Contra Toda Evidencia, El Cuento

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Contra toda evidencia, el cuento

Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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Juan Carlos Céspedes Acosta

Contra toda evidencia, el cuento

Cartagena de Indias, 2017 Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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Contra toda evidencia, el cuento. Juan Carlos Céspedes Acosta Primera edición: Cartagena de Indias, Colombia, 2017 © Copyright: Juan Carlos Céspedes Acosta Celular 311 4091 114, Cartagena, Colombia [email protected] ISBN: 978-958-48-0746-5 Depósito legal Ilustración portada: Terraza de café por la noche, de Vincent van Gogh Impreso y hecho en Colombia. Printed and made in Colombia

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A mis padres: Roberto y Enoe, mi primera fe. A Lenis Valiente, sin ninguna duda. A mis hijas, siempre.

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Prólogo Sentada frente a un café asumo la enorme responsabilidad de hacer este itinerario de cuentos. Contra toda evidencia, el cuento, una obra que conjuga con precisión lenguaje descriptivo y poético; narradores y tiempo; fabulación y realidad; metáfora y vocabulario sencillo, preciso y claro; figuras literarias y tramas narrativas; diversas influencias y estilo personal propio, para desnudar la condición del ser en piezas literarias de ágil y agradable lectura, dignas del detalle y la recordación. Un recorrido por la totalidad de la experiencia del ser, por acontecimientos psicológicos comunes, por las frustraciones, por los conflictos, por las neurosis, por los juegos y las tretas, por la alegría y el terror del hombre y la existencia. Son veinticuatro narraciones que, contadas con una serena pasión, desnudan diferentes formas de vivir sin detenerse en el porqué de ellas. Cada una genera una profunda reflexión de hacia dónde vamos como personas y hacia dónde va el contexto en que nos desenvolvemos. Personajes variados, de diversa raigambre, algunos enfrentados a un cuestionamiento existencial, otros indiferentes que cuentan su propia historia, y otros más, simple y llanamente expresándose. En todos, un cuentista ingenioso, sensible y avezado. En el cuento inicial, un narrador omnisciente que todo lo sabe sobre la tragedia, y con él la sal, símil de la violencia que produce el Éxodo: «su sello de poder sobre nosotros. Jamás nadie caminó una plaza más solitaria como ese día lo hice yo. Estaba tan solo que los árboles sin hojas miraban con sus ramas hacia donde no podían huir». En Anábasis se lee: «Pasan los capitanes con sus equipajes de victorias y derrotas cosidas muy adentro de sus quepis, con sus sonrisas de poder y sus alas prontas al desastre…» El cuento es una expedición hacia el interior. Un juego psicológico que divierte y genera la reflexión sobre las múltiples facetas de la vida humana. Descripciones tan precisas que más parecen una vivencia o una película de suspenso o de thriller psicológico de Alfred Hitchcock, son los elementos literarios de Sexto elemento, el cuento del autocontrol, de la caída de los principios, tan poco sólidos que no resisten una mirada profunda. «Allí está la mecedora, sin el vaivén de tu vida. La casa inmensa, sin la radio, sin el sonido constante de las teclas de tu computador escribiendo memoriales y denuncias. Con tu voz gritando desde quién sabe dónde». Hombre de bruma es el miedo como trasfondo, el miedo por el cual se esfuma la vida, el trabajo, la costumbre, hasta lo más perdurable que ataba a los recuerdos, que daba solaz y seguridad: el bolero. El detonante, o más bien el esfumante, es un hecho que por ese miedo a la presencia constante de la bruma no se nombra: la desaparición forzada.

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Un personaje femenino se roba la escena de Un amor conveniente; un personaje al que «… se le ocurrió la posibilidad de si hubiera un limpión para la vida»; un personaje que expone la agobiante reflexión sobre el self o el sí mismo, la desnudez y el cortante filo de las caretas, esas que usamos para complacer y que se vuelven una muralla contra nosotros mismos. «Sí, todo sea por el arte de vivir y no reventar de una vez en medio de esta jungla de hierro, concreto y mutantes agresivos, cuyo único lenguaje es el grito destemplado. … me veo de todas las edades, poco silencio, las maestras dando órdenes, gritando sus preceptivas. A mi abuela advirtiendo, a mi padre persiguiendo, a mi madre castigando. Se carga otro rollo, veo a un niño asistiendo a las trifulcas del barrio, los viajes a ciudades delirantes, a los autos pitando, a la gente caminar mecanizada y mucho ruido, mucho roce y embestida». Allí está El ruido, la pulverización del ser por la neurosis, ese exceso de presiones de energía inagotable que mutan en nosotros de un lado a otro, que colisionan con nuestra calma interior, que se posicionan y nos golpean, y nos martillean, y nos ensordecen y nos apartan de la realidad real. Esos monstruos que nos revientan y conducen a nuestro descenso a ese negro agujero del que es tan difícil salir. El último jacobino. «A veces quisiera ser agua para diluirme y tener un poco de reposo… Sí, desearía ser agua para no sentir, para dormirme y no escribir más…». Céspedes nos obsequia un cuento kafkiano que habla de la alienación psicológica, del derrumbamiento, de los demonios que atacan de cualquier forma (la enfermedad por ejemplo), de la persecución, de la soledad. En medio de todo, el agua como recurso para mantenerse y superar la lucha cotidiana, la inseguridad vital. Se trata de una especie de Gregorio Samsa que asume dentro del agua su metamorfosis, el sentimiento de desamparo ante circunstancias que no controla y su liberación. El agua que tiene para el protagonista un profundo valor simbólico y metafórico «Es un simple pulso de párpados, donde mi cigarrillo deja caer sus cenizas mientras yo me doy gusto con el fogonazo de un ron cubano». Esa frase bien construida, puntual, forma parte de la trama de Los cabos sueltos. Pasado y presente confundidos en una sola historia. El valor de la propia sangre, de la dignidad que se pierde bajo una sinrazón para uno y una razón razonada para otro. Señales, indicios, cabos que por fin se atan y una respuesta que queda en el lector para que construya la escena final. ¿Alguien más quiere leer? Observador, quizá testigo presencial, Juan Carlos Céspedes nos trae en este cuento una situación cotidiana, la representación pública de un súper yo literario surgida como careta para esconder la pobre verdad de una autoevaluación que salva poco. No falta entre las narraciones el humor negro. Este, con su cortante filo se regodea en este cuento, Café para dos, de frases cortas, concisas, en el que el efecto rebote es el estímulo para la lectura y la muestra evidente de lo complejo de la realidad y del dilema ético.

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Con la retrospección, que hábilmente maneja Juan Carlos como reina del relato, ella, el personaje femenino principal, recorre con calma uno a uno los sucesos indeseables que marcaron su vida, se regodea en ellos, pero no para expulsarlos y librarse de su carga, sino para aliviar el peso de otra carga, en su caso útil y necesario. Señales para un presente incierto. Otra figura literaria es el telón con que el autor da cuerpo a un relato (Fiona). «― ¿Sabes cuál será mi nombre desde hoy? / —No, ¿cuál? ―dice Leonardo. /—Fiona. /― ¡Pero Fiona es nombre de chica!». Se trata de la transposición, ¿transpolación?, del sujeto al objeto para nivelar el algoritmo y dejar en el lector preguntas con cuyas respuestas continúe la historia. «Cuando esto escribo, tengo encima del escritorio un corazón del tamaño de mi puño. Supongo que debe ser mío, late al mismo ritmo que sube y baja mi pecho….». De manera acertada Céspedes muestra en El hombre que se deshace la débil frontera literaria entre el surrealismo (imágenes visionarias) y la esquizofrenia paranoide (André Breton y John Nash respectivamente) al reproducir creativamente, como objetos que cobran vida, partes físicas y psicológicas que se transforman y enriquecen. Una vez más se aprecia en Amantes la calidad narrativa del escritor Juan Carlos Céspedes. «…esa mano adivina, precisa, necesaria, capaz de matarla, placer antagónico del orgullo, un pájaro dispuesto en la palma, en el olvido, desechada, pieza de recambio, y otra es ahora todo lo que es ella, ¿o debería pensar que fue?». En cada párrafo está el absurdo asociado a la conducta extravagante. El absurdo planteado con unas descripciones precisas, contundentes, casi caóticas. Casi absurdas. No podían faltar dentro de la temática y de los recursos narrativos de los cuentos lo impredecible y lo posible en la condición humana, el narrador interlocutor como personaje que dialoga con él mismo y ¡zas!, el golpe mordaz al final para Un crimen perfecto. En La dialéctica de la bala hay un poco de la técnica de Rulfo en Pedro Páramo: los muertos como narradores. Un cuento de violencia política con una línea de tiempo retrospectiva en la que el narrador en primera persona, cuenta en secuencias su calvario como víctima hasta cuando ya la bala asesina ha cumplido su propósito. Lo sobrenatural e insólito como una escena más de lo natural es la trama de un cuento que no se ajusta a un canon literario: Por aquí es peligroso. «Allí estaba, recién bañada, vestida con ropa de enfermería, dándole ahora a un trapero, tratando de quitar una mancha inexistente». Ella, con su bata blanca y sus manchas de sangre, es el personaje con que el escritor logra trascender los límites de lo real-real, brindándole al lector una percepción más aguda y menos superficial de una situación anómala, singular, fuera de control y casi, casi paranormal.

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En el cuento que sigue, nuevamente el surrealismo como un sueño, como la existencia de otra realidad absurda, ilógica, imposible de dominar por la razón. Un universo figurativo propio en el que las ideas e imágenes son ágiles y fluidas aunque al lector desprevenido le parezcan sin sentido: «Cuando el cantinero entregaba el pedido era imposible no deleitarse viendo al cuervo graznar dando las gracias. Una mano a la copa y dejarla caer de un solo, entonces el lobo se hacía sentir con un aullido de triunfo, momento en que todos los clientes miraban hacía la mesa del fondo, donde el camaleón, cambiando de color, a lengua pedía el segundo». No hay duda que el autor hace un aporte con este cuento al uso literario de la fantasía como territorio para nutrir la narrativa, pero también da cabida a las preguntas ¿surrealismo?, ¿psicosis alcohólica? cuando finaliza: «Fernando, boca abierta, por donde le entraron los animales de la soledad, que cantan con él todas las tardes del brandy». He allí la magia de Animalario. El cerezo siempre florece: El florecimiento de los cerezos, árbol emblemático del Japón, es una ocasión única festiva e importante. Ese es el símbolo del honor sobre la vida. Es el valor vital de los hombres de ese país, y como figura primo uomo lo utiliza reiterativamente y con delicadeza el autor en este cuento. El secreto de las puertas: «Dudas si has estado caminando hacia alguna parte, o si solo estuviste en una larga vigilia de ojos cerrados, que te trajo el sueño de no hacer, esperando una clave del reloj para saber cuál es su abajo o arriba». El efecto punto de partida de Margo Glantz El oficio de escritor y su realidad circunstancial. El punto de inicio que es siempre un recurso válido, la puerta que nunca se cierra totalmente. El rastro por donde volver. La memoria graba indeleblemente y el escritor recuenta una y otra vez las mismas obsesiones que se olvidan en cuanto cierra el cuaderno de notas o apaga la computadora Los ojos de otros, mis ojos: La lucidez del personaje que sabe que la muerte es un destino común, un signo agazapado en los rostros de todos. Los ojos de la muerte siempre presentes. El desasosiego de Pessoa cuando afirma «podemos sentir lo que nace como pensar lo que ha de morir». Los signos, el miedo, la muerte, cien formas de morir, muertes inesperadas, muertes provocadas, secuencia descriptiva de personajes que mueren, muerte como una amenaza, muerte como parte de la vida. «son los años que pasan por debajo, el niño-hombre, el niño-trabajador, el niño-esposo, el niño-padre asomado por la ventana de su primer hijo, lágrima de azote, lágrima de muerte, lágrima de padre». Solo vine a morir a este pueblo. Es un cuento hermoso, metafórico, donde lo esencial es la atmósfera que crea y que se mete sutil entre líneas, dándole un sentido poético, sencillez y elegancia. Un poco del estilo hemingweyano, y al final el encuentro carnal entre dos abandonados, que es un rescate y un grito de vida. «Espuma que viene, espuma que va, arena que se desliza bajo mis botas de caminante y la espalda aligerada de los ojos de los pescadores, una mirada atrás y ellos sumidos de nuevo en su subsistencia. Casa blanca en medio de tantas casas, todas parecidas, precarias,

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diferenciadas solo por detalles poco visibles, tal vez una línea azul, una puerta rosada, una ventana roja, una tabla caoba, una herradura encima del dintel». Escrito en primera persona con descripciones sencillas y puntuales como «su rostro mostraba la severidad de aquellos acostumbrados a castigar», y con una trama bien lograda en la que reina la analepsis intercalando las secuencias entre presente y pasado, Los ojos del ahorcado es un cuento premonitorio que apunta a que hay señales de más allá, a veces imperceptibles, que develan misterios y verdades en apariencia ocultas, que son anuncios y certezas que impelen a actuar: «En la horca colgaba el extranjero, los ojos desmesurados, la cara vuelta hacia la iglesia, mirada fija, como si aún pudiera ver». Y para cerrar con exquisitez, Un día normal, el síndrome de la página en blanco, un narrador testigo que mantiene la vista sobre la dolorosa tragedia del escritor, que se detiene en ella, que describe detalles, que emite juicios de valor sobre la actitud del maestro de la pluma frente al monstruo de la página virgen. Me resta reiterar que Juan Carlos Céspedes es un escritor depurado que juega en sus relatos cortos con los símbolos y laberintos de la mente humana, con un mundo esencial y verdadero unido de la mano a otro mundo interior que media y descubre al primero. Nos lleva así a través de la lectura, a una dimensión diferente, a otra realidad en estrecha relación con la realidad real, a esa esencia que es nada pero es, sola, injustificable y sin excusa, dejando claro por qué Contra toda evidencia, el cuento. Miriam Castillo Mendoza (Mara Castell) Chinú, 17 de febrero de 2015

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Éxodo

El viento la traía en sus hendijas, agazapada, silenciosa, voraz. Pasaba al lado de uno, invisible, y se quedaba en la piel, en los labios, entonces el sabor de la tarde era diferente y había que salivar para librarse un poco de su presencia. Todo le pertenecía; estaba en todas partes. Las casas cerradas, las ventanas clausuradas a cualquier ojo, pero ella entraba indómita, libre de obstáculos, se podría decir que atravesaba las paredes, que utilizaba al sol, al aire, y se metía y hacía suyos los espejos, los cuales iban adquiriendo una costra gris que impedía que la gente se viera entera. Era como si se estuviera comiendo a las personas. Lo supe un día en que no pude peinarme, solo alcancé a ver media cabeza, la otra parte era una figura extraña que se extendía por la superficie del espejo. No dije nada a nadie. Nunca nadie dijo nada. Se fue haciendo cotidiana, simple, como las gallinas que un día dejaron de poner sus huevos. Muchos dijeron que era importante para el pueblo, que mejoraría la vida de todos. Cuando los pájaros comenzaron a desviar su vuelo, estuve seguro de que aquello no era cierto. La soledad se iba apoderando de las calles, las puertas tapaban los huecos de las casas que siempre estuvieron abiertas. Una iglesia terca peleaba sola con el sol de las tres de la tarde, con una campana que llamaba a quien no iría a su encuentro; solo el óxido se quejaba desde la torre que la veía venir en silencio, galopando en las fisuras del aire llegado del mar. El cementerio se fue llenando lentamente de tumbas blancas, con cruces artesanales de cemento, gente que iba perdiendo el nombre y se iba rezagando de la memoria de los que sufrían callados el embate de ella, la que se adueñaba de la tierra. Un día de sed, metí mi jarro en el agua y un sabor a océano invadió mi boca. Escupí como pude. Allí estaba, una fina capa en la superficie del agua. Salí a la calle a denunciarla al primero que viera, pero un ramalazo de sol ardiente me pegó en el rostro, y una calle larga y solitaria se me perdió en los ojos. Por una esquina cruzó veloz un niño, creo, si me ponen a jurar, no estaría seguro de haberlo visto. Podría haber sido una visión, el efecto de tanta soledad y tanto silencio para uno solo. Me dejé caer en el pretil de la casa, un sudor pegajoso me corría por todo el cuerpo, un calor que me disminuía, como si el objetivo fuera desaparecernos, acabar con la resistencia de los habitantes del pueblo. Una anciana atravesó a la distancia la calle polvorienta, llevaba la cabeza cubierta con una cofia, o algo parecido; era una aparición, estoy convencido, no es posible evaporarse con solo un cerrar de párpados. Allí estaba, ahora ya no… ¡Los perros! ¿Qué se hicieron los perros? ¿Cómo puede haber una tarde sin un ladrido de perro? Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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Las casas comenzaron a quedar solas; cualquier mañana las ventanas fueron selladas. Todo estaba en su poder. No hubo despedidas, nadie quería explicar por qué se iba. Después las casas se quejaban por las noches con un lamento de lobo hambriento, y uno se aferraba a los trapos de las camas como único salvavidas en medio de la oscuridad. Las ventanas desprendidas golpeaban las paredes como carcajadas y tuve la certeza absoluta de que nosotros también terminaríamos vencidos y huyendo por el primer camino que apareciese a nuestros pies. Al día siguiente la casa estaba cubierta con una fina capa blanca, los muebles de madera habían cambiado de color; era ella afirmando que todo le pertenecía. Salimos de la casa, afuera la soledad había apretado sus espuelas y era tan espesa que no había voz para cortarla. A lo lejos vimos a una familia empujando sus pocas cosas y un reguero de nostalgias como huellas marcando el rastro que otros no tardarían en seguir. Por primera vez en mucho tiempo la campana estuvo silenciosa, la iglesia había sucumbido con su rosario de oraciones. El sacerdote, de quien nadie se acuerda ya, trancó por dentro sus misterios y huyó despavorido con su propio cáliz y un exorcismo malogrado a cuestas. En el parque asustaban, era como si nunca un niño hubiese trepado a sus columpios, o bajado por el tobogán. Todo era herrumbre; su sello de poder sobre nosotros. Jamás nadie caminó una plaza más solitaria como ese día lo hice yo. Estaba tan solo que los árboles sin hojas miraban con sus ramas hacia donde no podían huir. Por primera vez no tuve sombra, era otra aparición más lista para la diáspora. Esa tarde todo estaba decidido, cerraríamos el corazón y partiríamos lejos, donde su poder no nos alcanzara.

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Anábasis

Los aviones aterrizaban uno tras otro y no me veía bajar de ninguno. Nunca me gustó esperarme, pero en esta ocasión mi capacidad de aguante estaba al límite. ¿Quién me creía para hacerme esperar de esta manera?, pensaba, hastiado de ver pasar maletas llevando gente de la mano, con cabellos alborotados y pupilas dilatadas de un miedo atemperado. Allí estaba yo, esperando al estúpido de mí, abofeteado por el capricho de desear que fuera precisamente a recibirme y correr como imbécil a mis propios brazos, después de soltar la respectiva valija salvadora que me protegía de otros exiliados dispuestos a encontrarse, perderse o seguir escarbando en la basura de las canecas de los aeropuertos. Y esa voz impersonal de los altoparlantes: … ya pronto llegará, todo está bajo control. Es una tensión entre el viajero que llega y yo sentado frente a un café, el cual me he bebido varias veces para distraer mis pies debajo de la mesa, que han ensayado todas las formas de cruzarse, estirarse, recogerse, divorciarse de los zapatos, volver a conquistarlos de la misma forma como me cortejo con el extraño de siempre, jamás acabado de conocer, pues antes está partiendo a cualquier lugar, después de haberse liado a golpes conmigo y dejarme un relicario de moretones y llevarse puñetazos tatuados en lo que le he dejado de rostro. Pasan los capitanes con sus equipajes de victorias y derrotas cosidas muy adentro de sus quepis, con sus sonrisas de poder y sus alas prontas al desastre, torre de control no sabe que en una silla me pierdo en los ojos negros de una azafata hermosa como la noche más oscura. ¡Nada que llega el tipo!, mientras los guardias inútiles me dejan pasar sin quitarme el arma letal de mi corazón. Mujer azul se lleva impune la mejor mirada que tuve en esta jornada de esperarme. Se sube a un taxi donde la recibe un capi que le pone su mano en la primera pierna, y ya somos desconocidos otra vez, cuando habíamos sido íntimos lo que duró hacer el amor mecidos en una ojeada. Seguramente el que viene de mí no conoce de estas cosas, estará más preocupado de sus asuntos, los cuales, él sabe, no le pediré explicación, pero que ofrece con su cara de cínico de drama, y me obligará a cumplir sus requisitos que lo ponen feliz, sin importarle mis reservas, ni oír mis protestas. Entonces es el momento de no soportar más y le doy con lo que tenga, aunque también se dará sus mañas para golpearme donde más me duele, porque de alguna forma que ignoro, sabe perfectamente mis zonas vulnerables.

