V10097-bosquejo De Un Cuadro Historico De Los Progresos Del Espiritu Humano

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BOSQUEJO DE UN CUADRO HISTORICO DE LOS PROGRESOS DEL ESPIRITO HUMANO

CONDORCET

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BOSQUEJO DE UN CUADRO HISTORICO DE LOS PROGRESOS DEL ESPIRITU HUMANO Edición preparada por Antonio Torres del Moral y Marcial Suárez

Introducción de Antonio Torres del Moral. Traducción de Marcial Suárez. · © Copyright, 1980 EDITORA NACIONAL. Madrid (España) ISBN: 84-276-0528-5 Depósito legal: M. 38.095- 1980 Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Martínez Paje, 5. Madrid-29

CLASICOS PARA UNA BIBLIOTECA CONTEMPORANEA

Pensamiento

· EDITORA NACIONAL T orregalindo, 1O Madrid-16

INTRODUCCION

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l.

UN PENSADOR POCO CONOCIDO

El reino de la z·erdad se acerca: nunca el deber de decirla fue tan imperioso porque jamás fue tan IÍI i/. CONDORCET:

Memorias sobre la instrucción

pública

_

A pe.rar de .rer uno de lo.r ilu.rtrado.r que mejor da el tipo. el último de ello.r, el único que l'Íl'ÍÓ la rel'olución, en la que tomó parte tan actiz·a, .riendo .ru guía y J/1 l'Íctin!a, Condorcet nece.rita pre.rentación. ]ean Antoine Marie N icola.r Carita t. marqué.r de Condorcet. científico, filó.rofo y político de la Jegunda mitad del Jiglo XVIII. ·e.r ca.ri totalmente deJConocido en E.rpaña y no dema.riado conocido en Francia. La.r hiJtoria.r de la filoJOfia y de la.r idea.r política.r apena.r repc1ran en él. bmcadora.r de teoría.r originale.r y detonante.r. La importancia de Condorcet no reJide en .rer conJtructor de una ambicioJa teoría per.ronal de la .rociedad y del eJtcldo, Jino en .rer muy legítimamente lc1 JÍnteÚJ del pen-:.ramiento francéJ de .ru Jiglo 1• Principio.r e idea.\' que bullen en la época de manera no Jiempre conexa, y a lo.r que rara rez .re le.r había extraído toda.r J/IJ po.ribi/idade.r, conl'ergen en Condorcet y en él adquieren coherencia. Condorcet lo.r recoge y de.rarrolla. lo.r hermana y extrapola. lo.r conjuga y .rupera, ofreciendo una co.rmor·i.rión integra/e integradora . .rerena aunque 7 polémica, de todo o caJÍ todo lo que había dado de .rí .ru Jiglo ha.l'ta 1794. en que muere nue.rtro autor. Hace md.r: proyecta todo.r e.ro.r conocimiento.r y doctrina.r hacia el futuro en 1ma refre.rcante y optimiJta pro.rpección en la que parece, en oca.rione.r. que e.rtamo.r leyendo una ret'Í.rta científica de nue.rtro.r día.r. Poc~ conocido. como digo, en nue.rtro paí.r y en el .myo. 1 Así lo califican O. H. Prior, en la Inrroducción a la edición del Bosquejo de 1951 (París), pág. V; y J Touchard, en J Touchard y otros, Hi.rtoria de la.r idea.r polítit'
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Por lo q11e a España se refiere, bien. poco hay q11e leer sobre este ilmtrado. Acaso la primera noticia date de 1803 y se enc11entra en la Jraducción española de s11 Compendio de la riqueza de las naciones. En efecto, Condorcet, con la colaboración de Sil m11jer, p11blicó 11n res11men de la obra de Adam Smith, res11men que fue . tradücido al castellano por Carlos Martínez de /rujo, el c11al se permitió hacerle adiciones sin preal'iso, lo que le resta todo z·alor como instrumento de inz;estigación 2 . Q11e Condorcet era en España más conocido qm Adam Smith por aquellas /echas parece desprenderse de que el traductor español valora la obra de éste por haber merecido que aquél se ocupara de ella. Y a en nuestro siglo, alg11na edición de sus escritos pedagógicos 3 e inclmo de este Bosquejo de un cuadro histórico sobre los progresos del espíritu humano, que así reza el título completo de la obra que el lector tiene en SltJ manos 4 . Las traducciones, muy deficientes, y las muy brel'es introducciones se deben a Dom/ngo Barnés, que admira pero critica en ocasiones el pensamiento de nuestro autor. Más cerca de nuestros días, apenas merece la pena reparar en las escasas alusiones que le hacen las historias de las ideas políticas o de la pedagogía. Las dos magras páginas que G. Fraile O. P. le dedica en JI/ Eistoria de la Filosofía son para oll'idarlas: no contienen un análisis de su obra ni de su pensamiento: sólo odio a quien, ciertamente, j11e un laico militante 5 . Y el reciente y lamentable libro de}. A. Riestra sobre esta misma obra de Los progresos del espíritu humano, a pesar de incluirse en 11na colección autodenominada «Crítica Filosófica», tienen muy poco de crítica y casi nada de filosofía 6 . Tienen en común las exposiciones de Fraile y de Riestra el absol11to desconocimiento de toda la obra de Condor2 Condorcec: Compendio de la riqueza de las naciones, traducción al castellano y adiciones· de Carlos Marcínez de Irujo, Imp. Real, Madrid, 1803. Hay una edición de 1814, hecha en Palma. 3 Condorcec: Escritos pedagógicos, traducción e introducción de Domingo Barnés, Calpe, Madrid, 1922. Incluye las cinco Memorias sobre la instrucción p!Íblica (la primera íntegra y las otras cuatro en sus párrafos más actuales, según el traductor), así como el Informe sobre la organización general de la instrucción Ptíblica completo. 4 Condorcec: Bosquejo de u"n cuadro histórico sobre los progresos del espíritll h11mano, traducción e introducción de Domingo Barnés, Calpe, Madrid, 1921. 5 G. Fraile O. P., Hútoria de la Filosofía, vol. III: Del Humanismo a la Ilustración, B. A. C., Madrid, 1966, págs. 927-929. 6 ]. A. Riestra, Condorcec: Esbozo de :m cuadro histórico de los progresos del espíritll humano, Editorial Magisterio Español, colección «Crítica Filosófica», Madrid, 1978. No vamos a detenernos en este desdichado libro. Para descalificarse científicamente se basca él solo. Critica la idea condorcetiana de que _el progreso de las facl!lt¡¡des intelectuales humanas se ha retardado por los errores 5lgsqficos y científicos, objetándole el autor que estos errores tuvieron su origen en el pecado original (pág. 37), o en la idolatría (pág. 45). En un esfuerzo de originalidad, nos remite al Génesis si queremos aprender Historia: «U na auténtica historia de los orígenes de la humanidad ha de contar con el relato de los primeros capítulos del Génesis, donde, por ejemplo, se explica, entre otras cosas, el origen de la diversidad de lenguas como un castigo divino» (pág. 52). Y las teorías del pacto social son falsas porque
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cet, excepto este Bosquejo, lo que, de un lado, los descah/ica como críticos, y, de otro, pone de relieve que es ésta la obra condorcetiana qm ha logrado una mayor d1jusión, aunque escasa de todos modos. Por su parte, en Francia, a pesar del cham•inismo, Condorcet apenas ha suscitado una docena de estudios, de muy desigual z·alor. El lector podrá t'erlos en la bibliografía final. Yo me he ocupado hace unos años del pensamiento político de Condorcet en un bren y poco d1/undido trabajo 7 en el que prometía un más detenido estudio, que bien pudiera ser esta Introducción, que recoge y completa aquel trabajo, a la t'ez que sirz'e como presentación de quien no debería precisarla.

2.

LA INTENSA Y BREVE VIDA DEL ÚLTIMO ILUSTRADO

Nace Condorcet el 17 de septiembre de 17 43 en familia aristoérática procedente de Orange y z•enida a menos. El padre había optado por la carrera militar, a la que la familia pretendía destinar también a nuestro pensador. Su muy piadosa madre lo consagra a la Virgen al nacer y lo mantiene z•estido con ropas de blanca pureza hasta los ocho ctños. Como comentan iW.onique y Franc_,ais Hincker, no se puede nacer en un ambiente menos propicio para las nuez,as ideas que se gaJtaban en Europa 8 . A los once años ingresa en el colegio de los jesuitas, en Reims,· y a los quince, en el colegio parisino de Naz•arre, también jesuita. Buen conocedor de éstos, por lo tanto, Condorcet los combatió más tarde con z•ehemencia, extendiendo además su fobia a todas las iglesias y religiones en general y a la católica en especial. Se inclinó pronto por las matemáticas, con notorio éxito: que le ganó la amistad de D'Alambert, al tiempo que se preocupaba por las cuestiones morales. Fue hacia los z'einte años cuando experimenta su « ret•olución moral» y su acercamiento a los «filósofos». Su nuez·a moral, a¡mque él no la ha descrito nunca con detalle, se desprende de diz·ersas obras y puede cahficársela como alineada contra los prejuietos establecidos y en /at•or de los sectores marginados o perseguidos: la mujer, los homosexuales, las madres solteras, los ateos, los negros esclaz·os de las colonias ...

A los zúnticinco años ( 1769) es elegido miembro de la Academia de Ciencias y más tarde lo se'ría también de las de Berlín, Turín, Bo!onia, San Peten·burgo y Filadelfia. Su contacto con los «filósofos» (D'A!ambert, Condi!!ac, Diderot, Vo!taire, Hefz;ecio, Turgot) le llet'Ó a colaborar en la Enciclopedia con artículos sobre matemáticas. Esta l!amémosle militancia en las «luces», su ret'o!ución moral y su diagnóstico de que los prejuicios morales y sociales tiene1J origen religioso (o, mejor, sacerdotal), le llez'Ó a un anticlericaliJmo comtante y a t'eces un tanto simplista, como se pone de relieve en este libro que hoy presentamos. La batalla vo!tairiana contra el Infame es suscrita por Condorcet en todos sus términos con ·plena comciencia de que sería una lucha dramática. Su Carta a un te.ólogo, publicada como anónima, asustó al pusilánime Voltaire, a quien se le atribuía, y disgustó al propio Turgot, que ya era ministro y al que colocaba en difícil situación con el clero. El nombramiento minúterial de Turgot le hizo concebir esperanzas de que era posible la reforma a fondo de la sociedad. Se interesa por los problemas económicos desde una óptica fiJiocrática' y ayuda al miniJtro con escrit~s que lo defienden de los ataques de Necker en los momentos · difíciles de 177 4: la libertad económica es la única solución, Jiempre, claro, que haya l{n cierto sistema de seguros sociales, que Condorcet es de los primeros en reclamar, y que, aparentemente, chocaba con el esquema liberal abstencionista que él mismo profesaba. Su interés por los problemas económicos le llevó a publicar, como dijimos más atrás, una edición francesa resumida del. libro de Adam Smith La riqueza de las naciones. Se preocupa por los problemas jurídico-políticos a partir de la independencia ·americana y principalmente con la elaboración de su constitución federal, que tradujo y publicó con un trabajo sobre La influencia de la revolución de América en Europa, al tiempo que su mujer traducía las memorias y discursos de T. Paine, quien, amigo y correligionario de nuestro noble ilustrado, influyó notablemente en su concepción de los derechos del hombre. (Su mujer, con la que había casado a los 43 años, contando ella 22, también tradujo y publicó la Teoría de los sentimientos morales, de A. Smith. La señora Condorcet era culta y actil'a, lectora . de Rousseau y alma de uno de los salones más importantes de París, q¡¿e terminó siendo «el hogar de la República» 9 c·Cómo extrañarnos de que nuestro ilustrado fuera ganado por las tesis feministas y reclamara el roto femenino, los estudios femeninos y el acceso de la mujer a todas las profesiones y cargos públicos?)

9 F. Alendry, Condorcet, guide de la Révolurion Franc.aise, París, 1904, reimpresión Ginebra, 1971, págs. 78-79.

Como dice F. Alengry, cinco importantes acontecimientoj· modelan. la fisonomía condorcetiana entre 1776 y 1789: l. ·2. 3. 4. 5.

La rez·o!ución de América. El ensayo francés de Asambleas protinciales. El desorden de las finanzas y la bancarrota. El programa del Gobierno del rey en ·17 88. La conz'OCatoria de los Estados Generales, ya en 1789.

«Cada uno de estos hechos -dice A!engry- proz'OCa las reflexiones de Condorcet y lo 1/ez·a a articular las principales teorías de derecho comtituciona! que muy pronto alimentarán las diJcusiones 10 • » U na rez fa rerolución en marcha, y sin abandonar el ensayo político, pasa a la acción, con un acusado sentido protagónico, pero, al mismo tiempo, con una tal falta de realismo que siJS mol'imientos_ tácticos se cuentan por errores. Seguramente le sobraban ideas y le faltaba olfato político. Por eso, su contribución más importante fue la que dejó por escrito: el proyecto de constitución, las memorias y el proyecto sobre la · instrucción pública, etc. Intenta ser elegido en 1789 por fa nobleza sin conseguirlo debido a su acentuado liberalismo. Se entusiasma con el giro. ret'olucionario que los acontecimientos toman el 14 de julio, pero criticó la Declaración de derechos. En septiembre de 17 89 fue elegido dtPutado por París,· pero su's posiciones, az·anzadas para el electorado aristócrata y altoburgués al que solicita el voto, lo privaron de la reelección en agosto de 1790. Colabora en la creación de la muy efímera Sociedad del 89 o Soci~dad de los amigos de fa paz, a la que pertenecieron La Fayette, ]aucourt (redactor de muchos artículos políticos de la Enciclopedia), Lamarck,·-La Mettrie, etc. Y su trabajo, casi en solitario, en el Comité de la Instrucción Pública dio como re~·ultado las cinco Memorias y el Proyecto, que se sometió a la AJamb!ea en abril de 1792. Tras la huida de Luis XVI, Condorcet se aproxima a posiciones republicanas y radicales, lo que le t'alió el apoyo de las <<sociedades patrióticas», con el cual obtut'O un escaño en septiembre de I 792 en las elecciones a la Conz'ención. Fue nombrado para la comisión constituyente y de nuet'O hubo de trabajar casi solo en la redacción de un proyecto constitucional. Se ganó los recelos de los montañeses, que no le perdonaban que se hubiera abstenido en la t'otación final en que se decidió fa muerte del rey,· y no supo procurarse el favor de los girondinos. Su proyecto de Constitución era muy complicado, fruto más de una mente teórica que de un técnico jurista. La demora de su discusión le llez.~ó 10

!bídem, pág. 23

13

En esta ojeada a su pensamiento político, he considerado que más oportuna que la er11dición era la estr11Ct11ración de dicho pensamiento sobre un sencillo esquema, q11e se corresponde, según creo, con los matro pilares q11e lo sostienen: derechos del hombre, igualdad, representación y progreso; esquema que t•iene sazonado por la firme creencia en los postillados básicos del siglo de las luces: la instrucción y la ley como factores de cambio y de progreso 12

a pedir, de nuera contra corriente, la diJ~Iución de la Conrención. Se en/rentó a los montaiie.reJ por la detención de lo.r girondíno.r y funda el Diario de Instrucción Pública, que enoja a Robe.rpierre. Escribe -y el anonimato apena.r pudo relar Jll pluma- contra el proyecto de Comtitución de lo.r montañe.re.r, qm pre.rcindían definitiramente del que él había redactado. En fin, se ganó la enemiga de lo.r nmro.r dueiio.r de la situación, que decretaron su detención. Condon·et escapa y .re refugia en una mode.rta penúón, en la qm e.rcribió este Bosquejo de un cuadro histórico sobre los progresos del espíritu humano, cuyo material había e.rtado preparando durante algún tiempo, pero qm. al parecer, no pudo mcmejar en Jll redacción final. e u ando habla en e.rta obra de la retolución, .rilentia J/IJ desgracias, no aÚca a s¡¡.r per.reguidore.\ y la ralorct como mM conquista irreterJible de lct ra!-Ón y de la libertad contra el fanatismo y los prejuioo.r. Cambia de alojamiento un par de reces y cuando 1m mediador político le ge.rtionaba un pasaporte, fue de.rcubierto, encarcelado e interrogado, muriendo a fines de marzo de 1794 de modo no esclarecido, rariando la.r renione.r entre el agotamiento y el suicidio por enrenenamiento.

D'Aiambert lo describe como «Un rolcán mbierto de niete» y Turgot como «/In cordero rabioso», porque bajo su aspecto .rereno y pacífico .re contenía 1m alma ardiente· que a teces le hacía perder la medida, .robre todo cuando se en/rentaba a la inju.rtitia y a la intolerancia. Su corre.rpondencia con Madame Suard nos lo muestra sensible, pero también irritable, si bien Sil agresividad apenas aparece más q¡¡e mando trata de la política de Necker o acerca del clero. ll1ademoiselle de Lespinasse nos ha dejado 11n detallado, a11nq11e admirativo, retrato de n11estro il11.rtrado, según el mal Condorcet tenía todas las clases de· bondad, sensibilidad pro/linda, indiligencia y delicadeza. «Esta alma sosegada y moderada en el naso ordinario de lct tida, se conl'ierte en ardiente y fogo.ra cuando .re trata de defender a lo.r oprimido.r o de defender lo que aún le e.r má.r querido: la libertad de lo.r hombre.r y la l'Írtud de lo.r deJgraciados: entonce.r J/1 celo llega hctJt~t la pa.rión ... 11 • »

11 Ver O.·H. Prior,lntrodllcción a la edición francesa de los progresos del espírilll h11mano (París, 1931), págs. X-XI.

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3.

3. l.

r 1

EL PODER POLÍTICO Y LOS DERECHOS DEL HOMBRE

El pacto social

El hombre moderno, princtPalmente desde Descartes, se caracteriza, entre otras posibles notas, por la inseg11ridad. Inseguridad prot•eniente de la renacentista afirmación de una libertad individualista y antropocén- · trica q11e subvirtió el orden teocéntrico mediez~al sin sustituirlo por otro sistema que ofreciera garantía de firmeza. Esa inseguridad moderna no se plantea, pues, sólo a un niz~el gnoseológico, sino en todos los aspectos de la z•ida humana. Por lo que se refiere al ámbito político, las doctrina.r pactistas obedecen al interés de la burguesía en destruir la f¡¡ndamentación divina del orden social en que se sostenían los estamentos prit•ilegiados. Dicho orden, por diz,ino, era intocable e impermeable. Pero estas ideas en los siglos XVII y XVIII no eran ya más que un simple corsé que no podía ·sujetar una realidad social mucho más compleja y dinámica. Frente a esta teoría, la burguesía quiere encontrar un sólido fundamento inmanente a la sociedad t 1it;ida o deseable y al poder; quiere demostrar que la sociedad, el hecho social, no obedece al capricho humano, ni al azar, ni a la diz~inidad, ni siquiera a la fatalidad, sino que responde a la naturaleza humana y, por ende, aunque necesario, es una cabal respuesta a lo que los hombres habrían acordado en 11n acto fundacional reflexit·o. De manera que si la existencia de la sociedad hubiera dependido de la celebración de un pacto, habrían hecho bien los hombres en celebrarlo, porque, si lo hacen con justicia y en considicione! de igualdad entre los pactantes, la sociedad resultante cumplirá todos los fines deseables que la razón pueda pedir. 12 Los estudiosos de Condorcet suelen citar por la edición de Obras Completas de Arago, París, 1847-49. No existe, que yo sepa, ningún ejemplar de dicha edición en bibliotecas españolas y, aunque he podido manejarlo fragmentariamente, considero más conveniente citar por la edición de 1804 (año XIII), Chez Henrichs, Fuchs, Koenig yLevrault, Schoell y Cia., que existe en la Biblioteca Nacional de Madrid, más asequible, por lo canco, al lector español. El volumen irá 'citado en romano y la página en arábigo.

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Condorcet participa de la idea, aunque bien claramente apunta que el pacto social no ha sido un suceso histórico. Los hombres se reúnen en sociedad y la dotan de autoridad no en su detrimento, sino para su propio beneficio. Y el primero de los fines que la sociedad debe proponerse y cumplir es, conforme a lo antes apuntado, la seguridad de los asociados, el goce tranquilo, seguro y completo de sus derechos 13 • Pero, precisando y ampliando más la idea, Condorcet esboza con bret'edad yjuúeza los principales fines del «arte social», que se resumen en <~extender a todos el goce de los derechos comunes que por naturaleza les ;orresponden » 14• Junto al fin de seguridad, el de progreso, ya apuntado claramente (extender el disfrute de los derechos). E incluso se percibe un tercer fin, la igualdad, por cuanto esa seguridad y ese progreso ha de se1: «Para todos» y se afirma que los derechos naturales son «comunes». En rigor, todos los demás fines que pueden predicarse' del «arte social» son reducibles a los mencionados, incluso la libertad y la justicia. La c.onstrucción de tal sociedad segura, justa y en constante progreso, no está realizada aún satisfactoriamente. Conseguirlo es una empresa en la qm hay que poner tino y cuidado. A este respecto, se pregunta Condorcet: «¿Hemos llegado a la situación de cimentar todas las disposiciones legales sobre la justicia o sobre una__probada y reconocida utilidad, y no sobre vagas, inciertas y arbitrarias perspectit·as de pretendidas 11entajas políticas? ¿Hemos establecidoJ reglas precisas para escoger con seguridad ... aquellas que mejor aseguran la conservación de estos derechos ... y las que mejor garantizan la tranquilidad, el bienestar de los indiz,iduos, la fuerza, la paz y la prosperidad de las naciones? 15 .» Apenas puede reiterarse más el mismo concepto en menos palabras. Si en un primer término nos habla nuestro pensador de justicia y utilidad, inmediatamente las considera por contraposición a la inseguridad. Es a traz·és de la seguridad como aquéllas resultan realizables. Ahora bien, a slf z·ez, la seguridad sólo es posible mediante el respeto y sometimiento a la ley -tesis común a todos los ilustrados- no por fetichismo nomocrático, Jino porque la ley, en una sociedad correctamente organizada, es fiel traducción de la z•oluntad general y, por eso mismo, de la justicia. Condorcet lo expresa en un curioso contrato de mandato entre los ciudadanos y el Gobierno: «Cada hombre, al votar por el establecimiento de un poder ejecutito regular, le dice: os establezco para regular el modo de asegurar a mis conciudadanos y a mí el disfrute de nuestros dert"Chos: obedeceré las

voluntades generales que erijáis en leyes; pero yo debo poner límites a ese poder e impediros emplear contra mis derechos el poder que os doy para . . defenderlos 16 • » Varias ideas destacan netamente en el texto transcrtto, nmguna de las cuales, ciertamente, puede ser ca!tficada de novedoJa, pero que, expuestas juntamente, en esa apretada síntesis que es un mo~elo de pacto, resulta ser de una expresiva coherencia y riqueza de contentdo:

El poder se origina en el pueblo, que lo establece. Lo establece para su bien, no en su detrimento. Ese bien se concreta principalmente en el disfrute seguro de los

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derechos. Seguridad que sólo se alcanza con el sometimiento a las l~y.es. Dichas leyes se han aprobado mediante algún tipo de parttetpación ciudadana; mal podría hablarse, en~ otro caso, de t'oluntad general. Esta participación es el criterio de su corrección formal Y de su obligatoriedad material. Existen, en fin, límites que el poder no puede traspasar en_ ~u función legislatit'a ni en ningún otro proc~~o de toma ~e deetstones; límites que t'ienen et'idenciados por él jm de la soetedad Y del derecho (del «arte social»), como del poder mismo: la defensa de los derechos.

3.2.

El poder político como lo relativo condicionado. Despoti-smo y tiranía

Aunque durante el siglo XVIII se utilizan como sinónimos tiranía Y despotismo, Condorcet los distingue: tiranía es la « t'iofac~ón d~ los derec.hos de los hombres hecha por la ley en nombre del poder pub!tco», mdependtentemente de que éste haya sido o no legítimamente adquirido; en .ca'r;~io, el despotismo es precisamente eso, «el uso o abuso de .~n poder t!egtttmo», entendiendo por tal aquel que «no emana de la nacton o de sus rep.resentantes » 17. Pueden coincidir de hecho, pero conceptualmente se diferen-

1- , ctan. El despotismo puede serlo del poder legislatiz·o, de los jueces (e mas odioso de todos), del clero, del ejército, etc. El del poder legislatil'o, a su z·ez, puede ser directo 0 indirecto. Existe el primero cuando los déspotas pueden

13 Rara es la obra de Condorcet en que no aparece esta idea. Citaré por todas, La Declaración de derechos, XII, 2 51. 14 Bosquejo de un madro histórico sobre los progresos del espíritu humano, pág. 234. (En adelante,

16

título resumido. Esta obra se cita por la presente edición.) 15 Ibídem, pág. 239. (Subrayado mío.)

11

Declaración de derechos, XII, 252-3. (Subrayado mío.) Ideas sobre el despotismo, XII, 229.

17

16 2

ntar una ley que les disgusta y los representantes del pueblo no. Es indirecto cuando los representantes sólo lo sen de una minoría, como el que existe en Inglaterra 18 . El despotismo nunca es de uno solo, aunque así lo parezca. Co~d~rcet intuye con agudeza -aunque un tanto elementalmente, como es logtcola existencia perenne, en toda situación política, de una «élite del poder», como lo llamaríamos hoy. El despotismo --que, conforme a la definición anterior, podríamos caracterizar como usurpación de poder- siempre lo es de unos pocos sohre la mayoría. Y es siempre así porque esos pocos, esa élite del poder, está en mejor disposición para ejercerlo. En primer lugar, debido a que, como son pocos, pueden reunirse fácilmente Y .ll:g~r con rapidez a acuerdos. En segundo lugar (pero como factor mucho mas tmportante), porque esa élite la constituyen los ricos, que compran con su riqueza las fuerzas necesarias para ello. Por su parte, el pueblo no suele percatarse cabalmente del despotismo e inclmo mira a los déspotas como a sus protectores 19 • . Los remedios --{), mejor, las prel'isiones- frente al despotismo son el sufragio y la participación de los representantes en ~1 p~oceso l:y,i:latiz·o ! en el establecimiento de los impuestos. Frente a la ttranta, el untco med10 es «reunir todos estos derechos (que antes ha caltficado de "naturales") en una declaración, exponerlos en ella con claridad y detalle, publicar so~em­ nemente esta declaración estableciendo en la misma que el poder legtslat it/O. .. no podrá ordenar nada contrario a estos artículos» (los de lá declaración)

3.3.

20

.

Los derechos naturales como lo absoluto incondicionado

Condorcet lleva lejos la idea antes expuesta de que el poder está .en función de y limitado por los derechos naturales del hombre, no t'tce22 t'ersa 21 . Tan es así que incluso lo afirma en situación de guerra • Si a ello se añade el rango de ley formal que se debe dar a la declaración de los mismos no nos debe extrañar que un espíritu ilustrado como el de Condorcet ;rea resueltamente haber dado con la piedra filosofal de· la política. Por consiguiente, dicha declaración de derechos entre otras z·entajas ofrece

18 Ibídem, págs. 206-209 y 211 y ss. A alguien le extrañ~rá la desfa~orable.al~sión a Inglaterra, que pasaba por ser, encre los il~strados, el modelo_ polítiCo que habla q~e Imitar. Pero no es así, en absoluto, ni en Rousseau n1 en Condorcet, m tampoco en HelveciO. 19 Ibídem, 205-6 y 210. 2o Ibídem, 230. 21 Cartas de 11 n b11rgués de New-Haven, XII, 81-82 Y 106. 22 Declaración de derechos, XII, 25 7.

18

la de erigirse en saltaguardia de la tranquilidad y de la libertad públicas 23 . Al ser los derechos lo absol!.ao incondicionado, se debe poder añadir a esta declaración todos los nuez·os derechos --{) aspectos nuez•os de derechos ya conocidos- que el progreso z·aya conquistando: cuanto más extensa sea la declaración mejor asegurará un amplio ámbito humano frente al poder. Por eso, para añadir un derecho debe bastar la z.·erosimilitud, mientras qm la supresión de tino de ellos debe basarse en la necesidad y en la el'idencia. Todas las cautelas le parecen pocas a nuestro autor para obviar el peligro de la tiranía 24 . ¿Y cómo hacer: tal declaración? Condorcet se detiene moroso explicando el procedimiento idóneo 25 . Primeramente debe encargársele, por separado, sendos modelos a hombres ilustrados, que deberán hacer una expoJición sucinta de cada derecho, sin prolijidad ni minuciosidad. No hay contradicción con lo dicho antes: la declaraCión debe ser lo más extensa posible en cuanto a derechos recogidos,· pero cada uno de ellos debe ser expuesto de forma clara y brez•e: «Cada derecho debe ser formulado de tal manera que toda Z'iolación graz·e del mismo sea et'idente, susceptible de una. demostración Jimple y al alcance de todas las inteligencias.» Más aún: se debe separar la enunciación del derecho y su fundamento o justificación. Hecho todo lo cual, habría que someterla, punto por punto, a una asamblea deliberante, que es el órgano adecuado para tal menester. Todo este proceso, por otra parte, debe ser completamente público, para aprot'eChar cualquier «luz» sobre el particular y para que nadie pueda considerar que lo que él estima su derecho no ha sido examinado por negligencia. Publicidad de procedimiento (como habría de postular poco después Kant), reflexión dialéctica y simplicidad de exposición son, pues, las notas de una correcta declaración de derechos. Bien, pero ¿cuáles son esos derechos? Condorcet, influido por la teoría de su amigo Tomás Paine y por la práctica inicial americana, elaboró, ya antes de la rez;olución de 1789, una declaración-modelo extensa y muy explicatit'a. En sus Ideas sobre el despotismo expone el siguiente esquema dé clast/icación de los derechos: «Los derechos naturales del hombre son: l. 0 la seguridad y la libertad de su persona: 2. 0 la seguridad y la libertad de sus propiedades,· 3. 0 la igualdad 26 . Más que derechos, el esquema enuncia grupos de derechos o epígrafes en torno a los cuales pueden nuclearse los demás. Así lo hace en su Declaración de derechos, en la que, aunque sobre idéntico esquema, los epígrafes son cinco porque 23

24 25

26

Ideas .robre el despotismo, XII, 241-242. Ibídem, 230-232. Ibídem, 238-241. Ibídem, 232.

19

2 8 MAR 1994 separa la seguridad y la libertad en los dos primeros 27 . Llama poderosamente la atención la frase que culmina dicho esquema en Ideas sobre el despotismo. En éste se manejan claramente cuatro conceptos: seguridad, libertad, propiedad e igualdad. Pues bien, Condort·et añade lacónico, sin asomo de indecisión: «Sólo el último necesita explicación»: lo que se compadece mal con nuestra mentalidad de fines del siglo XX, en que la igualdad aparece como uno de los derechos más etidentes, si no el que más. Como explicación podría bastar el contexto histórico -liberal y burgués-en el que nuestro autor está plenamente inserto: pero, en rigor, hay otrofactor --endógeno- no menos poderoso: el complejo concepto de igualdad que sustenta Condorcet: concepto que tiene mucho de liberal y de burgués, como teremos, pero que apunta decididamente a más estrictaJ exigencias. Condorcet- aclara en su Declaración que intenta hacerla completa y sistemática, aun sabiendo que no será perfecta. U na declaración perfecta («bien completa, bien ordenada, bien precisa») sería --dice-la obra inás útil para la humanidad, pero sólo posible con el paso del tiempo y con el conmrso de muchas manos y otras muchas correcciones, «/ruto de un examen escrupuloso y reflexiz·o» 28 . Sabe, pue.r, nuestro geómetra-filósofo que la l'erdad, en sociedad, es un logro dialéctico de ditersas perspectiz·as, lo que le lletará, en buena lógica, a postular la libertad de expresión. Cada grupo de derechos tiene expuesto en tres partes: l.a) prohibiciones al poder, el cual no podrá adoptar medidas que menoscaben el derecho en cuestión; 2.a) prohibiciones al poder, en tirtud de las cuales tampoco podrá tomar decisiones que pongan a un derecho meramente en peligro de t'iolación; 3.a) obligaciones positiz·as del poder público para impedir toda turbación en el disfrute de estos derechos. Dicha actuación poJitita es, frente al abstencionismo fisiocrático, del que Condorcet bebe en sus orígenes y del que nunca se desprendió del todo, lo que puede hacer real el disfrute de los derechos y, con elfo, fa felicidad general 29• Veamos someramente los rasgos generales de esta declaración, deteniéndonos tan sólo en algún pormenor digno de más detalle.

a) a. l.

28

Libertad personal

Condorcet diJtingue hasta tres e.1pecies de libertad: l. 2.

3.

U na e.r la libertc1d natural, comi.rtente en «el derecho de hacer todo lo que no perjudique el derecho de otro». La segunda es la libertad civil, que l'Íene ofrada en «no eJtar obligado a obedecer más que a las leye.r, pudiendo no coincidir con la libertad natural». Y, en fin, la libertad política, que reJide en <<no obedecer .rino a la.r leyes sancionada.r por uno mi.rmo o por sus repreJentantes». Y aiiade Condorcet con rotundidad: « rerdaderamente la libertad política no e.r otra cosa que el ejercicio del derecho de soberanía»,

Seguridad de las personas

a

29

a.2.

Seguridad y libertad personales

En fa exposición que Condorcet hace de los derechos relatil'OS la seguridad de las personas, podemos encontrar, junto a un notable eJ/uerzo por definir el delito, una expresión clara, distinta y precisa del principio 27

de legalidad penal y procesal. Habla el inquieto ilustrado de la necesidad de establecer límites a las penas, prinoPalmente a la de muerte, y del derecho que el reo tiene a los medios naturales de defema: el conocimiento de los actos del procedimiento, la admisión 1e pruebas, la presentación de testigos y el consejo y asistencia de abogado. Y habla de todo ello en tales términos porque entiende, como principio general, que la sociedad no tiene derecho a pritar a nadie de lo que la naturaleza le ha dado para su propia utilidad 30 . Como el ejercicio del poder puede conllerar peligros respecto de la seguridad de las personas, Condorcet sugiere algunas cautelas, principalmente frente al poder judicial, del que recelaba abiertamente por conJiderarlo «un arma peligrosa de la que es fácil ab11sar». Son, por conJiguiente, necesarias leyes sobre la organización, /11ncionamiento y responsabilidad de tribunales y j¡¡eces, leyes q11e establezcan decididamente el prinoPio de publicidad procesal, así como la estricta exigencia de legalidad en la remisión de las penas. . Por lo demás, no menos peligros derÍt/an del empleo de fa fuerza pública en tiempo de paz y de la facultad de declarar fa g11erra; por eso son necesarias también sendas leyes que limiten estas famltades del poder. Sólo así --dice- los derechos de la seguridad personal estarán al abrigo de todo ataque 31 .

Declaración de derechos, XII, 253; ver. Vida de Turgot, V, 254. Declaración de derechos, XII, 247-248. Ver. Influencia de la Revolución de América en Europa, XI, 240.

20

Jo .ll

Declaración de derechoJ. XII, 253-257 . Ibídem, págs. 257-263. Sobre la corrección procesal como garantía de la seguridad perso-

nal y sobre los recelos que despertaba en Condorcet el poder judicial, puede verse además de los pasajes citados de su Declaración de derechos. Jos siguientes lugares, entre otros: Reflexiones Jobre lo_s podereJ e instmcrioneJ de las prol'inrias a los EstadoJ Generales. XII, 383-385; Carta de un c111da~ano de los ~stados U nidos a rm francés sobre los problemas actualeJ. XII, U9 y f54-l 76; Rej/exrone.r de un oudadano no graduado sobre un proceso conocido. XI, diversos lugares; Emayo .robre la constitución y las funciones de las A.ramblea.r prol'inriale.r. XIV, .122 y ss. (Todos estos títulos se citarán resumidos en adelante.)

21

derecho resultante del propio «hecho social» y no anterior al mismo 32 . Pues bien, a la hora de enumerar los derechos relativos a la libertad, Condorcet recoge, entre otros, el habeas corpus, la prohibición de juramentos obligatorios, las libertades de trabajo, de domicilio, de prensa, de pensamiento, de cultos, etc., así como el derecho de asociación. De entre ellos, z·amos a mencionar la libertad de prensa (mejor, de expresión) y el derecho de asociación. La libertad de expresión es connatural a los hombres y a los pueblos y tan sólo debe quedar sometida a la ley penal. Si los poderes públicos la atacan incurren en tiranía 33 . En una sociedad justa y libre, esta libertad es incluso un medio de ez:itar las insurrecciones: «Si la nación entera -dice- puede mostrar su opinión en todo momento, no senti'rá la tentación de mostrar sus armas» 34 • Es falaz la objeción de que el poder público ha de zoelar por la z·erdad y proteger a la sociedad de la dtfusión del error. Condorcet se expresa en este punto con términos que hará suyos, setenta años después,}. Stuart Mil! en su ensayo Sobre la libertad. Con elegante precisión dice: «Un error impreso sólo será peligroso si no hay libertad para atacarlo» 35 . Y en su ensayo Influencia de la revolución de América en Europa repite la idea con unas palabras que los españoles de mi tiempo entendemos muy en caliente: «las declaraciones y los libelos carecen de peligro sa!t'O cuando la set'eridad de las leyes les obligan a circular en las tinieblas» 36 . Por el contrario, en situaciones de opresión una prensa libre se constituiría, como dice Voltaire, en «t'erdadero tribuno de las naciones modernas»; y es ésta la razón por la que los tiranos, por serlo, se muestran recelosos de dicha libertad 37 . Por lo que se refiere a la libertad de asociación, su inclusión en una modélica declaración de derechos no es lo que más podría esperarse de un liberal de primera hora. Rousseau había anatematizado las asociaciones y los cuerpos intermedios y, en su momento, la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano no mencionaría este derecho. Condorcet no es ajeno a este recelo liberal y, por eso, cuando en la sección quinta de su Declaración --que z·ersa sobre la igualdad- recoge el derecho de asociación, lo hace de manera cautelosa, postulando la priz·ación de efectos y de funciones públicas a las asociaciones: éstas deben ser sólo priz,adas y no constituirse en cuerpo político, orden o «estado». Más expresiz·o, si cabe, es 32 33 34

35 36 37

Vida de Turgot, V, 256-257. Fragmento sobre la libertad de prensa, XVI, 10-11. De la naturaleza de los poderes políticos, XVI, 144. Vida de T11rgot, V, 297. I nji11encia de la Ret,ol11ción de América en E11ropa, XI, 25?. De la nat11raleza de los poderes políticos, XVI, 136.

22

que Condorcet dedique a este derecho la segunda parte de la mencionada sección, esto es, la que tiene por objeto exponer los peligros que se ciernen sobre la igualdad. Pero regular con cuidado algo que se estima peligroso es notoriamente distinto a suprimirlo por considerarlo un ataque directo al bien que se pretende proteger. Condorcet no lo incluye en la sección primera, junto a las demás prohibiciones; y en. su redacción del proyecto de Constitución (//amada girondina) volverá a recoger el derecho de asociación (arts. 15-17). La reducción de las asociaciones al ámbito de la t'ida priz,ada viene a signtficar que la participación política habrá de sustanciarse de modo indiz·idua!.. «No existe en el EJtado -dice- inás que ciudadanos distribuidos en cantones y hombres encargados por aquéllos de las funciones públicas; toda asociación es, pues, necesariamente priz·ada.; debe ser libre, pero no puede tener derecho a darse una existencia como cuerpo político» 38 .

En fin, en- lo que concierne a las garantías de la libertad perso~a!, como ésta es inalienable, la ley no puede legitimar ningún acto contrariO a la misma; y tampoco puede establecer detenciones indefinidas por delitos no probados ni por retraso del correspondiente juicio 39 . Pero no basta con precaverse del poder público condenando expresamente todo abuso de autoridad, sino que es preciso guardarse también de los ataques de las personas particulares. Cierto que el optimismo racionalista del geómetra filósofo le lleva a dictaminar que sólo los prejuicios pueden impulsar a las personas a obstaculizar la libertad ajena; pero, aun así, se da el caso. De ahí la necesidad de establecer por ley .una fuerza pública que proteja de esos ataques 40 . . Y debe también instituirse un régimen penitenciario --que, z•isto con perspectiz·a histórica, no puede dejar de parecernos altamente humanitario y progresista~ inspirado en la idea fundamental de que la detención de un ciudadano, incluso cuando es justa, es un mal 41 •

b)

Propiedad

No eJ d1jicil que el pemamiento condorcetiano, prot'eniente del fisiocrático a traz·éJ de T urgot, haga del derecho de propiedad uno de los 38 39 40 41

Declaración de derechos, XII, 289-290. Ibídem, 268. Ibídem, 269-270. Ibídem, 270-271.

23

centros neurálgicos del sistema social. Su concepto, poco menos que quiritario de la propiedad en algunos pasajes, se ve matizado en otros. En una primera época hace de la condición de propietario la nota distintira del ciudadano y, por lo tanto, requisito para el ejercicio del derecho de sufragio, como t'eremos más adelante. Era ésta una idea extendida entre los ilustrados, que después harían suya los liberales doctrinarios del XIX. Pero poco a poco, por exigencias de su concepto de la igualdad, de una parte, y por la fuerza de los acontecimientos, de otra, termina aceptando el sufragio universal. Por lo demás, su sentido de la coherencia, de la justeza y de la eficacia le !let'aban a admitir límites de ese derecho de propiedad. Uno de ellos, la expropiación por razones de utilidad evidente y común. Otro, el deber de asumir la parte correspondiente en las cargas sociales, de pagar los impuestos. A este respecto, sostiene Condorcet qu.e los impuestos indirectos resultan necesariamente injmtos en su reparto 42 , por lo que considera la imposición directa como la única justa 43 . Incluso deberían reducirse todos los impuestos a uno solo directo, sobre la tierra y proporcional a Sil producto neto, dice en tJena fisioérática 44 . Igualmente se debe prescindir de las contribuciones obligatorias para cultos 45 . Las garantías de la propied.:zd están enfocadas casi exclusiz·amente para prez;enir de los peligros y prejuicios del poder judicial 46 , del que ciertamente, y como hemos dejado dicho, nuestro ilustrado no tenía muy elet'ada opinión. e)

Igualdad

Por último, los derechos relatiz,os a la igualdad. No t•amos, sin embargo, a exponerlos con detalle en este epígrafe. El concepto condorcetiano de la igualdad es, además de básico en su pensamiento político, complejo y quizá no exento de alguna ambigüedad. Son motiz·os, creo, suficientes para que dediqttemos a la igualdad un epígrafe propio.

Todos estos derechos, por su carácter de naturales, son concebidos como inherentes a la Persona humana. Ello signtfica ·para Condorcet, desde

luego, que son anteriores al Estado 47 y que, por ende, una persona no debe su disfrute a otr.a ni a los poderes públicos, sino tan sólo a su condición de ser sensible y dotado de razón. No caben discriminaciones por razón de sexo, ni de color, ni de religión 48 ni ninguna otra: son derechos anteriores al Estado y están por encima de él: es éste el que está en función de aquéllos. Los derechos naturales no pueden tener más límites que los naturales, es decir, los derechos de otra persona. La sociedad no puede ftjar otros, y aun éstos habrá de establecerlos de manera precisa, como pide la seguridad jurídica. Por lo que se refiere al ejercicio de los derechos, no se le pueden fijar más reglas que las que exigen, cuando las exijan y como las extjan la naturaleza y la razón 49 • · De otro lado, por ser naturales son también inalienables. Condorcet, conocedor de las tesis antagónicas de Rousseau y de Grocio, intenta en alguna ocasión una da media sutil, aunque su pensamiento, como t 1eremos al tratar de la esclaz·itud de los negros, se instala más decididamente del lado rousseauniano. Me remito, por lo tanto, al apartado 4.5.

4.

4.1.

LA IGUALDAD

Concepto

No es fácil reconstruir el concepto de igualdad en el pemador que estamos estudiando. Para tomar las ideas desde un hipotético inicio, veamos cómo sitúa Condorcet la igualdad en el momento del pacto social. «Habiéndose reunido los hombres en sociedad --dice- para el mantenimiento de sus derechos naturales, y siendo estos derechos los mismos para todos, la sociedad debe asegurarles a cada uno el disfrute de los mismos derechos» 50 . Si recordamos ahora aquellas palabras con que ilustrábamos el pacto social en el epígrafe anterior, veremos que estas otras les añaden dos ideas, a saber: 47

Cartas de un burgués de New-Haven, XII, 19. Condorcet es defensor sin desmayo de la libertad religiosa. La religión es cuestión personalísima en la que nadie puede lícitamente entrar. La enseñanza laica es la consecuencia que extrae como inevitable. Ver Memorias sobre la instrucción príblica, diversos lugares. Sobre la discriminación de los protestantes en Francia ver Reflexión sobre la esclavitud de los negros, XI, 193. En cuanto a las discriminaciones por razón de sexo o de raza, ver más adelante los '!panados 2.4 y 2.5 49. Declaración de Derechos, XII, 249-250. 50 Ibídem, 286 (subrayado mío). 48

42

43 44

45 46

Carta de un ciudadano de los Estados Unidos, XII, 142-143. Carta de un burgués de Netv-Haven, XII, 97-98. Ibírkm, 48-49, y Notas sobre Voltaire, VII, 175-177. Declaración de Derechos, XII, 276. Ibídem, 277-279.

24

25

a)

b)

que la seguridad ha de ser para los mismos derechos en cada hombre (allí se decía sólo «derechos comunes»; ahora se le da a la idea un claro sesgo individualista); que ese mantenimiento de los derechos es una tarea positiva de !a sociedad (o, lo que es igual, de sus órganos rectores) y no meramente el fin a que tiende. Dejemos para más adelante este aspecto del pensamiento condorcetiano para enfrentarnos ahora con el primero.

En el párrafo transcrito no se habla de «igual diJjrute de derechos», sino de «disfrute de iguales derechos». La diJtinción no es ociosa puesto que en ella radica la ambigüedad del concepto que analizamos. En efecto, unas z;eces habla Condorcet de iguales derechos, no de igual disfrute; la igualdad, entonces, signt/ica que no esté tJedado a nadie ningún aspecto de la vida humana, que todos y cada uno tengan acceso a todos los derechos, Jin exclusión ni discriminación,· por eso «toda institución social que dé lugar, para un hombre o un grupo de hombres, a una t'entaja de la que están privados los demás, lesiona el derecho de igualdad natural» 51 ; pero cabe que el disfrute de esos derechos sea en cuantía e inten.ridad dt/erente. En cambio, otras t 1eces, la igualdad que predica el geómetra-filósofo lo es en su sentido fuerte, definiéndola como igual goce: «La igualdad natural, que es el diJjrute igual de los miJmos derechos ... » 52

4.2.

Clases de desigualdad y sus remedios 1.

Para Condorcet hay dos tipos bien dt/erenciados de desigualdad, como para Rousseau:

a) b)

La desigualdad natural «consecuencia necesaria de la naturaleza del hombre y de Ías cosas», que no lesiona el derecho de igualdad,· La desigualdad institucional, «obra arbitaria de las instituciones sociaíes», consecuencia de «las imperfecciones del arte social»; ésta sí hiere el derecho de igualdad.

Hasta aquí nada que no pudiera esperarse en un ilustrado. Pero cuando Condorcet clart/ica con un ejemplo esta distinción, se tJe mejor su alcance: «Así ... la desigualdad de las riquezas no es contraria ql derecho natural; es una consecuencia necesaria del derecho de propiedad, pues, como este derecho faculta al libre 11so de la propiedad, faculta conJiguien-

temente la libre e indefinida acumulación de riqueza.» Si la sensibilidad actual se resiste a la idea, más se sentirá zaherida por tan descarnada expresión. Se comprende mejor lo que Condorcet quiere decir cuando aclara a continuación: «Esta desigualdad sería contraria al derecho natural Ji fuera obra de una ley posith'a ... » 53 . La igualdad es igualdad de derechos. Todos tienen derecho a la propiedad, pero la acumulación es una cuestión de hecho, extrajurídica. Condorcet llega a contraponer, con lenguaje que hará suyo el siglo posterior, la igualdad proclamada por la ley -formal, diríamos- a la igualdad real; pero incluso en estos pasajes entiende la igualdad y desigualdad reale.r como poJibilidad e impoJibi!idad jurídica de acceso al goce de los mismos derechos 54 . Pero hay todat'Ía otra razón -y de peso- para que Condorcet no extrapolara más su concepto de igualdad, y es su fe absoluta -¡'tremendo optimismo!- en la espontaneidad igualitaria de la naturaleza. Las neceJidades -piensa- no distancian, Jino que aproximan la poJición de los hombres. Por eso puede decir: «Es fácil probar ( .') que las fortunas tienden naturalmente a la igualdad, y que su excesit'a desproporción, o no puede existir, o debe cesar en seguida», siempre que las leyes cil'iles, los impuestos, la adminiJtración pública y los prejuicios no la perpetúen por medios arttjiúales 55 . Y este gozoso proceso se da no sólo entre los hombres indil'idualmente considerados, sino también entre los pueblos, Ji es que desaparece ese medio artt/icial que es la explotación colonialiJta. Por lo tanto. esta desigualdad postula solamente un abstencioniJmo estatal. La deúgualdad puede materializan~e e~, t~~s jo·;-;;¡as:- un u eJ la ya aludida de desigualdad de riqueza que puede exiJtir entre quienes poseen alguna, entre propietarios; otra es la existente entre los poseedores de bienes perennes -tranwzisibles mortis causa- y los que no tienen sino lo que les proporciona su trabajo; y, en fin, la deJigualdad de instrucción 56 • La desigualdad de riquezas entre propietarios ya hemos tÍJto que. según nue_rtro autor, sincera y dogmáticamente optimiJta, tiende a desaparecer de modo natural y espontáneo. La desigualdad entre propietarios de bienes hereditarios y trabajadores exige subunir al infortunio de éJtos -y de ms mujeres e htjos- con unos socorros, unas prez'ÚÍones, etc., que los remedien y aJ·eguren. LoJ que deJ}ués !legarán a Jer seguros sociales están haciendo sus primeros balbuceos en esta época, y ya Condorcet hace un esbozo --elemental pero

Ibídem, mismo lugar. 52 Las Asambleas pror,inciales, XIV, 291; ver. Cartas de un gentilhombre a loJ ser/ores del tercer estado, XII, 308.

53 Ideas sobre el despotismo, XII, 232-233; ver Los progresos del espíritu bu mano. págs. 226 y 230 y De la naturaleza de los poderes políticos. XVI, 131-132. 54 Los progresos del espíritu humano. pág. 230. 55 Ibídem, págs. 230-231. 5 Ibídem. mismo lugar. b

26

27

51

genuino- de la seguridad social; esbozo del cual lo más notable es la justt/icación que cumple en el sistema teórico condorcetiano: el de compensación por la carencia de bienes raíces y de la seguridad que éstos proporcionan. Por lo demás, esos establecimientos de. socorro y de previsión «Pueden ser también el resultado de asociaciones particulares» 57 . La desigualdad de instrucción, por último, reclama más detenidamente la atención de este aristócrata progresista, según el cual, para remediar la desigual instrucción no se precisa el aprendizaje de teorías ni estar preocupados por la cantidad de conocimientos, sino que hay que cuidar su orientación. La programación de la instrucción es, por ende, una obligación positiva del Estado. La idea directriz debe ser una instrucción que excluya toda dependencia, /orzada o voluntaria, del ignorante respecto al instruido 58 . En fin, la más interesante teoría aportada aquí por Condorcet acaso sea la interrelación de los medios de lucha contra la desigualdad, co,mo corresponde a la interrelación de los factores que la crean. Dice en torno a este punto: «Estas diversas causas de de.rigualdad no actúan de una manera aislada,· se unen, se penetran, se sostienen mutuamente, y de la combinación de sus efectos resulta una acción más fuerte, más segura, más constante.» Pues bien, a este círculo vicioso de la desigualdad sólo se le puede poner término iniciando de una vez el trazo de otro círculo de signo contrario, es decir, del círculo virtuoso de la igualdad. Por eso dice inmediatamente después de las palabras tramcritas: «Si la imtrucción es más igual, de ella nace una mayor igualdad en el ejercicio profesional y, por consiguiente, en las fortunas; y la igualdad de fortunas contribuye necesariamente a la de instrucción» 59 . Y así sucesivamente.

4.3.

igualdad ha sido, es .y probablemente será caballo de batalla de ideologías_ y programas. El lema revolucionario de 1789 incluye a ambas, pero caSt todos los apoyos doctrinales y los desarrollos legales de/liberalismo incidieron más en la libertad que en la igualdad, que apenas es descrita con cuatro palabras: igualdad ante la ley. Por eso es destacable que Condorcet dedique tanto o fnás estudio a ésta que a aquélla. Pero más reseñable es que por doquier vaya poniendo de relieve las íntimas vinculaciones de ambas, de modo que la igualdad se nos aparece como ingrediente esencial e indispensable de la libertad. Hasta tal punto es esto así que dice Condorcet en este libro tan rico de Los progresos del espíritu humano que la diferencia entre igualdad real y formal «ha sido una de las principales causas de la destrucción de la libertad en las repúblicas antiguas» 60 . De manera que sin igualdad no hay libertad, como tampoco hay paz ni felicidad 61 . Hasta ahí, empero, había llegado Rousseau. Condorcet da todatiÍa un paso, el único que quedaba por dar en este punto. Y una vez más lo dice con pocas, muy pocas palabras, con suma elegancia: «No 62 perdamos de vista que igualdad de derechos y libertad son sinónimos» • y no lo dice por necesidad del discurso intelectual, pues éste no exigiría nada más allá de considerar la igualdad como condición necesaria de la libertad, aparte de que conceptualmente son bien di/erenciables. Pero Condorcet z¡e muy claro que, ateniéndonos a los hechos, igualdad y libertad son coextensivos e inescindibles; y que, por consiguiente, cualquier intento de libertades desiguales es un sofisma en el ámbito de las ideas porque, en la realidad social, toda desigualdad institucional -no natural- es «un z'erdadero ataque a los derechos de la humanidad», un t'erdadero ataque a la. libertad misma que se proclama.

La igualdad como concepto nuclear de la política

No exagerábamos al decir que el concepto condorcetiano de igualdad era complejo. Acabamos de z¡erlo. Y ello se t'erá aún más nítidamente cuando nos refiramos -lo haremos inmediatamente- a su carácter de centro de referencia de los demás elementos políticos.

4. 3.1.

Igualdad y libertad

Condorcet nos sorprende con una tesis que nunca hasta entonces habíamos .l'Ísto formulada con tal claridad. La relación entre libertad e

4.3.2.

Condorcet percibe otra faceta hasta entonces inusual de la relación entre igualdad y libertad: que es una falacia predicar ambas en un país desentendiéndose del resto del género humano. Años antes triunfaba la tesis político-económica del propio enriquecimiento a costa del país t'ecino. El mismo Federico de Prusia dice en su Anrimaquiavelo que ésa es una manera dulce y amable de hacerse uno poderoso 63 . Y es que, a lo largo de la historia, las perspectit'as teóricas sobre repúblicas perfectas dt/ícilmente han logrado remontarse por encima de las fronteras y abarcqr en su ·........... __

60 57

58 59

Ibídem, págs. 231-232. Ibídem, págs.232-233. Ibídem, págs. 233-234.

61

62 63

28

Solidaridad mundial

Ibídem, pág. 230. Cartas de un gentilhombre, XII, 313-314. Ensayo sobre las Asambleas provinciales, XIV, 415. Federico de Prusia, Antimaqrúat•elo, cap. XVI.

29

mirada espacios mayores. En 1713 el abate Saint-Pierre había alcanzado a escribir su Proyecto de paz perpetua en Europa, que apenas superaba el mero equilibrio de fuerzas; y expirando el siglo, en 1795, Kant escribe su propio Proyecto, cuya primera edición de 1.500 ejemplares se agotó en unas semanas, y que, más exigente, apuntaba a un federalismo internacional. Condorcet no se plantea este problema como exigencia de la paz y de la superz,ivencia. No analiza su com•eniencia o incom•eniencia para la política internacional del momento o del futuro. Sólo se trata de exigencias de su concepto de la igualdad, que !e llez•a a postular una solidaridad mundial en la causa de la libertad, que es la causa del género humano. En este orden de ideas, afirma el ilustrado racionalista que elzudadero interés de una nación nunca está separado del interés general de la humanidad, pues la naturaleza no ha fundado la felicidad de un pueblo sobre la desgracia de los z•ecinos 64 . Y dice de un modo terminante que más de uno se inclinará a etiquetar de pura ingenuidad: «Yo creo ... que cuantos más pueblos libres existan más asegurada está la libertad en cada uno de ellos. Yo creo incluso que mien,tras exista sobre el globo una gran nación esclat'a, ni la causa del género humano estará decidida, ni sus cadenas rotas para siempre» 6s.

4.3.3.

La igualdad como principio de acción política

Tanto valora Condorcet la igualdad que la califica de «primer bien del hombre ciz,ilizado» 66 y confiesa su irreconciliable odio a la aristocracia por considerarla incompatible con aquélla 67 • A la igualdad corresponde el carácter de absoluto incondicionado que atribuía, según dzjimos, a los derechos naturales. Y con mayor énfasis y propiedad, sin duda, como debía ser para guardar la coherencia de su pensamie~to. En efecto, el derecho natural de uno no puede ser absoluto en términos estrictos, puesto que tiene como límite el derecho natural de otro. En cambio, la igualdad, como concepto relacional, comparativo, como limpia ecuación, o se da o no se da, sin que quepa término medio. Por lo tanto, no hay más forma de Postular, de instaurar o de defender la igualdad que absolutamente. Esto supuesto, Condorcet no se queda en el nit•el teórico, sino que da a este principio su sentido político más exigente: lq__igualdad cons_tituye.

para los poderes públicos una obligación poJitiz•a 68 , la de corregir las desigualdades institucionales, derogar los abusos y los priz,ilegios, sin respeto a supuestos derechos adquiridos (mal adquiridos y, como tales, no propiamente derechos), Jin discriminaciones de sexo, de color ni de condición social, sin detenerse ante nada. En sínteJis, y con las propias palabras de Condorcet, más expresivas de nuet10 que cualesquiera otras: «Su poder no puede tener límites en el establecimiento de la igualdad» 69 • Como es sabido, éste es precisamente el concepto de poder absoluto: el poder incondicionado, sin ligámenes, sin límites. Pero, como se ve, estamos ante una concepción del poder muy alejada de la del clásico absolutismo. Valoremos, por lo demás, que esto lo dice un liberal abstencionista. O dicho de otro modo: el liberalismo condorcetiano no puede inscribirse ni en el mero conserz•adurismfJ decimonónico ni en el liberalismo económico smit. hiano, regido por una mano misteriosa y obserz1ado por la mirada pretendida mente neutra de un estado gendarme. El modelo liberal de nuestro geómetra (derechos humanos, solidaridad, igualdad, interwnción de los poderes públicos, laicismo, moral civil, instrucción, progreso, participación popular directa ... ) es el del progresismo decimonónico, una de cuyas deriz·aciones origina los partidos radicales, y otra acaba en el seno del socialismo reformista,· deriz,aciones que, a su vez, han vuelto a entroncarse en ocasiones. Seguramente, la ideología que mejor define la actitud condorcetiana es el radicalismo, del que puede ser considerado como valioso precedente. (Sobre la intervención de los poderes públicos insistiremos más adelante al hablar de la ley como factor de cambio.)

4.4.

Derechos iguales para ambos sexos

Es Condorcet de los primeros feministas que en el mundo han sido, en lo que acaso influyera la fortuna de su matrimonio con una mujer ilustrada que, como dijimos, sostuvo uno de los más brillantes salones de París. Menos plausible es la tesis de que su postura feminista es una consecuencia de la exclusiva influencia materna hasta los once años; el argumento podría serz'ir para probar lo contrario si fuere menester, del mismo modo que sus estudios en colegios jesuitas encendieron en él el anttjesuitismo, el anticlericalismo e incluso el anticristianismo. Con una metodología preferentemente deductiva y de gran fuerza

64

Discurso pronunciado en la Academia Francesa (21-II-1782) con ocasión de su recepción, X, 113-114. Ver casi idénticas palabras en el Discurso de respuesta al de Choiseui-Gouffier, X, 178. 65 Carta de 11n ciudadadano de los Estados Unidos, XII, 137. :~ Memorias sobre la ins!rucción piÍblica, IX, 227. Ver la Carta de un cmdadano de los Estados Unidos, XII, 140 y 149; y De la naturaleza de los poderes políticos, XVI, 130-131.

30

68 En el Ensayo sobre las Asambleas provinciales, XIV, 290-291, habla Condorcec de la conservación de esca igualdad nacural que las inscicuciones sociales deben conformar y no descruir. 69 Declaración de Derechos, XII, 291.

31

'lógica, defiende Condorcet la igualdad de derechos de la mujer con z·ariados argumentos, que hoy todat'Ía son manejados por los moz·imientos feministas, si bien otros razonamientos condorcetianos pagan su óbolo al contexto cultural en que se muel'e y el'idencian la situación crítica que l'iu nuestro autor, que quiere apuntar a un mundo más igualitario y progresista sin que le sea posible soltar todas las amarras que aún le ligan al que le. ha tocado l'il'ir. . Pues bien, conforme a la mencionada metodología, afirma Condorcet que si los derechos son naturales, no se les puede negar a quienes partici.Pan de igual naturaleza, nada menos que la mitad del género humano: si le corresponden al hombre por ser éste un ser sensible capaz de combinar ideas, dice en 1788, por igual motivo le corresponden a la mujer 70 . Y le corresponden todos los derechos, sin excepción, incluidos los derechos políticos. «O ningún indil'iduo de la especie humana tiene rerdaderos derechos, o todos tienen los mismos», concluye con t'igor 71 . El derecho de ciudadanía le corresponde a la mujer por justicia, aunque una práctica casi general la haya prit·ado de él. Al tema le dedica el ensayo Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía, que data de 1790 y muchas páginas a lo largo de toda su obra. Rechazar los derechos políticos de la mujer nos llez·aría al contrasentido de admitir mujeres en la jefatura del Estado y no en las urnas o en una función pública de carácter electiz•o (porque los derechos políticos de la mujer deben incluir, desde luego, el sufragio pasiz•o). De otro lado, oponerJ·e a la incorporación de la mujer a los derechos políticos por el temo'r de quf!_. la l'ida política la aparte de la familia y del hogar nos llez·aría a excluir a todos los que tienen una ocupación útil por el mismo motit•o: los trabajadores, los artesanos, etc., con lo que la Asamblea Nacional representaría sólo a una aristocracia adinerada y desocupada 72 . Y decir que no pueden cumplir funciones públicas porque útán expuestas a embarazos y a indisposiciones pasajeras comportaría excluir de las mismas --dice Condorcet con ironía- a los hombres que se resfrían frecuente"mente y a los que padecen gota en el int'tÚno. Por lo demás, las mujeres propietarias de feudos tenían asiento en ciertas asambleas feudales y fueron llamadas a t'otar en 1789. c'Y lo que concede el derecho feudal no t'a a poder ser generalizado por razones de igualdad y de derecho natural?

e

iertamente esa injusta práctica discriminatoria se suele apoyar en la menor preocupación y preparación de la mujer en los problemas políticos. Pero ello no es sino fruto de esa misma costumbre y de la discriminación que ella misma padece en Jll instrucción. Este último aspecto se nos muestra muy rez·elador. En efecto, en el ensayo sobre las Asambleas Prorinciales (17 88) propone «una educación común para hombres y mujeres, porque no se l'e la razón para que .riga Jiendo diferente, ni por qué motil'o uno de los dos sexo.r habría de re.rerl'arJe cierto.r conocimiento.r, ni por qué los conocimientos generalmente útiles a todo .rer .rensible y capaz de raciocinio no habrían de ser igualmente enJeiiados a todo.r ». Y añade llel'ando la argumentación al campo de la establecida dirisión del trabajo por razón del sexo: «Si los hombres se reserran todos loJ empleos, todas las ocupaciones ajenas a los midados doméJticos, con má.r razón las mujeres han de ser inJtruidas de manera que puedan educar a sus h1jos y gobernar la casa ... » 73 • En eJte texto puede obJerrar.re, junto a lo noredoJo del phmteamiento. la fuerza que todaría tiene en el pensamiento de Condorcet esa «Práctica casi general» de la dil'iJión del trabajo por razón del sexo. Sería demaJiado pedirle que hubiera también sabido deJprenderJe de esta idea tan arraigada durante siglos. La ruptura con laJ ideas nunca la hace un solo penJador ni de una sola l'ez. La inJtrucción, por lo tanto, debe .rer la mi.rma para hombre.r y mujeres, pues no se l'e cómo la diferencia de .rexoJ ta a e:x.:igir una diferencia en la.r rerdc1de.r en.reiiada.r ni en la manera de probarla.\ 74 . Acepta Condon·et como ¡¡n hecho el qm laJ JJ111jere.1. por lo general. no .re Jienten rocadas a la /unción pública y permanecen en el midado doméJtico. Ahora bien, eJte hecho no puede traducir.re ~n una pérdida de .ru derecho a acceder a dicha.r funcione.r: por e.1o. deben tener prerio acce.ro a una inJtmcción idónea, Jin la o1al aquel derecho sería ilusorio 75 • Pero es que, incluso reducida la mujer a la.1 tarec1s domésticas. sería miopía grare impedirles una in.1tmcción igual a la del hombre. De un lado, y como ya hemos transcrito más arriba. una mujer in.1tnúda puede cúidar mejor el proceso de aprendizaje de sus hijos. completando así la labor del maestro. De otro lado. porque la instmcáón de la mujer da lugar a una relación más plena con el hombre. qm encontrará en ella una persona con la que poder hablar y leer. cosa qm hasta ahora es bien rara. En tercer lugar. P-orque la falta de inJtmcción de la m11jer introduce en lif familia una deúgualdad muy grare entre marido y mujer. entre hermano

70 Ensayo sobre la constitución y las funciones de las Asambleas provinciales, XIII, 35 ss. Cartas de un burgués de New-Haven, XII, 19-27. 71 Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía; este ensayo no está incluido en la

edición de O. C. que vengo citando, por lo que, excepcionalmente, lo hago por la de Arago: vol. X, 122. 72 Ibídem, ed. de Arago, X, 128.

32

H 74 75

Ensayo .robre las A.ramblea.r prol"inriale.r. XIII, 289-290. Sobr~ la imtrucción pública. IX, 68. Ibídem, 68-69 y 74-75.

y hermana, e incluso entre madre e htjo. La felicidad y la paz familiares dependen muy mucho de ello, pues la desigualdad de instrucción entre SlfS miembros puede llel'ar al desprecio de unos a otros, incluido el del htjo a la madre 76 . En Los progresos del espíritu humano, este libro que tiene el lector en su mano, insiste Condorcet en todos estos puntos y, sobre todo, en esta última idea de lo nociz·a que es para el hombre y para la familia la falta de instrucción de la mujer: «Entre los progresos del espírt·~u humano más importantes para la felicidad general, debemos contar la total destrucción de los prejuicios que han establecido entre los dos sexos una desigualdad de derechos, funesta incluso para el sexo al cual /at orece» 77 : o mejor, que es funesta para el sexo que dice faz•orecer. Es también Condorcet de los primeros en defender lo que después se ha denominado coeducación. Con audacia para el momento en que escribe -pues todatJÍa hoy son muchos sm oponentes y dista mucho de ser un sistema pedagógico generalizado- nos explica Condorcet que la coeducación es el único modo de destruir los hábitos t'ergonzosos que originan las costumbres de casi todos los pueblos, pues introduce un factor de normalidad en las relaciones intenexuales desde la infancia 73 . La separación sexual en la enseñanza es, por otra parte, inútil porque dura tan sólo el rato de permanecer en la eJCuela: niños y niñas t'uelnn a unirse en la tida familiar salz•o en familias de una gran fortuna. Mantener la separación en la escuela es desconocer tercamente la realidad social 79 . En fin, la coeducación facilita y economiza la instrucción al hacer necesarios menos maestros y maestras. Porque, y este es otro aspecto interesante del ideal pedagógico condorcetiano que hoy se ha hecho práctica común pero que no lo era en absoluto en su época, esa. coeducación deben poder impartirla el hombre y la mujer indistintamente. La mujer, por consiguiente, no debe ser excluida de la enseñanza. Hay ya experiencia de Jtt buen rendimiento en este terreno, dice Condorcet, poniendo como ejemplo Italia, donde las mujeres han llegado incluso a la docencia uniz•ersitaria. Esto es prueba etidente de Stl capacidad para la ciencia, a cuyo progreso pueden contribuir a!.!!..!.!!__!!! con g[!!!!.._des c!!_s_(tfb..r.i.!wLn..lJJs, pero sí haciendo .!!..f!.!!!z·aciones o componiendo libros elementales,_ para cuyo mejor método suele ser más idónea la mujer que el hombre por su minuciosidad,

su paciencia, su amable flexibilidad y su vida sedentaria y reglada 80 . Explicación ésta con la que Condorcet paga de nuevo tributo a los prejuicios de Sil época y de tantos siglos anteriores; él, que tanto luchó por destruirlos. Pero el feminismo ya había prendido en algunas mujeres, que tomaron parte activa en la rez1olución y habían redactado su propia declaración de derechos 81 •

4. 5.

