Funcion_y_aplicacion_de_la_pena - Rivacoba

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MA N UE L D E R I VA COB A Y R I VA CO B A

Función y

aplicación de la

pena (1993) [Texto íntegro, editado digitalmente]

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Ya en 1980, en su Discurso Configuración y desfiguración de la pena, Manuel de Rivacoba expuso –clara y sintéticamente- su enfoque de dicho tema capital, que, trascendiendo al Derecho penal –y al Derecho en general-, se entronca en la concepción que se tiene de la persona humana y de la vida en sociedad, y que la refleja. En Función y aplicación de la pena, Rivacoba localiza y evidencia nexos -y dependencia- entre el precepto, la norma que alberga, su raíz teórico-ideológica y su entorno histórico. Inteligentemente, evidencia las consecuencias prácticas, palpables en carne y hueso, de teorías o concepciones, cuyo estudio resulta desdeñado por no pocos abogados y también por parte de la magistratura. Y reitera su preocupación vital: entender –y promover- a la persona humana como fin en sí; que así sea vista y tratada. Advertimos que las expresiones “liberal” y “liberalismo” que Rivacoba utiliza, poseen, en su concepción, significado radicalmente distinto de su acepción hoy expandida e imperante. Y él mismo, en diversas obras, se preocupa de precisar tal diferencia. Obra publicada en Buenos Aires (1993) por el sello Depalma, de especial aprecio por Manuel, al igual que Hammurabi, y que colaboró en hacer posible, por más de un decenio, a la revista “Doctrina penal”. www.manuel-de-rivacoba.blogpsot.com Viña del Mar, Chile, 2015.

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“A la clara memoria de los profesores doctores Ángela Constantina Romera Vera, Amador Teodoro Alberto, Domingo Buonocore y Luciano Fernando Molinas, hijo; y a la presencia viva de don Epifanio Romero.”.

CONTENIDO CAPÍTULO I: L a p en a y s u f in a l id a d . 1 . S e n t i do d e l t e ma . 2 . P u n i b i l i d a d , p e n al i d a d y p e n a . 3 . F i n a l i d a d e s de l D e re c h o p e n a l y f i n a l i d a d e s de l a p e n a ; f i n e s de l a p e n a y fi n e s d e l a p e n a d e p ri v ac ió n de l ib e rt ad ; fi n e s d e l a p e n a y fi n e s de s u e je cución. 4 . F i n e s y me di o s ; ne ce s i d ad d e re l ac i onar e l p ro b l e ma d e l a fi n al i d ad d e l a p e n a c o n l o s d e s u ap l ic ac i ó n ( de te rmin ac i ón o i mp o s i c ió n , e je cu c i ón ) . CAPÍTULO II:

Las teorías acerca del fin de la pena. 1. 2. 3.

M u l t i p l ic i d ad d e te o rí as ac e rc a d e l fi n d e l a p e n a y n e ce s i dad d e c l as i fi c arl as . Clasificación. C o n s i d e rac ió n p art i c u l ari zad a d e al g un as e s pe ci al me n te s ig n ifi c at i v as o import ante s.

CAPÍTULO III:

La finalidad de la pena en su relación con las concepciones políticas y con la realidad jurídica . 1. 2. 3. 4.

F i n al i d ad ú n i c a o mú l t i p le de l a p e n a. C o n c e p ci ó n p ol í t ic a y fu n c i ó n d e l a pe n a. Re tribu ción y prevenció n. Te orí a y re al i d ad e n e l De re c h o pe n al .

CAPÍTULO IV :

La retribución.

1 . L a i d e a d e re t ri b uc i ó n : c arac t e ri zac i ó n, o rí g e ne s , de p u rac i ón y d i s t i n c ió n de o tras afi n e s , fu n dame n tac i ón , s i g n i fi cac i ó n po líti c a, c o n s e c ue n ci as . 2 . Re t ri b u c i ón y s i gn i fi c ad o s i mb ó l ic o de l a p e n a. CAPÍTULO V :

Finalidad y determinación de la pe na.

1 . D e te rmi n ac i ón ( i nd i v i d u ali zac i ó n) d e la p e n a. 2 . C o n s i d e rac ió n e s pe ci al d e l a i nd i v i d u ali zac i ó n j u di c i al ; s u re gu l ac ió n e n d i v e rs o s o rde n amie n t o s (e n re l aci ó n co n l a i d e a de fi n al i dad ) . CAPÍTULO V I:

Finalidad y ejecu ción de la pena. 1. 2. 3. 4.

L a e je c u ci ó n d e l as p e n a s . O ri e ntaci o ne s ac tu ale s. C ó d i g o s y le ye s de e je cu c ió n de l as p e nas . N e ce s i d ad d e ju ri s d i c c io n al i zar l a e je cu c i ón ( t o do , e n re l ac i ó n c on l a i d e a d e finalidad).

CAPÍTULO V II:

Recapitulación y conclusiones. -3-

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PRÓLOGO

En 1991 y en 1992, en los meses, respectivamente, de junio y de noviembre, expliqué en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires, dentro de las enseñanzas de especialización en ciencias penales que bajo la autorizada dirección del profesor doctor David Baigún allí se imparten, sendos cursos monográficos sobre el mismo tema y con el mismo título que los de este libro, ateniéndome en ambas ocasiones a un programa que coincide en un todo con el índice del presente volumen, sin otra variación que trasponer lo que entonces eran lecciones en lo que ahora son capítulos. Como se colegirá, ni en aquellas clases hice ni en estas páginas hay ningún descubrimiento ni aportaciones portentosas. Ni en ellas dije ni en lo que sigue encontrará, quien se halle verdaderamente especializado en el Derecho punitivo, ninguna novedad, en el doble sentido de tratarse de cuestiones y doctrinas de ya antigua data en el pensamiento penal y, en otro aspecto, de razonamientos y posiciones que he expuesto y sostenido en no escasas oportunidades anteriores. Sin embargo, un curso de tal índole, como toda explicación sistemática de una materia, obliga a una revisión y compulsa de conocimientos, a completar la información, a replantearse los problemas, a examinar críticas y argumentaciones, a resolver y eliminar contradicciones aparentes o reales, o por lo menos a señalarlas, y a organizar en una construcción armónica el pensamiento que el expositor sustenta, en unos términos en que de otra manera sólo difícilmente se hubiera efectuado. En este libro se recoge en lo fundamental, pues, el contenido de dichas explicaciones, acaso con alguna modificación no de fondo o con alguna ampliación en ciertos puntos, y también, como es natural, con un aparato bibliográfico que es imposible proporcionar en una disertación oral o la haría insoportablemente tediosa, pero reproduciendo o respetando siempre el pensamiento que las animó, las ideas, propias o ajenas, que aparecieron y fueron objeto de consideración en las sucesivas lecciones y el orden en que se desarrollaron. Con independencia de la modestia y aun insuficiencia con que fuera tratada, la materia es tan importante y ha suscitado tan parvo interés en la doctrina, que se justifica, no sólo haberla contemplado y analizado con detenimiento en un curso, sino asimismo -verba volant, scripta manent- rehacer después y entregar ahora a la imprenta cuanto constituyó su sustancia y orientación. Según se advierte al comienzo del capítulo primero, el presente estudio es, por su designio y naturaleza, eminentemente dogmático. Ahora bien, una auténtica dogmática no puede desconocer u olvidar los fundamentos del ordenamiento en que se ocupa ni los condicionamientos que lo configuran, ni, por tanto, puede prescindir de considerar y tener presentes en sus tareas unos y otros. Con su habitual sagacidad escribió Dorado en 1907 “que un código no es sino una doctrina o concepción traducida exteriormente para que sirva de regla”. El efecto, la dogmática, para ser tal, y no una exégesis presuntuosa o una reelaboración temerosa del ordenamiento, o sea, para alcanzar verdadera dignidad científica y posibilitar una aplicación adecuada y proficua de las diversas instituciones que lo componen, no puede encerrarse en el conjunto de normas que lo integran, sino que tiene que mirar y escrutar antes, bajo y alrededor de él, e incluso, con inquietud prospectiva, hacia adelante, coronando la reconstrucción crítica del ordenamiento que y 

El Derecho protector de los criminales, 2 vols., Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1915 (según las respectivas portadas, pues en el prospecto editorial de las páginas finales del tomo II, ya sin numerar, se lee “1916”), tomo II, pág. 693. -4-

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como es con la propuesta políticocriminal de lo que y como debe ser, la cual, aun cuando no llegue a plasmarse en una nueva realidad jurídica, no deja por ello de ser dinámica y fecunda y de contribuir a la evolución y creación del Derecho. Así, trasladando este modo de ver y entender las cosas a la cuestión que aquí nos importa, la magna cuestión del sentido y la función de la pena, no resulta, en modo alguno, de recibo la admisión acrítica de la prevención especial, que predomina en la doctrina actual y la caracteriza, basándose sin duda, pero sin mayores análisis, en la monótona reiteración y proliferación de declaraciones de dicho tenor que se observa en las legislaciones de nuestra época, declaraciones de entidad simplemente verbal, carentes de cualquier reflejo en los criterios y las normas de los distintos ordenamientos para determinar y ejecutar las diferentes penalidades en cada caso concreto y todavía más en la realidad social y jurídica de los diversos países sobre este particular. Y hasta tal punto las mencionadas declaraciones, y su repetición y aceptación sumisa, no se corresponden con la realidad ni responden a una convicción y un propósito arraigados y efectivos, que conviven sin dificultades ni discusiones durante largo tiempo con nociones penales y modalidades de penar ajenas y aun refractarias por su propia naturaleza a toda idea preventivista. Con lo cual por sí sola se califica semejante doctrina y se destituye a sí misma de cualquier atributo o propiedad científica. Por otra parte, con la idea de prevención especial alterna en las preferencias de los penalistas, y suele ser la predilecta entre las personas no versadas en cuestiones penales, la de la prevención general, no obstante que ninguna idea como ella ha acreditado con insistencia y solemnidad, a lo largo de siglos y milenios, y aun de espacios mucho más prolongados de tiempo, su falsedad, pues llevan los hombres centurias y más centurias castigando con pertinacia y frecuentemente con crueldad unos mismos delitos, y éstos, muy lejos de desaparecer o decrecer, se mantienen constantes o en aumento, y a su lado aparecen otros nuevos. Una vez más se comprende que, en esto como en todo, dista mucho de resultar eficaz el escarmiento en cabeza ajena. Claro es que cabe preguntarse si por ventura lo es en cabeza propia, y, en definitiva y yendo a la raíz, si el escarmiento es método para ninguna enseñanza ni ningún aprendizaje. Salvo en el idealismo romántico de los correccionalistas, la prevención especial denota a las claras en sus partidarios una actitud soberbiosa, muy pagada de su superioridad, que no ve en quien delinque más que un ser inferior y desgraciado, por el que íntimamente no se puede sentir sino desagrado y conmiseración y al que, en un ademán paternalista y desprendido con que ante todo se refuerza o reafirma la propia personalidad, se debe ayudar y mejorar. Que en este concepto no falta ninguno de los ingredientes esenciales de la demagogia, y que así se comprende con facilidad su aceptación en muchos espíritus, parece obvio. Por su parte, en la prevención general late un poderoso afán discriminatorio y una fe decidida en la eficacia de la violencia, con un trasfondo de sadismo, que en muchas ocasiones será inconsciente y cuyas motivaciones habría de investigar la psicología profunda, pero que no por ello deja de ser indudable; con todo lo cual su éxito en la doctrina y en la opinión resulta evidente. Para los primeros, el delincuente es un ser débil, en cuya subjetividad se ha de obrar y la pena, un noble tratamiento que lo elevará. Para los segundos, aquél es un ser que responde en su conducta a estímulos y cuyo comportamiento se puede así determinar, y ésta, una panacea tremenda. En ninguna de las dos perspectivas se percibe al delincuente como un ser de dignidad, cuyos actos se puede desvalorar, pero cuya personalidad hay que respetar; y, lo que acaece siempre que se incurre en una equivocación acerca de lo que son y para lo que sirven las cosas, ese tratamiento no ha producido ningún efecto positivo y esa panacea, muy a la inversa de evitar todos los males o siquiera algunos, ha agravado muchos y provocado más. Lo que precede no significa de ninguna manera desviar, o pretender desviar, el pensamiento penal hacia los devaneos actuales del abolicionismo. Reconociendo siempre los nobles impulsos que alientan en todas las actitudes y aspiraciones abolicionistas, se puede recordar a propósito de cualquiera de ellas, y, por ende, a propósito del movimiento abolicionista de nuestro tiempo, lo que hace varias décadas dijimos del abolicionismo de Dorado: que, a menos que se produzca una trasmutación en la naturaleza humana y, de -5-

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consiguiente, en las exigencias y las instituciones sociales, no es, como en el conocido símil de Stammler la estrella polar para los navegantes, un puerto al que llegar y en el que desembarcar, sino una idea rutilante que guía y hacia la cual tender incesantemente, un principio regulador, o sea, un módulo que mensure el grado de perfección, que es decir de benignidad, de los distintos ordenamientos punitivos. De otra suerte, creerlo asequible y empeñarse por conquistarlo o alcanzarlo en nuestros días puede distraer la atención y los esfuerzos de quehaceres más urgentes y factibles; entre ellos, conocer a fondo y aplicar racionalmente el Derecho vigente, emprender o continuar un proceso serio y consistente de descriminalización o avanzar por la ruta de la humanización. O en otras palabras: que lo deseable no nos impida o arrebate lo posible; que el vuelo maximalista hasta lo absoluto no nos frustre un Derecho penal verdaderamente mínimo, soportable, digno. Sin aptitud para cualquier actitud dadivosa ni simpatía por los gestos hoscos, ni tampoco con entusiasmo para evadirnos de la realidad nuestra de cada día y remontarnos hacia la esfera celestial de lo incondicionado y absoluto, pensamos que en esta materia, como acaso en todas, lo apropiado y sensato es contar con los datos de hecho que nos circundan y circunscriben, mas a la vez, nos constituyen o contribuyen a constituirnos, y de los cuales ha de partir cada acción que tenga o aspire a tener sentido, es decir, en lo que ahora nos preocupa, atenerse a las prescripciones jurídicas, la naturaleza humana y las exigencias sociales. Y en semejante plano, modesto, pero no fantasioso, el delito, y, por cierto, también la pena, al punto se nos manifiestan como fenómenos de cultura, creaciones de la cultura, inherentes a ella. En efecto, la cultura, que, expresándolo de manera muy general, consiste en obrar con arreglo a fines valorados, aprecia, o sea, quiere o prefiere, determinados objetos, cuya lesión o peligro, por tanto, desestima y sanciona. Según es sabido, una de las notas que caracterizan a los valores es su polaridad, la existencia de dos extremos contrapuestos, de plenitud ideal y de ausencia total, entre los cuales media vastísima serie o gradación de intensidades, de donde se sigue que no puede existir ni ser concebido un valor sin que se dé y se nos represente su carencia y oposición y que la cultura tanto consta del aspecto positivo de los valores como de su negación. Y cuanto más desarrollada, compleja y rica sea una cultura, mayor y más vario será el número de objetos que valora y preserva, con la correspondiente mayor cantidad y diversidad de menoscabos, y, en concreto, de conductas delictivas, posibles. De lo anterior se desprende que ante el delito no tiene significación racional abandonarse a las imprecaciones tremebundas ni entregarse a reacciones impulsivas y primarias. Por lo contrario, se ha de ver como lo que es, como un infortunio propio de la condición humana y de la convivencia social, no mayor ni más temible que otros: que una grave crisis económica; que una guerra, grande y prolongada o breve y pequeña; que las aflicciones que acompañan a muchas convulsiones políticas o sociales; que la inclemencia y el baldón de una tiranía. Infortunio, por supuesto, que se puede y aun debe reprobar con energía, pero que reclama asimismo su inteligencia y comprensión; que se ha de precaver y del cual hay que defenderse hasta donde resulte factible, pero con el cual se ha de contar, al que hay que tener presente sin asombro, como a las más diversas manifestaciones de la cultura, y que hay que conllevar. Ni tampoco se ha de olvidar que la pena no es, ni, por ende, puede funcionar como, medio ni remedio de nada, sino sólo una amarga realidad, que hay que administrar igual que se maneja y proporciona todo lo amargo, ingrato y doloroso: con suma parsimonia. Mas, de cualquier modo, lo más grave no es que no sirva ni haya jamás servido para nada; peor aún sería, desde un punto de mira estrictamente jurídico y humano, de cumplido respeto al hombre en cuanto tal, que sirviera y con ello convirtiera a éste el derecho penal en un triste instrumento. Bien fácil es percatarse de que las teorías de la prevención general propenden a sacrificar muchas contemplaciones al empeño de contener la criminalidad y que desde el punto de vista de la prevención especial se verá en este que se acaba de bosquejar una actitud escéptica y una renuncia a afrontar y resolver problemas y conflictos. Sin embargo, ni el rigor y la firmeza de los unos ni el ánimo compasivo y las porfiadas esperanzas de los otros se han revelado, en larguísima experiencia, más sagaces ni más eficaces, aun al precio de desconocer lo humano en el hombre. Escribo estas páginas proemiales en Quito, aprovechando ratos libres entre las sesiones -6-

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de revisión y discusión de trabajos con la Comisión que redacta los borradores o propuestas de los futuros, o futuribles, proyectos de Código penal y de Ley de ejecución de penas para el Ecuador, mientras, al levantar de vez en cuando los ojos y tender la mirada desde la altura del hotel, diviso la serena majestad del Pichincha y del Cotopaxi, de un verde cambiante, pero siempre intenso. Al concluirlas, me doy cuenta de que las indagaciones y las reflexiones que componen el libro deben mucho a la Argentina, y me parece un acto de estricta justicia, no sólo reconocerlo, sino dedicar la obra a un grupo de espíritus selectos y personas bondadosas, sea a su memoria o a su presencia, las que me acogieron primero en Santa Fe, cuando llegaba, contando todavía mi exilio por meses y con el alma, a la vez, lacerada e ilusionada, para incorporarme a la Universidad Nacional del Litoral. Eran, todos, fervorosos admiradores y partidarios de la República Española, y tenían a gala dispensar sin tasa su ayuda y amistad a los exiliados españoles. Mucho después, en inolvidable ocasión, al presentar a los ministros de su Gobierno, el Gobierno legítimo de España, en el destierro, al presidente Echeverría, de Méjico, dijo de mí don Fernando Valera Aparicio que era una vez doctor y cuatro licenciado; y como el presidente mejicano no reprimiera en su semblante un gesto de perplejidad, le aclaró que era doctor en Derecho y licenciado en Filosofía, en Derecho, de presidio y del Batallón disciplinario de Zeluán. Aún añadió con generosidad y orgullo las calificaciones con que había logrado mis grados en la Universidad de Madrid. Pues bien, a pesar de ser, todo esto, cierto, o por serlo, yo no había sido en nuestra patria sino ayudante de Universidad y de Instituto y no podía aspirar al profesorado ni siquiera reunía los requisitos indispensables para ejercer libremente la abogacía. Se comprenderá, pues, el complejo estado de ánimo con que arribaba a Santa Fe, en cuya Universidad permanecí por más de ocho años, hasta que otro golpe militar, con su desatentada intervención en las casas argentinas de altos estudios, provocó en ellas la renuncia de casi todos los profesores de indudable vocación científica y de auténtica mentalidad liberal. En este tiempo fueron muchos los argentinos que me tendieron su mano y con quienes anudé entrañable amistad, en la vieja ciudad que fundó cabe al inmenso Paraná mi paisano Juan de Garay -oriundos, los dos, de la noble Tierra de Ayala, en el País Vasco-, y también, como allí se dice, en otros pagos. Entre todos, entre tantos, hay nombres que no sería digno silenciar, y, aun a riesgo de omitir sin querer alguno que debiera figurar igualmente en una nómina de honor, no puedo callar aquí los de Carlos Creus, Luis María y Jorge A. Jaureguiberry, Alejandro E. Lamothe (hijo), José Manuel Peralta Pino, Mauricio Sarudiansky y Benjamín Stubrin. De ellos, tres subieron hace ya tiempo a la barca de Caronte, dejándonos, empero, un esclarecido recuerdo; a los restantes, salutem plurimam. 28-30 de mayo de 1993. Manuel de Rivacoba.

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I LA PENA Y SU FINALIDAD 1. Sentido del tema. 2. Punibilidad, penalidad y pena. 3. Finalidades del Derecho penal y finalidades de la pena; fines de la pena y fines de la pena de privación de libertad; fines de la pena y fines de su ejecución. 4. Fines y medios; necesidad de relacionar el problema de la finalidad de la pena con los de su aplicación (determinación o imposición, ejecución). 1.

La naturaleza del tema sobre el cual versa esta monografía es dogmática por excelencia. Se trata de reconstruir científicamente la regulación que reciben en nuestros ordenamientos tanto la determinación e imposición de la pena en cada ocurrencia delictiva por el juez, como, luego, su ejecución, es decir, el cumplimiento de ella, demasiadas veces una y otra despreciadas por la doctrina y abandonadas a la empiria, al ojo del buen cubero, a la rutina o, en el más afortunado de los casos, a los esfuerzos de un espíritu sensible o de la buena voluntad, pero también, en ocasiones, a prejuicios estereotipados, criterios coyunturales, reacciones de desquite o impulsos de sadismo. En efecto, basta comparar, en la inmensa mayoría de las obras sistemáticas, o aunque no rebasen la modestia de una exégesis más o menos explícita, referidas a la Parte general del Derecho punitivo, la sección que consagran al delito, y aun la que destinan a la ley penal y sus problemas, con la dedicada a la pena, para percatarse de su desproporción en cuanto al detenimiento y el espacio, mucho mayores, y el grado de elaboración, mucho más intensa, en las dos primeras, y de la verdadera insignificancia de la última, sea en relación con aquéllas o considerada en sí misma; desproporción e insignificancia que todavía se acentúan al ocuparse de la determinación e imposición y la ejecución o cumplimiento, sin contar los casos, no infrecuentes en nuestros días, de obras de la Parte general –a veces, de sutil contenido e impecable factura– que la dan por concluida al terminar el estudio de la infracción criminosa, absteniéndose, algunas, de siquiera mencionar el de sus consecuencias jurídicas, o remitiéndolo, otras, a la mera promesa de un futuro incierto. Con tal actitud o proceder en el plano de la teoría, no son de extrañar la desorientación y el desconcierto de los prácticos ni su falta de convicciones firmes y de una argumentación consistente en que asienten los abogados y fiscales sus pretensiones y los jueces y los encargados de la ejecución penal sus decisiones. Lo cual no denota sino una indisimulable e imperdonable falla o deficiencia de la dogmática, en su tarea de reconstruir científicamente el ordenamiento y su función de suministrar con ello fundamentación racional, que es decir poder de persuasión, a la certeza y la seguridad jurídicas, más necesarias en ésta que en ninguna otra rama del Derecho, por la mayor e incluso extrema gravedad de sus sanciones1. La dogmática hace posible, “al señalar límites y definir conceptos, una aplicación segura y calculable del Derecho penal, hace posible sustraerle a la irracionalidad, a la arbitrariedad y a la improvisación. Cuanto menos desarrollada esté una dogmática, más imprevisible será la decisión de los tribunales, más dependerán del azar y de factores incontrolables la condena o la absolución”. Gimbernat, ¿Tiene un futuro la dogmática jurídicopenal? (en su libro misceláneo Estudios de Derecho penal, Cívitas, Madrid, 1976, ps. 57-82), p. 78. “La ciencia jurídica busca determinar el alcance de lo prohibido y desvalorarlo en forma lógica (no contradictoria), brindando al juez un sistema de proposiciones que, aplicado por éste, hace previsibles sus resoluciones y, por 1

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Ahora bien, cabe darse cuenta fácilmente de que la imposición, primero y la ejecución posterior de la pena no son sino momentos que la convierten de nuda hipótesis legal, abstracta y general, en efectiva realidad social, concreta e individualizada, o, en otros términos, mediante los cuales pasa aquélla de ser una simple amenaza de sanción jurídica, una sanción conminada en la ley, y, como tal, de carácter ideal y, además, incierta, a ser una sanción plena de contenido, de existencia objetiva, cierta, que ha recaído sobre un sujeto en particular y que grava y constriñe su vida2. De donde se infiere que, para una comprensión adecuada y el consiguiente manejo inteligente y riguroso de semejantes momentos, se hace imprescindible tener presente el concepto mismo de pena y las virtualidades ínsitas en él, que serán, pues, las que se actualicen y cobren existencia real en la condena punitiva y su cumplimiento. Esto lleva ineluctablemente a tocar cuestiones previas y más hondas que las dogmáticas, de índole filosófica, mas no para recrearse en su pura contemplación sin ningún designio ulterior, sino para partir de ellas y calibrar así el valor y las posibilidades de la concepción que un ordenamiento adopte o declare sobre la pena y las factibilidades de su imposición y ejecución, y de ninguna manera para justificar o no la existencia y acción del Derecho criminal y de la punición, o sea, para discutir su justificación, la conveniencia o necesidad de su mantenimiento o las posibilidades y ventajas de su abolición, cuestiones, todas, del mayor interés e incluso apasionantes, pero de calado más profundo que el que aquí nos proponemos.

2.

Antes de proseguir puede resultar beneficioso distinguir y precisar tres importantes conceptos que suelen tomarse, empero, como equivalentes o ser empleados sin la debida exactitud, es a saber, los de punibilidad, penalidad y pena.

a)

La punibilidad, por la misma contextura de la palabra que la denota, no puede consistir sino en la aptitud para ser penado, o, dicho de modo menos general y vago, la cualidad de un acto que lo hace susceptible de ser sancionado penalmente, o, todavía con más propiedad, la nota o característica inherente al concepto de delito según la cual puede ser sancionado con el particular tipo o especie de sanción jurídica que es la pena. Esto es, aptitud, susceptibilidad, posibilidad, nociones, todas ellas, que sólo tienen sentido y pueden ser actualizadas por hallarse conminada la perpetración de aquello a que se refieren, del delito, con una amenaza penal, con la amenaza de una pena. Sin embargo de estar muy lejos de nuestro propósito en un estudio como el presente el adentrarnos y ahondar en la vexata quaestio de si la pena es nota o consecuencia del delito3, tampoco podemos eximirnos de tomar partido en la controversia y razonar nuestro criterio sobre el particular, tanto por la importancia y significación intrínseca del problema en sí, como por sus consecuencias en orden al tema específico que ahora nos ocupa. Ahora bien, a simple vista cabe advertir que en estos términos la discusión está mal planteada, pues una cosa es la pena, cuestión evidente de hecho y consecuencia evidente del delito, y no de todos, sino sólo de aquellos que efectivamente hayan sido descubiertos y sobre los cuales recae condena, y otra muy diferente la punibilidad, cuestión no menos evidente de Derecho, como posibilidad con arreglo a él de ser penado.

consiguiente, reduce el margen de arbitrariedad, proporcionando seguridad jurídica”, y siendo correcto en este sentido afirmar que “tiene por objeto «proyectar jurisprudencia»”. Zaffaroni, Manual de Derecho penal, Parte general, Ediar, Buenos Aires, 1977, p. 93, y Tratado de Derecho penal, Parte general, 5 vols., Ediar, Buenos Aires, 1980-1983, t. I, p. 280. Ver asimismo, en el Manual, p. 99. La dogmática persigue solamente “hacer segura para el individuo la aplicación del Derecho en un Estado de Derecho”. Zaffaroni, Tratado, t. I, p. 290. Cfr. también Rivacoba, La racionalidad del ordenamiento como presupuesto de la dogmática jurídica en materia penal (en su obra miscelánea Nueva crónica del crimen, Edeval, Valparaíso, 1981, ps. 187-211), ps. 191-197. A pesar de ser incierto el étimo de la palabra sanción, resulta sumamente sugestiva la teoría que la emparienta con sanguis, -inis (sangre), y que desarrolla sobre el particular Fernández de Escalante en su discurso Sobre el concepto y origen de la voz sanción, 2a edición, Imprenta Laque, Córdoba, 1983. 2

Cumplidamente considerada y desarrollada por Jiménez de Asúa, Tratado de Derecho penal (publicados, 7 vols.), t. VII, Losada, Buenos Aires, 1970, ps. 104-137. 3

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Sin eludir, pues, la dificultad, mas sin perdernos en ella, obviando lo innecesario y yendo al fondo, hay que reparar en que, así como es inconcebible un delito que no sea antijurídico, que no guarde una relación de contradicción con el orden jurídico4, tampoco es posible un delito que no sea punible, que no pueda ser sancionado jurídicamente con una pena. Ninguno de los restantes elementos o caracteres de la infracción criminal se deduce como éstos a priori, de su mera noción, y tiene, por ende, rango necesario; al contrario, todos son de naturaleza empíricocultural y, por consiguiente, de rango histórico, o sea, contingente, que se dan en ciertos ordenamientos, exigidos por el desarrollo cultural a que responden y las valoraciones que los informan, pero que pueden faltar y desaparecen en otros. En efecto, un delito puede serlo sin culpabilidad, y aún es tarea de nuestros días eliminar de los respectivos ordenamientos los últimos vestigios de la responsabilidad objetiva5; la tipicidad sólo ha advenido al Derecho penal con la consagración del principio de legalidad a fines del siglo XVIII o comienzos del XIX, la hemos visto eclipsarse dolorosamente bajo el empuje de los totalitarismos en la primera mitad del XX y se la burla con desoladora frecuencia en la actualidad, e incluso la actividad puede faltar, y en realidad falta, no ya en las manifestaciones más rudimentarias del fenómeno punitivo, con las formas aberrantes de imputación6, y en una depurada concepción de lo criminoso sobre la base exclusiva de la personalidad7, sino asimismo en los delitos de posición o de sospecha y en situaciones similares. La significación de la antijuridicidad y la punibilidad8 es, no obstante, diversa. La primera no es un concepto propio únicamente del Derecho criminal, sino que éste comparte con otras ramas jurídicas, o sea, un concepto fundamental del Derecho9, y, en cuanto tal, constituye el género próximo de la noción de delito, mientras que la segunda sí es un concepto privativo del Derecho penal, distingue y separa del abigarrado conjunto de actos antijurídicos y culpables, recorta y perfila dicha noción y constituye lógicamente su diferencia específica. En este punto no cabe en verdad oponer que, concibiendo el delito como antijuridicidad y culpabilidad tipificadas, regidas por un mismo tipo, “puede hasta desaparecer la «amenaza penal adecuada» como característica especial de las acciones punibles”10, pues nunca lo empíricocultural y contingente, lo adventicio, puede dejar sin función ni, por tanto, desplazar lo esencial y necesario. Así se percibe y corrobora con gran claridad en los cambios de la dogmática alemana en su concepción y definición del delito, impuestos por las alteraciones de su ordenamiento penal, cuando las mudanzas políticas suprimen en éste la legalidad y de consiguiente la tipicidad cesó de caracterizar aquél, y quienes habían entendido que la referencia a la última hacía superflua la de la punibilidad y prescindieron de ella hubieron de recurrir de nuevo a su mención para acotar suficientemente el concepto de lo delictivo. Sentado cuanto antecede, surge con el máximo rigor lógico, y es claro, que un acto cuya

Una conducta que no esté en contradicción con el orden jurídico del correspondiente Estado “hállase fuera de lo punible (aun cuando contradiga un ordenamiento jurídico extraño, o las costumbres o la moral; y aun cuando –como en los «delitos putativos», «delitos imaginarios»– el que actúa considere erróneamente su acción como antijurídica). La antijuridicidad de la conducta es, sin excepciones, el presupuesto general de la punibilidad”. Beling, Esquema de Derecho penal, traducción de Sebastián Soler, Depalma, Buenos Aires, 1944, p. 22. En sentido concordante, Jiménez Huerta, La antijuricidad, Imprenta Universitaria, México, D.F., 1952, p. 11. 4

5 “En

efecto, podemos concebir una acción criminosa sin culpa –recordemos tan sólo la responsabilidad objetiva–, pero no podemos imaginarnos un delito sin antijuridicidad, como un hombre sin aspecto humano”. Maggiore, Derecho penal, traducción de José J. Ortega Torres, 5 vols., Temis, Bogotá, 1954-1956, t. I, p. 383. Concordantemente, Jiménez Huerta, lug. cit. En las cuales, además de una vinculación subjetiva, de orden psíquico, del individuo con lo que ocurra, falta, asimismo, una vinculación objetiva, de carácter físico, o sea, causal. 6

7

Piénsese en un neto Derecho penal de autor.

Ambas, según se ha hecho ver, con jerarquía de notas necesarias, o sea, infaltables, en la noción del delito en abstracto o en sí misma considerada, cualesquiera que sean la caracterización que éste reciba en los diferentes ordenamientos punitivos y las consiguientes exigencias que en ellos se añadan y lo constituyan y perfilen y que dogmáticamente proceda indagar y establecer. 8

Así, por ejemplo, en Stammler, Tratado de Filosofía del Derecho, traducción de Wenceslao Roces, Reus, Madrid, 1930, ps. 294-295. 9

10

Beling, La doctrina del delito-tipo, traducción de Sebastián Soler, Depalma, Buenos Aires, 1944, p. 29. - 10 -

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perpetración esté conminada con una amenaza penal, con la amenaza de una pena, es y no puede dejar de ser, por ello solo, apto para o susceptible de ser penado, punible 11.

b)

Por penalidad se debe entender la amenaza penal, esto es, la pena abstracta, señalada en abstracto o de manera abstracta en la ley para una hipótesis delictuosa como tal, que se aplicará y hará efectiva concretamente en y para cada caso particular en que la hipótesis se actualice, pasando de ser un mero supuesto legal a ser una realidad humana y social. Menos la de muerte y las perpetuas, que, naturalmente, no admiten graduación y son rígidas, indivisibles, pero que por fortuna hoy no constituyen sino excepciones en franco descrédito, y la de confiscación, que tampoco se puede dividir y que al presente pertenece más bien a la historia de lo jurídico, jales amenazas penales, penas abstractas o, con una sola palabra, penalidades, son flexibles, elásticas, divisibles, es decir, constan de una cantidad más o menos nutrida, y por lo general inmensa, de posibilidades, comprendidas entre un límite superior y otro inferior, de las cuales se deberá estimar, escoger e imponer una, que será la que corresponda a la gravedad del caso delictivo que se juzga y la que en definitiva haya de cumplir el condenado por razón de su responsabilidad en él.

c)

La pena, en fin, es algo más concreto, absolutamente concreto; no la amenaza que la ley designa y con que la ley conmina en abstracto para la hipótesis de una determinada especie delictiva, sino la posibilidad y magnitud incluida en ella que el juez precisa e impone en concreto por un delito particularizado, por la ocurrencia delictiva individualizada, y el condenado debe cumplir. Ésta sí, y no su posibilidad, es consecuencia del delito. El delito, para y por serlo, es punible, pasible de pena, con independencia de que sea o no penado12. Que sea punible no exige ni envuelve que haya de ser penado; puede quedar impune. En cambio, la sanción, toda sanción, la sanción de cualquier tipo, no es sino la consecuencia normativa del incumplimiento de un deber; y, por tanto, la pena, como sanción jurídica que es, la especie más grave, y de carácter público, de que disponga el respectivo ordenamiento jurídico, ha de ser consecuencia del incumplimiento de un deber, o sea, en su caso, de un acto de la mayor intensidad antijurídica en el ordenamiento de que se trate, de un delito13 14.

3.

Hace ya mucho que en el Derecho penal se viene hablando de la idea de fin15. Toda la comprensión, evolución y orientación de esta rama jurídica, todo su sentido, ha dependido y ha de depender de los fines que se le reconozca o se le asigne, que en buenas cuentas no pueden ser sino los fines efectivos o supuestos del castigo16. Siendo el Derecho, y, por tanto, dentro de él, el Derecho penal, desde sus formas o manifestaciones más espontáneas y elementales hasta las más elaboradas y conscientes, una creación humana, y dadas, por otra parte, las características constitutivas y diferenciales del hombre y de su obrar17, aquél ha de perseguir siempre fines, ha de 11

Entiende muy de otra manera la punibilidad Zaffaroni, Manual, cit., ps. 557-559, y Tratado, cit., t. V, ps. 11-18.

Como es culpable, reprochable, aunque no sea culpado, reprochado. Cfr.: Rivacoba, La obediencia jerárquica en el Derecho penal, Edeval, Valparaíso, 1969, p. 122. 12

En la actual dogmática española considera asimismo la punibilidad “último elemento esencial” del concepto de delito y la distingue de la penalidad, Polaino Navarrete, La punibilidad en la encrucijada de la dogmática jurídico-penal y la política criminal, estudio contenido en su libro misceláneo Criminalidad actual y Derecho penal, Universidad de Córdoba, 1988, ps. 11-46; y en la misma línea se encuentran también, más o menos nítida y decididamente, otros autores, como es de ver en nuestra obra El delito de contrato simulado, Conosur, Santiago de Chile, 1992, ps. 78-79 (de este libro hay edición poco anterior, de Akal, Madrid, 1992). 13

El pensamiento expuesto en este apartado 2 ya fue dado a conocer en nuestro libro La obediencia jerárquica en el Derecho penal, cit., ps. 99-100, y, con gran detenimiento y documentación, también en El delito de contrato simulado, cit., ps. 77-85. 14

Cfr.: Von Liszt, La idea de fin en el Derecho penal, traducción de Enrique Aimone Gibson, revisión técnica y prólogo de Manuel de Rivacoba y Rivacoba, Edeval, Valparaíso, 1984. 15

16

Cfr. ibídem, p. 56. - 11 -

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ser finalista18. Ahora bien, puesto que todo el ordenamiento y todo el sistema penales, es decir, en lo normativo y en lo teórico, desde sus fundamentaciones filosófica e histórica, con su compleja regulación y su minuciosa doctrina del delito, no tienen otra función y sentido que establecer las bases y condiciones de la pena, o, en su caso, de la exclusión de ella, cualesquiera que los fines que se propone el Derecho punitivo sean, tiene que proponérselos y perseguirlos mediante la pena, o, expresado con mayor propiedad, como fines de la pena; tienen que ser los fines de la pena, los que ésta se proponga o persiga. Por lo cual, discurrir acerca de las finalidades del uno o determinarlas no es, en el fondo y con más exactitud, sino reflexionar sobre las finalidades de la otra o señalarlas. Asunto que, naturalmente, ha preocupado de antiguo más a los estudiosos que a los legisladores, es achaque, más que moderno, reciente el consignar tales fines en los textos legales, entendiendo esta expresión en su mayor amplitud, comprensiva desde la constitución hasta los reglamentos, y, por ende, de los códigos. Sin detenernos ante otras declaraciones similares19, recordemos, como documentos de origen y carácter muy diversos, pero bien significativos todos en este aspecto, el célebre art. 27 de la Constitución italiana de 1947 (“Las penas no pueden consistir en tratamientos contrarios al sentido de humanidad, y deben tender a la reeducación del condenado”), el 19 del famoso en su momento y hoy olvidado Proyecto de Código Penal argentino de 1974-1975 (“Las penas que establece este Código persiguen principalmente la reeducación social del condenado”), el 27 de los códigos cubanos de 1979 y de 1987 (“La sanción no tiene sólo por finalidad la de reprimir por el delito cometido, sino también la de reeducar a los sancionados en los principios de actitud honesta hacia el trabajo, de estricto cumplimiento de las leyes y de respeto a las normas de la convivencia socialista, así como prevenir la comisión de nuevos delitos, tanto por los propios sancionados como por otras personas”), el 12 del colombiano de 1980 (“La pena tiene función retributiva, preventiva, protectora y resocializadora. Las medidas de seguridad persiguen fines de curación, tutela y rehabilitación”) y el IX del título preliminar, sobre Principios generales, del peruano de 1991 (“La pena tiene función preventiva, protectora y resocializadora. Las medidas de seguridad persiguen fines de curación, tutela y rehabilitación”)20. Que las finalidades declaradas sean o no congruentes con la entidad íntima de la pena y, por tanto, resulten o no factibles; que en algunos casos comprendan estas declaraciones las más heterogéneas finalidades, e incluso todas las concebibles, y que en ellos sean compatibles entre sí o, por lo contrario, se contrapongan y destruyan mutuamente, es otra cuestión. Pero, prescindiendo por ahora de ahondar en el problema, cabe observar que el consignar fines u objetivos por su propia índole, o por las condiciones en que se enuncian, inalcanzables, o bien sin contar con medios adecuados y suficientes para llevarlos a cabo, revela que tales aserciones, de cuya noble inspiración nadie dudará, en la realidad no pasan de ser expresiones de deseos o, a lo sumo, declaraciones de principios, de cuya índole auténticamente jurídica, desde el momento en que no regulan conducta, sí es lícito y lógico dudar. Menos aún se justifica estampar en los textos legales ciertas finalidades para las penas de privación de libertad, desentendiéndose de los fines de las restantes penas y de los fines de las penas en general. Así, por ejemplo, en el art. 25, 2, de la llamada Constitución española –porque real y técnicamente no es más que una carta otorgada– de 1978 (“Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”)21, o el 43, inciso o párrafo Cfr.: Aristóteles, Moral a Nicómaco, libro III, capítulos 5 y 6, y, en otra perspectiva, Ihering, El fin en el Derecho, traducción de Leonardo Rodríguez, Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, s. f., p. 14 (“Obrar y obrar con un fin, son términos equivalentes”). 17

“En el terreno del Derecho todo existe para el fin y en vista del fin; el Derecho entero no es más que una creación única del fin” (Ihering, ob. cit., p. 273). “El hombre que piensa, que medita, hallará siempre, en el terreno del Derecho, el fin de cada una de sus instituciones. La investigación de este fin constituye el objetivo más elevado de la ciencia jurídica, tanto desde el punto de vista del dogmatismo del Derecho, como de su historia” (ibídem, p. 274). 18

Declaraciones análogas, en textos constitucionales y legales muy ajenos a veces entre sí, se las puede ver en Rívacoba, Krausismo y Derecho, Castellví, Santa Fe, 1963, ps. 179 y 180, notas 261 y 264. [Ir a Krausismo y Derecho…] 19

Quien eche de menos, en este calco del precepto trascrito del Código colombiano, la mención de la función retributiva, puede encontrarla, empero, en la Exposición de motivos, apartado referente a lo que denomina Contenido, casi al final. 20

- 12 -

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primero, del Código Penal tipo para Iberoamérica. Ninguna razón existe ni se aduce para ello, y hay que tener presente, por lo contrario, que, mientras que la pena es un concepto infaltable y permanente en el Derecho, independiente de sus concreciones en los distintos tiempos y culturas, con una entidad precisa, que se propone determinados fines, las penas privativas de la libertad, u otras cualesquiera, tienen un carácter eminentemente histórico, contingente, que no les permite poseer una entidad peculiar ni entrañar unos fines propios, solos de ellas y diferentes de los de las demás. Todavía hay cuerpos legales que se refieren en particular a los fines de la ejecución de la pena. Por ejemplo, en la Argentina, la Ley Penitenciaria Nacional, de 14 de enero de 1958, art. 1 (“La ejecución de las penas privativas de libertad tiene por objeto la readaptación social del condenado”) y, después, el Proyecto de Código Penal, de Soler, de 1960, art. 34. Pretensión, ésta, difícilmente admisible, dado que supone escindir y aun oponer la noción de pena y su ejecución y que aquélla puede abrigar en si unos fines y al ejecutarla otros. Claro es que a su propósito se puede recordar, y puede reforzarla, la concepción que atribuye a la pena fines distintos y hasta antagónicos, según los sucesivos estadios de su iter: de prevención general en cuanto conminación contenida en la ley, retributivo en el acto de su imposición por el juez y de prevención especial (reincorporación o reinserción del delincuente en la comunidad, resocialización) en la fase de su ejecución22; concepción que Roxin llama “teoría unificadora dialéctica”23. No obstante, se basa en una distorsión de la realidad, pues la pena, su imposición y su ejecución sólo en el plano de lo ideal constituyen nociones diversas que un mero discurso lógicoabstracto pueda captar por separado, pero en lo efectivo no constituyen estadios ajenos el uno al otro, entre los cuales se dé una solución de continuidad, sino simples momentos de una misma entidad en el proceso de su realización, que se complementan en su sucesión; y es una distinción artificiosa, que únicamente la magia de los conceptos, o quizá sólo de las palabras, hace presentable o atractiva y perpetúa24. O sea, en resumen, que carece de asidero y justificación distinguir los fines del Derecho punitivo y los de la pena, pues todo aquél no va sino encaminado y se corona en ésta, y también los fines de la pena en sí, cualquiera que sea, y los de la pena privativa de la libertad, Hiera concreción histórica y contingente de ella, así como, por último, los fines de la pena y los de su imposición y de su ejecución, que no son más que momentos en que su noción y amenaza se realiza.

4.

