Robert Muchembled - Una Historia De La Violencia

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Una historia de la violencia Rober! Mxichembled Del final de la Edad Medo a la actualidad

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Robert Muchembled, profesor en la Universidad Paris-Nord, profesor visitante en la Universidad de Michigan en Ann Arbor, y antiguo miembro del Institute for Advanced Study de Princenton, es autor de más de veinte obras traducidas a diversas lenguas, entre Las que se cuentan Una historia del diablo y El orgasmo en Occidente. Sus investigaciones se centran en diversos aspectos de la historia social, como la arquitectura del poder, la criminalidad o el estudio de La brujería.

Una historia cultural de la violencia que nos muestra la evolución de la brutalidad y el homicidio desde los inicios del siglo xiii hasta nuestros días.

En la actualidad la violencia ha adquirido un gran protagonismo en la vida pública, hecho que se ha convertido en objeto de estudio por parte de sociólogos y políticos. Sin embargo, a diferencia de la opinión dominante, Robert Muchembled nos explica que la brutalidad y el homicidio iniciaron un descenso constante a partir del siglo Xlll, lo cual parece abonar la teoría de «la civilización de las buenas costumbres», de la domesticación e incluso la sublimación progresiva de la violencia. ¿Cómo explicar esta incontestable regresión de la agresividad? ¿Qué mecanismos se pusieron en marcha en Europa para disminuir la violencia?

El control social cada vez mayor de los adolescentes varones solteros, así como la educación coercitiva de esos grupos de edad, son los elementos centrales de la explicación. La violencia

masculina desaparece paulatinamente del espacio público para concentrarse en la esfera doméstica, mientras que la abundante literatura popular de la época —precursora de los medios de comunicación de masas actuales— asume un rol catártico: los duelos de Los tres mosqueteros, o el género policíaco surgido en el siglo XIX son una muestra de la sublimación de las pulsiones violentas. Sin embargo, parece que los primeros años del siglo XX han presenciado un notable resurgir de la violencia, y por ello —nos dice Muchembled— quizá debamos preguntarnos si el hombre volverá a ser un lobo para el hombre.

PAIDÓS CONTEXTOS

Ultimos títulos publicados: ) M. I Aquí rol. /;/ respirar de los días l'na reflexión filosófica sobre el tiempo y le vida

i; C.aniarclla. Ll beso Je I.ros [ bu introjucciofi a los dioses y héroes mitológicos de la Antigüedad

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R (lorliekl, h¡ vida Je los planetas. I !na historia natural del sistema solar

]. M. Martínez Solea, hi gran mentira La la mente de los fabuladores nías famosos de la modernidad R l’nnk, Erith I romm ('na escuela Je vida

A (lomie-Sponville, Lucrecio h¡ miel y la absenta

S Pinker, hi paradera sexual he uncieres. hombres y la verdadera frontera del genero ,\1. R.tmpin, La palabra insta Mas Je aen aforemos Je todas las cpocas para alcanza! la sabiduría

P /embaído y ). Bovd. La parado/a Je! tiempo h¡ nucí a psicología del tiempo P. Viene, loinault Acusamiento y vida

WMarsalisvG C XX’ard, lazz ( orno la música puede cambiar tu vida I. Btuler. Marcos Je guerra Las rulas lloradas A ( ompte Sponvillc, Sobre el cuerpo

\puntes para una filosofía Je la fragilidad

|. [) Capillo y G. Vallimo, Después Je la muerte Je Dios ( onvc rsac umes sobre religión,

política y i altura |. C. Michaels. hrehcllx D na fabida sobre la libertad (, 1 ’oiti'vl Icomp h Andre (iorz. Dua tabula sobre la libertad

R P. Di'oil, OcddeiUe explicado a tojo el mundo B. Shenyood, /./club de los supervivientes Los surcaos y la ciencia que podrían salvar tu l'tda

/

Bauman. Mundo consumo L/ua del individuo en la aldea global

A 1 oyen, hi expendida di l placer Vivencias corporales, i rcattvtdad y htoeiu rgetna para alcanzar

una ¡ ida mas plena Midiel Pastoiircau, Azul I listona Je un ¡oloi ¡) Gn a, 1 1 budismo explicado a mis búas

M (Ion che, ( onfe sumes Je un filosofo Respuestas a Andre ( bmtc-bpoiirille

G Anders. í / piloto Je I Lroshima Mió alia Je ¡os limites Je la conciencia ( orn sponde neta entre ( laude Eatherlv y (iiinter Anders R. | Siernbcri’, y K. Sienibeie, ht naturaleza del odio

T. 1 .aglelon, Los extranjeros Por una ética de la solidaridad S ( )| [i,k h, La tiranía del culto al < uerpo

I Baggin i. r \c creen que somos tontosJ ¡ (Ht formas Je Jete ciar las falacias Je los poli tu os. ¡os te rttdtanos i los medios de comuntcac ion M Molicilini. 1 rampas mentales ( orno defenderse de los engaños propios y a/enos

G Anders. Nosotros, los hijos de tacliinann Caria abierta a Klaus l achinann R P Otón, hi etica explicada a tojo el mundo R Muchenibled, ('na historia de la violencia Dil final de la l-dad Media a la actualidad \

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ROBERT MUCHEMBLED

UNA HISTORIA DE LA VIOLENCIA Del final de la Edad Media a la actualidad

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Título original: Une histoire de l<¡ violente Publicado en lengua francesa poi [.ditions du Seuil

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1 ‘ edición, octubre 20lo

Xo se permite la reproducción total o parí tal de este libro, ni su incorporación a un sistema mi orinal ico. ni su transmisión en cualquier forma o por c ualqtiicr medio, sea este cleci ramio, mecánico, poi fotocopia, por grabación u oíros méiodo.s. sin el permiso ;>re\ 10 i por escrito dei editor l.a infracción de los de) <-< líos mencionados puede ser con.sriluina de debió ceñirá la propiedad ínielei t nal i Art 270 i sigua ules del (.odigo ]\nal1

rd 1 .diuotis du Senil. JOOS

'T- 2010 de la traducción. Xtiria Petit I'ensere it) 2010 de loda.s I as ediciones en castellano llspasa Libros, S [..1’ ,

Pasco de Picoletes. -1 2S001 Madrid Paidos i-s un sello editorial di’ I Apasa 1 abros S J. I'. u \i u paidos lom

ISBX- 9?S X4-49* 242 I 5 Depósito legal M ÍS001-20I0 Impreso en Talleres Brosm.ic, S I. Pl. bul Arroyoniolinos, I.calle! , 11 - 28912 Musióles (Madrid)

Sumario

Introducción.......................................................................................

9

1. ¿Qué es la violencia?.................................................................... ¿La violencia es innata?............................................................... Violencia y virilidad...................................................................... El esperma y la sangre: una historia de honor...........................

17 19 23 37

2. El espectacular declive de la violencia desde hace siete siglos , , Fiabilidad de las cuentas del delito............................................ Siete siglos disminuyendo............................................................. La «fábrica» de los jóvenes machos............................................

47 47 56 59

3. Las fiestas juveniles de la violencia (siglos XI11-xvi i)................... Una cultura ele la violencia....................... Fiestas sangrientas y juegos brutales.......................................... Violencias juveniles........................................................................

65 66 73 92

4. La paz urbana a finales de la Edad Media.................................. Ciudades pacificadoras................................................................. El cncauzamiento de la juventud................................................. La violencia se paga cara.............................................................

109 110 122 131

5. Caín y Medea. Homicidio y construcción de los géneros sexuados(1500-1650)............................................................. Una revolución judicial................................................................. La persecución del hijo indigno: la progresión del tabú de la sangre

151 154 166

8

UNA HISTORIA Olí LA VIOLENCIA

6. El duelo nobiliario y las revueltas populares. Las metamorfosis de la violencia............................................................... El duelo, una excepción francesa................................................. Jóvenes nobles, hacia delante....................................................... Violencias populares y frustraciones juveniles...........................

201 205 212 227

7. La violencia domesticada (1650-1960) ...................................... La sangre prohibida...................................................................... La ciudad civilizadora....................................................... Violencia y mutaciones del honor en el mundo rural...............

245 248 262 279

8. Estremecimientos mortales y literatura negra v criminal (siglos xvi-xx)......................................................... El diablo sin duda... El nacimiento de la novela negra ....... De! asesino sanguinario al bandido bienamado......................... Sangre de tinta..............................................................................

301 302 311 324

9. El retorno de las bandas. Adolescencia y violencia contemporáneas........................................................... ............ La muerte en este jardín............................................................... De la delincuencia juvenil............................................................. El rebelde sin causa o el eterno retorno......................................

337 3 39 348 355

¿Es posible acabar con la violencia?.................................................

369

Bibliografía escogida..........................................................................

375

Introducción

Desde el siglo xm hasta el siglo xxi, la violencia física y la brutalidad de las relaciones humanas siguen una trayectoria descendente en toda Europa occidental. La curva de los homicidios registrados en los archi­ vos judiciales así lo atestigua. Al altísimo nivel inicial observado hace setecientos años, le sucede una primera disminución, hasta aproximada­ mente la mitad, entre los años 1600 y 1650, seguida de un desplome es­ pectacular: el número de casos se divide entre diez en tres siglos hasta los años 1960, si bien en las décadas siguientes conoce una subida relativa aunque innegable.1 Durante todo ese período, sin embargo, la criminali­ dad registra algunas constantes dignas de estudio en cuanto al sexo y la edad. Afecta muy poco a las mujeres, que hoy son responsables aproxi­ madamente de un 10 % de los delitos, con pocas variaciones desde finales de la Edad Medía; los implicados son sobre todo varones jóvenes, entre los 20 y los 30 años. Hasta el siglo xix, es más frecuente en los Estados meridionales que en los países del norte. Actualmente, una frontera in­ visible separa todavía el mundo occidental del antiguo bloque soviético, principalmente Rusia, donde la tasa de homicidios alcanzó el 28,4 por cien mil habitantes en el año 2000, mientras que en la Comunidad Euro­ pea fluctuaba entre 1,9 y 0,7 antes de la ampliación.2

1. Los especialista, lo constatan un .i ni muñiente, pufo las explicaciones de conjunto no pasan todavía del estadio de las hipótesis Véase Manuel Lisncr. «1 .otig-li-rm histórica! tiende in Molent crime», ( rime

n/¡d

A Rri'irii of Reu;ireJ\ n." 30, 2003, págs 83 142. con abundante btbhogralía.

2 Ibid., véanse también Jean-Claudc (íhesnais. /Intuiré Je la rmlence en (\eident de IS'DOci mu/tum,

cd. revisada y aumentada. París. Hachctte, 1082. acerca de ¡atropa hacia 1930 (mapa pág. 57i y hacia 1978 (pags 01 (Ai,, k-m, «Les morís \ lolciiles dans le monde», VopidiUion ct Suuclés, n,” 395, noviembre

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t \ \ IIM ()RI \ Di I \ \ K )| I \( I \

La única conclusión que comparte la mayoría de investigadores constata la emergencia en el Viejo Continente de un poderoso modelo de gestión de la brutalidad masculina, especialmente juvenil. Sí se cxcluyen las guerras, que son tributarias de otro tipo de análisis, el hombre es cada vez menos un lobo para el hombre en dicho espacio, por lo menos hasta el último tercio del siglo xx. Los cambios observados a partir de esa fecha podrían reflejar un preocupante cambio ele tendencia. ¿Úómo ha conseguido la «fábrica» europea controlar v modelar la agresividad individual? Algunos especialistas en ciencias humanas con­ sideran esta última como un factor puramente biológico. Un enfoque histórico distingue esa noción de la noción de violencia, que es su con­ ceptúa lización ética por parte de una civilización.1 El hecho de que las variables de sexo y edad relativas al gesto homicida havan cambiado poco desde hace siete siglos en Occidente parece confirmar a primera vista la tesis de la naturaleza predadora y mortífera del ser humano. Pero el declive secular de la curva de crímenes de sangre resulta esencialmen­ te de una lenta evolución de orden cultural. Traduce sobre todo la dismi­ nución de los conflictos que oponen a los varones jóvenes, los ele la élite —que se mataban con frecuencia en duelos—■ v los del pueblo —entre ios c nales proliferaban las confrontaciones viriles y los combates con arma blanca en los lugares colectivos—. Las explicaciones hay que bus­ carlas en la mutación radical del concepto masculino del honor y en el apaciguamiento de las relaciones humanas, primero en la plaza pública, y luego, más lentamente, en la vida familiar, durante un proceso de «ci­ vilización de las costumbres», del cual Norbert Elias se ha convertido en teórico.4 La agresividad masculina es una realidad biokígica también muy po­ derosamente orientada por la sociedad, la religión y el Estado... La baja representación de las mujeres en ese marco también es debida a ambos factores. Se matan o se hieren poco entre ellas, y son golpeadas con rela­ tiva moderación por los hombres, que evitan muchas veces ensañarse con su rostro, su vientre y sus órganos reproductores, liste fenómeno se explica tal vez por un mecanismo natural de inhibición, útil para la su­ pervivencia de la especie. A el se añaden, sin embargo, unos modelos culturales imperativos que exigen que las hijas de Eva muestren una dul­ zura específica de su sexo, que renuncien a la brutalidad y que no lleven armas. I fasta hoy, la cultura de la violencia es fundamentalmente mascu­ 5 Vu.iM-. m.is ,i
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lina en nuestro universo. liste libro se propone demostrar que, a pesar de todo, se ha transformado radicalmente entre 1300 y 2000. Gracias a la institución judicial, pasa lentamente del estatus de lenguaje colectivo normal creador de lazos sociales, que sirve para validar las jerarquías de poder y las relaciones entre las generaciones o los sexos en las comuni­ dades de base, al estatus de tabú fundamental. Occidente inventa así la adolescencia a través de una tutela simbólica reforzada sobre los mucha­ chos solteros. El movimiento viene a completar los efectos de un nuevo sistema educativo destinado a encauzar de forma más estricta una franja de edad que parece especialmente turbulenta, insumisa y peligrosa a los ojos de los poderes o de los individuos establecidos, liste aspecto de la «civilización de las costumbres», que hasta ahora ha sido poco analiza­ do, pretende limitar la agresividad «natural» de las nuevas generaciones masculinas imponiéndoles el tabú del asesinato, con el consentimiento creciente de los adultos de su parroquia. La principal ruptura se sitúa hacia 1650, cuando se instaura en toda la Europa traumatizada por interminables guerras una intensa devalua­ ción de la visión de la sangre. A partir de ese momento, la «fábrica» occidental modifica los comportamientos individuales a menudo bruta­ les, en especial entre los jóvenes, a través de un sistema de normas y re­ glas de educación que desprestigia los enfrentamientos armados, los códigos de venganza personal, la rudeza de las relaciones jerárquicas y la dureza de las relaciones entre los sexos o entre generaciones. Ello produce al cabo de los siglos una verdadera transformación de la sensibilidad colectiva frente al homicidio, que finalmente lo convierte en un podero­ so tabú durante la época industrial. Cuesta bastante realizar esa mutación, salvo con buena parte de los habitantes de las ciudades, que se dejan «desarmar» más fácilmente. Y es que la «paz urbana» va había conseguido, al final de la Edad Media, moderar la violencia mejor que en otros lugares: un dispositivo basado en multas v sanciones diversas yugulaba la agresividad de los jóvenes locales, dándoles un sentido de autocontrol precoz, mientras que a los solteros peligrosos nacidos fuera de la ciudad se los marcaba y se los des­ terraba, es decir, en cierto modo se los enviaba a matar a otra parte. Otros grupos sociales desarrollaron prácticas feroces de resistencia. En primer lugar, los nobles exigieron el derecho de matar en nombre del honor. La cultura del duelo, establecida en el transcurso del siglo xvi, asegura la transición entre la ley de la venganza sanguinaria y el monopo­ lio estatal de la violencia unes codifica la agresividad aristocrática, lo

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UNA I [JSTORIA DE LA VJOI I N< IA

tarde, de la nación. El mundo campesino, ampliamente mayoritario has­ ta el siglo xix, se opone durante mucho tiempo de forma obstinada a la erosión de sus tradiciones viriles fundadoras, como revela un amplio ci­ clo de revueltas armadas, a veces muy graves. Sin embargo, acaba acep­ tando, aunque muy lentamente, la prohibición de la sangre que ofrece a los adultos nuevos medios de contener las ansias de los mozos impacien­ tes por ocupar su lugar bajo el sol. Más recientemente, la brutal emer­ gencia, a finales del siglo xx, del problema planteado por los jóvenes al­ borotadores de los suburbios da la impresión de que lo reprimido vuelve. ¿Es posible que el proceso se esté invirtiendo y desemboque en una «descivilización» de las costumbres?

Me parece que ha llegado el momento de intentar hacer una síntesis de un fenómeno capital para la comprensión de la Europa contemporá­ nea, tras prácticamente cuarenta años de trabajo personal y numerosas líneas de investigación. El método paciente del historiador, capaz de hurgar durante mucho tiempo para descubrir indicios, con la nariz pe­ gada a los archivos, debe ampliarse y confrontarse con la de otros espe­ cialistas de las ciencias sociales. Los datos puntuales, locales o regiona­ les, sólo adquieren pleno sentido al cruzarse recíprocamente, antes de pasar por la criba de explicaciones más generales. También resultan in­ dispensables las comparaciones entre los diversos países para los cuales existen suficientes trabajos accesibles, así como un cambio de escala que sitúe la mirada en el largo plazo, a fin de evitar la miopía documental y los prejuicios nacionales. El sentido histórico no se construye con una ciencia guiada por leyes infalibles, sino con un «bricolajc» artesano de conceptos, de técnicas a veces importadas y de informaciones laboriosa­ mente recogidas. Las páginas siguientes tratan, por tanto, de componer un fresco multisecular utilizando innumerables fragmentos de la reali­ dad del pasado, que pierden su brillo si no se relacionan entre sí. Estu­ diado minuciosamente por mí sobre el terreno durante varias décadas, el condado de Artois sirve como ejemplo de laboratorio para tratar de pe­ netrar el enigma que plantea la permanencia, desde hace siete siglos, de las estructuras de la violencia homicida en Europa occidental, sobre el trasfondo de la espectacular disminución de los actos criminales que registra la justicia. El descubrimiento del principal paradigma que asocia prioritariamente el fenómeno con los varones jóvenes sólo ha sido posi­ ble después de esta operación. El hecho es bien conocido por los espe­ cialistas de la era industrial, pero ha sido casi siempre ignorado o desde-

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parecido crucial cuando escribí mi tesis sobre la violencia en Artois, en los años ochenta. Para interpretarlo coi rectamente, tuve que salir del campo estrictamente criminal y ampliar la perspectiva a los procedimien­ tos globales utilizados por una sociedad para garantizar su perennidad, frente al temible desalío de pasar el testigo a las nuevas generaciones por parte de los adultos que envejecen. Poco a poco, la que era mi hipótesis de trabajo y se convirtió en el eje de mí reflexión se fue precisando, fue tomando forma la idea de que la gestión de la violencia masculina al esti­ lo occidental se instauró a finales de la Edad Media para resolver de otra forma esta cuestión. Más que el incesto, es la prohibición de la violencia masculina la que poco a poco se convierte en obsesión. Pero esta prohibición se impone sin inhibir del todo el potencial agresivo de los mozos, un potencial necesario para las guerras «justas» de una civilización cada vez más conquistadora a partir de los grandes descubrimientos. Dicho potencial agresivo es desviado, encauzado y controlado a través de la moral y de la religión, haciéndose más útil que destructivo. Pero el mecanismo a veces se atasca. No en tiempos de un conflicto generalizado que diezma las filas de los hombres jóvenes, sino al contrario, durante los períodos de paz y de fuerte crecimiento demo­ gráfico, porque los interesados tienen entonces dificultades de inserción cada vez mayores. Este es el caso de Francia hacia 1520, 1610, 1789, 1 910 y, hace unos años, en 2005, en los suburbios. Las condiciones, evi­ dentemente, pueden variar según los países y más aún según las regiones o localidades, lo cual impide formular una explicación perentoria. Pero al menos parece existir, desde finales de la Edad Media, una fuerte corre­ lación general entre los brotes de violencia juvenil y el mal funciona­ miento, por diversas razones, de los procedimientos de gestión del reem­ plazo generacional en el territorio europeo. Los dos primeros capítulos presentan sucesivamente una definición de la complejísima noción de violencia y una visión panorámica de su espectacular declive desde hace siete siglos, particularmente sensible en lo que atañe al homicidio. Los siete capítulos siguientes desarrollan una trama más cronológica, no sin ciertos solapamientos, pues las tradicio­ nes antiguas siguen muchas veces coexistiendo con ¡as novedades. El capítulo 3 describe las fiestas juveniles de la violencia, procedentes de la civilización agraria tradicional, hasta su puesta en entredicho durante el siglo xvi!. Sin embargo, a partir de entonces ceden lentamente el terreno, tiñendo hasta nuestros días tinas costumbres que ahora ya se consideran salvajes, algo une va imperaba en las poderosas ciudades de los siglos xiv

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l'XA HISTORIA ¡>r. l.A \ IOI.¡.X( IA

asegurada por un sistema de multas. De ella trata el capítulo 4, donde vemos que dicho sistema garantizaba una paz urbana original, cuya eficacia disminuye en la época de Lotero y ('alvino, por efecto tanto de los monarcas conquistadores como de las Iglesias violentamente anta­ gonistas. El capítulo 5 cuenta el nacimiento, entre 1500 y 1650 aproximada­ mente, de una nueva sensibilidad inducida por esas fuerzas vivas. En toda Europa, la atención de la justicia criminal se concentra en el homi­ cidio y el infanticidio, lo cual se manifiesta en la multiplicación de las penas de muerte contra sus autores. Estos últimos son mavoritariamente jóvenes de ambos sexos. La «fábrica» occidental se pone así a construir de forma radicalmente nueva los dos géneros sexuados y a exigir un res­ peto creciente por la vida humana. Sin embargo, aparecen poderosas resistencias. El capítulo 6 examina dos de las más feroces, por parte de los nobles y de los campesinos. Los primeros imponen una cultura bru­ tal renovada, inventando las reglas del duelo que los Estados belicosos, entonces dominantes, aceptan porque ese tipo de enfrentamiento cruel permite, en el fondo, una despiadada selección de los mejores oficiales. I m cuanto a los campesinos rebeldes, deseosos de conservar sus tradicio­ nes viriles, la represión es implacable. Desde 1650, y hasta la década de 1950, se abre una era de violencia domesticada que es objeto del capítulo 7. (ion exclusión de las fases de guerra, las sociedades europeas están regidas ahora por un tabú de la sangre absolutamente imperativo que las distingue claramente de Esta­ rlos Unidos. Sólo un ínfimo «residuo» juvenil, calificado de crapuloso, salvaje y bárbaro, atestigua lo contrario. La mayoría de los jóvenes ma­ chos acepta dócilmente la prohibición de matar. Las muchachas que la transgreden deshaciéndose del feto o del recién nacido hallan una indul­ gencia creciente a lo largo de los siglos por parte de los jueces, los jura­ dos v la opinión pública, porque se las considera cada vez más como víctimas de la sociedad. La civilización dispone de muchos vectores para imponer a las nuevas generaciones sus mensajes éticos y morales o pro­ longarlos en forma de reflejos condicionados. Consagrado a la novela negra y policíaca del siglo XVI a mediados del xx, el capítulo S muestra cómo el gusto por la sangre pasa de la rea­ lidad a lo imaginario y se convierte en un fantasma, para pacificar mejor las costumbres de los lectores ofreciéndoles al mismo tiempo un medio para dar rienda suelta a estremecimientos morrales. De forma más am­ bigua, ese genero camaleóníco permite también soñar la violencia, con­

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convertirla en operativa y útil a la colectividad en caso necesario. Con­ tradicción interna de nuestra cultura: la exaltación literaria del asesina­ to, por ejemplo en Fdntomas, poco antes de la Primera Guerra Mundial, encuentra salidas lícitas en los conflictos «justos» y patrióticos. La agre­ sividad juvenil queda, pues, más encauzada o desviada que propiamente erradicada. Reaparece cada vez que los procedimientos de contención se debilitan, cuando los conflictos entre las generaciones se intensifican. El capítulo 9, que trata de la reaparición espectacular de las bandas juveniles a partir de 1945, nos recuerda que la adolescencia contempo­ ránea está ligada a la violencia, sobre todo en sus márgenes mal integra­ dos, pero tal vez también de forma más amplia, como demuestran las pe­ leas entre los hinchas de los equipos de fútbol. En nuestra época, la ineficacia creciente de los procedimientos de transmisión de la antorcha social a los más jóvenes por parte de los más viejos, cuya esperanza de vida es mucho más larga que antes y que a veces están tentados de con­ servar interminablemente el poder, revela inquietantes fracturas. La ex­ plicación principal de las oleadas recientes de brutalidad destructiva en los suburbios reside, sin duda, menos en una supuesta «descivilización» de las costumbres que en las cada vez mayores dificultades con que se enfrentan los más desfavorecidos, especialmente entre las nuevas gene­ raciones de ambos sexos, para hacerse con su parte del pastel social en un período fuertemente marcado por el desempleo y el miedo al futuro. ¿Es posible que el ciclo occidental de control de la agresividad juvenil, que comenzó hace medio milenio, se esté acabando ante nuestros ojos?

CAPITULO

1 ¿Qué es la violencia?

[ya palabra violencia aparece a principios del siglo xni; deriva del latín vis, que significa «fuerza», «vigor», y caracteriza a un ser humano de ca­ rácter iracundo y brutal. También define una relación de fuerza destina­ da a someter o a obligar a otro. En ios siglos siguientes, la civilización occidental le concedió un lugar importantísimo, ya fuera denunciando sus excesos y declarándola ilegítima en nombre de la ley divina que pro­ híbe matar a otro hombre, ya fuera atribuyéndole un papel positivo emi­ nente y caracterizándola como legítima, para validar la acción del caba­ llero, que vierte la sangre en defensa de la viuda y el huérfano, o para hacer lícitas unas guerras justas de los reyes cristianos contra los infieles, los revoltosos y los enemigos del príncipe. Hasta mediados del siglo xx, el continente vivió inmerso en la violencia. Esta no sólo permitía responder a los desafíos del islam, y especialmente a la amenaza turca, sino que pre­ sidía con frecuencia las relaciones entre monarcas y señores, pequeños o grandes. La guerra interna a partir del siglo xvi entre Estados o entre re­ ligiones cristianas antagonistas, se impuso durante más de medio milenio, se trasladó a todo el escenario mundial en el siglo xvm y culminó con las terribles deflagraciones planetarias de la primera mitad del siglo xx. Las generaciones nacidas después de 1945 son las primeras que la han visto desaparecer de las regiones occidentales, mientras que ciertas fronteras del este del continente han continuado sufriendo sus estragos, o al menos permaneciendo bajo su amenaza. La Unión Europea representa, desde hace poco, un oasis en este campo y constituye el único gran conjunto del globo que ha erradicado de su suelo la pena de muerte para todos los delitos, incluidas las violencias mortales. Tras exorcizar lenta y dolorosa-

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ISA HISTORIA DI. 1 A VIO1.I \( JA

El objeto de este libro es tratar de comprender cómo la cultura occi­ dental ha llegado en siete siglos a yugular una violencia mortífera multi­ forme, que hasta hace muy poco aún formaba parte de su trama profun­ da. ¿Quien sabe si en ciertas épocas no fue más cruel y más destructiva que en otras civilizaciones? Porque los temibles guerreros que produjo su suelo llevaron el hierro v el fuego a otros pueblos con las Cruzadas, la conquista de América por los españoles en el siglo xvi y al resto del mun­ do en la época de la colonización, antes de transmitir la antorcha a Es­ tados Unidos de América en el siglo XX. Una verdadera «cultura de la guerra» preside desde sus orígenes el desarrollo de Occidente, y se in­ tensifica incluso a partir de los grandes descubrimientos. Este no es el tema de estas páginas. Pero es innegable que Europa fue la cuna de otras violencias, pues se basó en una ética viril que erige la fuerza bruta en modelo de comportamiento, particularmente en la sociedad profundamente desigual de la Edad Media y del Antiguo Régi­ men. Al segundo género tan sólo le cabe el papel de mujer débil y desar­ mada, obligatoriamente dependiente, protegida por unos machos que obtienen de ella el placer y quieren que les dé hijos para continuar su linaje. Nobles o plebeyos, poderosos o débiles, todos los hombres son educados en el marco de una «cultura de la violencia» basada en la nece­ sidad de defender la honra masculina contra los competidores. La bru­ talidad de las relaciones humanas compone un lenguaje social universal, considerado como normal y necesario en Occidente hasta el siglo XV11 por lo menos. Antes de ser lentamente monopolizada por el Estado y la nación, la violencia conforma la personalidad masculina según el mode­ lo noble de la virilidad y el virtuosismo en el uso de las armas que se exige a todos los aristócratas, dibujando en negativo y por oposición el modelo de la débil mujer. Hasta el desarme de las poblaciones en gene­ ral, lenta y difícilmente conseguido por orden de los príncipes a partir del siglo xvii, cualquier varón comparte esa ética y maneja la navaja o la espada con destreza, sin mostrar gran respeto por la vida humana. A partir del Siglo de las Luces, los esfuerzos de las autoridades civiles y religiosas por devaluar ese tipo de actitud empiezan a dar sus frutos. Las grandes revueltas campesinas armadas, que pasan a sangre y fuego regio­ nes enteras, se hacen menos frecuentes y el número de los homicidios perseguidos por los tribunales disminuye en todas partes: en Francia, en Inglaterra, en los Países Bajos, en Suecia... Lentamente se impone una nueva cultura del tabú de la sangre y del rechazo de la violencia, no sin algunas recrudescencias brutales, y con grandes variaciones cronológi-

,01’1 I > I.A Vf( )I ! N( IA-

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Las ciencias sociales, producto eminente del genio occidental desde el siglo xix, se han ocupado recientemente de la cuestión de la violencia homicida. Su discurso común de devaluación de ese fenómeno «crimi­ nal» ignora generalmente sus aspectos sociales es truct unidores y las for­ mas positivas que podía tener a los ojos de los actores y de las autori­ dades de la Edad Media o del siglo x\'i. Es preciso seguir esta pista si se desea entender el problema y descubrir las causas de sus mutaciones extraordinarias desde hace medio milenio. Podemos preguntarnos pri­ mero si la violencia es innata o si resulta de una construcción cultural, antes de intentar precisar la relación estrecha que mantiene con la virili­ dad en la historia occidental, lo cual conduce finalmente a reflexionar sobre la relación simbólica que se ha establecido entre el esperma y la sangre para definir el honor masculino en nuestra cultura.

¿La \ lOl.l'.NClA

l.S INNATA?

En términos legales, la violencia designa los delitos contra las perso­ nas, que comprenden el homicidio, los golpes y heridas, las violaciones, etc. La clasificación de estos fenómenos no es idéntica ni en todos los países ni en todas las épocas, lo cual complica la tarca de los historiado­ res. Los especialistas del Antiguo Régimen no incluyen generalmente el infanticidio, con el pretexto de que está especialmente infradocumentado. Hoy, los delitos contra los bienes constituyen una categoría aparte, si bien ciertos robos van acompañados de brutalidades graves, a veces incluso mortales. En cuanto a las estadísticas, recientes o antiguas, de los países anglosajones, distinguen claramente dos tipos de homi­ cidio: voluntario o involuntario, y denominan al segundo »¿anslaughter. Esa ausencia de armonización ilustra profundas diferencias en la con­ sideración del tema según los países, y más aún según los períodos estu­ diados. Ahora bien, sus características generales plantean un enigma impor­ tante. Desde el siglo Xlil, el perfil tipo de los culpables se ha modificado muy poco a pesar de una bajada considerable, constatada en toda Euro­ pa, de la curva que los concierne. Las mujeres son muy minoritarias. Los más numerosos son hombres de entre 20 v 29 años. Bajo el Antiguo Ré­ gimen, sus víctimas presentaban a menudo características idénticas, y los enfrentamientos mortíferos se producían casi siempre por cuestiones de < b*r* v'híM;

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más. El claro declive de la violencia sanguinaria a partir del siglo XVII parece ligado a la vez a la pacificación general del espacio público y al abandono por parte de los hijos de buena familia de esos enfrentamien ­ tos, sustituidos por el duelo entre iguales, antes de que en una etapa ul­ terior también éste fuese criminalizado.1 En nuestra época, los principa­ les autores de violencias mortíferas siguen siendo hombres jóvenes, con pocos estudios y principalmente de extracción popular o pobres.2 Esto revela no sólo una división económica y social, sino también una impor­ tante diferencia cultural, pues los comportamientos violentos han sido erradicados más rápida y fácilmente por la educación, la moral y la pre­ sión ambiental entre los herederos de las capas superiores. Estas observaciones permiten pensar que la violencia no es un fenó­ meno puramente innato. Se distingue de la agresividad, que es una po­ tencialidad de violencia cuyo poder destructor puede ser inhibido pol­ las civilizaciones cuando éstas así lo deciden y hallan una aceptación suficiente entre los interesados para imponer sus puntos de vista. A prin­ cipios del siglo XX), por ejemplo, los jóvenes de condición humilde tienen mucho menos que perder que los hijos de buena familia, cuya reputa­ ción y carrera pueden verse arruinados si son denunciados ante la justi­ cia por herir o matar a alguien. Para los primeros, en cambio, la sensa­ ción de injusticia o de frustración debilita los condicionamientos morales y éticos relativos a la prohibición ele derramar sangre humana que las instancias de socialización inculcan a todos. Nuestra civilización ha resuelto esta importante contradicción prac­ ticando un uso semántico muy vago del concepto de violencia. Al mismo tiempo, lo ha marcado globalmente con el sello de lo prohibido. Los especialistas distinguen, en efecto, dos acepciones antagónicas del tér­ mino. La primera definición identifica la violencia en el corazón de la vida: todos los seres vivos se mueven por comportamientos depredado­ res y de defensa cuando se ven amenazados. Pero el hombre no es un animal corriente y no tiene la voluntad consciente de destruir a su seme­ jante. Esta visión humanista, heredada a la vez del cristianismo y de la Ilustración filosófica, no es compartida por todos los investigadores. Hay psicoanalistas, psicólogos y otólogos que detectan en el hombre una agresividad específica, l’reud desarrolla esta idea oponiendo la pulsión de muerte (Tánatos) a la de vida (Eros). Basa su reflexión en el comple­ jo de Edipo, ligado al «asesinato» fantasmático del padre. Erieh Eromm, 1 M I .jsbcl «I ong lej’iii hrtoi’Ji :tl I rcii
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por su parte, clasifica las formas de violencia humana en dos grupos, unas normales y otras patológicas. Entre las primeras figuran las que se expresan en el juego o están destinadas a asegurar la conservación de la existencia, por miedo, frustración, envidia o celos, pero también, con una dosis de patología, por un impulso vengativo o perdida de esperan­ za. Orientada por pulsiones de muerte, la segunda categoría incluye la violencia compensatoria «en los individuos afectados de impotencia», el sadismo y la sed de sangre «arcaica» productora de la embriaguez del crimen. El autor afirma sin ambages que el hombre es el tínico primate capaz de matar y torturar a miembros de su especie sin ninguna razón, por puro placer. Nuestros semejantes pueden «gozar de ser violentos y de masacrarse unos a otros», añade Daniel Sibony. El neurólogo, psi­ quiatra y etólogo Boris Cyrulnik sostiene la teoría de una violencia espe­ cífica del hombre, pues éste, a diferencia del animal, puede representar­ se mundos imaginarios, lo cual a veces lo lleva a cometer genocidios, cuando identifica «razas inferiores» que hay que destruir.’ Algunas teorías otológicas derivadas de la observación de los com­ portamientos animales, más sulfurosas cuando se aplican a los humanos, como hizo Konrad Lorenz, relacionan los mecanismos de la agresión con la defensa del «territorio» individual o de grupo.4 Estas teorías han sido enérgicamente rechazadas por investigadores que consideran que el instinto agresivo no es el principio organizador de las sociedades huma­ nas: de ser así, habría llevado a un callejón sin salida en el orden biológi­ co y la especie habría desaparecido. Sus características esenciales serían, por el contrario, la cooperación y la solidaridad. Ambas posiciones deri­ van de filosofías irreconciliables. Oponen a los herederos de Thomas Hobbcs,5 según el cual «el hombre es un lobo para el hombre» y por tanto debe abandonarse a un Estado absoluto, que es el único capaz de protegerlo, y a los partidarios de la bondad natural del hombre, repre­ sentados por Rousseau y los filósofos ilustrados. Entre ambos extremos se hallan los herederos de una teología pesimista de la naturaleza huma­ na, profundamente marcada por la agresividad, y que no ven salvación 1 Siginuml Prcud, Miilant' dau\ la etrih'nili<»¡. I’ari.s, Pl11, IU, I, ein i con as ubi as del I undndor del psi

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París, Senil. 199S. Bcrris (

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París, Pa\oi, 1979. c-s [recial

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París, I lacheilc. 1995, Roben Miu liembled. «Anlliropologic

de la Molence dans la brame moderne <\\ X'. JH' Mcclei». Hería-de e\i/ihe\e, ¡1." IOS. serie general. 1987. págs 51 33.\ Veroniquc l.e Goa/ioii, Id\dden<<., París. Le (.avalle) Bien, 2004. pags. 2b 2/

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más que en la fe: «Lo religioso siempre está destinado a apaciguar la violencia, a impedir que se desencadene»; «les dice verdaderamente a los hombres lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer para evitar el retorno de la violencia destructora» e impulsa a una comunidad en crisis a elegir una «víctima propiciatoria» cuyo sacrificio permite resta­ blecer el orden perturbado/' Esta discusión no entra dentro del campo de los intereses ni de las competencias del historiador. Lo único que éste puede hacer es observar que los siglos pasados nos han legado una doble concepción de la violen­ cia, legítima cuando la ejercen las instituciones, como los Estados cuan­ do deciden la guerra o las Iglesias cuando decretan persecuciones contra los «herejes», o ilegítima cuando se ejerce individualmente, violando las leyes y la moral. Esta ambigüedad fundamental traduce el hecho de que la violencia humana tiene que ver a la vez con lo biológico y con lo cul­ tural. Aunque el estudio de la dominación sexual, necesaria para la re­ producción de la especie, tiñe de forma inconsciente y automática el «reflejo agresivo milenario», este es normalmente desviado o reprimido por las reglas y las prohibiciones parcnralcs y sociales. Impuestas a todos desde Ja infancia, estas últimas producen automatismos para asegurar la supervivencia y la protección de la colectividad. Esta teoría presenta el interés de no definir el delito de sangre como un intangible absoluto, sino como la transgresión por un individuo de las normas que le dicta su cultura, en unas condiciones que dependen de las oportunidades de éxi­ to que ésta le deja. Particularmente insoportable para los hombres jóve­ nes, un bloqueo excesivo es por tanto susceptible de reactivar la agresi­ vidad, si es cierro que ésta depende de un mecanismo inconsciente de supervivencia del organismo frente a peligros o señales hostiles proce­ dentes del medio. La noción de territorio se puede utilizar con pruden­ cia, pues el hombre, si bien no es un animal, tampoco es puro espíritu. La conciencia de una amenaza le viene de situaciones angustiantes: la superpoblación de una ciudad, la densidad de una multitud, el hecho de que se acerque un individuo armado o con una actitud sospechosa. La regulación de la distancia, de origen biológico, pero plástica y cultural­ mente modificada según las épocas, los lugares y los valores dominantes de una sociedad —también la podemos denominar el área de seguridad í- rel="nofollow"> Rene C iir.inl, l.¡¡ \ 'ttden<e et te \
7 I Icini l.aboni !. zl -¿n n/rz/c ¡A t<>rtewe>it w/zg, París.

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dentro de la cual un individuo no deja penetrar a un enemigo—, desem­ peña un papel importante en las interacciones agresivas;'' Los enfoques psicológicos comportan una parte de explicación que es útil tener en cuenta. La violencia se activa a causa de las frustraciones o las heridas narcisistas que tienen que ver con el amor propio y la au­ toestima. La intensidad de la respuesta brutal parece mayor en caso de insultos o de expresiones despectivas que emanen de una persona admi­ rada o de un representante de la autoridad, como un profesor o un poli­ cía.9 Aún es más viva en grupo, cosa que ha demostrado Gustave Le Bon a propósito de los fenómenos de masas.10 En efecto, los individuos, al sentirse entonces desinhibidos, experimentan una sensación de impuni­ dad ligada al anonimato, como puede constatarse en el seno de las ban­ das de alborotadores cubiertos con pasamontañas en los suburbios franceses a principios del siglo XXI. Algunos trabajos empíricos han de­ mostrado además que una alta densidad de población, por ejemplo en un parvulario, aumenta los comportamientos agresivos, ya que cada uno parece defender su territorio.11

VlOl.lNCIA Y VIRII.IDVO

Las teorías psicológicas o psicoanalíticas no explican por completo la violencia. Y es que ésta instaura una relación compleja con los demás; con la víctima en primer lugar, y luego con todas las instancias que deben te­ ner en cuenta sus formas y sus consecuencias para medir su alcance y yugularla. Toda sociedad intenta controlar los peligros que podrían po­ ner en entredicho su perennidad y establecer su propio umbral de tole­ rancia a la violencia. Lo hace de forma teórica a través de los valores do­ minantes en vigor y de la ley. y más concretamente mediante el ejercicio de la justicia penal. Así Luís Eréis, un jesuíta portugués que habitó en Japón, describe en 1585 las grandes diferencias de costumbres de ese país con Portugal en materia de agresividad, de homicidio y de su castigo: S I dcvaid I 1 Lili, /.¡i Iiiiuhi'c. París, Senil. 19/ I 9 Alan D Berkowitz. //'<' del aniot ■ w alanbcrkoM. H/ <' 10 Gustare Le Bou, Pinho/r/¡7< di \

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UNA HISTORIA DI: LA VIOLENCIA

4) Entre nosotros, es una injuria decirle a alguien en la cara que miente; a los japoneses les da risa y lo consideran un cumplido, 5) Nosotros no matamos sin una orden o una jurisdicción; en Japón, todo el mundo puede matar en su casa. 6) Entre nosorros, es asombroso matar a un hombre, y no lo es matar vacas, gallinas o perros; los japoneses se sorprenden de vemos matar ani­ males, pero para ellos matar hombres es algo corriente. 7) En Europa, no matamos para robar, al menos hasta una determinada suma; en Japón, se mata por hurtar una cantidad ridicula. 8) Entre nosotros, si un hombre mata a otro, si es en legítima defensa, la justicia lo absuelve; en Japón, el que ha matado debe morir a su vez, y si logra huir, matan a otro en su lugar. 24) Entre nosotros, matar moscas con la mano se considera sucio; en Japón, los príncipes y ios señores lo hacen arrancándoles las alas antes de tirarlas. [...] 58) Nosotros sucumbimos a la cólera y raras veces dominamos nuestra impaciencia; ellos, extrañamente, siempre permanecen moderados y reser­ vados.1213

Además, la percepción del fenómeno varía en el seno de una misma civilización, sobre todo en función de los grupos sociales, las edades y el sexo. Prosperan incluso durante mucho tiempo verdaderas culturas de la violencia cuando las condiciones de vida son duras y la ley difícil de apli­ car, como fue el caso entre los pioneros de la frontera del Oeste america­ no en el siglo xix. Nuestro propio universo occidental, singularmente pacificado desde la misma época, conoce sin embargo culturas de este tipo: bandas de jóvenes de los suburbios, unidades militares de élite, adeptos a ciertos deportes, universos carcelarios, mundos populares que se enfrentan a condiciones de existencia muy duras...1’ La agresividad destructiva es, sin embargo, un asunto de hombres. En Europa las mujeres representan hoy el 10 % de los culpables de ho­ micidio, cifra similar a la de Inglaterra en el siglo xm, y las variaciones constatadas desde hace setecientos años son pocas. En Francia, repre­ sentan un 14% en las estadísticas del conjunto de crímenes y delitos cometidos en 2002, y son el 5 % de la población penitenciaria,1' En Chi­ 12

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ei»itradictni>¡\ de inoet
del portugués al francés por Xavier de (lastro, París. Ixlitiotis ('.handeigne, I993. págs 1 I 1 -1 B, 117. 13 Yves iVl ichaud. «La violence de la vie». Uj Vióleme. Piins, PUL, 1986. pág. 37

14. V Le Gouziou, U¡ Violence. op at . pag. 81. En Inglaterra, en el si^’lo xm, el 90de los autores de homicidios eran hombres, scpíin lames Biichanan (oven, Socrctv and Homicide tu Ihirteenth-i.enture

l.nsdiind, Stanion!. Siantord llnnvrsnv Press, 1977.

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na, de 1736 a 1903, apenas representan más del 2 % de ¡os 22.553 auto­ res de homicidios conocidos, pero son un 11 % de las víctimas.” Sería tentador relacionar estos hechos con invariantes de la naturaleza huma­ na, como la dulzura femenina opuesta a la brutalidad viril. Pero las ex­ plicaciones ligadas a las hormonas masculinas particularmente activadas por el clima, en particular por el calor, no son muy convincentes. Las que invocan la agresividad depredadora inducida por la necesidad de asegu­ rar la supervivencia de la especie, inscrita en los genes del cazador ma­ cho, que lo llevan a destruir a sus competidores y a fecundar al máximo posible de hembras, constituyen afirmaciones perentorias imposibles de comprobar históricamente.1'’ Para el historiador, lo esencial se halla en la construcción del ser humano por su cultura. El lazo primordial no se establece entre la violencia y la masculinidad, pues esta es un dato bioló­ gico. Se establece con la virilidad, una noción definida por cada sociedad dentro del marco de la determinación de los géneros sexuales cuya exis­ tencia reconoce. Hasta una época reciente, Occidcntesólo admitía dos y establecía entre ellos una poderosa desigualdad funcional. Lo mismo ocurría en la China imperial, donde el sometimiento de las mujeres era aún más flagrante. Pero esas similitudes ocultan tratamien­ tos muy distintos del delito de sangre. En la sociedad aurocrática y con­ servadora del Imperio Medio, el orden social estaba construido además sobre la supremacía de los mayores. El tabú fundamental en materia de violencia, mortal o no, iba ligado al parricidio, que constituía el «mal absoluto desde el punto de vísta familiar, social, físico y metafísico». Se extendía al asesinato de los abuelos, al de los superiores o al de los her­ manos mayores, al asesinato del marido por la mujer, aunque la acción sólo hubiese sido un conato y el hijo o la esposa no hubiesen tenido sino un papel secundario en el asunto. No se excluía tampoco al parricida loco, pues ese crimen era considerado como el más excepcional. Repre­ sentaba la transgresión más extrema contra la autoridad paterna, «con­ cebida a la vez como el fundamento y el reflejo del orden celestial que se elevaba a través de peldaños sabiamente dosificados hasta el empera­ dor». El asesinato del padre o de Ja madre era en realidad muy raro: en casi dos siglos sólo se imputó a 58 hombres de un total de 22.162 culpa­ bles de homicidio y a 7 mujeres de un toral de 491. (ion excepción de la

1 5. Janut I .ce. «1 lomn. ule el peine c.tpn.ile en ( June .1 la lin tle 1'1 aiipiru Anak.se st.nisi ie|iie piulinn

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16 \'canse los trabajos de P Morris, especialmente ¡helli/wa/i V'ornilH. r>f> <.¡!

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esposa, víctima en 844 casos, el homicidio familiar masculino, que repre­ senta el 17 % del total, se ejercía sobre todo contra parientes lejanos o muy lejanos, mientras que el 66% de las pocas mujeres sanguinarias habían matado a su cónyuge y el 15 % a otro miembro de su familia. El sistema chino se basaba en la definición de la sociedad como una exten­ sión de la familia y basaba su identidad en una «metáfora paternal». In­ culcada por las leyes morales y el culto de los antepasados, esta parece haber sido muy eficazmente defendida por la acción judicial. Las pocas ejecuciones capitales por parricidio constituían el espectáculo del mal absoluto y de su castigo. «Es como si los jueces sintiesen a intervalos re­ gulares la necesidad de proporcionar al cuerpo social la representación del peligro supremo y su erradicación.» Porque el crimen más remido, como la pedofilia actualmente, es el que representa una insoportable amenaza de destrucción de los valores colectivos en los que se basa la perennidad de una civilización. El castigo entonces supera totalmente al hecho reprimido para permitir una reparación general del tejido social y cultural dañado.17 El ejemplo chino permite comprender mejor la relatividad de la no­ ción de delito, que las sociedades siempre definen en función de los prin­ cipios fundamentales que quieren defender. Algunas han practicado la matanza de recién nacidos o el incesto ritual entre hermano y hermana, lo cual nos lleva a preguntarnos si la universalidad de los tabúes en estos campos no constituye esencialmente un absoluto inventado por las cien­ cias humanas en el marco de la promoción de nuestra propia cultura. En lo que a la prohibición bíblica del «no matarás» se refiere, esta no siem­ pre ha estado operativa en suelo europeo. Su verdadera promoción pue­ de incluso fecharse en tiempos de los monarcas absolutos, cuando se emprendió un gran esfuerzo teórico y judicial para «disciplinar» a las poblaciones angustiadas por las terribles guerras de religión, entre 1562 y 1648. La vuelta al orden, en fechas que varían según los países, promo­ vió como crímenes inexpiables el homicidio masculino y el infanticidio femenino. La pena de muerte, aplicada mucho más frecuentemente que antes para esos delitos, ejerció una función simbólica de definición del peligro supremo y de su erradicación. Eso recuerda un poco el caso de la China imperial, pero es distinto en cuanto a sus objetivos esenciales. Para reforzar la sacralidad de los soberanos y de los grandes, ante cuyo asesinato no se había vacilado, como en el caso de Enrique 111 y

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Enrique IV en Francia o ele Guillermo de Orange, que soñaba con ceñir la corona de los Países Bajos, los juristas europeos desarrollaron el con­ cepto de lesa majestad. Dicho concepto, aplicado primero al regicida, se extendió luego a otros delitos cometidos contra la autoridad monárqui­ ca o religiosa: moneda falsa, deserción, traición, brujería satánica... El suplicio de Ravaillac, descuartizado vivo por cuatro caballos en 1610, sirvió de modelo para definir el horror absoluto de su acción. Ese crimen sin parangón se vinculó estrechamente con el de parricidio, el más grave homicidio después del asesinato del príncipe, castigado con mutilacio­ nes previas a la ejecución —cortándole la mano al reo, por ejemplo—. La especia cu la ridad de los suplicios de los que habla Míchel Eoucaultls formó una cadena de significados que ligaba los atentados contra la per­ sona del rey con los atentados contra el padre, y más generalmente con el hecho de derramar sangre humana. A diferencia de la China imperial, se trataba de imponer un nuevo sistema estatal que demostrase su efica­ cia para proteger a los súbditos de los peligros vividos en el transcurso de las turbulentas décadas anteriores. Una de las expresiones más visi­ bles de su éxito fue proceder, muy lentamente, al desarme de la pobla­ ción, al encauzamiento de los excesos del duelo nobiliario y al castigo de los criminales más peligrosos. El sistema proporcionaba así una crecien­ te sensación de seguridad, (ionio el espectáculo de los sufrimientos de un regicida era excepcional y el suplicio de los homosexuales o la hogue­ ra de las brujas relativamente raros —salvo en los territorios germánicos para estas últimas—, fueron los autores de agresiones mortales y de in­ fanticidios los exhibidos más a menudo. La primera mitad del siglo xvn asistió a un fuerte descenso de las ci­ fras de homicidios en Europa occidental, pero al mismo tiempo las pe­ nas capitales para los culpables aumentaron.1' La violencia sanguinaria y la muerte de recién nacidos, que antes se consideraban fenómenos bana­ les y que la justicia no perseguía con mucha dureza ni con gran eficacia, empezaron a adquirir ahora el estatus de crímenes absolutos y se relacio­ naron íntimamente con el concepto de lesa majestad. En el siglo xvju, las prioridades volvieron a cambiar y se hizo hincapié en los delitos contra los bienes, en una época de gran auge económico y comercial. Tanto en Inglaterra como en Francia, los dos grandes rivales en el escenario

18 iMichcl l'oucatili, Sitri etUer el punir \aiwú>ice di la ¡>n\i>n. París. íialiiniaid, 1075

19. Véanse capí lulo 2 \ R Muchcinlsleil, «l'ils de Caín, en I anís de Mcdcc I lonueidc el infanti

CÍde devanf Ir Parlemcni dr París 11575-IMMl» /IhhJ.u

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l XA HISTORIA DI. LA VlOl.l.Nt 1A

europeo y mundial, el robo se convirtió en el delito más inaceptable, y las penas de muerte contra los culpables se multiplicaron, sobre todo en Londres y París, las dos principales metrópolis comerciales europeas/* Contrariamente a la teoría, hoy abandonada, del paso «de la violen­ cia al robo» entre el final de la Edad Medía y el Siglo de las Luces, el principal cambio no procede de una modificación en profundidad de las realidades criminales, sino de una evolución de la mirada represiva?1 La cultura occidental no ha cesado de adaptarse a las novedades desde hace medio milenio. La emergencia de un nuevo tipo de crimen absoluto y, en su estela, de una represión más intensa de las transgresiones relaciona­ das con él, traduce la mutación de los valores esenciales subyacentes al fenómeno. A principios del siglo xxi, la balanza judicial occidental se ha desplazado de nuevo. El crimen absoluto se ha establecido en torno a la preservación de la vida y la inocencia sexual de los niños. En una época en que la pena de muerte ha sido erradicada en Europa, es sintomático observar que los que reclaman posibles excepciones las invocan contra esa amenaza a los niños, definida hoy en día como el más incalificable de los crímenes que pueda cometer un ser humano. La relatividad de la noción de delito invita a distinguir cuidadosamen­ te lo que puede ser debido a una patología individual cuando se produce un acto delictivo, de las definiciones de la transgresión o de los compor­ tamientos ilícitos construidos por el Estado, la justicia y las diferentes instancias de control de la colectividad en cuestión. La locura, por ejem­ plo, solo inspira a una mínima parte de ios culpables de homicidio. Una explicación más frecuente ve el origen del gesto sanguinario en frustracio­ nes nacidas de contradicciones entre los deseos individuales de los culpa­ bles y 1 as oportunidades de futuro que les ofrece la sociedad. Pero este discurso criminológico se aplica mejor a la época contemporánea que a los siglos anteriores. La octava observación del jesuíta Luís Proís señala la brutalidad del homicidio en Europa y se refiere al derecho de gracia del principe en caso de legítima defensa, mientras que los japoneses son im20 1X>uillas I las. Peler I anebaugli, |ohn O Rule. I

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Pcneuiii. 19/7, pag 166, AnJri Abbi.mxJ v «’iii’s, ( r/wi i (/1 nwrwóíe crH rurni. o,i; xxjir \k<7ei. Pa ris. \rinand ( olin, 197 I

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196?. p.igs 2’ñ 262 1 a teoría ha sido recogida poi Pierre (.liaunu \ sus discípulos, v luego defendida poi

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placables en ese caso, como lo serán cada vez más los jueces occidentales en el transcurso del siglo xvn. Los imperios orientales, japoneses o chi­ nos, y las monarquías absolutas occidentales coinciden finalmente en de­ clarar ilegítima la violencia individual que desemboca en la muerte de un semejante. Refuerzan así su tutela sobre sus súbditos, blandiendo la ame­ naza de la pena capital para aquellos que se atrevan a ejercerla. No ocu­ rría así en las sociedades europeas uno o dos siglos atrás. Entonces esta­ ban menos controladas por el listado y concedían más espacio al poder local; consideraban la muerte de un ser humano con una cierta indiferen­ cia, en el marco de una cultura en la cual la violencia viril era normal. Dentro de ese marco, la agresividad representaba un valor positivo. Era evidentemente preferible que no implicase la muerte del adversario, en virtud de la moral cristiana, pero esa desgracia, entonces frecuente, no causaba la marginación del culpable. Éste era fácilmente perdonado por una carta de indulto real, y tras pagar una multa y abonar una com­ pensación financiera a la familia de la víctima —denominada «paz de sangre»—, recuperaba su puesto en la parroquia y conservaba su hono­ rabilidad. Todavía mayor era la indulgencia que se aplicaba a los homi­ cidios de los mozos, ya que los adultos del lugar admitían sus excesos sanguinarios considerando que eran cosas propias de la juventud. Esa tolerancia explica porque las edades más implicadas en el homicidio van de los 20 a los 20 años. Durante su larga espera del matrimonio, tanto en los pueblos como en las ciudades, los mozos practican una cultura de bandas basada en la competición entre iguales para aumentar su valor ante las chicas y para compensar las frustraciones ligadas a ese estado incómodo, entre la infancia y una vida de adulto de pleno derecho. Su principal preocupación consiste en exaltar una virilidad que los hace existir ante los demás. Llevan armas, sobre todo puñales o espadas, que gustan de utilizar en combates destinados a probar su valor, infligiendo o recibiendo una herida, que debido a las infecciones v la ineficacia de la medicina de la época muv a menudo es mortal." Entrenados para el combate y formados en una ética guerrera igualmente viril, los jéwencs nobles no se diferencian fundamentalmente de los plebeyos en este terre­ no; no será hasta más tarde, durante el siglo X\ í, cuando se inventarán las reglas del duelo aristocrático.

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IXA HISTOHíA DI. LA VIOI.LX'C IA

No todos los solteros matan. Sólo una pequeña minoría lo hace. Las tasas más altas de homicidio registradas en el siglo Xlll son de un poco más de cien muertes por cien mil habitantes, (ionio las mujeres están muy poco implicadas, podemos considerar que hay un máximo de cien asesinos por cada cincuenta mil hombres, sin distinción de edad, o sea, aproximada­ mente un 0,2 % del contingente. La edad de los jóvenes varones solteros no representa probablemente más que una quinta parte de la población masculina, dadas las condiciones demográficas de la época, y proporciona menos de la mitad de ese total. Lo cual significa que un chico soltero de cada mil, como máximo, es un asesino. Matar a un semejante no es, por tanto, algo banal, aunque la cosa sucede cien veces más a menudo que en la actualidad. El código viril masculino, que es la causa principal, impone con mucha mayor frecuencia la brutalidad, sí, pero sin consecuencias tan graves. El homicidio es la parte visible de un sistema de enfrentamien­ to entre iguales, que generalmente se resuelve con simples golpes o con exhibiciones y desafíos entre «gallitos». El homicidio es lo que nos per­ mite seguir la evolución de esa cultura de la violencia masculina, aunque sólo se trate de aquellos casos que desembocan en un resultado fatal. Ahora bien, en la primera mitad del siglo xvii esa tasa se reduce a una media de diez asesinos por cada cien mil hombres. La caída es espec­ tacular. El número de jóvenes asesinos es diez veces menor que antes, lo cual refleja un retroceso de la cultura de la violencia viril y el incremento de una nueva intolerancia, canalizada por múltiples vías distintas a la de la justicia. La «fábrica» occidental está inventando la adolescencia como una edad peligrosa que hay que encauzar estrictamente para evitar sus excesos sanguinarios. El movimiento se acentúa vigorosamente más tar­ de, puesto que la tasa se establece alrededor del 1 % a mediados del siglo XX, cien veces menos que en ia Edad Media. Ello implica una disminución de la violencia mortífera juvenil de idénticas proporciones. Porque los actores principalmente afectados siguen siendo los mismos. En Inglate­ rra, a principios del siglo xxi, el homicidio es un hecho netamente mascu­ lino. En general, el culpable y la víctima se conocen, incluso son íntimos v se han peleado antes en casi la mitad de los casos. Su edad más frecuen­ te se sitúa entre los 16 y los 35 años. En la mayoría de los casos (el 28 %) se utiliza un arma blanca.2,

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El homicidio es una construcción social. I lov día, las autoridades y las fuerzas encargadas de la represión elaboran su definición concreta y su interpretación privilegiando ciertos aspectos y ocultando otros fenóme­ nos, como los fallecimientos provocados por la negligencia o la conduc­ ción peligrosa de los coches, y ello incluso antes de que un acusado sea sometido al proceso legal que decidirá si es culpable o no.24*«El criminal se convierte en el doble inverso del hombre honrado», ya que el conjun­ to del ritual judicial permite al Estado «asegurar su autoridad de forma emocional y simbólica».2,1 El objetivo principal en ios delitos de sangre es la figura del varón joven que espera impaciente el momento de acce­ der a la madurez y a las ventajas de la vida adulta, pero que transgrede los códigos más sagrados matando a su semejante. La sociedad lo empu­ ja a definirse en relación a una etica de la virilidad, y al mismo tiempo lo insta a ser razonable y a adquirir el autocontrol indispensable para evitar ese crimen inexpiable. Le prohíbe el uso de la violencia física ilegítima, definida por oposición a la que se halla decretada por la colectividad y puesta a su servicio, como la guerra justa. Esta también sirve, por otra parte, para controlar el potencial explosivo de las nuevas generaciones enrolándolas en la defensa del bien común y del modelo del hombre adulto honrado. El desplome acelerado de las rasas de homicidio desde el siglo xvil prueba el éxito creciente del control social en este ámbito. El homicidio se ha convertido en un fenómeno residual en nuestras socie­ dades. La brutalidad física menos extrema también está codificada como anormal, definida como una desventaja para el éxito social ulterior de los hombres jóvenes. Tanto es así, que la agresividad se considera propia sobre todo de los marginales o los perdedores del sistema, estigmatiza­ dos a la vez por las autoridades —la policía, la justicia— y por los medios de comunicación modernos, que contribuyen todos juntos a aumentar la angustia de los ciudadanos honrados, asustados ante incomprensibles actos de salvajismo. La repugnancia por la sangre y el tabú de la violencia constituyen las piedras angulares del sistema occidental desde que éste partió a la con­ quista del globo hace quinientos años. Marcados por el sello de la ilegiti­ midad absoluta en las relaciones internas de las sociedades, esa repug­ nancia y ese tabú permitieron a los Estados atribuirse el monopolio de la fuerza legítima, a través tanto de la guerra como de la pena de muerte 24 !. Brooknr.in, ( ihíentuiuíni^ / f: I i..

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UNA HISTORIA DI- LA VIOLENCIA

hasta su reciente abolición. También contribuyeron a asegurar la transmi­ sión menos conflictiva entre las generaciones, condicionando el contrato implícito entre ellas a la adquisición de mecanismos de pacificación de las costumbres por parte de los más jóvenes: la gestión del patrimonio debe continuar siendo garantizada según el modelo anterior, por «bue­ nos padres de familia», a fin de que los asesinos irreductibles, a menudo procedentes de medios pobres, se vean lícitamente excluidos de la «suce­ sión» normal. Cuando los jóvenes resultan demasiado numerosos, tras un período de paz y de progresión demográfica, las tensiones entre las gene­ raciones se agravan. La violencia juvenil aumenta. En Francia, produce los apaches de la belle époque que vuelven a sentirse tentados por los com­ bates con arma blanca o los «alborotadores» de los suburbios en 2005. La domesticación de la agresividad viril se produce en un conjunto mucho más amplio, a saber, dentro del pacto social y cultural fundador del Estado y del conjunto de la civilización occidental. La realidad de origen biológico se halla muy definida y orientada por las fuerzas de cohe­ sión dominantes para producir un modelo de súbdito que no ponga sin cesar en entredicho los valores o las normas de su comunidad, tanto na­ cional como local. La forja europea consigue la hazaña de producir cohe­ sión a partir de un elemento particularmente inestable: la sexualidad de los jóvenes machos.2627 Algunos autores han señalado que la represión del homicidio no sólo está ligada a la definición de la mascufinidad y a la progresión de la dis­ ciplina del sexo fuerte, sino también a una retormulación de los papeles viriles y femeninos en beneficio de los primeros. En Inglaterra, una nue­ va «cultura de la sensibilidad», aparecida en el siglo xviii en las obras de ficción sentimentales, pinta a los varones como cazadores o pescadores salvajes cuyas presas son las mujeres. Eso fue interpretado como un es­ fuerzo por hacer que el hombre de honor machísta y brutal se transfor­ mase en un ser sensible y prudente.2. En el siglo XIX, el rechazo cada vez mayor de la violencia se asocia estrechamente con el deseo de cambiar el modelo masculino para hacerlo más «natural». La tolerancia mostrada hacia el homicidio no premeditado (inanslaughter), castigado con un año de prisión como máximo, empieza a desaparecer, y el accidente mor­ tal no conduce ya sistemáticamente a la absolución. El número de los

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acusados del sexo fuerte aumenta dos veces más deprisa que el de las mujeres entre 1805 y 1842, seña] de una «masculinizacíón» del delito y de los castigos, que refleja un movimiento a largo plazo de intensifica­ ción de la disciplina exigida a los hombres.2* Visible en particular en las calles, en el lugar de trabajo y en casa, la modificación de los papeles masculinos induce la de los papeles femeni­ nos. El concepto de masculinidad hegcmóníca fue forjado por investiga­ dores anglosajones para explicar esas transformaciones en cadena que también afectan al niño. El conjunto depende del pivote viril. Hasta las mutaciones registradas a finales del siglo xx, la posición del varón, fuese cual fuere su estatus social, está muy correlacionada con la afirmación de su heterosexualidad, pero mucho menos que antes con la necesidad de exhibirla violentamente en el teatro de la vida cotidiana. Las mujeres, por su parte, deben mantenerse en su puesto para confirmar al hombre como tal. Esa pasividad exigida por las normas culturales construye a Ja mujer como un ser dulce e inerme, normalmente incapaz de violencia asesina. La que se abandona a la agresividad parece anormal, por no decir totalmente otra. La madre que mata a su propio hijo todavía lo es más, es una loca, una desnaturalizada o está profundamente perturbada por lo que le sucede. Esa concepción atrae la atención sobre un acto tan monstruoso y aumenta en proporción las estadísticas registradas en la materia. En cuanto al niño, se lo considera ahora como inocente por naturaleza. SÍ mata a un semejante, pasa por ser profundamente malo o diabólico.21’ Existen, no obstante, fuertes diferencias sociales en la prácti­ ca, pues el proceso de pacificación de las costumbres y de redefinición de los roles masculinos y femeninos no penetra en todas las capas sociales con la misma intensidad ni a la misma velocidad, lo cual alimenta, en la era industrial, la denuncia de la brutalidad y la grosería del mundo obre­ ro o de la negativa de los campesinos a evolucionar, orientando de forma más precisa la represión judicial hacia esas categorías de la población. Nuestra civilización ya no quiere plantear la cuestión de la violencia de las mujeres y probablemente quita importancia a la violencia que su­ fren. Desde hace varios siglos, prefiere insistir en la figura de la «mujer civilizadora» cuya misión es a la vez pacificar las costumbres, apartar al28 28 Manin ) Wieilel. «The viannan i riinuiali/ation ol incn». cu Pielcr Spietvnbmn ubi.i. \fa>¡ antl Violttii'e Oetider, Honor. und¡n Xloili-nt Lurope ¡md Awrnn, Coluiiibtis. ()hn> Statc I 'imvrsirv Prcsb. 1998, pá^s. ¡98 2(B, 209; íilcni, Ativ/ <7 lilrtod ( ontc^hng Violerice ttt \'uloriún i -.ti gld n d. Cam­

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hombre de la violencia y refrenar la brutalidad de sus deseos sexuales, Sí bien es evidente que las mujeres desempeñan un papel fundamental en la transmisión cultural, nada prueba que siempre hayan concebido su papel como el de una ovejita dulce y obediente. En la Grecia contempo­ ránea, en Pouri, pegan con frecuencia a los lactantes para que se callen v golpean a sus hijos hasta la edad de 12 años, momento en el cual pasan a depender de la autoridad paterna. Reproducen así los castigos corpora­ les que conocieron en su infancia: ser colgadas por los pies y las muñecas de la viga maestra de la casa, o cabeza abajo de un árbol, a veces sobre un fuego destinado a «ahumar» a una criatura insoportable; clavar agujas en la palma de las manos; colocar huevos con la cáscara hirviendo aplas­ tados bajo las axilas. Eternas menores de edad, lo cierto es que todavía sufren malos tratos en la edad adulta, especialmente por parte de su sue­ gra. Un hijo irrespetuoso o perezoso también puede ser echado de casa a pedradas por su padre. Menos crueles son en Arnaía, donde los casti­ gos corporales siguen siendo severos y las bofetadas frecuentes, aunque los regalos las compensen. En ambas localidades, las niñas son educadas para que respeten los privilegios de sus hermanos, que serán quienes reciban la herencia?0 Las mujeres, en realidad, pueden ser violentas y mostrarse crueles cuando asisten a las ejecuciones capitales bajo el Antiguo Régimen, bru­ tales entre ellas o contra los hombres, utilizando uñas y dientes, tirándo­ se del pelo, dando patadas o puñetazos... Numerosos documentos así lo atestiguan, más a menudo a finales de la Edad Medía y en el siglo xvi que después. El proceso que condujo a minimizar la violencia de las mujeres se inició muv pronto en las ciudades?1 Se desarrolló más lentamente en el campo. Hasta este cambio, variable según los países y las regiones, la brutalidad banal constituía el trasfondo normal de la vida. La Grecia contemporánea proporciona simplemente un atisbo de lo que podía ser en general la violencia femenina antes de ser ocultada o negada. Aunque probablemente menos que los hombres, en particular bajo su forma san­ guinaria —aunque sólo fuese porque hasta el siglo xvn, a diferencia de los varones, no llevaban armas—, la mujer estaba inmersa en una «cultu­ ra de la violencia» que afectaba a toda la población. Los niños mismos eran educados para sufrirla y practicarla. Los niños pastores, por ejem-

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pío, impedían acceder a su territorio a los rebaños de los otros pueblos con la honda en la mano, causando heridas terribles, a veces mortales, a rivales de su misma edad. Todo el mundo era violento a hítales de la Edad Media y principios de la Edad Moderna.1' Eos listados y las Igle­ sias no tenían entonces ni los medios ni la autentica voluntad de intentar poner coto a la violencia sanguinaria de la población, sobre todo porque ésta desempeñaba un papel cstructtirador en las sociedades locales, es­ tableciendo las jerarquías y contribuyendo a los intercambios entre los vecinos. No se trataba en absoluto de una ley de la jungla, [mes había unos códigos y unos rituales precisos que organizaban la brutalidad de las relaciones humanas. En ese universo de proximidad, un estricto sen­ tido del honor obligaba a los varones a vengar no sedo el suyo, que se basaba en la expresión pública de su virilidad, sino también el de todo su grupo familiar, vigilando estrictamente a las mujeres, para proteger su pureza sexual o su virtud. Las sociedades mediterráneas más atrasarlas han conservado esa concepción colectiva del honor que se halla también en la base del duelo entre aristócratas en la época de la monarquía abso­ luta." rXetualmente, en Calabria, «lo que caracteriza el honor lmasculi­ no] no es otra cosa que el dominio riel pene y la navaja. En electo, para ser un hombre de verdad, uno debe tener la potencia sexual que permite reproducirse, y por tanto asegurar la posteridad de su sangre \ de su nombre, y debe saber manejar la navaja, que sirve [tara la conservación del grupo».1' La cultura juvenil de la violencia occidental de los siglos XV y \\l se basa en reglas idénticas. El arma blanca, espada o puñal, es una repre­ sentación simbólica del individuo, que sufre un larguísimo purgatorio entre la infancia y el matrimonio, y por lo tanto debe demostrar que es capaz de acceder a la edad viril. Los muchachos jóvenes vixen en bandas de iguales por la noche, al salir del trabajo, los domingos \ los días de fiesta. Su agresividad se vuelve esencialmente contra sus semejantes, que son sus competidores en el mercado matrimonial. El resto del tiempo, cortejan a las chicas, a menudo colectivamente. Se es tuerzan mucho por ganar sus favores sexuales pese a la estricta vigilancia que pesa sobre ellas, tanto por [■jarte de sus padres \ hermanos, como por [jarte de mu­ chas mujeres de todas las edades que rodean a las mocitas allí donde su >2 i\ Muí licinhii-d. //,<

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virtud podría correr peligro, especialmente en las reuniones nocturnas, los campos, el lavadero, el molino, etc. La posición de los chicos mayores es incómoda; es la de un tercer grupo de población, además del de los hombres adultos dominantes y del de las mujeres, cuya sociabilidad mez­ cla las edades e incluye también a los niños impúberes. En este marco, las heridas infligidas y los homicidios cometidos por los jóvenes gallitos se tratan con mucha indulgencia por parte de los mayores, las autorida­ des locales, la justicia c incluso el propio rev, que otorga fácilmente su perdón?1 Posiblemente, es el precio que hay que pagar para evitar que los solteros frustrados y muy estrechamente tutelados se vuelvan más a menudo contra los machos establecidos que monopolizan el poder y a las mujeres. Así se alimenta un ciclo regular de gran violencia, regido por la ley del honor y por la ley de la venganza. Pero la emergencia de un Estado fuerte, a partir del siglo xvi, pone lentamente en cuestión el equilibrio de dicho sistema, multiplicando las prohibiciones contra los excesos de la juventud, considerando más preciosa la vida humana y amenazando con la pena de muerte a los asesinos. El paso de la venganza privada basada en la defensa colectiva del honor a la prohibición del homicidio no fue un proceso fácil ni rápido. La primera etapa, la más veloz, que duró dos siglos aproximadamente, consistió en sacar a los jóvenes de buena familia del modelo cultural violento que era el común. El invento del duelo, minuciosamente codifi­ cado, contribuyó a esa mutación. Ese tipo de combate fue una creación espontánea que inicialmente ilustraba la voluntad de los nobles de con­ servar su derecho eminente a la brutalidad sanguinaria. La monarquía, sin embargo, los insta, con mayor o menor firmeza y celeridad según los países, a abandonar esa práctica poco económica en vidas humanas, para consagrar su vitalidad exclusivamente a la gloria del príncipe, arriesgan­ do su vida en los campos de batalla. La «civilización de las costumbres» empieza con la «curialización» de los guerreros en Versallcs bajo Luis XIV, cuando se impone la obligación de refrenar la agresividad disfrazándola de cortesía?'1 Sin embargo, las tradiciones de enfrentamiento viril se con­ servan durante mucho tiempo entre las clases populares, sobre todo en las regiones meridionales de Europa o en las zonas peor controladas por el poder central, como la Auvernia o el Gévaudan en Francia, por ejem­ plo. Los momentos de crisis de transmisión de los valores, sobre un tras­ fondo de superpoblación juvenil, también las recrudecen muchas veces. O \’e;lsc e;ij>iiulo i

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Los miembros de las bandas de los suburbios a principios del siglo XXI manejan así un concepto de honor viril que recuerda en parte al de los mozos de los siglos pasados, concentrando sobre todo los efectos des­ tructivos de su agresividad en sus iguales. Todavía se puede ver como un mecanismo que permite desviar parcialmente esa agresividad de los adul­ tos, cuando en realidad son ellos la causa principal del estricto control que pesa sobre los interesados. El tratamiento judicial del homicidio es, pues, lo que pone de mani­ fiesto los avances en la pacificación de las costumbres y en el control de la agresividad viril. La historia de la violencia en el Viejo Continente es la historia de la mutación de una cultura en la cual la violencia tenía unos efectos positivos que servían para regular la vida colectiva y su sus­ titución por otra cultura que la marcó como profundamente ilegítima. Convertida en tabú supremo, la violencia sirvió a partir de entonces para definir los roles normativos en función del sexo, de la edad y de la perte­ nencia social. Los seres humanos fueron así distribuidos en una escala del bien y del mal en función de su «naturaleza»: inocente para los niños, pacífica para las mujeres, autocontrolada sin dejar de ser viril para los varones jóvenes y solteros.

El esperma y la sangre: una historia de honor

La violencia homicida se ha convertido en un fenómeno residual en Europa occidental a principios del siglo XXI. Sigue siendo mucho más importante en el resto del mundo, incluidos Estados Unidos, Rusia y los países del antiguo bloque soviético. Se han aducido muchas teorías para tratar de explicar el fenómeno, sin tener suficientemente en cuenta su característica central prácticamente invariable desde hace siete siglos: alcanza su máxima intensidad entre los varones jóvenes de 20 a 29 años. Para encontrar una explicación satisfactoria, es preciso recurrir al muy largo plazo, concediendo todo el espacio que merece al problema del paso a la edad adulta. Las condiciones económicas desempeñan un papel indudable en la modulación de la agresividad humana, pero no constituyen un factor explicativo suficiente. Los picos de violencia juvenil no están correlacio­ nados con una degradación general de las condiciones de vida, sino más bien con situaciones de explosión demográfica combinadas con un maIncbir ít'iifí'x f J i íi zm 11f u t onnor/irnc zlo tntPrtr*irínn rnmn Inc CnUrir.

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to plazo de las curvas de homicidio durante el período industrial están ligadas probablemente a efectos de este tipo, así como las diferencias sensibles que se observan entre los países, las regiones, las ciudades y el campo. Las guerras, que precisamente diezman las filas de los hombres jóvenes, tienen más bien un efecto atenuador, salvo cuando van seguidas de una fuerte desorganización, que se convierte en caldo de cultivo de una crisis orientada hacia los bienes, con un uso de la fuerza que se ha vuelto más fácil porque los códigos morales y las estructuras de control se han debilitado, (.orno la interpretación social ha mostrado sus límites, los especialis­ tas han recurrido a hipótesis más amplias. Muchos han adoptado la de Norbert Elias relativa al lento proceso de civilización de las costumbres en Occidente a partir del siglo xvi, El autor identifica un nuevo modelo de individuo, cada vez menos impulsivo, a la vez refrenado por discipli­ nas más eficaces instauradas por las Iglesias y los Estados y capaz de un autocontrol creciente de sus instintos. Dos fuerzas esenciales conducen a esa mutación de la personalidad: el Estado moderno y la economía de mercado, que se desarrolla en las grandes ciudades, como Londres y París. El primero reclama el monopolio de la violencia legal y exige una pacificación de los comportamientos, empezando por los guerreros no­ bles sometidos al refinamiento de la etiqueta y a las obligaciones de una cortesía que destierra la expresión abierta de la agresividad. Por otra parte, el comercio —en pleno progreso-— produce y reclama a la vez una restricción de la violencia interpersonal, pues no puede prosperar sino con libertad y seguridad, afirman los pensadores de la Ilustración, como Adam Smith?' lista teoría, aunque seductora, se considera demasiado general e insuficiente por parte de otros historiadores, sobre todo los que rechazan sus simplificaciones a propósito de la Edad Media.’1' Mu­ chos investigadores escandinavos lian intentado comprobar empírica­ mente su validez, pero la mayoría la conciben hoy como un elemento explicativo más entre otros?'1 17 KL iii /(Wn ¡.'w
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La tesis del declive de la violencia ligado al control creciente por parte del Estado moderno se remonta por lo menos al Lcuiatán de Hobbes. A diferencia de Elias, que lo incluye en un largo proceso civilizador espontáneo, algunos autores lo consideran como la única explicación de la emergencia de tina sociedad más pacífica, gracias al refuerzo de la ley y de la acción de las autoridades, que tiene su traducción en el desarrollo de la pena de muerte.41'La debilidad del argumento reside en el hecho de que la neta disminución de los homicidios se observa en el mismo mo­ mento, durante1 las primeras décadas del siglo x\’ll, en los Estados abso­ lutos, como Suecia y 1-'rancia, y en aquellos otros desprovistos de estruc­ turas centralizadas, como las Provincias Unidas o Inglaterra. No es el desarrollo de los medios coercitivos lo que explica realmente el fenóme­ no, pues las ciudades italianas del Renacimiento, aunque estaban dota­ das de fuerzas de policía importantes, no consiguieron reducir la fuerte conflictividad cotidiana.41 Parece más pertinente buscar la causa en una mayor adhesión del súbdito a la legitimidad representada por c! listado, sea cual sea. Se ha podido observar un refuerzo del sentido de solidari­ dad y de la confianza mutua en las sociedades protestantes de la mitad norte de Europa, así como en Nueva Inglaterra, donde la tasa de homi­ cidios también se desplomó a partir de 1(330, mientras que las regiones mediterráneas católicas siguieron marcadas durante mucho tiempo to­ davía por el viejo modelo de violencia sanguinaria, probablemente a causa del tipo de relación muy distinta entre las autoridades v la socie­ dad civil.42 Es decir, que el desarrollo de una etica protestante no ha­ bría dado lugar únicamente al capitalismo,*’ también habría contribuido poderosamente a hacer recular los comportamientos asesinos, en espe­ cial de los varones jóvenes. Las explicaciones sociales o políticas, incluida la ingeniosa teoría de Norbcrt Idias, resultan por tanto insatisfactorias, \ conviene añadir una dimensión cultural, en el sentido amplio del término. El problema no puede verse en toda su dimensión más que enmarcándolo dentro del conjunto de la civilización en la que está inmerso. Como la muerte o el

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cementerio, la violencia se halla en el corazón mismo de la vida antes de su criminalización progresiva a partir del siglo xvn. Inglaterra constitu­ ye, sin embargo, un caso aparte. Su sistema judicial excluye la tortura y difiere del de los demás países de Europa. Desde la conquista normanda, el homicidio es asunto exclusivo de la corona. Se presenta bajo tres for­ mas. El que es castigado con la pena de muerte, el que parece excusable y puede ser perdonado por una gracia del poder real, y el que es justifi­ cable, una vez examinado por un jurado que puede dictar la absolu­ ción.44 En otros lugares, especialmente en Francia, en los Países Bajos o en España, el sistema judicial inquisitorial, escrito y secreto, desarrolla­ do a partir del siglo xvi, conserva la tradición del indulto del príncipe para los casos no deliberados que merecen esa indulgencia. Pero los tri­ bunales ignoran la noción de circunstancias atenuantes. La pena de muer­ te puede aplicarse teóricamente en casos de accidente, de no premedita­ ción o de complicidad en un crimen. Esto lleva a los imputados a pedir la gracia real, ya sea tras su condena por el tribunal, ya sea después de haber huido para ponerse a buen recaudo y sustraerse a la persecución de la justicia. En Francia, el desarrollo del principio de arbitrariedad del que gozan los jueces superiores de los parlamentos —que les permite escoger en conciencia el castigo, a diferencia de los magistrados subal­ ternos que deben seguir la ley— empieza, sin embargo, a modificar las cosas durante el siglo xvi. Su aplicación corresponde a un endurecimien­ to de la práctica, pues las sentencias de muerte por homicidio se multi­ plican durante los reinados de Enrique III y Enrique IV.45 La represión también se vuelve más severa en otros países. Las fechas de ese endure­ cimiento varían, pero esencialmente se sitúan entre el comienzo de las guerras de religión en los años 1560 y el final de la Guerra de los Treinta Años en 1648. Paralelamente, disminuyen las negociaciones privadas para establecer una «paz de sangre» entre el culpable y los fami­ liares de su víctima.46 El paso de la regulación de la violencia por las fa­ milias a un sistema controlado por los Estados, pero también por las Iglesias, se realiza en el marco de los progresos de la «disciplina social», que ha sido objeto de un largo debate entre los historiadores alemanes

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(.hicago. The Universitv ol Chicago Press. 1477.

45. R. iMuchemhled, «I’ils de Caín, rulants de Médeee». <>p at , púg l .079. 4G Xavier Rousseaux. «I'rom case lo crime: homicide regulaiion in medieval and modern Europe», en

Dictniar 'X'illoweit ídir L l)¡e [’.ntstchiirig dv\ offintluheSlra/rechtf. lleitanildnfnahmveine\ europdjicht’»

l-oncbuHgiprohli!».(.olonia. Bohlau, 1999, pag 15?.

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de la Reforma/' El período está marcado por una auténtica avalancha de decretos destinados a limitar las ocasiones de pecar, prohibiendo las cos­ tumbres disolutas, los bailes, la asistencia a numerosas fiestas y tabernas en el momento de los oficios religiosos, el abuso de bebidas alcohólicas, portar armas, etc. La vigilancia de los comportamientos, en particular de los excesos cometidos por los hombres jóvenes, se intensifica, tanto en las regiones protestantes como en las católicas.4* El efecto no es, eviden­ temente, ni inmediato ni completo, pues aparecen fuertes resistencias en el mundo rural y entre los habitantes pobres de las ciudades. Pero los hijos de buena familia, objetivo de los pedagogos de ambos bandos y de una vigilancia moral acentuada, se implican muy pronto. Educados de forma distinta a como lo eran en el pasado, también son objeto de un nuevo aprendizaje de la vida social, a través de los códigos de urbanidad que, en Francia por ejemplo, desarrollan el modelo del bonncte homme a partir de la década de 1630.47 49 48 Hasta entonces, los enfrentamientos juveniles se producen dentro de un sistema de relaciones muy distinto del nuestro, basado en códigos sociales precisos. Como en el reino animal, donde los combates entre machos raras veces desembocan en la eliminación de uno de los protago­ nistas, se trata mucho más de exhibiciones viriles con consecuencias a veces fatales que de luchas a muerte. Lo esencial es defender el honor. En un universo en el que todo individuo posee el suyo —y no únicamen­ te los nobles— éste está directamente ligado al sexo, al estatus y a la edad. También expresa unos valores colectivos, a diferencia de las cultu­ ras de culpabilidad personal que se desarrollarán después. Cada uno es vigilado de cerca por sus conciudadanos y es menospreciado a los ojos de todos sí no actúa como debe. La ley del oprobio rige este universo, donde la mirada del otro tiene mucha más importancia que la de uno sobre sí mismo. De ahí una red muy densa de normas y de exigencias, característica de una sociedad de proximidad y de vigilancia recíproca. La deshonra que cae sobre alguien contamina a la totalidad de los miem­ bros de su «clan», familia, allegados, vecinos, amigos, y hasta a todo un

47. Véase, entre otros, I leinz Schilling, Religión. Rohtiud i tdtüre and the h/nergenee id}\iirly Modera Society. 1,ex den, E | Brill, 1442

48. Gerhard ( )cstrccih, \e¡\ la bravee mídeme Cv wur ni­

ele) hynn. París. l'lammanon, 1478, reed , «Champs», 1991, con un prefacio medito, pags. 205 v sigs..

acerca de las prohibiciones en lo que res pee la a los varones jóvenes en los Países Bajos católicos 44 R Muchembled. h¡ Soeiete prdtcee Ihditicpie el pahtewe cu I'rance du 1448, págs 77 122

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pueblo o un barrio si el agresor, perteneciente a una parroquia, puede luego jactarse de ht >erlos humillado a todos. La violencia asesina no refleja más que la intensidad de las emociones colectivas que unen a un ser con su grupo, hasta el punto de que la venganza se convierte en una obligación sagrada, indispensable para restaurar el honor colectivo man­ cillado?" No s<Slo la pureza de* las mujeres debe ser defendida como valor supremo por todos los varones, sino que estos últimos deben evitar per­ der el prestigio en público si su virilidad es puesta en duda, sí son objeto de injurias, de amenazas o hasta de bromas. Ceder ante una ofensa, ser vencido o difamado es deshonroso, no sólo para el interesado, sino para todos sus allegados, que lo obligan a reaccionar aunque él no quiera. En ese marco, la violencia es a la vez legítima v obligatoria para evitar el oprobio. Desborda ampliamente la voluntad de los interesados por­ que desencadena unos mecanismos exigentes que los superan. Existen medios como la «paz de sangre» entre las partes para detener la escalada de la violencia. Esta paz, facilitada por personalidades locales que ocu­ pan una posición neutral de «pacificadores» y que son vecinos respetados en el pueblo, notables o sacerdotes, sobre todo, se sella en general me­ diante un acuerdo verbal y se notifica públicamente en la taberna. Algu­ nas veces se registra por escrito ante notario. Comporta compensaciones financieras y simbólicas: el culpable debe pronunciar palabras de arre­ pentimiento público para reparar el honor que ha pisoteado. Los reyes hacen sistemáticamente alusión a esa paz en sus cartas ele indulto, exi­ giendo que «previamente sea satisfecha la parte interesada» antes de que surta efecto pleno el perdón. La violencia también es tenida en cuenta por la justicia oficial, que fomenta mucho los acuerdos privados de ese tipo y reduce las multas previstas por la ley cuando los acusados recurren a ellos, tanto en Arrás en el siglo x\ como en Escandinavia en el xvi.11 Este uso de la humillación pública para resolver los conflictos y per­ mitir la reintegraciéin del culpable en la comunidad tarda mucho en de­ saparecer. Los tribunales, sobre todo los de proximidad, aplican senten­ cias más severas que antes para servir a los intereses del Estado, pero en SO l'iiuk- 1 Dtirklu-uii O Caz, u.A

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cierros casos signen decretancio penas de «oprobio rcintegrador», des­ tinadas a devolver la paz a la parroquia. Muchas víctimas de origen hu­ milde no tratan tanto, en efecto, de obtener el frío castigo del culpable como de restaurar su posición a ojos de los demás vecinos. Se dirigen a los jueces para que restablezcan su honor transfiriendo la infamia al acu­ sado, obligándolo a humillarse a su vez.3’ Esas estrategias atestiguan una percepción cada vez mayor de la importancia adquirida por la justicia penal, pero también una capacidad de la población para manipular las novedades y acomodarlas a sus intereses sin abandonar totalmente las tra­ diciones, Los querellantes campesinos, en particular, recurren a la justi­ cia cada vez más como un nuevo medio de presión para obligar a un adversario a llegar a un acuerdo que este rechaza. Por ello, son muchos los casos que no tienen una conclusión legal, pues los litigantes los aban­ donan cuando la parte contraria, deseosa de no arrostrar demasiados costes, acepta finalmente un acuerdo de paz privado?’ La población ru­ ral usará durante mucho tiempo los tribunales de justicia de esta forma, para resolver conflictos intestinos y restablecer el orden social perturba­ do, como ocurre en Dinamarca en el siglo xix?4 La vieja cultura de la violencia lícita, necesaria para restaurar el honor de un grupo, no desaparece con la «revolución judicial» del siglo xvn. Se adapta no obstante a las nuevas prohibiciones. En el campo, la transi­ ción del uso de la fuerza a la querella ante los tribunales para obtener reparación es muv lenta, lo cual explica los retrasos importantes respec­ to al resto de la sociedad, por no hablar de las largas resistencias en los mundos mediterráneos, donde la vendetta ha continuado practicándose a veces hasta nuestros días. La aculturación judicial de las ciudades se hace más deprisa, pues la violencia con resultado de muerte perturba el orden público y angustia a los vecinos honrados. El nuevo rigor de los tribunales, la creación de la policía en París bajo Luis XIV, el aterrador ejemplo de numerosos jóvenes ahorcados por robo en los patíbulos de Tyburn en Londres hacen que los súbditos se vayan acostumbrando a la protección implacable del Estado. Esta se integra en una nueva cultura de la culpabilidad personal que deja menos espacio que antes al sentido 52.

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violence». t>p ctf . se refiere a los tr.ibaios de brliiu: Sandnio para .Noruega después de J600, v ,i los de Jens

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53. I'rauyois Billar oís y I iugiics Ncvciix alus i. «i’ortei plamic Sti aicgics \ illageoiscs ct jusiice en íle-de i ranee», t’F
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UXA HISTORIA DI’ I.A VIOLENCIA

colectivo del honor y a la ley del oprobio. Los colectivos más frágiles si­ guen apegados a ella, igual que las poblaciones de hombres jóvenes que poseen una identidad colectiva muy acentuada. En el siglo xvn, los estu­ diantes de la Universidad de Uppsala, en Suecia, siguen hostigando a los guardias, mientras que los de Dorpat agreden a los soldados y los de Abo/Turku se enfrentan con los escolares. En las tres ciudades, cada vez son más los conflictos con los burgueses?5 La cultura de la violencia ju­ venil continúa observándose también entre los aprendices londinenses del siglo xvnJ o en ciertos oficios urbanos considerados rudos, como íos carniceros, los mozos de cuerda, los pobres que alquilan sus brazos y sus servicios... La utilización del sentido del honor tradicional por parte de esos grupos sigue sirviendo para reforzar su conciencia colectiva y recla­ mar de los demás el respeto por su posición social, en un entorno difícil, por no decir hostil. Las autoridades no ven en ello sino una brutalidad excesiva totalmente ílícira, que combaten con dureza. Tratan de la mis­ ma manera los excesos de los soldados, que también ocupan una posi­ ción incómoda respecto al resto de la población urbana, a menudo hos­ til, lo cual los lleva a cerrar filas alrededor de una idéntica concepción del honor y de la virilidad. El retroceso de la violencia sanguinaria en Europa empieza por el norte protestante —Escandinavia, Inglaterra, las Provincias Unidas—, pero también por Francia y los Países Bajos católicos, antes de generali­ zarse a toda la parte occidental del continente entre los siglos xvn y xix. Como el movimiento inicial afecta a Estados muy diferentes, entre ellos países poco centralizados, no se puede explicar en términos puramente políticos de promoción de la monarquía absoluta. Tampoco es un fenó­ meno específicamente protestante. Centrada en la responsabilidad y la culpabilidad del individuo en detrimento de la ley del oprobio y del ho­ nor colectivo, la ética subyacente se halla igualmente en la Francia cató­ lica o en los Países Bajos españoles, marcados por una forma aún más exigente de catolicismo barroco. Además, el fenómeno no está específi­ camente ligado a la urbanización, pues las ciudades escandinavas son pocas y muy pequeñas. Finalmente, si bien es el resultado de una pacifi­ cación evidente de las costumbres, no por ello puede descodificarse per­ fectamente mediante la teoría de Norbert Elias, ya que ésta supone una imitación por las diversas categorías sociales del guerrero francés pacifi­ cado al contacto con la etiqueta de Vcrsalles en las últimas décadas del siglo xvii. Ahora bien, la importante reducción de la tasa de homicidios

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se inicia en realidad unos cincuenta años antes, hacia 1620-1630, o inclu­ so en los años 1580 en Francia. Elias tiene razón, no obstante, en lo to­ cante al importante papel de los nobles en el origen de todo el proceso. Se ha podido observar, desde el siglo xvíi en Escandinavia, y luego en Ámsterdam en el siglo xvni, que las élites sociales abandonan masiva­ mente la «cultura riel combate con arma blanca», si bien a finales de la Edad Media participaban en ella activamente, igual que el conjunto de la población. Pero esa secesión de los privilegiados y los ricos es ilusoria. Es cierto que sus miembros han abandonado algunas prácticas ahora criminalizadas, que pueden crear graves problemas a los interesados y a sus familias, pero han inventado una forma más noble y más cruel de combate mortal, el duelo, contra el cual las autoridades lucharon duran­ te mucho tiempo. En Francia, tuvieron que aceptar un compromiso y dejar subsistir, a pesar de la ley y de la moral cristiana, la posibilidad para los aristócratas de defender hasta la muerte el honor de su linaje. Con esta sola excepción, el homicidio se fue convirtiendo cada vez más en algo intolerable para la sociedad civil y se desgajó de una cultura de la violencia lícita confinada a los representantes legales del príncipe y a los militares dentro del marco de unas guerras por supuesto siempre justas.

Por último, el único dato común utilízablc para comprender la trans­ formación de un derecho comunitario en tabú moral, cuya transgresión es en adelante duramente castigada por las autoridades, tiene que ver con los actores principales, es decir, los jóvenes que aún no han entrado en la edad adulta. Ea Europa de las guerras de religión innova modifi­ cando profundamente su mirada sobre ellos y decretando el final de la tolerancia ante sus excesos sanguinarios. La mutación es en realidad más amplia, pues afecta al estatus de la juventud masculina en general. A cau­ sa de la desconfianza creciente frente a los peligros que representa esa franja de criad, se definen nuevas formas de control y de educación, a fin de refrenar su agresividad y dejarles menos espacio que antes para existir entre el mundo de la infancia y el de los adultos. Las relaciones pueble­ rinas tradicionales se basaban en el poder de los hombres maduros, mien­ tras que las mujeres se agrupaban entre sí, y los mozos se unían en los «reinos de juventud» para resistir mejor frente a las exigencias de los pri­ meros y esperar su turno ele acceder a una vida plena y entera. Esa es­ tructura que permitía el reemplazo sin cambios de las generaciones no favorecía el progreso económico reclamado por las ciudades, ni las evo­ luciones exigidas por los reyes y las Iglesias. Dicho sistema se rompió y

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l'\A HISTORIA DI | A VIOLENCI A

repetitivo de transmisión de los bienes y de los principios fundadores a las nuevas generaciones, en un continente poblado en un 80% por cam­ pesinos. se imponía que los varones jóvenes abandonasen la violencia ligada al código del honor colectivo y adoptasen una cultura de la culpa­ bilidad personal. La presión moral de la época inventó así en Occidente el concepto de «adolescencia», una edad de la vida mejor definida y me­ jor encauzada, a fin de imponer por doquier el nuevo dinamismo de los listados, las Iglesias y las ciudades, incluso a las masas rurales aferradas a unas tradiciones de inmovilidad social. No se trataba sólo de impedir que los hombres jóvenes pusiesen en peligro la paz de las comunidades, sino de enseñarles un nuevo enfoque de la vida, el respeto a esta última y la obediencia debida a las instancias que se autodefinían como guardiañas de la violencia legítima. La caída acelerada de las tasas de homicidio desde el siglo xvn no traduce una realidad perfectamente objetiva, sino una mirada cada vez mas severa sobre la brutalidad que rige los intercambios sociales, hasta entonces rítualmcntc inculcada a los muchachos solteros. Las cifras de la criminalidad sanguinaria deben ser vistas en el marco de una larga ofen­ siva política, religiosa y cultural por apaciguar las costumbres juveniles y desvalorizar la defensa del honor. Éste era antes la base de la perennidad de una civilización europea dominada por los señores de la tierra y ma­ sivamente poblarla por campesinos. ¡Punto de inflexión decisivo en un momento en que lairopa parte a la conquista del mundo! El equilibrio interno del continente se ve así modificado, empezando por las regio­ nes más dinámicas, que desarrollan sus experiencias coloniales en el si­ glo .W'ii. En curso de apaciguamiento en el interior, la violencia de los varones jóvenes, empezando por los «niños bien», se halla así parcial­ mente reorientada hacia el exterior, salvo en las capas sociales en las que sobrevive la noción antigua del honor sobre la cual se basa el código de la venganza sanguinaria, o en los momentos de tensión debidos al au­ mento de la población y a las dificultades de integración de las nuevas generaciones. Los contrabandistas del siglo xvili, las célebres figuras de Mandrin y de (zartouche, pertenecen a esa franja de edad, así como los principales actores de la Revolución francesa...

CAPÍTULO

2 El espectacular declive de la violencia desde hace siete siglos

Antes de continuar, es indispensable un análisis global de los datos recogidos por los historiadores y los criminalistas en lo tocante al homici­ dio v a los delitos contra las personas. Sin embargo, conviene no otorgar a estos datos un valor absoluto y tratar más bien de averiguar qué nos enseñan. Hay una corriente actual de pensamiento que les niega toda validez como indicador de la «realidad» de los delitos que contienen. Es exacto que no capturan nunca la «cifra negra» de los actos agresivos real­ mente cometidos, sino únicamente su traducción en términos de denun­ cias oficialmente registradas, además del tratamiento policial y judicial de las mismas. Pero demasiado a menudo se ha olvidado que su función no es ni ha sido nunca revelar la totalidad de los fenómenos conflictivos que se producen en una sociedad. Producidos por instancias de control o de represión, o, incluso, simplemente deducidos por fuentes oficiales desti­ nadas a otros objetivos que el de contar sistemáticamente los delitos —antes de que apareciesen las estadísticas en el siglo xvm—, estos datos traducen menos la actividad criminal concreta que una mirada normativa sobre lo que los contemporáneos consideran como amenazas más graves. Reinterpretarlos desde este ángulo, en el marco de una historia cultural y social más amplia, permite devolverles toda su importancia como revela­ dores de los movimientos profundos que afectan a la percepción de la violencia contra las personas en el transcurso de los siete últimos siglos.

Fiabilidad

de las cuentas del delito

La violencia, que es multiforme, no se puede reducir a los documen-

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UNA HISTORIA Di: l.A Vt
leves, como las injurias y las amenazas destinadas a atemorizar a un inter­ locutor, los golpes que no dejan señal o, más aún, la brutalidad entre miembros de una misma familia, escapan generalmente a los registros. Salvo en las ciudades, que a veces ya en la Edad Media llevaban listas de multas relacionadas con la violencia, aunque se tratase de un simple bo­ fetón.1 El mejor indicador lo constituye el homicidio, considerado como un delito capital en la civilización occidental cristiana desde sus oríge­ nes. En la sociedad de vigilancia automatizada actual, y teniendo en cuen­ ta las técnicas de la policía científica, resulta muy difícil ocultar un cadá­ ver humano o los restos de un recién nacido, Así lo demuestran casos que han sido rápida y poderosamente mediatizados, después de descu­ brir restos macabros en contenedores de basura o en congeladores. Po­ demos considerar, por tanto, que las estadísticas recientes son bastante próximas a la realidad en este ámbito. Pero no siempre fue así en el pa­ sado. La gravedad del homicidio para los representantes de la ley y para la moral cristiana impedía disimularlo tan fácilmente como otras formas de violencia más banales. Sólo el infanticidio, a pesar de su criminalización desde 1557 en Francia, fue objeto hasta hace poco de una poderosa ley del silencio local y familiar.2 Esta es, sin duda, la principal razón por la cual los investigadores que trabajan sobre los siglos preindustriales no suelen incluir en sus estadísticas de homicidios las cifras de infanticidios, por considerarlas poco creíbles. Es cierto que la fiabilidad de estas últimas depende también de la eficacia de las prácticas punitivas. Antes del advenimiento de las cuentas del delito, una novedad reveladora de la primacía reciente de una mirada profundamente represiva, la justicia es más temible en apariencia que en la realidad. Muchos delincuentes se escurren fácilmente entre las redes que manejan sin mucha convicción los pocos policías encargados de mantener el orden? A finales de la Edad Media y a menudo también en el siglo xvi, son muchos los asesinos que huyen sin dejar rastro en los archivos, salvo a veces en las ciudades bien gestionadas donde aquellos que se han podido identificar son condenados a muerte en rebeldía o a un destierro formal. Pero para ello es preciso que se haya presentado una denuncia o que se haya impuesto un rumor, ya que la acción pública no es automática. Otros documentos indirectos, como el levantamiento de

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cadáveres en la vida pública, prueban que los homicidios están infrarregistrados. En cuanto a las cartas de indulto, de levantamiento del destie­ rro o de perdón otorgadas por el rey de Francia y otros grandes príncipes europeos en virtud de su derecho de gracia, se distinguen de las fuentes judiciales clásicas porque prohíben toda acción posible, aunque ya se haya iniciado, contra el interesado, lo autorizan a volver si ha sido deste­ rrado y anulan una pena decretada por un tribunal. Dichos textos, com­ plementarios de los represivos, permiten medir la intensidad y la genera­ lización de la violencia real, y son más importantes de lo que uno podría creer por las actas procesales conservadas. Se estima que los reyes de Francia concedieron más de cincuenta mil cartas de indulto entre 1304 y 1568, fecha del final de la serie, aunque no de la práctica, que estuvo vigente hasta la Revolución. Casi quince mil fueron otorgadas bajo Car­ los VI, de 1380 a 1422. Constatamos otro contingente importante a par­ tir de 1480, que va acompañado de una concentración sistemática en los casos de violencia que desembocan en homicidio.4 Es el caso, en 1525, de doscientos ocho de los doscientos dieciocho individuos indultados por Francisco I, es decir, un 95 % del total.5 El duque de Borgoña imita a su primo francés a partir de 1386 y transmite ese signo de soberanía a sus sucesores, los reyes de España, para los Países Bajos y el Franco Condado. Dentro del marco extraordi­ nariamente móvil de dicho conjunto, del que se desgajan en 1579 las Provincias Unidas protestantes amotinadas, y que no representa proba­ blemente más que la décima parte de la población francesa de la época, se cuentan unos quince mil indultos hasta 1660, de los cuales casi tres mil quinientos corresponden al condado de Artois. Este último, pobla­ do por unos ciento setenta mil habitantes en 1469, según un censo ex­ traordinariamente valioso, cuenta con una decena de ciudades y una red densísima de casi ochocientos pueblos muy compactos. Este granero de trigo de los Países Bajos tiene una densidad media de cuarenta habitan­ tes por kilómetro cuadrado. Sus cuarenta mil habitantes urbanos cons­ tituyen el 23,5 % del total; Arrás, la capital, v Saint-Omer tienen cada una de diez a doce mil. El perfil demográfico ulterior es mal conocido, pero parece que esa región fronteriza, durante mucho tiempo caracteri­ zada por la guerra y la inseguridad, desde los duques de Borgoña hasta 4 Glande

ard, «De ¡yate e\j>ec tal» Cr,we, Ltat et Míetele en T ranee a hi hn Jn Muyen /¿v, París,

Publica!mns de la Sorbonne. 199],t I. pags. 61 62,65 Lao remisiones figuran en la serie 11
vos Nacionales en París. 5

Dclnhine Rrihur «I :> <■ rimnv.il¡re nardonni’r dan1; le resmrr du Parlemcnt de Pañi en 1525». tesis

50

l.'NA HISTORIA Olí I.A VIO],) NC1A

su integración en el reino de Francia bajo Luis XIV, no registra un cre­ cimiento demográfico hasta 1725, io cual permite conservar el mismo orden de magnitud de 1469 para evaluar el impacto de la violencia so­ bre la sociedad. Ello no significa que no conozca, como toda Europa en esa época, grandes fluctuaciones a corto plazo que se traducen por los gráficos en «dientes de sierra» de los demógrafos. Lejos de ser inmóvil, ese mundo se caracteriza por una fuerte natalidad y una mortalidad probablemente igual de importante, debida a las guerras, las enferme­ dades y las hambrunas. Pese a una «matanza de los inocentes» prolon­ gada hasta la adolescencia —sólo uno de cada dos recién nacidos alcan­ za los 20 años— y a despecho de una esperanza de vida corta —unos veinte años más para los supervivientes—, se trata de una sociedad más netamente sometida que la nuestra a la presión de las nuevas generacio­ nes. Las siguientes son menos numerosas y los ancianos también son pocos, aunque algunos puedan alcanzar una edad muy provecta. En ausencia de una contracepción eficaz, el principal mecanismo de regu­ lación de la población es el retraso creciente de la edad de matrimonio, lo cual limita el número de hijos por mujer. Artois no difiere demasiado del modelo francés: las muchachas se casan probablemente alrededor de los 20 años, los chicos entre 24 y 25 en el siglo xvi, y luego respecti­ vamente a los 25 y a los 27 en la segunda mitad del siglo xvti. La edad media para tomar estado aún es más tardía en las ciudades. Las tradicio­ nes y las presiones morales se acentúan, a partir de la segunda mitad del siglo xvi, por efecto de la Contrarreforma católica, lo cual convierte la vida de los jóvenes solteros en un «purgatorio matrimonial». Su sexua­ lidad parece cada vez más reprimida, como tienden a demostrar los na­ cimientos ilegítimos cada vez menos frecuentes a lo largo del siglo XVII —en torno a un 1 % en las zonas rurales de Francia—, así como las pocas concepciones prenupciales, apenas un 5 %, en el cuarto noroeste del muy cristiano reino francés/’ La presión principal pesa sobre los chicos, teóricamente obligados a la continencia durante la larguísima espera del matrimonio. Al igual que Jcan-Louis Flandrin, algunos histo­ riadores piensan que los mozos frustrados toman atajos, frecuentando viudas o mujeres casadas comprensivas, practicando la masturbación, heterosexual sobre todo, con muchachas deseosas de evitar una fecun­ dación, y finalmente imaginando ocasiones para desahogarse. Una de las principales consiste en practicar una ética muy viril de enfrentamien6. |pnkitton jraw,a¡\c. ( 11, De /<; Re/jar^ünce J /7*'Z París.