Derechos iguales para los hombres de todas las razas

1

Por las mismas razones que en el caso de la mujer, la igualdad de derechos se extiende a otras razas distintas de la blanca. Condorcet es, una z¡ez inás, de los primeros que se pronuncian en favor de la igualdad de derechos de los negros y por la abolición de la esclavitud. Si los derechos son nat~rales, si pertenecen al hombre por s11 naturaleza, pertenecen a todos los hombres sin exclusión. Por lo tanto, la esclavitud es un crimen aunque esté legalizada, aunque la aprobaran todos los hombres y todas las .feyes del mundo 82 • Las razones que se esgrimen en favor de la esclavitud son falsas. Dice Voltaire que «quien se da amo es que ha nacido para tenerlo». Y Aristóteles admitía la existencia de esclavos por naturaleza. Condorcet respeta ambas autoridades pero no admite dichos juicios en su sentido literal. Por eso los interpreta como expresiones un tanto literarias de que hay personas tan serz.'t'les que merecerían ser esclat'OS, como cuando se dice que el az•aro merece ser robado 83 . No es justtficación suficiente para hacer esclatJO a un hombre el que sea prisionero de guerra condenado a muerte, puesto que admitir dicha explicación sería tanto como estimular a los pueblos a hacerse la guerra en busca de mercancía humana que t ender. Tampoco es razón el pretendido carácter hereditario de la esclaz/l.tud, pues «cualquiera que sea el origen de la esclal'itud del padre, los htjos nacen libres». Ni tampoco su supuesto origen l'oluntario: la esclal'itud t'oluntaria es igualmente contraria al derecho natural, frente a lo que pretendía Grocio; todo lo más q¡¡e cabe en el sometimiento l'oluntario es conz·enir el trabajo para otro, pero con suje1

80

Ibídem, 68-70 y 74-76. Ver L. Abensour, Histoire générale du féminisme des origines a nous jours, París 1921; A. Lasserre, Participation collective des femmes a la Révolution /ranc,aise, París 1906; ). Michelet, Les /emmes de la Révolution, París, 1854; M. de Villiers, Histoire des chtbs des femmes et des légions d'amazones, París, 1910; P. M. Duhet, Les femmes et la Révolution, Collecrion Archives Julliard, no consta lugar, 1971; M. Cerati, Le club des citoyennes républicaines rét•olutionnaires, París, 1966. 82 Reflexiones sobre la esclavitud de los negros, XI, 93-94 y 105. 83 Notas sobre Voltaire, VII, 287. 81

76 77 78 79

Ibídem, 71-74. Los progresns del espíritu humano, Sobre las Asambleas P1·ovinciales, XIII, 290-291. Sobre la instmcción pública, IX, 76-78.

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35

ción a derecho (esto es: a normas y a tribunales) y sin comprometer en absoluto a los h1jos 84 . No puede argüirse que la esclaz1itud 11iene exigida por la prosperidad del comercio o por la riqueza nacional: el poder y la riqueza de una nación deben desaparecer cuando son contrarios al derecho de un solo hombre, dice Condorcet, que añade con amargura: «Este principio es absolutamente contrario a la doctrina ordinaria de los políticos». La supremacía de la libertad y de los derechos humanos respecto de pretendidas exigencias nacionales es lo que diferencia a una sociedad jurídicamente constituida de una banda de ladrones. «Si diez mil o cien mil hombres tienen derecho a mantener en la esclat•itud a uno solo porque lo requiere su interés, c·por qué no podría un hombre fuerte como Hércules someter a stt t•oluntad a un hombre débil?» 85 . Otras explicaciones como la de que los blancos no 'pueden cultit,ar las tierras americanas son insostenibles. Como también lo son otro_r pretendidos argumentos contra la liberación de los negros, tales como los posibles disturbios subsiguientes, las previsibles desobediencias a las ,leyes e incluso las negatit,as a trabajar por parte de los negros; éstos no son para Condorcet sino los riesgos que hay que asumir por culpa precisamente de la Política esclavista, pero que irán desapareciendo en un régimen de libertad. Hay que hacer más todavía;· hay que adoptar, a costa de los antiguos amos, pret'isiones para con los negros liberados que estén enfermos, huérfanos, etc., puesto que fue por causa de stt esclal'itud por lo que no pudieron tomarlas ellos mismos. Estos gastos no deben hacerse con cargo al presupuesto del Estado, pues ello sería premiar al esclat1ista, al ladrón y al criminal a costa de la sociedad en general. Ni tampoco se les debe a los esclat'istas indemnización alguna por la liberc¡ción de los esclaz'os, como nada se le debe al ladrón que es desposeído judicialmente de la cosa robada 86 . Menos oídos aún debemos poner a esos esclat'istas que tan paternalmente se preocupan de la seguridad de los negros esclat'OS aduciendo que, como carecen de recursos, liberarlos es exponerlos a la indigencia y que ellos mismos prefieren permanecer en esclal'itud. Esto nada arguye contra la libertad, sino contra el sistema social que la hace inconl'eniente. Y es el legislador el que debe saber conciliar la seguridad de estos hombres con su libertad 87 .

Por eso, mientras la esclat'itud subsista, mal puede decir la Declaración de Derechos de./ Hombre y del Ciudadano que todos los hombres nacen libres e iguales. Por eso también, mientras subsista la esclal'itud, decir que los negros son iguales a los blancos, incluidos los blancos esclal'istas, entraña una gral'e injuria para los negros 88 . Pero la esclal'itud t'a a desaparecer pronto, dice Condorcet con optimismo en su discurso de recepción en la Academia Francesa, en 17 82. «Todo parece indicar -pronostica- que la esclavitud de los negros, este odioso resto de la política bárbara del siglo XVI, cesará pronto de deshonrar al nuestro» 89 .

5. 5 .l.

FORMAS E INSTITUCIONES POLÍTICAS

Formas de gobierno

No es muy dado Condorcet a especular sobre la clastficación de las formas de gobierno ni sobre su bondad compara.tiva. En este punto mantiene una posición relatit'ista y posibilista. Desde luego, rechaza el tratamiento montesquiniano porque -diceno aborda la distinción esencial de los gobiernos, fijándose sólo en sus principios. Pero la distinción que el gascón hace de éstos es quimérica, dice Condorcet, y susceptible de tantos sentidos que resulta poco útil. 1ncluso podría decirse que la república debe descansar sobre el honor más que la monarquía puesto que es una forma de gobierno en la que los políticos dependen más de la opinión pública 90 . El despotismo queda descartado por indeseable. La aristocracia (república aristoCrática en la clasificación de Montesquieu), por el mismo motivo: «No amo en absoluto el despotismo. Pero aún odio más la aristocracia, que es el despotismo de t1arios» 91 . Y la democracia (república democrática), por inexistente. Pues, en efecto, manejando sólo los conceptos abstractos, la república (democrática) parece preferible: «Sólo un esclavo puede decir que prefiere la monarquía a una república bien constituida, en la que los hombres serían verdaderamente libres y en la que, disfrtttando de todos sus derechos natu-

88

Ibídem, 85. Discurso de recepción en la Academia Francesa, X, 111-112. Notas sobre Voltaire, VII, 278-283. Ver también págs. 265-268. 91 Carta de un ciudadano de los Estados Unidos, XII, 140. Ver contra la aristocracia y contra el clero y su intento de manipulación de las asambleas y otros órganos de poder provinciales, Cartas de un burgués de New-Haven, XII, 183 y ss. 89

'~'3 8-5

86 87

·

Reflexiones sobre la esclat'itud de los negros, XI, 95-104. Ibídem, 110-111. Ibídem, 124 y 132. Ibídem, 108 y 167-172.

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90

37

rafes al abrigo de buenas leyes, qu~dan protegidos incluso de la opresión extranjera». Sólo que esa república no exiJte. Realmente no queda otra opción tá!ida poJibi!iJta que la monarquía. Máxime cuando ésta, en Francia, ha emprendido el camino de la reforma. Cuando. en estos momentos -dice Condorcet- el rey está admitiendo y Promol'iendo la representación del pueblo y la igualdad, no es el momento de gritar contra el despotiJmo 92 , pues está dejando de serlo y se corre el riesgo de perderlo todo. Po~qm lo que de zoerdad importa es eso: la representación, la igualdad, la libertad, no la forma de gobierno. Lo que MontesquieN no s¡¡po ter y, tras Sil autoridad, otros muchos tampoco, es que los Principios políticos, como están fundados sobre la naturaleza y la razón, «son independientes de las di.Hintas formas de gobierno». Condorcet es acaso el primero en formular la tesiJ de la indiferencia de las formas de gobierno, centrando la zoerdadera ·opción en si están o no debidamente garantizados los derechos y reguladas las relaciones cil'iles. La libertad cil'i!, la seguridad, la propiedad, la distribución de las cargas tributaria.r, --la libertad de comercio y de industria, etc., pueden ser reguladas bien o mal tanto en la monarquía como en la república 93 . Y es conforme a este criterio como se debe preferir una u otra en cada caso.

5.2.

¿Federación o estado unitario?

Como es sabido, en el pemamiento ilustrado se abrió paso el ideal federal como una de las inás potables soluciones políticas junto a la dil'isión de poderes y a la soberanía nacional. La comtit11ción federal era la única posibilidad seria para instaurar una república democrática, esto es con autogobierno directo del pueblo. Así lo entiende Montesquieu, para quien la república federal reunía las z·entajas de las repúblicas (libertad en el interior) y de las monarquías (s¡¡ cohesión y fuerza frente a los enemigos exteriores); y aJÍ lo entiende también Rousseau, según el cual el estado federatiz•o permite la participación y el gobierno honesto de los estados pequeños sin perder la fuerza necesaria para resistir a los estados grandes. Hefz,ecio se instala en igual línea y propone la diz•isión de Francia en 30 provincias autónomas, con autogobierno directo del pueblo. Y, por su parte, Kant z:eía en una federación de estados libres, en un estado de naciones (civitas gentium), una necesidad ineludible del derecho internacional. Condorcet, que saluda jubiloso la independencia de las colonias nor92 93

Ibídem, 147-148. Notas sobre Voltaire, VII, 270-271.

38

teamericanas, su constitución federal y sus declaraciones de derechos, como una muestra del progreso de la libertad en el mundo, z·uell'e a hacerlo con la Constitución «federatim», que es la demostración práctica e incontrorertib!e de la l'iabi!idad de un gobierno republicano en un estado de territorio muy extenso. Ve, en línea con lo.s ilustrados precedentes, que la federación norteamericana es un medio idóneo para preseri'ar la guerra 94 y hace un análisis de Sil constitución, a la que encuentra algunos defectos bien fáciles de corregir 95 , ent1~e los qm cabe destacar, porque más adelante habremos de ro/ter sobre ello, e/.desacmrdo condorcetiano con la dil'isión de poderes, esto es, con la ditisión del Congreso en dos Cámaras 96 . Sin embargo, a la hora de pronunciarse sobre Francia, y como ya riéramos que hizo en la opción entre monarq11ía y república, Condorcet se repliega a un poJibi!ismo q11e le hace preferir el camino de la reforma de contenidos dentro del marco existente. Acaso el mayor inc;nteniente que le reía a un erentua/ federalismo francés era la mayor exposición de los gobiernos locales a la inf/¡¡encia prepotente de los estamentos priti!egiados. como se c11ida de apuntar en dirersos escritos 97 .

5.3.

Representación representativa

5.3.1.

y democracia.

El nacimiento de la democracia

Sufragio censirario y mandato representativo

Como hemos t•isto más atrás, Condorcet concibe la sociedad y el poder político como eminente y exclmiramente encaminados al mantenimiento y defenJa de los derechos y libertades. Pero entiende que lo que se est.ablece en interés de todo.r, por todos los interesados debe ser establecido. Por conúg¡¡iente, todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir a esta obra. Si a 11n ciudadano se le niega el derecho a participar políticamente, la autoridad quedará conformada como algo ajeno, como algo extraiio a la ro/untad y con.rentimiento de ese ciudadano. rompiéndo.re el ligamen qm debe 94

Cartas de un burgués de Neii'-Hat·en. ·XII, 101. Ibídem. 7 3-76. Injl11encia de la ret·ol11ción de América en E11ropa, XI, 365-395; los problemas que expone en Vida de T11rgot, V, 306-316, se refieren más bien a la confederación, que era lo que aún existía en las antiguas colonias (1786). 96 1nfluencia de la rel'olución de América en Europa, XI, 36 7-368. 97 Sentimientos de un republicano sobre las Asambleas proi'Ínciales y los Estados Generale.r. XII, 195 y ss.; Cartas de un gentilhombre a los señore.r de/tercer e.rtado. XII, 319-320; Sobre las AsambleaJ prot·incialeJ, XIII, 229-238. 95

39

exiJtir entre autoridad y libertad. Esa autoridad se tornaría ilegítima (no representatit'a) y no serían obligatorias las normas de ella emanadas, por no ser expresión de la t'oluntad general. La soberanía corresponde, sin embargo, no a todos y cada uno de los ciudadanos -tesis rousseauniana-, sino al pueblo todo entero. Condorcet parte, pues, de una posición muy identt/icada con el sistema representatÍt'O que se estaba consolidando en Inglaterra y que intentaba abrirse paso entre los ilustrados franceses 98 . Así lo expresa en ditJersas obras y muy principalmente en su Ensayo sobre la constitución y las ,funciones de las Asambleas provinciales (1788), obra posibilista --como tantas otras de nuestro autor- en la que estudia extensa y pormenorizadamente el gobierno representatitJo en una monarquía. Con Turgot, entre otros, y /rente a Montesquieu, Condorcet se muestra partidario de una escala jerárquica de asambleas electit1as, que fuera desde las comunales hasta una Asamblea Nacional, pasando por las protJinciales 99 . De todos modos, ese derecho de ciudadanía que la naturaleza da «a todo hombre que habita en un paí.r» no exige el sufragio unitJer.ral, según defiende Condorcet en el en.rayo citado. Deben establecer.re unas re.rtricciones que, según él, .ron de mero sentido común: no deben t'otar los menores, ni los dementes, ni lo.r criminales, ni lo.r extranjero.r,· tampoco -y Condorcet Jigue con.riderando e-l'idente-lo.r domésticos ni el clero regular, porque --dice- no tienen t'oluntad propia, Jino la de su amo o la de su superior 100. E.rta.r restricciones culminan en la con.rideración de lo.r propietario.r como lo.r único.r z··erdaderos ciudadanos. Con 11nos argumentos que cuesta trabajo creer que Sil fino espíritu estimara conl'incentes, aparte de que eran dtfícilmente conciliables con su muy sólida doctrina de la igualdad, que hemos examinado más arriba, Condorcet defiende una y otra t'ez la tesis referida durante los años prerrez,olucionarios, en la cual teoría habrían de encontrar los liberales doctrinarios decimonónicos una buena fuente de inspiración: «El derecho de contribuir con igualdad a la formación de las leyes es, sin duda, un derecho esencial, inalienable e imprescriptible, de todos los propietarios» 101 . «Los propietarios pueden ser conJiderados, Jin injusticia, como los únicos ciudadanos del estado» 102 . «El derecho de igualdad no queda herido si son los propietarios los únicos que 98 Sobre los problemas discutidos en este epígrafe, ver mi trabajo. Democracia y representación en los orígenes del Estado constitucional, Rev. de Estudios Políticos, n. 0 203, nov.-dic. 1975. 99 Ver, además del Ensayo sobre las Asambleas provinciales (diversos lugares), Vida de Turgot, V, 160 y ss., entre otros pasajes. 100 Sobre las Asambleas provinciales, XIII, 20 y 37. IOI Vida de Turgot, V, 301. • 102 Cartas de un burgués de New-Hat'en, XII, 17.

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1

gozan del derecho de ciudadanía, porque sólo ellos poseen el territorio ... » 10 3 . Fuera de esta condición de propietario, el derecho de ciudadanía no debe quedar sometido a ninguna otra arbitraria o artificial. Condorcet reduce a cinco las condiciones naturales para el ejercicio de los derechos políticos, en lo que desde luego sorprende la facilidad con que se maneja de continuo el término «naturaleza» y sus derit,ados. Son las siguientes: a)

b) e) d)

e)

Ser propietario. No estar acusado ni convicto de crimen. No estar jurídicamente declarado demente ni estúpido. Tener la edad en que la ley citJil concede a una persona el derecho de administración de sus propiedades. No estar en situación de dependencia respecto de ningún indiz,iduo ni cuerpo político 104•

Por lo demás, este derecho de ciudadanía tampoco requería el t'oto directo, según el parecer de nuestro autor en este período prerretJolucionario, en el cual mant/iesta una decidida inclinación por el sufragio en t'arios grados 105 . Pues bien, este gobierno representativo no debería basarse ya en el modelo de mandato imperatit'O, según Condorcet. Veamos. En Inglaterra, desde hacía casi un siglo, se estaba edificando el Jistema político sobre un nuet'O modelo de representación, que Burke acertó a formular por primera vez en. su carta a los electores de Bristol, allá por 1774. En dicha carta Burke habla de su futuro comportamiento parlamentario asegurando que no se sentirá imperatitJamente tJinculado a las instrucciones de sus electores, sino que entre representante y representado hay una relación de confianza (trust). En Francia, Montesquieu había hablado, en el Espíritu de las leyes, de que las instrucciones de los electores fueran muy generales 106 . Condorcet estudió el problema con mayor detenimiento. De un lado, recoge nuestro autor la teoría inglesa insistiendo siempre en esa relación de confianza. Frente a la doctrina rousseauniana, postula unos diputados que sean terdaderos representantes y no meros comisionados; la elección debe conferir al elegido iniciatiz•a política para cumplir Sil función. Además, considerando el problema desde su t'ertiente pragmática se llega a igual preferencia por una representación más flexible (que

IOJ 104

1os 106

Ideas sobre el despotismo, XII, 233. Declaración de derechos, XII, 288. Sobre las Asambleas prot•inciales, XIII, diversos lugares. Monresquieu, Espíritu de las leyes, XI, 6.

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terminará denominándose mandato representativo), pues el modelo de mandato imperativo tropieza con la insaft,ab!e dificultad de que las instrucciones no pueden pre~'er todas las cuestiones que acaso se susciten en la cámara ni -menos aún- las soluciones que cabría proponerles. Esta fue precisamente la línea de e~~olución de la representación política en Inglaterra. Pero, de otro lado, Condorcet recelaba, en los años prerret'o!ucionarios, de la omnímoda libertad de los representantes, además de que, al menos desde 1787, admitió la aprobación popular directa de la constitución y de la declaración de derechos. Por eso, en este período habla todal'Ía de que los electores hagan a los representantes unas instrucciones muy generales, aunque de ningún modo conminatorias, para así guíar su celo -dicesin paralizar su acción 107 . En su II. a Carta de un gentilhombre a los señores del tercer estado reflej,t bien esta posición intermedia entre el mandato imperatÚ'O y el representatit'O y la mencionada relación de confianza. Habla en ella de unas instrucciones ml(Y generales al representante, tales como: «no consientas- tal medida»; o bien « t'ota contra esta otra, pero sométete a ella si cuenta con el voto de la mayoría»: o, en fin, «os confío mis intereses; t'Ota siguiendo tus luces y t11 conciencia». Hay asuntos --continúa- respecto de los cuales los comitentes no pueden dar más que in.rtrucciones de ese tipo, principios generales y límites de actuación, pero no ftjar sus detalles: son todos aquellos asuntos complejos «a los que no cabe responder con un sí o un no». Pero aún no ha dado Condorcet el paso al mandato representatit'o. Los recelos respecto de los representantes no han desaparecido toda11Ía. Por eso dice refiriéndose a la función constituyente: «Sin embargo, sería peligroso dejar a nuestros dtPutados una completa libertad... » ' 108 . Estos recelos pueden estimarse extinguidos después de 17 89. Condorcet desemboca formalmente en la doctrina del mandato representatiz'o, a la q11e proporciona unas formulaciones de precisión poco imaginable en los albores del sistema. Así, en la Asamblea Constituyente de 1791, al responder a las palabras de bienvenida que fe dedicó el presidente Pastoret, dtjo: «Es conservando la independencia de mis opiniones, es poniendo todo mi cuidado en conocer la t'erdad y toda mi actuación política en decirla como yo me esforzaré en responder a esta distinción tan honorable de la confianza de mis conciudadanos>-' 109 . Y en 1792 se expresaba así en 11n escrito dirigido a sus efectores de l'Aisne, por lo que nos encontramos con 107 Cartas de un gentilhombre, XII, 318-340; Reflexiones sobre los poderes e instrucciones de fas proz incias a los Estados Generales, XII, 393. 108 Cartas de un gentilhombre, 2.a Carta, XII, 315-340. Ver también la 3.a carta, 353-354. 109 Manuscritos inéditos, citado por F. Alengry, Condorcet, guide de la Révolution Franc_aise, ob.

cit., pág. 490.

42

una «Profesión de /e» de su futura conducta en la Conz•ención: «Mandatario del pueblo como soy, yo haré lo que crea conforme a sus verdaderos intereses: el pueblo me ha enl'iado no para sostener sus opiniones, sino para exponer las mías; no se ha confiado sólo a mi celo, sino también a mis /¡¡ces, y uno de mis deberes hacia él es la independencia absoluta de mis opiniones» 110. Los textos son bien expresiz•os de la doctrina. Y ésta comporta claramente el gobierno de mayorías, como hemos l'isto (e/ representante ha de someterse al wto de la mayoría) y como expone C ondorcet en m11cho.r lugares 111 • Pero n11estro pensador se esfuerza en no desl'irtuar la soberanía pop¡¡Lar proclamada tan frecuentemente en .s¡¡s obras. De ahí la obligación que asume el representante de constatar cuál es la z·oluntad nacional para mejor ejercer su derecho de formularla, aun con toda la independencia de criterio. El representante no forma ni interpreta la l'oluntad nacional,· sólo la declara. Con estas mismas palabras lo dice Condorcet: «Pero, cuando existe una representación general, es a quienes la configuran a los que, por la naturaleza múma de las cosas, corresponde el derecho no de constituir ni tampoco de interpretar la z:o!untad nacional, sino de declararla, después de haberla1 recogido y constatado» 112 •

· 5.3.2.

Sufragio universal y democracia

Desde la tesis puramente representatit'a y sin abdicar ni un momento del mandato representatit•o frente al imperatit•o, Condorcet varía un tanto su esquema con la marcha de los acontecimientos revolucionarios, al tiempo que él mismo inf/.uía decisivamente en ellos,· fue modelando su pensamiento sobre estos problemas mitad por criterios posibi!istas, mitad Por aceptación respetuosa, aunque crítica en muchas ocasiones, de los frutos re~·olucionarios, respecto de los cuales pedía coherencia al poder legis!atit'o. Aprobada la Declaración de Derechos del Hombre y del C iudadano, Condorcet aceptará ya siempre y sin reservas, a tenor de su artículo 6. 0 , que el pueblo, además de por medio de sus representantes, tiene derecho a concurrir por sí mismo a la formación de la ley. Y una vez admitida cierta forma de gobierno directo, terminaría aceptando. el sufragio directo y universal, activo y pasivo, masmlino y femenino. Como, por otra parte, ya desde 1787 se había pronunciado en favor

110

Ibídem, citado en la misma obra y lugar. Reflexiones sobre los poderes políticos, XII, 393; De la naturaleza de los poderes piÍblicos en una nación libre, XVI, 112 y 143; Sobre la necesidad de hacer ratificar la constitución por los ciudadanos, 111

XV, 203-204, etc. 112

..__

Instrucción sobre el ejercicio del derecho de soberanía, XVII, 400.

43

del referéndum para la, aprobación de las declaraciones de derechos y de las constituciones, el acercamiento a las tesis romseaunianas resulta muy risible. Estas poúciones tempranamente farorables:; formas de participación popular directa nos dtficulta un tanto hablar de una cesura rigurosa entre dos supuestoJ períodos condorcetianos. Ac~so sea la admiúón del sufragio tmiz·ersalla idea crucial que remodela sus esquemas políticos Jin neceJidad de abdicar del resto de su ideario. Sea de ello lo que fuere, el acercamiento a las tesis romseaunianas eJ el'idente. Condorcet desenl'uefl'e en e.ra dirección el principio de la soberanía nacional. Pues, en efecto, Ji sólo hay una soberanía, única e inalienable, que es la del pueblo todo entero, mal se podrá hablar de poder legislatiro de fa A.rambfea. El poder legislatil'o también es del pueblo: fa Asamblea sólo cumple una función, que el pueblo fe delega sin abdicar/a, y que puede rez·ocarle mediante expresa declaración 113 (Condorcet, como tantos otros pensadores políticos de la época, no identificaba el mandato imperatito con la rez'ocabifidad de los diputados, sino sólo con fas instrucciones. Fue después cuando se añadió la nota de irrezwabilidad al mandato representatiz·o, con lo que queda consumada la enajenación de la tan enfáticamente proclamada soberanía popular o nacional.) Pero Condorcet da un paso más en la dirección que estamos l'iendo._El. pueblo -dice- no puede desprenderse por completo de su poder, Jino que semerz·a algunas facultades. Si no ejerce la función legisfatil'a, deberá poder, al menos, ratificar las leyes. Es la tesis rousseaunia1ia, que Condorcet percibe como conclusión obligada 114. Pero ello lo aleja del sistema representatit'O, Por lo menos de su pureza modélica, a lo que tampoco estaba Condorcet faz,orablemente dispuesto. Por eso promra encontrar una l'Ía media entre lo que cada t'eZ t'e como más necesario ( intertención directa del pueblo) y lo que cree más t'iable (sistema repreJentatil'o). El problema constitucional por excelencia consistirá en conciliar ambos sistemas o, si se permite la expresión, introducir en un sistema representatiz·o todo lo que se pueda de gobierno directo 115 . Ciertamente Condorcet admite que todavía la rattficación popular no parece factible lnás que cuando se trata de la constitución --cuyo límite temporal de l'igencia no debe sobrepasar los dieciocho o zúnte años- y, por supuesto, la declaración de derechos. Pero cierto es también que el ideal está en la ratificación popular de las leyes y Condorcet, como buen iltlstrado, confía en que el progreso de las luces haga más justos a los hombres, para que, entonces sí, ese ideal sea hacedero. Por eso termina su ensayo 113 1nstmcción sobre el ejercicio del derecho de soberanía, XVII, 393 y ss.; De la naturaleza de los poderes pdblicos ... , XVI, 114 y ss. y 142. 114 De la naturaleza de los poderes pdblicos ... , XVI, 118. 115

Ver F. Alengry, ob. cit., pág. 492.

Sobre la necesidad de someter la Constitución a la ratificación de los ciudadanos -de título, por lo demás, bien expresiz·o- con estas palabras: <(Yo propongo, por esta z·ez, limitar este derecho indiridual tan sólo a los artículos de la Constitución: pero lo hago en la esperanza de que los progresos de la razón y el efecto que necesariamente producirán en los espíritm unas instituciones más legales y justas permitirán más adelante extender este mismo derecho a otras leyes hasta alcanzar a todas» 116. A igual doctrina se llega por la l'Ía de la necesaria adopción de cautelas frente a los diputados para que el Jistema representatit·o no derenga una oligarquía tiránica (son palabras de CondorcetJ. Importa, pues, que, por la l'Ía que fuere, la opinión pública no quede demaJiado alejada de la función legislatil'a. Para lo cual se requiere: ].

2.

3.

4. 5.

6. ; 7.

5.3.3.

Que los mandatos de los representantes sean brez·es y las asambleas queden sujetas, además, a diursas cautelas en cuanto a su compoJición, a Jtts competencias y a su funcionamiento. Otro tipo de precauciones se enámzina a el'Ítar en el poder legislatiro el espíritu de partido. Que se informe al país prel'Íamente de los proyectos de ley. Examen popular (referéndum) de las deciJiones de la Asamblea cuando el progreso de las luces lo permita. / Que, para el'Ítar el mal uso popular de esto.r dererho.r -lo que daría lugar a interesados y falace.r rechazo.r de la participación del pueblo-, las mestiones que hayan de resohene en referéndum .rean Jimple.r y rer.ren Jobre intereseJ esenciale.r. adoptándose para ello un sencillo modelo con~·istente en una .rerie coherente de propoJicione.r que permita aceptarla o rechazarla con total comprenJión. Debe admitirse la iniciatita y e! teto populare.r en la legislación. Por último, el Jistema debería incluir también la iniciatita popular de rerisión conJtituciona/ 117 .

Nacimiento de la expresión «democracia representativa>>

Sabemos que en el contexto ideográfico ilustrado el término « democracia» alude Jiempre, conforme a Sil concepto semlar. al a11togobierno popular directo, lo que explica la imiJtencia de los pemadoreJ del Jiglo XVIII en q11e la democracia no conl'iene a los estadoJ naciona!eJ extemoJ y con millones de ciudadanos, en tanto q11e el sistema representatit·o era comúnmente entendido !lb Sobre la neceJidad de hacer ratificar la constitución por lo..- ciudadano..-. XV, 224. Ver De la naturaleza de lo.r podere.r político.f .... XVI, 117-119. 111 Carta.r de 1111 burgué.f de Neti'-Hat'en. XII, 83-87, 91-94 y 107-134, especialmente

124-130.

44

·45

por oposi~ipn ta(ltO al despotismo monárqtúco cuanto a la democrqsj_q. En el arúc;t!o Representantes, debido probablemente a D'Holbach, e inserto en el tomo XIV de la Enciclopedia, se denomina precisamente estado aristocrático a este sistema representativo 118. Pues bien, Condorcet parte de estas concepciones ambientales, pero se despegó de ellas y se desprendió del uso terminológico apuntado. En 1787, en la IV Carta de las que escribe «un burgués de New Haven» dice nuestro autor lo siguiente acerca de las cau.ras de extinción de las repúblicas antiguas: «Se concluye de todo ello ... que perecieron porque no conocían los medios de articular una democracia representativa, en la que hubiera ~ la t'eZ paz e igualdad» 119 • Por lo que yo conozco, es la primera z•ez que dicha expresión eJ utilizada en la historia del pensamiento político. Desde entonces acá, esta inflexión semántica fue progresit'a e intencionadamente manejada con fines de legitimación democrática (Ji se me permite el pleonasmo, pues en nuestros días legítimo y democrático son t'alores intercambiables) de un sistema que nació precisamente como distinto y excluyente de la democracia 120 . Y Condorcet, int'entando la expresión y el concepto de democracia representativa, ha tenido mucho qm ter con todo ello, para bien o para mal (l'alore el lector), y aunque nada se nos suela decir sobre el caso en las historias de las ideas políticas, lo que tampoco es una sorpresa. Un año más tarde, en 1788, cuando Condorcet escribe sus Notas sobre Voltaire para la edición que preparó de las obras de éste, afinó bastante el concepto de este sistema político hasta entonces desconocido e inclmo contradictorio en los términos. En la Nota titulada precisamente Democracia 121 hace una di.rtinción que nos interesa sobremanera. Arranca Condorcet del uso común del término: «Si por democracia se entiende una constitución en /,t cual/a asamblea general de los ciudadanos hace directamente las leyes, está claro que la democracia no conl'iene más que a un e.rtado pequeño». La idea, como digo, es la usual. Pero la redacción del párrafo ya nos está poniendo en guardia de que es posible otro u otros entendimientos de la democracia. Así lo expresa Condorcet con mucha cautela, refugiándose en la protectora forma condicional de la frase y sin afirmar nada abiertamente. «Pero --continúa nuestro autor con la misma prudent~ expresión- .ri se entiende (por democracia) una cons(itución en la que todos los ciudadanos, divididos en varias a.ramblea.r, eligen diputados encargados de representa.,. y llevar la expre118

Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los negocios, l. a edk.

francesa, romo XIV, 1766, págs. 143a-146b. 119 120 121

Cartas de un burgués de New-Hat'en, XII, 121. Ver mi trabajo citado, Democracia y representación en los orígenes del estado constitucional. Notas sobre Voltaire, VII, 116-117.

46

sión general de la z·oluntad de sus comitentes a una asamblea general que represente a la nación, se nfácilmente que esta constitución com,iene a los estados grandes», a los que esa escala de asambleas representatiz,as puede, darles «una consistencia de la que hasta ahora han carecido y una ' perspectiva unitaria inalcanzable de modo duradero mediante una constitución federal». Estamos justamente en el momento crucial histórico en el que fa solución política de los grandes estados comenzará a l'erse no tanto en el federalismo cuanto en un sistema representatit'O bien articulado. Insistimos en que nada sorprende que este momento' sea silenciado en los libros de texto al uso, en unos por ignorancia, en otros por un vergonzante silencio con el que se quiere ocultar pudorosam·ente los poco cristalinos orígenes del sistema político en que vivimos. La unión de los términos y de los conceptos de representación y democracia es, como se t'e, inequívoca. La bret'e Nota concluye con una aporta-· ción más al tema, con un re/orzamiento de la afirmación anterior, cuando escribe que «sería imposible no mirar como una verdadera democracia» a una constitución en la que «toda ley, o al menos toda ley importante, fuera tan real expresión de la t•oluntad general de los ciudadanos como Pueda serlo en el Consejo General de Ginebra». Está aludiendo con ello Condorcet, como vemos, a un sistema político que, sin dejar de ser representatit'O, incluya el referéndum de las leyes más importantes. Es decir, eSJ_á cqJjfjuwdo 4! z•erdadeza democracia la....!ombinación de elementos del sistema repres!!!1f1J.it'O con elementos del gobierno popular directo. Con ello Condorcet no sólo modifica -ampliando-- el concepto de democracia, sino que busca la elasticidad de los modelos ideales, acudiendo, sí, al viejo expediente del régimen mixto, pero conjugando en él las dos formas que pujaban por aquel entonces para abrirse paso en la historia, una de ellas --el sistema representatil'o- por vez primera, la otra --el autogobierno popular directo- tras un paréntesis de t'eintidós siglos. Ahora entendemos mejor lo que Condorcet quería decir cuando explicaba que las repúbliéas antiguas perecieron por no saber «combinar» o articular una democracia representatiz·a. Se trata de combinar procedimientos del sistema representatit'O, para sall'ar la paz, con otros de la democracia, para saft'ar la. igualdad, según sus propias palabras. En fin, en 1790 distingue, bien que incidentalmente, entre democracia representatit'a y democracia inmediata 122, con lo que está acuñando una terminología que llegará ca.ri idéntica a nuestros días. Bastará con 122

A los amigos de la libertad, artículo publicado en el «Diario de la Sociedad de 1789>> el 8 de a~o~~o de 1790. Citado por F.' Alengry, ob. cir., pág. 492. Alengry remire a O. C., X, 179, de 1~ edtCIOn de Arago. ~o he podido comprobar el texro en la edición de 1804, por la que vengo Citando en este trabaJo.

47

sustituir inmediata por directa, para que lo que era esencia de la democracia --el gobierno directo- pase a ser algo adjetivo, que sólo ca!tfica una especie de democracia junto a otra u otras. A la postre, en la posterior ez·olución ideológica, la democracia representatit,;a terminará siendo contemplada como la democracia por excelencia, mientras que la directa no pasará de ser otra democracia, más bien una dest/iación delirante de la z•erdadera.

5.3.4.

División de poderes

El lector de Condorcet --especie rara- puede constatar la frecuencia con que se manifiesta contra la dit1isión de poderes. Pero decirlo así resulta equÍz'OCo y no refleja el pensamiento de nuestro autor sobre el particular. Tampoco es muy útil decir que en este punto Condorcet se acerca más a la línea romseauniana que a la montesquiniana, dada la confusión que todat'Ía reina en torno a este asunto a pesar de ser --o precisamente por eso- absolutamente nuclear en el derecho constitucional contemporáneo. Como se sabe, ha sido frecuente el presentar a Montesquieu como el más claro expositor de la división de poderes en un poder legislativo, un ejecutivo y un judicial, y decir, de otro lado, que Rousseau se oponía a tal teoría por entender que el poder, la soberanía, era una e indivisible. Que lo primero es insujiúente lo ha probado Eisenmann y, tras él, Althmser 123 . En el telón de fondo de esa un tanto mecánica ditision del poder en diz·ersos órganos se encuentra la dú·isión o reparto del legislatiz·o --el poder por excelencia, según el diJeño protoliberal- entre las más importantes fuerzas políticas: rey, estamentos priz·ilegiados y pueblo 124. Y por lo que se refiere a la caricatura que se ofrece de Rousseall, no se tiene en pie a poco que se le conozca directamente, y no de oídas. Pues junto a las afirmaciones de unidad e indiz•isibilidad del poder, Rousseau se manifiesta contrario a la confusión de las funciones legislatil'a y ejecutiz•a: «El que hace la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. Parece, pues, que no apodría haber constitución mejor que aquella en que el poder ejecutiz•o t'a unido al legislatito. Pero esto mÍJmo hace al gobierno insuficiente en ciertos aspectos, porque las cosas que deben ser distinguidas no lo son». Tal con.rtitución es: dice, «un gobierno .rin gobierno». Y concluye: «No es bueno que el que hace las leyes las ejecute ... » 125

A lo que se opone Rousseau es, por consiguiente, ct la dil'isón del poder legiJiatito, que para él es también el poder por antonomasia, no siendo el ejewtito sino un nuez·o comisionado del legúlatil'o. Es en esto y no en la distribución orgánica de las funciones en lo que se opone .a Montesquieu. Pues bien, Condorcet se instala, como decíamos, en esta perspectiz·a. De un lado, acepta la dil'isión orgánica clásica en legislatiz•o, ejewtiz·o y judicial: debe crearse un Tribunal Supremo dejusticia y el cuerpo legiJ!atito no debe injerirse en la ejemción de las leyes 126 ; el legislatiz·o debe equilibrar al ejecutil'o, pues de lo contrario se cae en el despotÍJmo 121 •. es PrecÍJo no atribuir ni al poder judicial ni al legiJiatiz·o la facultad de detener a un ciudadano 128 ; los impuestos son materia de ley ... Pero, de otro lado, niega la utilidad de diz·idir el legislatiz·o en cámara!. Es a este último aspecto al que denomina diz·isión de poderes, muy en línea con la interpretación moderna de Montesquieu.· y por eso pueden leérsele frases contra la ditisión de poderes que seguramente sérán mal interpretadas de no conocer el alcance que nuestro autor da a esos términos. Este es el tema de las Cartas de un burgués de New Haven, cuyo título completo ya expresa la tesis que sostiene el autor, pues son cartas «sobre la inutilidad de dil'idir el poder legislatit'O en t'arias cámaras». (Le parece que es más útil fijar la extensión y límites de los poderes públicos para mejor garantizar los derechos del hombre que andar multiplicando dichos f?oderes para que se equilibren, método éste de resultados im~rel'i~·ibles 1_29 ) Tambi~n es pr~f~rible, para ez,itar el abuso del poder leglS!atn·o, extgtr mayortas cua!iftcadas en una sola cámara, contrapesar/a Por las asambleas de distrito y adoptar una forma- electoral adecuada 130 . En una palabra, todos esos principios de contrapesos y de equilibrios, que pasan por ser la salt'aguardia de la libertad, «no son, en z·erdad, más que la autoridad del rico o del noble, del magistrado o de! sacerdote» 131 , escribe Condorcet en 1788, en t'ísperas de la ret'olución y antictPándose más de siglo y medio a la crítica eisenmanniana y a!thusseriana del modelo político montesqufniano, que ven en el parlamento ideado por el presidente bordelés el intento de consagrar la supremacía de la cámara que pretendía reserz;ar para los estamentos privilegiados.

5. 3. 5.

Los partidos-políticos

No sin forzar demasiado las palabras podemos hacer coincidir con los

123 Ch. Eisenmann, El pensamiento constitucional de Montesquieu, en <<El pensamiento político y constitucional de Monresquieu: bicentenario del Espíritu de las leyes, 1748-1948>>, París, 1952. L. Alrhusser, Montesquieu: la Política y la Historia, edic. castellana, Barcelona, 1974. 124 Ver mi trabajo Ciencia y método en la obra de Montesquieu, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, n. 0 50-51, 403-408. 125 Rousseau, Contrato Social, 111, 4.

126 121

128 129

130 131

48 4

Cartas de rm burgués de New-Haven, XII, 45 y ss. Ideas sobre el tkspotismo, XII, 211. Declaración de derechos, XII, 268. Cartas de un burgués de New-Haven, XII, 13. Ibídem, 107 y ss. Ver también 83-87 y 91-94.Sobre las Asambleas p·rovinciales, XIV, 412-415.

actuales partidos los existentes en el Jiglo XVIII, antes de que se extendieran las elecciones como proceso político normal. De manera que los partidos a que se refiere Condorcet no son organizaciones estables, ni tienen una ideología definida. Son más bien alineacioneJ parlamentarias con ocaJión de ciertos debates o proyectos. Lo Jingular del planteamiento condorcetiano es preciJamente que atribuye al comportamiento parlamentario partidiJta los riesgos que hoy se han hecho realidad, dicho sea esto Jin nostalgia alguna, por mi parte, de siJtemas monopartidútas. Y percibe con nitidez que la disciplina de roto contral'iene el mandato representatiro, raciándolo de contenido. Por otra parte, la formación de partidos parlamentarios es una distinta manera de división de poderes (recuérdeJe: de diviJión del poder legislativo), por lo que Condorcet la rechaza. Su modelo de Parlamento es, por consiguiente, de una sola cámara compuesta de diputados indil'iduales, cada uno con una parte alímota de representación de la soberanía, y Jin cuerpos políticos intermedios que puedan l'iáar la libre, fluida y competitira formación de la z·oluntad general. · Por eso, ya en 1787, muestra sus reticenciaJ sobre la formación de tales partidos parlamentarios (tampoco fácilmente identJ/icableJ con los actuales grupos parlamentarios). No es que rechace la exiJtencia de opiniones contrapuestas que se agrupen en partidos para cada problema. Pero no debe pasarse de ahí: dividir el Parlamento en dos cámaras, llevando a una al tercer estado y a otra a los estamentos prit'ilegiados, es no sólo una dil'l"sión orgánica injUJtificada, sino que también aboca a una ditiJión estable de actitudes de partido. Los representantes agrupados de forma estable no expresan tanto su opinión cuanto la del partido, lo que les llel'a a sofismas y declamaciones. Y no cabe decir que, a la postre, la decisión z·endrá propiciada por los independientes, pues esto sólo omrrirá cuando los partido.r cuenten con iguales efectivos. Por lo demás, en un Parlamento de partidoJ, en los que reside la fuerza, c·quiéneJ permanecerán independientes?; seguramente los políticos sin esperanza, que son las presas máJ fáciles para las presiones partidistas 132 • E insiste en igual planteamiento en sus Canas de un gentilhombre

a los señores del tercer estado

133



Por eso escribe de sí mismo a sus lectores: «No seré de ningún partido, como no lo he sido hasta ahora. En la Asamblea Nacional me uní a un pequeño grupo de hombres justos e ilústrados, incorruptibles, celosos defensores de los derechos del pueblo ... pero no seremos de ningún modo un 132

133

Cartas de un burgués de New-Haven, XII, 84-85 y 124-127. Cartas de un gentilhombre, XII, 35 3.

50

partido, porque ninguno de nosotros querría soportar jefes ni desempeñar esta función.» 134

6. EL PROGRESO. LEY E INSTRUCCIÓN COMO FACTORES DE CAMBIO

A traréJ de la igualdad, como tul'imos ocasión de apreciar, pasan todo/ los ejes de la política. No es desacertado, por lo tanto, afirmar con Alengry que la igualdad es el concepto integrador y unificador de todo el penJamiento político de Condorcet 135 . Pero mientras la igualdad -y mucho más la seguridad- necesitan de un ente político dinámico que las busque, instaure y defienda, la libertad es dinámica ella miJma, al menos en muchos de sus elementoJ constitutiz·os; piénsese en la libertad de prensa, que Condorcet defiende con enz-idiable estilo, o en el derecho de participación en las deciJiones políticas. Lo miJmo ocurre con ese otro principio que está presente en todo el pensamiento político de Condorcet: el progreso. Por eso, desde otro punto de l'ista, puede toman·e la idea del progreso tomo la unificadora de la obra condorcetiana. Es la idea que la corona y ·lliene preparada por las demás 136 • Le dedica muchos pasajes en sus escritos Y una obra específica: esta que ahora tiene el lector en sus manos y que está escrita, dice]. Bury, «con el ímpetu de un profeta» 137. En esta obra trata Condorcet de trazar un cuadro hiJtórico del progreso, como el'idencia su título. Y esto es ya digno de reseña: para hablar

del progreso futuro hay que comenzar estudiando Historia.

6.1.

Renacimiento de la Historia en el siglo XVIII

138

La ideología ilustrada del progreso neceJitaba de la ciencia hiJtórica, de una ciencia hiJtórica que diera razón de esa fe en el progreso humano. De ahí la floración de estos eJtudios desde fines del Jiglo XVII. «El Jiglo XVIII -ha podido decir uno de s11S estudiosoJ- es el Jiglo de 134 Manuscritos inéditos, cit. por L. Cahen, Condorcet el la Rét·olution Francaise. París 1904 reimpresión, Ginebra, 1970, pág. 43 7. ' ' ' 135 F. Alengry, ob. cit., pág. 680. 136 O. H. Prior, lntroduction, ob. cit., pág. 20. m ). Bury, La idea del progreso, ¡edic. castellana de 1971 (Madrid), con traducción de E. Díaz y ). R. Aramberri, pág. 189. IJH Las páginas incluidas en este apartado, salvo las referentes a Turgor y a Condorcet, están tomadas de mi trabajo Ciencia y método en la obra de Montesquieu. ob. cit., págs. 368 y ss.

51

la Historia; por el movimiento mismo del método analítico es el siglo que se pregunta por los orígenes».' Se hace Historia de la Ttúra, Historia Natural, Historia de las Sociedades, Historia de las Ideas, de las costumbres, de las civilizaciones, Historia de las Artes y de las Ciencias, Historia de la Filosofía,· y se comienza a hacer Filosofía de la Historia 139• La Filosofía de la Historia adopta, desde sus comienzos, dos posibles modos: o se apoya en una Historia documentada y precisa, o se construye con el apoyo exclusivo de la imaginación y de la deducción, sin base documental,· este último fue el preferido desde Vico a Rousseau, y desde Rousseau al mismo Hegel 140 • l. Bossuet fue acaso el último gran representante de los historiadores apegados a la Teología. En su Política extraída de las Sagradas Escrituras 141 hace, en expresión de Tierno, una «ingeniosidad política de laboratorio»,· y en su Discurso sobre la Historia Universal 142 adopta, exagerándolo, el punto de vista proz,~idencialista, de claro sabor agustiniano. El mismo Tierno dice que su obra histórica está como construida «bajo el signo de la quietud mágico-religiosa», porque no parece que en su Historia transcurra el tiempo: «Los hechos están yuxtapuestos en el mismo plano del tiempo. El lector no aprecia distancia objetiva ni psicológica entre el tiempo de Israel y el tiempo de Luis XIV» 143 • Pero, además, ese proz·idencialismo y esa quietud mágico-religiosa conducen «a la necesidad del orden y a-la legitimidad de los poderes establecidos», como resume Touchard 144 • 2. Desde la obra de Bossuet, a fines del XVII, hasta el Bosquejo de un cuadro histórico sobre los progresos del espíritu humano, de Condorcet, a fines del XVIII, asistimos a una transformación de perspectit'as acerca del pasado humano. En efecto, como una manifestación más de la secularización científica, en Historia se rechazará el Antiguo Testamento como z·ersión literal del pasado y se busca una libre interpretación de las fuerzas y modos del cambio histórico. Nace, como hemos dicho, la 139 Y. Belaval y otros, Historia de la .Filosofía, VI: Racionalismo, Empirismo, If11stración, ed. case. Madrid, 1976, págs. 201-202; corresponde al cap. VII, redactado por el propio Belaval. 140 Ibídem, mismo lugar; ver N. Hampson, Histoire de la pensée europeenne. 4: Le siede des l11mieres (ed. original inglesa), París, 1972, pág. 199. 141 Política extraída de las propias palabras de la Sagrada Escrit11ra, obra póstuma, publicada en París en 1709; hay ediciones castellanas en el siglo XVIII (17 43, 1768, 1789; todas ellas en Madrid); una edición reciente, la de Tecnos, Madrid, 1974. Ediciones de Obras Completas de Bossuet también se hicieron y se han repetido con frecuencia, desde la de París, 1743-1747 hasta la reciente de Gallimard, París, 197 4. 142 Discurso sobre la Historia Universal, publicada en París en 1681 (puede que haya una edición anterior, que desconozco); hay ediciones castellanas también: en Madrid, las de 1728, 1767, 1767-69; en Valencia, las de 1766, 1772, etc.; más próxima a nosotros, la edición de Barcelona, 1940. 143 E. Tierno Galván, Tradición y modernismo, Madrid, 1962, págs. 60-61. 144 ]. Touchard y otros, Historia de las ideas políticas, ed. cast., Madrid, 1964, pág. 271; el capítulo en que se inserta dicha página ha sido redactado por el propio Touchard.

52

Filosofía de la Historia; y no deja de ser lamentable que la obra de Vico, aunque conocida por algunos autores ilustrados, entre ellos Montesquieu, permaneciera olz,~idada para el mundo de la ciencia hasta el siglo siguiente 145 • En sus Diálogos sobre los antiguos y los modernos 146, se preocupa Fontenelle, como lo hacían también Saint-Sorlin, Perrault y otros, del sentido que el movimiento histórico tiene para el hombre y para toda la naturaleza. e· Es un movimiento de avance o de regresión? ¿Eran los árboles, los animales o los hombres de los tiempos antiguos mayores y más vigorosos que los de ahora? c·Cómo saberlo? Fontenelle prueba (/) que no eran mejores árboles, animales ni hombres los antiguos en virtud del principio cartesiano de la permanencia de los procesos naturales y de las esencias. La demostración es, pues, totalmente deductiva y apriórica, pero Fontenelle la toma como indiscutible y de ahí puede inferir que si los hombres antiguos fueron los inventores y descubridores de caminos del progreso fue sencillamente porque vivieron antes. No ha habido una regresión del cerebro humano. Pero ¿no parecen confirmar esta regresión los períodos decadentes de la historia? No. Dichos períodos se explican por sucesos desgraciados (guerras, invasiones 'bárbaras, etc.) y también-y este sérá el argumento faz¡orito del siglo- por los malos gobiernos e instituciones, que imponen el oscurantismo, el prejuicio y la ignorancia 147 . 3. Por su parte, Bayle encarna otro modo de hacer la Historia, modo que pudiéramos llamar posititJista. Con él la Historia se cont't'erte en ciencia modélica entre las del espíritu, como la Matemática es el prototipo del conocimiento exacto. La certeza que proporciona la ciencia histórica es diferente, pero no menor, que la de la Matemática, pues, hablando con rigor, tenemos más certeza de que Cicerón existió que la que pueda haber acerca de la existencia real de los entes que define la matemática pura 148 • Su Proyecto de un Diccionario crítico y su posterior Diccionario histórico crítico 149 no pretendían ninguna Filosofía de la Historia, pues dan por supuesto que no hay un sentido en esa cadena de acontecimientos. Bayle no pretende, apoyándose en los hechos, componer una interpretación global de la historia, sino pura y simplemente conocer esos hechos, descubriéndolos de entre todo lo que los oculta. Como dice Cassirer, la

145

N. Hampson, ob. cit., pág. 202.

146

Poesías pastorales ... con un tratado sobre la nat11raleza de la égloga y 11na digresión sobre los antig11os y los modernos, publicada en París, 1688; copiosas edic. de Obras Completas: «Oeuvres

diverses>>, París, 1715 (la digresión, en el vol. VI); Londres, 1707, etc.; Amsterdam, 1742; La Haya, 1728-1729, etc. 147 Ver J. Bury, La idea del progreso, ob. cit., págs. 98-102. 148 E. Cassirer, Filosofía de la If11stración, ed. cast. México, 1950, págs. 227-228.. . . 14 9 P. Bayle, Proyecto y fragmentos de 11n Diccionario crítico, Rotterdam, 1692; Drccronarro histórico y crítico, Rotterdam, 1697.

53

Historia, de este modo y paradójicamente, casi consiste ,en ir detectando lo falso~ que útá entorpeciendo el acceso a lo verdadero, para que esta verdad

histórica quede obt/ia ante el lector 150 . 4. El Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, que VoltaJ:re _preparaba cuando apareció el Espíritu de las leyes y no vio ultimado hasta 17 56, se instala en esa perspectitM que antes señalábamos: lo importante es seguir el avance de la humanidad y no detenerse en las batallas de cualquier rey. Dicha concepción de la Historia queda explicitada en el Prólogo con la soltura a que su autor nos tiene acostumbrados: en la inmensidad de datos históricos no interesan los príncipes indignos y bárbaros; c·par~ qué cargar la memoria con reyes vulgares? Lo que interesa conocer es el espíritu, las costumbres, los modos de las principales naciones 151 . 5. D'Alembert reclamaba desde la Enciclopedia -un hombre a la vez sabio y filósofo, es decir, un hombre muy raro, para ocupar una necesaria cátedra de Historia y la estudiara como ciencia útil y experimental 152 • El enciclopedista pensaba en que tal cometido podría haberlo cumplido Montesquieu, t'erdadero arquitecto de la Historia, a sus ojos 153 • Pero ést~ había ya muerto. Aunque puede discutirse, y se ha discutido, la conveniencia de llamar historiador a Montesquieu, es bien cierto que en el Espíritu de las leyes intenta montar una Sociología Política sobre bases históricas; y lo mismo hace con su Teoría Política o de los gobiernos. Además se ocupó de la Historia en La grandeza de los romanos; e incluso se pronunció sobre el estatuto científico de ella. Montesquieu es, pues, un escritor político que utiliza la Historia como vasto campo de obsert'ación en el que es posible detectar las constantes o relaciones necesarias (/as leyes) de las distintas formas de gobierno contempladas en su devenir. La Historia es una ciencia de hechos, no de milagros, ni de deseos, ni del deber-ser: «Es admirable --dice- ver a un historiador juzgar lo que los hombres han hecho por lo que habían debido hacer. Con esta manera de razonar no habría Historia» 154. Por otra parte, la Historia no puede estar basada en «obras de ostentación», como son los testimonios de los poetas y de los oradores. Tampoco en las pasiones; ni en los prejuicios. Es necesario una cuidadosa crítica de las fuentes. Por lo demás, ha sido

150

E. Cassirer, ob. cit., págs. 228-230. Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones; en la edición francesa de Obras Completas de París, 1867, vol. III, págs. 48b-49a. 152 D'Alemberr, Experimental, artículo inserto en el romo VI de la Enciclopedia, 1.a edición, 1756, pág. 301b. 153 Id., Elogio del Presidente Montesquim, en el romo V de la Enciclopedia, 1755, pág. VII. 154 Espíritu de las leyes. XXXI, 16. 151

54

concebida la Historia con lamentable frecuencia como narración bélica, cuando lo que interesa es los modos de z;ida, las leyes. La tarea del historiador no es tanto narrar hechos cuanto encontrar . con ellos un sentido al dez·enir histórico, bmcar los ejes causales, el hilo conductor 155 . En una palabra: reducir la Historia a sistema. Cosa distinta es el uso que MonteJquieu hace de tan escrupulosa toma de posición metodológica, de la que prescinde a menudo. Pero el camino de. la Historia como ciencia causal, como la ciencia útil y experimental que quería D'Aiambert, estaba abierto. 6. Por su parte, Turgot proyectó a los veintitrés años unos ambiciosos Discursos sobre la Historia U ni versal, que no llegó a escribir. Pero con el proyecto parcial que de ellos nos ha quedado y con un par de conferencias que sobre el tema pronunció en la Sorbona, se publicó en 17 50. un Cuadro filosófico de los sucesivos progresos del espíritu humano, cuyo título daría la pauta para el de este libro que presentamos. En este escrito, más que Historia vemos Filosofía de la Historia. Para Turgot, el dez,enir histórico muestra el progreso de la Humanidad, alternando períodos de calma con otros de crisis. Pero este progreso ha sido mot'ido no sólo por la razón, sino también por las pasiones, sobre todo en los primeros estadios de la evolución, cuando la razón aún no había podido hacerse con su hilo conductor. Para Turgot, en cualquier caso, sigue habiendo progreso incluso en tiempo de crisis, igual que un río desaparece bajo tierra en ciertos trechos de su curso para aparecer de nuevo mayor y más majestuoso. La marcha del progreso es, sí, irregular, pero bastante continua. En dicha concepción -comenta A. Cento 156- se mezclan las intuiciones de Vico y de Herder: la hiJtoria aparece guiada por una mano im,isible, a la que bien puede llamarse Providencia. La Providencia de Vico es astuta, como la razón de Hegel, y se realiza siempre a pesar de las atrocidades que conocemos. Con lo cual tenemos 'como dios-historia el dios-naturaleza desacralizado de la Ilustración, aunque a mucha distancia ya del providencialismo de Bossuet, pues ahora no se especula sobre el triunfo de la religión verdadera, sino en torno a la felicidad humana y a la civilización. Estamos, como dice Cento, ante un «residuo teológico» en la Filosofía de la Historia. Propone Turgot dos leyes del desarrollo histórico. Una es la de que cada paso hacia el progreso acelera el ritmo que éste sigue. La segunda contempla la evolución intelectual a través de tres estadios, que anticipa claramente la concepción comtiana, aunque Turgot -sería demasiado 155

156

Ibídem, XXX, 2 y 11. A. Cento, Dei manoscritti del «Tableau» di Condorcet, Milán, 1955, págs. 99-101.

55

pedirle en 17 50- no extrae de ella todo lo que después supo encontrar el fundador de la Sociología 157

6.2.

La Filosofía de la Historia de Condorcet: el progreso

A este libro de Los progresos del espíritu humano se le ha objetado más de una z-ez que no es propiamente un libro de Historia a pesar de que dice ser el «bosquejo de un cuadro histórico». En efecto, Condorcet no es un hiJtoriador, ni tiene una formación tan completa en Historia como para no disparatar en ocasiones. Así, por ejemplo, no parece interesado en mostrar grandes conocimientos de la Edad Media, ni tampoco de la hiJtoria de Roma; por otra parte, la cronología del libro es bastante diJcutible y hace frecuentes afirmaciones muy atenturadas sin proporcionar la prueba. De todos modos, y aun reconociendo lo fundado de muchas de esas críticas, conz,endría aclarar inmediatamente que este Bosquejo, como st/ propio nombre indica (Condorcet lo llamó en un principio Prospectus), no estaba destinado a ser sino una simple introducción de una obra de notables dime~sio~eL Sólo las notas manuscritas que se consertan cuadriplican la extensión del Bosquejo. . Ello explica, a mi juicio, el tono dogmático que a z·eces contienen estas páginas: el aparato científico debería contenene en el libro, no en la panorámiC""r:l que quería trazar en la introducción. Lo dice él mismo en la Presentación del Bosquejo: «Me limitaré a presentar aquí los rasgos principales que caracterizan cada una de las épocas; no daré inás que los conjuntos, sin detenerme en las excepciones ni en los detalles» 158• Por eso in.riste reiteradamente a lo largo de e.rtas páginas en que todo lo que anuncia se verá en el grue.ro de la obra: expondremos, mostraremos, veremos ... Y ya al final del Bosquejo lo dice una vez más: «Hemos expuesto la.r pruebas que en la propia obra recibirán, por .ru desarrollo, una fuerza mayor» 158bis. Por lo demás, a falta de H iJtoria, el racionaliJta Condorcet procede con ab.rtracciones y no pocos apriorismo.r en más de una ocasión, y así lo indica él mi.rmo en la Introducción, cuando explica .r11 metodología. Relata los progreso.r d11rante la prehi.rtoria razonando por analogía con lo.r Períodos propiamente históricos; del mi.rmo modo, expone el progreso del e.rpíritu h11mano como si é.rte fuera uno solo en eLmundo, como Ji los

'\hombres formaran un solo pueblo: y, así también, extrapola los progresos 159 hiJtóricos en una prospectiz·a de futuro . Condorcei concibió la hi.rtoria de la cirilización en nuez·e épocas a las que él añadía una décima en la que, hablando «con el ímpetu de un profeta», extrapola los dato.r hi.rtórico.r hacia el futuro en un apasionante ejercicio intelectual. Puede reprochársele que su periodización es muy de.rigual. pero s11 propósito no era hacer una Hi.rtoria como narración de grandes suceso.r políticos, .rino como progreso en el saber, en las luchas contra el error y contra los prejuicios. «La historia de estos combates~ .. ompará, por conJig¡¡iente. gran espacio .en eJta obra, y no será, en abso160 luto, s11 parte menos importante o menos útil» . Es, por lo tanto, Condorcet bien consciente de la necesidad de contin¡¡ar la con.rtr11cción científica de la Historia conforme al giro q11e hemos l'enido describiendo: «Hasta aquí -dice- la Historia política, como la de la filoJOfía y la de la.r ciencias, no ha Jido la de unos poco.r hombres. Lo que terdaderamente forma la especie humana, es decir la masa de familias 161 q¡¡e tiren casi enteramente de .ru trabajo, ha sido oltidada» . Se trata. pues.· de recuperarla, de hacer una Historia de esa especie.. humana. de S/1 progreso en la conquiJta de la libertad: «Nos hace falta ... una H iJtoria completamente distinta, que lo sea de los derechos de los hombres. de las l'iciJitudes que han sufrido por doquier y de su conocimiento y diJfr¡¡te» 162. De este modo, dice F. Alengry, la H iJtoria l'iene a Jer el método esencial de la ciencia social. con la que se confunde. pueJ ainbas son un 163 madro de los progresos del espíritu humano, y ese madro es histórico . Estamos en presencia de una concepción histórica desacralizada de la e.i"pecie humana, de las cost11mbreJ, de las imtituciones. No eJ necesario .wponer dogmas teológicos como el paraíso perdido o la redención. ni teorías metafíúcas, como la del eJtado de naturaleza. Las leyes y laJ imtitucioneJ tienen un origen hiJtórico. poJitito. humano. explicable por la razón, no ¡¡n origen celeste 164 . En la primera época («Los hombres se reúnen en población»), trata del estado de conocimientos humanoJ en el origen de la familia y de las tribu.r.· junto a una lengua articuladc1 y a. ciertaJ arteJ sencillaJ .re dan loJ engaíios religiosos más groseroJ.

l59 160 161 162

157

Bury, La idea del progreso, ob. cit., págs. 145-146. 15 K . Los progresos del espíritu humano, pág. 89. ISKbis Ibídem, pág. 246. ).

56

16 -' IM

Ver F. Alengry, ob. cit., págs. 787. Los progresos del espíritu humano. pág. 88. Ibídem, pág. 221. Sobre las Asambleas proz·inriales. ed. Arago, VII, 419. F. Alengry, ob. cit., pág. 789.

Id.. La philosophie politique de la Rét'olution Franrpi.re dam .ron expreJÍón la plu..- élel'ée: Condorret. París, 1938, págs. 13-14.

,57

En una segunda época («Los pueblos pastores: Paso de ese estado al de los pueblos agricultores») se desarrollan las primeras ideas morales, pero también la esclavitud, a la vez que las religiones depuran su liturgia. La tercera época («Progresos de los pueblos agricultores hasta la invención de la escritura alfabética») es vista por nuestro ilustrado con cierta complejidad: la organización social y política se tecnt/ica un tanto, aparecen el despotismo y el feudalismo (?) y la casta sacerdotal guarda las esenci~s del orden establecido. La cuarta (« ProgreJos del espíritu humano en Grecia ... ») es el primer gran paso hacia la libertad, por el camino de la instrucción y de la filosofía. Quinta época: «Progresos de las ciencias desde su división hasta su decadencia.» Abarca el período helenístico y la civilización romana, no demasiado justamente tratada. El cristianismo supuso -dice- un desprecio de la ciencia y una vuelta a la superstición. La época siguiente («Decadencia de las luces hasta su restauración, hacia el tiempo de las cruzadas») es estamental y religiosa. La influencia musulmana fue mucho menos nocit'a que la cristiana, dice seguramente sin mucha comnúión, pero dispuesto a hacer acopio de agravios contra el enemigo más fuerte y más peligroso. Epoca séptima ( « ... hasta la im1ención de la imprenta»). Las ciencias y las artes progresan con el espíritu de libertad y con el libre examen del que se hace uso abundante, aunque cauteloso, en Europa. La octat'a abarca «desde la invención de la imprenta hasta el tiempo en que las ciencias y la filosofía sacudieron el yugo de la autoridad». La Reforma protestante institucionalizó el libre examen. Los librepensadores rompen con los prejuicios. La ciencia y la filosofía (Bacon, Galileo, Descartes) experimentan un at'ance extraordinario, a duras penas contenido por el clero, que sigue dominando las Universidades. La not'ena, última época verdaderamente histórica, nos lleva «desde Descartes hasta la formación de la República Francesa». Llegamos a la plenitud de las luces. Es el triunfo de la matemática y de la física: Newton, Leibniz, Kepler. Se desarrollan las técnicas. Nace la Economía Política ... Es el triunfo de la razón. de la tolerancia, de la igualdad y de loJ derechoJ del hombre. La décima época, como Jabemos, es una especulación «sobre los futuros progreJos del espíritu humano»: el hombre camina hacia s~ perfección indefinida. Son muchos loJ que, sin salir de Francia, se habían ocupado ya de la idea del progreso. Entre ellos, casi todos los ilustrados. Pero es de Turgot de quien, también en esto, se siente Condorcet más cerca. Son Turgot y Condorcet los que dan a la teoría del progreso la forma que habría de

58

conservar, aún con notables diferencias, en el siglo siguiente. Uno y otro quisieron explicar la Historia no en función de los sucesos políticos memorables, sino del Progreso~defhomGre,--porque--a~b~-s-~Jnc17len~-en--qlle~el curso de la historia consiste en el progreso incesante de la libertad, de la razón y de la justicia. Y los dos creen, como creerán Cabaris, Guizot, Saint-Simon y Augusto Comte, que las leyes hirtóricas daban la clave de ese progreso. Ahora bien, como apunta A. Cento, si todo ejtá en dez;enir, si no existen estructuras concluidas sino procesos en continuo cambio, según parece desprenderse del Bosquejo, tampoco el orden' económico se da de una vez Por todas, ni el caduco de aquellos días, ni el burgués que terminaría afirmándose. Pero esto es algo que Condorcet estaba lejos de 165 plantearse . Como le pasaría a Marx con la sociedad comunista le ocurrió a Condorcet con la burguesa. U no y otro creen que la evolución . cambia de signo al llegar a la sociedad definitiva. Lo anterior es prehistoria; . ahora comenzaría la historia auténticamente humana. El devenir, ahora, en vez de llevarnos de un tipo de sociedad a otro, significará una profundización en la igualdad, en la libertad y en la justicia de esa sociedad definitiva felizmente alumbrada. Cuestión de fe, a ojos de muchos. Cuestión de corrección mental en el diseño de los modelos de sociedad, según ·mi particular punto de vista. Esos modelos son ideales, en el sentido monstesquiniano y weberiano del término; es decir: no se dan puros en la realidad, sino combinados en proporciones diferentes. Pero la mente que los diseñó sabe bien, more geometrico, cUáles son sus elementos, sus requisitos, sJ.tJ propiedades y sus consecuencias en caso de que se dieran en la realidad. Si luego resulta que las propiedades y consecuencias son distintas de lo previsto, no es que el diseño fuera erróneo, es que no estamos ante el modelo en cuestión, sino ante una desz,ir:ición o mixtificación suya. . Lo que sucede es que tanto Condorcet como Marx creían -la cuestión de fe es, por lo tanto, otra diferente, secundaria y del a~tor del modelo, no nuestra como estudiosos de las ideas políticas- que su sociedad modélica era real. Marx anuncia la suya, Condorcet cree estar ya viendo la que diseña. Pues bien, ese progreso humano, como az·alaba la incipiente pero ya reconocida teoría biológica del desarrollo de las especieJ, podía ser indefinido científica, social y políticamente. Y su marcha, como indica A. Cento, no es propiamente circular, sino espiral: el círculo no se cierra, sino que sube cada z·ez más alto, sin l'olter a la posición de pc¡rtida, pero incluyéndola en su subida 166. Para este « z·olcán cubierto de niez·e» que era Condorcet, el progreso lo 165 166

A. Cento, ob. cit., págs. 89~90.

Ibidem, pág. 115.

59

es del espíritu y de la inteligencia, de la ciencia y de la filosofía, de la reflexión y de la sensibilidad estética, de los derechos del hombre y de la igualdad, de la supremacía de la ley y de/libre pensamiento, del paetfismo y de/laicismo. De la justicia. Ese progreso es el triunfo sobre la superstición y sobre las iglesias, sobre el fanatismo y sobre la explotación colonial, sobre el esclat'ismo y sobre el machismo. Sobre el despotismo. Sólo hay que saber conducirlo. Y ésa es la tarea que le corresponde a un sistema de legislación y a un sistema de instrucción dignos de tal nombre y de un siglo que, al fin, ha alcanzado las luces.

6.3.

Una legislación sabiamente combinada

6. 3.1.