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Estoy matándome cuando un ruido infernal me tumba del humo del cigarrillo. La gente corre a la puerta de vuelos internacionales. Ahora que lo analizo, no tengo idea de si voy a llegar en vuelo nacional o internacional. Lo mejor es cerciorarme a ver si vengo en ese avión. Sería escandaloso no estar en él, varias veces ha ocurrido que llego y no estoy en el sitio acordado, entonces se viene abajo toda esa soltura propia de las personas de mundo y se convierte en alguien débil, desamparado, capaz de perderse en la risa de los pasajeros, enredarse entre las piernas extrañas que se amontonan, incluso, puede quedar aplastado bajo un zapato de ejecutivo, o en la punta de clavo de una efímera modelo. Doy lástima cuando me veo así perdido, mientras escondido me burlo sádicamente de mi infantil ineptitud. Lo veo arrastrarse por el piso, voy y lo levanto con cara inocente, recibo a cambio un puñetazo que nos hace escupir sangre. Inmediatamente se transforma en un hombre de éxito y me habla de cosas propias de seres recorridos, con mucho roce con otras culturas. Pero lo conozco y no le doy la menor importancia, cosa que lo hace entrar en ira, piensa que cualquiera puede desatenderlo menos yo. Se repite la escena de las llegadas anteriores, las maletas han sacado a viajar a sus propietarios, los abrazos devoran caliente, letreros para orientar a los desconocidos, mi cigarrillo que aplasto nervioso en el piso y con disimulo lo mando al jardín. Las puertas se abren y por una sensación inefable, sé que vengo ahí, podría decirlo por mi loción Hugo Boss que ha aprendido a abrirse paso en medio de ese bazar de esencias que luchan por imponerse en las terminales. Siempre es un miedo volverme a ver; no sé qué me traigo esta vez. Voy a quedarme rezagado para mirarlo temblar asustado, cuando le vea los ojos lluviosos saldré de mi coartada y fingiré alegría con un abrazo, tratará de pegarme como lo ha hecho tantas veces, esta vez no me dejaré, lo tomaré de las solapas y le haré saber quién manda entre nosotros. Se va a quedar con la boca abierta, momento que aprovecharé para abandonarme de una vez por siempre y no volver a esperarme jamás. En esas estaba cuando sentí un puñetazo en la cara, era yo, que mirándome desde mi altura, me podía ver tirado en el piso. Abrió su chaqueta de cuero y sacó un paquete, me lo extendió altivo. Lo tomé resignado, era un nuevo plan que debíamos vivir.

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El sexto elemento

Entra por debajo de la puerta, se va extendiendo por la alfombra, una sustancia viscosa, de color oscuro, que se apodera de la habitación en forma lenta, pero constante. El hombre sentado en una mecedora no la ha visto, ensimismado en la lectura de unos informes no se percata de que casi toca sus pies. En un momento, después de una leve sensación de frío, el tipo levanta la mirada y observa el líquido que se halla a escasos centímetros de sus pantuflas. Instintivamente alza sus pies, justo a tiempo para ver cómo sus zapatillas son absorbidas por ese cuerpo que parece tener vida. La puerta está cerrada por dentro, siempre se asegura de que nadie lo moleste cuando trabaja, así que imagina que este elemento extraño debe provenir de la calle, ¿cómo pudo derramarse algo de tal magnitud dentro de su casa? Guarda los documentos en el portafolio y desde la seguridad de su mecedora observa la habitación cubierta por esa emulsión que recuerda la resina pegajosa de algunos árboles. Federico, así se llama el hombre, parece una isla en medio de ese mar absurdo. Como puede toma una de las pantuflas, la acerca a su cara para examinar la sustancia, la ve gotear muy despacio, lo que confirma su sospecha de que se trata de una especie de goma líquida. Trata de olerla, no percibe ningún aroma. Con mucho cuidado introduce el índice de su mano derecha, siente un frío que le sube por el brazo y en un arrebato de curiosidad extrema, lleva el dedo a la punta de la lengua, el amargo le hace escupir varias veces con desagrado. Deja caer su pantufla, decide bajar los pies y hacer frente al fenómeno. Se levanta de la mecedora y camina hacia la puerta, la jalea sube hasta sus tobillos. Toma el picaporte, le da vuelta lentamente, con mucho sigilo, como si temiera encontrarse con una escena desagradable. Va abriendo, asoma con cautela la cabeza, sus ojos listos para dilucidar el misterio, cuando alcanza a mirar hacia afuera, ¡el resto de la casa ha desaparecido! Se encuentra al borde de un gran vacío, instintivamente se agarra del marco de la puerta para no caer, da un paso atrás y cierra. Suspira, piensa que debe estar en medio de un sueño, así que decide abrir de nuevo, esperando encontrar todo en su lugar. Ni siquiera se acuerda de la sustancia que ahora le llega a las pantorrillas. Esta vez abre la puerta con confianza, seguro de que esta certidumbre espantará cualquier pesadilla. Asoma la cabeza, recibe como un fuetazo la sensación de vértigo ante el abismo que se abre a sus pies. Sus manos se crispan en la madera, su boca se abre de asombro. No hay nada delante de él, es como si todo hubiera desaparecido. Cierra y abre los ojos una y otra vez, tratando de alejar el espejismo que cree estar padeciendo, es inútil, se encuentra frente a un vacío por Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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donde sube, en contra de toda ley física, un líquido casi negro que entra a la habitación. Mira hacia atrás, todo está en su sitio, su mecedora, el escritorio, la silla giratoria, los cuadros, sus diplomas, pero una mirada al piso lo devuelve a la realidad. La alfombra ya no se ve, sus pantuflas desaparecieron tragadas por esa mancha que silenciosamente se apodera del cuarto, que al parecer también devoró el resto de la casa y del mundo. Cierra la puerta, se recuesta a ella, algo no le cuadra, no es posible que sea la única persona con vida en la tierra. Se toma la cabeza y suelta una carcajada nerviosa, tiene la sensación de encontrarse en mitad de un juego cuya clave está frente a sus narices. La sustancia se encuentra al nivel de sus rodillas, como puede abre nuevamente la puerta y observa el vacío, de pronto se le ocurre la idea de que todo lo que no ve está allí en su puesto, que nada ha desaparecido, simplemente, por cualquier extraña circunstancia, él no las puede ver, pero las cosas siguen en su lugar. Con este convencimiento resuelve actuar según su lógica. Se acerca al borde, toma aire a más no poder, avanza un paso y cae al abismo… Un líquido viscoso entra por debajo de la puerta, se va extendiendo por la alfombra, una mujer sentada en un sofá lo ve venir hacia ella. Instintivamente alza los pies, apenas a tiempo para evitar ser untada de esa sustancia. Cierra la novela que estaba leyendo y decide investigar, toma una zapatilla y la huele. No percibe ningún olor, así que baja los pies, se incorpora y camina a la puerta con la seguridad de que detrás hallará la explicación. Toma el picaporte y le da vuelta, abre la puerta y un escalofrío le recorre la espalda. De inmediato cierra y corre espantada por la habitación, la sustancia le sube por los tobillos…

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Hombre de bruma

En diez minutos se cumplen exactamente cuatro años Estás allí, leyendo el periódico, ese que tanto te molesta porque deja las manos sucias de tinta, y alzas la voz para que alguien te escuche: La época de las tipografías se acabó; los dueños del diario deberían pensar en sus lectores. Después recapacitas, reconoces que la verdad asusta a mucha gente, y este periódico la dice, aunque sea entre mancha y mancha. Tomas un sorbo de café, das vuelta a otra hoja y sigues haciendo comentarios en voz alta: ¡Otra vez subió la gasolina! Empiezas a despotricar sin que nadie entienda lo que dices. Es maravillosa la coincidencia del último sorbo del café de la mañana con la lectura de la última página. Un día te hice la observación y tu cara se iluminó, parecías un niño en medio de una risa interminable. En el cuarto pones la radio, un locutor invita a escuchar el bolero «Mucho corazón». ¡Esa es del Benny, ese sí cantaba; nada de pagar coimas para estar arriba! Entonces tu voz suena a la par de la del Benny Moré. Cantas mientras te arreglas; te veo haciendo combinaciones entre camisas de determinados colores con pantalones invariablemente oscuros. Con los zapatos no tienes problemas, siempre negros: Es que combinan con todo. Fue un golpe seco; un único golpe Con elegancia y mirada sugestiva sales de la habitación envuelto en agua de colonia. Vas a tu mesa de trabajo y tomas el maletín, de él puede salir cualquier cosa: libros, folios con decretos, investigaciones en borrador, un cepillo de dientes y lo que uno te pida. Abres la puerta de la calle, un viento fresco te da en el rostro. Recitas el Salmo 121 y te despides con una sonrisa. En el cuarto el presentador anuncia una retahíla de productos: Gracias a los cuales podemos llevar a todos ustedes la buena música. Fueron cinco hombres La mecedora, cómo retumba su silencio. Te veo sentado, la mirada perdida, quién sabe pensando en qué. Con el sonido incesante del círculo del reloj de pared.

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Nada dices, pero la alegría ya no está. Los comentarios aromatizados de café enmudecieron, los dueños del diario descansan de tus críticas. Por un momento pareces más viejo, si algo pregunto, solo respondes: ¡Son vainas del temperamento! Pero ese mirar por la ventana, las llamadas a horas inoportunas, la corona de flores, las noches que de pronto se hicieron largas, el seguro de vida, la taza de leche caliente para dormir, todas esas cosas hablan por ti. Te ha crecido la barba, ahora usas sombrero y llevas gafas oscuras, en el fondo sabes que son artilugios infantiles. Te miro y actúas como quien tiene todo controlado, hasta ensayas una sonrisa de las de antes. Has perdido peso y volviste al cigarrillo. ¿Por qué no prendes la radio para escuchar boleros? Es que ese tipo siempre pone los mismos temas. La puerta se vino abajo Estás cansado, ese trabajo te trae demasiados problemas, y no es por dinero, aunque este no sobra precisamente. ¡Mira las ojeras que tienes!, la cantidad de sueño acumulado se te nota en las arrugas. Ya ni comes, además, insistes en que no pasa nada… Aquí tienes un sobre, parece que murió alguien. ¿Por qué no lo abres? Faltan cinco minutos para otro año más Tu ropa sigue en su sitio, los zapatos se embolan cada mes, las sábanas se cambian cada quince días, tus libros están donde los dejaste. Las cartas de tus amigos continúan llegando, si bien no tan a menudo. He recibido mensajes de gente que no conozco; de personas importantes, periodistas de ese periódico que ensucia las manos, notas del extranjero, incluso me tocó espantar a un escritor que quería escribir tu vida. El programa de boleros fue sacado del aire; lo cambiaron por uno de sanación milagrera. Aún te escucho cantar las canciones del Benny. La habitación sigue oliendo a agua de colonia. Estaban de civil, dijeron ser del Departamento de Justicia Te levantaron de la cama, te golpearon sin piedad, usaron esposas, te amordazaron con cinta adhesiva. Yo sentí el cañón frío de una pistola y la voz autoritaria que ordenaba silencio o me moría allí mismo. Recuerdo tus ojos fijos y asustados queriéndome decir muchas cosas que todavía no logro entender. Después te sacaron de la casa mientras decían que era cuestión de rutina, que por la mañana podía acercarme a las oficinas del Departamento a buscarte. Apenas se vino el sol, comencé tu búsqueda. Primero el Departamento de Justicia, donde nadie me dio razón de ti; que ellos no actuaban de esa forma. Más tarde las comandancias de policía, los hospitales, la morgue, los noticieros, los diarios, las entidades de derechos humanos y desaparecidos. ¡Nada!, te habías hecho bruma.

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Allí está la mecedora, sin el vaivén de tu vida. La casa inmensa, sin la radio, sin el sonido constante de las teclas escribiendo memoriales y denuncias. Con tu voz gritando desde quién sabe dónde. «Maldito sapo, te llegó la hora» Todavía escucho la voz de uno de ellos… Me dicen que puedes estar muerto, que ya hace mucho tiempo, que es imposible que puedas seguir con vida; para las autoridades solo eres un frío expediente. Pero no puedo dejar de mirar la puerta, de correr al teléfono, de revisar la correspondencia, de ver televisión, de estar a la expectativa de que aparezcas por cualquier parte, de esperar… El reloj da la hora en punto Miro la mecedora congelada en el tiempo, la silla del escritorio y tu silencio habitándolo todo. Hoy hace cuatro años que perdí tu rastro.

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Un amor conveniente

Esa mañana se levantó sin ambición, no por carencia de ella, sino porque se cansó de perder. Ante ello se hizo a la idea de que era mejor no tener ninguna, así se ahorraría frustraciones. Lo primero fue ir al baño a lavarse la cara. Encendió la luz y vio su rostro surcado inclemente por arrugas debeladoras, líneas de expresión muy marcadas, labios demasiado descoloridos para alguien que se consideraba irresistible. Jugó con una mueca de resignación mientras abría el grifo; metió sus manos en el agua, las acomodó haciendo un cuenco y enjuagó su cara. Miró otra vez al espejo, las gotas le corrían hasta deslizarse por su cuello. Se aseguró de llevar el cabello bien atado, tomó una toalla, la pasó con delicadeza por sus mejillas, cerró los ojos y se quedó pensativa. Los abrió de nuevo y volvió a mirarse al espejo, allí estaban todavía esas líneas inoportunas. Chasqueó la lengua frente a la evidencia, no era joven. Entró a la cocina, pulsó el botón para prender la estufa y colocó el recipiente del café. Abrió la nevera, sacó una bolsa de leche, vertió un poco en el trasto de aluminio y la puso a hervir. Se recostó al mesón de madera pulida, se dejó ir a donde la quisieron llevar sus pensamientos. Amaba la fotografía, se consideraba buena, no entendía por qué no le reconocían su trabajo, ella, que había investigado tanto, que estudió a los maestros, que se hizo amante de uno de los más famosos pintores del país… Su última exposición fotográfica fue un desastre, las críticas terribles, aún no sabe cómo se mantuvo de pie después de la debacle. Retirar las fotos de la galería fue realmente doloroso, lo hizo sola, su amado pintor nunca estaba cuando más lo necesitaba, aunque a decir verdad, siempre estuvo sola en los momentos importantes de su vida. El sonido de la leche al derramarse la sustrajo de sus reflexiones, lanzó una maldición al tiempo que trataba de bajar la llama. Tomó un limpiador y procedió a reparar el accidente, se le ocurrió la posibilidad de si hubiera un limpión para la vida. Preparó el café, dispuso dos tostadas con mantequilla y mermelada de naranja. Fue al comedor, puso la bandeja con su desayuno, caminó a la puerta de la calle y abrió para tomar el diario de la mañana, volvió a entrar; cerró con cuidado, ya que vivía en un vecindario de gente quisquillosa y solemne, regresó al comedor y cogió su taza para llevársela a la boca. Un sorbo de la bebida caliente, un periódico abierto en la sección cultural, una foto de su pintor sonriendo acompañado de la esposa —una experimentada actriz de televisión—, un titular que hablaba de lo bien que le había ido en los salones de New York, y una rabia muy adentro, de saberlo lejos, compartido, y una secreta envidia de sus éxitos. Miró las sillas vacías que algunas veces ocupaba su amante, le entraron ganas de mandarlo al carajo. Suspiró profundo, mordió una tostada, pensó que no

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debía amargarse, las reglas fueron claras desde el comienzo, nada de celos, pero ella sentía más celos de sus triunfos artísticos que de la relación con su mujer. Siguió leyendo, allí estaba la crítica nefasta contra su exposición, juzgó que el ataque era personal. Mordió el borde de la taza creyendo que era la tostada, se frenó en seco para pasarse la lengua por los dientes. Fue sufriendo cada palabra, cada frase, cada comentario. Uno podía no gustarle a todo el mundo, pero cuando el dueño de la revista Calidoscopio, la más importante del país, se va en contra tuya, estás perdida. Seguro eran maniobras soterradas de la esposa de su amante, de un tiempo para acá todo era culpa de esa arpía, debía ser eso, no podía ser otra cosa. Había durado casi un año organizando esta muestra fotográfica, cuidando los detalles, las tomas, seleccionando cuidadosamente la temática, los ángulos, refinando la técnica, los montajes, escogiendo los modelos, los sitios, las cosas… ¡Un desastre! Sonó el teléfono, seguro era él, mordió la tostada y pasó su lengua por el labio superior donde la mermelada le había dejado una fina capa. ¡Qué se vaya al diablo!, pensó. El aparato siguió repiqueteando un rato más hasta sucumbir a la indiferencia. Se quedó mirando el teléfono, como si fuera otra persona ajena a ella. Puso sus manos en la cara, apoyó los codos en la mesa y se desplomó en llanto; eran lágrimas rabiosas, de soberbia, mezcla de dolor y fracaso. Muy poca gente la había visto llorar, nunca se permitió un momento de debilidad, siempre pendiente de mostrar su lado intelectual, su rostro duro, su faceta de niña malcriada, aunque sabía que nada de ello era cierto. Otro fiasco más, otra careta veneciana que mostrar, se había hecho experta en fingir que nada pasaba. Se secó las mejillas, tomó el periódico y lo tiró lejos… La noche era calurosa y la luz amarilla de la galería iluminaba los óleos, en la prensa leyó que se trataba de la exposición de un artista de vanguardia, cuyas obras se cotizaban alto en Europa. Lo vio con una copa de vino en la mano, sonriente, dueño de sí mismo, con esa cara que ponen los que creen que el mundo les pertenece. Se lo quedó mirando, tanto que él lo notó. No era de gran atractivo, pero sintió esa aureola que da la victoria, la misma que quería para sí. Él dijo algunas palabras a quienes lo rodeaban, se excusó y avanzó hacia ella. Comenzaron a hablar de arte, él quedó impresionado por sus conocimientos. Sin darse cuenta, o quizás sí, terminaron en la terraza de la vieja casona donde funcionaba la galería. La noche era cómplice, abajo se escuchaban las risas de la gente que ya empezaba a dejar salir el vino. Él la tomó por la cintura y la atrajo hacia su cuerpo, ella se dejó llevar, se besaron mientras las manos de ambos se movían presurosas. La alzó en brazos, la recostó a una pared alejada de la luz, le apartó el interior y le entró decidido, lo sintió ardiendo, golpeándole la pelvis sostenidamente, pensó en la fotografía, su verdadera pasión, le clavó las uñas en la espalda dando un grito ahogado… Las cosas no resultaron como había querido, se involucró con un niño grande, más preocupado en sus propios intereses, siempre sediento de sexo y atención, poco le importaban los asuntos que no fueran suyos. El reloj de pared anunció las siete de la mañana. Se incorporó de la silla, tomó la bandeja y la llevó a Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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la cocina. Pensaba bañarse y escribir una dura respuesta al dueño de Calidoscopio, le diría que se podía meter la revista por lo más profundo de su apellido. Además, cuando arrojó el diario contra la puerta, había decidido que sus piernas quedaban clausuradas para el pintor.

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El ruido

Si tan solo estuviera fuera de mi cabeza, pero se ha apoderado de todo mi ser. Puedo escuchar cómo rastrilla el obrero la pared, monstruo sádico para reventar el mínimo nervio, y el vendedor de milagros con su prueba de lo contrario, arrastrando su grito a fuerza de paso, metiéndose en mi oído, atravesando la tapia que en realidad no me protege de nada. Parecen confabulados, obrero y vendedor, vendedor y obrero en sinfonía maldita: ruido y palabra. Y no sé concatenar una frase limpia sin la puntuación criminal de un grito inesperado, cuando una licuadora forma un trío de espanto: uno que entra, otro que sale, otra que llega y me cuelga inerme un pensamiento abortivo, y estoy aquí, al lado del tipo que tortura el muro, al lado del voceador de la carreta con su parlante incorporado para hacer más efectiva la saeta, junto al artefacto que juega con su filoso remolino sintiendo cómo despedazan lo poco que queda de mi silencio. De pronto se esfuman los tres. No alcanzo a comprender ni a degustar este paraíso momentáneo cuando un golpe seco retumba en mi lucidez. Sin moverme puedo ver al albañil aporreando impune los ladrillos, tumbando mi primer pensamiento coherente, el cual no puedo usar porque ya no recuerdo cuál fue. Entonces soy un eco sentado en un sillón, devolviendo el sonido que se filtra por los vidrios como en clave de morse, tic-tic, tic-tic, sin transmitirnos nada, o sí: acá estúpido trabajando por la modernidad, aquí idiota sentado grabando y escupiendo el retumbe… Sonido en la puerta, salgo de la habitación, nudillos, nudillos, desesperada la bestia, uniforme de cartero pregunta: ―¿Señor Amalet? —No. ―Pero me dijeron… —¡Qué no! Escapar de otro villano, con el alivio pisándome los talones, fugaz regreso a la silla. Cuando hago conciencia que de nuevo sigue allí el gong del martillo, me desplomo con un libro que hasta ahora me doy cuenta que tengo en la mano: Prometeo encadenado. Miro la página separada por un dedo dormido, número diez, y entre el bang, bang, trato de recordar algo de lo leído, inútil, he pasado por encima, sin memoria, solo ruido, el maldito ruido… ¡Silencio!, un bache de silencio inesperado, una bocanada de descanso… ¡Qué va!, allí está de nuevo el bárbaro, dale que te dale, más duro, con más soberbia, con más… ¿Qué fue eso? Un malparido en motocicleta, exosto roto, ego podrido, ruido desgarrante, otro tipo de asesino, asesino de mis oídos, de mi tranquilidad, de mi derecho a leer mi

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condenado libro. Y va quedando un vibrato sostenido de maza y motor que juegan en mis tímpanos como onda interminable, ola que llega y trae desazón y una sarta de pensamientos criminales de golpear también, de aplastar esas máquinas infernales… ¡Perros!, ladridos, gruñidos de pelea, dentelladas por una hembra callejera en celo, manada circunstancial que va tras el olor, ella que se detiene cansada por el acoso y el más urgido trata de montarla y otra vez el frenesí de mordiscos, amenazas, huidas, y la perra reinicia su peregrinación hacia la perpetuación de la especie seguida de su séquito de voluntarios, bullicio que se aleja y el libro abierto nuevamente donde los ojos se clavan sedientos sobre el primer párrafo, que en esta mañana lo he reiniciado varias veces sin lograr comprender un ápice de su sentido. Mi cabeza es un laberinto de sonidos exasperantes, ramificaciones de conceptos incoherentes. Al instante en que el martillo tumba parte de la pared, el libro va a dar al fondo del cuarto con sus hojas abiertas al azar y una carátula de Prometeo fuego en mano. Suena el teléfono con su máximo repique, siendo que yo le había bajado el volumen para que no interrumpiera mi lectura, pero alguien lo subió y ahora patea inoportuno, como inoportunas son todas las llamadas telefónicas del mundo. Escucho la voz grave de Eulalia, dueña de la casa, decir algunas palabras que no alcanzo a entender, después su caminar pesado hacia mi puerta, mano tosca en la madera, voz impertinente: ―Señor Amalet, lo llaman por teléfono. —Usted sabe que no respondo llamadas a esta hora. ―Es de la embajada, dijeron que era importante. No recuerdo haber solicitado trámite alguno en ninguna embajada, y, además, me pareció sospechosa la eficiencia de esta oficina cuando ellas tienen las características propias de la burocracia. Vacilante me acerqué al teléfono: ―¡Aló! —¿Señor Amalet? ―¡Sí! —Le hablamos de la Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica, lo llamamos para notificarle que su solicitud de visa ha sido rechazada… ―Pero si yo no he solicitado ninguna visa… —De todas formas no lo queremos por acá. Lo que más me molestó fue la estridencia de la voz de esa mujer y cómo reventó el aparato en mi oído, me hubiera gustado ripostarle algunas verdades, pero no me dio tiempo. Después tuve que encontrarme con la mirada inquisidora de Eulalia, esperando noticias que no le interesaban en lo absoluto: ―¿Qué pasó? —Pues nada. ―No me diga que se va. —No le digo.