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to entre bandas de solteros, bastante bien tolerada por los adultos v por las autoridades. Las heridas o los homicidios resultantes son considera­ dos con mucha indulgencia, como consecuencias banales del tempera­ mento eruptivo irreprimible atribuido a los machos célibes/ Las cartas de indulto reflejan de forma muy precisa esos fenómenos sociales y culturales. Para Artois, entre 1 386 v 1660, el 97 %, v hasta el 99 % de ellas a partir del siglo xvp se refieren a actos de violencia mortales perpetrados por hombres. Las mujeres sólo reciben catorce, es decir, el 0,36 % del total, de las cuales s’eis se conceden en el siglo xv. Lo mismo ocurre en Castilla de 1623 a 1699: los «perdones de Viernes Santo», mucho menos frecuentes, también corresponden en su inmensa mayoría a homicidios: 428 de 434, es decir, un 98,6 %, afectan a hombres, v cinco de las seis mujeres implicadas han sido cómplices de un marido o de un amante (sólo la última ha estrangulado a una muchacha)? El ritmo de concesión de los perdones principescos, lento al princi­ pio en el siglo xv en Artois, se acelera bajo Carlos V, de 1500 a 1555 para ser precisos; y se vuelve sensiblemente mas lento en tiempos de Felipe II, de 1556 a 1598, una época en la que graves disturbios y las guerras de religión acaban dividiendo los Países Bajos en dos entidades enemigas. Registra su mayor crecimiento durante el reinado de los archiduques, de 1599 a 1634, y luego conoce horas bajas a partir de ia reanudación de las hostilidades contra Francia, seguida de la conquista de Artois, entre 1635 y 1660? El número de muertes violentas registradas, que es algo inferior al total de los que obtienen el indulro por homicidio, pues a ve­ ces son varios los cómplices de un mismo crimen, se establece en 3.198 para los doscientos setenta y cinco años en cuestión, lo cual da una me­ dia anual de 11,6. Los críminólogos calculan una tasa de homicidios por cíen mil habitantes que oscila actualmente entre 0,5 y 2 en los diferentes países de Europa occidental. Según los mismos criterios y en función de las estimaciones de población anteriormente citadas, la tasa de homici­ dios que revelan únicamente las cartas de indulto artesianas de 1386 a 1660 alcanza la cifra de 6,8. Registra además fluctuaciones importantes: 1,2 en el siglo xv (doscientos treinta y un casos): 9,7 de 1500 a 1555 (no­ vecientos veintisiete casos); 7,3 de 1556 a 1598 (quinientos treinta y seis casos); 18,8 de 1599 a 163 3 (mil ciento cincuenta y ocho casos); 7,8 de 7. k'.ui t.ouis 1'LiiiJi'in, í ( i, . bw.'íi \ /'.ni ' \m uu i/< J. Pan^, (¡aliimaril''hiiíiarJ. ¡977 l'.l

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1635 a 1660 (trescientos cuarenta y seis casos). De 1500 a 1660, los dos mil novecientos sesenta y siete homicidios perdonados contabilizados representan una tasa media ligeramente inferior a once por cien mil ha­ bitantes. Paradójicamente reflejados por la práctica del perdón del prín­ cipe, los brotes sanguinarios más importantes aparecen durante la déca­ da de 1521 -1530, con un máximo absoluto de setenta y cinco casos en el año 1523, es decir, una tasa record de cuarenta y cuatro por cien mil, y luego entre 1591 y 1640."’ El primer período corresponde al paroxismo de una guerra con Francia, marcada por terribles estragos, carestías y epidemias en 1522-1523, antes de la Paz de Cambrai en 1529, que sus­ trae el condado al vasallaje francés. El segundo período es, por el contra­ rio, una era de paz y prosperidad, la «edad de oro de los archiduques», desde la muerte de Felipe II en 1598 hasta la reanudación de las hostili­ dades con Francia, a partir de 1635 sobre todo. Si bien las coyunturas desastrosas pueden conducir a un aumento sensible de los delitos de sangre, eso no siempre ocurre, ya que la época de los mayores disturbios, bajo Felipe II, registra un neto reflujo de los perdones reales. Es posible, sin embargo, que la reducción refleje una menor tolerancia del príncipe hacia el homicidio, en un momento de revuelta general contra la monar­ quía. Más importante es el hecho de que el largo período de estabilidad y. probablemente, de crecimiento demográfico bajo los archiduques vaya acompañado de una formidable y larga explosión de la violencia sanguinaria. Esta última está correlacionada con una vigilancia moral y religiosa cada vez más severa de la población, para extirpar el protestan­ tismo y oponerse a los calvinistas de las Provincias del Norte, que de hecho se han independizado. En ese momento, arrecia la caza de brujas y se multiplican los decretos reales para prohibir los bailes, controlar las fiestas y las tabernas, dedicar el domingo a la oración y separar claramen­ te lo sagrado de lo prolano. El equilibro tradicional de las comunidades, rurales en particular, se ve entonces fuertemente perturbado. Esas fuentes revelan a la vez la amplitud de una violencia mortal en­ tre varones, poco presente en los archivos judiciales clásicos, y sus muy importantes fluctuaciones cronológicas o geográficas. La conflictividad más intensa no se encuentra a lo largo de la frontera con el poderoso reino enemigo que es Francia, como cabría esperar. La ancha franja me­ ridional en cuestión, definida como «País Alto», donde se halla la capital

10. Idem, «X loieni e <1 mxicic. (.(>ni|xij'Jrim-m.s et nw¡(ahtes populan es cu Anuís (1400 166(1)», tesis d<x ior.ti Je 1 Nudo dirigida por Cierre (. ¡oubert. Université de lAtri.s I, 1 9S5. i. I. cuadro pa^. 152 y ^rah

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regional, Arras, no produce sino una cuarta parte de los perdones, cuan­ do concentra el 60 % de la población en 1469, mientras que el «País Bajo» septentrional, vecino de Flandcs c influido por sus costumbres, representa las tres cuartas partes a pesar de albergar sólo el 40 % de los habitantes. El problema crucial, en caso de fuerte aumento demográfico, probable durante el primer tercio del siglo xx n, es el del reparto de la herencia. Y este resulta ser mucho más conflictivo en la zona de in­ fluencia del derecho flamenco, según el cual ningún descendiente puede ser desheredado, aunque sea bastardo.11 Una dimensión esencial de la violencia homicida, generalmente ignorada o minimizada para esos pe­ ríodos a causa de las lagunas documentales, se refiere a la edad de los protagonistas. Aunque raras veces los documentos la mencionen expre­ samente, puede deducirse de los datos relativos a la situación familiar, cada vez más frecuentes en las cartas de indulto a partir del siglo xvi. De dos mil quinientos sesenta y tres culpables de homicidio para los cuales se proporciona el dato —un 66% del total correspondiente a Artois—, los solteros, «hombres jóvenes» o hijos casaderos, son mil quinietos cator­ ce, contra mil cuarenta y nueve adultos y hombres casados con o sin hijos, es decir, una proporción de tres por dos. Si excluimos el siglo xv, a causa de la insuficiencia de las informaciones, observamos que los jóvenes son un poco menos numerosos que ios adultos bajo (atrios V, que aumentan su ventaja bajo Felipe ll, y que luego superan los dos tercios del total después de 1600, una tendencia que se acentúa aún más durante el segun­ do tercio dei siglo xvii. Entre 1601 y 1635, alcanzan Incluso el 51 % del total de los indultados, frente a una cuarta parte de adultos y una cuarta parte de acusados cuya situación familiar desconocemos. Semejantes pre­ cisiones sólo figuran para una de cada tres víctimas, mil ochenta y seis exactamente, lo cual hace que el razonamiento sea todavía más aleatorio. Observamos, no obstante, que las tres cuartas partes de los muertos en cuestión son solteros, frente a una cuarta parte de adultos y hombres ca­ sados.12 Los conflictos revelados por las cartas de indulto hacen hincapié en una turbulencia juvenil que habrá que analizar más detenidamente.11 Las fuentes judiciales clásicas indican un nivel mucho más bajo de violencia homicida. En Arrás, capital del condado de Artois, una ciudad de doce mil habitantes, ios delitos contra las personas afectan a un 32 % de los quinientos cincuenta y cinco acusados en 1549, bajo Oarlos V. El

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homicidio, que es un delito masculino en el 99 % de los casos, como en los indultos, es imputado a ochenta y nueve hombres y a una sola mujer. Entre los primeros, nueve individuos de mala reputación y considerados incorregibles son condenados a la pena capital, mientras que otros quin­ ce comparecientes son absueltos. La mayoría de los demás, cincuenta y ocho exactamente, son desterrados a perpetuidad sur la tete á traneher, es decir, que su vuelta a la ciudad significaría su muerte. Son pocos, con­ cretamente cuatro, los que están realmente presentes durante el juicio. Cincuenta y cuatro inculpados, juzgados en rebeldía, han huido y mu­ chos pedirán probablemente un día la indulgencia real.H Según estos documentos judiciales, la tasa de homicidios en Arrás sería aproximada­ mente de cuatro por cien mil habitantes durante el período en cuestión, es decir, un nivel muy inferior al 9,7 que revelan las cartas de indulto de la misma época. A pesar de las ideas falsas tan extendidas, la ciudad no es en absoluto más criminógena que el campo. Al contrario, los perdones del príncipe concedidos a habitantes de las ciudades sólo representan el 18,5 % de los casos artesianos, o incluso el 17,5 % si excluimos el siglo xv, cuando la población urbana representa el 23,5 % del total en 1469. Arrás cuenta con 143 indultados entre 1500 y 1660 Saint-Omer, su rival con una población semejante, tiene noventa y uno. Béthunc, con cuatro mil habitantes, y Aíre-sur-Lys, con menos de tres mil, tienen respectivamente noventa y nueve y noventa y tres indultos durante el mismo lapso de tiem­ po.15 En el período de 1500-1660, durante el cual la tasa media de homi­ cidios perdonados, como hemos visto, se establece alrededor de once en el condado, ronda los quince en Béthune, los nueve en Arrás y los cinco en Saint-Omer. A diferencia de las pequeñas ciudades cercanas a Flandes, que son Béthune y Aire, las más poderosas amortiguan la violencia sanguinaria. Esta se halla en efecto más controlada que en el campo, tanto por los privilegios urbanos'6 como por varios procedimientos de defensa de la paz colectiva. Además, Arrás amenaza a los criminales hui­ dos con una tradición temible: todo hombre puede reclamar la impuni­ dad si ha matado a un fugitivo condenado a una multa de sesenta libras, que era la que generalmente se les imponía a los autores de delitos de sangre. Seis acusados se acogen a esta medida entre 1528 y 1549. Al mis­ mo tiempo, las cuentas de la ciudad registran 163 multas que sancionan delitos, a veces leves, pero también homicidios, en particular cuando los

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autores han abandonado deliberadamente el término municipal. Estos ejemplos se añaden a los descritos en los archivos penales y en las cartas de indulto. La capital artesiana yugula, pues, la violencia de diversas ma­ neras. Esta no es la principal preocupación de las autoridades, a diferen­ cia del robo, cometido por el 21) % de las mujeres y por al menos el 22 % de hombres solteros entre 1528 y I 549. El hecho de que el 90% de los autores de delitos contra los bienes hava nacido fuera de Arras y que la pena principal, en el 87 % de los casos, sea el destierro, además de casti­ gos infamantes —el desorcjamicnto, por ejemplo— para el 10 % del con­ tingente, permite identificar una voluntad de cerrar la ciudad a los ex­ tranjeros, en particular a los jóvenes desarraigados.1. La ciudad y el campo no tratan la agresión homicida de la misma forma, lo cual justifica análisis específicos. Pero en ambos casos, la perse­ cución de los culpables por los tribunales no constituye más que una pequeña parte de la realidad antes de la era estadística. En Arrás, los jueces locales tratan dos o tres veces menos combates fatales de los que aparecen en las cartas de indulto concedidas a habitantes de la ciudad. Otros documentos contienen datos que no figuran en estos dos tipos de fuentes, concretamente las listas de multas urbanas, las actas de levanta­ mientos de cadáveres, los relatos de testigos o de cronistas, etc. Es segu­ ro, por tanto, que la «cifra negra» de los homicidios es varias veces su­ perior a las cuentas que se pueden extraer estudiando sólo las actas judiciales. Al comparar estas últimas con las listas de inspecciones de cadáveres en Amsterdam desde finales de la Edad Media hasta la Edad Moderna, un historiador estima que el registro judicial de los fallecimien­ tos violentos representa como mucho el 10% de los que realmente se produjeron.lx Juzgando la afirmación un poco excesiva, otros investiga­ dores proponen realizar verificaciones comparativas. El orden de mag­ nitud holandés parece, sin embargo, plausible si comparamos las cartas de indulto, los numerosos fugitivos y las víctimas desaparecidas sin dejar rastro. 1 loy existe un consenso que admite la fuerte subestimación de los datos anteriores al siglo xix cuando se basan sólo en los documentos ju­ diciales. Esto hace que el declive de la violencia homicida en Occidente desde hace siete siglos sea todavía más espectacular e impresionante. 17 klciri. /.top at, pág 1 >4-142 IS. 1’icK'i Spicrctiburg, «l.ong lemi licmls in honncuie ihuoriíical rdk-cuons aml duich evkk’nce, íifteeinli «> twciiiieth centuries». en l'ric A. lobnson y I’.ric 11. Monkkonvn klirs 1. 1 beC.u dtzutiori

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Siete siglos disminuyendo

Ese declive fue puesto de relieve en 1981 por Ted Robert Gurr en lo que atañe a Inglaterra del siglo XII1 al xix. Para realizar sus estimaciones, utilizó una treintena de trabajos de diversos autores, añadiendo las esta­ dísticas relativas a Londres, desde principios del siglo xix hasta la fecha en que redactó su artículo.20 Una curva en «S» sintetiza la información. La tasa de homicidios, muy elevada al comienzo del período —en torno a veinte por cien mil habitantes de medía, con picos de ciento diez en Oxford y cerca de cuarenta y cinco en Londres—, se reduce a la mitad, bajando a unos diez en 1600, y luego se desploma para quedar fijada al­ rededor de uno en el siglo xx, a pesar de una subida sensible en las últi­ mas décadas observadas. El autor lo considera con razón un cambio cultural importantísimo en la sociedad occidental, consecuencia de una sensibilización creciente ante la violencia y del desarrollo de formas de control internas y externas de la agresividad.21 Enseguida se formularon críticas, en particular respecto a la utilización de estadísticas a partir de datos extremadamente diversos y variables según las épocas. Esas reser­ vas están efectivamente justificadas en cuanto al registro del fenómeno, que cambió con frecuencia y de forma importante en siete siglos. Pero la objeción pierde su peso si consideramos las diversas series como una expresión de la mirada oficial sobre el homicidio, reflejada por los jueces en sus prácticas, y sí las vemos como marcadores de las evoluciones que subrayan. Describen menos unas realidades criminales que unas muta­ ciones en el enfoque represivo, ligadas al éxito, a largo plazo, de una paciente lucha por reforzar el control social en esa materia e instaurar un autocontrol personal creciente de la violencia sanguinaria. Por otra parte, son muchas las comprobaciones empíricas realizadas en diversos países de Europa que han validado la teoría, situando el pro­ blema dentro de la civilización occidental en su conjunto. Una serie completa de imputaciones por homicidio en el condado inglés de Kent de 1560 a 1985 demuestra una fuerte disminución de las tasas, de 3-6 a 0,3-0,7 por cien mil habitantes en cuatro siglos. En Ámsterdam, el movi­ miento aún es más espectacular, pues eí índice pasa de cincuenta en el 20 Ied Robert Gurr. «1 listorn al irends m \ lolent crime: a eriiícal revíew ol ihe c\ ulence». en Mícharl

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siglo XV a uno en el siglo xlx.22 Por último, un estudio comparativo re­ ciente, basado en noventa trabajos relativos a diez países, permite sacar trescientas noventa estimaciones de tasas en el período preindustrial y ponerlas en perspectiva con estadísticas contemporáneas relativas a Suecia, Inglaterra, Suiza c Italia. Ese estudio confirma la curva en «S» de Gurr.2) La Edad Media presenta en general un nivel muy elevado de violencia homicida. El mínimo registrado es de seis y el máximo de cien­ to cincuenta por cien mil, con fuertes variaciones según las regiones, pero también diferencias marcadas entre grandes ciudades, pequeños pueblos v zonas rurales, como en el caso de Artois. El reciente descubri­ miento de que se ha subestimado sistemáticamente el fenómeno tal y como lo reflejan las fuentes judiciales incita, por otra parte, a acentuar netamente la pendiente de la curva de Gurr, lo cual amplifica aún más los efectos de ruptura constatados hacia 1620 y luego en el siglo xix. En los siglos xvi y XVll aparecen importantes diferencias entre cinco grupos de países. En Inglaterra, las rasas por cien mil oscilan entre tres y diez. Los Países Bajos y las Provincias Unidas conocen un movimiento más amplio, de cuarenta a cuatro en Amsterdam, de diez a cuatro o cin­ co en Bruselas, antes de fluctuar entre 0,7 y 3 en ambos Estados a finales del siglo xviii. En Escandinavia, se mantienen niveles altos hasta 1620, seguidos de una bajada muy importante que hace que, en Suecia, se al­ cance la cifra de cuatro a principios del siglo xviii, v posteriormente la de 1,3 en 1754, fecha en que se crean las estadísticas nacionales de mortali­ dad. Hay estudios más discontinuos que sugieren una disminución más tardía en Italia. Roma conserva tasas de treinta a setenta homicidios por cien mil; el ducado de Mantua, de treinta y cinco a cincuenta y cinco hacia 1600; Cerdcña, veinte a finales del siglo xviii; hay que esperar a 1840 para ver reducirse la cifra romana a diez. En cuanto al Sacro Impe­ rio y a Suiza, cuyos datos son menos conocidos, parecen situarse entre el modelo septentrional y el de Italia. Más tarde, en el siglo xix, tenemos cifras mucho más creíbles que nos permiten distinguir un espacio caracterizado por una tasa de homicidios baja, de 0,5 a 2, incluyendo los países más industrializados del norte, entre ellos Francia o Alemania, por oposición a periferias meridionales y orientales, donde superan los dos y hasta los cinco. Dentro de esa última

22 Lunes S. (.ockburn, «Paiicrns ol violence m english soticiv. homicide m Kcnt. 1560-1985», Pust

and Pre\i7jt. n " 130, 1990, pags. 70 106 Para el cin-o de Ámsierdam. véase P. Spierenbiirg, «Long-term

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región, la violencia más alta se manifiesta en las zonas rurales, especial­ mente en la Italia meridional. Si excluimos las regiones del este, las tasas de homicidios siguen bajando después, de 1880 a 1950, armonizándose rápidamente entre el norte y el sur del continente, para acabar estable­ ciéndose en todas partes alrededor del 0,4 a 0,6 por cien mil habitantes, el nivel nías bajo jamás alcanzado. El movimiento afecta también a todos los tipos de violencia contra las personas, incluido el robo, lo cual trans­ forma Europa occidental en un oasis de paz en la tierra después de la Segunda Guerra Mundial. Pero las tasas de homicidios, así como las que se refieren a violencias más leves y a robos, repuntan a partir de 1950. Las correlaciones que existen entre numerosos Estados en una mis­ ma época permiten suponer que la violencia homicida se trató de forma idéntica en Europa occidental y meridional desde el siglo xm. Las varia­ ciones cronológicas constatarlas parecen deberse esencialmente a facto­ res locales y a diferencias en la evolución económica y social. Éste era el caso ya en el siglo xvi: tres espacios tan diferentes como 1'rancia, Ingla­ terra y Escandio avia conocieron paralelamente un mismo movimien­ to de fuerte aumento de las tasas de homicidios entre 1580 y 1610, segui­ do de un declive constante.2'1 Antes de examinar las causas profundas de dichos fenómenos, conviene precisar que las principales inflexiones no coinciden con las guerras, salvo de forma negativa, pues el exceso de muertes legales contribuyó, por lo visto, a asquear a los contemporáneos e hizo disminuir los homicidios criminales: en Francia y en Inglaterra, la fuerte disminución de los años 1620 viene después de largos y terribles conflictos religiosos, de forma parecióla a como los supervivientes de las dos guerras mundiales del siglo XX contribuyen a instaurar la era de se­ guridad y de paz que triunfa hacia 1950. Un segundo elemento se refiere al modelo septentrional. Inglaterra, Escandinavia y las Provincias Uni­ das son protestantes a partir del siglo xvj y vehieulan un modelo ético (descrito por Max ^/eber) que contribuye» sin duda alguna a dar más valor a la vida humana.2" En tercer lugar, esa ética afecta prioritariamen­ te a las jóvenes generaciones, a quienes se les inculca en las Iglesias y las diversas instancias ríe socialización. Ahora bien, la clave del problema, ¿no se halla justamente en los varones jóvenes y en la manera en que la «fábrica» europea les enseña el sentido de la vida v el respeto por la de los demás?

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Las mujeres culpables de homicidio representan raras veces más del 15 % del total de los culpables. La media se sitúa entre un 5 v un 12 % y permanece absolutamente estable desde el siglo XI11. La violencia ho­ micida, un delito masculino, interesa sobre todo a los «hombres jóvenes casaderos», como hemos visto a propósito de las cartas de indulto de Artois. Pero los historiadores de los siglos preindustriales se han intere­ sado pocas veces por esa variable, que, sin embargo, es una de las prin­ cipales preocupaciones de los especialistas contemporáneos en crimi­ nología, sobre todo en Estados Unidos: en Nueva York, entre 1976 y 1995, el pico de los homicidios corresponde a los chicos de 20 años.2627 Una comparación entre los estudios realizados sobre Mantua a finales del siglo xvi, Amsterdam en el siglo xviu, el sur de Erancia a finales del Siglo de las Luces, Alenyon entre 1741 y 1745 y unas estadísticas alema­ nas del año 1908 revelan un modelo asombrosamente similar en todos los casos, con una concentración del 35 al 45 % de los culpables en la franja de edad que va de los 20 y los 29 años. La curva adopta la forma de una campana un poco disimétrica, pues los culpables de 10 a 19 años constituyen entre el 5 y el 50 % de los efectivos, casi tanto como los de 40 a 49 años, mientras que los de 30 a 39 años representan entre un 20 y un 30 % de los acusados y el trazado se hunde en edades superiores.2. En la demografía antigua, los niños y los jóvenes hasta los 20 años cons­ tituyen el grupo de población más importante, alrededor del 40% en Francia en 1740, en tanto que los de más de 60 años sólo son el 10%. Las diferentes franjas de edad parecen, por lo tanto, estar casi todas representadas en función de su peso respectivo, aunque las cifras de los más jóvenes sean un poco bajas y las relativas a los de 30 a 39 años un poco elevadas. La única excepción, muy espectacular, es la que se refie­ re a los que han superado el estadio fatídico de los 20 años. Bajo el An­ tiguo Régimen, sólo la mitad de los nacidos sobreviven a esa edad y se preparan para un matrimonio tardío. Si consideramos los dos grupos que los encauzan, podemos descubrir cómo se va imponiendo lenta­ mente una cultura de la violencia sanguinaria al salir de la infancia y 26. }■' 11 Monkkonen,

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27. M (-.isiier, «l.ong temí lustoricdl uetids ni \ lolciit crinic». ta , p,(i:;, 109-112. ,i proposito (.Ir­ las mujeres, \ pags 112 115 a proposito de la edad. ('no de los pocos trabajos que tienen en cuenta este



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durante la pubertad, su explosión irreprimible durante una decena de años y su prolongación a un nivel bastante elevado entre los jóvenes adultos, habitualmente casados, que superan los 30 años. Las fluctuacio­ nes registradas a lo largo de los siglos parecen ligadas, sobre todo, a cambios de estatus en esa edad que más tarde, en la época industrial, se llamará adolescencia, y sobre todo a factores debidos a la dificultad de convertirse en un adulto de pleno derecho, accediendo al estado matri­ monial y encontrando un lugar valorizado dentro de la sociedad. La hipótesis explicativa principal explorada en este libro tiene que ver con los mecanismos de reemplazo de las generaciones masculinas y las turbulencias ligadas a períodos marcados por transiciones más difíci­ les en este terreno. La violencia homicida es, a la vez, su expresión y su síntoma, a través de la represión judicial, sobre un trasfondo de control social cada vez más enérgico a lo largo de los siglos y de desarrollo de mecanismos de autocontrol asimilados por la inmensa mayoría de quie­ nes evitan los combates sangrientos. A partir del siglo xvu, estos últimos reflejan sobre todo los límites y los fracasos de esas prácticas culturales colectivas. El poderoso declive multisccular del homicidio demuestra, pues, la eficacia creciente del encauzamiento de los varones jóvenes por parte de la «fábrica» europea. Porque, al principio del proceso, la violen­ cia juvenil más extrema no sólo es admitida, sino fomentada para gene­ rar una ética viril entre los campesinos, y sobre todo entre los nobles, que tienen la vocación de convertirse en despiadados guerreros. Por ello, a finales de la Edad Media, y aún mucho tiempo después, el asesinato es tan frecuente y tan banal en todas las capas de la sociedad. Según ciertos autores, la pacificación de las élites empezó en el si­ glo XVI en el norte protestante del continente.^ De hecho, se inició varios siglos antes, especialmente en las grandes ciudades de los Países Bajos borgoñones, gracias a la instauración de un estricto sistema de defensa de la paz urbana, descrito en un capítulo ulterior.2'* En Francia y en Fin­ landia, esa pacificación va ligada a un cambio de actitud de los jueces, que empiezan a multiplicar las sentencias de muerte en vez de castigar tradicionalmentc con multas y con la obligación de indemnizar a los pa­ rientes de la víctima. En el primer país, la inflexión se inicia durante el 2S M Lisnei, «!.01112 ii-rm )iisionc,ii rreiids ni ilolvrn irruir»,

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último tercio clel siglo xvi, cuando la práctica demasiado indulgente de las cartas de indulto reales es sustituida por una actitud de mayor rigor de ios magistrados del Parlamento de París. En Finlandia, la misma muta­ ción fundamental comienza a detener el engranaje de la violencia tolerada a partir de 1620.“’ El movimiento es más tardío en la Europa meridional o en regiones reacias al poder central, como la Auvcrnia en Francia. Mu­ chos autores asocian el fenómeno con el abandono de la práctica homi­ cida banal por parte de la nobleza, por efecto del proceso que Norbert Elias denominó de «civilización de las costumbres»?1 Pero la teoría no resulta enteramente satisfactoria. Es cierto que per­ mite comprender la transformación de los valores nobiliarios inducida por una educación nueva que impone a los jóvenes aristócratas una fuer­ te «disciplina», sello de los Estados modernos que copian las formas de autoridad instituidas por Luis XIV y de unas Iglesias, católicas o protes­ tantes, preocupadas por moralizar a la juventud. Choca, no obstante, con una importante contradicción, pues el abandono de una etica de la vio­ lencia habría podido tener resultados desastrosos transformando los lo­ bos en ovejas, con el riesgo de debilitar el poder del Estado que se basa esencialmente en las capacidades militares de la nobleza. Esta es proba­ blemente la razón por la cual se desarrolló en los siglos xvi y xvn una cultura del pundonor expresamente reservada a los aristócratas, que sir­ vió de lenta transición entre la cultura de la violencia antes compartida por todos y la de la «curialización de los guerreros» descrita por Elias. Pese a las numerosísimas prohibiciones oficiales, esa secuela moderniza­ da del anterior derecho a la venganza permitió reforzar a la vez las capa­ cidades mortíferas indispensables en los oficiales frente al enemigo y el sentido de una profunda diferencia con el vulgo, a causa del código refi­ nado que supuestamente presidía unos enfrentamientos ilegales pero tá­ citamente tolerados. Si la Francia conquistadora del siglo xvn es la patria del duelo, otros países belicosos lo experimentaron ulteriormente, como Prusia en el siglo xix. Ese tipo de combate merece por ello ser analizado más adelante en profundidad, como una forma específicamente elitista de adaptación de la prohibición de la violencia sanguinaria, entonces más brutalmente impuesta a los varones jóvenes de las capas sociales inferiores. La criminalización del homicidio no avanza al mismo ritmo según los países y según los tipos de población afectados. 30. R M uclicnihled. «1 lis ilc <

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Paralelamente, una cultura clcl combate con arma blanca, matriz ori­ ginal del duelo noble con la espada, continúa prosperando a través de los siglos. Se trata, de hecho, de una expresión típica del honor masculino. Aunque afecta a todas las categorías de la población en la Edad Media y en el siglo Nvi, se desarrolla sobre todo entre los varones solteros. No con una finalidad propiamente homicida, sino bajo la forma de rituales de desafío destinados a establecer una superioridad visible, a fin de valer más en el estrecho mercado matrimonial regido por las leves de la endogamia y la homogamia. Y es que las tres cuartas partes de los cónyuges, y a veces más en los pueblos, son originarios del mismo lugar y ostentan la misma condición socioprofesional. Navajas o espadas son afirmacio­ nes de pura virilidad entre protagonistas de la misma edad que general­ mente se conocen bien. En Artois, en Francia, en Inglaterra, en Suecia, en Colonia, estallan peleas típicas en las tabernas, frecuentadas sobre todo los domingos y días festivos, entre jóvenes gallos armados, deseosos de brillar ante los ojos de todos, de seducir a una espectadora o de ven­ gar una afrenta?2 Las heridas, que normalmente no son mortales, se in­ fectan, cuando su función esencial muchas veces no era más que afirmar una victoria o humillar a un rival. El progreso de la cirugía explica par­ cialmente la disminución de las tasas de homicidio a partir del siglo NV11I al impedir esas consecuencias. Pero lo esencial no es eso. Estos juegos viriles cada vez son más vigorosamente denunciados por las autoridades, que empiezan a castigar duramente a los transgresores, multiplicando las penas capitales. La disminución de la tasa de homicidios traduce en buena parte el éxito de la ofensiva emprendida contra los adolescentes demasiado dados a batirse con la navaja. En Amsterdam, únicamente los jóvenes de las clases inferiores buscan aún combates de este tipo a únales clcl siglo XVII, y luego la práctica desaparece totalmente unos cien años más tarde. La resistencia es mayor en Italia, donde las cosas no cambian hasta finales clcl siglo XIX. También puede haber recrudecimientos: en Finlandia, unas leves severas aprobadas en 1662 y 1682 logran erradicar el duelo entre nobles, pero en el siglo xix la provincia clcOstrobotnia del Sur conoce una «era de los combatientes armados con navajas»?’ Los apaches parisinos de la época de «París, bajos fondos», a principios del siglo XX, las bandas de Nueva York popularizarlas por la película IVó/ SidcStory (1961) y ciertos jcivcncs de los suburbios rio nuestra época rc>2 M 1

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cuperan esos mismos rituales basados en la defensa del honor viril de los jóvenes machos. Las cifras de la represión no señalan sólo unos crímenes intangibles. Definen más exactamente la penetración progresiva en las diversas capas de la sociedad de un tabú cada vez más fundamental en lo tocante al homicidio. Hoy, este último está directamente correlacionado con la vio­ lencia en todas sus formas, con el robo y con los ataques sexuales?-1 Se han hecho pocos estudios sobre este tema referidos a siglos anteriores, muchas veces por falta de fuentes. Sin embargo, la relación ha quedado patente para las pequeñas ciudades suecas de los siglos XV1 y xvu: las cur­ vas de la agresión física y del homicidio son paralelas, tanto en su orien­ tación general como en sus fluctuaciones. Esa relación se remonta a una vieja cultura de la violencia juvenil, contra la cual nuestra civilización lucha a brazo partido desde hace medio milenio, cuando antes constituía la trama ordinaria de los días y más aún de los momentos festivos en toda Europa.

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CAPÍTULO

3 Las fiestas juveniles de la violencia (siglos XIII-XVIl)

A finales de la Edad Media y en los siglos XV] y XVH. la percepción de la violencia homicida es totalmente distinta de la nuestra. No sólo la muerte violenta parece entonces algo muy normal, sino que los contem­ poráneos la consideran como algo lícito v hasta necesario. Tan sólo sus formas extremas, el asesinato deliberado cometido por odio o por ven­ ganza y el parricidio pueden comportar realmente la pena de muerte. Las teorías penales que aparecen a partir de finales del siglo xu en diver­ sos países europeos propugnan su persecución rigurosa: son los cas enor­ mes en Francia, las villanías en los Países Bajos, los delitos atroces en Castilla, los heinoHS crimex en Escocía... Los demás tipos de homicidios, llamados manslaiightcrs en Inglaterra, gozan en todas partes de una gran indulgencia y son poco denunciados ante las autoridades judiciales. La crueldad sanguinaria es. de hecho, muy corriente. Para tratar de com­ prender sus causas es indispensable situarla dentro del marco normal de la vida social. La existencia se halla literalmente saturada de brutalidad. No de manera patológica, salvo circunstancias excepcionales, sino de forma ordinaria y para ambos sexos, sea cual sea la condición social o la edad, y afecta tanto a los bebes como a los ancianos. Enraizada en el corazón de los humanos, la violencia en esas épocas no es ningún tabú. Representa, por el contrario, un valor positivo en el que se basan las je­ rarquías y que preside continuamente los intercambios, materiales y sim­ bólicos. Es más, reina tanto en el universo lúdico como en el tiempo y el espacio del trabajo. De la misma forma que el cementerio se halla en medio del pueblo, alrededor de la iglesia parroquial, el gusto por la san­ gre está en el centro de una cultura de la violencia que conforma los roles sociales v sexuales. En unas sociedades donde el rev es un macho domi-

esencialmente en la expresión de una virilidad exacerbada. Pese al es­ fuerzo perseverante de las Iglesias, católica y luego protestante, por ha­ cer respetar los preceptos de humildad, de paz, de defensa de los dcbíles, las viudas y los inocentes, el honor masculino sigue siendo la piedra de toque absoluta, tanto en la corte principesca como en el poblacho más remoto, y ello hasta el siglo xvm, e incluso más tarde en determinadas regiones o categorías de la población. Se transmite de padres a hijos, de­ jando para las mujeres la suavidad en el trato, considerada como una debilidad natural propia de su sexo. Los varones púberes, que se prepa­ ran para ser hombres, son los más incitados a desmarcarse del mundo femenino con excesos aparentes de brutalidad que deben demostrar su capacidad para reemplazar un día a sus padres. Relegados al margen de los dos universos más valorizados a sus ojos, el del poder y el de la sexualid ad, consumen también así sus frustraciones exhibiendo su potencia física y su habilidad en fiestas y juegos. Es fácil pasar del desahogo lúdico al acto homicida, sobre todo porque los varones solteros llevan con fre­ cuencia armas para presumir o desafiar. las autoridades les costará mucho hacerles abandonar unas tradiciones que valorizan el honor y la energía masculina, pues se trata de un auténtico sistema educativo que liga la demostración de virilidad con un enfrentamiento festivo perma­ nente entre iguales, para impresionar a las muchachas y a los padres.

UNA ( I’l.H’RA 1)1, l.A VIOLENCIA

A finales de la Edad Media, el desarrollo del Estado central y el de las jurisdicciones urbanas en algunas regiones particularmente marcadas por el peso de las ciudades —el norte de Italia, los Países Bajos, el Silero Im­ perio o la Erancia meridional— complican una situación ya confusa en materia de castigo del homicidio. En el ducado de Brabante, por ejemplo, únicamente el homicidio calificado de ZczzzZfait es perseguido de oficio por un agente del príncipe. Si se trata de una acción involuntaria, o heau fait, el culpable tiene numerosas posibilidades. Lo más sencillo es que conclu­ ya con una paix á partie privada, zanjada con dinero, para que los padres de la víctima no ejerzan su derecho de venganza contra el o contra sus allegados. También puede huir, ponerse a buen recaudo, y luego pedir al soberano una carta de indulto. Entregado gratuitamente o a cambio de una multa, ese documento implica indemnizar a la familia contraria, para evitar que la vuelta al pueblo comporte una escalada de venganzas en

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promiso con ella a cambio de un precio por la sangre derramada, evalua­ do en función de las posibilidades del solicitante, antes de proponer un acuerdo amigable a los herederos del difunto? La acción pública tiene poca importancia respecto a la necesidad de preservar la paz entre las familias afectadas. lambien puede ocurrir que un homicida no haga nada y continué con su vida de siempre, arriesgándose a ser atacado a su vez un día por un vengador de larga memoria. Los temidos por su crueldad y su habilidad con las armas, en particular los nobles o los soldados, imponen así a menudo su presencia mediante el temor, y reinciden sí o complejos. Porque la violencia en sí misma no provoca la exclusión social, a diferen­ cia del robo, que suscita más miedo y desprecio, sobre todo en las ciuda­ des. Riñas, heridas y homicidios pertenecen al paisaje ordinario a finales de la Edad Medía, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que inclu­ so caracterizan la vida de las élites en las ciudades.2 Las injurias y las brutalidades son muv frecuentes, pero mal conoci­ das, sobre todo en los pueblos. Algunos documentos sueltos permiten, sin embargo, evaluar su importancia. El cobro de las multas del tribunal episcopal de Arrás del 7 de marzo al 12 de diciembre de 1328, por ejem­ plo, menciona noventa y seis «grandes multas»; treinta y cuatro por usu­ ra, treinta y una por asuntos de sexo (adulterios, entre ellos uno cometi­ do por un cura con una mujer casada, concubinato, bigamia, relaciones con dos hermanas, lo que se considera un incesto), dieciocho por golpes y heridas, diez por infracciones a la jurisdicción eclesiástica (boda clan­ destina o sin la correspondiente publicación de amonestaciones, falso juramento en confesión...), además de dos falsos testimonios v un caso de abandono de la taberna sin pagar.1 Hay catorce mujeres implicadas, es decir un 15 %, todas por usura, pero los golpes y las heridas son asun­ to exclusivo de los hombres, tres de los cuales golpearon a una mujer v tres más a un clérigo (además de una riña entre dos eclesiásticos). Esas brutalidades, pese a que no constituyen la preocupación principal de los representantes del obispe», ya que ocupan la tercera posición con apenas un 19 Lo del total, sí señalan su intención de canalizar una violencia es­ peció cam en te masculina. 1 X Ronssc.iiix. «1 a t epiession ik l'liotilA lik en I .ni (>pe
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Como las autoridades religiosas, también los señores intentan limitar bi brutalidad del ambiente con un sistema de multas idéntico. Se han conservado pocas huellas. Entre ellas, la ley otorgada el 6 de enero de 1469 por el poderoso abad de Saint-Bertin al pueblo artesiano de Ar­ ques, del cual es señor, permite formarse una idea bastante concreta. El texto se inspira en las prácticas usuales en las grandes ciudades del con­ dado de Artois, Saint-Omer y Arrás. Los magistrados designados tienen el derecho de instruir «las causas mayores», entre ellas los homicidios, pero el juicio, en este caso, corresponde exclusivamente al tribunal supe­ rior del badli de Saint-Bertin. Por un homicidio «casual», no premedita­ do, el malhechor debe hacer «paz a parte interesada y a los parientes del muerto», es decir, indemnizarlos, y además pagar una multa al señor. Quien «cortare o quitare un miembro a otro» perderá el puño o abonará una Inerte suma de sesenta libras al señor, así como una indemnización al herido. Si el hecho es casual, sí no ha habido voluntad deliberada o si el autor ha actuado forzado por las circunstancias, la satisfacción «a la parte» sigue siendo necesaria, pero el precio que hay que pagar es veinte veces menor: sesenta sueldos. Está prohibido llevar armas, salvo para los oficiales del señor. Los que infrinjan esa norma deben pagar sesenta suel­ dos. y hasta seis libras si sacan el arma contra alguien, aunque no lo hie­ ran, y sesenta libras, o 1a pérdida del puño, además de la indemnización a la parte, en caso de herida, incluso si ésta es infligida con un cuchillo de cortar el pan, de hoja ancha, que se «lleva comúnmente para utilizarlo en la mesa». Se aplican las mismas penas por un golpe dado con la espada aunque no haya habido muerte ni mutilación: el arma es confiscada y el culpable debe sufragar los cuidados médicos. Golpear con un bastón le reporta treinta sueldos al señor, más otros treinta al herido si denuncia, así como el abono de los gastos médicos en el caso de una herida o si resultan necesarios los cuidados. El combate a puñetazos o patadas con sangre cuesta veinte sueldos, pagados al señor, más veinte sueldos a la víctima si acude a los tribunales. Arrancar los vestidos de otro es sancio­ nado con la misma reparación, y con el doble sí el interesado es convicto de haber iniciado el combate, sin olvidar una indemnización a la persona perjudicada en ambos casos. Espiar a alguien con un arco o una ballesta tensados le reporta veinte sueldos al señor, y el doble si se dispara sin alcanzar la diana. Toda injuria obliga a desembolsar veinte sueldos, de los cuales dos son para el injuriado y dos para el denunciante. «Quien pegue a su mujer o la injurie pagará multa de sesenta sueldos.» Por un prurito de igualdad cristiana, probablemente, ocurre lo mismo cuando

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to a ninguna compensación económica, salvo si porta un arma prohibi­ da, castigada con la multa correspondiente, finalmente, el condenado que no presente aval o garantía de pagar lo que debe en un plazo de quince días puede ser arrestado, pero no «encarcelado». El insolvente pobre, mal reputado y «granuja» es simplemente puesto en la picota antes de ser liberado.'1 Lo minucioso de las estipulaciones relativas a una gran variedad de amenazas y violencias, tanto verbales como reales, demuestra la existen­ cia de unas relaciones cotidianas muy brutales. El señor se reserva los homicidios premeditados, los más graves, castigados con pena de muer­ te y confiscación de bienes. Para todos los demás casos, podemos pre­ guntarnos si el recurso sistemático a la multa ejerce realmente un efecto disuasorio. Porque el sistema banaliza los asuntos de sangre inscribién­ dolos en una densa red de transacciones financieras con las autoridades y la parte privada afectada. El precio de la vida al final no es muy eleva­ do, sobre todo porque a los que son malos pagadores simplemente se los amenaza con la cárcel, y a los insolventes de mala reputación lo único que se les hace es ponerlos en la picota, Es dudoso que semejantes ame­ nazas consigan desterrar la cultura de la violencia masiva v general que revelan otras fuentes en toda Europa. Inglaterra proporciona información excepcional sobre este asunto para el siglo xm. El homicidio calibeado de culpable—que se distingue del definido como excusable o justificable— es un delito capital, como algunos otros tildados de fetony, y es competencia exclusiva de los tribu­ nales reales, (lomo el laid fait de los Países Bajos, conlleva la pena de muerte. Bien conservadas hasta principios del siglo xiv, las actas de las cortes itinerantes de justicia {justice of eyres) de los tribunales reales nos proporcionan unas cuentas del delito impresionantes, de las cuales no existe equivalente para otros países, pero que se interrumpen luego has­ ta la organización de la policía en el siglo xix? Estos documentos permi­ ten estimar unas tasas de homicidio por cien mil habitantes que varían enormemente, entre un máximo de sesenta y cuatro para la sesión cele­ brada en Warwick en 1232 y un mínimo de cuatro para cada una de las dos sesiones de Bristol en 1227 y en í 248. El destino de los tres mil cua­ trocientos noventa y dos culpables identificados también es muy varia4 (Jeorges I .spmas. Reí iifil de dui uute/tb relatih


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ble. Sólo mil doscientos cincuenta y uno, un poco más de un tercio, se presentaron ante el tribunal que actuaba como jurado local, en tanto que otros mil cuatrocientos cuarenta y uno —o sea, el 41 %—, que habían tenido la precaución de huir, fueron declarados outlaiva, lo cual implica­ ba la confiscación de sus bienes en provecho del rev y su ejecución suma­ ria en caso de captura. Los comparecientes se beneficiaron en general de un tratamiento benévolo: novecientos setenta fueron absueltos mientras que doscientos setenta y cuatro fueron condenados a muerte. Las cifras representan, respectivamente, eJ 28% v el 7 % del total general de los acusados, lo cual establece una relación de cuatro a uno a favor de la li­ beración del inculpado presente en las sesiones. A ello hay que añadir cincuenta y seis indultos reales para ausentes, en contraste con la suerte funesta de veinte homicidas muertos a manos de los parientes de su víc­ tima.” A pesar de las incitaciones a la severidad contenidas en una ley uniforme, la moderación evidente de los jurados refleja una relación de fuerza que se inclina a favor de la mansedumbre frente a la cultura de la violencia, tal y como se expresaba con frecuencia en las parroquias. Las sentencias se revelaban como particularmente benévolas si la víctima había sido muerta por varias personas y no en un combate a dos. Los dos tercios de los casos implicaban al menos un cómplice, y uno de cada diez más de una decena. Resulta evidente que los jurados locales considera­ ban que el uso de la violencia era normal para resolver ciertos conflictos, sobre todo si se expresaba de forma colectiva, dadas las obligaciones creadas por los lazos entre los individuos. Se negaban a criminalizar esos hechos como lo ordenaba la ley sin matices, que no ofrecía más opcio­ nes que la pena capital o la absolución, incluso para los cómplices. Su práctica llevó finalmente, según un estatuto de 1390, a distinguir el mnrdei\ homicidio intencionado cometido por «malicia», del manslaiígbter, justificable sobre todo en caso de self-dt’fenxe para evitar un peligro mortal.' Existía el deber de la violencia. Así, los estudiantes de la nación nor­ manda de la Universidad de París convocaron a sus tropas, a principios del siglo xiv, y les ordenaron armarse para atacar a los de otra nación, (lomo consecuencia de una votación positiva a favor del combate, queda­ ron tendidos un muerto y un herido. La importancia de las solidaridades familiares también queda demostrada por las cifras muy bajas referentes I l>H [ . p.lps 02 7 X Reírse.lux. «l.,i i-epresMou V1<>

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a homicidios de parientes: ciento cincuenta y nueve según los eyres del siglo Xlll, menos de 0,5 % del total, entre ellos los de sesenta y cuatro mujeres a manos de sus esposos, treinta y dos maridos víctimas de su cónyuge y siete hermanos. Parricidio, matricidio c infanticidio eran rarí­ simos según las mismas fuentes, así como los casos de criados muertos a manos de sus amos? Probablemente no se trate de un reflejo exacto de la realidad, pues las brutalidades eran corrientes en el marco familiar v es especialmente dudoso que sólo haya diez casos de infanticidio en la Inglaterra del siglo xm. Lisos silencios traducen sobre todo la fuerza de los tabúes y la eficacia de la ley del silencio comunitario en estos temas: la violencia mortal es banal a los ojos de todo el mundo, excepto cuando se ejerce dentro del hogar, constituyendo un hecho incalificable porque rompe unos lazos indispensables y cubre de vergüenza a toda la casa. Lo mismo acontece con la violencia femenina. L1 homicidio, un asun­ to predominantemente masculino, es imputado a un 91 % de acusados varones y afecta a un 80 % de víctimas del mismo sexo en las listas de los eyres. Las mujeres son una de cada cinco víctimas, pero menos de una de cada diez acusados. Lisa infra ['representación, constan te en nuestra cultu­ ra, se sigue observando hoyen proporciones idénticas. Refleja un podero­ so tabú social: la violencia femenina no es aceptable. No sólo las mujeres no están educadas para utilizarla en la resolución de conflictos, a diferen­ cia de los varones, sino que no llevan armas y se supone que no saben usarlas. Id perfil de las asesinas se considera como una anomalía ya en el siglo Xlll. Las que comparecen en persona ante los jurados ingleses son abslicitas en una proporción idéntica a los hombres, pero las condenadas a muerte, que son cuarenta y una sobre ciento veintitrés, alcanzan un ter­ cio del total frente a un quinto, doscientos seis sobre mil ciento veintiocho, para el sexo fuerte. La alquimia judicial tiende a edulcorar la responsabi­ lidad masculina y, por el contrario, a reforzarla culpabilidad femenina, lo cual hace que sea condenada a la horca una mujer por cada cuatro hom­ bres. Además, su crimen difiere en ciertos aspectos del de estos últimos. Los representantes del sexo fuerte matan a alguien que no es pariente suyo en el 96 % de los casos y, si no actúan solos, en la mitad de los casos, son secundados en un 84 % por un cómplice que no tiene lazos familiares con ellos. El 19 % de las homicidas, en cambio, actúa contra un pariente, y el 53% lo hace en compañía de allegados: padres, hijos, hermanos o hermanas y, sobre todo, maridos o amantes en el 47 % de los casos.4 V I P /

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La sociedad inglesa del siglo xm está saturada de violencia, lo cual no constituye ninguna excepción en Europa. Sin embargo, la agresividad está controlada por unos códigos imperativos. Es más específicamente masculina y más intensa en el campo que en las ciudades. Contrariamen­ te a lo que cabría pensar, las grandes ciudades, que albergan sin embargo poblaciones muy inestables, son capaces de amortiguar claramente el fenómeno. Londres presenta unas tasas de homicidio muy inferiores a la mayor parte de las zonas rurales, y Bristol puede jactarse incluso de la tasa más baja de todas."’ La familia ofrece un relativo remanso de paz en ese universo atormentado. Parece que hay unos tabúes imperativos que pro­ tegen la vida de sus miembros, en particular la del padre v los demás hombres. Pero ios golpes dentro del hogar no son raros, aunque no de­ ben provocar la muerte. La furia destructora está a la vez inhibida entre parientes próximos v orientada hacia el exterior, para abatirse sobre in­ dividuos que no son desconocidos, pero que no comparten lazos de san­ gre o de alianza con los primeros. Las mujeres que rompen las reglas no escritas que les prohíben matar o herir son tratadas con la mayor severi­ dad y consideradas como doblemente anormales si atacan a un macho de la casa, sobre todo al esposo. Sólo gozan de indulgencia si secundan a un pariente contra un asaltante. Pero la brutalidad de las relaciones domésticas, dentro de las cuales ocupan una posición de sometimiento, hace que algunas se rebelen e incluso intenten suprimir la causa de sus desgracias. En cuanto a las víctimas femeninas, normalmente muertas por un agresor del sexo opuesto, el 17 % han sido víctimas de un parien­ te, mientras que sólo el 4 % de los hombres han sufrido la misma suerte. La diferencia indica unas relaciones de dominio evidentes por parte del sexo fuerte sobre el débil. Los golpes también forman un verdadero lenguaje entre los varones. Expresan su virilidad v sirven para afirmar su posición social en caso de contestación. Muchos portan un arma, aunque sólo sea la navaja para cortar el pan. Los pocos datos recogidos a propósito de los tipos de he­ rida demuestran que predominan las infligidas con navaja, y las hachas ocupan la segunda posición. La educación de los chicos se basa entonces en la exaltación de la fuerza física v acostumbra a los interesados al sufri­ miento, a través de los castigos corporales infligidos por los padres a los hijos, los maestros a los aprendices y los profesores a los alumnos. For­ mar el carácter también pasa por juegos brutales, torneos para los no­ bles, combates amistosos con los vecinos y competiciones físicas entre IH

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partidas llegadas de diferentes pueblos los días de fiesta. En definitiva, todo incita a tolerar la violencia, y hasta a considerarla como necesaria, afirma Given." Por falta de informaciones, por lo visto, no ha intentado evaluar la parte que corresponde a los muchachos casaderos. Sin embar­ go, este aspecto es fundamental. La construcción judicial del problema revelada por los eyres resulta de un compromiso entre la ley que ordena castigar con la muerte al homicida en tierra cristiana y las reglas comuni­ tarias que se basan en una violencia relacionaI reguladora, Prohibida a las mujeres, que simplemente deben sufrirla, esa violencia tiene la fun­ ción de modelar y revelar la virilidad y posicionar a cada protagonista dentro del escenario social. Aprender a luchar con navaja es, por lo tan­ to, un deber; la herida infligida o recibida es un honor, y el homicidio resultante, un hecho de armas, a pesar de que la justicia y la Iglesia lo condenen. Es, pues, normal que los varones solteros sean los más violen­ tos, puesto que intentan corresponder al ideal masculino definido por la sociedad en la que desean ardientemente ocupar su puesto, ellos, a los que los adultos mantienen a raya, retrasando el momento de incorporar­ los. Mantenerlos apartados también sirve para desviar hacia el exterior de la casa, lejos de la familia, la violencia juvenil exacerbada por la exi­ gencia de exhibir un poder de dominio. Por eso el homicidio forma par­ te sobre todo de rituales de competición entre mozos que rivalizan en el mismo mercado matrimonial reducido. Intensamente ligado a la sociabi­ lidad festiva, el homicidio traduce en actos el contrato tácito vigente en­ tre las generaciones masculinas. Los jóvenes aceptan que se aplace el reparto de las riquezas y su acceso a una sexualidad plena porque están seguros de ocupar más tarde el lugar de sus padres y también les consta que éstos toleran sus excesos de brutalidad homicida.

Fiestas sangrientas y iuegos brutales

Los europeos de finales de la Edad Media viven en un universo mar­ cado por dos tradiciones: la herencia cristiana bien implantada desde hace un milenio y las costumbres campesinas, más antiguas aún, que se imponen al menos a cuatro de cada cinco habitantes y contaminan tam­ bién a las minorías urbanas. El calendario agrolitúrgico resultante trata de conciliar unos fenómenos a veces contradictorios. La Iglesia intenta imponer el recogimiento y la plegaria a unos seres que viven en unas

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condiciones a menudo difíciles y que reclaman el «derecho a la fiesta», cuyos excesos parecen inaceptables, por no decir subversivos, a las auto­ ridades. Hasta mediados del siglo xvi, campesinos y habitantes de las ciudades ponen periódicamente el mundo patas arriba, beben, comen, bailan y se entregan a todas las locuras imaginables para olvidar sus preocupaciones cotidianas, renunciando por un tiempo a la seriedad que se les pide.12 Las ocasiones no son pocas. Id año litúrgico está lleno de festivida­ des. Como los domingos, en que está prohibido trabajar bajo pena de multa, estas fiestas se dedican a la práctica religiosa, pero también se viven de manera muy profana, antes, después y durante las ceremonias. Varia­ bles según los países, regiones y parroquias, esos días festivos, incluidos los domingos, representan un buen centenar a lo largo del año. El calen­ dario litúrgico se abre con un largo período de ayuno, de continencia sexual y de penitencia, el Adviento, seguido de doce días de jolgorio a partir de Navidad. El 28 de diciembre, aniversario de la matanza de los inocentes por orden del rey Herodes, está dedicado a una desenfrenada fiesta de inversión, llamada la «bicsta de los Locos» en Erancia, en Espa­ ña y en los países germánicos, o del Boy ñisbop en Inglaterra. Los cléri­ gos jóvenes celebran ritos paródicos endiablados en las iglesias y luego corren por las calles para fustigar a las mujeres v asegurar así su fecundi­ dad y la fertilidad de los campos, un recuerdo lejano de las saturnales romanas enfebrecidas del solsticio de invierno. En Vcnecia, el carnaval empieza precozmente, el 26 de diciembre. En otros lugares, empieza en fechas variables, entre el día de Reyes, el 6 de enero, y la Candelaria, el 2 de febrero, para culminar el martes de Carnaval Cbroec lnexday en Inglaterra), con una gran fiesta de la abun­ dancia. Al día siguiente, miércoles de Ceniza, que señala la entrada en la (.uaresma que durará hasta Pascua, y se sitúa como pronto el 5 de febre­ ro y como tarde el 10 de marzo, se quema en público en Erancia el mani­ quí de Saint Pansard («don Carnal»), que personifica el (carnaval. En 1 550, en /;/combate entre don Carnal, y doña Cuaresma, Brueghel el Vie­ jo mostró admirablemente el paso del jolgorio más desatado a la peniten­ cia, al ayuno, a la continencia y a la prohibición de todos los placeres durante cuarenta días, hasta la liberación marcada por la fiesta de Pas­ cua. Id ciclo pascual está jalonado por otras festividades que conmemo­ ran al santo patrón de la parroquia. En mavo, después del final de las 12 X111. til H. t|[|H

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largas veladas de invierno, la vida social se hace más intensa. Se multipli­ can los casorios, que ofrecen otras tantas ocasiones para el baile, la comi­ da y la bebida, así como para los juegos de todas clases. El 1 de mayo se inicia el mes de la juventud y del cortejo amoroso. Las bandas de muchachos vienen a plantar arbustos, los «mayos», ante las casas de las chicas casaderas. Se celebran las cualidades o los defectos de la damisela en un lenguaje simbólico que todo el mundo sabe desco­ dificar, mientras los hermanos velan por la pureza de la que es deposita­ ría de la honra de toda la familia. No por ello son menos frecuentes los excesos, lo cual incita a la Iglesia católica a dedicar el mes de mayo a la Virgen en la segunda mitad del siglo xvi, para tratar así de impedir fas bodas entonces muy numerosas y sus incesantes desórdenes: la Iglesia afirma que durante el mes de María no se debe uno casar. Otra gran fies­ ta de la fecundidad tiene lugar la noche de San Juan, el 24 de junio. Se encienden grandes hogueras. Las parejas que desean casarse o tener hi­ jos dentro del año saltan las hogueras cogidas de la mano y luego toman cenizas o tizones para emplearlos en prácticas de magia de curación o de preservación, especialmente para alejar los maleficios. Es la noche de las brujas. Mal cristianizada, esa noche perpetúa la fiesta del luego, en el momento del solsticio de verano. En algunas regiones, lanzan ruedas en llamas por las pendientes. En Artois, julio está consagrado a muchas fiestas parroquiales, las ducasses, llamadas kermesses en los países católicos de lengua flamenca, que conmemoran la consagración de la iglesia local. Los trabajos agríco­ las reducen las ocasiones de diversión en agosto, hasta la fiesta de la siega en las tierras de trigo, que transforma el 15 de agosto, día de la Asun­ ción, en un momento de francachela y desahogo sexual. Las zonas vitivi­ nícolas conocen idénticos festejos al acabar la vendimia. Iodos los San­ tos y el Día de Difuntos, el 1 y el 2 de noviembre, marcan el final del año. No son fiestas únicamente conmemorativas, pues se organizan en torno a unas tradiciones jocosas que unen a los muertos con los vivos. Antes de las prohibiciones impuestas en la segunda mitad del siglo xvi, se cele­ bran banquetes, bailes y juegos en los cementerios, donde las familias van a comer sobre la tumba de sus difuntos, como si estos pudieran com­ partir el festín. Los hombres jóvenes son los encargados de dialogar sim­ bólicamente con los muertos, haciendo sonar las campanas durante toda la noche del 1 de noviembre. Los representantes de las nuevas genera­ ciones tienden en cierto modo la mano a los antepasados pam asegurar el porvenir de la comunidad a la VC7 tu n* aaranrr/an <11 ivnni'i virilidad

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UNA HISTORIA DI LA VIO! UNCIA

da del tiempo vuelve a girar, inmutable, alternando los momentos de trabajo v de alegría, de privaciones y de abundancia Festiva.13 La juventud siempre desempeña un gran papel en las fiestas, espe­ cialmente en las más importantes y dcsinhibidas: lodos los Santos, el largo período del carnaval, el mes de mayo, San Juan y los jolgorios que marcan el final del año agrícola. Ella encarna, en efecto, la esperanza de la parroquia, sus oportunidades de sobrevivir en un universo hostil pro­ fundamente marcado por el hambre, la guerra y las epidemias,14 Cada pueblo europeo es una célula con un núcleo duro pero cuyos contornos cambian, en la que todas las fuerzas se movilizan para impedir que los peligros exteriores amenacen la existencia colectiva. Los intercambios económicos y matrimoniales con las demás parroquias se vigilan de cer­ ca para que no desemboquen en un debilitamiento preocupante. Poroso el modelo dominante del matrimonio es fundamentalmente endogámico y homogámico: más de las tres cuartas partes de los habitantes rurales se casan con alguien del mismo pueblo y de la misma condición social. Se educa a los vecinos desde la más tierna infancia para defender su territo­ rio y evitar que sus derechos sean menoscabados. Al salir de las faldas de sus madres, hacia los 7 años, los varones son enviados a guardar los rebaños en las lindes del terruño. Allí se encuen­ tran con sus homólogos y con ellos aprenden las duras leyes de la vida, a golpes de cayado y a pedradas, para impedir que los «forasteros» pisen su suelo. Una herida, recibida o infligida, constituye un motivo de orgu­ llo. Los adultos espectadores, en particular las mujeres que recogen leña o lavan la ropa en el río, animan a los combatientes exhortándolos a no dejarse vencer por otros más pequeños que ellos. A partir de los 14 años, aproximadamente, los muchachos púberes pasan por una etapa ritual al abandonar la segunda infancia, que se ha desarrollado bajo la mirada paterna. Descubren su virilidad, en el sentido propio. Restif de la Brctonne, que entonces tiene unos 7 años, lo cual sitúa la acción hacia 1741, en Sacy, Borgoña, observa a una docena de jovencitos «que tenían el doble de años que yo, es decir, que estaban en la época de la puber­ tad», haciendo bajo el sol una «exhibición» pública explicada en una nota en latín: «Todos, sin pudor, enseñando su verga, jugaban a ver quien B R Mnehembled, V«7<7<:. endure'. et >ne>iftdl/e'. diin'. !
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Arniand C.olin, 1994, ed. revisada y eonugida, 2005, pa^s 04-105 (véase en panicular el calendario,

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movía más deprisa el prepucio. ¿Llegaban a hacer brotar el semen? Por mi edad, no pude distinguirlo; pero sí vi que nadie se sonrojaba». El hecho de que no pueda acercarse al grupo indica la especificidad de este último, cuyos miembros se mantienen a distancia de los demás vecinos. Sobre todo porque ahora ya despiertan una sólida desconfianza en las chicas, con las cuales coinciden, por otra parte, en múltiples ocasiones, en la iglesia, en la plaza o en los campos, porque representan un peligro para su castidad y, por tanto, para el honor de los hombres de la familia. Los padres y hermanos, en particular, vigilan estrechamente la virtud de las señoritas, procurando mantener a los jóvenes gallos lejos del gallinero. Como sus propios padres los envían a trabajar durante el día y los incitan a estar lo menos posible en la casa, que es el universo de los más jóvenes y el lugar donde se ejerce la sexualidad de los adultos, se ven obligados a inventar su propia sociabilidad. Esta última adopta la forma original de bandas que se estructuran como la de los mozos de Sacy. Los compaiyioHs d marier («mozos casade­ ros») se agrupan en royanmey de jennesse («reinos de juventud»). Esas estructuras existen en toda Francia bajo distintos nombres —abbayes de jeunesse («abadías ele juventud») en el sur, Borgoña v el Del finado; hachelleries en el Poitou o la Vcndce...—. Excepto, según parece, en Ingla­ terra, existen en toda Europa: en Suiza, en Alemania, en Italia, en Hun­ gría, en Rumania, en España... Aparecen hacia el siglo xn, tal vez incluso antes, y desaparecen, más o menos deprisa según los lugares, persegui­ das por los moralistas que denuncian sus excesos. Reflejan el retraso creciente en la edad de matrimonio en Europa occidental, considerado por los demógrafos como el principal mecanismo para regular la pobla­ ción a falta de una anticoncepción masiva eficaz, ya que reduce el núme­ ro de hijos procreados por pareja, fin Francia los hombres, en vísperas déla Revolución, se casan entre los 28 y los 30 años, cuando al final de la Edad Media lo hacían a los 23. Se impone, pues, a los muchachos púbe­ res una larga espera antes de acceder al estatus de adulto completo y a una vida sexual lícita. Durante diez años por lo menos, o quince hacia 1789, las prohibiciones religiosas y más aún la muy estricta vigilancia de las chicas por parte de sus familias les impiden dar rienda suelta a sus pulsiones. Los historiadores actuales ya no creen en una continencia total y ma­ siva de los solteros. Aunque los nacimientos ilegítimos no superaban el 1 % en los pueblos de Francia en el siglo xvn, existían muchas válvulas de escape, desde la masturbación, a veces colectiva como en el caso de

siglo xvn, hasta los abrazos furtivos con mujeres casadas o viudas, pasando por la prostitución, la violación, entonces poco criminalizada, o el bestialismo.1’ Esto no impide que los interesados vivan más de la tercera parte de su existencia en una posición incómoda, al margen de la comunidad que desconfía del potencial explosivo que representan. Las chicas, por su parte, están bajo la tutela de sus padres y de las demás mujeres, para pre­ servar el tesoro de su virginidad. No constituyen nunca grupos estructu­ rados de adolescentes, que serían una presa evidente para los machos. La sociabilidad femenina mezcla estrechamente todas las edades y funciona según unos principios jerárquicos, sobre todo en las veladas, en el horno y en el molino, cuando las «viejas» protegen a las «inocentes» de los asal­ tos masculinos, aunque éstos no desagraden a las interesadas. Los grupos de juventud o reinos de virilidad reclutan a todos los jó­ venes de la parroquia, pero se escinden en pequeñas bandas según las ocasiones y las afinidades, quizás a veces también en función de la perte­ nencia social. En la mayoría de los pueblos, que tienen unos cuantos centenares de habitantes, pueden formar un solo conjunto, de unos diez individuos o más. Las grandes parroquias y sobre todo las ciudades po­ seen un mayor número de grupos, organizados por barrios. Cada año se designa un rey, un príncipe, un abatí, un jefe en definitiva, generalmente a través de una competición de fuerza o maña en la que ha demostrado ser el mejor. Cada nuevo miembro, que no puede negar su participación a partir tic la pubertad, paga su «bienvenida» en dinero o en bebida. Empieza iniciándose en las tradiciones como escudero de sus mayores, llevando sus abrigos y sus armas, sometiéndose a ritos tic iniciación que reflejan el abandono de la infancia para entrar en la categoría de macho joven. Entre sus pares figuran a veces hombres casados, en especial los que se encuentran en el primer año de vida conyugal y aún no tienen hijos, signo ile un paso incompleto a la edad adulta. Las actividades principales de los participantes se desarrollan en un espacio y un tiempo festivos. Por la tarde, después del trabajo, por la no­ che, los días de fiesta y los domingos, se reúnen para ir a la taberna, orga­ nizar juegos y bailes en la plaza, hacer colectivamente la corte a las chicas dándoles albadas o serenatas bajo la ventana con músicos. 'También se pascan por las calles y se sienten lo bastante Inertes para aventurarse jun­ tos hasta los límites del terruño, a hn de provocar a sus homólogos de

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otros pueblos, con los que ya luchaban cuando guardaban los rebaños. Los desafíos y las peleas resultantes parecen de lo más normal a los con­ temporáneos, incluidos los príncipes, que otorgan fácilmente las cartas de indulto si se produce un homicidio. Para los competidores tienen un valor positivo, pues marcan claramente sus derechos exclusivos sobre un terri­ torio y sobre las oportunidades matrimoniales que éste contiene. Y es que los reinos de juventud están animados por un intenso espíritu de rivalidad frente a sus homólogos. Sus miembros asisten a las fiestas de las demás parroquias para bailar y tratar de impresionar a las chicas, que defienden celosamente los muchachos del lugar. Cualquier debilidad que se mues­ tre, cualquier derrota, tiene consecuencias importantes para toda la co­ munidad, que es ridiculizada por sus vecinos, humillada, debilitada por­ que los conquistadores pueden venir a reclamar el premio de su victoria. Los reinos de juventud ocupan un lugar primordial en el pueblo. Si bien son el resultado de una larga marginación de los solteros y conlle­ van combates mortales entre ellos, también sirven admirablemente para aumentar la cohesión social. Son, en efecto, los guardianes de las tradi­ ciones, esencialmente en el campo, donde el acceso a las mujeres consti­ tuye una verdadera obsesión para sus miembros. Los interesados no re­ prochan a los hombres maduros que los tengan tanto tiempo alejados de los placeres lícitos de la carne, salvo cuando un aumento demográfico desequilibra el sistema y hace la espera más penosa y más aleatoria. El homicidio de adultos a manos de adolescentes, en efecto, es raro cuando las frustraciones no están exacerbadas por las dificultades de heredar en un mundo demasiado lleno, reduciéndose entonces las sucesiones como piel de zapa por el gran número de hijos. El poder de los adultos estable­ cidos es tanto menos discutido cuanto que los hijos púberes esperan dis­ frutar de él a su vez v gozar de los frutos de un matrimonio tan esperado. También es cierto que se les deja mucho margen para controlar la nor­ malidad del sistema matrimonial, tal como es vivido por el conjunto de sus conciudadanos. Además de sus propios derechos, vigilan estrecha­ mente los de los demás, con el asentimiento de todos, de tal manera que un forastero que venga a casarse en la parroquia debe pagar un alto pre­ cio si no quiere arriesgarse a recibir una herida o incluso a ser asesinado. Cobran un tributo por todas las uniones que se celebran, reclamando donaciones en dinero o en especies, como el «plato del trinchador» en Artois. Durante la noche de borlas, llevan a los esposos un «caldo calien­ te» o un «asado», una mezcla afrodisíaca destinada a darles energía. Pre­ sentada de forma poco apetitosa, con muchas bromas lascivas o es cato-

lecho nupcial, a fin de comprobar la virginidad de la novia. La mayor parte de las actividades de la cofradía se organizan en torno al cortejo amoroso, que culmina en el mes de mayo. Entre ellas está vigilar el com­ portamiento de los cónyuges de todas las edades. Los mozos pasean des­ nudos a los maridos cornudos, montados al reves en un burro, para ins­ tarlos a no soportar una infidelidad que es asunto de todos, porque manifiesta un poder femenino allí donde el hombre debería ser el único amo. 1 razan caminos infamantes entre las casas de los adúlteros y organi­ zan cencerradas destinadas a las parejas desiguales, sobre todo a los viu­ dos que se casan con una jovcncita, privándolos así de tener una oportu­ nidad en un mercado matrimonial ya de por sí muy reducido.16 Los reinos de juventud no son simplemente uniones de jóvenes frus­ trados que se desahogan multiplicando las violencias y los excesos de todo tipo. Esa mirada severa de los moralistas empeñados en hacerlos desaparecer desconoce su profunda inserción en la sociedad de la que son fruto. Resultan de un acuerdo tácito entre las distintas franjas de edad masculinas para preparar de la mejor forma la entrega del testigo a las nuevas generaciones, en un escenario donde el matrimonio es cada vez más tardío y las frustraciones están exacerbadas por rigurosas prohi­ biciones locales. Estas últimas se ven agravadas además por la actividad represora de las autoridades religiosas y civiles a partir de mediados del siglo x\'J. A cambio de que acepten un orden social inmutable, sinónimo para ellos de una larguísima espera, los muchachos mayores célibes han obtenido el derecho a una violencia ritualizada, aunque sea mortal, y a la estrecha vigilancia ele la sexualidad de todos. Las normas imperativas de la sociedad pueblerina los obligan a demostrar su emergente capacidad viril. Su cultura del poder masculino, forjada desde la infancia y llevada luego a su paroxismo en el marco de las abadías juveniles, está orientada hacia un objetivo único: demostrar que tienen las cualidades necesarias para reemplazar a los padres y fecundar a las mujeres, siendo así que el acceso a éstas les está rigurosamente prohibido antes del matrimonio. La brutalidad de la que hacen gala no es únicamente compensatoria. Cons­ tituye una regla de vida imperativa, indispensable para existir ante los ojos de los demás, para vivir un día plenamente y ser respetados a su vez como padres que imponen su lev a todos. Id pueblo en el que han nacido representa el centro del mundo. Es el corazón del área económica y matrimonial en la que se desarrolla lo

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esencial de su vida y hay que defenderlo con la mayor energía contra todo enemigo potencial, Impera una temible xenofobia contra los des­ conocidos, los vagabundos, los soldados, incluidos los del príncipe, pues pillan y violan sin pudor. El mismo mecanismo de defensa funciona con­ tra los vecinos inmediatos, pese a algunos matices debidos a la obliga­ ción de mantener relaciones con esos «falsos extranjeros», especialmen­ te si viven en un radio de cuatro o cinco kilómetros. En efecto, estos últimos practican con ellos intercambios de bienes, de tierras, de pro­ ductos, de servicios y de mujeres. Un cónyuge de cada cuatro o cinco procede de esa corona, accesible en menos de un día a pie, en una época en la que es excepcional superar los diez kilómetros para casarse, pues el cortejo amoroso es largo y exige una asiduidad que la distancia hace imposible. Los más atrevidos encuentran novia a veces asistiendo a las fiestas de esos «amigos enemigos», que hacen lo mismo. En Somain (departamento Norte), para la fiesta de San Miguel, el 29 de septiem­ bre, «los mozos mandan hacer una cajita de mimbre llena de flores de cera» para dársela «a la muchacha más guapa venida de fuera». El pre­ mio, pensado para atraer a futuras novias potenciales de las parroquias vecinas, también puede adoptar la forma de «rosa o de otra joya». En 1531 el premio es abolido a petición del abad de Cvsoing, señor del pue­ blo, para evitar las «riñas, palizas y muertes» que ocasiona.1' Las prohi­ biciones eclesiásticas en Jo que atañe a la consanguinidad hacen necesa­ rio abrirse al exterior, sobre todo en las comunidades más pequeñas, donde las muchachas solteras escasean. Pero no por ello deja de haber una gran rivalidad con los ocupantes de los pueblos vecinos, aunque sean conocidos y familiares, a fin de que el intercambio no sea demasia­ do desigual y no acabe dejando despoblado el lugar peor protegido. El uso de motes despectivos e injuriosos y la competición permanente entre los hombres jóvenes implicados lo demuestran, (..orno la costumbre quiere que la ceremonia nupcial se celebre en la parroquia de la novia, la animosidad entre los solteros locales privados de un posible partido y los amigos del novio venido de otro pueblo se expresa con frecuencia, casi siempre de manera lúdica, pero a veces también rayando en el drama e incluso con la muerte del recién casado antes de la noche de bodas.Is La fuerte identidad de las comunidades rurales se basa en esa cultura de la

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violencia encarnada en los hombres jóvenes. Más allá de diez y sobre todo de veinte kilómetros, fronteras de un pequeño «país» que posee rasgos de cohesión comunes, empieza un mundo que despierta menos agresividad que miedo en ios seres que deben aventurarse a penetrar en él. El homicidio cometido lejos de la parroquia natal, en la ciudad, por ejemplo, adquiere otras dimensiones frente a unos seres desconocidos: desprecio urbano por los campesinos, provocaciones o intentos de robo, necesidades que satisfacer, etc. La concentración de los deseos y las esperanzas sobre un territorio reducido hace que la vida social se convierta en potencialmente explosi­ va, En un universo donde todos se conocen bien y donde no siempre es posible evitarse, es fácil que la sociabilidad sea conflictiva. La combina­ ción de lazos familiares, amistosos y de vecindad constituye una densa red que protege al individuo, pero que también lo obliga a intervenir para apoyar o defender a uno de sus miembros. Cada uno lleva así a va­ rias personas sobre sus hombros. Una pelea a propósito de un niño, de un animal o de un derecho puede degenerar en una guerra que, uno por otro, acabe obligando a dos facciones o dos comunidades vecinas a de­ gollarse entre sí. Sin embargo, existe un sistema de regulación que habitualmcnte impide llegar a esos extremos peligrosos para la supervivencia del conjunto. La cultura de la violencia no es en absoluto una ley de la fuerza bruta. Se basa en unas reglas imperativas que marginan a los transgresores. Los actores conocen perfectamente esos límites y en gene­ ral los respetan para evitar quedar mal ante todos y sufrir el temible ru­ mor que los denuncie y los excluya de los intercambios normales. La vida es un teatro en el cual cada uno debe demostrar su normalidad, en función de su sexo, su edad y su posición dentro de la colectividad,14 El espacio se comparte según esos preceptos. La casa se considera un santuario inviolable, sobre todo de noche. Atacar a alguien dentro de ella provoca la reprobación unánime y excusa un homicidio cometido para defenderla: «Deja a este hombre pacífico en su casa. Nada te pide. Debería poder estar tranquilo en su casa», grita un espectador a un asal­ tante, en Laventic, en Artois, el 20 de mayo de 1525. No es aceptable entrar en ella sin autorización, ni siquiera cruzar el perímetro de segu­ ridad que la rodea, a veces materializado por una valla, pero normalmen­ te invisible, aunque perfectamente conocido por todos. Los solteros que vienen a cortejar a las muchachas lo saben. No se acercan demasiado 19 R Mucheniblcil./,/e>no un

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sin autorización y jamás penetran en la vivienda sin el permiso expreso del padre. El resto del espacio es más o menos común y está sometido a unas tradiciones que tienen fuerza de lev. Los hombres se reúnen en la herre­ ría, que es un mundo específicamente masculino. No se arriesgan a mo­ lestar a las mujeres en el molino, el lavadero y la hilandería colectiva, por miedo a su ira que se expresa con insultos y gestos humillantes. Las la­ vanderas de la orilla del Sena son conocidas por las burlas que hacen a los pasajeros de los barcos, a los que no dudan en mostrar el trasero des­ nudo en señal de desprecio y de irrisión. La velada invernal colectiva es propia sobre todo de la sociedad femenina. Las de más edad vigilan aten­ tamente a las mocitas, acosadas por las bandas de jóvenes que merodean alrededor de ese tesoro inalcanzable, riñendo a las más desvergonzadas y poniendo coto a los gallos demasiado atrevidos. Los campos, las zonas de paso, los bosques no son lugares neutros, aunque todos los atraviesen y algunos se instalen en ellos durante más tiempo. Sólo los varones solte­ ros se atreven a pisarlos en grupo y de noche. Las chicas deben procurar no encontrarse allí nunca solas, ni siquiera de día, como en los caminos, donde los protectores masculinos deben acompañarlas, sobre todo al vol­ ver de las fiestas, so pena de comprometer su reputación. Los sitios muy frecuentados, como la plaza, la iglesia, el cementerio y la taberna, también son aquellos en que la violencia tiene más posibi­ lidades de desatarse y donde es más difícil huir de las malas intenciones de un enemigo con el que se ha coincidido por casualidad. Aunque son objeto de minuciosas prescripciones y códigos de comportamiento obli­ gatorios destinados a garantizar la seguridad de las personas, se produ­ cen muchos incidentes. Son terrenos de exhibición donde cada uno debe escenificar su personalidad para que los demás la conozcan. La humilla­ ción en público es más grave. Conduce a una escalada de agresividad ante los espectadores, que toman partido, se interponen o se añaden al rebumbio. La plaza es un lugar de paso, de reunión, sobre rodo al salir de misa, de juegos y de bailes cuando hay fiestas o bodas, de música, de espec­ táculo cuando se instalan en ella provisionalmente un buhonero, un mé­ dico o un dentista, de mercado y de negociaciones diversas, en particular cuando se trata de alquilar los servicios de los segadores o de algún cria­ do. Los vecinos defienden celosamente sus derechos sobre ese espacio vital que los pone a todos en contacto y permite los intercambios con los «forasteros». Los miembros del reino de juventud local reclaman en la

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blo vecino para participar en los jolgorios. La plaza es, por excelencia, un terreno de exhibición muy valorado donde los conflictos son nume­ rosos, pero se controlan de cerca, pues las acciones transcurren a la vista de todo el mundo y hay que seguir imperativamente las normas del ho­ nor para evitar una vergüenza que recaería sobre toda la familia. La pla­ za es muy criminógena, pero menos de lo que cabría esperar, ya que ro­ dos los asuntos que emergen de las fuentes judiciales ocultan la masa mucho más importante ele los que no llegan a cuajar en conflictos san­ grientos o simplemente se acaban con una ganancia simbólica. La plaza permite con frecuencia yugular las animosidades, sobre todo porque muchos juegos viriles disuelven allí los excesos de combatividad, (.lando a los contendientes las victorias públicas que éstos desean, como lo hará más tarde el deporte de alto nivel. La iglesia y el cementerio tienen un papel análogo. Sagrados por de­ finición, no están exentos, sin embargo, de múltiples actividades pro­ fanas hasta finales del siglo xvi, cuando las Iglesias imponen cada vez más el respeto a esos lugares. Antes, la casa de Dios acoge numerosas actividades laicas, como las transacciones de tipo económico. Los mozos también tienen la costumbre inveterada de reunirse a la entrada para cortejar a las chicas, y las peleas por la preeminencia entre señores son moneda corriente. Alrededor del edificio, el atrio parroquial, raras veces cerrado, sirve de asilo para los criminales perseguidos por la justicia y conoce una animación permanente, en particular cuando se celebra la fiesta de los Difuntos, con bailes, jolgorios v comilonas. Los mozos gustan de deambular por allí de noche, v no es raro que se produzcan disputas y homicidios entre las tumbas, y hasta dentro de la misma igle­ sia. La tarde del domingo 9 de agosto de 1523, una docena de vecinos de La Couture, en Artois, instala una mesa en el cementerio del pueblo vecino de Locon, en la que comen y beben, asediando durante cuatro horas a sus enemigos. Estos últimos, originarios de la parroquia, refugiados en la iglesia, tocan las campanas para pedir ayuda. También son frecuen­ tes las emboscadas y los duelos dentro de los cementerios o las iglesias: entre 1470 y 1660, se tiene constancia en Erancia de una cincuentena de casos protagonizados por nobles.2" Lo mismo que en las plazas, el uso de la violencia en esos espacios tiene como objetivo hacer que la acción sea perfectamente visible v ex­ traordinariamente memorable, a fin de magnificar el honor del protago­ Si tl.irt (..ItTi'Il. hloiid ¡Hid U/íVi >H < Ht i

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nista y de los suyos, aunque se trate de plebeyos. Durante la Edad Media es algo bastante gencriilizíido, ¿i ¡uzgtir por la reiteración de Jos estatutos sinodales que prohíben el derramamiento de sangre y esperma en esos lugares sagrados. El hecho de que no se pueda ya practicar allí el culto o enterrar a ios muertos hasta que el lugar no haya sido de nuevo consagra­ do no parece impresionar demasiado a los asesinos. Estos últimos repre­ sentan, no obstante, una pequeña minoría comparada con todos los que acuden pacíficamente. Esos homicidios, voluntariamente espectaculares, son transgresiones asumidas de unas reglas seguidas por la mayoría. Las iglesias y los cementerios no se libran de los enfrentamientos homici­ das, como no lo hace ningún otro lugar de reunión de la época. Pero no hay que interpretar los incidentes de que tenemos constancia como la expresión de una locura sanguinaria universal, sino al contrario, como excepciones, pues en todos los lugares públicos, laicos o consagrados, la agresividad normalmente se controla. Los mecanismos colectivos de pa­ cificación impiden que un gran número de conflictos potenciales o con­ fesos concluyan de forma trágica. Es el caso también de la taberna. Ese lugar es, a primera vista, una escuela del crimen, de tan numerosos como son los ejemplos de homici­ dios perpetrados entre sus paredes y a su puerta. Pero eso es olvidar que todo desliz mortal viene compensado por centenares de frecuentaciones tranquilas y por múltiples ejemplos en los que la pelea se ha limitado a provocaciones, insultos o golpes, sin desembocar en tales extremos ni dejar rastro en los archivos. La leyenda negra de las tabernas nació en la segunda mitad del siglo xvi, cuando se multiplicaron las prohibicio­ nes de visitarlas durante los oficios religiosos, los domingos o las fiestas de guardar, así como los reglamentos que limitaban su apertura a las horas diurnas y los días laborables. Hasta entonces, dichos estableci­ mientos desempeñaban en realidad un papel primordial de pacificado­ res, definiendo unas reglas de comportamiento asimilables a una forma de «urbanidad» popular, destinadas a limitar las expresiones de violen­ cia preconizadas por el código de honor masculino. La taberna es un Jugar fundamental que se halla generalmente en el centro del pueblo, no lejos de la iglesia y del cementerio, como demues­ tra Pictcr Brueghel el Viejo en un grabado de 1559 que representa la kermesse de 1 loboken. En la plaza, donde la multitud se dedica a una gran variedad de juegos, chicos y chicas bailan en un corro delante de la taberna, frente al cementerio, mientras una procesión llega a la iglesia, pasando ¡unto a los espectadores de un teatro al aire libre cuvo escenario

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acompañados por un músico salen de una segunda taberna muy grande y atestada de clientes, contra la pared de la cual un tipo está orinando. Las tabernas, reconocibles por sus ensenas con imágenes inconfundibles para los numerosos analfabetos, acogen también a las mujeres y los ni­ ños, y allí se realizan múltiples funciones. Allí se tratan asuntos comercia­ les, comunitarios y familiares. Se redactan contratos por escrito para contratar mano de obra, vender o comprar tierras, preparar una boda o firmar la paz entre enemigos viscerales. Más a menudo todavía, las tran­ sacciones son verbales, ante testigos, y se concluyen pagando la ronda de «vino del trato». Casamenteros y mediadores encargados de desactivar una venganza sanguinaria lubrican allí los engranajes de las relaciones humanas. Por la taberna pasan cómicos, músicos y personas capaces de comentar un edicto o de aclarar una duda jurídica. Allí se mezclan con los demás los eclesiásticos y los nobles antes de las «glaciaciones mora­ les» del siglo xvn, tomando parte en las diversiones y las bromas. Los niños aprenden allí lo dura que es la vida, como ese niño de 5 años al que su padre quiere enseñar a beber como él y que vomita dos o tres veces y luego se cae borracho al suelo en La Cauchie, Artois, en abril de 161 ó?1 Principal lugar de sociabilidad del pueblo, el microcosmos de la ta­ berna está regido por normas muy estrictas. La cortesía no es la de la «civilización de las costumbres» que describe Norbert Elias. Pero si los códigos imperantes parecen rudos, son, sin embargo, lo bastante efica­ ces como para permitir que coexistan durante muchas horas, y a veces días enteros, individuos armados, muy quisquillosos en asuntos de ho­ nor, y cada vez más pendencieros a medida que circula el morapio. Una regla de conducta exigente se impone al recién llegado y es la de saludar a la asistencia, no sentarse con otros sin ser invitado a ello y dejar contra la pared las armas más temibles, por otra parte difíciles de manejar en ese espacio reducido cuando está superpoblado. Son pocos los que se sepa­ ran de su cuchillo de cortar el pan, uno de los últimos recursos, con los pesados vasos, en caso de ataque. En aras de la seguridad, muchas veces las jarras de cerveza metálicas tienen el fondo de cristal y la navaja se deja delante, para que su propietario pueda empuñarla en caso de necesidad. Compartir el espacio no significa promiscuidad. Cada uno debe mante­ nerse dentro de su «escote», es decir, dentro del perímetro atribuido a un individuo o a un grupo, separado del de los demás por unas fronteras bien precisas pese a ser normalmente invisibles. Entrar o salir del esta21

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blecimiento, incluso para satisfacer necesidades fisiológicas, es correr un riesgo. Al pasar cerca de alguien, es importante manifestarla ausencia de hostilidad con el gesto y la palabra, para que éste no se sienta amenaza­ do. La salida del local es particularmente peligrosa, pues un enemigo puede aprovecharla para cortarle a uno el paso, emboscarse fuera o pre­ tender que lo han empujado o desafiado. Una vez cruzado el umbral, desaparecen las garantías tácitas de la no agresividad ligadas a la mirada colectiva que impone la paz o exige unas formas para admitir la validez de un conflicto. Beber juntos es una señal importante de solidaridad. Los artesianos utilizan la expresión beber y hacer las paces para solucionar una disputa. Las normas imperativas que codean ese momento de convivencia obliga­ toria indican su alcance. El recién llegado paga su «bienvenida» para integrarse en el grupo; el que se va, su «despedida» para salir de él, en señal de apaciguamiento en ambos casos. El rito prolonga el acto de deponer las armas y enmarca dos momentos de inquietud, pues el hom­ bre sentado se halla en posición de inferioridad en caso de ataque brutal por un personaje en movimiento. Si uno pasa sin detenerse junto a un «escote» sentado a una mesa, es preciso desactivar la tensión con una frase amable: «¡Que aproveche, señores’.», (lomo respuesta, los clientes aludidos ofrecen de beber al recién llegado, y éste acepta un trago antes de alejarse. El saludo recíproco es una declaración de no hostilidad. La negativa a respetar estos preceptos significa lo contrarío. Por eso sólo sutilmente se puede buscar camorra más tarde, con un pretexto que pa­ rezca aceptable a los demás, si uno ha demostrado su normalidad me­ diante el ceremonial que las relaciones exigen. Provocar una pelea es todo un arte en esas condiciones. El momento de pagar el escote colectivo constituye una buena ocasión si uno es ca­ paz de demostrar que el reparto de los gastos no es justo. Otra táctica consiste en beber a la salud de alguien. Al interesado toca entonces pa­ gar la siguiente ronda y corresponder con el brindis. No hacerlo se con­ sidera una afrenta inaceptable. Algunos utilizan con habilidad los códi­ gos, cargando su acción con una nota peyorativa pero velada que suscita la ira del interlocutor. Obsequiar alimentos y bebidas, que es un signo corriente de amistad o de respeto, puede ocultar una ofensa si el lengua­ je simbólico usado es despreciativo. Lo mismo ocurre en Artois si se pone saúco como rama de mayo delante de la casa de una muchacha casadera, ya que el arbusto es signo de hediondez en la cultura local. Robar un obietn nersonal Sobre rodo nn nrm-.i un «nmkrprn Iinu nlii-

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como broma se soportan mal cuando atacan el honor del personaje. Tirar de la barba es un insulto insoportable, porque el adorno piloso es signo de la virilidad de su portador. Pero más aún: los graciosos que orinan desde el altillo sobre una mesa de abajo, en el sombrero de al­ guien o a sus pies, saben hasta qué punto su acto es intolerable. Al marcar así su territorio y certificar que su masculinídad es superior a la del humillado, proponen un pulso que pierde enseguida su carácter lúdico. Son pocos, sin embargo, los que se atreven a utilizar en público los insultos supremos, los relativos a la pureza de las mujeres de la fami­ lia del adversario y sobre todo de su madre. Gomo en los suburbios franceses del siglo xxi, enviar a un joven macho «al cono de su madre» o «cagarse en ella» no deja más recurso que una respuesta sanguinaria para lavar la afrenta. Tenemos muchos ejemplos de nobles que participan en las fiestas, bailes y juegos, que frecuentan la taberna, compartiendo antes de la boda la cultura de los reinos de juventud, y que se constituyen a veces en ban­ das socialmente homogéneas. La distancia con los plebeyos registrada a partir del siglo xvn no se da anteriormente. En 1529, monsieur de Charnacc, señor del Gué d ’ Argént, y su hijo pasan a caballo por un pueblo y reciben en la cabeza el contenido de un orinal. El domingo siguiente, al salir de la misa mayor, oyen esta canción: Monseñor del Gué d’Argent. y su hijo igual que el, montados en un jumento, bien recibieron meadas.

El mismo año, Chiles de Montfort y su primo Rene Darmoyens, que viven en Esvres (Indre-et-Loire), llegan de buena mañana al mesón, co­ men, luego van dos veces a «jugarse el vino a la pelota», antes de volver a beberse la apuesta, y después siguen bebiendo hasta la noche. En 1536, un grupo de cuatro o cinco nobles conducidos porEran^ois de Kergonnonaon y Alain Le Mesguen, que parecen constituir una ban­ da de jóvenes, va de taberna en taberna, de un lugar no citado a la capilla Saint-Yves, donde los invita un tal Jcan Prigent; luego se separan. Sin duda se trata de bretones, como Julien de la Gouldre, gentilhombre, que reside en Noyal (Morbihan). En 1551, después de cenar, recorre las ca­ lles de la villa de Limcrzcl con sus amigos, detrás de un tocador de tam­ boril. Como el patrón de una taberna les niega la entrada tratándolos de

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En 1552, Guillaunie de Montamat, lugarteniente del castillo de Penne, en el senescalado de Agenais, recibe el aviso de que un hermano converso está encerrado desde hace tres días con una puta. Sitia la vi­ vienda con varios compañeros. Id religioso huye por la ventana. Una patrulla lo atrapa, van a buscar músicos, lo despojan de sus vestidos, lo atan a la prostituta, a la cual ponen su capucha, y lo devuelven al con­ vento pasando por la calle mayor, «con acompañamiento de sartenes y calderos». Como en los casos anteriores, esas prácticas son las comunes de los mozos del pueblo que invaden el espacio local, con la música a la cabeza, los días de fiesta. El último ejemplo describe el equivalente de una cen­ cerrada, normalmente celebrada cuando se casa un viudo. Pese a su títu­ lo de oficial, el que dirige la comitiva no se coloca en un plano legal. Es­ tigmatiza de forma tradicional un descarrío sexual, aquí cometido por un individuo que ha hecho voto de castidad. También es en nombre del derecho eminente de los mozos a vigilar las costumbres de la parroquia como actúa Guillaumc Blanc, barón de Montagu, en Roucrguc; al me­ nos esto es lo que pretende sugerir. En 1552, con algunos mozos, va a buscar a la villa de Vabrc una «pelandusca» llamada Jehanne Boissonne, mantenida «lúbricamente» por un tal Lovs Ozcil. Rompen la ventana, llevan a la chica desnuda hasta un prado cerca de su casa, «luego la obli­ garon a vestirse, se la llevaron a su casa y la gozaron».” Mattinata en Italia, vito en Andalucía, roughmuaiem Inglaterra, ketelmusik en las regiones de lengua flamenca. Kaftén musík. en Alemania, el charivari o cencerrada, que también se llama /aire le chat en Borgoña, recuerda el derecho fundamental de vigilancia de las costumbres otorga­ do a la juventud masculina en las sociedades campesinas europeas antes de que la Reforma y la Contrarreforma impusieran la nueva disciplina social. Esa costumbre revela la función confiada a sus miembros a cam­ bio de su aceptación de unas normas y unos condicionantes sociales: actuar como la conciencia de la comunidad y estrechar periódicamente los lazos entre ésta y la tierra nutricia. Bajo la capa del cristianismo, lo que hacen los mozos es perpetuar unos ritos de fecundidad. Son los en­ cargados de garantizar las posibilidades futuras del grupo y apartar los peligros. En virtud de un pensamiento aún fuertemente teñido de magia simpática, son, en efecto, los más capaces de atraer unas fuerzas idénti22, Pterrc de V;nssivrv, . i .......... / f. . ¿ f

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cas a las que los mueven y que demuestran en sus incesantes exhibicio­ nes de virilidad. Los mayores los autorizan por ello a poner periódica­ mente el mundo cabeza abajo, con ocasión del carnaval y de muchas otras fiestas de inversión, durante las cuales los no establecidos dirigen temporalmente la comunidad. Hacen entonces una especie de aprendizaje del porvenir, gozando de los placeres normalmente prohibidos a los chicos de su edad, a la vez que concentran en el terruño la energía vital de la que son portadores, para mayor beneficio de todos. Como es imposible reprimir su potencia sexual sin producir graves tensiones, la sociedad pueblerina la canaliza para ponerla al servicio del bien común. A los mozos también les conviene, pues se benefician de una manga muy ancha durante las numerosas fies­ tas que jalonan el año. Aunque todavía no se haya inventado el deporte moderno, son muchas y muy rudas las competiciones físicas que contri­ buyen a agotar su exceso de energía, al tiempo que tranquilizan a los espectadores adultos en cuanto a las capacidades de su progenie para enfrentarse al futuro. Entre las expresiones de la vitalidad parroquial encarnada por la ju­ ventud masculina figuran unas diversiones violentas directamente liga­ das a los ciclos agrícolas. Esos «juegos profundos», según la expresión de Clifford Geertz, revelan la visión que toda la sociedad tiene de sí mis­ ma, de la misma forma que las peleas de gallos en Bali explican el con­ junto de la cultura local.21 En toda Europa hay competiciones de gran brutalidad que oponen a los mozos de dos pueblos o, en la ciudad, a los mozos de una parroquia con los hombres casados, alrededor de una pe­ lota disputada durante horas en un campo de juego. En Inglaterra, como en Erancia, son frecuentes los heridos, a veces incluso hay muertos, du­ rante furiosos enfrentamientos sin más regla que vencer. Muy aprecia­ da en Picardía, Normandía y Bretaña, la sotile—la choule en Artois— se juega durante las fiestas, anunciada con repique de campana, en la época del carnaval y de la Eicsta de las Antorchas. Los vencedores consideran que la cosecha será buena, una interpretación que hace pensar en un antiguo rito de fertilidad destinado a pedir, en pleno invierno, la vuelta del sol representado por la pelota. Con el mismo fin y según el mismo simbolismo de la luz fecundante, durante la Eiesta de las Antorchas los mozos golpean los troncos de los árboles con antorchas encendidas. Du-23 23. í.littord Ciccrt/., l/’c in{í'rprffuf!f>n of (.ithitre Sflech'd (.■specialnicnie «Dci’p Plav». pans. 412-45 3. Vea.se i.unbién 1 R línll

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rante los partidos de soule, la dureza del enfrentamiento, visible también en los juegos de pelota italianos del calcio de Florencia o del pallone en Siena, indica la intensa competición que opone a las comunidades veci­ nas para evitar la retracción de su espacio vital y la invasión de su merca­ do matrimonial. La victoria constituye un signo de vigor y de éxito colec­ tivo. Esta es la razón por la cual el boxeo apasiona a las multitudes en Inglaterra en el siglo xviri. Asimismo, las grandes ciudades italianas de­ sarrollan la emulación entre barrios cuando organizan unas justas náuti­ cas o batallas rituales para controlar un puente, siguiendo el ejemplo de las que enfrentan a los pescadores con los obreros del arsenal de Vcnecia en el siglo xvi.24 Estas manifestaciones, que son como himnos a la potencia viril, cul­ minan con los combates entre anímales o los juegos que acaban con la muerte de éstos. La correlación establecida entre la fuerza humana mas­ culina y la sangre vertida en la tierra sustituye a los sacrificios prohibi­ dos por el cristianismo para asegurar simbólicamente la fecundidad de las mujeres y los campos. En Inglaterra, en tiempos de Isabel 1, son muy apreciados los espectáculos en los que se enfrentan unos perros con un toro, un oso o un tejón. En España, el toro puede tratarse de forma idéntica, pero la manera más popular, antes del siglo xvm, es la corri­ da en la que unos aristócratas a caballo intentan matarlo con la lanza y sólo ponen pie en tierra para rematarlo con la espada si está herido. El «toro de fuego», que corre de noche con llamas entre los cuernos, recuerda de forma aún más precisa un rito de fecundidad.2'’ En otras regiones, se usan animales más pequeños en tradiciones festivas sangui­ narias. La oca, por ejemplo, se sacrifica en Champaña, en Birmingham, en Roma y en Toledo en distintos momentos del año. En Ypres lanzan gatos vivos desde la torre del campanario el miércoles de la segunda semana de Cuaresma. En París, hasta el siglo xvni, los cuelgan metidos en un saco encima de la hoguera de San Juan dedicada a la fecundidad. En Beaumetz-les-Loges, cerca de Arrás, sabemos que ya en 1414 cele­ bran una fiesta que consiste en matar un cerdo lanzándole hoces, y por eso al pueblo lo llaman «Beaumetz Pourchelet». «Abatir» un animal expuesto lanzándole piedras, palos o cuchillos es una costumbre que está bien documentada a partir de los últimos siglos de la Edad Media 24. Rollen (, O;i\is. I he Wir
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en un área que abarca Champaña, Picardía y el actual departamento Norte, donde ciertas diversiones populares fueron reintroducidas a fi­ nales del siglo XX.2í‘

El domingo 19 de mayo de 1624 se celebra en La Bassee (Norte) la fiesta de la cofradía del juego de armas para designar al nuevo rey de la juventud para todo el año. David Leturcq, que deja el cargo, asiste a la misa con sus compañeros. Todos entran en el Ayuntamiento, donde debe celebrarse el banquete que precede a la competición para atribuir el tí­ tulo. David se pelea con los demás porque quiere proceder inmediata­ mente, mientras que sus compañeros se niegan en nombre de la costum­ bre según la cual primero hay que comer. Ante su «cólera y su furia», se marchan. El también sale, se encuentra entonces con Eremin Pollct, otro de los mozos. Ignorando lo que ha pasado, Eremin le propone: «¡Vamos a comer!». Euera de sí, David le grita: «¿O sea que quieres comer? Y sin embargo no has ido a la misa», desenvaina la espada y le da un golpe en la cabeza. El herido muere al cabo de unos días. El culpable aduce como atenuante un fracaso sentimental. Al no haber logrado «casarse con una determinada muchacha a la que quería», se vio empujado a la desespera­ ción y a la orgía, dándose a la bebida día y noche hasta el punto de «per­ der la conciencia y el sentido».2’ El despecho no sólo es amoroso. Parece evidente que David sopor­ ta muy mal perder el prestigio que va unido a su título. Ha dirigido du­ rante un año un grupo reconocido por las autoridades municipales, que autorizan a los cofrades a portar armas para defender el país, en las gran­ des ciudades de los Países Bajos borgoñones y luego españoles, a fin de controlar los excesos juveniles. El soberano perdona en general ios acci­ dentes sangrientos, tanto en ese marco formal como en otros, Las cartas de indulto que David Leturcq pide al emperador Carlos V insisten en la ira, que fue más fuerte que su borrachera, Otros solicitantes invocan la «imbecilidad» de la juventud. Guilbert Racine, de Pontarlier (Doubs), explica así el robo de unos pavos a un procurador cometido con unos cómplices «a modo de pasatiempo, estando entonces en la edad de la

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adolescencia», por el cual fue desterrado durante seis anos del Franco Condado en enero de 1620. Entonces está perfectamente admitido que los chicos se comporten de forma brutal, impulsados por la «locura de la juventud». Esa expresión se emplea en la petición de gracia presentada porjaspard Baillon. En abril tic 1641, siendo residente en las afueras de Valencíennes, en la casa de su padre, «en calidad de hijo de buena fami­ lia», oye a su padre quejarse de un vecino que acaba de insultarlo en la calle amenazándolo de muerte. «Encendido l... I y movido por la locura de la juventud I ex calore inicinicM, con esas primeras emociones que la propia naturaleza no permite dominar», toma su escopeta, sale al en­ cuentro del individuo y lo hiere de bala en el hombro. El hombre sobre­ vive y no queda inútil, alega Jaspard, y luego «se reconciliaron y se jura­ ron una buena concordia y una unión inviolable en nombre del cielo y de su mutua pacificación». Obtiene fácilmente ia anulación del destierro por diez años que la justicia le había impuesto. La imagen muy indulgente de los «hijos casaderos» incapaces de controlarse contrasta vivamente con una definición moral contemporá­ nea extremadamente negativa que insiste en los numerosos pecados co­ metidos a esa «edad peligrosa» y «sombría». Según parece, hay cinco que le son propios y constituyen el colmo de la depravación humana: el orgullo, la búsqueda del placer sensual, la burla de las gentes y las cosas sagradas, la temeridad y el impudor.-’9 Los juristas que redactan las peti­ ciones de gracia para los homicidas, tanto en los Países Bajos como en Francia, no están ni mucho menos convencidos. Transcriben una con­ cepción muy comprensiva de las autoridades, al menos hasta los grandes cambios de los siglos xv i y xvi 1. Esa visión concuerda con la del pueblo, para quien la violencia juvenil es perfectamente normal y excusable, siempre que no rompa con las tradiciones establecidas, teniendo en cuen­ ta el exceso vital que impulsa a los interesados y su incapacidad para controlarlo: ¡son cosas de la juventud! Peleas, desafíos y duelos no son algo reservado a los nobles. Forman parte de la trama ordinaria de la existencia de los jóvenes, y todo el mun­ do lo sabe. El primer domingo de julio, a principios del siglo xvn, varios mozos se han reunido para pasar el rato en un patio cercano a la iglesia de Noycllcs-Godault (Paso de Calais). Llegan otros tres, de Dourgcs, un pueblo vecino. «/Quien va?», pregunta uno de los primeros. «¿Que bus-

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cas?», le responde Philippe Guilbaut, el criado del molinero de Dourgcs, que enseguida empieza a Tirarles piedras, hiriendo a uno de ellos, Jacques Bretón, en la cabeza. «Encendidos de ira y de disgusto», los interesados se lanzan contra los agresores. Guilbaut recibe bastonazos en el cráneo y en el cuerpo; los otros explican que llevan los bastones para apoyarse... Guilbaut muere al cabo de veinte días por falta de cuidados, según los acusados. En Ncuf-Berquin (Norte), el domingo 5 de septiembre de 1604, Paúl Dufour y su cuñado se encuentran por el camino con Mathieu Choix y el suyo. Primero se dan las buenas tardes y luego uno del segun­ do grupo exclama: «Son buena gente», y añade refiriéndose a Paúl: «¡Qué guapo eres!». «Tan guapo como tú», le contesta este último. Luego, azu­ zado por Mathíeu, que le pregunta: «¿A cuál quieres de nosotros dos?», Paúl responde: «Si se diera el caso, me gusta tanto el uno como el otro». El interlocutor saca la espada y, blandiendo un cuchillo con la otra mano, ataca a Paúl. Ambos son retenidos por unos espectadores, pero consiguen liberarse y luchan. Herido de una puñalada en la espalda, Mathieu mucre una hora más tarde. El asesino está casado, tiene hijos, pero ha conserva­ do sus costumbres de juventud. Hace constar que ha hecho las paces con la «parte interesada» antes de solicitar y obtener el indulto. Una pelea puede surgir sin una gran causa aparente. Aunque el ori­ gen este en odios ocultos, el príncipe y los juristas creen aceptable otor­ gar el perdón por un acto cometido como consecuencia de un desafío. Pues más allá de un motivo confesado que puede parecer fútil, se trata siempre para el culpable de defender su honor y de no quedar mal en público. En Lille, en la taberna Les Eaucillcs, en marzo de 1605, un maes­ tro cirujano se enzarza en una larga disputa con un individuo que le ha arrebatado el cordón del sombrero, decorado con una medalla. A la sali­ da, borracho v furioso, acaba golpeándolo en el pecho con una «pequeña navaja que llevaba», de forma que la víctima mucre poco después. Jcan Boury, huérfano, expósito de Tournai (Bélgica) convertido en párroco de una iglesia de la ciudad, amenaza con pegar a una chiquilla que asiste a su escuela porque se burla de él por la calle. Ella se queja a su padre: se produce la pelea, lean hiere al otro en el hombro con su corta­ plumas. El herido muere tres semanas más tarde. En Quienville —hoy Hondeghem—, en la Elandes francesa (Norte), el 22 de julio de 1609, día de María Magdalena, Pierre Bazeur, de 19 años, de Saintc-Marie-Cappel, cerca de Gassel, sale de la taberna para acompañar a su casa a una mucha­ cha. (ionio no tiene armas para defenderse, toma la espada deJacques de Quíck, un chico de su misma edad, sin decírselo a este último, que es * ] * 1 1

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do llevándote mi espada para luchar con los mozos». Le devuelve el arma a su propietario, diciendo que no le ha hecho ningún mal, pero le pregun­ ta quién se lo ha dicho. El interesado señala a su primo, que recibe una bofetada magistral que lo tumba sobre el banco. Jacques sale en su defen­ sa. En la riña subsiguiente, resulta herido en el costado izquierdo. Tras guardar cama durante cuatro semanas, muere al cabo de cinco o seis me­ ses, «habiendo perdonado varias veces al susodicho Bazeur»?' Otorgadas en gran número por los reyes de España para los Países Bajos meridionales hasta 1660 y por los reyes de Francia hasta la Revolu­ ción, las cartas de indulto de las que proceden estos relatos permiten acercarse al fenómeno de la violencia homicida y conocer su parte juve­ nil?1 Nos indican que más de dos culpables artesianos de cada tres hu­ yen después de cometer el crimen. El 4 % se hacen soldados para obte­ ner la inmunidad judicial mientras están sirviendo. Sólo el 12 % va a la cárcel. La situación de los demás es desconocida, lo cual significa que no fueron capturados. Esa indiferencia masiva de la justicia no se debe úni­ camente a la falta de medios. Refleja sobre todo una gran indulgencia frente a los que matan a un ser humano. Como el acto, no obstante, es inadmisible en derecho y debería comportar una pena capital, el redac­ tor de la solicitud de perdón, un jurista buen conocedor de las sutilezas legales, envuelve con excusas absolutorias el relato en bruto que le hace el culpable. Estas no reflejan la realidad de los hechos, sino la visión que las autoridades tienen del sujeto ideal, atrapado por la mala suerte en un engranaje desastroso que nada tiene de criminal y que puede por lo tan­ to ser perdonado. De media, cada uno de tos que obtiene el indulto da dos justificaciones. En primer lugar figura un dictamen positivo de ofi­ ciales o de protectores, seguido de la buena reputación del interesado, y luego la evocación de la Pasión de Cristo, cuya memoria debe impulsar al príncipe a tener compasión del pecador, y después se invoca la legíti­ ma defensa. En algunos casos se aducen otros argumentos; por ejemplo, se Índica que el asesino es el sosten de la familia o de sus padres, que sin él morirán de hambre. Citada ciento cincuenta veces, esa indicación aumenta mucho en el siglo xvn, momento en el que encontramos doce menciones de hijos de viudas. En pocos casos se invoca la embriaguez (veintitrés veces), pues los edictos del monarca la consideran una cir­

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cunstancia agravante, Pero el relato permite constatar su presencia masi­ va. Como los oficiales son tan capaces de constatarla como el historiador, esto significa que los indultos deben respetar esencialmente unos códigos preestablecidos en los que cada información figura en un lugar específi­ co. Las contradicciones con la continuación del relato no preocupan a los responsables de comprobar el documento. No pretenden una coheren­ cia absoluta sino simplemente determinar sí hay mentira acerca de los golpes mortales, para identificar unos hechos cometidos por odio o con emboscada, que en principio no pueden ser objeto de indulto. En Artois, de 1400 a 1660, más del 80 % de los homicidios se come­ ten en pueblos. La zona más criminógeua no es el «País Alto» fronterizo con la Francia enemiga, sino el «País Bajo» septentrional, limítrofe con Elandes, donde hacia 1469 sólo vive el 40% de la población. Hay una media luna sangrienta que se extiende desde Saint-Omcr hasta la región de Lalleu, pasando por Béthunc, a lo largo del límite actual entre el de­ partamento del Paso de Calais y el del Norte: 37 parroquias rurales de ese sector conocieron 726 homicidios durante la época estudiada. Sin em­ bargo, algunas localidades no son muy grandes, como Laven tic, donde se producen 61 homicidios perdonados. Las diferencias esenciales entre las dos partes hay que buscarlas en las costumbres y los modos de vida. En el sur, donde la vida comunitaria es muy intensa, abundan los peque­ ños pueblos y hay pocas ciudades, predomina la alianza conyugal y se deja la tierra a los hijos deseosos de quedarse en ella, gracias a la libertad de mejora de la que disponen los padres. El norte da mucha más impor­ tancia al linaje, por influencia directa del derecho flamenco, conoce más riñas mortales, está más urbanizado, reúne comunidades rurales mayo­ res, v presenta prácticas sucesorias en las que prima la igualdad entre los hijos de todos los lechos, no siendo ninguno bastardo por su madre. Parece que el acuciante problema de la dispersión de los patrimonios por la presión demográfica puede haber contribuido a aumentar la vio­ lencia en esa región, Se ha observado, además, que las grandes revueltas campesinas de finales de la Edad Media se multiplicaban en las zonas de igualitarismo precoz, como I'Tandes y Normandía. También se ha visto que, en Bretaña, la división igualitaria provocaba una intensa y constan­ te competición entre los herederos.’2 Se añaden rasgos culturales, como la diferencia de lengua, ya que en el norte del condado de Artois, cerca

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de Saint-Orne r, se hablaba flamenco. El lugar de la mujer en la sociedad también es muy distinto, como atestigua una gran caza de brujas que tuvo lugar en Flandes, mientras que en el Artois meridional es poco im­ portante. El caso de la comarca ele Lalleu, de la que depende Laventic, es por otra parte excepcional: enclavada en tierra flamenca, posee sin embargo costumbres parecidas a las del sur, lo cual provoca tal vez unas tensiones suplementarias para conservarlas. La situación del hijo casade­ ro no es en absoluto idéntica en dos universos tan alejados. La agresivi­ dad juvenil, ya ampliamente desarrollada por las tradiciones de la época, responde también a una angustia en la región igualitaria, donde se perfi­ la la cruel perspectiva de acceder a un estatus social netamente inferior al del padre cuando se tienen demasiados hermanos y hermanas y la he­ rencia se encoge como piel de zapa. El retraso de la edad de matrimonio en el siglo xvii hace que la situación aún sea más explosiva al retrasar el acceso a una sexualidad legítima, precisamente en un momento en que el encauzamicnto moral de la Contrarreforma se hace más riguroso. La dureza de los enfrentamientos indica entonces que los mecanismos tra­ dicionales de la violencia ritual juvenil se desregulan bajo el efecto de la multiplicación de los factores negativos, y que a veces desembocan en una rabia asesina. Pero esto no es lo más corriente. Las acciones homicidas siguen un ritmo temporal preciso, calcado de la exhibición de los jóvenes gallos ansiosos de brillar ante las muchachas. La culminación de la violencia en Artois se alcanza durante la estación calurosa, en mayo, junio y julio en la primera mitad del siglo xvi; en mayo, en ia segunda mitad; y en junio y julio en el primer tercio del siglo xvn. Ese aumento procede directamen­ te de una intensificación de las relaciones de sociabilidad. Al final de la estación fría, durante la cual la violencia se ha reducido, la agresividad vuelve a repuntar durante el carnaval y sobre todo después de Pascua. En esa época se inicia el período del cortejo, en que los machos solteros deben demostrar su virilidad para acrecentar su valor en el mercado matrimonial. La subida hormonal coincide con una cultura de la compe­ tición entre los mozos, en una época en que las ocasiones para los en­ cuentros aumentan. Mayo es el mes establecido para cortejar a las chicas en grupo; julio, el de los ducales. Pese a la ausencia de precisiones en muchos casos, sabemos que al menos el 42 % de los homicidios se producen en domingo o festivo, días que, sin embargo, representan sólo poco más de la cuarta parte del año; sobre todo a última hora de la tarde, seguida de la noche o después de

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es el crepúsculo, cuando las campanas dan las vísperas. La plaza, el mer­ cado, la iglesia y el cementerio son los lugares de exhibición y de desafío, pero Jos combates mortales no son frecuentes allí. Son más numerosos en los caminos, pero donde más se producen es en la taberna o a la salida de esta. Casi un acto violento de cada dos se desarrolla durante una larga estancia en la taberna o después de ella, incluso en el siglo x\'(!, cuando las prohibiciones de frecuentarla se multiplican. La sangre y la cerveza fluyen a borbotones en ese indispensable espacio de convivencia, teatro de la vida y de la muerte. Los relatos de ios acusados omiten prudentemente las circunstancias que podrían significar la denegación del indulto. No son, por tanto, muy fiables para contabilizar con certeza el número de individuos que han participado en los combates mortales. Lo más corriente parecen ser ios duelos, ya que el 54% de los atacantes y el 62 7o de las víctimas dan a entender que estaban solos. El 22 7o de los primeros actúan con un acóli­ to, así como el 18 7> de las segundas. Es más raro un número superior de protagonistas, tanto de un lado como del otro, pero el 8 7o de los homici­ das y el 9 % de los difuntos se hallan implicados en riñas colectivas en las que son secundados por más de cuatro personas. La frecuencia de los duelos aumenta durante la segunda mitad del siglo xvi. Por el contrario, el total de las peleas de grupo, muy elevado en el siglo XV, se reduce a la mitad en el segundo tercio del siglo XVIi, como consecuencia de un edicto real que ordena castigar a los participantes en una riña mortal tan dura­ mente como a los culpables. No es seguro, en ambos casos, que se trate de un cambio real, pues los que solicitan el indulto pueden omitir las complicidades, a fin de evitar que sean perseguidos parientes o amigos. Sólo conocemos el origen social de la mitad de los acusados y del 29 7> de las víctimas. Por lo tanto, sólo podemos indicar tendencias ge­ nerales. Los hombres de Iglesia no son menos violentos que los demás: constituyen el l ,5 7> de los agresores, lo cual corresponde a grandes ras­ gos con su peso numérico, pero el 7 7o de los agredidos. Los nobles, en cambio, matan en más del 7 7o de los casos y sucumben en el 3 7> de los enfrentamientos, aun cuando no son más numerosos que los eclesiásti­ cos en la sociedad de la época. El mundo rural se lleva la parte del león, con el 59 % de los agresores y el 49 7o de las víctimas. Los habitantes de las ciudades están poco representados, son el 1 3 % v el 17 % respectiva­ mente. finalmente, los soldados, muy presentes en una provincia fron­ teriza que a menudo está en guerra, son el 17 7o de los homicidas y el 20 7> de los difuntos. La cultura militar de estos últimos los lleva a partí-

