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LOS DELITOS CONTRA EL HONOR

PATRICIA LAURENZO COPELLO Catedrática de Derecho Penal Universidad de La Laguna

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Copyright ® 2002 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de la autora y del editor.

A María Luisa Maqueda Abreu, por su amistad y confianza inquebrantables Director de la Colección: JOSÉ LUIS GONZÁLEZ CUSSAC Catedrático de Derecho Penal

© PATRICIA LAURENZO COPELLO

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELES.: 96/361 00 4 8 - 5 0 FAX: 96/369 41 51 Email:tlb@tirant .com http://www.tirant.com Librería virtual: http://www.tirant.es DEPOSITO LEGAL: V - 2272 - 2002 I.S.B.N.: 84 - 8442 - 600 - 9 IMPRIME: GUADA LITOGRAFÍA, S.L. PMc

Ya Nugui Mastrascusa, compañera de desvelos estudiantiles y, siempre, gran amiga

ÍNDICE PRIMERA PARTE: EL CONTENIDO DEL DERECHO AL HONOR Y SUS RELACIONES CON LAS LIBERTADES DE EXPRESIÓN E INFORMACIÓN I. EL BIEN JURÍDICO EN LOS DELITOS CONTRA EL HONOR 1. Las distintas concepciones del honor 1.a. Las concepciones estrictamente fácticas l.b. Las concepciones estrictamente normativas .. l.c. Las corrientes fáctico-normativas 2. Posición que se sustenta: honor, dignidad personal y libertad II. ESTRUCTURA TÍPICA: ¿DELITOS DE LESIÓN O DE PELIGRO? III. EL DERECHO AL HONOR FRENTE A LAS LIBERTADES DE EXPRESIÓN E INFORMACIÓN 1. Repercusiones dogmáticas de la colisión entre honor y libertad de expresión: propuestas doctrinales 2. Los criterios constitucionales para la solución del conflicto 2.a. La ponderación de intereses 2.b. La teoría de la posición preferente de las libertades de expresión e información en el ordenamiento constitucional 2.C. Los presupuestos del ejercicio legítimo de las libertades de expresión e información 3. Repercusiones de la doctrina constitucional en la configuración de los delitos contra el honor: el conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad como concreción de la idea de veracidad

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48

50 56 62 62

68 71

83

SEGUNDA PARTE: EL DELITO DE CALUMNIA LA CALUMNIA: ELEMENTOS TÍPICOS 1. Los sujetos del delito 2. El tipo objetivo 3. El tipo subjetivo

99 99 102 108

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II. LA ANTIJURIDICIDAD: CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN APLICABLES

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III. ITERCRIMINIS

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IV. AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN

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V. CONCURSOS

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VI. PENALIDAD. LAS CALUMNIAS PROPAGADAS CON PUBLICIDAD VIL LAEXCEPTIO VERITATIS EN EL DELITO DE CALUMNIA 1. Naturaleza 2. Los presupuestos de aplicación del art. 207 C.P

115 116 116 121

TERCERA PARTE: EL DELITO DE INJURIA I. LA TIPICIDAD EN LA INJURIA 1. Sujetos. El problema del honor de los colectivos y las personas jurídicas 2. Los aspectos objetivos del delito 3. Aspectos subjetivos 4. La gravedad como elemento constitutivo del tipo en el delito de injuria IL LA ANTIJURIDICIDAD

CUARTA PARTE: ASPECTOS COMUNES A LAS INJURIAS Y CALUMNIAS I. CUESTIONES RELATIVAS A LA PENALIDAD 1. La circunstancia agravante de precio, recompensa o promesa 2. La retractación como atenuante

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IIL FORMAS DE APARICIÓN: REMISIÓN

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IV. CONCURSOS

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V. PENALIDAD. LAS INJURIAS HECHAS CON PUBLICIDAD

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VI. LA EXCEPTIO VERITATIS EN EL DELITO DE INJURIA: RESTRICCIONES LEGALES 1.a. La naturaleza de la prueba de la verdad l.b. Alcance del art. 210 C.P

140 140 143

147 147 148

II. ALGUNAS PRECISIONES EN MATERIA DE RESPONSABILIDAD CIVIL ^ 150 III. LAS CONDICIONES DE PROCEDIBILIDAD

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IV. LA EXTINCIÓN DE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL

153

Bibliografía 125

11

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PRIMERA

PARTE

EL CONTENIDO DEL DERECHO AL HONOR Y SUS RELACIONES CON LAS LIBERTADES DE EXPRESIÓN E INFORMACIÓN I. E L B I E N J U R Í D I C O E N L O S D E L I T O S C O N T R A EL HONOR Con la unificación de los delitos de calumnia e injuria bajo un mismo título, el vigente Código penal, avalado por una larga tradición legislativa, se decanta con claridad por reconducir ambas figuras delictivas a un mismo objeto de tutela: el bien jurídico honor. Si bien no han faltado voces discrepantes^ con relación a este criterio unificador, parece claro que es ésta la opinión mayoritaria tanto en el ámbito doctrinal como en el de la jurisprudencia, motivo que justifica su tratamiento en una fase previa al análisis particularizado de cada uno de aquellos delitos. Sin perjuicio de ulteriores precisiones, ello significa admitir desde el principio una relación interna entre los tipos de injuria y calumnia que, a mi modo de ver, se concretaría en el reconocimiento de la primera como tipo básico de los delitos contra el honor, concediendo a la calumnia el papel de figura agravada^

La cercanía de la calumnia con el delito de acusación y denuncia falsas ha llevado a algunos autores a situar su objeto de tutela en la Administración de Justicia, reservando el honor para explicar y dar fundamento al delito de injuria. Así, Sainz Cantero, 1957, 86; Bacigalupo, 2000, 5. Sobre el parentesco entre la calumnia y la acusación y denuncia falsas desde el punto de vista de sus respectivos fines de tutela, particularmente en sus orígenes históricos, véase Maqueda Abreu, 1999, 17-18. Véanse, en esta línea, entre otros, Muñoz Conde, PE, 270-271, 277; Jaén Vallejo, 1992,240; Muñoz Llórente, 1999-1,33; Bernal del Castillo, 1996,1436. Este último autor hubiera considerado preferible, con todo, que el legislador renunciase a la figura autónoma de las calumnias, creando, en cambio, una agravación específica del delito de injurias consistente en la imputación de hechos constitutivos de delito.

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en virtud de la particular intensidad de la lesión del bien jurídico que se deriva del contenido de los hechos imputados^. La idea de que el honor es uno de los bienes jurídicos más sutiles y difíciles de aprehender del Derecho penal constituye una aseveración que no por repetido es menos cierta. Probablemente esa extrema sutileza del objeto que ha de definirse explique la proliferación casi abrumadora de conceptos diferentes de honor'* y, sobre todo, una abundancia de clasificaciones que si bien se formulan con el objetivo de echar luz sobre el problema, acaban por superponerse entre sí, aumentando todavía más el desconcierto a la hora de dotar de contenido a tan complejo bien jurídico. Así, las habituales distinciones entre honor objetivo y subjetivo, real y aparente, merecido o meramente formal, externo e interno, con frecuencia aparecen yuxtapuestas de manera poco clara, al tiempo que se entremezclan entre sí presentando contenidos no siempre coincidentes. Ante tan confusa situación, y aun a riesgo de incurrir en ciertas simplificaciones, parece oportuno prescindir de los múltiples matices que dan lugar a ese panorama sumamente diversificado de teorías sobre el objeto de tutela de las injurias

y calumnias^, para ofrecer, a cambio, un esquema general de las principales tendencias dentro de las cuales se enmarcan aquellas posturas.

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Bacigalupo, 2000,13, pone en duda, sin embargo, que las valoraciones sociales sobre el contenido más o menos deshonroso de un hecho necesariamente coincidan con el juicio del legislador penal a la hora de establecer el límite entre lo delictivo y lo no delictivo. En su opinión, esa simetría entre valoraciones jurídicas y sociales no siempre se produce, porque existen hechos no delictivos capaces de originar mayor desprestigio social que otros tipificados por la ley como delitos. Pero, aun aceptando este matiz, no parece discutible que, por regla general, los hechos delictivos coinciden con las conductas más gravemente desvaloradas por la comunidad, circunstancia que por sí misma justifica, a mi modo de ver, el mantenimiento de la tesis del tipo agravado señalada en el texto. Además, la gravedad adicional de la calumnia puede predicarse igualmente por referencia a la implicación de otros bienes jurídicos comprometidos cuando se imputa a alguien la comisión de un delito, en particular, la Administración de Justicia, como sostienen, por ejemplo, López Peregrín, 2000,254; Jaén Vallejo, 1992,240 y el propio Bacigalupo (nota 1). Jaén Vallejo incluye también la seguridad personal del calumniado en la ratio del delito que nos ocupa. Muchos de ellos, por cierto, de una abstracción extrema y, por eso —como recuerda Álvarez García, 1999,26-27—, de escasa o nula utilidad en la interpretación de los tipos penales.

1. Las distintas

concepciones

del

honor

Como punto de partida, resulta ineludible volver la vista a la clásica distinción entre concepciones fácticas y normativas^ del honor. La diferencia básica entre unas y otras reside en el ámbito a partir del cual se extrae el contenido de este bien jurídico. Las primeras apuntan directa y exclusivamente al mundo del ser, a la realidad social o psicológica del individuo. El honor tutelado por el Derecho penal se presenta así como un dato prejurídico recogido de modo directo de la vida social. Las concepciones normativas, por el contrario, vinculan el contenido de este bien jurídico al m u n d o de los valores, de manera tal que el honor

En estas páginas sólo se pretende perfilar el contenido del honor en tanto objeto de tutela de los delitos de injuria y calumnia, cometido que si bien obliga a tomar en cuenta los preceptos constitucionales relativos a este bien jurídico, no por ello ha de aspirar a ofrecer una definición aplicable al conjunto del ordenamiento jurídico. Con razón destaca este aspecto, Queralt, PE, 219, quien recuerda que desde la aprobación de la Ley Orgánica 1/1982, sobre protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, la tutela jurídica de este atributo de la personalidad se ha convertido fundamentalmente en una cuestión civil. Con todo, la LO 10/1995, de 23 de noviembre, por la que se aprobó el Código penal, ha venido a unificar en buena medida los ataques al honor jurídicamente relevantes, al modificar el art. 7.7 de la LO 1/1982 para dar cabida a un concepto civil de "intromisión ilegítima" del honor que coincide casi textualmente con la definición del delito de injuria ("Tendrán la consideración de intromisiones ilegítimas" — dice el mencionado art.7.7— "la imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación") Esta identificación en el alcance de la tutela del honor en los diversos ámbitos jurídicos ha sido criticada por la doctrina al impedir la aplicación del Derecho penal como ultima ratio, con la consecuente imposibilidad de graduar las respectivas intervenciones de los ordenamientos civil y penal en función de la entidad del atentado al bien jurídico. Véanse, en esta línea, Queralt, PE, 222; Álvarez García, 1999,48, en particular, nota n° 76. Ofrecen buenas síntesis de estas posiciones con las críticas más frecuentes a unas y otras, Sainz Cantero, 1957, 90-92; Berdugo Gómez de la Torre, 1984, 305; Vives Antón, 1987, lAQ-lAl; Cardenal Murillo/Serrano González deMurillo, 1993, 28-34; López Peregrín, 2000, 69-79.

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deja de ser un dato puramente fáctico que el Derecho penal capta sin filtro alguno de la realidad social, para convertirse en u n a construcción normativa fundada en determinados códigos valorativos —sociales, éticos o jurídicos—^.

derá de la verdad o falsedad de la imputación ofensiva^, sino únicamente de que ésta influya de modo negativo sobre la buena fama de la que goce de hecho el afectado. Esta segunda consecuencia, conducente a restar valor a la prueba de la verdad en los delitos de injurias y calumnias, es la causa de la frecuente identificación de las concepciones fácticas con el llamado honor aparente^^. Esa falta de trascendencia de la verdad o falsedad de la imputación ofensiva de cara a configurar la lesión del honor entendido como buena fama ha llevado a un amplio sector doctrinal a concluir que todas aquellas legislaciones que restringen o no admiten la exceptio veritatis se limitan a proteger una mera apariencia de honor o, lo que a estos fines es igual, la buena reputación social^ ^ A mi modo de ver, sin embargo, esa relación causa-efecto entre inadmisión de la prueba de la verdad y tutela del honor aparente sólo se confirma en el sentido inverso al propuesto por el razonamiento antedicho. En efecto, no cabe duda de que si se opta por tutelar la buena reputación deberá descartarse la prueba de la verdad como causa eximente de la pena en el delito de injuria, pues es obvio que también la imputación de hechos ciertos puede resultar lesiva del honor así entendido. Por eso es correcto concluir que las legislaciones dispuestas a tutelar el prestigio social, necesariamente han de restringir al máximo la excepcio veritatis. Sin embargo, esa relación no se confirma en el sentido inverso. Es decir, la indadmisión de la prueba de la verdad —o su aceptación restringida— no supone de modo necesario que el legislador haya optado por tutelar aquella buena reputación (el llamado "honor aparente"). Esa relación

1.a. Las concepciones

estrictamente

fácticas

Las concepciones exclusivamente fácticas suelen partir de la tradicional distinción, sustentada en su momento por Frank, entre honor subjetivo y objetivo. El primero hace referencia a un dato psicológico: la autoestima o sentimiento personal de propia valía. El segundo —llamado también heteroestima— se concreta en la consideración o estima de la que goza una persona en la vida social, esto es, su reputación social, dato sociológico que se funda en la posición social y en otras variables dependientes o no de su titular. En tanto concepto estrictamente fáctico, esa r e p u t a c i ó n —al igual que la autoestima— se erige en objeto directo de protección penal con independencia de que se corresponda o no con los méritos personales de quien la ostenta o, lo que es igual, sin atender a su grado de merecimiento por parte del titular del honor así entendido. De esta caracterización del honor fuertemente apegada al m u n d o del ser se derivan dos consecuencias importantes. En primer lugar, surge un bien jurídico de contenido altamente variable, distinto para cada ciudadano en función de su mayor o menor sentimiento de propia estimación y, sobre todo, del grado de prestigio social del que disfrute. No todas las personas tendrán pues el mismo honor, siendo imaginable incluso la existencia de ciudadanos sin este atributo de la personalidad^. Por otra parte, dado que el objeto de tutela se sitúa en la reputación social efectiva, la lesión del bien jurídico no depen-

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7 ^

Así, Vives Antón, 1987, 241-242. Tal sería el caso de quien arrastre una mala reputación social y, además, traslade esa falta de afecto colectivo a sus propios sentimientos internos, careciendo así de un mínimo de autoestima; o también, al menos por lo que se refiere al honor subjetivo, de los niños de corta edad o de los enajenados que carezcan de capacidad para tomar conciencia de su valía.

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Así, conforme a esta versión del honor, llamar moroso a un empresario que goza de gran prestigio social constituiría sin duda una lesión del bien jurídico, pues se trata de una acusación capaz de poner en entredicho su buena fama, su alta consideración social. Y ello con independencia de que la imputación resulte ser cierta y pueda probarse que el empresario tiene múltiples deudas impagadas. Véanse, por ejemplo, Berdugo Gómez de la Torre, 1984, 306; Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 28-29; López Peregrth, 2000, 71. Así, entre muchos otros, Alonso Álamo, 1983, 133; Morales Prats, 1988, 707; Berdugo Gómez de la Torre, 1987, 57; Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo, 1993, 30; González Rus, 1993, 682; Bacigalupo, 2000,4,13-14.

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causa-efecto no se da (necesariamente) en esta dirección porque la restricción de la exceptio veritatis es compatible con otros conceptos de honor completamente distintos a la buena fama' ^. En concreto, con todos aquellos donde la atribución del honor a una persona no se hace depender, ni en cantidad ni en calidad, de criterios de merecimiento personal. Así sucede con las concepciones estrictamente normativas que vinculan el honor a la dignidad y al libre desarrollo de la personalidad, concretando su contenido en una pretensión de respeto hacia las propias opciones vitales, cualesquiera que estas sean. Un concepto de tales características, pese a estar muy distante de la buena reputación, también conduce a la irrelevancia de la verdad o falsedad de cara a conceder carácter injurioso a una imputación, si bien en este caso esa indiferencia hacia la verdad no proviene del interés por proteger apariencia alguna, sino, más b i e n , p o r r o m p e r la t r a d i c i o n a l c o n e x i ó n del h o n o r jurídicopenalmente tutelado con la idea de honorabilidad para situarlo, en cambio, en el terreno del respeto de la autonomía personal^ ^.

En realidad, el postulado según el cual toda legislación restrictiva de la exceptio veritatis conduce automáticamente a la protección de una mera formalidad —de una mera apariencia de honor— descansa en último término, y aunque parezca paradójico, en la aceptación del punto de partida que sirve de base a las concepciones fácticas. Se da por buena, en efecto, la vinculación de este bien jurídico con una forma específica de conducirse en la vida, en concreto, con aquella que resulta ética y socialmente aceptable. No se discute, pues, la equivalencia del honor con la honorabilidad. Lo que se pone en cuestión es que el Derecho penal proteja esa honorabilidad —aceptada ya como contenido del bien jurídico en los delitos de injuria y calumnia— incluso cuando no es merecida, esto es, cuando quien aparenta ante la comunidad u n a forma de vida "virtuosa", en realidad tiene un comportamiento no coincidente con esa imagen. De aquí surge la reivindicación del llamado honor "merecido" como auténtico honor, como el honor real. Bien mirada, pues, esta última tesis viene a coincidir con las concepciones fácticas nada menos que en su punto de partida, pues no discute que el concepto penal de honor sea sinónimo de conducta virtuosa. La diferencia entre u n a y otra reside en el parámetro de referencia para proteger esa honorabilidad: las concepciones fácticas atienden a la honorabilidad aparente, la que de hecho atribuye la comunidad a una persona, sea o no acorde con sus verdaderos actos. Los críticos, por el contrario, se decantan por la honorabilidad real, es decir, aquella que el ciudadano se merece por ajustar su comportamiento a los cánones ético-sociales admitidos —e impuestos— por la mayoría. De esta manera el honor "merecido" reivindica para sí la condición de honor verdadero —"real" ^^—, con la consecuencia de convertir a la prueba de la verdad en un instrumento imprescindible para toda legislación que no quiera tutelar una mera apariencia.

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En realidad, el intento de presentar a todas las legislaciones que restringen la exceptio veritatis como deudoras de las concepciones puramente fácticas — conducentes a la tutela de la buena reputación— constituye una estrategia adecuada para quienes propugnan la protección penal del llamado honor "merecido", pues si fuera cierto que la no admisión de la prueba de la verdad desemboca inexorablemente en la tutela de una mera "apariencia", tendría que resultar cierto también lo contrario, esto es, que la protección del honor "real" presupone necesariamente la aceptación generalizada de la prueba de la verdad, con la consecuente exclusión del concepto de honor de cuantos hechos resulten ser ciertos, por muy ofensiva que pueda resultar su imputación pública —así, entre muchos otros, González Rus, 1993,681-685; Rodríguez Mourullo, ComCP, 610-611; Cardenal Murillo/Serrano González deMurillo, 1993, 157-158-. Sobre este punto de vista volveremos de inmediato en el texto. Por eso, no me parece adecuado que quienes desde posiciones estrictamente normativas rechazan, con razón, las concepciones ético-sociales del honor, claudiquen, sin embargo, ante la terminología propuesta desde esas teorías, cayendo así en la trampa de calificar sus propias posturas como partidarias de la tutela del llamado honor "aparente". Con la aceptación de semejante terminología vienen a reconocer —sin duda contra su voluntad— que sólo el honor merecido es "real" o, lo que es igual, vienen a dar la razón a quienes pretenden situar la esencia del honor —sin admitir alternativa alguna— en el cumplimiento de ciertos deberes ético-sociales de los que se derivaría el respeto de la comunidad hacia el individuo. Incurre en esta debilidad, pese a proponer un concepto de honor tan real como muchos otros, aunque alejado

de la idea de merecimiento personal, Muñoz Llórente, 1999-1, 35. Sobre el concepto normativo de honor aquí esbozado y sus consecuencias para la interpretación de las restricciones legales a la exceptio veritatis, véase infra pp. 36 y ss. Por contraposición a aquella simple apariencia que pretenden tutelar las concepciones fácticas.

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Se pone así al descubierto el auténtico motivo que conduce a establecer un vínculo inescindible entre restricción de la exceptio veritatis y tutela del honor aparente. Quienes opinan de este modo están partiendo de una idea predeterminada de honor sobre la que no admiten discusión alguna porque previamente la han erigido en la única posible: el verdadero honor — el real—, dicen, es sinónimo de conducción de vida virtuosa. En consecuencia, quien imputa a otro un hecho deshonroso únicamente lesionará aquel bien jurídico si esa imputación es falsa, pues de resultar verdadera tan sólo estará haciendo público un vicio real de la víctima o, lo que es igual, un dato de su vida personal que revela la falta de cumplimiento de aquellos deberes ético-sociales definidores de la conducción de vida virtuosa que se ha elevado a la categoría de objeto de tutela. De ahí el papel esencial que estas tesis conceden a la prueba de la verdad en los delitos de injurias y calumnias; y de ahí también el ineludible reproche de tutela de una mera apariencia dirigido a toda legislación dispuesta a criminalizar las imputaciones ofensivas aunque sean verdaderas. Mucho cambian las cosas, sin embargo, en cuanto se prescinde de aquel preconcepto, porque eliminada la identificación inicial del honor con una forma de vida adecuada a los cánones ético-sociales mayoritarios —lo que aquí hemos denominado honorabilidad— ya no hay motivos para pensar que las restricciones a la exceptio veritatis conducen a la tutela de meras apariencias, o al menos no de manera necesaria. Al contrario, una vez liberado el razonamiento de todo preconcepto, se abren las puertas a otras definiciones de honor alejadas de la idea del comportamiento virtuoso y, consecuentemente, alejadas también de algún tipo de dependencia necesaria entre el alcance del derecho al honor y la forma de vida concreta que lleva su titular. Esta alternativa hace surgir la posibilidad de nuevos criterios de honor en los que la lesión del bien jurídico poco o nada tenga que ver con el contenido verdadero o falso de la imputación ofensiva^^. En todo caso, han sido múltiples y de gran trascendencia las críticas dirigidas a las concepciones estrictamente fácticas del

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honor. Así, no son pocos los autores que, como vimos, reprochan a estas tesis la salvaguarda de una reputación muchas veces no merecida, esto es, no acorde con la valía real de la persona, con su verdadera forma de comportarse en la vida social y personaP^. Pero, sobre todo, resulta decisiva la objeción relacionada con el difícil encaje de este concepto de honor en el contexto de un ordenamiento constitucional que proclama el principio de igualdad^''. Se afirma, en efecto, que la protección del prestigio o consideración social conduce de modo inevitable a introducir diferencias en la intensidad de la tutela penal en función de la posición que ocupa cada persona en el entramado social, con el agravante de que en muchos casos esa posición social ni siquiera depende de los propios actos de cada ciudadano. Se llegaría así a un Derecho penal clasista, que se funda en las desigualdades sociales y las perpetúa más allá de lo admisible en un ordenamiento jurídico que erige a la igualdad en uno de sus valores superiores —art. 1°. 1. C E . — 18.

La Constitución de 1978 representó un hito fundamental de cara a superar el tradicional concepto meritocrático de honor, según el cual sólo algunos miembros de la comunidad, en virtud de su destacada posición social, eran merecedores del reconocimiento de este derecho. Con la proclamación del principio de igualdad entre los pilares de nuestro Estado democrático, la Constitución se convirtió en un obstáculo insalvable para tales tesis, dando lugar a lo que se ha dado en llamar, con la afortunada terminología propuesta por García Pablos, proceso de "democratización" o "socialización" del bien jurídico honor^^. Por lo demás, las concepciones fácticas tampoco han conseguido imponerse en su otra gran vertiente: la del honor subje-

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^^ Véase detenidamente al respecto, infra, pp. 42 y ss.

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Así, entre otros, Alonso Álamo, 1983,140; López Peregrtn, 2000, 75. Véanse, en esta línea, Alonso Álamo, 1983,140; Berdiigo, 1984,309; Vives Antón, 1987, 241; Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 28-30; Jaén Vallejo, 1995,96; Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 389; Molina Fernández, PE, 256; López Peregrín, 2000, 75. Por eso se ha llegado a afirmar que un concepto de honor equivalente a la buena reputación resultaría sencillamente inconstitucional. Así, Bajo Fernández, 1982,124. Véase García Pablos, 1984, 384-385, 393.

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tivo. En este caso, las críticas se han centrado fundamentalmente en la escasa seguridad jurídica que genera este concepto^^, pues al situarse la esencia del bien jurídico en un fenómeno psicológico —el sentimiento de autoestima— se deja en manos del sujeto pasivo la decisión sobre el carácter injurioso de la conducta^ ^ con la consecuencia de entregarle todo el protagonismo de cara a determinar nada menos que los límites de la intervención punitiva^^. Además, una concepción apegada al valor que cada uno se concede a sí mismo corre el riesgo adicional de dejar sin tutela a quienes, por sus circunstancias personales, carecen de conciencia de su valía —niños o personas con graves deficiencias psíquicas, por ejemplo— o tienen una baja autoestima^^, al tiempo que acaba por sobreproteger a quienes, por el contrario, poseen un exagerado concepto de sí mismos. Pese a las múltiples críticas expuestas y a la seriedad de sus argumentaciones, no faltan autores que, ateniéndose al tenor literal del art. 208 C.P., entienden que nuestra legislación ha optado por una concepción fáctica del honor, cuya concreción se encontraría en las referencias a la fama y propia estimación contenidas en el mencionado precepto^"^.

Véanse, en particular. Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 30; Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 389. ^^ Con todo, en ocasiones se entiende que el concepto subjetivo de honor es directamente dependiente del objetivo, en tanto se trata del reflejo, en el plano de los sentimientos, del respeto social que un ciudadano recibe de los demás —así, Muñoz Conde, PE, 268—. En otros términos, la autoestima no sería sino la conciencia de ser respetado por el entorno social —en este sentido. Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 32—. Por esta vía se consigue objetivar hasta cierto punto ese aspecto fáctico del honor, si bien no es suficiente para eludir la crítica básica a estas concepciones pues, de un modo u otro, se llega siempre a la reputación social y, con ello, al punto de referencia que da lugar a la configuración de un bien jurídico profundamente marcado por las desigualdades sociales. ^^ Circunstancia que además provocaría, como bien señala Bajo Fernández — 1982,125—, la inevitable introducción en el ámbito judicial de innumerables "bagatelas". Véanse también. Vives Antón, 1987; Molina Fernández, PE, 256. '^'^ Así, Rodríguez Devesa/Serrano Gómez, PE, 231; Alonso Álamo, 1983,140; Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo; 1993, 30; Jaén Vallejo, 1995, 96; López Peregrín, 2000, 72. ^^ Así, Tasendo Calvo, 1998,308; probablemente también Muñoz Conde, PE, 268269.

l.b. Las concepciones

estrictamente

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normativas

En el extremo opuesto, las concepciones estrictamente normativas prescinden de cualquier clase de consideración fáctica a la hora de dotar de contenido al bien jurídico honor para acudir, en cambio, al ámbito de los valores. Surge así un concepto de honor directamente vinculado a la dignidad humana^^ o, como lo formulan muchos de sus partidarios, un concepto personalista en el que el honor aparece como un atributo de la personalidad que corresponde por igual a cualquier ser h u m a n o por el solo hecho de serlo, por su condición de ser racionaP^. El núcleo del bien jurídico se sitúa en el "honor interno", identificado con la dignidad^^. La autoestima y la fama constituyen, por su parte, el reflejo exterior de esa dignidad, las proyecciones psicológica y social respectivamente de ese atributo consustancial a toda persona^^. El enlace entre los aspectos interno y externo del honor — esto es, entre la dignidad abstracta y su plasmación en la autoestima y la fama— se realiza a través de la idea de libre desarrollo de la personalidad^^. La libertad de autodeterminación se presenta, en efecto, como una consecuencia directa de la consideración de la persona como ser racional, de donde se sigue que el respeto de la esencia misma de la dignidad — representada por el honor interno— necesariamente ha de



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Marcó esta pauta en la doctrina española, identificando al honor con una manifestación inmediata y directa de la dignidad de la persona. Vives Antón, 1987,245-248. Véanse, en esta línea. García Pablos, 1984, 396; Álvarez García, 1999, 32-33. Además de Vives Antón, expresamente se refieren al honor como emanación directa de la dignidad personal. García Pablos, 1984,385; Bajo Fernández, 1989, 84; Carbonell Maten, 1995,23. Establece el vínculo de la dignidad en particular con la autoestima, Álvarez García, 1999,44. Sobre estos conceptos véase Vives Antón, PE, 310-311. En opinión de Vives, si bien el aspecto estrictamente externo del honor viene constituido por la fama, por el "juicio que la comunidad proyecta sobre el individuo", también la autoestima posee ya una vertiente externa, pues el individuo proyecta hacia la sociedad su sentimiento de propia valía. Son muchos los autores que combinan dignidad y libre desarrollo de la personalidad en el concepto de honor, si bien los matices son múltiples y se plasman en concepciones diversas del bien jurídico. Véanse, entre otros, Berdugo, 1984,310; Morales Prats, 1988,683; Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo, 1993, 39; Carbonell Mateu, 1995, 23; jaén Vallejo, 1995, 96; Álvarez García, 1999,44.

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traducirse, en el contexto exterior, en términos de respeto a las opciones vitales de cada ciudadano, cualquiera sea el contenido de éstas'^o. Y ese respeto sólo se considera real y efectivo si las decisiones personales sobre el modo de organizar y dirigir la propia vida no implican un menoscabo de la autoestima ni del aprecio de los demás^^ Como se ve, no se trata aquí de erigir a la reputación efectiva de la que goza cada persona en la comunidad o a su sentimiento real de propia valía en el bien jurídico de estos delitos. Por el contrario, al desplazarse el núcleo del honor del plano fáctico al valorativo, la fama y la autoestima adquieren un sentido diferente, situándose como puntos de referencia normativos destinados a precisar el contenido del derecho al respeto de los demás en el que en última instancia se sintetiza la idea de honor derivada de la confluencia de los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad^^. El bien jurídico délos delitos de calumnia e injuria aparece, pues, como el derecho que corresponde a todos los ciudadanos por igual a disfrutar del aprecio de los demás y de sí mismos, sin verse sometidos a actos despectivos o de menosprecio originados en sus opciones vitales^^. Se llega de este modo a una concepción del honor que, sin abandonar los clásicos criterios de la fama y la autoestima, se muestra respetuosa con el principio de igualdad proclamado por nuestra Constitución.

Una vez situada la esencia del bien jurídico en un atributo propio de todas las personas, el honor adquiere un contenido igualitario, no dependiente de la posición social de los ciudadanos ni de ningún otro factor social o personal susceptible de introducir diferencias entre ellos, que, en sus términos más sencillos, podría resumirse en el derecho a ser respetado por los demás, cualquiera sea la conducción de vida y las circunstancias de cada uno. Sin embargo, el hecho de que el honor sea igual para todos —dicen los partidarios de este punto de vista— no significa que su lesión pueda predeterminarse de modo abstracto y con independencia del caso concreto. Es decir, no cabe hablar de acciones o expresiones en sí mismas deshonrosas, ya que su carácter ofensivo dependerá siempre de las circunstancias del caso. Así, es posible que una misma expresión lesione el honor de una persona y no el de otra por concurrir circunstancias diversas en el momento de emitirla, e incluso es imaginable que expresiones de contenido semejante resulten o no ofensivas para una misma persona en atención al contexto en el que se producen^"^. Un determinado insulto, por ejemplo, por muy subido de tono que resulte en abstracto, no debería considerarse injurioso si se emite en el contexto de una encendida discusión verbal consentida por ambas partes, mientras que sí tendría ese carácter de realizarse de modo gratuito y en circunstancias susceptibles de afectar la autoestima o la fama de su destinatario^^. Algunos críticos entienden que el reconocimiento de ese carácter "circunstanciado"^^ del bien jurídico supone una con-

^" ^^ ^^ ^^

En esta línea. García Pablos, 1984, 396; Vives Antón, PE, 312; Carbonell Matea, 1995, 23; Álvarez García, 1999, 43-45. Así, Vives Antón, PE, 312. Véanse, en este sentido. Rodríguez Devesa/Serrano Gómez, PE, 229; Bajo Fernández, 1989, 84. Es interesante en esta línea la postura mantenida por Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo, 1993, 38-34, quienes, al concretar el contenido de la heteroestima, desplazan el punto de mira hacia el proceso de formación del juicio que la sociedad se hace de una persona. Este cambio de objeto de referencia del bien jurídico honor, que ya no se sitúa en la consideración efectiva de la sociedad respecto de un individuo, sino en el momento previo en el que se establecen las condiciones de acceso a ese juicio, permite a estos autores desligarse de los datos tácticos diferenciadores y postular un bien jurídico que pretende ser respetuoso con el principio de igualdad. Sin embargo, su posterior opción por el llamado honor "merecido" acaba por romper esa posición de salida igualitaria, como luego se verá. Véase, también en sentido crítico, Álvarez García, 1999, 42-43.

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Así, con razón. Vives Antón, PE, 312; Bernal del Castillo, 1996, 1437; Álvarez García, 1999, 50-51. No comparto la opinión según la cual los juicios de valor sólo podrían afectar a la vertiente subjetiva del honor —la autoestima—, mientras que la fama únicamente se vería perturbada por la imputación de hechos deshonrosos — así, Muñoz Llórente, 1999-1, p. 31, notas 6 y 7; también probablemente Vives Antón, PE, 311—. A mi modo de ver se trata de una clasificación excesivamente rígida, pues no hay motivos de fondo para descartar que un juicio negativo emitido de manera pública pueda perjudicar la consideración social del agraviado y no sólo su autoestima. García Pablos —1984, 394— califica a las injurias y calumnias como delitos "circunstanciales". También la jurisprudencia ha admitido ampliamente este

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cesión a las tesis fácticas, pues por esta vía vendrían a admitirse graduaciones en la tutela del honor fundadas, en última instancia, en la posición o grado de participación de cada persona en la vida sociaP^. Sin embargo, como bien contestan los defensores de la concepción estrictamente normativa, esta objeción pasa por alto la diferencia entre el concepto de honor y las condiciones para su lesión^^. El honor, como derecho a ser respetado por los demás, es igual para todos. Pero de ahí no se sigue que ese derecho siempre deba resultar lesionado cuando se emite determinada clase de juicio o se realiza cierto tipo de imputación. La aptitud de estos juicios o imputaciones para lesionar aquel derecho dependerá, como sucede con tantos otros bienes jurídicos, de las circunstancias concurrentes en el caso concreto-'^. La diferencia con las concepciones fácticas es.

pues, notable: para éstas, los datos relativos a la posición social u otras circunstancias fácticas sirven para determinar si cabe o no reconocer al afectado el derecho al honor; para las tesis normativas, por el contrario, esas circunstancias sólo tienen influencia de cara a determinar si ese derecho, del que sin duda disfruta la posible víctima, ha sido o no conculcado en la situación concreta. Las concepciones normativas han alcanzado un amplio consenso por lo que se refiere a su punto de partida, esto es, a la idea de que todo ciudadano, por su condición de persona, de ser racional, merece un mínimo de respeto que en ningún caso le puede ser hurtado, sea cual fuere la forma de ordenar y dirigir su vida. De ahí la ya habitual referencia a la dignidad como núcleo del honor en muchas definiciones de este bien jurídi-

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carácter "circunstancial" a los delitos contra el honor. Véanse, por ejemplo, SSTS 21-1-1988 (RJ 1988/409); 12-2-1991 (RJ 1991/1010.) ^'' Opinan que el reconocimiento de posibles variaciones en la lesión del bien jurídico en función de las circunstancias concurrentes necesariamente conduce a un bien jurídico de contenido variable. Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo, 1993, 36; Muñoz Conde, PE, 269. También críticamente, Alonso Álamo, 2001,916. En este sentido, muchos autores se refieren al honor como un concepto necesariamente "relativo" o "variable". Véanse, por ejemplo, Sainz Cantero, 1957,89; Berdugo, 1984, 311-312; el mismo, 1987,119. 3*^ Véase Vives Antón, PE, 312. ^'^ De otra opinión, Carbonell Mateu, 1995, 23, para quien es posible justificar distintas intensidades en la protección del honor en atención a la función social que cumpla el afectado en el momento del ataque. En términos similares, se refiere al carácter "circunstancial" del honor. Bajo Fernández, 1989, 85. A mi modo de ver, sin embargo, el argumento relativo a la mayor o menor intensidad de la participación social del afectado no resulta suficiente para justificar graduaciones en la tutela del honor. Si se parte de su directa vinculación con la dignidad personal, necesariamente ha de concluirse que el honor es siempre y para todos el mismo, pues difícilmente puede pensarse en una mayor o menor necesidad de protección de un atributo tan esencial de la condición humana. Otra cosa es que la posición social de determinadas personas haga surgir intereses añadidos al honor y distintos de éste que puedan verse afectados cuando se les dirigen imputaciones o expresiones ofensivas. Tal será el caso, por ejemplo, de las calumnias o injurias contra el Rey u otros miembros de la Corona en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de éstas (art. 490.3 C.P.) No se trata de que los miembros de la Casa Real tengan más honor que los demás, ni siquiera de que su honor — como concreción del libre desarrollo de la personalidad— requiera una tutela más intensa. Se trata, en mi opinión, de la concurrencia de otros intereses sumados al honor y relacionados con la institución que representan. Véase, en esta línea, Tamarit Sumalla, ComPE, 1431.

Pero ese acuerdo de base no ha impedido las críticas a las tesis normativas, sobre todo en la versión que propone la total identificación entre honor y dignidad"* ^ A esta teoría se le reprocha que no consigue dotar de especificidad al bien jurídico de los delitos de injurias y calumnias, pues la dignidad constituye un principio genérico aplicable por igual a todos los



*^

Así, expresamente, Carmona Salgado, PE, 326; Rodríguez Devesa/Serrano Gómez, PE, 231; Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo, 1993,36; López Peregrín, 2000, 79-80; González Rus, 1993, 681. Este último autor reconoce dos aspectos del honor, uno de los cuales quedaría plenamente identificado a la dignidad, circunstancia que le lleva a admitir la tipificación como injuria de cualquier acto vejatorio o humillante. Sin embargo, este amplio criterio, tal vez explicable durante la vigencia de la legislación penal anterior a 1995, resulta hoy innecesario a la vista de la expresa tipificación de los atentados contra la integridad moral en el art. 173 del vigente Código, delito éste sin duda mucho más adecuado para recoger los casos genéricos de humillaciones o vejaciones injustas de carácter grave. Los delitos contra el honor quedarían así reservados para los casos en los que el trato humillante se produce dentro de un contexto específico: el de la afectación de la fama o la autoestima. Es decir, se trata de actos o expresiones vejatorias que influyen negativamente sobre las posibilidades de desarrollo del sujeto en la sociedad por su aptitud para afectar su imagen pública o su sentimiento de valía personal. Se muestra muy crítico con la idea de erigir a la dignidad en objeto de protección de los delitos contra el honor, por entender que aquélla constituye un punto de referencia excesivamente abstracto y carente de la precisión necesaria para dar forma a un bien jurídico, Gimbernat, 1999,73-74. También en esta línea, Muñoz Conde, P.E., 269.