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En ese instante comenzó de nuevo el martillo, más persistente, más osado, en dúo con las peguntas de mi casera, como si fuera un elemento cavernario de puntuación. Me escabullí a la habitación para evitar responder preguntas cuyas respuestas yo mismo ignoraba. Cerré la puerta y me tumbé en la cama aún desordenada, la idea era evadirme aunque fuera mentalmente de este caos de tímpanos reventados, y sí, comencé un viaje a lo más profundo de la imaginación, me veía caminar por un sendero del bosque, donde la tranquilidad era total. Pude verme sonreír plácido mientras caminaba entre árboles cuya sombra fresca me protegía del sol de la mañana. Así seguí un buen trecho cuando al girar una curva, al borde del camino, un joven baterista me esperaba con sus baquetas en el aire listo a darle al instrumento. Apenas me divisó comenzó a tocar con saña; parecía poseído por una fuerza extraordinaria, sus manos iban y venían frenéticas, sus pies me hicieron pensar en caballos al galope. El violento sonido me golpeó duro en el rostro. Me llevé las manos a los oídos y caí de rodillas pidiéndole al músico del averno que se detuviera. Fue el momento en que abrí la puerta y le pregunté a doña Eulalia qué era ese escándalo tan espantoso. ―Es el niño que está escuchando su música. El «niño» era el vago de su hijo, un universitario de 30 años, graduado en todos las carreras que nunca termina, porque su vocación, según sus propias palabras, era la música heavy metal. ―¿Y a usted no le molesta ese estropicio? —Digamos que sí, pero todo sea por el arte del niño. Sí, todo sea por el arte de vivir y no reventar de una vez en medio de esta jungla de hierro, concreto y mutantes agresivos, cuyo único lenguaje es el grito destemplado. Cierro la puerta, recojo el libro del suelo y lo tiro a la cama. Me siento en el piso, me tapo los oídos con los dedos, tomo forma de loto y empiezo a hacer meditación para buscar en mi interior un pozo de silencio. Inicio con algún mantra que sea como cortina protectora contra los ruidos exteriores. Una película pasa ante mí, me veo de todas las edades, poco silencio, las maestras dando órdenes, gritando sus preceptivas. A mi abuela advirtiendo, a mi padre persiguiendo, a mi madre castigando. Se carga otro rollo, veo a un niño asistiendo a las trifulcas del barrio, los viajes a ciudades delirantes, a los autos pitando, a la gente caminar mecanizada y mucho ruido, mucho roce y embestida. Voy entrando lentamente en una zona neutra, pacífica, donde no existen los martillos, ni las motocicletas, ni las embajadas, ni las baterías, ni las caseras… ―¡Señor Amalet! ¡Señor Amalet! Siento que doña Eulalia me persigue hasta en las meditaciones. Abro los ojos y allí sigue con su voz acaramelada… —Señor Amalet, lo busca su amiga. ―¿Cuál amiga? —Su amiga, usted sabe… Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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Abro la puerta y Durcal entra sin esperar invitación, lanza su cartera a la cama y sin cuidarse de la presencia de mi casera, me dice: ―Estoy embarazada. Ruido sin fin, ruido del alma, la gente entrando y saliendo, tirando las puertas, haciendo sonar los timbres, los teléfonos repicando, los vendedores golpeando por las ventanas, las emisoras atacando con sus letales comerciales, las conversaciones encima, voces y más voces, labios que se mueven, manos en ademanes para reforzar las palabras que ya no sirven porque perdieron su significancia, las bocinas de los largos gusanos del semáforo, la gente que se pelea, las construcciones, las máquinas, la tecnología, la automatización del ser y todo vibrando en un eco diario, persistente, descontrolado, las guerras, los discursos, la economía, la miseria, el hambre, los cementerios, y este bunker ineficaz, donde todo llega y nada me salva. Prometeo encadenado en la cama, cerca de una cartera de mujer, que seguramente contiene un diagnóstico de «positivo», el martillo que vuelve, un vendedor de traperos haciendo temblar los vidrios, las cuentas por pagar, la batería del «niño» y toda la bulla acumulada de la vida en metástasis, como un infarto del ser, y la voz lejana de doña Eulalia que me alcanza… —Señor Amalet, ¿se siente bien?, ¿le pasa algo?

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El último jacobino

El sol entra en la habitación; un simple rayo que le permite escribir en el improvisado escritorio en que ha convertido la bañera. No se siente bien, un picor insoportable lo hace buscar el bálsamo del agua caliente. Allí permanece horas, cree que el origen de su enfermedad es una infección contraída en las alcantarillas de París, en una de las tantas veces que huyó para escapar de sus enemigos. Lleva un paño blanco a guisa de turbante, que empapa de vinagre para sentir alivio del calor que sube por el cuerpo y se trepa con saña a la cabeza. Simone, su compañera, una de las pocas personas en quien confía, ha llenado la tina con agua, que prueba con la misma mano con la que acostumbra a acariciarle el rostro. Después pone un soporte de madera y lo cubre con una tela verde para que haga las veces de pupitre. Lo más importante es que esté cómodo y pueda hacer su trabajo. Todo lo hace con ternura, siente que es su papel para con la causa republicana. A veces quisiera ser agua para diluirme y tener un poco de reposo; siento que todo es inútil, es como si me hubiera metido en una trampa sin salida... Creo que nací en un siglo enfermo… Esta maldita rasquiña, ni siquiera la ciencia me ha podido curar... No siento culpa por la muerte del rey, muchos me quieren hacer ver como responsable... Nadie puede estar por encima de la República, y las amenazas de Prusia solo confirmaron el complot de Capeto para acabar con la lucha del pueblo… Ese veintiuno no fue especial para mí, ni siquiera sentí el sabor a vino que tiene la victoria… Sí, desearía ser agua para no sentir, para dormirme y no escribir más… Cerca de la tina, una caja de madera sin pintar, sobre ella un tintero y unas hojas en blanco. Se recuesta, mueve los dedos de los pies dentro del agua, encuentra cierto placer en este juego solitario. Tiene en su mano derecha una pluma que aún no se decide a meter en el tintero. No se siente inspirado como cuando atacó a La Fayette, en quien veía a un adversario de cuidado. Cierra los ojos, recuerda el mes de mayo cuando volvió de Londres y comenzó su ataque contra la aristocracia, por lo que se vio obligado a esconderse en las catacumbas como un vulgar delincuente. En mi vida había sentido tanto silencio... Era el infierno, rodeado de la inmundicia de la ciudad, las ratas mordiendo mis zapatos, el agua asquerosa en mi cuerpo, la fetidez del aire impregnándolo todo... Solo me mantuvo mi fe en la causa y el deseo de castigar a los que quisieron destruirme… ¡Quien ha sobrevivido a las cloacas de París, no puede tener miedo a la muerte!… Debo escribir, el periódico tiene que seguir…, mi salud se deteriora, pero mi mano no tiembla… En el respaldo hay un lienzo blanco, así se recuesta y siente la espalda seca, apoya su cabeza y descansa. Por instantes el agotamiento lo vence y se queda

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dormido con la pluma en el suelo y la hoja en el agua. Entonces comienza de nuevo, con mayor energía para desgracia de sus enemigos. Mete la pluma en la tinta, se queda viendo el líquido, sonríe al pensar que dentro de esa tinta están ocultos, como en un acertijo, los nombres de las personas que perderán su cabeza en la guillotina. Cierra los ojos, se deja entrar en el agua tibia, es lo que le da reposo a la urticaria que parece quisiera llegarle al alma. Se frota los brazos y se incorpora a la posición inicial, mete su rostro en el agua y aguanta la respiración. Comienza a contar mentalmente, uno, dos, tres, cuatro…., veinte…, treinta… Deja de contar y saca la cara del agua. Su salud no da para más, piensa que le gustaría tener el valor de quedarse allí, de resistir hasta que los pulmones le estallen y todo sea silencio. La luz que se filtra por la ventana le da en el torso y resalta su piel lechosa. Ha vuelto a tomar la pluma y escribe. Se detiene, lee, reflexiona, mete la pluma en el tintero, la deja escurrir y regresa al papel. Sus ojos brillan igual que aquellos años cuando blandía la palabra como un nuevo tipo de guerrero. Sus adversarios temblaban, en especial los girondinos que veían en él a un perro de presa. Muchos de sus miembros están encarcelados, esperando juicio los más afortunados, otros, la hora en que la cuchilla los separe de este mundo. Termina una hoja y toma otra, parece en trance, se podría pensar que la luz que brilla en sus ojos es el acero que baja una y otra vez liberando a la patria de conjurados. Para qué quiere verme esa mujer, en su carta dice que tiene un secreto, que en mis manos está salvar la Revolución… Creo que soy la única persona cuyo despacho es una bañera... Me causa gracia la cara que pone la gente cuando me visita... No falta el imprudente que me pregunta por esta situación… Que sigan pudriéndose las malas lenguas que culpan a la sífilis... Ni a Robespierre le doy detalles… A Louis David se le ha dado por pintarme... ¡No podía inventarse otra mejor forma que no fuera metido en el agua!… Estos artistas tienen unas ideas… Que no se me olvide pedirle a Simone que compre tinta y papel, me estoy quedando sin material y falta mucho por hacer... ¿Quién será esa Charlotte?… En el improvisado escritorio descansan manuscritos para el periódico y algunas cartas dirigidas a sus amigos, les advierte que deben cuidarse, que Francia está cundida de conspiradores. El sol de la tarde alumbra un poco más la habitación, él descansa recostado en la bañera, se siente fatigado por la tensión de anotar nombres de gente que sabe morirán en la plaza pública. Tiene los ojos cerrados cuando el sonido de la campana que anuncia las visitas lo saca de su letargo. Escucha pasos que se acercan por las escaleras, se acomoda y ajusta el turbante para alejar la apariencia de enfermo, en ese momento entra Simone, seguida de una mujer de aspecto agradable. ─Adelante ─dice él─. Tú debes ser Charlotte Corday.

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Los cabos sueltos

Los comercios cerraron sus puertas. En la soledad de las calles la brisa hace remolinos con la basura que dejaron las agonías del día. La noche oscura y las pocas luminarias que aún sirven, se debaten inútiles ante las sombras de los viejos edificios. Se escuchan pisadas, no se ve a nadie, es como si alguien estuviera extraviado y buscara una salida para escapar de su propio laberinto. Un cuerpo yace tendido en el umbral de un almacén, masa informe de harapos, de la cual emana un olor ácido que se apodera de un amplio radio, límite invisible de propiedad solo reconocida por otros seres vencidos, expropiados de otra realidad, ajena a esta de madrigueras de plástico, cartón y trapos viejos. Cada cierto tiempo un carro pasa veloz y sus faros alumbran fugazmente el teatro absurdo de los cabos sueltos que todos hemos ido dejando. Esta noche, después que una amenaza de lluvia espantara a la gente, decido quedarme a apostar unos tragos de licor con mi aburrimiento, sabiendo que la victoria se la llevará la mano temblorosa del cantinero dominicano, a quien una mujer le hiciera perder para siempre el barco en que debía partir. Es un simple pulso de párpados, donde mi cigarrillo deja caer sus cenizas mientras yo me doy gusto con el fogonazo de un ron cubano, haciéndolo llegar de golpe al lugar de mis interrogantes y dudas. A veces pasa alguien frente a la puerta del bar, casi siempre universitarios atrapados por su afán de conocimiento, parejas de novios rezagados de los horarios establecidos; todos miran hacia este hombre sentado, que les devuelve en un segundo lo que ellos quieran ver. Valoy, el cantinero, destapa una cerveza y la desliza con pericia por la barra hasta la mano sedienta de algún cliente. Somos figuras extrañas bajo los tonos azules de las luces fluorescentes pintadas de negro, casi distintas, como una forma barata de desparasitar la identidad, entonces nadie se preocupa de su rostro, porque no importa quién eres. Un refugio seguro, sin tamices de ninguna especie, una filosofía de la botella, una mayéutica del alcohol, y el exorcismo llevándose por el retrete la peste contagiada, después volver a la cuerda floja de la barra, donde Valoy te mira a los ojos, brujo latino, y te dice que te vayas, es hora de cerrar, que la policía, los bandidos, y todas esas mujeres esperando el último aventón de las cenizas de la noche. Otro banderillazo con la promesa de no volver a pedir más trago en esta jornada de ojeras descomunales. Es cuestión de esperar a que la noche desocupe sus rincones para salir y encontrármela de frente. Saco mi dinero y pago la cuenta sin propina, tras la protesta inverosímil del barman antillano por su conversatorio gratuito; hasta la próxima venida, le digo, para calmar su enojo de amigo traicionado a las dos de la mañana. Y todos esos sobrevivientes del bombardeo de la noche anterior salen a buscar la trinchera más propicia, múltiples caminos en dispersión, cada cual

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jalando su propia soledad, palpando su hilo por el laberinto de la madrugada que lo absorbe sin remedio. De pronto el vacío del mundo pasa ante mí, demasiado silencio para una sola persona. La brisa en las esquinas con sus dedos fríos y las marcas de comestibles, cajetillas de cigarrillos, papeles inservibles haciendo remolinos con el polvo. Cierro los ojos mientras me quedo en el centro de aquel nudo de desperdicios de un solo día de indisciplina. Sé que asusto, quien me encuentre saldrá despavorido, o quizás tope con alguien más destruido y nos rifemos la vida. Los semáforos insisten inútiles con su luz roja, parpadean incansables a los fantasmas de los autos que no pasarán hasta la primera luz de la mañana. Llego al cruce de «las cuatro tumbas», donde la ruleta ha hecho de las suyas y las estadísticas se amontonan escandalosas. Me detengo al lado de un semáforo, miro al norte, de donde viene la brisa, recordando que aquí, justo donde piso, un puñal acabó con la vida de mi hermano Gustavo. Respiro profundo hasta casi reventar los pulmones, si el albur trajese su asesino a mi cuchillo… Echo un vistazo a los lados, veo la inmundicia que ha dejado ese hormiguero de gente chocando afanada con el único propósito de conseguir el éxito, ese animal prehistórico, que solo cambia de nombre y de víctima. Pongo una mano en la cintura para sentir el mango del cuchillo, muevo los pies como para no pisar la sangre, mi propia sangre diseminada por el pavimento. Puedo ver la sábana blanca que alguien puso en su cara como gesto de pudor ante la muerte, y yo hincado a su lado, levantando la punta de la tela para ver sus ojos despavoridos que nunca más han dejado de mirarme, y me escucho jurar muy adentro, que derramaría la sangre que vertió la suya, ¡por Dios y la Virgen! Pasa el tiempo, un cigarrillo en mis labios me distrae de la ansiedad de una cita con la venganza, podría, sumido todavía en los efectos del alcohol, seguir la huella dejada por cada ambicioso que salió a devorar el mundo, me guiaría por los cabos sueltos que las personas van dejando tras sus crímenes, la obra diaria, perfeccionada sin escrúpulo, como una licencia civilizada de pasar por encima. Podría rastrear cada papel, cada factura, un zapato en la vía, la peinilla y el bolígrafo, la historia contada por los objetos que han visto la sutileza de las fechorías más absurdas. ¿No saben acaso, que cada acto es un cabo suelto que forma la gran maraña donde se pudre la noche y sus desechos? Me sujeto del cigarrillo para no vomitar, un auto pasa raudo con tres sombras adentro, cuando devuelvo la vista del carro que se pierde a la distancia, veo venir corriendo hacia mí una silueta oscura, entonces oigo la voz de Valoy, como si estuviera a mi lado: El tipo que mató a tu hermano es alto y flaco, tiene el pelo largo y siempre viste de negro.

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¿Alguien más quiere leer?

Los poetas del Círculo se creían los mejores de la ciudad, y con un poquito de imaginación, se sentirían los mejores del mundo. Marcos citaba poetas de nombres extraños, y la verdad, impresionaba con su forma tan particular de enrollar la lengua para disparar certeramente títulos en francés, inglés o alemán que todavía no habían sido traducidos al español: «Esa lengua que nunca ha dado buenos poetas», decía. Muchos, sobre todo los nuevos, lo escuchaban con reverencia y admiración, él lo sabía, así que peroraba en el arte de la palabra. Pero cuando daba a conocer sus textos personales era un fajo de nervios mal disimulados, con cruces de piernas, vueltas al maletín de cuero, lentes limpiados más allá de lo posible, miradas criminales al crítico que no lo avalaba. Los primíparos no entendían nada, no escuchaban poemas acordes con tanta cultura y cambiaban de bando hasta la próxima extravagancia de Marcos. Felipe era otra cosa, solo escribía para satisfacer la culpa de haber perdido un amor en una noche de bar, en los brazos de un vecino de precaria reputación. Sus trabajos estaban exentos de crítica, nadie en su sano juicio hubiera dicho algo contra ellos. ¿Quién se arriesgaría ante un perro rabioso? Lo mejor era dejarlo sangrar sus decepciones y fingir escucharlo con atención. Eso bastaba para que se calmara. «La terapia gratuita de la poesía», comentaba en voz baja Alberto, otro tipo metido a escritor por temperamento burgués, amigo de la contemplación y la vida sibarita. Pero Marcos no se refrenaba, decía lo que se le ocurría sin importar los perros y si tenían vacuna o puesto el collar. —¿Tú le llamas poesía a eso? Parece el lamento de un soldado cuya mujer lo deja. El aludido lo mira con fuego. Los principiantes se reparten en bandos no declarados. Bertha, quien modera la sesión, interviene pacificadora. —Marcos, si tienes algo que aportar a la técnica o a la estructura del poema de Felipe, te escuchamos. —No tengo nada que aportar, porque no creo que ese texto merezca mayor comentario. Solo opino que Felipe debería leer a los Poetas Malditos, a ver si deja el lloriqueo y avanza, pues ya tiene sus años haciendo lo mismo. La atención se desplaza hacia Felipe, que aprieta la hoja donde ha traído su poema. Se queda mirando a Marcos como si estuviera frente a un bote de basura, carraspea aliviando la resequedad que le han dejado las palabras de su crítico y asesta un fuerte mordisco de can herido. —La misma maricada de siempre. Tu erudición de acomplejado tercermundista con un siglo de atraso. Deja que Baudelaire descanse en paz, acaso no era también llorón de su puta. —Sí, pero un llorón con estilo —dijo Marcos, dándole vueltas a su maletín.

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—Aquí nadie trae más pendejadas que tú —contraatacó Felipe—, tienes que verte citando poetas que nunca has leído, pronunciando extranjerismos que no impresionan. El aire se sentía metalizado, todos esperaban que en cualquier momento los dos se fueran a las manos. Bertha no sabía qué decir, esta encomienda de manejar el taller en lugar de Rufino, el director, quien se encontraba de viaje, era algo superior a sus expectativas. —Yo quiero decir algo —alcanzó a balbucear la joven antes de que Marcos se le cruzara. —Mija, qué puedes decir, si tú misma no te explicas cómo diablos estás coordinando este circo. No has leído un solo libro que sirva, todavía estás con la tontería de los Veinte poemas de Neruda y recitando a Bécquer. Quién sabe por qué el Rufino te dejó encargada —y así hubiera seguido toda la vida si Michelle, una bella novata, no lo detiene. —Usted me perdona, señor Marcos, pero desde que estoy viniendo a este «circo», como lo llama, solo lo he escuchado hablar de poetas consagrados y pronunciar extranjerismos despotricando de los escritores que lo hacen en español. ¿No escribe usted también en español? Marcos se queda boquiabierto, no puede creer que esta chiquilla haya tenido la insolencia de enfrentarlo. Felipe se siente aliviado. Bertha sonríe complacida, definitivamente le hubiera gustado darle su merecido, pero así son las cosas, los muy jóvenes tienen la intrepidez y no miden riesgo. —¿Y tú quién eres? ¿Otra tonta que viene a darnos a conocer sus amores, sus peleas con «papito» o sus tragedias griegas de colegio? —la escuece Marcos. —Déjala, viejo. Si quieres comer guayaba, ve al market —intercede Alberto, oportuno. Se hace un largo silencio. Bertha se había olvidado que la coordinación estaba en sus manos. Ahora valora más a Rufino, ella misma sintió lo duro que patea el potro. Marcos limpiaba sus anteojos con esmero. Felipe aún temblaba de ira. Michelle estaba que la seguía con uña y todo. Alberto se deleitaba con un dulce de ron con pasas. Y todos los demás ensimismados con sus cosas; algunos guardaban con disimulo sus escritos para evitar las críticas. De pronto Bertha recupera la lucidez y pregunta: —¿Alguien más quiere leer algo?

