplar nada, constituyen uno de los elementos más inquietantes de la pintura. Su ceguera es compa­ rable a la de la noche que anuncia el fin de la fiesta, com o una es­ pecie de mal inexorable. Goya también pintó durante el Trienio Liberal otra curio­ sa figura de un ciego, El tío paquete (c. 1830-23, Madrid, Colec­ ción Thyssen-Bornemisza), que retrata a Antonio M ontaño, cie­ go desde la infancia que se dedicaba a componer y recitar canciones por Madrid, muerto en febrero de 1816, y al que se re­ laciona con una estampa titulad¡EBI cantor ciego En esta misma línea, uno dcTós"iñótivos iconográficos re­ currentes de la pintura costumbrista española —aparece tanto en algunos dibujos y pinturas de Alenza, como en cuadros sevillanos de José Bécquer y Manuel Rodríguez de Guzm án- es el ciego cantor139. Estas obras se hacen eco de una tradición donde la ce­ guera estaba relacionada con la música o la poesía. El ciego se

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