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derechos fundamentales reconocidos en el Título I de la Constitución, de donde se sigue que su vínculo con el honor no es distinto ni más intenso al que guarda con muchos otros bienes jurídicos directamente derivados de ese catálogo de derechos de la personalidad'*^. De ahí la necesidad que encuentran incluso muchos partidarios de las concepciones normativas estrictas de complementar esa referencia inicial y obligada a la dignidad con otros datos capaces de conceder un contenido particular a este bien jurídico'*^. Por otra parte, la identificación directa del honor con la dignidad crea el problema añadido de configurar un bien jurídico casi imposible de restringir, resultado muy poco realista si se tiene en cuenta la asentada posición doctrinal y jurisprudencial favorable a limitar de modo severo el derecho al honor con el fin de garantizar el ejercicio de las libertades de expresión e información'*'*. En todo caso, la explícita referencia a la dignidad en la definición de la injuria del art. 208 C.P. no deja ninguna duda sobre la decisiva influencia de las tesis normativas en la configuración legal del bien jurídico de los delitos contra el honor en nuestro derecho positivo"^^.

tarias en la doctrina española actual, que, en conjunto, cabe catalogar como concepciones fáctico-normativas'*^. En términos generales, esta corriente se atiene a las teorías normativas en lo relativo a la esencia del honor —que permanece situada en la dignidad personal—, pero vuelve la vista a la realidad social, al plano fáctico, para graduar el alcance concreto del bien jurídico. En opinión de sus seguidores, la combinación de elementos normativos y fácticos permite cumplir con el mandato derivado del principio de igualdad"^^ —en tanto se garantiza a todas las personas un mínimo de honor^^— sin desconocer por ello que, en la práctica, el merecimiento de tutela de este bien jurídico puede variar en función de la forma e intensidad de participación de cada uno en la vida social o del grado de cumplimiento de los deberes ético-sociales'*^. La introducción de datos fácticos da lugar así al reconocimiento de diferencias en el honor de las personas que los partidarios de estas tesis no pretenden ocultar. Al contrario, una vez salvado aquel mínimo de honor que emana de modo directo de la dignidad, se considera legítimo —y hasta obligado— admitir diferencias en la pretensión de respeto que cada ciudadano puede exigir a los demás en atención a su comportamiento en la vida social. De un modo sintético, esta idea se traduce en la ya clásica distinción entre un aspecto estático del honor —así denominado porque al fundarse en la dignidad permanece inalterable sean cuales fueren las circunstancias de

l.c. Las corrientes

fáctico-normativas

Sin abandonar el terreno normativo, pero haciendo importantes concesiones a los datos provenientes de la realidad social, encontramos un tercer grupo de teorías, quizás mayori-

4^ '^'^ En este sentido se recuerda que el especial vínculo entre honor y dignidad viene históricamente condicionado por la necesidad de conseguir un "aplanamiento" del honor capaz de superar las tradicionales concepciones clasistas que durante muchos años acompañaron a la configuración de este bien jurídico. Así, Alonso Álamo, 2001, 911; Fernández Palma, 2001,1323. '^^ Véanse, en esta línea, con diversas propuestas de complementación. Morales Prats, 1988, 683; Quintero/Morales, ComPE, 390. Tasendo Calvo —1998, 308—, por su parte, llega a afirmar que la ineludible relación de la dignidad con todos los derechos fundamentales convierte en superflua su mención expresa en la definición de la injuria del art. 208 C.P. No faltan voces que recuerdan la presencia en el Código penal de los delitos contra la integridad moral, figuras éstas que tendrían por finalidad precisamente la tutela de la dignidad en sentido estricto. Así, Alonso Álamo, 2001, 914-915; Queralt, PE, 223. '*'* También en esta línea, Alonso Álamo, 2001,919. 45 Asilo reconoce, pese a no adherirse a estas posturas, Molina Fernández, PE, 256.

Siguen estas tesis, con múltiples matices, Alonso Álamo, 1983,142-143; Berdugo GómezdelaTorre,19M,3U-3l2;JaénVallejo,\992,'l54;CardenalSerrano/Serrano González de Murillo, 1993, 36-40; Bernal del Castillo, 1996,1436; López Peregrín, 2000, 79-87. Esta última autora considera que el Código penal se encuadra dentro de estas concepciones mixtas. ^'^ Véanse, en este sentido, entre otros, Alonso Álamo, 1983,142-143; Berdugo, 1984, 309; López Peregrín, 2000, 87. '** Que se correspondería con el núcleo duro del honor. Ese mínimo de tutela del honor garantizado a toda persona vendría a coincidir con la proscripción, en todo caso, de las llamadas "injurias formales" o "absolutas", es decir, los meros insultos y las imputaciones abiertamente ofensivas que resultan contrarios al trato digno del que es merecedor todo ser humano. Así, González Rus, 1993,681; López Peregrín, 2000, 86. *'^ El componente táctico del bien jurídico vendría así determinado por el comportamiento real de su titular en la vida social. Véase, por ejemplo, jaén Vallejo, 1992,155.

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cada persona— y otro dinámico, variable por su propia naturaleza, que encuentra su fundamento en el libre desarrollo de la personalidad^^. Las opiniones se dividen, sin embargo, a la hora de identificar el parámetro destinado a medir este aspecto dinámico —y, por tanto, cambiante— del honor. Básicamente se distinguen dos posiciones: la que apela al grado de cumplimiento de los deberes ético-sociales imperantes en la comunidad^^ y aquella otra que acude a la intensidad y forma de participación de cada ciudadano en el entramado sociaP^. Como se ve, las dos versiones sitúan el punto de referencia para graduar la intensidad en la protección del honor en elementos dependientes de la voluntad de su titular, prescindiendo de los tradicionales datos objetivos no controlables por el afectado —posición social, fortuna, etc.— que las concepciones puramente fácticas erigieron en otras épocas en parámetros decisivos de la reputación social. De este modo, dicen los

partidarios de las teorías fáctico-normativas, quedaría a salvo el principio de igualdad, pues las diferencias en la tutela efectiva del honor no dependerán ya de elementos ajenos a su titular, sino de sus propias decisiones sobre el modo de ordenar y conducir su vida^^, con la justa consecuencia de atribuir a cada uno la protección que se merece conforme a su conduc-

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Véase Berdugo, 1984, 311-312. La estricta dependencia de estas fluctuaciones del honor con la libertad de las personas permite descartar las tradicionales teorías aristocráticas del honor. Por eso se afirma, en ocasiones, que el derecho al honor puede disminuir pero no aumentar, como ha sostenido, seguida por muchos otros autores, Alonso Álamo, 1983,140 y 143. Se diría, pues, que todos los ciudadanos nacen con un mismo derecho a ser respetados —el que surge de su condición de personas— y sólo de ellos depende que su tutela permanezca en la máxima intensidad o, por el contrario, disminuya en consonancia con las desviaciones de su conducta respecto de ciertos parámetros sociales predeterminados. Esa idea pretenden transmitir, por ejemplo, Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo —1993, 141— cuando afirman que nadie puede tener la expectativa de un reconocimiento social más intenso al que se merece por sus propios actos. También de esta opinión, Molina Fernández, PE, 259-260. Se trata de una posición muy asentada en nuestra doctrina. Véanse, con diversos matices, Sainz Cantero, 1957,89,96-97;, Alonso Álamo, 1983,140,143; Rodríguez Mourullo, ComCP, 610-611; jaén Vallejo, 1992,155; Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,42,54, Ul; González Rus, 1993,684; Bacigalupo, 2000, 5, 35; Molina Fernández, PE, 259-260; López Peregrin, 2000, 80-81. Así, Berdugo, 1984, 309-312. De este modo, quien ha cometido un hecho delictivo, por ejemplo, verá disminuidas sus expectativas de reconocimiento social al haberse apartado de los cauces de participación legítimos trazados por la Constitución. Con las referencias a la Constitución, Berdugo intenta superar las "irracionalidades" que podrían derivarse de cualquier otra fórmula para medir el grado concreto de honor atribuible a cada ciudadano. En su opinión, el modo de objetivar esa unidad de medida se sitúa en la ley fundamental, de cuyos preceptos se derivan las condiciones para una participación aceptable en la vida comunitaria.

ta54.

La identificación del honor con el valor o mérito que cada uno se forja a través de sus propios actos conduce, sin embargo, a la paradójica consecuencia de configurar un bien jurídico no susceptible de lesión por terceros, pues es obvio que al tratarse de una especie de virtud personal, sólo de su titular dependerán sus posibles fluctuaciones^^, es decir, únicamente él podrá perjudicar o hacer disminuir esa valía mediante comportamientos no acordes con los deberes ético-sociales. Para superar este importante obstáculo, muchos partidarios de este concep-

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PQJ. gÜQ^ j^Q ¿gjg ¿Q sorprender que muchos partidarios de estas tesis admitan sin apenas reservas la ya clásica correlación entre concepciones fácticas y tutela de una mera apariencia de honor. Precisamente su punto de vista pone al descubierto que la introducción de elementos fácticos en el concepto de honor no tiene por qué desembocar en la protección del puro prestigio social o, lo que es igual, en la honorabilidad que un ciudadano aparenta ante los demás. Al contrario, como demuestran estas teorías mixtas, todo depende de los elementos del mundo del ser que se utilicen para graduar el honor de las personas, pues lo auténticamente "fáctico" está en la búsqueda de datos en la realidad social para romper la igualdad en el contenido del honor entre los ciudadanos, aceptando que algunos tienen menos honor que otros. A partir de ahí, la posibilidad de desembocar en la protección de la reputación social aparente o en otros conceptos de honor menos aristocráticos depende de los datos de la realidad que se seleccionen para graduar el alcance de este bien jurídico: los clásicos acudieron sin tapujos a la buena reputación; los autores más modernos, en cambio, en un intento por eludir las críticas de clasismo y falta de respeto al principio de igualdad, prefieren situar el punto de mira en el valor personal que cada uno se merece por su propia conducta. Así, Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,141. También en esta línea, Alonso Álamo, 1983,143. Con todo, esa visión personalista del honor que apela a la responsabilidad de cada ciudadano, no ha conseguido salvar las objeciones de falta de respeto al principio de igualdad. Véase, en esta línea. Vives Antón, 1987, 245. En opinión de Fernández Palma, 2001, 1350-1351, la introducción de elementos fácticos en el concepto de honor siempre desemboca en una concepción discriminatoria del bien jurídico. Véanse en este sentido, descartando por ello al "honor interno" como posible bien jurídico de estas figuras. Rodríguez Devesa/ Serrano Gómez, PE, 231.

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to de honor han optado por trasladar el objeto de tutela penal de esa valía personal a la legítima pretensión de respeto que de ella surge, esto es, al derecho "a no ser inmerecidamente denigrado o desacreditado ante los demás"^^. Pese a las diferencias de matiz, las dos vertientes de las teorías fáctico-normativas antes mencionadas coinciden en vincular el alcance concreto del derecho al honor con el grado de adaptación del ciudadano a los valores sociales imperantes, con la consecuencia de admitir la degradación de aquel derecho cuando se produce un alejamiento de esas pautas generales de conducta^^. Dicho de otro modo: a cada persona se le reconoce el honor que se merece conforme a la mayor o menor adecuación de su comportamiento a un código de valores mayoritariamente admitido. De ahí que se sostenga, por ejemplo, que no es lesivo del honor llamar "borracho" a un alcohólico, pues con el incumplimiento del deber social de no beber en exceso, esa persona ha degradado por su propia voluntad el merecimiento de respeto de los demás^^. Con todo, las diferencias de matiz son importantes en lo atinente a las pautas valorativas que se utilizan para medir aquel grado de adaptación social. Así, mientras la mayoría acude a un código ético ciertamente difuso e indeterminado, otro sector doctrinal, en un intento por evitar "irracionalidades", recurre al orden de valores emanado de la Constitución. Por esta vía se trata de explicar, por ejemplo, la legítima degradación del honor que traería aparejada la comisión de un hecho delictivo, pues con la infracción de la norma penal el delincuente se aparta de las pautas de comportamiento jurídicamente aceptadas, defraudando así las expectativas sociales sobre las

que se construye el entramado de relaciones de reconocimiento llamadas a graduar el alcance del honor de los ciudadanos^^. La introducción de la idea de merecimiento en el concepto de honor trae consigo la importante consecuencia de reducir el ámbito de posible lesión de este bien jurídico a la imputación de hechos falsos^^. La imputación de hechos verdaderos, en cambio, por muy deshonrosa que resulte en abstracto, no será idónea para lesionar el honor así entendido porque, con el alejamiento de las pautas sociales imperantes, el afectado habrá perdido —al menos en ese ámbito específico— el derecho a ser tenido en consideración por los demás^^ es decir, habrá reducido bajo su propia responsabilidad sus legítimas expectativas de respeto social. En otras palabras: con la verdad no se puede lesionar el honor —tal como lo definen las teorías mixtas— sencillamente porque en ese ámbito concreto el ordenamiento jurídico no le reconoce ya al afectado el derecho al respeto ajeno, salvo, claro está, que por la forma de efectuarse, la imputación implique una lesión directa de su dignidad^^. De ahí el acuerdo generalizado entre los partidarios de estas tesis de incluir la falsedad de la imputación en el tipo objetivo de los delitos contra el honor^^.

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Así, López Peregrin, 2000,82, con interesantes referencias a esta posición muy difundida en Alemania. Muy ilustrativa resulta, en este sentido, la siguiente afirmación de López Peregrin, 2000,88: "Cada acción deshonrosa consume una parte del honor de su autor, disminuyendo, por tanto, el posible objeto de ataque". Tajantemente dice Jaén Vallejo en esta línea: "si alguien llama a otro borracho, prostituta o drogadicto, siendo verdad que el sujeto pasivo se corresponde con tales descripciones, éste no podrá reclamar la protección jurídico-penal del honor, porque el ordenamiento no puede proteger un honor inmerecido". Todo ello sin perjuicio, concluye el autor, de reconocer la tutela de la persona afectada por la vía de la lesión de la intimidad. Véase ]aén Vallejo, 1992,155. Lo sigue, López Peregrin, 2000, 87.

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Así, Berdugo, 1984, 310-312. Ello sin perjuicio, como ya se ha dicho, de preservar el llamado núcleo duro del honor —aquel que se corresponde directamente con la dignidad personal—, cuyas condiciones de lesión son mucho más elásticas, permitiendo la punición, en todo caso, de las injurias formales o absolutas, es decir, las que se traducen en meros insultos o juicios de valor denigrantes para cualquier ser humano por su condición de persona —véase en este sentido, entre los partidarios de la concepción fáctico-normativa, González Rus, 1993,683; López Peregrín, 2000,86—. Pero este grupo de casos se vincula al aspecto estático del honor y no al dinámico que ahora estudiamos. Coinciden en señalar que en estos casos sólo permanece una posible lesión de la intimidad, pero no del honor, entre muchos otros partidarios de las tesis fáctico-normativas, Berdugo, 1987,63; Jaén Vallejo, 1992,155; Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,141; López Peregrín, 2000, 88. Lo que se produce, como queda dicho, cuando la imputación se efectúa de tal modo que supone un juicio de valor degradante para quien lo recibe. Véase González Rus, 1993, 681. Así, entre otros, Molina Fernández, PE, 259; Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo, 1993, 141; López Peregrín, 2000, 211, 215-216. Se aparta de este criterio, sin embargo. Jaén Vallejo, 1992,237-240, llevando la falsedad al plano de la antijuridicidad.

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Si bien las concepciones fáctico-normativas cuentan con la adhesión del sector probablemente mayoritario de la doctrina española, sus postulados no están exentos de importantes críticas. Entre ellas destaca su incapacidad para mantener hasta sus últimas consecuencias un concepto de honor respetuoso del principio de igualdad. El estrecho vínculo inicial entre honor y dignidad, se objeta, no es suficiente para borrar las diferencias de intensidad en la tutela penal del honor de los ciudadanos derivadas de la introducción de elementos fácticos en la configuración del bien jurídico^"^. A esta crítica se ha respondido que el principio de igualdad no se ve afectado porque, a diferencia de las concepciones puramente fácticas, las teorías mixtas no admiten la influencia de elemento alguno ajeno a la voluntad de los ciudadanos para graduar el alcance concreto del derecho al honor^^. Sea cual fuere su posición social, profesión o circunstancias externas, a todas las personas se les reconoce, de entrada, por su condición de tales, idéntico derecho al respeto de los demás. Pero el hecho de que todos partan como iguales no significa —dicen los partidarios de esta concepción— que todos mantengan el mismo grado de honorabilidad. Al contrario, hay quienes realizan actos deshonrosos que les hacen desmerecer en la consideración ajena^^, colocándose así, por su propia voluntad, en una situación de desigualdad respecto de quienes siguen u n a forma de vida honorable^''. Así las cosas, se concluye, las graduaciones en la tutela penal del honor no resultarían contra-

rías al mandato constitucional de trato igualitario porque este principio sólo obliga a tratar igual a los iguales y, desde el punto de vista del honor, no todos los ciudadanos lo son pues hay quienes con sus propios actos se sitúan en una posición de menor respetabilidad que otros^^. Pese a su aparente solvencia, a mi modo de ver, el defecto fundamental de esta argumentación se encuentra en su punto de partida. Veamos por qué. Ciertamente, una concepción del honor fundada en la idea de "merecimiento" necesita de alguna clase de código valorativo para medir la naturaleza honorable o deshonrosa del comportamiento de las personas, porque sólo de este modo es posible determinar si son más o menos merecedoras del respeto ajeno. Pero precisamente aquí reside el problema pues, más allá de las pautas jurídicas de obligatorio cumplimiento, los partidarios de las concepciones mixtas se ven necesitados de acudir a un impreciso conjunto de deberes ético-sociales^^ cuya origen y legitimidad en ningún momento se aclara''^, si bien es evidente su no pertenencia a los principios básicos del Estado democrático contenidos en la Constitución. Se llega así a un estado de cosas en el que el ordenamiento jurídico acaba por imponer a los ciudadanos un determinado orden ético-social bajo la amenaza de peder, al menos en parte, su derecho a ser respetados por los demás, resultado que no sólo es difícil de compatibilizar con el principio de igualdad, sino, sobre todo, con otros presupuestos esenciales de nuestro ordenamiento constitucio-

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Así, a mi modo de ver con razón. Vives Antón, 1987, 2^^-145. De hecho, no son pocos los autores que pretenden presentar al honor merecido —propio de las tesis mixtas— como la única alternativa capaz de conceder al bien jurídico de los delitos de calumnia e injuria un contenido ajustado a los valores constitucionales del Estado democrático. Así expresamente. Rodríguez Mourullo,ComC?,6\Q-b\\;CardenalMiiriUo/Serrano González de Muñllo,1993, 157-158. Véase Alonso Álamo, 1983,104,142-143, quien se refiere a "graves defectos de la personalidad" u otros "motivos de indignidad personal" que pueden hacer disminuir el contenido concreto del honor de una persona. En otros términos: todos parten en condiciones de igualdad, pero en cuanto una persona se distancia del código de valores preestablecido, pierde puntos y se sitúa en una posición de desigualdad merecida. Véase, en esta línea, López Peregrín, 2000, 88.

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De esta opinión, faén Vallejo, 1992,152, quien llega a afirmar que la situación es exactamente la opuesta: se lesionaría el principio de igualdad si el Derecho penal concediera la misma tutela a quienes cumplen con los deberes éticosociales y a quienes los infringen; también en esta línea, López Peregrín, 2000, 87. Afirman que de no admitirse el reflejo normativo de estas diferencias fácticas el ordenamiento jurídico estaría reforzando la hipocresía. Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 54. Así, por seguir los ejemplos más habituales, se parte de que es malo consumir drogas, ejercer la prostitución o beber alcohol en exceso... y, por supuesto, cometer delitos. Muy claro en este punto. Jaén Vallejo, 1992,152. Se manifiestan en contra de estos criterios por considerar, con razón, que conducen inexorablemente a una concepción "moralizante" del honor, Muñoz Llórente, 1999-1, 34, nota n" 30; Álvarez García, 1999,100.

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nal, en particular, con el pluralismo ideológico^ ^ y el libre desarrollo de la personalidad^^.

segundo término, la necesaria biísqueda de algún elemento complementario capaz de conceder especificidad a este bien jurídico, permitiendo así que su lesión no se confunda con el genérico trato denigrante que es propio de toda conducta lesiva de un derecho fundamental. Para alcanzar este último objetivo parece ineludible prestar atención a los dos conceptos que de una u otra forma siempre han acompañado a las definiciones del honor y cuya trascendencia en el ordenamiento positivo español queda fuera de dudas a la vista de su expresa mención en la definición legal de la injuria. Me refiero a lafania y a lapropia estimación^ ^. Ambos elementos nos trasladan al plano fáctico, concretándose, la primera, en el conjunto de cualidades atribuidas por la sociedad a una persona y, la segunda, en el valor que cada ciudadano se concede a sí mismo^^, valoración esta última casi siempre dependiente del juicio comunitario sobre el que se asienta la fama^^. Pero como ha quedado dicho al estudiar las concepciones fácticas, ninguno de estos dos elementos —y, en particular, la fama— pueden elevarse sin más a la categoría de objeto de tutela de los delitos contra el honor sin poner seriamente en cuestión el principio constitucional de igualdad. Tanto en su versión tradicional de reputación social —u honor aparente— como en la más moderna de honor merecido, todas las tesis que hacen dependería esencia de este bien jurídico de las cambiantes circunstancias de hecho conducen inexorablemente a ad-

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2. Posición que se sustenta: y libertad

honor,

dignidad

personal

El recorrido por las principales concepciones sobre el bien jurídico de los delitos de injurias y calumnias arroja como resultado un estado de cosas marcado actualmente por el reconocimiento casi unánime del honor como emanación directa de la dignidad^^ con la consecuente superación de las tesis meritocráticas que lo vinculaban al prestigio y status social de los ciudadanos. Sin embargo, no son pocos quienes, pese a admitir esa idea inicial, recuerdan que la dignidad constituye un atributo de las personas que se encuentra en la base de todos los bienes jurídicos asociados a derechos fundamentales, motivo por el cual resulta insuficiente por sí misma para dotar de especificidad al objeto de tutela de estos delitos^"^. De ahí la tendencia, quizás mayoritaria y sin duda acertada, a buscar algún punto de referencia adicional destinado a concretar y conceder entidad propia al bien jurídico de los delitos que nos ocupan. La toma de posición sobre tan complejo problema ha de partir, pues, de dos ideas básicas: en primer lugar, la caracterización del honor como emanación de la dignidad, y en

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Asilo reconoce Berdugo Gómez de la Torre, 1984,309,312, autor que precisamente por eso intenta separarse en todo momento de los criterios éticos para acudir de modo exclusivo al orden de valores emanado de la Constitución. En línea semejante al texto. Morales Prats, 1988, 683; Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 390-391. Este es precisamente el motivo por el cual en la actualidad se encuentran en franco retroceso las opiniones que vinculan el honor a un cierto código moral. Véanse Cardenal Murillo/Serrano González deMurillo, 1993,32-33, quienes, sin embargo, curiosamente acaban por adherirse a la teoría del "honor merecido". Especialmente crítico con estos puntos de vista, sin embargo, Gimbernat, 1999, 73-74. Así, entre otros. Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 390. También Alonso Álamo, 2001,910-915, quien recuerda, además, que las conductas genéricas de degradación o "cosificación" del ser humano encuentran ubicación en los delitos contra la integridad moral, únicas figuras que vendrían a proteger de modo inmediato y sin más especificaciones la dignidad de las personas.

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Véase art. 208 C.P. A la vista de la definición legal de la injuria, como ya se ha señalado, algunos autores caracterizan a la fama y la autoestima como formas de concreción de la dignidad. Así, en particular. Vives Antón, PE, 311. También, Bajo Fernández, 1989,84; Carmona Salgado, PE, 326. Otro sector doctrinal llega a identificar el bien jurídico con esos dos elementos, en particular, con el aspecto externo representado por la fama o reputación social. Así, en definitiva, Molina Fernández, PE, 260; Tasendo Calvo, 1998, 308. Véase en este sentido Muñoz Conde, PE, 268. Por eso se postula, en general, una clara dependencia de la autoestima respecto de la fama, con la consecuencia de situar en esta última el aspecto más trascendente de cara a dotar de contenido al honor. En esta línea, Muñoz Conde, PE, 268. Limita el alcance de la propia estimación como objeto de tutela penal a los "valores individuales reales" que una persona se atribuye, remitiendo así, por otra vía, al juicio que la sociedad realiza sobre la persona. Rodríguez Mourullo, ComCP, 611.

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mitir la existencia de personas con más honor que otras, con la consecuente —e inaceptable— legitimación de importantes diferencias en la tutela penal de los ciudadanos. Ante tal circunstancia, ha de buscarse, pues, alguna alternativa capaz de dar cabida a la fama y autoestima de cara a acotar el campo de actuación del derecho al honor sin que ello obligue a identificar estos elementos fácticos con el bien jurídico tutelado. En mi opinión, una vía adecuada para alcanzar este objetivo la ofrecen aquellas concepciones estrictamente normativas que trasladan la esencia del bien jurídico honor a un momento previo al de la efectiva valoración social de los actos de los ciudadanos, en concreto, al momento de libre actuación de la voluntad conforme a las opciones vitales de cada cual. Se parte de la idea de que una valoración negativa de determinadas decisiones vitales resta al ciudadano libertad para emprenderlas, pues éste se sentirá coaccionado ante la posibilidad de sufrir el desprecio social —e incluso personal— que tal camino lleva consigo. De ahí la necesidad de preservar a las personas frente a aquellos juicios o imputaciones que, por ser idóneos para perjudicar la fama, restringen el ámbito de libertad necesario para optar sin obstáculos por la forma de vida que se considere más oportuna. En otros términos, se trata de liberar al agente del obstáculo que representan los juicios sobre su conducta susceptibles de originar una valoración negativa por parte de la sociedad o de transmitirle a él mismo un sentimiento de humillación o desprecio; y todo ello con independencia, claro está, de que el camino elegido coincida o no con las pautas de conducta mayoritariamente admitidas''^. El derecho al honor entronca así, de modo directo, con el libre desarrollo de la personalidad, concretándose en un espacio de libertad que posibilita al individuo ejercitar "sus propias opciones sin perder la autoestima ni el aprecio de la comunidad"^^ o.

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si se prefiere, en una pretensión de respeto que corresponde a toda persona por su condición de taP°, con independencia de su mayor o menor grado de seguimiento de un determinado código ético, moral o, incluso, jurídico^'. La alternativa propuesta, dirigida a garantizar la tutela del honor de forma igualitaria a todas las personas, rompe con la idea, muy difundida en nuestra doctrina, según la cual el único concepto de honor conforme a la Constitución sería el llamado "honor merecido", por contraposición al tradicional honor aparente^^. La concepción normativa aquí esbozada constituye una tercera vía perfectamente compatible con los principios constitucionales que se distancia por igual de todas las versiones del honor partidarias de introducir elementos fácticos en su configuración, sea de aquellas que lo identifican con la efectiva reputación social como de las que atienden al mayor o menor grado de seguimiento de un código de valores predeterminado. En esta versión del bien jurídico, el contenido y alcance del honor se decide íntegramente a partir de un entramado de principios constitucionales, en particular, de las ideas de dignidad personal y libre desarrollo de la personalidad^^, de donde resulta el derecho —igual para todos— de acceder a un juicio social positivo con independencia de la conducción de vida por la que opte su titular^"*.



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Véanse Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 389, quienes con razón sostienen que el derecho al honor tiende, en última instancia, a garantizar el libre desarrollo de la personalidad, principio éste que implica el respeto de la diferencia. Así, Vives Antón, 1987, 247. En la misma línea, Carbonell Mateu, 1995, 23; Álvarez García, 1999, 43-44; Fernandez Palma, 2001,1354, nota n" 142.

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Adopta este punto de vista la STS 20-7-88 (RJ 1988/6639), al afirmar que "el concepto de honor se debe construir.. .desde puntos de vista valorativos y en consecuencia con relación a la dignidad de la persona —art. 10,1" de la Constitución Española...—. Desde dicha perspectiva el honor es la pretensión de respeto que corresponde a cada persona como consecuencia del reconocimiento de su dignidad". En este sentido. Rodríguez Devesa/Serrano Gómez, PE, 229; Bajo Fernández, 1982, 125. Así, por ejemplo. Cardenal Murillo/Serrano González de Murillo, 1993,157-158; Rodríguez Mourullo, ComCP, 610. Ha llamado la atención sobre el entramado de principios constitucionales implicados en el concepto y alcance del honor, en particular. Morales Prats, 1988, 683. En esta medida ha de darse la razón a Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 38, cuando sitúan la esencia del honor en un momento previo al de la efectiva valoración social, en concreto, en el "proceso" de formación de ese juicio social. Esa forma de enfocar el contenido del bien jurídico les permite fijar la atención, también adecuadamente, en la posibilidad de acceso a un determinado reconocimiento social más que en el reconocimiento social

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Este enfoque del bien jurídico permite dar cabida a los conceptos de fama y autoestima sin elevarlos a la categoría de objeto de tutela, circunstancia que, como vimos, resulta conveniente si se pretende garantizar una protección igualitaria del honor a todos los ciudadanos. Ello se consigue porque el papel de la fama y la propia estimación se concentra aquí en el primer gran aspecto del tipo penal —el de la selección de los comportamientos relevantes para el Derecho penal— sin influir de modo decisivo, en cambio, en la configuración del resultado típico. En efecto, dado que no se trata de garantizar la libertad de decisión en sentido genérico, sino aquel específico espacio de libertad que se ve amenazado cuando alguien emite un juicio de valor o imputa a otro un hecho capaz de suscitar el desprecio o descrédito comunitarios, resulta claro que sólo por referencia a los conceptos de fama y autoestima será posible acotar el alcance de las conductas relevantes para estos delitos, pues sólo lo serán las que ex ante se presenten idóneas para influir negativamente sobre la consideración social o la propia valoración de otra persona^^. En esa medida, estos dos elementos fácticos cumplen el importante papel de concretar el campo de actuación del bien jurídico honor sin por ello confundirse con el objeto de tutela, porque no se trata de proteger la fama de la que realmente goza cada persona —ni tampoco la que se merece por la adecuación de su comportamiento a un determinado catálogo de deberes jurídicos, éticos o sociales— sino de garantizar a todo ciudadano el derecho a preservar ese respeto o consideración social con independencia de cuáles sean sus opciones vitales. Fama y autoestima se presentan así como elementos normativos destinados a circunscribir el ámbito de la conducta típica y no el resultado de estos delitos.

En contra de lo que tal vez pueda pensarse, las referencias a la aptitud objetiva de la conducta para lesionar la fama o la autoestima no son incompatibles con la consideración de las circunstancias del caso concreto de cara a decidir si una determinada expresión o imputación es o no injuriosa. En otros términos, ese contenido objetivo no supone reconocer la existencia de juicios de valor o imputaciones en sí mismas injuriosas, porque es evidente que la capacidad de una determinada imputación o expresión para influir de modo negativo sobre la consideración social de su destinatario siempre vendrá condicionada por las circunstancias concurrentes —así, por seguir con algún ejemplo ya utilizado, llamar homosexual a una persona en determinados ámbitos de dominio gay puede resultar intrascendente desde el punto de vista de las posibilidades de relación social o, incluso, favorable—. Lo que se pretende con esa generalización siempre implícita en los juicios objetivos es algo distinto: se trata de dejar claro que el punto de referencia para medir el contenido injurioso de una expresión o imputación de hechos no debe buscarse en las condiciones personales del sujeto pasivo —su sentimiento de propia valía, su grado de seguimiento de un determinado código ético o su reputación efectiva—, sino en los parámetros generales que, conforme a las distintas circunstancias, permiten considerar ofensiva una expresión o juicio de valor para cualquier ciudadano medio. Así, acusar a una persona de alcohólica en su entorno habitual de relación laboral o cultural, por ejemplo, constituye sin duda una imputación capaz de perjudicar su consideración social, y ello al margen de que el implicado tenga o no dependencia de las bebidas alcohólicas. Sus circunstancias personales en nada pueden modificar ese contenido objetivamente ofensivo de la imputación, pues sea o no cierto, no cabe duda de la aptitud de tal acusación para perjudicar sus relaciones con el entorno. Bien distinto sería el caso, sin embargo, si semejante acusación se realiza en una reunión terapéutica de alcohólicos anónimos. En este caso es evidente que las circunstancias concurrentes en el hecho —y no las personales del implicado— quitan desde el inicio cualquier posible contenido injurioso a la imputación.

en sí mismo. Sin embargo, a mi modo de ver, estos autores incurren en el defecto de no reconocer por igual ese derecho a todos los ciudadanos, haciendo depender esa garantía de respeto hacia las propias decisiones vitales del grado de seguimiento de determinados códigos valorativos de naturaleza ético-social. Esa dependencia del llamado "honor merecido" acaba por neutralizar los efectos positivos de una concepción del honor inicialmente situada en un terreno estrictamente normativo, perdiéndose así la oportunidad de configurar un bien jurídico no discriminatorio. Véanse, Pernal del Castillo, 1996,1436-1437; Muñoz Llórente, 1999-1,35.

El desplazamiento del centro de gravedad del bien jurídico de los delitos aquí analizados hacia el plano de la libertad de

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decisión aleja definitivamente la idea del honor como un derecho que las personas han de conquistar mediante el seguimiento de determinadas pautas de comportamiento social mayoritariamente admitidas o, dicho al revés, como una pretensión de respeto que la sociedad legítimamente puede arrebatar —al menos parcialmente— a quienes no ajustan su conducta a determinados códigos valorativos impuestos por la mayoría. La alternativa aquí esbozada apuesta de modo decidido por el camino contrario, esto es, por el de garantizar un espacio de libertad igual para todos, cualquier sea el modo de vida elegido. Y precisamente porque se trata de asegurar el respeto comunitario a todas las personas, parece claro que la tutela frente a comportamientos capaces de despertar el desprecio o descrédito social ha de extenderse por igual a todos, incluso a quienes optan por una conducción de vida distinta y distante de los parámetros ético-sociales mayoritarios. Por eso, lo verdaderamente importante para subsumir un comportamiento en alguno de los tipos de los delitos contra el honor es su idoneidad objetiva para suscitar el desprecio de los demás, resultando irrelevante, en cambio, el carácter verdadero o falso de los hechos imputados^^. Así, por citar algunos de los ejemplos más frecuentes en nuestra doctrina, ninguna duda cabe de que atribuir a otro la condición de homosexual, drogadicto o alcohólico posee carácter injurioso^^, pues se trata de circunstancias personales que al ser desvaloradas por la sociedad se muestran idóneas para perjudicar la respetabilidad social del afectado. Esa idoneidad objetiva es ya suficiente para la subsunción típica del comportamiento porque con ello basta para obstaculizar aquel espacio de libertad en el que se concreta el bien jurídico^^. En cambio, que el hecho imputado coinci-

da o no con la realidad —que sea verdadero o falso— resulta irrelevante en el contexto de una concepción normativa del honor totalmente despojada de consideraciones moralizantes y dispuesta a asegurar el acceso igualitario de los ciudadanos al respeto social^^. Desde una perspectiva del bien jurídico centrada en el derecho de autodeterminación, lo único importante es la aptitud objetiva de la imputación para suscitar la desvaloración social de otro y eso no depende en absoluto de que el hecho imputado sea o deje de ser cierto^^. Consecuentemente, no cualquier imputación de un hecho falso será subsumible en el tipo penal de las injurias o calumnias, sino sólo aquellas que —siendo verdaderas o falsas— tengan aptitud para poner en entredicho la fama de una persona, cuestión ésta que dependerá siempre de lo que en cada momento histórico la sociedad considere valioso o desvalioso desde el punto de vista de los comportamientos sociales^^ Nada de lo dicho excluye, obviamente, que ese derecho personal a vivir libre de juicios o imputaciones capaces de perjudicar la estima social en más de una ocasión pueda entrar en conflicto con otros intereses legítimos que pugnen por dar prioridad a la verdad de lo imputado. Tal será el caso de las imputaciones en sí mismas injuriosas que se dirijan contra

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Véase, en sentido similar. Bajo Fernández, 1989, 97. Véanse, Jaén Vallejo, 1992,155, López Peregrín, 2000,88, quienes decididamente optan por negar el derecho al honor si cualquiera de estas faltas de moralidad resultan ser ciertas. En general, esta postura restrictiva es admitida por todos aquellos autores que vinculan el derecho al respeto comunitario con un difuso código de "dignidad moral", como es el caso, por ejemplo, de Bernal del Castillo, 1994, 75. Entre los ejemplos jurisprudenciales de imputación de hechos verdaderos de contenido claramente injurioso, cabe citar, entre otros, el imputar relaciones

homosexuales con un hombre casado a dos hombres que prestaban servicios religiosos en una parroquia (STS27-11-89-RJ1989/9319) oacusaraunamujer casada de mantener relaciones incestuosas con su padre (STS 17/11/86 - RJ 1986/6967.) Esta posición conduce, como se verá en su momento, a eUminar la falsedad de la imputación del tipo objetivo de los delitos contra el honor, tanto de la injuria como de la calumnia. Así también, en los resultados. Vives Antón, PE, 318. Admitir lo contrario significa tanto como condenar a quienes han optado por modos de vida distantes de los modelos establecidos a sufrir un irremediable —y "merecido"— desprecio social, resultado éste difícilmente compatible con la idea de pluralismo propia del Estado democrático. Así, por ejemplo, conforme a las actuales valoraciones sociales, puede considerarse injurioso imputar a otro la condición de portador del virus del SIDA —con independencia de que sea verdadero o falso—, pues se trata de una enfermedad vinculada a ciertos comportamientos socialmente desvalorados (drogodependencia, homosexualidad, etc.) En cambio, la imputación de otra clase de enfermedades —v.g. un cáncer o una insuficiencia cardiovascular—, por muy falsa que sea, quedará siempre al margen de los delitos contra el honor por carecer de aquel estigma que acompaña a un enfermo de SIDA. Todo ello sin perjuicio, lógicamente, de su posible subsunción en alguno de los tipos penales llamados a proteger la intimidad personal.

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personas con cierta relevancia en la vida comunitaria o que afecten a asuntos de interés público. En estas circunstancias, el esclarecimiento de la verdad puede resultar prioritario desde el punto de vista de u n cúmulo de intereses sociales de primer orden, dando lugar así a situaciones de conflicto entre intereses legítimos que en no pocas ocasiones justificarán una limitación considerable de aquella pretensión de respeto en la que se concreta el derecho al honor^^. Estaremos, pues, ante clásicos supuestos de colisión de intereses muy frecuentes en todo el Derecho penal, si bien las propias características de las conductas abarcadas por los tipos de injurias y calumnias les conceden aquí una importancia peculiar. La solución a estas cuestiones viene de la mano de una serie de vías complementarias entre sí, comenzando por el amplio reconocimiento del ejercicio legítimo de un derecho —relacionado en particular con las libertades de expresión e información'^^— hasta el restringido campo de la exceptio veñtaris^'^. Por otra parte, la pérdida de protagonismo de la verdad o falsedad de la imputación injuriosa en el contexto de la versión del honor aquí esbozada permite conceder a este bien jurídico un campo de actuación autónomo que no se confunde con el de la intimidad, superando así las versiones doctrinales partidarias de explicar las limitaciones a la prueba de la verdad en los delitos contra el honor como concesiones del legislador a la tutela de la privacidad de las personas^''. Téngase en cuenta, en efecto, que el amplio grupo de autores partidario de restringir la tutela del honor al llamado "honor merecido" descarta con

ello, desde el principio, la posibilidad de lesionar este bien jurídico mediante la imputación de hechos verdaderos^^, motivo por el cual se ven obligados a explicar las restricciones legales a la exceptio veñtatis en el delito de injuria como u n a vía —confusa e inadecuada, según algunos^^— para tutelar otro bien jurídico distinto: la intimidad de las personas^^. Así, quien imputa a un alcohólico su condición de tal, no estaría lesionando su honor, pero, de no ser evidente la adicción, vendría a perturbar su derecho a la privacidad^^. Muy distintas se presentan las cosas, sin embargo, ciiando se parte de una concepción del honor cuya lesión es plenamente compatible con la atribución de hechos verdaderos: si el bien jurídico se identifica con la pretensión de respeto que corresponde a toda persona para ejercer libremente cualquier opción vital sin verse sometida al riesgo de sufrir el descrédito comunitario, la única condición para que la imputación de u n hecho pueda subsumirse en el tipo del delito de injuria residirá en su aptitud objetiva para influir de modo negativo sobre la fama de otro, condición ésta perfectamente posible aun cuando el hecho imputado sea cierto. La lesión del honor no dependerá.

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Así, por ejemplo, aun cuando es indiscutible el carácter injurioso de imputar a otro la comisión de un delito, resulta igualmente clara la prioridad que ha de concederse al interés del Estado por esclarecer los hechos delictivos, circunstancia que justifica por sí misma la no punición de la imputación de un hecho delictivo si este resulta ser cierto o su veracidad aparece ex ante como probable. ^^ Véase infra, pp. 36 y ss. '^'^ Véanse, más adelante, los comentario a los arts. 207 y 210 C.P. ^5 Así, con diversos matices, Bacigalupo, 2000, 5,20,35; Bajo Fernández, 1982, 98; Berdugo, 1987,63,82; Jaén Vallejo, 1992,155; Molina Fernández, PE, 260; Morales Prats, 1988, 705; Quintero Olivares, 1996, 181; Tasendo Calvo, 1998, 321. Este punto de vista no es compartido, sin embargo, por quienes se mantienen en el plano estrictamente normativo a la hora de dar contenido al bien jurídico honor. Véase, en particular. Vives Antón, PE, 313.

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Salvo que la imputación adquiera, al mismo tiempo, la forma de insulto, convirtiéndose así en un atentado al honor en su versión mínima de respeto de la dignidad personal. Véase claramente en este sentido, López Peregrín, 2000,89, 210. También González Rus, 1993, 683. En opinión de Bacigalupo, 2000,5,20, la actual regulación de los delitos contra el honor responde en buena medida a las insuficiencias en la tutela de la intimidad y a la consecuente confusión de objetos de tutela que se produce a la hora de establecer los límites y condiciones de punición de los delitos de calumnia e injuria. Esta reconducción de determinados tipos de injuria a la tutela de la intimidad tiene que ver con la naturaleza de los casos en los que el legislador admite la prueba de la verdad, caracterizados todos ellos por tratarse de supuestos de trascendencia pública que justifican su revelación, es decir, la lesión de la privacidad del afectado. Tal es el caso art. 210 C.P., que permite la exceptio veritatis cuando se trate de hechos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos o de infracciones penales o administrativas que el Estado tiene interés en perseguir y castigar. En opinión de Tasendo Calvo, 1998,321-322, estas concesiones al bien jurídico intimidad perturban innecesariamente la tutela penal del honor, pues los casos de intromisión en la privacidad ajena no lesivos del honor —en su opinión: las imputaciones de hechos privados que resulten verdaderos— encuentran suficiente cobertura a través de la LO 1/1982 de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.