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Café para dos

Salomé tiene una fijación con las puertas, desde que se levanta en la mañana y entra a la cocina, coge bronca de abrir o cerrar lo que se cruce, y siempre le toca la peor parte a la puerta metálica del patio. Es su víctima inicial, a la que da vueltas con pericia de tortura, tres giros a la izquierda mientras aprieta los dientes, sensación de sacar algo que tenía encerrado muy adentro, sin posibilidad de desahogar con alguien esos entes desbocados que le impiden un momento de sosiego. El viento fresco que debería calmarla, solo consigue adicionar energía para la próxima ruptura: el pan con mantequilla, al que le esparce crema con un cuchillo que se ve peligroso en sus manos, incluso cuando abraza al hijo que primero se levante, de los dos a los que persigue con disciplina de convento. Después la puñalada al café con la cucharadita de azúcar y el deleite en los ojos de estar diluyendo alguna sombra. Sentados frente a frente, los que juraron amarse toda la vida, juegan un cruce de miradas indescifrables donde cada uno saca conclusiones cuál más descabellada, pero solo atinan a decirse cosas cursis que perdieron su significancia con el pasar de los años. Ernesto, en bata gris, sorbe su café, parece un seminarista con un pie en el paraíso, mientras Salomé mata todas las moscas que se le atraviesan, pero sonríe con sus pinzas que ya mordieron todos los panes. Él confía en ella, ella cree en sí misma, sin embargo, se esmeran en demostrar que son los mejores esposos del mundo. Ernesto sale en su auto a la comisaría, convencido de haber armado el mejor caso del mundo: esposo afortunado con hogar a prueba de traiciones. Tres puertas como tres celdas, Salomé cierra las huellas del marido, todavía incómoda por el beso apretado y la funda de la pistola en su seno, entonces el tiempo libre de la vigilancia y directo a la retirada del baño, donde espera la puerta de vidrio, que abre y cierra, vuelve y abre porque olvidó la toalla, y camina descalza, exenta de los cánones conyugales, por las baldosas frías, manifestación irrefutable de libertad. Otra vez cierra la puerta en tanto hace el inventario inútil de si tiene todo lo que necesita, lo cual nunca finaliza porque los pensamientos la distraen. Ya tiene el gorro plástico para no mojarse el cabello, el agua sobre ella llevándose la última caricia que no supo hacer Ernesto y el penúltimo engaño que nadie imagina. En su habitación, desnuda, mira la ropa escogida en la cama y comienza la arquitectura de montar una mujer distinta que pueda despistar a la anterior Salomé, esa que carga un mundo demasiado pesado para llevar, esclava de una sonrisa y todo perfecto. Siente un ardor por dentro, eso que nadie ha podido definir con un concepto exacto y concluyente, menos curar o extirpar. Se pone la ropa interior,

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coloca las manos en la cintura como hacen las modelos de revistas, observa el espejo de cuerpo entero que le devuelve una figura bien formada e independiente de ella; una hembra que puede hacer lo que le dé la gana. Pasan los segundos mientras se realiza el acoplamiento entre las dos mujeres, Salomé sale del vidrio y entra fácil en Salomé, que se termina de vestir con una alegría que nadie reconocería. Se sienta en el borde de la cama, saca de su cartera un espejo de mano, procede a maquillarse; pone sombra verde sobre sus párpados para resaltar sus ojos del mismo color, usa rímel para sus pestañas, un poco de rubor a sus mejillas pálidas, termina deslizando el labial rojo sobre su boca y hace el simulacro de un beso. Escucha el timbre de la calle; solo espera a su hermana Galicia. Abre las tres puertas con la religiosidad de costumbre, da los buenos días a su hermana, mayor que ella y más bonita, pero sin su suerte. Ambas entran a la casa y nuevamente los tres cerrojos, sonidos gratos a su oído, que la separan de los ojos posibles de sus vecinos, a quienes no conoce ni desea introducir en su universo demasiado estrecho para más gente. Después las palabras de siempre, esas de convención que dicen las personas cuando no tienen nada qué decir. La deja en la sala. Galicia toma una revista y simula leer algo interesante mientras espera la oportunidad de que Salomé se vaya para tomar posesión de la casa. En la habitación Salomé procede a soltar su cabello oscuro, orgullo difícil de resistir, es como un sello personal cuando con su mano lo aparta hacia atrás, hasta la próxima ocasión en que se le venga hacia adelante, y de nuevo gire la cabeza y con destreza arrastre la mirada de quien esté a su lado. Se perfuma detrás de las orejas, en el cuello, en la ropa, se frota las manos y siente el poder del aroma que la precederá y seguirá su paso como escolta dispuesto a hacer lo que fuere por ella. Escoge los zapatos de acuerdo con su cartera, da una última supervisión al espejo, gira y se contempla de arriba a abajo satisfecha. Va al closet y lo cierra con llave, nunca se sabe, después sale del cuarto y pone el seguro; es de las personas que piensan que a la gente no hay que ponerla en tentación. Pasa por la habitación de los chicos, abre con cuidado la puerta, la única que se salva de su manía, la cierra delicadamente para no despertarlos de sus vacaciones de colegio. Baja las escaleras con seguridad, pese a sus tacones altos, avanza hacia su hermana, que ha suspendido la lectura, le hace algunas recomendaciones relativas al desayuno de sus hijos, las clases de karate y el almuerzo. Parece gerente en junta, con manos expresivas y voz de mando, se olvida que al frente tiene a su hermana mayor, o quizás esto la tenga sin cuidado. Llega hasta la salida y vuelve al rito de las tres puertas, los tres seguros y un hasta luego insípido. La mañana transcurre con su habitual rutina, desayuno de cereal con leche, el baño de los niños, el sorteo justo del control remoto, el regaño pertinente para el abusador de turno y venga el almuerzo. Un descanso de dos horas y a esperar el transporte que los llevará a la academia de karate. Galicia revisa sus mensajes en el computador, es el momento de la tranquilidad, sus sobrinos no están. Se pasea por las redes sociales jugando a la Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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mujer fatal, describiendo tentaciones, soltando sugerencias y colgando fotografías que nadie pensaría que fueran de ella. Suena el timbre, se levanta y se asoma con sigilo por la ventana: es Ernesto. Se desconecta de la página de solteros y corre a la puerta, abre con cuidado, lo deja entrar, cierra y se cuelga de su cuello con un beso apasionado, de reserva, de esos que se guardan para el momento oportuno. Él la toma por la cintura y se desata una pasión de ropas que sobran, de manos que buscan, de labios que atizan. Allí mismo, al pie de la puerta, se desnudan uno al otro y se ciñen con fuerza, con la energía propia de los cuerpos encendidos. Después, lentamente, de la pared se van deslizando al piso donde Galicia toma la iniciativa y se yergue sobre Ernesto, que la sujeta por el cabello para irse con su movimiento. Un auto gris se detiene en una esquina. Una mujer camina hacia él. Cuando está a su lado, mira con disimulo, abre la puerta y sube. El conductor la besa mientras desliza su mano izquierda entre las piernas de Salomé, que las aprieta con deleite, a su vez lleva una mano al sexo duro de su amante. Ella le pide que encienda el auto y se alejen del lugar, él pone en marcha el motor, el auto parte veloz. Galicia prepara café y tostadas, Ernesto habla desde la ducha. Ella se ha vestido sin quitarse las huellas del hombre, es su manera romántica de sentirlo suyo. Él sale del baño y se viste con ropa de estar en casa, se le ve animado, contento. Entra a la cocina, se aproxima en silencio a la mujer, la toma por la cintura, le besa el cuello, ella le deja caer su espesa cabellera sobre el rostro. Galicia mira el reloj de pared, hace un gesto imperceptible con la boca y se zafa sigilosa del abrazo, toma una bandeja, coloca sendas tazas, pone las tostadas, la mantequilla, la mermelada, el azúcar y se dirige a la mesa del comedor. Le hace lugar a Ernesto, lo llama para que la acompañe. Al cabo de un rato, vacías las tazas, suena el timbre de la puerta. Son los chicos que regresan. Un taxi se detiene frente a la casa, Salomé desciende del auto, impecable como cuando salió esta mañana. Abre su cartera, paga al conductor y le dice que se quede con el cambio. Son las ocho de la noche, ha estado por fuera doce horas. Ella trabaja media jornada en una clínica de mujeres, a nadie le importa, es su decir, lo que haga con su tiempo. Abre y cierra las tres consabidas puertas, pareciera como si el sonido de las cerraduras le diera la tranquilidad necesaria para vivir, para sentirse segura, no importa si adentro o afuera. Antes de que sus hijos salgan a saludarla, ella tiene puesta la sonrisa, su estrategia para evadir cualquier asunto. En la sala, sentados uno frente al otro, Ernesto habla animado con Galicia. Cuando ven aparecer a Salomé suspenden la conversación. Ernesto mira disimuladamente el reloj mientras Galicia da un informe detallado de lo ocurrido en el día.

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Señales

Si miras al techo de cierta forma, puedes llegar a pensar cosas interesantes. Pero estamos ocupados con tanta porquería que se nos va la vida sin darnos cuenta… Yo hubiera podido ser alguien… ¡bah!, eso ya no tiene ninguna importancia… ¡Cuenta sobrevivir!, lo demás es mierda. A quién le voy a echar la culpa, si yo solita me vine por este camino sin que nadie me empujara… A veces dan ganas de regresar, pero qué voy a encontrar después de tantos años… Mi familia pasó a ser una ficción; uno de esos sueños que una no sabe dónde quedó… ¡Si el techo de mi infancia me hubiera hablado!... Todas esas muñecas mudas que nunca respondían, preguntas tiradas como las semillas a los pájaros. Silencio y más silencio… ¡Las cosas que hay que soportar!, la inmundicia que se le pega a una bien adentro… Hay gente que no parece, pero está untada totalmente de miseria. Yo todavía puedo engañar con la pinta; la pinta es importante, te abre posibilidades… ¡Claro que a estas alturas!... Fumar hace bien, me anestesia, hace olvidar tanto dolor… Me concentro en el humo y puedo ver figuritas, como las nubes que veía desde la arboleda de don Fabián… ¡Hace tanto tiempo de eso!… «Ahí va un caballo; es un poco raro, tiene cinco patas… Ahora tiene tres patas… ¿Cómo se puede convertir una pata en un jinete?». El humo es un milagro… Creo que fue aquel profesor quien me dijo que los indios enviaban señales con el humo… Yo podría enviar señales… Pero no sé a quién… Solo la soledad me respondería… —¿Te molesta que fume? —Si ya lo estás haciendo. «Uno se acostumbra a todo», eso me parece que decía el profesor de sociales, aquel que me quedaba viendo las teticas y después se hacía el pendejo cuando se le paraba… ¡Si supiera cada quien lo que le viene!, hasta le hubiera parado bolas a ese tonto de la geografía… ¡Fume, mija, para que olvide!… Los techos hablan, pero nadie los entiende. Si algún gringo se le hubiese dado por investigar la interpretación de los techos… ¡Las que se pudiera evitar una!... Pero todo es silencio y las respuestas hay que vivirlas… ¿Qué será de la vida de Julián? ¿Con qué perra se estará revolcando ahora? Tonta que fui, tanta mentira, tanta promesa, una que nació para pendeja… La Gisella: «que no fume tanto, que le va a dar cáncer». Cáncer es esta existencia que me pudre el alma… Hay cosas peores que una enfermedad… La peor enfermedad es la gente, esa sí contagia y mata, y si no te mata, te recontra mata…, en fin, no te salvas de ninguna forma… —¿Terminaste? —Ya casi… —¡Pues, apúrate, no has pagado para toda la vida!

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Fiona

Fiona solo quería vivir. Todos sus intentos por escapar le parecían absolutamente naturales. Esa mañana se levantó deprimida, se asomó a sus ojos y no le gustó lo que vio. Quizás fuera la mala noche que tuvo, rodeada de gente aburrida, acartonada, ligera de palabra, pura frase de coctel, cuidando cada cual el puesto alcanzado a punta de lisonja. Allí en la cama está Helena, semidesnuda, dormida en su maquillaje, de una belleza inquietante, de piel blanca y cabello negro. Una conquista de oro, hubiera pensado cualquiera. Fiona la mira y recuerda las pocas palabras que utilizó para traerla a su apartamento: ―Siempre he querido llevarte a mi cama. ―¿Quieres verme dormir? —contestó Helena. ―Podríamos descubrir muchas cosas —insistió Fiona. ―Nada que ya no haya sido descubierto —dijo Helena. —Todavía hay lugar para la sorpresa ―dijo Fiona, lanzando un reto. Después las copas, las risas, los comentarios sobre sus respectivas carreras, el roce sutil de las manos, las miradas cómplices y una retirada sin testigos. Fiona esperaba en el auto, fue la primera en escapar. Pocos minutos y aparece Helena, con paso rápido y toda la sensualidad siguiéndola de cerca. Abre la puerta, entra y se pone cómoda. Fiona no espera y le besa la boca. —Contrólate, nos pueden ver. El motor ruge y el carro se lanza en busca del resto de la noche. Fiona entra al baño, da un vistazo a la cama donde Helena sigue dormida, cierra la puerta y se para frente al espejo, toma su cepillo de dientes, le pone dentífrico, abre el grifo y comienza a cepillarse. De pronto se encuentra con sus ojos, lánguidos, infelices. Se detiene, acerca el rostro al cristal y entra… ―Deja que me ponga la ropa de mi mamá. —Apúrate, no quiero que nos vean ―dice su vecino ya desnudo. Resurge del espejo y continúa lavándose la boca. Ahora solo le preocupa cómo deshacerse de esa mujer que aún duerme en su cama. Después de cada aventura, de cada conquista, se siente más vacía. No puede negar que se divierte poniendo en práctica sus métodos de seducción, escogiendo con cuidado cada palabra, cada gesto, sin dejar de reconocer que su belleza natural le facilita las cosas. Pero para qué engañarse, lejos está de ser feliz. Sale del cuarto de baño en una bata de satín con motivos orientales, se acerca a la cama donde Helena sigue dormida. Observa esa cabellera que parece un

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abanico azabache expandido sobre la almohada, siente un poco de envidia. Se pone a su lado y con una mano comienza a acariciarle la cabeza, no es que se sintiera especialmente tierna, sino que tiene por costumbre cerrar sus relaciones sin preguntas embarazosas ni escenas dramáticas. —Despierta, nena. Helena abre los ojos, se estira, se quita de encima la sábana que la cubre y deja ver su cuerpo desnudo. Fiona lo recorre con la mirada, ya sin el deseo con que la abordó anoche. Simplemente la ve como un cuerpo neutro, como si fuera una bella muñeca. ―¿Qué hora es? —pregunta Helena. ―Es tarde —contestó Fiona―. Vamos y te llevó para que te cambies de ropa. No quiero que tengas problemas en el trabajo. Helena se levanta, va al baño y cierra la puerta de vidrio tallado. Fiona se queda sentada en la cama. De pronto siente toda la soledad del mundo, casi se echa a llorar. Las cosas no estaban funcionando como había pensado. Una tras otra pasaban por sus brazos, bellas mujeres, sin duda, sin embargo, un sabor indescifrable le quedaba en la boca, un hueco terrible en mitad del pecho. Extiende un brazo hasta la mesita de noche, saca una cajetilla de cigarrillos y un encendedor, toma uno, lo lleva a sus labios y le da fuego. Una larga bocanada se pierde por la habitación. En el baño el agua se desliza por el cuerpo recién amado de Helena. A través de la puerta de vidrio se escucha la pregunta: ―¿Dime si llené tus expectativas? —Totalmente ―responde Fiona mientras dispara otra bocanada de humo. Cierra los ojos y puede sentir la boca fresca y tibia de Leonardo, sus manos suaves quitándole la ropa, el corazón despavorido y su cuerpo urgente abriéndose a él. Un leve dolor y su propia voz suplicante: —No lo hagas tan duro. ―Está bien, pero tu mamá puede llegar en cualquier momento. Juntas bajan las escaleras, Helena adelante, seguida de Fiona que trae la llave del carro haciendo giros en un dedo. Llegan al parqueadero y suben al auto. Ahora es Helena quien besa a Fiona en la boca, y mientras le pone una mano en el sexo le dice: —Nunca había salido con alguien tan varonil como tú. Fiona guarda silencio. Mete la llave en el contacto y enciende el carro. Salen del edifico rumbo a la calle. En su cabeza quema el recuerdo: ―¿Sabes cuál será mi nombre desde hoy? —No, ¿cuál? ―dice Leonardo. —Fiona. ―¡Pero Fiona es nombre de chica!

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El hombre que se deshace

No es normal encontrar partes de uno diseminadas por la casa; levantarse en la mañana y tropezar con una oreja no es asunto de tomar a la ligera. Después mirarse en el espejo, en el momento de la afeitada, y verla allí, ¡cómo si no la hubieras visto hace pocos instantes en el piso! Al comienzo esto me causaba horror; me agachaba nervioso a recoger un pedazo de nariz, examinarlo y comprobar que efectivamente me pertenecía, y sí, todo lo que hallaba era mío, después me palpaba para verificar la pérdida ¡y ahí estaban otra vez en su sitio! La nariz, por ejemplo, salió de nuevo con el mismo lunar del lado izquierdo, igual a la que acababa de revisar a la luz del sol que entraba por el tragaluz. Si no fuera porque colisionaba con cosas mías, podía decirse que las «caídas» pasaban desapercibidas. Pero lo más asqueroso fue cuando iba a mi biblioteca a sacar un libro y me encontré mirándome con mi ojo derecho, el cual espiaba cada movimiento que yo realizaba, entonces hice el experimento de poner una mano sobre el ojo izquierdo para comprobar si había perdido la visión, ¡podía ver perfecto con mi nuevo ojo derecho! Al principio pensé que podría tratarse de algún tipo de psicosis, sin embargo, hice algunas pruebas y observé que mis respuestas eran lúcidas y verificables, y, a excepción de mis «cosas» que encontraba, nada estaba fuera de lugar, por decirlo de alguna forma. Por otra parte, ninguna de las personas con las que compartía la casa hizo comentarios al respecto, es más, Helena entró a mi habitación como de costumbre, antes de irse a la universidad, y con su habitual ardor me fue desnudando sin pausa, me lanzó a la cama y se trepó sobre mí llevándome autoritaria a ella. Se movía brusco mientras soltaba palabrotas, yo la dejaba hacer, más preocupado en mi miembro inerme que veía al lado de la cama. Puse especial atención en mi anatomía, sentí que estaba dentro de ella, pero la impresión de ver esa parte en el piso no dejaba de ser escalofriante. Esta breve distracción me hizo merecedor de un regaño. Dejé de mirar y me enfoqué en su cuerpo tenso. Cuando cambiamos de lugar, con disimulo observé al piso, mi pene paralelo había desaparecido. Las hipótesis barajadas para explicar este asunto fueron varias y cuál de ellas más extravagante, hasta pensé en cortarme una mano para ver cómo brotaba otra del muñón. Por fortuna no llevé a cabo esta estúpida idea, sopesé los contras y di con la posibilidad de que el cuerpo no actuara a mi voluntad. Justo en ese momento advertí mi pie derecho en un peldaño de la escalera, tenía puesta una media azul y calzaba mi zapato de oficina, en ese instante miré hacia abajo, allí estaban mis dos pies, con mis medias azules y mis zapatos. Corrí a las escaleras para agarrar mi pie,