Ahora bien, el concepto de fin supone por su propia índole el de medio, y, por ende, los fines de la pena, prescindiendo aun de cuáles sean o puedan ser, requieren inexcusablemente medios oportunos para su consecución. En tal punto, sin largos razonamientos se comprenderá que semejantes medios han de venir dados por su aplicación, esto es, por las operaciones precisas para convertirla de sencilla amenaza en una efectiva realidad, operaciones, a su vez, que se desdoblan en un pronunciamiento judicial que determina la pena (el quid y, en su caso, el quantum) para cada ocurrencia delictiva y la impone así al delincuente, y, de inmediato, su ejecución en o cumplimiento por el condenado. Sin o antes de su determinación e imposición y su ejecución o cumplimiento, la pena no pasaría de ser un flatus vocis, falto de toda realidad jurídica, social y humana; pero “las penas no son números solamente”, decía Pacheco25, ni, menos, palabras. Con el que concuerdan el 1 de la Ley orgánica general penitenciaria, de 26 de setiembre de 1979 (“Las instituciones penitenciarias reguladas en la presente ley tienen como fin primordial la reeducación y la reinserción social de los sentenciados a penas y medidas penales privativas de libertad”), y el también 1 del Reglamento penitenciario, de 8 de mayo de 1981, fundamentalmente idéntico en este punto. 21

Cfr.: Roxin, Sentido y límites de la pena estatal, en su obra miscelánea Problemas básicos del Derecho penal, traducción y notas de Diego-Manuel Luzón Peña, Reus, Madrid, 1976, ps. 11-36. 22

23

Ibídem, p. 33.

“¡Qué misterio permite explicar convincentemente que la misma pena se trasfigure y cambie de naturaleza (de «mal» coactivo con el que se intenta contramotivar al delincuente potencial a «remedio» benefactor, resocializador, para el reo que la experimenta), sino el fácil, pero simplista expediente lógico criticado que consiste en contemplar un mismo objeto desde enfoques distintos y parciales!”. García-Pablos, en la obra colectiva Comentarios a la legislación penal, Ley orgánica general penitenciaria, 2 vols., Edersa, Madrid, 1986, t. I, p. 28. 24

25

El Código penal concordado y comentado, 5a edición, corregida y aumentada, 3 vols., Imprenta y fundición de Manuel - 13 -

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De lo cual se colige que los mencionados medios tienen que estar y lo son en cuanto están orientados en el sentido del fin de la pena, y también que para dictarla y ejecutarla o hacerla cumplir o, previamente, para interpretar y aplicar las normas jurídicas que prescriben cómo se debe dictar y ejecutar o hacer cumplir una pena hay que tener clara la finalidad de ésta. Tal es el cometido de las páginas que siguen.

Tello, Madrid, 1881, t. I, p. 358. - 14 -

II LAS TEORÍAS ACERCA DEL FIN DE LA PENA 1. Multiplicidad de teorías acerca del fin de la pena y necesidad de clasificarlas. 2. Clasificación. 3. Consideración particularizada de algunas especialmente significativas o importantes.

1.

Es de comprender que la de la finalidad o las finalidades de la pena es una materia de gran importancia y envergadura, que no podía dejar de interesar desde antiguo a los espíritus inquisitivos y reflexivos y que ha tenido que dar lugar así a multiplicidad de teorías que suscitan por lo mismo la necesidad de su clasificación. Por supuesto, el problema de la finalidad (el para qué) de la pena no es el único que haya de dilucidar una consideración abstracta y omnicomprensiva del Derecho punitivo en lo que éste tiene de universal e incondicionado, es decir, con independencia de su concreción en cualquier ordenamiento jurídico determinado, sea del pasado, del presente o del porvenir; consideración que abarca asimismo, por lo menos, los del fundamento o la justificación (el porqué) y los elementos universales y necesarios de semejante rama del Derecho y el método de su conocimiento. Pero no es menos cierto, sino todo lo contrario, que es uno de tales temas, y que, tratándose de una realidad, por humana, eminentemente finalística, tiene una categoría dominante y decisiva. Tanto es así, que en una construcción especulativa de este Derecho cabe muy bien prescindir de algunos de los puntos enumerados, y, singularmente, de precisar los elementos. universales que en todo caso hayan de constituirlo o el método adecuado para conocerlo, pero nunca del télos o finalidad que se proponga o para que sirva; y por ello, sin perjuicio de otros criterios y ordenaciones, puede proporcionar una base muy indicada para clasificar las doctrinas de carácter filosófico acerca del Derecho de los crímenes y las puniciones1, o, si se quiere, en términos más difundidos, teniendo en cuenta la indudable raigambre y significación filosófica de la palabra escuela2, las con mayor o menor acierto llamadas escuelas penales. De todos modos, aquí no nos interesa el conjunto de los problemas que integran la consideración filosófica de lo punitivo, sino más recortadamente, siquiera dentro de aquél tenga significación e importancia capital, el de las teorías sobre el objeto de la punición.

Crítica de esta clasificación y exposición de otras, en Jiménez de Asúa, ob. cit., t. II, 3 a ed., Losada, Buenos Aires, 1964, ps. 31-32. También es ilustrativa la nota de don Francisco Giner a su trad. de la obra de Röder, Las doctrinas fundamentales reinantes sobre el delito y la pena en sus interiores contradicciones. Ensayo crítico preparatorio para la renovación del Derecho penal, 3a ed., Victoriano Suárez, Madrid, 1876, ps. 41-45. 1

A partir de la scholé griega, ocio, y del ocio en la concepción y organización helénicas de la vida pública, como ocupación propia del ocio (o falta de necesidad de entregarse a trabajos mecánicos), esto es, el estudio y el saber, y, por sucesivas ampliaciones, el grupo de los que estudian, el conjunto de doctrinas que comparten y, en fin, el lugar del estudio. Sobre el particular, va nos expresamos de manera concordante en El centenario del nacimiento de Dorado Montero, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1962, ps. 67-68, y más recientemente en El correccionalismo penal, Marcos Lerner, Córdoba (R. Argentina), 1989, ps. 11-12. 2

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2.

A este respecto es de suma utilidad, no obstante su antigüedad, la clasificación de Anton Bauer (1772-1843), en teorías absolutas, relativas y mixtas3, complementada por los conceptos, poco anteriores, de Bentham (1748-1832), de prevención general y prevención especial4, e insertando, por último, en el primero, la distinción, bien actual5, de prevención general negativa y prevención general positiva. Tales denominaciones ya se sabe que designan grupos de teorías muy numerosas y diversas que, a despecho de sus oposiciones y diferencias internas, convienen en ciertos rasgos fundamentales que las separan profunda e insalvablemente de otras y las acercan entre sí. Las absolutas sostienen que la pena no es medio para ningún fin extrínseco, ajeno a su propia noción, sino que constituye la mera sanción del delito, su función no traspasa los límites de su intimidad y su entidad, acción y finalidad se agotan en ella misma. A pesar de que entiendan de muy distinto modo la retribución, son, todas, retributivas. Según la conocida máxima que las resume, significa y caracteriza, punitur quia peccatum est. Sin más. Para las relativas, en cambio, la pena de un delito pasado es medio que evita otros en lo futuro. Son, pues, preventivas. Punitur ne peccetur. Esta prevención puede obrar sobre los seres humanos en general, haciendo que, por el espectáculo o magisterio de la pena impuesta al delincuente, los demás se abstengan de delinquir6. Crea, así, un clima generalizado de prevención (prevención general). O puede obrar sobre el propio condenado, haciendo que, por los efectos que haya surtido en su personalidad la pena que ha sufrido, sea precisamente él quien se abstenga de delinquir, esto es, que no incurra de nuevo en el delito, que no reincida. Cumple, así, una función preventiva de carácter y alcance individual o especial (prevención especial). Las mixtas, como se comprenderá, asumen ambos criterios. Para ellas, la pena mira a la vez hacia el pasado y hacia el porvenir, retribuyendo el delito ya perpetrado y previniendo al propio tiempo la realización de otros nuevos. Punitur quia peccatum est et ne peccetur. Todavía cabe distinguir y se distingue en nuestros días una prevención general negativa, que es la tradicional, la conocida tradicionalmente como prevención general, la que obra de manera indiscriminada sobre la sociedad como freno inhibitorio de la delincuencia, y una prevención general positiva, la que la pena ejerce sobre la sociedad, no inhibiendo en ella tendencias o impulsos delictivos, sino reforzando en su lugar la confianza y adhesión social en el complejo normativo y el sistema de valores que lo informa, al cual deben atenerse, por el cual deben regirse y conforme al cual deben conducirse cuantos la integran, como base de una situación institucionalizada de seguridad común y confianza mutua. En sentido análogo, ya había dicho mucho antes, entre otros, Ruy da Costa Antunes que “fin de la pena, esencialmente, es reavivar en la conciencia común el desvalor de la conducta violadora de la norma que ordena el respeto a cierta categoría de bienes y, así, reafirmar la importancia de tales bienes y la exigencia de que sean respetados”7. Dentro de este cuadro se puede ubicar, junto a las que en cada caso les sean más afines y bien separadas de las más distantes, las incontables teorías que se han Cfr. su Die Warnungstheorie nebst einer Darstellung und Beurtheilung aller Strafrechtstheorien (La teoría de la advertencia, con una exposición y crítica de todas las teorías de Derecho penal), Göttingen, 1830, ps. 270-273. En castellano, dicha clasificación puede vérsela reproducida en Röder, ob. ps. 43-47. 3

En realidad, prevención particular. Cfr. Bentham, Teoría de las penas legales, 2 vols., Imprenta de J. Smith, París, 1825, t. I, p. 15. 4

Con Claus Roxin, Armin Kaufmann, Winfried Hassemer, Günther Jacobs, Heinz Zipf, etc., y su inclinación por la prevención general positiva o integradora. 5

Quizá simplificando demasiado y exagerando un poco este pensamiento se le puede hacer más fácil de captar con la vieja frase del escarmiento en cabeza ajena. 6

7

Problemática da pena, Recife, 1958, p. 342. - 16 -

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sucedido a través del tiempo concernientes al fin de la pena.

3.

Aunque, lógicamente, no es factible examinar aquí todas las teorías que forman cada uno de estos grupos, ni siquiera la mayoría o aun cierto número de ellas, ni tampoco sería de interés para nuestro intento actual, puede resultar conveniente resumir o recordar, pues son muy conocidas, algunas de especial significación o importancia. Mas antes cumple deshacer un equívoco en el cual con reiteración se ha incurrido y que persiste en autorizados pensadores contemporáneos al concebir y definir la pena: la cuestión de si es un bien o un mal. Todavía Antón la define como “un mal que el Estado impone, por medio de sus órganos jurisdiccionales y con las garantías de un proceso destinado a este fin, al culpable de una infracción criminal como retribución de la misma y con la finalidad de evitar nuevos delitos”, probando que sea un mal por consistir su contenido “en una privación de bienes jurídicos”8. Y a continuación cree resolver la dificultad que a tal criterio suscita el hecho de que algunos individuos deseen, apetezcan y hasta busquen la pena, porque ésta “se da para seres psicológicamente normales, en los cuales actúa siempre como aflicción”9, olvidándose, sin duda, del Crainquebille, de Anatole France, de quien sería tan ofensivo como falso sostener que era un perturbado y que de ningún modo constituye un caso sólo literario o infrecuente10, y perdiendo de vista, asimismo, que no toda privación de un bien jurídico causa a quien queda despojado de él una aflicción ni le provoca un pesar, sino acaso satisfacción o alegría. En sus más escuetos términos, la cuestión debe ser planteada en la siguiente disyuntiva: si se entiende que es un bien (o un mal) subjetivamente, para el delincuente (desde su punto de vista), u objetivamente, para la sociedad (en atención a los intereses sociales). Si lo primero, es de advertir que el delincuente, y, por supuesto, hay que pensar en y referirse al delincuente normal11, tanto puede percibirla en un sentido como en otro, temiéndola y rehuyéndola o anhelándola y entregándose a ella, según su mentalidad y convicciones, sus estimaciones e incluso sus intereses o necesidades personales, y que tales actitudes, además, pueden variar según la diversidad de los períodos de su vida o de las circunstancias en que se encuentre. Si lo segundo, supone resolver o tratar de resolver una cuestión social y jurídica con categorías morales o de pura sensibilidad, desconociendo la diferencia de naturaleza y alcance entre ambos planos. El primer criterio, sobre ser poco adecuado por su índole para enfocar un problema social y jurídico, es incierto; el segundo, inaceptable. Luego se está en presencia de un sinsentido, que, por serlo, ha de ser desechado de toda preocupación y elaboración científica o filosófica. Aclarado lo cual, es oportuno pasar a la consideración de determinadas teorías; unas, por ser en alguna dirección características, y otras, por estar grávidas de significado o consecuencias.

a)

Entre las absolutas, son clásicas las concepciones de la pena como retribución divina, retribución estética, retribución moral y retribución jurídica.

a’)

Para Stahl (1802-1861), que es el más destacado representante de la primera, la justicia constituye la idea del mundo moral en cuanto tal, porque es “la inviolable conservación de un orden ético dado”, disponiendo del poder de reparación y el de castigo para anular al rebelde o hacerle sufrir y manifestar y restaurar así la eterna superioridad del orden ético. Por lo cual, es ley eterna de la justicia el que al mal siga inevitablemente la pena. Ahora bien, siendo el Estado el orden externo de Dios sobre la tierra, o sea, la voluntad divina que se realiza en el tiempo, recibe de Él como una delegación el derecho de castigar y debe preservarlo, venciendo la voluntad antijurídica mediante su anulación o haciéndole padecer. Por lo demás, como miembro que es de la Derecho penal, 2a ed., anotada y puesta al día por José Julián Hernández Guijarro y Luis Benéytez Merino, Akal, Madrid, 1986, p. 509. Prescindimos aquí de las severas objeciones que cabría formular a la definición trascrita. 8

9

Ibídem, p. 510.

Sobre La edificante historia de Crainquebille, cfr. Ruiz-Funes, Ideas penales de Anatole France, Tip. Sucesores de Nogués, Murcia, 1926, ps. 75-90. También Jiménez de Asúa, ob. cit., t. II, cit., ps. 22-24. 10

11

Que, por lo demás, es el único verdadero delincuente. - 17 -

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comunidad humana que el orden divino establece y gobierna, la propia personalidad del delincuente, desprovista de la concupiscencia que la desnaturaliza y hace extraña a sí misma, exige también la pena, como postulado de su naturaleza moral. En fin, la inmoralidad y el pecado no forman parte del concepto de delito, y por ello la pena no es un dolor moral ni una condena eterna, sino un sufrimiento corporal, cuya causa tampoco es la venganza, porque no se pena al delincuente con el objeto de que sufra, sino que sufre porque se le castiga. En esta línea figuran asimismo Jarcke (1801-1852), Bekker y De Maistre (1753-1821).

b')

Aunque la idea de la retribución estética se remonta a Leibniz (1646-1716), fue desarrollada sobre todo por Herbart (1776-1841) y continuada por Geyer (1831-1885). El segundo dice que la justicia no es una ley de la conducta, sino un criterio para juzgar la conducta; no es una regla ética, sino un principio estético, que, como principio, tiene un valor teorético, no práctico, y como estético, un valor subjetivo, no objetivo. Esto hace que repugne todo acto que perdure sin retribución, y, aplicándolo al Derecho penal, que el desequilibrio moral producido por una acción nociva exija la debida sanción, y, por ende, la idea estética de la justicia compensadora exige la pena como una necesidad estética. En bellas expresiones había afirmado mucho antes Leibniz que existe una especie o clase de justicia que no tiene por objeto la enmienda, ni el ejemplo ni la reparación del mal, sino que, fundada en la mera conformidad, exige una cierta satisfacción que consista en la expiación de una acción mala y que satisface no sólo al ofendido, sino también a los sabios, al modo que contenta a los espíritus bien dispuestos un elegante concento o una buena arquitectura12.

c’)

La retribución moral es propia de Kant (1724-1804), y está expuesta en sus Principios metafísicos del Derecho, de 179713. Comoquiera que ha de constituir el punto de partida para los razonamientos que serán desenvueltos más adelante, queda el ocuparse de ella para entonces14.

d’)

Hegel (1770-1831) alumbró en su Filosofía del Derecho, de 182115, la teoría de la retribución jurídica, que “representa la dirección dialéctica de la retribución”16. A su juicio, la teoría de la pena es una de las materias que la doctrina jurídica de los tiempos modernos peor ha ahondado, y todos los errores en ella derivan de considerar la pena como un mal o como un bien. Piensa, con Klein (1743-1810), que es “contrario a la razón querer un mal únicamente porque preexiste otro mal”; y también es erróneo considerarla un bien, porque de lo que en el fondo se trata no es de negar el delito como la producción de un mal, sino como lesión del Derecho en cuanto Derecho. Ahora bien, “la vulneración del Derecho como tal es, ciertamente, una existencia positiva, exterior, que es en sí nula. La manifestación de su nulidad es el anulamiento de la existencia de aquella vulneración; es la realidad del Derecho como su necesidad que se concilia consigo misma mediante la negación de su vulneración”17. La lesión del Derecho consiste en la voluntad individual del delincuente, y, por consiguiente, la lesión de esta voluntad es la anulación del delito, que de otro modo sería válido, y, en definitiva, así, la reintegración del Derecho. El delito es lesión o negación del Derecho, y la pena, negando el delito, lo supera y restablece el Derecho. La pena es, pues, justa en sí; pero lo es igualmente en relación con el delincuente, en cuya acción, como acción que es de un ser racional, hay implícito un universal, a saber, que aquélla crea por sí misma una ley que reclama la pena y que el delincuente reconoce

No obstante su concepción retributiva, tampoco falta en Leibniz una idea preventiva, en el sentido, sobre todo, de la prevención general, naturalmente, negativa. Ver, al respecto, Elementos del Derecho y de la equidad (en el volumen Escritos de Filosofía jurídica y política, traducción de José María Atencia Páez, edición preparada por Jaime de Salas Ortueta, Editora Nacional, Madrid, 1981, ps. 121-135), p. 134. 12

13

Traducción de Gabino Lizárraga, Madrid, Victoriano Suárez, 1873.

14

Cfr. infra, capítulo IV, 1, d.

15

Traducción de Angélica Mendoza de Montero, 4a ed., Claridad, Buenos Aires, 1955. Cfr. §§ 97-103, ps. 105-110.

16

Jiménez de Asúa, ob. cit., t. II, cit., p. 43.

17

Hegel, ob. cit., § 97, p. 105. - 18 -

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como válida en sí, quedando comprendido en ella como bajo su propio Derecho. Por lo cual, al punirle, el delincuente, en tanto que ser racional, “es honrado con la pena”, que pertenece a su Derecho particular y le trata por lo mismo como persona. “Este honor no llega a él, si el concepto y la norma de su pena no se toman de su mismo acto y si es considerado el delincuente como un animal dañino al que habría que hacer inofensivo, o a los fines de la intimidación y de la corrección”18. En Alemania siguió a Hegel en esta materia, con mayor o menor fidelidad, multitud de autores. Albert Friedrich Berner (1818-1907) acaso haya sido su “más directo heredero”19 , si bien, para él, la finalidad retributiva no excluía que la pena cumpla asimismo, como fines complementarios y subordinados, los de intimidación y corrección. Antes, Julius Heinrich Abegg (1796-1868) encontraba el lugar de la pena “simplemente al servicio de la justicia”, aunque tampoco dejaba de asignarle un sentido de satisfacción pública en relación con la colectividad y de expiación en referencia al delincuente; para Christian Reinhold Köstlin (1813-1856), la pena se justifica en la necesidad de reparar objetivamente el Derecho, pero debe perseguir también el fin de intimidar y mejorar al delincuente, y, por último, Hugo Hälschner (1817-1889), partiendo siempre de la retribución que cancela el delito, admitía al propio tiempo, no como finalidad de la pena, sino como criterio complementario para su mensura, la corrección. Y en Italia hay algo más tarde un hegeliano puro y notorio, Enrico Pessina (1828-1916), para quien “el delito es la negación del Derecho”, o, también, “la acción de la libertad humana que infringe el Derecho”20, y “la violación o negación del Derecho exige la reafirmación del mismo, lo cual significa que la fuerza del Derecho debe vencer a la actividad individual, sujetándola, subordinándola a sí misma. Es preciso, por tanto, que cierto sufrimiento represente la retorsión de la fuerza del Derecho contra la actividad rebelde. Al delito, pues, debe suceder una restricción de los derechos, que haga sufrir en nombre del Derecho violado y tenga por objeto reafirmar el Derecho en todo lo posible, tanto en la sociedad humana, en cuyo seno el delito aparece, como en la misma individualidad violadora […]. El fin de la pena es anular el delito”21.

b)

Las relativas, por concebir la pena como un medio para fines extrínsecos a sí misma, es decir, que su razón de ser y su función consisten en disuadir, sea indistintamente a los integrantes de la sociedad, en la doctrina de la prevención general22, o en particular al condenado a ella, en la de la prevención especial, de la perpetración de nuevos delitos, tienen, todas, un signo utilitario. La única diferencia fundamental entre las distintas teorías, bien de la prevención general o de la especial, radica en los diversos modos que respectivamente señalan de conseguir uno u otro de estos fines 23.

a’)

Aunque con precedentes antiguos, el pensamiento de la prevención general inicia en el siglo XVII, con el iusnaturalismo clásico y su reviviscencia de la idea del contrato social, de Grocio (1583-1645) en adelante, una línea continuada24, que se acentúa en la época de las luces y predomina en la centuria décimonona.

18

Hegel, ibídem, § 100, p. 108.

19

Jiménez de Asúa, ob. cit., t. II, cit., p. 44.

Elementos de Derecho penal, traducción de Hilarión González del Castillo, prólogo y adiciones de Félix de Aramburu y Zuloaga, 2a ed., anotada y adicionada por Eugenio Cuello Calón, Reus, Madrid, 1913, ps. 87 y 88. 20

21

Ibídem, p. 88.

Al hablar de la prevención general, y salvo que se puntualice otra cosa, se ha de entender que nos referimos a la prevención general negativa. 22

Cfr.: Karl Binding, Compendio di Diritto penale (Parte generale), prefazione, note e traduzione sulla ottava edizione tedesca di Adelmo Borettini, Athenaeum, Roma, MCMXXVII, ps. 381-382. 23

Cfr.: Rivacoba, Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal, Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, Valparaíso, 1985, pássim. [Ir a Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal…] 24

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Representan muy bien tal pensamiento en el siglo XIX Bentham, Romagnosi (17611835) y Feuerbach (1775-1833). El primero lo expresó con la mayor precisión: “Todo individuo se dirige, aun sin advertirlo, con arreglo a un cómputo bien o mal formado de penas y placeres. Si él presupone que la pena será la consecuencia de un acto que le agrada, obra esta idea con una cierta fuerza para disuadírsele: si el total valor de la pena le parece mayor que el del placer, la fuerza repulsiva será la mayor; y no se verificará el acto”25. Y de esto colige que “la prevención general es el principal blanco de las penas; y es también la razón justificativa de ellas”26. Semejante prevención se efectúa “por medio de la publicación de la pena, y aplicación suya, que, según la común y adecuada expresión, sirve de ejemplo: porque la pena padecida por el delincuente ofrece a cada uno un ejemplo de lo que él tendría que padecer haciéndose reo del mismo delito”27. También el último es muy preciso: “Todas las contravenciones tienen su causa psicológica en la sensualidad, en la medida en que la concupiscencia del hombre es la que lo impulsa, por placer, a cometer la acción. Este impulso sensual puede ser cancelado a condición de que cada uno sepa que a su hecho ha de seguir, ineludiblemente, un mal que será mayor que el disgusto emergente de su impulso al hecho”; “el mal conminado por una ley del Estado e infligido en virtud de esa ley es la pena civil (poena forensis). La razón general de la necesidad y de la existencia de la misma –tanto en la ley como en su ejercicio– es la necesidad de preservar la libertad recíproca de todos mediante la cancelación del impulso sensual dirigido a las lesiones jurídicas”; “el objetivo de la conminación de la pena en la ley es la intimidación de todos, como posibles protagonistas de lesiones jurídicas”28. Y semejantemente Romagnosi: “La sociedad tiene derecho de hacer que la pena siga al delito, como medio necesario para la conservación de sus miembros y del estado de agregación en que se encuentra”; “es necesario para la conservación y para la tranquilidad sociales, que el futuro malvado tema, no sólo los preliminares, sino también las consecuencias de su delito”; “si mantenemos el fin único e inmutable que resulta de su misma esencia, o sea, de su noción, es preciso concluir que el fin único en virtud del cual llega [este Derecho] a ser penal, consiste, en alejar o repeler todo daño que se le puede causar al bienestar de aquel a quien pertenece dicho derecho”29; “el fin de la pena no es momentáneo, único y actual, sino que solamente se refiere y proyecta sobre todo el futuro”; el fin del Derecho penal “no es atormentar o afligir a un ser sensible; no es satisfacer un sentimiento de venganza; no es revocar del orden de las cosas un delito ya cometido, y expiarlo, sino antes bien infundir temor a todo delincuente, para que en el futuro no ofenda a la sociedad [... ] para que no se cometan delitos”30. Mas sin tardar hemos de volver sobre las razones de esta predilección decimonónica por el pensamiento de la prevención general31.

b’)

Como es natural, el pensamiento de la prevención especial tampoco carece de precedentes, remotos y próximos, mas de manera tajante, excluyente y bien asentada sólo surge muy avanzado ya el siglo XIX, con Röder (1806-1879) y la escuela correccionalista de Derecho penal32. En su disertación Commentatio an poena malum 25

Lug. cit.

Ob. cit., t. I, p.16. Y prosigue: “Si no consideráramos el delito pasado más que como un hecho separado que no puede volver a suceder, sería un trabajo totalmente en balde la pena, porque no haría ésta más que agregar uno a otro mal. Pero cuando se contempla que un delito impune daría rienda suelta no solamente al mismo delincuente, sino también a cuantos tuvieran los mismos motivos y ocasiones de cometerle, se conoce que la pena aplicada a un individuo es la salvaguardia universal. La pena, vil medio en sí mismo, y que repugna con todos los afectos generosos, se eleva a la primera clase de los beneficios, cuando la miramos no como un acto de ira o venganza contra el culpable o desdichado que se rinde a unas adversas inclinaciones, sino como un sacrificio indispensable para la común salud” (ps. 16-17). 26

27

Ibídem, p. 16.

Tratado de Derecho penal común Vigente en Alemania, traducción de la 14a edición alemana por Eugenio Raúl Zaffaroni e Irma Hagemeier, Hammurabi, Buenos Aires, 1989, §§ 13, 15 y 16, ps. 60 y 61. 28

29

Y añade en frase lacónica y terminante: “Por tanto, mira únicamente hacia el porvenir”.

Génesis del Derecho penal, traducción de Carmelo González Cortina y Jorge Guerrero, Temis, Bogotá, 1956, §§ 252, 258, 320, 348 y 395, ps. 105, 107, 121-122, 131 y 150. 30

31

Cfr. infra, capítulo III, 2. - 20 -

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esse debeat, de Giessen, en 183933, al cuestionarse aquél en el propio título si la pena debe ser un mal, está adelantando que la respuesta ha de ser negativa, que la pena es un bien y que el delincuente tiene, por consiguiente, derecho a ella. Esta escuela supone un giro antropológico del Derecho punitivo, que todavía se mueve, sin embargo, en un plano eminentemente especulativo, metafísico e idealista, y también filantrópico, poco propicio para impulsar y lograr reformas efectivas en lo jurídico; pero a poco andar adquiere semejante giro una orientación mucho más concreta, por su índole naturalística, de carácter individual y social, con el positivismo penal, y muy vinculado asimismo a la consideración de los intereses sociales, mas contenido siempre dentro de los límites normativos de lo jurídico, en Von Liszt (1851-1919)34, señalándose con ello otros dos momentos, de común importancia en su significación dispar, para la idea de la prevención especial.

c)

Ejemplos ilustres de teorías mixtas son en el mismo siglo las de Rossi (1787-1848) y Pacheco (1808-1865). Para el primero, la pena cumple a la vez un fin de justicia moral que remunera el mal con el mal y otro de conservación y protección del orden social, como enseñanza moral dirigida al pueblo acerca del significado de ciertos actos y como aviso a todos los individuos para lograr que se abstengan de perpetrarlos 35; y para el segundo, el fin principal es la expiación, “porque la expiación es la esencia misma y la legitimidad del castigo”, siguiéndole “muy de cerca la intimidación o el ejemplo, necesidad social, interés público, clamor del buen sentido”, y “más inferiores en categoría, más accidentales y variables por decirlo así, la supresión del poder de dañar y la reforma de los culpables”36.

32

Cfr.: Rivacoba, Krausismo y Derecho, cit., ps. 108-181, y El correccionalismo penal, cit. [Ir a Krausismo y Derecho…]

¿Debe ser la pena un mal?, traducción de don Vicente Romero Girón, en la revista “La Escuela de Derecho”, de Madrid, 1862. 33

34

Cfr. principalmente ob. cit., pássim.

Cfr. al respecto su Tratado de Derecho penal, traducción de don Cayetano Cortés, Establecimiento tipográfico de Eduardo Cuesta, Madrid, 1883, ps. 448-453. Antes, más concisamente, dice que el fin directo y esencial de la justicia penal “es restablecer el orden social, atacado o alterado por un delito en alguno de sus elementos”, “y esto por medio de los efectos reparadores y preventivos que dimanan del inmediato cumplimiento de la ley moral” (p. 192). 35

Cfr. sobre el particular sus Estudios de Derecho penal, Lecciones pronunciadas en el Ateneo de Madrid en 1839 y 1840, 5a ed., Imprenta y fundición de Manuel Tello, Madrid, 1887, ps. 253-254. Más brevemente, antes: “Estos fines, señores, yo los ordeno en cuatro capítulos o los hago consistir en cuatro principales ideas. Primera, la expiación; segunda, la intimidación; tercera, la imposibilidad de dañar; cuarta, la reforma de los criminales” (p. 245). 36

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III LA FINALIDAD DE LA PENA EN SU RELACIÓN CON LAS CONCEPCIONES POLÍTICAS Y CO N LA REALIDAD JURÍDICA 1. Finalidad única o múltiple de la pena. 2. Concepción política y función de la pena. 3. Retribución y prevención. 4. Teoría y realidad en el Derecho penal. 1.

Ante la variedad y riqueza de teorías existentes sobre el fin de la pena, muy bien puede a primera vista parecer lo más recomendable y sensato asumir una posición abierta, de carácter ecléctico, y, todavía más, amplia y sincrética, que acoja la mayor cantidad posible de criterios y trate de conjugarlos en una síntesis comprensiva y superior, o sea, desechar cualquier pretensión de finalidad única y exclusiva y asignarle una finalidad múltiple que se cumpla de manera armónica. Es la que adopta Antolisei, al estimar que la pena, actuando hacia el pasado, en cuanto neutraliza la perturbación producida por el acto criminoso, actúa también hacia el porvenir, en cuanto previene delitos futuros1; de lo cual deduce que “la represión y la prevención no son ideas contrapuestas entre sí, reprimiendo los delitos realizados, el Estado previene la perpetración de delitos futuros. Yerran, por tanto, aquellos penalistas que consideran la pena solamente como represión. No sólo cuando viene amenazada, sino también cuando se la impone –conviene repetirlo–, la pena cumple una misión preventiva”2. “Pero la consecuencia principal que, para nosotros, se sigue de las reflexiones expuestas es que debe darse la razón a aquella extensa corriente doctrinal que entiende que la verdadera función de la pena no es la retribución, sino el mantenimiento del orden jurídico: en otros términos, la protección de la sociedad contra las acciones de los individuos que ponen en peligro su existencia o su desarrollo y –en tal sentido– la defensa social. Esta defensa, actuada a través de la prevención general, y precisamente por medio de la eficacia disuasiva inherente a la amenaza y consiguiente aplicación de la pena, constituye el fin esencial de esta sanción”3. Está difundidísima en la doctrina contemporánea4, y se ha exagerado hasta lo inconcebible en algunos códigos recientes5. Mas esta actitud conciliadora nada tiene de moderna. Sin que fuese ni mucho menos el primero, en lo cronológico, que la sustentara, sí puede serlo en orden a extremarla6

Cfr. su Manuale de Diritto penale, Parte generale, 4a ed., riveduta e aggiornata, Giuffrè, Milano, 1960, p. 508. Hay trad. castellana de Juan del Rosal y Ángel Torío, Uteha, Buenos Aires, 1960 (cfr. p. 509). 1

2

Ibídem, ps. 508-509. En la trad. cit., p. 509.

3

Ibídem, p. 509. En la trad. cit., ps. 509-510.

En la imposibilidad de mencionar a cuantos, con mayor o menor relieve, comparten al presente semejante posición, valga por la de todos la cita de Giuliano Vassalli, Funciones e insuficiencias de la pena, traducción de Andrés Mariani, en el libro colectivo Estudios jurídicos en homenaje al profesor Luis Jiménez de Asúa, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1964, ps. 339-396. 4

Más preocupados que lo que sería menester por los problemas de definición y teóricos en general, como el colombiano y el peruano. Cfr. supra, capítulo I, 3. 5

6

Un tanto solitariamente y a contrapelo de la corriente de prevención general que predominaba en su época.

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Lardizábal, quien, después de establecer como “el primero y general fin de las penas” el de “la seguridad de los ciudadanos y la salud de la república”, señala “otros particulares subordinados a él, aunque igualmente necesarios, y sin los cuales no podría verificarse el general” a saber, “la corrección del delinqüente para hacerle mejor, si puede ser, y para que no vuelva a perjudicar a la sociedad: el escarmiento y exemplo para que los que no han pecado se abstengan de hacerlo: la seguridad de las personas y de los bienes de los ciudadanos: el resarcimiento o reparación del perjuicio causado al orden social, o a los particulares”7. Muy lejos de resolver el problema, tal posición, que, en la realidad, no procede por elaboración, sino por acumulación, tiene, por fuerza de la lógica, que reunir los inconvenientes que es dable detectar en cada uno de los fines que conjunta y las críticas que cabe dirigir a las teorías que los patrocinan, o multiplicar unos y otras. “Los efectos de cada teoría no se suprimen en absoluto entre sí, sino que se multiplican”8. Es una solución simplista que ni siquiera se encubre con lo que páginas atrás hemos denominado magia de los conceptos o de las palabras 9, y, por tanto, resulta plenamente insatisfactoria. En efecto, su mera enunciación suscita el nuevo y más grave problema de la incompatibilidad lógica entre las finalidades que se propugnan, con la consiguiente imposibilidad de alcanzarlas o perseguirlas al mismo tiempo; y, aun en el supuesto de subordinar unas a otras o a una sola, como principal, todas las restantes, en calidad de secundarias, cabría preguntar y discutir si la realización de aquella o aquellas situadas en un nivel superior de importancia no implicaría la frustración de las demás. Lo que precede puede ser predicado asimismo de quienes distinguen en la pena una naturaleza, retributiva, y una finalidad, preventiva10; distinción que, bien examinada, se reduce a un juego de palabras, pues la naturaleza no consiste sino en la esencia de la cosa en cuanto principio de operaciones11, y, por ende, comprende el fin de éstas. Aseverar que la pena tiene naturaleza retributiva y finalidad preventiva equivale, en el fondo, a sostener que tiene fines a la vez retributivos y preventivos.

2.

La cuestión tampoco carece de significación política; al contrario, la tiene muy profunda y aun decisiva. Ya se sabe que las relaciones más importantes del Derecho penal dentro de lo jurídico son las que mantiene con el procesal y con el político, pero que, mientras las primeras poseen un carácter funcional y de aplicación, las últimas designan el sentido u orientación del ordenamiento punitivo, y, por otra parte, que la consideración de estas relaciones constituye para los estudiosos un verdadero tema de nuestro tiempo12. “La legislación penal es expresión siempre de una determinada organización política”13, sin que obste a ello el que no siempre se haya tenido o no todos tengan conciencia de la existencia y la intimidad de tales relaciones, ni del hecho innegable de que apenas se produce en un país un cambio político, y quizá, envuelto en el cambio político o impulsándolo, un cambio social, se opera asimismo en él otro, del propio volumen y dirección, en lo penal. Es más, incluso las modificaciones técnicas, reclamadas a veces mucho tiempo antes, suelen concretarse conforme a y con ocasión

Discurso sobre las penas contrahido a las leyes criminales de España, para facilitar su reforma, Joachín Ibarra, Madrid, MDCCLXXXII, ps. 84-85. 7

8

Roxin, ob. cit., p. 19.

9

Cfr. supra, capítulo I, 4.

Así, por ejemplo, Jiménez de Asúa. Por no citar la larga serie de sus obras en que expuso este pensamiento, cfr. sus Les peines et les mesures de sûreté - Las penas y las medidas de seguridad (en su colección miscelánea El Criminalista, de 17 vols., 2a serie, t. II, Zavalía, Buenos Aires, 1958, ps. 153-194), ps. 167 y 187; La mesure de sûreté. Sa nature et ses rapports avec la peine - La medida de seguridad. Su naturaleza y sus relaciones con la pena (ibídem, ps. 195-239), ps. 206-207, 208, 228-229 y 230, y la ponencia en el tema segundo de las Jornadas internacionales de Derecho penal en homenaje a la Revolución de Mayo, en su 150 aniversario, celebradas en Buenos Aires del 22 al 27 de agosto de 1960, Penas y medidas de seguridad (en Actas, Buenos Aires, 1962, ps. 101-111), ps. 103-104. 10

11

Cfr.: Santo Tomás, De ente et essentia, capítulo I.

Ampliamente, sobre el particular, con nutrida bibliografía, Rivacoba, Relaciones del Derecho penal con el Derecho político, en la revista “Doctrina Penal”, de Buenos Aires, año 3, 1980, ps. 595-609. 12

13

Ibídem, p. 596. - 23 -

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de las mutaciones que se verifican en el campo político. Para lo que ahora nos interesa, es de tener en cuenta, sobre todo, que las concepciones políticas, en el plano de las ideas, y el Derecho político, en el de lo normativo, no sólo descansan sobre una imagen de la sociedad, sino que también suponen una imagen del hombre, imágenes que señalan y determinan la estructura y organización de la una y, por tanto, asimismo la posición y las relaciones del otro en ella, y, de consiguiente, el sentido y la intensidad de la acción estatal sobre el individuo, y, en definitiva, sin necesidad de declararlo siempre en términos explícitos, las limitaciones o la falta de limitaciones de la función penal, la orientación del Derecho punitivo y la finalidad de la pena14. Sin embargo, y a pesar de la vasta atención que en las últimas décadas se ha acordado a la relación entre lo político y lo penal y la penetrante mirada con que en muchos casos se la ha examinado, y de la extraordinaria y hasta capital importancia del tema del fin de la pena, es escasa la aplicación que se ha hecho del estudio de aquella relación al esclarecimiento de este tema. Es evidente, empero, que para una concepción y una organización políticas que reconozcan la preeminencia del individuo humano y su dignidad inviolable, con su correspondiente derecho a erigirse en persona diferenciada de cualquier otra y ser él mismo, trazándose al efecto un plan de vida que realizar y proponiéndose fines propios que conseguir o a que tender, y respetuosas, por ende, del fuero de la conciencia, esto es, de la peculiar entidad; intelectual y moral, y de la capacidad de autodeterminación, es decir, de la libertad, de cada uno, y empeñadas o comprometidas, a la vez, en garantizar y promover la actualización de cuantas virtualidades latan en el hombre, o sea, para una concepción y una organización de auténtico espíritu liberal, se puede e incluso se debe desaprobar, prohibir y sancionar aquellos actos que ofendan o pongan en peligro gravemente a otros individuos o las posibilidades de su desarrollo, así como, en un sentido complementario, los bienes que con arreglo al sistema de valores dominantes en una sociedad15 se juzgue en ella fundamentales e imprescindibles para su subsistencia y el cumplimiento de las funciones que constituyen su razón de ser y le resultan inherentes. Ahora bien, la acción estatal siempre habrá de subordinarse en su intensidad y sus miras a las exigencias de la seguridad jurídica y la libertad individual, y la sociedad políticamente organizada, el Estado, entendido en estos términos, nunca podrá hollar o menoscabar, para nada, tal dignidad eminente, considerando y empleando al hombre como medio para fines ajenos, cualesquiera y por nobles que sean, y, en consecuencia, tampoco en la punición de dichas actividades le será lícito asignar a ésta una finalidad ajena a ella misma, y, en definidas cuentas, tomarla, y al individuo a quien se impone y en quien se ejecuta, como instrumento, para que los demás no delincan o él no reincida, con desconocimiento o desprecio de su calidad intangible de fin en sí. Muy a la inversa, en una perspectiva de, cualesquiera que sean la forma de gobierno y el nombre del Estado que se adopten o se conserven, pronunciada apetencia, robustecimiento y concentración del poder político en una sola persona o, lo que será más frecuente, en pocas manos, pertenecientes, éstas, a grupos poco abiertos y muy compactos y reducidos, que acaso difieran y hasta se opongan entre sí, pero que por encima de todo convienen en su desinterés por el ser humano como tal y su libertad y sus derechos eminentes, y en su consiguiente desprecio e incompatibilidad con una verdadera democracia, y dominados, en otro aspecto, por la preocupación de preservar y aumentar el poder y proteger y acrecentar con él intereses muy particularizados, de sectores nacionales o supranacionales, que para su mantenimiento y prosperidad necesitan ejercer sobre las mayorías una continuada y fuerte opresión o represión que impida o aniquile en su seno cualquier discrepancia efectiva y cualquier movimiento y aun simple ademán de protesta y reivindicación, o sea, en una perspectiva más o menos crudamente autoritaria, no cabe ver el Derecho como una regulación de la

Por la inversa, un ordenamiento punitivo siempre descubre y permite captar la orientación y la organización política y social del país a que pertenece. En frase muy aguda, Soler observa que “a un Estado siempre se le puede decir: muéstrame tus leyes penales, porque te quiero conocer a fondo” (Bases ideológicas de la reforma penal, Eudeba, Buenos Aires, 1966, p. 9). 14

Que en una sociedad democrática deben ser los más extendidos, es decir, los que comparta la mayoría, pero que en sociedades de otro tipo serán simplemente los que cuentan con poder para imponerse y hacerse efectivos, sea por el mero empleo de la violencia, por el temor o el respeto irracional que infundan o por la inveterada fuerza de la inercia. 15

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convivencia, sino como un instrumento más de constricción e imposición, ni, por tanto, mirar y utilizar la pena, y con la pena a quien la sufre, sino como eficaz medio de intimidación, que, obrando de manera indiscriminada en la sociedad y creando en su interior un clima de temor generalizado, disuada a sus integrantes de perpetrar delitos y refuerce el inmovilismo y la seguridad colectiva. En pocas palabras, la punición se convierte en arma del terror, que petrifica a los hombres16 y perpetúa el goce y los beneficios del poder. Por último, los totalitarismos, con su fondo irracionalista, intuicionista y voluntarista, y por momentos un cierto tinte místico, conciben, entendiéndolas y caracterizándolas cada uno según su respectivo condicionamiento social e histórico, unas entidades de naturaleza supraindividual y colectiva, cuya sustantividad y existencia real aseveran y que comprenden en sí a los individuos y trascienden de ellos, los cuales se sumen así como sus miembros o elementos en un todo orgánico, que afirma su superioridad encarnándose políticamente en el Estado. El Estado es el único titular de una finalidad y un destino propios, y, en consecuencia, el único que posee derechos, y lo humano sólo lo es por su integración y pertenencia al Estado, dependiendo absolutamente de él. El dogma estatal, en el que se concreta la sustantividad colectiva y que se impone sin contemplaciones, dicta y establece el modo de pensar, las valoraciones y preferencias y la conducta entera de los individuos. Quien difiere o diside se coloca sin apelación fuera del Estado y su protección. Todo ello se proyecta sobre lo penal en una regulación que somete a trato distinto a los que forman parte de la entidad colectiva que da vida al Estado y a cuantos por hallarse a su margen son inferiores; que no tiene por qué reconocer límites de ninguna especie en su actuación represora; a la que antes importa la manera de ser que la de obrar de los individuos; que no puede ver el delito como una lesión o puesta en peligro de bienes jurídicos, sino como una violación del deber de fidelidad y obediencia al Estado, y cuyas puniciones persiguen, por lógica, una finalidad expiatoria y también de defensa encarnizada e inmisericorde de aquél y de sus intereses17. Estas caracterizaciones, por no pretender en su laconismo más que captar lo esencial y proporcionar el concepto de determinados tipos de mentalidad y estructura políticas particularmente significativos e importantes18, para extraer sus respectivas repercusiones penales, y, sobre todo, entre ellas, en orden al sentido de la pena, adolecen de una abstracción y un esquematismo extremos. La realidad, en cambio, y, por tanto, los fenómenos políticos y jurídicos, son de una complejidad mucho más rica y, por ende, se presentan con una pureza mucho menor, de suerte que se hace difícil, por no decir imposible, encontrar en los diversos ordenamientos alguno que responda y se ajuste con exactitud a uno de semejantes tipos, sin contener al mismo tiempo elementos de otro, y cuyas proyecciones penales sean fiel expresión y aplicación del pensamiento íntimo y fundamental del correspondiente modelo. Con tal salvedad puede lo anterior contribuir a fundamentar la oposición conceptual entre retribución y prevención e inferirse que con la proclamación de la excelencia y excelsitud del individuo humano sólo son congruentes, en buenos principios, una justificación y una finalidad de la pena en sí misma, o sea, una intelección y proposición de ella como retribución, no como medio para fines extraños. Además, la concepción retributiva mantiene así la pena dentro estrictamente de lo jurídico, como un verdadero ente jurídico, de creación y sentido sólo jurídicos, no impulsándola o extrayéndola fuera del Derecho como mero recurso para satisfacer o realizar designios sociales. En cambio, y por perfectamente discernibles que en el plano de los conceptos sean los totalitarismos y las a veces no muy similares entre sí situaciones autoritarias, en sus manifestaciones reales suelen imbricarse con mayor o menor intensidad rasgos de los unos y de las otras, y, viniendo a la cuestión de la pena, el indudable sentido

Literalmente, los aterra, esto es, les hace tierra. Cfr. Emilio Mira y López, Cuatro gigantes del alma, El Ateneo, Buenos Aires, 1954, ps. 61-62. 16

Una caracterización más detenida y precisa del liberalismo, de las situaciones autoritarias y de los totalitarismos y sus correspondientes rasgos penales, en Rivacoba, Relaciones del Derecho penal con el Derecho político, cit., ps. 599-601, 603-608 y 601-603, respectivamente. 17

18

Claro es que nos referimos en especial a nuestro tiempo. - 25 -

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utilitario con que pueden entenderla y manejarla los autoritarismos, como simple medio de prevención general, sin otras limitaciones en su establecimiento y empleo que su necesidad y eficacia social, se aviene bastante bien con la severidad y el sentido de instrumento de la disciplina y pureza comunitaria que le son propios en los totalitarismos. Por lo demás, autoritarios y totalitarios convienen asimismo en su común aspiración y necesidad de alcanzar y conservar a toda costa y a cualquier precio, incluso los de los seres humanos, una determinada estabilidad, un determinado estado de cosas social, objetivo para cuya consecución puede servir de utilísimo instrumento la pena. Dado esto por sentado, hay que reconocer que se le puede objetar, y de ningún modo es irrelevante, que en la creación del Derecho penal liberal jugó un papel fundamental la idea de la prevención general y que, personalmente, los máximos representantes del pensamiento penal en la primera mitad del siglo XIX, época de indubitable inspiración y significación liberal, al propio tiempo que grandes liberales, y no ya sólo por su pensamiento, sino también, lo que reviste mucho mayor importancia, en su conducta y sus sacrificios, fueron en su mayoría decididos partidarios de la prevención general. Ante lo cual procede en primer término explicar tal realidad. Y al respecto es de tener en cuenta el hecho de que el penalismo que en aquella sazón se perfila y los ordenamientos que se configuran son consecuencia inmediata del pensamiento ilustrado y el revolucionario de la centuria anterior y de las trasformaciones que se van operando durante ella y se precipitaron a su término, y que ilustrados y revolucionarios siguen y acentúan la línea de ideas que venía desenvolviéndose y ganando terreno en Europa desde los tiempos de Grocio con los iusnaturalistas clásicos19, entre las que, entendiérase al principio como un hecho histórico que figura a la cabeza o en el inicio de cada sociedad o más adelante como una hipótesis lógica y deontológica que explica lo que es y prescribe lo que debe ser, y lo concibieran de una u otra manera, la del pacto social es indefectible y tiene una significación verdaderamente básica. Ahora bien, haciendo radicar el origen de la sociedad en el contrato y la razón de ser de éste, sea cualquiera la versión de él que se adopte, en la necesidad de procurar seguridad a los individuos, es fácil de comprender que “la punición de los delitos haya de tener un propósito utilitario y preventivo, de evitar la perpetración de otros nuevos, sea mejorando al criminal o, con mayor eficacia, impresionando a los demás, para que se abstengan, en lo futuro, de delinquir”20. E igualmente se ha de recordar que esta etapa de creación e instauración del Derecho penal moderno, de signo liberal, se produce y discurre en un mundo en el cual, sin perjuicio del aliento liberal que lo anime y los rasgos liberales que lo caractericen en lo político, lo que prevalece y da la tónica es el llamado liberalismo económico, sobre cuya contradicción con el político no es preciso extenderse aquí21 pero cuyas aspiraciones y valoraciones dominantes, de seguridad de la sociedad como sustrato imprescindible para las transacciones, de eficiencia como criterio mensurador de los comportamientos y de utilidad como única meta reguladora de la vida social, requerían un ambiente de espeso conformismo en los individuos o, mejor, de absoluta sumisión que les impidiera incluso concebir la posibilidad de alguna protesta e hiciera factible su más acabada explotación, condecían poco con cualquier respeto hacia el ser humano y habían de encontrar su expresión y satisfacción adecuadas en cuanto a la pena concibiéndola como medio de prevención general. En consonancia con ello, la consagración plena de la burguesía, que había superado ya el proceso de su constitución y ascenso, en que iba influyendo en la sociedad en proporción al incremento de su riqueza económica, sin disponer aún del poder político, y que, con la consolidación y el auge del capitalismo, había llegado a ser el sector social efectivamente gravitante, que no reconoce superior ni contrapeso, introduce de su mano en el Derecho, según es bien sabido, el valor que le es genuino, la seguridad, y la convierte en el valor jurídico preponderante, que en materia punitiva tenía, por su propio peso, que reflejarse en una acción que hiciera a la gente abstenerse y apartarse del delito, esto es, en una conformación preventiva erga omnes de la pena22.

