Teología_fundamental

  • Uploaded by: Virgilio Martinez
  • 0
  • 0
  • February 2021
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Teología_fundamental as PDF for free.

More details

  • Words: 63,191
  • Pages: 125
Loading documents preview...
Facultad de Teología del Norte de España - Sede de Burgos -

TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

Francisco Pérez Herrero

2

INTRODUCCIÓN Objeto, naturaleza y método de la Teología fundamental La fe cristiana no ha sido nunca una fe ciega e irracional. Siempre ha buscado la comprensión de sí misma mediante el ejercicio de la razón. Pero la comprensión de la fe se hace hoy especialmente necesaria. En el pasado se veía amparada por una atmósfera social de inspiración cristiana. Era una fe al abrigo de la tempestad, porque todo o casi todo en el contexto social apuntaba hacia la confesión creyente. Hoy nos encontramos en una situación muy distinta. La opción de la fe no es ya algo obvio y normal. En un ambiente marcado por la secularización y el laicismo, la fe tiene que dar la cara, navegar contra corriente y probar su “racionabilidad”. En un contexto cultural e ideológicamente pluralista, la fe cristiana se ve sometida constantemente al fuego de la crítica, reclamando por ello el servicio de la reflexión y fundamentación. Es lo que pretende ofrecer el tratado que, en el conjunto de las disciplinas teológicas, recibe hoy el nombre de Teología fundamental. Algunas pinceladas históricas nos permitirán precisar su naturaleza y su objeto, indicándonos a la vez el modo más apropiado de articular el conjunto de los temas que se han de abordar.

1. Un tratado todavía no plenamente definido Es sabido que la teología católica ha experimentado una profunda renovación desde mediados del siglo XX. Casi todos los tratados teológicos se han visto sometidos a una revisión crítica y han adoptado nuevos planteamientos, más acordes con las coordenadas culturales y sociales del momento. La Teología fundamental no ha sido una excepción en esta renovación generalizada. Más aún, puede decirse que ha sido el tratado más afectado por los nuevos aires del discurso teológico, hasta el punto de no haber encontrado todavía plena estabilidad. Las raíces bíblicas de la Teología fundamental Aunque en los documentos oficiales de la Iglesia no se habla de “Teología Fundamental” hasta los tiempos de Pío XI (1931: Constitución Deus Scientiarum Dominus) y aunque esta disciplina teológica no es mencionada nunca como tal en los documentos del Concilio Vaticano II, no hay duda de que cuenta con una larga historia, hasta el punto de hundir sus raíces en la Biblia misma. Efectivamente, el objetivo último de los cuatro Evangelios no es otro que el de consolidar la fe cristiana, dando a la vez razón de ella ante judíos y paganos. Juan lo expresará en términos inequívocos: “Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31). El Apóstol san Pablo, por su parte, no dejará de establecer en su discurso ante los atenienses una estrecha relación entre la religión de éstos – su culto al “Dios desconocido”- y su propia predicación, que se presenta como la verdad profunda de aquélla (Hch 17). Finalmente, la primera carta de Pedro nos ofrece lo que se ha dado en llamar la “carta magna” de la Teología Fundamental. Invitando a los cristianos a mantenerse firmes frente a las persecuciones, el autor les dirige esta exhortación: “Si alguien os pide explicaciones de vuestra esperanza, estad dispuestos a defenderla, pero con modestia y respeto, con buena conciencia, de modo que los que denigran vuestra buena conducta cristiana queden confundidos de haberos difamado” (1 Pe 3,15-16).

3 La apología del cristianismo en la época patrística (siglos II-VII) En el siglo II se desarrolla enormemente la defensa del cristianismo con la expansión del Evangelio y la intensificación de las persecuciones. Los Padres apologistas redactaron escritos de defensa que iban dirigidos a tres tipos de destinatarios: a los emperadores y autoridades civiles para salir al paso de las acusaciones lanzadas contra los cristianos; a los judíos y paganos para convencerles de sus errores o para defenderse de sus ataques; a los mismos cristianos para confirmarles en la fe en medio de las pruebas. Merecen ser destacados los nombres de Justino (Apologías, Diálogo con el judío Trifón) y Atenágoras (Legatio pro christianis). En la misma línea se mueven numerosos autores de los siglos III-VII. En Occidente destaca la figura de san Agustín (354-430) con sus obras Sobre la verdadera religión, Sobre la utilidad de la fe y Sobre la Ciudad de Dios. Su singular capacidad para analizar el espíritu humano y su extraordinaria fuerza literaria hacen de él un punto de referencia obligado para todo intento de legitimación de la fe. La apología del cristianismo en la Edad Media (siglos VIII-XIV) En la “sociedad cristiana” de la Edad Media decae el impulso de defender la fe por falta de contradictores. Durante mucho tiempo, los únicos no cristianos conocidos fueron los musulmanes y los judíos. Participando en mayor o menor medida de la misma herencia hebrea, no se les podía considerar como paganos, sino como infieles. La defensa del cristianismo adoptó frecuentemente contra ellos un tono polémico y combativo, pero no faltaron tampoco los autores que buscaban un diálogo sincero. Fue el caso del dominico Raimundo Martí, autor de la Explanatio symboli apostolorum (1257), donde expone los artículos fundamentales de la fe cristiana de una forma razonada y convincente. La fuerza de la razón es también la que prevalece en las dos obras fundamentales de santo Tomás (1225-1274). En la Summa contra gentiles distingue las verdades sobre Dios que son accesibles a la razón (libros I-III) y las verdades que, reveladas por Dios, exceden el alcance del entendimiento humano (libro IV). Las primeras forman el campo del conocimiento racional, accesible a toda razón capaz de llegar a conclusiones necesarias a partir de verdades evidentes. Las segundas están contenidas en la Sagrada Escritura y a ellas accede el hombre a través de la autoridad misma de Dios. Nunca conseguirá de éstas un conocimiento perfecto, pero sí podrá advertir que las verdades de fe no son opuestas a la razón natural. En la Summa Theologiae, santo Tomás señala los rasgos fundamentales del acto de fe, su relación con la inteligencia y la voluntad, y también su estructura epistemológica (cf. ST II-II, qq. 1-7). Abundantes datos aportados por él siguen teniendo plena vigencia. Recordando su persona y su obra, el papa Benedicto XVI no ha dudado en afirmar: “Con su carisma de filósofo y de teólogo, (Santo Tomás de Aquino) ofrece un válido modelo de armonía entre razón y fe, dimensiones del espíritu humano, que se realizan plenamente cuando se encuentran y dialogan. Según el pensamiento de santo Tomás, la razón humana, por así decir, «respira», esto es, se mueve en un horizonte amplio, abierto, en el que puede experimentar lo mejor de sí misma. Sin embargo, cuando el hombre se limita a pensar sólo en objetos materiales y experimentables, se cierra a los grandes interrogantes de la vida sobre sí mismo y sobre Dios, se empobrece. La relación entre fe y razón constituye un serio desafío para la cultura actualmente dominante en el mundo occidental... Es urgente, por tanto, redescubrir de una manera nueva la racionalidad humana abierta a la luz del «Logos» divino y a su perfecta revelación que es Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre. Cuando la fe cristiana es auténtica no mortifica la libertad ni la razón humana; entonces, ¿por qué

4 la fe y la razón deben tenerse miedo, si al encontrarse y al dialogar pueden expresarse de la mejor manera? La fe supone la razón y la perfecciona, y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse al conocimiento de Dios y de las realidades espirituales. La razón humana no pierde nada al abrirse a los contenidos de fe, es más, estos exigen su libre y consciente adhesión” (Angelus, 28.02.2007). La apología del cristianismo en la época del Renacimiento y la Reforma (siglos XV-XVI) Con los descubrimientos geográficos de los siglos XIV y XV fueron llegando a la cristiandad noticias de pueblos diferentes que practicaban otras religiones sin relación alguna con la tradición judeocristiana. A este hecho se unió, durante el Renacimiento, la nueva valoración de modelos sociales y culturales precristianos, como las civilizaciones griega y romana. Ante estos fenómenos, el cristianismo corría el riesgo de quedar reducido a una religión más entre otras muchas posibles. Algunos autores se vieron así impulsados a elaborar una justificación de que sólo la religión cristiana era la verdadera. Fueron surgiendo de este modo los tratados De vera religione. Entre ellos destaca el del humanista español Luis Vives (1543). La razón se convierte cada vez más en un principio de conocimiento que actúa independientemente de la fe. Con la Reforma protestante, la pregunta por la verdadera religión se hace más compleja al quedar indisolublemente unida a otras muchas cuestiones colaterales. Tres de ellas adquieren un relieve especial: 1) Dado que el protestantismo se presenta como una alternativa eclesial frente a la Iglesia católica romana, ¿cuál es la verdadera Iglesia de Cristo? 2) Dado que, para los protestantes, la razón está afectada por la misma corrupción pecaminosa que daña al hombre en su totalidad, ¿puede o no puede ofrecer ayuda para llegar a la fe? ¿Se habrá de entender la fe como puro salto en el vacío, independiente de todo ejercicio de la razón? 3) Dado que los protestantes se dejan guiar por el principio de la sola Scriptura, la exclusión de una interpretación autorizada de la Biblia por parte de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia obliga también a plantearse el tema del método teológico y las fuentes de la reflexión teológica: ¿A qué fuentes se ha de recurrir? Los teólogos católicos salieron al paso de estas dificultades desarrollando sobre todo el tratado De vera Ecclesia Christi, intentando demostrar que sólo en la Iglesia católica queda reflejado fielmente el cristianismo como verdadera religión. A los dos momentos apologéticos contemplados hasta ahora (la verdadera religión y la verdadera Iglesia) se unió pronto un tercero, que pasaría a ocupar el primer lugar. El escepticismo cada vez más arraigado y los primeros atisbos de irreligiosidad y de ateísmo obligaron a elaborar una argumentación en favor de la religión. De esta forma, se articuló el esquema apologético en estos tres capítulos complementarios: De religione (contra los escépticos y ateos), De vera religione (contra los no cristianos), De vera Ecclesia Christi (contra los protestantes). Es el esquema que asume ya la obra clásica de P. Charron (De trois vérités, París 1594). La apología del cristianismo en los tiempos de la ilustración y el racionalismo (siglos XVII-XX) Cuando parecía haberse conseguido un esquema que algunos consideraban definitivo, el cambio de perspectiva que asume la filosofía en el siglo XVII afecta directamente a la teología y muy especialmente a la apologética. Abandonando toda idea de trascendencia, que a lo largo de la Edad media había dado como fruto un armoniosa

5 relación entre fe y razón, la filosofía busca un punto de partida autónomo en el mismo pensamiento humano. La filosofía se separa así de la teología, y ambas dejan de ser saberes de totalidad para convertirse en saberes parciales y fragmentarios. Por otro lado, la revalorización de la naturaleza como objeto fundamental de conocimiento y la aplicación del método matemático a las ciencias de la naturaleza plantean nuevas dificultades a una realidad que, como la estudiada por la teología, se sitúa por definición más allá de ese campo. Comienza así un proceso de pensamiento que tiende inevitablemente a relegar la reflexión teológica al ámbito de lo racionalmente injustificable. La consecuencia lógica es que la fe va perdiendo progresivamente su conexión con la razón, preparándose de este modo el terreno para la Ilustración: no se niega a Dios, pero sí la revelación sobrenatural, concebida como algo imposible. La apologética se propuso entonces como objetivo primordial demostrar que la fe contenía afirmaciones legítimas sobre la realidad; que fe y verdad, lejos de oponerse, eran realidades que se implicaban mutuamente. Para ello reforzó el aspecto intelectual de la fe, concebida como asentimiento de la razón a las verdades de la revelación, y se entregó a desentrañar los más diversos motivos de credibilidad, con los cuales parecía quedar racionalmente legitimada la aceptación de la revelación sobrenatural mediante la fe. La concentración en este tipo de argumentaciones contribuyó a una orientación unilateral de la apologética, que acabó teñida de un cierto “racionalismo”, con escasa sensibilidad para los aspectos de la fe que no fueran reducibles a la razón. Se corría así el grave riesgo de reducir la revelación a filosofía, la fe a simple conocimiento racional. Buena prueba de ello ofrecen los grandes pensadores alemanes del momento, como Fichte, Schelling, Hegel o Schleiermacher. El siglo XIX, que es el siglo de la apologética, está traspasado todo él por el problema de la relación entre fe y razón. Unos abogan por una fe completamente alejada de la razón (fideísmo) y otros optan por una razón que absorbe por completo a la fe (racionalismo). El Concilio Vaticano I (año 1870) se vio obligado a tomar cartas en el asunto. La enseñanza fundamental de la Constitución dogmática sobre la fe (Dei Filius) puede quedar resumida en estas afirmaciones: la revelación sobrenatural presupone la natural; el asentimiento de la fe a la revelación está racionalmente justificado sobre la base de argumentos extrínsecos; entre fe y razón hay una relación armoniosa y nunca oposición. El paso del siglo XIX al XX se hace bajo el signo de la crisis modernista. Las vivísimas controversias del momento sirvieron para definir posturas, pero el clima de crispación impidió un progreso apreciable en el campo de la apologética. Cabe destacar la obra del filósofo M. Blondel (1861-1949). Situándose en la línea trazada por san Agustín, descubre en el hombre un dinamismo interior que sólo adquiere sentido si culmina en una apertura al don sobrenatural de Dios. Según él, lo verdaderamente importante no es una demostración intelectual del origen divino del cristianismo sobre la base de argumentos extrínsecos, sino la atención al conjunto de disposiciones interiores del sujeto, que está constitutivamente abierto a la fe. En las décadas que preceden al concilio Vaticano II, la apologética se ve profundamente afectada por unos impulsos renovadores que influyen en todas las ramas de la teología y que obligan a ésta a cambiar incluso de nombre. La renovación bíblica, histórica, patrística, y el surgimiento de determinadas corrientes filosóficas como el existencialismo, el personalismo, etc., fueron preparando el terreno para la transformación de la Apologética en lo que hoy conocemos como Teología fundamental.

6 Los nuevos aires del concilio Vaticano II (1962-1965) Llama la atención que en ninguno de los documentos del concilio Vaticano II se mencione expresamente a la Teología fundamental entre las diversas ramas de la Teología. El silencio no fue casual. Se quería evitar una designación que podía fácilmente ser tergiversada. Como subraya R. Fisichella, la voluntad expresa del Papa Juan XXIII al iniciar el concilio –hacer una presentación positiva de la enseñanza de la Iglesia sin descender a ninguna condenación de errores- “desconcertaba todavía a los que seguían pensando con categorías apologéticas” [Fisichella2000, 48]. Este silencio no obsta para que pueda considerarse a la constitución dogmática Dei Verbum como la fuerza motriz de una renovación en la Teología fundamental que se extiende hasta nuestros días. No fue superflua la fatigosa elaboración de este documento conciliar, uno de los primeros en ser presentados y uno de los últimos en ser aprobados. Explicitando las intuiciones ya presentes en la Dei Filius del concilio Vaticano I, consiguió ofrecer una comprensión de la revelación cuya riqueza no tiene precedentes en la historia de la teología. Según el autor que acabamos de mencionar, cuatro factores concretos contribuyeron a ello: a) la recuperación de la persona de Jesucristo como definitivo revelador del Padre; b) la recuperación de la Iglesia como “ministra” de la Palabra; c) la recuperación del hombre como destinatario de la revelación; d) la recuperación de la Escritura como fundamento y alma de toda la reflexión teológica [Fisichella2000, 29-36].

2. Las directrices de la encíclica “Fe y razón” (1998) En las cuatro décadas que nos separan del concilio Vaticano II han proliferado como nunca los manuales de Teología fundamental. Los autores de estos manuales asumen generalmente la impostación conciliar, pero no dejan de mostrar notables divergencias respecto a los temas abordados y al modo de abordarlos. Así, por ejemplo, dentro del campo católico se perciben sin dificultad dos enfoques diversos: uno teologal y otro antropocéntrico. Por un enfoque teologal optan aquellos autores para los que el elemento primario de la Teología fundamental lo constituye la revelación divina entendida como misterio y don de Dios. Esta revelación tiene lugar a través de palabras y de hechos, mediante los cuales Dios se autocomunica a los hombres para su salvación. La fe con la que el hombre acepta la revelación de Dios se configura entonces como respuesta a la iniciativa reveladora por parte de Dios, una respuesta que es posible y necesaria: posible por la continuidad entre el espíritu humano y la misma revelación; necesaria porque sólo a través de la fe alcanza el hombre su vocación sobrenatural y encuentra el sentido de su existencia [IzquierdoUrbina1998]. Un enfoque antropocéntrico se observa en los manuales que comienzan afrontando directamente el análisis del espíritu humano llamado a creer en la revelación de Dios. Se reflexiona sobre las formas y categorías que determinan la receptividad del sujeto y sólo a partir de esa reflexión se aborda el tema de la revelación divina. Ésta le llega al hombre no como algo extraño, sino como algo reclamado por su propio ser [PiéNinot2001]. Ambos enfoques, cada cual con sus valores y sus limitaciones, quieren ser integrados en la encíclica Fe y razón de Juan Pablo II (1998). El Papa no duda en asumir el enfoque teologal al afirmar que, “estudiando la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz

7 de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el cual encuentran su fin último” (n. 67). Pero, al finalizar el párrafo, el Papa cita en nota a pie de página lo que había dicho unos años antes en su Carta a los participantes en el Congreso internacional de Teología fundamental, celebrado en Roma con motivo de los 125 años de la Constitución Dei Filius del concilio Vaticano I: “La búsqueda de las condiciones en las que el hombre se plantea a sí mismo sus primeros interrogantes fundamentales sobre el sentido de la vida, sobre el fin que quiere darle y sobre lo que le espera después de la muerte, constituye para la teología fundamental el preámbulo necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad” (30 de septiembre de 1995). Tomando estas palabras de Juan Pablo II como pauta, nuestro curso se articulará en tres capítulos complementarios, enmarcados entre una introducción y una conclusión: 1) Un preámbulo necesario: el hombre como ser abierto a la trascendencia; 2) La revelación como autocomunicación de Dios al hombre; 3) La fe como respuesta del hombre a la revelación de Dios; 4) La credibilidad de la revelación. 5) Conclusión: La fe es razonable. En cada uno de estos capítulos respetaremos al máximo la naturaleza “teológica” de la Teología fundamental. Así lo requiere su objeto, situado en el horizonte de un misterio que sólo puede ser creído y aceptado. Pero esta aceptación en la fe no es gratuita y acrítica; se apoya en la razón. De aquí las dos dimensiones a las que no puede renunciar la Teología fundamental en su conjunto: la dimensión dogmática y la dimensión apologética. Con la primera se intentan comprender los temas abordados a la luz de la revelación y de los principios que dimanan de ella. Será una comprensión válida para el creyente, que busca afianzar su fe desde el contenido mismo al que se entrega. Con la segunda se quiere comprender lo que se cree desde la ayuda que presta la razón, de manera que la opción de la fe no sólo aparezca razonable para el creyente sino incluso para el que no cree. Procediendo de este modo es como se evitarán los dos riesgos siempre amenazantes: el riesgo del fideísmo y el riesgo del racionalismo. Para el fideísmo sólo cuenta la fe; sólo ella puede llevar a la verdad y todo lo que no pertenezca al ámbito de la fe es considerado como irrelevante e incluso negativo. En el racionalismo sucede lo contrario: sólo cuenta la razón; sólo ella puede llevar a la verdad y nada de lo que escape a su ámbito merece ser tenido en cuenta porque, en realidad, no existe. A la Teología fundamental le compete la noble tarea de mostrar que “la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” [FR1998, Pról.].

8

AUTOEVALUACIÓN La carta magna de la Teología fundamental Hay un texto bíblico que se puede considerar y se ha considerado como “la carta magna” de la Teología fundamental. ¿Sabrías decir cuál es? •

Sal 119,105



Hch 17,22-31



1 Pe 3,15-16



Jn 20,31



Mc 1,14-15

Relación entre fe y razón Benedicto XVI ha dicho que “la relación entre fe y razón constituye un serio desafío para la cultura actualmente dominante en el mundo occidental”. ¿Sabrías precisar el momento en que se comienza a relegar la reflexión teológica al ámbito de lo racionalmente injustificable, iniciándose así la separación entre fe y razón? •

En la época patrística



En la Edad Media



En la época del Renacimiento y la Reforma



En la época de la Ilustración



En los tiempos del concilio Vaticano I



En los tiempos del concilio Vaticano II



En los umbrales del tercer milenio cristiano

9

I UN PREÁMBULO NECESARIO El hombre como ser abierto a la trascendencia PRECEDENTES Hemos señalado ya los temas en los que se ha de centrar la Teología fundamental, que son los de la Revelación y la Fe. Antes de adentrarnos en cada uno de ellos conviene mostrar que el hombre está existencialmente abierto a la trascendencia y a una eventual revelación de Dios en medio de la historia. Ésta no le llega como una especie de superestructura carente de sentido, sino como algo que le permite realizarse en plenitud. OBJETIVO Muchos han sido los pensadores que han acometido la tarea de buscar en la existencia del hombre la apertura inscrita en su ser a una eventual intervención de Dios en la historia. Los manuales suelen entretenerse en presentar la argumentación de B. Pascal (“las razones del corazón”), de M. Blondel (“el método de inmanencia”), de K. Rahner (“la antropología trascendental”), de H.U. von Baltasar (“la fenomenología del amor”), de P. Tillich (“el método de correlación”), de X. Zubiri (“la inteligencia de la religación del hombre”), de J. Alfaro (“de la cuestión del hombre a la cuestión de Dios”), de J.B. Metz, H. Verweyen, etc. [Pié-Ninot2001,119-161]. En su diversidad y complementariedad, todas estas argumentaciones son instructivas. Para nuestro objetivo, sin embargo, resulta mucho más iluminadora la síntesis que de esta cuestión ofrece Juan Pablo II en el capítulo III de su encíclica “Fe y Razón”. Recogemos sus palabras.

1. Todos los hombres buscan la verdad El discurso de Pablo a los atenienses, referido en los Hechos de los Apóstoles (Hch 17,22-31), sirve al Papa para recordar una verdad que la Iglesia ha defendido siempre: en lo más profundo del corazón del hombre late el deseo y la nostalgia de Dios. Lo ha demostrado el propio hombre de los modos más diversos y desde los tiempos más remotos: a través de la literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, etc. La filosofía ha asumido de manera peculiar este deseo universal del hombre y lo ha expresado con sus medios y en su lenguaje específico. Aristóteles reconocía ya que “todos los hombres desean saber”. El objeto propio de este deseo –precisa el Papa- no es otro que la verdad. Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si

10 puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: “He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar” (Confesiones, X, 23,33). Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Éste es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad. No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en el ámbito práctico. Se puede pensar en la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético, la persona, actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo trascienden. Ésta es una condición necesaria para que cada uno llegue a ser uno mismo y crezca como persona adulta y madura.

2. La verdad buscada es una verdad con valor absoluto La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a los filósofos del absurdo ni a las preguntas provocadoras que se encuentran en el libro de Job para dudar del sentido de la vida. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta por el sentido. A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato desconcertante se impone la búsqueda de una respuesta exhaustiva. Cada uno quiere –y debe- conocer la verdad sobre su propio fin. Quiere saber si la muerte será el término definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le está permitido esperar en una vida posterior o no. Nadie, ni el filósofo ni el hombre corriente, puede sustraerse a estas preguntas. De la respuesta que se dé a las mismas depende una etapa decisiva de la investigación: si es posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De por sí, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, debe ser verdad para todos y para siempre. Pero además de esta universalidad, el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea fundamento último de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda. Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad, dando vida a un sistema o escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas filosóficos, sin embargo, hay otras expresiones en las que el hombre busca dar forma a una propia “filosofía”. Se trata de convicciones o experiencias personales, de

11 tradiciones familiares o culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro. En cada una de estas manifestaciones, lo que permanece es el deseo de alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.

3. La búsqueda no puede ser vana No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente arraigada en la naturaleza humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición propia, se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada. Esto mismo es válido también para la investigación de la verdad en el ámbito de las cuestiones últimas. La sed de verdad está tan enraizada en el corazón del hombre que tener que prescindir de ella comprometería la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar la vida cotidiana para constatar cómo cada uno de nosotros lleva en sí mismo la urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas. Son respuestas de cuya verdad se está convencido, incluso porque se experimenta que, en sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han llegado otros muchos. Es cierto que no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del conjunto de los resultados logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que el ser humano tiene de llegar, en línea de máxima, a la verdad.

4. Sediento de verdad, el hombre tiene que vivir de creencias Entre las verdades a las que el hombre aspira, una buena parte puede ser adquirida a través de la constatación personal y la experiencia. Es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. Están, por fin, las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas. Se ha de tener en cuenta que el hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia, para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. Con el crecimiento y la maduración personal podrá poner en duda y discutir, gracias a la actividad crítica del pensamiento, estas verdades creídas por tradición. Podrá también, tras este paso, recuperar esas mismas verdades sobre la base de la experiencia o en virtud de un razonamiento sucesivo. En cualquier caso, en la vida de un hombre son mucho más numerosas las verdades simplemente creídas que las adquiridas mediante la comprobación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de

12 máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento, por los cuales se han acumulado los tesoros de sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es, pues, también aquel que vive de creencias. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte, el conocimiento a través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas. Se ha de destacar que las verdades buscadas en esta relación interpersonal no pertenecen primariamente al orden fáctico o filosófico. Lo que se pretende, más que nada, es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior. En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre; creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta. Los ejemplos que se podrían aducir para ilustrar este dato son numerosos. Pensemos sobre todo en el testimonio de los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta le harán apartarse de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar.

5. Conclusión Los términos del problema van completándose progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto. Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos.

13 De todo lo dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia, la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificación viva y personal en Cristo (cf. Ef 4,21; Col 1,15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y es a la vez la Palabra encarnada, que en toda su persona revela al Padre (cf. Jn 1,14.18). Lo que la razón humana busca “sin conocerlo” (Hch 17,23), puede ser encontrado sólo por medio de Cristo. Lo que en él se revela es, en efecto, la “plena verdad” de todo ser (cf. Jn 1,14-16). En Él y por Él ha sido creado y en Él encuentra después su plenitud (cf. Col 1,17) [FR1998, nn.24-34].

14

AUTOEVALUACIÓN El hombre, sediento de verdad Un autor antiguo expresó esta realidad diciendo que “todos los hombres desean saber”. ¿Sabes su nombre? •

Sócrates



Platón



Aristóteles



San Agustín



San Buenaventura



Santo Tomás

Diversas clases de verdades Juan Pablo II distingue al menos tres clases de verdades: las que son propias de la vida diaria y de la investigación científica, las verdades de carácter filosófico, las verdades de carácter religioso. En su búsqueda constante de una verdad absoluta y definitiva que satisfaga todas sus ansias, el hombre realiza un acto especialmente significativo y expresivo desde el punto de vista antropológico. ¿Sabrías decir cuál es? •

Discutir con sus adversarios



Dialogar con sus interlocutores



Razonar personalmente



Confiar en otra persona



Creer en Dios

15

II LA REVELACIÓN COMO AUTOCOMUNICACIÓN DE DIOS AL HOMBRE PRECEDENTES El hombre busca una verdad desde la que pueda comprender el sentido de su vida. Es una búsqueda incesante que le proyecta inevitablemente hacia Dios. Para la fe cristiana, este Dios no permanece inmóvil y en silencio. Es un Dios que sale al encuentro del hombre revelándole el misterio de su ser y su designio de salvación. ¿Cómo es posible esa revelación de Dios? ¿Cómo se ha llevado a cabo? ¿Cómo hemos de entenderla? Son algunos de los interrogantes a los que pretende responder este capítulo fundamental de nuestro curso. A él dedicaremos las próximas sesiones. En la presente nos conformamos con sondear lo que de la revelación nos dice la propia revelación consignada por escrito en los libros de la Biblia. En las sesiones sucesivas tendremos ocasión de ver cómo ha sido explicitada y sistematizada la enseñanza bíblica en la tradición patrística, en el Magisterio de la Iglesia y en la reflexión teológica. OBJETIVO En la historia de las religiones, el cristianismo se presenta con una nota singular. No es simplemente el fruto de una búsqueda incesante de la verdad por parte del hombre. Es ante todo el resultado de la intervención sorprendente de Dios, que no duda en salir al encuentro del hombre para ofrecerle su amistad, su comunión de vida, su salvación. Lo hace revelando el misterio de su ser y su designio salvador en la historia de los hombres de una manera progresiva. Ese camino de revelación encuentra su punto culminante en la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, enviado al mundo “para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Estamos, pues, ante la única religión cuya revelación se encarna en una persona que se presenta como la verdad viva y absoluta. Comprender esta realidad primordial del cristianismo que es la revelación divina, captar su especificidad y todo su alcance, no es una cuestión de opción libre para el creyente. Es más bien una necesidad natural. A ella no puede renunciar, so pena de condenarse a vivir en la oscuridad. De ella no puede abdicar si desea ofrecer al hombre de hoy, tantas veces confuso y desorientado, la luz que le permita caminar por la vida con firmeza y decisión. En ese intento de comprensión queremos comenzar dejándonos guiar por la corriente misma de la revelación. ¿Qué nos dice de sí misma la revelación en las páginas de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento?

16

1. La revelación divina en la enseñanza bíblica 1.1. En el Antiguo Testamento En el lenguaje del Antiguo Testamento no se encuentra un término técnico para expresar el hecho de la revelación divina. A esta revelación se alude con una gran diversidad de vocablos, diversidad que habla ya de que nos encontramos ante una realidad compleja. En su complejidad, sin embargo, no es difícil percibir una constante: se trata siempre de una acción divina, inesperada y sorprendente, que modifica el curso de la historia humana. Esta acción, lejos de ser una manifestación de poder avasallador, se presenta como el encuentro respetuoso entre uno que comunica y otro que recibe. Puede decirse que se trata, en última instancia, de un diálogo entre Dios y el hombre. Revelación patriarcal: “Señor de la historia y Dios de la promesa” La revelación divina recibe sus primeros rasgos distintivos en los relatos patriarcales (Gén 12-50). Sin la pretensión de ofrecer una crónica histórica, en el sentido moderno de la palabra, estos relatos –de carácter popular y religioso- nos transmiten la experiencia de un Dios concreto, experiencia que fundamenta toda la vida de Israel como pueblo creyente. Podría haberse presentado esta experiencia como una iluminación divina, al estilo de la recibida por Buda. Pero no hay nada parecido en la vida de Abrahán y de los demás patriarcas. Lo que aquí encontramos es una serie de acciones y decisiones provocadas por un Dios que se presenta como Señor de la historia. Además de tener en sus manos las riendas de la historia, él es quien la interpreta con su palabra. Los gestos de Dios tienen necesidad de la palabra que los anuncia y los comenta. Sin la palabra, estos gestos permanecerían mudos y serían indescifrables. Dirigiendo su palabra a Abrahán, Dios le invita a ponerse en camino (Gén 12,1: “Sal de tu tierra… y vete al país que yo te indicaré”). Abrahán vive la experiencia de una salida hacia lo desconocido con una sola garantía: la promesa de Dios. Él se sabe bajo la guía y protección de ese Dios, pero tendrá que pasar por la prueba del desconcierto para acrisolar su confianza. En su ancianidad recibe la promesa de una descendencia innumerable y cuando su mujer, en contra de todos los pronósticos, le da un hijo, Dios mismo se lo pide en sacrificio (Gén 17-22). A pesar de todo, Dios es fiel a su palabra. Lo mismo sucederá en la historia de Isaac y de Jacob. La conclusión que se desprende de esta primera etapa de la revelación es clara: Dios se manifiesta por su obrar en la historia, un obrar que es promesa y cumplimiento, palabra eficaz que realiza la salvación que promete [Latourelle1992b, 1236]. Esta promesa pide del hombre no una “gnosis” o conocimiento abstracto, sino una fe obediente Revelación mosaica: “Dios misericordioso y Dios de la alianza” La segunda etapa decisiva de la revelación tiene lugar con los acontecimientos del éxodo, que son las “obras maravillosas” de Dios a favor de su pueblo. Recordando y meditando estos acontecimientos de salvación, Israel llegó a descubrir no sólo el modo en el que Dios actúa; descubrió a la vez la clave para comprender los acontecimientos del pasado y del futuro. Es instructiva la lectura completa del Salmo 136. La liberación de Egipto (vv.10-15) proyecta su luz hacia atrás -a la creación (vv.

17 5-9)- y hacia delante -a la historia entera de Israel (vv.16-24)-. En el éxodo, en la creación y en toda la historia del pueblo, Dios se revela siempre de la misma manera: “Eterna es su misericordia”. El carácter misericordioso de la actuación divina en los acontecimientos del éxodo queda garantizado por la libertad y gratuidad de esa actuación. Desde la zarza ardiendo, Dios se dirige a Moisés y le dice: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias; voy a bajar a liberarlo” (Éx 3,7-8). La iniciativa es suya y responde única y exclusivamente a su voluntad (cf. Dt 4,32-34). Movido por la compasión y de manera absolutamente libre y gratuita, Dios no revela a Moisés una verdad abstracta, un principio general, sino que le anuncia un hecho concreto: “Voy a bajar a liberarlo de la mano de Egipto” (Éx 3,8). Es un hecho preciso y circunscrito, pero que trasciende el tiempo y el espacio. Deberá ser conocido por todas las generaciones, porque su fuerza de revelación es para todos y para siempre: “… para que cuentes a tus hijos y a tus nietos cómo traté yo a los egipcios y los prodigios que hice en medio de ellos” (Éx 10,2). Lo universal queda implicado en lo particular. La actuación de Dios en la historia a través de hechos concretos con alcance universal tiene como último objetivo darse a conocer en su condición de Señor: “… y para que sepáis que yo soy el Señor” (Éx 10,2). La idea se repite una y otra vez. Los prodigios del éxodo son la respuesta de Dios a la pregunta despectiva del faraón: “¿Quién es el Señor para que yo obedezca su voz y deje marchar a Israel? No conozco al Señor y no dejaré marchar a Israel” (Éx 5,2). Dios le dice a Moisés: “Cuando haya extendido mi mano contra Egipto y haya sacado a los israelitas de en medio de ellos, conocerán los egipcios que yo soy el Señor” (Éx 7,5; cf. 7,17; 14,4; 16,7). Al obrar, Dios revela su señorío sobre Israel y sobre el mundo entero, revela su fidelidad y su misericordia, su justicia y su amor. Todos son atributos activos. La revelación no atañe a una verdad atemporalmente estática sobre Dios, sino a un Dios que se inclina sobre Israel y sobre el mundo. Desde esta perspectiva se ha de entender el significado del enigmático nombre con el que Dios se da a conocer a Moisés: Yahweh (=“el que es”). Lejos de ser una evasiva para no quedar a merced de los hombres (cf. Biblia de Jerusalén), este nombre expresa ante todo la eficacia del Dios liberador. En palabras de R. Latourelle, este nombre revela no sólo que Dios existe, sino que es el único Dios y el único salvador: “Yhwh está siempre presente, activo, siempre dispuesto a salvar, y sólo él. Al revelar su nombre, Dios toma partido por Israel, que se convierte en su elegido y luego en su aliado” (Latourelle1992b, 126-1937). El proceso liberador de Israel por parte de Dios encuentra su punto culminante en el establecimiento de una alianza por la que Dios se compromete a ser el Dios de Israel e Israel se compromete a ser el pueblo de su propiedad. El rito con el que se establece esta alianza es elocuente (cf. Ex 24,4-8). El altar representa a Yahweh; las doce estelas, a las doce tribus de Israel; el rito de la sangre (principio de vida para los hebreos) habla de la comunión íntima de vida que en adelante habrá entre Dios y su pueblo. Esta comunión de vida quedará garantizada si Israel cumple “las palabras de la alianza” (Éx 20,1-17), es decir, los diez mandamientos. Ellos señalan la voluntad de Dios y el estilo de vida que corresponde a un pueblo consagrado a Dios. En ellos quedan recogidos no pocos aspectos que responden al derecho natural, pero el pueblo de Israel no ha llegado a su conocimiento a través de su propia reflexión personal, sino por la revelación de ese Dios que ha irrumpido en su historia. De aquí que el

18 decálogo tenga un carácter interpelante y religioso: cuando se observa, se convierte en vida; cuando uno lo trasgrede, se encamina hacia la muerte. El decálogo tiene también un carácter comunitario: es una ley para la comunidad. La fidelidad a Yahweh está destinada a asegurar la unidad y la cohesión del pueblo de Dios. Por medio de la Ley, Dios va llevando a su pueblo hacia una revelación cada vez más completa. Pero no se ha de olvidar nunca que el decálogo no es lo primero. Se ve precedido de la intervención liberadora de Dios que culmina en una alianza de amor eterno. El cumplimiento del decálogo se entiende sólo como respuesta a esta alianza de amor. El amor que nace de la alianza es, pues, el que ha de inspirar y estimular la observancia de la ley en un clima de gozoso agradecimiento. Revelación profética: Dios trascendente e inmanente La manifestación de Dios a lo largo del Antiguo Testamento se hace especialmente intensa con el profetismo. Gracias a los profetas, se va depurando en Israel la idea de Dios y se mantiene viva la exigencia de la ley en el marco de la alianza. El profeta verdadero es una persona llamada por el mismo Dios para ser su portavoz ante el pueblo. La autoridad de su palabra se debe precisamente a que procede no de una iniciativa personal, ni de la pertenencia a una escuela de profetas, sino de una iniciativa libre y gratuita de Dios. La concisa expresión de Amós 7,15 (“El Señor me tomó de detrás del rebaño diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo”) expresa perfectamente el núcleo de toda auténtica experiencia profética: una llamada de pura gracia, de eficacia irresistible. El verbo “tomar”, referido a Dios, es típico en el Antiguo Testamento para señalar la iniciativa de Dios a la hora de escoger a un hombre, de transformarlo radicalmente y de confiarle una misión. Junto a la eficacia irresistible de la iniciativa divina en la llamada y el envío, hay otro elemento que caracteriza al profeta verdadero: la certeza de que la palabra que anuncia es de Dios, y no suya. Dios no es tanto el objeto cuanto el sujeto de su discurso. Dios es el que realmente habla a través del profeta. De aquí que sean frecuentes en los libros proféticos expresiones como éstas: “Oráculo del Señor”, “El Señor ha dicho”, “El Señor me ha hecho ver”, etc. Tales expresiones reflejan que el profeta tiene un conocimiento inmediato de la voluntad de Dios. Es un hombre inspirado por Dios. Pero esto no significa que todas las palabras pronunciadas por el profeta como palabras de Dios procedan siempre de una revelación divina directa. Gran parte del mensaje de los profetas es deducción e interpretación. Desde su formación y su situación histórica concreta, actualizan para sus oyentes las exigencias de Dios reveladas en la ley y en el patrimonio común y tradicional de la fe. A través de los profetas, la imagen del Dios de Israel se va perfilando con rasgos cada vez más nítidos. Él es el Dios omnipotente, el único digno de ser adorado (Elías); el que juzga y dirige los destinos de los pueblos, incluidos los destinos de los no israelitas (Amós); el totalmente otro, que llena con su fulgor el universo y coordina los sucesos de la humanidad hacia un proyecto suyo en Sión (Isaías); el creador de todo lo que existe y sucede, dominador del cosmos y de la historia (Deutero-Isaías); el ser misterioso que puede ordenar a su criatura también lo incomprensible y del cual nos podemos fiar siempre (Jeremías, Habacuc); el que, respetando plenamente la libertad, puede transformar el corazón del hombre por medio de su Espíritu (Jeremías, Ezequiel, Joel); el que puede servirse para sus fines salvíficos del sufrimiento heroico de sus testigos (Deutero-Isaías, Ezequiel).