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este subió a saltos los peldaños; cuando llegué arriba se había esfumado, solo encontré el zapato y vi con espanto que yo llevaba solamente el izquierdo. Me senté en la escalera con los ojos desorbitados, tratando de hacer un inventario, comprobando que todo estuviera en su lugar. Como pude calcé el zapato y salí a la calle a tomar aire fresco. La brisa suave de la mañana me hizo sentir mejor, casi olvido los incidentes. Quizás estuviera muy cansado debido a las extenuantes traducciones de los clásicos latinos; los plazos dados por la editorial eran perentorios, pero bien podía tomarme dos o tres días de descanso, ello no afectaría mi trabajo. Con las manos en los bolsillos camino al estanque de los gansos, cuando me recuesto a una valla para verlos nadar, veo mi mano izquierda, la de escribir, lanzando migas de pan al agua. Era mi mano izquierda, estoy seguro, vi mi anillo con piedra de ónix y una pequeña quemadura que me hice ayer mientras preparaba huevos para el desayuno. Alarmado saqué las manos del pantalón, allí estaban, perfectamente unidas a mis brazos, y lo peor era que mi «otra» mano estaba trasgrediendo la ley: un letrero prohibía alimentar a los animales. No me quedé sin hacer nada, avancé hasta la mano y traté de sujetarla, esta se escabulló lanzándose a la cisterna. También me arrojé al agua dispuesto a resolver de una vez el misterio, pero aparte de espantar los patos y llamar la atención de las personas, no logré nada provechoso. Ya en casa, después de resistir la mirada escrutadora de la gente que veían a un tipo mojado sin que hubiese llovido, procedí a secarme y tomar un trago de brandy para evitar el resfriado. Abrí el closet para buscar un traje seco, y allí, en la percha, como un pájaro en la rama, estaba un sentimiento. Yo nunca había visto uno, pero supe de inmediato lo que era porque sentí que algo me faltaba por dentro, era un dolor que se acurrucaba en el centro del pecho. Parecía un gato triste, evidentemente era un sentimiento abandonado. Cerré la puerta, froté mis ojos, tal vez era mi imaginación jugándome una mala pasada. Los abrí de nuevo y no estaba, en su lugar dos riñones se agitaban como alas de colibrí, sentí imperiosas ganas de ir al baño. Levanté la tapa del sanitario y descargué con ímpetu, ¡el agua de la taza se iba haciendo azul! Me fijé en la línea que salía de mí, observé el líquido violáceo, como si hubiera ingerido alguna bebida púrpura. Fue cuando tuve el primer asomo de lucidez. Hacía exactamente un año que Mariana me había dejado por aquel doctor del sanatorio, y preciso, al cruzar ella el umbral de mi habitación, todo se puso del color de las violetas, como si una rama se me tronchara muy adentro. Miré hacia abajo, cristales morados giraban en suave círculo a ninguna parte. Me examiné para ver si algo no estaba bien, nada indicaba alguna anomalía. Al regresar al cuarto el colibrí se había marchado, al pie del closet yacía un ramo de violetas marchitas. Por mucho que me revisé, la sensación de estar incompleto comenzaba a apoderarse de mí; era un desequilibrio, no mental, sino una inestabilidad física, como si mi peso estuviera alterado por la falta de algo. Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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En determinado momento sentí hormigas en la cabeza, me pasé las manos tratando de sacudir los insectos, vi con espanto que caían uñas en el piso. Mi reacción fue mirarme las mías, las tenía conmigo, intactas. Me incliné para examinar las «otras» y estas se hicieron cenizas. Por primera vez desde que comenzaron estas misteriosas apariciones tuve deseos de llorar. No sabía lo que ocurría, ni qué nombre darle a este extraño fenómeno. Metí una mano en el pantalón para alcanzar mi pañuelo, sentí algo pegajoso, la saqué enseguida, para mi asombro tenía manchada la palma de la mano de un fuerte color de olvido. Por mucho que la froté contra mis muslos no se quitaba, la olí para comprenderla, un vaho a rosas muertas me impedía identificar el tipo de sustancia. Fui al lavamanos y restregué con jabón la mano afectada, un olor a incienso impregnó la casa, la mugre se iba de mí, pero una gran sombra se adhería a las paredes. Abrí puertas y ventanas tratando de purificar el ambiente, lo que aprovecharon algunos grillos del jardín para entrar y posarse en los muebles de la sala. La casa regresó a su apariencia normal, las manos estaban libres de cualquier residuo de mancha, los bichos eran ahora un fino polvillo que se podía ver suspendido en el aire. Por fortuna no había nadie, hubiera sido imposible explicar aquello. Salí de nuevo, esta vez camino a la Biblioteca Nacional, unas consultas sobre Las Catilinarias ocupaban mi mente, a pesar de las experiencias perturbadoras traté de continuar con el ritmo de mi vida. Recordé la película Mente brillante y decidí que pasara lo que pasara haría caso omiso a las cosas. Me detuve frente a un semáforo, una fuerza magnética me obligó a concentrar la mirada en ese ojo rojo que palpitaba intermitente, parecía un corazón a punto de reventar, después empezó a gotear un agua rojiza que se iba escurriendo por el poste amarillo y negro hasta llegar cerca de mis zapatos; ese mismo líquido iba tomando formas humanas que desaparecían rápidamente, pero que alcanzaba a identificar como personas que pasaron por mi vida. Cuando la secuencia de imágenes hubo terminado, el fluido fue armando frases, oraciones que alguna vez me fueron dichas, otras eran de mi autoría, y yo embelesado, leyendo como en trance hipnótico, mientras la gente cruzaba la vía en los dos sentidos. Parecía que esto solo yo podía verlo, porque todos atravesaban de prisa, algunos, incluso, pisaban las caras y las palabras sin notar que se llevaban bajo sus suelas partes de la materia. Luego de un tiempo indefinido los tres ojos del semáforo cambiaron a verde, caminé de prisa para alejarme del lugar con la convicción de que había visto pasar fragmentos de mi vida, como cuentan quienes han estado al borde de la muerte. La explicación más fácil a este asunto sería que me estaba enloqueciendo, pero no siempre lo lógico es lo correcto. Confiar a alguien estas vivencias era demasiado arriesgado, podía no ser tomado en serio, así que lo mejor era guardar silencio.

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En la biblioteca di con disciplina al trabajo, no era momento para cavilar en hechos tan escabrosos. En la mesa de caoba descansaban sendos libros antiguos abiertos en las páginas que me interesaban, igualmente tenía ante mí una copia en latín de los discursos de Cicerón ante el Senado romano. Después de una hora de anotaciones y consultas, levanté la cabeza para descansar y vi, en una mesa contigua, a un hombre idéntico a mí, parecía el reflejo de un espejo, pero algo absurdo me llamó la atención: ¡mi otro no tenía boca! Empecé a hacer movimientos sutiles para que nadie los notara, con la sola intención de ver qué hacía la figura sentada al frente, y en efecto, esta era mi viva representación, entonces se me ocurrió decir en voz baja algunos improperios, sin embargo, en esta oportunidad, mi retrato no hizo gesto alguno. Sin darme cuenta, lancé una maldición y recibí el ssshhh desde varios puntos del gran salón de lectura. Ello bastó para que mi «otro» desapareciera sin dejar rastro. Tomé los libros y caminé hasta la dependienta, que asombrada dijo que no hacía ni un minuto me había visto salir con una mano en la boca. Bajé las escalinatas del gran edificio, hasta ese momento había visto pedazos de mí, pero en esta última ocasión fue diferente. Aquello era para volverse loco, si es que ya no lo estaba. Era pleno mediodía y el sol reverberaba sobre el pavimento, la gente caminaba de prisa, algunos corrían a casa, otros buscaban un sitio para almorzar. Yo, a estas alturas, no sabía por cuál de las dos opciones decidirme. No quería mirar a ningún lugar por temor a encontrarme con algún órgano, un miembro, o quién sabe qué más pudiera suceder. Varias veces he leído que uno se rompe por dentro, pero esto en sentido figurado, artificios que utilizan los escritores para hacer sus obras. No creo que fuera mi caso, porque siempre me revisaba después de alguna aparición y me hallaba entero… Cuando esto escribo, tengo encima del escritorio un corazón del tamaño de mi puño. Supongo que debe ser mío, late al mismo ritmo que sube y baja mi pecho. Esta vez fui rápido y pude atraparlo en el momento exacto en que pretendía escabullirse, así que lo abriré y descorreré el velo de este enigma…

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Amantes

Aún podía sentir los labios en su cuerpo, entregada, inerme, y el perfume en la habitación, sin dejarle espacio suficiente para su propio olor. Era ajenidad, otra persona impregnándola, desbordada, con palabras que no eran suyas, como sugeridas por esta presencia, sabía que ya no era más ella sola, tendida, ofrecida más de lo posible, un reflejo del deseo, a veces multiforme, otras quebrada, piernas de los nudos, arte, puro arte instantáneo y grabado en la piel. Era su decisión, apostada y perdida, suplicada por el enésimo acto, cruel, dictado por la revancha, encima, abajo, como fuere, ruleta girada al azar por esos dedos suaves, avanzando magra, desnuda, simple, como la oscuridad de la noche, como un cuadro hermético y nadie para dilucidar el vacío que la llena, que la empuja, soledad de las piernas alzadas, abiertas, dóciles y profanas, como sea, como quiera, voz en el oído, esclava, caída, pura orden y obediencia. Cansada, humillada, se arrastra por su recuerdo, la brisa de la ventana semiabierta en la cara, esa mano adivina, precisa, necesaria, capaz de matarla, placer antagónico del orgullo, un pájaro dispuesto en la palma, en el olvido, desechada, pieza de recambio, y otra es ahora todo lo que es ella, ¿o debería pensar que fue? La cama grande, ordenada, inadecuada para ella sola, sin el azote en las nalgas, la mano cerrada sobre su cuello, la asfixia al borde del abismo, sin importar qué tan cerca estuviera el límite, o quedar varada para no volver. Todo por «otra vez más», aunque el accidente de la sangre asusta, sabe que la repuesta será mejor con ese aceite improvisado con olor a hierro. Reconoce sus pezones prisioneros de los dientes, los revive como si en el momento los tuviera encerrados en aquella boca perversa y deliciosa, y se yerguen osados al castigo, abandonada en el espiral de aquella puerta que se cerró violenta, que estremeció todo el cuarto, y ella corriendo detrás, con el fuete untado de su dolor, para vengar la afrenta de la interrupción, castigar la insolencia de la renuncia, desnuda más allá del umbral, todavía con los olores desbordados recorriéndola, como un aura quemando las paredes, y los senos vindicativos por más boca, más diente, más sacar de ella misma. Arroja el látigo a la cama, en ese deponer la intención, sabiendo que podría ser otro adiós de los tantos hasta luego que han marcado su cuerpo. Cierra la puerta con fuerza y se deja caer llorosa, rodillas encogidas, cara resguardada entre sus manos, entregada al piso, baldosa fría que la estremece y sabe que no puede, no quiere olvidar esa pasión mucho más poderosa que cualquier sentimiento que haya podido experimentar. Se levanta, entra al baño y abre la llave, cabello mojado, agua y lágrima, se irá por ahora, piensa, volverá, sabe que volverá, y ella estará esperando, pero segura de que algún día, por fin, terminará excluida…

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—¡Vanina! ¿Qué haces allí acostada? Arréglate, tienes a todos esperando para tu boda.

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Un crimen perfecto

La idea del veneno es demasiado obvia. Además, ¿cómo voy a acercarme para darle la pócima que la saque de este mundo? Con tanta salud que respira, una muerte repentina de alguien que pasa importunando a los médicos con falsas enfermedades, es para investigar. Y qué decir de los forenses que se toman en serio sus necropsias desde que la televisión los volvió famosos. Definitivamente es mucho riesgo por matar a alguien. Las opciones son variadas. Nunca pensé que con solo recostarse uno, le llegaran un sin número de posibilidades que se van barajando, escena por escena, y tienen como desenlace un crimen perfecto. Me seduce ejecutar por propia mano el homicidio, tener el arma, mirar fríamente al objetivo, verle la cara descompuesta, suplicando por la tirita de vida que cuelga de mi voluntad de disparar. No puedo negarlo, es placentero, una sensación de poder solo equiparable a la que puede sentir un dios que se abroga el derecho exclusivo de la vida… Pero un disparo hace mucho ruido y la idea de matar tiene que ir acompañada de una fuga exitosa. No tiene sentido asesinar para terminar capturado por la policía y exhibido en algún diario sensacionalista, que tendría material para toda una semana luego de escarbar la bosta de mi vida. Después de leer toda la literatura de crímenes famosos, llego a la conclusión de que no resulta igual matar, que mandar a otro a hacer el trabajo. Esto debo hacerlo yo mismo. El placer está en ejecutar el acto con inteligencia para ser considerada una obra de arte. La firma que le pondré será para no olvidar. Los detectives se volverán locos ante este acertijo de sangre, pero tropezarán con un camino a ninguna parte. Un crimen perfecto no tiene porqué repetirse; las obras de arte son únicas, y no pienso dejar nada al azar. El asunto del ruido lo puedo resolver con silenciador, aunque creo que el estampido tiene cierta dosis de pasión, que hace que la presión sanguínea se eleve al paroxismo. A mí me gustaría, si voy a despacharla de este teatro, que ella pueda escuchar el sonido de la puerta de salida. Si puedo llegar a su domicilio, cosa de tenerla frente a mí, le asestaría un puñetazo al mentón con toda la fuerza de mis cien kilos. Estoy seguro de que no alcanzaría a pronunciar ni una sílaba. La dificultad radica en cómo burlar al portero y a la cámara de circuito cerrado. Tendré que cranear un disfraz efectivo, que disimule la desmesura de mi cuerpo. El crimen exitoso debe tener dificultades que sortear, en ello consiste la diferencia con el vulgar matador. Me meteré en cualquier personaje capaz de distraer al más avezado de los vigilantes, que se fije en

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la indumentaria y deje de lado mi rostro. Un poco de maquillaje aquí, rasurar algo de pelo acá, pintar y pegar algunos detalles que despisten y seré un fantasma que hace su trabajo y desaparece en el aire para siempre. Las armas blancas las descarto ipso facto, no quiero untarme de su sangre despreciable. La quiero ver correr, pero no que unte mis ropas, ni sentir lo pegajoso en mis zapatos. Siento cierto desprecio por los carniceros, por eso Jack nunca me cayó bien. Un artista no bota la pintura de los cuerpos, ese taje aquí, corte allá, un desperdicio de tiempo irreversible, una absoluta brutalidad. Suerte para él que sus víctimas no inspiraban escándalo político, porque hubiera caído como el aprendiz que era. Mi caso no será igual, ella sí generaría un movimiento de protestas, una corriente de críticas feministas, investigaciones oficiales y privadas. El asesinato de una mujer siempre despierta clamores de indignación, muchos imbéciles aún creen que son la parte débil. Se lanzarán tras de mí, olfateando pistas que nunca dejaré, estableciéndose recompensas para quien dé rastros de mi paradero. Todo inútil, por supuesto, ya que la historia no conocerá crimen mejor elaborado. De todas formas, esto de cuchillos y navajas son puras suposiciones, elucubraciones pendejas, pues tengo claro que este no será el método que usaré. Prefiero la asfixia, una bolsa de plástico resistente en su cabeza para que estallen sus pensamientos infames. Se va a defender, tratará de clavarme sus uñas asquerosas, pero le será infructuosa toda defensa, vestiré una gruesa chaqueta que impedirá que llegue a mis brazos. Después me desharé de la campera, pues en sus uñas encontrarán rastros de tela y tratarán de asociarla conmigo. Para eso existen las ventas de ropa de segunda, donde no pueden seguir las compras por facturas delatoras. Aunque una almohada en su perverso rostro me tienta, con mi peso sería cosa de segundos expulsarla de esta puta vida. El problema es cómo acercarme a su cama mientras duerme. El soborno es impensable, desplegaría un mundo de pistas. La opción podría ser abrir la puerta con algún tipo de llave. Ya adentro, llegar a su cuarto es juego de niños. En la oscuridad me guiaría por sus ronquidos, los que nunca soporté, tomaría la almohada y me le iría encima… El inconveniente del gas es que no tendría el placer de verla morir, un asesinato sin la cerecita de saborear la muerte es un pastel insípido. Yo debo estar allí, paladear la copa de champán, regodearme del éxito, ver los estertores de su cuerpo, sin ello todo sería un completo fracaso… ¿¡Eh, qué fue eso!?... ─¿Aseguraron la escena del crimen? ─Sí, mi capitán. ─¿Qué dicen los testigos? ─Parece que le disparó su exesposa.

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La dialéctica de la bala

Solo habían pasado diez años desde mi ida de Cáceres, pero al bajar del avión esa mañana, un aire desconocido me azotó el rostro. Era como si nunca hubiese estado aquí, y sin embargo, prácticamente toda mi vida se hizo en sus calles. Cuando el taxi tomó la Avenida del Consulado para llevarme al hotel, me sentí un extranjero más, el taxista hablaba de la ciudad, de su desarrollo, de cómo cambiaron las cosas desde que el presidente muriera de un infarto en plena audición pública y el país cayera de inmediato en una anarquía que se resolvió a tiros. Pensé dentro de mí, que esa era la suerte de Cáceres, el argumento aprendido por todos era la fe en las balas. Al salir del periódico hice lo que siempre acostumbro, me detuve en el escalón más alto y observé a cada lado, buscaba cualquier indicio extraño que no fuera propio del paisaje cotidiano. La vida se desenvolvía rutinaria: el mismo vendedor de diarios, el cuidador de carros con su trapo en el hombro, el policía de la cuadra y su paso monótono de ida y vuelta, nada diferente de lo usual, así que descendí los peldaños y giré a la izquierda para tomar la carrera 21, en dirección al Parque Apolo, donde me encontraría con una «fuente» que decía tener suficiente material probatorio para hundir al dictador que sufríamos de presidente. Serían las once de la mañana y el sol no había hecho su aparición, algunos autos llevaban las luces encendidas, por precaución tomé el carril contrario para poder observar el tráfico de frente, no quería sorpresas, apenas una medida de seguridad mínima, ya que las llamadas al diario eran insistentes, mi vida, según quienes llamaban, no valía un centavo, que mi muerte estaba contratada, que callara mi boca, que no querían ver una nota más escrita por mí. Perdían el tiempo, aunque sabía que esos criminales eran capaces de cumplir sus amenazas, las cifras no mentían: 15 periodistas asesinados en los últimos dos años. Un estremecimiento me corrió por la espalda, aligeré el paso como huyendo del miedo. Octavio, el nombre dado por la persona con la que me iba a encontrar, tendría pantalón negro, camisa azul y chaqueta del mismo color. A lo lejos vi el parque, había pocas personas, me detuve, tampoco iba a acercarme de manera desprevenida e imprudente. La idea de una trampa rondaba mi cabeza desde el mismo momento en que concerté esta cita, pero decidí que valía la pena correr el riego, además, sabía que la muerte me vigilaba hacía rato, y una baza más no haría gran diferencia… Nunca pasó por mi mente la posibilidad de huir del país, ni en mis horas más angustiosas me vi escapando como fiera perseguida. Todo fue atropellado, era como quedarse sin voluntad, parecía un enajenado viendo a los amigos confabulados por salvar mi vida, haciendo preparativos a prisa para sacarme por la Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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frontera menos vigilada. Un camino destapado, un jeep que parecía una cabra, trepando piedras, luchando contra el lodo y los estragos de la lluvia, el miedo a las patrullas, y ese pasaporte falso que pesaba como hierro en el bolsillo de mi saco. Después, los transbordos infinitos, las pocas palabras, las claves secretas que abrían las puertas al extranjero, pero que me dejaban huérfano de patria. Una mañana helada entramos a Caldivia, el lugar donde podía quedarme hasta que pasara la tempestad, que jamás pensamos pudiese durar tanto. El tiempo pasaba y las noticias desalentadoras, algunos de los que me ayudaron a salir de Cáceres fueron asesinados. El amor a la familia tiraba demasiado, la ausencia se hizo difícil de respirar, hubo días en que hubiera dado todo por abrazar a mi madre, de mirarle la cara, de comer su comida, de hablar con mi padre, de trenzarme con él en una de esas largas discusiones políticas en donde era imposible ganarle. Pero el vacío se va apoderando de uno, y crece aún más cuando parece que no fuese posible, muere mamá y ya nada tiene sentido. Papá no lo soporta y la sigue un año después, y yo sin poder llorar sus tumbas, dándole con odio a las palabras, como si fueran ellas las culpables de este exilio y no ese asesino que gobierna el país, palabras que me consumen, que destilan mi dolor, mi lanza partida, mi ideal podrido de muertes y muertes acumuladas en mi corazón, y ese ser forastero en cada puerta que toco, y la desintegración del alma en cada banca de parque, en cada cine solitario, en la comida sin identidad a cualquier hora, en cualquier restaurante, y la hoja recibiendo la descarga de las denuncias, de las desapariciones, de los crímenes, de la realidad más amarga que el mal café, y el sexo, el solo sexo con mujeres curiosas y disipadas, el amor sin esperanza de los desterrados, y el maldito cigarrillo perforándome los pulmones, y las ganas de volver, de regresar por esa bala que tiene mi nombre, de ponerme a órdenes del verdugo. Una noche, mientras entraba al restaurante donde cenaba, después de fumarme el último cacho de claridad, de renunciar por enésima vez a ser feliz, la dueña me da la noticia de la muerte del presidente. Pregunté quién lo había matado, me refugié en la butaca más cercana cuando la señora me pone al tanto del infarto. Pero los criminales no gobiernan solos, detrás se esconden sus dueños, los que sostienen con su dinero la maquinaria ensangrentada de la democracia prefabricada. El tipo parecía radiar salud, así que este imprevisto solo venía a significar una sola cosa: caos. Al día siguiente, sin haber sepultado aún al tirano, los disparos indicaban indefectiblemente que otra democracia pujaba por salir. El ejército patrullaba las calles, los coroneles ahora eran generales, en el campo, los campesinos, siempre divididos, luchaban a muerte, los bandos políticos se multiplicaban, los Estados Unidos ofrecían sus soldados disfrazados de Cascos Azules de la ONU, las fronteras eran heridas por donde salía la hemorragia de un pueblo vapuleado. Yo preparé mi maleta de exilado, era el momento de regresar, no pensaba seguir pudriéndome en los suburbios de otro país. Cuando conseguí sumar el dinero del pasaje, después de una recolecta menesterosa entre escritores y periodistas, una Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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junta de gobierno tomó las riendas de la nación. Una llamada de El Mercurio, anunciaba que mi puesto esperaba por mí. Me senté en el borde de la cama, eran demasiadas sensaciones para ser asimiladas en tan poco tiempo. Recordé nítida esa mañana del parque. Miré el reloj, era la hora acordada, me arreglé la corbata, hice un barrido de ciento ochenta grados y vi que todo parecía normal. Crucé la avenida con paso lento, mi cuerpo estaba en estado de alerta. Me detuve en el andén, tuve la precaución de no decirle al hombre que me esperaba, por dónde iba a aparecer. Él llevaba la ventaja de conocerme, la estúpida vanidad de poner mi foto en cada artículo, yo nunca lo había visto y solo sabía cómo vendría vestido. Busqué la chaqueta azul banca por banca, algunos pájaros se refugiaban de la brisa fría en el follaje de los árboles, las hojas secas se levantaban del suelo en suaves remolinos, la gente caminaba presurosa a sus destinos. De pronto veo venir a un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años, vestía de paño oscuro y llevaba una cachucha irlandesa, no le presté atención porque no traía los colores acordados. Algunas señoras iban con sus hijos de la mano, era la hora de salida de la escuela. Seguí atisbando a ver si aparecía, cuando observo al tipo que viene a hacia mí soltarse un botón de su vestido y sacar una pistola con silenciador, en un segundo todo queda perfectamente claro, había caído como un imbécil en una trampa, giré sobre mis talones y corrí desesperado, el mundo se redujo a una pista de imágenes veloces por las que cruzaba mi instinto de vida. Sentí zumbar cerca de mi cabeza flechas invisibles, supe que el asesino estaba disparando, en una fracción de segundos algo me picó fuerte en la espalda y una humedad me empapó la camisa, delante de mí pude ver a una señora desplomarse junto con su pequeño hijo, ella con un agujero en el pecho y el niño con una herida en la frente, por un momento tuve mi propia imagen de una espalda perforada de donde brotaba sangre tibia y espesa. Pensé que mi hora había llegado, así que ya cerca del periódico detuve mi carrera y me volteé a mirar al sicario, la gorra se le había caído, pude ver su cabeza calva y su mirada torva, y justo cuando creí que me daría el tiro de muerte, escuché un disparo que no podía ser del asesino, entonces lo vi huir por donde había venido. En ese mismo instante sentí mis piernas de piedra y me abandoné a un cansancio demasiado pesado para un solo hombre. Alcancé a ver al dueño de los brazos que me sujetaron para que no cayera al suelo, era el policía que vigilaba en el diario. En la cama de convalecencia el diagnóstico de todos mis amigos fue definitivo, debía abandonar el país lo más pronto posible. Pregunté por el sicario, escapó en una motocicleta que lo esperaba. La mujer y el niño murieron de manera instantánea. Volteo mi rostro hacia la pared para que mis compañeros no me vieran llorar, tuve la certeza de que mi vida no volvería a ser igual. El taxi se detuvo frente al Hotel Monterrey, pagué al conductor, un ujier tomó mi equipaje, lo seguí hasta el mostrador para registrarme. En mi habitación, asomado tras el vidrio de la ventana, vi la calle pletórica de vida, me la imaginé llena de cuerpos acribillados y de combatientes disparando, pensé que esa era la Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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historia de la humanidad, siempre los muertos sirviendo de escala a la ambición y propósitos de los criminales. Me aparté de la ventana, demasiada ansiedad, el corazón era una máquina desbocada. Me arreglé de nuevo y salí de la habitación, dejé la llave en la recepción y pedí al conserje que me consiguiera un taxi. En el andén respiré fuerte, me sentí en otra ciudad, distinta a la de mi niñez, podía percibir algo en el ambiente que no me gustaba. El auto se detuvo frente a mí, abrí la puerta y me embarqué, di la dirección de El Mercurio y me recosté en el asiento, una música de guitarras del estéreo del carro me sumió en un vacío existencial, descubrí que la soledad del regreso puede ser peor que la del exilio. El taxi paró frente al viejo edificio donde funcionaba desde hacía ochenta años el periódico más emblemático de la nación. Metí la mano en el bolsillo y cancelé la carrera, salí decidido a continuar con mi vida como si nada hubiera pasado. Allí estaban las mismas escaleras, la hilera de vehículos parqueados en el frente, pero el cuidador era otro, pregunté por el anterior, me dijeron que una mañana lo subieron a una camioneta y nunca más se supo de él. Un vigilante privado hacía guardia en un extremo de la edificación, pocas cosas parecían haber cambiado en realidad. Suspiré profundo y me dirigí hacia las escaleras, cuando iba por el quinto peldaño escuché una voz que me llamaba por mi nombre, volteé, entonces lo vi venir hacia mí, alto, delgado, un poco más viejo, con una gorra de paño gris en la cabeza y en la mano una pistola, quise correr pero supe que al fin la bala que tenía mi nombre me había encontrado.