19

Cfr. supra, capítulo II, 3, b, a'.

20

Rivacoba, Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal, cit., p. 31. [Ir a Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal…]

No obstante, se puede ver principalmente Rivacoba, Del liberalismo a la democracia, discurso leído en el acto de su ingreso en la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, celebrado en Bilbao el 11 de mayo de 1989, ps. 12-14. 21

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La inevitable antítesis entre los corolarios lógicos del liberalismo en materia penal y las consecuencias a que los obligaba el desenfrenado liberalismo económico en que se movían, se aprecia perfectamente en la presteza con que surgen en las primeras décadas decimonónicas las doctrinas eclécticas y, sobre todo, en las limitaciones a que los grandes maestros preventivistas de la época pretenden sujetar la misma idea de prevención general. Recuérdese en el primero de estos sentidos y entre otros ejemplos insignes las complejas construcciones de Rossi y de Pacheco23 y en el segundo las apretadas aserciones de un Romagnosi, que compendian con la mayor concisión y claridad un afán asaz peculiar y difundido en su tiempo: la existencia de las penas se justifica por el verdadero y absoluto derecho que asiste a la sociedad, con el objeto de defenderse de delitos futuros, asegurar su subsistencia y conservar su tranquilidad, de castigar el delito pasado, disminuyendo el bienestar de quienes lo hayan perpetrado el mínimo imprescindible que infunda, empero, en cualquier posible delincuente un temor, e incluso terror, tan profundo y poderoso a las consecuencias del delito, cuanto sea necesario para que se convierta en obstáculo que, haciéndole desistir de la idea y el interés de delinquir, le aparte de aquél, de tal forma y en tal medida, que más allá del mínimo imprescindible para contener el impulso criminal, ya sería violencia, no pena24. Punto de vista con el que coincide el de Feuerbach, para quien “toda pena tiene como objetivo principal y necesario el de apartar a todos del crimen mediante su amenaza”, sí, pero se cuida de advertir que, “cuando se reprocha al sistema del autor que el mismo daría lugar a un terrorismo a costa de la Humanidad y de otros fines del Estado, se olvida que, como el autor ha declarado claramente, las penas crueles operan justamente la antítesis de la intimidación, siendo una simple cuestión de sabiduría de la legislación estatal determinar qué penas y en qué forma deben establecerse en particular, para lo cual no corresponde tener en cuenta el fin de todas las penas, sino al mismo tiempo –y en la medida en que ello sea posible– el requerimiento de otros fines humanos y civiles. La teoría de la intimidación bien entendida y el principio de la utilidad general de Bentham se corresponden muy bien”25. Hay en esta posición un reconocimiento, no por implícito menos indudable, de algo, por otra parte, obvio, a saber, que la idea de prevención general tiene que desembocar en una agravación incesante de la pena, y, a su lado y no sin cierta contradicción, un esfuerzo por demás loable de moderar su fuerza expansiva y sus consecuencias naturales, sometiéndola a límites en esencia retributivos, porque, conforme con mucha razón dice Bettiol, “la prevención general, desprovista de todo ligamen con la idea de una justa retribución, lleva directamente al terrorismo penal”26. Pues de aceptar la finalidad preventiva de la pena se sigue que cuanta más pena, o sea, cuanto las penas revistan mayor gravedad, más eficaces efectos preventivos surtirán, pero a la vez, con una preocupación de clara raíz liberal por no aniquilar al individuo ni avasallar su dignidad y en un ademán evidentemente contrapuesto a lo anterior, se procura evitar las más extremas consecuencias lógicas de la prevención, esto es, el incremento de la pena, sin ningún otro miramiento que el de su utilidad, hasta el punto que en cada 22

Cfr. asimismo Rivacoba, Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal, cit., p. 31. [Ir a Los iusnaturalistas clásicos y el pensamiento penal…]

23

Cfr. supra, capítulo II, 3, c, texto y notas 35 y 36.

24

Cfr. ob. cit., §§ 53, 55, 170, 171, 242, 258, 259, 261 y 440, ps. 29-30, 31, 63-64, 103, 107 y 171.

Ob. cit., §§, respectivamente, 133 y 18, nota, ps. 125 y 62. Idea semejante en pensador tan dispar de Romagnosi y de Feuerbach como Carmignani (1768-1847), Iuris criminales elementa, 5a ed., caeteris auctior et emendatior, 2 vols., Nistri Fratres, Pisis, MDCCCXXXIII-MDCCCXXXIV, § 298, t. I, ps. 89-90. Hay trad. castellana, por Antonio Forero Otero y Jorge Guerrero, Temis, Bogotá, 1979 (cfr. ps. 118-119). 25

Diritto penale, Parte generale, 12a ed., riveduta e integrata, Cedam, Padova, 1986, p. 826. Y continúa, citando a Guarneri: “Bien se ha dicho que en la lógica de la prevención general hay un trágico punto de llegada: la pena de muerte para todos los delitos”. En sentido concordante escribió mucho antes con su gran perspicacia y autoridad Carrara, Programma, § 619, nota, que la intimidación, considerada como fin primario de la penalidad, lleva a un aumento perpetuamente progresivo de las penas, pues el delito cometido, mostrando de manera positiva que el culpable no ha tenido temor a la pena, produce la convicción de que para infundir temor a los demás es necesario aumentarla. Éste era el estulto argumento de Vouglans. Y como a causa de los vicios de la naturaleza humana las penas no han llegado nunca ni llegarán jamás a impedir que se delinca, la continua progresión de los delitos “lleva, en virtud de este razonamiento, al perpetuo incremento del rigor, sin que haya límite". Y a este respecto es interesantísimo lo que dice Dorado en El Derecho protector de los criminales, 2 vols., Madrid, Victoriano Suárez, 1915, t. II, p. 40, hablando de "matar insectos a cañonazos”. 26

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situación sea necesario para que cumpla su mentada finalidad. Y aquí se nos descubre una dificultad verdaderamente insalvable para la idea preventivista: la de determinar el límite de la gravedad de la pena en relación con su eficacia, ya que, primero, funcionando la pena en la sociedad y componiéndose ésta de seres humanos, ha de producirse en su seno un fenómeno de progresivo acostumbramiento y tolerancia de dimensiones cada vez mayores, sólo por encima de cuyo nivel de aceptación con el consiguiente umbral de insoportabilidad en un momento dado se empezará en la comunidad a juzgar que surte auténticos efectos disuasivos; segundo, una sociedad habituada al empleo y el espectáculo, e incluso la justificación y alabanza, de la violencia, lejos de rechazar las penalidades crueles, tenderá a exigirlas más y más drásticas, y, tercero, la manipulación y desfiguración de la realidad en las comunidades modernas por los medios con muy escasa propiedad llamados de información y comunicación social puede crear una extendida y poderosa sensación de aumento desmedido de la delincuencia y de la correspondiente inseguridad ciudadana que, aunque objetivamente no respondan a dicha realidad, reclamará para contrarrestarlas dosis de energía y gravedad más elevadas en las puniciones. Con su conocida aptitud y propensión para el sarcasmo y la fuerza demoledora con que solía acuñarlos, Binding señaló que la idea fundamental de las teorías de la prevención general “ha sido expresada agudamente por un juez inglés, Burnet, en su discurso a un ladrón condenado: «Hombre, tú no serás ahorcado por haber robado un caballo, sino para evitar que en lo sucesivo se roben caballos»”27.

3.

Los conceptos de retribución y de prevención constituyen una verdadera y perfecta antítesis, y, por tanto, no admiten ningún grado de conciliación entre sí. Sus respectivos contenidos, la imagen del hombre y de la sociedad que uno y otro suponen, y los correspondientes fundamentos y condicionamientos políticos que los sustentan y envuelven, son por completo contradictorios, o sea, recíprocamente excluyentes; todo lo cual los hace incompatibles, y, con ello, hace, también, que en sus efectos y consecuencias resulten, según se ha visto28, antitéticos. Y esto vale igual para la idea de prevención general que para la de prevención especial. La retribución fluye de una concepción del hombre como ser capaz de conocimiento y voluntad, de autodeterminarse y obrar conforme a valores, y, por ende, de dar cuenta, es decir, de responder de sus actos, fundando y justificando así, entre la variedad de sanciones para éstos, la sanción penal29. En los antípodas, la prevención concibe que por procedimientos que en el fondo no difieren de los que se puede aplicar a los demás entes es factible, como en éstos, determinar su obrar (prevención general) e incluso su ser o manera de ser (prevención especial), incurriendo al cabo en el contrasentido de considerarlo determinado y a la vez exigirle que responda de lo que hace y sancionarle por ello hasta con la pena. Por otra parte, es un hecho que, cuando bien se examina, resulta innegable el “de que toda concepción de la pena como medio para fines extrínsecos a su propia entidad termina siempre, se quiera o no se quiera y por más vueltas que se dé al problema, en la utilización del individuo como medio para fines ajenos a sí mismo, con el consiguiente desconocimiento o menosprecio de la dignidad humana. Lo cual, por lo demás, no puede dejar de ser así, pues la pena es nada, un vano pronunciamiento, un flatus vocis, si no se cumple, si no se ejecuta, pero, al cumplirla, al ejecutarla, es en el hombre, en un hombre concreto, determinado, de carne y hueso, en quien se cumple, en quien se ejecuta, y, si se la mira, se la toma, se la emplea y manipula como un instrumento, ese instrumento es nada menos que el hombre a quien se le ha impuesto y que la sufre, con toda su rica y doliente humanidad. De esta manera, cuando se

27

Ob. cit., p. 382.

28

En el apartado inmediatamente precedente.

Todo esto, al margen de la cuestión del libre albedrío. Ver: Rivacoba, Configuración y desfiguración de la pena, discurso de incorporación a la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, del Instituto de Chile, leído el 28 de mayo de 1980, ps. 13-14. 29

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desfigura la pena, se desfigura al hombre”30; y “la utilización del ser humano para fines extraños, que resplandece con evidencia en la concepción de la pena como medio de prevención general, no resulta menos cierta, aunque no se advierta con la misma nitidez, en su concepción como medio de prevención especial. A diferencia de aquélla, en que el penado funciona como un instrumento que ha de suscitar sus consecuencias en otros, en ésta los fines deben alcanzarse dentro del propio sujeto, pero no dejan por ello de serle ajenos, porque no los ha escogido y se los ha propuesto en ejercicio libérrimo de su voluntad, y, de consiguiente, por más elevados que sean, tampoco de esta suerte deja de destituírselo o degradársele de la eminencia de fin en sí a la categoría de medio para fines fijados por otros”31. La idea retributiva ha de llevar por sus pasos contados a la humanización del sistema penal32, mientras que la preventiva culmina necesariamente en el rigor punitivo: entendida como prevención general, porque “es la doctrina favorita de los caracteres y los gobiernos autoritarios o totalitarios, y aun en los regímenes democráticos la tentación que no falta en los momentos de inseguridad colectiva, cuando la mente se ofusca y la serenidad se pierde”33, y en su versión de prevención especial, que es la que con distintos nombres ha prevalecido y continúa prevaleciendo con el imperio de una moda en el penalismo y el penitenciarismo contemporáneos, porque, con su sofisticada apariencia de altruismo y filantropía y un seductor ademán de solidaridad social, constituye el atentado más directo e implacable contra la intimidad humana y “el peligro más temible y refinado de nuestros días en el ámbito de lo penal para la libertad y la dignidad del hombre”34. Con esto no se excluye que la pena, retributiva, pueda provocar efectos preventivos, ya de prevención especial, ya, más comúnmente y con mayor eficacia, sobre todo, en algunos períodos, de prevención general. Aclaremos que al decir “en algunos períodos” nos referimos a aquellos de acusado rigorismo que, por responder a un súbito cambio político que necesite imponerse a una resistencia muy extendida y convierta la pena en un arma de sometimiento, neutralización o aniquilamiento, o, dentro de situaciones más o menos democráticas, a una reacción incontrolada contra el aumento de la criminalidad o de determinadas especies delictivas, agravan y encruelecen sin medida las penalidades, no durando, empero, dichos efectos preventivos sino, en el primer caso, hasta que la normalidad ciudadana se recobra o, en el segundo, hasta que la sensatez vuelve por sus fueros y tales excesos se derogan, o bien, en cualquier hipótesis, hasta que se produce en una comunidad el acostumbramiento social que haga de la violencia y la dureza su forma habitual de vida, con la consiguiente pérdida, en semejantes puniciones, de su carácter de extraordinaria severidad y de su vigor refrenante y contentivo. Estas exageraciones aparte, de la entidad retributiva de la pena pueden sin duda derivarse consecuencias preventivas, pero no necesariamente; sólo al modo del propio de la tradición escolástica, como cualidad que, sin constituir la esencia de la cosa, se sigue, no siempre, de ella. En tal sentido, con la modestia y las limitaciones que le son naturales, subordinada en todo caso a la índole y función retributiva y como posibilidad de libre aceptación y aprovechamiento por el condenado sin ninguna presión directa ni indirecta, análogamente a como se le puede proponer que mejore su cultura o asista a un espectáculo, nada obsta a que la pena ofrezca y que se provean los medios para que ejerza una acción preventiva, de cualquier forma y en cualquier momento, y en particular dentro de la etapa capital que es su ejecución. Por lo que se viene razonando, sólo con muchas reservas parece que quepa asentir a la opinión de Luigi Ferrajoli, para quien, recordando a Christian Thomasius en el pasado (1655-1728) y Alf Ross en la actualidad (1889-1979), “hay un lazo evidente entre la

30

Ibídem, p. 18.

31

Ibídem, ps. 18-19.

32

Cfr. infra, capítulo IV, 1, f.

33

Rivacoba, Configuración y desfiguración de la pena, cit., p. 17.

34

Ibídem. - 29 -

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naturaleza retributiva de la pena y su función de prevención general de los delitos”35. Corrobora, en fin, el criterio que en estas páginas se sustenta la simple observación de que en aquellas personas en las que por su cultura, su sensibilidad e incluso su posición social, como son la mayoría de los delincuentes políticos y por convicción en general, mayor impresión han de causar las privaciones y los padecimientos, poco o ningún efecto disuasivo logran el exacerbamiento de las penalidades ni los tratamientos y las penas extremadamente crueles que con frecuencia se les hace sufrir; antes bien, suelen suministrarles más razones que les refuerzan y obstinan en sus ideas, sus propósitos y su conducta. Y aun cabría agregar y de ningún modo es de desdeñar a este propósito el aleccionador espectáculo de que la mantenida prohibición de ciertos actos y su castigo por lo común nada benigno durante siglos y milenios no han servido para hacerlos desaparecer, ni siquiera para que disminuyan o permanezcan constantes en su intensidad o cantidad.

4.

En estas disputas, que por momentos se acaloran más de lo prudente, es de elemental cordura no perder de vista y conviene llamar la atención sobre un dato que, con toda su evidencia, a menudo se olvida o se pretiere: que el Derecho penal no es una obra de imaginación ni una cuestión subjetiva en que puedan prevalecer meros criterios formales u opciones personales. Se trata de una dura entidad objetiva que se impone a los hombres con un severo poder de coerción, ante la cual el estudioso no puede contentarse con la pura euritmia y coherencia interna de su pensamiento ni con la pura expresión de deseos y preferencias, por profundos y nobles que sean, sino sólo con un conocimiento adecuado, que será lo único que funde y permita un trato inteligente, oportuno y proficuo de la realidad. A riesgo de ser reiterativo, conviene precisar que el estudioso no pertenece a las radiosas regiones de la poesía, y no es, por tanto, un creador, ni de los valores absolutos, y tampoco es un legislador incondicionado, sino que ha de partir de y atenerse a un ordenamiento dado, con el designio teórico de captar y elaborar las instituciones establecidas en él para fomentar y regular conductas. En esta perspectiva, se ha de reconocer que la pena sigue como consecuencia jurídica, una vez que se ha comprobado la existencia, asimismo, de otros requisitos que exige igualmente el concepto de delito, a la formulación de una reprobación objetiva y un reproche personal, es decir, expresa la concreción de una desvaloración, lo cual 36 es la quintaesencia de la retribución. Frente a esto, la idea de prevención, en todas sus especies, es ajena a la desaprobación, a la desvaloración, incluso a la noción misma de valor, y, contra lo que ocurre en la realidad con la pena, no tiene por qué estar vinculada a la gravedad del delito, interesada sólo en los efectos que se logren, ora en el conjunto de los individuos, ora en la persona del delincuente. Por otra parte, el hecho indesmentible de que, con todas las deficiencias y los contrasentidos de que adolezca, nos hallamos en una estructura liberal, que se asienta en el reconocimiento de la dignidad de la persona, reconocimiento que en lo pasado ha podido tener en la práctica un valor retórico, pero que en nuestros días va moldeando progresiva e incluso aceleradamente la conciencia universal e informando los ordenamientos positivos, impone el mayor respeto y no consiente ninguna utilización penal del individuo. Y todavía más: a pesar de las infidelidades al concepto que puedan afearlos, otro hecho indiscutible es que en nuestros ordenamientos lo que en primera línea importa es el acto en su significación sustantiva (Derecho penal de acto), no en la indiciaria de la personalidad del agente (Derecho penal de autor), lo cual excluye de raíz el sustento natural de la prevención especial, que se basa en el sujeto, que debe ser reformado, y no en el acto, que no pasa de ser un síntoma del estado o situación de aquél37. Diritto e ragione. Teoría del garantismo penale, prefazione di Norberto Bobbio, 2a ed., riveduta, Laterza, Roma-Bari, 1990, p. 363, y en relación con ella cfr. p. 422. [Ir a Derecho y razón…] 35

36

Conforme veremos con más detalle en el capítulo siguiente.

La teoría correccionalista, que es la expresión más depurada y terminante de la idea de la prevención especial, “pone la naturaleza del delito en el estado morboso de la voluntad del agente, del cual es aquél tan sólo un síntoma, aspirando, 37

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Es preciso aclarar aquí que esto no quiere decir que los conceptos de Derecho penal de autor y de prevención especial sean inseparables y convengan sólo el uno al otro; puede muy bien un Derecho penal de acto proponerse una finalidad de prevención especial y un Derecho penal de autor pretender una finalidad de distinto tipo. No obstante, que lo que a un ordenamiento punitivo importe en particular y que su punto de partida sean determinadas maneras de ser de los individuos constituirá siempre la base y justificación más lógica e indicada para que la pena se proponga operar en su subjetividad, ora en lo intelectivo o en lo volitivo o afectivo, ora en ambos aspectos o en cualquier otro, y cumplir así una acción apropiada sobre su intimidad. Lo cual se extiende y se puede comprobar aun en los ordenamientos en que, a despecho de perseguir en ellos las puniciones otras finalidades, hay instituciones de indudable prevención especial, cuya aplicación nunca depende de consideraciones objetivas sobre el acto, sino de indagaciones acerca de las características subjetivas, personales, de la más variada índole, del autor. Además de la abierta disparidad o contradicción que muchas veces se da entre la efectiva entidad y función de la pena en la realidad y las convicciones o aspiraciones de la doctrina al respecto, divergencia de la que estas últimas salen invalidadas, tampoco son infrecuentes otras dos contraposiciones: que los propios autores señalen una función a la pena y al mismo tiempo la sometan a cortapisas o propugnen instituciones que la desvirtúen y hagan imposible (por ejemplo, patrocinar la prevención general y rechazar un cierto rigor en las penas o formas o modalidades de ejecución que produzcan auténtica impresión en la sociedad), y que las leyes consagren determinadas finalidades y no establezcan instituciones imprescindibles para cumplirlas o las establezcan de signo opuesto (por ejemplo, proclamar la prevención especial y estatuir un sistema de penas fijas que no se ajusten a ella e inclusive no la permitan); fenómenos, ambos, que innecesario es declarar cómo aniquilan, cómo reducen en verdad a nada, semejantes esfuerzos teóricos. En los mejores tiempos de la confianza en la prevención general, que ya se ha visto que fueron los de la primera parte del siglo XIX38, los códigos no vacilaron en rodear la ejecución de las diversas penas, desde la de muerte a otras de mucho menor gravedad y muy varia índole, de signos exteriores llamados exclusivamente a herir la sensibilidad de la gente y provocarle un impacto que la disuadiera y apartara de cualquier propósito criminal, y los representantes y defensores de dicha forma de prevención los justificaban con mucha razón y acierto, pero a poco y con oscura incongruencia la propia doctrina los estigmatizó y acabaron borrados de las leyes39. ¿Se puede con tal criterio y proceder hablar en serio, en nuestros días, de prevención general? ¿Y, a pesar de cuán reiterada se encuentra con unas u otras denominaciones en la legislación de nuestra época y de cuánto la ensalce y se enorgullezca de ella el grueso del penalismo contemporáneo, de la prevención especial? Sobre este punto no menos de cuatro, y quizá hasta cinco, cuestionamientos fundamentales cabe formular. Uno es el que ya expresó Carrara acerca del derecho que en verdad tenga o simplemente se arrogue el Estado para imponer a los individuos40 un determinado sistema de valores y una determinada concepción de la vida y de sus relaciones con los demás hombres41. En relación con lo anterior, cómo, en una sociedad pluralista y respetuosa de los diversos grupos que conviven en su seno con diferencias culturales más o menos profundas, preferir una de tales opciones e imbuirla con los recursos del poder público en consecuencia, no a combatir el delito, sino la situación interior que revela”. Francisco Giner y Alfredo Calderón, Resumen de Filosofía del Derecho, 2 vols., Madrid, 1926, t. II, p. 215. Cfr., asimismo, ps. 199 y 219 del propio tomo; Fernando de los Ríos Urruti, Prólogo (ps. 5-36) de su trad. de La antropología criminal y las nuevas teorías del crimen, de Émile Laurent, Henrich y Comp., Barcelona, 1905, p. 28, y Röder, Las doctrinas fundamentales reinantes sobre el delito y la pena, etc., cit., ps. 250-251. 38

Cfr. supra, capítulo II, 3, b, a', y en el presente, 2.

O, lo que es peor, conservados en éstas como anacrónicos y ridículos apéndices de mentalidades y épocas más definidas, sin explicación ni ni uso en la actualidad; verbi gratia, la llamada publicidad de la pena capital. 39

40

Que incluso pueden no ser ciudadanos de él y no pertenecer, por tanto, a su sociedad y su cultura.

El gran maestro pisano escribió en 1875: “No es el Estado el que puede decir al delincuente: tengo derecho de corregirte; de esto sólo puede jactarse el superior de un claustro”. Ob. cit., Introduzione alla seconda sezione: Cardini della pena, en la 10a ed,, 9 vols., Fratelli Cammelli, Firenze, 1907 y ss., t. I, p. 552. 41

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al condenado. En tercer lugar, si semejantes pretensiones o meras afirmaciones de prevención especial tienen consistencia alguna, desde el momento en que ni se adopta en las leyes ni siquiera reclama la doctrina ninguna de las instituciones precisas para llevarla a cabo o por lo menos ponerla en práctica, empezando por la más significativa e importante para estos cometidos, es a saber, la sentencia indeterminada42. En seguida, y comoquiera que la prevención especial se entienda, si todo condenado criminalmente y aun todo verdadero delincuente necesita ser mejorado, readaptado, recuperado, reeducado, reinsertado, resocializado, o, por decirlo con una palabra más comprensiva, reformado; y en muchos países, tal vez la mayoría, no sería inoportuno preguntar si las condiciones reales de la administración de justicia y, sobre todo, las de la ejecución penitenciaria, las posibilidades económicas y las perspectivas en tal sentido aun a largo plazo, y otros presupuestos no difíciles de recordar y traer a capítulo, condicen siquiera en lo más mínimo con los objetivos, afanes y requerimientos de la prevención especial. El contraste de las teorías con la realidad puede descubrir, como en las monedas, cuál sea su ley, esto es, en las monedas la cantidad o proporción que haya en ellas de oro fino, aquí de acierto y de verdad43.

Cfr.: Röder, Las doctrinas fundamentales reinantes sobre el delito y la pena, etc., cit., ps. 247-248 y 252; Ahrens, Curso de Derecho natural o de Filosofía del Derecho, traducción de la 6a ed. por Pedro Rodríguez Hortelano y Mariano Ricardo Asensi, 6a ed. española, 5a tirada, Librería editorial de Bailly-Baillière e Hijos, Madrid, 1898, p. 204, y Giner y Calderón, ob. cit., t. II, ps. 205-206. Asimismo, Jiménez de Asúa, La sentencia indeterminada. El sistema de penas determinadas "a posteriori", Reus, Madrid, 1913. 42

Sólo sobre cuya base cabe tomarlas de cimiento para levantar con garantía de firmeza, es decir, sin que constituya una obra de ficción, cualquier construcción. 43

- 32 -

IV LA RETRIBUCIÓN 1. La idea de retribución: caracterización, orígenes, depuración y distinción de otras afines, fundamentación, significación política, consecuencias. 2. Retribución y significado simbólico de la pena.

1.

Planteada la idea de retribución, conviene, ante todo, caracterizarla con cierta propiedad y exactitud, pues a menudo se la ha entendido mal y confundido con otras a que históricamente ha estado unida o con las que guarda alguna afinidad, lo cual lleva por sí solo, luego de la imprescindible referencia a sus orígenes, a la depuración de su contenido, con la consiguiente distinción de aquéllas; y, una vez cumplida esta tarea, se impone indagar su fundamentación, o sea, de dónde y por qué surge, fundamentación que hace ver de inmediato y con claridad su indudable significación política, extrayendo, por último, de todo ello sus naturales o lógicas consecuencias.

a)

En general, retribuir consiste en compensar, corresponder, y, en su sentido peyorativo, en desaprobar o desvalorar algo malo, perjudicial. Trayendo esta acepción al campo del Derecho y, más ceñidamente, al de lo punitivo, retribución es la desaprobación o desvaloración pública, que se expresa o, quizá mejor, concreta en la pena, de los actos de más grave trascendencia social, es decir, los actos de significación más grave para la comunidad por atentar de manera insoportable contra su existencia u organización o contra los bienes que con arreglo al desarrollo cultural y el sistema de valores dominantes en el cuerpo social estima más importantes y dignos, por ello, de la protección jurídica más eficaz. La retribución viene a ser, pues, como el alma de la pena, o, manifestado menos figurativamente, le proporciona su naturaleza. Al punto se comprende, así, que no se trata de una noción ni de una actividad naturalísticas, esto es, que no se trata de un concepto ni de un hecho físico ni psíquico, sino de una entidad exclusiva y eminentemente axiológica, sujeta, por tanto, en sus manifestaciones, a los cambios estimativos, valorativos, de las diferentes sociedades en el tiempo. Tal índole axiológica, que hace de la pena una expresión y concreción de una valoración negativa, una desvaloración, de determinados actos, pertenece al mundo de la cultura y en consecuencia la opone de raíz a las concepciones y finalidades preventivas, netamente naturalísticas y refractarias o ajenas a los valores, que preconizan y se proponen por medio o como efecto de la pena un mero hecho, el simple provocar una conducta, se dé éste en el conjunto de la sociedad o en la persona del condenado, añadiéndose con ello una contraposición aún más profunda a las ya estudiadas en las páginas precedentes entre retribución y prevención.

b)

Siendo la retribución connatural a la pena, su origen coincide o se identifica con el de ésta y de consiguiente ni se puede ni tiene interés determinarlo. Otra cosa es el reconocimiento, más o menos nítido y pleno, de su existencia, y en este sentido dice Bettiol que “es una idea que ha acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia” 1. El mismo autor afirma que “el principio de la retribución es propio de todo tipo de civilización que no reniegue de los valores supremos y se adecue a las exigencias

1

Ob. cit., p. 801.

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espirituales de la naturaleza humana2, asintiendo a las conclusiones de Beling, “para quien la idea de retribución, como verdadero y propio ideal de justicia, puede considerarse universal”3. Bettiol protesta contra la aserción de Nowakowski de que la historia del Derecho penal represente, en su conjunto, “una retirada continua de la concepción retributiva”, y sostiene que “se trata, más bien, de su precisión y, por ende, de su delimitación, que es cosa diversa”4, o sea, de lo que nosotros preferimos denominar su depuración, lo cual implica la noción de distinción de otras afines, de separación de toda ganga que envuelva e impurifique su esencia y concepto, dando lugar a lamentables o interesadas confusiones5. Con todo, y sin pretender que sea el primero en columbrar y exponer, siquiera fuese aún en términos muy oscuros y elementales, la idea de retribución, puede ser oportuno recordar a este respecto, en los comienzos de la Filosofía griega, a Anaximandro, a quien probablemente se deba la primera noción que sobre la injusticia (ádikía) se conoce en la historia del pensamiento, con su correlato de la pena. En efecto, hacia la mitad del siglo VI antes de nuestra era concibe la segregación de los seres finitos a partir del ápeiron (lo infinito, lo indeterminado) como una injusticia, que aquéllos penan y expían en el tiempo mediante su corrupción y la vuelta o reintegración al principio de que proceden. Hay en esta concepción un entendimiento de la individuación y la diferenciación del todo como injusticia, y de la reincorporación o sumisión a él como resarcimiento, muy agudo y fecundo. La idea retributiva, empero, nace y se perfila y expande pari passu con la conciencia, más o menos lúcida y exigente, de la dignidad de la persona humana. “El hombre sólo se salva en el plano de lo penal como persona salvando la idea retributiva”6. Ella es una idea-fuerza de la civilización y constituye la idea central del Derecho punitivo7.

c)

Suele confundirse la retribución con y se la debe distinguir de la venganza, el sadismo, la expiación y el talión.

a’)

La inhesión de la retribución a la venganza es la más honda y poderosa y no sólo tiene una larga historia, sino que conserva viva actualidad. No cabe duda de que tanto desde el punto de mira psicológico como desde el histórico la pena proviene de la venganza, pero de ahí a sostener que sean la misma cosa media una distancia insalvable. Ciertamente, Alexander y Staub aseveran que la raíz afectiva más profunda de la pena es la venganza8, mas poco después precisan que “toda la historia del Derecho penal, está llena del impulso encaminado a que triunfe el principio de lo racional sobre los fundamentos irracionales e instintivos de la pena”9. Para la tradición escolástica, el apetito irascible capta en todo ser vivo el bien sensible que conviene, no a los sentidos, sino a su naturaleza, y tiende hacia él, reaccionando pasionalmente en forma de ira, a la que pertenece o que comprende la venganza, ante un mal presente y grave, imposible de evitar, que le priva del bien o se lo impide. En el sutil análisis de Spinoza, la venganza se engendra en el odio que producen los males inferidos o los daños sospechados; y, con mayor concisión, en fin, Durkheim señala que no es más que el mismo instinto de conservación exasperado por el peligro10. 2

Ibídem, p. 797.

3

Ibídem, p. 801.

4

Ibídem, p. 797.

5

Cfr. el subapartado que sigue de inmediato.

6

Bettiol, ob. cit., p. 814.

7

Cfr. ibídem, p. 797.

Cfr.: Franz Alexander y Hugo Staub, El delincuente y sus jueces desde el punto de vista psicoanalítico, traducción del alemán por Werner Goldschmidt y Víctor Conde, 2a ed., Biblioteca Nueva, Madrid, 1961, p. 239. 8

9

Ibídem, p. 244.

10

Sobre estas y otras concepciones de la venganza, y su importancia histórica y actual en el Derecho punitivo, ver - 34 -

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“La venganza es un mecanismo antiintelectual e incompatible con los progresos de la inteligencia, que es una fuente psicológica de la justicia. La venganza halla su terreno de predilección en la violencia. La violencia, ha dicho Guyau, ahoga toda la parte simpática e intelectual del ser humano; es decir, lo que hay en él de más complejo y elevado, desde el punto de vista de la evolución. Todo el que embrutece a los demás se embrutece a sí mismo, en mayor o menor escala. La violencia, agrega el filósofo francés, aunque aparezca superficialmente como una expresión victoriosa de la pujanza interna, acaba por ser una restricción”11. La reacción vindicativa, por su naturaleza instintiva, es violenta, irracional y anómica, y, por serlo, no reconoce límites. Sea, según la clasificación de Ley, homotrope (la que acomete contra el ser odiado) o heterotrope (la que trata de atacarlo en otra persona)12, no se sacia ni cesa sino con la aniquilación del individuo o las cosas sobre que recae o una vez descargado el furor y exhaustas las energías de quien la ejerce, que sólo entonces empieza a recobrar su conciencia y personalidad, a escuchar las palabras de cordura que le dirijan los demás y a ser capaz de actos inteligentes. La pena, en cambio, es obra de la razón y se halla plena de razones y estimaciones, está creada y reglada por normas y representa una ecuación o equilibrio de valoraciones, y se propone evitar la violencia, resolver conflictos y lograr la paz social, todo lo cual significa que se encuentra sujeta a límites y explica que se humanice conforme progresan la inteligencia y la sensibilidad. Innegablemente, residuos de la venganza permanecen indelebles en el Derecho y la práctica punitivas de nuestros días13. Pertenecen a lo que, inspirándonos en Alimena14, cabe denominar supervivencias penales15, es a saber, instituciones o expresiones en las que perviven rasgos o modalidades propios de otras etapas de la evolución jurídica, “verdaderos fósiles, que, si no son un capricho de la humanidad, como en un tiempo se creyó que los otros fósiles eran un capricho de la naturaleza, no son, ni pueden ser, más que los representantes del pasado”16. “La supervivencia abre, por decirlo así, una ventana sobre el pasado, y nos deja ver lo que, de otra manera, hubiésemos ignorado siempre”17. Y es que “toda forma tuvo una repercusión, aun después de parecer definitivamente olvidada, y hasta hoy no deja de tener algún dominio”18. El propio Alimena recoge multitud de supervivencias de la venganza de la sangre, del talión y de la composición, así como de otras prácticas penales de los primitivos, en diversas legislaciones balcánicas y asiáticas19; mas, sin necesidad de ir tan allá en el espacio ni en el tiempo, el fondo vindicativo del Derecho penal aflora en invocaciones y expresiones que se escucha cotidianamente en los tribunales, como la “sombra que pide venganza” o “la vindicta pública”20, y con más vigor en la atenuante de responsabilidad criminal que existe en numerosos códigos para los casos en que se ha “ejecutado el hecho en vindicación próxima de una ofensa grave”21. Mariano Ruiz-Funes, Actualidad de la venganza (Tres ensayos de Criminología), Losada, Buenos Aires, 1944. 11

Ruiz-Funes, ibídem, ps. 63-64.

12

Cfr. ibídem, p. 60.

13

Cfr. ibídem, p. 54.

Principii di Diritto penale, 2 vols., Pierro, Napoli, 1910-1912, t. 1, p. 77. Aunque hay traducción de la mayor parte de este tomo al castellano, por Eugenio Cuello Calón, en 2 vols., Victoriano Suárez, Madrid, 1915-1916, se citará por la edición italiana. 14

En realidad, Alimena las llama sólo supervivencias, y hace notar (ob., vol. y p. cits., nota) que el primero en aplicar esta palabra (survivals) a los fenómenos morales y jurídicos fue Tylor, en Primitive culture, I, London, 1891, p. 16. 15

16

Alimena, ob. y vol. cits., p. 79.

17

Ibídem, p. 77.

18

Ibídem, p. 80.

19

Cfr. ibídem, ps. 77-79.

20

Recordadas a este respecto por Ruiz-Funes, Actualidad de la venganza, cit., p. 54.