Abstención e intervención de los poderes públicos

Condorcet, por creer en la espontaneidad igualitaria de las fuerzas humanas, prefiere, en términos generales, el abstencionismo de un estado gendarme: «Con más reflexión --dice- se habría l'Ísto que toda acción en la que la 1 seguridad pública, la tranquilidad y la propiedad no sean turbadas no es incumbencia de las leyes» 166 bis. Asegurados los hombres en el disfrute de sus derechos y dejado de su cuenta todo lo demás, obedecerán entonces libremente a esa fuerza que les llet'a hacia su perfeccionamiento en todas las facetas y que se puedé considerar como el {·nstinto de la especie humana, o, mejor, como la cualidad distintit'a de todo ser sensible dotado del poder de combinar ideas» 167 . Pero también creía en el postulado de la Ilustración, según el cual la legislación --donde y cuando fuera precisa- era un factor importantísimo de conformación de una sociedad. Las naciones no se arruina-n ni se perz·ierten por gusto ni por fatalidad, sino como resultado.de leyes inconz·enientes, fanáticas, /ruto de los prejuicios y no de la razón y de las luces. «e· Cuál es el hábito Z'tÚoso ... incluso el crimen del que no se pueda mostrar su origen, su causa primera, en la legislación, en las imtituciones y en los prejuicios del país ... ?» 168 . «Las costumbres depratadas .ron obra de malas leyes cit't'!es y fiscales; su remedio no puede ct/rane en malas leyes de policía» 169 . «La estupidez del pueblo es obra de las institucione.r sociales y de las supersticiones. Los hombres no nacen estúpidos ni locos, sino que acaban siéndolo» 170 . Por el contrario, una buena legislación,

por ser expresión de la l'oluntad general --o. mejor, de la razón colectit·a 171 -logra superar esos prejuicios, fomenta el progreso y llez·a al país a la felicidad de manera indubitable. «No preguntemos más que a la razón: ella nos dirá que unas buenas leyes cit·iles y criminales, unas leyes de policía bien combinadas y un sistema tributario que excluya para siempre toda imposición indirecta son los objetos inás importantes para la felicidad de los hombres» 172 . «En fin, el bienestar que sigue a los progresos ... de una legislación justa, que se funda en las t'erdades de las ciencias políticas, e· acaso no dispone a los hombres a la compasión, a la benez,olencia y a la justicia?» 173 . Consiguientemente, se postula, de un lado, el abstencionismo y, de otro, la interz·ención -no interz•encionismo- cuando y donlie sea necesaria, y generalmente en forma legislatit'a. Tampoco en ello se contradice Condorcet. En su ensayo De la naturaleza de los poderes políticos en un estado libre logra expresar su pensamiento coherente y completamente: «Un pueblo que se quiera libre y tranquilo necesita unas leyes e instituciones que reduzcan la acciÓn de gobierno a su menor cantidad posible.» Y concluye derechamente: «Esta casi nulidad (de la acción de gobierno) debe ser el resultado de un sistema de leyes sabiamente combinado» 174. Por consiguiente es esta sabia legislación la que debe col~ar al patS en condiciones de z·alerse por sí mismo y hacer innecesaria toda otra intervención de los poderes públicos. Ahora bien, en el punto de partida en que se encuentra Francia en esos momentos, y lo mismo podría decirse de los demás paíse:r, esa interz;ención inicial era necesaria/ debía ser incluso ret'olucionaria puesto que --dice Condorcet- tantos siglos de fanatismo y de tiranía habían llevado al hombre a una total inseguridad en sus derechos. En esta vía jurídicoinstitucional de cambio social y político tienen una decisiva importancia la legislación en materia de instrucción y la reforma /isca/ 175 • Veremos la primera mds adelante. En cuanto a la reforma fiscal, ya hemos aludido alguna vez a que nuestro filósofo postula la sustitución de todos los impuestos indirectos por uno solo directo sobre la tierra, proporcional a su producto neto. En ello ve «una ley fundada en la naturaleza de las cosas», una de esas leyes que «deben parecerle al legislador hechas Para ser eternas» 176 • Era éste uno de los proyectos de Turgot, cuyos efectos 17 1

De la naturaleza de los poderes políticos, XVI, 111-113. Ensayo sobre las Asambleas provinciales, XIV, 412; Ver Vida de Turgot, V, 278 y ss. Los progresos del espíritu humano, pág. 241. 174 De la naturaleza de los ppderes políticos, XVI, 137-138. 175 Ver la Disertación filosófica y política, X, 236-237. 176 Observaciones sobre el libro XXIX del Espíritu de las leyes; cito por la obra de Destut de Tracy «Comentario sobre ei Espíritu de las leyes de Montesquieu», que incluye las observaciones de Condorcet, ed. c~stellana, Córdoba, 1877, pág. 276. 172

166 16 7 168 169

170

Sobre las Asambleas provinciales, XIV, 282. Ibídem, XIV, 412. Los progre.ros del espíritu humano, pág. 241 Ensayo sobre las Asambleas prot,inciales, XIV, 282-283. Disertación filosófica y política, X, 220.

bis

60

173

61

beneficiosos repercutirán --dice Condorcet- en toda la l'ida social. Así lo expresa en zoena de optimismo: «Esta rel'olución en la forma impoJitiz·a produciría a su vez una revolución más o menos lenta en la cultura, en la industria, en el comercio. Y como consecuencia de esta rel'olución, cuyos efectos no se alcanza a prezoer con precisión, quedaría alterada la proporción del producto neto de las distintas tierraL. » 177 . Todo debe tranJcurrir por ese camino de la senci!les que proporciona la razón no empañada por los prejuicios. Y esta sencillez impone sólo dos condiciones a las leyes para ser legítimas: a)

b)

«emanar de un poder legítimamente inJtituido»: y «no l'iolar en ningún punto los derechos naturales que deben consertar» 178 .

O, por decirlo de otro modo, básta con que el gobierno no sea despótico ni tiránico. Por lo demás, el contenido de dicha legiJ!ación podría deducirse «de los princtPios de la razón unil'ersal», para lo cual no hay más que «seguir la naturaleza, obedecer la razón y conformarse a la justicia» 179 , dice en una frase que sintetiza muy bien toda la filosofía -raciona!i.rta, progresista, optimista- de las luces.

6.3.2.

De cómo hacer las leyes. (A propósito de Montesquieu.)

No queda ahí Condorcet. No se limita a exponer los principios generales de una legislación bien combinada, sino que aborda el problema del modo de composición articulada de un ordenamiento jurídico. Fue Condorcet uno de los pocos ilustrados que osaron criticar a Montesquieu. Se opuso, como t•imos, a la dit•tsión del poder legis!atiz•o en cámaras y fuerzas políticas a la manera montesquiniana, y se opuso también al libro XXIX del Espíritu de las leyes, que t1ersa precisamente acerca «Del modo de componer las leyes» 180 • En estas obserz,aciones, Condorcet se complace a t'eces en et'idenciar la extraña lógica del bordelés, sus insuficiencias, su falta de sistemática, su escaso cuidado científico en las citas, etc. Así, le reprocha: «Nunca a'nálisis, nunca discusiones, nunca algún principio exacto; y siempre, únicamente, uno o dos ejemplos que las más de las t•eces no prueban más que una cosa, y es que nada hay tan común como las leyes malas» 181 • Y en

177 Vida de Turgot, V, 197; ver las Cartas de un burgués de New-Haven, XII, 48-49 y 97-98; la Carta de un ciudadano de Estados Unidos, XII, 142-143, etc. 178 Vida de Turgot, V, 259. 179 Memorias sobre la instrucción pública, IX, 79; ver Vida de Turgot, V, 271. 180 Observaciones sobre el libro XXIX del Espíritu de las leyes; ob. y ed. cit., págs. 257-278. 181 Ibídem, 261.

62

otra ocasión: «Confie.ro que me es también imposible percibir la menor conexión entre el título de este capítulo y su primer artículo» 182. Para Condorcet, como ya sabemos, la legislación debe extraerse de los principios de la razón uniz·ersa!, esto es: seguir la naturaleza, obedecer la razón y conformarse a la justicia. Pero si esa razón es um'zrersa!, es misma e idéntica para todos los ciudadanos de un país, incluso para todos los hombres de la tierra. A todos debe convenir una misma legislación, pues sólo una es verdadera y justa. Así, pues, la unzformidad legislativa se impone como conclusión evidente: «Las ideas de umformidad y de seguridad --dice- agradan a todos los entendimientos; y sobre todo a los entendimientos exactos.» Debemos situar el análisis condorcetiano en el contexto de su época y de la lucha contra el sistema de pril'ile · s de é im absolutista que estaba7iñij~ contra a maraña de disposiciones juri~pe­ ~~ado libre, no por prurito jaco ino,-;¡t¡enunca ~ ~idad de pesos y medidas -aclara él mismosol;mente puede desagradar a los curiales, que temen que se minore el número de pleitos: y a los mercaderes, que temen todo lo que hacefáciles y sencillas las operaciones de comercio» 183 . Frente a tanta menudencia de picapleitos y de mercaderes monopolistas o miopes, el racionalista .re rebela l!el'ando hasta el límite la conclu.rión de un sencillo silógiJmo:(«Como la l'erdad, la razón, la justicia, los derechos de los hombres, el interéJ de la propiedad, de la libertad y de la seguridad son los m~smos en todas parte.r, no se descubre la razón para qm todas las prol'incias de un estado y aun todos los estado.r no tengan las miJmas leyes criminales, las mismas leyes cil'iles, las mismas leye.r de comercio, etc) U na b.uena ley debe ser buena para todos los hombres,

como una proposición verdadera lo es igualmente para todos

184

.

De este modo, por lo demás, se facilita el conocirl!iento de los propios intereJes por parte de todas las personas y se contribuye a la igualdad entre lo.r hombres: y la legiJ!ación se 'hace máJsencilla, lo que es rasgo de su idoneidad 185 • Cuatro grupos de leyes diJtingue Condorcet por su objeto 186 • l.

2.

182 183 184

IRS IHó

Penale.r. De policía: que, a su z·ez, pueden ser de dos ttPos: a) las que imponen sacYI/icios a la libertad de lo.r ciudadanos: y b) las que regulan el goce de las cosas comunes, como las calles y lo.r camino.r. Ibídem, Ibídem, Ibídem, Ibídem, Ibídem.

265. 269. 270. 271-273. 27 3-27 4.

63

3.

4.

Ciz•iles. Hay cinco especies de leyes ciz,ifes, cuatro de las cuales se refieren a la propieda.d y la quinta al e{tado de las personas. Por cierto, «e' Por qué en parte alguna del Espíritu de las leyes trata (Montesquieu) de la naturaleza del derecho de propiedad, de sus consecuencias, de su extensión y de sus límites»? 187 Políticas, que regulan: a)

el ejercicio de la potestad legislatiz¡a

reforma. Debe ésta hacerse de modo que no altere la unidad del sistema legislativo. «Estas reflexiones --concluye pertinaz- son sencillas ... y Montesquieu no se ha dignado ocuparse de ellas.»

6.4.

Una instrucción libre de prejuicios

b) · el modo de emplear la fuerza pública e)

d) e)

el modo de tratar en nombre de la nación los gas tos las contribuciones.

Esto es: derecho constitucional, orden público, derecho internacional y derecho financiero y tributario. Y añade lacónico Condorcet: «No hablemos de las leyes del comercio porque el comercio debe ser absolutamente libre.» Una z·ez conocidas las materias propias de la ley, el procedimiento legiJlatiz•o Z'iene explicado en términos que hoy nos parecen demasiado simples, incluso ingenuos 188: l.

2. 3.

4. 5.

6. 7.

187 188

En primer lugar insiste nuestro liberal en que hay que examinar si la ley es necesaria. DespuéJ, reducir el objeto a cuestiones generales y sencillas, tan pocas como sea posible. Ver entonces si la razón, esa razón unit'ersal y uniformadora, nos sugiere alguna respuesta justa. En caso afirmatiz;o, hay que seguirla;. en caso negatiz·o, el criterio debe ser el de la utilidad pública. Las leyes deben ser clruas y no contener más que las palabras necesarias y de sigmficación precisa. Aun así, cont'iene que las leyes z·ayan acompañadas de una exposición de motiz•os, separada del texto de la ley, «como en un libro de matemáticas -de nuez¡o el geómetra- se puede separar la serie d: las proposiciones de la obra misma que contiene su_s demostractones ». Es necesario determinar bien la rama de la legislación que se aborda, para el'itar contradicciones con otras leyes. Debe· regularse l!n procedimiento de reforma de las leyes sin necesidad de esperarse a que los abusos hagan t'er la necesidad de esa

Ibídem, 259. Ibídem, 274-278.

Claro que dtfícilmente ~Puede llegarse a ese ideal legislativo e institucional si no es contando con hombres ilustrados, instruidos. En una nación mayoritariamente instruida no pueden arraigar leyes injustas ni imprudentes: «Los progresos hacia la libertad han seguido, en cada nación, a los de las luces con esa constancia que ez;idencia un nexo necesario entre dos hechos fundados en las leyes eternas de la naturaleza». Así, como consecuencia de esas mismas leyes, no se puede restablecer la ignorancia sin hacer t'olz¡er con ella la servidumbre 189 • La instrucción libera y corrige las desigualdades naturales; la ignorancia esclat/iza, diz1ide la sociedad en clases y consolida la desigualdad 190. e· Disfruta un .rer de sus derechos cuando los ignora?, .re pregunta con agudeza. La imtrucción, por ello, se convierte, en cientos de páginas de la muy t'oluminosa obra de nuestro oh•idado pensador, en protagonista de la etolución, del progreso en libertad, en justicia, en igucddad y en un clima de auténtica seguridad: todo lo cual es explicable por ese racionalismo Íl1snaturalista presente en Condorcet como en tantos pensadores contemporáneos 191 • Los principios morales, políticos y económicos son accesibles a los hombres por cuanto son seres sensibles y dotados de capacidad de razonamiento: sólo hace falta mltiz·ar esa capacidad, y el no haberlo hecho así -dice Condorcet- es la causa de que se haga tan lento y trabajoso Progresar en cuestiones tan sencillas.· «Que ideas tan simples y tan naturales hayan sido ignoradas durante tanto tiempo no debe sorprender si se piensa ... cuán pocos países hay en los que algunos hombres hayan cultitado su razón y durante qué poco tiempo pudieron hacerlo libre-

189

Sobre la necesidad de la instmcción p!Íb!ica, IX, 391; ver Vida de Turgot. V, 290-291. Ver Sobre la necesidad de la imtmcción pública, IX, 392; Me111orias sobre la instrucción p!Íb/ica, IX, 83-86 y 227; I n/orme sobre la organización general de la instrucción príblica. IX, 416-417 y 477-nota; Dismrso de recepción en la Academia Francesa, X, 116. 191 Racionalismo, iusnaturalismo y empirísmo son importantes componentes de las corrientes gnoseológicas y metodológicas del siglo XVIII, en difícil equilibrio, no siempre conseguido. Locke, en quien se dan cita todos esos ingredientes sin posible conciliacióo-porque no era C?nsciente de que su Segundo Tratado sobre el Gobierno Cit,il era, en estV,Pecto, contradictoriO con su Ensayo sobre el entendimiento humano. está presente en ~os los ilustrados franceses. • 190

/

64

65

/

mente» 192 . Los enemigos de las luces son, por ello, enemigos de la libertad y de los derechos de los hombres 193 • De aquí pueden extraerse -y Condorcet no dejará de hacerlo- tres consecuencias, que examinamos a continuación:

a)

Instrucción obligatoria y gratuita

La primera comecuencia consiste en que, al ser el progreso en las luces un factor importantísimo para mejorar la suerte de la humanidad-en todos los órdenes 194 , la instrucción se constituye e-n obligación muy principtd de la sociedad, de las imtituciones, de los poderes públicos, como medio de liberctción, de pnfeccionamiento y, sobre todo, de igualación real de los ciudadanos. Condorcet lo afirma categóricamente y lo jmttfiw en la.r pcdabra.r con qm encabeza s11 Memoria sobre la instrucción pública y lo repite en raria.r ocasiones. Debe ser obligatoria y gratuita, como ahora se dice, para «no dejar mbJistir ninguna desigualdaa que entraiie depen- · dencia», pms dependencia hay cuando uno no es lo s¡¡ficientemente in.rtmido pe~ra ejercer pos sí mismo sm derechos sin someterse a la razón de otro: los indil'iduos desigualmente imtruido.r no ejercen ni d11jmtcm 195 . ig11almente sm derechos: «no combaten con ig11ale.r arma J...» Más aún: precise~mente es en esa Jituación de dependencia por ignorancia, dice Condorcet, cuando el respeto de los derechos, de la independencia per.ronal y de la igualdad se tornan de benéficos en peligro.ros, pues son campo abonado para que la astucia, la impostura, la audacia, la perfidia, la hipocresía, la complicidad, el engaño, la cal11mnia, la ambición. la indignidad, la seducción y el terror ejerzan «bajo la máscara de la libertad, la más z·ergonzosa y feroz de las tire~nías ». Y un pueblo poco im196 tnúdo es incctpaz de arrancar la máscara de los tiranos . Lo miJJno pmde decirse de los der~chos estrictament~ políticos: ~< He~béiJ reserz·e~do al pmblo el derecho de elegtr. Pero la corrupoon, precedtda de la cahmmia ... le dictará Jlf elección ... » En cambio, un pueblo imtmido no 197 'pmde ser presa fácil de los charlatanes embaucadores . Por eso debe ser obligatoria y gratuita la imtrucción, que es el armd infalible para fu mejora social y polítice~. Pero incluso lo es para el ·,progreso moral. Pues, en efecto, frente a otro.r i!mtrados, este inquieto

+

\- - - - 192

19 3 194

V ida de Trago/, V, 288. Carta de un ciudadano de Estados U nidos, XII, 149. En el Ensavo sobre las Asamblms prot•inciales, XIV, 276, llega a decir que ése es el único

medio, pero el pen'samiento de Condorcer es más marizado, como hemos venido viendo Y como veremos más adelante. 195 Memoria sobre la instmcción príblica. IX, 1-9; Informe, IX, 407-408 Y 411-412; Ensayo sobre las Asambleas prot•incia!es, XIV, 290-291. ' 96 Memorias sobre la instmcción príblica, IX, 83-84. 197 Ibídem, 85.

66

marquéJ desemboca en un intelectualismo moral. No puede' sorprendernos despuéJ de lo escrito unas líneas más arriba, pero Condorcet no deja de decirlo explícitamente: ~La Naturaleza enlaza, mediante una cadena indisoluble, la rerdad, la felicidad y Ja l'irtud». El mal moral procede de la ignorancia, de los prejuicios y del fanatismo 198 . Y, por ti/timo, la instrucción debe ser obligación de la sociedad porque pe1/ecciona al hombre inclmo como especie 199. Es decir, que facilita y promml'e el desarrollo integral del hombre.

b)

Necesidad de una ciencia segura

Todo ese ideal de instrucción pública no puede conseguirse si no se . alumbra una ciencia segura, firme, incontrot'ertible, y si no hay libertad para bmcarla. Veamos el primer aspecto, dejando para el apart'ádo·cf~isegtmdo. Para Condorcet es deseable y posible la utilización de los métodos empíricos wantitatiz·os a las ciencias sociales. Se trata de adoptar el talante neu·toniano en las ciencias del espíritu:cf!culo de fas combinaciones y de probabilidades, hechos contados y pesados, efectos sometidos a medida exacta, precisión casi matemática, grados de certidumbre y de terosimilitud, lenguaje simbólico-científico umúrsal como el del Algebra, empleo de estadísticaJ... Sólo así se puede progresar científicamente con seguridad 200 . ~ Con seg11ridad,· aquí está la claz'e. Porque, claro está, no se trata tan sólo de la posibilidad de llegar a la t'erdad, sino también, y muy principalmente, de erradicar el error, de hacerlo imposible. Recordemos lo que en su momento dtjimos en torno al pacto social: el hombre moderno se caracteriza por su inseguridad y su correlatit'a búsqueda de garamías racionales de su Z'ida, del orden político que postula, de la filosofía y de la ciencia qm pro/esa. La ciencia que acaricia Condorcet, caracterizada por ese espíritu newtoniano, «serz,iría para llez'ar sobre todos los objetos que abraza la inteligencia un rigor y una precisión que harían fácil el conocimiento de la verdad y casi imposible el error. Entonces, la marcha de cada ciencia sería tan segura como la de la ciencia matemática ... ». Si bien, para ello, el científico ha de empezar con una cura de humildad y «reconocer qué escasos estamos de ideas precisas y de nociones bien determinadas y bien concertadas entre los espíritus» 201 • Como se t'e, la preocupación por la seguridad no se da sólo en la tarea

19

M

199 200 201

Los progre.ros del espíritu humano, pág. 241. Ibídem, págs. 234 y 244; Memorias sobre la instrucción p!Íblica, IX, 14-25. Los progresos del espíritu humano, págs. 239-240. Ibídem, pág. 246.

67

de construir una sociedad libre, igual y pacífica, Jino también en el quehacer filosófico y científico. Esta pareja actitud en tareas tan importantes ambas para el hombre está indicando un modo tita! e integral ·de estar-en-el-mundo que caracteriza al «hombre nuevo» que surge en el Renacimiento y culmina en el régimen liberal, el hombre bf.trguéJ mesocrático, intelectual, humaniJta, laborioso, industrial, comerciante o jurúta. Se trata, pues, de Jentar con seguridad y de una z·ez las bases de la ciencia para que no haya neceJidad de estar t'o!tiendo Jiempre JObre los principios. (Sólo que, como cada filósofo, quería, él miJmo, poner esas bases, el resultado erq jmtamente el contrario: cada vez se hacía necesario volver sobre los principios.) ConJeguida esa ba.re segura, se dará un proceso mmulatiz·o indefinido: «Los progresos de las ciencias aseguran los del arte de instruir, que a su l'ez aceleran luego los de las ciencias ... » 202

e)

Libertad de cátedra

Pero este progreso de la ciencia y de la inJtrucción no puede producirse sino en tm ambiente de libertad. Condorcet lo expone en términos Jimilares a lo que más adelante se denominará libertad de cátedra: «pues es el poder --dice--el que debe seguir a las luces, y no las luces al poder» 203 . En este punto Condorcet t'uelz·e a ser terminante: puesto que el.hombre ha recibido de la naturaleza una perfectibilidad c11yos límites, si es que exiJten, se extienden mucho más allá de lo que podemos concebir, y puesto que el conocimiento de l'erdades nuez·as es para él el único medio de desarrollar esa jubilosa facultad, «e· qué poder - J e pregurzta- podría tener el derecho de decirle: he ahí lo que neceJitas saber, he ahí el término en que debes detenerte?» Dado que sólo la l'erdad es IÍti! y todo error un mal, c·con qué derecho un poder, cualquiera que fuere, tendría la audacia de determinar dónde átá la una y el otro? 204 .

Pero el Útso es que, como antes decíamos, apenas ha existido nunca este ambiente de libertad para las luces, para las ideas. De esa manera no se adquiere el hábito de reflexionar, motivo por el cual las personaf, en su mayoría, no juzgan por sí mismas, sino que reciben de otros sus opiniones 2os.

Esto es un gran mal social. El plan de inJtmcción debe bmcar no la abundancia de conocimientos ni de teorías, sino poner ante los ojos de los hombres lo que más interesa para sus derechos y para su felicidad, prowrar que sepan decidir por sí mismos, que sean capaces de cumplir las f¡¡nciones públicas para el'itar qm éstas caígan en manos de una oligarquía profeJionalizada, formar hombres seguros, hábiles, que se basten a sí mÍJmOJ" y sepan enjuiciar a sus gobernantes 206 . Ideal humano éste del que no excluye a las mujeres, sino que, por el contrario, postula para ellas, como sabemos ya, la igualdad de la instrucción, incluso la coeducación. Condorcet se presenta, por lo que l'emos y situándolo en Jll contexto histórico, como ideólogo de una pedagogía rel'olucionaria c¡ue b11sca formar no súbditos, .rino ciudadanos. Ño es extraiio, pues, que el plan de inJtrucción condorcetiano influyera en las «bases para /.m plan de inJtmcción pública» dejol'ellanos y en el Informe que Quintct_!!._aPre'Se.!J~t:!_rq~ de Cádiz. Así lo dice M.a Angeles Galino aunque no apoya su afirmación en ningún texto. Menos compartib!e, por lo que hemos t•ÍJto hasta ahora, es la afirmación de esta autora de que Condorcet adolecía de una formación unilateral, lo que le llevó --dice- a orientar su plan pedagógico casi exclusil'amente a las ciencias exactas y experimentales 207 ; asereración ésta que sólo puede hacerse Ji no se ha leído la obra de Condorcet. Esta inJtrucción, · insiJtimos, es piedra de toque de la igualdad hasta en aquellos aspectos que pudiéramos estimar como más inesperados en un pedagogo del .riglo XVIII. Condorcet, con extraordinario sentido de anticipación, se acerca a lo que hoy «desotbren» el estmctualismo. la fiiOJofía del lenguaje y la sociología del conocimiento: a .raber: que los diJtinto.r lenguaje.r o modos de expre.rión en una .rociedad .ron no sólo efecto . .rino también cama de su diti.rión en clases. Así lo dice explícitamente y no con la raguedad de un barmnto: «e.r importante, para el mantenimiento de la ig!!aldad real. que la lengua cese de separar a los hombres en dos dases» 207bis .• No son. ciertamente, desoibrimiento.r de Condon·et. sino hipóteJÍJ flotante.r en la Ilustración francesa, deriradas de una profundización en el estudio de Locke, maestro de todos los <
202

Ibídem, pág. 244 Memorias sobre la instrucción piÍblica, IX, 58-61; ver, más :!mpliamente, 47-67 y el/nforme, IX, 413, 416 y 479-nota. 204 Informe, IX, 515-516. 20 5 Vida de Turgot, V, 289. 203

68

206 Memorias .robre fa imtrucción príblica. IX, 32-33 y 64; Informe. IX, 451; LoJ progreso!" del espí.ritu humano. 262-263. 207 María Angeles Galino, Texto.r pedagógico.r hispanoame1·icanos. Madrid, 1968, págs. Ll, LVI, 820 y 880. zo?b•s Informe, IX, 425-nota.

69

tampoco deja escapar la idea de la alienación psicológica en el trabajo, que había señalado A. Smith, cuya obra capital tradujo y resumió, ·como sabemos. Por eso se opone a la mecanización y a la rutina, consecuencia de la dil'isión del trabajo, que son estupidizantes, que impiden la proyección espiritual del trabajador e introducen en el país una desigualdad humillante, de la que sólo puede salirse mediante la instrucción 208 . «La diz,iJión del trabajo en las grandes sociedades -dice- establece entre las facultades intelectuales de los hombres una distancia incompatible con la~ igualdad, sin la que la libertad no es más que una ilusión engañosa para la clase menos instruida» 209 . Y en otro lugar aboga «para que la dit,isión de oficios y de profesiones no conduzca al pueblo a la estupidez» 210 • Caben, naturalmente dos caminos para el'itarlo. Uno, que no es una solución en modo alguno, sería detener la marcha del progreso y reducir al hombre a la ignorancia. Sólo el segundo camino -buscar la igualdad y expanJión de las luces- es una solución t'erdadera.

bJ En fin, todos estos aspectos eüán recogidos en el libro que presentamos de una forma Jintética y dando por hecho que los progresos del espíritu humano lograrán salz·arlos: «Desde ese momento, los habitantes de un miJmo país, al no distinguirse entre sí por el uso de un lenguaje más tosco o más refinado, al poder gobernarse igualmente por sus propias luces, al no estar ya limitados ... a la rutina de una profesión, al no depender ya ... de hombres hábiles que los gobiernen por un ascendiente necesario, de todo ello resultará una igualdad real, puesto que la diferencia de las luces o de los talentos no puede ya lerantar una barrera entre hombres a quienes sus sentimientos, sus ideas y su lenguaje permiten entenderse» 211 • Al pasar al capítulo de conclusiones, se nos imponen dos de manera baJtante inmediata y están puntualmente extraídas por Condorcet en direnos lugares: a)

Por una parte, se pone de reliez·e que la instrucción es un factor deJencadenante de ese proceso que, frente al círculo t'JÚoso de la pobreza y de la ignorancia, podríamos llamar «círculo t'irtuoso del progreso», lo mismo que t'eÍamos que sucedía con la igualdad. «El z,·erdadero enemigo del género humano es el error», dice con

el vigor expresivo de una sentencia 212 ; y, como no podía ser menos, conocer la verdad es la «única fuente de felicidad pública» 213 • Los efectos maral'illosos de este proceso progresiz·o no Je dejarán sentir inmediatamente. Concorde! sabía bien que la más fácil -y más falaz- crítica a toda política que favorezca el progreso y la igualdad se hace cuando, pasados unos pocos meses, incluso unas pocas sema'nas, se airean los inet/itables desajustes que se producen al operar sobre el anterior régimen· (que, seguramente, había hecho menos durante siglos). El progreso qm desencadena esta instrucción comenzará, sí, desde el primer día; pero sus efectos no se dejarán sentir, en conjunto y como propiamente arraigados, hasta la tercera generación 114 . Para ello, no cabe el abandono, no cabe olz·idar la instrucción del jot'en una z·ez salga de la escmla,· ni siquiera cabe olz,idar la necesidad de educar a los padres para que sepan serlo. La instrttcCión ha de ser permanente, concluye Condorcet muy en línea con la pedagogía más actual 215 • A Sil t'ez, en segundo lugar, la instrucción pública t'iene condicionada por las leyes y por la.r instituciones en un proceso de camalidad recíproca perfectamente coherente con todo el pensamiento de nuestro autor, que huye Jiempre de 1milateralidades y de exclmiz'ismos. La instrucción mejora las leyes y las instituciones, y éJtas mejoran, por su parte, la instrucción.

Aun así, en diz·ersas ocasiones acierta Condorcet a romper e.re círmlo por Sil inii:io, bmcando, Ji no la causa última (en Condorcet nunca es una sola), sí aproximarse al fondo de la cuestión.· En Vida de Turgot lo dice con claridad: «Sin duda, la mayoría de los hombres, obligados, para l'il'ir, a abrazar una profesión que cubre todo su tiempo, no pueden dedicar a Sil inJtrucción sino muy poco de éste: pero, en primer lugar, e.r fácil dane c11enta de que si las leyes fuesen humanas, .ri no condenaran a ninguna clase de ciudadanos a la h11millación, si faz·orecieran la dil'isión de las propiedade.r y de la.r riq11ezas, el número de pobres sería menor y el tiempo q11e en cada fóímilia se podría dedicar a la ed11cación sería meno.r estrecho» 216 . Y en Carta de un. gentilhombre insiste: independientemente del talento de cada cual, el factor económico está condicionando las

212

Dismrso de apertura de la sesión de la Academia Real de Ciencias, (4-IX-?), X, 266. Vida de Turgot, V, 290. Condorcet cifra una generación en doce años. Por consiguiente, la revolución podrí~ estar cumplida, o en francas vías de ello, en un cuarto de siglo. Ver las Memorias ... , IX, 292-296 y el Informe, IX, 451. 215 Informe, IX, 411; ver Memorias ... , IX, :244. 216 Vida de Turgot, V, 291. 213

214

208 209

210 211

Memorias sobre la instrucción pública, IX, 427-428. Informe, IX, 492-493. Memorias ... , IX, 34. Los progmos del espíritu humano, pág. 23 3.

70

71

posibilidades reales de imtrucción y, por lo tanto, impidiendo una real igualdad 217 . Hay que atacar, por conJiguiente, ese factor económico, esa dit'iJión de trabajo en las grandes sociedades, para comeguir la auténtica y real libertad e igualdad, el reencuentro del hombre con la sociedad, la humanización de ésta y la socialización de aquél: «El perfeccionamiento de las leyes, de las instituciones públicas, comecuencia del progreso de estas ciencias (morales y políticas), ¿no tiene por efecto el de aproximar, el de identificar el interés común (sic) de cada hombre con el interé.r común de todos? c·No e.r el fin del arte .rocial el de de.rtruir e.rta opo.rición aparente?» 218

aJ istiremos

a la incorporación social, cultural y política de la

muJer.

Apenas cabe un pensamiento más armonioso y coherente. Todas las piezas se necesitan entre sí. Casi ninguna disonancia. Todo tiene su lugar. Todo parece estar prel'isto. Si la combinación es negatit'a, el país camina a su ruina. Si la combinación es positit'a (instrucción·· legiJ!ación-igualdad-libertad), camina hacia el progreso,· hacia un progreso cuyos límites no se nos alcanza a t·er. ANTONIO TORRES DEL MORAL

6. 5.

Diversas perspectivas del progreso futuro

E.r intere.rante, en fin, pasar ret'i.rta a lo.r distinto.r a.rpectos en que, según Condorcet, iba a progre.rar el hombre si se conduce, como felizmente parece llegado el tiempo, por la razón y no por lo.r prejuicio.r:

a)

b)

e)

d) e)

217 21 M 219

220 2

21

Aumentará la producción gracias a las máquinas, que impondrán, además, la especialización y la racionalización de los procesos productit'OS 219 • Se racionalizará el crecimiento demográfico. La posición condorcetiana en este punto es muy equilibrada. No se había publicado aún el ensayo de Ma!thus sobre la población, que aparecería anónimo en 1798, y ya Condorcet se en/renta con el problema sin el alarmismo malthmiano ni la imeguridad o inconsciencia de los ambientes intelectuales tradicionales, defendiendo una tesis que, con palabras muy de hoy, cc¡bría calificar de «Paternidad responsable» 220 . Se progresará en medicina, en higiene de las viviendas y de los alimentos. Se prolongará con ello la duración media de la l'ida humana a edades sucesit'amente desplazables, de modo que no se le pueda asignar de antemano un término máximo 221 . Sobre todo, se perfeccionarán las leyes y las instituciones públicas. Por último, el progreso destruirá también «los prejuicios que han establecido entre los dos sexos una desigualdad de derechos» y Carta de un gentilhombre, XII, 301; ver Informe, IX, 492. Lo.r progresos del espíritu humano, pág. 241. Ibídem, págs. 236-237. Ibídem, págs. 237-238. Ibídem, págs. 247-248.

72

73 .

EL TEXTO DE LA PRESENTE EDICION

El manuscrito original del Bo.rquejo contiene muchos esquemas y notas que posibilitan varias sistematizaciones del libro y que casi cuadruplican la extensión del texto. Las correcciones y los reenvíos de estas notas son mui numerosos y complejos. La primera edición del Bosquejo data del año V, esto es del propio año 1794 en que muere Corídorcet. Podemos consultarla también ene! Vol. VIII de la primera edición de las Obras Completas, de 1804. Este volumen presenta diferencias respecto del manuscrito y de la muy acreditada edición Arago de Obras Completas, que es de 1847-1849. Esta última también contiene, por su parte, pasajes que no se encuentran en el manuscrito. O. H. Prior, en su edición del Bosquejo, de 1931, decide atenerse al manuscrito sin sus notas por evidentes razones de espacio, pero incluyendo entre corchetes los pasajes incorporados en la edición de Arago para que el lector pueda discriminar entre ambos textos y pueda reconocer el valor de las citas que normalmente se hacen del Bosquejo siguiendo la edición de Arago. Igual criterio sigue F. y M. Hincker en su edición de 1971. La presente edición castellana se ha hecho sobre las de O. H. Prior y F. y M. Hincker (más útil y sin erratas la primera), cotejándolas con la de 1804 y conservando entre corchetes los textos que Arago añade al manuscrito.

75

2.

3.

4.

D)

Ediciones de Obras Completas de Condorcet l.

2.

B)

5. 6.

Cronique de Parú. . Cronique du moú o Cahiers patriotiques. 7. ]o urna! d'instruction socia/e. 8. Bibliotheque de l'homme public (revista de Economía Política).

E)

Obras sobre Condorcet l.

Ediciones de Los progresos del espíritu humano l. 2.

3.

C)

Edición de 1804 (año XIII), Henrichs, Fuchs, Koenig y Levrault, Schóelf y Cia. Existe un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Madrid. Por ella he citado en este trabajo de presentación. Edición de 1847-1849, de Arago, con la colaboración de la hija de Condorcet. Ninguna de las dos es verdaderamente completa.

Periódicos en los que colaboró Condorcet. (Tomado de L. Cahen ob. cit., págs. XVIII-XX.) l. ]o urna/ de la Socie té de 17 89. 2. Bouche de fer. 3. Republicain. 4. ]ournal de PariJ.

BIBLIOGRAFIA

A)

O. H. Prior, EsquiJJe d'un tab/ea11 hiJtorique deJ progreJ de !'eJprit humain. París, 1931. F. y M. Hincker, LeJ progreJ de !'eJprit humain. París, 1971. (En castellano) D. Barnés, Bosquejo de un cuadro hiJtÓrico sobre los progresos del espíritu h11mano. Madrid, 1921, 2 vol.

Otras obras editadas en castellano l.

Escritos pedagógicos, traducción e introducción de Domingo Barnés, Madrid, 1922. Contiene íntegra la l. a Memoria sobre la instrucción pública y un extracto de las otras cuatro, además del Informe completo. 76

Compendio de la riqueza de las naciones, traducido ... con adiciones... por Carlos Marrínez de Irujo, Madrid, 1803. (Existe otra edición de Palma, 1814). Influencia de la ret'olución de América sobre Europa, traducido por T. Ruiz Ibarlucea, prólogo de A. Palcos, Buenos Aires, 194 5. Obserz•aciones sobre el libro XXIX del Espíritu de las leyes; incluido por Desrut de Tracy en su «Comentario al Espíritu de las leyes de Montesquieu>>, Córdoba, 1877, págs. 257-278.

2.

3. 4.

5. 6. 7. 8. 9.

F. Alengry, CoJidorcet, guide de la Réz•olution franc,aise, París, 1904, reimpresión Ginebra, 1971. Id, La philosophie politique de la Réz,olution Franc,aise dans son expresion la plu.r élet•ée: Condorcet, París, 1938. H. Bigot, Les Idées de Condorcet sur l'instruction publiqlle, Poitier, 1912. ]. Bouissounouse, Condorcet, París, 1962. L. Cahen, Condorcet et la Rél'olution /ranc,aise, París, 1904, reimpresión Ginebra, 1970. A. Cento, Dei manoscritti del « T ableau » di Condon·et, Milá"n, 1955. Id, Condorcet e /'idea di progresso, Florencia, 1956. G. Granger, La mathématique socia/e du Marquis de Condorcet, París, 1956. Torau-Bayle, Condorcet, Marquis et phi/osophe, organisateur du monde moderne, París, 1938. (Libro infatiga~}f=-:: .. 77

mente encomiástico y de tono pintorescamente declamatorio, es muy poco útil en general.) En castellano: (Además de las intrucciones citadas de las

ediciones castellanas). 10.

11.

). A. Riestra, Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Madrid, 1978. · (Debe uno resistirse a llamar monografía a este libro.) A. Torres del Moral, Condorcet, un pensador oft,idado, artículo publicado en la Revista del Colegio U niversitario «Domingo de Soto», de Segovia, n. 0 1, 1975.

BOSQUEJO DE UN CUADRO HISTORICO DE LOS PROGRESOS DEL ESPIRITU HUMANO

_,El hombre nace con la_"!facultad de \recibir sensaciones¡, de percibir y ~e distinguir, entre las que recibe, las sensaciones simples de que aquéllas se componen, de conservarlas 1 de reconocerlas, de combinarlas, de comparar esas combinaciones, unas con otras; de comprender lo que tienen de común y lo que las distingue; de asociar, en fin, unos signos a todos los objetos, para reconocerlos mejor, y para facilitar nuevas combinaciones de ellos. Esta facultad se desarrolla en é! por la acción de los objetos exteriores, es decir, por la presencia de ciertas sensaciones compuestas, cuya constancia, ya sea. en su identidad, ya sea en las leyes de su cambio, es independiente de él. También se desarrolla por la comunicación con individuos semejantes a él; en fin, por unos medios artificiales que los hombres llegan a inventar, des¡:>ués de los primeros procesos de desarrollo de esa misma facult;1d.¡ · Las sensaciones están. acompañadas de placer y de dolor; el hombre tiene, asimismo, la facultad de _transformar esas impresiones momentáneas en sentimientos duraderos, dulces o penosos; de experimentar esos sentimientos, a la vista o ante el recuerdo de los placeres o .de los dolores de otros seres sensibles. ~_,...d.u_sa f~cui~ªfL_~Hl'ida a la de formar y combinar id_<:as, nacen, entre él y sus s~m~jaf!!:~.s~--l1nas relaciones de interés y de d~ber, a las que la ____ .. ,

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propia naturaleza asigna la poroon más importante y más preciosa de nuegrª felicidad, y los más dolorosos de nu(:'strc)~ __!?_!ales 1• SI 'nos limitamos a observar, a conocer los hechos generales y las leyes constantes que el desarrollo de <::sas facultadt:s pr<::ser1ta, en lo que hay de común a los diversos individuos de la especie humana, esa ciencia recibe el nombre de metafísica. Pero si consideramos ese mismo desarrollo en sus resultados, en relación con los individuos que existen al mismo tiempo en un espacio dado, y si lo seguimos de unas generaciones a otras, en tonpresenta -e¡ --~:t-1-~~~o de los progresos del espíritu humano~., Este progreso está sometido a las mismas leyes generales que se obserilan en el desarrollo individual de nuestras facultades, puesto que es el ·resultado de ese desarrollo, considerado simultáneamente en un gran número de individuos reunidos en socie~ades. Pero el resultado que cada instante presenta depende del que ofrecían los instantes precedentes; influye 2 sobre el de los instantes que han de se.guirle. Este cuadro es, pues, histórico, toda vez que,sometido a perpetua~- ~a;¡;cio~es·, se forma mediante la observación sucesiva de las sociedades humanas en las ·diferentes épocas que éstas han recorrido. El cuadro debe presentar. eLorden de esos cambios, exponer la influencia que cada instante ejerce' sobre el que le sucede, y mostrar así, en las modificaciones ql1_e la especie hl1mana ha experimentado, y que la han renovado sin cesar en medio de la inmensidad de los siglos, la marcha que la especie ha seguido, los pasos que ha dado hacia la verdad o hacia la felicidad\ Los resultados que el · cuadro presenta nos conducirán, de un modo inmediato, a los medios de asegurar y de acelerar los nuevos progresos que su naturaleza la permite esperar aún. Este es el objeto de la obra que he emprendido, y cuyo resultado será el de demostrar, mediante los hechos y el razonamiento, que la naturaleza no ha puesto límite alguno al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es realmente infinita: que los progresos de esta perfectabilidad, de ahora en adelante independientes de la voluntad de quienes desea1 Seguimos la edición Aragón. El manuscrito renía las palabras: <
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rían detenerlos, no tienen más límites que la duración del globo al que la naturaleza nos ha arrojado. Indudablemente, esos progresos podrán seguir una marcha más o menos rápida, pero tiene que ser c_ontinuada y jamás retrógrada mientras la Tierra ocupe el mismo lugar en el sistema del universo, y mientras las leyes generales de ese sistema no produzcan un trastorno general, ni unos cambios qce ya no permitan a la especie humana conservar y desplegar en él las mismas facultades, ni encontrar los mismos recursos. L~(primer estad()(_sfe civilizacióJ¡ en que se ha observado a la especie humana es el de una sociedad poco numerosa de hombres que viven de la' caza y de la pesca; que no conocen más que el arte grosero de fabricar sus armas y algunos utensilios domésticos, de construir o de excavar sus viviendas; pero que tienen ya un lenguaje para comunicarse sus necesidades, un pequeño número de ideas morales, de las que deducen unas reglas de conducta común; que viven en famflias, que se ajustan a unos usos generales que tienen para ellos el carácter de leyes, y que cuentan incluso con una tosca forma de gobierno. Se comprende que la incertidumbre y la dificultad de proveer a su subsistencia, la inevitable alternativa de un cansancio extremo y de un descanso absoluto, .!LQ.Aejan, en ese estado, Jugar al Qcio en el 9ue el hombre, abandonándose a sus ideas, enriquezca su inteligen~ cia C<)J)_,combinaciones nuevas. Los medios mismos de satisfacer sus 'necesidades dep~riden excesivame~te del azar y de las estaciones, para estimular útilmente una industria cuyos progresos puedan transmitirse; y cada uno se limita a perfeccionar su habilidad o su destreza. personales. Entonces, los progresos de la especie humana tuvieron que ser muy lentos; no podían hacer progresos más que de tarde en tarde, y ~uando se veía ayudada por unas circunstancias extraordinarias. Pero luego vemos que, a la subsistencia obtenida de la caza, de la pesca o de los frutos espontáneamente ofrecidos por la tierra sucede la alimentación producida po/ios animales que el ho~bre aprende a reducir al estado doméstico, conservándolos, nutriéndolos, multiplicándolos. A estos medios se agrega una tosca agricul__ tura; el hombre ya no se contenta con los frutos o con las plantas que encuentra; aprende a formar provisiones, a reunirlas a su alrededor, a sembrarlas o a plantarlas, a contribuir a la reprodu,cción mediante el trabajo dd cultivo. · La propiedad, que, en el ,primer estado, se limitaba a la de los . l ' \lr antma es muertos por el, a la ue sus armas, a la de sus redes, a la de los utensilios de su hogar, pasó a ser, primero, la de su rebaño, y,

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después, la de la tierra que ha roturado y que cultiva. Esta propiedad se transmite a la familia, a la muerte de su jefe. Algunos poseen un excedente susceptible de ser conservado. Si es absoluto, hace nacer nuevas necesidades. Si no tiene lugar más que para una sola cosa, mientras experimenta la escasez de otra, esta necesidad suscita la idea de los intercambios: desde ese momento, las relaciones morales se complican y se multipli~~,n. U na mayor seguridad, un ocio más asegurado y más constante, permiten entregarse a la meditación, o, por lo menos, a una observación continuada. Algunos individuos introducen el uso de dar una parte de su excedente a cambio de un trabajo que les sirve, hasta cierto punto, para no verse obligados a trabajar ellos. Existe, pues, una clase de hombres cuyo tiempo no es absorbido por un trabajo corporal, y cuyos deseos se extienden más allá de sus simples necesidades. La industria despierta; las artes ya conocidas se extienden y se perfeccionan; los hechos que el azar presenta a la observación del hombre, más atento y más adiestrado, hacen brotar las artes nuevas; los hombres se multiplican (a medida que los medios de vida se hacen menos peligrosos y menos precarios); la agricultura, que puede alimentar a un mayor número de individuos en el mismo terreno, sustituye a los otros medios de subsistencia, favoreciendo así aquella multiplicación, que, recíprocamente, acelera los progresos de la agricultura; las ideas adquiridas se comunican más rápidamente y se perpetúan con más seguridad en una sociedad que se ha hecho más sedentaria, más unida, más íntima. La aurora de las ciencias comienza a vislumbrarse ya; el hombre se muestra separado de las otras especies de animales, pues ya no parece limitado, como ellos, a un perfeccionamiento puramente individual. Entre las necesidades que nacen sucesivamente de este último estado, las relaciones más extendidas, más multipljcadas, más complicadas, que los hombres forman entonces entre sí, hacen sentir la necesidad de comunicar sus ideas a las personas ausentes, de perpetuar la memoria de un hecho con más precisión que por la tradición oral, de fijar las condiciones de un acuerdo de un modo más seguro que por el recuerdo de los testigos, de registrar, de un modo menos sujeto a cambios, unas costumbres respetadas, a las que los miembros de una misma sociedad han acordado someter su conducta. AsLAe_jrlY(;ntó__Ja, escrü!lrt:l,· Parece que, al principio, era una auténtica pintura de objetos, a la que sucedió una pintura convencional, que no conservó más que los rasgos característicos. Después, por una especie de metáfora análoga a la que ya se había introducido en el lenguaje, la pintura de un objeto físico expresó unas

ideas morales. El origen de esos signos, como el de las palabras, debió de olvidarse, con el tiempo, y la escritura se convirtió en el ~rte de asociar un signo convencional a cada idea, a cada palabra, y, posteriormente, a cada modificacióq de las idea_s y de las palabras.; 'Entonces hubo una lengua escrita y una lengua hablada, que era necesario aprender igualmente, y entre las que había que establecer una correspondencia recíproca. U nos hombres geniales, eternos bienhechores de la humanidad, cuyo nombre y cuya patria, incluso, se han sepultado para siempre en el olvido, observaron que todas las palabras de una lengua no eran más que las combinaciones de un número muy pequeño de articulaciones anteriores; que el número de éstas, aunque muy limitado, bastaba para formar casi una infinidad de combinaciones diversas. Se les ocurrió dibujar, mediante signos visibles, no las ideas o las palabras que a ella corresponden, sino esos elementos simples de que están compuestas las palabras. \Así se inventó la escritura_alfal;ú~tici;~~un pequeño número de sig~~~ basta para escribirlo todo, de igual modo que un pequeño número. de sonidos bastaba para decirlo todo. La lengua escrita fue la misma que la lengua hablada; sólo fue necesario saber reconocer y formar esos signos poco numerosos, y ·este último paso aseguró para siempre los pn;:>gresos de la especie humana. (Tal vez hoy sería útil establecer una lengua escrita que, reservada únicamente para las ciencias, que no expresase más que las combinaciones de esas ideas simples que son exactamente las mismas en todos los espíritus y que no se emplease más que para razonamientos de un rigor lógico, para operaciones del entendimiento precisas y calculadas, fuese comprendida por los hombres de todos los países y se tradujese a todos sus idiomas, sin poder alterarse como éstos al pasar al uso común. Entonces, mediante una revolución singular, ese mismo género de escritura, cuya conservación no habría servido más que para prolongar la ignorancia, se convertiría, en manos de la filosofía, en un instrumento útil para la rápida propagación de las luces, para el perfeccionamiento ~el método,, de las, ciencias}. Es entre este grado de perfección de las sociedades y aquél en que todavía vemos a las poblaciones salvajes, donde se han encontr-ado todos los pueblos cuya historia se ha conservado hasta nosotros, y que, ya haciendo nuevos progresos, ya cayendo de n~evo en la ignoíancia, ya perpetuándose en medio de esas alternativas o deteniéndose en un cierto limite, ya desapareciendo de la tierra bajo el hierro de los conquistadores, confundiéndose con las nacio-

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nes nuevas, o subsistiendo en la esclavitud, recibiendo, en fin, las luces de un pueblo más ilustrado para transmitirlas a otras naciones, forman una cadena ininterrumpida entre el comienzo de los tiempos históricos y el siglo en que vivimos, entre las primeras naciones que conocemos y los actuales pueblos de Europa. · Se ven, pues, aquí tres partes bien distintas del cuadro que yo me he propuesto trazar. En la primera, donde los relatos de los viajeros nos muestran el estado de la especie humana en los pueblos menos civilizados, nos vemos obligados a adivinar a través de qué escalones el hombre aislado, o, más bien, limitado a la asociación necesaria para reproducirse, ha podido adquirir ese punto de perfeccionamiento cuyo último término es el uso de un lenguaje articulado; es el matiz más· señalado, y, juntamente con algunas ideas morales más extendidas y con un débil comienzo de orden social, el único en que difiere de los animales que viven en sociedad regular y duradera. Así, pues, las observaciones sobre el desarrollo de nuestras facultades son aquí la única guía. A continuación, para conducir al. hombre hasta el punto en que ejerce unas artes, en que ya la luz de las ciencias comienza a iluminarle, en que la sociedad se rige por unas leyes fijas, en que el comercio une a las naciones, en que se inventa, en fin, la escritura alfabética, .I?ode~QL,ªjiªc!ü a Hesa primera guía la historia de las diversas sociedades que han podido observarse en casi todos los grados intermedios, aunque no pueda seguirse ninguna a lo largo de todo el espacio que separa esas dos grandes épocas de la especie humana. · Aquí, el cuadro comienza a ser verdaderamente histórü::_o,- o, más bien, a apoyarse en gran parte sobre la sucesión de hechos que la historia nos ha transmitido; pero es necesario escogerlos de la histotia de diferentes pueblos, acercarlos, combinarlos, para obtener de ellos la historia de un pueblo único, para formar con ellos el cuadro de sus progresos. Desde la época en que se conoció la escritura alfabética en Grecia, la historia se enlaza con nuestro siglo, con el estado actual de la especie humana en los países más ilustrados de Europa, mediante una sucesión ininterrumpida de hechos y de observaciones; y el cuadro del avance y de los progresos del espíritu humano se ha hecho verdaderamente histórico. La filosofía ya no tiene na~a que adivinar, ya no tiene hipotéticas combinacio~es que hacer; ya no le queda más que reunir y ordenar los hechos, y mostrar las verdades útiles que nacen de su encadenamief1ro·y de su conjunto.

Ya no faltaría por trazar más que un último cuadro: el de nuestras esperanzas, el de los· progresos que se reservan para las futuras generaciones y que la c9nstancia de las leyes de la naturaleza parece ásegurarles.:~En él habría que mostrar a través de qué escalones lo que hoy nos parecería una esperanza quimérica pasará, sucesivamente, a ser posible, e incluso fácil; habría que mostrar por qué, a pesar de los éxitos pasajeros de los prejuicios y del apoyo que reciben de la corrupción de los gobiernos o de los pueblos, solamente la verdad debe obtener un triunfo duradero; y habría que mostrar mediante qué lazos la naturaleza ha unido indisolublemente los progresq~de lasJuces y los de la virtud, el respeto de los derechos naturales y la felicidad, cómo esos bienes reales, cuyo imperfecto disfrute puede ser aislado o, inclu.so, a veces, opuesto, deben, por el contrario, llegar a ser inseparables, en el momento en que las luces alcancen, a la vez, un cierto término en un mayor número de naciones y penetren en toda la masa de un gran pueblo, cuya lengua se extendería universalme~te, cuyas relaciones comerciales abarcarían toda la amplitud del globo. Desde el momento en que esta revolución se hubiese operado ya en toda la clase de Jos hombres ilustrados, no se encontrarían ya. entre ellos más que hombres amigos de la humanidad,. ocupados, de común acuerdo, en acelerar los progresos y la fefiddad. (J.a historia de los progresos del espíritu humano debe abarcarla de los errores generales que los han retrasado más o menos, o que los han suspendido, y que, frecuentemente incluso, han hecho retroceder al hombre hacia la ignorancia, tanto como los aconteci'mientos políticos.¡ Las operaciones del entendimiento que nos conducen al error o que nos mantienen en él, desde el sutil paralogismo, que puede sorprender al hombre más ilustrado, hasta los sueños de la demencia, pertenecen a la teoría del desarrollo de nuestras facultades individuales en no menor medida que el método de razonar correctamente o el de descubrir la verdad; y, por la misma razón, la manera en que los errores generales se introducen entre los pueblos, y se propagan y se transmiten y se perpetúan, forma parte del cuadro histórico de los progresos del espíritu humano; Al igual que las verdades que perfeccionan ese espíritu y que lo ilustran, los errores son la consecuencia necesaria de su actividad, de su curiosidad, de esa desproporción siempre existente entre lo que el espíritu conoce y lo que cree que necesita o tiene el deseo de conocer. Se puede observar también que, según las leyes generales del desarróllo de nuestras facultades, deter._q:linados prejuicios han debido de nacer en cada época de nuestro progreso, su influencia ha

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debido de extenderse mucho más allá de esa época, porque los hombres conservan todavía los prejuicios de su infancia, los de su país y los de su siglo mucho tiempo después de haber reconocido todas las verdades necesarias para destruirlos. Por último, se puede observar que, en todos los países, en todos los tiempos, hay errores diferenres, según el grado de instrucción d~ las diversas clases de hombres, así corno según sus profesiones. S1 los errores de los filósofos son nocivos para los nuevos progresos de la verdad, los de las clases menos ilustradas retrasan la propagación de las verdades ya conocidas~ y los de ciertas profesiones acreditadas o poderosas les oponen obstáculos, ésos son tres géneros de enemigos que la razón está obligada a combatir sin cesar, y sobre los que, frecuentemente, no triunfa más que después de una larga y penosa lucha. La historia de esos combates, la del nacimiento, de los progresos y de la caída de los prejuicios, ocupará, p1,1es, un lugar relevante en esta obra, y no será la parte menos importante o la menos útil de ella. [Si existe una beocia de prever los progresos de la especie humana, de dirigirlos, de acelerarlos, la historia de los progresos que ha realizado ya debe ser su primera base. La filosofía ha debido proscribir, sin duda, esa superstición según la cual no podían encontrarse reglas de conducta más que en la historia de los siglos pasados, ni verdades más que en el estudio de las opiniones antiguas. Pero ¿no debe proscribir también el prejuicio que rechaza con orgullo las lecciones de la experiencia? Indudablemente, sólo la meditación puede conducirnos, mediante felices combinaciones, a las verdades generales de la ciencia del hombre. Pero, si la observación de los individuos de la especie humana es útil al metafísico, al moralista, ¿por qué la observación de las sociedades habrá de serlo menos, tanto a ellos como al filósofo político? Si es útil observar las diversas sociedades que existen al mismo tiempo, y estudiar sus relaciones, ¿por qué no ha de serlo también el observarlas en la sucesión de los tiempos? Aún suponiendo que esas observaciones puedan ser descuidadas en la búsqueda de las verdades especulativas, ¿deben serlo cuando se trata de aplicar esas verdades a la práctica y de deducir de la ciencia el arte que debe ser su resultado útil? Nuestros prejuicios, los males que de ellos se deriv~n, ¿no tienen su fuente en los prejuicios de nuestros antepasados? U no de los medios más seguros de desengañarnos de los unos y de evitar los otros, ¿no es el de revelar su origen y sus efectos? ¿Hemos llegado a un punto en que no tengamos ya que temer 88

nuevos errores, ni el retorno de los antiguos; en que ninguna institución corruptora pueda ya ser presentada por la hipocresía, adoptada por la ignorancia o por la pasión; en que ninguna combinación viciosa pueda ya causar la desgracia de una gran nación? ¿Será, entonces, inútil saber los pueblos cómo han sido engañados, corrompidos o hundidos en la miseria? Todo nos dice que alcanzamos la época de una de las grandes revoluciones de la especie humana. ¿Qué hay de más adecuado para ilustrarnos acerca de lo que debemosesperar de ella, para proveernos de una guía segura que nos conduzca en medio de sus movimientos, que el cuadro de las revoluciones que la han precedido y preparado? El estado actual de las luces nos garantiza que será venturosa; pero, ¿no es también a condición de que sepamos servirnos de rodas nuestras fuerzas? Y para que la felicidad que esa revolución promete sea menos costosa, para que se extienda con más rapidez en un espacio mayor, para que sea más completa en sus efectos, (no tenemos necesidad de estudiar en la historia del espíritu hu~ano qué obstáculos hemos de temer, y de qué medios disponemos para vencer esos obstáculos?]. Dividiré en nueve grandes épocas el espacio que me propongo recorrer; [y, en una décima, me atreveré a aventurar algunas apreciaciones sobre. los futuros destinos de la especie humana]. Me limitaré a presentar aquí los rasgos principales que caracterizan cada una de las épocas; no daré más que los conjuntos, sin detenerme en las excepciones ni en los detalles. [Indicaré los objetos y los resultados; será la obra misma la que ofrezca los procesos de desarrollo y las pruebas].

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PRIMERA EPOCA

LOS HOMBRES SE REUNEN EN POBLACION

Ninguna observación directa nos instruye acerca de lo que ha precedido a este estado, y sólo examinando las facultades intelectuales o morales, y la constitución física del hombre es posible conocer cómo ha podido elevarse a este grado de civilización. Algunas observaciones sobre las cualidades físicas que pueden favorecer la primera formación de la sociedad, un análisis sumario del desarrollo de nuestras facultades intelectuales y morales, deben, pues, servir de preliminares al cuadro de esta época. u na sociedad familiar parece natural al hombre, formada, en principio, por la necesidad que los hijos tienen de sus padres, por la ternura de las madres, e incluso de los padres, hacia sus hijos; la duración de estas necesidades ha podido dar tiempo a que naciese y se desarrollase un sentimiento capaz de inspirar el deseo de perpetuar aquella reunión. Esta misma duración ha bastado para hacer sentir sus ventajas. U na familia situada en un suelo que ofrecía una subsistencia fácil ha podido luego multiplicarse y convertirse en una población. . Las que tenían por origen la reunión de varias familias distintas han debido de formarse posteriormente y más raramente, pues dependían de motivos menos apremiantes y de la combinación de un mayor número de circunstancias. El arte de fab~icar armas, de dar una preparación a los alimentos, de procurarse los utensilios necesarios para esa preparación, el arte de conservar esos mismos alimentos durante algún tiempo, ha-

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ciendo provisiones de ellos para las estaciones en que sería imposible obtener otros nuevos: esas artes, consagradas a las necesidades más simples, fueron el primer fruto de aquella prolongada reu~-iÓn y el primer q.rácter que distinguió la sociedad humana de la que forman varias especies de animales,· En algunas de esas sociedades, l~s mujeres c~ltivan, alrededor de las cabañas, algunas plantas que Sirven para alimentación, y que sustituyen el producto de la caza o de la pesca. En otras, formadas en lugares donde la tierra ofrece espontáneamente una alimentación vegetal, el cuidado de buscarla y de r~cogerla comparte con la caza y con la pesca el tiempo de los sal:a¡es. En estas últimas, en las que la utilidad de permanecer umdos no se hace sentir tanto, ha podido observarse la civilización reducida casi a una simple sociedad de familia. Pero casi en todas partes ha podido observarse el uso de un lenguaje articulado. De las relaciones más frecuentes; más duraderas con los mismos individuos, de la identidad de intereses, de las ayudas mutuas que se prestaban ya fuese en las cazas comunes o para resistir a un enemigo, debieron de nacer también tanto ei sentimiento de la justicia como una recíproca adhesión entre los miembros de la sociedad. Esta se transformó, muy pronto, en adhesión a la sociedad propiamente dicha. La consecuencia necesaria de todo ello fue un odio violento un inextinguible deseo de venganza contra los enemigos de la po,blación. ~a necesidad de un jefe, a fin de poder actuar eri común, ya fuese para la defensa contra un enemigo, ya fuese para procurarse ·con menos trabajo una subsistencia más segura y más abundante i~trodujo en la sociedad las primeras ideas de una autoridad polí~ ttca. En las circunstancias en que toda la población estaba interesada, en que ésta debía adoptar una resolución común, debían ser consultados todos los que tenían que ejecutarla. La debilidad de las mujeres, que las excluía de las cazas lejanas y de la guerra, que eran los temas normales de aquellas deliberaciones, las alejó también de .éstas. Como aquellas resoluciones exigían una experiencia no se admitió más que a aquéllos a quienes tal exp~riencia se le~ podía suponer. Las querellas que surgían en el seno de una sociedad perturbaban su ~r:nonía; habrían podido destruirla; era natural que se acordase remltlr la decisión a quienes por su edad, por sus cualidades personales, inspiraban la máxima confianza. Ese fue el origen de las primeras instituciones políticas 1. 1

Condorcet expone muy resumidamente las explicaciones m.ás simples y tópicas acerca del

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La formación de un lengu_a_je hubo de preceder a esas instituciones. La idea de expresar los objetos mediante ~ignos convencionales parece hallarse por encima de lo que era la inteligencia humana en aquel -estado de civilización, pero es verosímil que esos signos no hayan sido introducidos en el uso sino a fuerza de tiempo, gradualmente~ y de una manera en cierto modo imperceptible. La invención del arco había sido obra de un hombre genial; la formación de un lenguaje fue obra de la sociedad entera. Esos dos géneros de progresos pertenecen igualmente a la especie humana. El uno, más rápido, es el fruto de las combinaciones nuevas que los hombres tienen el poder de formar, ayudados por la naturaleza; es el premio a sus meditaciones y a sus esfuerzos. El otro, más lento, nace de las reflexiónes, de las observaciones que se ofrecen a todos los hombres, e incluso de los hábitos que los hombres contraen en el curso de su vida común. [Los movimientos mesurados y regulares se ejecutan con menos fatiga. Quienes los ven captan con más facilidad su orden o sus relaciones. Son, pues, por esta doble razón, una fuente de placer. También el orig~n de la danza, de la música, de la poesía, se remonta a la primera infancia de la sociedad.: La danza se empleó entonce's para la diversión de la juventud y en las fiestas públicas. En aquella sociedad hay canciones de amor y cantos de guerra: incluso se saben fabricar algunos instrumentos musicales. El arte de la elocuéncia no es totalmente desconocido en aquellas poblaciones; por lo menos, se sabe adoptar, en los di.scursos ceremoniales, un tono má·s grave y más solemne; y tampoco entonces les era ajena la exageración oratoria]. La venganza y la crueldad para con los enemigos, erigidas en virtudes; 'la opinión que condena a las mujeres a una especie de esclavitud; el derecho al mando en la guerra, considerado como prerrogativa de una familia; en fin, las primeras ideas de las diversas especies de supersticiones: esos son los errores que distinguen aquella época, y cuyo origen y motivos habrá que investigar y descubrir~ Porque el hombre no adopta sin motivo un error si su primera ~ducación no lo ha presentado, en cierto modo, como natural; si acepta uno nuevo, es porque éste se halla ligado a errores de la infancia, es porque sus intereses, sus pasiones, sus opiniones o los '. acontecimientos le han predispuesto para aceptarlo.

origen de la aucoridad y del dominio social y político del varón. No le interesa discutir este origen, sino la posibilidad de una posterior ordenación distinta mediante un pacto racional.

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Algunos toscos conocimientos de astronomía, los de algunas plantas medicinales empleadas para curar las enfermedades o las heridas, son las únicas ciencias de los salvajes, y ya éstas se muestran infestadas por un amasijo de supersticiones. Pero la historia del espíritu humano nos presenta, también en esa misma época, un hecho importante. En ella pueden observarse los primeros signos de una institución que ha tenido sobre los progresos del espíritu humano las influencias más opuestas; que, después de haber acelerado su marcha, la ha detenido en seguida e incluso la ha hecho retrógrada; que, después de haber alumbrado a los pueblos, los ha precipitado en la ignorancia y en la superstición. Me refiero aquí a la formación de una clase de hombres depositarios de los principios de las ciencias, o de los procedimientos de las artes, de los misterios y de las ceremonias de la religión, de las prácticas de la superstición, frecuentemente incluso de los secretos de la legislación y de la política. Me refiero a esta separación de la espe~ie humana en dos clases: una destinada a enseñar, y la otra hecha para creer; una que oculta orgullosamente lo que se vanagloria de saber, y la otra que recibe con respeto lo que se dignan revelarle;,· una que pretende elevarse· por encima de la razón, y otra que renuncia humildemente a la suya, y que, situándose nuevamente por debajo de la humanidad, reconoce en otros hombres unas prerrogativas superiores a su naturaleza común 2 • Esta distinción, cuyos vestigios nos ofrecen todavía nuestros sacerdotes, a finales del siglo XVIII, se encuentra entre los salvajes menos civilizados, que tienen ya sus charlatanes y sus brujos. Es demasiado general, se descubre demasiado constantemente en todas las épocas de la civilización, para que n.o tenga un fundamento en la propia naturaleza: entre lo que eran las facultades del hombre en aquellos primeros tiempos de las sociedades, .encontrar.e.mos tam~~n la causa de Jª.<:r:.edulidad de los primeros ingenuos, así c~mo la de la grosera habilidad de los primeros impostores. 2 . E~tre todas las causas generadoras de poder social, Condorcer se fija en primer lugar en el conoCJmtento. Ver. págs. 98 y 104.

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SEGUNDA EPOCA

LOS PUEBLOS PASTO RES. PASO DE ESE ESTADO AL DE LOS PUEBLOS AGRICULTORES

La idea de conser,var los animales cobrados en la caza, ya fuese en trampas o con heridas leves, debió de presentarse fácilmente, cuando la mansedumbre de aquellos animales hacía cómoda su custodia, cuando el terreno próximo a l~s viviendas les proporcionaba una alimentación abundante, cuando la familia tenía un excedente, y -cuando podía temer que el mal resultado de otra caza o la destemplanza de las estaciones la redujese a un estado de necesidad. Después de guardar aquellos animafes como una simple provisión, se observó que po.~:lía~ multiplicarse y ofrecer así un recurso más duradero. u feche nstituyó un nuevo recurso; y los productos de un reba que n principio, no era más que un suplemento del producto de la caza, se convirtieron ·en un medio de subsistencia más seguro, más abundante, menos penoso. Así, pues, la caza fue dejando de ser el primero de esos medios, y no tardó, incluso, en dejar de ser contada como tal, conservándose sólo como un placer, como una precaución necesaria para alejar las bestias feroces de los rebaños, que, al haberse hecho numerosos, ya no podían encontrar una alimentación suficiente en torno a las viviendas. U na vida más sedentaria, menos fatigosa, ofrecía un ocio favorable ~ldesarrolío del espíritu humano. Seguros de su s~~bsistencia, ya sin inquietud por sus primeras necesidades, los hombres buscaron sensaciones nuevas en los medios de satisfacerlas. Las arres hicieron algunos progresos; se adquirieron algu-

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nos conocimientos en el arte de alimentar a los animales domésticos, de favorecer su reproducción, e incluso de perfeccionar las especies. Se aprendió a emplear su lana para los vestidos, a sustituir el uso de las pieles por el de los tejidos. t Las sociedad en las familias se hizo más dulce, sin hacerse menos íntima. Como los rebaños de cada una de ellas no podían multiplicarse en igual medida, se estableció una diferencia de riqueza. Entonces, se ideó la distribución de una parte del producto del rebaño con el que no lo tenía, a condición de que éste compartiese la tarea de guardarlo y cuidarlo. Entonces se vio que el trabajo de un hombre valía más de lo que costaba su subsistencia rigurosamente necesaria, y se tomó la costumbre de_ conservar para esclavos a los prisioneros de guerra, en lugar de degollados ,l. La hospitalidad, que se observa también entre los salvajes, adquiere entre los pueblos pastores un carácter más pronunciado, así como también entre los nómadas. Hay más frecuentes ocasiones de ejercerla y de ejercerla recíprocamente, de individuo a individuo, de familia a familia, de pueblo a puefglo, y se somete a unas· reglas. , Por último, como unas familias tenían, no sólo una subsistencia asegurada, sino un excedente constante, y otros hombres carecían de lo necesario, la natural compasión por sus sufrimientos hizo nacer el sentimiento y el hábit9 de la beneficencia .Z. Las costumbres tuvieron que dulcificarse; la esclavitud de las mujeres fue menos dura; las de los ricos dejaron de ser condenadas a trabajos penosos. . U na mayor variedad en las cosas empleadas para satisfacer las diversas necesidades y en los instrumentos utilizados para prepararlas, así como una mayor desigualdad en su distribución, debieron de multiplicar los inte-rcambios y producir una forma ·de comercio; y éste no pudo extenderse, sin hacer sentir la necesidad de una medida común, de una especie de moneda. Al propio tiempo, para alimentar más fácilmente los rebaños, las poblaciones se hicieron más numerosas, y sus viviendas se separaron más, cuando continuaron si~ndo fijas. Por este mismo motivo, se transformaron en campamentos móviles cuando los 1 · •

hombres hubieron enseñado a emplear, a llevar o a arrastrar los fardos a algunas de las especies de an.imales que habían dominado. Cadapació~ 3 tuvo un jefe para la guerra; pero, al estar dividida en varias tribus, por la necesidad de asegurar los pastos, cada tribu tuvo /también el suyo. Casi en todas partes, esta superioridad se asignó a determinadas familias. Los jefes de familias que tenían muchus rebaños, muchos esclavos, y que empleaban en su -servicio a un gran número de ciudadanos pobres, compartieron la autoridad de los jefes de su tribu, como éstos compartían la de los jefes de la nación; por lo menos, cuando el respeto debido ,a la edad, a la experiencia, a las hazañas, les hacía dignos de ello. y_ ~~ ~n esta época de la sociedad donde hay que situar el origen de la esclavitud y de la desigualdad de derechos en la sociedad, entre los hombres llegados a la edad de la madurez. :,Fueron los consejos de los jefes de familia o de los jefes de tribu los que decidieron los litigios, que se hicieron más nu!J1erosos y más complicados, tanto según la justicia natural, como según los usos recoiwcidos; y la tradición de esas mismas decisiones al confirmar los usos, al perpetuarlos, forma una especie de jurisprudencia más regular, más constante. Se había hecho más necesaria. La idea de la propiedad y de sus derechos había adquirido mayor amplitud y precisión. La partición de las herencias, más importante, tenía qu:e someterse a reglas fijas. Las convenciones más frecuentes ya no se limitaban a objetos tan simples; tuvieron que someterse a unas fórmulas; la manera de registrar su existencia, para asegurar su ejecución, tuvo también sus leyes. La utilidad de la observación de las estrellas, la ocupación que ésta les ofrecía durante largas veladas, el ocio de que gozaban los pastores, debieron de aportar algunos pequeños progresos a la astronomía. Pero, al mismo tiempo, se perfeccionaba el arte de engañar a los ...... hombres para despojarlos, y de usurpar, sobre la base de sus opiniones, una autoridad fundada en temores y esperanzas quiméricos. Se establecieron cultos más regulares, sistemas de creencias combinados menos toscamente: Las ideas de potencias sobrenaturales se refinaron en cierto modo; y, con esas opiniones, se establecieron aquí unos príncipes pontífices, allí unas familias o unas tribus sacer-

Condorcer aplica en esre pasaje la smirhiana ,reoría del valor a la formación de la escla-

VItud. 2

Se conforma Condorcer con la explicación más aparente, sin cuidarse de extraer conclusiones de sus propias y exigentes premisas: diferencia entre los que poseen más de lo necesario y. los que sufren escasez.