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y los pueblos, donde más a menudo pierden que ganan. 1.1 uso de la vio­ lencia sanguinaria no respeta a ninguna categoría de la población. No obstante, algunas salen mejor parados que otros, lo cual indica que son duchos con las armas y están habituados al combate. Tal es el caso, lógi­ camente, de los nobles. Pero los campesinos no se quedan atrás, especial­ mente ios más ricos, calibeados de labradores, v los más pobres, los jorna­ leros sin tierra. Las cifras indican que no sólo se enfrentan entre ellos y que son más a menudo vencedores que vencidos cuando el rixal es un ciudadano, un soldado, y hasta a veces un noble, listos últimos luchan una vez de cada dos con un pechero, alzándose a menudo con la victoria. Su brutalidad homicida se desencadena sobre todo en el siglo xv, cuando supera el tercia de los casos, luego disminuye mucho y en el siglo xvn se establece en un -I En esa época, los indultos ya no son sino para hidal­ gos modestas, muchas veces soldados. Iodo indica que la aristocracia se retira masivamente de la sociabilidad ordinaria para refugiarse en su al­ tanería y transferir su violencia a la práctica del duelo codificado entre iguales?1 Además de las mujeres, a las que los códigos de la época obligan a mantenerse apartadas de la violencia y que con frecuencia tratan de separar a los contendientes, arriesgando su vida incluso, otros grupos masculinos proporcionan más perdedores que ganadores en caso de confrontación. Salvo tal vez los hombres de Iglesia, no es por falta de ca­ pacidad para usar la fuerza y las armas, sino porque están expuestos a conflictos más numerosos en razón de su oficio: criados rurales, pastores y vaqueros, taberneros y soldados unánimemente detestados. Porque el riesgo está en todas partes y nadie se sustrae a él, sobre todo en Jos pue­ blos donde la muerte, que es algo habitual, adoptad rostro de un ser bien conocido. El peligro se intensifica para el que abandona ¡a «edad pueril», hacia los 14 años, cuando se manifiestan los signos de la pubertad. El análi­ sis de los documentos permite recoger informaciones para los dos ter­ cios de los acusados de homicidio. Entre dios, el 59 '/<> son «mozos» o «hijos jóvenes» no establecidos, y el 41 % individuos casados. En las raras menciones cifradas, relativas únicamente a un culpable por cada catorce, predominan en un 60 7o las edades comprendidas entre los 17 y los 24 años, que son las que corresponden al estadio de Jos reinos de juventud. Constatarnos una evolución cronológica. Durante la primera mitad del siglo x\ I. la parte de los solteros es un poco interior a la de los

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hombres establecidos. La supera ligeramente durante la segunda mitad del siglo, luego aumenta hasta un 70 % en el primer tercio del siglo xvn y gana unos puntos más en el curso de las tres décadas siguientes. El fe­ nómeno refleja sin duda la creciente benevolencia del príncipe hacia los más jóvenes, pero también un aumento considerable de la violencia san­ guinaria juvenil. La tolerancia del soberano se explica por un torbellino de brutalidad que revela un malestar creciente entre los mozos de los pueblos y un desequilibrio de los procedimientos tradicionales del paso a la edad adulta. Porque las víctimas para las cuales se ofrecen precisio­ nes —una de cada tres—- forman en sus tres cuartas partes en las filas de los solteros durante todo el período, con unos máximos hasta de un 80% a partir de la segunda mitad del siglo xvi. La correlación aún es más clara por el hecho de que ochocientas setenta y nueve cartas de in­ dulto, más de la cuarta parte del Corpus, relatan combates mortales en­ tre jóvenes casaderos. Dicha cifra se eleva hasta el 38 % de los casos re­ gistrados en el curso del primer tercio del siglo xvn. Por comparación, los homicidios entre vecinos son muy raros, veinticinco en total, y la criminalidad familiar sigue siendo muy baja, con doscientos nueve ca­ sos, entre ellos un solo parricidio relacionado con un accidente de caza, veintidós fratricidios, siete uxoricidios y cuarenta y un homicidios de cuñados. Aparecen así, al contrario, la robustez de las solidaridades v su sacralidad a los ojos de las autoridades que conceden el perdón. Se observa una cierta fragilidad en la alianza, pero hav que pensar que el cuñado no establecido también puede ser un rival en materia de virili­ dad. En cuanto a las tensiones en el mercado matrimonial, también in­ crementan la animosidad entre jóvenes y adultos. Los combates entre un soltero y un hombre casado no son nunca frecuentes en las fuentes. Sin embargo, pasan de cuarenta y tres en el siglo xvi a ciento once entre 1601 y 1660, lo cual denota las frustraciones crecientes sufridas por los varones jóvenes. La revancha buscada en público viene subrayada por el hecho de que el enfrentamiento se salda con la victoria del joven en el 60 % de los casos. La cultura juvenil de la violencia es una escenificación constante­ mente reiterada de la virilidad. El actor trata de proclamar la suya ante toda la comunidad. No sólo para encontrar un buen partido, sino tam­ bién para valorizarse a los ojos de las muchachas v tener relaciones car­ nales lucra del matrimonio, aunque la Iglesia las prohíba cada vez con mayor severidad. En la vecina Mandes, el control religioso en este terreno aumenta .......í.i.» ' — ■ ■

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de la violencia isiolo^ xíií xvíi

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y 1770. En el siglo xvn, no impide, sin embargo, que una parce de los mozos tenga un comportamiento sexual muy activo, que aumenta con la edad y alcanza su punto máximo entre los 20 y los 29 años, cuando la tasa délas concepciones prenupciales se eleva aun 12 %.M En otras palabras, las relaciones físicas no son imposibles fuera del matrimonio. No obstan­ te, resultan mucho más difíciles que en el siglo xix, cuando un 40% o más de los flamencos de entre 15 y 19 años hacen gala de concepciones prenupciales. Brillaren ese estrecho mercado es indispensable para lla­ marla atención. Y para ello hay que hacer bien visible la potencia mas­ culina a travos de símbolos fáciles de descodificar. Los combates rituales de los mozos artesianos no pretenden eliminar definitivamente a los competidores. Su función principal es tan sólo re­ velar la superioridad del vencedor. Por eso tienen lugar en general con arma blanca, sustituto del pene. Son raros los que, incluso entre las víc­ timas, no llevan ostensiblemente esa prolongación del yo. En más de cuatro de cada cinco casos conocidos, las navajas, dagas o espadas ocu­ pan el primer lugar; en el 61 %, si consideramos el conjunto del período estudiado. Vienen después las armas de asta —como el chuzo, la lanza o la alabarda—, en un 9 % de los casos. Los bastones, con punta de hierro o no, alcanzan la misma cifra, y las armas de fuego representan menos del 6%. El resto está compuesto por un arsenal heteróclito, con nume­ rosos objetos de ia vida cotidiana y varias decenas de arcos, cayados de pastor, hachas o armas de guerra. El siglo XV! es incontestablemente el siglo de las espadas, sobre rodo anchas y cortas, mencionadas seiscientas treinta y una veces, así como de las dagas y los estoques, mientras que los largos verduns de cuatro aristas o las finas y frágiles rapiéres son menos corrientes. Las navajas son citadas doscientos treinta y dos veces, sin gran precisión. Sin duda se parecen a menudo al cuchillo de hoja ancha «para cortar el pan» que los campesinos pintados por Brueghcl llevan colgado del cinto. La moda de la espada en todos los ambientes revela la inseguridad de una época de guerra, pero también el orgullo que todos relacionan con su posesión. Se vuelve menos frecuente de 1611 a 1661, la época de las navajas, con trescientas setenta menciones frente a dos­ cientas cincuenta y nueve para las espadas y ochenta para las dagas o puñales. En realidad, no hay mucha diferencia entre la espada corta y ancha manejada por todos los contemporáneos v el cuchillo largo, al cual Felipe 11 ordena embotar la punta para hacerlo menos mortífero. La di-

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ferencia estriba sobre todo en el mayor prestigio que supone portar un arma bonita utilizada de tajo (es decir de arriba abajo) y no de punta, a diferencia de la rapiere. En el siglo xvii, las prohibiciones de llevarla en época de paz y el hecho de que la nobleza la convierta en un signo distin­ tivo, en el momento en que se aísla cada vez más del mundo popular, contribuyen a hacerla menos frecuente. Su papel mortífero es casi des­ deñable de 1651 a 1660: tres ejemplos frente a setenta heridas por cuchi­ llo, y cuarenta y una por arma de fuego. 1.a escasez de estas últimas antes de la década de 1631 -1640, marcada por el retorno de la guerra, se expli­ ca por su costo y por unos edictos muy severos. En 1614, las pistolas de menos de treinta y dos pulgadas, fáciles de esconder, son prohibidas so pena de una multa muy considerable y destierro a perpetuidad. Además, quien dispare a otro, aunque no le acierte, con alguna «carga de pólvo­ ra», se expone a la pena capital. El objetivo exacto de los agresores queda aclarado por el estudio de las heridas causadas, posible en poco más de cuatro de cada cinco casos. El golpe que resulta mortal afecta a la cabeza en casi el 46 % de los casos, el cuerpo o el pecho en el 21 %, las extremidades o los muslos en el 10 %, el bajo vientre o el vientre en el 8 ‘.X), y la espalda o los hombros en el 7 %. Estas localizaciones excluyen generalmente la voluntad expresa de matar. Las que afectan a la cabeza incluyen heridas más peligrosas en la garganta o el ojo, fiero en una proporción mínima respecto al cráneo. En la cabeza, casi siempre cubierta con un sombrero o un gorro, en una sociedad en la que la decencia obliga a ocultar el cabello, las heridas casi siempre son de tajo, tanto con el cuchillo como con la espada, con un arma de asta o con un bastón, (ion el cráneo partido, el herido raras veces mucre allí mismo. A menudo mucre por la infección o las conse­ cuencias de la lesión, a veces tras una temible trepanación quirúrgica que casi nunca lo salva. El plazo transcurrido entre el combate v el falle­ cimiento, conocido fiara un 87 % de los difuntos, así lo atestigua: si bien el 9 % muere de inmediato y el 29 % en las horas o la noche siguiente, los demás sobreviven más tiempo, un 26 % entre una y tres semanas, un 6% entre uno y tres meses, y catorce fortachones superan incluso ese filazo. La voluntad homicida no es la más 1 recuente. Los contendientes sa­ ben perfectamente que tocar el vientre o el pecho con un arma de punta, o un disparo tic arma de fuego, o golpear entre los hombros, cosa que raras veces se menciona porque implica una traición inaceptable, tienen consecuencias mucho más dramáticas une atilintar a la cabeza. Como

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agente de policía de Tournai, cuenta que al hacer la ronda la tarde de un 27 de agosto, probablemente de 1623 ó 1624, encontró a un individuo borracho al que le quiso quitar la espada. Ame la resistencia del sujeto, desenvainó la suya «con la intención de golpear con ella el borde del sombrero de dicho agresor, llamado lean Vanicquier, sólo fiara que re­ cuperase algo la memoria, fiero le dio en la frente y al estar herido lo tre­ panaron, lo que le causó la muerte».'1 Los mozos que se pelean prefieren en genera! golpear al adversario en el cráneo, no fiara enviarlo al cemen­ terio, pues entonces tendrían que exiliarse obligatoriamente fiara huir déla justicia, sino para «hacerle una» (herida) y jactarse luego de haber­ lo dominado. La cabeza es para ellos el centro simbólico de la virilidad. lambién lo es para los nobles, que combaten con cascos muy trabajados y empluma­ dos destinados a aterrorizar al adversario. Igual que el miembro viril, la cabeza, que expresa de clixersas maneras la potencia de su dueño, debe permanecer oculta. Por eso estallan graves altercados cuando alguien tira del cabello v sobre todo de la barba a otro individuo, aunque sea jugando. Un mozo de Saint-( )mer que quiere ocufiar el puesto principal en un baile, el 26 de agosto de 1608. oye cómo le dicen «que para estar en el centro hav que tener barba». Las autoridades eclesiásticas de la Con­ trarreforma prohíben llevarla a los curas, fiara hacer más visible la conti­ nencia que el Concilio de Trento exige a los religiosos. Además, el toca­ do hace al hombre, como ya hemos visto a propósito del robo del cordón del sombrero de un cirujano de Lille adornado con una medalla. Las setenta v nueve víctimas artesianas que murieron por haberle quitado el tocado a otro personaje no lo desmentirían. Un signo de bravata consis­ te también en llevar orgullosamcntc tiesa una pluma en el gorro como símbolo de potencia viril y signo de desafío dirigido a los eventuales competidores. No hace falta recurrir a los textos fiara saber su significa­ do. Se expresa claramente con ocasión de un intercambio verbal entro bromas v veras en Dickcbush. Elandcs. el domingo 31 ele mayo de 1615. Un pastor le pregunté» a un mozo «si no tenía el miembro tieso». El otro le replica que éste sería el caso de un comhaleHr de dcdicace, o sea, de alguien acostumbrado a buscar camorra en los di/ciiwe^. id primero in­ siste en tono de broma y le dice al segundo que para eso (.lobería «tener una pluma en la cabeza tan alta como este tilo», señalando el árbol con un gesto. Llega entonces un tercero. /Xmcnazante. provoca al pastor di-

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UNA HISTORIA DE l.A VIOLENCIA

ciendo que si ahora no tiene pluma, algunas veces sí la lleva. «Sí yo tuvie­ ra una, tú no tendrías el valor de quitármela.» Y al decir estas palabras, los dos llegan a las manos?6 Los jóvenes artesianos se encienden con facilidad y recorren las ca­ lles con un arma blanca para desafiar a quien se les ponga por delante. Como todos los varones europeos de esa época, hacen gala de su honor masculino llevándolo orgullosamentc en la cara, en el sombrero o en la hoja de su espada o su cuchillo. Pero los mozos tienen que demostrar más que sus mayores, y por eso se exhiben más ostensiblemente para proclamar su virilidad por todos los medios. Las innumerables refriegas que esto provoca no ponen en peligro el tejido social. Al contrario: ha­ cen visibles unos códigos de sociabilidad y de solidaridad normativos que se les imponen tanto a ellos como a los adultos y a las muchachas casaderas, a las que principalmente van dirigidas esas incesantes peleas de gallos. Semejante universo de violencia festiva no es, sin embargo, un fenó­ meno aislado. Pese a ciertas resistencias, los nuevos valores impuestos desde el exterior van erosionando las antiguas prácticas durante el si­ glo xvn, La tolerancia hacia el tipo de homicidio ritual cometido por ios jóvenes va perdiendo terreno a partir de los años 1630, lo mismo en Artois que en otras muchas regiones del continente?' Fin Francia, un movimiento de criminalizacíón idéntico, pero más precoz, conducido por el Parlamento de París en la década de 1580, conlleva un número creciente de penas de muerte por homicidio?* Parece que la tolerancia del príncipe comenzó a reducirse bajo Francisco 1, o incluso antes. En 1525, mientras Carlos V otorga cincuenta y seis cartas de indulto a sus súbditos artesianos, Francisco I, es decir, la Cancillería Real, pues el príncipe está prisionero en España después de la batalla de Pavía, otor­ ga doscientas dieciocho en todo un reino de entre dieciseis y dieciocho millones de habitantes, esto es, cíen veces más que en el condado de Artois. Las características de los casos son similares. Todos los grupos sociales están implicados, con una mayor representación de los nobles, los soldados y ios habitantes de París, sin duda entonces la ciudad más importante de Europa, que proporciona diecinueve homicidas. Mascu­ lina en un 99 %, la violencia sanguinaria afecta sobre todo a los varones solteros. Como este dato figura o se puede deducir en el 52% de los

ib R Mudicmblcii, Lii l'u>leme att rrlkige. <>/> < tt . |>;ígs. 167 IS> J7. Véase capítulo 2

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casos, ya que se considera como una excusa absolutoria, sabemos que los homicidas de entre 14 V 30 años constituyen las cuatro quintas partes de ese conjunto y el 37 % de las menciones explícitas. Hay dos picos estacionales claros en junio y en octubre, lo cual refleja una sociabilidad rural un poco distinta a la de Artois, menos sangrienta en mayo o en el período de julio a agosto, a causa probablemente de un control más ri­ guroso de los rituales juveniles de primavera y del momento álgido de las cosechas. Por contraste, las ciudades, y en especial París, presentan brotes en carnaval, así como en julio, agosto y noviembre, (lomo si con­ servasen mejor las tradiciones que las zonas rurales, poniendo el «mun­ do al revés» para aflojar una presión moral más eficaz que la de los pue­ blos durante el resto del año. Los combates son con arma blanca en dos tercios de los casos, más a menudo con espada ancha que con navaja. En una de cada tres agresiones, el difunto es herido en la cabeza o el cuello. El acusado, que también recibe heridas en un tercio de las refriegas, las presenta en la cabeza en casi la mitad de los casos. La muerte in situ de la víctima, o al día siguiente a más tardar, no supera una quinta parte del total. Más de las tres cuartas partes de los homicidas huyen o se refugian en lugar sagrado, donde la justicia no los puede capturar/9 La cabeza es la que lleva el honor del hombre. Es también la parte que más ataques recibe en Picardía bajo Francisco 1, o en Aquitania en el siglo XViiA' El guión de la agresión, tal como lo revelan las cartas de indulto, comprende una progresión de gestos y de palabras, entre mozos armados con una espada o con un cuchillo que se conocen, presentan las mismas características y son rivales en lo que atañe a las chicas del lugar. La animosidad no es lo más frecuente al principio. Muchas acciones se inician con una conversación cordial, en la taberna o en algún otro lugar. Luego uno de los dos se calienta por un pretexto generalmente fútil, fra­ ses de borrachos, palabras que no le gustan, bromas más o menos pesa­ das por parte del uno o del otro... La armonía se torna conflicto, primero verbal, eventualmente con amenaza de golpes. Continúa la escalada cuando el gesto humillante acompaña las palabras. Una bofetada en la cara, por ejemplo, no puede quedar sin respuesta sin poner en entredi­ cho la virilidad del interesado. Es lo que cierra la primera fase de los in39. Delphine Brihat. «Ial crinunalitú pardonnéc dans le ressort du Parlemcnt de París en 1525». tesis

de licenciatura dirigida por Robert Muchemblcd. l.’nivcrsité París N'ord, 1999, en particular p,igs.40-43,

61, 142.249.262.282,290. 40 Isabcllv Parcsss, zlnx

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te rea rubios rituales, orientados hacia ia manifestación de tina superioridad que se expresa través de la intimidación del adversario. Muchas veces todo termina aquí, si el provocador se contenta con hacer quedar un poco mal a su interlocutor y si este teme perder en una confrontación física. Esta se desarrolla al calor de la bebida o cuando los gallos antago­ nistas, erguidos sobre sus espolones, piensan ambos que pueden salir vencedores. Cualquier contacto físico, torpe o involuntario, les impide entonces recular. No hay más remedio que recoger el guante. Si le aplas­ tan el sombrero, le tiran de la barba, lo empujan o se le acercan demasia­ do, el que sufre la invasión amenazadora de su espacio corporal reaccio­ na con una brutalidad superior. En ciertos casos, intenta desactivar la situación emitiendo señales de apaciguamiento, descoso de contentarse con una revancha limitada, lodos saben que existe el peligro de cruzar una frontera sin retorno, con todas sus consecuencias desastrosas para el uno y para el otro; herida, muerte, huida para evitar la justicia. Los pape­ les son intercambiables, pues cada uno inicia el combate persuadido de que tiene razón. El culpable es, finalmente, aquel cuyo adversario muc­ re, aunque sea al cabo de mucho tiempo, lo cual lo expone teóricamente a la pena capital si no obtiene el indulto real, a menos que muera a su vez de las heridas recibidas en la refriega. Hay amenazas más dramáticas, verbales y sobre todo gcstuales, echando mano al cuchillo o a la espada, desenvainando, avanzando con furor hacía el enemigo, que representan una ultima oportunidad de detener el encadenamiento mortífero. La in­ tervención de los allegados, en particular de las mujeres, para retener a los protagonistas les permite todavía, en ese estadio, salir del conflicto con la cabeza alta. z\l contrario, las incitaciones, también muy corrientes, por parte de amigos y parientes, a no dejarse humillar impulsan a cruzar una raya que no tiene vuelta atrás. Como va hemos visto, el que se siente secundado, lo cual es más frecuente entre los solicitantes del indulto que entre sus víctimas, cree poder aprovechar esa ventaja. La violencia ritual controlada es sustituida entonces por un enfrentamiento armado cuyos riesgos son enormes, aunque no pretenda en principio la muerte del adversario, como demuestran la localización de las heridas y el pequeño numero de los que mueren in silu. En realidad, cada uno intenta sobre todo herir al otro, para luego jactarse de su hazaña. Pero la ineficacia de la medicina transforma finalmente a muchos de esos jóvenes gallos en culpables de un homicidio y ios fuerza a huir de la justicia y de la vengan­ za del grupo contrario. Id combate con espada o cuchillo tiene que ver con el lenguaje sim-

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Salvo desliz, excepción o locura, el combate no es una forma de matar. Más bien pretende humillar tocando la parte más prestigiosa del ser hu­ mano: la cabeza. En Artois, el número de golpes en la cabeza disminuye un poco, del 4 l ‘A de los casos entre 1598 y 1630, al 3 I % de 163 1 a 1660. Entonces se desplazan hacia el resto del cuerpo, en particular el bajo vientre, y aumentan las agresiones por detrás. Estos cambios resul­ tan tanto del uso de las nuevas armas de fuego como de la manera de manejar el cuchillo, ahora más frecuentemente documentado que la es­ pada y más utilizado de punta que antes, contra un órgano viral. Tam­ bién disminuye el plazo que transcurre antes del fallecimiento del heri­ do: el 14 % muere in si tu y el 34 % durante las horas siguientes, mientras que los progresos médicos reducen el número de los que sucumben a la infección al cabo de unas semanas. Parece que la furia asesina se incrementa en esa época, lo cual es un indicio de la crisis que atraviesa la cultura de la violencia juvenil. Las autoridades examinan más minuciosamente las circunstancias y las des­ cripciones de las heridas porque la críminalización del homicidio que se está produciendo en toda Europa hacia 1620-1630 las hace ser cada vez más severas. La defensa del pundonor y la venganza, que motivaban más de la mirad de las agresiones artesianas en el siglo xv, entran en un len­ to declive y se establecen en un tercio del total en los años 1630-1660. Más exactamente, la gran indulgencia principesca en esta materia se ate­ núa durante esas décadas en los Países Bajos españoles, a medida que la justicia modernizada por varios edictos reales de 1570 proyecta sobre la sociedad una visión cada vez más negativa del homicidio. Al mismo tiempo, las tradiciones rurales se ven erosionadas por el retroceso de los fenómenos festivos, a causa de una nueva moral más estricta y de una legislación hostil a los regocijos profanos, a los bailes, al porte de armas, la borrachera, las libertades concedidas a los mozos, en particular la de pasearse en grupos armados por la noche y los días festivos. Se va perfilan­ do lentamente un mundo nuevo en el ámbito rural: el mundo del auto­ control y de la «civilización de las costumbres». Ese mundo no procede sólo del modelo cortesano legado a través del Renacimiento italiano. Reflejado ya en 1530 en De la urbanidad en las maneras de los niños de Erasmo, el gran humanista de Roterdam, está fuertemente arraigado en las ciudades importantes, sobre todo de los Países Bajos. Desde finales de la Edad Media, éstas amortiguan la violencia sanguinaria poniéndole límites muy claros.

r CAPÍTULO

4 La paz urbana a finales de la Edad Media

La sociedad europea de finales de la Edad Media se caracteriza por una gran violencia. La paz de Dios que la Iglesia ha querido establecer a partir del siglo XI resulta inoperante. El listado central aún no es capaz ni tiene deseos de intervenir eficazmente en este terreno. Sobre todo porque se basa en una cultura de la guerra, legitimada por la misión de defender la fe que incumbe al rey y a los caballeros, a menudo desviada en beneficio de las relaciones de fuerza entre poderosos o entre ambicio­ sos. Las carras de indulto de los príncipes no hacen más que reforzar la validez de esos principios a los ojos de todos, hasta de los más humildes, con virtiendo el homicidio en un acto banal si es cometido por varones jóvenes para defender su honor o el de sus familiares. Lo mismo que más tarde el duelo entre nobles, en ese marco el combate, singular o no, es signo de normalidad y no una conducta desviada v criminal. El único espacio social occidental en el que se instauran realmente unos valores diferentes es la ciudad. Esta los tiene sin duda desde el principio, ya que se vigoriza, muchos siglos después de la caída del Im­ perio y del modelo urbano romano, reclamando unos privilegios e impo­ niendo lentamente su tercera vía entre el universo dominante de los aris­ tócratas y de los campesinos. Su renacimiento empieza en Italia, con el movimiento cultural del mismo nombre. En el siglo xv constituye un hecho muy minoritario, excepto en algunas regiones del continente mar­ cadas por la impronta romana, como el norte de Italia, o con un auge urbano excepcional, como a orillas del Mar del Norte, en Renania y en la Alemania meridional. Una densa red de comunicaciones e intercam­ bios une ambos espacios, pasando por Lyon. Apartada de esos flujos, París íinr rs la aolnmpr-arión piironen más cranóp iiintn ron Mátenles

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tradicional e innovadora, esencial, sin ser del todo la capital hasta la lle­ gada ele los Borbones. El universo urbano más dinámico es el de las relaciones económicas. No escapa a las Inertes influencias de la sociedad que lo rodea. También conoce una gran violencia sanguinaria. En Italia, como en Mandes, co­ rre mucha sangre por las calles de las ciudades. Espadas y cuchillos cortan sin cesar el hilo de las vidas, celebres u oscuras, incluso dentro de las iglesias, donde un duque de Milán es asesinado y donde Lorenzo de Mediéis el Magnífico está a punto de serlo. Sin embargo, sopla un aire nuevo sobre ese mundo. La concordia es allí más necesaria. No simple­ mente por razones morales, sino sobre todo para que la ciudad sea atractiva y rica, y pueda ofrecer seguridad a los que en ella trabajan y a los que a ella acuden por negocios. La plaza pública y la taberna, que por definición son lugares de intercambio, no pueden continuar siendo es[)acíos de enfrentamientos rituales como lo son en el campo sin arrui­ nar la reputación de la urbe. El mantenimiento clel orden representa una prioridad absoluta. Sobre todo porque hay que acoger a muchos forasteros, comerciantes, pero también mano de obra, y existen reflejos xenófobos más pode rosos aún que en los pueblos, cuando los interesa­ dos ocupan el puesto o el trabajo de los autóctonos, o cuando se casan } se establecen. Las ciudades, que son verdaderas «repúblicas» admi­ nistradas por sus patricios, aunque estén bajo la tutela de un príncipe, conocen su edad de oro hasta la década de 1 520, antes de que empiecen a imponerse las exigencias de unos Estados centrales fuertes, dentro de un contexto enturbiado por los desafíos lanzados por los reformadores religiosos. Durante \arias generaciones, las ciudades inventan una for­ ma específica de apaciguar las costumbres de sus habitantes y hacen retroceder de forma espectacular la violencia, utilizando unas técnicas muy distintas de los llamativos suplicios empleados más tarde por los reyes absolutos. Su acción se desarrolla simultáneamente en tres fren­ tes: prohibir para limitar las ocasiones de peleas; organizar v encauzar a los cuerpos de la población, sobre todo la turbulenta juventud masculi­ na, y castigar de forma sistemática, pero con multas, y muv poco con castigos físicos.

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murallas, sus rondas, su milicia y su legislaciérn. Un error de apreciación ha podido hacer creer a algunos historiadores lo contrario, porque las fuen­ tes jurídicas son escasas y lacónicas [rara las zonas rurales, salvo Jas carras de indulto, y en cambio son abundantes para las ciudades, lo que da la impresión de que en ellas ia brutalidad asesina está desatada? Además, la situación depende mucho de las fechas de observación y del cipo de documentos utilizados. Los archivos represivos que llevan los conseje­ ros municipales, que dirigen el Ayuntamiento y juzgan a sus conciuda­ danos, sólo dan cuenta de una pequeña parte del fenómeno. Se refie­ ren únicamente a los individuos más peligrosos para la paz local. Muchos otros asuntos aparecen en las actas fiscales, en particular en las listas de multas, más próximas a la realidad, porque representan la forma de castigo urbano más corriente, seguida de la peregrinación judicial.2 Un tercer conjunto, difícil de evaluar, se nos escapa muchas veces porque tiene que ver con formas privadas de detener el mecanismo de la ven­ ganza, el fourjitremení, el asseurement y la «tregua», o de compensar el perjuicio causado mediante acuerdos de paz. Estos dispositivos son vigilados por representantes oficiales del municipio, los «apaciguado­ res» o «pacificadores», mencionados con frecuencia en los Países Ba­ jos. Pueden ser el resultado de convenios libremente negociados entre las partes o pueden ser obligatorios, como las treguas judiciales im­ puestas por un tribunal legal; también pueden ser el resultado del fourjurement exigido por ciertos Ayuntamientos cuando el culpable ha hui­ do. En los dos últimos ejemplos, los padres del homicida reniegan de él, escapando así a la venganza del linaje adverso, mientras que el a\seurement es una promesa de los familiares de la víctima de no actuar contra los del asesino. La tregua interrumpe momentáneamente las hostilidades para permitir buscar un acuerdo definitivo, el cual puede registrarse como un contrato privado ante los consejeros municipales o ante un notario? La paz entre las partes y el acuerdo financiero tam­ bién existen en los pueblos, pero de forma mucho menos coordinada y organizada. Las ciudades amortiguan la violencia frenando los cncade1. R. Mucliuinbled. Le Lew}>' des nipphcei, <>p
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La ciudad no incita al crimen. Al contrario, intenta pulir constante-

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namientos tradicionales que conducen a la venganza. Sin embargo, los avances son lencos. El siglo xiv parece registrar aún una gran intensidad conflictiva. En Ambcrcs, una quincena de ejercicios contables completos, de 1372 a 1 387, permite detectar mil quinientos casos sancionados por los conse­ jeros municipales, es decir, cerca de cien al año. Los culpables o cómpli­ ces de homicidios, ciento diecinueve, constituyen el 8% del total; los autores ele injurias, golpes, amenazas y lesiones, el 43 %. Se añade un 17% de condenas por delitos contra la autoridad (perjurio, negarse a testificar, desobediencia de las ordenanzas, retorno de desterrados...), entre ellos un 2 % de casos que han roto las paces. El robo y el encubri­ miento representan el 13%, más un 10 % relativo a asuntos económicos, confiscación de sueldos, falta de pago, usura. Los atentados contra la moral v la religión son escasos, el 1 %, entre ellos un único caso de bru­ jería. Las ochenta y cuatro penas de muerte dictadas, un poco más de cinco al año, indican una gran severidad, raramente observada en otras ciudades en la misma época. Son pocos los castigos corporales emplea­ dos: por ejemplo, sólo se cortan tres orejas.4 En Gante, en el siglo xiv, muchos delitos de variada naturaleza no llegan a los tribunales porque se resuelven a través de un acuerdo priva­ do. Las muertes y mutilaciones son pocas. Multas, exilios y peregrinacio­ nes expiatorias, que pueden rescatarse, son las principales sanciones que se utilizan, además de los acuerdos con las víctimas o sus familiares im­ puestos por los tribunales. La violencia, según un historiador, concierne sobre todo a las capas superiores del patriciado, en particular a Jos jóve­ nes. No sólo esos privilegiados tienen tiempo de deambular por las ca­ lles, frecuentar las tabernas v Jos mercados, sino que consideran los cnI remamientos sanguinarios como un elemento normal de su estilo de vida y tienen los medios para permitírselos, es decir, para pagar el eleva­ do precio fijado por las autoridades? Ea ausencia de trabajadores parece sospechosa, pues son muchos los estudios que demuestran que su violencia es igual de fuerte. Ello es de­ bido probablemente al carácter parcial de las fuentes, como el registro criminal del Chátelct de París de 1 389 a 1 392, que relata la ejecución de

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un 87 % de los acusados registrados, pero no selecciona sino los casos más graves. Probablemente es obra del preboste de la capital con el fin de responder a las instrucciones reales para que las autoridades se muestren más severas. La justicia parisina, por otra parte, depende de muchas instancias distintas. Algunas disponen de la pena suprema, como la señoría de Saint-Martin-des-Champs. Sus archivos mencionan más de trescientos delincuentes perseguidos de 1332 a 1353, de los cuales sólo diecisiete fueron condenados a muerte. En cuanto a los 357 individuos detenidos por los agentes del Chátelct en julio de 1488, me­ nos de uno de cada tres es finalmente juzgado. De ciento once impu­ tados, sólo uno es ajusticiado, cuatro desterrados, dos de ellos después de ser azotados, seis son fustigados en público y todos los demás solta­ dos, a menudo antes de las veinticuatro horas, tras pagar una multa o a veces gratuitamente.'' De esos retazos documentales, cabe retener que la violencia existe en la ciudad, pero que allí constituye un islote relativamente protegido den­ tro de un océano de gran brutalidad. Los vestigios de los registros crimi­ nales del Parlamento de París entre 1319 y 1350 permiten hacerse una idea. Describen bandas de caballeros forajidos en el Perigord, en el Vermandois o en las fronteras con el Imperio, que se ensañan en la crueldad, dando un prisionero como comida a los perros, matando a mujeres y niños, incendiando por placer, seguros del apoyo de su linaje, Abundan las vendettas y los asesinatos premeditados, pero los jueces apenas los persiguen. Así, el conde de l’orez se niega a condenar a muerte a un ase­ sino so pretexto de que es joven y ha actuado por orden de su amo. También el sargenta del prior de Anet, detenido por haberlo matado, sólo es condenado a la picota tras cortarle la mano. Se libra de la pena capital porque dice haberse sentido ultrajado en su honor y sus dere­ chos, ya que el eclesiástico tomó a su hijo sin su consentimiento para convertirlo en fraile.' Protegida por sus murallas, la ciudad pone coto en parte a la violen­ cia venida del exterior y limita la de sus ciudadanos, empezando por los varones solteros. Por una parte, filtra, y por otra, suaviza las costumbres. No pudiendo realmente cerrarse, pues se condenaría a la decadencia, vigila estrechamente a los recién llegados para seleccionarlos en función

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del peligro que representan y del beneficio que pueden aportar. Las or­ denanzas de Arrás, una ciudad importante de doce mil habitantes, pro­ ductora de tapices de gran reputación que se venden con el nombre de arazzi en Italia, demuestran, desde su aparición en 1405, las principales obsesiones de la ciudad. Predomina el tema de la seguridad. Control de las fortificaciones o instrucciones precisas en caso de incendio se añaden a la obligación reiterada a los hosteleros de declarar el nombre de los forasteros y no aceptar a ninguno sin conocer su identidad. Los que re­ gentan baños públicos no pueden admitir huéspedes. Las prostitutas, vigiladas por un oficial municipal, el «rey de los rufianes», también son objeto de muchas estipulaciones. De vez en cuando, como por ejemplo el 15 de junio de 1437, se decreta la prohibición de circular de noche sin luz o de ir a los baños con mujeres. En caso de peligro o de epidemia, como el 18 de abril del año siguiente, los pobres vagabundos deben irse, y los cerdos son expulsados para evitar la «corrupción» del aire. Hacia 1444, resurge el miedo a los forasteros, combinado con el temor a una invasión por sorpresa, lo cual hace que los ediles otorguen a los burgue­ ses d derecho de ayudarse entre sí, o dicho en otras palabras de defen­ derse por la fuerza si es preciso. La prohibición de portar armas es recor­ dada varias veces a partir de 1456, el año en que los juegos de cboule (balón), de bolos y de arco son prohibidos por San Miguel y en que se mencionan las treguas acordadas entre enemigos bajo control munici­ pal, que deberán renovarse y publicarse justo antes de la noche de Lodos los Santos por parte de los consejeros municipales que terminen su man­ dato. En 1464, se ordena entregar a la justicia a todo desterrado que vuelva a la ciudad, aunque no cause ningún disturbio. El 22 de diciem­ bre de 1470, se prohíbe jugar a los dados la noche y el día de Navidad, y los días siguientes se limita la autorización a unos cuantos lugares con­ cretos. Las principales ordenanzas se vuelven a publicar regularmente el primer domingo después de Todos los Santos, y luego justo antes de la noche de San Juan Bautista. Recogen sobre todo las reglas que atañen a los forasteros, los malhechores, el juego de los dados, el hecho de circu­ lar de noche sin luz o de dormir en los baños públicos con mujeres, por­ tar armas, cerrar las puertas después del último toque de campana... El 5 de abril de 1474, como hay forasteros y caimanes (bandidos) buscando camorra en la ciudad, todos los que no tienen un domicilio «honesto» y no se ganan la vida son instados a partir, so pena de ser azotados y deste­ rrados. Los bailes son prohibidos el 8 de junio de 1478. Las mujeres de vida alegre son objeto de una vigilancia creciente: el 28 tic julio de 1484 se prohíbe a rodo r*l i-.-!--' j. . i

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pueden ejercer su «vil oficio» dentro de las murallas. El 20 de enero de 1486 se denuncia el «gran escándalo» causado por las que frecuentan lugares de mala nota, especialmente el Mercado Pequeño por la tarde, después de que haya sonado la primera campana llamada carrefour. La gente que las acoge se expone además ai destierro. El 29 de diciembre de 1493, en una época en que la ciudad teme ser sorprendida por el enemi­ go, la vigilancia de los baños y de las prostitutas se refuerza, se insta a los posaderos a desarmar a sus clientes, y a los mozos y criados a agruparse detrás de sus padres, amigos y amos en caso de alarma, evitando «formar bandas y asambleas aparte»? Con excepción de algunas ordenanzas recordadas sistemáticamente y que atañen a los burdelcs, los baños y las posadas, así como a los fo­ rasteros, los vagabundos y las prostitutas que invaden el espacio urbano de noche, esa legislación no tiene un carácter continuado. Traduce so­ bre todo unos brotes de gran preocupación cuando hay enemigos cerca, cuando reina o se anuncia una epidemia o cuando la vida se hace más dura por una u otra razón. Pero vemos claramente cuáles son las princi­ pales obsesiones de los magistrados municipales. Se trata de prohibir toda asociación criminal estable intramuros. Los proxenetas, caimanes, ladrones, bandidos y mendigos son expulsados de la ciudad. Pero tratan de mantenerse al otro lado de las murallas, donde se multiplican las ta­ bernas clandestinas, muy frecuentadas porque no pagan impuestos mu­ nicipales. Las prostitutas también deambulan por esos parajes y patru­ llan constantemente a ambos lados de las mural las, así como en el corazón de la ciudad, o se instalan en los baños públicos. Los ediles pretenden sin éxito confinarlas en el barrio de los burdelcs {bordeaux), bajo la vigilan­ cia del rey de los rufianes, prohibiéndoles circular de noche. También intentan de vez en cuando prohibir los juegos, los bailes y las actividades de las pandillas juveniles, especialmente cuando la seguridad colectiva está en peligro, como en 1493. Son muchos los marginados, ladrones, caimanes, puteros, goliardos y bandidos que pasan por el territorio urbano y tratan de establecerse en él, al calor de la prostitución. La ciudad teme muchísimo que formen una sociedad criminal. Los vigila de cerca y los expulsa sin miramientos tan pronto se convierten en una amenaza. En ningún sitio, ni en los Países Bajos ni en Erancia, permite que se constituyan «cortes de los milagros». Lo único que existe es su fantasma, que atestigua uno de los mayores

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temores de los ciudadanos. La banda de los Goquillards de Dijon, de la que formó parte Frangois Villon, es tal vez una de las pocas excepciones de este tipo de organización, a menos que se trate de uno de los grupos juveniles turbulentos descritos más adelante. El bandidaje organizado no puede desarrollarse realmente más que en el campo y los caminos. A finales del siglo xv y en las primeras décadas del siglo xvi, se convier­ te en el objetivo principal de una represión brutal a manos de una nueva policía montada militar, creada en los Países Bajos por ('arlos el Teme­ rario, y luego en Francia en 1 520 por Francisco I: la marécbauviée. Al principio, los prebostes de los mariscales sólo se encargaban de perse­ guir a los soldados desertores, pero pronto sus competencias se amplían a todos los delitos v robos perpetrados en los caminos reales por aque­ llos que no tienen domicilio fijo. La aparición de esa fuerza punitiva principesca muestra una crisis del modelo urbano de concordia, corno consecuencia de un gran crecimiento demográfico que culmina hacia 1 520. Entonces llaman a las puertas de las ciudades oleadas de gente sin hogar y de campesinos desarraigados sin esperanza. Las ciudades re­ chazan tanto a los forasteros, pues no están dispuestas a asimilarlos, como a los autóctonos desterrados por diversos tipos de delitos; eso lanza a ios caminos verdaderas hordas de «gentes sin oficio ni benefi­ cio» que buscan una oportunidad de pueblo en pueblo, estableciéndo­ se provisionalmente extramuros cuando los dejan. Ese universo margi­ nal peligroso es la presa de caza de la maréchdussée. Entre 1500 y 1 513, el preboste encargado del condado de Artois condena a 106 personas a muerte, 30 a multas y 54 a otras penas. De 1518 a 1527, cuando la marginalidad se convierte en un enorme problema social en toda Euro­ pa, ordena 222 ejecuciones, además de 42 multas v 21 sanciones diver­ sas. En comparación. Arrás sólo aplica la sentencia capital una vez al año, de media, entre 1528 y 1549, único período bien documentado. La gobernanza de Arrás, tribunal real encargado sobre todo de los campos aledaños, también decreta una cada año. Durante el mismo período, el príncipe concede el indulto a dos homicidas para todo el conjunto del condado. Los prebostes de los maríscales están obviamente encargados de sanear los espacios indefinidos y no habitados donde se refugian los numerosísimos excluidos de la paz urbana. En Artois, sus capturas, ¿dentificables en un tercio de los casos, se dividen en cuatro grupos equivalentes: culpables de homicidio, a menudo de mala reputación v autores asimismo de otros delitos complementarios; bandidos con al­ gún que otro muerto en la conciencia; ladrones que aparentemente no

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como vagabundos, brujas, falsificadores de moneda, traidores en pro­ vecho del enemigo...*' La escasez de las sentencias capitales dictadas por los tribunales ur­ banos no es por lo tanto una señal de debilidad. La ciudad de finales de la Edad Media, al menos la que prospera siguiendo el modelo italiano yborgoñón, no necesita el espectáculo de los suplicios para obtener la tranquilidad. Le basta con impedir que los individuos formen minorías peligrosas controlándolos de cerca, no sólo con ordenanzas reiteradas, sino más aún a través de las densas redes de sociabilidad ordinarias. Los gremios y las distintas corporaciones vigilan a sus miembros y resultan impermeables para todos los que no aceptan acoger en su seno. La ciu­ dad es, por tanto, un mundo hostil tanto para los forasteros como para todos los que no asuman los valores normativos de su grupo de referen­ cia. Las mismas prostitutas constituyen una corporación bien reglamen­ tada, dirigida por el rey de los rihaiids, que también es el encargado de controlar las mesas en las que se juega dinero y todo el universo de la noche. Un contrato explícito liga a ese irritante conjunto con el munici­ pio, que acepta su presencia y saca de él importantes ingresos, a la vez que limita desórdenes y excesos. Documentada ya en 1423 en Arrás, la creación de una marca específica está destinada a distinguir a las «muje­ res de vida alegre que prestan amor al por menor» de las vecinas honra­ das y decentes de la ciudad. También sirve para diferenciarlas de las que venden sus encantos a hurtadillas y de las curalicrcs o concubinas man­ tenidas. Bajo pena de multa, la mitad de la cual es para la policía y la otra mitad para el rey de los rihíitids\ deben llevar «en el brazo izquierdo, entre el hombro y el costado, un cuadrado de tela roja de dos dedos y medio de lado, más o menos, cosido al vestido», o el mismo cuadrado en blanco si llevan un vestido rojo, (arando se ponen un abrigo, deben co­ serla tira de tela en diagonal para que sea bien visible. En Lille, en 1430, un «bando de las damas locas» recuerda la obligación de llevar un distin­ tivo. Pero la gestión de la prostitución empieza a cambiar de sentido a finales del siglo XV, cuando se extiende el «mal de Ñapóles», es decir, la sífilis. En 1492, en Arrás, se insta a los propietarios de los baños del Soleil, del Paon, del Gauguier y de L’lmage Saint-Michel a reservar en ade­ lante esos lugares para otros usos y. si aceptan huéspedes, a alojarlos «sin regentar burdel»; disponen de quince días para hacerlo, de lo contrario se les impondrá una multa exorbitante de cien libras. El Paon y el Solcil siguen no obstante siendo baños en 1504, y los propietarios del burdel

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de Solcil, castigados en 1 53 3, reciben entonces la orden de cerrar defini­ tivamente su establecimiento. En 1550, los baños del Glay deben cesar sus actividades durante quince días por «haber admitido a mozos con mujeres el día de Viernes Santo durante el oficio divino». Además, dos prostitutas son desterradas por un año y los dos jóvenes clientes hallados con ellas son azotados, aunque no en publico.1" La ciudad, que es una máquina para producir consenso social, digie­ re las conductas desviadas de sus miembros estigmatizándolos con un sello de infamia que los hace más visibles y permite controlarlos mejor. Es el caso de las mujeres de vida alegre, muchas veces venidas de fuera, que son necesarias para la salud colectiva y que generan un maná económico importante. Los vagabundos masculinos no son tan bien tratados. Si bien una ordenanza de 1459 de Felipe el Bueno relativa a la mendicidad no se aplica, sobre todo en Bruselas y en Amberes, inaugura sin embargo un aumento de la severidad previendo enviar a los inactivos a la cárcel, a galeras o desterrarlos, tras cortarles el pulgar o la oreja. Las ciudades se contentan a menudo con expulsarlos sin contemplaciones, desorejándo­ los a veces por robo, lo cual permite detectar a los rcincidcntes. El clima cambia brutalmente hacia 1510-1520, pues el aumento del número de mendigos, venidos de un mundo rural demasiado densamente poblado, se vuelve muy preocupante. Las autoridades reaccionan distinguiendo a los pobres que tienen domicilio y llevan un distintivo que los autoriza a pedir limosna, de los otros, rechazados en masa, por ejemplo en Mons o en Ypres en 1525, y en Lille en 1527. La ayuda del Estado se hace in­ dispensable frente a las hordas de miserables que provocan disturbios en las ciudades. En 1531, un edicto de Garlos V prohíbe la mendicidad y la residencia a los extranjeros inactivos. Sólo los «buenos pobres» del lu­ gar, escogidos por las autoridades, tienen derecho, a condición de no frecuentar las tabernas, a las ayudas abonadas por una «bolsa común» creada en todas partes según un modelo uniforme.11 El equilibrio urbano tiene un precio: la exclusión masiva de todos los que no tienen oficio ni domicilio. Son muchos los que quieren estable­ cerse en las ciudades, en particular los mozos desarraigados, expulsados del campo por la presión demográfica, pero pocos son autorizados a entraren las redes locales de solidaridad para compartir la paz colectiva. ID. Archivos mutiicipales de Arr.is, BB ’S. 1. 10Ir. I Hr. B6v. BB O), 1 Jr. 24v. 25r

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Extramuros entran en contacto con gran cantidad de autóctonos deste­ rrados por haber violado la ley, pues la ciudad no admite a los individuos peligrosos. Al contrario, su existencia se basa en el rechazo sistemático de los que no comparten sus valores, aunque sea por falta de medios materiales. No se muestra acogedora para los campesinos deseosos de refugiarse dentro de sus murallas en tiempos de guerra. Ni para los ani­ males que amenazan la seguridad de las personas. En Arrás, un «mata­ perros» municipal, retribuido por cada animal que caza, es el encargado de eliminar los cánidos errantes, incluidos aquellos que sus propietarios dejan sueltos por la noche. Ya hemos visto que los cerdos pueden ser proscritos en caso de epidemia. Lucra de las murallas, la periferia inme­ diata es un universo muy poblado, terreno abonado para los excluidos, los desterrados, los bandidos que espían a los viajeros, los traficantes de todo pelaje, los proxenetas y las prostitutas. La diferencia más importante con el universo situado al otro lado de las puertas reside en la cultura. La han licué, es decir, el espacio exterior donde se ejerce el poder urbano, está lejos de constituir una zona donde no impera la ley. Es refugio de los inasimilables, pero tiene una función de absceso de fijación, con el permiso expreso de las autoridades que vigilan de cerca lo que allí ocurre y hasta mandan derruir las casas pro­ visionales levantadas en caso de amenaza enemiga inminente, para des­ pejar lo que entonces se convierte en un perímetro de seguridad. Tan sólo puede existir allí una especie de corte de los milagros, pero muy vigilada y tratada sin contemplaciones en cuanto surge el menor proble­ ma. Bebida, sexo y violencia son sus características esenciales, mientras que intramuros debe reinar una urbanidad más civilizada, lodos los ciu­ dadanos son invitados a demostrar con sus palabras, gestos y comporta­ mientos que pertenecen a un mundo privilegiado y pacífico. El aire de la ciudad hace a la gente apacible. O al menos la obliga a dominar sus pul­ siones y sus deseos para evitar ser relegada al otro lado de las murallas, con aquellos que no saben o no quieren imponerse ese autocontrol ni exhibir sus signos. La «civilización de las costumbres» no nació únicamente en las cor­ tes italianas del Renacimiento. También procede de una exigencia cre­ ciente de urbanidad, en otras palabras, de una voluntad de hacer más flexibles los mecanismos de las relaciones sociales en los universos urba­ nos poderosos y prósperos del norte de Italia y del noroeste del conti­ nente. La celebre tesis de Norbcrt Elias, que liga el proceso al abandono de la violencia individual como contrapartida a cambio de una mejor

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la violencia legal, desconoce la existencia anterior de un fenómeno com­ parable aparecido en las «repúblicas urbanas» del siglo xv?2 Tal es et caso de los Países Bajos borgoñones. Durante la edad de oro de las ciu­ dades, hasta 1520, la construcción de una cultura de la pacificación pasa por la definición de un nuevo tipo de personalidad, que refrena su bru­ talidad, prefiere el pacto a la venganza sanguinaria y demuestra su nor­ malidad en todos los campos. Partidario de la economía de las pasiones y del justo medio, ese nuevo ciudadano se inspira probablemente en la vieja tradición monástica occidental de ascetismo v continencia, adapta­ da a un mundo de intercambios y de expansión, donde el monje cede parte del terreno a una moral del éxito. No es en absoluto casual que muchas ciudades septentrionales, Amberes en particular, tengan luego, en el siglo XVl, fuertes tentaciones calvinistas. Las fuerzas vivas que las animan reconocen en el calvinismo unas formas culturales v una ética favorable al capitalismo comercial muy afines a sus preocupaciones.1' El gran humanista Erasmo, partidario de una fe más despojada, sin atreverse a dar el paso de la ruptura con el catolicismo, proporciona en 1530 el breviario de los urbanitas educados, De la urbanidad en las ma­ neras de los niños. Esta obrita escrita en latín y demasiadas veces presen­ tada como un puro manual aristocrático, destinado a educar a un joven príncipe de Borgoña, encuentra su inspiración a la vez en el modelo mo­ nástico y en la observación de las metrópolis septentrionales, bien cono­ cidas por el autor, nacido en Roterdam, en una de las regiones más urba­ nizadas y dinámicas de Europa, Las reglas de la urbanidad y del pudor que Erasmo enuncia se oponen a las de los campesinos, pero también a las de los nobles, muchas veces animados por el sentido del honor y de la venganza, incluso en la corte de Borgoña, que sin embargo es una de las más refinadas de la época. En nombre de la «naturaleza» y de Ja «razón», el autor aconseja al niño la templanza en todas las cosas, la mo­ deración en el comer, en el trabajo v más aún en las actitudes físicas. No pretende en absoluto formar a un guerrero sino a un ser experto en los códigos de las relaciones humanas, a un ciudadano, en el sentido latino del término, es decir, a un habitante de la ciudad pulido por el mundo en que se mueve. No cruces los brazos, dice, porque es propio de perezosos «o de alguien desafiante». De pie o sentado, evita poner una mano sobre la otra, una actitud que algunos creen que es elegante, pero «que huele a12 *

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hombre de guerra». Recuerda que «todo lo que gusta a los tontos no necesariamente es correcto». No descubras las partes del cuerpo que el pudor natural obliga a ocultar, aunque no haya ningún testigo. Recuerda que lo más agradable en un niño es «el pudor, compañero y guardián de las buenas costumbres». No camines ni demasiado despacio ni demasia­ do deprisa y evita los gestos destinados a destacar la virilidad, así como «el balanceo, pues no hay nada tan desagradable como esa especie de claudicación. Dejemos eso para los soldados suizos y los que están muy orgullosos de llevar plumas en el sombrero».14 Las buenas maneras, cuya utilidad principal es desactivar la agresivi­ dad , nacieron en suelo urbano, mucho antes de la época en que las sitúa Elias. Ya se desarrollan con fuerza en las ciudades italianas del siglo xm. También las descubrimos en la obra pedagógica de Hugo de Saint-Victor, el canónigo agustino muerto en 1141. Pero Erasmo, que lo ha leído, refleja menos una inspiración en los santos destinada a formar a un mon­ je que un método para vivir en grupo dentro del espacio superpoblado y potencialmcntc peligroso de las ciudades septentrionales. Si insiste tan­ to en la noción de justo medio es para incitar al lector a la introspección y al autocontrol.15 Vigilar la forma de hablar, de vestir y de moverse en el escenario móvil del teatro de la vida cotidiana es una necesidad para evitarlos conflictos inútiles y ahorrar tiempo, sangre y dinero, Y también esperma, pues el éxito implica no derrochar los fluidos vitales ni los bie­ nes materiales. El espíritu del ahorro, acicate del capitalismo naciente, también induce a un control más riguroso de los excesos sexuales.16 La feroz represión de los placeres de la carne, decidida por muchos monarcas del siglo xvi, empezó mucho antes en algunas ciudades. Bru­ jas, próspera y poderosa, persigue sin piedad el «pecado nefando» de sodomía desde finales del siglo xiv. De 1385 a 1515, según los registros de los oficiales del condado, son quemados noventa individuos por ese delito, tres son condenados a multas y otros nueve a penas corporales. Según fuentes complementarias, que no coinciden con las primeras y no existen hasta finales del siglo xv, las confesiones y condenas registradas por la corporación municipal sitúan la acusación en segunda posición con un 15 % de los casos, detrás del robo (46%), pero por delante del 14. lírasrno de Roterdam. /.<; (iviluc p/terde, presentado por PJnhppL- Anes, París Ramsav, 1977. capítulo 1

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Lévv, 197 5, ídem,

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1995, especialmente «La con Huiste dans la \ i lie», págs 5S 59,74 75

r/M/itere', París, Fayard,

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l'XA HISTORIA Di. I. \ VI( )|.f X( JA

homicidio (9 %), para el período que va de 1490 a 15 15. Dieciséis de los veintiún inculpados son condenados a muerte, lo mismo que doce sobre doce homicidas y treinta ladrones de sesenta y tres. Observamos una mayor severidad de los jueces cuando se trata de gentes nacidas en otro lugar, ya que estos son cuarenta y dos de los setenta y cuatro ejecutados, considerando todos los delitos, veintidós de los treinta ladrones, ocho de los doce homicidas y cuatro de los seis violadores. Todo indica que se pretende aterrar a los que se dedican a esas tres actividades reprobables, mientras que los nativos acusados de las mismas faltas son sancionados con menor dureza y frecuencia. Sólo la sodomía presenta un perfil inver­ so, pues diez de los dieciseis ajusticiados son nativos de Brujas. Dentro del marco clásico de una justicia de dos velocidades, casi siempre más clemente con los autóctonos, aparece a la vez como la principal amenaza interna y corno un «arma para disciplinar a la sociedad», en una época de inestabilidad social marcada por la multiplicación del número de marginados atraídos por su reputación de riqueza.1

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A ojos de las autoridades municipales de la época, la violencia y la violación pasan a menudo por actividades banales propias de los mozos. En general, las fuentes urbanas no hablan de la homosexualidad, lo cual podría indicar paradójicamente una gran tolerancia en este tema, como es el caso de Florencia antes de la promulgación de una ley muv severa en 1542.Is La precocidad de la lucha burguesa contra la sodomía v su orientación hacia culpables autóctonos señalan la emergencia de un tabú destinado tal vez a definir exclusivamente la cultura viril en términos de heterosexual i dad, mientras los miembros de las bandas de solteros tie­ nen probablemente tantas tentaciones de practicarla como los de las grandes ciudades italianas. ¿Podría ser acaso un indicio del control cada vez mayor de los ediles locales sobre las asociaciones juveniles? El final de la Edad Media asiste, en efecto, a la proliferación de esas organizaciones, bajo el control estricto de la ciudad afectada. De Dijon a 17. Mire Bocine. «"Le tri's ton. vil.un el deteM.ible eriesinc el pechie de zodonue

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Arles, todas las ciudades del sureste de Francia poseen una y a veces dos abbayes de jovens. cofradías jocosas reconocidas que eligen a su abad y a sus dignatarios en presencia de los magistrados, y luego reciben de ellos dinero y autorizaciones para ejercer. Son estructuras federativas que agrupan a varones de toda condición social, casados o no, desde los 16 ó 18 años, hasta los 35 ó 40. A veces se confunden con cofradías de tiro, o con asociaciones de vecinos, pero se distinguen claramente de las pandi­ llas de tres a cinco mozos, sobre todo de 18 a 24 años, que practican una fuerte violencia y numerosas violaciones colectivas: ciento veinticinco agresiones de ese tipo fueron denunciadas ante las autoridades de Dijon de 1436 a 1486, noventa de las cuales contaban en total con más de cua­ trocientos autores y cómplices.1' Las abadías sirven para temperar la violencia juvenil tradicional, que en la ciudad adopta la forma patológica de frecuentes violaciones debidas ala frustración. Es probable que al aflojarse los lazos de solidaridad y al debilitarse la ley de la venganza en ese medio urbano resultara más fácil el desahogo sexual, imposible en tan gran escala en un pueblo. El remedio inmediato fue castigar —cosa que ha dejado documentos—, pero tam­ bién producir como antídoto unas abadías confederadas, autorizadas a cobrar multas por los matrimonios desiguales. Esas ahadías también recu­ rren, aunque sin excederse, a la brutalidad, las cencerradas y las cabalga­ tas con burro en el caso de que los afectados se nieguen a pagar. Las pri­ meras abadías están documentadas a finales del siglo xiv en el sureste, luego las menciones se multiplican hacia 1450. Sus actividades, orienta­ das a la exaltación de una virilidad apaciguada, transformada en dere­ chos que permiten beber y celebrar comilonas, contribuyen a salvaguar­ dar la paz urbana. Retoman, de forma más atenuada, el control de las costumbres sexuales de todos los habitantes que tenían los grupos juve­ niles y heredan unos procedimientos de socialización de la juventud masculina, intentando suprimir los excesos a base de mezclar solteros y casados, ricos y pobres. En Dijon, de 1450 a 1540, su papel apaciguador es particularmente visible en el mes de mayo, cuando disminuye el nú­ mero de violaciones colectivas, y aumentan los desahogos lúdicos orga­ nizados, que comprenden la coronación de un rey del amor, banquetes y juegos diversos.17 *21’

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En 1454, el duque de Bordona confirma los privilegios de la Mere Eolio de Dijon. La jocosa compañía acoge más tarde a quinientas per­ sonas de toda condición, entre ellas al príncipe de Con dé, recibido en 1626, y al obispo de Langres, en una fecha desconocida. Hasta su aboli­ ción por un real decreto de 1630, la actividad de la Mere Eolio o Gaillardon alcanza el paroxismo en el momento del carnaval, con desfiles de carros y de personajes vestidos de viticultores. Aunque a la Iglesia no le gustan, hay estructuras del mismo tipo que celebran las fiestas de los locos en las iglesias entre Navidad y la Epifanía o que actúan en otros momentos de regocijo colectivo, dirigidas por el «príncipe del amor» en Lille, el abad de los Conards en Rúan o la veintena de abades jocosos de Lyon, la mayor aglomeración francesa después de París. Dominados por los adultos, encauzados por grupos profesionales y solidaridades de ve­ cindad, estos conjuntos tienen la misión esencial de preservar la concor­ dia y el orden en la ciudad, tanto en Lyon como en Turín o Ruán. La fiesta a veces termina mal. No es raro que los cofrades ejerzan la crítica de las autoridades o de los poderosos. La farsa de la ña soche parisina en 1516, por ejemplo, se burla del joven rev mostrando que la Mere Sotte (la Madre Loca) reina en la corte." Y la alegría se torna agresividad co­ lectiva cuando las circunstancias se prestan. El carnaval degenera en mo­ tín sangriento en Udiñe en 1511, en Berna en 1513, en Romans en 1580, y en Londres, donde el martes de Carnaval termina 24 veces con lina revuelta durante la primera mitad clel siglo XVII. Ln Dijon, en 1630, la mascarada da lugar a una protesta contra los impuestos, que sirve de pretexto para suprimir la compañía de la Mere bolle que ha participado en el movimiento.21 Antes de esclerosarse rápidamente a partir de mediados del siglo X, las abadías jocosas acompañan los triunfos urbanos. Atestiguan una gran capacidad de adaptación a coyunturas económicas y sociales muy varia­ das, mediante la digestiém de los elementos que podrían perjudicar el consenso necesario. Se desarrollan justo después de una fase de gran tensión, a principios del siglo xiv, cuantío parecía imposible poner coto a la violencia tic las pequeñas pandillas de mozos. Su edad de oro es anI ,.i

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terior al momento en que el poder consolidado de los príncipes y de las Iglesias se hace con el control del destino colectivo. Durante esa especie de paréntesis, entre 1450 y 1520,1a seguridad es esencialmente un asun­ to local y la adolescencia se convierte en una de las principales preocu­ paciones de los ediles. Convertir la fuerza explosiva de los mozos albo­ rotadores en actividad coordinada por adultos para demostrar, gracias a ella, el poderío de la ciudad sirvió para limitar el número de homicidios y de peleas brutales sustituyéndolos por actividades y espectáculos que propiciaban el contento de sus habitantes. Las ciudades de los Países Bajos borgoñones supieron practicar a la perfección ese arte de federar las energías a través de la fiesta, organizando competiciones lúdicas bri­ llantes y espectaculares con sus homologas ele toda la región. En 1437, en Arras, el abad de Liessc y varios compañeros estudiantes de retórica reciben dinero para cubrir los gastos de la recepción hecha «con gran pompa y reverencia al abad de Escache Proht de Cambrai». En 1455 la entrada solemne del duque de Borgoña ofrece la ocasión de representar la historia de Gcdcón «por signos y otras jocosidades». Las cofradías satíricas que perciben entonces una ay tul a económica son las del abad de Liessc, la principal del lugar, la del abad de Bon Vouloir, la del rey des Lours, la de los cofrades de Saint-Jacqucs, la clel príncipe deGlay, la clel rey de Loqucbcaux, la del príncipe de la Tcstée y la de los jóvenes de la iglesia de Saint-Gérv. El 5 de febrero de 1494, el espectáculo se anuncia más fastuoso aún. Un mes antes, se ha instado a los forasteros que piensan acudir a las fies­ tas del domingo de Carnaval a dejar las armas y armaduras en las casas donde se alojen. Se esperan asociaciones festivas forasteras que deben ser recibidas con gran pompa según un ceremonial preciso, bajo pena arbi­ traria en caso de transgresión. Las compañías dirigidas por la cofradía del abad de Liessc, la del príncipe de Bon Vouloir y la del de Saint-Jacques, formadas detrás de sus jefes, saldrán al encuentro ele las de Cambrai, Douai, Saint-Pol, la villa episcopal tic Arrás (distinta de la ciudad), Béthunc y Lille. Aire-sur-la-Lys, una pequeña localidad riel este del con­ dado, organiza el 4 de febrero de 1494 unas justas navales con sus vecinos de Thérouanne, que envían a las cofradías del rey des Grises Barbes, del abad dc jcuncssc y al legado de Outrc l’Lau «a retozar» con los del abad de Liessc v del príncipe de Jcuncsse de Aire, los cuales a su vez han reci­ bido una semana antes a los del rey de Eortunc tic Blaringhem. En 15 3 3, un documento precisa que el abad de Liessc de Arrás sirve para «mantener las anticuas v buenas amistades de las ciudades cercanas

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frecuentan nuestra ciudad». El cargo es ruinoso porque el titular debe pagar sus trajes, sus pajes, sus lacayos, trompetas y tambores, así como los gastos de los desplazamientos a Douai y a Cambrai, pues el municipio se contenta con sufragar los de la cena de gala del lunes de Carnaval. En 1534 la llegada a misa ese mismo lunes de Carnaval está cuidadosamente reglamentada para evitar rifirrafes y discusiones. La procesión jocosa pone el mundo del revés: entran primero los dignatarios considerados como los menos importantes, el preboste de los (.oquins de (.umbral y el de Arrás juntos. Van seguidos, alternativamente, por forasteros y natura­ les de Arrás, según un minucioso protocolo. Cambrai envía seis repre­ sentantes, entre los cuales el principal, el abad d’Escache Profit, ocupa la penúltima posición, antes del maestro de ceremonias, el prestigioso abad de Liesse de Arrás, que es el último en entrar en la iglesia; Douai tiene dos, entre ellos el capitán Pignon, que figura justo antes de los dos ante­ riores; y la ciudad episcopal, uno, el príncipe de Franche Volonté, que precede a Aviñón y va detrás del delegado de 1 iénin-Liétard. Los vecinos de Arrás, por su parte, están representados, en orden creciente de pres­ tigio, por el príncipe del Bas d’Argent, el almirante Malleduchon, el al­ calde de los Hideux y el príncipe de Jeunesse, el príncipe de Bouchers, el de Saint-Jacqucs, el de Honneur—delegado por los pañeros—, el rey de Lours y el abad de Liesse. (ionio consecuencia de una disputa por la preeminencia, se constata una defección, la del príncipe d’Amour de Tournai, que quería ocupar el lugar del capitán Pignon de Douai, cuando los ediles le habían asignado una posición inferior.22 La cohesión urbana es algo más que un concepto teórico en los Países Bajos del siglo XV. (.ada entidad la desarrolla de manera sistemática para transformarla en un reflejo condicionado entre sus habitantes. La red de sociabilidad es tan densa que impide que los forasteros indeseables, pe­ ligrosos o violentos se hagan con un lugar bajo el sol. La vieja xenofobia que asegura la cohesión de las parroquias rurales funciona aquí de forma exacerbada. Sin embargo, el rechazo excesivo de las gentes del exterior podría empobrecer a la colectividad en rodos los terrenos. Las ciudades septentrionales del ducado de Borgoña segregan un poderoso antídoto multiplicando las oportunidades de intercambios económicos a través del mercado o la feria, pero también mediante la fiesta. Mientras en la misma época las ciudades italianas se agotan mutuamente con incesantes 22 ArUiiwMniiiiii.ip.ik-stk Arnb,. licli.iO >n<.Mv>n

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conflictos militares, la región desarrolla un fuerte sentimiento de perte­ nencia a un Estado común porque éste le otorga muchas libertades y privilegios. La alianza que se forja así entre la monarquía moderna de los grandes duques de Occidente y las florecientes ciudades procura a estas últimas una independencia concreta bajo el control lejano del poder central. Este sistema cívico original alcanza su apogeo hacia 1490-1510, aprovechando el espacio político abierto por el largo y confuso inte­ rregno que se abre con la muerte de Ciarlos el Temerario, antes del ad­ venimiento de Ciarlos I de España en 1516. Existe una verdadera con­ federación urbana gracias a la fiesta que irriga la economía local. Los contemporáneos son perfectamente conscientes de ello, como revelan explícitamente las cuentas de los plateros de Lille, poderosa metrópolis pañera de cuarenta mil habitantes. En 1547, abonan una cantidad im­ portante al príncipe d'Amour, «considerando que la fiesta había resulta­ do hermosa, honorable v bien dirigida, que había hecho honor a la ciu­ dad y que, a causa de la cantidad de gente que había acudido a ella, tanto de las ciudades vecinas como de otras, la ciudad había obtenido gran provecho en ingresos v en impuestos sobre vinos, cervezas y otras bebidas, y asimismo de los habitantes y vecinos de dicha ciudad».2' Las fiestas engrasan la economía local. Los ediles lo saben y por eso abonan primas en dinero o en especies y premios prestigiosos a los vence­ dores de muchos concursos que se organizan para atraer a muchedum­ bres de consumidores llegados a veces de muy lejos. En esta ocasión, los jóvenes turbulentos son invitados a desahogarse cuanto quieran, comien­ do, bebiendo, participando en juegos de tuerza o de habilidad, en un ambiente de alegría, bajo el control discreto pero firme de sus príncipes y abades jocosos, que luego reciben recompensas o reprimendas por parte de los ediles. La religión y la moral no están ausentes. Pero la gente se toma sus libertades con ellas, antes ríe la pequeña «era glacial» en los comportamientos festivos introducida por las autoridades superiores a partir de mediados del siglo Wi. Los misterios representados a la puerta délas iglesias, o hasta en el Calvario, adoptan a menudo un tono burles­ co, siguiendo el modelo de las fiestas de los locos y de los Inocentes y del largo carnaval endiablado, (ion ocasión de las procesiones de Lille, en 1563, los gremios representan la vida de Cristo, Su circuncisión es esce­ nificada por los toneleros, el milagro de los panes y los peces por los

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UNA HISTORIA DE l.A VIOLENCIA

bataneros, y luego el que hace el papel de Cristo es azotado por los orfe­ bres. Después, los caldereros interpretan la escena de la concubina de Darío quitándole la corona, y la bofetada que ésta le propina. Llevado ante Anas, Cristo es abofeteado una vez más, ahora por los tundidores. Finalmente, los traperos se encargan de la escena de la traición de Ju­ das.24 Los gestos burlescos, entre ellos las bofetadas, no parecen en ab­ soluto blasfemos en el contexto de la época. Son formas de desahogarse y provocan la hilaridad de los habitantes de las ciudades, a quienes las ordenanzas les instan a evitar esas pequeñas violencias.25 Todo el conjun­ to es una osadía autorizada y controlada que sirve para distender el am­ biente, pues permite apaciguar un poco la agresividad, al tiempo que obliga a los nativos a codearse con muchos extranjeros, para así acos­ tumbrarlos a los intercambios fructíferos con ellos. Vete a las fiestas a Tournai, a las de Arras y de Lille, de Amiens, de Douai, de Cambrai, de Valencicnnes, de Abbevillc, allí verás a gentes mil, más que en el bosque de Torfolz, que sirven en el salón y en la ciudad a tu Dios, el príncipe de los locos.

Esta descripción de Martín Franc, en Le Champioti des dames, escri­ to hacia 1440-1442, da cuenta de la reputación festiva de las ciudades borgoñonas. Estas consiguieron captar las tradiciones campesinas de los reinos de juventud y de las fiestas de los locos para ponerlas al servicio de su prosperidad. De 1495 a 1510, el príncipe de los Sots de Lille es el principal embajador del lugar. Visita las demás ciudades y recibe con gran pompa a sus homólogos de Armentiéres, Arras, Béthune, Cambrai, Courtrai, Douai, Hesdin, Lannoy, Orchics, Saint-Omer, Tournai y Valenciennes. La autoridad burlesca encargada de esa misión puede cam­ biar en función de las circunstancias. El príncipe de Saint-Jacqucs de­ sempeña este papel en 1506 y el príncipe d’Amour en 1547, tras la prohibición de la fiesta de los sots por el emperador Carlos V en 1540. Los intercambios más intensos se hacen con Tournai, Arrás, Cambrai y Douai, que reciben también visitas regulares de las compañías de Lille

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con ocasión de sus propias fiestas, por ejemplo la de los sots de lournai en 1509 o en 1510. Los cortejos son suntuosos. El príncipe de la Estrille de Lille, por ejemplo, parte para Valencicnnes con cuarenta y una perso­ nas, entre ellas diecisiete cofrades, trompetas, heraldos y pajes, todos montados en hermosos caballos y adornarlos con vestidos fastuosos. Ge­ neralmente, la comitiva también comprende representantes de los gre­ mios, como los carniceros y los artesanos del textil, más raras veces \erments que agrupan a los arqueros, los ballesteros o los artilleros. Estos últimos son otra forma de encauzar a la juventud aprovechando su fasci­ nación por las armas, cosa que da lugar a demostraciones que muchas veces acaban con accidentes fatales. La fiesta urbana ideal es activa y alegre, pero está muy controlada. Las bodas son otro ejemplo. Las ordenanzas de la policía las reglamentan periódicamente, sobre todo en períodos turbulentos y de hambrunas, para impedir que se produzcan refriegas mortales entre hombres jóve­ nes, cuando los de la parroquia o del barrio van a las borlas a reclamar derechos en especie o en dinero, como en los pueblos. En Lille, las limi­ taciones del número de comensales se multiplican a partir de 1524 y se establecen en cuarenta, es decir «diez parejas casadas y cabezas de familia por cada una de las partes», lo cual excluye de entrada a los solteros... Más adelante se especifica si los casados están comprendidos o no, ya que los músicos, criados y camareros se descuentan riel total.2*' A pesar de estas estipulaciones, los festines nupciales siguen siendo ocasiones de reunión muy importantes, sobre todo cuando hay baile, lo cual desagrada profun­ damente a los ediles pues el orden entonces es difícil tic mantener. Dividir a la juventud partí imperar mejor sobre ella es su principal preocupación. Los varones no establecidos se reparten en varios tipos de instituciones que controlan su potencial violencia mediante reglamentos educativos y multas en casos ele conducta incívica. En los gremios, los aprendices y los oficiales están bajo la tutela tic los maestros. ()bcdcccn a adultos en sus sermetits de juegos de armas y en las abadías jocosas. Estas reúnen varias decenas de individuos y rompen así la estructura de las pandillas de violadores agresivos documentadas en Dijon. En una ciudad tan poblada como Lille, son muy numerosas: cuarenta y siete entre 1500 y 1510, cuando el fenómeno está en su apogeo. Las más acti­ vas, para todo el conjunto del siglo, son las del duque del Lac, segui­ do del príncipe de los Amourcux, del rey de los Sots, riel señor de Pctit Fret, del príncipe de Saint-Martin, del emperador de Jcuncssc (mencio-

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UNA I USTOIUA DI’ LA \’l( >1 l'NUIA

nado ya en 1499), del abad A Qui Iout baut («Que Carece de Todo»), del papa de los Guingans... Cada una posee su territorio, que defiende contra cualquier intromisión, siendo los ediles los que en último extre­ mo dictaminan en caso de litigio. En 1526, el conde Lvderic reclama así la jurisdicción sobre el jardín trasero del mercado que le disputa el abad de la Soné Trcsque. Id duque del Lago reina sobre la Rué Saint-Sauveur, el príncipe de los Amourcux sobre la Place des Reigneaux, el señor de Pcu d’Argént sobre la parroquia Saint-Pierre, etc. La localización tiene su importancia, porque el jefe de la compañía está autorizado a percibir tasas de los habitantes para los gastos de mantenimiento v probablemen­ te para las actividades y banquetes de la cofradía. El príncipe del Puy, por su parte, es un notable, un edil, noble o abad, que dirige un grupo de estudiantes de retórica. Estos están presentes en las fiestas de 1499 a 1503 y rivalizan en cultura literaria. Un verdadero eclesiástico es el pre­ lado de un grupo de locos que se autodenominan los clérigos de SaintPierrc, por el nombre de una iglesia local. Eiguran en las procesiones y en las fiestas entre 1501 y 1527. Un obispo de los Inocentes, clérigo o monaguillo, está documentado en 1501 y en 1 503. Gobierna durante la jornada del 2S de diciembre dedicada a la inversión del curso normal de las cosas v también conduce su tropa cuando ésta realiza ¡eiix de moredité o /C//.V de folie durante otras celebraciones.2. La juventud, como es lógico, no puede estar perfectamente encauza­ da. El alan de las autoridades locales por controlarla, más fuerte si cabe en la segunda mitad del siglo xvt como consecuencia del desarrollo de las estructuras escolares católicas v protestantes en toda Europa, revela más un fantasma de control que una realidad cotidiana. El alambique urbano está inventando la adolescencia. Sin embargo, aún se le concede un margen festivo fundamental, a condición de que tempere en la medi­ da de lo posible sus excesos peligrosos para la reputación, que es tanto como decir para la prosperidad, de la ciudad. Los irreductibles, los rein­ cidentes, son castigados de forma proporcional a sus actos y a sus posi­ bilidades financieras. El objetivo es devolverlos al buen camino enseñán­ doles la práctica del justo medio, del autocontrol, que es el único capaz de evitarles disgustos y empobrecimiento. Menos religiosa de lo que será bajo la égida de la monarquía absoluta, la moral que se enseña es sobre todo práctica y personal: dice que la cólera se paga cara y que la violencia conduce a la exclusión del paraíso urbano.

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Según una tradición histórica bien establecida, «el derecho de ven­ ganza no pudo resistir victoriosamente los progresos de la autoridad del príncipe», aunque cocxislkí durante mucho tiempo con el ejercicio de la represión pública. Esta visión es tribmari¿i de una valorización excesiva del Estado central, sobre todo en el siglo xi\, pues los mismos investiga­ dores conocían la existencia de los mecanismos de paz urbana destina­ dos a «proteger contra los golpes ciegos de la venganza familiar a los que no habían contribuido personalmente a provocarla». Una mirada más atenta a las formas variadas del poder en Europa a finales de la Edad Media permite detectar un sistema político muv distinto, representado ante todo en las principales ciudades de blandos v de Italia. Estas repú­ blicas cívicas de pequeño tamaño organizan su seguridad en circuios concéntricos, desde sus suburbios rurales hasta el centro moni unen tal, pasando por el anillo de las murallas, ai contacto del cual se perillán los peligros, las tentaciones y los placeres. Dividen el espacio social en alveo­ los, como en un panal, lo cual limita generalmente la amplitud de las explosiones de violencia, aunque los acontecimientos extraordinarios puedan hacer explotar lodo el conjunto durante una fiesta que degenera en drama, una gran revuelta popular interna o una súbita contestación del poder del príncipe. Avuntamicntos majestuosos, suntuosas plazas de mercado, atalayas y gigantes procesionales, como (. ¡avant cu 1 )ouai, ates­ tiguan la autoestima en que se tienen, como más tarde sucedería con los rascacielos de Nueva York. 1.1 patriciado que las dirige consultivo una poderosa oligarquía hereditaria que empieza a librarse de la cultura atro­ nadora y brutal de los príncipes y los nobles conquistadores para prete­ rir la cultura del justo medio, orientada hacia la búsqueda tan discreta como obsesiva del provecho y del poder. Debe trazar su propia vía des­ confiando de los desórdenes, siempre contrarios a sus intereses, tanto si proceden de los nobles como del pueblo. La economía es su pasión, la profusión ostentosa su enemiga. Por eso el pensamiento calvinista ascé­ tico atraerá a muchos de sus herederos. Irrigado por el sentido de la medida en todas las cosas, el terreno urbano está preparado para recibir­ lo, Empezando por el aprendizaje de la necesaria moderación de los ges­ tos cotidianos en un mundo muy densamente poblado, donde el hecho de compartir el territorio, más difícil que en otras partes, puedo eligen-

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lxa histori a di: i.a vioi.r.m ia

drar innumerables conflictos, agravados además porque aún sobrevive el derecho de venganza. Civilizar los cuerpos, dejando que Dios se en­ cargue de las almas, se convierte en una prioridad cuando el éxito eco­ nómico hace aumentar las filas de la población. La ciudad suaviza las costumbres. Lo hace a su manera, sin excesos represivos aparentes, lo cual ha podido dar a algunos investigadores an­ tiguos la falsa impresión de que constituía un universo laxo en el que los delitos eran tan numerosos como impunes, Los cronistas del siglo XV contribuyen a desarrollar esa sensación al lamentarse continuamente de la falta de seguridad en las ciudades, Uno de ellos, Jacqucs du Clercq, nacido entre 1420 y 1424, instalado en Arras a mediados de siglo, ha dejado unas Memorias que abarcan el período de 1448 a 1467, marcado por la guerra y los desórdenes. Es un moralista cascarrabias que no hace más que quejarse.24 No se salva ninguna categoría de la población, lacha a los príncipes, a todos los eclesiásticos y en general a los individuos ca­ sados de lujuriosos. Se alegra de ver que Dios los castiga, como a ese canónigo viejo, con fama de concu bina rio c incestuoso, que cae muerto de repente sobre la tumba de un cofrade. Para él, no existe «justicia al­ guna» en Artois ni en Picardía. Con una minucia obsesiva, convoca el espectro de ciento ochenta y siete criminales que han afligido al condado de Artois entre 1455 y 1467 —ochenta y nueve en el llano y noventa y ocho en Arrás—, sin contar las numerosas siluetas borrosas de otros delincuentes, que también evoca de vez en cuando. Sus temores princi­ pales se refieren a los delitos de sangre, que alcanzan un 70 % tanto en el campo como en la ciudad. La inseguridad de los caminos se ve agravarla entonces por una de las numerosas revueltas de los habitantes de Cante contra el duque y por la proliferación de partidas de bandoleros. El uni­ verso urbano no le parece que sea más tranquilo. Denuncia las fechorías de las bandas que violan, matan y saquean sin ser perseguidas por una justicia corrupta c ineficaz, que sólo castiga duramente con fuertes mul­ tas, según él, al pueblo llano que no puede defenderse. Se refiere no obstante a doce sentencias capitales, es decir, una al año, nivel habitual para una jurisdicción urbana de la época: tres homosexuales, un hombre confeso de bestialismo con su vaca y quemado con ella, un violador, una mujer infanticida, cuatro ladrones y dos asesinos. Al contrario que él, los jueces no consideran el delito de sangre como peligroso para el orden social. Los do s únicos individuos ejecutados por asesinato lo cometieron de una forma horrible: uno aplastó el cráneo ele su esposa de 18 años con

1 \ IO/. l'RUAM \ \ 1 IXAI l.s DI. I.A I.DAD MI DIA

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una maza de plomo y el otro asesinó cruelmente al hijo de un molinero. El peligro interno, como en Brujas, está ligado a una sexualidad desviada no fecundadora, pues todos los sodomitas castigados son de Arrás. El caso de los violadores condenados ilustra en cambio una firmeza dirigi­ da contra forasteros delincuentes, corroborada por otras penas graves aplicadas a jóvenes culpables de latrocinios igualmente nacidos fuera de la ciudad. Jacques du Clcrcq es partidario de un poder ducal fuerte. Sus jere­ miadas disminuyen a partir de 1465, cuando Carlos el Temerario impo­ ne su férrea tutela. Sus críticas se dirigen contra un estilo de paz urbana que no 1c gusta. No le interesan por lo demás los procedimientos de pa­ cificación que puede observar, pero sí le gusta describir grandes fiestas, sobre todo entradas de príncipes y obispos, entre ellas la del rey de Fran­ cia Luís XI cuando pasa por Arrás en 1464. lambién da cuenta rápida­ mente, sin comprender su alcance, de las justas de los días de carnaval en las que participan delegados de Amiens, Le Qucsnoy, Saint-Omcr y Utrecht. Fascinado por la sangre, a veces da numerosos detalles, quizá para exorcizar sus temores, sin contar nunca nada que lo afecte perso­ nalmente. Las prácticas militares y nobiliarias de venganza atraen parti­ cularmente su atención. Cuenta que un capitán al servicio del conde de Saint-Pol se presentó en la fiesta de Avcsnes-le-Comtc, el 1 de mayo de 1459, con veinticuatro compañeros de armas, para apoderarse de un soldado y causarle diecisiete o dieciocho heridas en la cara, la cabeza, los brazos y las piernas, evitando matarlo y diciéndole, a cada golpe, que el conde su amo le mandaba sus saludos. Ocho años antes, la víctima, junto con otros, había golpeado al alcalde y a los sargentos de la ciudad de Saint-Pol. Algunos de sus compañeros ya han sido ejecutados, otros «cortados» como él, y el rumor pretende que ninguno escapará a un cruel castigo, comenta el narrador. En agosto de 1458, el señor de Roncq, esposo de la hermana bastarda del conde de Saint-Pol, ordena apoderar­ se de un personaje que está enamorado de la misma muchacha que el, y manda cortarle «los genitales y su miembro, luego abrirle el vientre y sacarle el corazón del vientre y partirlo en dos, y así murió». La obra contiene en el fondo lo esencial de los fantasmas del autor. Su miedo a la violencia se ve avivado por una probable angustia ante el envejecimien­ to. En 1464, cuando ya tiene o supera los 50 años, escribe que son mu­ chos los que, jóvenes en su mayoría, parten a píe para Roma el día de Pascua, en grupos de diez, veinte o cuarenta, sin jefe y sin armas. Dicen uuc son más de víante mil originarios de los estados del diione v te-

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UNA HISTORIA DE I.A VJOI.EN< JA

de hecho un malestar general debido a una presión demográfica crecien­ te, pues más adelante señala que jamás se habían visto tantas bodas en Artois o en Picardía como entre Pascua y mediados de agosto de 1466, Los ancianos, añade, afirman incluso que nunca han sido testigos de se­ mejante fenómeno. En 1467, el mundo se rejuvenece aún más porque la moda cambia. Las mujeres, observa asombrado, ya no llevan cola en sus vestidos, pero se ponen unos gorros redondos con rodetes y con unas cintas que llegan hasta el suelo. A los hombres el cabello largo les tapa el cuello y los ojos, llevan unos zapatos largos de punta retorcida, hombre­ ras enguatadas y vestiduras cortas, tan ceñidas, deplora, que se les ve la «humanidad», es decir, el sexo. Ese analista en los albores de la vejez no es el único que quiere con­ tener a las nuevas generaciones. La justicia urbana ha inventado un inge­ nioso sistema para educar a los patanes de todas las edades y para formar a los jóvenes indisciplinados: la multa. Además de los castigos corporales y de la pena ríe muerte, que se utilizan con moderación, la tasa que hay que pagar por delinquir afecta a un grao número de personas. Sirve a la vez para sancionar, para reintegrarse tras el pago y para que los interesa­ dos conserven el recuerdo desagradable de una importante pérdida fi­ nanciera ligada a la falta de autocontrol. Ínstala así unos reflejos condi­ cionados, puesto que cada uno aprende a sus expensas que dejarse llevar por la ira sale caro. La multa a veces se completa con peregrinaciones judiciales y sanciones secundarias infamantes, entre ellas los azotes, la exposición publica o la reparación honorable en camisa, que sirven de advertencia para incitar al interesarlo a detener su marcha hacia un desas­ tre anunciado. Los irreductibles son desterrados de la ciudad, por un plazo o para siempre. En este último caso, caen bajo la amenaza de una ejecución capital si osan volver del exilio. I odas las ciudades borgoñonas disponen de ese arsenal más disuaso­ rio que punitivo. Arras lo obtiene por una carta condal de 1194. Una mulla de cinco sueldos, íntegramente abonada a la víctima, sanciona los insultos. No queda ningún rastro porque no hay ninguna parte para el príncipe ni, por tamo, asiento en las cuentas de su dominio. Sólo pode­ mos soñar con el ínteres que presentaría una lista si milagrosamente se hubiese confeccionado. Dar un bofetón a alguien, golpearlo con el puño o tirarle del pelo cuesta treinta sueldos, la mitad de los cuales sirve para indemnizar a la persona maltratada. Un bastonazo sin efusión de sangre vale diez libras, de las cuales tres son para el denunciante. Arrastrar a un individuo por los cabellos después de tirarlo al suelo obliga a desembol1*1 Qq r nnm» hlv'' --

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sueldos, lo mismo que por un bofetón. Einalmcnic. una contribución muy considerable de sesenta libras, que \an íntegras al soberano, es lo que se reclama por los del i t os más graves que no impliquen la muerte de un hombre: llevar armas prohibidas, perseguir a mano armada a un ha­ bitante, robo, irreverencia ante los jueces municipales, piale a hdnliciíe, también llamada «herida abierta y sangre corriente», a la cual la víctima sobrevive los treinta días siguientes. ( aramio fallece antes de dicho pla­ zo, se trata de un homicidio v es castigarlo como tal. Se registran los nombres de los huidos que no pagan la multa de sesenta libras. Igual que los proscritos por homicidio con una sentencia firme, se consideran como muertos civiles y cualquiera puede matarlos sin ser perseguido le­ galmente, dentro de los límites tic la zona judicial de Arras, en caso de que reaparezcan. Se conservan las listas de multas tic Arras de cincuenta v cinco años fiscales del siglo .xv y de veinticinco mas de 1506 a 15 34, techa tic una nueva modificación en profundidad del sistema represivo que se orienta entonces hacia penas mucho más severas. Al final tic la Edad Media, el hecho de sancionar económicamente la violencia hace que los indivi­ duos reemplacen la venganza privada por una querella para que inter­ venga la justicia. Id afán de lucro fomenta hábilmente ese cambio de comportamiento, pues la parte ofendida recibe una indemnización nada desdeñable. La denuncia de un culpable inaugura un proceso punitivo muy corto que primero pasa por la cárcel y luego desemboca rápidamen­ te en un juicio. Por suerte para el historiador, se han conservado listas de detenidos en Arrás que cubren treinta años completos, de 1407 a 1414 y de 1427 a 1450/''Si se confeccionan es una vez utas por una cues­ tión de dinero, pues los prisioneros están obligarlos a pagar derechos a los oficiales del tiuque, ( '.orno mínimo, abonan cada día doce denarios, o sea, un sueldo, lo cual les tía derecho a un pan, que vale un denario en 1407. Los que desean gozar tic la comodidad que representa la hellc <¿dnle de­ ben pagar cinco sueldos diarios. Según dicha tarila, los quince sueldos pagarlos a la víctima tic un bofetón 1c permitirían soportar los gastos de quince tlías en prisión normal o comprar ciento veinticuatro panes. Las cárceles tic Arrás csrán superpobladas: cuatro mil cuatrocientas sesenta personas pasan por ellas durante los treinta años que nos ocupan. Una quinta parte aproximadamente entra por demias impagadas, y su estancia no puede exceder de siete noches. Entre las otras, el 4% son condenados totalmente insolventes que sufren una pena de cárcel en sus-

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titucíón del pago y comen el «pan del señor» antes de ser liberados por pobres de solemnidad, como Jchan Le Bon, al que sueltan al cabo de ciento setenta y nueve días porque es incapaz de abonar las sesenta libras que se le exigen. El resto, unas tres cuartas partes del total, pasa poco tiempo en la cárcel, en espera de juicio: el 87 % de los prisioneros es rete­ nido durante menos de una semana, uno de cada dos sale incluso como muy tarde al tercer día. En estas fuentes no figuran ni las edades ni los delitos, pero las cifras concuerclan con las de las listas de multas que se refieren esencialmente a actos violentos. Los tres mil trescientos cuarenta y dos encarcelados en cuestión, ciento diez al año de media, tienen pro­ bablemente las mismas características que los autores de homicidios per­ donados en Artois. Sus acciones se desarrollan según un calendario simi­ lar: casi plano de enero a marzo, con un bruteen abril, un pico entre mayo y agosto, unos máximos absolutos los dos últimos meses, un ligero declive en septiembre, una bajada acentuada en octubre y más todavía en no­ viembre, que es el momento más tranquilo del año, con un repunte claro en diciembre. Adviento, carnaval y Cuaresma parecen estar más contro­ lados en la ciudad que en el campo, pero las fiestas relacionadas con la Navidad, el mes de mayo y el verano son igual de criminóleñas, lo cual podría confirmar que los actores son sobre todo varones solteros. Algu­ nos son borrachos brutales detenidos de noche y encerrados durante unas horas mientras se calman. Las mujeres sólo representan el 10 % del total, aparte de las prostitutas, que son detenidas muy a menudo en com­ pañía de hombres, esposos o amos, y a veces también en grandes grupos mixtos, como los diez hombres y cinco mujeres encarcelados el 20 de agos­ to de 1428, o los once hombres y diez mujeres que llegan juntos el 20 de septiembre de 1442. Por los oficios citados predomina el mundo popular urbano. El propio verdugo es encerrado dos veces, en 1435 y en 1443. Su criado v un sargento también frecuentan las mazmorras, una vez cada uno, pero no figura ningún noble, burgués o personaje importante. La cárcel de Arrás no es una escuela de delincuencia a gran escala a causa de la brevedad de las estancias y de la escasez de grandes de­ lincuentes que por ella transitan. De 1407 a 1414, mil cincuenta y nueve acusados, la inmensa mayoría masculinos, es decir más de ciento cin­ cuenta al año, esperaron allí el veredicto judicial. A este ritmo, buena parte de la población masculina y probablemente la mavoría de los «hi­ jos casaderos» de la ciudad, con la excepción, a lo que parece, de los de­ buena familia, se vieron afectados en el espacio de una generación, (lomo en un molino, se circula mucho v se puede incluso salir desnné< de h-.ihei-

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dad carcelaria organizada, con sus jerarquías, sus poderes, sus ricos y sus pobres. Es dudoso que una corta escala en ese lugar conlleve algún tipo de infamia social. Sobre todo porque permite meditar sobre el hecho de no saber controlar la propia violencia y se convierte así en la antecámara de una relativa prudencia al hacer concretas y penosas las consecuencias negativas de un acto brutal. No sólo hay que pagar la multa, muv consi­ derable para un pequeño trabajador, sino que la carga va acompañada de importantes gastos de encarcelamiento, del lucro cesante por el trabajo perdido de varios días y de la obligación de ofrecer a los demás presos una «bienvenida» llamada marniouse. La oleada de los que van llegando se hace un poco más lenta de 1427 a 1437, con ciento diez, casos al año de media, luego baja todavía más, al­ rededor de ochenta anualmente de 1437 a 1447, antes de caer hasta los cuarenta durante los tres últimos años de observación. Ese declive por rellanos sólo está relacionado en parte con calamidades, guerras, epide­ mias y hambrunas que pueden haber reducido la población. El período de 1440 a 1453, por ejemplo, no es especialmente malo. Los precios recupe­ ran un nivel comparable al de los años 1 380-1414, caracterizados por un relativo bienestar. El fenómeno parece indicar más bien el éxito, al cabo de varias décadas de esfuerzos, de la política municipal para encauzar la violencia recurriendo sistemáticamente a la multa, precedida por una cor­ ta estancia en prisión. Raras veces punitivo, el encarcelamiento tiene un papel eminentemente preventivo. Sirve para producir un efecto de um­ bral, una percepción de la anomia por parte de quienes abusan de la fuer­ za. Su recuerdo desagradable, más ligado a las fuertes sanciones económi­ cas que a las condiciones de la estancia, queda grabado en la memoria. Las autoridades piensan sobre todo en la violencia banal cotidiana. Su acción sólo es disuasoria por falta de medios para ejercer una repre­ sión más eficaz. Para encauzar a doce mil arrasenses, no disponen en ge­ neral más que de doce sargentos «del burgo», más cuatro sargentos del castellano, que en 1449 pasan a ser seis, encargados de vigilar a los pre­ sos. Las sanciones económicas son el corazón del dispositivo de regula­ ción de las relaciones sociales. Los cincuenta y cinco años conservados para el siglo XV’1 mencionan dos mil seiscientas quince multas. La media anual se establece en cuarenta y siete, 1 rente a veintisiete en los veinticin­ co registros conservados del período que va de 1500 a 1 534. El porcen­ taje de mujeres, que en el siglo XV es del 10 %. es exactamente el mismo

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que el tic las prisioneras; luego se reduce a la mitad durante el primer tercio del siglo XVI. Considerando los dos sexos, los niveles más altos se alcanzan entre 1401 y 14 10, con una media de ochenta, un mínimo de sesenta v un máximo de ciento veintidós. La curva se orienta luego a la Laja, a pesar de algunos repuntes entre 1-167 y 1471, entre 1502 y 1504, y finalmente entre í 5 12 v 1524. lili o demuestra que hay un sistema urba­ no original cuva edad de oro se acaba alrededor de 1520. lambién en Bruselas se registraron cerca de ocho mil multas durante el siglo XV y más de cuatro mil entre 1423 y 1498 en Nivcllcs, una pequeña ciudad de Bra­ bante dos veces menos poblada que Arrás, de las cuales dos mil ciento veintiuno son por violencia v mil quinientos ochenta y cinco por robo.'? Una visión despectiva de dicho mecanismo, inspirada por la «moder­ nidad» judicial estatal que triunfó más tarde, ha impedido apreciar su fun­ ción eminentemente apaciguadora y generadora de una convivencia más civilizada. Si no [indo ulteriormente resolver los nuevos problemas plan­ teados por los conflictos religiosos l ras la a parición de la Reforma, antes sí había logrado crear un estado de ánimo ciudadano original reemplazando la ley de la venganza por la del inicies personal. I .ojos de constituir el signo tic una época tic turbulencias, el gran numero de sanciones pecuniarias por violencia atestigua una modificación sintomática de las relaciones hu­ manas en un mundo lleno. Su proliferación en Arrás en el siglo X\ es la consecuencia de un largo período de prosperidad v de aumento demográ­ fico. Los repuntes de la curva corresponden también a momentos en que el numero de jóvenes v de matrimonios aumenta, como en 1467, según lamenta el cronista Jaeques du Clcrcq, o también hacia 152(1, cuando el éxodo rural y el problema de los marginarlos se convierten en obsesiones sociales que inspiran una legislación real cada vez más represiva. La pedagogía educativa de los ediles es mas intensa ele 1401 a 14 36. Ln tunees se refiere esencialmente al castigo de los que abo lotean a un conciudadano: el 62% de las multas registradas sanciona una fuerte bulle o a veces un puñetazo, propinados por ochocientos setenta y tres hombres y ciento treinta y seis mujeres a seiscientos trece hombres v trescientos cuarenta y ríos mujeres, aunque algunos casos no precisan el sexo. Id gesto irascible, tanto masculino como femenino, va destinado a alguien del mismo sexo en casi cuatro conflictos de cada cinco v los casos entre varones son de lejos los más numerosos. Solo una minoría ataca en ambos casos a alguien del sexo opuesto. Pocas veces se menciona la prot J

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festón, apenas la de una quinta parte de los acusados y menos aun la de las víctimas; también es una lástima que no se mencione la edad. Entre el centenar de oficios citados, casi todos son de gente humilde. Los poquí­ simos casos de pañeros o comerciantes no hacen sino subrayar la ausen­ cia del patriciado y de las élites, que ya hemos constatado al hablar de las estancias en la cárcel. ¿Será que ya se controlan más que los demás? Y si acaso no ponen la otra mejilla, como propugna la Iglesia, sino que, al contrario, se abandonan a su impulsividad, sin duda son objeto de una indulgencia especial por parte de los jueces, sus iguales, a fin de evitarles el circuito carcelario y la multa ordinaria. La bofetada tari f ada revela la existencia de gremios cuyos miembros tienden más que otros a hacer uso de la brutalidad: carniceros, horneros, pescaderos, bataneros, albañiles, zapateros, carpinteros, taberneros... En cambio, las víctimas son mas corrientes entre los eclesiásticos, los vendedores ambulantes de vino, los barberos, los comerciantes y sobre todo los criados, que son veintidós de los agredidos y sólo cinco de los agresores. Sargentos, prostitutas, regentadoras de baños públicos figu­ ran tanto entre los unos como entre los otros, lo cual indica hasta que punto su actividad los expone a conflictos y prueba al mismo tiempo que saben defenderse. Parece que los ultrajes entre desconocidos son escasos, sobre todo porque sólo veintitrés de los agresores y veintitrés de las víctimas son forasteros, lodo indica que los ediles se interesan espe­ cialmente por los nativos y se preocupan poco de los demás. Por otra parte, si son agresores, estos últimos pueden preferir huir antes que pa­ gar la multa. Sí son agredidos, reclaman pocas veces la indemnización financiera que les corresponde, aunque su valor no sea en absoluto des­ deñable. A principios del siglo xv, la multa de treinta sueldos corresponde a diez días de trabajo de un albañil o a veinte jornales de un peón de car­ pintero, es decir, casi un mes de salario para este último, teniendo en cuenta los días no laborables. Siempre se exige íntegramente, a diferen­ cia de las otras que pueden negociarse y adaptarse a las capacidades de pago del delincuente. Uno de cada cinco condenados se exilia porque no la puede pagar, lo cual indica la situación precaria de los interesados, generalmente miembros de las capas inferiores de una plebe miserable. Entre los afectados hav probablemente muchos mozos. Algunas multas muy cuantiosas, impuestas a los temibles rcincidcntcs, podrían corres­ ponder a esa franja de edad especialmente turbulenta. De 1401 a 1408, Gefírin Chaullois propina un bofetón a seis hom-

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sola vez ele haber recibido uno. Henry Chaullois, el hermano en cues­ tión. arremete contra cinco individuos y sale perdedor dos veces, una de ellas a manos de Gcffrin, entre 1402 y 1411. De 1416 a 1432, Jacot Belin, alias Poullier o Poullallicr, se enzarza con nueve personas, entre ellas dos mujeres, v recibe cuatro bofetones hasta 1420. El último se lo propina Wíllcmct Gouffroy, alias Chave!, hijo de [can, y él se lo devuelve. En ambos casos aparece un perfil brutal de quien empieza siendo víctima y luego perfecciona su capacidad de devolver los golpes. Y es que los im­ putados han sufrido primero la ley de los más fuertes, antes de imponer la suya sin volver a ser víctimas de otra afrenta, a juzgar por las listas liscales. Chavct, en efecto, había empezado recibiendo una bofetada del temible Henry Chaullois en 1407. Después del intercambio brutal con Jacot Bolín en 1420, ya sólo vuelve a aparecer como agresor de dos hom­ bres. Las calles de la ciudad están llenas de tipos como esos, repartiendo golpes a diestro y siniestro: el pescadero Jacotin le Conté, el ollero 1 lanotin le Elament, el zapatero jehan Joli. alias jolieí... Son más raros los que parecen ganarse la vida durante algunas semanas tendiendo la meji­ lla a los demás, como Pieret Poullicr, criado de Jacquemart Poulicr, abo­ feteado cinco veces de 1427 a 1433, sin pagar nunca a su vez ninguna multa por este concepto. Los «duros» que golpean y son golpeados varias veces tal vez formen parte de los grupos de jóvenes que mantienen las tradiciones viriles, como los que practican violaciones colectivas en Dijon en esa misma época. Hay diversos indicios —apodos, relaciones, signos de hostilidad recípro­ ca, menciones de «hijo de...»— que lo sugieren. Pero no por ello dejan de utilizar la protección jurídica en caso necesario, como hacen los herma­ nos Chaullois, denunciándose el uno al otro. Se encuentran por tanto atrapados en la red de vigilancia tendida por las autoridades. Su presen­ cia durante largos períodos en las cuentas demuestra que el objetivo perseguido por estas últimas ha sido alcanzado, puesto que siguen vivos. La escalada tradicional que conduce del reto a la injuria, después a la bofetada y finalmente al combate con navajas o con espadas, se frena antes del drama con una corta estancia en prisión seguida de una fuerte sanción económica. Para estos supervivientes, la mediación urbana rom­ pe el círculo infernal que continúa produciendo en los pueblos un gran número de homicidios perdonados por el príncipe. El hecho de que las ciudades artesianas estén infrarrepresentadas en esa lista se explica por una mejor gestión de la agresividad relacional entre los machos, de la cual sabemos que alcanza su intensidad máxi-

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sueldos por brutalidad aprenden a romper el círculo vicioso antes de que se convierta en mortal. Los hermanos Chaullois y sus homólogos ganan años de vida abonando unas casas que en definitiva son mucho menos onerosas que el precio de la sangre. Se apagan muchos fuegos pequeños antes de que se tornen grandes incendios. AI tiempo que pro­ porcionan un desahogo a sus autores, las manos que caen brutalmente sobre centenares de mejillas permiten ahorrar otros tantos combates mortíferos. Concentrando la defensa del honor en esta parte valorizada del individuo, los jueces logran limitar los excesos de la ley del más fuer­ te y de la venganza. La multa representa la parce emergida de un esfuer­ zo de educación cívica más amplio. El tribunal ofrece su protección a los más débiles y va acostumbrando poco a poco a todos los habitantes de la ciudad a aceptar, lo quieran o no, su intervención en los temas de segu­ ridad individual. La poca presencia de forasteros en las listas de acusa­ dos refleja sin embargo los límites de su acción y, a más largo plazo, la debilidad de un sistema cuya eficacia desaparece una vez que se traspa­ san las murallas de la ciudad. Su objetivo es atenuar los contenciosos entre miembros de la comu­ nidad y obligar a los más violentos a excluirse ellos mismos. La tarifica­ ción de las bofetadas también sirve como advertencia solemne y enseña a contentarse con una reparación financiera y simbólica del honor he­ rido. Porque llevar más lejos un conflicto dentro del territorio urbano conlleva unas consecuencias desastrosas. Las tarifas aumentan de forma exorbitante para los que golpean con un objeto sin ocasionar heridas o tiran a su adversario al suelo y luego siguen pegándole y dándole pata­ das, o para las que arrastran a otra mujer por el pelo. Siete y ocho veces más elevada que para un bofetón, la suma reclamada, de diez libras a once libras y media, equivale a siete u ocho meses de salario de un peón de carpintería, teniendo en cuenta los días no laborables. Las multas de este tipo son menos frecuentes: respectivamente, 246 y 5 1 en todo el si­ glo,frcntca 1.244 de treinta sueldos y 1.073 de sesenta libras. Sirven, en efecto, como última advertencia, pues la mitad de los acusados se ven obligados a abandonar la ciudad porque no disponen de medios para pagarlas. Las autoridades aceptan «rebajas» importantes en tres de cada cuatro casos para los que intentan pagarlas, dada la relativa pobreza de los interesados. De media, éstos abonan un poco más de cincuenta suel­ dos. Pertenecen a capas sociales populares, pero a menudo un poco su­ periores a las de los condenados por dar un bofetón. El mecanismo per­ mite así senara r el vrano de la na i a r*n <4 nniví>r<;n rnvUúnnc

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mo i le enormes dificultades para sobrevivir, ciada su insolvencia. La ma­ yoría resulta empobrecida, 1 ragilizada y sometida a la \ igilancia judicial, como contrapartida de la negociación que* han tenido que llevar con los ediles para poder quedarse en la ciudad. Cualquier reincidencia puede conducirlos al desastre, lis probable que esa espada de Damoclcs hava hecho vacilar a mas ele uno a la hora de dejarse llevar por su tempera­ mento brutal. I .as mullas de diez libras se reparten por sexos de forma idéntica a las de treinta sueldos. I al vez se refieran mas a trifulcas de vecindad entre adultos que las segundas, a juzgar por los indicios relativos a los oficios y por los objetos utilizados para golpear al adversario, cuando el agresor no se contenta con los pies o con los puños. Id arma predilecta de ios varones es el bastón. También se mencionan diversos utensilios cotidia­ nos; bolo, candelabro, arnés, parrilla, piedra y jarra para los hombres; mango de escoba, zueco, rueca v manojo de llaves para las mujeres... La calle parece ser el escenario más corriente para los con 11 icios en los que i 11 leí \ lenco estas ultimas, que normalmente se cnl rentan con otra mujer. T.n ias cuentas de 14 1 5-14 16 figura |chennc, esposa de |chan de Prouvins, que utilizo un zueco contra lulicnnc la Carpen! iére, «mujer de la vida», v pagó cuarenta sueldos después de la correspondiente «rebaja». Su adversaria replicó, también con mi zueco, v luego huyó para no pagar la mulla. 1 ,a cólera sale cara en ambos casos, pero el sistema de ia justicia mu­ nicipal íticrza a los pobres a un exilio voluntario, mientras que los habi­ tantes más integrados meditan una sana lección al verse empobrecidos. Las prostitutas proporcionan el mayor numero de víctimas femeninas, generalmente agredidas por alguien del sexo opuesto, lo cual subrava la precariedad de su oficio, lambién los hombres se enzarzan en la calle, además de cu sitios mas variados, pues los bastones que llevan con fre­ cuencia sugieren un combate en el exterior del hogar, y ciertos objetos como las ¡arras de estaño también indican su I rccucntación de las taber­ nas. L
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los dos universos violentos implicados no son idénticos. La tarificación délas bofetadas parece destinada esencialmente a los impulsivos, quizá sobre todo a los mozos, a fin de educarlos para una vida social menos conflictiva que en el pueblo. La de los golpes sin heridas abiertas afecta en mayor medida a los varones adultos más establecidos, así como al universo de la prostitución. Las características sociales, la ausencia de reinciden tes y la huida por imposibilidad de pagar en la mitad de los casos acercan la multa de once libras y media a la de diez libras. La menos utilizada de todas, en neta regresión a partir de la segunda mitad del siglo xv, es la que más se a pli­ ca a las hijas de Eva. El segundo sexo representa diez de los diecinueve acusados y diecisiete de las veintinueve víctimas de 1401 a 1436; de esos casos, nueve son combates singulares. La mayor parte tic las veces sólo se utilizan los puños y los pies. El vencedor masculino sigue golpeando al vencido en el suelo a patadas, mientras que la mujer triunfadora arras­ tra generalmente por el pelo a la que ha logrado derribar. La sanción se refiere a un encarnizamiento inadmisible y a la dignidad perdida de un ser humano tirado en el suelo. Ya se empieza a enseñar la «civilización de las costumbres» a través de una gestión simbólica del cuerpo de los ciu­ dadanos. Siempre se trata de reparar el honor ofendido para evitar la escalada mortífera, que puede a su vez ir seguida de una venganza. El imaginario urbano se refiere para ello a una geografía corporal modula­ da, soporte de la autoestima. Una bofetada hace perder menos el presti­ gio que un golpe, con o sin objeto contundente. Más grave aún para un hombre es el hecho de recibir patadas, y para una mujer verse en el suelo y arrastrada por el pelo por otra mujer. En este ultimo caso, las sanciones se aplican sobre todo a prostitutas y sirvientas, para civilizarlas en la medida de lo posible, colocándolas bajo la amenaza de una pena que las lleva a la ruina y al exilio. El hecho de que este tipo de multa sea menos frecuente durante la segunda mitad del siglo xv no hay que atribuirlo tanto a un perfecto éxito de la disuasión como a su bajo rendimiento económico para la ciudad. Ésta no percibe por su parte más que cinco sueldos, frente a tres libras para la multa de diez libras, lo que hace que las autoridades prefie­ ran clasificar los hechos dentro de esta ultima categoría. Los comporta­ mientos en cuestión no están en absoluto erradicados. En 1466-1467, uno de los pocos casos que implican a privilegiados acomodados conduce a la damisela Jchannc le Borgne, esposa de Guillaumc de Monbcrtault, a abonar la cantidad rebajada más alta de la serie, cuatro libras, por haber