21

Cfr. el Código Penal español, art. 9, circunstancia 6a (hasta la reforma urgente y parcial por la ley orgánica 8/1983, de - 35 -

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Que haya una continuidad entre la venganza y la pena y que subsistan pervivencias de la primera en la segunda no hace desaparecer las netas diferencias que las separan. “En definitiva, el momento en que con propiedad puede decirse que se pasa de la venganza a la pena es aquel en que el instinto se somete a la razón y, reconociéndose un hombre, o sea, un individuo racional y libre, en el delincuente, se infunde en la reacción social contra el delito un fondo ético y valorativo”22. Es más, el afán vindicativo, consciente o no, puede constituir un poderoso impulso de la función punitiva, sin que dejen por ello de ser realidades distintas. “La sanción penal es a la venganza como el matrimonio al instinto sexual”, en el sentido de que “el Derecho penal regula, sanciona y ofrece legítima satisfacción a la pasión de la venganza”23; observación justísima que pone en evidencia la relación profunda y la clara diferencia que se dan entre venganza y pena. Lo sexual, como la venganza, son tendencias instintivas, que se mueven en el mundo de lo natural, e incluso en las zonas más oscuras del mundo natural, mientras que, aunque en ciertos casos se trasmuten y satisfagan en el matrimonio o en la pena, éstas son instituciones jurídicas, que responden a valores y ha creado y regula la cultura. Todavía cabe aducir que para algunos freudianos el afán de venganza es uno de los sustentos psíquicos, de carácter inconsciente, de la penalidad, fruto de la reacción contra un acto hostil, igual que la expiación, pero más antiguo que ésta, y encaminado, no como ella a contener los impulsos propios mediante el refuerzo del propio mecanismo de represión, del superyó, debilitado por el espectáculo del acto delictivo y la satisfacción que con tal acto han logrado las tendencias agresivas y antisociales de su autor y de la que cuantos ajustan su conducta a las normas se ven privados, sino contra la persona que causa dolor, contra el criminal24. Ahora bien, el castigo suele deparar ocasión de cometer en el delincuente un acto en sí idéntico o equivalente a aquel por el cual se le pune, éste con licitud, es decir, con la aprobación de la conciencia social, y por esta vía, identificándose con la sociedad que ejerce el ius puniendi, se subliman en él los respectivos impulsos agresivos y antisociales; con lo cual, lo que inicialmente es una fuerza instintiva, ciega, desconocida e indomeñable aun para el sujeto en cuya estructura psíquica late y se mueve, se eleva al plano de la razón y de la conciencia y los valores sociales. “Con razón ha dicho Beling que la venganza es la retribución no sostenida por una idea moral, que se radica en un instinto”25. O en otras palabras: la venganza es un hecho psíquico, instintivo, o sea, ciego y contradictorio en cuanto tal a cualquier limitación, que ha podido llevar en la evolución humana y el desarrollo de la civilización a la retribución, y que incluso puede animarla inconscientemente, pero distinto, por la respectiva entidad y naturaleza del uno y de la otra, de esta última, que es una actividad lúcida y valorativa.

b’)

Tampoco la retribución es, ni puede ser, crueldad que provoque dolor más o menos intenso y refinado en el delincuente y se complazca o recree en el espectáculo de su sufrimiento. No puede serlo, porque, fundándose en el reconocimiento, en el penado, del hombre, y reconociendo también en éste como ser racional su dignidad, que impide sustituirle por otro y emplearle como medio e impone, en cambio, el deber de respetarle en su calidad

25 de junio); chileno, art. 11, circunstancia 4a; guatemalteco, art. 26, circunstancia 12a; hondureño, art. 8, circunstancia 4a; y nicaragüense, art. 29, circunstancia 4a. Rivacoba, Configuración y desfiguración de la pena, cit., p. 16. En general, para cuanto antecede en relación con la venganza, cfr. en tal obra ps. 15-16. 22

James Fitzjames Stephen, General wiew of the criminal law of England, Macmillan, London, 1863, p. 99, cit. por Ferrajoli, ob. cit., p. 290. [Ir a Derecho y razón…] 23

Cfr. Alexander y Staub, ob. cit., ps. 229-245. También, Jiménez de Asúa, Psicoanálisis criminal, 6a ed., Depalma, Buenos Aires, 1982, ps. 228-233, y Rivacoba, Elementos de criminología, Edeval, Valparaíso, 1982, ps. 200-203. 24

25

Bettiol, ob. cit., p. 803. - 36 -

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de fin de sí mismo26, la inflicción de un padecimiento que satisficiera o deleitara, así fuere con el más levantado de los ánimos o propósitos, a quienes lo contemplasen, contradiría tales supuestos, pues objetivaría, cosificaría al reo, prefiriendo en el cumplimiento de la condena su humanidad y convirtiéndolo en medio para fines ajenos. En este punto no es de olvidar que para un retribucionista tan importante y autorizado como Bettiol la pena tiene carácter aflictivo y se resuelve en la producción de un dolor, aunque el condenado no lo sienta efectivamente27. “Todas las tendencias y todas las concepciones que se esfuerzan por quitar a la pena su carácter aflictivo tratan de abrir brecha en la idea retributiva o la niegan abiertamente”28. Ni se ha de negar que a lo largo del tiempo han prevalecido el entendimiento y la práctica de la retribución como retorsión del delito mediante el dolor. Sin embargo29, es igualmente incontrastable la existencia y acción de una constante, a pesar de sus retrocesos, de sucesiva y cada día más pronunciada humanización de las sanciones, conforme a la cual se mantiene el vigor de la desaprobación y desvaloración social y jurídica de ciertas conductas, pero desaparecen las penalidades más crueles o adoptan formas de ejecución que reduzcan o acorten su contenido aflictivo, y, sobre todo, se instituyen, ensayan o recomiendan maneras originales de punir que eviten el sufrimiento al condenado, a sus parientes y otros allegados y a la misma comunidad. Como expresión y concreción de una severa desaprobación y desvaloración social y jurídica y, por tanto, como fenómeno de cultura que la penalidad es, reviste en la historia manifestaciones distintas que van acordándose a las pautas valorativas y, en particular, a la resistencia de cada época al dolor y a su sentido de la benignidad, y es un hecho indesmentible el de que desde la segunda mitad del siglo XVIII se han incrementado en general a velocidad progresiva ni ente acelerada la sensibilidad y la humanidad, con el consiguiente desarrollo de la filantropía. También hay que recordar que para algunos seguidores de Freud una de las fuentes o raíces psíquicas de la pena30 es la compensación del sadismo renunciado31. “La pena así es el significado de una compensación por la renuncia al sadismo. La identificación con la sociedad que ejerce el ius puniendi permite al hombre justo la posibilidad de perpetrar agresiones en una forma legal. Y como esta vivencia merma el número de las agresiones a reprimir, se facilita con ella la tarea represiva. Todo procedimiento judicial, y especialmente la ejecución de la pena de muerte, tiene a menudo el carácter de un espectáculo y sirve de válvula de escape a las agresiones, lo mismo que las luchas de gladiadores en la antigua Roma o las corridas de toros españolas”32. Es decir, según poco ha se ha señalado, la imposición y la ejecución de la pena proporcionan en muchas ocasiones oportunidad de llevar a cabo en el delincuente un acto idéntico o semejante a aquel por el cual se le castiga, si bien ahora con el asenso de la conciencia social, y de esta manera, haciéndonos uno con la sociedad que es titular del ius puniendi y lo aplica, se subliman y satisfacen en su ejercicio nuestros respectivos impulsos agresivos y antisociales y somos resarcidos del sadismo que a título individual renunciamos en la colectividad y del daño que como personas no hacemos. Pero el propio fenómeno de la sublimación muestra con claridad la diferencia entre lo que no pasa de ser una realidad inconsciente, puramente natural, y lo que es una valoración y, como tal, pertenece al orbe de lo racional y la cultura. Por lo demás, la causación de dolor y el recreo en él, muy a la inversa de lo que ocurre con la pena, no han solido merecer ni obtener el beneplácito de la civilización. Y es que “el infligir dolor a otros, aun bajo la especie de retorsión, no puede ser un fin lícito por

26

Cfr. el subapartado siguiente.

27

Cfr. ob. cit., ps. 796-797 y 809-810.

28

Ibídem, p. 810.

Y sin volver aquí sobre la cuestión de si la pena es un bien o un mal, acerca de la cual nos hemos extendido en el capítulo II, 3. 29

30

Por supuesto, inconsciente.

Cfr.: Alexander y Staub, ob. cit., ps. 241-245; Jiménez de Asúa, Psicoanálisis criminal, cit., ps. 232-233; y Rivacoba, Elementos de criminología, cit., ps. 200-203. 31

32

Alexander y Staub, ob. cit., ps. 241-242. - 37 -

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sí mismo a la luz del supremo ideal ético”33.

c’)

Más alejada aún se encuentra la retribución, y cuanto le concierne, de la expiación. Tiene esta última un significado o entidad moral o religiosa, referida a la interioridad del hombre y consistente en un sacrificio que lo purifica, eliminando o haciendo desaparecer de él toda reliquia o mácula de una maldad o un pecado que hayan recaído sobre los demás, pero también sobre Dios o sobre sí mismo, extraña desde cualquier punto de vista a la desvaloración jurídica en que consiste la primera y al carácter hace ya varias centurias secularizado y laico del Derecho, que toma en consideración primordialmente lo exterior, no el fuero de la conciencia, y regula sólo el obrar externo, no los actos internos, de los seres humanos que afecte a otros humanos. La expiación tiene mucho de purga o liberación interior; la retribución es un mero juicio de valor. La una tiende a lograr un mejoramiento de los hombres que los haga buenos o santos, según un modelo ideal de perfección, mientras que la otra apenas mira a facilitar o mantener las relaciones sociales y la convivencia humana. De nuevo se debe recordar el pensamiento de ciertos discípulos de Freud, para quienes la expiación es otra de las fuentes psíquicas, e inconscientes, de la punición34. Ante el triunfo e imposición de los impulsos del ello en el delito y la correspondiente satisfacción de tales impulsos en el criminal, la reacción instintiva no va impelida sólo por un afán de venganza, sino igualmente por el afán de expiación, y, así como el primero se dirige contra el sujeto que ha causado el dolor, contra el trasgresor, infligiéndole un padecimiento por el goce indebido que ha logrado y del que los restantes se ven privados, el segundo se dirige en cada uno contra sí mismo, contra las impulsiones propias, avivadas por el mal ejemplo y la virtud seductora de su éxito en otro, con la consiguiente relajación del poder inhibidos de la represión, como medio de robustecerlo y asegurar el imperio del superyó. La venganza es una represalia contra el ataque ajeno, que se dispara contra el delincuente; la expiación, un esfuerzo por reprimir y contener las pulsiones propias. En la una y en la otra se trata “del mismo procedimiento anímico, pero con un cambio de acento en cada caso, como dirigido a un destinatario diferente”35. Absteniéndonos, por de contado, de entrar aquí en disputa alguna acerca del acierto y la utilidad del psicoanálisis, mas sin desconocer que aclara y explica muchas cuestiones difíciles en relación con la delincuencia y la penalidad, lo indudable es que, aunque el mecanismo inconsciente que origina y sostiene ésta en las honduras del psiquismo humano sea como sus partidarios lo conciben, la sublimación sitúa la pena, y dentro de ella, animándola, la retribución, en un nivel diverso, plenamente racional y valorativo. Así, pues, la retribución y la expiación se mueven sobre suelos diferentes y con perspectivas distintas.

d’)

Por último, la retribución tampoco tiene nada que ver con el talión; ni siquiera una auténtica semejanza. En los términos más simples y comunes, el talión es inferir al delincuente en concepto de pena un daño igual al que él produjo. Aunque Jiménez de Asúa piensa que Lardizábal lo concebía como un género de pena36, lo cierto es que este autor lo entendía, con entera corrección, como moderación y límite de la venganza37. Mucho antes lo había visto así San Isidoro (± 560-636): “La similitud en la venganza, a fin de que cada uno padezca talmente como lo hizo”38, y mucho Giorgio del Vecchio, Sobre el fundamento de la justicia penal (Apéndice a su obra La justicia, traducción de la 3a ed. italiana por Francisco P. Laplaza, Buenos Aires, Depalma, 1952, ps. 217-248), ps. 225-226. De este estudio hay otra versión castellana por Manuel Rodríguez Ramos, publicada en Puerto Rico y en Méjico. 33

Cfr.: Alexander y Staub, ob. cit., ps. 229-245; Jiménez de Asúa, Psicoanálisis criminal, cit., ps. 228-233; y Rivacoba, Elementos de criminología, cit., ps. 200-203. 34

35

Alexander y Staub, ob. cit., p. 241.

36

Tratado, cit., t. I, 3a ed., Losada, Buenos Aires, 1964, ps. 244-245.

37

Cfr. ob. cit., ps. 153-154, basándose en San Agustín, Contra Faustum Manichaeum, libro 19, capítulo 25. - 38 -

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después precisa Sánchez-Tejerina que “no es más que una medida penal que puede coexistir con fases más o menos modernas”39. En efecto, para las formas primitivas del Derecho penal “significó, indudablemente, un gran progreso en épocas en que los excesos de la reacción punitiva traían como consecuencia nuevos y más grandes crímenes que los que trataba de reprimir la sociedad”40. En plena segunda mitad del siglo XVIII Kant justifica lo que llama derecho del talión (jus talionis) como único criterio para determinar en cada delito la especie y la cantidad de la pena41; Lardizábal lo halla “útil y conveniente” para el homicidio voluntario y malicioso y para la calumnia y el falso testimonio en juicio42, y Filangieri (1752-1788) lo propone asimismo para la calumnia43. Se encuentra en el castigo que establece para el falso testimonio contra el reo en causa criminal sobre delito grave el art. 234, para el juez que hubiere dictado a sabiendas sentencia condenatoria manifiestamente injusta en causa asimismo criminal el 26244 para las amenazas con las que se exigiere alguna cantidad o se impusiere cualquier otra condición ilícita el 407, del Código español de 1848, y continúa para los propios delitos en los arts. 332, 361, 362 y 507 del de 187045. Por el influjo de éste persiste en los arts. 322, 350, 351 y 491 del Código vigente en Honduras; y resplandece con todo su rigor en el 353, para la primera de semejantes infracciones, en el 354, para el soborno con objeto de que se cometa falso testimonio, si efectivamente se cometiere, 37 en el 356, para la denuncia o acusación falsa, así como con cierta atenuación en el 232, para las amenazas, del nicaragüense46. Y todavía cabe recordar al respecto su subsistencia, por acatamiento de prescripciones religiosas, en los países de Derecho musulmán. El talión, pues, ha tenido larguísima vida y de ninguna manera se puede decir que haya desaparecido del todo en el mundo contemporáneo. Además del talión material, que es el talión en su manifestación primigenia y más propia y que consiste en la inflicción de un final al infractor estrictamente igual al que ocasionó, existe el talión simbólico, que supone un notable progreso y en el cual ya no se le impone un mal idéntico, sino uno que guarde cierta relación o similitud con el que produjo; al principio y por lo general, la, mutilación del órgano o miembro más significativo o importante para la comisión del delito, llegando en su evolución a formas mucho más espiritualizadas, como la punición del criminal, no en su persona, sino en la de un esclavo. Entre las explicaciones que se dan de él47, parece la más razonable la que lo atribuye a la imposibilidad de aplicar en muchos casos el verdadero talión; y las sanciones impuestas en su virtud suelen denominarse penalidades poéticas o también a veces expresivas48. Ahora bien, por grande que sin duda la importancia de todo esto haya sido para la evolución de la penalidad, y por mucho que realmente vestigios del talión subsistan en 38

Etymologiae, libro V, capítulo 27, n 24. Cfr.: Jiménez de Asúa, Tratado, cit., t. I, cit., p. 245.

Derecho penal español, 5a ed., con la colaboración de José Antonio Sánchez –Tejerina y Sanjurjo, 2 vols., Madrid, 1950, t. I, p. 29. Y líneas después añade: “El talión es, por lo tanto, un límite, una medida, no una pena”. 39

40

Ibídem.

41

Cfr. ob. cit., ps. 196-200.

42

Ob. cit., ps. 160-162.

Scienza della legislazione, 4 vols., Napoli, 1780-1783, libro tercero, parte segunda, capítulo XXXV. Trad. castellana por Jaime Rubio, en 10 vols., Madrid, 1787; 2a ed., Madrid, 1813, t. VI, p. 145, nota 1. 43

Ocupándose de estos artículos, lo justifica para ambos delitos don Cirilo Álvarez Martínez, en Álvarez y Vizmanos, Comentarios al Código Percal, 2 vols., Madrid, 1848, t. II, ps. 191 y 238. 44

Critica el “sistema talional” de estos artículos la Exposición de motivos (IV, Reformas de errores materiales de técnica, e incorporación de leyes complementarias) del Código de 1932, que lo eliminó. Aunque la Exposición de motivos citada no hace mención de él, hay que añadir que también se sanciona con criterio talional al funcionario público que se arrogare atribuciones judiciales e impusiere castigo equivalente a pena corporal, si la pena arbitrariamente impuesta se hubiere ejecutado, en el art. 205, que fue asimismo modificado a este respecto por el Código de 1932, en su art. 193. 45

Lo que resulta tanto más extraño y es tanto más censurable, como que se trata de un código nuevo, de 1974. Por influjo asimismo español y aparte de los cuerpos legales de que se ha hecho mérito en el texto, un resto de punición talional se conserva también para el falso testimonio contra el reo en el art. 208 del viejo Código chileno de 1874. 46

47

Cfr.: Da Costa Antunes, ob. cit., ps. 104-105.

48

Acerca del talión es sumamente interesante Del Vecchio, La justicia, cit., pássim. - 39 -

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la actualidad como supervivencias penales, no se ve qué genuino contacto ni aun leve parecido tengan con un juicio de valor, o sea, con la retribución, y se corrobora que son entidades y conceptos, no ya independientes, pero más bien, en el sentido de los lógicos, impertinentes, que ni se infieren ni se excluyen entre sí.

d)

Que la idea y, en particular, el hecho de la retribución sean antiguos como el mundo no implica que siempre se haya tenido clara conciencia de una u otro, ni, menos, que se los haya podido razonar y fundamentar. Antes al contrario, en muchos puntos de carácter moral y social, y aun cabría extender el aserto a los dominios de la naturaleza, existen a las veces cosas u ocurren fenómenos que se ignoran o de los que sólo se alcanza una oscura noción y que no se pueden explicar o comprender, por no haberse dado todavía los supuestos intelectuales o de distinta índole que consientan hacer luz a su respecto e integrar tal realidad o su conocimiento en una concepción suficientemente amplia y racionalmente elaborada del mundo y de la vida. Así sucedió con la retribución hasta muy avanzado el siglo XVIII, con su aplicación del racionalismo de los tiempos anteriores a los problemas del hombre y de su obrar, que hizo factible concebir al ser humano como, constitutiva y genuinamente, ser racional y, por ello, autónomo, o sea, que, en cuanto tal, es capaz de hacer y hace sólo de los dictados de su razón, como ley general de conducta, el motivo de sus actos, y de consiguiente es libre y responsable de éstos y no debe ser sometido a las imposiciones de otro, es decir, tomado, empleado como medio para fines ajenos. Tanto es así, que, aunque, sin lugar a dudas, “fue, sobre todo, Kant quien más contribuyó a desarrollar el concepto de humanidad en el sentido de la dignidad humana, la idea de que todo hombre debe ser considerado como un fin en sí, de que no es lícito utilizar a nadie simplemente como un medio al servicio de fines ajenos”49, se ha señalado, con razón, que un utilitarista tan representativo como Beccaria (17381794)50, cuando asevera que la libertad no permite que “el hombre cese de ser persona y se convierta en cosa”51, se anticipó al imperativo categórico del filósofo de Köningsberg y al profundo respeto que envuelve de la persona humana en su inalienable entidad moral, exaltando y reverenciando de este modo la dignidad incomparable de lo humano52. Lo cual demuestra que bajo el utilitarismo que caracteriza a la centuria décimoctava latía “un indudable y no menos importante fondo ético” 53. Esto aparte, lo que aquí más interesa es la trascendencia del pensamiento kantiano para la cuestión54. Bien sabido es que para Kant “el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple medio; debe ser considerado, en todas las acciones, como fin en sí”55; “pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo”56; o sea, que, “en el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser

Gustav Radbruch, Introducción a la Filosofía del Derecho, traducción de Wenceslao Roces, 3a ed., México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 154. 49

50

Al que el propio Kant, ob. cit., p. 201, reprocha su “sentimiento de humanidad mal entendido (compassibilitas)”.

51

Dei delitti e delle pene, 1764, § XXVII (según la ordenación de Morellet). La cursiva, en el original.

Cfr.. Guido de Ruggiero, cit. por Piero Calamandrei, Prefacio a su edición de De los delitos y de las penas, de Beccaria, traducción de Santiago Sentís Melendo y Marino Ayerra Redín, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1958, p. 66. Sobre el particular, ver también Rivacoba, La reforma penal de la Ilustración, Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, Valparaíso, 1988, p. 23. [Ir a La reforma penal de la Ilustración…] 52

Rivacoba, ibídem. Por lo demás, sin ello resultarían inexplicables e incluso absurdos los radicales cambios, que se produjeron a lo ancho de Europa y a lo largo de América hacia sus finales y en los lustros siguientes, y que elevaron el respeto al ser humano y ennoblecieron la vida pública. 53

54

Cfr. supra, capítulo II, 3, a, c', texto y nota 14.

Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), traducción de Manuel García Morente, 7a ed., EspasaCalpe, Madrid, 1981, p. 85. 55

56

Ibídem, p. 91. - 40 -

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sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”57. O en palabras de una de sus obras principales y más conocidas, la Crítica de la razón práctica, posterior en tres años58: “Todo lo que hay en la creación, y sobre la parte que se tenga el suficiente poder, puédesela usar como simple medio; únicamente el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo”59; ya que, al darse el sujeto racional su propia ley y ser, así, su voluntad, autónoma, no cabe “someter a este ser a ningún propósito que no sea posible según una ley que pueda derivar del mismo sujeto pasivo”60, ni, por ende, usarle nunca “sólo como medio, sino que, y al mismo tiempo, como fin”61. Sobre tales supuestos descansa y, a la par, de ellos deriva con la más sencilla, directa, rigurosa y contundente lógica la intelección de la pena como retribución. La pena “no puede nunca aplicarse como un simple medio de procurar otro bien., ni aun en beneficio del culpable o de la sociedad, sino que debe siempre serlo contra el culpable por la sola razón de que ha delinquido, porque jamás un hombre puede ser tomado por instrumento de los designios de otro ni ser contado en el número de las cosas como objeto de derecho real; su personalidad natural innata le garantiza contra tal ultraje, aun cuando pueda ser condenado a perder la personalidad civil. El malhechor debe ser juzgado digno de castigo antes de que se haya pensado en sacar de su pena alguna utilidad para él o para sus conciudadanos. La ley penal es un imperativo categórico; y desdichado aquel que se arrastra por el tortuoso sendero del eudemonismo, para encontrar algo que, por la ventaja que se puede sacar, descargase al culpable en todo o en parte de las penas que merece”62. Al lado de esta sólida y severa construcción, las desafortunadas conclusiones o aplicaciones talionales que Kant extrae de dicho principio carecen de cualquier sustancia y tienen mucho de anecdótico63, sin que sea, por lo demás, de olvidar que no recurre al talión sino como criterio para determinar la especie y el grado del castigo, esto es, la calidad y la cantidad de la pena64, ni tampoco que se trataba de una idea que estaba en boga, o por lo menos era aceptada, en la época65. Lo verdaderamente importante es que Kant insiere, en una longuísima secuencia de autores y en un panorama casi sin excepción utilitaristas y preventivistas, un momento y una teoría éticos y retribucionistas, de innegable, aunque retardada, fecundidad. Agregando a la doctrina kantiana la noción de valor, que la Filosofía no aportará hasta mucho después, resulta la concepción que de la retribución queda páginas atrás perfilada; y, si bien semejante doctrina tiene un indisimulable fondo moral, la retribución en la Perla es, tiene que ser, jurídica, es decir, conforme o con arreglo a los valores que inspiran al Derecho, o, más concretamente, a un ordenamiento, y que éste consagra. Para Bettiol, el principio retributivo se basa, no en, la idea de libertad política, sino “sobre un positivo fundamento moral”66, lo cual, siendo sin duda cierto, puede, empero, en sí solo resultar peligroso, a menos que se precise en un sentido de reconocimiento y respeto de la dignidad del individuo humano. 57

Ibídem, p. 92.

58

Traducción, prólogo y notas de V. E. Lollini, Perlado, Buenos Aires, 1939.

59

Ibídem, p. 116.

60

Ibídem.

61

Ibídem.

Kant, Principios metafísicos del Derecho, cit., ps. 195-196. Las palabras o frases de los párrafos que preceden de Kant que aparecen en cursiva, figuran así en los respectivos originales. 62

63

Cfr.: Rivacoba, La reforma penal de la Ilustración, cit., p. 23, nota 29. [Ir a La reforma penal de la Ilustración…]

64

Cfr. Principios metafísicos del Derecho, cit., p. 196.

65

Cfr. el subapartado que antecede, d'.

66

Ob. cit., p. 802. - 41 -

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e)

Si, pues, en la retribución se reconoce y se respeta al hombre en el condenado; si se juzga desfavorablemente, con arreglo a los valores consagrados por la comunidad, uno o varios actos aislados en la línea de su conducta, sin inmiscuirse en el sagrado d-e su conciencia y sin desconocer su entidad de sujeto de razón, que se da normas y propone fines, que obra conforme a las unas para alcanzar los otros y que es capaz de resistirse u oponerse a cooperar en la consecución de fines ajenos, una tal concepción en lo penal no puede en buena lógica avenirse con ninguna concepción que en lo político contemple la sociedad como una realidad sustantiva, cuyos componentes no pasan de súbditos ni son más que elementos, miembros u órganos, sometidos, en una posición de plena subordinación instrumental, a sus dictados y al servicio de sus designios o los de quienes la gobiernen, sino sólo con una que la entienda como un conjunto pluralista de seres libres y diversos, que, no obstante, se consideran iguales en dignidad y prójimos o hermanos en la tarea de vivir, que se guardan celosamente de cualquier intromisión en la interioridad del otro y coartan el mínimo de la libertad de cada uno para hacer compatibles entre sí las de todos, y que coordinan su acción y sus esfuerzos para multiplicar las posibilidades y la eficacia y elevar la vida de cada cual; una sociedad, en suma, donde el individuo se sienta y sea ciudadano, esto es, dentro de los límites de lo factible, a la vez que obligado autolegislador. O en pocas palabras: sólo se compadece y concuerda con una concepción y una organización liberales, y, por ello, democráticas, de la vida pública. En verdad, esto se comprende con facilidad y no contiene ninguna novedad después de lo que en relación con ello se ha dicho en el capitulo anterior 67, y lo corrobora. Por lo demás, tanto, en un plano, el liberalismo, cuanto, en otro, el retribucionismo, proceden del racionalismo, de la exaltación de la razón, común e igual en todos los hombres, como única facultad que puede conocer de manera clara y distinta las cosas, juzgando y discerniendo lo verdadero de lo falso, y también conocerse a sí misma, analizando y criticando sus supuestos y tomando conciencia de sus limitaciones. Semejante exaltación de la razón lleva a la exaltación, asimismo, del si jeto de tal razón, del ser humano, lo cual, por lo que hace a la textura de la sociedad, se proyecta en el individualismo, y, por lo que toca a su estructura y mecanismo de gobierno, en el liberalismo, esto es, en situaciones, sean de carácter social o político, de realce del hombre en su entidad y prestancia y en la exención de trabas e imposiciones. Mas, por otro lado, considerando al ser humano como ser de razón, autónomo y fin en sí, lleva igualmente a que se le pueda desaprobar su actuar, pero no se le pueda domeñar ni manipular, o sea, al retribucionismo penal. Bettiol dice que la teoría de la retribución “no se halla necesariamente ligada a ninguna concepción política determinada”68; y tiene razón, en cuanto de hecho se ha retribuido en tiempos muy distantes y distintos y en situaciones muy diversas e incluso contrapuestas, pero no refiriendo la cuestión al aspecto ideal o de los principios, en el cual, así como se concilia con ciertas ideas y formas políticas, es incompatible con otras. Lo que acontece es que la vida humana, la social, la política y la jurídica suelen no configurarse y discurrir con entera pureza y coherencia. También dice, recordando a Maggiore, que, si se le quiere atribuir un fondo político, “antes se encuentra referida a una concepción autoritaria del Estado que a una concepción liberal”69; aserción poco explicable y muy difícil de admitir. Casi contradiciéndose, y aun sin mencionar el liberalismo, el propio Bettiol reconoce, a renglón seguido, que “el individuo está tutelado del mejor modo en el campo de la penalidad mediante la teoría de la retribución”70; y concluye, algo más adelante, “que la idea retributiva es la expresión más exacta de un pensamiento penal orientado hacia los valores éticos de la vida”71. 67

Cfr. su apartado 2.

68

Ob. cit., p. 805.

69

Ibídem, ps. 805-806.

70

Ibídem, p. 806.

71

Ibídem, p. 813. En las ediciones precedentes (la 12a, cit., ha sido revisada y actualizada por Luciano Pettoello Mantovani) concluía que - 42 -

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f)

Del planteamiento que se ha trazado de la retribución fluye una serie de consecuencias. 1a) Que, comoquiera que el Derecho regula el obrar humano y que, en congruencia, los valores jurídicos se acatan y realizan o se niegan en este obrar, lo único que se puede desaprobar, desvalorar, juzgar negativamente, lo único sobre que puede recaer la retribución y que, de consiguiente, puede ser objeto de pena, es un acto del hombre, o varios actos o una repetición de ellos, no el ser del hombre ni su manera de ser72. O en otros términos: que sólo cabe retribuir lo que se hace o cómo se hace, no lo que se sea ni cómo se sea, el obrar y no el ser. Dada, por otra parte, la índole del Derecho, tales actos no han de quedarse en la interioridad del sujeto, en su conciencia o en su voluntad, sino que tienen que exteriorizarse y ponerse en ejecución, y, además, que referirse a otros hombres. De donde inmediatamente se sigue que son de todo punto ajenos a la retribución y permanecen, por ende, fuera de un auténtico Derecho penal cuanto realicen los llamados seres inferiores y, en otro aspecto, cualquier concepción o modalidad del denominado Derecho penal de autor, así como, en fin, los meros pensamientos, creencias y voliciones. En la perspectiva del Derecho penal de autor, lo que en realidad hay es una discriminación y una defensa frente a un peligro, o, mejor, frente a grupos, categorías o individuos a quienes se considera distintos y peligrosos, no una valoración, siquiera sea negativa, de actuación alguna. “La retribución importa que el individuo que debe ser punido haya cometido antes una acción. No se da retribución fuera de la acción. Así, una concepción sintomática del Derecho penal, para la cual lo que cuenta a fines preventivos es un status del sujeto que se deduzca de su acción, se encuentra en inevitable contraste con la idea retributiva. En efecto, no se puede ser llamado a responder penalmente de lo que se es, a menos que este modo de ser dependa de la consideración de un obrar”73. 2a) La retribución exige, o supone, la antijuridicidad, es decir, que la acción sea contraria al Derecho, que lo haya violado74. Ahora bien, una acción es en rigor antijurídica, no porque contravenga una prescripción formal del Derecho, sino porque vulnera lo que íntima y verdaderamente, materialmente, lo constituye, su contenido, esto es, los principios que lo informan, los valores en que se inspira y que trata de realizar y los fines a que tiende y que procura alcanzar. De lo cual se desprende con claridad, y no admite duda, que sin ofensa de un bien jurídico, sea tal ofensa, por su efectiva destrucción, su lesión o menoscabo, su puesta en peligro o una compresión que impida o restrinja su goce o ejercicio, no hay antijuridicidad75, y que, por tanto, no pueden ser objeto de retribución y de pena, además de los actos justificados legalmente, los delitos de desobediencia ni los de peligro abstracto, ni tampoco aquellos actos de apariencia criminosa que, sin estar amparados por una causa de justificación, no atenten contra ningún bien que el Derecho proteja76. 3a) Asimismo, la retribución requiere, o supone, la culpabilidad. “Más sustancial aún aparece la idea retributiva, cuando se piensa que la retribución implica la presencia del carácter culpable en la acción antijurídica que se toma en consideración”77.

“la idea de la retribución es lo mejor que el pensamiento penal, orientado hacia los valores éticos de la vida, ha sabido encontrar y expresar”. 72 73

Igual o semejantemente en todo esto, como es lógico, que en las restantes normatividades de la actividad humana. Bettiol, ob. cit., p. 808.

74

Del mismo modo, Bettiol, ibídem.

75

Principio de ofensividad.

76

Justificación supralegal.

77

Bettiol, ob. cit., p. 809. - 43 -

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La desvaloración en que consiste carecería de posibilidad e incluso de sentido, si el acto, además de ser opuesto al Derecho, no fuese conocido y querido o aceptado, tanto en su entidad propia como en su calidad de antijurídico, por su autor78, y si éste no se hubiese hallado, al perpetrarlo, en una situación en la que hubiera podido razonablemente determinarse con arreglo a la representación del deber jurídico y se le hubiera podido exigir que obrara conforme a él. Sólo un acto de esta naturaleza puede ser sometido a un juicio de valor y ser retribuido. Que tal concepción envuelva o no la afirmación de la libertad psíquica en el ser humano es cuestión en la que no nos engolfaremos aquí79. En cambio, una imagen del hombre que prescinda de su aptitud para los valores y conciba que su actuar se determina en todo caso por estímulos, mecanismos y reacciones naturalistas, resultando así factible evitar la delincuencia, bien puede prescindir igualmente de la noción y exigencia de culpabilidad. Es más, ésta no tiene razón de ser ni significado profundo como elemento o carácter esencial del delito sino en orden a y para fundamentar la retribución en la pena80. En resumen, la retribución, como juicio de valor, juicio desaprobativo, y, por lo mismo, graduable, que es, necesita asentarse en los dos elementos o caracteres valorativos y consiguientemente también graduables de la infracción criminal, a saber, la reprobación objetiva de ésta en sí, o antijuridicidad, y su reproche subjetivo, tomando en cuenta la relación con el autor, o culpabilidad. 4a) La naturaleza retributiva de la pena, hace que ésta pueda conmensurarse en cada caso a la gravedad del respectivo delito. Como escribió Bettiol, “es sobre la base de la idea de la retribución sobre la que hizo su ingreso en el Derecho penal el criterio de la proporcionalidad, ya que la pena retributiva es «naturalmente» proporcionada al comportamiento efectuado”81. Se logra así lo que ha constituido una antiquísima aspiración de la humanidad y fue particularmente caballo de batalla en la doctrina del siglo XVIII. Recordemos como hitos más sobresalientes en ella a Beccaria, para quien “la verdadera medida de los delitos”, a la que deben proporcionarse las penas, es “el daño a la sociedad”82 83, criterio al que se adhiere sin vacilaciones su traductor y anotador alemán Karl Ferdinand Hommel (17221781) y se opone con viveza en España Lardizábal, que lo considera demasiado simple y combina al respecto el daño producido por el delito con una complicada serie de circunstancias84, entre las cuales predominan o se destacan las relativas al complejo concepto que hoy denominamos culpabilidad; y también a Filangieri, quien, inspirado en Rousseau, parte, para resolver el problema de la verdadera medida o gravedad de los delitos, de lo que llama su cualidad, o sea, la influencia que en la conservación del orden social tenga el pacto “al que falta el delinqüente”, y completa la solución con lo que denomina el grado, esto es, el del dolo o la culpa que se dé en el singular suceso criminal, cualidad y grado a los que es preciso proporcionar la pena85. Y semejante preocupación continúa siendo capital durante gran parte del siglo XIX86.

78

Lo cual, naturalmente, supone, a su vez, en tal autor la correspondiente capacidad (imputabilidad).

Sin embargo, el pensamiento del autor sobre el particular se puede ver en Configuración y desfiguración de la pena, cit., ps. 13-14. 79

Por esto, más que por su insuficiencia en la dogmática del delito, resultaba insatisfactoria la teoría psicológica de la culpabilidad, completamente exenta de cualquier connotación axiológica y que, por tanto, no podía explicar su graduabilidad ni ver en ella un criterio mensurador de la pena. 80

Ob. cit., p. 813. No obstante, es de advertir que en las ediciones anteriores (cfr. supra, nota 71 de este mismo capítulo) decía: “[...] ya que la pena retributiva debe ser estrictamente proporcionada al comportamiento precedente”. 81

“Ésta es una de aquellas palpables verdades que, aunque no tengan necesidad ni de cuadrantes ni de telescopios para ser descubiertas, sino que están al alcance de cualquier mediocre inteligencia, por una maravillosa combinación de circunstancias no son conocidas con decidida seguridad más que por algunos pocos pensadores, hombres de todas las naciones y de todos los siglos” prosigue. 82

83

Cfr. ob. cit., §§ XXIII y XXIV (según la ordenación de Morellet).

84

Cfr. especialmente sobre este punto ob. cit., ps. 103-104.

85

Cfr. ob., trad., ed. y vol. cits., ps. 241-260, y en particular la 254.

86

Por ejemplo, en Romagnosi, Rossi, Pacheco, Carmignani, Carrara, etc. - 44 -

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Con todo, la aspiración de que la pena fuera proporcional al delito era inalcanzable, mientras no cupiese concebir a uno y otra como conceptos realmente graduables, lo cual requería captar su entidad valorativa, y esto, a su vez, la aparición de la Filosofía de los valores y su aplicación a tales materias. Sin duda, para establecer la proporción entre sí de las respectivas concreciones de dos entidades abstractas, como ciertamente lo son el delito y la pena, estas entidades han de ser susceptibles de un más o de un menos, o lo que es igual, han de ser graduables; y sólo los valores, con su característica de la polaridad, que ofrece y permite recorrer una gradación continua de su intensidad desde su plenitud absoluta hasta su ausencia total, hacen posible dicha graduación y, con ella, la comparación y proporcionalidad de los objetos o actos referidos a un mismo valor. Esta equiparación se verifica en distintos niveles; principalmente, en el legislativo y en el judicial, y en el primero a través de dos pasos sucesivos. Ante todo, seleccionando de las realidades o entidades a las que en la perspectiva de valores e intereses de una sociedad se reconoce o atribuye tanta importancia que se considera necesario o conveniente resguardarlas mediante regulaciones jurídicas de conducta que les dispensen una efectiva protección y logren o refuercen su incolumidad, algunas cuya lesión87 se disvalora y sanciona penalmente; y, luego, estableciendo, con un delicado equilibrio o armonía axiológica, para los diversos atentados contra cada una, las condignas penalidades, según la relativa importancia de aquéllas y la gravedad de éstas. Y, en cuanto a la judicatura, dando actualidad, es decir, concretando, ajustando y aplicando a la peculiaridad de un caso criminal la previsión penal que la ley señala en abstracto para todos los de la misma categoría delictuosa. Así se cumple el viejo apotegma de Papiniano88, según el cual89 poena est aestimatio delicti. Pues bien, en la actualidad apenas se discute que de los elementos que componen o las notas que caracterizan el concepto de delito la antijuridicidad y la culpabilidad son de índole valorativa y se expresan en los diferentes casos por sendos juicios de valor; con lo cual, y sin perjuicio de su sustrato naturalístico, como fenómeno individual y social, halla su lugar adecuado y se sitúa en el mundo de los valores, y más definidamente en la región que circunscriben en él los valores jurídicos. De consiguiente, es graduable 90. Por otra parte, la retribución también es valorativa y está animada por los valores jurídicos, siendo, pues, asimismo graduable. Sobre esta base y sin desconocer las innegables dificultades de parangonar, no datos de hecho ni magnitudes ideales, sino realidades axiológicas, la proporción entre delito y pena adquiere plena significación, resulta perfectamente asequible e incluso viene postulada por el propio ser de uno y otra y por la complementariedad que guardan entre sí. Lo injusto de una actuación punible siempre puede ser mayor o menor y es, por ende, graduable, tanto en los tipos especiales en relación al básico91, como en los singulares acaecimientos criminosos dentro de la misma especie delictiva92, y la culpabilidad lo es en uno u otro sentido sin excepciones93. En correspondencia, y descartando las de

En sentido amplio, comprensivo de su destrucción total o parcial, el colocarlas en peligro o una compresión que impida o reduzca su normal goce o ejercicio. 87

88

Dig., XLVIII, 19, 41: Papinianus libro II Definitionum.

En la libre versión que le da Carrara, ob. cit., § 696. Poco más adelante, § 702, insiste en la idea y dice por su cuenta que la pena “es el precio con que la sociedad paga el delito”. 89

“El concepto de delito es un «concepto graduable»”. Mezger, Tratado de Derecho penal, traducción de la 2a ed. alemana (1933) y notas de Derecho español por José Arturo Rodríguez Muñoz, nueva ed., revisada y puesta al día, 2 vols., Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1955, t. II, p. 423. 90

Puede ser mayor o menor, a) por representar una lesión o un peligro mayores o menores para el bien jurídico de que se trate, o b) por comprimirlo más o más prolongadamente, o viceversa, cuando se trate de bienes jurídicos indestructibles, respecto a los cuales sólo es factible impedir o restringir su goce o ejercicio, y puede ser mayor, a) por configurar un ataque al bien jurídico en situaciones en que su defensa o protección es inferior a la normal, o b) por entrañar la afectación concomitante de otro bien jurídico, además del característico del delito; con la salvedad, en la primera de tales hipótesis, de aquellas trasgresiones criminales cuyo resultado consiste en la destrucción, no parcial, sino total, la aniquilación, del correspondiente bien jurídico, pues en semejantes casos, obviamente, no cabe un injusto mayor o menor que otro. 91

92

Con la salvedad, también, acabada de señalar al final de la nota anterior. - 45 -

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muerte, perpetuas y de confiscación, que hoy no constituyen sino reminiscencias teratológicas de otros tiempos, las penas en todas las legislaciones son divisibles, elásticas, adaptables a la individualidad de cada delito particularizado y concreto, graduables. De ahí se deriva que la antijuridicidad y la culpabilidad no son únicamente, en su calidad de elementos o caracteres esenciales del delito, fundamentos de la pena, sino a la vez criterios para su mensura y determinación, y que la pena que precisa e impone el juez no es sólo consecuencia, sino asimismo medida de lo injusto y la culpabilidad94, y con ello de la gravedad, del delito que está juzgando, dentro de los de su respectiva categoría. Conmensurar dos entes, esto es, fijar la proporción entre ellos, constituye una fina operación racional, que involucra otra no menor de determinar el contenido y los límites de cada uno. Al plantearse la crítica del concepto contemporáneo de retribución, Zaffaroni sostiene que para las modernas teorías retributivas de la pena aquélla no es un concepto con contenido real, sino más bien un recurso o construcción mental que procura poner un límite a la coerción punitiva del Estado mediante la proporción entre la cuantía de lo injusto y la de la culpabilidad y la cuantía de la pena y dejar por esta vía a salvo la seguridad jurídica95. Dejando a un lado aquí la pretendida falta de contenido96, el orden del discurso acaso debiera invertirse: precisamente porque el delito y la pena se reclaman y complementan, y porque ambos están colmos de significación valorativa de la misma índole, la gravedad del uno, dada por su injusto y su culpabilidad, se proporciona con la de la otra y así la limita, con su lógica secuela para la seguridad jurídica y la libertad individual en lo punitivo. De manera muy diversa deben en buenos principios entenderse y ocurrir las cosas en cualquier concepción preventivista, donde la pena no tiene por qué sujetarse a, ni reconocer, límites en la gravedad del delito pasado, sino que orientarse a, y detenerse en, la evitación de otros nuevos. 5a) Siendo el objeto de la retribución un acto antijurídico y culpable, la pena no puede recaer más que sobre el individuo cuyo es dicho acto, que lo perpetró, y tiene que ser, así, eminentemente personal. La personalidad de las penas ocluye toda posibilidad lógica, por un lado, de la trascendencia que las caracterizó en el pasado, cuando se las aplicaba a individuos distintos del delincuente, más o menos próximos o relacionados a él97, y, por otro, de la repercusión que suelen provocar en la actualidad, surtiendo efectos que no por ser indirectos dejan de tener en muchas ocasiones considerable y aun extrema gravedad sobre sus allegados. 6a) En fin, tratando en ella al hombre como hombre, es decir, reconociendo y respetando su dignidad, la retribución tiene que suscitar la humanización de las penas y hacer que éstas sean radical y completamente humanas, o lo que es igual, compatibles con la noción de dignidad y sus exigencias, proscribiendo y evitando la inflicción de cualquier dolor o sufrimiento, ya físico, ya moral. Como proclama la Declaración Universal de Derechos del Hombre, del 10 de diciembre de 1948, en su art. 5, “nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. No puede sino sorprender, hasta cierto punto, que Bettiol, a pesar de admitir el carácter Bien por una mayor o menor intensidad del dolo o la culpa o por un mayor o menor disvalor social de los motivos. En los delitos que lo admitan o lo exijan, puede aumentar asimismo en aquellos casos que exterioricen una personalidad particularmente adversa al Derecho y jurídicamente desaprobada. 93

“La graduación de la pena es medida del injusto […]. La graduación de la pena es medida de la culpabilidad”. Mezger, ob. y vol. cits., p. 424. 94

95

Cfr. Tratado, cit., t. I, ps. 88-91.

96

Cuestión sobre la cual, después de cuanto se viene razonando en esta obra, parece ocioso insistir.

“Trascendencia que encontramos en el antiguo régimen como medio de intensificar el poder intimidante”. Antón, ob. cit., p. 514. Acerca del tema, recuérdese la Mémoire sur la préjugé qui étend à la famille du coupable la honte des peines infamantes, que premió a Robespierre la Academia de Metz en 1785. 97

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humanitario que debe tener la pena, lo someta a límites, y sostenga su naturaleza aflictiva y que en la pena deba haber siempre algo que la conciencia individual y la social sientan como dolor. “Todas las tendencias y todas las concepciones que se esfuerzan por quitar a la pena su carácter aflictivo tratan de abrir brecha en la idea retributiva o la niegan abiertamente”. Y sin rodeos afirma que la pena debe producir en su ejecución un sufrimiento98. Todo lo cual se halla en los antípodas y en franca pugna con la necesidad que la retribución impone de humanizar las penalidades y ver en el condenado un semejante. Hasta la saciedad hemos razonado que en la retribución no hay más que un juicio negativo de valor acerca de, o en referencia a, ciertas acciones, desaprobación que se manifiesta y concreta, se hace sensible y comunica, en la pena. Que esta última haya revestido a través del tiempo y revista en nuestros días formas sumamente dolorosas no es sino la consecuencia de imposiciones culturales, de muy diverso género, que desfiguran y desvirtúan lo único que en realidad son y pueden ser la retribución y la pena. Ahora bien, un juicio de valor y una desaprobación, y su expresión y concreción, son cosas por entero extrañas e incluso poco conciliables con la causación de dolor. Se puede y debe buscar, y hacer que funcione la imaginación para encontrar, inéditas maneras de penar que combinen la retribución con el sentido de humanidad y las posibilidades con la eficacia, resultando factibles para las condiciones y los recursos y aceptables para la conciencia de nuestras sociedades. Entretanto, como una especie de consigna que ilumine la aplicación del Derecho penal que es y que oriente para conformar otro mejor puede servir el propósito de retribuir cuanto sea preciso y hacer sufrir sólo lo mínimo indispensable. Un iusfilósofo individualista y liberal, Stammler, vincula los principios del Derecho justo al respeto y la solidaridad hacia el prójimo. No cabe duda de que en toda sanción jurídica, y más en la máxima, que es la pena, hay una exigencia para el condenado y una exclusión de él en ciertos aspectos de la comunidad; pero, según su pensamiento, a nadie se debe obligar ni excluir sin seguir viendo en él al prójimo, esto es, al próximo99. Y un iusfilósofo y iuspenalista también neokantiano, Radbruch, recuerda la frase, muy oportuna, de Goethe: “Tanto si se ha de castigar como si se ha de tratar con dulzura, debe mirarse a los hombres humanamente”100.

2.