19 Este Dios trascendente no deja de presentarse a la vez como inmanente. Es el Dios que, comprometido con su pueblo mediante un pacto irrevocable, está interesado en reinar sobre él (Samuel, Elías); es el Dios que mora en Sión, en medio de su pueblo, y que desde allí envía a sus mensajeros para procurar su salvación (Amós); es el padre afectuoso, el esposo fiel del pueblo que se ha escogido en propiedad; no se rendirá nunca ante cualquier infidelidad y traición (Oseas); irá por tanto a llamar al corazón de Israel con incansable solicitud, incluso cuando ese corazón parezca del todo endurecido (Isaías); no se cansará de esperar con infinita delicadeza (Jeremías, Deutero-Isaías); tiene la serena certeza de que, al final, sus hijos se acordarán de su amor indefectible, le abrirán su alma (Ezequiel, Deutero-Isaías) y llorarán de compunción (Zac 12,10-14). Desde su trascendencia y su inmanencia se explican las sublimes exigencias de este Dios para con su pueblo, exigencias que derivan en última instancia de la alianza con él establecida: una respuesta de plena adoración y de confianza ilimitada; el abandono de cualquier ídolo y de toda injusticia (Samuel, Elías); culto sincero, que incluye la estima del otro y el respeto de sus derechos (Amós), adhesión amorosa, misericordia fraterna, humildad (Oseas, Miqueas), fe viva y santidad de obras (Isaías), circuncisión del corazón (Jeremías), conversión, arrepentimiento, observancia fiel de la ley (Ezequiel), etc. En cuanto al futuro, este Dios descubre algo más preciso y grandioso que la genérica bendición prometida a los antepasados. Por medio del profeta Natán, anuncia una perenne descendencia davídica en el gobierno de su pueblo (2 Sam 7); a través del profeta Amós, habla de la restauración de la casa de David, que ha caído en la ruina (Am 9). Toda la predicación profética sucesiva, desde Oseas y Miqueas a Jeremías, Ezequiel y Zacarías, es unánime en la idea de un rey davídico lleno de los dones del Espíritu. Sión se convierte entonces en la sede de un reino feliz y santo, donde se erigirá el nuevo templo de Dios y se posará la acción transformadora de su Espíritu: Dios hablará al corazón de su esposa y la atraerá a sí (Oseas); el conocimiento profundo del Señor se difundirá alrededor del monte elegido (Isaías); una nueva alianza de amor se escribirá en lo íntimo de los israelitas, por la cual se sentirán inducidos a buscar a Dios (Jer 31); su corazón de piedra quedará cambiado en un corazón dócil, humilde, lleno de pesar por los errores del pasado (Ez 36); la salvación obtenida por el camino del dolor y de la intercesión de los justos penetrará en las multitudes (Is 52-53). En una palabra, florecerá una era nueva de paz verdadera con Dios y de fraterna armonía en el pueblo de Sión, al que las gentes acudirán para alcanzar luz y justicia (Is 2,2-5). Revelación sapiencial: Dios creador Recopiladores de la sabiduría popular y atentos observadores de la existencia humana, la figura de los sabios se abre paso en Israel desde la vuelta del destierro en Babilonia (siglo VI). No tienen el carisma del profeta, no hablan como portavoces de Dios; hablan desde su propia reflexión y su propia experiencia humana. Pero tampoco está ausente en ellos la acción de Dios. Los datos sobre los que reflexionan pertenecen con frecuencia a la revelación y toda su reflexión la hacen a la luz de su fe en Dios. De esta unión de sabiduría humana y de fe se sirve Dios para comunicarse de nuevo y hacer progresar la revelación. Espejo de esta revelación es, por ejemplo, el Salterio. La majestad, el poder, la fidelidad y la santidad de Dios, reveladas ya por los profetas, se vuelven a reflejar con una fuerza singular en las actitudes del orante y en la intensidad de su plegaria. Pero

20 el tema más específico de la revelación sapiencial es sin duda el de la revelación de Dios a través del cosmos como creación suya. Israel experimentó pronto la fuerza liberadora de Dios, que lo había sacado de la esclavitud en Egipto. La meditación incesante de esta fuerza ilimitada de Dios, capaz de servirse de los elementos de la naturaleza para salvar a su pueblo, desembocó, por medio de una maduración orgánica y homogénea, en la fe en el Dios creador. Israel terminó por comprender que aquel Dios que lo había hecho renacer del polvo de la esclavitud, había creado también al cosmos de la nada. Su soberanía era universal: “Con su palabra hizo el Señor los cielos y con el soplo de su boca todo lo que hay en ellos… Porque él lo dijo, y todo fue hecho; él lo ordenó, y todo existió” (Sal 33,6.9). Conclusión La revelación de Dios en el Antiguo Testamento presenta cuatro rasgos específicos: a) Es una revelación esencialmente interpersonal, en cuanto que es manifestación y encuentro de alguien con alguien. Dios se da a conocer y se hace conocer. Hace alianza con el hombre, primero como un señor con su siervo, luego como un padre con su hijo, como un amigo con su amigo, como un esposo con su esposa. La revelación introduce al hombre en una comunión con Dios, comunión que para el hombre implica su salvación. b) Es una revelación que depende única y exclusivamente de la iniciativa de Dios. No es el hombre el que descubre a Dios, sino que es éste el que se manifiesta cuando quiere, a quien quiere y porque quiere. Su libertad es absoluta. c) Es una revelación a través predominantemente de la palabra. A diferencia de las religiones orientales, que tienden hacia la “visión” de la divinidad, la religión del Antiguo Testamento es ante todo una religión de la palabra escuchada. Dios le habla al profeta y lo envía a hablar; éste comunica los designios de Dios e invita a los hombres a la obediencia de la fe. Esta forma de revelación manifiesta, por parte de Dios, un gran respeto a la libertad del hombre. Dios se dirige al hombre, lo interpela, pero el hombre sigue siendo libre de adherirse a su palabra o de rechazarla. d) La finalidad de la revelación es la vida y la salvación del hombre. Se trata de una vida y una salvación cuya plenitud se sitúa siempre en el futuro. El presente no es más que la realización parcial del futuro anunciado, esperado y preparado. La historia tiende así hacia la plenitud de los tiempos. Entonces tendrá lugar el cumplimiento definitivo del designio salvador de Dios. El Nuevo Testamento nos dirá que este cumplimiento comienza a hacerse realidad con Cristo y en Cristo.

1.2. En el Nuevo Testamento La idea básica de todo el Nuevo Testamento, idea que le confiere unidad dentro de la variedad de voces y de libros, es que en Cristo se ha manifestado la verdad de Dios, la verdad del hombre y el sentido de la historia. En la persona de Jesucristo –en sus palabras, en sus obras, en su vida entera- se ha revelado quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para Dios. El himno de Col 1,15-20 define a Cristo como “la imagen del Dios invisible”. Él es el icono visible del Dios invisible. La invisibilidad de Dios se ha desvanecido con la aparición histórica de Jesús de Nazaret. La afirmación no puede menos que resultar escandalosa. Los autores del Nuevo Testamento son conscientes de ello. La relación con el absoluto la hacen depender de un acontecimiento histórico. Pero este escándalo, lejos de ser atenuado, es

21 celosamente mantenido y continuamente reafirmado. Veamos los testimonios más representativos: Evangelios sinópticos, Pablo, Juan. Evangelios sinópticos Al contar la historia de Jesús, los evangelistas que denominamos sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) están persuadidos de que narran la historia de la manifestación de Dios. En primer lugar, estos evangelistas cuentan la vida de Jesús haciendo patente una contradicción significativa: refieren, por un lado, palabras y gestos de Jesús donde se manifiesta de manera inequívoca el poder de Dios y, por otro, no dejan de señalar también una desconcertante debilidad que parece desmentir ese poder. Llama la atención que los milagros de Jesús, que no se sustraen al disenso, vayan disminuyendo cuanto más cerca está su trágico final en la cruz. Los milagros mueren en la cruz, y desde ella se han de comprender. Están al servicio de la cruz. Los gestos de poder de Jesús confirman que Dios está con él y que en él actúa el poder de Dios, haciendo así creíble la cruz. Pero la cruz, a su vez, revela que el rostro de Dios, tal como se refleja en la persona de Jesús, es muy distinto de como solemos imaginarlo los hombres a partir de los milagros. Este rostro de Dios se hace más nítido en un segundo rasgo que caracteriza el relato de la historia de Jesús en los evangelios sinópticos: Jesús no establece diferencias entre los hombres, busca permanentemente a los pobres y a los pecadores, distribuye a manos llenas el perdón de Dios. Para los fariseos es una praxis escandalosa e irritante: está en contra del modo en que ellos conciben a Dios. Para Jesús, sin embargo, es la praxis que revela el verdadero rostro de Dios. Aparece con claridad en las parábolas de Lc 15: oveja perdida, dracma perdida, hijo pródigo. En la misericordia de Jesús se hace manifiesta la misericordia del Padre. Los evangelios sinópticos ofrecen también la razón por la que Jesús es el único revelador de Dios: sólo él es el Hijo de Dios. Esta convicción, que está presente en cada línea, se tematiza y explicita en un célebre dicho que aparece en los evangelios de Mateo y de Lucas: “Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre; nadie conoce tampoco al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27; cf. Lc 10,22). El concepto bíblico de “conocimiento” no tiene sólo una connotación intelectual; incluye además la experiencia, el amor y la comunión de vida. Conocer es tener una relación vital y circular entre personas. El conocimiento entre el Padre y el Hijo es recíproco y exclusivo (“nadie”), aunque no por eso es un conocimiento circularmente cerrado (como puro don, Jesús puede hacer al hombre partícipe de ese diálogo de amor entre el Padre y el Hijo). Por el poder recibido (“Todo me lo ha entregado mi Padre”) y por el conocimiento que posee del Padre (“Nadie conoce al Padre sino el Hijo”), Jesús es el revelador único del Padre, distinto de todos los demás maestros. Habla de un misterio que sólo él conoce en profundidad. Con frecuencia lo hace a través del lenguaje parabólico. Y es que el lenguaje de la revelación divina tiene que ser necesariamente parabólico, indirecto, mediante realidades tomadas de nuestra experiencia cotidiana. Como tal, será siempre un lenguaje inadecuado, incapaz de agotar el misterio de Dios. Pero por ser un lenguaje abierto, que remite a una realidad distinta, es el lenguaje que mejor permite atisbar el misterio de Dios. Se trata de un lenguaje que obliga a pensar: no define, sino que alude e invita a ir más allá. Desvelando y ocultando a la vez, siendo a un mismo tiempo luminoso y oscuro, este lenguaje requiere interpretación y decisión. Como

22 subrayará el evangelista san Marcos, es luminoso para el que se deja arrastrar por él y es oscuro para el que ante él permanece indiferente (Mc 4,11). Tradición paulina En el rico vocabulario paulino de revelación, el término que mejor expresa la intuición fundamental del apóstol es el de “misterio”. Aparece en algunos pasajes de gran importancia, como 1 Cor 2,6-10; Rom 16,25-26; Col 1,25-27; Ef 3,2-12. A la luz de estos pasajes se podría definir como el plan divino de salvación, oculto en Dios desde toda eternidad y desvelado en la persona de Cristo, a quien Dios ha constituido, por su muerte y resurrección, en único salvador, tanto para judíos como para gentiles. 1) Este “misterio” es en su origen una realidad oculta e inaccesible, encerrada en Dios. Existe desde siempre en Dios, pero ha sido mantenido en secreto hasta que, con la venida de Cristo, ha irrumpido en la historia humana la plenitud de los tiempos. Fue desconocido incluso para los judíos del Antiguo Testamento. Pablo subraya con fuerza la contraposición entre el tiempo que precede a Cristo y el que le sigue. Es el mejor modo de recalcar la novedad que entraña la venida de Cristo. Pero Pablo es consciente de que se trata de una novedad en la continuidad. Es elocuente la frase de Rom 16,26: “…pero manifestado ahora por medio de las Escrituras proféticas”. El misterio se ha dado a conocer ahora (novedad), pero por medio de los escritos proféticos (continuidad). De algún modo, pues, el misterio estaba ya presente en las Escrituras, aunque se necesitaba la luz de Cristo para descubrirlo. 2) Una vez que se ha dado a conocer a testigos escogidos, este “misterio” está destinado a ser conocido por todos los hombres. En Rom 16,27 habla Pablo de “todas las naciones”. Más aún, en las cartas a los Colosenses y a los Efesios se habla incluso del anuncio del misterio “a los principados y potestades celestiales”. La universalidad es una característica fundamental de este misterio. Lleva en su interior una fuerza irresistible de expasión y difusión. No puede permanecer encerrado en el silencio de Dios, y no soporta tampoco quedar confinado en los límites de la comunidad cristiana. 3) A través del anuncio del evangelio por parte de la Iglesia, impulsada interiormente por el Espíritu, es como este misterio llegará a ser patrimonio de todos. Pero la Iglesia no tiene sólo la tarea de darlo a conocer. A la vez que pregonera, tiene que reproducir en sí misma ese misterio, convirtiéndose en la realización esplendorosa del plan divino de salvación. Lo mismo que Cristo es el misterio de Dios hecho visible, también la Iglesia es el misterio de Cristo hecho visible. 4) Aunque este misterio se ha dado “ya” a conocer en la persona de Cristo, para Pablo sigue existiendo una tensión entre la revelación histórica y la revelación escatológica, entre la primera y la última epifanía de Cristo, aquélla en la humildad de la carne y ésta en el esplendor de su gloria (cf. Flp 2,5-11). No hay duda de que “ya” se ha revelado el misterio que había estado oculto hasta la venida de Cristo. Pero, bajo el peso del “todavía no”, Pablo sigue deseando vivamente su revelación plena, su revelación escatológica. Sólo entonces dejará paso la oscuridad a la luz, la humildad a la gloria, la fe a la visión. Evangelio de Juan La revelación de Dios es el tema central y permanente del Evangelio de Juan. Acogida en la fe, esa revelación es capaz de hacer al hombre partícipe de la misma vida de Dios. Pero la idea de revelación en el cuarto Evangelio dista mucho de la que existía en los círculos de los gnósticos (=mensaje secreto venido del cielo, sin ninguna

23 conexión con la historia) o incluso de la que se daba en los círculos apocalípticos del judaísmo (=comunicación de los secretos divinos, trasmitida en el decurso de una visión celestial). Para el autor del cuarto Evangelio, la revelación divina tiene un carácter eminentemente histórico y personal: el hombre Jesús, como “Verbo de Dios” hecho carne, como “Luz” y “Verdad”, es el portador de la revelación divina. En su humanidad, él es el sacramento visible de la vida divina, cuyas virtualidades y riquezas serán desveladas en toda su plenitud por la acción del Paráclito o Espíritu de la Verdad (cf. I. de la Potterie, “Cristo como figura de revelación según san Juan”, en Id., La verdad de Jesús, BAC 405, Madrid 1979, 299-320). 1) Jesús, revelador de Dios en su humanidad En el cuarto Evangelio se aplica con especial insistencia el término “hombre” a Jesús, alcanzando su punto culminante en la declaración de Pilato: “¡He aquí el hombre!” (Jn 19,5). Bajo esta denominación se deja entrever siempre un enigma. El evangelista invita al lector a descubrir progresivamente en el hombre Jesús el misterio de su ser personal, misterio al que se apunta con los títulos de Profeta, Mesías, Rey de Israel, Juez escatológico, Hijo del hombre e Hijo de Dios. Este misterio de su persona, al que remite una y otra vez su modo de actuar en cuanto hombre, no es sino reflejo del misterio mismo de Dios. El hombre Jesús representa así el lugar teológico de la presencia de Dios; su humanidad es el templo de esta presencia y en ella es donde puede divisarse la gloria de Dios. Esta humanidad de Jesús queda tan audazmente subrayada en el Evangelio de Juan que resulta imposible hablar de una “humanidad sólo en apariencia”, como si se tratara simplemente de un Dios que camina sobre la tierra en apariencia de hombre (E. Käsemann). Hablar así no sólo va en contra de los hechos, sino que compromete gravemente la naturaleza misma de la revelación divina en Jesucristo, tal como el evangelista la concibe. Efectivamente, un aspecto esencial de la revelación divina en el pensamiento joánico es el de quedar plenamente encarnada y humanizada en Cristo. Y es que sólo así puede ésta alcanzar realmente al hombre, transformarlo y salvarlo. b) Jesús, revelador de Dios como “Verbo encarnado” La función reveladora del hombre Jesús queda explicitada en el cuarto Evangelio con toda una serie de imágenes elocuentes. Entre ellas sobresale la de “Verbo de Dios” (Jn 1,1.14). Su carácter insólito obliga a precisar su origen y su contenido. ¿De dónde proviene esta imagen? ¿Qué es lo que con ella quiere subrayar el evangelista? En cuanto al origen de la expresión, no hay duda de que el evangelista se apoya no tanto en las corrientes filosóficas del helenismo o de la gnosis cuanto en la tradición veterotestamentaria y en su propia experiencia y reflexión. Por el Antiguo Testamento sabe que Dios había hablado a los hombres de muchas maneras y desde los tiempos más remotos para manifestarles el misterio de su ser y su designio de salvación; les había hablado por la obra misma de la creación, por la Ley, por los profetas, por sus continuas intervenciones portentosas a favor del pueblo que se había elegido. Al contacto con Jesús, Juan comprende, sin embargo, que sólo con Jesús pronuncia Dios su palabra última y definitiva. Oyéndole hablar en nombre de Dios, oyéndole proclamarse dueño del sábado, oyéndole enseñar con la sabiduría y autoridad que le caracterizaban, contemplando sus prodigios, reflexionando sobre su persona y su manera de obrar a la luz de su fe en el Resucitado, el evangelista comprende que Jesús es, ante todo y sobre todo, el Verbo de Dios, su Palabra última y definitiva, con susurros previos desde la creación del mundo. De aquí que le designe así, intentando

24 subrayar su función reveladora y su condición natural de ser expresión del pensamiento de Dios. Esta función reveladora de Jesús como “Verbo de Dios” hunde sus raíces y se sustenta en su propia condición divina. El evangelista no se limita a decir que Jesús es “el Verbo de Dios”, dice también que este Verbo existía desde el principio (preexistencia), que estaba junto a Dios (proximidad y distinción) y que era Dios (igualdad de naturaleza); dice además que se hizo carne y habitó entre nosotros (encarnación). Estas breves afirmaciones ponen de relieve, de la manera más enérgica posible, la singularidad del hombre Jesús, basada precisamente en su relación de intimidad única con Dios, hasta el punto de gozar con él de un mismo y único ser. En tal singularidad, explicitada mediante el apelativo de “el Hijo único, que está en el seno del Padre” (Jn 1,18), se encuentra el fundamento de su función reveladora. Jesús es el revelador de Dios porque es el Hijo único de Dios; la revelación surge como una fuente de esa intimidad entre el Hijo único y su Padre Dios. En su modo de hablar y de actuar, en su modo de vivir y de morir, Jesús no sólo nos revela el misterio de su persona; nos revela a la vez toda la riqueza de la vida divina, toda la intimidad entre el Padre y el Hijo. c) Jesús, revelador de Dios como “Luz” y “Verdad” La función reveladora de Jesús queda igualmente explicitada en el cuarto Evangelio con las imágenes de la “Luz” y la “Verdad”. El símbolo de la luz era frecuente en el lenguaje religioso de la antigüedad. En el ambiente helenístico, con él se aludía al ser mismo de Dios como inteligencia suprema y principio último de inteligibilidad. En la tradición bíblica se aplicaba a la Ley, en cuanto que ésta ilumina el camino del hombre hacia Dios (cf. Prov 6,23; Sab 18,4; Sal 119,105). En el cuarto Evangelio, el símbolo adquiere un carácter eminentemente cristológico. Ya el prólogo afirma solemnemente que Jesús, el Verbo de Dios, es la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn 1,9) y, en la fiesta de los Tabernáculos, el mismo Jesús declara abiertamente que él es la luz del mundo, de modo que quien le siga no caminará en tinieblas (Jn 8,12; cf. 3,19; 9,5; 12,46). Llevando a plenitud la función de Moisés en el desierto, Jesús se presenta, en cuanto luz del mundo, como el guía del pueblo de Dios hacia la vida divina. Él conoce esa vida por ser “de allá arriba” (Jn 8,23). Su función de guía o de luz consistirá en revelar esa vida divina, caracterizada por la comunión entre el Padre y el Hijo, e invitar a tomar parte en ella. El apelativo de verdad, aplicado a Jesús, tiene una importancia capital en la teología joánica. En la tradición judía, tanto de carácter apocalíptico como sapiencial, se habla de verdad para aludir a los secretos o misterios de Dios. “Verdad” y “misterio” vienen a ser términos equivalentes. Lo corrobora un texto de Qumrán: “Quiero alabarte, Señor, porque me has dado la inteligencia de tu verdad y me has hecho conocer tus maravillosos misterios” (1QH 8,26-27). La revelación definitiva de estos misterios en la persona de Jesús es la que induce al cuarto evangelista a presentarle como la Verdad (Jn 5,33; 14,6; 18,37). Jesús es la Verdad en cuanto revelador perfecto y plenitud de la revelación. Por eso puede ser el camino hacia el Padre, otorgando la vida a todo el que cree en él. Como subraya I. de la Potterie, “si Jesús puede conducir a los hombres hacia el Padre, es por el hecho de ser la Verdad, de traerles en sí mismo la revelación del Padre y de su propia vida de Hijo unigénito del Padre. La misma vida divina está presente en él. Dándose a conocer, nos hace partícipes de esta vida, y

25 así nos hace entrar en la comunión del Padre y del Hijo” (“Cristo como figura de revelación”, 310). d) Jesús, revelador de Dios a través del Paráclito o Espíritu de la Verdad La función reveladora de Jesús no termina con su muerte. Si es cierto que, en su ministerio terreno, Jesús ha revelado plenamente al Padre (cf. Jn 15,15), no es menos cierto que, al final de su vida, Jesús sigue siendo un desconocido, incluso entre sus propios discípulos (cf. Jn 14,9). El núcleo esencial de su revelación permanece velada para ellos. No han sabido reconocer en el Hijo la presencia del Padre. Necesitan que esa revelación llegue en ellos a su plenitud, y ésta será la misión del Paráclito o Espíritu de la Verdad, que el Padre les enviará en nombre del Resucitado: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os hará recordar todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26); “Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa, pues no hablará por su cuenta, sino que hablará de lo que oiga y os desvelará lo que ha de venir” (Jn 16,13). En cuantro verbos, con una progresión patente en su significado, queda explicitada la misión reveladora del Espíritu: enseñar, hacer recordar, guiar y desvelar. - El Paráclito se hará cargo de la enseñanza de Jesús (cf. Jn 6,59; 7,14.28.35; 8,20). Ocupará en cierto modo el lugar de Jesús. Hará las veces de “vicario” suyo, en expresión de Tertuliano. Tal enseñanza no será, sin embargo, una mera repetición mecánica, fría o indiferente. La enseñanza de Jesús estaba destinada no a permanecer exterior al creyente, sino a penetrar en lo más íntimo del corazón. Ésta será precisamente la tarea del Espíritu: enseñar todo lo que Jesús había dicho, pero haciéndolo penetrar en el corazón del cristiano para que pueda vivir de ello. -La naturaleza exacta de la enseñanza del Paráclito queda precisada como un hacer recordar. El tema del recuerdo está fuertemente subrayado en el cuarto Evangelio. El evangelista hace notar repetidas veces que, después de la partida de Jesús, los discípulos “se acordaron” de tal palabra o acción del Maestro (cf. Jn 2,17.22; 12,16). Como se deduce del contexto, ese “recuerdo” no es un simple “traer a la memoria” algo que había quedado olvidado. Es ante todo un “comprender”. Aquí se sitúa la acción del Espíritu. Él hará comprender las palabras de Jesús. Ayudará a captar su verdadero sentido a la luz de la fe. Ayudará a descubrir todas sus virtualidades y riquezas para la vida de la Iglesia. - Dando un paso adelante, el evangelista precisa todavía más la acción del Espíritu: guiará hasta la verdad completa. La expresión está tomada del Sal 24,5 (LXX): “Guíame hacia tu verdad y enséñame”. El salmista pedía a Dios en estos términos un conocimiento más profundo de su verdad, es decir, de la Ley. La verdad en el cuarto Evangelio es la persona misma de Jesús, en cuanto que él es la revelación perfeta del Padre y de todos los misterios de la vida divina. El Espíritu, como un guía seguro, tendrá la misión de conducir hasta esa verdad plena. Todas las riquezas de la vida, del ser y del obrar de Jesús las irá desvelando progresivamente el Espíritu a la Iglesia y al corazón creyente. - El Paráclito guiará hasta la verdad plena de un modo concreto: desvelando el porvenir. El verbo utilizado (anangélein), frecuentemente traducido por “anunciar”, tiene sin duda el significado fuerte que posee de ordinario en la literatura apocalíptica: “desvelar”, “revelar” (cf. Jn 4,25; 16,25). El complemento que lleva –“lo que ha de venir”- no ha de hacer pensar en el don de profecía; ha de entenderse más bien en el sentido del “nuevo orden de cosas” que surge de la muerte y resurrección de Cristo.

26 Gracias al Espíritu, el cristiano leerá el mundo y leerá la historia con ojos nuevos. Descubrirá una dimensión insospechada. El horizonte se alargará sin medida. Así, pues, la misión del Espíritu en su faceta reveladora consistirá, en última instancia, en hacer descubrir el sentido cristiano de la historia, proyectando sobre cada acontecimiento la luz viva de esa revelación que ha tenido lugar ya en la persona y la obra de Cristo. RESUMEN Una verdadera síntesis de cuanto la Biblia nos dice sobre la revelación divina se nos ofrece en el prólogo de la carta a los Hebreos: “Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo. Él, que es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa y, una vez que realizó la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la majestad en lo más alto del cielo, llegando a ser superior a los ángeles en la medida en que los aventaja el nombre que ha recibido en herencia” (Heb 1,1-4). - En la raíz de la revelación está la iniciativa gratuita y libre de Dios: “Dios nos ha hablado”. La revelación es un puro don de Dios, que sale de su misterio para encontrarse con el hombre. Desde la perspectiva de la Biblia, la revelación aparece como un movimiento completamente diverso del encumbramiento al que muchas religiones invitan al hombre. El camino que conduce a Dios es la disposición a acoger, y no una ascensión al mundo celestial mediante técnicas ascéticas, contemplativas o místicas. - Para expresar el manifestarse de Dios, la Biblia se sirve de diversos términos. Los autores bíblicos son conscientes de que estamos ante una manifestación pluriforme. Sin embargo, la forma más frecuente e importante es la de la palabra. La palabra es interpersonal y dialógica: va de persona a persona, interpela y espera respuesta, tiende por su naturaleza al diálogo. La revelación no sólo manifiesta el misterio de Dios, sino que llama también al hombre a la escucha y a la obediencia, a la fe y a la acción. - Decir que Dios se manifiesta fundamentalmente a través de la palabra no implica menoscabo alguno de su manifestación a través de las obras. En el lenguaje bíblico, la palabra es igualmente acción. El autor de la carta a los Hebreos puede hablar de la palabra de Dios como “palabra viva y eficaz” (Heb 4,2) y puede afirmar que el Hijo “sostiene todas las cosas con su palabra” (Heb 1,3). - La revelación de Dios en la Biblia no es atemporal ni está inmediatamente dirigida a cada uno, sino que es histórica y mediata: Dios ha hablado en tiempos determinados y a través de mediadores, como son los profetas y el Hijo. Es además una revelación pública, dirigida a los “padres” y a “nosotros”. No se trata de un saber secreto y reservado, como se concebía en los círculos apocalípticos y gnósticos. - Diversos son los tiempos y las circunstancias de la manifestación de Dios (“muchas veces”, “en diversas formas”), diversos son también los instrumentos expresivos (visiones, gestos, palabras) y diversos son igualmente los mediadores (creación, historia, profetas, sabios, Hijo). Pero esta diversidad de tiempos y de modos no impide que la revelación de Dios en la Biblia sea profundamente unitaria. Las “muchas veces” y las “diversas formas” son fragmentos complementarios de un único discurso y etapas de una historia única, encaminada a un cumplimiento, que es la

27 revelación “en el Hijo”. Las múltiples palabras de la revelación antigua se unifican y encuentran su sentido en la palabra última y definitiva, que es el Hijo. La razón de este carácter definitivo está en el hecho de que el Hijo no es un mediador más, sino el “resplandor” de la gloria de Dios y la “impronta” de su ser. Cristo, el Hijo de Dios, es la transparencia histórica, visible e insuperable de Dios. - Siendo esto así, el objeto último de la revelación divina es la “gloria” y el “ser” mismo de Dios, es decir, el misterio de su ser personal, del que el Hijo es precisamente resplandor e impronta. No estamos simplemente ante una palabra que se ha de escuchar o ante unos gestos que se han de comprender, sino ante una persona a la que se ha de contemplar. Jesús es resplandor e impronta de Dios con su persona y con su vida entera, no sólo con sus palabras y sus obras.

28

AUTOEVALUACIÓN La revelación en el Antiguo Testamento La revelación profética es quizá la que presenta con rasgos más nítidos al Dios que se revela en la historia del pueblo elegido. Es un Dios trascendente e inmanente a la vez. Como exigencia concreta de esa trascendencia e inmanencia de Dios, un profeta concreto insiste en la necesidad de un culto sincero a Dios, un culto que ha de incluir la estima del otro y el respeto del otro. ¿Sabrías decir qué profeta es? •

Isaías



Jeremías



Amós



Oseas



Ezequiel



Miqueas



Zacarías

La revelación en el Nuevo Testamento Un rasgo específico distingue la enseñanza del Nuevo Testamento en torno a la revelación divina. No se encuentra ni en el Antiguo Testamento ni en las demás religiones. ¿Sabrías decir cuál es? •

Es una revelación por la palabra



Es una revelación gratuita



Es una revelación pluriforme



Es una revelación a través de obras



Es una revelación encarnada en una persona



Es una revelación interpersonal



Es una revelación histórica



Es una revelación progresiva

29

2. La revelación divina en la enseñanza patrística PRECEDENTES Los datos de la Biblia sobre la revelación divina son objeto de reflexión y explicitación por parte de los Padres de la Iglesia, que viven bajo el impacto de la gran epifanía de Dios en Jesucristo. CONTENIDO Impactados por el misterio insondable de la encarnación del Verbo de Dios, los Padres de la Iglesia no pueden menos que reflexionar una y otra vez sobre esa condescendencia amorosa de Dios con el hombre que le lleva a un diálogo ininterrumpido, a una manifestación cada vez más intensa y transparente, hasta llegar a un punto insuperable en la persona de Cristo. La reflexión sobre la revelación divina es constante en los pensadores de los primeros siglos cristianos, pero es inútil buscar en ellos una sistematización académica. La revelación se presenta para ellos como una realidad obvia, no como un hecho controvertido que necesite fundamentación. Su reflexión se preocupa menos de “demostrar” la posibilidad y los modos de la revelación que de proclamar al mundo entero el acontecimiento desconcertante e inaudito de la irrupción de Dios en la persona y el mensaje de su Hijo encarnado. Por otra parte, toda su teología, ligada directamente a las exigencias de las comunidades evangelizadas o por evangelizar, es esencialmente una teología “contextual”, es decir, se encuentra en estrecha relación y diálogo con las corrientes de pensamiento entonces existentes. Ahora bien, precisamente como respuesta a las exigencias del momento, los Padres de la Iglesia no dejan de ofrecernos elementos preciosos para una mejor comprensión de la revelación divina. Lo hacen impulsados unas veces por la necesidad de ilustrar mejor los puntos de encuentro con las culturas y religiones ambientales y otras veces por la obligación de subrayar la singularidad y especificidad del fenómeno cristiano. Cuatro temas destacan sobremanera: la teología del Logos, la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento, la centralidad de Cristo, la doble dimensión de la revelación.

2.1. La Teología del Logos La predicación a los paganos significaba la confrontación del mensaje cristiano con un pensamiento marcado por las categorías filosóficas del helenismo. Tanto entre los platónicos como entre los estoicos se hablaba con frecuencia del logos divino, concebido como la razón primordial de todo cuanto existe. Era tentador para el cristianismo servirse de esa terminología para expresar a través de ella el mensaje cristiano. No dudaron en hacerlo algunos grandes pensadores, como san Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes. - La teología de san Justino es ante todo una teología del Logos. Conoce la doctrina joánica del Logos hecho carne (Jn 1,14) y conoce también la función del logos en la filosofía estoica como razón divina que explica y comunica inteligibilidad a todos los seres del universo. Sin renunciar a la idea específicamente cristiana del Logos, recogida en el prólogo del cuarto Evangelio, san Justino no tiene reparo en afirmar que este Logos divino ejerce una función reveladora sobre toda la humanidad. Y es que toda verdad tiene para él su origen en el Logos, de modo que en todo hombre hay

30 un germen, una semilla del Logos divino, que en Cristo se encuentra en toda su plenitud. Así, pues, en todo hombre de buena voluntad, también en los filósofos paganos, hay semillas del Logos (spérmata tou lógou); también ellos poseen elementos de verdad, elementos de esa Verdad plena que Cristo encarna y representa. Gracias a las semillas del Logos que ellos llevaban dentro de sí, pudieron ver la realidad, aunque sólo en la penumbra, pues “una cosa es el germen o la imitación de algo que se da conforme a la capacidad, y otra aquello mismo cuya participación e imitación se da según la gracia que de Aquél también procede” (2 Apol., 13,5-6). - El aprecio y recurso a la filosofía griega, que se observa ya en san Justino, es mucho más visible en Clemente de Alejandría. Habla de un Logos que es fuente de luz y de verdad y propone la revelación como una “gnosis cristiana”, respondiendo así al deseo de conocimiento que existía en su ambiente cultural: “El rostro del Padre es el Logos, por el que Dios se ilumina y se revela” (Paed. I,57,2; Strom. VII,58,3-4). Luz del Padre, el Logos es el único pedagogo que puede revelar al hombre todo lo que hay en el mundo, todo lo que le permite conocerse a sí mismo y todo lo que le posibilita participar en la misma vida de Dios. Lo específico del cristianismo es que este Logos es el propio Hijo de Dios, de quien el cristiano recibe una enseñanza insuperable. Antes de Cristo, la filosofía se les dio a los griegos como “un tercer testamento” para conducirlos a Cristo. Desde la venida de Cristo, la filosofía queda al servicio de la teología como ciencia de la fe. El Logos encarnado es el que enseña cómo puede el hombre hacerse hijo de Dios. Él es el pedagogo universal. A través de su enseñanza, en la que se dan cita la Ley, los Profetas y el Evangelio, él es el que conduce a la salvación. - También Orígenes elabora una reflexión sobre la revelación a partir del Logos, al que concibe como la imagen fiel del Padre y el mediador de toda la revelación: en la creación, en la Ley, en los Profetas y en el Evangelio. Esta revelación alcanza su cima en el acontecimiento de la encarnación. Pero, para Orígenes, la encarnación no es tanto un brusco descenso del Logos a nuestro mundo cuanto una ascensión y acercamiento de todas las cosas al Espíritu. La encarnación del Logos inaugura un conocimiento progresivo que va pasando de los signos a la realidad: de la carne al espíritu, de las sombras e imágenes a la verdad, del evangelio temporal al evangelio eterno. No es el contenido de la revelación lo que cambia, sino su manifestación y percepción, hasta el cumplimiento definitivo en la visión. La teología del Logos, a través de la cual entra la Iglesia en diálogo con la cultura del momento, representa un esfuerzo encomiable de acercamiento y reconciliación con la cultura ambiental. Entrañaba, sin embargo, el peligro de una excesiva “intelectualización” de la revelación. Ésta corría el riesgo de quedar reducida a un sistema de ideas, de enseñanzas, de conocimientos, de doctrinas, olvidando que es ante todo la autocomunicación de alguien a alguien. La repercusión en la teología no se haría esperar, perdurando hasta los tiempos recientes del concilio Vaticano II.

2.2. La relación entre Antiguo y Nuevo Testamento: Unidad y progreso Dentro de la Iglesia no tardan en surgir algunos grupos contrapuestos, unos aferrados en exceso al judaísmo y a la revelación veterotestamentaria (judaizantes) y otros dispuestos a olvidar todo el Antiguo Testamento, viendo en él una revelación incompatible con la ofrecida por el Nuevo Testamento (marcionitas, gnósticos,

31 maniqueos). Los Padres tienen que salir al paso de ambas tendencias, subrayando la continuidad y la unidad profunda de los dos Testamentos. Un mismo y único Dios – insistirán- es el autor de toda la revelación por medio de su Verbo o Logos. La creación, las teofanías, la ley, los profetas, la encarnación, son las etapas de esta manifestación única y continua de Dios a lo largo de la historia humana. Con no menos fuerza y claridad hablarán del progreso que entraña el Nuevo Testamento respecto al Antiguo. San Ireneo, que se ve obligado a combatir las ideas de los gnósticos, puede servirnos de ejemplo. Con su concepto de “economía” (=plan, designio, disposición), Ireneo insiste tanto en la unidad orgánica de toda la historia de la salvación como en el progreso que la anima. El mismo Dios realiza, por su único Verbo, un único plan de salvación, desde la creación hasta la visión. Bajo la guía del Verbo, la humanidad nace, crece y va madurando hasta la plenitud de los tiempos. La encarnación del Verbo es la cima de esa economía divina que comenzó ya en el Antiguo Testamento. La novedad de la que da fe el Nuevo Testamento viene dada por la vida humana del Verbo. No hay un Dios nuevo, pero sí una manifestación nueva de Dios en Jesucristo. La encarnación es una teofanía del Verbo de Dios, y el progreso consiste en la presencia humana y carnal del Verbo, hecho visible y palpable entre los hombres, a fin de manifestar al Padre, que sigue siendo invisible (Adv. Haer. IV, 24,2). El Antiguo Testamento es el tiempo de la promesa; el Nuevo Testamento es la realización de la promesa con el don del Verbo encarnado. (El tema de la unidad en la continuidad del Antiguo y Nuevo Testamento es de plena actualidad. Lo corrobora el importante documento de la Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo hebreo y sus Escrituras sagradas en la Biblia cristiana, Roma 2001. Son de especial interés los nn. 19-22, igual que la presentación de todo el documento por el cardenal J. Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Lo puedes encontrar en la carpeta de lecturas complementarias a la asignatura de Introducción general a la Sagrada Escritura).

2.3. La centralidad de Cristo Todos los Padres de la Iglesia ven en Cristo la cumbre y consumación de la historia de la salvación. Como Verbo de Dios e Hijo del Padre, él asume todos los caminos de la revelación, tanto la palabra como la acción, para darnos a conocer al Padre y descubrirnos sus designios de salvación. Es, sin embargo, a su palabra humana a la que dan prioridad, tal como se refleja en los vocablos que emplean: palabra de Dios, buena nueva o evangelio de Dios, doctrina de fe, enseñanza de salvación, mandamientos de Dios, regla de verdad, regla de fe, etc. Encarnación y revelación forman una unidad. Especialmente significativo es el lenguaje de san Ignacio de Antioquía, quien ve en la persona de Cristo el todo de la revelación y de la salvación: “No hay más que un solo Dios que se manifestó por Jesucristo, su Hijo, que es su Verbo, salido del silencio” (Magn. 8,2; 6,1-2). Todas las manifestaciones del Antiguo Testamento se orientan hacia la manifestación definitiva de la encarnación. A los judaizantes, que subordinaban el Evangelio a los escritos del Antiguo Testamente, Ignacio les presenta la persona de Cristo en estos términos: “Para mí, mis archivos son Jesucristo; mis archivos inviolables son su cruz, su muerte, su resurrección y la fe que viene de él” (Phil. 8,1-2). Cristo es “la puerta por la que entran Abrahán, Isaac y Jacob y los profetas y los apóstoles de la Iglesia; todo esto conduce a la unidad con Dios” (Phil.

32 9,1). En una palabra, Cristo es el único salvador y revelador, que lleva todo a la unidad y al cumplimiento definitivo. En la misma línea se mueve san Ireneo, que presenta la revelación como la epifanía del Padre a través del Verbo encarnado. Cristo o el Verbo encarnado es el visible, el palapable, el que manifiesta al Padre, mientras que el Padre es el invisible que manifiesta al Hijo encarnado y visible. “Por el Verbo hecho visible y palpable aparece el Padre” (Adv. Haer. IV,6,6).

2.4. La necesaria iluminación del Espíritu La revelación divina, que en Cristo llega a su punto culminante, sólo puede ser recibida por el hombre si en él actúa la fuerza iluminadora del Espíritu. Es un aspecto de la revelación que, subrayado por la mayor parte de los Padres de la Iglesia, encuentra en san Agustín su mejor exponente. A la acción exterior de Cristo, que habla, predica y enseña, corresponde una acción interior, una atracción, una iluminación, que es obra del Espíritu, el cual hace asimilable y fecunda la palabra oída. San Agustín desarrolla esta idea comentando el pasaje de Jn 6,44: “Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo atrae”. Lo hará igualmente en su tratado sobre la gracia (De gratia Christi), dirigido contra Pelagio. Cristo hace oír su palabra, pero es el Padre el que concede al hombre acogerla, en virtud de la atracción hacia el Hijo que él produce en su interior. Recibir las palabras de Cristo –observa el obispo de Hipona- no es solamente oírlas con los oídos del cuerpo, sino oírlas en el fondo del corazón, como lo hicieron los apóstoles (Joh. Tr., 106,6). Oír con los oídos interiores, obedecer la voz de Cristo y creer, todo es una misma cosa. San Agustín no se cansará de insistir en ello. La palabra oída exteriormente no es nada si el Espíritu de Cristo no actúa interiormente para hacer que reconozcamos esa palabra oída como palabra dirigida personalmente a nosotros. Se trata de un don que es al mismo tiempo fuerza de atracción y luz. Como fuerza de atracción, solicita nuestro deseo; como luz, nos hace ver en Cristo la verdad en persona. En realidad, él es el camino, la verdad, la luz y la vida. El concilio de Orange recogerá y sancionará esta idea de san Agustín al afirmar que nadie puede adherirse a la enseñanza del Evangelio sin “una iluminación y una inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la suavidad de la adhesión y de la creencia a la verdad” (DS 377). RESUMEN Sin preocuparse por ofrecer una reflexión sistematizada sobre la revelación divina, los temas abordados por los Padres de la Iglesia son demasiado importantes para que puedan pasar desapercibidos en una teología de la revelación. Importantes siguieron siendo a lo largo de toda la Edad Media y especialmente en la obra de santo Tomás de Aquino, que representa el punto de madurez de la gran escolástica. Muchos son los aspectos que el Aquinate descubre y destaca en la realidad de la revelación divina: operación salvífica que procede del amor gratuito de Dios; acontecimiento histórico que se desarrolla en el tiempo y alcanza a los hombres de todos los siglos; acción divina que se inserta en la vida psicológica del profeta; doctrina sagrada comunicada por Cristo a sus apóstoles y, por medio de ellos, transmitida a la Iglesia; grado de conocimiento situado entre el conocimiento natural, el conocimiento de fe y el

33 conocimiento de visión. El lector interesado podrá encontrar una amplia explicación de estos aspectos en el artículo que R. Latourelle dedica a “Tomás de Aquino (Santo)” en el Diccionario de Teología fundamental, Madrid 1992, 1556-1560. AUTOEVALUACIÓN La teología del Logos Uno de los llamados “padres apologistas” habla de las “semillas del Logos” en todo hombre de buena voluntad. ¿Sabes su nombre? •

San Clemente Romano



San Ignacio de Antioquia



San Justino



San Clemente de Alejandría



San Ireneo



Orígenes

No dejes de fijarte en las ventajas e inconvenientes de esta “teología del Logos”. La centralidad de Cristo Uno de los llamados “padres apostólicos” habla de Jesucristo como “el Verbo salido del silencio”. La imagen es elocuente por su extrañeza. ¿Sabes decir quién es? •

San Clemente Romano



San Ignacio de Antioquía



San Justino



San Clemente de Alejandría



San Ireneo



Orígenes

34

3. La revelación divina en la enseñanza del Magisterio PRECEDENTES Al servicio de la Biblia y de la Tradición está el Magisterio de la Iglesia, que, interviniendo generalmente para encauzar cuestiones debatidas o para condenar desviaciones palmarias, ofrece a la reflexión teológica unos cauces seguros para avanzar y profundizar. OBJETIVO El Magisterio de la Iglesia no sintió la necesidad de pronunciarse sobre el tema de la revelación divina hasta el concilio de Trento. Los pronunciamientos más iluminadores son, sin embargo, los ofrecidos en el concilio Vaticano I y en el concilio Vaticano II.

