â¡no Basta Con Buenas Intenciones! Cã³mo La Nueva Economã_a Del

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¡NO BASTA CON BUENAS INTENCIONES!

¡NO BASTA CON BUENAS INTENCIONES! Cómo la nueva economía del comportamiento ayuda a vencer la pobreza en el mundo

Dean Karlan Jacob Appel Traducción de Esther Rabasco

Antoni Bosch editor, S.A. Palafolls 28, 08017 Barcelona, España Tel. (+34) 93 206 0730 [email protected] www.antonibosch.com Título original de la obra: More Than Good Intentions How a New Economics is Helping to Solve Global Poverty © 2011 Dean Karlan y Jacob Appel © 2011 de la edición en español: Antoni Bosch editor, S.A. © de la fotografía de la cubierta: The Image Bank/Davies and Starr ISBN: 978-84-95348-79-1 Diseño de la cubierta: Compañía Fotocomposición: JesMart Corrección: Andreu Navarro

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

A Cindy, por todo su amor y su apoyo. Y a Maya, Max y Gabi, por orden aleatorio. Dean A mis abuelos. Jake

Índice

Nota de los autores

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1 Introducción Los monjes y los peces

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2 Luchar contra la pobreza Cómo hacemos lo que hacemos

33

3 Comprar Duplicar el número de familias que tienen una red de seguridad

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4 Pedir prestado Por qué el taxista no pedía un préstamo

63

5 Buscar la felicidad Tener mejores cosas que hacer

89

6 Cooperar en grupos ¿Y la flaqueza de la multitud?

111

7 Ahorrar La opción aburrida

141

8 Cultivar la tierra Sacar algo de nada

163

9 Aprender La importancia de estar presente

185

10 Mantenerse sano De las piernas rotas a los parásitos

215

11 Aparearse La desnuda realidad

243

12 Donar Epílogo

257

Notas

265

Agradecimientos

281

Índice

287

Nota de los autores

Cómo nos conocimos Jake y yo A finales de 2006, recibí una alerta automatizada de Google por correo electrónico informándome de que Innovations for Poverty Action, el nombre de la organización sin fines de lucro que fundé, había aparecido en una página web. Hice un clic en el enlace y me encontré leyendo una entrada de un blog escrita por Jacob Appel, que había sido contratado recientemente y estaba trabajando en uno de los proyectos que teníamos en Ghana. Lo siguiente de lo que me enteré es que había pasado una hora y me lo había leído todo, lo cual es extraordinario para alguien que tiene la capacidad de concentrar la atención de una hormiga. Conocía a Jake –lo había entrevistado unos meses antes y había trabajado con él en dos proyectos distintos–, pero no sabía que era escritor. Lo había contratado por sus amplios conocimientos de matemáticas, y en la entrevista que le hice me llamó la atención por ser un obseso de los números. Pero en su blog me enteré de que Jake es una esponja. Es el tipo de persona que no va simplemente al mercado y compra comida. Habla con el taxista camino del mercado y se entera de su vida. En el puesto del mercado pregunta por el negocio, cómo marcha, por qué el empresario está haciendo lo que hace. Se empapa del mundo que lo rodea y lo exprime en apasionantes historias sobre la vida diaria. Y escribe maravillosamente, en contraste con el aburrido estilo técnico que se exige en el mundo académico. Había nacido un equipo.

11

¡no basta con buenas intenciones!

Este libro era un proyecto en el que llevaba pensando desde hacía mucho tiempo. Quería realmente tender un puente entre el mundo del desarrollo económico, tan inestable y especializado, y el mundo más amplio de la gente preocupada y comprometida con los temas de la pobreza, pero no necesariamente a tiempo completo. Una gran parte de los trabajos de investigación de mis colegas y yo terminan languideciendo en revistas académicas y se debaten principalmente en conferencias de profesores universitarios, profesionales del desarrollo y grandes fundaciones. El público tiene en su mayor parte la impresión de que todos estos debates y publicaciones son densos, aburridos y áridos, si es que llega a saber que existen. En realidad, no lo son. Como atestiguará cualquiera que haya pasado tiempo investigando sobre el terreno, se trata de un trabajo cautivador, que invita a la reflexión y es fuente de inspiración. Leyendo el blog de Jake, supe que él podría transmitir esas sensaciones, tanto a través de las descripciones que hacía de sus contactos con la gente corriente como a través de sus escritos sobre las propias investigaciones. Así que, cuando el proyecto en el que estaba trabajando en Ghana estaba tocando a su fin, le planteé la posibilidad de escribir juntos un libro. Bien mirado, era una oferta bastante atractiva. Él me daba bastante envidia: viajar por el mundo, visitar proyectos, leer trabajos de investigación y escribir. Afortunadamente, aceptó. Conseguí también viajar algo con él. Aunque el descubrimiento del Scrabble en el iPod touch no contribuía mucho a nuestra productividad cuando íbamos a visitar los lugares o cuando nos retirábamos a escribir juntos, contribuyó indudablemente a que nos divirtiéramos. Dieciocho meses y muchos miles de kilómetros más tarde, aquí estamos.

La voz de este libro El objetivo era principalmente que este libro fuera accesible e interesante, para que hablara directamente a los lectores, los llevara a algunos de los rincones del planeta que, de no ser por él, probablemente no conocerían, y para ponerlos frente a frente con las personas que pueblan esos lugares. Lo último que quería era que los lectores estuvieran pendientes de los autores, sin saber de quién era la voz que estaban oyendo. 12

nota de los autores

Así que, aunque en este proyecto hemos colaborado los dos, Jake y yo hemos tratado de simplificar las cosas hablando en primera persona en todo el libro. El yo en este libro soy yo, Dean. Pero el libro lo hemos escrito entre los dos. Y si hay una frase en estas páginas que destaque de verdad, seguro que la ha escrito Jake. Si yo hice un buen trabajo (o, más bien, nosotros hicimos un buen trabajo), será la única vez en que el lector deba pensar en quién es quién. Gracias por leernos. Dear Karlan (yo) y Jacob Apple (Jake)

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1

Introducción Los monjes y los peces

Hace una mañana radiante en el puerto de Marina del Rey en Los Ángeles, huele a mar y a pescado y el ruido de los pelícanos es ensordecedor. Hay centenares de ellos congregados al final del embarcadero, pavoneándose, cotorreando y echando la cabeza hacia atrás para tragar grandes bocados de desayuno. Absolutamente concentrados en engullir la comida, no parecen advertir el deambular de los veleros. Jake iba en uno de esos veleros con su novia Chelsea y su padre, de vuelta de un breve paseo por el suave y ondulante oleaje del Pacífico. Rebasaron los pelícanos de color gris castaño aposentados en las rocas del mismo color y continuaron camino del puerto marítimo. Llegando al arrecife, rebasaron los surtidores de gasolina, la gran proa del ferry Catalina, y a los monjes budistas. Sí, a los monjes budistas: esos sencillos hombres y mujeres, unos con túnicas de color naranja y otros con ropa de calle, de pie en el muelle en torno a una mesa en la que habían levantado un altarcito con una estatua de un Buda sentado y una lámpara de aceite. En el suelo, delante de la mesa, había un recipiente de plástico tan grande como un baúl. Jake no podía ver desde el velero, sumergido en el agua, lo que había dentro. Estaban rezando encima de él. El padre de Chelsea detuvo el barco y dio media vuelta para ponerse a la altura de los monjes. Terminadas sus oraciones, hicieron una profunda reverencia y los dos que estaban más cerca del cubo lo cogieron por las asas, lo llevaron a rastras hasta el borde del muelle y lo inclinaron.

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¡no basta con buenas intenciones!

Salió de él una gran cantidad de agua y de pececitos, que cayeron en el arrecife con un argentino estrépito. Los pececitos desaparecieron al instante, saliendo disparados como flechas en todas direcciones, y las ondas formadas por las salpicaduras cayeron al mar por el arrecife arrastradas por una ola. Los monjes hicieron de nuevo una profunda reverencia y comenzaron a recoger sus cosas. Chelsea le dijo después a Jake que lo que había visto era un ritual habitual. Esos monjes budistas, en particular, dejaban en libertad cada quince días un cubo lleno de peces. Era su modesta manera de corregir algo que creían que estaba mal. Pensaban que no se debía matar a esos peces, por lo que compraban su libertad. Se acercaban a algunos pescadores, les compraban lo que habían pescado ese día, rezaban una oración y soltaban los peces en el arrecife para que volvieran al mar. Era un gesto conmovedor. Jake puede dar fe de ello. Cualquier cosa que se diga en contra –que es meramente simbólico, que esos pececitos pueden volver a ser capturados más tarde, que no cambia el hecho de que se siga pescando todos los días, que no es, en el mejor de los casos, más que una gota de agua en un cubo (o un cubo en el océano)– no cambia los hechos. Los monjes creían en algo y actuaban movidos por la bondad y la compasión. Sin embargo, cuando Jake y yo hablamos de esto, había una cuestión que no podíamos eludir: los monjes claramente querían hacer una buena acción, pero ¿podrían haberlo hecho mejor? Si su objetivo era salvar de una muerte certera a los peces capturados en un día, ¿por qué no pagar antes a los pescadores y decirles simplemente que se quedaran en casa? Para empezar, eso ahorraría a los peces el trauma de ser capturados y arrastrados fuera del agua. Ahorraría a los pescadores el trabajo de levantarse al amanecer para realizar la tarea, a lo Sísifo, de pescar y ver que los peces se devolvían al mar. Ahorraría la gasolina que utilizaban para llevar el barco. Y ahorraría también el cebo que usaban. Los monjes tenían claramente buenas intenciones, pero es posible que no hubieran encontrado la mejor manera de actuar. De acuerdo, algunos podrían decir que se trata una tragedia relativamente poco importante, que dejar en libertad a los peces que sirven de cebo no es un grave problema mundial. Pero la lección sigue siendo válida: necesitamos algo más que buenas intenciones para resolver los problemas. En ningún caso es eso más relevante que en la lucha contra la 16

introducción

pobreza mundial, un problema realmente grave y global, al servicio del cual las buenas intenciones normalmente son el primer (y con demasiada frecuencia el único) recurso que se emplea.

Un ataque en dos flancos para luchar contra la pobreza (y salvar peces) Esforzarse en ser como los monjes, en actuar por compasión y en hacer algo positivo por los demás, revela lo mejor de nosotros. Casi todo lo que se hace en el mundo por luchar contra la pobreza encaja en esta descripción y cualquier cosa que sea fruto de ese impulso verdaderamente altruista debe fomentarse. Pero los monjes y su cubo lleno de pececitos nos enseñan una lección importante. A veces, incluso cuando tenemos todas las buenas intenciones del mundo, no sabemos dar con la manera más eficaz o más eficiente de actuar en consecuencia. Eso es así, ya queramos salvar peces, conceder microcréditos, distribuir mosquiteras para luchar contra la malaria o repartir vermífugos. Lo que necesitamos saber realmente es cómo podemos actuar con algo más que buenas intenciones, cómo podemos encontrar las mejores soluciones a los problemas que nos angustian. En lo único en que existe realmente consenso cuando se habla de la pobreza es en la gravedad del problema. Tres mil millones de personas, alrededor de la mitad de la población mundial, viven con 2,50 dólares al día (que quede claro que son 2,50 dólares ajustados para tener en cuenta el coste de la vida, así que es como vivir con la cantidad de bienes reales que se podrían comprar en Estados Unidos con 2,50 dólares al día). En el debate público sobre la ayuda a la pobreza y el desarrollo económico –ese inmenso complejo de personas, organizaciones y programas que tratan de aliviar la pobreza en el mundo– hay principalmente dos explicaciones de que exista tanta pobreza. Uno de los bandos sostiene que no hemos gastado lo suficiente en programas de ayuda y que tenemos que aumentar enormemente nuestro nivel de compromiso. Señala que los países más ricos del mundo dedican, en promedio, menos del 1 por ciento de su dinero a la reducción de la pobreza. En su opinión, no hemos dado ni siquiera una oportunidad a los programas existentes. Lo primero que tenemos que hacer es donar más. Mucho más. 17

¡no basta con buenas intenciones!

La explicación del otro bando es absolutamente distinta: la ayuda tal como existe hoy no funciona, por lo que es inútil dedicar mucho dinero a resolver el problema. Señala que, en los últimos cincuenta años, los países más ricos del mundo han gastado 2,3 billones de dólares en la reducción de la pobreza y preguntan: ¿qué hemos logrado con todo ese dinero? Si la pobreza y las privaciones siguen afligiendo a la mitad del planeta, ¿cómo podemos afirmar que vamos por buen camino? No, nos dicen desde este bando: tenemos que partir de cero. Las organizaciones que se dedican a la ayuda y al desarrollo, hoy en día, carecen de energía, están mal coordinadas y no se ven obligadas a rendir cuentas a nadie. Esta forma de confrontar la pobreza está abocada al fracaso. Sostiene este bando que tenemos que retirar los recursos de los mastodónticos e inmanejables organismos internacionales como las Naciones Unidas, hacer borrón y cuenta nueva y concentrar, por el contrario, nuestros esfuerzos en los programas pequeños, ágiles y locales. Los dos bandos aseguran tener entre sus seguidores a destacados economistas: Por un lado, Jeffrey Sachs, de la Universidad de Columbia, asesor de las Naciones Unidas, y por otro, Bill Easterly, de la Universidad de Nueva York, antiguo alto responsable del Banco Mundial. Sachs y sus seguidores nos obsequian con historias de ensueño. Easterly y el otro bando contraatacan con un repertorio igualmente constante de espantosas anécdotas en las que el mundo está corrompido y todo empeño fracasa. ¿Resultado? Discrepancias e incertidumbre, lo que lleva al estancamiento y a la inercia; en suma, un desastre. Y ninguna salida. Jake y yo pensamos que sí existe una salida. Mi intuición me dice que incluso Sachs y Easterly podrían estar de acuerdo, después de todo, en lo siguiente: la ayuda funciona unas veces sí y otras no. ¡Esa opinión no puede ser menos controvertida! La cuestión fundamental es, pues, cuál es la ayuda que funciona. El debate ha discurrido en las alturas, pero las respuestas hay que buscarlas aquí abajo, a ras de suelo. En lugar de obsesionarnos con los extremos, centrémonos en los detalles. Examinemos un reto o un problema concreto que tengan que afrontar los pobres, tratemos de comprender a qué se enfrentan, propongamos una posible solución y pongámosla a prueba para averiguar si funciona. Si esa solución funciona –y si podemos demostrar que funciona sistemáticamente– apliquémosla a gran escala para que pueda servir a un número mayor 18

introducción

de personas. Si no funciona, modifiquémosla o intentemos algo nuevo. Cierto que no erradicaremos la pobreza de un plumazo con este método (todavía no lo ha conseguido, desde luego, ningún método), pero podemos hacer –y estamos haciendo– verdaderos progresos medibles y significativos en su erradicación. Ése es el camino. Para recorrerlo, tenemos que avanzar en dos flancos. El primero consiste en empezar por comprender los problemas. Algunos son sistémicos. Son aquellos que se refieren al modo en que interactúan e intercambian información poblaciones enteras y al modo en que estas poblaciones compran, venden y comercian. Cada vez nos damos más cuenta de que el problema somos nosotros como individuos, por nuestra manera de tomar decisiones. Por eso recurrimos a la nueva economía del comportamiento en busca de ideas. Antiguamente, los economistas habrían pensado en el tema de los monjes de una manera bastante rígida, mecánica. Habrían hablado del coste de los peces, del valor que los monjes concedían a su supervivencia, del coste de oportunidad del tiempo de los pescadores y del impacto social de los barcos que consumen diésel. Nos habrían matado de aburrimiento. Y lo que es más importante, al final del debate los monjes probablemente seguirían arrojando cubos de peces al arrecife de Marina del Rey. Esa es una visión muy estrecha de lo que motiva a los hombres. La economía tradicional habla del ser humano como el arquetipo de la toma racional de decisiones. Tomando prestado un término de Richard Thaler y Cass Sunstein (de su libro Nudge), yo llamo Econos a las personas que se comportan de esta manera. Cuando los Econos tienen que elegir entre dos alternativas, sopesan todos sus posibles costes y beneficios, calculan el «valor esperado» de cada una y eligen la que tiene mayor valor esperado. Además de mantener la cabeza fría, son unos calculadores metódicos y fiables. Déseles una información exacta sobre sus opciones, y siempre elegirán la alternativa que más probablemente les reporte mayor satisfacción. La economía del comportamiento amplía la perspectiva de la economía tradicional en dos importantes sentidos. El primero es sencillo: el dinero no es lo único importante. Eso no es, ciertamente, nada nuevo. Por ejemplo, Gary Becker –para muchos, un economista «tradicional»– ha venido utilizando durante años el análisis económico para entender el matrimonio, la delincuencia y la fecundidad. La segunda ampliación es algo más radical. La econo19

¡no basta con buenas intenciones!

mía del comportamiento reconoce que nosotros, a diferencia de los Econos, no siempre tomamos decisiones haciendo un análisis costebeneficio (y ni siquiera actuamos como si lo hubiéramos hecho). Unas veces tenemos otras prioridades. Otras estamos distraídos o somos impulsivos. A veces hacemos mal los cálculos. Y más a menudo de lo que nos gustaría admitir, somos terriblemente incoherentes. Para indicar todo lo que nos diferencia de los Econos, Thaler y Sunstein utilizan el término tremendamente sencillo de Humanos. Yo haré lo mismo. La economía del comportamiento tiene en cuenta este comportamiento más matizado, y a veces incoherente, como cuando seguimos tomando a escondidas una chocolatina de vez en cuando y decimos que queremos adelgazar o cuando seguimos comiendo fuera y estamos tratando de utilizar menos la tarjeta de crédito. Desde esta perspectiva podría ser que a los monjes les diera lo mismo lo que pueda decir la economía tradicional. A lo mejor devuelven los peces al mar porque no serviría de nada pagar para que no se pescase. A lo mejor es importante para ellos oír ese argentino estrépito o ver cómo salen los pececitos disparados como flechas. A lo mejor hay algo de psicológico en la trascendencia de ver cómo saltan los peces liberados. Y a lo mejor los monjes están sencillamente dispuestos a aceptar una solución menos eficiente a cambio de ese momento de conexión espiritual. El gran avance de la economía del comportamiento ha sido decir que si queremos entender a los monjes, tenemos que saber cómo y por qué toman las decisiones que toman. La economía del comportamiento, en lugar de deducir de un conjunto básico de principios una manera de pensar, desarrolla un modelo de toma de decisiones a partir de la observación de lo que hace realmente la gente en la vida real. Como veremos a lo largo de este libro, esta manera de pensar puede ayudarnos a diseñar mejores programas para luchar contra la pobreza. Eso no significa que debamos rechazar los viejos modelos. La economía del comportamiento es un poderoso instrumento, pero el proverbio sigue siendo válido: no porque tengamos un martillo en la mano hemos de pensar que todo son clavos. Algunos de los programas de lucha contra la pobreza que veremos están inspirados directamente en los conceptos económicos básicos. Combinando el viejo y el nuevo enfoque tenemos las máximas posibilidades de comprender 20

introducción

cuáles son exactamente los problemas a los que nos enfrentamos y de diseñar y aplicar las mejores soluciones. Este primer flanco del ataque –comprender los problemas a los que nos enfrentamos– es un buen comienzo, pero no es suficiente. Imaginemos que estamos encallados en una isla desierta con una barca de remos destartalada que hace agua. Entender el problema, incluso si lo entendemos a fondo, no es más que entender por qué las barcas llenas de agujeros no flotan. Con eso solo no conseguiremos volver a casa. Tenemos que encontrar la manera de construir una barca mejor o de reparar la que tenemos. De ahí el segundo flanco del ataque: una evaluación rigurosa. Una buena evaluación nos permite comparar distintas soluciones –como pueden ser barcas de diferentes diseños o distintas formas de taponar los agujeros– y ver cuál es más eficaz. Una evaluación creativa y bien diseñada puede ir incluso más allá y ayudarnos a comprender por qué una solución funciona mejor que otra. He aquí cómo podría aplicarse en el caso de los monjes. Podríamos empezar por proponer la creación de un nuevo mercado, un mercado para contratar pescadores para que no pescasen; eso permitiría a los monjes salvar los peces de un modo más eficiente. Esto, que es posible que sonara bien en teoría, lo pondríamos a prueba sobre el terreno. A veces las cosas que suenan bien son un fracaso. Supongamos que a los monjes no les interesa, en realidad, contemplar los pececitos cuando caen al agua y estarían encantados de pagar a los pescadores para que no pescasen; pero quizá se enfrentan a un problema que hace inviable esta solución. Por ejemplo, podría tratarse de un problema de confianza, es decir, podría ocurrir que los monjes temieran que los pescadores aceptasen el dinero por no pescar y luego salieran a pescar de todas formas. O quizá fuera un problema de control, es decir, que no hubiera suficientes monjes para seguir a todos los pescadores y asegurarse de que cumplían su palabra. Una evaluación rigurosa podría desvelarnos cuál es la razón concreta de que no funcione un mercado en el que comprar a los pescadores para que no pesquen. En el contexto del desarrollo económico, una evaluación rigurosa puede ayudar a resolver el debate sobre cuál es la mejor manera de luchar contra la pobreza mundial, trabajando sobre el terreno y averiguando qué proyectos funcionan (resulta que unos proyectos fun21