3 En esta obra utiliza Condorcet el término nación de forma poco rigurosa desde el punto de vista del Derecho Político. Alude con él a toda agrupación más o menos establemente organizada.

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4 U nos párrafos antes ha hablado Condorcet de la fuerza y de_la riqueza como. gener~doras de poder. Ahora vuelve a referirse al conocimiento del que ya hablo al final de la pnmera epoca. Co~ ello completa una visión pluridimensional del poder.

suelo no hacía este cultivo demasiado' penoso, cuando se descubrió el medio de emplear en él los mismos animales que servían a los pueblos pastores para los viajes o para los transportes, cuando los. instrumentos aradores hubieron adquirido una cierra perfección, la agricultura se convirtió en la más abundante fuente de subsistencia, e11-·1a primordial ocupación de los pueblos; y el género humano ··a.Tc:a:nzó su '.tercera época. Desde tiempos inmemoriales, algunos pueblos han permanecido en uno de los dos estados que acabamos de recorrer. No sólo no se han elevado por sí mismos a nuevos progresos, sino que las relaciones que han tenido con pueblos incluso llegados a un grado muy alto de civilización y el comercio que con ellos han establecido no han podido producir esa revolución. ¡~sas relaciones, ese comercio les han proporcionado algunos conocimientos, alguna industria y, sobre todo, muchos vicios, pero no han pod~do arrancarles de esa especie de inmovilidad!. El clima, las costumbres, la natural adhesión de los hombres a las opiniones recibidas en la infancia y a los usos de su país; la natural aversión de la ignorancia po~ toda especie de novedad; la pereza del cuerpo y, sobre todo, la del espíritu, que anulaban el debilísimo impulso de la curiosidad; el imperio que la superstición ejercía ya sobre aquellas primeras sociedades; ésas fueron las principales causas del fenómeno; pero a ellas hay que añadir la codicia, la crueldad, la corrupción, los prejuicios de los pueblos civilizados. Estos se mostraban a aquellas naciones menos civilizadas, como más ricos, más instruidos, más activos, pero también más vic.iosos y, sobre todo, menos felices que ellas. Tales naciones han debido de sentirse, muchas veces, más que asustadas ante la extensión de las necesidades de aquellos weblos, ante los tormentos de su avaricia, ante las eternas agitaciones de su pasión, siempre renovadas. Algunos filósofos han co'mpadecido a aquellas naciones, pero otr~s las h~n alabado: ·han llamado sabiduría y virtud a lo que los primeros llamaban estupidez y p~reza.\ La cuestión planteada entre ellos se encontrará resuelta en el curso de esta obra. Entonces se verá cómo los progresos del espíritu no siempre han idoacompáñádos del progreso de las sociedades haciiTaTeTicidad y la virtud; cómo la mezcla de los prejuicios y de errores ha podido alterar elj;¿ien que deb~ nacer de las luces, ·pero que depende más todavía de su pureza que de s~mplirud. [Entonce-s; se verá que ese paso tormentoso y arduo de iJna sociedad tosca al estado de civilización de los pueblos ilustrados y libres, no es una degeneración de la especie humana, sino una crisis nece-

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dotales, más allá unos colegios. de sacerdotes; pero sielllpre una clase de individuos que se arrogaban unas prerrogativas inauditas, separándose de los hombres para someterlos -rnejor, y tratando de apoderarse en exclusiva de la medicina,de la astronomía, para reunir todos los medios de subyugar los espíritus, d_t; modo que no les quedase posibilidad alguna de desenmascarar su hipocresía ni. ge romper sus cadenas 4 . {Los lenguajes se enriquecieron sin hacerse menos figurados o menos audaces. Las imágenes que empleaban se hicieron más variadas y más dulces: se tomaban tanto de la vida pastoral corno de la vida de los bosques, de los fenómenos regulares de la naturaleza como de sus perturbaciones. Los cantos, los instrumentos, la poes.ía se perfeccionaron, en un ocio que tornaba a los oyentes más apacibles, y por ello más difíciles, que les permitía observar sus propios sentimientos, juzgar sus primeras id61s y elegir entre ellas.] La observaci<)n ha d~Qido de permitir que se advirtiese que det~;rnina.da~- plantas ofrecían a los rebaños una subsistencia mejor o más abundante, y se comprendió la utilidad de favorecer su reproducción, de separarlas de otras plantas que no daban más que una alimentación escasa, malsana, incluso peligrosa; y se llegó a descubrir los medios de hacerlo. De igual modo, en los países donde las plantas, los granos, los frutos ofrecidos espontáneamente por el suelo contribuían, con los productos de los rebaños, a la alimentación del hombre, hubo de observarse también cómo se multiplicaban aquellos vegetales; Y después se trataría de reunirlos en los terrenos más próximos a las viviendas; y de separarlos de los vegetales inútiles, de modo que aquel terreno se reservaba par.a ellos solos; y de resguardarlos de los animales salvajes, de los rebaños, e incluso de la rapacidad de otros hombres .. Estas ideas debieron de nacer también, e incluso antes, en los países más fecundos, en los que esas producciones espontáneas de la tierra bastaban casi para la subsistencia de los hombres. Estos comenzaron, pues, a dedicarse a la agricultura. En un país fértil, en un clima afortunado, el mismo espacio de terreno alimenta con granos y tubérculos a muchos más hombres que si estuviera dedicado a pastos. Así, cuando la naturaleza del

sari~ en su marcha gradual hacia [su perfeccionamiento absoluto( Se vera que ~o es el aumento de las luces, sino su decadencia lo q~e los vicios de los pueblos civilizados·, y que, ' en f'm, 1ha· producido d . eJOS e corromper Jamás a los hombres, las luces los han moderado, cuando no han podido corregirlos 0 cambiarlos] s. 5

Una defectuosa inteiección de Rouss a d d , . . ~ u ruso e mo a esta polem¡ca en· el Siglo XVIII y casi diríamos q.ue desde entonces no h antirrousseauniana. a cesa o. a postura de Condorcet es antijacobina, que no

TERCERA EPOCA

PROGRESOS DE LOS PUEBLOS AGRICULTORES HASTA LA INVENCION DE LA ESCRITURA ALFABETICA

La.•Úniformidad del cuadro que hemos trazado hasta ahora v~ a desaparecer muy pronto .. Ya no son ligeros matices los que separarán las costumbres, los caracteres, las opiniones, las supersti<;iones de los pueblos apegados a sus suelos, perpetuando, casi sin mezcla, una pómera familia. Las invasiones, las conquistas, la formación de los imperios, sus derrumbamientos, tan pronto mezclarán y confundirán a las nacio·~-es, como cubrirán, a la vez, el mismo suelo con pueblos distintos. El azar de los acontecimientos vendrá a perturbar incesantemente la marcha lenta, pero regular, de la naturaleza, frecuentemente a retardarla, y a acelerarla algunas veces. El fenómeno que se observa en una nación, en un determinado siglo, suele tener por causa una revolución llevada a cabo a mil leguas y a diez siglos de distancia; y la noche de los tiempos ha cubierto una gran parte de unos acontecimientos de los que vemos que ejercen sus influencias sobre los hombres que nos han precedido, y, a veces, también sobre nosotros 1• Hay que considerar, en primer lugar, los efectos de este cambio en' una sola nación, e independientemente de la influen<;:ia que las conquistas y la mezcla de los pueblos hayan podido ejercer. ~a agricultura ata al hombre, en cierto modo, al suelo que cul1 Igual idea se encuentra en el breve ensayo de Montesquieu: De la Política (edic. francesa de sus «Obras Completas», París, 1964, pág. 17 4a).

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2 En este párrafo y en los que siguen Condorcet repite la teoría smithiana de la división del trabajo.

Así, a las tres clases que ya podían distinguirse en la vida pastoral de los propietarios, la de los criados ligados a la familia de los primeros, y, por último, la de los· esclavos-, hay que agregar ahora la de losLobr~ros de toda especie y la de los}mercad~r~~~~ Es entonces cuand~, en una sociedad más fija, más unida y más complicada, se. sintió la necesidad de una legislación más regular y más extensa, que fue necesario determinar con una precisión más rigurosa tanto de las penas para los delitos como de las fórmulas para los contratos, y también la necesidad de someter a unas reglas más severas los medios de verificar los hechos a los que era preciso aplicar la ley. · (Estos progresos fueron obra lenta y gradual de la necesidad y de las circunstancias: son unos pasos más en la ruta que habían seguido ya los pueblos pastores.· . En las primeras épocas, la educación fue puramente doméstica, Los hijos se instruían al lado de su padre, bien en los trabajos comunes, bien en las artes que éste sabía ejercer; recibían de él tanto el pequeño número de tradiciones que formaban la historia de la población y la de la familia, como los mitos que en ellas se perpetuaban, a la vez que los usos nacionales, los principios o los prejuicios que debían formar su primitiva moral. En compañía de los amigos~ se adquiría una formación para el canto, para la danza, para los ejercicios militares. En la época a que hemos llegado, los hijos de las familias más ricas recibían una espeéie de educación común, ya fuese en las ,ciudades mediante la conversación de los ancianos, ya fuese en la ,casa de un jefe al que ellos se adherían. Allí se instruían en las -leyes del país, en sus costumbres, en sus prejuicios, y aprendían a cantar los poemas que encerraban su historia. El hábito de una vida más sedentaria estableció entre los dos sexos una mayor lj@~!I~Sli~ Las mujeres ya no fueron consideradas como un simple objeto de utilidad; sólo como esclavas más próximas al dueño. El hombre vio en ellas a unas compañeras, y comprendió, al fin, que podían contribuir a su felicidad. Sin embargo, aun en los países en que las mujeres fueron más respetadas, donde se proscribió la poligamia, ni la razón ni la justicia llegaron a una total reciprocidad en los deberes o en el derecho a separarse, ni a la igualdad en las penas dictadas contra la infidelidad. La historia de esta clase de prejuicios y de su influencia sobre la suerte de la especie humana debe entrar en el cuadro cuyo trazado me he propuesto; y nada servirá mejor para demostrar hasta qué punto su felicidad está vinculada a los progresos de la razón.]

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tiva. Ya no son su persona, su familia, sus instrumentos de caza, lo que le bastaría transportar; ya no son siquiera sus rebaños los que habría podido llevar delante. U nos terrenos que no pertenecen a nadie no le ofrecerían ya subsistencia en su huida, ni para él, ni para los animales que a él se la proporcionan. <,::ada terreno tiene un dueño, único individuo a·quien pertenecen sus frutos. La cosecha, al exceder de los gastos necesarios par.a .. producirla, de la subsistencia y del mentenimiento de los hombres y de los animales que la cultivan, ofrece a ese propietario una riqueza anual, que él no está obligado a adquirir mediante ningún trabajo. En Íos dos primeros estados de la sociedad, todos los individuos, todas ·las familias por lo menos, ejercían aproximadamente todas las artes necesarias. Pero, cuando hubo hombres que, sin trabajo, vivieron del producto de su tierra, y otros, de los salarios que les pagaban los primeros; cuando los trabajos se multiplicaron, cuando los proce¡iimient_os de las artes se extendieron y se hicieron más complica/ dos, el Interés corriún no tardó en imponer la necesidad de dividirlos. Se advirtió que la habilidad de un individuo se perfeccionaba más, cuando se ejercía sobre un menor número de objetos; que la mano ejecutaba con más prontitud y precisión un menor número de movimientos, cuando un prolongado hábito se los había hecho más familiares; que se necesitaba menos inteligencia para hacer bien· üna obra, cuando se había repetido más frecuentemente 2 • Así, mientras una parte de los hombres se dedicaba a los trabajos del cultivo, otros preparaban sus instrumentos. La custodia del ganado, 1Ia economía interna,, la fabricación de tejidos, también se convirtieron ~n oc'upaciones separadas. Como en las familias que no tenían más que una propiedad reducida, uno solo de esos empleos no bastaba para ocupar todo el tiempo de un individuo, éste tenía que repartirse entre varios: Muy pronto, al 1):1ultiplicarse las sustancias empleadas en las artes y al exigir su naturaleza unos procedimientos diferentes, las que tenían necesidades análogas formaron géneros distintos, a cada uno de los cuales se adhirió una clase ~artic.Lil
Algunas naciones permanecieron dispersas por los campos. Otras se reunieron en las ciudades, que se convirtieron en la residencia del jefe· de la naciorl; y de los jefes de la tribu que compartían su poder, y de los ancianos de cada familia. Allí era donde se decidían las cuestiones comunes de la sociedad, donde se juzgaban los problemas particulares. Allí era donde se reunían las riquezas más preciosas, para protegerlas contra los bandidos que debieron de multiplicarse al mismo tiempo que aquellas riquezas sedentarias. Cuando las naciones permanecieron dispersas por su territorio, el uso determinó un lugar y una época para las reuniones de los jefes, para las deliberaciones sobre los intereses comunes, para los tribunales que pronunciaban las sentencias. Las naciones que se reconocían un origen común, que ,hablaban la misma lengua, sin renunciar a hacerse la guerra entre. ellas, formaron casi siempre una federación más .o menos íntima; acordaron reunirse, ya fuese contra enemigos éxtranje~os, ya fuese para vengar mutuamente sus ofensast La hospitalidad y el comercio produjeron también algunas_relaciones constantes entre naciones diferentes por su origen, por sus costumbres y por su lenguaje: relaciones que el bandidaje y la guerra solían interrumpir, pero que en seguida se renovaban, gracias a la necesidad, más fuerte que el amor al pillaje y que la sed de venganza. Degollar a los enemigos vencidos, despojarlos y reducirlos a la esclavitud, ya no fueron las únicas reglas que se observaron entre las naciones enemigas, Las cesiones de territorio, los rescates, los tributos, ocuparon, en parte, el lugar de aquellas violencis bárbaras. En esta época, todo hombre que poseyese unas armas era soldado; el que las tenía mejores, el que había podido ejercitarse más en su manejo, el que podía proporcionarlas a otros a condición de que éstos le siguiesen en la guerra, el que podía subvenir a las necesidades de estos hombres mediante las provisiones que había reunido, era, necesariamente, un jefe 3 ; pero esta obediencia casi voluntaria no implicaba una obediencia servil. Como raras veces había necesidad de hacer unas leyes nuevas; como no había necesidad de gasto público al que se viesen obligados a contribuir los ciudadanos, y como, si llegaba a resultar necesario, debía ser cubierto- por los bienes de los jefes o por las tierras conservadas en común; como la idea de ent'orp~cer la industria y el

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De nuevo la fuerza y la riqueza como raíces del poder.

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com~rcio mediante reglamentos era descónocida 4 ; como la guerra ofensiva se decidía por el consentimiento general; o la hacían voluntariamente sólo aquellos a quienes el amor a la gloria o el gusto del pillaje impulsaban a ello, el hombre se encontraba libre bajo aquellos t~scos gobiernos, a pesar de la herencia casi general . de los primeros jefes, a pesar de la prerrogativa, usurpada 'por otros jefes internos, de compartir entre ellos solos la autoridad política y de ejercer las funciones de gobierno, así como las de la magistratura. -I}ero, muchas veces, un jefe ejercía unas violencias particulares; muchas veces, en aquellas familias privilegiadas, la ambición, el odio hereditario, los furores del amor y la sed del oro, multiplicaban los crímenes, mientras los jefes reunidos en las ciudades, instrumentos de las pasiones de los reyes, excitaban las facciones y las guerras civiles, oprimían al pueblo mediante sentencias inicuas, atormentaban al pueblo mediante los crímenes de la ambición y mediante los pillajes. En un gran número de naciones, los excesos de aquellas familias agotaron la paci.encia de los pueblos: las familias fueron aniquiladas, expulsadas o sometidas a la ley común, en raros casos conservaron su título con una autoridad limitada por la ley común, y se estable-: cieron las que después se llamaron ~repúblicas.\ En otras partes, aquellos reyes rodeados de satélites, porque tenían armas y tesoros que distribuir entre ellos, ejercieron una autoridad absoluta, y ése fue el origen depa tiranÍa\5 . En otros territorios, especialmente en aquell~s donde las pequeñas naciones no se reunieron en las ciudades, las primeras formas de aquellas toscas constituciones se conservaron hasta el momento en que tales pueblos, entregándose al furor de las conquistas, se extendieron por un territorio extranjero. Aquella tiranía no podía tener más que una corta duración. Los pueblos no tardaban en liberarse del yugo impuesto sólo por la fuerza; ni siquiera la opinión habría podido defenderla. La visión de la tiranía era demasiado próxima para que no inspirase más indignación que terror: ni la fuerza ni la opinión pueden forjar cadenas duraderas, a no ser que los tiranos las extiendan a una distancia bastante grande para poder ocultar al pueblo el secreto de su dominación tiránica y el de la debilidad de los hombres a quienes oprimen, dividiéndolos. 4 La idea de libre mercado es constante en Condorcet. La industria y el comercio son actividades naturales; toda regulación las entorpece. 5 Se separa aquí Condorcet de su propia distinción entre tiranía y despotismo, establecida en otras obras y aludida en nuestra introducción.

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La historia de las repúblicas pertenece a la época siguiente, pero la que nos ocupa va a ofrecernos una espectáculo nuevo. Un pueblo agricultor, sometido a una nación extranjera, no abandona sus hogares: la necesidad le obliga a trabajar para sus amos. U nas veces, esta nación se contenta con dejar en el territorio conquistado a unos j_efes para g9be_rnado, a unos .soldados para defenderlo y, sobre t~do, para reprimir a los habitantes, y con exigir 'del pueblo sometido y desarmado un tributo en moneda o en mercancías. Otras veces, se apodera del territorio mismo y lo distribuye en propiedad entre sus soldados y sus capitanes; pero entonces liga cada tierra al antiguo colono que la cultivaba, y lo somete a este nuevo gént;>rc) ck seryidumbbre~ según unas leyes más o menos rigurosás. Un servicio militar, un tributo, son, para los individuos del pueblo conquistador, la condición impuesta al disfrute de esas tierras. En otras ocasiones, la nación se reserva la propiedad del territorio, y no distribuye más que su usufructo, imponiendo unas condiciones similares. Casi siempre, las circunstancias hacen emplear a la vez estas tres maneras de recompensar los instrumentos de la conquista y de despojar a los vencidos. De ahí vemos nacer nuevas clases de hombres: los descendien-tes del pueblo dominador, y los del pueblo oprimido, una nobleza hereditaria, que no debe confundirse con el patriciado de las repúblicas; un puéblo condenado a los trabajo_s, a la dependencia, sin estado a la esclavitud; unos esclavos de la gleba, distintos de l'os esclavos domésticos y cuya servidumbre menos arbitraria puede oponer la ley a los caprichos de sus señores. Podemos observar también aquí elQrig~Q_clc:;l feudalismo, que se ha encontrado en casi todo el globo, e~ las mismas épocas de la civilización, siempre que u~ mismo territorio ha sido ocupado por dos pueblos, entre los cuales la victoria ha establecido una desigual-_ dad hereditaria 6 • ' rE! despotismO,, en fin, fue también el premio de la conquista. Entiendo -aquí por despotismo, para distinguirlo. de las tiranías pasajeras, la presión de un pueblo bajo un solo hombre que lo domina por la opinión, por la costumbre, y, sobre todo, por una fuerza militar, tiranía arbitraria, pero cuyos prejuicios el pueblo está obli-

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gado a respetar, así como a halagar sus caprichos, y a adular su rapacidad y su orgullo.,, Inmediatamente rodeado de un sector numeroso y elegido de esa fuerza armada, o formado por la nación conquistadora, o extraño a la masa del pueblo, rodeado de los jefes más poderosos de la milicia, conservando las provincias por medio de generales que disponen por sí mismos de sectores menores de esa fuerza, reina por el terror 7 , y, entre ese pueblo abatido, o entre esos jefes dispersos y rivales entre sí, nadie concibe la posibilidad de oponerle unas fuerzas que elL~espotismo no pudiera aplastar inmediatamente con las suyas. · Un levantamiento de la guardia de la capital puede ser funesto para el {déspota, pero no debilita el despotismo. El general de un ejército victoriosd puede, al destruir una familia consagrada por el prejuicio, fundar una dinastía nueva, pero es para ejercer la misma tiranía. En esta tercera época; los pueblos qu'e aún no han sufrido la desgracia de ser conquistadores ni de ser conquistados nos ofrecen esas costumbres sencillas y fuertes de las naciones agrícolas, __!:sas costumbres de los tiempos heroicos, cuya mezcla de grandeza y de ferocidad, de generosidad y de barbarie, hace tan atractivo el cuadro y nos seduce hasta e1 punto de admirar esas costumbres y de echarfas de menos. En cambio, el espectáculo de las costumbres que se observan en los imperios fundados por los conquistadores nos presenta, por el contr_ario, todos los matices del {:'nvilecimj~;.nto y de la corrupción, adonde el despotismo y la superstición pueden llevar a la espede humana. ~s ahí donde se ven nacer los tributo_§_ sobre la industria y el com,ercio; las exacciones que hacen comprar el derecho de emplear hspropias facultades según se desee, las leyes que entorpecen al hombre en la ele/ccfén de su trabajo y en el uso de su propiedad, las que ligalil a los hijos a la profesión de sus padres, las confiscacio-A
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Condorcet aplica por extensión el concepto de feudalismo a situaciones de la antigüedad que guardan cierta analogía con las que han merecido en exclusiva dicho nombre por parte de la · historiografía contemporánea.

He aquí la teoría monresquiniana del despotismo sostenido por el temor. Estamos de nuevo ante el problema pseudorrousseauniano acerca de si la civilización ha comportado un verdadero progreso o un retroceso. La cuestión se suscita ahora de la mano de la guerra y de las trabas. al comercio, a la industria y al trabajo que los vencedores suelen establecer.

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han detenido en un límite muy poco avanzado. Pero los hombres ya conocían en ellas esa necesidad de ideas o de sensaciones nuevas, J.)rimer móvil de los progresos del espíritu humano; ese gusto de las superfluidades, del lujo, estímulo de la industria; esa curiosidad que penetra con ávida mirada el velo con que la naturaleza ha ocultado ~us secretos .. Pero ha ocurrido casi e';;?todas partes que, para escapar a esas necesidades, los hombres han buscado, han adoptado, con una especie de furor, los medios físicos para procurarse unas sensaciones que puedan renovarse sin cesar: ése es el hábito de los licores fermentados, de 'las bebidas calientes, del opio, del tabaco, del betel. Son pocos los pueblos en los que no se observa uno de esos hábitos, de donde nace un placer que llena los días enteros 0 se . repite a rodas horas; que impide sentir la ca!:,ga del tiem;o, satisface la necesidad .de estar ocupado o despierto, acaba por embotado Y por prolongar para el espíritu humano la duración de su infancia y de su inactividad; y esos mismos hábitos, que han sido un obstáculo para los progresos de las naciones ignorante.tt o sometidas, se oponen también, en los países ilustrados, a que la verdad difunda en todas las clases una luz igual y pura.] Al exponer lo que fueron las artes en las dos primeras épocas de la sociedad, se verá cómo a las artes que trabajan la madera, la piedra o los huesos de los animales, a las artes de preparar sus pieles y formar tejidos, esos pueblos primitivos pudieron añadir los más difíciles del tinte, de la alfarería, e incluso las comienzos de los trabajos sobre los metales. Los progresos de esas artes habrían sido lentos en las naciones aislad~s; pero las comunicaciones, todavía precarias, que se establecieron entre ellas aceleraron su marcha. Un perfeccionamiento, un procedimiento nuevo descubierto en un pueblo, pasa a ser común a sus vecinos. Las conquistas, que tantas veces han destruido las artes comenzaron por extenderlas, y sirvieron a sus perfeccionamientos: antes de detenerlas o de contribuir a su caída. [Se ven algunas de esas artes llevadas al·más alto grado de per.fección en los pueblos donde la prolongada influencia de la superstición y del des_potismo ha consumado la degradación de todas las facultades humanas. Pero si se observan los prodigios de esta industria servil, no se verá nada que anuncie la presencia del genio: todos los perfeccionamientos parecen allí la obra lenta y penosa de una larga rutina; por todas partes, al lado de esa industria que nos asombra, se perciben las huellas de la ignorancia y de la estupidez que nos revelan su origen.] En las sociedades sedentarias y pacíficas, la astronomía, la medí-

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cina, los primeros conocimientos anatómicos, los de los minerales' y las plantas, los primeros eh~mentos del estudio de los fenómenos de la naturaleza, se perfeccionaron, o, más ~ien, se extendieron por el solo efecto del tiempo, que al multiplicar las observaciones, llevaba, de una manera lenta, pero segura, a captar fácilmente, y casi al primer golpe de vista, algunas de las consecuencias generales a las que esas observaciones debían conducir. Sin embargo, esos progresos fueron muy precarios; y las ciencias habrían permanecido durante mucho más tiempo en su primera infancia si ciertas familias, sobre todo si unas determinadas castas no hub-ieran hecho de las ciencias el único fundamento de su gloria o de su poder. Ya se había podido agregar la observación del hombre y de las sociedades a la de la naturaleza. Ya un pequeño número de máximas de moral práctica y de política se transmitían de unas generacioqes a otras; aquellas castas se apoderaron de ellas; las ideas religiosas, los prejuicios, las supersticiones acrecentaron su dominio. Sucedieron a las primeras asociaciones, a las primeras familias de charlatanes y de brujos, pero emplearon más arte para seducir a unos espíritus menos groseros. Sus conocimientos reales, la aparente austeridad de su~ vida, un desprecio hipócrita por lo que es el objeto de los deseos de los hombres vulgares, dieron autoridad a sus prestigios, mientras esos mismos prestigios consagraban, a los ojos del pueblo, aquellos escasos conocimientos y aquellas hipócritas virtudes. Los miembros de tales sociedades persiguieron, en principio, con ardor casi igual, dos objetivos muy diferentes: uno, adquirir para sí mismos nuevos conocimientos; otro, emplear los que tenían para engañar al pueblo y dominar los espíritus. Sus sabios se ocuparon, sobre todo, de la astronomía; y, a juzgar por los restos dispersos de los documentos 9 de sus trabajos, parece que alcanzaron el punto más alto a que se puede llegar sin la ayuda de anteojos, sin el apoyo de las teorías matemáticas superiores a los primeros elementos . U nas observaciones prolongadas pueden sustituirlos y conducir a un conocimiento de las leyes de los movimientos celestes bastante preciso, para calcular y predecir los fenómenos. Estas leyes empíricas, tanto más fáciles de descubrir cuanto que las observaciones se extienden a lo largo de un mayor espacio de tiempo, podían, sin duda, facilitar la clave de las leyes generales del sistema, ocupar el 9 En todas las ediciones consultadas figura el término mon11ments. Igual sucede en la pág. 222. Podría tratarse de un lapso o de una mala transcripción del manuscrito.

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lugar de todo lo que podía interesar a las necesidades de los hombres, o a su curiosidad, y servir para aumentar el crédito de aquellos usurpadores del derecho exclusivo a instruirles. Parece que se les debe la ingeniosa idea de'las escaJ~s~_(lfírñ:}~t_ü ~as,Jde ese afortunado medio de representar todos los números con -u~- pequeñísimo número de signos 1 y de efectuar, mediante operaciones técnicas muy simples, cálculos que la inteligencia humana por sí sola no podría realizar. Ese es el primer ejemplo de los métodos que duplican las fuerzas del espíritu humano, y con ayuda de los cuales puede ir alejando indefinidamente sus límites, sin que 'sea posible fijar un término en el que, al fin, deba detenerse. , Pero no se advierte que hayan extendido la ciencia de la aritmética más allá de sus primeras operaciones. Su geometría, que contenía lo necesario para la agrimensura ~ para la práctica de la astronomía, se detuvo en la célebre proposición que Pitágoras llevó a Grecia o que él descubrió por sí mismo. Dejaron la mecánica de las máquinas y la de los oficios a quienes tenían que emplearlas. Sin embargo, algunos relatos mezclados con mitos parecen revelar que esa parte de las ciencias fue cultivada por ellos como uno de los medios de impresionar a los espíritus con prodigios. No limitaron su atención a las leyes del movimiento, a la mecánica racional. Si bien cultivaron la medicina y la cirugía, en especial la que tiene por objeto el tratamiento de las heridas, descuidaron la anatomía. Sus conocimientos en botánica, en historia natural, se limitaron a las sustancias empleadas en la medicina o a las de algunas plantas y de algunos minerales, cuyas singulares propiedades podían ser útiles a sus propósitos. Su química, reducida a simples procedimientos sin teoría, sin método, sin análisis, no era más que el arte de hacer determinadas preparaciones, el conocimiento de algunos secretos, tanto de la medicina como de las artes, para deslumbrar a una multitud ignorante, sometida a unos jefes no menos ignorantes que ella. , El progreso de las ciencias no era para ellos más que un fin secti'ndario, un medio de perpetuar o de extender su poder.. No buscaban la verdad más que para difundir errores; no hay que asombrarse de que la hayan encontrado tan pocas veces. Sin embargo, esos progresos, aunque lentos, por precarios que fuesen, habrían sido imposibles si esos mismos hombres no hubieran conocido el arte de la
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tradiciones, de fijarlas, de comunicar y de transmmr los conocimientos, cuando éstos comienzan a multiplicarse. Así, la escritura jeroglífica, o fue una de sus primeras invenciones, o había sido descubierta antes de la formación de aquellas · castas docentes. .Como su finalidad no era la de instruir, sino la de dominar, no sól'6 no comunicaban al pueblo todos sus conocimientos, sino que áclUitera~an con errores los que estaban dispuestos a revelarle; enseñaban al pueblo, no lo que ellos creían verdadero, sino lo que a ellos les convenía 10 : No le en·señaba~ nada, sin alguna mezcla de sobrenatural, de sagrado, de celestial, con el fin de que el pueblo les considerase como superiores a la humanidad, como revestidos de un carácter / divino, como si hubieran recibido del c'ielo mismo unos conocí- ' mientos vedados al resto de los hombres. )Tu_vieron dos doctrinas: una para ellos solos y otra para el pue- j blo{ Muchas veces, incluso, como se dividían en varios órdenes, ~ad~ uno de ellos se reservó algunos misterios. Todos los órdenes inferiores er~n, a la vez, bribones y víctimas, y el sistema de hipocresía no se reveló plenamente más que a los ojos de algunos adeptos. Nada favoreció más el establecimiento de esta doble doctrina que los cambios en los lenguajes, que fueron obra del tiempo, de la comunicación y de la mezcla de los pueblos. ;.L()s hombres de doble doctrina, al conservar para ellos la antigua ¿ la de un pueblo más antiguo, se aseguraron así un lenguaje aparte J 1 • La primera escritura, que designaba las cosas mediante una pintura más o menos exacta, ya fuese de la cosa misma, ya fuese de un objeto análogo, dejó paso a una escritura más simple, en la que la semejanza de los objetos casi había desaparecido, en la qu·e no se empleaban más que signos casi de pura convención, y 1
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Otra vez el conocimiento .como raíz del poder. El lenguaje como efecto e incluso como causa de la división en clases. Más adelante insiste en la misma idea. 11

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; Los sacerdotes, que conservaron el primer /lenguaje alegórico, lo emplearon con el pueblo que ya no podía captar el verdadero s'entido, y que, tomando las palabras en su acepción propia, entendía no se sabe qué absurdos errores, cuando las mismas expresiones no presentaban al espíritu de los sacerdotes más que una verdad muy simple. Y el mismo uso hicieron de su escritura sagrada. El pueblo veía unos hombres, unos animales, unos monstruos, donde los sacerdo.tes habían querido representar un fenómeno astronómico, 'uno de los hechos de la historia del año. Así, por ejemplo, los sacerdotes, en sus meditaciones, se habían creado; 'en' casi rodas pártes, el sistema metafísico de un gran todo, inmenso, eterno, del que todos los seres no eran más que partes, del que todos los cambios observados en el universo no eran más que modificaciones variadas,. cuando ellos no veían en el cielo más que grupos de estrellas sembradas en aquellos inmensos desiertos, planetas que allí describían movimientos más o menos complicados, y fenómenos puramente físicos, resultado de las posiciones de los distintos astros. l,mponían nombres a aquellos grupos de estrellas y a aquellos planetas, a los círculos móviles o fijos imaginados para representar sus posiciones y su marcha aparente, para explicar sus fenómenos. Pero su lenguaje, sus movimientos, al expresar para ellos aquellas opiniones metafísicas, aquellas verdades naturales, ofrecían a los ojos del pueblo el sistema de la más extravagante mitología, y se convertían en el fundamento de las religiones más absurdas, embriagaban al pueblo con todos los errores, lo sometían a rodas las prácticas, lo entregaban a todos los terrores, lo empujaban a todas las acciones vergonzosas y feroces en las que la hip0cresía de sus sacerdotes había visto los medios de dominarlo más absorbentemente, de aumentar el poder de su casta, de satisfacer! sus pasiones naturales. [Ese es el origen de casi rodas las religiones conocidas, que la hipocresía y la extravagancia de sus inventores o de sus prosélitos han cargado en seguida de mitos nuevos. Aquellas castas se apoderaron de la educación para ahormar al hombre de modo que pudiera soportar más pacientemente unas cadenas identificadas, por así decirlo, con su existencia, para alejar de él incluso la posibilidad del deseo de romperlas. Péro, si se quiere saber hasta qué punto pueden llevar esas instituciones su capacidad destructora de las facultades humanas, aun sin la ayuda de los terrores supersticiosos, hay que fijar la atención, por un momento, en China, en ese pueblo que parece no haber precedido a

los otros en las ciencias y, en las arres más que para verse sucesivamente eclipsado por todos; en ese pueblo al que el conocimiento de la, artillería no ha evitado el verse conquistado por unas naciones bá'rbaras; en el que las ciencias, cuyas n~merosas escuelas están abiertas a todos los ciudadanos, son las únicas que conducen a rodas las dignidades, y en el que, sin embargo, sometidas a absurdos prejuicios, esas ciencias están condenadas a una eterna mediocridad; en el que, en fin, incluso la invención de la imprenta ha resultado totalmente inútil para los progresos del espíritu hum·ano.] U nos hombres cuyo primer interés consistía en engañar tuvieron que cansarse muy pronto de la búsqueda de la verdad. Satisfechos de la docilidad de los pueblos, .creyeron que ya no tenían necesidad de nuevos medios para garantizarse la permanencia. Poco poco, ellos mismos olvidaron una parte de las verdades que se ocultaban bajo sus alegorías; de su antigua ciencia, no conservaron más que lo rigurosamente necesario para mantener la confianza de sus dicípulos, y acabaron por ser ellos mismüs las víctimas de sus propias· fábulas. En consecuencia, todo progreso científico se detuvo, incluso una parte de los progre~os que siglos anteriores habían conocido se perdió para las generaciones siguientes, y el espíritu humano, entregado a la ignorancia y a los prejuicios, se vio condenado a una vergonzosa inmovilidad en los vastos imperios que ocupan ~1 continente asiático. Los pueblos que los habitan son los únicos en los que se ha . podido observar, a la vez, ese grado de civilización y esa decadencia. Los que ocupaban el resto del globo, o se han visto detenidos en sus progresos y nos recuerdan todavía los tiempos de la infancia del género humano, o han sido empujados por los acontecimientos, a través de las últimas épocas, cuya historia todavía está por trazar. En la ~poca a que hemos llegado, esos mismos pueblos del Asia ha,b.Íaninventado la escritura alfabética, con la que habían sustituido Ía de los jeroglíficos, tras haber empleado probablemente aquélla, én que a cada idea se adscriben unos signos convencionales, escritura que sigue siendo la única que los chinos conocen hoy. La historia y el razonamiento pueden ilustrarnos acerca de la manera en que ha debido operarse el paso gradual desde los jeroglíficos hasta este último género de caracteres, pero nada puede instruirnos con cierra precisión, ni acerca del país ni acerca del tiempo en que p<:»" primera vez se utilizó la escritura alfabética. Este descubrimiento fue llevado, seguidamente, a Grecia; a ese pueblo que ha ejercido sobre los progresos de la especie humana

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una influencia tan poderosa y tan afortunada, cuyo genio le ha abierto todas las rutas de la verdad; al que la naturaleza había preparado, al que la suerte había destinado para ser el guía d: t~das las naciones, de todas las edades: honor que, hasta ahora, mngun pueblo ha compartido. U no solo ha podido concebir después la esperanza de presidir una _evolución nueva en los destinos del género humano. La naturaleza, la combinación de los acontecimientos parecen haberse coordinado para reservarle esa gloria 12 • Pero no tratemos de penetrar lo q~e ·un porvenir incierto nos oculta todavía. 12

CUARTA EPOCA

Alude Condorcet, naturalmente, al pueblo francés.

PROGRESOS DEL ESPIRITU HUMANO EN GRECIA HASTA EL TIEMPO DE LA DIVISION DE LAS CIENCIAS, HACIA EL SIGLO DE ALEJANDRO

Los grieg9s, disgustados de aquell;s reyes que, declarándose hijos de los dioses, deshonraban a la humanidad con sus pasiones y con sus crímenes, se habían dividido en repúblicas, de las que solamente ~acedemonia reconocía unos jefes hereditarios, pero moderados por la autoridad de las otras magistraturas, sometidos a las 'leyés como los. ciudadanos, y debilitados por la partición de la 'realeza entre los primogénitos de las dos ramas de la familia de los Heraclidas. Los habitantes de Macedonia, de la Tesalia, del Epiro, ligados a los griegos por un origen común, por el uso de una misma lengua, y gobernados por príncipes débiles y divididos entre sí, no podían oprimir a Grecia; pero bastaban para defenderla, en el norte, de las incursiones de· los escitas. Al oeste, Italia, dividida en pequeños estados carentes de todo lazo de unión, no podía inspirar a Grecia temor alguno. Incluso ya casi toda Sicilia y los más bellos puertos de la parte meridional de Italia estaban ocupados por colonias griegas, que, aun conservando lazos de fraternidad con sus metrópolis, formaban, de todos modos, repúblicas independientes. Otras colonias ocupaban las islas del Mar Egeo y una parte de las costas del Asia Menor. Así, pues, la reunión de aquella parte del continente asiático al vasto imperio de Ciro fue, en consecuencia, el único peligro real que pudo amenazar la independencia de Grecia y la libertad de sus habitantes. 114

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La tiranía, aunque más duradera en algunas colonias, y, sobre todo, en aquellas cuyo establecimiento había prec.edido a 1~ destrucción de las familias reales, no podía considerarse más que como un azote pasajero y parcial, que causaba la desgracia de los habitantes de algunas ciudades, sin influir en el espíritu general de la nación. Los griegos habían recibido de los pueblos de Oriente sus artes, una parte de sus conocimientos, el uso de la escritura alfabética y su sistema religioso, pero fue gracias a las comunicaciones establecidas entre ellos y aquellos pueblos, a los desterrados que habían buscado un asilo en Grecia, a los viajeros griegos que habían traído de Occidente las luces y los errores de Asia y de Egipto. Por lo tanto, las ciencias no podían ser allí la ocupación y el patrimonio de una casta determinada. Las funciones de sus sacerdotes se limitaron al culto de los dioses. El genio podía desplegar allí todas sus fuerzas, sin estar sometido a observancias pedantescas, al sistema hipócrita de un colegio sacerdotal. Todos los hombres conservaban un derecho igual al conocimiento de la verdad. Todos podían tratar de descubrirla para comunicarla a todos; y para comunicársela entera. Esta afortunada circunstancia, aún más que la libertad política, dejaba al espíritu humano una independencia, garantía segura de la rapidez y de la amplitud de sus progresos. Pero sus hombres ilustrados, sus sabios, que en seguida tomaron el nombre más modesto de filósofos o amigos de la ciencia, de la sabiduría, no tardaron en perderse en la inmensidad del/plan demasiado extenso que habían adoptado .. Quisieron penetrar la naturaleza del hombre y la de los dioses, el origen del· mundo, el del género humano. Trataron de reducir toda la naturaleza a un solo principio, y los fenómenos del universo a una sola ley. Buscaron un precepto moral del que habían de derivarse todas las reglas de la virtud y el secreto de la verdadera felicidad. Así, en lugar de descubrir verdades, forjaron sistemas, descuidaron la observación de los hechos, para entregarse a su imaginación, . y, al no poder apoyar en pruebas sus opiniones, trataron de defen- · derlas con sutilezas. Sin embargo, aquellos mismos hombres cultivaban con éxito la geometría y la astronomía. Grecia les debió, en esas ciencias, o bien verdades nuevas, o bien el conocimiento de las que ellos habían traído de Oriente, no como creencias establecidas, sino como teorías cuyos principios ellos conocían y cuyas pruebas habían penetrado. . En medio de la noche de aquellos sistemas, vemos brillar, sin

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embargo, dos ideas afortunadas, que reaparecerán también en siglos más esclarecidos. · Demócrito consideraba todos los fenómenos del universo como /" el resultado de las combinaciones y del movimiento de los cuerpos simples, que tienen, esencialmente, una figura determinada e inmutable, que ha recibido un impulso inicial en cada parte, pero que, en su masa, permanece siempre igual. Pitágoras an~n~i~ba que, el universo estaba regido P?r una ar- / monía, cuyos pnnopws deb1an ser revelados por las prop1edades de los números; es decir, que todos los fenómenos estaban sometidos a unas. leyes generales y calculadas. Es fácil reconocer, en esas dos ideas, tanto los audaces sistemas de Descartes como la filosofía de N ewton. Pitágoras descubrió con sus meditaciones, o recibió de los sacerdotes, ya de Egipto, ya de la India, la verdadera disposición de los cuerpos celestes y el verdadero sistema del mundo: lo dio a conocer a los griegos. Pero aquel sistema, demasiado contrario al testimonio de los sentidos, opuesto a las ideas vulgares, no podía entoncés apoyarse en pruebas suficientemente sólidas. Permaneció , oculto en el seno de la escuela pitagórica, y fue olvidado con ella, / para reaparecer, a finales del siglo XVI, apoyado en pruebas más ciertas, que entonces triunfaron tanto de la repugnancia de los sentidos como de los prejuicios de la superstición, más poderosos todavía y más peligrosos. Esta escuela pitagórica se había extendido principalmente por la Magna Grecia, allí formaba legisladores y enemigos de la tiranía, y sucumbió bajo los esfuerzos de los tiranos. U no de ellos quemó a los pitagóricos en su escuela, y ésta fue una razón suficiente, sin duda, no para abjurar de la filosofía, ni para abandonar la causa de la libertad, sino para dejar de adoptar un nombre que se había hecho demasiado peligroso y· para abandonar unas formas que ya no servirían más que para llamar la atención de los enemigos de la libertad y de la filosofía 1• U na de las bases primordiales de toda buena filosofía es la de for~ar para cada ciencia un lenguaje exacto y preciso, en el que éada signo represente una idea bien determinada, bien circunscrita, y la de llegar a determinar claramente, a circunscribir claramente las ideas, mediante un análisis exacto. Los griegos, por el contrario, abusaron de los vicios del lenguaje 1 Anotan M. y F. Hincker (ob. cit., 119) que la predilección de Condorcet por Pitágoras, debida a que era matemáticó, olvida que el pitagorismo era también una doctrina mística.

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común para jugar con los sentidos de las palabras, para embrollar al espíritu en pueriles equívocos, para extraviarlo, expresando sucesivamente, mediante un mismo signo, ideas diferentes. Pero esta sutileza daba perspicacia a los espíritus que extraviaba, cuyas fuerzas agotaba contra dificultades pueriles. Así, esa falsa filosofía, al rellenar unos espacios en que el espíritu humano parece detenerse ante algún obstáculo, no sirve a sus progre~os, pero los prepara; y aún tendremos ocasión de repetir esta observación. Preocuparse por cuestiones tal vez por siempre insolubles, dejarse seducir por la importancia o por la grandeza de los objetos, sin pensar si se contaría con los medios de alcanzarlos, aspirar a establecer las teorías antes de haber reunido los hechos, y construir el universo cuando ni siquiera se sabía aún cómo observarlo era un • ' 1 error, entonces muy disculpable, que había detenido la filosofía en sus primeros pasos. Así, Sócrates, al combatir a los sofistas, al cubrir de ridículo sus yanas sutilezas, exhortaba a los griegos a traer, de nuevo, a la Tierra aquélla filosofía que se perdía en el cielo; no era quf:é desdeñase la astronomía, ni la geometría, ni la observación de los fenómenos de la naturaleza; no era que él tuviese la idea pueril y falsa de reducir el espíritu humano al estudio de la moral, porque es precisamente a · s~. escuela_ y a sus discípulos a quienes las ciencias matemáticas y fisicas debieron sus progresos; porque, entre las burlas que Aristóf~nes le dedica, el reproche que. más motivos de mofa .le pro por- c1ona es el de cultivar la geometría, de estudiar los meteoros; de traza~ cartas geográficas, de hacer observaciones sobre los espejos ustonos, de cuya época más remota, por una notable casualidad, no hemos tenido noticia sino a través de una chanza de Aristófanes. Sócrates sólo quería advertir a los hombres que se limitasen a los objetos que la naturaleza ha puesto a su alcance; que asegurasen cada uno de sus pasos, antes de intentar otros nuevos; que estudiasen el espacio que les rodea, antes de lanzarse al azar a un espacio desconocido 2 • La muerte de Sócrates es un acontecimiento importante en la historia humana; fue el primero de los crímenes que han señalado la guerra de la filosofía y de la superstición; guerra que aún perdura entre nosotros, como la de la misma filosofía contra los opresores de la humanidad, en la cual guerra había marcado época el incendio de ~ . Condorcet par~ce aceptar el ~eparro de papeles que la Historia de la Filosofía ha asignado tradJCtonalmente a Socrates y a los sofistas, y elogia aquí en el primero una actitud que fue central en el movimiento sofístico. ·

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una escuela pitagórica. La historia de estas guerras va a ser una de las partes más importantes del cuadro que nos queda por trazar. Los sacerdotes v_eían con inquietud cómo los hómbres, al tratár de perfeccionar su razón, de remontarse a las causas primeras, descubrían todo el absurdo de sus dogmas, toda la extravagancia de sus ceremonias, toda la superchería de sus oráculos y de sus prodigios. Temían que aquellos filósofos confiasen el secreto a los discípulos que frecuentaban sus escuelas; que ei secreto pasase luego a todos los que, para obtener autoridad o crédito, estaban obligados a dar a su espíritu alguna cultura; que, de este modo, el imperio de los sacerdotes se viese en seguida reducido a la clase más ruda del pueblo, que acabaría también por desengañarse. Sé apresuraron a acusar a los filósofos de impiedad para con los dioses, a fin de que no tuviesen tiempo de enseñar al pueblo que aquellos dioses eran oora de sus sacerdotes. Los filósofos creyeron escapar a la persecución, adoptando, a la manera de los propios . sacerdotes, el uso de una doble doctrina, no confiando más que a unos discípul9s bien probados las opiniones que herían demasiado abiertamente los prejuicios vulgares. Pero los sacerdotes presentaban al pueblo como blasfemias las verdades físicas más simples. Persiguieron a Anaxágoras, por haberse atrevido a decir que el Sol era más grande que el Peloponeso. Sócrates no pudo escapar a sus golpes. Ya no .había, en la Atenas de Pericles, nadie que velase por la defensa del genio y de la virtud. Por otra parte, Sócrates era sumamente culpable. Su aversión a los sofistas, su celo por orientar hacia objetos más útiles la filosofía extraviada, ánunciaban a ,los sacerdotes que el único objeto de sus investigaciones era laverdad; que no quería imponer a los hombres un nuevo sistema, ni someter la imaginación de los atenienses a la suya, sino enseñarles a ·emplear su propia razón; y, de todos los crímenes, éste era el que menos podía perdonar el'orgullo sacerdotal. Fue al pie de la tumba de Sócrates donde Platón dictó las lecciones que de su maes~ro había recibido. Su estilo atractivo, su brillante imaginación, los cuadros risueños o majestuosos, los rasgos ingeniosos y punzantes, que, eo sus Diálof!,OJ, hacen que desaparezca la aridez de las discusiones filosóficas; esas máximas de una moral dulce y pura que ha acertado a difundir en ellos; ese arte con el que sabe poner en acción a sus personajes y conservarle a cada uno su carácter; todas esas bellezas, que el tiempo y las revoluciones de los juicios no han podido marchitar, han debid<) de obtener gracia, sin duda, para los sueños filosóficos 119

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que con excesiva frecuencia constituyen el fondo de sus obras, para ese abuso de las palabras que su maestro tanto había r<_:prochado a los sofistas, y del que no pudo preservar al más grande de sus discípulos. · Nos sorprende; al leer sus DiálogoJ, que sean la obra de un filósofo que, mediante una inscripción colocada sobre la puerta de su escuela, prohibía la entrada· en ella a quien no hubiera estudiado la Geometría; y que quien tan audazmente impugna hipótesis tan huecas y tan frívolas haya sido el fundádor de la secta en que por primera vez se sometieron a un examen riguroso los fundamentos de la certidumbre de los conocimientos humanos, quebrantando incluso los que una razón más esclarecida habría hecho respetar. Pero la contradicción desaparece, si se considera que Platón jamás habla en s~ nombre, en obra alguna; qu~crates, su maestro, se expresa siempre en ellas con la mod-estia de la dudo/ qu~ presenta los sistemas con el nombre de quienes eran sus aut6res, o de quienes Platón suponía que lo eran; q·ue, así, esos mismos diálogos son una escuela de pirronismo, y que Platón ha acertado a mostrar en ellos, a la vez, la audaz imaginación de un sabio que se complace en combinar, en desarrollar brillantes hipótesis, y la reserva de un filósofo que se entrega a su imaginación, sin dejarse arrastrar por ella; porque su razón, armada de una duda saludable, sabe defenderse inclus9 contra los engaños más seductores. Aquellas escuelas en que se perpetuaban la doctrina y, sobre todo, los principios y el método de un primer jefe, respecto a quien sus sucesores se hallaban, sin embargo, muy lejos de una docilidad servil; aquellas escuelas tenían la ventaja de reunir entre sí, mediante los lazos de una libre fraternidad, a los hombres dedicados a penetrar los secretos de la naturaleza. Si la opinión del maestro compartía con excesiva frecuencia la autoridad que no debe pertenecer más que a la razón; si, por esa causa, aquella institución refrenaba un tanto los progresos de las luces, servía para difundirlas más, en un tiempo en que la imprenta era desconocida e incluso los manuscritos eran muy raros, de modo que aq~ellas escuelas, cuya ·fama atraía a los alumnos de todas las partes de Grecia, constituían el medio más poderoso de hacer germinar el gusto por la filosofía y de introducir allí las verdades nuevas. Aquellas escuelas rivales se combatían con esa animosidad que produce el espíritu de secta, y con frecuencia se sacrificaba en ellas el interés de la verdad al de la propagación de una doctrina a la que cada miembro de la secta asociaba una parte de su orgullo. L1 pasión personal del proselitismo corrompía la pasión más noble de 120

ilustrar a los hombres. Pero, al propio tiempo, aquella rivalidad mantenía en los espíritus una útil actividad; el espectáculo de aquellas disputas, el interés de aquellas guerras de qpinión despertaban, atraían al estudio de la filosofía a una multitud de hombres, a quienes el simple amor de la verdad no habría podido apartar de sus negocios, ni de sus placeres, ni siquiera de su pereza. Ppr último, como aquellas escuelas, aquellas sectas que los griegos tuvieron la prudencia de no introducir jamás en las instituciones públicas continuaron siendo completamente libres; como cada uno podía fundar, a su gusto, una escuela, o formar una secta nueva, no Iiabía lugar a temer ese sometimiento de la razón, que en la mayoda de los demás pueblos oponía un obstáculo invencible al progreso del espíritu humano. Mostraremos cuál fue la influencia de aquellos filósofos sobre la razón de los griegos, sobre sus costumbres, sobre sus leyes, sobre sus gobiernos, influencia que debe atribuirse, en gran parte, a que jamás tuvieron, o tal vez ni quisieron tener una existencia política, a que el alejamiento voluntario de los asuntos públicos era una máxima de comportamiento común a casi todas las sectas: en fin, a que afectaban distinguirse de los otros hombres por su vida, así como por sus opmwnes. Al trazar el cuadro de estas sectas diferentes, nos ocuparemos menos de sus sistemas que de su método de filosofar. Trataremos menos de determinar cuáles fueron exactamente sus errores, que de ver cómo habían llegado a ellos y encontrar su causa en la marcha natural del espíritu humano. N os atendremos, sobre todo, a exponer los progresos de las ciencias reales, y el perfeccionamiento sucesivo de sus métodos. En aquella época, la filosofía las abarcaba todas, a excepción de la medicina, que ya se había separado. Los escritos de Hipócrates nos mostrarán cuál era entonces el estado de esa ciencia, y de las que le están naturalmente ligadas, pero que aún no existían más que en sus relaciones con ella. Las ciencias matemáticas habían sido cultivadas con éxito, en las escuelas de Tales y de Pitágoras. Sin embargo, no fueron mucho más allá del punto en que se habían detenido en los colegios sacerdotales de los pueblos de Oriente. Pero, desde el establecimiento de la escuela de Platón, hicieron rápidos progresos. . Este filósofo fue el primero en resolver el problema de la duplicación del cubo, en realidad por un movimiento continuo, pero de un modo riguroso. Sus primeros discípulos descubrieron las secciones cónicas y determinaron sus primeras propiedades; y así abrieron 121.

al genio ese inmenso horizonte, en el que, hasta el fin de los tiempos, podrá ejercitar incesantemente sus fuerzas, pero cuyos límites verá retroceder ante él a cada paso. Las ciencias políticas ya no debieron sus progresos solamente a la filosofía. En aquellas pequeñas repúblicas, celosas de conservar tanto su independencia como su libertad, predominó, de un. mq_d? casi general, la idea de confiar a un solo hombre, no el poder de hacer las leyes, sino la funcion de redactarlas y de presentarlas al pueblo, que, tras haberlas examinado, les otorgaba una obediencia voluntaria. Así, el pueblo imponía un trabajo al filósofo, cuya virtud o cuya sabiduría había obtenido su confianza, pero no le confería autoridad alguna: sólo el pueblo ejercía, por sí mismo, lo que después hemos llamado el poder legislativo. Pero la superstición ha enturbiado, con excesiva frecuencia, la ejecución de una idea tan adecuada para dar a las leyes de un país esa unidad sistemática, que es la única que puede mantener su duración y tornar su acción segura y fácil. Por otra parte, la política aún no tenía principios suficientemente constantes para que no hubiera que temer que los legisladores introdujesen sus pasiones y sus prejuicios en aquellas combinaciones. El objeto de estos legisladores no era el de fundar sobre la razón, sobre los derechos que todos los hombres han recibido por igual de la naturaleza, en fin, sobre las máximas de la justicia universal, el edificio de una sociedad de hombres iguales y libres, ?igo solamente el de establecer las leyes según las cuales los miembros hereditarios de una sociedad ya existente. pudieran conservar su libertad, vivir al abrigo de la injusticia, y desplegar exteriormente· una fuerza que garantizase su independencia .. Como se suponía que aquellas leyes, casi siempre ligadas a la religión y consagradas por juramentos, tendrían una duración casi eterna, había menos preocupación por asegurar a un pueblo los medios de reformarlas pacíficamente, que por impedir la alteración de aquellas leyes fundamentales y por evitar que unas reformas de detalle modificasen su sistema o corrompiesen su espíritu. s_~__b.u~~a­ ron las instituciones idóneas para exaltar, para nutrir el amor a la__ patria. Se buscó una organización de los poderes que garantiúise la ejecución de las leyes contra la negligencia o la corrqpción de los magistrados, el crédito de los ciudadanos poderosos y la resistencia · de la multitud. Los ricos, los únicos a cuyo alcance e~taba ent?n~es el acTeso a las luces, podían, al adueñarse de la autondad, opnmtr a los pobres, y forzarles a arrojarse en brazos de un tirano. La ignorancia, la

veleidad del pueblo, su envidia de los ricos podían dar a éstos el deseo y los medios de establecer una tir(lnía aristocrátic_a o de entregar el Estado debilitado a la ambición de sus vecinos. Obligados a evitar, a la vez, esos dos escollos, los legisladores griegos recurrieron a combinaciones más o menos afortunadas, pero que casi siempre ofrecían la impronta de ese refinamiento, de esa sagacidad que, desde entonces, caracterizaron el espíritu general de la nación. Difícilmente se encontraría en las repúblicas modernas, e incluso en los planes trazados por los filósofos, u·na institución cuyo modelo no hayan ofrecido o cuyo ejemplo no hayan dado aquellas repúblicas. Porque la Liga Anfictiónica, la de los Eoilios, la de los Arcadios, y luego la de los Aqueos, nos presentan constituciones federativas, cuya unión era más o menos estrecha; y se había establecido un derecho de gentes menos bárbaro, y unas reglas de comercio más liberales entre aJuellos diferentes pueblos, próximos entre sí gracias a su origen común, por el uso de la misma lengua, por la semejanza de las costumbres, de las opiniones y de las creencias religiosas. [Las mutuas relaciones de la agricultura, de la industria, del comercio, con la constitución de un Estado y su legislación, con su influencia sZ>bn: ·la prosperidad de ese Estado, sobre su potencia y su libertad,-no pudieron escapar a las miradas de un pueblo inteli__gente, activo, preocupado por los intereses públicos; y allí se perciben los primeros indicios de ese arte tan vasto, tan útil, que hoy se conoce bajo el n'ombre de LEéonomía Política] Y· Así, pues, la simple observación de los gobiernos establecidos bastaba para convertir la política, muy pronto, en una ciencia exten'dida y para alcanzar un nivel bastante elevado. Raras veces recurrió a las meditaciones de la filosofía. [Además, en los propios escritos de los filósofos, parece más bien una ciencia de los hechos y, por así decirlo, empírica, que una verdadera teoría fundada en principios generales alumbrados en la naturaleza y reconocidos por la razón]. [Este es el punto de vista .desde el que deben considerarse las ideas políticas de Aristóteles y de Platón, si se quiere penetrar su sentido y apreciarlas con justicia]. . Casi todas las instituciones públicas de los griegos suponen la existencia de 1~ esclavitud y la posibilidad de reunir, en una plaza pública, a la t~talidad de los ciudadanos; y para apreciar bien sus efectos, sobre todo para prever los que producirían en las grandes naciones modernas, no se p.ueden perder de vista, ni por un momento, esas diferencias tan importantes. Pero no cabe pensar en la

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primera, sin llegar a la conclusión de que entonces las combinaciones más perfectas no tenían por objeto más que la libertad 0 la felicidad de la mitad, en el mejor de los casos, de la especie humana. [La educación era, entre los griegos, una parte importante de la política. Formaba hombres para la patria, mucho más que para sí .mismos o para su familia. Este principio sólo puede ser adoptado por. pueblos poco numerosos, a los que es más excusable suponer un Interés nacional independiente del interés común de la humanidad. Sólo es posible en los países donde los trabajos más penosos de la agricultura y de los oficios son realizados por esclavos. Esta educación casi se limitaba a los ejercicios corporales, a-los principios ~e las costu~bres, a los hábitos adecuados para excitar un patriotismo exclusivo: lo demás se enseñaba libremente en las escuelas de l?s filósofos y de los retóricos, en los talle;es de los artistas, y esa libertad continúa siendo una de las causas de la superioridad de los griegos].