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Por aquí es peligroso

Era un lunes lluvioso, las calles estaban solas, la familia Bosconi llegaba al barrio. De un viejo camión comido por el óxido bajaron las cosas que amueblarían la vivienda número 16. Esa misma noche, mientras la familia terminaba de acomodarse, una mujer empezó a barrer la terraza de la casa. Cuando le dijeron que no barriera, se indignó, nadie le decía que no aseara el piso. Se miraron sorprendidos, pero cerraron la puerta y la dejaron hacer. Desde adentro se escuchaba el sonido de las fibras plásticas pasando furiosas por el suelo, era como si quisiera limpiar algo. En la madrugada los despertó un ruido de platos. Esteban y Mariela se levantaron, caminaron a la cocina, Mariela encendió la luz, a un costado del mesón de granito pulido estaba la loza recién lavada. Instintivamente sus manos se buscaron, pudieron leerse en sus ojos la pregunta cuya respuesta preferían no saber. Afuera seguía la escoba rasgando el piso. Se dirigieron a la puerta de la calle, la abrieron con cuidado para no despertar a los muchachos que dormían en la habitación contigua. Allí estaba, recién bañada, vestida con ropa de enfermería, dándole a un trapero, tratando de quitar una mancha inexistente. La interrogaron al respecto, los ignoró, seguía afanada en su labor. Volvieron a entrar y se aseguraron de cerrar, pudieron oír que desde la calle les decía: «Las muestras se reciben a las seis», después silencio. El sol puso las cosas en su lugar. La mujer se había ido, la familia se preparó para hacer su rutina en el nuevo barrio. Tomado el desayuno, los chicos salieron a sus estudios. La pareja se quedó un rato en el comedor hablando de lo sucedido, por más que le daban al asunto, no lograban encontrar una respuesta satisfactoria, en medio de sorbos de café y posibilidades descartadas, decidieron dejar de lado el tema. Más tarde salieron y la casa quedó sola. Esteban fue el primero en regresar, lo hizo vencida la tarde. Un hecho llamó su atención: los vecinos lo miraban de manera curiosa, parecía como si quisieran decirle algo. No dio importancia a la situación, más bien se dedicó a saludar. Ya en la puerta notó que las luces estaban encendidas y la sala ordenada, como si se hubiera realizado una reunión. Dudó en entrar, cuando estuvo dispuesto, escuchó una voz a su espalda: «No hay más consultas». Volteó y la vio, de pie, con su indumentaria de enfermera, manos en la cintura, escoba recostada al pecho, observándolo fijamente. El hombre, piernas en temblor, corazón desbocado, le preguntó el nombre. Ella, sin inmutarse, comenzó a barrer la terraza. No supo si entrar o esperar a su familia en la parada de buses. Su mente cartesiana de profesor de secundaria le indicaba que todo debía tener una

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explicación, pero por más que barajaba hipótesis no lo convencía ninguna. Entró y puso llave. Observó la casa arreglada de forma diferente a como la dejaron en la mañana, se encaminó a la cocina y advirtió que alguien había preparado café. Regresó a la sala y se dejó caer en su silla de lectura, aún podía sentir a la mujer rastrillando con desespero las baldosas. Por un momento el ruido se detuvo, a continuación pudo escuchar a su esposa y una voz nítida, seguramente la de esa señora, que decía en tono de advertencia: «Tengan cuidado, por aquí es peligroso». La puerta se abrió, Mariela entró con el miedo en la cara, pero antes de que pudiese cerrar, la mujer vestida de enfermera les dijo: «Es tarde, quizás mañana los atiendan». En ese instante se escuchó un grito, un corrientazo les trepó por la espalda, se arrojaron hacia la puerta de la calle, esta se cerró violentamente tras ellos, afuera no había nadie. Algunos vecinos se acercaron a ver qué ocurría. La casa estaba a oscuras, solo se podía distinguir a través de las cortinas lo que parecían velas encendidas. La pareja, entre palabras cortadas y frases incoherentes, narró lo sucedido en el poco tiempo que tenían de haberse mudado a la casa. Nadie acertaba a explicarles lo que pasaba, solo lograron enterarse de que tres familias que habitaron la casa antes que ellos, se mudaron precipitadamente. En ese momento regresaban sus hijos, para no preocuparlos, no les dijeron nada. Ya adentro y sentados a la mesa sonó el timbre, el hijo mayor se levantó a atender. En el comedor se podía escuchar que intercambiaba palabras con alguna persona; al instante volvió, se sentó en su puesto y con voz quebrada contó que había sido una mujer vestida de blanco, quien le dijo que iban a asesinar a alguien en la casa. Esa noche no pudieron dormir. En la madrugada escucharon pasos en la terraza. Los cuatro se levantaron y fueron a una de las ventanas para ver quién era, entonces la vieron, con la ropa ensangrentada y abatida en el piso. Esteban abrió la puerta, la mujer ya no estaba, había desaparecido, en el sitio halló un talonario para exámenes clínicos salpicado de sangre. Se inclinó, tomó los papeles y los guardó. Volvió a entrar, cerró con llave y miró a su familia; estaban desconcertados. Se sentaron en la sala a esperar la claridad del día. Así se hallaban cuando escucharon el potente ruido de una motocicleta, una voz que llamaba por un nombre, cinco disparos y un espantoso grito. La patrulla de la policía acudió al sitio, agentes soñolientos escuchaban las explicaciones de la familia, sin embargo, no había rastros de ningún crimen. Esteban se acordó del talonario y lo sacó para mostrarlo, la sangre se había esfumado. La patrulla estaba por marcharse cuando se acerca al grupo un hombre que dijo vivir en la casa número 19. Les preguntó a los policías si no recordaban que ya eran cuatro las ocasiones en que los llamaban a esa misma hora y por los mismos hechos. El conductor apagó el auto, reflexionó y dijo: «¿Esta es la casa donde Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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funcionaba un centro médico que lo atendía una señora de nombre Eva?». El tipo asintió, y dirigiéndose a Mariela y a Esteban: «A ella la asesinaron de cinco tiros, un miércoles, mientras abría el laboratorio. A la misma hora en que ustedes dicen que escucharon los disparos». El viejo camión de mudanzas se aleja de la casa número 16 en medio del bramido de un exosto roto y las miradas lánguidas de los vecinos. Una hora más tarde, el propietario del inmueble pone un letrero que dice: «Se arrienda».

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Animalario

Entrar a un bar no tiene nada de especial, pero si llevas un arsenal de animales es distinto. Para Fernando, el de Cádiz, ello era rutina. Cualquier día podías verlo cruzar las puertas de un bebetorio, acompañado de su arca, con la simple e inofensiva intención de tomarse unas copas. Lo hacía sin ceremonia, como lo más natural del mundo. Llegaba, se hacía sitio en la mesa más íntima, quizás por su inveterada timidez, y enviaba a sus canarios a pedir un trago de brandy. Los dependientes lo conocían y les hacía gracia su forma única de pedir los tragos. Cuando el cantinero entregaba el pedido era imposible no deleitarse viendo al cuervo graznar dando las gracias. Una mano a la copa y dejarla caer de un solo, entonces el lobo se hacía sentir con un aullido de triunfo, momento en que todos los clientes miraban a la mesa del fondo, donde el camaleón, cambiando de color, a lengua pedía el segundo. Fernando se sacudía de bueno y las hormigas le bailaban en los zapatos un rock de los sesentas. La tercera era el turno de la iguana, apreciarla en dos patas y con paso arisco ir al mostrador, tamborilear con sus uñas la espera causaba asombro en los parroquianos que, a esa hora del abandono, se repartían mancomunadamente sus soledades. A Fernando no le gustaba que otros hombres le sirvieran. Pero no todo era fácil, le costaba harto trabajo mantener quieta a la pantera, que se salía de medias; esta tenía que conformarse con morder las patas de la mesa, aunque hubiera querido darle un zarpazo al rollizo vecino de la izquierda, que con una dama de última hora, disipaba su bragueta de tres y treinta de la tarde. El cuarto trago era el de la trampa, nunca llegaba intacto, todos sabían que en el trayecto el «chimpa» se empinaba. Fernando siempre lo perdonaba, no le gustaba emborracharse solo. A la quinta copa las serpientes le sobresalían por las suelas. Su voz se alzaba y miraba desafiante a quienes llegaban tarde, lo que en su código equivalía a arribar después de su tercera copa. Tomaba su trago y lo despistaba con un zas que apenas dejaba vidrio. A estas alturas la mesa tiene tres patas. Su gato siamés se le escurre de la nuca y atisba con su olfato las feromonas de la dama vecina, toda húmeda ella por las palabras y manos rastreadoras del inspirado amante. Nada que un trago no pueda hacer olvidar. El fuego del brandy aviva las heridas que cierran costuras todos los días, reabiertas puntuales por las copas animadas de las tardes. El tambor de la copa vacía en la mesa, ojos de curiosidad de la cantina hacia ese hombre solitario que ahora canta una canción. Si supieran cómo vivo, grita un gorrión, si supieran cómo duele un corazón vacío. Los empleados lo conocen y saben que después de esa canción, del pecho le saltarán los tigres, que ya no le obedecerán, y tumbarán las sillas, voltearán las mesas, pondrán a las palomas a perseguir botellas en el aire,

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dejando estelas escritas con versos de Rafael Alberti, que alguna vez estuvo en este bar de esquina. Todos se irán al piso como si fuera la tercera guerra y llamarán a la guardia a recoger, uno a uno, a los animales de Fernando, que no reconocerán dominio de quien no tenga el canto quebrado de la angustia mojada en vino. Se escuchará el nombre de una mujer en sus labios, golpe viril en un «do» de puñalada, que algo se le rompe por dentro a Fernando cuando las copas le hierven precisas. «Cándida», grita, nombre de la mujer que todos en el bar saben lejana, causa del rito del brandy y de esas flores muertas que Fernando escupe con sangre de despedida. Después de las trompadas, la camisa desgarrada, las esposas puestas, la solidaridad tardía de los testigos y una lágrima furtiva en la mesa de al lado, los animales corren a esconderse en el cuerpo aporreado del pendenciero. Por ahora canta la canción, que según él, compuso Alberti, especialmente para Cándida, un sábado de abril. El cocodrilo de la mano derecha sujeta con fuerza la copa, que pareciera partirse de un momento a otro. Su voz es un sostenido profundo, ardiente, destilado de malquerencia, de una noche después del trabajo, llave en la cerradura de una puerta abierta para nunca, sala vacía y alcoba disparada de un imprevisto viaje. Fernando, boca abierta, por donde le entraron los animales de la soledad, que cantan con él todas las tardes del brandy.

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El cerezo siempre florece

Cuando el señor Yasunari tuvo certeza de la quiebra de su empresa, salió de la oficina y se dirigió al parqueadero donde los cerezos entregaban sus flores al viento. Allí se quedó extasiado mirando la lluvia de pétalos bajar como mariposas rosablancas al suelo. Cerró la puerta de su vehículo, que ya había abierto, y dejó su mente vagar emancipada… Matsuyama, el samurái preferido del shogun Yoritomo, cayó en desgracia. Las intrigas de los nobles lo habían enemistado con su señor. Traición era el cargo, pero lo que más lamentaba era el carrusel de testigos falsos. Al final solo le quedaba la opción del honor; debía poner fin a su vida. Era imposible seguir viviendo en esas circunstancias. Hizo llamar a Koreyasu, amigo de siempre, quien vino de inmediato, y le comunicó la decisión: él, como la única persona que aún creía en su honorabilidad, debía asistirlo en el seppuku. Convinieron la hora, sería al día siguiente, cuando el sol llamase a las ventanas. Koreyasu llegó puntual. Al entrar a la habitación del samurái, este lucía el traje de guerra. En una mano tenía la espada guardada en su funda color ébano y oro. Lo vio sentado frente a unas tazas de sake, que minutos antes trajera la criada. Lo apremió para que se acercase y le ofreció la bebida. Ambos tomaron un sorbo en silencio. El olor penetrante del incienso totalizaba la habitación. Matsuyama descansaba sentado en el piso mientras su amigo lo hacía en un cojín de seda. Vaciaron sus tazas y después las dejaron en una bandeja de madera; sabían que había llegado el momento. Se abrazaron fuerte entre rostros apretados por las lágrimas contenidas y hablaron de las tantas batallas donde siempre se cuidaron la espalda. Se separaron, Matsuyama se sentó sobre sus piernas, hizo una respiración profunda, desenvainó su catana, que brilló al sol que se filtraba a través del shoji, y se la entregó a su amigo, era la primera vez que alguien diferente a él la tomaba en sus manos. Después sacó una daga, mojó su filosa hoja con sake y miró por última vez por la ventana abierta: las flores del cerezo llovían en el patio… Yasunari abrió nuevamente el carro y se sentó frente al volante. Aspiró profundo, llevó su mano a la consola y encendió el estéreo. Una música ancestral le trajo las palabras de su padre, muerto muchos años atrás: «Un hombre puede perderlo todo, menos su honor».

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Hundió el botón de la guantera, un revólver quedó ante sus ojos; lo tomó con mano temblorosa y lo acercó a su sien... Las flores del cerezo anunciaban su paso por la primavera de Kyoto…

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El secreto de las puertas

Las puertas te hacen creer que vas a alguna parte, lo cierto es que siempre estás regresando. No importa qué tan adentro pienses haber llegado, es una ilusión que te mantiene entrando y saliendo, mientras el reloj de arena deja caer de continuo los granos dorados en que te desperdigas. Quizás sientas algo mordiéndote los talones, son las fieras de ti mismo que te han alcanzado. No creas que puedes correr y escapar de tus dientes. Te darás alcance y te morderás con más ganas que en la primera ocasión, pues cada vez tendrás más codicia de tu carne, la cual tiene el sabor justo que necesitas. Volverás a entrar y estarás seguro de que sales, o al revés, sin tener conciencia de cuándo es cada vez. Así se va la arena contigo, lento constante, y caminas el piso, la pared, el cielorraso, la pared, el piso…, y dale a otra puerta que es la misma, que cambia de color, de textura, de tamaño, de quien abre, de quien cierra, todos dispuestos al picaporte, a la llave que piensan clausura el día y sus laberintos. Te sangran los pies y miras con incredulidad los hilillos que dejas, o llevas, según el ánimo de la sábana de la mañana. Y hablas con sabiduría, expones con destreza tu experiencia de cerrador de puertas, o abridor de ellas, dependiendo el grano de arena que te escucha. Das explicaciones intrincadas de la sangre, a veces interpretada como señales que manejas perfectamente, y haces gala de gestos para ayudarles a entender que vienes, porque siempre vienes, según el cansancio con que mides los ciclos de la arena. Hoy quieres salir, pero no encuentras diferencia con entrar, y te sientes desubicado, y si tratas de mirar la sangre, ¡ha desaparecido! Entonces no queda rastro por donde volver. Dudas si has estado caminando hacia alguna parte, o si solo estuviste en una larga vigilia de ojos cerrados, que te trajo el sueño de no hacer, esperando una clave del reloj para saber cuál es su abajo o arriba. Ahora toco una puerta y por una certeza inusitada, sé que me abriré de aquel lado con una mirada de asombro, y juntos me iré de la mano conmigo a patear el reloj de arena y cerrar de una vez por siempre, todas las puertas abiertas, que a mi espalda, otro abrirá para perderse.