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cionan mejor –a veces muchísimo mejor– que otros). Tal vez piense el lector que huelga decirlo. Quizá suponga que las organizaciones de ayuda siempre han realizado rutinariamente concienzudas y rigurosas evaluaciones para ver si están haciendo las cosas lo mejor posible. Si es así, se sorprendería de lo que hay. Hasta no hace mucho, sabíamos asombrosamente poco sobre qué es lo que funciona y qué es lo que no funciona en la lucha contra la pobreza. Ahora estamos empezando a tener los datos definitivos de los que hemos carecido durante mucho tiempo, midiendo la eficacia de programas de desarrollo concretos, datos que describiremos en estas páginas. En el siguiente capítulo, daremos algunos detalles más de cómo lo hacemos. El microcrédito, la concesión de pequeños préstamos a los pobres, es un ejemplo perfecto de una idea que despertó un enorme entusiasmo mucho antes de que hubiera datos sobre su impacto. El entusiasmo es en gran medida comprensible, pues el propio diseño del microcrédito es atractivo. Toca la fibra sensible: el microcrédito va destinado a menudo a las mujeres, y muchos creen que dotando de poder económico a las mujeres se beneficia a toda la familia; el microcrédito va dirigido a menudo a las personas emprendedoras, y muchos creen que esas personas son capaces de mejorar espectacularmente su vida gracias a su ingenio y a su espíritu emprendedor, si se les permite acceder a un mínimo de capital de explotación; el microcrédito involucra a menudo a comunidades enteras, y muchos creen que involucrando a las comunidades y no sólo a las personas, es más probable que tengamos éxito. Pero el entusiasmo es sorprendente en cierto sentido: parece que está basado en una doble vara de medir el papel de una deuda contraída a unos tipos de interés muy altos. Al mismo tiempo que vemos cómo se invierten millones de dólares en programas de microcrédito para prestar a los pequeños empresarios a tipos de interés que van desde el 10 hasta el 120 por ciento (todo con la esperanza de mitigar la pobreza), también vemos que, en los países occidentales, hay millones de personas indignadas con aquellos que conceden anticipos a los pobres a unos tipos similares. Yo no sabría en qué bando estar y mucho menos cómo conciliar las dos posturas sin tener alguna información básica sobre si estos préstamos mejoran realmente el bienestar de la gente. Pero una rigurosa evaluación de este tipo de programas puede ayudar, y 22

introducción

ayuda. A muchos les sorprendió un experimento que se realizó en Sudáfrica y que veremos en el capítulo 4, en el que se observó que el acceso a los créditos personales, incluso con tipos del 200 por ciento, mejoraba mucho, en promedio, el bienestar de la gente. Eso no significa que todos los tipos de crédito sean buenos para todo el mundo, pero deberíamos confrontar con sentido crítico nuestras firmes opiniones sobre lo que funciona y lo que no, sobre lo que es bueno y lo que es malo. ¿Tenemos hechos concretos que las respalden? El ataque en dos flancos que veremos a lo largo de este libro constituye un poderoso instrumento económico. Lo utilizo (aunque de una forma algo distinta) siempre que enseño economía del desarrollo, tanto a los estudiantes de grado como a los estudiantes de doctorado. Nuestros debates giran en torno a tres preguntas. Primero: ¿cuál es la raíz del problema? La utilización tanto de la economía del comportamiento como de la economía tradicional para responder a esta pregunta es exactamente el primer flanco de nuestro ataque en este libro. Las otras dos preguntas son: ¿Resuelve realmente el problema la «idea» en cuestión, ya sea una medida del gobierno, la intervención de una ONG o de una empresa? ¿Y cuánto mejora el bienestar mundial gracias a ella? La realización de evaluaciones rigurosas para responder simultáneamente a estas dos preguntas representa el segundo flanco de nuestro ataque.

Lanzarse al lago de Singer Incluso cuando no existen datos concluyentes sobre uno u otro programa, la gente encuentra razones para luchar contra la pobreza. Una de esas razones es, lisa y llanamente, la ética: suponga que va andando camino de una reunión por el borde de un lago y que, si no asiste a esa reunión, perderá doscientos dólares. Observa que hay un niño ahogándose en el lago. ¿Tiene la obligación ética de pararse y lanzarse al agua para salvar al niño, aunque eso le cueste doscientos dólares? La mayoría de la gente responde afirmativamente. ¿No tiene entonces también la obligación ética de mandar doscientos dólares ahora mismo a una de las numerosas organizaciones que ayudan a los pobres, con los que puede salvar la vida de un niño? 23

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La mayoría de la gente responde negativamente o, al menos, no extiende ese cheque. El ejemplo es de Peter Singer, filósofo utilitarista de la Universidad de Princeton y uno de mis héroes. Suelo pensar en él en momentos muy concretos, como cuando estoy en una tienda y me entra la tentación de comprar algo que no necesito realmente. ¿No podría gastar ese dinero en algo mejor? La idea básica de Singer me resulta atractiva, pero la conclusión lógica de su razonamiento es difícil de digerir. La consecuencia de su estricto razonamiento utilitarista es que todos deberíamos donar hasta que nos viéramos tan apurados que no pudiéramos honestamente dedicar doscientos dólares a salvar a un niño de morir ahogado. Tal vez un Econo se sintiera obligado a hacerlo por la fría fuerza de la lógica (suponiendo, por supuesto, para empezar, que tuviera corazón para salvar al niño de morir ahogado). Pero ningún Humano que yo conozca –ni siquiera el propio Singer, incansable partidario de hacer más– llega tan lejos. Como la conclusión de la analogía del lago nos incomoda, buscamos los fallos en el razonamiento. Ponemos objeciones. Muchas veces la primera respuesta de la gente es decir que cuando uno se tira al agua y salva al niño, no cabe duda de que ha hecho algo útil. Puede ver con sus propios ojos que ha salvado una vida. Pero cuando extiende un cheque a una organización de ayuda, la relación es mucho menos clara. ¿Cómo puede uno saber que sus doscientos dólares sirven realmente para algo? Este libro es, en su mayor parte, un intento de responder a esa objeción. Espero que viendo de cerca algunos éxitos (y fracasos) el lector se convenza de que podemos llegar a saber si lo que hacemos sirve para algo siempre que se pongan a prueba, rigurosamente, los programas de ayuda y contribuyamos a aquellos que se ha comprobado que funcionan. La segunda objeción que pone la gente a la analogía del lago de Singer se refiere a la «víctima identificable», a la vaga sensación de que moralmente es importante ver al niño agitando los brazos en el lago, mientras que no podemos ver al niño al que salvarían nuestros doscientos dólares, por ejemplo, en Madagascar. Es fácil refutar esta objeción desde un punto de vista lógico. Si alguien viene corriendo a casa y nos dice que hay un niño ahogándose en el lago, seguimos teniendo que ir a salvarlo aunque no lo hayamos visto con nuestros 24

introducción

propios ojos. No por llevar los ojos vendados se resuelven los problemas éticos, y no podemos limitar nuestras responsabilidades a una determinada zona geográfica simplemente reduciendo nuestro campo de visión. Un niño es un niño, dondequiera que esté, aunque no podamos verlo. El problema es que aunque esta refutación fuera válida desde el punto de vista lógico, no es visceralmente convincente. No basta con razonar que tenemos que tener sentimientos de compasión y responsabilidad para con los demás. Necesitamos que algo nos conmueva para actuar.

Soluciones basadas en el comportamiento, delante de nuestras narices Las organizaciones de ayuda, que dependen para financiarse de nuestros sentimientos de compasión, saben por experiencia que apelando únicamente a las obligaciones éticas de la gente no se pagan las facturas. Ésa es la razón por la que algunas tácticas, como la víctima identificable, son desde hace tiempo ingredientes básicos para recaudar fondos. Piénsese en Save the Children, que promete una foto y una carta escrita a mano del niño apadrinado a cambio de treinta dólares al mes. Las organizaciones de ayuda, en lugar de abordar a los donantes con hechos, cifras y tablas –que es lo que podría convencer a un Econo–, aprovechan al máximo el hecho de que somos Humanos. Aprovechan nuestras emociones. Eso es exactamente economía del comportamiento aplicada a la venta de obras benéficas. Una vez que entendemos lo que pasa por la cabeza de los que donan, podemos idear estrategias más ingeniosas para recaudar más dinero. Una de esas estrategias para recaudar fondos hace menos dolorosas las donaciones agregándolas a otras compras. Hace poco estaba en la cola de la caja de Whole Foods Market cuando la cajera me preguntó si quería donar un dólar a la Whole Planet Foundation. Me señaló un folletito que había en el mostrador. Si quería donar, ella podía escanear un código de barras del folleto y añadir un dólar a mi cuenta. Cuando la cajera ya ha marcado cien dólares de comestibles, un dólar más es poca cosa, tan poca que apenas se nota. De repente, 25

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uno se siente bien saliendo de Whole Foods Market con las bolsas de comida. Ha hecho algo positivo. No es difícil entender por qué a la Whole Planet Foundation le han llovido las donaciones. Otro método para recaudar fondos que se basa en la economía del comportamiento consiste en separar lo bueno de las donaciones (que es la satisfacción de hacer una buena obra) de lo malo (que es la pena de desprenderse de dinero). Donar es mucho más fácil si uno puede disfrutar por adelantado de la satisfacción que se siente, libre de la fastidiosa sensación de que el monedero está más vacío, y pagar más adelante. Eso es exactamente lo que ocurrió en la campaña «Text to Haiti» de enero de 2010, que tuvo un éxito increíble. Durante las semanas siguientes al devastador terremoto, la gente reaccionó en un número sin precedentes para ayudar a los necesitados. Se recibieron pequeñas donaciones de particulares –la inmensa mayoría de diez dólares o menos– a un ritmo extraordinario. Sólo en los tres primeros días, las donaciones por mensaje de texto superaron los diez millones de dólares. Donar por mensaje de texto no lleva más que unos cuantos segundos y es absolutamente gratificante. Se escribe la palabra «HAITI», se pulsa Enviar y se obtiene inmediatamente una respuesta en la que se nos agradece nuestra generosidad. Apenas da tiempo a pensar en la factura del teléfono que llegará a final de mes. Cuando llega, es más fácil desprenderse de los diez dólares, ya que van incluidos en el coste del servicio telefónico, coste para el que uno ya está preparado. Bueno, a menos que se sea Cara. Lo que viene a continuación está sacado de una página de verdad de Facebook: El perfil de Cara decía: «He enviado un mensaje de texto a Haití al número 90999 más de 200 veces… he donado más de 2.000 dólares para ayudar a Haití. ¡Únete!».

comentarios Noah: A lo mejor a tus padres no les hace ninguna gracia tu cuenta de móvil de este mes. Cara: Oye, ¡no es mi dinero! Cara: Espera un momento… no te lo meterán en la factura del móvil, ¿no? Yo creía que era gratis… 26

introducción

Aaron: No fastidies, Cara. No, ¡todos los mensajes son de 10 dólares! Cara: ¿Estás seguro? Sería horrible. Aaron: Sí, lo vi en el partido de fútbol, te lo cargan en tu cuenta del móvil. Chloe: Sí. Cada mensaje son 10 pavos. Lo dijeron cuando salió la señora de Health and Human Services y se lo dijo a la gente en Colbert Report. Esto, ¿por qué no le pides a la gente que te ayude a pagar tu factura del móvil? Cara: ¡Gracias por decírmelo! Je je, ¡Haití debe quererme! Kyle: ¿Una factura de 2.000 dólares? Esto es para partirse de risa. Aaron: Bueno… estarás jodida, pero por lo menos en este caso hay un lado positivo. Cara: Acabo de contar los mensajes… 188 en total. 1.880 dólares de factura… ¡Kyle, esto no tiene ninguna gracia!

Olvidémonos de Cara; hay formas peores de cometer un error con 1.880 dólares. Y esto es algo que no ocurre realmente muy a menudo: en la inmensa mayoría de los casos, la gente sabe exactamente qué es lo que dona cuando dona. Pero las técnicas de marketing basadas en la economía del comportamiento pueden lograrlo, de manera que no siempre los donantes saben exactamente qué es lo que donan o a quién donan, y eso es más inquietante. Veamos, a modo de ejemplo, el caso de Kiva.org, página web enormemente popular que recauda dinero para micropréstamos en todo el mundo. Pregunte a un usuario de la página cómo funciona y probablemente esto es lo que le dirá: entre y lea las historias de personas que necesitan préstamos. Cuando encuentre una que le guste, puede financiar su préstamo haciendo un clic y enviando dinero a través de Kiva. Cuando el cliente devuelva el préstamo, recuperará el dinero. Eso es lo que le diría la mayoría de los usuarios, pero estarían equivocados. Suponga que hace un clic para financiar un préstamo de cien dólares a un cliente peruano. He aquí lo que ocurre entre bastidores: unas semanas antes, el personal del banco ha ido al sitio a hacer fotos y a elaborar perfiles de los clientes potenciales. Esos perfiles son los que se ven en la página web. Cuando uno hace un clic para financiar el préstamo a una mujer, hace un préstamo de cien dólares sin intereses a Kiva. Kiva hace entonces un préstamo de cien dó27

¡no basta con buenas intenciones!

lares sin intereses al microprestamista peruano del cliente. Los cien dólares van a parar a la cartera de préstamos del microprestamista y se prestan a los clientes (pero no al cliente en el que uno ha hecho un clic, que ya tiene su préstamo) a un tipo de interés de entre el 40 y el 70 por ciento. Si el cliente en el que uno ha hecho un clic no devuelve el préstamo, uno podría perder los cien dólares, pero eso es raro. La mayoría de las veces, o bien otro cliente devuelve el préstamo en su lugar, o bien el prestamista devuelve el propio préstamo (para mantener limpio su «historial» en Kiva.org y poder atraer más dinero). Así es cómo funciona realmente. En innumerables conversaciones informales, la gente me ha dicho que utiliza Kiva precisamente porque le gusta la idea de que su dinero vaya a parar a la persona cuya historia ha leído, cuya historia le ha conmovido. Siente una conexión y eso le lleva a donar. Yo no sé muy bien qué pensar de eso. Recaudar más dinero es bueno, desde luego. Kiva está recaudando millones (más de cien millones en noviembre de 2009) para microcréditos. El problema es que promocionar un programa de desarrollo sobre algo que no sean sus efectos pone una cierta distancia entre medios y fines. Las tácticas que logran aumentar de forma espectacular las donaciones –poniendo el foco, por ejemplo, en la víctima identificable– no tienen por qué ser las que mejor permiten diseñar programas que ayuden realmente a mejorar la vida de los pobres. Las mejores organizaciones buscan la mayor eficacia tanto en la recaudación de fondos como en sus programas con la misma tenacidad, aunque normalmente acaban adoptando métodos muy diferentes en ambos. La cuestión es que tienen que reconocer y respetar esa diferencia. Tenemos que confiar en que sepan que los resultados anecdóticos están a años luz de los impactos reales y sistemáticos. Y, además, tenemos que confiar en que aunque utilicen anécdotas para cortejar a los donantes, exijan pruebas rigurosas para desarrollar sus programas. Que una organización sea digna de esa confianza no es poca cosa.

Podemos exigir más Afortunadamente, no tenemos que confiar en que las organizaciones que luchan contra la pobreza se ajusten por sí solas a estas exigen28

introducción

cias. Si queremos que los programas de desarrollo hagan el mayor bien posible, tenemos que reconocer que, como donantes –los que pagamos las facturas–, somos los que tenemos, en última instancia, capacidad para gobernar el barco. Sí, nosotros. Usted y yo. Los grandes donantes –los gobiernos, las grandes fundaciones filantrópicas, el Banco Mundial– son claramente importantes. Pero los pequeños donantes lo son aún más. En Estados Unidos, los pequeños donantes aportan todos los años más de 200.000 millones de dólares a instituciones benéficas, el triple de lo que donan en total todas las empresas, las fundaciones y los legados. Como acabamos de ver, las organizaciones de ayuda no han escatimado esfuerzos para entender realmente qué es lo que funciona a la hora de recaudar fondos de usted y de mí. Puede estar, por tanto, seguro de que responderán a los incentivos que les demos. Jake y yo concluiremos este libro con algunas sugerencias prácticas sobre lo que usted, como individuo, puede hacer para ayudar a gobernar el barco. Confío, sin embargo, en que no estropearé el suspense si le adelanto algo. Extender cheques es bueno, pero no suficiente, sobre todo cuando, gracias al marketing basado en la economía del comportamiento, podemos hacerlo con tan poco esfuerzo. Lo que realmente tenemos que hacer es averiguar dónde causará nuestro dinero el mayor impacto y mandarlo allí. Algunos grandes donantes, como la Bill & Melinda Gates Foundation y la Hewlett Foundation, tratan de hacerlo por principio y, efectivamente, las organizaciones responden aportando pruebas de que sus programas funcionan. Naturalmente, un pequeño donante no puede conseguir por sí solo ese tipo de cambio. Pero si un número suficiente de pequeños donantes comienza a premiar a las organizaciones que aportan pruebas creíbles de los efectos de sus programas, puede estar seguro de que, a la larga, tendremos mejores programas. Y si una masa crítica de donantes hace eso, quizá podamos contribuir a cambiar de una manera lenta, pero segura, el modo en que nosotros como sociedad contemplamos el acto de donar dinero. No se trata sólo de utilizar mejor el dinero recaudado, sino también de ayudar a convencer a los escépticos, aquellos que creen que no merece la pena donar, de que la ayuda puede funcionar si se hacen bien las cosas. ¿Recuerda la página de Facebook de Cara? Esa página encierra una importante lección. La entrada inicial de Cara mostraba no sólo que era fácil mandar un mensaje de texto a Haití, sino también que 29

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era guay, lo suficientemente guay como para que ella pensara que merecía la pena compartirlo en Facebook. Nos guste o no, en las motivaciones de la mayoría de nosotros para donar hay un elemento de exhibición social, y las organizaciones de ayuda lo saben, y ésa es la razón por la que los signos visibles de donación como las pulseras, las pegatinas y las cintas también son un instrumento eficaz para recaudar fondos. Cualquiera que actúe con buenas intenciones merece un elogio, independientemente de lo imperfectos que sean sus actos. Sin embargo, ¿no haríamos mucho más bien en el mundo si se llegara a pensar que las donaciones más guay de todas son las que se realizan sabiendo cuál será su impacto?