3.1. El concilio de Trento (año 1546) Durante los primeros siglos cristianos y durante toda la Edad Media jamás se puso en entredicho en el seno de la Iglesia el hecho de que Dios hubiera hablado a los hombres por medio de Moisés y los profetas, y luego por medio de Cristo y los apóstoles. Tampoco el protestantismo del siglo XVI discutió abiertamente ni el hecho ni la noción de revelación. Pero desde el principio tendió a desvalorizar todo conocimiento de Dios que no fuera por la revelación en Jesucristo, revelación a la que el hombre sólo podía acceder a través de la sola Escritura, leída con la asistencia personal del Espíritu. Ningún papel jugaba la razón humana, ni la Tradición, ni el Magisterio de la Iglesia. Concibiendo al hombre como un ser totalmente corrompido por el pecado original, Lutero no podía concebir de otro modo la razón. Bien conocida es su descripción: “La razón es la gran meretriz del diablo, Por su esencia y su modo de revelarse, es una ramera nociva, una prostituta, la poltrona oficial del diablo, una meretriz corroída por la sarna y por la lepra, que ha de ser pisoteada y muerta... Cubridla de estiércol para hacerla más repugnante (Opera Omnia, XVI, 142-144). La Tradición, por su parte, es considerada por Lutero como simple obra humana que, al pasar de mano en mano, queda manchada y contaminada. De manera similar concebirá al Magisterio, que, bajo las redes de la interpretación humana, hace prisionera la palabra de Dios. Así, pues, la Sagrada Escritura es la única vía de revelación, interpretada bajo la acción que el Espíritu Santo ejerce sobre cada lector. Estableciendo el principio de la autoridad soberana de la sola Escritura y prescindiendo de toda autoridad en la Iglesia, bien en su Tradición o bien en sus decisiones magisteriales, el peligro del individualismo, del relativismo o del racionalismo se hacía inevitable. Es el peligro que pretende atajar el concilio de Trento al pronunciarse en estos términos: “El sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento..., proponiéndose siempre que, quitados los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del Evangelio que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras santas, promulgó primero por su propia boca nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, y mandó luego que fuera predicado por ministerio de sus apóstoles a toda criatura (Mt 28,19-20; Mc 16,15) como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres, y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo o bien por inspiración del

35 Espíritu Santo, siguiendo los ejemplos de los padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe, ora a las costumbres, como dictadas oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo y conservadas por continua sucesión en la Iglesia Católica” (DS 1501). Aunque el texto resulta casi ilegible por la concatenación continua de frases subordinadas, no es difícil percibir las tres afirmaciones fundamentales que encierra: a) Presentando la revelación divina con el término bíblico de “Evangelio” (=Buena nueva o mensaje de salvación propuesto a nuestra fe), de él se dice que se nos ha dado de forma progresiva: anunciado primero por los profetas, promulgado luego por Cristo y, por orden suya, predicado finalmente por los apóstoles a toda criatura. Él es la fuente de la verdad que salva y la base de todo el comportamiento moral. b) Esta verdad salvífica y esta ley de nuestro obrar moral (=Evangelio) se encuentran contenidas en los libros inspirados de la Escritura y en las tradiciones no escritas. La formulación latina mediante la repetición de la conjunción copulativa et...et permite entender la frase en el sentido de que el Evangelio se encuentra todo él tanto en la Escritura como en Tradición, como realidades distintas pero no independientes. c) El mismo respeto y veneración merecen las Escrituras sagradas (Antiguo y Nuevo Testamento) y las tradiciones no escritas que, viniendo de Cristo o por inspiración del Espíritu Santo, se conservan en la Iglesia católica por continua sucesión. Como observa R. Latourelle, no cabe la menor duda de que en la enseñanza de Trento sobre la revelación divina lo que está en primer plano es el mensaje de salvación, la doctrina enseñada por Cristo. La centralidad de Cristo como persona, fuente, mediador y plenitud de la revelación, pasa a un segundo plano [Latourelle1992b, 1256].

3.2. El concilio Vaticano I (año 1870) La corriente cultural de la Ilustración a lo largo de los siglos XVII y XVIII hace que, en la conciencia occidental, vayan adquiriendo cada vez más peso las exigencias del sujeto pensante. El problema de una intervención divina de modo sobrenatural tenía que plantearse más pronto o más tarde. Se abrieron paso tres posturas que se distanciaban de la postura católica: - Rechazo abierto de toda hipótesis sobre una revelación y una acción de Dios en la historia humana. Era la postura del deísmo, que exigía para la razón una autonomía absoluta. La fe en una religión revelada representaría un desprecio de la razón humana. El hombre debe dejar de ser un “niño”, siguiendo dócilmente las enseñanzas de la Iglesia, y ha de comenzar a comportarse como adulto. - Reducción de la revelación a una forma especialmente intensa del sentimiento religioso universal. Era la postura del protestantismo liberal y de las facciones más extremas del modernismo. - Supresión de Dios, como hacían los partidarios del evolucionismo absoluto, o supresión de cualquier distinción entre el Dios y el mundo, como defendía el panteísmo.

36 Frente a estas posturas, bastante difundidas en los círculos intelectuales del siglo XIX, el concilio Vaticano I declara solemnemente el hecho de una revelación sobrenatural, dando razón de su posibilidad, su conveniencia, su finalidad, su discernibilidad y su objeto. No se detiene en precisar la naturaleza y los rasgos más específicos de esta revelación (como lo hará el concilio Vaticano II), pero su enseñanza es amplia e iluminadora, consagrando a ella todo el segundo capítulo de la constitución Dei Filius (24 de abril de 1870). El texto dice así: La Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas con la luz natural de la razón humana: «porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de lo creado» (Rom 1,20). Plugo, sin embargo, a su sabiduría y bondad revelarse a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, tal como lo señala el Apóstol: «De muchas y distintas maneras habló Dios desde antiguo a nuestros padres por medio los profetas; en estos últimos días nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,1-4). Es, ciertamente, por esta revelación divina por la que aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del alcance de la razón humana, puede ser conocido por todos, incluso en el estado actual del género humano, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno. Pero no por esto se ha de sostener que la revelación sea absolutamente necesaria, sino que Dios, por su bondad infinita, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, esto es, a participar de los bienes divinos, que sobrepasan absolutamente el entendimiento de la mente humana; ciertamente «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para aquellos que lo aman» (1 Cor 2,9). Esta revelación sobrenatural, conforme a la fe de la Iglesia universal declarada por el sagrado concilio de Trento, «está contenida en libros escritos y en tradiciones no escritas, que fueron recibidos por los apóstoles de la boca del mismo Cristo, o que, transmitidos como de mano en mano desde los apóstoles bajo el dictado del Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros» (Conc. de Trento, sesión IV, dec.I) (DS 30043005). 1) En el primer párrafo, el concilio distingue dos caminos por los que el hombre puede acceder al conocimiento de Dios: el camino ascendente, que arranca de la creación, y el camino descendente o sobrenatural de la revelación. El primero tiene como instrumento la luz de la razón y alcanza a Dios no en su vida íntima, sino en su relación causal con el mundo. No se dice si este conocimiento se logra de hecho con o sin la ayuda de la gracia, pero la posibilidad del mismo es incontrovertible: cuenta con el apoyo de la Escritura (cf. Rom 1,18-32; Sab 13,1-9) y de toda la tradición patrística. No hay cabida para el escepticismo religioso. El segundo camino también está avalado por la Escritura (Heb 1,1-4). El texto conciliar habla expresamente de “revelación” sobrenatural y la precisa desde diversos puntos de vista: a) En cuanto a su origen, es esencialmente gracia y don de Dios. Su carácter gratuito no impide, sin embargo, que responda a la sabiduría y a la bondad de Dios. Responde a la sabiduría de Dios, creador y providente, en cuanto que las verdades religiosas de orden natural pueden ser así conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error; responde también a la sabiduría de Dios en cuanto que, si Dios elevó al hombre al orden sobrenatural, tenía que darle a conocer el fin y los medios para alcanzarlo. Responde además a la bondad de Dios, que no sólo sale de su misterio, se dirige al hombre, lo interpela y entra en comunicación personal con él, sino que le facilita de

37 este modo el camino natural hacia él, lo asocia a los secretos de su vida íntima y lo hace partícipe de su propia vida divina. b) En cuanto al objeto material de la revelación, el texto conciliar precisa que es Dios mismo y los decretos eternos de su libre voluntad, es decir, las verdades accesibles a la razón humana y los misterios que la sobrepasan. Por “Dios mismo” se ha de entender su existencia, sus atributos, pero también la vida íntima de las tres personas. En sus “decretos” se han de ver incluidos no sólo aquellos que conciernen a la creación y al gobierno natural del mundo, sino también los que se refieren a nuestra elevación al orden sobrenatural, la encarnación, la redención, la vocación de los elegidos. c) En cuanto a los destinatarios, éstos son todo el género humano; la revelación es tan universal como la salvación. 2) El segundo párrafo y el tercero aportan a estos elementos de definición unas nuevas precisiones relativas a la necesidad, la finalidad y el contenido de la revelación: a) Respecto a su necesidad por lo que atañe a las verdades de orden sobrenatural, el texto subraya que ésta, que es necesidad absoluta para el hombre, ha de verse en conexión indisoluble con la intención salvífica de Dios; por lo que atañe a las verdades religiosas de orden natural, la necesidad queda descrita con los rasgos propios de una necesidad moral. Sin la revelación, esas verdades no podrían ser conocidas por todos sin dificultad, con certeza firme y sin mezcla de error. b) El contenido de la revelación divina no es otro que el ofrecido en la Escrituras sagradas y en las tradiciones no escritas que tienen su origen en Cristo y se han transmitido sin interrupción en la Iglesia. Se recogen al pie de la letra los términos ya utilizados en el concilio de Trento. Resumiendo, el Vaticano I habla de la revelación como acción de Dios (sentido subjetivo) y como resultado de esa acción (sentido objetivo). Sin dejar de afirmar que es una acción gratuita de Dios con vistas a la salvación del hombre, dándose a conocer a sí mismo y los decretos de su voluntad, el concilio contempla con más atención el sentido objetivo de esa acción divina, estableciendo una especie de adecuación entre revelación y depósito de la fe.

3.3. El concilio Vaticano II (año 1965) El paso del siglo XIX al XX estuvo marcado fuertemente por la crisis modernista, que afectó a los cimientos mismos de la revelación cristiana. No es fácil reducir a unidad un movimiento tan complejo como fue el modernismo. Pero se puede decir que, respondiendo al esfuerzo de comprender un mundo que cambiaba a todos los niveles, el denominador común y el punto neurálgico de los modernistas se encuentra en lo que Alfred Loisy, el más representativo de todos ellos, expresaba en estos términos: “La revelación no puede ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre de su relación con Dios... En un momento determinado, el comienzo de la revelación fue la percepción, tan rudimentaria como pueda imaginarse, de la relación que debe existir entre el hombre, consciente de sí mismo, y Dios, presente detrás del mundo de los fenómenos... El crecimiento de la religión revelada se ha debido a la percepción de nuevas revelaciones, a una determinación más precisa y distinta de la relación esencial, prevista desde el principio, al aprender el hombre a conocer cada vez mejor la grandeza de Dios y el carácter de su propio deber” (Autour d’un petit livre, París 1903, 195-197). Así, pues, la revelación no sería otra cosa que la conciencia humana de la relación existencial que el hombre tiene con Dios, el sentimiento religioso que nace del

38 corazón, una percepción experimental de Dios. Por ello, el contenido de la revelación serán todas las ideas que el hombre ha tenido de Dios a lo largo de la historia. Cristo será el gran revelador, pero no por ser el Verbo eterno de Dios ni el Hijo de Dios, sino porque tuvo la percepción más clarividente de Dios. El papel de Cristo consistirá en desvelar lo que en el fondo ocurre en el corazón de todo hombre. Con su vida, él manifestó lo que el hombre ha comprendido vagamente desde siempre. No tiene sentido hablar de “depósito” de la revelación, puesto que hay expresiones de Dios que no se encuentran en la Escritura ni en la Tradición, y hay otras que están todavía en proceso de formación. La revelación participa de la condición histórica del hombre, que evoluciona constantemente. La revelación no escapa a esta ley humana; no está hecha ni se encuentra nunca acabada. Esta manera de concebir la revelación minaba el fundamento mismo de la fe cristiana. No estaba en juego un dogma u otro, sino la esencia misma del cristianismo. Se comprende que la reacción por parte del Magisterio de la Iglesia no se hiciera esperar. El 3 de julio de 1907 el Santo Oficio publica el decreto Lamentabili, donde se condenan las principales tesis modernistas. Dos meses más tarde aparece la encíclica Pascendi de Pío X, donde quedan al descubierto las raíces filosóficas del modernismo (su agnosticismo metafísico). El 1 de septiembre de 1910 ve la luz el motu propio de Pío X, Sacrorum Antistitum, que contiene el juramento antimodernista. Todos estos documentos se caracterizan por una terminología precisa, pero también por una evidente inflación del carácter doctrinal de la revelación, en detrimento de su carácter histórico y personal. La Iglesia, no suficientemente preparada para abrirse con serenidad al mundo de su tiempo, sólo pensó en defenderse y condenar. Esta actitud no pudo menos que repercutir negativamente en la reflexión teológica de las décadas sucesivas. Pero no faltaron voces críticas que sirvieron de antídoto y estímulo. De Lubac, Danielou, Brouillard, Von Balthasar, Chenu y otros muchos tuvieron el valor de denunciar abiertamente el estéril intelectualismo que reducía la revelación a la comunicación de un simple sistema de ideas, instando a una mayor fidelidad a los datos de la Escritura y de la Tradición, que hablaban claramente de la revelación como autocomunicación de una persona y como proceso de una historia que culmina en Cristo, Verbo de Dios encarnado. Sus denuncias no fueron vanas. Lo confirma la constitución dogmática sobre la divina revelación (Dei Verbum) del concilio Vaticano II. La elaboración fue laboriosa, pero valió la pena el esfuerzo. Clave hermenéutica de los demás documentos conciliares, de ella se ha podido decir que “se asemeja a una brisa de aire puro que llega de lejos y disipa la oscuridad. El paso a una concepción personalista, histórica y cristocéntrica de la revelación constituye una especie de revolución copernicana frente a la concepción extrinsecista, atemporal, nocional, que había prevalecido hasta mediados del siglo XX”. (R. Latourelle, “Dei Verbum: Comentario”, en Diccionario de Teología fundamental, Madrid 1992, 277). El contenido del documento se deja percibir en los títulos de los seis capítulos que siguen al Proemio: 1) Naturaleza de la revelación; 2) Transmisión de la revelación divina; 3) Inspiración divina e interpretación de la Sagrada Escritura; 4) El Antiguo Testamento; 5) El Nuevo Testamento; 6) La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia. Sobre nuestro tema, se hace obligada una lectura atenta de los dos primeros capítulos. Aquí nos limitamos a señalar las ideas más novedosas y de mayor alcance. 1) Naturaleza de la revelación (un hablar que es don gratuito de Dios) Declarando en el Proemio que el Concilio quiere proponer la doctrina auténtica sobre la revelación y su transmisión “para que todo el mundo lo escuche y crea, creyendo espere, y esperando ame”, el texto conciliar comienza subrayando la iniciativa de

39 Dios a la hora de revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse...”). La revelación escapa a toda exigencia y a toda constricción por parte del hombre. Que el Dios invisible haya decidido revelarse al hombre se debe exclusivamente a su imprevisible amor. No es el hombre el que constituye el parámetro de Dios y le dicta el modo en que ha de actuar. Se subraya así que el cristianismo no es una forma más noble de humanismo, sino un don de Dios. Obra de amor, la revelación procede “de la bondad y de la sabiduría de Dios”. Se emplean términos utilizados ya en el Vaticano I. Pero no deja de ser significativa la inversión que se hace, poniendo en primer plano la bondad de Dios. Esta revelación queda precisada en su naturaleza más íntima al decir que, en ella, “Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos y trata con ellos”. El concilio mantiene así la analogía del “hablar” y del “diálogo”, fuertemente arraigada en la tradición bíblica, patrística y magisterial. La palabra es la forma suprema de intercambio entre seres inteligentes. Con ella se dirige una persona a otra con vistas a una comunicación y en orden a un encuentro. En el caso de Dios, ese hablar adquiere una dimensión insospechada cuando, en la persona de su Hijo, su Palabra se hace carne y asume el lenguaje de los hombres. La trascendencia divina se hace proximidad. Esta analogía del hablar y del diálogo no debe tomarse a la ligera e interpretarse como simple intento humano de traducir lo inefable. Se trata de una analogía avalada por los textos inspirados y llevada a cumplimiento pleno en la Encarnación del Verbo de Dios. La revelación inaugura entre Dios y los hombres un diálogo que atraviesa los siglos. 2) Contenido de la revelación (“a sí mismo y el misterio de su voluntad”) Para definir el contenido u objeto de la revelación, el concilio recurre abundantemente a las categorías bíblicas, especialmente a expresiones paulinas. En vez de hablar, como el Vaticano I, de “decretos” de la voluntad divina, se utiliza el término paulino de “misterio” (sacramentum). Pero antes que revelar el misterio de su voluntad, Dios se revela a sí mismo. Más adelante se dirá, explicitando esta frase, que “por la revelación divina, Dios ha querido manifestarse y comunicarse a sí mismo” (DV 6). La revelación es a la vez automanifestación y autodonación de Dios en persona. Al revelarse, Dios se da. La intención evidente del concilio es personalizar la revelación: antes de dar a conocer algo, antes de manifestar su designio de salvación, es Dios mismo el que se manifiesta. Y el designio de Dios, en el sentido del misterio en san Pablo, es que “los hombres, por Cristo, Verbo hecho carne, accedan al Padre en el Espíritu Santo y se hagan partícipes de la vida divina”. Por tanto, la revelación es esencialmente revelación de personas: la revelación de la vida de las tres personas divinas, la revelación del misterio de la persona de Cristo, la revelación de nuestra vida de hijos adoptivos del Padre. 3) Finalidad de la revelación (“para invitarlos y recibirlos en su compañía”) Si Dios se revela, es para invitar a los hombres a una comunión de vida con él y para admitirlos a compartir su propia vida. Esta es la finalidad específica de la revelación. Obra de amor, la revelación persigue un proyecto de amor: iniciar al hombre en el misterio de la vida íntima de Dios en vistas a una participación y una comunión en esa vida. A lo largo de la constitución conciliar se multiplican las expresiones y alusiones bíblicas para dejar bien clara esta idea.

40 4) Modos de la revelación (“por obras y palabras intrínsecamente ligadas”) Definiendo la revelación como un “hablar” de Dios a los hombres en tono de amigo, ese hablar no se ha de entender en el sentido de una simple emisión de palabras. El hablar de Dios se lleva a cabo tanto con las obras como con las palabras (gestaverba). Ambas están intrínsecamente ligadas. Unas y otras son interdependientes, estando las unas al servicio de las otras: “Las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman la obras y explican su misterio”. Al expresarse así, el concilio subraya el carácter histórico y sacramental de la revelación. Dios interviene en la historia y declara el sentido de su intervención; actúa y comenta su acción. Esta estructura general de la revelación, afirmada en cuatro ocasiones (DV 2.4.14.17), la distingue de cualquier otra forma de conocimiento: filosófico, mítico, metatemporal o metaespacial. La libera además de dos deformaciones que con frecuencia ha tenido que sufrir: la primera, representada por W. Pannenberg dentro de la teología protestante, reduce la revelación a la trama opaca de los acontecimientos, sacrificando prácticamente las palabras que los interpretan y que esclarecen su sentido auténtico; la segunda, frecuente en la teología católica preconciliar, tiende a confundir la revelación-palabra con la revelación por discurso articulado, reduciendo así la revelación a una serie de nociones a retener. Acontecimientos e interpretación, obras y palabras, forman un todo orgánico y compacto que alcanza su cima en Cristo, el Verbo hecho carne, que habitó entre nosotros. 5) “Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación” Después de considerar la revelación en su estructura interna (DV 2), el concilio la considera en su desarrollo histórico (DV 3-4), distinguiendo una doble manifestación de Dios: la primera, por la que Dios da a los hombres un “testimonio permanente” de su existencia, está inscrita en el universo creado por él (Rom 1,19-20) y podríamos llamarla revelación cósmica; la segunda, a través de la cual abre a todos el camino de la salvación sobrenatural, es la revelación histórica, que, remontándose a los orígenes mismos de la humanidad y pasando por Abrahán, Moisés y los profetas, llega a su culmen en Jesucristo, mediador y plenitud de toda la revelación. Al hablar de la revelación cósmica como de un testimonio de Dios sobre sí mismo y de la revelación histórica como de un camino de salvación sobrenatural, el texto conciliar permite pensar que el testimonio de la existencia de Dios y su reconocimiento por parte de los hombres es también un camino de salvación, aunque parcial, inacabado, en espera de una manifestación superior de Dios, de una manifestación sobrenatural. Esta manifestación se hace plena e insuperable en la persona de Cristo, el Hijo de Dios, su Verbo eterno, enviado a nuestro mundo para habitar entre nosotros y darnos a conocer las profundidades de la vida divina. La función reveladora de Cristo tiene, pues, su origen en su condición de Hijo de Dios y Palabra de Dios en el seno de la Trinidad. La Palabra eterna de Dios se hace uno de nosotros, hombre entre los hombres, y se expresa en lenguaje humano, que es al mismo tiempo lenguaje divino. Es un lenguaje que abarca todos los recursos de la expresión humana. Toda la existencia humana de Cristo (acciones, gestos, actitudes, comportamientos, palabras) es a la vez revelación del Hijo y revelación del Padre: “Quien ve a Jesucristo, ve al Padre”. Ahora bien, según el texto conciliar, la función reveladora de Jesús no se limita a mostrar de manera insuperable el rostro invisible del Padre, sino que además “confirma esa revelación con testimonio divino”. Es una afirmación inesperada. Con

41 ella se presenta a Cristo no sólo como revelador definitivo de Dios, sino además como signo que permite identificarlo como tal. Los signos que confirman su revelación no son exteriores a él; son el mismo Cristo en la irradiación de su poder, de su santidad, de su sabiduría. Toda esta irradiación de Cristo constituye un testimonio propiamente divino. Así, pues, Cristo completa la revelación, la conduce a su perfección y la confirma. Todo ello lo lleva a cabo atestiguando que Dios mismo está con nosotros (Emmanuel) para arrancarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y hacernos resucitar a una vida eterna. 6) La transmisión de la revelación (Escritura y Tradición) Dios quiere que su revelación (Verbum Dei), consumada en Cristo, se conserve íntegra a través de los siglos y llegue a ser conocida por todos los hombres. De aquí que Jesús enviara a los que había elegido como apóstoles a “predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta” (DV 7). Los apóstoles procedieron de manera similar, nombrando como sucesores a los obispos. “Esta Tradición –termina diciendo DV 7-, con la Escritura de ambos Testamentos, son el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a Dios, hasta el día en que llegue a verlo cara a cara, como Él es”. Después de hacer una detallada presentación de la Tradición como realidad viva que va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo (DV 8), el texto conciliar reserva el n.9 para precisar la mutua relación entre Tradición y Escritura en estos términos: “La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; brotan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza acerca de todo lo revelado. Y así ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción”. Muchos comentaristas han visto en estas palabras la justificación del inmediato rechazo que los Padres conciliares mostraron ante el primer esquema o borrador del documento, que se titulaba De fontibus Revelationes, hablando en plural de las fuentes de la revelación y concibiendo como tales la Escritura y la Tradición. De este modo, los Padres conciliares tomarían partido por la corriente teológica que defendía una única fuente, no pudiendo ser otra que la Escritura. Como subraya A. Vanhoye, esta interpretación refleja “una grave confusión”. La posición del concilio es claramente distinta. Lo primero que se advierte es que, efectivamente, evitó cuidadosamente hablar de “fuentes” de la revelación. Pero se advierte también que evitó con no menor cuidado presentar a la Escritura como única fuente de revelación, lo cual habría transformado la religión cristiana en una “religión del libro”. Lo que el concilio rehusó fue una concepción dicotómica que estableciera una dualidad en el origen de la revelación y que mantuviera en adelante la Tradición y la Escritura en compartimentos estancos. El concilio quiso insistir, por el contrario, en la unidad de origen y en las múltiples conexiones que se dan entre Escritura y Tradición. Para afirmar la unidad de origen, no tuvo más que seguir al concilio de Trento, que habla de “fuente” en singular (“fons”) y no la aplica ni a la Escritura ni a la Tradición, sino a una realidad que precede a ambas y que es llamada “el Evangelio” (no evidentemente en el sentido de uno de nuestros cuatro Evangelios, sino en el sentido

42 que da a este término el apóstol Pablo, por ejemplo en Rom 1,16: “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”). De este Evangelio dice el concilio de Trento, y el concilio Vaticano II lo repite, que fue prometido antaño por medio de los profetas y que Cristo lo promulgó con su propia boca (DS 1501; DV 7). Pero el Vaticano II hace dos adiciones significativas: en la primera señala que, en Cristo Señor, “toda la revelación del Dios altísimo encuentra su consumación”; en la segunda precisa que Cristo no sólo ha promulgado el Evangelio, sino que lo ha llevado a cumplimiento. Estas dos adiciones permiten pasar de una perspectiva de simple proclamación de la verdad a una perspectiva de cumplimiento; confieren así al Evangelio un contenido más denso. Inmediatamente después de afirmar la existencia de esta fuente única, el concilio de Trento observaba que el contenido del Evangelio nos llega por un doble canal, formado de una parte “por libros escritos” y, de otra, “por tradiciones no escritas” (DS 1501). El Vaticano II dice lo mismo, pero en otros términos y en orden inverso: primero se nombra la predicación oral de los apóstoles y se habla después de la puesta por escrito del mensaje de la salvación (DV 7). Este orden inverso es más conforme a la realidad histórica, ya que la predicación oral de los apóstoles precedió en muchos años a la puesta por escrito de los evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento. Con razón se ha podido decir que la Sagrada Escritura es hija de la Tradición oral. De la Sagrada Escritura ofrece el concilio una definición. Dice que es “el hablar de Dios (locutio Dei) puesto por escrito por inspiración del Espíritu Santo” (DV 9). De la Tradición no dice lo que es, sino lo que hace: “recibe la palabra de Dios... y la transmite. La conexión entre Tradición y Escritura no puede ser más fuerte. La Escritura forma parte del contenido de la Tradición, ya que es transmitida en la Iglesia de generación en generación. Lo que se dice en el último capítulo de la Dei Verbum acerca de los esfuerzos de la Iglesia, instruida por el Espíritu Santo, por adquirir una inteligencia cada vez más profunda de las Sagradas Escrituras (DV 23), hay que atribuirlo, por tanto, al dinamismo de la Tradición. Ahora bien, aunque forme parte y tenga su origen en la Tradición, la Escritura es de algún modo superior a la Tradición. Inspirada directamente por Dios, ligada inmediatamente (en el Nuevo Testamento) al período fundador de la historia de la salvación, puesta por escrito de una vez para siempre, la Escritura “comunica inmutablemente la Palabra de Dios mismo y hace resonar en las palabras de los profetas y de los apóstoles la voz del Espíritu Santo” (DV 21). Nada de esto puede decirse de Tradición. Se ha de añadir, no obstante, que esta superioridad de la Escritura va acompañada de una cierta inferioridad, en cuanto que la Escritura necesita de la Tradición. Fijada de manera inmutable, la Escritura ofrece a los creyentes un anclaje de perfecta solidez; pero su inmutabilidad implica a la vez un gran inconveniente: corre el riesgo de convertirse en letra muerta, e incluso en letra que mata (2 Cor 3,6). Para que pueda ser siempre palabra viva y eficaz en la Iglesia, para que haga “resonar la voz del Espíritu”, es necesario que sea llevada por la corriente viva de la Tradición, corriente que proviene del mismo Espíritu Santo. En otras palabras, sin la Tradición eclesial, la Escritura sería un cuerpo muerto y la única función a la que podría aspirar sería de orden documental, como los textos de los historiadores antiguos. Tras la conclusión del período fundacional, la Tradición no produce ya textos inspirados por el Espíritu Santo, pero goza de la asistencia del Espíritu para actualizar las Escrituras en un doble sentido: hace comprender la enseñanza de las Escrituras en el contexto actual y las hace operantes en el mundo presente (actualización de conocimiento y de eficacia).

43 La exégesis católica no puede ignorar este papel de la Tradición. La Pontifica Comisión Bíblica lo recordaba en el documento del 1993 sobre “La interpretación de la Biblia en la Iglesia”. Lo que ha de caracterizar a la exégesis católica –se dice en él“es que se sitúa conscientemente en la Tradición viva de la Iglesia, cuyo primer cuidado es la fidelidad a la revelación atestiguada por la Biblia” (cap. III, Intr.). Lejos de ser anticientífica, esta postura corresponde a las exigencias de la hermenéutica moderna en materia de precomprensión. Para interpretar un texto se ha de partir necesariamente de una cierta precomprensión o afinidad. Al adoptar como precomprensión aquella que ofrece la Tradición viva de la Iglesia, la exégesis católica se sitúa en la posición más favorable para la interpretación auténtica de los textos, ya que estos son fruto de etapas anteriores de la misma Tradición. Esto corresponde a la exigencia de afinidad vital entre el intérprete y su objeto, afinidad indispensable para llegar a la verdadera comprensión (cf. A. Vanhoye, “La recepción en la Iglesia de la constitución dogmática Dei Verbum”, en J. Ratzinger et al., Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, ed. Palabra, Madrid 2003, 147-173). RESUMEN Sobre el tema de la revelación divina se ha pronunciado el Magisterio de la Iglesia en tres importantes concilios: Trento (siglo XVI), Vaticano I (siglo XIX), Vaticano II (siglo XX). En un clima de serenidad y apertura al mundo contemporáneo, es el concilio Vaticano II el único que aborda de forma sistemática esta realidad primera y fundamental del cristianismo en su naturaleza y en sus rasgos específicos. Utiliza un lenguaje personalista (palabra, conversación, diálogo, comunicación, amor, amistad) y asume una perspectiva netamente cristológica, confiriendo a la Iglesia el puesto que le corresponde.

44

AUTOEVALUACIÓN La enseñanza del concilio Vaticano I El concilio Vaticano I habla de los dos caminos por los que el hombre puede acceder al conocimiento de Dios: la luz de la razón y la revelación sobrenatural. ¿En qué texto bíblico queda avalado este segundo camino? •

Rom 1,18-32



Sab 13,1-19



1 Cor 2,9



Heb 1,1-4

La enseñanza del concilio Vaticano II El concilio Vaticano II pone especial empeño en precisar la mutua relación entre Escritura y Tradición. De ellas dice que “brotan de la misma fuente”. ¿Qué término se utiliza para hablar de esa única fuente? •

Revelación



Palabra de Dios



Evangelio



Misterio



Plan salvífico de Dios



Alianza



Testamento

45

4. Síntesis Teológica PRECEDENTES Conocidos ya los datos que sobre la revelación divina nos ofrece la Biblia, la tradición patrística y el magisterio de la Iglesia, se impone una parte sistemática en la que aparezcan recogidos y ordenados los aspectos fundamentales de ese misterio de la autocomunicación de Dios al hombre. Lo haremos teniendo en cuenta su relación esencial con Dios, en cuanto que él es la fuente y el origen de esa revelación, y su relación también esencial con el hombre, en cuanto destinatario de la misma. Para otros aspectos que aquí van a quedar silenciados remito al manual de C. Izquierdo Urbina (Teología fundamental, Pamplona 1998, 79-239), especialmente rico en esta parte sistemática. OBJETIVO Teniendo en cuenta el origen de la revelación divina, en esta sección nos proponemos contemplarla como autocomunicación de Dios en la historia y en la palabra. Se trata de una historia que va avanzando hasta alcanzar su punto culminante en la encarnación del Hijo de Dios. También la palabra conoce un camino ascendente de expresividad hasta que se hace carne en Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado.

4.1. Autocomunicación de Dios en una historia que culmina en la encarnación del Hijo de Dios El concilio Vaticano II refleja perfectamente el concepto bíblico y patrístico de “revelación” al decir que, en su bondad y sabiduría, Dios tuvo a bien revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (DV 2). Precisado así el objeto de la revelación, ésta no se puede reducir a la manifestación divina de una serie de verdades que el hombre ha de conocer con su entendimiento. Revelándose, Dios hace al hombre partícipe de su propia vida divina. La revelación es, pues, ante todo y sobre todo, la autocomunicación de Dios al hombre. El primer rasgo que caracteriza a esta autocomunicación de Dios es su vinculación indisoluble con la historia. No se trata sólo de un acontecimiento localizado en el tiempo y en el espacio, sino de un acontecimiento que se despliega a partir de unos hechos históricos concretos, cuyo sentido profundo es notificado por unos testigos determinados. En otras palabras, la historia es el “medio” de la revelación divina, la cual se presenta como tal en la historia y como historia. Esto no significa que se confunda con la historia. Pero sí hace que, en el seno de la historia de los hombres, se vaya formando una historia santa, una historia de salvación. A través de acontecimientos históricos, Dios realiza su designio salvador y, por caminos diversos, conduce la misma historia hacia su culminación. El Dios de la revelación cristiana no es, pues, simplemente el Dios del cosmos, sino el Dios de las intervenciones libres e inesperadas en la historia humana. Por tener lugar en la historia y como historia, la revelación divina no se da en un punto único del tiempo, sino más bien a través de una sucesión de intervenciones múltiples. La revelación es un acontecimiento progresivo. Hay una historia de revelación, en la que se da una paulatina preparación y en la que se llega a un punto culminante (cf. Heb 1,1-4). Sólo a través de su preparación durante siglos adquiere

46 relieve la plenitud de la revelación, que tiene lugar con la encarnación del Hijo único de Dios. Tiempo de preparación en el pueblo de Israel Toda la historia del pueblo de Israel, reflejada en los libros del Antiguo Testamento, es sobre todo la historia de una promesa por parte de Dios, acogida por un pueblo que reflexiona sobre ella y pone en ella su esperanza. A través de esa historia es como el mismo Dios va preparando el momento cumbre de su revelación, llegada “la plenitud de los tiempos” (cf. Gál 4,4). - El Dios de la promesa Lo que pone en movimiento toda la historia de Israel y lo que da dinamismo a esta historia es la intervención del Dios de la promesa. En efecto, es la promesa, con la esperanza que suscita en el acontecimiento que la colmará, lo que mueve la historia del pueblo elegido. Como Dios es fiel a sus promesas, cada nuevo cumplimiento hace esperar un cumplimiento más decisivo todavía, y constituye una especie de relevo en el desarrollo continuo de la historia hacia su término final. Por eso Israel no sólo conmemora el pasado, sino que lo considera como promesa del porvenir. La misma salvación escatológica se describe en la categoría de promesa, de una promesa ampliada, que verá un cumplimiento insospechado. El acontecimiento decisivo será un nuevo éxodo, una nueva alianza, una salvación universal. Así, gracias a la promesa, toda la historia está en marcha hacia el futuro, hacia un cumplimiento definitivo de esa historia, sin que pueda sin embargo anticiparlo ni definirlo con claridad. Aunque las apariencias hagan pensar que la historia de Israel va en declive, encaminándose hacia un fracaso irremediable, la verdadera realidad es distinta. En el nivel más profundo de la promesa y de la historia de la salvación todo conduce hacia el tiempo de la plenitud o hacia la plenitud de los tiempos. - El pueblo que reflexiona y confía Al Dios de la promesa responde Israel con la reflexión constante y con una confianza cada vez más intensa. En efecto, puesto que la historia es el lugar de la revelación de Dios, Israel no deja de meditar en los acontecimientos que marcaron su nacimiento y su desarrollo como pueblo: los acontecimientos del éxodo, de la elección, de la alianza, de la ley, etc. En ellos llega a percibir la clave de toda su existencia. El Antiguo Testamento en su conjunto no es sino el fruto de esa reflexión constante del pueblo de Dios bajo la guía de los profetas y de los autores inspirados, pero a partir de los mismos acontecimientos. De esta reflexión nacieron las grandes recopilaciones que conocemos con los nombres de tradición yahvista, tradición elohísta, tradición sacerdotal, tradición deuteronomista. Cada una de ella representa una relectura concreta de la historia de la salvación. Todas ellas quedarían después ensambladas y completadas con otros escritos, bien de carácter histórico, de carácter profético o de carácter sapiencial. Este ensamblaje se hace no desde un criterio de sistematización lógica, sino a partir de la sucesión de los acontecimientos prometidos y cumplidos por Dios. El principio de unificación de todo el Antiguo Testamento es ante todo el obrar de Dios en la historia, según una concepción del tiempo no tanto lineal cuanto en espiral, por círculos cada vez más amplios y ricos de sentido. Al tratarse de una revelación que es ante todo promesa y futuro, el tiempo presente aparece como un tiempo de espera vigilante, de esperanza y confianza. Israel reconoce a Dios como el único Dios salvador y confía en sus promesas. A medida que el pueblo va avanzando en el tiempo, pasando dolorosamente por la experiencia de su

47 fracaso y su pecado, su confianza va acrisolándose y crece la esperanza en Aquel que un día vendrá y traerá consigo la salvación definitiva. La esperanza en Israel va creciendo al compás de las dificultades y contratiempos. Cumplimiento y plenitud en Jesucristo La progresiva revelación de Dios a lo largo de toda la historia de Israel llega a su plenitud y cumplimiento definitivo con la encarnación de su Hijo único, Jesucristo. El tiempo de preparación ha llegado a su fin. Las esperanzas quedan cumplidas, y el cumplimiento implica una novedad radical. Dios no se conforma con una intervención más espectacular en el transcurso de la historia, sino que, para manifestarse en plenitud, decide que su Hijo único asuma la condición humana: “Se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres; y en su codición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,7-8). En su condición de hombre, con todos los riesgos y límites del lenguaje, de la cultura y de las instituciones humanas, Cristo no se limita a ser simple mediador de la revelación de Dios; es él mismo revelación, plenitud de la revelación, verdadera epifanía de Dios. La oscuridad de la carne se convierte en el medio privilegiado por el que Dios quiere manifestarse y darse definitivamente a los hombres en una revelación que no pasará. En él manifiesta Dios toda su bondad y todo su amor por los hombres (Tito 3,4). En él se manifiesta la vida divina (1 Jn 1,23). Así, pues, la humanidad de Cristo es ex-presión de Dios. Este “principio encarnacional” de la revelación, indicado en la Dei Verbum en un texto de insuperable densidad y concisión (DV 4), tiene múltiples consecuencias para la comprensión de la revelación: a) Si, por la encarnación, Cristo se convierte en mediador y plenitud de la revelación, se sigue que él ocupa en el cristianismo una posición absolutamente única, una posición sin posible parangón en las demás religiones, incluido el judaísmo. El cristianismo es la única religión cuya revelación se encarna en una persona que se presenta como la verdad viva y absoluta. No se trata de un fundador más, al estilo de Buda, de Confucio, de Zoroastro o de Mahoma. A la vez que el misterio revelante, Cristo es el misterio revelado; a la vez que inmanente a la historia, él es el trascendente absoluto. b) Si por la encarnación hay en Cristo una verdadera “inhumanización” de Dios, se sigue que todas las dimensiones de su humanidad son asumidas y utilizadas para servir de expresión al Absoluto. No solamente las palabras de Cristo, sino también sus acciones, sus ejemplos, sus actitudes, su comportamiento con los pequeños, con los pobres, con los marginados, con todos los que la humanidad ignora, desprecia o rechaza, así como su pasión y su muerte en la cruz, nos revelan, además de su propio misterio de Hijo, el misterio de la vida trinitaria. Sus palabras y sus acciones son las palabras y las acciones humanas de Dios. Su amor es el amor de Dios hecho visible. Cristo se compromete por entero en la revelación del Padre y de su amor. c) Revelando el amor del Padre desde su condición de Hijo, Cristo nos revela además el estilo de vida que corresponde a los hijos de Dios. Una simple enseñanza oral o escrita habría sido poco eficaz. Había que ilustrar, ejemplificar y vivir ese estido de vida. Desde el comportamiento del Hijo de Dios encarnado puede el hombre aprender a vivir como hijo de Dios.