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Los ojos de otros, mis ojos

Si los cierro, puedo ver más allá de lo que tengo cerca. Parece que el mundo creciera, se hiciera infinito, lo increíble es que tengo acceso a los contornos, a las formas plenas, a su identidad, a sus simbolismos. Yo he visto muchos ojos caer, bajar los párpados con dolor, y sé que detrás del sufrimiento, hay una cinta de imágenes que corre en ambos sentidos, que avanza y regresa, no importa si la persona duerme o está muerta. En la cama, después de que el médico moviera la cabeza, el niño me mira escondido de sus padres que lloran, de sus hermanas que se aferran en la incomprensión de un mal desconocido. No sé qué decirle, nunca lo he sabido, solo los miro y respeto sus palabras, sus ademanes, sus interrogantes. El niño no quiere salir, tiene miedo, yo también tengo miedo, el padre se refugia en la pared, la madre llora sobre el cuerpo inerte, las niñas se reparten entre sus padres. Ahora lo veo pasar y pasar por sus años, por sus risas, de pronto se detiene en el presente y observa al médico que lo examina, se comprende acostado, siendo él, entonces desaparece y vuelve a mirarme, le sonrío, al principio me costó, me petrificaba, no podía moverme, como si fuera yo el de los ojos cerrados… Victoria se había ido, ya anciana se cansó de la vida. Lo hizo de madrugada, sin pedirle permiso a nadie, le dio la gana y punto. Así me lo dijo desde su ataúd, sin importarle en lo absoluto que yo fuera apenas un niño. La escuché reír mientras me escondía entre las piernas de mi madre, llanto de terror que era imposible explicar. Tomé a mi madre de su mano y la arrastré lejos de allí, lejos de la presencia de esos ojos cerrados, apretados por el rigor mortis, pero que aun así yo podía ver como si estuvieran abiertos. Mi padre se acercó a explicarme que los difuntos eran como piedras, incapaces de nada, simplemente no eran, no existían. Quise decirle lo que había pasado, no pude articular palabra, solo balbuceos pasados por lágrimas. Al rato, ya calmado, le pregunté a mi madre si era posible ver a través de los ojos cerrados de los muertos. Ella me explicó que eso no se podía de ninguna manera. Su respuesta fue tajante, no había lugar para la duda. Me quedé mirando lejos, sin habla, confundido. A las cuatro salió el sepelio por las calles de la ciudad donde nació mi padre, y que ahora visitábamos por causa de la muerte de esta abuela desconocida. La gente caminaba hablando en voz baja, detrás de un auto grande y negro, donde iba el cuerpo. Fue cuando la vi jugando a la peregrina, una niña alta, delgada, de cabello muy largo y negro, saltaba entre los cuadros, se agachaba a recoger una piedra y la lanzaba, era como otro plano, un plató encima de estas personas que caminaban con sus ropas oscuras al cementerio, y la niña cortaba flores ahora, las recogía en un ramo con una seda azul y las olía, la niña Victoria alzó la mirada y sonrió, con una mano me llamó a seguirla, yo me agarré fuerte a mi padre. Cerré los ojos para espantar las imágenes, acto inútil, la seguía viendo: una joven de traje Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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largo por un parque camino a una cita de novios, perfumada y grácil, con su cabello trenzado, pura juventud derramada, pestañeo un segundo, y viene de embarazo, ropa azul con una comba como si se hubiera tragado el aire, empujaba un coche donde un niño dormía la brisa de las cuatro de la tarde, la misma hora del entierro. El cementerio de cruces blancas y nombres y fechas y ángeles, me solté de la mano de mi padre dejando que mis pasos se abrieran lugar entre los nichos. Una bóveda familiar era custodiada por un ángel enorme, con una espada casi de mi tamaño, tenía los ojos velados, inexpresivos, me fijé en ellos y lo vi moviendo su espada amenazante, escoltaba a un hombre vestido de lino, no le permitía devolverse, lo tocaba con la punta del acero y lo instaba a avanzar, a no mirar atrás. Me vio, ambos me vieron, el hombre me llamó por mi nombre, pero el ángel de piedra le ordenó silencio y yo me callaba porque era ese hombre, entonces el ángel se detuvo, sacó una pluma de una de sus alas y me ordenó que escribiera en una lápida: tienes mis ojos, algún día vendré por ellos. El hombre entró en un ataúd que era llevado por sus dolientes, el ángel regresó a su puesto sin soltar su espada, una pluma faltaba en una de sus alas, y en mi mano una mancha de tinta dorada. En ese momento vi a la anciana Victoria que caminaba por entre las tumbas, me buscaba, me dijo que era hora de despedirse y tenía miedo, yo le mostré al ángel, ella solo miraba la mancha dorada. Cerré la mano, ella sonrió y se dirigió a su caja, entró y simplemente se recostó. Mi cuerpo temblaba, mi madre vino a mi rescate para alejarme de allí, en mis oídos se escuchaba un canto de despedida. El otro entierro se estaba realizando a un costado del camino principal, me incliné y vi el féretro vacío, no comprendí porqué la gente lloraba si no había nadie. Detrás de una tienda de flores lo vi, asomaba el rostro apenas para que no lo viera, le mostré la mano manchada y se tapó la cara. Me aferré a mi madre sin entender, asustado, con la conciencia de que algo extraño me seguiría toda la vida. Cuando mi padre duerme en la mecedora, tomo una silla y me siento frente a él, lo veo jugar al trompo vestido con las ropas de su tía, escapado por el patio ante el castigo, y el niño goza sin importarle los azotes que le esperan. Toma la moneda que gana y corre a la tienda por una panela. El balón cruza el aire ante su patada y es un espanto de niño corriendo por las arenas, zapatos rotos y unos pies que asoman, que no tocan la tierra, son los años que pasan por debajo, el niñohombre, el niño-trabajador, el niño-esposo, el niño-padre asomado por la ventana de su primer hijo, lágrima de azote, lágrima de muerte, lágrima de padre. Entonces deja de ir y venir y me observa desde sus ojos cerrados, me dice que ya se va a ir, que está viejo y cansado, que extraña a mi madre, que desea encontrarla. No sé qué decirle, nunca articulo palabra. Bajo la cabeza, me acaricia el cabello y se marcha en silencio, en paz, como siempre vivió. Yo estoy en un festival, siento de pronto un terrible vacío, algo se ha partido por dentro, miro, la gente ríe, baila, estoy en una burbuja, me tomo la cabeza con las manos y allí estoy: acariciando su cabello, sus manos, asegurando sus ojos, viéndolo encontrarse con mi madre, ambos con las manos untadas de tinta dorada, miran hacia atrás, me dicen adiós. Despierta, sabe Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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que le he descubierto y sonríe como si nada supiera. Salgo para el festival y lo dejo tranquilo, dueño de sí mismo, me advierte de los peligros, le prevengo de no irse todavía, me mira, lo tiene decidido. Aprovechará mi salida y se irá. La comparsa de disfraces pasa, es el momento del gran vacío, lo sé, he visto sus ojos fijos con el rostro de mi madre. Escucho los disparos, dos detonaciones nítidas, el libro cae de mis manos, siempre me da susto, sobre todo cuando estoy solo y pienso en las personas que llenan mi vida, esa posibilidad siempre presente de que uno de ellos pueda estar tirado en el piso. Corro con una angustia que nadie podría entender, deslizo la ventana y veo a la gente que empieza a hacer un círculo. Abro la puerta y me lanzo escaleras abajo, trago la distancia y llego, lo veo: cuerpo joven, veinte años, sangre por dos heridas, mirada cuarteada, y el comentario de bandido muerto por su víctima. Sus ojos son aguaceros detenidos, es cuando veo al niño ultrajado en un callejón solitario, un cuchillo en su cuello y el hombre bajando su pantalón y esa mirada de dolor y miedo. El niño matando pájaros, dando patadas a los gatos, abusando de los compañeros. Un puñal en el vientre de un hombre y una loca carrera por una calle oscura… El revólver escupe su muerte en el tórax de un rival de oficio… el asalto, el robo, la muerte… La moto se detiene, el joven baja pistola en mano, encañona a un hombre que veo difuso, le esculca los bolsillos, le extrae la cartera y mira a su cómplice con una sonrisa, solo un segundo, solo un instante y se escuchan los dos disparos, el de la moto huye a toda velocidad, el atracado recoge su cartera, toma la pistola y se va caminando. El otro sabe que muere, por fin se va eso que lo revienta por dentro, sonríe cuando ve mi mano, entiende que el tipo que era se diluye en la sangre. Me levanto con una sed que me hace ir a la nevera, bebo el agua de una jarra de vidrio, saciado paso mi mano por la boca húmeda. Cierro la puerta del refrigerador y a tientas por las paredes me guio a través de la oscuridad. Llego a la habitación donde duerme Aniska, la veo relajada, evadida de esta vida de sentidos y me da cierta envidia su descanso, cuando voy a acostarme descubro que estoy abrazado a Aniska, dormido como ella. Me detengo al pie de la cama, alargo mi mano y me toco, no a mí mismo, sino al otro, a aquel que se me parece. Cuerpo físico de hombre, de vida, de latidos de corazón reposado. ¿Qué soy? ¿Qué es? Camino la habitación en círculos, muchas veces, volteo y allí están los cuerpos abrazados, dormidos. Ahora me toco para entender, y me siento, me hallo, aún soy de este plano. Pienso en mis hijos, salgo del cuarto y voy de prisa a la habitación de al lado, donde hace poco los dejé vencidos después de una tanda de cuentos. Abro con cuidado la puerta, ahí están sentados los dos, cada uno en su cama, mirándome a la cara, con los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre las piernas. Se levantan, corren a abrazarse a mí, parpadeo un instante y están acostados en sus camas, profundamente dormidos, parapetados en su inocencia, lejos de este momento de confusión. Me acerco a la cama del mayor, me inclino sobre él para soplar en su cara, veo cómo el cabello que le tapa la frente se mueve, veo sus ojos cerrados, Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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entonces fue cuando sentí su mirada como una película hacia adelante, haciéndose adulto, viviendo los años futuros, creciendo, y tuve miedo, me levanté para no seguir viendo, no quise acercarme al menor, no quería ver sus años, no quería saber. Salgo del cuarto, veo la hora en el reloj de pared, tres de la mañana, regreso a mi cuarto preocupado, sabiendo lo que habría de hallar en la cama. Pero está vacía, Aniska me llama, le respondo, se aferra de mi mano, me lleva a la cama y nos acostamos. Yo observo, toco, reviso, pero el otro no está por ninguna parte. Me quedo mirando el cielo raso, asido a mi mujer, con miles de preguntas y ninguna respuesta. Después un cansancio profundo se hace conmigo. …El niño mira hacia atrás, ve su cuerpo inerte que va tomando un color azulado; se acerca a cada uno de sus familiares, primero a sus hermanas, a quienes besa como un rumor de viento, ellas ni lo notan, siguen llorando agitadas, con esa incomprensión propia de los niños que se enfrentan a la muerte por primera vez. Se aproxima a su padre, todavía en la pared, escondido del dolor, lo abraza a la altura de la cintura y se despide con algunas palabras que solo yo puedo escuchar. Regresa donde está su cuerpo, su madre se ciñe a él con desesperación, el niño la abraza por la espalda y le besa los cabellos. La tarde es espléndida, los chicos corren abriendo la brisa, dan un salto y caen al agua fría de la poza, una y otra vez, son cuatro que se turnan para la cabriola más espectacular, de pronto uno de ellos cae al agua de cabeza, con un golpe seco, los demás esperan desde la orilla a que salga, desesperan, se tiran a buscar al amigo, uno de ellos baja a lo profundo y lo encuentra, lo toma por debajo de los brazos y trata de sacarlo, patalea con todas sus fuerzas, sus pulmones a punto de colapsar, ve la luz que entra opaca desde arriba y con un último esfuerzo sale a la superficie extenuado, con el cuerpo desgonzado de su compañero, los otros chicos están paralizados, es en ese instante cuando no puede más y su amigo se le va de las manos a lo profundo, él mismo trata de flotar exhausto, se fija en la orilla, la ve distante, trata de nadar, un peso insoportable se apodera de sus brazos y piernas, los dos compañeros nadan hacia él, se acercan, cuando estiran las manos para agarrarlo, desaparece de la superficie con un grito de auxilio. La tarde se llena de curiosos, los dos cuerpos son sacados del agua. El niño me muestra su mano derecha, una marca dorada en la palma, le hago un gesto de complicidad y salimos de la habitación sin mirar atrás.

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Solo vine a morir a este pueblo

El mundo siempre me pareció pequeño desde que descubrí que cualquier pueblo era una esquina de él. Es decir, la gracia del mundo es que tiene muchas esquinas, con la ficción de que algunas de ellas se sienten más importantes, y lo curioso es que demasiada gente lo cree así. Pero a mí no me engaña. Después de viajar por todas sus rutas, de sentir en mi oído las jerigonzas de los continentes, y de llegar a comprender que el sentir es uno solo, quedé curado de distancias. Como por un rayo de lucidez, caí en la cuenta de que el centro del mundo era el lugar donde uno tuviera sus pies. Esto parece fácil de decir ahora, con cuarenta y cinco años sembrados en este cuerpo despedazado de tanto andar y veinte más escogiendo un norte para seguir. Sesenta y cinco años traigo a este pueblo, cuyo nombre ni siquiera conozco, apenas hasta donde alcanzó el pasaje de bus. ―¡Eh!, muchacho, ¿cuál es el nombre de este pueblo? ―Salitre, señor. El nombre poco importa en realidad, solo es una referencia de ubicación, una costumbre geográfica, de cualquier forma, se nace, crece y muere como en cualquier otro lugar del mundo, y en cuanto a las cosas que se hacen entre uno y otro estado, para mí ya no tiene sentido desbaratarme por conseguirlas. En mi mochila llevo lo que he aprendido es necesario para vivir, un inventario que se va reduciendo a medida que los años se vienen encima. Uno comienza a acumular porque cree que las cosas le darán seguridad, después viene la estrategia de ir desasiéndose de los objetos acumulados cuando se descubre que no ofrecen una garantía real para existir. Ellos constituyen solo una ilusión detrás de la que se parapetan algunos ingenuos que sienten estar protegidos contra la desdicha. Nada más falso. Nada te salva de la hora de la tragedia, ella es la sombra más fiel, te deja caminar y cuando menos lo esperas, ¡zas!, te alcanza. ―¡Señora, señora! ―Dígame. ―¿Dónde puedo alquilar una habitación? ―En Boca Cangrejo. Baje por ese camino que ve allí, y cuando encuentre la playa, siga a la derecha y pregunte por Benicia. Sol abrasador, tierra hirviente, calles destapadas y solitarias, mediodía de un lugar perdido donde por un azar extraño, un bus destartalado me arrojó como tronco azotado por el mar. Agua límpida, lejos de todo, de la gente que aprieta y mortifica; burbuja de oxígeno. Sin embargo, es el mismo mar que se renueva, que se purifica, viajero de las costas del mundo, como yo soy el mismo hombre de ayer, de hoy y de siempre, un mañana ilusorio tras el que no me interesa ir. Voy a preguntar a esos pescadores. Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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—¡Buenos días, caballeros! Sorpresa en sus rostros, no es para menos, un blanco venido de quién sabe dónde, hablándoles de «caballeros». Aquí viene uno. ―¿Qué se le ofrece? —Busco una habitación. Me dijeron que preguntara por Benicia. —Ella vive en aquella casa blanca de puerta verde. Mano curtida que señala una construcción de madera, nada extraordinario, apenas lo justo para vivir. Un «gracias» mientras siento las miradas pegadas a mi espalda, manos imaginarias que escarban mi mochila para hacer su censo de elementos acordes con la propia curiosidad. Mis huellas que voy dejando como señal de lo ambulante del centro del mundo. Espuma que viene, espuma que va, arena que se desliza bajo mis botas de caminante y la espalda aligerada de los ojos de los pescadores, una mirada atrás y ellos sumidos de nuevo en su subsistencia. Casa blanca en medio de otras casas, todas parecidas, precarias, diferenciadas solo por detalles poco visibles, tal vez una línea azul, una puerta rosada, una ventana roja, una tabla caoba, una herradura encima del dintel. Parece un pueblo hecho con los restos del naufragio de un gran barco de madera. Me detengo y saco mi botella de agua, un trago largo, sediento, quizás por la sal del aire, por el agua que se me evapora a través de la piel calcinada por este sol de fin de agosto, o simplemente lubricando las palabras que utilizaré para conseguir esa habitación que necesito urgente para descansar. Puerta abierta, una mujer vestida de negro, sentada en una mecedora de madera, piso de cemento sin pulir, descalza en medio de una sala casi vacía, y yo al borde de la sombra. —¿Usted es quien necesita la habitación? —¿Cómo lo supo? —Por el viento. Ella, manos duras, ojos sufridos, soledad cargada en los hombros y una sonrisa, ¿cómo decir?, imposible, como paraíso perdido. Toma el dinero, escaso para mí, escaso para ella, mínimas reglas donde no son necesarias. Una cama limpia y pobre, justo para descargar este cansancio de vida y edad, y un manto oscuro que me va cubriendo hasta enviarme al más profundo de los sueños. Noche en tierra ajena —ajena es toda la tierra—, tiempo que se hizo por encima de mis párpados, vida que me pasó de largo sin avisarme, mientras el cuerpo era una roca sudorosa en una cama con su propia historia, donde yo no tengo el poder de hacer desaparecer a sus antiguos inquilinos. Habitación que filtra breves corrientes de aire, por donde entran sutiles rayos de luna, y mis ojos se van llenando del techo de palma y una clara oscuridad tan familiar a los solitarios. Me siento en la cama, pongo los pies en el piso y el fresco de la plantilla termina por despabilarme. Por debajo de la puerta del cuarto se ve una pálida línea de luz. Me Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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pongo una franela y salgo de la habitación. Vela protegida dentro de un gran frasco de vidrio, electricidad suspendida en el pueblo, el ronroneo del mar dentro de la casa como un visitante oportuno y la mujer recostada en la mecedora, ojos cerrados, con su carga de tragedia. Me detengo frente a ella sin hacer ruido, para no molestarla, concentrado en su silencio de cera, en su piel de ébano de todas las oscuridades del mundo. Fue bella, sin duda, todavía se pueden ver las finas líneas de su juventud destruida, de los años limados por el sol, la brisa yodada y la pobreza, pero hay algo de muerte también, de esa sentencia que llevamos, que se va amontonando sin piedad ante nosotros, de los seres amados que se van quedando, que se nos van muriendo anclados para siempre en la memoria. Cincuenta años tal vez, quizás cuarenta y cinco, no sé… ―¿Va a tomar café? ―Pensé que estaba dormida. ―Estaba, sentí su fuerza. Mujer estoica, cabello recogido, olor a aceite de coco perfumado, sandalias de cuero crudo, aguantando en sus nalgas el peso de mi mirada. Entra a una pequeña cocina, ruido de loza, sus pasos en el piso, viene, mano en un pocillo, brazo extendido hacia mí, ofrenda a un desconocido, mujer en la pared, mujer sombra, pero menos bella que la original. Rozo su mano cuando tomo la taza, café caliente, aroma agradable, sabor de vida en mi boca y sus ojos viéndome beber, me detengo, veo sus ojos, tristeza contra tristeza, derrumbe de muchas cosas, y apartamos las miradas incapaces de seguir descubriendo. ―Muchas gracias. ―¿Desea comer algo? ―Sí, por favor. La veo ir de nuevo, pura silueta, una gata chinesca por la pared. Estiro mi mano sombra, donde antes estuvo ella, y la cierro atrapando fresca su ausencia, serpiente de fuego en la esperma, como aprisionada dentro del cristal, centro del tiempo, de mis pies descalzos en mi propio medio del mundo. Termino el café y dejo la taza en una mesa sin mantel. Vuelve, cena frugal, mujer dilema, mujer tragedia, comida en el comedor y un vaso de una bebida turbia. —¿Qué es? —Aguadepanela —¿Aguadepanela? ―Es de caña de azúcar. Una breve sonrisa, dientes completos, noche con luna. Me siento a comer, hambre agazapada, hambre al galope, apetito de viajero acostumbrado a someter las ganas, esperando un paro del corazón para el milagro de la muerte sin comer la última comida. Pero no es ahora, plato vacío, agua dulce, muy dulce, ella mecedora, pocas palabras, asombro ante el plato desaparecido, y me río muy adentro, sin vergüenza, hombre definitivo después de tantas comidas por el mundo, manjares, mixturas, raras, buenas, malas, peores, y días a pan rogado, pedido, Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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sustraído, pan duro y vida y más vida, huyéndome, huyéndole, ahora aquí, mujer sombra sentada, misterio, sus manos en mi comida, sola, hermosa, me doy cuenta. Yo, hombre curtido, grande de estatura, pelo blanco que fue rubio, manos de diáspora, ojos azules de vikingo, de tranco largo para avanzar hasta quedar tendido en mi postrer acierto. —Me gustaría bañarme. —Venga conmigo. Patio de arena, sendero de conchas marinas, ulular de árboles, brisa constante y una luz azulosa desde el firmamento para entrar a un baño rudimentario, a un costado una batea de cemento para lavar ropa. En el baño un tanque de metal con agua potable hasta arriba y una totuma. —En la batea hay jabón. Me quedo solo en el patio. Entro al baño, tres paredes de madera y un techo perforado de estrellas, no cierro la puerta de zinc, ¿para qué? Agua sobre mi cuerpo sacando el cansancio, agua y más agua como mi propia lluvia desde la mano, ¡el jabón!, salgo desnudo y chorreando, voy en busca del jabón, duro, olor a coco, basto para la mugre de la ropa, lo llevo al agua y le saco una espuma balsámica que paso por mi piel cargada de sudor, de viajes, de idiomas, todo se lo lleva el agua menos la soledad de los tatuajes, ellos siguen allí conmigo, junto a lo que la memoria arrastra, eso que hace de la vida un gran dolor, el anhelo de la muerte para descansar y no ser más. Agua, agua y brisa y noche y luna y sombras, hombre desnudo en la noche fresca, este centro del mundo húmedo bajo mis pies. El viento frío me eriza, me pongo la ropa sobre el cuerpo mojado y salgo a recuperar la casa en compañía de la oscuridad, guiado por la famélica luz de la sala. Allí está ella, estatua apretada, vestido sobre sus muslos de piedra, ojos cerrados, pensamientos que juegan en su cara, los que la hacen de pocas palabras, de escaso movimiento. —Si quiere salir, no se preocupe, nunca cierro la puerta. —No, no voy a salir, gracias. Buenas noches. —Buenas noches. Noche metida, silencio con fondo de brisa de mar, la hora en que a los marinos más aguerridos se les achica el corazón, y yo tengo ese rumor aquí dentro, en este cuarto. Me quito la ropa, me acuesto, quizás la muerte venga esta noche ideal para partir. En mi bolsa hay dinero suficiente para no causarle molestias a nadie. No sería malo desaparecer tranquilizado por el mar, creo que sería una buena muerte, igual a dormir arrullado por la madre. Mamá, qué lejos estás de mí, casi no puedo reconstruir tu rostro; se me ha ido quedando por los andenes del tiempo. Seguramente ya nadie tenga memoria de mí tampoco, me habré evaporado de los recuerdos, mejor así, no seré echado de menos y la gente podrá seguir con sus vidas, Demasiada muerte en el corazón no deja vivir… El mar tiene sus propias voces, pero estas que escucho no vienen de él, parecen como si estuvieran aquí afuera. —Si mi papá se entera… Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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—No se va a enterar. —Pero esta es la casa de la bruja. —Baja la voz, ¿no creerás en esas cosas? —Todo el pueblo lo dice. —Solo es una pobre mujer a la que el mar le arrebató la familia. —… espera, no me desnudes así, la última vez me partiste la falda… Rumor de mar, de cuerpos, jadeos tras la madera, sexo joven, violento, malabar en las piernas, en las palabras arrastradas, espalda recostada a la pared, la casa que tiembla ante el empuje viril, y yo, viejo y desnudo, en esta cama solitaria, puro oído, asistiendo al unicentro del mundo de esa pareja que me revuelve toda mi historia, que me trae mi juventud, las escenas luminosas de mi cuerpo. Mar bravo, mar desbordante, ola y orilla, y ese gemido largo y universal del viento. Silencio, silencio de arena, siluetas que se alejan. Brisa y el eterno monólogo del océano. Sueño profundo, abisal, caracoles ahogados, hipocampos a la deriva, Benicia desnuda, nalgas descomunales, vello púbico como algas en la corriente y sus cocos de tres pezones de donde sale un agua de caña dulce, muy dulce. Del fondo sube la luna y Benicia se hace azul de patio, jabón de coco, brisa y gemidos de sexo, en el baño ella y yo, cierro la puerta y los jóvenes la golpean con su pasión de caderas, la puerta se abre y estoy solo y me vuelvo al mar de donde veo salir voces que se hacen cuerpos que gritan «Benicia, Benicia»… Abro los ojos, madrugada naciente, oscuridad, afuera el mar con su infinito mantra. Me levanto, me pongo el pantalón y una camiseta, necesito caminar esta agitación. Salgo del cuarto, penumbra en la sala, puerta de la calle abierta, pueblo supersticioso, ella debe estar durmiendo el sueño de la soledad, de la tragedia, de su centro de mundo aislado. Brisa en mi cara, suave, fresca, como quisiera fuera mi muerte. Cuánto demora en llegar, sí sabemos que tenemos una cita en este pueblo. Mejor iré a la playa a llamarla, no la puedo esperar toda la vida. Arena bajo mis pies, madrugada de trópico, serena, espléndida. Penar de ola, venir y venir, si pudiera irme con ellas, pero no, el encuentro es aquí, en este pueblo de casas socavadas por el viento. La playa desierta, los pescadores duermen todavía, miro el agua tenebrosa mientras avanzo y la veo de pronto, a ella, a Benicia, brazos cruzados, ojos clavados en el mar, espuma a sus pies, inadvertida de mí, en un trance de silencio, el vestido blanco como testigo de la brisa, perfil de sombra apenas, y el dolor de la ausencia, el rito de angustia que la hace extraña a los demás. Retrocedo, no quiero interrumpirla. Entro a la casa, voy directo a mi cuarto, cierro la puerta y la dejo sin seguro, abro un poco la ventana para verla. Parezco un adolescente metiendo la mirada por donde apenas cabe una fotografía, la imagen de esa mujer frente al mar, brazos abiertos al infinito, una aparición que me llena los ojos, a mí, viejo de sesenta y cinco años, sin argumento para más vida, convocado por la muerte a este último viaje. Siento un tropel en el pecho, como si aún tuviera corazón, si por lo menos cayera fulminado en este momento, en este segundo, de cara a esta mujer, a esta Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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bruja de su propia tragedia. El viento arrecia, cualquiera diría que ella lo invoca. Ahora regresa a la casa, camina arrastrando el borde mojado de su vestido, cierro suavemente la ventana, la siento aproximar, me quito mi ropa y me acuesto desnudo, totalmente quieto, de costado, haciéndome el dormido. La escucho entrar, después oigo la puerta de la calle rastrillar el piso, recuerdo que dijo que nunca la cerraba, se acerca a la mía, la abre tratando de no hacer ruido, la veo en el umbral, imponente, manos en la cintura, sombra dentro de un marco de oscuridad, sus manos se dirigen al cierre de su vestido, lo veo deslizarse por su cuerpo, caer al piso, y a ella avanzar hacia mí, hacia mi cuerpo tenso, hacia mi miedo, al borde de mi cama, al olvido de mis caricias. No dice nada, tiembla, no sé si es por el frío, se acuesta a mi lado, me da su espalda, se acurruca, parece un pajarito asustado, no es la muerte, no puede ser la muerte, es la tragedia, la soledad, el derrumbe, las grietas del alma que yo tan bien conozco. Huelo su pelo, siento su cuerpo, su calor, su respiración, el aceite de coco, su piel suave, sus nalgas en mis muslos, me acerco a ella, le respiro en la nuca, mis labios la rozan, extiendo mi mano y la abrazo, me la toma y la lleva a sus senos, hombre solo, mujer sola, noche oscura, muerte que no llega, que no llegue… Comienza a llover, el mar ronca embravecido, el viento golpea la casa, Benicia se pega más a mí, un relámpago alumbra la habitación, esta madrugada es mía, me pertenece, suma de mis edades, sangre moviendo este corazón con ganas de vivir, la aprieto fuerte, este cuerpo es mío, ahora mi mano está entre sus piernas, en el vello ralo, en el pleno centro de mi mundo, lejos de la muerte que no llegó a tiempo, que se distrajo en alguna parte, que no supo encontrarme.