Avance Hasta aquí la teoría. ¿Cómo sabemos realmente cuáles son los programas más eficaces? Iremos al meollo de la cuestión en el siguiente capítulo. Y en el resto del libro, Jake y yo compartiremos algo de lo que hemos aprendido sobre algunos programas que funcionan realmente. La fuente de inspiración de muchos de estos programas es sorprendentemente simple y cercana: es aprovechar las ideas y las soluciones innovadoras que nos han garantizado el éxito en tantas de las cosas que hacemos todos –tanto ricos como pobres– y adaptarlas a la lucha contra la pobreza. Por ese motivo, los capítulos se han organizado y titulado de acuerdo con esas actividades universales básicas, desde comprar hasta aparearse (y muchas otras entremedias). En el capítulo 3, examinamos un aspecto de los programas de desarrollo que suele pasarse por alto: vendérselos a los pobres. A menudo suponemos que lo único importante es diseñar un buen programa, lo cual es curioso, pues en el mundo desarrollado nadie piensa que baste con diseñar un buen producto sin hacer también una buena campaña comercial. En los capítulos 4 a 7, analizamos diferentes aspectos de las microfinanzas, desde los distintos tipos de microcrédito hasta el ahorro. El tema merece analizarse con esta profundidad por dos razones. En primer lugar, nos afecta a casi todos. En el mundo desarrollado, todo el mundo suele poder acceder a la financiación. Todo el que tenga una tarjeta de crédito, un crédito hipotecario o una cuenta banca30

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ria forma parte de esa inmensa red de prestatarios y ahorradores. El mero hecho de que las soluciones financieras funcionen para tanta –y tan diversa– gente en el mundo desarrollado es un argumento convincente de que pueden adaptarse para ayudar a los pobres. Esto no ha pasado desapercibido: el microcrédito ha suscitado quizá más entusiasmo y apoyo que cualquier otro instrumento de desarrollo económico de la historia, y ésa es la segunda razón para analizarlo tan detenidamente. Constituye una actuación tan destacada por las agencias de desarrollo económico, que uno puede acabar pensando que se trata de la panacea universal, y lo primero que queremos mostrar es que, a pesar de todas sus virtudes, no lo es, aunque puede tener resultados realmente beneficiosos. En segundo lugar, cuando se diseña bien, se trata no sólo del crédito, sino también del ahorro. Algunos de los esfuerzos más apasionantes en microfinanzas han pasado de la concesión de préstamos al ahorro, liderados por grandes donantes como la Bill & Melinda Gates Foundation. En los capítulos 8 a 11, llevamos la búsqueda de soluciones para erradicar la pobreza más allá de la esfera del dinero y nos adentramos en algunos terrenos en los que quizá no esperaría encontrar a economistas. Desde el ámbito público –los agricultores que cuidan sus tierras a la vista de todos, los padres que llevan a sus hijos a la escuela– hasta los espacios más íntimos de la consulta de los médicos y, finalmente, el dormitorio de la gente, analizaremos algunas maneras innovadoras de enfocar los problemas que rodean la agricultura, la educación, la sanidad y el sexo. Veremos que muchos instrumentos que utilizamos hoy para hacer mejor las cosas en esos aspectos de nuestra propia vida también pueden servir a los pobres. Por último, el libro concluye con algunas soluciones, ideas concretas que tienen la posibilidad de cambiar enormemente la vida de los pobres y cosas que podemos hacer cada uno de nosotros para ayudarlos a conseguirlo. La mayoría de los trabajos de investigación de los que hablaremos en este libro son evaluaciones empíricas. Nos aportan datos concretos, y los datos concretos deben ser el factor determinante para elegir los programas de desarrollo que debemos apoyar. Pero no creo que ése deba ser el único enfoque. Hay margen para la creatividad, para probar nuevas cosas y para fracasar. Necesitamos nuevas ideas que nos permitan avanzar, y como donantes debemos también premiarlas. 31

¡no basta con buenas intenciones!

Jake y yo no pretendemos tener todas las respuestas. Como veremos repetidamente, la economía del comportamiento revela que los pobres, como todo el mundo, cometen errores que terminan haciendo que sean más pobres, estén más enfermos y sean menos felices (si no los cometieran, podrían escapar rápidamente de la pobreza vendiendo clases de autoayuda al resto de nosotros). Identificar y corregir esos errores es un prerrequisito para resolver el problema de la pobreza mundial, pero no tenemos un método infalible para lograrlo, igual que no tenemos un método infalible para conseguir que todas las personas del mundo desarrollado ganen todas sus batallas personales. Dicho eso, nosotros, los que vivimos en el mundo desarrollado, estamos empezando a resolver poco a poco, en nuestro caso, estos insidiosos y persistentes problemas, uno por uno. Hemos encontrado formas concretas de mejorar nuestras decisiones y de vivir mejor. Podemos utilizar y utilizamos nuevos instrumentos –como el programa Save More Tomorrow y stickK.com, que veremos más adelante– para gastar inteligentemente, ahorrar más, comer mejor y llevar una vida más parecida a la que imaginamos. Lo importante está en comprender que soluciones como éstas, que han mejorado tanto nuestra vida, pueden lograr resultados similares con las vidas de las personas más necesitadas. Este libro trata de averiguar cuáles son las soluciones que funcionan realmente en el caso de los pobres y de encontrar nuevas soluciones para los problemas que persisten.

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Luchar contra la pobreza Cómo hacemos lo que hacemos

En 1992, mi mejor amigo y yo estábamos buscando la manera de viajar un año por Latinoamérica antes de empezar el doctorado. Teníamos algunas vagas ideas sobre proyectos de desarrollo y un gran interés por los derechos humanos. Él encontró un folleto de FINCA Internacional en los servicios de orientación profesional de su universidad (FINCA son las siglas de Foundation for Internacional Community Assistance, pero se conoce principalmente por FINCA, y actualmente es una de las organizaciones de microcréditos mejor financiadas de Estados Unidos). Ninguno de nosotros habíamos oído hablar nunca de FINCA, pero el folleto nos llamó la atención. Hablaba del «microcrédito». Ninguno de nosotros habíamos oído hablar tampoco de eso. Recuerdo que me entusiasmó la descripción del programa de FINCA: conceder pequeños préstamos a emprendedores de países en desarrollo, que les permitieran ampliar sus negocios y escapar de la pobreza. En ese momento, llevaba dos años trabajando en un banco de inversión; pensaba constantemente en temas financieros. Dar préstamos a los pobres era una idea atractiva, por lo que mandamos una carta con nuestro currículum. Primero propusimos recorrer una por una las oficinas que tenía FINCA en Latinoamérica y ayudarlas a intercambiar información e ideas de los distintos países (¡queríamos viajar por toda Latinoamérica!), pero la gente de FINCA Internacional descubrió en nuestro currículum que sabíamos algo de informática y nos respondió con una idea mejor: ir a El Salvador, conocer los programas informáticos

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especializados que utilizaban allí y adaptarlos para utilizarlos en las demás oficinas de Latinoamérica. Allí fuimos. No fue precisamente lo que esperábamos. Lo que se suponía que iban a ser seis semanas se convirtieron en treinta meses y en el mayor fracaso de mi carrera profesional. Mi amigo y yo desarrollamos un nuevo sistema informático de la nada, adaptado para que se ajustara a las complejas normas contables de cuatro países distintos y personalizado para que tuviera en cuenta la amplia variedad de prácticas crediticias que había en toda la región. Más tarde me enteré de que languideció sin que se utilizara (salvo unos años en El Salvador y Perú) y de que finalmente se desechó por completo. Fue un duro golpe. Pensaba que había hecho un esfuerzo para nada. Pero mi experiencia en FINCA tuvo su lado bueno. Me di cuenta de qué quería hacer. En esos treinta meses, los momentos más apasionantes no los pasé en la oficina o delante del ordenador, sino en los cientos de comidas que compartí con empleados de FINCA y compañeros de trabajo de organizaciones de ayuda al desarrollo. Hablábamos de los microcréditos, de lo que estaban consiguiendo, de por qué pensábamos que estaban funcionando y de cómo creíamos que podrían funcionar mejor. Nuestras conversaciones eran interesantes, pero nada más. No teníamos nada sólido en lo que basarnos. Lo primero que se me ocurrió fue examinar los datos y ser algo analítico en la evaluación de la eficacia del programa de préstamos de FINCA. Pero ¡no había ningún dato que examinar! La pura y triste realidad era que ni nosotros ni FINCA sabíamos cómo –y ni siquiera si– el microcrédito estaba ayudando realmente a los pobres. Lo que necesitábamos era algunos datos concluyentes de cómo afectaba el microcrédito a la vida de los clientes de FINCA. La primera «evaluación de impacto» del microcrédito que vi en mi vida me produjo dolor de estómago. Estaba pensada claramente para obtener cifras positivas con el fin de ser publicadas en un folleto destinado a los donantes, no para averiguar si funcionaba bien. Se preguntaba a los receptores de créditos cosas como: «Ahora está comiendo mejor que antes de que se uniera a FINCA, ¿no es verdad?». Aún no había estudiado economía ni técnicas de encuesta, pero sabía lo suficiente para darme cuenta de que eso no demostraba nada (que conste que esto fue hace veinte años, por lo que no puedo asegurar 34

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que ésa fuera exactamente la manera en que se formulaba la pregunta, pero sé con seguridad que la encuesta sólo se hacía a los receptores de créditos, lo cual, como veremos más adelante, es un enorme fallo si se quiere saber de verdad cuál es el impacto de un programa). De lo que me he enterado con posterioridad es de que FINCA estaba haciendo exactamente lo mismo que las demás agencias para medir el impacto de sus programas. Es decir, muy poco. Estuve pensando en la posibilidad de continuar trabajando con una organización de microcréditos, como FINCA, pero ¿qué podía hacer yo para cambiar realmente las cosas? ¿Qué sabía? No mucho. Y que yo supiera, informarse no era simplemente una cuestión de encontrar el material de lectura adecuado. No había realmente información. Decidí, pues, hacer un doctorado en economía, confiando en que me permitiría adquirir los conocimientos que necesitaba para volver al tema del microcrédito y ayudar a averiguar qué es lo que funciona realmente y qué es lo que no. Cuando llegué a la universidad, me quedó claro que había dos tipos de personas en el mundo de la economía del desarrollo: los que piensan y los que hacen. Los que hacen estaban en el mundo real, haciendo las cosas lo mejor que sabían, pero lo hacían esencialmente a ciegas. Al mismo tiempo, en el mundo académico los que piensan estaban haciendo interesantes investigaciones analíticas, pero a menudo no tenían nada que decir cuando llegaba la hora de hablar con los que hacen. Muchos de estos trabajos de investigación nunca llegaban a ver la luz. Los que piensan dirían que sus investigaciones eran «más profundas que eso, que ayudan a comprender los fundamentos del modo en que funciona la sociedad». Vale, de acuerdo. Pero eso no me satisfacía. Sabía que en algún momento teníamos que ir más allá de lo «profundo» y obtener resultados que nos dijeran qué hacer. Había algunas excepciones notables a este distanciamiento entre los que piensan y los que hacen. Recuerdo vivamente estar tomando café con Michael Kremer, en aquella época profesor en el MIT, y hablando de posibles temas para mi tesis. Unos años antes, Michael Kremer había empezado a hacer experimentos (que veremos más adelante en este libro) que medían el impacto de repartir material escolar, como uniformes y libros de texto, en las escuelas de Busia (Kenia). Estos experimentos nos sirvieron de base a mí y a otros muchos. Pero yo temía que todo pareciera demasiado sencillo en comparación con 35

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las tesis que estaban escribiendo mis compañeros. El tema que quería investigar –que, aunque se asentaba sobre complejas cuestiones teóricas sobre los mercados de crédito, se reducía básicamente a «tirar una moneda al aire para decidir si una persona obtenía o no un préstamo»– no parecía precisamente difícil, o complicado, o lo suficientemente «inteligente» como para que me sirviera para obtener un doctorado de economía. Le pregunté incluso a Michael si pensaba que me dejarían utilizarlo como tema de tesis o si tendría que hacerlo como un proyecto complementario. Todavía hoy recuerdo su sencilla y conmovedora respuesta: «Lo importante es la pregunta y la credibilidad con que puedas responderla. Eso es lo que necesita el mundo. Te estás haciendo una pregunta importante a la que no se le ha dado una buena respuesta, y este método es mejor para obtenerla. ¡Así que venga, hazlo!». Cuando acabé los cursos de doctorado y empecé a dar clase, quería estar seguro de que mis trabajos de investigación, y los trabajos de investigación de otros profesores de ideas afines a las mías, no acabarían simplemente en las estanterías llenas de polvo de las universidades. Pensaba que había un vacío, que era necesario un nuevo tipo de organización con la cabeza en el mundo académico, pero con los pies en el mundo real. Esta organización sería portavoz y defensora de la investigación práctica y agruparía a personas deseosas de ayudar a generar resultados y, lo que es más importante, aplicar a gran escala las ideas que se demostrara que funcionaban. Propuse la idea a mis directores de tesis, Abhijit Banerjee, Esther Duflo y Sendhil Mullainathan. Estaban de acuerdo en que era sumamente necesaria una organización de ese tipo y, lo que es aún mejor, aceptaron entrar en el consejo (junto con Ray Fisman, profesor de Columbia que nos conocía a todos muy bien, pero que no estaba en este tipo de trabajo de campo). Nació Development Innovations, aunque pronto cambiaría de nombre. Un año más tarde, en 2003, Abhijit, Esther y Sendhil pusieron en marcha el Poverty Action Lab del MIT (que hoy se conoce con el nombre de Abdul Latif Jameel Poverty Action Lab o J-PAL), con centro en el MIT y con una red de investigadores de todo el mundo con ideas afines. J-PAL tiene el mismo deseo de encontrar soluciones rigurosas a los problemas de la pobreza. Esther es una verdadera fuerza de la naturaleza: sólo en los dos últimos años ha recibido numerosos premios –entre ellos el premio de la MacArthur Foundation y la medalla John Bates Clark, que suele con36

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siderarse la antesala del Premio Nobel de Economía–, que nos hacen a todos sentirnos orgullosos de formar parte de su círculo (¡y yo estoy especialmente orgulloso de haber sido su primer estudiante!). Desde el principio, Abhijit, Esther, Sendhil y yo sabíamos lo estrechamente que iban a trabajar las dos organizaciones, por lo que cambiamos el nombre de Development Innovations por el de Innovations for Poverty Action (IPA), y han continuado trabajando juntas hasta hoy. Todos los años, IPA, que comenzó en 2002 con unos ingresos totales de 150 dólares (la tasa de inscripción en el estado de Nueva Jersey), ha conseguido como mínimo duplicar su tamaño hasta tener en 2009 unos ingresos de dieciocho millones de dólares en ayudas y contratos. Actualmente, tenemos unos cuatrocientos empleados y proyectos en treinta y dos países. Aunque en algunos sí dirigimos nosotros mismos los programas de lucha contra la pobreza, la inmensa mayoría de los trabajos que hacemos en todo el mundo son de colaboración: nos asociamos con otras organizaciones ejecutoras –principalmente organizaciones locales e internacionales sin ánimo de lucro– para diseñar y gestionar la evaluación de programas con el fin de averiguar qué es lo que funciona y qué es lo que no funciona y dar a conocer al mundo lo que hemos aprendido.

¿No hay salida? Como vimos en el capítulo 1, los economistas Jeffrey Sachs y Bill Easterly se han enfrentado durante años por una cuestión muy sencilla, pero escurridiza: ¿funciona realmente la ayuda? La raíz de sus diferencias es una discrepancia sobre qué es lo que constituye «evidencia», y ése es el problema. Hasta hace poco, el debate sobre la eficacia de la ayuda se encontraba atascado en unos análisis econométricos de lo más complicados y en un lodazal de controvertidos datos nacionales. Las innovadoras investigaciones que ha realizado IPA en la evaluación de la eficacia de programas concretos de desarrollo están permitiéndonos tener, por fin, un nuevo enfoque para analizar esta cuestión. El paso siguiente para salir del atasco en el debate ayuda no/ ayuda sí no es ni más argumentos desde los estrados ni más análisis de enormes bases de datos nacionales. Es mucho más sencillo y más 37

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directo: se trata de encontrar programas que funcionen y apoyarlos. También se trata de encontrar programas que no funcionen y desecharlos. Y observar las circunstancias de los dos para averiguar cuáles son las claves que conducen al éxito, de modo que nuestros intentos de diseñar soluciones sean cada vez mejores. Para ello tenemos que ir sobre el terreno y realizar evaluaciones directamente con profesionales que se dediquen al desarrollo. Ya en la década de 1970, los economistas estaban realizando con el Departamento de Trabajo de Estados Unidos rigurosas evaluaciones de algunos programas sociales, como la formación laboral y los impuestos que incentivan el trabajo. Pero por alguna razón –quizá porque tendemos a ser menos exigentes como donantes que como contribuyentes– esta práctica nunca despegó en el campo del desarrollo económico. Hasta hace muy poco, como no teníamos casi ningún dato concluyente que nos ayudara a saber qué instrumentos debíamos utilizar para luchar contra la pobreza, andábamos a ciegas. Piénsese en esta analogía: durante miles de años, toda la comunidad médica estuvo de acuerdo en que la mejor manera de tratar cientos de enfermedades, desde el acné hasta el cáncer y la demencia, era mediante una sangría. Había, por supuesto, diferencias entre los médicos –unos eran partidarios de las lancetas, otros de las sanguijuelas–, pero todos coincidían en los principios básicos: la gente estaba enferma porque tenía toxinas en la sangre y la manera de resolver el problema era realizar una sangría. Esta práctica no comenzó a caer en desuso hasta mediados del siglo xix, con la llegada de la medicina científica. ¿Por qué? Alguien demostró por fin, rigurosamente, que el tratamiento no funcionaba. Lo lamentable es que una gran parte de lo que está haciéndose en todo el mundo para luchar contra la pobreza es, en cierto sentido, como una sangría. Existe una firme convicción, y un cierto consenso, sobre los principios rectores –la gente está necesitada y debemos procurarle algo para ayudarla–, pero nada más. La realización sistemática de experimentos y el correspondiente refinamiento de los métodos y los tratamientos no han hecho más que empezar. En los próximos capítulos mostraré qué hemos averiguado hasta ahora sobre qué es lo que funciona y lo que no, y enseñaré lo básico para saber cómo distinguirlos. Intentaré no aburrir con detalles técnicos (para los obsesos –como yo– que quieran esas cosas, en las notas hay citas y comentarios sobre las investigaciones relevantes). No 38

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puedo pretender responder a todas las preguntas que tenga el lector sobre si funcionará esto o aquello (y ni siquiera a la mayoría de ellas), pero espero enseñarle algo que le sirva de punto de partida, una manera de analizar, con sentido crítico, el impacto de un programa, que podrá utilizar siempre que se encuentre con cuestiones relacionadas con la pobreza, sea comentando las noticias, conversando con los amigos, o como donante.