Depurada, restaurada y perfilada de este modo la idea de retribución, se percibe bien en ella el fuerte carácter simbólico que presenta el Derecho punitivo. Más que de infligir dolor y provocar sufrimiento a nadie por el delito que haya ejecutado, se trata de desaprobarlo y significar y dar realidad a semejante desaprobación en la pena. Frente a la negación en aquél de los valores consagrados por una comunidad y a cuya preservación considera ligadas su razón de ser y su organización y acción política y jurídica, el Derecho penal los reafirma mediante la reprobación y el reproche de los actos que los niegan, expresando y concretando tal reafirmación en su punición, es decir, denotando simbólicamente con ella la permanencia, en la sociedad, de sus aspiraciones valorativas y sus ideales de vida. Repárese, por otra parte, en el volumen y la importancia de la cifra negra, existente en toda especie de delitos y abundante e inclusive abrumadora en algunas, tanto, que no hay exageración en aseverar que sólo por excepción se castigan. Todavía más: no hace falta gran imaginación para percatarse de que el conocimiento y la sanción de todos los delitos es algo, de hecho, inviable; y se comprenderá mejor el mencionado carácter simbólico. Los casos que se condenan y la pena en ellos casi no constituyen sino índice del notable aprecio en que una comunidad tiene ciertas cosas y la severa desaprobación Cfr. ob. cit., ps. 809-812. En el texto se ha dicho que este pensamiento de Bettiol sorprende hasta cierto punto, porque sus convicciones religiosas lo hacen muy explicable. 98

Cfr. ob. cit., p. 258, y La esencia del Derecho y de la ciencia del Derecho, traducción de Ernesto Garzón Valdés, Universidad Nacional de Córdoba, 1958, ps. 121-122. 99

Filosofía del Derecho, traducción de José Medina Echavarría, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1933, p. 212. 100

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que le merecen los actos que las conculquen. Este simbolismo no resta la más mínima autoridad y prestancia al Derecho penal; antes bien, lo realza, pues hace que constituya representación operativa de lo que una sociedad estima más entrañable e importante, genuino y elevado.

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V FINALIDAD Y DETERMINACIÓN DE LA PENA 1. Determinación (individualización) de la pena. 2. Consideración especial de la individualización judicial; su regulación en diversos ordenamientos (en relación con la idea de finalidad). 1.

Ya se ha dicho que donde o cuando la penalidad adquiere realidad jurídica, humana y social es con su determinación e imposición por el juez y, posteriormente, con su ejecución o cumplimiento1. Pues bien, esto aclarado, corresponde ahora examinar cómo se realizan los fines de la pena al determinarla e imponerla aquél en la sentencia, y comprobar si la regulación legal de esta tarea se ajusta a los fines que se han sentado de la pena y los confirma. En el capítulo siguiente se llevará a cabo una investigación análoga en relaciónala fase ejecutiva. Sin entrar en detalles elementales y, por ello, bien conocidos, ya se sabe que recibe el nombre de individualización el proceso por el cual se adapta y concreta para el singular suceso delictivo la abstracta previsión penal de la ley para la especie o categoría criminosa a que pertenezca, escogiendo para aquél y haciendo cumplir al reo la magnitud y la posibilidad, de las comprendidas dentro de los límites de dicha previsión, que más o mejor se adecue a las particularidades de tal suceso, siempre, claro es, que el delito en cuestión se halle amenazado, según es lo común en nuestra época y páginas atrás queda señalado2, con penalidades divisibles, elásticas, flexibles, graduables, o bien, lo que es menos frecuente, alternativas o paralelas. Suele repetirse que quien idea, denomina e inicia la teoría de la individualización de la pena es Emil Wahlberg (1831-1885), con su monografía Das Prinzip der Individualisierung der Strafpflege, publicada en Viena el año 1869, y que se populariza con la obra de Raymond Saleilles L’individualisation de la peine, que vio la luz en París el año 18983 4. Pero antes había ganado el concepto en la mente y rondaba la palabra en la pluma de Röder, en Las doctrinas fundamentales reinantes sobre el delito y la pena. . ., que apareció en Giessen el año 18675. El caso es que “la medición de la pena –esto es: la individualizadora selección y determinación de la pena frente a un autor concreto por su concreto delito– representa el término y remate de la teoría de la pena; representa (Finger) «el techo que se coloca sobre las leyes». La medición de la pena constituye, regularmente, una labor conjunta de ley y juez. Únicamente en raros casos excepcionales formula la ley fijas medidas penales, en los que la actividad judicial se limita a la subsunción en el tipo y a la apreciación de la culpabilidad. A la inversa, la ley desconoce –a pesar de la peligrosa

1

Cfr. supra, capítulo I, 4.

2

Cfr. supra, capítulo IV, 1, f, 4a.

3

Hay traducción española de Juan Hinojosa, Reus, Madrid, 1914, en 369 páginas.

Cfr., por ejemplo, Quintano, Compendio de Derecho penal, 2 vols., Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1958, t. I, p. 430. 4

Cfr. trad. cit., p. 299. Asimismo, Giner y Calderón, Principios de Derecho natural, Imprenta de la Biblioteca de Instrucción y Recreo, Madrid, s. a. [1874], p. 172. 5

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tendencia existente– una descarga de la total determinación de la pena, y de la consiguiente responsabilidad, sobre los hombros del juez; la ley dispondrá al menos la especie de la pena. Entre estos dos extremos trascurre la serie de casos en los que la labor se distribuye entre la ley y el juez: la ley, al graduar las particulares conductas injustas, por vía de la tosca y generalizadora valoración de los tipos, prescribe al juez especies y magnitudes penales, dotadas de márgenes diversos. Labor del juez será la definitiva fijación de la pena dentro de este marco”6. “La graduación judicial de la pena es medida de la pena dentro del marco penal legal”7. “La adecuación o medición judicial de la pena, que durante mucho tiempo fue la hijastra del Derecho penal, es la actividad más importante y difícil del juez penal”8, y no sólo ha sido la hijastra durante mucho tiempo, sino que continúa siéndolo en la actualidad, ya que, como escribió Roxin al principio de su contribución al homenaje colectivo a Hans Schultz en 1977, “la teoría de la determinación de la pena es una ciencia que todavía está en sus comienzos”9. No obstante, constituye otro verdadero tema de nuestro tiempo para los estudiosos del Derecho punitivo10 y ha generado inmensa bibliografía, lo cual de ningún modo significa que esté esclarecido 11. A despecho, pues, de su importancia, sólo muy reciente y parcialmente ha empezado a interesarse de verdad por él la doctrina, y aun hay en ésta quien considera que no es en paridad propio de la dogmática, sino de la política criminal. A la primera incumbe sólo “la subsunción del hecho en un tipo y del sujeto en una categoría de responsabilidad, es decir, toda la elaboración previa a la decisión sobre el castigo”12, “y a partir de ese momento se entrará en las decisiones político –criminales”13. Mas con gran sagacidad se le ha opuesto que “el cometido de la dogmática en la determinación de la pena no se agota, sin embargo, ahí. A la dogmática le corresponde también la elaboración, interpretación y ordenación sistemática y racional de los criterios y factores que han de venir en consideración en la determinación de la pena, para cuya tarea, sin embargo, habrá de partirse efectivamente de criterios político-criminales, particularmente de los fines concretos atribuidos a la pena, de su armonización y jerarquización y de su coordinación con la función fundamentadora o limitadora de la pena del principio de culpabilidad, así como de los resultados particulares obtenidos en las ciencias criminológicas”14. Una dogmática que no se ocupase más que de subsumir el hecho en un tipo y al hechor en una categoría de responsabilidad, se reduciría a una dogmática del delito y dejaría fuera de sí cuanto concierne en el ordenamiento a la punición, no se percibe por qué. El Derecho penal regula tanto la infracción criminosa como su sanción punitiva, con un criterio de exigencia y complementariedad entre ambas, y, por ende, una auténtica dogmática debe abarcar y estudiar por igual las dos, sin poder desentenderse ni prescindir, dentro de esta última, de la reconstrucción científica de las normas que la legislación suministra al juez para que determine e imponga a cada caso delictuoso la pena condigna. Ahora bien, precisamente porque con esta decisión judicial cobra realidad, o empieza a cobrar realidad, la amenaza penal con que se encuentra en abstracto conminada en la

Reinhart Maurach, Tratado de Derecho penal, traducción y notas de Derecho español por Juan Córdoba Roda, prólogo de Octavio Pérez-Vitoria Moreno, 2 vols., Ariel, Barcelona, 1962-1963, t. II, ps. 525-526. 6

7

Mezger, ob. y vol. cits., p. 422.

8

Carlos Fontán Balestra, Tratado de Derecho penal, 7 vols., AbeledoPerrot, Buenos Aires, 1966 y ss., t. III, p. 269.

La determinación de la pena a la luz de la teoría de los fines de la pena (en su libro misceláneo Culpabilidad y prevención en Derecho penal, traducción, introducción y notas de Francisco Muñoz Conde, Reus, Madrid, 1981, ps. 93113), p. 93. 9

10

Cfr. supra, capítulo III, 2.

Ver especialmente la monumental obra de Manuel Gallego Díaz, S. J., El sistema español de determinación legal de la pena. Estudio de las reglas de aplicación de penas del Código Penal, Ediciones ICAI, Madrid, 1985, y su interesantísimo Prólogo, de José María Rodríguez Devesa (ps. XIX-XXIII). 11

Gonzalo Quintero Olivares, Determinación de la pena y política criminal (en la revista “Cuadernos de Política Criminal”, de Madrid, 1978, número 4, ps. 49-70), p. 65. 12

13

Ibídem.

14

Gallego Díaz, ob. cit., ps. 5-6. - 50 -

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ley una especie delictiva, es obvio15 que, así como para resolver conforme a Derecho el juez ha de tener presente, y actuar y efectivizar, la noción y los fines de la pena, el estudio de las normas a que debe sujetarse al condenar alumbrará y confirmará tal noción y tales finalidades. Hace ya muchos años que Maurach dijo: "La théorie de la fixation de la peine est la mise en valeur immédiate et pratique de la doctrine de la nature et des objectifs de la peine”16.

2.

La verdadera o más genuina individualización es la judicial. La ley, por su conocido carácter abstracto y general, se aviene mal con la adaptación al caso singular y concreto, y sólo puede dar reglas o pautas –a su vez, abstractas y generales– para ella. En cambio, la individualización judicial es en donde la abstracta amenaza penal, de carácter general y alcance más o menos amplio, señalada en la ley, se convierte y reduce en una concreta realidad penal, de carácter determinado y cuantía o gravedad precisa, escogida entre las posibilidades o magnitudes contenidas en aquélla, basándose al efecto en la gravedad del delito y fijándola en la sentencia. Luego, para acabar de hacer de la amenaza penal una realidad penal, para completar tal realidad y que trascienda del plano de lo normativo al de los hechos humanos y sociales, no falta sino ejecutarla. Recuérdese que los jueces sólo se ocupan de los casos singulares, individuales. Se examinará de seguido las disposiciones mediante las cuales la legislación regula la individualización judicial, que acomoda la pena general y abstracta al suceso particular y concreto, prescindiendo acaso, en algún momento, de pormenorizaciones de escaso valor, para centrar la atención en el sentido más auténtico y profundo de tal regulación y de este quehacer judicial, y ateniéndose a ciertos ordenamientos de indubitable interés en la cuestión. En primer lugar, se constata que la limitación legalista de las penalidades condice poco con cualquier propósito de prevención general y no condice en absoluto con ninguno de prevención especial. Por cierto, al darse nuevas leyes especiales o reformar determinados aspectos de un código antiguo en sentido agravatorio, se esgrime casi siempre el argumento, y ante coyunturas semejantes revolotean a menudo en la doctrina la idea y aun la frase, de que así se disuade a potenciales delincuentes y se evita la criminalidad o su incremento, en cantidad o en gravedad; pero tales miras, sobre o por tener un carácter más ocasional e improvisado que reflexivo y fundado 17, suelen ser poco firmes y olvidarse o desvanecerse, quizá hasta que surja otra análoga, tan pronto como desaparece la situación en que se originaron, delatando con ello que no constituyen convicciones arraigadas ni verdaderos principios de una auténtica política criminal. Y, por otra parte, la existencia en la inmensa mayoría de los países, por no decir la totalidad, de la condena de ejecución condicional, o, en algunos, de otras medidas que en tiempos más próximos se han concebido para sustituir asimismo las penas más o menos cortas de privación de libertad, con la pretensión de evitar la recaída del delincuente primario en el delito, antes constituye un reconocimiento apenas velado del efecto corruptor de la prisión, la consagración de una especie de ius primi criminis 18 y un cómodo recurso para aliviar la población y el presupuesto carcelarios, que la adopción de medios que obren con eficacia en el penado y una adscripción seria al pensamiento de la prevención especial. Bien lo demuestran lo circunscrito de su aplicación, el burocratismo e incluso automatismo de su concesión19, con la consiguiente falta de reales apoyos para el infractor beneficiado por una u otra de dichas instituciones, y, en fin, la ausencia de otras del propio signo para los

El propio Quintero reconoce que, “cuando se decide cuánto castigo ha de padecer el reo, es el momento en el que las cuestiones fundamentales sobre por qué y para qué se le sanciona, han de descender de lo programático a la sentencia concreta” (ob. cit., p. 52). 15

La fixation de la peine criminelle selon le Droit actuel et le Projet de 1962 (en la “Revista de Ciencias Penales”, de Santiago de Chile, tercera época, t. XXV, número 1, enero-abril de 1966, ps. 26-39), p. 26. Y añade que “por ello la teoría de la fijación de la pena debe corresponderse con las exigencias que se derivan de la sustancia material de la pena”. 16

17

Y no hablemos de cuando son nudamente demagógicas.

Cfr. Quintano, ponencia en Actas de las Jornadas de Derecho Penal celebradas en Buenos Aires del 22 al 27 de agosto de 1960, cit., p. 190. 18

19

Cfr. ibídem. - 51 -

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reincidentes y para las condenas más prolongadas. Esta inconsistencia de los objetivos de prevención, general o especial, que a veces se insinúan, se declaran o se alegan en los diferentes ordenamientos, adelanta ya, siquiera sea de manera tácita, pero, aunque suene a paradoja, con elocuencia, que la naturaleza de la pena no es sino retributiva. Por lo demás, la piedra basal o el punto de partida de la individualización de la pena por el juez reside en su apreciación de la intensión o la extensión del perjuicio inferido por el delito que está juzgando al correspondiente bien jurídico, o de la situación de riesgo creada por aquél para éste, entendido el perjuicio en el sentido amplio y variado y a la vez con la salvedad o aclaración que se ha señalado20. Un cuerpo legal que cuenta ya con cierta antigüedad, mas también de reconocida perfección técnica, el Código Penal que rige en Italia desde el 1 de julio de 1931, dispone, en su art. 133, que “en el ejercicio del poder discrecional indicado en el artículo precedente 21, el juez debe tener en cuenta la gravedad del delito, deducida: 1) de la naturaleza, la especie, los medios, el objeto, el tiempo, el lugar y cualquier otra modalidad de la acción; 2) de la gravedad del daño o del peligro causado a la persona ofendida por el delito”22; donde se percibe con claridad, en el apartado segundo, lo que se termina de señalar, y el primero sólo tiene sentido por manifestar, los extremos o modalidades en él consignadas, precisamente la gravedad objetiva de la infracción criminal, esto es, la intensidad de la lesión producida al bien jurídico. En otro cuerpo legal, muy posterior, pero asimismo “de una notable unidad y precisión técnica”23, el Código vigente en Austria desde el 1 de enero de 1975, su parágrafo 32, apartado 3, prescribe que, “en general, la pena será tanto más severa cuanto mayor sea el daño o el peligro de los que sea culpable el autor”. En España, desde la redacción del Código en 1848 se impone a los tribunales, para la determinación última y más exacta de la pena, que consideren “la mayor o menor extensión del mal producido por el delito”24. El Código argentino establece que, para fijar la condenación en las penas divisibles por razón de tiempo o de cantidad, “se tendrá en cuenta: 1) la naturaleza de la acción y de los medios empleados para ejecutarla y la extensión del daño y del peligro causados”25. Otros códigos recientes en América se atienen al mismo criterio26. E incluso, cuando algunos, como el alemán, silencian toda referencia a la gravedad objetiva del delito y mencionan únicamente para la cuantificación de la pena la culpabilidad del autor, un análisis detenido de su parágrafo 46 hace ver que la estimación de la gravedad del delito en sí, muy a la inversa de estar ausente o ser irrelevante en esta cuestión, está presente y late con fuerza en la obligada consideración al respecto, según uno de los puntos del apartado 2, de “la forma de ejecución y las consecuencias culpables del hecho”; y, es más, todavía cabe reflexionar que, cuando en delitos como las lesiones la ley distingue categorías que descansan en la mayor o menor nocividad que envuelven para el correspondiente bien jurídico, sería ilógico, y hasta contradictorio, que la mayor o menor nocividad dentro de una misma categoría no repercutiera en una mayor o menor gravedad de la pena dentro, por supuesto, de los límites de la establecida en abstracto para el respectivo tipo criminoso. Esta apreciación del perjuicio o del peligro, que es, naturalmente, apreciación de lo injusto, comprende, en los ordenamientos que se ocupan de ellas por separado y regulan en particular su incidencia en la determinación de la pena, la de las circunstancias del delito que representan un especial injusto, menor, las atenuantes, o

20

En el capítulo anterior, 1, f, 4a, texto y notas 87, 91 y 92.

Sin que su discrecionalidad exima al juez, según dicho artículo, del deber de “indicar los motivos que justifican el uso de tal poder discrecional”, siempre dentro de los límites fijados por la ley a la pena. 21

22

Continúa con otras prescripciones de que se hará mérito más adelante.

Zaffaroni, Una experiencia notable: El nuevo Derecho penal austríaco (en el “Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales”, de Madrid, 1980, ps. 707-729), p. 707. 23

Art. 74, regla 7a, in fine. Hoy, art. 61, regla 7a, in fine, y en lugar de “extensión” dice “gravedad”. Semejantemente en los códigos de más directa estirpe o influencia hispánica en esta materia, como el chileno, en su art. 69. 24

25

Art. 41, en relación con el 40.

El boliviano, de 1973, art. 37 (“la mayor o menor gravedad del hecho”); el colombiano, de 1981, art. 61 (“la gravedad y modalidades del hecho punible”); el panameño, de 1983, art. 56 (“la importancia de la lesión o del peligro”), y el peruano, de 1991, art. 46 (“la extensión del daño o peligro causados”). 26

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mayor, las agravantes, que el propio de la infracción criminal por sí sola27. Ahora bien, encima o además de apreciar lo injusto el juez tiene que estimar la culpabilidad del delito que juzga y haya de punir, estimación que implica considerar y valorar todos los elementos que componen la compleja realidad de lo culpable. Según el mencionado art. 133 del Código italiano, la gravedad del delito se deduce también “de la intensidad del dolo o del grado de la culpa”, y el juez debe tener en cuenta asimismo los motivos que le impulsaron a delinquir y el carácter del reo; y el igualmente mencionado parágrafo 32 del Código austríaco confiere singular importancia en la materia a la culpabilidad. En el Código español, y cuantos, siguiéndole, contemplan especificadamente las circunstancias modificatorias de la responsabilidad criminal y regulan con el mismo detalle su gravitación en la medida de la pena, la culpabilidad, no obstante faltar por completo el concepto y la palabra en el complicado régimen de su individualización judicial, se filtra con firmeza en ella a través de las circunstancias que de uno u otro modo disminuyen o acrecientan la reprochabilidad del caso delictivo en el que concurren28. El Código argentino, en el número segundo del artículo que se ha citado29, se refiere con afán minucioso a los motivos y la personalidad del agente. Otros códigos americanos más modernos hacen referencia a este respecto, ora de manera genérica al grado de culpabilidad30, ora en términos más o menos escuetos a los móviles y la personalidad31. Y el alemán comienza el parágrafo en que se ocupa de la cuestión, el 46, con el enunciado o aserto rotundo de que “la culpabilidad del autor es fundamento para la cuantificación de la pena”. El nuevo Código portugués, en vigencia desde el 1 de enero de 1983, luego de establecer en el número 1 de su art. 72 que “la determinación de la medida de la pena, dentro de los límites definidos en la ley, se realizará en función de la culpabilidad del agente”, dispone, en el segundo, que el tribunal atenderá especialmente al “grado de ilicitud del hecho, el modo de ejecución de éste y la gravedad de sus consecuencias”, “la intensidad del dolo o de la culpa”, los motivos y los fines del agente y una serie de puntualizaciones relativas a su personalidad. Por contar con general aceptación, se da por sentado, en lo anterior, que la consideración de los motivos de un delito y de la personalidad del autor o los autores, y la de quienes a cualquier título hayan participado en su perpetración, revelada dicha personalidad en su obrar y que contribuye, por tanto, a perfilar o patentizar la significación de éste para el Derecho, integra el concepto de culpabilidad. Mirando el problema desde otro punto de vista, y ciñéndonos para ello a la gran familia española de códigos penales, al señalar invariablemente a los jueces la obligación de que consideren, no sólo el número, sino además la entidad de las circunstancias que se den en un suceso delictivo, y al reiterar que en los casos en que concurran a la vez atenuantes y agravantes se compensarán, no mecánica ni matemática, sino racionalmente, “graduando el valor de unas y otras”32, en seguida se echa de ver que exigen al juzgador una valoración de sus respectivos contenidos, ya sean de naturaleza

Algo semejante ocurre en la apreciación de la culpabilidad, y se verá luego, con las circunstancias relativas a ésta. Cfr. Rivacoba, Las circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal en la teoría general del delito, en la obra colectiva Estudios de Derecho penal y Criminología, en homenaje al profesor José María Rodríguez Devesa, 2 vols., Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 1989, t. II, ps. 183-210 (también en las revistas "Debate Penal", de Lima, año II, número 4, enero-abril de 1988, ps. 73-99, y “Doctrina Penal”, cit., año 11, número 43, julio-setiembre de 1988, ps. 473-495). 27

28

Cfr. ibídem.

29

Art. 41.

30

Cfr. el Código colombiano, art. 61, que se refiere, además, a “la personalidad del agente”.

Cfr. el Código boliviano, arts. 37-42; el panameño, art. 56, números 4-6, y el peruano, art. 46, números 6 y otros posteriores (en particular, el 11). 31

Esto es, “graduando sus respectivos valores, y, en consecuencia, desestimando ambas, o bien una, que desaparece, cuyo valor disminuye entonces el de la otra, que subsiste”. Rivacoba, Evolución histórica del Derecho penal chileno, Edeval, Valparaíso, 1991, p. 70. Para un aspecto muy importante, aunque muy particularizado, del tema de la compensación de las circunstancias, Mercedes Alonso Álamo, La compensación de circunstancias generales y especiales ante la reforma del Derecho penal, en la rev. “Cuadernos de Política Criminal”, cit., 1983, número 19, ps. 5-17. 32

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de antijuridicidad o de culpabilidad33, valoración que influirá, aminorándola o aumentándola, o que quizá, si son varias y de distinto signo y en su ponderación se contrapesan y equilibran, no influya, dejándola intacta, en la disvaloración que merezca el delito y que en definitiva se plasmará y reflejará en la cuantía que en la sentencia se imponga de la pena. Interesante es en este aspecto el Código salvadoreño, de 1973, art. 6934. Algunas leyes, como los códigos guatemalteco, de 1973, art. 65, y nicaragüense, de 1974, art. 78, hacen depender el monto de la pena, aparte de lo injusto, tanto de la culpabilidad como de la peligrosidad; criterio poco plausible, por servirse al efecto, atribuyéndoles igual papel y valor, de un elemento o carácter del delito, que se dio y lo constituyó en el instante de su perpetración, y de un estado o cualidad del delincuente, o simple pronóstico, que se proyecta hacia el futuro. Además, no se vislumbra qué similitud ni compatibilidad puedan tener; la primera es una nota axiológica, mientras que la segunda una realidad naturalística. Diferente es el temperamento que adoptan los códigos italiano, en la relación entre sí de sus arts. 133 y 203, y argentino, en el número segundo de su art. 4135, no tomando por separado, pero a la vez, la culpabilidad y la peligrosidad, sino, más bien, insiriendo el concepto de peligrosidad en la apreciación de la personalidad del sujeto, al modo como en la doctrina preconizan Max Grünhut, en 1926, Eberhard Schmidt, en 1932, y Jiménez de Asúa, más adelante36. Políticocriminalmente, puede ser criticable y no resultar recomendable, pero en un sentido tout court de la dogmática, que se circunscriba al estudio de lo que es y renuncie a criticarlo y a atisbar o delinear lo que debe ser, parece en dichos países irrecusable; y por ello, sin dejar de mostrar y razonar en ninguna ocasión una viva disconformidad, por atentar contra el principio del acto y poner en el disparadero hacia un Derecho penal de autor, lo hemos destacado con frecuencia en la reconstrucción científica del Derecho penal argentino37. Nada tiene que ver con esto ni lo contradice el que en el Código argentino se pene la tentativa inidónea según la “peligrosidad revelada por el delincuente”38, pues para autores como Zaffaroni, con argumentos de raíz constitucional, no deja de haber en tales casos un injusto, así consista en la mera amenaza para el respectivo bien jurídico y la producción de una perturbación o sensación de inseguridad para su titular, ni culpabilidad, ya que nadie sostendría que en semejantes supuestos se hiciese responder a un inimputable, funcionando la ausencia de peligrosidad en la tentativa inútil sólo como “una causa personal de exclusión o de disminución de pena”39, y para otros realmente se trata de la reacción jurídica ante una situación de peligrosidad, no de la punición de un delito40. Puntualicemos, empero, que la peligrosidad, conforme a la Cfr.: Rivacoba, Las circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal en la teoría general del delito, cit., pássim. 33

Que reza: “Las circunstancias atenuantes y agravantes no se compensarán entre sí en forma matemática”. “Cuando concurran circunstancias atenuantes y agravantes en un mismo hecho punible, el tribunal valorará unas y otras, a fin de establecer la justa proporción de la pena que deba imponer”. 34

35

A los que en cierto modo podía agregarse el peruano de 1924, en su art. 51, y el colombiano de 1936, en su art. 36.

Cfr., de éste, Tratado, cit., t. V, Losada, Buenos Aires, 1956, ps. 137-138 y 249-253. En el mismo sentido, antes, en La ley y el delito. Principios de Derecho penal, 3a ed., Hermes, México-Buenos Aires, 1959, p. 357. Ver, además, Edgardo Alberto Donna, La peligrosidad en el Derecho penal, Astrea, Buenos Aires, 1978, ps. 59-60. 36

De las numerosísimas veces que hemos tocado este punto, figuran entre las primeras en que lo hicimos por escrito Lardizábal, un penalista ilustrado, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1964, ps. 77-78; La obediencia jerárquica en el Derecho penal, Edeval, Valparaíso, 1969, p. 127, y El principio de la culpabilidad en la graduación de la pena según el Código Penal argentino (en el volumen Jornadas internacionales de Derecho penal, en homenaje al 50° aniversario del Código Penal argentino: Actas, relatos, ponencias y conclusiones, Cathedra, Buenos Aires, 1973, ps. 156-160), p. 159. 37

38

Cfr. art. 44, párrafo cuarto y último.

39

Cfr. su Manual, cit., ps. 534-535, y su Tratado, cit., t. IV, ps. 464-467.

Así, por ejemplo, Ricardo C. Núñez, Manual de Derecho penal, Parte general, Lerner, Córdoba-Buenos Aires, 1972, ps. 271-272 (“La peligrosidad del autor revelada por su hecho, es, por consiguiente, el fundamento de la aplicación y de la medida de la pena”); Fontán Balestra, Derecho penal, Introducción y Parte general, 3a edición, puesta al día y aumentada, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1957, ps. 380-381 (“La ley adopta un criterio subjetivo peligrosista, pues la razón de ser, no ya del quantum de la pena, sino de la pena misma, es el grado de peligrosidad revelado por el delincuente”; “la reducción de la pena y la exención de ella no guardan relación con el peligro corrido, sino con la peligrosidad del delincuente”); y Tratado, cit., t. II, ps. 393-394 y 399-400 (“Se adopta como fundamento de la pena el criterio peligrosista”; “no sólo la medida, sino también el fundamento de la pena, es aquí la peligrosidad del delincuente”) y Gladys Romero, El delito imposible frente al principio “nullum crimen sine lege” (en la “Revista de Derecho Penal y 40

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letra misma de la ley, sirve, en dicha especie de tentativa, tanto, cuando existe, para graduar la pena, como, cuando falta, para eximir de ella, con lo cual la influencia positivista es patente en este particular41. En los códigos que acogieron la noción avant la lettre, es decir, antes de que recibiera perfil y denominación42, y con mayor razón en aquellos que han consagrado con plena conciencia luego la coculpabilidad43 44, es preceptivo descargar del juicio de reproche, al formularlo, los condicionamientos e insuficiencias sociales que lastran la personalidad y reducen su capacidad de autodeterminación, lo cual ha de repercutir en una menor desvaloración o desaprobación del delito ejecutado y, congruentemente, en una aminoración, dentro de los límites que correspondan, de la pena. Mas aclaremos que en un entendimiento correcto y cuidadoso de la culpabilidad y, por consiguiente, en una formulación adecuada y exacta del juicio de reproche, esto se debe hacer igual aun en los ordenamientos que ninguna mención contengan, explícita ni implícita, del referido concepto45. La irrupción del pensamiento subjetivista y peligrosista y de la ideología del Derecho penal de autor en el Código español de 1944, o, mejor dicho, en la reforma del Código en ese año, con poco respeto por la orientación y las paredes maestras del venerable monumento legislativo46, introdujo en él algunas disposiciones del o de los significados que se acaba de indicar, las cuales, lejos de diluirse o desvanecerse con el tiempo, han persistido y se han visto en cierto modo reforzadas en sucesivas modificaciones del texto legal por su conservación o por la aparición de otras similares. Sin desear por tal cuestión perder ni variar el curso de estas reflexiones, ni, por tanto, someterla a un examen exhaustivo que desdibujara el hilo y la finalidad del presente estudio, son de recordar como verdaderamente elocuentes al respecto los arts. 61, reglas segunda, párrafo segundo, y cuarta, 67, 100, número cuarto, 256, 431, número segundo, y 487, número también segundo47. El primero de estos preceptos permitía no imponer la pena de muerte en los casos en que correspondiera por constituir el grado máximo de la pena prevista para el delito y en los que concurriere sólo una agravante, atendiendo para ello a “la naturaleza y circunstancias del delito y del culpable”, y ha sido derogado por la ley orgánica 8/1983, de 25 de junio, de reforma urgente y parcial del Código Penal. En el segundo se deja en libertad a los tribunales, “cuando no concurrieren circunstancias atenuantes ni agravantes”, para imponer la pena señalada por la ley en el grado que estimen conveniente, y, desde la propia reforma, en el grado mínimo o medio, “teniendo en cuenta la mayor o menor gravedad del hecho y la personalidad del delincuente”48. En el tercero se les faculta, asimismo, para que en las sentencias condenatorias por delitos contra las personas, la honestidad, el honor, la libertad y seguridad y la propiedad Criminología”, de Buenos Aires, número 3, julio-setiembre de 1968, ps. 34-37), p. 37 (el Código de 1921 recoge “el criterio positivista, en pleno auge en esa época”, responde “a sus exigencias” y “adopta como fundamento de la pena la peligrosidad”). 41

Cfr.: Romero, ibídem.

42

De esta suerte, el argentino, art. 41, número 2. Cfr.: Zaffaroni, Manual, cit., p. 449, y Tratado, cit., t. IV, ps. 66-67.

Como el peruano actual, arts. 45, número 1, y 46, número 8. Cfr. su Exposición de motivos, apartado sobre Aplicación de la pena, 1, y en la doctrina Raúl Peña Cabrera, Nuevo Código Penal y leyes complementarias, A.F.A., Lima, 1991, p. 92, y José Luis Guzmán Dálbora, El nuevo Código Penal del Perú (1991) (en “Doctrina Penal”, rev. cit., año 14, números 55/56, julio-diciembre de 1991, ps. 631-731), p. 642. 43

44

Acerca de este concepto, en castellano, Zaffaroni, Manual, cit., ps. 448-449, y Tratado, cit., t. IV, ps. 65-67.

Cfr.: Rivacoba, Criminología y justicia penal (en “Doctrina Penal”, rev. cit., año 12, número 48, octubre-diciembre de 1989, ps. 675-678), p. 677. 45

Cfr.: Juan del Rosal Fernández, La personalidad del delincuente en la técnica penal, 2a edición, corregida y aumentada, Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid, 1953, pássim. Antes, téngase en cuenta a Federico Castejón y Martínez de Arizala, Hacia un código penal subjetivo, en la revista “Estudios Jurídicos”, de Madrid, año IV, número VIII, fascículo de Derecho penal, número 3, 1944, ps. 3-128. 46

Se puede citar, además, en el mismo sentido los arts. 148, 223, 252, 253, 318 y 511. Igualmente, el 93, relativo a la remisión condicional de la pena, cuando habla de los “antecedentes del reo”. 47

Acerca de este tema, ampliamente, Ignacio Jesús Serrano Butragueño, Análisis de la regla cuarta del artículo 61 del Código Penal y de la jurisprudencia que la interpreta, en la “Revista de Derecho Penal y Criminología”, de Madrid, número 1, 1991, ps. 369-418. 48

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prohíban al reo volver al lugar donde hubiere cometido el delito o donde resida la víctima o su familia, si fueren distintos, por el tiempo que, según las circunstancias del caso, señalen, “atendiendo a la gravedad de los hechos y al peligro que el delincuente represente”49. En el cuarto se excluía de la redención de penas por el trabajo a “los delincuentes en quienes concurriere peligrosidad social, a juicio del tribunal, expresamente consignado en la sentencia”, y quedó derogado por la ley 79/1961, de 23 de diciembre, de bases para la revisión y reforma del Código Penal y otras leyes penales, y los decretos 168/1963, de 24 de enero, por el cual se la desarrolla, y 691/1963, de 28 de marzo, por el cual se aprueba el Código Penal, texto revisado de 1963. En el quinto se autoriza a los tribunales para rebajar la pena al reo en los delitos de tenencia o depósito de armas o municiones, entre otros motivos, por su escasa peligrosidad social50. Y, en fin, los dos últimos constituyen expresivos ejemplos de lo que puede ser un Derecho penal de autor, que no sanciona una actividad lesiva o riesgosa para un bien jurídico, sino un modo de ser o, más bien, en estos supuestos, de vivir que no atenta contra bien jurídico alguno51 52 53. Con posterioridad, la ley de 24 de abril de 1958, en su art. 4, intercala en el Código el 348 bis, por el cual se puede agravar la pena de la propagación maliciosa de una enfermedad trasmisible a las personas, entre otras razones, por “el grado de perversidad del delincuente”. Para el objeto de las presentes páginas, estas disposiciones importan, en especial, porque casi todas basan la medición de la pena o la aplicación de otra privación penal, sí, en la gravedad del injusto, pero no en la estimación de la culpabilidad del delito, que reemplazan por un juicio o pronóstico sobre la personalidad del delincuente, quebrando así, tanto la tradición liberal del Derecho español, como la propia tónica del Código a que pertenecen; ruptura todavía mayor, pues se prescinde incluso de cualquier consideración de lo injusto, cuando no se contempla y pune ningún acto del sujeto, sino que se persigue su modo de vivir o la conducción de su vida. Y, por supuesto, en ellas no hay retribución de delito alguno. Algo semejante ocurre, pero no ya con carácter excepcional y como intromisión de un cuerpo extraño en una ley de otra orientación y estructura, sino con carácter general y radical, conformando, más que la fisonomía peculiar, la fibra íntima de un texto legislativo, cuando, a pesar de exigir para la existencia del delito la presencia de la antijuridicidad y la culpabilidad, prescribe que la pena se determine y aplique exclusivamente “según la mayor o menor peligrosidad del agente”54. Entonces lo injusto Este artículo, el 67, se mantiene intacto desde 1944 hasta hoy, sin que le haya afectado en lo más mínimo la reforma del 21 de junio de 1989, que ha modificado los antiguos delitos contra la honestidad y los ha convertido en delitos contra la libertad sexual, lo cual da buena idea, si aún hiciera falta, del descuido con que se legisla en España. 49

50 “Siempre

que me encuentro con un precepto tan científico y humano a la vez, como éste, que por ser humano, esto es, biopsicológico, es científico, todos los elogios me parecen pocos. Éste es el camino de llegar a una perfecta individualización penal”. Sánchez-Tejerina, ob. cit., t. II, p. 102. 51En

efecto, el art. 431, número 2, castigaba al que cooperase o protegiese la prostitución, “participando de los beneficios de este tráfico o haciendo de él modo de vivir”, y desde la citada reforma del Código en 1963 perdura, agravado, en el art. 452 bis c, actual, que pena simplemente “al que viviere en todo o en parte a expensas de la persona o personas cuya prostitución o corrupción explote”. Es la punición del rufián. Cfr. Rodríguez Devesa, Derecho penal español, Parte especial, 13a edición, revisada y puesta al día por Alfonso Serrano Gómez, Dykinson, Madrid, 1990, p. 219, y Muñoz Conde, Derecho penal, Parte especial, 7a edición, completamente renovada y puesta al día, Tirant lo blanch, Valencia, 1988, p. 395. Otro entendimiento da al precepto Ruiz Antón, en la obra colectiva Código Penal comentado, Akal, Madrid, 1990, p. 840. Con idéntica mentalidad, el art. 487, número 2, castiga el delito de incumplimiento de los deberes de asistencia familiar en una de sus hipótesis, esa saber, cuando se origina en la “conducta desordenada” del sujeto. Polaino, El abandono de familia en el Derecho penal español, Universidad de Sevilla, 1979, ps. 218, 225 y 227, se refiere en esta materia a la “exclusión del simple acto aislado”, “la exigencia de relativa continuidad o peculiar permanencia”, “una forma de actitud subjetiva en la conducción de la vida social”. Del propio autor, ver asimismo sobre el particular su colaboración en la obra colectiva Comentarios a la legislación penal. La ley orgánica de 21 de junio de 1989, de actualización del Código Penal, 2 vols., Edersa, Madrid, 1992, en el t. II, ps. 493-812 (en especial, ps. 634, 639 y 641). 52

De los artículos citados supra, en la nota 47, el 252, el 253 y el 511 fueron derogados, los dos primeros por la ley orgánica 4/1980, de 21 de mayo, y el tercero por la ley orgánica 8/1983, de 25 de junio; el 148 pervive, ampliado con el mismo espíritu, en virtud de la ley de 15 de noviembre de 1971, en el 148 bis, y el 223 y el 318 permanecen inmutables, con idéntica numeración. También el 93, en lo tocante a los “antecedentes del reo”. 53

Tal se observa en el Anteproyecto de Código Penal para Venezuela de 1967. Su art. 73 prescribe: “Dentro de los límites establecidos en la ley para cada hecho punible, el tribunal aplicará la pena según la mayor o menor peligrosidad del agente …”; y ver asimismo el artículo siguiente. 54

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y la reprochabilidad, como notas o elementos constitutivos e indefectibles de la infracción criminal, son sin duda fundamentos de la penalidad, pero no criterios para su cuantificación ni datos que influyan en ella, ni tampoco cabe, por ende, afirmar que la pena represente retribución alguna del delito. Cosa diferente es que, obedeciendo a una concepción bien definida y conocida, se centre todo el Derecho penal en la idea de peligrosidad, de la que el delito no es sino una manifestación o síntoma y la pena un medio, entre otros, de defensa social. El estado peligroso del individuo se revela en el delito, y la sociedad se defiende de tal peligro, innocuizando55 al delincuente mediante la pena. Por lógica, en cada caso habrá que aplicar la que sea más adecuada56 y por el tiempo que resulte necesario57, constituyéndose así la peligrosidad a la par en fundamento y en criterio para determinar el qualis y el quantum de la pena, en un reino el más absoluto de la prevención especial; todo ello, en un plano, o mejor, en un mundo, nudamente natural y social, de causas y efectos, acciones y reacciones, ajeno por completo, si no refractario, a cualquier referencia a valores. Sin embargo, acaso quepa dudar de que haya habido en puridad y plenitud un solo documento legislativo de esta índole en todo el mundo. El que por razones obvias debiera guardar a dicha concepción mayor fidelidad, una fidelidad cabal, el Proyecto italiano de 1921, “sólo encarna en parte las teorías positivistas”58. Con independencia de otros puntos que interesan menos para nuestro cometido de este momento, “el estado peligroso, que debió ser el fundamento de la responsabilidad, sólo funciona como mensurador de las sanciones”59; y, además, sujeta a muy serias restricciones la indeterminación de la pena, que en realidad la desvirtúan60. Por otro lado, es de público y notorio conocimiento la influencia ejercida por el positivismo italiano en los primeros ordenamientos soviéticos de esta rama jurídica. “En orden a lo que podríamos llamar orientación científica, puede afirmarse –aunque ello disguste a los nacionalistas soviéticos– que los códigos penales de 1922 y 1926 se inspiraron en el positivismo italiano”61, orientación que se acentúa en el último. “Rusia, que, después de los primeros momentos de lucha fuera del Derecho, organizó intentos legislativo-penales de tipo político-criminal, que culminaron en el Código de 1 de junio de 1922, emprende franca ruta de ideario positivista, más audaz que el propio Proyecto italiano de 1921, con los «Principios de la legislación penal de la Confederación y de las Repúblicas unidas», de 31 de octubre de 1924, que logran articularse con pleno acierto en el Código Penal de la R.F.S.S.R. de noviembre de 1926, con vigencia desde 1 de enero de 1927, reformado en sentido menos parcial en la lucha de clases por la ley de 25 de febrero de 1927”62. Porque, “incluso penetrando en áreas teoréticas más propias de libros que de leyes, el texto soviético declara en su art. 1 el objetivo defensista y proscribe, en el 9 toda finalidad retributiva y expiatoria”63, ya que “durante cincuenta años el llamado positivismo penal italiano postuló con tesón y ardor estas orientaciones. Cuando esa escuela, un tiempo audacísima, llegaba a su extremo otoño, logró cristalizar en fórmulas legislativas en el Proyecto de Código Penal italiano de 1921.

Entendida esta innocuización en sentido amplio, comprensivo de la corrección, la intimidación y la neutralización. Cfr.: Von Liszt, ob. cit., ps. 112 y 114-126, y Jiménez de Asúa, El estado peligroso, Nueva fórmula para el tratamiento penal y preventivo, Pueyo, Madrid, 1922, p. 90. 55

56

“Una pena adaptada al carácter y naturaleza del agente”. Jiménez de Asúa, ibídem.

“El delincuente debe estar sometido al régimen penal hasta tanto que cese su estado peligroso, y no debe durar más que lo que reclame su terribilidad”. Jiménez de Asúa, ibídem, p. 91. 57

58

Jiménez de Asúa, Tratado, cit., t. I, cit., p. 449.

Ibídem. Ciertamente, si bien en los arts. 20 y 74 queda sentado que el juez aplicará en cada caso la sanción, “dentro de los límites fijados por la ley”, al delincuente según su estado de peligro, en la fundamentación de la responsabilidad no se prescinde de la exigencia de la antijuridicidad ni de la de dolo o culpa. 59

60El

propio Jiménez de Asúa, Estudio crítico del Proyecto de Código Penal italiano de 1921, Victoriano Suárez, Madrid, 1922, p. 145, critica “el casuismo del sistema de individualizar judicialmente las sanciones”. 61

Jiménez de Asúa, Tratado, cit., t. I, cit., p. 561.