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Los ojos del ahorcado

El viento cruza la plaza como un habitante más, la noche es fría y todos se han retirado a sus casas. En las primeras horas de la mañana era notable la agitación. Varios coches llegaban con sus caballos cansados, cubiertos de un polvo que denotaba muchas millas. Los desocupados de rutina corrieron de inmediato a los carruajes, trataban de ganarse unas monedas llevando a los viajeros a los pocos hospedajes del lugar, sin duda con el asombro de sus propietarios, de los cuales muchos bordeaban la ruina ante la falta de visitantes, en una región que no tenía nada especial que ofrecer. Sonaron las primeras campanadas de la iglesia, se podía ver a un hombre de hábito blanco mover con fuerza las cuerdas que le daban vida al bronce. Entonces lo vi pasar presuroso, como quien huye, camino a la capilla; por acá estuvo ese sujeto hace algunas lunas, vestía de sotana negra, hizo preguntas sobre el crimen de una señora llamada Olinda, a quien habían asesinado de manera brutal. Hablaba con autoridad desde su metro noventa y sus manos de campesino, su rostro mostraba la severidad de aquellos acostumbrados a castigar. Las respuestas que escuché fueron siempre negativas, cosa que enfurecía al interrogador, pero de nada le valió su ira, ni una palabra salió de esa boca. Luego llamó al guardia y en el umbral de la puerta sentenció: «Morirás en la horca». El reo no conocía a Olinda, casi lo puedo jurar, llegó dos noches antes del crimen, se hospedó en una posada barata, estaba de paso camino a la frontera, donde esperaba encontrar trabajo de orfebre. Anduvo preguntando cuándo partían algunos viajeros para hacer más fácil la travesía. La noche del asesinato tocaron violentamente a su puerta, abrió en ropa de dormir, no le dieron tiempo de hablar, fue golpeado por dos soldados y amarrado como bestia. En vano preguntaba qué sucedía, solo le decían «asesino» y lo callaban a golpes. Fue arrastrado por las calles solitarias, donde se sumaron dos hombres más vestidos de soldados y ese hombre vestido de negro. Lo arrojaron a una celda apestosa y cerraron la reja. En la mañana comenzaron los interrogatorios: ¿Dónde conoció a doña Olinda? ¿Sí era su amante? ¿Por qué la mató? Que alguien lo había visto rondando la casa de la difunta. Las negativas del acusado caían en oídos sordos, entre más negaba su participación en el crimen, más arreciaban las acusaciones y los golpes. Por un momento pensó confesar lo que no había hecho, pero pudo más su coraje y siguió negando con más vehemencia. Cuando lo izaron por los brazos, no soportó el castigo y perdió la conciencia. Al volver en sí, estaba tirado en el piso húmedo, los esbirros lo habían dejado solo. Olinda abre la ventana de su habitación, el frío se mete a la alcoba, la calle de Los Prestamistas está desierta. Deja caer una cuerda y una figura, aprovechando Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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la oscuridad, se desliza pegada a las paredes para no ser vista por la patrulla nocturna, toma la soga, sube con agilidad y entra al cuarto. La mujer recoge la cuerda mientras el hombre la abraza por detrás, ella da la vuelta y se desatan a caricias, besos apurados, sustracción de ropas y dos cuerpos apretados en la cama. La noche se hace profunda, una luna apenas visible ve bajar una sombra. Olinda, dama prestante en la provincia, mujer hermosa, heredera de una gran riqueza, desdichada porque perdió a su esposo en la última guerra de los Reyes del Norte. Por su fortuna y belleza se convirtió en una mujer muy apetecida. El poder en la región lo ejercía el Cuervo de Dios, como se le conocía al sacerdote que estaba al frente de la investigación, ni el mismo jefe de policía hablaba por encima de él. Cuando llegaba al penal, las rejas sonaban distinto, era una presencia que se hacía sentir, el mismísimo dolor anticipado. Su llegada significaba interrogatorio y tortura, solo quería escuchar de los detenidos las palabras que él ya había elaborado en su mente, pero la saña contra el forastero no la podíamos explicar, dicen los guardias que la finada ayudaba a la Iglesia a manos llenas, que él era de las pocas personas con entrada a su mansión, quizás este sea el motivo de su celo. Un hombre que era arrastrado a la sala de interrogatorios, ya iba destruido, sus gritos se metían en lo más profundo de uno, todos temblábamos como si fuera nuestro turno. Cuando salían de esa sala tenebrosa, eso que traían los esbirros no era un hombre, era una cosa desmadejada, reventada, una piltrafa. Después lo veíamos pasar a él, incólume, adusto, la misma furia de Dios. Uno como delincuente común no es del interés de su ira, así que me convertí en un perro que vaga por los pasillos a voluntad y genio de los guardas, ello me permitió entrar a la celda del forastero, quien yacía destrozado en mitad del calabozo. Un poco de agua en esos labios rotos, ver por encima de los ojos un mínimo de vida, escuchar una y otra vez «soy inocente, soy inocente», eso no es lo que quieren, desean una confesión para que descanse en paz el ánima de la señora. Traté de convencerlo de que se declarase culpable, no importa si no lo era, al fin y al cabo, acá no había ninguna salida, habíamos descendido a los infiernos y solo la muerte o el olvido nos podían liberar. Su cabeza negaba tal posibilidad, era la misma voluntad de hierro que también habitaba en el sacerdote. No había forma de salvarlo, la muerte lo tenía escriturado. Había decidido que no podían verse en público, que las lenguas empezarían a hablar, él insistió que el amor era imposible enterrarlo, el olvido no era una opción, que se podían ver en secreto. La idea del balcón fue de él, ella aceptó en medio de la duda. Fueron muchas las noches oscuras en que esa sombra se deslizaba por las calles, pegada a las paredes como un ladrillo más, para llegar, corazón desbocado, a la casa deseada y afiebrar un ladrido de perro para ver caer esa escala de sábanas trenzadas como cuerda que lo llevarían a la gloria de unos brazos perfumados, al imposible consumado de tener ese cuerpo amado, deseado por todos, que la suerte destinó solo para él.

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Sonaron algunos golpes secos, me levanté para mirar a la calle por la alta ventanilla de la celda, unos hombres martillaban mientras construían el cadalso donde ahorcarían a alguien. Ese alguien debía ser el forastero, no había otra posibilidad, yo mismo escuché la sentencia: «Morirás en la horca». En el infierno la muerte no es un castigo, es puerta a la libertad. Conforme estaban las cosas, ser ejecutado, independiente de si se es culpable o inocente, es la oportunidad de descansar de las sádicas sesiones a que se es sometido bajo la arbitrariedad de un criminal peor que nosotros. ¿Qué cosas pasarán por la mente del hombre al escuchar los golpes que construyen ese aparato que lo conducirá a la muerte? Tal vez una mezcla de terror o alivio, qué sé yo, no hay manera de meterse en su pellejo. Pasadas las nueve las rejas sonaron diferente, sabíamos que el mensajero del averno había llegado. Cuando ello ocurría, cada uno de nosotros trataba de hacerse invisible yéndose al fondo de la mazmorra, entre la paja hedionda, mimetizarse con todo y pavor para huir de la mirada torva de «El cuervo de Dios». Después venían los gritos que retumbaban por toda la prisión poniéndonos la piel de púas. Pero esa mañana no hubo gritos, ni nadie fue sacado de su celda, solo vino a decirle al extranjero que sería ejecutado al día siguiente. La mañana comenzó con ladridos de perros. El lugar se llenaba de gente, parecía un feriado por la aglomeración en la plaza, algunos se acercaban para tocar el cadalso, otros fijaban la mirada en la cuerda que esperaba impasible a su víctima. Vi a más de uno pasar su mano por la garganta para después hacerse la señal de la cruz, los más atrevidos hubieran subido las escaleras al patíbulo si no fuera por la presencia disuasiva de dos soldados que hacían guardia. Vi mesas con reliquias religiosas, frascos con milagros prometidos, aguas de pilas bendecidas, estampas en madera y bordados de santos, pergaminos con oraciones en latín para todas las enfermedades y calamidades naturales y humanas, y los puestos de comida que no podían faltar. La ejecución convirtió la ciudad en un día de fiesta. A la cárcel llegó un capellán con la misión de tratar con el alma del condenado, este se negó a aceptar cualquier visita de parte de la plaga de Dios, gritó que ni el mismo Satanás podía ser peor. El clérigo huyó de la prisión perseguido por nuestras burlas. El alguacil hizo sonar su espada por las rejas para hacernos callar. Después se acercó a la celda del extranjero para preguntarle por su último deseo, «que se pudra en el paraíso ese asesino». Pocos pudimos comer esa pasta que nos dieron de almuerzo, no por su sabor, que ya estábamos acostumbrados, era la certeza de saber que el verdadero asesino de esa mujer estaba afuera, entre los libres. Pasadas las dos de la tarde, la iglesia soltó su bramido de bronce, el Cuervo de Dios atravesó la plaza camino a la prisión. Esta vez las puertas de madera chirriaron de forma espantosa, los centinelas parecían avivados por un látigo, corrían aguijoneados por la voz del cura, le iban abriendo rejas antes que lo ordenara. Cuando pasó frente a mi calabozo, era una fuerza oscura, seguida de cuatro hombres armados, se dirigía a la celda del extranjero, le escuché: «Hoy pagarás tu crimen». Contrario a otras ocasiones, el condenado no imploró piedad, solo respondió: «Hoy comienza tu caída». Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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El alguacil metió la llave en la cerradura, la puerta se abrió, dos de los hombres entraron con cadenas en sus manos, no tuvieron que forcejear con el reo para ponerle los grilletes, él mismo se dio vuelta para que lo encadenaran, estaba resignado. Pasaron de nuevo frente a mí, adelante, la soberbia en sotana con dos soldados, y el extranjero, la ropa hecha jirones, iba escoltado por dos esbirros más. Me miró, sentí la despedida, iba altivo, se sabía inocente, eso le bastaba para enfrentar a la muerte. Afuera la muchedumbre gritaba enardecida, pedían la ejecución del asesino, era horripilante sentir cómo esos alaridos se metían por las edificaciones en torno a la plaza. Alrededor del cadalso, soldados armados mantenían a raya a la gente, nunca había visto un ajusticiamiento tan concurrido, quizás la importancia de la víctima generaba este entusiasmo. De pronto un inesperado silencio cortó la tarde, los rostros giraron hacia la entrada de la cárcel, la gente abría camino al carruaje que traía al condenado, las riendas las llevaba un soldado, a su lado, estoico, el sacerdote, atrás, en una jaula, el extranjero, arrodillado y atado a la espalda, la cara maltratada pero erguida; alguien le arrojó una fruta podrida, bastó que el cura mirase hacia esa dirección para desestimular a cualquiera que quisiese lanzar algo más. La carreta llegó al borde del patíbulo, el gentío gritaba «muerte, justicia». Un guardia se adelantó para abrir la puerta de la jaula, dos soldados dieron un paso al frente para tomar al condenado y llevarlo hasta arriba por una escalera de diez peldaños, donde los esperaba un tipo metido en carnes, cubierto con una capucha negra, que recibió al prisionero y lo puso dentro de un círculo rojo, le colocó la cuerda alrededor del cuello y dirigió una mirada al sacerdote. La noche anterior había sido de lluvia, las calles amanecieron desiertas. El sol permanecía oculto, lo que no permitía al ojo aventurar una hora exacta. En la residencia de Olinda, la vieja mucama se dirige como de costumbre a despertar a su señora. Toca la puerta y llama en voz baja, no escucha respuesta; vuelve y toca un poco más fuerte. Así lo hace varias veces, entonces abre con cuidado y entra a la habitación, por la ventana abierta se cuela una brisa fría que mueve las cortinas, allí, tendida en la cama, yace la señora Olinda con una daga clavada hasta la empuñadura. Rodeado de monjes con hábitos pardos estaba el Cuervo de Dios, más atrás, en un segundo plano, las familias adineradas de la región. En un momento determinado, cuando el griterío de la muchedumbre se hizo insoportable, el sacerdote se puso de pie y avanzó hacia el cadalso, la gente calló, el verdugo tomó una capucha para ponérsela al reo, este negó con la cabeza mientras gritaba: «Que todos vean los ojos de un inocente, hoy comenzará la caída de este asesino que…». No se pudo escuchar nada más, el gentío azuzado por el cura gritaba: «Asesino, asesino». A una orden del Cuervo de Dios, el verdugo jaló una cuerda y el círculo rojo cedió al peso del extranjero, su cuerpo se movía suspendido de la soga, los ojos desorbitados, la cara en horrorosos estertores, yo me hice en los pantalones igual que el condenado en el patíbulo. Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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La gente quedó muda, como si un pase misterioso los hubiera silenciado. Poco a poco se fueron retirando del lugar, los nobles saludaban al sacerdote, que con frialdad les extendía la mano. En la horca colgaba el extranjero, los ojos desmesurados, la cara vuelta hacia la iglesia, mirada fija, como si aún pudiera ver. De pronto comenzó a lloviznar, en un momento la plaza quedó desierta, solo el ahorcado recibía la lluvia que corría por su cuerpo, parecía una estatua macabra. A esa hora, justo a esa hora, con mi pantalón empapado de orina, comencé a golpear la reja de la celda con mi plato de metal gritando: «Asesino, asesino», la cárcel se volvió un pandemónium de voces y golpes metálicos, y aprovechando que el alguacil olvidó cerrar mi puerta, me escabullí por los oscuros pasadizos con el propósito de tomar las llaves de las celdas. Mi resolución estaba tomada el Cuervo de Dios moriría esta noche.

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Un día normal

Escribías palabras casi sin tener conciencia de ello, después las mirabas como si fueran absurdos suspendidos en una línea imaginaria, y sumido en un gran desánimo, las hacías desaparecer sin el más mínimo remordimiento. La hoja quedaba horriblemente blanca, no sabías qué se hacían esos signos sacados de algún lugar de tu cabeza, quizás regresaban a su antiguo lugar, de donde salieron a destiempo. Las escenas desfilaban una tras otra y siluetas indefinidas trataban de manifestarse sin lograr comunicación contigo, así que procedías a eliminarlas como en una especie de efecto dominó. Las veías esfumarse en un fusilamiento dictatorial, a la brava, con la seguridad de que eran simples apariciones llegadas a entorpecer tu tarde de escritor. Cerrabas los ojos, te concentrabas en luminosos puntos azules y blancos que iban y venían ante tus párpados cosidos por la fuerza de las pestañas. Buscabas un rostro definido, una expresión indiscutible, una frase que se sostuviera independiente de tu capricho de pequeño dios. Las manos inseguras sobre el teclado, como buscando una clave secreta donde pulsar la expresión correcta, entonces vendría a la vida un texto con pasaporte a la libertad. Abrías los ojos y ante ti se alargaban algunas palabras, todas ellas rebuscadas, ladrando asquerosamente, sin conseguir transmitir la más exigua de las inquietudes, pura forma dilatada, fachada de casa vacía que te llenaba de un doloroso placer de destruir. Y te quedabas vaciado, peor que antes de borrarlas. Con desespero acudías a la memoria, buscando un episodio, una gesta, una vivencia fundamental de donde tomarte; asir con todas las fuerzas de tus dedos el teclado, trasgredir ese cerco inaccesible que no dejaba materializar el universo que llevas dentro. Una taza de café, desplazar la sensibilidad al humo que se filtra por la nariz y sentir un leve reposo, una especie de armisticio contra un enemigo oculto. Paladear la bebida y borrar nuevamente ese ejército de hormigas que no dicen nada. Dos horas perdidas frente a este desafío de escribir algo memorable, o por lo menos decente, es decir, algo con el mínimo crédito literario. O tal vez has ganado al no dejar con vida la basura pestilente que habías escrito… Otro sorbo de un café ahora frío, una vuelta de tigre enjaulado y la necesidad apremiante de encontrar una fuente exacta, un tema que ancle y se identifique pleno con tu oficio. A pesar de tantas ocasiones repetidas, de ver calcados los fracasos, cada nuevo duele más que el anterior, es una experiencia que no sirve en absoluto. Y dejas el índice derecho sobre el punto………………… y éste se repite burlón, ineficiente, inoperante, blasfemo. Una ociosidad que te gana, que Juan Carlos Céspedes Acosta / Contra toda evidencia, el cuento

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te desprestigia ante ti mismo, una derrota declarada y una tecla al azar mmmmmmm para que brinque la maldita liebre de donde se esconde... Aguardas. Café frío y un agrio en las entrañas, vas al baño a orinar tu capitulación… Te aplicas de nuevo y te sientes más estúpido, más vulnerable… Que la literatura es trabajo, recuerdas, mucho trabajo, y aquí, exprimiendo la ocasión, pareces un imbécil, eres un imbécil de mirada perdida, que ha salido por la ventana, espiando las dimensiones artísticas de una naturaleza muerta, y el viento moviendo las hojas, y de paso las palabras que no llegan. Descubres, con resignación, que las frases escritas, las palabras manejadas, y todo ese hacer que aparece en algunos cuentos, poemas y otros escritos, te utilizaron a su antojo. ¡Vaya, calabaza! Miras el pocillo, en el fondo el almíbar del azúcar y varios caminos difíciles, un desierto infranqueable, un jeroglífico para toda la vida y en un punto escritor, inseguro, dándole al miedo, a la debacle, a la oscuridad, al imposible, con una terquedad de necio, de dios vapuleado por las circunstancias, y esta minería de perder, de encontrar, sin saber, el pedernal que menos querías… Cuando ya no aguantas más, sacas la mano, borras con rabia y te acercas al precipicio…

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Índice Prólogo 1. Éxodo 2. Anábasis 3. El sexto elemento 4. Hombre de bruma 5. Un amor conveniente 6. El ruido 7. El último jacobino 8. Los cabos sueltos 9. ¿Alguien más quiere leer? 10. Café para dos 11. Señales 12. Fiona 13. El hombre que se deshace 14. Amantes 15. Un crimen perfecto 16. La dialéctica de la bala 17. Por aquí es peligroso 18. Animalario 19. El cerezo siempre florece 20. El secreto de las puertas 21. Los ojos de otros, mis ojos 22. Solo vine a morir a este pueblo 23. Los ojos del ahorcado 24. Un día normal 25. Índice

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