Los experimentos controlados aleatorios: hacer la pregunta correcta ¿Cómo averiguamos, pues, exactamente qué es lo que funciona? El instrumento que utilizamos, llamado experimento controlado aleatorio, no es nada nuevo. Tiene, en realidad, unos mil años –es mucho más viejo que la propia ciencia económica– y es desde hace mucho tiempo la piedra de toque de las ciencias para determinar la eficacia de un tratamiento. Por poner un ejemplo, la Food and Drug Administration de Estados Unidos exige datos procedentes de un experimento controlado aleatorio para garantizar la aprobación de los nuevos medicamentos. En general, cuando se necesitan pruebas rigurosas y sistemáticas de la eficacia a gran escala de un programa o un tratamiento, se realiza, cuando es posible, un experimento controlado aleatorio para obtenerlas. El poder de un experimento controlado aleatorio reside en su capacidad para dar una imagen objetiva e insesgada del impacto que tiene un programa sobre sus participantes. ¿Qué entendemos por impacto? Medir el impacto significa lisa y llanamente responder (al menos) a una sencilla pregunta: ¿cómo cambió la vida de la gente con el programa en comparación con cómo habría cambiado sin él? Muchas veces, las evaluaciones de los programas de desarrollo sólo responden a la primera mitad de la pregunta: ¿cómo cambió la vida de la gente con el programa? Es decir, miden cómo estaba la gente antes (el «antes») y lo comparan con cómo estaba después (el «después»). Estas evaluaciones se llaman acertadamente evaluaciones «antes y después». Los análisis «antes y después» normalmente no son muy buenos. En realidad, pueden ser tan malos que en muchos casos sugiero que las organizaciones, en lugar de dedicar tiempo y dinero a una evalua39

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ción «antes y después», deberían simplemente ofrecer más servicios. Creo que no es ético medir el impacto tan mal que no nos diga realmente nada. Es tirar simplemente un dinero que podría emplearse para mejores fines. He aquí por qué falla el enfoque «antes y después». Supongamos que estamos realizando un experimento en el este del estado de Washington durante la primavera de 1980 para evaluar un nuevo tratamiento para las infecciones respiratorias. La mañana del domingo 18 de mayo, ¡BOOM! El Monte Santa Elena entra en erupción. En seguida, muchos de los sujetos del experimento (que también viven en el este de Washington) contraen graves infecciones respiratorias, y nuestra comparación «antes y después» revela que el número de sujetos que tenían una infección era mucho mayor al final que al principio. ¿Qué conclusión podemos extraer del tratamiento que estábamos poniendo a prueba? ¿Fue realmente la causa de que hubiera más infecciones o fueron éstas una consecuencia de alguna otra cosa, como las cenizas que desprendía el volcán? El método «antes y después» falla cuando un factor externo (como una erupción volcánica) produce un cambio en los resultados que nos interesan (como las infecciones respiratorias). En el caso del Monte Santa Elena es bastante fácil identificar la influencia del factor externo, pero hay muchos programas de desarrollo en los que resulta difícil, cuando no absolutamente imposible, observarlas. Necesitamos algo extra que nos permita tener en cuenta esos factores externos, sobre todo cuando es difícil identificarlos. Ese algo extra es un grupo de personas que no reciban el tratamiento que está poniéndose a prueba, pero al que controlemos de todas formas (llamado «grupo de control»). Cualquier factor externo que entre en juego debería afectar por igual tanto al grupo de tratamiento como al grupo de control. Si les afecta por igual, aun así podemos comparar, al final, a los dos grupos para evaluar el efecto del tratamiento. Supongamos que, en el ejemplo del Monte Santa Elena, el número de infecciones respiratorias se triplicó en el grupo de control, pero sólo se duplicó en el grupo de tratamiento; en ese caso, sabríamos que el nuevo tratamiento sirvió realmente para algo, a pesar de que había más infecciones respiratorias al final que al principio del experimento.

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Lance una moneda al aire por la ciencia Pero ¿vale cualquier grupo de control? ¿Podemos coger simplemente a un grupo de personas que no han recibido el tratamiento y comparar sus resultados con los de las personas tratadas? En absoluto. Los dos grupos tienen que ser suficientemente parecidos para que la comparación entre ellos tenga sentido. ¿Qué entendemos exactamente por parecidos? Es fácil encontrar personas que no participaron en un programa. Muchas evaluaciones de programas de desarrollo hacen exactamente eso; y es ahí donde se equivocan. ¡El hecho mismo de que se excluyera a determinadas personas del programa a menudo significa que estas personas no pueden utilizarse para hacer comparaciones! Tenemos que preguntarnos por qué se excluyeron. ¿Decidieron ellas mismas no participar? ¿No reunían las condiciones necesarias para participar? Las respuestas a estas preguntas pueden tener consecuencias importantes. Supongamos que un banco que ofrece microfinanciación quiere evaluar un nuevo préstamo empresarial y hace un experimento piloto concediéndoselo a algunos de sus clientes. Los directivos del banco describen el préstamo en una gran reunión y piden veinte voluntarios para formar el grupo piloto. A continuación, eligen a veinte de los clientes que quedan (que no se han ofrecido voluntarios) para constituir un grupo de control. En efecto, el experimento piloto es un éxito: los que reciben los nuevos préstamos pagan sus cuotas más puntualmente y en su integridad. Basándose en estos resultados, la dirección del banco llega a la conclusión de que esto es debido a las características del nuevo préstamo. Lanza el producto y se lo ofrece a todos los clientes. Muchos piden los nuevos préstamos, pero no responden tan bien: de hecho, son más morosos que antes. ¿Les ha engañado el experimento? No necesariamente. El experimento piloto muestra la diferencia entre veinte clientes que se ofrecieron voluntarios para recibir –y, de hecho, recibieron– el nuevo préstamo y veinte clientes que ni se presentaron voluntarios ni recibieron el préstamo. Tal vez a los que se ofrecieron voluntarios les entusiasmó la oferta porque tenían buenas ideas empresariales y planes muy desarrollados para ejecutarlas. Y tal vez los que no se ofrecieron voluntarios (algunos de los cuales acabaron en el grupo de control) tenían menos buenas ideas o estaban

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menos motivados. Eso ayudaría a explicar por qué los voluntarios lo hicieron mejor que el grupo de comparación, aunque el nuevo préstamo empresarial no tuviera nada que ver con ello. Este problema es frecuente, ya que muchos programas de desarrollo –especialmente el microcrédito, pero también otros– tratan de aprovechar las cualidades intangibles de los participantes. Cuando uno diseña una evaluación, ¿cómo puede estar seguro de que no coloca en uno de los grupos a todas las personas emprendedoras (o a todas las creativas o a todas las ambiciosas o a todas las que tienen la mayor ética del trabajo)? Si fuera fácil identificar y medir este tipo de características, se podrían repartir simplemente de una manera uniforme entre el grupo de tratamiento y el grupo de control. Pero no es fácil identificarlas y medirlas: están ocultas. ¿Cómo dividir, pues, a la gente de manera que sus características se repartan de manera uniforme en los dos grupos, cuando estas características no se pueden observar? Lanzando una moneda al aire por cada persona para decidir si se la incluye o no el programa. Si sale cara, se asigna al grupo de tratamiento. Si sale cruz, se asigna al grupo de control. Eso es todo. Ése es el gran secreto. La moneda hace el trabajo por nosotros. Naturalmente, la moneda no tiene ni idea de quiénes son los emprendedores, pero asigna, en promedio, la mitad a cada grupo. Y mientras el número total de individuos sea suficientemente grande, el grupo de tratamiento y el grupo de control tendrán, en promedio, un número similar de personas de todas las características. Eso es así en el caso de las cosas que observamos, como el sexo, la edad, el nivel de estudios, así como en el caso de las cosas que no podemos observar y verificar, como el espíritu emprendedor y la ambición. La expresión «en promedio» es importante. Si lanzamos una moneda al aire cien veces, saldrá cara casi un 50 por ciento de las veces. Lancemos esa misma moneda al aire mil veces y la proporción será aun más cercana al 50 por ciento (aunque probablemente no saldrá cara quinientas veces exactamente). La cuestión es que el lanzamiento de una moneda al aire no es garantía de un reparto perfecto, pero casi, y cuantas más veces lancemos la moneda al aire, más nos acercaremos a ese reparto perfecto. Lo mismo ocurre con una asignación aleatoria. Los grupos de tratamiento y de control que se formen mediante una asignación aleatoria serán comparables en todas sus 42

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características y, cuanto mayores sean esos grupos, más seguros podemos estar de que estarán equilibrados. Ahora ya sabe, pues, que un experimento controlado aleatorio no es una cosa complicada. Este instrumento, suficientemente potente para saber qué es lo que da resultado en la lucha contra la pobreza, no necesita unas matemáticas avanzadas para funcionar. Funciona utilizando la asignación aleatoria para dividir a un grupo de personas en dos, haciendo una foto instantánea del «antes» de cada uno, asignando uno de los grupos al programa en cuestión y comparando las fotos instantáneas del «después» de los dos grupos.

Una difícil pregunta para Ernest Bueno, admito que posiblemente la creación de los grupos de tratamiento y de control y el lanzamiento de una moneda al aire no sean tan apasionantes como algunas investigaciones sobre el comportamiento humano, pero eso no significa que hacer un experimento controlado aleatorio de un proyecto de desarrollo sea aburrido. Nada más lejos de la realidad. La estructura de un experimento controlado aleatorio exige ensuciarse las manos, encontrarse con la pobreza cara a cara. ¿Quiere uno recoger datos sólidos y sistemáticos para hacer las fotos instantáneas del grupo de tratamiento y del grupo de control? Va y los recoge. Los experimentos controlados aleatorios se realizan sobre el terreno –en favelas, en mercados abarrotados, en chozas de adobe, en arrozales– y funcionan observando a personas reales tomando decisiones reales en la vida real. Jake y yo podemos decir por experiencia que hacer trabajo de campo es a ratos estimulante, exasperante, divertidísimo, trágico, misterioso; pero siempre es instructivo. Casi con la misma frecuencia, hay problemas aparentemente intratables que se resuelven en un instante y tareas aparentemente sencillas que resultan ser extraordinariamente complejas. En el trabajo de campo, nunca se aburre uno. He aquí un ejemplo de uno de mis proyectos sobre los tipos de interés del microcrédito. Jake, que era ayudante de investigación en el proyecto en ese momento, entrevistó a un vendedor de tarjetas telefónicas de Ghana mientras hacía una prueba piloto de una encuesta. Ernest estaba sentado a la sombra de una sombrilla de color amarillo. La polvorienta acera deslumbraba, blanqueada por la fuerte luz 43

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del sol, y el borde de la sombra dibujaba un afilado perfil sobre ella. La sombrilla estaba sujeta a un armarito de madera pintado de amarillo chillón. Encima había un cuaderno tamaño folio, un bolígrafo y dos teléfonos móviles. Jake metió la cabeza por debajo de la sombrilla y lo saludó. –Buenas tardes. –Buenas tardes tenga usted también. –Me llamo Jake. Hoy estoy haciendo una encuesta para recabar información sobre los negocios de esta zona y sobre sus dueños. ¿Le importa que le haga unas cuantas preguntas sobre su negocio de tarjetas telefónicas? –Ah, no hay problema, Jake. Me llamo Ernest. Jake comenzó con la primera pregunta de la encuesta y en seguida llegó a la quinta. –Ernest, ¿cuántas personas viven en su casa? Es decir, ¿cuántas comparten el mismo espacio y comen juntas? Ernest no tardó ni un minuto en contestar. –Ah, sólo yo. –Ya veo. Entonces, ¿usted vive solo? –Ah, no señor. Tengo mujer y tres hijos. Pero yo no comería con ellos. Mi mujer me trae la comida a mí solo. –Ah. Pero normalmente su mujer cocina para toda la familia. –Sí. Hace el estofado y el fu fu para todos. –Entonces, ¿para cuántas personas hace su mujer la comida todos los días? –Pues –y Ernest contó en silencio con los dedos– para ocho. –Ocho. O sea, usted, su mujer, sus tres hijos y otras tres personas. ¿Quiénes son las otras tres? –Esto… Mi abuela y la hermana de mi mujer. –Ladeó la cabeza y esperó. –Bueno, eso parecen dos. –Sí. –Entonces eso hacen siete en total: usted, su mujer, sus tres hijos, su abuela y la hermana de su mujer. –Sí, somos siete. Y también los hijos de la hermana. Son dos. –Ah, entonces siete y los dos niños. ¿Nueve en total? –Sí. –Y la hermana de su mujer, ¿está casada? –Sí, tiene marido. 44

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–¿Y come con ustedes la mayoría de los días? –No, se queda con su familia en la Región Central. –Ya veo. Pero ¿y qué pasa con su mujer y los dos hijos que ha mencionado? ¿Viven en su casa? –No. Están con él. –Ah. Creí que decía que normalmente comen con su familia. –Sí, hemos estado comiendo juntos. –Me temo que no le entiendo. La hermana de su mujer y sus dos hijos, ¿cómo pueden vivir en la Región Central y comer también normalmente con usted? –¡Oh, Jake! Han venido a quedarse con nosotros. –Ernest sonreía. Tal vez estuviera pensando en su casa llena de gente. –¿Están simplemente de visita o viven en casa con usted? –Oh, no, no viven en mi casa. Sólo van a quedarse un tiempo. –De acuerdo. Entonces, ¿cuánto tiempo llevan viviendo con usted? –Vinieron en Navidades. Estábamos en julio.

De qué hablamos cuando hablamos de pobreza Dedíquese un tiempo a hacer este tipo de trabajo de campo –en densos y caóticos barrios, en favelas increíblemente apiñadas en empinadas colinas, en diminutas aldeas colgadas del borde de un acantilado, lugares a los que sólo se puede acceder en viejos y herrumbrosos autobuses o en destartaladas furgonetas, con asientos hechos de tablas de madera, o a pie– y en seguida dejará de utilizar vagas metáforas para hablar de «la lucha contra la pobreza». La pobreza no es un grillete que se pueda romper, no es un tumor que se pueda extirpar, no es una piedra de molino que se pueda hacer añicos, no es una asfixiante enredadera que se pueda podar. O, por lo menos, no se consigue nada viéndola de ese modo. He aquí lo que dice la ONU de ella: «La pobreza es fundamentalmente la falta de opciones y oportunidades, la violación de la dignidad humana. Consiste en la carencia de la capacidad básica necesaria para participar realmente en la sociedad». Esta definición tal vez sea absolutamente cierta y precisa. Pero ¿sirve de algo? Cuando expresamos los problemas de la pobreza en estos términos, es inevitable que encontremos soluciones del mismo tipo. Tes45

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tigo es el reciente énfasis en los programas «sostenibles», programas que, después de un periodo inicial de supervisión y financiación externa, se vuelven autosuficientes e incluso se reproducen solos. Los argumentos a favor de los programas sostenibles a menudo se explican con un grandilocuente proverbio chino: «Dale a un hombre un pez y lo alimentarás un día. Enséñale a un hombre a pescar y lo alimentarás toda la vida». Eso entusiasma a los donantes y a los inversores preocupados por las cuestiones sociales. La gente prefiere dar una ayuda a dar una limosna. Eso tiene sentido: en lugar de darles peces a los pobres, démosles cañas de pescar, carretes y clases para que aprendan a lanzar la caña. Entonces, no tendremos que darles peces eternamente. Provistos de equipo y formación, podrán comer durante mucho tiempo después de que nos vayamos. ¿Cómo no va a funcionar un sistema como éste? El método de enseñar a un hombre a pescar está ahí desde hace décadas. Los resultados no han sido en todas partes tan magníficos como cabría esperar. En el caso de los pescadores nacidos para pescar, puede funcionar. Pero el problema es que a algunas personas se les da mal poner el cebo en el anzuelo; otras son un desastre lanzando la caña; otras tienen artritis y no pueden enrollar el carrete cuando pica un pez; y otras no viven cerca de un río con suficientes peces para pescar. Algunas piensan simplemente que es muy aburrido pescar. Cuando llega la hora de cenar, esta gente no está de suerte. No se puede comer las cañas, los carretes y las lecciones de pesca. ¿Qué puede hacer, pues, esta clase de programa de desarrollo por ella? Allá arriba, en el reino de los sublimes conceptos y metáforas –opciones, oportunidades, dignidad, pesca–, el aire está enrarecido y no hay pobres de verdad. No es ahí donde se tiene que pensar sobre el desarrollo. Hay que bajar aquí abajo. Si queremos resolver el problema de la pobreza, tenemos que saber qué es, no en términos abstractos, sino en términos reales. Tenemos que saber cómo huele, que sabor tiene y qué se siente cuando se toca. Y tal vez sea ésa la razón por la que es algo tan difícil de aprehender: la pobreza no tiene muchos atributos sensoriales positivos, ya que ser pobre significa no tener cosas, en el sentido más inmediato. Significa no tener suficiente comida, no tener cobijo, no tener acceso a agua potable o a medicamentos esenciales cuando se pone uno enfermo. La experiencia diaria de ser pobre es 46

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carecer de las necesidades diarias. Es no poder acceder a las cosas que uno necesita. Hablemos de lo básico. La gente necesita comer. Y eso significa que a veces tenemos que darle comida. La gente necesita medicinas. Eso significa que a veces tenemos que repartir píldoras y vacunar. La gente necesita ir a la escuela. Eso significa que a veces tenemos que conseguir que los alumnos y los maestros vayan a clase. La lucha contra la pobreza mundial es un problema dinámico y complejo. Pero no lo resolveremos si sólo lo vemos como eso. Tenemos que ver a los individuos, individuos con aptitudes diferentes y con diferentes necesidades, individuos como Vijaya, a la que conoceremos en el capítulo 7. Lo que ella necesita realmente es encontrar la manera de impedir que su marido se gaste en bebida el dinero que ella gana. A individuos como Elizabeth, a la que conoceremos en el capítulo 10. Lo que ella necesita realmente es que el servicio al cliente de su hospital local sea mejor. Cuando pensamos en la pobreza de esta forma, en términos concretos, comenzamos a ver la salida. En realidad, muchas salidas. Las posibles soluciones son tantas y tan variadas como diversas son las personas a las que van dirigidas y las necesidades que abordan. Para encontrarlas tenemos que pensar creativamente, lanzar una enorme red y reconocer que es improbable que encontremos una única respuesta para todo el mundo. Al mismo tiempo, tenemos que ser metódicos y tenaces. Si un programa de desarrollo debe resolver un problema concreto, sometámoslo a una prueba concreta. Si la supera, magnífico. Si no, arreglémoslo o probemos otra cosa. De esa manera, paso a paso, podemos refinar los instrumentos que utilizamos y la manera en que los utilizamos; podemos hacer verdaderos progresos en la lucha contra la pobreza.

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Comprar Duplicar el número de familias que tienen una red de seguridad

Según los arqueólogos, las mantas comenzaron a utilizarse durante el periodo del hombre del Neandertal, lo cual significa que la Snuggie (en España se llama «batamanta») se gestó, en cierto sentido, hace treinta mil años. A lo largo de los siglos, todos los grandes pensadores y genios creativos de la historia de la humanidad han tenido que arreglárselas con las mismas mantas de toda la vida, lisas como una tabla, dejando el paisaje de la ropa de cama más o menos como se lo habían encontrado. Pero en 1998 se logró un gran avance. Gary Clegg, estudiante de primer año de la Universidad de Maine, se vio atacado por el crudo invierno de Nueva Inglaterra. No podía estudiar ni siquiera en el cuarto de su colegio mayor. Tenía frío sentado sin más en su escritorio. Las mantas normales ayudaban algo, pero pesaban y no le dejaban moverse. Así que le pidió a su madre que le hiciera una manta con mangas. La primera versión no fue perfecta, pero los sucesivos prototipos fueron mejorando cada vez más. Durante el deshielo primaveral, nació la Slanket. El mundo en su mayor parte, olvidadizo, no prestó atención; la manta con mangas languideció en el olvido durante una década. Pocos se dieron cuenta de lo que se estaban perdiendo hasta 2008, cuando comenzó a emitirse en televisión, a última hora de la noche, un cursi anuncio de la Snuggie, una imitación de la Slanket. En dos minutos, planteaba un peliagudo y extendido problema y presentaba una elegante solución. «Quiere estar calentito cuando tiene frío, pero no quiere pagar más calefacción. Las mantas están bien, pero se

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escurren. Y cuando tiene que coger algo, tiene las manos atrapadas dentro… Con la Snuggie no tendrá frío y podrá mover las manos libremente. Ahora podrá manejar el mando a distancia o leer un libro y estará calentito y cómodo.» Las parodias que aparecieron en YouTube también contribuyeron a difundir la noticia. Por fin lo sabían las masas. La humanidad se encontraba a las puertas de una nueva era. Ahora no había más que dar el salto. Y el salto se dio. Durante el primer año se vendieron cuatro millones de Snuggies. Aparecieron cientos de clubes de admiradores de la Snuggie. La gente iba de copas con su Snuggie. El equipo de Good Morning America apareció en un programa con una Snuggie. En febrero de 2010, el número de usuarios de mantas con mangas era, según las estimaciones, de veinte millones en todo el mundo e iba aumentando todos los días. Era una auténtica revolución. Uno podría hacerse, por supuesto, el cínico e ir por ahí diciendo que no es para tanto, que la Snuggie no es una revolución, sino una manta fina y barata a la que le han hecho dos agujeros y le han cosido unas mangas. Y posiblemente tendría razón. Pero ¿y qué? El pueblo ha hablado (la primera manta con mangas, la Slanket, continúa vendiéndose bien, pero no tan bien como la Snuggie).