48

4.2. Autocomunicación de Dios a través de una palabra que llega hasta hacerse carne en Jesucristo La expresión más utilizada en la Sagrada Escritura para designar de una manera sencilla y concreta la revelación divina es la de “Palabra de Dios”. El dabar Yahweh, el Logos tou Theou, el hablar de Dios, hace referencia a la acción y también al medio por el que Dios se comunica a los hombres. Independientemente del rico significado que esta expresión tiene en el lenguaje bíblico, ella obliga a la teología a mantener la afirmación de que Dios habla al hombre (cf. Heb 1,1-4). No se trata, evidentemente, de un hablar como el de los hombres. Estamos ante una analogía para expresar lo inexpresable. Pero no deja de ser una analogía elocuente cuando queda purificada de todas las limitaciones e imperfecciones del hablar humano. Sirve sin duda para describir con acierto ese encuentro inaudito del Dios vivo con el hombre por mediación de Moisés, de los profetas, de los libros inspirados… y finalmente, en la plenitud de los tiempos, por la voz y la vida de Cristo, la Palabra eterna del Padre hecha carne para llamar a los hombres e invitarles a la comunión de vida con Él. En Cristo, su Hijo, la palabra del mismo Dios queda articulada, se hace Evangelio, se hace vida que se entrega y que se inmola hasta llegar al silencio mismo de la cruz, donde paradójicamente deja oír, a través de unos brazos extendidos y un corazón traspasado, la afirmación suprema: Dios es amor. Sirve también para expresar que lo que se desvela en esa palabra de Dios no es simplemente algo, sino Alguien que interpela: el misterio de un yo personal que se dirige a un tú; el misterio de una vida que ofrece al hombre la posibilidad de descubrir el verdadero sentido de su existencia. Se puede decir que la palabra de Dios encierra los aspectos más nobles que encierra la palabra humana: un contenido que se expresa; una interpelación que pide una respuesta; una interioridad que se ofrece para ser aceptada en la amistad. Pero, como expresión analógica, no se ha de pasar por alto el abismo existente entre la palabra humana y la palabra de Dios. El que se dirige al hombre en Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, no es un simple profeta, sino el totalmente Otro que se hace totalmente cercano, el Eterno que invade el tiempo, el Invisible que se hace perceptible, el tres veces santo que se dirige en amistad a su criatura. Dios sale al encuentro del hombre poniéndose a su nivel, hombre entre los hombres, y se dirige a él con gestos y palabras que puede captar y a través de los cuales puede vislumbrar el misterio de amor que brota de lo más íntimo de Dios. Esta revelación está pidiendo al hombre abrirse a ese abismo de amor. Para ello necesitará el hombre no sólo escuchar la palabra exterior sino dejarse arrastrar también por la “palabra interior”, por el impulso de la gracia interior de Dios: “Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no le atrae” (Jn 6,44). El hombre sólo podrá aceptar y asimilar la Palabra de Dios si se ve movido por esta acción interior del Espíritu. Mensaje del Evangelio y acción interior del Espíritu constituyen así las dos caras, las dos dimensiones de la única revelación cristiana. Son dos dimensiones complementarias que, aunque a veces se vean separadas por las circunstancias históricas, están destinadas a encontrarse y vivificarse mutuamente. Sin la palabra exterior, sin el mensaje, el hombre no podría conocer lo que Dios Padre está dispuesto a realizar en lo más profundo de su ser por medio de Cristo y de su Espíritu. Sin la palabra interior, sin el impulso de la gracia sobrenatural, no podría abandonarse al Dios invisible y confiarle su vida entera. En resumen: “La revelación se da objetivamente en Jesucristo como una realidad, pero no es asimilada por el hombre

49 más que gracias al Espíritu. La revelación cristiana es al mismo tiempo automanifestación y autodonación de Dios en Jesucristo, pero bajo la acción interiorizante del Espíritu” [Latourelle1992b, 1273]. AUTOEVALUACIÓN Autocomunicación de Dios a través de la historia La historia de Israel, reflejada en los libros del Antiguo Testamento, tiene un sello muy concreto. Es una historia que se presenta como: •

Historia de las intervenciones portentosas de Dios



Historia del olvido de Dios



Historia de la infidelidades del pueblo elegido



Historia de una promesa por parte de Dios, acogida por el pueblo



Historia de un mensaje consolador ante las dificultades



Historia de unos preceptos cada vez más exigentes.

• Autocomunicación de Dios a través de la palabra Después de la lectura de un texto bíblico en las celebraciones litúrgicas decimos que aquellas palabras leídas son “Palabra de Dios”. ¿Cómo se ha de entender esta expresión? •

En sentido literal



En sentido figurado



En sentido metafórico



En sentido analógico

Aprovecha para caer en la cuenta de todo lo que implica esta expresión.

50

4.3. Autocomunicación de Dios para la salvación del hombre PRECEDENTES Completamos la sesión anterior señalando ahora otros dos rasgos fundamentales que presenta la revelación cristiana desde la óptica de sus destinatarios. Como autocomunicación de Dios, la revelación tiende a la salvación del hombre y a la salvación de todos los hombres. OBJETIVO En dos apartados complementarios ofreceremos los dos rasgos más salientes de la revelación cristiana contemplada desde el ángulo de los destinatarios o, en otros términos, desde una perspectiva antropológica. Dios abre el misterio de su intimidad y se da a conocer “para que los hombres puedan llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina” (DV 2); “para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna” (DV 4); “para que el hombre participe de bienes divinos que superan totalmente la inteligencia humana” (DV 6). La revelación está, por tanto, esencialmente unida a la salvación del hombre, y de todos los hombres. Nadie queda excluido del designio salvador de Dios al que responde la revelación. La revelación del misterio de Dios, que se inclina hacia el hombre, que lo cubre con su amor y lo invita a participar de su propia vida, es a la vez revelación del misterio del hombre, revelación de ese destino que explica su dignidad y descubre el verdadero sentido de la vida humana (cf. Sal 8,5-9). El concilio Vaticano II lo expresa en términos inequívocos: “Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del Padre y del misterio de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 22). Sin ser en primer lugar una antropología (como pretendía R. Bultmann), la revelación tiene un destino antropológico en cuanto que es la luz que brota del misterio divino y se proyecta sobre el misterio del hombre. Esa luz le revela que su grandeza está en ser llamado a conocer a Dios y a compartir su vida. En términos teológicos, esto es la salvación, que se inicia con la llamada del hombre a la comunión con Dios. La revelación tiende, por tanto, a la salvación, aunque no se identifica con ella. Dios no condiciona la salvación de forma absoluta al conocimiento y aceptación de su revelación en Cristo. La revelación no ha llegado de hecho a todos los hombres, mientras que la voluntad salvífica de Dios es universal (1 Tim 2,4). Así, pues, la salvación es más amplia que la revelación en cuanto que afecta también –al menos como vocación sobrenatural- a quienes no han recibido el Evangelio ni han oído hablar de Cristo. El concilio Vaticano II enseña que “quienes inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de su conciencia, pueden conseguir la salvación” (Lumen gentium, 16). Se ha de mantener, sin embargo, que Cristo es “el único nombre” en el que el hombre puede salvarse (Hch 4,12). La encarnación le une de tal manera a la humanidad que le

51 convierte en el único salvador de todo hombre, también de aquellos que no han llegado a conocerle. Por esta razón, aunque pueda darse salvación sin revelación, no se puede dar sin un dinamismo inscrito en el ser humano que le orienta hacia Cristo y, a través de él, hacia Dios. Este dinamismo puede manifestarse como apertura, como interrogante o como espera de una respuesta y de un saber que no pude provenir del propio espíritu, sino de Dios. En una palabra, de un modo u otro, Dios está en el origen de toda salvación. No es el hombre el que se salva a sí mismo, sino Dios el que salva al hombre. Al hombre se le pide únicamente que acoja en libertad ese don que se le ofrece, que reciba libremente la gracia de la llamada a la comunión con Dios. Es lo que san Agustín pretendía subrayar al decir de manera lapidaria: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

4.4. Autocomunicación de Dios para la salvación de todos los hombres Aunque –como acabamos de ver- la salvación de Dios no queda supeditada al conocimiento explícito de su revelación, no por eso se ha de concebir esta revelación como algo esotérico, algo reservado sólo para una élite de escogidos. Dios quiere que todos los hombres se salven, pero quiere también que todos lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4). El concilio Vaticano II no duda en afirmar: “Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos, se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades” (DV 4). El mismo texto conciliar precisa el modo concreto en que se lleva a cabo el plan de Dios: “Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta… Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los Obispos, dejándoles su cargo en el magisterio” (DV 4). No es éste el momento de abordar el tema de la constitución de los Apóstoles por parte de Cristo o de los Obispos por parte de los Apóstoles. Baste señalar que Dios ha garantizado la conservación y transmisión fiel de su revelación a lo largo del tiempo dotando a la Iglesia fundada por Cristo de los medios necesarios para ello. Cometido específico de la Iglesia es conservar siempre vivo y entero el Evangelio. Además de conservarlo “íntegro”, lo ha de mantener “vivo”, lo cual exige no sólo una transmisión fiel, sino también una constante actualización, reexpresándolo en función de la cultura, el lenguaje y las necesidades de cada generación. En este complejo trabajo de transmisión fiel y actualizada, la Iglesia se ve continuamente expuesta a un doble peligro: prescindir de la adaptación necesaria en nombre de la fidelidad al pasado o comprometer la fidelidad con el pretexto de una adaptación permanente. En otros términos, la Iglesia puede ser víctima del estancamiento inmovilista o bien de la innovación fraudulenta. Los binomios de tradición e interpretación (a nivel del mensaje), de evangelio e inculturación (a nivel de la presentación), de conservación y desarrollo (a nivel de comprensión) expresan cada uno a su modo la complejidad de esa tarea irrenunciable para la Iglesia: sin dejar caer nada del mensaje recibido, sin alterarlo ni desvirtuarlo, debe proponerlo con un frescor siempre nuevo, de modo que responda a las cuestiones de los hombres de cada generación (Gaudium et spes, 4). Como subraya R. Latourelle, el hombre del siglo XXI tiene que sentirse afectado por la palabra de Cristo del mismo modo que se sentía el judío, el griego o el romano del siglo I, ya que el proyecto del evangelio es suscitar

52 en la humanidad un diálogo que no acabará hasta que acabe la historia. Siendo una palabra dirigida a un ambiente determinado y en un momento preciso, tiene que llegar sin embargo a todos los hombres de todos los tiempos, en su situación histórica siempre única, y responder a sus preguntas e inquietudes para encaminarlos hacia Dios [Latourelle1992b, 1274-1275]. Esta fidelidad al pasado sin ser esclavo de él, esta fidelidad en una actualización permanente, constituye, al mismo tiempo que una paradoja, un rasgo específico de la revelación cristiana. Para apreciar la gravedad de esta tensión basta pensar en la situación de diversas comunidades protestantes, especialmente en Estados Unidos: Unas, obstinadamente apegadas a la letra del Evangelio, pero sin verdadera creatividad; otras, por el contrario, demasiado preocupadas por el hombre contemporáneo, dispuestas a sacrificar sin escrúpulos puntos esenciales del mensaje. La Iglesia ha de ser guardiana de un pasado que no es un museo, sino fuente siempre viva y vivificante. Se ha de apoyar en el pasado para comprender el presente; ha de permanece fiel a la revelación, sin desvirtuarla; fiel a Cristo, sin eliminarlo. Pero no puede dejar de repetir que Cristo sigue vivo y operante en el mundo de hoy. RESUMEN La revelación es en el cristianismo la automanifestación y autodonación de Dios a través de una historia y de una palabra que encuentran su cumplimiento y plenitud en Cristo, Verbo de Dios encarnado. La finalidad de esta automanifestación y autodonación de Dios no es otra que la salvación del hombre, llamado a participar de la vida divina. Todos los rasgos de esta revelación se asemejan a una inmensa galaxia que se mueve en torno a un único centro. El centro es en este caso la persona de Cristo. Aquí radica la singularidad de la revelación cristiana; aquí está lo que la distingue de las demás religiones que se dicen igualmente reveladas. A los ojos del hombre contemporáneo, una revelación así no puede menos que resultar escandalosa. Escándalo tiene que suscitar una revelación que nos viene por los caminos de la carne y el lenguaje del Verbo encarnado, figura tenue, punto perdido en la historia de una cultura y de un país sin relieve entre las grandes culturas y potencias de este mundo. Escándalo tiene que suscitar igualmente una revelación confiada en su expansión a través de los siglos a una Iglesia integrada por seres de carne y hueso. Dios no ha reparado en escoger medios frágiles y quebradizos para llevar a cabo su revelación. Más aún, ha reservado la revelación suprema de su amor a la desconcertante imagen de un crucificado. Realmente, no es éste el tipo de singularidad que el hombre podía esperar del Absoluto y Trascendente. Sin embargo, en ese desconcierto de toda expectativa humana, en ese escándalo ineludible, es donde mejor se puede comprender que estamos ante el totalmente Otro. Al hombre se le está pidiendo de este modo que abandone su propia autosuficiencia y que se abra dócilmente al amor que se le ofrece.

53

AUTOEVALUACIÓN Autocomunicación de Dios para salvación del hombre La revelación de Dios desvela al hombre su grandeza. Esta reside en: •

Vivir para los demás



Pensar en los demás



No dejarse esclavizar por las riquezas



No ceder a las propuestas de una sociedad de consumo.



Ser llamado a conocer a Dios y a compartir su vida



Ser llamado a dominar los demás seres de la creación.

Autocomunicación de Dios para la salvación de todos los hombres Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Para ello ha encomendado a la Iglesia la tarea de mantener y transmitir íntegro y vivo el Evangelio. ¿Qué implica esto para la Iglesia? •

La necesidad de predicar a tiempo y a destiempo



La necesidad de avalar la palabra predicada con la vida



La necesidad de una repetición constante y fiel del mensaje evangélico



La necesidad de una innovación permanente



La necesidad de una adaptación continua del Evangelio sin alterarlo ni desvirtuarlo

54

III LA FE COMO RESPUESTA DEL HOMBRE A LA REVELACIÓN DE DIOS

PRECEDENTES En las sesiones precedentes hemos intentado comprender lo que la Sagrada Escritura, la tradición patrística, el magisterio de la Iglesia y la reflexión teológica dicen y enseñan sobre la revelación divina, apareciendo ésta como la libre y gratuita autocomunicación de Dios al hombre. Es una autocomunicación con la que Dios interpela al hombre, esperando su asentimiento y aceptación. Esta aceptación o acogida del don de Dios la realiza el hombre mediante la fe. El acto de fe viene a ser, en consecuencia, como el correlato antropológico de la revelación divina. Sobre él queremos detenernos en este nuevo capítulo de la Teología fundamental. El método seguirá siendo el mismo que en el capítulo anterior. Examinaremos sucesivamente los datos que sobre la fe nos ofrece la Biblia, la tradición patrística y el magisterio de la Iglesia para terminar con una reflexión sistematizada sobre la fe. OBJETIVO El acto de fe con el que el hombre responde a la revelación divina parece en principio un acto extremadamente simple. Basta decir: “Creo”. La fe es fe, y nada más. Pero en realidad no deja de tener su complejidad. Son muchos los aspectos de la persona que se ven directamente implicados en él. Estos aspectos dan juego suficiente para elaborar toda una “teología de la fe”. En esta elaboración, los primeros datos a tener en cuenta han de ser los que nos ofrece la Sagrada Escritura, fundamento y alma de la teología. Cada uno de los 73 libros de la Biblia es un testimonio de fe, puesto por escrito desde la fe y para la fe. En cada libro se deja entrever la fe de su autor o autores respectivos, igual que la fe de los destinatarios. Todas las páginas de la Biblia rebosan, por tanto, una rica experiencia de fe. Querer recorrer y examinar cada una de ellas sería una empresa imposible. Nos conformamos con precisar el modo en que, en el conjunto del Antiguo y del Nuevo Testamento, se expresa y se entiende el acto de creer.

55

1. La fe a la luz de la Biblia 1.1. “Creer” según el Antiguo Testamento La terminología utilizada en el Antiguo Testamento para expresar el acto de creer no puede ser más elocuente. La mayoría de las veces se recurre al verbo ‘aman (en formas diversas), de donde deriva el conocido “amén”. Podría decirse que, para el hombre del Antiguo Testamento, la fe no es otra cosa que un amén a Dios. Al decir “amén” (forma de participio), se afirma que todo lo que sale de la boca de Dios es tan seguro que merece plena confianza, es tan verdadero que ha de ser aceptado sin reservas, es tan sólido que puede orientar satisfactoriamente la vida. “Amén” sanciona un compromiso solemne, preciso e irrevocable, reforzado frecuentemente por la repetición y solemnizado en el culto. Más que un simple deseo o un asentimiento débil, decir “amén” supone una responsabilidad jurada y un compromiso público. Las connotaciones concretas que sobresalen en todo “amén” dirigido a Dios, connotaciones confirmadas por el resto de vocablos utilizados para hablar de la fe (batah, hasah, hakah, yahat, qawah), son estas tres: confianza, fidelidad, obediencia. La fe como confianza y abandono en Dios Aunque presente en muchos personajes bíblicos –Abel, Henoc, Noé, Jacob, Moisés, Josué, etc.-, esta dimensión de la fe como abandono, confianza plena, entrega ilimitada, resalta especialmente en Abrahán, el padre de los creyentes (cf. Gén 12,1-9; 15,1-7; 22,1-19). La confianza en Dios le lleva a esperar lo imposible, firmemente persuadido de que Dios es capaz de realizar todo lo que promete. Se apoya en el Dios que es infinitamente más grande y más poderoso que el hombre, en alguien que puede ayudar donde el hombre se encuentra al término de su poder y de su saber. La confianza en Dios supera los límites y las objeciones de la razón humana, renunciando a contar con uno mismo, con sus razonamientos y sus habilidades. Consciente de las propias limitaciones y de la insuficiencia de cualquier garantía humana, duda de sí mismo y se abre a la acción de Dios. Para ello se necesita un corazón bien dispuesto y humilde, un corazón que reconozca la propia finitud y que esté libre de toda autosuficiencia. Se necesita igualmente una gran dosis de audacia. Es un fiarse de alguien a quien se siente cercano y digno de todo crédito, pero a quien no se ve. Es un confiar que no cuenta nunca con una explicación plena, ni con una comprensión perfecta. Así lo refleja la iconografía antigua en tantas representaciones de la fe bajo la figura de una persona humana ciega o con los ojos vendados. Así lo subraya también la tradicional definición de la fe como un “creer lo que no se ve” (Santo Tomás, ST II-II, q.1 a.4). La fe como fidelidad a Dios La confianza plena conduce a la fidelidad, que es imitación y participación de la fidelidad misma de Dios. El Antiguo Testamento no se cansa de presentar a Dios como Aquel que mantiene por siempre su fidelidad, aunque ésta no se vea correspondida. Con su confianza, el hombre participa de la fidelidad y estabilidad de Dios, como Moisés (Núm 12,7), como David (1 Sam 22,14), como tantos otros que no reniegan de Dios ante las pruebas y dificultades de la vida. Entre ellos destaca una vez más la figura de Abrahán. Su fe es convicción profunda, decisión irrevocable. No se echa atrás ni en los momentos de mayor dificultad, como cuando se ven probados sus más profundos sentimientos paternales, quedando en entredicho la promesa recibida:

56 “Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, ve a la región de Moria y ofrécemelo allí en holocausto…. Llegados al lugar que Dios le había indicado, Abrahán levantó el altar, preparó la leña y después ató a su hijo Isaac poniéndolo sobre el altar, encima de la leña” (Gén 22,2.9). En una economía de alianza, Dios exige la fidelidad del hombre (Jos 24,24), incluso como condición para una fidelidad de los hombres entre sí, que con frecuencia falla (Jer 9,2-5). Sin la fidelidad, el hombre se vuelve vacío y se convierte en nada, igual que los ídolos (Is 19,1.3). Nadie mejor que el Dios fiel puede garantizarla. A él, por tanto, se le ha de suplicar, como lo hace Salomón: “Que el Señor, nuestro Dios, esté con nosotros como estuvo con nuestros antepasados, que no nos deje ni nos abandone, sino que atraiga nuestros corazones hacia él para que sigamos sus caminos, cumpliendo todos los mandatos, leyes y preceptos que dio a nuestros antepasados” (1 Re 8,56-58). La fe como obediencia a Dios La oración de Salomón que acabamos de mencionar refleja que la fidelidad a Dios se ha de probar en el cumplimiento de sus mandatos, un cumplimiento que presupone la obediencia. Creer equivale a obedecer. Abrahán, el padre de todos los creyentes, podrá escuchar estas palabras: “Ya veo que obedeces a Dios y que no me niegas a tu hijo único” (Gén 22,12). En un clima de alianza, la obediencia es el modo de permanecer en la intimidad de la amistad con Dios. A diferencia de la concepción hoy dominante, la obediencia en el lenguaje bíblico no atenta contra la aspiración más noble del ser humano, contra su realización personal en un clima de libertad. Tal como se desprende de la palabra latina o griega que está detrás del término obedecer (oboedire, hypakoè), la obediencia consiste en un saber “escuchar”, asimilando e interiorizando la palabra de Dios. Es la actitud activa de la persona o del pueblo ante un Dios que se revela en la palabra, en el mandato, en el anuncio (cf. Ex 33,11; Dt 5,1; 6,4; 9,1; 1 Sam 3,9; Is 8,9). Es la respuesta a la invitación de un Dios que llama al hombre a caminar con él, a vivir en amistad íntima con él. La obediencia en la Biblia no remite, por tanto, en primer término a un comportamiento moral, sino a la actitud positiva de quien acoge la palabra de Dios. Obedecer es permitir que esa palabra, libremene aceptada, manifieste su fuerza transformadora en el hombre; es un dejarse conducir por ella, rechazando a ese otro amo competitivo que es el pecado (cf. Rom 6,16). Entendida así, supone una actitud de libre homenaje a quien se reconoce como veraz y como fiel. Este libre homenaje es inseparable de la confianza. La sola confianza sin obediencia podría convertirse en vago sentimiento, lo mismo que la sola obediencia sin confianza correría el peligro de transformarse en sumisión esclavizante. El encuentro con Dios realizado en la fe se hace profundo y duradero gracias a la obediencia. Conclusión El Antiguo Testamento presenta la fe como el acto con el que el hombre, en todas sus dimensiones, entra en relación con Dios. Al Dios que se da a conocer como el Santo, como el que ama sin límites ni condiciones, como el que promete y cumple sus promesas, el hombre responde depositando en él su confianza, abandonándose en sus brazos con fidelidad, obedeciendo libremente sus mandatos. El que cree, toma en serio a Dios, busca en él seguridad y en él espera. Renuncia a vivir de la confianza en

57 sí mismo, en los demás hombres o en el mundo. Sale del amor a sí mismo y se abandona a la gracia de Dios como garantía única de salvacion. En el acto de fe predomina claramente el aspecto de “la entrega personal” sobre el aspecto del asentimiento o aceptación de un mensaje determinado. Pero éste no deja de estar presente. Creer es decir “amén” a las palabras, a las promesas y a los mandatos de Dios.

1.2. “Creer” según el Nuevo Testamento También en el Nuevo Testamento se habla de la fe como acto de entrega confiada, perseverante y comprometida por parte del hombre a ese Dios que, mediante su palabra y su acción, sale a su encuentro para hacerle partícipe de su amor. El autor de la carta a los Hebreos puede elogiar la fe de los antepasados invitando a seguir sus huellas: “Ya que estamos rodeados de tal nube de testigos, liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asedia, y corramos con constancia en la carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe, el cual, animado por el gozo que le esperaba, sufrió pacientemente la cruz, no le acobardó la ignominia y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Heb 12,1-2). El texto citado, además de asumir y confirmar el concepto de fe que aparece en todas las páginas del Antiguo Testamento, deja entrever los rasgos fundamentales que caracterizan el el concepto neotestamentario de fe, expresado siempre con el verbo pistéuein y el sustantivo pistis. Calificando a Jesús como “autor y perfeccionador de la fe”, se nos está diciendo que en el Nuevo Testamento la fe adquiere una connotación netamente cristológica: es fe en la persona de Jesucristo; es fe en el mensaje de Jesucristo; es una fe llamada siempre a crecer y robustecerse por medio de Jesucristo. Fe en la persona de Jesucristo El cambio más importante que se observa en el concepto de fe al pasar del Antiguo al Nuevo Testamento se debe al nuevo modo de actuar Dios en la historia humana. Así como Dios se dirigía a Israel y actuaba en su historia a través de mediadores humanos, cuando llega la plenitud de los tiempos concentra su acción en un único mediador, Dios y hombre: su Hijo Jesucristo. Dios habla a los hombres y actúa entre ellos a través del que es su rostro visible y su palabra audible. Se comprende así que el objeto de la fe sea ahora la persona misma de Cristo. Ya en los Evangelios sinópticos aparece Jesús reivindicando fe en su persona y hablando de los que creen en él (cf. Mc 5,36; 9,42), pero es sobre todo en el Evangelio de Juan donde esta nueva perspectiva está siempre presente. Cristo es al mismo tiempo aquel en quien se cree y al que se cree. La fe del hombre llega hasta Dios a través de Cristo, que ve y revela al Padre. Baste aducir dos ejemplos conocidos. Marta, llena de un profundo dolor, se encuentra ante el sepulcro de su hermano Lázaro. Su fe se ve puesta a prueba. Las palabras consoladoras de Jesús (Jn 11,25-26: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”) sobrepasan sin duda su capacidad de compresión. Pero, cuando Jesús le pregunta a continuación: ¿“Crees esto”?, ella no duda en responder: “Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que debía venir a este mundo” (Jn 11,27). Superando la oscuridad, gracias a una fuerza que es distinta de la evidencia racional y de la reflexión, Marta confiesa sin titubeos su profundo enraizamiento en la persona

58 de Cristo, su firme convicción de que de él se puede fiar. Las demás confesiones del cuarto Evangelio tienen un carácter semejante, sin excluir la confesión de Tomás ante el Resucitado. Este apóstol, anatematizado injustamente con el calificativo de “incrédulo”, hace una confesión que supera en mucho a una simple deducción, basada en la experiencia. Es una confesión que, centrada en la persona de Cristo, constituye el punto culminante de todo el Evangelio: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). No de otra manera se expresa Pablo a lo largo de sus cartas, para quien lo que contará desde su conversión a las puertas de Damasco no será otra cosa que Jesucristo, muerto y resucitado (cf. 1 Cor 2,2; Flp 3,7-11). Teniendo que recordar a los cristianos de Corinto el Evangelio que salva, el Evangelio que se ha de creer, se expresará en estos términos: “Os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras y que fue sepultado; que resucitó al tercer día según las Escrituras y que se apareció a Pedro, luego a los doce…y, después de todos, también se me apareció a mí” (1 Cor 15,3-8). Fe en el mensaje de Jesucristo La experiencia humana nos dice que es imposible separar persona y mensaje. Cuando un amigo nos narra un hecho desconocido o nos revela su propia experiencia interior, le decimos: “Te creo”. La expresión se podría explicitar así: “Creo y acepto lo que me dices por ser tú quien lo dice”. Incluso a nivel humano, la fe es en primer lugar confianza y abandono en una persona –el hijo cree a su padre, el alumno al maestro, el amigo al amigo-. Pero desemboca necesariamente en la aceptación de todo lo que él dice y hace. La falta del primer aspecto lleva al aislamiento y a la esterilidad, haciendo imposible cualquier relación (económica, social, comunitaria, matrimonial, familiar, etc.). Tal como lo refleja el Nuevo Testamento, algo similar sucede en la relación con Cristo a través de la fe. Lo primero y esencial es creer en él (aspecto subjetivo de la fe: pistéuein eis). Pero esta fe desemboca necesariamente en creer lo que él es, lo que él dice y todo lo acontecido en él y a través de él (aspecto objetivo: pistéuen hoti). Los autores del Nuevo Testamento son unánimes a la hora de cifrar todo el contenido doctrinal de la fe cristiana en la intervención salvadora de Dios por la muerte y resurrección de su Hijo. No es necesario aducir textos. Son incontables, sobre todo en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de Pablo. Como subraya J. Alfaro, la realidad de la resurrección de Jesús es para el cristiano la cuestión decisiva, “cuestión de ser o de no ser”. Si la fe no capta la resurrección de Cristo como real, no capta la realidad de la salvación. Ahora bien, no es posible captar como real la resurrección de Cristo sino en la forma de un mensaje, es decir, de una afirmación proposicional. Si la fe alcanza la realidad del misterio salvífico de Cristo, no puede menos de incluir la adhesión intelectual al mensaje, que proclama la realidad de este misterio. Como mensaje humano, expresado en imágenes y conceptos, el mensaje cristiano toma inevitablemente la forma de un contenido doctrinal (cf. J. Alfaro, “, La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano”, Concilium 21 [1967] 56-69; especialmente págs. 58-59). Pero el autor mencionado no dejará de advertir: “A través de este contenido la fe alcanza la realidad misma de nuestra salvación por Cristo. El cristianismo no es principal ni definitivamente una doctrina; es la Persona misma del Hijo de Dios, hecho hombre, muerto y resucitado por la salvación de todos los hombres” (pág. 59).

59 Fe en constante crecimiento por medio de Jesucristo El Nuevo Testamento obliga a concebir la fe, tanto en su aspecto subjetivo como objetivo (en cuanto entrega personal a Cristo y en cuanto aceptación del mensaje cristiano) no como un acto único que se da de una vez para siempre, sino como una relación viva que, una vez iniciada, debe ser cuidada, profundizada e intensificada. A veces se ha comparado la fe con una planta que tiene que ser regada y cuidada. Desde el lenguaje de la Biblia sería mejor compararla con la amistad. Igual que ésta, también la fe exige que sea acreditada en los momentos de la prueba, exige que sea siempre cultivada y afianzada. Sólo así manifestará toda su fuerza en la existencia cristiana. Desde la Biblia, y en concreto desde el Nuevo Testamento, se puede aprender mucho acerca del crecimiento y de la vida de la fe, igual que de sus peligros y sus pruebas. La “nube de testigos” o paradigmas de fe que presenta el autor de la carta a los Hebreos (Heb 11) tienen en común el hecho de haber vivido su fe en medio de tribulaciones y dificultades, en la oscuridad propia de la situación terrenal del creyente, en la oscuridad que corresponde a la condición de peregrinos. Esa fe se fue consolidando y, en la fe, afirman ellos las promesas de Dios, tomando el futuro como algo real y cierto. Si ellos, que “no alcanzaron el cumplimiento de las promesas” (Heb 11,39), obraron así, cuanto más tenemos nosotros que “liberarnos del todo impedimento y del pecado que continuamente nos asedia, y correr con constancia en la carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe” (Heb 12, 1-2). Está claro. La fe, que exige ser confirmada, es como una carrera en la que se ha ir progresando y avanzando, espoleados por el ejemplo que nos ofrece Cristo y por la gracia que nos viene de él. El cuarto Evangelio ofrece abundantes testimonios de este progreso en la fe a impulsos del mismo Cristo. Baste pensar en el encuentro de Jesús con la samaritana (Jn 4). En palabras de R. Schnackengurg, lo que el evangelista se propone al narrar este episodio no es otra cosa que manifestar cómo Jesús, revelándose cada vez con más claridad, despierta la fe: primero, en la samaritana; después, en sus conciudadanos. Los pasos por los que se llega al reconocimiento de Jesús como salvador del mundo (v.42) quedan perfectamente señalados: a) El judío (v.9); b) Señor (v.11); c) ¿Más grande que nuestro padre Jacob? (v.12); d) Tú eres un profeta (v.19); e) ¿Acaso el Mesías? (v.29); f) Salvador del mundo (v.42). Donde hay voluntad de prestar oídos a la revelación y ninguna oposición a aceptar su palabra, se llega a la fe, incluso entre los samaritanos, que eran medio paganos (cf. R. Schnackenburg, “La fe en sentido bíblico”, en Id., Existencia cristiana según el Nuevo Testamento, ed. Verbo Divino, Estella 1973, 84-85). La fe está siempre en movimiento. Debe hacerse cada vez más fuerte. Pero también puede hacerse más débil. Lo más peligroso para ella, tal como lo advierte el Apocalipsis, es una apatía perezosa. En las cartas a las siete comunidades del Asia Menor, el que tiene en su mano derecha las siete estrellas y pasea en medio de los siete candelabros de oro, es decir, Cristo resucitado, presente y activo en el seno de la Iglesia, dirige estas palabras a la comunidad de Laodicea: “Conozco tus obras, y no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero eres sólo tibio, ni frío ni caliente, y por eso voy a vomitarte de mi boca. Además, andas diciendo que eres rico, que estás forrado de dinero y nada te falta. ¡Infeliz de ti! ¿No sabes que eres miserable, pobre, ciego y desnudo? Si quieres hacerte rico, te aconsejo que me compres oro acrisolado en el fuego, vestidos blancos con que cubrir la vergüenza de

60 tu desnudez y colirio para que unjas tus ojos y puedas ver. Yo reprendo y castigo a los que amo. Anímate, pues, y cambia de conducta” (Ap 3,15-19). Sólo si la fe permanece viva, robusteciéndose continuamente ante nuevas decisiones y afirmándose en la experiencia personal de cada día, se podrá uno mantener firme en ella cuando lleguen los momentos difíciles. La recitación de fórmulas, el martilleo de las obligaciones de la fe o incluso las solemnes profesiones de fe sólo tienen un valor limitado. Los muros de una fe confesada sólo externamente no resistirán demasiado ante la tempestad. Pero allá donde brote la fuente de una fe personal, poco o nada podrán hacer los embates del materialismo, del laicismo o del ateísmo. RESUMEN Como resumen de la enseñanza que nos ofrece la Biblia sobre la fe me parecen especialmente apropiadas estas palabras de R. Schnackenburg: “La fe se nos presenta como una tarea enorme, nuca plenamente cumplida, pero que debe ir desarrollándose dentro de las cambiantes situaciones de la historia y de la vida de los hombres: una plena entrega de sí mismo a Dios y a Cristo, una anuencia a Dios y a su revelación en Cristo, una confianza total en él y un construir sobre su bondad y sus promesas, una sumisión a sus mandatos, una obediencia y una amor como el suyo. Pero tampoco nuestra fe está asegurada y libre de lucha; tenemos que batirnos por ella y estar alerta. Para ello debemos pedir cada vez más y con más insistencia la fe: ‘Señor, auméntanos la fe’ (Lc 17,5). Conociendo nuestra debilidad, pero con disposición y confianza, podemos decir con el hombre del Evangelio: ‘Creo, Señor, pero aumenta mi fe’ (Mc 9,24)” (“La fe en sentido bíblico”, 93).

61

AUTOEVALUACIÓN La fe según el Antiguo Testamento La fe es presentada en el Antiguo Testamento como un “amén” a Dios que implica confianza, fidelidad y obediencia. ¿Cuál es el sentido específico del “obedecer”, reflejado ya en su etimología? •

Cumplir



Acatar



Respetar



Escuchar



Someterse

La fe según el Nuevo Testamento El objeto de la fe es en el Nuevo Testamento la persona misma de Cristo. Hay un escrito en el que esto se hace especialmente patente. ¿Sabrías decir cuál es? •

El Evangelio de Marcos



El Evangelio de Lucas



El Evangelio de Juan



La carta a los Hebreos



La carta a los Efesios



El Apocalipsis

62

2. La fe en la época patrística PRECEDENTES La riqueza de la enseñanza bíblica sobre la fe explica que ya desde los inicios mismos del siglo II comenzara a desarrollarse una verdadera teología de la fe, precisando su naturaleza y su relación con la caridad, con el testimonio, con la pertenencia a la Iglesia, con el conocimiento racional, etc. Se puede decir que los Padres de la Iglesia, como pastores y pensadores cristianos, no dejaron en ningún momento de reflexionar sobre la fe, ofreciendo su reflexión como pauta y estímulo de una vida auténticamente cristiana. OBJECTIVO En esta sesión nos proponemos hacer una rápida presentación de las fundamentales aportaciones patrísticas al tema de la fe deteniéndonos en tres momentos de especial interés: la lucha contra el gnosticismo, la formulación de la “regla de fe” y el pensamiento de san Agustín.

2.1. La lucha contra el gnosticismo El gnosticismo fue un movimiento complejo que, queriendo apoyarse en el cristianismo, pretendió acomodar a sus ideas y a sus intereses la inteligencia cristiana de la fe. Entre los gnósticos la fe quedaba reducida a un conocimiento de segundo orden. Oponían la pistis a la gnosis, siendo la primera un modo secundario y provisional del conocer que, en estado perfecto, ofrecía la gnosis. La fe no pasaba de ser una “opinión personal” (doxa). Desprovista de fundamento, debía ser sustituida por el conocimiento firme y pleno de la gnosis. Frente a esta pretensión tuvieron que luchar denodadamente los Padres de la Iglesia a lo largo de los siglos II-IV. Lo hicieron insistiendo con fuerza en el carácter de certeza que tiene la fe como forma de conocimiento fundado y riguroso. El acto humano de fe –dirán- no se mide por la inestabilidad o fragilidad del hombre, sino por la fidelidad de Dios, a quien el hombre escucha y obedece. Por eso, por depender de Dios y no del hombre, la fe es algo definitivo, en el sentido de que, tanto en los más sencillos como en los más cultos, no es susceptible de ser rebasada por un conocimiento superior. Algunos Padres, como Clemente de Alejandría, no dudarían incluso en presentar la fe como la “gnosis verdadera”, intentando así superar toda oposición entre pistis y gnosis y poniendo de relieve a la vez el dinamismo interior de la fe, que la obliga a buscar explicación de sí misma. De este modo, la verdad de la fe no es sólo certeza; se convierte al mismo tiempo en amor y cumplimiento de los mandamientos. De aquí que Clemente pueda hablar de la conversión del paganismo a la fe y de la conversión de la fe a la gnosis: “Esta segunda se convierte en amor y establece una relación inmediata y amistosa entre el cognoscente y lo conocido” (Stromata VII, C.10, 5557). Como resultado de la controversia gnóstica, se puso de manifiesto que la fe es respuesta del hombre al Dios que habla y que garantiza la certeza y seguridad de la fe. Se puso de manifiesto igualmente que la fe se proyecta sobre un comportamiento moral determinado. Una vez que el hombre cree, la fe le impulsa a cumplir el mandamiento del amor.

63

2.2. La formulación de la “regla de fe” A lo largo de los siglos II-IV tuvo lugar en el cristianismo, también en lucha con los gnósticos, un proceso de ordenación y formulación de verdades. Frente a las desfiguraciones arbitrarias que los gnósticos hacían de la Escritura, la Iglesia opuso el principio de la “regula fidei” como criterio seguro para discernir la verdad de la fe y salvaguardarla de las herejías. La expresión es acuñada por san Ireneo y con ella se hace referencia al conjunto de enseñanzas que los Apóstoles comunicaron, habiéndolas recibido previamente del mismo Cristo, y que después fueron transmitidas por la Iglesia de generación en generación como normativas para su fe y para su vida. La “regla de fe” está pues en relación con el carácter apostólico de las Iglesias, especialmente de la de Roma, y expresa la unidad que debe reinar entre todos los cristianos. Ahora bien, la autoridad de la regla de fe es, en primer lugar, la autoridad de la verdad: es regla de fe porque previamente es regla de verdad. Y es regla de verdad no porque la transmitan los apóstoles o la Iglesia, sino porque recoge la revelación de Dios que en Cristo llega a su cumplimiento y plenitud. En la medida en que la regla de fe recoge unas determinadas verdades normativas, la fe comienza ser vista más en su aspecto objetivo (fides quae creditur) que en su aspecto subjetivo (fides qua creditur). Este proceso de recoger y expresar la fe apostólica en fórmulas precisas, fomentado por la necesidad de oponerse a las “novedades” de los herejes, culminaría en el credo o símbolo de fe que nos ofrecen los concilios de Nicea (año 325) y Constantinopla (año 451).