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pues, de la falsedad de la imputación y nada tendrá de particular que una conducta de esas características se castigue como injuria^^*^. Consecuentemente, los límites a la exceptio veritatis ya no tienen porqué relacionarse con la protección adicional de algún otro bien jurídico. Es más, una vez desvinculada la lesión del honor de la certeza o falsedad del hecho imputado, la exención de pena mediante la prueba de la verdad se presenta más bien como una circunstancia excepcional necesitada de alguna explicación alternativa convincente, porque, en última instancia, estaremos ante supuestos de renuncia al castigo pese a concurrir una conducta lesiva del bien jurídico. Como veremos en su momento, esa explicación ha de buscarse en la presencia de otros intereses legítimos a los que el legislador considera necesario dar cabida aún a costa de restringir la tutela del honor. De esta manera, honor e intimidad adquieren esferas de actuación independientes, de modo tal que podrán darse casos donde se vean implicados ambos bienes jurídicos sin por ello confundirse entre sí. Tal cosa sucederá si se revela un hecho cierto^^^ de otro que reúna la doble condición de pertenecer a la esfera de privacidad del afectado y referirse a alguna circunstancia socialmente desvalorada capaz de suscitar el desprecio comunitario, como podrían serlos casos, por ejemplo, de quien imputa a otro su condición de adúltero o le acusa de tener hábitos sexuales mal vistos por la sociedad, o también, el supuesto de quien hace ostensible la condición de morosa de una persona mediante signos externos claramente ofensivos ^°^.

En todos estos supuestos la lesión de la intimidad no agota el contenido desvalioso de la conducta, pues al margen de la revelación de un hecho privado contra la voluntad de su titular, se está imputando al sujeto pasivo una condición que, al ser desvalorada por la comunidad, restringe sus posibilidades de desarrollo social. Esta última circunstancia marca el inicio del campo de actuación propio del derecho al honor, determinando su lesión con independencia de la afectación de la intimidadi03. Por otra parte, también son imaginables múltiples casos de lesión de la intimidad en los que no se encuentre comprometido el honor, como sucederá siempre que se revele un dato privado de otro carente de connotaciones negativas desde el punto de vista de las valoraciones sociales imperantes y, por tanto, inidóneo para perjudicar la fama de las personas^^'^. Tal sería el caso, por ejemplo, de quien revela que otra persona padece cáncer^^^, enfermedad ésta totalmente compatible con un comportamiento social conforme a los valores imperantes; a dife-

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Coincidente en los resultados, Bernal del Castillo, 1996,1439, quien excluye la falsedad como elemento del tipo por entender que la relación establecida por la ley entre honor y dignidad hace irrelevante la naturaleza verdadera o falsa de lo imputado de cara a decidir sobre la lesión del bien jurídico. ^^' Obviamente, la confluencia de los bienes jurídicos honor e intimidad sólo puede darse si los hechos imputados son verdaderos, pues, de ser falsos, no se estará revelando ninguna circunstancia perteneciente a la esfera de privacidad del sujeto pasivo y, por tanto, quedará descartada desde el principio la posibilidad de afectación del bien jurídico intimidad. Así, con razón, López Peregrín, 2000, 210. ^"^ En mi opinión, este es el caso del llamado "cobrador del frac", quien, además, suele buscar las situaciones más comprometidas para poner de manifiesto la condición de moroso del afectado con el deliberado propósito de generarle

descrédito social y vergüenza personal. Piénsese, por ejemplo, en el cobrador que se sitúa con su llamativa vestimenta a las puertas de la iglesia donde el deudor está a punto de contraer matrimonio. 103 PQJ. ggQ^ jjg producirse una confluencia de tipos penales en casos como los indicados, en principio da la impresión de que deberían entrar en juego las reglas del concurso de delitos, si bien es cierto que tal situación no siempre se producirá porque existe un cierto grupo de comportamientos lesivos de la intimidad no abarcados por ninguna de las figuras de nuestra legislación punitiva. En tal caso, aparte del correspondiente delito de injuria, si se dan sus condiciones, podrá acudirse a la vía civil a tenor de lo dispuesto en la LO 1 / 1982 relativa a la protección civil del Derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. Plantea, sin embargo, la posibilidad de completar la tutela penal del honor mediante la creación de un delito de indiscreción, Bacigalupo, 2000, 34-35. 104 PQJ. ggQ ]^Q coincido con Vives Antón, PE, 313, cuando sostiene que toda lesión de la intimidad repercute negativamente, siquiera sea de forma indirecta, sobre el honor. De hecho, son imaginables ciertas revelaciones que incluso pueden mejorar la fama del afectado; piénsese, por ejemplo, en quien revela que otro es un superdotado, condición que la persona mantenía en secreto para evitar un excesivo protagonismo social. ^"^ Lo mismo cabe decir de la revelación de datos que, aún afectando a circunstancias ético-socialmente desvaloradas, son ajenos al comportamiento social presente o futuro del sujeto pasivo. En este grupo deberían incluirse los ejemplos propuestos por Bacigalupo, 2000, 34, de quien revela que el sujeto pasivo es hijo ilegítimo o tiene un hijo drogadicto.

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rencia, quizás, de padecimientos como el SIDA o la hepatitis B, profundamente estigmatizados por los cauces más frecuentes de contagio.

en peligro— con la emisión de esa clase de imputaciones o juicios peyorativos. Lógicamente, la conclusión sería otra si se partiera de los postulados de las concepciones fácticas del honor, porque de aceptarse la identificación de este bien jurídico con la reputación social efectiva, es cierto que para adquirir la naturaleza de delitos de lesión estas figuras deberían exigir el menoscabo real de la fama del afectado. Al bastar la aptitud de la conducta para producir ese resultado, nos encontraríamos, pues, ante un clásico supuesto de adelantamiento de las barreras de protección propio de los delitos de peligro. Pero esta solución deja de ser correcta si se renuncia a situar la esencia del bien jurídico en la fama o autoestima y se opta, como hemos hecho aquí, por una concepción normativa que identifica el honor con la pretensión de respeto reconocida a todas las personas para abordar cualquier clase de opción vital sin verse sometidas al riesgo de sufrir el desprecio o descrédito comunitario. En este caso, deja de tener sentido que la lesión del bien jurídico se supedite al efectivo menoscabo de la fama sencillamente porque no es esto lo que el Derecho penal pretende proteger, sino aquella expectativa de respeto que ya resulta lesionada —y no sólo puesta en peligro— cuando alguien es objeto de imputaciones o juicios capaces de suscitar una valoración social negativa^°^. En otros términos: al perder la fama y la autoestima el carácter de objetos de tutela, las exigencias típicas vinculadas a esos datos fácticos pierden utilidad de cara a discernir la naturaleza de lesión o peligro de estos delitos, pues esta cuestión depende exclusivamente de si el tipo requiere o no, para su consumación, la efectiva perturbación del bien jurídico. Consecuentemente, el hecho de que baste la idoneidad de los juicios o imputaciones para lesionar la fama o la autoestima —sin que sea preciso su menoscabo efectivo— no es obstáculo para calificar a las calumnias e injurias como delitos de lesión. Esto último puede afirmarse porque ese espacio de libertad de actuación en el que se concreta el honor se ve sin duda reducido cuando alguien es objeto de imputaciones o juicios de valor que

II. E S T R U C T U R A TÍPICA: ¿DELITOS D E L E S I Ó N O D E PELIGRO? El renovado papel de la fama y de la autoestima en el plano de la delimitación de los comportamientos típicamente relevantes, y su paralelo alejamiento del bien jurídico protegido, explica igualmente que la realización del tipo no dependa del efectivo menoscabo de la reputación social del afectado ni de su sentimiento de propia valía. El motivo es simple: como el objeto de tutela se concreta en u n a parcela específica del derecho de autodeterminación, bastará con la obstaculización de ese concreto espacio de libertad para que el delito se consume. Y para ello, como vimos, es suficiente con que alguien emita u n juicio de valor o impute a otro un hecho susceptibles de afectar su fama, sin que sea preciso que esa fama se vea realmente perjudicada en los hechos. Los delitos contra el honor responden, pues, a la estructura típica de los delitos de lesión^^^ y no de peligro, como en ocasiones se sostiene^^^, porque aquel ámbito de libertad de actuación resulta ya lesionado —y no sólo puesto

Así, también, Tasendo Calvo, 1998, 310-311; Morales Prats, 1988, 680, quien, además, se decanta por considerar a la injuria como un delito de "mera actividad" porque se trataría de un delito sin objeto material cuya consumación depende sólo de la realización de la acción; de esta misma opinión. Quintero Olivares, 1996,162. López Peregrín, 2000,196, también parece identificar la lesión del bien jurídico con la realización del comportamiento injurioso —momento en el que se produciría ya el menoscabo de la pretensión de respeto en la que sintetiza el concepto de honor—; pero aún así, esta autora reconoce un "resultado"en el delito de injuria que vendría representado por el efectivo perjuicio para la fama o la autoestima del sujeto pasivo —entendido como daño moral—. El acuerdo generalizado en el sentido de no exigir el efectivo perjuicio de la fama, considerándose suficiente la idoneidad de la expresión o imputación para producir ese menoscabo, ha llevado a un importante sector doctrinal a conceder a las injurias y calumnias la naturaleza de delitos de peligro. Así, . Alonso Álamo, 1983, 143, nota n° 63; Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,97-99; Molina Fernández, PE, 279, quien parece decantarse por el peligro abstracto; Queralt, PE, 223-224.

Quizás por eso se muestra algo dubitativo, Muñoz Llórente, 1999-1,35, limitándose a hablar de "algo parecido" a delitos de peligro sin decantarse de modo claro por esta caracterización.

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le exponen a sufrir el desprecio de la comunidad, con independencia de que finalmente ese descrédito se concrete o no^^^.

ejercicio legítimo de aquellas libertades"^. Se llega así a la curiosa situación de unos delitos cuyo contenido y extensión no se decide en primera línea por la trascendencia y necesidad de tutela del bien jurídico que están destinados a proteger, sino más bien en atención a la importancia de otros intereses con los que aquél frecuentemente entra en conflicto. Ese intenso protagonismo de las libertades de expresión e información en la estructura de los delitos contra el honor es fruto del proceso de adaptación del Derecho penal a los principios constitucionales operado en nuestro país durante los años ochenta. No puede olvidarse, en efecto, el valor exacerbado, al tiempo que aristocrático, que se concedió al honor durante el largo período de gobierno dictatorial, valor que contrastaba con el ostensible desprecio hacia los derechos a expresarse libremente y a difundir información sin censura previa. Esa doble circunstancia dio lugar durante años a u n a línea jurisprudencial claramente partidaria de conceder preferencia casi absoluta al honor frente al derecho a informar, con la consecuente punición de cuantas conductas afectaban la reputación social de quienes gozaban de ese privilegio'^". Con esos precedentes, no es difícil comprender el cambio radical que se produjo cuando se pusieron en funcionamiento los principios democráticos instaurados por la Constitución de 1978, comenzando por el marcado retroceso del derecho al honor frente a la amplísima acogida de las libertades de expresión e información. La función institucional de estas libertades en la formación de una opinión pública libre sirvió de apoyo para elevarlas por encima del derecho fundamental al

III. EL D E R E C H O AL H O N O R F R E N T E A LAS LIBERTADES D E EXPRESIÓN E INFORMACIÓN La actual estructura de los delitos de injurias y calumnias — producto de una profunda renovación operada con la entrada en vigor del Código penal de 1995— es deudora, en buena medida, de los criterios desarrollados desde la jurisprudencia constitucional y la doctrina científica para trazar los límites entre el derecho al honor y las libertades de expresión e información. La frecuente confluencia del campo de actuación del derecho al honor con algunos de los grandes pilares del Estado democrático —en particular, el derecho a difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones (art. 20.1.a) CE.) y los derechos a informar y a ser informado (art. 20.1.d) C E . ) — ha dado lugar a la peculiar circunstancia de que muchos de los requisitos básicos llamados a dar forma a la tutela penal del honor guarden alguna relación con las exigencias establecidas desde la jurisprudencia y la doctrina para perfilar el alcance del

^^

En mi opinión, no alcanzan a ver este importante matiz Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 97-99, quienes, tras afirmar que el tipo de injuria no requiere un "perjuicio real" de la fama, se decantan por calificar a estas figuras como delitos de peligro concreto. Con esta conclusión, los autores pierden de vista su interesante propuesta de situar el bien jurídico en un momento previo al de la efectiva valoración social, en concreto, en el "proceso" que conduce a ese reconocimiento social. De ser consecuentes con su postura, parece que no deberían hacer depender la lesión del bien jurídico del menoscabo efectivo de la fama —ya apeada de la condición de objeto de tutela—, sino de la perturbación del derecho de acceso a un juicio social positivo en el que concretan el concepto de honor. Y para que esa perturbación se produzca parece suficiente con la aptitud del juicio o imputación injuriosos para influir negativamente en la consideración social del afectado, pues eso sólo basta para obstaculizar el proceso de acceso a un juicio social positivo. La conclusión más consecuente con su punto de partida hubiera sido, pues, la de optar por la naturaleza de delitos de lesión. Al decantarse por los delitos de peligro, la teoría del bien jurídico propuesta por estos autores pierde originalidad y viene a coincidir, en sus resultados, con las clásicas concepciones tácticas que identifican el honor con la reputación social.

""

La notable cercanía del ámbito de competencia de estos derechos llevó al propio constituyente a establecer ciertos criterios de delimitación entre ellos, si bien la jurisprudencia constitucional se ha ocupado de restringir de modo severo la aparente preferencia que el art. 20.4. C E . parece otorgar al derecho al honor sobre la libertad de expresión. ^^^ Línea que perduró hasta pasada la primera mitad de los años ochenta en la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Véase al respecto, Molina Fernández, PE, 261. López Peregrin, 2000,108-109, señala una tendencia similar en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional hasta el año 1986, caracterizada por conceder al honor (y a la intimidad) la condición de "límites absolutos" de las libertades de expresión e información. i

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honor, situándolas en una posición preferente'^^ capaz de justificar, al menos en principio, una amplísima gama de comportamientos lesivos de aquel bien jurídico —al igual que de la intimidad—"^^. Sin embargo, a partir de los años noventa, una vez estabilizada la democracia y superadas las antiguas concepciones aristocráticas del honor que lo convertían en una especie de resabio de tiempos pasados —puesto siempre bajo sospecha—, la situación comenzó a equilibrarse. Surgieron opiniones mucho más matizadas que, sin perder de vista la evidente importancia de los derechos de expresión, reclamaron un cierto espacio de respeto para las libertades individuales no pocas veces amenazadas por el notable poder fáctico de los medios de comunicación''''^. Buena muestra de esta nueva tendencia es la doctrina hoy quizás dominante en el Tribunal Constitucional partidaria de resolver los conflictos entre honor y libertad de expresión a través de criterios de ponderación^'^.

Esa presencia siempre latente de las libertades de expresión e información en los delitos contra el honor no sólo se ha traducido, por lo demás, en la configuración legal de las injurias y calumnias, sino también, y quizás de manera aún más marcada, en la interpretación profundamente restrictiva que un amplio sector doctrinal preconiza para perfilar el alcance de la materia de prohibición de estos tipos penales''^. Quizás el más claro ejemplo de ello lo tenemos en la buena acogida que ha encontrado en nuestra doctrina la ya criticada tesis del "honor m e r e c i d o " pese a sus d u d o s o s tintes moralizantes. Téngase en cuenta, en efecto, que esta concepción del bien jurídico, al reducir el alcance de las conductas abarcadas por los tipos de injurias y calumnias a la imputación de hechos falsos, consigue situar el límite de tutela del honor precisamente ahí donde comienza el campo de legítima actuación del derecho a informar —esto es, en la transmisión de hechos verdaderos—, eludiendo así desde el principio la posibilidad de colisión entre ambos derechos''^ y, con ello, el enojoso trámite de la ponderación de intereses propia de tales situaciones' '^. El razonamiento es sencillo: sentada la premisa según la cual el ejercicio legítimo de la libertad de información encuen-

El motivo de esa posición preferente de las libertades de expresión e información frente a otros derechos fundamentales de alcance puramente individual queda nítidamente reflejado en el siguiente pasaje de la STC 159/1986, de 12 de diciembre, FJ 6: "el art. 20 de la norma fundamental, además de consagrar el derecho a la libertad de expresión y a comunicar o recibir libremente información veraz, garantiza un interés constitucional: la formación y existencia de una opinión pública libre, garantía que reviste una especial trascendencia ya que, al ser una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, se convierte, a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática". Demuestra de modo convincente que el reconocimiento de un carácter prácticamente ilimitado a las libertades de expresión e información —con su correspondiente avasallamiento del honor y la intimidad— se vuelve en última instancia en contra de su función primordial de formación de una opinión pública libre, convirtiendo a los medios de comunicación en pura mercancía sujeta a las reglas de la más cruda economía capitalista. Vives Antón, 1995,404-408. Este cambio de perspectiva no fue ajeno a la caída del mito del informador desinteresado que sólo se guía por la búsqueda de la verdad y la lucha contra la corrupción, propio de los primeros años de la democracia. Véase, en ese sentido, Pantaleón, 1996,1691. Como luego veremos con mayor detenimiento, hoy parece prevalecer una corriente jurisprudencial que, partiendo de la igualdad jerárquica de todos los derechos fundamentales, se inclina por aplicar también aquí los criterios clásicos de ponderación de intereses, dentro del cual se hace jugar un papel importante, eso sí, a la función institucional de las libertades de expresión e

información. Claramente en esta línea, por ejemplo, STC 51/1997, de 11 de marzo, en especial, FJ 4. Véanse, también, Carmona Salgado, PE, 327-328; López Peregrin, 2000,11-112. 116 No g]-i vano, la discusión de los años ochenta vino acompañada de una fuerte campaña en favor de la amplia despenalización de las conductas atentatorias contra el honor de las personas, en particular, de las injurias. Claramente en esta línea, por ejemplo. Morales Prats, 1988, 706; Asúa Batarrita, 1989, 23-26; Carmona Salgado, 1993, IM-l^S; la misma, 1995, en especial, 413-414, donde la autora expresamente reprocha al legislado una innecesaria "ultraprotección" del honor en detrimento de la libertad de información. Y recientemente, también, Tasendo Calvo, 1998,304. ^^•^ Expresamente descartan la posibilidad de un conflicto entre honor y libertad de información cuando la imputación es verdadera, entre otros, Berdugo, 1987, 70, 85; Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,156; López Pergrin, 2000,124. ^^^ De ahí el intento desarrollado por algunos autores de sustituir la idea de conflicto entre honor y libertad de expresión por una pretendida delimitación de sus respectivos ámbitos de actuación —en esta línea, por ejemplo, López Peregrin, 2000,123—. Sin embargo, esta forma de proceder resta buenas dosis de autonomía al objeto de tutela de los delitos contra el honor, como bien señala Álvarez Careta, 1999, 78.

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tra su límite natural en la transmisión de datos verdaderos ^^'^ (pues es evidente que sólo la verdad es útil para formar una opinión pública libre ^^^), se trata de buscar un concepto de honor capaz de eliminar de antemano su posible lesión mediante la imputación de esa clase de hechos, consiguiéndose así que todo el campo propio del derecho a informar permanezca al margen de los comportamientos abarcados por los delitos de injuria y calumnia^^'. Y para alcanzar este fín nada más adecuado que una concepción del honor cuya lesión se hace depender de la falsedad de la imputación. En síntesis: para eludir la colisión entre ambos derechos fundamentales se transplanta, en forma invertida, un elemento propio de la libertad de información —la veracidad del hecho— al campo del derecho al honor, convirtiendo a su contrario — la falsedad— en presupuesto de su lesión. Sin embargo, esta fórmula, pensada sin duda para potenciar las libertades de expresión e información, desemboca en un efecto paradójicamente contrario a estos derechos. La razón es la siguiente. Una vez admitido el papel esencial de la falsedad en la lesión del honor, resulta obvio que al autor de una imputación deshonrosa ha de dársele en todo caso la oportunidad de probar la verdad para eximirse de pena^^^, lo que

conduce de modo natural —como bien sostienen los más consecuentes partidarios de la tesis del honor merecido— al amplio reconocimiento de la exceptio veritatis^^^. Pero precisamente esta aparente ventaja constituye la base del problema, porque si la falsedad se interpreta como un elemento esencial del tipo objetivo, una vez invertida la carga de la prueba, la exención de pena quedará supeditada a la prueba de la verdad objetiva del hecho imputado, lo que de modo indirecto supone exigir certeza a quien realiza la imputación. Así las cosas, la eventual responsabilidad penal sólo quedaría descartada de antemano cuando el informador contara por anticipado con la total certeza de la verdad de los hechos a difundir. En caso contrario, en el momento de hacer pública la noticia no estaría descartado el riesgo de incurrir en un delito, circunstancia ésta que obviamente obstaculiza de forma grave el ejercicio fluido de la libertad de información^^"^. Lo que en un principio parecía orientado a favorecer un amplio ejercicio del derecho a informar se traduce así, en los resultados, en u n claro efecto desalentador de esta libertad pública. Por eso no es de extrañar que hoy prevalezca la tendencia a sustituir esa falsedad objetiva por la exigencia de un diligente contraste de la información, es decir, por el criterio

"^

Así, conrazón,Mufioz Llórente, 1999-2,181-184, si bien no comparto su idea de que la Constitución sólo legitimaría, al menos como regla general, la transmisión de hechos objetivamente verdaderos. Este punto de partida obliga al autor a resolver los casos de comprobación diligente de noticias que luego resultan ser falsas (la llamada "veracidad subjetiva") en el plano de la culpabilidad —como error sobre los presupuestos de una causa de justificación—, solución poco adecuada al propio texto constitucional que tan sólo pone como límite en el art. 20.1.d) la "veracidad" de la información, dejando así las puertas abiertas a soluciones menos rígidas. Sobre esta cuestión volveremos extensamente más adelante. ^^^ Esta incontestable realidad no prejuzga sobre los requisitos que ha de reunir esa verdad erigida en presupuesto esencial de la libertad de información. Como veremos en su momento, la amplia mayoría de la doctrina y, sobre todo, la jurisprudencia constitucional se han decantado por la llamada "veracidad subjetiva" que no supone la prueba absoluta de la certeza del hecho. '21 Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 42, afirman tajantemente que cuando se dice la verdad "ni siquiera queda resto del interés por proteger el honor, porque éste sólo puede consistir en ser tenido en consideración con arreglo a como se es y a como es la conducta de uno". ^^2 Al incluirse la falsedad como elemento del tipo (como presupuesto de la lesión del bien jurídico), la falta de verdad objetiva se convierte en un presupuesto

esencial de la ilicitud de la conducta que, como tal, ha de ser constatado en el proceso. Ciertamente, en condiciones normales, al tratarse de un elemento fundamentador de la punición, su prueba debería estar a cargo de la parte acusadora. Pero la propia naturaleza de los delitos de injurias y calumnias — en particular de estas últimas— impide la aplicación de este principio general porque, de admitirse, se estaría obligando al afectado por la imputación caluminosa (o injuriosa, en su caso) a probar su falta de culpabilidad en el hecho que se le atribuye. Para evitar tan flagrante lesión de la presunción de inocencia la legislación ha invertido tradicionalmente la carga de la prueba, imponiéndola a quien imputa el hecho. Con todo, el Consejo General del Poder Judicial, 1992,186, ha hecho notar, con razón, que la inclusión de la falsedad en el tipo objetivo de estos delitos conduce a un callejón sin salida donde siempre acaba por vulnerarse la presunción de inocencia: del sujeto pasivo si se siguen las reglas generales sobre la carga de la prueba, y del autor de la imputación si su absolución se hace depender de su capacidad para probar la no concurrencia de uno de los elementos que lo incriminan. Véanse también en este sentido. Vives Antón, 1987, 259;Tasendo Calvo, 1998, 315. 123 Véanse, por ejemplo, Alonso Álamo, 1983,129-133; Bacigalupo, 2000,4-5. ^24 Sobre la teoría de la distribución de riesgos en la configuración de los delitos contra el honor, muy seguida en Alemania, véase Bacigalupo, 2000,11.

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de la llamada veracidad subjetiva que en su momento vere-

movidos por el temor de llegar a una solución que, siquiera sea indirectamente, pudiera reflejar una mínima preferencia legal del honor frente a las tan mentadas libertades públicas. A la teoría de la justificación se le objeta, sobre todo, que pese a asegurar la licitud de la conducta del informador, no consigue evitar que el hecho resulte en principio relevante para el Derecho penal (típico), con la consecuencia "inaceptable" de incluir en el campo de prohibición un comportamiento realizado en el contexto del legítimo ejercicio de un derecho fundamental'^^. Para evitar este indeseado efecto se ensayan diversas soluciones en el plano de la tipicidad que, según se admita o no la existencia de un resultado típico en estas figuras, oscilan entre las teorías de la adecuación social'^^ y el riesgo permiti-

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mos'

/ . Repercusiones dogmáticas de la colisión entre honor y libertad de expresión: propuestas doctrinales Ante las serias dificultades para eludir de modo pleno y con argumentos convincentes las situaciones de colisión entre honor y libertad de expresión, han sido múltiples las propuestas ensayadas desde la doctrina y la jurisprudencia para dar solución dogmática a estos casos de conflicto. Ciertamente, la mayoría de la doctrina parece mantenerse fiel a la clásica tesis del ejercicio legítimo de un derecho, en virtud de la cual la solución del conflicto se situaría —como es tradicional en estos casos— en el terreno de la antijuridicidad^^^. Sin embargo, no son pocos quienes discuten este criterio

Resultó trascendental en este proceso la evolución de la jurisprudencia de los Estados Unidos de América, iniciada con el caso Sullivan vs. N.Y. Times. Véase al respecto, Salvador Coderch y otros, 1987,60-67. El efecto desalentador de la libertad de información se manifiesta, sobre todo, cuando la noticia recae sobre hechos difíciles de probar ante un tribunal, pues en estas circunstancias el periodista se encuentra ante el dilema de silenciar la información —aunque cuente con indicios suficientes para estar convencido de la verdad de los hechos— o exponerse a una sanción penal. De ahí que la Suprema Corte de los Estados Unidos de América declarase la inconstitucionalidad de imponer la carga de prueba al demandado por difamación. Véase al respecto, Muñoz Machado, 1988,104. Sobre esta teoría, reflejada hoy en parte en el texto legal español, volveremos con detenimiento más adelante. Así, Álvarez García, 1999,117; Bacigalupo, 2000,48-50; Bajo Fernández, 1989,8788; Carbonell Mateu, 1995,28-29; Carmona Salgado, PE, 328; García Pablos, 1984, 400; Rodríguez Mourullo, ComCP, 614; Muñoz Conde, PE, 273, si bien al incluir el "animus iniuriandi"como elemento subjetivo del tipo, este autor acaba por reconocer que, de concurrir todos los requisitos del ejercicio legítimo del derecho a informar —incluida la voluntad de transmitir noticias— faltaría ya la vertiente subjetiva de la tipicidad. Téngase en cuenta, de todos modos, que los partidarios del "honor merecido" reducen el campo de actuación del ejercicio legítimo del derecho a informar a los supuestos donde el hecho imputado resulta falso —ex post— o no es posible probar la verdad, pues de concurrir ésta en términos objetivos quedaría elimina ya la tipicidad de la conducta —véanse en esta línea, claramente, Berdugo, 1987, 70; Jaén Vallejo, 1999, 243. Este último autor, además, atribuye a la falsedad el carácter de "elemento de valoración global del hecho", llevándola así al plano de la antijuridicidad, como presupuesto positivo de ésta —véase faén Vallejo, 1992, 243-249, 272.

doi29.

El punto de partida de la tesis de la adecuación social consiste en que las acciones realizadas en el legítimo ejercicio de un derecho fundamental son acordes con el orden político y social establecido por la Constitución, motivo por el cual han de reputarse adecuadas al sistema social y, por tanto, ajenas a la prohibición penal —es decir, inidóneas, desde el principio, para resultar subsumidas en cualquier tipo penal—'^°. De ahí que se consideren socialmente adecuados y, por tanto atípleos, los ataques al honor realizados en el ejercicio de las libertades de información y expresión'^', circunstancia que se producirá

127 Véanse, entre otros. Morales Prats, 1988, 672; López Peregrín, 2000,124-125. 12^ Así Morales Prats, 1988,679, quien expresamente se decide por la adecuación social al considerar que se trata de la causa de atipicidad idónea para recortar el tipo de los delitos de mera actividad, condición que atribuye a los delitos contra el honor. 129 De esta opinión, Asúa Batarrita, 1989,28-29; López Peregrín, 2000,124-129,214. Por la vía de los elementos negativos del tipo llega también a la solución de la atipicidad, aunque partiendo del ejercicio legítimo de un derecho,Berdugo, 1987, 79-80. "O Así, Morales Prats, 1988, 672, 690. 1^1 En opinión de Morales Prats —1988,690—, esta adecuación al sistema constitucional permitiría extender los efectos de la licitud más allá del campo punitivo, alcanzando también al ámbito civil. De esta manera, quedaría excluida igualmente la posibilidad de acudir a la LO 1/1982 para solicitar un resarcimiento civil por los posibles ataques al honor ocurridos en el contexto del ejercicio de las libertades de expresión e información.

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cuando se hallen "en juego, de forma inmediata, los valores superiores relativos a la libertad y el pluralismo"^^^. No muy lejana a esta solución se encuentra aquélla que resuelve el problema en el plano de la imputación objetiva apelando al riesgo permitido. Conforme a este punto de vista, el papel esencial de la información y la crítica en un Estado democrático justificaría la tolerancia por parte del Derecho de los posibles atentados al honor realizados dentro de los límites constitucionales del ejercicio de las libertades asociadas a aquellas circunstancias, esto es, las libertades de expresión e información. Tales conductas quedarían, pues, fuera del alcance de las normas penales destinadas a proteger el honor frente a otra clase de ataques'^^. Estos últimos puntos de vista parecen olvidar, sin embargo, que también el honor forma parte del catálogo de derechos fundamentales, motivo por el cual resulta difícil de comprender que se admita sin tapujos su total desprotección en aras de asegurar el dominio casi absoluto de otros derechos de naturaleza semejante. Más aún cuando al no existir ningún criterio constitucional destinado a establecer una jerarquía entre tales

derechos básicos de la personalidad'^^, se reconoce ampliamente que todos ellos parten de una situación de paridad sólo susceptible de solución mediante la correspondiente ponderación de los intereses en juego'^^. Admitida esta premisa, no es fácil aceptar las soluciones fundadas en una renuncia general y anticipada a la tutela del honor, como sucede con las posturas que pretenden eliminarla tipicidad de todo ataque a este bien jurídico efectuado al amparo de las libertades de expresión e información'^^. Ello no significa, desde luego, que se reste importancia a estos derechos. Pero el camino más adecuado para concederles la merecida preferencia en atención a su función institucional en la formación de una opinión pública libre no pasa necesariamente por la desprotección total —y, a mi modo de ver, igualmente

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^^^ Morales Prats, 1988, 684, quien concluye que en estos casos el honor no resultaría lesionado —véanse, también, págs. 692 y 695, donde el autor insiste en esta idea—. Resulta difícil, sin embargo, comprender el motivo de esta última afirmación, porque una cosa es que en determinadas circunstancias el honor deje de estar tutelado por el Derecho penal ante la presencia de otros intereses sociales prevalentes —como los derechos de expresión e información— y otra muy distinta es que en tales casos su perturbación desaparezca. La preferencia de unos intereses sociales sobre otros puede explicar la falta de protección penal de determinados bienes jurídicos pero no así su indemnidad frente a las conductas que, aún realizándose en el contexto de ciertos derechos preferentes, de todos modos pueden afectar a su integridad. '^•^ Así, Asúa Batarrita, 1989,28-29. También López Peregerín, 2000,128-129 y 214, quien, sin embargo, consecuente con su adhesión a la tesis del honor merecido, distingue dos supuestos dentro del ejercicio de las libertades de expresión e información: en los casos de imputación de hechos ciertos o de juicios de valor fundados y no innecesariamente ofensivos, no cabría siquiera la posibilidad de afectación del honor y, por tanto, la causa de atipicidad se basaría en la falta de peligrosidad ex-ante para el bien jurídico; en cambio, cuando los hechos imputados resulten objetivamente falsos, si estos revisten interés público y concurre una diligente comprobación de su veracidad, la exclusión de la tipicidad se fundaría en la idea de riesgo permitido, pues el Derecho vendría a tolerar tales comportamientos dada su evidente utilidad social.

^^'^ La Constitución española no ofrece criterio explícito alguno para ordenar jerárquicamente los derechos recogidos en su Título I. Sólo en casos aislados aparece alguna referencia en esta línea, como sucede precisamente en el caso de la confluencia entre honor y libertad de expresión. Sin embargo, el tenor literal del art. 20.4. CE. muy poco ayuda a las tesis comentadas en el texto, en tanto parece apuntar exactamente en el sentido contrario al situar al honor — junto a la intimidad y a la propia imagen— como límites de las libertades de expresión e información y no al revés. Con todo, la jurisprudencia constitucional se ha ocupado de relativizar adecuadamente el alcance de este precepto mediante una interpretación teleológica destinada a impedir el grave perjuicio que para aquellas libertades públicas podría derivarse de una interpretación puramente gramatical del texto. Sobre esta cuestión volveremos más adelante. ^^^ Admite que la libertad de información carece de una posición preferente, en términos genéricos, frente al honor el Informe del Consejo General del Poder Judicial 1992, 181. También, Vives Antón, 1987, 253; Bajo Fernández, 1989, 94; Carmona Salgado, PE, 327; la misma, 1993,228; García Pablos, 1984,385-386. En contra, partiendo de la posición jerárquicamente superior de las libertades de expresión e información, Berdiigo, 1987, 66-67; Carbonell Maten, 1995, 13; Martínez Arrieta, 1996,193; Tasendo Calvo, 1998, 292. ^^^ Así lo determinó también el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el conocido caso Lingens —Sentencia de 8 de julio de 1986—: las personas públicas, declaró el Tribunal, gozan del derecho a la protección de su honor. Pero al ocupar una posición social de interés general ese derecho puede y debe quedar relegado cuando se informa u opina públicamente sobre sus actos en el contexto del ejercicio legítimo de la liberad de información proclamada en el art. 10 del Convenio Europeo. De este modo, el Tribunal europeo se adhiere a la tradicional teoría de la ponderación de intereses para resolver los casos de conflicto entre honor y libertad de expresión. Una amplia reseña de este caso puede consultarse en Muñoz Machado, 1988,190-196.

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inmerecida— del derecho personal a recibir el respeto comunitario. Como en otros casos de conflicto entre derechos fundamentales, la fórmula más adecuada parece encontrarse, en cambio, en la tradicional idea de ponderación de intereses destinada a proporcionar criterios de preferencia de un interés sobre el otro sin renunciar de manera general a la tutela de ninguno de ellos. Desde el punto de vista dogmático penal, esta solución conduce de modo natural a la categoría de la antijuridicidad, con el correspondiente mantenimiento de la tipicidad de cuantas conductas atenten contra el honor de las personas ^^^. En mi opinión, esta vía da debida cuenta del merecimiento de tutela de un bien jurídico de raigambre constitucional —el honor—, sin por ello descuidar la necesaria supremacía —y, por tanto, licitud— de las conductas que puedan afectarlo en el ejercicio de intereses preferentes —por ejemplo, las libertades de expresión e información cuando se ejercitan dentro de un determinado contexto de legitimidad—. En otros términos: al llevarse la solución del conflicto al plano de la antijuridicidad, se mantiene el valor preferente de la libertad de información sobre el honor —concediendo al informador una autorización para actuar que sitúa su conducta en el terreno de la licitud—, pero se advierte al mismo tiempo del carácter excepcional de ese desplazamiento de un derecho fundamental a favor de otro.

De ahí mi adhesión a la postura partidaria de resolver el conflicto entre estos bienes jurídicos a través de la causa de justificación de ejercicio legítimo de un derecho^^^. En realidad, la sustitución de esta solución clásica por las más drásticas tesis de la atipicidad sólo tendría sentido si el ámbito del ejercicio legítimo del derecho a informar se superpusiera íntegramente al campo del honor, es decir, si toda transmisión de hechos noticiables supusiera siempre una ingerencia en el derecho de las personas a gozar de un juicio social positivo. De ser así, ciertamente deberíamos dar la razón a quienes intentan eludir la tipicidad de tales conductas, porque carece de sentido admitir situaciones en las que el ejercicio de un derecho fundamental necesariamente conduzca a la realización de u n a conducta prohibida —al menos en principio— por el Derecho penal. Pero nada más lejos de la realidad. Es obvio que existe un amplísimo campo donde las libertades de expresión e información no rozan siquiera el derecho al honor, pues no todos los hechos de interés piíblico —aunque afecten a ciudadanos individuales— tienen contenido deshonroso para terceros. Así las cosas, honor y libertad de información son dos derechos con ámbitos de actuación autónomos y no necesariamente conflictivos entre sí, de donde se sigue que la prohibición de las conductas lesivas de uno de ellos no implica la automática y generalizada desprotección del otro. El ejercicio de la libertad de información no se ve amenazado, pues, de modo general, por la punición de ciertas conductas lesivas del honor. Sólo excepcionalmente, cuando la difusión de hechos de trascendencia piiblica impliquen la lesión de otros intereses legítimos que reciben el amparo del Derecho penal —como es el supuesto de la difusión de noticias atentatorias contra el honor de alguna persona— surgirá el conflicto. Y llegado este caso, como se ve excepcional, no parece razonable —ni necesario— optar por la desprotección absoluta de uno de los intereses para favorecer al otro. Sobre todo si se tiene en cuenta que ambos reciben la

^^'^ Así lo reconoce expresamente el Tribunal Constitucional cuando aclara, con razón, que la decisión judicial relativa al carácter lesivo del honor de un determinado comportamiento es independiente y transcurre por cauces dogmáticos distintos al pronunciamiento sobre el carácter lícito o antijurídico de esa conducta. Por eso afirma que el carácter preferente que bajo determinadas circunstancias corresponde atribuir a las libertades de expresión e información sobre el honor, "traslada el conflicto debatido a un distinto plano, pues no se trata ya de establecer si su ejercicio ha ocasionado lesión, penalmente sancionada, del derecho al honor..., sino de determinar si el ejercicio de esas libertades constitucionalmente protegidas como derechos fundamentales actúan o no como causa excluyente de la antijuridicidad. Debe, por ello, establecerse que en el conflicto confluyen dos perspectivas que es preciso integrar; la que enjuicia o valora la conducta del sujeto en relación con el derecho al honor que se dice lesionado y aquella otra, cuyo objeto es valorar dicha conducta en relación con la libertad de expresión o información en ejercicio de la cual se ha invadido aquel derecho." (STS 8-6-88, núm. 107/ 1988).

' ^^ Esta opinión, mayoritaria en la doctrina, es aceptada también ampliamente en la jurisprudencia. Véanse claramente en este sentido, por ejemplo, SSTS 3-688 (RJ 1988/4430); 16-3-90 (RJ 1990/2537); STC 8-6-88, núm. 107/1988.

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más elevada tutela de nuestro ordenamiento jurídico dada su común pertenencia al catálogo de derechos fundamentales. Por otra parte, tampoco se comprende bien el argumento según el cual resultaría "intolerable" admitir la relevancia típica de un comportamiento realizado en el ejercicio de un derecho fundamental. De llevarse este criterio hasta sus últimas consecuencias, se vaciaría de contenido gran parte del ámbito de las causas de justificación ya que, en definitiva, estas eximentes constituyen autorizaciones de actuar fundadas en buena medida en el ejercicio de esa clase de derechos. Sin ir más lejos, quien mata o hiere a su agresor para defender su propia vida está ejerciendo legítimamente su derecho a la vida o a la integridad física. Pero eso no obsta para que la conducta de matar o lesionar siga entrando en el contexto de los comportamientos generalmente prohibidos por el Derecho penal.