Cualquier cosa se puede vender Los anunciantes tienen un dicho: ningún producto es malo, lo que es malo es el vendedor. Hemos visto en la introducción que tanto cuando donamos como cuando consumimos, respondemos al sugerente poder del marketing, a menudo sin tener en cuenta la realidad de lo que se vende. Cuando ocurre eso, la calidad y la popularidad suelen divergir. El mero hecho de que una cosa sea buena no significa que la gente vaya a comprarla (piénsese en la soja); y el mero hecho de que la gente compre una cosa no significa que sea buena para uno (piénsese en los cigarrillos y en las patatas fritas de bolsa). Las empresas con experiencia lo saben y actúan en consecuencia: en 2008, sólo en Estados Unidos se gastaron alrededor de 412.000 millones de dólares en publicidad. Pero existe una extraña desconexión entre el modo en que vendemos los productos cotidianos en nuestro país y el modo en que vendemos soluciones de desarrollo en el extranjero. A saber, casi 50

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nunca pensamos en tener que vender soluciones de desarrollo, sino que esperamos que se adopten sólo por sus méritos (obsérvese que este método no ha dado muy buen resultado en el caso de la soja). Esta actitud es corta de miras. No tiene en cuenta el hecho de que el desarrollo es una vía de doble sentido. Si queremos ayudar a los pobres ofreciéndoles programas y servicios, tienen que suceder dos cosas: en primer lugar, tenemos que desarrollar programas y servicios que funcionen; en segundo lugar, los pobres tienen que decidir apuntarse a ellos. O, en el caso de las pólizas de seguro contra la sequía, los micropréstamos, y los vales prepagados para fertilizantes (que se encuentran todos ellos entre los ejemplos que veremos más adelante en este libro), tienen que comprarlos. En los últimos años, hemos comenzado a hacer algunos progresos en lo que se refiere a la primera parte, coordinando los esfuerzos de los investigadores y los profesionales para evaluar rigurosamente los programas de desarrollo. Pero vamos realmente atrasados en lo que respecta a la segunda. En cierto sentido, cuanto más sabemos qué es lo que funciona, más necesitamos acertar con el marketing, ya que dejar que un programa que ha demostrado ser eficaz fracase por falta de interés es un escandaloso despilfarro. Una parte significativa del dinero que se destina a publicidad se gasta en causar una buena primera impresión. Eso es algo en lo que tienen que pensar las organizaciones que se dedican al desarrollo cuando lanzan nuevos productos. Si aciertan con el marketing, tienen la posibilidad de despertar unos niveles de entusiasmo como los de la Snuggie.

El problema de la última milla La Snuggie es un caso clásico de ruidosa irrupción en escena de algo desconocido. Pero muchos de los programas que verá en este libro no se parecen nada a la Snuggie. No son nuevos, y la gente sabe que existen. Eso es tanto una ventaja como un inconveniente. La familiaridad genera concienciación, pero también indiferencia. No queda más remedio: hay que vender los productos. Un excelente ejemplo es la terapia de rehidratación oral, un tratamiento baratísimo y sumamente eficaz contra la diarrea. Se trata de un sobrecito de plástico que contiene sales que, cuando se toman, 51

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permiten al cuerpo absorber y retener el agua. Combinado con la ingesta de fluidos, neutraliza eficazmente la amenaza de muerte por esta enfermedad. Las sales cuestan a lo sumo unos céntimos y, en muchas zonas del mundo en desarrollo propensas a la diarrea, están totalmente subvencionadas, es decir, se dispensan gratuitamente. Parecería que una cura barata y de probada eficacia (por cierto, sin efectos secundarios) para una enfermedad mortal se vendería sola, pero lamentablemente no es así. Todos los años mueren casi dos millones de personas, la mayoría niños, a causa de la diarrea. O no saben que existen las sales o no las quieren. En cualquiera de los dos casos, significa que estamos fracasando. Afortunadamente, no tenemos que devanarnos los sesos para encontrar la manera de mejorar en el frente del marketing. Nos están bombardeando constantemente con ejemplos, en la Web, en las vallas publicitarias, en las revistas, en la televisión, en la radio. Y en el supermercado, donde la soja germinada sigue languideciendo sin que apenas nadie la quiera, pero donde la pasa, igualmente humilde, nos enseña una lección. El año 1986 fue, en términos biológicos, un periodo nada extraordinario para la pasa californiana. Fue siempre una pasa, desde el primer día hasta el último. No ocurrió realmente nada de lo que hablar. Tampoco es que al público estadounidense le fuera de pronto más fácil comprar pasas californianas. Se vendían en la mayoría de las tiendas de alimentación de todo el país, como siempre. No ocurrió ningún descubrimiento científico que demostrara que las pasas fueran un alimento milagroso que tuviera unos efectos beneficiosos para la salud que antes no se conociera –continuaron siendo un tentempié razonablemente sano– y tampoco existen pruebas de que el paladar colectivo del país cambiara durante ese corto espacio de tiempo. No obstante, 1986 marcó un antes y un después. En palabras del principal grupo defensor de las pasas, el California Raisin Advisory Board, a comienzos de año «eran en el mejor de los casos insulsas y aburridas»; a finales de año, «a la gente ya no le daba vergüenza comerlas». Bueno, es posible que en el propio sector se tenga tendencia a exagerar, pero en este caso a los hechos nos remitimos. Durante el resto de la década, las ventas aumentaron un 10 por ciento. Como indicaban las palabras del Advisory Board, el enorme aumento de las ventas tuvo poco que ver con las pasas californianas en sí mismas y mucho con lo que pensaba el público de ellas, lo cual 52

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tuvo mucho que ver, a su vez, con el California Raisins, cuarteto vocal integrado por pasas, realizado con la técnica de la plastimación, que irrumpió en las pantallas de televisión de Estados Unidos en 1986, blandiendo guitarras eléctricas y modernas gafas de sol deportivas y cantando «Me lo dijo un pajarito». Si recuerda el California Raisins –y sé que en Estados Unidos muchos lo recuerdan– es una prueba evidente: fue una genialidad del marketing. Casi de la noche a la mañana surgió una profusión de clubes de aficionados, camisetas, fiambreras y, lo más importante, pasas. Sendhil Mullainathan, uno de mis directores de tesis del MIT, coautor de algunos de los trabajos analizados en este libro y «genio» declarado de la MacArthur Foundation, ha reflexionado y escrito mucho sobre esta cuestión (aunque normalmente no utilizando ni la Motown ni los frutos secos). Lo llama el problema de la última milla. Se trata de lo siguiente: cuando nos encontramos ante un reto difícil, dedicamos los cerebros más brillantes y enormes cantidades de recursos a buscar una solución. Combinamos la ciencia con la ingeniería, la creatividad con la realización de pruebas rigurosas y, a menudo, conseguimos resolver el problema técnico, recorriendo así novecientas noventa y nueve de las mil millas del viaje. Luego, inexplicablemente, cejamos en el empeño. En lugar de seguir el mismo y riguroso enfoque para conseguir la adopción de la solución, dejamos la solución por ahí esperando que hable por sí sola. Con demasiada frecuencia –como en el caso de las sales para la rehidratación oral, ejemplo que pone Sendhil en muchas de sus charlas sobre el tema– ocurre exactamente así. Digámoslo claramente: tenemos que aprender de la Snuggie y de las pasas de California.

¿Cuánto vale una foto de una mujer guapa? El problema estriba, en parte, en que a los economistas no se les ha enseñado a pensar sobre la última milla. Tomemos el ejemplo del crédito: ¿cómo decide alguien pedir o no un préstamo? En los cursos de economía de grado y de posgrado, los estudiantes aprenden modelos de préstamos que consideran el tipo de interés, las oportunidades de inversión de la persona y el valor del consumo actual en relación con el consumo futuro. 53

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Todo eso tiene sentido desde el punto de vista analítico, pero es sumamente limitado. Los modelos no son más que ecuaciones; no pueden ver ni decir nada que vaya más allá de las variables que contienen. Por tanto, cuando se utiliza un modelo con estas tres variables para diseñar un préstamo, el resultado es una recomendación sobre esos tres parámetros y nada más. En Sudáfrica, Jonathan Zinman, amigo y compañero de clase del MIT, y yo nos pusimos a estudiar una cuestión elemental –exactamente el tipo de cosas para las que están pensados nuestros modelos económicos convencionales– y acabamos aprendiendo cosas incluso más interesantes sobre la última milla. Queríamos comprender cómo reaccionaban los prestatarios potenciales ante diferentes tipos de interés, por lo que nos asociamos con un banco local de préstamos personales llamado Credit Indemnity (que ha sido comprado desde entonces por un banco mayor) y diseñamos un experimento controlado aleatorio. Nos entusiasmaba la idea de hincarle el diente a una cuestión importante que se ha debatido acaloradamente durante años en los círculos de los microcréditos (de hecho, fue precisamente la escasez de datos sobre esta cuestión lo que me había llevado, una década antes, a dedicarme a la economía del desarrollo). Una de las preguntas fundamentales a las que queríamos encontrar respuesta era si la morosidad aumentaba con los tipos de interés. Para averiguarlo, teníamos que diseñar un experimento de amplias dimensiones en el que ofreceríamos a la gente préstamos a diferentes tipos de interés. Obviamente, necesitábamos que mucha gente pidiera préstamos para tener suficientes datos con los que responder a la pregunta. Teníamos, pues, que cortejar a un montón de posibles prestatarios. Nos decidimos por una campaña publicitaria por correo dirigida a unas cincuenta y tres mil personas que eran o habían sido clientes de Credit Indemnity. Cuando nos sentamos con sus directivos a hablar del diseño de la campaña, les preguntamos si sabían cómo conseguir la mayor tasa de respuesta a una solicitud por correo. Resulta que no habían hecho antes ninguna prueba, por lo que tenían más preguntas que respuestas, exactamente lo mismo que nosotros. De repente, la investigación sobre la sensibilidad a los tipos de los tipos de interés se había convertido, además, en un trabajo de marketing. Marianne Bertrand, Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir piensan mucho precisamente sobre cuestiones como éstas, a caballo entre la 54

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psicología y la economía. Tras la charla con Credit Indemnity, fui a Chicago a ver a Marianne y Sendhil y nos sentamos a cavilar sobre la manera de aumentar la tasa de respuesta a nuestra campaña por correo. Como ocurre normalmente con ellos, en cinco minutos de charla teníamos diez ideas de posibles mejoras de las solicitudes por correo. Era todas ellas ideas interesantes, pero nos inquietaba estar haciendo un gran esfuerzo para nada. Después de todo, no había buenos datos del «mundo real» que nos orientaran o que justificaran nuestras ideas. (Eso no quiere decir que las propias empresas de marketing no hagan experimentos controlados aleatorios; los hacen. De hecho, los hacen a toneladas, pero normalmente no comparten sus resultados con ineptos profesores de universidad como nosotros ni los diseñan pensando en poner a prueba ciertas teorías del comportamiento humano.) Esta ignorancia se convirtió en la mejor idea: ¿qué funciona realmente? ¿Y en qué medida influyen los detalles sutiles del marketing sobre el impacto que pueda tener el factor más importante en nuestro modelo tradicional, el tipo de interés? Para comparar los efectos del marketing y de los tipos de interés, teníamos que poder modificarlos ambos. Así que nos hicimos con el folleto más reciente de Credit Indemnity y empezamos a retocarlo. Además de cambiar algunos detalles fundamentales del producto, como el tipo de interés y el plazo de solicitud, modificamos detalles del folleto relacionados puramente con la presentación. ¿Debía llevar una foto de una mujer guapa y, en caso afirmativo, qué tipo de mujer guapa? Sudáfrica tiene una larga historia de problemas raciales; ¿respondería la gente mejor a una foto de una persona de su propia raza? ¿Se atraería a los clientes proponiendo algunos fines para los que se pueden utilizar los préstamos o poniendo más ejemplos de préstamos (sugerencias sobre cuánto se podría pedir prestado y durante cuánto tiempo)? ¿Y si presentáramos el tipo de interés de diferentes formas o mostráramos los tipos de los competidores? Reuniendo todos los cambios, realizamos docenas de folletos diferentes y los asignamos aleatoriamente a los cincuenta y tres mil nombres de la lista de correo. Unos meses más tarde, cuando habían expirado los plazos de solicitud, vimos qué folletos habían atraído a más clientes. Lo primero que mostraron los datos era que, en general, los tipos de interés eran claramente muy importantes para los clientes. 55

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Como predeciría un modelo convencional, era mucho más probable que pidieran préstamos si el tipo de interés era bajo. Lo sorprendente era lo mucho que parecía que les interesaban otras cosas, además del precio. Dos detalles del folleto –las fotografías de mujeres guapas y el número de ejemplos de préstamos– demostraron influir, aunque no tuvieran nada que ver con las condiciones reales de los préstamos, lo cual es extraño desde el punto de vista de la teoría económica clásica: seguramente ningún cliente diría que decidió pedir un préstamo simplemente por la foto que aparecía en la esquina del folleto, pero ahí estaban los datos, claros como el agua. A la hora de conseguir que se solicitara un préstamo, ¡el hecho de añadir la foto de una mujer atractiva surtía el mismo efecto en los hombres que una reducción del tipo de interés del préstamo de un 40 por ciento! La respuesta a los ejemplos de préstamos, una sencilla tabla que desglosaba las cuotas mensuales de unos cuantos préstamos de diferente cuantía, era sorprendente por dos razones. En primer lugar, los folletos en los que había cuatro ejemplos de préstamos en la tabla atraían a muchos menos solicitantes que los folletos en los que sólo había uno, lo cual induce a pensar que la presentación de más opciones ahuyentaba, en realidad, a los clientes. Este resultado está en contradicción directa con la teoría económica convencional, que sostiene que para el que elige siempre es mejor que haya más opciones. El segundo resultado sorprendente de la tabla de ejemplos de préstamos era lo fuerte que parecía ser esta aversión a elegir. La presentación de un solo ejemplo de préstamo en lugar de cuatro atraía a tantos solicitantes adicionales como una reducción del tipo de interés de alrededor de un tercio. Si teníamos alguna duda de que el marketing pudiera influir en el mundo en desarrollo, la investigación realizada en Sudáfrica las disipó. Cuando la introducción de unos sencillos cambios en un folleto publicitario (como suprimir tres filas de la tabla de ejemplos de préstamos) genera tanto negocio nuevo como un recorte drástico de los precios, uno no se puede permitir el lujo de ignorarlo. Ahora bien, una cosa es saber que el marketing es importante y otra muy distinta saber qué cambios hay que introducir exactamente en un folleto publicitario. Lo más difícil de esta investigación fue predecir qué era lo que daría resultado y qué era lo que no lo daría (de hecho, antes de iniciarla, hicimos conjeturas sobre los efectos de 56

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cada uno de los detalles del folleto, y muchas resultaron falsas). Por ejemplo, la raza siempre ha sido una cuestión polémica en Sudáfrica; pero los clientes no respondieron de forma distinta cuando cambiamos la raza de la persona fotografiada en el folleto. Asimismo, en Sudáfrica muchas empresas sorteaban teléfonos móviles. Suponiendo que los expertos en marketing habían dado con algo importante, lo pusimos a prueba en algunos folletos. Pero no sirvió de nada. En realidad, redujo la respuesta. Los resultados que destacaban de verdad en Sudáfrica –sobre todo la aversión a más ejemplos de préstamos– apuntaban claramente hacia la relevancia de la economía del comportamiento.

Demasiadas opciones Las investigaciones recientes sobre el comportamiento han demostrado que la regla de la economía tradicional de cuantas más opciones, mejor, dista de ser universal. A veces las opciones pueden bloquearnos. Cuando son demasiado numerosas o difíciles de comparar, lo que hacemos a menudo es dejarlo simplemente para luego: «Hay que pensar mucho; lo dejaré para mañana». La gente reconoce esta tendencia en la vida diaria desde hace mucho tiempo –puede que desde hace tanto como lleva tomando decisiones–, pero hasta hace poco nadie lo había dicho directamente. Los psicólogos y los economistas del comportamiento le han dado el acertado nombre de «sobrecarga de opciones» y se han puesto a medirla. En 2002, Sheena Iyengar, psicóloga social de la Universidad de Columbia (y autora del reciente libro The Art of Choosing), y Mark Lepper, psicólogo de la Universidad de Stanford, realizaron un experimento sobre elección en una selecta tienda de alimentación de California. Montaron una mesa en una tienda en la que los clientes podían probar mermeladas exóticas. Todas las personas que se paraban delante de la mesa podían probar todas las mermeladas de distintos sabores que quisieran y comprar el tarro que desearan por un dólar menos. Iyengar y Lepper querían ver si la sobrecarga de opciones agobiaba incluso a los clientes poco asiduos, por lo que cada hora cambiaban el número de sabores de la muestra, de seis a veinticuatro. 57

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En efecto, agobiaba. La inequívoca abundancia de la mesa de veinticuatro sabores atraía a más clientes, al menos inicialmente –el 60 por ciento de los clientes se paraba a probar, mientras que cuando había seis sabores, se paraba el 40 por ciento–, pero al final eran demasiados sabores para probar. La probabilidad de que los clientes compraran mermelada era diez veces mayor (30 frente a 3 por ciento) cuando en la mesa había seis sabores. La explicación era sencillamente que a la gente le abrumaban las dos docenas de opciones y, en lugar de ir probando, decidía pasar totalmente de las mermeladas exóticas. Adiós, mermelada de grosella. Hola, mermelada de fresa. Lo que ya hubiera en el frigorífico de casa estaba muy bien después de todo. Ahora bien, se podría objetar que en la tabla de ejemplos de préstamos de Sudáfrica no bombardeamos a la gente con una tonelada de opciones, ¡como mucho cuatro! Pero si la sobrecarga de opciones aparece en decisiones tan triviales como con qué untar la tostada, seguramente agobiaba a la gente –quizá incluso más– cuando tomaba grandes decisiones, como pedir o no un préstamo.