Jiménez de Asúa, El nuevo Derecho penal. Escuelas y códigos del presente y del porvenir, Páez, Madrid, 1929, ps. 138139. 62

Jiménez de Asúa, Prólogo (ps. 5-18) a El nuevo Código Penal de la Rusia soviética, precedido de un estudio preliminar por el profesor M. Grodsinsky, traducción directa de los manuscritos alemanes por Luis Jiménez de Asúa y José Arturo Rodríguez Muñoz, Reus, Madrid, 1927, p. 14. 63

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Muchos de sus ideales más queridos tomaron realidad en los artículos del famoso documento; pero una considerable porción de sus doctrinas pereció en el esfuerzo de adaptar a la realidad lo defendido desde el campo beligerante”64, mientras que “el nuevo Código ruso con ademanes más resueltos asume la postura defensista, antiexpiatoria y rotundamente preventiva y correccional. El Proyecto italiano que compuso Enrique Ferri huyó del dualismo de penas y medidas de seguridad, pero el nombre elegido para rotular los medios de combatir el crimen, tenía una estirpe demasiado rancia en Derecho. El título de «sanciones» que los italianos acogieron, está más cerca del concepto penal retributivo que de los fines conscientes de defensa que durante medio siglo habían postulado. El Código ruso de 1926 declara tan extemporánea la noción de pena, como arcaico resulta el principio de la imputabilidad y responsabilidad morales. Por eso proclama el reinado de la peligrosidad subjetiva y no habla ya de penas, ni aun siquiera de sanciones, sino que prefiere manejar legislativamente una frase más conforme a la meta perseguida: «Medidas de defensa social»”65. Lo cual de ningún modo significa que el Código ruso desechara para la existencia de la verdadera responsabilidad delictuosa, la que daba lugar a la imposición, no de medidas médicas o médicopedagógicas66, sino correccionales, que no es más que una manera distinta de denominar las penas, la exigencia de dolo o culpa y también de que el sujeto fuese imputable 67 68, ni que consagrara una genuina adaptación de la medida penal a la peligrosidad y una auténtica indeterminación. Y para concluir este ya largo párrafo basta recordar que los no escasos códigos iberoamericanos en que se ha hecho sentir69 el peso del Proyecto de Ferri no son en modo alguno una imitación ni un calco, sino que la peligrosidad se alea o combina con mayor o menor fortuna en ellos con otras nociones para fundar y medir la responsabilidad criminal. Al cabo de este recorrido y examen de las principales posiciones teóricas y disposiciones legales acerca de la determinación judicial de la pena, que por fuerza ha tenido que ser un tanto amplio y a la vez disperso, algunas conclusiones cabe extraer: 1a) que tales posiciones y disposiciones descansan, explícita o implícita, consciente o inconscientemente, sobre una concepción de la pena y su función o finalidad, tendiendo a y siendo medios para conseguirla y realizarla; 2a) que, a la inversa, una concepción prefigura y exige ciertos criterios de aplicación y medida, únicamente con los cuales es viable y se realiza, excluyendo de consiguiente otros contrapuestos; 3a) que las reglas existentes sobre el asunto en la mayoría de los ordenamientos, o, dicho en términos más apropiados, en los ordenamientos de estirpe liberal y basados, por tanto, en la actividad, representan una intelección retributiva de la pena y suponen integrado el delito por lo injusto y la culpabilidad, concebida ésta normativamente, de cuya mayor o menor gravedad depende la graduación y concreción definitiva de su consecuencia penal; 4a) que no se puede negar que en muchos se impurifica la congruencia entre la entidad y estructura del delito y la función y graduación de la pena por la intrusión en esta última de elementos relativos al delincuente y ajenos al delito mismo que, al alterar la fiel correspondencia entre infracción criminal y sanción penal, perturban también su función retributiva; 5a) que con las incrustaciones, más o menos frecuentes y siempre infortunadas, de elementos del Derecho penal de autor en un texto legislativo que se asiente en el acto, se impide o se reduce o mediatiza la retribución; y 6a) que de un Derecho penal de peligrosidad, que es incompatible con aquélla, sólo puede seguirse una finalidad de prevención especial, y que, para ser lógico, requiere una indeterminación total de la punición. La oposición de la peligrosidad y la prevención 64

Ibídem, p. 15.

Ibídem. Y en la página siguiente dice: “El patrocinio íntegro de teorías que se estiman fecundas, es siempre loable y acreedor a todo respeto. Por eso el Código de la Rusia soviética merece más encomio que el Proyecto italiano de 1921”. Sobre el Derecho penal soviético, en general, es de ver, con posterioridad, el libro de tal título, de don Luis Jiménez de Asúa, Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1947, 358 páginas. 65

66

Reservadas, las primeras, para los inimputables (art. 11), y las segundas, para los menores (art. 12).

Contemplados el dolo y la culpa en el art. 10, con definiciones muy aceptables incluso para el desarrollo del pensamiento penal de nuestros días, y la imputabilidad en el 11, sirviéndose de una fórmula que entroncaba con la famosa del viejo Código zarista. 67

Grodsinsky, en el estudio citado supra, en la nota 63, p. 24, se esfuerza por dar otro sentido a la exigencia y distinción de dolo y culpa, como “síntomas de la especie y del grado de peligrosidad del acto y del autor”. 68

69

Ora directamente o por lo general a través del Código de Rocco (1930). - 58 -

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especial a la retribución y, por detrás o por debajo de ello, su indiferencia a la noción de injusto, permiten captar, mejor que cualquier otra explicación, el porqué para los positivistas más consecuentes no hay razón de castigar menos la tentativa que la consumación, no obstante que en la primera la afectación del bien jurídico es inferior, y comprender asimismo otras cuestiones análogas, como la sanción del delito imposible, la equiparación de autores y cómplices, etcétera.

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VI FINALIDAD Y EJECUCIÓN DE LA PENA 1. La ejecución de las penas. 2. Orientaciones actuales. 3. Códigos y leyes de ejecución de las penas. 4. Necesidad de jurisdiccionalizar la ejecución (todo, en relación con la idea de finalidad). 1.

Evidentemente, en la ley la pena es una amenaza abstracta, más o menos dilatada en sus posibilidades, que se dirige indeterminadamente contra todos (sanción) y puede recaer sobre cualquiera que incurra en la situación enunciada en el correspondiente supuesto delictivo (precepto), y en la sentencia un pronunciamiento judicial que escoge y actúa una de tales posibilidades y la dicta un concreto contra un individuo a quien se identifica en la propia sentencia y que, según se establece en ésta, ha perpetrado el supuesto previsto al efecto, sin que ni en la ley ni en la sentencia la pena trascienda de la esfera de lo normativo a la de lo fáctico ni, por tanto, afecte todavía la vida de una persona ni constituya un fenómeno social. En cambio, al ejecutarla o hacerla cumplir restringe o anula en el orden a que por su índole concierna virtualidades de existencia del condenado y produce una serie más o menos amplia y varia de consecuencias y repercusiones en la comunidad. De lo cual se infiere lógica e indefectiblemente que cualquier propósito o finalidad para que la pena sea apta, a que se tienda o que se persiga con ella, sólo se puede lograr o pretender mediante y en su ejecución. O sea, en palabras que escribió Binding hace mucho más de un siglo: “Toda pena es pena-fin. El fin jurídico de toda pena, según la concepción del Derecho vigente, todavía dominante, se alcanza plenamente con la ejecución penal. Fuera de la ejecución no hay fin de la pena”1. Basta tan sencilla reflexión para percatarse de que la ejecución es la etapa o el momento final del Derecho punitivo, a que se orienta en definitiva y en que se realiza en su plenitud, que regula eficazmente la vida de los hombres en sociedad y se hace sentir y surte los efectos que le son propios en aquéllos y en ésta. Examinando las cosas a fondo y de manera sistemática, es decir, escrutándolas en sus raíces profundas y en las relaciones existentes entre cuestiones que a primera vista parecen muy ajenas las unas a las otras, se advierte que esto es corolario obligado de la concepción que percibe en el Derecho penal una naturaleza secundaria y un carácter ulteriormente sancionador2. En cambio, si tuviese o para quienes tiene naturaleza primaria y carácter constitutivo, si creara antijuridicidad y constituyera bienes jurídicos o para quienes la crea y los constituye, la mera amenaza penal en la ley ha de estar protegiéndolos, mediante la función disuasiva que desde allí ejerce sobre el común de los individuos. En tal línea hay que situar también, así no se hayan explayado sobre semejante punto, a cuantos asignan a la pena tres funciones sucesivas, una, de prevención general, en su simple conminación legal, otra, retributiva, en su imposición judicial, y otra, de prevención especial, durante la ejecución, a los cuales nos hemos referido casi al principio3. Pero,

1

Ob. cit., p. 407.

Cfr., entre incontables otros, a Filippo Grispigni, Derecho penal italiano, traducción y notas por Isidoro de Benedetti, 2 vols., Depalma, Buenos Aires, 1948-1949, t. II, ps. 176-217, y Jiménez de Asúa, La ley y el delito, cit., ps. 20-21, y Tratado, cit., t. I, cit.; ps. 40 42, así como, matizadamente y con gran información, Zaffaroni, Tratado, cit., t. I, ps. 58-61. De este autor ver asimismo Manual, cit., ps. 34-35. 2

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si nuestra rama jurídica, a diferencia de las restantes, no constituye bienes jurídicos ni, por ende, la ilicitud de los actos que los afectan, ni, en consecuencia, se puede sostener que los proteja, limitándose a sancionar con su peculiar especie de sanción, la más severa de que disponga cada ordenamiento y de índole pública, los atentados más graves y en verdad insoportables contra ellos, o a reforzar así la sanción que les señalen otras ramas, ha de desplegar toda su actuación y descargar todo el peso de su función única y genuinamente en la ejecución. Ésta representa, pues, mucho más que su medición, la verdadera culminación y remate de la teoría de la pena. De donde a las claras se sigue que su regulación no es ni puede ser, en buenos conceptos, sino una parte del Derecho penal, la parte en que se corona y concluye, no pudiendo, por tanto, pertenecer a otra rama del árbol jurídico, aunque de hecho haya estado y continúe incardinada o abandonada en su porción más significativa a alguna, ni tampoco constituir una privativa y distinta, con sustantividad y autonomía que la separasen y diferenciasen de las demás. O sea, que así queda descartada, por un lado, su inclusión en el Derecho administrativo o en el procesal, y, en otro aspecto, la pretensión de un Derecho de ejecución penal o, en términos más ceñidos, de un Derecho penitenciario. La introducción en el campo de las puniciones, fuera en la antigüedad 4 o en los albores de la modernidad5, de “un elemento extraño”, el principio de la utilidad, con sus “requerimientos especiales”6, no siguió a ninguna preparación o reclamo doctrinal, sino que fue una respuesta fácil y rápida a las exigencias de nuevas e imperiosas necesidades o conveniencias públicas, suscitadas a su vez por las trasformaciones políticas, sociales, económicas y también técnicas, y tuvo como consecuencia inmediata el que, así como durante “el largo período de la penalidad simplemente aflictiva y eliminatoria lo característico es la uniformidad” y el Derecho penal era aplicado y ejecutado en exclusiva por ministros de la justicia7, en adelante, con la conmutación de la muerte, las mutilaciones, los castigos deformantes, el destierro perpetuo y otros análogos por sanciones inéditas y poco menos crueles, pero que reportan un beneficio económico a la comunidad, “el delincuente, que nunca salía de la dependencia judicial desde su detención o procesamiento a la ejecución de la sentencia, pasa a nuevas jurisdicciones”8, y, cual es lógico, convertido en elemento útil para el Estado, entra a depender de la Administración, que se sirve de él como medio para sus fines propios. Los sufrimientos de la penalidad primitiva se trasmutan en servicios9. Lo primero que el principio de utilidad generó dentro del Derecho penal en la Edad moderna fue la galera, pero, después de haber constituido por más de dos siglos y medio el eje o núcleo del complejo punitivo, razones de avance técnico en el arte de la navegación la hicieron desaparecer10, y, con el mismo propósito de explotar las fuerzas y el trabajo de los condenados, se la conmuta por el servicio en minas peligrosas y, sobre todo, en los presidios11, bien africanos, bien de los arsenales, bien fronterizos, según los países y su Cfr. supra, capítulo I, 3, texto y notas 22 y 23. Esta línea se ha extendido grandemente por muy diversos países en la actualidad. Entre sus últimos adherentes es de citar en Italia Tullio Padovani, Diritto penale, Giuffrè, Milano, 1990, ps. 389-394. 3

Más remota, para la construcción de grandiosas obras públicas y monumentos funerarios en Egipto, o más próxima a nuestra cultura, con las condenas ad opus publicum o in metallum romanas. 4

Con la aparición de las galeras en diferentes Estados europeos a lo largo de las últimas décadas del siglo XV y las primeras del XVI. Cfr. específicamente Félix Sevilla y Solanas, Historia penitenciaria española (La galera), Apuntes de archivo, Segovia, 1917; Juan José Dichio, Servir al remo y sin sueldo, en las naves del rey, en la “Revista del Instituto de Investigaciones y Docencia Criminológicas”, de La Plata (Rep. Argentina), año II, número 2, 1958, ps. 53-62, y Luis Rodríguez Ramos, La pena de galeras en la España moderna, en la obra colectiva Estudios penales, Libro homenaje al prof. J. Antón Oneca, Universidad de Salamanca, 1982, ps. 523-538. 5

6

Rafael Salillas, Evolución penitenciaria en España, 2 vols., Madrid, Imprenta Clásica Española, 1918-1919, t. I, p. 3.

“No hay otra jurisdicción, desde la primera diligencia sumarial hasta la ejecución de la sentencia, que el Poder judicial. Todos los funcionarios que intervienen, incluso el pregonero y el verdugo, son partes de ese Poder. Se quebranta la uniformidad al modificarse la penalidad, y ocurre esto al intervenir con requerimientos especiales un elemento extraño”. Ibídem. 7

8

Ibídem, t. I, p. 6.

9

Cfr. ibídem y, sobre todo, t. II, p. 107.

En España, en 1748, restableciéndose el 31 de diciembre de 1784, para abolirse definitivamente el 30 de diciembre de 1803. En Francia se suprimió en 1748. 10

11

O sea, fortalezas militares. Muy interesantes las apreciaciones de don Constancio Bernaldo de Quirós, acerca de las - 61 -

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situación y necesidades, lo que, proviniendo aquéllos de las galeras, fue un destino harto natural. En los presidios no se les ocupa en actividades castrenses, tanto por considerárselas nobles e impropias, por ende, de criminales, cuanto también, quizá, en el fondo, por su carácter indisciplinado y, en definitiva, poco proporcionado para la milicia, sino en las duras y arriesgadas tareas de fortificación y las faenas mecánicas e inferiores en el interior de las fortalezas. Ahora bien, por su mayor diferenciación de vida y, por consiguiente, de servicios que el único y monótono trabajo posible en el reducido ámbito de la galera, el presidio tiene una potencia expansiva de que ésta carecía y origina una organización general con elementos muy definidos, una diversificación entre los sujetos a él y hasta un régimen disciplinario que habrán de ejercer gran influencia ulterior; y, mientras que la voz galera, aunque, luego de abolida tal pena, pasara a designar los establecimientos de reclusión para mujeres, acaba perdiéndose en el vocabulario técnico del Derecho penal12, los presidios, además de conservarse la palabra, han dado lugar a la estructuración moderna de la forma más importante de penalidad. El caso es que con estas prácticas, para que resultara eficaz el aprovechamiento de la mano de obra y de la energía de los sentenciados criminalmente, había, por una parte, que congregarlos, y, por otra, que segregarlos de la convivencia normal; reunión y seclusión que constituyen la base de la reclusión, y, con la obligada secuela de sometimiento a un régimen especial de vida, configuran lo esencial y característico de las sanciones de privación de libertad que con el tiempo van a aparecer y dominar el Derecho penal. Entretanto, se debe tomar en cuenta varios factores que no tuvieron en sí carácter propiamente penal, pero fueron sin duda importantes en aquella época para gestar la conformación de la penalidad en la que le sucedió. De un lado, el estímulo de la penalidad canónica, que desde el medioevo venía imponiendo la reclusión en un monasterio o en edificios especiales. De otro, el influjo de Jean Mabillon (1632-1707), el célebre benedictino francés de inmensa nombradía y consideración en su tiempo, cuyos restos descansan en la iglesia de la antigua abadía parisina de Saint-Germain des Près, en la misma capilla donde reposan los de Descartes, y que en sus Réflexions sur les prisons des ordres religieux, publicadas en 1724, teorizó sobre las ventajas de la reclusión celular como pena. Y, con fuerza más viva, el ejemplo de los establecimientos, orientados en un sentido todavía más de policía y prevención que de castigo y dominados del propósito de infundir un saludable temor, que desde finales de la centuria decimosexta y comienzos de la siguiente empezaron a crearse y fueron multiplicándose por los diversos países europeos para recoger, obligándolos a trabajar y sometiéndolos a un régimen poco benigno, los mendigos, vagabundos, tullidos, prostitutas y menores abandonados que a la sazón pululaban por ellos, a consecuencia, en gran parte, de las guerras de religión que habían asolado el continente. En esta materia, es sumamente significativo de la enorme distancia que hay entre dichas centurias y la de la Ilustración el que por impulso y obra del espíritu filantrópico y de beneficencia que anima y mueve a la última se suavice la severidad y el rigor de tales establecimientos y se funden otros con el designio, bien distinto, de desarrollar una función de recuperación y utilidad social, mediante un régimen moderado, humanitario y educador. Incluso su denominación denota con claridad en ocasiones la nueva mentalidad y sensibilidad13. Mas semejantes instituciones eran todas de idéntica naturaleza y finalidad, aún no penal, sino simplemente aseguradora y preventiva, no acogiendo en puridad a criminales, sino a los que mucho más tarde se calificará de malvivientes o peligrosos, es decir, libertinos, pordioseros, vagabundos, rameras, alcahuetas, menores desamparados y otras categorías parecidas, y, dentro de ellos, no a los enfermos o vicisitudes semánticas de esta palabra, en sus Lecciones de Derecho penitenciario, Imprenta Universitaria, México, D.F., 1953, ps. 206-207. No, en cambio, en el Diccionario de la Academia Española, ni tampoco en el lenguaje popular, en el que aún se la emplea en algunas comarcas o ciudades españolas, como Alcalá de Henares, para designar el establecimiento donde cumplen la pena las mujeres. 12

Al respecto, son de parangonar las galeras que se crearon para mujeres en España desde los inicios del siglo XVII, asimilándolas en todo lo posible a las auténticas galeras y bautizándolas con la misma temible denominación, y la Casa de Corrección que se funda en San Fernando del Jarama, por iniciativa y decisión del conde de Aranda y encomendando su ejecución a Pablo de Olavide, en 1766, destinada a la reforma de gente de vida disoluta de ambos sexos. Cuestión aparte es el fracaso en que esta Casa terminó. 13

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inválidos, sino a los sanos y capaces de trabajar, a los que se puede hacer que aprendan un oficio y sobre quienes es dable cumplir una función trasformadora, en un sentido útil para la sociedad. En algunos casos estas instituciones rindieron ciertos beneficios económicos, pero no era determinante en su inspiración ni en su motivación el afán de lucro, y sus miras de mejora y dignificación de los individuos y repercusión en el bienestar de la comunidad surgieron o por lo menos fueron depurándose y acentuándose en el trascurso del siglo XVIII. El cambio radical en tales situaciones de privación de libertad todavía no penales se produce hacia el cabo del mil setecientos, con las profundas y decisivas mutaciones de todo orden que entonces tuvieron lugar o hicieron eclosión. Los adelantos técnicos, las nuevas situaciones políticas, las luces del siglo y el humanitarismo de la época, y, en fin, los reflejos de una inédita configuración histórica y cultural del mundo, fueron, primero, cambiando los objetos en que la Administración empleaba el esfuerzo penal y, luego, haciéndolos desaparecer, y con ello quedó de residuo sobreviviente de las ya anticuadas o fenecidas formas de penalidad lo que hasta aquel instante no había sido más que una consecuencia o propiedad de su esencia y su envoltura exterior: la mera concentración y separación de los condenados y la estrecha regulación de su vida, o sea, la privación de libertad, privación, por otra parte, que consonaba a las mil maravillas con la exaltación por encima de cualquier otro de los valores sociales que a la sazón se efectuaba de la libertad individual, pues en este clima de ideas su negación resultaba, por contraste, sumamente indicada como manera genuina de penar en los tiempos que se inauguraban, sin caer en las crueldades de otrora ni herir, por ende, la nueva y más tierna sensibilidad que se había extendido por doquier entre las capas más cultivadas y se había enseñoreado del ánimo de los hombres, surgiendo así el primado absorbente y casi absoluto de la pena contra la libertad14. Introducida originariamente por imposiciones administrativas y vinculada a los servicios bélicos y navales, natural es que, al constituirse en tal pena, su ejecución quedase abandonada a la propia Administración, radicándose en España, al principio, en el Ministerio de la Guerra hasta 1849, y desde este año en el del Interior hasta 1887, y desde entonces los servicios de prisiones están centralizados en una Dirección General del Ministerio de Justicia, el cual no deja de ser un departamento de la misma Administración. En Francia, dichos servicios pertenecieron al Ministerio del Interior desde una ley de 10 de vendimiario del año IV (2 de octubre de 1795) hasta el decreto de 13 de marzo de 1911, consagrado legislativamente por el art. 89 de la ley de finanzas de 13 de julio siguiente, que libra los fondos precisos para atender los gastos de la administración penitenciaria en el Ministerio de Justicia15; y análogo ha sido el curso de la materia en los demás países. Este largo excursus explica en virtud de qué poderosos hechos la ejecución de la privación de libertad principió y persiste entregada a la Administración, cuando antes no había sido así con las otras penas ni tampoco después en la medida en que subsisten. Todavía hay que tener en cuenta y que añadir que la ejecución de las penas privativas de la libertad es, a diferencia de la simplicidad y rapidez de las restantes, extremadamente prolongada y compleja, como para requerir una acción permanente y multitud y variedad de resoluciones complementarias que no se pueden prever, todo lo cual mal se aviene con las características de la función judicial y mucho mejor se satisface con los recursos y la discrecionalidad propia de la actividad administrativa; y se comprenderá que con el auge de las penas contra la libertad haya sido durante mucho tiempo lugar común en la doctrina la afirmación de la naturaleza administrativa de la ejecución de toda pena, o, en otros términos, que su regulación pertenece al Derecho administrativo. Respondiendo a esta convicción generalizada, la misma legislación penal sustantiva y la procesal remiten en ocasiones la ejecución a los reglamentos, disposiciones por excelencia administrativas, como ocurre en los arts. 81,

Con lo cual no se desconoce la influencia que en este fenómeno tuviera la primera revolución industrial, con sus movimientos de emigración de vastos contingentes humanos desde el campo a las ciudades y la aparición del proletariado alrededor de las minas y las fábricas, hechos cuya observación ha llevado en agudo análisis a estimar la cárcel como complemento lógico de la fábrica, pero sin reconocerle el valor determinante o preponderante que se le ha asignado, pues la cárcel y el presidio como formas y establecimientos de castigo se hallaban ya configuradas en la realidad y en las mentes con anterioridad. 14

Sin embargo, el personal de prisiones ha continuado dependiendo del de Interior hasta el decreto-ley de 30 de octubre de 1935, y todavía en la actualidad los servicios penitenciarios están sometidos a la fiscalización de la inspección general de los servicios administrativos de este Ministerio. Y durante el gobierno de Pétain, por una ley de 15 de setiembre de 1943, volvieron a Interior, como Dirección General, en el seno de una Secretaría general de mantenimiento del orden. 15

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83, hasta que fue dejado sin contenido por la ley orgánica 8/1983, de 25 de junio, y 84, en alguna de sus sucesivas redacciones, del Código Penal español, y en el 990 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, o en el 80 del Código punitivo chileno. De manera concordante, la suprema aspiración de la mentalidad del penitenciarista práctico ha sido y continúa siendo la soberanía absoluta de un director o alcaide en su prisión. Ante esta doctrina y esta convicción conviene empezar llamando la atención sobre la existencia de penas para cuya ejecución sólo es competente o inclusive sólo puede serlo, por la naturaleza intrínseca o la configuración legal de cada una, la autoridad judicial. Por no extendernos a tal propósito acerca de las restrictivas de la libertad o de la multa16, nos limitaremos a examinar en particular la de muerte y la de amonestación. En cuanto a la primera, que en cualquier ordenamiento es la más grave y que en el español se ha conservado indefectiblemente, con la única excepción del Código republicano de 1932, hasta hace unos años, su ejecución era de incumbencia en España, sin perjuicio del recién mencionado art. 83, de la Audiencia sentenciadora, representada en los últimos instantes por el secretario judicial que designare al efecto y auxiliada por los funcionarios administrativos correspondientes17 18; y por lo que hace a la segunda, una de las más leves y reducida en el Código español, después de su reforma por la ley orgánica 3/1989, de 21 de junio, a la reprensión pública, sólo puede practicarla el juez en audiencia del tribunal19. Que en la variedad de penalidades las haya, por exigencias legales o por su mera entidad, imposibles de realizar sino judicialmente invalida la idea de que la ejecución de las penas, es decir, de cualquiera, de todas, corresponde a la Administración. Por otra parte, la realidad es siempre más rica y proteiforme que la más aguda y cuidadosa previsión y hasta que la más fértil y versátil imaginación y hay o emergen en ella residuos o novedades que éstas no pueden aprehender y someter a regulación, y la vastísima y heterogénea esfera de acción de la Administración pública, y la diversidad y amplitud de sus movimientos, requieren una flexibilidad tal en su actuación, que impide que esté absolutamente reglada, debiendo disponer de un margen de potestad discrecional, incompatible de suyo con el estricto legalismo de lo punitivo, y por esta vía, de tener, en efecto, la ejecución, o atribuírsele, naturaleza administrativa, vendría la pena, y de hecho viene, en aquello que resuelva y determine el funcionario en ejercicio de su discrecionalidad, a quedar librada a ésta, e importaría, y en los hechos importa, un contenido diferente en unos casos y en otros, en abierta oposición a la fijeza, la seguridad y la igualdad que la legalidad penal procura. A lo cual aún hay que agregar, en los países de organización federal con un código único, que, de verse en la ejecución una función administrativa y confiársela en consecuencia a los Estados miembros, la unidad del código y el tratamiento uniforme de los condenados resultarán, y en la práctica resultan, desvirtuados, por cumplirse la misma pena en cada uno de ellos de manera diferente y convertirse así en una pena distinta. Lo cual se confirma bien en un documento como la Exposición de motivos del Código argentino, que, partiendo de la diversidad esencial entre éste, que debe ser “aplicado por los jueces que absuelven o condenan”20, y el régimen penal, que “depende de la autoridad administrativa”21 y “es así extraño a los magistrados y al Poder judicial”22, ha de reconocer que “es indudable, sin embargo, que los fines perseguidos al imponer penas Sin embargo, es útil ver lo que acerca del extrañamiento y el confinamiento señala Alejandro del Toro Marzal en los Comentarios al Código Penal, de Córdoba Roda, Rodríguez Mourullo y otros (aparecidos, 3 vols.), Ariel, Barcelona, 19721978, t. II, ps. 451-452 y 458. Acerca de la multa, su regulación en las leyes es suficientemente elocuente. 16

17

Cfr.: Del Toro Marzal, ibídem, ps. 427-430.

En Chile, según el art. 80 del Código Penal y el decreto 1439, de 18 de mayo de 1965, publicado el 2 de junio, que contiene el Reglamento sobre la aplicación de la pena de muerte, de la ejecución de ésta está encargado en exclusiva el Servicio de Prisioneros de la República, sin ninguna injerencia de la judicatura, cuyos integrantes sólo pueden asistir al fusilamiento en calidad de espectadores. 18

Concordante y expresamente, Quintano, Comentarios al Código Penal, 2a edición, renovada por el autor y puesta al día en textos jurisprudenciales y bibliográficos por Enrique Gimbernat Ordeig, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1966, p. 395. 19

Código Penal de la Nación Argentina, ley 11.179, edición oficial, Talleres Gráficos Argentinos de L. J. Rosso y Cía., Buenos Aires, 1922, p. 119. 20

21

Ibídem.

22

Ibídem, p. 120. - 64 -

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para los delitos, pierden eficacia si el régimen carcelario no se aplica de acuerdo con los propósitos que se tuvieron en vista al fijar las represiones”23, y que “el sistema debe ser uno para toda la Nación. De lo contrario el mismo delito sería castigado de manera diferente según la provincia en que se hubiere cometido, lo que es contrario al sistema de la unidad, preconizado por la Constitución”24. En los fragmentos que se acaba de reproducir, se advierte con facilidad una contradicción, mas culminan con una afirmación correcta y evidente. Aquélla consiste en admitir la naturaleza administrativa de la ejecución, lo que por sí solo lleva a que en la Argentina corresponda su regulación a las provincias, y pretender que ésta sea única para toda la República, lo que atenta contra la autonomía provincial. El acierto, en señalar que, si tal regulación no es única, “el mismo delito sería castigado de manera diferente según la provincia en que se hubiere cometido”. Cerca de tres cuartos de siglo antes, ya había mostrado Pacheco que una pena ejecutada en forma distinta es una pena diversa25. También es otro acierto destacar la íntima relación y la armonía que deben existir entre los fines de las penas y el régimen de su ejecución y que la eficacia de los primeros depende de la fidelidad que les guarde el último. Aunque muchísimo menos extendida, tampoco está más fundada ni es más feliz la doctrina que sitúa la ejecución de la pena dentro del Derecho procesal penal. Descuella en este pensamiento Carnelutti (1879-1965), que con su teoría de separación o continuidad entre el Derecho penal y el procesal penal, en vez de coordinación y paralelismo entre ambos, asigna al primero por objeto el delito y al segundo la pena y su ejecución. El paso de uno a otro se efectúa a través del concepto de punibilidad, inherente al delito y que se trasforma en pena mediante las tres fases del proceso criminal: comprobación de aquél, y determinación y ejecución de ésta, pertenecientes las dos primeras al proceso penal de cognición y la tercera al de ejecución26 27. Pero se debe reparar, ante todo, en que ni el Derecho sustantivo se ocupa solamente del delito, sino que, conforme su más difundido nombre indica, abarca asimismo la pena, ni el proceso concluye siempre en ésta, pues puede excluirla por ponerse de manifiesto en su tramitación la ausencia de aquél, y, por otra parte, en que el Derecho procesal en todo caso y por su propia índole se encuentra referido a una regulación de fondo y la hace viable, siendo algo vacío, que carece de todo sentido, y aun de cualquier finalidad, aislado en sí solo. Es más, que en su ejercicio y aplicación el Derecho penal sea inseparable del procesal penal significa que junta y paralelamente a la actuación de aquél hasta la extinción de la responsabilidad criminal por la total ejecución de la pena, ha de prolongarse el último, regulando la actividad de cuantos intervengan en dicha actuación y agotándose a la vez así con la ejecución la sanción y la acción penal; o en frase del padre Jerónimo Montes, de la Orden de San Agustín: “La ejecución o cumplimiento de la pena es el último momento de la acción y la sanción penal”28. De los intentos por recortar o encontrar en el árbol del Derecho una rama nueva cuyo objeto sea específicamente la ejecución de las penas, el más arraigado es el del pretendido Derecho penitenciario. Marc Ancel señala en el Prefacio de una obra de Stanislaw Plawsky29 que este Derecho es en gran parte una novedad del siglo XX,

23

Ibídem.

24

Ibídem. En relación con estos párrafos, cfr., también, en el mismo volumen, p. 233.

Y prosigue: “Las circunstancias y los accidentes, si no lo son todo, son indudablemente mucho en esa esfera”. El Código Penal concordado y comentado, cit., t. I, p. 445. 25

Cfr.: Carnelutti, Teoría general del delito, traducción de Víctor Conde, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1941, ps. 12-14, y Lecciones sobre el proceso penal, traducción de Santiago Sentís Melendo y prólogo de Niceto AlcaláZamora y Castillo, 4 vols., Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1950, t. I, ps. 69-72, y t. IV, ps. 191-259, así como Cómo se hace un proceso, traducción de Santiago Sentís Melendo y Marino Ayerra Redín, Edeval, Valparaíso, 1979, ps. 25-32 y 139-145, y otros muchos escritos del mismo autor. 26

Siguen a Carnelutti en este punto otros procesalistas italianos, como Guglielmo Sabatini, Principii di Diritto processuale penale, I, 3a edizione, riveduta e aggiornata, Catania, 1948, p. 146, y también, con mayor o menor fidelidad, algunos españoles. 27

28

Derecho penal español, 2a edición, 2 vols., San Lorenzo de El Escorial, 1929, t. II, p. 518. - 65 -

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e incluso, en ciertos aspectos, de su segunda mitad30, pero ya en los inicios de su segundo decenio emplea N. H. Kriegsmann en Alemania la locución Derecho penitenciario31, en el siguiente se la encuentra con reiteración en Italia32 y en 1933 publica Novelli, también en Italia, su célebre artículo L’autonomia del Diritto penitenziario33, que se acostumbra considerar su manifiesto fundacional. En 1935 señalaba un especialista en el tema, Francesco Siracusa, que la verdadera y propia autonomía de este Derecho venía siendo proclamada y difundida abierta y virilmente en la bella y batalladora “Rivista di Diritto Penitenziario”, que desde 1930 se editaba en Roma a expensas del Ministerio de Gracia y Justicia italiano y dirigía el insigne director general de los Institutos de Prevención y de Pena, Giovanni Novelli34; y, por lo demás y aunque fuera “cediendo a la obstinada y monótona prédica” de éste35, en el III Congreso Internacional de Derecho Penal36, celebrado en Palermo durante el mes de abril de 1933, en la asamblea plenaria y tras grandes aplausos, fue aprobada una resolución que proclamaba la existencia del Derecho penitenciario, “constituido por el complejo de las normas legislativas que regulan las relaciones entre el Estado y el condenado desde el momento en que la sentencia de condena legitima la ejecución, y el cumplimiento de ésta en el sentido más amplio de la palabra”, sin perjuicio de reconocer seguidamente que “está todavía en un período de elaboración, sobre todo en lo concerniente a medidas de seguridad”, por lo que “el Congreso limita su voto en el sentido de que, desde este momento, se confiera a la ejecución de que se hablado, un ordenamiento jurídico completo”37. Cristaliza en este voto la necesidad que había señalado Rappaport38, de una neta separación entre ley penal, procedimiento penal y ejecución penal, postulando la existencia de tres códigos distintos, que se correspondiesen con los tres sujetos diversos que serían, respectivamente, el legislador, el juez y el ejecutor, según el modelo de la triple legislación polaca en materia civil, comprendida en el Código Civil, el Código de Procedimientos Civiles y la Ley de Ejecución Civil. Pero Rappaport rehúye la cuestión básica de si la ejecución penal posee una entidad propia y distinta, válida y suficiente, que la dotara de carácter autónomo y sustancial; y, por lo demás, la sede del tratamiento legal de una materia ofrece escasa importancia científica, pues no es sino una cuestión de política legislativa. Ahora bien, semejante pretensión supone el pensamiento de la independencia del Derecho penitenciario, porque, como escribió Arturo Santoro39, “en el fondo, la idea señalada por Rappaport y por otros, de un código de ejecución penal, distinto del código penal y del de procedimiento penal, para tener un fundamento y una justificación racionales, debería apoyarse precisamente sobre la ejecución como rama por sí del Derecho”. 29

Droit pénitentiaire, Université de Lille III, s. a. [1977].

30

Cfr. ibídem, p. 7.

Einführung in die Gefängniskunde, Heidelberg, 1912; traducción de R. Pérez Bances, con el título Preceptiva penitenciaria, Madrid, 1917, p. 169, y también más adelante. 31

Así: De Mauro, Il problema di una scienza e di un Diritto penitenziario, en “Rivista Penale”, de Roma, 1926, ps. 105 y ss.; Ugo Conti, Diritto penale penitenziario, en la misma revista y año, ps. 125 y ss.; Tesauro, La natura e la funzione del Diritto penitenziario, en “Rivista di Diritto Penitenziario”, de Roma, ps. 237 y ss. 32

Originariamente, fue una conferencia pronunciada en la Real Universidad de Roma el 12 de enero de 1933, y se publicó como artículo en la “Rivista di Diritto Penitenziario”, cit., 1933, ps. 5-56. Existe traducción castellana, de Angélica Leonor López, publicada en la “Revista Penal y Penitenciaria”, de Buenos Aires, año VIII, números 29-30, juliodiciembre de 1943, ps. 425-468. 33

34

Cfr. sus Istituzioni di Diritto penitenziario, Milano, 1935-XIII, p. 9.

35

Jiménez de Asúa, Tratado, cit., t. I, cit., p. 69.

“Et non seulement pénitentiaire”, acota con agudeza Quintano Ripollés, Les aspects modernos des institutions pénitentiaires ibéro-américaines, rapport présenté au Congrès pénal et pénitentiaire hispano-luso-américain (Madrid, juillet 1952), traduit de l’espagnol par Jacques B. Herzog (en “Revue Internationale de Droit Pénal”, de París, 1952, ps. 259-291), p. 270. El original castellano de esta ponencia se ha publicado mucho después en el Apéndice de los números 165 y 166 de la “Revista de Estudios Penitenciarios”, de Madrid, abril junio y julio-setiembre de 1964, ps. 15-32 y 33-44, respectivamente. 36

Cuadro de conjunto de los votos y resoluciones adoptados por los congresos de la Asociación Internacional de Derecho Penal, en “Revue Internationale de Droit Pénal”, cit., 1948, p. 403. 37

Cfr.: Stanislaw Rappaport, Per un codice di esecuzione penale in Polonia, en “Rivista di Diritto Penitenziario”, cit., 1930, p. 1325. 38

39

L'esecuzione penale, 2a edizione rinnovata, Unione Tipografico-Editrice Torinese, Torino, 1953, p. 9. - 66 -

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Esta autonomía es, para sus defensores40, completa y se manifiesta en un triple orden: autonomía científica, reconocida, a su ver, en Italia, por el real decreto 1329, de 1 de octubre de 1931, por el cual se modificó los estatutos de la entonces Real Universidad de Roma y se instituyó por vez primera una cátedra para la enseñanza del Derecho penitenciario; autonomía legislativa, que reconocen que no existía aún en Italia ni en ningún otro Estado, porque las normas relativas a la ejecución se encontraban repartidas entre el código penal y el de procedimiento, más las leyes y los reglamentos de carácter carcelario, pero cuya elaboración se pedía y se intentaba en numerosos proyectos, e incluso, según puntualizó Quintano41, había comenzado a lograrse ya en algunos países, y de la que hoy, con la proliferación posterior de los códigos o las leyes de ejecución en muchos de ellos, no cabría dudar; y autonomía jurídica, que es “la más importante” y la que formuló Novelli en 1933, en el sentido de que tal Derecho constituye un distinto ordenamiento jurídico, cuyas normas, si bien contenidas por lo común en fuentes diversas, están unidas íntimamente por una finalidad única, la de realizar la ejecución en su contenido jurídico de restricción de los bienes jurídicos del sentenciado, y en su misión de readaptación social de él, habiendo devenido ya en aquella sazón a un grado imponente de madurez, sea por haber añadido y juntado a las penas las medidas de seguridad, sea por la individualización en el tratamiento ejecutivo y el reconocimiento de los derechos subjetivos del condenado. De la ingente cantidad de definiciones que se han dado del Derecho penitenciario 42, la de quien puede ser llamado su creador, Novelli, es la siguiente: “El conjunto de normas jurídicas que regulan la ejecución de las penas y de las medidas de seguridad desde el momento en que es ejecutivo el título que legitima su ejecución”43. Y lo concibe como “la realización positiva de la ciencia penitenciaria en el ámbito de una legislación determinada”44. Por lo cual, parece lógico, para comprender el intento de tal Derecho, remontarse, así sea con brevedad, a la noción de esta ciencia. Su primera señal de vida parece ser el título de una obra del profesor alemán N. H. Julius, Lecciones previas sobre la ciencia penitenciaria, publicada en Heidelberg en 182845, adelantándose así en seis años al término penología (penology), empleado por primera vez en una carta privada que el publicista germanoamericano Francis Lieber (1800-1872) dirigió al célebre Tocqueville (1805-1859) en 183446; y en lo sucesivo una y otra denominación debatirán para designar la disciplina que se ocupa de la fase ejecutiva de las penas, pugna en la que la primera tendrá al cabo mejor fortuna que la segunda. No obstante dicho antecedente, el uso del vocablo penitenciario, aplicado a materias penales, sólo se inicia, o se acentúa, hacia 1850, cuando, en oposición a la tendencia de los criminalistas prácticos, que defendían la deportación y la colonización, con la utilización en ellas de la mano de obra de los condenados, otros, los “penitenciaristas”, estiman y preconizan que es preferible dejarlos en la metrópoli para someterlos a un régimen moralizador progresivo, importado de ciertas prisiones de Norteamérica o de la Gran Bretaña, movimiento, éste, íntimamente relacionado con la aparición o el desarrollo preponderante de las penas reformadoras y que se ha referido 40

Cfr.: Siracusa, ob. cit., ps. 10-12.

41

Cfr. Les aspects modernes des institutions pénitentiaires ibéro-américaines, cit., p. 274.

42

Mencionemos ad exemplum las de Altmann Smythe, Beeche, García Ramírez, Lahura y Plawsky.

43

Ob. cit., p. 7.

Ibídem, p. 49. Para Siracusa, ob. cit., p. 5, el Derecho penitenciario deriva de la Ciencia penitenciaria como su “reflejo jurídico”. Y para Beeche, Sistemática de la ciencia penitenciaria (Ensayo) (en "Revista de Estudios Penitenciarios", cit., números 67 a 74, de octubre de 1950 a mayo de 1951), 9, dicho Derecho es una “parte” de tal ciencia. O sea, que, para sus partidarios, este Derecho viene a ser el precipitado o concreción jurídica de la ciencia penitenciaria. 44

Cfr.: Ladislao Thot, Ciencia penitenciaria, Universidad Nacional de La Plata, 1937, p. 8, y luego otros muchos autores, como Beeche, ob. cit., 2. 45

Cfr.: Jiménez de Asúa, Tratado, cit., t. I, cit., p. 168, y Cuello Calón, Penología, Reus, Madrid, 1920, p. 5, nota 1, basándose ambos en Howard Wines, Prison reform and criminal law, vol. I de Correction and prevention, New York, 1910, p. 146. 46

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siempre con exclusividad a las de prisión47. Unido el vocablo a la palabra ciencia en la locución Ciencia penitenciaria, empieza a usarse en la segunda mitad del mil ochocientos, apareciendo ya consagrada tal denominación en el IV Congreso Penitenciario Internacional, de San Petersburgo, en 1890, si bien aún “el relator, M. Jules Lacointa, se quejaba hubiera lugar de «extrañarse de que la ciencia penitenciaria estuviera tan descuidada, cuando es el indispensable complemento de la enseñanza teórica»” y la expresión “no es todavía de uso corriente en los textos”48. Luego e incluso en la actualidad ambas denominaciones se han identificado y se identifican49 50, pero el neologismo penología, frecuente en otros países, fue mal recibido en Francia, donde en su lugar alcanzó valor general el nombre de ciencia penitenciaria, que los franceses tomaron51 de los cuáqueros de Pensilvania, y sabido es el influjo decisivo que en semejantes ocasiones ejerce el uso francés52. Sin embargo de que a simple vista se percibe que la voz penología denota un contenido mucho más amplio y rico que la expresión ciencia penitenciaria y que el de ésta cabe perfectamente o es una parte dentro de aquél, también se comprende que la última haya ido ensanchando su campo de acción hasta abarcar “todas las diversas clases de penas, las medidas de seguridad, el patronato y las instituciones postcarcelarias”53, y la sinonimia de hecho entre ambas, pues el fulgurante y formidable desarrollo de las penas privativas de la libertad, que en poco más de un siglo se convirtieron en las penas por antonomasia, arrinconando en el olvido o reduciendo a oscura penumbra las restantes y monopolizando en la realidad la función penal, había de hacer que la disciplina que las tiene por objeto apareciera como la única en materia de ejecución de las penas, atrajera a sí todos los aspectos y problemas de la privación de la libertad, incluidos los extrapenales, y desplazara cualquier otro concepto o denominación54. Ahora bien, no hay ningún inconveniente en ubicar la Penología, concebida de manera abstracta y general como tratado de la pena 55, dentro del Derecho penal, pero carece de sustento lógico pretender fundar una ciencia sobre una modalidad de penar concreta e histórica, y, por concreta e histórica, esencialmente accidental y transitoria, por no decir, en este caso, fugaz. Es más, lo que con impropiedad se ha llamado ciencia penitenciaria no pasa de ser un cúmulo abigarrado y heterogéneo, y, por supuesto, asistemático e inconexo, de experiencias, reflexiones, iniciativas y aspiraciones, cuando no meras descripciones, relativas a la privación de libertad como situación de hecho creada por el Derecho, prescindiendo de su naturaleza jurídica, penal o procesal 56, sin 47

Cfr.: Paul Cuche, Traité de science et de législatíon pénitentiaires, Paris, 1950, ps. 47 y ss.

48

Beeche, ob. cit., 2.

Cfr.: Cuche, ob. cit., p. 1; René Garraud, Traité théorique et pratique du Droit pénal français, troisième édition, complètement revue et considérablement augmentée, 6 vols., Sirey, Paris, 1913 y ss., t. I, ps. 37-38, y Robert Schmelck y Georges Picca, Pénologie et Droil pénitentiaire, Cujas, Paris, 1967, p. 42. 49

En cambio, otros autores rechazan muy razonada y atinadamente la identificación, pues evidente resulta que, en buenos principios, la penología ha de referirse a las penas en general y la ciencia penitenciaria sólo a las de prisión. Cfr.: Cuello Calón, ob. cit., ps. 5 y 8, y Derecho penal, t. I (Parte general), 10a edición, Bosch, Barcelona, 1951, ps. 721-722; Sáinz Cantero, La ciencia del Derecho penal y su evolución, Bosch, Barcelona, 1970, ps. 37-38, y Lecciones de Derecho penal, Parte general (publicados, 3 vols.), t, I, Bosch, Barcelona, 1979, ps. 89-90; García Ramírez, La prisión, Fondo de Cultura Económica-Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1975, p. 45, y Garrido Guzmán, Manual de ciencia penitenciaria, Edersa, Madrid, 1983, ps. 5-6. 50

Según Howard Wines, Punishment and reformation, 3a edición, New York, 1919, p. 2. Nótese el origen y carácter religioso y moralizador de esta denominación, muy en consonancia con la finalidad correctiva asignada a las penas privativas de la libertad y la colaboración que desde el primer momento prestaron a su ejecución personas y asociaciones de diversas tendencias, sin nada que ver generalmente con lo jurídico, encendidas todas en el fuego de la caridad. 51

Así, en Alemania se dice Gefägninwesen (Ciencia de las prisiones) y en Italia se habla, en plural, de las Discipline carcerarie. 52

Cuello, Derecho penal, cit., ps. 721-722, prosiguiendo: “Como se ve, tan amplio contenido rebasa con exceso el calificativo penitenciario, que nació para designar exclusivamente cierta modalidad de ejecución de las penas de privación de libertad inspirada en un sentido de expiación reformadora”. Conforme, Sáinz Cantero, La ciencia del Derecho penal, cit., p. 37, y Lecciones, cit., t. I, cit., ps. 88-89. 53

54

En sentido concordante, Beeche, ob. cit., 2.