E~ 1~ ~olítica, como en la filosofía de los griegos, s¡: encuentra un pnnCipio general que no ofrece más que un bajísimo número de excepciones; es el de buscar en las leyes, no tanto la desaparición de las causas de un mal, como destruir sus efectos, enfrentando a unas causas con otras; es el de querer, en las instituciones, valerse de los prejuicios, de los vicios, en lugar de disiparlos o reprimirlos; es el de preocuparse más frecuentemente de los medios de desnaturalizar al h?mbre, de imbuirle unos sentimientos artificiales, /que de perfec~I~nar, de depurar las inclinaciones y los sentimientos que ha recibido de la naturaleza: errores producidos por el error más general de considerar como hombre de la d~turaleza el que el estado actual de la civilización les ofrecía, es decir, el hombre corrompido por los prej uícíos, por los intereses de las pasiones artificiosas y por los hábitos sociales' _~sta observación es tanto más importante, y es tanto más necesario descubrir el origen de este error, para mejor destruirlo, cuanto que se ha transmitido hasta nuestro siglo y que entre nosotros continúa ~orrompíendo, con excesiva frecuencia la moral y la política. ' JSí s~ ~<~mpara la legislación, y, sobre todo, la forma y las reglas de los JUICios en Grecia, con los orientales, se verá que, entre los unos, las leyes son un yugo bajo el cual la fuerza ha doblegado a los esclavos; entre los otros, las condiciones de un pacto común efectuado entre los hombres. Entre los unos, el objeto de las formas legales consiste en que se cumpla la voluntad del señor; entre los 124

otros·, que no se vea oprimida la libertad de los ciudadanos. Entre los unos, la ley se hace para el que la impone; entre ~os otros, para el que debe someterse a ella. Entre los unos, se obliga a temerla; entre los otros, se instruye para amarla: diferencias que, en los tiempos mod~rnos, todavía encontramos entre las leyes de los pueblos libres y las de los pueblos esclavos,, Se verá, por último, que, en Grecia, el hombre tenía, por lo menos, el sentimiento de sus derechos, aunque todavía no los conociese, aunque no supiese profundizar en su naturaleza, ni abarcar ni delimitar su extensión]. En aquella época de los primeros atisbos de la filosofía entre los griegos y de sus primeros pasos en las ciencias, las bellas artes parecen haber alcanzado allí su perfección. Homero vivió en el tiempo de aquellas disensiones que acompañaron la caída de los tiranos y la formación de las repúblicas. Sófocles, Eurípídes, Píndaro, Tucídides, Demóstenes, Fidías, Apeles fueron contemporán~os de Sócrates y de Platón. Nosotros trazaremos el cuadro del progreso de estas artes; discutiremos sus causas, distinguiremos lo que se puede atribuir a la perfección del arte y lo que no se debe más que al afortunado genio del artista, distinción suficiente para obrar la desaparición de esos límites estrechos, en los que se ha encerrado el perfeccionamiento de las bellas artes. Mostraremos la influencia que sobre sus progresos ejercieron la forma de los gobiernos, el sistema de la legislación, el espíritu del culto religioso; investigaremos lo que tales progresos debieron a los de la filosofía, y lo que ésta haya podido deberles. Mostraremos cómo la libertad, las artes, las luces, han contribuido a la moderación y al mejoramiento de las costumbres; pondremos de manifiesto cómo esos vicios, tan frecuentemente atribuídos a los progresos mismos de la civilización, eran los de los siglos más groseros; que las luces y el cultivo de las artes los templaron, cuando no pudieron destruirlos; probaremos que. esas elocuentes peroratas contra las ciencias y las artes están fundadas 'en una errónea aplicación de la historia; y que, por el contrario, los progresos de la virtud han acompañado siempre a los de las luces, al igual que los de la corrupción han sido siempre la secuela o el anuncio de la decadencia 3 . 3 Insiste Condorcet en la polémica a que hemos hecho referencia en la nota 5 de la z.a época y en la nota 8 de la ~a. ·

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QUINTA EPOCA

PROGRESOS DE LAS CIENCIAS DESDE SU DIVISION HASTA SU DECADENCIA

Platón vtvta aún cuando Aristóteles, su discípulo, abrió, en la propia Atenas, una escuela rival de la suya. No sólo abar_có. todas 1~ ciencias, sino que aplicó el método filosófico a la elocuencia y q¡ la poesía. Fue el primero que se atrevió a concebir que ese método debe extenderse a todo lo que el espíritu humano puede alcanzar, pues si en todos los campos ejerce las mismas facultades, en todos los campos debe obedecer a las mismas ·leyes. . CÚanto más extenso era el plan que se había formado, más sintió la necesidad de separar sus diversas partes y de fijar con mayor precisión los límites de cada una. A partir de esta época, la mayoría de los filósofos, e incluso sectas enteras, se concretaron a algunas de aquellas partes. Las ciencias matemáticas y físicas formaron por sí solas una gran división. Como se fundan en el cálculo y en la observación, como lo que ellas pueden enseñar es independiente de las opiniones que separaban a las sectas, se apartaron de la filosofía, en la que aquellas sectas continuaban reinando aún, y se convirtiero·n, por lo tanto, en la ocupación de los sabios, que, casi en su totalidad, tuvieron también la prudencia de permanecer ajenos a las disputas de las escuelas en que las sectas seguían haciéndose una guerra de opiniones, en que se entregaban a una lucha de reputación más útil para la fama pasajera de los filósofos que para los progresos de la filosofía, por la 127

que se entendía, principalmente, la metafísica, la dialéctica y la moral; de la que formaba parte la política. , Felizmente, la época de esta división precedió al tiempo en que Grecia, después de largas tempestades, iba a perder su libertad. . Las ciencias encontraron en la capital de Egipto un asilo que los déspotas que la gobernaban tal vez habrían negado a la filosofía. U nos príncipes que debían una gran parte de su riqueza y de su poder al comercio conjunto del Mediterráneo y del Océano asiático, tenía que estimular, entre todas las ciencias, las más útiles para la navegación y el comercio. ¡ Así, pues, éstas se libraron de la decadencia más inmedbta que se hizo sentir muy pronto en la filosofía, cuyo esplendor desapareció al desaparecer la libertad. El despotismo de los romanos, tan indiferentes a los progresos de las luces, no alcanzó a Egipto hasta mucho después, en un tiempo en que la ciudad de Alejandría, erigida en metrópoli de las ciencias y en centro del comercio, se había hecho necesaria para la subsistencia de Roma, y se bastaba a sí misma para mantener el fuego sagrado mediante su población, su riqueza, la gran concurrencia de extranjeros y las instituciones que los Tolomeos habían creado y que los vencedores no pensaron en destruir. La secta académica, en la que desde su origen se habían cultivado las Matemáticas, y cuya enseñanza filosófica casi se reducía a demostrar la utilidad de la duda y a indicar los estrechos límites de la certidumbre, sería la secta de los sabios. Y esta doctrina no podía asustar a los déspotas: también predominó en la escuela de Alejandría. La teoría de las secciones cónicas, el método para emplearlas, tanto· para la construcción de los lugares geométricos como para la resolución de problemas, el descubrimiento de algunas curvas, ensancharon el ámbito, hasta entonces tan restringido, de la geometría. Arquímedes descubrió la cuadratura de la parábola, midió la superficie de la esfera; y éstos fueron los primeros pasos en esa . teoría de los límites, que determina el último valor de una cantidad, el valor al que esa cantidad se acerca incesantemente, sin alcanzarlo nunca; en esa ciencia que enseña, tanto a encontrar las relaciones de las cantidades evanescentes como a elevarse desde el conocimiento de esas relaciones a la determinación de las relaciones de las magnitudes finitas; en ese cálculo, en fin, al que, con más orgullo que exactitud, los modernos han dado el nombre de cálculo infinitesimal. Fue Arquímedes también el primero que determinó la relación.

aproximada del diámetro del círculo y de su circunferencia, el que enseñó cómo podían obtenerse sus valores cada vez más aproximados, y el que dio a conocer los métodos de aproximación, lo que constituye un afortunado suplemento de la insuficiencia de los métodos· conocidos, y, muchas veces, de la propia ciencia. En cierto modo, Arquímedes puede ser considerado como el creador de la mecánica racional.1. Se le debe la teoría de la palanca Y descubrimiento de ese principio de la hidrostática, según el cual, todo cu~rpo sumergido en un cuerpo fluido pierde una porción de s~~p·e~~. igual al de la masa que ha desplazado. . El tornillo que lleva su nombre, sus espejos ustorios, los prodl' gios del sitio de Siracusa, atestiguan su talento en la ciencia d_e las máquinas, que hasta entonces los sabios habían menospreClado, porque los principios conocidos de las ciencias .no ~odían alcan_z~rla todavía. Estos grandes descubrimientos, estas ClenClas nuevas s1tuan a Arquímedes entre los afortunados genios cuya vida es una época de la historia del hombre, y cuya existencia parece una de las mercedes de las naturaleza. Es en la escuela de Alejandría donde encontramos los primeros ind,icios de lo que después se ha ·llamado álgebra es decir del cálculo de las cantidades consideradas sólo como tal~s. El cará~ter de las cuestiones propuestas y resueltas en el libro .de Diofanto exigía que los números se considerasen allí como teniendo un valor general, indeterminado y sujeto solamente a ciertas condiciones. Pero esta ciencia no tenía entonces, como hoy, sus signos, sus métodos propios, sus operaciones técnicas. Aquellos valores generales se designaban con palabras; y era mediante una serie de razonamientos como se llegaba a encontrar, a desarrollar la solución de los problemas. U nas observaciones caldeas,. enviadas por Alejan9r~ a Aristóteles aceleraron los progresos de la astronomía. Lo que uenen de má~ brillante se debe al genio de Híparco. Pero sí después de él en la astronomía, como después de Arquímedes en la geometría y en la mecánica, no se encuentran ya esos descubrimientos, esos trabajos que cambian, en cierto modo, toda la fisonomía de una ciencia, continuaron durante mucho tiempo haciendo progresos y enriqueciéndose,. al menos mediante verdades de detalle. En su Historia de fo.r animale.r, Aristóteles había formulado los principios y el precioso modelo de la ma~era de observar con exac- \ / titud y de describir con método los obJetos de la naturaleza, de -clasificar las observaciones y de captar los resultados generales que ellas nos ofrecen. La historia de las plantas, la de los minerales, fueron tratadas

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el

después de él, pero con menos precisión, con enfoques menos amplios, menos filosóficos. Los progresos de la anatomía fueron muy lentos, no sólo porque los prejuicios religiosos se oponían a la disección de los cadáveres, sino porque la opinión vulgar consideraba su contacto como una especie de mácula moral. La medicina de Hipócrates no era más que una ciencia de la observación, que aún no había podido producir más que métodos empíricos. El espíritu de secta, el gusto por las hipótesis no tardó en corromperla. Pero si el número de nuevos errores superó al de las verdades, si los prejuicios o los sistemas de los médicos causaron males mayores que los bienes que sus observaciones pudieron originar, no puede negarse, de todos modos, que la medicina, considerada como ciencia, hizo unos progresos reales durante aquella época. Aristóteles no aportó a la física ni esa exactitud, ni esa prudente reserva que caracterizan su Historia de los animales. Rindió su tributo a los hábitos de su tiempo, al espíritu de las escuelas, desfigurando la física mediante esos principios hipotéticos que, en su vaga generalidad, lo explican todo con una especie de facilidad porque no pueden explicar nada con precisión. Por otra: parte, la observación sola no basta. Son necesarias las experiencias, y las experiencias exigen instrumentos:: Y parece que entonces no se habían recogido bastantes hechos y que no se los había mirado con el cuidado suficiente para sentir la necesidad, para tener la idea de esa manera de interrogar a la naturaleza, de unos medios para obligarla a que nos responda. También, en aquella época, la historia de los progresos de la física debe reducirse al marco de un pequeño número de conocimientos, debidos al azar y a las observaciones realizadas en lti. práctica de las artes, mucho más que a las investigaciones de los sabios. (La hidráulica y, sobre todo, la óptica presentan una cosecha un poco menos estéril; pero más bien son todavía hechos observados, porque se ofrecen por sí mismos, que teorías o leyes físicas descubiertas por unas experiencias o adivinadas por la meditación). [La agricultura se había limitado, hasta__ entonce?, a la simple rutina y a algunas reglas que los sacerdotes, al transmitirlas .a los pueblos, habían adulterado con sus supersticiones. Entre ios griegos, y, sobre todo, entre los romanos, llegó a ser un arte importante y respetado, cuyos usos y preceptos se apresuraron a recoger los hombres más sabios. Aquellos conjuntos de observaciones, presentados con precisión, reunidos con discernimiento, podían esclarecer

la práctica, ampliar los métodos útiles; pero se estaba aún muy lejos de las experiencias y de las observaciones calculadas]. Las artes mecánicas comenzaron a ligarse a las ciencias; los filósofos examinaron sus trabajos, investigaron su origen, estudiaron su historia, se ocuparon de describir los procedimientos y los productos de las que se cultivaban en las diversas comarcas, de recoger aquellas observaciones y de transmitirlas a la posteridad. Así se vio cómo ~linio abarcaba, en el inmenso plan de su Historia natural, al hombre, la naturaleza y las artes, precioso inventario de todo lo que entonces formaba las verdaderas riquezas del espíritu humano; y los derechos de Plinio a nuestro reconocimiento no pueden quedar destrui$fos por el reproche, .ciertamente merecido, de haber aceptado, ~on una selección muy poco exigente y con una excesiva credulidad, lo que la ignorancia o la engañosa vanidad de los historiadores y de los viajeros habían ofrecido a aquella inextinguible avidez de conocerlo todo que caracterizaba a este filósofo¡ ~ .En medí~ de la decadencia de Grecia, Atenas, que en los días de su predominio había honrado la filosofía y las letras, les debió a su vez la conservación, durante más largo tiempo, de los restos de su antiguo esplendor. Sus oradores ya no sopesaban en la tribuna los destinos de Grecia y de Asia, pero fue en sus escuelas donde los romanos aprendieron los secretos de la elocuencia. Cicerón se formó en su arte, al pie de la linterna de Demóstenes. La Academia, el Liceo, el Pórtico, los Jardines de Epicuro, fueron la cuna y la principal escuela de las cuatro sectas que se disputaron el imperio de la filosofía. En lá Academia se enseñaba que nada hay seguro; que el hombre QP Pl1ede alcanza~, sobre objeto alguno, ni una verdadera certidumbre, ni siquiera unacomprensión perfecta; en fin (y habría sido .difícil ir más lejos), que no se podía estar seguro de la imposibilidad de conocer nada, y que era preciso dudar incluso de la necesidad de dudar de todo. Allí se exponían, se defendían, se combatían las opiniones de los otros filósofos, pero como hipótesis adetuadas para ejercitar el espíritu, y para hacer comprender mejor, mediante la incertidumbre que acompañaba a aquellas 'disputas, la vamCJa(rdefos··'CotrcJctnriFffconfianza dogmática de las otras tos.hu-manos y' el ridículo de ··sectas. ,...----Pero esta duda, que confiesa la razón, cuando conduce a no razonar sobre las palabras a las que nosotros podemos asignar unas lcfeas claras y precisas; a prestar nuestra adhesión al grado· de la

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probabilidad de cada proposición; a determinar, para C(lda clase de esos conocimientos, los límites de la certidumbre qu~ podemos obtener; esa misma duda, si se extiende a las verdades- demostradas si ataca los principios de la moral, se convierte en estupidez o e~ demencia; favorece la ignorancia y la corrupción: ese es el exceso en que cayeron los sofistas que sustituyeron en la Academia a los primeros discípulos de Platón. Expondremos el camino seguido por esos escépticos, la causa de sus errores; buscaremos lo que, dentro de la exageración de su doctrina, debe atribuirse a la manía de singularizarse mediante opiniones extravagantes; señalaremos que, si bien fueron refutados con bastante solidez por el instinto de los otros hombres, por el propio instinto que a ellos mismos les guiaba en la dirección de su vida, jamá~ fueron bien entendidos ni bien refutados por los filósofos. Pero esta opinión de una idea eterna de lo justo, de lo bello, de los honesto, independiente del interés de los hombres, de sus convenciones, de su existencia misma, idea que, impresa en nuestra alma, se convertía para nosotros en el principio de nuestros deberes y en la norma de nuestros actos, esta doctrina, extraída de los DiálogoJ de Platón, se exponía en su escuela y servía de base a la enseñanza de la moral. Aristóteles no conoció mejor que sus maestros el arte de analizar las ideas, es decir, de elevarse gradualmente hasta las ideas más simples que hayan entrado en su combinación; de penetrar hasta el origen de la formación de esas ideas simples; de seguir, en esas operaciones, el comportamiento del espíritu y el desarrollo de sus facultades. Así, pues, su metafísica, al igual que la de los otros filósofos, no fue más que una doctrina vaga, fxmdada tan pronto sobre el abuso de las palabras como sobre simples hipótesis 1• . Pero a él se debe esta verdad importante, este primer paso en el conocimiento del espíritu humano: que nuestras ideás, incluso las más abstractas, las más puramente intelectuales, por así decirlo, deben su origen a nuestras sensaciones. Pero no la apoyó con ningún desarrollo. Fue la a?reciación de ~ry hombre genial, más que el resultado de una sene de observaciOnes analizadas con precisión, reunidas y combinadas entre sí: (;Se germen, arrojad<) en una tierra ingrata, no produjo frutos útiles hasta dos mil años después, Aristóteles, en su lógica, reduce las demostraciones a la sucesión 1 No parece muy ajustada la valoración que hace Condorcer de la Metafísica de Aristóteles· como tampoco la que unas páginas más atrás ha hecho de su Física. '

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de argumentos sometidos a la forma silogística, dividiendo luego las proposiciones en 'cuatro clases que las encierran a todas; enseña a reconocer, entre todas las posibles combinaciones de proposiciones de esas cuatro clases tomadas tres a tres, las que responden a unos silogismos concluyentes, y que responden necesariamente. De este m;do, se puede juzgar de la corrección o del vicio de un argumento, sólo con saber a qué combinación pertenece; y el arte de razonar correctamente está sometido, en cierto modo, a unas reglas técnicas. Esta idea ingeniosa ha permanecido inútil hasta hoy, pero acaso se convierta, algún día, en el primer paso hacia un perfeccionamiento q.ue el arte de razonar y de discutir parece estar esperando todavía., Según Aristóteles, cada virtud está colocada entre dos VICIOS, uno de los cuales es el)defecto,~ y el otro, ;el exceso. La virtud, en cierto modo, no es más que una de nuestras inclinaciones naturales, a la que la razón nos prohíbe que presentemos tanto una resistencia excesiva como una excesiva obediencia. Este principio general ha podido manifestársele de acuerdo con una de esas ideas vagas de orden y de conveniencia, tan comunes entonces' en la filosofía, pero él lo comprobó, aplicándolo a la nomencla~ura de las palabras que, en la lengua griega, expresaban lo que alh se llamaban virtudes. , Por el mismo tiempo, dos nuevas sectas, basando la moral en principios opuestos, al menos en apariencia, se repartieron los espíritus ext~ndieron su influencia mucho más allá de los límites de sus escu~las, y aceleraron la caída de la superstición griega, que, desgraciadamente, no había de tardar en ser sustituida por una superstición más sombría, más peligrosa, más enemiga de las luces. Los estoicos hicieron consistir la virtud y la felicidad en la posesión de un alma igualmente insensible al placer y al dolor, libre de todas las pasiones, superior a todos los temores, a rodas las debilidades, que nn conociese más bien verdadero que la virtud, ni mal real alguno, fuera de los remordimientos. Creían que el hombre puede elevarse a esa altura si lo desea profunda y constantemente; y que entonces, al margen de la suerte, siempre dueño de sí mismo, es igualmente inaccesible al vicio y al infortunio. Un espíritu único anima el mundo; está presente en todas partes, suponiendo que él no lo sea todo, que exista algo que no sea él. Las almas humanas son emanaciones suyas. La del sabio, que no ha mancillado la pureza de su origen, se reúne, en el momento de la muerte, con ese espíritu universal. La muerte sería, pues, un bien, si

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para el sabio sometido a la naturaleza, endurecido contra todo lo que los hombres vulgares llaman males, no hubiera más grandeza en considerarla como una cosa indiferente. . Espicuro sitúa la felicidad en, el goce del placer y en la ausencia de dolor.;. La virtud consiste en seguir las inclinaciones de la natu;aleza, pero sabiendo agotarlas y dirigirlas. La templanza que impide el dolor conservando sus facultades naturales, en toda su fuerza, nos asegura todos los goces que la naturaleza nos tiene dispuestos. El cuidado de preservarse de pasiones odiosas o violentas que ·desgarran el corazón entregado a su amargura, a sus furores; el de cultivar, por el contrario, las inclinaciones dulces y tiernas; sentimiento delicioso que recompensa las buenas acciones: ésa es la ruta que conduce, simultáneamente, a la felicidad y a la virtud. Epicuro no veía en el universo más que una masa de átomos, cuyas diversas combinaciones estaban sometidas a unas leyes necesarias. La propia alma humana era una de esas combinaciones. Los átomos que la componían, reunidos en el instante en que el cuerpo comenzaba la vida, se dispersaban en el momento de la muerte, para volver a unirse a la masa común y entrar en nuevas combi~a­ Ciones. Sin duda para burlar los preJUICIOS populares, había adrnítido unos dioses; pero, indiferentes a las acciones de los hombres, ajenos al orden del universo, y .sometidos, como los demás seres, a~-,lás leyes generales de su mecanismo, eran, en cierto modo, una excrecencia del sistema. Bajo la máscara del estoicismo, se escondieron unos hombres duros, orgullosos, injustos. Unos hombres voluptuosos y corrompi-_ dos se deslizaron, con frecuencia, en los jardines de Epicuro. Se. calumniaron los principios de los epicúreos, a quienes se acusó de colocar el supremo bien en los placeres groseros. Se ridiculizaron las pretensiones del sabio Zenón, el cual, esclavo, dando vueltas a la rueda del molino, o. atormentado por la gota, no por eso deja de ser feliz, libre y soberano .. Aquella moral que pretendía elevarse por encima de la naturaleza, y la que no quería más que obedecerla; la que no reconocía más bien que la virtud, y la que colocaba la felicidad en el placer, conducían a las mismas consecuencias prácticas, partiendo de principios tan contrarios, teniendo un lenguaje tan opuesto. Esta semejanza de los preceptos morales de todas las religiones, de todas l~s sectas filosóficas, bastaría para demostrar que tienen una verdad independiente de los dogmas de esas religiones, de los principios de -~-~as sectas; que es en la constitución moral del hombre donde hay

que buscar la base de sus deberes, el origen de sus ideas de justicia y de virtud; de esta verdad, la secta epicúrea se había alejado menos que ninguna otra, y tal vez ello fue lo que más contribuyó a suscitar contra ella el odio de los hipócritas de todas clases, para quienes la moral no es más que un objeto de comercio cuyo monopolio se disputan ellos. ¡ ' La caída de l~s repúblicas griegas arrastró la de las ciencias políticas. Después de Platón, de Aristóteles y de Jenofonte, casi se dejó de incluirlas en el sistema de la filosofía. Pero ya es hora de hablar de un acontecimiento que cambió el destino de una gran parte del mundo, y ejerció sobre los progresos del espíritu humano una influencia que se ha prolongado hasta nuestros días. Si se exceptúan la India y China, la urbe de Roma había extendido su imperio sobre todas las naciones en que el espíritu humano se había elevado por encima de la debilidad de su primera infancia. · Dictaba leyes a todos los países a donde los griegos habían l,levado su lengua, sus ciencias y su filosofía. Todos aquellos pueblos, colgados de una cadena que la victoria había atado al pie del Capitolio, ya no existían más que por la voluntad de Roma y por las pasiones de sus jefes. Un verdadero cuadro de la constitución de aquella urbe dominadora no será ajeno al objeto de esta obra: en él se verá. el origen· del patriciado hereditario, y las hábiles combinaciones empleadas para darle más estabilidad y más fuerza,. haciéndolo menos odio.so; un pueblo ejercitado en las ármas, pero que casi nunca las empleaba en sus discusiones internas; que unía la fuerza real a la autoridad legal, y que apenas se defendía contra un Senado orgulloso, que, encadenándolo mediante la superstición, lo deslumbraba con el esplendor de sus victorias: una gran nación, sucesivamente juguete de sus tiranos o de sus defensores, y, durante cuatro siglos, paciente víctima de una manera de obtener sus sufragios absurda pero consagrada 2 . Se verá cómo esta co11stitución, hecha para una sola ciudad, cambió de naturaleza c~mbiar de, fo~ma, cuando fue necesario extenderla a un gran tmpeno; se vera como no podía mantenerse, de no ser medi~nte guerras continuas, y cómo muy pronto fue

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1

:-¡n

2 Alusión a los comicios por cenmrias, en los que éstas votaban, una tras otra, a partir de las formadas por los ciuda~anos más ricos. La elección se detenía cuando se alcanzaba la mayoría, con lo que las capas baJa~ de la sociedad no votaban casi nunca; su voto era inútil pues, según la den?minada «Constimción serviana», las caballerías y la primera clase de infantería, con 98 centunas, eran la mayoría de un total de 193.

destruida por sus propios eJerciros; y, por último, pueblo-rey envilecido por el hábito de ser alimentado del tesoro público, corrompido por los despilfarros de res, y vendiendo a un hombre los restos ilusorios de su

se verá al a expensas los senadoinútil liber-

taq.

La ambición de los romanos les inducía a buscar en Grecia a los maestros en el arte de la elocuencia, que era entre ellos uno de los caminos de la fortuna. Ese gusto por los goces exclusivos y refinados, esa necesidad de nuevos placeres, que nace de la riqueza y de la ociosidad, les impulsaron a frecuentar las arres de los griegos e incluso la conversación de sus filósofos. Pero las ciencias la filosofía, las arres del dibujo, siempre fue;on plantas ajenas al suelo de Roma. La avaricia de los vencedores cubrió a Italia de obras maestras de Grecia, arrebatadas por la fuerza a los templos, a las ciudades de las que eran ornamento, a los pueblos que en ellas encontraban un consuelo a su esclavitud; pero con tales obras maestras no osaron mezclarse las obras de ningún romano. Cicerón, Lucrecio y Séneca escribieron en su lengua, elocuentemente, sobre la filosofía, pero era sobre la de los griegos. Y para reformar el calendario bárbaro de Numa, César se vio obligado a servirse de un matemático de Alejandría. Roma, desgarrada durante largo tiempo por las facciones de generales ambiciosos, ocupada en nuevas conquistas, o agitada por las discordias civiles, cayó, al fin, de su inquieta .libertad en un despotismo militar más tormentoso todavía. ~Qué lugar habrían podido encontrar, entonces, las tranquilas meditaciones de la filosofía o de las ciencias, entre unos jefes que aspiraban a la tiranía e, inmediatamente después, bajo unos déspotas que temían a la verdad y que odiaban igualmente el talento y la virtud? Por otra ,parte, las ciencias y la filosofía son necesariamente menospreciadas en todo país donde una carrera honorable, que conduce a las riq~ezas y a las dignidades, se abre para todos aquellos a quienes' su natura( inclinación conduce al estudio; y esa carrera, en Roma, era la de la jurisprudencia. Cuando las leyes, como en Oriente, están ligadas a la religión, el derecho de interpretarlas se convierte en uno de los más fuertes apoyos de la tiranía sacerdotal. En Grecia, habían formado parte del código dado a cada ciudad por su legislador: habían estado ligadas al espíritu de la constitución y del gobierno que él habí~ establecido, y experimentaron pocos cambios. Frecuentemente, los magistrados abusaron de ellas, las injusticias particulares fueron numerosas, pero los vicios de las leyes jamás condujeron allí a un sistema de latroci-

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nio establecido y fríamente calculado. En Roma, donde no se conoció, durante largo tiempo, más autoridad que la tradición de las costumbres; donde los jueces declaraban cada año según qué principios decidirían los litigios durante el período de su magistratura; donde las primeras leyes escritas fueron una compilación de las leyes griegas, redactada por unos decenviros más preocupados por conservar su poder que por honrarlo ofreciendo una buena legislación; en Roma, donde, desde aquella época, unas leyes dictadas sucesivamente por el partido del Senado y por el del pueblo, se sustituían con rapidez, y_sin cesar eran destruidas o confirmadas, suavizadas o agravadas por unas leyes nuevas, muy pronto su multiplicidad, su complicación, su oscuridad, consecuencia inevitable del cambio del lenguaje, hicieron del estudio y de la inteligencia de aquellas leyes una ciencia independiente. El Senado, aprovechando el respeto del pueblo por las instituciones antiguas, comprendió ·~nmediatamente que el privilegio de interpretar las leyes resultaba casi equivalente al derecho de hacer otras nuevas, y se llenó de jurisconsultos. El poder de éstos sobrevivió al del propio Senado, y ~e acrecentó bajo los emperadores, porque es tanto mayor, cuanto más extraña y ambigua es la legislación. La jurisprudencia es, pues, la única ciencia nueva que debemos a los romanos. Nosotros delinearemos su historia, que se halla ligada a la de los progresos que la ciencia de la legislación ha alcanzado entre los modernos y, sobre rodo, a la de los obstáculos que ha éncontrado. Demostr'aremos cómo el respeto de los romanos por el derecho positivo ha contribuido a conservar algunas ideas del derecho natural de los hombres, para impedir que tales ideas se desarrollen y se extiendan·- cómo hemos debido al derecho romano un pequeño ~úmero d~ verdades útiles y un número mucho mayor de prejuicios tiránicos. La benignidad de las leyes penales bajo la república merece que fijemos en ellas nuestras miradas. En cierro modo, habían hecho sagrada la sangre de un ciudadano romano. No podía dictarse contra él la pena de muerte sin ese aparato de un poder extraordinario que anunciaba las calamidades públicas y los peligros de la patria. El pueblo entero podía ser reclamado como juez, entre un solo hombre y la república. Se había comprendido que esa benignidad es, en un pueblo libre, el único medio de impedir que las disensiones políticas 9egeneren en sanguinarias matanzas; se había querido corregir, mediante el sentido humanitario de las leyes, la ferocidad de un pueblo que, incluso en sus juegos, prodigaba la sangre de sus

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esclavos. Así, ateniéndonos al ¿empo de los Gracos, borrascas t~n violentas y repetidas jamás costaron, en país alguno, menos sangr~, ni produjeron menos crímenes. No nos ha quedado ninguna obra de los romanos sobre la política. La de Cicerón sobre las leyes no era, probablemente, más que un extracro embellecido de los libros de los griegüs. No era en · medio de las convulsiones de la libertad agonizante donde la ciencia social habría podido arraigar y perfeccionarse. Bajo el despotismo de los césares, su estudio no habría parecido más que una conspira·ción contra st}.poder. En fin, nada demuestra mejor hasta qué punto fue siempre desconocida entre los romanos, que el hecho, único hasta ahora en la historia, de una sucesión ininterrumpida, desde Nerva hasta Marco Aurelio, de cinco emperadores que reunían las virtudes, los talentos, las luces, el amor a la gloria, el celo del bien público, sin que de ellos emanase ni una sola institución que haya revelado el deseo de poner unos límites o de evitar las revoluciones, y de estrechar con nuevos· lazos las partes de aquella masa inmensa, de la que todo venía a presagiar una próxima-~disolución ..<· La reunión de tantos pueblos bajo una misma dominación; la difusión de dos lenguas que se repartían el imperio, y qUe e·ran Lmiliares por igual a casi todos los hombres instruidos; esas do~ causas, actuando de consuno, contribuirían sin ,duda a propagar las luces en un espacio mayor, con más igualdad. El efecto natural de esas dos causas había de acabar también de debilitar, poco a poco, las diferencias que separaban a las sectas filosóficas,·reuniéndolas en una sola, que de cada una escogería las opiniones más conformes co~ la razón, las que hubieran sido más corroboradas por un examen reflexivo. Era también a este punto al que la razón había de llevar a los filósofos, cuando el efecto del tiempo sobr~ el. entusiasmo sectario ·permitiest; no prestar oídos más que a ella. Así, en Séneca se encuentran ya algunos indicios de esta filosofía: tampoco fue nunca ajena a la secta académica, que pareció confundirse con ella, casi enteramente; y los últimos discípulos de Platón fueron l'os fundadores del eclecticismo. Casi todas las religiones del imperio habían sido Pero todas tenían también grandes rasgos de semejanza y, en cierto modo, un aire de familia. Nada de dogmas metafísicos, muchas ceremonias extrañas que tenían un sentido ignorado por el pueblo y muchas veces incluso por los sacerdotes; una mitología absurda, ~n · la que la multitud no veía más que la historia maravillosa de sus dioses, en la que los hombres más instruidos sospechaban la exposición alegórica de dogmas más sublimes: sacrificios cruentos, ídolos

que representaban a los dioses, y algunos de los cuales, consagrados por el tiempo, tenían una virtud celestial; unos sacerdotes dedicados al culto de cada 'dios, sin formar un cuerpo político, sin estar reunidos en una comunión religiosa; unos oráculos adscritos a determinados templos, a determinadas estatuas; en fin, unos misterios que los sacerdotes no comunicaban más que imponiendo la ley de un secreto inviolable. Tales eran aquellos rasgos de semejanza. A esto hay que añadir también que los sacerdotes,- árbitros de la conEi.encia religiosa, jamás se habían atrevido a pretender serlo de la conciencia moral, pues elJos dirigían la práctica del culto y no los actos de la vida privada. ,y endían a la política unos oráculos o unos augurios, podían precipitar a los pueblos en las guerras, dictarles unos crímenes, pero. no ejercían influencia alguna sobre el gobierno, ni sobre las leyes. Cuando los paeblos súbditos de un mismo imperio tuvieron comunicaciones habituales, y cuando las luces hubieron hecho por doquier progresos casi igual~s, los hombres instruidos se percataron muy pronto de que todos aquellos cultos eran el de un dios único, ·de los que las divinidades, tan multiplicadas, objeros inmediatos de la adoración popular, no eran más que las modificaciones o los ministros. Pero entre los galos y en algunas zonas de Oriente los romanos habÍan encontrado religiones de otro género. Allí, los sacerdotes t'~a~ los jueces1 de la moral: la virtud consistía en la obediencia a la voluntad Je un dios, del que ellos se proclamaban únicos intérpretes. Su imperio .se extendía sobre el hombre entero, el templo se . ~c·¿·~ft.indía con la patria, se era adorador de Jehová y de Jesús antes ·ae ser ciudadano o súbdito del imperio y los sacerdotes decidían ~uáles eran las ley5=s humanas a las que su dios permitía obedecer .. Aquellas religiones tenían que herir el orgullo de los dueños del mundo. La de los galos era demasiado poderosa para que ellos no se apresurasen a destruirla. La nación judía fue incluso dispersada, pero la vigilancia del gobiernD, o bien desdeñó, o bien no pudo llegar hasta las sectas oscuras que se formaron en secreto de los residuos de aquellos cultos antiguos. U na de las ventajas de la propagación de la filosofía griega había sido la de destruir la creencia en las divinidades populares, en todas las clases en que se recibía una instrucción un poco amplia. Un vago teísmo, o el puro mecanicismo de Epicuro, era, ya en tiempos de Cicerón, la doctrina común de cuantos habían cultivado su espíritu, de todos los que dirigían los asuntos públicos. Aquella clase de hombres se adhirió, necesariamente, a la antigua religión, pero tra-

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tando de purificarla, pues la multiplicidad de dioses en todos los países había cansado ya la credulidad del pueblo. Entonces, se vio cómo los filósofos formaban sistemas sobre los genios intermediarios, cómo se sometían a unas preparaciones, a unas prácticas, a un s~~i~en religioso,. para hacerse más dignos de .aproximarse a aqué'llas inteligencias superiores al hombre: y fue en los. Diálogos de Platón donde buscaron los fundamentos de aquella doctrin~. . Los pueblos de las naciones conquistadas, los infortunados, los hombres de una imaginación ardiente y débil, tuvieron que adherirse preferentemente a las religiones sacerdotales, porque el interés de los sacerdotes dominadores les inspiraba precisamente aquella doctrina de la igualdad en la esclavitud, de renuncia a los bienes temporáles, de recompensas celestiales reservadas a la sumisión ciega, a los sufrimientos, a las humillaciones voluntarias o soportadas con paciencia: ¡doctrina tan seductora para la humanidad oprimida! Pero había que señalar, mediante algunas sutilezas filosóficas, su grosera mitología, y fue también a Platón· a quien tuvieron que recurrir. Sus Diálogos constituyeron el arsenal en que los dos partidos forjaron sus armas teológicas. Más adelante, ·veremos cómo Aristóteles alcanza un honor similar, siendo, a la vez, jefe de los teólogos y de los ateos. Veinte sectas egipcias, judaicas, que estaban de acuerdo para atacar la religión del imperio, pero que con el mismo furor se combatían entre sí, acabaron perdiéndose en la religión de Jesús, la cual se tomó el trabajo de componer con sus restos una historia, una creencia, unas ceremonias y una moral, de modo que la masa de aquellos iluminados aceptase incorporarse a ellas. {Todos creían en un cristo, en un mesías enviado por Dios para redimir al género humano. Es el dogma fundamental de toda secta que quiera elevarse sobre los vestigios de las sectas antiguas. Se disputaba sobre el momento, sobre el lugar de su aparición, sobre su nombre mortal, pero el de un profeta del que se aseguraba que había aparecido en Palestina bajo Tiberio eclipsó a todos los demás, y los nuevos fanáticos se agruparon bajo el estandarte del hijo de María] 3 • 3

El laicismo militante de toda la obra condorcetiana, y principalmente de este libro, se hace anticristian!smo a partir de estos pasajes y, más adelante, anticatolicismo; pues, si las religiOnes son enem1gas de los progresos del espíritu humano, será la principal de ellas a la que se ve en la necesidad de combatir más duramente. Este carácter ob~esivo contrasta con la benevolencia con que Condorcet trata los errores científicos y filosóficos de que nos habla e incluso con la grandeza de ánimo con la que habla de sus enemigos políticos y perseguidores. El laicismo fue una mod_a de los «filósofos», en parte propiciada por la muy torpe actitud censora de la Iglesia, que hub1eron de padecer Montesquieu, Rousseau, Helvecio, etc. Pero la insistencia condorce- '· ob~e?ivo

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Cuanto más se debilitaba el Imperio, más rápidos progresos hacía aquella religión cristiana. El envilecimiento de los antiguos éonquistadores del mundo alcanzaba también a los dioses, los cuales después de haber presidido sus victorias, ya no eran más que los tes~igos impotentes de sus derrotas. El espíri~u de la. nueva s~cta se adecuaba mejor a unos tiempos de decadencia y de tnfort.umo. S~s jefes, a pesar de sus astucias y de sus vicio.s,. eran entust.a~tas dtspuestos a perecer por su doctrina. El celo. :eltg10,s~ de los ftloso~~s- Y de los grandes no era más que una devoc10n polmca; y toda reltg10n a la que se permita defénder como una creencia que es útil abandonar al pueblo, ya sólo pue~e esper~r una ago.nía más o men?; prol()ng~dat El cristianismo no tardó en convernrse _en un parncto po~ deroso:" que se mezclaba en las querellas de los cesares, y que ~e?to en el trono a Constantino, colocándose luego al lado de sus debtles sucesores. En vano uno de esos hombres extraordinarios, a los que el azar eleva, a veces, al sumo poder, Juliano, quiso librar al imperio de aquel azote que iba a precipitar su caída: sus virtude.s: su indulgente humanidad, la sencillez de sus costumbres, la elevac10n de su alma Y de su carácter, su talento, su genio· militar, el esplendor de sus victorias, todo parecía prometerle un éxito seguro. ~J2<:>Qi~ !Ile.!!_Os de reprochársel~ que mostrase por una religión, ~ue había llegado a ser ridícula una adhesión indigna de él, si era smcera, Y torpe por su exagera~ión, si no era más que política, pero Juliano pereció en medi'o de su gloria, .tras un reinado de dos años. El coloso del Imperio romano ya no encontró brazos bastante poderosos para sostenerlo, y su muerte rompió el único dique que pudo oponerse todavía tanto al torrente de las nuevas supersticiones, como a las inundaciones de los bárbaros. El desprecio de las ciencias humanas era uno de los pri.ncip
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Las ciencias habrían podido preservarse de aquella sfecadencia si se hubiese conocido el arte de la imprenta, pero era exiguo el número de los manuscritos de un mismo libro, y, para procurarse las obras q!le formaban todo el cuerpo de una ciencia, se nece'Sitaban cuidados, y con frecuencia viajes y gastos, que solamente los ricos podían afrontar. Era fácil para el partido dominante hacer desaparecer los libros que chocaban con sus prejuicios o que desenmascaraban sus imposturas. U na invasión de los bárbaros podía, en una sola jornada, privar para siempre a un país entero de los medios de instruirse. La destrucción de un solo manuscrito era, muchas veces, para toda una comarca, una pérdida irrepar~ble. Por otra parte, -no se copiaban más que las obras recomendadas por el nombre de sus autores. Todas estas investigaciones, que sólo reunidas pueden tener importancia, estas observaciones aisladas, estos perfeccionamientos de detalle, que sirven para mantener las ciencias, que preparan sus progresos, todos estos materiales que el tiempo acumula y que esperan al genio, permanecían condenados a una eterna oscuridad. Este concierto de sabios, esta reunión de sus fuerzas, tan útiles, tan necesarios incluso en ciertas épocas, no existían. Era necesario que el mismo individuo pudiera comenzar y acabar un descubrimiento, y tenía que combatir, por sí solo, las resistencias que la naturaleza opone a nuestros esfuerzos. \¡Las obras que facilitan el estudio de las ciencias, que esclarecen sus-~dific:ulta­ des, qüe presentan sus verdades bajo formas más cómodas y rÁás simples; esos detalles de las observaciones, esos desenvolvimientos que muchas veces aclaran los errores de los resultados, y en los que el lector capta lo que ni el propio autor ha percibido: esas obras no habrían podido encontrar ni copistas, ni lectoresj, Así, pues, era imposible que, llegadas ya las ciencias a una extensión que tornaba difíciles sus progresos e incluso un estudio profundizado, pudieran sostenerse por sí mismas y resistir a la pendiente que las arrastraba rápidamente hacia su decadencia. '~})()r .lo tanto, no es extraño que el cristianismo, que después de la if1vención de la imprenta no ha sido bastante poderoso para impedir que reapareciesen brillantemente: lo fuese entonces suficientemente"' para consumar su ruma.¡ Si se exceptúa el arte dramático, que no floreció ·más que en Atenas y que con Atenas tuvo que caer, y la elocuencia, que no respira más que en .un aire libre, la lengua y la literatura de los griegos conservaron durante mucho tiempo su esplendor. Luciano y Plutarco' no habrían desmerecido en el siglo de Alejandro. Roma se elevó al nivel de Grecia, en la poesía, en la elocuencia, en la histo,,

ria, en el arte de tratar con dignidad, con elegancia, con gracia, los_ áridos temas de la filos6fía y de las ciencias. La propia Grecia no tiene un poeta tan cercano a la perfección como Virgilio, ningún historiador que pueda igualarse a_ Tácito. Pero aquel momento de esplendor fue seguido de una pronta decadencia. En el tiempo de Luciano, Roma ya no tenía más que escritores casi bárbaros. Crisóstomo habla todavía la lengua de Demóstenes. Ya no se reconoce la de Cicerón o la de Tito Livio, ni en Agustín, ni siquiera en Jerónimo, que no puede excusa~se con la ínfluencia de la barbarie africana. Y es que, en Roma, jamás el estudio de las letras, el amor por las artes, fue un gusto verdaderamente nacional; es que la pasajera perfección de la lengua f{_¡e allí obra, no de la nación, sino de algunos hombres que Grecia había form~do; es que el territorio de Roma fue siempre para las letras un suel~ extraño, en el que un cultivo asiduo habría podido arraigadas, pero en el que tenían que degenerar si se dejaban abandonadas a sí mismas. Así, pues, la importancia que en Roma y en Grecia tuvieron durante mucho tiempo el talento de la tribuna y el del foro multiplicó la clase de los retóricos. Sus trabajos contribuyeron a los progresos del arte, cuyos principios y refinamientos ellos desarrollaron. Pero enseñaban otro excesivamente descuidado por los modernos, y que convendría extender del arte de hablar al arte de escribir. Es el arte de preparar con facili-dad y en poco tiempo unos discursos que la disposición de sus partes, el método que en ellos reina, los aderezos que en ellos se acierta a distribuir, hagan por lo menos soportables; es el de poder hablar casi sin dilación, sin fatigar a los oyentes con el desorden de las ideas, con la prolijidad del estilo, sin irritarles con extravagantes ampulosidades, con groseros despropósitos, con extraños disparates. ¡Qué útil no sería este arte en todos los países donde las funciones- de un cargo, un deber público, un interés particular, pueden exigir que se hable o que se escriba, sin disponer de tiempo para meditar los discursos o las obras!\ Su historia merece nuestra atención, tanto más cuanto que los modernos -a quienes, sin ell)bargo, sería frecuentemente necesario- parecen no haber co11:ocido más que su lado ridículo. En los comienzos de la época cuyo cuadro termino aquí, los libros se habían multiplicado, la distancia de los siglos había extendido oscuridades bastante grandes sobre las obras de los primeros escritores de Grecia, para que el estudio de los libros ·y de las opiniones, conocido con el nombre de erudición, formase una. parte importante de los trabajos del espíritu; y la biblioteca de Alejandría se pobló de gramáticos y de críticos.

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Se encontrará en ellos esa inclinación a medir su admiración o su confianza por la antigüedad de un libro, por la dificultad de entenderlo o de encontrarlo; una disposición a juzgar las opiniones, no por sí mismas, sino por el nombre de sus autores; a éreer según el criterio de autoridad más que según la razón; en fin, la idea tan falsa y tan funesta de la decadencia del género húmano y de la superioridad de los tiempos antiguos. La importancia que los hombres asignan a lo que constituye el objeto de sus ocupaciones, a lo que les ha costado esfuerzos, es, a la vez, la explicación y la excusa de esos errores, que los eruditos de todos los países y de todos los tiempos han compartido, en mayor o menor medida. Se puede reprochar a los eruditos griegos y a los romanos, e incluso a sus sabios y a sus filósofos, su absoluta carencia de ese espíritu de duda que somete al examen severo de la razón tanto los hechos como sus pruebas. Es sorprendente ver cómo, en la historia de los acontecimientos o de las costumbres, en la de los fenómenos de la naturaleza o de los productos y procedimientos de las artes, relatan tranquilamente los absurdos más palpables, los prodigios más escandalosos. Un se dice, un se cuenta, les parece suficiente para no caer en el ridículo de una pueril credulidad. Este defecto, que ha corrompido entre ellos el estudio de la historia y que se ha opuesto a sus progresos en el conocimiento de la naturaleza, ha tenido su causa en la ignorancia del arte de la imprenta. La seguridad de haber reunido sobre cada hecho todas las' autoridades que pueden confirmarlo o destruirlo, esa comparación de los diversos testimonios, esos desenvolvimientos que acarrean su discusión sólo pueden existir cuando es posible disponer de un gran número de libros, multiplicar indefinidamente sus copias, no tener demasiado miedo a darles una excesiva extensión. Unos relatos de viajeros, unas memorias." unas descripciones, de7 los que muchas veces no había más que una copia, que no estaban sometidos a la censura pública,. no podían adquirir esa autoridad, ! cuya base primordial es la ventaja de n~ haber sido impugnados. l Por otra parte, no tenemos derecho a asombrarnos de esa facilidad T de presentar con una misma confianza, según autoridades iguales, / tanto los hechos más naturales como los más inilagrosos. Este error f continúa enseñándose en nuestras escuelas, como un principio de filo-} sofía, mientras una incredulidad exagerada en el sentido contrario! rios lleva todavía a rechazar sin examen t0do lo que nos parece al mar-/ gen de la naturaleza; y no será inútil entrar en algunas discusiones! sobre la fuerza de las pruebas que la razón p~ede exigir para un hecho\ contrario al orden común, pero al que ella misma ordena someterse.\

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SEXTA EPOCA

DECADENCIA DE LAS LUCES HASTA SU RESTAURACION, HACIA EL TIEMPO DE LAS CRUZADAS

En este desastroso período veremos cómo el esptntu humano desciende rápidamente de la altura a que se había elevado, y cómo la ignorancia trae consigo, aquí la ferocidad, en otras partes una crueldad refinada, y por doquier la corrupción y la perfidia. Apenas unos destellos de talento, algunos rasgos de grandeza de espíritu o . de bondad pueden penetrar a través de aquella noche profunda. Fantasías teológicas, imposturas supersticiosas constituyen el único genio de los- hombres; la intolerancia religiosa, su única moral; y Europa, oprimida entre la tiranía sacerdotal y el despotismo militar, espera en medio de la sangre y de las lágrimas el momento en que nuevas luces le permitan renacer a la libertad, a la humanidad y a las virtudes. Aquí, nos vemos obligados a dividir el cuadro en dos partes distintas: la primera abarcará el Occidente, donde la decadencia fue más rápida y más absoluta, pero donde la luz de la razón había de reaparecer para no volver a extinguirse nunca; la otra, el Oriente, en el que esta decadencia fue más lenta, durante largo tiempo menos completa, pero que no ve todavía el momento en que la luz ha de alumbrar y de romper las cadenas. Apenas la piedad cristiana hubo derribado el altar de la victoria, Occidente fue presa de los bárbaros. Estos adoptaron la nueva religión, •pero no acogieron la lengua de los vencidos: solamente los sacerdotes la conservaron. Y, a causa de su ignorancia y de su desprecio por las letras humanas, desaparecieron las luces que ha-

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brían podido esperarse de la lectura de los libros latinos, pues esos libros ya no podían ser leídos más que por ellos. Son suficientemente s::onocidas la ignorancia y las costumbres bárbaras de los vencedores. Sin embargo, fue en medio de aquella estúpida ferocidad donde surgió la destrucción de la esclavitud doméstica, que había afrentado los hermosos tiempos de la Grecia sabia y libre. Los siervos de la gleba cultivaban las tierras de los vencedores. Aquella clase oprimida abastecía sus casas de criados, cuya depen- · dencia bastaba a su orgullo y a sus caprichos. Así, pues, en la guerra no buscaban esclavos, sino tierras y colonos. Por otra parte, los esclavos que encontraban en las comarcas por ellos invadidas eran, en gran parte, o prisioneros hechos en alguna de las tribus de la nación victoriosa, o hijos de esos prisioneros. En el momento de la conquista, habían huido, en gran número, o se habían unido el ejército de los conquistadores. En fin, los principios de fraternidad general, que formaban .parte de la moral cristiana, condenaban la esclavitud. Y los sacerdotes, que no tenían interés político alguno en contradecir, en este punto, unas máximas que honraban su causa, ayudaron con sus discursos a una desaparición que los acontecimientos y las costumbres habían de ocasionar necesariamente. [Este cambio ha sido el germen de una revolución en los destinos de la especie humana, que le debe el haber podido conocer la verdadera libertad. Pero el cambio no tuvo, en principio, más que una influencia casi imperceptible en la suerte de los individuos. Nos formaríamos una falsa idea de la servidumbre entre los antiguos, si la comparásemos con la de los negros. Los espartanos, los gran¡des de Roma, los sátrapas de Oriente, fueron, sin duda, unos amos bárbaros. La avaricia desplegaba toda su crueldad en los trabajos de las minas; pero en casi todas partes, el interés había suavizado la esclavitud en las familias particulares. La inmunidad de las violencias cometidas contra el siervo de la gleba era mayor aún, pues la propia ley había fijado su precio. La dependencia era casi igual, sin estar compensada por tantos cuidados y ayudas .. La humillación era menos continuada, pero el orgullo tenía más arrogancia. El esclav·o era un hombre condenado por el azar a un estado al que la suerte de la guerra podía exponer algún día a su amo. El siervo era un individuo de una clase inferior y degradada. Es, pues, en estas consecuencias lejanas, sobre todo, donde ,debemos considerar esta destrucción de la esclavitud doméstica.]

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Todas aquellas naciones bárbaras tenían, aproximadamente, la misma constitución: un jefe común llamado rey, que, con un consejo, pronunciaba sentencias y daba órdenes que no podían demorarse; una asamblea de jefes particulares, a la que se consultaban todas las resoluciones un poco importantes; por último, una asamblea del pueblo, donde se desarrollaban las deliberaciones que interesaban al pueblo entero. Las diferencias más esenciales radicaban en la mayor o menor autoridad de estos tres poderes, que no· se distinguían por la naturaleza de sus funciones, sino por la de los asuntos y, sobre todo, por el interés que la masa de los ciudadanosles atribuía. Entre los pueblos agrícolas, y en especial, entre los que habían creado ya. una primera colonización en un territorio extranjero, aquellas constituciones habían adoptado una forma más regular, más sólida, que entre los pueblos pastores. Por otra parte, la nación se hallaba dispersa y no reunida en unos campos más o menos nume_rosos. Así, el rey no renía a su lado un ejército siempre reunido; y el despotismo qo pudo seguir casi inm~diatamente a la conquista, como en las revoluciones de Asia. La nación victoriGsa, por lo tanto, ~o fue subyugada. Al propio tiempo, aquellos con·quistadores conservaron las ciudades, pero sin habitarlas por sí mismos. Al no estar reprimidas por una fuerza armada, puesto que no existía ninguna permanente, las ciudades adquirieron una especie de poder, lo que constituyó un punto de apoyo para la libertad de la nación veücida. Italia fue inv~-clida frecuentemente por los bárbaros, pero éstos no pudieron formar allí colonizaciones duraderas, porque sus riquezas excitaban sin cesar la codicia de nuevos vencedores y porque los griegos conservaron, durante mucho tiempo, la esperanza de unirla a su imperio. Jamás fue sometida ni en su totalidad ni de un moda" duradero por pueblo alguno. La lengua latina, que era la lengua única del pueblo, se corrompió allí más lentamente· la ignorancia tampoco fue allí tan completa, ni 1~ superstición tan ~stúpida como en el resto de Occidente. Roma, que no reconocía a señores más que para cambiarlos, conservaba una especie de independencia. Era la residencia del jefe religioso. Así, mientras en Oriente, sometido a un solo príncipe, el clero, tan pronto gobernando a los emperadores como conspirando contra ellos, sostenía el despotismo, incluso combatiendo al déspota, y prefería servirse de todo el pQder de un señor absoluto a disputarle una parte, en Occidente, por el contrario, los sacerdotes, unidos bajo un jefe común, levantaban un poderío que rivalizaba

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con el de los reyes, y formaban en aquellos estados divididos una especie de monarquía única e independiente. (Mostraremos a esta ciudad dominadora ensayando sobre el universo las cadenas de una nueva tiranía; a sus pontífices, esclavizando la ignorante credulidad mediante acciones groseramente ideadas; mezclando la religión con todas las transacciones de la vida civil burlándose de ella al servicio de la 'avaricia o de su orgullo; casti~ gando con un anatema terrible, para la fe de los pueblos, la menor oposición a sus leyes, la menor resistencia a sus pretensiones insensatas, teniendo en todos los Estados un ejército de monjes, siempre dispuestos a exaltar, mediante sus imposturas, los terrores supersticiosos, a fin de alzar más poderosamente al fanatismo; privando a las naciones de su culto y de las ceremonias en que se apoyaban sus esperanzas religiosas, para excitarlas a la guerra civil; trastornándolo todo para dominar; ordenando en nombre de Dios la traición y el perjurio, el asesinato y el parricidio; haciendo, sucesivamente de los --reyes y de los guerreros los instrumentos y las víctimas de sus venganzas; disponiendo de la fuerza, pero no poseyéndola jamás; terribles para sus enemigos, pero temblorosos ante sus propios é:lefensores; todopoderosos en los confines de Europa, pero impunemente ultrajados al pie mismo de sus altares; que acertaron a encontrar en el cielo el punto de apoyo de la palanca que había de mover el mundo, pero no supieron encontrar en la tierra el regulador que pudiera dirigirla y conservar su acción, a su gusto; que levant:p.ron, en fin, pero sobre pies de barro, un coloso que, después de haber oprimido a Europa, había de abrumarla también, durante largo tiempo, con el peso de sus escombros.] Así, la conquista sometió a cierta parte de Europa a una anarquía tumultuosa, en la que la masa del pueblo gemía bajo la triple tiranía de los reyes, de los jefes guerreros y de los sacerdotes, pero que contenía, sin embargo, en su seno los gérmenes de una libertad futura. · ~. En los países en que los romanos no hfl.bían penetrado, envueltos en el movimiento general, conquistadores y .conquistados formaron sucesivamente parte de la masa común porque tenían el mismo origen y habían compartido las mismas vicisitudes. Nosotros trazaremos el cuadro de las evoluciones de esta anarquía feudal, nombre que sirve para caracterizarla. . La legislación fue allí incoherente y bárbara. Si se encuentran algunas leyes benignas, aquella aparente humanidad no era más que una peligrosa impunidad. Se observan, sin embargo, algunas instituciones preciosas, que, en realidad, al no consagrar más que

los derechos de las clases opresoras, constituían un nuevo ultraje a los derechos de los hombres, pero que, al menos, conservaban su id~a y un día habían de servir de pauta para reconocerlos y restablecerlos. · [Aquella legislación presentaba dos usos singulares, que caracterizan tanto la infancia de las naciones com9 la ignorancia de los siglos oscuros. Un culpable podía redimirse de la pena mediante una suma de dinero fijada por la ley, que apreciaba la vida de los hombres según su dignidad o su nacimiemo. Los crímenes no estaban considerados como un atentado contra la seguridad, contra los derechos de los ciudadanos, que el miedo al suplicio debía evitar, sino como un ultraje hecho a un individuo, que él mismo, o su familia tenía derecho a vengar, y del que la ley les ofrecía una reparación más útil. Era tan precaria la idea que se tenía de las pruebas mediante las cuales puede establecerse la realidad de un hecho, que se consideró más sencillo pedir un milagro al cielo, siempre que se tratase de distinguir el crimen de la inocencia; y el éxito de un experimento supersticioso o la suerte de un combate se consideraron como los medios más seguros de descubrir y de reconocer la verdad. Tratándose de hombres que confundían la independencia y la libertad, los conflictos entre los que dominaban una porción del territorio por pequeña que-fuese, tenían que degenerar en guerras privadas, y estas guerras se hacían de cantón a cantón, de pueblo a pueblo, y entregaban, habitualmente, la superficie entera de· cada país a todos esos horrores que, en las grandes invasiones, por lo menos, no son más que pasajeros, y que en las guerras generales no asuelan más que las fronteras. Siempre que la tiranía se esfuerza por someter a la masa de un pueblo a la voluntad de una de sus porciones, cuenta entre sus medios con los prejuicios y con la ignorancia de sus víctimas. La tiranía trata de compensar con la reunión, con la actividad de una fuerza menor, esa superioridad de fuerza real que parece que no puede dejar de pertenecer al mayor número. Pero el último término de sus esperanzas, el término al que rara vez puede llegar, es el de establecer entre los dueños y los esclavos una diferencia real que, en cierto modo, haga cómplice de la desigualdad política a la naturaleza misma. Ese fue, en tiempos remotos, el arte de los sacerdotes orientales, cuando eran, a la vez, reyes, pontífices, jueces, astrónomos, agrimensores, artistas y médicos. Pero lo que ellos debieron a la exclusiva posesión de unas facultades intelectuales, los toscos tira-

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nos de nuestros pobres antepasados lo obtuvieron mediante sus instituciones y sus costumbres guerreras. Cubiertos de armas impenetrables, no combatiendo más que sobre caballos tan invulnerables como ellos mismos, sin poder adquirir la fuerza y la destreza necesarias para amaestrar y conducir sus caballos, para sostener y manejar sus armas, a no ser mediante un largo y penoso aprendizaje, podían oprimir con impunidad y matar sin peligro al hombre del pueblo, que no era bastante rico para procurarse aquellas costosas armaduras, y cuya juventud, consumida en trabajos útiles, no habÍa podido consagrar a los ejercicios militares. Así, la tiranía del pequeño número había adquirido, gracias al empleo de aquella manera de combatir, una superioridad real de fuerza, que evitaría toda idea de resistencia, y haría inútiles, durante mucho tiempo, hasta los esfuerzos de la desesperación: así, la igualdad de la naturaleza había desaparecido ante aquella artificial desigualdad de las fuerzas físicas.] La moral, enseñada sólo por los sacerdotes, contenía esos principios universales que ninguna secta ha desconocido; pero creaba una multitud de deberes puramente religiosos, de pecados imaginarios, y esos deberes se recomendaban con más fuerza que los naturales; y acciones indiferentes, legítimas, muchas veces incluso virtuosas, se censuraban y se castigaban más reveramente que los crímenes reales. Pero un instante de arrepentimiento, consagrado por la absolución de un sacerdote, abría el cielo a los malvados; y unos donativos a la Iglesia, algunas prácticas que halagaban su orgullo bastaban para expiar una vida cargada de crímenes. Se llegó incluso a señalar una tarifa para aqúellas absoluciones. Entre los pecados, se tenía buen cuidado de contar desde las más inocentes debilidades del amor, desde los simples deseos, hasta los e)\cesos y los refinamientos del desenfreno más vicioso. Se sabía q{i'e casi nadie. podía escapar a aquella censura, y ésa era una de las más productivas ramas del comercio sacerdotal. Se imaginó incluso un infierno de una duración limitada que los sacerdotes tenían el poder de abreviar y del que también podían dispensar; y vendían esa gracia a los vivos y también a los parientes y a los amigos de los muertos. V endíán áreas en el cielo por un número igual de áreas en la tierra, sin exigir siquiera el cambio. Las costumbres de aquel tiempo infortunado fueron dignas de un sistema tan profundamente corruptor. Los progresos de ese sistema; unos monjes que tan pronto inventaban antiguos milagros como los fabricaban nuevos y nutrían de fábulas y de prodigios la ignorante estupidez del pueblo, al que

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engañaban para despojarle; unos doctores que empleaban la sutileza de su imaginación para enriquecer su fama con algún absurdo nuevo y para ampliar, de algún modo, los que les habían sido transmitidos; unos sacerdotes que obligaban a los príncipes a entregar a las llamas a los enemigos de su culto y a los hombres que se atrevían a dudar de uno sólo de sus dogmas, a sospechar de sus imposturas o a indignarse con sus crímenes, y a los que por un momenro se apartaban de una ciega obediencia; en fin, hasta a los propios teólogos, cuando se premitían fantasear de un modo que no correspondía al de los jefes más acreditados de la Iglesia ... Estos son, en aquella epoca, los únicos rasgos que la parte occidental de Europa proporciona al cuadro de la especie humana. / En el Oriente, reunido b~jo un solo déspota, veremos que una" decadencia más lenta sigue al gradual debilitamiento del Imperio; la ignorancia y la corrupción de cada siglo supera en algunos grados la ignorancia y la corrupción del siglo precedente, mientras las riquezas disminuían, las fronteras se acercaban a la capital, las revoluciones eran más frecuentes y la tiranía más cobarde y más cruel. . Siguiendo la historia de ese imperio, leyendo los libros que cada época ha producido, esa correspondencia saltará a los ojos menos ejercitados y menos atentos. El pueblo se dedicaba más a las querellas teológicas: éstas ocupan un lugar más importante en ía historia, influyen más en los acontecimientos políticos; las fantasías se muestran allí con una sutileza que el Occidente, celoso, no podía alcanzar aún. La intolerancia religiosa también allí es opresiva, pero menos feroz. Sin embargo, las obras de Focio anuncian que el gusto por los estudios racionales no se había extinguido todavía. Algunos emperadores, príncipes, incluso princesas, no desdeñaron cultivar su espíritu. La legislación fue alterándose allí, lentamente, a causa de esa mezcla de malas leyes que la codicia o la tiranía dictaban a los emperadores, o que la superstición arrancaba a su debilidad. La lengua griega perdió parte de su pureza, de su carácter, pero conservó su r_iqueza, sus formas, su gramática, y los habitantes de Constantinopla aún podían leer a Homero y a Sófocles, a Tucídid~s y a Platón. Antemio exponía la construcción de los espej~s de Arquímedes, que ~roclo empleaba con éxito en la defensa de la capital. A la caída- del Imperio, en Constantinopla se enéontraban algunos hombres que se refugiaron e~ Italia, y cuyos c~nocimientos fueron útiles a los progresos de las luces. Así, pues, Oriente no había llegado, ni siquiera en aquella época, al último límite de la barbarie,

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pero tampoco había allí nada que presentase la esperanza de una restauración. Acabó siendo presa de los bárbaros. Aquellos débiles vestigios desaparecieron y el antiguo genio de Grecia sigue esperando allí un liberador. En los límites del Asía y en los confines del Africa existía un pueblo que, por su situación y por su valor, había escapado· a las conquistas de los persas, de Alejandro y de los romanos. De sus numerosas tribus, unas debían su subsistencia a la agricultura, y otras habían conservado su vida pastoril: todas se dedicaban al comercio, y algunas, al bandidaje. Reunidas por un mismo Órígen, por un mismo lenguaje, por un mismo culto, formaban una gran nación, cuyas diversas porciones, sin embargo, no estaban unidas por ningún lazo político. De pronto, entre ellas surgió un hombre dotado de un ardiente entusiasmo y de una política profunda, nacido con el talento propio de un poeta y con el de un guerrero. Concibe el audaz proyecto de reunir en un solo cuerpo las tribus árabes y tiene el valor de realizarlo. Para dar un jefe a una nación hasta entonces indómita, comienza por edificar sobre los escombros del antiguo culto tina religión más pura. Legislador, profeta, pontífice, juez, general del ejército, tiene en sus manos todos los medios de subyugar a los hombres, y sabe emplearlos con habilidad, pero con grandeza 1• Predica un montón de fábulas, que dice haber recibido del cielo, pero gana batallas. Reparte su tiempo entre la oración y los placeres ·Ael amor. Tras haber disfrutado, durante veinte años, de un poder sin límites, del que no existe ningún otro ejemplo, declara que, si ha cometido alguna injusticia, está dispuesto a repararla. Todos se callan: sólo una mujer se atreve a reclamar una pequeña suma de dinero. Cuando aquel hombre muere, el entusiasmo que ha comunicado a su pueblo va a cambiar la faz de las tres partes del mundo antiguo. Las costumbres de los árabes tenían elevación y dulzura; amaban y cultivaban la poesía y, cuando reinaron sobre las más· bellas regiones del Asia, cuando el tiempo hubo cambiado la fiebre del fanatismo religioso, el gusto de las letras y de las ciencias vino a fund.irse con su celo por la propagación de la fe, y a moderar su ardor por las conquistas.

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El juicio favorable casi sin reservas que a Condorcet le merece Mahoma hay que atribuirlo a su lucha contra el cristianismo, de un lado; de otro, a la obra cultural árabe, a la que se refiere en las páginas que siguen, y en el párrafo final del séptimo período.

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Estudiaron a Aristóteles, cuyas obras tradujeron. Cultivaron la. astronomía, la óptica, todas las partes de la medicina, y enriquecieron estas ciencias con algunas verdades nuevas. Se les debe la generalización del uso del álgebra, limitado entre los griegos a una sola clase de cuestiones. Si bien la investigación quimérica del secreto de transformar los metales, y la de un brebaje de inmortalidad, desluciác.sus trabajos en la química, fueron los restauradores o, más bien, los inventores de esta ciencia, hasta entonces confundida con la farm·acia o con el estudio de los procedimientos de las artes. Es entre ellos donde aparece, por primera vez, como análisis de los cuerpos cuyos elementos nos permite conocer, como teoría de sus ·combinaciones y de la:; leyes de esas combinaciones. Las ciencias eran allí libres, y a esa libertad debieron el haber podido resúcitar algunos destellos del genio de los griegos; pero estaban sometidos a un despotismo consagrado por la religión. Además, esa luz no brilló más que unos momentos, para dejar paso a las más densas tinieblas. Esos trabajos de los árabes se habrían perdido para el género humano si no hubieran servido para preparar esta restauración más duradera, cuyo cuadro va a ofrecernos Occidente. [Vemos, pues, por segunda vez, cómo el genio abandona a los pueblos a los que había alumbrado; y también ahora se ve obligado a desaparecer ante la tiranía y la superstición. Nacido en Grecia, al lado de la libertad, no pudo impedir que ésta cayese, ni defender la razón contra los prejuicios de los pueblos ya degradados por la esclavitud. Nacido entre los árabes, en el seno del despotismo, y cerca de la cuna de una religión fanática, no ha sido, como el carácter generoso y brillante de ese pueblo, más que una fugaz excepción de las leyes generales de la naturaleza, que condenan a la vileza y a la ignorancia a las naciones sometidas y supersticiosas. Así, este segundo ejemplo no debe asustarnos respecto al porvenir, pues sólo advierte a nuestros contemporáneos que no omitan nada para conservar, para aumentar las luces, si no quieren perder las ventajas que las luces les han proporcionado.] A la historia de esos trabajos agregaré la de la rápida elevación y precipitada caída de esa nación que, después de haber reinado desde las costas del Océano Atlántico hasta las orillas del Indo, expulsada por los bárbaros de la mayor parte de sus conquistas, y sin haber conservado las otras más que para ofrecer en ellas el lamen;able espectáculo de un pueblo degenerado hasta el último límite de la servidumbre, de la corrupción, de la miseria, ocupa todavía su antigua patria, ha conservado allí sus costumbres, su

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esptntu, su carácter, y ha sabido. defender y reconquistar casi toda su antigua independencia. _ Expondré cómo la religión de Mahoma, la más simple en ,sus dogmas, la menos absurda en sus prácticas, la más tolera?te en sus principios, ha condenado a la esclavitud y a una irremedtabl~ est~­ pidez a toda la vasta porción de la Tierra en que ha. ext~ndtdo su imperio, mientras vamos a ver brillar el genio de las o~noas Y de ~a libertad bajo las supersticiones más absurdas, en med10 de la mas bárbara intolerancia. China nos ofrece el mismo fenómeno, aunque los efectos de ese veneno embrutecedor hayan sido allí menos funestos.

SEPTIMA EPOCA

DESDE LOS PRIMEROS PROGRESOS DE LAS CIENCIAS, CON SU RESTAURACION EN OCCIDENTE, HASTA LA INVENCION DE LA IMPRENTA

Son varias las causas que han contribuido a dar gradualmente al espíritu humano esta energía que parecía reprimida para siempre por unas cadenas tan vergonzosas y tan pesadas. La intolerancia de los sacerdotes, sus esfuerzos para adueñarse de los poderes políticos, su escandalosa codicia, el desorden de sus costumbres, realzado por su hipocresía, tenían que excitar contra ellos a las a~rrias .Puras, a l_os espír~tu~, sanos, a los caracteres valer~­ sos. Produoa asombro la conr.radtcc10n de sus dogmas, de sus maximas, de su conducta, con los propios evangelios, primer fundamento de su doctrina y de su moral, y cuyo conoc.imiento no había podido ocultar enteramente al pueblo. Se elevaron, pues, contra ellos fuertes oposiciones. En el sur de Francia, provincias enteras se reunieron para adoptar una doctrina más sencilla, un culto que seguiría siendo cristiano, pero en el que el hombre, sometido sólo a la divinidad, juzgaría según sus propias luces acerca de lo que la divinidad se ha dignado revelar en los libros que de ella emanan 1• Unos ejércitos fanáticos, dirigidos por unos jefes ambiciosos, c!_evastaron aquellas provincias. Los verdugos, obedientes a los legad?s y a los sacerdotes, inmolaron a los que no habían muerto a manos de los soldados. Se estableció un tribunal de monjes, encar-

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Se refiere a lós c.átaros, en el sudoeste de Francia.

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gado de mandar a la hoguera a todo sospechoso de seguir escuchando a la razón. Pero no pudieron impedir que el espíritu de libertad y. de examen realizase progresos secretamente. Reprimido en el país en que se atrevía a man·ifestarse, donde más de una vez la intolerante hipocresía alumbró sangrientas guerras, se reproducía, se' extendía clandestinamente en otra región. Se le encuentra en rodas la épocas, hasta el momento en que, secundado por la invención de la imprenta, fue bastante poderoso para liberar a una parte de Europa del yugo de la Corte de Roma. [Ya existía también una clase de hombres que, superiores a rodas las supersticiones, se contentaban con despreciarlas en secreto, o se permitían, en todo caso, difundir sobre ellas, C()mO sin querer, algunos trazos de un ridículo que resultaba más mordaz, gracias al velo de respeto con que tenían buen cuidado de cubrirlos. La chanza alcanzaba indulgencia para aquellas audacias que~ disem'inadas con precaución en las obras destinadas a la diversión- de los grandes o de los ilustrados, pero ignoradas del pueblo, no suscitaban el odio de los perseguidores. Federico II se hizo sospechoso de ser lo que nuestros sacerdotes . del siglo XVIII han llamado después un filósofo 2 • El papa le acusó, ante rodas las naciones, de haber tratado de fábulas políticas a las religiones de Moisés, de Jesús y de Mahoma. Se atribuía a su canciller, Pedro de Vignes, el libro de invención imaginati~a Tres impostores. Pero el título, por sí solo, anunciaba ya la existencia de una opinión, resultado perfectamente natural del examen de esas tres creencias, que, nacidas de la misma fuente, ·no eran más que la corrupción de un culto más puro, rendido por pueblos más antiguos al alma universal del mundo. La compilación de nuestros fabliaux 3, El Decamerón de Boccaccio, están llenos de rasgos ·que revelan esa libertad de pensamiento, ese desprecio de los prejuicios, esa inclinación a convertirlos en tema de una burla mordaz y secreta. Así, aquella época nos muestra a tranquilos contempladores de rodas las supersticiones al lado de entusiastas reformadores de sus abusos más groseros; y nosotros casi podemos ligar la historia de aquellas resistencias oscuras, de aquellas protestas en favor de los

2 Federico II de Hohenstaufen 0194-1250), reinó en Palermo como lo que después se denominaría un déspota ilustrado. 3 Los/abliaux son cuentos populares franceses, en verso, de los siglos XII y XIII. (N. del T.)

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derechos de la razón, con la de los últimos filósofos de la escuela de Alejandría. r • • f. ,f E-xaminaremos si, en un tiempo en que el prosehosmo tloso Ico debió de ser tan peligroso, no se formaron soci~dade~ secretas, destinadas a perpetuar, a difundir secretamente y sm pel~gro, entre alguños adeptos, un pequeño nú~~r? de ve~dades senollas, como segura protección contra los pre)UI~lOS dommantes. In'Vestigaremos si entre esas sociedades no deb.e colocarse esa céleb;e Orden- contra la que con ,tanta bajeza conspiraron los papas 4 y los reyes, y a la que tan bár~aramente dest~uyeron -J Los sacerdotes se veían obhgados a estudiar para_ defenderse, para encubrir con algunos pretextos sus usurpaciones ~el poder s Además para sos-tener con menos desventaJa aquella secu 1ar . , ·d d 1 guerra ~n que las pretensiones se apoyaban en la auton a. Y en os· ejemplos, los reyes favorecieron escuelas en las ~ue pudieran formarse jurisconsultos, de los que ellos tenían necesidad para oponerlos a los sacerdotes. . En aquellas disputas entre el clero y los gobiernos, entre clero de cada país y el jefe de la Iglesia, los ~ombres que teman un espíritu más justo, un carácter más claro, mas elevado, lucharon por la causa de los hombres contra la de los sacerdotes, p_or la causa del clero nacional contra el despotismo d~l jefe extranJero. Atacaron aquellos abusos, aquellas usurpaciones cu~o origen tra~a~an de de_s~ cubrir. Esta audacia no nos parece hoy mas que una timidez servil, nos reímos, al ver prodigar tantos trabajos para demostrar lo ~ue podía enseñar el simple buen sentido. Aquellas verdade: ~ra~ Importantes; y aquellos hombres las buscaban con un esp~ntu mdependiente, las defendían con valor, y gracias a ellos la r~zon humana ha comenzado a acordarse de sus derechos y de su hbertad~ En las querellas que se suscitaban entre los reyes .Y los senores, los primeros se aseguraron el apoy_o ~e las grandes cmdades, trataron mediante franquicias, de multiplicar las que gozaban del derecho' de comunidad, y aquellos hombres que renacían a la lib~rtad comprendieron la gran importancia de adquirir, p~r el estudi.o. ~e las leyes y de la historia, una capacidad, _u_na aurond~d d,e opm10n que les ayudase a neutralizar el poder militar de la nrama feudal: La rivalidad de los emperadores y de los papas impidió a Italia

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4 Se refiere a los templarios. b d f: 1 d d · s Alude a la denominada «donación de Constantino», documento _de pro a a a sd a d p~r el que se pretendía que Constantino había entregado al Papa la soberama sobre los esta os e a Iglesia.