2.3 El pensamiento de san Agustín La figura de san Agustín destaca sin posible parangón en la reflexión patrística sobre la fe. Nadie como él refleja un conocimiento tan vivo y profundo del itinerario del hombre hacia la fe, fruto de su propia experiencia personal. Nadie como él ofrece una doctrina tan penetrante y sagaz sobre la relación entre la fe y la estructura cognoscitiva del hombre. Nadie como él, finalmente, percibe y subraya con tanta nitidez el carácter gratuito de la fe. a) Tanto en sus escritos autobiográficos (Confesiones) como en sus escritos pastorales (Sermones, Comentarios), san Agustín muestra conocer a la perfección el aspecto psicológico del hombre que camina hacia la fe o que se resiste a creer. La fe es el término al que llega el corazón inquieto del hombre que, mientras no encuentra y se adhiere a Dios, carece de paz y de sosiego. Mediante el análisis pormenorizado del espíritu humano, con sus diferentes tendencias y sus diversas reacciones, Agustín pone de relieve que el hombre está hecho para Dios, y que ese destino en Dios no es el resultado de la casualidad, sino del plan amoroso de Dios sobre él. Por eso, el aspecto psicológico (itinerario del hombre) y el aspecto teológico de la fe (la fe como gracia) se encuentran íntimamente unidos. b) La fe es conocimiento, pero lo es de una forma muy específica. El obispo de Hipona distingue tres tipos de conocimiento: el que se adquiere por la contemplación, el que se obtiene por la ciencia y el que ofrece la fe. El conocimiento de la fe se distingue de los otros dos por ser el único que se basa en una autoridad, en un testimonio. Por otra parte, si la fe es condición y presupuesto para entender (crede ut intelligas), también el entender es condición y presupuesto para creer (intellige ut

64 credas). De este modo, la fe no sólo se relaciona plenamente con el conocimiento del sujeto, sino que incluso se pone de manifiesto la continuidad que hay entre ellos. “Creer –dirá- es pensar con asentimiento” (PL 44,963: Credere est cum assensione cogitare). La inquietud del corazón desaparece en el encuentro confiado del hombre con Dios en la fe, pero al descanso de la fe que asiente le caracteriza otro tipo de inquietud que es el deseo de comprender, el cual le lleva a pensar sin abandonar ni condicionar por ello el asentimiento de fe. No se trata en este caso de una investigación en busca de certezas, sino de la certeza que busca mayor comprensión. En una palabra, la fe es el presupuesto de una mayor intelección de la realidad, al mismo tiempo que recibe una cierta legitimación de la inteligencia mediante la cual se percibe que es razonable y prudente confiarse al testimonio autorizado del otro. c) La mutua interacción que se da entre conocer y creer no puede llevar a pensar que el hombre puede alcanzar por sí mismo la fe. La fe es un don gratuito de Dios. San Agustín defenderá enérgicamente la gratuidad de la fe frente a los pelagianos y semipelagianos. Los pelagianos valoraban de tal modo la libertad humana que la gracia se hacía para ellos innecesaria. Los semipelagianos, por su parte, tendían a pensar que al menos el inicio de la fe había que atribuírselo al hombre, queriendo dar la importancia debida al esfuerzo personal y queriendo evitar el peligro del quietismo. El resultado era, sin embargo, una desvalorización de la gracia. San Agustín defenderá con tesón que, en lo tocante a la fe, todo proviene de la gracia de Dios, tanto el initium fidei como la fe misma en cuanto conocimiento. RESUMEN Como resumen de esta breve sesión pueden servirnos las palabras de Juan Pablo II en su encíclica Fe y razón: “Varias han sido las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado en contacto con las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado el contenido de su mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La pregunta de Tertuliano: ‘¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén, la Academia y la Iglesia?’, es claro indicio de la conciencia crítica con que los pensadores cristianos, desde el principio, afrontaron el problema de la relación entre la fe y la filosofía, considerándolo globalmente en sus aspectos positivos y en sus límites. No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque vivían con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más profundas de la especulación. Por consiguiente, es injusto y reductivo limitar su obra a la sola transposición de las verdades de la fe en categorías filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos. Éstos, como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón, liberada de las ataduras externas, podía salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la trascendencia. Así pues, una razón purificada y recta era capaz de llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a la percepción del ser, de lo trascendente y de lo absoluto” [FR1998, n.41]. “El Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del pensamiento filosófico y teológico en la que confluían las corrientes del pensamiento griego y latino. En él además la gran unidad del saber, que encontraba su fundamento en el pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del pensamiento

65 especulativo. La síntesis llevada a cabo por san Agustín sería durante siglos la forma más elevada de especulación filosófica y teológica que el Occidente haya conocido. Gracias a su historia personal y ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de introducir en sus obras multitud de datos que, haciendo referencia a la experiencia, anunciaban futuros desarrollos de algunas corrientes filosóficas” [FR1998, n.40].

AUTOEVALUACIÓN La certeza de la fe Común denominador en la enseñanza de los Padres de la Iglesia sobre la fe es la insistencia en la certeza de la fe, basada en la fidelidad de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. ¿Quiénes eran los que querían reducir la fe a una “opinión” insegura, carente de justificación y fundamento? •

Los pelagianos



Los semipelagianos



Los gnósticos



Los arrianos



Los maniqueos

66

3. La fe en la enseñanza magisterial de la Iglesia PRECEDENTES El pensamiento de los Padres de la Iglesia, en diálogo constante con las corrientes culturales del momento, es decisivo en el desarrollo de una verdadera teología de la fe. Ante los datos de la Biblia y en diálogo constante con las corrientes culturales del momento, consiguieron precisar la naturaleza de la fe y, de manera muy especial, su relación con el conocimiento racional. El camino emprendido por ellos conoció un desarrollo extraordinario en la reflexión filosófica y teológica de la Edad Media. Pero la crisis protestante, la Ilustración y el racionalismo obligarían al Magisterio de la Iglesia a encauzar en repetidas ocasiones las interminables discusiones sobre la relación entre fe y razón. OBJETIVO Nos proponemos en esta sesión recorrer, desde su trasfondo histórico, las intervenciones fundamentales del Magisterio de la Iglesia sobre el tema de la fe y su relación con la razón. Sobresalen las precisiones ofrecidas en el concilio de Trento, en el concilio Vaticano I, en el concilio Vaticano II y en la encíclica “Fe y razón”.

3.1. El concilio de Trento A lo largo de toda la Edad Media, cuando la fe adquiere una relevancia social indiscutible, cuando los más diversos miembros y estamentos de la sociedad se sienten vinculados entre sí por la fe que todos compartían, surge cada vez con más fuerza la necesidad de precisar la relación que la fe mantiene con el saber natural y científico, sobre todo desde que la filosofía aristotélica adquiere carta de ciudadanía. ¿Cuál es el estatuto de la ciencia y cuál el de la fe? ¿Qué tipo de relación existe entre ambas? ¿Se contraponen entre sí o se iluminan y ayudan mutuamente? Nadie como santo Tomás consiguió responder con tanta lucidez a estas y otras cuestiones similares, consiguiendo armonizar de manera admirable la razón y la fe. Como una y otra proceden de Dios, no puede haber contradicción entre ellas (cf. Summa contra Gentiles, I, VII). Juan Pablo II dedica un amplio espacio a la figura de santo Tomás en su encíclica Fe y razón, sintetizando su pensamiento en estos términos: “La fe no teme a la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter racional, sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la fe es de algún modo ‘ejercicio del pensamiento’; la razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante un opción libre y consciente” [FR1998, n. 43]. La perfecta armonía entre fe y razón, defendida por santo Tomás y por todos los teólogos medievales, fue desmoronándose a partir de la baja Edad Media con la aparición de sistemas de pensamiento en los que la legítima distinción entre el saber de la razón y de la fe derivó progresivamente hacia una nefasta separación y

67 contraposición. Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe. Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma. Fue el caso de Lutero y de los primeros reformadores. Reaccionando contra lo que considera una traición al mensaje de la Escritura, Lutero defiende que la justificación tiene lugar por la fe y sólo por la fe, con exclusión de las obras. Pero esta fe no es ya la que se expresa por medio de afirmaciones intelectuales, sino “la entrega confiada y sin reservas (fiducia) al Dios incomprensible en su ira y en su gracia, al que no conduce ningún camino del pensamiento humano”. La fe no consiste tanto en la aceptación de unas verdades cuanto en la confianza y el abandono a un Dios benigno para mí. En consecuencia, la noción de “verdades de fe” pierde su sentido estricto, y son dejadas al juicio individual según la iluminación que el Espíritu comunica al lector de la Biblia. La fe se reduce a una fe fiducial, es decir, a una confianza cierta y a una seguridad plena del corazón. Por ella se accede a la revelación de Dios. El concilio de Trento, aun sin ocuparse directamente de la fe, no podía menos que salir al paso de la postura protestante haciendo las precisiones pertinentes respecto a la fe y a su papel en el proceso de la justificación (proceso por el que al hombre se le perdonan sus pecados y pasa a ser una criatura nueva, verdadero hijo de Dios): a) La fe forma parte de las disposiciones para la justificación. El hombre se prepara para la justificación cuando, impulsado y movido por la gracia divina, recibe la fe “por la proclamación” (Rom 10,17: ex auditu) y se dirige hacia Dios “creyendo que es verdadero lo que ha sido divinamente revelado y prometido” (DS 1526). La fe, por tanto, es gracia, es respuesta y es asentimiento a la verdad de la revelación salvadora. b) La fe es comienzo, fundamento y raíz de la justificación y de la salvación (DS 1532: humanae salutis initium, fundamentum et radix omnis justificationis), pero no la causa de la justificación (el concilio no admite como válida la interpretación que Lutero hacía de Rom 3,22). c) En cuanto a la fe fiducial, el concilio enseña que no existe ninguna señal segura de predestinación verdadera, por lo que no conviene abandonarse temerariamente a la confianza de estar justificados: “Nadie puede saber con certeza de fe, que escapa a cualquier error posible, si ha conseguido la gracia de Dios”. A este respecto, no es la fe, sino la “firmísima esperanza” la que debe desempeñar una función alentadora (por la ayuda de Dios) y humilde a la vez (por la propia debilidad) (DS 1541). d) Frente a la disociación entre la fe y las obras y frente a la inutilidad de estas últimas de cara a la salvación, el concilio enseña que fe y obras cooperan en el crecimiento y aumento de la justificación (DS 1535).

3.2. El concilio Vaticano I Si en los orígenes del protestantismo se puede percibir un recelo injustificado hacia la razón, en la corriente cultural de la Ilustración se detecta claramente un recelo injustificado hacia la fe. La fe se ve desvalorizada progresivamente en su función cognoscitiva –ya que no se le reconoce un estatuto epistemológico propio- y los

68 contenidos de la fe acaban siendo considerados como simples elementos culturales. Las consecuencias no se harían esperar: la fe terminaría por ser concebida como mera opinión o ideología, quedando relegada al campo de lo irracional. “He tenido que eliminar el saber –dirá Kant- para hacerle un lugar a la creencia. Hegel, por su parte, no dudará en hablar de la fe como algo subjetivo, provisional e imperfecto, llamado a desaparecer tan pronto como el misterio sea plenamente revelado, es decir, pensado. Por eso, el conocimiento perfecto al que se ha de tender es, más allá de la fe, la filosofía. Las ideas de la Ilustración, que a lo largo de los siglos XVIII y XIX quedan teñidas de un marcado racionalismo, encuentran eco en una teología que no quiere emplear otras armas que las de la razón. Es el caso del semiracionalismo, cuyo máximo exponente es Georg Hermes (1775-1831). Defendiendo que se ha de partir de la pura razón para llegar a lo sobrenatural, la razón absorberá por completo a la fe, eliminando de ella todo espacio para la libertad humana y para la gracia de Dios. Como observará Y. Congar, Hermes no vio que entre la razón que prepara el acceso a la fe y la razón que encuentra una actividad en la fe (teología) se intercala un acto sobrenatural en el cual el espíritu es elevado a un nuevo orden de cosas (“Théologie”, en Dictionnaire de Théologie Catholique, XV, 465). En la teología católica, especialmente en ámbito francés, el semiracionalismo encontró su contrapunto en el fideísmo del siglo XIX, que se empeña en humillar aquella razón tan exaltada por los enciclopedistas, subrayando sus debilidades, sus errores, sus contradicciones, sus incertidumbres. Para L. Bautain (1796-1867), el autor más representativo de esta corriente, se hace necesario renunciar a la razón si se quiere conocer la verdad. La razón, sea general o individual, siempre es razón humana, y de ella se ha de desconfiar. A la verdad de la fe sólo es posible acceder a través de la gracia, a través de una experiencia interior, no a través de signos exteriores o de motivos de credibilidad. En una palabra, semirracionalistas y fideístas ponían en entredicho la racionabilidad de la fe, los unos por querer hacer de la fe algo exclusivamente racional y los otros por querer hacer de ella algo irracional. Sobre este trasfondo se comprende que el concilio Vaticano I se preocupara ante todo por asegurar esa cualidad esencial e irrenunciable de la fe: su racionabilidad. Renunciado a ofrecer un tratado teológico completo, el concilio comienza diciendo lo siguiente: “Ya que el hombre depende totalmente de Dios como su creador y Señor, y ya que la razón creada está completamente sujeta a la verdad increada, nos corresponde rendir a Dios que revela el obsequio del entendimiento y de la voluntad por medio de la fe. La Iglesia Católica profesa que esta fe, que es «principio de la salvación humana» (conc. Trento, sesión VI, cap.8), es una virtud sobrenatural, por medio de la cual, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos como verdadero aquello que Él ha revelado, no porque percibamos su verdad intrínseca por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios mismo que revela y no puede engañar ni ser engañado. Así pues, la fe, como lo declara el Apóstol, «es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1)” (Dei Filius, cap. III; DS 3008). a) Tras afirmar que el hombre debe responder mediante la fe al Dios que se revela, el concilio ofrece una definición muy pormenorizada de la fe, incluyendo todos los elementos que serán objeto de enseñanza en los párrafos siguientes.

69 b) Debido a que la discusión teológica del siglo XIX se había centrado fundamentalmente en el carácter cognoscitivo de la fe, ésta es presentada como la virtud sobrenatural por la que “creemos como verdadero” lo que Dios nos ha revelado. A la revelación divina, que da a conocer verdades sobrenaturales, responde una fe que cree esas verdades. c) La aceptación de esas verdades por la fe no responde a la sola dinámica del conocer humano, que llega a la verdad captando con la propia luz de la razón su coherencia y racionalidad. El motivo de la fe es la autoridad del Dios que se revela. d) El desarrollo de estas dos afirmaciones fundamentales lleva al concilio a presentar en los párrafos siguientes la relación de la fe con la razón en el mismo acto de fe. Lo hace diciendo que la fe es “obsequio acorde con la razón”, y no un movimiento ciego del espíritu (DS 3009-3010). En cuanto obsequio acorde con la razón, la fe va preparada por signos externos (milagros y profecías, sobre todo) que acompañan a los auxilios internos de la gracia. Estos signos hacen a la fe razonable. e) Aunque los signos hacen a la fe razonable, no la convierten en una simple decisión humana. La racionabilidad de la fe no atenta contra la gratuidad de la misma. La fe es siempre don de Dios, que el hombre debe aceptar libremente. Al hacerlo coopera con Dios en la cuestión de su salvación. f) La fe y la razón representan un doble orden de conocimiento, no sólo por el origen, sino también por el objeto. La fe conoce con la luz divina los misterios, además de otras verdades; la razón, en cambio, conoce con la luz natural solamente su objeto propio. La razón iluminada por la fe puede investigar los misterios, pero sin llegar nunca a constituirlos en objeto propio, incluso después de ser revelados. Entre fe y razón no sólo no puede haber contradicción, sino que más bien se da una mutua ayuda: la razón ayuda a conocer los fundamentos de la recta fe y a cultivar la teología, mientras que la fe libera a la razón del error y la guía en la variedad del conocimiento (DS 3015-3019). Como señala Juan Pablo II en su encíclica Fe y razón, la enseñanza del concilio Vaticano I sobre la fe y sus relaciones con la razón “influyó con fuerza y de forma positiva en la investigación filosófica de muchos creyentes y es todavía hoy un punto de referencia normativo para una correcta y coherente reflexión cristiana en este ámbito particular” [FR1998, n.52].

3.3 El concilio Vaticano II Las enseñanzas y orientaciones del concilio Vaticano I supusieron un fuerte estímulo para seguir reflexionando sobre el acto de fe sin dejar de atender a los tres elementos que en él entran en juego: la gracia de Dios, la voluntad y el entendimiento del hombre. Efectivamente, siendo la fe un don sobrenatural, en el acto de fe se requiere absolutamente la presencia de la gracia, que permite al sujeto fiarse de ese Dios que se da a conocer. Ahora bien, la recepción de ese don tiene que ser plenamente libre, requiriendo del creyente una decisión libre de su voluntad en ese movimiento hacia Dios, hasta el punto de garantizar que la salvación ofrecida es elegida realmente, y no obligatoriamente dada. Finalmente, también el entendimiento humano tiene su papel, en cuanto que ha de garantizar que se está ante un acto cierto y seguro. No resultaba fácil conjugar y mantener en perfecto equilibrio estos tres elementos. La historia es testigo de las grandes discusiones sostenidas entre los teólogos por querer

70 privilegiar uno de estos elementos en detrimento de los otros dos. Efectivamente, si se acentúa el papel de la presencia divina, el acto de fe recibiría el asentimiento del creyente, ya que la evidencia sería tan grande que no permitiría otra cosa; pero ese acto no sería ya plenamente humano al no ser libre y verse forzado por la evidencia de la revelación. Se caería una vez más en el fideísmo. Por otra parte, si se acentúa el elemento intelectivo del creyente que en su especulación alcanza la claridad necesaria para la decisión, el acto de fe sería ciertamente libre, pero no gozaría de certeza suficiente al no tener relación con la evidencia que proviene de la gracia divina. Se caería así una vez más en el racionalismo. Estas discusiones son las que ocupan a la mayoría de los teólogos en las cinco primeras décadas del siglo XX, mientras que algunos sienten cada vez con más urgencia la necesidad de estudiar la fe como una “totalidad concreta” que permita percibir su naturaleza existencial, tal como se hace en la Escritura y en la época patrística (cf. R. Aubert, Le problème de l’ acte de foi: dones traditionnelles et résultats des controverses récentes, Lovaina 1958, 3ª edición; J. Mouroux, Creo en ti. Estructura personal del acto de fe, Barcelona 1964). En este contexto, el concilio Vaticano II, manteniéndose en su peculiar perspectiva pastoral, supone ante todo la recuperación de las categorías bíblicas, volviendo a hablar de la fe como un acto que es al mismo tiempo confianza, conocimiento y acción. Aportación fundamental de este concilio es también el hecho de resituar el acto de fe en la perspectiva histórico-salvífica del acontecimiento de la revelación. El acto de fe no es contemplado en sí mismo, sino como “obediencia” del hombre que, con todo lo que es, se abandona por completo al Dios que se revela. Baste citar el texto conciliar que, no por casualidad, interrumpe la secuencia lógica de una presentación histórica de la revelación (Israel – Cristo // Apóstoles - Iglesia): “Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (cf. Rom 16,20). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espiritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones” (DV 5). Como ha sido observado por los comentaristas, no se puede subrayar más y mejor el carácter personal que tiene la fe. Una vez que el concilio Vaticano I había asentado la naturaleza cognoscitiva de la misma, el cocilio Vaticano II estaba en condiciones de recoger las demás dimensiones, y particularmente aquella que hace de la fe un acto no sólo de la inteligencia, sino de la entera existencia del creyente. La fe es ante todo una entrega total de la persona al Dios que se dirige a ella en su revelación. Correlativamente a la personalización de la revelación que aparece en Dei Verbum 24, la fe adquiere también esa misma propiedad. En esta perspectiva, el necesario asentimiento de la inteligencia forma parte de esa entrega de la persona en su totalidad.

3.4. La encíclica “Fe y razón” Al finalizar el segundo milenio, Juan Pablo II creyó necesario recordar una vez más, a través de una carta encíclica, la rica armonía que reina entre la razón y la fe. El

71 creyente no sólo ha de estar dispuesto a dar razón de su fe, sino que para ello ha de dar fe también a la razón. La situación del momento justificaba sobradamente esta intervención: “Vemos que vuelven los problemas del pasado, pero con nuevas peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a personas o grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente que llegan a ser en cierto modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón que manifiestan las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al respecto, desde varios sectores se ha hablado del ‘final de la metafísica’: se pretende que la filosofía se contente con objetivos más modestos, como la simple interpretación del hecho o la mera investigación sobre determinados campos del saber humano o sobre sus estructuras. En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado… No faltan rebrotes peligrosos de fideísmo, que no acepta la importancia del conocimiento racional y de la reflexión filosófica para la inteligencia de la fe, y, más aún, para la posibilidad misma de creer en Dios. Una expresión de esta tendencia fideísta difundida hoy es el ‘biblicismo’, que tiende a hacer de la lectura de la Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de referencia para la verdad. Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente con la Sagrada Escritura, vaciando de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada expresamente por el Concilio Ecuménico Vaticano II… En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es comprensible que, en un mundo dividido en muchos campos de especialización, resulte difícil reconocer el sentido total y último de la vida que la filosofía ha buscado tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón” [FR1998, nn. 55-56]. Esta hermosa definición de la fe como “abogada convencida y convincente de la razón” es explicitada más adelante por el Papa con unos términos ya utilizados en su carta a los participantes en el Congreso internacional de Teología Fundamental, celebrado en Roma en 1995 con ocasión de los 125 años de la constitución Dei Filius del concilio Vaticano I: “La fe sabrá mostrar plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma” [FR1998, n.68]. La encíclica del Papa fue presentada en Madrid (16 de febrero del 2000) por el cardenal J. Ratzinger, prefecto entonces de la Congregación para la doctrina de la fe. En sus palabras conclusivas insistía en esa circularidad entre fe y razón: “La búsqueda de la verdad por parte del creyente se realiza en un movimiento en el que siempre se está confrontando la escucha de la Palabra proclamada y la búsqueda de la razón. De este modo, por una parte, la fe se profundiza y purifica, y, por otra, el pensamiento también se enriquece, porque se abre a nuevos horizontes”. El Papa –terminaba

72 diciendo- ha salido al paso de un peligroso enmudecimiento de la verdad con su parresía, con la franqueza intrépida de la fe. De este modo “ha cumplido un servicio no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad. Debemos estarle agradecidos por ello”. Es bien sabido que el cardenal Ratzinger, desde el momento en que tuvo que suceder a Juan Pablo II en la sede pontificia, no ha dejado de insistir a tiempo y a destiempo en esta misma idea. Especial resonancia en los medios de comunicación tuvo su discurso en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre del 2006. Su objetivo salta a la vista desde el inicio. Lo que el papa se proponía no era otra cosa que esclarecer un principio que debiera ser válido para todos y para siempre: “actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza misma de Dios”. Tras haberse acallado la polémica suscitada por su referencia a Mahoma, que –según el emperador bizantino Manuel II el Paleólogo- pretendía difundir con la espada, y no con la razón, lo que predicaba, el papa ha vuelto a retomar el tema con motivo de la fiesta de santo Tomás. En el Ángelus del día 28 de enero del 2007 pronunciaba estas palabras: “Con su carisma de filósofo y de teólogo, santo Tomás de Aquino ofrece un válido modelo de armonía entre razón y fe, dimensiones del espíritu humano que se realizan plenamente cuando se encuentran y dialogan. Según el pensamiento de santo Tomás, la razón humana, por así decir, «respira», esto es, se mueve en un horizonte amplio, abierto, en el que puede experimentar lo mejor de sí misma. Sin embargo, cuando el hombre se limita a pensar sólo en objetos materiales y experimentables, se cierra a los grandes interrogantes de la vida, sobre sí mismo y sobre Dios, se empobrece. La relación entre fe y razón constituye un serio desafío para la cultura actualmente dominante en el mundo occidental... Es urgente redescubrir de una manera nueva la racionalidad humana abierta a la luz del «Logos» divino y a su perfecta revelación que es Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre. Cuando la fe cristiana es auténtica no mortifica la libertad ni la razón humana. Entonces, ¿por qué la fe y la razón deben tenerse miedo, si al encontrarse y al dialogar pueden expresarse de la mejor manera? La fe supone la razón y la perfecciona, y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse al conocimiento de Dios y de las realidades espirituales. La razón humana no pierde nada al abrirse a los contenidos de fe, es más, estos exigen su libre y consciente adhesión”. AUTOEVALUACIÓN La enseñanza del concilio Vaticano II Entre todas las intervenciones magisteriales sobre el tema de la fe, un lugar relevante le corresponde sin duda al concilio Vaticano II. ¿Dónde radica su aportación fundamental? •

En la insistencia sobre la gratuidad de la fe



En la insistencia sobre la racionabilidad de la fe



En la insistencia sobre el carácter personal de la fe



En la insistencia sobre el carácter voluntario y libre de la fe



En la insistencia sobre capacidad transformadora de la fe



En la insistencia sobre la autenticidad de la fe

73

4. Síntesis teológica PRECEDENTES La riqueza de la enseñanza bíblica, patrística y magisterial sobre la fe no hace fácil la tarea de una sistematización teológica. Son muchos los aspectos que han ido apareciendo y que se han de tener en cuenta. Pero no podemos concluir nuestro capítulo sobre la fe sin ese intento de sistematización. OBJETIVO Sin pretensión alguna de exhaustividad, en esta presentación sistemática del acto de creer queremos comenzar por dar razón de los dos rasgos que caracterizan la fe, contemplada en su origen: la fe como don gratuito de Dios y la fe como respuesta libre del hombre. La modalidad concreta de la fe como respuesta libre del hombre será el objeto de nuestra próxima sesión.

4.1. La fe como don gratuito de Dios En el origen de la fe entran en juego tanto la gracia de Dios como la decisión libre del hombre. Si faltara la gracia de Dios, la fe sería pura conquista humana. Si faltara la cooperación del hombre, la fe no pasaría de ser una imposición. Como punto de encuentro entre la acción de un Dios que se revela al hombre y la respuesta libre de éste a la acción reveladora de Dios, la fe cristiana se distingue radicalmente de otras muchas actitudes humanas que, en el lenguaje vulgar, reciben también el nombre de fe: a) la fe como opinión (“creo que llegaré tarde”); b) la fe como superstición (“creo en las cartas astrales”); c) la fe como apuesta (“creo que fulano promete como deportista”); d) la fe en lo dicho por alguien (“creo lo que me enseña mi maestro”); e) la fe interpersonal (“creo en mi amigo”); f) la fe religiosa (“creo en el Dios creador”, tal como me lleva a pensar la contemplación del cosmos o el dictado de mi conciencia). La fe cristiana no deja de tener mucho en común con la fe interpersonal y con la fe religiosa, pero es esencialmente distinta. En la fe interpersonal no es lícito creer con una incondicionalidad absoluta. El “creo en ti” de esta fe es entrega total e intencionalmente definitiva, pero ello no asegura que el “tú” sea fiel a sí mismo y a su compromiso conmigo, ofreciéndome siempre las razones que me llevaron a creer en él. En cuanto a la fe religiosa, el creer en Dios, sin más, el vivir del hombre religioso, está afectado ya de incondicionalidad, poque Dios es indefectible. Pero la fe meramente religiosa es una fe teísta, una fe en el Dios conocido por el hombre a partir de la mediación del cosmos y de la conciencia. Este conocimiento de Dios es cierto, pero limitado, en cuanto que está sujeto a la corrección que le pueda sobrevenir de una automanifestación de Dios. La fe cristiana no es sólo teísta, sino teologal, es decir, establece una relación inmediata entre el Dios que se revela y el hombre a quien se dirige esa revelación. Así, pues, el concepto cristiano de fe recoge lo mejor de la fe religiosa y de la fe interpersonal. De la fe religiosa toma la obediencia y la incondicionalidad definitiva; de la fe interpersonal toma su carácter interpersonal. El “creo en ti” se dirige ahora al Tú único y absoluto que, en Cristo, ha decidido llamar “tú” a su criatura. Esta llamada que se encuentra en el origen de la fe hace que la fe sea siempre y necesariamente gracia y don de Dios, realidad divina, y no el resultado del simple

74 esfuerzo humano. Los escritos del Nuevo Testamento no se cansan de subrayar este carácter sobrenatural de la fe al hablar de la acción del Espíritu de Cristo (el Espíritu Santo, enviado por Cristo glorificado) como iluminación interior, que abre el corazón humano al Evangelio (cf Hch 16,14; 1 Cor 1,10; etc.); como atracción divina, que hace al hombre dócil al misterio de Cristo (Jn 6,44-46); como facultad de conocer, que dispone al hombre para la comunión de vida con Cristo por la fe (1 Jn 5,20); como experiencia íntima de confianza filial en Dios Padre (Rom 8,14-17; Gál 4,5-6). Estas fórmulas afirman con toda claridad que la gracia tiene su repercusión propia en lo más profundo de la conciencia del hombre e imprime en sus facultades espirituales una misteriosa tendencia hacia la intimidad con Dios. La tradición agustiniana y, bajo su influjo, la teología tomista han explicado esta iluminación de la gracia como la inefable palabra interior del mismo Dios, que Él solo puede decir y en la cual se da a conocer como Dios. Es una palabra que no asume todavía representación alguna. Dios se da a conocer en ella como el que trasciende todo contenido conceptual. Como observa J. Alfaro, “por la gracia se comunica y manifiesta Dios en sí mismo, sin más mediación que su inefable atracción hacia sí, y el hombre conoce aconceptualmente a Dios en la vivencia de su llamada. Tal conocimiento no es visión de Dios, ni experiencia inmediata de Dios, sino tendencia vivida hacia el Trascendente en sí mismo y (en esta tendencia) captación aconceptual de su término, que es el Absoluto como Gracia” (“La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano”, Concilium 1/21 [1967] 63). También en la vivencia personal de su fe necesitará el creyente ser sostenido por la gracia de Dios. Pero la gratuidad de la fe no se ha de buscar sólo en la vida de la fe, sino ya en ese momento previo que fundamenta e instituye el régimen de la fe: en ese momento de la autocomunicación de Dios en Cristo por medio del Espíritu en cuanto iniciativa libre y gratuita de la Trinidad, que crea al hombre para hacerle partícipe de la misma vida divina. La consecuencia que se deriva de este hecho es evidente: resulta absolutamente imposible adquirir la fe por las solas fuerzas humanas. La fe nunca es el resultado necesario de un proceso racional o del acontecer histórico particular. El hombre podrá recorrer el camino de la credibilidad y llegar a certezas morales. Pero la fe, en cuanto tal, le es dada al hombre: “no viene de nosotros; es don de Dios” (Ef 2,8).

4.2. La fe como respuesta libre del hombre La palabra interior de Dios, la iluminación de la gracia, capacita al hombre para responder a la llamada de Dios y aceptar su revelación en Cristo. La aceptación libre por parte del hombre constituye el acto de fe. Se podría decir que “la libertad del acto de fe no es sólo una propiedad específica suya, sino que, por el lado humano, es la causa de la fe [IzquierdoUrbina1998, 283]. Aunque en la Sagrada Escritura no se habla explícitamente de la libertad de la fe, es algo que se desprende con toda nitidez de las frecuentes invitaciones de Jesús a creer en Él y en su palabra, igual que de sus lamentos y censuras ante el rechazo de su persona y su mensaje. La libertad de la fe significa que sólo se cree si libremente se quiere creer. El concilio de Trento salió al paso de la interpretación luterana que, extrapolando la corrupción del hombre por el pecado, comprometía esta libertad en el acto de fe. La libertad

75 humana –enseñará Trento-, aunque debilitada por el pecado, no desaparece. El hombre tiene libertad suficiente para cooperar con la gracia, que le inclina a creer en Cristo, como la tiene también para resistir a la gracia (DS 1521; 1525-1526; 1554). La misma enseñanza es recogida en el concilio Vaticano I, recibiendo una notoria ampliación en el concilio Vaticano II. Merece la pena leer, a la luz de Dei Verbum 5, el n. 10 de la Declaración Dignitatis humanae. Dice así: “Es uno de los capítulos principales de la doctrina católica, contenido en la palabra de Dios y predicado constantemente por los Padres, que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios, y que, por tanto, nadie debe ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios, que se revela a sí mismo, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe. Está, por consiguiente, en total acuerdo con la índole de la fe el excluir cualquier género de coacción por parte de los hombres en materia religiosa. Y por ello, el régimen de libertad religiosa contribuye no poco a fomentar aquel estado de cosas en que los hombres puedan fácilmente ser invitados a la fe cristiana, abrazarla por su propia determinación y profesarla activamente en toda la ordenación de la vida”. No se ha de temer que este carácter libre del acto de fe pueda conducir al indiferentismo. Aunque el hombre sólo cree si quiere creer, es decir, si libremente se decide por Dios tal como se ha revelado en Cristo, no es lo mismo creer que no creer. El creer o el negarse a creer son susceptibles de una valoración moral una vez que se cuenta con los elementos necesarios para acceder a la fe. La fe es libre, pero no es indiferente creer o no creer. El hombre tiene la obligación de creer a Dios que se revela, siempre y cuando esa revelación se le presente de un modo suficientemente claro. Pero esa obligación se ha de cumplir sin coacciones externas, es decir, desde la libertad personal. La raíz antropológica de la libertad de la fe está en la oscuridad que acompaña a la percepción del objeto de la fe. La revelación de Dios es el trasfondo del que emergen razones para creer, pero nunca es plenamente revelación, nunca nos da todas las razones que llevarían infaliblemente a la fe, convirtiendo de este modo el acto de fe en un asentimiento necesario. La fe es oscura porque la verdad de su objeto no puede ser alcanzada ni por evidencia ni por demostración. La fe es oscura además porque, una vez alcanzado el objeto de la fe, éste excede completamente la capacidad de la mente humana. Con una bella imagen, algunos autores han hablado de la “naturaleza crepuscular” de la fe. Efectivamente, en ella hay suficiente luz para que el que quiera ver, vea; hay también suficiente oscuridad para que el que no quiera ver, no vea. La oscuridad de la fe sólo puede ser resuelta por el sujeto llamado a creer. Si se abre a la gracia de la fe, la oscuridad en el ámbito del conocimiento se transformará en certeza moral, que es la certeza propia de la fe. El cardenal J. Ratzinger lo expresaba en estos términos: “Únicamente superando ese espacio (de las cosas físicas, de lo tangible) y abandonándolo puede el hombre alcanzar la certeza propia de las realidades del espíritu. Llamamos fe a ese camino que consiste en un superar y un abandonar” (El camino pascual, Madrid 1990, 37). Efectivamente, la oscuridad que caracteriza a la fe no cuestiona ni pone en entredicho la certeza que le es propia, cuyo fundamento no es la evidencia de lo que se cree, sino la autoridad infalible de aquel en quien se cree, es decir, de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. Por estar fundamentada en el mismo Dios, esta certeza de la fe –dirá santo Tomás- supera a la certeza del propio conocimiento (Summa Theologiae II-II, q.4, a.8, ad 2). La verdad

76 inmutable de Dios y la luz de la revelación son objetivamente un fundamento más sólido que el que pueda tener cualquier certeza humana. Al que cree, no le cabe la menor duda de la verdad de lo que cree. Si hubiera duda, desaparecería la fe. Los interrogantes que pueda platearse el creyente no constituyen un “estado de duda” mientras no afecten a la certeza de creer. Como afirmaba J.H. Newman, “Diez mil dificultades no hacen una sola duda” (Apologia pro vita sua. Historia de mis ideas religiosas, ed. Encuentro, Madrid 1996, 238). En el itinerario de la fe, los interrogantes o dificultades pueden incluso desempeñar un impulso para la misma fe, consiguiendo reafirmarla y comprenderla mejor. AUTOEVALUACIÓN La fe como don gratuito de Dios La fe cristiana tiene un rasgo que la distingue de todas las demás actitudes humanas que suelen recibir también el nombre de fe. ¿Sabría señalar cuál es? •

Es una fe ciega



Es una fe firme e inquebrantable



Es una fe religiosa



Es una fe teísta



Es una fe teologal



Es una fe interpersonal

La fe como respuesta libre del hombre La fe no se impone, se propone. ¿Dónde situarías la raíz antropológica de la libertad de la fe? •

En su carácter interpersonal



En su carácter gratuito



En su oscuridad



En el respeto debido a los demás



En la libertad de todo ser humano

77

4.3. La fe como “entrega” de todo el hombre a Dios (fides qua) PRECEDENTES En la sesión anterior hemos subrayado los dos aspectos básicos del acto de fe contemplado en su origen y en su globalidad: es, por una parte, don gratuito de Dios y, por otra, libre respuesta del hombre. Queremos detenernos ahora en este segundo aspecto, es decir, en la fe como respuesta libre del hombre, donde se divisan una serie de rasgos que conviene esclarecer. OBJETIVO En cuanto respuesta libre del hombre a la autocomunicación de Dios, la fe se presenta como “entrega personal” (fides qua) y como “aceptación del mensaje cristiano” (fides quae). Ambas dimensiones, mutuamente implicadas, poseen un marcado carácter teologal, cristológico, eclesial y escatológico. Nos limitamos a ofrecer un breve comentario de cada uno de estos rasgos específicos de la fe en su dimensión responsorial. La autocomunicación de Dios al hombre en la revelación implica, antes que la manifestación de una serie de verdades, la autodonación de su propio ser. A esta autodonación de Dios responde el hombre con la entrega de sí mismo a Dios. J. Alfaro lo expresa en estos términos: “Como actitud personal del hombre, la fe es la donación del hombre en confianza filial y sumisión amorosa a Dios en respuesta a la inefable donación y manifestación de Dios por su gracia: es la entrega libre del hombre al Absoluto como Amor… Este aspecto personal-interno, que consiste en ‘creer a Dios’, es el principal. La intención primaria de la fe, determinada por la atracción inefable de Dios hacia Sí, es entrar en contacto con Dios mismo. Por la fe busca el hombre ante todo a Dios en la actitud personal de su autorrevelación, para recibir de Él lo que Él revela” (“La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano”, Concilium 1/21 [1967] 64). No hay duda. La entrega personal a Dios en la obediencia y la confianza es lo que constituye el núcleo mismo de la fe. Al manifestarnos absolutamente su amor en el sacrificio de su propio Hijo, Dios nos invita a entregarnos absolutamente a su misericordia (Rom 5,8-10; 8,31-39). Creer en Dios significa ante todo entregarse y abandonarse confiadamente a Él. El misterio del amor de Dios, que nos da a su mismo Hijo y por él nos llama a participar en su vida divina (Jn 3,16), trasciende nuestra inteligencia, y por eso su aceptación por la fe exige de nuestra parte la entrega audaz y confiada de nuestra existencia a Dios como Amor absoluto y absoluto Misterio. Al creer en Dios, el hombre se apoya en su divina veracidad (Jn 3,33), es decir, se confía a Él como Testigo absolutamente fidedigno. A esta dimensión personal e interna de la fe se la conoce desde san Agustín con la expresión fides qua creditur (acto interior del sujeto por el que se cree), distinguiéndola de la dimensión doctrinal y externa, a la que se se alude con la expresión fides quae creditur (contenido de la fe en cuanto plasmado en proposiciones o dogmas).

78

4.4. La fe como “aceptación” del mensaje cristiano (fides quae) Es imposible hablar de la fe como entrega personal a Dios sin añadir de inmediato que esa entrega implica necesariamente la aceptación del mensaje cristiano. La dimensión personal e interna de la fe (fides qua) es inseparable de su dimensión doctrinal y externa (fides quae). Como observa J. Alfaro, el cristianismo no es principal ni definitivamente una doctrina; es la Persona misma del Hijo de Dios, hecho hombre, muerto y resucitado por la salvación de todos los hombres. Por la fe el hombre participa en el misterio salvífico de Cristo. Pero no es posible participar en este misterio sin la convicción interna de la realidad del mismo, es decir, sin tenerlo por verdadero, sin aceptarlo. “Si la fe alcanza la realidad del misterio salvífico de Cristo, no puede menos que incluir la adhesión intelectual al mensaje, que proclama la realidad de este misterio. Como mensaje humano, expresado en imágenes y conceptos, el mensaje cristiano toma inevitablemente la forma de un contenido doctrinal… El carácter intelectual de la fe corresponde al carácter real del misterio de Cristo; si no se salvaguarda el primero, es imposible salvaguardar el segundo. La fe vive de la realidad de su objeto” (“La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano”, Concilium 1/21 [1967] 59). Se puede discutir, y se ha discutido, lo que ha de abarcar ese contenido doctrinal que es objeto de fe. Algunos han querido renunciar a toda pretensión de determinar las verdades de la fe de una manera distinta a como aparecen en la Bilbia. Otros atribuyen a ese contenido doctrinal una evolución que le hace depender en su significado de factores meramente históricos (historicismo). Lo fundamental es, por una parte, que no se diluya con acomodaciones arbitrarias la intervención salvífica de Dios en Cristo -ya que “toda la revelación converge hacia Cristo y tiene en él su definitiva verdad” (J. Alfaro)- y, por otra, que se ponga de relieve su carácter iluminador y redentor para el hombre. Se logrará así evitar el riesgo del “extrinsecismo”, que llevaría a presentar unas verdades sin conexión con las verdaderas y profundas dimensiones del hombre, imagen de Dios y destinado a participar en la vida divina (C. Izquierdo). Es discutible también que el asentimiento a este contenido doctrinal pueda concebirse como un asunto exclusivo del entendimiento (“adhesión intelectual”). Como ya observaba santo Tomás, “en las cosas de fe consentimos con la voluntad, y no por la necesidad de la razón, porque están más allá de la razón” (In Epist. ad Rom. c. 1, lect. 4). Inteligencia y voluntad intervienen armónicamente en el acto de fe, haciendo de ella un acto de toda la persona humana: la inteligencia conoce y juzga, sin llegar nunca a la evidencia subjetiva frente a la cual no podría resistirse, y, ante el bien que se le presenta, la voluntad decide creer. Si no interviniera la inteligencia, el acto de fe sería ciego e irracional; si no interviniera la voluntad, o no se llegaría nunca a prestar el acto de fe, o la fe desaparecería como tal por haberse disuelto en saber.