Una ponderación de intereses puede presentarse en Derecho penal al menos de tres formas diferentes. Sin duda, la más conocida y usual es la ponderación casuística, caracterizada porque la solución del conflicto la decide el juez caso a caso en función del conjunto de circunstancias concurrentes, sin verse vinculado por ninguna norma previa de alcance general. Eso sucede, por ejemplo, cuando se trata de aplicar el estado de necesidad genérico a un conflicto particular y no predeterminado entre dos bienes jurídicos (art. 20.7° CP)^^^. Una segunda posibilidad es la ponderación legal, en virtud de la cual es el legislador quien, a partir de un supuesto tipo de conflicto entre determinados bienes jurídicos, toma una decisión general al respecto, indicando los requisitos que han de concurrir para conceder el predominio a uno u otro de los intereses en juego. Un buen ejemplo de este modo de proceder lo encontramos en las indicaciones del aborto (recogidas aún en el art. 417bis del anterior Código penal)^'^^. En estos casos, obviamente la discrecionalidad del juzgador se ve muy mermada, pues su función queda constreñida a comprobar si concurren o no los presupuestos fijados de modo general por la ley para declarar preferente uno de los intereses en colisión. Entre estas dos formas de enfocar la ponderación, cabe todavía una tercera posibilidad. Me refiero al caso de la efectiva existencia de unos presupuestos predeterminados vinculantes para el juez de cara a resolver una clase específica de conflicto, pero cuya fuente no se encuentra en la ley sino en un orden normativo de rango superior al ordenamiento penal. Como luego veremos, esta es precisamente la situación en el conflicto entre honor y libertad de expresión, pues aunque la ley no ha prefijado aquí las condiciones para el predominio de uno u otro derecho''*\ sí lo ha hecho, en cambio, el Tribunal Constitucio-

2. Los criterios conflicto

constitucionales

para

la solución

del

Situado ya el conflicto en el plano de la antijuridicidad, corresponde preguntarse ahora por las pautas destinadas a darle solución. La condición de bienes jurídicos constitucionales que comparten el derecho al honor y las libertades de expresión e información ha hecho que sea el Tribunal Constitucional el encargado de perfilar estos criterios. 2.a. La ponderación

de

intereses

La primera cuestión a dilucidar se vincula con la forma apropiada para resolver tales situaciones de conflicto. Ciertamente, al tratarse de una colisión entre derechos legítimos donde se impone el sacrificio de uno de ellos para hacer posible la supervivencia del otro, no parece discutible la necesidad de ponderar la importancia relativa de cada uno de esos derechos en atención al conjunto de intereses relevantes. Sin embargo, a la vista de las múltiples formas que puede adquirir esa ponderación en el campo del Derecho penal, esta primera conclusión requiere mayores precisiones, sobre todo teniendo en cuenta la importante evolución que ha experimentado en pocos años la jurisprudencia constitucional en el modo de concebir el contenido y alcance de ese obligado contraste entre honor y libertad de expresión.

^^'^ Véase Cerezo Mir, Curso de Derecho penal español, II, 6" ed., 1998, 276-277. ^^'^ AI respecto puede consultarse, con mayores detalles, Laurenzo Copello, El aborto no punible, en particular, pp. 222 y ss. ^^' Sí lo hacía el Proyecto de Ley Orgánica de Código Penal de 1992 en su art. 211, transplantando al Derecho penal, en buena medida, las pautas fijadas ya por entonces por el Tribunal Constitucional para considerar preferente las libertades de expresión e información sobre el honor. Si bien este precepto no fue finalmente incluido en el Código hoy vigente, no faltaron voces favorables a tal ponderación legal, fundándose, sobre todo, en razones de seguridad

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nal al marcar los cauces de legitimidad del ejercicio de aquellas libertades en el contexto de la Constitución. En su tarea de interpretación de nuestra Carta Magna, el TC ha establecido, en efecto, las condiciones necesarias para que las conductas relacionadas con la transmisión de noticias o la manifestación de opiniones puedan prevalecer sobre el derecho fundamental al honor, dejando de este modo fijadas de antemano, y de modo general, las claves para la resolución del conflicto. Así las cosas, la tarea del juzgador se ciñe una vez más a la constatación de la concurrencia de esos requisitos predeterminados, sin que esté en sus manos la posibilidad de variar esas pautas en función de criterios alternativos no coincidentes con los previstos por el alto Tribunal en su tarea de intérprete de la Constitución. Con todo, en una primera fase el Tribunal Constitucional se decidió de modo claro por una ponderación casuística, no sometida a ningún criterio previo de validez general^'*^, en virtud de la cual el juez penal debía valorar todas las circunstancias concurrentes en el caso concreto para decidir, en función de ellas, cuál de los dos derechos debía prevalecer'^^. Así, por ejemplo, tratándose de un artículo periodístico, debían consi-

derarse, entre otras cuestiones particulares del caso, "la mayor o menor intensidad de sus frases, su tono humorístico, el hecho de afectar al honor del denunciado no en su faceta íntima o privada, sino en cuanto derivara sólo de su gestión pública como titular de un cargo representativo, y la intención de la crítica política en cuanto formadora de la opinión pública, así c o m o t a m b i é n la inexistencia o existencia de animus injuriandi"^'^^. Este criterio presenta el serio inconveniente de dejar reducida la función de control del Tribunal Constitucional a la tarea formal de constatar si la ponderación ha tenido lugar o no'"^^, sin darle la oportunidad de revisar, además, el contenido de esa ponderación en caso de haberse producido^'^^. Y como bien señalaron en su momento los críticos, tal restricción es poco adecuada a la naturaleza de los intereses implicados, pues, al encontrar todos ellos explícito reconocimiento constitucional, parece lógico que sea aquel alto Tribunal el encargado de dar la última palabra sobre las condiciones de predominio de unos derechos fundamentales sobre otros''^^. Siguiendo esta línea y, sobre todo, por la necesidad de ofrecer una interpretación auténtica del art. 20.4 CE —en virtud del cual el honor parecía erigirse en límite infranqueable de las libertades de expresión e información—, con el transcurso del tiempo la jurisprudencia constitucional fue perfilando una serie de pautas generales destinadas a establecer bajo qué circunstancias el honor debía ceder ante aquellas libertades, proceso éste que vino a desembocar en un marcado cambio de rumbo cuando el TC decidió abordar el conflicto en abstracto, atendiendo al conjunto de preceptos y principios constitucionales comprometidos en el mismo. A partir de este momento quedaron fijados de antemano, y con validez general, los

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jurídica. En este sentido se pronunció el Consejo General del Poder Judicial en su Informe, 1992, 180; véanse también. Vives Antón, 1987, 254-255; Carmona Salgado, 1993,244. '^^ De hecho, hay quien considera que en este campo resulta "imposible establecer a priori criterios generales de jerarquización", así Carmona Salgado, PE, 327. En la misma línea se ha manifestado el Tribunal Supremo al considerar que "ante la dificultad de mantener un criterio uniforme, el conflicto va a seguir existiendo, y la determinación de hasta dónde llega el lícito derecho a la crítica, por dura y áspera que sea, y cuando se desbordan tales límites y se incide en lo punible, presentará en gran número de casos verdaderas dificultades para vencer las cuales no pueden establecerse reglas apriorísticas o abstractas" (STS 12-2-1991, RJ1991/1010.) ^"^^ Claramente en esta línea, por ejemplo, STC17-7-86, núm. 104/1986 (caso Soria Semanal): "Cuando del ejercicio de la libertad de opinión (art. 20.1. a.) y / o del de la libertad de comunicar información (art. 20.1. d.) resulte afectado el derecho al honor de alguien, nos encontraremos ante un conflicto de derechos, ambos de rango fundamental, lo que significa que no necesariamente y en todo caso tal afectación del derecho al honor haya de prevalecer respecto al ejercicio que se haya hecho de aquellas libertades, ni tampoco siempre hayan de ser éstas consideradas como prevalentes, sino que se impone una necesaria y casuística ponderación entre uno y otras" (subrayado añadido.)

'44 STC 17-7-86, núm. 104/1986. ^4^ Así lo manifiesta expresamente la citada STC núm. 104/1986 (FJ 6), estableciendo como única excepción al respecto los s u p u e s t o s de clara "irrazonabilidad" en la ponderación. ^'^^ Consecuencia de haberse incorporado tal valoración alfactum, con las correspondientes restricciones derivadas en este campo del art. 44.1.b) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. '*'' Véase sobre esta crítica, con más datos bibliográficos, López Peregrm, 2000,110.

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criterios destinados a resolver los posibles casos de colisión entre el honor y las tan mentadas libertades públicas^'^^. Este cambio de perspectiva supuso el paso de la ponderación casuística a u n a ponderación general, con la consecuente reducción del poder discrecional del juzgador, cuya tarea quedó reducida a verificar la concurrencia de aquellas condiciones generales de predominio de uno u otro derecho conforme alas circunstancias del caso concreto^"^^, sin que sus propias valoraciones pudieran sustituir a las del alto Tribunal. De ahí la posibilidad añadida de revisar en amparo no ya sólo la existencia de la preceptiva ponderación, sino también su contenido^^*^. Esto no significa que la tarea de la jurisdicción ordinaria quede limitada a un mero papel formal carente de toda función valorativa, porque las pautas generales trazadas por el TC para

resolver el conflicto sólo pueden adquirir virtualidad práctica a partir de una adecuada valoración de las circunstancias del caso^^^ Además, como bien ha declarado el Tribunal Constitucional en su Sentencia 171/1990, corresponde en exclusiva al juez de la causa no sólo determinar los hechos concurrentes, sino también "los efectos que éstos hayan tenido en la esfera jurídicamente protegida de quienes se consideren perjudicados por ello"^^^. Esto quiere decir que entre las competencias del juez ordinario se encuentra, por ejemplo, la de decidir si el comportamiento que es objeto del juicio ha lesionado el honor del querellante, cuestión ésta que, como es obvio, constituye el prius lógico de cualquier posible conflicto. Sólo si la respuesta del tribunal de instancia es positiva, corresponderá en su caso al TC —y siempre sobre la base de los hechos probados— comprobar "si el órgano judicial ha realizado una ponderación constitucionalmente correcta de los derechos fundamentales en conflicto" ^^^. Veamos, pues, cuales son esas pautas generales establecidas por el Tribunal Constitucional para definir los respectivos ámbitos de predominio de las libertades de expresión e información y del honor.

1'*^ Probablemente el primer pronunciamiento claro en este sentido se encuentra en la STC 8-6-88, núm. 107/1988, donde si bien el TC reconoce que el juez ha de guiarse por las circunstancias concurrentes en el caso concreto, de inmediato pasa a enumerar y dar contenido a las pautas en función de las cuales ha de realizarse esa valoración. 149 Muy clara en este sentido la STC 11-3-97, núm. 51/1997, en cuyo F.J. 3 el T.C. razona sobre el procedimiento a seguir en la revisión de la resolución impugnada: "El iter lógico de nuestro examen constitucional debe acometer una cuestión previa y fundamental, que es la de determinar si, efectivamente, concurren en el caso concreto dos o más derechos fundamentales a ponderar. Dicho de otro modo...sólo en el supuesto de que constatemos que las expresiones objeto del presente litigio fueron vertidas al amparo de las libertades que reconocen y garantizan los apartados a) y d) del art. 20.1 de la CE, esto es, en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión o en el de comunicar información veraz, será posible abordar si la ponderación, entre éstos y el derecho al honor, llevada a cabo por los órganos judiciales, se ajusta a los consolidados criterios constitucionales que permiten determinar cuál de ambos derechos, y dadas unas específicas circunstancias, debe ceder ante el otro", (subrayado añadido) 1™ Véase en este sentido, López Peregrin, 2000,111. La STC 13-2-1995, núm. 42/ 1995, deja clara esta cuestión al afirmar que "la función de este Tribunal Constitucional en los recursos de amparo interpuestos a consecuencia de conflictos entre la libertad de expresión e información y el derecho al honor (es) la de determinar si la ponderación judicial de los derechos en colisión ha sido realizada de acuerdo con el valor que corresponde a cada uno de ellos", añadiendo que tal será el caso cuando la ponderación se adecué a la doctrina sentada al respecto por el propio TC. Ya se encontraba claramente expresada esta idea, por ejemplo, en las SSTC 6-6-90, núm. 105/1990 y 18-1-93, núm. 15/ 1993.

^^^ Así, por ejemplo, si el juez ordinario se enfrenta a un caso de lesión del honor por la difusión de una noticia referida a un personaje público, deberá guiarse por las pautas trazadas por el TC para decidir si corresponde dar preferencia al derecho a la información, justificando, por tanto, las posibles injurias. En esa medida, no estaría facultado, vg., a supeditar la justificación de la conducta del informador a su certeza absoluta sobre verdad objetiva del hecho, pues el TC ha dejado claro que basta aquí con la llamada "veracidad subjetiva", es decir, con el contraste diligente de la noticia antes de proceder a su difusión. Sin embargo, esa restricción no supone conceder al juzgador un papel puramente formal de constatación táctica, porque es a él a quien compete valorar si, conforme a las circunstancias concurrentes, se ha producido o no ese debido contraste de la noticia. El límite para el juez ordinario no afecta, pues, a su competencia para valorar el hecho sometido a enjuiciamiento, sino únicamente a las pautas para decidir sobre el predominio de uno u otro de los intereses en conflicto en caso de producirse una colisión. Véase, también en esta línea. Rebollo Vargas, 1992,80. Un buen ejemplo de este modo de proceder lo encontramos en la STS14-6-97, RJ1997/4723, donde una vez sentada la idea central de la ponderación de intereses, el Tribunal procede a constatar si concurren los presupuestos establecidos por el TC para otorgar preferencia a la libertad de información sobre el honor. 152 STC 12-11-90, núm. 171/1990, FJ 4. ^^^ Ibidem.

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2.b. La teoría de la posición expresión e información cional

preferente de las libertades de en el ordenamiento constitu-

Ante todo, destaca la idea —muy reiterada en las Sentencias del TC—, según la cual los derechos a informar y a expresar libremente las opiniones ocupan una posición preferente frente al honor, preferencia que se justifica por la función institucional de aquellas libertades en la conformación de una opinión pública libre. Sin embargo, hace falta ahondar algo más en este postulado para comprender su auténtico alcance, pues la propia jurisprudencia constitucional ha experimentado una interesante evolución en el modo de concebir sus consecuencias. Una primera posibilidad, coincidente con la postura inicial del TC —que siguió las líneas trazadas por la jurisprudencia norteamericana'^'^—, consiste en interpretar la doctrina de la posición preferente en su sentido más literal, esto es, como el expreso reconocimiento de una jerarquía interna entre los derechos fundamentales dentro de la cual las libertades de expresión e información ocuparían una posición de preferencia general frente al derecho al honor'5^. Esta supremacía jerárquica se explicaría, según sus partidarios, porque a su carácter de derechos fundamentales de trascendencia individual, estas hbertades añaden una dimensión institucional, cual es "la formación y existencia de una opinión pública libre, garantía que reviste especial trascendencia ya que, al ser una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, se convierte, a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática"'^^. En otros términos: las libertades de expre^54 Véase, al respecto, en sentido crítico. Vives Antón, 1987, 253. 155 Así, en los resultados, también Berdugo, 1987, 65-66; Martínez Arrieta, 1996, 193. 156 STC12-12-86, núm. 159/1986. También muy clara en esta línea la STC17-7-86, núm. 104/1986, en cuyo FJ 5 se lee: "el hecho de que el art. 20 de la Constitución garantiza el mantenimiento de una comunicación pública libre sin la cual quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática..., otorga a las libertades del art. 20 una valoración que trasciende a la que es común y propia

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sión e información ocuparían un lugar de privilegio en el catálogo de derechos fundamentales'^^ por constituir un presupuesto esencial para la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, ya que esa intervención sólo se puede ejercer de modo responsable a partir del contraste de información y de "opiniones diversas e incluso contrapuestas"'^^. Con la asunción de esta doctrina, el TC vino a admitir, en una primera fase de su evolución, un claro desequilibrio entre los derechos fundamentales, haciendo innecesaria, en los hechos, cualquier clase de ponderación. Téngase en cuenta, en efecto, que ese balanceamiento de los intereses en lisa sólo tiene sentido si se parte de una situación de legitimidad inicial compartida de los derechos a ponderar, circunstancia que no se da siab initio se rompe ese equilibrio a través del reconocimiento general y predeterminado de la mayor importancia de unos derechos respecto de otros'^^. En ese contexto se entiende que el TC admitiera durante mucho tiempo amplias restricciones del honor a favor de la libertad de información y, en cambio, sólo aceptase limitaciones "ínfimas" de esta última en beneficio de aquel derecho individual. "La preferencia del derecho de

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de todos los derechos fundamentales". Aunque, si se sigue de cerca la jurisprudencia constitucional, tampoco sería exacto afirmar que "todos" los demás derechos fundamentales quedan subordinados a las dos libertades objeto de estudio. En alguna ocasión el TC ha situado casi por encima de ellas, o al menos en su mismo nivel de privilegio, a la libertad ideológica consagrada en el art. 16.1 CE, por considerarla el auténtico fundamento de muchos otros derechos, incluidos los derechos de expresión e información —STC 15-2-90, núm. 20/1990. Al poseer esa dimensión institucional, dice el TC, estas libertades están "dotadas de una eficacia que trasciende a la que es común y propia de los demás derechos fundamentales, incluido el del honor". Ese efecto irradiante las situaría así por encima de los demás derechos de naturaleza puramente individual (STC 8-6-88, núm. 107/1988.) STS 12-12-86, núm. 159/1986. Acertadamente critica este punto de vista Vives Antón, 1995, 404-408, por considerar que la tesis de la posición preferente convierte, de hecho, a las libertades de expresión e información en derechos "ilimitados", característica ésta que, al eliminar toda clase de sujeciones —en particular, las derivadas de los derechos al honor y a la intimidad—, sólo consigue socavar la función de comunicación de ideas propia de los medios de comunicación, alentando, en cambio, su consideración como simple "mercancía" sometida a las leyes de la oferta y la demanda.

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información —dijo en este sentido el alto Tribunal en 1990— significa que su limitación sólo se justifica si con un ínfimo sacrificio del mismo se consigue evitar un sacrificio total del derecho ajeno"^^^ (en este caso, del derecho al honor.) Con el transcurso del tiempo, esta doctrina inicial fue dejando paso, sin embargo, a un criterio más matizado^^^ en virtud del cual la idea —nunca abandonada por el TC— de la posición preferente de la libertad de expresión sobre el honor no ha de interpretarse ya como un reconocimiento de superioridad genérica de un derecho sobre el otro, sino como parte de una auténtica ponderación de los intereses en conflicto que permite inclinar la balanza en favor de los derechos del art. 20.1 CE cuando, por la concurrencia de una serie de circunstancias, estas libertades adquieren la dimensión institucional de conformación de la opinión pública libre que le otorga especial relevancia en el Estado democrático^^^ PQJ- Q\ contrario, de no darse tales condiciones, la balanza se inclinará en sentido contrario, concediendo supremacía, en el caso concreto, al derecho al honor. En realidad, con este último punto de vista, la tan mentada "posición preferente" de las libertades del art. 20.1 deja de ser un criterio general de jerarquización entre los derechos fundamentales para convertirse en el simple resultado de un proceso de ponderación que ha partido de la identidad valorativa de los intereses en conflicto^^^. La única peculiaridad respecto de los casos habituales de ponderación puramente casuística es que en esta ocasión es el propio Tribunal el que, a partir del conjunto de principios constitucionales implicados, realiza

aquel contraste valorativo que concluye con la determinación de una serie de pautas generales destinadas a orientar la solución del conflicto en el caso concreto'^"*. En el contexto de esa ponderación general, el TC se inclina por otorgar una "posición preferente" a las libertades de información y expresión sobre el honor cuando concurren una serie de circunstancias que imprimen a tales libertades un carácter institucional de formación de la opinión pública libre y, por el contrario, concede supremacía al honor cuando, por el objeto de la información o la forma de expresar las opiniones, resulta innecesariamente afectada la dignidad del sujeto pasivo. 2. c. Los presupuestos de expresión e

libertades

Entrando ya en el contenido de los requisitos de preferencia de los derechos de expresión sobre el honor, es preciso atender a la diferencia entre libertad de expresión y derecho a la información que claramente se infiere del texto constitucional^^^. La distinción básica entre ellas reside en el objeto de cada una: mientras el contenido de la libertad de expresión son los pensamientos, ideas u opiniones —juicios de valor, en suma—; el objeto del derecho a la información son los hechos, o mejor aún, como dice el TC, "hechos que puedan considerarse noticiables"^^^. De estas precisiones se deriva con claridad que sólo el objeto de este último derecho puede ser sometido a alguna clase de prueba, porque es evidente que los juicios de

1^4 160 sxC 12-11-90, núm. 171/1990, FJ 10, subrayado añadido. ^ ^1 Señala también esta evolución de la doctrina constitucional Molina Fernández, PE, 261-263. ií)2 pyj. ggo ¿j(,g g| jQ gj^ ggta nueva etapa que, de concurrir los requisitos atinentes a su función institucional, la libertad de expresión adquiere una "posición prevalente, que no jerárquica" respecto del honor. Así STC 13-2-95, núm. 14/ 1995. 1^3 En sentido similar. Rebollo Vargas, 1992,80. También López Peregrín, 2000,113, nota n" 42, quien, para evitar la posible jerarquización de derechos fundamentales derivada de la idea tradicional de la posición preferente, se adhiere a un criterio alternativo, según el cual no se trataría de ponderar los derechos en conflicto para dar preferencia a uno sobre otro, sino de delimitar el ámbito de legítimo ejercicio de cada uno de ellos.

del ejercicio legítimo de las información

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En sentido similar, STS 21-1-88 (RJ1988/409): "Siendo la justicia un horizonte de equilibrio, la Constitución significa la armonía por excelencia y dentro de ella se integra la idea de proporción que obliga, en los casos de concurrencia de derechos, incompatibles entre sí, a fijar las preferencias, según el criterio constitucional aplicado al caso concreto". Téngase en cuenta, en efecto, que, si bien ambos derechos aparecen recogidos en el art. 20.1 de la Constitución, cada uno de ellos ocupa un apartado diferente —apartados a) y d) respectivamente— con contenidos y objetos fáciles de diferenciar. STC 8-6-88, núm. 107/1988. Ya en esta línea, STC 23-11-83, núm. 105/1983, donde comienza a perfilarse con claridad qué ha de entenderse por hechos "noticiables", en concreto, aquéllos que tengan trascendencia pública y cuyo conocimiento resulte necesario para hacer efectiva la participación de los ciudadanos en la vida comunitaria.

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valor, por su propia inmaterialidad, quedan al margen de posibles constataciones fácticas^^^. De ahí se infiere, a su vez, la principal diferencia en lo relativo a los requisitos para conceder legitimidad al ejercicio de estas libertades. En el caso de la libertad de expresión, su límite se encuentra en la necesidad de las expresiones, opiniones o ideas injuriosas. O, expresado en sentido negativo: "aparecerán desprovistas de valor de causa de justificación las frases formalmente injuriosas o aquellas que carezcan de interés público y, por tanto, resulten innecesarias a la esencia del pensamiento, idea u opinión que se expresa"^^^, como también aquéllas que no guarden relación con las ideas u opiniones que se exponen^^'^ o que sean "innecesariamente hirientes para la dignidad y el honor" de la persona afectada'^°. Un buen ejemplo del alcance de este requisito —y de su independencia respecto de la condición verdadera o falsa de los hechos sobre los que puedan realizarse los juicios de valor— lo ofrecen dos Sentencias donde el Tribunal Constitucional aborda la difusión de una misma noticia a través de dos medios de prensa diferentes, pero sólo concede el amparo a uno de

167 PQJ. ggQ jg libertad de expresión resulta más amplia que la libertad de información, como señalan las SSTC 8-6-88, núm. 107/1988; 15-2-90, núm. 20/ 1990. El Tribunal europeo de Derechos Humanos, en el caso Lingens (1986) también se manifestó en el sentido de distinguir claramente entre información —transmisión de hechos— y juicios de valor, estableciendo exigencias vinculadas a la verdad sólo en el primer supuesto. Véase, al respecto, Muñoz Machado, 1988,195-196. i''» STC 8-6-88, núm. 107/1988. ^^"^ Así lo expresó el TC en el controvertido caso de José María García, STC 6-6-90, núm. 105/1990. 170 c,jQ 21-11-95, núm. 173/1995. Como en muchos otros pronunciamientos del TC, también aquí se deja claro que la libertad de expresión encuentra siempre su límite en los meros insultos: "Se puede discrepar —dice la Sentencia—, censurar y criticar con toda la fuerza que se estime necesaria pero no insultar". También STC 13-2-90, núm. 14/1990, tajante al manifestar que las normas constitucionales "en ningún caso amparan el derecho al insulto". En la misma línea ha sostenido el Tribunal Supremo que "la crítica puede ser tan dura y enérgica como haya menester, pero no puede el crítico aprovechar su tarea para insultar y, menospreciar innecesaria e impunemente al criticado" (STS 27-11-89 - RJ1989/9328.) De ahí el acuerdo generalizado en mantener siempre la punición de las llamadas injurias absolutas o formales. Véanse al respecto, González Rus, 1993, 685; Molina Fernández, PE, 260.

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ellos''^^ Se trataba de un accidente aéreo cuyas causas ambos diarios vinculaban, a modo de hipótesis, y a partir de una serie de datos objetivos, con posibles defectos de personalidad del piloto —carácter irascible, depresiones, etc.—. Pues bien, aunque en ambos casos —como no podía ser de otro modo— el TC partió del interés público de la noticia y de la pertinencia de efectuar las correspondientes valoraciones del hecho siquiera sea a modo de hipótesis, finalmente sólo concedió el amparo a uno de los periódicos por entender que las formas utilizadas por el otro para referirse al piloto —"cachondo mental", "mal educado, grosero"— eran innecesarias para el fin de transmitir a la sociedad determinadas conjeturas sobre posibles causas del accidente, resultando "formalmente vejatorias, ajenas al hecho del accidente aéreo y a la formación de una opinión pública sobre sus causas". En cuanto a la libertad de información, la naturaleza de su objeto —hechos noticiables— permite insertar, en cambio, un límite directamente vinculado a su contenido y no sólo a las formas. La propia Constitución apunta en esta línea al circunscribir su legítimo ejercicio a la comunicación y recepción libre de "información veraz" (art. 20.1.d) CE), requisito éste que no se identifica con noticias o hechos probadamente verdaderos —en el sentido de prueba de la verdad absoluta—, sino en su vertiente subjetiva de "propósito —por parte de quien difunde el hecho— de buscar la verdad a través de una especial diligencia a fin de contrastar debidamente la información que asegure la seriedad del esfuerzo informativo"'^^. "Información veraz — dice el TC en otro pronunciamiento— en el sentido del art. 20.1 d), significa... información comprobada según los cánones de la profesionalidad informativa, excluyendo invenciones, rumores o meras insidias"'^^—'''^. No se trata, pues, de excluir de

171 Se trata de las SSTC de 12-11-90, núms. 171/1990 y 172/1990. 172 STC 21-11-95, núm. 173/1995; STS 11-3-97. 173 STC 6-6-90, núm. 105/1990. También el Tribunal Supremo ha perfilado un concepto similar de veracidad a partir de las pautas trazadas por el TC. Véanse, entre otras, SSTS15-4-89, RJ 1989/3357; 29-12-90, RJ 1990/10110; 159-92, RJ 1992/7151; 22-5-93, RJ 1993/4232. 174 Como bien ha reconocido el TC, no es fácil decidir en la práctica hasta dónde llega el deber de diligencia del informador en la comprobación de la noticia, por lo que es imprescindible estar al caso concreto y analizar cada una de las

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la posible justificación cualquier noticia que ex post resulte falsa, sino sólo la que se difunda sin tomar las debidas precauciones para comprobar su adecuación a la realidad^''^ conforme a los medios disponibles ex ante^'^^. Siguiendo esta línea, el TC ha declarado que "no es requisito de la prueba de la veracidad... la demostración plena y exacta de los hechos imputados. Basta con un inicio significativo de probanza, que no es, ni lógicamente puede ser, la de la prueba judicial, es decir, más allá de la duda razonable...Tampoco es necesario ...que la denuncia de los hechos irregulares e imputados a terceros hayan de ser puestos exclusivamente en conocimiento de las autoridades para que éstas practiquen las averiguaciones de rigor. O dicho de otro modo: no haber efectuado una denuncia formal judicial o administrativa, de las citadas irregularidades no supone una demostración irrefutable de la falta de veracidad de la información exigible constitucionalmente a quien se manifiesta críticamente"^^'. Con todo, esta tesis merece alguna matización, pues no es conveniente que la falta de coincidencia entre verdad judicial y veracidad —como presupuesto del ejercicio de la libertad de informar— se interprete como una relativización cualitativa

del concepto de verdad^'^. La diferencia reside, más bien, en la perspectiva desde la que se observa la adecuación de lo imputado a la realidad. Es decir, se trata de desplazar el momento que ha de tenerse en cuenta para valorar la concurrencia de elementos suficientes y razonables de convicción sobre la verdad del hecho: en lugar de fijar la mirada en todos los elementos disponibles en una fase posterior a l a imputación, el juicio se efectúa sobre la base de los datos disponibles en el momento de la acción^'^. Pero eso no significa, como bien se ha señalado en la doctrina, que basten las meras intuiciones del informador para dar por existente la exigida "veracidad". Al contrario, es preciso que a partir de un juicio objetivo ex-ante sea posible predicar —con un grado de convicción aceptable— que los hechos imputados son ciertos^*^*^.

circunstancias concurrentes en el hecho. En particular, han planteado problemas los supuestos de no identificación de las fuentes amparándose en el secreto profesional. En este ámbito el TC ha determinado que si bien el periodista no está obligado a revelar sus fuentes, sí lo está a demostrar de modo fehaciente "que ha hecho algo más que menospreciar la veracidad o falsedad de su información", motivo por el cual no se ha considerado suficiente para dar por cumplido el requisito de la veracidad la apelación a fuentes no identificadas que habrían confirmado la noticia. Tales fuentes, dice la STC 31-1-00, núm. 21/2000, han de considerarse "indeterminadas" y, por ello, necesitadas de otras corroboraciones de contraste. ^ ^5 El Tribunal Supremo tiene declarado que hace falta " algo más que un mínimo deber de comprobación" (STS 15-4-89, RJ 3357), motivo por el cual, en principio, no basta una única fuente de información para dar por cumplido el requisito de comprobación diligente de la noticia. Así, por ejemplo, la STS 225-93, RJ 1993/4232, consideró insuficiente la declaración de un único testigo extraída de un sumario judicial para dar por cumplida la exigencia de veracidad en una publicación que atribuía graves delitos a un ciudadano. i^*^ Véanse, ]aén Vallejo, 1992, 243; Muñoz Llórente, 1999-2, 201, quien remite al criterio del observador imparcial puesto en el lugar del autor. 177 STC 1-7-91, núm. 143/1991. También, por ejemplo, STC 11-3-97, núm. 5 1 / 1997.

17^ Esta idea ha sido desarrollada con acierto por Pérez del Valle, 1998,270-273. 17*^ Muy clara en este sentido la STS 3-6-88 (RJ 1988/4430): "la veracidad de la información —dice en su FJ tercero— no se debe realizar mediante un juicio expost en el que se comparte la información con la realidad informada tal como le resulta congnoscible al Tribunal en el proceso. Por el contrario, el derecho constitucional de informar depende en su ejercicio, de la veracidad que se pueda establecer exante, en el momento de obrar, para lo cual se ha de exigir una comprobación seria y a conciencia, realizada por el autor, de las circunstancias que permiten formar un juicio adecuado sobre la veracidad de la información en el momento de la realización de la acción". 180 PQJ. ggQ sostiene, con razón, Pérez del Valle, 1998, 271, que la veracidad ha de identificarse con la convicción en conciencia de la verdad de la imputación, convicción que necesariamente se debe basar en argumentos racionales. No comparto, en cambio, la restricción que impone este autor al concepto de veracidad a partir de la licitud o ilicitud de los medios de prueba utilizados para alcanzar aquella convicción. Conforme a esta idea, no habría veracidad —y, por tanto, debería condenarse por calumnia (o injuria, en su caso)— si el informador ha alcanzado la convicción de la verdad a partir de medios de prueba prohibidos en el proceso penal por constituir intromisiones ilegítimas en los derechos fundamentales de las personas. Si bien comparto el fin último de esta restricción —esto es, evitar que se eludan los límites constitucionales de la prueba a través de un proceso de imputación de delitos paralelo al sistema judicial—, no creo que sea compatible con las exigencias provenientes del propio texto legal. Tanto en el art. 205 como en el 208 CP queda clara la exigencia del "consciente desprecio hacia la verdad", circunstancia que no se dará si el sujeto actúa con pruebas claras de la verdad del hecho, aunque su origen sea ilícito. La incómoda sensación de permitir con la interpretación que propongo una extralimitación del derecho a informar queda en parte suavizada por la existencia de una serie de preceptos en los delitos contra la intimidad que casi siempre resultarán aplicables (en particular, el segundo

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Estas observaciones permiten relativizar notablemente la idea de "subjetividad" asociada siempre de modo muy intenso al concepto de información veraz exigido por la Constitución. A mi modo de ver, si bien es cierto que ha de concurrir un componente subjetivo —la convicción del informador de estar transmitiendo hechos verdaderos—, no lo es menos que esa seguridad subjetiva ha de fundarse en una serie de datos fácticos susceptibles de conducir racionalmente a la conclusión de que el hecho a imputar se corresponde con la realidad. Precisamente por eso la comprobación de la veracidad en sede judicial ha de incluir de modo necesario aquel juicio objetivo ex-ante en virtud del cual el juzgador decide si, conforme al conjunto de circunstancias concurrentes en el momento de la acción, era posible partir de la verdad de los hechos difundidos. En este sentido, la veracidad no es menos "objetiva" que la verdad ex-post, aunque pueda no coincidir con ella en los resultados ^^^

La tesis de la veracidad se presenta así como la más adecuada para conciliar hasta cierto punto los dos intereses en conflicto, sin que ninguno de ellos se vea totalmente desplazado en beneficio del otro: se sustituye la verdad objetiva por el deber de diligencia en la comprobación de la noticia a fin de evitar limitaciones excesivas del derecho a la información que resultarían poco acordes con su función conformadora de la opinión pública y podrían conducir a una indeseable autocensura^^^; pero, al mismo tiempo, no se renuncia totalmente a vincular la justificación de la conducta con la verdad —siquiera sea a través de la fórmula de veracidad ex ante— para prevenir agresiones desproporcionadas al honor, como serían todas aquéllas que, por difundir meros rumores o invenciones, carecen de relevancia en la función institucional sobre la que se basa el predominio del derecho a informar. Recapitulando, los respectivos límites de las libertades de expresión e información se sitúan, pues, en los siguientes puntos: cuando se trate de juicios de valor —objeto de la libertad de expresión— su límite se encontrará en la necesidad de la expresión injuriosa para transmitir las correspondientes ideas u opiniones; si la lesión del honor se produce con motivo de la imputación de hechos —ámbito del derecho a la información— será preciso que concurra la veracidad, entendida en el

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párrafo del art. 197.3 CP), impidiendo así la impunidad del autor y previniendo, en buena medida, la efectiva realización de esta clase de actos lesivos no sólo de la intimidad sino también del honor (aunque en este último caso resulte justificado.) Quizás, una visión de estas características permitiría superar el escollo que encuentra Muñoz Llórente —1999-2,181-190— para aceptar que la veracidad sea un límite suficiente del ejercicio legítimo de la libertad de información. En su opinión, sólo la verdad en sentido objetivo puede servir de base para legitimar el derecho constitucional a informar, pues únicamente la transmisión de hechos verdaderos contribuye a la formación de una opinión pública libre, punto de partida éste que le obliga a relegar los supuestos de "pura" veracidad subjetiva —es decir, aquéllos donde, pese a la comprobación diligente de las fuentes, los hechos acaban por demostrarse falsos a posteriori— al campo del error sobre los presupuestos fácticos de una causa de justificación (véase la obra citada, en particular, p. 197, nota n° 188.) La dificultad que encuentra este autor para incluir los supuestos de veracidad en el plano de la justificación se originan en la drástica distinción entre verdad ex post y veracidad, en virtud de la cual sólo la primera se identifica con la verdad objetiva, mientras que la idea de veracidad se sitúa en un plano exclusivamente subjetivo. Ello le obliga a echar mano de una solución muy poco convincente desde el punto de vista de las garantías del derecho a informar, pues acaba por relegar muchos de los supuestos de constatación adecuada y diligente de la información al campo de la ilicitud penal, si bien consigue finalmente su impunidad in extremis a través de las reglas del error de prohibición excluyentes de la culpabilidad (al menos a estar a la opinión dominante.) Pues bien, a mi modo de ver, tales dificultades pueden obviarse si el concepto de veracidad deja de relacionase de modo exclusivo, como viene siendo habitual, con una

posición meramente subjetiva del informador y se le reconoce, en cambio, una vertiente objetiva capaz de vincularla con la verdad sin más, aunque valorada en un momento previo a la d ifusión de la noticia en lugar de referirse a una fase posterior. En esta línea, Bacigalupo, 2000, 50. Plantea cierta inquietud por las consecuencias —en este caso civiles— de la sustitución de la verdad objetiva por el deber de comprobación diligente de la noticia, Pantaleón, 1996,16891690, quien recuerda que, en términos estrictos, esta tesis del Tribunal Constitucional impide a la víctima de un atentado contra el honor ejercer su derecho de retractación aun cuando a posteriori exista constancia de la falsedad del hecho imputado, porque de haber cumplido el informador con el deber de contraste de las fuentes ya no se producirá la "intromisión ilegítima" que sirve de presupuesto a la acción civil por retractación. Esta idea es originaria de los Estados Unidos de América, cuya Corte Suprema elaboró en los años sesenta la teoría de la "actual malice", según la cual sólo cabe condenar por un delito contra el honor a quien difunde una noticia "con conciencia de su falsedad o temerario desprecio hacia su verdad o falsedad". Véase al respecto, con un amplio comentario del caso "New York Times vs. Sullivan", a partir del cual se desarrolló esta doctrina, Salvador y otros, 1987,6067.

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sentido de un previo contraste adecuado y diligente de la verdad de la noticia a difundir. Estas pautas, muy claras en su consideración abstracta, se tornan algo más difíciles de aplicar cuando en un caso concreto aparecen mezcladas las imputaciones de hechos y los juicios de valor, componiendo un todo que, en conjunto, repercute de modo negativo sobre el honor de la persona aludida. Para resolver estos casos, nada infrecuentes en la práctica, el TC suele intentar, ante todo, un adecuado deslinde entre los aspectos fácticos relacionados con la imputación de hechos, por una parte, y las valoraciones que suscita esa noticia, por la otra, aplicando luego a cada uno sus correspondientes exigencias —esto es, la veracidad respecto de los primeros y la proporcionalidad o necesidad en el caso de las segundas—^^^. Pero tampoco han de descartarse supuestos en los que resulte "difícil o imposible separar, en un mismo texto, los elementos informativos de los valorativos", en cuyo caso habrá de estarse, siempre según el TC, al elemento "predominante"^*^'*. Pero además de estas exigencias específicas, existe una c o n d i c i ó n c o m ú n a a m b a s l i b e r t a d e s en su f u n c i ó n conformadora de la opinión pública. Me refiero a la ineludible exigencia de que los hechos difundidos o las opiniones vertidas se refieran a asuntos "de interés general por las materias a que se refieren y por las personas que en ellos intervienen" ^^^. En

efecto, según afirma el TC, cuando los titulares del honor "son personas públicas, ejercen funciones públicas o resultan implicadas en asuntos de relevancia pública", las libertades de expresión e información adquieren "su máximo nivel de eficacia justificadora frente al derecho al honor, el cual se debilita, proporcionalmente, como límite externo"^^^. Con todo, tan trascendental exigencia choca con el escollo de fundarse en un concepto en sí mismo difuso y susceptible de diversas lecturas, pues es obvio que hay múltiples formas de precisar qué ha de entenderse por asuntos de "interés público". Con mucha frecuencia se acude a la condición pública de la persona implicada, respecto de la cual se justifica el debilitamiento de su derecho al honor en la medida en que todos "los personajes públicos o dedicados a actividades que persiguen notoriedad pública aceptan voluntariamente el riesgo de que sus derechos subjetivos de personalidad resulten afectados por críticas, opiniones o revelaciones adversas"^^^. Sin embargo, tienen razón quienes objetan a este criterio subjetivo que no es la condición del ciudadano la que otorga trascendencia social a la información, sino la propia naturaleza de los hechos transmitidos ^^^. En esa medida, si bien es cierto que la posición social de las personas dedicadas a los asuntos públicos generalmente las coloca en el punto de mira de la colectividad, no lo es menos que no es su condición, en sí misma, la que permite justificar las intromisiones en su honor^^^, sino la relevancia

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^^^ Véase en esta línea, por ejemplo, STC 12-11-90, núm. 171/1990. 184 Así, entre Otras, SSTC 12-2-96,núm. 19/1996;6-6-90,núm. 105/1990 (caso José María García.) Sin embargo, en este último caso, el TC sí consiguió separar los aspectos relativos a la imputación de hechos de las opiniones vertidas por el periodista al hilo de esa información. Hasta tal punto es así que el Tribunal admitió que el periodista había actuado "en el ejercicio del derecho a comunicar libremente información veraz protegido por el artículo 20.1.d) CE." — se acusaba a un diputado de las Cortes de Aragón de percibir dietas por desplazamiento a la ciudad de Zaragoza pese a tener su domicilio en esa ciudad—, pero pese a ello no concedió el amparo,por entender que en el contexto de los juicios vertidos por el informador con motivo de la noticia se habían empleado "numerosas expresiones claramente ofensivas, innecesarias para la información que transmitía, e inútilmente vejatorias", motivo por el cual tales lesiones al honor —y no las derivadas de la noticia en sí misma— ya no podían considerarse abarcadas, a juicio del TC, por el precepto constitucional que proclama la libertad de expresión. i«^ STC 8-6-88, núm. 107/1988.