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reunirse bajo un señor, y conservó allí un gran número de Estados independientes. En esos pequeños Estados, se necesita, muchas veces, agregar el poder de la persuasión al de la fuerza, emplear la política tan frecuentemente como las armas; y como esa guerra política tenía allí como principio una guerra de opi'nión, como jamás Italia había perdido totalmente el gusto por el estudio, este país tenía que ser para Europa un foco de luces, débil aún, pero que prometía un rápido incremento. Por último, el entusiasmo religioso arrastró a los occidentales a la conquista de los lugares que, según se decía, la muerte y los milagros de Cristo habían consagrado, y, al mismo tiempo que aquel furor era favorable a la libertad, pues debilitaba y empobrecía a los señores, extendía las relaciones de las naciones europeas con los árabes: lazos que ya la mezcla de éstos con los cristianos de España había creado, y que el comercio de Pisa, Génova y Venecia había afirmado. Aprendieron la lengua de los árabes, leyeron sus libros, conocieron una parte de sus descubrimientos y, si no superaron el punto en que ellos habían dejado las ·ciencias, tuvieron, al menos, la ambición de conseguirlo. [Aquellas guerras, emprendidas en favor de la superstición, sirvieron para destruirla. El espectáculo de muchas religiones acabó por inspirar a los hombres de buen sentido una indiferencia igual respecto a unas creencias igualmente impotentes contra los vicios o las pasiones de los hombres, un desprecio igual por la adhesión igualmente sincera, igualmente obstinada de sus secuaces a unas op~iones contradictorias.] J En Italia se habían formado unas repúblicas, algunas de las cuales había imitado las formas de las repúblicas griegas, mientras las demás trataban de conciliar en un puedlo sGmetido, la libertad, la igualdad democrática de un pueblo soberano con la servidumbre. En Alemania, en el Norte, algunas ciudades, tras obtener una independencia casi total, se gobernaron con sus propias leyes. En algunas partes de Suiza, el pueblo rompió las cadenas del feudalismo, así como las del poder real. En casi todos los grandes estados nacieron constituciones imperfectas, en las que la autoridad para cobrar impuestos, para hacer leyes nuevas, fue compartida, o bien entre el rey, los nobles, el clero y el pueblo, o bien entre el rey, los barones y los comunes; en las que el pueblo, sin salir todavía de la humillación, estaba, por lo menos, protegido contra la opresión; en las que quienes verdaderamente componen las naciones participaban, al menos, del derecho a defender sus intereses y a influir en su desti~. En Inglaterra, una acta célebre, solemnemente jurada por el rey y por

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los grandes, garantizó el derecho de los barones y algunos de los derechos de los h6mbr:'es 6 . Otros pueblos, provincias e incluso ciudades obtuvieron también cartas semejantes, menos célebres y no tan bien defendidas. Son el origen de esas declaraciones de derechos que todos los hombres cultos consideran hoy como la base de la libertad y cuya idea no habían concebido ni podían concebir los antiguos porque la esclavitud doméstica mancillaba sus constituciones, porque, entre ellos, el derecho de ciudadanía era hereditario o se otorgaba mediante una adopción voluntaria y porque no habían conocido la existencia de esos derechos inherentes a la especie humana y que pertenecen a todos los hombret$, de un modo enteramente igual. [En Francia, en Inglaterra, en algunas otras grandes naciones, el pueblo parecía querer recuperar sus verdaderos derechos; pero estaba más ciego por el sentimiento de la opresión que iluminado por la razón, y el único fn.Ho de sus esfuerzos fueron unas violencias expiadas por venganzas más bárbaras, y unos saqueos seguidos de una miseria mayor. Sin embargo, entre los ingleses, los principios del reformador Wiclef habían sido el motivo de uno de esos movimientos dirigidos por algunos de sus discípulos, presagio de las tentativas más continuadas y mejor combinadas que los pueblos habían de hacer bajo otros reforma
Se refiere a la Carta Magna del Rey Juan, de 1215. Se trata, sin ddda, de un lapso. El Código de Justiniano era conocido casi íntegramente desde hacía ya. tiempo. 6

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d.ucción he~ha del árabe, y su filosofía, perseguida en los primeros tiempos, remó muy pronto en todas las escuelas. No llevó la luz P.e,ro dio más :egularidad, más método a ese arte de la argumenta~ c_wn que las disputas teológicas habían producido. Aquella escolástica n~ co~ducía al descubrimiento de la verdad; ni siquiera servía para discuti~l~, para abordar debidamente sus pruebas, pero agudiz~ba los esptntus; y ese gusto por las distinciones sutiles, esa necesidad d~ descomponer incesantemente las ideas, de captar sus fugaces manees, de representarla con palabras nuey_as: todo ese aparato empleado para enredar a un enemigo en la disputa, 0 para librarse de sus celadas, fue el primer origen de ese análisis filosófico que después ha sido la fuente fecunda de nuestros progresos. ' · -~Debemos a-..esos escolásticos nociones más precisas acerca de las Ideas que pueden formarse del Ser supremo y de sus atributos; acerca de la distinción entre la causa primera y el universo que se supone ~ue ella gobierna; acerca de la distinción entre el espíritu y la matena; a:erca de los diferentes sentidos que puede9 asignarse a la palabra ftbertad,· acerca de lo que se entiende por la creación,· acerca ~~ las_ maneras de distinguir entre las diferentes operaciones del es~tntu humano, y de clasificar las ideas que ~ste se forma de los obJetos reales y de sus propiedades.] · Este mismo método no podía menos de retrasar en las escuelas e~ p~ogreso de las ciencias naturales, Algunas investigaf=iones anatomiCas; unos oscuros trabajos sobre la química, empleados únicamente para buscar la gran obra 8 , unos estudios sobre la geometría sobre el álgebra, que no alcanzaron a saber todo lo que los árabe~ habían d~scubierto~ ni a entender las obras de Ú:>-s antiguos; unas observacwnes, en fm, unos cálculos astronómicos que se limitaban a elaborar, a perfeccionar unas tablas,' y que se veían desvirtuados por una mezcla de astrología; ése es el cuadro que tales ciencias present~~· Pero las ~rtes mecánicas comenzaron a elevarse hasta la perfecCion que habtan conservado en Asia. El cultivo de la seda se introducía en los países meridionales de Europa; se habían construido . molinos de viento y fábricas de papel; el arte de medir el tiempo había superado los límites en que se había detenido entre los antiguos Y entre los árabes. Por último, dos descubrimientos importantes marcan esta misma época. La propiedad que el imán tiene de dirigirse hacia un mismo punto del cielo, propiedad conocida de los chinos,. e incluso empleada por ellos para conducir los barcos, fue descubierta en Europa, donde aumentó la actividad del comercio '

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Se refiere a la transmutación de los metales en oro.

pe~~feccionó el arte de la navegación, suscitó la idea de esos viajes que despues han dado a conocer un mundo nuevo, y han permitido al hombre recorrer con su mirada toda la extensión del globo en qJ~. se encuentra. Un. químico, al mezclar el salitre con una materia inflamable, encontró el secreto de esa pólvora empleada en la guerra y que ha producido una revolución inesperada en el arte de la destrucción. A pesar dedos terribles ·efectos de las armas de fuego, han hecho que la guerra sea menos asesina y los guerreros menos "' feroces, al alejar a los combatientes. Las expediciones militares son más costosas; la riqueza puede neutnilizar la fuerza; aun las naciones más belicosas sienten la necesi,dad de procurarse los medios de combatir por las vías del comercio y de las artes, y los pueblos civUizados ya no temen a las naciones bárbaras. Las grandes cónquistas y las revoluciones que las siguen se han hecho casi imposibles. La superioridad que una armadura de hierro, un caballo casi invulnerable, el hábito de manejar la lanza y la espada, otorgaban a la nobleza sobre el pueblo, ha acabado por. desaparecer totalmente. Y la destrucción de este último obstáculo para la libertad de los hombres, para su igualdad real, se debe a una invención que, a primera vista, parecía amenazar con el aniquilamiento de la raza humana. , En Italia, la lengua había llegado casi a su perfección hacia el siglo XIV. El Dante es, con frecuencia, noble, preciso, enérgico; Boccaccio tiene gracia, sencillez, elegancia. El genio de Petrarca no ha envejecido. En esta región, cuyo excelente clima se acerca al de Grecia~ se estudiaban los modelos de la antigüedad; se intentaba trasladar a la nueva lengua algunas de sus bellezas; se trataba de imitarlas en la propia. Y a algunas experiencias permitían esperar que, animado por la visión de los monumentos antiguos, instruido por aquellas mudas pero elocuentes lecciones, el genio de las artes iba a embellecer, por segunda vez, la existencia del hombre, y a ofrecerle esos placeres puros cuyo goce es igual para todos y que, a medida que se comparte, se acrecienta. El resto de Europa avanzaba, pero con retraso. Sin embargo, el gusto por las letras y por la poesía también allí comenzaba, por lo menos, a pulir las lenguas, todavía bárbaras. Los motivos que habían forzado a los espíritus a salir de su prolongado letargo guiaban también sus esfuerzos. No podía recurrirse a la razón para decidir las cuestiones que agitaban los opuestos intereses: la religión, lejos de reconocer su autoridad, se vanagloriaba de humillarla y de someterla; la política consideraba como

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justo lo que estaba consagrado por unas convenciones, por un uso constante, por unas costumbres antiguas. ""!'Ja No se dudaba que los derechos de los hombres estuviesen escritos en el libro de la naturaleza, y había que guardarse de consultar otros. Era en los libros sagrados, en los autores respetados, en las bulas de los papas, en los rescriptos de los_...reyes, en las compilaciones de las costumbres, en los anales de las iglesias, donde se buscaban las máximas o los ejemplos de los que se permitía extraer consecuencias. N o se trataba de examinar un principio en sí mismo, sino de interpretar, de discutir, de destruir o de reforzar, mediante otros textos, los textos en que tal principio se apoyaba. No se adoptaba una proposición porque fuese verdadera, sino porque estaba escrita en determinado libro, y porque había sido admitida en tal país, y desde tal siglo. Así, la autoridad de los hombres suplantaba, en rodas partes, ~la de la razón. Se estudiaban los libros mucho más que la naturaleza, y las opiniones de los antiguos más que los fenómenos del universo. Esa esclavitud del espíritu, en la que ni siquiera se tenía el recurso de una crítica ilustrada, fue entonces más nociva para los progresos de la especie humana por la orientación que daba a los espíritus, que por sus efectos inmediatos. Se estaba tan lejos de haber alcanzado a los antiguos, que aún no había llegado el momento de tratar de corregirlos o de superarlos. Durante aquella época, las costumbres conservaron su corrupción y su ferocidad; la intolerancia religiosa fue incluso más activa; y las discordias civiles, las guerras particulares de los señores sustituyeron a las invasiones de los bárbaros. En realidad, la galantería de los ministriles y de los trovadores, la institución de una caballería que profesaba la generosidad y la llaneza, entregándose al mantenimiento de la religión y a la defensa de los oprimidos, así como al servicio de las damas, parece que deberían suscitar más dulzura,'más decoro, más elevación. Pero aquel cambio, limitado a las cortes y a los castillos, no alcanzó a la masa del pueblo. El resultado fue un PDCO más de igualdad entre los nobles, menos perfidia y crueldad e.n sus relaciones recíprocas, pero su desprecio por el pueblo, la violencia de su tiranía, la audacia de su bandidaje, siguieron siendo los mismos; y las naciones, igualmente oprimidas, fueron igualmente ignorantes, bárbaras y corrompidas. Aquel espíritu de galantería, aquel sentido caballeresco, debido en gran parte a los árabes, cuya natural generosidad resistió durante largo tiempo, en España, a la superstición y al despotismo, fueron sin duda útiles: difundieron los gérmenes de humanidad que no

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habían de fructificar hasta tiempos más felices; y la caractensnca general de aquella época fue la de haber preparado el espíritu humano para la revolución que la invención de la imprenta había de suscitar, y la de haber dispuesto la tierr~ que las edades siguientes habían de cubrir cori una cosecha tan rica y tan abundante.

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OCTAVA EPOCA

DESDE LA INVENCION DE LA IMPRENTA HASTA EL TIEMPO EN QUE LAS CIENCIAS Y LA FILOSOFIA SACUDIERON EL YUGO DE LA AUTORIDAD

Los que no han reflexionado acerca del progreso del esp1ntu humano en el descubrimiento, ya sea de las verdades de las ciencias, ya sea de los procedimientos de las artes, se asombrarán de que haya sido tan prolongado el espacio de tiempo que separó el conoCimiento del arte de imprimir los dibujos, del descubrimiento del arte de imprimir los caracteres. Es indudable que algunos grabadores habrán tenido la idea de ello, pero se habrán sentido más impresionados por la dificultad de la realización que por las ventajas del éxito; y es una suerte que no se haya podido sospechar toda su importancia, porque los sacerdotes y los reyes se habrían unido para ahogar, en el momento de nacer, al enemigo que iba a desenmascararlos y a destronados. La imprenta multiplica indefinidamente, y con poco gasto, los ejemplares de una misma obra. Desde entonces, la posibilidad de tener libros, de adquirirlos según los propios gustos y necesidades, ha existido para todos los que saben leer, y esta facilidad de la lectura extendió muy pronto tanto el deseo como los medios de instrucción. Esas copias multiplicadas se difunden con una mayor rapidez; y los hechos y los descubrimientos no sólo alcanzaron una publicidad más amplia, sino que la alcanzaron más pr.onto. Las luces, en cierto modo, se convertían en un objeto de comercio. Había que buscar los manuscritos, como hoy buscamos las obras raras. Lo que no leían más que algunos individuos pudo ser leído,

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entonces, por un pueblo entero y conmover, casi al mismo tiempo, a todos los hombres que entendían la misma lengua. Se conoció el medio de hacerse entender por las naciones dispersas. Se estableció una nueva especie de tribuna, desde la que se comunicaban impresiones menos vivas, pero más profundas; desde la que se ejercía un imperio menos tiránico sobre las pasiones, pero obteniendo un poder más seguro y más duradero sobre la razón; en la que roda la ventaja está a favor de la verdad, pues el arte ha perdido en los medios de seducir sólo porque ha ganado en los 'de esclarecer. Se ha formado u~a opinión pública, poderosa por el número de quienes la comparten, y enérgica porque los motivos que la determinaban actuaban, a la vez, sobre todos los espíritus. Así, se ha visto elevarse, en favor de la razón y de la justicia, un tribunal independiente de rodas las potencias, al que es difícil ocultar nada y al que es imposible sustraerse. Los métodos nuevos, los primeros pasos en la ruta que debía conducir a un descubrimiento, los trabajos que lo preparaban, los puntos de vista que podían indicarlo, al extenderse con prontitud, ofrecían a cada individuo todos los medios que los esfuerzos de todos habrían podido crear; y, gracias a esas ayudas recíprocas, el genio, en cierto modo, había más que duplicado sus fuerzas. Todo error nuevo era combatido desde su nacimiento: atacado frecuente incluso antes de que hubiera podido propagarse, no tenía tiempo de arraigar en los espíritus. Los que, por haber sido recibidos en la infancia, se habían identificado, en cierto modo, eón la razón humana; los que a través de los terrores o de la esperanza se habían hecho caros a las almas débiles, se vieron quebrantados sólo porque ahora resultaba imposible impedir su discusión, ocultar que podían ser rechazados y combatidos, oponerse a la propagación de las verdades que, de consecuencia en consecuencia, obligfl.rían, finalmente, al reconocimiento de su absurdo. Es a la imprenta a la que se debe la posibilidad de difundir las obras que solicitan las circunstancias del momento o los pasajeros movimientos de la opinión, y de interesar así, en cada cuestión que se discute en un punto único, a la universalidad de los hombres que hablan una misma lengua. V Sin la contribución de 'este arte, ¿habrían podido multiplicarse esos libros destinados a cada clase de hombres, a cada graclo de instrucción? Las discusiones prolongadas, que son las únicas que pueden aportar una luz segura en las cuestiones dudosas y asentar sobre una base inquebrantable esas verdades que, por ser demasiado abstractas, demasiado ajenas a los prejuicios, habrían acabado

por ser desconocidas y olvidadas; los libros puramente elementales, los diccionarios, l(ls obras en que se recogen, con todos sus detalles, una multitud de hechos, de observaciones, de experiencias, en que rodas las pruebas se desarrollan y rodas las dudas se discuten; esas compilaciones preciosas que encierran, ya sea todo lo que se ha observado, escrito, pensado, sobre una parte de las ciencias, ya sea el' resultado de los trabajos anuales de todos los sabios de un mismo país; esas tablas, esos cuadros de todo género, entre los que unos muestran unos resultados que el espíritu no habría captado más que con un penoso trabajo, y otros ofrecen, según el interés de cada uno, el hecho, la observación, el número, la fórmula, el objeto qué se necesita conocer, mientras otros, en fin, presentan, bajo una forma cómoda, en un orden metódico, los materiales de .Jos que el genio debe e~traer unas verdades nuevas: todos esos medios de hacer la marcha del espíritu humano más rápida, al hacerla más fácil, son también beneficios de la imprenta. Y mostraremos otros nuevos cuando .analicemos los efectos de la sustitución de las lenguas nacionales por el uso casi exclusivo, en cuanto a las .ciencias, de un lenguaje común a los sabios de todos los países. En fin, ¿no ha sido la imprenta la que ha liberado la instrucción de los pueblos de todos los odios políticos y religiosos? En vano uno y otro despotismo se habrían apoderado de rodas las escuelas; en vano habría fijado, invariablemente, mediante severas instrucciones, con qué errores ordenaban que se emponzoñase a los espíritus ni qué verdades les permitían construir; en vano unas cátedras consagradas a la instrucción moral del pueblo o a la de la juventud en la filosofía y en las ciencias, serían condenadas a no transmitir nunca, más que una doctrina favorable al mantenimiento de esa doble tiranía:·' la imprenta continuaría siéqdole posible difundir una luz independiente y pura. Esa instrucción, que cada hombre puede recibir a fravés de los libros, en el silencio y en la soledad, no puede ser universalmente corrompida: basta con que exista un rincón de tierra libre adonde la prensa pueda enviar sus hojas. ¿Cómo, en esa multitud de libros diversos, de ejemplares de un mismo libro, de reimpresiones que, en unos instantes, hacen que renazca de sus cenizas, se pueden cerrar bastante rigurosamente todas las puertas por las que la verdad trata de introducirse? Lo que era difícil, incluso cuando sólo se trataba de destruir .unos ejemplares de un manuscrito para aniquilarlo sin remedio, cuff~do bastaba con proscribir una verdad, una opinión, durante unos años, para condenarla a un eterno olvido, ¿no se ha hecho imposible hoy, cuando

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sería necesaria una vigilancia siempre renovada, una actividad que no cesase nunca? Aun cuando se llegase a aparrar esas verdades demasiado palpables, que hieren directamente los intereses de los inquisidores, ¿cómo podría impedirse que penetrasen las otras verdades que las contienen, que las preparan y que un día habrán de conducir a ellas? ¿Sería posible hacerlo sin verse forzado a abandonar la máscara de hipocresía, cuya caída sería casi tan funesta como la verdad para el predominio del error? Así, veremos cómo la razón triunfa de esos vanos esfuerzos; en esta guerra, siempre renaciente Y m~chas veces cruel, la veremos triunfar de la violencia y de la astucta; afrontar las hogueras y resistir a la seducción, aplastando ba!o su mano omnipotente, una tras otra, la hipocresía fanática que exige una adoración sincera para sus dogmas, y la hipocresía política que, de rodillas, suplica que los pueblos padezcan su tranquilo aprovechamiento de los errores, en los que, según ·afirma, los pueblos encuentran tanta utilidad como ella misma en seguir sumergidos. La invención de la imprenta casi coincide con otros dos acontecimientos, uno de los cuales ha ejercido una acción inmediata sobre los progresos del espíritu humano, mientras que la influencia y el peso del otro sobre el destino de roda la humanidad no tendrán más término que el de su duración. Hablo de la conquista de Constantinopla por los turcos, y del de~cubrimiento, ya sea del Nuevo M'undo, ya sea de la ruta que ha abierto a Europa una comunicación directa con las panes orientales del Africa y del Asia. Los literatos griegos, huyendo de la dominación tártara, buscaron asilo en Italia. Enseñaron a leer, en su lengua original, a los poetas, a los oradores, a los historiadores, a los filósofos, a los sabios de la antigua Grecia; primero, multiplicaron sus manuscritos, y, poco después, sus ediciones. Ya no fue suficiente la adoración de lo que se había convenido en llamar la doctrina de Aristóteles; se buscó, en sus propios escritos, lo que realmente había sido· se atrevieron a juzgarla y a combatirla; se le opuso a Platón: y cre~rse · con derecho a elegir un maestro era ya comenzar a sacudir el yugo. La lectura de Euclides, de Arquímedes, de Diofanto, de Hipóerares, del libro de los animales, de la física misma de Aristóteles re~v~varon el genio de la geometría y de la física; y las opiniones n~ cnsttan~s de los filósofos reanimaron las ideas casi extinguidas de los antiguos derechos de la razón humana. En seguida veremos cuáles fueron s.us frutos. Unos hombres intrépidos, guiados por el amor ~la gloria y por

la pasión de los descubrimientos, habían ensanchado para Europa los límites del universo, le habían mostrado un cielo nuevo, y abierto tierras desconocidas. Vasco de Gama había penetrado en la India, tras haber seguido, con una infatigable paciencia, la inmensa extensión de las costas africanas, mientras Colón, adentrándose en las ~las del Océano Atlántico, había llegado a ese mundo hasta entonces ignorado, que se extiende entre el Occidente de Europa y el Oriente de Asia. Si una noble curiosidad -sentimiento cuya actividad en todos l~s géneros presagiaba los grandes progresos de la especie humana- había animado a los héroes de la navegación, una codicia baja y cruel, un fanatismo estúpido y feroz guiaban a los reyes y a los bandidos que iban a aprovecharse de sus trabajos. Los infortunados seres que habitaban aquellas nuevas tierras no fueron tratados como hombres, porque no eran cristianos. Este prejuicio, más envilecedor para los tiranos que para las víctimas, sólo exceptuaba a los m
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costado a la humanidad, hasta ~1 momento en que Europa, renunciando al sistema opresor y mezquino del comercio monopolista recuerde que los hombr.es de todos los climas, iguales y hermanos por decisión de la naturaleza, no han sido formados por ella para alimentar el orgullo y la avaricia de unas pocas naciones privilegiadas; hasta el momento en que Europa, mejor orientada acerca de sus verdaderos intereses, convoque a todos los pueblos a participar de su independencia, de su libertad y de sus luces. Pero esta revolución, ¿será el fruto de los progresos de la filosofía en Europa, o el efeúo de los celos nacionales y de los excesos de la tiranía? Hasta aquella época, los atentados del sacerdocio habían perma·necido impunes. Las reivindicaciones de la humanidad oprimida, de la razón ultrajada, habían sido reprimidas a sangre y fuego. El espíritu que había dictado aquellas reivindicaciones no se había extinguido, pero el silencio nacido del terror era un estímulo para nuevos atropellos. Por último, el de alquilar a unos monjes para que vendiesen, en figones y plazas públicas, la expiación de los pecados provocó un nuevo estallido. Lutero, con los libros sagrados en una mano, mostraba en la otra el derecho que el papa se arrog~ba de absolver de los crímenes y de vender su perdón; la autoridad que.· ejercía sobre los obispos, durante mucho tiempo iguales suyos; _la cena fraternal de los primeros cristianos, convertida, con el nombre de miJa, en una especie de operación mágica y en objeto de comercio; los sacerdotes, condenados a la corrupción de un celibato irrevocable; esa l_ey bárbara o escandalosa, que se extendía a aquellos monjes, a aquellas religiosas, con que la ambición pontifical había inundado y mancillado la Iglesia; todos los secretos de los laicos, entregados, mediante la confesión, a las intrigas y a las pasiones de los sacerdotes; Dios mismo, en fin, conservando apenas una escasa parte en las adoraciones prodigadas a unos hombres, a unos huesos o a unas imágenes. Lutero enseñaba a los pueblos asombrados que aquellas instituciones indignan tes no eran el cristianismo, sino su depravación y. su vergüenza, y que, para ser fiel a la religión de Jesucristo, era preciso renunciar a la de los sacerdotes. También ·empleaba las armas de la dialéctica o de la erudición, y los trazos no menos poderosos del ridículo. Escribía, a la vez, en alemán y en latín. Y a no era como en los tiempos de los albigenses o de Juan Hus, cuyas doctrinas, desconocidas más allá de los límites de sus iglesias, eran tan fácilmente calumniadas. Los libros alemanes de los nuevos reformadores se introducían simultáneamente en rodas las aldeas del Imperio, mientras sus libros latinos arrancaban a roda Europa del vergonzoso 170

sueño en que la había sumido la superstición. Aquellos cuya razón les había prevenido, pero a quienes el temor mantenía en silencio; los que se sentían agitados por una vaga duda que apenas se atrevían a' declarar; los más numerosos todavía que, no teniendo más que una vaga creencia, ignoraban toda la extensión de los absurdos teológicos; los que, sin haber reflexionado nunca sobre las cuestiones discutidas, se asombraban al escuchar que tenían que elegir entre opiniones diversas, todos se entregaron apasionadamente a aquellas discusiones, de las que ahora averiguaban que dependían, a la vez, tanto sus intereses temporales como su felicidad futura. roda la Europa cristiana, desde Suecia hasta Italia, desde Hungría hasta España, se vio cubierta, en un instante, de partidarios de las-Fmevas doctrinas; y la reforma la habría alcanzado por entero, si la~falsa política de algunos príncipes no hubiera realzado aquel m·ismo cetro sacerdotal que tan frecuentemente se había abatido sobre la cabeza de los reyes. La política de los princípe_s, de la que, desgraciadamente, no han abjurado aún, consistía entonjces en arruinar sus Estados para adquirir otros nuevos, y en valorar su poder por la extensión de su territorio, más que por el 'número de sus súbditos. Así, Carlos V y Francisco I, entregados· a su disputa por Italia, sacrificaron al interés de contar con el papa el de beneficiarse de las ventajas que la reforma ofrecía ~ los países que la adoptasen. El emperador, alver que los príncipes del Imperio se inclinaban a favor de opiniones que aumentarían sus poderes y sus riquezas personales, se convirtió en er protector de los antiguos abusos, con la esperanza de que una guerra religiosa le brindase la ocasión de invadir los Estados de aquellos príncipes y de destruir su independencia. Francisco imaginó que, haciendo quemar a los protestantes, a la vez que protegía a sus jefes en Alemania, conservaría la amistad del papa, sin perder a sus útiles aliados. Pero éste no fue su único motivo; el despotismo tiene su instinto también; y el instinto había revelado a aquellos reyes que los hombres, tras haber sometido los prejuicios religiosos al examen de la razón, pronto harían lo mismo con los prejuicios políticos; que, una vez ilustrados sobre las usurpaciones de los papas, acabarían por querer ilu~trarse acerca de las usurpaciones de los reyes; y que aquella reforma de los abusos eclesiásticos, tan útil al poder, traería consigo la de los . abusos más oprimentes en que aquel poder se fundaba. Así, ningún rey de una gran nación favoreció voluntariamente el partido de los reformadores. Enrique VIII los perseguía, incluso combatiendo al papa; Eduardo e Isabel, al no poder adhe171

rirse al papismo sin declararse usurpadores, establecieron en Inglaterra la creencia y el culto que más se aproximaba. Y nosotros demostraremos que los monarcas de la Gran Bretaña ha-n favoreCido constantemente al catolicismo, aun cuando no lo profesaban, siempre que ha dejado de amenazarles con un pretendiente a su corona. En Suecia, en Dinamarca, la reforma se convirtió en una precaución necesaria para ase-gurar la expulsión del tirano católico débil; y ya vemos, en la monarquía prusiana, fundada por un príncipe filósofo, que su sucesor no puede ocultar una inclinación por esa religión de los reyes. La intolerancia religiosa era común a rodas las sectas, que la inspiraban a todos los gobiernos. Los papistas perseguían a todas las comuniones reformadas; y éstas, anatematizándose ent~e sí, se unían contra los antitrinitarios, los cuales, más consecuentes, habían sometido igualmente todos los dogmas al examen, cuando no de la razón, por lo menos al de una crítica razonada, y no habían creído que hubieran de apartarse de algunos absurdos, para conservar otros igualmente extravagantes. Aquella intolerancia, sirvió a la causá del papismo. Desde hacía mucho tiempo, existía en Europa, y sobre todo en Italia, una clase de hombres que rechazaban rodas las supersticiones, que eran indiferentes a todos los cultos, que no se sometían más que a la razón, y que consideraban las religiones como invenciones humanas de las que había que burlarse en secreto, pero que, en público, debían respetarse, o bien como instrumento útil para reprimir las pasiones de la multitud, o bien para_ gobernarla. Los cuentos de Boccaccio demuestran que esta filosofía tampoco era ajena a los italianos del . siglo XVI. La audacia se llevó más lejos todavía; y, mientras en las escuelas se empleaba la filosofía mal entendida de Aristóteles para perfeccionar el arte de las sutilezas teológicas, para hacer ingenioso lo que naturalmente no habría sido más que absurdo, algurios sabios trataban de establecer, sobre la verdadera doctrina aristotélica, un sistema destructor de toda idea religiosa, en el que el alma humana no era más que una facultad que se desvanecía con la vida, en el que. no había más providencia que las leyes ineluctables de la naturaleza. Estos eran combatidos por los platónicos, cuyas opiniones, al áproximarse a lo que después se ha llamado deísmo, eran todavía más temibles para la ortodoxia sacerdotal. El terror de los suplicios no tardó en detener aquella imprudente sinceridad. Italia y Francia se mancharon con la sangre de 172

aquellos marnres de la libertad de pensar. Todas las sectas, todos los gobiernos, todos los géneros de autoridad, sólo estaban de acuerdo contra la razón. Fue necesario cubrirla con un velo que, hÚrtándola a las miradas de los tiranos, se dejase penetrar por las de la filosofía. Así, pues, hubo que encerrarse en la tímida reserva de aquella doctrina secreta, que jamás había dejado de contar con un gran número de adeptos. Tal doctrina se había propagado, sobre todo, entre los jefes de los gobiernos, así como entre los de la Iglesia; Y, hacia el tiempo de la reforma, los principios del maquiavelismo religioso se habían convertido en la única creencia de los príncipes, de\ los ministros y de los pontífices. Aquellas opiniones habían corrompido incluso la filosofía. En efecto, ¿qué moral puede espera~se de un sistema, uno de cuyos principios consiste en que es preoso apoyar la moral del pueblo en opiniones falsas, y en que los hombres cultos tienen derecho a engañar al pueblo, con el pretexto de sede útiles, y mantenerlo en las cadenas de las que ellos han acertado a liberarse? y si la igualdad natural de los hombres, primera base de sus derechos, es el fundamento de roda moral verdadera, ¿qué podía esp~rar esa igualdad de una filosofía, que tenía como una de sus má~mas un desprecio declarado por esa n:isma ~gualdad ~ por es?s derechos? Indudablemente, aquella filosofla habta de serv1r, un d1a, a los progresos de la razón, cuyo reinado ella preparaba en silencio; pero, mientras permaneció sola, no hizo más que sustituir el fanatismo con la hipocresía, y corromper a los que presidían los destinos de los Estados, aun cuando los elevaban por encima de los prejuicios. Los filósofos verdaderamente ilustrados, ajenos a la ambición, que se limitaban a no desengañar a los hombres más que con una extremada timidez, sin permitirse justificarlos en ~us errores, esos filósofos debían sentirse inclinados, naturalmente, a abrazar la reforma; pero, desalentados al encontrar por rodas partes la misma intolerancia, muchos de ellos renunciaron a hacer una elección, tras la cual se encontrarían sometidos a la misma coacción, puesto que seguirían viéndose obligados a fingir que creían en unos absurdos que rechazaban, y, al mantenerse adictos a la vieja religión, la fortalecieron con la autoridad de su fama. Los reformadores no conducían, pues, a la verdadera libertad de pensar. Cada religión, en los países en que dominaba, no permitía más que determinadas opiniones. Pero, como esas diversas creeencias eran opuestas e'ntre sí, había pocas opiniones que no fuesen atacadas o defendidas en algunas partes de Europa. ~demás, la pre173

sión dogmática era menos rigurosa, pues las comuniones nuevas no podían, sin una contradicción demasiado grosera, sin una inconsecuencia demasiado evidente, reducir el derecho a examinar unos límites demasiado restringidos, puesto que ellas acababan de establecer, precisamente sobre ese mismo derecho, la legitimidad de su reforma. Aunque no deseaban dar a la razón roda su libertad, consentían en que su prisión fuese menos estrecha: la cadena no se · había roro, pero era más larga y menos pesada. Por último, en los países en que una religión no pudo oprimir· a rodas las demás, se estableció lo que la insolencia del culto dominante se atrevió a llamar tolerancia, es decir, un permiso dado por unos hombres a otros hombres para creer lo que su razón decide, para hacer lo que su conciencia les ordena, para rendir a su Dios común el homepaje que ellos imaginan que le es más grato. Así, pues, entonces pudieron s~stenerse rodas las doctrinas toleradas, con una sinceridad más o menos total. Por lo tanto, se estableció en Europa una especie de libertad de pensar, no para los hombres, sino para los cristianos; y, si exceptuamos a Francia, es solamente para los cristianos para quienes existe todavía hoy en rodas partes. Simultáneamente, aquella intolerancia forzó a la razón humana a investigar unos derechos demasiado tiempo o1vidados, o que, mewr dicho, jamás habían sido ni bien conocidos, ni bien aclarados. Indignados al ver a los pueblos oprimidos hasta en los santuarios de su conciencia por unos reyes, a su vez, esclavos supersticiosos o políticos del sacerdocio, algunos hombres generosos se atrevieron, al fin, a examinar los fundamentos de su poder, y revelaron a los pueblos la gran verdad de que su libertad es un bien inalienable; que no hay prescripción en favor de la tiranía, ni convenio que pueda ligar, irrevocablemente, una nación a una familia; que los magistrados, cualesquiera que sean sus títulos, sus funciones, su poder, son los oficiales del pueblo, y no sus señores; que el pueblo conserva el poder de retirarles la autoridad que l~s confiado, no sólo cuando han abusado de ella, sino también cuando el pueblo deja de creer que el ejercicio de esa autoridad le es útil; y que, en fin, tiene derecho a castigarlos, como lo tiene a destituirlos. Esas son las opiniones que Althusius, Languet, y después Needham y Harrington profesaron con valor y desarrollaron con energía 1•

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Pagando el tributo a su siglo, se apoyaron con excesiva frecuencia en textos, en autoridades, en ejemplos: se ve que debieron esas opiniones mucho más a la elevación de su espíritu, a la fuerza de su carácter, que a un análisis riguroso de los verdaderos principios del orden social. Pero otros filósofos más tímidos se contentaron con establecer, entre los pueblos y los reyes, una exacta reciprocidad de derechos y deberes, una obligación igual de mantener las convenciones que los habían fijado. Desde luego, se podía destituir o castigar a un magistrado hereditario, pero sólo si había violado aquel contrato sagrado, que no por ello dejaba de mantenerse vigente con su familia. Aquella doctrina, que descartaba el derecho natural, para someterlo todo al derecho positivo, fue apoyada por los jurisconsultos y por los teólogos 2 : era más favorable a los intereses de los hombres poderosos, a los proyectos ambiciosos; hería mucho más al hombre revestido de poder, que al poder mismo. Así, fue seguida, casi en general, por los publicistas, y adoptada como base en las revoluciones de los gobiernos. (La historia nos mostrará, durante esa época, pocos progresos reales hacia la libertad, pero más orden y más fuerza en los gobiernos, y, en las naciones, un sentimiento más fuerte y con frecuencia más justo de sus derechos. Las leyes están mejor dispuestas; ya no son tantas las veces. que semejan la obra informe de las circunstancias y del. capricho: están hechas por sabios, aunque no lo estén todavía por filósofos]. Los movimie~tos populares, las revoluciones que habían agitado las repúblicas de Italia, a'lnglaterra y a ·Francia, atraerían las miradas \ de los filósofos hacia esa parte de la política que consiste en observar y prever los efectos que las constituciones, las leyes y las instituciones públicas pueden producir sobre la libertad de los pueblos, sobre la prosperidad, sobre la fuerza de los Estados, sobre la conservación de su independencia y de la forma de sus gobiernos. U nos, como Moro como Hobbes, imitando a Platón, deducían, de · algunos principios generales, el plan de todo un sistema de orden social, y presentaban el modelo al que era preciso que la práctica tendiese a aproximarse incesantemente. Otros, como Maquiavelo, buscaban en el profundo examen de los hechos de la historia, las reglas mediante las cuales podría creerse que se dominaría el porvemr.

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1 M. y F. Hincker llaman la atención de los nombres que cica Condorcet, en tanto silencia a Carnpanella, a Moro, a los niveladores ingleses, etc.

2 Es la teoría de Bodino y de los juristas' franceses que apoyaban el poder absoluto de su monarca.

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[La ciencia económica aún no existía; los príncipes no contaban el número de hombres, sino el de soldados; la hacienda no era más que el arte de despojar a los pueblos' sin lanzarlos a la revuelta; y los gobiernos sólo se ocupaban del comercio para desollado mediante impuestos, para hostigarlo mediante privilegios, o para disputarse su monopolio.] _ Las naciones de Europa, ocupadas en los intere.ses comunes que las unían, Y. en los intereses opuestos que, según creían, deberían separarlas, sintieron la necesidad de establecer entre sí ciertas reglas comunes que, aun independientemente de los· tratados, presidiesen sus pacíficas relaciones, y otras que, respetadas incluso en momentos de guerra, dominasen los furores de la misma, así como los estragos, y previniesen al menos los males inútiles. Existió, pues, una ciencia del derecho de gentes; pero, desgraciadamente, se buscaron esas leyes de las naciones, no t~nto en la razón y en la naturaleza, únicas autoridades que los pueblos independientes pueden reconocer, como en los usos de los gobiernos y en las opiniones de los antiguos. Se atendió menos ,a los derechos de la humanidad y de la justicia hacia los individuos, que a la ambición, al orgullo o a la codicia de los gobiernos. Por eso, en aquella misma época, no se ve a los rn'bralistas interrogar al corazón del hombre, analizar sus facultades y sus sentimientos naturales, para desc_ubrir en ellos su naturaleza, su origen, la regla y la sanción de sus deberes. Pero saben emplear todas las s~tilezas de la escolástica para encontrar, en las ac~iones cuya legittmidad parece incierta, el límite preciso donde acaba la inocencia y donde empieza el pecado; para determinar qué autoridad tiene el peso necesario para justificar, en la práctica, una de esas acciones dudosas; para clasificar metódicamente los pecados, tan pronto por . géneros y especies, como según su respectiva gravedad; y, sobre todo, para distinguir bien aquellos pecados de los que uno solo basta para merecer la condenación eterna. La ciencia de la moral no podía existir todavía, pues los sacerdotes gozaban del exclusivo privilegio de ser sus inféipretes y sus jueces. Pero aquellas mismas sutilezas, igualmente ridículas y·uesatinadas, impulsaron a buscar y ayudaron a revelar el grado de moralidad de las acciones o de sus motivos; el orden y los Jímites de los deberes; los principios según los cuales se debe elegir, cuando parecen combatirse: de igual modo que, al estudiar una máquina grosera que el azar ha hecho caer en sus manos, muchas veces un mecánico hábil acaba construyendo otra nueva, menos imperfecta y verdaderamente útil.

~ (La reforma, al destruir la confesión, las indulgencias, los monjes y el celibato de los sacerdotes, depuró los principios de la moral, y disminuyó también la corrupción de las costumbres en los países que la abrazaron; los liberó de las penitencias impuestas por los sacerdotes, peligroso estímulo del crimen, y del celibato religioso, destructor de todas las virtudes por ser enemigo de las virtudes domésticas.] ·Aquella época se vio más mancillada que ninguna otra por grandes atrocidades. Fue la de las matanzas religiosas, las guerras santas, la despoblación del Nuevo Mundo. (Vio restablecer allí la·antigua esclavitud, pero más bárbara, más fec~nda en crímenes contra la naturaleza; vio a la codicia mercantil · comerciar con la sangre de los hombres, vender a éstos como si fuesen mercancías, después de haberlos comprado mediante la tr~i­ ción, el bandidaje o el crimen, y arrebatarlos a un hemisferio para-.. entregarlos en otro al suplicio prolongado de una lenta y cruel destrucción, en medio de humillaciones y ultrajes.] La hipocresía cubrió a Europa de hogueras y de asesinos. El mónstruo del fanatismo, irritado por sus heridas, parece redoblar su ferocidad y apresurarse a amontonar sus víctimas, porque la razón se las arrancará muy pronto de las manos. Pero se ven reaparecer, al fin, algunas de aquellas ,virtudes dulces y .valerosas que honran y consuelan a la humanidad. La historia ofrece nombres que puede pronunciar sin avergonzarse; almas puras y fuertes, grandes caracteres unidos a talentos superiores se muestran, de cuando en cuando, a través de esas escenas de perfidia, de corrupción y de matanza. La especie humana indigna todavía al filósofo que contempla el cuadro que compone; pero ya no le humilla y le ofrece esperanzas más próximas . El avance de las ciencias se hace más rápido y brillante. El lenguaje algebraico generalizado .se perfeccionó y se simplificó, o, mejor, no se formó verdaderamente hasta entonces. Se formularon las primeras bases de la teoría general de las ecuaciones; se ahonda en la naturaleza de las soluciones que ofrecen, y se resolvieron las de tercero y cuarto grado. La ingeniosa invención de los logaritmos, al abreviar las operaciones aritméticas, facilitó todas las aplicaciones del cálculo a los objetos reales, y amplió así la esfera de todas las ciencias, en las que esas aplicaciones numéricas a la verdad particular que se trata de conocer son uno de los medios de contrastar los resultados de una hipótesis o de una teoría con los hechos, y de llegar, mediante ese contraste, al descubrimiento de ·las leyes de la naturaleza. En efecto,

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en las matemancas, la longitud, la complicación práctica de los cálculos, tienen un límite más allá del cual, ni el tiempo ni las fuerzas mismas pueden alcanzar; un límite que, sin la ayuda de esas afortunadas abreviaciones, marcaría los confines de la propia ciencia y la barrera que los esfuerzos del genio no podrían franquear. La ley de la caída de los cuerpos fue descubierta por Galileo, que de ella supo deducir la teoría del movimiento uniformemente acelerado y la ley según la cual un cuerpo animado de una fuerza constante que actúa en direcciones paralelas describe en el vacío una curva. Copérnico resucitó el verdadero sistema del mundo, olvidado desde hacía mucho tiempo; destruyó, mediante la teoría de los movimientos aparentes, lo que el sistema tenía de extraño para los sentidos; opuso la extremada simplicidad de los movimientos reales que resultan de ese sistema, a la complicación casi ridícula de los exigidos por el sistema de los antiguos. Se conocieron mejor los movimientos de los planetas, y el genio de Kepler descubrió la forma de sus órbitas y las leyes eternas según ias cuales se recorren esas órbitas. Galileo, al aplicar a la astronomía el reciente descubrimiento de las lentes, que él perfeccionó, abrió un cielo nuevo a las miradas de los hombres. Las manchas que observó en el disco del Sol le permitieron conocer su rotación, y acertó a determinar sus leyes. Demostró las fases de Venus; descubrió esas cuatro lunas que rodean a Júpiter y lo acompañan en su inmensa órbita. Aprendió a medir el tiempo con exactitud, mediante las oscila' ciones de un péndulo. Así, el hombre debió a Galileo la primera teoría de un movimiento que no fuera a la vez uniforme y rectilíneo, y el primer conocimiento de una de las leyes mecánicas de la naturaleza; debió a Kepler el de una de esas leyes empíricas, cuyo descubrimiento tiene una doble ventaja: el de conducir al conocimiento de la ley mecánica cuyo resultado expresan, y el de suplir a ese conocimiento mientras aún no está permitido alcanzarlo. El descubrimiento del peso del aire y el de la circulación de la sangre señalan los progresos de la física experimental, que naci6 en la escuela de Galileo, y de la anatomía, ya demasiado extensa para no separarse de la medicina. La historia natural, la química, a pesar de sus quiméricas esperanzas y de su lenguaje enigmático, la medicina, la cirugía asombran por la rapidez de sus progresos, pero acongojan, muchas veces, por el espectáculo de los numerosos prejuicios que aún mantienen. \./---------/~

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[Sin hablar de las obras en que Gesner y Agrícola encerraron tantos conocimientos reales, que la mezcla de los errores científicos o populares tan raras veces alteraba, se vio a Bernard de Palissy ora mostrarnos las canteras de donde extraemos los materiales de nuestros edificios, o las masas de piedra que componen nuestras montañas, formadas por los restos de los animales marinos, auténticos monumentos· de antiguas revoluciones del globo, ora explicar cómo las aguas arrebatadas al mar por la evaporación, devueltas a la tierra por las lluvias, detenidas por las capas de arcilla, reunidas en forma de hielo en las montañas, mantienen el eterno manar de las fuentes, de los arroyos y de los ríos, mientras Jean Rey descubría el secreto de esas combinaciones del aire co'n esas sustancias metálicas, primer germen de esas brillantes teorías que, desde hace algunos años, han ensanchado los límites de la química.] En Italia, el arte de la poesía épica, el de la pintura, el de la escultura, alcanzaron una perfección que los antiguos no habían -conocido. Corneille anunciaba que el arte dramático en Francia estaba a punto de alcanzar una perfección mayor todavía; porque si el ' entusiasmo por la antigüedad cree, tal vez con justicia, reconocer alguna· superio"ridad en los genios que han creado sus obras maestras, es muy difícil que, al comparar/sus obras con las producciones de los modern.os, la razón no perciba: los progresos reales que el arte mismo ha hecho entre sus manos. La lengua italiana estaba totalmente formada, y las de los otros -¡ pueblos veían borrarse, cada día, algunas huellas de su antigua barbarie. Se empezaba a sentir la utilidad de la metafísica, de la gramática; a conocer al arte de analizar, de explicar filosóficamente, ya fuesen 7~ las reglas, ya fuesen los procedimientos establecidos por el uso en la composición de las palabras y de las frases. Por todas partes, en aquella época, se ve a la razón y a la autori- ,. dad disputarse el predominio, combate que preparaba y presagiaba el triunfo de esta última 3 . Así, pues, fue entonces cuando debía nacer ese espíritu crítico que es el único que puede hacer verdaderamente útil a la erudición. Todavía era necesario conocer todo lo que habían hecho los antiguos; y se comenzaba a saber que, si bien se debía rendirles admiración, también se tenía derecho a juzgarlos. La razón, que se apoyaba

3 Así consta en el original, seguramente por un lapso. Tanto los párrafos siguientes como la altura a que nos hallamos en la lectura del libro hacen presumir que Condorcet vislumbra el triunfo de la razón.

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a veces en la autoridad, y contra la que tan frecuentemente se empleaba, quería apreciar ya fuese el valor de las ayudas que allí es~e-raba encontrar, ya fuese el motivo del sacrificio que a ella se le exigia. Los que apoyaban sus opiniones o su conducta en la autoridad comprendían hasta qué punto les interesaba asegurarse con la fuerza de sus armas, y no exponerse a ver cómo éstas se rompían ante los primeros ataques de la razón. El uso exclusivo de escribir en latín sobre las ciencias la filosofía, la jurisprudencia, y casi sobre la historia, dejó pas~, poco a poco, al empleo de la lengua usual en cada país. Y éste es el mom~nto de ~xaminar cuál fue, sobre el progreso del espíritu humano, la InfluenCia de aquel cambio que hizo más populares a las ciencias pero que disminuyó, para los sabios, la facilidad de seguir su march~ general; que hizo que un libro fuese leído en un mismo país por más hombres escasamente instruidos, y menos leído en Europa por hombres ilustrados; que exime del est'tldio de la lengua latina a un ~ran núm.ero de hombres, ávidos de instruirse, y que no tienen ni el tiempo m los medios necesarios para alcanzar una instrucción extensa Y profunda, pero que obliga a los sabios a aprender un mayor número de lenguas diferentes. -t> Demostr_aremos que, si era imposible hacer della~ín una lengua vulgar, comun a toda Europa, la conservación del uso de escribir en latín sobre las ciencias no habría tenido, para quienes las cultivan más que. una utilidad pasajera; que la existencia de una especie d~ lengua científica, la misma en todas las naciones, mientras el pueblo de cada una de ellas hablaba otra diferente, habría dividido a los h.ombres en dos clases 4 , habría perpetuado en el pueblo los prejui~Ios Y los errores, habría puesto un obstáculo eterno a la verdadera Igualdad, a un uso igual. de la misma razón, a un conocimiento igual de las verd~des necesanas; y, al detener así los progresos de la masa de 1~ e~peCie humana, habría acabado, como en Oriente, poniendo un ltmtte a los progresos de las propias ciéncias. D~rant~ mucho tiempo, no había existido instrucción más que '""\ en las Iglesias Y en los claustros. Las universidades estuvieron dominadas, desde e~ principio, por los sacerdotes. Obligados a dejar en manos del gobierno una parte de su influencia, la mantuvieron plenamente en el campo de la instrucción general y de la primaria, de la que guarda las luces necesarias a todas las profesiones comunes a t~das las clases de hombres, y que, apoderándose de la infancia y de

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De nuevo el lenguaje como causa de la división de 1=lases.

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la juventud, modela a voluntad su inteligencia flexible, su alma in)ierta y fácil. Sólo dejaron al poder secular el derecho a dirigir el estudio de la jurisprudencia, de la medicina, la instrucción profundizada de las ciencias, de la literatura, de las lenguas doctas, escuelas menos numerosas a las que no se enviaba más que a hombres ya hechos al yugo sacerdotal. Los sacerdotes perdieron toda influencia en los países reformados. En realidad, la instrucción común, aunque dependiente del gobierno, no dejó de estar dirigida por el espíritu teológico, pero ya no se confió exclusivamente a miembros de la corporación de los presbíteros. Siguió corrompiendo los espíritus mediante prejuicios rel·igiosos, pero ya no los doblegó bajo el yugo de la autoridad sacerdotal; aún hizo fanáticos, iluminados, sofistas, pero ya no formó esclavos para la superstición. Sin embargo, la enseñanza, en todas partes sometida, corrompía en todas partes a la masa general de los espíritus, oprimiendo la razón de todos los niños bajo el peso de los prejuicios religiosos de su país, y sofocando, mediante los prejuicios políticos, el espíritu de libertad de los jóvenes destinados a una instrucción más amplia. No era sólo que cada hombre abandonado a sí mismo encontrase entre él y la verdad la espesa y terrible falange de los errores de su país y de su siglo, sino que los más peligrosos de aquellos errores se le habían hecho, en cierto modo, personales. Cada hombre, antes de poder disipar los ajenos, debían comenzar por reconocer los propios; antes de combatir las dificultades que la naturaleza opone al descubrimiento de la verdad, necesitaba restaurar, en cierto modo, su propia inteligencia. La instrucción daba ya unas luces; pero, para que éstas fuesen útiles, había que depurarlas, separarlas de la niebla en que había sabido envolverlas la superstición, de acuerdo· con la tiranía. Mostraremos cuáles fueron los obstáculos más o menos poderosos que esos vicios de la instrucción pública, esas creencias religiosas enfrentadas entre sí, esa influencia de las diversas forma de gobierno opusieron a los progresos del espíritu humano. Se verá que esos progresos fueron tanto más lentos cuanto que los temas sometidos a la razón se referían más a los intereses religiosos o a los políticos; que la filosofía general y la metafísica, cuyas verdades atacaban directamente todas las supersticiones, fueron más obstinadamente retrasadas en su avance que la política, cuyo perfeccionamiento no amenazaba más que la autoridad de los reyes o los gobiernos tiránicos; que la misma observación puede aplicarse también a las ciencias físicas.

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Desarrollaremos las otras fuentes de desigualdad que han podido originarse de la naturaleza de las materias que cada ciencia aborda, o de los métodos que emplea. La que puede observarse igualmente respecto a una misma ciencia, en los diversos países, es también el efecto compuesto de causas políticas y de causas naturales. Investigaremos lo que, en esas diferencias, pertenece a la diversidad de las religiones, a la forma del gobierno, a la riqueza, a la potencia de la nación, a su carácter, a su situación geográfica, a los acontecimientos de que ha sido escenario; en fin, al azar que hace nacer en su seno a algunos de esos hombres extraordinarios cuya influencia, extendiéndose sobre la humanidad entera, se ejerce, sin embargo, alrededor de ellos, con más fuerza. Distinguiremos los progresos de la propia ciencia, que no tienen otra medida que la suma de las verdades que encierra, y los progresos de una nación en cada ciencia, que se miden entonces, desde un punto de vista, por el número de los hombres que cono5en .sus verdades más usuales, sus verdades más importantes, y, desde otro, por el número y por el carácter de esas verdades generalmente conocidas. Porque hemos llegado al punto de civilización en que el pueblo se beneficia de las luces, no sólo por los servicios que recibe de los hombres ilustrados, sino porque ha sabido hacer de ellas una especie de patrimonio y emplearlas inmediatamente para defenderse contra el error, para prevenir o para satisfacer sus necesidades, para protegerse contra los males o para dulcificados mediante goces nuevos. La historia de las persecuciones a que estuvieron expuestos en aquella época los defensores de la verdad no será olvidada. Veremos cómo esas persecuciones se extienden desde las verdades filosóficas o políticas hasta las de medicina, las de la historia natural, de la física y de la astronomía. En el siglo vm, un papa ignorante había perseguido a un diácono por haber sostenido la redondez de la Tierra contra la opinión del retórico Agustín. En el siglo XVII, la ignorancia mucho más vergonzosa de otro papa había entregado a los inquisidores a Galileo, convencido de haber demostrado el mo·vimiento de la Tierra sobre su eje y alrededor del Sol. El más grande genio que la Italia moderna haya dado a las ciencias, abrumado por la vejez y por las enfermedades, fue obligado, para evitar el suplicio o la prisión, a pedir perdón a Dios, sin duda, por haber enseñado a los hombres a conocer mejor sus obras, a admirarle en la simplicidad de las leyes eternas con las que gobierna el universo. Pero el absurdo de los teólogos era tan evidente que, cediendo

al respeto humano, permitieron sostener el movimiento de la Tierra, a condición de queJuese a manera de hipótesis y de que la fe no recibiese de ello daño alguno. Pero los astrónomos hicierpn precisamente lo contrario: creyeron en el movimiento real de la Tierra, y calcularon según la hipótesis de su inmovilidad. Tres grandes hombres señalaron la transición de aquella época a la siguiente: Bacon, Galileo y Descartes. Bacon reveló el verdadero método de estudiar la naturaleza, de ·emplear los tres instrumentos que ella nos ha dado para penetrar sus secretos: la observación, la experiencia y el cálculo. Bacon quiere que el filósofo, arrojado en medio del universo, comience por renunciar a todas las creencias que ha r~cibido, e incluso a todas las nociones que él se- ha formado, para crearse, de nuevo, en cierto 1 modo, un nuevo entendimiento, en el que ya no debe admitir más que ideas precisas, nociones justas, verdades cuyo grado de certidumbre o de probabilidad haya sido rigurosamente establecido. Pero a Bacon, que poseía en sumo grado el genio de la filosofía, no le unía el genio científiEo, y aquellos métodos de deséubrir la verdad, de los que él no ofrece ejemplo alguno, fueron admirados por los filósofos, pero no cambiaron la marcha de las ciencias. Galileo las había enriquecido con grandes descubrimientos útiles y brillantes; había enseñado, con su ejemplo, los medios de elevarse al conocimiento de las leyes de la naturaleza, a través de un método seguro y fe~undo, que no obliga a sacrificar la esperanza del éxito al temor de equivocarse. Fundó para las ciencias la primera escuela en que hayan sido cultivadas sin mezcla alguna de superstición, ni respecto a' los prejuicios; ni respeéto a la autoridad; en que se haya rechazado, con una severidad filosófica, cualquier medio que no fuese la experiencia o el cálculo. Pero, al limitarse exclusivamente a las ciencias matemáticas y físicas, Galileo no acertó a imprimir a los espíritus el movimiento que parecían esperar. Ese honor estaba reservado a Descartes, filósofo .de talento y . audaz. Dotado de un gran genio para las ciencias, unió el ejemplo al precepto, ofreciendo el método de encontrar y de reconocer la verdad. Mostraba su aplicación en el descubrimiento de las leyes de la dióptrica, de las del choque de los cuerpos; en fin, de. una nueva· rama de las matemáticas que había de ensanchar todas sus fronte~as 5 . Quería extender su método a todos los objetos de la inteligencia humana; Dios, el hombre, el universo·, eran sucesivamente, el tema

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Se refiere a la Geometría Analítica.

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de sus meditaciones. Si en las ciencias físicas sus pasos son menos seguros ~ue los de Galileo; si su filosofía es menos sabia que la de Bac?n;' SI se le puede reprochar que no hubiera aprendido de las lecciOnes del ~no '! d~l ejemplo del otro lo suficiente para desconfiar de s~ ImaginaCión, para no interrogar a la naturaleza más que por mediO de experiencias, para no creer más que en el cálculo para observar el universo en lugar de construirlo, para estudiar ai h_on:?re en lugar de adivinarlo, la audacia misma de sus errores Sirvw .a lo~ progresos. de la especie humana. Agitó los· espíritus que la sabiduna de sus. nvales no había podido despertar. Dijo a los h?mbres que sacudiesen el yugo de la autoridad, que reconociesen solo, en adelante, la que su razón aprobase; y fue obedecido porque subyu_g~ba con su audacia, porque arrastraba con su entusi~smo. El espintu hu~ano no se liberó todavía, pero supo que estaba formado para ser libre. Los que trataron de mantenerle envuelto en sus cadenas, o_ de darle otras nuevas, se vieron obligados a demostrarle que debia conservarlas o recibirlas; y desde entonces se pudo prever que no tardarían en romperse. \

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NOVENA EPOCA

DESDE DESCARTES HASTA LA FORMACION DE LA REPUBLICA FRANCESA

Hemos visto a la razón humana formarse lentamente a través de los progresos naturales de la civilización; a la superstición, apoderarse de ella para corromperla; y al despotismo, degradar y embotar los espíritus bajo el peso del miedo y de la desgracia. Un solo pueblo escapa a est
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1 , La Constitución inglesa fue acogida con admiración por los ilustrados como modelo político para Francia. Sólo Rousseau, Condorcet y Helvecio la critican. 2 Según Condorcet es preferible el despotismo monárquico al feudal.

que la desigualdad hacía casi ilusorio, pero la condición de hombre fue más respetada, . y el despotismo de los reyes le salvó de la opresión feudal, le ha liberado de ese estado de humillación tanto más penoso cuanto que el número y la presencia de sus tiranos renuevan su sentimiento incesantemente. Las leyes hubieron de perfeccionarse en las constituciones semilibres porque el interés de los que ejercen un verdadero poder no suele ser contrario a los intereses generales de los pueblos, y en los Estados despóticos porque el interés de la, prosperidad pública suel~ confundirse con el del déspota, aunque sólo fuese porque, al tratar éste de destruir los restos del poder de los nobles o del clero, originaba en las leyes un espíritu de igualdad cuyo móvil era el de establecer la igualdad del esclavo, pero cuyos efectos podían ser saludables. Expondremos detalladamente las causas que han producido en Europa ese género de. despotismo del que no hay ejemplo ni en siglos anteriores, ni en las otr:as partes del mundo, en el que la autoridad casi arbitraria, refrenada por la opinión, regulada por las luces, atenuada por su propio interés, ha contribuido, frecuentemente, a los progresos de la riqueza, de la industria, de la instrucción, e incluso, a veces, de la libertad civil. Las costumbres se dukificaron por la debilitación de los prejuicios que habían mantenido su ferocidad; por la influencia de ese espíritu de comercio y de industria, enemigo de las violencias y de las perturbaciones que ponen en fuga a la riqueza; por el horror que inspiraba el cuadro aún reciente de las barbaries de la época prece-dente; por una difusión más generalizada de las ideas filosóficas, de igualdad y de humanidad; en fi¡;1; por el efecto lento, pero seguro, del progreso general de las luces. La intolerancia religiosa ha subsistido, pero como un medio político, como un homen'aje a los prejuicLos del pueblo, o como una precaución contra su éfervescencia. Ha perdido sus furores; las hogueras, raramente encendidas, han sido reemplazadas por una opresión frecuentemente más arbitraria, pero menos bárbara; y, en estos últimos tiempos; ya no se ha perseguido más que de tarde en tarde, y, en cierto mo8o, por hábito o por complacencia. La práctica de los gobiernos había seguido, de lejos, la marcha de la filosofía, e incluso la de la opinión. En efecto, si en las ciencias morales y políticas existe, en cada momento, una gran distancia entre el punto al que los filósofos han llevado las luces y el término medio al que han llegado los hombres que cultivan su espíritu, y cuya doctrina común fuerza esa especie de creencia generalmente adoptada que se llama opinión, los que dirigeq

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propia constitución de nuestra inteligencia o esa relación establecida por la naturaleza entre nuestros medios para descubPir la verdad y la resistencia que ésta opone a nuestros esfuerzos. _La intolerancia religiosa había forzado a siete provincias belgas a sacudir el yugo de España y a formar una república federativa. Dicha intolerancia, por sí sola, había despertado la libertad inglesa, que, cansada de prolongadas y sangrientas agitaciones, acabó por descansar en una constitución largo tiempo admirada por la filosofía y, en lo sucesivo, reducida a no tener ya más apoyo que la superstición nacional y la hipocresía política 1 • En fin, era también a las persecuciones sacerdotales a las que la nación sueca debía el valor necesario para recuperar una parte de sus derechos. Pero, en medio de aquellos movimientos causados por querellas teológicas, Francia, España, Hungría y Bohemia habían visto redu. cirse a la nada sus débiles libertades, o lo que, por lo menos, tenía la · apariencia de ellas. En vano se buscaría en los países llamados libres esa libeftad que no daña ninguno- de los derechos naturales del hombre, que no solamente le reserva su propiedad, sino que le mantiene en su ejercicio. La libertad que en esos países se encuentra, fundada en un derecho positivo desigualmente repartido, concede más o me.9os prerrogativas a un hombre, según que resida en tal o en tal ciudad, que haya nacido en tal o tal clase, que tenga tal o tal fortuna, que ejerza tal o tal profesión; y el cuadro comparado de esas pintorescas distinciones en los diversos países será la mejor respuesta que podamos oponer a quienes todavía sostienen sus ventajas y su necesidad. ' Pero, en esos mismos países, las leyes garantizan la libertad individual y civil, y aun cuando el hombre. no sea todo lo que debe ser, la dignidad de su naturaleza no está allí envilecida: algunos de esos derechos están, por lo menos, reconocidos. Ya no se puede decir que el hombre sea un esclavo; sólo se debe decir que todavía no sabe ser verdaderamente libre. En las naciones en que la libertad política ha disminuido, los derechos políticos de que gozaba la masa del pueblo se encerraban en unos límites tan estrechos que la destrucción de una aristocracia casi arbitraria, bajo la cual había gemido el puel~lo, parece haber compensado con exceso su pérdida 2 • Perdió ese título de ciudadano

los asuntos públicos, los que influyen inmediatamente en la suerte del pueblo, cualquiera que sea la forma de su constitución, están muy lejos de elevarse al nivel de esa opinión; la siguen, pero sin alcanzarla; lejos de adelantarla, están constantemente por debajo de ella, no sólo en algunos años, sino también en alguna~ verdades. Así, el cuadro de los progresos de la filosofía y de la propagación de las luces, cuyos efectos más generales y más sensibles hemos expuesto ya, nos conducirá a la época en que la influencia de esos progresos sobre la opinión, y de la opinión sobre las naciones o sobre sus jefes, al cesar de pronto de ser lenta e imperceptible, ha producido en toda la masa de algunos pueblos una revolución que presagia otra para la generalidad de la especie humana. Después de prolongados errores, después de haberse extraviado en teorías incompletas o vagas, los publicistas han llegado a conocer, al fin, los verdaderos derechos del hombre, a deducirlos de esta única verdad: que el hombre es un ser sensible, capaz de for!Jlar razonamientos y de adquirir ideas morales 3 . · Han visto que el mantenimiento de esos derechos era el único objeto de la reunión de los hombres en sociedades políticas, y que el arte social debía consistir en asegurar la conservación de esos derechos con la más completa igualdad, así como en la -mayor amplitud. Se ha comprendido que esos medios de asegurar los derechos de cada uno, que deben estar sometidos en cada sociedad a unas reglas comunes, el poder de elegir esos medios, de determinar esas reglas, tenía que pertenecer a la mayoría de los miembros de la propia sociedad, porque, al no poder cada individuo elegir según su propia razón sin someter a ella a los otros, el voto de la mayoría es el único carácter de verdad que puede ser reconoéido por todos. Cada hombre puede, realmente, ligarse de antemano a ese voto de la mayoría, que entonces se convierte, realmente, en el de la unanimidad. Pero no puede ligarse más que él solo: no puede comprometerse, ni siquiera con esa mayoría, más que en la medida en que ésta no dañe sus derechos individuales después de haberlos reconocido. Esos son, a la vez, los derechos de la mayoría sobre la sociedad o sobre sus miembros, y los límites de esos derechos. Ese es el origen de esta unanimidad, en virtud de la cual todos los compromisos establecidos sólo por la mayoría son obligatorios para todos, obligación que deja de ser legítima cuando, por el cambio de los indivi-

duos, la propia sanción de la unanimidad ha dejado ~e _existir. [Ha~, sin duda materias en las que la mayoría se pronunctana tal vez mas frecuent~mente a favor del error y contra el interés común de todos; pero también a ella corresponde decidir cuáles son esas ~a­ terias 'en las que no debe plegarse inmediatamente a sus proptas decisiones· a ella corresponde determinar quiénes han de ser l?s hombres de cuya razón se cree que debe sustituir a la d_e la mayona; a ella corresponde regular el método que deben segutr par~ llegar más seguramente a la verdad; y no puede abdicar de la autor~dad de juzgar si las decisiones de aquellos hombres no han hendo los derechos comunes a todos.] · ·Así se vio cómo, ante principios tan simples, ~esaparecían esas ideas de un contrato entre un pueblo y sus magtstrados, que no podría ser anulado más que por el consentimiento de ambas part~s por el incumplimiento de una de ellas; y esa opinión menos servll, 0 pero no menos absurda, que encadenaba un pue?lo a las formas de constitución establecidas en otro tiempo, como s1 el derecho a c_ambiarlas no fuese la primera garantía de todos los demás; como ~1 las instituciones humanas, necesariamente defectuosas Y su~cepnbles de una nueva perfección, a medida que los hombr~s se. mstruyen, pudieran estar condenadas a durat eternamente. Ast se vtero~ en la necesidad de renunciar a esa política astuta y falsa, que, olvtdand_o que todos los hombres tienen unos derechos iguales por su propta naturaleza, querí{, en unos casos, medir la ampli~ud .de los que era necesario permitirle, según la magnitud del terntono, la temperatura del clima, el carácter nacional, la riqueza del pueblo, ~1 g~ad? de perfección del comercio y de la industria_\ en otr?s, dtstnblllr desígualmente esos mismos derechos entre d~versas clases de h~~­ bres, otorgándolos según el nacimiento, la nqueza Y la profeswn, creando así unos intereses contrarios, unos poderes o~ues.tos,. para establecer luego entre ellos un equilibrio que sólo esas m~ntucw~es han hecho necesario, y que ni siquiera corrige sus pehgrosas mfluencias. Así, ya nadie se atrevió a dividir a los hombres en dos razas diferentes, una de ellas destinada a gobernar y la otra a obedecer, una a mentir y la otra a ser engañada; hubo que reconocer. que todos tienen un derecho igual a instruirse acerca de todos sus mtereses, a conocer todas las verdades; y que ninguno de los poderes

3 Condorcet hace a continuación, en cuatro o cinco páginas, una apretada síntesis de su propio pensamiento político al hilo de su exposición del cuadro histórico.

4 Alusión crítica a la teoría de Montesquieu. Ver en nuestra Introducción la crítica que Condorcet hace al libro XXIX del Espíritu de las leyes.

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establecidos por los hombres sobre sí mismos tiene derecho a ocultarles alguna. Estos principios que el generoso Sydney pagó con su sangre, a los que Locke unió la autoridad de su nombre, fueron desarrollados después por Rousseau con más precisión, amplitud y fuerza, y a Rousseau corresponde la gloria de haberlos colocado entre esas verdades que ya no está permitido olvidar ni combatir. El hombre tiene unas necesidades y unas facultades para proveer a ellas; el producto de esas facultades, diferentemente modificado y distribuido, compone un volumen de riquezas destinadas a subvenir a las necesidades comunes. Pero, ¿cuáles son las leyes según las cua¡les esas riquezas se forman o se distribuyen, se conservan o se consumen, se acrecientan o se disipan? ¿Cuáles son también las de ese equilibrio, que incesantemente tiende a establecerse entre las necesidades y los recursos, y del que resultan más facilidades para satisfacer las necesidades cuando las riquezas aumentan, hasta que el aumento de las necesidades las iguale, y, por el contrario, más dificultades cuando las riquezas disminuyen -y, en consecuencia, ·más· sufrimiento-, hasta que la despoblación y las privaciones reduzcan el nivel? ¿Cómo, en esta asombrosa v~riedad de trabajos y de productos, de necesidades y de recursos; en esta terrible complicación de intereses, que ligan con todo el sistema de la sociedad la subsistencia y el bienestar de un individuo aislado; que lo hacen depender de todos los accidentes de la naturaleza, de todos los acontecimientos de la política; que extiende, en cierto modo, al globo entero su facultad de experimentar goces o privaciones; cómo, en este aparente caos, se -,~e, de todos modos, gracias a una ley general del mundo moral, que los esfuerzos de cada uno en favor de sí mismo 1 sirven al bienestar de todos, y -que, a pesar del choque exterior de intereses opuestos, el interés común exige que cada uno acierte a entender el suyo propio y pueda proc~rarlo lid re mente? Así, pues, el hombre debe tener la posibilidad de desplegar sus facultades, de disponer de sus riquezas, de proveer a sus neces-idades, con una libertad completa. El interés general de cada sociedad, lejos de ordenar que se restrinja su ejercicio, prohíbe, por el contrario, que se menoscabe, y, en esa parte del orden público, el cuidado de asegurar a cada uno los derechos que por naturaleza le corresponden es también, a la vez, la única política útil, el único deber del poder social y el único derecho que a la voluntad general es lícito ejercer sobre los individuos. Pero, una vez reconocido este principio, aún quedan deberes que cumplir al poder público; éste debe establecer unas medidas

admitidas por la ley, que sirvan para comprobar, en los cambios de toda especie, el peso, el volumen, la extensión, la longitud de las cosas cambiadas. Debe crear una medida común de los valores, que los represente ·a todos; que facilite el cálculo de sus variaciones y de sus relaciones; que, teniendo, ante todo, su valor intrínseco, pueda intercambiarse con todas las cosas susceptibles de tener un valor; sin ese medio, el comercio, limitado a unos intercambios directos, '-.. no puede adquirir actividad. La producción anual ofrece una porción disponible, pues no está destinada a pagar ni el trabajo del que esa producción es fruto, ni el que debe asegurar una nueva producción igual o más abundante. El poseedor de esta porción disponible no la debe inmediatamente a su trabajo; la posee, independientemente del uso que puede hacer de sus facultades, para subvenir a sus necesidades. Es, pues, sobre esta porción disponible de la riqueza anual sobre la que, sin herir derecho alguno, al poder social le es lícito establecer los fondos necesarios para los gastos que exigen la seguridad del Estado, su tranquilid·ad interior, la garantía de los derechos individuales, el ejercicio de las autoridades instituidas para la formación o para la ejecución de la ley: en fin, el mantenimiento de la prosperidad pública 5 • Existen trabajos, establecimientos, instituciones útiles a la sociedad general, que ella debe establecer, dirigir o vigilar, y que suplen lo que las voluntades personales y el concurso de los intereses individuales no pueden hacer por los progresos de la agricultura, de la industria, del comercio, para prevenir, para atenuar los males inevitables de la naturaleza, o los que unos accidentes imprevistos vienen a añadir. Hasta la época de que hablamos, y aun mucho tiempo después, esas diversas materias habían permanecido abandonadas al azar, a la codicia de los gobiernos, a la habilidad de los charlatanes, a los prejuicios o al interés de todas las clases poderosas, pero un discípulo de Descartes, el ilustre e infortunado Juan de Witt, comprendió que la economía política debía, como todas las ciencias, someterse a los principios de la filosofía y a la precisión del cálculo. Esta nueva ciencia realizó pocos progresos hasta el momento en que la paz de Utrecht prometió a Europa una tranquilidad duradera. En esa época, se vio cómo los espírituS' se orientaban, de un· modo casi general, hacia ese estudio hasta entonces descuidado; y esa

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5 Condorcet preconiza, por consiguiente, un impuesto que grave el sobreproducto. Ver en nuestra Introducción su idea acerca del impuesto único sobre la tierra y proporcional a su producto.

nueva ciencia ha sido 'llevada por Stewart, por Smith y, sobre todo, por los economistas franceses -al menos, en cuanto a la precisión y a la pureza de los principios-, a un grado que no era de esperar tras una indiferencia tan prolongada.

Descartes y Locke, racionalismo y empirismo, están presentes, a partes iguales, en casi todos los filósofos ilustrados franceses. .