4.5. El carácter teologal de la fe La fe cristiana no es teísta, decíamos al precisar el concepto de fe; la fe cristiana es teologal, en cuanto que en la raíz, en el centro y en el fin de la fe está siempre Dios, que se revela en Cristo. Intentando precisar los diversos modos en que el acto de fe se relaciona con su objeto, san Agustín distingue entre el “credere Deum”, “credere Deo” y “credere in Deum”. Lo mismo hace santo Tomás y, después de él, toda la

79 tradición teológica. ¿Cuál es el significado concreto de esta distinción dentro del creer? - Credere Deum expresa que Dios es el objeto material de la fe: creer en Dios, creer que existe Dios. La fe queda situada de este modo en un contexto estrictamente teológico. “No se nos propone para creer nada que no se relaciona con Dios” (Santo Tomás, Summa Theologiae II-II, q.2, a.2c). La fe no se puede confundir con las simples creencias, ni tampoco con actividades ajenas a la realidad de Dios. Dice siempre relación con el Dios vivo. - Credere Deo expresa que Dios es el objeto formal de la fe o, en otros términos, el motivo por el que se cree: se cree a Dios, que libremente se revela; a Dios, que es la Verdad primera; a Dios, cuya autoridad no tiene limitación alguna. Es la idea subrayada por el concilio Vaticano I al decir que el motivo de la fe no es la evidencia percibida por la razón, sino la autoridad del mismo Dios que se revela, ya que no puede ni engañarse ni engañarnos. - Credere in Deum expresa, finalmente, el carácter voluntario y dinámico de la fe. Teniendo en cuenta que detrás de la preposición latina “in” se encuentra la preposición griega “eis” (=hacia), la traducción literal sería: “creer hacia Dios”. In Deum expresa el carácter de fin que Dios posee y, al mismo tiempo, el aspecto vital de la fe. No es un acto acabado de una vez para siempre, sino un caminar constante hacia Dios, hacia ese Dios que constituye el término absoluto del creer. Como observa H. de Lubac, este creer “compromete irrevocablemente el fondo del ser…; es algo que sólo podremos realizar creyendo en aquel Ser personal y único, a quien llamamos Dios; tal fe no podría otorgarse a un hombre sin sacrilegio, sin idolatría y sin avasallamiento” (La fe cristiana, Salamanca 1988, 174). Credere Deum, Deo, in Deum pone de manifiesto, en último término, que el mismo Dios es el centro, el fundamento y el fin de todo el proceso creyente.

4.6. El carácter cristológico de la fe El carácter teologal de la fe adquiere en el cristianismo una coloración trinitaria y sobre todo cristológica. El centro, el fundamento y el fin de la fe es el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tal como ha sido revelado en Cristo. En otras palabras, a la revelación como autocomunicación de Dios-Trinidad, se debe responder con una fe que siga las mismas coordenadas. Por eso, el esquema del credere Deum, Deo, in Deum puede especificarse como un credere Christum, Christo, in Christum y como un credere Spiritum Sanctum, Spirito Sancto, in Spiritum Sanctum. Ahora bien, ya que Cristo es el que nos da a conocer el misterio del Padre y de su Amor, todo puede quedar compendiado en el credere Christum, Christo, in Christum. Cristo es el mensajero y el mensaje. En él sale Dios al encuentro de los los hombres y en él tienen los hombres acceso al misterio de Dios y a la vida trinitaria. No es de extrañar el “cristocentrismo” de la la Dei Verbum y de la reflexión teológica actual. Cristo es la garantía definitiva de que es Dios quien habla realmente. Por eso, la fe se dirige a la Palabra de Dios que se nos ha dado en el Verbo de Dios hecho carne. El aspecto de Cristo-Dios, Hijo y Verbo del Padre, es aquí irreemplazable. Una fe que sólo admitiera el carácter humano de Jesús, pasando por alto su condición divina, no sería una auténtica fe cristiana.

80

4.7. El carácter eclesial de la fe Cada hombre es el que ha de responder libremente a la autocomunicación de Dios que encuentra en Cristo su cumplimiento y plenitud. La fe es un acto personal. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. La fe tiene una dimensión eclesial. El Catecismo de la Iglesia Católica puede afirmar: “Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes” (CEC 181). En el mismo acto de creer se da, en consecuencia, una doble atribución de sujeto: es la persona la que cree, y es al mismo tiempo la Iglesia la que cree. Para que el acto de fe sea personal y eclesial a la vez es preciso que se dé una cierta identificación del sujeto creyente con la Iglesia. Esta identificación establece unas relaciones entre el creyente y la Iglesia que se podrían sintetizar así: a) El creyente está en la Iglesia y de ella recibe el contenido y el modo de su creer; b) La Iglesia es la comunidad de los creyentes. La eclesialidad del acto de fe no significa sólo que el sujeto debe hacer suya la fe de la Iglesia, sino también que, al hacerlo, la fe de la Iglesia se expresa y existe en el acto de fe de quien mantiene vivo su vínculo con la comunidad de creyentes. En otras palabras, el contenido objetivo de la fe de la Iglesia se hace vivo en el acto de fe del creyente. Al vivir su fe, el creyente no sólo construye su propia existencia, sino que al mismo tiempo edifica la Iglesia. “Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe contribuyo a sostener la fe de los otros” (CEC 165).

4.8. El carácter escatológico de la fe Esta fe, personal y eclesial a la vez, introduce al hombre en la vida divina. Con ella comienza a participar de la misma vida de Dios. Pero se trata de un comienzo, no de su realización plena. En palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, “la fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo… La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna” (CEC 163). Siendo el comienzo, nos permite tender hacia la realidad que un día se manifestará sin velos. Pero, mientras tanto, hemos de conformarnos con caminar en la fe, no en la visión, conociendo a Dios como en un espejo, de una manera confusa e imperfecta. Esta dimensión escatológica de la fe, esta tendencia inherente hacia la visión plena, no relativiza ni anula la verdad y la realidad de lo que se cree, porque la fe supone el acceso a la verdad eterna de Dios. Pero, al mismo tiempo, le confiere un carácter ineludible de provisionalidad. Lo que la fe nos permite contemplar no es todavía la verdad plena. Esta provisionalidad hace que la fe no pueda existir sin la esperanza. El creyente es el hombre de la esperanza: espera poder transformar la historia con la fuerza de la fe y espera también verse él mismo transformado al concluir su camino de fe. El “ya pero todavía no” que caracteriza toda la vida cristiana se hace especialmente patente en la vida de la fe.

81

AUTOEVALUACIÓN El carácter teologal de la fe Para hablar de Dios como fundamento, centro y fin de la fe, los teólogos medievales acuñaron una expresión latina que juega con el acusativo, el dativo y un complemento preposicional: Credere Deum, credere Deo, credere in Deum. ¿A qué se hace referencia con el credere Deum? •

Al fundamento de la fe

 Al centro de la fe •

Al fin de la fe

82

IV LA CREDIBILIDAD DE LA REVELACIÓN PRECEDENTES La autocomunicación de Dios en la palabra y en la historia va dirigida al hombre, que es llamado a responder mediante la fe. Es lo que hemos visto en los dos capítulos precedentes. El acto de fe lo hemos calificado como acto libre que el hombre realiza bajo el impulso de la gracia divina. La libertad del mismo está pidiendo que no sea un acto ciego o irreflexivo. El hombre ha de contar con razones para creer. Como dejó asentado el concilio Vaticano I, por ser libre, la fe es “obsequium”, pero este obsequio ha de ser “rationi consentaneum”, es decir, debe estar de acuerdo con la razón. En palabras de W. Kasper, “una fe sin base humana y racional no sólo sería indigna del hombre, sino también de Dios” (El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, 95). Esto será posible sólo si el objeto de la fe, es decir, la revelación de Dios, se presenta como creíble; si cuenta con el sello de la credibilidad. A esta cuestión consagraremos nuestro último capítulo del curso, dejando para la conclusión un corolario que se desprende de esta propiedad específica de la revelación divina: Si La revelación es creíble, la fe no puede menos que ser razonable. OBJETIVO En esta sesión nos limitamos a precisar el concepto teológico de credibilidad y a señalar los posibles signos de credibilidad. Las sesiones restantes se centrarán en los dos signos de credibilidad por excelencia: Jesucristo y la Iglesia.

1. Concepto teológico de credibilidad En el lenguaje común se habla de cosas creíbles o increíbles, de personas que son de fíar y que no lo son. La credibilidad se aplica directamente a las afirmaciones humanas, pero estas afirmaciones son hechas siempre por alguien. En última instancia, por tanto, detrás de la credibilidad hay siempre una persona que está pidiendo de su interlocutor asentimiento a lo que dice, aunque no pueda ofrecer pruebas irrefutables sobre su veracidad. Hacer juicios de credibilidad es algo constante en las relaciones humanas, ya que constantes son las referencias a realidades que escapan a una comprobación inmediata. Todos los días nos llegan noticias, sea en la calle o sea en la casa, en el trabajo, en las tertulias, etc. No toda noticia es digna de crédito. La persona sabia pondera lo que oye, hace un juicio de discernimiento, valora la fuente de esa información y sopesa los motivos para asentir o para discrepar.

83 Lo que sucede cada día en las relaciones humanas encuentra plena aplicación en la relación entre Dios y los hombres. Dios sale al encuentro del hombre a través de una revelación que alcanza su plenitud y cumplimiento definitivo en Cristo, su Hijo. ¿Es creíble esta revelación? Aunque se exprese con un término abstracto, la credibilidad designa un hecho muy concreto: la relación entre la fe y las razones o motivos que conducen a ella. ¿Con qué razones cuenta la revelación divina para que la fe que pide del creyente no sea un puro salto en el vacío, fruto de una decisión ciega de la voluntad, sino una respuesta fundamentada en la realidad y en el propio modo de conocerla? Las diferencias que en esta cuestión se han dado en el protestantismo y en el catolicismo nos permitirán percibir mejor la naturaleza específica de la credibilidad. La credibilidad en la teología protestante En coherencia con la manera de concebir al hombre caído, Lutero rechazaba abiertamente todo lo que, desde el hombre, pudiera ser preparación racional para la fe, o diálogo interno de ésta con la razón. El hombre, corrompido por el pecado, tiene cerrado cualquier acceso a la revelación que no sea por “gracia” y en el “poder” del Espíritu, de forma que la razón del hombre para creer puede estar sólo en la obediencia de la fe. Será el testimonio interior del Espíritu, y no el peso de signos externos de credibilidad, lo que garantiza al creyente la veracidad de la revelación divina. La misma postura se sigue manteniendo en nuestros días en amplios sectores del protestantismo. En todo intento de defensa o justificación de la fe ven una especie de traición contra la misma fe, cuyo símbolo es la cruz, signo de escándalo y de locura. La credibilidad en la teología católica Para la teología católica, la postura protestante tiene rasgos claramente fideístas y entraña la imposibilidad, en perjuicio de la fe y del creyente, de “dar razón de la propia esperanza” (1 Pe 3,15). Esta posición se presenta especialmente peligrosa para el hombre contemporáneo, que, obligado a vivir al ritmo de una doble verdad, podría sucumbir fácilmente a la tentación de abandonar la fe si ésta apareciera desconectada de la experiencia humana y sin justificación alguna frente a la razón que pide un porqué. Recibir una palabra y creer automáticamente en ella, sin más datos ni comprobaciones, no sería fe, sino credulidad. Esa aceptación ciega se opondría a la constitución cognoscitiva racional del hombre, ya que no contaría con ningún anclaje racional que hiciera más lógico creer que negarse a creer. El creer sería el resultado de una pura decisión, lo cual equivaldría a ejercer una violencia sobre el modo de conocer. Para poder creer de un modo coherente, es preciso que, una vez escuchada la revelación, se cuente con razones suficientes para identificar esa revelación como algo que proviene de Dios. En otras palabras, la revelación debe poseer algunas características que la hagan discernible entre otras propuestas y discursos. Se puede decir, pues, que la credibilidad es la propiedad de la revelación cristiana por la que, a través de signos ciertos, aparece acreditada como realidad adecuada al modo de conocer humano, y por tanto digna de ser creída. La credibilidad de la revelación es, en definitiva, la que hace que la respuesta de la fe sea razonable. Credibilidad no a través de pruebas, sino de “signos” Parece obvio que el acto de fe, en cuanto acto humano, tiene que ser razonable. El hombre necesita razones para creer. Si faltaran estas razones, el acto de fe se situaría automáticamente en el terreno del voluntarismo, de las decisiones no motivadas, y se perfilaría en el horizonte la sombra del fideísmo. Ahora bien, para que quede

84 asegurada la libertad del acto de fe, esas razones no pueden ofrecer una demostración evidente. En tal caso, la fe se convertiría en la conclusión lógica de un procedimiento demostrativo, dejaría de ser un acto libre y se caería una vez más el racionalismo. De aquí que el concilio Vaticano I se exprese en estos términos: “Para que el obsequio de nuestra fe sea de acuerdo a la razón, quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén unidas indicaciones externas de su revelación, esto es, hechos divinos y, ante todo, milagros y profecías, que, mostrando claramente la omnipotencia y conocimiento infinito de Dios, son signos ciertísimos de la revelación y son adecuados al entendimiento de todos” (DS 3009). Estas palabras del concilio dieron pie a una tendencia teológica que quería establecer la racionabilidad de la fe cristiana a través de un procedimiento estrictamente demostrativo. Pero no se puede pasar por alto que las “indicaciones externas” con las que Dios hace acompañar la asistencia interna de su Espíritu para llevar a la fe son calificadas como “signos”, es decir como datos que hay que interpretar desvelando su densidad de significado y su capacidad de remitir fuera de sí mismos. Dejando para el apartado siguiente una especificación más detallada de los signos de credibilidad, merece la pena subrayar aquí que el conocimiento a través de signos dista mucho de ser un conocimiento deductivo o silogístico. Mientras que este último pasa deductivamente de lo universal a lo individual, el conocimiento por signos procede de modo diverso: se remonta inductivamente de lo individual percibido a lo individual no percibido (por ejemplo, una bandera concreta me remite a un país concreto). Con este modo de proceder, el conocimiento por signos se asemeja mucho más a un conocimiento por connaturalidad, que es el tipo de conocimiento que regula gran parte de las “certezas” que tenemos en la vida, certezas que, aunque no se inspiran en un saber racional y experimental, no por eso son irracionales y menos seguras. Pensemos, por ejemplo, en el conocimiento y en la relación de confianza que hay entre dos amigos o entre dos personas que se aman. Ese conocimiento y esa confianza cuentan con una certeza que deriva de un proceso inductivo realizado a base de muchos factores convergentes (gestos, palabras, experiencias, observaciones, etc.). La certeza a la que se llega no es la suma de los diversos indicios y signos que se ha ido dando, ni tampoco la aplicación de unas leyes universales a un caso concreto. Cada indicio particular, tomado en sí y aisladamente, desvinculado de la realidad viva y plena de la persona, no dice demasiado. La concepción del todo no puede darse sin cada uno de esos indicios particulares. Pero el todo es mucho más que la suma de los indicios particulares y en ese todo es donde cada uno de los indicios, por pequeño que sea, resulta plenamente convincente para el que está personalmente afectado. Aquel que ama, se dice en la Biblia, reconoce a la esposa en una perla de su collar (Cant 4,9). Este tipo de conocimiento por connaturalidad –igual que el que se obtiene a través de los signos- presupone cierta sensibilidad y cierta capacidad intuïtiva. Presupone además cierto grado de familiaridad, obtenida a través de un trato perseverante y apasionado. Se asigna así al sujeto una importancia capital. Sus disposiciones intelectuales y morales, sus experiencias personales y comunitarias, son fundamentales para una interpretación correcta de los signos. En el acceso a la fe no basta la pura consideración “objetiva” de los signos. La respuesta de fe a la revelación divina pide siempre un largo camino personal de conversión, camino al que no se presta demasiada atención en los manuales de Teología fundamental, donde lo único que parece contar es “demostrar” el hecho de la revelación por medio de pruebas histórico-científicas. Los mismos evangelios nos presentan a las personas que llegan a

85 la fe como personas en camino y en búsqueda (Zaqueo, Nicodemo, la samaritana, la Magdalena). El que camina hacia la fe tiene que seguir el camino que recorrieron los primeros discípulos (cf. Jn 1,39.46), intentando familiarizarse con los valores y las opciones hechas por Cristo para encontrar de este modo la sintonía y connaturalidad con él.

2. Signos y signo de credibilidad De lo que acabamos de decir se desprende que a la credibilidad de la revelación no se llega de un modo desinteresado o puramente neutral. Tratándose de algo que afecta profundamente al hombre, que le atañe personalmente, la credibilidad de la revelación no se puede establecer como una pura cuestión en-sí, como una pura deducción objetiva. El conocimiento se ve acompañado aquí por la actitud moral, es decir, por la actuación de la libertad, dispuesta positiva o negativamente para el posible compromiso implicado en ese conocimiento. De acuerdo con esto, la credibilidad de la revelación tiene un triple cometido: a) hacer comprender al hombre contemporáneo el sentido y el alcance del mensaje de salvación traído por Jesucristo; b) acreditar ese mensaje como proveniente de Dios, que en Cristo se ha hecho hombre para tratar con los hombres; c) provocar la respuesta de fe que consiste en la aceptación de Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, y en la decisión radical de hacer de su seguimiento la ley fundamental de la vida. Todo ello se lleva a cabo a través de “signos históricos”, de signos de credibilidad, que alcanzan al hombre abierto al misterio y le revelan –sin desvelarlo nunca del todo- el misterio de Dios. Propiedades y clases de signos Aunque la historia es testigo de una comprensión muy diversificada del signo, lo común en todo signo queda reflejado en la definición clásica del mismo: id quod inducit in cognitionem alterius (signo es aquello que conduce al conocimiento de algo distinto). A partir de esta definición genérica, se pueden establecer algunas propiedades del signo: a) ha de ser “sensible”, es decir, ha de poder ser percibido inmediatamente por los sentidos normales y comunes a todo hombre; b) ha de ser ”histórico”, es decir, ha de estar situado en un contexto socio-cultural determinado, en el cual se hace comprensible; c) ha de ser “significante”, es decir, ha de tener un sentido no sólo en sí mismo, sino también en relación con un significado que lo trasciende; el significante no puede, por definición, agotar el significado; d) ha de ser “universal”, es decir, ha de provocar en todos la reflexión y ha de mover a la decisión. Estas cuatro propiedades deben darse siempre y al mismo tiempo. Con estas propiedades comunes, puede haber signos impersonales (naturales o artificiales) y personales (voluntarios o involuntarios). Para la credibilidad de la revelación, los signos que importan son sobre todo los signos personales, aquellos que llevan a una certeza moral contando siempre con la opción previa de quien los contempla. Así, por ejemplo, las señales de tráfico en la carretera son signos muy distintos que un beso (que puede signo de saludo o de traición) o el lenguaje del amor (que puede estar al servicio del amor o de intereses egoístas). Ordinariamente, el contexto en el que se producen los signos personales aclara el verdadero significado de los mismos. Pero siempre es necesaria la decisión de aceptar estos signos con toda la profundidad que reclaman si, a través de ellos, se desea adquirir una certeza plena. Esa decisión es una disposición o una falta de disposición para el compromiso.

86 De la pluralidad de signos al único signo de credibilidad La Teología fundamental, y sobre todo la Apologética que la precedió, se ocuparon durante mucho tiempo de valorar los diversos signos de credibilidad, intentando establecer un orden o jerarquía entre ellos. Se hablaba así de signos externos e internos. Como signos externos se consideraban los milagros, las profecías, la sublimidad de la doctrina, la vida admirable de la Iglesia, etc. Entre los signos internos se incluían la tendencia de todo hombre hacia Dios, la aspiración por la justicia en las relaciones humanas, la experiencia individual de una paz que el mundo no puede dar, la santidad de vida personal, etc. El concilio Vaticano II obligó a tomar conciencia de que estos múltiples signos, sin dejar de tener su propia fuerza significativa, adquieren su verdadero sentido sólo en la medida en que conducen al signo último y definitivo con el que el hombre se encuentra en el ámbito de la revelación divina, que es la figura de Jesucristo. Dios, que se revela en Cristo, llama al hombre a establecer una relación personal con Él a través del encuentro con el mismo Cristo. Cristo expresa la autocomunicación de Dios a los hombres y encierra al mismo tiempo el significado más profundo de la vida humana. Se puede afirmar, por tanto, que el signo primordial de la credibilidad de la revelación no es otro que la persona misma de Cristo, entendida en la plenitud de su misterio. Cristo se presenta como “el universal concreto”, es decir, como el ser históricoconcreto en quien se concentra el carácter universal de la realidad: la verdad, la vida, la salvación encuentran su plena realización en él. De Cristo afirma la Escritura que “el mundo se hizo por medio de él” (Jn 1,10). Él mismo no duda en identificarse con la verdad y la vida (Jn 14,6). Ésta es la condición básica para que el hombre pueda encontrar en Él la respuesta definitiva a los más profundos anhelos que atraviesan su existencia; ésta es también la raíz de la atracción única que el hombre experimenta ante Cristo. Ahora bien, ¿dónde es posible encontrar hoy al Cristo real, y cuál es la verdadera imagen que de Él se presenta a los hombres de nuestro tiempo? La respuesta es que el Cristo real, el rostro verdadero de Cristo, sólo es posible encontrarlo hoy en la Iglesia. La Iglesia presenta a Cristo no como un ser del pasado, que ha dejado una huella más o menos importante en la historia, sino como el que, habiendo vivido en este mundo en una época determinada, ha inaugurado el nuevo tiempo en el que él es el “Primero y el Último”, “el que vive para siempre” (Ap 1,17-18). Es la Iglesia la que conserva la memoria de Cristo y la entrega en la Escritura. Es también la Iglesia la que conduce a los hombres a la vida en Cristo, ayudándoles además a dar a conocer con su vida de creyentes el verdadero rostro del Señor. Así, pues, todo hombre puede encontrar a Cristo vivo en el anuncio que de él hace la Iglesia, y de modo particular en los Evangelios y en la vida de los que creen en él. RESUMEN La credibilidad de la revelación cristiana es la propiedad por la que ésta aparece acreditada como realidad adecuada al modo de conocer humano, y por tanto digna de ser creída. La credibilidad de la revelación es, en definitiva, la que hace que la respuesta de la fe sea razonable. No es, sin embargo, una credibilidad a través de pruebas apodícticas, sino a través de “signos” que no sólo permiten sino que exigen la decisión libre del hombre. Más aún, se puede decir que sólo hay un signo último y

87 definitivo de credibilidad, sin el cual no servirían de nada los demás: la persona de Jesucristo tal como es presentada en la Iglesia.

AUTOEVALUACIÓN

Credibilidad no a través de pruebas, sino de signos El concilio Vaticano I califica como “signos” a las indicaciones externas con que ha de contar la revelación divina para que ésta sea creíble y para que el acto de fe sea razonable y libre. ¿Qué es lo que caracteriza a un conocimiento basado en signos, y no en pruebas apodícticas? •

Que es siempre inseguro e incierto



Que es siempre oscuro



Que es siempre irracional



Que se remonta inductivamente de lo individual percibido a lo individual no percibido



Que pasa deductivamente de lo universal a lo particular



Que pasa deductivamente de lo particular a lo universal

Propiedades y clases de signos ¿Cuál de las siguientes propiedades no puede faltar en un signo auténtico? •

Ha de ser ostentoso



Ha de ser discreto



Ha de ser sensible



Ha de ser concreto



Ha de ser genérico



Ha de ser inolvidable

88

3. Jesucristo, signo primordial de credibilidad PRECEDENTES La autocomunicación de Dios al hombre tiene su centro y su plenitud en Jesucristo. Aceptar la invitación de Dios a creer consiste, sobre todo, en encontrarse con Cristo en persona, en escucharle y acogerle. Este encuentro y acogida tienen lugar en la fe, mediante la cual se reconoce a Cristo como aquel que completa y lleva a su plenitud la revelación, y confirma con testimonio divino que Dios está siempre con nosotros, porque ver a Cristo es ver a Dios (DV 4). Ahora bien, la fe en Cristo, lejos de ser una pura aceptación religiosa del misterio, incluye razones para creer. Estas razones, que se sitúan sobre todo en el campo de los signos, culminan en el signo primordial de credibilidad, que es el mismo Cristo. El proceso de la fe y de la credibilidad desemboca finalmente y de un modo particular en el encuentro con Cristo. OBJETIVO Es preciso determinar cuáles son esas razones que llevan a creer que Cristo es la revelación misma de Dios. Tratándose de la credibilidad, la respuesta a esa pregunta no puede apelar simplemente a la obediencia debida a Dios. Se pasaría por alto un momento previo: ¿cómo puedo justificar que, en Cristo, Dios me habla? La obediencia debida a Dios, que es válida desde un punto de vista exclusivamente teológico, no es razón adecuada cuando se trata de percibir la credibilidad, es decir, las razones de la fe, aquello que acompaña al misterio y que reclama el interés y la investigación del hombre. La cuestión es de tal envergadura que a ella dedicaremos las tres sesiones siguientes. En esta primera nos conformamos con señalar la posibilidad de llegar a un conocimiento histórico de Jesucristo basándonos en los Evangelios canónicos, escritos que cuentan con plenas garantías de fiabilidad histórica. En las otras dos abordaremos el tema de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo y el tema de la resurrección de Jesús como confirmación divina de su conciencia y sus pretensiones.

3.1. El conocimiento histórico de Jesucristo ¿Se puede saber de algún modo que Jesucristo es la palabra definitiva de Dios y, como tal, el que desvela el sentido de la existencia humana? ¿Responde esto a la realidad? ¿No será una simple proyección de los anhelos, esperanzas y necesidad de respuestas que tiene el hombre, arrojado a un valle oscuro y escabroso? Solamente si el sentido que la vida humana recibe de Cristo se apoya en la realidad de los hechos, se puede hablar con rigor de razones para creer y de Cristo como signo de credibilidad. Dicho de otro modo, la fuerza de sentido que procede del anuncio de Cristo debe ser el reflejo de su verdad. Hay que poder afirmar la realidad de la vida de Jesús, de su muerte y de su resurrección, que son el horizonte último de la conciencia cristiana, para que sea consistente el sentido que el hombre encuentra en Cristo. Así, pues, a partir del sentido es necesario que nos interroguemos por el acontecimiento, es decir, por la historia de Jesucristo. Del conocimiento histórico se esperan recibir los elementos que hagan razonable la fe en el misterio de Cristo, dada la imposibilidad de separar el acontecimiento histórico y el misterio. Ahora bien, dada esta unión indisoluble, no es sólo la historia la que

89 puede iluminar el misterio. También el misterio puede iluminar la historia de Jesús; también la fe puede dar a esa historia un significado y densidad que van mucho más allá de donde pueda llegar la investigación estrictamente histórica. En nuestro caso, el interés por el acceso al acontecimiento histórico de Jesús está movido por la fe. Esa fe es el punto de partida que nos permite una reflexión sobre las razones que da el conocimiento histórico para creer en Cristo. Pero el descubrimiento de estas razones constituirá un terreno de encuentro con quien no parte de la fe, sino del conocimiento natural o de la ciencia. En este proceder se han de evitar dos graves peligros: el del docetismo y el del subordinacionismo. No se han de leer las fuentes sobre las que se apoya el conocimiento histórico de Jesús con el único deseo de afirmar su divinidad, dejando en entredicho su aspecto humano (docetismo). No se han de leer tampoco esas fuentes con el único deseo de conocer al hombre Jesús de Nazaret, rechazando sistemáticamente toda afirmación que vaya más allá de lo históricamente comprobable (subordinacionismo). Sólo una lectura que evite esos dos peligros toma en serio el misterio de la Encarnación, por el cual Jesús es “hombre entre los hombres” (DV 4) y al mismo tiempo el Hijo de Dios. Leída así la historia, los datos que nos ofrezca no nos darán la fe en Cristo, pero sí nos aportarán razones que hagan justificable, coherente e intelectualmente honesta esa fe. ¿Quién y cómo era Jesús de Nazaret? ¿Cómo se consideraba a sí mismo? ¿Qué idea tenía de su vida y de su misión? ¿Qué carácter, qué rasgos psicológicos le distinguían? ¿Cuáles eran sus relaciones con Dios y con los demás hombres? ¿Cómo se acercó a la muerte y cómo murió? ¿Acabó todo al morir o resucitó realmente, como afirma la fe? Antes de intentar responder a estos interrogantes se hace obligada una palabra sobre la fiabilidad histórica de las fuentes que más nos hablan de Jesús y que son sin duda nuestros cuatro Evangelios canónicos. Los Evangelios canónicos como fuentes fidedignas del conocimiento histórico sobre Jesús Entre las fuentes antiguas que nos permiten acceder al conocimiento histórico sobre Jesús sobresalen sin posible parangón los cuatro Evangelios canónicos. No son las únicas fuentes. Existen otros muchos testimonios, tanto dentro del Nuevo Testamento como fuera de él. Dentro del Nuevo Testamento encontramos testimonios de gran interés en las cartas de san Pablo (cf. 1 Cor 7,10; 9,14; 11,23; 15,3; 1 Tes 4,15). Fuera del Nuevo Testamento son dignos de tener en cuenta los testimonios de los historiadores romanos (Plinio el Joven, Tácito, Suetonio) y de historiadores judíos (Flavio Josefo, Talmud de Babilonia). Están además los testimonios aportados por los evangelios apócrifos. La importancia de todos estos testimonios, muy diversos y algunos de ellos muy tendenciosos, radica sobre todo en el hecho de hacer resaltar el valor único de nuestros Evangelios canónicos (Para un acercamiento a esta literatura extrabíblica sobre Jesús puede consultarse el libro de M. Beaude, Jesús de Nazaret, ed. Verbo Divino, Estella 1992). Respecto a la fiabilidad histórica de los Evangelios canónicos, que ha sido campo de continuas batallas en los dos últimos siglos, baste recordar la enseñanza del concilio Vaticano II, recogida en el nº. 19 de la constitución Dei Verbum. El texto conciliar consta de tres párrafos, que corresponden a las tres fases por las que fueron pasando en el lento y complejo camino de su formación: ministerio público de Jesús, predicación cristiana primitiva, labor redaccional de los evangelistas.

90 - “La santa madre Iglesia ha defendido siempre y en todas partes con firmeza y máxima constancia que los cuatro Evangelios mencionados (según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan), cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente hasta el día de la ascensión (cf. Hch 1,1-2)”. - “Después de este día, los Apóstoles comunicaron a sus oyentes esos dichos y hechos con la mayor comprensión que les daban la resurrección gloriosa de Cristo y la enseñanza del Espíritu de la verdad”. - “Los autores sagrados compusieron los cuatro Evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos a síntesis, adaptándolos a la situación de las diversas Iglesias, conservando el estilo de la proclamación: así nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús. Sacándolo de su memoria o del testimonio de los ‘que asistieron desde el principio y fueron ministros de la palabra’, lo escribieron para que conozcamos la ‘verdad’ de lo que nos enseñaban (cf. Lc 1,24)”. Es fácil advertir que el concilio se refiere a los hechos de la vida Jesús en su realidad histórica y, al mismo tiempo, a esos hechos dotados del sentido que reciben de la fe (la “comprensión más completa” que los hechos tienen para los Apóstoles). Esta comprensión no es un añadido que contamine la historicidad de los relatos, sino que expresa la realidad profunda de los hechos, su conexión con el misterio de Cristo. Cada una de las tres fases que se contemplan constituye una realidad histórica que, de una forma u otra, queda reflejada en los textos. En cuanto responden a tres momentos cualitativamente distintos, cada una de esas fases es identificable a partir de sus propias características, pero ninguna de ellas se puede concebir como realidad aislada o independiente de las otras. El empeño de fundamentar la historicidad de los Evangelios se concreta precisamente en seguir el hilo que arranca de los evangelistas, que pasa por la comunidad cristiana primitiva y que, a través de los Apóstoles, llega hasta Jesús. El paso de un estrato a otro se apoya en una correcta utilización de los métodos de la “Historia de la Redacción” y la “Historia de las Formas”, con los cuales se descubre la continuidad literaria entre una fase y otra. Pero esta continuidad es posible por la continuidad histórica original entre Cristo, los Apóstoles dentro de la comunidad cristiana primitiva y los evangelistas. Para establecer esa continuidad, los estudiosos de los Evangelios se sirven de los llamados criterios de historicidad. Criterios de historicidad en el estudio de los Evangelios Tanto en el campo católico como protestante se han multiplicado en las últimas décadas las propuestas de criterios que permiten asegurar el conocimiento histórico de los hechos y las palabras de Jesús. La evolución histórica es compleja, y escapa a nuestro objetivo una presentación detallada de la misma. El lector interesado podrá recurrir a una amplia bibliografía sobre el tema (véase, por ejemplo, A. Cadavid, “La investigación sobre la vida de Jesús”, Teología y Vida 43 [2002] 512-540). Nos limitamos aquí a señalar aquellos criterios que gozan de mayor aprecio y que son de mayor utilidad. a) Criterio de testimonio múltiple Se puede considerar auténtico un dato evangélico sólidamente atestiguado en todos los Evangelios (o en la mayor parte de ellos) y en los otros escritos del Nuevo Testamento. Este criterio es normalmente utilizado en cualquier indagación histórica. El peso del mismo radica en la convergencia e independencia de las fuentes, y es

91 mayor si las diversas fuentes se encuentran en formas literarias diferentes. Así, por ejemplo, el tema de la misericordia de Jesús. Además de aparecer repetidas veces en todos los Evangelios, se presenta en las más diversas formas literarias: parábolas (Lc 15,11-32), controversias (Mt 21,28-32), relatos de milagros (Mc 2,1-12). Este criterio es de primer orden en lo que se refiere a los trazos fundamentales de la figura, de la predicación y de la actividad de Jesús. Por lo que se refiere a los hechos y dichos particulares, requiere normalmente el apoyo de otros criterios, como el de discontinuidad y el de conformidad. b) Criterio de discontinuidad Se puede considerar auténtico un dato evangélico (sobre todo si se trata de las palabras y actitudes de Jesús) que no puede reducirse a las concepciones del judaísmo o a las concepciones de la Iglesia primitiva. Es un criterio aceptado por la práctica unanimidad de los autores, aunque ha de verse apoyado por el criterio de conformidad. Actitudes particulares de Jesús o expresiones singulares -como el uso de Abbà, la fómula autoritativa Amén, Amén, el Yo soy, etc.- suponen una ruptura con el uso habitual en el judaísmo y sólo se explican si provienen del mismo Jesús. Lo mismo sucede con la autodesignación de Hijo del hombre, que desaparece prácticamente en el lenguaje de la Iglesia primitiva. Pero no es legítimo utilizar de modo exclusivo este criterio y negar la historicidad de todo lo que en los Evangelios está en continuidad con el judaísmo y la Iglesia primitiva. Equivaldría a hacer de Jesús un ser intemporal y aceptar el infundado prejuicio de que la Iglesia ha sido una deformación de todo lo que concierne a Jesús. c) Criterio de conformidad o coherencia Se puede considerar como auténtico un dicho o un gesto de Jesús en estrecha conformidad no sólo con la época y el ambiente en que vivió (lingüístico, geográfico, social, político, religioso), sino también en coherencia con el núcleo de su enseñanza, con el corazón de su mensaje: la llegada del reino de Dios. Este criterio permite percibir la fiabilidad histórica de las parábolas de Jesús, de las bienaventuranzas, de la oración del Padre nuestro, etc. No se puede aislar del anterior. Ambos criterios se distinguen, pero ambos se necesitan, iluminándose mutuamente. El criterio de conformidad hace posible situar a Jesús en su tiempo, en su cultura y en sus tradiciones. El criterio de discontinuidad, por su parte, permite captar su originalidad y singularidad. d) Criterio de explicación necesaria Si ante un conjunto considerable de hechos o de datos que exigen una explicación coherente y suficiente, se ofrece una explicación que ilumina y agrupa armónicamente todos esos elementos (que de lo contrario seguirían siendo un enigma), podemos concluir que estamos en presencia de un dato histórico de Jesús (hecho, gesto, actitud, palabra). Desde este criterio, bien conocido en el terreno del derecho y de la investigación policial, se puede atestiguar la autenticidad histórica de las líneas esenciales del ministerio de Jesús: éxito inicial en Galilea, crisis galilaica, actividad en Jerusalén, enseñanza particular a los discípulos, etc. Lo mismo se puede decir de su actividad taumatúrgica. Por el lugar que ocupan los milagros en los Evangelios y por los fenómenos que los acompañan (fe de los discípulos, odio de los sumos sacerdotes y fariseos, relación con el mensaje del reino de Dios), exigen una explicación, una razón suficiente, que no puede ser otra que la realidad histórica de una personalidad única y trascendente. En otras palabras, el criterio de explicación

92 necesaria es una vía de acceso a la conciencia histórica de Jesús, que se manifiesta no sólo como hombre, sino también como Dios. Él actúa como sólo Dios puede actuar. e) Criterio de inteligibilidad interna del relato Cuando un dato evangélico está perfectamente inserto en su contexto inmediato o mediato y es además perfectamente coherente en su estructura interna, se puede pensar que se trata de un dato auténtico desde el punto de vista histórico. No es un criterio que pueda utilizarse por sí mismo, de manera aislada. Pero no carece de fuerza cuando se apoya en los demás. La aplicación cautelosa, serena, rigurosa y armónica de estos criterios ha llevado a superar el escepticismo histórico que reinaba en el pasado para ceder el puesto a una actitud de confianza generalizada. Mientras no se demuestre lo contrario, hay que atenerse al hecho de que Jesús está en el origen de las palabras y las acciones que recogen nuestros evangelistas.

AUTOEVALUACIÓN Los Evangelios como fuentes fidedignas para el conocimiento histórico de Jesús ¿En qué documento aborda el concilio Vaticano II la cuestión de la historicidad de los Evangelios? •

Lumen Pentium



Dei Verbum



Gaudium et spes



Prebiterorum ordinis



Sacrosanctun Concilium



Optatam totius



Apostolicam Actuositatem



Ad Gentes

Los criterios de historicidad ¿A cuál de los siguientes criterios acudirías para mostrar la originalidad y singularidad del mensaje y la persona de Jesús? •

Al criterio de la testificación múltiple



Al criterio de discontinuidad



Al criterio de conformidad o coherencia



Al criterio de explicación necesaria



Al criterio de inteligibilidad interna

93

3.2. La conciencia de Jesús sobre su condición de Mesías e Hijo de Dios PRECEDENTES Acabamos de ver que los Evangelios nos permiten acceder por caminos diversos al conocimiento histórico de Jesús. Para la cuestión de su credibilidad juega un papel fundamental la conciencia que él tenía acerca de su persona y de su misión. Efectivamente, la credibilidad de una persona está siempre en estrecha dependencia de la conciencia que tiene de sí mismo. Sólo el que es capaz de identificarse ante los demás puede hacerse creíble. Lo mismo se puede decir de Jesús. Sólo si Jesús era plenamente consciente de su identidad y su misión, podía dar a sus palabras y a sus actos un sentido que, a la vez, es el que da sentido al asentimiento y a la adhesión de la fe. OBJETIVO ¿Qué conciencia tenía Jesús de sí mismo? Lógicamente, no es suficiente con que se pueda confirmar que Jesús tenía clara conciencia de su condición divina para considerar resuelta positivamente su credibilidad. Una persona puede tener conciencia de algo que no responde a la realidad de las cosas. No es éste, sin embargo, el caso de Jesús. No es un soñador ni un iluso. El realismo con el que afronta los acontecimientos más diversos de la vida obliga a tomar en serio su pretensión, que revela la conciencia de alguien que se sitúa al nivel mismo de Dios y que actúa como sólo Dios puede actuar. Si Jesús no hubiera tenido conciencia de su condición divina y de su misión mesiánica, o hubiera albergado dudas sobre ellas, todo el significado de sus palabras y de su vida dejaría de tener un sentido claro y privaría a la fe de razones para creer. En efecto, una fe que tuviera un contenido distinto, o incluso opuesto, a lo que manifiesta el testigo en quien se cree, se opondría a la racionabilidad de la fe, dejándola a la intemperie del voluntarismo o de la credulidad. ¿Qué nos dicen los Evangelios a este respecto? Centraremos nuestra atención en aquellos aspectos que, sin constituir afirmaciones explícitas sobre la conciencia de Jesús, la ponen indirectamente de manifiesto. Es lo que se conoce con el nombre de “cristología implícita”. La conciencia que Jesús tenía de su persona y de su misión se muestra concretamente: a) en la aceptación o atribución a sí mismo de algunos títulos cristológicos, como el de Mesías e Hijo de Dios; b) en la autoridad que caracteriza su modo de hablar y de actuar; c) en el alcance revelador que tenían sus obras prodigiosas (milagros); d) en el modo de entender y vivir su propia muerte. Son cuestiones que ocupan un amplio espacio en la cristología dogmática. Esto nos permite abordarlas aquí con la máxima brevedad. Los títulos cristológicos de Mesías e Hijo de Dios Los títulos con los que Jesús aparece en los Evangelios son numerosos. Todos pueden servir para acercarnos a la conciencia de Jesús, pero no todos tienen el mismo valor y el mismo significado. Los más reveladores son sin duda los de Mesías e Hijo de Dios.