1**^ Ibidem. También el Tribunal Supremo ha asumido claramente esta doctrina constitucional. Véase, por ejemplo, STS 3-6-88 (RJ 1988/4430.) 1**^ STC 12-11-90, núm. 171/1990. En una línea similar, se ha sostenido desde la doctrina que quien se dedica a los asuntos públicos renuncia parcialmente a la exigencia de respeto que en principio corresponde a todos los ciudadanos, pues su propia forma de participar en la vida social le obliga a asumir un mayor riesgo a verse sometido a la crítica y censura de terceros. Así, Berdugo, 1987,105,119. i8« Así, Muñoz Llórente, 1999-2,167-168. 18' Así, por ejemplo, llamar "ignorante" a una persona que demuestra públicamente desconocer aspectos básicos de la vida cultural del país es siempre ofensivo, sea un particular o sea el Ministro de Cultura quien emite la opinión. La diferencia no reside en que el honor del particular resulte lesionado y el del Ministro no, sino en que este último se verá obligado a soportar el juicio afrentoso debido al indudable interés general que suscitan los conocimientos de quien está encargado de gestionar la Cultura del Estado, interés que, en

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social de una parte importante de los actos que desarrollan en su vida de convivencia^ ^*^. Por muy sutil que parezca este matiz, con él es posible cerrar el paso a quienes se muestran partidarios de admitir el predominio de la libertad de información prácticamente siempre que se vea implicado un personaje público, incluso cuando los hechos deshonrosos afecten a su vida privada^^^ En todo caso, si bien resulta imposible ofrecer de antemano una fórmula capaz de trazar con precisión la línea divisoria entre los asuntos de interés público y los que no revisten esa condición, no por ello ha de renunciarse a ciertas pautas orientadoras de carácter general destinadas a facilitar la decisión en un caso concreto. En esta línea, me parece acertada la propuesta doctrinal partidaria de incluir en la categoría de asuntos de relevancia pública todos aquellos hechos que faciliten o hagan posible la participación de los ciudadanos en la vida comunitaria^ ^2. Siguiendo estas pautas, quedarán al margen de los límites de preferencia de las libertades de expresión e información, por no revestir interés social alguno, cuantas cuestiones se relacionen de modo exclusivo con la vida privada

de las personas'^^, con independencia de que éstas ocupen o no una posición social con repercusiones públicas^^"^. A sensu contrario, esto significa que también las personas privadas pueden en algún momento ver relegado su derecho al honor frente a las libertades de información o de expresión. Tal cosa puede suceder cuando, por motivos circunstanciales, esas personas se vean involucradas en asuntos de trascendencia social. Sin embargo, en estos casos el Tribunal Constitucional parece exigir mayor cautela a la hora de comprobar la efectiva relevancia pública del hecho en el que el particular se ve involucrado, pues estas personas, a diferencia de quienes se dedican a la cosa pública, en ningún momento han aceptado de forma tácita el riesgo de verse sometidos por sus actos al juicio de la colectividad ^^^. Por último, la íntima relación de las libertades que son objeto de nuestro estudio con los medios de comunicación — como vías habituales para la transmisión no sólo de noticias sino también de opiniones e ideas sobre asuntos de trascenden-

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cambio, está totalmente ausente si la manifestación de ignorancia proviene de un particular. i""^ En consecuencia, la condición pública de la persona implicada no le concede al hecho automáticamente un contenido de interés público, como bien han aclarado, por ejemplo. Jaén Vallejo, 1992, 49 y Muñoz Llórente, 1999-2,168. i'^i Parece ir en esta línea Tasendo Calvo, 1998, 294, para quien estaría justificada, por ejemplo, la difusión y opinión sobre determinados aspectos deshonrosos de la vida privada de los políticos en tanto éstos puedan "afectar a su función pública, presente o futura". Así, entraría en el ámbito de la libertad de información la revelación de algunos "vicios", como el alcoholismo, el consumo de drogas o ciertas "conductas sexualmente deshonrosas". Por centrarnos sólo en este último aspecto, resulta difícil comprender desde qué perspectiva puede tener relevancia para la formación de una opinión pública libre una determinada orientación o conducta sexual —si no es delictiva, claro está— de un personaje público, por muy minoritaria que aquélla sea. i^^ Véanse, Muñoz Machado, 1988,153; Muñoz Llórente, 1999-2,175-179. Se opta así por un criterio amplio de interés público frente a la muy restringida tesis que pretende limitarlo a los asuntos de orden político. Como bien afirma Muñoz Llórente, ese criterio amplio encuentra un fundamento de peso en la LO 1/ 1982, cuyo art. 8.1. establece que no habrá intromisiones ilegítimas en el honor (ni en la intimidad) cuando "predomine un interés histórico, científico o cultural relevante", abriendo así las puertas a un muy variado abanico de hechos de interés general. Véase también, Carmona Salgado, 1995,408-409.

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Es jurisprudencia constante de nuestros tribunales. Véanse, por ejemplo, STC 6-6-90, núm. 105/1990; STS 16-3-90 (RJ 1990/2537.) ^^^ En esta medida no comparto la opinión de López Peregn'n, 2000, 172, en el sentido de vincular el carácter público o privado de la persona afectada con el grado de exigencias del deber de veracidad. En opinión de esta autora, cuando la información se refiere a un personaje público, el ámbito de riesgo permitido alcanza su máximo nivel, rebajándose en paralelo el deber de veracidad. Por eso, a su entender, la justificación del atentado al honor en tales casos sólo depende de "un mínimo grado de comprobación de la noticia", exigencia ésta que, en cambio, se hace mucho más estricta cuando la víctima es un particular. En mi opinión, esta relajación en el deber de veracidad cuando se trata de personas que ocupan posiciones de trascendencia social descansa en un equívoco que conduce a una injustificada desprotección de sus ámbitos de privacidad. En realidad, la diferencia no se encuentra en las exigencias del deber de comprobación de la noticia —que siempre ha de reunir las mismas condiciones si se quiere respetar el principio de igualdad— sino en el otro presupuesto del ejercicio del derecho a informar, esto es, en la trascendencia público del hecho sobre el que se informa. Porque es cierto que tratándose de personas privadas el interés público de la noticia será menos evidente y, por tanto, requerirá más justificación. Pero eso nada tiene que ver con el deber de contrastar de modo diligente la verdad del hecho que se va a difundir. Ese deber es igual en todos los casos y nada autoriza a disminuir sus exigencias cuando se trata de personajes con posiciones destacadas en la comunidad. ^^^ Véase, al respecto, SSTC 12-11-90, núms. 171/1990 y 172/1990.

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cia pública— ha llevado en ocasiones al TC a reconocer a los periodistas una especie de posición de privilegio a la hora de acceder a la tutela constitucional del art. 20.1 CE: "la protección constitucional de los derechos de que se trata —dice, por ejemplo, la Sentencia del conocido caso José María García— alcanza un máximo nivel cuando la libertad es ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública que es la prensa"^^^. La doctrina, sin embargo, ha objetado a este planteamiento —a mi modo de ver con razón— que pierde de vista la relación intrínseca entre libertad de expresión y libertad de pensamiento, con su consecuente anclaje en un aspecto consustancial a todo ciudadano y no sólo —ni de modo más intenso— en quienes habitualmente se ocupan de difundir informaciones^^''. Además, de admitirse tal privilegio se estaría restringiendo, asensu contrario, el derecho de quienes no tiene acceso a los medios de comunicación a exponer sus opiniones e incluso, si fuera el caso, a difundir noticias de relevancia pública, concediéndose a los periodistas, inexplicablemente, el monopolio en el campo de la crítica política'^^. Por eso, no

parece aceptable que la no pertenencia del autor a la profesión periodística o la falta de canalización de la expresión injuriosa a través de un medio de prensa puedan debilitar la posición preferente que corresponde atribuir a los derechos de expresión cuando se trata de hechos de interés público y se respetan los demás requisitos de su legítimo ejercicio'^^.

STC 6-6-90, núm. 105/1990. Sin embargo, otros pronunciamientos anteriores del Tribunal Constitucional mantenían la posición contraria. Así claramente la STC 16-3-81, núm. 6/1981, donde se afirma que las libertades de expresión e información son "derechos de libertad frente al poder y comunes a todos los ciudadanos. Quienes hacen profesión de la expresión de ideas u opiniones o de la comunicación de información los ejercen con mayor frecuencia que el resto de sus conciudadanos, pero no derivan de ello ningún privilegio". En algunos casos el TC parece reconocer a la generalidad de los ciudadanos tan solo una posición pasiva respecto al derecho a la información —como receptores de noticias—, reservando la legitimación activa —es decir, la capacidad para transmitir esa información— a los profesionales de la prensa. En esta línea dice, por ejemplo, la STC 23-11-83, núm. 105/1983: "El objeto de este derecho es por consiguiente el conjunto de hechos que puedan considerarse como noticiables o noticiosos.. .y de él es sujeto primario la colectividad y cada uno de sus miembros, cuyo interés es el soporte final de este derecho, del que es asimismo sujeto, órgano o instrumento el profesional del periodismo, puesto que a él concierne la búsqueda de la información y su posterior transmisión". Así, Berdugo Gómez de la Torre, 1987,107; García Pablos, 1984,385; Rebollo Vargas, 1992, 64-66; López Peregrín, 2000, 119, nota n° 56. De hecho, se llega a esa situación monopolística cuando se afirma que "el valor preferente de la libertad (de información) declina, cuando su ejercicio no se realiza por los

3. Repercusiones de la doctrina constitucional en la configuración de los delitos contra el honor: el conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad como concreción de la idea de veracidad Como se apuntó más arriba, los criterios propuestos por el Tribunal Constitucional para resolver el conflicto entre honor y libertad de expresión han influido de modo importante en la actual configuración de las injurias y calumnias. En particular, destaca la referencia legal al "conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad", criterio éste con el que se pretende captar la esencia del concepto de veracidad elaborado por la jurisprudencia constitucional. Recuérdese, en efecto, que para el TC información veraz no es equivalente a la verdad objetiva comprobada ex-post, sino la información difundida tras "la necesaria diligencia en la búsqueda de lo cierto"^^^. En sentido inverso, ello significa que una noticia no es veraz —y. cauces normales de formación de la opinión pública". Con tales argumentos la STC 27-10-87, núm. 165/1987 no admitió la preferencia de esta libertad sobre el honor en un supuesto de informaciones de contenido injurioso incluidas en unas octavillas repartidas por una asociación de vecinos. ^^"^ Ello no obsta a que estas circunstancias —particularmente la relativa al medio utilizado para la difusión de las opiniones o noticias— puedan ser importantes en la ponderación. De hecho, las propia profesionalización de la tarea de transmitir informaciones hace que los medios de comunicación generalmente tengan mayores posibilidades de contrastar de modo adecuado los hechos noticiables, motivo por el cual no es de descartar que en su caso resulte más fácil la justificación. Pero si un particular difunde una noticia tras haberla comprobado de modo diligente, ningún inconveniente debería haber para justificar su conducta injuriosa por ejercido legítimo de la libertad de información. Exigirle más que a un periodista en condiciones semejantes supondría consagrar una discriminación en el acceso a los derechos fundamentales muy poco compatible con los postulados básicos de nuestra Ley Fundamental. 200 STC 11-3-97, núm. 51/1997.

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por tanto, queda al margen de la tutela constitucional del derecho a informar— cuando el informador no ha contrastado suficientemente las fuentes a fin de obtener un grado razonable de seguridad sobre la adecuación de los hechos a la realidad o, lo que es igual, cuando difunde la noticia con "temerario desprecio hacia la verdad"^^^ Esta exigencia subjetiva —presente tanto en la calumnia (art. 205 CP) como en el delito de injuria consistente en la imputación de hechos (art. 208, párrafo 3°)^^^— aparece, pues, claramente vinculada al contenido del derecho a informar, pudiendo interpretarse como u n a fórmula pensada por el legislador para garantizar la no punición a tenor de los preceptos arriba indicados de quien difunde una noticia atentatoria contra el honor cumpliendo al menos con una de las exigencias básicas del ejercicio legítimo de aquel derecho, esto es, con el deber de comprobación diligente de la veracidad del hecho imputado. Con todo, no son muchos los autores dispuestos a extraer consecuencias dogmáticas de esta íntima e indiscutible relación entre las especiales exigencias subjetivas y las condiciones que otorgan preferencia a la libertad de información^^^. Al

contrario, la mayoría de la doctrina se inclina más bien por interpretarlas como una excepcional referencia del legislador al dolo o, para algunos, incluso a la imprudencia grave^*^"*. Según la opinión más extendida, la razón de tan inusual previsión legal se encontraría en la conveniencia de dejar clara la posibilidad de comisión de estos delitos con dolo eventual, alternativa ésta que quedaría captada por la fórmula del "temerario desprecio hacia la verdad"^*^^. Este punto de vista es coherente con las posturas que introducen la falsedad en el tipo objetivo de los delitos contra el honor consistentes en la imputación de hechos^^^, pues en tal caso la "conciencia de la falsedad" no puede sino interpretarse como una mención explícita —aunque innecesaria— del dolo. Y una vez trazado ese camino, resulta casi obligado mantener el mismo criterio para dotar de contenido a la otra alternativa subjetiva —el "temerario desprecio hacia la verdad"—, llegándose así de modo prácticamente automático a su identificación con el dolo eventuaP^^.

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Como ya se ha explicado, esta fórmula subjetiva, que se corresponde con la teoría de la "actual malice" desarrollada por la jurisprudencia norteamericana, viene a coincidir en lo sustancial con las pautas trazadas por nuestro Tribunal Constitucional para dotar de contenido al concepto de veracidad. 202 No sucede lo mismo con la falta de injuria recogida en el art. 620.2" donde no se hace diferencia alguna entre imputación de hechos y juicios de valor ni se incluye tampoco ninguna exigencia subjetiva ajena al dolo. Sobre el posible sentido de este silencio legal volveré más adelante. 203 De todos modos, el legislador de 1995 ha sido menos explícito que algunos de los proyectos precedentes a la hora de dar entrada a los criterios de preferencia de las libertades de expresión e información en la estructura de los delitos contra el honor. Así, por ejemplo, el Anteproyecto del Código Penal de 1992, en su art. 205.3, regulador de la difamación, expresamente disponía que ésta "se presume siempre legítima —excluyendo, por tanto la pena— cuando los hechos se refieran a personas que tengan algún tipo de relevancia pública, salvo que la difusión de los hechos no contribuya a satisfacer ningún interés legítimo vinculado con la función de libre flujo de la información en una sociedad democrática". Y en el art. 206 calificaba como injuria toda expresión o calificativo "innecesarios o abiertamente ofensivos o vejatorios, aun cuando ello se produzca con ocasión de referir un hecho cierto", fórmula que venía a captar de manera precisa los límites del ejercicio legítimo de la libertad de

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expresión perfilados por el TC. Respecto a esta misma tendencia en el Proyecto de 1992, véase Carmona Salgado, 1995, 411-414. A s í , Coho del Rosal, 1 9 9 7 , 1 0 5 5 ; Tasendo Calvo, 1998, 317-318. D e esta o p i n i ó n , e n t r e otros, Álvarez García, 1999,110-112; Bacigalupo, 2000,1213; Carmona Salgado, PE, 340; López Peregrín, 2000,226; Muñoz Conde, PE, 279; Quintero Olivares, 1996,162.

Sea que estos hechos se concreten en la comisión de un delito (calumnia) o en otra clase de circunstancias tácticas atentatorias contra el honor (injurias.) Otra consecuencia importante y coherente con esta postura partidaria de incluir la falsedad también en el tipo objetivo de las injurias es la posibilidad de extender la prueba de la verdad más allá de los supuestos alcanzadas por la exceptio veritatis, si bien quienes admiten tal ampliación imponen ciertas restricciones vinculadas a la tutela de la intimidad personal, como ya se ha explicado. Véanse en esta línea. Quintero Olivares, 1996, 181-182; Cardenal Murillo/ Serrano González deMurillo, 1993,141-143. ^^'^ Obviamente, si se pretende identificar el "temerario desprecio hacia la verdad" con el dolo eventual, resulta necesario concederle un alcance compatible con la representación siquiera sea probable o posible de la falsedad, pues de faltar ese conocimiento estaría ausente un elemento clave de toda conducta dolosa (no puede actuar con dolo quien desconoce un elemento del tipo objetivo.) En cambio, no veo motivos para identificar la primera parte de la fórmula legal —el "conocimiento de la falsedad"— con el dolo directo, como proponen Carmona Salgado, PE, 340; Maciá Gómez, 1997, 64 y López Peregrín, 2000, 226. Y ello porque esta clase de dolo se distingue por su contenido intencional, es decir, por su vertiente volitiva, y no por aspectos relacionados con la mayor o menor certeza en el conocimiento. Si alguna restricción fuese

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Pero esta conclusión no hace más que reforzar la postura contraria a introducir la falsedad en el tipo objetivo de los delitos contra el honor, pues a los argumentos ya esgrimidos en relación a la naturaleza y alcance del bien jurídico, se añade ahora otro inconveniente vinculado de modo directo al contenido del dolo. Veamos por qué. El punto de partida es claro: si la falsedad forma parte del tipo objetivo, el dolo necesariamente ha de abarcarla, de donde se sigue que la subsunción típica de la conducta debería quedar siempre supeditada a la prueba de la representación por el autor del contenido falso del hecho imputado. Ahora bien, si a ello se une la no previsión de figuras imprudentes en estos delitos, la consecuencia está a la mano: al autor le bastaría con alegar que en ningún momento pensó en la posible falsedad del hecho para forzar un error de tipo excluyente del dolo que en todo caso —esto es, aunque fuese vencible— le aseguraría la impunidad^^^. Y todo ello por muy evidente que sea el contenido lesivo del honor de la imputación realizada. Ello quiere decir que para eximirse de pena sería suficiente con plantear la credibilidad de un único testigo o, incluso, alegar que ni siquiera se prestó atención al posible contenido falso del hecho, sin que la falta de diligencia en la comprobación de la noticia pudiera jugar aquí como barrera de contención para evitar una intromisión injustificada en el honor de la víctima. Llegados a este punto, resulta evidente que la tesis analizada depara una preterición del honor mayor a la resultante de la aplicación de los criterios constitucionales destinados a trazar los límites de preferencia de la libertad de información^^^. Pues,

posible sobre la base de la redacción legal ella podría apuntar, en su caso, al dolo de consecuencias necesarias. Pero, en mi opinión, tampoco esta restricción es adecuada, pues nada hay en la fórmula legal que impida extenderla a otras formas de conocimiento distintas a la certeza casi absoluta propia de aquella clase de comportamiento doloso. Así también, Pérez del Valle, 1998, 273. ^^^ Si se tienen en cuenta las evidentes dificultades prácticas para probar un efectivo conocimiento de la falsedad, las posibilidades de eximirse de pena alegando error de tipo parecen bastante elevadas. Sobre este aspecto práctico, véase Maciá Gómez, 1997,64. 209 Véase en esta línea, Bacigalupo, 2000, 8.

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según estos criterios, el simple convencimiento del informador de estar difundiendo un hecho verdadero no es base suficiente para legitimar una agresión al honor, siendo preciso, en cambio, que esa creencia sea el resultado de una diligente comprobación de la noticia. Consecuentemente, puede haber casos de transmisión de un hecho sin conciencia de su falsedad que sin embargo queden fuera de las fronteras del legítimo ejercicio del derecho a informar, en concreto, todos aquellos donde la ignorancia de la falsedad sea atribuible a una falta de diligencia del autor. Así las cosas, resulta claro que la teoría partidaria de identificar los elementos subjetivos específicos con el dolo viene a extender el ámbito de impunidad de los comportamientos injuriosas más allá de los contornos de preferencia de la libertad de información^ ^°, porque permite predicarla atipicidad de cuantas imputaciones injuriosas se efectúen sin conciencia de su falsedad, aun cuando esa ignorancia sea el fruto de la falta de interés del autor por comprobar la veracidad de la noticia. Seguramente con el fin de evitar estas incongruencias entre la tipicidad de los delitos contra el honor y los límites de preferencia de la libertad de información, algunos autores, sin abandonar el tipo subjetivo, optan por conceder a la fórmula del "temerario desprecio hacia la verdad" un alcance más amplio, destinado a abarcar también ciertos casos de imprudencia, sean aquéllos donde la falta de conciencia de la falsedad responde a una "ceguera sobre los hechos"-^^ ^ o, en sentido más genérico, todos los supuestos de grave negligencia en la averiguación de la verdad^^^. Pero aun siendo evidente la mayor 2^" Ha de tenerse en cuenta, de todos modos, que la raíz del problema aquí planteado arranca en un momento anterior de la teoría del delito, en concreto, en la discutible inclusión de la falsedad en el tipo objetivo, pues este es un presupuesto indispensable para atribuir al dolo la conciencia de la falta de verdad del hecho. ^" Este es el punto de vista de Pérez del Valle, 1998,274-275, para quien todos los casos de dolo quedarían comprendidos en la primera parte de la fórmula: el "conocimiento de la falsedad". Por el contrario, el "temerario desprecio" vendría a captar los supuestos de ceguera jurídica, caracterizados porque el sujeto ni siquiera se representa la posible falsedad de la imputación por no considerarla digna de atención. ^^^ Así, Tasendo Calvo, 1998,317-318, quien, sin embargo, se muestra crítico frente a tal extensión del tipo legal por considerar que los supuestos de imprudencia podrían haberse resuelto de modo suficiente por la vía civil de protección del honor que permite la LO 1/1982.

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cercanía de estos resultados con los criterios del Tribunal Constitucional, esta tesis presenta el casi insuperable inconveniente de introducir por vía interpretativa una forma de conducta culposa no prevista de modo específico en un tipo penal autónomo, circunstancia que resulta difícilmente compatible con las claras previsiones del art. 12 CP. En todo caso, la tesis que venimos analizando sólo es sostenible, como ya se ha indicado, a condición de admitir la pertenencia de la falsedad al tipo de los delitos contra el honor, pues el punto de referencia del dolo únicamente puede abarcar los elementos de la vertiente objetiva de la correspondiente figura de delito. En consecuencia, si se rechaza aquella premisa —como hacemos aquí— automáticamente surge la necesidad de buscar otra explicación dogmática para dotar de sentido al "conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad" dado que resultaría incoherente atribuir al dolo el conomiento de un elemento que no forma parte del tipo objetivo^'^. En este nuevo contexto, surgen varias posibilidades de solución. Algunos autores han optado por concederle el carácter de elemento subjetivo específico del tipo^^"^. Conforme a este punto de vista, al conocimiento del contenido ofensivo de la expresión propio del dolo se añadiría aquí una ulterior exigencia subjetiva consistente en que "el sujeto conozca que una información es objetivamente falsa o bien que, cuando la transmita, no sepa si es verdadera o falsa"^^^. Esta posición de partida vendría a expresar una "actitud" negativa del autor hacia la verdad de la información^^^ que justificaría su tipificación penal. Ciertamente, este criterio se acerca mucho más a las razones que parecen haber inspirado al legislador de 1995 para incluir tan peculiares exigencias subjetivas en los delitos contra el honor, pues no se oculta su relación con el concepto de

veracidad^''' característico de la libertad de información. Pero precisamente por ello, cuesta comprender por qué es necesario buscarles una ubicación algo forzada en el tipo subjetivo cuando su lugar natural parece encontrarse en el ámbito de la teoría del delito donde se deciden los conflictos entre honor y libertad de información. Si se conviene en que la resolución de tales conflictos constituye un problema de antijuridicidad, no veo motivos para sustraer uno de los requisitos esenciales sobre los que se construye la preferencia de un derecho sobre otro de ese ámbito natural. Desde luego en ningún caso el argumento puede venir de la mano del texto legaP^^, pues es sabido que las figuras delictivas no sólo hacen mención de los elementos típicos, siendo perfectamente posible la presencia de otros presupuestos de la pena ajenos a la tipicidad. En otros términos: el hecho de que los arts. 205 y 208 —párrafo tercero— supediten la punición de la conducta al conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad no quiere decir que tales presupuestos subjetivos deban incluirse necesariamente en el tipo. Todo depende de la explicación que se encuentre para dotarlos de sentido como presupuestos de la pena. Y, en mi opinión, tal explicación ha de buscarse en el contenido de la causa de justificación del ejercicio legítimo del derecho a informar. Como hemos visto, los límites de legitimidad de este derecho —y, por tanto, de justificación de la conducta injuriosa— dependen de la concurrencia de una serie de requisitos de naturaleza objetiva y subjetiva. Entre los primeros destaca el interés o trascendencia pública del hecho imputado^^^, mientras que la vertiente subjetiva se concreta en

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Así también, Muñoz Llórente, 1999-1,41. Expresamente en esta línea, Muñoz Llórente, 1999-2,432-434; también parece orientarse en este sentido, en la medida en que no admite la falsedad como elemento del tipo objetivo de estos delitos. Vives Antón, ComCP, 1031. ^^•^ Muñoz Llórente, 1999-2, 433. 216 Muñoz Llórente, 1999-1,42.

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21^ Así lo reconoce expresamente Vives Antón, ComCP, 1031, quien interpreta estas exigencias subjetivas como la consecuencia directa de haberse sustituido el tradicional requisito de la falsedad objetiva por la más adecuada idea de veracidad subjetiva. 2^*^ Este parece ser el argumento básico de Muñoz Llórente, 1999-2, 431, quien reconoce la natural vinculación de estos elementos subjetivos con las causas de justificación, pero se siente obligado a darles una explicación en la tipicidad por entender que "con la nueva regulación los dos aparecen en el tipo". 21'^ A ello suele añadirse la necesidad de difundir la noticia para formar opinión pública, si bien este presupuesto se deriva de forma automática de la propia relevancia pública del hecho.

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una comprobación diligente de su veracidad capaz de llevar al informador a la convicción de estar difundiendo una noticia cierta (aun cuando a posteriori resulte ser falsa). La vertiente subjetiva se presenta así como un complejo compuesto por dos momentos bien diferenciados: ante todo, es preciso que, atendiendo a las circunstancias conocidas o cognoscibles por el autor en el momento de la acción, el hecho aparezca como verdadero a los ojos de una persona diligente, a lo que ha de añadirse, en segundo lugar, la convicción efectiva de quien actúa de estar difundiendo un hecho cierto^^^. Sólo en este caso estaremos ante una información veraz, en el sentido previsto en el art. 20.1.d) de la Constitución. Visto en sentido contrario, una noticia es inveraz cuando el informador sabe que es falsa o, aun no sabiéndolo, carece de datos racionales que le permitan tenerla por verdadera^^', es decir, cuando imputa a otro un hecho con "conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad"^^^. Así las cosas, resulta evidente la relación de estas especiales exigencias subjetivas con el contenido de la libertad de información, con lo cual pierde fuerza la tesis partidaria de vincularlas con el dolo para adquirir mayor sentido una explicación en el ámbito de la antijuridicidad^^^. Por eso cabe afirmar que tales presupuestos de la pena poseen la naturaleza de elementos subjetivos de justificación, siendo el reflejo —aunque redactados en sentido inverso— de uno de los presupuestos esenciales del ejercicio legítimo del derecho a la información que por aplicación del art. 20.7° permite excluir la antijuridicidad de una imputación injuriosa.

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Véase, en este sentido, Pérez del Valle, 1998, 275. En términos del Tribunal Constitucional, cuando se base en meros rumores o intuiciones sin haber comprobado de modo diligente las fuentes de la información. Es jurisprudencia constante del alto Tribunal, véase a modo de ejemplo, STC 6-6-90, núm. 105/1990. En la línea expresada en el texto, también Pérez del Valle, 1998, 272-273.

222 Por esta vía se da cabida en el concepto de "temerario desprecio hacia la verdad" a los supuestos donde el autor ignora la falsedad del hecho por falta de cuidado o interés en su comprobación, solución que, como vimos, no es posible si este elemento subjetivo se identifica con el contenido del dolo. 22"* Con distintos matices ya han sostenido esta postura en la doctrina española, Bacigalupo, 2000, 9; Jaén Vallejo, 1992, 247-249.

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Si se tiene en cuenta el notable protagonismo que en los últimos años han adquirido las libertades de expresión e información en la polémica sobre el posible alcance de la tutela penal del honor, no puede extrañar que el legislador haya trasplantado a la definición de los delitos de calumnia e injuria un elemento directamente extraído del conflicto entre el honor y una de aquellas libertades. Sin embargo, ha de reconocerse que el modo de hacer explícitos los límites entre uno y otro derecho no ha sido precisamente afortunado, porque en lugar de enumerar directamente las condiciones para la exclusión de la pena —es decir, las condiciones de legitimidad del derecho a informar^^^—, se ha optado por una fórmula inversa que recoge el reverso de aquellas condiciones como presupuestos de la pena. En otros términos, en lugar de añadirse un párrafo declarativo de la impunidad de quien difunde una noticia en la convicción de su veracidad tras una diligente comprobación de las fuentes, se prefiere incluir la posición subjetiva contraria — esto es, la que es propia de la inveracidad— como un requisito más para la punición de la conducta, abriendo así las puertas a los frecuentes equívocos que conducen a conceder a tales elementos subjetivos la naturaleza de elementos típicos fundamentadores de lo injusto. El reconocimiento de la veracidad como elemento subjetivo de justificación no irriplica que la verdad del hecho —o, si se prefiere, su no falsedad— forme parte de los presupuestos objetivos de esta causa de exclusión de la antijuridicidad^^^. Ciertamente, es habitual que los elementos subjetivos de las causas de justificación sean el correlato de los correspondientes componentes objetivos^^^, pero en el caso del ejercicio legítimo de un derecho esto no tiene por qué ser así, pues todo depende del contenido del derecho que se está ejercitando. En esa medida, si entre las condiciones de legitimidad de la

22* En esa línea se movía, como se ha visto, el Proyecto de Código Penal de 1992. Véase al respecto, Carmona Salgado, 1995, 409-417. 225

De otra o p i n i ó n , Mufioz Llórente, 1999-2, 388-389. P a r a Jaén Vallejo, 1992, 244-

247, la falsedad constituye un elemento de valoración global del hecho que representa un aspecto positivo de la antijuridicidad previo a las causas de justificación. 226

V é a s e STS 22-4-91, RJ 1991 / 2 9 2 7 .

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libertad de información no figura la verdad objetiva comprobada ex post, bastando con la veracidad subjetiva en los términos antes indicados, no hay motivos para añadir aquel elemento como presupuesto de la justificación de la conducta. En última instancia, la asimetría entre elementos objetivos y subjetivos no hace más que responder a la propia estructura del derecho cuyo ejercicio se trata de justificar y, en el caso que nos ocupa, ese derecho se concreta en una autorización para difundir hechos de interés público tras una diligente comprobación de su veracidad^^'', sin que u n a eventual demostración ex post de la falsedad de la noticia pueda modificar en nada los términos de la justificación. Esta solución resulta coherente con las pautas trazadas por el TC para establecer los límites de preferencia de la libertad de información frente al honor, pues permite mantener en el plano de la licitud todos los casos de veracidad subjetiva, es decir, también aquellos donde el hecho resulta ser falso en una comprobación ex post pero aparece como verdadero al informador en el momento de difundirlo tras un diligente contraste de sus fuentes. Por el contrario, si se incluye la verdad entre los presupuestos objetivos de justificación, este último caso se presentará como un supuesto de error de prohibición^^^, con la consecuencia de relegar su solución al plano de la culpabilidad. Y si bien es cierto que ese camino no impide llegar a la impunidad —pues la comprobación diligente de la noticia puede fundamentar la invencibilidad del error^^^—, no lo es m e n o s que con ello no se consigue evitar el juicio de antijuridicidad de la conducta, resultado este que, como se vio.

es poco aconsejable dado su efecto desalentador para ejercicio de la libertad de expresión. Tampoco son más alentadores los resultados de la tesis que comentamos en los casos de error vencible^^o^ pues conduce a una injustificada atenuación de la pena (art. 14.3 CP) en supuestos donde a la falsedad objetiva se suma la inveracidad subjetiva. Este privilegio para el informador desaprensivo dispuesto a difundir noticias lesivas del honor fundándose en meras intuiciones o rumores no sólo resulta poco ajustado a los límites de legitimidad de la libertad de información, sino que, además, encuentra difícil encaje en una regulación penal donde precisamente uno de los requisitos explícitos para la punición de la conducta viene representado por el "temerario desprecio hacia la verdad", actitud que, como vimos, es compatible con los supuestos de ignorancia de la falsedad por una falta grave de diligencia o por simple desinterés en la búsqueda de la verdad. Pero tampoco la tesis defendida en estas páginas está exenta de objeciones. En particular, requieren alguna explicación convincente aquellos supuestos en los que aun concurriendo la veracidad subjetiva —o, lo que es igual, actuando el autor sin "temerario desprecio hacia la verdad"— falta el otro gran presupuesto del ejercicio legítimo de la libertad de información: el interés público del hecho imputado. Ciertamente este problema no se plantea en el caso del delito de calumnia, porque la imputación de un delito reviste siempre relevancia pública, motivo por el cual bastará con la condición añadida de una comprobación diligente y cuidadosa de su veracidad para dar por concurrentes todos los presupuestos de la causa de justificación. Sin embargo, no sucede lo mismo con las injurias consistentes en la imputación de hechos (art. 208, párrafo tercero CP) Aquí sí son imaginables supuestos donde el elemento subjetivo de justificación no venga acompañado de los presupuestos objetivos del ejercicio legítimo de la libertad de informar. Tal situación se producirá siempre que, tras una adecuada y dili-

^^^

Demás está decir que el informador debe ser consciente, además, de la trascendencia pública del hecho sobre el que informa, exigencia subjetiva que —esta vez sí— aparece como el necesario correlato de la vertiente objetiva de la causa de justificación. 22« Véase, en este sentido, Bncigalupo, 2000,9 y STS 22-4-91, RJ 1991/2927, donde expresamente se sostiene que al tratarse de "un error sobre una condición de la legitimidad del ejercicio de un derecho, es un error sobre la antijuridicidad" que, como tal, debe ser tratado conforme a las reglas del error de prohibición. 22^ Dice en este sentido la STS 22-4-91, RJ 1991/2927 que cuando concurra una - "comprobación consciente y cuidadosa de la situación por parte del autor", su representación "de una situación de justificación como verdadera determinará la inevitabilidad del error sobre la justificación".

^^^ Piénsese, por ejemplo, en quien, convencido de su veracidad, difunde una noticia de interés público haciéndose eco de un rumor que finalmente no se confirma.

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gente comprobación de su veracidad, se difunda un hecho deshonroso de otra persona carente de interés público^^'. Desde el punto de vista de la tesis aquí expuesta, el problema reside en que aún estando incompleta la correspondiente causa de justificación, el art. 208 resulta de imposible aplicación dada la exigencia inexcusable del temerario desprecio hacia la verdad como componente subjetivo mínimo de la conducta allí tipificada, elemento que, como venimos afirmando, es incompatible con la actitud propia de la veracidad subjetiva. Así, pues, estaríamos ante u n a situación donde el legislador vendría a renunciar a la sanción penal de una conducta típica^^^ por la sola presencia de uno de los elementos de justificación —la veracidad—, sin exigir el otro gran presupuesto fundamentador de la autorización de actuar. La respuesta a tan importante reparo surge del propio Código penal, pues si se observa con atención, el conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad no forman parte de la definición de la injuria, sino que se introducen como presupuestos de la gravedad de esta clase de conductas lesivas del honor (párrafo tercero del art. 208 CP). Ello significa que, conforme a las valoraciones de nuestra legislación penal, la imputación de un hecho deshonroso, sea o no de interés público, sólo adquiere la entidad suficiente para justificar la respuesta punitiva propia de un delito cuando se lleva a cabo de forma inveraz, es decir, sin una previa y cuidadosa comprobación de su certeza. Si, por el contrario, concurre la veracidad subjetiva, la conducta pierde gravedad y la pena del art. 208 deja de ser proporcionada al injusto restante. En otros términos, la presencia de uno de los dos grandes presupuestos del ejercicio legítimo del derecho a informar reduce hasta tal punto el contenido de ilicitud del comportamiento lesivo del honor

que a los ojos del legislador deja de ser proporcionado responder con la sanción propio del delito de injurias, ni siquiera en su posible versión atenuado en virtud de las reglas de la eximente incompleta. Pero de aquí no se sigue la total impunidad de esta clase de comportamientos, porque nuestra legislación mantiene la tutela del honor incluso en los casos de afectación leve de este bien jurídico a través de la falta del art. 620.2°. Y como este precepto no supedita la punición de la conducta al "temerario desprecio hacia la verdad", nada se opone a su aplicación en el caso en análisis^^^. Es más, con independencia de los múltiples reparos que cabría plantear desde la perspectiva político criminal, una vez decidido por el legislador el mantenimiento de la intervención punitiva incluso ante supuestos de escasa entidad, parece lógico incluir aquí los casos de reducción de lo ilícito resultantes de la presencia de alguno —pero no de todos— los elementos fundamentadores de una causa de justificación. Obviamente la falta del art. 620.2° no será de aplicación si a la ausencia del temerario desprecio hacia la verdad —o, al revés, a la presencia de veracidad subjetiva— se une el interés público del hecho imputado, pues en tal caso la conducta subsumible en el tipo del art. 208 quedará plenamente justificada por aplicación del art. 20.7° CP^^'*, resultando con ello

231 Piénsese, por ejemplo, en quien, tras cerciorarse de su veracidad, publica en un periódico que un determinado empresario tiene numerosas deudas impagacias; o quien, constándole la certeza de la información, difunde que el maestro del pueblo es homosexual. ^•'^ Conforme a los postulados que venimos sosteniendo, la subsunción típica de esta clase de comportamientos sólo depende de que el hecho divulgado sea , idóneo para afectar gravemente la fama del sujeto pasivo y que el autor lo sepa, sin que su adecuación o no a la realidad (verdad o falsedad) pueda modificar este juicio inicial de ilicitud penal.

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A s í t a m b i é n Macia Gómez, 1997, 91-92; Muñoz Llórente, 1999-2, 436. Llega a una conclusión algo distinta, Muñoz Llórente, 1999-2,438-440, en tanto considera que la ausencia de temerario desprecio hacia la verdad en ningún caso resulta suficiente para fundamentar la impunidad de una conducta gravemente lesiva del honor, esto es, tampoco cuando los hechos imputados tienen relevancia pública. De ahí que considere que todos estos supuestos quedan abarcados por la falta del art. 620.2", sin perjuicio de reconocer acto seguido la justificación de esta falta cuando concurran los presupuestos del ejercicio legítimo de la libertad de información. A mi modo de ver, el defecto de esta postura consiste en la carencia de argumentos para obstaculizar la justificación de la conducta consistente en imputar un hecho deshonroso de interés público tras una diligente comprobación de su veracidad por la sola razón de que el atentado al honor sea tenido en el concepto público por grave. Si la gravedad de la lesión del honor fuese suficiente para impedir la actuación de la causa de justifición del ejercicio legítimo de un derecho quedaría descartada la posibilidad de acudir a esta eximente en los supuestos de calumnia, pues es obvio que imputar a otro la comisión de un delito implica siempre un grave atentado a ese bien jurídico. Pero nada hay en la ley que permita deducir semejante restricción. Al contrario, las pautas trazadas por el

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lícita. Y lo mismo cabe decir si estamos ante una lesión leve del honor inicialmente subsumible en el tipo del art. 620.2*^^^^: es evidente que la ausencia de mención expresa del elemento subjetivo de justificación no impide la aplicación de la eximente si concurren todos los requisitos del ejercicio legítimo de la libertad de informar. Por otra parte, no cabe objetar a la postura aquí defendida que vendría a convertir a la falta del art. 620.2" en un supuesto de responsabilidad objetiva^^^. Esta crítica sólo sería de recibo si se hubiera admitido la identificación del conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad con el dolo —o incluso con la imprudencia—, porque en tal caso esos elementos subjetivos se convertirían sin duda en componentes esenciales de la conducta punible, siendo indiferente el silencio legal. Pero no es este nuestro punto de partida, pues aquí se ha propuesto una interpretación de aquellas exigencias subjetivas completamente ajena a la tipicidad. Por eso, en el contexto de nuestra tesis, la ausencia del temerario desprecio hacia la verdad no es sinónimo de conducta no dolosa. Al contrario, para actuar con dolo basta con que el autor conozca el contenido deshonroso del hecho imputado. Y, ciertamente, ese componente debe exigirse en la falta del art. 620.2° igual que en cualquier otro hecho punible. Cosa distinta es la actitud que adopte el informador respecto a la verdad o falsedad del hecho. Esta cuestión —reflejada en el concepto de "temerario desprecio hacia la verdad"— tiene que ver con la posible justificación la conducta y, por tanto, no constituye un presupuesto esencial de la intervención punitiva. Para finalizar, y al hilo de cuanto se ha venido diciendo sobre la modalidad de injuria consistente en la imputación de

hechos, conviene no perder de vista la distinción, implícita en nuestro Código, entre esta clase de conductas lesivas del honor y aquellas que se concretan en juicios de valor. La diferencia es importante porque sólo las primeras supeditan la punición de la conducta al "conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad" (art. 208, párrafo tercero) o, dicho al revés, sólo en los supuestos de imputación de hechos la ley introduce el criterio de la veracidad subjetiva como presupuesto de la impunidad de tales comportamientos. El origen de esta distinción nos conduce una vez más a la jurisprudencia constitucional, esta vez a la clara distinción que el alto tribunal ha establecido entre los respectivos objetos de las libertades de expresión e información, con sus correspondientes diferencias a la hora de establecer los límites de preferencia respecto del honor. En el fondo, esta técnica legislativa viene a admitir, siquiera sea de forma encubiertad^'', la diferencia entre injuria y difamación que muchas otras legislaciones recogen de modo explícito^^^.