Duplicar el número de familias que tienen una red de seguridad Si siente un cierto desasosiego por utilizar las ideas de la venta de mermeladas y de las fotos de mujeres guapas para inducir a los pobres a pedir préstamos personales, es una buena señal. ¡Aún no hemos visto si los préstamos de Credit Indemnity son realmente una buena cosa! En el siguiente capítulo, abordaremos con mucha mayor profundidad ese tema y la cuestión de los microcréditos en general. Veamos primero, sin embargo, si las lecciones de Sudáfrica son válidas en un contexto muy distinto, la venta de un producto cuyos beneficios son mucho más claros: las pólizas de seguro de precipitaciones para los agricultores pobres de la India. Estas pólizas dan resultado. Pagan en caso de precipitaciones inferiores a la media, por lo que los tomadores pueden estar seguros de que tendrán al menos algunos ingresos durante los años de sequía, incluso cuando la cosecha sea menor (o se pierda totalmente). Ofrecen, de hecho, protección financiera contra los cambios impredecibles del tiempo, protección que, a juzgar por las descripciones que hacen los propios agricultores de sus dificul58

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tades para salir adelante en las temporadas de malas cosechas, es muy necesaria. Pero no se han adoptado de una forma tan general o sistemática como sería de esperar. ¿Por qué no? En 2006, Shawn Cole, Xavier Giné, Jeremy Tobacman, Petia Topalova, Robert Townsend y James Vickery (grupo ecléctico de economistas del mundo académico, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de la Reserva Federal de Nueva York) diseñaron un experimento controlado aleatorio para averiguar cómo conseguir que los agricultores de la India compraran un seguro. Asociándose con organizaciones locales de microfinanciación de los estados de Guyarat y Andhra Pradesh, desarrollaron y probaron un montón de estrategias para vender una póliza básica de seguro de precipitaciones. Como habíamos hecho Zinman y yo en Sudáfrica, el equipo de investigación de la India pretendía encontrar el secreto para vender asignando aleatoriamente distintos métodos de marketing a diferentes clientes potenciales y viendo quién suscribía un seguro. Pero había grandes diferencias entre las dos investigaciones, no sólo por el hecho de que en el caso del seguro no había que pensar tanto. En primer lugar, la gente. La mayoría de las personas con las que trabajamos en Sudáfrica, aunque eran bastante pobres en general, tenían un trabajo formal y un salario fijo. La mayoría de los hombres y de las mujeres a las que se les ofreció un seguro en la India eran pequeños agricultores rurales que vivían de la tierra, con toda la incertidumbre que eso supone. Habían conocido años de vacas gordas e, indudablemente, años de vacas flacas. Luego estaba el entorno. En Sudáfrica, trabajamos en zonas urbanas y semiurbanas y enviamos folletos publicitarios por correo. En la India, la venta había que hacerla en persona, pueblo por pueblo o puerta por puerta. La gente no tenía una dirección postal y no digamos buzones (aunque los tuviera, no había reparto de correo en las zonas rurales de Andhra Pradesh en las que se realizó la investigación). Era el tipo de proyecto en el que uno se llenaba los pies de barro andando por los caminos marcados de tierra que discurrían entre los campos de sorgo, en los que los agricultores invitaban a sentarse en unos taburetitos de madera a la sombra delante de su casa. Bueno, no hace falta que insistamos en que el contexto sudafricano y el indio son distintos. Lo habrá entendido. Pero sí quiero mos59

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trar que las diferencias son suficientemente grandes como para no esperar que el conjunto de detalles publicitarios que llevan a los consumidores a decidir fuera el mismo en los dos lugares. Dicho eso, los resultados del equipo de investigación de la India concordaban con lo que Zinman y yo vimos en Sudáfrica sobre la cuestión fundamental: el marketing es importante. Y mucho. Una vez más, una cosa es saber que el marketing es importante y otra muy distinta saber qué partes de una campaña de marketing lo son. Al igual que habíamos hecho nosotros en Sudáfrica con la raza, el equipo de investigación de la India puso a prueba una delicada cuestión, cambiando aleatoriamente el contenido religioso de las fotografías de los folletos del seguro. Algunos llevaban un hombre hindú delante de un templo, otros un musulmán delante de una mezquita y el resto un hombre de aspecto neutral delante de un edificio indefinido. No encontró, al igual que nosotros, ninguna diferencia en las suscripciones. Tampoco influyó si el folleto subrayaba solamente los beneficios que el seguro reportaba a su comprador o los beneficios que reportaba a toda su familia. Si las sutiles variaciones publicitarias no influyeron mucho, tal vez la causa fuera un problema de información más fundamental. Muchos clientes potenciales no entendían qué era exactamente una póliza de seguro de precipitaciones o cómo funcionaba. Los investigadores pensaban que la gente quizá se animaría a comprar el producto si tenía más información sobre él, por lo que se incluyó aleatoriamente en algunas campañas de marketing una presentación de unos minutos sobre la medición de las precipitaciones y la relación entre la lluvia, la humedad del suelo y las prácticas óptimas de siembra. Pero eso tampoco sirvió de nada: la gente no compraba más (o menos) seguros después de oír el material educativo. Lo que sí generó de verdad una respuesta significativa fue el toque personal. En las comunidades en las que eran agentes de la compañía de seguros los que iban a vender en persona el producto, las visitas comerciales a domicilio aumentaron dos tercios la probabilidad de que se suscribiera una póliza, a pesar de que casi todo el mundo (incluidas las personas que no recibieron ninguna visita) sabía que existían las pólizas. Pero eso no es todo. Las visitas comerciales en persona eran un tercio más eficaces cuando el vendedor del seguro era presentado por un agente conocido y de confianza de un banco local de microfinanciación. 60

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Esos dos detalles juntos –hacer visitas comerciales a domicilio y ser presentado por una organización de confianza– duplicaban las probabilidades de que una persona suscribiera una póliza. Utilícelos sin excepción y conseguirá que se asegure el doble de personas. En el panorama general de la pobreza, eso supone el doble de familias que tienen una red de seguridad; el doble de personas que no tienen por qué temer pasar hambre cuando llueve poco.

La importancia de vender Muchas veces cuando hablo de estos proyectos con personas que no son economistas o que no pertenecen al mundo académico, me sorprende lo fuera de la realidad que piensan que estoy. Y, sinceramente, lo estúpido que me siento. Avance informativo: ¡Tenemos que vender esta cosa! Tal vez la razón por la que no pensamos mucho en el marketing de la ayuda al desarrollo sea que no queremos tener la sensación de que estamos vendiendo algo. Choca con nuestra idea de lo que debería ser la ayuda. La mayoría de la gente que participa en programas de desarrollo en todo el mundo –profesionales, poderes públicos y donantes grandes y pequeños– participa por buenos motivos. Quiere ayudar a la gente necesitada. Y (a riesgo de simplificar excesivamente) muchas de las personas necesitadas quieren realmente que se les ayude. Dado que las intenciones básicas de ambas partes coinciden, ¿por qué tenemos que recurrir a la magia negra de la publicidad para convencer a la gente? Tengamos o no que recurrir a ella, lo cierto es que podemos aumentar espectacularmente la participación presentando los programas como es debido. Y cuanto más sepamos qué es lo que da resultado, más probabilidades tendremos nosotros –y los pobres– de tener éxito haciéndolo. La mayoría de los trabajos de investigación que se presentan en este libro –en realidad, la mayoría de los esfuerzos que se han realizado recientemente en la investigación rigurosa sobre el desarrollo– centran la atención en la creación de programas eficaces. Y eso es magnífico. Encontrar las cosas que funcionan para luchar contra la pobreza es el primer paso. Hacer que esas cosas sean atractivas es el segundo. 61

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No hay nada de qué avergonzarse a este respecto. Vender activamente programas de desarrollo no significa engañar a los destinatarios o suponer que no pueden tomar buenas decisiones por sí mismos. Significa simplemente reconocer que son como cualquier otra persona: sensibles tanto a las razones como a sugestión, sutil o no. ¿Por qué no ver en eso una oportunidad? Si hemos conseguido convencer a millones y millones de personas –la mayoría de las cuales ya tiene, por cierto, mantas– de que necesitan una Snuggie, seguramente podremos encontrar la manera de vender soluciones de probada eficacia a los problemas de la pobreza.

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Pedir prestado Por qué el taxista no pedía un préstamo

Cuando un coche europeo se muere, no sé dónde va su alma. Su cuerpo a menudo va a Ghana, donde puede reencarnarse en un taxi. Algunos creen que en el cielo a nosotros nos hacen enteros de nuevo; pero, en Ghana, a los coches no. No se reparan ni los elevalunas ni los intermitentes. En lugar de hacerlos enteros, los pintan de color naranja. Las autoridades obligan a todos los taxis con licencia a llevar cuatro paneles de color naranja chillón en la carrocería: uno encima de cada guardabarros. De esa manera, es muy fácil distinguirlos, pero casi siempre se pueden identificar sin necesidad de verlos. Se conocen por el chirrido y el traqueteo que hacen cuando ruedan por la carretera y por el acre olor del tubo de escape y de la quema del líquido de la transmisión que los sigue como un fantasma enfadado. Uno de esos taxis viró bruscamente atravesando dos carriles en dirección al bordillo de la acera donde estaba Jake. Se acercó a él con la gracia de un bolo deforme. El taxista se inclinó hacia la ventanilla abierta del lado del pasajero y le dijo: «Buenas tardes, señor. ¿Adónde va?» Jake le dijo adónde y le propuso un precio. A eso le siguió la animada sarta habitual de lamentaciones, súplicas y enfados, aunque en seguida llegaron a un acuerdo. Partieron camino de la carretera de circunvalación Labadi, que discurre paralela a la playa que delimita el sur de Accra, la capital. Por el camino, Jake comenzó a hacerle al taxista su habitual batería de preguntas: que si el taxi es suyo; que quién paga el mante-

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nimiento y las reparaciones; que si está casado; que cuántos hijos tiene; que si tiene alguna cartilla de ahorros. Él también le preguntó a Jake por su trabajo. Cuando Jake le dijo que estaba trabajando en la caja de ahorros en la que había parado el taxi, el taxista quiso saber más. El objetivo del taxista era tener su propio coche y pensaba que necesitaría un préstamo para comprarlo. Le hizo buenas preguntas sobre los trámites para acceder a un crédito a través del banco. ¿Tenía que tener una cuenta de ahorro para poder pedir un préstamo? (sí) ¿Qué tipo de interés cobraban? (un tipo de interés mensual fijo del 3,17 por ciento calculado sobre el saldo inicial del préstamo) ¿Con qué periodicidad tendría que pagar las cuotas? (mensualmente) ¿Se podía devolver el préstamo en un año? (no, el primer préstamo que se hace a un cliente tiene un vencimiento de seis meses) ¿Tenía que aportar tierras como garantía para obtener el crédito? (no, tenía que tener un avalista, no una garantía). Para cuando entró en la glorieta de la Plaza de la Independencia, estaba entusiasmado. «Mañana por la mañana voy a ir directo al banco antes de empezar a trabajar», dijo. Sabía qué documentos necesitaba para abrir una cuenta y por quién tenía que preguntar para iniciar los trámites necesarios para solicitar un préstamo. Estaba claro el camino que tenía que seguir. He aquí un hombre con la voluntad y la aptitud necesarias para tener éxito: lo que pasaba simplemente era que no sabía que ya existían los recursos que estaban a su disposición. Él y Jake compartieron unos minutos de agradable silencio mientras bordeaban el estadio de fútbol y el cementerio Osu. Jake podía constatar que el taxista estaba satisfecho. A punto de llegar a su destino, el taxista le hizo una pregunta más: «¿Conoce a otro obruni [extranjero] que trabaja en ese mismo banco? Se llama James». Jake sí conocía a James, uno de los altos ejecutivos del banco, y así se lo dijo al taxista. El taxista dijo que recordaba haber llevado a James de esa misma oficina a casa. Hacía tiempo de eso, «por lo menos un año. Creo que incluso más». Tenía grabada esa carrera en la memoria porque, al igual que la carrera que hizo con Jake, estuvo relativamente llena de acontecimientos. Esa tarde, James le había dado respuesta a «muchas preguntas» sobre los trámites para pedir un crédito en el banco. 64

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Jake le preguntó: «Bueno, ¿y qué le dijo usted a James después de contarle todo eso?». El taxista le respondió sin el más mínimo atisbo de ironía: «Le dije que iría a la mañana siguiente a pedir un crédito». Pero no fue. Ni hace un año, ni ahora tampoco. Dijo que quería un préstamo, pero eso, por sí solo, es una señal muy débil de las verdaderas intenciones. Un repaso poco científico de las conversaciones mantenidas con ghaneses en dos años induce a pensar que el número de personas que dicen que quieren un préstamo es muchísimo mayor que el número de personas que hacen realmente algo para conseguirlo. Este caso es especialmente desconcertante, porque el entusiasmo del taxista fue en aumento al irse enterando de todos los detalles morbosos –sobre la apertura de una cuenta, las características del préstamo, los requisitos relativos a la seguridad y demás– y porque elaboró realmente el plan (aunque sencillo) que iba a seguir. Sabía lo que tenía que hacer y parecía deseoso de hacerlo. ¿Qué salió mal? Conseguir que los pobres pidan dinero prestado se ha convertido en una de las mayores esperanzas para mitigar la pobreza mundial. El hecho de que el taxista no lo pidiera ¿debería ser, pues, motivo de desconcierto y de lamentación? En los siguientes capítulos, nos dedicaremos a averiguarlo.

El milagro del microcrédito A lo mejor el taxista no había leído suficientes folletos publicitarios de los que publican los organismos de microfinanciación y sus defensores. Si lo hubiera hecho, habría sabido que son el tipo de cosa que cambia una vida, algo que no es como para dejarlo pasar sin darle importancia. Los testimonios de clientes casi saltan de las páginas y te agarran por la solapa: «¡Mire! Antes lo pasábamos mal, pero ahora estamos prosperando gracias a un préstamo de…». Al lado de la edificante historia, hay una foto de una mujer vestida de chillones colores y luciendo una amplia sonrisa. Está de pie delante de los surtidos estantes de su tiendecita recién ampliada o abriendo la puerta de su nueva panadería, con una sonrisa llena de dignidad y de satisfacción y la mirada fija en un punto situado detrás de la cámara, fija en un brillante futuro. ¿Ha visto a esta mujer? 65

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Si no, mire las páginas web o los informes anuales de unos cuantos microprestamistas. No tendrá que mirar demasiado. He aquí un ejemplo de FINCA, la organización que me inició en el microcrédito: María Lucía Potosí Ramírez… se ha pasado la vida tejiendo preciosos jerséis de lana y vendiéndolos en el mercado local. Pero los ingresos que obtenía por la venta de su artesanía eran para satisfacer las necesidades diarias de su familia, por lo que nunca podía ahorrar para poder comprar lana al peso a un precio más bajo. Y como no tenía ninguna garantía, no podía pedir un préstamo a una institución crediticia tradicional. Cuando la señora Potosí se enteró en 2001 de la existencia de FINCA, pidió un préstamo de doscientos dólares. Eso le permitió… comprar más lana a un precio más bajo. Ahora su familia come mejor y sus préstamos se han triplicado, lo cual le permite comprar y ahorrar más. La señora Potosí dice que está agradecida a FINCA por cosas que van más allá de lo tangible.

Para los lectores de los países ricos, estos tipos de historias son impactantes por dos motivos. En primer lugar, demuestran que los préstamos mejoran el nivel de vida de los prestatarios. Mientras que antes una familia tenía que elegir, por ejemplo, entre comer bien y comprar los medicamentos necesarios, ahora podía hacer las dos cosas. En segundo lugar, inducen a pensar que están produciéndose profundos cambios, cambios que, como dice la señora Potosí, «van más allá de lo tangible» y entran en los excelsos reinos de la adquisición de poder y de la transformación personal. Opportunity International, red mundial de microfinanciación que tiene más de un millón de clientes, muestra en su boletín trimestral el testimonio de un donante norteamericano que charló con algunos prestatarios ghaneses: Nos hablaron de Marta, que compra y vende aceite de palma. Utiliza los préstamos de Opportunity para pagar los productos; eso le ha permitido poner un quiosco en la ciudad. Sus hijos están en la escuela secundaria y tienen un futuro más brillante. Ella nos miró y nos dijo: «¡Ahora soy libre!». Con eso lo dijo todo. Las mujeres que conocimos han experimentado sin la menor duda una 66

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transformación. Fuimos testigos directos y sentimos su increíble ánimo. Nuestro viaje a Ghana… reafirmó nuestras razones para apoyar a Opportunity Internacional y nos ayudó a comprender el poder de las microfinanzas para cambiar la vida de la gente.

Antes de dejarnos arrastrar por una oleada de buenas sensaciones, situémonos. Aunque el reluciente revestimiento del microcrédito es nuevo, la deuda es vieja. En todos los rincones del planeta, tanto los ricos como los pobres han pedido dinero prestado durante milenios. Normalmente, pensamos que la deuda es una carga y una obligación, no una cura milagrosa para erradicar la pobreza. Tiene que haber verdaderamente algo de alquimia en el microcrédito para que haya convertido el acto de pedir dinero prestado en el tipo de experiencia transformadora y vivencial que describe Marta. Las reconfortantes historias de éxito que oímos sobre el microcrédito se remontan a 1976, año en el que Muhammad Yunus, por entonces director del Departamento de Economía de la Universidad de Chittagong en Bangladesh, se embarcó en un proyecto de investigación sobre la posibilidad de ofrecer servicios crediticios y bancarios formales a los pobres. Yunus concedió su primer préstamo, de veintisiete dólares, a un grupo de cuarenta y dos artesanas del bambú que hasta ese momento habían financiado la compra de bambú pidiendo préstamos a otros prestamistas a elevados tipos de interés. Le interesaba aliviar la pobreza, no especular, por lo que ofreció a las mujeres un tipo de interés mejor, lo suficientemente bajo como para que pudieran quedarse con más beneficios que antes, pero lo bastante alto como para recuperar su inversión. El nuevo préstamo permitió a las mujeres escapar del ciclo de préstamos de los prestamistas y Yunus vio que su idea podía funcionar. Pero tenía más ideas. A diferencia de los prestamistas a los que sustituyó, tenía un programa social explícito –a saber, sacar a los prestatarios de la pobreza– y para él los préstamos no eran más que una de las flechas de un gran carcaj. Las otras eran los comportamientos y los hábitos, como llevar a los niños a la escuela, tener una familia menos numerosa, construir retretes en las casas y cultivar verduras para complementar los alimentos comprados. Desgraciadamente, Yunus no era quien podía lanzar estas flechas; eran decisiones que los clientes tendrían que tomar ellos mismos. 67

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Lo que podía hacer era animarlos utilizando los préstamos como incentivo. Yunus fundó el Grameen Bank para hacer préstamos de grupo como el que había hecho a las artesanas del bambú. Introdujo directamente objetivos de comportamiento. Las mujeres que quisieran pedir un préstamo tenían que comprometerse no sólo a devolver su deuda, sino también a tomar una serie de dieciséis decisiones (entre las que se encontraban las cuatro anteriores), que contribuirían a la prosperidad y al progreso de ellas y de su familia. De repente, y por primera vez, pedir dinero prestado se había convertido en una actividad socialmente redentora. El resto es historia. El Grameen Bank ha crecido sin parar desde que fue autorizado por el gobierno de Bangladesh en 1983. Actualmente, tiene más de seis millones de clientes y una cartera total de préstamos que se aproxima a los seiscientos cincuenta millones de dólares. Desde entonces, Yunus y el Grameen Bank han recibido conjuntamente el Premio Nobel de la Paz en 2006 por sus esfuerzos y, lo que es más importante, han llevado a millones de personas de todo el mundo a seguir su ejemplo. Actualmente, hay más de mil instituciones de microcrédito en seis continentes, que tienen unos ciento cincuenta y cinco millones de prestatarios. Como lo atestiguan estas cifras y los elogios recibidos, la gente está entusiasmada con el microcrédito. Todo el mundo se deshace en alabanzas, desde los secretarios generales de la ONU hasta los economistas estrella y las estrellas del rock de verdad. Para algunos es la panacea, la gran y singular idea que resolverá el problema de la pobreza de una vez por todas. Jeffrey Sachs, el célebre economista y asesor especial de la ONU sobre su ambiciosa iniciativa para luchar contra la pobreza, Objetivos de Desarrollo del Milenio, a quien mencionamos en la introducción, es uno de sus defensores más influyentes. Sachs señala que «la clave para acabar con la pobreza extrema es permitir a los más pobres de todos los pobres poner un pie en la escalera del desarrollo… Carecen de la cantidad de capital necesaria para poner el pie y, por tanto, necesitan un impulso para subir al primer peldaño». Famosos de otros ámbitos también están colaborando. Por ejemplo, la actriz Natalie Portman es embajadora de la Esperanza de FINCA, la misma institución benéfica que financia el proyecto de los jerséis de la señora Potosí. Y el paladín de la lucha contra la pobreza, Bono, vocalista de la banda de rock U2 y aliado directo tanto de Sachs como de los pobres de todo el mundo, ha adaptado un prover68

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bio que ya hemos visto antes: «Dale a un hombre un pez y comerá un día. Dale a una mujer un microcrédito y ella, su marido, sus hijos y su extensa familia comerán toda la vida». Con tanta publicidad sobre los microcréditos, lo que tenemos que hacer es abandonar nuestras ideas preconcebidas y observar los datos con una mirada limpia y sin sesgos. En este capítulo haremos precisamente eso. Veremos que hay verdaderas historias de éxito, pero que, al igual que ocurre con el proverbio «enséñale a un hombre a pescar», la cosa no es tan sencilla o tan universal como nos gustaría. En los dos capítulos siguientes, analizaremos la evidencia para ver cómo podrían mejorarse los programas de microcréditos y concluiremos nuestra incursión en el mundo de las microfinanzas afirmando que, en lugar de eso, probablemente deberíamos prestar mucha más atención al microahorro.