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mont, viuda de Guérart de Bailly. El sistema también sirve para proteger a los más débiles, sobre rodo a las mujeres públicas, por otra parte cada vez más encauzadas por la legislación y ahora ya pocas veces menciona­ das como imputadas en las multas de once libras y media. En 1460-1470, Ambroisc Millón es condenado a pagar porque «ha golpeado con el puño, derribado, arrastrado y pateado a una mujer de vida alegre». Boudin Rumct es sancionado en 1474-1477 por haber «sacado de la cama en los baños de Lillc Adam a una mujer de vida alegre llamada Boutilette, que estábil acostada con un gentilhombre, y haberla agredido a bastonazos». El período 1401-1411 es, en tocios ios aspectos, el más conflictivo registrado en una ciudad superpoblada: doscientas ochenta y ocho mul­ tas «de sangre» de sesenta libras, cuatrocientas veinticinco de treinta sueldos, treinta y nueve de diez libras y quince de once libras y media lo demuestran. Eas primeras bajan espectacularmente después, desde 1405, mientras que las de treinta sueldos son con mucho las más numerosas, antes de ser a su vez claramente superadas por las anteriores, de 1450 a 1534. Este doble movimiento en forma de tijera ilustra a la vez la inten­ sidad de la brutalidad cotidiana a principios del siglo XV y la progresión en dos tiempos en el cuerpo social de una «civilización de las costum­ bres» sostenida por las sanciones financieras. Al principio del proceso, las multas a muchos abofetcadorcs no impiden aún que se formen triful­ cas y que éstas alcancen extremos sanguinarios. Pero el efecto buscado se hace sentir rápidamente porque muchos de los interesados no tienen ya literalmente los medios económicos que les permitan intercambiar un simple par de bofetones, aunque hava un pequeño número de irreducti­ bles rcincidcntes que se arriesguen. Ea edad de oro de las bofetadas, hasta 14 36, es un tiempo de reduc­ ción de la espiral conflictiva por efecto mecánico y por miedo a empo­ brecerse, más que por integración definitiva de unos valores relaciónales nuevos. Ea presión demográfica y la disminución del poder adquisitivo de la libra contribuyen después, sin iluda, a reducir la eficacia de esta práctica. Pero lo esencial es otra cosa. A partir de mediados del siglo XV, las nuevas generaciones parecen haber asimilado mejor la lección del autocontrol. Ea bofetada es mucho menos frecuente, signo probable de una pacificación de las conductas agresivas cotidianas más banales, espe­ cialmente entre los jóvenes solteros. Obviamente no han desaparecido todas. Lo atestigua un aumento claro de las multas «de sangre» entre 1461 y 1475, y luego otro, un poco menos acentuado, en el primer tercio del siglo xvi. La tendencia general de la curva a bajar desde 1450 permi-

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violentas, susceptibles tic desembocar en un combate mortal, se ha con­ vertido en una prioridad para los ediles y ha tenido un cierto éxito. Exito sensiblemente menor que en Jos casos de pequeña violencia sin conse­ cuencias, que casi se han erradicado, a juzgar por la lenta extinción de las multas de treinta sueldos. La diferencia entre esos dos tipos de compor­ tamientos constituye además un verdadero progreso debido a las prácti­ cas de paz urbana. Prefigura la lucha que el Estado central emprenderá en el siglo xvi para criminalizar el homicidio, aprovechando las técnicas de pacificación instauradas antes en las ciudades. El último estadio de la violencia, el que derrama sangre, significa la ruina para los que no disponen de medios suficientes. Hacía 1400, sesen­ ta libras equivalen a varios años de salario para los humildes c incluso a más de un año de ingresos para los artesanos de los mejores oficios. La multa es tan onerosa que casi nunca se paga íntegramente. De 1401 a 1436 sólo seis condenados de quinientos treinta y tres pudieron permi­ tírselo. El número de impagos alcanza el 53 %, sin contar a cinco indi­ viduos totalmente exentos por pobreza absoluta. Entre los otros, los hombres abonan de promedio cinco libras y media; las mujeres, cinco. La represión se aplica a una gran variedad de delitos. Heridas, amenazas seguidas de golpes dados con un arma y el hecho mismo de portar armas alcanzan en conjunto el 64 %. A ello se añaden el 10 % de asaltos a casas, casi un 11 % de infracciones contra las autoridades v evasiones de la cár­ cel, así como algunos hechos mucho menos frecuentes; abuso de autori­ dad, huida con alzamiento de bienes, no pagar el escote correspondiente en la taberna, etc. El orden de magnitud es el mismo de 1441 a 1475, con un 72 % de heridas, golpes o porte de armas y un 9 % de asaltos a casas. El conjunto refleja un importante esfuerzo tendente a yugular los atentados contra la seguridad de las personas y los bienes que en esa época se consideran más importantes. La violencia masculina es la que ocupa el primer lugar, mientras que la brutalidad femenina no repre­ senta más que una tercera parte de las acusaciones en el primer tercio del siglo, seguida de cerca por los asaltos a casas, y es casi desdeñable a partir de 144 1. Entre aquellas cuya situación social es conocida, figu­ ran ante rodo las prostitutas. Particularmente expuestas a la brutalidad de los clientes, han desarrollado una capacidad de resistencia especial para sobrevivir. Jacquettc de Brellc, por ejemplo, es citada diez veces en las listas de multas, entre 1405 y 1425. Paga tres de treinta sueldos, más una de sesenta libras rebajada a cuarenta sueldos, y es seis veces víctima de agresiones, cuatro multadas con treinta sueldos y dos con

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Los oficios masculinos son conocidos en la proporción de uno de cada tres, lo cual limita el alcance de las conclusiones. Los privilegiados, los mercaderes y los burgueses acomodados son escasos, pero un poco más numerosos que sus homólogos que pagan treinta sueldos por una bofetada. En el primer tercio del siglo hay una decena, a los que pueden añadirse algunos personajes lo bastante ricos como para pagar al menos ocho libras tras negociación. En total, representan alrededor del 20% de los acusados. Id perfil común de los agresores es, pues, esencialmente el de gentes del pueblo, pero difiere en parte del de los abofeteadores por la poca presencia de los gremios de la alimentación o del transporte y por el gran número de representantes del textil, que es la principal ac­ tividad local: bataneros, peleteros, sastres, tapiceros, casulleros, calcete­ ros, sayaleros,,. A menudo humillados y abofeteados, los criados son también muchas veces los asaltantes que causan las heridas. Entre ellos aparecen sobre todo servidores de personajes poderosos que imitan la actitud pendenciera de sus amos. Pese a ser muv poco numerosos en la ciudad, los sargentos y oficiales representan una cuarta parte de los condenados y el 40 % de las víctimas cuyo oficio conocemos. Aparece así un universo específico obligado a gestionar por la fuerza unas situa­ ciones conflictivas frecuentes, que comprende a los auxiliares de la poli­ cía y a los criados de los notables. Los artesanos del textil manifiestan una propensión a derramar san­ gre que resulta a la vez de una cultura violenta específica y de tensiones en el mercado laboral. Los más brutales son los bataneros. Eorzados a realizar una tarea penosa, esos «uñas azules» son muchas veces los que dirigen las grandes revueltas de las ciudades textiles de 1 landos v de Italia en la ultima Edad Medía.’1 Defienden enérgicamente sus dere­ chos, como demuestran las coincidencias de varios documentos. Pues si las multas de sesenta libras dan la impresión de que la mayor parte de los combates sancionados oponen a dos individuos, hay unos pocos ves­ tigios criminales que matizan ese juicio. Así, un batanero es multado en 1427-1428 porque ha dejado inválido a un colega originario de Douai, Ahora bien, otra fuente nos habla a propósito de él de un combate entre cuatro miembros del mismo gremio, los dos últimos nacidos en Tour­ nai. Por otra parte, los más violentos son muchas veces jefes de bandas, probablemente hombres jóvenes, si hemos de creer las quejas de Jacqucs du Clcrcq y otros indicios. De 1410 a 1430, Picrct Warnier es cuatro } Mk’livi Moli.it
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    veces víctima y cuatro veces agresor, siempre de miembros de la fami­ lia Chevalíer, lo cual indica, o bien un comportamiento juvenil brutal, o bien una escalada de venganzas familiares. Bernarcl Bainart, un tapice­ ro, es condenado tres veces, a partir de 1406-1407, junto con tres cóm­ plices en uno de los casos. Ataca a un sargento para liberar a otro tapi­ cero en 141 5 -1416, y a el mismo le rompen el brazo en un combate en 1431-1432. 1 lanotin Eillocul huve cuatro veces para no pagar la multa, entre 1403 y 1416. Al lado de esos rcincidcntes sanguinarios aparecen otros dos tipos do personajes sancionados por las autoridades, unos violentos ocasionales que se enzarzan una sola vez v unos individuos claramente más agresi­ vos que casi siempre actúan con cómplices v también son abofctcadores eméritas abonados a la multa de treinta sueldos. Entre estos últimos, Geftrin Chaullois hiere a un adversario en dos ocasiones v es apaleado una vez por cuatro atacantes, entre 1462 y 1406; Jehan (olí, alias zapatero, cómplice del anterior en 1402, es herido gravemente en 1407, y luego se evade de la cárcel en 14 16. ( )tro individuo que tiene la mano muy larga, enemigo declarado de GcHrin, Willemet Gouffroy, figura como atacante en 1416 y como herido en 1426. A diferencia de estos últimos, algunos de los que pagan varias veces treinta sueldos no figuran en las listas de multas «de sangre». Tal es el caso de Jacot Bolín, alias Poullier, que sin embargo es abofeteado en 1420 por Willemet (lotiff rov, o Robín Panot, maltratado por Pierrc Aoustin, alias Pom/w sargento del castellano al que había abofeteado. Los documentos no pueden dar más que lo que contienen. Permiten sin embargo detectar unas formas distintas de reacción de los individuos ante la voluntad de pacificación de las costumbres exhibida por las auto­ ridades. I Liy irreductibles que se niegan a aceptar ese yugo, lint re ellos están los miembros de oficios difíciles v competitivos, como los batane­ ros; los hombres jóvenes que forman pandillas y se dedican a perpetuar unos rituales de violencia tradicionales, y las prostitutas que ejercen una profesión muy expuesta. Otros se abandonan a veces a la rabia v al uso de armas, pero evitan la ruina o el exilio, limitando el número de los conflictos y la brutalidad de los intercambios, lo cual parece indicar que intentan contenerse más a menudo por un interes bien entendido. Otros limitan las lrícciones a bofetadas, signo probable tic una relativa integra­ ción de las prohibiciones, pues saben lo que les puede costar una agre­ sión mavor. A algunos aparentemente les gusta transgredir las prohibi­ ciones, demostrar su virilidad sin ir demasiado lejos, a la manera de Jacot

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    fuentes. Tal vez saben contener mejor su agresividad, aunque las ocasio­ nes de montar en cólera sean muchísimas en el universo urbano. La gran atención que los ediles prestan a las violencias más leves, inmediatamente sancionadas, nos recuerda la teoría del «cristal roto» que hoy, sobre todo en Estados Unidos, hace que se reaccione inmedia­ tamente ante el menor indicio de incremento de la peligrosidad social. ! Los centenares de abofeteadores multados, así como los autores de otras injurias de los que desgraciadamente no tenemos listas, atestiguan una práctica urbana original que actúa contra el más mínimo foco de tensio­ nes para impedir que desemboque en una espiral de violencia que lleve a la venganza privada. Un sistema idéntico al de Arras existe en todas las ciudades domina­ das por el duque de Borgoña y probablemente también, bajo formas algo distintas, en Italia o en otros países. Se basa en una vigilancia cons­ tante y en el uso de multas moduladas que conducen al empobrecimien­ to creciente de aquellos que se niegan obstinadamente a plegarse a las reglas establecidas. Ciertamente, no es un sistema perfecto, pues la red no es tan tupida como para que no puedan escapar fácilmente los que quieren huir. Para tener derecho a volver, hay que abonar una cantidad financiera negociada con los ediles, como hacen treinta y cinco de los ciento setenta huidos condenados a una multa de sesenta libras en la primera década del siglo XV. Los insolventes tratan de sobrevivir fuera de la jurisdicción. Muchos se instalan cerca de las murallas, a veces en enclaves eclesiásticos y otros «asilos» donde no pueden ser legalmentc apresados. Esta multitud de proscritos tiene que evitar sin embargo encontrarse en el territorio de la banlieue, pues según la costumbre cualquiera puede matarlos allí impunemente si deben sesenta libras. La ciudad, como se ve, sabe utilizar en su provecho los mecanismos de la venganza privada, que trata por otra parte de minar, haciéndolos lícitos únicamente en este caso. También cierra los ojos ante retornos furtivos de delincuentes, quizá justamente porque espera que los enemigos de los interesados líbren de ellos a la comunidad. Pero algunos hombres bruta­ les empedernidos logran sobrevivir en estas condiciones, ya que apare­ cen varías veces seguidas en las listas de los que no han pagado las sesen­ ta libras. Este es el caso, tres veces, de Bernard Bainart y, en dos ocasiones, de Hanotin Pilloeul. Joliet, citado siete veces en los registros por multas diversas, no paga una de sesenta libras en 1402, ni otra del mismo impor­ te en 1416, lecha en la cual se evade de Ja cárcel. El gran número de proscritos que viven en los alrededores esperan(|() Un;» 'Jmnich» 1

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    problemas de seguridad. A los que han sido condenados antes o que se han exiliado voluntariamente se añade, entre 1401 y 1411, un contingen­ te equivalente a casi el I % de la población de Atrás. La inseguridad de

    los caminos se agrava con ello y los negocios lo sufren. La expulsión délas gentes de mal vivir, c incluso de todos los que constituyen un peli­ gro cuando hay brotes de agitación, se superpone a ello para transformar la llanura circundante en un lugar peligrosísimo a causa del perfil inquie­ tante de muchos exiliados, (ionio las demás ciudades siguen políticas idénticas y los pueblos son hostiles a los forasteros, la seguridad impues­ ta dentro de las murallas urbanas tiene como contrapartida el desarrollo de una intensa criminalidad en los espacios no habitados, en particular los caminos que conducen a las local ¡darles más prósperas. Este es el precio que éstas pagan por romper la espiral tradicional que desemboca en la venganza privada, utilizando poco la pena de muerte. La estabili­ dad interna se garantiza con sanciones graduales y con la expulsión de los elementos perturbadores o con su exilio voluntario. La escasez de los castigos corporales secundarios, como el dcsorcjamicnto de los ladrones, caractcrizíi una justicia muy poco dada a castigar corporalmcnte, a dife­ rencia de ío que harán más tarde los Estados monárquicos. Las «repúblicas urbanas» borgoñonas fundan el pacto social en la aceptación de la paz interior y en el control por parte de cada uno de su propia agresividad. Los transgresores son castigados muy deprisa, pero con moderación, \ sobre todo echando mano a su bolsa. Los irreducti­ bles son rechazarlos, entregados a la precariedad y a los peligros de una existencia no protegida. ¡Ya se ocupará el soberano de la pacificación de los márgenes donde p rol iteran los delincuentes y los pobres! Lista acti­ tud, que es una forma ríe egoísmo, produce un orden público bastante eficaz, pese a algunas grandes revueltas populares debidas a coyunturas desfavorables, (.ada ciudad se dota también de medios para controlar a los que llegan, reclamando a sus vecinas del arca borgoñona informacio­ nes precisas sobre los criminales expulsados. El proscrito arrásense por delitos de sangre o por una multa de sesenta libras impagada tiene poco margen. No sólo se arriesga a que lo maten sí se acerca demasiado a la ciudad, sino que no puede instalarse fácilmente cu otra parte, pues Béthunco Saínt-( )mer en Artois, Brujas o Yprcs en blando siguen los mis­ mos principios y se inlorman mutuamente de los candidatos al patíbulo o de los distintos peligros. La ciudad es una amortiguadora de crisis que aplica sus principios a

    «economía criminal» original inventando una exigencia de autocontrol de los individuos, orientada prioritariamente hacia los varones jóvenes y las prostitutas, cuyos excesos enturbian !a paz colectiva. Moderar las pasiones v refrenar la agresividad es indispensable para vivir y prosperar en las ciudades. Mucho antes de la «curialización de los guerreros» en la corte de Luis XIV, la municipalización de la violencia contribuyó a atem­ perar la agresividad. Reprimida, vigilada, generadora de intereses finan­ cieros, esta fue, al menos en parte, puesta al servicio de la colectividad, lis probable que las grandes metrópolis italianas, las ciudades imperia­ les, especialmente las de la I Iansa, y otras más, como París, poseyesen sistemas de regulación del mismo tipo, para compensar la debilidad de las fuerzas policiales. Finalmente podemos preguntarnos porque esas prácticas, mal cono­ cidas porque han sido poco estudiadas, cedieron su lugar a la «explosión de los suplicios» impuestos por las grandes monarquías modernas a par­ tir del siglo xvi. La explicación no reside probablemente en las crisis, pues las ciudades demostraron en los siglos anteriores que eran capaces de adaptarse a ellas. Sin duda, la causa es más bien el progreso del nuevo modelo represivo centralizado, que ofreció un mejor control de los espa­ cios intermedios hasta entonces abandonados. Al crear los prebostes de los mariscales encargados de pacificar los grandes caminos, f iarlos el Te­ merario en Borgoña y Francisco 1 en 1 Tan cía aliviaron a las ciudades de la presión de los numerosos proscritos v vagabundos que se agolpaban a sus puertas. Pragmáticas, éstas admitieron el interés de ese sistema para desarrollíir su seguridad, sinónimo de prosperidad. Así, aceptaron a me­ nudo, no sin reticencias, ceder una parte de su arrogante autonomía para obtener importantes beneficios. Con excepción de las repúblicas urba­ nas italianas más poderosas, como Véncela o Genova, y de las ciudades de las Provincias Unidas que se unen por un contrato federativo v repu­ dian la autoridad del soberano español en 1579, la mavor parte de las demás se ponen bajo la tutela de ios príncipes porque ven en ello más ventajas que inconvenientes. AI igual que Ambcrcs, Gante o Lyon, algu­ nas de las más o rg til losas tratan, sin embargo, de conservar su indepen­ dencia. Antes de ser inscritas por la fuerza en el campo de la modernidad estatal, ofrecen a los reformadores protestantes un universo preparado para entender sus discursos de concordia v de estrecha vigilancia do los usos v costumbres, porque ellas ya aplicaban esos principios desde hacía generaciones.

    r CAPITULO

    5 Caín y Medea. Homicidio y construcción de los géneros sexuados (1500-1650) En la Edad Media, los adultos de cada comunidad, al igual que las autoridades centrales, consideraban con cierta tolerancia los excesos ele los varones jóvenes homicidas, cuyos incesantes combates rituales jalona­ ban el calendario dominical y (estivo.1 1 loy esta violencia específica de los muchachos solteros sigue dominando ampliamente las estadísticas crimi­ nales europeas o americanas, pero ya no es en absoluto algo aceptado.2 El cambio fundamental de percepción se inició en el siglo xvi. Resul­ ta inicial mente de una profunda mutación de las prácticas judiciales en Europa occidental entre I 550 y 1650. Mientras el Renacimiento cede el paso a la civilización barroca, el Estado moderno, con el apoyo en todas partes de una Iglesia única que exige el monopolio de la vigilancia de las almas, experimenta unos métodos más eficaces de control social a fin de cumplir de la mejor manera las misiones encomendadas al príncipe: de­ fender la verdadera fe, mantener la paz, imponer el derecho y promover el bien colectivo. Para hacer al monarca perfectamente creíble a los ojos del pueblo, ofreciéndole la «buena policía» necesaria para el bien co­ mún y la seguridad de las personas, los juristas proceden a una vigorosa criminalización de ciertos tipos de desviaciones. ’ Bien conocida de los especialistas, esta «invención de lo penal» no siempre ha sido apreciada en todo su valor. Los suplicios espectaculares aplicados a los regicidas, los homosexuales, las brujas y a todos cuantos ponían en duda los dog­ mas de la religión establecida son los que más han llamado la atención.

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    Y así han ocultado unos fenómenos masivos y muy generalizados, pero esenciales: la vigilancia de los cuerpos y de las almas se desarrolló menos por el miedo a la ejecución pública y a la exposición de los restos infa­ mantes que a través de la construcción de un nuevo tipo de relación en­ tre los espectadores y el poder soberano. En otras palabras, el papel que se esperaba de los individuos, pero también el que estos aceptaban, cam­ bió fundamentalmente de dimensión. Los especialistas actuales va no analizan el Estado moderno como el monstruo frío antaño presentado por Michel Foucault? Prefieren hablar de un polo de poder capaz de es­ cuchar las quejas o las súplicas de los gobernados, única manera de apa­ recer como una autoridad justa y cristiana y no como una tiranía. Esti­ man que las reglas legales y morales que defiende no sólo son prescritas, sino «aclimatadas», de forma circular, entre la cúspide y la base de la pirámide social, bajo la influencia de los que las reclaman y vigilan su instauración, Si el poder del Estado se intensifica, o más exactamente se densifica, el conjunto de los individuos afectados, incluidos los modes­ tos solicitantes y las instancias que aplican localmente las novedades, sa­ can beneficios de su contacto, a veces fugaz y formal, con un «dominio deseoso de ser aceptado»? La nueva tendencia historiográfica, que es una sana reacción contra los excesos de interpretación de la década de 1970 que describen un Estado Lcviatán, va demasiado lejos cuando olvida las nociones de suje­ ción o de subordinación, siendo así que la época conoce unas relaciones de fuerza jerárquicas mucho más acentuadas que antes y una intoleran­ cia masiva. Llama la atención, sin embargo, sobre un hecho evidente que se tiene en poca consideración: todo poder necesita un mínimo de consenso o de adhesión a las teorías y a las prácticas que quiere ver reco­ nocidas. La justicia moderna no se impone simplemente a las masas. También presenta ventajas a los ojos de algunos, empezando por los habitantes de las ciudades, que demandan desde hace tiempo una se­ guridad que no sea constantemente puesta en entredicho por la ley de la venganza, productora de violencias fatales, toleradas demasiado a me­ nudo,'1 Por ello, el homicidio y el infanticidio fueron propiamente inventa­ do s como crímenes inexpiables a partir del primer tercio del siglo XVJ, cuando se produjo una verdadera «revolución judicial». Se incluyen cn-

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    tonces en un nuevo pacto sellado entre las monarquías modernas y la «mejor parte» de los habitantes, en otros términos, los hombres adultos pertenecientes a las élites locales que dominan y encauzan a las comuni­ dades urbanas o rurales. 'Iodos desean fortalecer el control social para dar una mayor sensación de seguridad en un período de graves turbulen­ cias y conflictos. Aunque varían en los detalles, las persecuciones legales en estos dos ámbitos siguen una tendencia idéntica en los principales países occidentales. La puesta en escena muy espectacular y elaborada de los suplicios corporales destinados a castigar a los homicidas, entre los cuales los jóvenes solteros son los más numerosos, define a la vez una de las peores desviaciones imaginables y la figura normativa inversa del muchacho obediente a Dios, al rey, a su padre, a su amo, que controla su agresividad y que ya no lleva armas. Sólo los aristócratas, en principio destinados a la guerra, reivindican este último rasgo como un monopolio exclusivo. Por el lar!o femenino, la ejecución de las mujeres, mayoritaria­ mente solteras, que han ocultado su embarazo o han matado a su hijo revela las dos únicas opciones antagonistas que se ofrecen a las hijas de Eva: inclinarse por el demonio, a la manera de las brujas v de Medea, madre desnaturalizada que extermina a su progenie, o comportarse como una buena madre, dulce, temerosa y sumisa. Para ambos sexos, el tribunal es un teatro temible donde uno debe saber interpretar el papel social que le toca sí quiere tener alguna posibi­ lidad de evitar el suplicio. Lo que demuestra este último no es tanto la ferocidad exacerbada de los representantes de un Estado supuestamen­ te implacable, como la voluntad de monopolizar el derecho a matar, ha­ ciéndolo menos común de lo que era para la gente de esa época, (lomo la inveterada afición del pueblo a la violencia v la sangre es casi imposible de erradicar, el espectáculo legal pone el sufrimiento I ísico a distancia de tas inmensas multitudes que atrae y lo liga estrechamente al derecho de castigar que únicamente tiene el rey inspirado por Dios. Más tarde, la suavización de las formas públicas de ejecución que constatamos en toda Europa desde mediados del siglo xvn, cien años antes de las críticas de los filósofos ilustrados, señala una nueva aceleración del proceso de cncauzamíento de la brutalidad sanguinaria. A través de las formas cam­ biantes del castigo judicial público, las autoridades centrales, las instan­ cias locales y las poblaciones no cesan nunca de dialogar sobre el valor que hay que atribuir a la vida humana. Inventan conjuntamente los me­ dios para controlar el potencial mortífero explosivo de la juventud mas­ culina y limitar los electos desastrosos de la lascivia femenina lucra del matrimonio.

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    La metáfora del teatro de la crueldad judicial no es nueva. Para resti­ tuirle toda su importancia, hay que aclarar primero algunas ideas falsas al respecto. El fenómeno ni es medieval ni está ligado a la Inquisición eclesiástica. Procede de una temible armonización en el continente, des­ de el primer tercio del siglo xvi en algunos casos, de la lucha contra las amenazas consideradas más graves por los gobiernos. En términos esta­ dísticos, se trata del homicidio, del infanticidio v de las violencias de todo tipo. El robo puede ser tan frecuente como la violencia contra las personas en las actas de algunos tribunales de justicia, pero a dilcrcncia de ésta, muy pocas veces se castiga con la pena de muerte. El rigor se aplica sobre todo al bandolerismo o a los actos acompañados de circuns­ tancias agravantes, como las brutalidades sanguinarias y los sacrile­ gios.' Por espectaculares que sean a los ojos de los historiadores, como el descuartizamiento de Damiens, culpable de regicidio en 1757, todos los demás delitos constituyen una minoría, a veces un porcentaje ínfimo, de los que son juzgados. A finales del siglo XIX, Durkhcim afirma que la regresión de los deli­ tos de sangre distingue a los países civilizados de los otros y que su per­ sistencia caracteriza las zonas más atrasadas, el mundo rural o las regio­ nes católicas... Según él, «el acto inmoral por excelencia es el homicidio y el robo»? Esta posición ética, que hoy resulta sorprendente en el cam­ po de las ciencias sociales, abre sin embargo la vía a una interpretación fecunda si admitimos que la justicia tiene como principal objetivo trazar una frontera moral definiendo la norma a través de la escenificación deJ castigo de las conductas desviadas. De 1550 a 1650, todos los Estados, católicos y protestantes, identifican el homicidio y el infanticidio como dos formas de delito especialmente peligrosas c infames. El robo adquie­ re esta consideración en el siglo XX’lll. /Xhora bien, en los tres casos, las sanciones dictadas, entre ellas la pena capital, se aplican muy mayoritariamente a personas jéwenes: varones solteros homicidas, muchachas encintas infanticidas o que no han declarado su embarazo, adolescentes de ambos sexos que se dedican a robar en las gigantescas metrópolis como París o Londres. El denominador común identificablc a propósito de la represión de esos delitos capitales no es ni la forma «absolutista» 7 Bclii.lrii Sehn.ippei. loz, . nir¡. dn dría! I .¡ ¡líslit < .

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    del Estado, ni la evolución de las estructuras económicas hacia el capita­ lismo mercantil, ni el excesivamente vago proceso de civilización de las costumbres. El denominador común es de esencia cultural y refleja un gigantesco esfuerzo occidental de cncauzamicnto autoritario de las nue­ vas generaciones masculinas y femeninas a partir del Renacimiento. El movimiento se apoya por supuesto en los progresos del Listado, la bús­ queda de una mayor seguridad de las personas y la necesidad de suavizar las relaciones humanas muy conflictivas para transformar unas socieda­ des dominadas por la lev de la venganza privada. Pero su centro de gra­ vedad se halla en otra parte. Resulta de una ardua negociación permanen­ te entre los poderes centrales y los adultos que dirigen las comunidades con vistas a definir unos medios y unos métodos eficaces, capaces de «fa­ bricar» una juventud dócil, en términos de prohibiciones teóricas, pero también de intereses locales. Los objetivos de ambas partes no siempre coinciden, y la justicia criminal y el cadalso se convierten en los principa­ les lugares simbólicos de la búsqueda de un consenso tan delicado como variable. Lentamente se va inventando la adolescencia como una edad inquietante para la paz interna, que hay que vigilar estrechamente para canalizar su energía perturbadora. Esas transformaciones proceden de un cambio de escala en el cora­ zón de la civilización europea, de una ampliación de sus perspectivas a partir del descubrimiento de América y de la difusión del Renacimiento italiano. La violencia asesina formaba parte hasta entonces de los rituales masculinos de aprendizaje de la vida v del rol de adulto. Era un acto privado gestionado esencialmente por la comunidad, que consideraba que herirse mutuamente, c incluso manirse, era en cierto modo una for­ ma de expresar la virilidad. En el fondo, a los padres les interesaba tole­ rar una práctica que desviaba de ellos la agresividad de los hijos que se hallaban a la espera de sucede ríos, orientándola hacia sus iguales. La docilidad juvenil ante los amos locales del cotarro, que trataban a sus retoños como a criados que podían explotar cuanto quisieran antes del matrimonio, era algo que se pagaba con sangre. Los poderosos señores feudales de finales de la Edad Media, los du­ ques de Borgoña, de Lorena o de Bretaña, y más aún los grandes sobera­ nos, como los reyes de I'rancia, de Inglaterra o de Portugal, intentaron no obstante instituir un sistema judicial más represivo. Un príncipe cris­ tiano tenía la misión du establecer al paz entre sus súbditos y hacerles aplicar el mandamiento bíblico que prohíbe matar a un ser humano. Asumieron el deber de cantar para sí el derecho divino sobre la vida v la

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    a través de las carcas de indulto. Sin poner en entredicho el mecanismo de la paz privada, siempre obligatoria con los parientes de una víctima, estos documentos establecieron una jurisprudencia monárquica general. A partir del siglo xv, fueron vinculando el perdón al carácter accidental y no premeditado de un homicidio, lo cual permitió distinguir poco a poco este hecho de un «asesinato» voluntario. Este último se convirtió en un caso sujeto a la jurisdicción real, adoptó en Inglaterra la denominación de felony y se castigó de forma mucho más severa. La evolución se acelera a partir del siglo X\ r. Quitarle la vida a otra persona se convierte entonces realmente en una fechoría, entendida de la misma forma en toda Europa por juristas cuyas obras traducidas adoptan en todas partes las mismas definiciones. Uno de los más célebres, el brujeóse Josse de Damhouder, hablaba de «segundo crimen que nació en la tierra» después del de Adán y Eva. La terminología se fijó gradualmente para distinguir dos formas del fenómeno: una, calificada de homicidio, en alemán Totscblag, en ingles manslaugbtcr, y la otra llamarla asesinato o w/rí/cU Aunque no es uniforme ni completa, la críminalización del tema se efectúa generalmente antes de mediados del siglo xvii en la mayor parte de los países europeos. Los berneses, convertidos en amos riel país de Vaud en 1549, crean allí una corte imperial encargada de castigar las vio­ lencias y los homicidios voluntarios. En los Países Bajos, Felipe 11 dicta en 1570 unas ordenanzas sobre crímenes inspiradas por Damhouder y em­ pieza a luchar vigorosamente contra el «gran número de homicidios que se cometen a diario». En brancia, los letrados reales recomiendan no ad­ mitir ya tan fácilmente la excusa de la legítima defensa y aplicar la tortura en caso de duda. Algunos afirman incluso que, como en ese acto se supo­ ne la voluntad de perjudicar, no es la acusación la que tiene que aporrar la prueba, sino la defensa la que debe demostrar que ha sido un accidente o que ha habido un riesen lícito de salvar la propia vida amenazada. No pretenden todavía que quien mata merece la muerte, como hará Muvart de Vouglans en el siglo xvm, pero tienden a una práctica mucho más se­ vera. En el Parlamento de Burdeos, entre 1510 y 1565, el deseo ríe inspi­ rar miedo fomenta así un procedimiento cada vez más implacable que limita mucho los derechos de la defensa.10 Lo mismo ocurre en el Parla­ mento ilc París entre 1 575 y 1604.11 La ordenanza sobre crímenes france9 l’n bihji resumen de l.t iuesiion ligan.i en X.ixicr Roíisseans. «l..i reprrssmn de l’lioinitide en

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    sa de 1670 consagra estas evoluciones reservando expresamente las cartas de indulto para los actos involuntarios o «cometidos en la necesidad de una legítima defensa de la vida». A partir de 1590, las ciudades suecas registran un aumento de la presión represiva del mismo tipo, que culmina en las décadas siguientes. El fuerte declive ulterior de los homicidios per­ seguidos, que también se observa en I inlandia bajo la tutela sueca, parece debido sobre todo a que son pocos los cometidos por los representantes de las capas sociales superiores.12 En Castilla, el movimiento es más tardío, pero sigue unas líneas de tuerza idénticas. Un incremento de las condenas a muerte así lo atestigua en Madrid en la segunda mitad del siglo xvn, antes de que la curva registre un claro descenso hasta mediados del siglo siguiente. El objetivo principal es la violencia nocturna de las pandillas de mozos de menos de 29 años, que también se persigue con el mismo celo en las zonas rurales, lo cual provoca una inerte reducción de las estadís­ ticas sobre esa materia desde principios del siglo xvin.1 ’ Los tribunales penales ven transformarse en todas partes su función. Ya no tienen como meta principal tratar de reconciliar a los adversarios, sino culpabilizar y castigar duramente a los autores de homicidios. Las razones que se alegan normalmente para explicar una mutación tan ra­ dical y tan rápida, tras un milenio de gran tolerancia, no son muy satis­ factorias. Se insiste en el incremento de la crueldad en la época de las guerras de religión, la mayor influencia del derecho romano y del Estado moderno en todo el continente o los desarrollos técnicos del armamen­ to, que permiten matar a distancia y a menudo hacen más graves las he­ ridas. I9e forma contradictoria, el siglo Xvil es, sin embargo, una época de grandes progresos en la cirugía y la medicina en general, lo cual con­ tribuye a hacer menos funestas las consecuencias de esas heridas.N In­ tentar comprender por qué un sistema tan antiguo se vuelve brutalmen­ te obsoleto en pocas generaciones implica identificar las demandas de las poblaciones, puesto que, sin el acuerdo profundo de una parte tic las mismas, el cambio propuesto por las autoridades no habría podido apli­ carse durante mucho tiempo ni en profundidad. Entonces vemos que una acción eficaz de los poderes públicos es algo profundamente deseado para remediar una situación que se ha vuelto 12 P Karoncn. «A lile loi .1 lite \ crsir <. Iirist tan rc< oiu ilt, n ion».

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    preocupante en unos tiempos terribles, marcados por la inestabilidad, la inseguridad y los conflictos de todo cipo. Sólo la contribución activa de la población permiticS obtener buenos resultados. Sin denunciantes no hay justicia. Además, lejos de quedarse pasmados ante las novedades legales impuestas, los humildes, en especial los campesinos, saben esco­ ger lo que les conviene para adaptarlo a sus propias tradiciones, desarro­ llando unas estrategias muy sutiles.1’ Así, ciertos delitos capitales, como la violación o el bestialismo, raras veces se denuncian en el pueblo, cuan­ do probablemente son de los más frecuentes. La lev del silencio local tiende indudablemente a librar de una suerte funesta a los actores por­ que nadie ignora la severidad de los magistrados: el Parlamento de París ordena, por ejemplo, cincuenta y cinco ejecuciones capitales sobre cien­ to cuatro casos de bestialismo juzgados entre 156-4 y 1639. Los culpables son sobre todo muchachos de origen campesino, de entre 1-4 y 20 años, casi todos pillados in fraganti."1 La ausencia de denuncias, y más aún de rumores, para iniciar unos procesos hace pensar en unos hábitos juveni­ les bastante extendidos, pero tácitamente tolerados, cuando no practica­ dos a ciencia y paciencia de todos. Asimismo, el robo sin agravantes sigue gozando, al menos en el siglo XVI, de una gran indulgencia ante los tribu­ nales. Por otra parte, en el mundo rural no se persigue, pese a estar abun­ dantemente documentado en fuentes como los monitorios eclesiásticos. La insistencia de los magistrados en el homicidio y el infanticidio, por otra parte, provoca una poderosa represión porque las comunidades de base la aceptan mejor y les conviene. Y es que integran las novedades en la cultura tradicional para sacar beneficios. La defensa de la honra sigue siendo un objetivo fundamental, pero ahora se garantiza igual de bien, si no mejor, recurriendo a una justicia intimidatoria v no a un combate a muerte. La ley de la venganza se debilita v la del silencio se rompe cuan­ do corre la sangre, lardará siglos en ocurrir lo mismo con el incendio provocado, el hurto, el incesto o los comportamientos sexuales desvia­ dos, que continúan siendo regulados en general por cauces privados para evitar gastos inútiles y una humillación pública. La adhesión selectiva del común de la población tanto rural como urbana a los procesos de criminalización en curso traduce a un tiempo la preocupación que esta siente por sus intereses y la percepción de sus I 5 \ e.lse I i .mi,) )is Bill.u oís \ i tugues !Xc\ vi i x ' < li rs. I. « Boi leí pi .11 n [ e Si r.Ucgies \ itkigeuises el ni lie-ele I i.iikc», Droi! 11 ( nilnri , 11

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    propias debilidades, para las cuales necesita la ayuda de las autoridades. El hecho de que la población acepte especialmente bien la puesta en cuestión de la violencia de los mozos y de la libertad sexual de las mozas indica la existencia de un malestar más global. Los ancianos encuentran cada vez más dificultades para asegurar la transmisión de los valores tra­ dicionales a las generaciones jóvenes en un universo profundamente per­ turbado. Los procedimientos multiseculares de aprendizaje de los roles adultos continúan funcionando, pero el mecanismo parece que empieza a fallar. La indulgencia en este terreno parece ser menor, lo cual indica que hay una preocupación sorda entre los hombres establecidos frente a aquellos y aquellas que aún no tienen nada y cuyas reivindicaciones te­ men. Muy sensible en toda Europa hacia 1520, la crisis corresponde a una extraordinaria presión demográfica tras una larga fase de reconstruc­ ción.1' El éxodo rural y el cierre de las ciudades ante esa muchedumbre de miserables que se agolpan a sus puertas produce un engranaje preocu­ pante. La marginalidad se convierte en un fenómeno masivo y angustio­ so. Las autoridades tratan sin éxito de luchar contra la pauperización en pleno auge, pues la miseria conduce a los jóvenes desarraigados sin trabajo —entre ellos muchos campesinos— a la mendicidad y la delincuencia. El ciclo infernal empieza con el hurto para comer. Luego vienen el desorejamiento judicial y la expulsión, que llevan al bandolerismo y finalmente a la horca a los considerados como «inútiles para el mundo». Paralela­ mente, el desarrollo de graves conflictos religiosos, a partir de las tomas de posición de Entero en 1519, y el estallido de las grandes revueltas campesinas en Alemania provocan nuevas oleadas de angustia. En suma, una crisis general sacude ()ccidentc en las primeras décadas del siglo XVI. El refuerzo de los poderes del Estado y de las Iglesias en 1 rentadas y el desarrollo de una justicia criminal más eficaz constituyen otros tantos intentos para hacerle frente. Se necesitará más de un siglo para estable­ cer un nuevo equilibrio, que no empieza a dibujarse hasta 1650. Por lo tanto, la imposición de un orden moral en la época de las «confesionalizaciones» no procede sólo de la elección de algunos gobernantes aconsejados por hombres de Iglesia. Es lruto de una necesidad más pro­ funda experimentada dentro de cada parroquia. Localmente, el peligro deriva de múltiples factores de desequilibrio, rupturas internas, pillajes de los soldados, opciones religiosas opuestas, brotes excesivos de violencia... Cuando la edad de matrimonio empieza a retrasarse, precisamente en un

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    momento en que la ley y la religión prohíben más severamente que antes las relaeiones sexuales entre solteros, la figura del adolescente, chico o chica, empieza a dibujarse como una angustia suplementaria. Las relacio­ nes generacionales se hacen mucho más ásperas en un contexto de ten­ siones crecientes. Por ello las nuevas definiciones judiciales del homicidio y del infanticidio encuentran un terreno abonado. Ofrecen unos medios suplementarios para controlar a una juventud profundamente perturba­ da, más fragilizada aún que el resto de los habitantes porque sufre más que nadie las prohibiciones múltiples decretadas contra la turbulencia festiva tradicional, los bailes y la sexualidad fuera del matrimonio. (Confrontadas con el aumento de las tensiones entre los jóvenes, las comunidades en­ cuentran así materia para resolver sus problemas de cohesión, una cohe­ sión que se tambalea a causa de las «novedades» impuestas desde el exte­ rior. Las incesantes revueltas populares de la época poseen esa dimensión cultural de defensa colectiva de las tradiciones.ls No se ha observado sufi­ cientemente que la aceptación de una parte de los mecanismos judiciales sirve de forma más sutil para los mismos fines. Sin repudiar totalmente las antiguas prácticas de pacificación, los adultos establecidos, que están in­ quietos, se protegen aún mejor blandiendo la amenaza de una denun­ cia que ahora tiene muchas posibilidades de prosperar contra los mozos homicidas o las chicas ligeras de cascos. Así desvían la responsabilidad punitiva hacia las autoridades que hacen respetar las leyes. La espada de Damocles suspendida sobre la cabeza de los jóvenes, que se han vuelto demasiado agresivos a causa de las modificaciones en cascada que sufre su universo, contribuye a tranquilizar a los padres, sin poner todavía más en peligro la cohesión social ya muy debilitada de la comunidad local. Una historia cultural atenta a la recepción de las normas —y no sólo a su producción— permite comprender por qué arraiga rápidamente en Europa, a partir del siglo XVI, un sistema judicial radicalmente distinto del pasado. No reemplaza en todas partes ni totalmente los métodos privados de resolver los conflictos y va sustituyendo muy lentamente la ley de la venganza, que a veces permanece activa hasta nuestros días, por ejemplo en las islas del Mediterráneo. Pero poco a poco se va imponiendo a esos hábitos antiguos. Sobre todo porque la población lo considera muchas veces como un medio más de alcanzar la clásica componenda. Ln Inglate­ rra, la iniciativa depende enteramente de un denunciante. En los países de derecho romano, como Francia, los representantes del rey pueden iniciar una acción, pero las costas y las costumbres limitan mucho el número de

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    casos. Así, más del 75 ‘7o de los asuntos tratados por las senescalías de Libournev de Bazas en el siglo XVI11 todavía vienen de una iniciativa priva­ da. Además, la denuncia casi siempre está mas destinada a forzar al adver­ sario a pactar que a obtener una sentencia formal contra él. De modo que muchos acusadores abandonan el caso en cuanto se llega a un acuerdo. El mismo fenómeno se observa en España en el siglo x\ 11, en los Montes de Toledo, donde más de la mitad de las querellas se resuelven sin llegar a juicio. Lo que en español se llama ¿7 mis lacles, en Elorencia pací e ¡recibe, en Alemania SübnevcrlragUH y en Erancia accomodemcnls son conciliaciones que muchas veces se producen mediante negociaciones directas entre par­ tes opuestas con un estatus idéntico, (iuando no es el caso, unos árbitros, a veces elegidos de entre los jueces, continúan ofreciendo sus servicios como en la Edad Media, de modo paralelo al desarrollo del moderno Esta­ do de derecho.1920 La creciente adhesión a la ley que se observa en todo el continente hasta el final del Antiguo Régimen presenta, pues, una ambi­ güedad. Los interesados no se deciden a aceptarla por la simple presión de los poderes centrales, sino porque le encuentran ventajas, sobre todo la de tener un medio más para presionar al adversario, así como una pro­ tección contra una venganza ulterior por su parte. Se ha visto que los indi­ viduos más favorables son los varones adultos bien establecidos que domi­ nan la vida local. En Inglaterra, son miembros de la middlin^ sor!. participan en los jurados y ocupan las funciones de alguacil, encargados de hacer respetar el orden público. En Alemania, se llaman ancianos o se definen a sí mismos como «la parte más sana» de la población, y en brancia o en los Países Bajos españoles ocupan un lugar en la asamblea de la comunidad.211 Algunos están influidos por la moralización de los comportamientos ligada a la civilización de las costumbres procedente de las cortes y de las ciuda­ des. Otros aceptan simplemente lo que les conviene más para relorzar su tutela sobre la parroquia, hacerse temer por sus enemigos y obedecer por todos, especialmente por sus propios hijos, que van camino de ser adultos. Este objetivo no es más fácil partí ellos que para los príncipes supues­ tamente absolutos. El refuerzo de la autoridad es una obsesión de la época en todos los niveles. Sin embargo, los medios para lograrlo son limitados. Lo más hábil, por parte de las Iglesias y los monarcas, consiste 19. |. R Rull. V/fj/iv.’u !>! hir/i Modera } i/rop, . <J/> i:! . p.i^ 89 8? idcin ( rl>a< , ht^re. ead Idd'dt

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    en invocar el derecho divino para imponer un férreo control sobre los cuerpos y las almas. Sin embargo, el procedimiento está subordinado a la buena voluntad de los pueblos, lo cual confiere una importancia cre­ ciente a unas instancias de vigilancia moral de proximidad, encargadas de controlar su aplicación. Los consistorios protestantes, los oficiales parroquiales ingleses {chiirchirardens) y los sacerdotes católicos que prac­ tican la confesión auricular son los que tienen esa nueva responsabilidad. Se preocupan especialmente de vigilar a los más «débiles», ti los que so­ bre todo hay que educar cristianamente, en especial a las mujeres, dema­ siado a mentido rentadas por el demonio, y a los jóvenes, «cera virgen» en la que el pecado se imprime fácilmente. Para actuar con eficacia, esos in­ termediarios necesitan el apoyo de los padres de familia, lo cual pone en valor el poder de estos últimos y explica por qué los más importantes aceptan bastante deprisa adherirse selectivamente a la «revolución judi­ cial» que refuerza su superioridad. En el fondo, todas las partes interesadas en ejercer su dominio se necesitan unas a otras. Decretado de oficio, el debilitamiento de las tra­ diciones de violencia ritual juvenil produce una situación tensa. Ahora bien, no existe ninguna fuerza realmente constituida que ¡Hieda oponer­ se a eventuales desórdenes o prevenirlos. En caso de revuelta popular, hay que enviar al ejército para reducir a los amotinados. La seguridad en las parroquias está a cargo de los vecinos, salvo en las ciudades, donde hay unos pocos sargentos y una milicia urbana formada por burgueses. La policía, en el sentido actual del término, sólo existe de forma centra­ lizada en unos pocos países. La miiréchtwssée, organizada en el siglo XI11 por los mariscales de Irancia para controlar a los ejércitos, se ocupa luego de vigilar los caminos reales y a los delincuentes sin domicilio fijo. Para enfrentarse a una inseguridad galopante alimentada por el éxodo rural v el licénciamiento de las tropas de las guerras de Italia, brancisco I decide en 1520 crear treinta compañías, dirigidas cada una por un preboste asistido por un teniente, un escribano y diez hombres. Hay que esperar, sin embargo, al reinado de Luis XV y a la reforma de 1720 para que esta fuerza se reorganice. A razón de una compañía por distrito, di­ vidida en brigadas de cuatro o cinco individuos, la encontramos en todas las zonas rurales. El total de los reclutados, 4.144 en 1789, indica los lí­ mites de su actuación, pero los viajeros extranjeros consideran el país como el mas seguro de Europa, Existe una estructura idéntica en los Países Bajos, creada por el duque de Borgoña en el siglo x\. En España, '



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    sólo París dispone a partir de ¡667 de una organización especifica, la fugartcnencía de policía, cuvos comisarios, inspectores \ tres mil repre­ sentantes vigilan a seiscientos mil habitantes a finales del siglo ,\\ lll, cuando Londres aún espera la creación ulterior de los hobhicv ‘ El desarrollo de Ja tortura \ la oseen ib cae ion de las cjcchch »jics publi­ cas adquieren sentido dentro de esta pcrspcclixa. El objelixo inicial es sin duda atemorizar a los que pueden verse tentados de no obedecer los preceptos divinos de los cuales el príncipe es el guardián. Al demostrar que el ojo temible del rev está en lorias parles, la disuasión piexentiva constituye igualmente una de las principales misiones asignadas al lugar teniente de policía parisino. Encargado en particular del abastecimiento de grano para evitar los motines, se ocupa de \ tgilar a todos ios sospe­ chosos, empleando numerosos espías o mouihc*. El listado moderno incipiente trata de inspirar miedo, sobre todo porque no dispone ríe medios para castigar a la maxoria de Jos delincuentes. queso le escapan. A partir de la segunda mitad del siglo X\ li, se \an abandonando los ex cosos de ese simbolismo <Jcl terror porque el dominio dei podci rcnlral se afirma y su mensaje cada vez es mejor transmitirlo por ¡os principales joles do lamilia ríe cada parroquia. Contrariamente a las descripciones de Eourauh centradas en el si glo xvill, la vistosidad ríe los suplicios legales marca i unrlamr malmcntc sólo un periodo corto, el de la instauración en Europa de una revolución judicial que translorma el sistema acusatorio inediev al en mi temible pro ccdimicnlo inquisitorial. Solo Inglaterra conserva ¡a antigua rosiumbrc de los jurados ríe ciudadanos presididos por un juez \ se mega a utilizar la tortura, excepto en algunas decisiones propias del rev o de mi consejo privado, limitadas al período ríe 1541) 1646. I m [orlos los demas ámbitos se impone en la misma época un nucv o derecho pr ual, que se nispira a la vez en el legado romano \ en el ríe la Inquisición crlesiasUva. I Arito \ secreto, ese derecho exige pruebas para emirlenat; son piccisos dos test i gos del hecho o la confesión del culpable. Un colegio ríe jueces, no mi jurarlo popular, toma la decisión. í .1 poder de los magisl i ados se v e con sidcrablemcntc aumentado, en particular el tic los miembros de los Par lamentos franceses. A partir tic la segunda mitad del siglo w i \ hasta el apogeo del sistema a mediarlos del siglo .siguióme, estos disponen del 21

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    poder de escoger arbitrariamente las penas y del derecho discrecional de decidir a partir de una simple presunción.25 Si las pruebas son insuficien­ tes pero existen indicios serios, contados como «fracciones de prueba», es necesaria la tortura para obtener una confesión. Por eso el tormento se convierte en una etapa importante del proceso penal desde finales del si­ glo xv. El conjunto de la práctica se codifica de forma casi simultánea en los grandes Estados durante el segundo tercio del siglo XVI. El Sacro Im­ perio sigue la Constitutio Criminalis Carolina dictada en 1532; Erancia, el Edicto de Villcrs-Cotteréts de 1539; España, la Nueva Recopilación de 1567; los Países Bajos, la ordenanza sobre crímenes de Felipe II de 1570. Lejos de constituir una aberración y de atestiguar un salvajismo bes­ tial, como han pretendido siguiendo la estela de los filósofos ilustrados muchos historiadores escandalizados por esa costumbre, la tortura for­ ma parte de la normalidad a ojos de los contemporáneos. En ciertas cir­ cunstancias incluso les parece indispensable. Estrictamente codificada, férreamente controlada, aplicada sin pasión y sin un placer mórbido, su finalidad es sacar a la luz una verdad oculta, revelándola no por el sufri­ miento mismo, sino por los signos corporales inducidos por el dolor, como la palidez, que pasa por ser un indicio de culpabilidad, y más toda­ vía por la confesión.24 En principio, no se les puede administrar a los débiles, a los ancianos, a las mujeres encintas ni a los niños. Infligida de forma distinta según los lugares, por ejemplo «por el agua» en el Parla­ mento de París —es decir, haciendo tragar al interrogado grandes can­ tidades de líquido—, afecta a una minoría de los imputados sobre los cuales pesan fuertes sospechas. Y a veces además, en Francia y también en Alemania dentro del marco de la tortura w// G77/e, lo único que se hace es asustar al sospechoso presentándole la prueba sin someterlo a ella. Los que se niegan a confesar, en un caso como en el otro, salvan su vida, ya que no pueden ser objeto de una pena aflictiva y deben ser libe­ rados. Los magistrados, reacios a reconocer su total inocencia, decretan generalmente un hors la cour o un plus ampie informé, con lo cual dejan planear la amenaza de reabrir el caso si se descubren hechos nuevos. El Parlamento de París a partir de 1535 y el de Burdeos hacia 1550-1565 ordenan a veces la tortura «con reservas de pruebas», lo cual implica automáticamente un castigo, incluso en ausencia de confesión, pero in-

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    ferior a la pena máxima.2'1 En Francia y en algunos otros países, la tortu­ ra se llama quesi ion prepara i oiré («interrogatorio preparatorio») y se distingue de la question préalahle («interrogatorio previo») impuesta, sin límites ni precauciones esta vez, a ciertos condenados a muerte justo an­ tes del suplicio para obligarlos a denunciar a sus cómplices. La edad de oro de la tortura judicial se limita generalmente al si­ glo x\ i y a los comienzos del xvn. El Parlamento de París la manda aplicar al 20% de los delincuentes que dependen de él entre 1533 y 1542, frente al 5 % en 1620. Los culpables de homicidio representan siempre más de las dos quintas partes del total, incluso más de la mitad en el primer decenio del siglo xvn, mientras que los ladrones, el otro gran contingente, la sufren cada vez menos, en un 7 % de los casos hacia 1610.Sin duda alguna los jueces utilizan dicho medio para tratar de distinguir claramente la legíti­ ma defensa, que aducen a menudo los acusados, del homicidio premedi­ tado. El Parlamento de Bretaña cuenta con un 5 % de los acusados some­ tidos a la question préparatoire en la primera mitad del siglo XVII, una cifra que se reduce a menos del 1 % en la segunda parte del siglo, cuando la question préalahle pasa del 27 % al 13 % en el mismo período. Al Parla­ mento de Toulouse, acusado de crueldad excepcional y de fanatismo por los filósofos de la Ilustración, escandalizados por el caso Calas de 1762, tan sólo se le pueden achacar ciento sesenta y ocho torturados de 1600 a 1788. Además, conoce un movimiento a la baja muy acentuado a partir de la primera mitad del siglo x\'ll, alcanzando el descenso hasta un 50 % entre 1640 y 1660. Un fenómeno idéntico, aunque algo más tardío, afecta a los tribunales de justicia alemanes. En Francfort, el porcentaje pasa de 59% en 1562-1594 a 15 % en 1661-1696, y de 44 % en 1650 a 16% en 1690 ante el Consejo de Baviera. La centralización judicial francesa explica la precocidad y la importancia del retroceso, pues los parlamentos, al igual que el de París, que es el que marca la pauta para el conjunto del reino, imponen poco a poco el recurso automático para todas las sentencias de tortura decretadas en primera instancia. Además, ello hace disminuir los porcentajes de las cortes soberanas. La eficacia de este principio se refleja en la senescalía de Libourne de 1696 a 1789, donde consta un solo ejem­ plo de tortura entre los mil quinientos veintinueve acusados.2, 25 B

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    El declive de la práctica va acompañado. sin embargo, y especial­ mente en Toulouse, de un discurso de defensa del procedimiento cada vez más insistente, que subraya la importancia y la gravedad de la tortu­ ra afirmando que el dolor permite alcanzar la verdad, obligatoriamente desvelada por el cuerpo sufriente. La argumentación se basa en una lec­ tura teológica del universo por parte de los juristas. Muyart de Vouglans la defiende todavía en 1780 y asigna a la pena aflictiva un valor eminente porque contribuye, según el, a la salvación del alma. Dentro de esta óp­ tica hay que intentar comprender la escenificación de los tormentos cor­ porales v las ejecuciones públicas. En ambos casos, empiezan a perfilar­ se grandes mutaciones a mediados del siglo xvn, aunque los rituales punitivos sigan siendo aparentemente los mismos hasta la Revolución francesa.2'

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    La multiplicación de los castigos públicos, sobre todo de las penas capitales, acompaña la revolución judicial del siglo xvt. A diferencia de las ciudades medievales, que imponían multas o expulsaban a los delin­ cuentes, v de los monarcas que concentraban sus esfuerzos, por falta de medios, en los casos «atroces» o «reales», considerados por ellos como los más graves, los jueces modernizados aspiran a educar a los individuos mediante un terror salvíhco.-’1' En los países germánicos, el fenómeno se desarrolla a partir de 1 500 y luego sufre un retroceso masivo a partir de la primera mitad del siglo .xvn. Inglaterra presenta una cronología sensi­ blemente idéntica en lo que al homicidio se rehere, pero la pena de muer­ te, sobre todo aplicada a los ladrones, sigue siendo muy frecuente en el siglo x\ tu. Multitudes inmensas, estimadas a veces en casi cien mil perso­ nas, se agolpan en ’lvburn para ver los ahorcamientos decretados por los jueces de Londres. Si bien los acusados de asesinato ante los tribunales de Amsterdam son casi todos ajusticiados, no hay más que un caso al año en una ciudad de doscientos mil habitantes, y este tipo de espectáculo también disminuye durante el siglo .xvn. En Einlandia, las penas de muer­ te se multiplican hacía 1620-1630 contra los autores de homicidio o de

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    inf¿intiridio, como consecuencia de un cambio procesal caí los métodos para establecer la culpabilidad de los acusados.1" La pena capital es un verdadero teatro sagrado en toda lútropa, v los mensajes que transmite son múltiples. Ln primer lugar, xaloriza el poder del príncipe y el de sus jueces. Iambicn expresa el poder y el prestigio de las grandes ciudades: laborea de lxburmel cadalso le\ ainado cu la Place de Grcve de París, las columnas de la justicia de Venecia constituyen sím­ bolos que hacen temblar a los delincuentes mas empedernidos \ dan tran­ quilidad a las personas honradas, hsc teatro también permite desahogarse a los que vienen con una intensa curiosidad a x cr sulrir Icgalmcntc a un condenado y tratan de llevarse alguna reliquia suxa para usarla como amuleto. La contemplación de un cuerpo humillado, mutilado, martiri­ zado, ahorcado, decapitado, quemado v torturado sirxe a la vez para sa­ tisfacer un gusto popular muy arraigado por la violencia x la sangre1 v para instaurar una distancia, a la espera de que esta se transforme lentamente en tabú. La ejecución pública, que es una forma de educar la scnsibili dad, produce un efecto sagrado, a través de un ceremonial extraordina­ rio idéntico en todo el continente. Acostumbra a los asistentes a alejarse de las prácticas mortíferas x preferir las representaciones del fenómeno, que son las únicas validadas por la lcx. I ,a repetición incesante del tema en las ciudades atrae a los campesinos de los alrededores x tiene un papel fundamental para avudar a purgar las pasiones, como luce en la misma época el teatro de Shakespeare, Marlowe o ('.orurálle. Se establece así una especie de pacto de economía de la sangre cutre el rex justiciero x su pueblo. liste último empieza a percibir poco a poco de lorma más con­ creta la importancia del mensaje cristiano de paz \- de limitación de la violencia que el soberano difunde al afirmar que él detenta el monopolio de matar seres humanos. La x ida adquiere paradójicamente mas impor­ tancia a los ojos de torios, porque se quita públicamente, en nombre de la justicia delegada al principe por 1 )ios. Otros canales xchiculan la misma etica insist ¡elido en las consecuen­ cias desastrosas de las pasiones, que conducen a un encadenamiento cri­ minal y finalmente a la condena eterna. I .n 1609, Ln /.<■ Pnxcy ciril ct enmine/. ('laude Le Brun tic la Rochcitc describe la inexorable bajarla a los inhemos ligarla a la ociosidad, madre ríe todos los delitos. (.lasiítca estos

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    últimos en cuatro categorías, por orden decreciente de gravedad: el liber­ tinaje, que comprende Jos diversos delitos sexuales; el robo; la fuerza pú­ blica o privada, es decir, la violencia contra las personas, y los casos de lesa majestad divina o humana. Según el autor, se alimentan las unas a las otras; por ejemplo, «el robo, que es el primogénito de la pobreza, engen­ dra el libertinaje»?’ El homicidio precede pues a los crímenes más graves. Se halla implícitamente relacionado con el regicidio a través del parrici­ dio. Considerado corno el delito más infame, este último se extiende en­ tonces a toda acción o tentativa contra la vida de un pariente próximo, o de un maestro por parte de un aprendiz, de forma que se castiga doble­ mente: primero con la ablación del puño v luego con la muerte. No hace falta recurrirá Ereud para comprender que los juristas de la época barroca construyen la prohibición de la sangre en cascada, a partir del modelo su­ premo del asesinato del soberano, o de los grandes príncipes, Enrique 111 y Enrique IV en Francia, y Guillermo el Taciturno en los Países Bajos. La teoría tiene la finalidad principal de reforzar el carácter sagrado del per­ sonaje real para contrarrestarlas ideas tiranicidas corrientes en una época turbulenta c inestable. Conduce además a valorizar la vida de los podero­ sos en general y la de los jueces, cuyo asesinato se castiga de forma ejem­ plar; luego, la de los padres de familia y, así, por extensión, la de todos los súbditos. Aunque la vida no tenga el mismo precio en función de la posi­ ción social que uno ocupe, atentar contra ella se rodea ahora con un halo diabólico proyectado por el concepto de lesa majestad, lo cual permite reclamar un rigor absoluto contra los culpables. Los legistas resucitan y adaptan a su época el viejo mandamiento cristiano del «no matarás», que en los siglos anteriores había sido en buena parte papel mojado. El castigo extraordinariamente cruel reservado al regicida lo convier­ te en eje esencial de la venganza divina aplicada por sus representantes en la 'fierra, A su alrededor se ordena la sanción imperativa de todos los ho­ micidios. Si no tienen la excusa de la legítima defensa o del acto acciden­ tal, deben sufrir ineluctablemente la lev del tallón legalizada, moralizada y desarrollada como un espectáculo edificante para las masas. La muta­ ción es fundamental si recordamos que no era éste el caso anteriormente, cuando los mozos se herían unos a otros por juego y se mataban sin gran­ des remordimientos, estando casi seguros de ser perdonados por una carta de indulto real. La cultura religiosa de los juristas los lleva a referir­ se a la Biblia para insistir en el horror extremo del gesto. Damhoudcr, por

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    ejemplo, lo considera una consecuencia directa del pecado original y habla del «segundo crimen», aparecido inmediatamente después del de Adán y Eva. Sus contemporáneos saben que se retío re al comportamiento odioso de Caín, el hijo de Adán, que mató a su hermano. Con la connotación cristiana se mezcla la definición implícita del hombre como ser profunda­ mente pecador por naturaleza, desobediente a las leyes más sagradas. Después de Adán, su hijo transgredió el mandamiento de Dios y todos sus descendientes corren el riesgo de actuar de la misma forma si el mie­ do a un castigo implacable no los disuade. La represión acentuada de los delitos de sangre desarrolla así hasta el infinito la temática de la filiación paterna. El que mata a su compañero de fiesta de la misma pandilla de mozos, o a un competidor de su edad llegado de una parroquia vecina, parece ahora ya tan peligroso para la paz social como el que mata a su hermano o a su progenitor. La imagen de Caín se halla bordada en filigra­ na en las sentencias y fallos cada vez más frecuentes que castigan la vio­ lencia homicida. Sobre todo porque corresponde a las características ju­ veniles de la mayoría de los acusados y porque las mujeres son muy pocas, salvo en el campo muy particular del infanticidio. En términos de nuestra época, se diría que la acción homicida se relaciona ahora de forma subliminal con el tipo del adolescente masculino. Los moralistas y ios predicadores divulgan ampliamente las mismas definiciones de la violencia sanguinaria causada por la debilidad y los pecados de los descendientes de Adán engendrados por Caín. Se trans­ miten a través de nuevos soportes a la gente del pueblo y también a los miembros de las capas superiores. Destinados a los primeros, losíwwn/v, pequeños opúsculos vendidos a bajo precio por las calles de París, so­ bre todo entre 1575 y 1631, contienen historias extraordinarias morali­ zantes, especialmente relatos de crímenes?2 Las narraciones trágicas de Erany'ois de Rosset, publicadas en 1619, y, diez años más tarde, también las del proííhco obispo de Belley, Jean-Pierrc Camus, constituyen un enorme éxito editorial y contribuyen a formar el gusto de los burgueses y los nobles. 'Tratan de la violencia, el amor y la ambición. Son historias morales que enseñan a los lectores a comportarse ante la ley, divina y humana, desarrollando ejemplos de transgresión seguidos de un inevita­ ble castigo. Camus es autor de más de un millar de esas historias a partir de 1630, lecha de la edición de sus dos recopilaciones más famosas, 52 Akiuricc l.crer, ( 01, ir,

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    IJAH/philbcátrc sdng/iint x Lc.\ S/ur/dc/ex d'boncur, A fin Je aleccionar a través del miedo, cae relato culmina con una catástrofe final absoluta­ mente sangrienta que conduce al hombre sufriente, al penitente o al mártir a la redención, Sin embargo, la moda no dura mucho, sólo hasta la década de 1640," Adaptadas a públicos muv diferentes y apoyadas por múltiples estampas sobre los mismos temas destinadas a los analfa­ betos, estas formas literarias propagan hasta la saturación los ejemplos de brutalidad sanguinaria, de homicidio v de desgracias. Inseparables del auge del catolicismo \ del barroco a principios del siglo de Luis XIII en I rancia, sirven para prevenir a unos lectores predominantemente ur­ banos contra los excesos de las pasiones humanas, en particular cuando estas van ligadas al homicidio o a la sexualidad, La perfecta coincidencia cronológica con la época de los suplicios no es casual, lodo ello tiene que ver con una pedagogía multiforme destinada a apartar al máximo a los posibles pecadores de las tentaciones mundanas y de las exigencias del cuerpo para permitirles acceder a la salvación eterna. Los demás países conocen fenómenos del mismo tipo, en especial a través de los ieií/elsbiicber germánicos, compuestos de 1545 a 1604 por pastores lu­ teranos para mostrar a los hombres las trampas del demonio. La ejecución pública de la pena capital traduce en imágenes impactantcs las sensaciones v los sentimientos experimentados por los consumido­ res de esas obras. Al igual que éstas v que el teatro barroco, satisface, bajo la forma distanciada de un espectáculo, un antiguo gusto por la crueldad y la expresión brutal de los deseos, que continua motivando unos com­ portamientos violentos muy reales. Pero también contribuye a acentuar lentamente un rechazo de origen ético, poderosamente desarrollado por la moral religiosa v recogido por los legistas, ante la sangre que fluye con demasiada facilidad \ ante la lujuria, en particular la atribuida a las muje­ res. Y es que kt pena de muerte demuestra obstinadamente a las masas que esos dos pecados ¡noriales impiden alcanzar la felicidad eterna. L1 teatro punitivo se convierte así en el escenario de una comunión sagrada entre los poderes establecidos v los pueblos. Sin embargo, éstos no están tan aterrados como los filósofos de la Ilustración, que descubren en la atrocidad judicial la prueba de la tiranía de los reyes absolutos, o casi. Investigaciones recientes demuestran que la gente humilde es muy aficio­

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    nada a esas prácticas y que las considera necesarias para restablecer el orden del universo perturbado por el criminal que sube al cadalso.’4 Clon todo, la percepción varía según los grupos sociales, pues cada uno encuentra en ello el eco de su propia cultura, Algunos autores rela­ cionan las hormas más crueles con antiguas creencias destinadas a evitar la venganza de los difuntos. Es el caso, en el mundo germánico, de la decapitación, el desmembramiento o la costumbre ríe dejar los cadáve­ res de ios ahorcados en la horca, Importada de Alemania a Erancia por Francisco 1 y aplicada hasta la Revolución a los bandidos más temibles como Mandrin y Cartouche en el siglo xvni, la rueda tiene que ver con el símbolo mágico del círculo, tal vez también con una vieja concepción que sitúa el alma y la vida en el esqueleto. Romper los huesos sería elimi­ nar totalmente la posibilidad de que el fantasma volviese, También sería esta la función de la hoguera,55 Esta última constituye, por otra parte, un castigo cristiano supremo, acompañado de la dispersión de las cenizas, para impedir la resurrección el día del Juicio Final, Plantar una estaca de madera en el corazón ele una bruja muerta, en Suiza como en la lutura Rumania, traduciría más el miedo de que vuelva para perjudicar a los vivos que una pura crueldad. Lo mismo puede decirse de enterrar a una mujer viva o del proceso contra el cadáver de un suicida, arrastrado lue­ go por las calles y ahorcado en las horcas patibularias. La ejecución pública lleva asociada una pluralidad de sentirlos, por­ que es un lugar privilegiado de mediación cultural y social. Ocupa, en efecto, un lugar simbólico crucial, a la manera de los sacrificios humanos entre los aztecas a principios del siglo xvi. I lay que considerarla como una ceremonia sacrificial destinada a producir consenso en un universo profundamente perturbado desde 1520 por unas crisis de enorme ampli­ tud. La escenografía, muy parecida a lo largo y ancho del continente, así lo demuestra. Retoma elementos medievales para darles un carácter mu­ cho más sagrado. La finalidad declarada es la misma, porque se trata de dar suplicio a alguien otorgándole a un tiempo la posibilidad de reinte­ grarse espiritual mente en la comunidad cristiana. El cncauzamicnto reli­ gioso es omnipresente. Preparado para la muerte por hombres de Dios, el condenado es acompañado en procesión al lugar de su calvario. Existen variantes según los países. En algunas regiones de España, es conducido34 *

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    en un burro como lo fue Cristo. En otros lugares, como en París por ejemplo, es llevado en un carro. En la Francia católica y en los Países Bajos españoles, a menudo en el ritual figura la abjuración. En camisa, con la cabeza desnuda y una gran antorcha en la mano, el individuo debe arrodillarse delante de las capillas y las iglesias o en las encrucijadas para pedir perdón a Dios, al rey y a la ley. A veces se lo azota durante el trayec­ to. Muchos pequeños delincuentes también sufren idéntico ritual de re­ conciliación. Se les puede pedir que besen la horca, para que recuerden lo que les espera si cometen una fechoría más grave?6 Para los demás, la sentencia capital es leída públicamente una vez que han subido al cadalso. Se les concede permiso para dirigirse durante unos minutos a la muchedumbre y expresar su arrepentimiento, exhor­ tando a los espectadores a no cometer los mismos errores fatales? El género está muy codificado, muy encauzado. Los contumaces son rápi­ damente reducidos al silencio por el verdugo. A veces les cortan la lengua antes o les impiden tomar la palabra si los jueces temen que sean un ejem­ plo desastroso para los asistentes. Algunos gritan, sin embargo, su protes­ ta o su odio, blasfeman y se agitan. Para evitarlo, el Parlamento de París encarga a los escribanos que se aseguren antes de la colaboración de los condenados y que insistan hasta el último momento para obtener su arrepentimiento público. Unos documentos impropiamente denomina­ dos «testamentos de muerte» revelan los esfuerzos que realizan las auto­ ridades para transformar cada caso en un espectáculo profundamente edificante?’' A veces se añaden un perdón al verdugo, una corta plegaria, un beso al crucifijo y unos cantos religiosos a los que se unen los asisten­ tes, Luego el ejecutor hace su trabajo. Coexisten visiones muy diferentes de ese «arte de morir» y todas se influyen mutuamente. Por una parte, la liturgia típicamente cristiana tra­ duce una pedagogía de las postrimerías escenificada solemnemente, en presencia de los representantes de la ley y de los cuerpos constituidos. Por otra, emergen a la superficie formas mágicas de pensamiento, com­ partidas por cierto por algunos miembros de las capas superiores. En Inglaterra, el ahorcamiento se realizaba con el mismo ceremonial que una boda. Convoca concepciones múltiples de la muerte, en especial 5f, Resumen que ía< i!i(.i f !' RuH. Vr/n'<w< ut hir!\ ilv los Países

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    creencias en los poderes terapéuticos del cadáver y en el retorno de los difuntos,1' La gente se abalanza para llevarse un trozo de soga del ahor­ cado, una parte de sus vestidos, un poco de sangre del decapitado. En Dinamarca v en Alemania, muchos creen que bebería cura la epilepsia. Los buscadores de tesoros merodean de noche al pie de las horcas para tratar de encontrar la mandragora, una planta en forma de homúnculo portadora de riqueza, que procedería del semen masculino eyaculado en el momento de la erección provocada por el cstrangulamiento. El lugar del suplicio registra una mezcla constante de la cultura docta y la popular. Cada una se acerca a la otra, sin fundirse totalmente. El pue­ blo acepta masivamente el fenómeno y desempeña el papel que de él se espera. Las quejas documentadas por parte de los observadores más cul­ tos, irritados por el desorden, el ruido y los gritos de la muchedumbre, atestiguan una sensibilidad diferente, pero no una hostilidad del pueblo llano frente a esas prácticas. ?\l contrario, la ocasión se presta a una gran fiesta alrededor de una escena de brutalidad legal que sustituye a las antiguas diversiones sanguinarias ahora prohibidas, en particular el sa­ crificio de animales y los conflictos armados rituales entre los mozos. Heredada de la Ilustración, la visión romántica de una oposición sorda de la mayoría de los asis ten tes a esas ejecuciones espectaculares se basa en las excepciones. listas, que son numerosas, traducen siempre un fallo del consenso porque la multitud estima que la justicia se ha equivocado, que el rito ha sido alterado o conducido de una forma anómala. Este es el caso cuando el condenado sufre inútilmente por la mano de un verdu­ go inexperto, que hace varios intentos antes de lograr separar la cabeza del cuerpo, por ejemplo. En tal caso el ejecutor pone en riesgo su vida a manos de una multitud soliviantada, que reclama una especie de dere­ cho de venganza contra el incompetente. La proliferación de los suplicios ha conferido al oficio de verdugo una dimensión infamante mucho más marcada que en la Edad Media.-11' En la liturgia sacrificial, su tarea indispensable resulta ahora ignominiosa y sobre todo angustiosa: el individuo mata con mucha frecuencia y es el único, entre los plebeyos, que goza legalmente de ese terrible derecho delegado por el monarca. La cara oscura del verdugo es que se trata de alguien a la vez sagrado y despreciable, que está excluido de la sociedad 59. |XmgLi> H.n. Peier l.uiebaiigh lolinG Rule. i. P rhumpson. C.irl Wii’skvA, (.riwe t¡nd VaA/í

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    porque se le reme, v lleva todo el peso Je tabúes acumulados, tanto reli­ giosos como mágicos. Su papel es más amplio aún: sirve para desviarla ira íle los justiciables de la persona del soberano, que sin embargo es quien arma su brazo. «¡Viva el rev sin el verdugo!», podría ser un grito de la época, a imagen del de los campesinos sublevados contra la gabela, el impuesto sobre la sal. Porque es fácil rebelarse contra el verdugo cuan­ do los espectadores identifican una «injusticia», un exceso de celo o cuando se apiadan de una mujer hermosa v resignada, o de un hombre valiente y simpático. Id verdugo sufre incluso las consecuencias de las decisiones impopulares de las autoridades, fin Í752, en Inglaterra se ordena entre­ gar los cadáveres de los criminales ahorcados a los cirujanos para su di­ sección, con la intención de favorecer la investigación médica v la edu­ cación. Parientes y amigos escandalizados desencadenan una serie de motines, porque esa práctica de eliminación total, que ya existía esporá­ dicamente, es interpretada a través de una doble cultura, religiosa pero también mágica, de la integridad corporal de los difuntos. Sobre todo porque resulta patente la voluntad de los jueces de utilizar esos signos de infamia para imponer aún más la nueva disciplina al pueblo.41 I>as sublevaciones permiten trazar los contornos de una concepción «popular» que admite la validez plena v entera de tin tormento mereci­ do. Pero la multitud rectifica a veces, en un sentido o en otro, una sen­ tencia que no le parece bien fundarla, Im Núremberg, en 1612, lapida hasta la muerte a un mensajero de la ciudad, que el tribunal local había condenado simplemente a ser azotado v luego desterrarlo por traición v atentado contra la moralidad, lín París, el 2S de septiembre tic I 52X. li­ bera por el contrario a un jo\cn a punto de ser ahorcado porque ha em­ barazado a la hija riel presidente tic la (támara de (-lientas. Unos amigos armarlos acuden en su ayuda, asistidos por «la mavoría riel pueblo» pre­ sente'. Resultan muertos dos sargentos, otros son herirlos, mientras una mujer corta las ataduras del condenado v éste huye sin que nunca más se scjci ríe el. Id cronista Pierrc de II .stoile ex plica hasta qué punto la gen­ te se había escandalizado por la injusticía riel fallo del Parlamento, cuan­ do uno de sus consejeros acababa de librarse cotí una pequeña multa por unos hechos mucho mas graves. Por otra parte, la muchacha seducida, Artcnnsc Bailly, siempre dijo que había consentirlo v que la pareja había contiaillo «un \crdadcro y legitimo matrimonio» antes ríe mantener reLu iones carnales. Su padre, además, tenía mnv mala reputación porque se acostaba con su camarera. Id narrador, que es un burgués culto, con­

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    fiesa su propia inclinación a favor de los simpáticos amantes, pese a re­ conocer que la revuelta violenta contra la autoridad es perniciosa y me­ rece por tanto ser castigada. Para distraer la atención, el Parlamento manda ahorcar el 16 de octubre siguiente a un sinvergüenza bribón «a más no poder», comenta L’lístoile. (lomo merece su suerte, esta vez el público no protesta. Pero continúa divirtiéndose durante mucho tiempo a propósito de la aventura anterior y de la derrota infligida a los jueces y alimentándose con «cantidad de poesías amorosas v epigramas licencio­ sos» vendidos por las calles sobre la historia de Arrémise que acabó en tragedia. Y aunque su amante acabó a buen recaudo, la niña nacida de sus amores murió al cabo de quince días y la muchacha lúe encerrada de por vida en el monasterio de Montmartre?2 El popula cho ex presa a menudo sentimientos poderosos, una ternu­ ra inenarrable por una pareja marcada por un destino funesto en estecaso, un odio salvaje en otros, y muchas veces compasión. No admite que un ahorcado que sigue con vida o cuya soga se rompe sufra de nuevo el suplicio. Obliga a los oficiales a respetar las tradiciones de misericordia. En Francia y en el Sacro Imperio hay una tradición que obliga a perdonar al condenado si una doncella se ofrece a desposarlo al pie del patíbulo. En 1561, en Colonia, un condenado a la horca recibe ríos proposiciones sucesivas y las rechaza. Los espectadores exigen a pesar de codo el indul­ to, tiran piedras al verdugo y luego lo liberan. Aún más a menudo, sufren con el interesado o incluso tratan de abreviar sus sufrimientos. El ahor­ camiento tal y como se practica entonces puede prolongar la agonía, por­ que el reo no muere con el cuello roto sino por lenta asfixia, debatiéndo­ se. El verdugo, sus ayudantes y su mujer se cuelgan muchas veces de sus piernas para acelerar la muerte. Y no es raro vct a los parientes o amigos del desdichado abalanzarse para hacer lo mismo?5 Una observación ele Montaigne, en el capítulo «De la crueldad», ex­ plica esas actitudes colectivas, (atenta haber visto ahorcar a un ladrón en Roma «sin ninguna emoción por parte de la asistencia; pero cuando lo descuartizaron, el verdugo no daba un golpe sin que el pueblo lo acom­ pañase con una voz quejumbrosa y una exclamación, como si cada uno hubiese prestado su sentimiento a esa carroña». Su propia apreciación es bien distinta: «Yo aconsejaría que estos ejemplos de rigor mediante los cuales se puede tener al pueblo en vilo se ejerciesen contra los cuerpos

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    de los criminales; pues ver cómo se los priva de sepultura, cómo se los hierve y descuartiza, impresionaría casi tanto al vulgo como los tormen­ tos que se inflige a los vi vos».44 El dulce literato de quien generalmente se alaba el buen sentido y la tolerancia conocía bien las realidades judiciales, ya que había sido alcal­ de de Burdeos. Su texto permite comprender sin anacronismos las acti­ tudes de los espectadores ante el cuerpo sufriente, así como la función de la represión penal para las autoridades y los legistas, (luando el casti­ go parece normal, proporcionado al delito, la multitud fascinada lo ob­ serva sin emoción aparente. No sólo admite la pertinencia de la sanción, sino que pone al condenado a distancia de la comunidad cuyas normas ha violado gravemente. Pero la suerte del cadáver desmembrado hace brotar la emoción, porque implica una identificación colectiva, hecha de escalofríos individuales, ante ese despojo mortal martirizado, sin re­ lación directa con sus fechorías. Portador de un gran desprecio por el «vulgo», Montaigne aconseja luego pulsar la cuerda sensible de ese mis­ mo sentimiento. Para reforzar la tutela de los poderes sobre los pueblos, preconiza aterrorizarlos. Lo esencial probablemente no es la violencia ni lo morboso del espectáculo en sí, sino la angustia participad va de los asistentes que reciben para sí mismos el mensaje. Más allá de la muerte, lo que se evoca en efecto es un destino ulterior más intolerable si cabe: el cadáver, descuartizado o hervido, pierde su integridad y se halla privado de sepultura. Lo mismo ocurre con las brujas y los herejes entregados a la hoguera. La dimensión cristiana de tal castigo no basta para explicar su importancia. También se trata de un tema obsesivo de la cultura po­ pular, rural y urbana, que motiva la virulencia de los motines londinen­ ses de 1752, cuando los ahorcados fueron entregados a los cirujanos. En los Países Bajos españoles, las propuestas de Montaigne ya se aplican desde la segunda mitad del siglo XVI. Las ciudades están rodeadas por rosarios de cadáveres y restos humanos, por cuerpos que cuelgan de las horcas, expuestos medio calcinados o en la rueda, cabezas clavadas en picas, manos cortadas, para disuadir a los malandrines de cruzar las puer­ cas y para tranquilizar a los habitantes en una época turbulenta.4^ Esta liturgia del terror, que aun no conocemos bien, está más destina­ da a avivar el miedo de los vivos que a castigar a los condenados de una manera barbara. Si su efecto disuasorio sobre los delincuentes está lejos de haber sido demostrado, su influencia pedagógica sobre el pueblo sí

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    parece confirmarse. La principal enseñanza se refiere al sentido de la muerte. El teatro de los suplicios la relaciona intensamente con la religión, la salvación y la acción del rey, a travos de sus jueces, sus oficiales y el verdu­ go que lo representa. También aparecen percepciones distintas. Ligadas a tradiciones y a creencias mágicas, se refieren a la integridad corporal, al retorno de los difuntos y a las maneras de impedirlo. Podemos preguntar­ nos, por otra parte, si el gran aumento de las penas corporales y del des­ membramiento de cadáveres constatado durante un período bastante corto, la segunda mitad del siglo xvi y las primeras décadas del xvn, no está relacionado sobre todo con una necesidad de las masas, más que con la voluntad de las élites. Podría ser que la aceptación por las masas de la percepción cristiana del cuerpo y del no retorno de los difuntos, salvo cuando el demonio anima a un cadáver, haya necesitado una larga fase de transición y una incesante reiteración de «pruebas» visibles proporciona­ das por el ritual de las ejecuciones capitales. Al menos esas concepciones muy diferentes coexisten constantemente en esas ocasiones. No hubiera sido posible «disciplinar» el cuerpo social popular sin el asentimiento de los varones adultos que dominaban la vida parroquial y comunitaria. Constatando la proliferación de las ejecuciones por homi­ cidio, señal a sus ojos de un aumento importante de la inseguridad, estos últimos admitieron la voluntad de control del Estado en ese ámbito, en la medida en que ello permitía reforzar su posición local amenazada por el incremento de los peligros. lis probable que no identificasen realmen­ te una prohibición más importante al final del Antiguo Régimen, que Muyart de Vouglans describe como «esa máxima de nuestro derecho pú­ blico que no permite a nadie tomarse la justicia por su mano y que hace que quienquiera que mate sea digno de morir».4<1 De forma más pragmá­ tica, su interés bien temperado los incita simplemente a preferir cada vez más la mediación judicial a una violencia ahora ya muy arriesgada, lo cual los coloca en una posición falsa respecto a la juventud que sigue defendiendo las costumbres de una brutalidad viril. En Francia, el cam­ bio exige aproximadamente un siglo en las regiones mejor controladas por el poder central, pero mucho más en las zonas aisladas o muy remo­ tas, como la Auvcrnia. Allí celebra el Parlamento de París sus últimos grands jours (sesiones extraordinarias) en 1665-1666, para tratar de pa­ cificar un espacio montañoso siempre saturado de violencia, donde los gen til hombres son los principales vectores de la inseguridad. Homici­ dios, brutalidades, duelos y porte de armas componen más de la mitad

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    ele los 692 delitos identificares sancionados. Trescientas cuarenta y siete condenas a muerte en rebeldía y veintitrés realmente ejecutadas tradu­ cen la voluntad real de dominar la situación. Más adelante, un trato co­ tidiano de la delincuencia bastará para el encaje de la región dentro del reino.4. Otros espacios franceses se resisten más tiempo a aceptar estos cambios, como la región de Qiiercv, donde la violencia tiñe numerosas revueltas populares en el siglo X vi i y sigue siendo una poderosa realidad cotidiana hasta el siglo xix.4s Menos preocupados por el problema o me­ nos capaces de imponer su mediación, los Estados mediterráneos cono­ cen a menudo una evolución más lenta y más dubitativa, (.astilla está marcada en el siglo xvii por el auge de las persecuciones contra el homi­ cidio. La curva se orienta luego a la baja, pero repunta durante la segun­ da mitad del siglo xvni/v Se puede ver en ello un resurgir violento ligado a debilidades del Estado así como a causas generacionales. La cultura juvenil tradicional se revigoriza periódicamente antes de volver a ceder terreno, v ello ocurre varias veces hasta el último tercio del siglo XX. El mecanismo principal es el de una relación de fuerza entre las distin­ tas generaciones masculinas. Sin coincidir con la imagen que las autorida­ des y los magistrados tienen del homicidio, la visión de los adultos esta­ blecidos necesariamente se acerca a ella. Para evitar turbulencias excesivas y una oposición cada vez más decidida por parte de los varones jóvenes frustrados, estos utilizan como arma suprema el recurso a los tribunales cuando las formas de regulación habitual ya no bastan. La denuncia for­ mal se convierte en un medio de presión más para llegar a componendas, incluso entre rivales que ocupan una misma posición social. Aunque lue­ go se abandone la vía legal para limitar los gastos cuando se ha llegado a un acuerdo privado, esta permite mostrar abiertamente la superioridad del que impone al adversario la vergüenza que lleva aparejada la compa­ recencia ante los jueces. Su triunfo todavía es más aplastante si el proceso acaba de forma humillante para el vencido y éste es obligado a presentar excusas, a pedir perdón o incluso es entregado a las manos infames del verdugo. El paso de un sistema cerrado del honor a su recomposición en


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    torno a nuevas normas, bajo la intluencia de la justicia penal o civil, cam­ bia la situación introduciendo una mediación exterior prestigiosa para el ganador y denigrante para el perdedor. Así, la escala de la autoestima se halla dorada de un grado suplementario. Id arbitraje legal produce las condiciones de un cambio de relaciones sociales ligando más estrecha­ mente a los interesados con la soberanía real, (ionio demuestran varios trabajos escandinavos, el mecanismo de comparecencia ante la justicia es un fermento de evolución para el conjunto de los súbditos.’11 Produce un hilo de oro invisible que ata sólidamente con la monarquía a «la parte más sana de la sociedad», compuesta por los hombres casados que poseen bienes y quieren defender su honor contra todos los peligros. Lejos de entregarse en cuerpo y alma a un l istado tentacular al que se someterían por miedo a los suplicios, los pueblos europeos del siglo xvn saben utili­ zar los tribunales de justicia para remendar el tejido comunitario deterio­ rado por las grandes crisis de la época. Los que detentan el poder local utilizan ese registro sin renunciar a las tradiciones sino, al contrario, para vivificarlas en un contexto de inquietud general. Aceptan la nueva defini­ ción oficial del homicidio porque encuentran en ella una protección per­ sonal reforzada contra los peligros y las amenazas, sin tener necesaria­ mente que utilizar la fuerza o las armas para defender sus derechos. En Erancia, las declaraciones reales, en especial en 1660 v en 1666, preconizan el desarme de los particulares. En París, el lugarteniente de la policía, un cargo de reciente creación, prohíbe en 1673 a los criados y a los lacayos de los nobles, culpables de numerosas refriegas, llevar bas­ tones o palos.’1 Aunque no tengan consecuencias inmediatas, esas dispo­ siciones son emblemáticas de una voluntad de civilizar el reino para re­ ducir la inseguridad. I .o importante en esta materia no es evidentemente el principio, va antiguo, sino el hecho de que ahora traduzca mucho más una necesidad de los «pueblos». A mediados del siglo x\i se expresa en toda luí ropa una viva aspiración general a la paz, tras un siglo v medio de incesantes conflictos. El rechazo de la violencia, salvo la del Estado que castiga lícitamente y libra guerras justas, se afirma porque resulta de un pacto social renovado entre los gobernantes v los representantes de los gobernados. Se basa en un rechazo de los excesos mortíferos y dibu­ ja en negativo la imagen ideal del hombre joven que evita toda brutali-

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    dad festiva y de la muchacha que huye de cualquier tentación sexual para evitar verse abocada al infanticidio. A los ojos de los espectadores, la mayoría de los condenados a muer­ te o a suplicios corporales merece sin duda alguna su suerte.52 Demasia­ do poco explorada, la ausencia de identificación de los asistentes con los condenados valida tanto más la acción punitiva cuanto que impide con frecuencia la acción de un mecanismo de transferencia. La muchedum­ bre, representativa de toda la sociedad, está compuesta por personas de ambos sexos, de todas las edades y de todas las condiciones sociales, in­ cluidos muchos campesinos venidos de lejos a la ciudad para ver el es­ pectáculo. Ahora bien, los penitenciados, especialmente los culpables de homicidio, de violencia o de robo, son mayoritariamente muchachos solteros.55 Hacia 1536, los jueces edilicios de Arras descubren la impor­ tancia del problema en lo que a los delitos contra la propiedad se refiere, en un contexto de guerra, de gran afluencia de refugiados y de aumento del desempleo, pues sus sentencias llevan ahora al margen la mención josnes garchons («muchachos jóvenes»). Desde esa fecha hasta 1549, los treinta y siete individuos así calificados constituyen el 39 % del total de los ladrones masculinos. Lomo los demás acusados por el mismo delito, tienen un perfil de desarraigados. Venidos a veces de lejos, de Lyon, de París, de la Picardía, lo más frecuente es que hayan nacido en otras ciu­ dades de los Países Bajos, sobre todo en Lille, de donde han sido des­ terrados. En general, lo que roban es dinero para sobrevivir. Raras ve­ ces son condenados a muerte, pero algunos sí son condenados a ser azotados por las calles y las esquinas, y todos sistemáticamente al exilio. También a veces se los marca o desoreja para avisar a las otras justicias de su comportamiento incorregible, como ordenan también los ediles de Amiens, Ambcrcs, Brujas, Yprcs, etc. En 1536, a un natural de Amberes de 15 años, ya desorejado de ambos lados, le marcan con un hierro candente la imagen de una rata en la espalda, emblema de la ciudad, y un juego de palabras para designarla: A-rat. A un joven bruselense, dos ve­ ces condenado, que tiene ambas orejas amputadas por la parte superior, se las mutilan de nuevo «por abajo» el mismo año, para señalar una nue­ va reincidencia. Un círculo vicioso criminal bien identificado conduce a los «mozos» a un destino funesto. Jacquct Corroier, nacido en Arras, es uno de ellos. Participa en una riña que acaba en homicidio durante un baile, un domingo de diciembre de 1547. Declarado inocente, es sin 52 I R Rui I \

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    embargo proscrito a causa ele su mala reputación y porque se pasca ar­ mado por las noches, una costumbre juvenil antaño corriente pero ahora censurada. Desesperado, rompe varias veces su destierro. Incluso vuelve un día a la ciudad empuñando un cuchillo, amenazando con matar a quien se le acerque y gritando que «para morir no tiene más que una muerte». Sólo le queda probar suerte en otra ciudad, al igual que a Jehennet Ru vello, alias Mrty Potíicr, que tiene unos 10 años cuando lo ex­ pulsan de Arras en 1538. De nuevo expulsado de la ciudad en 1542 como vago y maleante porque se niega a ejercer su supuesto oficio de zapatero, ya puede presumir de un pasado de delincuente, pues lo han echado de Lille, de Bethune, de Tournai y de Cambrai. b’ródéric Mouton, un chico nacido en Tournai, desorejado de ambos lados, tiene un palma­ res parecido. Recorre la región con otros rateros de 1537 a 1540. Colín Noizetier, alias Malespargne, natural de Corbie, doblemente desorejado, un vagabundo y ladrón que se desplaza con una pandilla de cómplices, es expulsado de Arras en 1533 después de haberlo sido de Ypres, de Saint-Pol, de Tournai y de Lille. Muchos de esos excluidos tropiezan con el terrible preboste de los mariscales, que tiene fama de ahorcar antes de juzgar y que pone Hn a sus cortas carreras delictivas.’4 De la turbulencia al destierro y luego al robo para sobrevivir y final­ mente al bandolerismo, el camino hacia la ruina no es muy largo para esos jóvenes exiliados sin esperanza. Las características juveniles del robo se mantienen durante mucho tiempo. De 1650 a 1750, el 45 % de los ladrones castigados en Amsterdam tienen entre 20 y 30 años,1'’ como las tres cuartas partes de los colgados en el siglo xvni en Inglaterra.16 Las partidas de bandidos también están compuestas sobre todo por varo­ nes jóvenes. La de I lees, en las Provincias Unidas, recluta a chicos de 12 y 13 años a mediados del siglo xvn. La tropa valenciana de Berenguer, en España, a finales del siglo xvn, cuenta con ciento trece miembros de 12 a 46 años, la mayoría entre los 20 y los 30. Los bandidos de Orgéres, en Erancia, tienen una media de 3 3 años en 1798, y los cómplices de Salembier, ejecutados en Brujas el mismo año, de 342' Cartouche tiene 28 años cuando muere por el suplicio de la rueda en la Place de Gréve en 1712, y Mandón tiene 3 1 cuando sufre la misma suerte en Valence en 1755.

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    En cuanto a la ejecución de mujeres, no hay que dejarse engañar por el estereotipo de la vieja bruja. Sólo en el Sacro Imperio se aplica masi­ vamente. La persecución no se da ni en Inglaterra ni en los países medi­ terráneos. Roza Francia simplemente, donde el crimen femenino por excelencia es el infanticidio, definido en el sentido amplio como una «ocultación de embarazo». En la jurisdicción del Parlamento de París, del cual depende casi la mitad de la población del reino, el 58 % de los mil quinientos cinco hombres enviados al patíbulo de 1575 ¿i 1604 ha cometido un homicidio. Por parte de las mujeres, el 68 % de las cuatro­ cientas cuarenta y una ejecutadas en el mismo período han sido conde­ nadas por infanticidio, el 15 % por asesinato y el 9 % por brujería. Aho­ ra bien, el perfil de las primeras es mayoritariamente el de muchachas solteras vulnerables que han ocultado su embarazo y luego se han deshe­ cho de la criatura para evitar la deshonra y la miseria. El mismo rigor se observa en toda Europa occidental.'’'' Durante los reinados de Enrique 111 y de Enrique IV, la muchedumbre parisina que ha acudido para asistirá castigos capitales, a la Place de Grcve o a otros lugares, identifica obligatoriamente una dominante juvenil entre los mil novecientos cuarenta y seis individuos de ambos sexos condenados por el Parlamento a esa pena en tres décadas. La aguda reiteración de las ceremonias punitivas, unas sesenta y cinco al año, es decir, más de una a la semana, no puede sino relacionar a la juventud con el peligro potencial que representa para los contemporáneos. Gomo en otras partes del continente, la acción judicial prolonga los nuevos esfuerzos educativos de las Iglesias, católicas o protestantes, destinados a meter en vereda a los niños en cuanto llegan a la pubertad. Porque es la edad de todas las tentaciones que pueden conducir a la condena eterna si no hay unos guías firmes que devuelvan a esos seres frágiles al recto camino. La poderosa vocación escolar de los je­ suítas, sobre todo, se impone precisamente a finales del siglo x\ j para con­ trarrestar la influencia de las academias protestantes y formar a las élites enseñándoles a evitar todas las trampas del demonio. Para las chicas, des­ cendientes de Eva y consideradas como especialmente vulnerables a las seducciones diabólicas, excluidas de la enseñanza secundaria y superior, las pequeñas escuelas parroquiales, el catecismo católico y sobre todo la vigilancia estricta por parte de los hombres, primero el padre y luego el marido, desempeñan el mismo papel. La horca se alza en última instancia para sancionar a aquellos y aquellas que se desvíen de la senda correcta.

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    La revolución penal del siglo xvi está destinada a vigilar más que a castigar. Orientando sus dardos hacia los adolescentes masculinos v fe­ meninos, contribuye a desarrollar una concepción profundamente des­ confiada ele ese estadio de la vida. El esfuerzo forma parte de un gran movimiento occidental de redefinición de las normas sexuadas para ha­ cerlas imperativas, demostrando que su transgresión puede costar la vida. Si quieren conservarla, los chicos y las chicas son instados a no imi­ tar a Caín los unos y a Mcdca las otras. Se trata también ele convencer a los padres y a los espectadores del suplicio, a fin de que controlen más a sus hijos, cuyos excesos potenciales amenazan la validez del pacto so­ cial. El discurso aterrador de todos los actores al pie del patíbulo se de­ sarrolla vigorosamente durante un siglo, el tiempo necesario para que sea aceptado lentamente en las comunidades de base. En dos o tres ge­ neraciones, la cosa está hecha. Así se explica el descenso notable y rápi­ do de las mutilaciones corporales, las condenas a muerte y el uso de la tortura a partir de la segunda mitad del siglo xvn, mucho antes de la Ilustración. Pese a las variaciones importantes según los países y las ju­ risdicciones, el descenso es general. El Parlamento de París marca pre­ cozmente la pauta en 1‘'rancia. Ya en 1545 abandona las mutilaciones corporales, reemplazándolas por la marca con el hierro candente, salvo la mano cortada para el parricida, y usa con moderación el recurso a la tortura preparatoria. Entre 1575 y 1604, confirma en apelación una sola sentencia capital de cuatro decretadas por las instancias inferiores de su inmensa jurisdicción.Pese a la ausencia de una instancia central reguladora como esta, los Países Bajos, las Provincias Unidas, el Sacro Imperio c Italia registran tendencias similares. El número de las ejecu­ ciones baja en tocias partes a partir del siglo XVII, más o menos deprisa y de forma más o menos importante según los lugares. Las grandes ciuda­ des, Bruselas, Amsterdam, Lráncfort o Elorencia, marcan la pauta. En Inglaterra, la disminución data ele la década de 1630. Se acentúa des­ pués, antes de que la cifra vuelva a repuntar en el siglo xvni. Pero en adelante son sobre todo los atentados contra la propiedad los definidos con una severidad extrema por las nuevas leyes, (ion excepción de Ams­ terdam, donde los años 1700-1750 conocen un repunte provisional, antes de un nuevo declive, el reino insular parece el único en Europa que presenta una curva ascendente de las penas capitales durante el Siglo de las Luces. 54 lhi,I

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    Por otra parte, se observa por doquier una humanización de las for­ mas de suplicio. A los fabricantes de moneda falsa ya no se los hierve vivos en aceite a partir de mediados del siglo XVI en la jurisdicción del Parla­ mento de París. El de Burdeos todavía pronuncia dos sentencias de este tipo, en 1532 y en 1545, pero modera su decisión en ambos casos.*''1 La práctica desaparece también en Alemania. El desmembramiento infligido a Damicns en 1757 no es sino una excepción espectacular motivada por una acusación de regicidio, algo ahora ya tan raro como inaudito. La for­ ma más corriente de ejecutar en el continente es la horca. La decapita­ ción, en neta regresión desde el siglo XVI, sigue siendo un privilegio nobi­ liario en Francia, antes de que la Revolución la democratice. El suplicio de la rueda como método de ejecución está reservado en realidad a los bandoleros más conspicuos y a sus jefes, como Cartouche y Mandrin. Poco frecuente y atroz, su aplicación contribuye a lorjar la leyenda de esos jóvenes forajidos aureolados por un infinito poder de transgresión. Por lo demás, existen unas órdenes secretas, conocidas con el nombre de retentum en el Parlamento de París, que hacen que con frecuencia el ver­ dugo abrevie los sufrimientos de un condenado a la rueda o a la hoguera estrangulándolo directamente desde el principio de la ceremonia. La mis­ ma suavización de la sentencia está documentada en Prusia después de 1779, en el Imperio austríaco después de 1776 y en Inglaterra para las mujeres condenadas a ser quemadas vivas.61 Contrariamente a la teoría de Michel Eoucault, la moderación de las penas no data en absoluto del si­ glo xvni, sino por lo menos de mediados del xvn. A partir de ese momento, el descenso acelerado del número de ejecuciones capitales acompaña la disminución espectacular de los delitos desangre. La «fábrica» occidental sólo aplicó la ley del talión durante unos cien años, de 1550 a 1650. Una vez legalizada, ésta sirvió para prohibir a los mozos matarse los unos a los otros y a las muchachas encintas pero solteras deshacerse de la criatura.

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    En los siglos xvi y xvn en el continente europeo la violencia es perci­ bida de forma muy distinta en función del sexo del actor. La del hombre no se convierte uniformemente en negativa por efecto del proceso de criminalización del homicidio que entonces se pone en marcha. La bru(■>0 B Schn:»nncr

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    talidad masculina sigue estando enraizada en las tradiciones parroquia­ les, en especial bajo la forma lúdica de los combates viriles entre los mo­ zos. Por otra parte, es aceptable e incluso sublimada cuando un hombre mata para defender su vida, su familia, sus derechos, su comunidad, su país, e incluso cuando maltrata a su mujer, a sus hijos o a sus criados para imponerles una disciplina estricta. La virilidad es portadora, por tanto, de una ambigüedad fundamental, pues la ley exige la obediencia y el au­ tocontrol, y la sociedad al mismo tiempo valoriza un potencial agresivo necesario para el bien general. Los jueces tienen ahora la tarea de separar el grano de la paja. Ln Inglaterra, los jurados también aplican esos estereo­ tipos. En los casos domésticos, los padres o los amos cuyos malos tratos han causado la muerte de un hijo o de un criado son tratados con más in­ dulgencia que las esposas o amas de casa acusadas del mismo delito. El caso de los primeros se reduce generalmente a un homicidio no premedi­ tado o a un accidente, pues según la medicina de la época la violencia masculina está ligada al temperamento caliente y seco del hombre, que lo hace ser brutal y eruptivo. Por tanto, se considera generalmente como algo natural, honorable e incluso necesario. La de las mujeres, en cambio, es uniformemente percibida como anormal y profundamente mala. Reve­ la el aspecto sombrío, peligroso y aterrador de la feminidad tal y como se la representan los hombres de la época. Una esposa que mata a su ma­ rido o una criada que mata a su amo simbolizan un modelo negativo muy angustioso para los jueces. Temida por los maridos ingleses contemporá­ neos de Shakespeare, pero poco frecuente en los archivos judiciales, la imagen de la envenenadora es una de sus principales expresiones.62 Pero se trata más de fantasmas masculinos que de realidades crimi­ nales. Lucra del infanticidio, el homicidio cometido por una hija de Eva es poco frecuente ante los tribunales y desemboca menos en el suplicio máximo que el imputado a los autores del sexo fuerte. De 1575 a 1604, el Parlamento de París registra la apelación de doscientas sesenta y nueve asesinas, que alcanzan el 9 % del total de los inculpados por ese concep­ to. Condena a sesenta y ocho a muerte, es decir, a una ríe cada cuatro. Los ochocientos sesenta y nueve hombres ajusticiados por el mismo de­ lito constituyen por su parte un tercio del total.6' En Inglaterra, el 75 % délas acusadas se libra de toda sanción, frente al 50 % de sus homólogos masculinos. En las ciudades alemanas, las sentencias capitales de mu je62. Vaness.i M.ic M.ilum.

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    res, ejecutadas principalmente por decapitación, son poco numerosas, si se excluyen los casos de brujería: onecen 11 all y otras tantas en Essl ingen de 1500 a 1700, once también en Memmingen, ¡rente a sesenta y un hombres, entre 1551 y ] 689. Mientras que los hombres son mayoritaria­ mente ajusticiados por homicidio o robo, ellas lo son sobre todo, y cada vez más, por infanticidio/4 A partir del Renacimiento, la diferencia entre los géneros es espectacu­ larmente subrayada por todas las cortes criminales europeas. Los hombres son perseguidos esencialmente por atentados contra las personas o los bienes, las mujeres por brujería o infanticidio. En el Parlamento de París, entre 1575 y 1604, las segundas sólo representan el 20 % de los cuatro mil doscientos ochenta y un acusados de violencia u homicidio y el 1 5 % délos cuatro mil quinientos veintitrés detenidos por robo. El porcentaje pasa al 48 % entre los cuatrocientos ochenta y siete sospechosos de magia satáni­ ca y al 93 % entre los quinientos veintinueve acusados de infanticidio/'5 En tanto que los presuntos miembros de una secta demoníaca sólo son perseguidos con severidad en determinados países, entre ellos el Sa­ cro Imperio, casi todos se muestran muy duros con las madres indignas que se deshacen de su hijo. Se observa una armonización judicial precoz en este ámbito. Sin embargo, en la Edad Media esa acción no estaba muy criminalizada. No sólo era difícil aportar pruebas, sino que las comuni­ dades lo toleraban bien y constituía una forma de regular la natalidad a falta de métodos anticonceptivos eficaces, En Erancia, en la segunda mi­ tad del siglo xv, incluso era posible obtener una carta de indulto real en caso de ser acusado por ese motivo. La nueva legislación modifica radi­ calmente las perspectivas. Ordena a las solteras encintas declarar su esta­ do a las autoridades civiles. El objetivo es a la vez impedir un infanticidio y hacer que se conozca al padre para que éste se haga cargo de ía manu­ tención del recién nacido. Lo más importante, sin embargo, es que los jueces ya no están obligados a probar la muerte del niño. Al contrario, ahora exigen que la interesada demuestre su inocencia, incluso en caso de fallecimiento natural o de accidente, Aplican, en efecto, una presun­ ción de culpabilidad a todas las que han ocultado su estado para parir sin testigos. La primera lev de ese tipo parece haber sido aprobada en Bambcrg en 1507. En la Constitutio Criminalis Carolina otorgada al Sacro Imperio por Ciarlos V en 1532 figuran disposiciones idénticas. La mayor (■>4 \ M.u M.ilion.