Y no en otra parece que la entendió Lieber: “la rama de la ciencia criminal que se ocupa (o debe ocuparse) del castigo del delincuente” (según Howard Wines, Prison reform and criminal law, ob. y lug. cits.). 55

56

Sáinz Cantero, La ciencia del Derecho penal, cit., p. 37, y Lecciones, cit., t. I, cit., p. 89, la concibe “como rama de la - 68 -

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ningún rigor jurídico y, a lo sumo, animadas de un espíritu caritativo o filantrópico. Se explica con facilidad así lo desdibujado de sus perfiles y que en consecuencia haya rebasado con prontitud los aspectos ejecutivos o de cumplimiento de las penas privativas de libertad, para ocuparse de éstas en general y aun de las demás, en cuanto quedan todavía residuos de ellas en el sistema penal, y también que, no obstante hallarse muy lejos de reunir los requisitos exigidos desde cualquier punto de vista epistemológico para asumir tan ambicioso título, haya procurado dignificarse con el prestigioso nombre de ciencia. Con su mesurado criterio de jurista estricto, Kriegsmann asigna a la ciencia penitenciaria la investigación de los medios que sirven para la realización del Derecho penal y, por tanto, una función auxiliar y complementaria de éste 57, y señala que la diversidad de fines que las respectivas teorías proponen en él para la pena hace que aquélla se encuentre “sobre un suelo vacilante”58. Sobre tal base, movediza y borrosa, hay que adentrarse hacia la entraña del Derecho penitenciario; y, como es de prever, nada hay en él firme ni claro. Ni siquiera acerca de su denominación reina acuerdo entre sus partidarios. El propio Siracusa dice que “se puede discutir si es más oportuno dar a esta rama del Derecho el nombre de Derecho penitenciario o el de Derecho de ejecución penal, como quería Rappaport, pero la terminología no afecta a la autonomía. Desde el punto de vista científico, quizá es más exacta la denominación Derecho de ejecución penal; pero, puesto que el núcleo más importante y vistoso de éste lo constituye la ejecución de las penas de privación de libertad, pensamos que se adecua mejor a nuestro Derecho la calificación de penitenciario, término más en consonancia con la sustancia y la tradición”59. Entre los españoles, Quintano, que es quien con mayor entusiasmo y decisión se adhirió a los propugnadores de este Derecho60, advierte con su típica agudeza lo equívoco de la expresión Derecho de ejecución penal61. Mucho después, García Ramírez y Plawsky distinguen entre Derecho de ejecución de penas y Derecho penitenciario, concibiéndolos en relación, el primero, de género a especie62, y, el segundo, del todo a una parte63. Asimismo, para Maurach, “el Derecho penitenciario (de las penas privativas de libertad) constituye sólo una parte, aunque con mucho la más importante, del Derecho de ejecución penal: se ocupa de la configuración práctica de las penas privativas de libertad”64. Mucho más grave que esta inseguridad en lo terminológico es que caracterizados partidarios de su sustantividad y autonomía reconozcan su dependencia del Derecho administrativo, tesis que echa en definitiva por tierra la misma personalidad e

Penología que se ocupa de la pena privativa de libertad, de sus métodos de ejecución y aplicación, y de toda la problemática que la vida en prisión plantea”. Y a partir de tal base nada tiene de particular el que ciertas definiciones del Derecho penitenciario incluyan en él el régimen de las medidas de seguridad y hasta el de institución tan eminentemente procesal como la prisión provisional o preventiva. 57

Ob. cit., p. 141.

58

Ibídem, p. 142.

Ob. cit., ps. 12-13. En el mismo sentido, Lahura, Derecho penitenciario y ejecución penal en el Perú, Lima, 1942, p. 346. A pesar de su característica ambigüedad y falta de posición definida, parece admitir la sustantividad y autonomía del Derecho penitenciario, aunque prefiriendo la expresión Derecho de ejecución penal, Cuello Calón, Derecho penal, cit., ps. 723 y 742. En la Argentina, Ítalo A. Lúder, El sistema jurídico de la ejecución penal, Instituto de Investigaciones y Docencia Criminológicas, La Plata, 1959, ps. 9 y 10, entiende que la denominación más precisa y comprensiva es la de Derecho ejecutivo penal. 59

60

Cfr. Les aspects modernes des institutions pénitentiaires ibéro-américaines, cit., p. 270.

Cfr. ibídem, p. 272, con una sagaz referencia a Ferruchio Falchi en su Diritto penale ejecutivo, 3 vols., Zannoni, Padova, 1934-1935. 61

62

Cfr. lug. cit.

Cfr. ob. cit., ps. 29 y 30. De manera semejante nos habíamos manifestado nosotros en El derecho de ejecución de las penas y su enseñanza (en “Revista Penal-Penitenciaria”, de Santa Fe, 3-4, 1965, ps. 123-141), ps. 125 y 127. 63

Tratado de Derecho penal, cit., t. I, p. 28. Por cierto, no acaba de configurarlo muy autónomamente, sino que parece incluirlo en lo administrativo (cfr. t. I, ps. 15-16, y t. II, ps. 505-506). 64

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independencia que procuran afirmar. De esta suerte65, no puede sino sorprender que nada menos que Novelli asienta al carácter híbrido del Derecho penitenciario, y que lo destaque Beeche66; y que no se trata de una aseveración aislada se comprueba con lo que antes había escrito Tesauro67 y mucho después repite Lúder68. Inclusive para Siracusa, que traza con gran finura la distinción y relaciones entre dicho Derecho y los Derechos penal y procesal penal69 la ejecución tiene preponderantemente carácter administrativo, en cuanto realización de la restricción del bien jurídico en que se concreta la pena o la medida de seguridad, de conformidad con el pronunciamiento del juez (título ejecutivo), que no establece los límites ni el contenido, y sólo en caso de que durante dicha realización surja controversia entre la autoridad que ejecuta la sentencia y el condenado respecto al contenido o los límites de tal ejecución, puede intervenir el órgano jurisdiccional, y son decisivas sus determinaciones para reintegrar ese contenido y esos límites70 71. El rasgo verdaderamente original, significativo y valioso de este intento, empero, reside en su denodado afán por extraer de la discrecionalidad y vagarosidad de lo administrativo el cumplimiento de las penas privativas de la libertad y extender a él el imperio del principio de legalidad, sometiéndolo a rigurosas y precisas normas jurídicas e igualándolo así con la ejecución de las demás. Acaso quien lo ha puesto en claro con mayor decisión y énfasis sea Quintano, por lo cual, pese a la extensión de la cita, merece la pena recordar con entera fidelidad sus palabras: "La règle nullum crimen sine lege, imperative dans toute civilisation digne de ce nom, doit s'accompagner de la règle nulla poena sine lege, tant vis-à-vis de la peine au point de vue abstrait, que de son exécution concrète. Le Droit ne peut pas se desintéreser du condamné après le prononcé de la condamnation et le priver de sa protection suprême en le livrant à l'arbitraire ajuridique d'une administration qui le prenne en charge sans étre tenue par les garanties jurídico-judiciaires qui sont la raison d'étre du Droit lui-méme. L'arrét de condamnation, qui établit une peine, maintient la relation juridique entre la societé et le délinquant bien qu'il le transforme”72; argumento que se remacha con el siguiente: "Procéder par la voie administrativa équivaut à priver le Droit pénal de l’essence libérale inhérente à notre cultura occidentale puisque cela revient à reduire à néant le dogme impératif de la légalité”73. Mas tal afán, en vez de apuntalar la autonomía de lo penitenciario, recaba su inclusión en lo punitivo. Por lo demás, la opinión de los penalistas españoles que mejor han trabajado y que de mayor autoridad disfrutan en estos temas también es desfavorable al Derecho penitenciario. Don Constancio Bernaldo de Quirós lo concibe “como una dependencia del Derecho penal, en toda su amplitud y su conjunto”, “un capítulo, una sección, una parte, una división del Derecho penal”74; y Francisco Bueno Arús se limita a admitir el empleo de la expresión Derecho penitenciario “siempre y cuando se entienda en el mismo sentido (impropio) en que se utiliza cuando se habla de «Derecho agrario»,

Se prescinde aquí de Kriegsmann, para quien no puede caber duda acerca de la caracterización jurídica del Derecho penitenciario, que se refiere a una actuación del Poder Ejecutivo y constituye, por tanto, una esfera del Derecho administrativo (cfr. ob. cit., p. 169); lo cual no obsta a su dependencia de los principios del Derecho penal material y del Derecho procesal (cfr. ibídem, ps. 170-172). 65

66

Cfr. ob. cit., 9.

67

Cfr. ob. cit., p. 237.

68

Cfr. ob. cit., ps. 12 y 13-14.

69

Cfr. ob. cit., ps. 13-21.

70

Cfr. ibídem, ps. 14-20.

En perspectiva completamente distinta, también Sebastián Soler considera, al que llama Derecho penal ejecutivo, “parte del Derecho administrativo”, sin perjuicio por ello de reconocerle relativa autonomía y de entender justificado, “desde el punto de vista metódico, un estudio autónomo”. Cfr. su Derecho penal argentino, 1a ed., 2 vols., El Ateneo, Buenos Aires-Córdoba, 1940, t. I, ps. 13-14. Inalterable, en las estampas posteriores. 71

72

Les aspects modernes des institutions pénitentiaires ibéro-américaines, cit., p. 270. El mismo pensamiento, en Cuello, Derecho penal, cit., p. 742.

73

Les aspects modernes des institutions pénitentiaires ibéro-américaines, cit., p. 278.

74

Ob. cit., p. 11. - 70 -

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«Derecho de la circulación»... o incluso «Derecho de los menores»”75

76.

Es obvio el que, así como el Derecho contempla en abstracto cada especie criminosa y la penalidad correspondiente y establece las pautas para que estas previsiones generales de la ley sean concretadas en el oportuno pronunciamiento judicial para cada singularidad delictiva de la realidad, tiene que regular cuantas actuaciones sean precisas para trasladar a la práctica y hacer efectiva la pena impuesta, esto es, su ejecución. Lo que de ningún modo es obvio ni necesario, sino empíricocultural y, por ende, histórico, o sea, contingente y eminentemente lábil y mutable, es que en los respectivos ordenamientos se fijen unas penalidades determinadas y no otras diferentes. De donde se sigue que a los contrasentidos lógicos que sin tardanza veremos que presenta cualquier intento secesionista en materia de ejecución penal el referir éste a una clase de penalidades suma la ausencia de una base normativa y conceptual adecuada, porque no se lo asienta sobre una noción jurídica, sino sobre una realidad histórica, la cual nunca puede servir de fundamento, jurídicamente, para una división o rama del Derecho ni, epistemológicamente, para una disciplina científica que la tuviese por objeto. Es decir, no puede referirse una rama del ordenamiento a la ejecución ecución de una pena, o de una clase o especie de penas, y menos a la de una clase o especie tan poco estable, que no ha aparecido en los catálogos de puniciones hasta lo que se dio en llamar Edad contemporánea y que, tras una vida tan intensa como corta, lleva ya cosa de medio siglo en franca crisis77. Pero que la ejecución, no ceñida a una especie particular de pena, sino genéricamente entendida, sea un contenido y un concepto necesarios del Derecho tampoco implica que exista en el ordenamiento una rama dedicada por separado a ella. La entidad y el objetivo tanto de la pena en sí como de cualquier amenaza penal sólo pueden hacerse realidad y cobrar efectividad en y mediante su cumplimiento. Por consiguiente, seccionar al tratado de la pena su regulación y estudio lo deja, no ya gravemente incompleto, sino, con mayor exactitud, realmente vacío; y con tal proceder el Derecho punitivo se reduciría, en verdad, apenas a un nudo Derecho delictuoso. Ahora bien, como el delito rechina la pena y ésta lo supone y es ininteligible sin él, de modo que ambos se complementan y se constituyen en los dos objetos esenciales de una normatividad única y de la ciencia que la estudie, la ejecución no puede pertenecer a ninguna rama que no sea la de la pena, que es la misma que la del delito, el Derecho criminal o penal. Con esto, y sin necesidad de postular ninguna nueva rama jurídica, recibe base y queda asegurado por igual el imperio de la legalidad a lo largo de todo el Derecho punitivo, hasta el postrero instante de la ejecución. O sea, en resumen, que en un examen atento y detenido de la cuestión no se justifica ni un Derecho de ejecución penal, o de las penas, ni, menos, un Derecho penitenciario. Cuestión por completo distinta es la de las ventajas o los inconvenientes que haya en que lo que se reivindica como su objeto sea estudiado separadamente, pues el de disciplina científica y el de asignatura, tal vez incluso con una cátedra para su enseñanza, son conceptos muy diferentes, que pertenecen el uno a la teoría de la ciencia y el otro a la pedagogía y se justifican el primero por la especificidad e independencia de su objeto o de su método y el segundo por razones docentes y discentes. Hace muchos años que nos manifestamos en este sentido78, y más tarde ha

Sobre la autonomía del Derecho penitenciario (Notas provisionales) (en el “Boletín de Información” del Ministerio de Justicia, de Madrid, número 741, 25 de julio de 1967, ps. 3-6, y en su libro misceláneo Estudios penales y penitenciarios, Instituto de Criminología de la Universidad Complutense de Madrid, 1981, ps. 121-124), ps. 6 y 124, respectivamente. 75

Jiménez de Asúa, Tratado, cit., t. I, cit., p. 68, escribió: “No creemos que todavía pueda asumir la preceptiva penitenciaria el prestigioso título de Derecho”. Prácticamente idéntico, en La ley y el delito, cit., p. 23. En la Argentina, para Núñez, Derecho penal argentino, 7 vols., Editorial Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, 1959 y ss., t. I, ps. 11 y 12, y Manual, cit., ps. 9-10, y Fontán, Tratado, cit., t. I, p. 37, el Derecho de ejecución penal no pasa de ser un capítulo del Derecho penal, mientras que para Zaffaroni, Manual, cit., ps. 69-71, y Tratado, cit., t. I, ps. 200-209, la ejecución de las penas no es materia que corresponda al Derecho penal de fondo, y el Derecho de ejecución penal es independiente. 76

77

Cfr.: Ruiz-Funes, La crisis de la prisión, Jesús Montero, La Habana, 1949.

Cfr. principalmente nuestro artículo El Derecho de ejecución de las penas y su enseñanza, cit., ps. 124 y 127, y nuestro libro División y fuentes del Derecho positivo, Edeval, Valparaíso, 1968, ps. 41-42 y 52-53. [Ir a División y fuentes del Derecho positivo…] 78

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escrito concordantemente Ángel Latorre: “Si un proceso de especialización es necesario, no es quizás aconsejable la tendencia, hoy bastante extendida, a crear nuevas parcelas independientes en el campo del Derecho, porque tiende a acortar la perspectiva del jurista y hasta a inventar diferencias y distinciones que justifiquen aquella autonomía. Que ciertos sectores del Derecho ofrezcan algunas particularidades o sea conveniente su estudio o su enseñanza independiente no basta para elevarlos al campo de rama autónoma, cuando no presenten la acusada individualidad que sólo justifica esa autonomía”79. A pesar de todo lo que antecede80, se ha de reconocer que la legislación que señala los delitos y las penas y las normas que regulan su ejecución, los que aplican la una y las otras y quienes las estudian son completamente ajenos entre sí. Se diría que constituyen dos mundos que no se tocan ni se relacionan ni comunican. Para que la esquizofrenia en esta región de la vida y del saber sea total, tampoco el régimen jurídico y la realidad de la ejecución en los hechos guardan sino algunos puntos de contacto o pálidas semejanzas, ni quienes se ocupan en ésta suelen preocuparse mucho de aquél. Como observa un penalista costarricense, “el campo penitenciario es uno de los aspectos de la vida social en donde más agudamente se evidencia el abismo que existe entre los postulados legales y la realidad”81.

2.

En la actualidad, las legislaciones y la doctrina concernientes a la ejecución de las penas, o, en otras palabras, a su individualización ejecutiva o penitenciaria82, se orientan o declaran orientarse, en su abrumadora mayoría, por no decir la casi totalidad, hacia la resocialización del condenado; concepto con el cual, aunque, hablando estrictamente, disten mucho de ser equivalentes, se puede identificar otros también en boga al respecto83, pero que se halla asimismo muy lejos, por su parte, de ser nítido ni firme. Conforme escribió con gran razón hace años el profesor Antonio García-Pablos de Molina, “el pensamiento de la resocialización es un cajón de sastre y una caja de sorpresas”84. No sólo en modestas leyes de ejecución campea este pensamiento, sino igualmente en documentos de mayor fuste legislativo, como el en su momento bien publicitado85 Proyecto de Código Penal que preparó para la Argentina en 1974 una Comisión oficial, algo variopinta, pero inspirada sin duda en todos sus integrantes por un acendrado patriotismo que corría a las parejas con una irrefrenable vocación codificadora y un denodado empeño por dejar inscrito su nombre en algún código punitivo, que compusieron los doctores Carlos Acevedo, Enrique R. Aftalión, Enrique Bacigalupo, Ricardo Levene (h.), Alfredo Masi y Jesús E. Porto. Su art. 19, que no fue reparado u objetado en este punto por ninguno de sus autores86 prescribe: “Las penas que 79

Introducción al Derecho, Ariel, Barcelona, 1968, p. 181.

Acerca de lo cual hemos versado con gran amplitud y nutrida bibliografía en nuestro estudio El problema de la sustantividad y autonomía del Derecho penitenciario, publicado en la “Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales”, de Montevideo, año XIV, número 4, octubre-diciembre de 1963, ps. 735-790, y en los capítulos I y II de nuestra tesis doctoral, calificada de “sobresaliente” por la Universidad de Madrid en 1957. También hemos tratado la materia más brevemente en numerosas publicaciones menores. 80

Fernando Cruz Castro, La pena privativa de libertad (en el libro escrito juntamente con Daniel González Álvarez, La sanción penal. Aspectos penales y penitenciarios, San José de Costa Rica, Comisión Nacional para el Mejoramiento de la Administración de Justicia, 1990, ps. 25-61), p. 31. 81

82

Que otras veces también se llama, por la sede en que se verifica, administrativa.

Recordemos entre estos conceptos afines los de readaptación, recuperación, reeducación, reforma, rehabilitación y reincorporación o reinserción social. Cfr. supra, capítulo III, 4, in fine. 83

La supuesta función resocializadora del Derecho penal (en su libro misceláneo Estudios penales, Bosch, Barcelona, 1984, ps. 17-96), p. 87. Este estudio, con el título La supuesta función resocializadora del Derecho penal: utopía, mito y eufemismo, había aparecido antes en “Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales”, cit., t. XXXII, fascículo III, setiembre-diciembre de 1979, ps. 645-700. 84

85

Pásesenos el voquible, en gracia al uso y a lo expresivo que resulta en este caso.

Sin adentrarnos en las particularidades que presenta su texto, es de recordar una verdaderamente extraña que singulariza este documento: que uno de sus redactores, sin haber dejado constancia de ninguna disidencia a lo largo del trabajo, apareció con una nutrida planilla de ellas no bien éste estuvo concluido y publicado, y algunas de tal monta y en cuestiones tan fundamentales, como la relativa al art. 36, sobre la individualización de la pena, que resulta casi incomprensible el que no se le ocurrieran al considerar y debatir las respectivas materias, sino sólo después, al contemplar la obra ya acabada, en su conjunto y sometida a la crítica pública, lo cual evidencia una subida capacidad de autocrítica y una notable versatilidad de juicio. 86

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establece este Código persiguen principalmente la reeducación social del condenado”87. Mas en ningún momento aclara cómo se logrará tal finalidad con la multa o la inhabilitación ni, muchísimo menos, mediante una privación de libertad en la práctica a perpetuidad, a la que se puede llegar para los delincuentes que la Exposición de motivos califica como “habituales o por tendencia”. En realidad, ni esto ni otras disposiciones, en sí o por sus efectos bastante severas, pueden asombrar en un texto que hace continuas apelaciones a la peligrosidad, designándola con su nombre auténtico o bajo el de personalidad; que exige para la concesión de la libertad condicional, no ya haber observado buena conducta durante la internación, sino algo tan impreciso y de estimación tan subjetiva como "un pronóstico favorable de conducta"; que rebaja la minoría de edad penal a los catorce años, sin ninguna atenuación ni siquiera un trato más benigno en los delitos de cierta consideración para quienes apenas superen tan corto límite, y que, para que nada falte, hace del adulterio un delito de acción pública. Ninguno de estos extremos mereció objeción del redactor en otros discrepante, salvo en tres casos en los que propuso reemplazar la mención de la peligrosidad por la frase “pronóstico desfavorable de conducta”, púdico eufemismo que no alcanza a compensar la longura en el lenguaje. Es un cuerpo que coincide en “la atribución al Derecho penal de un sentido humanista y misionario [sic] que tiene por norte al hombre como supremo valor, puesto que es el creador y portador de todos los valores de la cultura”, confesión de parte en la que es fácil percibir más de una nostalgia o reminiscencia falangista. No obstante, poco después de aparecido se dijo de él “que recoge como preocupación fundamental la discusión políticocriminal y con ello del sentido y función del Derecho penal en una sociedad democrática", y se lo puso como ejemplo o anuncio para “cuando retornen los vientos democráticos”88. Pero ante tamaños intentos ni los incrédulos más empecatados vacilaríamos en impetrar del Altísimo que nos libre de semejantes “demócratas” y semejantes “mentalidades progresistas”. Esto aparte, es muy cierto lo que dice Francisco Muñoz Conde: “El optimismo en la idea de resocialización, de ello no cabe duda, ha sido quizá excesivo y hasta tal punto acrítico que nadie se ha ocupado todavía de rellenar esta hermosa palabra con un contenido concreto y definitivo. Esta misma indeterminación del concepto «resocialización» impide su control racional y su análisis crítico, de tal forma que todo el mundo habla hoy de resocialización, aunque desde diversas y opuestas ideologías y, por supuesto, con finalidades distintas también. El término «resocialización» se ha convertido así en un «Modewort», en una palabra de moda que por todo el mundo se emplea, y no sólo entre los juristas, sin que nadie sepa muy bien lo que se quiere decir con ello. Evidentemente, nada de esto habría ocurrido, si desde el primer momento se hubiera delimitado claramente su finalidad y su contenido”89 90. Sin embargo, ante la carencia de precisiones legales, mediante cierta elaboración constructiva algún contenido se puede obtener de la resocialización. La más sencilla y clara es la ley alemana de ejecución91. Su parágrafo 2 dispone: “Con la ejecución de la pena privativa de libertad ha de capacitarse al recluso para llevar una vida, en el futuro, socialmente responsable sin delinquir (objetivo de la ejecución). La ejecución de la pena privativa de libertad está al servicio también de la defensa de la generalidad frente a ulteriores hechos criminales”. Esta idea da un sentido preciso al parágrafo 3, apartado 3: “La ejecución se debe orientar de tal modo que ayude al

87

El subrayado es nuestro. Por lo demás, conviene poner en relación este artículo con el 21.

Juan Bustos Ramírez, Consideraciones respecto a la estructura del delito en la reforma penal latinoamericana (en “Doctrina Penal”, rev. cit., año 2, 1979, ps. 477-488), ps. 478 y 488. “Los vientos democráticos” han retornado a la Argentina y a Iberoamérica en general hace bastante tiempo, pero el Proyecto argentino de 1974 yace tranquilamente en el más profundo olvido. 88

La resocialización del delincuente. Análisis y crítica de un mito (en “Doctrina Penal”, rev. cit., año 2, cit., ps. 625-611), p. 627. Este artículo se puede ver también en la rev. “Cuadernos de Política Criminal”, asimismo cit., 1979, número 7, ps. 91-106. 89

Un inteligente esfuerzo por dotar de un contenido positivo a este término, en Bueno Arús, Notas sobre la Ley General Penitenciaria (en “Revista de Estudios Penitenciarios”, cit., año XXXIV, números 220-223, enero-diciembre de 1978, ps. 113-139), ps. 115-116 y 131-132. 90

Ley sobre la ejecución de la pena privativa de libertad y de las medidas de seguridad y corrección privativas de libertad, de 16 de marzo de 1976, modificada por ley de 18 de agosto, cuya excelente traducción al castellano, con oportunas notas, de Antonio García-Pablos, se encuentra en “Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales”, cit., t. XXXI, fascículo II, mayo-agosto de 1978, ps. 395-445. 91

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recluso a reincorporarse a la vida en libertad”; reincorporación que anima luego muchos preceptos concretos y que puede incluso llevar a un moderado acortamiento del encierro. Así, en el parágrafo 16, apartado 3: “El momento de la puesta en libertad puede anticiparse hasta dos días, si concurren razones apremiantes que lo reclamen para la reinserción del recluso”. Harto más difuso sobre el particular es el ordenamiento italiano92. Con todo, combinando los artículos primeros de la ley y de su reglamento, cabe concluir que la ejecución tiende a la reinserción social del penado, entendida como modificación de aquellas de sus actitudes que obstaculicen su constructiva participación en la sociedad. Y en España la regulación de la materia tampoco es concisa ni terminante, pues la ley respectiva93 determina en su art. 1 el fin primordial de las instituciones penitenciarias, no el de la pena ni el de su ejecución. Para dar con éste hay que recurrir al 25, 2, de la que llaman Constitución vigente, y su sentido sólo se consigue interpretándolo sistemáticamente en virtud del 59 de la propia ley. Tras todas estas operaciones se puede definir la resocialización o, en el lenguaje legal, “reinserción social” como la asunción por el interno, de la intención y la capacidad de respetar la ley penal y subvenir a sus necesidades. Cuán verdadera es la observación de que las palabras y su acumulación, que debieran servir para significar las ideas y comunicarlas, en no pocas ocasiones las ocultan o confunden, porque, en cuanto se analiza estas nociones, se descubre que no consisten más que en el propósito de evitar que el delincuente vuelva a delinquir, que recaiga en el delito, que reincida, o sea, en la vieja preocupación preventivoespecial de combatir e impedir la reincidencia. Anida en ellas la misma disposición anímica que se trasparenta en el refrán vulgar “quien hace un cesto, hace un ciento”, y que alienta en el infundado prejuicio de que quien comete un delito, por esto solo está votado a cometer otros, o, dicho más técnicamente, el concepto positivista de peligrosidad criminal94, que ha de ser tratada en el delincuente para que no desemboque en nuevos delitos. No es mucho, pues, que la resocialización y el tratamiento se encuentren unidos en forma muy íntima y que el estudio de la una lleve de manera inexcusable al del otro. Tales nociones son coincidentes en distintos países95, y llama la atención el cuidado y detalle con que en todos se regula cómo hacerlas efectivas sólo en la privación de libertad, sin ningún interés, no ya equivalente, pero ni siquiera mínimo, por la finalidad de las restantes penas, disparidad o desequilibrio ya apuntado96, difícil de explicar y que en todo caso disminuye grandemente el vigor y la eficacia de este intento. Con independencia de ello, el ordenamiento italiano es, en cuanto a las penas privativas de la libertad, de una ambición incomparable, pues la participación constructiva de los individuos en la vida social, que se yergue siempre como ideal y meta inaprehensibles en el progreso humano, es muchísimo más que abstenerse de reincidir. Pero lo importante es que el tratamiento constituye el medio para lograr o procurar la resocialización. Con la mayor precisión lo dice la ley española: “El tratamiento penitenciario consiste en el conjunto de actividades directamente dirigidas a la consecución de la reeducación y reinserción social de los penados”97. La italiana Ley 354, de 26 de julio de 1975, publicada el 9 de agosto, que da normas sobre el ordenamiento penitenciario y sobre la ejecución de las medidas privativas y limitativas de la libertad, y reglamento para su ejecución (decreto 431, de 29 de abril de 1976). 92

Ley orgánica 1/1979, de 26 de setiembre, general penitenciaria, publicada el 5 de octubre. El Reglamento penitenciario, que la desarrolla, fue aprobado por decreto 1201/1981, de 8 de mayo, y publicado los días 23, 24 y 25 de junio. 93

En el sentido preciso de Ferri, Principios de Derecho criminal. Delincuente y delito en la ciencia, en la legislación y en la jurisprudencia, traducción de José Arturo Rodríguez Muñoz, Reus, Madrid, 1933, p. 273. 94

Sumemos aún a este propósito, en la Argentina, la Ley Penitenciaria Nacional, complementaria del Código Penal (decreto-ley 412/58, de 14 de enero de 1958, publicado el 24, y convalidado por la ley 14.467, de 23 de setiembre del propio año, publicada el 29), cuyo art. 1 comienza: “La ejecución de las penas privativas de libertad tiene por objeto la readaptación social del condenado”. En todo el texto no hay ninguna explicitación del concepto ni por lo menos alguna base o pauta para elaborarlo. 95

96

Cfr. supra, capítulo I, 3.

Art. 59, 1, con el cual coincide en un todo el 237, 1, del Reglamento, con la misma expresión “directamente dirigidas” y las mismas cacofonías en ambos. En otros tiempos la legislación española se redactaba con mucho más cuidado y 97

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menciona en el art. 1 los principios rectores del tratamiento penitenciario, y en el párrafo final establece que “en relación con los condenados e internos se debe aplicar un tratamiento reeducativo que tienda, incluso mediante contactos con el ambiente externo, a su reinserción social. El tratamiento se realiza según un criterio de individualización en relación a las condiciones específicas del sujeto”. Y la argentina, en su artículo también 1, señala que “el régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con las necesidades peculiares de cada caso, los medios de prevención y de tratamiento curativo, educativo, asistencial y de cualquier otro carácter de que puede disponerse, de conformidad con los progresos científicos que se realicen en la materia”. En la ley española se aprecia mejor que en ninguna otra la concepción que anima en todas al tratamiento, del condenado como ser de humanidad deficiente, y la naturaleza clínica de aquél, destinado a procurar una curación, entendida en sentido amplio y vario, a sus carencias o insuficiencias. En efecto, el tratamiento “guardará relación directa con un diagnóstico de personalidad criminal y con un juicio pronóstico inicial, que serán emitidos tomando como base una consideración ponderada del enjuiciamiento global a que se refiere el apartado anterior98, así como el resumen de su actividad delictiva y de todos los datos ambientales, ya sean individuales, familiares o sociales, del sujeto”, y “será individualizado, consistiendo en la variable utilización de métodos médicobiológicos, psiquiátricos, psicológicos, pedagógicos y sociales, en relación a la personalidad del interno”99. Y en la italiana, “el tratamiento penitenciario debe responder a las particulares necesidades de la personalidad de cada sujeto”', y para ello se dispone su “observación científica”, que comenzará al inicio de la ejecución y proseguirá a lo largo de ésta y que pondrá de manifiesto “sus carencias fisiopsíquicas y las demás causas de desadaptación social”100 101. Cabe dudar de que esta concepción del delincuente como un minusválido sea correcta, pues parecen inconcusos hoy el hecho y el pensamiento de que, entre otros muchos y por no repetir lo de los antipáticos y fatigosos delincuentes de cuello blanco, quienes se alzan en armas contra el gobierno legítimo sin conseguir su propósito de derrocarle, o el sujeto de una infidelidad diplomática o el juez que en un tribunal supremo admite dádiva por sentenciar en un sentido determinado, no adolecen de ninguna deficiencia biológica ni psicológica ni en su relación social. En el plano doctrinal, un especialista tan autorizado como Jesús Alarcón Bravo da en su valioso estudio El tratamiento penitenciario102 una definición de éste que califica de “neutra”, de “aséptica”. Dice que es “una ayuda, basada en las ciencias de la conducta, voluntariamente, aceptada por el interno, para que en el futuro pueda elegir o conducirse con mayor libertad, o sea, para que pueda superar una serie de condicionamientos individuales o sociales, de cierta entidad, que hayan podido provocar o facilitar su delincuencia”; y, aun reconociendo que “no todos los delincuentes necesitan tratamiento”, sostiene que “sí lo necesita la mayoría”, y, por otra parte, estima que el tratamiento no ha fracasado, sino que sólo se ha llevado a cabo en ensayos aislados de corta duración y sin continuidad103. Se ignora cómo se pueda calcular que sea una mayoría de criminales los que necesitan el tratamiento, y no al revés, pero lo verdaderamente interesante y decisivo es que, con una presentación de elegancia y se leía y estudiaba con mucho más agrado. Que se refiere al “estudio científico” de la personalidad del condenado en sus más diversos aspectos, estudio “que se recogerá en el protocolo del interno”. 98

Art. 62, letras b y c. Idénticamente, art. 240, b y c, del Reglamento. Si bien en la ley argentina se expresa de manera más sencilla, es el mismo pensamiento que el de su art. 1. 99

Art. 13. En su párrafo tercero se insiste en que el tratamiento es reeducativo y se dice “que es integrado o modificado según las exigencias que se perciben en el curso de la ejecución”. 100

Contrasta con tan reiteradas afirmaciones, en diferentes ordenamientos, de la individualización de la pena durante su ejecución, la negativa de ella por Zaffaroni, en su Tratado, cit., t. I, p. 209. 101

Contenido en el volumen colectivo Estudios penales, II, La reforma penitenciaria, Universidad de Santiago de Compostela, 1978, ps. 13-41. Otros estudios fundamentales sobre el tratamiento penitenciario: el número monográfico, así intitulado, de la “Revista de Estudios Penitenciarios”, cit., año XXIV, número 182, julio-setiembre de 1968, y Bueno Arús, Notas sobre la Ley General Penitenciaria, cit., ps. 131-137. 102

103

Ob. cit., ps. 21-22. - 75 -

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apariencia mucho más amplia y evolucionada, se mueve en el mismo terreno tradicional de la inferioridad, en algún sentido, del delincuente, llevado por sus condicionamientos individuales y sociales al delito, y de la tarea que con base en las ciencias de la conducta se debe ejercer sobre ellos. Sin embargo, el punto culminante de la cuestión reside en la obligatoriedad o voluntariedad del tratamiento. Para una ley ya antigua en esta materia, como la argentina, “el condenado está obligado a acatar en su integridad el tratamiento penitenciario que se determine”104. Posteriormente, este criterio ha cambiado. Según el parágrafo 4, apartado 1, de la ley alemana, se debe promover y estimular la buena disposición del recluso para que coopere a la conformación de su tratamiento y el logro de los objetivos de la ejecución. El art. 13, párrafo quinto y último, de la ley italiana dispone: “Debe favorecerse la colaboración de los condenados y de los internos en las actividades de observación y de tratamiento”; y en el 1 de su Reglamento se habla de ofrecer a los imputados sujetos a medidas privativas de la libertad “intervenciones dirigidas a sostener sus intereses humanos, culturales y profesionales”. Y la ley española, luego de preceptos en lo sustancial idénticos105, redondea de la manera más absoluta la idea en el Reglamento: “El interno podrá rechazar libremente o no colaborar en la realización de cualquier técnica de estudio de su personalidad o método de tratamiento, sin que ello tenga consecuencias disciplinarias, regimentales ni de regresión de grado de tratamiento. La clasificación se realizará, en estos casos, en último término, mediante observación directa del comportamiento y utilización de los datos documentales existentes”106. Dice muy bien Fernando Cruz Castro que “la imposición coactiva de la rehabilitación (o resocialización) presenta una dificultad práctica importante; esa dificultad se refiere al hecho de que el éxito real del afán rehabilitador presupone la participación voluntaria del sujeto en el programa de tratamiento. Tal voluntariedad debe ser expresada por un asentimiento totalmente espontáneo, impidiéndose cualquier género de coacción, aunque a veces ésta se hace con tal sutileza, que resulta difícil dibujar un límite entre coacción y determinación. La autodeterminación es importante, no sólo por razones legales y éticas, sino por la misma esencia de lo que constituye una auténtica trasformación de la persona. El respeto a la libertad de conciencia implica el reconocimiento del principio de que el delincuente tiene el derecho a no ser rehabilitado. No puede imponerse el cambio de la escala de valores a ningún ciudadano”107. Pues bien, la atractiva disposición del reglamento español recién trascrita es de una hipocresía verdaderamente exquisita y constituye en el fondo una falacia rotunda, porque su aparente respeto a la conciencia y la voluntad del penado se estrella sin salvación pocos artículos más adelante con la exigencia de la "participación en las actividades de reeducación y reinserción social, organizadas en el establecimiento”, para la obtención de los beneficios penitenciarios, entre los cuales se cuentan algunos tan sustanciosos como el adelanto de la libertad condicional y la tramitación favorable del indulto particular108. Además, en seguida se advierte otra dificultad verdaderamente grave en esta materia: que por su propia situación personal serán por lo regular los condenados que menos necesiten el tratamiento y mediante él la resocialización quienes se muestren más y mejor dispuestos a uno y otra, mientras que los más necesitados serán a la vez los más reacios, por donde la eficacia de la acción penitenciaria y de la pena se restringe y resultará muy mellada.

Art. 2. Sólo deberá mediar su consentimiento, o, si fuese absolutamente incapaz, el de su representante legal, y la autorización del juez de la causa, previo informe de peritos, “si el tratamiento prescribiere la realización de operaciones de cirugía mayor o cualquier otra intervención quirúrgica o médica que implicaren grave riesgo para la vida, o fueren susceptibles de disminuir, apreciable y permanentemente, las condiciones orgánicas o funcionales del condenado”; pero, aun así, “en casos de extrema urgencia, bastará el informe del servicio médico, sin perjuicio de la comunicación ulterior al juez de la causa”. 104

105

Art. 61, cuyos dos apartados se repiten en los dos primeros del art. 239 del Reglamento.

106

Art. 239, 3.

107

Ob. cit., p. 45.

108

Cfr. arts. 256 y 257. - 76 -

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Más allá o más al fondo del concepto de tratamiento, es oportuno examinar con ojo crítico la idea de resocialización. Aligeran bastante la tarea y aconsejan no extenderse en insistencias superfluas, por un lado, las observaciones formuladas a la idea, más amplia, de prevención especial, al fin del capítulo tercero, y, por otro, no escasas apreciaciones sobre la materia, surgidas en distintos momentos de las reflexiones que preceden. De manera sumaría, pues, consignemos ahora los siguientes puntos: 1, el desconocimiento de la dignidad humana y el atentado contra ella que suponen la convicción de hallarse legitimado para y el consecuente propósito de inculcar jurídicamente a cualquier individuo una determinada concepción del mundo, de la vida o de la sociedad, y un determinado sistema de valores, que aquél puede no compartir; 2, inconveniente, el anterior, que se agrava hasta entrar en pugna con los principios de su. propio ordenamiento jurídico en sociedades muy heterogéneas e incluso abigarradas que se organizan políticamente sobre la base del reconocimiento, la legitimidad y el respeto de su diversidad interna y de la protección de las libertades y los derechos fundamentales de sus integrantes; 3, la dificultad para definir qué delincuente necesita y puede o no ser resocializado, con la consiguiente desigualdad entre unos y otros condenados a la hora de hacer efectiva la pena y la asimilación de ésta y de su ejecución en aquellos que hayan de ser resocializados, más que al cumplimiento de una sanción jurídica, al desarrollo de una labor asistencial; 4, las dudas acerca de la aptitud de la pena en general y de la pena de privación de libertad en particular para ejercer una seria función resocializados; y 5, si en la realidad de cualquier país existen, siquiera sea en parte apreciable, o es de prever que existan en un plazo razonable, no sólo ni principalmente los recursos económicos, sino los medios de muy diferente índole y la mentalidad que demandaría la puesta en práctica de tal función. Puntos a los cuales aún habría que agregar la pregunta por las posibilidades intrínsecas y la legitimación para intentar cualquier esfuerzo resocializados que tengan sociedades profunda, estructuralmente divididas, desequilibradas, insolidarias y agresivas. A este respecto, dos fenómenos de subida elocuencia nos limitaremos a enunciar: ante todo, la rápida conversión del fervor inicial en Alemania por los establecimientos de terapia social en un destino poco brillante y promisorio109. Y también que Muñoz Conde recuerda a menudo110 el contrasentido ínsito en la pretensión de educar o reeducar para la libertad en y mediante la privación de libertad, y que Clemmer descubrió en 1940 que en el recluso, como en toda persona internada en una institución total, se opera un proceso de adaptación, que no es sino una subculturización y que llamó prisonización, de efectos negativos para la resocialización, difícilmente evitables con el tratamiento; y que propone como único sentido de éste “procurar la no desocialización del delincuente, evitando los efectos desocializadores que son inherentes a toda privación de libertad”. Con la indudable modestia de tal cometido, no parece alcanzable, por la íntima contradicción que envuelve. A la inversa, la desviación primaria que constituye el delito se potencia y consolida con la desviación secundaria que representa la privación penal de la libertad111. Por ello, desde un punto de vista legal, es prudente el mandato de la ley alemana de ejecución, en su parágrafo 3, apartado 2: “Deben contrarrestarse las consecuencias nocivas de la privación de libertad”. Por una necesidad muy natural de compensación, las desolaciones y crueldades de las Sobre ellos, en castellano, Horst Schüler-Springorum, Problemática de los establecimientos de terapia social, traducción de Antonio Zubiante, en el volumen colectivo La reforma penal.- cuatro cuestiones fundamentales, con Proemio de Marino Barbero Santos, Madrid, 1982, ps. 119-140, y en su libro misceláneo Cuestiones básicas y estrategias de la política criminal, Depalma, Buenos Aires, 1989, ps. 29-46. 109

Cfr. La resocialización del delincuente. Análisis y crítica de un mito, cit.; Resocialización y tratamiento del delincuente en los establecimientos penitenciarios españoles, en el volumen colectivo La reforma penal: cuatro cuestiones fundamentales, cit., ps. 101-118, y Tratamiento penitenciario: utopía no alcanzada o simple quimera, en el volumen colectivo VI Jornadas Penitenciarias Andaluzas, Junta de Andalucía (Consejería de Gobernación), Sevilla, 1990, ps. 3543. 110

Cfr.: García-Pablos, Comentarios a la legislación penal. Ley orgánica general penitenciaria, cit., t. I, ps. 32 y 41. Muy interesante sobre el particular, Roberto Bergalli, La recaída en el delito: modos de reaccionar contra ella, Barcelona, 1980, pássim. 111

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grandes conflagraciones bélicas provocan a su término un ambiente propicio para los espejismos. Es lo que sucedió al fin de la segunda guerra mundial, y uno de aquellos espejismos fue la reviviscencia de la idea de resocialización, el creerla factible y la confianza en su consecución. Como tal espejismo, suponía su admisión acrítica, o sea, rechazaba toda consideración crítica. El fervor y el ímpetu propios del optimismo hacen que éste perdure aun después de haberse experimentado sus primeros fracasos; y así se comprende que el legislador argentino de 1958 y sus asesores se alistaran sin reservas en las bulliciosas huestes que se disponían a conquistar y traer a la tierra la readaptación social y el tratamiento penitenciario. Lo que ya no parece igual de pertinente es que, en plena declinación de esta ideología y estas consignas, las adoptara un país de la tradición y la sabiduría jurídica de Italia, ni que, declarada francamente su crisis, todavía fueran acogidas y hechas suyas con entusiasmo por España. Sus debilidades internas y su descrédito ponen de relieve el genuino carácter de estas doctrinas, que desdeñan el opaco ministerio de conocer y enseñar el Derecho y en su lugar prefieren los sugestivos destellos de las aspiraciones y los deseos, y acaban tomando las imaginaciones por realidades. Las creaciones de la fantasía no porque sean trasladadas al papel y publicadas se transustancian en realidad. Don Quijote vio en la planicie de su patria castillos bien guarnecidos y se trabó en descomunal combate con gigantes espantables, que Cervantes puso por escrito y Juan de la Cuesta imprimió en Madrid, pero quien cruza la Mancha no descubre sino ventas ni tropieza más que con molinos de viento que agitan sus aspas. Análogamente, un legislador ilustrado y reformista puede, en el conocido ejemplo de Welzel, ordenar a las mujeres, bajo la amenaza de puniciones severísimas, que a los seis meses de embarazadas traigan al mundo niños viables, o también asignar a las penas fines tan altos cuanto inasequibles, lo uno y lo otro con la más escrupulosa observancia de todas las formalidades que el ordenamiento consagre para garantizar su validez jurídica, pero nadie vacilaría en afirmar que tales prescripciones carecen del más mínimo contenido material de Derecho. Por último, refiriendo la cuestión a las meras penas de encierro o reclusión, es un dato elemental, pero que por elemental muchas veces se olvida o se pretiere, que el único bien jurídico sobre el cual deben recaer es la libertad ambulatoria. Su objeto o contenido no es más que la libertad de desplazamiento, que limitan severamente, hasta casi privar de ella por completo al condenado. Fuera de tal aspecto de la libertad, no afectan ni pueden o deben afectar ningún otro derecho del penado, es decir, no se les puede ni debe dar ningún otro contenido. Que en el avance de la cultura y el progreso de los hombres y de las sociedades la privación de la libertad, que en un momento determinado constituyó indudable alivio y adelanto en la ruta humanizados de las penalidades, presente en la actualidad gravísimos inconvenientes y haya llegado a ser insoportable para nuestras valoraciones y nuestra sensibilidad, es otro problema, en el que quizá haya hoy que levantar y oponerle críticas parejas o parecidas a las de otrora contra la pena capital; pero esto concierne a la política criminal, que, partiendo de lo que es, mira hacia lo que debe ser, en el constante empeño por ir perfeccionando, que es ir humanizando, el sistema penal. Ahora bien, mientras subsista, su naturaleza es más resistente y eficaz que cualesquiera disposiciones legales y disquisiciones doctrinales, que, de no atenerse a ella, se arriesgan a entregarse al muy resbaladizo y poco fecundo ejercicio de suplantar, o pretender suplantar, su verdadera entidad y finalidad por una ficción.