Tribunal Constitucional —y admitidas sin reparos por la doctrina— dejan claro que la libertad de información prevalece sobre el honor siempre que se den los requisitos de interés público, necesidad y veracidad, con total independencia de la entidad de atentado al bien jurídico contenido en la correspondiente imputación deshonrosa. Me refiero a los supuestos de lesiones al honor que no corresponda incluir en el delito del art. 208 por no ser "tenidas en el concepto público por graves" (véase art. 208, párrafo segundo). Se muestran muy críticos con la exclusión de los componentes subjetivos específicos de la figura en la falta de injuria, Querait, PE, 235; López Peregrúi, 2000,107, nota n" 30.

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Así, Carmona Salgado, 1995,413. La difamación figuró en algunos de los Proyectos que precedieron al Código de 1995, pero fue retirada como figura autónoma debido a las múltiples críticas que originó en la doctrina. Véase, por todos, Gimhernat, 1999, 71-75.

SEGUNDA

PARTE

EL DELITO DE CALUMNIA I. LA CALUMNIA: ELEMENTOS TÍPICOS En el ámbito de la tipicidad, conviene recordar, ante todo, que la calumnia constituye una forma agravada del delito de injuria^"^^, cuya justificación se encuentra en la especial entidad del atentado al honor que supone la imputación de un hecho delictivo^"*^. 1. Los sujetos

del

delito

Sujeto activo del delito de calumnia puede ser cualquier persona. Mayores dificultades presenta, en cambio, la determinación del sujeto pasivo. Se ha discutido si cabe atribuir esa condición a \sLS personas jurídicas u otros colectivos. La doctrina ampliamente mayoritaria, así como la jurisprudencia^^', se manifiestan en contra de esta posibilidad fundándose en el principio según el cual las personas jurídicas no pueden delinquir, de donde se sigue la imposibilidad de imputarles la comisión de

Véanse SSTS 30-1-86, RJ 1986/ 202; 19-4-86, RJ 1986/ 2078; 8-5-91, RJ 1991/ 3605. Así la doctrina mayoritaria, véanse, entre otros, Muñoz Conde, PE, 277; Serrano Gómez, PE, 280; Muñoz Llórente, 1999-1,33; Tasendo Calvo, 1998,304; Para Jaén Vallejo, 1992, 240, la mayor gravedad de la calumnia se deriva de la lesión añadida de otros bienes jurídicos distintos del honor, en concreto, la Administración de Justicia y la seguridad personal del sujeto pasivo que puede verse injustamente involucrado en un proceso penal. Se muestra crítico con el criterio legal, por entender que no siempre la imputación de un delito es más grave que otra clase de imputaciones de hechos deshonrosos, Bacigalupo, 2000, 13-14. Con todo, en su versión más reciente, la jurisprudencia constitucional se muestra dispuesta a atribuir honor a las personas jurídicas, si bien, en términos generales, esta doctrina influye sustancialmente en el ámbito de las injurias —como se verá en su momento— y no así en la calumnia, donde la propia naturaleza de su objeto —la imputación de un delito al sujeto pasivo— hace intransitable esta vía generalizadora.

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los hechos constitutivos del objeto de la calumnia^"*^. Con todo, la jurisprudencia ha admitido la punición por calumnia cuando la imputación del delito se realiza de tal manera que trasciende a los componentes del-colectivo, solución que merece ser compartida si, por sus características, la acusación lleva implícita la atribución del hecho delictivo a miembros identificables del grupo^^^. En otro orden de cosas, no hay razones convincentes para separar del círculo de posibles sujetos pasivos a los inimputahles, incluidos los menores de edad, pues el objeto de la calumnia se concreta en la atribución de un hecho típico y antijurídico, con independencia de las circunstancias vinculadas a la culpabilidad del afectado por la imputación^"^'*. Además, la estrecha

relación del honor con la dignidad personal permite atribuir la titularidad de este bien jurídico —y, por tanto, la capacidad para ser sujeto pasivo de la calumnia— a todas las personas, aun cuando carezcan de aptitud para percibir de forma directa el contenido deshonroso de la imputación^^^. Por el contrario, la definición del honor a partir de las ideas de libertad y dignidad personal impiden conceder la condición de sujeto pasivo a los difuntos, pues aquellos atributos de la personalidad se extinguen con la vida de las personas^"^^. Esa misma condición estrictamente personal del bien jurídico honor impide igualmente trasladar su titularidad —y, en consecuencia, el carácter de sujeto pasivo— a los herederos del fallecido^"*^. Por ello, no podrá ser perseguido por delito de calumnia quien imputa a otro un hecho delictivo después de su muerte. No obstante, la LO 1/1982, en sus arts. 4 a 6, deja subsistente la acción civil, que puede ser ejercitada por la persona designada por el difunto o por sus parientes, si bien la propia Exposición de Motivos se ocupa de aclarar que cuando la acción o expresión deshonrosas se producen después del fallecimiento de su destinatario, no se trata ya de proteger su

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Así, Muñoz Conde, P E , 278; RodríguezMoumllo, C o m C P , 619; Molina Fernández, PE, 266; Carmona Salgado, P E , 338; Queralt, P E , 247; Jaén Vallejo, 1992, 167; Tasendo Calvo, 1998, 306; Serrano Gómez, PE, 281, quien deja abierta, sin embargo, la vía civil. Comparte también la opinión mayoritaria López Peregn'n, 2000, 274-275, si bien, al aceptar que las personas jurídicas son titulares del derecho al honor, admite igualmente la posibilidad de tipificar el hecho alternativamente como injuria contra la institución, por ejemplo, si se atribuye a una fundación el ser una tapadera para el blanqueo de dinero. 243 PQJ. ejemplo, si en relación a una Sentencia dictada por un Tribunal colegiado, se afirma que los miembros del mismo han sido comprados (STS 7-12-89, RJ 1989 / 9449), o si se atribuye a una Compañía azucarera la manipulación de sus aparatos de medida causando un grave perjuicio económico a los agricultores que comercian con ella. En este último caso entendió el Tribunal Supremo que tal imputación suponía una calumnia encubierta dirigida contra los responsables de la empresa azucarera (STS 6-10-89, RJ 1989/7629). De acuerdo igualmente. Rodríguez Mourullo, ComCP, 619; López Peregrin, 2000,274-275. En cambio, la STS 16-11-91, RJ 1991/8588, no admitió la tipificación como calumnia de una acusación de fraude electoral dirigida contra "algunos miembros" de una comunidad de propietarios por entender que "dejar la existencia del autor del tipo imputado sólo configurada mediante la adscripción a un "grupo" o a un ente colectivo no dotado de personalidad jurídica es algo reñido con las exigencias propias del principio de taxatividad de los tipos penales que es necesaria consecuencia del principio de legalidad establecido en el art. 25 de la Constitución". 2'*'* Así la opinión mayoritaria. Véanse, entre otros. Rodríguez Mourullo, ComCP, 619; Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 392; Molina Fernández, PE, 267. Lógicamente, como bien aclara este último autor, no será típica —por carecer de un mínimo de credibilidad— la imputación de un delito realizada contra una persona que al momento del presunto hecho delictivo se encontraba totalmente incapacitada para delinquir, sea por tratarse de un niño de muy corta edad o de una persona inconsciente, por ejemplo. Sin embargo, esta

24^ 2"^^ 24''

cuestión es ajena al problema del sujeto pasivo y se vincula, como el mismo autor reconoce, con una exigencia típica diferente. Por otra parte, Queralt, PE, 248, admite la posibilidad de excluir a los inimputahles del círculo de sujetos pasivos cuando se trate de "incapaces de acción". Así también, Molina Fernández, PE, 264; Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 393. De esta opinión, Carmona Salgado, PE, 338; Molina Fernández, PE, 264. Acepta, en cambio, el honor de los difuntos. Cerezo Mir, Curso, II, cit., 75. El Código penal de 1995 ha venido a aclarar esta cuestión al eliminar el polémico art. 466 del Código anterior que legitimaba a ciertos parientes del difunto y, por supuesto, al heredero para ejercer la acción penal "siempre que la calumnia o injuria trascendiere a ellos". Cerezo Mir, Curso, 11, cit., parece conceder un sentido similar —e incluso más extenso— al actual art. 215.1 donde se atribuye la acción penal a la persona ofendida o a "su representante". Sin embargo, no creo que de este precepto puedan derivarse conclusiones de tipo material para dar contenido al delito de calumnia —ni a la injuria—. En realidad, se trata de un precepto de naturaleza procesal cuyo alcance dependerá de las decisiones que se tomen sobre el círculo de sujetos pasivos. La referencia al representante legal tiene sentido, sin ir más lejos, atendiendo a la posible implicación de un menor de edad o un inimputable, pero no es suficiente por sí misma para justificar la ampliación de las calumnias a las personas fallecidas.

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honor —porque "la muerte del sujeto de derecho extingue los derechos de la personalidad"— sino, más bien, el respeto debido a la memoria de los muertos.

para poner siquiera sea en peligro el bien jurídico tutelado, porque es evidente que una imputación fantasiosa carece de aptitud para afectar la fama del sujeto pasivo y, por tanto, para perjudicar su vida de relación en condiciones de libertad.

2. Elementos

objetivos

La acción consiste en imputar a otro un delito, es decir, en atribuir a otra persona la comisión de un hecho delictivo, sea como autor o partícipe^^^, en grado de tentativa o consumación. La imputación puede realizarse de manera verbal, por escrito o por cualquier otro medio idóneo para transmitir esta idea de forma inequívoca, por ejemplo, a través de caricaturas o representaciones^''^^. Por lo que se refiere a la posibilidad de comisión por omisión, parece difícil admitirla en estos casos, pues al centrarse el comportamiento típico en la transmisión de una idea, resultaría en exceso forzado reconocer su equivalencia con la conducta consistente en no sacar del error a quien cree que otro ha delinquido^''^. Por otra parte, la imputación ha de ser creíble, de modo tal que será atípica la atribución delictiva que, por sus características, se presente de antemano y a la vista de un observador imparcial como una mera fabulación o invención carente de todo fundamentóos^ La razón de la exclusión del tipo se deriva aquí de la falta de idoneidad de tal clase de comportamientos

2*** Así, por ejemplo, la STS 8-5-91 (RJ 1991/3605) consideró calumnia la acusación de haber actuado como instigador del saqueo de una vivienda. 2^^ Así, con razón, Molina Fernández, PE, 268. 250 Rechaza la posibilidad de comisión por omisión, Carmona Salgado, PE, 336; lo considera difícil, aunque no lo descarta, Molina Fernández, PE, 269. Este autor se refiere a los supuestos de quien imputa a otro un hecho delictivo omitiendo informar sobre la concurrencia de causas de exclusión de la pena, como podría ser una causa de justificación o de exculpación. A mi modo de ver, sin embargo, el hecho de ocultar determinados datos no transforma la conducta en omisiva, pues en esencia ésta sigue consistiendo en una imputación como cualquier otra, si bien con unas determinadas características que podrán resultar relevantes para su calificación jurídico-penal. Así, por ejemplo, si se silencia una causa de justificación, estaremos ante un hecho susceptible de ser calificado como calumnia pues se estará transmitiendo al exterior la idea de que el sujeto pasivo realizó una conducta típica y antijurídica, sin que exista la posibilidad, además, de eximirse de pena a través de la exceptio veritatis. ^5^- Véanse Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 392.

2.a. El objeto de la imputación ha de ser un delito, entendiendo por tal una conducta típica y antijurídica, con independencia de las posibles circunstancias excluyentes de la culpabilidad del sujeto pasivo o, en su caso, de la presencia de excusas absolutorias. Ello significa que la conducta será subsumible en el tipo de la calumnia aun cuando el autor de la imputación deje constancia, por ejemplo, de la concurrencia de una causa de inimputabilidad o cuando resulte ostensible la falta de capacidad de culpabilidad del sujeto pasivo. Y ello porque ninguno de estos datos elimina la aptitud de la imputación para afectar el honor de la víctima y, además, con la especial intensidad que supone atribuir a otro la realización de un injusto penaP^^. Es indiferente, por otra parte, que el hecho imputado sea doloso o imprudente^s^, pues la ley no establece distinción alguna al respecto. En cambio, debe tratarse de un delito en sentido estricto o, lo que es igual, quedan excluidas las faltas, cuya imputación dará lugar, en su caso, a un delito de injuria^s^^ como se infiere de su mención en art. 210 CP regulador de la exceptio veritatis en esta última clase de figuras delictivas. La ley ya no distingue, como sucedía en el Código anterior, entre delitos que dan lugar a procedimiento de oficio y los que requieren denuncia o querella^ss^ motivo por el cual todos ellos han de considerarse incluidos en el objeto de la calumnia. En alguna ocasión se ha mantenido, además, que la calumnia ha de referirse en todo caso a un hecho delictivo aún no

252 253 254

£)g ggj-g jriisma o p i n i ó n , Molina Fernández, PE, 270-271. Así, Queralt, PE, 248.

Se manifiesta en desacuerdo con esta exclusión legal, Tasendo Calvo, 1996,142, para quien hubiera sido más adecuado mantener las faltas dentro del tipo de calumnia aunque con una pena atenuada. 255 ]3g conformidad con el art. 453 del Código de 1973 sólo constituía delito de calumnia la imputación de delitos perseguibles de oficio, mientras que el resto quedaban comprendidos en el tipo de las injurias, tal como lo establecía el art. 458.1° del mismo cuerpo legal.

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penado^^^, punto de vista que probablemente tenga su origen en el parentesco que siempre se ha establecido entre el delito de calumnia y la acusación y denuncia falsas (art. 456 CP), pues en este último delito es cierto que, al protegerse el correcto funcionamiento de la Administración de Justicia, carecería de sentido incluir en el tipo penal la atribución a otro de hechos ya juzgados^^^. Pero estos argumentos no pueden trasladarse sin más a un delito como la calumnia donde no se trata de evitar la puesta en funcionamiento innecesaria del aparato judicial sino de tutelar el honor de la persona agraviada, un bien jurídico cuya lesión no depende de que los hechos hayan sido o no objeto de un pronunciamiento judicial. Por eso entiendo que no ha de descartarse la subsunción típica de las conductas consistentes en imputar a otro un delito ya juzgado, si bien ello no obstaculiza, como es natural, la aplicación del ejercicio legítimo del derecho a informar como causa de justificación cuando la sentencia haya corroborado la antijuridicidad del hecho que se imputó, como tampoco impide recurrir, en su caso, a la exceptio veñtatis.

sigue que, por ejemplo, llamar ladrón o estafador a otro, sin más precisiones, encontraría mejor encaje en el delito de injuria que en el de calumniadlo. También las personas hacia las que se dirige la imputación delictiva han de resultar identificadas o al menos identificables, descartándose del tipo las acusaciones genéricas no atribuibles a personas concretas. El Tribunal Supremo ha expresado estas exigencias de modo reiterado sosteniendo que no bastan las "atribuciones genéricas, vagas o ambiguas, sino que han de recaer sobre un hecho inequívoco, concreto y determinado, preciso en su significación y catalogable criminalmente. Ha de dirigirse la imputación a persona concreta e inconfundible, de indudable identificación, en radical aseveración lejos de la simple sospecha o débil conjetura"^^^

2.b. La imputación debe contener los elementos suficientes para que resulte identificable un delito concreto, si bien no se requiere precisión técnico-jurídica^^^. Esta exigencia excluye del tipo de la calumnia las imprecaciones genéricas no acompañadas de la explicitación de hechos concretos^''^, de donde se '^^^ Así Queralt, PE, 229. Otros autores, sin embargo, sin entrar en esta cuestión de modo directo, admiten la posibilidad de calificar como calumnia la imputación de un hecho ya sometido a juicio al plantearse si cabe o no aceptar la exceptio veñtatis respecto de hechos que han sido objeto de absolución por concurrir causas de exclusión de la culpabilidad o de la punibilidad o, incluso, un indulto. Así, Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 398; Rodríguez Mourullo, ComCP, 623. 2''^ Sobre el bien jurídico en este delito véase, Maqueda Abreu, 1999, 21-22. 258 DiceenestesentidolaSTS8-5-91,RJ 1991/3605: "la falsa asignación contendrá los elementos requeridos para la definición del delito atribuido, según su descripción típica, aunque sin necesidad, naturalmente, de una calificación jurídica por parte del autor". Véase también, STS 6-10-89, RJ1989/7629. 259 En todo caso, la jurisprudencia no siempre es coherente a la hora de concretar este requisito en la práctica. Así, por ejemplo, mientras consideró calumnia la acusación dirigida a los magistrados de un Tribunal colegiado de haber sido "comprados" —por entender implícitos e identificables los delitos de prevaricación y cohecho (STS 7-12-89, RJ 1989/9449)—, rechazó tal calificación, sin

2.C. Pese al silencio legal, la mayoría de la doctrina introduce la falsedad objetiva como elemento del tipo de la calumnia^^^, de modo tal que se considera atípica cualquier imputación de un delito cuya concordancia con la realidad resulte probada^^^. Sin embargo, en coherencia con las consideraciones realizadas en su momento sobre el contenido y esencia del bien jurídico tutelado, no es posible compartir aquí ese punto de

embargo, por entender que no contenía la suficiente concreción delictiva, en el supuesto de quien acusó a otro públicamente de ser "el capo de la red de narcotráfico gallego"(STS 22-5-93, RJ 1993/4232). Si en el primer caso podía inferirse con cierta facilidad la acusación de cohecho, en este último resulta aún más obvia la imputación de un delito de tráfico de drogas, por lo que no se entiende la renuencia del Tribunal a aceptar un delito de calumnia. 26° Así, Queralt, PE, 248. 2" Así, entre muchas otras, SSTS 4-7-85, RJ 1985/3953; 30-1-86, RJ 1986/202; 194-86, RJ 1986/2078; 15-7-88, RJ 1988/6592; 6/2/90, RJ 1990/1171; 27-12-90, RJ 1990/ 10085; 22-2-91, RJ 1991/1351; 8-5-91, RJ 1991/3605; 1-2-95, RJ 1995/720. 262

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Así, e n t r e otros, Muñoz Conde, PE, 278; Rodríguez Mourullo, C o m C P , 618; Queralt, PE, 249; Quintero Olivares/Morales Prats, C o m P E , 391. Este p u n t o d e

vista es deudor, en buena medida, de la redacción de la calumnia en el Código penal anterior, cuyo art. 453 determinaba que era calumnia "la falsa imputación de un delito". Sin embargo, el legislador de 1995 nada dice de la falsedad al definir la acción típica, si bien a continuación hace referencia a ella dentro de un contexto subjetivo ("conocimiento de la falsedad"). Así expresamente Carmona Salgado, PE, 336. Este punto de vista da lugar, en la mayoría de los casos, a la consideración de la exceptio veritatis como causa de atipicidad. Al respecto véase infra, 116 y ss.

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vista mayoritario, pues con independencia de que el delito imputado haya existido o no, es evidente que atribuir a otro un hecho delictivo es una conducta idónea por sí misma para despertar el descrédito social, cercenando así el espacio de libertad del afectado para emprender sus opciones vitales en un contexto de respeto y estima comunitarios. Por eso, en mi opinión, el tipo objetivo del delito de calumnia se agota en la imputación de un delito seguida de la correspondiente lesión del honor^^"^. La exigencia legal del "conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad" puede hacer pensar que la falsedad no ha sido eliminada del tipo de la calumnia, sino tan sólo trasladada del ámbito objetivo al subjetivo^^^. La propia jurisprudencia parece orientarse en este sentido cuando afirma que "la falsedad de la imputación ha de determinarse fundamentalmente con parámetros subjetivos", entendiendo por tal la acusación efectuada "con manifiesto desprecio de toda confrontación con la realidad, o a sabiendas de su inexacti-

ejercicio legítimo del derecho a informar. Y ello porque de esta manera es posible hacer coincidir aquella actitud subjetiva descrita en la figura delictiva con el contenido de la veracidad propia de la mencionada causa de justificación, exigencia ésta que, sin incoherencias de ninguna clase, no supedita la licitud de la imputación calumniosa a la verdad objetiva del hecho, sino sólo a la convicción del informador de estar difundiendo un hecho cierto tras una diligente comprobación de las fuen-

tud"266.

Pero, a mi modo de ver, el inconveniente de este criterio reside en establecer como punto de referencia del conocimiento propio del dolo un elemento que previamente ha sido eliminado del tipo objetivo, creando así una discordancia entre lo objetivo y lo subjetivo difícilmente compatible con el concepto de dolo generalmente admitido. En otros términos: si para actuar con dolo es preciso que el autor tenga conocimiento — seguro o eventual— de la falsedad del delito imputado, parece inevitable concluir que esa falsedad ha de formar parte de los elementos objetivos que dan lugar a la desvaloración jurídicopenal del hecho. Estas discordancias se evitan, sin embargo, si las referencias subjetivas contenidas en la figura de la calumnia se desvinculan de la tipicidad para otorgarles sentido, como se ha propuesto aquí, en el plano de la antijuridicidad, concretamente, en el contexto de los requisitos de la causa de justificación del

264 265

También de esta opinión, Vives Antón, PE, 314-315 y STS 14-02-01, RJ 2001 / 367. Así Vives Antón, PE, 3\5.

266

STS 1-2-95, RJ 1 9 9 5 / 7 2 0 .

tes267.

2.d. Teniendo en cuenta la estrecha relación que aquí se ha establecido entre el honor y el libre desarrollo de la personalidad, el resultado típico de la calumnia puede concretarse en el constreñimiento de la autonomía personal resultante de la imputación de un hecho —un delito— susceptible de afectar la fama del sujeto pasivo, situación que requiere la recepción de la imputación calumniosa al menos por alguna persona en condiciones de comprenderla^^^. No es necesario, sin embargo, que esa persona sea precisamente el afectado^^^, pues aun desconociendo éste la acusación dirigida contra él, puede desencadenarse el efecto de descrédito social sobre el que se asienta la perturbación del bien jurídico tutelado. 2.e. El consentimiento del sujeto pasivo para que se informe a terceros sobre su posible implicación en un hecho delictivo excluye el tipo de la calumnia. La íntima relación del honor con la libertad personal lo convierte, sin duda, en un bien jurídico disponible por su titular, tal como se desprende de su condición de delito priva-

267

Sobre esta cuestión véase detenidamente supra, pp. 86 y ss.

268

£j-^ gg^-g s e n t i d o h a d e d a r s e la r a z ó n a Molina Fernández, PE, 278, c u a n d o n o

269

considera concurrente el resultado típico si el único receptor de la calumnia es una persona incapacitada para comprender su sentido, por ejemplo, determinados inimputables o una persona que no comprende el idioma en el que se expresa el calumniador. En el mismo sentido Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 395. De otra opinión, Muñoz Conde, PE, 279; también Carmona Salgado, PE, 340-341, si bien esta autora matiza luego esta posición admitiendo un momento consumativo previo cuando la calumnia se realiza en presencia de terceras personas distintas del sujeto pasivo.

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do^^° y, aún con mayor fuerza, del art. 2.2. de la LO 1/1982 de protección civil del derecho al honor, donde expresamente se excluye la ilegitimidad en la intromisión en el honor si concurre el consentimiento expreso del interesado.

II. LA ANTIJURIDICIDAD: CAUSAS D E JUSTIFICACIÓN APLICABLES

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3 . Elementos

subjetivos

El tipo subjetivo de la calumnia se concreta en la concurrencia del dolo, sin que sea preciso ningún otro elemento subjetivo adicional. Desde que se produjo la reformulación del tipo de los delitos contra el honor en el actual Código penal, este punto de vista es compartido por la mayoría de la doctrina^^^ e incluso la jurisprudencia parece avanzar en la misma línea, superando la tradicional exigencia del llamado aninius infamandi. En este sentido resulta interesante comprobar la evolución ocurrida en el ámbito jurisprudencial, que aún sin descartar totalmente este animus —"revelador del malicioso propósito de atribuir a otro la comisión de un delito, con la finalidad de descrédito o pérdida de estimación pública"—, acaba por identificarlo, en sus resultados, con el dolo, al hacerlo compatible con "cualesquiera otros móviles inspiradores, criticar, informar, divertir, etc., con tal de que el autor conozca el carácter ofensivo de su imputación, aceptando la lesión delhonor resultante de su actuar"^^^. Por lo que se refiere a la exigencia legal del conocimiento de la falsedad o el temerario desprecio hacia la verdad, la doctrina mayoritaria considera que se trata de referencias al dolo, con expreso reconocimiento del dolo eventual. En mi opinión, sin embargo, estos elementos subjetivos encuentran mejor explicación en el contexto de la antijuridicidad, como se ha argumentado de forma detenida en otro lugar de este trabajo^^^.

270 Así, Muñoz Conde, PE, 273. 27^ De otra opinión, Muñoz Conde, PE, T7S-T79, para quien la eliminación de este animus sólo tendría sentido si se parte de la Administración de Justicia y no del honor como objeto de tutela. 272 Así STS1-2-95, RJ1995/ 720. Subrayado añadido. Expresamente reconoce esa identificación entre el animus y el contenido del dolo, aunque respecto de la injuria, STS 20-7-88, RJ 1988/6639. 273

Véase supra, p p . 89 y ss.

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En el ámbito de la antijuridicidad, los frecuentes roces entre el derecho al honor y la libertad de información conceden especial relevancia a la causa de justificación de ejercicio legítimo de un derecho, cuyas concretas exigencias se derivan de las pautas trazadas por el Tribunal Constitucional para resolver los límites de predominio del derecho a informar^^^. Dado el evidente interés público en el conocimiento de cualquier hecho delictivo, parece claro que en el caso de la calumnia la verificación de esta causa de justificación habrá de centrarse en la efectiva concurrencia una constatación diligente de la verdad del hecho conforme a criterios de racionalidad aceptables conforme a un juicio ex ante, es decir, del requisito de la veracidad. Con todo, la exclusión de la verdad objetiva como presupuesto de la justificación del derecho a informar puede producir un efecto secundario gravemente perjudicial para la víctima inocente de una imputación delictiva cuya veracidad haya sido comprobada conforme a los cánones establecidos por la jurisprudencia constitucional. Tal puede ser el caso, por ejemplo, de quien se ve implicado por la prensa, tras un diligente contraste de informaciones, en una trama de corrupción en la que realmente no ha tomado parte. El problema reside en que al quedar amparada la conducta calumniosa por la causa de justificación del art. 20.7° —debido a la concurrencia de la veracidad subjetiva y el interés público de la noticia—, el afectado se vería obligado a soportar la lesión en su honor sin poder acudir a la legítima defensa para evitar una agresión que él sabe infundada^^^. Un sector de la doctrina penal ha propuesto una solución para estos supuestos fundada en la distinción entre causas de justificación que conceden un derecho de intervención —de lesión del bien jurídico— y las que sólo se presentan como autorizaciones de actuar, grupo este último

274 275

Al respecto véase supra, pp. 71 y ss. Ha llamado la atención sobre este efecto colateral, ciertamente preocupante, del criterio de veracidad subjetiva también en el ámbito civil, Pantaleón, 1996, 1690.

lio

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que no impone al afectado por la acción justificada el deber de tolerar ni elimina el derecho al resarcimiento del daño por vía civil. Para quienes así opinan, la necesaria compatibilización de los intereses implicados en el conflicto entre honor y libertad de expresión justificaría la inclusión del ejercicio legítimo del derecho a informar en este segundo grupo^^^, pues de ese modo se conseguiría sentar las bases para un tráfico fluido y no condicionado de la información de interés general sin por ello privar a los posibles afectados de su legítimo derecho a evitar intromisiones en su honor carentes de aptitud real para formar una opinión pública libre^^^.

Ningún inconveniente existe en admitir la coautoría, que fácilmente puede darse si dos o más personas de forma conjunta imputan a otro un delito, por ejemplo, firmando un artículo periodístico en este sentido^^^. Se ha planteado en la doctrina el caso especial de quien proporciona a otro información falsa que luego éste difunde en la creencia errónea de ser cierta tras su adecuada comprobación por otras fuentes que apuntan en el mismo sentido. Dado que en tal caso quien difunde la noticia quedaría amparado por la causa de justificación del ejercicio legítimo de un derecho, cabría calificar la conducta del falso informador como autoría mediata^^'^ del tipo agravado de calumnias realizadas con publicidad —art. 206—. A este respecto cabe tener en cuenta que el Código deontológico de la Federación de Asociaciones de Prensa de España (FAPE) permite al periodista revelar sus fuentes sin incurrir en lesión del secreto profesional cuando "conste fehacientemente que la fuente ha falseado de manera consciente la información"^^ ^

III. ITER

CRIMINIS

En general, se admite sin dificultad la posibilidad de tentativa en el delito de calumnia. Tal situación se producirá si a la acción calumniosa externamente manifestada no le sigue el mínimo de publicidad necesario para la realización del resultado típico, como puede ser el caso de una carta no recibida por su destinatario o un artículo periodístico que no llega a publicarse^^^.

IV. AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN En el ámbito de la autoría y participación, si la calumnia se comete utilizando medios o soportes de difusión mecánicos entrarán enjuego las reglas específicas de la responsabilidad en cascada contenidas en el art. 30 C.P.

V. CONCURSOS En materia de concursos, ante todo ha de señalarse la posibilidad de concurrencia de la imputación de un hecho delictivo con juicios de valor despectivos susceptibles de dar lugar a una injuria. La jurisprudencia ha señalado, con razón, que corresponderá aplicar un concurso de leyes por consun-

•^'^'^

27*^ De esta opinión, Bacigalupo, 2000, 48-49; Jaén Vallejo, 1992, 263-71. ^''^ Debido al contenido objetivamente falso del delito imputado, aun cuando el informador lo haya transmitido sin conciencia de esa falsedad ni temeridad al difundirla. ^''^ Con razón sostiene Carmona Salgado, PE, 341, que el momento consumativo de una calumnia realizada a través de un medio escrito no es el de su impresión sino el de su publicación. En consecuencia, podemos añadir, si teniendo conocimiento del contenido calumnioso del escrito, el sujeto pasivo consigue el secuestro de la publicación antes de que se ponga a la venta estaremos ante una calumnia en grado de tentativa.

Así, Molina Fernández, PE, 285; no admiten la coautoría basándose en la calificación de la calumnia como delito de simple actividad. Quintero Olivares, 1996,162; Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 395. 2^" Así también Molina Fernández, PE, 285. Quintero Olivares, 1996,163, lo califica como autoría directa, solución que tiene sentido respecto a la transmisión de la noticia falsa al primer receptor, pues ciertamente basta con que la acusación llegue a oídos de una sola persona para que el delito de calumnia se consume. Sin embargo, si con posterioridad este primer receptor difunde la noticia dándole publicidad —por ejemplo, si se trata de un periodista—, entrará en juego el tipo agravado del art. 206 C.P., respecto del cual parece más adecuado hablar de una autoría mediata del informador inicial que vendría a consumir la realización previa del tipo básico del art. 205. 2^1 Véase Frigola/ Escudero, 1998,104.

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ción, castigando únicamente por calumnia, si los juicios deshonrosos se producen "en un único contexto, junto con la imputación calumniosa, en íntima relación con los hechos atribuidos"^^^. Por el contrario, podrá acudirse al concurso de delitos si la injuria adquiere una dimensión claramente independiente respecto de la imputación delictiva^^^. En cuanto a los supuestos de acumulación de acusaciones de un mismo delito contra idéntica persona, cabe admitir la aplicación de las reglas del delito continuado siempre que el conjunto de imputaciones se presenten dentro de un plan único de difamación o en el contexto de ocasiones similares, como sería el caso, por ejemplo, de quien repite una misma acusación delictiva en diversos medios de prensa^^"^. En cambio, habrá concurso real de delitos si falta esa unidad de ocasión o de plan delictivo y corresponderá aplicar las reglas del concurso ideal si de una misma acusación se derivan lesiones al honor de más de una persona^^^. El Código penal contiene una serie de supuestos específicos de calumnia, particularizados por las características del sujeto pasivo —el Rey u otros miembros de la Corona (arts. 490.3 y 491.1); el Gobierno de la Nación, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo, el Consejo de Gobierno o el Tribunal Superior de Justicia de una Comunidad Autónoma (art. 504.1)2^*^—, que en su caso despla-

zan por especialidad al tipo genérico de calumnia del art. 205 en virtud de las reglas del concurso de leyes^^^. Con todo, esta solución concursal es poco satisfactoria en el caso de las calumnias dirigidas a las altas instituciones del Estado y de las Comunidades autónomas contenidas en el art. 504.1, pues al ser menor la pena prevista en este precepto a la genérica del art. 206 —calumnia difundida con publicidad— resultará privilegiado quien impute un hecho delictivo a algún miembro de aquellos órganos. Para resolver tal inconveniente, en ocasiones se pretende reservar el art. 504.1 para las imputaciones dirigidas al órgano como tal, permitiendo el concurso de delitos con la calumnia genérica si la imputación trasciende a sus miembros^^^. Sin embargo, esta solución se encuentra con el inconveniente de la imposibilidad de cometer calumnia contra una institución, ya que sólo las personas físicas pueden ser acusadas de la comisión de un hecho delictivo, de donde se sigue que la referencia a la calumnia en aquel precepto sólo puede tener sentido si se entiende dirigida a los componentes de los órganos en él indicados. Especial consideración merece la relación concursal de la calumnia con el delito de acusación y denuncia falsas previsto en el art. 456 CP, cuyas semejanzas tanto en los aspectos objetivos como en los subjetivos resultan evidentes. Si bien suele apuntarse como única peculiaridad de esta última figura el órgano ante el cual se dirige la acusación delictiva^^^ —que necesariamente ha de ser un funcionario judicial o administrativo competente—, no falta razón a quienes advierten sobre su autonomía respecto de la calumnia sobre todo en el plano de su finalidad tuitiva, centrada aquí en el funcionamiento de la Administración de Justicia antes que en el honor^^^. Pero aun

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Como sería el caso de quien llama sinvergüenza a otro tras acusarlo de haber participado en una conspiración contra su persona. Véase STS 8-5-91, RJ1991 / 3605. Véase Carmona Salgado, PE, 341. Así STS 8-5-91, RJ 1991/3605. La jurisprudencia ha descartado, sin embargo, la pluralidad delictiva y también el delito continuado cuando una misma acusación se dirige por carta a un grupo amplio de personas. Véase en este sentido STS 24-11-89, RJ 1989/8731. Véase en este sentido, Carmona Salgado, PE, 341, quien hace referencia a las llamadas "injurias indirectas", esto es, aquellas que, pese a dirigirse de forma directa a una persona determinada, trascienden a terceros cuyo honor igualmente atacan. La LO 7/2000 introdujo un segundo apartado al art. 504 en virtud del cual vuelven a tipificarse —como sucedía en el Código penal anterior— los atentados al honor dirigidos contra "los Ejércitos, Clases o Cuerpos y Fuerzas de Seguridad", si bien en este caso la ley sólo se refiere a los actos de injuriar y no de calumniar a tales instituciones. De todas maneras, dada la relación intrínseca entre injurias y calumnias, parece que este tipo penal debería desplazar igualmente a la calumnia, aunque ello crea un problema de pena-

lidad difícil de resolver al ser inferior la sanción prevista para el supuesto del art. 504.2 frente a la calumnia propagada con publicidad del art. 206. Pero, como se verá de inmediato en el texto, este problema de incongruencias punitivas es común a todos los supuestos del art. 504. •^^"^ Así, Molina Fernández, PE, 285; Carmona Salgado, PE, 341. 288 Véase Tamarü Sumalla, ComPE, 1456, con referencias jurisprudenciales en esta línea. 2^^ Así, Rodríguez Mourullo, ComCP, 620-621; Carmona Salgado, PE, 341, decantándose ambos autores por el concurso de leyes por especialidad a favor de la acusación y denuncia falsas. 2'*° Véase Maqueda Abreu, 1999,20-25.

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admitiendo esta premisa, dado que la acusación falsa siempre lleva implícita la lesión del honor de la víctima, parece difícil de justificar la aplicación de las reglas del concurso de delitos, imponiéndose más bien, como sostiene la doctrina mayoritaria, el concurso de leyes por especialidad^^^ Sin embargo, la diferente técnica legislativa utilizada para graduar la pena en los delitos de calumnia y de acusación y denuncia falsas, respectivamente^^^, puede conducir a ciertas incongruencias punitivas que acaban por privilegiar en ocasiones a quien imputa a otro falsamente un delito frente a un órgano encargado de su persecución. En concreto, se producirá tal circunstancia cuando la acusación falsa tenga por objeto un delito menos grave y se realice en condiciones que favorezcan su publicidad, pues el art. 456 sólo permite castigar estos casos con multa de doce a veinticuatro meses frente a la pena de prisión a la que cabría llegar por aplicación del delito de calumnia —art. 206—. Pero a mi modo de ver esta incongruencia legislativa no autoriza a sustituir el criterio de especialidad por el de alternatividad para dar solución a este supuesto específico^^^, dado que el art. 8 del Código penal es muy claro al conceder a este último criterio un carácter meramente subsidiario para casos no susceptibles de ser resueltos a través de los principios de especialidad, subsidiariedad o consunción. Para eludir los efectos perniciosos de la solución resultante del concurso de normas queda abierta, de todos modos, la vía civil, a través de la cual podrán valorarse adecuadamente los perjuicios reales para el honor del afectado^^"*^.

VI. P E N A L I D A D . LAS CALUMNIAS P R O P A G A D A S CON P U B L I C I D A D

De esta opinión, Maqueda Abreu, 1999,75-76; Rodríguez Mourullo, ComCP, 620621; Carmona Salgado, PE, 341; Molina Fernández, PE, 287. ^'^^ En la calumnia, la entidad de la pena se hace depender de la publicidad del hecho (art. 206), mientras que en la acusación y denuncia falsas su graduación punitiva depende de la mayor o menor gravedad de la infracción penal objeto de la imputación (art. 457.1) 293 Propone esta solución, por considerarla la "menos mala", Molina Fernández, PE, 288. 2''4 Así, Maqueda Abreu, 1999, 76.

Conforme a una larga tradición legislativa, las calumnias se consideran más graves si se realizan con publicidad, entendiendo por tales, como señala el art. 211, las que "se propaguen por medio de la imprenta, la radiodifusión o por cualquier otro medio de eficacia semejante"^^''. Esta fórmula abierta, centrada sobre todo en la eficacia difusora del medio^^^, permite captar todas las formas de transmisión de un hecho capaces de expandirlo a un número amplio e indeterminado de personas, sea por transmisión escrita, verbal o a través imágenes, como es el caso de la televisión. Esa capacidad expansiva de la noticia propia de los medios de difusión aumenta sin duda las posibilidades de sufrir el desprecio o descrédito comunitarios, dando lugar así a una lesión más intensa del honor que justifica su mayor gravedad punitiva. Nos encontramos, pues, ante un aumento de la pena fundado en un incremento del contenido de injusto en comparación con el supuesto básico de quien imputa a otro un delito con el mínimo de publicidad necesario para perturbar el derecho a ser respetado por los demás^^^. El fundamento de la especial gravedad de las calumnias hechas con publicidad no reside pues en que la imputación llegue a oídos de terceros —elemento básico para dar lugar a la consumación de toda calumnia—, sino en la aptitud del medio comisivo para hacer llegar la noticia a un grupo amplio e indeterminado de personas con la consiguiente profundización del riesgo de afectar la fama de la víctima y coartar así de modo particularmente intenso el derecho de autodeterminación en el que en definitiva se concreta el bien jurídico honor.