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    parte de los príncipes territoriales alemanes y de los listados europeos imponen los mismos principios durante los siglos xvi y xvil. Además de Francia, donde un edicto real de 1 557 prohíbe la «ocultación de embara­ zo», y de Inglaterra a partir de 1624, Dinamarca, las Provincias Unidas, Lituania, Rusia, Escocia v Suecia aprueban leyes en el mismo sentido.W1 Esta impresionante legislación sistemática, que ignora toda diferencia estatal y confesional, se traduce en todas partes en poderosos bn^tes repre­ sivos. Definido en un sentido amplio, el infanticidio se convierte en el cri­ men femenino imperdonable por excelencia. El edicto de 1557 desenca­ dena una vigorosa persecución en Francia. El Parlamento de París ve aumentar regularmente la cohorte de las apelantes afectadas, de una dece­ na a una treintena al año, hasta 1640. La media anual de las condenas a muerte del período se establece alrededor de diez. Tras un reflujo hasta 1670, la curva de las acusaciones vuelve casi a su nivel anterior hasta 1700, pero las ejecuciones disminuyen a partir de la década de 1600, y luego continúan reduciéndose constantemente. En total, cerca de mil quinientas mujeres habrían sido colgadas por ocultamicnto de embarazo entre 1557 y 1789 por orden del Parlamento de París. Es imaginable que casi el doble sufriera la misma suerte en todo el reino."' Los magistrados parisinos resul­ tan especialmente implacables entre 1 575 y 1604, pues envían a la horca a doscientas noventa y nueve de las cuatrocientas noventa y cuatro apelan­ tes, es decir, a un 60 % del total. Su horror extremo antéese crimen apare­ ce mejor si lo comparamos con el 33 % de ¡os homicidas de ambos sexos y con el 17 % de las pretendidas brujas (cuarenta de doscientas treílla y cuatro) para los cuales dictan sentencia de muerte durante el mismo perío­ do."1' El Parlamento de Dijon demuestra idéntica severidad. De 1582 a 1730, confirma más del 80 % de las sentencias capitales de los jueces de primera instancia y envía finalmente al patíbulo a cincuenta mujeres infan­ ticidas, pero a ninguno de sus cómplices masculinos. Después de 1668 tiende, sin embargo, a moderar más sus decisiones."" En Inglaterra, la ley de 1624 también produce duras persecuciones. En Esscx, de 1620 a 1680, treinta y una dulas ochenta y cuatro acusadas son duela radas culpables pol­ los jurados y ejecutadas, un tercio de ellas en la década de 1630. 11 66 | K. Ruii. I

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    El perfil de las acusadas es muy concreto. Es similar en todo el continen­ te y se conserva hasta el siglo xix, pese a la evolución de ios sistemas judicia­ les. De 1575 a í 604. de fas cuatrocientas noventa y cuatro imputadas que se dirigen al Parlamento de París, más de tres cuartas partes no tienen marido: doscientas setenta y una muchachas solteras v ciento siete viudas. Mayoritariamentc procedentes del mundo rural, también parecen muy vulnera­ bles ante los seductores. Probablemente asustadas al saberse encintas, son muchas veces i n cap aces de afrontar materialmente la situación. La dura­ ción media de su estancia en prisión es de veintiséis días. Los magistrados se muestran netamente más expeditivos que cuando instruven casos de ho­ micidio, sobre todo sí éstos se refieren a hombres, para los cuales se toman generalmente unos plazos el doble de largos. Este indicio confirma su per­ cepción de la extrema gravedad del infanticidio y su propensión a no vacilar y a aplicar—cosa excepcional— con el mismo rigor el edicto real que los jue­ ces subalternos, considerados en general como más crueles y sanguinarios. En Borgoña, entre las setenta y seis incriminadas de 1582 a 1730, se­ senta son solteras y ocho viudas. Diecinueve son huérfanas de padre. Mu­ chas parecen provenir de medios modestos, sobre todo rurales y sin muchos recursos. El estercoripodc ki vida dura. Lo encontramos También en Bretaña, ante la corte criminal de Rcnnes, que juzga seiscientos treinta y seis casos de infanticidio de 1825 a 1865. Aquí conocemos un dato que raras veces consta en los siglos anteriores: la mitad de las mujeres tiene entre 20 y 30 años. Trescientas cincuenta y cinco pertenecen al mundo agrícola, el 86% son solteras y casi el 7 % viudas. Su cielito es esencial­ mente el de ser mujeres excluidas del matrimonio, que ocupan una posi­ ción social precaria. Los jurados de la corte criminal son, sin embargo, mucho menos severos que los jueces del pasado. La mayoría son enviadas a trabajos forzados o a la cárcel. Sólo doce de las inculpadas son conde­ nadas a muerte, entre las cuales se baila una en rebeldía por haber ente­ rrado a su hijo vivo. 1 1:1 modelo principal de la mujer infanticida que presenta la justicia a partir del siglo xvi es el de una muchacha soltera de origen rural y muy modesto, a menudo una criada, que ha matado a su hijo antes del na­ cimiento.'-' Pero la lev no habría tenido el mismo impacto sin una ver­ tí R Mih. hemldcd «I iR Je (’.íin. enl.iiit'' de Medcc». e/> i!t . I 1 .111 Ant!'orit\ and

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    dadera cooperación de las comunidades. El caso inglés, que está mejor documentado, permite comprender hasta qué punto la presión judicial corresponde a una demanda de estas últimas, apoyada por los notables masculinos que las dominan y forman parte de los jurados. Las persecu­ ciones se multiplican mucho antes del estatuto de 1624. (ionio conse­ cuencia de las leyes sobre pobres de 1576, promulgadas en el momento de un fuerte aumento demográfico, la actividad represiva se desarrolla considerablemente contra los autores de atentados a la propiedad y con­ tra las madres infanticidas, mientras que el homicidio registra una pro­ gresión menos marcada. En lo relativo a las segundas, la atención se diri­ ge principalmente, en el 70% de las denuncias, contra la eliminación de bastardos en el momento de nacer por mujeres que mavoritariamente han ocultado su embarazo. El marco legal resulta inadaptado, pues las autoridades deben probar que se trata, efectivamente, de un homicidio y no de un fallecimiento natural, como aducen muchas interesadas. La cooperación de los vecinos, y hasta de la familia, es necesaria para con­ seguirlo. Tal vez también constituya una presión desde la base para es­ tigmatizar la profunda anormalidad de las sospechosas potenciales. La culpabilidad, difícil de establecer mediante pruebas irrefutables, se cons­ truye cada vez más a través de una negociación caso por caso entre los jueces y los vecinos, representados por el jurado y los testigos. La ley de 1624 no hace más que teorizar esas nuevas prácticas, para distinguir cla­ ramente a las inocentes de las culpables. El número de denuncias aumen­ ta mucho entonces, basta alcanzar casi la quinta parte del total de acusa­ ciones por homicidio. La absolución es más frecuente que en los casos masculinos de asesinato, pero las que son declaradas culpables son ahor­ cadas en el 72 % de los casos.'5 Tratadas de forma implacable, las víctimas cié ese proceso son selec­ cionadas por acuerdo tácito entre los magistrados y los machos dominan­ tes de su colectividad. Tan sólo constituyen una minoría, cuya importancia es difícil de establecer. En Terling, Essex, en el siglo xvn, los infanticidios reales identificados por los demógrafos son al menos dos veces y media más numerosos que los que llegan a los tribunales. La magnitud es sensi­ blemente igual en Francia de 1831 a 1880, según las estadísticas oficiales, ya que se celebraron ocho mil quinientos sesenta y ocho juicios en rodo el territorio, mientras que diecinueve mil novecientos cincuenta y nueve ca7i. Pelel (. HOiri \

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    sos denunciados ante la justicia quedaron sin juzgar.’1 Las cuatrocientas noventa y cuatro apelantes ante el Parlamento tic París entre 1575 y 1604 representan apenas una mujer por cada diez mil, considerando todas las franjas tic edad; las cifras no son las mismas si sólo tenemos en cuenta las que acaban colgadas. Parece evidente en todos los casos, incluso en el siglo xix, que la cifra real de los infanticidios es mucho más elevada de lo que reflejan las estadísticas judiciales. Id cielito no afecta, sin embargo, más que a una ínfima proporción de las madres solteras, de las cuales el 95 7o, según una estimación referida a la Inglaterra del siglo xvil, no mataron a su bebe. La dramatización espectacular del problema en toda Europa es exac­ tamente contemporánea de la caza de brujas. Id objetivo, en ambos casos, no puede ser una matanza sistemática. Se trata más bien tic intimidar a las que se reconocen en los estereotipos establecidos, definiendo los límites que no pueden superar si no quieren jugarse la vida. Los hombres del po­ der, jueces, testigos, miembros tic la «parte más sana» de las parroquias, se ponen de acuerdo para estigmatizar los caracteres a partir de ahora inaceptables de la feminidad construyendo dos modelos repulsivos —la brujería y el infanticidio— ajenos a la única vía moralmentc admisible: la de la esposa y madre legítima. Porque las persecuciones contra la bruje­ ría y el infanticidio desarrollan una misma obsesión profunda en cuanto a la muerte de los recién nacidos y los niños pequeños. En diversos lugares, especialmente en los Países Bajos españoles, las adeptas de Satán tienen fama de matar a sus propios retoños o a los de otras mujeres para entregar al demonio los cadáveres no bautizados, a fin de obtener con ellos un­ güentos v polvos maléficos. Se las acusa incluso tic cocinarlos de una ma­ nera horrible para devorarlos durante el sabbat. En Inglaterra, una cuarta parte de ellas es acusada de haber embrujado a niños y el 62 '!<> debe res­ ponder, entre otros cargos, al menos tic un maleficio dirigido contra estos últimos. Antes incluso de la ley represiva tic 1624 contra el infanticidio, la correlación es evidente para los contemporáneos. También la revela a los historiadores la evolución paralela tic las tíos curvas de inculpaciones para Essex tic 1565 a 1623 v para iMiddlcscx de 1613 a 1618. El miedo a las asesinas tic niños, jóvenes t) mayores, traduce un fan­ tasma masculino más profundo, un miedo a la destrucción tic la comu,4 I

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    nielad por culpa de las mujeres que escapan del control de los hombres para vivir libremente su sexualidad. Porque el estereotipo de la bruja va ligado sobre todo a las viejas, principalmente a las viudas, que se entre­ gan en cuerpo y alma al demonio. Es la metáfora de un apetito sensual anormal, en los términos culturales de la época, puesto que no discurre dentro del marco del matrimonio y no puede ser fecundante después de la menopausia. Las muchachas infanticidas, por su parte, también trans­ greden el tabú al abandonarse a la lujuria lucra del matrimonio para buscar el placer y no para procrear, como demuestra su reacciém ante el nacimiento tlel hijo no deseado. Su estatus real es generalmente preca­ rio, Muchas son criadas, algunas han perdido al padre, tic manera que a menudo son vulnerables frente a un amo que abusa de su posición para solicitarlas carnalmcntc. Pero las gentes de bien las ven sobre todo como tentadoras de costumbres disolutas. En ambos casos, esas mujeres son consideradas como perturbadoras con las cuales llega el escándalo. Exacerbados por las tensiones de una época de conflictos y de cambios, los miedos al desorden \ ala ruptura se concentran en su persona. El desarrollo de una moral religiosa más exigente en materia sexual, sea cual fuere la confesión dominante del país, atrae sobre ellas la atención de sus conciudadanos. En Inglaterra, los obispos anglicanos hacen vigilar los comportamientos de los feligre­ ses por unos churchicardefis escogidos localmcntc, que redactan unos informes con vistas a corregir las malas costumbres observadas. El de Bath y Wclls, en Somcrsct, pide en 1630 una relación minuciosa de todas las formas de inmoralidad: la simple fornicación, las actitudes que atentan contra la cast ida ti femenina, la kiscixia tic los individuos tic ambos sexos, las mozas encintas, los padres posibles, los chicos que se casan con esas desvergonzadas para ocultar la falta tlel progenitor, sin olvidar el nombre tic los que proporcionan una ayuda material a los transgresores. El objetivo es obligar a los sospechosos a justificarse ante las autoridades religiosas, aunque sean objeto tic un simple rumor malévolo. Las investigaciones describen una vitla sexual campesina bastante li­ bre, incluso para las mujeres, casadas o no. Sólo son una excepción las hijas y las esposas de los tcoww, los granjeros ricos, V de los representantes de la geníry, la nobleza campesina, más afectadas que las demás por la ola moralízadora. La influencia ticosas tíos minorías dominantes contribuye a consolidar un control social más antiguo que se basa en la necesidad para las muchachas solteras tic c\ i t arel escándalo público tic un embarazo. Se mencionan con frecuencia tentativas de aborto v la<; ohá-.n; í-.nni'Mxin-.K

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    de ellas las rechazan, más por miedo a complicaciones físicas que por miedo a condenarse. Los bastardos documentados son pocos, un 3 % de medía, con una fuerte tendencia a disminuir a lo largo del siglo. Las con* cepcíones prenupciales, es decir, el número de las que se casan embara­ zadas, oscilan entre un 16 y un 25 % de los bautizos, según los lugares/7 Si las normas sexuales evolucionan, en Inglaterra como en todas par­ tes, no es únicamente por efecto de una moral más rigurosa venida de fuera. El ejemplo de Somerset demuestra que los dominantes locales adoptan más fácilmente las prohibiciones que la gente humilde, por con­ vicción pero también porque así afirman su poder sobre la comunidad. Encuentran la ayuda de los poderes públicos para tratar el viejo proble­ ma de la bastardía. Según la antigua legislación Tudor, el seductor en principio debe casarse con la muchacha encinta o, si ya está casado, preo­ cuparse por la suerte del hijo y contribuir económicamente a su manu­ tención. Es muy difícil, no obstante, regular la cuestión, pues lo único que limita la libertad sexual de los chicos es el temor a las enfermedades venéreas.7S La nueva insistencia en la responsabilidad de las muchachas que sucumben a la tentación adquiere sentido dentro de la óptica del ahorcamiento al que están abocadas las madres infanticidas. Pero es du­ doso que estas últimas constituyan un verdadero peligro a los ojos de sus conciudadanos, a diferencia de las brujas, cuyos sortilegios los asustan. Más prosaicamente, los notables del lugar se aprovechan de las incitacio­ nes legales y religiosas acerca de los embarazos ilegítimos para trat¿irde controlar mejor sus efectos, profundamente perturbadores del equili­ brio de la colectividad. Aceptan, pues, una redefinición implícita de los roles sexuales que atenúa la responsabilidad del hombre transfiriendo esta responsabilidad esencialmente a la muchacha seducida. La ejecu­ ción de las que se deshacen de un hijo ilegítimo no está sólo destinada a limitar este comportamiento mediante el terror. Refuerza la prohibición de las relaciones sexuales fuera del matrimonio, hasta entonces poco respetada, advirtiendo con toda solemnidad a la parte femenina exclusi­ vamente de las consecuencias mortales de semejante transgresión. Para limitar la pretendida lascivia de las hijas de Eva, los censores masculinos convocan a la vez el miedo al infierno v el miedo a la justicia implacable de los hombres. En toda Europa, construyen dos figuras fe­ meninas de la inhumanidad, la joven madre infanticida de un hijo ilegíti-

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    moy la vieja bruja dcvoradora de cadáveres infantiles, para destacar me­ jor el modelo de la esposa dócil cuya misión en la tierra es producir niños hermosos. Esta figura es cada vez más importante a partir del siglo xx I y en los países católicos está ligada a la do la Virgen dando de mamar a Je­ sús; el amor materno hacia una criatura sagrada evoca lo que les falta fundamentalmente a los dos modelos negativos. Estos transmiten el dolo­ roso mensaje de la necesidad de un cncauzamicnto masculino para evitar las trampas del demonio. En una proporción variable según los países, hogueras y horcas son las encargadas de materializar la prohibición. En Francia, las acusadas de infanticidio parecen sin duda las mujeres más peligrosas. Una verdadera obsesión al respecto impregna la cultura déla época. Lo demuestra la moda del tema literario de Medea, La histo­ ria trágica de la mujer que sedujo a Jasón, el héroe antiguo, con sus sorti­ legios y que luego por celos degolló a los hijos procreados con él es actua­ lizada por muchos autores a finales del siglo xvi y principios del XX’H. Al igual que Comedle, Beílcforest, Rossc y el obispo Camus, cuyos libros «están entonces en todas las bibliotecas y en todas las memorias», reto­ man el mito feroz. Describen toda la brutalidad de su «siglo bárbaro» a través de una figura femenina infinitamente peligrosa. I leroína del mal, lúbrica, increíblemente violenta, monstruo capaz de realizar un acto fun­ dador contra natura, es decir, contra Dios, Mcdca representa lo «contra­ rio de la maternidad»/9 Franyoís de Beílcforest es el primero que utiliza la metáfora sangrien­ ta en sus Iilstoires trafiques, publicadas en 1559, a propósito «De la lascivia de Pandora y la crueldad de la misma contra el propio fruto de su vientre, por verse abandonada del que la había embarazado». En 1619,Franyois de Rossct, autor de las llistoirc\ memorables et tragiqaes de no!re temps, que habrían de tener un éxito enorme, cuenta las «bar­ baries extrañas e inauditas de una madre desnaturalizada», que se desa­ rrollan en Ruán. Gabrinc, que es vieja y fea, vive sola con su hija. Se enamora apasionadamente de un amigo casado de su hijo. Lo convence para que la ayude a matar a este último y luego a su propia mujer, para poder casarlo con su hija y hacerse con toda la herencia, (ionio único precio de todas sus intrigas, le exige que se acueste con ella durante los ocho días anteriores a la boda proyectada. El relato construye la violencia asesina como el peor pecado del mundo, pues relaciona explícitamente el «parricidio» cometido con

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    una iuria sin igual por la arpía que mata a su desdichado hijo de cien puñaladas, con Caín, «el que mancilló con la sangre del primer hombre de bien el regazo de nuestra antigua madre». El asesino ele Abel respon­ dió a Dios cuando éste le preguntó dónde estaba el primero: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?». La (rase es retomada por la arpía, que responde al criado cuando este busca a su amo muerto: «¡Yo no soy su guardiana!». Verdadera exterminadora de su progenie masculina, concentra sobre sí lodos los fantasmas de destrucción del genero huma­ no: «¿11abéis oído hablar de semejante inhumanidad? ¿Es comparable la fábula de Mcdca con esta historia no menos llena de verdad que de horror?». Para el narrador, la diabólica Gabrine se confunde con la fi­ gura de la bruja cómplice de Satán, a la que evoca por cierto afrontando sin remordimientos el último suplicio: «Sus cabellos parecían serpien­ tes entrelazadas; sus dos ojos rojos como el fuego lanzaban miradas ca­ paces de dar la muerte a quienes contemplaba». El cómplice, en cam­ bio, reconoce públicamente sus crímenes en el patíbulo, y luego le pide al Creador que lo perdone. El autor distingue así la culpabilidad del hombre, castigado por la justicia, pero capaz de una contrición que de­ bería valerle la misericordia divina, de la de la anciana, inexcusable e inhumana, descrita como un pozo de lascivia y una gorgona sedienta de muerte. Jcan-Picrrc Camus, obispo de Bcllcy, explota el mismo lema en 1630, en Ld Medee. Una esposa engañada mala por celos a todos sus hijos a hachazos, incluido un bebé de 6 meses en su cuna, y luego se suicida. El autor saca de esta historia «una lección para los maridos, para que traten humana y fielmente a sus mujeres», pues son «bajeles frágiles». La naturaleza cruel y perversa de las hijas de Eva también se subraya en otras producciones destinadas a un publico más amplio. Los casos san­ grientos vendidos por las calles de París divulgan el miedo a la ferocidad tic las mujeres. I íste es el caso en 1608 de / lisloire prodigiei/xe d une jeune dcmo/selle luífiícUc Ji( ma/iger le jote de so// e/ija/it a im /euue geulilbommc 11 listo ría prodigiosa de una damisela que hizo comer el hígado de su hijo a un joven gentilhombre), o en 1625 de 1 hstoire vér/tablc d'unelem­ ule í/ui a tac so// man, lacjuelle a//re\ exe/\'íi des cruautés mouíes sur son corps [ Verdadera historia tic una mujer que mató a su marido, la cual después ejecuté) unas crueldades inauditas sobre su cuerpoj. Obstinada, esta liltima se niega luego a arrepentirse en el momento de su ejecución, diciendo que volvería a hacerlo. «I ’inalmcnlc, esa mujer mala, ese monstrtio horrible, murió en su obstinación y no quiso mediante una verdadera

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    rado con su crimen, para evitar los tormentos eternos»/11 La misma vi­ sión masculina del segundo sexo tiñe la pintura y el grabado de la época barroca, no dejando a las interesadas mas que una sola alicrnatix a: seguir el modelo maternal que conduce a la salvación o ser una mujer perdida abocada al demonio?' Algunas representaciones de las virtudes te-meni­ nas contienen, sin embargo, un mensaje ambiguo, lis el caso de la ima­ gen bíblica de Judith, que seduce a Holotcrncs para matarlo ¿i íin de salvar su ciudad asediada. Magnificada con lrccucncia por los partida­ rios del tiranicidio bajo Enrique III, mux a menudo acariciada por el pincel de los pintores, Judith pone al servicio de la comunidad la violen­ cia natural imputada a todas las representantes de su sexo. Pero ia cabe­ za sanguinolenta del vencido, servida en una luente, ¿no provoca acaso angustia en los espectadores masculinos de la época? En I'rancia, el punto álgido de las persecuciones contra las que ocul­ tan su embarazo se alcanza justamente durante el primer tercio del si­ glo xvn. La curva de las condenas a muerte culmina hacia lú20. El movi­ miento ulterior a la baja se debe probablemente en parte a una nueva jurisprudencia del Parlamento de París, que decide en i 619 aplicar ¡le­ nas inferiores a la de la horca sí el cadáver riel bebe no presenta indicios de haber sido torturado? Pero sobre todo es debido a un cambio de­ actitud cultural. A parí ir de finales de la década de 16 5 (), el publico cuito abandona de repente la literatura trágica. Los relatos sangrientos \ mo­ ralizantes de De Rosset o . malimeii !rtuin
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    del siglo xvi 1. Se ha podido ver en ello el resultado de progresos médicos, como los que ponen en duda la utilidad de buscar la marca diabólica en el cuerpo de las presuntas cómplices de Satanás. También aparece una prueba, generalizada en el transcurso del siglo, que consiste en poner un pedazo de pulmón de un recién nacido muerto en el agua para ver si flota. En caso afirmativo, los jueces estiman que ha respirado e imputan a la madre el delito de asesinato?’ lín realidad, éstos son simples indicios de que los tribunales reclaman más pruebas que antes para decretar la culpabilidad de una acusada. Iras dos o tres generaciones de máxima severidad, la relajación de la presión judicial está relacionada a la vez con cambios en la práctica re­ presiva y con una menor demanda por parte de las comunidades. Las au­ toridades, en primer lugar, parecen estimar que han alcanzado su objetivo, consistente en estigmatizar unos comportamientos femeninos desviados considerados como muy peligrosos para el orden divino y para la socie­ dad. Los procesos por infanticidio han permitido, en efecto, definir un tabú intangible mostrando la inhumanidad de las culpables. También han contribuido a imponer por contraste el principio absoluto del amor ma­ terno «natural», sean cuales fueren las circunstancias, ligado al único mo­ delo normativo admisible, el de la esposa fecunda y dócil. El teatro judicial reproduce, por otra parte, de manera incesante ese ideal femenino. Las encausadas que quieren despertar la compasión de los magistrados para aumentar sus oportunidades de supere i vencía presentan su «verdadera» naturaleza utilizando un repertorio bien definido de gestos y expresiones conmovedoras: levantan los brazos, caen de rodillas y, sobre todo, lloran. Pero los jueces no se dejan engañar por simuladoras que vierten fal­ sas lágrimas o que se retuercen excesivamente. Consideran que el cuer­ po habla muy claramente. Interpretan la palidez, los temblores, los sus­ piros, las señales de nerviosismo como indicadores de culpabilidad. Al contrario, las que gimen desde el fondo del corazón, profundamente y en silencio, antes de proclamar su inocencia, se consideran creíbles. Una acusada alemana es descrita en 1670 como obstinada, mala e incapaz de mostrar la menor emoción, ()tra, Anua Martha Laistler, sospechosa de infanticidio en 1665, es sometida a pruebas y examinada minuciosamen­ te. Le ponen el cucrpecito en los brazos antes de enterrarlo. Ella lo besa varias veces lamentándose y repitiendo: «Tesoro, ciclo, estáte tranquilo, que pronto estaré contigo, mi niño santo», antes de afirmar que es una gran pecadora pero que no lo ha matado. Los asistentes observan que si

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    bien sus gestos y sus ojos expresan dolor, es incapaz de verter una sola lágrima. El juez concluye que sus actitudes traducen terror, pero no tris­ teza. Se la condena a ser decapitada?1’ Se escruta especialmente el rostro femenino para rratar de descubrir la verdad. Se cree que en él puede leerse como en un libro abierto y determinar con certeza sí la interesada pertenece a la parte buena o a la parte mala de su sexo. Aunque no siem­ pre se vean coronados por el éxito, los esfuerzos desesperados de las inculpadas de la segunda mitad del siglo xvn por conformarse al modelo femenino positivo demuestran que conocen perfectamente sus caracte­ rísticas. Su divulgación entre la población hace menos necesaria una ten­ tativa sistemática de erradicar el delito de ocultación del embarazo. Por parte de ios conciudadanos, se cierra un paréntesis persecutorio. Las causas de su adhesión al movimiento, todavía mal estudiadas y oscu­ ras, tienen probablemente menos que ver con la moral rigurosa impues­ ta desde arriba, y asimilada sobre todo por los poderosos locales, que con necesidades internas de reequilibrio de las relaciones entre los sexos y las generaciones. Las jóvenes infanticidas y las viejas brujas son chivos expiatorios sacrificados para apaciguar unas angustias excesivas en una época de grandes turbulencias y tensiones. Rep resen tan ambas unas for­ mas de libertad, sexual y social, respecto a los varones adultos, y mantie­ nen unas relaciones privilegiadas con los hombres jóvenes. Porque estos últimos persiguen a las unas con sus asiduidades y son formados por las otras en el uso de una antiquísima cultura mágica, mientras que las espo­ sas de mediana edad reinan sobre la infancia. Ahora bien, las principales novedades que se imponen a las comunidades, a las rurales en particular, se refieren a los solteros del sexo fuerte, llamados a abandonar la violen­ cia viril ritual bajo pena de muerte en caso de homicidio y a alejarse más de las muchachas nubiles por unas presiones religiosas y morales que vienen a sumarse a los códigos de honor tradicionales. ¿No podría ser que las cada vez más numerosas condenas contra las jóvenes madres in­ fanticidas fuesen para los que rigen la colectividad un medio indirecto de controlar mejor la agresividad exacerbada de los mozos? En otras palabras, ¿no podría ser que la relación entre las franjas de edad mascu­ linas constituyese el principal problema? De hecho, son sobre todo ios hombres establecidos los que colabo­ ran activamente en los jurados y con sus testimonios al castigo de las brujas y de las chicas que han ocultado su embarazo, como ya hemos

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    visto. J¿J hecho de que sobre ellos pesen unos peligros más graves y acu­ ciantes que sobre sus predecesores, poco preocupados por esos temas, se explica seguramente por una percepción más aguda de cuál es su interés bien entendido. Reforzando su tutela sobre las partes menos dóciles de la sociedad femenina, las separan más del universo juvenil masculino. Además, no aparecen como los responsables directos de las persecucio­ nes, puesto que aplican la ley que ahora ya convierte en crímenes muy graves unas actitudes antaño bien toleradas de los mozos violentos, de las mozas seducidas y de las viejas curanderas. Id mundo que se perfila es el de las veladas rurales, durante las cuales los primeros vienen a pelar la pava con las segundas bajo la atenta mirada de las viejas, mientras los hombres adultos se mantienen un poco apartados. Ese mundo, desesta­ bilizado por las novedades religiosas y morales llegadas de fuera, se re­ configura para digerirlas. Los notables lo aprovechan para reforzar su dominio sobre todos, en particular sobre las mujeres demasiado inde­ pendientes y más aún sobre los mozos agresivos, sin por ello convertirse en objetivo directo del descontento exacerbado de estos últimos. En el siglo .xvill, el infanticidio es menos perseguido por los tribuna­ les y los índices de culpabilidad disminuyen. En Inglaterra, los jurados cambian
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    Revolución. Lonis-Sebastíen Mcrcier entona una oda al progreso de la moral afirmando que esto «ha impedido mil crímenes secretos: el in­ fanticidio ahora es tan raro como corriente era ames», En realidad, simplcmente se lia diferido, ha sido asumido por la colectividad. En Ruán, por ejemplo, el 58 "a de los recién nacidos recogidos en los hospicios muere antes tic alcanzar el año durante la década de 1710, \ más del 94 % lo hace entre 1770 y 1779?s La opinión acerca de las madres infanticidas se modifica prolnuda­ mente porque sus conciudadanos sienten generalmente más compasión que odio por su acto desesperado. La lev puede seguir siendo rigurosa, pero ya no logra imponerse a una opinión pública tic nuevo prolundamente tolerante en esta materia. El artículo 302 del Código Penal francés de 1810 continúa previendo el castigo siipremo, pero la repugnancia tic los jurados y de la opinión pública a decretarlo obliga a una importante modificación del mismo en 1824. Mientras el Gobierno denuncia unas «absoluciones escandalosas, o como mucho unas contienas irrisorias a leves penas correccionales», se conceden circunstancias atcnuanies a las inculpadas, lo cual impide decretar sanciones más graves que los trabajos forzados a perpetuidad. En 1832 aparecen nuevas disposiciones que reducen la pena a trabajos forzados por un tiempo, v luego, en 1863, a cinco anos tic cárcel como máximo, cuando no se ha\a podido probar que el niño estaba vivo?1' Las in\cstigaciones recientes refutan la teoría de Michcl I ’oucault, que atribuía a las ideas tic la Ilustración la evolución del sistema penal occidental, haciéndolo pasar de la cspcctactilaritlatf tic los suplicios físi­ cos decretados por el príncipe al encarcelamiento tic los que no siguen la norma, para ma\or provecho de la burguesía triunfante. Ya en el si­ glo XVI se apuntan métodos represivos basados en la exclusión social v los trabajos forzados. En 1545, el Parlamento tic París salva la xicla del 19 % de los apelantes con i leñad os a galeras. I .os países mediterráneos, v especialmente I .spaña, hacen lo mismo. En el siglo x\ ii, Inglaterra, rápi­ damente imitada por las Provincias Unidas v Suecia, empieza a transportar prisioneros hacia sus colonias. En 1555 aparece otro tipo tic expia­ ción de las faltas cerca tic Londres, bajo la forma tic tina institución penitenciaria, Brídcwell Palacc, donde los vagabundos, obligados a tra-

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    bajar, son sometidos a una rigurosa disciplina religiosa v moral destina­ da a transformarlos en súbditos obedientes y productivos. Los mismos principios se aplican en el Rasphuis y en el Spinhuis de Amstcrdam, fundados en 15%. Desde finales del siglo x\'l y las primeras décadas del siglo xvn, el modelo ingles de ios correccionales se extiende a Leyden, Bremen, Ambercs, Estocolnio, Lvon y Bruselas. Luego Francia crea a su vez, a comienzos del reinado de Luis XIV, un lugar de encierro para los pobres y los mendigos, el l lospital General. Algunos de estos estableci­ mientos reciben rápidamente delincuentes. Cabe pensar que son una alternativa a la pena suprema y a los castigos corporales por la cronolo­ gía de su generalización, que corresponde precisamente al principio de la fase de continuo declive de estos últimos y de la tortura judicial. El Estado moderno de mediados del siglo xvn, fortalecido después de las grandes crisis, ya no necesita demostraciones excesivas de poder y de crueldad para establecer su dominio. Sobre todo porque las élites se apar­ tan del gusto por la sangre y el espectáculo de la muerte. Por eso los «libros del demonio» pasan de moda desde principios del siglo xvn en Alemania, al igual que las historias macabras o sanguinarias dejan de interesar al pú­ blico culto en Francia hacia 1640. El clasicismo no es más que una categoría cómoda para definir un cambio profundo de sensibilidad en el país de Moliere. Igualmente perceptible en otros muchos Estados, correspon­ de a un rechazo del exceso de pasiones y tormentos que caracterizaba el manierismo de finales del Renacimiento y la época barroca. Es posible pensar, pues, que la fuerte disminución del número de ejecuciones publicas es una de las consecuencias del fortalecimiento del Estado, porque este último desarrolla una mayor sensación de seguridad entre la población.1)0 El contrato social entre los ciudadanos y las autoridades se consolida en toda Europa a partir de la Paz de Westfalia en 1648, que pone fin a un siglo de desórdenes generales. A continuación, los excesos crueles del ca­ dalso parecen cada vez menos necesarios para tranquilizar a los pueblos acerca de la capacidad de los gobernantes para frenar la marca maléfica y criminal. En el siglo xvm, las principales preocupaciones de unos y otros va no son el temor a la brutalidad feroz de los muchachos solteros y la furia infanticida de las jóvenes madres indignas; aparecen otras angustias. listas últimas se condensan ahora esencialmente en torno al robo, mientras que poco a poco se va di fu minando la urgencia de salvar la vida amenazada, en una sociedad en vías de pacificación, en la que las armas entre la población civil son más escasas y el homicidio se vuelve menos corriente.

    CAPÍTULO

    6 El duelo nobiliario y las revueltas populares. Las metamorfosis de la violencia

    El duelo, encarnado en la memoria colectiva por los héroes de las películas de capa y espada, no tiene nada de intemporal. Inventado du­ rante el siglo xvi, alcanza su apogeo en Erancia bajo los dos primeros Borboncs, en el momento en que las grandes revueltas campesinas llegan a su paroxismo. La coincidencia no es fortuita. Aunque los historiadores la han desdeñado porque ambos movimientos parecen situarse en esfe­ ras sociales radicalmente distintas, invita a buscar un denominador co­ mún. Especialmente porque el fenómeno afecta a toda Europa y en su suelo corre mucha sangre desde la década de 1520 hasta mediados del siglo xvu. El período se caracteriza por incesantes sediciones, inaugura­ das por el poderoso levantamiento armado de trescientos mil campesi­ nos alemanes en 1525. Conoce incontables motines religiosos, especial­ mente en Inglaterra y en los Países Bajos. Esos dos Estados experimentan una «revolución», seguida en un caso por el rechazo de la tutela real es­ pañola y la constitución de la república calvinista de las Provincias Uni­ das en 1 579, y en el otro por la decapitación del monarca Estuardo y la instauración del protectorado de Cromwell en 1649. Las confrontacio­ nes confesionales están a la orden del día: guerras de religión en Erancia de 1562 a 1598 y Guerra de los Ireinta Años en el Sacro Imperio entre 1618 y 1648. Los tronos se tambalean. Hay reves que mueren asesinados, como Enrique 111 y Enrique IV en Francia, o en combate, como Gustavo Adolfo de Suecia. Algunos pretendientes son eliminados, como el duque de Guisa en Erancia o Guillermo de Orange. jefe de la revuelta en los Países Bajos. Otros, demasiado ambiciosos, desaparecen oportunamen­ te, como don Juan de Austria, hermanastro de l’clipe 11 de España, así como el hijo cíe este ultimo, según algunos por instigación de su propio

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    Sin embargo, esta era de furor \ de violencia sanguinaria es la de los grandes cambios políticos estructurales. 1’1 minucioso estudio de los conflictos religiosos ha ocultado muchas voces un fenómeno positivo importantísimo: la extrema desorganización del continente inducida por una incesante rivalidad entre las Iglesias enfrentarlas v los príncipes ambiciosos oculta el avance de los procesos de unificación de la civilización occidental. Id más aparente es la gestación del listado moderno. Bajo dos Jornias antagonistas olivos mecanismos evolucionan v se perfeccionan sin cesar a lo largo del enfrentamiento, el listado necesita controlar la agresividad de sus subditos para canalizar mejor la de sus ejér­ citos hacia el terreno fundamental de la controniación lícita contra los enemigos. I J modelo centralizado, a la 11 ancesa, se basa en una atracción hacia arriba de las fuerzas vivas rio la sociedad. Según los análisis clási­ cos, se trata de captar en parte la violencia exacerbada de los aristócratas para ponerla al servicio del soberano en los campos de batalla.1 El otro arquetipo es el de la ciudad estado, cuvo poder se basa en una economía floreciente: Venccia a finales de la Edad Media, Ambcrcs a mediados del siglo xvi. Genova unas décadas mas tarde, Amsterdam en el siglo xvn... Pero este ultimo modelo debe adaptarse a las amenazas crecientes que hacen pesar sobre el las monarquías mas poderosas, atraídas por su riqueza. A veces acepta una tutela principesca, como la del gran duque de ()ccidcnlc, (aillos el Icinerario, en los Países Bajos, luego la tutela «imperial» más bien flexible de (.arlos V en el mismo espacio, particular­ mente en Ambcrcs, y también en las ciudades libres del Sacro Imperio v las prestigiosas metrópolis italianas, Luego, al envejecer v hacerse más rígido el emperador v más aún bajo la lerula de sus sucesores, las ciuda­ des orgullosos se ven impulsadas a constituir amplias redes de resistencia para conservar mis principios fundadores, a la manera de las Provincias Unidas, que se rebelan contra I el i pe 11, o de las iigas Hilvanas protestan­ tes alemanas que prefieren ser vasallas de señores próximos, buscando al mismo tiempo el apoyo de reyes extranjeros, aunquesean católicos. Pro­ tegida por su insularidad, Inglaterra const i 11 ive una excepción. Pasa leuLamente del primer modelo al segundo rechazando el estilo absolutista de los I .stuardo tras haber tolerado el de los Iudor, para convertirse en una especie de gran suburbio económico de Londres. Inglaterra, domínada por una capital en prodigiosa expansión a causa de la revolución industrial del siglo xvlli, conserva la apariencia de una monarquía. A partir ele la ( donosa Ixcvolucion de 16SS. es gobernada por una élite

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    portadora de los valores urbanos, que desconfía de los excesos de la centralización y crecen la separación de los poderes, l.o demuestra una fuerte crisis de la aristocracia, cuyos valores esenciales se basan cada vez más en el dinero y el espíritu de empresa y menos en la cuna. ’ La justicia insular refleja estos particularismos. De 1550 a 1630, es la única de Eu­ ropa que castiga sin piedad a los autores de delitos contra la propiedad. El número de los ahorcados habría alcanzado casi los setenta v cinco mil en cien años, de 15 30 a 1630, sobre un total de menos de cinco millones de habitantes. Entre 1 5S0 y 1610, el S7 ‘X, de los ajusticiados lo son por robo, bandolerismo o atraco, frente aun 13 7> por crímenes de sangre. Hay que esperar a la década de 1660-1660 para que esa relación se equi­ libre un poco más, con un 55 7o para los primeros v un 45 ',7 para los segundos. La criminalización creciente del homicidio tiene lugar, por tanto, más tardíamente que en otros países.’ La guerra constituye en todos los casos el telón de fondo de la evolu­ ción. Europa la conoce casi sin interrupción entre sus monarcas rivales, la sufre por parte de los turcos que avanzan en el sureste v la exporta al mundo entero a partir de la época de los conquistadores. Cortés v Bi­ zarro, El estatuto del conflicto militar cambia entonces totalmente. No sólo porque se impone la noción de guerra justa, sino más aún porque los numerosos militares se distinguen ahora claramente de los demás súbditos. La única cultura legítima de la violencia es la de Jos soldados v los oficiales que actúan a las órdenes del listado. Los civiles, por su parte, deben aceptar dejarse desarmar para confiar enteramente su seguridad a la justicia y a las gentes encargadas por el soberano de mantener el or­ den. Semejantes principios tardarán generaciones, v a veces varios siglos, en imponerse al conjunto de los súbditos. La adhesión es más fácil v rá­ pida en las ciudades, ya preparadas desde hace tiempo por unos métodos bastante eficaces de pacificación interna.1 Por otro lado, se va definiendo una cultura militar particularmente brutal. Cada vez más orientada hacia la voluntad de matar, esta se prolonga también con frecuencia a través de los peores tormén tos infligidos a los vencidos, incluidas las poblaciones corrientes, sin respetar ni mujeres ni niños, coma demuestran con realis­ mo los grabados de Jaeques Callot. Entre esos extremos se distinguen unas formas masivas de resistencia a abandonar la violencia tradicional,

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    que constituyen otros tantos métodos de adaptación a las prohibiciones introducidas por la lev y la moral. No es de extrañar que las dos princi­ pales mutaciones afecten a las capas sociales para las cuales la brutalidad sanguinaria forma parte de las formas corrientes de relacionarse social mente y se encuentra codificada en antiguos rituales colectivos necesa­ rios para la definición viril de los individuos, sobre todo la de los varones jóvenes: la aristocracia y el campesinado. El duelo nobiliario v la revuelta rural reflejan unas formas de adapta­ ción colectivas o individuales a los nuevos códigos impuestos. En cada caso, los actores reivindican un derecho eminente al conflicto frontal, aunque desemboque en la muerte del adversario. Chocan contra una legislación represiva que se lo prohíbe, y tratan de negociar con las auto­ ridades un compromiso que la legislación les niega. Los aristócratas in­ ventan así una nueva forma de expresión de su superioridad sobre los plebeyos. Este ascendiente, relacionado con la espada, de la cual recla­ man ahora el uso exclusivo, se supone que les confiere el privilegio tácito de matar, a condición de respetar las reglas estrictas del conflicto de ho­ nor. A regañadientes, porque la moral cristiana de la que son represen­ tantes se opone cada vez más a una ética tan bárbara, los monarcas ins­ tauran una legislación muy represiva al respecto. Pero no insisten en aplicarla realmente, sobre todo porque muchas veces comparten perso­ nalmente los ideales aristocráticos, como en el caso de Luis XIV, aunque haya jurado abolir los duelos al inaugurar su reinado. Es cierto que per­ seguir sistemáticamente a los vencedores tendría el efecto de privar a los reyes en la guerra de la flor y nata de sus oficiales. Ese enfrentamiento mortífero requiere, en efecto, un largo aprendizaje técnico y la adquisi­ ción de unos valores centrados en el coraje que lo hacen indispensable para el crecimiento del lisiado militarizado. Lo cual explica por qué florece sobre todo en la Erancia conquistadora de los Bordones. En cuanto a los campesinos, que con sus revueltas también reclaman que se respeten sus derechos seculares a expresar una violencia juvenil de carácter festivo, son tratados con mucha menos indulgencia. Sus exi­ gencias no son útiles para el progreso del poder monárquico. Al contra­ rio, aunque no lo pongan directamente en cuestión, pueden minar sus bases al rechazar la evolución pacificadora que se les quiere imponer, a fin de transformar el país en una ciudadela inexpugnable, sin enemigos interiores peligrosos. De alguna forma, sin embargo, su rechazo coincide con el de los nobles, pero por razones distintas. La extraña conjunción, por otra parte, es muchas veces visible sobre el terreno, pues los habitan1

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    lo quieran o no, su levantamiento, como en el easo de los campesinos alemanes que se sublevan en 1525. Los campesinos no sólo do expresan entonces ninguna preocupación que se parezca ni poco ni mucho a la lucha de clases, sino que rechazan la división nueva y prácticamente desconocida hasta entonces entre los privilegiados por su nacimiento y ellos mismos, es decir, entre unos guerreros especializados en el combate mortal y unos trabajadores de la tierra obligados a abandonar las armas y las prácticas brutales. La sociedad que desean conservarse basa incon­ testablemente en una clara distinción entre los tres órdenes, clero, no­ bleza V tercer estado, pero ellos se niegan a que se instalen compartimen­ tos estancos en la vida cotidiana. Mirando al pasado, cuando se Ies está instando a mirara) Futuro, tratan de detener el tiempo. Desean preservar la imagen mítica, celebrada por el escritor Noel du Eail, de una época en que señores y campesinos jugaban, luchaban y bebían juntos compar­ tiendo una misma etica viril. Una era en que la espada no era exclusiva de los primeros, sino simplemente el signo de una juventud vigorosa que consideraba normal y hasta necesario derramar la sangre, herir o ser herido, a fin de obtener autoestima y consideración social?

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    A partir de 1500, la «revolución militar» occidental transforma el continente europeo en una máquina de guerra y de conquista que prue­ ba las innovaciones en su suelo antes de exportarlas al mundo entero.6 La consecuencia menos visible —pero sin duda más profunda— de di­ cho movimiento general es impulsar a todos tos Estados, más o menos deprisa según los casos, a tratar de desarmar v de pacificar a los ciuda­ danos que no son ni soldados ni guardianes del orden. Si bien la acu­ mulación de los horrores y las nuevas exigencias religiosas, católicas y protestantes desempeñaron un papel en ese proceso, lo esencial de la explicación se halla en otra parte. A lo largo de varias décadas se impone a los reyes absolutos la necesidad de apartar los excesos de violencia de su «cindadela» estatal, para poder dedicar todos los esfuerzos contra los 5 AI eM i nli:i i iiniciimenie la \ m!cm i.i nohj 11.1 riu. .íidada de l.i del reMo de l.i pobl.i eioii. S (,arro|| l l’tlond t¡>¡d 1 ’tolence i>i

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    enemigos exteriores. Luis XIV culmina el proceso en 1rancia. Vauban transforma el país en una fortaleza, se desmantelan las resistencias inte­ riores, como por ejemplo las murallas de Marsella. Instadas a dejar de portar armas, las poblaciones deben confiar su seguridad a la mariscalía real y a la justicia, al tiempo que se impone un ejército profesional acuar­ telado y dirigido por una nobleza experta en el juego de la muerte. El otro modelo político, el de la ciudad estado, también debe adaptarse, ser 1 lábil en la guerra, tanto para proteger su santuario territorial —-cuando Luis XIV invade las Provincias Unidas— como para conquistar mer­ cados coloniales y europeos. El hecho de ser fruto del sistema urbano pacificador hace que la ciudad estado se vea más obligada aún por tradi­ ción a reforzar la paz interna necesaria para su expansión económica. Pero ahora además debe desarrollar también una cultura belicosa espe­ cifica, indispensable para sobrevivir, y no sólo contratar aventureros o condetien extranjeros encargados de hacerlo en su lugar. Paradójicamente, la multiplicación de los conflictos lleva poco a poco .i separar la cultura de los profesionales de la violencia de la de las poblaciones ordinarias. Los militares son los únicos que tienen derecho a matar a otro ser humano durante unas guerras «justas». Y cada vez se piivan menos de hacerlo. Las costumbres caballerescas medievales, la economía de la sangre exhibida por los mercenarios deseosos de obtener buenos rescates a cambio tic los prisioneros. son sustituidas por choques cada vez mas a menudo mortales, con armas muv destructivas, cañones, fusiles v pistolas, y más tarde por los temibles sables de la época de Na­ poleón. (.ada vez menos frecuente, incluso en el siglo XVlti durante la presunta gucira cortesana, el enfrentamiento de hombre a hombre, regi­ do por reglas estrictas v que no desemboca necesariamente en un desen­ lace fatal, se transforma en mito. Pretende encarnarse en el duelo, cuva ocasión no se halla tanto en los campos de batalla como en la vida ordi­ naria o cutre los ejércitos en reposo. Ivstc tipo de combate adquiere una importancia creciente para marcar la especificidad de los que lo practi­ can, por contraste con la prohibición que sufre el resto de la población y el castigo cada vez más severo del homicidio.' I lijo bastardo de la nueva eficacia mortífera de los nobles militares v del dcsai inc de los civ iles, tanto mas prestigioso cuanto más cruel v raro, el duelo no es algo a considerar con buenos ojos. Constituye un asesina­ to deliberado poco perseguido en una época en que, sin embargo, cada vez mui más los ajusticiados por homicidio. Sus partidarios y sus actores

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    exigen el privilegio desorbitado de seguir eliminando a un ser humano sin pagar por ello. Cada vez con mayor desfachatez, se sitúan por encima de las leyes divinas y de las del rey, en nombre del «pundonor», erigido en un signo de superioridad de su casta. Mientras que en el pasado todos los súbditos, cualquiera que lucsc su origen, obtenían fácilmente un in­ dulto real tras semejante acto, los duelistas reclaman ahora la exclusivi­ dad. ( .orno una especie de captación aristocrática del derecho soberano sobre la vida y la muerte, el duelo lorma parte de una amplia propaganda destinada a ocultar sus orígenes plcbevos v a imponer al príncipe una indulgencia especial. Los historiadores se han dejado engañar muchas veces por los dis­ cursos sobre estos temas elaborados por escritores partidarios de la san­ gre «azul», ocupados al mismo tiempo en rcix'indicar un origen racial diferente, lista ideología, que es una manera de construir una trentera infranqueable con los plebeyos, emerge en 1'rancia a partir del siglo xvi. Sus adeptos afirman que los francos conquistadores, altos v rubios, im­ pusieron su yugo a los degenerados galorromanos, bajitos v morenos? En realidad, la codificación del duelo sirve a la vez para promover una especificidad «natural» de los nobles y para ocultar la extrema violencia de sus enfrentamientos. Son más los casos de crueldad y locura destruc­ tora que los de magnanimidad de que alardean las definiciones teóricas. Así, una con! rontación entre los señores de La (iardc v de I agnerac em­ pieza con sonrisas y abrazos, y se transforma en una reyerta furiosa en la que el segundo apuñala catorce veces al primero. En cuanto a ¡aeques de Serán, caballero de Andricux, uno de los pocos personajes de su rango que fue ejecutado por duelo a la edad de 30 años, el 14 de julio de 1638, en la Place de Grevc en París, es de una ferocidad excepcional. Sin fe ni ley, lo acusan de haber cometido tres violaciones, así como varios asesi­ natos antes de cumplir los 23 años y de haber matado a setenta v dos adversarios en duelo. Cuando algunos le pedían gracia, aceptaba a con­ dición de que renegasen de Dios, y luego les cortaba el cuello por placer, a fin de destruir su alma al mismo tiempo que su cuerpo, si damos crédi­ to a lo que cuenta Talicmcnt des Rcaiix.’ La visión romántica heredada del siglo xt.x oculta la cara oscura de la cuestión. La espccialización gue­ rrera de los aristócratas franceses produce un verdadero arte de matar S

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    sin piedad que los aleja de las prácticas violentas corrientes de Jos demás jóvenes, más dados a demostrar su valor causando una herida que a ma­ tar.1" Su agresividad, magnificada por el código etico del duelo, fuerza a la naturaleza para producir una cultura de muerte adaptada a los apeti­ tos de conquista de los príncipes de la época. Se aleja de los rituales de confrontación viril ordinarios, destinados simplemente a probar la supe­ rioridad de un combatiente sobre otro, y de las prácticas de numerosas especies animales en las que la emisión de signos de sumisión por parre del vencido detiene la escalada fatal. Esta agresividad tiñe intensamente la época de la irresistible expansión francesa, desde las guerras de Italia hasta las conquistas de Luis XIV, El duelo constituye sin duda una excepción francesa,10 11 En ningún otro lugar de Europa alcanza la importancia que adquiere en el muy cristiano reino de Erancia. Las escuelas de esgrima nacen, sin embargo, en Italia, y los maestros más famosos o los mejores manuales proceden de la península itálica. Pero la práctica del desafío de honor brilla allí de forma efímera, en la primera mitad del siglo xvi, antes de registrar un rápido descenso. La explicación corriente lo atribuye a la influencia del Concilio de Tronío, que prohíbe dicha práctica en 1563. A ello se añade un desprestigio más profundo, a través de la literatura y la risa, en una sociedad donde los nobles son más cultos que en Erancia y donde no hay ninguna presión legal para criminalizare! fenómeno.12 Si pensamos en el puntilloso sentido del honor de los italianos yen las costumbres asesinas del Renacimiento, tanto en las ciudades como en las cortes principescas, parece sorprendente constatar un descenso tan radical. En realidad, la cultura belicosa subyacente al duelo no logró arraigar en una Italia do­ minada por los extranjeros y poco expansionista. Como en muchos paí­ ses mediterráneos, el modelo tradicional de violencia ritualízada de la juventud continuó imponiéndose hasta una época tardía. La persisten­ cia de i a lucha con navajas para causar una herida, en nombre de un pundonor compartido por todas las capas sociales, que no exige la eli­ minación del adversario, impidió que el duelo se impusiera de lorma duradera. 10 Vease < .ipil i tli> i

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    La situación es idéntica en la Lspaña de Felipe II, donde son pocos los que infringen unas leyes de prohibición precoces.15 En los Países Bajos tutelados por España, hay edictos relativos al duelo desde 1589. El de 1610 preve la degradación de nobleza o de oficio y la confiscación de la mitad de los bienes en caso de desafío o de aceptación del mismo, la muerte y la confiscación total para los que se batan en duelo, así como para sus segundos. Ese mismo edicto se vuelve a publicar en 1626. En 1636 se añaden penas «contra el cuerpo y la memoria de los fallecidos». El autor de una recopilación de jurisprudencia que nos da estas precisio­ nes en la década de 1630 no aporta ningún ejemplo concreto a propósito de lo que él llama una «cosa bestial», al tiempo que señala que el rey de Francia no consigue erradicarla pese a sus esfuerzos, (ion todo, precisa que un general puede autorizarla contra enemigos durante una guerra y que ello constituye una práctica corriente en los ejércitos españoles.14 Si bien el Imperio territorial de Felipe II debe su cohesión a la fuerza mi­ litar, el duelo no es en él un fenómeno corriente, ni en la Península Ibé­ rica ni en otros lugares. La razón esencial es seguramente la fuerte pre­ sencia todavía del combate ritual entre los jóvenes. El condado de Artois es buena prueba de ello, pues el número de los indultos por ese tipo de homicidios no ha sido nunca tan elevado como durante el primer tercio del siglo XV1 i. Los culpables y las víctimas pertenecen a todas las capas de la población. Pero se ha podido observar una mayor propensión a matar que antes durante esos enfrentamientos. ¿Indica esto acaso una relativa fascinación por la ética del desafío fatal desarrollada en el poderoso rei­ no vecino? ¿No sería ésta la verdadera estocada secreta de los Borbones? Mientras el viejo rival Habsburgo continúa tolerando las formas tradi­ cionales de violencia en sus vastos dominios, Francia desarrolla una nue­ va y espeluznante técnica de exterminio. Es cierto que en el siglo xvi los ejércitos ibéricos exhibían un estado de ánimo parecido. Acostumbra­ dos a la «guerra florida», que consiste en vencer sin matar para obtener el máximo de prisioneros con vistas a sacrificios ulteriores, los aztecas de México se encontraron inermes ante la táctica despiadada de Cortés en 1519. Igual que Pizarro en el Perú en 1532, éste no sólo disponía de me­ jores armas, sino también de una superioridad mental en el arte de ven­ cer sin permitir a los enemigos reconstruir sus fuerzas. El lento debilita­ miento de la monarquía española en el siglo xvn quizá se deba a una

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    14 Biblioibeque Munieipnle «Remarques.. de Hierre Desmastires»

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    erosión de esa agresividad conquistadora. Los contemporáneos deplo­ ran que las élites aristocráticas parezcan haber perdido el gusto por el combate y se alejen del estilo belicoso encarnado por el duque de Alba bajo Felipe II. Muy distinta es la situación al otro lado de los Pirineos, donde el arte de masacrar se perfecciona en el transcurso de incontables desafíos de honor. Id duelo tampoco está muy en boga en el Sacro Imperio. Pese a prohi­ biciones precoces, especialmente en Sajonia a partir de 1572, y en todas partes en 1623, las condenas efectivas son escasas, incluso dentro del ejer­ cito. Se hacen un poco más frecuentes después de la terrible Guerra de los Treinta Años, durante la segunda mitad del siglo xvil. Sensibles a un fenómeno exótico de origen i ranees, los soldados v los estudiantes cons­ tituyen los dos grupos más afectados.11 Antes de 1650, la fragmcntaciém política y religiosa del país lo convierte en el enfermo de Europa, amena­ zado y no conquistador, el campo de batalla donde se dirimen los apetitos de las grandes potencias militares, incluidas Suecia y Francia. La ética del duelo no halla entonces muy buenas condiciones de expansión. En cam­ bio se convierte en una virtud apreciada en el siglo XIX. Una élite burguesa recupera esos valores, en especial dentro del ejército prusiano, que cuenta también con numerosos oficiales nobles, algunos de los cuales son de origen francés y hugonote. En todas las universidades, los estudiantes también se ven contagiados.11’ Ese nuevo estado de ánimo es la base de un apogeo del poderío militar, que se revela en 1870 contra Francia, y luego no hace más que acentuarse. Sería interesante saber si, al mismo tiempo, se criminaliza paralelamente el homicidio juvenil ordinario. Porque la concentración de los valores guerreros en aquellos que pueden convertir­ se en mandos del ejército alcanza seguramente mejor sus objetivos cuan­ do el resto de la población pierde el derecho a derramar sangre. liste es el caso en el reino nórdico de Suecia-Finlandia. La aplicación mucho más frecuente de la pena de muerte por asesinato a partir de 1620 coincide con el principío de un siglo de conquistas militares y de constitución de un vasto imperio, inaugurado con las espectaculares intervenciones de Gustavo Adolfo en la Guerra de los Treinta Años.1 Falta saber cuál era entonces exactamente el estatuto del duelo en la sociedad sueca. Inglaterra, por su parte, imita a Francia de 1570 a 1640, sobre todo porque la nobleza envía muchas veces a sus hijos a las academias de es-

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    grima del otro lado del canal tic la Mancha. Id paroxismo de los duelos se observa entre 1610 y 1620 en ambos reinos, pero los insulares pierden rápidamente esa afición. Aparte del reinado de los Estuardos, que es calcado al estilo monárquico de los Borbolles, el fenómeno parece ser parcialmente ajeno al espíritu local, para el cual «la sangre es dinero».1,s El país, amenazado por la invasión de la Armada Invencible española, no es ya la gran potencia militar de la época de la (¡tierra de los Cien Años. En parte ya ha erradicado la violencia, orientándola hacia espec­ táculos de combate de animales y luchas a puñetazos codificadas entre hombres, que son el antecedente del boxeo. Id teatro isabelino tam­ bién desempeña su papel en la formación de una sensibilidad pacifica­ da, al menos para quienes van a ver las obras en Londres. Poco tratado en Francia en la misma época, el tema de la venganza es una verdadera obsesión para los autores ingleses. Heroico antes de 1607, el vengador se vuelve antipático de 1607 a 1620, luego hasta 1630 dominan las discusio­ nes morales1’, mientras, al mismo tiempo, se desarrolla en París la litera­ tura de las «historias trágicas», que forma la sensibilidad dominante, la de los lectores nobles y burgueses, acostumbrándola a ver como una gran banalidad el derramamiento de sangre con la crueldad más extre­ ma. Antes de desaparecer hacia la década de 16-10, constituye en cierto modo un aprendizaje subliminal que permite admitir fácilmente la nue­ va ley del duelo mortal, cuya edad de oro se sitúa en Francia justamente entre 1600 y 1640. Los ríos de sangre literarios y la casuística del pundo­ nor acostumbran a los hijos de buena familia a practicar el asesinato sin complejos, a pesar de la legislación y de la moral religiosa. La época tam­ bién es la de los cañarás san<¿Jants, antecedentes de las crónicas de suce­ sos. Sus relatos horripilantes acompañan la mutación de las normas, banalizando la crueldad del duelo a los ojos de todo el mundo. Poco a poco se va instalando una imagen muy positiva del héroe viril aristocrático. Protector de la viuda y el huérfano, a la manera del caballero de antaño, mata con razón, para defender su honra, ignorando las maniobras tor­ tuosas de un Estado glacialmente represivo, pero partidario secretamen­ te de los valores profundos que él defiende. Alexandrc Humas no tendrá más que bordar sobre esa trama ya tejida bajo Luis XJ11 para inmortalizar un puro mito aristocrático incitando hábilmente a todo el mundo a reconocerse un poco en él. Pues la captación de la herencia violenta por IS. I

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    los nobles y los soldados priva todavía más al resto de los varones jóvenes de la expresión tradicional de su virilidad competitiva, ahora ya estigma­ tizada como un crimen imperdonable en caso de desenlace fatal.

    Jóvenes nobles, ¡lacia delante

    El duelo, una pasión francesa, adquiere un prestigio inigualado a partir de mediados del siglo xvi porque concentra todas las virtudes masculinas necesarias para conquistar Europa y el mundo. Para llevar la paz y el cristianismo a los pueblos, de acuerdo con la misión del monar­ ca, es preciso disponer de gentes de guerra que sepan matar para vencer o dejarse matar para salvar su honor. Las reglas que se exhiben sólo cons­ tituyen una apariencia, un método de educación para el homicidio. Per­ miten superar poderosos tabúes morales, legales, tal vez también bioló­ gicos, que impiden a menudo que un vencedor aseste sin remordimientos el golpe de gracia o se bata con la «furia francesa» que ya mencionan los italianos contemporáneos de Maquíavclo. Las realidades son más bruta­ les. Los demonios liberados por ese pacto de muerte tácito entre el prín­ cipe y sus mejores guerreros desembocan en un frenesí sanguina­ rio, como revelan incontables fuentes. El golpe dejarnac de 1547 —que fue un «episodio heroico crapuloso acompañado de un hábil paso de armas»2", en el cual el vencedor azotó de forma inesperada la pantorrilla de su adversario— revela la voluntad de matar sin piedad disimulada bajo un código normativo. La sacudida telúrica que engendró ese último combate singular autorizado por el rey de Erancia agita a toda la noble­ za. En adelante, la búsqueda febril de una maravillosa capacidad técnica coronada por una imparable estocada secreta refleja claramente la con­ tradicción de fondo: matar como sea a un semejante pero conservando las formas, o fingiendo conservarlas, para asegurarse la indulgencia del soberano. El homicidio cambia de sentido. Sigue engendrando el reproche y se considera cada vez más como un crimen si es cometido por un plebeyo, pero todavía es perdonado a menudo por el monarca hasta la Revolu­ ción. Las cifras que dan algunos observadores de la época, difíciles de comprobar, hablan de seis a diez mil gentilhombres muertos en duelo durante el reinado de Enrique IV, de 1589 a 1610. Pierre de l’Estoile

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    habla de siete mil indultos con cedidos a los vencedores.'1 Esos datos se refieren sin duda al conjunto de las cartas de indulto por homicidio, de las cuales los nobles no reciben más que una porción pequeña, aunque ésta supere ampliamente su peso demográfico, evaluado en un 2 % de la población. Otro observador habla de setecientos setenta y dos gentilhombrcs eliminados en duelo de 1550 a 1659, es decir, media docena al año." Pero las exageraciones indican una toma de conciencia del pro­ blema por algunos contemporáneos absolutamente horrorizados. Con tri­ buyen a distanciarlos de la percepción de esa práctica como algo banal. Al insistir en la idea de que ello puede llevar a la extinción de la nobleza, los autores apoyan los es fu orzo s de Enrique IV por prohibir el duelo, que denotan los edictos de 1599, 1602 y 1609. Sin embargo, por esa mis­ ma época las prácticas clementes del primer Borbón refuerzan el discur­ so aristocrático sobre la legitimidad del pundonor. Esas contradicciones insolubles llevan a definir el duelo como un derecho excepcional que debería ser poco frecuente, y sólo un guerrero de sangre azul está auto­ rizado a abreviar una existencia sin una decisión de la justicia adoptada respetando todos los procedimientos. Ea cuestión de la edad de los combatientes no ha interesado mucho a los historiadores, sobre todo porque las fuentes son poco prolijas al respecto. Y sin embargo es un dato fundamental. Si bien existen duelis­ tas mayores y hasta viejos, los testimonios concuerdan en relacionar el fenómeno con la juventud. Desportes lo proclama: Riguroso pundonor que con tan ardientes llamas persigue los corazones jóvenes y las más bellas almas.

    Además, los períodos más propicios para la proliferación de esos en­ cuentros no son los tiempos de guerra, sino ¡os tiempos de paz.2’ Se puede identificar un efecto generacional. Ea llegada a la edad adulta de adoles­ centes cuyas filas no han sido diezmadas por los conflictos, sino, al contra­ rio, engrosadas por varias décadas de relativa calma y prosperidad, expli­ ca tanto la multiplicación de los enfrentamientos en los pueblos de Artois en los años 1600-1630 como la de los duelos en Inglaterra y Francia hacia 1620. Si se prestase más atención a esos datos probablemente se descu­ brirían unas pulsaciones de alrededor de treinta años correspondientes 21 IbiJ . |>.i^

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    al auge Je frustraciones y conflictos internos entre los «mozos» demasia­ do numerosos, sobre* todo entre los segundones nobles obligados a aban­ donar la tierra paterna para buscar fortuna y gloria con la espada. Algu­ nos autores contemporáneos se dan perfecta cuenta y expresan el deseo de que algunos valientes que estorban se vayan al ejercito a luchar.2’1 Justo antes de la entrada en guerra de Francia, tras más de veinte años de tranquilidad, la década de 1620 resulta ser crucial. También lo es c*n otros lugares de Europa, donde la Guerra de los Treinta Años, que ha comenzado en 16 i8, ha trastornado todos los equilibrios. El caso lioicícuillc en 1627, absolutamente emblemático, se sitúa precisa­ mente en ese contexto de exceso de energía juvenil y vela de armas.21 La decisión de condenar a muerte al conde de Montmorency-Bouteville así como a su segundo y primo, el conde Des Ch apelles, después de un duelo, es extraordinaria y reveladora de profundos movimientos en la sociedad y la cultura. Aunque en 1602 fue declarado crimen de lesa majestad, el duelo no fue reprimido durante el reinado de Enrique IV. En 1626. un nuevo edicto real amenaza con la pena capital y la pérdida de los privilegios de la nobleza para toda la familia a los transgresores que se batan en compañía de un segundo, ya que esos enfrentamientos a menudo se celebran entre dos parejas de gentilhombres. Bouteville tiene 28 años en 1627, cuando desafía la ley. I la participado en veinti­ dós duelos desde que cumplió los I 5 años. Tras huir lo mismo que otros actores de un encuentro en 162*4, ya ha sido condenado en rebeldía a ser ahorcado en efigie en la Place de Gréve. Una noche, unos descono­ cidos han serrado las horcas que soportan las imágenes deshonrosas para manifestar su reprobación. Siendo amigo de Chaláis, íntimo de Gastón de ()rléans, el hermano del rey, el hombre cree gozar de protec­ ción, si no de impunidad. La opinión generalizada, por otra parte, no es partidaria de un castigo severo, a diferencia de lo que piensan Richclieu y sus colaboradores, la pequeña burguesía parisina v los jueces. Incluso algunos de estos últimos, conmovidos por la elocuencia de Des Chapelles, admirable en la facundia de sus 27 años, muestran una acti­ tud ambigua. La razón de Estado necesita un escarmiento espectacular ante un de­ safío tan evidente de la autoridad real. La instrucción del caso se parece sin embargo a centenares de otras, que no pedirán la pena máxima. Los dos imputados no pertenecen aún al mundo de los adultos establecidos. 24. Ibid . P.ii’ I O

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    Entraron en la violencia hacia los 15 años, siguiendo el ejemplo de los mozos <,le los reinos de juventud; han participado en varias expediciones militares y luego se han convertido en veteranos de la brutalidad sin ha­ ber salido aún de la juventud. Des Chapelles reivindica hábilmente la suya ante los jueces, pues sabe que constituye una circunstancia atenuan­ te. Otro primo de Boutevillc defiende a este último diciendo que tiene «la enfermedad de los de su edad». Los veintidós adversarios del espadachín eran sus ¡guales, con una media de edad de 24 años. Los combates tenían un carácter ritual tradicional propio de los /?ó á maricr, es decir, de los mozos. En 1624, por ejemplo. Boutevillc se enfrenta a Pontgibault. Como no tienen puñales, cogen unos cuchillos y se juegan a cara o cruz quién empuñará el más grande y puntiagudo. El segundo de Pontgibault afila luego el arma con una piedra, esperando la llegada del compañero de Boutevillc, «y durante ese tiempo se divierten saltando». Esos personajes inmaduros no le dan mucha importancia a la vida, aunque sea la suya. Difieren esencialmente de los pecheros solicitantes de cartas de indulto sólo por el excesivo frenesí mortífero del duelo codificado. Incluso Boute­ villc se jacta a veces de perdonar la vida a los vencidos, lomando como pretexto el honor aristocrático, retoma así las prácticas populares que consisten en herir y vencer más que en matar. Por otra parte, (os combates se celebran siempre en domingo o día festivo. Los enemigos del conde lo aprovechan para acusarlo de impiedad, cuando se trata simplemente de las circunstancias normales de las batallas entre miembros de los reinos juveniles, como ya vimos a propósito de Artois. El día de Pascua de 1624, Boutevillc provoca pues a Pontgibault en una iglesia durante el oficio. El hecho de que no lleven daga y tengan que sortear unos cuchillos para luchar implica cuando menos una ausencia de premeditación. El meca­ nismo recuerda al que preside las riñas entre campesinos en un lugar y en un momento de gran sociabilidad. La costumbre de escoger a unos se­ gundos que también manejen la espada el uno contra el otro no hace sino abundar en la tesis de la supervivencia de viejas tradiciones de solidari­ dad entre muchachos púberes. Las características iniciales de las con­ frontaciones no han cambiado. Lo único realmente nuevo es el código del duelo, que opone exclusivamente a nobles, y el uso de la espada, cuando está atestiguado, hace más probable el desenlace fatal. Pero el combate no deja de ser un gesto iniciático, un rito de paso a la edad adul­ ta para las nuevas generaciones, aunque a veces se jueguen la vida en un duelo padres de familia y hombres hechos v derechos.

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    El rito es temido por los poderes públicos y las gentes establecidas. Sobre todo porque expresa abiertamente la necesidad para los viejos de ceder un día su puesto a las generaciones siguientes. No hace falta evo­ car al doctor Freud para comprender ni para describir la desobedien­ cia de Bouteville como un desafío al propio rey, cuyo puesto habrán de reivindicar los nobles rebeldes hasta los paroxismos de la Fronda.2' El impulso juvenil percibido por los contemporáneos basta como expli­ cación, Invita a no exagerar las resistencias aristocráticas frente a las mutaciones del Estado moderno.2s Estas resistencias, que son muy apa­ rentes, ocultan una realidad profunda. Los adolescentes de sangre azul no cuestionan más que los jóvenes campesinos los principios que fun­ dan la autoridad de sus padres. Esperan simplemente ocupar su puesto sin cambiar el orden de las cosas y sufren por tener que esperar dema­ siado a que les llegue el turno de entrar en la carrera. Batirse es, por otra parte, también una forma de pasar el rato cuando no se ha encontrado un lugar en el mundo, como proclama Bouteville. A los ojos de los adul­ tos de su casta, el duelo posee al menos la virtud de ocupar a los jóvenes guerreros ociosos y evitar que piensen en dirigir la punta de su espada contra sus mayores. Eso es algo que evidentemente puede ocurrir, en particular cuando se aleja la esperanza de acceder rápidamente a los tí­ tulos y al patrimonio, Pero en la época barroca, la de las obras de Shake­ speare y las tragedias de Corneille, el duelo sirve en general sobre todo para aprender las prescripciones fundamentales que rigen el universo de los privilegiados por su cuna. Los actores tratan de demostrar que pueden integrarse perfectamente en él. Las causas confesadas de los de­ safíos se refieren a mujeres, a disputas financieras o a procesos, a rivali­ dades agravadas por cuestiones de preeminencia o de pertenencia a clientelas enemigas. La mayoría revela dificultades de inserción o con­ flictos jerárquicos y afecta mucho más a menudo a jóvenes pujantes que a adultos establecidos. La visión romántica del acto desesperado, de la resistencia condenada de antemano frente al avance del carro del Esta­ do moderno es pura propaganda aristocrática. Quizá sirve incluso de freno a las ambiciones más turbulentas, al afirmar que la ganancia espe­ rada es mínima o inexistente. Corresponde a una sensación de declive y de impotencia entre algunos nobles quisquillosos, pero oculta cuida­ dosamente el hecho de que el segundo estado se está preparando para 27. Ibid . p.i^s US, 351. 3SO 387. 589. CU 398. p.u ,i la-, inti-rprci .u iones
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    la batalla detrás del Borbón absolutista para ayudarlo a conquistar el universo. La lucha contra el duelo, por lo demás, no lúe nunca ni real ni eficaz en Francia. La ejecución de Boutevillc y Des ('hapcllcs no cambia nada. El propio Richelicu impide que se persiga a otro infractor en 1628. Re­ fugiado en Mantua, Bcuvron, el adversario de Boutevillc, es indultado en 1629, A pesar de nuevos edictos, entre ellos el de 1679, que refuerzan el rigor aparente de las sanciones, prevalece el laxismo, y el duelo sigue estando rabiosamente de moda en el siglo xvi 11 Tiene en efecto un pa­ pel fundamental en la construcción de una nueva relación entre el rev y los que mueren por él ante el enemigo. Los jóvenes oficiales nobles se convierten en las puntas de lanza, o más exactamente en las puntas de espada, del temible ejercito de conquista francés. Porque el duelo es una escuela de élite guerrera. Ejerce una selección implacable, no dejando sobrevivir sino a los más dotados para el arte de matar, lo cual es un buen augurio en cuanto a sus capacidades de vencer en el combate. Además, asegura a los nobles el monopolio del porte de armas y el uso de la espada, porque las prohibiciones que dictan los so­ beranos no los afectan. En el siglo xvi, todo el mundo puede aún exhibir su orgullo portando un acero a la cintura. En 1555, el cronista ('laude Haton exclama que no hay hijo de buena madre que no tenga espada y daga. Los mismos sacerdotes, añade, desenvainan tan deprisa como los demás y figuran entre los primeros participantes en las riñas de las taber­ nas, los bailes, los juegos de bolos o de esgrima. En 1610, en su Iraictéde l’espée Jranqoise^Cíin Savaron, futuro diputado del tercer estado cuatro años más tarde, desea que todo buen francés esté autorizado a portar la espada, como se practica «en todas partes y en todas las épocas»?" Más tarde, la moral del pundonor desemboca en una monopolización de la espada por los aristócratas, deseosos de exhibir de forma exclusiva su virilidad sin parangón. Los demás se ven reducidos a conformarse con el cuchillo, disimulado debajo de la ropa, o incluso despuntado por orden de l’clipe ll en los Países Bajos, para reducir las ocasiones demasiado numerosas de homicidio. Esta castración simbólica de los plebeyos a través de la legislación no impide en absoluto que perduren las tradi­ ciones de enfrentamiento armado entre los jóvenes. Mientras que el «acero» se ennoblece a lo largo de los duelos codificados, la lucha con cuchillo, que se convierte en mayoritaria en el siglo XVIl en las carras de

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    indulto artesianas, es ahora sinónimo de bajeza, traición v crimen. Des­ prestigiada, caracteriza sucesivamente a las gentes humildes, a quienes se insta vigorosamente a dejar de derramar sangre, luego a los bandole­ ros más crueles de las regiones remotas, y finalmente a los apaches pari­ sinos de principios del siglo xx. En Francia, el mito de la espada data del siglo XVI1, En pocas genera­ ciones logra transformar totalmente la significación social de ese objeto. Un maestro de armas extático escribe en 1818 que «es el emblema del mando, el arma del oficial»?1 Ennoblecida en el momento de la expan­ sión territorial, durante el reinado de Luis XIII, sirve en realidad para reorientar la extrema violencia intestina omnipresente en el reino hacia un cuerpo especializado de guerreros de élite que el soberano necesita urgentemente para cumplir su sagrada misión. Cambia al mismo tiempo de función técnica y de objetivo. Es una máquina de matar, si se dominan las reglas sutiles de una esgrima puramente aristocrática, y ya no tiene nada que ver con las prácticas del siglo xv o xvi. En la guerra y en los pueblos de Artois, se manejaban entonces muchas veces los estoques, también llamados verduns, por el nombre de la ciudad en la que se fabri­ caban. Los mejores debían poder atravesar una armadura gracias a su hoja ancha, de sección cuadrada o triangular. Se mil izaban más de tajo que de punta, como muestran los grabados que presentan choques de infantería. Según un documento de 1567, los costurones que lucen los veteranos de las compañías de Montluc y de Bríssac revelan que cuatro de cada cinco cicatrices provocadas por heridas de espada se sitúan en la cabeza, la cara o las extremidades, mientras que las heridas en el tronco y el vientre no superan el 6 %. Ambroisc Pare recuerda que la última loca­ lización es normalmente mortal.’2 La esgrima militar busca la cabeza, en todos los sentidos de la palabra. No está especialmente destinada a malar, a causa del casco. Además, el vencido puede reportar un buen rescate, sobre todo sí es de alcurnia. La matriz militar sirve de base para la ense­ ñanza técnica de toda la población. En Artois. la localización mayoritaria de las heridas en la cabeza de los individuos muertos por los solicitantes de las cartas de indulto, a menudo jóvenes campesinos, parece apoyar la te­ sis de una demostración de fuerza sin intención deliberada de matar.” Lo mismo vale global mente para Picardía, al otro lado de la frontera, bajo 51. (.11.uto poi 1 V.sc.il Briol si. 1 Iciac I )r< \ ilion v Piel jv St-ni.i, ( rc’M r/,•/t-r l Xj/.'as < (!, í!<m\ Lt i hini i

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    Francisco 1. Más de uno de cada dos homicidios perdonados es cometido con una espada. El cráneo y la cara son las partes más afectadas en el 37 % de los casos, seguidos de las extremidades, ios hombros, la espalda olas costillas (un 32%), un 15 % el pecho y otro 15 % el vientre.’4 Más larga, más fina, más frágil, la rapiere, que es la espada de los mos­ queteros del rey inmortalizados por Alexandrc Dumas, no puede utili­ zarse si no de punta, para atravesar un cuerpo. La guerra ha cambiado totalmente una vez abandonada la pesada armadura, que una bala puede atravesar fácilmente. Pluma al viento, el jinete noble carga contra los plebeyos armados con picas, tira y mata y luego cruza valientemente su acero con uno de sus iguales. Para ello hace falta una bravura distin­ ta, más destreza que fuerza, y eso lo aprende el caballero de tres maes­ tros indispensables: el de danza, el de equitación y el de esgrima. Las tres cosas requieren las mismas cualidades de elegancia, habilidad, resisten­ cia y valentía para formar un tipo inédito de conquistador aristocrático. Bajo una máscara de cortesía prestada por los manuales de urbanidad y luego por la etiqueta de la corte de Vcrsalles, el noble no se ha visto nun­ ca tan instigado a comportarse de una forma bestialmente salvaje duran­ te un duelo o en la guerra. Un medico del Rey Sol, Martín ( Airean de la Chambre, lo dice sin ambages en Les Cbaracleres despassions, publicado en 1658, donde habla del valor «que el nacimiento ha vertido en el cora­ zón y que es propio del apetito sensitivo porque es común a todos los animales». Anade (a fuerza pava caracterizar al segundo estado por el uso de esas dos «cualidades que la naturaleza ha hecho tan nobles, habiéndo­ las destinado a ser los fundamentos del poder y de la superioridad»?" El duelo es un himno frenético y salvaje a la muerte, entonado por millares de jóvenes ambiciosos animados por un prejuicio de «raza» que los incita a creerse de una esencia superior a los demás. No es extraño que la Iglesia y el propio rey, asustados por la ferocidad inhumana de los combatientes, intentaran limitar sus efectos, aunque estos jóvenes fue­ ran los que conquistaran la gloria para el soberano en la guerra. Un mos­ quetero lo escribe lúcidamente en una obra publicada en Londres en 1768 para refutar los argumentos de sus oponentes: «Pero no ven que es el duelo el que alimenta ese coraje francés, fatal para los enemigos del Estado»?1’ Hacía falta en efecto una temeridad excepcional para arries­

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    gar la vida sin más protección que la hoja fina de una espada. Un super­ viviente describe un combate. Atraviesa el vientre v luego el pescuezo de su rival, pero su espada se queda clavada en la segunda herida. El es a su vez herido en un costado, retrocede, se prepara para lanzarse sobre el individuo que viene a recoger el arma adversa que ha caído al suelo. Contra toda esperanza, este último se la devuelve: «Me habéis pinchado, pero soy hombre de honor», antes de tallecer allí mismo.'' Este relato se puede interpretar de forma admirativa, elogiando el principio del pun­ donor llevado hasta ese extremo de elegancia, de brillantez y de respe­ to por el rival. Una lectura menos sensible a la propaganda nobiliaria descifra un furioso halle! mortal por ambas partes, una absoluta deter­ minación de eliminar a un ser humano, incluso en el combatiente con el vientre perforado, que sigue atacando con furia, con una espada clava­ da en el cuello. ¡Indomable valor, ciertamente, pero profundo despre­ cio por la vida! La historia rectificada de la pasión del duelo nos lleva a una consta­ tación preocupante. La civilización de las costumbres descrita por Norbcrt Elias no es sino apariencia. La crueldad se oculta más que nunca bajo unas reglas imperativas de urbanidad, pero también se vuelve más intensa y más radical en ios especialistas del arte de matar. A diferencia de los mozos campesinos, brutales al exhibir su virilidad, pero que no buscan deliberadamente la eliminación del adversario, que a veces imita Boutcvillc, los nobles franceses del siglo xvn son incitados a matar vo­ luntaria y fríamente amparándose en el pundonor para justificar lo injus­ tificable. Ofrecen así al Estado una violencia exacerbada que los con­ vierte en los prototipos de Rambo, el su per héroe militar del cinc capaz de exterminar a los enemigos por centenares. Más tarde, el avance con­ tinuo de las armas de destrucción masiva se explica mejor si admitimos que Europa perfeccionó, a partir del modelo francés bajo Luis XIV, los métodos de eliminación guerreros, hasta llegar a las terribles contiendas mundiales. Forzando la naturaleza v produciendo una cultura de la muerte, el duelo inauguró una terrible inflexión hacia la barbarie asumi­ da en nombre de valores presuntamente trascendentes, (lomo si la agre­ sividad reprimida por los códigos de la civilización se concentrase pode­ rosamente en un sentimiento de superioridad destructor que da derecho a matar a una pequeña fracción selecta de la sociedad, antes de llevar más tarde a los pueblos en armas a enfrentamientos militares de gran amplitud. Desde ese punto de vista, el hombre cada vez ha sido más un

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    lobo para el hombre en el continente europeo, desde el siglo xvii hasta mediados del siglo XX... La «brutalizacíón» de la sociedad Francesa después de 1700 adquie­ re sentido dentro de esta óptica.’s «Sólo a la nobleza le está permitido portar armas», afirman los manuales de policía de la época ele las Luces. ¡A tal señor, tal honor! Aunque los transgresores plebeyos sean muchos, también es la aristocracia la que tiene la principal responsabilidad de una violencia sanguinaria mucho más intensa de lo que a menudo se piensa. Id Siglo de las Luces está marcado por fuertes brotes de cruel­ dad. Lejos de disminuir, el duelo se celebra con frecuencia en las calles de París, donde representa por lo menos una décima parte de las violen­ cias fatales durante el primer cuarto del siglo y suma trescientos treinta y tres casos judiciales registrados de 1692 a 1792. Ln la curva de las sen­ tencias apeladas ante el Parlamento, observamos dos picos, ríe 1722 a 1731 y de 1742 a 1751, seguidos cada uno de un declive y luego de un último repunte durante la última década de observación. Entre las vícti­ mas depositarlas en la morgue del Gran Chátelet, las que parecen haber sucumbido en un duelo han sido heridas en un 70 % de los casos en el pecho, y casi en un 10 % en el vientre. Las estocadas más frecuentes iban dirigidas a la zona situada alrededor de los pezones, con una ligera pre­ ferencia por el lado derecho. La voluntad de traspasar el tronco y el co­ razón es clara. Demuestra un deseo frío de matar, Casi trescientos cadá­ veres son debidos a ese tipo de enfrentamiento, aunque los documentos presentan lagunas en lo que a una treintena de años se refiere/'’ Las reyertas implican prioritariamente a militares, entre ellos un nú­ mero importante de soldados rasos, así como a nobles, si hacemos caso de las definiciones profesionales que sólo figuran para un fallecido de cada tres. Una cuarta parte del total identificado se compone de ciuda­ danos pecheros que ejercen diversos oficios. Ello no significa que el due­ lo se haya democratizado, sino que estos últimos siguen practicando la brutalidad sanguinaria antigua que la ideología del desafío de honor re­ serva ahora a los aristócratas y a los soldados. Las informaciones sobre la edad, de las que disponemos para un cadáver de cada dos, atestiguan la juventud de los vencidos: casi la mitad tiene menos de 30 años y son poquísimos los que tienen más de 40. Id pico se sitúa entre los 26 y los 30 años, que es el segmento principal, tanto entre los acusados como entre 3S I’ Bill.koís

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    las víctimas, en las estadísticas de homicidios en ( )ccidcntc desde el siglo xiu hasta nuestros días. Algunos de esos personajes tal vez estén casados y establecidos, pero no representan sin duda a la mayoría del grupo, en una época en que los chicos se casan un poco antes de los 30 años, en el marco de unas bodas cada vez más tardías a lo largo del siglo. Son ado­ lescentes retardados, como Boutevillc y Des Chapelles en 1627, y ello no hace más que agravar su rabia. En segunda posición se encuentran los que tienen entre 20 y 25 años, seguidos por un número casi idéntico de individuos entre 30 y 35. También aparece un efecto generacional en la curva de ios ochocientos diez tinelos detectados entre 1700 y 1790, í íay repuntes a principios de siglo, tic 1732 a 175 1, a partir de 1762 y de nue­ vo en 1782?lJ (Acia veinte o treinta años, una pulsación colectiva tic vio­ lencia mortal afecta prioritariamente a los varones jóvenes. Parece que la causa sea un exceso de energía y un incremento ele la competencia entre los solteros, a los que se añaden probablemente algunos de los que aca­ ban de casarse, pero aún siguen relacionados durante un tiempo con el universo de los mozos. El retraso de la edad de matrimonio se interpreta clásicamente en demografía como un medio de regular la natalidad en un mundo demasiado lleno. También contribuye a retrasar el acceso de los hijos a la sucesión de sus padres, a cambio ríe graves Irustraciones sexuales y sociales. El aumento del número de parejas no oficiales y de nacimientos ilegítimos en las ciudades es uno de los medios para escapar ¿i esa ley draconiana. El duelo es otro. Un nuevo procedimiento de pacificación de las costumbres nobilia­ rias se introduce sin embargo en 1566 a través de la ordenanza real de Moulins. Instituido bajo la tutela de los mariscales de 1'rancia, el tribunal del pundonor está destinado a controlar la violencia de los interesados ol rociándoles una reparación judicial que pueda evitar el cnl remamien­ to armado. El hecho de que, dos años más larde, en 1568, dejen de ins­ cribirse las cartas de indulto en los registros del I résor des Chanos cons­ tituye otro signo de la voluntad de modificar las prácticas en materia de homicidio. Pero la legislación no logra impedir que perduren las tradi­ ciones ni que el duelo alcance su punto culminante a mediarlos del siglo xvn. La cxpl i cacical reside probablemente en la ambigüedad de las reaccio­ nes del aparato del Estado, y más aún en los titubeos del soberano ante ese fenómeno prohibido, pero que no se puede erradicar, que1 se revela como formidablemente útil para la militarización de la nobleza al servíI

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    ció de los objetivos de conquista de la monarquía. Los mariscales no tra­ tan finalmente más que un pequeñísimo número de casos. Sedo se diri­ gen a ellos unos individuos más prudentes que los demás, deseosos de no exponer la vida en un combate y aliviados de no perder la cara recurrien­ do a una instancia que también podrá reparar su honor. Las sanciones de­ cretadas contra el agresor son las siguientes: el esclarecimiento —una especie ele excusas—; la obligación de pedir perdón, a veces hincando una rodilla en el suelo; la degradación de las armas y tic la nobleza per­ sonal; el destierro y la multa, y finalmente la cárcel, hasta un máximo de veinte años para quien «haya atacado por (.letras, aunque lo haya hecho solo», se haya aprovechado de una ventaja o haya sido secundado, Los archivos, conservados únicamente para el período de 1720 a 1789, reú­ nen seiscientos cuarenta y tres expedientes. La distribución cronológica presenta un ritmo parecido al de los duelos: muv bajo antes de 1730; fuerte aumento desde esa fecha hasta 1759, con trescientas ochenta v dos denuncias, de las cuales ciento sesena y una se producen entre 1730 y 1739; desplome a ciento dieciseis casos durante las dos décadas siguien­ tes, y claro repunte a ciento seis ejemplos de 1780 a 1789. Las ciento sesenta querellas registradas de 1774 a 1789 afectan en un 99 % de los casos a acusados masculinos. Las mujeres, sin embargo, re­ presentan un 10% de las víctimas. La mitad de los protagonistas son nobles, seguidos de cerca por los militares, entre ios cuales sólo hay un 4% de oficiales. Los burgueses y gentes de oficio que reclaman hilleí\ d’bonnenrs, es decir, pagarés no satisfechos por aristócratas y oficíales, representan un 7 %. Dos tercios de los casos corresponden a las ciuda­ des, y se dan sobre todo en París y en Normandía. La Guyana y la Gas­ cuña, por su parte, concentran la mayoría de las querellas que afectan al medio rural. Id centro y el este del reino están poco representados. Los problemas que dan origen al conflicto están masivamente relacionados con cuestiones de dinero: setenta tic los cien ejemplos identifica bles se refieren a deudas no abonadas a pesar del htllel d’b(>Hnenf" veintidós atañen al patrimonio; tres al juego y cinco a las mujeres. En todos los casos se han proferido injurias y ello ha hecho que se acuda a los tribuna­ les en lugar de provocar un duelo, aunque los querellantes, como los acusados, pertenecen casi todos al segundo estado o al ejército. Las esto­ cadas no son frecuentes. Las patadas y los puñetazos, así como los golpes asestados con un palo o un bastón, son tres veces más numerosos que las seis estocadas registradas. La ultima información importante se refiere a la edad. Es un dato que se menciona nocas veces veintitrés mncrnt-i.

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    UXA IllSTORIA |)l- l.A VIOLINCIA

    juventud de los primeros, de los cuales quince tienen menos de 25 años y tres entre 25 y 29. Los querellantes no pertenecen sino en cuatro casos a esos dos grupos de edad, catorce tienen de 40 a 49 años y los demás incluso son más viejos. En otras palabras, los conflictos que comportan estas precisiones tienden a oponer a dos generaciones separadas por veinte años o más.-11 El conjunto del dosier parece implicar una dificultad de inserción de los defensores y una agresividad dirigida contra los que­ rellantes adultos por problemas mucho más a menudo financieros que sexuales. Simbólicamente, podríamos ver a unos «hijos» reprochando a unos «padres», que les reclaman obstinadamente unas deudas de honor, el hecho de no permitirles acceder a los medios para vivir dignamente. Tal vez por ello se prefiera en estas condiciones el tribunal al duelo. El fenómeno arroja en parte luz sobre la situación difícil de los hijos de buena familia en una época en que el matrimonio y la herencia son tar­ díos. Parece indicar que estos hijos consideran que tienen derecho a re­ clamar una especie de anticipo de la herencia a toda la sociedad a cambio de su paciencia. Así se comprende mejor la mentalidad derrochadora y la negativa a pagar las deudas que los acreedores burgueses achacan a los aristócratas. El pagare no satisfecho traduce a veces una forma rampantc de agresividad juvenil. En caso de dramatización, el conflicto puede de­ sembocaren un verdadero duelo, muchas veces desigual, en que el joven, más en forma físicamente, llevado por su deseo de tomarse una revancha y por la voluntad de matar aprendida en las clases de esgrima, casi siem­ pre lleva las de ganar. El final de esa pasión francesa no se perfila en absoluto cuando la Revolución suprime los privilegios. La rabia asesina perdura hasta el si­ glo X1X, adaptándose a nuevas técnicas y aburguesándose.41 42 Después de 1815, los desafíos mortales vuelven a contarse por decenas cada año. El que se niega a batirse pasa por cobarde. Los nombres más ilustres, Víc­ tor Hugo, Lamartine, Alexandre Dumas, Proudhon, Gambetta..., parti­ cipan en ese juego peligroso. Clemenceau se enfrenta a Dérouléde y lue­ go a Drumont. Como Pushkin, muerto de un pistoletazo por un oficial francés en 1837, el matemático Evaristo Galois pierde la vida por el ho­ nor de una mujer en 1832. El valor que el duelo exige hizo incluso que 41

    I’ninck Oberi. «160 Querelles d’lionríenr desarit le (ribirnnl des Marech.nix de I r.iiki (1774

    I7S9I». tesis de lieerieirituni b;i|o la dirección de Roberl Muclicnibled, t hnversité París Nord. 1WS, págs 27. M. 62, 73, 77. 70. 9S. 125 42. Roben A. Nve. Mutaduiify and M(//( ■ (

    ¡ i ñutí', ()\toi’d/Nricv;i York,

    II. Dl'LI ( ) MOBILIARIO Y LAS R] VM.I.TAS !>( >1’1'] AR! S ;

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    los ejércitos de la Revolución tuvieran un preboste de armas para com­ probar el coraje ele los que se incorporaban a cada regimiento. Todo nuevo recluta debía medirse con un adversario durante un rito in¡ciático violento inspirado en las prácticas de los antiguos reinos de juventud. En justa correspondencia, la Revolución se apropia de la cuestión para de­ volverle, sin saberlo, su origen «popular». «Para nosotros —afirma (Va­ inille Desmoulíns—, una bofetada es un crimen.»4’ El modelo guerrero subyacente a este fenómeno es tan necesario para la Francia del recluta­ miento masivo o para los colonizadores de izquierdas del siglo xix como lo había sido para los soberanos del Antiguo Régimen. No es casual que la Alemania unificada de Bismarck fabrique de la misma manera, en las universidades y en el seno de la burguesía, unos héroes militares que asegurarán los triunfos nacionales del siglo XIX y dirigirán la carga du­ rante las dos guerras mundiales. El tiempo de las ciudades medievales deseosas de frenar la espiral de violencia multando por un simple bofetón antes de que dé lugar a una escalada feroz no volverá hasta después de 1945. Posteriormente, el due­ lo conoce un rápido declive en Francia, quemando sus últimos cartuchos con el de Gastón Defferrc contra Rene Ribiére en 1967. Al igual que el conjunto de Europa occidental, el país aspira a la paz y rechaza las prác­ ticas que desarrollan en exceso la agresividad juvenil para convertirla en arma de conquista, como el servicio militar obligatorio. Matar se convier­ te en un crimen, sin excepción, sean cuales fueren las circunstancias. El tabú hoy es prácticamente absoluto. Los varones adolescentes más vio­ lentos ya son sólo una ínfima minoría. En cuanto a la violencia ritual iniciática de las bandas, se dirige sobre todo contra los objetos, especial­ mente mediante la quema de coches, y raras veces se ejerce con ferocidad sobre las personas, aunque se trate de rivales de otros barrios. Recientemente, muchas películas o series de televisión sobre el mis­ mo tema que las novelas de capa y espada del siglo xix han tenido un papel extremadamente apaciguador en este sentido. Han contribuido poco a poco a vacunar a los jóvenes lectores contra la tentación de la violencia real ofreciéndoles una válvula de escape onírica. Porque las ha­ zañas de D’Artagnan, Lagardcrc o Pardaillan están absolutamente fuera del alcance del común de los mortales, que no son duchos ni en la esgri­ ma ni mucho menos con la espada. Su sustituto de madera o de plástico no corre el peligro de producir heridas graves y al mismo tiempo tran­ quiliza al chico que lo empuña respecto a su virilidad, permitiéndole

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    reclamar su lugar en el mundo. El genio de los amores lia sido i undir diversas tradiciones violentas para hacerlas participar juntas en el apaci­ guamiento de las pasiones juveniles. Los héroes de papel o del cinc siem­ pre son segundones, pobres y sencillos gentilhombres de provincias, que transforman con elegancia y generosidad el arte trío de matar de los due­ listas en una misión de defensa ele la viuda, el huérfano y el desvalido. No olvidan el bien colectivo, manejando clichés repetidos hasta la saciedad que t lebert an alertar al primer mandatario del Estado sobre las espeluz­ nantes maniobras de sus malos ministros. Así se reafirma la vieja costum­ bre que era el fundamento de la realeza, que los campesinos proclama­ ban hasta el último suplicio: «¡Viva el rey sin la gabela!». ¡El jefe es bueno! lodo lo que va mal sólo puede ser culpa de quienes lo rodean. La República hasta ahora ha sabido beneficiarse mucho de esa pre­ ciosa herencia. Además, Cvrano o los tres mosqueteros encarnan de al­ guna forma los imprescriptibles derechos juveniles a los excesos, la ale­ gría y los combates entre iguales, tan necesarios para estrechar los lazos del grupo. ¡Ya se harán mayores! Siguiendo el ejemplo del príncipe que concede el perdérn, los adultos se ven abocados a la indulgencia hacia quienes esperan impacientes su turno para recibir su parte del pastel social, aunque cometan algunos excesos de violencia para desahogarse, por aburrimiento o por agresividad. En nuestro imaginario prollindo, I) Artagnan y sus amigos constituyen justamente el arquetipo de la ban­ da adolescente pendenciera, con sus miembros capaces de matar, pero tan simpáticos... Al principio, por cierto, es un desalío lo que hace que I) Artagnan v Athos participen en un duelo del cual Portóos y Aramis son los segundos. Dos contra dos, como en el encuentro que le valió la pena capital a Boutcville, pero también como los jérvenes campesinos que se enfrentan un día de fiesta bajo la mirada de todos v acaban cayen­ do los unos en brazos de los otros. Llegada la edad adulta, veinte años después, la indefectible amistad sigue ahí, como metáfora de lo que debe ser un conflicto entre jóvenes: Indico, brutal, pero leal, creador de lazos y de bien común. El soberano no pensaba otra cosa cuando indultaba a muchos mozos convertidos en asesinos domingueros, para permitirles volver a ocupar sin dificultad su lugar en el seno de la comunidad. 1 .n el fondo, las historias noveladas de capa y espada producidas en el siglo ,\1 x mezclan las herencias plebeyas y aristocráticas para enseñar a un joven como convertirse en un hombre a la francesa. Precisamente en el momento en que la tuición se lanza a la gran aventura colonial, estas historias asocian los antiguos rímales viriles, necesarios para indicar a los i., ,1....... i........................ in i

    transformaron a los nobles bel siglo ,\Ut en maquinas de guerra y de conquista. Más larde, en el momento de la descolonización, esos héroes de la pluma lo tienen más dilícil para ofrecer a las generaciones en crisis un ideal que lentamente va pasando de moda. La paz que reina desde 1945 y la Europa que se está construyendo desvalorizan el símbolo de la espada conquistadora, sustituyéndola por la expansión serena de unos ideales universales de generosidad. Las películas sobre ese lema pierden interés o se producen con un espíritu diferente en I lollywood. De tal manera que parece estar cerrándose ante nuestros ojos un capítulo impe­ rial abierto a sangre v luego a principios del siglo ,\\ i, cuando la agresivi­ dad empezó) a desviarse desde el corazón de las comunidades de base y los reinos de juventud para reorientarse hacia los enemigos exteriores.

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    Las cuestiones que se plantean los historiadores son estrec hamente tributarias de las de su época. Las revueltas campesinas cjiic sacudieron Europa desde finales de la Edad Media hasta 1789 ilustran perfectamen­ te esta idea. 1 lan suscitado debates apasionados en la época de la guerra fría, en los años 1960 y 1971). Un especialista ruso, Borts Eorshncv, abrió) el baile analizando de forma clasicamente marxista las sediciones france­ sas de los años 1623-1648 en un «contexto de feudalismo económico todavía dominante en el seno del cual se está desarrollando un régimen capitalista».Traducida al francés en 1963, su obra provoco una gran polémica, dirigida por Roland Mousnier. Para este ultimo, la lucha de clases no puede explicar ninguno de esos movimientos. I ,n una «soctc dad estamental» muy jerarquizada, los insurrectos no muestran jamás la menor ideología «revolucionaria», ni siquiera los levantamientos rusos de la época, con la única excepción del de Si en La Razio en 1667 lm L” La chispa inicial es generalmente la recaudación de nuevos impuestos o los abusos burocráticos, porque con ellos el Estado refuerza su centrali­ zación y sus exigencias. Los castillos \ los nobles están raras \cus en el punto de mira de los insurrectos, que a menudo se dotan por el contrario de jefes de guerra aristocráticos para aumentar su eficacia militar, aun­

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    l'NA IIJSTORIA DI I A VIOLENCIA

    que con frecuencia haya que forzar un poco a los señores para que se pongan al frente de las tropas. El grito frecuente, «¡viva el rey sin la ga­ bela!», indica la negativa a atribuirle a este último la menor responsabi­ lidad. Esta se orienta principalmente hacia los funcionarios locales, en particular contra los recaudadores de impuestos. Son muchos los discí­ pulos de Mousnier que durante esos años estudian los archivos regiona­ les y escriben sobre ellos sus tesis. Estas demuestran una y otra vez que la lucha de clases no tiene la más mínima presencia en el muy cristiano reino de Francia, y son pocos los francotiradores que se arriesgan a po­ ner en cuestión la vulgata. Entre ellos, Robert Mandrou intenta llamar la atención sobre algu­ nas características ocultas por esta encendida disputa ideológica. Señala la localización prioritaria de esas revueltas en el oeste y el suroeste de Francia, la fuerte emotividad de los medios populares, el papel sedicioso de las mujeres, la importancia de la violencia como «afirmación colecti­ va de existencia», el aspecto salvaje pero no totalmente ciego cíe las insu­ rrecciones. Para los campesinos, el principal problema, según el, no es tanto la posesión de la tierra como el pequeño tamaño de las explotacio­ nes y la insuficiencia de medios para trabajarlas. Los aumentos de im­ puestos contribuyen a desequilibrar todavía más un sistema va muy frá­ gil. La insurrección fiscal no es más que el «termómetro enloquecido de una situación de crisis», incluso en la ciudad, aunque la situación de los habitantes urbanos sea en general menos precaria. Las revueltas no cons­ tituyen frentes de clase y no tienen ninguna conciencia política, aparte de la lealtad al rey expresada por la mayoría durante el levantamiento, lo cual no impide que el príncipe ordene una cruel represión. Se muestran normalmente hostiles al resto de la sociedad, pasando de reivindicacio­ nes antifiscalcs a un movimiento antiseñorial en el Delfinado en 1649, o quemando castillos en el Perigord en 1637. Esto hace que los campesi­ nos casi nunca gocen del apoyo de los habitantes de las ciudades, que por otra parte tienden de forma natural a mirarlos con desconfianza, cuando no con desprecio.46 A principios del siglo XXI, el debate historiográfico se ha calmado, sobre todo porque el tema ya no está de moda. La proliferación de las obras dedicadas a diversos países europeos probablemente ha contribui­ do a ello, dando la impresión de que ya se había dicho todo, o casi, acer-

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    ca de un tema que ya no desata pasiones doctrinales/ Y aunque la vio­ lencia esté en el corazón de esas manifestaciones y más tarde en el de su brutal represión, la visión de conjunto que se tiene hoy se limita siempre estrictamente a los fenómenos clásicamente discutidos a raíz del enfren­ tamiento entre Porshncv y Mousnier. (lomo si hubiese unos comparti­ mentos estancos que impidieran mirar más allá de un consenso ahora ya bien establecido.4^ Desde este punto de vista, el largo ciclo de las revuel­ tas populares se inició casi dos siglos antes de la gran insurrección cam­ pesina que asoló la región de Ilc-dc-Erancc en 1358. En tanto que el siglo xv conoció más bien una reconstrucción después de unos desórdenes terri­ bles, los vigorosos cambios religiosos, políticos y sociales de principios del siglo XVi coincidieron con explosiones sociales de gran alcance, entre ellas la guerra de los campesinos alemanes en 1525, que luego se exten­ dió a las ciudades y al mundo minero. Algunos levantamientos son direc­ tamente provocados por protestas confesionales, como la conquista de la ciudad de Münster por los anabaptistas en 1534-1535, la Peregrina­ ción de Gracia en Inglaterra en 1549 o la iconoclastia protestante en los Países Bajos en 1566. Otros se desarrollan en cascada y causan revolucio­ nes, como la escisión de los Países Bajos en dos entidades distintas cuan­ do se alzan contra el rey de España en 1579, para acabar en un caso con una vuelta al redil, y en el otro con la constitución de la república calvi­ nista de las Provincias Unidas. Tanto en Francia como en Alemania, mu­ chas ciudades ven explotar entonces su sistema de pacificación interna y sus habitantes se vuelven más turbulentos que antes, sobre todo en el siglo XV1L Son tiempos de hierro, marcados por las crecientes exigencias fisca­ les del Estado para hacer unas guerras inacabables que asuelan numero4/ l.ntic- los numerosísimos trabajos, véanse (. ivorges Rude. I/'r( roird tu l h\tor\ ,4 Xtudv of Popu

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    48. I.sel caso de.J R Ruii Miolinn ¡u i.arb Modern l'.urope, op i/t ), que dedica dos capítulos suce­ so os bien inhumados a la violencia runa] de grupo, dentro de ella a la practicada pot los jovenes, pags

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    xas regiones, y la se hace cada vez más difícil. La «pequeña era gla­ ciar» produce veranos más fríos y más húmedos, precios del pan erráticos, hambrunas más frecuentes y más graves. Los estómagos vacíos se en­ frentan a la vez a numerosas epidemias v a los estragos causados por los ejércitos. Su exasperación provoca incesantes motines urbanos por el pan v protestas rurales, agravadas además por diversos problemas como el movimiento de las cncloxiircx en Inglaterra, el problema del derecho aristocrático de caza o las disputas de campanario por doquier... í.os campesinos, que constituyen más de las tres cuartas partes de la población en la mayor parte de los listarlos, abrazan la violencia por un período muy largo. Las pequeñas émol ion x limitadas a unas horas o a unos días se cuentan por miles en las ciudades y en el campo, hasta bien entrarlo el siglo XIX, Las grandes guerras rurales, que implican a miles de actores durante meses, están más localizadas y se desencadenan sobre todo entre 1550 y 1650. La de la (¡iivana en 1548, dirigida contra la intro­ ducción de la gabela, el nuevo impuesto sobre la sal, inaugura en Francia un movimiento que acaba con los motines dirigidos por los bonnelx rou­ ges bretones de 1 (575. Lomo el Sacro Imperio en 1 525, las autoridades no pueden tolerar una contestación tan radical, listas graves explosiones de furor, castigarlas con crueldad, atestiguan un extraordinario incremento riel espíritu de violencia, tanto por parte de los rebeldes como por parte de los gobernantes. 1,1 origen de un hecho tan masivo v tan extendido en todo el continente plantea un enigma importante. No puede resolverse si no es introduciendo en el universo cerrado riel estudio de las revueltas populares un paradigma que los autores mencionan raras veces: la muta­ ción de las sensibilidades juveniles populares bajo el electo de prohibi­ ciones crecientes destinadas a privar a los interesados de sus derechos seculares a una violencia ritual. Las causas inmediatas de los levantamientos están ligadas esencial­ mente a una degradación de las condiciones de villa, a causa de un Inerte aumento de la presión fiscal o de terribles hambrunas. Id leñó mono es endémico en toda Fu ropa, incluidos los siglos xvm v XIX. Sin embargo, las grandes insurrecciones campesinas revelan malestares mucho más pro­ fundos. Im Francia, hav verdaderos ejércitos rebeldes encauzados por nobles
    hombres. Derrotado ame las murallas de Aj í anches, abandona allí ¿i tresciemos muertos. La caza posterior de los amotinados que limen en des­ bandada es espectacular \ sangrienta. De mayo a julio de 1662, tres mil insurrectos, apodados los bislacrn, recorren la región de Bouíognc-surMer. (iasi seiscientos son capturados v en su ma\ orla cn\ indos a galeras, Ln abril de 1670, el Vivarais arde por los cuatro costados hasta el 25 de julio, en que se produce ia derrota con un centenar de víctimas. Ln Bretaña, los campesinos de Cornuallcs toman las armas en la primavera de 1675 con­ tra la instauración tic impuestos indirectos sobre el papel timbrado, la marca del estaño y la venta de tabaco. 1 ,n julio, se dirigen a varios castillos y exigen que los señores renuncien a las corveas \ a otros derechos seño­ riales. La llegada tic las tropas en septiembre los obliga a dispersarse sin luchar.''’ Pero la represión contra esos bonach ronces es brutal. La mar­ quesa de Se vigile se queja de no poder pascar \a por sus bosques breto­ nes a causa de los numerosos ahorcados que i uclgan de los arboles... Lsas rebeliones desesperadas Irente a unos soldados aguerridos v unas autoridades implacables expresan en realidad un poderoso apego a las tradiciones. Sus miembros rechazan las «novedades» fiscales v, en general, todo lo que ponga en cuestión unos usos seculares. Respetuosos de los equilibrios sociales, clcl rey \ normalmente de los aristócratas a los cuales pulen avuda para obtener justicia, los amotinados luchan sobre todo contra los excesos cometidos sobre ellos \ escogen con frecuencia a los agentes del fisco ¡rara conven irlos en chi\os expiatorios. («onservadores v iradicionahsia.s, rechazan los progresos del Astado moderno, pero sin teorizar ese rechazo. Su protesta colecto a define una cultura de la humillación v de la oposición que es el antecedente lc|ano de la huelga de los obreros de la época industrial. I íiclia protesta surge de una pobre­ za que cada vez se acepta peor, porque las condiciones di \ ¡da de la gente humilde del campo se deterioran mucho durante el siglo x\ ii. Sin poner cu cucst ion el orden establecido, los actores di esos iluminen iblcs dramas se dirigen al principe para pedirle pan, como hacen todavía los amotinados del hambre en abril de 15 64, puesto que esa es la función protectoi a \ nutricia del soberano. 1 ,a sociología de las masas siiblcx adas merece, sin embargo, un análisis mas detallado. Ln esos )e\ aniamii otos participan a menudo mujeres, especialmente act i\ as en los inu\ numero­ sos mol mes pro\ orados por la falta di' pan. pero también mu\ presentes en otras muchas i i reí instancias.1 Nadie s< lia inicrcs.id* > i cálmente por

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    la edad de los hombres que participan en ellos, a veces por laica de pre­ cisiones en las fuentes, pero también por falta de interés al respecto. Ahora bien, las grandes insurrecciones campesinas presentan unas características específicas que deben hacer reflexionar sobre ese proble­ ma. Generalmente, tienen lugar cuando hace calor, a partir de la prima­ vera, y culminan en los meses del verano. Se trata precisamente del calen­ dario privilegiado de la violencia festiva juvenil?1 El mes de mayo se dedica tradicional mente al cortejo amoroso, tras el largo invierno y la in­ terminable Cuaresma. Las curvas de criminalidad perdonada muestran la clara progresión hasta el corazón del verano de los enfrentamientos viri­ les que desembocan en homicidios. Se añaden las ocasiones que ofrece el carnaval, durante el cual los desbordamientos ordinarios pueden llevar a un aumento considerable de los conflictos mortíferos.’2 Esos fenómenos existen en toda Europa. En Lishoa, el milagro de un crucifijo que lanza destellos, puesto en duda por un judío, transforma las fiestas de Pascua de 1506 en motines sangrientos durante tres días, en los que al parecer mueren dos mil personas. Los graves desórdenes de Pentecostés en Pamiers en 1566 se dirigen contra ios protestantes que han prohibido las fiestas católicas durante las cuales eran designados los papas, emperado­ res y abades de la juventud. Los que desfilan entonces por las calles detrás de una imagen de san Antonio bailando, acompañados de músicos, y gri­ tando «¡mata, mata!» son sin duda solteros que reivindican los derechos que les acaban de confiscar. Luchan durante tres días, antes de ser final­ mente derrotados. En Inglaterra, el 25 de marzo de 163 1, la revuelta del bosque de Deán, en Glouccstcrshirc, reúne a quinientos hombres que marchan a través de los bosques acompañados de pífanos, tambores y estandartes. El objetivo declarado es restablecer un libre acceso a esos lugares, ahora vallados y prohibidos. Sin embargo, la forma que toma el levantamiento es la del skimmington, el charivari insular, que acaba con la destrucción de la efigie del propietario que ha decido vallar las tierras. El sábado 5 de abril siguiente, víspera del domingo de Ramos en la liturgia católica, una multitud de tres mil personas vuelve con tambores y bande­ ras desplegadas para destruir otras barreras y quemar casas?’ Una de las dimensiones esenciales, pero poco tenida en cuenta, de las rebeliones populares es que traducen en actos violentos, portadores de

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    un simbolismo de oposición, el rechazo a ver desaparecer los privilegios consuetudinarios de las abadías de juventud masculinas, El importante papel que desempeñan en los motines, religiosos en particular, las muje­ res y los jóvenes impúberes es más conocido?4 También se destaca a menudo el aspecto festivo de estas insurrecciones, a veces incluso al mis­ mo nivel que las frustraciones de los varones solteros, sin darle en gene­ ral mayor importancia. Sin embargo, se dictan muchas prohibiciones en este sentido en la década de 1530. Las autoridades protestantes se mues­ tran muy hostiles a unas manifestaciones consideradas como paganas y licenciosas. Se prohíben los juegos carnavalescos en las ciudades alema­ nas y suizas reformadas, como Berna o Núrcmberg, donde se celebra el último Shembart en 1539. Los países católicos hacen lo mismo. En Lille, se suprime la fiesta del Roi des Sots por un edicto de (Jarlos V de 1540. En Francia, una ordenanza de Francisco I fechada en 1538 intenta erra­ dicar las abadías de juventud en determinadas provincias, con el pretex­ to de que ayudan a propagar la Reforma. Las zonas rurales se muestran mucho más reacias y conservan sus tradiciones pese a las prohibiciones, por ejemplo en la región del Genevois, en el Jura y en la región de Vaud, en los Países Bajos, en las Provincias Unidas y en el Sacro Imperio Roma­ no Germánico. Los actores logran adaptarlas a veces con habilidad a los nuevos tiempos para preservarlas mejor. En Inglaterra, en el siglo XVI, la costumbre de quemar un muñeco que representa al carnaval la noche del martes se transforma en una hoguera para quemar a un pontífice de paja, lo cual permite congraciarse con las autoridades vigorosamente an­ ticatólicas. Los puritanos consiguen reemplazar la fiesta de I lallowcen y sus fantasmas el 1 y 2 de noviembre por la celebración de la Guy Fawkes Night el 5 de noviembre, en recuerdo del descubrimiento del Complot de la Pólvora papista de 1605. Pero no logran impedir que se repitan con esta excusa las fiestas y borracheras del pasado. Tampoco tienen éxito cuando tratan de erradicar las manifestaciones de violencia v de liberti­ naje sexual ligadas al martes de Carnaval, a las festividades de Pascua o a la erección del mástil que inaugura la estación de los amores el may day, de un simbolismo transparente?’ La censura de las costumbres juveniles no logra imponerse, lo cual ex­ plica el ensañamiento de los poderes religiosos y laicos. En el siglo xvu,

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    los primeros multiplican las intervenciones contra ese Irente de resisten­ cia. ( 'ada vez mejor i •miados, los curas catódicos son las puntas ríe lanza de la prohibición y manejan el arma temible de la confesión para disua­ dir a los pecadores de entregarse a unos vicios estigmatizados como pe­ cados mortales. Los bailes son especialmente perseguidos. En algunas diócesis, los días de fiesta —unos sesenta además de los domingos— son reducidos a treinta para evitar los desórdenes. En la mavor parte de los casos, estos festejos «se reducían a la efervescencia de la juventud al lle­ gar el buen tiempo», con dos momentos álgidos: el baile en la plaza y la borrachera colectiva en la taberna. Negar todo placer a una gente cuya vida orí lin aria era difícil v aburrida no podía sino provocar Inertes resis­ tencias, sobre todo ante unos obispos demasiado rigoristas. íín realidad, las prohibiciones sucesivas decretadas por diversas autoridades jamás consiguieron erradicar del todo las costumbres lúdicas rurales hasta que los jóvenes partieron masivamente hacia el ejército y la fábrica en la épo­ ca industria!, Entre las formas de rechazo, la propensión a vestirse de mujer durante una revuelta no responde únicamente a una necesidad de anonimato. Dicha actitud expresa una clarísima reivindicación carna­ valesca. La transgresión de un tabú en la indumentaria, por otra parte castigado por la ley bajo el Antiguo Régimen, le añade una dimensión contestataria más. Lo observamos llorante los motines rurales de 16281631 contra las eJidoxwes en el oeste de Inglaterra, dirigidas por un cam­ pesino que se hace llamar Lad\ Skimminglon («Señora ('.encerrada»), lambién es el caso en el País de (¡ales en 1820 v luego en 1800 en los Kcbecca Riots. Ln Aricgc, durante la (¡uerre des Demoiselles contra el código forestal en 1820- [ 830. los amotinados recorren de noche los cam­ pos en grupos de unos veinte, disfrazados de mujer, con la cara tiznada, sobre todo durante el carnaval o los domingos v días de fiesta.’'’ Las grandes revueltas campesinas del siglo XVI v de la primera mitad del xvil se distinguen miiv claramente de las cortas éu/otionx espontáneas que reúnen a un numero limitado de actores de una parroquia rural o de un barrio urbano para protestar por el hambre o por cualquier otra ra­ zón. ( ¡onstituvcti una especie de levantamiento en masa contestatario en una región durante largos meses. La exasperación que mueve a esos mi­ les de campesinos supera las causas inmediatas definidas por los historia­ dores sociales desde la década de IÓ60. Los lleva a superar las barreras de la desobediencia, pcis» también las de la poderosa xenofobia entre comunidades vecinas. 1 ,a masa hcteróclita adolece de esa debilidad cons­

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    titutiva, ya que cada banda sigue a sus jefes v sus colores para ir a la lucha, lo cual facilita la victoria de las tropas regulares, mucho más disciplina­ das y mejor armadas, que son enviadas a sofocar esas rebeliones. Sin embargo, los actores van menos a la guerra que a la fiesta, hasta cierto punto con el lirio en la mano, (.roen en la victoria porque están seguros de que el derecho los asiste: «¡Si el rey lo supiera!». Marchan alegres como si se dirigiesen a una fiesta, precedidos por pífanos y gaitas, como por ejemplo en los ataques en el Querey en mayo de1 1707. Vence­ dores, se emborrachan, beben sin ironía «a la salud riel rey», encienden grandes hogueras como las de carnaval o San Juan, voltean las campanas y desfilan al son de la música... Durante el carnaval de Buríleos en 1651, decapitan una efigie de Mazarino, execrado, la noche del martes de ( car­ naval después de pasearla por las calles montada en una muía y escoltada por trescientas personas armadas. El domingo siguiente, la queman en la plaza del palacio, allí donde se celebran las ejecuciones capitales, y más tarde una segunda vez, al cabo de una semana, en los fosos del Ayunta­ miento, durante unos grandes fuegos artificiales acompañados de ho­ gueras encendidas por centenares en los pueblos de alrededor. Borra­ cheras monstruosas y bailes improvisados acompañan lo que constituye una variante ampliada, varias veces reiterada para aumentar el regocijo popular, del tradicional combate entre don Carnal v doña Cuaresma, que concluye con festividades alrededor de la hoguera donde arde el muñeco que personifica al carnaval.’' Los miembros de las compañías de la juventud rural y urbana, que son los protagonistas habituales tic las manifestaciones jocosas, están sin duda presentes en gran número en las filas de los insurrectos. Sobre todo porque ir armados por los caminos es para ellos una costumbre. Además, tienen la energía necesaria para resistir largas semanas de marcha segui­ das de duras peleas y también tienen mucho menos que perder que sus mayores, va que no están ni casados ni instalados. Probablemente es su vitalidad la que tiñe el movimiento de rasgos Indicos y de una cierta in­ consciencia de los peligros o incluso de los duros castigos a los que se exponen. La ausencia de masacres deliberadas, así como la elección de un número pequeño de objetivos realmente detesta».los, caracterizan, por otra parte, los ritos de violencia consuetudinarios, centrados en la brutalidad pero sin un deseo sistemático de matar. Sólo el odiado recaudador de impuestos corre el riesgo de morir v ser luego arrastrado por los caminos como un trofeo. En ciertos casos, los vencedores atan su presa a un árbol

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    USA HISTORIA DI-. I A VI< JI.I.XCIA

    y le lanzan hachas o cuchillos para probar su valor y derramar su sangre en medio del regocijo general, como hacen cuando sacrifican animales o durante los rudos partidos de soule. El código cultural que aplican, que propugna la inversión de los valores ordinarios durante un período fes­ tivo, es justamente el que todas las tutelas intentan hacer desaparecer. Los rebeldes actúan de la misma forma que los jóvenes con ocasión de la Fiesta de los Locos, del carnaval v de los múltiples fes rejos del verano. Realizan durante un instante el sueño de los hambrientos de alcanzar las costas de un mítico país de Jauja, donde el vino corre a raudales, la comi­ da abunda y todo es agradable en el mejor de los mundos. Las grandes guerras campesinas, que son una inmensa protesta co­ lectiva contra las nuevas normas morales puritanas mal aplicadas, pero muy perturbadoras de la vida cotidiana, superan las reivindicaciones ex­ presadas para convertirse en síntomas de un malestar profundo. Revelan un rechazo obstinado a abandonar las tradiciones culturales ancestrales que valorizan la violencia viril como un medio de conquistar un lugar bajo el sol en un mundo que no cambia. Desde finales de la Edad Media, Europa occidental ha optado, no obstante, por criminalizar el homicidio v desprestigiar la rudeza relaciona] de la población. La Ley de Dios y la de un príncipe con más poder que nunca son invocadas por las autorida­ des para realizar esta mutación de gran alcance. Sólo los aristócratas obtienen subrepticiamente la autorización de continuar matando a man­ salva, en nombre del pundonor. Apoyada en unas religiones conquista­ doras, la moral de los nuevos tiempos exige de todos los demás súbditos que abandonen sus costumbres sanguinarias. Los repetidos brotes de rebelión popular a lo largo de varias gene­ raciones indican que la confrontación con los gobernantes en torno a ese tema se dramatiza. La violencia prohibida es escenificada de for­ ma espectacular por quienes se resisten, mientras un nuevo modelo de comportamiento masculino que destierra la brutalidad y los excesos va emergiendo lentamente como consecuencia de la acción represiva, pero también educativa, de las autoridades tutelares. Porque, para apartar al mayor número posible de mozos de los rituales del enfrentamiento, éstas añaden a la coerción el peso de la persuasión y el de la vergüenza. Se in­ siste en la crueldad de los juegos, de los sacrificios de animales en parti­ cular. Así se inicia una lenta transición que llevará a transformar las diver5S M. Willcd. f'opüAir (

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    sioncs carnavalescas en depones, como el boxeo en Inglaterra a partir del siglo xviu o el fútbol en nuestros días. Los participantes, convertidos en espectadores, incluidos los jóvenes solteros, controlan mejor el placer que siguen experimentando al ver sufrir a unos hombres o a unas bestias y pueden identificarse con los jugadores y a la vez permitirse una exube­ rancia que ahora ya está mal vísta en la vida cotidiana?1' La multiplicación de las penas capitales y su impresionante liturgia judicial establecen los lejanos fundamentos del fenómeno a partir del siglo xvi. La nueva cspectacularídad de los suplicios sirve menos para demostrar el poder del rev que para crear un nuevo estado de ánimo de los observadores respecto a la muerte y la sangre. A veces la multitud todavía se salta las reglas, se abalanza para salvar a un condenado o para masacrar a un verdugo falto de destreza, como los hinchas invaden hoy el terreno de juego. Pero la mayor parte de las veces se tienen que conformar con asistir de lejos a lo que ocurre. Una de las funciones principales de los ajusticiamientos, tan reiterados, es obligar a los asistentes a distanciarse de la escuna v a impri­ mir en su mente la idea de que el príncipe es el único que tiene el derecho eminente de matar a un ser humano legal mente condenado. Para ser aceptado un día como un verdadero adulto, el mozo rural o el ciudadano del siglo XV y del siglo XX'i debía probar su virilidad en el teatro de la calle. Para eso, participaba en combates contra iguales y en rituales peligrosos, como los juegos de pelota ingleses y franceses, las corridas de toros españolas, las carreras de caballos del palio en Siena o las batallas en los puentes de Venecia. Un mismo código de violencia subyacía a la vez en las fiestas crueles que jalonaban el año y un las obli­ gaciones de venganza simbolizadas por la historia de Romeo y.Julieta. De ahí que pasar de las unas a las otras fuera fácil. Bastaba una chispa para transformar el alegre carnaval en una verdadera carnicería, como en Romans en I 580 o en Udinc un 1511, cuando la facción de los Zambarlani se impuso a la de los Stumierí después de doscientos años de lu­ chas incesantes, luego desmembró sus cadáveres y dejó sus despojos a los cerdos y a los perros durante varios días.'"1 A partir del Renacimiento, la justicia monárquica intenta captar en toda líuropa ese lenguaje simbó­ lico que hacía del cuerpo una metáfora de la sociedad entera y de la violencia un acto productivo de unión entre los individuos. Pero tiene buen cuidado de sacralizar al extremo la ceremonia de las ejecuciones

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    v los suplicios físicos. Para reforzar la autoridad del Estado, importa mostrar que no se trata de simples represalias públicas, sino de un casti­ go justificado a los ojos de Dios, cuya aplicación trasciende fríamente las pasiones de este mundo. Id despreciable verdugo es el único que lleva el peso do la responsabilidad directa, ahorrándole al rey, misericordioso por naturaleza, el pasar por un cruel tirano. Y el drama se rodea de gran solemnidad: procesión que conduce al condenado al cadalso, exhor­ taciones del confesor, arrepentimiento público... Iodo ello sirve para calmar los ardores \ saciar la curiosidad morbosa de los espectadores, ensenándoles tanto a dominar sus emociones a la vista de la sangre derra­ mada como a controlarlas en la vida corriente para no sufrir una suerte tan funesta, líl alejamiento de las masas realizado por la construcción de cadalsos elevarlos en instalaciones permanentes, en la Place de Grcvc de París o en el lvburn de Londres, procede de una misma voluntad. Aunque ciertos asistentes siempre se agolpan en las primeras filas para mojar un pañuelo en la sangre del ajusticiado o llevarse alguna reliquia, la tendencia a mantener a distancia el cuerpo martirizado se acentúa lentamente, degeneración en generación, reflejando la instauración pro­ gresiva de un tabú. La ejecución se mira desde lejos, sin contacto, sin olor, l is seguramente la progresión de ese umbral de tolerancia más que el miedo a la pena suprema lo que explica la disminución del número de homicidios \ de atentados contra las personas a partir de la segunda mitad del siglo ,\\ ti. Las grandes revueltas populares, que se desarrollan según una cro­ nología paralela, utilizan en abundancia el antiguo repertorio gestual y simbólico. Manifiestan un rechazo masivo a ver desaparecer el derecho ritual a la violencia que impregna la totalidad de la existencia y enseña a los muchachos a ser hombres. Sobre el tras! olido de crisis cuyas causas son múltiples, esas revueltas inventan una cultura de la protesta frente a las presiones de los gobernantes y de las gentes de Iglesia. Su apogeo en la primera mitad riel siglo xvn corresponde a una reclamación identitaria en el momento en que la presión alcanza su punto máximo en la Europa barroca sacudida por la Guerra de los I rcinta Años. Las insurrecciones expresan en actos la negativa de los interesados a abandonar la brutali­ dad festiva para convertirse en simples espectadores de las tragedias de la \ ida. en subditos dóciles y cristianos fieles. Id final de las grandes gue­ rras iampesinas no es, sin embargo, el de los usos puestos en entredicho, bigniíica más bien que se ha llegado a un punto tic equilibrio. Las auto­ ridades moderan sus exigencias, aunciuc ulteriormente lancen ofensivas

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    grosos o desmarcarse de los que hacen sufrir a las personas v a los anima­ les, justificándolos como deportes.1’1 También engañan muchas veces mo­ dificando más las apariencias que el fondo. La violencia homicida signe siendo un elemento fundamental de la existencia en los territorios aisla­ dos o alejados de los centros políticos que conservan mejor sus tradicio­ nes. La vendetta continúa imponiéndose en el corazón tic las relaciones humanas, a veces hasta nuestros días, y no sólo en el espacio mediterrá­ neo, como por ejemplo en Córcega, en Liguria o en Eriuli, sino también en Islandia, en los Híghlands de Escocia, en el Gévaudan o el Qucrcv/'-’ El proletariado de la época industrial también muestra una cierta bruta­ lidad de costumbres heredada del pasado. Sublimada, acaba por produ­ cir una cultura de la contestación obrera que anima hov numerosas huel­ gas, especialmente en Francia. Id papel de los varones jóvenes en los levantamientos del pasado merecería unos análisis más detallados. Aparece sobre todo de forma indirecta durante las grandes insurrecciones campesinas francesas del siglo xvil. Su localización mayoritaria en el oeste v más aún en el cuarto suroccidental del reino hace pensar que la explicación clásica del des­ contento fiscal, la lejanía del poder monárquico y las tradiciones de inde­ pendencia locales no basta. Acentuada por el fuerte aumento de los im­ puestos, la degradación de las condiciones de vida procede también de un fenómeno estructural poco estudiado, las reglas de la herencia que se aplican a las masas campesinas. Las costumbres francesas están redacta­ das a partir del siglo xvi. Muy diversas en cuanto al detalle, las que rigen el reparto de los bienes de los plebeyos son esencialmente distintas entre las regiones donde las condiciones hacen difícil la fragmentación de las tierras y aquellas donde se impone el principio de igualdad.'” I .as segun­ das compren *cn la zona orlcano-parísina, poco afectada por grandes movimientos sediciosos tras la jaequerie de 1 34X, resultado a la vez de su excepcional prosperidad, de la influencia enorme de la capital v de una poderosa vigilancia monárquica alrededor de ésta.,,J Otros territorios igualitarios mucho menos controlados por el centro político, mavoritariamente situados en el oeste, registran por su parte un fuerte individua­ lismo agrario. El linaje es más importante que el hogar. Ahora bien, son 61

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    precisamente esos espacios los que conocen el paroxismo de las sedicio­ nes rurales a partir de 1620. Después de unos veinte años de paz, de re­ construcción y de progresión demográfica, la situación se deteriora, como en todas partes, para los jóvenes que llegan a la edad adulta. Pero las consecuencias son más graves en esas comunidades, pues si un padre deja varios hijos, éstos deben repartirse unas tierras ya mermadas por el electo mecánico de las sucesiones anteriores. Sus frustraciones se ven más acentuadas todavía por el retraso de la edad de matrimonio, que los hace esperar más para entrar en el grupo de los adultos instalados. La importancia jurídica y cultural del linaje se añade a todo ello para valori­ zar los usos ligados a la violencia festiva y la venganza familiar. Las gran­ des revueltas sirven probablemente para dar salida a toda una serie de descontentos acumulados, que la ofensiva del poder contra los bailes y los ritos de enfrentamiento juveniles ha hecho explosivos. Una sensibili­ dad idéntica anima Flandes, también igualitaria, donde la costumbre de la rebelión, rural y urbana, está bien implantada. Un último indicio de la importancia del factor juvenil puede extraer­ se ele un análisis de las émolions populares en 1'rancia entre 1661 y 1789.('j La desaparición de las guerras campesinas no significa en modo alguno la pacificación del campo. El investigador ha contado casi ocho mil qui­ nientos movimientos más o menos graves, el 39 % de ellos dirigidos con­ tra el fisco, el 18% provocados por problemas alimentarios y el 20% por conflictos con las autoridades, sobre todo con el aparato del Estado. Dominan los pueblos, con un 60% del total, aunque la sobrerrepresentación de las ciudades, con un 40% frente a un 15 % de la población, revela un gran nerviosismo urbano. Aparece un primer pico hacia 1705, otro entre 1740 y 1760, y un último, muy claro, de 1765 a 1789. Se trata de brotes generacionales de descontento, probablemente más fuertes en las ciudades, que entonces están en expansión demográfica y económica, que en el mundo rural. Los 634 disturbios con una preponderancia juve­ nil bien identificada lo confirman: 131 se producen de 1741 a 1760 y 308 de 1770 a 1789. Comprenden un buen número de turbulencias noctur­ nas o carnavalescas, sobre todo concentradas entre junio y septiembre, los domingos o durante las fiestas mayores de San luán, San Pedro y el 15 de agosto. El antiguo calendario lúdico y viril sigue imponiendo su ley. I lay enfrentamientos con las fuerzas del orden o con los poderes lo­ cales en 365 casos, mientras que las luchas entre bandas rivales sólo apa­

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    recen en 61 ocasiones, las cencerradas y cabalgatas con burro 59 veces, y los desórdenes causados por escolares o estudiantes —entre ellos los de Toulouse, muy reputados por sus excesos— 40 veces. En otras palabras, los numerosos y severos edictos de encauzamiento no son respetados. El considerable aumento de la intolerancia legislativa de mediados de siglo y del período 1778-1786 obtiene como respuesta directa unos máximos de transgresión que hacen dudar de la eficacia de las prohibiciones pre­ suntamente reforzadas. La cultura popular resiste muy bien las ofensivas contra ella y manifiesta incluso una gran vitalidad. Los mozos no han abandonado en absoluto sus tradiciones nocturnas ni su brutalidad. En parte dirigen ahora esta brutalidad contra los auxiliares del Estado, los militares y los miembros de la maréchaussée. Por lo demás, ésta es sólo la parte visible del problema. Con un poco más del 7 % del total, los desórdenes juveniles parecen relativamente escasos. Pero la cuenta sólo refleja los que fueron perseguidos legalmen­ te; la mayor parte de las veces los interesados se limitaron a vengarse de quienes les impedían bailar o comportarse según las costumbres hereda­ das del pasado. Otras muchas manifestaciones rituales quedan impunes, como los combates entre bandas, que raras veces figuran en el corpus. Porque esas cosas se practican discretamente, lejos de las miradas de los garantes del orden, los cuales seguramente no intentan perseguir los golpes cuando no hay un brote de fiebre represiva que los inste a ello. Además, es indudable que los adolescentes proporcionan numerosos actores a otros movimientos clasificados en rúbricas distintas. Las pro­ testas fiscales, alimentarias o dirigidas contra autoridades los movilizan sin duda junto al resto de la comunidad. Sobre todo porque su sólida animosidad contra las tutelas y contra la maréchaussée encuentra en ello una forma de expresarse, y la ocasión les permite demostrar su virilidad ejerciendo, contra los objetivos detestados, una violencia consuetudina­ ria entonces ampliamente aprobada por los adultos insurrectos a los que acompañan.