94 - El título de Mesías La esperanza mesiánica es el eje de toda la Biblia. Toda la historia del pueblo elegido da fe de un vivo anhelo por un futuro glorioso, donde quedaría instaurado para siempre el reino de Dios gracias a la intervención del Mesías (el Cristo, el Ungido de Dios). Según los momentos de la historia, esta figura del Mesías adquirirá rasgos diversos: de un mesianismo de carácter real (época de la monarquía en Israel) se pasará a un mesianismo de carácter profético (tiempos del destierro en Babilonia) y a un mesianismo de carácter sacerdotal (con la restauración del templo y del culto en Jerusalén después del destierro). Las tres figuras mesiánicas (rey-hijo de David, gran profeta como Moisés, sacerdote restaurador del culto en la línea de Aarón) no estaban igualmente presentes en la conciencia del pueblo en tiempos de Jesús. La figura que entonces predominaba era claramente la primera: Rey político y nacional que sería “hijo de David” y “rey de Israel” (cf. Mc 9,33-37; 10,35-41). En algunos ambientes de especial sensibilidad religiosa no faltaba la expectación de un Mesías profeta, que aseguraría la paz del pueblo, establecería la justicia e hiciera de Israel una comunidad santa. Se puede pensar que éste era el caso de María, la madre de Jesús (Lc 1,32.46.55), de Zacarías (Lc 1,67-69) y también de Simeón y Ana (Lc 2,35-38). Probablemente no faltaba tampoco en algunos ambientes la expectación de un Mesías sacerdote (por ejemplo, entre los esenios de Qumrán). La imagen que realmente quedaba excluida en toda expectación mesiánica era la de un Mesías paciente, sujeto al sufrimiento y a la muerte. Así lo atestigua la actitud de Pedro y de todos los Apóstoles (cf. Mc 8,31-33; 9,30; Lc 24,20-26). Estos datos son suficientes para caer en la cuenta de que, en tiempos de Jesús, el título de Mesías –título sobre todo funcional- resultaba polivalente y ambiguo. Se comprende que, ante tal ambigüedad, Jesús evitara recurrir a él para definir su persona y su misión. Más aún, Jesús impone silencio a todos aquellos que, entreviendo de algún modo el misterio de su persona, le reconocen y aclaman como el Mesías esperado (cf. Mc 1,34.44; 3,12; 5,43, etc.). No quería ser encuadrado en las coordenadas de un Mesías político que habría de liberar a Israel del jugo romano (cf. Lc 24,21). Sólo después de insistir en el destino humillante y doloroso que le aguardaba, sólo cuando la cercanía de la muerte eliminaba ya todo peligro de confusión y tergiversación, Jesús accede a proclamarse solemnemente como Mesías. A la pregunta del sumo sacerdote: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?”, Jesús no duda en responder con un rotundo “Yo soy” (Mc 14,61-62). Esta clara conciencia mesiánica de Jesús es el punto en el que se apoya la Iglesia primitiva para proclamar después de Pascua, y a la luz de la resurrección, que Jesús es el Cristo. La proclamación es tan firme que el título de Cristo se convertirá como en un segundo nombre de Jesús (cf. Hch 2,36) o entrará a formar parte de su único nombre: Jesucristo. - El título de Hijo de Dios La fe cristiana, que confiesa a Jesús como el Cristo, va más allá cuando le atribuye también el título “Hijo de Dios” (Mc 1,1), cifrando en este título la razón última y el fundamento firme de su misión mesiánica. Jesús no es el Hijo de Dios por ser el Mesías, sino que es el Mesías por ser el Hijo de Dios. El Antiguo Testamento conoce ya el título “hijo de Dios” y con él designa a los que se encuentran en una especial relación con Dios: los ángeles (Sal 29; Job 1,6; 38,7), el

95 pueblo de Israel en cuanto pueblo elegido (Ex 4,22; Os 11,1), el rey en cuanto representante del pueblo (Sal 2,7; 89,27-29), los justos (Sal 73,15; Sab 2,16.18). Se trata en todos los casos de una filiación moral, ya que el rígido monoteísmo hebreo excluía cualquier derivación natural o física de la divinidad. El vínculo entre Dios y sus hijos está basado siempre sobre la alianza y, por tanto, sobre la elección y la adopción. También en el ambiente helenista se hablaba con frecuencia de los “hijos de Dios” o los “hijos de los dioses”. Para los estoicos, por ejemplo, todos los hombres eran hijos de Dios por participar del logos divino. En las genealogías mitológicas no faltaban seres engendrados por los dioses en mujeres humanas. En nuestros Evangelios, este título, aplicado a Jesús, nada tiene que ver con el significado mitológico propio del paganismo, ni tampoco con el sentido adoptivo que le daba el judaísmo. Jesús no es un “hijo” entre otros hijos de Dios, ni es tampoco un simple enviado de Dios. Es el Hijo que proviene del Padre; es “su propio Hijo” (Rom 8,3), el “Unigénito” (Jn 1,14). Pero ¿procede este título del mismo Jesús o ha sido forjado por la primitiva comunidad cristiana a partir de diferentes mediaciones e influjos? Dejando aparte el Evangelio de Juan, los sinópticos dan testimonio de que Jesús no se proclama nunca abiertamente como “Hijo de Dios”. Sin embargo, la conciencia de ser el Hijo único de Dios traspasa todas sus páginas. Esta conciencia se hace especialmente patente en el uso del término Abbà para invocar a Dios, en la referencia a Dios como “mi Padre” y en la designación de sí mismo como “el Hijo”. a) En cuanto al apelativo Abbá para invocar a Dios (Mc 14,36), era tal la familiaridad que este apelativo entrañaba que ningún judío se atrevía a pronunciarlo en este sentido. Quedaba reservado al uso de los niños para dirigirse a sus padres terrenos. Jesús, en cambio, lo usa con toda naturalidad, denotando así su familiaridad única y singular con su Padre Dios. b) Al que se dirige como Abbà, Jesús le denomina también “mi Padre”: “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt 11,25); “Venid, benditos de mi Padre” (Mt 25,34). El criterio de discontinuidad permite entrever la historicidad de tal designación. En en el judaísmo no era concebible este lenguaje. Y si hubiera sido acuñado por la comunidad cristiana primitiva, no habría dudado en multiplicar declaraciones similares. c) En cuanto al título “Hijo”, en sentido absoluto, como autodesignación del propio Jesús, es especialmente significativo el uso del mismo en la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,6), en el himno de júbilo (Mt 11,25-30) y en el dicho sobre la parusía (Mc 13,32). Jesús manifiesta tener con el Padre una relación distinta y superior a la de los profetas e incluso a la de los ángeles. Tiene de él un conocimiento íntimo, pleno y exclusivo. Ello no obsta para que ignore el día y la hora de la parusía, afirmación que, si no proviniera del mismo Jesús, la comunidad cristiana nunca hubiera osado ponerla en sus labios. La conclusión que se desprende de estos datos es que no se puede arrebatar a Jesús la conciencia clara de tener su origen en Dios y de ser su Hijo en sentido único y trascendente. A partir de esta cristología implícita, la Iglesia podía proclamarlo en su confesión de fe como el Hijo de Dios, el Hijo consustancial al Padre.

96 La autoridad soberana de Jesús En sus palabras y en sus obras, Jesús muestra una autoridad soberana que deja traslucir la conciencia de alguien que supera todos los parámetros de la condición humana para situarse al nivel mismo de Dios. No sólo habla y actúa como ningún ser humano se lo podía permitir, sino que se cree con capacidad para interpretar la Ley según el designio originario de Dios y se identifica incluso con el reino de Dios que él ha venido a proclamar. - El “Yo” autoritativo de Jesús En diversos lugares y de formas diferentes Jesús aparece en los Evangelios hablando y actuando con una autoridad sobrehumana, sin posible parangón a la que manifestaban los profetas o los más grandes maestros de Israel. Los profetas decían: “Así habla Yahvé”. Jesús, en cambio, no emplea nunca esta fórmula. La sustituye por la fuerza de su propia palabra: “En verdad, en verdad os digo…”. El Amén (“en verdad”) se utilizaba con frecuencia en las oraciones de alabanza o de imprecación, pero siempre al final de las mismas para expresar el deseo de que lo expuesto en la oración se hiciera realidad. Como introducción a las propias palabras, subrayando la veracidad de las mismas, sólo se encuentra en labios de Jesús. La misma función cumple el “yo enfático” que Jesús utiliza en diversas ocasiones, especialmente cuando se arroga la potestad de llevar la Ley y los Profetas a su perfecto cumplimiento: “Se os dijo…, pero yo os digo…” (Mt 5,21-48). Este “yo enfático” impregna toda la tradición de las palabras de Jesús. Sin paralelismo alguno en el ambiente de entonces, refleja la confianza plena que Jesús tiene en su palabra, confianza que le lleva a considerar suficiente, sin necesidad de más testigos, el testimonio que él da de sí mismo (Jn 8,14). La forma extrema de la autoridad soberana que Jesús reivindica para sí nos viene dada en la apropiación de la expresión “Yo soy”, que en el Antiguo Testamento es exclusiva de la divinidad; más aún, es el nombre propio de Dios (=Yhwh). Aparece fundamentalmente en el Evangelio de Juan: “Si no creéis que yo soy, morireis por vuestros pecados” (Jn 8,24); “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que yo soy” (Jn 8,28); “Antes de que Abrahán existiera, yo soy” (Jn 8,58); “Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy” (Jn 13,19). - Jesús y la Ley La Ley era para los judíos el don supremo de Dios, la manifestación más sublime de su amor. Merecía la misma veneración que Dios. Nadie podía atreverse a tocarla o reformarla. Jesús, sin embargo, manifiesta ante ella una inaudita libertad. Introduciendo una distinción entre la Ley de Moisés y la tradición oral de los escribas (halaká), no repara en criticar la sustitución de los mandamientos de Dios por preceptos y tradiciones humanas (Mc 7,1-13). Pero va todavía más lejos. Se sabe enviado no para abolir la Ley de Moisés, sino para llevarla a su perfecto cumplimiento (Mt 5,17), es decir, para desvelar el sentido de esa Ley en el designio originario de Dios. Desde esa pretensión no duda en calificar la ley del divorcio como concesión a la “dureza de vuestro corazón”, dejando claro que a la voluntad originaria de Dios responde solamente la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19,1-9). Más aún, no sólo se arroga autoridad para llevar la ley a cumplimiento, sino que llega a sustituirla, a ponerse en lugar de ella (cf. Mt 7,24-27). Llega incluso a afirmar: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13,31). Una pretensión así

97 sólo se explica desde su relación única y singular con Dios, desde su condición de Hijo de Dios que, como tal, conoce perfectamente la voluntad del Padre (cf. Mt 11,2527). - Jesús y el reino de Dios Toda la predicación de Jesús gira en torno al tema del reino de Dios. Dios ha decidido de manera irrevocable y definitiva manifestar su señorío sobre todas las fuerzas del mal. Es una decisión irrevocable, aunque todavía sea como una pequeña semilla que, depositada en el mundo, pasa desapercibida y necesita crecer y desarrollarse. Pero lo más significativo es que el mismo Jesús se identifica con ese reino de Dios que predica. En él y con él se hace realidad ese reinar de Dios. De aquí que pueda identificar la causa del reino de Dios con su propia causa: dejarlo todo por el reino de Dios es dejarlo todo por causa de su nombre (Lc 18,29; Mt 11,29); no se limita a indicar el camino para ir a Dios, sino que pide que se le acoja a él en persona (Mt 10,32-33). Sus seguidores deben creer en su nombre (Jn 1,12; 2,13; 3,18), dejarlo todo por amor a su nombre (Mt 19,29), pedir en su nombre (Mt 18,14-20), predicar en su nombre (Lc 24,27), etc. La alusión al “nombre” lleva implícita para todo judío una referencia al nombre por excelencia (cf. Ex 23,21). Es el nombre y la realidad del mismo Dios. Los milagros de Jesús Los relatos de milagros obrados por Jesús ocupan un espacio considerable en el conjunto de nuestros Evangelios. No se les puede suprimir sin desfigurar por completo los mismos Evangelios. La indagación histórico-crítica, que ha examinado con especial meticulosidad estos relatos, ha llegado a la conclusión de que Jesús tuvo que realizar acciones extraordinarias que maravillaron a sus contemporáneos. Como señala W. Kasper, tres argumentos son especialmente importantes en este sentido: a) La tradición evangélica sobre los milagros sería absolutamente inexplicable si la vida terrena de Jesús no hubiera dejado la impresión y el recuerdo general, que luego hizo posible presentar a Jesús como obrador de milagros. b) La tradición de los milagros se puede examinar con ayuda de los mismos criterios que son válidos para la constatación del Jesús histórico en general. Según eso, hay que tomar como históricos los milagros que no pueden explicarse ni por influencia judía ni helenista. Tales milagros son los que tienen una tonalidad claramente antijudía. Piénsese sobre todo en las curaciones en sábado, con las consiguientes discusiones sobre el precepto sabático (cf. Mc 1,23-28; 3,1-6; Lc 13,10-17). También hay que citar las expulsiones de demonios. La acusación de que es objeto por razón de los exorcismos, la acusación de ser un aliado del diablo (cf. Mc 3,22; Mt 9,34; Lc 11,15), difícilmente pudo ser inventada por la comunidad cristiana primitiva y muestra que hasta sus propios enemigos se veían obligados a admitir estos milagros. c) Ciertos relatos de milagros contienen detalles llamativos que, precisamente a causa de su falta de significado, hay que considerarlos como auténticos desde el punto de vista histórico (Mc 1,29-31) (cf. W. Kasper, Jesús, el Cristo, ed. Sígueme, Salamanca 1976, 110-111). Ahora bien, ¿qué nos dicen de Jesús sus acciones prodigiosas? Conviene tener en cuenta que los milagros de Jesús son ante todo signos del reino de Dios que alborea. Hablan del desmoronamiento del dominio de Satanás. Ambas cosas van unidas: “Si yo expulso los demonios con el espíritu de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Mt 12,28). El dominio del demonio se caracteriza por su

98 enemistad con la creación. La alienación del hombre respecto a Dios tiene como consecuencia la alienación respecto a sí mismo y a la creación. Donde se reinstaura la comunión con Dios, donde se implanta el reino de Dios, las cosas vuelven a enderezarse, el mundo vuelve a estar salvado. Los milagros dicen que esta salvación no es solamente algo espiritual, sino que afecta a todo el hombre, llegando también a su dimensión corporal. Como signos del reino de Dios, tienen lógicamente la misma dimensión escatológica que tiene el reino de Dios. De ellos se puede decir, pues, que son “signa prognostica, asomo, crepúsculo matutino de la nueva creación, anticipación del futuro abierto en Cristo” (W. Kasper, Jesús, el Cristo, 117). Mostrando la irrupción del reino de Dios, los milagros son simultáneamente milagros obrados por Jesús: “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha venido a vosotros” (Lc 11,20). Por tanto, los milagros tienen también la función de testificar el poder escatológico de Jesús (Mt 7,29; 9,6.8 par.). Son signos de Jesús como enviado plenipotenciario de Dios. Él no es sólo el Mesías de la palabra, sino que es también el Mesías de la acción. Pero Jesús no realiza nunca sus obras prodigiosas por pura demostración de su poder. Rechaza expresamente milagros de puro lucimiento (cf. Mt 12,38-39; 16,1-2, etc.). Quiere que su poder no se entienda al modo del poder humano, de las apariencias externas, de la fama. En los milagros de Jesús aparece el poder de Dios en la humillación, encubrimiento, ambigüedad y escándalo humanos. De aquí que puedan tergiversarse hasta concebirlos como obra del diablo (Mc 3,22). De aquí también que, por sí solos, no puedan constituir una prueba de la divinidad de Jesús. Son más bien signos del rebajamiento de Dios en Cristo. De esta manera, la historia humana concreta de Jesús se convierte en lugar de la epifanía oculta del poder de Dios (cf. W. Kasper, Jesús, el Cristo, 119-120). La conciencia que Jesús tiene de esto la deja entrever cuando, para realizar los milagros, pide que se crea en él mismo y en el que le ha enviado. Jesús ante su muerte Un dato histórico incontrovertible es que Jesús murió sobre el infame patíbulo de la cruz. El hecho es atestiguado unánimemente por nuestros evangelistas y encuentra confirmación en los historiadores antiguos, tanto judíos como romanos (Flavio Josefo, Talmud de Babilonia, Tácito). Cuenta, pues, con el criterio del testimonio múltiple. Cuenta además con el criterio de discontinuidad. Sobre el que cuelga del madero pesaba la maldición divina (Dt 21,23; cf. Gál 3,13). Los primeros discípulos no pudieron inventar para su maestro una muerte así, necedad para los griegos y escándalo para los judíos. Son significativas las palabras del judío Trifón: “Del Mesías sabemos (por las Escrituras) que tenía que padecer y ser conducido como un cordero. Pero que tuviera que ser crucificado, morir en circunstancias tan infamantes con una muerte maldecida por la Ley, esto nos lo tienes que explicar, porque no llegamos a entenderlo” (San Justino, Diálogo con Trifón, 89; PG 6,690). Frente a los signos de su misión y frente a la predicación del reino de Dios, la muerte de Jesús se presenta efectivamente como un gran contrasigno que hace palidecer la luz procedente de cualquier otro signo particular. La dificultad sólo puede ser superada si se consigue probar que Jesús previó su muerte y la aceptó de forma plenamente voluntaria, convirtiendo lo que era una maldición de Dios en el signo supremo de su amor. ¿Fue así en realidad?

99 - Muchos son los datos a favor de que a Jesús no le sorprendió en absoluto la muerte, sino que se acercó a ella con plena conciencia y deliberación. Como ha mostrado H. Schürmann, el comportamiento general de Jesús, su predicación y la situación de conflicto temprano con las autoridades judías le obligaban a prever su muerte como realidad amenazante. Desde el comienzo de su ministerio público tiene que experimentar ya la oposición de las autoridades judías, especialmente por razón del sábado (Mc 2,1-3,6). El resultado es la alianza de los fariseos y los herodianos para acabar con él (Mc 3,6), tal como preveía la Ley mosaica para los transgresores del sábado (cf. Éx 3,14). A esto se unía el hecho de que sus adversarios le tachaban de endemoniado por sus exorcismos (Mc 3,22), igual que de falso profeta y de blasfemo por su postura frente a la Ley, al templo y a las tradiciones. Eran acusaciones graves, todas ellas merecedoras de muerte. Jesús no podía menos que entrever una muerte amenazante. Es lo que reflejan muchas de sus afirmaciones, incluso ya al inicio de su ministerio: “Llegará un día en el que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán” (Mc 2,19-20); “¿No dicen las Escrituras que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado?” (Mc 9,12); “El Hijo del hombre se manifestará en su día. Pero antes es preciso que sufra mucho y sea rechazado por esta generación” (Lc 17,24-25). Es sobre todo lo que dejan traslucir los tres anuncios de su destino, consignados en los Evangelios sinópticos (Mc 8,31; 9,31; 10,33-34 par.). Aunque contengan elementos redaccionales, el núcleo de fondo es indudablemente auténtico: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán, pero a los tres días resucitará” (cf. Mc 9,31). Esta afirmación subraya la iniciativa de Dios en este destino, pero no dice nada todavía sobre el significado que Jesús dio a su propia muerte. Para precisarlo se hace obligado atender a todo el conjunto de la vida de Jesús (H. Schürmann, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, ed. Sígueme, Salmanca 1982). - Desde el inicio manifiesta Jesús su solidaridad con los pecadores. El bautismo recibido de Juan –de cuya historicidad no se puede dudar- es signo de esa solidaridad con el hombre pecador (Mc 1,9-10) e inicio de una existencia volcada por completo hacia los pecadores. Se sabe enviado para llamar no a los justos, sino a los pecadores (Mc 2,17). Ha venido a buscar lo que estaba perdido (Lc 19,10), es decir, la humanidad entera, poniéndose a su servicio. Especialmente revelador a este respecto es el “dicho del rescate”: “El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45). Todo hace pensar que Jesús entiende su servicio en conexión con la idea de rescate que remite al “siervo de Yahweh” de Is 53. En la misma dirección van otras palabras de Jesús, como las del “esposo arrebatado” (Mc 2,19-20), el pastor golpeado (Mc 14,27) o el pastor que da la vida por sus ovejas (Jn 10,11.15). Todos estos dichos y palabras de Jesús encuentran su confirmación definitiva en la última cena, donde la autodonación de Jesús se hace manifiesta y donde su muerte inminente queda estrechamente vinculada a la llegada del reino de Dios: “Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Mc 14,25). Aquí es donde mejor se aprecia que Jesús ve su muerte como un acontecimiento redentor, como un acontecimiento que garantiza la llegada del reino de Dios.

100

AUTOEVALUACIÓN La autoridad soberana de Jesús Entre otros modos, Jesús manifiesta su autoridad soberana y, a través de ella, su condición divina en la forma en que se relaciona con la Ley. En Mt 5,17 queda explicitada esa relación al afirmar que ha venido para: •

Enseñar la Ley



Abolir la Ley



Observar la Ley



Llevar la Ley a cumplimiento



Quebrantar la Ley



Hacer que se cumpla la Ley

Jesús ante su muerte Jesús deja entrever de múltiples formas que no era ciego ante la muerte violenta que le amenazaba. La esperaba y así se lo hace saber a sus discípulos a través de una serie de anuncios. ¿Cuántos de estos “anuncios explícitos” de su destino encontramos en los Evangelios sinópticos? •

Cinco



Dos



Tres



Uno



Cuatro

101

3.3. La resurrección de Jesús, confirmación divina de sus pretensiones y garantía de nuestra fe PRECEDENTES A lo largo de todo su ministerio público, desde su bautismo en el Jordán hasta su muerte sobre la cruz, Jesús deja entrever una pretensión inaudita: tiene conciencia de ser el Hijo único de Dios, enviado a nuestro mundo para desempeñar la misión de Mesías, es decir, para llevar a cabo el designio salvador de Dios. Podría parecer un desatino. Pero un acercamiento a la persona de Jesús desde los Evangelios, por somero que sea, no permite descalificar sin más su pretensión ni quedarse indiferentes ante ella. La resurrección de entre los muertos viene a ser la confirmación por parte de Dios de que la pretensión de Jesús, lejos de ser un desvarío, responde a la verdad. Él es realmente quien dice ser. OBJETIVO La resurrección de Jesús es el núcleo de la predicación apostólica y el fundamento de la fe cristiana. Creer en Jesucristo es ante todo creer que Dios lo resucitó de entre los muertos después de haber pasado por la tierra haciendo el bien como Mesías e Hijo de Dios (Hch 10,38). La resurrección de Jesucristo es por ello el gran misterio de la fe, el que da el verdadero sentido a la vida y a la muerte de Jesús. En ella culmina su obra salvadora. Gracias a ella, también nosotros llegamos a ser hijos (adoptivos) de Dios. Pero además de misterio es confirmación divina de la pretensión de Jesús y garantía de nuestra fe. Son los dos aspectos que queremos abordar en esta sesión. No es la fe la que genera la resurrección de Jesús, sino que es ésta la que sirve de apoyo a la fe. Esto quiere decir que, sin dejar de ser misterio, ha de ser un acontecimiento real que deja huellas concretas en la historia. Tras subrayar su alcance confirmativo respecto a la conciencia y a las pretensiones de Jesús, la contemplaremos como acontecimiento real que no escapa del todo a la comprobación histórica. La resurrección de Jesús como confirmación divina de todas sus pretensiones Entre otros muchos aspectos que aquí no podemos tratar, la resurrección de Jesús es el sí de Dios a cuanto Jesús, su Hijo, había hecho y había dicho. Muriendo en el infame patíbulo de la cruz, Jesús aparecía a los ojos del mundo como un iluso y un fracasado. Para sus adversarios, aquella muerte era la confirmación divina del veredicto que ellos habían emitido sobre él (Mc 14,64). Dios mismo lo rechazaba como impostor y blasfemo. Quedaba demostrada la falsedad de su pretensión de ser el Mesías y el Hijo de Dios. Todo parecía ser una farsa. Pero, resucitando al Crucificado, Dios pronuncia el sí más categórico sobre su persona, su pretensión, su vida y su muerte, haciéndose garante de cuanto él había hecho y había dicho. Ni había engañado ni se había engañado. La resurrección viene a ser, pues, el sello que Dios pone a las palabras y a las obras de Jesús, revelando el verdadero sentido de su vida y de su muerte. Toda su vida, incluida la muerte, había sido un “sí” de obediencia y de amor a Dios, su Padre. Ahora es éste quien, resucitando a su Hijo amado, pronuncia su “sí” de complacencia, de aprobación y de plenitud sobre él.

102 No es un “sí” de carácter meramente declarativo. No es un “sí” de compromiso con alguien que ha desaparecido y que sólo está presente en el recuerdo o en sus obras realizadas. Cuando Dios dice “sí” a la vida y a la muerte de su Hijo, lo hace a su estilo, es decir, de modo creativo. Dios no se limita a decir que Jesús tenía razón, aunque ahora esté muerto y haya desaparecido para siempre, sino que lo levanta de la muerte, lo sustrae del absurdo y lleva a plenitud lo que había iniciado en su vida y en su muerte. Así, pues, la resurrección de Jesús no es sólo la confirmación retrospectiva de una vida ni la sola aprobación perpetua de su existencia, sino su plenitud y perfeccionamiento. Como subraya H. Kessler, “en virtud de la obra recreadora de Dios, (Jesús) fue acogido en su propia vida de Dios y encuentra en el modo de existencia en Dios, totalmente nuevo, la identidad definitiva de su ser humano y la culminación de su historia terrena” (La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, teológico y sistemático, Salamanca 1989, 261). Se hace obligado superar una concepción de la resurrección como simple tránsito de carácter locativo. En realidad es el paso a una nueva forma de ser y de existir, a una forma nueva de vida y de relación interpersonal. Es, en última instancia, la incorporación definitiva y plena de su existencia humana a la vida de Dios Padre y, de este modo, el término y plenitud de la singular vinculación del Hijo al Padre por la Encarnación. La Iglesia primitiva lo expresó en un lenguaje variado. Con la resurrección, Jesús es “exaltado a la derecha de Dios”, es constituido “Hijo de Dios con poder”, “Señor de la gloria”, “cabeza y salvador”, “juez de vivos y de muertos”, “vivificador”, etc. La idea subyacente es siempre la misma: con la resurrección, Jesús ha pasado del estado de kénosis al estado de Kyrios, del estado de siervo al de Señor. Sometido a los poderes terrenos y tratado cruelmente por ellos, se ha convertido en el Señor de la historia. Juzgado y condenado por los hombres, ahora es el Juez de vivos y de muertos, gozando para siempre del mismo poder y gloria que el Padre. La luz que sobre la persona de Jesús irradia su resurrección permite comprender en profundidad toda su vida terrena. De aquí que la resurrección sea el “horizonte hermenéutico” de toda la reflexión cristológica. Los evangelistas tienen razón al proyectar sobre el ministerio terreno de Jesús esa luz que dimana de la resurrección, viendo ya en el Hijo de Dios encarnado al Señor exaltado. Lejos de ser una visión distorsionada, ésta es la visión más auténtica en cuanto que capta la realidad con una profundidad que jamás podrá alcanzar una visión puramente histórica, reducida a aquello que es histórica y empíricamente controlable. Pero ¿cómo podemos estar seguros de que la resurrección de Jesús fue un acontecimiento real, y no una invención de sus discípulos? La resurrección de Jesús como acontecimiento real con huellas en la historia Frente a posturas que, de una manera u otra, intentan cuestionar o vaciar de contenido la resurrección de Jesús, Juan Pablo II, en una de sus catequesis sobre el Credo, reflejaba la fe de la Iglesia en estos términos: “La fe en la resurrección es desde el comienzo una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento real, y no en un mito o una ‘concepción’, una idea inventada por los Apóstoles o producida por la comunidad postpascual… La fe cristiana en la resurrección de Cristo está ligada, pues, a un hecho, que tiene una dimensión histórica precisa” (Creo en Jesucristo. Catequesis sobre el Credo, II, ed. Palabra, Madrid 1996, 405-406). Esta dimensión histórica que el Papa reconoce en el hecho de la resurrección no le impide decir poco más adelante que “ninguno fue testigo ocular de la resurrección, ninguno pudo decir cómo había sucedido… Y menos aún fue perceptible a los sentidos su más íntima

103 esencia de paso a la vida. Éste es el valor metahistórico de la resurrección, que hay que considerar de modo especial si queremos percibir de algún modo el misterio de ese suceso histórico, pero también transhistórico” (Creo en Jesucristo, 417-418). Calificando a la resurrección de Jesús como suceso “transhistórico” o “metahistórico”, el Papa asentaba con toda nitidez que el acontecimiento de la resurrección supera el ámbito de la historia en la medida en que no es una vuelta a la vida anterior, sino la llegada a la vida gloriosa, a la vida misma de Dios, que no está sujeta al control histórico por situarse fuera del espacio y del tiempo. Ahora bien, calificándola a la vez de “suceso histórico”, el Papa no sólo corroboraba su carácter real, sino que indicaba al mismo tiempo que este acontecimiento real deja huellas en el ámbito de la verificación histórica. Estas huellas permiten hablar de la resurrección de Jesús como de un hecho que se sitúa en un lugar y un tiempo determinados. La referencia al lugar se concreta sobre todo en el sepulcro que, al quedar vacío, se convierte en signo a posteriori de la resurrección. También las apariciones guardan relación con el espacio y el tiempo: en lugares y tiempos concretos, el Resucitado sale al encuentro de sus discípulos, mostrando su capacidad de mantener una relación viva y personal con ellos. - El sepulcro vacío Los cuatro evangelistas narran al final de sus obras respectivas la experiencia de unas mujeres que, en su visita a la tumba la mañana del domingo siguiente al viernes en que Jesús fue sepultado, la encontraron vacía (Mc 16,1-8 par.). No faltan en nuestros días quienes cuestionan o niegan abiertamente la historicidad de este descubrimiento. Pero los argumentos más sólidos y convincentes están sin duda a favor de la historicidad. Que no sea una simple “etiología cultual” lo confirma el hecho de que los textos no reflejan el menor indicio de veneración cúltica hacia el sepulcro ni muestran interés alguno por ella. Que no sea tampoco una mera “invención por razones apologéticas” se desprende de que los textos están muy lejos de presentar la tumba vacía como prueba taxativa de la resurrección. Entre los argumentos que pueden aducirse a favor de la historicidad, dos adquieren una relevancia singular: a) La condición de los testigos: El descubrimiento de la tumba abierta y vacía por parte de unas mujeres difícilmente puede considerarse como invención de la primitiva comunidad cristiana, dado que las mujeres no servían como testigos dignos de crédito y su testimonio sólo podía acarrear dificultades a la comunidad en su predicación. b) La orientación de la polémica judía: La primera polémica judía contra la resurrección no niega el hecho de la tumba vacía, sino que intenta explicarlo de otra manera (robo), lo cual supone un reconocimiento implícito del hecho. Mucho es, pues, lo que habla a favor –y nada determinante ni concreto en contra- del descubrimiento de la tumba vacía. Conviene subrayar, sin embargo, que una tumba vacía, por muy firme que sea desde el punto de vista histórico, nunca podrá convertirse en “prueba” de un acontecimiento que supera el ámbito de la historia. Necesita ella misma de esclarecimiento, y es precisamente el acontecimiento de la resurrección el que explica y da razón de la tumba vacía. Con esto no se pretende decir que la tumba vacía carezca de todo valor en relación con la resurrección del Crucificado. En cuanto “consecuencia” de esa resurrección, orienta hacia ella y la protege de falsas interpretaciones. Hace comprender, en concreto, que “la resurrección despoja a la muerte de todo su poder para destruir el cuerpo y deshacer al hombre en la tierra” (J. Ratzinger, El camino pascual, Madrid 1990, 136).

104

- Las apariciones Al testimonio unánime de los evangelistas se une en este caso el testimonio de Pablo (Mc 16,9-20; Mt 28,16-20; Lc 24,13-53; Jn 20-21; 1 Cor 15,5-8). Algunos datos esenciales se desprenden de estos relatos: a) El Resucitado es quien toma siempre la iniciativa de salir al encuentro de sus discípulos; no son, por tanto, proyecciones subjetivas de los discípulos. b) El Resucitado no es un fantasma, sino alguien que conserva su propia corporeidad. c) El Resucitado es el mismo Jesús, con quien los discípulos habían convivido; es el mismo Crucificado, que sigue conservando las huellas de su amor. d) Sin dejar de ser Jesús - el Nazareno - el Crucificado, el Resucitado goza de una libertad que testimonia un nuevo y diferente modo de vida: se hace ver cuando quiere y de quien quiere, sin estar sometido a las leyes des espacio y del tiempo. e) Se da por supuesto que los discípulos tuvieron una experiencia real del Resucitado; no es una experiencia que se pueda interpretar como un sueño, una alucinación, una visión mística, etc.; vieron realmente al Resucitado; lo vieron, como precisa santo Tomás, “con los ojos de la fe” (ST III, q.55, a.2 ad 1), pero de modo auténtico y real. f) Este encuentro con el Resucitado legitima a los discípulos para la misión de ser testigos de la resurrección, para lo cual contarán con la fuerza del Espíritu. El realismo e intensidad de esta experiencia singular se hacen especialmente patentes en el cambio de vida que se da en los discípulos. No son necesarios más argumentos. Lo subrayaba ya san Juan Crisóstomo: “¿Cómo se explica, pues, que, si no habían sabido hacer frente a unos pocos judíos, mientras aún vivía Cristo, tras su muerte, sepultura y –según los incrédulos- sin resucitar… iban a recibir de él tanto coraje como para enfrentarse victoriosamente con el mundo entero?... ¿No sería cosa de locos meterse en semejante empresa o, incluso, simplemente imaginarla? Resulta evidente, precisamente por eso, que, de no haberlo visto resucitado y de no haber tenido una prueba irrefutable de su poder, no se habrían expuesto jamás a semejente riego (PG 61,35-36).

105

AUTOEVALUACIÓN La resurrección de Jesús como confirmación divina de sus pretensiones Resucitando a Jesús de entre los muertos, Dios pronuncia su sí más categórico a todo lo que Jesús había hecho y había dicho. Es la confirmación inequívoca de que Jesús era quien decía ser. Pero ¿cómo se ha de entender este sí de Dios? •

Como un sí declarativo



Como un sí de compromiso



Como un sí de reconocimiento



Como un si agradecido



Como un sí creativo y eficaz



Como un sí de aprobación

La resurrección de Jesús como acontecimiento real La resurrección de Jesús deja sus huellas en la historia a través de la tumba vacía y de las apariciones. ¿Cuál de estos argumentos te parece más sólido para afirmar que las apariciones no son simples alucinaciones y proyecciones subjetivas de los discípulos? •

Cuentan con una testificación múltiple



Se puede aplicar a ellas el criterio de discontinuidad



Son relatadas por testigos oculares



Son relatadas por autores dignos de todo crédito



Sólo ellas pueden explicar la radical transformación de los discípulos

106

4. La Iglesia, signo permanente de credibilidad PRECEDENTES El signo primordial de credibilidad es Jesucristo. En él tiene lugar la autodonación de Dios Padre en el Espíritu. En él resplandece la verdad y el amor, que son la manifestación sensible de la vida íntima de la Trinidad. Cualquier otro signo quedará subordinado a Cristo, recibiendo de él su sentido. Es el caso de la Iglesia, que representa un signo permanente de credibilidad en cuanto que es la Iglesia de Jesucristo, es decir, en cuanto que expresa y realiza la acción de Cristo y en cuanto que en ella adquiere la vida de Cristo una dimensión social, exterior y pública. OBJETIVO Solamente en la Iglesia se puede hoy acceder a la persona de Cristo y a su acción salvadora. Ella es el sacramento de Cristo. Pero ante esta afirmación dogmática surgen dos cuestiones concretas a las que ha de contestar la teología fundamental: ¿Fundó realmente Jesús la Iglesia? ¿De qué modo es la Iglesia signo de credibilidad para el hombre de hoy?

4.1. Jesús y la fundación de la Iglesia En la rica doctrina del concilio Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia, no es demasiado el espacio reservado al tema de su fundación por parte de Cristo. El hecho, sin embargo, se afirma sin titubeos. Baste recordar lo que dice el Decreto Ad Gentes a la hora de justificar la misión de la Iglesia: “El Señor Jesús ya desde el principio llamó a sí a los que Él quiso, y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar (Mc 3,13). Los Apóstoles fueron así la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la Jerarquía sagrada. Después el Señor, una vez que hubo completado en sí con su muerte y resurrección los misterios de nuestra salvación y la restauración de todas las cosas, habiendo recibido toda potestad en el cielo y en la tierra, antes de ascender a los cielos, fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los Apóstoles al mundo entero, como también Él había sido enviado por el Padre” (AG 5; cf. también Gaudium et spes, 40; Lumen gentium, 5). Las palabras citadas dejan entrever las conclusiones de una prolongada reflexión e investigación sobre la cuestión de la fundación de la Iglesia en el ámbito teológico: No hay que pensar en un acto formal y explícito de Jesús mediante el cual la Iglesia hubiera quedado constituida en su estructura y en sus rasgos fundamentales; no hay que pensar tampoco en un documento fundacional en el que tal acto hubiera sido protocolariamente registrado. Se debe hablar más bien de “actos de Cristo” en orden a la fundación de la Iglesia o, en otros términos, de actos fundacionales de la Iglesia, en los cuales se han de incluir no sólo los que se retrotraen al Jesús terreno, sino también aquellos que proceden del Resucitado, bajo la acción del Espíritu. Si en razón de estos actos se puede hablar de Jesús como fundador de la Iglesia, mucho más se le puede considerar como el fundamento permanente de la misma. La Comisión Teológica Internacional se ocupó de precisar estos actos concretos en un documento importante: “Temas selectos de eclesiología” (1984). A ellos alude también en otro documento publicado al año siguiente: “La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión” (1985). Menciona entre ellos: la predicación de Jesús

107 sobre el reino de Dios; su llamada a la conversión; la vocación e institución de los doce; el puesto privilegiado de Simón Pedro en el círculo de los discípulos; el rechazo de Jesús por Israel, representado por el sanedrín; la institución de la Eucaristía en la última cena; la reunificación de los discípulos después de la resurrección; el envío del Espíritu Santo en Pentecostés; la misión entre los paganos; la ruptura radical entre el “verdadero Israel” y el judaísmo. No todos estos actos tienen el mismo valor, y ninguno de ellos, tomado de manera aislada, es totalmente significativo. Pero todos ellos, puestos uno tras otro y conjugados entre sí, muestran con suficiente claridad que la fundación de la Iglesia, resultado de un largo “proceso histórico”, no es fruto de una simple decisión humana ni tampoco de la sola acción del Espíritu en época postpascual, sino realidad querida, prevista y comenzada por el mismo Jesús a lo largo de su predicación y de su acción en medio de Israel. No podemos detenernos en comentar cada uno de los “actos” señalados, pero, dadas las frecuentes discusiones en el ámbito teológico, sí se hacen obligadas algunas observaciones sobre la intervención del Espíritu en el origen de la Iglesia. - Una insistencia unilateral y excesiva en la fundación de la Iglesia por parte del Jesús terreno conduce a un cristocentrismo que no puede dar razón del ser histórico concreto de la Iglesia tal como es, con una estructura determinada, con unos ministerios bien definidos. La Iglesia, tal como es, necesita encontrar también en el Espíritu Santo la fuente de su ser. Ahora bien, acción de Cristo y acción del Espíritu no pueden darse aisladamente y por separado. La separación entre cristología y pneumatología, que ha sido una tentación frecuente a lo largo de la historia, acarrea la ruina de ambas en cuanto que entraña una escisión que resulta destructiva. - La acción del Espíritu Santo en el nacimiento de la Iglesia presupone la acción, o mejor, los actos fundacionales de Jesús. El Espíritu Santo es en realidad el don del Señor glorificado, don del mismo Cristo, que consuma y lleva a plenitud su obra. La Iglesia que se manifestó en Pentecostés está en continuidad con la Iglesia reunida en el cenáculo y tiene su fundamento en la comunidad estructurada de discípulos que Cristo reunió en torno a él. - En palabras de Y. Congar, el Espíritu Santo es “cofundador de la Iglesia” (El Espíritu Santo, Barcelona 1983, 210). Con esta expresión se quiere decir que el Espiritu no es una especie de vicario de Cristo, sino que actúa en la Iglesia de tal manera que su estructura fundamental es fruto de la permanente “unción del Espíritu”. La acción del Espíritu Santo es fuente de novedad en la historia. Pero se trata siempre de hacer la obra de Cristo, de fomentar y edificar el cuerpo de Cristo. - Cristo remite al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo reenvía a Cristo. Más en concreto, en lo que se refiere a la Iglesia, Cristo “fundador” remite al Espíritu “fundamento”, y el Espíritu Santo “cofundador” reenvía a Cristo “fundamento” de la Iglesia. En la línea que va de Jesús al Espíritu, los actos fundacionales de Jesús son acogidos e iluminados por la acción del Espíritu Santo y, a su vez, la concreción en el Espíritu de los elementos eclesiales encuentra su fundamento en el misterio de Jesús, Señor. - Desde aquí no es difícil comprender el interés del concilio Vaticano II en incardinar el misterio de la Iglesia en el misterio del Dios trinitario. El principio de la Iglesia está sobre todo en el plan salvífico del Padre, que se realiza a través de la doble misión del Verbo-Hijo y del Espíritu Santo. Ambos son, en expresión de san Ireneo, “las dos

108 manos de Dios” (Adversus haereses V,6,1; cf. Lumen gentium, 2-4; Gaudium et spes, 40).