2^^

^^''

Por esta vía se supera la definición obsoleta del Código penal anterior (art. 463), centrado en buena medida en los medios de difusión escritos hoy ampliamente rebasados por los medios audiovisuales —"papeles impresos, litografiados o grabados", "carteles o pasquines situados en sitios públicos, o papeles manuscritos comunicados a más de diez personas"—. 2^^ Así, Rodríguez Mourullo, ComCP, 621. ^^'' Llaman la atención sobre la publicidad como elemento consustancial a toda calumnia. Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 396.

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En esta misma línea se mueve la LO 1/1982, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, cuyo art. 9.3 establece como parámetro imprescindible para determinar la gravedad de la lesión efectiva del honor "la difusión o audiencia del medio a través del cual se haya producido". Siguiendo las propuestas doctrinales más extendidas, el Código vigente opta por una pena no privativa de libertad^^^ — multa de cuatro a diez meses— para los casos básicos de calumnias no transmitidas por medios de especial eficacia difusora, si bien no renuncia a la pena de prisión de seis meses a dos años para el supuesto más grave de calumnias difundidas con publicidad. Sin embargo, incluso en este último caso —el único en el que un delito contra el honor sigue amenazado con pena privativa de libertad—, el legislador ha ideado fórmulas capaces de evitar la privación efectiva de libertad, bien sea por la aplicación de la pena alternativa de multa de seis a veinticuatro meses, bien dejando abierta la posibilidad de suspensión de la pena de prisión si se dan las condiciones del art. 81 CP.

Ello se debe a que, en atención a los presupuestos de penalidad del art. 205, en la práctica sólo será preciso acudir a la siempre compleja prueba de la verdad objetiva del hecho criminal en los casos de ausencia de veracidad subjetiva, es decir, cuando, pese a ser cierta la imputación, el autor la realice en la creencia errónea de su falsedad. Si, por el contrario, resulta acreditada en el juicio una diligente comprobación de la veracidad previa a la divulgación del hecho, faltarán ya los elementos subjetivos específicos a los que la ley supedita la ilicitud de la conducta^^^ —conciencia de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad— con independencia de la adecuación o no del hecho a la realidad conforme a una perspectiva ex post, haciendo innecesarias ulteriores comprobaciones sobre la verdad objetiva. En consecuencia, desde el punto de vista práctico, la exceptio veritatis sólo entrará en consideración en los casos excepcionales de discordancia entre la realidad y los conocimientos del autor, en concreto, cuando el hecho sea objetivamente verdadero pero subjetivamente inveraz. Además, esa posibilidad que ofrece la exceptio veritatis de eximirse de responsabilidad penal en supuestos de inveracidad subjetiva sitúan a este mecanismo de exclusión de la pena al margen de las pautas de solución del conflicto entre honor y libertad de información^°\ porque, como se acaba de ver, su virtualidad práctica aparece precisamente cuando se han sobrepasado los límites de legitimidad del derecho a informar. Por eso, las razones para explicar la renuncia a la sanción penal en estos supuestos han de buscarse necesariamente en otra clase de consideraciones. En todo caso, las diversas posturas sobre la naturaleza de la exceptio veritatis están condicionadas a que se admita o no la pertenencia de la falsedad al tipo objetivo del delito de calumnia. En caso afirmativo, la prueba de la verdad sin duda quedará vinculada a una causa de exclusión de la tipicidad pues

VII. LA EXCEPTIO

1.

VERITATIS E N EL DELITO D E CALUMNIA

Naturaleza

Si bien la doctrina no es pacífica a la hora de decidir sobre la naturaleza de la exceptio veritatis en el delito de calumnia, parece existir cierto acuerdo en el sentido de considerarla una herramienta meramente residual para la exclusión de la pena^^^. ^'^^ Con el advenimiento de la democracia y el consecuente protagonismo de las libertades de expresión e información como bases del sistema de formación de una opinión pública libre, la doctrina se mostró muy crítica con el mantenimiento de penas privativas de libertad en los delitos de expresión, entre los que siempre se ha contado la calumnia. El Código penal anterior castigaba la calumnia con penas de privación de libertad conjuntamente con multa, en concreto, con la pena de prisión menor —seis meses y un día a seis años— para los casos de difusión con publicidad y arresto mayor —un mes y un día a seis meses— en los demás casos (véanse arts. 454 y 455 CP de 1973). ^^^ Cuando no simplemente inútil y de nula aplicabilidad, como afirma Carmona Salgado, PE, 333; sostiene igualmente que se trata de un instrumento superfino López Peregrin, 2000, 258.

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^™ Esta solución es válida tanto para quienes identifican estos elementos subjetivos con el dolo como para la tesis aquí defendida, según la cual se trataría de elementos subjetivos de justificación, porque cualquiera de las dos teorías conducen a considerar lícita la imputación del hecho delictivo realizada de forma veraz. ^°^ Así, Vives Antón, 1987,261-262; Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,166-167.

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se trata sin más de la demostración de la ausencia de un elemento típico^^^. Por eso, la mayoría de los partidarios de este punto de vista entienden que \a.exceptio veritatis es un mecanismo de naturaleza procesal destinado a invertir la carga de la prueba de un elemento del tipo objetivo^^^. Tan excepcional medida procesal vendría justificada por la necesidad de garantizar la presunción de inocencia del afectado por la calumnia, cuyo derecho se vería vulnerado si en su condición de querellante^^"^ se le obligara a probar la falta de responsabilidad en el delito que se le imputa. En otros términos, para evitar que la imputación de un delito por cauces informales reduzca las garantías de quien es objeto de tal acusación, la ley traslada a ese ámbito la regla del proceso penal que impone el deber de probar la verdad de la acusación a quien la realiza^^^. Junto a ello se alude habitualmente, además, al criterio de distribución de riesgos en virtud del cual quien

imputa a otro un hecho delictivo ha de cargar con el riesgo de no poder probar su veracidad^^^. Quizás la principal objeción a este punto de vista reside en que la presunción de inocencia del sujeto pasivo sólo se consigue garantizar a costa de privar de ese mismo derecho al autor de la imputación calumniosa, a quien se obliga a cargar con la prueba de la no concurrencia de un elemento que lo incrimina^^^. Se llega así a la presunción de un elemento fundamentador de lo injusto difícilmente compatible con el principio de culpabilidad^^^. Pero, además, la tesis procesal no parece suficiente para explicar el efecto excluyente de "toda pena" al que, por expreso imperativo legal, conduce de modo inexorable la prueba de la verdad. Porque si sólo se tratase del mecanismo destinado a invertir la carga de la prueba de un elemento concreto del tipo objetivo, nada debería impedir que, de concurrir los restantes elementos típicos y, en particular, el dolo, quedase subsistente la posibilidad de castigar por tentativa^^^. Es decir, queda sin explicar por qué la prueba de la ausencia de

302 303

]7j^ gg^-g s e n t i d o , Carbonell Mateu, 1995, 35; Rodríguez Mourullo, C o m C P , 622; Carmona Salgado, PE, 333. Qg ggfg o p i n i ó n . Quintero Olivares, 1996, 167; Pérez del Valle, 1998, 279-280; Bernal del Castillo, 1996,1439; Molina Fernández, PE, 276-177. E n contra, López Peregnh, 2000, 258.

-'"'* Téngase en cuenta que al encontrarnos ante un delito privado —art. 215.1 CP— por regla general será el propio sujeto pasivo quien deba cargar con la prueba de los elementos típicos, entre los que se contaría, conforme a la tesis analizada, la falsedad de la imputación calumniosa. De ahí la necesidad — siempre a estar a la teoría en análisis— de esta excepcional inversión de la carga de la prueba. -'"^ Sobre este traslado de las reglas del proceso formal de imputación de delitos a los casos paralelos de imputación informal, véase Pérez del Valle, 1998,279280. Por motivos similares consideran que la exceptio veritatis representa un traslado a este ámbito de las reglas del principio acusatorio. Quintero Olivares, 1996,166-167; Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 398; Rodríguez Mourullo, ComCP, 623. Véase también el Informe del Consejo General del Poder Judicial, 1992,186. Recientemente se ha pronunciado también en esta línea la STS 1402-01, RJ 2001/367, donde se rechaza la posible inconstitucionalidad del art. 207 CP, por entender que este precepto no es más que la "manifestación de la aplicación del principio de presunción de inocencia a la víctima de la calumnia, trasladando al conflicto entre la víctima y quien le acusa, las reglas generales de dicho principio que establecen que toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario y que la carga de la prueba de dicha demostración no pesa sobre quien resulta acusado sino sobre quien efectúa la acusación".

306 ^gj'^ Bacigalupo, 2000,11. Esta teoría prevaleció en el derecho norteamericano hasta la ya citada sentencia New York Times v. Sullivan de 1964 que introdujo el criterio de la veracidad subjetiva. Hasta ese momento, se entendía que el informador que publicaba determinados hechos de contenido injurioso lo hacía "a su propio riesgo", quedando obligado a probar su veracidad o, en su defecto, a asumir la responsabilidad por difamación. Véase detenidamente al respecto, Salvador y otros, 1987, 59. ^"^ En este sentido el Informe del Consejo General del Poder Judicial, 1992, 186. Rechaza esta conclusión la ya citada STS 14-02-01, RJ 2001/367, por entender que, por aplicación del principio de presunción de inocencia, al acusado de calumnia le cabe siempre la vía alternativa de negar sencillamente la inveracidad subjetiva, provocando así el deber de probar la concurrencia de este elemento subjetivo a quien acusa. En mi opinión, la debilidad de este pronunciamiento judicial reside en presentar a la exceptio veritatis como una simple alternativa más a disposición del acusado de calumnia para alcanzar la exención de pena, siendo así que, en realidad, se trata de un último recurso cuya utilidad surge precisamente cuando la ausencia de veracidad subjetiva cierra las puertas a la causa de justificación del ejercicio legítimo de un derecho. 308 Así lo reconoce la STS 16-10-89 (RJ 1989/8460), al afirmar que la exceptio veritatis "ha llevado a la jurisprudencia a entender que existe una presunción de falsedad, de manera que el correspondiente elemento delictivo ha de tenerse por cumplido en tanto no conste la certeza del hecho criminal atribuido". ^'^ Así, con razón. Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,134-135.

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u n o solo de los e l e m e n t o s del tipo objetivo c o n d u c e automáticamente a la impunidad, eliminando la posible punición por tentativa aun cuando se den sus requisitos materiales. De esta última crítica arranca una segunda postura — situada todavía dentro de los partidarios de incluir la falsedad en el tipo objetivo— que aleja a la exceptio veritatis del ámbito procesal para atribuirle precisamente la función material de impedir la punición por tentativa de calumnia en aquellos casos donde se imputa a otro un delito realmente acaecido en la creencia errónea de que es falso^^^. De esta manera, la prueba de la verdad adquiere la naturaleza de causa de exclusión de la punibilidad^^^ cuyo fundamento se encontraría en el legítimo interés del Estado en perseguir los delitos de los que se tenga noticia^ ^^. En los resultados, la teoría de la exclusión de la punibilidad parece la más adecuada para explicar de manera unitaria el alcance y límites de la exceptio veritatis en la regulación penal española de los delitos contra el honor, pues si por un momento se amplía la mirada al art. 210 —regulador de esta misma institución en las injurias— se descubre con facilidad que todos los casos de renuncia a la pena por la prueba de la verdad vienen a coincidir con supuestos donde existe un claro interés social en

el conocimiento del hecho imputado^^^, interés absolutamente evidente cuando lo que se imputa es la comisión de un delito. Ello explicaría que el legislador esté dispuesto a renunciar a la punición aun cuando concurran los presupuestos de la tipicidad y antijuridicidad de la conducta mediante la creación de una causa objetiva de exclusión de la punibilidad. Con todo, en el contexto de las ideas sostenidas en estas páginas sobre el contenido del tipo de la calumnia, la razón de esta eximente no puede vincularse con la tentativa, pues una vez excluida la falsedad del tipo objetivo, nada obsta a la concurrencia íntegra de la conducta típica aun cuando el delito imputado resulte ser cierto. Pero ello no impide que también aquí se conceda a la exceptio veritatis un papel meramente residual, pues por regla general los supuestos de imputación de hechos delictivos verdaderos quedarán comprendidos en la causa de justificación de ejercicio legítimo de la libertad de informar, para cuya concurrencia basta una diligente comprobación de la veracidad del hecho al tiempo de realizar la acusación. Consecuentemente, la función de \aexceptio veritatis quedará reducida a los supuestos de ausencia de veracidad subjetiva o, lo que es igual, a las imputaciones realizadas con "temerario desprecio hacia la verdad". Esta actitud negativa respecto de la verdad —incompatible con el contenido subjetivo de la libertad de información— sitúa a la conducta en el plano de la ilicitud con independencia de que el hecho sea verdadero o falso y precisamente por eso se hace necesario un mecanismo específico para impedir su punición si expost se comprueba su concordancia con la realidad. Por último, la naturaleza estrictamente objetiva de esta causa de exclusión de la pena permite extender su aplicación a todos los partícipes^''*.

^^^ Esta es la posición de Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,134135. En la versión propuesta por estos autores para dar contenido a los elementos subjetivos específicos, se trataría del supuesto de quien "con conciencia de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad"acusa a otro de la comisión de un delito que a posteriori se demuestra verdadero. También de esta opinión, aunque combinándolo con la teoría procesal, Molina Fernández, PE, 277. ^" La remisión al ámbito de la punibilidad, dejando intacto lo injusto y la culpabilidad, se debe a que el motivo de la renuncia a la pena —la prueba de la verdad— se produce en un momento posterior a la realización de la acción calumniosa. Ha defendido este punto de vista, si bien en el contexto de una tesis distinta a la aquí estudiada. Vives Antón, 1987,260. •'^^ Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 135, quienes además apuntan que esta renuncia al castigo de la tentativa de calumnia alienta a los ciudadanos a denunciar presuntos hechos punibles, actitud ésta que podría verse obstaculizada si el Derecho penal impusiera una sanción a quien, por encima de cualquier reproche culpabilístico, ha permitido con su conducta el , descubrimiento y persecución de un delito. Sólo en esa medida admiten estos autores un efecto indirecto de la exceptio veritatis a favor de las libertades de expresión e información.

2 . Los presupuestos

de aplicación

del art. 207

CP

En cuanto al objeto de la prueba, el Código penal se refiere al "hecho criminal", terminología que resulta criticable en tanto -^'•^ Eso explica, además, que la exceptio veritatis no se extienda, como pretenden algunos autores, a todas las imputaciones de hechos deshonrosos. Véase en este sentido, con razón. Bajo Fernández, 1989, 97. ^^^ Así, Vives Antón, PE, 318.

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SU falta de tecnicismo jurídico puede suscitar dudas sobre el auténtico alcance de esta eximente de pena. Si por hecho criminal se entiende una conducta contraria a derecho, para beneficiarse de la impunidad bastará la prueba de la realización del injusto típico, siendo irrelevantes las circunstancias vinculadas a la culpabilidad o a la punibilidad; si, en cambio, aquel término se identifica con el de hecho "punible", también la culpabilidad del sujeto pasivo o las posibles causas de exclusión de la punibilidad podrán adquirir protagonismo. A mi modo de ver, no hay motivo alguno para introducir aquí modificaciones respecto al concepto genérico de "delito" utilizado en la definición de la calumnia, motivo por el cual me parece más adecuada la primera vía propuesta. De ahí se sigue que la exención de pena del art. 207 vendrá supeditada a que el hecho imputado sea típico y antijurídico. En consecuencia, quien acusa a otro de la realización de un hecho típico ocultando la concurrencia de una causa de justificación no se beneficiará de la exceptio veritatis y podrá ser condenado por calumnia. Y, en cambio, quedará impune quien pueda probar la ilicitud penal del hecho aun cuando en el momento de la imputación hubiera ocultado la presencia de una causa de exclusión de la culpabilidad o de una excusa absolutoria. Todo ello sin perjuicio, claro está, de dejar subsistente en estos últimos casos la posibilidad de acudir a la vía civil por ingerencia ilegítima en el honor^^^. Si bien la prueba de la verdad recae sobre el acusado por calumnia, nada obsta a que éste se beneficie de la actividad procesal o policial realizadas de oficio^^^. Como bien se ha expresado en la doctrina, una interpretación restrictiva que sólo admitiera la prueba producida por el propio acusado vendría a vulnerar su derecho a la tutela judicial efectiva^^^. En cuanto a los efectos de la exceptio veritatis, la ley dispone claramente que el autor de la calumnia quedará exento "de toda pena", de donde se sigue que no sólo queda descartada la punición por calumnia sino también la posibilidad de acudir de

forma subsidiaria al delito de injuria. La interpretación contraria, favorable al mantenimiento de la responsabilidad por injuria al menos en ciertos casos^'^, tiene el inconveniente de convertir a la prueba de la verdad en una mera causa de atenuación de la pena cuyo único efecto sería el de bloquear la aplicación del delito más grave (la calumnia) dejando subsistente la responsabilidad por el tipo básico (la injuria). Ello no quiere decir que no pueda mantenerse una imputación paralela por injurias en aquellos casos donde la calumnia vaya acompañada de juicios peyorativos o de la acusación de otros hechos deshonrosos no delictivos que conformen por sí mismos una lesión autónoma del honor^^^. Lo único que queda vedado es la posibilidad de castigar la misma imputación de un delito a título de injuria cuando ha fracasado la vía de la calumnia por la prueba de la verdad. Nada de lo dicho impide, sin embargo, la subsistencia de la vía civil por ingerencia ilegítima en el honor a través de la LO 1/1982^^*^, pues, como se ha visto, la exceptio no afecta en nada al contenido antijurídico de la conducta calumniosa. Por último, la especial amplitud de la exceptio en la calumnia también repercute en el ámbito procesal, impidiendo la sustitución judicial del título de imputación de una injuria a una calumnia^^^. El juez no puede condenar por este último

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'^^^ Esta parece ser la opinión dominante. Véanse, por ejemplo. Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 398-399; Rodríguez Mourullo, ComCP, 623. •'"'^ Véase, Vives Antón, PE, 318. '^'^ Así, Rodríguez Mourullo, ComCP, 624.

•'^'^

Mantiene este punto de vista para los supuestos donde, pese a la prueba de la verdad, subsista la lesión del honor. Rodríguez Mourullo, ComCP, 624, quien se refiere, en particular, a los casos de ocultación de una causa de inculpabilidad o de una excusa absolutoria asociadas al delito imputado. En el contexto de las ideas aquí defendidas, sin embargo, esta postura no puede compartirse, pues se ha sostenido desde el principio que toda imputación de un hecho delictivo supone siempre una lesión del honor, con independencia de que el hecho resulte ser cierto. Asilas cosas, de admitirse la postura de Rodríguez Mourullo habría que aceptar siempre —y no sólo en casos excepcionales— la vía subsidiaria de la injuria, solución claramente incompatible con el texto legal. ^''•' Véanse Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 399. •''2" Así también. Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 400; Muñoz Llórente, 1997,189; Pérez del Valle, 1998, 279. ^^^ En reaUdad, se trata de una excepción respecto a la doctrina general que ha sentado el Tribunal Supremo en aplicación de las reglas del principio acusatorio en los delitos contra el honor, pues, conforme a estas reglas generales, se admiten los cambios del título de imputación siempre que la pena aplicada no supere la que venía atribuida al deUto imputado (STS 18-10-85). Véase al respecto. Granados Pérez, 1998,148, con más datos jurisprudenciales.

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delito cuando la acusación ha sido por injuria porque, atendiendo a las restricciones de la prueba de la verdad en esta figura, ello podría repercutir negativamente sobre los derechos del acusado al privarle de la posibilidad de acreditar la verdad del hecho, restricción ésta que vendría a afectar las garantías del principio acusatorio.

TERCERA

PARTE

EL DELITO DE INJURIA I. LA T I P I C I D A D E N LA I N J U R I A Pese a su ubicación sistemática posterior a la calumnia, la injuria constituye el tipo básico de los delitos contra el honor, de modo tal que la definición contenida en el primer párrafo del art. 208 puede considerarse la base esencial del injusto típico en esta clase de delitos. 1. Sujetos. El problema personas jurídicas

del honor

de los colectivos

y las

En lo relativo a los sujetos, se trata de un delito común en el que cualquier persona pueda adquirir el carácter de sujeto activo. En cuanto al sujeto pasivo, son aplicables aquí los mismos argumentos expuestos al analizar la calumnia para atribuir tal condición a los menores y demás inimputables y excluirla, en cambio, en el caso de injurias 3. personas fallecidas^^^. Mayores matizaciones requiere, en cambio, el problema de las personas jurídicas y otros colectivos sin personalidad. A diferencia de la calumnia, los posibles contenidos de una imputación injuriosa no suponen obstáculo alguno para atribuir a los grupos pluripersonales la consideración de sujeto pasivo^^^, motivo por el cual la solución ha de buscarse directamente en la naturaleza del bien jurídico tutelado. En la doctrina parece prevalecer una postura contraria a atribuir la condición de sujeto pasivo de la injuria a los colectivos —tengan o no personalidad jurídica—, por considerarlo incompatible con la naturaleza estrictamente personalista del bien jurídico honor^^'*. Ese mismo punto de vista fue sostenido

322 323

Véase supra,p. 100 y ss. En la calumnia, como se recordará, la postura contraria a atribuir la condición de sujeto pasivo a las personas jurídicas se basa sustancialmente en la imposibilidad de atribuir a tales colectivos la realización de hechos delictivos. Así, entre otros, Carmona Salgado, PE, 336-338; Rodríguez MouruUo, ComCP, 625; Queralt, PE, 228-229; Molina Fernández, PE, 266, si bien todos estos autores

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LOS DELITOS CONTRA EL HONOR

en el ámbito jurisprudencial durante la década de los ochenta^^^^, entendiendo tanto el Tribunal Constitucional como el Supremo que respecto a los entes supraindividuales "resulta inadecuado hablar de honor", concepto éste de significado personalista, siendo más correcto emplear los términos dignidad o prestigio, no identificables con el honor y objeto de un nivel más débil de protección"^^^. Sin embargo, con el transcurso del tiempo la jurisprudencia ha evolucionado hacia una posición más abierta, que ha acabado por admitir en términos amplios la posibilidad de que las personas jurídicas y otras organizaciones sean titulares del derecho al honor^^^, postura ésta que les abriría las puertas a su

consideración como sujeto pasivo del delito de injuria. El punto de inflexión suele situarse en la Sentencia del Tribunal Constitucional de 11 de noviembre de 199P^^, en la cual se admitió que "también es posible apreciar lesión al citado derecho fundamental (el honor) en aquellos supuestos en los que aun tratándose de ataques referidos a un determinado colectivo de personas más o menos amplio, los mismos trascienden a sus miembros o componentes siempre y cuando éstos sean identificables, como individuos, dentro de la colectividad". A mi modo de ver, sin embargo, esta resolución en nada modifica el contenido personalista del honor y su indisoluble vinculación a las personas físicas —circunstancias que, además, la Sentencia reconoce de modo expreso—. Sólo se trata de aclarar, con razón, que la estructura formal de una injuria (aparentemente dirigida a un colectivo) no ha de impedir la sanción del hecho si de su contenido se deduce con claridad un ataque al honor de personas individuales. Sin prejuzgar sobre la cuestión general del alcance del art. 18.1 de la Constitución, la posición aquí defendida en torno a la naturaleza y contenido del bien jurídico objeto de tutela en el delito de injuria —directamente vinculado no sólo a la dignidad sino, sobre todo, a la libertad personal— obliga a adoptar una posición contraria a extender la condición de sujeto pasivo a las personas jurídicas o a otros colectivos sin personalidad. Ello no significa, sin embargo, que una expresión o imputación deshonrosas o degradantes dirigidas contra un grupo de personas —tenga o no personalidad jurídica— que-

admiten la posibilidad de atribuir la condición de sujeto pasivo a los miembros del colectivo si, por sus características, la imputación puede considerarse dirigida a ellos de modo individualizado. De otra opinión, sin embargo, López Peregrín, 2000, 163-185, quien admite la titularidad del honor en el caso de personas jurídico-privadas o públicas u organizaciones no registradas pero con una organización y voluntad unitaria suficientemente individualizada. En cambio, no admite la atribución del honor a los colectivos no organizados. '^"^ Sobre la evolución de la doctrina jurisprudencial en esta materia, véanse, Campos Pavón, 1996,1257/1259; López Peregrín, 2000,138-152. •'26 STC 8-6-88, núm. 107/1988. En la misma línea, STS, Sala V, 5-10-89, RJ 1989/ 6889. En todo caso, ha de tenerse en cuenta que el Tribunal Constitucional sentó esta doctrina en relación a las instituciones públicas o clases determinadas del Estado, matización sobre la que llama la atención López Peregrín, 2000, 143-145, con el fin de restar rigidez a la negativa del TC a aceptar la titularidad del honor de las personas jurídicas o colectivos, en general. Sin embargo, en las Sentencias de la década de los años ochenta tanto la jurisprudencia constitucional como la del Tribunal Supremo reconocían de modo expreso el carácter personalista del honor y su consecuente unión indisoluble y exclusiva con las personas físicas. -'2'' La STC de 26-9-95, núm. 139/1995, expresamente extiende la titularidad del derecho al honor a las personas jurídico-privadas por entender que el buen nombre o reputación de tales instituciones constituye un presupuesto de su existencia que merece la tutela constitucional. Más radical aún la STC de 1112-1995, núm. 176/1995, donde se reconoce ese mismo derecho a los colectivos sin personalidad —en este caso, al pueblo judío— por entender que, "desde una perspectiva constitucional, los individuos pueden serlo también como parte de los grupos humanos sin personalidad jurídica pero con una neta y consistente personalidad por cualquier otro rasgo dominante de su estructura y cohesión, como el histórico, el sociológico, el étnico o el religioso...Por ello, pueden a su vez, como reverso, resultar víctimas de la injuria o la calumnia, como sujetos pasivos de estos delitos contra el honor". De ahí que admita la legitimación, por sustitución, de "personas naturales o jurídicas de su ámbito cultural y humano" para querellarse por aquellos

delitos. Respecto a las personas jurídico-privadas asume la misma posición favorable la STS (Sala 1") 15-4-92, RJ 1992/4419, fundándose, en este caso, en las dos perspectivas —una interna y otra externa- generalmente atribuidas al derecho al honor: "Si bien en cuanto el honor afecta a la propia estimación de la persona —carácter inmanente— sería difícil atribuirlo a la persona jurídica societaria, no ofrece grave inconveniente entender que, en su aspecto trascendente o exterior, que se identifica con el reconocimiento por los demás de la propia dignidad, es igualmente propio de aquellas personas jurídicas, que pueden gozar de una consideración pública protegible". STC 214/1991, conocida como el caso de "Violeta Friedmann", donde se discutió la lesión al honor de una mujer judía como consecuencia de unas declaraciones de un antiguo colaboracionista nazi que negaba el holocausto judío y se refería a este pueblo en términos profundamente ofensivos y peyorativos.

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den automáticamente excluidas del tipo de la injuria, pues cabrá admitir su subsunción típica si, por sus características, el atentado al honor alcanza a los miembros del grupo de forma individualizada. Reconocer esta posibilidad no supone concesión alguna a la titularidad colectiva del derecho al honor, pues no se trata sino de una forma diversa de dirigir el atentado al honor contra personas individuales que son, en definitiva, las que adquieren por derecho propio la condición de sujeto pasivo del delito. En todo caso, da la impresión de que el esfuerzo realizado por un sector de la doctrina para incluir a las personas jurídicas bajo el paraguas de la protección constitucional del derecho al honor responde, sobre todo, a razones de utilidad procesaP^^, porque, por esa vía, las personas jurídicas cuyo prestigio o crédito social fuese perturbado o puesto en peligro podrían ampararse en la LO 1/1982, accediendo al procedimiento preferente y sumario propio de la tutela civil del derecho al honor e incluso al recurso de amparo^^^ (art. 53.2. CE), mientras que la opinión contraria sólo dejaría expedita en estos casos la vía civil ordinaria (art. 1.902 C.C)^^^ Pero estas razones, quizás justificadas, no parecen suficientes para dar por buena la ampliación de la vía penal, sobre todo en un ámbito donde la intervención punitiva se discute incluso en los casos de afectación del honor de las personas físicas. De hecho, el único argumento que ha conseguido sortear de modo convincente las reiteradas objeciones vinculadas al principio de intervención mínima es el que vincula el bien jurídico honor con aspectos personalísimos del ser humano, tales como la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad, aspectos todos ellos difíciles de trasladar a los colectivos sin perder su propio esencia. Esto no supone desconocer que también las personas jurídicas necesitan unas condiciones favorables para actuar en libertad, entre las que se cuenta el derecho a no ver injustamente mancillada su reputación social, pero nada de ello es compa-

rabie con los aspectos de la libertad del ser humano susceptibles de ser afectados por expresiones o imputaciones deshonrosas ni hay motivos para responder a uno y otro fenómeno con los mismos medios. La reparación civil —particularmente la económica— se presentan como suficientes para dar solución a los atentados contra el prestigio de una empresa, sin que se vislumbren razones de prevención general o especial capaces de justificar el recurso a la pena.

'2y Véase al respecto, López Peregrin, 2000,137-138. ^^0 Véase Disposición Transitoria Segunda de la LO 1 /1982, donde se remite a los procedimientos establecidos en la Ley de Protección Jurisdiccional de los derechos fundamentales de las personas. ^•^^ Así, Carmona Salgado, PE, 337.

Respecto al contenido del bien jurídico honor y el papel de la fama y la autoestima como elementos normativos destinados a acotar el alcance del comportamiento típico véase detenidamente supra, pp. 37 y ss. Véanse en este sentido, Bernal del Castillo, 1996, 1436-1437; Muñoz Llórente, 1999-1, 35.

2. Los aspectos

objetivos

del

delito

El comportamiento típico consiste en emitir una expresión o realizar una acción que lesionen la dignidad de otra persona. 2.a. Esta caracterización genérica no es suficiente, sin embargo, para acotar el alcance de la conducta prohibida, pues es obvio que no cualquier acción lesiva de la dignidad de otro realiza el tipo de la injuria, sino sólo aquellas que afectan de modo específico el derecho al respeto comunitario en el que se concreta el bien jurídico honor. En este contexto adquieren significación las referencias a la fama y a la propia estimación contenidas en el art. 208: dado que la finalidad de los delitos contra el honor es liberar a la persona del obstáculo que para su dignidad y libertad representan los juicios negativos susceptibles de originar el descrédito comunitario o de transmitirle a ella misma un sentimiento de humillación y desprecio^^^, aquellos elementos representan los parámetros normativos adecuados para circunscribir el campo de comportamientos típicamente relevantes, de modo tal que una conducta sólo resultará subsumible en el tipo de injuria si es idónea para influir negativamente sobre la consideración social o la propia valoración de otra persona^^^. En consecuencia, una expresión o acción serán típicas del delito de injuria cuando por sus características objetivas, las circunstancias en las que se produce y los criterios sociales

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imperantes, pueda considerarse adecuada para afectar la fama o atentar contra la propia estimación de otra persona^^"^. Los conceptos de fama y autoestimación adquieren así alcance normativo^^^, integrándose a un juicio objetivo realizado desde una perspectiva general y no desde las circunstancias fácticas del sujeto pasivo^^^. La aptitud injuriosa del comportamiento no se decide, pues, en función de la posición o consideración social que de hecho ostenta la víctima ni tampoco en atención a su mayor o menor sentimiento de propio valía, sino atendiendo únicamente a los criterios sociales imperantes que deciden sobre la buena o mala reputación de las personas^^^.

Si bien no está conceptualmente descartada la posibilidad de lesionar el honor mediante un comportamiento omisivo^^'^ —se cita generalmente el ejemplo de quien niega el saludo a otra persona en público— la doctrina suele llamar la atención sobre la escasa entidad que en general revisten esta clase de conductas, circunstancia que en la práctica hará muy difícil concederles la gravedad necesaria para dar lugar al delito de injuria del art. 208^"^*^. Por otra parte, el tercer párrafo del art. 208 viene a reconocer implícitamente la existencia de dos clases de injurias: las consistentes en la imputación de hechos y las que se concretan en juicios negativos de valor. Como se vio en su momento, esta diferencia adquiere especial importancia para una eventual justificación de las injurias por aplicación del ejercicio legítimo de las libertades de expresión e información, ya que según se la sitúe en uno u otro grupo variarán las exigencias para predicar su licitud^'^^ En particular, destaca el requisito de la veracidad vinculado únicamente a los supuestos de imputación de hechos, cuya manifestación legal se encuentra en la singular referencia al "conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad" contenida en el párrafo tercero del art. 208. Según venimos sosteniendo en estas páginas, tales elementos subjetivos no hacen sino reproducir, aunque de modo inverso, una de las condiciones a las que se supedita la justificación de la imputación de hechos injuriosos por aplicación del ejercicio legítimo de la libertad de información, motivo que justifica que sólo se los mencione en relación a esa clase de comportamientos injuriosos, dejando a un lado las conductas consistentes en la simple emisión de opiniones deshonrosas.

2.b. En cuanto a las modalidades que puede adquirir la conducta injuriosa, la ley se refiere a acciones o expresiones, abriendo así las puertas a las injurias de palabra —verbal o escrita— o de obra —sea a través de gestos, representaciones u otro tipo de manifestaciones explícitas—^^^.

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El contenido objetivo que aquí se predica de las injurias no implica admitir la existencia de expresiones o acciones en sí mismas injuriantes, pues una misma expresión puede o no adquirir contenido difamatorio en función de las circunstancias en las que se produce —de esta opinión también Molina Fernández, PE, 291—. Así, como ya hemos indicado, no es lo mismo llamar alcohólico a una persona en su centro de trabajo que hacerlo en una reunión de alcohólicos anónimos. De ahí el papel ineludible de las circunstancias fácticas en las que se produce la acción presuntamente injuriosa para determinar su auténtica aptitud para afectar el honor de una persona. Pero esta afirmación no es idéntica a la idea, muy difundida en la doctrina, según la cual el contenido injurioso de una expresión sólo puede determinarse en atención a las circunstancias del propio sujeto pasivo. Y ello porque lo relevante no es si la acción perjudica la consideración social táctica de la que goza el sujeto pasivo ni su sentimiento de propia valía, sino sólo si se encuadra dentro de las consideraciones que la sociedad en su conjunto considera relevantes para conceder a una persona la estima comunitaria. E n u n a línea similar. Quintero Olivares/Morales Prats, C o m P E , 403-404. También de este punto de vista, Muñoz Conde, PE, 271-272. Y)e hecho, en esa línea apunta el propio Código penal cuando al definir las injurias graves remite al "concepto público", como bien señala Carmona Salgado, P E , 343. ^gj'^ RodríguezMourullo, C o m C P , 626; Quintero Olivares/Morales Prats, C o m P E , 401. En cambio, Carmona Salgado, PE, 344, identifica las referencias a las acciones y expresiones con las imputaciones de hechos y los juicios de valor respectivamente.

2.C. La falsedad del hecho imputado no constituye un elemento del tipo objetivo de la injuria^'^^.

^3'' ^^ ^ ^^

Así, Muñoz Conde, PE, 2 7 1 ; Rodríguez Mourullo, C o m C P , 626. D e esta o p i n i ó n , Carmona Salgado, PE, 344, Molina Fernández, PE, 289. Véase supra, pp. 71 y ss.. De otra opinión. Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993,141-143; Quintero Olivares, 1996,167,215-216; Carmona Salgado, PE, 344; López Peregrín, 2000,211,256.

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A los argumentos vinculados al bien jurídico que ya fueron esgrimidos al analizar la tipicidad de la calumnia, cabe añadir aquí ciertas consideraciones de carácter sistemático que no hacen sino corroborar la imposibilidad legal de incluir este elemento en el tipo de la injuria, salvo, claro está, que se quiera prescindir de todo el contexto normativo en el que se inserta este delito. En efecto, de admitirse la falsedad como elemento típico de la injuria, debería quedar vedado el castigo a título de delito consumado de quien imputa a otro un hecho deshonroso que resulta ser verdadero. Y ello con independencia de que en el momento de realizar la acción el autor partiera de su falsedad —esto es, aun cuando actuase de forma inveraz—, porque aun así la ausencia de un elemento del tipo objetivo tan sólo dejaría lugar, en su caso, para la punición por tentativa (inidónea). Pero esta solución no siempre es posible en nuestro derecho positivo. Al contrario, la limitada admisión de la exceptio veritatis en las injurias (art. 210), unida a los presupuestos definidores de este delito (art. 208), conduce inexorablemente a la punición a título de injuria consumada de, al menos, alguno de aquellos supuestos, en concreto, cuando el hecho imputado, aun siendo verdadero, no se refiera a funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos ni constituya falta o infracción administrativa y el autor realice la imputación de forma dolosa —con conciencia de su aptitud para lesionar el honor del sujeto pasivo— e inveraz^"^^. Así las cosas, queda claro que la falsedad objetiva no constituye un presupuesto esencial de la pena en el delito de injuria y, por ello, carece de sentido el intento de incluirla como un componente de su tipicidad.

tiva como la sostenida aquí, el resultado del delito de injuria ha de concretarse, por el contrario, en la efectiva obstaculización del derecho al respeto comunitario que da contenido al bien jurídico honor, obstaculización que se producirá cuando el juicio o imputación objetivamente injuriosos lleguen al conocimiento de alguna persona en condiciones de comprenderlos, aunque no sea el sujeto pasivo.

2.d. Pese a la defectuosa redacción legal, el resultado típico no puede identificarse con el efectivo menoscabo de la fama o propia estimación del sujeto pasivo sin con ello dar "un salto lógico" que vendría a situar el bien jurídico en el terreno estrictamente fáctico^'^'*. En el contexto de una posición norma^^^ Los partidarios del concepto del "honor merecido" suelen explicar la punición de estos supuestos por la tutela alternativa del bien jurídico intimidad, pero aun así han de reconocer la imposibilidad de llegar a la impunidad o, en su caso, a la punición por tentativa, que resultaría acorde con la inclusión de la falsedad en el tipo objetivo de la injuria. ^** En este sentido, con razón. Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 402.