    Como en toda Europa, el siglo xvtt es particularmente violento en Francia.66 La degradación de las condiciones de vida y el aumento de las exigencias fiscales del Estado contribuyen a ello. Pero la causa esencial hay que buscarla en la revolución de las sensibilidades vehiculada por la «civilización de las costumbres», lista revolución modifica en profundi­ dad los comportamientos de los habitantes acomodados de las ciudades,

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    ya preparados por la paz urbana del siglo xv a aceptar esas novedades, que se extienden luego éntrelos cortesanos de Vcrsalles.’’ Paralelamente, los demás cuerpos de la población son vigorosamente incitados a aban­ donar la violencia ritual, que era la base de la cohesión de los gru­ pos, pero que provocaba una gran indiferencia frente a las lesiones y el homicidio. La aceptación de teorías tan alejarlas rio las realidades socia­ les no es fácil. En los dos cxrremos del espectro social, Jos nobles por una parte, y el pueblo llano de las ciudades y sobre torio riel mundo rural por otra, se niegan a abandonar sus tradiciones. Se multiplican tanto los due­ los como los grandes levantamientos populares, y ese doble incremento tic la violencia resultante expresa un fuerte rechazo frente a la volun­ tad de los gobernantes de poner freno a las pasiones y al derramamiento de sangre, I lacia 1620, justamente en el momento en que comienza a im­ ponerse en Occidente el principio tic que la vida humana está protegida por Dios y por la espada justiciera del príncipe, el desencadenamiento concomitante de los desafíos mortales entre aristócratas y de los motines del campesinado contiene un firme mensaje de contestación a dicho con­ cepto, La brutalidad con que se expresa constituye en sí misma la prin­ cipal reivindicación. Pero los primeros son los que salen más bien para­ dos, pues la monarquía los necesita demasiado en los ejércitos como para no tolerar la locura homicida de los tinelos, cuvo castigo riguroso no es más que una fachada. Inventan así una cultura sanguinaria privile­ giada, un modelo guerrero basado en la eliminación despiadada del ad­ versario, cuya huella tardará mucho en borrarse. La indulgencia con la población rural es mucho menor. La reiteración incesante de las prohi­ biciones demuestra, sin embargo, que las tradiciones sobreviven, pues el mundo rural sabe adaptarse a las amenazas venidas de fuera conservan­ do su equilibrio interno. De forma parecida a como Jos jóvenes nobles multiplican los desafíos, este equilibrio se basa en la escenificación obli­ gatoria de la virilidad por parte de las nuevas generaciones masculinas. Sólo la conjunción, mucho más tarde, de la reducción tic la población campesina, del éxodo rural hacia las fábricas y del servicio militar uni­ versal permitirá instaurar verdaderos cambios en profundidad. Aunque lo cierto es que algunas regiones conservan aún hov los hábitos de vio­ lencia juvenil y de venganza familiar, como muestran la vendetta medite­ rránea y las mafias, que han recuperado sus principales características. El tabú de la sangre se impone primero entre las élites urbanas del continente, después tic los terribles estragos y los traumas de la (¡tierra

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    de ios Treinta Años. Luego va avanzando lencamente. En Romans, en 1768. estalla un motín a causa de un rumor de que unos niños de menos de 14 años han sillo secuestrados por unos señores Lien vestidos que quieren «sacarles sangre» v utilizarlos para experimentos anatómicos,f’s La alegación recuerda los levantamientos parisinos de mayo de 1750, durante los cuales un policía halló la muerte porque corrió el rumor de que Luis XV, ya viejo, ordenaba secuestrar niños para regenerarse con su sangre/,,J La sustancia vital sacralizada, una metáfora social, debe econo­ mizarse. El cuerpo popular exuberante debe retenerse, evitar los exce­ sos, disciplinarse.1' Los dos motines en cuestión indican que en el Siglo de las Luces las gentes sencillas c le I as ciudades no siempre se aplican a ello, pero que empiezan a estar más convencidas, lis una ironía de la historia que la agresividad de las masas se vuelva contra el rey o contra los notables, acusados de querer monopolizar el cuerpo, la carne y la sangre de los súbditos, en especial de los más jóvenes. Las masas perci­ ben muy bien el envite simbólico, en una época en que los muchachos que llegan a la edad adulta están más controlados que antes. La «fábri­ ca» europea intenta conseguir que los varones jóvenes admitán la abso­ luta necesidad de controlar su violencia. Desprestigiada por los discur­ sos morales dominantes, estigmatizada por los representantes del orden y los maestros de escuela, esta es desviada ahora hacia unos espectáculos donde pueda encontrar una salida, como las ejecuciones públicas o, en Inglaterra, el boxeo. Los adolescentes particularmente reacios, culpa­ bles de homicidio, de lesiones o ele robo, deben prepararse para un cas­ tigo severísimo. Pero las autoridades morales de referencia, representa­ das por el soberano y los señores de la buena sociedad, no deben romper el pacto tácito haciendo un uso ilícito de la preciosa sangre de la juven­ tud, que se exige a los cuatro vientos que no sea dilapidada cu tiempos de paz. Se dibuja una clara frontera cultural y social. Los partidarios entu­ siastas de la pacificación de los comportamientos, los más civilizados, consideran en adelante a los otros como unos bárbaros groseros v bruta­ les. 1 .os prejuicios nobiliarios de raza, definidos de forma contundente a partir del siglo xvi en Francia, así como el desprecio que las clases supe­ riores de la era industrial, en la Inglaterra victoriana por ejemplo, de­ es | ,\k ol;is.

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    muestran por los obreros borrachos y de costumbres violentas y licen­ ciosas, proceden de esa división del mundo. Tal vez sirvió inicialmente para sublimar los viejos reflejos xenófobos constitutivos de las comuni­ dades locales del pasado y así contribuyó a forjar los Estados modernos y luego las naciones del siglo XIX. En todo caso, hoy esta división, acen­ tuada por la forma de educar a los adolescentes, distinguiendo a pesar de los discursos igualitarios a una élite, sigue produciendo ante nuestros ojos, tanto en Francia como en el resto de Europa, una sociedad de dos velocidades.

    7 La violencia domesticada (1650-1960)

    En 1648, la Paz de Wcstfalia pone fin a la Guerra de los Treinta Años y a más de un siglo de enfrentamientos entre católicos y protestantes por dominar Europa. Eos conflictos, cada vez más numerosos a partir de entonces, cada vez más mortíferos hasta llegar al paroxismo de las dos conflagraciones mundiales del siglo xx, cambian profundamente de sen­ tido. Dejan de librarse en nombre de causas religiosas para privilegiar unas nociones de guerra justa entre Estados y luego entre naciones, mien­ tras una parte notable de las fuerzas vivas se dedica a la conquista y a la explotación colonial. Empeñada de 1650 a 1960 en un inmenso esfuerzo por imponerse al resto del mundo y por responder en su suelo a los incesantes retos entre regiones expansionistas, la «fábrica» occidental distingue cada vez más claramente dos formas de violencia, la legítima y la ilegítima. La prime­ ra es indispensable para mantener el espíritu belicoso que se necesita para defender la patria y dominar los inmensos territorios de ultramar. La otra es considerada por las autoridades y la gente establecida como inquietante, peligrosa y perturbadora de la armonía social. Ahora bien, ambas están íntimamente relacionadas con unos fenómenos idénticos de agresividad viril. ¿Cómo desarrollar la una sin dar validez al uso de la otra? El esfuerzo por distinguirlas fue largo y complejo. Más lento en al­ gunos países o en determinadas regiones, conoció fases regresivas, es­ pecialmente durante las grandes crisis. Se impuso, sin embargo, en todo el continente un doble modelo masculino de comportamiento: el hom­ bre «imperial», capaz de brutalidad cuando ésta resulta necesaria o le­ gítima

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    ducir la energía militar necesaria para regir un vasco Imperio, se halla en toda la Europa continental, sobre todo en E rancia, los Países Bajos y Alemania. La pacificación de las conductas cotidianas no se basa sólo en la fuer­ za de las ideas, sino también en unas formas de control colectivo adapta­ das a esas necesidades. Norbert Elias y Michcl I oucault las han identi­ ficado perfectamente, cada uno limitando el análisis a una de las dos vertientes principales de un fenómeno que sólo global mente adquiere todo su sentido. El proceso de civilización de las costumbres definido por el primero permite comprender cómo el Estado se otorga autorita­ riamente el monopolio de la violencia, modela al subdito llevándolo a asumir unas determinadas formas de autocontrol y limita así las expre­ siones de agresividad en el espacio público. La cortesía, que es el código mediante el cual se relacionan entre sí los miembros de las capas su­ periores, configura las apariencias para pacificar los intercambios ordi­ narios sin perder la energía indispensable para los combates vitales lí­ citos. Pero sólo parcial y lentamente se va imponiendo entre las capas populares. Estas son objeto de otras técnicas de gestión de la brutalidad, que adoptan la forma de las prácticas «disciplinarias» de las que habla Eoucault. La cárcel, o más exactamente el ambiente carcelario, según su terminología, no sólo tiene como fin castigar o a hacer más dóciles a los eventuales transgresores de la ley. El encierro forma parte de una «tácti­ ca general de 1 os sometimientos», que constituye un ciclo y que va desde la mirada policial al encarcelamiento y luego a la delincuencia, pues la vigilancia de unos sujetos diana predefinidos envía regularmente a algu­ nos de éstos a prisión.1 Con todo, sería inexacto contraponer los dos modelos de educación del comportamiento en función de criterios puramente sociales. Son nu­ merosos los que, procedentes de orígenes muy distintos, son modelados por el doble mensaje contradictorio, en las familias, las instituciones educativas y sobre todo el servicio militar. La norma que consiste en li­ mitar el derecho a matar únicamente a los deberes sagrarlos para con la patria, los seres amados y la legítima defensa no es fácilmente admitida por todos. En especial la infringen los aristócratas, que reclaman el res­ peto del pundonor, o los adolescentes de las capas populares, cuya su­ pervivencia depende de su capacidad de defenderse en un entorno difí­ cil. Sin embargo, esa norma se difunde y se impone a través de múltiples \ r.i

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    agentes de socialización. La justicia criminal es uno de los principales, y durante los tres siglos considerados desempeña un papel fundamental para comprobar si se han di tu mi i do eficazmente los principios v prohi­ biciones relativos a la violencia ordinaria. Aquellos que los ignoran y luego comparecen ante los magistrados son en un grado muy elevado varones jóvenes solteros de origen modesto, mientras que el número de las mujeres implicadas no cesa de disminuir. Las mismas características se observan en los delitos contra los bienes, que se convierten en la preo­ cupación esencial de las sociedades industriales. Mucho más allá de su acción represiva y del restablecimiento de la paz interior, los tribunales modelan las nuevas generaciones masculi­ nas en función de los criterios dominantes. Analizar su papel permite insertar un eslabón que falta entre las teorías de Filias y las de Eoucault, pues los tribunales dirigen a todos los ciudadanos un mensaje normativo acompañado tic sanciones en el caso de que no se respeten los códigos. Aquellos, que son muchos, que no acaban de aceptar del todo las exi­ gencias de la civilización de las costumbres son el objetivo potencial de las autoridades judiciales. Sus actos no sólo son evaluados en función de la ley, sino también del peligro que suponen para la colectividad. De­ ben demostrar que por lo menos saben refrenar su agresividad si quieren librarse de ser condenados, líse mecanismo de autocontrol ligado al in­ terés bien temperado del actor frente a una amenaza concreta de sanción es un recurso más que se añade a las normas de urbanidad en las que se basan las relaciones de la gente decente. No logra desactivar totalmente el potencial destructor del ser humano, pero es una forma eficaz de en­ ea tiza mi cuto cultural de este último ríen tro de la civilización occidental. El universo de los adultos supo limitar considerablemente la brutalidad juveniI desviándola hacia la conquista exterior o la guerra legítima y cri­ minalizando el residuo. Unido a la desaparición de los grandes conflictos militares en suelo europeo después de 1945, el final de la era colonial destruyó ese equilibrio, dejando el campo libre desde hace unas décadas a un repunte de los delitos de sangre y de los excesos físicos. De 1650 a 1960, la violencia está prácticamente domesticada en Eu­ ropa. No sólo las tasas de homicidio siguen una larga tendencia a la baja para alcanzar unos mínimos absolutos a mediados del siglo XX, sino que el uso de la fuerza en general evoluciona hacia unas prácticas menos peligrosas, tanto en la intimidad familiar como en el espacio público, donde el combate a puño limpio, según unas reglas precisas, sustituye ñoco a ñoco el ení renta mienro con nava ¡as I .as mea reí nolis urbanas son

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    do, la ciudad europea es un potente amortiguador de la violencia. Para pacificar sus calles, moldea incansablemente a la juventud y vigila de cerca a los inmigrantes que llegan en grandes oleadas en la época de la industrialización. El campo, que pierde su preponderancia demográfica en la misma época, también cambia profundamente, aunque a un ritmo más lento. La brutalidad rural, sin embargo, no retrocede tanto por la ofensiva de la civilización de las costumbres como por la voluntad de los notables y los varones adultos establecidos de aceptar la penalización de los delitos de sangre. Esa mutación radical de las relaciones entre las di­ ferentes generaciones masculinas se traduce en el abandono progresivo de la defensa del honor viril mediante las armas o el uso de la fuerza físi­ ca, gracias a una nueva percepción del valor simbólico, pero también monetario, de la existencia humana.

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    El desplome espectacular del homicidio en Europa es bien conoci­ do. Se inicia a partir del siglo xvn, se desarrolla sobre todo en las ciuda­ des hasta la época industrial y luego se extiende al mundo rural. Francia y Alemania, por ejemplo, conocen una lenta disminución de las tasas de homicidio durante el siglo xix, a pesar de algunos rebrotes puntuales. En Francia, esos repuntes se observan hacia 1830, 1850, 1870, 1880-1890 y más claramente aún hacia 1910. Contrariamente a algunos tópicos inexactos, la urbanización y la industrialización no son factores que agraven la violencia a largo plazo, sino, al contrario, factores que la ate­ núan. En ambos países, la curva de las agresiones sin consecuencias fata­ les evoluciona, sin embargo, al alza, exactamente al revés que la anterior. En otras palabras, los conflictos son más frecuentes, pero sus consecuen­ cias resultan menos dramáticas. Tras señalar que la tasa francesa más alta, cerca de veintiún homicidios por cien mil habitantes, corresponde a Córcega, un autor estima que la principal explicación hay que buscarla en las tradiciones de violencia, cuyo declive marca la victoria de los «va­ lores urbanos y de la organización social».2 Hay que añadir a ello la dimensión juvenil, que es la única que permi­ te comprender los brotes sangrientos observados cada veinte años más o menos en Francia, también identificables en Alemania hacia 1850 y

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    luego en la década de 1880. Más que con las crisis económicas, sociales y políticas o con el ambiente de inquietud de los períodos de preguerra, que no hacen más que amplificar el fenómeno, los picos estadísticos pa­ recen reí acionados sobre todo con efectos generacionales. Las prohibi­ ciones de los excesos sanguinarios, impuestas a una mayoría creciente de varones jóvenes, siguen siendo rechazadas abiertamente por una mino­ ría, que continúa batiéndose en las calles, pero que se mata mucho me­ nos. La explosión más intensa, que se manifiesta con cierta regularidad en Francia más o menos cada veinte años, hay que relacionarla probable­ mente con la llegada al final de la adolescencia de una nueva cohorte. Es una especie de acceso de fiebre juvenil contra las normas impuestas, que refleja una percepción agravada de su situación por parte de los actores, generalmente de origen humilde, frente al dominio de los adultos que también se ejerce en el terreno económico. Al obligar a las autoridades policiales y judiciales a reforzar un control que se había ido relajando durante el período anterior, esas explosiones contribuyen a abultar es­ porádicamente las cifras de la criminalidad contra las personas. En Suecia, la tasa de homicidios baja lentamente a partir de la década de 1840 y poco a poco se va concentrando de forma específica en las clases populares? En Inglaterra, los casos conocidos por la policía —un poco menos de cuatrocientos al año— se reducen a la mitad entre 1860 y 1914.I .as condenas disminuyen aún más, para quedar en 0,6 por cien mil habitantes al final del período. Atracos y lesiones siguen primero un movimiento inverso y luego también se desploman, a partir de mediados del siglo xix los primeros y hacia 1870 las segundas? Aunque sólo espo­ rádicamente se interesa por el criterio de edad y no da cifras brutas, existe un estudio regional sobre una gran región minera, Black Country, al norte de Birmingham, que demuestra que los chicos de 16 a 25 años están sobrerrepresentados. Cuando hacia 1 850 constituyen el 23 % de la población, representan el 45 % de los imputados, considerando to­ dos los delitos, y hasta el 50% en la década de 1830. No hav ninguna otra categoría que presente una delincuencia superior a su peso demo­ gráfico, exceptuando —aunque con una menor amplitud respecto a su número— a los que tienen 14 ó 15 años y los que tienen entre 26 y 29. En total, dos tercios de los individuos perseguidos por la justicia tienen cn3 D I .itiil'.i ['oni. «InterpcTsoii.il violeiu c id historv »

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    tre 14 v 29 años, a pesar Je que no representan más que un tercio de los habitantes. Sensiblemente menos educados que la mayoría tic estos últi­ mos, pertenecen a un mundo proletario rudo, en el que las revertas son frecuentes, pero raras veces se saldan con delitos de sangre. De 1835 a 1860, ese espacio en el que viven más de trescientas mil personas proporciona doscientos cincuenta y ocho acusados de hmus­ ía ughler (heridas y golpes con resultado de muerte) v cincuenta v seis de murder (homicidio). Ninguno es sentenciado a la pena capital. La depor­ tación o los trabajos forzados se limitan a una docena de casos v la mayor parte de las penas son de privación de libertad durante seis meses o me­ nos. Los expedientes contra cuatrocientos noventa y nueve autores de agresiones sin consecuencias funestas apoyan las conclusiones relativas al carácter masivamente masculino y juvenil de la violencia ordinaria, pues el 92 % de los actos son cometidos por hombres, de los cuales más de la mitad tiene entre 18 y 30 años. La proporción alcanza el 80 % para las tentativas de homicidio, Finalmente, el inlanticidio es poco persegui­ do. Las treinta y nueve acusadas registradas —generalmente jóvenes, y a menudo sirvientas— son tratadas con indulgencia. Una de cada dos es absuelta; las demás, encarceladas durante un año como máximo, incluso menos para dos de ellas, lodo indica que la violencia, aunque sea fatal, no es la preocupación prioritaria de las autoridades ni la de las clases la­ boriosas de la región. Pese a las costas importantes que implican, las querellas se orientan mucho más a menudo hacia los atentados contra la propiedad, lo cual índica a la vez una aceptación fundamental de la legi­ timidad del sistema judicial \ un deseo muy moderado de pacificar más las relaciones humanas.’ En Francia, la (dienta General de la /Xdininis ilación de la Justicia Criminal de 1871 a 1940 permite asimismo constatar que el 49 "o de los casos afectan a chicos o chicas de 30 años o menos. La tasa supera el 71 % para el infanticidio, el delito femenino más frecuente, antes que el robo y el aborto. En cuanto a los hombres, que constituyen el 83 del total, alcanza el 71 "'<■> para golpes y lesiones con resultado de muerte o para el homicidio no premeditado, el 66 % para el asesinato, el 77 % para las agresiones con agravantes y soliera también el 75 % para el robo con agravantes. El número de chicos muy jóvenes es bajo, menos del UN del total; la entrada en la carrera delició a se efectúa a partir de los I 6 anos. 1 lasta los 40 años, el robo es con mucho el principal motivo que consta. y IXied Philip'.. ( rime ¡¡/¿¡i.m l i< lou.Hi I

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    mientras que posteriormente el primer lugar lo ocupan siempre los «atentados contra el pudor y las violaciones de niños», dos acciones ar­ bitrariamente reunidas en una misma categoría judicial. lint re 22 y 30 años, el homicidio no premeditado ocupa la segunda posición, muy lejos del robo, seguido del atentado contra el pudor y la violación de niños, del homicidio premeditado o «asesinato», en el sentido del Código Penal, y luego el infanticidio. Aparece una correlación suplementaria con la sol­ tería, que figura en una media del 57 % de los casos y caracteriza incluso más los casos de violencia con agravantes.1’ Más allá de las cifras, que no reflejan sino de forma imperfecta la realidad y siempre deben manejarse con precaución, aparecen unas ten­ dencias incontestables. lín el siglo xix en Europa occidental, la delin­ cuencia afecta prioritariamente a una fracción de la juventud masculina y femenina que no consigue asimilar las normas ni integrarse socialmen­ te. Para ambos géneros, el recorrido empieza normalmente con el robo. Luego se añaden agresiones sexuales a niñas y enfrentamientos bruta­ les, viriles o con finalidad alimentaria, para los varones, mientras que las muchachas vulnerables recurren al infanticidio para salir de un mal paso. Los mozos que se casan o se establecen pasan a formas de transgresión más a menudo centradas en el fraude, el abuso de confianza, las manio­ bras ilegales v los abusos carnales de niñas. listos últimos suman 29.369 casos denunciados entre 1871 y 1940, es decir, más del 14 % del total, lo cual los coloca en segunda posición después del robo. Parece dudoso que esa práctica se limite a un desahogo por parte únicamente de los representantes de las clases superiores o medias, que se sienten frustra­ dos por el «matrimonio burgués» v persiguen descaradamente a las pe­ queñas proletarias indefensas.' Id fenómeno plantea, entre otros, el problema del incesto en las cla­ ses populares, pues el Código Penal lo incluve también en la misma rú­ brica. Invita a reflexionar sobre el tema más general del desplazamiento de la violencia desde el espacio público al corazón del hogar familiar. Esa novedad no interesa por entonces a las autoridades, tan felices de ver reducida la conflictividad aparente como poco deseosas de entrar en el ámbito privado, pues los hombres de todas las edades agreden a las ni­ ñas. Ese tipo de agresión ocupa la segunda posición entre los solteros de 16 a 21 años, la tercera entre los hombres de hasta 30, ames de volver al

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    segundo lugar entre los jóvenes adultos establecidos y luego al primero, puesto que se conservará constantemente entre los hombres de más de 40 años. Esas cifras revelan unas relaciones inquietantes entre los sexos en las capas sociales inferiores, de las que procede la mayoría de los acu­ sados. La emergencia de un gran número de denuncias refleja, sin duda, la necesidad femenina de encontrar una ayuda exterior contra una tiranía masculina demasiado extendida que conduce a abusar tan a menudo de las niñas. Pero es probable que la ley del silencio y el miedo a las repre­ salias impidan otras denuncias, sobre todo por parte de una madre con­ tra un padre abusador. También es posible además que la indulgencia creciente de los magistrados y los jurados en materia de infanticidio este motivada en parte por una percepción cada vez más clara de la situación desastrosa que viven desde la infancia muchas jóvenes, especialmente las pobres sirvientas que constituyen la mayoría de las acusadas? Como en Inglaterra, no sólo los amos consideran muchas veces que tienen dere­ cho a sus favores sexuales, sino que además están expuestas a las viola­ ciones por parte de los criados varones o los caseros.1' En Francia, la criminalidad femenina disminuye durante el siglo xix para acabar representando en las últimas décadas un 14 % del total, in­ cluidos el infanticidio y el aborto. Los porcentajes de mujeres en los de­ litos que implican violencia son muy bajos: 6 % en el homicidio simple o el robo con fuerza, 9 % en las agresiones, golpes y lesiones, y 13 % en el asesinato. Además, los jurados tienden cada vez más a tratarlas con in­ dulgencia y a absolverlas más a menudo que a los hombres.1'1 Sólo algu­ nos tipos concretos de delito llaman la atención, como la «sirvienta cri­ minal», a la cual Raymond de Ryckérc dedica en 1908 una obra que lleva el sugestivo subtítulo de Elude de criminologie projessiouHcUe. No hay que precipitarse y deducir por ello que la condición femeni­ na mejora, ya que las mujeres están cada vez más representadas entre las víctimas. Los abusos sexuales de menores, cometidos mayoritariamente contra niñas, p rol iteran, tanto en I'rancia como en otros muchos países, especialmente en Vicna en la época del doctor Frcud. En Inglaterra, experimentan un notable aumento de 1860 a 1890, exactamente al con­

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    trario que la criminalidad en general, que se desploma después de 1850 y no deja de reducirse hasta el cambio de siglo. El 99 % de los acusados son hombres, que abusan de niñas en el 93 % de los casos. El «descubri­ miento» del problema está ligado a un poderoso movimiento de protec­ ción de la infancia y a una concepción romántica que aparece con la Ilustración y que insiste en la inocencia de los más jóvenes. Sin embargo, la atención no se centra en Jos niños varones, a causa de una percepción diferenciada de los géneros que siempre relaciona al ser femenino con su reputación sexual. Sólo las niñas violadas plantean un verdadero proble­ ma social, que despierta una atención creciente, lo cual explica el au­ mento de las denuncias y el rechazo. Muchas instituciones se niegan a acogerlas, por miedo a que corrompan a las demás muchachas. A la edad de 12 años, o incluso antes, se las interna normalmente en centros o pri­ siones que albergan a prostitutas adultas. En un momento en que los británicos se replantean la feminidad y la infancia para desarrollar en el conjunto de la nación un modelo masculi­ no de «vigoroso colonizador» imperial y un modelo femenino entera­ mente dedicado a una «maternidad sagrada», las pequeñas violadas que no se integran en ese esquema despiertan al menos tanto miedo como compasión. Además, los contemporáneos se niegan a afrontar abierta­ mente el problema del incesto, que sin embargo está muchas veces en el origen de su «caída». Aunque según la Iglesia es pecado, no se persigue antes de 1908 en el Reino Unido. Se le aplica simplemente la legislación que rige para la edad del consentimiento. Hasta 1885, el afecto desbor­ dante de un padre por su hija de 1 3 a 16 años no se considera ilegítimo. Algunos progenitores parecen considerar, por otra parte, que sus dere­ chos maritales se extienden a los hijos, sobre todo porque la violación de la cónyuge no puede perseguirse hasta 1991 ,H A pesar de importantes diferencias sociales, religiosas y culturales, las dos principales potencias coloniales del siglo X1X, Erancia c Inglate­ rra, conocen una evolución paralela en materia de delitos contra las per­ sonas. Homicidios y lesiones siguen reduciéndose hasta casi desaparecer en el espacio público. A principios del siglo xx, los tribunales persiguen a menos de un acusado por homicidio por cada cien mil habitantes. Pero la violencia no está erradicada, sino que más bien se ha desviado gracias a los esfuerzos de las autoridades y las instancias morales, que enseñan la necesidad de atenuarla en público. A partir de 1822, las primeras leyes 11

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    inglesas contra los que maltratan a los animales van en el mismo sentido. En 1835 se prohíben las peleas de gallos v el malrrato de animales do­ mésticos. Apoyada por una opinión pública que desaprueba cada vez más las expresiones de crueldad, la criminalización de la brutalidad entra en una nueva fase buscando la pacificación completa del espacio colectivo. El principal objetivo sigue siendo la juventud masculina, de origen popular sobre todo. Desde la Edad Media, se la ba instado suce­ sivamente, bajo pena de muerte, a no portar armas v a abandonar las peleas rituales, así como la protesta agresiva contra las autoridades v el hurto para mejorar una existencia difícil, finalmente, la adquisición de un vasto Imperio en ultramar ha contribuido a su pacificación, orientan­ do a una parte de sus representantes más turbulentos hacia la carrera militar o la instalación en las colonias.12 La Europa occidental del siglo XIX redcfine una vez más la noción ele violencia para adaptarla a unos cambios importantes en las relaciones sociales y más aún en las relaciones entre cohortes de edades y sexos en una época industrial marcada por grandes mutaciones, l anío en f rancia como en Inglaterra, los tribunales se muestran cada vez más severos con los acusados masculinos y manifiestan al contrario más indulgencia hacia las mujeres incriminadas. Esa aparente paradoja revela una voluntad más fuerte de encauzar a los primeros, sobre todo a los jóvenes de clase obrera, por parte de los poderes y de los notables adultos pertenecientes a las capas superiores o medias de la sociedad. Según ellos, el derecho de castigar, incluirlo el recurso legítimo a la fuerza, pertenece exclusiva­ mente a los amos, a los superiores y a los padres, que pueden hacer uso de él sin excederse para proteger su hogar y sus propiedades. En cuanto a las hijas de Iiva, mucho menos numerosas entre los im­ putados, también se cnlrentan a castigos cada vez menos
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    a pesar ele ¡a política natalista del Gobierno y las exhortaciones ele la Iglesia. Una ley de 1923 despenaliza el aborto. La tasa de absoluciones de las infanticidas, mayoritariamentc muchachas solteras pobres y domi­ nadas, progresa más deprisa aún y alcanza el 58% en vísperas de la Pri­ mera Guerra Mundial, tres veces más que en 1860.11 Semejante clemencia les parece sospechosa a ciertas feministas, que tienden a ver en ese «no reconocimiento del potencial de violencia de la mujer» un dispositivo destinado a suavizar las costumbres, insistiendo en la vieja figura de la «mujer civilizadora» ligada a la afirmación de su inferioridad.14 Podría tratarse más exactamente de una percepción por parte de los jueces y los jurados de una migración decisiva de la brutali­ dad física desde el espacio exterior hacia el corazón del hogar, y de una voluntad de limitar su impacto sin intervenir directamente en materias privadas o íntimas. La multiplicación de las denuncias por abusos sexua­ les o violación de niñas es uno de los muchos indicios del desarrollo ele sanciones judiciales destinadas a frenar la brutalidad en las relaciones y los excesos dentro del marco conyugal. Considerado como el santuario inviolable de la masculinidad por las burguesías triunfantes, éste es en efecto el lugar de la única agresividad legítima posible por parle del amo sobre el resto de los habitantes de la casa. Obviamente, no debe superar los umbrales de tolerancia fijados por la ley, sino ser algo solapado, calla­ do, desconocido por Jas autoridades; en caso contrario, puede ser san­ cionado con severidad, ks lo que ocurre con la eliminación del cónyuge. De 18-11 a 1900, Inglaterra y el País de Cíales registran setenta y ocho procesos de esposas asesinas, y setecientos uno contra maridos asesinos. La desproporción va acompañada de una evolución exactamente inver­ sa en uno y otro genero. Mientras que el gesto fatal femenino disminuye en un 50 % durante dicho período, el cometido por un hombre aumen­ ta en un 75 ‘X, y representa el único tipo de homicidio que progresa en esa época. Ls improbable que la evolución sea debida únicamente a una inten­ sificación de los conflictos en el seno del hogar, pues estos hechos eran propiamente invisibles o raros en las épocas anteriores, lint re los 579 casos de lesiones registrados en Lsscx de ] 620 a 1680, no figura ninguna acusación tic este tipo. Gomo en toda líuropa, los conflictos conyugales son entonces sancionados por la comunidad, sin necesidad de recurrir a H’iJ

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    la justicia. Los maridos complacientes o débiles son instados a castigar a sus mujeres so pena de sanciones públicas humillantes, como ser pasea­ dos sobre un burro, que es lo que se hace con los maridos cornudos. Si pegan demasiado a su mujer y ésta muere, el asunto es calificado de ho­ micidio accidental y tratado con una gran benevolencia por los tribuna­ les, suponiendo que llegue hasta los mismos. En el siglo xvni, se denun­ cian ante los tribunales ingleses más casos no mortales, pero en general no son sancionados sino sometidos a un procedimiento de reconcilia­ ción bajo control legal. Dicha práctica continúa en el siglo xix, mientras se va instaurando paralelamente una criminalización sin duda parcial del fenómeno.15 La interpretación no es fácil. No es seguro que se trate de una pura voluntad de proteger a los más débiles de la casa. Los ma­ gistrados y los jurados no parecen definir verdaderos umbrales más que si el marido se extralimita tanto que causa la muerte. Al mismo tiempo, se niegan a tratar claramente el tema del incesto paterno. Y si tratan de proteger mejor a las niñas de los abusos sexuales, en particular por par­ te de los adultos, es sobre todo para evitar que su caída produzca una amplia corrupción del mundo femenino sobre el cual reposa el futuro demográfico de la nación. Como en Francia o en las demás regiones en vías de industrialización, lo esencial de los esfuerzos represivos afecta a las clases inferiores, consideradas como peligrosas y singularmente violentas. Con todo, Inglaterra representa una relativa excepción dentro de Europa. Es la única que orientó precozmente sus tribunales hacia la re­ presión de los atentados contra los bienes, bajo la presión de los «prin­ cipales» habitantes pertenecientes a la middling sort de las parroquias, asustados por el vertiginoso aumento del vagabundeo entre 1570 y 1630. El problema se debe entonces a una gran dificultad de los jóvenes para establecerse y casarse, pues el 67 % de los detenidos por vagos tiene menos de 21 años y el 43 % menos de 16.16 En el siglo xvni, el hloody code continúa enviando a la horca a más jóvenes ladrones que asesinos. Es abandonado en la década de 1830, cuando 1a ansiedad principal de las autoridades y los ciudadanos se desplaza cada vez más hacia los aten­ tados contra las personas. Su tratamiento tardío se basa en un desarme general de los ciudadanos y de las fuerzas de policía, acompañado de un reforzamiento de las formas de control social y de regulación del orden público. Vista como una originalidad insular por Jos autores anglosajo­

    nes, esa evolución parece constituir más Bien una forma ele recuperar el terreno perdido respecto al pelotón de los demás listados, inmersos desde principios del siglo xvn en un proceso de «civilización de las cos­ tumbres» y de limitación de la violencia sanguinaria. En ese marco, la condena rigurosa clcl homicida tiende más a acabar con un arcaísmo espectacularmente demostrado por las cifras y a alinear al país con los otros que a expresar una especificidad reivindicada por los periódicos locales a finales del siglo X1X.1, Estos definen en particular el asesinato de la esposa infiel como antiinglcs por naturaleza, para mejor exaltar el self control, la domesticación de la violencia y la atención hacia el sexo débil. Se supone que dichos rasgos caracterizan al súbdito británico, por con­ traste con todos los demás pueblos, franceses, italianos, españoles y griegos, sobre tocio, presuntamente incapaces de controlar sus impulsos y su combatividad. La inmoralidad francesa, vilipendiada por la tole­ rancia excesiva ele los jurados nacionales hacia los que matan por amor o por pasión, es lo que más indigna a los británicos. Es cierto que las mujeres son las principales beneficiarías de la evolución en Inglaterra en el siglo xix, pues el alcohol alimenta particularmente la brutalidad en los medios populares. Una legislación muy restrictiva así lo demuestra, y las condenas a multas o a cortas estancias en prisión por ese tipo de excesos se multiplican por tres entre 1860 y 1876, alcanzando la cifra de ciento ochenta y cinco mil durante ese último año. Los casos de homicidio de una esposa a manos de su marido borracho siguen la misma evolución, pasando de sesenta y tres entre 1841 y 1870 a ciento cincuenta y dos durante los tres años siguientes.H La realidad ele esa lacra social crecien­ te es lo que explica la severidad de los tribunales. La oda al «hombre normal razonable» entonada por los contemporáneos contribuye sobre todo a ocultar la extrema dificultad de erradicar la violencia, ahora ya excluida del espacio público, pero concentrada en el hogar, donde es probablemente mucho más intensa y más frecuente de lo que las estadís­ ticas criminales sugieren. En b rancia, la situación parece un poco menos preocupante. La an­ tigüedad de la lucha contra todas las formas de agresión parece haber impedido una excesiva concentración de estas en el ámbito privado, a juzgar por la indulgencia de los jurados al respecto. De 1905 a 1913, sólo se muestran muy severos en materia de asesinato o de homicidio con agravantes, sobre todo con ocasión de un robo. Absuelven al 40 % de los

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    demás imputados. Se muestran comprensivos especialmente con los que matan por amor, celos o desesperación, pero también cuando las vícti­ mas, «poco estimables», pertenecen ti medios turbulentos donde los conflictos son tradicionales y cuando se trata de* riñas de taberna o de peleas entre un hombre v su concubina en el mundo obrero,1'' La dife­ rencia esencial entre los dos grandes países rivales es seguramente debi­ da a una percepción colectiva diferente del valor de la vida humana. 1 lacia 1830-183-1, I'rancia ocupa una posición media en Luropa en cuan­ to a la pena de muerte, con un caso anual por millón de habitantes. En Prusia, el castigo supremo ha desaparecido prácticamente desde hace quince años v va no se aplica más que en casos de asesinato. En Inglaterra, la media anual de las condenas a muerte pasa, por el contrario, de mil en 1810 a mil trescientos cincuenta hacia 1830, lo cual representa, conside­ rando la población, una tasa diez veces más elevada que en Prusia y tres veces superior a la de 1’rancia. La mayoría de las condenas a muerte son por delitos contra la propiedad. Aunque ios ahorcamientos efectivos disminuyan sin cesar durante el primer tercio del siglo, estableciéndose en uno por cada veintinueve sentencias capitales entre 1831 y 183 3, sien­ do los demás prisioneros deportados a las colonias, son sobre torio robos simples sin brutalidad los que* se sancionan tan duramente. ’" El simbolis­ mo del ajusticiamiento no se orienta, pues, prioritariamente hacia la di­ suasión de ¡os autores de excesos sanguinarios. El homicidio posee así una dimensión mucho más banal que en el continente. La multiplicación de ¡os homicidios de esposas rcflcj¿t probablemente las dificultades de ada­ ptación de las sensibilidades colectivas a la criminalización de un acto que, hasta entonces, no planteaba mayores problemas a las autoridades. El declive de la violencia fatal y la reducción de las penas de muerte están íntimamente relacionados. Constituvcn las dos caras de un mismo proceso de valorización de la vida humana que es característico de Eu­ ropa y de los ideales universales que esta exporta desde el siglo XIX. En esa época de conflictos, de guerras intestinas v de lucha de clases, la evo­ lución general hacia la pacificación de las relaciones ordinarias se desa­ rrolla por doquier en el continente, a ritmos a veces muy distintos. Italia, por ejemplo, conoce una transformación radical en la segunda mitad del siglo. La tasa nacional de homicidios pasa de trece a dos por cien mil habitantes. En la provincia de Ñapóles, donde viven unos siete millones

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    de personas hacia 1861, esos delitos equivalen al doble tic los cometidos en Alemania, Francia c Inglaterra juntas. Los tribunales juzgan siete ve­ ces menos homicidios en 1880, pese a que la población ha aumentado en un 20 %. En Sicilia, por las mismas lechas, la rasa sigue siendo muv ele­ vada, alrededor de diecisiete por cien mil habitantes, pero ya se ha redu­ cido a la mitad, o quizás en dos tercios, desde principios tic siglo. La disminución gradual de la pena de muerte, a un ritmo igualmente varia­ ble según los Estados, consrituve el telón de fondo sobre el cual se desa­ rrolla la pacificación de las costumbres. En Francia, el número de los guillotinados solía desplomado hacia 1901-1905, luego conoce ílucruaciones hasta la abolición tic la pena de muerte en 1981. Inglaterra regis­ tra un movimiento más espectacular aún, pasando de un máximo hacia 1830a una tasa inferior a la de Francia a principios del siglo xx. mientras que Noruega, Dinamarca y Suecia suprimen la pena capital. Estas muta­ ciones reflejan una nueva mirada sobre ios jóvenes de origen humilde, que son la mayoría ele los condenados a muerte. En Inglaterra antes de 1800, los chicos de menos de 21 años son los más representados cu esa cohorte siniestra.21 En vísperas del primer conflicto mundial, que dará rienda suelta a tremendos brotes de ferocidad colectiva, muchos europeos se sienten paradójicamente poco inclinados a las conlmutaciones sanguinarias en la vida cotidiana. Las burguesías pueden enorgullecerse de haber do­ mesticado la violencia sangrienta reduciendo drásticamente la cifra de los homicidios no crapulosos. I lan canalizado o desviado ia brutalidad de las capas laboriosas para hacerla menos inquietante. Id aumento del número de golpes y lesiones o de conflictos familiares traduce esa deri­ vación hacia actos de consecuencias menos trágicas, que conocerán a su vez una regresión más adelante, menos rápida y menos importante en los países del sur que en los del norte. ” La situación resulta de una \ igilancia multiforme de los adolescentes, en particular de los de origen prole­ tario, cuya turbulencia «natural» preocupa vivamente a los gobernantes, los ricos y los partidarios del orden v la paz cívica. La «fábrica» occidental ha multiplicado los procedimientos de controlar su potencial perturba­ dor. La justicia final, que representa el filtro último, no se encarga tanto de castigar a los irreductibles v a los irrecuperables o de rehabilitarlos mediante el encarcelamiento, según ciertos discursos normativos de la época, como de aislarlos del cuerpo colectivo para imponerles la domes-> 1

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    ticación que han rechazado.2' La prisión tal como la describe Michel I'oucauk representa a Ja vez un eslabón y un modelo reducido de la so­ ciedad occidental. Acoge mayoritariamentc a varones jóvenes anómieos. Prolonga para ellos el inmenso esfuerzo que para disciplinar esa franja de edad realizan diversas instituciones, entre ellas la escuela y el ejercito, así como múltiples procedimientos menos oficiales. La educación del comportamiento dirigida por todas las instancias de socialización insiste constantemente en la necesidad de autocontrol v de urbanidad al com­ partir el espacio común, a la vez que se desvía de mil maneras la agresi­ vidad juvenil, en particular hacía el deporte, generador de un alma sana en un cuerpo sano, la aventura colonial, y sobre todo la defensa de la patria en peligro... A pesar de una reducción real de Jos peligros reflejada claramente en el nivel bajísimo de las estadísticas de finales de siglo en lo que al homi­ cidio se refiere, los europeos creen ser testigos de un incremento de la ferocidad de los hombres jóvenes. Esa inquietud se debe probablemente a la llegada a la edad adulta de una generación numerosa, cuya masa puede asustar a las gentes bien establecidas, arrolladas al mismo tiempo por las reivindicaciones proletarias y las tensiones entre los Estados. En 1'rancia, los intelectuales se apasionan por ese tipo de problemas. Defi­ nen unos estereotipos criminales con una óptica muy moralízaclora. Ln lo que a los varones se refiere, los estereotipos corresponden a las distin­ tas edades de la vida: la violencia caracteriza la juventud; el robo o el fraude se desarrollan con la madurez; los abusos sexuales contra las ni­ ñas son propios de la vejez. Tal vez el aroma pasado de moda que exha­ lan esas tipologías haya contribuido a devaluarlas mucho a los ojos de los investigadores actuales. Pero si consideramos esa literatura floreciente como un síntoma, revela una gran angustia ante las amenazas represen­ tadas por las nuevas generaciones y sus consecuencias desastrosas para la colectividad. Paúl Drillon diserta en 1905 sobre La juventud criminal. Oiencm y religión. Estudios para el tiempo presente. En 1907.J. Grosmolard analiza La lucha contra la criminalidad invenil en el siglo ,\7X, al tiem­ po que Raoul Leroy presenta Examen médico legal de nn joven criminal de 20 años acusado de violación y de homicidio voluntario. En 1908, Albert Giuiiani deifica su tesis de derecho a La adolescencia criminal, con­ tribución al estudio de las causas de la criminalidad siempre creciente de

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    la adolescencia y de los remedios que se pueden aportar. Al año siguien­ te, G.-L. Duprat se interesa por La criminalidad en la adolescencia: causas v remedios de un mal actual.^ La hecatombe de 1914-1918, que diezmó sobre todo a la juventud, desactiva esos miedos y permite recuperar la senda de la pacificación de las costumbres. I lacia 1930, la violencia homicida alcanza su punto más bajo en Europa. El homicidio ya no es más que una reliquia en la parte occidental, de Escandinavia a España, pasando por Francia, donde los actos registrados oscilan entre 0,5 y 0,9 por cien mil habitantes, excepto en Finlandia, donde la tasa alcanza 10,1. Un segundo grupo de países —Alemania, Bélgica, Portugal, Italia, Checoslovaquia, Austria— pre­ senta unas medias situadas entre dos y tres. Finalmente, el este y el sur —Hungría, Polonia, Rumania y Grecia—alcanza unas cifras entre cua­ tro y seis, frente al 8,8 de Estados Unidos y 51,8 de México en la misma época. Casi medio siglo más tarde, hacia 1976-1978, la situación trans­ crita por Jas estadísticas sanitarias se ha armonizado. La tasa fluctúa ge­ neralmente alrededor de uno, es decir, nueve veces menos que en Esta­ dos Unidos, las diferencias se recortan, incluso en Finlandia, donde el fenómeno, sin embargo, sigue siendo tres veces más frecuente. Europa es el único continente del planeta que presenta esta situación en el tercer cuarto del siglo XX. La violencia fatal es residual y en general está rela­ cionada con las mafias. Las acusaciones se orientan ahora principalmen­ te hacia formas de brutalidad privada. El aumento considerable de los casos de violación en Suecia y Alemania y su progresión más lenta en Francia, Inglaterra o Italia indican menos una agravación real que una criminalización mayor de estos fenómenos. Expulsada de la calle y cada vez más denunciada por las víctimas, la agresividad se convierte en un tabú absoluto. La célula familiar se halla más vigilada que antes, lo cual induce a más acusaciones relacionadas con actos que hasta entonces se mantenían en secreto, como el incesto y la pedofilia, llamados a concen­ trar la atención de las autoridades represivas a principios del siglo xxi. También se pueden identificar otros cambios o desplazamientos. Las conclusiones de Durkbeim respecto al suicidio, más frecuente según el en las clases acomodadas francesas que entre los pobres, siguen siendo válidas, y la Europa de la década de 1970 presenta la mortalidad por accidentes de tráfico más alta del mundo, con grandes diferencias según los países. Contrariamente a Estados Unidos, la existencia en Europa H

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    está menos amenazada por el crimen que por el accidente de tráheo y el suicidio.2> La forma en la que el Viejo Continente se ha convertido en un oasis de seguridad para las personas se explica a un tiempo porque cada Esta­ do se ha hecho cargo del problema y porque individualmente se han aceptado los valores pacificadores. La evolución no ha desembocado en la desaparición de toda violencia mortífera, ya que esta alcanzó una in­ tensidad excepcional durante las revueltas, revoluciones y guerras que marcaron intensamente el territorio hasta 1945, pero sí ha acelerado su desaparición del espacio público y de las relaciones sociales habituales. Podemos preguntarnos si ambos mecanismos no están íntimamente re­ lacionados. b’l control cada vez más eficaz de la agresividad viril común, ¿no podría acaso haberse hecho a costa de las hecatombes militares y las insurrecciones rcivindicativas que han llevado a enfrentamientos san­ grientos? En el estado actual de nuestros conocimientos, es imposible afirmarlo. Pero sí podemos pensar que la multiplicación de las prohibi­ ciones en torno al tabú de la sangre modificó profundamente el equi­ librio psíquico de los varones jóvenes, en un momento en que otras prohibiciones, de orden sexual, pesaban también sobre ellos. Los hijos de las clases privilegiadlas o burguesas acomodadlas se vieron a veces abo­ cadlos a una dieses potación que los llevó) al suícitlio o, más a menudo to­ davía, por un mocanismo dio sublimación, a unos estilos de competición lícitos puestos al servicio tic la colectividad: ejército, conquista colonial, cvangelización de pueblos remotos, empresas comerciales, campeonatos deportivos dle alto nivel...Jí> ¿Y que pasé) con los otros, sobre todo con los más pobres? Obligadlos a disciplinar sus pasiones, a no pelearse v espe­ rar a casarse para poder gozar dle las delicias de la carne, ¿cómo vivieron ese sometimiento sin grandes esperanzas? La respuesta a un problema tan amplio y aun poco cstudliado no es sencilla. Exige por lo pronto dis­ tinguir entre el universo urbano y el universo rural.

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    Las sociedades occidentales intentan mantener el orden sobre todo en las ciudades. Instaurad*) por Luis XIV, el lugarteniente de policía de Pa¡ís las ilumina y las vigila para prevenir posibles movimientos popula­

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    res, velando porque estén abastecidas de grano c informándose de cual­ quier rumor/' luí el siglo xvm se impone el capitalismo mercantil v las riquezas coloniales (Inven bacía 1 atropa, sobre todo a las ciudades, que atraen a masas de vagabundos v de desarraigados, muchos de los cuales no pueden ser rehabilitados en los correccionales o los hospitales gene­ rales. [ .os grandes batallones de delincuentes se reclutan como siempre en el universo juvenil, masculino y femenino. Si bien muchas veces han interiorizado el mensaje imperativo de las autoridades v las tutelas mora­ les en cuanto al tabú de la sangre, no por ello dejan de sufrir enormes frustraciones en un sistema muy jerárquico en el cual el varón adulto tiene torios los derechos. Para muchos de ellos, el robo constituye una necesidad vital, al mismo tiempo que una válvula de escape. Occidente caria vez da más valor a los bienes. Ln el nivel simbolice, éstos se convier­ ten progresivamente en la marca de una vida exitosa, mientras se va fra­ guando la Revoluciém francesa, portadora de1 ¡os valores riel mérito para compensar los del nacimiento. No es de extrañar que el diálogo social se establezca en este punto entre los que deciden en la cumbre v en la base de la sociedad, del rev o cd jefe del h.stado a los padres de familia, para poner freno, de una forma renovada pero igualmente firme, a una juven­ tud que tiene prisa por aprovecharse tic lo que la civilización considera como esencial. La justicia criminal se encarga de demostrar la importan­ cia extrema de las nuevas prohibiciones. Id principal cambio, que se produce lentamente, expulsa poco a poco del espacio publico a los hijos, sobre todo a los solteros que antes andaban por las calles de noche y los días de fiesta, v los encierra en l¿t escuela, el taller y más tarde la fabrica v el servicio militar obligatorio. La atención y el alecto familiar que se desarrollan hacia esas criarles de la vida a partir del Siglo de las Luces traducen no solo una revolución de los sentimientos, sino también un control mucho mavor de los adultos sobre unas generaciones potcncialmcntc perturbadoras de la paz comu­ nitaria. Id hogar familiar, que es el encargado de socializar inicialmcntc a los niños y tic apartarlos del camino del vicio, y mas tarde tic confiarlos a instituciones capaces tic limitar los contactos tic los adolescentes con la calle siempre* peligrosa, adquiere asi mucha mas importancia que antes. Lugar protector, concentra también más tensiones cuando asume fun­ ciones de formación que ames realizaban las bandas juveniles. Por ello las v iolcncias domesticas parecen haber aumentado constantemente du­ rante ese periodo, hasta el punto < le tjuc hacia 19/ () cas i un homicidio tic

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    cada cuatro en Europa es un crimen familiar.-1’ Las ciudades, que no re­ presentaban más que una minoría de la población en el siglo xx 111 —no más de una quinta parte en el caso de1 ¡ rancia, por ejemplo—, son las que se convierten en los laboratorios del cambio. Tras un eclipse en la época de los suplicios decretados por un Estado central descoso de demos­ trar su poder, las ciudades recuperan las formas de pacificación de los comportamientos características de la edad de oro de las metrópolis de finales de la Edad Media.'9 A menudo existe un gran contraste entre el terror legal que los gobiernos centrales siguen utilizando y los procedi­ mientos de control más flexibles empleados en las grandes urbes moder­ nas. Aunque los objetivos sean los mismos, pues los delitos contra los bienes son en todas partes los más perseguidos, el sistema punitivo difie­ re en gran medida. En Lorena, un principado soberano, el Código de Leopoldo de 1707 orienta principalmente la severidad judicial del régi­ men hacia los ladrones. De un total de ciento treinta y nueve sentencias dictadas por tribunales de apelación de 1708 a 1710, cincuenta y nueve de los setenta condenados a muerte son ladrones. La mitad de ellos han robado sin violencia productos alimenticios, ganado o vestidos. Los de­ litos de sangre sancionados con la pena capital son pocos y todos consi­ derados como extremadamente graves: dos parricidios, seis asesinatos y un mlantícidioT' La coyuntura de dejíresíon y la miseria reinante duran­ te el crudo invierno de 1709 no son los únicos factores que explican el incremento de la represión en lo tocante al robo, ya que el movimiento afecta al mismo tiempo a toda Europa, en particular a la Inglaterra del hloody cade, como hemos visto. En el Siglo de las Luces, el desplazamien­ to del proceso de criminalización indica que el homicidio ya no es la preocupación esencial de las autoridades, porque la acción intimidatoria ya ha dado sus frutos, no dejando sino un pequeño número de irreducti­ bles, siempre eliminados sin piedad. Las autoridades judiciales fulminan sobre todo a Jos autores de hurtos, culpables a la vez de desobedecer y de poner en cuestión unos fundamentos no igualitarios de la sociedad. La represión de los delitos contra los bienes constituye también la principal preocupación de las autoridades urbanas, pero el tratamiento del problema por la policía v la justicia de proximidad es menos brutal. Medida según las denuncias presentadas ante el tribunal de los ¡uralx de

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    Buríleos entre 1768 y 1777, la pequeña delincuencia ordinaria sanciona­ da por ese tribunal municipal de primera instancia implica dos mil cien acusados en diez añosA Burdeos, muy próspera, enriquecida por el co­ mercio atlántico y embellecida por el intendente Toumy, es una de las ciudades más importantes de Erancia después de París, con una pobla­ ción que a lo largo del siglo xvm pasa de los 45,000 a los 110.000 habi­ tantes. Entre 1771 y 1772 sufre una crisis de subsistencia excepcional­ mente grave. La parte femenina registrada por esas fuentes es marginal. Los conflictos entre personas alcanzan casi el 36% del total, seguidos por los robos, que representan alrededor de un 25 %. El perfil más co­ rriente del delincuente es el del hombre joven perteneciente al artesana­ do. que ejerce un oficio modesto, recientemente inmigrado en un 41 % de los casos, más bien del campo que de otra ciudad. Los imputados de entre 20 y 34 años constituyen en romo a cuatro quintas partes del total, con predominio de los varones de 20 a 24 años. Los artesanos, sobre todo los que trabajan en oficios relacionados con la madera, el vestido o la construcción, entre los cuales figuran muy pocos maestros, son dos acusados de cada cinco; las ocupaciones de menor nivel, marineros, mo­ zos de cuerda, criados y viticultores, casi igual. Los denunciantes, cuya edad figura pocas veces, pertenecen casi en un 50% a las clases más acomodadas, son mayoritaríamente naturales de Burdeos y saben firmar más a menudo que los imputados. En el 80% de los casos, conocen a estos últimos, debido a relaciones profesionales, de vecindad o de cohabi­ tación, o simplemente por haberse cruzado con ellos en la calle o en las ferias de marzo y octubre, que son los momentos en que se* producen más fechorías denunciadas. Las injurias y los golpes con resultado de lesiones caracterizan una sociabilidad brutal heredada del pasado que se produce sobre todo en verano. La mitad de las querellas oponen a protagonistas de nivel social equivalente, normalmente vecinos o compañeros tic trabajo, por pro­ blemas tle dinero —préstamos o alquileres impagados, deudas— o al­ tercados, especialmente en la taberna, a veces también por deseo de venganza. Las agresiones verbales, injurias o amenazas, y los golpes que no provocan lesiones alcanzan casi los dos tercios del total. Afectan ma­ sivamente a las gentes de condición superior y constituyen también una bu en a parte de la delincuencia femenina. En cuanto al resto, las lesiones que justifican el informe de un cirujano son causadas en un 36% por

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    varones ele entre 2(1 \ 24 años, compañeros artesanos en una proporción de tres de cada cinco, que generalmente se enfrentan a uno de sus cole­ gas. leste fenómeno, que es una roliquia de la intensa x frecuente violen­ cia homicida del pasado, muestra una disminución sensible del umbral de tolerancia en este punto, pero también la supervivencia, con conse­ cuencias menos trágicas, de los enfremamientos viriles entre varones solteros, esencialmente cnt re los trabajadores que en su oficio utilizan la fuerza. I 4 robo presenta unas características mu\ distintas. Sigue de cerca la cur\ra de las variaciones del precio del pan, y alcanza su máximo durante la crisis de 177 I 1772. Remite en verano, pero en cambio se multiplica durante las Icrias. I ,a mitad tic los robos son simples v se concentran muv poco en la comida. Los acusarlos roban sobre todo dinero, ropa, cubier­ tos de plata \ jovas. Generalmente son miembros de los oficios más modestos v han llegado hace poco a la ciudad en busca de trabajo; sus víctimas suelen ser habitantes acomodados. La lacra es mucho más importante de lo que sugieren las cifras, ya que las víctimas deben en­ contrar ellas mismas al ladrón para llevarlo ante la justicia, puesto que la policta los a\ uda poco. I .as penas severas, que van hasta el ahorcamiento o los trabajos forzados a perpetuidad, indican que las autoridades judi­ ciales identifican una amenaza social grave v endémica, pero no tienen los medios reales para \ ugulatla. I amblen revelan un cara a cara tenso entre la parle mas inestable del mundo jttx'cnil miserable de la inmigra­ ción y la sociedad prospera establecida. Menos inquietante, a lo que pa­ rece, puesto que se limita a conflictos entre iguales, la violencia sangui­ naria residual, cuxo calendario difiere mucho del anterior, tal vez sea privativa de otra parte, un poco mas establecida, de la misma cohorte de edad. I al es probablemente el <'aso de las injurias, el lenguaje de burla o desafío por parte de inferiores, especialmente de mujeres, dirigido a las clases superiores o acomodadas. Los simples delitos de orden público contabilizados no hacen sino confirmar esa impresión, pues demuestran «la existencia de1 tm espíritu alborotador, pendenciero, amante del juego y del I raudo» entre los jóvenes bordeleses, a los que les gusta resistirse a la milicia, atacarla o amotinar al pueblo contra ella. Por último, los casos tic atentados contra la moral denotan una gran tolerancia tic los vecinos respecto a la prostitución x una Inerte propensión masculina al rapto tic seducción, para aprox ocharse de los laxores tic una chica v luego aban­ donarla cuando está encinta. Ln este terreno hav una grao Iragilitlatí por n-i 1'1 I 1 i l< ■ 1^ ¡.irvlciiMi, im II i-.lRli I1)< ■()! i ■ di VIH 'dld-K oor Iciv :11)1O< v 11 leoo

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    observa en otros lugares —por ejemplo, en Inglaterra— en los siglos anteriores?2 La evolución que presentan otras grandes ciudades europeas sigue las mismas tendencias. El robo se convierte en todas partes en Ja princi­ pal preocupación, especialmente en París?5 En Amstcrdam, los jueces multiplican las sentencias capitales por robo hacia 1720, mientras que hasta entonces habían considerado el hecho con una gran indulgencia. La mutación está directamente relacionada con el cambio de estatus de la violencia mortal. Los informes de inspecciones de cadáveres permiten observar una disminución espectacular de la misma hasta la década de 1690, seguida de un aumento claro pero temporal: la tasa de homicidios por cien mil habitantes pasa de cuarenta v siete en el siglo xv a veinticin­ co en el siglo siguiente y luego a tres hacia 1670, antes de repuntar hasta nueve de 1693 a 1726, para quedar establecida entre dos y tres en la se­ gunda mitad del siglo xvill. Id repunte constatado durante esos tres de­ cenios corresponde a un período específico de «pelea con navaja» en las calles, que se termina justamente durante la década de 1720. Posterior­ mente, la agresión fatal migra del espacio exterior hacia el seno del ho­ gar, donde aumentan los conflictos sangrientos. Ahora bien, los actores délos duelos a cuchillo son esencialmente mozos originarios de las capas inferiores, pero no de las más bajas. Ocupan incluso una posición que podríamos llamar media, entre las clases inferiores v las categorías «res­ petables». Además, la mitad de ellos son pequeños ladrones ocasionales, cuando no individuos que viven de sus rapiñas?"1 Parece ser que la tran­ sición hacia la pacificación de los comportamientos tuvo lugar en ese momento y provocó resistencias por parte de los mozos, privados de sus derechos tradicionales a la violencia viril. Obligados a abandonar el es­ pacio público nocturno, desalían doblemente a las autoridades con los duelos a cuchillo y con los hurtos. La cultura juvenil masculina urbana pasa del homicidio, cada vez menos tolerado por la sociedad, al robo. I fasta entonces moderadamen­ te reprimido y muchas veces considerado como un asunto privado por parte de la policía, tanto en Burdeos como en otras ciudades, este último no sólo ofrece unos medios de existencia a los menos favorecidos. En un universo en el que los contrastes de riqueza se acentúan y las tentaciones 3.!

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    aumentan, también tiene que ver con actitudes contestatarias de los ado­ lescentes frente a las autoridades y a los notables bien insudados. No se trata de los más miserables ni de vagabundos sin esperanza, sino más bien de hijos del pueblo que se consideran víctimas de la injusticia v que sufren por el refuerzo de las tutelas morales y sociales que pesan sobre ellos. La justicia lo reconoce. Frente a esos nuevos desafíos que despla­ zan hacia los bienes el núcleo del conflicto simbólico entre las generacio­ nes que suben y los adultos, reacciona multiplicando los ejemplos de castigo supremo. El robo simple o, para los criados, el hecho de hurtar cualquier objeto a su amo, aunque sólo sea un pañuelo, puede llevarlo a uno a la horca. La nueva lección educativa impartida a todos los hijos es que no se opongan a la ley de los padres, que no traten de subvertir el orden normal de las cosas apropiándose de lo que no les pertenece, sino que aguanten, trabajen y obedezcan para acceder un día a la posición deseada. Industriosidad y pereza, una célebre serie de grabados en 1747 de Hogarth, prolonga la cruel advertencia. Muestra que el aprendiz vi­ cioso y perezoso acaba ahorcado en un patíbulo de Tyburn, mientras su camarada industrioso y respetuoso de las normas se convierte en alcalde de Londres.’5 Aunque la ciudad de Londres está empezando a ocupar el primer puesto en Europa, con un aumento de más de la mitad de su población durante el siglo xvill hasta alcanzar casi novecientos mil habitantes en 1800, y a pesar de que la renta per cápita en la ciudad se está desploman­ do, todavía registra una disminución importante de los homicidios co­ metidos en sus calles. Los acusados masculinos representan un 87 % del total. Las mujeres responden raras veces con la violencia a las numerosas provocaciones o insultos que se les infligen en el espacio publico. Tenien­ do en cuenta la evolución demográfica, el total de las peleas mortales, por otra parte iniciadas la mayor parte de las veces sin intención deliberada de matar, es seis veces menor en 1791 que en 1690. Las últimas décadas del Siglo de las Luces presentan una tasa de menos de uno por cien mil habitantes, el mismo que prevalecerá hacia 1930 en el conjunto del Reino Unido. Los dos tipos de homicidio que más disminuyen son la resistencia a las autoridades policiales -—lo cual supone una mejor aceptación de la ley— y los combates de honor. En este último caso, la actitud femeni­ na de evitar el enfrentamiento se traslada también a los hombres, pues a partir de mediados de siglo cada vez son más los que ya no responden

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    a las provocaciones con las armas. Además, en el 39% de las disputas durante la segunda mirad del siglo hay testigos de todos los orígenes so­ ciales que se interponen. La pacificación de las costumbres se generaliza especialmente entre los jóvenes gcntlemeH, muchos de ios cuales dejan de llevar espada a partir de 1720-1730. La intolerancia a toda forma de brutalidad se expresa incluso más vivamente hacia 1760 a través de fre­ cuentes denuncias presentadas por londinenses empujados, agarrados, maltratados o golpeados mientras iban por la calle. El espacio exterior abierto se convierte en más civilizado. A finales del siglo xvjii, más de la mitad de los homicidios denunciados se han cometido dentro de las ca­ sas o en lugares públicos cerrados, canto tabernas, cafés y tiendas?'’ El descenso por escalones sucesivos de la violencia relacional en Londres corresponde a la creciente aceptación de un autocontrol cada vez más fuerte por parte de las generaciones interesadas. El punto de partida de la sensibilización de la opiniétn pública ante el problema es probablemente el caso de los Mohocks. Durante varios meses, en 1712, la capital inglesa conoce un verdadero pánico moral. Unos misteriosos grupos de jóvenes aristócratas libertinos son acusados de aterrorizar a la ciudadanía por la noche y de atacar a la gente honrada. La reina hace un llamamiento a la vigilancia e incluso ofrece una buena prima a los denun­ ciantes. Pero se trata de una pura invención de un escritor de Grub Street, que por cierto deja escépticos a muchos contemporáneos. El re­ sultado, sin embargo, es que ios ciudadanos y las autoridades se vuelven mucho menos tolerantes hacia los libertinos de buena cuna, los rakes, cada vez más perseguidos por la justicia. Eruto de un fantasma angustio­ so, la larga crisis revela una realidad, pues llama la atención sobre los peligros que resultan de la agresividad juvenil y sobre la necesidad de ponerles remedio?' Posteriormente, las estadísticas en lo que respecta a los delitos de sangre registran un residuo en constante disminución, pese a los proble­ mas sociales y culturales cada vez más acuciantes que plantea la convi­ vencia de poblaciones heterogéneas en permanente aumento. La violen­ cia no desaparece, al contrario; pero con cada generación que pasa se vuelve más banal. La vigilancia ejercida por la policía y el terror de las ejecuciones capitales no bastan para explicarlo. El principal motor de la

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    evolución ha\ que buscarlo en el control diario ele los gestos ele cada uno por parte Je la colectividad. La civilización de las costumbres está en marcha. como en Lóelas las grandes ciudades de Europa. Y no solo se instaura a través de reglas ele urbanidad y de educación. Estas forjan elec­ tivamente- unos tipos ideales ele hombre y de mujer sensibles, caritativos, capaces ele dominar sus impulsos y de expurgar su vocabulario para evi­ tar el insulto o los cnlremamientos en público.’'' Pero su electo es sensi­ ble sobre loelo en las clases superiores y las clases medias. Si bien dichos hábil os se1 diiundcu poco a poco también en los ambientes populares y pueden aprenderse frecuentando los calés, los jardines, los lugares publi eos, v hasta presiden cada \cz más las relaciones entre amos y criados, están lejos de lograr imponerse en los comportamientos del conjunto de las clases trabajadoras. El uso de palabras pertenecientes a ese código verbal es muv raro en los millares de procesos de la época, que afectan mavoritariamente a tep resen tan Les de estas clases. Sin embargo, es obvio que se produce un cambio radical de actitud de las masas v de los humildes respecto a la brutalidad. La causa princi­ pal parece ser la modificación de! espacio urbano, ahora superpoblado. En el último tercio del siglo XVIH. en particular, muchos observadores extranjeros comentan sorprendidos la conducta de* los transeúntes lon­ dinenses: evitan la mirada de los demás, reducen al máximo el contacto físico utilizando los codos v no las manos para abrirse paso, no se vuel­ ven cuando han empujado a alguien, porque sería como confesar que la acción lia sido intencionada. I ai reputación ya no se establece tanto como antes en la calle, lo cual desactiva una parte de los cnlremamientos anta­ ño i ne\ hables en caso de que se pusiera públicamente en cuestión el ho­ nor. I «os lugares de la sociabilidad en los que se agolpa la gente humilde, los /n/m \ los lugares de trabajo, están regidos probablemente por reglas incluso más imperativas para evitar los conflictos, pues proporcionan re­ fugios indispensables, al abrigo de los tumultos exteriores. Y exhibir unas 1 orinas álables se1 convierte en necesidad si uno no quiere pasar por un aguafiestas. La respetabilidad ahora va no esta tan ligada a una virilidad Icrozmcntc proclamada como a una conducta pacífica que no ponga en peligro el orden que reina en el ambiente." I os londinenses de todas las clases sociales se alejan en cierto modo de los peligros \ de la promiscuidad de la calle para construir una pcrsonaliLiS

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    dad más intensamente «privada», menos sensible a la mirada de los de­ más', lo cual hace que sientan menos deseos de usar la invectiva o el puñe­ tazo para imponer respeto. La evolución parece venir tanto de abajo, de las masas que se están transformando en grupos de individuos en un mun­ do superpoblado, como de arriba v del proceso de civilización de las costumbres. Induce a una modificación profunda de las definiciones im­ plícitas de la masculinidad y de la feminidad, v por tanto también de las relaciones entre los sexos. Pues si bien los hombres se muestran menos agresivos entre ellos, parece que cada vez lo son más, de forma espontá­ nea, con las mujeres, listas últimas ven reducirse su propia violencia, que prácticamente desaparece de los archivos judiciales. Pero cuantío se aban­ donan a ella, entonces dan muestras, entre ellas o hacia un varón, de una brutalidad particularmente intensa, apasionada, atacando con uñas v dien­ tes a la policía, por ejemplo?" lisa evidente contradicción hace pensar que las máscaras que llevan las mujeres en las circunstancias más Irecuentes corresponden a unos estereotipos deliberadamente asumidos para respe­ tar las normas impuestas. Sulrir los insultos sin responder y soportar con paciencia los malos tratos de los hombres, sobre torio los del marido en el hogar, es lo que, según la opinión general, caracteriza a las mujeres. La violencia masculina, que ha sido domesticada en el espacio públi­ co, parece desplegarse más en la célula conyugal y sobre todo contra aquellas que no están protegidas por su buena reputación o por un es­ poso. Un número importante de denuncias en lo tocante a agresiones sexuales así lo demuestra. Su proliferación atestigua por una parte que las autoridades están empezando a criminalizar el lc-nómeiio. v por otra que las víctimas elaboran estrategias de defensa contra los excesos mas­ culinos. Mientras que el 80% de los violadores son absucltos por los tribunales ingleses, con gran indignación por parte de las víctimas, las que denuncian una simple tentativa de violación o malos tratos son bien acogidas y obtienen a menudo satis facción, I lay mujeres encintas v espo­ sas golpeadas o engañadas, por ejemplo, que presentan un relato que se* aleja bastante de los hechos delante del juez de paz de Westminster. entre 1680 v 1720. Insisten en su estado de dependencia v en su I ragilidad para conmover a un magistrado que en cierto modo ocupa el lugar de un pa­ triarca. dispuesto a admitir bastante fácilmente su verdad, aunque se base en alegaciones más bien vagas. Aprovechándose a la vez de la sim­ patía de la opinión pública v de las instancias legales a favor de la típica mujer maltratada que ellas representan, utilizan justamente los cstercoti-

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    pos de vulnerabilidad para que les den la razón?1 El dominio masculino, que suele ejercerse con bruralidad dentro de casa, aunque es hábilmente sorteado en estas ocasiones, no deja de ser un dato fundamental de la época. Porque reconoce su peso, la justicia intenta precisamente resta­ blecer un poco el equilibrio a favor de esas mujeres, probablemente sin dejarse engañar del todo por su discurso ni por su aparente sumisión. Es cierro que Londres difiere muchísimo del resto de Inglaterra, so­ bre todo de las regiones rurales donde los conflictos se resuelven mucho más a menudo de una manera informal. En toda Europa, la gran ciudad modifica profundamente los comportamientos de múltiples formas. Im­ pone a los individuos la limitación de sus excesos demostrativos, gestuales y verbales, para no molestar a la densa muchedumbre en medio de la cual han de vivir. Los códigos de urbanidad inventados en el Renaci­ miento en las cortes del norte de Italia y propuestos como modelos por De la urbanidad en las maneras de los niños de Erasmo en 1530 se difun­ den ampliamente entre los miembros de las clases superiores urbanas, así como en París a partir del reinado de Luis XIII, porque correspon­ den a la necesidad vital de gestionar más pacíficamente el espacio común en el que estas se mueven.42 Esas normas no son más que una de las figu­ ras visibles de la urbanidad relaciona! que cada vez es más necesaria en las metrópolis gigantescas y potencial mente muy conflictivas del si­ glo XVI[J. La ciudad civiliza y pule las actitudes. Lo mismo que las muje­ res que exageran su posición de sometimiento ante un tribunal, también la gente del pueblo debe adoptar un perfil adaptado a sus necesidades frente a un cliente, un empleador o un transeúnte. Rozándose constan­ temente unos con otros, aprenden a evitar los problemas que provocan unas conductas demasiado exuberantes. Los vagabundos y los mendigos saben muy bien que la agresividad no es rentable, aunque a veces se abandonen a ella a causa de la bebida o de la frustración. Los más rea­ cios son probablemente los varones jóvenes, deseosos de mostrar su va­ lor en público. Pero normalmente se hallan trabados por toda una red de prohibiciones, tanto más eficaces cuanto que son transmitidas por la mi­ rada reprobadora y anónima de Jas masas y no sólo por las autoridades, la moral, la religión o los manuales de urbanidad. Ciada ciudadano in­ merso en el océano urbano debe necesariamente protegerse de los otros, sumergiéndose más que antes en sí mismo, refugiándose en una especie de «burbuja» personal invisible.

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    Esa «dimensión oculta» define la forma como la persona se percibe y se comporta en relación a sus semejantes. Ocupa más o menos espacio en función de las reglas dictadas por las sociedades y el lugar que el indi­ viduo desea o pretende ocupar,4* En el pueblo, donde el espacio de la convivencia está menos superpoblado y donde el sentido del honor exi­ ge unas determinadas manifestaciones públicas de virilidad por oposi­ ción a la modestia femenina, esa dimensión es muy amplía para todos los varones, pero no es igual para todos, ya que sirve para marcar jerarquías. Es más amplia para los aristócratas pendencieros que llevan orgullosamente su espada al cinto, no toleran ningún contacto y utilizan como pretexto cualquier movimiento de cejas para desafiar al insolente. El he­ cho de que los nobles de Londres dejen de llevar espada a partir de 1730 es sintomático de un constreñimiento general de esa burbuja. Como también lo es el desarme de los habitantes de las ciudades en Europa en general, Para parecer respetable, el hombre de bien debe limitar ahora el número y la amplitud de los roces con los demás. En cuanto a la mujer decente, debe demostrar más sumisión incluso que en el campo, huir ante la injuria y refugiarse en el hogar. Las normas burguesas de encierro voluntario de las esposas y de cortesía masculina en el espacio público que se imponen en el siglo XIX no son más que una variante teorizada de las nuevas necesidades de la vida urbana. Protegido de los tumultos ex­ teriores por una especie de armadura invisible, el yo masculino urbano se muestra menos sensible a las tiranías del medio local que lo instan a vengar con sangre un honor mancillado que pertenece más al grupo fa­ miliar o al clan que al propio actor. Otras grandes ciudades registran seguramente una evolución com­ parable, si bien aún no se ha estudiado detalladamente en París, la prin­ cipal rival de Londres. Conocemos mejor las formas de la violencia en la calle, porque hace tiempo que han atraído la atención de los historiado­ res.43 44 Revelan resistencias y permanencias que componen la otra cara de la moneda. Las autoridades y las gentes de bien quieren pacificar las ca­ lles de la ciudad, con el asentimiento de muchos adultos del pueblo, mientras que los hombres jóvenes intentan muchas veces recuperar los 43 I. T Hall, 1a Diwt >¡sn>u tai /'<■<. o/> < ii 44. Arluite I'arge, Virrv d<¡n\ /a Riteíi Pam au •Afir »<<7c, Parí1;, (¡allí maril/(til lia ni. 1474.cn particu­ lar pags 242-244 Vcanse lanibien. idem, !j! Vre

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    derechos a la violencia ritual que han perdido, en particular en el centro y en el universo nocturno, de los que se ha ido apoderando la luz y el orden. Los discursos sobre la higiene, la salud v el trabajo coinciden con los dedicados a la seguridad v a la paz para controlar una capital muy densa y explosiva. Después de 1850, el aumento de los alquileres y la especulación inmobiliaria no hacen sino acentuar todavía más la segre­ gación social y rechazar a las clases trabajadoras, consideradas como pe­ ligrosas, hacia el este, v luego hacia las periferias o suburbios cada vez más alejados. Frente a ese exilio soportado con amargura, reconquistar París se convierte en un tema popular obsesivo. lístá muy presente en los brotes revolucionarios ele 1848 y 1871. Simbólicamente ilustrada por el perso­ naje de Gavrochc en Lox miserables de Víctor Hugo, la juventud prole­ taria también expresa en el día a día su resentimiento ante una margina­ ción creciente que la afecta más aún que a sus mayores. Para ello utiliza una amplia gama de gestos y comportamientos de irrisión, de insolencia o a veces de desafío resumidos en el tipo del lili parisino. Cuando puede, invade el espacio público, con ocasión de las fiestas. También recupera algunas prácticas violentas que recuerdan las tradiciones viriles de anta­ ño, a través del fenómeno apache de principios del siglo XX o en el marco de las bandas juveniles?' Pero su margen de maniobra se reduce lenta­ mente como piel de zapa. Ahora tiene que ocupar la calle si quiere ex­ presarse, cuando antes de la era industrial vivía allí prácticamente todo el tiempo. Un vivo deseo de apoderarse de nuevo de ella con tribu ve a explicar la importancia de los movimientos de huelga, que a menudo estallan en primavera o en otoño, así como algunas de sus características lúdicas heredadas de las antiguas costumbres juveniles, aunque la mez­ cla de los sexos y las edades transforma hoy profundamente el sentido de esas acciones. Desarmados en el sentido literal ele la palabra, porque portar un cuchillo se ha convertido en un signo de criminalidad poten­ cial, los adolescentes va roñes también están desarmados simbólicamen­ te por la cultura en la cual se insertan, bajo la tutela de los códigos nor­ mativos que les vienen de lucra y también de los adultos de su propio mundo. La masculinidad, en electo, ha cambiado totalmente de sentido des­ de el siglo X\ ]. Se ha despegado ele la mirada local, sobre todo atenta al honor del grupo de rclcrcncia, para convertirse en algo mucho más per­ sonal y «urbano». Id tabú de la sangre pri\ró al duelo de su prestí-

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    gio, mucho antes en Inglaterra —donde prácticamente desapareció en 1850— que en Francia, donde sobrevivió un siglo más?’ Las peleas po­ pulares con navaja, por su parte, perdieron lencamente prestigio por los discursos oficiales que las calificaban de actitud bestial y abyecta para erradicar mejor las tradiciones campesinas de enfrentamientos con arma blanca, antiguamente destinados a demostrar la virilidad de los adoles­ centes. Fn Finlandia, en el siglo XIX, la provincia de Ostrobotnia meri­ dional se vio aterrorizada por bandas de knije que atentaban contra las personas y los bienes. Los habitantes reclamaron la ayuda de la fuerza pública y trataron incluso de verdaderos héroes a los policías que emplearon métodos eficaces, pero rayanos en la ilegalidad, para li­ berarlos de esa plaga.1 Fn París, el único período en que se incrementa la lasa de homicidios, antes de las depuraciones de 1944-1945, se sitúa entre 1890 y 1913. Se establece entonces en 3,4 por cien mil antes de­ volver a bajar y alcanzar su mínimo histórico de 1,2 entre 1939 y 1943. Fn esos años, a pesar de las quejas constantes y del miedo ele los ricos ante las supuestas amenazas de las clases peligrosas, la capital está muy lejos de ser un nido de asesinos. Si la criminalidad urbana supera la del mundo rural a principios del siglo XX, ello es debido en primer lugar al hecho de que el mundo rural se ha convertido numéricamente en mino­ ritario durante el Segundo Imperio, Las grandes ciudades, entre ellas Lyon, Marsella y Burdeos, conocen ciertamente algunos brotes más gra­ ves que otras, y en esa misma época la lasa urbana de homicidios en Prusia supera netamente la del mundo rural.*'' Pero las explicaciones clásicas, las que hablan clcl ambiente de unos años locos en los que la gente está más excitada y mata más que antes, y del lrcncsí que precede a la Primera (hierra Mundial, no bastan. Lo esencial tiene que ver con las reivindicaciones sordas de los adolescen­ tes, tanto en I rancia como en Alemania, en un universo sacudido por la modernidad que no les deja suficiente espacio, cuando cada vez son más numerosos y a ellos se añaden los habitantes rurales desarraigados de la misma edad que llegan a la ciudad en busca de oportunidades. F1 regre­ so de la cultura de la pelea con cuchillo que simbolizan los apaches pari­ sinos de principios del siglo XX indica una desestabilización del sistema de transmisión de bienes y derechos de los adultos a los más jéivencs, y constituye probablemente un tipo indirecto de protesta que merecería -I ti A< el < .1 de! J ir l(i. >. < .i>i, 11 i ,ipit 11 ti' (i -II I I. Ylikaiii’.is «W’li.il h.ii>t>enc(l !<> moIctk < J» >H' < ;i

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    estudios más amplios. El miedo a las clases peligrosas oculta un temor más profundo a ser agredido o matado por los muchachos proletarios, a los que cada vez les es más difícil encontrar su lugar bajo el sol. (ionio en Einlandia, ese miedo también se desarrolla entre los adultos de su mismo origen social. A lo largo del siglo xix, las generaciones sucesivas de trabajadores establecidos adoptan y adaptan a su medio las reglas de pacificación ins­ tauradas por la ley, hasta el momento en que su ejemplo ya no satisface en absoluto a los varones jóvenes que se empujan unos a otros en un mundo que no les deja suficiente esperanza. El mecanismo de pacifica­ ción de los conflictos urbanos ordinarios aparece claramente en el caso inglés, que desde este punto de vista ha sido el más estudiado. Las riñas evidentemente no han desaparecido y probablemente no han disminui­ do, pero sus consecuencias son mucho menos dramáticas. El código de honor viril se ha reorientado hacía la definición de la pelea que respeta unas normas, el fairjigbt, imitando el boxeo, que causa furor en las ciu­ dades y los pueblos desde el siglo xvm. El enfrentamiento debe ser acep­ tado por las dos partes, desarrollarse sin armas y limitarse a los dos pro­ tagonistas. En 1896, una disputa entre dos mujeres casadas, que en otros tiempos habría provocado una pelea general y tal vez habría significado una lucha a cuchillo entre los maridos, es apaciguada por la policía. Los dos jefes de familia se encuentran luego en el pt/b, hablan, le piden per­ miso a un vecino para enfrentarse en su cuadra, luchan bajo la mirada de testigos y luego abandonan por separado el lugar. De regreso a su casa, uno de ellos se queja de los dolores provocados por el desgarro de intes­ tinos sufrido durante la pelea. El adversario es detenido y acusado de ff/dHsldiighler, pero los espectadores afirman que el combate ha sido leal, lo cual hace que sea puesto en libertad sin sanción alguna, No es raro que los jurados tomen ese tipo de decisiones, a condición de que no se hayan utilizado armas. El combate a puñetazos pasa por ser honorable y perfec­ tamente inglés, mientras que el uso del cuc hillo se considera una prueba de cobardía, algo propio de los extranjeros, especialmente de los irlan­ deses. Un abogado, por ejemplo, defiende a su cliente argentino dicien­ do que los extranjeros no le dan tanto valor a la vida como los ingleses. Las realidades son a menudo sensiblemente distintas, sobre todo porque no hay ninguna lev que prohíba llevar un cuchillo ni un arma de fuego antes de 1920. Algunas ciudades se caracterizan además por la inseguridad ligada a su uso, por ejemplo Liverpool y Mánchestcr. lista última conoce una Inerte violencia juvenil. De 1870 a 1900, se registran

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    setecientos diecisiete acusados, el 9-4 % son chicos de origen popular, sobre todo de edades comprendidas entre los 1-4 y 19 años, imitados por una minoría de chicas de la misma generación, todos solteros que traba­ jan en fábricas. Su comportamiento tiene que ver con un rito de paso, a la espera de alcanzar la edad adulta. Pero a diferencia de los reinos de juventud del siglo x\’i, el umbral de la violencia practicada es bajo. Se limita a golpes o heridas, pues el número total de homicidios cometidos no supera los cinco. Los combatientes siguen de esta lorma las lecciones del fdir hght impartidas por los adultos. Normalmente son víctimas de la brutalidad de éstos, y de ellos han aprendido la importancia de la fuerza para establecer una reputación y un estatus social, en particular los días de fiesta y los domingos, cuando tienen lugar las peleas públicas codifi­ cadas en las que hay que evitar poner deliberadamente en peligro la vida del rival. Las tradiciones de gran brutalidad no han desaparecido. Sim­ plemente se han adaptado para responder a la exigencia suprema de respeto a la vida humana que la ley proclama machaconamcntc. El salva­ jismo excesivo también está estigmatizado, y a veces representa el opro­ bio de regiones enteras. Lancashirc, por ejemplo, tiene mala fama a cau­ sa de una forma local de lucha en la que se utilizan los pies, el purring, que lleva a diecisiete acusados ante los jueces del condado sólo en el mes de agosto de 187-4/^ La ciudad europea es un amortiguador de la violencia. Desempeña ese papel fundamental desde hace medio milenio y propone al resto de la población su modelo de pacificación de los comportamientos. El cri­ sol urbano no está por supuesto exento de brutalidad, pero procura constantemente atenuar sus efectos destructores forjando la urbanidad necesaria para una vida de relación muy intensa. Uno de los principales objetivos es integrar a los jóvenes, cuya llegada a la celad adulta corre el riesgo de perturbar los equilibrios, pero también relegar a los más tur­ bulentos a las periferias alejadas, en compañía de lodos los que rechazan los códigos establecidos. Más que el listado, remoto, tentado de usar la coerción o el terror para imponer su orden, la ciudad zurce incansable­ mente una red que las novedades desgarran sin cesar. Para ello, insta a las fuerzas vivas, incluidos los adullos de las clases inferiores, a vigilarse mutuamente y a encauzar de cerca a los adolescentes para conservar de forma privilegiada una seguridad que no podrían asegurarles ni el simple hecho de llevar armas ni la pena de muerte. Por eso la explicación poli-

    tica, moral, religiosa o económica no basta para justificar la larga marcha occidental hacia la drástica reducción del homicidio y de la violencia fí­ sica o verbal. Con todo, los ritmos difieren según los países, lo cual en un nivel se­ cundario confiere cierta pertinencia al estudio de las variaciones cultura­ les entre el norte y el sur, el este v el oeste del continente. En los años 1960, por ejemplo, los golpes y lesiones voluntarios siguen siendo im­ portantes, pero ocupan un segundo lugar en las estadísticas tras la delin­ cuencia en carretera. Inglaterra y E rancia, países singularmente contras­ tados en muchos campos, presentan conjuntamente la tasa más baja de condenas en esa materia, calculada en función del peso demográfico, mientras que Alemania presenta un 50% más, e Italia el doble que las dos primeras.’1' Buscar razones en el «temperamento» latino o nórdico, la influencia de la religión, la importancia del alcoholismo u otros crite­ rios no es inútil desde un punto de vista comparativo. Sin embargo, el hecho más importante es que Europa occidental ha alcanzado colectiva­ mente el nivel más bajo de violencia interpersonal que jamás haya co­ nocido una civilización, y ello por influencia directa de las principales metrópolis. Londres, París y Amsterdam fueron probablemente las que abrieron el camino. El retraso relativo de Italia procede de un crecimiento más tardío de la ola pacificadora en las grandes ciudades. Roma todavía presenta tasas de homicidio de ocho a quince víctimas por cien mil entre 1850 y 1890, y en cambio en Londres no superan el 0,5, en Liverpool sólo hay dos, y en París 1,3, a partir de 1860-1870. El duelo con arma blanca sigue siendo una tradición importante en las calles de la (andad Eterna. Pero en los anos del cambio de siglo, la curva se orienta decidi­ damente a la baja y llega a menos de cinco antes de la Primera Guerra Mundial.’' El mecanismo de represión de la pelea con sangre y con na­ vaja se impone precisamente a las nuevas generaciones cuando la pobla­ ción se duplica, entre 1879 y 1914, y se acerca a las seiscientas mil per­ sonas. (ionio en Londres un siglo antes, la rápida densificación de la población impone un retroceso de la agresividad abierta. Sin embargo, hay un fantasma recurrente que define a la grao ciudad como peligrosa e intensamente brutal. Podemos preguntarnos si la reac­ tivación más o menos regular de ese terror colectivo no es el síntoma deliberadamente disimulado de la llegada a la edad adulta de un número

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    importante de adolescentes, en particular de varones de origen humilde. El miedo a los mohocks londinenses de 1712o a los apaches parisinos de la bella apoque focaliza la atención en los aristócratas libertinos en un caso, v en los bajos fondos criminales en el otro, pero revela en ambos una oscura inquietud colectiva respecto a los varones jóvenes sedientos de sangre que se supone que habitan en los márgenes del mundo estable­ cido. Estos mozos se convierten poco a poco en los últimos grandes ene­ migos potenciales de las gentes de orden, a medida que desaparecen las revueltas y los motines sanguinarios, lis indudable que su cultura reivin­ dica t iva hace que muchas veces se los confunda con los huelguistas, cuyo número aumenta rápidamente en Erancia a partir de la década de 1880, y más aún con los bandidos asesinos que encarnan el mal absoluto en el universo industrial. Los sabios de la época tratan frenéticamente de descubrir los secre­ tos de esos seres nocivos, de ese «fango malhechor», de esa «máquina violenta» escrutando su fisonomía, su cerebro, su cadáver entregado a la morgue, ( .orno escribe en 1906 Gamillo Granicr, inspector general en el Ministerio del Interior, en La ban/n/e criminelle, a los responsables de mantener el orden «los asusta la idea de una coalición poderosa e imagi­ naria, se han inventado sucesivamente los bajos fondos de la sociedad, las clases peligrosas, v finalmente el ejército del crimen»?2 ¿No será que lo que pretenden con todas esas figuras es evitar enfrentarse con el más te­ rrorífico de sus fantasmas, es decir, con la ola sanguinaria formada por una juventud proletaria ebria de revancha? La emergencia en 1910 del complejo de Edipocn el pensamiento de Eretid merece ser leída en térmi­ nos simbólicos como la irrupción en la cultura europea de un problema juvenil muy real, cada vez más obsesivo hast¿t la Gran (¡tierra. Los padres, o dicho en otros términos, los adultos instalados, ¿no temen acaso ser brutalmente desposeídos por los hijos, los adolescentes duramente re­ primidos, ahora demasiado numerosos v ansiosos por ocupar su lugar?

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    Prácticamente, todavía no se ha realizado un estudio sistemático de la violencia en el campo, sobre todo para los siiilos industriales, durante los cuales la atención se ha concentrado en las ciudades v en los obreros.