En fin, Locke fue el primero que se atrevió a fijar los límites de la inteligencia humana, o, mejor, a determinar la naturaleza de las verdades que puede conocer, de los objetos que puede abarcar. Este método se convirtió muy pronto en el de todos los filósofos, y fue mediante su aplicación a la moral, a la política, a la economía pública, como lograron seguir en esas ciencias un camino casi tan seguro como el de las ciencias naturales, no admitir más que verdades demostradas, separar esas verdades de todo lo que todavía pueda quedar de dudoso e incierto, y, en fin, saber ignorar lo que todavía es, lo que siempre será imposible conocer. [Así, el análisis de nuestros sentimientos nos permite descubrir, en el desarrollo de nuestra facultad de experimentar placer y dolor, el origen de nuestras ideas morales, el fundamento de las verdades generales que, como resultado de esas ideas, determinan las leyes inmutables, necesarias, de lo justo y de lo injusto; en fin, los motivos de adaptar a ellas nuestra conducta, extraídos de la naturaleza misma de nuestra sensibilidad, de lo que podría llamarse, en cierto modo, nuestra constitución moral.] 1 Ese mismo método, en alguna medida, se convirtió en un instrumento universal; se ap.rendió a emplearlo para perfeccionar el de las ciencias físicas, para esclarecer sus principios, para valorar sus pruebas, y se extendió al examen de los hechos, a las reglas del gusto. Así, aquella metafísica que se aplicaba a todos los objetos de la inteligencia humana, analizaba los procedimientos del espíritu en cada género de conocimientos, permitía conocer la naturaleza de las verdades que forman su sistema, la del tipo de certidumbre que se puede alcanzar; y es este último paso de la filosofía el que, en cierto modo, ha levantado una barrera eterna entre el género humano y los viejos errores de su infancia, el que le impedirá ser reducido jamás a su antigua ignorancia a causa de nuevos prejuicios, de igual modo que asegura el hundimiento de todos los que conservamos, tal vez aún sin conocerlos todos, y también de los que puedan reemplazarlos, pero que ya no tendrán más que una débil influencia y una existencia efímera. En Alemania, sin embargo, un hombre de vasto y profundo genio asentaba las bases de una doctrina nueva. Su imaginación ardiente, audaz, no pudo descansar en una filosofía modesta que permitiera que subsistiesen dudas acerca de las grandes cuestiones de la espiritualidad o de la persistencia del alma humana, de la libertad del hombre o de la de Dios, de la existencia del dolor y del crimen en un universo regido por una inteligencia todopoderosa,

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Pero aquellos progresos en la política y en la economía política tenían como primera causa los progresos de la filosofía en general 0 _de la metafísica, tomando esta palabra en su más amplio sentido. Descartes la había centrado en el campo de la razón; había comprendido muy bien que debía emanar, en su totalidad, de las verdades evidentes y elementales que la observación de las operaciones de nuestro espíritu debía revelarnos. Pero su impaciente imaginación no tardó en apartarle de aquella ruta que él mismo se había trazado, y durante algún tiempo pareció que la filosofía no había recobrado su independencia más que para perderse en nuevos errores. Por último, Locke encontró el hilo que había de guiarla; demostró que un análisis exacto, preciso, de las ideas, al reducirlas sucesivamente a ideas más inmediatas en su origen, o más simples en su composición, era el único medio de. no perderse en aquel caos de nvciones incompletas, incoherentes, indeterminadas, que el azar nos ha ofrecido sin orden, y que nosotros hemos recibido sin reflexión 6 . Demostró, mediante ese mismo análisis, que todas nuestras ideas son el resultado de las operaciones de nuestra inteligencia sobre las sensaciones que hemos recibido, o, más exactamente aún, combinaciones de esas sensaciones que la memoria nos presenta simultáneamente, pero de manera que la atención se detieñe, que la percepción se limita sólo a una parte de cada una de esas sensaciones. Hace ver que, al asignar una palabra a cada idea, después de haberla analizado y circunscrito, llegamos a recordarla constantemente igual, es decir, siempre formada por las mismas ideas más simples, siempre encerrada en los mismos límites, y, por consiguiente, a poder emplearla en una sucesión de razonamientos, sin correr jamás el riesgo de extraviarnos. Por el contrario, si las palabras no responden a una idea bien determinada, pueden despertar sucesivamente otras distintas en un mismo espíritu, y ésa es la fuente más fecunda de nuestros errores. 6

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cuyas sabiduría, justicia y bondad parecen infinitas. Cortó el nudo que un sabio análisis no habría podido desatar. Compuso el universo de seres simples, indestructibles, iguales por su naturaleza.' Las relaciones de cada uno de esos seres con cada uno de los que entran con él en el sistema del universo determinan sus cualidades, por las que difiere de todos los demás; el alma humana y el último átomo que completa un bloque de piedra son, cada uno de ellos, uno de esos seres iguales; Sólo se diferencian por el distinto lugar que ocupan en el orden del universo. Entre todas las posibles combinaciones de esos seres, una inteligencia infinita ha preferido una, y sólo ha podido preferir una, la más perfecta. Si la que existe nos aflige por el espectáculo de la desgracia y del crimen, es que cualquier otra combinación habría ofrecido resultados más dolorosos todavía. Expondremos este sistema, que, adoptado, o por lo menos sostenido por los compatriotas de Leibniz, ha retrasado entre ellos los pr_ogr:esos de la filosofía. Toda una escuela de filósofos ingleses abrazó con entusiasmo y defendió con elocuencia la doctri~ na del optimismo; pero, menos afortunados que Leibniz, que la fundaba principalmente en que una inteligencia todopoderosa, por la necesidad misma de su naturaleza, no había podido elegir más que el mejor de los universos posibles, buscaron en la observación del nuestro la prueba de su superioridad [y, perdiendo todas las ventajas que ese sistema conserva mientras permanece en una generalidad abstracta, se extraviaron, con excesiva frecuencia, en detalles irritantes o ridículos]. Pero, en Escocia, otros filósofos, al no encontrar que el análisis del desarrollo de nuestras facultades reales condujese a pn principio que diese a la moralidad de nuestras acciones una base suficieí.uemente pura, suficientemente sólida, idearon la atribución al alma humana de una facultad nueva, distinta de las de sentir o de razonar, pero que se combinase con ellas, facultad cuya existencia no demostraban más que demostrando que les era imposible prescindir de ella. Haremos la historia de estas opiniones, y demostraremos cómo, si bien han perjudicado a la marcha de la filosofía, han sido útiles a la propagación más rápida de las ideas filosóficas. Hasta aquí, no hemos expuesto los progresos de la filosofía más que en los hombres que la han cultivado, profundizado, perfeccionado. Nos queda por mostrar cuáles han sido sus efectos sobre la opinión general, y cómo, mientras se elevaba, finalmente, al conocimiento del método cierto de descubrir y de reconocer la verdad, la razón aprendía a preservarse de los errores a que tan frecuente-

mente la habían arrastrado el respeto a la autoridad y la imaginación, y destruía, al propio tiempo, en la masa general de los individuos, los prejuicios que durante tan largo tiempo han afligido y corrompido a la especie humana . .: Se permitió, al fin, proclamar abiertamente ese derecho, desconocido durante tantos siglos~ a someter rodas las opiniones a nuestra propia razón, es decir, a emplear, para alcanzar la verdad, el único instrumento que nos ha sido dado para reconocerla. Cada hombre aprendió, con una especie de orgullo, que la naturaleza no le había destinado, en absolurb, a creer según la razón ante el delirio de una fe sobrenatural, desaparecieron tanto de la sociedad como de la filosofía. En Europa se formó muy pronto una clase de hombres menos ocupados todavía en descubrir o profundizar en la verdad que en propagarla, los cuales, dedicándose a perseguir los prejuicios en los refugios donde el clero, las escuelas, los gobiernos, las corporaciones antiguas los habían recogido y protegido, buscaron más la gloria de destruir los errores populares que la de ensanchar los límites de los conocimientos humanos, manera indirecta de servir a sus progresos, que no era ni la menos peligrosa, ni la menos útil. En Inglaterra, Collins y Bolingbroke, en Francia, Bayle, Fontenelle, Voltaire, .Montesquieu y las escuelas formadas por esos hombres célebres, combatieron en favor de la razón, empleando, sucesivamente, rodas las armas que la erudición, la filosofía, el espíritu, el talento literario pueden facilitar a la razón; adoptando todos los tonos, empleando rodas la formas, desde la burla hasta el patetismo, desde la compilación más erudita y más extensa hasta la novela o el folleto de actualidad; cubriendo la verdad con un velo que preparaba a los ojos demasiado débiles, y dejando el placer de adivinarla; a veces, acariciando hábilmente los prejuicios, para asestarles golpes más certeros; no amenazando casi nunca a varios prejuicios a la vez, ni siquiera a uno solo en su totalidad; consolando, a veces, a los enemigos de la razón, fingiendo no querer en religión más que una semi-tolerancia, y en política, una semi-libertad; aprovechando el despotismo cuando combatía los absurdos religiosos, y el culto cuando se alzaba contra ia tiranía; atacando esas. dos plagas en su principio aun cuando parecía que no impugnaban más que unos abusos irritantes o ridículos, y golpeando a aquellos árboles funestos en sus raíces en tanto fingían limitarse a suprimir ramas extravjadas; ora enseñando a los amigos de la libertad que la superstición que cubre al despotismo con un escudo impenetrablt: es la primera víctima que ellos deben inmolar, la primera cadena qu~

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deben ro~per; ora, por el contrario, denunciando la superstición ante l~s despotas. como la verdadera enemiga de su poder y amedrentandoles ~on ~1 cuadro de sus hipócritas conspiraciones y de sus furores ~angumanos; pero siempre unidos para presentar la independencia de la razón, la libertad de escribir, como el derecho ~omo la salvación del género humano; alzándose con una energí~ mca~sa?le, contra todos los crímenes del fanatismo y de la tiranía· p~rsigUiendo en la religión, en la administración, en las costumbres: en las leyes, todo 1~ que mostraba el carácter de la opresión, de la dureza, de la barbane; ordenando, en nombre de la naturaleza, ·a los . reyes, a los guerreros, a los magistrados, a los sacerdotes, que respetasen la sangre de los hombres, que no continuasen-prodigándola en los ~~m bates o. en los suplicios, que no siguieran sacrificando a s·u codiCia el preCI? de los sudores y de las lágrimas de un pueblo, ~~~:tanda, en _fm, como grito de guerra, razón, tolerancia, ~umaniEsa fue aquella filosofía nueva, objeto del odio de esas clasesque sólo existen gracias a los prejuicios, que no viven mas q~e de los. errores, que no son poderosas más que por la c~eduhdad; acogida en casi todas partes, pero perseguida; que tema a reyes,. a sacerd?tes, a grandes, a magistrados por discípulos Y por enemigos. Sus Jefes tuvieron casi siempre la habilidad de escapar.~ la venganza, exponiéndose al odio, y de ocultarse a la persecucwn, aunque mostrándose lo suficiente para no perder nada de su gloria. . Era frecuente que un gobierno les recompensase con una mano ~!entras con la otra pagaba a sus calumniadores; los proscribía y se J~ctaba de ~ue la suerte hubiera querido que naciese en su territono; ~os castigaba por sus opiniones y se habría sentido humillado si alguien sospechase que no las compartía 7 • Aquellas opiniones habían de convertirse, pues, muy pronto, en las de todos los hombres ilustrados, declaradas por unos, disimuladas por otros con una hipocresía más o menos transparente según su carácter más o menos tímido, y según el peso de los intereses opuestos de su profesión o de su vanidad. Pero éste era bastante P.oderoso ·para .que, en lugar· del profundo disimulo de épocas antenares, se considerase suficiente, ante uno mismo y con frecuencia ante los otros, una prudente reserva. Seguiremos los progresos de esta filosofía en las diversas partes n~merosas

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Así ocurrió con Federico II de Prusia.

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de Europa, a donde la inquisición de los gobiernos y de los sacerdotes no pudo impedir que la lengua francesa, hecha casi universal, la llevase rápidamente. Mostraremos con qué habilidad la política y la superstición emplearon contra ella todos los motivos que el conocimiento del hombre puede ofrecer para desconfiar de su razón, todos los argumentos que proclaman sus límites y su debilidad; y cómo se acertó a conseguir que incluso el pirronismo sirviese a la causa de la credulidad. Aquel sistema tan simple, que colocaba en el goce de una libertad infinita los más _seguros estímulos del comercio y de la industria, ·que liberaba a los pueblos del azote destructor y del humillante yugo de unos impuestos distribuidos de un modo tan desigual, recaudados tan dispendiosamente, y muchas veces tan bárbaramente, para sustituirlos con una contribución justa, igual y casi imperceptible; aquella teoría que ligaba la verdadera potencia y la riqueza de los estados al bienestar de los individuos y al respeto por sus derechos; que unía, medi~nte el lazo de una felicidad común, las diferentes clases en que esas sociedades se dividen naturalmente; aquella idea tan consoladora de una fraternidad del género humano, cuya dulce armonía no debía perturbar ya interés nacional alguno; aquellos principios, que seducían por su generosidad, así como por su sencillez y por su amplitud, fueron propagados con entusiasmo por los economistas franceses. Su éxito no fue tan rápido ni tan general como el de los filósofos; tenían que combatir unos prejuicios menos groseros, unos errores más sutiles. Necesitaban ilustrar antes que desengañar, e instruir el buen sentido antes de tomarlo como juez. Pero no pudieron lograr para el conjunto de su doctrina más que un pequeño número de seguidores; si inspiraron miedo la generalidad de sus máximas y la inflexibilidad de sus principios; si ellos mismos perjudicaron a su causa, adoptando un lenguaje oscuro y dogmático; pareciendo que olvidaban demasiado los intereses de la libertad política, en favor de los intereses de la libertad de comercio; presentando, de un modo excesivamente absoluto y excesivamente profesora!, algunas partes de su sistema en las que no habían profundizado bastante, llegaron, por lo menos, a hacer odiosa y despreciable aquella !)Olítica cobarde, astuta y corrompida, que situaba la prosperidad de una nación en el empobrecimiento de sus vecinos, en las estrechas perspectivas de un régimen prohibitivo, en las pequeñas combinaciones de una tiránica administración económica. Pero las nuevas verdades con que el genio había enriquecido la filosofía, la política y la economía pública, adoptadas con mayor o

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menor amplitud por los hombres ilustrados, llevaron más lejos su saludable influencia. El arte de la imprenta se había extendido por tantos sitios; había multiplicado los libros de tal modo; se había acertado ·a ajustarlos tan adecuadamente a todos los grados de conocimientos, de aplicación e incluso de fortuna; se habían adaptado con tal habilidad a todos los gustos, a toda clase de espíritus; ofrecían una instrucción tan fácil y, a menudo, incluso tan agradable; habían franqueado tantas puertas a la verdad, que resultaba casi imposible cerrárselas todas y ya no había clase ni profesión a la que se le pudiera impedir el acceso. Entonces, aunque siempre quedó un elevadísimo número de hombres condenados a una ignorancia voluntaria o forzada, el límite trazado entre la porción ignorante y la porción ilustrada del género humano. se había borrado casi enteramente, y una degradación imperceptible llenaba el espacio que separa sus dos extremos: el genio y la estupidez. Así, un conocimiento de los derechos naturales del hombre; la opinión misma de que esos derechos son inalienables e imprescriptibles; un voto pronunciado en favor de la libertad de pensar y de escribir, en favor de la libertad del comercio y de la industria, en favor del alivio del pueblo que gime, casi en todas partes, bajo un régimen de impuestos tan absurdo como opresor, en favor de la abolición de todas las leyes penales contra las religiones disidentes, en favor de la desaparición de la tortura y de los bárbaros suplicios; el deseo de una legislación penal más benigna, de una jurisprudencia que dé a la inocencia una seguridad total, de un Código civil más simple, más acorde con la razón y con la naturaleza; la indiferencia respecto a las religiones, colocadas, al fin, entre las supersticiones o las invenciones políticas; el odio a la hipocresía y al fanatismo; el desprecio de los prejuicios; el celo por la pr_opagación de las luces; al ir pasando esos principios, poco a poco, de las obras de los filósofos a todas las clases de la sociedad en que la instrucción. se extendía más allá del catecismo y de las escrituras, se convirtieron en la profesión común, en el símbolo de todos los que no eran ni maquiavélicos ni imbéciles. En algunos países, esos principios formaban una opinión pública bastante general, hasta el punto de que la masa misma del pueblo parecía dispuesta a dejarse dirigir por ella y a obedecerla. El sentimiento humanitario, es decir, el de una compasión tierna, activa, por todos los males que afligen a la especie humana, de un horror por todo lo que, en las instituciones públicas, en los actos de gobierno, en las acciones privadas, añadía dolores nuevos a los inevitables dolores de la naturaleza; ese sentí-

miento humanitario era una consecuencia natural de aquellos principios; alentaba en todos los escritos, en todos los discursos, y su influencia beneficiosa se había manifestado ya. Los filósofos de los diversos pueblos que abrazaban en sus medi:taciones los intereses de toda la humanidad, sin distinción de países, razas o sectas, formaban, a pesar de la diferencia de sus opiniones especulativas, una falange sólidamente unida contra todos los errores, contra todos los géneros de tiranía. Animados por el sentimiento de una filantropía universal, combatían la injusticia cuando era extraña a su patria y no podía alcanzarles, pero la combatían también cuando era su patria misma la culpable de injusticia respecto a otros pueblos; se levantaban en Europa contra los crímenes cuya codicia ensucia las costas de América, de Africa o de Asia. Pa¡:a los filósofos· de Inglaterra y de Francia era un honor recibir el nombre y cumplir los deberes de amigos de aquellos mismos negros a quienes sus estúpidos tiranos no se dignaban c;ontar en el número de los hombres. Los elogios de los escritores franceses eran el precio de la tolerancia concedida en Rusia y en Suecia, mientras Beccaria refutaba en Italia las bárbaras máximas de la jurisprudencia francesa. En Francia se tr~taba de curar a Inglaterra de sus prejuicios comerciales, de su respeto supersticioso por los vicios de la Constitución y de sus leyes 8 , mientras el respetable Howard denunciaba a los franceses la bárbara incuria que, en sus calabozos y en sus hospitales, inmolaba tantas víctimas humanas. Ni las violencias o la seducción de los gobiernos, ni la intolerancia de los sacerdotes, ni siquiera los prejuicios nacionales habían perdido el funesto poder de sofocar la voz de la verdad, y nada podía sustraer a los enemigos de la razón ni a los opresores de la libertad, a un juicio que iba a ser, muy pronto, el de toda Europa. Por último, se vio cómo se desarrollaba una doctrina nueva, que vendría a descargar el último golpe sobre el edificio ya vacilante de los prejuicios: es la doctrina de la indefinida perfectibilidad de la especie humana, cuyos primeros y más ilustres apóstoles fueron Turgot, Price y Priestley; desarrollaremos esta nueva doctrina en el décimo período. Pero debemos exponer aquí el origen y los progre:sos de esa falsa filosofía contra la cual se hizo necesario el apoyo d~ esta doctrina para el triunfo de la razón. Nacida, en unos, del orgullo y, en otros, del interés, y teniendo

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Como vemos, Condorcet no pierde ocasión de criticar el modelo político inglés.

como finalidad secreta la de perpetuar la ignorancia y prolongar el reinado de los errores, se ha visto a sus numerosos adeptos, ora corromper la razón mediante brillantes paradojas, o seducirlas con la cómoda pereza de un pirronismo absoluto; ora despreciar suficientemente la especie humana para anunciar que el progreso de las luces sería inútil o peligroso, tanto para su felicidad como para su libertad; ora extraviarla mediante el falso entusiasmo de una grandeza o de una sabiduría imaginarias; aquí, hablar de la filosofía y de las ciencias profundas como de teorías demasiado superiores a un ser limitado, rodeado de necesidades y sometido a unos cfeberes; en , otras partes, desdeñadas como un montón de especulaciones inciertas, exageradas, que deben desaparecer ante la experiencia de los asuntos y la habilidad de un hombre de Estado. Se les oía, incesantemente, quejarse de la decadencia de las luces en medio de sus progresos; gemir a causa de la degradación de la especie humana, a medida que los hombres se acordaban de sus derechos y se servían de su razón; anunciar incluso la época inmínente de una de esas oscilaciones necesarias para conducir a la especie, nuevamente, a la barbarie, a la ignorancia y a la esclavitud. Se les creería humillados por su perfeccionamiento, pues en vano habían aspirado a la gloria de haber contribuido a él, o aterrados ante sus progresos, que les anunciaban el hundimiento de su importancia o de su imperio. [Sin embargo, más hábiles que los que, con torpe mano, se esforzaban por apuntalar el edificio de las supersticiones antiguas, cuyos fundamentos había minado ya la filosofía, algunos charlatanes trataron de utilizar sus ruinas para el establecimiento de un sistema religioso, en el que no se exigiría de la razón, restaurada en sus derechos, más que una semisumisión; en la que permanecería casi libre en su creencia, siempre que se aviniese a creer en algo incomprensible, mientras otros intentaban resucitar, en asociaciones secretas, los misterios olvidados de la antigua teurgia; y, dejando al pueblo sus viejos errores, encadenando a sus discípulos con nuevas supersticiones, se atrevían a confiar en restablecer, en favor de algunos adeptos, la antigua tiranía de los reyes-pontífices de la India y de Egipto. Pero la filosofía, apoyada en esa base inquebrantable que las ciencias le habían preparado, les oponía un·a barrera contra la que muy pronto habían de estrellarse sus impotentes esfuerzos]. Comparando la disposición de los espíritus, cuyo bosquejo he trazado, con este sistema político de los gobiernos, resultaba fácil prever que era inevitable una gran revolución. Y no era difícil comprender que ésta no podía realizarse más que de dos maneras: era necesario, o bien que el pueblo estableciese por sí mismo aque- ,

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llos principios de la razón y de la naturaleza que la filosofía había sabido hacerle tan 'caros, o bien que los gobiernos se apresurasen a prevenirlos o adaptasen su marcha a la de las opiniones del pueblo. U na de esas revoluciones sería más completa y más rápida, pero más tormentosa; la otra, más lenta, más incompleta, pero más tranquila. En una habría que pagar la libertad y la felicidad con males pasajeros; en la otra se evitaban esos males, pero retrasando, quizá durante mucho tiempo, el disfrute de una parte de los bienes que eran su indefectible consecuencia. La corrupción y la ignorancia de los gobiernos prefirieron el primer medio. Y el triunfo rápido de la razón y de la libertad ha vengado al género humano. El simple buen sentido había enseñado a los habitantes de las colonias británicas que los ingleses nacidos bajo el meridiano de Greenwich habían recibido de la naturaleza exactamente los mismos derechos que otros ingleses nacidos a 70 grados de longitud, al otro lado del océano. Sabían, tal vez mejor que los europeos, cuáles eran aquellos derechos comunes a todos los individuos de la especie humana, y entre éstos incluían el de no pagar impuesto alguno, sin antes haber consentido en ello. Pero el gobierno británico aparen-· taba creer que Dios había creado tanto América como Asia para el placer de los habitantes de Londres, y quería, en realidad, tener entre sus manos, más allá de los mares, una nación sometida, de la que, en el momento adecuado, se serviría para oprimir a la Inglaterra europea. Ordenó a los dóciles representantes del pueblo inglés que violasen los derechos de América, y que la sometiesen a impuestos involuntarios. América proclamó que la injusticia había roto 1 sus lazos y declaró su independencia. Entonces, se vio por primera vez a un gran pueblo, liberado de rodas sus cadenas, proveerse a sí mismo, pacíficamente, de la constitución y de las leyes que creía más idóneas para hacer su felicidad; y como su posición geográfica y su antigua situación política le obligaban a formar una república federativa, se vio cómo preparaba en su seno, a la vez, trece constituciones republicanas, que tenían como base un reconocimiento solemne de los derechos naturales del hombre, y, como primer objetivo, la conservación de esos derechos. Trazaremos el cuadro de esas constituciones; mostraremos lo que deben a los progresos de las ciencias políticas y lo que los prejuicios de la educación han podido introducir en ellas de los ·antiguos errores; mostraremos por qué ese sistema de equilibrio de los poderes altera aún su simplicidad; por qué han tenido como principio la identidad de los intereses, más todavía que la igualdad

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de los derechos. Mostraremos cómo han realizado el principio, entonces casi desconocido, incluso en teoría, de la necesidad de reformar la propia constitución, y de separar ese poder del poder de legislar. Pero, en la guerra que se suscitaba entre dos pueblos ilustrados,· uno de los cuales defendía los derechos naturales de la humanidad y el otro les oponía la perversa doctrina que somete esos derechos a la prescripción, a los intereses políticos y a las convenciones escritas, aquella gran causa se sustanció ante el tribunal de la opinión, en presencia de toda Europa; los derechos de los hombres se vieron noblemente ctefendidos y desarrollados sin restricciones ni reservas, en escritos que circulaban libremente desde las orillas del Neva hasta las del Guadalquivir. Aquellas discusiones penetraron en las regiones más sometidas, en las aldeas más remotas, y los hombres que las habitaban se asombraron .al oír que tenían unos derechos, y aprendieron a conocerlos, y supieron que otros hombres se atrevían a reconquistarlos o a defenderlos. La revolución americana había de extenderse, pues, muy pronto, por Europa. Y si existía un pueblo en el que el interés por la causa de los americanos hubiera propagado más que en ninguna otra parte sus escritos y sus principios, que fuese, a la vez, el más ilustrado y uno de los menos libres, aquel en que los filósofos tenían el máximo de luces verdaderas, y el gobierno la ignorancia más insolente y más profunda; un pueblo en el que las leyes estuviesen bastante por debajo del espíritu público, para que ningún orgullo nacional, ningún prejuicio le atase a sus instituciones antiguas; aquel pueblo, ¿no estaba destinado, por la naturaleza misma de las cosas, a dar el primer impulso a aquella revolución que los amigos de la humanidad aguardaban con tanta esperanza como impaciencia? Así, pues, la revolución debía empezar por Francia. La torpeza de su gobierno la decidió. La filosofía dirigió sus principios, y la fuerza popular destruyó los obstáculos que podían detener sus movimientos. Ha sido más completa que la de América y, por consiguiente, menos apacible en el interior, porque los americanos, contentos con las leyes civiles y penales que habían recibido de Inglaterra, sin tener que reformar un vicioso sistema de impuestos, sin tener que destruir ni tiranías feudales, ni distinciones hereditarias; ni corporaciones privilegiadas, ricas o poderosas, ni un sistema de intolerancia religiosa, se limitaron a establecer unos nuevos poderes, con los que sustituyeron los que hasta entonces había ejercido sobre ellos la nación británica. Y, de aquellas innovaciones, nada alcanzaba a la

masa del pueblo; nada cambiaba las relaciones que se habían creado entre los individuos. En Francia, por el contrario, la revolución alcanzaría a toda la economía de la sociedad, cambiaría todas las relaciones sociales, y. penetraría hasta los últimos individuos de la cadena política, hasta loSJque, viviendo en paz de sus bienes o' de su industria, no se preocupan de los movimientos públicos ni de sus opiniones, ni de sus actividades, ni de los intereses de fortuna, de ambición y de gloria. Los americanos, que parecían no combatir más que contra los prejuicios tiránicos de la madre patria, tuvieron como aliados a las potencias rivales de Inglaterra, mientras las otras, celosas de las riquezas y del orgullo británicos, aceleraban, con resoluciones secretas, el triunfo de la justicia: así, Europa entera pareció unida contra los opresores. Los franceses, por el contrario, han atacado simultáneamente el despotismo de los reyes, la desigualdad política de las constituciones semilibres, el orgull¿- de los nobles, la dominación, la intolerancia y las riquezas de los sacerdotes, los abusos del feudalismo que aún cubren casi toda Europa, y las potencias europeas hubieron de coligarse en favor de la tiranía. Así, Francia no pudo ver que en su favor se alzase más voz que las de algunos sabios y los tímidos votos de los pueblos oprimidos, apoyos que la calumnia aún había de esforzarse por arrebatarle. Mostraremos por qué los principios sobre los que se han combinado la constitución y las leyes de Francia son más puros, más precisos, más profundos que los que dirigieron a los. americ~nos;~ por qué han escapado mucho más enteramente a la mfluenCia de todas las especies de prejuicios; cómo la igualdad de los derechos no ha sido sustituida en ellos, en parte alguna, por esa identidad de interés, que no es más que su débil e hipócrita suplemento; cómo en ellos los límites de los poderes han sustituido a ese vano equilibrio tan largo tiempo admirado; cómo en una gran nación, necesariamente dispers~ y distribuida en un gran número de asambleas aisladas y parciales 9 , se ha tenido, por primera vez, la audacia de. preservar para el pueblo su derecho de soberanía, el de no obedecer más que a unas leyes cuyo modo de formación haya sido legitimado por su aprobación inmediata, aunque dicha formación se confíe a unos representantes; unas leyes cuya reforma puede obtener siempre, mediante un acto regular de su voluntad soberana,· si le:sionan sus derechos o sus intereses.

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9 Condorcet dedica una extensa obra a este problema político: el Ensayo sobre la ronstitución y el funcionamiento de las Asambleas prot•inciales.

° Como es sabido, a Descartes se debe el primer impulso consisteme de la Geometría Analítica ya ha aludido a ello Condorcet al final de la época amerior. 11 Es el cálculo infiniresim~l.

varios, aun ~in seguirlos, un monumento grandioso de las fuerzas de la inteligencia humana. . , . Al exponer la formación y los principios del lengua¡e algebnco, el único verdaderamente exacto, verdaderamente a~alírico que existe todavía; la naturaleza de los procedimientos técmcos d~ esta ciencia; la comparación de estos procedimientos con las o~eracwn~s naturales del entendimiento humano; mostraremos que SI este metodo no es en sí mismo, más que un instrumento particular de la ciencia de ias cantidades, contiene los principios de un instrumento · universal, aplicable a todas !as combinaciones de ideas. . . La mecánica racional se convierte muy pronto en una cienCia vasta y profunda. Se conocen, al fin, las verdaderas leyes del choque de los cuerpos, en las que Descartes se había equivocado. Huyghens descubre las del movimiento de un cuerpo ~n el círculo; proporciona, al mismo, tiempo, el método para determi~ar a qué círculo debe pertenecer cada elemento de ~na curv~ cualqUier~. Reuniendo estas dos teorías, N ewton encontro la teona .de~ _movimiento curvilíneo, y la aplicó a las leyes que Kepler sigUio para descubrir que los pl~netas recorrían sus órbitas elípticas. . Un planeta, del que se supone que ha si~o l.anzado al es~acw. :n un momento dado, con una velocidad y siguiendo una d.1reccwn determinada, recorre, alrededor del Sol, un.a elipse, en _vir:ud de una fuerza dirigida hacia ese astro, y proporcwnal.a la razon m;~rsa del cuadrado de las distancias. La misma fuerza retiene a los sat~lltes en sus órbitas, alrededor del planeta principal. Esta t~ndencia es común a todo el sistema de los cuerpos celestes y es reciproca entre todos los elementos que la componen. . Esa fuerza perturba la regularidad de las elipses planetar-Ias, Y el cálculo explica, con extraordinaria precisión, hasta los mas leves matices de esas perturbaciones. Actúa sobre los .cometas,_ ac~rca de los cuales la misma teoría nos enseña a determmar sus orb1~as Y a predecir su retorno. Los movimientos observados en los ~¡es ~e rotación de la Tie~ra y de la Luna atestiguan también la existencia de esa fuerza universal. Y es ella, en fin, la causa de la gravedad de los cuerpos terrestres, en los que aparece const.ante, porque n~ podemos observarlos a unas distancias bastante diferentes entre si del centro de acción. Así el hombre ha acabado conociendo, por primera vez, una de las ley~s físicas del universo, y ésta es única todavía hasta ahora, como la gloria del que la ha revelado. Cien años de trabajos han confirmado esta ley, a la que todos h~s fenómenos celestes han parecido hallarse sometidos, con una exacti-

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Desde el momento en que el genio de Descartes imprimió a los espíritus aquel impulso general, primer principio de una_revolución en los destinos de la especie humana, hasta la época feliz de" la total y pura libertad social, en la que el hombre no ha podido reemplazar su independencia natural más que después de haber p·asado por una larga sucesión de siglos de esclavitud y de infortunio, el cuadro del progreso de las ciencias matemáticas y físicas~ nos presenta un horizonte inmenso, cuyas diversas partes hay que distribuir y ordenar, si se quiere captar bien su conjunto, observar bien sus relaciones. No solamente la aplicación del álgebra a la geometría se convirtió en una profunda fuente de descubrimientos en esas dos ciencias, sino que, al demostrar, mediante ese gran ejemplo, cómo los méto:.. dos del cálculo de las magnitudes en general podían aplicarse a todas las cuestiones que tenían por objeto la medida de la exten.10 sión , Descartes anunciaba anticipadamente que tales métodos se emplearían, con un éxito igual, en todos los objetos cuyas relaciones sean susceptibles de una valoración precisa; y este gran 1 descubrimiento, al fhostrar por primera vez ese último objetivo de las ciencias -someter todas las verdades al rigor del cálculo-, despertaba la esperanza de alcanzarlo y permitía vislumbrar los medios. Muy pronto, a este descubrimiento sucedió el de un cálculo nuevo, que enseña a encontrar las relaciones de los crecimientos y de los decrecimientos sucesivos de una cantidad variable, o a encontrar 'la cantidad, mediante el conocimiento de esa relación; ya sea que ~e suponga a esos crecimientos una magnitud finita, ya sea que no se busque su relación más que para el instante en que se desvanecen; método que, al extenderse a todas las combinaciones de las magnitudes variables, a todas las hipótesis de sus variaciones, conduce igualmente a determinar para todos los objetos cuyos cambios son susceptibles de una medida precisa, ya sean las relaciones de sus elementos, ya sean las relaciones de los objetos mismos, cuando sus elementos son conocidos 11 . A Newton y a Leibniz se debe la invención de los cálculos, cuyo descubrimiento habían preparado los trabajos de los geó{lletras de la generación precedente, y cuyos progresos, ininterrumpidos desde hace más de un siglo, han sido la obra y la gloria de varios hombres de genio, y que presentan a los ·ojos del filósofo que puede obser1

tud, por así decirlo, milagrosa; siempre que uno de ellos ha parecido sustraerse a esa ley, esa incertidumbre pasajera se ha convertido luego en motivo de un nuevo triunfo. La filosofía casi siempre está obligada a buscar, en las obras de un hombre de genio, el hilo secreto que le ha guiado; pero aquí, el interés, inspirado por la admiracióQ., ha permitido descubrir y conservar anécdotas preciosas, gracias a las cuales puede seguirse, paso a paso, la ruta de N ewron. Veremos cómo las afortunadas combinaciones del azar concurren con los esfuerzos del genio para un gran descubrimiento, y cómo unas combinaciones menos favorables habrían podido retrasarlo o reservarlo para otras manos. . Pero N ewton acaso hizo más por los progresos del espíritu humano que haber descubierto esa ley general de la naturaleza; enseñó a los hombres a no admitir ya, en la física, más que teorías precisas y calculadas, que explicasen, no solamente la existencia de un fenómeno, sino también su calidad y su extensión. Sin embargo, se le acusó de reanudar las cualidades ocultas de los an-tiguos, porque se había limitado a encerrar la causa general de los fenóm~nos celestes es un hecho simple, cuya incontestable realidad se demostraba con la observación. Una multitud de problemas de estática y de dinámica habían sido sucesivamente planteados y resueltos, cuando D'Alembert descubre un principio general que por sí solo basta para determinar el movimiento de un número cualquiera de puntos, animados por unas fuerzas cuale~quiera y ligados entre sí por ciertas condiciones. A continuación, extiende este mismo principio a los cuerpos finitos de una figura determinada; a los que, elásticos o flexibles, pueden cambiar de figura, pero según ciertas leyes y conservando ciertas relaciones entre sus partes; finalmente, incluso a los fluidos, tanto si conservan la misma densidad, como si se encuentran en estado de expansibilidad. Para resolver estas últimas cuestiones, se necesitaba un nuevo cálculo, que no pudo escapar a su genio, y !a mecánica ya no es más que una ciencia de puro cálculo. Esos descubrimientos pertenecen a las ciencias matemáticas; pero la naturaleza, ya sea de esa ley general de los fenómenos celestes, ya sea de esos principios de mecánica, y las consecuencias que de ellos se pueden obtener para el orden eterno del univérso, pertenecen al campo de la filosofía. Se supo que todo en el universo está sometido a unas leyes necesarias que tienden por sí mismas a producir o a mantener el equilibrio, a crear o a conservar la regularidad en los movimientos. El conocimiento de las leyes que presiden los fenómenos celes-

tes, los descubrimientos del análisis matemático que habían de conducir a métodos más precisos para calcular sus apariencias; esa perfección, de la que ni siquiera se había concebido la esperanza, que se ha dado a los instrumentos de óptica y a aquellos en que la exactitud de las divisiones se convierte en la medida de la exactitud de las observaciones; y las máquinas destinadas a medir el tiempo; el gusto más general por las ciencias, que ·se une al interés de los gobiernos por multiplicar los astrónomos y los observatorios; rodas estas causas, reunidas, aseguran los progresos de la astronomía. El cielo se enriquece para el hombre con nuevos astros, y el hombre sabe determinar y prever, con exactitud, su posición y sus movimientos. La física, al liberarse, poco a poco, de las vagas explicaciones . introducidas por Descartes, de igual modo que se había desembarazado de los absurdos escolásticos, ya no fue más que el arte de interrogar a la naturaleza mediante experiencias, para tratar luego de deducir de ellas, mediante el cálculo, unos hechos más generales. Se conoce· y se mide el peso del aire; se descubre que la transmisión de la luz no es instantánea, se calcula su velocidad y los efectos que de ~llo deben resultar para la posición aparente de los cuerpos celestes; el rayo solar se descompone en rayos más simples, diferentemente refrangibles y diversamente coloreados. Se explica el arco iris, y se' someten a cálculo los medios de producir o de hacer desaparecer sus colores. La electricidad, que no se conocía más que por la propi~dad de ciertas sustancias, después de haber sido frotadas, de atraer los cuerpos ligeros, se convierte en uno de los fenómenos del universo. Se conoce la causa del rayo y los medios para dirigirlo. Se emplean nuevos instrumentos para medir las variaciones del peso d~ la atmósfera, las de la humedad, y el grado de temperatura de los cuerpos. U na nueva ciencia, con .el nombre de meteorología, enseñó a conocer y, a veces, a prever los fenómenos de la atmósfera, cuyas leyes, desconocidas aún, nos permitirán descubrir algún día. Al presentar el cuadro de estos descubrimientos, mostraremos cómo los métodos que han conducido a los físicos en sus investigaciones, se han depurado y perfeccionado; cómo el arte de realizar experiencias, de construir instrumentos, ha adquirido cada vez una mayor precisión; de modo que la física, no sólo se ha enriquecido, cada día, con nuevas verdades, sino que las verdades ya demostradas han adquirido, cada día, una mayor exactitud; y que, a la observación de los hechos desconocidos, agrega la de la más rigurosa medida de todos los detalles.

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La física no había tenido que combatir m~s que los prejuicios de . la escolástica y el atractivo, tan seductor para la pereza, de las hipótesis generales. Otros obstáculos retrasaban los progresos de la química. Se había imaginado que esta ciencia proporcionaría el secreto de hacer oro y el de la inmortalidad. Los grandes intereses hacen supersticioso al hombre. No se. creía que tales promesas, que acariciaban las dos pasiones más fuertes de las almas vulgares, halagando el amor a la gloria, pudieran cumplirse por medios ordinarios; y todas las extravagancias que jamás hubiera inventado la credulidad delirante parecían haberse reunido en la cabeza de los químicos. Pero aquellos químicos cedieron, poco a poco, a ·la filosofía mecánica de Descartes, la cual, rechazada a su vez, dejó paso a una química verdaderamente experimental. La observación de1 los fenómenos que acompañaban las composiciones y las descomposiciones recíprocas de los cuerpos; la investigación de las leyes de esas operaciones; el análisis de las sustancias en elementos cada vez más simples, adquirieron una precisión y un rigor siempre crecientes. Ni siquiera las sustancias elásticas en un estado de expansibilidad han podido sustraerse, durante mucho tiempo, a las experiencias. Se acertó a retenerlas, a conservarlas, a combinarlas entre sí.-Pero, a estos progresos de la química, hay que añadir algunos de los perfeccionamientos que alcanzan a todo el sistema de una ciencia y. consisten, más bien, en extender sus métodos que en ampliar el n'úmero de las verdades que forman su conjunto, y que presagian y preparan una afortunada revolución. . Tal ha sido la formación de un lenguaj~ en el que Íos nombres que designan las sustancias expr<::;san, ya sean las relaciones o. las. diferencias de las que tienen un elemento común, ya sea la clase a la cual pertenecen; el empleo de una escritura científica, en la que esas sustancias están representadas por caracteres analíticamente combinados, y que incluso puede expresar las operaciones más comunes; y las leyes generales de las afinidades; y el empleo de todos los medios, de todos los instrumentos, que en la física sirven para calcular, con una rigurosa precisión, el resultado de las experiencias; por úitimo, la aplicación del cálculo a los fenómei)OS de la cristalización, a las leyes según las cuales los elementos de ciertos cuerpos adoptan, al reunirse, formas regulares y constant~s. Los hombres, que durante mucho tiempo no habían acertado a explicar la formación del globo más que con suef10s supersticiosos o filosóficos antes de tratar de conocerlo bien, sintieron al fin, la urgencia de estudiar, con una escrupulosa atención, no sólo la superficie, sino también

esa parte del interior en que sus necesidades les obligaron a penetrar, las su.stancias que allí se encuentran, su distribución fortuita o regular, y la disposición de las masas que allí han formado. Aprendieron a reconocer las huellas de la acción lenta y prolongada durante mucho tiempo del agua del mar, de las aguas terrestres, del fuego; a distinguir la parte de la superficie y de la corteza exterior del globo, en que las desigualdades, la disposición de las sustancias que allí se encuentran y, muchas veces, esas mismas sustancias, son obra de esos agentes, de esa otra porción del globo, formada, en gran parte, de sustancias heterogéneas, y que muestra los signos de revoluciones más antiguas, cuyos agentes son todavía desconocidos para nosotros. Los minerales, los vegetales, los animales se dividen en muchas especies, cuyos individuos no difieren más que en variedades imperceptibles, poco constantes, o producidas por causas puramente locales: muchas de estas especies se aproximan por un número más o menos grande de cualidades co~unes que sirven para establecer unas divi'Siones sucesivas y cada vez más extensas. Los naturalistas han aprendido a clasificar metódicamente los individuos, según determinados caracteres, fáciles de percibir, único procedimiento para orientarse en medio de esta innumerable multitud de seres diversos. Estos métodos son una especie de lenguaje real, en el que cada objeto se designa mediante algunas de sus cualidades más constantes, y, gr~cias a ese lenguaje, el conocimiento de esas cualidades nos permite encontrar el nombre que un objeto tiene en el lenguaje convencional. Esos mismos lenguajes nos enseñan también cuáles son, para cada clase de seres naturales, las cualidades verdaderamente esenciales, cuya reunión implica una semejanza más o menos completa en el resto de sus propiedades. Si algunas veces se ha visto cómo este orgullo, que aumenta a los ojos de los hombres los objetos de un estudio exclusivo y de conocimientos penosamente adquiridos, atribuye a esos métodos una importancia exagerada, y toma por la ciencia misma lo que no es, en cierto modo, más que el diccionario y la gramática de su lenguaje real, también frecuentemente, por un exceso contrario, una falsa filosofía ha rebajado excesivamente esos mismos métodos, confundiéndolos con nomenclaturas arbitrarias, indiferentes, y no de ideas y de relaciones, sino de palabras y de figuras convencionales. El análisis químico de las sustancias que ofrecen los tres reinos de· la naturaleza; la descripción de sus formas exteriores, de los minerales; el cuadro de sus cualidades físicas, la descripción de las

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plantas y de sus propiedades usuales; la historia de su desarrollo, de su nutrición y de su reproducción; la descripción de su anatomía, la historia de sus costumbres, la relación de estos seres entre sí, ya sea en su composición química, ya sea en sus formas, sus diversas c~ali­ dades, la reciprocidad de sus influencias, esa cadena cuyos sucesivos eslabones conducen desde la materia bruta hasta el más débil grado de organización, desde la materia organizada hasta la que da .los primeros signos de sensibilidad y de movimiento espo~táneo, Y desde ésta hasta el hombre; las relaciones de todos esos seres con el hombre, ya sea en relación con sus necesidades, ya sea en cuanto a las analogías que le acercan a ellos o en cuanto a las diferencias que de ellos le separan. Ese es el cuadro que hoy nos ofrece la historia natural. El hombre físico es también objeto de una ciencia aparre: la anatomía, que, en su acepción general, encierra la fisiología, esa ciencia que un respeto supersticioso por los muertos había retrasado, se benefició de la debilitación general de los prejuicios, Y les opuso felizmente ese interés por su propia conservación que le_ ha valido el apoyo de los hombres poderosos. Sus progresos han sido tales que, en cierro modo, parece haberse agotado, esperar instrumentos más perfectos y nuevos métodos, y buscar, en la comparación entre las partes de los animales y las del hombre, entre sus órganos, entre la manera en que realizan sus funciones, las verdades que la observación parece rehusarle. Casi todo lo que el ojo del observador, áyudado por el microscopio, ha podido descubrir está descifrado ya. Se necesita el apoyo de las experiencias, tan útil para el progreso de las otras ciencias, y la naturaleza de su objeto parece seguir alejando de ella ese medio, ahora necesario para su perfeccionamiento. La circulación de la sangre era conocida desde hacía mucho tiempo; pero la disposición de los vasos que llevan el quilo destinado a mezclarse con ella para reparar sus pérdidas; la existencia de un jugo gástrico, que dispo.ne los alimentos para esa descomposición necesaria, a fin de separar la porción adecuada para su asimilación con los fluidos vivos, con la materia orgánica; los cambios que experimentan las diversas partes, los diversos órganos, tanto en el espacio que separa la concepción del nacimiento, como, desde ese instante, en las diferentes edades de la vida; la distinción de las partes doradas de sensibilidad, o de esa irritabilidad, propiedad descubierta por Haller y común a casi todos los seres orgánicos: eso es lo que la fisiología ha sabido descubrir en esta época brillante, sobre la base de unas observaciones cierras; y tantas verdades importantes

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deben obtener g~acia para esas explicaciones mecanicas, quimicas,_ ?rgánicas, que, sucediéndose unas a otras, han sobrecargado la fisiología con hipótesis funestas para los progresos de la ciencia, Y que han sido peligrosas cuando su aplicación se extendió a la medicina. Al cuadro de las ciencias debe unirse el de las artes, que, apoyándose en ellas, han adoptado una marcha más segura, y han roro las cadenas en que la rutina las había retenido hasta entonces. Mostraremos la influencia que los progresos de la mecánica, los de la astronomía, de la óptica y del arte de medir el tiempo, han ejercido sobre el arte de construir, de mover y de dirigir los barcos; cómo el aumento del número de observadores, la mayor habilidad del navegante, una más rigurosa exactitud en las determinaciones astronómicas de las posiciones y en los métodos topográficos han permitido conocer, en fin, este globo, todavía casi ignorado a finales del pasado siglo; cuántos perfeccionamientos han debido las artes mecánicas propiamente dichas a los perfeccionamientos del arte de construir los instrumentos, las máquinas, los utensilios· Y ~stos, a los progresos de la mecánica y de la física; lo que esta~ ~Ismas artes éleben a la ciencia de emplear los motores ya conoCidos, con menos gasto y menos pérdida, o a la invención de nuevos motores. Se verá cómo la arquitectura roma de la ciencia del equilibrio -y de la teoría de los fuidos, los medios de dar a las bóvedas unas formas más cómodas· y menos costosas, sin temor de alterar la solidez de las construcciones; cómo opone al esfuerzo de las aguas una resistencia calculada de un modo más seguro, y cómo dirige su curso Y las emplea en canales con mayor habilidad y mejores resultados. · Se verá cómo las artes químicas se enriquecen con nuevos procedimientos; cómo depuran y simplifican los antiguos métodos; cómo se desembarazan de todo lo que en ellas había introducido la rutina, de sustancias inútiles y nocivas, de prácticas malas o imperfect~s; mientras se encontraba, al mismo tiempo, el medio de prevenir una parte de los peligros, a menudo terribles, a los que en esas prácticas estaban expuestos los obreros; y, de este modo, facilitando más go<;:es y fi?áS riquezas, no los hacían pagar con tantos sacrificios dolorosos y C<)n tantos remordimientos. Pero la química, la botánica, la historia natural difundían una fecunda luz sobre las artes económicas, sobre el cultivo de los vegetales destinados a nuestras distintas necesidades, sobre el arte de alimentar, de multiplicar y de conservar los animales domésticos, de

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perfeccionar sus razas, de mejorar sus productos; sobre el de preparar y de conservar los productos de la tierra, o los artículos que nos proporcionan los animales. La cirugía y la farmacia se transforman en artes casi nuevas,·· desde el momento en que la anatomía y la química vienen a ofrecerles orientaciones más claras y más seguras. La medicina, que, en la práctica, debe considerarse como un arte, se libera, al menos, de sus falsas teorías, de su jerga pedantesca, de su rutina homicida, de su servil' sumisión a la autoridad de los hombres y a las doctrinas de las facultades, y aprende a no creer ya más que en la experiencia .. Ha multiplicado sus medios; sabe combinarlos y emplearlos mejor; y si, en algunas partes, sus progresos son, en cierto modo, negativos, si se limitan a la destrucción de prácticas peligrosas, de prejuicios nocivos, los nuevos métodos de estudio de la medicina química y de combinación de las observaciones anuncian progresos reales y más extensos./ Trataremos, sobre todo, de seguir esta marcha del genio de las ciencias, que, unas veces, descendiendo de una teoría abstracta y profunda a unas aplicaciones sabias y delicadas, simplificando luego sus medios, proporcionándolos a las necesidades, acaba por extender sus beneficios a las prácticas más vulgares, y, otras veces, acuciado por las necesidades de esa misma práctica, va a buscar, en las más elevadas especulaciones, los recursos que unos conocimientos comunes le habrían rehusado. Haremos ver que las declamaciones contra la inutilidad de las teorías, aun en el caso de las artes más simples, nunca han demostrado más qué la ignorancia de los que han elaborado esas teorías y, a veces, de quienes las han aplicado. Mostraremos' que no es a la profundidad de esas teorías, sino, por el contrar.io, a su imperfección, a lo que hay que atribuir la inutilidad o los funestos efectos de tantas aplicaciones desafortunadas. Estas observaciones conducirán a esta verdad general:· que, en todas las artes, las verdades de la teoría son modificadas, necesariamente, en la práctica; que hay inexactitudes realmente inevitables, cuyo efecto debe procurarse que resulte imperceptible, sin entregarse a la quimérica esperanza de evitarlas; que un gran número de datos relativos a las necesidades, a los medios, al tiempo, al gasto, necesariamente descuidados en la teoría, deben entrar en el problema relativo a una práctica inmediata y real; y que, en fin, al introducir esos datos con una habilidad que es verdaderamente el genio de la práctica, se P.uede, a la vez, franquear los estrechos límites en que los prejuicios contra la teoría amenazan con retener

las artes, y prevenir los errores en que un torpe uso de la teoría podría desembocar. · · Las ciencias, que se habían separado, no han podido extenderse ·sin acercarse, sin que entre ellas se formasen puntos de contacto. La exposición de los progresos de cada ciencia bastaría para mostrar cuál ha sido, en muchas de ellas, la utilidad de la aplicación inmediata del cálculo; en qué medida, en casi todas, el cálculo ha podido emplearse para dar a las experiencias y a las observaciones una mayor precisión; lo que las ciencias han debido a la mecánica, que les ha dado unos instrumentos más perfectos y más exactos; hasta qué punto el descubrimiento de los microscopios y los de los instrumentos meteorológicos han contribuido al perfeccionamiento de la historia natural; lo que esta ciencia debe a la química, que es la única que ha podido conducirla a un conocimiento más profundo de los objetos que considera; descubrirle su naturaleza más íntima, sus diferencias más esenciales, mostrándole su composición y sus elementos; mientras que la historia natural ofrecía a la química tantos productos que separar y que reunir, tantas operaciones que realizar, tantas combinaciones formadas por la naturaleza, cuyos verdaderos elementos era preciso separar, y, a veces, descubrir o incluso imitar su secreto; en fin, qué prestaciones mutuas se han hecho la física y la química, y cuántas han ,recibido la anatomía de ellas, o de la historia natural, o de las ciencias. Y eso no es todo aún. Muchos geómetras han dado métodos generales para encontrar, de acuerdo con las observaciones, las leyes empíricas de los fenómenos, métodos que se extienden a todas las ciencias, puesto que igualmente pueden conducir a conocer, ya sea la ley de los valores sucesivos de una misma cantidad para una serie de instantes o de posiciones, ya sea la ley según la cual se distribuyen diversas propiedades, o bien diversos valores de una calidad. semejante, entre un número dado de objetos. Ya algunas aplicaciones han demostrado que se puede emplear con éxito la ciencia de las combinaciones, para disponer las observaciones de modo que puedan captarse con más facilidad sus relaciones, sus resultados y su conjunto. Las del cálculo de probabilidades permiten presagiar en qué medida pueden contribuir a los progresos de las otras ciencias; acá, determinando la verosimilitu0 de los hechos extraordinarios, y enseñando a juzgar si deben ser rechazados o si, por el contrario, merecen ser verificados; allá, calculando la del constante retorno de esos hechos que frecuentemente se presentan en la· práctica de las artes y que no están ligados por sí mismos a un orden ya conside-

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rado como una ley general: ese es, por ejemplo, en medicina, el saludable efecto de ciertos remedios, el éxito de ciertos profilácticos. Estas aplicaciones nos muestran también cuáLes la probabilidad de un conjunto de fenómenos que resulta de la intención de un ser inteligente, o la consecuencia de otros fenómenos que coexisten con él, o que le han precedido; y la que debe atribuir a esa causa necesaria y desconocida que se llama azar, palabra cuyo verdadero sentimiento solamente el estudio de ese cálculo permite conocer bien. Esas aplicaciones han enseñado también a reconocer los diversos grados de certidumbre adonde podemos esperar que llegaremos; la verosimilitud según la cual podemos adoptar una opinión y hacer de ella la base de nuestros razonamientos, sin lesionar los derechos de la razón y la regla de nuestra conducta, sin faltar a la prudencia o sin ofender a la justicia. Muestran cuáles son las ventajas o los inconvenientes de las diversas formas de elección, de los diversos modos de decisiones adoptadas con pluralidad de votos; los diferentes grados de probabilidad que de ello pueden resultar; el que el interés público debe exigir, según la naturaleza de cada cuestión; ora el medio de obtener la probabilidad de un modo casi seguro cuando no es necesario decidir o cuando, por ser desiguales los inconvenientes de las dos opciones, una de ellas no puede ser legítima mientras permanezca por debajo de esa probabilidad, ora el ~edio de asegurarse de antemano la frecuente obtención de esta misma probabilidad cuando, por el contrario, la decisión es necesaria, y basta la más ligera verosimilitud para ajustarse a ella. Entre el número de esas aplicaciones, puede incluirse también el examen de la probabilidad de los hechos, para quien no puede apoyar su adhesión en sus p,,ropias observaciones, probabilidad que resulta, o bien de la autoridad de los testimonios, o bien de la relación de esos hechos con otros inmediatamente observados. ¡Hasta qué punto las investigaciones sobre la duración de la vida de los hombres, sobre la influencia que en esta duración ejercen la diferencia de sexos, de temperaturas, de clima, de profesiones, de gobiernos, de hábitos de vida; sobre la mortalidad que resulta de diversas enfermedades; sobre los cambios que la población experimenta; sobre la amplitud de la acción de las diversas causas que producen esos cambios; sobre la manera en que se distribuye en cada país, según las edades, los sexos, las ocupaciones; hasta qué punto estas investigaciones no pueden ser útiles al conocimiento físico del hombre, a la medicina, a la economía pública! ¿Cuánto uso no ha hecho de esos mismos cálculos la economía

----···xr-pie$c;-~ar este cuadro, y las verdades nuevas con que cada ciencia se ha enriquecido, y lo que cada una debe a la aplicación de las teorías o de los métodos que parecen pertenecer más particularmente a unos conocimientos de otro orden, investigaremos cuál es la naturaleza y el límite de las verdades a las que pueden conducirnos, dentro de cada ciencia, la observación, la experiencia y la meditación; investigaremos, asimismo, en qué consiste precisamente para cada una de ellas, el talento de la invención, esa facultad primera de la inteligencia humana, a la que se ha dado el nombre de genio: mediante qué operaciones puede el espíritu alcanzar los descubrimientos que persigue, o ser conducido, a veces, a los que no buscaba, y que ni siquiera había podido buscar ni prever. Mostraremos cómo los métodos que nos llevan a esos descubrimientos pueden agotarse, de tal modo que la ciencia se vea obligada, en cierta manera, a detenerse, si unos métodos nuevos no vienen a proporcionar un nuevo instrumento al genio, o a facilitarle el uso de métodos que ya no puede emplear sin consumir demasiado tiempo y demasiados trabajos. Si nos limitásemos a mostrar las ventajas que se han obtenido de las ciencias en sus utilizaciones inmediatas, o en su aplicación a las artes, ya sea para el bienestar de los individuos, ya sea para la prosperidad de las naciones, no habríamos dado a conocer aún más que una pequeña parte de sus beneficios. El más importante tal vez sea el de haber destruido los prejuicios y enderezado, en cierto modo, la inteligencia humana, forzada a

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pública, para la fijación de las rentas vitalicias, de las mutualidades, de las cajas de acumulación y de socorros, de las cámaras de seguros de toda especie? ¿No es también ~ecesaria la aplicación del cálculo a esa parte de la economía pública que abarca la teoría de las medidas, la de las monedas, las bancas y las operaciones financieras, en fin, la de los impuestos, su reparto establecido por la ley, su distribución real, que tan frecuentemente se aparta de quél, y sus efectos sobre todas las partes del sistema social? ¿Cuántas cuestiones importantes, dentro de esa misma ciencia, no han podido resolverse más que con la ayuda de los conocimientos adquiridos en historia -natural, en agricultura, en física vegetal, en las artes mecánicas o químicas? En una palabra, ha si~_q __ tal el progreso general de las ciencias, que no h~y___ ~i_n.._g_lin-a, por así decirlo, qJJ..e_p.-.lte_daJb
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plegarse a las falsas direcciones que le imprimen las absurdas creencias transmitidas a la infancia de cada generación, con los terrores de la superstición y el miedo de la tiranía. Todos los errores en política, en moral, tienen por base unos errores filosóficos, que, a su vez, están ligados a unos errores físi~, cos. No existe un sistema religioso, ni una extravagancia SQbrenatural, que no estén fundados eri la ignorancia de la naturaleza. Los inventores, los defensores de esos absurdos no podían prever· el ) sucesivo perfeccionamiento del espíritu humano. Persuadidos de . que los hombres de su tiempo sabían todo lo que podrían saber siempre, y de que creerían siempre lo que entonces creían, apoyaban confiadamente sus fantasías en las opiniones generales de su país y de su siglo. Los progresos de los conocimientos físicos son incluso tanto más funestos para esos errores, cuanto que frecuentemente los destruyen sin parecer atacarlos [y extendiendo sobre quienes se obstinan en defenderlos el ridículo envilecedor de la ignorancia]. Al propio tiempo, el hábito de razonar precisamente sobre los objetos de esas ciencias, las ideas precisas que sus métodos proporcionan, los medios de reconocer o de demostrar una verdad deben conducir, naturalmente, a comparar el sentimiento que nos fuerza a adherirnos a unas opiniones fundadas en esos motivos reales de credibilidad, con el que nos ata a nuestros prejuicios habituales -o que nos fuerza a ceder ante la autoridad; y esta comparación basta para aprender a desconfiar de estas últimas opiniones, para hacernos comprender que realmente no creemos en ellas, aun cuando nos vanagloriamos de creerlas y de profesarlas con la más pura sinceridad. Ahora bien: este secreto, una vez descubierto, hace rápida y segura su destrucción. Por último, esta marcha de las ciencias físicas que el interés y las pasiones no vienen a perturbar, en la que no se cree que el nacimiento, ni la profesión, ni las posiciones den derecho a juzgar lo que no se está en condiciones de entender; aquella marcha más segura no podía observarse, sin que los hombres ilustrados tratasen, .en las otras ciencias, de aproximarse incesantemente a ella; aquella marcha les ofrecía, a cada paso, el modelo que debían seguir, según el cual podían juzgar sus propios esfuerzos, reconocer las rutas falsas que habrían podido emprender, preservarse tanto de la credulidad como del pirronismo, de una sumisión excesiva incluso ante la autbridad de las luces y de la fama. Indudablemente, el análisis metafísico conducía a los mismos resultados; pero no habría dado más que preceptos abstractos. Y 216

aquí, los propios prinCipiOs abstractos, puestos en accwn, estaban ilustrados por el ejemplo, reforzados por el éxito. Hasta aquella época, las ciencias sólo habían sido el patrimonio de unos pocos hombres; ya se han hecho comunes y se acerca la hora en que sus elementos, sus principios, sus métodos más sencillos llegarán a ser verdaderamente populares. Es entonces cuando su interés por las artes, cuando su influencia sobre la rectitud general de los espíritus serán de una utilidad verdaderamente universal. Seguiremos los progresos de las naciones europeas en la instrucción, tanto de los niños como de los hombres; progresos débiles hasta ahora si sólo se tiene en cuenta el sistema filosófico de esa ·enseñanza que, en casi rodas partes, continúa entregada todavía a los prejuicios escolásticos, pero muy rápidos si se consideran la extensión y la naturaleza de las materias de la enseñanza, que, al abarcar casi sólo conocimientos reales, contiene los elementos de casi rodas las ciencias, mientras que los hombres de todas las edades encuentran en los diccionarios, en los compendios, en los diarios, las luces que necesitan, aunque no siempre se les ofrezcan allí en estado suficientemente puro. Examinaremos cuál ha sido la utilidad de unir la instrucción oral de las ciencias a la que se recibe directamente de los libros y del estudio: si ha supuesto alguna ventaja el hecho de que el trabajo de las compilaciones se haya convertido en un verdadero oficio, en un medio de subsistencia, lo que ha multiplicado las obras mediocres, pero multiplicando también, para los hombres poco instruidos, los medios de adquirir unos conocimientos comunes. Expondremos la influencia que sobre el progreso del espíritu humano han ejercido esas sociedades científicas, que constituyen una barrera que, durante mucho tiempo aún, será útil levantar frente a la charlatanería y al falso saber; haremos, en fin, la historia de los estímulos facilitados por los gobiernos a los progresos del espíritu humano, y de los obstáculos que les han opuesto, con frecuencia, en el mismo país Y en la misma época; haremos ver qué prejuicios o qué principios de maquiavelismo les han guiado en esa oposición a la marcha de los espíritus hacia la verdad; qué puntos de vista de política interesada o incluso de bien público les han orientado, cuando parecía, por el contrario, que deseab~n acelerarla y protegerla. El cuadro de las bellas artes no ofrece menos brillantes resultados. La música se ha convertido, en cierto modo, en un arte nuevo, a la vez que la ciencia de las combinaciones y la aplicación del cálculo a las vibraciones del cuerpo sonoro, y la de las oscilaciones del aire, han aclarado su teoría. Las artes del dibujo, que de Italia . 217

habían pasado ya a Flandes, a España, a Francia, se elevaron, en este último país, al mismo grado en que Italia las había situado en la época precedente, y en él se sostuvieron aún con más esplendor que en la propia Italia. El arte de nuestros pintores es el de los Rafael y el de los Carrache. Todos sus medios, conservados en las escuelas, lejos de perderse, se han difundido más. Pero ha transcurrido demasiado tiempo sin producir nada genial que pueda comparársele para no atribuir más que al azar esta prolongada esterilidad. No es que los medios del arte se hayan agotado, aunque las grandes obras hayan pasado a ser, realmente, más difíciles. No es que la naturaleza nos haya negado unos órganos tan perfectos como los de los italianos del siglo XVI; es solamente a los cambios en la política, en las costumbres, a los que hay que atribuir, no la decadencia del arte, sino la debilidad de sus producciones. Las letras, cultivadas con menos éxito en Italia, pero sin que allí hayan degenerado, han hecho, en la lengua francesa, unos progresos que le han merecido el honor de convertirse, en cierto modo, en la lengua universal de Europa. El arte trágico, en manos de Corneille, de Racine, de Voltaire, se ha elevado, mediante progresos sucesivos, a una perfección hasta entonces desconocida. El arte cómico debe a Moliere el haber llegado más rápidamente a una altura que ninguna nación ha podido alcanzar aún. En Inglaterra, desde el comienzo de esa época, y en Alemania en un tiempo más próximo a nosotros, la lengua se ha perfeccionado. El arte de la poesía y el de la escritura en prosa han estado sometidos, pero con menos docilidad que en Francia, a las reglas universales de la razón y de la naturaleza que deben dirigirlas. Son igualmente verdaderas para todas las lenguas, para todos los pueblos, aunque hasta ahora sólo un pequeño número haya podido conocerlas y elevarse a ese gusto recto y seguro, que no es más que el sentimiento de esas mismas reglas, el que presidía las composiciones de Sófocles y de Virgilio, como las de Pope y las de Voltaire, el que enseñaba a los griegos, a los romanos, así como a los franceses, a emocionarse ante las mismas bellezas y a indignarse ante los mismos defectos. Expondremos lo que en cada nación ha favorecido ,o retrasado los progresos de estas artes; por qué causas los diversos géneros de poesía o de obras en prosa han alcanzado, en los diferentes países, una perfección tan desigual, y cómo esas reglas universales pueden, sin lesionar siquiera los principios que les sirven de base, ser modificadas por las costumbres, por las opiniones de los pueblos que

deben gozar de los productos de esas artes, y por la naturaleza misma de los usos a que están destinados sus diferentes géneros. Así, por ejemplo, la tragedia, recitada diariamente ante .un pequeño número de espectadores en una sala de dimensiones.más bien reducidas, no puede tener las mismas reglas prácticas que la tragedia cantada en un teatro inmenso, en unas fiestas solemnes a las que estaba invitado todo un pueblo. Trataremos de demostrar que las reglas del gusto tienen la misma generalidad, la misma constancia, pero son susceptibles del mismo género de modificaciones que las otras leyes del universo moral y del físico, cuando hay que aplicarlas a la práctica inmediata de un arte usual 12 • Mostraremos cómo la impresión, al multiplicar y difundir incluso las obras destinadas a ser públicamente leídas o recitadas, las transmite a un número de lectores incomparablemente mayor que el de los oyentes; cómó, al estar casi todas las decisiones importantes, adoptadas en asambleas numerosas, determinadas por la información que sus miembros reciben de la lectura, de ello han debido resultar, dentro de las reglas del arte de persuadir entre los antiguos y entre los modernos, unas diferencias análogas a la del efecto que ese arre debe producir, y del medio que emplea; cómo, en fin, en los géneros en que, incluso entre los antiguos, se limitaban a la lectura de las obras, como la historia o la filosofía, la facilidad que da la invención de la imprenta de entregarse a más desenvolvimientos y detalles, ha debido de influir en esas mismas reglas. Los progresos de la filosofía y de las ciencias han extendido, han favorecido los de las letras, y éstas han servido para que resulte más fácil el estudio de las ciencias, y más popular la filosofía. Se han prestado un muto apoyo, a pesar de los esfuerzos de la ignorancia y de la necedad para desunirlas, para enemistarlas. La erudición, a la que la sumisión ante la autoridad humana y el respeto hacia las cosas antiguas parecían destinar a sostener la causa de los prejuicios nocivos; la erudición, sin embargo, ayudó a destruirlos, porque las ciencias y la filosofía le prestaron la antorcha de una crítica más sana. Sabía ya sopesar las autoridades, comparar unas con otras; acabó por someterlas al tribunal de la razón. Había re~hazado los prodigios, los cuentos absurdos, los hechos contrarios a la verosimilitud, pero atacando sus testimonios, para no éeder más que ante la verosimilitud que pudiera triunfar sobre la inverosimilitud física o moral de los hechos extraordinarios.

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12 La Estética de Condorcet, evidentemente, no está a la altura de su Matemática o de su Filosofía Política.