3. Aspectos

subjetivos

Por lo que respecta al tipo subjetivo, es necesaria la concurrencia de dolo, entendiendo por tal la conciencia del contenido atentatorio contra el honor de la acción realizada o expresión proferida por el sujeto activo^"^^. La ausencia de u n tipo imprudente específico elimina la posibilidad de punición de tales conductas cuando concurra un error de tipo vencible. Conforme a la opinión más extendida^"^^, corroborada además —aunque no sin altibajos— en el ámbito jurisprudenciaP'*^,

-''^^ También así. Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 406; Rodríguez Mourullo, ComCP, 626; Bernal del Castillo, 1996,1438; Tasendo Calvo, 1998,145. ^^ Así los autores citados en la nota anterior. ^"^ Aun sin abandonar totalmente la tesis del anintus iníuriandi, el Tribunal Supremo ha declarado en reiteradas ocasiones que este elemento subjetivo, en caso de ser una exigencia del tipo de la injuria, no se distingue conceptualmente del contenido del dolo, motivo por el cual puede considerarse sencillamente superfluo. Afirma en esta línea la STS 22-4-91, RJ 1991/2927 (si bien referida a un caso de calumnia): "Definido...el "animus iniuriandi" como el conocimiento del carácter lesivo del honor y la asunción de las consecuencias dañosas, parece claro que, en realidad, dicho "animus" se confunde totalmente con el dolo del tipo, pues quien sabe que imputa un delito obra ya con todo el elemento subjetivo pues necesariamente sabe también que realiza una acción lesiva del honor de otro y si ante tal representación no inhibe la acción es porque asume las consecuencias dañosas para el bien jurídico". En el mismo sentido, SSTS 3-6-88, RJ 1988/4430; 20-7-88, RJ 1988/6639. No muy distante de estos resultados se encuentra la STS 22-5-93, RJ 1993/4232, donde se reconoce que, según jurisprudencia reiterada, el animus se presume, sin admitir prueba en contrario, cuando la expresión tiene un contenido nítidamente injurioso: "determinadas y concretas expresiones y actos revelan de modo necesario la existencia de dicho ánimo, cualesquiera que puedan ser las circunstancias del caso". Sin embargo, han mantenido la exigencia del animus iniuriandi y persisten en la fórmula de posible exclusión del tipo subjetivo por la presencia de otros ánimos contrapuestos, las SSTS21-1-88, RJ 1988/409; 16/ 3/90, RJ 1990/2537; 12-2-91, RJ 1991/1010. Con todo, estos pronunciamientos relativizan de modo considerable el papel del ánimo de injuriar al considerar-

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no es precisa la concurrencia de ningún elemento subjetivo adicional, posición que permite superar la antigua tesis del animus iniuriandi como elemento subjetivo específico de estas figuras^^^. Tradicionalmente, la teoría del animus iniuriandi se utilizó por la jurisprudencia para fundamentar la impunidad de ciertas injurias realizadas con fines legítimos —tales como los de defensa o crítica política— que de lo contrario podían resultar punibles por el excesivo valor concedido al honor en tiempos pasados. Sin embargo, como bien ha señalado el Tribunal Constitucional, esta situación ha variado sustancialmente con el reconocimiento del papel institucional de las libertades de expresión e información que les concede un claro predominio frente al derecho al honor cuando se dan las circunstancias para avalar constitucionalmente la crítica política o, en general, la expresión de opiniones que puedan resultar deshonrosas. De ahí que el alto tribunal haya considerado insuficiente la teoría del animus como medio de resolución de los posibles conflictos entre honor y libertad de expresión^''^^, decantándose, en cambio, por criterios objetivos de ponderación característicos del plano de la antijuridicidad. En otro orden de cosas, dado que la falsedad objetiva no forma parte del tipo de la injuria, carecería de sentido interpretar las exigencias relacionadas con la "conciencia de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad" —párrafo tercero del art. 208— como referencias al dolo. Conforme a lo argumentado en páginas anteriores, la explicación ha de buscarse más bien en el ámbito de la antijuridicidad y en directa relación con el concepto de veracidad exigido para justificar una lesión del honor en aplicación de la libertad de información. Según este criterio, la mencionada fórmula vendría destinada asegurar la

no punición de la conducta injuriosa a título de delito cuando concurra la veracidad subjetiva propia de aquella causa de justificación, con independencia de que estén ausentes otros presupuestos de la eximente. O, dicho al revés, se trata de una expresa referencia a la inveracidad como presupuesto imprescindible para dotar a las injurias consistentes en la imputación de hechos de la gravedad suficiente para fundamentar la punición del hecho como delito.

lo compatible con otros fines, tales como el de crítica o venganza, circunstancia que, en la práctica, viene a reducir la función que incialmente se concedió a este elemento subjetivo en el tipo de los delitos contra el honor. Sobre las antiguas teorías de losanimus y sus correspondientes funciones compensadoras véase Bajo Fernández, 1989, 88-92. •''*^ Mantiene, sin embargo, esta exigencia subjetiva adicional, Muñoz Conde, PE, 272, si bien la considera compatible con el dolo eventual en el caso de las injurias consistentes en la imputación de hechos. '^49 Así expresamente STC 8-6-88, núm. 107/1988.

4. La gravedad el delito de

como elemento injuria

constitutivo

del tipo

en

Sólo son constitutivas de delito las injurias graves. Cuando falta esa especial entidad del atentado al honor, entra en consideración la falta del art. 620.2°^''°. El párrafo segundo del art. 208 remite al "concepto público" para determinar la gravedad de la injuria, atendiendo a la naturaleza, efectos y circunstancias en las que se ha proferido la expresión o realizado la acción. Se trata pues de un elemento normativo cuya concreta configuración se hace depender de las valoraciones sociales imperantes, a las que necesariamente habrá de acudir el juez con independencia de sus propias ideas personales sobre el contenido de la fama o la autoestima. Si bien es cierto que con esta fórmula el legislador ha depositado en buena medida la decisión sobre los límites de lo prohibido y lo permitido en el campo de los delitos contra el honor en manos del juzgador^^', ofreciendo tan sólo una serie de pautas generales para orientar su decisión —naturaleza, efectos y circunstancias de la expresión supuestamente injuriosa—, no lo es menos que nos encontramos en un campo de muy

•^^° En un interesante voto particular a la STC de 22-5-95, núm. 79/1995, Tomás Vives plantea la posible inconstitucionalidad de la falta de injurias leves por entender que producen un efecto de desaliento en el ejercicio de la libertad de expresión difícilmente compatible con el extenso campo de seguridad que requiere este derecho para desplegar de modo pleno su papel institucional en el Estado democrático. Por eso, este autor propone en otro lugar la interpretación de las injurias leves como un supuesto específico de vejación injusta no vinculado al honor sino, en términos más genéricos, a la integridad moral — véase Vives Antón, PE, 319. ^^^ Se manifiestan muy críticos al respecto. Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 405-406.

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difícil deslinde teórico previo, lo que hace casi imposible imaginar alguna fórmula más precisa para definir de modo general la gravedad de las injurias. En todo caso, no ha de despreciarse la referencia explícita al "concepto público", pues con ella se cierran las puertas, como queda dicho, a la introducción de consideraciones puramente personales del juzgador, quien deberá decidir atendiendo de forma exclusiva a los criterios sociales imperantes y dejando a un lado sus ideas sobre lo que es o no gravemente afrentoso si éstas se apartan de las valoraciones comunitarias más extendidas. Toda acción o expresión injuriosa para resultar subsumible en el tipo del art. 208 ha de superar este juicio genérico de gravedad centrado en las valoraciones sociales imperantes. Ello significa que también las injurias consistentes en la imputación de hechos han de pasar este primer filtro normativo, pudiéndose excluir sin más del tipo penal si por su naturaleza, efectos o circunstancias no se presentan adecuadas para afectar de modo especialmente significativo la fama o autoestima de las personas. Si, por el contrario, tales injurias superan ese inicial juicio de gravedad, la ley aún supedita su consideración como delito a una ulterior exigencia subjetiva, en concreto, al "conocimiento de la falsedad o temerario desprecio hacia la verdad". Como ya se ha expresado en otra parte de este trabajo, con tal exigencia el legislador viene a reconoce una importante disminución de la gravedad de lo injusto cuando la imputación de hechos atentatoria contra el honor se realiza de forma veraz, aunque no concurran los restantes presupuestos para justificar la conducta por aplicación del ejercicio legítimo de la libertad de informar. O, dicho al revés, nuestro legislador ha considerado que una injuria consistente en la imputación de hechos únicamente adquiere la gravedad suficiente para dar lugar a un delito cuando se realiza de forma inveraz, relegándose los demás supuestos, en su caso, al ámbito de la falta del art. 620.2".

Particular interés ha despertado tradicionalmente la cuestión de si cabe justificar una injuria a través de la causa de justificación de legítima defensa^'^^. En especial, el tema se plantea en relación a los supuestos de retorsión, esto es, cuando alguien responde a un atentado al honor (injuria o calumnia) con otras expresiones o acciones igualmente deshonrosas-^^^. La opinión unánime se inclina por no aceptar la justificación en estos supuesto por ausencia de uno de los elementos básicos de la legítima defensa: la actualidad de la agresión. Dado que la retorsión es u n a respuesta a u n a calumnia o injuria ya realizadas estaríamos sencillamente ante un caso de venganza no susceptible de amparo por el Derecho penal. Sin embargo, ello no ha impedido que se proponga la atenuación de la pena en tales casos, bien sea por la más que posible concurrencia de un arrebato u obcecación (art. 21.3''')^^'*; por criterios vinculados a una menor exigibilidad de la conducta; o, en fin, por una reducción del merecimiento de tutela penal para quien ha dado lugar a la injuria por una conducta previa de características semejantes^^^.

II. LA ANTIJURIDICIDAD En el plano de la antijuridicidad valen aquí cuantas consideraciones se han hecho sobre las causas de justificación aplicables al delito de calumnia.

^^^ Esta cuestión no es idéntica a la pregunta sobre la posibilidad de defender el honor amparándose en aquella causa de justificación, cuestión a la que se viene contestado de modo afirmativo desde la superación jurisprudencial de la antigua teoría que identificaba la "agresión" con un acometimiento físico. Véanse Berdugo, 1987, 35-37; Bajo Fernández, 1989, 86, con referencias jurisprudenciales. 353 £j^ realidad, como bien afirma Berdugo, 1987,41, la discusión sobre el alcance de la legítima de defensa en los delitos contra el honor suele centrarse en la retorsión porque es muy difícil imaginar otros casos en los que sea preciso proferir una injuria para repeler la agresión a otra clase de bienes jurídicos distintos del propio honor. 354 A s í , Berdugo, 1987, 38; Carmona Salgado, P E , 340; Molina Fernández, 296. S e decanta por el trastorno mental transitorio, como eximente completa o incompleta. Vives Antón, PE, 317. 355 Así STS 12-2-91, RJ 1991/1010: "es lógico que la persona que resulte ofendida por un delito de injurias por haber dado lugar a ellas mediante actos censurables aunque no punibles, no deba gozar de la misma protección del Derecho que quienes se comportan con exquisita corrección y sin embargo son injuriados sin causa que lo justifique". En la misma línea, SSTS 27-9-78, RJ 1978/2852; 23-12-89, RJ 1989/9769. El Tribunal no explica, sin embargo, cuál es el principio jurídico que permite fundamentar la atenuación de una sanción penal por la concurrencia de una conducta previa éticamente reprobable de la víctima del delito.

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III. F O R M A S D E APARICIÓN: R E M I S I Ó N

eirá si alguien acusa a otro falsamente ante un funcionario judicial o administrativo competente de la comisión de una falta (art. 456.1.3°CP). Por razones de p u r a coherencia argumental, la solución no puede ser otra que la propuesta respecto de la calumnia: concurso de leyes por especialidad a favor de la acusación y denuncia falsas. El orden de prelación de los principios del concurso de leyes contenido en el art. 8 CP no permite sustituir esta solución por el criterio de la alternatividad, aun cuando es cierto que la pena resultante de la aplicación de la especialidad acaba por beneficiar al autor del hecho más grave —atentado al honor más innecesaria puesta en funcionamiento de la Administración de Justicia—, pues el art. 456 sólo prevé en estos casos la pena de multa de tres a seis meses frente a la multa de seis a catorce meses o incluso la más leve de tres a siete, en el caso menos grave de injuria^^^ Dadas las claras diferencias propuestas en este trabajo entre los bienes jurídicos honor e intimidad, no encuentro obstáculos para aplicar el concurso de delitos cuando con una acción se produzca la lesión de ambos bienes jurídicos, como podría ser el caso de quien hace pública la condición de homosexual o de portador del virus del SIDA de otra persona a la que ha tenido acceso por alguno de los medios ilícitos contemplados en los delitos de descubrimiento y revelación de secretos (arts. 197 y

En materia de iter criminis y autoría y participación, las injurias no presentan particularidades respecto de lo ya estudiado para el delito de calumnia, a cuyo análisis se remite.

IV. C O N C U R S O S En cuanto a los eventuales supuestos de concurso, la jurisprudencia ha admitido el concurso ideal de delitos^^^ cuando de una única expresión o imputación injuriosa se deriva la lesión del honor de más de una persona^^^. La solución es correcta si se tiene en cuenta el carácter eminentemente personal del bien jurídico que no puede sino conducir a tantos delitos de injuria como personas resulten afectadas en su honor^^^. Por lo demás, no hay inconveniente en aplicar las reglas del delito continuado (art. 74 CP)^^^ cuando se viertan varias injurias en u n mismo contexto o en ejecución de u n plan preconcebido, como sería el caso de quien realiza una campaña de desprestigio contra una persona en la prensa o de quien aprovecha diversos plenos municipales para acusar a otro reiteradamente de una misma clase de hechos ética o jurídicamente reprobables^^^. Al igual que la calumnia, también la injuria puede confluir con la acusación y denuncia falsas, circunstancia que se produ-

STS 4-3-86, RJ 1986/1110, si bien el supuesto de hecho es ciertamente discutible: la imputación a una mujer casada de la condición de adúltera o de dedicarse a la prostitución se consideró lesiva del honor de la propia mujer y de su marido. 357 Este tipo de injurias, consistentes en imputar un hecho o dirigir una expresión deshonrosa contra una persona con la intención de que llegue igualmente a otras son conocidas en la doctrina como injurias indirectas. Véase Molina Fernández, PE, 298. 35« Admite el concurso de delitos en los casos de injurias dirigidas contra una persona jurídica que trasciende también a sus miembros, López Peregnn, 2000, 250. 35'* La jurisprudencia acude habitualmente al delito continuado amparándose en la potestad que a tal fin le concede el art. 74.3 CP. 360 Véase STS 14-6-97, RJ 1997/4723: Alcalde que en diversos plenos municipales acusó al Secretario del Ayuntamiento de ciertas irregularidades en su gestión pública.

SS. CP)362_

V. P E N A L I D A D . LAS INJURIAS H E C H A S C O N PUBLICIDAD

356

Al igual que en la calumnia, la mayor o menor respuesta punitiva en las injurias se hace depender de la eficacia difusora del medio utilizado para realizarla, aumentándose la pena cuando "se propaguen por medio de la imprenta, la radiodifu-

ndí

Llama la atención sobre este defecto punitivo, decantándose por ello a favor de la alternatividad, Molina Fernández, PE, 298-299. 3^2 Obviamente no admiten esta solución quienes parten del concepto de "honor merecido", pues, para estos autores, la verdad del hecho imputado, por muy deshonroso que sea, elimina de antemano la posibilidad de afectar el honor de la persona ofendida. En concreto, respecto a la cuestión concursal aquí planteada, véase en esa línea restrictiva, López Peregnn, 2000, 251.

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sión O por cualquier otro medio de eficacia semejante" —art. 211—. Como ya se indicó al comentar el art. 206, el fundamento de esta agravación se encuentra en la profundización de la lesión del honor que va unida al conocimiento de la expresión o imputación injuriosa por un número amplio e indeterminado de personas, conocimiento que aumenta de forma notable las posibilidades de sufrir el desprecio o descrédito comunitario con la consiguiente restricción de la libertad de decidir libremente sobre las propias opciones vitales. La pena es únicamente de multa^^^, oscilando de seis a catorce meses cuando la injuria se propaga con publicidad y entre tres y siete meses en los demás casos^^'*. Como bien se ha señalado en la doctrina^^^, el legislador incurre aquí en una inconsecuencia al superponer una parte del tramo de la pena del tipo básico con la del agravado, en concreto, el tramo que va de los seis a los siete meses de multa puede imponerse tanto para las injurias difundidas con publicidad como para el resto, creándose así un campo de penalidad común a las dos formas de aparición de las injurias difícilmente explicable desde el punto de vista del contenido de injusto de unas y otras.

doctrinales. Entre los más críticos se cuentan los partidarios de incluir la falsedad en el tipo objetivo de las injurias, para quienes, como es lógico, resultaría sin más ilegítimo impedir la prueba de un elemento fundamentador de lo injusto. Es más, dado que el objeto de la injuria —por regla general— no se vincula a hechos delictivos, ni siquiera se justificaría aquí una inversión de la carga de la prueba destinada a preservar la presunción de inocencia del querellante, motivo por el cual se propone imponer a éste el deber de probar la concurrencia de todos los elementos del tipo, incluida la falta de verdad —o falsedad— del hecho imputado. Por vía interpretativa se intenta eliminar así toda virtualidad práctica a las restricciones del art. 210, convirtiendo a la exceptio veritatis en una institución superflua^^^. Otros autores, en cambio, aun sin compartir sus resultados, encuentran explicación a los límites de la prueba de la verdad por la necesidad de preservar la intimidad del sujeto pasivo que podría verse perturbada si se permitiera probar en juicio la veracidad de hechos deshonrosos atinentes a su vida privada^^^. En mi opinión, ninguna de las dos vías resulta convincente. La primera, porque prescinde sin más de un precepto del Código penal que, atendiendo a su larga tradición en nuestro ordenamiento punitivo, difícilmente puede considerarse fruto de una distracción del legislador. El problema es más bien el contrario: la presencia de un precepto limitador de la prueba de la verdad habla claramente en contra de incluir la falsedad en el tipo objetivo de las injurias y se convierte así en un serio inconveniente para mantener la tesis del llamado "honor merecido" en nuestro derecho positivo. En cuanto a la segunda alternativa, en el fondo peca del mismo defecto: se ve obligada a explicar las restricciones de la exceptio mediante el recurso a otro bien jurídico —la intimidad— porque da por supuesta la imposibilidad de lesionar el honor a través de la imputación de un hecho verdadero. Si esta posibilidad se admite, en cambio —como aquí hemos sostenido—, nada tendrá de particular que

VI. LA EXCEPTIO VERITATIS E N EL D E L I T O D E INJURIA: R E S T R I C C I O N E S LEGALES 1. La naturaleza

de la prueba

de la

verdad

Las restricciones impuesta por la ley a la exceptio veritatis en las injurias h a n dado lugar a distintas interpretaciones

^^

Si bien no ha de descartarse la aplicación añadida de la inhabilitación especial cuando el hecho se realice mediante precio, recompensa o promesa, como se verá al analizar el art. 213 CP. ^*''* El Código penal anterior (art. 459) contemplaba una pena privativa de libertad (arresto mayor) —impuesta de forma alternativa al destierro y, en todo caso, conjunta con la multa— para los supuestos de injurias difundidas con publicidad. El legislador de 1995 ha eliminado de forma definitiva la privación de libertad para este delito asumiendo así las críticas de que había sido objeto la legislación previa por imponer tales sanciones a los delitos de expresión. 365 Véase Queralt, PE, 245.

^^

En los resultados coinciden en este punto de vista, Carmona Salgado, PE, 333334; Rodríguez Mourullo, ComCP, 631; López Peregrín, 2000, 215-217. ^^"^ Así, Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 408; Bacigalupo, 2000,20; Tasendo Calvo, 1998, 320-321.

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se restrija la prueba de la verdad cuando se está protegiendo el honor. Al revés, habrá que buscar otras razones capaces de justificar la renuncia a la pena en casos donde este bien jurídico de hecho resulta afectado. El restringido alcance de la exceptio veritatis en la injuria encuentra su razón de ser en su propia naturaleza residual, ajena ai conflicto entre honor y libertad de información y sólo explicable por motivos excepcionales de interés piiblico. Ha de tenerse en cuenta, en efecto, que, tal como se adelantó en la calumnia^^^, \diexceptio no es la vía elegida por el Derecho penal para reconoce el ámbito de supremacía de la libertad de información sobre el honor. Este conflicto se resuelve en el plano de la antijuridicidad y en atención a una serie de exigencias —entre las que no se cuenta la verdad objetiva del hecho imputado— que, de concurrir, conducen sin más a la licitud de la conducta por aplicación de la causa de justificación de ejercicio legítimo de un derecho. 'Ldicxceptio veritatis sólo entra en consideración, en consecuencia, frente a conductas injuriosas no justificadas. De ahí la explicación de su alcance limitado, pues se trata de supuestos excepcionales de renuncia a la pena fundados en el especial interés público que suscitan los hechos implicados en el atentado al honor, un interés que resulta indiscutible cuando los datos afectan a la actividad institucional de los funcionarios públicos o pueden revelar la infracción de normas penales o administrativas^^^.

La exceptio veritatis se presenta así, igual que en la calumnia, como una causa objetiva de exclusión de la punibilidad totalmente independiente del contenido de injusto y culpabilidad de la conducta injuriosa^^'^.

^^^

^''^

En mi opinión, carecería de sentido buscar explicaciones distintas para la exceptio veritatis en la calumnia y en la injuria, pues, al tratarse de figuras dependientes entre sí y no de tipos autónomos, resultaría muy forzado conceder sentidos distintos a una misma institución presente en ambas. De otra opinión Bernal del Castillo, 1996,1439, para quien la exceptio veritatis es una institución arcaica que el legislador de 1995 podía haber sustituido por un precepto expreso donde se establecieran las condiciones de legitimidad del ejercicio de las libertades de expresión e información. A mi modo de ver, se trata de dos cuestiones diferentes que no se excluyen entre sí; ios derechos de expresión e información —con o sin norma expresa— actúan en el ámbito de las causas de justificación, excluyendo la ilicitud de la injuria. La exceptio veritatis, en cambio, juega un papel suplementario, cuya razón de ser se encuentra en intereses públicos independientes de aquellas libertades que pueden fundamentar una renuncia a la sanción punitiva en determinados supuestos de atentados no justificados al honor.

2. Alcance

del art. 210

CP

El alcance de la eximente no es fácil de dilucidar. Lo único claro es su inaplicación a las injurias consistentes enjuicies de valor, pues el propio objeto de esta clase de comportamientos injuriosos las sitúa al margen de una posible prueba de veracidad. Queda claro, pues, que la exceptio sólo entra en consideración en el supuesto de imputación de hechos. Pero superado este primer aspecto, la cuestión se complica por la defectuosa redacción del precepto. En efecto, si nos atenemos a una perspectiva estrictamente gramatical, aparentemente sólo quedarían abarcadas por el art. 210 las injurias dirigidas contra los funcionarios públicos, sea por hechos concernientes al ejercicio de sus funciones o por la comisión de infracciones administrativas o faltas penales^^^

370 Por eso no comparto la crítica de Tasendo Calvo —1998,322-323— al art. 210 por no admitir la prueba de la verdad en todos los casos donde los hechos imputados se refieran a personajes públicos y no sólo cuando se trate de funcionarios, limitación que, a su entender, entraría en contradicción con los presupuestos establecidos por el Tribunal Constitucional para dar preferencia a la libertad de información. En realidad, si el hecho imputado se refiere a una persona de relevancia pública —sea o no funcionarla— y, además, se cumple con el requisito de la veracidad subjetiva, la conducta resultará impune por aplicación de la causa de justificación de ejercicio legítimo de un derecho, sin que la restricción del art. 210 influya en nada sobre ese efecto despenalizador. Este último precepto, en cambio, entrará en consideración precisamente ahí donde falten alguno de los presupuestos de la causa de justificación, es decir, cuando la conducta quede al margen de la libertad de información y suponga, por ello, una intromisión ilegítima en el derecho al honor. Por eso se justifica que ya en este contexto de clara iUcitud, el Derecho penal restrinja la renuncia a la pena sólo a casos excepcionales donde la naturaleza del hecho imputado habla a las claras de un interés comunitario necesitado de atención, como es el caso, desde luego, de los comportamientos de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos, pero no así de los hechos concernientes a cualquier persona con relevancia social. •'^^ Esta posición restrictiva la mantienen Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 409-410.

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Sin embargo, esta interpretación profundamente restrictiva, fruto de una redacción por demás desafortunada, parece poco compatible con el sentido y finalidad de la exceptio veritatis al tiempo que introduce un sesgo discriminatorio para los funcionarios públicos de difícil justificación. No se entiende, en efecto, por qué tiene relevancia pública una falta o infracción administrativa cometida por un funcionario público fuera del ámbito del ejercicio de su cargo y no así la realización de ese mismo hecho por un particular. ¿Qué puede tener de especial, por ejemplo, el maltrato a un animal o una infracción de tráfico cometida por un funcionario fuera del campo de sus funciones para justificar una mayor desprotección de su derecho al honor? Desde luego la única especialidad puede provenir de la posible vinculación de esas infracciones con el ejercicio de la función pública, pues ello justifica plenamente el interés del Estado en perseguir a sus responsables. Pero esos supuestos están captados ya en el primer grupo de casos mencionados por el art. 210 —hechos concernientes al ejercicio del cargo de un funcionario público—, por lo que no pueden ser el motivo de la mención expresa de las faltas e infracciones administrativas que a continuación se incluye. Una explicación coherente de estos últimos supuestos requiere, pues, su independización respecto de los actos cometidos por funcionarios públicos, explicación que a mi modo de ver ha de buscarse en razones semejantes a las aludidas en relación a la calumnia, esto es, en el legítimo interés del Estado por conocer la comisión de hechos ilícitos de naturaleza penal o administrativa —sea quien fuere su autor— con el fin de proceder a su persecución y eventual castigo^^^. Por todos estos motivos entiendo que la prueba de la verdad en las injurias consistentes en la imputación de hechos — cuando no resulten justificadas por el ejercicio legítimo de la libertad de información— ha de extenderse de modo independiente a dos supuestos: en primer lugar, a las imputaciones

dirigidas contra funcionarios públicos por hechos concernientes al ejercicio de sus cargos —sean o no ilícitos— y, segundo, a la imputación de faltas penales o infracciones administrativos cometidas por cualquier persona, sea o no funcionario. Esta interpretación no desborda el texto en tanto se mantiene dentro de los supuestos expresamente mencionados en la ley^^^, si bien no se me escapa que supone forzar hasta cierto punto la redacción legal. Pero ello es el resultado de dar preferencia a la interpretación teleológica por encima de la estrictamente gramatical en un contexto donde no está en peligro el principio de legalidad ya que se trata de conceder a u n a causa de exclusión de la pena el alcance más amplio que permite el texto legal. Las interpretaciones favorables a un mayor campo de impunidad permanecen ajenas al sentido garantístico del principio de legalidad y, por ello, no pueden considerarse vedadas en Derecho penal.

No se me escapa la dificultad de ajustar este fundamento en los casos de imputación de faltas perseguibles únicamente a instancia de parte, pero aun así se trata en todo caso de ilícitos penales que, en esa condición, no quedan al margen del interés general, superando así la esfera de estricta intimidad de su autor.

Distinto sería el caso si se pretendiera ampliar la prueba de la verdad a casos no mencionados en la ley, por ejemplo, a infracciones de naturaleza civil o mercantil.

CUARTA

PARTE

ASPECTOS COMUNES A LAS INJURIAS Y CALUMNIAS I. C U E S T I O N E S R E L A T I V A S A LA P E N A L I D A D 1. La circunstancia promesa

agravante

deprecio,

recompensa

o

En materia de penalidad, adquiere importancia, ante todo, la agravante específica contemplada en el art. 213 para los casos en los que la calumnia o la injuria fueren cometidas mediante precio, recompensa o promesa. El incremento punitivo se concreta en la imposición —obligatoria— de la inhabilitación especial para empleo o cargo público (art. 42 CP), profesión, oficio, industria o comercio o cualquier otro derecho (art. 45 CP) por tiempo de seis meses a dos años. Si bien el legislador renunció a concretar el círculo de destinatarios de la agravante en los profesionales de la información^^^, no es difícil de descubrir tras ella el interés primordial por evitar el ejercicio de la profesión periodística por personas inescrupulosas propensas a difundir hechos lesivos del honor por motivos puramente económicos^^^. Sin embargo, al no haberse reflejado esa finalidad de modo específico en la ley y resultando la agravación de imposición obligatoria, los Tribunales deberán aplicarla igualmente a quienes sólo de modo ocasional, y sin relación alguna con el ámbito periodístico, se presten a difundir un hecho deshonroso a cambio de un beneficio económico. Tal posibilidad crea el problema adicional de decidir cuál ha de ser el contenido de la inhabilitación en semejantes circunstancias pues, como bien se ha señalado en la doctrina, carecería de sentido privar al autor

Sí contemplaban esta limitación el Anteproyecto de 1992 (art. 209) y el Proyecto del mismo año (art. 214.1), este último reservando la inhabilitación para los periodistas reincidentes. Querait, PE, 251, habla de "falta de valor" del legislador para crear la figura del libelo aplicable a los periodistas que utilizan la pluma "como arma".

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del ejercicio de una profesión completamente ajena al sistema de flujo de noticias en el ámbito social-^^^. De ahí la propuesta generalizada de optar por una interpretación restrictiva del art. 213 que en todo caso limite la inhabilitación a aquellas profesiones directamente relacionadas con el delito cometido^^''. Por lo demás, la agravante sólo podrá aplicarse si la injuria o calumnia se difunden a causa de una ventaja económica concreta y específicamente destinada a ese fin, sin que sea posible extender el concepto de actuación "por precio" al profesional que sólo recibe a cambio su sueldo o remuneración habituales^^^. Pese a la desconfianza generalizada con la que se ha recibido esta pena adicional, no han faltado voces en la doctrina dispuestas a justificar su presencia como un modo de forzar la retractación por parte del acusado de calumnia o injuria^^^, sistema que funcionaría debido a la posibilidad que el art. 214 concede al juez de prescindir de la pena de inhabilitación cuando el autor reconoce la falsedad o inveracidad del hecho deshonroso que imputó a la víctima.

reconoce ante la autoridad judicial la falsedad o falta de certeza de las imputaciones. El propio contenido de la retractación deja claro que en el caso de las injurias la atenuante sólo será aplicable cuando se trate de imputación de hechos y no así respecto a los juicios de valor, pues estos últimos, por su propia naturaleza, son ajenos a las ideas de verdad o falsedad en los que se concreta la rectificación del acusado^^^. Y ciertamente no está mal que así sea, ya que el fundamento de este privilegio punitivo no puede encontrarse sino en razones vinculadas a una menor necesidad de pena derivada de la parcial reparación del efecto lesivo del honor que se produce cuando quien ha imputado a otro un hecho injurioso lo reconoce falto de verdad. Es decir, por motivos vinculados a la punibilidad del delito como es propio de una causa de atenuación de la pena relacionada con hechos ocurridos con posterioridad a la consumación del hecho delictivo. A diferencia de la atenuante genérica del art. 21.5'', el art. 214 no prevé ningún límite temporal para dar relevancia a la retractación^^ S lo que permite extender su aplicabilidad hasta el momento en el que recaiga sentencia firme, incluido, pues, el trámite de apelación^^^. Una vez ocurrida la retractación, el Juez ha de entregar testimonio al ofendido, quien puede solicitar una difusión semejante a la que tuvo la calumnia o injuria —publicación en idéntico medio y espacio—. Esta previsión legal resulta de especial importancia para hacer efectivo el fin reparador de la atenuante, ya que sólo así es posible atemperar los efectos negativos que siempre lleva consigo la atribución de un hecho deshonroso a través de medios que permiten su rápida y extensa difusión pública.

2. La retractación

como

atenuante

En sentido inverso, el art. 214 prevé una atenuación obligatoria de la pena —que se impondrá en el grado inmediatamente inferior—, además de la eliminación facultativa de la inhabilitación especial contemplada en el art. 213, en los casos de retractación, esto es, cuando el acusado de calumnia o injuria

^^*' En este sentido explican Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 413, que carecería de sentido, por ejemplo, privar a un médico o a un profesor de universidad que ocasionalmente se hayan prestado a realizar semejantes conductas de su derecho a ejercer sus respectivas profesiones. ''^^ Así, entre otros. Rodríguez Mourullo, ComCP, 637; Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 413. También el Consejo General del Poder Judicial, en su Informe al Anteproyecto del Código Penal de 1992,191, se mostró muy cauto a la hora de admitir la pena de inhabilitación en estos delitos, proponiendo la búsqueda de fórmulas capaces de limitarla a los supuestos donde la separación del oficio periodístico apareciera como "una medida de tutela para la profesión misma y de la propia libertad de expresión". ^^*^ De esta opinión, con razón, Queralt, 251; Rodríguez Mourullo, ComCP, 636; Molina Fernández, PE, 300. ^^"^ En este sentido, Carbonell Mateu, 1995, 38.

•^^° En este sentido. Rodríguez Mourullo, ComCP, 638. ^**i Aunque ciertamente cabe inferir que se trata de la fase de procedimiento judicial, pues sólo así se comprende la referencia al "acusado" de un delito contra el honor. ^^^ Así, Queralt, PE, 252; Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 413.

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II. A L G U N A S P R E C I S I O N E S E N MATERIA D E R E S P O N S A B I L I D A D CIVIL

hacer posible el derecho de opción entre la vía penal o civiP^"^, eliminando así cualquier prioridad de la primera y dando mayor libertad a la víctima de la lesión del honor para seleccionar el camino que considere más oportuno^^^. En todo caso, en la determinación de la responsabilidad civil derivada de los delitos contra el honor rigen los criterios establecidos por la LO 1/1982, de 5 de mayo^^^. En una primera etapa, se discutió la conveniencia de aplicar en la vía penal los criterios reparadores del derecho civil debido a la inicial tendencia jurisprudencial a introducir en este ámbito los llamados "punitive damages", consistentes en una indemnización económica muy superior a los daños y perjuicios reales^^^, destinada a evitar el cálculo de gastos-beneficios por parte de las empresas periodísticas a la hora de publicar alguna información lesiva del honor^^^. Sin embargo, con el transcurso del tiempo el Tribunal Supremo ha venido a ajustar las indemnizaciones al daño moraP^^ efectivamente acaecido, eliminando así el riesgo de doble punición que representaban aquellas tendencias iniciales^^^.

En materia de responsabilidad civil, el art. 212 impone la responsabilidad solidaria a la persona física o jurídica propietaria del medio informativo a través del cual se hayan propagado las calumnias o injurias realizadas con publicidad, apartándose así del principio general que en casos similares sólo prevé la responsabilidad subsidiaria de los titulares del medio periodístico (art. 120.2" CP) El precepto no ha encontrado una buena acogida en la doctrina penal en tanto persigue una finalidad alejada de la razón de ser del sistema punitivo y mucho más emparentada con las reclamaciones propias de la vía civil, cual es la de asegurar al afectado el cobro rápido de la indemnización, facilitándole los trámites al poder dirigirse directamente contra el titular del medio de comunicación^*^^. La solución del art. 212 es especialmente discutible a la vista de las amplias posibilidades que la actual legislación concede al afectado por una injuria o calumnia para acudir directamente a la vía civil cuando su principal interés se centre en la reparación económica. De hecho, la Disposición Final 4^ de la LO 10/1995, del Código penal, expresamente modificó el art. 1.2 de la LO 1/1982 de protección civil del honor con el fin de •^^^ Así Quintero Olivares/Morales Prats, ComPE, 412; Rodríguez Mourullo, ComCP, 635-636. Cobo del Rosal, Curso de Derecho Penal Español, II, Madrid, 1997,1056, se muestra especialmente crítico con esta medida por entender que con ella se introduce en el ámbito penal la culpa in vigilando, que puede poner en serios aprietos a los medios de comunicación al obligarles a vigilar de modo especialmente severo el cumplimiento de los requisitos y condiciones de las libertades de expresión e información en cada una de las opiniones y noticias divulgadas a través de su empresa. La STC 12-11-90, núm. 171/1990, precisamente sobre la base de la culpa in eligendo o in vigilando, ha declarado compatible con la Constitución el principio de responsabilidad civil solidaria, por entender que "el director tiene derecho de veto sobre el contenido de todos los originales del periódico..., sin que ese derecho sea identificable con el concepto de censura previa —prohibida por el art. 20.2 de la Constitución— , y ello hace evidente que exigirle responsabilidad civil por las lesiones que puedan derivarse de las informaciones publicadas en el periódico que dirige en nada vulnera el derecho de libre información, puesto que este derecho también se ejercita desde la dirección del medio periodístico y, por tanto, puede imponérsele la reparación de daños que su ejercicio incorrecto o abusivo ocasione a terceros".

^^^ El art. 1.2 de la LO 1 /1982, de 5 de mayo, en su redacción modificada, dispone que "el carácter delictivo de la intromisión no impedirá el recurso al procedimiento de tutela judicial previsto en el artículo 9 de esta Ley". 385 Y)e esta manera la ley viene a dejar claro que entre el ámbito civil y penal no existe ninguna cuestión prejudicial, como bien ha señalado Muñoz Conde, PE, 270. Ya antes de la modificación indicada, un sector doctrinal había buscado argumentos para alcanzar estos mismos resultados. Véanse, en esta línea. Cardenal Murillo/ Serrano González de Murillo, 1993, 49-50. 386 ^gj' JQ establece el art. 1.2. de la citada Ley Orgánica. -'**'' La base legal para introducir estos daños se buscó en el art. 9.3 de la LO 1 /1982, uno de cuyos criterios para fijar la indemnización se sitúa en "elbeneficio que haya obtenido el causante de la lesión como consecuencia de la misma". ^^^ Esta especie de sanción punitiva de naturaleza civil, originaria del derecho anglosajón, pretende evitar que las empresas periodísticas puedan contemplar las reparaciones pecuniarias por atentados al honor como un costo más, calculando si a pesar de ello les favorece seguir adelante con la difusión de la calumnia o injuria teniendo en cuenta los beneficios que son de esperar. Véase al respecto, Asúa Batarrita, 1989, 37-40, quien se muestra muy crítica con la introducción de estos criterios en el ámbito penal por constituir una segunda pena difícilmente compatible con los principios del ordenamiento punitivo. 38'* Véase Puntalean, 1996,1690-1691. '^'^ Con todo, las indemnizaciones establecidas por vía civil siguen siendo muy elevadas y en muchos casos se convierten en un auténtico negocio no ya sólo

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La reparación del daño incluye, en todo caso, la publicación o divulgación de la sentencia condenatoria a costa del condenado. El Juez o Tribunal ha de decidir, tras oír a las partes, sobre el tiempo y la forma más adecuados para realizar dicha publicación (art. 216).

2. El número 2 del art. 215 mantiene el tradicional requisito de la previa licencia del Juez o Tribunal que haya conocido en la causa para deducir acción por calumnias o injurias vertidas en juicio. Si bien este precepto ha sido objeto de algunos reparos por suponer un obstáculo para el ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva, al tiempo que vendría a cercenar la defensa de un principio tan básico como la propia dignidad personaP^^, lo cierto es que el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 100/ 1987, le ha concedido legitimidad por la necesidad de compatibilizar aquellos derechos —sin duda merecedores de la máxima atención— con la garantía del derecho de defensa de quien se ve inmerso en un proceso judicial. En palabras del alto Tribunal, se trata de "proteger a quienes han comparecido en un proceso frente a los perjuicios que una causa penal pudiera originarles como consecuencia de las manifestaciones realizadas o expresiones vertidas en el mismo en defensa de sus intereses y pretensiones". Con todo, el propio Tribunal y la doctrina especializada dejan claro que la facultad del Juez para impedir la querella por atentados al honor ocurridos en juicio se limita a los casos en que ello sea imprescindible para garantizar la defensa de las partes en el proceso, sin que le incumba prejuzgar sobre el contenido injurioso o no de las expresiones objeto de polémica^^'*.

III. LAS C O N D I C I O N E S D E P R O C E D I B I L I D A D 1. En cuanto a las condiciones de procedibilidad, el art. 215.1 mantiene la naturaleza de delitos privados de las injurias y calumnias, exigiendo querella de la persona ofendida o de su representante legal. Esta exigencia sólo se suaviza, haciendo suficiente la denuncia, cuando el atentado al honor afecte a funcionarios públicos, autoridad o agentes de ésta por hechos concernientes al ejercicio de sus funciones. La doctrina se ha preguntado a quién corresponde interponer la denuncia en estos casos, habiéndose respondido, a mi modo de ver con razón, que tal facultad no puede sino concederse al propio funcionario ofendido en su honor, única solución compatible con la naturaleza estrictamente personalista que aquí se ha otorgado a este bien jurídico^^'. Ha suscitado ciertas dudas la subsistencia, al menos formal, del art. 4" de la Ley 62/1978 de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona, donde se admite la sola denuncia, sin necesidad de acto de conciliación, para los casos de injurias o calumnias cometidas a través de medios de comunicación. La mayoría de la doctrina se ha inclinado, sin embargo, por considerar tácitamente derogada esta cláusula tras la entrada en vigor del Código Penal de 1995^^^. para el difamador sino para el propio difamado. No en vano asistimos en la actualidad a un auténtico negocio de la venta de escándalos a través de los medios de comunicación. Para evitar tales despropósitos Pantaleón —1996, 1691—, ha propuesto una interesante fórmula destinada a evitar el negocio de la difamación sin por ello enriquecer injustamente al difamado, consistente en que los beneficios obtenidos por el medio de difusión con la publicación de la injuria o calumnia no vayan a engrosar los bolsillos del difamado a través de la indemnización civil, sino que se incorporen a la Hacienda Pública mediante las reglas del comiso del art. 127 CP (como "ganancias provenientes del delito"). ^'^^ Así también, Molina Fernandez, PE, 301-302. ^^^ Asi, Vives Antón, PE, 323; Muñoz Conde, PE, 280; Quintero Olivares/ Morales Prats, ComPE, 414. De otra opinión, considerando compatibles ambas prescripciones legales. Rodríguez MouruUo, ComCP, 640-641.

IV. LA E X T I N C I Ó N D E LA R E S P O N S A B I L I D A D CRIMINAL 1. El art. 215.3 mantiene la relevancia del perdón del ofendido o de su representante legal, si bien en este último caso se deja abierta la posibilidad judicial de rechazar el perdón dado por el representante del menor o incapaz y ordenar la continuación del procedimiento o la ejecución de la condena (art. 130.4° CP) si las circunstancias lo aconsejan, oídos el Ministerio Fiscal y el propio representante de la víctima.

^^'^ . Así Cobo del Rosal, Curso, cit., 1056. ^^* Véase, por todos. Vives Antón, PE, 323, quien alude a la conveniencia de haber incluido en la ley los requisitos concretos para la concesión o denegación de la licencia judicial.

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Dada la vigencia de las condiciones generales para el otorgamiento del perdón contenidas en el art. 130.4" CP, el límite temporal para su concesión se sitúa en el momento de inicio de la ejecución de la condena. 2. Por último, el art. 131.1 del Código penal establece un plazo especialmente breve de prescripción para los delitos contra el honor que se fija en un año.

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