Erlyn se da de baja Sari sari es una expresión del tagalo, la lengua indígena más hablada en Filipinas, que significa literalmente «de todo». Es una expresión que aprenderá en seguida si viaja al país, ya que se la encontrará en los letreros de todas las ciudades y de todos los pueblos. Los letreros son rojos y rectangulares, con un logotipo de Coca-Cola a ambos lados, y letras mayúsculas blancas en el centro que dicen SARI SARI STORE. Haciendo honor a su nombre, estas tiendas tienen de todo. Dependiendo del barrio, uno puede bajar a la sari sari local a comprar un plato de cerdo estofado caliente con arroz, lápices, una taza de café, un poco de detergente, unos paquetes de espagueti, una tarjeta prepago de móvil o cilantro fresco. Sin embargo, esta miscelánea sigue una regla. El principio en el que se basa una tienda próspera es sencillo: ¿qué quiere la gente? La respuesta cambia, por supuesto, continuamente; pero los productos que hay un día cualquiera en los estrechos anaqueles y en los expositores constituyen una buena aproximación. Jake y yo conocimos a Erlyn, dueña de una sari sari, durante el verano de 2009. Era obvio que la gente que compraba en el barrio de Erlyn quería chicharrones. Chicharrones variados, de todos los tamaños y sabores y más o menos crujientes. 69

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A Erlyn le encantaba agradar. Encima del mostrador de su sari sari había una gran cascada de chicharrones, suspendidos en bolsas de plástico y ristras de bolsas de papel de aluminio, colgadas del dintel con pinzas y sedal. El otro producto popular era el Tang, y también estaba bien representado, un calidoscopio de coloridas bolsitas esparcidas por los anaqueles. Erlyn no sólo satisfacía los gustos de sus clientes. También encontraba la manera de tener en cuenta sus presupuestos para que pudieran comprar las cosas que querían sin gastarse todo el dinero. Vendía cigarrillos por unidades y medio vaso de Coca-Cola, que en realidad no eran más que bolsitas de plástico, cada una con un poco de refresco y cerrada. (La primera vez que vi refrescos en bolsa fue en Centroamérica. A los comerciantes les gusta la idea porque de esa manera se quedan con la botella de cristal para devolverla y cobrar el reembolso, pero eso tiene la consecuencia no buscada de que el comprador tiene que beberse el refresco casi de inmediato, ¡ya que es difícil dejar una bolsa de líquido en algún sitio! Cada bolsa costaba poco dinero. Recuerdo haber ofrecido al dueño de una tienda de Honduras algo más para quedarme también con la botella, pero evidentemente semejante lujo no tenía precio.) Con estos miles de productos, vendidos poco a poco, Erlyn levantó un próspero negocio. De la misma manera que había reunido un variopinto surtido de productos para satisfacer las necesidades de sus clientes, había improvisado una solución financiera para satisfacer las suyas. Bueno, hasta cierto punto. A primera vista, Erlyn podría parecer un cliente ideal del microcrédito y durante un tiempo lo fue, pidiendo préstamos a uno de los mayores prestamistas sin fines de lucro de Filipinas. Había tenido mucho éxito con sus primeros micropréstamos, por lo que otros prestatarios y el responsable de los préstamos la animaron a pedir más. Lo hizo. Pero cuando llegó a casa con veinte mil pesos (alrededor de cuatrocientos dólares), el mayor préstamo que había pedido hasta ese momento, se encontró con que no podía invertirlos en el negocio inmediatamente. No tenía sencillamente espacio suficiente en la tienda para tantos chicharrones. Habrían acabado saliéndose por la puerta. Invirtió, pues, lo que pudo en existencias y el resto comenzó a quemarle en el bolsillo. Había oportunidades por todas 70

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partes: «Con veinte mil, gastaría parte en la casa, en ropa y en un televisor. Sé que es demasiado. ¡Es tan fácil gastar!». La tienda había alcanzado el límite de su capacidad. Erlyn podría haber pedido simplemente un préstamo por la cantidad que podía gastar en existencias, pero eso tampoco habría satisfecho sus necesidades. El banco sólo hacía préstamos a seis meses y la tienda había que reabastecerla cada dos. No habría servido de nada pedir el triple de la cantidad necesaria para reponer las existencias, ya que el dinero deambulando por ahí tenía la costumbre de desaparecer. No sabía qué hacer. Bueno, no del todo. El microcrédito formal no es la única fuente de crédito para los pobres. De hecho, incluso en los lugares en los que el microcrédito está muy extendido, vemos que hay personas que recurren al crédito de vecinos, familiares, dueños de tiendas y, sí, al vilipendiado (¡pero fiable!) prestamista. En su reciente libro Portfolios of the Poor, Daryl Collins, Jonathan Morduch, Stuart Rutherford y Orlanda Ruthven utilizan detallados análisis de hogares de Sudáfrica y Bangladesh para conocer la plétora de opciones y mecanismos que emplean los pobres para ahorrar y pedir préstamos. La historia no es claramente tan simple como que «el microcrédito permite a los pobres obtener préstamos que de otra forma no podrían conseguir». En este sentido, Erlyn tenía una solución concreta, una solución que hacía visitas a domicilio. El prestamista local ofrecía préstamos a cuarenta y cinco y sesenta días y se pasaba todos los días por la tienda a cobrar. Su tipo de interés era más alto que el de los prestamistas sin afán de lucro, pero podía prestar a Erlyn exactamente la cantidad que necesitara y exactamente por el tiempo que la necesitara. A ella le merecía la pena el coste adicional. Dejó el banco y durante los dos últimos años ha venido pidiendo préstamos continuamente, y de lo más contenta, a un prestamista. No es así como se supone que las cosas funcionan. Según los folletos publicitarios, se supone que el microcrédito le ayuda a uno a liberarse de las usureras garras del prestamista local, no a convencerle de que éste le ofrece, a fin de cuentas, un servicio que se adapta mejor a sus necesidades. ¿Cuál puede ser la explicación de este misterio?

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Despojando los microcréditos de todas sus características distintivas, hasta quedarnos con el préstamo básico En realidad, no hay tal misterio; lo que ocurre es que la línea divisoria entre el microcrédito y el préstamo es menos clara de lo que cabría imaginar. La gente a menudo se sorprende cuando se entera de que las condiciones de muchos de los micropréstamos que se conceden en el mundo infringirían las leyes de usura de la mayoría de los estados de Estados Unidos. Veamos unos cuantos ejemplos de México: la filial local de FINCA, microprestamista sin fines de lucro, presta a un 82 por ciento cuando se incluyen todas las comisiones; Pro Mujer, otro gran microprestamista sin afán de lucro, presta al 56 por ciento. Los prestamistas con fines de lucro no están cobrando más (pero se llevan más críticas –¿por qué?): por ejemplo, Compartamos, sociedad con fines de lucro que cotiza en Bolsa, cobra el 73 por ciento. Son condiciones mucho peores que las de cualquier tarjeta de crédito en un país desarrollado. Incluso el extremo inferior del espectro de tipos de interés de los microcréditos, en el que los tipos anuales giran en torno al 20 por ciento, sería alto en Estados Unidos. Eso daría por resuelta la cuestión que hemos mencionado antes: ¿qué es un microcrédito si no otra manera de decir un «pequeño préstamo»? A pesar del interés que rodea al concepto, no es fácil responder a esta pregunta. Algunas encarnaciones modernas de las microfinanzas se parecen poco al sistema que utilizó Yunus por primera vez con las artesanas del bambú. Quizá lo mejor que se puede hacer sea invocar la famosa descripción que hizo Potter Stewart, antiguo juez del Tribunal Supremo, de la pornografía: «Sé lo que es cuando la veo». Aun así, el microcrédito tiene algunas características que se repiten –una misión social explícita, un énfasis en el espíritu emprendedor, la obligación de gastar los préstamos en microempresas, la concesión de préstamos a grupos, la celebración de reuniones frecuentes de grupo para amortizar los préstamos, un énfasis en dar poder a las mujeres por medio de los créditos– que normalmente se considera que lo distinguen de los préstamos ordinarios. Podemos responder más fácilmente a las grandes preguntas de si, cómo y por qué funciona el microcrédito despojándolo de todas estas características distintivas hasta quedarnos con lo estrictamente esencial: la cuantía, la fecha de vencimiento y el tipo de interés. Si incluso

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los préstamos despojados de todas estas características distintivas pueden ser beneficiosos para los prestatarios, hay buenas razones para ser optimistas sobre los micropréstamos en general. En 2004, Jonathan Zinman y yo estábamos terminando una investigación sobre marketing y tipos de interés (que vimos en el capítulo anterior) con Credit Indemnity en Sudáfrica. La gente era simpática e inteligente y era divertido trabajar con ella, pero Credit Indemnity no era un banco de microcréditos generoso. Era una empresa de préstamos personales con fines de lucro sin ninguna misión social, más parecida a las organizaciones que conceden anticipos en Estados Unidos o al simpático prestamista de Erlyn que iba de puerta en puerta, que al Grameen Bank de Muhammad Yunus. No iba dirigida a las mujeres o a los empresarios, no le importaba lo que los prestatarios hicieran con el dinero (¡mientras lo devolvieran!) y sólo prestaba a trabajadores. Y cobraba alrededor de un 200 por ciento. En suma, no había ningún riesgo de que le dieran el Premio Nobel de la Paz. Lo que tenemos que saber es si estos préstamos mejoran realmente el bienestar de la gente. Jonathan y yo encontramos la oportunidad de averiguarlo. Durante nuestra investigación de los tipos de interés y el marketing, nos había llamado la atención que Credit Indemnity dedicara una sorprendente cantidad de tiempo a rechazar a posibles clientes. De hecho, rechazaba por lo menos a la mitad de sus solicitantes, debido a que era demasiado arriesgado prestarles. Pero nuestro análisis de los datos que teníamos parecía indicar que los clientes que por los pelos cumplían con los requisitos eran clientes extraordinariamente rentables para el prestamista. Así que había que preguntarse si no podría ser que los solicitantes que eran rechazados por poco también hubieran sido rentables. Tras insistir un poco y devanarnos mucho los sesos con su equipo de crédito, se nos ocurrió una sencilla idea para hacer un experimento controlado aleatorio que serviría a todo el mundo. Ayudaría a Credit Indemnity a mejorar sus operaciones (y potencialmente su balance) y también nos permitiría responder a nuestra pregunta de si los créditos beneficiaban a los prestatarios. Mientras que los investigadores normalmente se encuentran ante el dilema de formular preguntas que tengan sentido y limitar en lo posible las interrupciones de las operaciones de sus colaboradores, este proyecto encontró el punto medio. 73

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Lo que hizo fue aprovechar el proceso de concesión de préstamos ya existente. Cuando entraba un nuevo cliente a pedir un préstamo, un empleado introducía alguna información básica, como la edad, la renta y el número de años de antigüedad en el empleo, en un programa informático, que hacía inmediatamente una recomendación básica sobre su solvencia: una señal de aprobación, una señal de desaprobación o un «quizá». Modificamos el programa para que a unos «quizá» les asignara aleatoriamente una señal de aprobación y a otros una señal de desaprobación. Aunque el personal encargado de los créditos no tenía por qué tener en cuenta la recomendación del ordenador, el efecto neto era que se concedía aleatoriamente un préstamo a algunos solicitantes marginalmente solventes. Siguiendo a todos los solicitantes hasta el final –tanto a los que se les asignaba aleatoriamente una señal de aprobación como a los que se les asignaba aleatoriamente una señal de desaprobación– y comparando sus experiencias, podíamos ver si los préstamos mejoraban el bienestar de la gente. Un año más tarde, teníamos unos resultados coherentes. Era mucho más probable que los solicitantes a los que se les había asignado aleatoriamente una señal de aprobación hubieran conservado el empleo y hubieran sido recompensados con unos ingresos significativamente más altos. Las familias de los clientes –no sólo los propios prestatarios– también eran más prósperas. Los hogares de los solicitantes aprobados aleatoriamente ganaban más dinero en general y era menos probable que estuvieran por debajo del umbral de pobreza. Las respuestas a nuestras encuestas mostraban que también era menos probable que pasaran hambre. Y lo que es más importante, la solidez de los resultados sobre ingresos y empleo nos permitió excluir la posibilidad de que estos préstamos fueran, en general, perniciosos. Esta noticia era magnífica para los defensores del microcrédito. En realidad, también era una noticia magnífica para los defensores de los anticipos. Los prestamistas de todo el mundo estaban siendo atacados a diestro y siniestro por llevar a los prestatarios a endeudarse, pero una gran parte de la munición eran invectivas e insinuaciones, no hechos. Dada la escasez de información fiable sobre los efectos del crédito, cualquier dato que demostrara que era bueno –incluso a unos elevados tipos– era bienvenido en el debate. 74

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La aportación de pruebas concluyentes a favor de los préstamos era sólo el comienzo. La investigación realizada con Credit Indemnity también nos mostró algo muy interesante; cuál es el mecanismo concreto por el que los préstamos conducen a una mayor prosperidad. Vimos que en muchos casos los préstamos se empleaban para hacer frente a problemas imprevistos. Había dos casos que se repetían. En primer lugar, muchos prestatarios utilizaban el préstamo para sufragar gastos relacionados con el transporte. Reparaban el coche y la moto y compraban billetes de autobús, lo cual les permitía llegar a tiempo al trabajo y no tener problemas con el empleador. En segundo lugar, los prestatarios mandaban dinero a los familiares necesitados que vivían en zonas rurales. Si no hubieran podido enviar ayuda, muchos se habrían visto obligados a ir en persona a ayudar a sus familiares, algo que habría sido desastroso para su empleo fijo. Pero gracias al crédito –incluso al caro préstamo personal– ambas historias tenían un final relativamente feliz. Continuaban cobrando la nómina.

Los huevos de oro y los argumentos a favor del microcrédito Hasta ahora todo bien. Hemos visto que los pequeños préstamos básicos pueden funcionar en el caso de los prestatarios de Credit Indemnity que reúnen las condiciones para obtener un préstamo, las personas que tienen un empleo fijo. Pero ¿qué ocurre con el mercado al que va dirigido normalmente el microcrédito, con los pequeños empresarios? La idea en la que se basa esencialmente el microcrédito es que los pobres tienen en realidad grandes oportunidades económicas, pero carecen de los recursos para aprovecharlas. He aquí un ejemplo representativo: Lucia, costurera, se gana la vida cosiendo y arreglando ropa a mano. Los cinco dólares de beneficios que obtiene diariamente son justo lo suficiente para dar de comer a su familia y pagar el alquiler. Con una máquina de coser eléctrica de cien dólares podría producir el doble (y obtener el doble de beneficios), pero no tiene ese dinero, hasta que va a ver a un microprestamista. Lucía pide un préstamo de cien dólares a seis meses, compra la máquina de coser y empieza a ganar diez dólares al día. Aunque el prestamista cobre un 100 por ciento de interés –lo cual sería, una 75

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vez más, un tipo de interés increíblemente alto (y probablemente ilegal) en muchos países, pero totalmente realista en el caso de un micropréstamo– Lucía sale adelante, y con holgura. Tiene que apartar todos los días algo menos de un dólar para pagar el plazo mensual de 21,85 dólares, por lo que le quedan nueve al día para su familia en lugar de los cinco que ganaba antes. Una vez devuelto el préstamo, se queda también con ese último dólar y se va a casa todos los días con los diez dólares íntegros. Y en consecuencia, sin mucha fanfarria, Lucía casi duplica sus ingresos gracias a un préstamo al 100 por ciento de interés. Sencillo, ¿no? Si existen de verdad esas oportunidades empresariales tan lucrativas para los pobres, los elevados tipos de interés de los micropréstamos no son un problema muy grande; tanto los prestatarios como los bancos pueden salir ganando. Pero ese «si» es un supuesto fundamental. Una inversión de cien dólares que duplica los beneficios a largo plazo, como la máquina de coser de Lucía en nuestro ejemplo, es la gallina de los huevos de oro. ¿Hay realmente, como sostienen los defensores del microcrédito, tantas gallinas de los huevos de oro por los puestos de los mercadillos de Dakar o de Dacca o en los anegados arrozales de las pequeñas explotaciones agrícolas de Tailandia? No hay más remedio que responder a esta pregunta básica para saber si y cuándo un microcrédito puede ser beneficioso. Porque hay una cosa de la que no cabe duda: sólo puede funcionar si los clientes devuelven los préstamos. Independientemente de cuál sea el tipo de interés, si los clientes contemplan devolver los préstamos con los beneficios adicionales que obtienen gracias a ellos, la viabilidad de todo el sistema depende de cuántos sean esos beneficios adicionales. En la jerga económica, lo que hay que preguntarse en este caso es «¿cuál es el rendimiento marginal del capital es este proyecto?». En otras palabras, si un microempresario invierte un dólar más en su negocio, ¿cuántos beneficios adicionales obtiene? En 2005, tres economistas, Suresh de Mel, de la Universidad de Peradeniya en Sri Lanka; David McKenzie, del Banco Mundial e IPA, y Chris Woodruff, de la Universidad de California en San Diego, se fueron al sur de Sri Lanka para responder a esa pregunta y averiguar qué tipo de perspectivas empresariales tenían realmente los pobres. ¿Qué potencia tenían, en última instancia, los motores económicos de la mi76

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croempresa? Su estrategia era sencilla y directa: inyectarían dinero en algunas empresas y verían cuántos beneficios adicionales generaba. Los investigadores fueron puerta por puerta y encontraron cuatrocientos ocho microempresarios. Eran sastres, encajeros, artesanos del bambú, dueños de pequeñas tiendas de alimentación, reparadores de bicicletas, el prototipo de microempresario del que oímos hablar cada vez que se menciona el microcrédito. La mitad de ellos, seleccionados aleatoriamente, recibió una ayuda de cien o de doscientos dólares (la cantidad también se eligió aleatoriamente). Era una cantidad considerable, equivalente aproximadamente a tres o seis meses de beneficios de la empresa media. Los investigadores controlaron los beneficios de las cuatrocientas ocho empresas con encuestas trimestrales durante los quince meses siguientes y compararon los de las empresas que habían recibido una ayuda con los de las que no habían recibido ninguna. Los beneficios mensuales de las primeras aumentaron, en promedio, alrededor de un 6 por ciento de la cuantía de la ayuda. Es decir, la inversión de cien dólares adicionales en el negocio generaba seis dólares más de beneficios al mes, es decir, setenta y dos dólares más al año. Y podía generar incluso más si se reinvertían los beneficios adicionales en la empresa. A modo de referencia, si alguien invirtiera todo su dinero y obtuviera un rendimiento anual del 70 por ciento (y siguiera reinvirtiendo los beneficios), su riqueza casi se duplicaría todos los años. Si alguna vez existía una gallina de los huevos de oro, aquí la tenemos.