A~í, pues, todas las ocupaciones intelectuaJes de los hombres, por _diferentes _q_ue sean en cuanto a su objeto, a su método 0 a las cualidades esptntuales que exigen, han concurrido a un único fin: l~s progresos de la razón humana. En efecto, así ocurre con todo el Sistema de los trabajos de los hombres, como con una obra bien hecha, cuyas_ partes, metódicamente distinguidas, deben estar, sin ~~barg?, umdas, no formar más que un solo todo y orientarse a un uniCo ftn .. Tendiendo ahora una mirada, en general, sobre la especie humana, mostraremos que el descubrimiento de los verdaderos método~ en .t,odas las ciencias, la extensión de las teorías que contiene, su apltcacwn a todos los objetos de la naturaleza, a todas las necesidades de los ~ombres, las líneas de comunicación que entre ellas se · han est~bl~od_~· el gran número de los que las cultivan; por ú'Irimo, 1~ multtpltcaoon de las imprentas, bastan para respondernos que mngun~ de ellas puede descender ya por debajo del punto en que se ha, st_tuado. Har~mos observar que los principios de la filosofía, las maxtmas de la libertad, el ·conocimiento de los verdaderos derechos del ho~bre y de sus intereses reales, se propagan en un número ~~mastad,o grande de naciones, y dirigen, en cada una de ellas, l~s optmones de un número demasiado grande de hombres ilustrado~, para que pueda temerse que nunca más hayan de recaer en el olvtdo. Haremos ver que las dos lenguas más extendidas son también las leng~as de los dos. pueblos que gozan de la más amplia libertad, que _meJor h~n conocido sus principios, de modo que ninguna liga de ~tranos.' ninguna de las combinaciones políticas posibles es capaz de tmpedtr que, en esas dos lenguas, se defiendan decididamente los derechos de la razón y los derechos de la libertad. Pero, si todo nos dice que el género humano no debe recaer n_unca en su antigua barbarie; si todo debe asegurarnos contra ese s~stema pusilánime y corrompido que le condena a eternas oscilaCIOnes entre la verdad y el error, entre la libertad y la servidumbre vemo: todaví~ que las luces no ocupan en el globo más que u~ espacio reduodo, y que el número de los que realmente las poseen desap~rece ant~ la masa de los hombres entregados a los prejuicios Y a la Ignorancia. Vemos extensas regiones que gimen en la esclavitud, '!_que sólo nos presentan unas naciones, aquí degradadas por los VICIOS de una civilización que con su corrupción las frena en su ~archa, Y allí vegetando todavía en la infancia de sus primeras epocas. Vemos que los trabajos de estas últimas edades han hecho mucho por el progreso del espíritu humano, pero poco por el per220

feccionamiento de la especie humana; mucho por la gloria del hombre, algo por su libertad, casi nada todavía por su felicidad. En algunos puntos, se deslumbran ante una luz esplendente, pero densas tinieblas cubren todavía un horizonte inmenso. El alma del filósofo descansa sosegadamente sobre un pequeño número de objetos, pero el espectáculo de la estupidez, de la esclavitud, de la extravagancia, de la barbarie, le aflige más frecuentemente aún, y es todavía en las esperanzas del futuro donde el amigo de la humanidad debe buscar sus más dulces goces. Tales son los objetos que deben entrar en un cuadro histó,rico de los progresos del espíritu humano. Al presentarlos~ trataremos de revelar, especialmente, la influencia de esos progresos sobre las opiniones, sobre el bienestar de la masa general de las diversas naciones, en las diferentes épocas de su existencia política; de revelar qué verdades han conocido; de qué errores se han desengañado; qué hábitos virtuosos han contraído; qué nuevo desarrollo de sus facultades ha establecido una proporción más afortunada entre sus facultades y sus necesidades; y, desde un punto de vista opuesto, de qué prejuicios han sido esclavas; qué supersticiones religiosas o políticas se han introducido en ellas; con qué vicios las han corrompido la ignorancia o el despotismo; a qué miserias las han sometido la violencia o su propia degradación. Hasta aquí, la historia política, como la de la filosofía y la de las ciencias, no ha sido sino la de unos pocos hombres. Lo que verdaderamente forma la especie humana, es decir, la masa de familias que viven casi enteramente de su trabajo, ha sido olvidada; y aun en h clase de los que, entregados a profesiones públicas, actúan no para sí mismos, sino para la sociedad, y cuya ocupación consiste en instruir, gobernar, defender, ayudar a los otros hombres, solamente los jefes han atraído las miradas de los historiadores. Para la historia de los individuos, basta con recoger los hechos, pero la de una masa de hombres no puede apoyarse más que en estas observaciones; y, para elegirlas, para captar sus rasgos esenciales, son necesarias ya las luces y casi tanta filosofía como para emplearlas bien. Por otra parte, esas observaciones tienen aquí por objeto unas cosas comunes, que se muestran a todas las miradas, que todos pueden observar por sí mismos, si quieren. Además, casi todas la~ que se han recogido son debidas a viajeros, han sido hechas por extranjeros, para cuyo país estas cosas, tan triviales en el lugar donde se encuentran, constituyen un objeto de curiosidad. Pero, desgraciadamente, estos viajeros suelen ser observadores poco rigu221

rosos; ven los objetos con excesiva ·rapidez, a través de los prejuicios de su país, y, muchas veces, con los ojos de los hombres de la comarca que recorren. Consultan a aquéllos con quienes el azar les ha relacionado. No es, pues, solamente a la bajeza de los historiadores, como justamente se ha reprochado a los de las monarquías, a lo que es preciso atribuir la escasez de documentos 13 que permitan trazar esa importantísima parte de la historia del hombre. Esa escasez sólo imperfectamente puede remediarse con el conocimiento de las leyes, de los principios prácticos de gobierno y de la hacienda pública, o con el de las religiones y de los prejuicios generales. En efecto, la ley escrita y la ley e jecucada, los principios de los /que gobiernan y la manera en que su acción es módificada por el ~·espíritu de los que son gobernados; la institución tal como emana de los hombres que la forman, y la institución hecha realidad; la religión de los libros y la del pueblo; la generalidad pública de un prejuicio y la adhesión real que obtiene, pueden diferir hasta el punto de que los efectos dejen de responder, en absoluto, a esas causas públicas y conocidas. Es a esta parte de la historia humana -la más oscura, la más descuidada, y acerca de la que los documentos 13 nos ofrecen tan pocos materiales- a la que se debe atender especialmente en este cuadro; y, ya se dé cuenta de un descubrimiento de una teoría importante, de un nuevo sistema de leyes de una revolución política, habrá que preocuparse de determinar qué efectos han debido producir para la porción más numerosa de cada sociedad; porque ése es el verdadero objeto de la filosofía, puesto que todos los efectos intermedios de esas mismas causas no pueden ser considerados más que como medios de actuar sobre esa porción que constituye la masa del género humano. Al llegar a este último eslabón de la cadena, es cuando la observación de los acontecimientos pasados, así como los conocimientos adquiridos por la meditación, se hacen verdaderamente útiles. Al llegar a este término, es cuando los hombres pueden apreciar sus · verdaderos títulos de gloria, a gozar, con un placer seguro, de los progresos de su razón; sólo entonces se puede juzgar del auténtico perfeccionamiento de la especie humana. Esta idea de remitirlo todo a este último punto está dictada por

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la justicia y por la razón, pero podría sentirse la tentación de considerarla como quimérica. Sin embargo, no lo es. Bástenos demostrarlo aquí con dos ejemplos patentes. La posesión de los objetos de consumo más comunes, que satisfacen con cierta abundancia y cierta tranquilidad las necesidades de los hombres cuyas manos fertilizan nuestro suelo, se debe a los prolongados esfuerzos de una industria secundada por la luz de las ciencias; y esa posesión es atribuida por la historia al triunfo en la batalla de 6alamina, sin el que las tinieblas del despotismo oriental amenazaban con envolver a roda la Tierra. El marinero al que una observación precisa: de la longitud preserva del naufragio debe la vida a una teoría que, a lo largo de una cadena de verdades, se remonta a unos descubrimientqs hechos en la--escuela de Platón, que han permanecido ~.fJnulta·dos, durante veinte siglos, en una completa inutilidad.

Ver nota 9 de la 3.a época, pág. 109.

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DECIMA EPOCA

DE LOS FUTUROS PROGRESOS DEL ESPIRITU HUMANO

Si el hombre puede predecir con una seguridad casi rotal los fenómenos cuyas leyes conoce; si, incluso cuando le son desconocidas, puede, por la experiencia del pasado, prever con una gran probabilidad los acontecimientos del porvenir, ¿por qué habría de considerarse como una empresa quimérica la de trazar, con una cierta verosimilitud, el cuadro de los futuros destinos de la especie humana por los resultados de su historia? El único fundamento de la creencia en las ciencias naturales consiste en la idea de que las leyes generales, conocidas o ignoradas, que rigen los fenómenos del universo son necesarias y constantes. ¿Y por qué razones habría de ser este principio menos verdadero para el desarrollo de las facultades intelectuales y morales del hombre que para las otras operaciones de la naturaleza? En fin, puesto que unas opiniones formadas según la experiencia del pasado, sobre objetos del mismo orden, son la única regla de la conducta de los hombres más sabios, ¿por .qué habría de prohibirse al filósofo apoyar sus conjeturas sobre esa misma base, siempre que no les atribuya una certidumbre superior a la que puede nacer del número, de la constancia y de la exactitud de las observaciones? Nuestras esperanzas sobre los destinos futuros de la especie ~ humana pueden reducirse ~ estas tres cuestiones: la destrucción de la desigualdad entre las nacwnes, los progresos de la igualdad en un mismo pueblo y, en fin, el perfeccionamiento real del hombre. j ¿Se acercarán, rodas las naciones, algún día, al estado de civiliza.225 15

ción al que han llegado los pueblos más ilustrados, los más libres, los más liber~dos de prejuicios, los franceses y los angloamericanos? Esa distancia inmensa que separa a esos pueblos de la servidumbre de las Indias, de la barbarie de las poblaciones africanas, de la ignorancia de los 9alvajes, ¿desaparecerán poco a poco? ; Hay en el globo regiones a cuyos habitantes la naturaleza haya conjenado a no gozar jamás de la libertad, a no ejercer jamás su razón? Esta diferencia de luces, de medios o de riquezas, observada hasta ahora en todos los pueblos civilizados entre ·las diferentes clases que componen cada uno de ellos; esta desigualdad, que los primeros progresos de la sociedad han aumentado y, por así decirlo, producido, ¿se debe a la civilización misma, o a las actuales imperfecciones del arre social? ¿Ha de debilitarse continuamente para dejar paso a esa igualdad real, último fin del arre social, que, al disminuir incluso los efectos de la diferencia natural de las facultades, ya no permite que subsista más que una desigualdad útil al interés de todos, porque favorecerá los progresos de la civilización, de la instrucción y de la industria, sin que suponga dependencia, ni humillación, ni miseria; en una palabra, se acercarán los hombres a ese estado en que todos tendrán las luces necesarias para conducirse según su propia razón en los asuntos ordinarios de la vida y para mantenerla exenta de prejuicios, para conocer bien sus derechos Y para ejercerlos según su opinión y su conciencia; en que todos podrán, mediante el desarrollo de sus facultades, obtener los medios seguros de proveer a sus necesidades; en que, por último, la estupidez y la miseria ya no serán más que accidentes y no el estado habitual de una porción de la sociedad? En fin, ¿mejorará la especie humana, ya sea mediante nuevos descubrimientos en las ciencias y en las arres, y, como consecuencia necesaria, en los medios de bienestar particular y de prosperidad común, ya sea mediante progresos en los principios de conducta y en la moral práctica, ya sea, por último, mediante el perfeccionamiento real de las facultades intelectuales, morales Y físicas, que puede ser asimismo la consecuencia, o bien del perfeccionamiento de los instrumentos que aumentan la intensidad y dirigen el empleo de esas facultades, o incluso del perfeccionamiento de la organización natural? -¡; Al responder a estas tres cuestiones, encontraremos en la experiencia del pasado, en la observación de los progresos hasta ahora realizados por las ciencias y por la civilización, en el análisis de la marcha del espíritu humano y del desarrollo de sus facultades, los

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motivos más sólidos para creer que la n~turaleza no ha puesto término alguno a nuestras esperanzas.,(··'',/·· Si echamos una mirada al estado actual del globo, veremos, en primer lugar, que en Europa los principios de la constitución francesa son ya los de todos los hombres ilustrados. Los veremos demasiado difundidos, demasiado altamente profesados para que los <:sfuerzos de los tiranos y de los sacerdotes puedan impedirles penetrar, poco a poco, hasta las cabañas de sus esclavos; y esos principios despertarán, muy pronto, en los esclavos, un resto de buen sentido y esa indignación sorda que el hábito de la humillación y del terror no puede ahogar en el alma de los oprimidos. Al recorrer luego estas diversas naciones, veremos en cada una qué obstáculos paniculares opone a esta revolución, o qué disposiciones la favorecen; distinguiremos las naciones en que la revolución debe ser suavemente dirigida por la sabiduría, tal vez tardía ya, de sus gobiernos, y aquellas en que, tras alcanzar mayor violencia a causa de la resistencia de los gobiernos, la revolución tiene que arrastrarlos en movimientos terribles y rápidos. ¿Cabe dudar que la sabiduría o las divisiones insensatas de las naciones europeas, secundando los efectos lentos, pero infalibles, de los progresos de sus colonias, no desemboquen muy pronto en la independencia del nuevo mundo? Y, desde ese momento, al experimentar la población europea rápidos crecimientos en aquel inmenso territorio, ¿no debe civilizar o hacer desaparecer, incluso sin conquista, las naciones salvajes que allí ocupan todavía extensas regipnes? 1 • Recorred la historia de nuestras empresas, de nuestros establecimientos en Africa o en Asia. Veréis nuestros monopolios comerciales, nuestras traiciones, nuestro desprecio sanguinario por los hombres de otro color o de otra creencia, la insolencia de nuestras usurpaciones, el extravagante proselitismo o las intrigas de nuestros sacerdotes destruyendo ese sentimiento de respeto y de bienquerencia que la superioridad de nuestras luces y las ventajas de nuestro comercio se habían granjeado inicialmente. j Pero se acerca, sin duda, el instante en que, dejando de mostrar.jles sólo corruptores y tiranos, nos convirtamos para ellos en instrumentos útiles o en generosos libertadores. · El cultivo del azúcar, al establecerse en el inmenso continente de Africa, destruirá el vergonzoso bandidaje que lo corrompe y lo despuebla desde hace dos siglos.

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Condor.cet es, acaso, el primer anticolonialisra~- ~~" '·....

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En la Gran Bretaña, ya algunos amigos de la humanidad han dado ese ejemplo. Y si su maquiavélico gobierno, forzado a respetar la razón pública, no ha osado oponerse, ¿qué no debe esperarse del mismo espíritu, cuando, tras la reforma de una constitución servil y venal, se haga digno de una nación humana y generosa? ¿No se apresurará Francia a imitar esas empresas, que la filantropía y el interés bien entendido de la propia Europa han dictado también? Se han llevado las especierías a las islas francesas, a la Guayana, a algunas posesiones inglesas, y muy pronto se verá la caída de ese monopolio que los holandeses han sostenido con tantas traiciones, vejaciones y crímenes. Estas naciones de Europa aprenderán, en fin, que .las ¡compañías exclusivas no son más que un gravamen impuesto sobre e.llas, mis~as, para dar a sus gobiernos un nuevo instrumen~o de . tlrama. Entonces, los europeos, limitándose a un comercio libre, demasiado ilustrados sobre sus propios derechos para despreciar los de los otros pueblos, respetarán esa independencia que hasta ahora han violado con tanta audacia. Sus establecimientos, en lugar de llenarse de protegidos de los gobiernos, que, valiéndose de un cargo o de un privilegio, amontonan tesoros mediante el bandidaje y la perfidia, para volver a Europa y comprar honores y títulos, se poblarán de hombres industriosos, que irán a buscar en aquellos climas el feliz bienestar que en su patria se les negaba. La libertad los retendrá allí; la ambición dejará de aguijonearles; y aquellas factorías de bandidos se convertirán en colonias de ciudadanos que difundirán, en Africa y en Asia, los principios y el ejemplo de la libertad, las luces y la razón de Europa. A los monjes, que no llevaban a aquellos pueblos más que vergonzosas supersticiones y que los irritaban amenazándoles con una nueva dominación, se verá cómo los suceden unos hombres preocupados por propagar, entre aquellos mismos pueblos, las verdades útiles para su felicidad, y por ilustrarlos sobre sus intereses, así como sobre sus derechos. El celo por la verdad es también una pasión, y debe llevar sus esfuerzos hacia las regiones lejanas, cuando ya no vea a su alrededor prejuicios groseros que combatir, o errores vergonzosos que disipar. Aquellos vastos países le ofrecerán, de un lado, numerosos pueblos, que sólo parecen esperar instrucciones para civilizarse, y encontrar hermanos en los europeos para convertirse en amigos y en discípulos suyos; de otro, naciones sometidas a unos déspotas sagrados o .a unos conquistadores estúpidos, y que, desde hace tantos siglos, claman por sus libertadores; más allá, pueblos casi salvajes a quienes la dureza de su clima aleja de las dulzuras de una civiliza-

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ción perfecciona.da, a la vez que esa misma dureza rechaza a los que quisieran hacerles conocer sus ventajas, o naciones conquistadoras, que no conocen más ley que la fuerza, ni más oficio que el bandidaje. Los progresos de estas dos últimas clases de pueblos serán más lentos, acompañados de más turbulencias; es posible, incluso, que, reducidos· a un número menor, a medida que se vean rechazados por las naciones civilizadas, se pierdan en su propio seno. Mostraremos cómo estos acontecimientos serán una secuela inevitable no sólo de los progresos de Europa, sino también de la libertad que la República francesa y la de América septentrional tienen el interés y el poder de otorgar al comercio de Africa y de Asia; mostraremos cómo deben nacer también, necesariamente, o bien. de la nueva sabiduría de las naciones europeas, o bien de su obstinada adhesión a sus prejuicios mercantiles . Haremos ver que la única combinación que podría impedirlos -unas nuevas conquistas de los pueblos del Norte y de Asia- es ya imposible. Mientras tanto, todo prepara la pronta decadencia de esas grandes religiones de Oriente, que, en casi todas partes abandonadas al pueblo, compartiendo el envilecimiento de sus ministros, y en muchas regiones reducidas a no ser más que invenciones políticas a los ojos de los hombres poderosos, no amenazan ya con retener la razón humana en una esclavitud sin esperanza y en una infancia eterna. La marcha de esos pueblos sería más rápida y más segura, porque recibirían de nosotros lo que nosotros hemos tenido que descubrir, Y porque, para conocer esas verdades sencillas, esos métodos probados a los que nosotros no hemos llegado más que después de prolongados errores, les bastaría con haber podido recoger sus desenvolvimientos y sus comprobaciones en nuestros discursos y en nuestros libros. Si los progresos de los griegos se han perdido para las otras naciones, hay que culpar a la carencia de comunicación entre los pueblos y a la dominación tiránica de los romanos. Pero, cuando las necesidades mutuas hayan acercado a todos los hombres, las naciones más poderosas habrán colocado la igualdad entre las sociedades como entre los individuos, y el respeto por la independencia de los Estados débiles, como la compasión por la ignorancia y por la miseria, en el rango de sus principios políticos; cuando unas máximas que tienden a comprimir el resorte de las facultades humanas sean sustituidas por las que .favorecen su acción y su energía, • ¿podrá temerse entonces que en el globo queden todavía espacios inaccesibles a la luz, o que el orgullo del despotismo pue.da oponer a la verdad unas barreras durante largo tiempo insuperables?

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Habrá llegado entonces el momento en que el Sol ya no alumbrará sobre la Tierra más que a hombres libres, que no reconocerán a más señor que su razón; en que los tiranos o los esclavos, los sacerdotes y sus estúpidos o hipócritas instrumentos ya no existirán más que en la historia y en los teatros; en que no habrá que ocuparse de ellos más que para compadecer a sus víctimas y a sus engañados, para mantenerse en una útil vigilancia sobre sus horribles excesos, para saber reconocer y asfixiar, bajo el peso de la razón, los primeros gérmenes de la superstición y de la tiranía, si alguna vez osaran reaparecer. Al recorrer la historia de las sociedades, habremos tenido ocasión de señalar que, muchas veces, existe una gran diferencia entre los derechos que la ley reconoce a los ciudadanos, y los derechos de que éstos realmente gozan; entre la igualdad establecida por las instituciones políticas y la que existe entre los individuos; habremos subrayado que esta diferencia ha sido una de las principales causas 'de la destrucción de la libertad en las repúblicas antiguas, de las tormentas que las han sacudido, de la debilidad que las ha entregado a tiranos extranjeros. Estas diferencias tienen tres causas principales: la desigualdad de riqueza, la desigualdad de estado entre aquel cuyos medios de subsistencia se transmiten a su familia y aquel para quien esos medios dependen de la duración de su vida, o, mejor, de la parte de su vida en que es capaz de rendir un trabajo, y, por último, la desigualdad de instrucción. Habrá, pues, que demostrar que esas tres causas de desigualdad real deben disminuir, no desaparecer, porque son causas naturales y necesarias, que sería absurdo y peligroso querer destruir; y ni siquiera se podría intentar hacer desaparecer totalmente sus efectos, sin abrir fuentes de desigualdad más fecundas, sin asestar golpes más directos y más funestos a los derechos de los hombres. Es fácil probar que las fortunas tienden naturalmente a la igualdad, y que su excesiva desproporción, o no puede existir, o debe cesar en seguida, si las leyes civiles no establecen unos medios artificiales de perpetuarlas y de reunirlas; si la libertad del comercio y de la industria hace desaparecer la ventaja que toda ley prohibitiva y todo derecho fiscal dan a la riqueza adquirida; si unos impuestos sobre las convenciones, las restricciones a que se somete su liher:tad, su sometimiento a unas formalidades enojosas, o, en fin, la incertidumbre y los gastos necesarios para obtener su ejecución no detienen la actividad del pobre y no devoran sus escasos capitales; si la administración pública no abre a unos pocos hombres unas abun-

dances fueiues de opulencia, cerradas al resto de los ciudadanos; si los prejuicios y el espíritu de avaricia, propios· de la edad avanzada, no presiden el matrimonio; si, en fin, gracias a la sencillez de las costumbres y a la sabiduría de las instituciones, las riquezas ya no son medios de satisfacer la vanidad o la ambición, sin que de todos modos, una austeridad mal sostenida, que ya no permite hacer de ellas un medio de goces rebuscados, fuerce a conservar las que en otro tiempo se han acumulado. Comparemof en las naciones ilustradas de Europa su población actual con la extensión de su territorio. Observemos, en el espectáculo que presentan su agricultura y su industria, la distribución de los trabajos y de los medios de subsistencia, y veremos que sería imposible conservar esos medios en el mismo grado, y, por una consecuencia necesaria, mantener la misma masa de población, si un gran número de individuos dejasen de contar sólo con su industria y con lo que sacan de los capitales empleados en adquirirla o en aumentar su producción, para subvenir casi enteramente a sus necesidades o a las de su familia. Ahora bien: la conservación de uno y otro de esos recursos depende de la vida, de la salud misma del jefe de cada familia. Es, en cierro modo, una fortuna vitalicia, o, más aún, dependiente del azar, y de ello resulta una diferencia muy real entre esa clase de hombres y aquélla cuyos recursos no están sometidos a los mismos riesgos porque la renta de una tierra o el interés de un capital casi independiente de su industria subvienen a sus necesidades. Existe, pues, una causa necesaria de desigualdad, de dependencia é incluso de miseria, que amenaza sin cesar a la clase más numerosa y más activa de nuestras sociedades. Mostraremos que es posible destruirla en gran parte, oponiendo el azar al propio azar; asegurando al que alcanza la vejez una pensión producida por sus ahorros, pero aumentada con las de los individuos que, tras hacer el mismo sacrificio, mueren antes del momento de tener necesidad de recoger sus frutos; procurando, mediante una compensación similar, a las mujeres, a los niños, para el momento en que pierden a sus maridos o a sus padres, un recurso igual y adquirido al mismo precio, ya sea para las familias a las que aflige una muerte prematura, ya sea para las que conservan a su jefe durante más largo tiempo; en fin, preparando para los hijos que alcanzan la edad de trabajar para sí mismos y de fundar una nueva familia, la ventaja de un capital necesario para el desarrollo de su industria, y aumentándolo a expensas de aquellos a quienes una muerte demasiado temprana impide llegar a ese término. Es a la

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aplicación del cálculo a las probabilidades de la vida y a las colocaciones del dinero a lo que se debe la idea de estos me-dios, ya empleados con éxito, pero nunca con esa extensión, con esa variedad de formas que los haría _verdaderamente útiles, no solamente a algunos individuos, sino a toda la masa de la sociedad, a la que librarían de esa ruina periódica de un gran número de familias, fuente siempre renaciente de corrupción y de miseria 2 . Haremos ver que este medio, que puede emplearse en nombre del poder social y convertirse en uno de sus mayores beneficios, puede ser también el resultado de asociaciones particulares, -que se formarán sin peligro alguno, cuando los principios según los cuales deban organizarse los establecimientos se hayan hecho más populares, y cuando los errores que han destruido a un gran número de esas asociaciones dejen de ser temidos por ellas. [Expondremos otros medios de asegurar esta igualdad, ya sea impidiendo que el crédito siga constituyendo un privilegio tan exclusivamente unido a la gran fortuna, aunque dándole una base no menos sólida, ya sea haciendo que los progresos de la industri~ y la actividad del comercio resulten más independientes de la existencia de los grandes capitalistas; y E::s también a la aplicación del' d.lculo a la que se deberán estos medíos.] La igualdad de instrucción cuyo logro puede esperarse, pero que Jebe ser suficiente, es la que excluye toda dependencia; forzada o voluntaria. Mostraremos, en el estado actual de los conocimientos humanos, los medíos fáciles de llegar a este fin, aun para aquellos que no pueden dedicar al estudio más que un pequeño número de sus primeros años, y, durante el resto de su vida, unas pocas horas de ocio. Haremos ver que, mediante una afortunada elección, tanto de los conocimientos en sí mismos como de los métodos de enseñarlos, se puede instruir a la masa entera de un pueblo acerca de todo lo que cada hombre tiene necesidad de saber para la economía doméstica, para la administración de sus asuntos, para el libre desarrollo de su industria y de sus facultades; para conocer sus derechos, para defenderlos y ejercerlos; para instruirse acerca de sus deberes, para poder cumplirlos bien; para juzgar sus actos y los ajenos, según sus propias luces, y no ser extraño a ninguno de los sentimientos elevados o delicados que honran a la naturaleza humana; para no depender ciegamente de aquellos a quienes el hombre está obligado

He aquí un precoz apunte de los seguros sociales. Más aún: la idea de su expansión a mda la sociedad, y no ya sólo a algunos individuos, acerca estas líneas a una más moderna concepción de la Seguridad Social.

a confiar el cuidado de sus asuntos o el ejercicio de sus derechos, para estar en condiciones de elegirlos y de vigilarlos, para no ser ya la víctima de esos errores populares que atormentan la vida con supersticiosos terrores y quiméricas esperanzas; para defenderse contra los prejuicios sólo con las fuerzas de la razón, para librarse de los señuelos del charlatanismo, que tendería trampas a su fortuna, a su salud, a la libertad de sus opiniones y de su conciencia, so pretexto de enriquecerle, de curarle y de salve.rle. Desde ese momento, los habitantes de un mismo país, al no distinguirse entre sí por el uso de un lenguaje más tosco o más refinado, al poder gobernarse igualmente por sus propias luces, al no estar ya limitados al conocimiento maquinal de los procedimientos de un arte y de la rutina de una profesión, al no depender ya, ni para los asuntos menores, ni para procurarse la menor instrucción, de hombres hábiles que los gobiernen por un ascendiente necesario, de todo ello resultará una igualdad real, puesto que la diferencia de las luces o de los talentos ya no puede levantar una barrera entre hombres a quienes sus sentimientos, sus ideas y su lenguaje permiten entenderse; de los ·que unos pueden tener el deseo de ser instruidos por los otros, pero sin tener la necesidad de ser conducidos por ellos; pueden querer confiar a los más ilustrados el cuidado de gobernarlos, pero sin estar obligados a entregarse a ellos con una ·confianza ciega. Es entonces cuando esa superioridad se convierte en una ventaja incluso para los que no participan de ella, cuando existe para ellos y no contra ellos. La diferencia natural de las facultades entre los hombres cuyo entendimiento no ha sido cultivado produce charlatanes y víctimas, incluso entre los salvajes; gentes hábiles y hombres fáciles de engañar; la misma diferencia existe, sin duda, en un pueblo en el que la instrucción es verdaderamente general; pero, en este caso, la diferencia sólo se da entre hombres ilustrados y hombres de espíritu recto que comprenden el valor de las luces sin dejarse deslumbrar por ellas, entre el talento o el genio y el buen sentido que sabe apreciarlos y gozar de ellos; y aun cuando esta diferencia fuese mayor si sólo s.e comparan la fuerza y la extensión de las facultades, sería imperceptible sí lo comparado fueran los efectos en las relaciones de los hombres entre sí y en lo que atañe a su independencia y a su felicidad. Estas diversas causas de desigualdad no actúan de una manera aislada; se unen, se penetran, se sostienen mutuamente, y de la combinación de sus efectos resulta una acción más fuerte, más segura, más constante. Si la instrucción es más igual, de ello nace una mayor igualdad en el ejercicio profesional y, por consiguiente, en

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las fortunas; y la igualdad de fortunas contribuye necesariamente a · la de la instrucción. Por último, la instrucción bien dirigida corrige la desigualdad natural de las facultades, en lugar de fortalecerla, de igual modo que las buenas leyes remedian la desigualdad natural de los medios de subsistencia; de igual modo que, en las sociedades en que las instituciones hayan establecido esa igualdad, la libertad, aunque sometida a una constitución regular, será más extensa y más completa que en la independencia de la vida salvaje. Entonces, el arte social habrá cumplido su fin: el de asegurar y extender a todos el goce de los derechos comunes que por naturaleza les corresponden. Las ventajas reales que deben derivarse de los progresos de los que acabamos de mostrar una esperanza cierta no pueden tener más término que el del perfeccionamiento mismo de la especie humana, puesto que, a medida que diversos géneros de igualdad lo establezcan para unos medios más amplios de proveer a nuestras necesidades, para una instrucción más extendida, para una libertad más completa, más real será esa igualdad, más cerca estará de abarcar todo lo que verdaderamente atañe a la felicidad de los hombres. Así, pues, sólo examinan~o la marcha y las leyes de este perfeccionamiento podremos conocer la extensión o el término de nuestras esperanzas. Nadie ha pensado. jamás que el espíritu pudiera agotar todos los hechos de la naturaleza, y los últimos medios de precisión en la . medida y en el análisis de los hechos, y las relaciones de los objetos entre sí, y rodas las posibles combinaciones de ideas. Solamente las relaciones de las magnitudes, las combinaciones de esta sola idea, la cantidad o la extensión, forman un sistema ya demasiado inmenso para que jamás el espíritu humano pueda captarlo en su totalidad, para que una porción de ese sistema, siempre mayor que la explorada, no permanezca para siempre desconocida. Pero se ha podido creer que el hombre, al no ser capaz de conocer nunca más que una parte de los objetos que la naturaleza de su inteligencia le permite alcanzar, debe acabar encontrando, sin embargo, un término en el que, absorbidas rodas sus fuerzas por el número y la complicación de los que ya conoce, todo nuevo progreso le resultará verdaderamente imposible. No obstante, como el hombre, a medida que los hechos se multiplican, aprende a clasificarlos, a reducirlos a hechos más generales; como los instrumentos y los métodos que sirven para observarlos, para medirlos con exactitud, adquieren simultáneamente una nueva precisión; como, a medida que se conocen relaciones más

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numerosas entre una mayor cantidad de objetos, se llega a reducirlos a unas relaciones más extensas y a encerrarlos bajo expresiones más simples, a presentarlos bajo formas que permiten captar un mayor número de ellos, aunque no se posea más que una misma capacidad intelectual ni se emplee más que una intensidad igual de atención; como, a medida que el espíritu se eleva a combina'Ciones más complicadas, unas fórmulas más simples se las hacen en seguida fáciles, las verdades cuyo descubrimiento ha exigido más esfuerzos, que en principio no han podido ser entendidas más que por hom-. bres capaces de profundas meditaciones, son, poco después, desarrolladas y demostradas con métodos que no están fuera del alcance de una inteligencia común. Si los métodos que conducían a nuevas combinaciones se agotan, si sus aplicaciones a las cuestiones tod'avía no resueltas exigen trabajos que exceden del tiempo o de las fuerzas de los sabios, muy pronto otros métodos más generales, otros medios más simples vienen a abrir nuevos campos al genio. El vigor, la capacidad real de las inteligencias humanas seg1,1irán siendo los mismos, pero los instrumentos que pueden emplear se habrán multiplicado y perfeccionado; y el lenguaje que fija y determina las ideas habrá podido adquirir más precisión, más generalidad; y, mientras en la mecánica no se puede aumentar la fuerza más que disminuyendo la velocidad, esos métodos, que dirigirán al genio en el descubrimiento de nuevas verdades, han acumulado igualmente , su fuerza y la rapidez de sus operaciones. Por último, al ser esos mismos cambios la consecuencia necesaria del progreso en el conocimiento de las verdades de detalle, y como la causa que acarrea la necesidad de nuevos recursos produce, al propio tiempo, los medios para obtenerlos, resulta de ello que la masa real de las verdades que forma el sistema de las ciencias de observación, de experiencia o de cálculo, puede aumentar incesantemente; y, sin embargo, cada una de las partes de ese mismo sistema no podría perfeccionarse incesantemente, suponiendo a las facultades del hombre la misma fuerza, la misma actividad y la misma extensión. Al aplicar estas reflexiones generales a las diferentes ciencias, daremos, para cada una de ellas, ejemplos de esos perfeccionamientos sucesivos, que no dejarán duda alguna sobre la certidumbre de los perfeccionamientos que debemos esperar. Indicaremos, especialmente· para las que el prejuicio considera como más próximas al agotamiento, los progresos cuya esperanza es más probable y más cercana. Desarrollaremos todo lo que una aplicación más general, más filosófica de las ciencias del cálculo a todos los conocimientos

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humanos debe añadir la extensión, de precisión, de unidad al sistema completo de esos conocimientos. Señalaremos cómo una instrucción más universal en cada país, al dar a un mayor número de hombres los conocimientos elementales que pueden darles tanto el gusto por un género de estudio como la facilidád de hacer progresos en él, debe añadirse a esas esperanzas; hasta qué punto aumentan todavía, si un bienestar más general permite a más individuos entregarse a esas ocupaciones, puesto que, en efecto, aun en los países más ilustrados, apenas la quincuagésima parte de aquellos a quienes la naturaleza ha dotado de talento reciben la instrucción necesaria para desarrollarlo; y que, en consecuencia, el número de hombres destinados a ensanchar los límites de las ciencias mediante sus descubrimientos debería, pues, aumentar en esa misma proporción. Mostraremos en qué medida esa igualdad de instrucción, y la que debe establecerse entre las diversas naciones acelerarían la marcha de esas ciencias, cuyos progresos dependen de observaCiones repetidas en mayor número, extendidas sobre un territorio más vasto; indicaremos todo lo que la mineralogía, la botánica, la zoología, la meteorología, deben esperar de ellos; veremos, en fin, qué enorme desproporción existe, en cuanto a esas ciencias, entre la debilidad de los medios que, ar?Jesar de todo, nos han conducido a tantas verdades útiles, importantes, y la grandeza de los que el hombre podría emplear entonces. Expondremos hasta. qué punto, incluso en las ciencias donde los descubrimientos son el premio de la meditación solamente, la ... ventaja de ser cultivadas por un mayor número de hombres puede contribuir también a su progreso, mediante esos perfeccionamientos de detalles que no exigen esa capacidad intelectuaLnecesaria a los inventores, y que se presentan por sí solos a la simple reflexión. Si pasamos a las artes cuya teoría depende de esas mismas ciencias, veremos que los progresos deben seguir los de esa teoría, y no deben tener otros límites; que los procedimientos de las artes son susceptibles de los mismos perfeccionamientos, de las mismas simplificaciones que los métodos científicos; que los instrumentos, que las máquinas, que los utensilios se agregarán, cada vez en mayor medida, a la capacidad, a la destreza de los hombres, y aumentarán simultáneamente la perfección y la precisión de los productos, disminuyendo, no sólo el tiempo de trabajo necesario para obtenerlos, y entonces desaparecerán los obstáculos que aún se oponen a esos mismos progresos, sino también los accidentes, que se aprendería a

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prever y a prevenir, así como la insalubridad, tanto de los trabajos como de los hábitos o de los climas. Entonces, un espacio de terreno cada vez más reducido podrá producir una masa de artículos de una mayor utilidad o de un valor más alto. Goces más extensos, obtenidos con un consumo menor, responderán a una menor destrucción de materias primas, o llegarán a ser de un uso más duradero. Se podrán elegir, para cada suelo, las producciones que responden a más necesidades; y, entre las producciones que pueden satisfacer las necesidades de un mismo género, las que satisfacen un volumen mayor, exigiendo menos trabajo y menos consumo real. Así, sin sacrificio alguno, los medios de conservación y de economía en el consumo seguirán a los progresos del arte de reproducir las diversas sustancias, de prepararlas y de fabricar sus prod u eros. Así, no sólo el mismo espacio de terreno podrá alimentar a más individuos, sino que cada uno de éstos, menos penosamente ocupado, lo estará de un modo más productivo, y podrá satisfacer mejor sus necesidades. Pero, en estos progresos de la industria y del bienestar, de los que se deriva una proporción más ventajosa entre !as facultades del hombre y sus necesidades, cada generación, ya sea por esos progresos, ya sea por la conservación de los productos de una industria anterior, está llamada a unos goces más extensos, y, en consecuencia, a causa de la constitución física de la especie humana, a un aumento en el núme'ro de individuos. (Y no habrá de llegar un momento en que esas leyes, igualmente necesarias, entren en contradicción; en el que el aumento del número de hombres exceda del aumento de sus medios, dando origen, necesariamente, si no a una disminución continua del bienestar y de la yoblación, a una marcha verdaderamente regresiva, o, por lo menos, a una especie de oscilación entre el bien y el mal? Esta oscilación, en las sociedades llegadas a ese momento, ¿no sería una causa permanente de miserias en cierto modo periódicas? ¿No marcaría esa oscilación el límite en que roda mejora resultaría imposible, y, en cuanto a la perfectibilidad de la especie humana, no sería el término que habría de alcanzar en la inmensidad de los siglos, sin poder superarlo jamás? Sin duda, no hay nadie que no vea en qué medida ese tiempo está lejos de nosotros; pero, (hemos de alcanzarlo algún día? Es igualmente imposible pronuncÍarse a favor o en contra de la realidad futura de un acontecimiento, que no se produciría más que en una época en que la especie humana hubiera adquirido, necesariamente, unas luces de las que nosotros apenas podemos hacernos

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una idea. ¿Y quién se atrevería, en efecto, a adivinar lo que el arte de convertir los elementos en sustancias propias para nuestro uso puede llegar a ser un día? Pero, suponiendo que ese tiempo deba llegar, no será nada temible, ni para la felicidad de la especie humana, ni para su perfectibilidad indefinida; si se supone que, antes de ese tiempo, los progresos de la razón han marchado a la par con los de las ciencias y las , arres, que los ridículos prejuicios de la superstición han dejado de extender sobre la moral una austeridad que la corrompe y la degrada, en lugar de depurarla y de elevarla, los hombres sabrán entonces que, si tienen obligaciones respecto a unos seres que no existen todavía, esas obligaciones no consisten en darles la existencia, sino la felicidad; tienen por objeto el bienestar general de la especie humana o el de la sociedad en la cual viven, de la familia a que pertenece:¡n, y no la pueril idea de cargar la Tierra de seres inútiles y desgraciados. Podría, pues, existir un límite para la masa posible de las subsistencias, y, por consiguiente, para la mayor población posible, sin que de ello resultase esa destrucción prematura, tan contraria a la naturaleza y a la prosperidad social, de una parte de los seres que han recibido la vida 3 . Como el descubrimiento, o, mejor, el análisis exacto de los primeros principios de la física, de la moral, de la política, es todavía reciente y ha estado precedido por el conocimiento de un gran número de verdades de detalle, se ha implantado fácilmente el prejuicio de que tales verdades han alcanzado así su último límite: se ha supuesto que nada quedaba ya por hacer, puesto que ya no había errores groseros para reducir, ni verdades fundamentales que establecer. Pero es fácil comprender hasta qué punto es todavía imperfecto el análisis de las facultades intelectuales y morales del hombre; hasta qué punto el conocimiento de sus deberes, que supone el de la influencia de sus actos sobre el bienestar de sus semejantes, sobre la sociedad de la que es miembro, puede ampliarse aún, mediante una observación más atenta, más profunda, más precisa de esa influencia; hasta qué punto quedan cuestiones por resolver, relaciones sociales por examinar, para conocer con exactitud la extensión de los derechos individuales del hombre, y de los que el estado social otorga a todos respecto a caJa uno. ¿Se han fijado, hasta ahora, con 3 Condorcet se_ anticipa a Malthus y responde al problema de éste con una mejor ponderación de los datos; al menos de dos: la modificación cuantitativa y cualitativa de la producción y el control autónomo de la natalidad.

alguna exactitud, los límites de esos derechos, ya sea entre las diversas sociedades en tiempos de guerra, ya sea de esas sociedades sobre sus miembros en los tiempos de turbulencias y de divisiones, ya sea, en fin, los de los individuos, los de las reuniones espontáneas, en el caso de una formación libre y primitiva o de una separación que se ha hecho necesaria? Si ahora se pasa a la teoría que debe dirigir la aplicación de esos principios y servir de base al arre social, ¿no se ve la necesidad de llegar a una pre~isión de la que esas verdades primeras no pueden ser susceptibles, dada su generalidad absoluta? ¿Hemos llegado a la situación de cimentar rodas las disposiciones legales sobre la justicia o sobre una probada y reconocida utilidad, y no sobre vagas, inciertas y arbitrarias perspectivas de pretendidas ventajas políticas? ¿Hemos· establecido reglas precisas para escoger con seguridad, entre el número casi infinito de las combinaciones posibles, en _las que se respetarían los principios generales de la igualdad y de los derechos naturales, aquellas que mejor aseguran la conservación de estos derechos, las que dejan a su ejercicio y a su goce una mayor amplitud, y las que mejor garantizan la tranquilidad, el bienestar de los individuos, la fuerza, la paz y la prosperidad de las naciones? La aplicación del cálculo de las combinaciones y de las probabilidades a esas mismas ciencias promete progresos tanto más importantes, cuanto que es, a la vez, el único medio de dar a sus resultados una precisión casi matemática, y de valorar su grado de certidumbre o de verosimilitud. Los hechos en que esos resultados se apoyan pueden, desde luego, sin cálculo y por la simple observación, conducir, en ocasiones a verdades generales; revelar si el efecto producido por una causa determinada ha sido favorable o contrario; pero si esos hechos no han podido ser contados ni pesados, si esos efectos no han podido ser sometidos a una medida exacta, entonces no se podrá conocer la medida del bien o del mal que de tal causa resulte; y si el uno y el otro se compensan con alguna igualdad, si la diferencia no es muy grande, no se podrá decir siquiera, con alguna certidumbre, de qué lado se inclina la balanza. Sin la aplicación del cálculo, muchas veces sería imposible elegir, con alguna seguridad, entre dos combinaciones formadas para obtener el mismo fin, cuando las ventajas que ambas presentan no impresionan por una desproporción evidente. Por último, sin esa misma ayuda, tales ciencias seguirían siendo siempre groseras y limitadas, por falta de instrumentos bastante acabados para captar Ja>·:·-, verdad fugitiva, y de máquinas bastante seguras para llegar al fc.ní.f~~~''-j.: . . de la mina donde se oculta una parte _de sus riquezas. Sin emr~f!:~~i~~>): • ~ ~i; \~tn:g;;~-,_,,-,-~-:·,

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esta aplicación, a pesar de los afortunados esfuerzos de algunos geómetras, no está todavía, por así decirlo, más que en sus primeros elementos, y tiene que abrir a las futuras generaciones una fuente de luces tan inagotables como la ciencia misma del cálculo, como el número de las combinaciones, de las relaciones y de los hechos que a ella pueden someterse. Hay otro progreso de estas ciencias, no menos importante: es el perfecdonamiento de su lenguaje, tan vago todavía y tan oscuro. Ahora bien: es a este perfeccionamiento al que pueden deber la ventaja de hacerse verdaderamente populares, incluso en sus primeros elementos. El genio triunfa de esas inexactitudes de los lenguajes científicos, como de otros obstáculos; reconoce la verdad, a pesar de esa extraña máscara que la oculta o que la disfraza; pero el que no puede dedicar a su instrucción más que escasos momentos, ¿podrá adquirir, conservar ni las más simples nociones, si están desfiguradas por un lenguaje inexacto? Cuantas menos posibilidades tiene el hombre de reunir y de combinar ideas, más necesidad tiene de que sean correctas, de que sean precisas; no puede encontrar en su propia inteligencia un sistema de verdades que le defiendan contra el error, y su espíritu, que él no ha fortalecido ni refinado mediante un largo ejercicio, no puede captar los débiles destellos que se escapan a través de las oscuridades, de los equívocos de un lenguaje imperfecto y vicioso. Los hombres no podrán ilustrarse sobre la naturaleza y el desarrollo de sus sentimientos morales, sobre el principio de la moral, sobre los motivos naturales de ajustar a él sus actos, sobre sus intereses, ya sea en cuanto individuos, ya sea en cuanto miembros de una sociedad, sin hacer también en la moral práctica unos progresos no menos -reales que los de la propia ciencia. ¿No es el interés mal entendido la causa más frecuente de los actos contrarios al bien general? ¿No es la violencia de las pasiones, frecuentemente, el efecto de unos hábitos a los que nos entregamos sólo por un cálculo erróneo, o por la ignorancia de los medios para resistir a sus primeros movimientos, para atenuarlos, para desviarlos, para dirigir su acción? El hábito de reflexionar sobre su propia conducta, de interrogar y de escuchar acerca de ella a su razón y a su conciencia, y.el hábito de los buenos sentimientos que confunden nuestra felicidad con la ajena, ¿no son una consecuencia- necesaria del estudio de la moral bien dirigida, de una mayor igualdad en las condiciones del pacto social? Esta conciencia de su dignidad que pertenece al hombre libre, una educación fundada en un conocimiento profundo de

·nuestra constitucwn moral, ¿no deben hacer comunes a casi todoslos hombres esos principios 'de una justicia rigurosa y pura, esos movimientos habituales de una benevolencia activa, ilustrada, de una sensibilidad delicada y generosa, c;uyo germen ha plantado la naturaleza en todos los corazones, y que no esperan, para desarrollarse en ellos, más. que la dulce influencia de las luces y de la libertad? De igual modo que las ciencias matemáticas y físicas sirven para perfeccionar las artes empleadas para nuestr~s necesidades más simples, ¿no pertenece también al orden necesano de la n~turaleza el que los progresos de las ciencias morales y políticas _e¡~rzan la misrna acción sobre los motivos que dirigen nuestros sentimientos y nuestras acciones? El perfeccionamiento de las leyes, de las institucioqes públicas, consecuencia del progreso de estas ciencias, ¿no tiene por efecto el de aproximar, el de identificar el interés común 4 de cada _hombre con el interés común de todos? ¿No es el fin del arte social el de destruir esta oposición aparente? Y el país cuya constitución y cuyas leyes se ajusten más exactamente a la voz de la razón y de la naturaleza, ; no es aquel en que la virtud será más fácil, en que las tentaciones .de apartarse de ella serán más raras y más débiles? ;Cuál es el hábito vicioso, el uso contrario a la buena fe, cuál es incl~so el crimen del que no se pueda mostrar su origen, su causa primera, en la legislación, en las instituciones y en los prejuicios del país donde se observa ese uso,· ese hábito, donde se comete ese crimen? En fin, el bienestar que sigue a los progresos que hacen las artes útiÍes al apoyarse sobre una sana teoría, o los de una legislación justa, que se funda en las verdades de las ciencias políticas, _¿acaso no dispone a los individuos a la compasión; a la benevolencia, a la justicia? · Por último, todas estas observaciones que nos proponemos desarrollar en la obra propiamente dicha, ¿no demuestran que la buena moral del hombre, resultado necesario de su organización, es como todas las demás facultades,, susceptible de un perfeccionamiento indefinido, y que la naturaleza enlaza, mediante una cadena indisoluble, la verdad, la felicidad y la virtud? Entre los progresos del espíritu humano más importantes para la felicidad general, debemos contar la total destrucción de los prejuicios que han establecido entre los dos sexos una desigualdad de derechos, funesta incluso para el sexo al cual favorece. En vano se 4

Así .consta en rodas las ediciones consultadas, sin duda por un lapso.

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buscarían motivos de justificación en l~s diferencias de su organización física, en la diferencia que quisiera encontrarse entre sus capacidades intelectuales, entre sus sensibilidades morales. Esa desigualdad no ha tenido más origen que el abuso de la fuerza, y ha sido inútil que luego se haya tratado de excusarla co~ sofismas. Mostraremos hasta qué punto la destrucción de los usos autorizados por ese prejuicio, de las leyes que ha dictado, puede contribuir a aumentar la felicidad de l~s familias, a hacer comunes las virtudes domésticas, primer fundamento de todas las demás· a favorecer los progrt:sos de la instrucción, y, sobre t~do, a hacerl~ verdaderamente general, ya fuese porque se extendería a los dos sexos con mayor igualdad, ya fuese porque no puede hacerse general, ni siquiera para los hombres, sin el concurso de las madres de familia. Este homenaje demasiado tardío, rendido finalmente a la equidad y al buen sentido, ¿no secaría una fuente demasiado fecunda de injusticias, de crueldades y de crímenes, al hacer desaparecer una oposición tan peligrosa entre la inclinación natural más viva -la más difícil de reprimir- y los deberes del hombre o los intereses de la sociedad? ¿No produciría, en fin, lo que hasta ahora nunca ha sido más que una quimera: unas costumbres nacionales apacibles y puras, formadas no de privaciones orgullosas, de apariencias hipócritas, de reservas impuestas por el temor de la vergüenza o pqr los terrores religiosos, sino de hábitos libremente contraídos, inspirados por la naturaleza, aprobados por la razón? Los pueblos más ilustrados, al recuperar el derecho a disponer por sí mismos de su sangre y de sus riquezas, aprenderán, poco a poco, a considerar la guerra como el azote más funesto, como el mayor de los crímenes. Y las primeras en desaparecer serán aquellas a las que los pueb,los se veían arrastrados por los usurpadores de la soberanía de las naciones, en apoyo de unos pretendidos derechos hereditarios. Los pueblos sabrán que no pueden convertirse en conquistadores sin perder su libertad; que unas confederaciones perpetuas son. el único medio de mantener su independencia; que deben buscar la seguridad y no la potencia. Poco a poco, se desvanecerán los prejuicios comerciales; un falso interés mercantil perderá el monstruoso poder de ensangrentar la tierra y de arruinar a las naciones so pretexto de enriquecerlas. Como los pueblos se aproximarán, al fin, dentro del marco de los principios de la política y de la moral y como cada uno de ellos, en su propio beneficio, convocará a los extranjeros para un reparto más igual de los bienes que debe a la naturaleza o a su industria, todas esas causas que producen, envenenan y per-

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petúan los odios nacionales, se desvanecerán, poco a poco; ya no proporcionarán alimento ni pretexto al furor belicoso. U nas instituciones mejor combinadas que estos proyectos de paz perpetua, que han ocupado el ocio y consolado el espíritu de algunos filósofos, acelerarán los progresos de esta fraternidad de las naciones, y las guerras entre los pueblos, como los asesinatos, figurarán entre esas atrocidades excepcionales que humillan y repugnan a la naturaleza, y que marcan con un prolongado oprobio al país y al siglo cuya historia ha sido mancillada. Al hablar de las bellas artes en Grecia, en Italia y en Francia, hemos observado ya que había que distinguir, en sus producciones, lo q~e rea!mente pertenecía a'los progresos del arte y lo que no era debido mas que al talento del artista. Indicaremos ahora los progresos que las artes deben esperar. aún, ya sea de los progresos de la filosofía y de las ciencias, ya sea de las observaciones más numerosas y más profundas sobre el objeto, sobre los efectos, sobre los medios de esas mismas artes, ya sea, en fin, de la destrucción de los prejuicios que han restringido su esfera, y que las retienen aún bajo el yugo de la autoridad, que las ciencias y la filosofía han sacudido. Examinaremos si, como se ha creído, esos medios v~n a agotarse, veremos si, bien porque se hayan captado las bellezas más sublimes o más conmovedoras, bien porque se hayan tratado los temas más afortunados, ya porque se hayan empleado las combinaciones más sencillas y las más sorprendentes, ya porque se hayan trazado los caracteres más fuertemente pronunciados, los más generales, o porque se haya abordado las más enérgicas pasiones, sus expresiones más naturales y más auténticas, las verdades más grandiosas, las imágenes más brillantes, veremos si, por todo ello, las artes, cualquiera que sea la fecundidad que se .suponga en sus medios, están condenadas a la eterna monotonía de la imitación de los primeros modelos. .Haremos, v.er que esta. opinión no es más que un prejuicio, nacido del habito que los literatos y los artistas tienen de juzgar a los hombres, en lugar de gozar de las obras; que, si bien es preciso perder una parte de ese placer reflexivo, debido a la comparación de las producciones de los diferentes siglos o de los diversos países y a la admiración que suscitan los esfuerzos o los éxitos del genio, sin embargo, los goces que proporcionan unas producciones consideradas en sí mismas deben ser igualmente vivos, aun cuando su autor haya tenido menos mérito en elevarse hasta esta perfección. A medida que esas producciones, verdaderamente dignas de ser conservadas, se multipliquen y se hagan más perfectas, cada generación ejercerá su curiosidad y su admiración sobre las que merezcan su

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preferencia, mientras que, poco a poco, lás otras caerán en el olvido; y aquellos goces, debidos a aquellas bellezas más sencillas y más sorprendentes, que fueron las primeras en ser captadas, no por ello dejarán de existir para las generaciones nuevas, aun cuando éstas no puedan encontrarlas más que en las producciones más modernas. Los progresos de las ciencias aseguran los del arte de instruir, que a su vez aceleran luego los de las ciencias; y esta influencia recíproca, cuya acción se renueva incesantemente, debe colocarse entre el número de las causas más activas y más poderosas del perfeccionamiento de la especie humana. Un joven, hoy, al salir de nuestras escuelas, sabe, en matemáticas, más de lo que Newton había aprendido, y con una facilidad entonces desconocida. La misma observación puede aplicarse a todas las ciencias, aunque no en igual medida. Según cada uria de ellas se va ampliando, los medios de encerrar en un espacio menor las pruebas de un mayor número de verdades, y de facilitar su inteligencia, se perfecci;narán también. Así, a pesar de los nuevos progresos de las ciencias, los hombres de un genio igual no sólo se encuentran, en la misma época de su vida; en el nivel del estado actual de la ciencia, sino que, en cada generación, lo que se puede aprender con una misma capacidad intelectual y con una misma atención, en el mismo espacio de tiempo, aumentará necesariamente, y la parte elemental de cada ciencia, aquella que todos los hombres pueden alcanzar, al hacerse cada vez más extensa, encerrará, de un modo más completo, lo que cada uno puede necesitar saber, para conducirse en la vida común y para ejercer su razón con una total independencia. En las ciencias políticas, hay un orden de verdades que, sobre todo en los pueblos libres (es decir, dentro de algunas generaciones, en todos los pueblos), no pueden ser útiles más que cuando son generalmente conocidas y aprobadas. Así, la influencia del progreso de esas ciencias sobre las libertades, sobre la prosperidad de las naciones, debe, en cierto modo, medirse por el número de esas . verdades que, en virtud de una instrucción elemental, se hacen comunes a todos los espíritus; así, los progresos siempre crecientes de esta instrucción elemental, ligados, a su vez, a los progresos necesarios de esas ciencias, nos responden de un mejoramiento en los destinos de la especie humana, que puede considerarse como indefinido, puesto que no tiene más límites que los de esos mismos progresos. Nos queda ahora por hablar de dos medíos generales, que deben influir, a la vez, sobre el perfeccionamiento del arte de instruir

y sobre el perfeccionamiento de las ciencias: el uno es el empleo más extenso y menos imperfecto de los que pueden llamarse métodos técnicos, y el otro, la institución de un lenguaje universal. Por métodos técnicos, entiendo el arte de reunir un gran número de objetos bajo una disposición sistemática, que permite abarcar, de un solo golpe de vista, sus relaciones, captar fácilmente sus combinaciones, y formar más fácilmente otras nuevas. Desarrollaremos los principios, haremos comprender la utilidad de ese arte, que está todavía en su infancia, y que, perfeccionándose, puede ofrecer, ya sea la ventaja de reunir, en el pequeño espacio de un cuadro, lo que muchas veces sería difícil hacer comprender tan rápidamente, y tan bien, en un libro extensísimo, ya sea el medio, más valioso aun, de presentar los hechos aisla~os en la disposición más adecuada para definir sus resultados generales. Expondremos cómo, con la ayuda de un pequeño número de cuadros, cuyo uso sería fácil de aprender, los hombres que no han podido elevarse sobre la instrucción más elemental lo suficiente para adueñarse de los conocimientos de detalle útiles para la vida ordinaria, podrán encontrarlos fácilmente cuando los necesiten; cómo, en fin, la imagen de esos mismos métodos puede facilitar la instrucción elemental en todos los géneros en que esa instrucción se funde, ya sea en un orden sistemático de verdades, ya sea en una sucesión de observaciones o de hechos 5 . · Un lenguaje universal es el que expresa, mediante signos, o bien objetos reales, o bien conjuntos claramente determinados que, compuestos de ideas simples y generales, son siempre los mismos o pueden formarse igualmente en el entendimiento de todos los hombres, o bien, en fin, las relaciones generales entre esas ideas, las operaciones del espíritu humano,. las que son propias de cada ciencia, o los procedimientos de las artes. Así, los hombres que conociesen esos signos, el método de combinarlos y las leyes de su formación entenderían lo que se escribiese en ese lenguaje y lo expresarían con igual facilidad en el lenguaje común del país. Se comprende que este lenguaje podría emplearse para exponer, o bien la teoría de una ciencia, o bien las reglas de un arte; para dar cuenta de una experiencia o de una observación nueva, de la invención de un procedimiento, del descubrimiento de una verdad o de un método; y que, como el álgebra, cuando se viese obligado a

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5 Condorcet preconiza, como se ve, la utilización de la estadística como método y técnica de las ciencias sociales.

servirse de signos nuevos, los ya conocidos le darían el medio de explicar su valor. Ese lenguaje no tiene el inconveniente de un idioma científico diferente del lenguaje común. Ya hemos observado que el uso de tal idioma dividiría necesariamente las sociedades en dos clases desiguales entre sí: una, compuesta de hombres, que conociendo ese lenguaje, tendrían la clave de todas las ciencias; la otra, formada por los que, no habiendo podido aprenderlo, se encontrarían en la casi absoluta imposibilidad de adquirir unas luces. Aquí, por el contrario, el lenguaje universal se aprendería con la ciencia misma, como el lenguaje del álgebra; se conocería el signo, al mismo tiempo que el objeto, la idea o la operación que designa. El que, tras aprender los elementos de una ciencia, quisiera adelantar en ella, encontraría en los libros, no solamente las verdades que puede entender con ayuda de los signos cuyo valor ya conoce, sino la explicación de los nuevos signos que se necesitan para elevarse a otras verdades. Mostraremos que la formación de tal lenguaje, si se limita a expresar unas proposiciones simples, precisas, como las que constituyen el sistema de una ciencia, o el de la práctica de un arte, no será, en absoluto, una idea quimérica; que su propia ejecución. sería ya fácil para un gran número de objetos; que el obstáculo más real que impediría extenderlo a otros sería la necesidad un poco humillante de reconocer qué escasos estamos de ideas precisas, de nociones bien determinadas y bien concertadas entre los espíritus. Indicaremos cómo, al perfeccionarse sin cesar, al adquirir mayor extensión cada día, ese lenguaje serviría para llevar sobre todos los objetos que abarca la inteligencia humana un rigor y una precisión que harían fácil el conocimiento de la verdad y casi imposible el error. Entonces, la marcha de cada ciencia sería tan segura como la de la ciencia matemática, y las proposiciones que forman su sistema tendrían toda la certidumbre de la geometría, es decir, toda la que permite la naturaleza de su objeto y de su método 6 • Todas estas causas del perfeccionamiento de la especie humaBa, todos estos' medios que lo aseguran, deben, por su propia naturaleza, ejercer una acción ininterrumpida, y adquirir una extensión siempre c.reciente. H~mos expuesto las pruebas que en la propia obra recibirán, por su desarrollo, una fuerza mayor; podríamos, pues, concluir ya que la perfectibilidad del hombre es indefinida; y, sin embargo, 6 Postula aquí Condorcet la extensión del lenguaje lógico-matemático, o uno similar, a todas las ciencias.

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t

hasta ahora, no le hemos supuesto más que las mismas facultades naturales, la misma organización. Cuáles serían, entonces, la certid~mbre, la extensión de sus esperanzas, si se pudiese creer que esas ~11smas facultades naturales, esa organización, son también suscepttbles_ de mejorarse: ésta es la última cuestión que nos queda por examinar. La per~ectibilidad o la degeneración orgánica de las razas en los vegetales, en los animales, pueden considerarse como una de las leyes generales de la naturaleza. Esta ley se extiende a la especie human_a, y nadie dudará, evident~~ente, de que los progresos en la medicina preventiva, el uso de VIVIendas y alimentos más sanos, una manera de vivir que desarrollaría las fuerzas mediante el ejercicio, sin destruirlas con los excesos, Y, en fin, la destrucción de las dos causas más activas de degra?ación -la miseria y la excesiva riqueza- deben prolongar la duración de la vida común de los hombres, asegurándoles una salud más constante, una constitución más fuerte. Se comprende que los progresos de la medicina profiláctica, que se han hecho más eficaces gracias a los progresos de la razón y a los del orden social, deben· hacer desaparecer, a la larga, las enfermedades transmisibles o contagiosas y esas enfermedades generales que deben su origen a los climas, a los alimentos, a la naturaleza de los trabajos. No sería difícil demostrar que esa esperanza debe extenderse a casi todas las demás enfermedades, de las que es verosímil que algún día lleguen a conoc_erse l~s lejanas causas. ¿Sería absurdo suponer ahora que ese perfeccwnamtento de la especie humana debe considerarse como susceptible de un progreso indefinido, que debe llegar un tiempo en que la muerte ya no sea más que el efecto, o bien de accidentes extraordinarios, o bien de la destrucción cada vez más lenta de las fuerzas vitales, y que, en fin, la duración del intervalo medio entre el_ nacimi~nto y esa destrucción no tenga tampoco término alguno astgnabl.e~ Indudablemente, el hombre no llegará a ser inmortal ·~ero la distancia entre el momento en que comienza a vivir y 1~ ep~ca normal en que, de un modo natural, sin enfermedad, sin ~cctdente, experimenta la dificultad de ser, ¿no puede aumentar Incesantemente? Como aquí hablamos de un progreso. susceptible ~e ser r_epresentado con precisión por cantidades numéricas o por hneas, este es el momento en que conviene desarrollar los dos sentidos que la palabra indefinido puede adoptar. En efecto, esta duración media de la vida, que debe aumentar sin cesar a medida que nos adentremos en el futuro, puede experimentar unos crecimientos, de acuerdo con una ley según la cual esa

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duración media se acerque continuamente a una extensión ilimitada, sin poder alcanzarla jamás, o de acuerdo con otra ley según la cual esa misma duración pueda adquirir, en la inmensidad de los siglos, una extensión mayor que cualquier cantidad determinada que le haya sido asignada como límite. En este último caso, los cr¿cimientos son realmente indefinidos en el sentido más absoluto, puesto que no hay límite más acá del cual deban detenerse. En el primer caso, también lo son respecto a nosotros, si no podemos fijar ese límite que ellos no pueden alcanzar jamás, y al que deben acercarse siempre; sobre todo, si, sabiendo solamente que no deben detenerse, ignoramos incluso en cuál de esos dos sentidos debe serie aplicado el término indefinido: y ése es, precisamente, el límite de nuestros conocimientos actuales sobre la perfectibilidad de la especie humana; ése es el sentido en el que podemos llamarle indefinido. Así, en el ejemplo que aquí se considera, debemos creer que esa duración media de la vida humana debe crecer. sin cesar, si a ello no se oponen trastornos físicos, pero ignoramos cuál es el límite del que no debe pasar jamás, ignoramos incluso si las leyes generales de la naturaleza han fijado un límite más allá del cual no puede extenderse 7 . Pero las facultades físicas -la fuerza, la destreza, la finura de los sentidos-, (no pertenecen al número de las cualidades cuyo pérfeccionamiento individual puede transmitirse? La observación de las diversas razas de animales domésticos debe inducirnos a creerlo, y nosotros podremos confirmarlo mediante observaciones directas efectuadas sobre la especie humana. Por último, (pueden extenderse esas mismas esperanzas a las facultades intelectuales y morales? Y nuestros padres, que nos transmiten las ventajas o los defectos de su conformación, de quienes recibimos los rasgos distintivos del rostro y las predisposiciones a determinadas afecciones físicas, (no pueden transmitirnos también esa parte de la organización física de la que dependen la inteligencia, la capacidad intelectual, la energía anímica o la sensibilidad moral? (No es verosímil que la educación, al perfeccionar unas cualidades, influya sobre esa misma organización, la modifique y la perfeccione? La analogía, el análisis del desarrollo de las facultades humanas, e incluso algunos hechos, parecen demostrar la realidad

de esas conjeturas, que ensancharían más aún los límites de nuestras esperanzas. Esas son las cuestiones cuyo examen debe poner fin a este último período. Y este cuadro de la especie humana, liberada de todas es~s cadenas, sustraída al imperio del azar, así como al de los enemigos de sus progresos, y avanzando con paso firme y seguro por la ruta de la verdad, de la virtud y de la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo que le consuela de los errores, de los crímenes, de las injusticias que aún ensucian la tierra, y de los que el hombre es muchas veces víctima. Es con la contemplación de ese cuadro como recibe el premio de sus esfuerzos por los progresos de la razón, por la defensa de la libertad. Entonces, se atreve a unirlos a la cadena eterna de los destinos humanos, y es ahí donde encuentra la verdadera recompensa de la virtud, el placer de haber hecho un bien duradero, que la fatalidad ya no destruirá con una neutralización funesta restableciendo los prejuicios y la esclavitud. Esta contemplación es para él un refugio, eri el que no puede alcanzarle el recuerdo de sus perseguidores 8 ; en el que, viviendo en su pensamiento con el hombre restablecido en los derechos y en la dignidad de su naturaleza, olvida al que la codicia, el temor o la envidia atormentan y corrompen; es ahí donde verdaderamente existe con . sus semejantes, en un Elíseo que su razón ha sabido crearse y que su amor por la humanidad embellece con los más puros goces.

VierneJ, 4 de octubre de 1793 antiguo eJtilo-13. 0 del 1.l'r meJ del año li de la RepiÍb!ica FranceJa

M. y F. Hincker (ob. cit., pág. 283) anotan: «Es de señalar aquí cómo la ciencia matemática (de ahí la noción de límite) es vivida íntimamente por Condorcet, hasta el punto de que le hace triunfar de la angustia ante la muerte.»

R Con este bello párrafo final Condorcet se sitúa históricamente, y de modo definitivo, muy por encima de sus propios perseguidores, en cuyas cárceles murió, a los que prefiere entender como un mero paso atrás en la no siempre sosegada historia de los progresos del espíritu humano.

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249

7

INDICE

l.

lNTRODUCCION, por A. Torres del Moral . . . . . . . . . . . . .

7

l. . Un pensador poco conocido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

9

2.

La intensa y breve vida del último ilustrado . . . . . .

11

3.

El poder· político y los derechos del hombre . . . . . 3.1. El pacto social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.2. El poder político como lo relativo condicionado. Despotismo y tiranía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. 3. Los derechos naturales como lo absoluto incondicionado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . a) Seguridad y libertad personales . . . . . . . . b) Propiedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . e) Igualdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

15 15

4.

La igualdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.1. Concepto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.2. Clases de desigualdad y sus remedios . . . . . . 4.3. La igualdad como concepto nuclear de la política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . 4. 3.1. Igualdad y libertad . . . . . . . . . . . . . . . . 4.3.2. Solidaridad mundial . . . . . . . . . . . . . . . 4.3.3. La igualdad como principio de acción política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.4. Derechos iguales para ambos sexos. . . . . . . . . 4. 5. Derechos iguales para los hombres de todas las razas

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17 18 20 23 24 25 25 26 28 28 29 30 31

35

5.

37 37 38

39 39 43 45 48

49

El progreso. Ley e instrucción como factores de cambio ................................... ' . . . 6.1. Renacimiento de la Historia en el siglo XVIII 6.2. La Filosofía de la Historia de Condorcet: el progreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6.3. Una legislación sabiamente combinada . . . . . . 6.3.1. Abstención e intervención de los poderes públicos . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . 6.3.2. De cómo hacer las leyes. (A propó~ito de Montesquieu) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6.4. U na instrucción libre de prejuicios . . . . . . . . . a) Instrucción obligatoria y gratuita . . . . . . . b) Necesidad de una ciencia segura . . . . . . . e) Libertad de cátedra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. 5. Diversas perspectivas del progreso futuro . . .

62 65 66 67 68 72

El texto de la presente edición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Bibliografía

75

BOSQUEJO DE UN CUADRO HISTORICO DE LOS PROGRESOS DEL ESPIRITU HUMANO ........ ·. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

79

Primera época: Los hombres se reúnen en población . . .

91

Segunda época: Los pueblos pastores. Paso de ese estado al de los pueblos agricultores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

95

Tercera época: Progresos de los pueblos agricultores hasta la invención de la escritura alfabética . . . . . . . . . . . . . .

1O1

6.

II.

Formas e instituciones polírícas ................. . 5. l. Formas de gobierno ..................... . 5.2. ¿Federación o estado unitario? ............ . 5.3. Representación y democracia. El nacimiento de la democracia representativa ........... . 5.3.1. Sufragio censitario y mandato representativo ........................ . 5.3.2. Sufragio universal y democracia ..... . 5.3.3. Nacimiento de la expresión «democracia representativa» ............. . 5.3.4. División de poderes .............. . 5.3.5. Los partidos políticos ............. .

254

51 51 56 60

Cuarta época: Progresos del esptntu humano en Grecia hasta el tiempo de la división de las ciencias, hacia el siglo de Alejandro .............................. .

115

Quinta época: Progresos de las ciencias desde su división hasta su decadencia ............................. .

127

Sexta época: Decadencia de las luces hasta su restauración, hacia el tiempo de las cruzadas .................. .

145

Séptima época: Desde los primeros progresos de las ciencias, con su restauración en Occidente, hasta la invención de la imprenta .......... : . ................. .

155

Octata época: Desde la invención de la imprenta hasta el tiempo en que las ciencias y la filosofía sacudieron el yugo de la autoridad ............................ .

165

Norena época: Desde Descartes hasta la formación de la República francesa .............................. .

185

Décima época: De los futuros progresos del espíritu humano.

225

60

255

VOLUMENES PUBLICADOS l.

DESCARTES: Tratado del hombre. Edición preparada por Guillermo

2.

CONDORCET: Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu

3.

humano. Edición preparada por Antonio Torres del Moral. NEBRI]A: Gramática Castellana. Edición preparada por Antonio

Quintás.

Quilis. 4.

IBN BATTUTA: A tratés del Islam. Edición preparada por Serafín

Fanjul y Federico Arbós.

. 257

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