4.2. La Iglesia como signo de credibilidad desde su santidad El hecho de que la Iglesia responda al plan salvífico del Padre, realizado por medio del Hijo y del Espíritu, es la condición indispensable para poder afirmar su significatividad de cara a la revelación de Dios. La Iglesia no remite nunca a sí misma, sino que en todo su ser y en su acción apunta al principio del que ella misma procede: el amor de Dios que, en Cristo, y por medio de su Espíritu, ofrece a los hombres la salvación. Esta Iglesia querida por Dios no puede menos que constituir en sí misma, en su devenir histórico, una razón para creer. La razón se hace especialmente perceptible cuando, evitando visiones parciales o unilaterales, se contempla a la Iglesia en su totalidad. En esa contemplación serena y global resplandece una “nota” que es especialmente significativa: la santidad que brota de ella misma en forma de vidas heroicamente vividas y en forma de la fuerza que es capaz de suscitarlas. Es cierto que esa santidad se ha visto no pocas veces empañada por el pecado de sus miembros, que se han convertido en antisignos de credibilidad. Pero los árboles deformes no han impedir ver el panorama grandioso de todo el bosque a lo largo de toda la historia cristiana. El concepto de santidad aplicado a la Iglesia La tentación de presentar a la Iglesia como sociedad formada exclusivamente por hombres puros e inocentes, por hombre santos, no ha faltado a lo largo de la historia cristiana (donatistas, montanistas, cátaros, Huss, Quesnel, etc.), pero nunca ha caído en ella el Magisterio ordinario. Elocuentes son a este respecto las palabras del concilio Vaticano II: “Mientras que Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Heb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a los pecadores y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (Lumen gentium, 8). Desde el concepto bíblico de “santidad” se entiende sin dificultad que pueda hablarse de la Iglesia como santa y pecadora a la vez. En el lenguaje de la Biblia, la santidad es lo propio de Dios, aquello que le caracteriza en su esencia más íntima. Las personas y las instituciones, e incluso las cosas, son santas en la medida en que están vinculadas a Dios y en la medida en que sirven para santificar. Las imágenes con las que el Nuevo Testamento habla de la Iglesia esclarecen que se la pueda calificar como santa. Son en concreto las imágenes de Pueblo de Dios, Esposa y Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo. - La imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios (Padre), asumida y revitalizada por el concilio Vaticano II, pone de relieve que en ella no hay lugar para una separación entre una Iglesia ideal y el pueblo pecador: la Iglesia es el único pueblo de Dios que existe. Además de esto, la imagen subraya otros aspectos esenciales de la Iglesia, como su origen en la iniciativa de Dios, su aspecto comunitario y su continuidad histórica con el pueblo elegido. - La imagen de Esposa de Cristo (Ef 5,24-27), que evoca el lenguaje de Oseas y Ezequiel para hablar de las relaciones de Dios con su pueblo elegido, permite comprender la relación íntima e interpersonal que Cristo mantiene con ella y la

109 riqueza de los dones que ella recibe de él, como Esposo que la purifica y santifica. A ella se añade la imagen de Cuerpo de Cristo, que está en continuidad con la imagen de Pueblo. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y, en cuanto tal, nunca se separará de él, aunque algunos miembros estén muertos. Al mismo tiempo, la idea de cuerpo pone de manifiesto la diversidad orgánica de sus miembros y de sus funciones sin romper ni quebrantar la unidad esencial. - Finalmente, como Templo del Espíritu Santo, la Iglesia se ve siempre santificada y vivificada por la presencia y los dones del Espíritu divino. Esta santidad que le confiere la presencia del Espíritu producirá necesariamente en ella frutos de santidad. En conclusión, la nota esencial de la Iglesia es la santidad, y no el pecado; esta santidad es fruto de la elección de Dios y de los medios con los que Cristo la vivifica por medio de su Espíritu. La santidad de los miembros depende de su mayor o menor fidelidad a Cristo. Esta santidad enriquece a la Iglesia, así como el pecado oscurece su rostro y frena su acción en el mundo. La Iglesia totalmente pura y santa solamente llegará a ser realidad en la escatología. El signo de la Iglesia santa Afirmado el hecho y el sentido que tiene la santidad como nota específica de la Iglesia, tal como lo confesamos en el Credo, se hace obligado dar un paso más y examinar el modo en que esa santidad se convierte en signo de credibilidad para el hombre de hoy. En cuanto signo, ha de ser algo que se manifieste con claridad. Así sucede, no de manera exclusiva, pero sí de manera especialmente convincente, en la vida de los santos y en el testimonio de los creyentes. - Al proclamar la santidad de vida de algunos de sus miembros, la Iglesia los pone como ejemplos de seguimiento de Jesucristo y modelos de caridad heroicamente vivida. En los santos –nos dice el concilio Vaticano II-, Dios manifiesta vivamente a los hombres su presencia y su rostro. En ellos es Él mismo quien nos habla y nos ofrece un signo de su Reino hacia el cual somos poderosamente atraídos por la gran nube de testigos que tenemos ante nosotros (Lumen gentium, 50). Ellos son manifestación y fruto de la santidad con la que Dios ha enriquecido a la Esposa de Cristo. El testimonio de la santidad alcanza su punto culminante en el testimonio de la sangre, es decir, en la muerte libremente aceptada como signo de fidelidad a Cristo. Es imposible no recordar las palabras de Juan Pablo II sobre los mártires en su Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente: “La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires (Tertuliano, Apol., 50,13)… Al término del segundo milienio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes –sacerdotes, religiosos y laicos- han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo. El testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes… Es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división… El mayor homenaje que todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio será la demostración de la omnipotente presencia del Redentor mediante frutos de fe, esperanza y caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han seguido a Cristo en las distintas formas de la vocación cristiana” (TMA 37).

110

- La santidad de los miembros de la Iglesia no se manifiesta sólo en las vidas ya completadas de los santos, hombres y mujeres que vivieron hace más o menos tiempo en unas circunstancias históricas distintas de las nuestras. La santidad se manifiesta también en los miembros de la Iglesia actual, en los cristianos de hoy, que viven su fe en los más diversos estados y profesiones. Es una santidad in via, una santidad en camino, que tiene sus propias características. Entre ellas sobresale la de ser una santidad no perfecta, sino perfectible. A esta santidad perfectible se la puede designar con el nombre de testimonio. El testimonio tiene una significación muy rica, abarcando muchos aspectos del ser humano. Un testimonio concreto es el testimonio de fe. Este testimonio es ante todo la manifestación de unas realidades bien conocidas por el testigo, pero que pueden pasar desapercibidas a los demás. Esa manifestación tiene lugar por la palabra y, sobre todo, por la vida. O mejor, el testimonio es completo y plenamente expresivo cuando la palabra explica el sentido de la vida y la vida confirma y pone en acto la palabra. Pero el testimonio cristiano no se agota en la coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Esa coherencia constituye, ciertamente, un valor común a todas las personas que actúan de acuerdo con lo que piensan, independientemente de que sus convicciones cuenten con un fundamento real o se apoyen en una simple ilusión. Además de la coherencia, el testimonio cristiano apunta a una trascendencia. Como ha recordado P. Ricoeur, el testigo da testimonio de algo o de alguien que le supera, y en este sentido, el testimonio procede del Otro. A través del testigo y del testimonio, la realidad trascendente de la revelación –Cristo en la Iglesia- se hace presente, con la claridad y la fuerza trasformadora del testino y de la realidad en la que vive (“L’ herméneutique du témoignage”, en E. Castelli [dir.], La testimonianza, Padova 1972, 56). La verdad y los valores de la fe cristiana, encarnados en el testimonio de los creyentes, se convierten en signos de una visión de las cosas, de una propuesta de hombre y de sociedad, y de un proyecto de futuro en el que el hombre encuentra su plenitud humana y la apertura a una esperanza definitiva. El resumen de ese testimonio viene expresado en el amor, que toma su modelo del amor de Cristo encarnado, muerto y resucitado por amor a los hombres. Un gran conocedor de la antigüedad cristiana ha podido escribir que lo que convirtió a los paganos no fue tanto la novedad de la doctrina que les era anunciada cuanto el ejemplo de caridad mutua que ofrecían los primeros cristianos y la impresión que experimentaban, una vez que se habían decidido a formar parte de la comunidad, de que por fin eran amados (A. Festugière). Ese amor es el que, en el testimonio ordinario y en el testimonio heroico, es realmente creíble (H.U. von Balthasar).

111

AUTOEVALUACIÓN Jesús y la fundación de la Iglesia Un autor importante en el campo de las reflexiones eclesiológicas habla del Espíritu Santo como “cofundador” de la Iglesia, junto con Cristo. ¿Recuerdas su nombre? •

H. de Lubac



K. Rahner



H.U. von Baltasar



Y. Congar



R. Latourelle



R. Fisechella



S. Pié-Ninot



H. Fries



J. Ratzinger

La Iglesia como signo de credibilidad La Iglesia de Jesucristo es signo de credibilidad sobre todo desde su condición de Iglesia santa. Diversas imágenes aplicadas a la Iglesia pretenden subrayar esta nota específica en cuanto que reflejan claramente la vinculación de la Iglesia con el Dios trinitario. Una de estas imágenes aparece ya en un texto conocido de la carta a los Efesios (5,24-27). ¿Sabrías decir de qué imagen se trata? •

Pueblo de Dios



Cuerpo de Cristo



Esposa de Cristo



Templo del Espíritu Santo

112

CONCLUSIÓN LA FE ES RAZONABLE PRECEDENTES Toda la asignatura OBJETIVO La credibilidad de la revelación divina hace que la fe –como respuesta humana a la revelación de Dios- sea razonable. Nunca será la conclusión obligada de un silogismo. Nunca dejará de ser don sobrenatural de Dios. Pero tampoco será nunca un acto ciego del entendimiento o de la voluntad del hombre. Existen razones para creer. La fe no sólo no contradice la razón, sino que la necesita para no quedar reducida al mito, a la superstición o al fanatismo.

1. La fe no va en contra de la razón Los dones de la gracia –decía santo Tomás- se añaden a la naturaleza de modo que no la destruyen, sino que la perfeccionan (In Boet. Trin., q.2, a.3). Es lo que sucede con el don de la fe: ni contradice, ni conculca, ni destruye la luz natural de la razón; simplemente la supera, perfeccionando al hombre según un conocimiento de orden superior; le otorga saber más y mejor de Dios, de sí mismo y del mundo que le rodea. - No puede existir en realidad un verdadero conflicto entre fe y razón, puesto que ambas tienen el mismo origen –el Padre de las luces, de quien procede todo don perfecto (Sant 1,17)- y se dirigen al mismo fin: el conocimiento, al máximo nivel posible, de la Verdad. La conflictividad, cuando se ha presentado en la historia, estaba ligada a malentendidos nacidos de una presentación errada de lo que la fe enseña o de aquello que la ciencia prueba, de manera que algo era falsamente atribuido a una o a otra. Desde el siglo XVI se han dado, desgraciadamente, estos malentendidos, agravados unas veces por concebir la fe, en línea con el pensamiento protestante, sólo como confianza o como sentimiento subjetivo, y otras veces por una exaltación indebida de la capacidad de la razón, reconocida como única causa y único juez de todo conocimiento verdadero. - Fe y razón tienen el mismo origen y el mismo fin, pero ambas tienen su propia dinámica y su propia función, como corresponde a dos realidades distintas, aunque armónicamente unidas y compenetradas. El saber de la fe trasciende y supera el saber meramente humano. El conocimiento de Dios, del hombre, de la historia y del mundo, alcanzado con la fe en la Palabra encarnada, se presenta como una sabiduría que va más allá de cualquier horizonte humano y abre al hombre perspectivas impensables e insospechadas (cf. 1 Cor 2,6-9). Tal trascendencia se manifiesta en el carácter profundamente misterioso de las realidades reveladas y, por lo mismo, en su imposible resolución en los principios de la razón y del conocimiento simplemente natural. Así, por ejemplo, el conocimiento de Dios en su esencia e intimidad escapa a las posibilidades de la sola inteligencia del hombre. Ninguna obra ni actividad humana, cultural o religiosa, sin la gracia de Dios que se concede en Cristo (cf. 1 Tes 1,3; 2,12.14; 4,1-12; Gál 5,6.22; Ef 2,8.10; etc.), lleva a conocer a Dios tal como es ni

113 permite conocer la felicidad que viene de la comunión de vida con Él. Benedicto XVI lo apuntó en el discurso pronunciado ante profesores y alumnos de la Universidad de Ratisbona al hablar del amor que rebasa el conocimiento y que es capaz de percibir más que el simple pensamiento: “El Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual la “latreia”, un culto verdaderamente cristiano, es, como dice también san Pablo, “logikè”, concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12, 1)”.

2. La fe tiene necesidad de la razón y la razón tiene necesidad de la fe - Las palabras citadas de Benedicto XVI, sin dejar de reconocer la superioridad de la fe en la afirmación que hemos puesto en cursiva, inciden sobre todo en lo que fue el tema de todo su discurso, es decir, en la necesidad que la fe tiene de la razón, puesto que “no actuar en conformidad con la razón va en contra de la naturaleza de Dios”. Efectivamente, la misteriosa superioridad del saber revelado no humilla la razón ni violenta sus rectas adquisiciones. Más aún, no puede prescindir de ella. Caería en el mito, en la superstición o en el fanatismo, es decir, en la adhesión a una idea o a un ideal que contradice las evidencias racionales comunes a todos los hombres, apoyándose solamente en decisiones personales y elecciones afectivas. Creyendo en el Dios que se revela, el hombre no abdica de sus ansias de Verdad y de Bien. Al contrario, las satisface plenamente adhiriéndose a quien es Verdad infinita y Sumo Bien (Jn 14,6). - Pero si la fe no puede prescindir de la razón, la razón tampoco puede prescindir honestamente de la fe. Ambas están llamadas a una colaboración mutua en alianza permanente, si no quieren quedar empobrecidas y debilitadas. De aquí las palabras con las que Juan Pablo II concluye el capítulo IV de su encíclica Fe y razón, consagrado a señalar la relación mantenida entre ambas a lo largo de la historia: “La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser. No es inoportuna, por tanto, mi llamada, fuerte e incisiva, para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que las hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón” (FR 48). La llamada de Juan Pablo II sigue siendo la llamada de Benedicto XVI. Léase completo el discurso de Ratisbona y la Alocución en el Angelus del 28 de febrero de 2007, fiesta de santo Tomás. Pero ya antes de ser elegido Papa se pronunció en la misma dirección al presentar en Madrid la encíclica Fe y razón. Merece la pena referir sus palabras como colofón de nuestro curso:

114 “La encíclica habla de un movimiento circular entre teología (ciencia de la fe) y filosofía (ciencia de la razón), y lo entiende en el sentido de que la teología tiene que partir siempre en primer lugar de la Palabra de Dios; pero, puesto que esta Palabra es verdad, hay que ponerla en relación con la búsqueda humana de la verdad, con la lucha de la razón por la verdad y ponerla así en diálogo con la filosofía. La búsqueda de la verdad por parte del creyente se realiza, según esto, en un movimiento, en el que siempre se están confrontando la escucha de la Palabra proclamada y la búsqueda de la razón. De este modo, por una parte, la fe se profundiza y purifica, y, por otra, el pensamiento también se enriquece, porque se le abren nuevos horizontes. Me parece que se puede ampliar algo más esta idea de la circularidad: tampoco la filosofía como tal debería cerrarse en lo meramente propio e ideado por ella. Así como debe estar atenta a los conocimientos empíricos, que maduran en las diversas ciencias, así también debería considerar la sagrada tradición de las religiones, y en especial el mensaje de la Biblia, como una fuente de conocimiento del que ella se deja fecundar. De hecho, no hay ninguna gran filosofía que no haya recibido de la tradición religiosa luces y orientaciones, ya pensemos en la filosofía de Grecia y de la India, o en la filosofía que se ha desarrollado en el ámbito del cristianismo, o también en las filosofías modernas, que estaban convencidas de la autonomía de la razón y consideraban esta autonomía como criterio último del pensar, pero que se mantuvieron deudoras de los grandes temas del pensamiento que la fe cristiana había ido dando a la filosofía: Kant, Fichte, Hegel, Schelling no serían imaginables sin los antecedentes de la fe, e incluso Marx, en el corazón de su radical reinterpretación, vive del horizonte de esperanza que había asumido de la tradición judía. Cuando la filosofía apaga totalmente este diálogo con el pensamiento de la fe, acaba -como Jaspers formuló una vez- en una "seriedad que se va vaciando de contenido". Al final se ve impelida a renunciar a la cuestión de la verdad, y esto significa darse a sí misma por perdida. Pues una filosofía que ya no pregunta quiénes somos, para qué somos, si existe Dios y la vida eterna, ha abdicado como filosofía. Quisiera concluir con la mención de un comentario a la encíclica, que ha aparecido en el semanario alemán "Die Zeit", en otras ocasiones más bien lejano a la Iglesia. El comentarista Jan Ross sintetiza con mucha precisión el núcleo de la instrucción papal, cuando dice que el destronamiento de la teología y de la metafísica "no ha hecho al pensamiento sólo más libre, sino también más angosto". Sí, él no teme hablar de "entontecimiento por increencia". "Cuando la razón se apartó de las cuestiones últimas, se hizo apática y aburrida, dejó de ser competente para los enigmas vitales del bien y del mal, de muerte e inmortalidad". La voz del Papa prosigue este comentarista- ha dado ánimo "a muchos hombres y a pueblos enteros; en los oídos de muchos ha sonado también dura y cortante, e incluso ha suscitado odio, pero si enmudece, será un momento de silencio espantoso" (fin de la cita). De hecho, si se deja de hablar de Dios y del hombre, del pecado y la gracia, de la muerte y la vida eterna, entonces todo grito y todo ruido que haya será sólo un intento inútil para hacer olvidar el enmudecerse de lo propiamente humano. El Papa ha salido al paso ante el peligro de tal enmudecimiento con su parresía, con la franqueza intrépida de la fe, y ha cumplido un servicio no sólo para la Iglesia, sino también para la Humanidad. Debemos estarle agradecidos por ello” (J. Ratzinger, “Fe, verdad y cultura”, Madrid, 16 de febrero de 2000).

115

AUTOEVALUACIÓN Fe y razón se necesitan mutuamente Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han insistido en lo mismo: la fe y la razón, lejos de estar en conflicto, se necesitan mutuamente. En términos de Juan Pablo II, una razón que no tiene ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser. Pero ¿qué riesgos correría una fe que quisiera privarse de la razón? •

Dejaría de ser un acto realmente digno del hombre



Dejaría de ser un don digno de Dios



Dejaría de ser una fe razonable



Dejaría de ser una propuesta universal



Dejaría de tener atractivo para el hombre de hoy

116

ANEXO I (PRESENTACIÓN DE LA ASIGNATURA)

Objetivo La fe cristiana no ha sido nunca una fe ciega e irracional. Siempre ha buscado la comprensión de sí misma mediante el ejercicio de la razón. Pero la comprensión de la fe se hace hoy especialmente necesaria. En el pasado se veía amparada por una atmósfera social de inspiración cristiana. Era una fe al abrigo de la tempestad, porque todo o casi todo en el contexto social apuntaba hacia la confesión creyente. Hoy nos encontramos en una situación muy distinta. La opción de la fe no es ya algo obvio y normal. En un ambiente laicista y secularizado, la fe tiene que dar la cara, navegar contra corriente y probar su “racionabilidad”. En un contexto cultural e ideológicamente pluralista, la fe cristiana se ve sometida constantemente al fuego de la crítica, reclamando por ello el servicio de la reflexión y fundamentación. Es lo que pretende ofrecer el tratado que, en el conjunto de las disciplinas teológicas, recibe hoy el nombre de Teología fundamental.

Temas 1. Objeto, naturaleza y método de la Teología fundamental En este capítulo, que tiene carácter de introducción, nos limitamos a ofrecer algunas pinceladas históricas. Ellas nos permitirán precisar la naturaleza y el objeto de la Teología fundamental, igual que el modo más apropiado de articular los temas que en ella queremos abordar. 1.1 Un tratado todavía no plenamente definido La Teología fundamental no ha sido una excepción en la renovación que han experimentado todas las ramas de la Teología desde mediados del siglo XX. Más aún, puede decirse que ha sido el tratado más afectado por los nuevos aires del discurso teológico, hasta el punto de no haber encontrado todavía plena estabilidad. 1.2 Las directrices de la encíclica Fe y razón (1998) En las cuatro décadas que nos separan del concilio Vaticano II han proliferado como nunca los manuales de Teología fundamental. Los autores de estos manuales asumen generalmente la impostación conciliar, pero no dejan de mostrar notables divergencias respecto a los temas abordados y al modo de abordarlos. Así, por ejemplo, dentro del campo católico se perciben sin dificultad dos enfoques diversos: uno teologal y otro antropocéntrico. Ambos enfoques, cada cual con sus valores y sus limitaciones, quieren ser integrados en la encíclica Fe y razón de Juan Pablo II (1998). Tomando esta encíclica como pauta, nuestro curso abordará sucesivamente los temas de la revelación, de la fe y de la credibilidad de la revelación, precedidos todos ellos de un preámbulo necesario: el hombre como ser abierto a la trascendencia. Una breve conclusión subrayará el carácter razonable de la fe.

2. El hombre como ser abierto a la trascendencia Antes de adentrarnos en cada uno de los temas señalados conviene mostrar que el hombre está existencialmente abierto a la trascendencia y a una eventual revelación de Dios en medio de la historia. Ésta no le llega como una especie de superestructura carente de sentido, sino como algo que le permite realizarse en plenitud. La encíclica Fe y razón nos ofrece una síntesis iluminadora

117 2.1 Todos los hombres buscan la verdad Ya Aristóteles reconocía que “todos los hombres desean saber”. El objeto propio de este deseo no es otro que la verdad. Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. 2.2 La verdad buscada es una verdad con valor absoluto De por sí, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, debe ser verdad para todos y para siempre. Pero además de esta universalidad, el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea fundamento último de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias posteriores. 2.3 La búsqueda no puede ser vana No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente arraigada en la naturaleza humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. 2.4 Sediento de verdad, el hombre tiene que vivir de creencias En la vida de un hombre son mucho más numerosas las verdades simplemente creídas que las adquiridas mediante la comprobación personal. El hombre, ser que busca la verdad, es, pues, también aquel que vive de creencias. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. La creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas. 2.5 Conclusión El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien se pueda fiar. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.

3. La revelación como autocomunicación de Dios al hombre En la historia de las religiones, el cristianismo se presenta con una nota singular. No es simplemente el fruto de una búsqueda incesante de la verdad por parte del hombre. Es ante todo el resultado de la intervención sorprendente de Dios, que no duda en salir al encuentro del hombre para ofrecerle su amistad, su comunión de vida, su salvación. Lo hace revelando el misterio de su ser y su designio salvador en la historia de los hombres de una manera progresiva. Ese camino de revelación encuentra su punto culminante en la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, enviado al mundo “para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Estamos, pues, ante la única religión cuya revelación se encarna en una persona que se presenta como la verdad viva y absoluta. Comprender esta realidad primordial del cristianismo que es la revelación divina, captar su especificidad y todo su alcance, no es una cuestión de opción libre para el creyente. Es más bien una necesidad natural. A ella no puede renunciar, so pena de condenarse a vivir en la oscuridad. De ella no puede abdicar si desea ofrecer al hombre de hoy, tantas veces confuso y desorientado, la luz que le permita caminar por la vida con firmeza y decisión.

118 3.1 La revelación divina en la enseñanza bíblica En el intento de comprender el acontecimiento de la revelación divina queremos comenzar dejándonos guiar por la corriente misma de la revelación. ¿Qué nos dice de sí misma la revelación en las páginas de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento? Una verdadera síntesis de esta enseñanza se nos ofrece en el prólogo de la carta a los Hebreos: “Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo. Él, que es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa y, una vez que realizó la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la majestad en lo más alto del cielo, llegando a ser superior a los ángeles en la medida en que los aventaja el nombre que ha recibido en herencia” (Heb 1,1-4). 3.2 La revelación divina en la enseñanza patrística Los Padres de la Iglesia no dejan de ofrecernos elementos preciosos para una mejor comprensión de la revelación divina. Lo hacen impulsados unas veces por la necesidad de ilustrar mejor los puntos de encuentro con las culturas y religiones ambientales y otras veces por la obligación de subrayar la singularidad y especificidad del fenómeno cristiano. Cuatro temas destacan sobremanera: la teología del Logos, la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento, la centralidad de Cristo, la doble dimensión de la revelación. 3.3 La revelación divina en la enseñanza del magisterio Al servicio de la Biblia y de la Tradición está el Magisterio de la Iglesia, que, interviniendo generalmente para encauzar cuestiones debatidas o para condenar desviaciones palmarias, ofrece a la reflexión teológica unos cauces seguros para avanzar y profundizar. Los pronunciamientos más iluminadores son los ofrecidos en el concilio Vaticano I y en el concilio Vaticano II. 3.4 Sistematización teológica sobre la revelación divina Conocidos ya los datos que sobre la revelación divina nos ofrece la Biblia, la tradición patrística y el magisterio de la Iglesia, se impone una parte sistemática en la que aparezcan recogidos y ordenados los aspectos fundamentales de ese misterio de la autocomunicación de Dios al hombre. Lo haremos teniendo en cuenta: a) su relación esencial con Dios, en cuanto que él es la fuente y el origen de esa revelación (autocomunicación de Dios en la historia y la palabra); b) y su relación también esencial con el hombre, en cuanto destinatario de la misma (autocomunicación de Dios para la salvación del hombre y de todos los hombres).

4. La fe como respuesta del hombre a la revelación de Dios La revelación es la autocomunicación con la que Dios interpela al hombre, esperando su asentimiento y aceptación. Esta aceptación o acogida del don de Dios la realiza el hombre mediante la fe. El acto de fe viene a ser, en consecuencia, como el correlato antropológico de la revelación divina. Sobre él queremos detenernos en este nuevo capítulo de la Teología fundamental. El método seguirá siendo el mismo que en el capítulo anterior. Examinaremos sucesivamente los datos que sobre la fe nos ofrece la Biblia, la tradición patrística y el magisterio de la Iglesia para terminar con una reflexión sistematizada sobre la fe. 4.1 La fe a la luz de la Biblia La terminología utilizada en el Antiguo Testamento para expresar el acto de creer no puede ser más elocuente. La mayoría de las veces se recurre al verbo ‘aman (en formas diversas), de donde deriva el conocido “amén”. Podría decirse que, para el hombre del Antiguo Testamento, la fe no es otra cosa que un amén a Dios. Al decir

119 “amén” (forma de participio), se afirma que todo lo que sale de la boca de Dios es tan seguro que merece plena confianza, es tan verdadero que ha de ser aceptado sin reservas, es tan sólido que puede orientar satisfactoriamente la vida. También en el Nuevo Testamento se habla de la fe como acto de entrega confiada, perseverante y comprometida por parte del hombre a ese Dios que, mediante su palabra y su acción, sale a su encuentro para hacerle partícipe de su amor. Ese encuentro lo lleva a cabo a través de su Hijo, por lo que la fe adquiere una connotación netamente cristológica: es fe en la persona de Jesucristo; es fe en el mensaje de Jesucristo; es una fe llamada siempre a crecer y robustecerse por medio de Jesucristo. 4.2 La fe en la época patrística La riqueza de la enseñanza bíblica sobre la fe explica que ya desde los inicios mismos del siglo II comenzara a desarrollarse una verdadera teología de la fe, precisando su naturaleza y su relación con la caridad, con el testimonio, con la pertenencia a la Iglesia, con el conocimiento racional, etc. Se puede decir que los Padres de la Iglesia, como pastores y pensadores cristianos, no dejaron en ningún momento de reflexionar sobre la fe, ofreciendo su reflexión como pauta y estímulo de una vida auténticamente cristiana. Especial interés tiene su reflexión en tres momentos concretos: la lucha contra el gnosticismo, la formulación de la “regla de fe” y el pensamiento de san Agustín. 4.3 La fe en la enseñanza magisterial de la Iglesia El camino emprendido por los Padres de la Iglesia conoció un desarrollo extraordinario en la reflexión filosófica y teológica de la Edad Media. Pero la crisis protestante, la Ilustración y el racionalismo obligarían al Magisterio a encauzar en repetidas ocasiones las interminables discusiones sobre la relación entre fe y razón. Sobresalen las intervenciones del concilio de Trento, del concilio Vaticano I, del concilio Vaticano II y de Juan Pablo II en su encíclica “Fe y razón”. 4.4 Sistematización teológica sobre la fe La riqueza de la enseñanza bíblica, patrística y magisterial sobre la fe no hace fácil la tarea de una sistematización teológica. Son muchos los aspectos que se han de tener en cuenta. Sin pretensión alguna de ser exhaustivos, queremos comenzar por dar razón de los dos rasgos que caracterizan la fe, contemplada en su origen: la fe como don gratuito de Dios y la fe como respuesta libre del hombre. Precisaremos después la modalidad concreta de la fe como respuesta libre del hombre: carácter personal, cognoscitivo, teologal, cristológico, eclesial y escatológico.

5. La credibilidad de la revelación divina La autocomunicación de Dios en la palabra y en la historia va dirigida al hombre, que es llamado a responder mediante la fe. Es lo que hemos visto en los dos capítulos precedentes. El acto de fe lo hemos calificado como acto libre que el hombre realiza bajo el impulso de la gracia divina. La libertad del mismo está pidiendo que no sea un acto ciego o irreflexivo. El hombre ha de contar con razones para creer. Como dejó asentado el concilio Vaticano I, por ser libre, la fe es “obsequium”, pero este obsequio ha de ser “rationi consentaneum”, es decir, debe estar de acuerdo con la razón. En palabras de W. Kasper, “una fe sin base humana y racional no sólo sería indigna del hombre, sino también de Dios”. Esto será posible sólo si el objeto de la fe, es decir, la revelación de Dios, se presenta como creíble; si cuenta con el sello de la credibilidad. A esta cuestión consagramos nuestro último capítulo del curso, dejando para la conclusión un corolario que se desprende de esta propiedad específica de la revelación divina: Si la revelación es creíble, la fe no puede menos que ser razonable.

120 5.1 Concepto teológico de credibilidad y signos de credibilidad Aunque se exprese con un término abstracto, la credibilidad designa un hecho muy concreto: la relación entre la fe y las razones o motivos que conducen a ella. ¿Con qué razones cuenta la revelación divina para que la fe que pide del hombre no sea un puro salto en el vacío, sino una respuesta fundamentada en la realidad y en el propio modo de conocerla? Las diferencias que en esta cuestión se han dado en el protestantismo y en el catolicismo nos permitirán percibir mejor la naturaleza específica de esta credibilidad. Se trata de una credibilidad no a través de pruebas, sino de “signos”. El concilio Vaticano II, por su parte, obligó a tomar conciencia de que los múltiples signos que pueden aducirse, sin dejar de tener su propia fuerza significativa, adquieren su verdadero sentido sólo en la medida en que conducen al signo último y definitivo con el que el hombre se encuentra en el ámbito de la revelación divina, que es la figura de Jesucristo. Dios, que se revela en Cristo, llama al hombre a establecer una relación personal con Él a través del encuentro con el mismo Cristo. Ahora bien, ¿dónde es posible encontrar hoy al Cristo real, y cuál es la verdadera imagen que de Él se presenta a los hombres de nuestro tiempo? La respuesta es que el Cristo real, el rostro verdadero de Cristo, sólo es posible encontrarlo hoy en la Iglesia. Es la Iglesia la que conserva la memoria de Cristo y la entrega en la Escritura. Es también la Iglesia la que conduce a los hombres a la vida en Cristo, ayudándoles además a dar a conocer con su vida de creyentes el verdadero rostro del Señor. Así, pues, todo hombre puede encontrar a Cristo vivo en el anuncio que de él hace la Iglesia, y de modo particular en los Evangelios y en la vida de los que creen en él. 5.2 Jesucristo, signo primordial de credibilidad Es preciso determinar cuáles son esas razones que llevan a creer que Cristo es la revelación misma de Dios. Tratándose de la credibilidad, la respuesta a esa pregunta no puede apelar simplemente a la obediencia debida a Dios. Se pasaría por alto un momento previo: ¿cómo puedo justificar que, en Cristo, Dios me habla? La obediencia debida a Dios, que es válida desde un punto de vista exclusivamente teológico, no es razón adecuada cuando se trata de percibir la credibilidad, es decir, las razones de la fe, aquello que acompaña al misterio y que reclama el interés y la investigación del hombre. Tras señalar la posibilidad de llegar a un conocimiento histórico de Jesucristo basándonos en los Evangelios canónicos, escritos que cuentan con plenas garantías de fiabilidad histórica, abordaremos el tema de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo y el tema de la resurrección de Jesús como confirmación divina de su conciencia y sus pretensiones. 5.3 La Iglesia, signo permanente de credibilidad El signo primordial de credibilidad es Jesucristo. En él tiene lugar la autodonación de Dios Padre en el Espíritu. En él resplandece la verdad y el amor, que son la manifestación sensible de la vida íntima de la Trinidad. Cualquier otro signo quedará subordinado a Cristo, recibiendo de él su sentido. Es el caso de la Iglesia, que representa un signo permanente de credibilidad en cuanto que es la Iglesia de Jesucristo, es decir, en cuanto que expresa y realiza la acción de Cristo y en cuanto que en ella adquiere la vida de Cristo una dimensión social, exterior y pública. Ella es el sacramento de Cristo. Pero ante esta afirmación dogmática surgen dos cuestiones concretas a las que ha de contestar la teología fundamental: ¿Fundó realmente Jesús la Iglesia? ¿De qué modo es la Iglesia signo de credibilidad para el hombre de hoy?

6. Conclusión: La fe es razonable La credibilidad de la revelación divina hace que la fe –como respuesta humana a la revelación de Dios- sea razonable. Nunca será la conclusión obligada de un silogismo. Nunca dejará de ser don sobrenatural de Dios. Pero tampoco será nunca un acto ciego del entendimiento o de

121 la voluntad del hombre. Existen razones para creer. La fe no sólo no contradice la razón, sino que la necesita para no quedar reducida al mito, a la superstición o al fanatismo. 6.1 La fe no va contra la razón No puede existir en realidad un verdadero conflicto entre fe y razón, puesto que ambas tienen el mismo origen –el Padre de las luces, de quien procede todo don perfecto (Sant 1,17)- y se dirigen al mismo fin: el conocimiento, al máximo nivel posible, de la Verdad. 6.2 La fe tiene necesidad de la razón y la razón tiene necesidad de la fe La misteriosa superioridad del saber revelado no humilla la razón ni violenta sus rectas adquisiciones. Más aún, no puede prescindir de ella. Caería en el mito, en la superstición o en el fanatismo. Creyendo en el Dios que se revela, el hombre no abdica de sus ansias de Verdad y de Bien. Al contrario, las satisface plenamente adhiriéndose a quien es Verdad infinita y Sumo Bien (Jn 14,6). Ahora bien, si la fe no puede prescindir de la razón, tampoco la razón puede prescindir honestamente de la fe. Ambas están llamadas a una colaboración mutua en alianza permanente, si no quieren quedar empobrecidas y debilitadas.

Criterios de evaluación El examen escrito consistirá en responder a cuatro o cinco preguntas fundamentales. La última pedirá dar razón de la lectura recomendada (cap. IV de la encíclica Fe y razón de Juan Pablo II). Todas ellas tendrán el mismo valor para la calificación.

122

ANEXO II (GLOSARIO) LAICISMO Mientras que la “laicidad” propone una adecuada separación entre Iglesia y Estado, sin perjudicar a los ciudadanos por motivos religiosos, el “laicismo” reclama un Estado confesionalmente indiferente o ateo, relegando la religión al ámbito de lo privado y prohibiendo las manifestaciones públicas de la fe.

SECULARIZACIÓN Proceso que experimentan las sociedades a partir del momento en que la religión y sus instituciones pierden influencia sobre ellas. Podría decirse que la secularización da cumplimiento al ideal kantiano de “la mayoría de edad” para el hombre. Éste no necesita ya la tutela de la religión, sino que puede pensar y decidir por sí mismo.

PADRES APOSTÓLICOS Con esta denominación, que se remonta al siglo XVII, se conoce a una serie de escritores cristianos de finales del siglo I y primeras décadas del II, caracterizados por una especial proximidad a los Apóstoles. Algunos de ellos llegaron a conocer personalmente a los Apóstoles, lo que les hace testigos privilegiados de la primera tradición.

PADRES APOLOGISTAS Se denomina así a aquellos escritores cristianos que, una vez pasado el tiempo más cercano a los Apóstoles y a sus discípulos inmediatos, recogieron la antorcha de la enseñanza evangélica y defendieron la fe frente a los peligros que la amenazaban durante los siglos IIIII.

GNÓSTICOS, GNOSTICISMO Doctrina herética de los primeros tiempos del cristianismo que cifraba la salvación en el conocimiento y pretendía conocer por la razón las verdades de la fe. Persona que secunda la doctrina del gnosticismo.

PADRES DE LA IGLESIA Denominación con la que se conocen los doctores de la Iglesia antigua, como san Agustín, san Juan Crisóstomo, etc., cuyos escritos tienen autoridad en materia de fe.

PADRES CONCILIARES Sacerdotes, obispos y cardenales que, junto con el Papa, deliberan e intervienen en las aulas de un concilio sobre temas de fe y de moral.

EXÉGESIS Término estrechamente relacionado con el de “hermenéutica” (= interpretación). Pero mientras que éste se reserva para hacer referencia a la ciencia teórica que estudia los principios de la interpretación de un texto, el primero se aplica a la puesta en práctica de esos principios. Exegeta es el intérprete o expositor de la Biblia.

PONTIFICA COMISIÓN BÍBLICA Organismo instituido por León XIII (30 de octubre de 1902) con una triple finalidad: promover eficazmente entre los católicos el estudio de la Biblia; contrastar con medios

123 científicos las opiniones erróneas relativas a la Biblia; estudiar e iluminar las cuestiones debatidas y los problemas nuevos en el ámbito de la Biblia.

COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL Instituida por Pablo VI en 1969, tiene la función de ayudar a la Santa Sede, y especialmente a la Congregación para la Doctrina de la Fe, a examinar cuestiones doctrinales de especial relevancia. PL Patrología Latina PG Patrología Griega CEC Catecismo de la Iglesia Católica TMA Tertio Millennio Adveniente (Carta Apostólica de Juan Pablo II como preparación del jubileo del año 2000, Ciudad del Vaticano 1994) ST Summa Theologiae (Santo Tomás) DV Constitución Dogmática “Dei Verbum” sobre la Divina Revelación (Conc. Vaticano II) DS H. Denzinger – A. Schönmetzer (ed.), Enchiridion Symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, ed. Herder, Barcelona-Freiburg in B., 1976.

124

ANEXO III (BIBLIOGRAFÍA) -

ALFARO, J., Revelación cristiana, fe y teología, ed. Sígueme, Salamanca 1988 [Alfaro1988]

-

BALTHASAR, H.U. Von, Sólo el amor es digno de fe, ed. Sígueme, Salamanca, 1971 [Balthasar1971]

-

FISICHELLA, R., Introducción a la Teología fundamental, ed. Verbo Divino, Estella (NA) 2000 [Fisichella2000]

-

FISICHELLA, R., La revelación: evento y credibilidad, ed. Sígueme, Salamanca 1989 [Fisichella1989]

-

FRIES, H., Teología Fundamental, ed. Herder, Barcelona 1987 [Fries1987]

-

GNILKA, J., Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, ed. Herder, Barcelona 1993 [Gnilka1993]

-

IZQUIERDO URBINA, C., Teología fundamental, EUNSA Universidad de Navarra, Pamplona 1998 [IzquierdoUrbina1998]

-

JUAN PABLO II, Enc. Fe y razón, ed. BAC-Documentos, [FR1998]

-

KASPER, W., Introducción a la fe, ed. Sígueme, Salamanca 1976 [Kasper1976]

-

LATOURELLE, R. (dir.), Diccionario de Teología fundamental, ed. Paulinas, Madrid 1992 [Latourelle1992)

-

LATOURELLE, R., A Jesús el Cristo por los evangelios, ed. Sígueme, Salamanca 1978 [Latourelle1978]

-

LATOURELLE, R., Cristo y la Iglesia, signos de salvación, ed. Sígueme, Salamanca 1971 [Latourelle1971]

-

MARTÍNEZ DÍEZ, F., Teología fundamental. Dar razón de la fe cristiana, Edibesa, Salamanca-Madrid 1997 [MartínezDíez1997]

-

MURO UGALDE, T., Teología fundamental. La vida tiene sentido, ed. Sendoa, San Sebastián 2002 [MuroUgalde2002]

-

OCÁRIZ, F. – BLANCO, A., Revelación, fe y credibilidad. Curso de Teología fundamental, Ediciones Palabra, Madrid 1988 [OcárizBlanco1998]

-

PIÉ-NINOT, S., La Teología fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 2001 [Pié-Ninot2001].

-

RAHNER, K., Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, ed. Herder, Barcelona 1989 [Rahner1989]

-

RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, ed. Sígueme, Salamanca 1970 [Ratzinger1970]

-

SAYÉS BERMEJO, J.A., Compendio de Teología fundamental, Edicep, Valencia 22006 [Sayés2006]

-

SAYÉS BERMEJO, J.A., Teología de la fe, ed. San Pablo, Madrid 2004 [Sayés2004]

(Ediciones

Madrid 1998

125 -

TORRES QUIRUGA, A., La revelación de Dios en la realización del hombre, ed. Cristiandad, Madrid 1987 [TorresQueiruga1987]

-

WALDENFELS, H., Teología fundamental contextual, ed. Sígueme, Salamanca 1994 [Waldenfels1994]

More Documents from "Virgilio Martinez"

February 2021 2
Retroexcavadora Cat 420f
February 2021 1
Pronomes_pessoais
January 2021 1
January 2021 2