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    Reducido a una minoría a lo largo del siglo xix, cuando representaba más de las tres cuartas partes de la población europea en 1789, el univer­ so rural europeo aún se ha reducido más rápidamente, por efecto de su modernización, durante el ultimo cuarto del siglo xx. Hacía 1970, un poderoso brote de ternura nostálgica por ese mundo que estábamos per­ diendo engendró una efímera floración de estudios, pero pocos auto­ res se interesaron entonces por la criminalidad dentro de ese marco. Seguramente hubo antiguos estereotipos bien establecidos en cuanto a la gran rudeza de las costumbres rurales que contribuyeron a desviar la atención de esas cuestiones de las que, erróneamente, se creía que se sabía todo. Ahora bien, la violencia campesina conoció una evolución radical, más perturbadora de las tradiciones establecidas que la registrada en las ciudades. En dos o tres siglos esa civilización, que es la matriz original de la nuestra, cambió más que en el transcurso de los dos milenios anterio­ res. Adoptó, de grado o por fuerza, una relativa pacificación de los com­ portamientos individuales y colectivos. El ejemplo francés, que conoce­ mos algo mejor, permite observar la concordancia, que nada tiene de casual, entre la fuerte disminución de los homicidios y el final de un gran ciclo de revueltas campesinas a partir de mediados del siglo XIX. Ahora ya connotado como el bandolerismo más cruel o como una conducta anormal, el tabú de la sangre se impone en el mundo rural, un siglo más o menos después de triunfar en las ciudades. La lentitud del movimiento revela el titubeo a la hora de aceptar las nuevas normas, que sacralizan la vida humana y reprueban el exceso de agresividad, liso titubeo no se explica por una barbarie que las novedades religiosas, morales y éticas no han logrado limar, como pretenden los observadores desde lucra, sino que es fruto de la resistencia de un modelo social y cultural tradicional. Los campesinos tratan de preservar lo esencial de este modelo al tiem­ po que fingen doblegarse ante unos poderes externos cada vez más exi­ gentes. Saben elegir efectivamente, entre los instrumentos materiales y culturales que les proponen o les imponen, aquello que les resulta más útil. La ley es objeto, pues, de una sutil apropiación para regulai mejor los conflictos. El desarme y la pacificación de las costumbres reclamados por las autoridades civiles y religiosas se aplican, pero sin destruir el an­ tiguo sistema de valores que se basa en la expresión ritualizada de las confrontaciones viriles. Reducida a una pelea a puñetazos, como el Jnir jighl inglés, la violencia sigue caracterizando a la juventud masculina en el campo en los si al os xvni v xix. va aue todavía permite simbólicamente

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    Id mecanismo de la civilización de las costumbres, poco presente en el mundo rural, y el miedo al gendarme y a la tuerza de los discursos forá­ neos no bastan para explicar la evolución. Ésta tiene que ver también con la percepción de una necesidad ineluctable de salvaguardar lo esencial abandonando o escondiendo las tradiciones más estigmatizadas. Poco a poco, sin embargo, el equilibrio interno de las comunidades se modifica, porque las ciudades proyectan una sombra cada vez mayor sobre los te­ rruños abandonados por riadas de emigrantes. La criminalidad homici­ da se desarrolla entonces sobre tocio dentro de la familia, en particular para resolver problemas de transmisión a la generación siguiente, o se transforma en bandolerismo en las zonas más remotas y menos controla­ das por la policía. El mundo rural se deshace y se debilita al mismo tiem­ po desde dentro, lo cual prepara la desaparición acelerada de las prácti­ cas de confrontación física a medida que los jóvenes abandonan las islas, las montañas y las aldeas donde ya sólo quedan los viejos. En Goncssc, un pueblo grande de unos tres mil habitantes al norte de París, cuyos numerosos panaderos van varias veces a la semana a la capital para vender un pan muv blanco que los parisinos aprecian mu­ cho, la modernidad se impone a partir del siglo xvn, por influencia de la cercana metrópolis. La violencia sigue siendo muy frecuente, pero ad­ quiere un estilo mucho menos sanguinario que en los siglos anteriores?’ La prévoté, que es un pequeño tribunal real, juzga quinientos veintidós casos de 1620 a 1700: el 86 % se refiere a golpes y lesiones, el 4 % a inju­ rias simples o agravadas con blasfemias, el 4 % a robos, el 4 % a atenta­ dos contra la moral y el 1,5 % a homicidios. En total, aparecen en las fuentes mil trescientos veintiséis individuos, de los cuales quinientos veintidós son acusados; doscientos ocho, cómplices; v quinientos noventa y seis, denunciantes. Los hombres representan el 85 % de los demanda­ dos y el 82 % de los personajes mencionados en una u otra calidad. No todos son campesinos. Además de unos pocos nobles y eclesiásticos, pertenecen a oficios diversos: alguaciles, procuradores, carceleros, pas­ tores, carreteros, labradores, jornaleros, viticultores, zapateros, albañi­ les, carpinteros, molineros, comerciantes, taberneros y criados. Los in­ evitables panaderos constituyen ellos solos el 19% de los imputados masculinos. La mayor parte son habitantes de Gonessc. La proporción del os «forasteros», la mayoría venidos de un pueblo vecino, no supera ) i J .jnn\ M.i\ct. «\ ink'iK e et mk retí. .itíonessc. 1020 I Rolicrl Mlb hemhled

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    el 13 %. Desgraciad ámeme las edades casi nunca figuran: sólo en menos de un caso de cada diez para los delincuentes varones y en uno para las mujeres, así como en un caso sobre veinte para las víctimas, incluidos hombres y mujeres. En estas condiciones de poca representatividad ele la muestra, dos inculpados del sexo fuerte sobre cinco tienen entre 20 y 25 años, y la mitad de los denunciantes masculinos, entre 20 y 30. En ochenta años, las fuentes no registran más que ocho homicidios. Semejante escasez es plausible pero no segura, pues la gravedad del cri­ men puede justificar una intervención directa por parte de instancias superiores. La mitad de los casos son descritos por cirujanos cuando examinan los cadáveres, los otros cuatro proceden de denuncias. Dos de los acusados son condenados a la horca. El primero, natural de una pa­ rroquia vecina, ha herido a su adversario con un cuchillo en el mercado, una tarde de agosto de 1653. El segundo ha matado al suyo ele la misma forma en la taberna en agosto de 1681. Los otros dos, respectivamente condenados al destierro a perpetuidad y a galeras, gozan de circunstan­ cias atenuantes. Uno puede alegar una provocación en su domicilio, donde cometió el acto con la espada, una noche de agosto de 1653. El otro actuó en estado de ebriedad, en la taberna, una tarde de noviembre de 1679, pero usando únicamente los puños v los pies. La última acción, excepcional por sus consecuencias funestas, hace entrever que se respe­ ta bastante la prohibición de llevar armas. Sólo los gcntilhombres, los oficiales del rey y las personas habilitadas tienen derecho a portarlas. La vigilancia se extrema los días de feria, de fiesta, de mercado, los domin­ gos y por la noche. Los que infringen la prohibición se exponen a multas cuantiosas o a una mayor severidad del tribunal, como la que sufren los dos condenados a muerte que han sacado un cuchillo en la plaza y en la taberna. Su mal ejemplo no es corriente. Entre S37 lesiones, algunas de las cuales son minuciosamente descritas en 213 informes de los cirujanos, declaradas por 529 víctimas de violencia física, 395 hombres y 134 mu­ jeres, sólo un 8 % han sido causadas por arma blanca o de fuego, luis últimas, apenas un 2%, son casi en un 50‘U obra de sargentos reales, que también llevan legalmente la espada. La emplean como profesiona­ les, causando heridas sangrientas, mientras que los panaderos que la usan más bien golpean con la hoja plana la cabeza de su oponente. Algu­ nos soldados, por su parte, llevan cuchillo, v lo utilizan en sus peleas. El uso de los puños y los pies es, sin embargo, mayoritario, con un 3 3 % de menciones para los primeros y un 22 % pafa los segundos. Los diversos

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    cía como un garrote, el mango de un látigo, la escolia y los instrumentos de madera, sobre todo el rastrillo y el martillo, representan un 22 %. Las piedras figuran en un 8% de los casos, los objetos de metal —botes, cuartillos, candelabros, bastones con contera de hierro, cayados de pas­ tor, layas—, en un 6%. Sólo cinco veces se mencionan los mordiscos. Una sola mujer emplea los dientes contra un sargento del rey que viene a confiscarle los bienes en 1626. Tras abalanzarse sobre él y golpearlo con una piedra en el cráneo, le arranca la camisa y luego le muerde la pierna. Los cabezazos, el empleo de los codos o de las uñas no se men­ cionan ninguna vez, y sólo en una ocasión se cita un rodillazo en el estó­ mago, en 1623. Lste cuadro revela la existencia de un poderoso control social que va más allá de las prohibiciones legales del uso de las armas para orientar mayoritariamente las relaciones conflictivas hacia peleas a puñetazos v patadas que recuerdan el fair hgbt o los combates de boxeo británicos del siglo xviji. A pesar de su rudeza, esos centenares de enfrentamientos parecen relativamente codificados para evitar la furia homicida y la im­ placable crueldad que habrían podido llevar a romperle la cabeza a un adversario a pedradas o a bastonazos, a desfigurarlo a fuerza de araña­ zos, a morderlo con frenesí para arrancarle la nariz o la oreja, a ensañar­ se con partes especialmente sensibles... líl estudio de las lesiones confir­ ma esta impresión, ya que el 55 % de las mismas no sangran. Ls cierto que la media oculta comportamientos diferentes del agresor en función del sexo de la víctima: sólo el 39% de las mujeres denuncian heridas abiertas frente al 51 % de los hombres. Lilas presentan en general con­ tusiones, equimosis o alguna vez fracturas que atestiguan la brutalidad recibida tanto por parte de un varón como de otra mujer. lín ambos gé­ neros, las partes del cuerpo menos atacadas son los hombros, la espalda, el pecho y el vientre, que representan en su conjunto el 14 % del total. Brazos, piernas y manos atraen de media un 29 % de los golpes, la cabe­ za el 26 % y la cara un poco más del 30 %. Pero las diferencias importantes se observan entre ambos sexos. A las mujeres las golpean más en las extremidades y en la cara, en el 40 % y el 34 % de los casos, frente a un 25 % v un 29 % para los hombres. También las hieren menos en 1a cabeza, un 10% frente a un 31 %. Las heridas y contusiones en las manos, brazos o piernas las obligan a veces a guardar cama, pero no ponen por mucho tiempo en peligro la capacidad de tra­ bajar. Causar equimosis, moratones o arañazos en la cara es un medio de hacer que el otro se desprestigie y de demostrar la superioridad del ven-

    mundo. Para las mujeres, podemos pensar que la humillación aún es más luerte, porque la cara, el único lugar que llevan realmente al descubierto en esa época, junto con Jas manos y los brazos, es el símbolo mismo de la feminidad. Sobre todo porque no pueden disimular una cicatriz con una barba o con un bigote ni con un maquillaje que en las calles de un pueblo estaría totalmente fuera de lugar. Las heridas recibidas en la cabeza por los hombres demuestran más la voluntad de hacer daño, de vencer sin matar y de rechazar duramente a un oponente al tiempo que se lo estig­ matiza a los ojos de los demás. Las más frecuentes son en lo alto del crá­ neo, en el hueso parietal y su prolongación hacia atrás, en el hueso coro­ nal, según el vocabulario de los cirujanos. Un sombrero o un gorro pueden amortiguar el choque, pero no imp i den el sangrado, sobre todo si se ha empleado una piedra, un bastón o una jarra de estaño. Luego están las lesiones en las sienes y aquellas, menos frecuentes, en la frente o el occipucio, estas últimas reveladoras de un ataque a traición, como en un cadáver encontrado en un camino en 1683. La población demuestra una fuerte sensibilidad al problema concen­ trando sus denuncias en la violencia cotidiana, intensa pero banal, come­ tida por cuatrocientos setenta y cuatro individuos, de los cuales veintiuno son culpables de injurias o de blaslentia sin agresión física. La proporción de las mujeres no alcanza el 10%, Los robos, que son dieciocho, raras veces se denuncian. Y además se trata de hurtos agravados por golpes en seis casos, de hechos cometidos por forasteros o de bandolerismo en los caminos. Los crímenes contra la moral no son más numerosos: dos rap­ tos, de los cuales uno es con maltrato; dieciocho chicas encintas que quie­ ren obligar al responsable a casarse y a pagar una pensión, y dos ejemplos de prostitución. Para evitar los grandes gastos de una acción legal, la co­ munidad trata seguramente ella misma los asuntos que pueden desembo­ car fácilmente en transacciones privadas. Id hecho de que se utilice tanto la lev en materia de violencia ordinaria no mortal refleja la dificultad de gestionar la cuestión empleando otros métodos tradicionales. Las sentencias de las que disponemos no se refieren sino a una quin­ ta parte de los procedimientos, probablemente porque la mayoría han acabado con la retirada de las denuncias después de un acuerdo entre las partes, menos oneroso que las costas judiciales.’4 Esas sentencias permi­ ten darse cuenta de ¡a importancia atribuida a los diferentes tipos de

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    delitos por esa instancia de proximidad y comprender lo que las victimas esperan al iniciar la acción. Se dictan tres penas de muerte, dos por ho­ micidio y una por robo de dinero por parte de un forastero en una casa del pueblo, (atando la querella es por una herida grave, el acusado es encarcelado preventivamente en las mazmorras locales para obligarlo a pagar una provisión que cubra los cuidados médicos necesarios. Las san­ ciones propiamente dichas consisten en general en multas. Las blasfe­ mias son tasadas oficialmente en sesenta sueldos en 1642 y en diez libras parisienses en 1697. Un feriante picardo borracho, que blasfema va­ rias veces en una venta en 1662, «.mor! Dieu, teste Dieu, je renie Dieu» [« Muera Dios, prueba a Dios, yo reniego de Dios»], paga sesenta suel­ dos. Cuando a ello se añaden insultos, pero no se llega a las manos, los jueces modulan el castigo teniendo en cuenta la posición social del insul­ tado. El hombre que insulta en 1679 a un teniente de la artillería de Erancia, antiguo coronel de primera y segunda reservas, es condenado a pagar sesenta libras, además de las costas riel juicio, que suponen más de doscientas cincuenta y seis libras, y a cinco años de destierro. La enormidad de las sumas se aprecia si las comparamos con la for­ tuna media de un jardinero de Montreuil bajo Luis XIV, estimada gra­ cias a los inventarios realizados tras su fallecimiento: doscientas libras. Asimismo, las lesiones se sancionan generalmente con multas que van de veinticuatro sueldos a trescientas libras, según los mismos criterios y en virtud de circunstancias agravantes como las injurias o blasfemias. La más onerosa, en 1665, se añade a un destierro a perpetuidad, a causa de un ataque en la calle contra unos sargentos que procedían a trasladar a un prisionero. Las penas complementarias de exclusión son raras, salvo para los ladrones, que son desterrados o enviados a galeras. Entre los delitos más brutales, algunos culpables sufren encarcelamientos puniti­ vos, azotes y exposición en la picota. Otros deben presentar excusas públicamente al agredido. Portando un cirio encendido, deben pedir solemnemente perdón a Dios, a la justicia y a la víctima por haberlos ofendido. Así, un carretero de 26 años es condenado a seis libras de mul­ ta, a la compra de un cirio expiatorio y a dos horas de exposición en la picota de la prisión de Gonessc por resistirse a un agente que fue a dete­ nerlo como consecuencia de una denuncia por blasfemias. El 23 de di­ ciembre de 1670. cuando el fiscal se presenta en la hostería de Le Lion d'Or para proceder, el hombre se abalanza sobre el, le muerde la mano y gruñe: «¿Quien te crees que eres para hablar conmigo? ¡ Me cago en ti! ¡Mira cómo te pavoneas!». Y luego blasfema: «¡ Reniego de Dios, muera

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    Los acusadores esperan sobre todo obtener una compensación finan­ ciera importante, además de una satisfacción del amor propio, c incluso en ciertos casos una reparación solemne de su honor. El culpable, deses­ tabilizado por la multa y las costas del proceso, humillado a los ojos de los demás y encarcelado si continúa representando un peligro, no puede vengarse sin correr grandes riesgos. De esta manera, la justicia logra que se aprecie su papel pacificador. Pero no es fácil saber qué persiguen real­ mente los demandantes, de los cuales solo la mitad declara sus motivos. Porque este silencio voluntario no parece preocupar demasiado a ios magistrados. Sin embargo, invita a considerar con cautela las motivacio­ nes enunciadas por los interesados. Entre ellas, las cuestiones de interés son las más frecuentes; en segundo lugar, están las declaraciones que expresan el deseo de vengarse del enemigo o de poner en entredicho su honor; luego están los actos de solidaridad, por ejemplo para socorrer a una esposa golpeada por su marido; y fi nal mente están las peleas des­ pués de beber en la taberna. A diferencia del siglo XVI, la taberna ya no es el marco privilegiado de la brutalidad. Ocupa la segunda posición, con un 20‘/o de las mencio­ nes, lo cual demuestra una cierta eficacia de la vigilancia policial y una aplicación relativamente correcta de las prohibiciones de abrir durante la misa, los domingos y días de hesta. Le Lion d ()r, Le Berger, La Levrette. La Cago, Le Cheval Blanc, Le Mouton, Les Proís Voies, Le Grand (icrl, La Rose Dauphine y otros establecimientos son no obstante teatros importantes de la sociabilidad local v de sus consecuencias no deseadas. La casa, sus anexos y el corral son el escenario del 30 % de los conflictos. Las mujeres se pelean allí en un 44 % de los casos, los hombres en un 29 %. El demandante es más a menudo el ocupante que el visitante, que a veces ha venido a resolver un litigio, con una punta de agresividad es­ pecialmente acusada por la noche. Entre los demás Ligares cerrados, los molinos aparecen en un 6 % de lees casos, pero las iglesias tres veces me­ nos, lo mismo que las tiendas. Globalmcntc minoritario, el espacio exte­ rior comprende la calle en un 15 % de los asuntos, la plaza, los caminos v los campos arados, que representan cada lino un 7 %. La violencia, más controlada que antes en los lugares públicos, principalmente en la taberna, se desarrolla mucho más en el hogar. La tendencia no hará sino aumentar posteriormente. Por una parte, la visibilidad de los excesos cometidos dentro del domicilio convugal es mayor a causa de la vigilan­ cia creciente ejercida por todos. Por otra parte, allí se concentran mu­ chos nroblcmas relaciónales uue va no pueden resolverse con la misma

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    Lii conflictividad. menor en invierno, con una disminución que en la época de Pascua alcanza el cero, aumenta a partir del mes de mayo, se dispara en agosto, y luego cae progresivamente hasta noviembre, con un repunte en el mes de diciembre. El domingo y el lunes son días privile­ giados que registran cada uno un 20% de los conflictos, seguidos por el jueves con un 16%. La hora del delito, que conocemos en uno de cada cinco casos, indica que la agresividad se desarrolla más bien a partir del mediodía, culmina a media tarde, cae luego lentamente y se reduce mu­ chísimo después de medianoche. La proporción correspondiente a la casa es menor en invierno, en el momento de las veladas en común, has­ ta el mes de abril en que sólo es de un 8 %. luego aumenta claramente en mayo, junio, agosto, octubre y culmina con un 43 % en noviembre. So­ lí rerrepresentada de septiembre a febrero, la taberna llega a alcanzar un tercio de los casos en noviembre y diciembre. Las injurias, presentes como tales en la mitad de las denuncias, cons­ tituyen en general el punto de partida del altercado. Son proferidas sobre todo entre media tarde y última hora del día. La mitad de ellas estigmatizan malas costumbres. El hombre es habitualmcntc tratado de bougre, es decir, de «sodomita», de término despectivo que Índica que es «cornudo», o de jean-loiilrc, «mamarracho»; la mujer, de puta, de bou^resse («maricona»), de parce («zorra») o de cidcbaud («culo calien­ te»). Más de una cuarta parte de los demás insultos atañen a la mala re­ putación de una persona, calificada de ladrón o de ladrona, de estafador o estafadora, de individuo que «no vale nada», de maleante. El resto se refiere a la estupidez o no figura. La referencia a la brujería es rarísima. Las mujeres que se pelean entre ellas utilizan sobre todo las palabras pula y nvwí'/v/, acumulando a veces los efectos: «Puta, más que puta, dueña de burdel, ramera, perra» o «puta, más que puta, que le ganas la vida con el culo». Los hombres, entre sí, prefieren maricón, ladrón, ban­ dido o bribón, lo cual subrava el aspecto deshonroso que tienen para ellos I os atentados contra la propiedad, aunque raras veces recurran a la justicia en estos casos. En cuanto al sexo débil, sienten predilección por pula y en segundo lugar por maricona, término que las interesadas utili­ zan muy poco para insultarse. Los insultos y las injurias son a la vez estereotipados v modtilables en función de la posición social respectiva de los protagonistas. Reflejan la importancia de un sentido del honor muy puntilloso, pues el que se con­ sidera desacreditado en persona, o por la puesta en duda de la reputa­ ción de un familiar, pasa a los golpes para salvar las apariencias. La no-

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    veces el combate mediante una denuncia formal, incluso cuando ha sido él quien ha iniciado el altercado. Porque el tribunal local, como hemos visto, no se interesa por los motivos, lo cual permite que muchos deman­ dantes se muestren imprecisos. El tribunal lo que quiere no es tanto castigar al agresor como obligarlo a pagar los gastos de Ja atención a la víctima, a indemnizarla y a reparar su honor mancillado por las lesiones ocasionadas, sobre todo si son muy visibles. Ello hace que los vecinos se acostumbren a reclamar su intervención para obtener las compensacio­ nes financieras y simbólicas que antiguamente negociaban entre las par­ tes con la mediación de árbitros no oficiales. En el siglo xvn, en Gonessc, un gran pueblo próspero y activo estre­ chamente dependiente de París, la violencia resulta raras veces mortal, a diferencia de lo que ocurre en Artois unos cien anos antes. El calenda­ rio de los enfrentamientos, sin embargo, no ha cambiado en lo esencial. La mayor vigilancia de los comportamientos y de los lugares donde se producen fricciones, como la taberna, ha tenido una gran influencia. Ob­ servamos, en efecto, una disminución de la sociabilidad exterior y una mayor concentración en el hogar, acompañada de un desarme casi gene­ ral que limita las masacres entre los mozos. Pero lo esencial reside pro­ bablemente en la apropiación de la justicia por parte de los campesinos. No por puro miedo al castigo, sino más bien por la esperanza de ganar y de una mejor protección. En ochenta años, son casi seiscientos los de­ nunciantes que reclaman así la ayuda de la ley, sobre todo por injurias o lesiones. Respecto a una población de tres mil personas, la tasa de conflictividad anual registrada por las fuentes se establece, pues, alrededor de doscientos cincuenta por cien mil. En otras épocas, ello habría podi­ do provocar decenas de homicidios, que ahora quedan desactivados de entrada. La mutación no procede realmente de una pacificación de las cos­ tumbres, que siguen siendo brutales. Resulta sobre todo de una menor intensidad de los golpes que se intercambian durante los conflictos físi­ cos, que siguen siendo tan frecuentes como antes. Los numerosos ciruja­ nos jurados nombrados por el preboste y citados en los documentos tie­ nen tanto trabajo como los panaderos del lugar. Más de la cuarta parte de los doscientos setenta y seis tratamientos mencionados recomiendan la sangría para curar a las víctimas, en su mayor parte heridas abiertas en los hombres, y las más de las veces contusiones en las mujeres. Así, en 1662, los médicos le aplican una sangría en un brazo a una mujer que tiene una herida en el labio superior, v diez años más tarde una sangría en los dos

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    cho. La panoplia consta ele reposo, elieca, vendajes e incisiones de heridas purulentas y luego sutura, emplastes, ungüentos, pociones, tisanas y la­ vajes. Sólo en dieciséis casos, un 6‘ó», consta el fallecimiento del cliente. Ln 1681, ios dos cirujanos a los que llaman para visitar a un personajeherido por arma blanca en el bajo vientre, cuyos intestinos se han sali­ do, no pueden sino formular un diagnóstico de «muerte inminente, casi inevitable», que se produce efectivamente unos días más tarde. Según todos esos datos, parece difícil imputar la disminución de la frecuencia de los homicidios a los progresos de la medicina. La escasez de desenlaces fatales es debida seguramente a una moderación observa­ da durante los enfrentamientos físicos, que siguen siendo muy corrien­ tes. Los códigos han cambiado profundamente en pocas generaciones. El enfrentamiento con arma blanca se ha convertido en algo raro, lo cual implica un control social y un autocontrol reí orzados de la adolescencia masculina, aunque las fuentes casi nunca nos informen de las edades dé­ los combatientes. El lenguaje de los golpes siempre expresa una defensa del honor y una voluntad de humillar al adversario, en particular en un combate de hombre a hombre a puñetazos. Pero no tiene nada de ciego ni de bestial. Por una parte, el atacante se halla seguramente más inhibi­ do que antes por el miedo a tener que pagar los onerosísimos gastos médicos de la víctima si la herida es muy grave y ésta tiene que guardar cama durante mucho tiempo, con lo cual es probable que recurra a la justicia. Por otra parte, ia brutalidad se ve contenida, salvo locura o rabia destructora, por una obligación cada vez mayor de respeto a la vida hu­ mana. Repetida machaconamentc- desde hace décadas por las autorida­ des civiles y religiosas, esa obligación se desarrolla con el apoyo de la comunidad, que manifiesta su hostilidad contra aquellos que no la res­ petan. Los demandantes son conscientes de ello. Se presentan ante el tribunal como personas de honor que jamas han causado daño ni han criticado a nadie y denuncian, cuando las acusaciones son verosímiles, a personas ajenas al pueblo y a conciudadanos violentos, resentidos o borrachos. Es más. Los documentos permiten ver que los gestos brutales se mo­ dulan en función del sexo, la edad y la posición en la escala social. Igual que los lazos familiares, de trabajo y de amistad exigen defender al agre­ dido, o a veces apoyar ai agresor, hay un código sutil de urbanidad que se impone para matizar o contener la fuerza de los golpes asestados y la gravedad de las injurias proferidas. IÍ1 miedo a las represalias, judiciales o económicas, atempera así la actitud de los inferiores frente a personas

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    dos \ que van armados, raras veces ven puesto un entredicho su honor, a diferencia de su honradez, y mavoritariamemc son golpeados en las manos o en las piernas. Los molineros, muy poderosos y envidiados en una sociedad en la que el pan es el rev, también son insultados sólo por su falca de honradez y agredidos casi siempre en la cara pero pocas veces en la cabeza. Los campesinos más ricos, los labradores, que emplean a un importante personal permanente o estacional, reciben golpes prefe­ rentemente en los brazos o en la cara. Los comerciantes, a menudo lorasteros, menos respetados, son normalmente objeto de injurias relativas a la pureza de su esposa y reciben en la cabeza o en la cara, como los pana­ do ros \ los jornaleros. Los primeros son muv numerosos v tienen fama de ser brutales debido a la dura vida que llevan, así como a los Irecuen­ tes, largos y a veces peligrosos viajes que deben hacer a París para vender su producción en los mercados, mientras que los segundos, a los que muchas veces se supone ladrones, suelen ser despreciados, tratados de borrachos, de tontos, \ estigmatizados por sus malas costumbres, sobre todo porque muchos de ellos no son naturales de Gonessc. Las mujeres, por su parte, se dolmen generalmente por su debilidad, lo cual hace que la mayoría de los varones se contengan a la hora de pe­ garles para castigarlas o (orzarías a obedecer, prefiriendo siempre la cara y los brazos para humillarlas mas v dejar las marcas de una superioridad masculina fácil de identificar cuando luego ellas vayan por las calles del pueblo. I .a situación social superior riel marido las hace más respetables, un lamo que las sirvientas solteras, sobre quienes todos los hombres de la casa creen tener derechos, son las más despreciables. Los campesinos del siglo x\ 11 \ del siglo .wiil, confrontados con una jusiicia que aumenta su presencia en el mundo rural para hacer respetar unas normas religiosas v morales cada vez más estrictas, acopian el fenó­ meno, pero adaptándolo a sus propias necesidades. Aprenden a ser que­ rellamos retorcidos y a multiplicar las denuncias para sacar sustanciosos beneficios. Los do los pueblos viticultores de Van ves, Issvv Vaugirard, no lejos de París, muestran una propensión muy activa a pleitear en los años 1760 1767. Presentan innumerables denuncias v utilizan la ley como un instrumento privilegiado para resolver sus incesantes conflictos v fortale­ cer su posición. Aunque sigan recurriendo a mediadores y a demandas de compensación negociadas con la parte contraria, el tribunal les ofrece un medio suplementario de presión sobre los recalcitrantes. No se trata únicamente de recuperar el honor mancillado, pues normalmente recla­ man una uenerosa indemnización económica por el perjuicio sulrido.

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    por un simple puñetazo, acaban con el pago de una suma media desor­ bitada de doscientas libras, y las exigencias aumentan en función de la gravedad de las lesiones, lise alan de lucrarse va acompañado de un em­ peño tenacísimo por obtener reparación. V. lo que es más temible, una hábil estrategia de provocación del adversario para llevarlo al insulto o a los excesos físicos refuerza todavía más la victoria, sobre lodo si el con­ denado se niega a cumplir la sentencia, se opone a un embargo o levanta la mano contra los representantes de la lev. Les querellantes ganan así considerables sumas, que tal vez no habrían podido amasar en toda una vida de trabajo. La búsqueda del beneficio hace personalizar el caso al máximo v destacar el aspecto privado del cnlremamiento, [mes si el acusado fuese castigado por alterar el orden público, la víctima podría no recibir más que una satisfacción simbólica. Id aspecto vago de muchas declaraciones V el hecho de silenciar con frecuencia las causas reales de la agresión no se explican de otra manera. La aparente ignorancia de las sutilezas lega­ les oculta muchas veces una admirable capacidad de orientarse en el laberinto procedimental de la época para obtener el mejor resultado posible, lil acusado no se queda atrás. Argumenta, reacciona con habili­ dad, utiliza a veces la contrademanda, que dificulta una decisión final presentando una versión totalmente contradictoria del conflicto, sobre todo porque los testigos no quieren comprometerse cuando la situación es compleja. La oposición a la justicia o a sus representantes también existe, pero no tanto por parte de las gentes sencillas como por parte de los habitantes bien establecidos, y tiene como objetivo sobre todo a los naturales del pueblo que lian accedido a un puesto de sargento, de se­ cretario judicial, de fiscal o de lugarteniente, listos suelen proceder de la élite del pueblo v despiertan envidias entre los que se consideran sus iguales en rango v no disponen del prestigio que llevan aparejados estos cargos.'” I .a demanda perentoria de justicia por parte* de las comunidades ru­ rales parece ligada en parte a la posibilidad que esta ofrece para enri­ quecerse sin trabajar, haciendo pagar, en sentido literal, un insulto o un puñetazo. liste lcnómcno contribuye paralelamente a explicar la dismi unción di' las denuncias por violencia en el siglo x\ m v el desarrollo de la delincuencia contra la propiedad, pues las nociones de valor v de ri55

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    queza adquieren en el campo una importancia que hasta entonces no tenían. La pacificación de las costumbres, por tanto, parece depender más del interés bien entendido y del miedo a la ruina que del temor a la ley propiamente dicho. En Eáches-Thumesnil, un pequeño pueblo dedi­ cado al cultivo del cereal situado al norte de Lille, la delincuencia regis­ trada de 1677 a 1789 en los archivos del tribunal señorial se reduce a diez casos. El lugar consta de treinta y cuatro hogares en 1553, es decir, un poco más de ciento cincuenta habitantes, además de catorce caballos y un centenar de ovejas. En 1701, cuando se hace un censo de los criados, figuran diez mozos y doce sirvientas en la parroquia. En el siglo xvin se produce un notable incremento demográfico, pues durante el Primer Imperio tenemos constancia de doscientos dos hombres solteros, casa­ dos o viudos de edades comprendidas entre los 20 y los 60 años. La mi­ tad de los casos juzgados corresponden al período que va de 1677 a 1697. 'lodos se refieren a lesiones, cuatro deellas infligidas entre I689y 1697 por un reincidente incómodo, Laurcnt Petit, labrador nacido hacia 1652, a otros tantos hombres, entre ellos el sargento del lugar. Las condenas se limitan a multas y a las costas del proceso. Las otras cinco denuncias, de 1701 a 1789, se reheren a una situación no precisada, a dos robos nocturnos con forzamiento, en un caso de quesos y objetos diversos, y en el otro de dinero, y a dos delitos contra las personas. El 14 de julio de 1724, Vincent Def retín, hijo de Jcan, acude de noche a tirar piedras a la puerta de una casa profiriendo «injurias atroces» contra la hija y su padre. Parece evidente que se trata del despe­ cho amoroso de un soltero, El 28 de enero de 1742, un hombre entra en la taberna con su escopeta y tira al suelo de un empujón al criado del herrero, profiriendo amenazas insultantes antes de ser reducido. Estos relatos figuran en los informes periódicos sobre criminalidad que se re­ dactan cada seis meses. Aunque comporten lagunas, muchas veces seña­ lan que no se ha producido ningún acto delictivo. E)c 17 38 a 1746, sólo se describen un robo y una refriega en la taberna, y entre 1762 y 1772 no se señala infracción alguna?6 Seguramente la situación europea es más variada de lo que indican esos pocos ejemplos franceses de domesticación de la violencia en el mundo rural muy próximo a las grandes ciudades. Los mozos siguen siendo turbulentos. Entre 1696 y 1789, en las senescalías de Libón rnc y de Bazas, que dependen del Parlamento de Burdeos, la cohorte de edad '

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    entre los 20 y los 29 anos representa más del tercio de los acusados de agresiones físicas, seguida por la de 30 a 39, que produce un quinta par­ te del total. La injuria es más frecuente entre los hombres adultos de 40 a 49 años, culpables de una cuarta parte de los casos, í rente a una quinta parte entre los de 20 a 29 años. Las actitudes juveniles tradicionales du­ rante las fiestas siguen provocando muchas brutalidades c insultos ver­ bales o simbólicos, listos últimos revelan el vigor de un espíritu de pro­ testa dirigido contra las autoridades, como cuantío los alborotadores le dan una serenata al alcalde de Libournc en 1741 y luego, al cabo ele unos días, intentan forzar la puerta de su casa por la noche para vengar­ se de la acción judicial que ha iniciado contra ellos; o como cuando cu­ bren de excrementos la puerta de su sucesor en 1787. Las denuncias de personas menos jóvenes contra adultos bien establecidos que las han insultado se explican por la esperanza ele recibir una indemnización importante que los mozos poco solventes no podrían pagar. La gran preca­ riedad de la existencia de estos en una época de matrimonio tardío está marcada por el hecho de que el 5 I “<> de los ladrones de ambos sexos de los que tenemos noticia tienen menos de 29 anos. Las mujeres no repre­ sentan sino un 15 % del total. La mayoría (un tercio) son varones solte­ ros entre los 20 y los 29 años? A pesar de los estereotipos negativos abundantemente divulgados acerca de la violencia rural, ésta disminuve considerablemente a partir del siglo x\ ii, como lo demuestran los pocos estudios dedicados a este tema. En el siglo xix, el mundo rural todavía se modifica mas. Salvado de su aislamiento por las carreteras y el ferrocarril, conoce importantes mo­ vimientos demográficos, mientras la juventud local es aspirada por las fábricas. Al oponer resistencias al cambio, el mtintlo rur al se en 1 renta a la hostilidad de los partidarios de la modernidad que ¡o tildan de sucio, brutal y atrasado, calificativos cómodos para designar su diferencia, pues sus ir.idi ciones sociales y culturales sobrvviwn adaptándose a las nove­ dades. La hostilidad respecto al «forastero», en particular respecto al habi­ tante de una parroquia vecina, sigue siendo grande, ya que sirve de «cemento» comunitario v permite defender el terruño \ las mujeres del lugi ir contra las pretcnsiones exteriores. Lomo rcacciiai, los que se arriesgan a penetraren territorio hostil cierran filas, de tal manera que es fácil que con ocasión de alguna fiesta se llegue a las manos. Id baile que termina en pelea entre los campeones de dos pueblos limítrofes es un

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    fenómeno de lo más habitual. La burla colectiva, orientada sobre todo a denunciar cuestiones sexuales, sirve normalmente para mantener una rivalidad que se considera necesaria, lín Vcxin, las gentes de la región afirm an: Las chicas de Longucsse se destapan el culo ¡tara caparse la cabeza?'

    Las regiones de difícil acceso, donde la vida sigue siendo dura a cau­ sa de las condiciones materiales, no son las únicas que conocen brotes de resistencia a la modernidad cuando esta perturba demasiado a las colec­ tividades locales. Hn los bosques del Hurepoix y del Yveline, cerca de París, se producen duros enfrentamientos entre los nativos y los guardias forestales, a partir de la instauración de! permiso de caza en 1844. La resistencia a la fuerza pública es algo muy generalizado entre los campe­ sinos. lis lo que lleva a apovar a los «bandidos de honor» refugiados en los bosques o al maquis, a causa de una presión policial o judicial que la población juzga excesiva. Diferentes de los bandoleros sin fe ni lev que queman la planta de los pies de los labradores ricos para que les digan dónde esconden el oro, estos personajes son apreciados porque la gente se í den tilica con sus sufrimientos, y sus aventuras reavivan el espíritu de protesta contra las injusticias. Montañas como los Pirineos, las islas mediterráneas y el sur de Italia, entre otros nichos identitarios, conocen constantemente esos fenóme­ nos que son el caldo de cultivo de las mañas organizadas, fin Aríégc, la (luciré des Demoisclles de 1830 los traduce en imágenes fuertes. Unos campesinos disfrazados de mujeres recuerdan ele forma inquietante las antiguas ñestas carnavalescas, durante las cuales los mozos se distinguían muchas veces de forma brutal \ sanguinaria. Ahora los mozos, domesti­ cados pero reticentes, siguen aprovechando las ocasiones de desahogo y mantienen un clima de protesta endémica en el momento en que desapa­ recen en 1'rancia, a mediados del siglo \1\, las grandes revueltas herede­ ras de las /iiujHcricK medievales, A pesar de algunos rebrotes, la población rural abandona la protesta colectiva armada. Se cierra un período. La violencia abiertamente noci­ va, va muy erosionada desde hace lustros por la tentación judicial que permite ahorrarse la venganza privada v al mismo tiempo obtener gran­ as | ( h.mx

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    des indemnizaciones económicas, desaparece poco a ¡joco del mundo rural. Las regiones que más se resisten a esa mutación son tildadas de arcaicas. lambién son aquellas en las cuales más se han conservado las armas, so pretexto de la caza, y donde el sent ido del honor sigue estantío profundamente ligado a la pureza de las mujeres tanto como a la expre­ sión teatral de la virilidad de los hombres jovenes. I lacia 1SS2, Córcega ocupa el primer puesto en materia de homicidios v tentativas de asesina­ to, seguida de ios Pirineos ( hiemales, la l.oz.crc, el Ardedle v las Bocas del Ródano. Si la violencia ya no es, cu el siglo \í\, el medio piel crido para resol­ ver los conflictos \ las tensiones en los pueblos, es porque esos últimos han cambiado de eje agregándose caria vez mas sólidamente al mundo que los rodea. I ai profunda iranslormacion de las relaciones un re jóve­ nes y adultos de sexo masculino es el jmmcipal moioi de esa evolución. El lenguaje tradicional del honor v la venganza obligatoria se va convir­ tiendo jioco a jioco en una lengua muerta que va no comunica a las dos partes. Reemplazada por idiomas nuevos venirlos riel exterior v luego integrarlos con las necesidades locales, esa lengua deja tic construir las normas riel intercambio cni re las generaciones, con una rapidez mayor o menor según los lugares. 1 'sa revolución, acelerarla tíos veces por las extraordinarias mezclas tic hombres jóvenes ¡mjjiiestas jioi las dos gue­ rras mundiales, se haila tonsi.intcmciitr- alimentada por mecanismos masivos tic integración, lamo (orinales —escuela v ejercito- como in­ formales, como el cuito a las novedades propiciado jair los grandes mctlios tic comunicación v el desarrollo del ocio, b.sla revolucion redu­ ce la importancia tic lo colectivo v promueve al individuo, restando valor a sus ojos a las pulsiones destructivas v fomentando unos ideales universales heredados tic l’/S9 \ engastados en un modelo de éxito personal tjuc exalta la astucia inlcligciiic en den míenlo de la brutali­ dad bestial. I ,a población rt i ral siempre fue t a paz tic aprovecha]’ las nov edades si éstas suponían impelíanles beneficios concretos v simbólicos. Al acoli­ tar reducir la violencia en el espacio pubhto v abamloiiai masivamente el liso de las armas, sobre todo del t iichillo. en los enl reinamientos Iísi eos, reorientando ios códigos tic honor del guipo a la jmrsona, con tribu yó sin embargo a tlcsplazai el prim ipal csix mino de It>s t onlht los hacia el hogar. Ames, los principales excesos tic los mozos se piodutaan en el exterior, entre iguales tic los nanos de juventud Pt ro s¡ J homicidio í1) Una . pjus ■> > u -c iii

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    rural se vuelve menos frecuente en el siglo XIX, la lamilla en cambio lo sulre mucho más que antes. l¿n Quercy, los enfrentamientos dentro del seno familiar figuran entre los más brutales, junto con las peleas entre vecinos. Las causas más I recuentes atañen a la elección del heredero y a la transmisión del patrimonio, va que en esa región se favorece a uno de los hijos en detrimento de los demás hermanos y hermanas, que reciben una pequeña compensación. Luego vienen las discusiones en lo tocante al ejercicio del poder dentro de la casa. Los conflictos entre esposos, muv enconados, resultan sobre todo de reproches de incompetencia, de alcoholismo o de pereza, que también reflejan el miedo a que peligren las posibilidades de supervivencia v de desarrollo de la prole.'" La cuestión del parricidio, un delito raro en constante declive pese a un pico a me­ diados de siglo y en la década de 1880, cometido una docena de veces al año en 1 'rancia, confirma la importancia de los conflictos generacionales, ligados en dos tercios de los casos a factores económicos. En el sur, el drama lo desencadena a menudo el primogénito, descoso de hacerse con las propiedades familiares. En el norte, en tierras igualitarias donde los hijos pagan una pensión anual a los padres, los criminales quieren alige­ rar sus cargas financieras.': A beneficio de inventario, cabe pensar que el ejemplo francés sirve globafmcntc para el resto de Europa occidental: expulsada de la calle v de la pl aza, muy controlada en la taberna, la violencia rural vuelve a en­ trar por la ventana de la explotación doméstica. Antiguamente conside­ rada positiva en el pueblo, cuando permitía defender el honor de un grupo y manifestar la potencia viril de las generaciones emergentes inci­ tando al mismo tiempo a los mozos a esperar su turno para reemplazar a los padres, ahora es puramente anormal y muy preocupante porque cada vez más se ejerce contra un miembro de la propia familia. Las tensiones que se concentran sobre esta última también sacan a la luz otros t¡pos de violencia disimulados detrás de las paredes del hogar. A partir de la dé­ cada de 1880, cuando se imponen nuevas sensibilidades fruto clcl indivi­ dualismo que tan fuertemente marco el siglo, hay cada vez mas denun­ cias de violaciones de niñas, de incestos, de malos tratos a menores.*’2 Las autoridades siguen, por supuesto, más preocupadas por reprimir la crimi­ nalidad juvenil, asimilada a una verdadera plaga a principios del siglo XX,

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    pero el movimiento que se está iniciando indica una inquietud creciente de la población con respecto a la violencia dirigida contra los niños, pri­ mera etapa hacia la ulterior definición de la pedoíilia como la más abyec­ ta de las monstruosidades imaginables. Las estadísticas de la delincuencia, cada vez más cuidadosas v fiables a partir del siglo x\m, reflejan más una transformación profunda de la mirada represiva que una verdadera mutación de las realidades crimina­ les. Porque* «es el ritual judicial el que construye ese objeto social que llamamos el acusado». Lo consagra como «otro», como un doble inver­ tido del «hombre honrado», a lo largo de un proceso legal que permite al listado afirmar su autoridad de forma simbólica y ofrecer a los ciuda­ danos un ideal de igualdad ante la ley?" Ahora bien, la finalidad principal sigue siendo la misma desde la revolución judicial del siglo x\ i: los varo­ nes jóvenes que no se someten \ pueden poner demasiado gravemente en cuestión los derechos de las gentes establecidas, de los padres, de los gobernantes. Pero cuando la sociedad cambia, cuando sus valores fun­ damentales se mollifican, las formulaciones emocionales de ese miedo de los adultos y los ricos a verse desposeídos evolucionan para adaptarse a las nuevas condiciones. La prueba de fuerza entre los sexos, v sobre todo cutre las generaciones, se desplaza siguiendo unas líneas de frac­ tura potenciales que entonces adquieren más importancia. La acepta­ ción masiva por parte ele los mozos del tabú de la sangre, no sin muchas protestas y frecuentes desórdenes, desvía lentamente la atención de las autoridades de ese problema que globalmcnte se considera resuelto. Sobre todo porque la definición de una violencia lícita cuando hav gue­ rras justas permite movilizar esa poderosa agresividad colectiva reprimi­ da \ canalizarla para ponerla al servicio de objetivos patrióticos v de conquista. Id desarrollo de una economía mercantil capitalista a partir del si­ glo Xviii produce unos nuevos desafíos, trayendo a hordas de jóvenes de sarraígados del campo a las ciudades florecientes, como Burdeos. Amsterdam, Londres o París. Las condiciones de vida de esa mano de obra mal adaptada a las necesidades son tan difíciles que provocan brotes in­ contenibles ile robos para poder sobrevivir; también son innumerables los criarlos y sirvientas que se deslizan hacia la miseria si no han gustado a sus empleadores o han sucumbido a las tentaciones. Los más frágiles,

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    los mas jóvenes, los leños protegidos por la solidaridad familiar o de otro lipo constituyen una plebe inquietante. luí el siglo ,\ix, sus ejércitos famélicos son calificados de clases peli­ grosas por los habitantes prósperos v bien instalados de las ciudades. 1 ai demanda ríe protección aumenta considerablemente, lo cual hace que las autoridades urbanas criminalicen más el robo v la ociosidad. No es casual que Inglaterra, una de las primeras potencias en conocer la revo­ lución mercantil v luego industrial, produzca desde la segunda mitad del siglo XVI el cruel Idoodx codt\ principalmente destinado a castigar sin piedad a los autores de delitos contra la propiedad, a fm de tranquilizar a los ricos. No suaviza su legislación hasta que la amenaza parece hacer­ se menor, a partir tic IS>0. A pesar de su originalidad insular que tanto reivindica, se orienta después hacia la pacificación del espacio privado, como los demás países europeos, llevando el esfuerzo hacia el corazón de la familia. A principios del siglo XX. cu lo que constituvc una paradoja evidente, la violencia se ha convertido cu prol nudamente inaceptable para los que se consideran privilegiados, al tiempo que se preparan las terribles car­ nicerías humanas de HI-I-IÚ1S. ¿Acaso traducen éstas un retomo ex­ traorí. lin ario de lo reprimido? Y es que la civiIización occidental está re­ corrida por una inmensa denuncia de la brutalidad cotidiana en todas sus formas. I ,a aversión por la sangre hace que incluso el espectáculo de la matanza de animales sea \ isto con repugnancia \ que cada vez despier­ ten mas compasiém las bestias, lo cual anuncia el ulterior desarrollo de su protección v la defensa de1 sus derechos.' 1 Id hombre sano v moral se aparta no solo del espe ctáculo de la muerte, cada vez más ocultada antes ele esconderse como hov cu el fondo ele los hospitales, sino también del espectáculo ele! suiriniictito. A partir de i<S-I7 en brancia, la a\cisión por el dolor lleva a emplear anestésicos, cler y cloroformo. I ,os paraísos artihcialcs de las drogas, en­ tre ellas el opio, tan apreciado en tiempos de ISauclelairc, sirven tal vez para compensar un poco la represión de las emociones, especialmente entre los jóvenes sometidos al aprendizaje obstinado del tabú de la san­ gre y la prohibición de la violencia. Id individuo (.pie sigue siendo salvaje, hasta el punto de no saber controlar o derivar sus pulsiones mórbidas, ya no es si ni ])lcmcntc un bruto rural, imagen in\ crtida del hombre de bien, porque también el campo ha optado por la modernidad repudiando el

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    exceso de violencia. Cracias a una publicidad machacona, el salvaje es ahora el monstruo absoluto capaz de matar por placer y refocilarse en la crueldad, como Jack el Dcstripador en Londres o lacqucs Vacher en branda. Este ultimo, nacido en una familia de campesinos del Iscrc en 1869, se llamaba a sí mismo el «anarquista de Dios» v mato a cuatro chicos, seis chicas y una vieja, según el auto de acusación. Euc liberado de un asilo y cometió su última fechoría el 51 de agosto de 1895 en Bénonces, departamento de Ain, donde según su propia confesión degolló a un pastor de 16 años antes de arrancarle sus partes con los dientes.' '’ La figura del monstruo asesino, que para un amplio público ávido de horror resulta fascinante, habla del último límite humano que superan algunos poquísimos individuos, que no pueden ser sino locos o estar pro­ fundamente desequilibrados. A principios del siglo xx, son innumerables los relatos de ficción que se apoderan del tema. Cuando se está preparan­ do la Primera (¡tierra Mundial, la oleada de fantasmas sanguinarios que invade el imaginario occidental indica que no se ha resuelto una contra­ dicción fundamental entre la pacífica convivencia exigida a todo ser civi­ lizado en sus intercambios cotidianos y la exaltación guerrera de las virtudes nacionalistas.

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    CAPÍTULO

    8 Estremecimientos mortales y literatura negra y criminal (siglos xvi-xx)

    El claro descenso de los homicidios a partir de Hílales del siglo XVI va acompañado en Francia por la aparición do una literatura y una imagi­ nería destinadas a cdiHcar al lector o al observador prolongando las emociones espectacularmente representadas por el ritual del suplicio. Relatos dramatizados de este último v canards sanglants vendidos en las calles de París, o historias trágicas destinadas a círculos más cultiva­ dos, parecen tener como única Hnalidad demostrar que el crimen no es rentable. La literatura criminal inglesa del siglo xvlil propone idénticas lecciones morales. Sin embargo, algo cambia hacia 1720 en ambos paí­ ses, cuando aparece una vena mucho más ambigua, que eleva a ciertos deli ncuentes, como Cartouche, al rango de héroes populares míticos. Luego, en el siglo XIX, la épica ele los bandidos invade la gran ciudad in­ dustrial, dando lugar a la vez a una extraña atracción y a una poderosa inquietud entre los burgueses. Asesinos y ladrones componen entonces un ejército de sombras salvajes, conducido por Fantomas y perseguido por Sherlock I lolmcs, cuyas Feroces hazañas desalían la honradez v la moral establecidas. Poco antes de la Primera Guerra Mundial, los apaches invaden París, así como las columnas de los periódicos de gran tirada. ¿Los aficionados a la sangre en los grandes titulares forman parte sola­ mente de la capas inferiores que no han accedido a la «pacíHcación gene­ ral» de las costumbres y al «limado de las aristas de la individualidad»?1 ¿La colonización del imaginario occidental por los fantasmas crue­ les no refleja más bien la aceptación del tabú de la brutalidad homicida, que no deja lugar sino a evocaciones de la prohibición? La transgresión ya es imposible, salvo si uno quiere pasar por un bruto bestial o por un

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    loco. A los mozos v adolescentes sólo se les oí l ucen Iorinas distanciadas \ oníricas. Cada vez unís reprimidos en el espacio público y estrecha­ mente vigilados. va sólo en sueños les cabe recuperar la cultura viril de los siglos anteriores. Mandrin, (.artouche, Jack c! Dusf ripador v sus nu­ merosos émulos ficticios, difundidos a través de libros o imágenes v lue­ go, a lo largo del siglo .\.\. de los cómics, el cinc, las canciones, la músi­ ca... /acaso no son portadores de la nostalgia de una determinada 1 orina de violencia antaño banal y ampliamente tolerada por los adultos/ La literatura negra, con sus múltiples variantes, pone en cuestión de forma mas o menos explícita la moral de las apariencias, de la ley y el orden impuestos por los hombres establecidos, l i aza el perfil constantemente actualizado del que osa resistir, genio del mal, joven bandido de honor, detective privado desencantado que utiliza métodos poco ortodoxos. El éxito de ese género camalcónico se basa un una poderosa contradicción interna de nuestra cultura desde que empezó el proceso de erradicación del homicidio. Porque la forma pacífica de relacionarse que exigen los machos «civilizados» en la vida cotidiana lleva aparejada, por expresa voluntad del listado, la exaltación de las virtudes guerreras, que son indispensables para mantener los imperios coloniales y defender la pati ia. Abundantemente desarrollada en los periódicos, novelas policíacas v otros soportes, la ficción sangrienta sirve así para dos objetivos opues­ tos: pacificar las costumbres de los varones púberes ofreciéndoles la válvula de escape de estremecimientos mortales sin pasar al acto, pero también preparar la eventualidad de este último, como atestiguan las dos terribles hecatombes mundiales. Id aprendizaje simbólico de esos papeles contradictorios le cía toda su importancia a la novela negra. Esta ultima define asimismo Ja función duJ sexo débil en un universo domi­ narlo por los valores masculinos, no ofreciendo más opciones que la de dulce víctima, maternal v tierna de las pasiones viriles, a menudo rubia, \ la de venenosa mujer fatal, dura y morena, que empuja al crimen y a la perdición.

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    hoy y los ha hecho tan astutos e ingeniosos para hacer el mal...»/ El autor también es el creador, en 1559, de un nuevo tipo literario en el país de Rabelaís, de las / lislorids fra^icds de las obras ildliamis de Pandel, pi/eslas en nuestro idioma por b rancoise P. P>oaixlitan, IIamado Piiwiii}', orí ^itiario de Pre/añdP La Líente es italiana. Sigue los pasos de Matteo Bandullo, muerto en 1561, que a su vez se inspiraba en Boccaccio. Las reediciones frecuentes, así como las traducciones al ingles o al flamenco y las diversas adapta dones y plagios, ilcmucstran que tuvo un éxito inmediato, En 1570, Lrany'ois de Bel leí órese aumenta la obra, y una nueva versión su va muy ampliada ele 1582 comprende siete volúmenes.1 El mundo repre­ sentado es un universo de pesadilla, invadido por la violencia v lo mons­ truoso, lo contrario de los códigos vigentes en aquel momento. El indi­ viduo está tan sometido a los «prodigios de Satán» como a la terrible venganza de Dios. Se nos muestra débil, presa del furor de sus pasiones, descarriado de su naturaleza divina. La ola literaria de las historias trágicas no hace sino crecer durante las últimas décadas del siglo xvi, con Vérité I labanc en 1585, Bénigne Poissenor en 1586 y otros muchos, v luego invade poderosamente los pri­ meros años del reinado de Luis XI11, con hranyois de Rosset v el obispo J can-Picr re Camus? Sus escritos responden al gusto barroco del publico culto, que se deleita también con producciones muv diferentes, como las noveles de caballerías y los cuentos licenciosos o L/Ufree (1607-1628), lar ga novela pastoril de Honoré d’Urlé. Ellos proponen «historias de nuestro tiempo» basadas en la violencia, el amor v la ambición. En mar­ cadas por una introducción y una conclusión en forma ele moraleja, estas historias enseñan a los lectores a comportarse (rente a la lev, divina v humana, desarrollando ejemplos de transgresión seguidos del inevitable castigo. De Rosset, nacido en 1570, sin duda en una familia noble, instalado en París en 1603, llega a ser, por lo visto, abogado en el Parlamento, lis autor de diversos volúmenes de cartas v de poesía amorosa, v simultá­ neamente publica, en 1614, una traducción francesa de las seis primeras

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    Novelas ejemplares Je ( Áma antes v su obra Lt'.r llistoires trafiques de notre temps. ()ñ son! con tenues les morts funestes et lamentables de plusienrs persona es [Historias trágicas de nuestro tiempo. Que contienen las muertes funestas y lamentables de numerosas personas |. Compuestas de quince relatos, aumentadas con otros ocho en 1619, fecha supuesta de su muerte, constituyen uno de los mayores éxitos edi­ toriales clel siglo v son reeditadas al menos cuarenta veces entre 1614 y 1757, y aumentadas con múltiples piezas compuestas por autores anóni­ mos, mucho tiempo después del fallecimiento de De Kosset. liste, como buen contemporáneo de la Contrarreforma, presenta la desdichada his­ toria clel hombre que insiste en la vanidad de todas las cosas.'1 Lxtrae mucho material de casos celebres, como el asesinato de Concini o el de Bussy d’Amboisc, cu vas hazañas también relata Alexandre Humas en 1S46 en l.a dama de Montsorcau. Evoca destinos siniestros v muertes dramáticas, muchas veces violentas —cincuenta y tres en su recopila­ ción—, con una tendencia a describir minuciosamente la escena san­ grienta: Elcurie, una mujer furiosa contra el hombre al que odia, «le lanza un pequeño cuchillo con el cual le atraviesa los ojos, y luego se los arranca de la cabeza. Le corta la nariz, las orejas y, ayudada por el criado, le arranca los dientes, las uñas y le corta los dedos uno a uno». Moralista, el escritor denuncia su siglo como «la cloaca de todas las villanías de los otros siglos», saturado de abominaciones. (Atipa de ello a los humanos descarriados v más aún al diablo, que es uno de los principales protago­ nistas de sus historias. lisa literatura insiste en la terrorífica venganza divina que espera a los transgresores, 'Trata de persuadir al lector para que se adhiera a una im­ placable moral punitiva tras haberlo invitado a explorar de forma imagi­ naria el mundo de lo prohibido. La curiosidad morbosa de las masas que asisten a las ejecuciones públicas es convocada aquí para un viaje onírico, que provoca estremecimientos de pavor ante el espectáculo de lo prohi­ bido v luego sensaciones contusas mezcladas con una sensación de alivio cuando los culpables son castigados, antes de volver en paz al universo de los bicmpcnsanlcs. Dando así al público el gusto del fruto prohibido sin peligro de perder con ello c) alma, estos relatos contribtiven a distanciar­ se de las atrocidades relatadas. Abren una nueva ventana en la cultura

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    occidental transformando la sangre en la cinta de las recopilaciones de historias o de grabados, la realidad concreta en fantasma macabro. Se inicia la era de la represión de las pulsiones destructivas. Incluso puestas negro sobre blanco, no dejan de ser ambiguas, un carácter que conserva­ rán hasta nuestros días pese a su constante reformulación y al empleo de soportes cada vez más variados. Porque en definitiva su función es doble: imponer el tabú del homicidio sin apagar totalmente la fascinación pro­ funda que despierta en el hombre ese misterio que le ha permitido, como cazador y predador, ocupar el lugar dominante en la Tierra. Sin olvidar su parte maldita... Para De Rosset y sus émulos, el demo­ nio es, sin duda, el más fiel compañero del ser humano. Y la mujer, su principal aliada. IÍ1 autor nos lo muestra a través de la historia de un te­ niente de la milicia de Lvon engañado por un diablo que lo ha seducido adoptando el aspecto de una hermosísima dama. Id pecador muere v se ('undena, como debe ser, porque «la lascivia provoca el adulterio, el adulterio el incesto, el incesto el pecado contra natura, y luego Dios per­ mite la unión carnal con el diablo». «Para mí —añade el narrador—, creo firmemente que era el cuerpo muerto de alguna bella mujer, que Satán había sacado de algún sepulcro y hacía moverse», modificando su olor a podrido y su color. Id efecto edificante a travos del horror que aquí se nos propone prepara el advenimiento del turbio relato negro. lis pre­ ciso, en electo, que el lector encuentre placer y a la vez que el miedo lo aleccione, que disfrute estremeciéndose al borde del abismo al cual su guía lo conduce. Bajo Luis XIII, I'rancia experimenta lo patético, lo dramático v lo barroco. La vida parece cada vez más sombría, más inquietante, y las trampas de un diablo omnipresente se multiplican? jean-Picrrc Camus es el portador y divulgador de esa sensibilidad. Nacido en 1582 v muerto en 1652 ó 1653, es obispo de Bellcy desde 1608 hasta 1628 v uno de los autores más prolíficos de su época, con doscientos setenta v cinco títu­ los, entre ellos veintiuna recopilaciones de historias trágicas que reúnen novecientos cincuenta relatos? Su brevedad v su variedad corresponden

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    maravillosamente a sus objetivos moralizantes, lis un humanista cristia­ no, partidario muy activo de la Contrarreforma, que trata de difundir la devoción en todos los ambientes sociales. Su primera recopilación de cuentos trágicos, Les livcnements si>}gidic>‘\, publicada en Lyon en 1628, comprende setenta piezas v suscita un gran entusiasmo. El mismo año, abandona sus funciones episcopales y publica un segundo volumen del mismo jaez, LesOccurrenccsrcmaríiuables. Siguen en \(d>ODAmphilbéatrc sanean! y Les Spee! a eles d'horrcur, dos de los más famosos, así como Les Succez dif]érens\ luego, en 1631 Le Lenta^one hislorupus Lc.\ Lelaltoas morales y La Lourdes miroirs\ en 1632 Les Lepons exemplaires y Les Ob­ serva lio ns historiques, en 1633 Les Décades hisloriques. Entre 1639 y 1644 aparecen ocho nuevos títulos, entre ellos Les Rencoutres funestes, y varias recopilaciones postumas de 1660 a 1670.111 La gran influencia de Camus en los potenciales lectores, entonces numerosísimos, es indudable. /Xlcanza a la vez a los especialistas del sa­ ber, que cuentan dos o tres mil miembros en la época clásica, y más aún al «público mundano», compuesto por unas ocho o diez mil personas, tres mil de ellas parisinas, hacia 1660. Nobles, ricos burgueses, damas o damiselas aficionarlas a la poesía, las novelas y la literatura epistolar for­ man parte de su público c imponen las modas. Todos consumen tam­ bién los tratados de urbanidad y buenas maneras, según el modelo del I Ion véle homme de Earct, publicado en 1630.11 Las doce tragedias en­ tregadas por Camus entre 1628 y 1633 y sus rápidas reediciones repre­ sentan decenas de miles de ejemplares, lo cual hace pensar que pocos lectores cultos pudieron ignorar su existencia. Es probable, por otra parte, que gracias a que identificó sus necesidades y tras varios fracasos en géneros más blandos, Camus se orientase en 1628 hacia una produc­ ción en cadena de relatos trágicos, con el fin de insuflarles la piedad a través de contraejcmplos. Es un maestro de lo morboso y de la crueldad en una época profundamente marcada por la obsesión del demonio y del pecado, un moralizador muy consciente, en electo, pero que disfru­ ta escribiendo sin atenuar los detalles de los espectáculos atroces que presenta. Después de él y de su contemporáneo Glande Malingre, son pocos los escritores que siguen desarrollando el mismo modelo, con la excep­ ción de E de Grcnaillc, que publica en 1642 Lc\ Au/ours Listonques des

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    Prú/ces, y Je Jean-Nicolas Je Parival, autor en 1656 Je I l/s/odes tragiíjiícs de /losttv amuecs e/i \Pdlandc, editadas en Eevdcn. El final del reina Jo Je Luis XIII coincide con el Je la moda Je las novelas trági­ cas, pues el publico prefiere ya las obras más divertí Jas Je Sorel, Scgrais, Scarron o Donncau Je Vise.1’ Sin duda, esas historias morbosas acaba­ ron por cansar al publico culto, ahora mucho menos fascinarlo por la sangre, atraído por el clasicismo y entrando va en la «civilización Je las costumbres».1’ Su principal período de influencia, desde 1559 hasta la década de 1640, es precisamente el del primer gran retroceso de la vio­ lencia homicida en branda, por electo Je una criminalización judicial cuya eficacia culmina hacia 1620-1630, (.amus anima una comedia humana poblada de personajes variados, pero con una predilección por la nobleza, portadora de su propio ideal aristocrático, aunque no dude en emplear al referirse a ella un tono satí­ rico. No le gusta la rica burguesía y crítica acerbamente a los financieros, el imperio del dinero, a los agentes Je la justicia y Je la policía, así como a los frailes hipócritas. Le interesan poco los artesanos y los comercian­ tes, describe a los campesinos con compasión, pero manifiesta también un cierto asco hacia ellos, porque «viven ordinariamente entre las bes­ tias, y son en muchas cosas como ellas». Concentra su atención en las pasiones del alma, más que en los individuos que las sufren. Pero le en­ canta lo pintoresco y lo anecdótico. El matrimonio, la mujer v el adulte­ rio, temas que retoma incansablemente, están siempre situados en un ambiente de violencia y crueldad inaudito, próximo a El realidad del momento. Dentro ríe una óptica agustiniana pesimista, su implacable Dios bíblico se muestra muy avaro Je su misericordia. Como la justicia de la época, que pretende disuadir del delito a través de la representa­ ción de los castigos corporales, Camus maneja brutalmente el ejemplo para provocar en el lector el horror al vicio.14 Sus descripciones están llenas de asesinos, traidores y perjuros. En /.c.vSpeelacles d’horreur, una de sus obras maestras, se han podido contar ciento veintiséis muertos. El diablo, omnipresente, mueve los hilos de la tragedia que es la vida. Cayendo constantemente en sus trampas, los humanos se abandonan a un frenesí sangriento que los priva ríe toda esperanza de salvación. El narrador explora la vena de la atrocidad ase­ sina presentando una galería de monstruos que son arquetipos del hom-

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    brc sordo a las amonestaciones divinas. La cruel esposa traicionada de La jalousic precipitée asesina a su marido dormido: «Lo apuñala en el cuello, en el vientre, en el estómago, a tuerza de puñaladas expulsa el alma del cuerpo del deplorable y demasiado fiel Paulin», Para vengar­ se del cónyuge infiel. La Mere Xíedee mala a sus hijos a hachazos, mien­ tras el marido engañado de Cocur WíZ/z.í'c ofrece a su esposa como plato el músculo cardíaco de su amante.11 Siempre hay una breve conclusión que alude a un Dios terrible que castiga implacablemente los pecados de los hombres. Palabras sencillas como castigo, desgracia, impostura, bruta­ lidad, trágico, lamentable, execrable o míame resumen la exhortación a seguir una senda mejor para evitar condenarse. Lsc sermón convencio­ nal del obispo Camus adquiere tanta más importancia para el lector cuanto que viene después de una descripción muy viva de los peligrosos caminos del vicio, adornada con detalles muy llamativos. Si el amigo ele san Francisco de Sales no puede ser sospechoso de ti­ bieza apostólica, lo cierto es que innova mucho en la medida en que gusta de multiplicar las anécdotas aterradoras. Sus escenas de horror pretenden moralizar describiendo con realismo una serie de ejemplos de furia destructora. En él se combinan una alta percepción de los ideales divinos y una visión muy clara de las extraordinarias bellaquerías de las que son capaces los mortales. Sin duda era entonces la única forma de atraerse a un público de lectores amplio, escéptico ante las habituales peroratas eclesiásticas. Buco conocedor de la psicología de sus contem­ poráneos, el antiguo obispo de Bcllcv les olrcce la parte de misterio in­ sondable que necesitan haciendo del demonio el principio explicativo fundamental de la perversidad humana. El resorte es un poco simple, pero el talento del escritor permite infinitas variaciones. Y así contribuye a arraigar hasta nuestros días al diablo en lo más profundo de la explica­ ción para la demasiado frecuente pero inaceptable ruptura del tabú de la sangre. El diablo, en cierto modo, es el inventor de la crónica de sucesos. Un nuevo modelo de documento impreso destinado a un público general­ mente menos culto que el de (.amus lleva su marca. La moda de los ca­ llarás sigue una cronología muv parecida a la de las historias trágicas. Lo mismo que ellas, esos relatos impresos responden a un gusto «popular» muy vivo por lo macabro y lo sensacional, que comparten algunos bur­ gueses cultos, como el cronista Hierre de l'Esloile. listos opúsculos, mal

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    consonados y difíciles de estudiar, parece que proliferaron sobre todo de 1600 a 1631. De los ejemplos que conocemos, uno de cada cinco se imprimieron en París, v más de una cuarta parte en Lvon.1*' Más de un tercio son historias maravillosas; los relatos de calamida­ des, de fenómenos celestes y de casos criminales representan cada uno tina quinta parte del total. Los ult irnos están narrados con muchos deta­ lles morbosos v gran cantidad de precisiones en cuanto al ensañamiento de los actores, sin olvidar evocaciones terroríficas, por ejemplo cuando una joven traicionada le hace comer a su amante el corazón o el hígado del hijo de ambos. Los milagros y sacrilegios ocupan un lugar importan­ te. El diablo, raras veces ausente, es el protagonista de los relatos de sor­ tilegios, de encantamientos, de apariciones maléficas o de ejecuciones de brujos. A menudo adaptados y rcuti 1 izados, como los grabados que ilus­ tran su cubierta, estos relatos contienen una lección moral muv simple, que liga las desgracias humanas con la ira de Dios, desencadenada por la multiplicación de los pecados y pasiones prohibidas, como la lujuria,1. Existe una correlación directa con las obras de De Rosset y de (lamus, que sacan muchas anécdotas de ese amasijo compuesto por frag­ mentos de actualidad, por sucesos sangrientos aparecidos en periódicos como el Mercare i• y por obras de la imaginación. Pero el tratamien­ to literario propiamente dicho es distinto, porque x a dirigido a un publi­ co de calidad, lo cual obliga a cocinar «esas especias fuertes para pala­ dares más refinados».1'' Los dos conjuntos ofrecen a públicos lectores considerados distintos una explicación simplificada de las peripecias v miserias con las que hay que enfrentarse en este mundo. El más ambicio­ so, ilustrado por De Rosset v Camus, prepara al individuo pensante para una moral del control de las pasiones propuesta paralelamente, entre 1620 1640, por el modelo del homicte Iioihmc urbano y educado de los manuales de urbanidad.r' (ion forma el imaginario colcctix’o de las gen­ tes de bien interponiendo entre su mirada y la realidad una parrilla interpretatix'a dominada por la idea de un ineluctable castigo de toda xáolación de la lex' dixína o terrenal.1''

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    Si las historias trágicas repiten machaconamente un mensaje ele obe­ diencia, también ofrecen el placer de una transgresión sin graves riesgos. Acostumbran al público a lrccucntar un demonio de papel capturado por el lenguaje del autor y prisionero del pensamiento del lector, lo cual contribuye probablemente a hacerlo menos pavoroso. La ruptura cultu­ ral de la década de 1640 procede en parte, tal vez, de una reacción contra esa familiaridad demasiado intensa con lo patético y lo diabólico duran­ te la centuria anterior. Ponientada por la puesta en entredicho de la pri­ macía tcok'igica provocada por las ideas nuevas, especialmente el carte­ sianismo, también refleja una creciente repugnancia por la sangre, lo bajo y lo trivial entre las capas superiores urbanas, lo cual prepara el triunfo de los principios armoniosos del clasicismo, pues las historias trágicas hablan esencialmente de violencia, de sexo y de lesa majestad.21 Enseñan que el menor desliz puede conducir al precipicio, en el marco de una moral eminentemente acumulativa. Los actos más simples pue­ den llevar al desastre absoluto porque el Maligno no ceja en utilizarlos para la perdición del hombre. El cuento número 18 del primer libro de Le.s Specldeles d'horrenr de Camus cuenta que dos chiquillos vieron a su padre degollar a un ternero y quisieron imitarlo matando a su hermano pequeño, cuyo cadáver escondieron en el horno. El redactor quiere mos­ trar simplemente que hay que evitar hacer el mal delante de los niños, pues son cera virgen en la cual todo queda grabarlo. Les Morts entdssés, tercer relato del segundo libro de la misma recopilación, habla de un encadenamiento latal debido al hecho de que el diablo está siempre al acecho de su víctima. Un labrador enfurecido mata a su hijo sin verdade­ ro motivo, luego se suicida desesperado, mientras su mujer, espeluznada ante semejante escena, deja caer a su hijo recién nacido en el luego. El mal está en todas partes. No tiene remedio y acompaña a todos los seres desde la cuna hasta la sepultura.22 Sin embargo, nada ocurre sin el per­ miso de Dios, ni siquiera el pecado que pone a prueba, para castigarla, a una humanidad miserable, depravada y execrable.21 El mecanismo men­ tal generado por el miedo a la transgresión no respeta a nadie, ni siquie­ ra a los santos. Pone de relieve una parábola sobre el deseo obligatoria­ mente destructivo del cual todo el mundo debe guardarse domesticando su parte animal, es decir, sus pulsiones violentas y sexuales. 21 "¡' u¡

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    La culpabilidad definida por De Rosset y Camus, sin embargo, aún no está del todo interiorizada por el sujeto pensante. El demonio omni­ presente desempeña un doble papel. Es capaz de penetrar en el cuerpo de las víctimas, pero no está totalmente pegado al alma de aquellos a los que tiraniza. Además, su figura se desprestigia ante el público culto a medida que el terror ligado a la noción de pecado entra en competencia con el placer de hacer el bien, de expresarse en una lengua depurada, es decir, con la urbanidad mundana, más agradable de soportar que el mie­ do al Maligno. Este último cada vez es menos necesario como marcador de la culpa para los representantes de la alta sociedad inmersos en la alegría de vivir del Siglo de las Luces.

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    Canard^ y cuentos trágicos son dos acatares, destinados a públicos distintos, de la literatura sobre ajusticiados. liste genero, floreciente a partir del siglo xvi, transcribe en pocas páginas la carrera desastrosa de un condenado y se la ofrece a las masas durante la fúnebre ceremonia o inmediatamente después. Los arquetipos descritos, en efecto, se pueden rcutilizar, y las ilustraciones que los acompañan son intercambiables. El genero da pie a estremecerse más con la descripción de las terribles ha­ zañas de los criminales, contadas con gran profusión de detalles, pero muchas veces a expensas de la veracidad de los hechos. El final del epi­ sodio es obligatoriamente el convenido. Los autores anónimos no pue­ den sino bordar algunos detalles curiosos o sorprendentes sobre una trama ya muy codificada. Son raros los prisioneros liberados en el último momento por un levantamiento dirigido por sus amigos, una orden real o el descubrimiento de una situación que exige suspender la ejecución, como la revelación de un embarazo, por ejemplo. A diferencia ele lo que imaginan los novelistas populares del siglo xtx, deseosos de producir un fuerte suspense cuando evocan esas escenas, el final es casi infaliblemen­ te la muerte. Además, la ritualización del espectáculo sólo autoriza varia­ ciones marginales. La multitud está al acecho sobre todo porque conoce con precisión el desarrollo siempre idéntico de la implacable tragedia. ()bscrva con atención los gestos v la cara del ser que representa un papel a su medida, en cuya interpretación debe mostrar a la vez valor y arre­ pentimiento para servir de ejemplo edificante a todo el mundo. No le ciueda más esperanza une la de la misericordia divina une depende de la

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    UNA HISTORIA nr I A VIOI.ISX IA

    La horca no sólo sirve para castigar. También constituye una podero­ sa herramienta pedagógica para todos aquellos que contemplan el final dramático de una aventura humana. Para los responsables de controlar ese instante solemne, lo más difícil es lograr que colabore el principal implicado, a fin de que no perturbe el consenso buscado entre la justicia y la masa de los asistentes. Los confesores actúan con diligencia y efica­ cia. Los magistrados del Parlamento de París aportan un acompaña­ miento civil muy estricto al reprobo durante sus últimas horas. Los se­ cretarios judiciales que vienen a leerle la sentencia de muerte escudriñan sus intenciones. Si detectan en él una voluntad de perturbar la armonía del ceremonial, de clamar su inocencia insultando a los verdugos o de hacer revelaciones públicas no deseadas, procuran por lodos los medios que cambie de actitud. (ionsignatíos en documentos impropiamente de­ nominados «testamentos de muerte», sus esfuerzos incesantes hasta el último minuto, ya en el cadalso, demuestran la importancia que se con­ cede a la colaboración al menos aparente del condenado, lista también se busca con el mismo alan en Inglaterra.24 Se espera de él que sublime finalmente sus malas pasiones para validar a los ojos de los asistentes la idea de que el crimen nunca merece la pena. La lógica dualista de los documentos judiciales impregna el conjunto de las producciones literarias y artísticas que describen las fechorías. No existe en este terreno el protagonista positivo, pues el asesino o el bandido debe ser percibido siempre como un transg resor de las leyes divinas, un cómplice del demonio, un agente del mal. Pero no es seguro que todos los contemporáneos estén perfectamente de acuerdo con ese enfoque. La lite­ ratura patibularia es tan insistente y se desarrolla con tanto vigor en la época en que proliieran los suplicios, desde finales del siglo x\ i hasta prin­ cipios del XVIII, que no podemos dejar de plantearnos cuáles son exacta­ mente sus funciones en la sociedad. Su éxito «popular» hace que nos pre­ guntemos si no sirve acaso para conformar la opinión pública inculcándole nociones fundamentales a propósito de las prohibiciones cuva transgre­ sión conduce al castigo supremo. Pero su enorme éxito también nos hace pensar que la voluntad de educar no es la única que explica esa moda. Tie­ ne que haber también una fascinación de los lectores por esos relatos san­ guinarios. Los productores v los consumidores no buscan necesariamente lo mismo entre las lincas de las obras cuyo éxito aseguran juntos. 2-1 l< Afiii.lninbli.-il /C i./t I

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    En Inglaterra, el fenómeno florece de 1680 a 17-10. Aparece bajo tres formas distintas, respectivamente producidas por la Administración, un capellán y unos periodistas. Como en Francia, los resúmenes oficiales de los procedimos se venden muy pronto al público. Además de la compo­ sición del tribunal, comprenden sistemáticamente un resumen del caso v el veredicto. Son cada vez más precisos v pintorescos, para deleite de los amantes de detalles concretos, y pasan de las dos páginas a finales del siglo a una media de cuarenta y ocho hacia 1731). El capellán de Newgate, por su parte, entrega su propia versión al día siguiente del ajus­ ticiamiento. SÍ se fija sobre todo en el delincuente, es para realizar su autobiografía espiritual según un modelo homogéneo, a hn de mostrar primero su caída, y luego poner de relieve su arrepentimiento, que para alcanzar la salvación debe estar basado en el amor divino v no únicamente en el miedo. La prensa, por último, da preferencia a lo sensacional y a la sangre, completando el texto con grabados estereotipados donde lo que dicen los interesados figura en globos o bocadillos. El periodista se pone generalmente de parte de las víctimas, clama todo el horror que le inspira el culpable que sube al cadalso y formula un juicio moral, (losa nueva, pero rara: a veces expresa admiración por ciertos bandidos celebres, como Jack Shcppard o Mary (zar letón.2. Excepto esa innovación limitada, los tres géneros de textos concu­ rren para producir una imagen banalmente inquietante del criminal, crapuloso, mediocre, pecador, del cual la sociedad se deshace inexora­ blemente. I odo el discurso le concede, sin embargo, un lugar simbólico importante, pues al proclamar él mismo ante el mundo lo justificado que está su castigo, permite a la colectividad reforzar su unidad y revalidar sus reglas. Pero su individualidad desaparece y con ella la razón profun­ da de sus actos, en nombre de la lección edificante que debe ofrecer a todos. Esta permite además al lector o al observador regodearse sin mala conciencia con el relato detallado de sus crueldades v con el espectácu­ lo de su merecida agonía, (ion todo, la emergencia de una admiración periodística por los delincuentes excepcionales índica un debilitamien­ to del proceso. Supone que una parte del público va más allá de la vi­ sión normativa v aprecia la seducción del transgresor o simplemente se atreve a experimentar sentimientos profundos alejados de la ética dominante.

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    Irstc fenómeno, que se inicia hacia 1710 en Inglaterra, es un poco más tardío en I-rancia, donde la imagen positiva del mítico (iartouchc se forja tras so ejecución en 1721. Las hazañas dejack Sheppard, Blueskin Blakc o Jonathan Wild llaman la atención sobre el individuo v alimentan las columnas de la prensa, especialmente las del Original Week.ly loniy.al de John Applebee, en el cual Daniel Deíoe (1650?-1731) colabora entre 1720 y 1724. Esta moda da pie a muchas obras, entre ellas varias recopi­ laciones anónimas de juicios: /1 Complcat C(dicatión o/ Kcmarhablc Tryals en 1718 o/l (hnnpleat Collection o] Statc Lryalx en 17 10. Inspirándose en documentos oficiales, siguen un esquema único que presenta sucesiva­ mente el origen \ la juventud del delincuente, los mejores episodios de su deplorable existencia, su detención, su juicio y por último su ejecución. La estructura binaria moralizada, de las fechorías al castigo, es tradicio­ nal en toda la Europa de la época. I lay otras obras más elaboradas \ fir­ madas que revelan una mirada distinta. El autor también compila infor­ maciones sacadas de documentos oficiales, pero se aparta de ellas para componer historias en parte imaginarias. Los modelos [Hieden ser unos protagonistas muy apreciados por el pueblo llano —como Robín I lood (Robín de los Bosques), Long Meg de Westminster o Molí (aitpurse—, o delincuentes convertidos en héroes portadores de valores nmv diferentes de los de los aristócratas y los burgueses. Estas figuras subversivas luchan contra las autoridades, y sus víctimas son personajes temidos por los hu­ mildes, como ios usureros, los privilegiados o los ricos despóticos. En 17 14, el «capitán» Alexander Smith presenta desde ese punto de vista 1 be Libes and iii\torie\ ol the Xlo\t bloted i lighuaymcn, hoolpads, Shophfts and Cheatx, etc., v luego, en 1726 Menioirs ol the Life and h/ne o] the hamons lonathan Wdd. En 17 34, el «capitán» Charles lohnson reúne cerca de doscientos malandrines en A (¡eneral I Intoiy o! /he I .mes and Adrentnres o/ the Xlost bamons l lighicaymcn, Xlnrdercrx, \treet Lohhers, ele., completada, dos años más tarde, con una galería de los piratas más celebres, debida en realidad a la pluma tic Daniel Deloc. En el prefacio del libro de 1714, Smith justifica su provecto por el deseo «ele instruir y de convertir a los individuos corrompidos v profanos de esta edad licenciosa». No por eso deja de trillar su discurso con ingre­ dientes que se supone que deben gustar a un público amplio, con un poco de violencia, de pornografía o de comicidad \ mucha acción. Se supone que ciertos episodios ridículos, incluso grotescos. a \cccs repro­ ducidos sín modificación alguna en diferentes vidas de malhechores, instauran una sana distancia con el lector, para que no se vea tentado a seguir su ejemplo. La moral quechi a saho, pues ninguno de los inalhe-

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    chores escapa jamás ai suplicio: los malos siempre son castigados. La ilustración muy teatral de los volúmenes de Smith rechaza, por otra par­ te, cualquier dimensión agradable, al contrario que el texto, para subra­ yar pomposamente su intención moralizante.-’'' lis difícil detectar con precisión los objetivos profundos de Smith o deJohnson, y en especial dar crédito a este último cuando afirma que su única finalidad es divertir. Lo único cierto es el éxito de sus obras, de ahí la idea de una probable mutación de las expectativas del público lector de este género, un público difícil de definir. Se trata, sin duda, de un tipo de lector londinense, urbano, acomodado o de clase medía más que real­ mente popular, y es el contenido de las obras el que puede darnos una ¡dea de sus gustos. Evidentemente, llega un momento en que se cansa de las peroratas sobre la ejemplaridad, reclama héroes brillantes capaces de denunciar los excesos de los poderes establecidos y paree luinr, mucho más que a ellos, a unas sombras estereotipadas inquietantes. Estas som­ bras, presentes en gran número en las calles de la metrópolis, están encar­ nadas por el aprendiz que acaba mal y por la muchacha perdida, que cae en la prostitución y el robo. Ahora bien, esas mismas obsesiones están abundantemente vehiculadas por los manuales de urbanidad, las obras morales y la gran literatu­ ra. No parece que caractericen a las masas urbanas más pobres, sino que más bien revelan las inquietudes, reales o fantasmáticas, de los notables, de los amos suficientemente acomodados como para tener criados y del universo de los artesanos, que dependen mucho de la mano de obra de ambos sexos para sobrevivir y prosperar. Id grave peligro de desorden representado por los adolescentes descarriados v las chicas que viven fuera de los lazos sagrados del matrimonio constituye un cliché de esa época. Traducido en la literatura y el grabado, por Lillo en / be I h\/orv of (teoriic ñarnieell y por 1 logarth en luduslriosidcid y [H’rezii, ese cliché enmascara un miedo sordo hacía la masa proliferante de los más jóve­ nes, encadenados a su estado precario por las leves férreas de la econo­ mía. Ahora bien, estas leves son dictadas por los adultos masculinos só­ lidamente establecidos de las generaciones anteriores. Los aprendices rebeldes, viciosos o perezosos y las sirvientas disolutas pertenecen a la realidad, pero también son metáforas de la amenaza de un incoercible peligro juvenil. ¿Acaso no pueden un día los interesados hacer un frente común pava desposeer a quienes los tienen bajo su tutela y están retra­ sando su acceso a una vida plena y entera?

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    I lacia 1720, parece que la práctica de los suplicios y las ejecuciones capitales no basta ya para tranquilizar a las gentes de bien. En Londres, como en todas las grandes ciudades europeas, se manifiesta un poderoso temor a la subversión, que se dirige principalmente contra los solteros mayores no cualificados, procedentes de las clases populares locales y de una fuerte inmigración, que ahora son demasiado numerosos y hacen mucho ruido, lambicn se orienta, aunque menos prioritariamente, hacia las jóvenes campesinas que llegan en masa a la ciudad a servir, pero mu­ chas veces para poder sobrevivir se ven obligadas a prostituirse. Erente a esos miedos, la rclormulación de la imagen del malhechor asesino apa­ rece a la vez como ¡a cristalización de un temor a verse desposeído y como un medio de apaciguar ese temor. Eacilitada por la individualiza­ ción de los sentimientos y por el declive de la explicación demoníaca del crimen, esa rclornnilación permite exorcizar a través de la risa a tremen­ dos bandidos, descritos ahora de 1 orma ridicula. Atenúa asimismo mu­ chas frustraciones, al ofrecer una esperanza de revancha a los que se identifican con el nuevo modelo imaginario de criminal de gran corazón capaz de respetar a los «pequeños» y a los inocentes y reservar toda su crueldad para los ricos y los explotadores. La divcrsihcación de las heren­ cias de la literatura patibularia abre lentamente la vía a la «novela» negra, pues le prepara un público ciudadano, ni muy rico ni muy pobre, ni po­ deroso ni miserable, más bien adulto y masculino, descoso de olvidar sus aprensiones ahogándolas en la tinta tranquilizadora de un contador de maravillas. L1 tipo del intrépido degollador sediento de venganza social ofrece sobre lodo a las nuevas generaciones una evasión onírica de las pesadas obligaciones y de la represión de los comportamientos adoles­ centes impuesta por la moral dominante. Paradójicamente, el siglo .w m asiste a la prohlcración de las bandas de asesinos, cuando precisamente ¡a policía y Ja justicia son realmente más eficaces que antes y los homicidios o los golpes y lesiones siguen disminuyendo, incluso en las zonas rurales más reticentes ante la ley. La principal razón que explica la aparición del lcnómcno en los archivos represivos es justamente ese mejor control por parte de las autoridades. En Erancia, la erradicación del bandolerismo organizado data tic la dé­ cada tic 1750 para el contrabando, y de finales tic siglo o del Primer Imperio para los grupos armados. (,on la notable excepción tic las regio­ nes mediterráneas, estos últimos dejan tic constituir una grave amenaza en el resto del continente. Sin embargo, la situación parece que nunca ha sitio tan catastrófica en opinión tic los contemporáneos, sedientos de noticias que circulan mejor y más deprisa que antes. Se apasionan por las

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    feroces aventuras de las bandas de malhechores, alrededor de las cuales nacen verdaderas leyendas. Dirigidas por hombres jóvenes, como Philippc Nivel, muerto a los 33 años en 1729, Cartouche. ejecutado en 1721 a los 28 años, o Mandrin, ajusticiado a los 31, en Valonee, en 1755, estas bandas están compuestas sobre todo por varones jóvenes/’ Son culpables de incesantes violencias y, pese a las I recuentes alegaciones que sostienen lo contrario, raras veces operan en gran número, salvo en las regiones mediterráneas, porque los Estados y las fuerzas del orden no lo permiten. Las fronteras, los márge­ nes, las zonas poco accesibles constituyen por lo tanto sus espacios pri­ vilegiados, sobre todo durante las guerras o inmediatamente después de éstas, cuantío la desmovilización devuelve a la vida civil a muchos solda­ dos que topan con dificultades de inserción y conservan el gusto por la sangre. Su reputación se debe a la de sus jefes, que son la encarnación del héroe «popular», temido y detestado por los poderosos v amado por los débiles. La banda dirigida por Cartouche, desmantelada entre 1721 v 1728, en el transcurso de un largo proceso contra setecientos cuarenta y dos individuos, sobrevive a su desaparición y se convierte durante siglos en un mito centrado en las hazañas de un semidiós juvenil, enderezador de entuertos, rebelde social forzado a hacerse forajido por los abusos del régimen y de los poderosos. Ese estereotipo, que adoptará muchas for­ mas, no corresponde a la realidad y no se basa en una verdadera cultura criminal organizada, como la imaginan los autores románticos o algunos historiadores.''1 Procede de un imaginario colectivo urbano sensible a una división muy clara entre dominadores y dominados. No se trata de que los más pobres se rebelen contra los valores y principios ele las clases dominantes, sino esencialmente de un descontento de las capas medias urbanas. listas, descosas de distinguirse de los aristócratas o los burgue­ ses ricos que las desprecian y dominan la vida de la ciudad, inventan esas figuras indomables de rebeldes, negociando así sus frustraciones. Al mismo tiempo, tratan de exorcizar el miedo a la subversión ligada a las nuevas generaciones, inquietas v peligrosas, dotando a su jefe mítico de una generosidad que los hechos con frecuencia desmienten. En 1712, el caso de los londinenses es el inicio de ese meca­ nismo. Los hechos, que son pura invención de un escritor, desencadenan

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    sin embargo un verdadero pánico moral durante varios meses en la capital inglesa, donde presuntamente hay unos grujios misteriosos ele jóvenes aristócratas libertinos que tienen aterrorizadas v atacan a las gentes de bien por las noches.29 La larga crisis revela a la vez la poderosa reprobación de los ciudadanos corrientes Irente al libertinaje de las clases superiores y su gran desazón ante la agresividad de los muchachos púberes, que si no están muy controlados son capaces de cometer toda clase de desmanes. Cartouche encarna el nuevo arquetipo del bandido honorable, de origen humilde pero que se comporta con más nobleza que los propios aristócratas. Una semana después de su ejecución, en 1721, aparece como personaje en el escenario de la Comedie Uranyaise en una obra de Marc-Antoinc Legrand, (' .ariouebe oh 11 lonune UHprenahle. Su aura, ne­ gativa para las autoridades así como en algunos romanees de ciego ven­ didos con ocasión de su ajusticiamiento, que forman parte de la litera­ tura patibularia tradicional, es en cambio muy positiva para un gran número de parisinos. Su leyenda desarrolla el rema del hombre que no era malo, pero que se vio obligado a robar para sobrevivir, con gallardía, ridiculizando constantemente a las fuerzas del orden. Algunos autores de la época hacen de él un «rey» de los bandidos más justo que el verda­ dero soberano, amo de una sociedad invertida, lo cual les permite criti< ’ insuficiencias y los defectos de la monarquía. Activo en el mundo c los alrededores de París, donde ataca las granjas, los mesones y agencias, es considerado con simpatía por el pueblo llano de la cat ¡tal porque siempre triunfa v se burla abiertamente de una policía poco ciada, a la cual los habitantes del l'aubourg Saint-Antoinc, por ejem­ plo. se enfrentan a veces con violencia a principios de los años 172O."1 (. )tro bandido célebre, Schindcrhanncs, presenta las mismas caracte­ rísticas. De 1798 a 1802, su banda esquilma la región renana, cuva parte occidental pertenece entonces a branda y la oriental a diversos estados germánicos. Una acción común Ilesa a la detención de setenta indivi­ duos, cttvo juicio ante un tribunal especial Iranees, en Maguncia, condu­ ce a la ejecución del comandante \ de diecinueve cómplices, el 21 de noviembre de 1803. Desde el momento en que es detenido, empieza a circular la levenda de Schindcrhanncs. I 1< roe popular, bandido social, se presume que roba a los ricos para soco. , r a los pobres, que detesta la violencia, personifica la revuelta v el espíritu de la libertad contra el cne2*í

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    migo trances, y que sus víctimas son sobre tocio Ios usureros judíos a los que el pueblo detesta. Una contrapropaganda activa, que insiste en su brutalidad, incluso con sus propios compañeros, no logra acabar con el estereotipo, Este triunfa en el siglo xix y se perpetúa en el siglo siguiente, a través de cuentos y novelas y de dos películas basadas en una obra de teatro de 1922. La primera, de 1927, lo convierte en un combatiente romántico, un rebelde que odia a los franceses y a los judíos, lín 195S, la segunda se adapta a los nuevos valores y suprime esas dos características, ahora sospechosas. Transforma al personaje, interpretado por Curd Jürgens, en un campeón de la lucha contra todas las lormas ele opresión.51 En el siglo XVlil, sin embargo, no es tan fácil convertir a los malandri­ nes en héroes. Cabría preguntarse por que otros muchos no alcanzan ese nivel, e incluso siguen siendo monstruos sedientos de sangre para la opi­ nión pública, como Lodcwijk Bakelandt. Después de haber asolado la campiña flamenca entre 1798 y 1802, este último es ejecutado en no­ viembre de 1803 junto a varios secuaces. Exactamente paralela a la de Schinderhannes, análogamente conducida como forma de resistencia al poder Iranees, su aventura es, no obstante, considerada de forma total­ mente negativa en su época, pues se lo acusa de crueldad, de libertinaje y ele estar inspirado por el demonio. Si bien algunos escritores más tar­ díos tratan de darle un aura social, los juicios severos son los dominantes en las rcíormulaciones ele su carrera. Otro bandido flamenco. Jan ele Lichte, cuyas hazañas se desarrollan entre 1747 y 1748, es descuartizado vivo en 1748 junte) con cuatro cómplices, en tanto que otros dieciocho son ahorcados, v cincuenta y cinco desterrados tras ser azotados. El per­ sonaje se hunde en el olvido hasta que en 187 3 se publica un cuento donde se lo describe como un bruto bestial sin escrúpulos y como un individuo más peligroso todavía que Bakelandt. No será hasta mucho más larde cuando se convierta en un campeón ele los pobres v los explo­ tados, bajo ki pluma de un autor de 1953, Sin embargo, la diferencia entre los actos de los bandidos «buenos» y los «malos» muchas veces es mínima. Depende de que los ciudadanos establecidos, a los que el tema apasiona, los miren a ellos y a la contraso­ ciedad que gobiernan con aprecio o con desprecio. Para estos habitantes del as ciudades, el héroe debe encarnar una ruptura del orden con la que puedan identificarse. El prototipo del bandolero que despierta sus sim­ patías debe ser simpático \ alegre, enemigo de la violencia, desinteresa­ do, «noble» por naturaleza, i rente a aquellos aristócratas que se conipor-

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    tan como tiranos. Debe ser valiente y dirigir con mano de hierro, pero sin excesiva dureza, una comunidad bien estructurada y armónica, liberada de las ataduras corrientes, especialmente en materia de sexo, en la que el ideal es que las mujeres estén completamente ausentes o sean muy etéreas. Cartouchc y Schinderhannes se adaptan inmediatamente a ese modelo. Bakclandt y Jan de Lichte, por el contrario, son brutalmente despreciados porque sus actitudes, que sin embargo resultan estructu­ ral mente idénticas a las de los anteriores, despiertan una gran repugnan­ cia. lín su caso, la ausencia de reglas se transforma en orgías sexuales y borracheras, la contrasociedad soñada en horrible tiranía, la delincuen­ cia truco de los abusos de las autoridades en puro egoísmo y la protec­ ción de los pobres en ciega crueldad.’'’ Lo esencial reside en la percepción de la violencia por quienes redac­ tan y consumen esos mitos. Las bandas tic chauffeur^ que aterrorizan las campiñas atacando las granjas aisladas y quemando los pies de sus ocu­ pantes para hacerles confesar dónde tienen escondidas sus riquezas no son ninguna novedad en el Siglo de las Luces. Más tarde, continúan aso­ lando el país en grupos más pequeños. Los habitantes de las ciudades, más protegidos por sus murallas y sus fuerzas de policía, pueden permi­ tirse construir un imaginario que libere su angustia a propósito de este terrible problema. Pero para ello los héroes tienen que ser presentables, parecerse a ellos, ser civilizados en definitiva, y por tanto muy modera­ rlos en cuanto a la acción física. El público exige para atribuir al rebelde su leyenda rosa que éste sienta realmente o escenifique con habilidad la repugnancia por la sangre v los golpes. En resumen, debe hacer olvidar lo que tiene de inquietante pava que las masas lo admiren. En 17S>8, Vulpius publica una famosa síntesis literaria del tema, en la que crea sli bandido romántico, Rinaldo Kinaldini. Eirmememc implantado en la cultura occidental, el modelo no cesa posteriormente de actualizarse y de adaptarse a las mutaciones. Su principal característica es saber con­ trolar su agresividad. De lo contrario, es condenado a las tinieblas. Así, el prototipo del bandolero social, el bclytír, prospera en Hungría en el siglo XIX. De origen rural, soltero, joven, ha cometido una infrac­ ción leve v debe huir de la justicia, como Jóska Sobri, nacido Pap Joszcf en un pucblecíto del oeste, muerto en 1857, en combate o quizá por suicidio. Su epopcva se desarrolla según tres versiones distintas. Ora es hijo de pobres, ora de cuna aristocrática, ora convertido en malhechor i?

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    por un asunto de amores. Por supuesto, roba a los ricos para dar a los pobres. Héroe nacional húngaro hasta 1867, es convertido más tarde a los ideales marxistas, Entre 1995 y 1999 parece reencarnarse en la perso­ na de Attila rXmbrus. El Ladrón del \dhisky, nacido en 1967, se hace más famoso que el presidente de la república tras atracar veintisiete bancos y ridiculizar a las fuerzas del orden, incapaces de atraparlo. Evadido de prisión, ve marchitarse bruscamente su gloria tras una nueva tentativa contra una entidad financiera, porque la opinión pública no le perdona que, por primera vez, en esta ocasión hiera a una persona. Su fama, que estaba ligada a un gran desprestigio de la policía y los banqueros en la Hungría poscomunista, se disuelve como un azucarillo cuando viola el tabú fundamental de la no violencia.’' En el siglo XVlli, la idealización del bandido «noble y honorable» constituye una especie de exorcismo colectivo de la violencia juvenil des­ tructiva v perturbadora del orden establecido. Cuando las últimas gran­ des bandas de ladrones y asesinos desaparecen de Europa occidental hacia 1815 y la pena de muerte se aplica cada vez menos por homicidio, las gentes de bien sienten la necesidad de tranquilizarse imaginando un tipo de conducta límite aceptable, una desviación sabiamente controla­ da, según el modelo reconstruido de las hazañas de Cartouche. Porque la juventud tiene sus gajes, pero se trata de que no cause demasiados daños a los adultos. Las autoridades siguen reprimiendo duramente los delitos cometidos por representantes de las nuevas generaciones, pero los ciuda­ danos instalados, tanto los acomodados como los más humildes, descu­ bren el problema bajo un ángulo menos represivo. Dejan de identificarse totalmente con los discursos normativos de la literatura patibularia para admitir su proximidad con aquellos delincuentes que no manifiestan ni egoísmo ni crueldad salvaje. ¿Acaso son más conscientes de su propia alienación, en la época de las nuevas ideas de la Ilustración? En todo caso, miran con más indulgencia a los adolescentes que se rebelan contra las injusticias, sin por ello dejar de intentar controlar su brutalidad. El conflicto tradicional entre generaciones se atenúa, a lo que parece, a medida que las oposiciones sociales y políticas se intensifican, pues cada vez se considera más que la justicia y la policía son los instrumentos de un poder tiránico. La figura del bandido bien amado, joven y porta­ dor de esperanzas, adquiere una dimensión sordamente contestataria, >Metnk.i M.iijx.í 1 sepelí, « l'be nuil tiple Ir es ol ihe liting.n un Inpliw ,nm.iti». en Ainv Gtlnitin Srebnn.k. Rene I.cvy (
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    especialmente en Francia, donde la Revolución es en gran parte dirigida por hombres de entre 20 y 30 años. La proliferación de las bandas de malhechores durante todo el siglo confiere incluso mayor importancia al tema. Las nuevas generaciones se invitan ahora de múltiples formas al banquete colectivo, en el que antes sólo se les permitía ocupar un lugar muy limitado. Esa dimensión mal conocida debería permitir interpretar mejor el fenómeno. Los grupos estructurados de bandoleros se instalan, en electo, en los márgenes geográficos y culturales de las comunidades. De 1730 a 1774 en Limbourg, los «caballeros del chivo» o Rokkerijders se organizan en sociedades secretas, cuyos miembros llevan una doble vida. Lo mismo ocurre con los insurrectos de la Gucrre des Dcmoisclles, enmascarados y vestidos de mujeres durante sus correrías por el Ariégc en el siglo siguiente.N ¿No se trata acaso del resurgimiento, una y otra vez, adaptado a una época ahora ya hostil a esos comportamientos, de los reinos de juventud del siglo XVI, lugares de expresión de la identidad adolescente y de una violencia física rituaüzada? Pero la moral conformista de la antigua literatura patibularia no de­ saparece del todo. En Inglaterra, grandes creadores se apoderan del tema para alimentar obras teatrales, como La ópera del mendigo de Gay en 1728 o El mereader londinense de Lillo en 1731, y novelas, como Jo­ ña iban Wild (1743) del celebre Ficlding, inspirada en la vida de un famo­ so bandido. El público urbano de la época también se interesa cada vez más por historias transg reso ras más complejas. Daniel Dcfoe se muestra literalmente fascinado por el tema, que trata abundantemente, de una forma muy original.1" Contrariamente a las convenciones admitidas, sus personajes, Molí Flanders, fack, Roxana o Singleton, se libran del casti­ go. El escritor, que es un protestante individualista, los presenta en rela­ tos muy largos. No pretende darnos una verdad intangible, pues los mó­ viles de los delincuentes son misteriosos o alejados de las normas que supuestamente los definen. Invita así al lector a ejercer su libertad de juicio proponiéndole una ficción. En el prefacio de Las aventuras amoro­ sas de Molí l landers (1722), afirma su ambición de «hacernos más pre­ sentes a nosotros mismos». Lolonel Jack (1722) contiene una verdadera 34

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    definición del concepto muy innovador de individuo, a través del uso de los pronombres personales que hace el personaje. Presa de remordi­ mientos, restituye el dinero robado un año antes a una pobre viuda. Gracias a un hábil procedimiento narrativo, se dirige mentalmente a su conciencia utilizando el yo —con lo cual invoca el registro de la banca­ rrota moral—, pero habla al interesado utilizando la tercera persona para designar al ladrón, es decir, a sí mismo, a fin de subrayar su arrepen­ timiento y su esperanza de que Dios lo perdone. En cuanto a Koxaira (1724), explica la ¡dea de que «el pecado y la vergüenza son correlativos |... | como causa y consecuencia».’' Autor en 1719 de Las aventuras de Rohinson (.rnsoc, que contie­ ne una vigorosa crítica contra la sociedad establecida, De loe publica también, en 1726, //A/orA del diablo desde su expulsión del cielo hasta la venida del Mesías. Aun admitiendo la existencia de Satanás, estima ridicula la creencia en las penas del infierno que esperan a los pecadores v pretende que el diablo únicamente actúa sobre el espíritu de sus vícti­ mas. Su enfoque de los seres perversos ya no depende por lo tanto del principio demoníaco simple que hasta entonces explicaba sus crímenes, lo cual le permite presentar una definición más matizada de su conducta c invitar a sus lectores a meditar sobre la condición humana a través de su caso. Sí la edad de oro inglesa de1 las historias de bandoleros acaba hacia 1740, seguramente es menos por una saturación del público, que es el argumento más socorrido, que por un cambio en sus gustos profundos. El declive del genero está ligado a la disminución de su utilidad simbóli­ ca como productor de consenso entre las autoridades y los espectadores de los suplicios. El mito del malhechor arrepentido, del pecador que se convierte en un santo en el instante de su muerte, va no sirve como antes para reforzar la cohesión social mostrando el fracaso del Maligno que ha inspirado a los reprobos. Sobre todo porque las masas, lentamente tra­ bajadas por el espíritu de la Ilustración, caria vez sospechan más que la piadosa escenificación es un fraude. Les cuesta más creer en la sinceri­ dad del condenado cuando éste afirma que su ejecución constituye «el minuto más feliz» de su vida o dudan de la salud mental riel que sube «dichoso» y «sonriente» al patíbulo?11 En Londres, los curiosos tienen a menudo la posibilidad de ir a ver en Tyburn ahorcamientos netamente menos edificantes, difíciles de enmascarar pese a todas las precauciones 57 I. 15 1 .ilk i, ( 3S IbiJ , pjijs (i S

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    y las censuras de los funcionarios y del capellán. Lo mismo sucede en París y en las grandes ciudades europeas. Convocados en el mismo momento en que emerge la gesta idealizada de Cartouche, los personajes de Dcfoc abren un capítulo nuevo en la percepción de los delitos contra las personas. Con ellos se instala la fic­ ción novelada. Antecesora de la novela policíaca, transcribe fenómenos humanos complejos, historias de amor y de odio entre grupos de pobla­ ción, generaciones y sexos. Portadora del horror para algunos, bálsamo cicatrizante de viejas heridas morales para otros, la ficción novelada mul­ tiplica los crímenes imaginarios y hace correr mucha tinta como contra­ partida de los ríos de sangre que ahorra gracias al control cada vez más dicaz del homicidio y de la violencia en bu ropa occidental.

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    La principal misión de la ficción centrada en la figura del criminal es atenuar angustias colectivas, reprimir el miedo al asesinato explicándolo no de forma racional sino en función de las creencias dominantes de la época. El bandido de noble corazón proporciona un tipo eminentemen­ te plástico v que da seguridad. Extrae su carga emocional de los ideales antiguos, vehieulados sobre todo por los discursos sencillos de los cam­ pesinos rebeldes desde la Edad Media: ¡cuando Adán cavaba y Eva hila­ ba, la vida era mucho más armoniosa que hoy! Encarnada en el mito de Robín de los Bosques, la revuelta lícita contra un orden injusto también tiñe el arquetipo del jefe de bandoleros generoso que lucha contra todas las tiranías para restablecer un poco de equilibrio entre los miserables y los aprovechados que los explotan sin escrúpulos. A partir de la década de 1720, se añade una reivindicación creciente del derecho a no aceptar tutelas excesivas. Los escritores que forjan la leyenda de Cartouche y de Schinderhanncs reivindican una nueva sacralidad ligada al individuo, opuesta a la pesada ley comunitaria. Dirigiéndose a un público sensible a esas innovaciones, pero a menudo atrapado todavía en los mecanismos globales de explicación del mundo, inventan modelos aparentemente muy singulares y sin embargo portadores de las características genéricas del público lector interesado. Esos relatos aseguran lentamente la transición entre el tiempo de los dogmas impuestos a lodos y el de la reflexión personal sobre uno mismo, de la cual Rousseau es uno de los primeros representantes declarados z’



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    bre que rechaza las erabas prescritas. Listos textos iniciáticos tratan abundantemente de la juventud y de la adolescencia, sin concentrar la aten­ ción en este tema, considerado absolutamente banal por su incesante reiteración. Tratan sobre todo de la adaptación siempre difícil al univer­ so de los adultos. La proliferación de las bandas de ladrones en el si­ glo XVIH ilustra la dificultad deesa inserción. Dichas bandas derivan di­ rectamente del problema del pauperismo galopante, que los gobiernos son incapaces de reducir. De 1768 a 1772, la inaréchaussée francesa, que entonces se considera la mejor de Europa, procede a la detención de 71.760 mendigos.1'' Entre ellos figuran muchos jóvenes campesinos desa­ rraigados y sin esperanza. Aquellos de sus homólogos que se niegan a dejarse encerrar en los hospitales generales o en los asilos se unen a los grupos de delincuentes. Su erradicación a partir de 1815 orienta la violencia juvenil hacia for­ mas más individuales o hacia pequeñas unidades. Dispersos en la trama urbana, los delincuentes se reúnen por la noche o cuando se presenta la ocasión de «dar un golpe». En la época industrial, la multiplicación de las instancias de cncauzamicnto —ejercito, fábricas, internados, escuelas, etc.— contribuye a reducir la importancia del tema sin lograr jamás ha­ cerlo desaparecer del todo. Se instala la ilusión de una brutalidad homi­ cida excepcional, característica de individuos marginales o perturbados. Sin embargo, la textura social sigue conteniendo una especie de abscesos permanentes, jóvenes mal integrados que se reúnen para existir y cuya violencia colectiva emerge en determinadas circunstancias, como siguen demostrando, a principios del siglo XXI, las noches de motines en los suburbios franceses. La fascinación por el crimen se impone en el siglo xix. Las descrip­ ciones de atrocidades asesinas invaden las crónicas de sucesos de Le Peti! Parisién o Le Pctif Jonrnal. Este último, que lúe fundado en 1863 y que vende un millón de ejemplares en 1890, también publica relatos populares saturados de violencia de Ponson du Tcrrail, (laboriau o Paul Eéval. La sangre hace vender tinta y papel. La brutalidad funesta, que ahora es discreta en la vida real, apasiona a las masas. La gente se agolpa en los bancos de los tribunales de justicia cuando se juzga algún caso excepcional y asiste deleitándose de horror a las ejecuciones públicas. Algunos intentan incluso recoger la arena ensangrentada después de la decapitación de un condenado. El gran éxito de ¡a Gazelle des Iribúnaux se aprovecha de esta afición. ¡ Y vengan más asesinos! La época produce

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    miles de páginas que relatan sus hazañas, novelas basadas en hechos ju­ diciales escritas por Zola, Coppée o Bclot, canciones y romanees, folleti­ nes cucos protagonistas encarnan el mal y la muerte, como Tenébras, Zigomar o Iñintomas/1' El homicidio es el argumento central de la novela policíaca, que a su vez se inspira directamente en la crónica judicial. Su paternidad se atri­ buye al americano Edgar Alian Poc. Lector de las Mt'worwr de Vidocq, este escribe en inglés el «Doble crimen de la calle Morgue» para el nú­ mero de abril tic 184 ! de Tbe Grdbam’s Lac/y ’s and Gcnllefnen ’.v ¡dagazine. Pone en escena a un detective íranees excéntrico, prototipo de una infinidad ríe sabuesos ulteriores, el caballero Dupin, que desentraña un misterio relativo a una habitación cerrada tras el terrorífico asesinato noc­ turno, en su casa parisina, de una anciana dama y su hija/' Como Víctor I lugo o Balzac cuando abordan el tema, se dirige a un público distingui­ rlo para hacerlo temblar ante espectáculos de horror pero también ofre­ cerle la ayuda extremadamente tranquilizadora ríe un detective talentoso para elucidar el secreto fatal. Igual que Londres, donde prospera paralelamente una escuela origi­ nal en este campo, la capital francesa es entonces el lugar privilegiado donde se cuece una literatura del terror controlado, a la espera de ser relevada en el siglo siguiente por la incontenible ola de la novela negra americana. Las mas importantes metrópolis europeas del siglo XIX están aterradas, en electo, por las «clases peligrosas» que ha producido la in­ dustrialización. El argumento principal del género consiste en inventar un personaje que actúa lucra del sistema de la autoridad establecida y que resulta ser el único capaz de resolver los enigmas más incomprensi­ bles, que la policía no consigue desentrañar, (.orno si un Cartouche idea­ lizarlo se convirtiera en el protector de la gente honrada y persiguiese a los truhanes que circulan por la ciudad de noche con el cuchillo entre los dientes. Este es, por lo demás, el mito que mantiene hábilmente Vidocq, un presidiario evadido varias veces, confidente, policía v luego creador ríe la Seguridad Nacional. Ll extraordinario éxito de sus Wemonas, publica­ das en J 828, se explica por ese itinerario de redención que finalmente lo lo 1 >

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    convierte en una indispensable muralla de protección social. Los analis­ tas, sin embargo, no han destacado suficientemente que la acogida muy positiva reservada a la obra se debe a su estructura de relato íniciático: tras la caída juvenil, cuando sucumbe a la tentación de derramar sangre, viene en la edad adulta la redención, y luego el personaje se pone al ser­ vicio de la colectividad para combatir a los asesinos. Una trayectoria que también inspiró a Víctor Hugo para el personaje de Jcan Valjean. La trama fundamental que subvace en la naciente novela policíaca es, en el fondo, la angustia de las generaciones instaladas frente a los jóvenes cri­ minales urbanos exasperados por la miseria. El invento de la prensa popular transforma el fenómeno en literatura de masas. Se dirige ahora a las gentes sencillas de las grandes ciudades, difundiendo entre los adultos de las capas laboriosas una moral norma­ tiva fundada en la idea de que el crimen no compensa. Los solteros ma­ yores de origen proletario también pueden hallar en ese género un de­ sahogo onírico, al tiempo que aprenden esa lección y son invitados a identificarse con el justiciero sagaz más que con aquellos a los que incan­ sablemente persigue. Pero la fascinación de los jóvenes por una violencia tradicionalmentc fundadora de la personalidad viril empuja a algunos autores a poner en escena a genios del mal capaces de fascinar a los ado­ lescentes y aumentar la tirada de las obras. Por eso los éxitos del período anterior a 1914 presentan temáticas a veces muy ambiguas, y hasta pro­ clamas anarquistas contra los valores de la sociedad establecida. El folletín saturado de asesinatos y venganzas adquiere una dimen­ sión impresionante bajo la pluma de Alexandrc Humas; de Eugéne Sue en Los misterios de París (1842-1843); de Paúl Léval (1817-1887), que publica más de un centenar, y del vizconde Ponson du Terrail (18291871). Rocambole, creado por este último, es un personaje absoluta­ mente rabioso, un asesino cruel y un terrible bandido que mucre desfi­ gurado por el vitríolo en 1859 en Las hazañas de Roeamholc, pero que se convierte en detective consagrado a la defensa del bien en 1862 en La resurrección de Rocambola. No parece muy difícil ver en él el tema de la crueldad humana inicial convertida por las penalidades y la madurez en la busca de la felicidad para todos. Admirador de Poe, Entile Gaboriau (1832-1873), cuya juventud por otra parte fue muy agitada, publica Ll caso Lcronge, que recibe una aco­ gida poco entusiasta por parte del público cuando se edita por primera vez como un folletón en Le Pays, en 1863, antes de conocer un éxito apotcósico, dos años más tarde, en Le Soled. El enigma, calcado del de la ~ ,11„ Mr-,*..»,,,, . > 1W i t i' O I 1 íi íl

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    l'NA HISTORIA DE I.A VIOLENCIA

    tic la policía; un joven Inspector ambicioso, Lccoq, cuyo nombre está inspirado en Vidocq, y un diletante de la tercera edad, el padre Tabaret. El que lo consigue es este último, mientras que los representantes del orden lo que hacen es detener a un inocente. Pero Lccoq se convierte en el protagonista de las novelas siguientes, El crimen de Orcival en 1867, Moiisieur Lecoq en 1869, Lrz cuerda ni cuello en 1873. Para ello habrá que esperar a que madure y domine su «mentalidad de criminal». Pero esta al menos le permite descubrir crímenes perfectos en lugar de cometer­ los. Antiguo delincuente de poca monta reconciliado con la justicia, en­ carna claramente al adolescente peligroso que ha vuelto al redil para ponerse al servicio de la sociedad tras haber sido iniciado por un viejo perspicaz. En vísperas de la (Irán (1 tierra, la novela negra desarrolla aún más el tema del conflicto entre generaciones, una de las principales claves para comprender la época, que los historiadores no han tenido suficiente­ mente en cuenta. La edad de oro del género asiste a la invención de tres grandes ciclos famosos que han dejado su huella hasta nuestros días: Arsenio Eupin {1905), Rouletabille (1907) y Fan tomas (1911). Los tres jun­ tos componen un retrato mítico y angustioso de hijos peligrosos frente a unos padres que no logran dominar la situación. Por otra parte, Rouletabille encarna inequívocamente el mito de Edipo. Su autor, (i as ton Leroux (1868-1927), así lo muestra en 1907-1908 en El misterio del cuarto amarillo. Lo presenta como un jovencísimo periodista de 18 años, naci­ do de padres desconocidos, apodado Rouletabille a causa de su cabecita redonda, opuesto al tortuoso jefe de policía, liste último acumula prue­ bas contra un falso culpable, pero es desenmascarado por Rouletabille... que descubre que se trata de su propio padre, un antiguo timador y ase­ sino oculto bajo esa identidad usurpada. El inquietante personaje des­ aparece en el mar al final del libro, pero en 1909 reaparece en El perfume de la dama de negro, cuyas fragancias despiertan en el hijo el recuerdo de su misteriosa madre, que a veces venía a verlo al colegio donde lo aban­ donó. El progenitor, por su parte, multiplica ignominias y persecucio­ nes, antes de ser finalmente descubierto y suicidarse, liberando así a Rouletabille de las frustraciones de su infancia. A principios del siglo xx aumenta sin cesar la preocupación por el delito y los delincuentes, transposición del miedo a ser violentamente desposeídos que sienten los adultos ricos frente a la impaciencia de una juventud pobre a la que se ata muy corto. Maurice Leblanc (1864-1941) crea en esa encrucijada eminentemente simbólica de la transmisión de los bienes un personaje que conocerá una larga trayectoria en el cinc,

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    el teatro, la televisión y el cómic: Arsenio Lupin, el caballero ladrón. Su primera aventura aparece en 1905 en la revista le sais tout. Adolescente tardío que se niega a establecerse, se supone que nacido en 1874 de los amores de un estafador y una aristócrata, no roba para hacerse rico, sino para recuperar bienes mal adquiridos por seres deshonestos, criminales o demasiado opulentos, como el emperador de Prusia, que es una de sus víctimas. Protector de los débiles, lleno de delicadeza, jamás roba a al­ guien que tenga deudas ni a Pierrc Loti, cuando descubre que está ac­ tuando en casa del celebre escritor. Probablemente inspirado en la figura del anarquista Marius Jacob, que durante su juicio confiesa haber cometido cincuenta y seis robos, tres meses antes de la publicación del primer episodio de Lupin, el persona­ je está más cerca incluso del arquetipo del bandido honrado y enderezador de entuertos de la levenda de Cartouche. Mata, por ejemplo, a una bella traidora. lis un patriota y un espía, que se pone al servicio de la I rancia en guerra. Compone con gran elegancia aristocrática el persona­ je de un descifrador de enigmas que está fuera de la ley y siempre al margen de las convenciones, pero capaz de ocupar un lugar refinado en la alta sociedad. Sus rasgos se oponen conscientemente a los de Shcrlock I lolmes, el muv británico detective que inventó en 1887 ArthurConan Dovle (18591930) para resolver el caso de Uzz estudio eu escarlata gracias a su infali­ ble capacidad para la deducción, es decir, según el método positivista triunfante. Adaptado a un temperamento nacional distinto, el personaje también es un soltero empedernido que tiene unos 3 3 años cuando co­ noce al doctor \Katson v realiza con él su primera investigación, a la que seguirán otras muchas. Un inmenso éxito internacional lo acompaña hasta nuestros días en su lucha contra el mal absoluto encarnado por el profesor Morían v. 1 laño de ese «hijo» que lo devora. Clonan Doyle lo hace morir en /:/problema hmd, pero la presión popular lo obliga a de­ volverle la vida para afrontar otras aventuras hasta 1927. Curiosamente, Maurice bebíanc también acaba cansándose de Lupin, lo mata y se ve forzado a resucitarlo por las protestas de sus fans. Parece que poco antes de su propio fallecimiento, pidió protección a la policía de lítretat «con­ tra monsicur Lupin». Una percepción mucho más negativa de la naturaleza humana, sobre un fondo de avance hacia la guerra, transforma la estética de la novela negra durante la década de 1910. (íaston Leroux crea en 1914 el colérico personaje del presidiario Chéri-Bibi, feroz y lleno tic odio, que sin em­ bargo se convierte en defensor de los oprimidos. Se inspira sin duda en

    el éxito de dos epopeyas maléficas aparecidas poco antes. La primera, publicada por Léon Sazie de 1909 a 1910, narra la lucha de Zigomar, un rey del crimen, contra el policía Paulin Broquet, La segunda, debida a Pierre Souvestre (1874-1914) y a Marcel Allain (1885-1969), cuenta las aventuras de Fantomas, el «genio del mal», a partir de 1911. El editor, Arthcme Fayard, lanza la primera novela con una campaña de carteles donde la silueta amenazadora del malhechor planea sobre París. En 1913, La Fin de Fantomas lo ve desaparecer en el mar con sus dos princi­ pales adversarios: el policía Juvc, su gemelo que personifica el bien, y el periodista Fandor. Treinta y dos relatos y una cincuentena de folletines producidos hasta la muerte de Souvestre atestiguan un éxito excepcio­ nal, reforzado por una adaptación cinematográfica de Louis Fcuilladc en 1913. Más tarde, Allain resucita a los tres personajes y continúa sus aven­ turas hasta Fantomas mime le bal en 1963. En el conjunto de la serie, se cometen 552 delitos, dos tercios de los cuales se dirigen contra las perso­ nas: agresiones y lesiones descritas con detalle, raptos y secuestros, homi­ cidios cometidos por razones crapulosas, por venganza y por orgullo... El imaginario colectivo que explica el éxito de un tema no es eviden­ temente monolítico. La afición por la saga terrorífica de Fantomas hace pensar que el público de los años anteriores a la guerra está cansado de los tradicionales finales felices y ya no cree en la redención de los crimina­ les. Prefiere el relato detallado y realista de la crueldad, sin esperanzas de que el culpable se enmiende. Inconscientemente se va preparando para la hecatombe que lo espera aprendiendo a estremecerse con un miedo atroz ante el terrible ángel del mal que proclama: «¡Yo soy la muerte!». Sin embargo, otras producciones de la misma época también gozan del favor de un amplio público lector sabiendo poner un bálsamo sobre el pesimismo reinante, pues sus protagonistas juveniles y sanguinarios afirman sin ambages que matan tan sólo por deber, según un código de honor exigente. Se trata de los ciclos, muy franceses, de capa y espada, llamados a tener una gran difusión en el cine y la televisión hasta nues­ tros días. Los personajes ensartan alegremente a un número incalcula­ ble de malos, distribuyendo también puñetazos a punta de pala. Los tres mosqueteros (1844) de Alexandre Dumas, El caballero de Lagardere (1858) de Paúl Féval y la inmensa gesta heroica dedicada a los Pardaillan de Michel Zévaco (1860-1918), la «gran novela popular inédita» publicada en folletón de 1902 a 1914 en La Petite République y luego en Le Matin, muestran todos una idéntica fascinación por la violencia. Sus hábiles autores, sin embargo, han descubierto una receta eficaz, que consiste en legitimar las proezas mortíferas de los personajes convir-

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    tiéndelos en cnderezadorcs de entuertos, caballeros defensores de los débiles contra unos poderosos caricaturescos. Jóvenes asesinos implaca­ bles que manejan con destreza la espada, D'Artagnan o Pardaillan difie­ ren radicalmente de Pan tomas porque obtienen sin dificultad del escritor y del lector una patente de corso para exterminar a unos seres astutos y crueles con los cuales cruzan su acero. Su generosidad, su pundonor rigu­ roso, que les prohíbe rematar al vencido o practicar un combate desigual, los acerca a las formulaciones idealizadas del bandido honrado encarna­ do por Cartouche. Exhiben la gallardía innata de los gen til hombres fran­ ceses y una nobleza de ánimo que prolonga la de su nacimiento. Jean Pardaillan es una especie de antepasado imaginario de Arsenio Lupin, pues es más que probable que ¡Maurice Leblanc se inspírase en él, que es tres años anterior a su criatura novelesca. Pardaillan, cuyas hazañas tie­ nen lugar de 1572 a 1614, está dotado además por su creador de los ras­ gos de una ideología anarquista que lo hace despreciar a los poderosos y los honores, en nombre de una modestia que lo acerca al pueblo sufrien­ te. Esos espadachines, figuras híbridas, propulsadas luego en la cultura de masas por el cómic, el cine y la televisión, encarnan el instinto homici­ da juvenil, atemperado y controlado por una alta idea de su papel caba­ lleresco de defensores de los oprimidos. Constituyen, en suma, un éxito simbólico extraordinario que reconcilia clases sociales muv diferentes y da una imagen tranquilizadora de la juventud, puesto que sólo matan por necesidad, nunca por odio ni por cálculo. Pardaillan, un eterno adoles­ cente, que envejece sin establecerse jamás ni desviarse de sus ideales, es el arquetipo mismo del héroe sin miedo y sin reproche, cuyas proezas tran­ quilizan a las gentes instaladas acerca de la capacidad de su civilización para encauzar los instintos agresivos y destructivos de las nuevas genera­ ciones. Pero en 1926, cuando aparecen sus ultimas aventuras escritas en 191S, los lectores conocen por cruel experiencia el precio real de la paz interna del continente, tras haber vivido una hecatombe sin precedentes que se ha cobrado su tributo en las filas de la juventud europea. Poco antes del cataclismo, la crónica de sucesos, la literatura policía­ ca y la novela de capa y espada contribuyen a diluir las inquietudes de subversión a través de la violencia. Esos textos que saturan el imaginario, desvían, regulan, limitan los miedos reales que se están acumulando en vísperas de la Primera Guerra Mundial?-' Al concentrar la atención so­ bre el ejército del crimen que secretamente habría ocupado los bajos fondos de la gran ciudad, p a recen desarrollar una evidente metáfora re42 [) Kalil:i.