3.

Aun permaneciendo en gran parte enfeudada a la actividad administrativa, en las últimas décadas la ejecución de las penas va siendo objeto de regulación en cuerpos jurídicos independientes, con el nombre de leyes o con el más ambicioso de códigos, y entre unos y otros de estos cuerpos se dan, como suele ocurrir en el Derecho, relaciones, ora de simple influencia, ora que llevan a formar verdaderas familias. Cuenta ya con bastantes años en la Argentina la Ley penitenciaria nacional, de la que el prestigioso profesor peruano de Criminología y Ciencia penitenciaria Ayar Chaparro Guerra dice “que ha influido evidentemente en la legislación proyectada o dictada en otros países de la región”112, y que, a pesar de que según su título es complementaria del

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Código Penal, en la realidad lo modifica. Para obtener la libertad condicional, el Código exige desde 1921 en su art. 13, entre otros requisitos, haber observado con regularidad durante la prisión o reclusión “los reglamentos carcelarios”. Esto no obstante, la ley de 1958 establece que el condenado, o, en su terminología, interno, será calificado de acuerdo a la conducta que observe y al concepto que merezca. Según el art. 50, “se entenderá por conducta la manifestación exterior de su actividad en lo que respecta a su adaptación a las normas disciplinarias”; y, según el 51, el concepto se deducirá, “partiendo de las manifestaciones de su conducta”, de “su carácter, tendencia, moralidad o demás cualidades personales, con objeto de formular un juicio sobre el grado de recuperación alcanzado”. Es decir, que el juicio y la calificación de conducta atienden sólo a lo externo y tienen un sentido más bien superficial, mientras que el juicio y la calificación de concepto toman en cuenta lo íntimo de la personalidad y, por ende, tienen un sentido profundo. Y en el art. 53 se tocan sus diferentes consecuencias: “La calificación de conducta tendrá valor y efectos para el otorgamiento de ventajas tales como recibir visitas, correspondencia, participar en actividades recreativas y otras prerrogativas que los reglamentos establezcan. La calificación de concepto servirá de base para la concesión de beneficios tales como las salidas transitorias, libertad condicional, la conmutación de la pena y el indulto”. O sea, en resumen, que la obtención de la libertad condicional no reposa ya en la mera conformidad de la conducta a los reglamentos penitenciarios, sino que, mucho más exigentemente, necesita una recuperación de la persona en su aspecto y en su capacidad de relación sociales. Las leyes alemana e italiana de ejecución ya han sido mencionadas e inclusive examinadas en sus orientaciones fundamentales, y de lo visto se habrá inferido que la primera es mucho más sobria que la segunda y que, por tanto, sin estar exenta de ellos, presenta muchos menos inconvenientes. En cuanto a la española, nadie ignora el suceso que su aparición en 1979 representó para el mundo iuspenalístico de habla castellana. Se comprende con facilidad la acogida por el momento emotivo en que se produjo el acontecimiento y las circunstancias que lo rodearon, apenas salido el país, casi sin darse cuenta y de una manera muy kelseniana, es decir, sin ruptura de ningún orden, de larguísima y crudelísima tiranía, y sin conciencia, por ello, de que este cambio puramente formal y con arreglo a las normas establecidas y sus contenidos enmascaraba y aseguraba la subsistencia de las realidades de toda índole existentes, o sea, la permanencia del dominio social, intelectual, político, administrativo y económico por los propios grupos o sectores, y con frecuencia por los mismos individuos, que lo venían detentando, garantizada, por lo demás, en términos harto explícitos, por el mantenimiento, en la cabeza del Estado, de la misma persona y con el mismo título escogida y designada por el dictador, y por el respeto, o, más bien, la sumisión, que sin ningún disimulo se prestaba, o, mejor, se rendía, en el nuevo estado de cosas, a los llamados, con denominación poco eufemística, poderes fácticos, es a saber, principalmente, la plutocracia, la Religión o la Iglesia católica y el ejército, en o con el conjunto de las fuerzas armadas, esto es, de represión. Menos, entonces, podían ver unos, y hacer ver otros, que el cambio, obligado por la desaparición física del primer actor, era poco sincero, profundo y espontáneo, ni que, como en los cambios de decoración en los teatros, quien lo había planeado y lo dirigía, e incluso quienes lo efectuaban, se encontraban detrás de las bambalinas, o sea, más allá de las fronteras, y hasta con un océano en medio, dentro de un designio de dominio universal. Para el poder que había surgido en Occidente de la segunda gran guerra con ambición y fuerzas de imperio, y que había recibido en herencia poco honrosa de los regímenes totalitarios la dictadura española y la había sostenido con el consiguiente lucro durante ominosos decenios, era el instante de limpiar la pátina, ya borrosa para muchos, pero siempre infame, de una situación de implacable opresión, mudando en rápida maniobra las formas para que la sustancia permaneciera sin alteración, y con ella lo que es más importante: la explotación real y la posibilidad de sacrificar en defensa de intereses ajenos, bien disfrazados y quizá insospechados, a los pueblos subyugados. Como siempre y como en Consideraciones para el tratamiento de los delincuentes. Origen, evolución, reglas, Universidad Nacional de San Agustín, Arequipa, 1991, p. 55. 112

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todo, lo sensato es, por ende, ver bajo las apariencias y tirar, no a la arboladura, sino al casco113. Todo lo cual, si los pueblos, igual que los hombres, escarmentaran en cabeza ajena, no sólo en la propia, sería útil que hubiesen tenido o tuviesen presente en América varios países hermanos. En medio de este ambiente de confusión, y como una de las innumerables ceremonias de la confusión, se aprobó bastante teatralmente, por aclamación, dicha ley, inspirada en la ideología, ya muy desprestigiada, de la rehabilitación y el tratamiento, que no impide, sino, más bien, reclama, considerar la privación de la libertad como el eje del sistema penal y la prisión como un centro, sobre todo, de obediencia y sumisión. De este modo, las continuas apelaciones al respeto de la dignidad del condenado, que significativamente resultan demasiado insistentes para no ser por lo menos retóricas, no parecen compadecerse muy bien con un régimen de vida en el que todo está reglamentado, ni, por otra parte, excluyen en el texto legal el más amplio arbitrio, que sin dificultad puede degenerar en arbitrariedad, de la Administración, en materias tan importantes y deificadas como el destino de los penados, y aun de los procesados, en el abanico de las diversas clases de establecimientos, a los que no por denominarlos de régimen cerrado dejan de ser de máxima seguridad114, con las extraordinarias y durísimas privaciones que imponen, por el tiempo que estime conveniente, basándose para ello en la nota hoy no poco anacrónica y desacreditada de su peligrosidad o la muy distinta y poco asimilable a la anterior de su mera inadaptación, o la facultad de suspender o intervenir las comunicaciones orales y escritas del interno, no sólo con sus familiares y amigos, sino también con los representantes acreditados de organismos e instituciones de cooperación penitenciaria y hasta con su abogado y su procurador; materias, así como otras muchas, que, lejos de ser mejoradas, han quedado agravadas en el Reglamento. Tampoco excluye la vieja y nada humana sanción de encierro en celda de aislamiento, acortada en la actualidad su duración a cuarenta y dos días, ni el empleo de medios coercitivos, incluso para vencer la resistencia pasiva de los internos a las órdenes del personal penitenciario en el ejercicio de su cargo. Asimismo, se diría que el énfasis puesto en el carácter científico del tratamiento, y el uso de nociones tan dudosas como la de individualización científica, consistente “en la variable utilización de métodos médico-biológicos, psiquiátricos, psicológicos, pedagógicos y sociales, en relación a la personalidad del interno”, es algo excesivo, si acaso no pretencioso, y que en particular aspira a realzar y beneficiar el cuerpo normativo con el prestigio de los saberes científicos, pues lo cierto es que en su fondo tales procederes no constituyen ninguna novedad, ni en los sistemas penitenciarios de otros países ni en el español, sin que en verdad, a menos que se piense en una grosera y decidida manipulación o amputación, incluso física, del penado, quepa aseverar que su aplicación haya dado muchos frutos, ni siquiera frutos proporcionados al entusiasmo con que se los presenta, aparte de su incompatibilidad con el mantenimiento de penas larguísimas y la propia previsión legal en el art. 72, apartado 3, que hace irrelevantes por sí solas, como no era sino de esperar, la personalidad del interno y su progresión en el tratamiento para acceder al período o grado de la libertad condicional. Y, en fin, acerca de la caricatura de un juez en que consiste lo que la ley y su reglamento denominan juez de vigilancia nos extenderemos en el parágrafo siguiente. Por supuesto, al lado de la nueva normativa, con aires de ya muy añeja modernidad, se conserva la vieja redención de penas por el trabajo, con sus anticuadas denominación, orientación y disposiciones, llegando esta última a hacer inaplicables los beneficios penitenciarios previstos en aquélla y a recortar o anular así uno de sus aspectos positivos. Ciertamente, para suprimirla hace falta una reforma del Código Penal, pero en ninguna de las más que abundantes que ha sufrido en estos lustros se la ha tocado, o, mejor dicho, sí, en la Ley de reforma urgente y parcial de 25 de junio de 1983, mas sólo ¡para ampliarla a los condenados a la pena de arresto mayor y a los procesados!, desatino que no es menester comentar.

Identificando figuradamente el rey con el casco, y recordando “las órdenes de combate que daban los antiguos almirantes a sus artilleros, en tiempos de la marina a vela”, ya empleó esta imagen Blasco Ibáñez en la época de la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Cfr. su folleto Una nación encadenada (El terror militar en España), Nascimento, Santiago de Chile, 1925, p. 11. 113

Que algunos, refiriéndose en particular a la de Herrera de la Mancha, en la provincia de Ciudad Real (cuyo nombre oficial es Centro Penitenciario de Régimen Cerrado), de odiosa fama, han llamado en España cárceles para fieras. 114

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La redención de penas, igual que la mayoría de las instituciones impuestas por el franquismo, goza de buena salud en la vida española y durará, pues se halla muy arraigada en la mente de quienes manejan nuestra sociedad y también en la de muchos de nuestros estudiosos de materias penales y penitenciarias, empeñados hoy, empero, en olvidar u ocultar los orígenes que tuvo en la “guerra de liberación” o “cruzada” y en buscarle otros menos afrentosos, y guardándose, con tan rara cuanto expresiva unanimidad, de recordar ninguno de los verdaderos avances que se alcanzaban en este terreno por la misma época en la vitanda “zona roja”, o sea, dentro de la legalidad y legitimidad republicana. Para hacer las cosas completas y ser por entero veraces, aún habría que poner lo anterior en relación con la realidad que se vive en las prisiones españolas, mas incluso sin llegar por pudor a semejantes extremos con facilidad se advierte que todo ello tiene poco que ver en serio con los auténticos y efectivos fines de la pena, tal como están configurados en el propio ordenamiento, y hasta poco de jurídico. Es común a toda esta legislación en los diversos países restringirse a las penas contra la libertad, lo que no ocurre, sin embargo, en el interesantísimo Anteproyecto de ley de ejecución penal, para Costa Rica, de 1992, el cual, haciendo honor a su nombre, se ocupa sucesivamente de la ejecución de la pena de prisión, de la de multa, de las de inhabilitación e interdicción, de la de detención de fin de semana, de la de prestación de trabajo de utilidad pública, de la de limitación y prohibición de residencia, de la de arresto domiciliario, de la de cumplimiento de instrucciones, de la de multa reparatoria, de la de amonestación y de la de caución de no ofender, así como de la ejecución de las medidas de seguridad. Y algo, ya que no absolutamente idéntico, sí muy parecido se observa en un Anteproyecto semejante, para el Ecuador, de 1993.

4.

La figura del juez de ejecución de las penas es una creación del Derecho moderno, aún no existe en gran cantidad de países, tiene corta historia y dista mucho de haber adquirido alguna consistencia y cierto grado de perfección. Incluso las vacilaciones y diferencias de las diversas legislaciones en su denominación denotan la falta todavía de ideas claras y decididas sobre la materia. En la doctrina que primero lo recomendó y reclamó, es decir, que primero recomendó y reclamó la intervención del juez en la ejecución de la pena, contamos los españoles con un nombre ilustre, el de Jiménez de Asúa, en su relación al Congreso penal y penitenciario de Berlín, en 1935115; y, poco después, es clásica la obra de Georges Sliwowsky, Les pouvoirs du juge dans l’exécution des peines et des mesures de sécurité privatives de liberté 116, de recordación y cita obligada en este tema. En las legislaciones, “el primer país que ha tenido un juez de ejecución de penas ha sido Brasil, tan tempranamente como el año 1922, en una ley federal, recogiéndolo luego en su Código de Procedimiento Penal de 1940”117. En Italia se crea, con el nombre de “giudice di sorveglianza” (vigilancia), en el art. 585 del Código de Procedimiento Penal de 1930, en vigencia, como es sabido, igual que el Código de fondo, desde el 1 de julio de 1931118, y subsiste en la ley 354, de 1975, que se ha citado119, con la simple variación, a partir de la introducción de su art. 70 ter por el 24 de la ley 663, de 10 de octubre de 1986, de sustituís su denominación tradicional por la de “magistrato di sorveglianza”, y, asimismo, la expresión “sezione di sorveglianza” pasa a ser “tribunale di sorveglianza”. En Portugal aparece con la ley de 16 de mayo de 1944, aunque, refiriéndose a ella, dice Antonio Cano Mata que “los tribunales de ejecución

Cfr. de Jiménez de Asúa, El juez penal y la ejecución de la pena, edición castellana de dicha relación, en tirada aparte de la “Revista de Derecho Público”, de Madrid, junio de 1935, 21 páginas. También, posteriormente, El juez penal: su formación y sus funciones (en El Criminalista, cit., t. III, La Ley, Buenos Aires, 1943, ps. 93-150), ps. 137-141. 115

116

Paris, 1939.

Joaquín Martín Canivell, en la obra colectiva Comentarios a la legislación penal. Ley orgánica general penitenciaria, cit., t. II, p. 1091. Se refiere a la ley federal de 5 de setiembre de 1922. 117

118

Dicho artículo se refiere expresamente al 144 del Código Penal, el cual, por su parte, se remite a éste.

119

Cfr. supra, en este mismo capítulo, nota 92. - 81 -

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portugueses tan sólo con muy buena voluntad pueden recibir este nombre”120. En Francia lo introduce el art. 721 del Código de Procedimiento Penal de 31 de diciembre de 1957, llamándolo “juge de l'application des peines”, y ha sido objeto de no pocas disposiciones posteriores; y, "por la influencia francesa”121, llega también a Polonia, tras ciertos significativos antecedentes de 1957, con la Ordenanza del Ministerio de Justicia de 9 de julio de 1961, insertándose luego en el Código de Ejecución de las Penas de 1969, en ambos casos con la designación de “juez penitenciario”. En 1977 escribía Plawsky acerca de este particular: “La idea de obligar al juez a supervisar y a visitar las prisiones ha salido de la cultura jurídica formada bajo la influencia del Derecho romano, y, si la institución del control judicial moderno de la aplicación de las penas no es sino un producto de estas exigencias, doctrinales más bien que prácticas, es curioso observar que la institución del juez de ejecución de las penas aparece en los sistemas jurídicos influidos por el Derecho romano y por la civilización mediterránea”122. Y a continuación señalaba que había a la sazón cinco países que habían “adoptado la institución del juez en el proceso de la ejecución de las penas”, que eran, precisamente, los que acabamos de mencionar. Pero la institución se ha expandido, y se han multiplicado los países que la acogen, en muy diversas direcciones geográficas y con suma rapidez. Al Derecho español la incorpora la Ley Orgánica General Penitenciaria, de 1979, con la denominación, tomada del italiano 123, de “juez de vigilancia”. En América existe en varios países, como Costa Rica, Perú y la Argentina; en este último, desde que se da el Código Procesal Penal de la Nación (ley 23.984), de 1991, con el nombre de “juez de ejecución penal”, siendo de precisar aquí que en la bien meditada reforma procesal que se proyectó en 1986, obra fundamentalmente del profesor Maier, ya apareció lo que en ella, y en el Anteproyecto de ley orgánica para la justicia penal y el ministerio público, que la complementaba, recibía la designación de “tribunal de ejecución”. Así como en las épocas en que prevalecían otras modalidades de penar su ejecución incumbía exclusivamente a los jueces con sus auxiliares124, y durante el predominio y esplendor de la de privación de libertad fue una rama de la Administración pública la encargada de ejecutarla y los jueces se desentendieron, casi por completo, de semejante cometido, con la preocupación moderna por extender a la etapa ejecutiva, en. lo posible dentro de las limitaciones que aún subsisten, el imperio de la legalidad y la garantía de los derechos del condenado no afectados por la pena había de surgir y cobrar cuerpo la idea de dar intervención en las vicisitudes que se presentan y las decisiones que hay que tomar a lo largo de su cumplimiento a la judicatura. Ahora bien, esto no implica por sí solo la existencia de una categoría particular de jueces a la que se encomiende específicamente el conocimiento y la resolución de las dudas o controversias que se susciten en los sucesivos momentos y las diferentes situaciones de la ejecución. En principio, muy bien puede resolver tales problemas el propio juez o tribunal sentenciador. Pero no se ha de perder de vista, en primer lugar, el recargo de trabajo que suele abrumarles y de hecho les imposibilitaría ocuparse de manera seria y eficaz, como sería su deber, de las incidencias de la ejecución, ni, tampoco, la complejidad de ésta en la privación de la libertad y las consiguientes formación y función especializadas que demanda, no poco disímiles de la preparación y la tarea precisas para establecer la realidad y gravedad de un delito y aun la intensidad de su reprobación que haya de concretarse y materializarse en la pena, ni, en fin, la lejanía geográfica que con frecuencia separa a dichos órganos y a los penados; razones, todas, más que suficientes para preconizar y sustentar la creación de los jueces de ejecución, y para comprender que su aparición constituya un fenómeno reciente y todavía no terminado. Hasta ahora, jueces y tribunales desconocían sin remedio el destino de aquellos sujetos a quienes habían condenado, dónde y cómo estarían cumpliendo la pena e incluso, en El juez de ejecución de penas (en la “Revista de Estudios Penitenciarios”, cit., año XXIII, números176-177, enero-junio de 1967, ps. 61-103), p. 85. Se basa en Beleza dos Santos. 120

121

Plawsky, ob. cit., p. 259.

122

Ibídem, ps. 258-259.

123

Garrido Guzmán, ob, cit., p. 439, destaca el “estrecho parentesco” de la institución española con el modelo italiano.

124

Cfr. supra, en este mismo capítulo, apartado 1, texto y nota 7. - 82 -

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ocasiones, si la habrían extinguido. En cambio, con los jueces de ejecución se evita que dichos individuos queden plenamente bajo la potestad y a merced de la Administración penitenciaria y se asegura que permanezcan en alguna medida bajo el amparo de la autoridad judicial125. Por la forma que ha tenido de originarse la institución, la acción de tales jueces se extiende sólo a las penas privativas de libertad126, aunque cabe concebirla con mayor amplitud y así se los piensa, en concreto, para Costa Rica y el Ecuador. Es interesante la observación de Plawsky acerca del cambio en el carácter jurídico de la ejecución de las penas que ha traído consigo la competencia judicial en esta fase: así, la “ejecución pierde su carácter puramente administrativo y se aproxima al proceso penal”127. Y poco después dice: “Lo esencial de la crítica suscitada a la institución del juez de ejecución o de aplicación de las penas es que ha quebrado el equilibrio entre el poder administrativo y el poder judicial. El problema consiste en la naturaleza de la ejecución de las penas. Si la ejecución de las penas constituye una prolongación del proceso penal, debe tener carácter jurisdiccional. Si, por lo contrario, el proceso penal termina en el momento del juicio definitivo, como es el caso de un proceso penal clásico, la ejecución de las penas entra en el dominio de la competencia administrativa”128. Sin adentrarnos en un estudio particularizado de las atribuciones de estos jueces, se comprenderá que varían de país a país, mas, en general, se acostumbra dividirlas en fiscalizadoras o de vigilancia, decisorias y consultivas. En tal heterogeneidad de sus funciones se aprecia que su actuación se halla muy lejos de consistir genuinamente en la resolución de conflictos, en la decisión de lites, en juzgar y ejecutar o hacer cumplir lo juzgado, esto es, de ser auténticamente jurisdiccional. Representa, más bien, una injerencia morigeradora de los jueces en la ejecución de las penas, que continúa, ya que no en su integridad, sí de manera preponderante, en manos de la Administración. Lo cual explica que decisiones importantísimas en la ejecución, o sea, que la adopción de medidas de gran trascendencia en el régimen de vida del penado, en el conjunto de privaciones o restricciones a que está sometido, dependan, en las diversas legislaciones, no de los jueces, sino de los funcionarios o las autoridades administrativas, y también, en consecuencia, el poco nítido perfil y el bastante deslucido papel de semejantes jueces. En la ley italiana129, las sanciones disciplinarias, materia sobre cuya gravedad no es preciso insistir, son impuestas por el director o por el consejo de disciplina del establecimiento penitenciario; y en la alemana130, la autoridad competente para imponer las medidas disciplinarias que en su caso correspondan es el director del establecimiento en que se halle el recluso. Por lo demás, cabe a éste solicitar un pronunciamiento judicial acerca de cualquier medida administrativa en las cuestiones que se presenten en el marco de la ejecución de la pena131, y resolverá la Sala de ejecución de penas del tribunal en cuya jurisdicción tenga su sede la autoridad de la ejecución interesada132. Pero centrémonos en la legislación española, o sea, en la ley penitenciaria y su reglamento. Pues bien, con arreglo a ella, la Junta de Régimen y Administración de los establecimientos para la retención y custodia de detenidos y presos puede destinar a 125

Cfr.: Garrido Guzmán, ob. cit., p. 437.

126

Cfr.: Plawsky, ob. cit., p. 253.

127

Ibídem, p. 254.

128

Ibídem, p. 272.

129

Ley 354, cit., art. 40.

130

Ley de 16 de marzo de 1976, cit., § 105.

131

Ibídem, § 109.

Ibídem, § 110. En la Alemania federal, tras el interesante y brillante precedente de Karlsruhe en 1968 sobre esta materia, se introdujo en la ley de organización de los tribunales, también el 16 de marzo de 1978, un título quinto A (§§ 78a y 78b), por el cual se crea en los respectivos tribunales estatales una Sala de ejecución penal. 132

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estos últimos133, cuando hayan sido calificados de peligrosidad extrema o simplemente sean inadaptados, hasta que se aprecien indicios de cambio en su actitud y sin más que comunicarlo al juez de la causa, no sólo a departamentos especiales, sino incluso a establecimientos de cumplimiento de régimen cerrado, denominación con la que se designa los de máxima seguridad, con una disciplina severísima y privaciones extraordinarias y durísimas. La Dirección General de Instituciones Penitenciarias es soberana en el destino y traslado de los condenados a los centros que estime en cada caso más adecuados, y, por supuesto, también para destinar a los mencionados establecimientos de régimen cerrado, hasta que desaparezcan o disminuyan las razones o circunstancias que determinaran su ingreso, a aquellos penados que hayan sido clasificados de peligrosidad extrema, o que no se adapten a los regímenes ordinario y abierto o sean autores de graves alteraciones de la convivencia, pacificando a estos efectos situaciones muy diferentes, con sólo informar de sus decisiones al juez de vigilancia. A la Junta de Régimen y Administración compete sancionar las faltas disciplinarias de los internos con los correctivos correspondientes, a cuya cabeza figura el aislamiento en celda hasta por catorce días, y asimismo concederles recompensas y permisos de salida hasta de dos días. El director puede autorizar el empleo de medios coercitivos como la fuerza física personal, las defensas de goma y las esposas, inclusive “para vencer la resistencia activa o pasiva de los internos a las órdenes del personal penitenciario en el ejercicio de su cargo”, y, por otra parte, intervenir o suspender las comunicaciones orales o escritas de aquéllos, no ya sólo con sus familiares y amigos, sino también con representantes acreditados de organismos e instituciones de cooperación penitenciaria, y hasta con los sacerdotes o ministros de su religión, “dando cuenta a la autoridad judicial competente”; y un modesto funcionario que intervenga una comunicación oral puede suspenderla por motivos tan especiosos corno la utilización de términos de dudosa interpretación o que se propale noticias cuyo conocimiento perjudique al régimen o al orden del establecimiento, “dando cuenta al jefe de servicios”. El juez de vigilancia debe ser informado, sin que le quepa siquiera emitir ni aventurar opinión, de asuntos de la importancia del destino de los condenados a centros hospitalarios o psiquiátricos, de la intervención de sus comunicaciones orales o escritas y del empleo sobre ellos de medios de coerción físicos o instrumentales, además de su destino y traslado al establecimiento penal que la Administración penitenciaria considere oportuno. De informarle acerca de las medidas que haya tomado en otros de no menor calado puede ésta tranquilamente prescindir. En algunos de capital significación y graves consecuencias, como la clasificación inicial de los penados y sus progresiones o regresiones en el tratamiento, o las sanciones disciplinarias, puede intervenir, pero sólo por vía de recurso, cuando reclamaren los interesados. No hay, pues, mucha exageración en afirmar que la función del juez de vigilancia es en no pocas ni poco importantes materias la de un buzón. Tanto la enunciación de competencias de la Administración penitenciaria como la de asuntos en que le basta con informar al juez de vigilancia han sido formuladas con propósitos meramente ilustrativos, no exhaustivos, pero aun así resultan suficientes para percatarse del dominio que tenga aquélla de la ejecución penal y la figura desdibujada y nada airosa del último. Y también la denominación que se tomó como modelo y se escogió para él pone bien de relieve la hibridez de sus funciones y el escaso carácter jurisdiccional de la institución. Ésta no representa más, en general, que una simple judicialización de la ejecución134, y el juez de vigilancia español, en particular, “el comienzo de la judicialización de la ejecución de las penas”135. A ello se deben las fuertes dudas de que los jueces de ejecución actuales sean en ningún país verdaderos jueces, es decir, las dudas acerca de la naturaleza jurídica de la institución. Con gran propiedad las exponen Schmelck y Picca: “Nada permite a priori

En realidad, según la letra del Reglamento en su art. 34, también a los detenidos. No obstante, la corta duración de la detención impedirá, en la práctica, que se den o se perciban los supuestos necesarios para adoptar tal medida. 133

134

Cfr.: Martín Canivell, ob. cit., t. II, p. 1090.

Ibídem, t. II, p. 1089. “La figura española de juez de vigilancia [...] responde al propósito de judicializar la ejecución”, dice Avelina Alonso de Escamilla, en El juez de vigilancia penitenciaria, Cívitas, Madrid, 1985, p. 162. 135

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pensar que, más allá de la calidad de magistrado de su atributario, las funciones del juez de aplicación de las penas estén destinadas a tener naturaleza jurisdiccional”136; y del examen de sus atribuciones aparece y “se hace preciso reconocer que por regla general este magistrado obra más bien como un administrador, en virtud del imperium del que el legislador le ha investido”137. Y, por su parte, Jacques Léauté, después de decir que “la intervención de un juez con sede en las prisiones responde al cuidado por moderar el poder de la Administración en la individualización de la ejecución de las penas”138, señala que este magistrado “prolonga la acción del tribunal, pero sin disponer de un poder jurisdiccional”139 y que “obra en calidad de colaborador de la Administración penitenciaria”140, o, todavía más rotundamente, que “la mayor parte de los actos que cumple son de orden administrativo, de la misma naturaleza que los de la Administración penitenciaria”141, para concluir, con gracia, que su papel “évoque celui d'un utile Maître Jacques”142. La idea de confiar la ejecución de la pena a los jueces había de nacer y se desarrolla en el seno del correccionalismo y del positivismo penales. Al asignar a la pena una finalidad de prevención especial, en un sentido moral o simplemente social, han de postular una acción judicial constante durante su ejecución, para dirigirla, cambiarla o hacerla cesar, sea por sí sola143, sea haciendo intervenir al juez en organismos o comisiones mixtas, más o menos complicadas y variopintas, en pie de igualdad con los funcionarios administrativos144, en las que por lógica tenía que predominar y acabar por imponerse la impronta de éstos y difuminarse cualquier rasgo de genuina jurisdicción; y tanto es así, que Dorado concluye dibujando un procedimiento asimilado en un todo al procedimiento administrativo y que se resuelve en un puro arbitrio discrecional145. Con razón, pues, señala Siracusa, al comenzar el capítulo octavo y postrero de sus Istituzioni 146, que el principio de la intervención del juez en la ejecución de la pena se manifiesta cuando aflora la idea de promover durante ella la reeducación social del condenado, para transformarlo de rebelde en ciudadano respetuoso de las leyes147. El pensamiento que parte de un propósito o una finalidad de prevención especial y concluye en la injerencia del juez en la ejecución penal, o sea, en la judicialización de ésta, es enteramente lógico, pero, en y por su coherencia, ha de terminar identificando la función judicial en ella con la actividad administrativa, es decir, dotándola de naturaleza administrativa. En efecto, tal actuación no trata de decidir y resolver contiendas entre partes ni, por tanto, contiene ningún momento valorativo; procura

136

Ob. cit., p. 191.

137

Ibídem.

138

Les prisons, Presses Universitaires de France, Paris, 1968, p. 63.

139

Ibídem.

140

Ibídem.

141

Ibídem, p. 65.

Ibídem. “Maestro Chasquilla”, se diría en el lenguaje popular de Chile. Tal heterogeneidad de funciones en los jueces de ejecución, y la impropiedad de muchas de ellas en tanto que verdaderos jueces, se aprecia muy bien, no obstante su entusiasmo y sus elogios por la institución, en Paul Amor, La institución francesa del juez de aplicación de penas, en la “Revista de Estudios Penitenciarios”, cit., año XXVIII, número 192, julio-setiembre de 1972, ps. 417-442. 142

143

Así, Röder, Las doctrinas fundamentales reinantes sobre el delito y la pena, etc., cit., p. 248.

Así, principalmente, Ferri, Sociología criminal, traducción de Antonio Soto y Hernández y prólogo de Primitivo González del Alba, 2 vols., Góngora, Madrid, s. a. [1908], t. II, p. 273, y también multitud de otros autores, incluido Jiménez de Asúa, según se puede ver en la obra de éste La sentencia indeterminada, cit., ps. 91-98. 144

Cfr. sus Bases para un nuevo Derecho penal, nueva edición, con prólogo, bibliografía y notas por Manuel de Rivacoba y Rivacoba, Depalma, Buenos Aires, 1973, ps. 81-85 y 97-109, y El Derecho protector de los criminales, cit., t. I, ps. 371378. 145

146

Cit., ps. 333-334.

Acerca de la fundamentación correccionalista y positivista de la intervención judicial en la ejecución de las penas, ampliamente, Rivacoba, capítulo III de su tesis doctoral, cit., y El problema de la sustantividad y autonomía del Derecho penitenciario, cit., p. 766. 147

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sólo, igual que cualquier tarea administrativa, acrecentar el bienestar público, o, a lo menos, preservar el existente, empresa muy noble, difícil e importante, y característica de la Administración, pero ajena y aun refractaria a la noción de valor y de índole por completo diversa de la jurisdicción. Cúmplala quien la cumpla, aunque sea en todo o en parte un juez, nada tiene que ver con lo jurisdiccional, sino que es pura y simplemente administrativa. Lo cual no constituye, por lo demás, un fenómeno aislado, pues los jueces, si bien lo genuino de su función es realizar la jurisdicción, efectúan asimismo numerosos actos que, por ser suyos, son judiciales, pero que, por su naturaleza, no son jurisdiccionales. Ahora bien, ya se nos descubre y hace patente aquí que los fines que tenga la pena, o se le atribuyan, determinan la naturaleza de la actividad ejecutiva y la de cuantos se encargan de ella y deben llevarla a cabo. Por consiguiente, no es mucho pensar que en una perspectiva contrapuesta acerca de la noción y los fines de la pena será también muy distinta y de naturaleza muy diferente la actividad de los encargados de ejecutarla. Desde un punto de vista retribucionista, la ejecución de la pena tiene que ser incumbencia del juez, mas no ya como miembro de una comisión compleja y heterogénea, junto con funcionarios administrativos y quizá componentes de otra extracción y otro signo, encargada de ella, ni tampoco vigilando o supervisando la actividad administrativa, moderando con su prestigio el arbitrio de ésta, corrigiendo con su autoridad los excesos y garantizando en todo caso el respeto de los derechos del condenado, sino resolviendo por sí, como cometido esencial y privativo de su función, cada problema o dificultad que surja durante la fase ejecutiva, de cuya decisión depende, en definitiva, la concreción y realidad de la pena, lo que equivale a decir de la genuina consecuencia jurídica del delito, o de su retribución. Con lo cual, en el fondo, apenas hace falta añadir o aclarar que su actuación es, así, netamente valorativa, jurisdiccional, ni que cualquier funcionario u otra persona que intervenga o colabore no hace sino dar efectividad a sus pronunciamientos y dictados ni cumple, pues, más que una tarea subordinada y auxiliar. Naturalmente, al y para resolver conflictos, el juez obra sobre la base de la existencia y la acción contradictoria de partes, con intereses y pretensiones encontrados o divergentes. Trayendo esta consideración general a la materia que ahora nos ocupa, lo anterior significa que el juez de ejecución requiere la presencia del ministerio público y ha de obrar, en primer término, sobre lo que éste inste o demande en tanto que representante y agente o promotor de los intereses sociales, pero también, en acatamiento de la antiquísima máxima audiatur et altera pars 148, y como supuesto asimismo de su actuación y caución de su imparcialidad, considerando lo que solicite el condenado, sea por sí, sea por medio de su representante, con la asistencia y asesoría de un letrado, es decir, con su patrocinio. El único a quien no hay por qué dar audiencia ni tiene por qué intervenir en la ejecución es el acusador privado o particular; la acción ejecutiva penal es eminentemente pública. Este sistema no constituye, hablando con propiedad, una intervención judicial en la ejecución de la pena, sino la jurisdiccionalización absoluta de la ejecución penal149, y, con ello, el medio o procedimiento adecuado para plasmar una auténtica y completa retribución. Lo hemos expuesto, razonado y defendido en innumerables ocasiones, y ha sido acogido por la doctrina colectiva en varias reuniones internacionales150; pero acaso lo más interesante sea destacar que viene impuesto por la índole retributiva de la pena y que

Tan antigua, que Del Vecchio, La justicia, cit., p. 201, la encuentra ya en Séneca, Medea, versos 199-200, y antes en Aristófanes, Las avispas, versos 725-726, con referencia a un adagio similar que se hace remontar hasta Focilides o bien a Hesíodo. 148

Amplia fundamentación en el capítulo IV y la conclusión tercera de nuestra tesis doctoral, cit., y también en nuestro estudio El problema de la sustantividad y autonomía del Derecho penitenciario, cit., ps. 767-782. 149

Cuartas Jornadas Argentino-Uruguayas de Derecho Comparado, en Montevideo, 1-4 de octubre de 1963 (cfr. la “Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales”, cit., número cit., ps. 1024-1025, y también la revista “Universidad”, de Santa Fe, número 58, octubre-diciembre de 1963, p. 388), y X Congreso Internacional de Derecho Penal, en Roma, 29 de setiembre-5 de octubre de 1969 (cfr. Atti, Roma, s. a., ps. 571 y 585. También, en el mismo volumen, ps. 341-344 y 517-518). 150

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sólo así cobra coherencia con la noción y entidad de ésta su ejecución, la cual no puede dejar de estarle subordinada ni, en consecuencia, de guardar conformidad con ella, por mucho que en autores y legislaciones se presente con otras apariencias y orientaciones.

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VII RECAPITULACIÓN Y CONCLUSIONES Al cabo de estas reflexiones parece confirmarse la premisa de que partieron y también el hecho que con su clarividencia peculiar percibió y enunció Dorado a comienzos de siglo, es a saber, que en la manera como sea concebida la pena se halla el centro de todo sistema penal y que de ella dependen su orientación y su eficacia. “Para fines de venganza, no puede ser adecuado el mismo sistema penal que para los fines de retribución, de reparación de los daños originados por el delito, de expiación y mero castigo; ni un sistema penal que resulte satisfactorio para quien persiga alguno de los objetivos que acabamos de mentar podrá serlo igualmente para quien se preocupe sólo o en primer término de la ejemplaridad o el amedrentamiento, de la seguridad física de los ciudadanos, de la seguridad moral, de producir tranquilidad y hacer desaparecer la alarma, de cortar las raíces de futuros posibles delitos, de convertir en ciudadanos socialmente honrados a los que al presente no lo son ...”1. Por consiguiente, toda idea o propuesta de medición de la pena sólo tiene sentido, “cuando se la concibe retributivamente”2; y, al contrario, como el propio Dorado señala con palabras de Maus que contaban con el beneplácito de Prins, Conti y otros muchos, “toda idea de tratamiento es incompatible con la idea de pena”3. Incurren, pues, en flagrante contradicción, o, si se prefiere, en una falta de consideración y adecuación entre fines y medios, cuantos sobre ordenamientos penales basados en la exigencia de una medida exacta de la pena insertan, sin percatarse de su incongruencia o incompatibilidad interna, una doctrina o incluso leyes de ejecución de aquélla fundadas en las nociones de rehabilitación y tratamiento. Por la inversa, constituiría un saludable ejercicio de lógica y de seriedad en su pensamiento y en su actitud, y garantía de coherencia y firmeza en su obrar, que quienes las sustentan ahondasen en sus posiciones y descubrieran la persistencia de la idea peligrosista que alienta en su entraña y las mueve. Que la pena consiste en retribución puede o no resultar atractivo y deseable, pero, a menos de sustituir por imaginaciones y preferencias la realidad, es lo que ésta nos manifiesta y acredita. Pues bien, en el mundo de la ciencia y del saber en general lo único, en puridad, gratificante es conocer la entidad de los objetos que se estudia; y, por otra parte, una acción inteligente y proficua, de cualquier orden que sea o en cualquier plano a que pertenezca, no puede desconocer ni preterir lo que las cosas son ni reemplazarlas por ficciones. Además, hay incontables condicionamientos de muy distinta índole, entre los que pueden descollar los de carácter político, que imponen y exigen, asimismo, que la pena sea, en su esencia, retribución. Ahora bien, no se ha de negar que en no pocos textos legales o constitucionales contemporáneos se le asigna otra entidad y finalidad, pero tampoco parece que en tales casos el propio ordenamiento provea los medios y se organice para el cumplimiento de dichos designios. Sin embargo, también “es un hecho cierto que para gran número de ordenamientos jurídicos y para una parte no despreciable de la doctrina de muy diversos países a la pena le es inherente la finalidad retributiva, sea como fundamento o como fin único, sea como componente de una más amplia gama de funciones”, y que

1

El Derecho protector de los criminales, cit., t. II, p. 25.

2

Ibídem, t. II, p. 26.

3

Ibídem, t. II, p. 9. - 88 -

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la generalidad de la doctrina española “parte de premisas retributivas”4. Se ha de reconocer que la idea preventivista tiene una larga tradición y probablemente un abrumador predominio, fluctuando, por épocas, de los afanes de prevención general a los de prevención especial, y distinguiendo en la actualidad entre prevención general y prevención especial positivas y negativas. Pero no será imprudente preguntar si los respectivos ordenamientos se han estructurado internamente y operan efectivamente en uno u otro de tales sentidos, ni indiscreto examinar si, a despecho de cualquier declaración más o menos enfática y sonora, en el fondo no han funcionado y funcionan, consciente y explícita o inconsciente y tácitamente, y con mayor o menor acierto, como retribución. Por lo demás, el pensamiento retribucionista permanece vivo a través del tiempo y de continuo vuelve a ser objeto de nuevas reelaboraciones que lo van depurando y precisando, acaso porque, “en principio, se puede decir que es inevitable sostener que la pena tiene su esencia retributiva”5. En este punto, puede ser oportuno fijarse en que buena parte de los problemas y de las confusiones que en el último par de siglos se ha suscitado sobre semejantes temas es debida al monopolio indiscriminado y casi absoluto, en todos los países y durante todo este tiempo, de las penas de privación de libertad, que hizo surgir dificultades y dio lugar a cavilaciones que en otro contexto, aunque también se hubieran planteado, no habrían tenido el mismo dramatismo ni la misma gravedad. Por su origen, por la forma como se introdujo en el sistema penal y por su misma entidad y naturaleza, la privación de libertad llevó al contrasentido, sin precedentes ni analogía en otras situaciones y modalidades de la penalidad, de que se ocupara de su ejecución la Administración pública, desplazando de este cometido a la judicatura y provocando así los mayores atentados y aun aberraciones, no ya sólo contra los derechos fundamentales de los condenados, sino incluso contra su misma condición humana; desafueros que repercutieron en la visión y la vivencia social del delito y la penalidad, creando la estigmatización de quienquiera que haya pasado, aunque haya sido sólo preventivamente, por la cárcel, y la existencia de vastos sectores interesados en la permanencia de la prisión, y que viven de ella y, algunos, obtienen pingües beneficios. Hace ya mucho que las mentes más esclarecidas tienen conciencia de la crisis de la prisión y que se busca y ensaya alternativas factibles y eficaces de ella. Lo que se haya avanzado en esta dirección es cuestión en la que no nos enfrascaremos aquí, pero en las capas más vastas y espesas de la sociedad, influidas y dominadas con frecuencia por los denominados medios de información, que en muchas ocasiones son más bien de deformación, perdura el prejuicio de que frente al delito no cabe sino la separación de quienes lo perpetran de la libre convivencia, esto es, el encierro y el trato duro. A pesar de todo, convergiendo en tal fenómeno factores de muy distinta índole y procedencia, y con el propósito de racionalizar la ejecución de la privación de libertad, que equivale a tratar como seres humanos a los condenados a sufrirla, se va introduciendo en las diversas legislaciones, con diferentes nombres, no siempre afortunados, el juez de ejecución, y se va, así, judicializando ésta; adelanto notable, en el cual, por muchos motivos, no se puede, empero, fincar grandes esperanzas. Más fundado en la naturaleza del Derecho punitivo y de la penalidad, con mayores y mejores raíces históricas y, por todo ello, con más promisorias perspectivas futuras, aparecen la necesidad y la idea, no ya de judicializar, sino, lo que es mucho más, de jurisdiccionalizar la ejecución, de cualquier pena, de todas las penas; con lo cual, además de servir a la lógica de las cosas, se garantiza la posibilidad del pleno imperio

Marino Barbero Santos, La división en dos fases del proceso penal (en su libro misceláneo Estudios de Criminología y Derecho penal, Universidad de Valladolid, 1972, ps. 191-209), p. 202, texto y nota. Este artículo se había publicado en el “Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales”, cit., 1969, ps. 269-281. 4

Edgardo Alberto Donna, Teoría del delito y de la pena, 1, Teoría de la pena y la culpabilidad, Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 30. 5

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en toda la esfera de acción del Derecho penal, desde la definición de lo que se entiende por delito y se tiene como tal, hasta la más completa extinción, hasta el agotamiento final, de sus consecuencias jurídicas, de la legalidad y, con ella, de la libertad y la seguridad, o sea, del más acabado reconocimiento, también en este terreno, de la humanidad de cuantos hayan de moverse en él, y, por ende, de que son próximos, o, lo que es igual, prójimos.

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