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    lacíonada con las «clases peligrosas», representativas de un universo obrero considerado brutal, grosero y ávido de revancha frente a sus ex­ plotadores. Pero la verdad profunda no es ésa. Id miedo en cuestión va acompañado de un temor sordo c intenso relativo a las cohortes de edad que presionan impacientes, esperando ocupar el lugar de sus mayores. Mientras que, en Viena, Preud forja el complejo de Edipo, transó riendo hábilmente a los hijos la responsabilidad de un malestar general en la civilización occidental de su época, los padres sienten una creciente an­ siedad porque temen su asesinato simbólico generalizado. Novelas ne­ gras o relatos de capa y espada sirven a la vez para tranquilizar a los padres y para ofrecer a los jóvenes una evasión fuera de un mundo demasiado encauzado por el poder de los viejos. Al mismo tiempo, los sabios criminólogos disertan sobre las causas de la ferocidad homicida. Lombroso inventa el modelo del criminal nato, incluyendo en él sobre todo a los anarquistas, lo cual tranquiliza a los buenos burgueses, puesto que se trata de excepciones a la norma humana. Dallemagne pretende incluso detectar de antemano el peligro, describiendo los rasgos especí­ ficos de la fisonomía del delincuente.4’ El «delito de facics» no es un in­ vento reciente... Pero hay más. El estremecimiento de horror literario o científico tra­ duce una terrible turbación frente al creciente peligro que representan los jéwenes. Ciertamente la gente establecida no se atreve a abordar abiertamente el tema, lo cual sería propiamente intolerable en un univer­ so que pretende estar a la vanguardia de la modernidad en el planeta. Pero esa inquietud está presente en toda la cultura. Al iniciarse el si­ glo xx, cuando el mundo está demasiado lleno, las generaciones de los poseedores expresan en un tono cada vez más desgarrador esa inquietud y con medias palabras tratan de exorcizarla. Empieza entonces, en 1903, el «reinado del apache». Igual que ocurrió con los wo/woéx londinenses de 17 12, se trata en gran parte de un fantasma, basado en realidades de detalle cosidas unas con otras para producir un pánico liberador. Mien­ tras algunos pocos observadores los describen como bandidos de gran corazón, otros muchos hacen de ellos un retrato de lo más sombrío. Pre­ tenden que París está invadido por hordas ele proxenetas y de delincuen­ tes. Son variantes despiadadas del hombre del cuchillo, cruel, brutal y sanguinario, y van acompañados por sus iHarmite'i, sus compañeras, pros­ titutas que los mantienen con el sudor de su cuerpo y contagian a diestro y siniestro enfermedades venéreas. Hasta la guerra, la moda apache hace

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    furor, generando una psicosis creciente. Los más asustados afirman que hay cerca de cien mil de esos terroríficos criminales sin escrúpulos en la capital. Los acusan de liquidar al burgués de múltiples formas; de hablar en unos lenguajes codificados, el ¡avanais, el loueberbon y el verían-, de atracar, robar y matar. Los de La Chapclle, Crenche o La Villettc pasan por ser los más peligrosos. Salidos esencialmente de las capas populares, rechazan el trabajo honrado del taller, tras haber huido de la escuela. Viven en bandas de «reclutas del crimen», pues generalmente tienen entre 16 y 25 años, como los treinta miembros de la banda de Neuilly, juzgados en 1899 por robos v asesinatos, cuya media de edad no llega a los 20 anos. Jóvenes peligrosos por excelencia, escoria de la humanidad según el doctor Lejeunc, degenerados afectados por las taras más viles según Barres, tienen fama de constituir verdaderas contrasocicdaclcs de maleantes. Ahora bien, esas presuntas realidades proceden en gran parte de la ficción. Los periodistas inventan nombres pintorescos, exóticos o salva­ jes para caracterizar a las bandas: los Poings Sanglancs de Sainc-Oucn, los Saute-aux-Pattcs de La Clacicrc o los Tatoucs de Montmaitre. La novela policíaca les da una importancia extraordinaria, sobre todo en los grandes ciclos populares de Zigomar y de Eantomas, cuyos protagonis­ tas son presentados como jefes de ese «ejercito del crimen». Pero las transcripciones literarias eluden prácticamente siempre el origen obrero de los interesados, salvo cuando se trata tic oponer su conducta degene­ rada a la vida ordenada de los proletarios honrarlos y virtuosos. Lo mis­ mo que los anarquistas, otros chivos expiatorios de los periódicos y de los biempensantes tic la época, encarnan una potencia de subversión, un universo marginal masivamente juvenil, urbano y obrero.'** (ion todo, no se ha insistido lo bastante en la importancia tic esos diversos rasgos acu­ mularlos. Manifiestan un vigoroso resurgir, sobre un fondo de presión demográfica, del miedo a la violencia asesina de los mozos. El jefe de cada banda tic apachen, joven macho tic ti rigen humilde que preñe re se­ guir la vía tic sus instintos homicidas, representa la exacta antítesis del Cartouche idealizado de 1721. Irredimible y asocial, recupera la estruc­ tura antigua de los reinos de juventud violentos para oponerse al mun­ do de los adultos, cuyos ideales no reconoce. Sin embargo, se trata me­ nos tic una vuelta a la cultura viril del pasado que tic una enunciación alarmista, fruto tic un imaginario del terror, destinado a justificar nuevas medidas tic cncauzamiento de la adolescencia plebeya insumisa.

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    UXAUISTí IRLA DE. LA V1OLLXC1A

    Las crónicas de sucesos, que tanto gustan a los contemporáneos, re­ cuerdan sin cesar que el crimen no compensa. Partiendo de ese mismo principio, la inquietud desatada por la descripción de las fechorías de los apaches permite reclamar sanciones más severas denunciando e¡ laxismo de los tribunales. Las personalidades y los diarios influyentes lo deplo­ ran reiteradamente a partir de 1902. En Marsella, París y otras ciudades, la cuestión de la inseguridad se vuelve crucial. Sobre todo porque las estadísticas judiciales publicadas en 1906 señalan un pequeño aumento de los homicidios, el mismo año en que Clemcnceau presenta un provec­ to de ley para suprimir la pena de muerte y sustituirla por la cadena perpetua. La preocupación por la seguridad se intensifica. Marcada en­ tre otras cosas por una campaña contra los apaches dentro del ejercito en 1910 y por la celebración de un debate sobre el refuerzo de la represión, aún se agrava más en 1912, a raíz de las gestas de la cruel «banda de Bonnot». Se aprueban nuevos textos para endurecer las penas. En 1910, una ley de «depuración moral» trata de separar mejor a la juventud sana de la «juventud maleada» restaurando los Bat’ d’AP y creando secciones especiales para los soldados que amenazan la moral de su cuerpo de ejercito. En 1911, la llamada ley an¡¡apache propugna una mayor severi­ dad en caso de «vagabundeo especial» con un arma, aunque no se haga uso de ella/1 El nuevo concepto de peligrosidad se aplica, pues, a unos maleantes que no aceptan las instituciones y turban la tranquilidad de la gente hon­ rada. Ahora bien, los estigmatizados son masivamente hombres jóvenes salidos del pueblo, que siguen reuniéndose por la noche y los días de fiesta para relajarse, cortejar a las chicas y estar juntos frente al mundo a menudo hostil de los adultos y de los representantes del poder. Su rude­ za y su diferencia, sus códigos específicos, hacen que se los asimile con el hampa. Es cierto que algunos manejan el cuchillo para demostrar su vi­ rilidad. Mal integrados, contestatarios de las reglas establecidas, también se abandonan a veces a la delincuencia, al robo y a los enfrentamientos físicos. Pero no todos son asesinos ni criminales empedernidos. El paso del tipo del malhechor de gran corazón al cruel secuaz de Eantomas es en buena parte una producción onírica peyorativa, destina­ da a apoyar una ofensiva a favor de la seguridad en un momento en que

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    las mentes liberales creen posible aboliría pena de muerte. Y se produce porque las tensiones generacionales alcanzan una intensidad inaudita en vísperas de 1914. La literatura negra, consumida en masa, orienta enton­ ces la atención hacia la necesidad de moralizar a toda la juventud, de la cual los hechos atribuidos a los apaches dan una visión muy negativa, desmoralizadora, ya que alcanza a la misma punta de lanza de la nación sembrando su germen de decadencia en el propio seno del ejército. La novela policíaca, la crónica de sucesos y el llamado relato popular tienen como principal misión fomentar una mejor integración social. Son for­ mas de pedagogía que enseñan las normas y legitiman a las autoridades convirtiendo al otro en objeto de terror. Que la imagen del hombre con el cuchillo entre los dientes se polarice entonces en el muchacho joven de origen humilde es muy elocuente en cuanto al grado de tensión inter­ na que reina en los Estados europeos, y permite comprender mejor el gigantesco desastre colectivo que se prepara en 1914. Las cosas cambian radicalmente después de la Gran Guerra. La lite­ ratura negra sigue adaptándose a su época. A imagen de la sociedad oc­ cidental, se hace más compleja, cuando hasta entonces presentaba un carácter eminentemente conservador, al servicio de la gente instala­ da, especialmente de los dominantes masculinos. La crónica de sucesos monstruosos preocupa, pero la investigación sobre los asesinatos llevada a cabo por un astuto sabueso tranquiliza. Por una parte, porque propor­ ciona una sensación de seguridad reforzada al redoblar la protección policial, permitiendo burlarse de las insuficiencias de la institución. Y más aún porque los millones de páginas de los periódicos y de las novelas «populares» saturan el imaginario con metáforas apaciguadoras; el va­ rón joven, peligroso por naturaleza, se ha convertido a la defensa del bien común gracias a las amargas experiencias de la vida. Es el caso de Vidocq, Rouletabille o Lccoq, de los Cuatro Justos de Edgar W allacc en 1905, y hasta de Arsenio Lupin, convertido en ladrón patriota durante la guerra, sin olvidar a los personajes de capa y espada como el caballero de Pardaillan. Son raros los seres capaces de rechazar indefinidamente el molde, a la manera de Fantomas, que tal vez por ello tiene ese éxito ful­ minante. Incluso Rocambole y Chcri-Bibi acaban volviendo al redil y defendiendo las normas establecidas. Posteriormente, el modelo del vengador, del enderezador de entuer­ tos y garante de la armonía colectiva, aunque contemple la vida con una mirada escéptica, sigue teniendo un gran éxito. Pero se adapta a moldes muy variados, con Hercule Poirot, miss Marplc, el juez chino Ti, Philo Vanee, Ellcry Queco, el galés fray Cadfacl y todos los detectives america­

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    IX.\ HIS'IORIA l)f. LA

    vioj.i.ncia

    nos desengañados de la vida, expeditivos y violentos, como Lemmy Cau­ ción, o cínicos, inquietos, pero generosos como Philip Marlowe. Presen­ tado como un ser corriente y a la vez excepcional, este último encarna el principio de redención, la revuelta contra la corrupción, pero también la inadaptación social y la falta de madurez;4. Como si fuera indispensable no confundirse definitivamente con el universo corrompido de los adul­ tos para poder defender sus principios fundadores. Todos se rigen por un poderoso código del honor, cercano al de los mosqueteros de Alcxandre Dumas o de los personajes caballerescos de Michel Zevaco. También es el caso de los gánsteres de Augusto Lo bretón, «hombres de verdad», que respetan la palabra dada y la amistad, a diferencia de los «chacales» crapulosos. Para el autor anarquista, su violencia, inducida por una so­ ciedad tan injusta como hipócrita, no es ciega porque saben controlarla eficazmente.

    Las metamorfosis de Robín de los Bosques y de Cartouche en el si­ glo xx son infinitas. Siempre plantean la misma cuestión del bien y del mal a propósito del homicidio y de la manera de llevar a los niños hasta la madurez con el menor estropicio posible para los predecesores. No obstante, las escuelas de novelas policíacas se diversifican constantemen­ te porque las relaciones humanas evolucionan a un ritmo enloquecido ante nuestros ojos en una Europa occidental que no ha conocido guerras intestinas desde 1 945, donde la esperanza de vida aumenta regularmen­ te, lo cual hace aún más complejo que antes el delicado problema de la transmisión de los bienes y los valores a las nuevas generaciones. 1 la rían lalta varias obras para analizar ese apasionante enigma, crucial para nues­ tra civilización, a través del prisma de la novela negra y sus múltiples acatares en los medios de comunicación modernos. Alfred Hitchcock merecería un estudio particular, para tratar de desentrañar las turbias relaciones que muchos de sus protagonistas jóvenes e inocentes mantie­ nen con una sociedad cruelmente sofocante.

    CAPÍTULO

    9 El retorno de las bandas. Adolescencia y violencia contemporáneas

    Desde 1945, el tabú de la sangre se impone con una fuerza extraor­ dinaria en Europa occidental. El recuerdo de las hecatombes de la pri­ mera mitad del siglo XX contribuye a reforzar una poderosa repugnancia por el homicidio y la violencia sanguinaria, pacientemente engastada en nuestra cultura desde el siglo xvi. Pero, por primera vez en su larga his­ toria, la civilización europea se libera de la presión directa de la guerra en su suelo, salvo en algunos márgenes inestables. De ello resulta una mutación solapada, pero decisiva, de la relación con la antigua lev de la fuerza, que se traduce en una verdadera revolución de los equilibrios en­ tre las generaciones y los sexos, pues la recurrencia de los conflictos ar­ mados había permitido hasta entonces imponer sin discusión el poder masculino, que era el único susceptible de responder a las amenazas li­ brando guerras «justas» para defender a la patria en peligro, extender el territorio nacional y colonizar el resto del mundo. La sumisión exigida al sexo llamado «débil» derivaba de forma natural de ese estado de cosas. Unas técnicas formadoras más sutiles incitaban a los hombres jóvenes a un autocontrol creciente de su agresividad, al tiempo que conservaban la posibilidad de reactivarla vigorosamente en caso de necesidad para convertirlos en valientes soldados en los campos de batalla. A partir del Siglo de las Luces, ese mecanismo de sublimación de las pulsiones brutales viriles queda validado y reforzado por una moral eco­ nómica destinada a ahorrar los fluidos vitales. Discursos y prácticas vili­ pendian toda experiencia excesiva que conduzca a derrochar los más preciosos, la sangre y el esperma. En Inglaterra, hacia 1710, los médicos inventan el gran miedo a la masturbación. Hasta las últimas décadas del siglo XIX, muchos de ellos sostienen obstinadamente que el placer solita­ rio conduce a una muerte horrible en ñocos meses o en ñocos años, a

    33S

    l'X'A fllsTORLX DE l.A VJOl EX’CIA

    más tardar. Sin duda poco eficaz en los ambientes populares, dicha pro­ paganda logra sin embargo culpabilizar a muchos adolescentes de las capas superiores, como lo demuestran, entre otras, las confesiones de Henri-Ercdéric Amicl o de William Gladstone.1 La etica subyacente pro­ pugna la acumulación consciente del capital vital de cada individuo, en la época del despegue comercial y luego industrial de Europa. La lección perentoria impone a los hijos que esperen a reemplazar a sus padres sin impaciencia, sin brutalidad, sin sexualidad, guardándose incluso del pe­ ligroso vicio solitario. Detentadoras de! poder, del dinero y del acceso a las mujeres, las generaciones establecidas sueñan con una adolescencia masculina ideal. En el siglo xix, la fabrican imponiéndole el tabú de la sangre, salvo para la «justa» defensa de la colectividad nacional, y la prohibición del placer sexual fuera del matrimonio, excepto en la fre­ cuentación tolerada de las prostitutas. El macho púber occidental, obli­ gado por la presión moral y por la justicia a evitar el conflicto con el otro y a controlarse para evitar las temibles consecuencias complacientemen­ te descritas de la masturbación y las enfermedades venéreas, no ha esta­ do nunca tan encauzado como en la época industrial, incluidos los am­ bientes obreros, donde la presión topa a menudo, no obstante, con una sorda indocilidad. Sin embargo, el sistema entra regularmente en crisis cuando los mozos son muy numerosos, durante largos períodos de paz y de prosperidad, por ejemplo en Francia bajo la Tercera República, hasta 1914. Las guerras, que se cobran el mayor tributo entre sus filas, así como las terribles epidemias y una esperanza de vida media mucho más baja que en la actualidad, figuran entre los mecanismos reguladores, que no impiden sin embargo el estallido de vivas confrontaciones con los detentadores de la autoridad. Estas confrontaciones se desarrollan a ve­ ces de forma solapada o simbólica, como la fobia de los apaches en la década de 1910. La nueva era que se abre en 1945 registra un creciente desequilibrio del modelo, como consecuencia de la transformación acelerada de las sociedades. Los solteros que están esperando su oportunidad de inser­ ción ya no son diezmados por las guerras y las enfermedades, y la espe­ ranza de vida aumenta constantemente hasta ser de más del doble de lo que era hace un siglo. El mundo del hahy boom se llena de aspirantes, pero también de viejos que tardan cada vez más en ceder su lugar a los candidatos a su cederlos, en un universo caracterizado a la vez por la abundancia y por una miseria que esta misma abundancia hace más in-

    L.l. R] I ORNO 1)1, LAS BANDAS [. j

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    soportable para los excluidos del sistema. Jamás antes se habían reunido esas condiciones. Obligan a redefinir los papeles masculino y femenino, hacen emerger un tercer género sexuado hasta ahora prohibido e impli­ can una profunda evolución de las relaciones entre generaciones. El paradigma de la violencia sanguinaria es una forma de abordar el tema. El homicidio y las lesiones intencionadas, ahora residuales, ya no producen más que una pequeña fracción de las muertes violentas. Los accidentes de tráfico, los suicidios y otras formas de autodestrucción eli­ minan a una proporción muy superior de adolescentes. Los que se atre­ ven a matar a otro ser humano, transgrediendo la prohibición suprema, son poquísimos, pero también cada vez más jóvenes. Estos indicios indi­ can una dificultad creciente de inserción, que adopta la forma muy es­ pectacular de las bandas juveniles, siempre activas, que se renuevan sin cesar desde los años sesenta, y que han dado lugar a las noches calientes que actualmente conocen los suburbios de las ciudades europeas.

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    A principios del siglo XXI, los riesgos de homicidio son desiguales según las regiones del globo. En 2000, la tasa anual por cien mil habi­ tantes es de 60,8 en Colombia, de 0,6 en Japón y de 0,7 en I rancia y en Inglaterra, Los estadistas proponen afinar más, teniendo en cuenta también los suicidios y la mortalidad por accidentes de tráfico, a fin de evaluar mejor la peligrosidad de cada país. Aquellos en los que el total acumulado de las tres causas no alcanza el 10% de los fallecimientos son los que presentan el riesgo global más bajo,2 Es el caso del Reino Unido (3 '/o), Alemania y Suecia (4 %), Estados Unidos (6%), l’rancia y Japón (8 %), mientras que Ucrania alcanza el 10%, Rusia el 18% y Colombia el 24 %. Pese a la heterogeneidad de los datos, consecuencia de definiciones y métodos de cálculo distintos, las tendencias indican que hay unos islo­ tes de seguridad, que son Japón, Europa occidental y Estados Unidos, en un mundo en general mucho más peligroso. Sin embargo, la impor­ tancia relativa de los tres tipos de muertes brutales varía mucho. En Co­ lombia, el homicidio es diecinueve veces más frecuente que el suicidio y tres veces más que el accidente de tráfico. En Eran cía, por el contrarío, 2 ]e;in-( il.indc (,liesliáis. «Les iimris

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    UNA HISTORIA ni-: LA VIOl.J’NK IA

    el suicidio tiene una prcvalcncia de veinticinco, y la muerte en carretera es dieciocho veces superior a la del asesinato (17,5 y 12,9 trente a 0,7 por cien mil). En el Reino Unido, para una población del mismo orden y un nivel de violencia fatal exactamente idéntico, la circulación causa quince veces más muertes y la autodestrucción diez veces más (0,7; 10,5, y 7,5). Los riesgos están netamente más equilibrados en Estados Unidos, donde los índices varían sólo del simple al triple: 6,2 para el asesinato; 16,5 para el tráfico, y 1 1,3 para el suicidio. Ello produce percepciones colectivas muy diferentes de la muerte violenta. El homicidio afecta sobre todo a los varones jóvenes o en la flor de la vida. Estos tienen cerca de cien veces más posibilidades de sufrir esa suerte lunesta en Colombia y diez veces más en Estados Unidos que en Japón, en Erancia o en el Reino Unido. Los accidentes provocan he­ catombes más indiferenciadas. Sus variaciones son menores, entre un máximo de 27,7 para Lctonia, casi lo mismo para Rusia, y un mínimo de 5,5 en Suecia, que parece difícil de mejorar, El suicidio posee caracterís­ ticas singulares. En 2000, oscila en una escala que va de uno a veinte, entre un poco más de cuarenta por cien mil en Lctonia o en Rusia, y dos o tres en Kuwait, en México o en Colombia. Expresa, sin duda, tanto problemas colectivos como la desesperación individual. Hungría ha en­ cabezado durante mucho tiempo la clasificación desde 1956, a causa de la crisis moral ligada a la ocupación soviética. El mundo eslavo y bálti­ co postsov¡ético ocupa actualmente los primeros lugares, con una tasa multiplicada por diez en Rusia desde la década de 1930, mientras que I'rancia se sitúa hacia la mitad de la lista. Existen correlaciones con el movimiento secular que afecta al homicidio. (Atando éste retrocedió notablemente en los países occidentales en las épocas de moderniza­ ción y de industrialización, el suicidio tendió a progresar en los mismos espacios. Raro en las regiones agrarias tradicionales, entre ellas Rusia, hacia 1850, ya es netamente más frecuente en Alemania y en branda, donde alcanza su punto álgido durante la primera mitad del siglo xx. Ahora bien, con la única excepción de (.hiña, sigue afectando mucho más a los hombres que a las mujeres, y aumenta con la edad. En bran­ cia, la curva masculina para el año 1999 empieza en la adolescencia, alcanza un primer pico entre los 35 y los 40 años, se estanca luego y fi­ nalmente registra una clara progresión después de los 70 años. «Las tasas de suicidio están muy ligadas a la historia económica y política de las sociedades.»5

    [.]. REIORNO DE LAS BANDAS [ . |

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    Es comprensible que la vejez sea considerada como un naufragio, sobre todo si va acompañada de dificultades materiales y de aislamiento. El primer gran incremento autodcstructivo masculino, poco antes de los 40, es sin embargo más difícil de interpretar. ¿No procede la crisis de una autorreflexión dolorosa ante el espejo del fracaso de una vida? Cabe preguntarse si algunos de esos individuos en la flor de la vida no sienten una dolorosa frustración por haber aceptado controlar su violencia des­ de la pubertad adaptándose a las normas, cuando descubren que esto no les ha supuesto el éxito social que esperaban. Al matarse, es decir, al transgredir espectacularmente el tabú de la sangre, ¿no liberan acaso la agresividad que les han prohibido exhibir, enviando así un mensaje de odio y de rechazo a la colectividad? Según esta hipótesis, la relación que existe entre el homicidio y el suicidio sería inversamente proporcional, pues la casi desaparición del primero tendría como contrapartida un fuerte incremento del segundo en el momento de hacer balance, cuando se entra en la madurez o en la vejez. El suicidio podría revelar así el rechazo, desfasado en el tiempo, mucho después de la pubertad, del poder simbólico del tabú de matar al otro, que en nuestra civilización se ha convertido en insoslayable. En Francia, la tasa de suicidios era de 8,9 por cien mil a mediados del siglo xix. Sube hasta su máximo absoluto de 20,8 entre 1896 y 1905, en un momento en que el número de crímenes contra las personas es más bajo que nunca. En 1897, Emile Durkheim dedica a ese problema entonces candente uno de sus libros más celebres.4 El contexto cultural es el de un insidioso malestar, un aumento importante de la angustia colectiva. Desmentido por las estadísticas judiciales, el miedo a la agresión física y al asesinato es destilado por las novelas populares y la prensa. Las pri­ meras inventan, en 1909 y en 1911, los terribles personajes de Zígomar y Fantomas. La segunda se complace en alimentar el temor a los jóvenes apaches asesinos que según ella infestan la Ciudad? La ola de suicidios de principios de siglo también es notable en Alemania, donde parece estar igualmente ligada a los procedimientos de firme encauzamicnto de las pulsiones violentas viriles. Una demostración a la inversa nos la da la Colombia actual, que presenta a la vez un nivel sin parangón de ho­ micidios y una de las tasas de suicidios más bajas del mundo. La inter­ dependencia de ambos fenómenos merecería, sin duda, estudios más detallados. 4 I ’, I hirkhiim. /.<■ \hh ule. oji ut

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    UNA HISTORIA DE LA VIOLENCIA

    Un hecho inaudito desde hace siglos es que la inmensa mayoría de los jóvenes europeos de la segunda mitad del siglo xx no ha matado ni herido jamás a un ser humano, sobre todo porque la guerra ha desapa­ recido del corazón del continente. De la ínfima minoría que ha causado alguna muerte, la mayor parte lo ha hecho involuntariamente, en un accidente de tráfico, o bien poniendo fin a su propia vida. Aunque resi­ dual, la pequeñísima porción de homicidas no deja de ser portadora de una insistente verdad acerca de nuestra civilización y de un misterio turbador. La misma noción de homicidio resulta de una construcción social y legal. Orientada en función del género sexual, de la edad y de la clase a la que se pertenece, concede una gran importancia a factores como la desigualdad económica o la privación material para explicar el gesto fatal. Sin embargo, no puede predecirlo ni explicar por qué un pequeño número de personas definidas en función de los menciona­ dos criterios pasa al acto, mientras que otras muchas no lo hacen. El homicidio posee, por tanto, una dimensión irreductible de insondable enigma. En el Reino Unido, uno de los países del mundo donde menos se da, las estadísticas muestran una larga fase prácticamente plana desde 1981 hasta 1999. Inglaterra y el País de Gales registran entre ambos de cinco a seiscientos casos al año, incluidos los infanticidios. Pero desde el año 2000 parece observarse una aceleración. La cifra aumenta hasta los sete­ cientos en 2001. Hay que decir que una parte del incremento se explica porque han venido a añadirse los datos de las víctimas de Harold Shipman, un asesino en serie activo de 1978 a 1998, al que se atribuyen dos­ cientos quince asesinatos y sospechoso de cuarenta y cinco más. En general, el homicidio británico es masivamente un crimen mascu­ lino, cuyo objeto son sobre todo víctimas del mismo sexo. Tanto entre los homicidas como entre las víctimas, las edades más representadas se sitúan entre los 21 y los 35 años. En Escocia, la mayoría de los culpables son varones de entre 16 y 29 años/1 En todo el Reino Unido, el riesgo de ser asesinado alcanza su máximo para los jóvenes de 16 a 30 años. El origen de casi la mitad de los casos es una disputa. La forma más corrien­ te de herida fatal es la infligida por arma blanca en el 28 % de los casos entre 2003 y 2004. Los adversarios no dudan por lo demás en emplear un ama, y un tercio están achispados o francamente borrachos. Los que se conocen entre sí son el 40 %, pero el 37 % son completos desconoci­ dos. Los jóvenes negros y asiáticos están más representados en la mues-

    ] l. Rl.lORNO DI’. LAS BANDAS !

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    tra que en la población. El asesinato ligado a otro delito es raro y la par­ ticipación de bandas no alcanza el L%. La defensa de la virilidad se revela como una causa esencial del acto, y de ahí que los investigadores británicos hayan forjado el concepto de masculimdad hegemonía] para dar cuenta de ello. Sostienen que la construcción de la identidad sexual, llevada al paroxismo en las confrontaciones entre hombres jóvenes, mo­ tiva el 22 % de las muertes tras un duelo altamente simbólico. Las asesinas, al contrario, son tanto menos numerosas cuanto que el aprendizaje del rol femenino prohíbe la violencia sanguinaria. Además, sus motivaciones quedan veladas por frecuentes explicaciones relativas a la locura o a su cualidad anormal de mujeres «malas». Las víctimas fe­ meninas se distinguen también muy claramente, pues el 60 % mueren a manos de su pareja o su ex pareja. El método más utilizado, en el 19% de los casos, es el cstrangulamicnto o la asfixia. En el mismo orden de ideas, la definición imperiosa de la inocencia infantil por la civilización occidental lleva a considerar al niño o a la niña que mata como un ser demoníaco o poseído por el mal.7 El ejemplo inglés no concuerda con ciertas constataciones alarmistas a propósito de un inquietante aumento de los delitos de sangre en todos los países industrializados desde los años sesenta. Las tasas de delin­ cuencia, en efecto, se han triplicado en veinte años en Estados Unidos, hasta alcanzar su récord a principios de la década de 1980, tanto en el campo de los robos y delitos contra la propiedad como en el de la droga o los excesos físicos. Enrrc las explicaciones encontramos importantes cambios sociales que han debilitado los procedimientos informales de control por la familia, los vecinos, la escuela, etc. En ese marco más laxo, la llegada a Ja pubertad de las generaciones del hahy boom habría desen­ cadenado la escalada. Más móviles que antes, menos encauzados por los padres y el trabajo, los varones jóvenes criados en una cultura consumis­ ta universal habrían visto aumentar sus deseos v escogido más a menudo la vía déla criminalidad para obtener satisfacciones inmediatas. La cons­ tatación no es necesariamente falsa, pero vehicula también sutilmente una mirada muy peyorativa sobre esa franja de edad, que sería «la más proclive al temperamento criminal»? Ahora bien, la inmensa mayoría de sus miembros no transgrede la ley. Aunque son de diez a veinte veces más numerosos que en Europa, según los momentos, en un entorno

    7. Sh.mi D’( .ruzc. Smulr.i Walkkiu , Siun.inih.i l’cug, M/mAr.

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    UNA HISTORIA DI'. l.A VIOLENCIA

    donde las armas están muy extendidas, los que suprimen a un ser huma­ no no representan más que una ínfima minoría. El discurso culpabilizador referido al conjunto de estos jóvenes, por lo tanto, parece cuando menos sospechoso. Funciona en realidad como un sistema para desig­ nar a un chivo expiatorio. Como la parte define al todo, los varones pú­ beres son sospechosos por definición de una aptitud particular para las transgresiones más graves, en especial la violencia. Especialistas y adul­ tos comulgan así con una denuncia de su peligrosidad intrínseca, lo cual refleja simplemente una gran desconfianza hacia ellos, en un momen­ to en que su multiplicación perturba los equilibrios establecidos, como fue también el caso en Francia hacia 1900-1910, o como lo es cada vez que la afluencia de los recién llegados preocupa a las generaciones ins­ taladas. La clara agravación reciente del problema de la delincuencia en las sociedades posmodernas no está demostrada. El incremento podría de­ berse a la vez a una mayor represión y a fenómenos coyunturales, como el descubrimiento de las espeluznantes hazañas de un asesino en serie en Inglaterra o una acentuación pasajera de la presión juvenil. Contra­ riamente a una idea muy extendida, los homicidios han retrocedido considerablemente en Estados Unidos desde 1990. Muchos analistas lo atribuyen a la eficacia punitiva resultante de la adopción del concepto de tolerancia cero, sin preguntarse simplemente si no será que los jóve­ nes de principios del siglo XXI son menos transgresores que los de la época de la Guerra de Vietnam. Es cierto que la contrapartida son ex­ plosiones, escasas pero muy espectaculares, de violencia por parte de asesinos en serie, en particular en escuelas o universidades, v un tributo mayor pagado a la muerte brutal por las minorías étnicas. Además, es­ tas últimas décadas han visto desarrollarse, como en Europa por otra parte, un creciente miedo colectivo a los ataques contra las personas, dramatizado por los medios ávidos de sensacionalismo.*’ Esa sensibili­ dad por el tema de la inseguridad ha reinyectado la cuestión en el cora­ zón de las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos y ha alimenta­ do un agrio debate sobre los procedimientos para ponerle remedio. Los resultados de la policía y de la justicia en este terreno, escrutados de cerca y abundantemente criticados, han dado lugar a publicaciones contradictorias que enseñan a no buscar en las estadísticas la verdad absoluta, sino más bien a interpretarlas dentro del contexto general de su producción.

    [■.]. RIUOKNO DE LAS BANDAS [ . )

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    Esa óptica permite relativizar las constataciones acerca de la juven­ tud cada vez más violenta en el mundo occidental, un rasgo bien conoci­ do por los criminólogos. En el caso de Francia, en 1897, Emile Durkheim situaba el punto álgido del homicidio masculino entre los 25 y los 30 años. En Eiladelfia, entre 1948 y 1952, se establece entre los 20 y los 24, sobre un trazado de crestas espectaculares. En Nueva York, entre 1976 y 1995, se sitúa en los 20 años y aparece bajo la forma de una campana muy marcada sobre una curva que se desploma durante la tercera déca­ da de la existencia y luego adopta una pendiente suave. Los culpables típicos son, por tanto, cada vez más precoces desde el siglo xix.lü La constatación es válida para el conjunto de Estados Unidos. El número de chicos de menos de 18 años detenidos por asesinato y por golpes y lesio­ nes se duplicó de 1952 a 1987, para alcanzar respectivamente un 16% y un 19,5 % del total. Paralelamente, el pico de victimización pasó de los 25-29 años a los 20-24 años, en relación probablemente con la disminu­ ción de la edad de matrimonio, pues el fenómeno implica constantemen­ te una gran propensión a matarse o causarse heridas entre adolescentes y solteros de la misma generación. El problema va mucho más allá del análisis criminológico. Los jovencísimos culpables de homicidio actuales no constituyen sino una mino­ ría, pero su caso es extraordinariamente mediático, lo cual contribuye a determinar la percepción de la delincuencia juvenil entre el público, li­ gándola directamente a la violencia letal.lo 11 Las realidades y los fantasmas se alimentan mutuamente para llamar la atención sobre el peligro poten­ cial que representa el tecnager masculino, profundamente agresivo. El origen étnico no blanco y el medio desfavorecido añaden suplementos de peligrosidad potencial a la verdadera construcción sistemática de un perfil de asesino. Dicha construcción se ve claramente en los trabajos de un especialista de Nueva York. Sus investigaciones sobre los siglos xix y XX demuestran que aproximadamente la mitad de los asesinos fueron detenidos. Entre ellos, menos de la mitad fueron juzgados. Y de ese contingente, casi la mitad fueron condenados; la mayoría, cerca de tres de cada cuatro, a un máximo de cinco años de cárcel, y muchos de ellos obtuvieron finalmen­ te el perdón. Los jurados simpatizan en general con los acusados, lo cual

    lo E ll M onkkonen. ( rime. ¡tn/ice. íhsfon, oj> nt , cuadro 10.1 v figura 10 2, síntesis de sus ín\ es ligaciones pi i bi ¡cillas en Murder ui \e¡e York- ('.//y. Berkelcy, University oí (.alhorma Press, 2001.

    1 l David E Grccnlxig. «The historical variabilit y of ihc age crimc relationslnp». loiirrial of Qiainti ....... r .......... ! .. ” i o i oo i . a-o ......... m i-s

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    I'XA HISTORIA DI-I l.A VIO1.I ,N( .1A

    indica de nuevo una gran tolerancia hacia la violencia en un país joven, donde el uso de las armas es banal y constitucional en caso de legítima defensa.12 La reciente orientación de todas las miradas hacia esos homi­ cidas tan precoces hace pensar que la causa es una inquietud de tipo más general. Aunque no representen más que una ínfima proporción de su franja de edad, llaman dramáticamente la atención sobre el conjunto de esta. Ampliamente jaleada por la televisión y la prensa, su inaceptable transgresión invita a reforzar las reglas amenazadas. Probablemente se trate menos de la cuestión del homicidio, siempre mucho mejor tolerado que en Europa, que del dogma de la inocencia infantil. La insistencia obsesiva en esas figuras acaso traduce una fascinación inquieta por la superación de la barrera del mal en los comienzos de la adolescencia. Quizá se trate también de proteger a los impúberes de una posible sos­ pecha, teniendo en cuenta la disminución espectacular de la edad de esa extraña secta de asesinos. El fenómeno penal, como sabemos, no es un fenómeno aislado. De­ pende mucho de la vida de las sociedades y se modula en función de los grupos que las componen. En el caso de los delitos contra las personas, los hurtos, los delitos contra la moral y los atentados al orden público, las sanciones son normalmente penas de cárcel. En Francia, se aplican especialmente a los marginados y a miembros de las capas más frágiles de la población obrera, sobre todo a jóvenes y extranjeros.’1 La domes­ ticación de las «clases peligrosas» ha constituido el principal esfuerzo de las autoridades desde el siglo XIX. Entre estas, los adolescentes insumi­ sos y violemos han sido objeto de especial atención, a fin de disuadirlos de la brutalidad viril con consecuencias a menudo fatales. Europa prác­ ticamente ha erradicado el problema desde mediados del siglo XX, y Estados Unidos ha logrado yugularlo espectacularmente en los años ochenta. Los recientes incrementos registrados en materia de homicidios y agresiones físicas tal vez no sean más que fluctuaciones coyunturales en una curva que sigue siendo muy baja considerada a largo plazo. Pero también adoptan caracteres nuevos, inquietantes para la cohesión co­ lectiva, pues aparecen cada vez más entre chicos apenas salidos de la infancia, así como entre una ínfima proporción de chicas de la misma

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    347

    edad. Los más pesimistas pueden verlo como una consecuencia de la crisis de los valores familiares; los optimistas, como una penetración del control social en los espacios privados y en categorías hasta ahora olvidadas para atender necesidades más perentorias. La verdad se sitúa sin duda a mitad de camino. El ejemplo estadounidense indica una pre­ ocupación creciente ante las dificultades causadas por los varones al lle­ gar a la pubertad. Esta etapa intermedia en la que con mayor o menor facilidad se pasa de la familia y la escuela al trabajo o al desempleo es actualmente una de las más difíciles en los medios fragilizados de origen popular o de reciente inmigración. Es el inicio de una edad peligrosa, sensible a todas las derivas y a la delincuencia, de la cual se alejan len­ tamente los «hermanos mayores», algo mejor adaptados o totalmente desengañados. Las bandas de jóvenes arraigan en ese terreno fértil. Herederas le­ janas de los reinos de juventud del siglo xvi, presentan sin embargo unas características nuevas, perfectamente adaptadas a su época. La principal hipótesis explicativa para comprender su fortalecimiento en Europa desde mediados del siglo XX es que constituyen la forma mo­ derna de expresión de un poderoso descontento juvenil frente al mun­ do de los adultos y la sociedad establecida. Pero su intensa violencia simbólica, subrayada por unos comportamientos muy amenazadores, no impide la aceptación generalizad a de la prohibición de matar por la mayor parte de sus miembros. Cada vez son menos los adolescentes que siguen matando en un duelo viril generalmente a alguien de su misma edad. En Finlandia, de 1998 a 2000, el cuchillo es el arma utilizada en casi el 45 % de esos desafíos funestos, y el arma de fuego, dos veces menos, un 23 %, La tasa nacional de homicidios, bastante uniforme desde 1970, alrededor de tres por cien mil, todavía es alta para Europa pero no alcan­ za a ser la mitad de la de Estados Unidos. Una de las conclusiones más interesantes procede de un análisis a muy largo plazo, pues las estadísti­ cas existen desde 1754. La dinámica de la evolución depende de dos factores concretos: la peligrosidad de los muchachos de 15 a 19 años y la de los hombres de mediana edad pertenecientes a las clases inferiores, alcohólicos, generalmente sin empleo. Pero esta última permanece bas­ tante estable desde hace dos siglos y medio, con una ligera tendencia a aumentar a partir de 1950, mientras que la primera registra una baja constante y alcanza actualmente el nivel más bajo de su historia. Pero las fluctuaciones a corto plazo de la curva global, a veces muy marcadas, son sobre todo debidas a brotes juveniles. Según este investigador, esos bro­

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    UNA HISTORIA DE l.A VIOLENCIA

    tes indican una puesta en cuestión de la legitimidad del orden social es­ tablecido por una parte de las nuevas generaciones.N En otras palabras, si los adolescentes homicidas son cada vez menos, los picos que se les pueden imputar constituyen un indicio de degradación acentuada de las relaciones con los hombres maduros establecidos. Incluso si la agresividad es en parte desviada, ya que los enfrentamientos se produ­ cen sobre todo entre ellos, la transgresión del tabú de la sangre revela una sorda contestación de las reglas impuestas por la colectividad. También es ése el mensaje que transmiten las sevicias sin consecuencias mortales. Mu­ cho más frecuentes que el homicidio, puesto que el valor que se da a la vida humana en nuestra civilización pesa muchísimo, reflejan también la ampli­ tud del malestar juvenil. Las bandas son el único refugio de los interesados y se transforman sin cesar desde la Segunda Guerra Mundial, contando a su manera la historia de las relaciones tumultuosas entre las generaciones.

    Di: LA DELINCUENCIA.JUVENIL

    Desde hace lustros, la definición de los roles sociales en Occidente está organizada alrededor de un poder patriarcal fuertemente valoriza­ do, En los siglos xvi y xvn, la juventud, término que entonces designaba a la adolescencia, goza de una consideración ambigua. Es a la vez un tiempo portador de grandes promesas y una «edad negra y licenciosa», la peor y la más peligrosa de todas según ciertos autores. Los moralistas ingleses no se cansan de estigmatizar los pecados de los mozos, especial­ mente sus costumbres libertinas. En Cuento de invierno, Shakespeare se hace eco de la opinión común cuando denuncia por boca de un viejo pastor el período comprendido entre los 10 y los 23 años, durante el cual los interesados no hacen más que perseguir a las chicas, engañar a los viejos, robar y pelearse. Se comportan como potros salvajes, sin reflexio­ nar, dejándose llevar por sus apetitos sensuales ardientes, insisten otros muchos pensadores. Canciones, baladas y pliegos de cordel difunden esa imagen negativa, oponiéndole la del aprendiz valiente, virtuoso y piadoso, que obedece a su maestro y cuyos méritos le valen la conquista del codiciado cargo de lord mayor de Londres.1'’ 14. Marín Lelilí, «Long icrm trends in homicida! crime m Einlaiid in 1750 2000», acias del congreso

    «Violence in I listory», <>p c¡¡ Véase lambicn ! I. Ylikangas, I! Karoncn v M l.chu (dirs.), / »'< (.i>Uur¡es of VttilctH’c 1>¡ I i¡>nl llu- hilitii Area, np clt 15 Paúl CiriHnhs, Yottth ti>jJ Aitlborih ¡■firwdtit'e i-Xpericrit t i

    rendon Press, 1946, pags. 3437.

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    r.I UhTORNO DI. 1 AS BANDAS |

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    Semejante discurso define el temor de los responsables a no poder controlar los ardores de la juventud. Id modelo positivo enunciado se basa en una percepción cristiana. Según esta, todo hombre es pecador, sobre todo en un estadio precoz en que falta el discernimiento, pero puede y debe resistir las tentaciones para salvarse. En un marco más cotidiano, la moral dominante trata de incitar a los mozos a poner en­ teramente su fuerza y su vitalidad al servicio del orden establecido, a fin de superar sin demasiadas dificultades ese cabo delicado, con la pro­ mesa de acceder a una existencia adulta completa, agradable y presti­ giosa. Las mutaciones sociales, económicas y culturales que conoce Europa en el siglo XVI11 transforman esa visión dualista. En el paso del siglo xvni al xix, la delincuencia juvenil se convierte en un problema importante. No obstante, esa noción provoca cierto debate entre los historiadores, porque parece indicar que el fenómeno emerge de forma brusca, en el momento en que justamente aparece el concepto de ado­ lescencia, cuando hasta entonces se hablaba más vagamente de «jóve­ nes casaderos»?'1 La discusión merece situarse en un marco mucho más amplio. El proceso de control de la violencia sanguinaria y de las cos­ tumbres disolutas de esa franja de edad registró importantes triunfos en el siglo XVII y sobre todo en el siglo XVI11. Afectó principalmente a los medios más acomodados y continuó luego, con más dificultades, influ­ yendo en las capas populares.17 El concepto de delincuencia juvenil refleja esencialmente la percepción aguda ele esas diferencias. Es un separador social que permite distinguir el grano de la paja, la juventud dorada simplemente turbulenta de los hijos del pueblo, más irreducti­ bles, que siguen peleándose con navajas y con una rabia calibeada de vulgar y salvaje. El empleo de un vocabulario penal inédito señala una modificación en profundidad de la mirada colectiva sobre la infancia y el período de transición hacia la edad adulta. Señalada entre otras cosas por el declive de las curvas de homicidios, la entrada dócil en las filas de los conformis­ tas de un contingente cada vez mayor de chicos púberes suaviza lenta­ mente la imagen de brutalidad excesiva que antes se imputaba a todos. Poco a poco se instaura un nuevo discurso para diferenciar la masa de los «normales» de la minoría ele aquellos que no lo son, porque se aban­ donan a los golpes y lesiones. Dicho discurso se basa en una percepción

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    romántica de la inocencia infantil, de la que Jcan-Jacques Rousseau es el vocero y que luego va ganando terreno, para acabar imponiéndose en nuestros días. A partir de principios del siglo XIX en Francia, el delin­ cuente muy joven es definido por contraste con su homólogo normal. Más adelante, la práctica judicial se carga de connotaciones peyorativas que contraponen claramente al chiquillo maleado de extracción obrera con el niño, inocente y puro, perteneciente a las clases medias o superio­ res. Lo mismo ocurre con los adolescentes cuando se trata de explicar su propensión a la delincuencia. A partir de mediados del siglo xix, ésta es oficialmente calificada de «juvenil» por el Estado cuando éste decide hacerse cargo del problema. Inglaterra abre la marcha con la Juvenile Offendcrs Act de 1847. Siguen Noruega en 1896; Suecia en 1902; Fran­ cia, que crea los tribunales para niños y adolescentes en 1912, y Bélgica el mismo año. La evolución ulterior desde la represión hacia la rehabili­ tación y la reeducación denota el triunfo creciente de la idea de inocen­ cia ligada a esos estadios de la vida. En Alemania, tras la derrota de 1918, la delincuencia juvenil es asimilada cada vez más a una enfermedad, so­ bre todo porque se desarrolla la idea de que la guerra ha perturbado fí­ sica y moral mente a la juventud. En F rancia, una ley de 1935 des pena liza el vagabundeo de los menores. El fuerte aumento de las fechorías que se les imputan hace que la medida sea reconsiderada en 1941. La lev del 2 de febrero de 1945 los hace penalmente irresponsables hasta los 16 años y crea el cargo de juez de menores, inaugurando así un cambio decisivo en el ámbito punitivo y terapéutico.1'' Dentro de este marco, la figura de la muchacha delincuente práctica­ mente no aparece. Desde principios del siglo xix en Inglaterra, la per­ cepción del problema se centra en los chicos. Aunque a veces son califi­ cados de malhechores rudos y brutales, en especial cuando son culpables de ejercer la violencia física, lo más frecuente es definirlos como ladrones listos, astutos, valientes y decididos, según el modelo literario del Artful Dodgcr de Dickens en Olivcr Iwls/ (1838). El estereotipo femenino, por su parte, está construido alrededor de la inmoralidad sexual, en tanto que los jéivenes del género opuesto son raras veces acusados de prostitu­ ción o de homosexualidad antes de 1871. Esa doble definición de los roles, que determina la acción de la policía y de la justicia, procede de un discurso que asimila masivamente a los transgresores masculinos con adultos, a causa de su inerte expresión de virilidad, de sus conocimien­ I

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    El, RETORNO DE LAS BANDAS [. .1

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    tos sexuales, de su lenguaje rudo y de sus pasatiempos. Lo que preocupa a los biempensantes y a las autoridades es que muchas veces son «ladro­ nes desde la cuna», hombrecitos ya completos, animados por un rechazo de cualquier tipo de regla.19* La concentración de los temores sociales en los adolescentes de me­ dios populares parece desarrollarse por doquier en Europa en la segun­ da mitad del siglo xix. El miedo a los apaches parisinos hacia 1900 no es un caso aislado.21’ También es muy vivo en Inglaterra a finales de la déca­ da de 1890. El hooliganismo interesa por entonces enormemente a los periodistas y a los autores de literatura popular. Hay incluso canciones de music-hall que celebran las proezas de los miembros de gaugs juve­ niles, cuya dimensión sexuada ha sido detenidamente analizada por los historiadores anglosajones.2' La atención de los contemporáneos se orienta esencialmente hacia los varones. Revela un miedo creciente a la violencia callejera por parte de los representantes de las clases medias urbanas de Londres, Mánchestcr, Liverpool, Birmingham o Glasgow. Las chicas no interesan a los comentaristas, salvo en su dimensión carnal de molls, es decir, de propiedades consentidoras de los muchachos bru­ tales. Vivamente denunciadas como «degeneradas», tanto por la prensa como por los magistrados, son portadoras de caracteres antifemeninos a ojos de todos. En Mánchestcr, de 1870 a 1900, cerca del 94% de los setecientos diecisiete adolescentes acusados de violencia en banda son, efectivamen­ te, varones. Esos scuttlerx tienen mayoritariamente edades comprendi­ das entre los 14 y los 19 años y ejercen oficios manuales; viven con sus padres, pero disponen de una gran independencia en materia de ocio porque se ganan la vida. Se distinguen de los demás jóvenes del mismo ambiente luciendo unos uniformes destinados a afirmar su virilidad y a anunciar que aceptan las batallas callejeras. La puesta en escena es espe­ cialmente llamativa en los zapatos y la cabeza. Llevan el cabello largo, separado en largas mechas pegadas a la frente, que la gorra inclinada hacia la izquierda deja visibles. Las chicas de cada banda intentan vestir­ se de la forma más parecida posible. Los combates son raras veces mor­ tales, pues sólo se registran cinco homicidios durante ese período, pero 19. Uciitlu-r Shore. «Tlie ironble wirh boys- vender and ihe “inveniion" ol the |memle ollender in earb-ninereenih-ccnlnn Britain». en Margare! I. Arnol, < .ornelie l 'sborne (dirs.), (,1-nder,/Hi!(nme m

    Europe. Londres. L'CL Press. 1999. pag.s. 75 92

    20 V éase capitulo S 21

    Véase sobre lodo Andrcw Davies, «Youtli gangs. gender and uoletice. ESTO 1900,>, en Shani

    1M ,nize Idir >./:t enV’ioleme in ¡trajín M'5u / sp.

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    352

    UNA HISTORIA DE LA VIOLENCIA

    resultan brutales y causan muchas heridas. Dirigidos por «capitanes» o «reyes», según los periodistas, los interesados luchan contra organizaciónos rivales o agraden a individuos aislados con ladrillos, piedras, cu­ chillos y cinturones con grandes hebillas metálicas. Acostumbrados a los malos tratos o a su espectáculo desde la infancia en su familia, esos reto­ ños de las clases laboriosas aprenden a defenderse para sobrevivir y para hacer gala de su honor viril, valor esencial en la cultura obrera de la épo­ ca. Tienen que demostrar que son «tipos duros» y que saben hacerse respetar. Algunas chicas de la misma edad también forman grupos de scuttlers. Son solteras y casi siempre obreras de fábrica, lo cual les permite ser independientes. También se reúnen de manera informal, en la calle, pa­ scan juntas al atardecer y los días de fiesta, frecuentan en grupo los lo­ cales de ocio o se mezclan allí con los chicos. Son activas y a veces tan crueles como ellos cuando hay enfrentamientos colectivos. Las fuentes, sin embargo, subrayan poco su participación en batallas de ese tipo o en reyertas con la policía. Se implican más frecuentemente en la intimida­ ción de los testigos. Calificadas de marimachos, amazonas y hasta destripadoras (rippers), por influencia de la siniestra reputación de Jack el Des­ tripado!' desde 1888, provocan malestar entre las autoridades y los buenos ciudadanos, que las consideran aún más anormales que a los jóvenes machos.22 La estigmatización del comportamiento belicoso de estos últimos va dirigida más bien contra la exaltación de una ruda masculinidad obrera, y la que constituye el aprendizaje. Porque las bandas descuitlers ofrecen a sus miembros un espacio de sociabilidad específico en el que adquie­ ren los valores dominantes de su medio. Sus años de violencia sirven como largo ritual de paso de la adolescencia a la madurez y al matri­ monio, para acabar de adquirir los rasgos de la virilidad brutal con la cual se comportarán durante el resto de su existencia. La policía y los buenos burgueses los consideran como rebeldes peligrosos, cuando, por el contrario, son muy conservadores de las normas de su clase de origen. 1 leredcros sin saberlo de las costumbres rurales de construcción de la identidad, se forjan una personalidad tradicional empleando la fuerza como reveladora de su honor. A juzgar por el número reducido de los incidentes registrados en el conjunto muy poblado de la conurbación de Mánchcster, no todos los hijos de obreros se unen a sus filas, ni mucho menos. La definición peyorativa aplicada a esos grupos disuade segura­ 22

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    EL RETORNO DE LAS BANDAS [

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    mente a muchos de hacerlo. Algunos prefieren incluso ser condenados al ostracismo por parte de los chicos del barrio antes que participar en expediciones punitivas. Un personaje que conoció esta situación cuenta más tarde que los libros le abrieron un universo nuevo, pero que fue considerado con desprecio por los otros como un esnob que leía dema­ siado.21 En el siglo xix, se impone el concepto de delincuencia juvenil para caracterizar la fidelidad a unas tradiciones populares de agresividad por parte de una minoría de chicos de las grandes ciudades industria­ les. Un hecho nuevo, ya que los reinos de juventud del pasado estaban compuestos exclusivamente por varones, es que ahora en esos grupos hay chicas. Se reclutan entre las que ejercen un oficio y obtienen de ello una gran libertad de costumbres antes del matrimonio. Para que las acepten, sin embargo, deben exhibir actitudes y valores esencialmente masculinos. Al adoptar una especie de virilidad femenina, pero sin de­ jar de estar sexualmentc dominadas y acusadas de tener costumbres licenciosas, provocan autentico malestar entre los policías y los obser­ vadores por lo mucho que se alejan de las normas establecidas para el llamado sexo débil. Hannah Robin, la novia de WilJiam Willan, un scutller de 16 años condenado a muerte el 20 de mayo de 1892 por el asesinato de un rival, es detenida con tres compañeras, una semana más tarde, con ocasión de una reyerta en el centro de Mánchester. Está bo­ rracha, lleva un tremendo cinto con una gran hebilla metálica y se ha hecho tatuar en el brazo derecho una declaración de amor, en recuerdo de William.24 Con la excepción de los casos puramente crapulosos, las continuida­ des que cabe observar desde hace siglos en materia de violencia y de homicidio se refieren a la proclamación de la hegemonía masculina. En Suecia, por ejemplo, los combates y asesinatos conservan características idénticas desde el siglo xvi hasta el siglo xx. Frecuentemente son conse­ cuencia de un ataque de rabia, tras una disputa o una provocación rela­ tiva a una cuestión de honor o de deudas, agravada por el alcohol. Los protagonistas pertenecen sobre todo a las capas inferiores de la pobla­ ción. Pero su número disminuye mucho durante ese período. Las clases medias son las primeras en pacificarse, probablemente porque sus miem­ bros encuentran otros métodos para afirmar su virilidad. La calle deja de ser el teatro principal de los enfrentamientos, en cambio las ocasiones

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    UNA HISTORIA DE LA VIOLENCIA

    de conflicto en el espacio privado resisten mucho mejor la erosión, lo cual aumenta automáticamente su representación estadística.25 Como piel de zapa, la violencia física se ha vuelto residual en el siglo xx en Europa occidental. Pese a algunos indicadores de que hay un li­ gero repunte a principios del siglo xxi y la preocupación creciente por la inseguridad, podemos decir que ha sido masivamente erradicada. Esa constatación hace pensar que las pulsiones brutales del hombre de las que hablan ciertas teorías biológicas pueden ser espectacularmente controladas por la cultura. A diferencia de los mozos campesinos del siglo xvt o de los duelistas nobles del xvi y el xvn, la mayoría de los adolescentes de hoy ni matan ni hieren jamás a un semejante ni a ningún otro ser humano. Normalmente saben controlar su agresivi­ dad, desviarla hacia confrontaciones simbólicas, en particular a través del deporte o la sublimación intelectual y artística. Los poquísimos asesinos que transgreden esas prohibiciones proceden a menudo de medios desfavorecidos en los que el honor y la fuerza siguen siendo valores esenciales. La constante disminución del contingente, incluso en Estados Unidos, donde la tendencia desde hace algunas décadas es a la baja, indica una regresión espectacular de las tradiciones «machistas». Una vez domesticada, la violencia es puesta al servicio de la sociedad. Algunos psicoanalistas ven en ella un medio para producir en el niño un efecto de generación desconocido en los animales, pues el deseo de ma­ tar simbólicamente al padre, según afirman, tiene como consecuencia reconocer la posición que ocupa y darse así la posibilidad de reemplazar­ lo algún día.26 Más generalmente hablando, el uso actual de la violencia por parte de las bandas juveniles podría responder a una necesidad simi­ lar de reivindicar un lugar bajo el sol frente a los adultos que gozan de los frutos de un paraíso poco accesible a los interesados. Al exteriorizar vi­ gorosamente unos valores viriles que la modernidad condena, ¿no po­ dría ser que los actores estuvieran negándose a seguir aceptando el auto­ control impuesto por la «civilización de las costumbres» porque no les reporta bastantes beneficios inmediatos?

    25 Mana Kaspersson. «'The grear inurder nnstery" or expiaining declming honucidc cites», en

    Barry S. (¡odfrev. Olive l’niskv. (íracme Oiinstull tdirs.), (.onipnriitivf ¡litlont i n/

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    VCillan Publishing. 2003. págs 72 S.K

    26 I ran^xus Mari), (dir 1. l

    Lrcs, 1997, pags. 17, 100.

    Violente La vióleme el \u>¡ depii'ot ment ¡i l diiole\cem'e, París.

    EL RETORNO DE LAS BANDAS 1

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    rebelde sin causa o el eterno retorno

    Las bandas de casseurs o alborotadores de los suburbios franceses del otoño de 2005 sorprendieron y angustiaron a la opinión internacio­ nal. Sin embargo, el fenómeno no es tan nuevo. Reaparece periódica­ mente en la historia occidental, como un canto de rebeldía juvenil contra unas estructuras demasiado opresivas. Ciada vez adopta un tono distinto, pero siempre revela las mismas frustraciones colectivas de una parte de esa franja de edad y elige violencias a la vez muy reales, pero también profundamente simbólicas para llamar la atención de los adultos ciegos ante los sufrimientos de los individuos implicados. Los largos períodos de desarrollo demográfico y económico son más propicios a ese auge de los descontentos generacionales que las épocas de grandes turbulencias y de guerra. Después de los apaches franceses y de los scultlers ingleses de principios del siglo xx, la primera manifesta­ ción masiva de una rebelión juvenil aparece en los años cincuenta, cuan­ do los hijos del bahy boom llegan a la adolescencia en una Europa en paz y en plena reconstrucción después de la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de los países del planeta parecen afectados por el problema, en un grado variable, a juzgar por los informes del II Congreso de Naciones Unidas partí la Prevención del Crimen y el Tratamiento de los Delincuen­ tes, o las discusiones durante la sesión dedicada al mismo tema en 1961 por la Unión Internacional de Protección de la Infancia.2' Pero es posi­ ble que la visión haya sido subrepticiamente contaminada por las vivas preocupaciones europeas. Palta un análisis comparativo sólido para rela­ cionar los casos africano, japonés o chino, por ejemplo, con lo que ocurre entonces en el Viejo Continente. En éste surgen unos «rebeldes sin cau­ sa», tramposos, ligones y violentos, tanto en los países capitalistas como en los Estados socialistas: teddy hoys (o^/r/.v) ingleses, vit ello ni italianos, nozems neerlandeses o belgas, st'diagues soviéticos, skinn knuttar suecos, blousons noirs franceses... A diferencia de los boohgans polacos, consti­ tuidos de forma muy jerárquica alrededor de un jefe y de su estado mayor según el modelo de los gangs americanos, las bandas europeas están poco estructuradas. No se reclutan sólo en los medios populares, pues los hijos de familias acomodadas también constituven grupos homogéneos de hlousons dores en Francia y de vitelloni en Italia. El cine se apodera del tema y prefiere novelarlo para interesar al gran público. En 1953, en Estados Unidos, en ¡Salvaje!, de László Benedek,

    Marión Brando interpreta al jefe de una banda de motoristas eon caza­ doras claveteadas que siembran el pánico en una pequeña ciudad de provincias, antes de enfrentarse a un clan rival y dejar un muerto en el asfalto. En Rebelde súi causa, de N¡cholas Ray, en 1955, James Deán en­ carna a un ¡ovencito mimado que llega a una ciudad universitaria. Des­ cubre el amor con Natalie Wood, el odio de la pequeña tropa de la cual ella es la musa y la amistad de un hijo de familia muy rico, angustiadísi­ mo, al que le gusta jugar con un revólver y que acaba abatido por la po­ licía. Ea metáfora iniciática, más bien banal, insta a todos los personajes a volver al redil y a controlar la violencia adolescente. No obstante, la obra crea un verdadero mito, sobre todo porque el actor protagonista, apasionado por la velocidad, muere en un accidente de coche en 1956. Pero parece que la ambigüedad fundamental con que se trata el terna, subrayada por el destino trágico del compañero incapaz de hacerse adul­ to, también haya contribuido al éxito de la película entre aquellos que temían los excesos juveniles. En 1958, Los tramposos. de Marcel Carné, describe una determinada juventud parisina acomodada que juega in­ conscientemente con la vida. // vitelloni (Los inútiles} casi rreintañeros de Eederico Eellini (1953) tampoco son proletarios. Arrastran su lasitud ociosa en una pequeña ciudad italiana de la costa adriática, negándose a abandonar la infancia y la protección de la familia. Es cierto que el peso de ésta y de las instituciones de socialización, en particular ios institutos y las universidades, disuade mucho más a los herederos de origen bur­ gués de constituir bandas que a sus congéneres de las clases populares. En Erancia, estos últimos desprecian en general a los primeros y los cali­ fican de «tramposos» tras el éxito de la película en cuestión, aunque los interesados sean efectivamente culpables de delitos de los que la prensa se hace eco, particularmente robos de coches.2* Las verdaderas bandas, lejos de la curiosidad de los medios, que están muy pendientes de las fechorías reales o supuestas de los retoños de las clases medias o superiores, poseen características parecidas a las de los reinos de juventud del siglo xvi. La principal diferencia es que ahora se mueven en un medio urbano dominante, tras un proceso de urbanización sin parangón en la historia. A mediados del siglo xx, se componen de muchachos del mismo origen, obreros o aprendices, ge­ neralmente de entre 14 y 18 años. Excepcionalmentc admiten a chicas «como comparsas ocasionales o como instrumentos de placer», muy pocas veces en calidad de jefas. La indumentaria y los símbolos comu­

    nes refuerzan la cohesión del grupo. Sus miembros tienen como princi­ pal objetivo divertirse, pasar el rato, entre el final de la escuela primaria obligatoria, hasta los 14 años en Francia, y la inserción en el mundo adulto. Deambulan por las calles de noche, charlan en las esquinas, se sientan en los bares o los cafes y frecuentan los locales de baile. Las re­ uniones son normalmente fluidas, en función de las oportunidades. La policía y la gendarmería de los años sesenta los distinguen muy bien de los güfigs. Los delitos cometidos no resultan tanto de las intenciones iniciales como de las ocasiones, que hacen al ladrón. Una fiesta, por ejemplo, puede acabar en una orgía o en «tomar prestado» un coche. La inquietud de la opinión es tanto mayor cuanto que lo repentino y lo brutal del paso al acto delictivo parece no obedecer a ningún motivo, como en Rebelde sin causa. Los especialistas de la época —médicos, historiadores o periodistas—encuentran, sin embargo, muchos. No se cansan de denunciar la dimisión de la familia, la escuela que excluye, el trabajo que aburre, la sociedad de consumo y su ritmo desenfrenado, el apiñamiento en las viviendas, la ausencia de ocio barato, sin olvidar la crisis de la adolescencia...2'1 Pero lo esencial está en otra parte. Las bandas ofrecen a los jóvenes una socialización entre iguales que sustituye la educación de los padres, que ahora se ha vuelto insuficiente o torpe. Los analistas de la época su­ brayan la gran necesidad afectiva de los que se meten en las bandas para encontrar seguridad y ayuda mutua, para sentir que viven mejor. Pero insisten demasiado en la dureza creciente de un universo competitivo y de soledad como factor explicativo. Esos datos no son nuevos. La difi­ cultad de inserción en el mundo adulto fue mucho mayor incluso en épocas anteriores, i al era el caso de las comunidades campesinas del si­ glo x\ n, que comprendían aproximadamente el 80% de la población. Las hambrunas causaban centenares de miles tic muertos y la transmi­ sión de las tierras a los más jóvenes se efectuaba muy tardíamente. En Francia, la edad media de matrimonio superaba entonces los 25 años, lo cual obligaba a los chicos no sólo a trabajar hasta entonces para su padre, sino a soportar su tutela. El calor de las relaciones entre iguales en los reinos de juventud les servía de válvula de escape. Autoridades y padres admitían, por otra parte, su violencia, a menudo homicida, porque des­ viaba una buena parte de su agresividad hacia otros solteros, en vez de dirigirla contra sus progenitores?1'

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    Más sutil, el mecanismo de las relaciones intergeneracionales se orienta posteriormente hacia una especie de frente común de los ricos contra las hordas consideradas salvajes de los adolescentes brutales sin verdadero motivo. Dicho mecanismo, inaugurado a comienzos de la era industrial y bien visible en el caso de los apaches de la década de 1910, se perfecciona durante la segunda mitad del siglo xx, convirtiéndose en­ tonces en un poderoso mito que permite unir a los adultos contra los hlousons nairs. La prensa y el cine lo forjan amalgamando el miedo a las bandas, que es la parte emergente del temor a las clases populares «peli­ grosas», con el miedo a los jóvenes criminales aislados o gánsteres, de cuyas terribles hazañas, habitualmente amplificadas, se hacen eco. Aun­ que se trata de un fantasma bastante artificial, sirve para construir «un discurso sobre los jóvenes». Expresa el temor de los hombres maduros a verse sumergidos por la oleada de la generación más joven. En 1963, por ejemplo, un responsable deportivo francés reclama urgentemente me­ dios, alegando que el número de jóvenes de 15 a 19 años va a pasar de los 2,8 millones de 1961 a 3,8 millones en 1965?* Las bandas de varones jóvenes no constituyen ni una anomalía ni una patología. Ese modelo, fruto de tradiciones antiquísimas, se halla graba­ do en la trama de la cultura occidental para apoyar a los interesados en el momento del difícil rito de paso de la infancia a la madurez. Estas orga­ nizaciones, que agrupan de forma más o menos efímera a varios indivi­ duos de un mismo origen social, lugar de residencia y simpatías, siguen permitiendo a mediados del siglo xx un aprendizaje de la vida colectiva. Mientras que los hijos de familias más acomodadas reciben las lecciones necesarias en la propia familia y en instituciones especializadas, cada par­ ticipante explora en esos grupos su personalidad y la escenifica ante sus semejantes, interpretando un rol genérico, prestigioso, útil o despreciado por la comunidad que lo rodea, como jefe, lugarteniente, simple miem­ bro, bufón, gracioso, escudero del líder, desequilibrado o chivo expiato­ rio... Las bandas se vuelven más discretas en tiempos ordinarios porque los hombres maduros o más viejos no se interesan por ellas, felices como están de poder olvidar las horas aburridas y atormentadas de su adoles­ cencia. Antes de 1914 o durante la década de 1950, su brusca aparición bajo los focos mediáticos constituye el signo de una tensión agravada entre las generaciones. Generalmente causada de forma bastante mecá­ nica por un incremento de la población juvenil, se convierte en una oca­ sión de enfrentamiento simbólico que luego se va reduciendo lentamen­ ií M L.-zc ¡ ,-i K;.

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    te a medida que los contestatarios envejecen y vuelven al redil. Dos años antes de la explosión de Mayo del 68, los trabajadores sociales, la policía y la prensa anunciaban paradójicamente que el fenómeno en Francia había desaparecido. Nada más falso. Lo único que se ha reducido es el interés mediático, que se recupera rápidamente cuando nuevos jóvenes invaden el imagi­ nario y la realidad. El director de cine norteamericano Stanley Kubrick alimenta la lucha entre generaciones en 1971 con La naranja mecánica, en la que cuenta la historia del feroz Alex y sus droogs, que tienen aterra­ da a Inglaterra con sus sevicias, violaciones y robos. Encarcelado tras un asesinato, Alex sirve de cobaya para un método de rcorientación de la violencia hacia uno mismo. Una vez «curado» y liberado, es perseguido a su vez por sus antiguas víctimas, fracasa en su suicidio y luego vuelve a ser lo que era, pero poniendo ahora su agresividad al servicio del Estado. La parábola de la victoria de la sociedad organizada que finalmente logra controlarlas pulsiones brutales del individuo ilustra maravillosamente la teoría de la «civilización de las costumbres» de Norbert Elias.’2 Poco después, en 1973, George Lucas propone una visión mucho más hollywoodense de los grupos de adolescentes en American Graffiti. Situado en una ¿poca de paz, hacia 1960, antes de los dramas de la Gue­ rra de Vietnam, el relato presenta a unos personajes apasionados por la música y la libertad que se reúnen por la noche en la calle principal de una pequeña ciudad de California. El tono es menos idílico en mun­ do sin piedad, del francés Éric Rochant (1989), retrato de una generación desencantada, sin modelo, sin ambición, sin deseos de conquista ni vo­ luntad de lucha. Más negra aún, La Haine (El odio) de Mathieu Kassovitz (1995) describe la jornada de una pequeña banda de los suburbios a través de la historia de tres compañeros que ban «contraído el odio» tras la muerte de un amigo por un error policial. El tiempo de los suburbios se abre a partir de los años setenta. Los laubards reemplazan a los blousons noirs. Blancos o de color, franceses o extranjeros, desescolarizados, muchas veces sin empleo, vagan por la zona. El retorno de las bandas es en buena parte también el retorno del miedo, alimentado por todos los soportes informativos, a una juventud desfavorecida, aparcada en guetos de la periferia de las grandes ciuda­ des, compinches que se reúnen a menudo espontáneamente en el barrio, al pie de un edificio, en la calle y en los lugares de ocio. En sus iguales hallan un «refugio contra la hostilidad, la incomprensión o la exclusión».

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    Proclives a la rudeza y muy pendencieros, no son en general delincuen­ tes empedernidos, pero se sitúan al margen de la legalidad y pueden pasar fácilmente al motín, en particular contra los policías, cuando tienen la sensación de que se ha producido una injusticia. Según los comentaris­ tas, la principal novedad sería no sólo la ausencia de puntos de referen­ cia, sino también la ausencia del padre. Incluso cuando éste existe, se ve totalmente superado, sin autoridad ni prestigio. La explicación es plausi­ ble. Pero no basta, pues los reinos de juventud de antaño ya escenifica­ ban la transgresión de la autoridad paterna en un espacio nocturno y festivo propicio a todos los desmanes. La agresividad espectacular, a veces muy organizada, de los casseurs, reunidos o no según criterios étnicos, constituye sin duda un lenguaje intimidatorio dirigido contra los adultos establecidos. Sin embargo, tam­ bién tiene que ver con una formulación fantasmática por parte de estos últimos y de los medios, ya que la exageración de los peligros permite apaciguar las angustias y justificar una política de seguridad más drásti­ ca. Hacia 1990, los Renseignemcnts Gcnéraux franceses tienen constan­ cia de un centenar de bandas o más, especializadas en violaciones colec­ tivas, agresiones en los medios de transporte público, ajustes de cuentas sangrientos y robos. Las más duras están compuestas por negros, como los Black Dragons, los Rcquins Vicíeux o los Dcrniers Salauds. Sus afilia­ dos exhiben una cultura que imita la de los jóvenes criminales estadouni­ denses, llevando en particular una vestimenta inspirada en los uniformes de los presos, y también muestran su afición por las series B y los vi­ deoclips. Patrullan por París, se reúnen en Les Halles o en La Défense. Su conducta belicosa, muy ostentosa, expresa las frustraciones de los excluidos de la sociedad de consumo que quieren no sólo tomarse la re­ vancha sino también apropiarse de todos los signos del poder y la rique­ za. Lejos de querer hacer una revolución, reclaman su parte del pastel y se apoderan de ella por la fuerza. La viva curiosidad de los periodistas no hace más que aumentar su importancia ante sus propios ojos, llevando a una espiral que sobrestima el problema: «En la prensa se habla de zulúes, y entonces ellos se toman por zulúes». En cambio, cuando el interés de los comentaristas y de la televisión amaina, como después de 1991, por ejemplo, las bandas parecen desvanecerse.H No es que desaparezcan, porque son refugios indispensables contra una doble hostilidad, la del universo exterior representado por las autoridades policiales y la de los vecinos a los que amargan una vida ya de por sí bastante difícil. i 5. I'izc, O » liaiidi<>!> at , p.igs. 69. 7S 79, S5, I 14 115.

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    Las bandas, que no son sino síntoma de la gran dificultad de inser­ ción de los jóvenes de ambientes desfavorecidos, se asimilan demasiado a menudo a los gang$ organizados. El secuestro, el tráfico de drogas, los atracos y las violaciones, sin embargo, sólo caracterizan a unas pocas, estructuradas tomando como referencia un código norteamericano hlack de violencia extrema y oposición sistemática a los valores y normas de comportamiento ordinarias. Pero, a diferencia de Estados Unidos, son raras las armas de fuego entre sus miembros, incluso en los motines fran­ ceses de noviembre de 2005, lo cual limita mucho los daños. Menos co­ nocidas, más discretas, las reuniones informales de compañeros que se aburren por la noche y los días de fiesta en los suburbios componen la inmensa mayoría del fenómeno. Su sociabilidad reproduce tradiciones juveniles antiguas adaptándolas al mundo moderno poco acogedor de las urbanizaciones periféricas. Sin un objetivo revolucionario, ni siquie­ ra el deseo de transformar el sistema, esperan engrosar las filas de los que llevan una vida más agradable, rodeada de los signos del éxito material. Quemando coches por la noche, demuestran el gran valor que tienen a sus ojos aquellos bienes de los que ellos carecen, e imaginan con deleíte hasta qué punto se vengan de quienes sí los poseen. Entre esos dos este­ reotipos contrastados se desarrollan formas mixtas de funcionamiento gregario. Son una especie de injertos estadounidenses en el viejo tronco europeo, con unos signos contestatarios popularizados por la cultura de masas audiovisual, que contribuyen a actualizar las prácticas de reunión espontánea de los varones jóvenes para resistir mejor las exigencias au­ toritarias de las generaciones establecidas. Territorio y sexualidad constituyen los principales resortes identitarios. Sea cual fuere el tipo de banda, el espacio vivido colectivamente posee una importancia extraordinaria. El clan impone su marca por donde pasa, medíante posturas en una plaza o en otro lugar, a través de tags, enfrentamientos con los rivales o los forasteros en unas fronteras que son objeto de agrias disputas. Los jóvenes campesinos de antaño también combatían con los campeones de otro pueblo, en los límites entre los dos terruños. Mucho más móviles, gracias a la rapidez de los transportes actuales, los loubards de los suburbios transportan su terri­ torio lejos, a lugares cuidadosamente elegidos. Les gusta instalarse en el corazón de París, en Les Halles, La Défcnse o Ciare du Nord, y luego prohibir vigorosamente el acceso a sus competidores. A veces proceden de municipios distintos, lo cual no era frecuente en el pasado, pero colaboran estrechamente para defender una «dimensión oculta» que consideran suya: el derecho sobre las chicas que se mueven

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    en ese sector. Tal era ya el principal objetivo de las actividades de los rei­ nos de juventud hace varios siglos. Pese a la evolución de las costumbres y los cambios de magnitud de nuestra civilización, las solidaridades ado­ lescentes siguen siendo el lugar de expresión fundamental de la sexuali­ dad. Ese aspecto es crucial, pues todos deben dar pruebas a los demás de su capacidad para demostrar su virilidad. El vocabulario empleado da cuenta de una visión muy machista, fruto directo de las tradiciones obre­ ras alimentadas a su vez por costumbres campesinas antiquísimas. Las chicas sólo pueden ser zorras que aceptan las relaciones carnales o estre­ chas que las rechazan, tirarte aun máximo de lias, o al menos presumir de ello, es indispensable para que los otros te admiren, Al igual que los campesinos solteros acompañaban activamente el cortejo de uno de los suyos, el grupo estimula a sus miembros y les pide cuentas. Jactarse de las conquistas, hacer bromas soeces, pasar de una conquista a otra... está bien visto, mientras que las relaciones estables no lo están tanto, porque debilitan la cohesión del grupo. Los miembros se definen como hermanos, como iguales. Aunque el color de la piel sea distinto, la amis­ tad los une. Deben aceptarse con prudencia las conclusiones de algunos sociólo­ gos que ven en esas bandas una «autosocialización» muy moderna, una respuesta original e innovadora de los jóvenes a la crisis de los modelos autoritarios y de las prácticas de inserción de que adolece nuestra socie­ dad?4 Las asociaciones específicas que dan seguridad, que son una for­ ma de escapar del poder de los padres y de aprender a vivir entre iguales, son algo que en Europa existe desde hace siglos. Pero no resultan sim­ plemente de una líbre decisión de los interesados. Proceden mucho más de una necesidad que les viene impuesta, porque los progenitores toman sus distancias respecto a los adolescentes turbulentos, considerados como perturbadores del equilibrio existente, y las chicas, temiendo por su vir­ tud, también se alejan de ellos. En la época industrial, la desconfianza genera] aún se refuerza más respecto a los muchachos de las clases pro­ letarias, a pesar de la «domesticación» que sufren durante el servicio militar obligatorio. Por consiguiente, tanto en el pueblo hace quinientos años como en los suburbios hoy, el foso entre las generaciones no hace más que agrandarse, y no tanto por la voluntad de los hijos reticentes o agresivos como por la de los padres, que quieren imponerles un largo rito de paso antes de acceder a la plenitud de la existencia. Desde hace siglos, la banda, heredera de los reinos de juventud y luego de los grupos id ilí.i

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    de quintos, sirve de refugio afectivo y de lugar de socialización para los más marginales. Permite atenuar sus frustraciones durante la intermina­ ble espera impuesta a toda una cohorte de edad, que resulta muchísimo más penosa para los retoños de las familias pobres o excluidas que para los descendientes de la gente rica y poderosa. Después de los blousons noirs de los años cincuenta y de los loubards de la década de 1970, las bandas violentas de 1990 y 1991 dcsaparecieron de escena. Más exactamente, los grandes medios se desinteresaron de ellas para no cansar a los lectores y oyentes, abandonando los «barrios sensibles» a sus problemas cotidianos y a la política municipal. Como las mismas causas producen, sin embargo, efectos similares y el interés del público depende de la intensidad de la angustia que lo atenaza, los furio­ sos motines urbanos franceses de noviembre de 2005 sirvieron para re­ descubrir de forma espectacular el tema. No obstante, nada había cam­ biado fundamentalmente en las formas de vivir de los adolescentes de los suburbios durante los quince años anteriores, salvo que sus condicio­ nes habían empeorado a causa del aumento del desempleo y la multipli­ cación de los fracasos escolares. Las bandas habían continuado formán­ dose y disolviéndose. Algunas, poco numerosas pero radicales, habían perseverado en la delincuencia y la brutalidad, conquistando pequeños imperios prácticamente inaccesibles a las fuerzas policiales para practi­ car en ellos sus business,, centrados en la extorsión y la droga. Por otra parte, ningún responsable conocedor del terreno imaginaba estar asis­ tiendo a un verdadero eclipse del fenómeno. (Lomo ninguno ignora hoy la incesante repetición de los desórdenes y el gran número de coches quemados, en particular con ocasión de fiestas como la del fin de año. La generación racaille («gentuza»), según la expresión de un político de la que estos jóvenes se han apropiado y que reivindican como un desa­ fío, está compuesta de individuos nacidos en la década de 1990. Reempla­ za a la de los «hermanos mayores» turbulentos de esa época, que ya han alcanzado la madurez. El efecto de moda de un discurso sobre la seguri­ dad muy insistente se amplifica con esa transmisión del testigo de una ge­ neración a otra, en unos barrios cuyas condiciones son cada vez más difí­ ciles. Como siempre, el cuadro no es tan sencillo como pudiera parecer. Para hacerse una idea cabal, hay que prescindir de los clichés políticos demasiado exaltados que profetizan el inicio de una revolución proletaria o denuncian la expresión de una brutalidad casi inhumana. En ambos casos, las opiniones formuladas reflejan una percepción de las «nuevas clases peligrosas». Los unos las llaman al combate contra las injusticias, los otros las temen como a la peste. Ahora bien, la amalgama inicial no resulta

    pertinente, lis cierto que estos jóvenes pertenecen a las capas pauperizadas expulsadas a la periferia de la sociedad de la abundancia y el consumo, pero no todos son unos excluidos ni unos frustrados o unos violentos. Sólo una minoría se dedica a actividades incendiarias; los demás siguen siendo invisibles porque su existencia transcurre sobre todo en el hogar, la escuela o el puesto de trabajo. En una barriada que ha sido objeto de un estudio serio, los primeros representan como máximo un centenar de los ochocientos varones de 18 a 30 años censados. Además, existen importantes diferencias entre las bandas en función de los medios económicos, de la edad y del origen étnico de sus miem­ bros. La uniformidad sugerida por los observadores exteriores, a propó­ sito del lenguaje, de los vestidos y de las actitudes, no se corresponde con la realidad. Finalmente, los comportamientos que muestran los más du­ ros, los jefes, tienden a destacar la fuerza física, la jerga propia, el vicio, pero también la exhibición ostentosa de riquezas codiciadas, coches de lujo, ropa de marea, portátiles y lectores MP3 nuevos... Aunque adquie­ ran esos productos emblemáticos gracias al busifiess, al tráfico, se pre­ sentan deliberadamente como consumidores avisados que disponen de un «capital guerrero» suficiente para proteger a sus comparsas y a su barrio. Muchos acaban, por otra parte, «volviendo al redil» tras fundar una familia y cediendo el paso a unos «tipos duros» más jóvenes?'’ La cultura callejera parece evolucionar a gran velocidad, adaptándo­ se rápidamente a rodas las novedades tecnológicas c inventando sin ce­ sar modas efímeras. Pero sus códigos internos son los mismos desde hace siglos. Se basan en una exaltación de la virilidad que provoca una instrumentalización de las chicas y la práctica, sin gran sentido de culpa­ bilidad, de violaciones colectivas como las que ya se conocieron a finales de la Edad Media en Dijon y en las ciudades del sureste de Francia?6 El desfase se acentúa sobre rodo respecto a los valores de tolerancia acep­ tados por la mayoría de la población, a imagen del resto de Europa, especialmente en lo relativo a los derechos de las mujeres y los homo­ sexuales, Por eso los jóvenes de los suburbios actuales son mucho más herederos directos de las bandas juveniles anteriores de lo que pueda parecer, 1 lov, definidos por su origen étnico y religioso, son sin embargo más bien desempicados o subempleados, mientras que sus predecesores trabajaban en general como obreros o aprendices en una época de pleno

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    empleo. Pero, igual que ellos, han sido empujados hacia los márgenes como consecuencia del fracaso escolar y, siguiendo su ejemplo, tratan sobre todo de cultivar su autoestima desarrollando una masculinidad triunfante. Pero esta constituye un poderoso marcador de las diferencias sociales, desde que las capas superiores han abandonado la violencia viril en aras de la sublimación y la buena educación. Al intentar integrar se así en el modelo francés por abajo, a falta de poder acceder a el por arriba, crean un malestar creciente entre los bíempensantes. Conscientes de ello, multiplican deliberadamente los comportamientos «incívicos», es decir, todas las formas de comunicación que se consideran maleduca­ das, a la vez por venganza y por afán de provocar. Su situación, no obstan­ te, resulta muy incómoda, en un espacio en el que se desarrollan todas las tensiones colectivas imaginables y en el que experimentan enormes frustraciones. Un incidente puede fácilmente provocar una catástrofe, cuando desencadena una irreprimible sensación de injusticia. liso fue lo que ocurrió en noviembre de 2005, cuando una reacción policial considerada excesiva desembocó en la muerte de dos jóvenes en Clichy-sous-Boís. La Francia de los suburbios ardió. Pero la gigantesca y salvaje protesta no es una rebelión deliberada ni está apoyada por ideas concretas, lis «protopolítica», según la expresión de un autor, y se sitúa fuera de cualquier marco establecido.’' Recuerda más bien las émotions populares del siglo xvn, brutales y sangrientas, pero carentes de progra­ ma, siempre destinadas a ser cruelmente reprimidas. Cualificarla de «gra­ tuita» sería desconocer su dimensión de revuelta contra la humillación cotidiana, un sentimiento fuerte que también inspiraba a los campesinos que se alzaban contra los excesos fiscales. El paralelismo puede llevarse más allá, pues estos últimos iban a la lucha con entusiasmo. Negándose a admitir que serían irremediablemente derrotados, se entregaban a la fiesta, se emborrachaban y se divertían sin freno a expensas de los ene­ migos capturados. Asimismo, los jóvenes amotinados de noviembre de 2005 arman un barullo indescriptible en medio de una alegría exuberan­ te que recuerda a «una especie de carnaval en el que las reglas sociales quedan momentáneamente abolidas». Se asumen los riesgos y sus conse­ cuencias judiciales. «El placer de la acción es más importante que la victoria.»'* La protesta, en otras palabras, halla en sí misma su razón de

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    1 UNIA HISTORIA DE LA VIOLENCIA

    ser. El nuevo poder de los medios de información le confiere además una fuerza de arrastre extraordinaria que no tenían los motines del pasado. Los presentadores de los noticiarios televisados, causa involuntaria de un incendio por emulación del conjunto del país, descubren asustados su temible eficacia. Añadidos a los mensajes de telefonía, los hlogs y los vídeos difundidos por Internet aún acentúan más el fenómeno. El placer de la violencia ha conquistado además nuevos espacios invadiendo el terreno deportivo. Con gran desconcierto por parte de los responsables, las competiciones de alto nivel dejan de canalizar la agresividad, según un modelo tradicio­ nal inventado en el siglo xix. Ahora producen muchos enfrentamientos virulentos entre los jóvenes hinchas de los grandes clubes de fútbol euro­ peos. Esta vuelta a la «tangana» es tan preocupante como la brutalidad de las bandas suburbialcs, ya que la acción se practica en grupos estructu­ rados cuyos miembros buscan emociones fuertes. De creer lo que dice la prensa, que ahora se interesa —y mucho— por el tema, el choque es ineluctable y está programado por pequeños clanes muy bien organizados. El Virage Boulogne (es decir, los hinchas del París-Saint-Germain) de las tribunas del Pare des Princes de París agrupa a los más decididos, de entre la decena de grupúsculos peligrosos, calificados de «independien­ tes», que siguen los partidos del equipo. Estos últimos parece que con­ taban en total con unos ciento cincuenta o doscientos miembros en el otoño de 2006, según los Renseignements Généraux. Gon un nivel de estudios elevado y bien integrados socialmcntc, los interesados no enar­ bolan signos distintivos para que la policía no los identifique, sino que visten de forma clásica. Se supone que buscan el «combate», ya sea orga­ nizado de antemano con los adversarios bajo forma de jrccjight, ya sea por sorpresa, invadiendo una tribuna enemiga. Según las declaraciones de algunos de ellos, luchan usando únicamente los puños y los pies, sin ensañarse con un hombre caído ni asaltar en grupo a un individuo aisla­ do, ya que el fin no es matar, sino «dominar» al adversario.w Ahí recono­ cemos el principio del jairfight británico del siglo xix, que permitió mo­ derar el ardor de los protagonistas prohibiendo eL uso de armas blancas e imponiendo reglas estrictas. Su translación al campo deportivo indica tal vez que la pacificación de las costumbres al modo occidental está al­ canzando un umbral que y¿i es difícil de reducir, en una sociedad en la que la fuerte competencia económica y profesional exige, por otra parvi l.tic Bronnei. «I.c lemoigiuge J'itn "hooligan pur'. violeni pour le plmsir». /.<■ AMwJt-, 29 de

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    te, saber dar muestras de agresividad para triunfar. La glorificación de la virilidad combativa por parte de los «independientes» podría resul­ tar además de un fuerte incremento reciente de la necesidad identítaria. A veces ligada a ideologías nacionalistas o racistas, parece ser más bien la consecuencia del deseo de demostrar ante los congéneres el propio poderío físico, una actitud formalmente prohibida a los espectadores de competiciones por los códigos de la buena educación que han sustituido a los ritos brutales de paso a la edad adulta. El retorno de las bandas también es el retorno de lo reprimido. La brusca emergencia de la cuestión a intervalos más o menos regulares, cuando un número importante de adolescentes llega a las puertas de la madurez y topa con demasiadas dificultades de integración, señala cada vez un fallo del pacto tácito que rige la transmisión de los bienes, los poderes y los valores de una generación a otra. A las frustraciones de los nuevos corresponde una angustia de desposesión acentuada por par­ te de los viejos. Los largos períodos de paz y prosperidad son más propi­ cios a ese endurecimiento de la competencia que los de crisis y guerras. Las partes más frágiles de la juventud, procedentes de las capas más desfavorecidas, son las más afectadas. En Europa, el malestar no obstan­ te ha tomado formas más agudas en la era del desempleo masivo. Los blousons noirs de la década de 1960 representaban una fracción de los chicos de origen proletario que se negaban a ver desaparecer la vieja tradición popular de la virilidad triunfante. Generalmente asalariados, tras una escolarización precaria o mediocre, se sentían sobre todo cultu­ ralmente marginados. Expulsados hacia los barrios periféricos de las grandes ciudades, necesitaban una moto potente, para evadirse y expre­ sar plenamente su masculinidad combativa. Los loubards de los años setenta procedían de los mismos grupos de población, pero el mundo obrero declinaba y el desempleo hacía estragos, inspirándoles una ira mayor, lo cual no dejaba de alimentar la preocupación creciente de los buenos burgueses ante esos representantes de las «clases peligrosas». El final del siglo xx y el principio del xxi han visto modificarse el paisaje mucho más profundamente. El frecuente desempleo de los actores en cuestión, el «odio» hacia las instituciones de cncauzamiento que han acompañado su fracaso, especialmente hacia la escuela, la vida del su­ burbio vivida como un exilio lejos de los paraísos del consumo, así como los conflictos étnicos y religiosos, transforman el problema en un peli­ groso absceso que se ha instalado ya en el cuerpo social y estalla ahora a la menor irritación,

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    UNA HISTORIA DE LA VIOLENCIA

    Los jóvenes que rompen el tabú del homicidio, sin embargo, son muy pocos. La inmensa mayoría respeta las prohibiciones más potentes. En cuanto a los que emplean la fuerza o la intimidación para lograr sus fines, no buscan ni destruir la sociedad ni poner en cuestión sus princi­ pios fundadores, sino denunciar el bloqueo cuyos efectos padecen. Aun­ que manifiesten su «odio» con su conducta incívica, con provocaciones y vandalismo, lo que quieren sobre todo es hacerse un lugar destacado o mejorar su suerte en un universo de consumo perfectamente asumido. Robos, tráfico y brutalidades tienen como finalidad tanto apoderarse de bienes materiales inaccesibles y muy valorizados como expresar simbó­ licamente una viva protesta. Los alborotadores de los suburbios que queman coches dan una importancia primordial a ese signo de éxito y de poder. Les gusta proclamar su triunfo al volante de un modelo de lujo. Se dedican al pillaje para dotarse de los productos más codiciados y sa­ car grandes beneficios revendiéndolos a sus congéneres deseosos de exhibirlos para valer más a los ojos de (os otros. Sus prácticas resultan hoy de un sorprendente mestizaje. Proceden esencialmente de una aceptación por todos los implicados, sea cual fuere su color y su historia familiar, de las tradiciones machistas del universo popular europeo, de un mundo primero campesino y luego obrero. El injerto a veces prospera precisamente porque corresponde a valores viri­ les desarrollados también en las civilizaciones de origen de ciertos inmi­ grantes. A ello se añaden aportes de la cultura de masas norteamericana: la gorra de béisbol, la indumentaria, los gestos, los insultos... Todo ello se mezcla en el crisol de las banlieues para producir un estilo juvenil aparen­ temente uniforme, pero muy diverso en los detalles. Aunque la violencia resultante es muchas veces exagerada por los medios, que construyen inquietantes fantasmas, y aunque ha retrocedido mucho a lo largo de los siglos, provoca una gran angustia en los adultos. Hay un consenso unáni­ me actualmente para atribuirla a graves dificultades sociales y a diversas formas de exclusión. ¿Bastaría aplicar los remedios adecuadas para verla desaparecer definitivamente?

    ¿Es posible acabar con la violencia?

    El homicidio conserva una característica sociológica casi inmutable desde el siglo xi 11 hasta nuestros días: es cometido masivamente por varo­ nes adolescentes o recién casados, cuyas víctimas son normalmente sus iguales. Con todo, conoce un declive espectacular en toda Europa, pri­ mero a comienzos del siglo xvn y luego durante el siglo Xix. Ese movi­ miento está ligado a la clara disminución de los enfrentamientos mascu­ linos con arma blanca que afecta en primer lugar a los aristócratas, antes de difundirse lenta, pero desigualmente, entre las clases populares. En ambos casos, hay una minoría de jóvenes que rechaza la pacificación de las costumbres y el desarme individual que las monarquías, apoyadas por las Iglesias, tratan de generalizar en el continente. La espada para los unos y el cuchillo para los otros siguen siendo los emblemas de su honor en la plaza pública. El número de los insumisos, sin embargo, se va redu­ ciendo hasta convertirse en residual a partir de la segunda mitad del si­ glo xx. La Europa occidental actual, que controla rigurosamente la po­ sesión de armas de fuego, registra de media un homicidio por cíen mil habitantes, eien veces menos que hace siete siglos, seis veces menos que hoy día en Estados Unidos, nación afectada sin embargo desde hace va­ rias décadas también por una baja notable. Asimismo, la violencia física sin consecuencias fatales ha disminuido mucho en nuestro universo. El empleo de la fuerza para resolver disputas se halla literalmente invalidado, a la vez por el Estado de derecho v por el desarrollo, desde el siglo xvn, puesto que las relaciones con los demás están sujetas a un poderoso autocontrol. La ruptura de las normas apare­ ce principalmente con ocasión de brutalidades colaterales cuando hay robos y atracos, o bajo la forma de comportamientos incívicos que cons­ tituyen un verdadero lenguaje simbólico de puesta en entredicho de los

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    l'NA HISTORIA

    di i.a violencia

    valores establecidos. Dicha situación resulta del desarrollo, generación tras generación, de un vigoroso proceso de gestión de la agresividad viril, lnicialmentc impuesto por las autoridades para atemperarlas relaciones humanas en los espacios a hierros muy frecuentados y en las tabernas, el proceso se ha ido generalizando. Las instituciones de socialización, como la Iglesia, la escuela y el ejército, han contribuido a introducirlo progresi­ vamente en el corazón del hogar familiar. Después de las élites, muy pronto aprisionadas en una densa red de códigos de apaciguamiento y de cortesía, las capas inferiores lo han aceptado gradualmente, empezando por los habitantes de las ciudades, seguidos por el campesinado y final­ mente por las «clases peligrosas» obreras de la época industrial. Ahora bien, esa evolución de la «civilización de las costumbres» afecta priorita­ riamente a los muchachos y a los hombres jóvenes, lo cual no se ha subra­ yado suficientemente. Hacia 1530, ya son el principal objetivo de las prescripciones contenidas en las dos obras fundadoras de los nuevos principios: De la urbanidad un las maneras de los niños de Erasmo y El cortesano de Castiglione. En Versalles, bajo Luis XIV, la «curiaJización de los guerreros» —o, dicho en otras palabras, la obligación de reprimir todo ardor belicoso en presencia de otros cortesanos y reservarlo para los campos de batalla extranjeros— se aplica más a los más jóvenes. Pues, a diferencia de los mayores, su impulsividad no está domesticada por la larga frecuentación de un universo implacable en el que hay que evitar constantemente mostrar las propias emociones para triunfar? En las sociedades rurales medievales, la brutalidad juvenil era conside­ rada sin embargo como algo normal, y hasta se fomentaba. Permitía for­ mar a individuos capaces de defenderse en un entorno material y humano hostil. Los ayudaba también a soportar una espera muy prolongada, du­ rante el largo rito de paso previo a la obtención de los derechos completos del adulto casado. En ese marco, su agresividad, que habría podido diri­ girse contra unos padres rudos y exigentes, se desviaba hacia sus congéne­ res locales y más aún hacia otros rivales, preferentemente miembros de las bandas juveniles de los territorios vecinos. Pero poco a poco fue siendo objeto de una jirohibiciém esencial, apoyada por la religión, la moral, la educación y la justicia penal. La cultura de la violencia se fue borrando, con más dificultades en unas regiones o categorías sociales que en otras, para acabar canalizando la potencia física masculina y ponerla al servicio exclusivo del Estado. No sin dejar suhsistir algunos vestigios de prácticas anteriores, como atestiguan en particular el duelo o la venganza de clan. 1 Norbcrl I .luis, /

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    lisa larga evolución occidental plantea un enigma considerable en lo locante a la violencia de nuestra especie: ¿por que resulta a menudo más cruel y devastadora que la de los animales, como han mostrado las dos guerras mundiales? Algunos especialistas en otología, como Konrad Lo renz, o en psicoanálisis, como Erích Eromm, no dudan en considerarla como algo propio del hombre. El primero habla de una pasión innata ligada a su naturaleza animal; el segundo, de un instinto de destrucción arraigado en el. I retid lo imagina movido a ¡a vez por una pulsión de vida y por una pulsión de muerte, siendo finalmente la segunda la que domina, ya que Tánatos acaba por vencer a Eros. I lay muchas otras in­ terpretaciones que intentan dar cuenta de la complejidad del problema. La Unesco se inclina por la ausencia de pulsiones destructoras innatas y atribuye los deslices a las circunstancias, así como a una mala educación que aleja al adolescente de tm comportamiento pacífico.-’ Dicha explica­ ción tiene un carácter tautológico, pues retoma el conjunto de la expe­ riencia occidental, basada desde hace varios siglos en la sublimación necesaria de Jas emociones y deseos excesivos, para extraer de ella una verdad teorizada. Al menos podemos retener la idea de una construc­ ción cultural posible del tabú de matar. Si el historiador no puede jirón iniciarse a jiro pósito del origen inna­ to o adquirido de las conductas belicosas, lo que sí debe hacer es subra­ yar la enorme plasticidad de las civilizaciones. Al gimas pueden inclinar­ se por limitar estrictamente la violencia, como los indios tarahumara del norte de México a principios del siglo xx. Sin organización estatal im­ perativa, estos se ayudan mutua y colectivamente en el trabajo de la tierra, tienen relaciones más bien afectuosas y poco autoritarias entre ellos, celebran reuniones festivas mixtas en las que reina una relativa libertad sexual gracias a la bebida. Los individuos pendencieros, sus­ ceptibles de provocar riñas, no son invitados a esos regocijos. El hecho de excluir del intercambio social a los que manifiestan una propensión guerrera tiene sin embargo consecuencias negativas, va que cuando los apaches atacan el pueblo, los vecinos no tienen otro recurso más que la huida. La proscripción de la agresividad cohesiona al grujió, fiero lo hace frágil frente a los predadores externos que profesan virtudes con­ trarias/

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    Los europeos de la Edad Media, por su parre, no vivían en una socie­ dad sin Estado. Cultivan una luerte combatividad que les permite a la vez rivalizar militarmente con el mundo musulmán v sostener innumera­ bles conflictos en diversos niveles. El mejor medio de alimentarla reside entonces en la ley de la venganza, para sancionar con la muerte del cul­ pable un atentado grave contra el honor del grupo. Defendido por los machos a partir de la pubertad, ese principio fundamental está directa­ mente relacionado con la pureza de las mujeres, uno de cuyos deberes esenciales consiste en evitar atraer la vergüenza sobre el conjunto de su parentela. Los hombres tienen la imperiosa obligación de hacer perma­ nentemente gala de esa pureza. Lo cual «no es otra cosa que el dominio del pene v del cuchillo».4 Si realmente desean existir a los ojos de sus se­ mejantes, deben probar que poseen la potencia sexual necesaria para reproducirse, a fin de asegurar la perennidad de su sangre y de su nom­ bre, pero también la fuerza y el valor necesarios para defender a sus alle­ gados y conservar la comunidad, iodo se concentra simbólicamente en su aptitud para manejar la punta del arma blanca. Por eso unas represa­ lias crueles constituyen un imperativo absoluto en caso de que se ponga en entredicho el honor; de lo contrario, el insultado se halla en cierto modo emasculado y se convierte en objeto de desprecio. Ese mecanismo no ha desaparecido del todo en Ja época contemporánea. Se ha perpetua­ do en los entresijos de las sociedades. En Córcega, en el siglo Xix, basta que un hombre extienda la mano hacia la cofia o la cara de una mujer para que esa toma de posesión figurada provoque una vendetta mortal. En Calabria, hoy, el que no repara una afrenta idéntica se considera deshonrado. Para evitar la exclusión, debe «arrancarse el odio», es decir, vengarse para reparar la infamia, con el fin de retirar de su sangre el ve­ neno que la emponzoña, expresión metafórica de su desvirilización? La monopolización de la violencia por parte del Estado desde los últimos siglos de la Edad Media consistió en reemplazar el sistema vindi­ catorio, muy costoso en vidas humanas, por la justicia. Ésta inflige unas penas proporcionadas a los delitos y repara el honor con un coste menor para la colectividad, eliminando o intimidando a los transgresores que alteran la paz interna. El mecanismo funcionó cada vez mejor con el asentimiento de un número creciente de adultos satisfechos de ver esta­ ble cerse una pacificación de los comportamientos. Lo demuestra el per­ fil en constante declive de las estadísticas de homicidio hasta mediados 4

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    del siglo xx. Nuestra civilización, no obstante, ha evitado caer en la posi­ ción de debilidad de los tarahumara frente a sus enemigos inventando la noción de guerra justa, única circunstancia en la que matar es lícito, por no decir necesario. Para poder recurrir, en caso ele necesidad, a un gran número de defensores de la patria en peligro, los Estados no han tratado tanto de apagar definitivamente el fuego homicida como de desviar sus llamas hacia objetivos sublimados, estrechamente controlados. Ahora bien, Europa no ha conocido importantes conflagraciones mi­ litares en su suelo desde 1945. Pero no por ello la brutalidad de los varo­ nes jóvenes occidentales ha dejado de ser sistemáticamente expulsada del espacio público. Probablemente está mucho más inhibida que en el pasado dentro del hogar familiar. Traducida por la supresión del servicio militar obligatorio en muchos países, entre ellos Francia en 1997, la de­ saparición del conflicto patriótico legítimo suprime la única válvula de escape masiva considerada como tolerable por nuestra cultura para una combatividad juvenil que jamás se ha querido erradicar totalmente. Ese desequilibrio reciente cada vez más marcado es seguramente una de las causas principales, junto con el desempleo, de un brote de exasperación bien visible entre los adolescentes. La ausencia de una gran amenaza de destrucción sirve de telón de fondo a un retorno de los reprimidos en los sectores más desfavorecidos de las sociedades del Viejo Continente. La lev de la venganza y el culto a la virilidad no habían desaparecido por completo. Recuperan un terreno donde ejercerse más amplio a medida que se intensifica una agresividad cada vez más dirigida hacia el interior de la colectividad, al no poder desplegarse contra un peligro externo acuciante. El mecanismo hace perder al deporte una parte de la eficacia catártica que lo caracterizaba desde el siglo xix. El aumento salvaje de enfrentamientos entre hinchas furiosos expresa una exaltación feroz de su masculinidad, así como la búsqueda de una revancha sobre las autoridades y los códigos que los obligan a mostrar en general una cor­ tesía controlada. ¿fiemos llegado a un punto de inflexión? ¿Nuestra civilización, glo­ balmente pacificada, rica y hedonista, sabrá sublimar más las pulsiones juveniles brutales que continuaba manteniendo hasta hace poco para reservarlas con vistas a las confrontaciones bélicas, evitando así que sa­ turen los márgenes desfavorecidos de las grandes metrópolis o los esta­ dios y produzcan explosiones en cadena?

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