¿Por qué no es el microcrédito más popular? Si los microempresarios de todo el mundo pueden obtener unos elevados rendimientos como los de Sri Lanka, la cosa pinta incluso mejor para el microcrédito. Pero un momento. Esta aparente profusión de gallinas de los huevos de oro es, en realidad, un profundo misterio. Si los rendimientos fueran realmente tan altos, la economía tradicional esperaría que la gente invirtiera todo el dinero en sus rentabilísimas empresas. Los microempresarios deberían estar llamando a la puerta de los prestamistas. Lo paradójico es que no lo están. En la parte del sur de Sri Lanka en la que De Mel, McKenzie y Woodruff realizaron su investigación, era fácil y razonablemente ba77

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rato conseguir un micropréstamo –los tipos de interés eran de alrededor del 20 por ciento, mucho más bajos que los rendimientos que podían obtener, en promedio, los microempresarios que habían sido investigados–, lo que parecía indicar que estas personas tenían la posibilidad de obtener préstamos rentables. Pero, en realidad, muy pocos habían pedido créditos. Sólo uno de cada nueve había pedido alguna vez algún tipo de préstamo formal. No son los cingaleses del sur los únicos extrañamente reticentes, pues a pesar del entusiasmo general que suscita el microcrédito en el mundo desarrollado, parece que no convence totalmente a un grupo muy importante: los pobres. A primera vista, la cifra de ciento cincuenta y cinco millones de clientes en todo el mundo es impresionante, pero examinémosla más detenidamente. Comparémosla con el número de pobres. Alrededor de la mitad de la población mundial –más de tres mil millones de personas, es decir, veinte veces más que el número de clientes del microcrédito– vive con menos de 2,50 dólares al día. Por tanto, aunque todos los clientes del microcrédito fueran pobres (y no todos lo son), menos del 5 por ciento de los pobres serían prestatarios. Siendo realistas, un 5 por ciento es una estimación conservadora. No todos los pobres pueden pedir un microcrédito o tienen, para empezar, acceso a él. Pero esa cifra no parece, en realidad, demasiado descabellada. En una investigación histórica realizada en Hyderabad (India), se obtuvo una cifra parecida a la de Sri Lanka: entre el 10 y el 20 por ciento de los prestatarios que reunía los requisitos necesarios decidió pedir un préstamo. Si la gente no pide micropréstamos, éstos no están ganando la batalla. Y eso significa que el taxista ghanés que conocimos al principio de este capítulo dista de ser el único. ¿Cuál puede ser la explicación de este misterio? Tal vez los ocho de cada nueve microempresarios de la investigación de Sri Lanka que no pidieron préstamos simplemente desconocían que existiera esa oportunidad. Pero supongamos que no fuera así. Aún hay dos explicaciones verosímiles de los motivos por los que pocos pedían préstamos. La primera explicación es una anomalía matemática. Tal vez los elevados rendimientos anuales medios observados en Sri Lanka no cuenten más que la mitad de la historia. Al fin y al cabo, una media del 70 por ciento no significa que todo el mundo obtuviera un rendimiento del 70 por ciento. Supongamos que la mitad obtenía un rendimiento del 140 por ciento y la otra mitad cero: en 78

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ese caso, el rendimiento medio seguiría siendo del 70 por ciento, pero no nos sorprendería constatar que los que no obtenían ningún rendimiento no pidieran ningún micropréstamo. De hecho, había datos que apoyaban este tipo de explicación. No todo el mundo obtenía los mismos rendimientos; cada tipo de persona obtenía uno distinto. Algunas diferencias eran justamente las que esperaríamos. Por ejemplo, parecía que a los microempresarios que tenían más estudios y eran más listos les iba mejor (aunque, estadísticamente hablando, estos resultados no eran sólidos; el estudio no estaba pensado para realizar un análisis tan detallado con sólo cuatrocientos ocho participantes). Un año más de estudios aumentaba un cuarto los rendimientos y el éxito en una sencilla prueba de aptitudes cognitivas predecía claramente unos elevados rendimientos empresariales. Pero otras diferencias de rendimientos eran sorprendentes y preocupantes, especialmente la diferencia entre los hombres y las mujeres. Había pruebas contundentes de que los hombres obtenían elevados rendimientos en sus negocios, mientras que eran mucho más flojos en el caso de las mujeres. Los rendimientos anuales medios de los hombres de la investigación eran de alrededor de un 80 por ciento, mientras que los de las mujeres eran, en realidad, negativos. ¿Es posible que los hombres fueran los únicos en poder dirigir microempresas prósperas? Bueno, la tesis general de que las mujeres no pueden tener éxito como microempresarias parece absolutamente falsa. Basta darse un paseo por un mercado abarrotado de gente de cualquier país en desarrollo: las voces que se oyen pregonando los precios de las verduras son voces de mujeres; el frufrú de las largas faldas de las vendedoras ambulantes abriéndose paso por los pasillos anuncia su presencia. De hecho, las mujeres son la savia de la microempresa en una gran parte del mundo en desarrollo. Es más, una gran parte del movimiento a favor de la microfinanciación, empezando por el Grameen Bank de Yunus, ha puesto el acento en la concesión de préstamos a las mujeres, debido en gran medida a que se cree que son más responsables como prestatarias que los hombres. Pero si sus negocios están abocados a no ser rentables, está claro que no son las personas indicadas para pedir un préstamo. ¿Es realmente un error poner tanto énfasis en las mujeres? Espero que no; pero los resultados de la investigación de Sri Lanka nos obligan a hacernos esa incómoda pregunta. 79

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Afortunadamente, hay una segunda explicación posible de los motivos por los que pocos pedían préstamos formales. Tal vez la gente huía de los microprestamistas por las excesivas restricciones sobre el uso del dinero prestado. En Sri Lanka, al igual que en el resto del mundo, muchos microprestamistas exigen que los préstamos se empleen exclusivamente para financiar actividades empresariales. Eso significa, por ejemplo, que una costurera podría pedir un préstamo para comprar una máquina de coser, pero no para comprar ropa ya hecha para sus hijos. El problema era que en Sri Lanka los empresarios no querían financiar únicamente sus actividades empresariales. Tenían otras ideas. De Mel, McKenzie y Woodruff habían diseñado su investigación para ver hasta dónde iban exactamente estas otras ideas. Las ayudas que hacían a los empresarios eran de dos tipos. La mitad era «en especie»: los receptores podían elegir cualquier artículo relacionado con el negocio hasta la cuantía de la ayuda y los investigadores iban con ellos a comprarlo. La otra mitad era en efectivo sin ninguna cortapisa. A los receptores se les decía que podían gastar el dinero en lo que quisieran. Los investigadores observaron que los que recibían ayudas en efectivo sin ninguna cortapisa gastaban algo más de la mitad (el 58 por ciento) en compras para el negocio. El resto lo ahorraban, lo utilizaban para devolver deudas y comprar artículos de consumo diario como comida, ropa, medicinas y billetes de autobús. Si es así como querían gastar realmente el dinero, ¿puede sorprender que no estuvieran pidiendo más micropréstamos empresariales? Tal vez debamos plantear esta pregunta de otra manera: ¿por qué establecían los microprestamistas tantas normas sobre cómo se podía gastar el dinero de los préstamos? (La respuesta es, en última instancia, que nosotros como donantes las imponemos. Véase Kiva.org. Nos gusta la idea de que nuestros préstamos se destinen a proyectos microempresariales. ¿Donaría tanto la gente a Kiva si las campañas para recaudar fondos dijeran: «Ayude a financiar el préstamo de esta persona para que pueda comprar un televisor o enlosar el suelo de su casa?».) En el siguiente capítulo, nos extenderemos más sobre el acierto –y la inutilidad– de estas normas.

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Rellenar el esqueleto de los préstamos básicos Dos años después de trabajar con Credit Indemnity para medir el impacto del crédito en los prestatarios de Sudáfrica, Jonathan Zinman y yo tuvimos la oportunidad de reproducir nuestra investigación de Credit Indemnity con un prestamista filipino que hacía préstamos empresariales. Era una magnífica oportunidad para ver si una versión más tradicional del microcrédito (es decir, una versión que iba destinada a los empresarios) podía producir el mismo efecto positivo que su otra versión destinada a los consumidores. A lo mejor encontrábamos incluso pruebas que sustanciaran esas edificantes historias de éxito que leemos en los folletos: la panadera cuyo negocio despega cuando compra un horno, la señora Potosí de FINCA y su próspero negocio de jerséis. Como ocurre con muchos trabajos de IPA sobre microfinanciación en Filipinas, tenemos que dar las gracias al gurú de la microfinanciación John Owens por habernos presentado a nuestro socio. Nos condujo hasta Reggie Ocampo, presidente de First Macro Bank, un prestamista de la capital, Manila, y sus alrededores que tenía unos siete mil clientes. First Macro trabaja directamente en el universo del microcrédito, mucho más que Credit Indemnity. Presta exclusivamente a empresarios y se supone que los préstamos deben gastarse únicamente en los negocios de los prestatarios. La mayoría de sus clientes carecen de un empleo formal, de un historial crediticio y de una garantía para avalar sus préstamos. Y aunque First Macro es una empresa con fines de lucro, tiene una misión social explícita. En la declaración de sus objetivos habla de «desarrollo de la comunidad», «productos orientados hacia el cliente» y «crecimiento sostenible». Los préstamos de First Macro también son alrededor de dos tercios más baratos, a un interés del 63 por ciento, que los que investigamos en Sudáfrica. Pero operativamente había muchas similitudes entre los dos prestamistas. First Macro, al igual que Credit Indemnity, hacía préstamos a particulares, normalmente con vencimientos de unos pocos meses e introducía la información sobre cada solicitante en un programa informático que producía inmediatamente una recomendación básica sobre su solvencia. Por tanto, era bastante sencillo adaptar nuestro experimento anterior. 81

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Su réplica en First Macro funcionó casi exactamente como la investigación de Credit Indemnity. Zinman y yo modificamos el programa informático sobre la solvencia para que aprobara aleatoriamente la concesión de un préstamo a algunos de los que lo habían pedido por primera vez y que estaban justamente en el límite (es decir, a los «quizá», que representaban, de hecho, alrededor de tres cuartas partes de los solicitantes). Durante los dos años siguientes, entrevistamos a todos, incluidos aquellos que habían sido rechazados, para ver cómo había cambiado su vida. ¿Habían prosperado los que habían recibido un préstamo? Sí y no. Examinando conjuntamente a todos los solicitantes, los resultados no llamaban la atención. Los beneficios empresariales de los que habían recibido préstamos eran un 10 por ciento más altos, pero estadísticamente el aumento no era significativo, por lo que no podemos decir con seguridad que el aumento de los beneficios tuviera algo que ver con la obtención de un préstamo. Examinando ciertos grupos de solicitantes, resultaba que había, después de todo, algunas cosas llamativas que decir, pero no eran las cosas que los predicadores del microcrédito querían oír. No todo el mundo había prosperado. En primer lugar, al igual que en Sri Lanka, a los hombres les había ido mucho mejor que a las mujeres. Sus beneficios empresariales habían aumentado el triple que los de las mujeres. En segundo lugar, los prestatarios en mejor posición económica demostraron ser mucho más hábiles a la hora de poner sus préstamos a trabajar: por lo que se refiere a la mitad de los solicitantes (relativamente) más acomodados, el préstamo aumentó un 25 por ciento sus beneficios, mientras que en el caso de los menos acomodados, no podríamos decir con seguridad que los préstamos influyeran en sus beneficios. Así pues, las mujeres pobres, las heroínas habituales en la tradición del microcrédito en todo el mundo, no se llevaron todos los aplausos en Manila. En este sentido, había otra cosa en los resultados de la investigación de First Macro que no concordaba con la opinión convencional. El principio y el final del arco narrativo coincidían –en general, la rentabilidad de las empresas que recibían préstamos aumentaba–, pero la parte del medio de la trama era inesperada. Habíamos pensado que podríamos encontrar una justificación para desempolvar los persistentes clichés que utilizan los bancos que conceden microcréditos, como que permite a las empresas crecer, expandirse como las 82

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grandes flores de las hortensias, reventar con la vida y el vivo color de una magnolia al comienzo de la primavera, etcétera. No tuvimos esa suerte. Observamos que aunque las empresas realmente mejoraban, la mejora no era en la mayoría de los casos el resultado de un crecimiento ilimitado, sino de recortes. Así es: los beneficios aumentaban principalmente en las empresas que se contraían, no en las que se expandían. Los solicitantes que recibían préstamos (aleatoriamente) concentraban y reducían sus actividades. Tenían menos negocios en conjunto y menos trabajadores remunerados en esos negocios. Los costes disminuían y por ello aumentaban los beneficios. Así de simple. Simple, pero también inesperado. Al fin y al cabo, nadie monta un sistema de microcrédito basándose en historias de cierres de empresas y despidos de trabajadores. Pero a lo mejor alguien debería probar; por lo menos tendría datos empíricos para respaldarlos.

¿Puede el microcrédito transformar una comunidad? Lo que hemos visto hasta ahora induce a pensar que al menos algunas personas pueden prosperar y prosperan gracias a su acceso al microcrédito. Pero las historias que uno oye a sus acérrimos defensores –piénsese de nuevo en el proverbio adaptado «Dale a un hombre un pez y comerá un día. Dale a una mujer un microcrédito y ella, su marido, sus hijos y su extensa familia comerán toda la vida»– suponen algo mucho más importante: no sólo que estos préstamos pueden beneficiar directamente a una enorme cantidad de personas en todo el mundo, sino, además, que la subida de la marea económica pone a flote todos los barcos. Lo que tiene de prometedor el microcrédito es que se puede introducir en casi todos los sitios y se puede esperar que saque a comunidades enteras de la pobreza. Una manera de averiguar si es cierto es hacer una prueba: ver qué ocurre cuando llega la microfinanciación a una comunidad por primera vez. En 2005, Abhijit Banerjee, Esther Duflo, Rachel Glennerster y Cynthia Kinnan, cuatro economistas de J-PAL e IPA, se reunieron en Hyderabad (India) para realizar un experimento controlado aleatorio. Se asociaron con Spandana, microprestamista indio que tenía unos 1,2 millones de clientes y concedía préstamos de grupo. En ese momento, Spandana tenía planeado expandirse abrien83

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do sucursales en nuevos barrios. Trabajando con los investigadores, identificó alrededor de cien barrios en los que aún no existían los micropréstamos y seleccionó aleatoriamente la mitad para abrir una sucursal al año siguiente. A finales de 2007, alrededor de un año después de que se abrieran las sucursales, los investigadores hicieron encuestas a muchos vecinos de los cien barrios. En aquellos en los que se habían construido sucursales, hablaron no sólo con los que habían pedido préstamos, sino también con los demás. Les interesaba la experiencia de la comunidad en su conjunto, no sólo la de los emprendedores que llegaron los primeros a la cola de las nuevas sucursales. Lo primero que observaron era que no había, en realidad, tantos emprendedores. Como hemos visto antes en la investigación de Sri Lanka, menos de una de cada cinco personas que cumplían los requisitos de Spandana se sintió suficientemente atraída para ir y pedir un préstamo. Menos aún invirtió esos préstamos en una microempresa. De hecho, el motivo más frecuente para pedir un préstamo era devolver otra deuda, normalmente a prestamistas que cobraban altos tipos de interés. A la vista de estos hechos, tal vez no sea sorprendente que las comunidades no se transformaran de la noche a la mañana, a pesar de las relucientes sucursales que abrió Spandana en sus calles. Las encuestas no encontraron ningún cambio significativo en el aumento del poder de las mujeres, las tasas de escolarización de los niños o el gasto en sanidad, higiene y alimentación. Otra manera de verlo era controlar la cantidad total que gastaban los hogares todos los meses en todo, desde comida hasta pañales, desde gastos escolares hasta cigarrillos. Un año después de que se abrieran las sucursales, los gastos totales no habían aumentado. Parecía como si la gente no fuera, en general, más rica que antes. Así pues, en las comunidades pobres de Hyderabad, la introducción del microcrédito no trajo consigo la prosperidad inmediata a todos; pero eso no es todo. Al igual que ocurría con First Macro en Manila, en este caso la dinámica interesante estaba soterrada. Tenía que ver con los diferentes tipos de personas y la distinta manera en que respondían al aumento del acceso al crédito. Los investigadores dividieron a los residentes de los cien barrios de Hyderabad. Primero separaron a todos los que ya tenían una empresa. A continuación, utilizaron un modelo para predecir si era pro84

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bable que una persona emprendiera un nuevo negocio basándose en información demográfica sobre toda su familia: cuánta tierra tenía, cuántas mujeres en edad activa había y si la esposa del cabeza de familia sabía leer y escribir y tenía un trabajo remunerado. Utilizaron el modelo para dividir al resto en dos grupos en función de sus aptitudes empresariales. Una vez que clasificaron a cada persona distinguiendo entre las que ya eran empresarias, las que podrían llegar a serlo y las que era improbable que lo fueran, los investigadores pudieron comparar los grupos para ver cómo afectaba el crédito a cada uno de esos grupos. Esta división en tres grupos va al fondo de nuestra pregunta. ¿Tienen todos los pobres la misma capacidad para explotar los micropréstamos en beneficio propio y de su familia y su comunidad? ¿O tienen unos más capacidad que otros? Comparando los tres grupos, las diferencias eran asombrosas. Y los resultados eran coherentes. A las personas con mentalidad para los negocios les fue bien. Las que ya eran empresarias tendieron a invertir el dinero en las empresas que ya tenían. Las que podrían llegar a serlo redujeron su consumo –especialmente el consumo de las llamadas «tentaciones» como bebidas alcohólicas, tabaco, lotería y tazas de té al borde de la carretera (el equivalente indio de Starbucks)– y aumentaron el gasto en bienes duraderos. Compraron exactamente los tipos de cosas que se necesitan para abrir un negocio: máquinas de coser si eran costureras, hornos si eran panaderos, frigoríficos si eran tenderos. Todo este gasto relacionado con el negocio significaba que la gente estaba construyendo y alimentando motores económicos. A pesar de que los investigadores observaron que la gente no era más rica en general, parecía que iba en esa dirección. Y la reducción del gasto en tentaciones inducía a pensar que la gente, al estar ahora sus sueños empresariales a su alcance, estaba haciendo sacrificios inteligentes para lograr sus objetivos. Hasta ahora, la historia clásica sobre el microcrédito estaba a salvo. Pero las personas que era improbable que llegaran a ser empresarias lo fastidiaron todo. No compraron bienes duraderos o invirtieron en negocios; simplemente consumieron más. Más de todo, desde ropa hasta comida, cigarrillos y tazas de té. Y al final no eran más ricas que cuando empezaron. Lo único que les quedaba era su obligación con Spandana. Así pues, acabaron pareciéndose más a los personajes 85

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de las historias, por ejemplo, sobre la deuda de las tarjetas de crédito, que a las inspiradoras figuras de la literatura del microcrédito.

Los medios, no el fin Bueno, la verdad es que hay que entender los datos que hemos analizado en este capítulo. No significan que el microcrédito sea un fracaso o que el enorme entusiasmo que ha despertado esté necesariamente fuera de lugar. Lo único que significan es que el jurado continúa deliberando. Dado que los experimentos iniciales no han salido a pedir de boca, son los defensores del microcrédito los que tienen que defender firmemente su causa, y los investigadores profundizar más y averiguar en qué contextos funciona mejor o funciona peor. Ninguna investigación, realizada en un lugar y en un momento del tiempo, puede generar suficientes datos para hacer recomendaciones mundiales. Uno de los mayores retos en el campo del desarrollo económico es reproducir las evaluaciones de los proyectos en suficientes lugares y contextos para poder extraer finalmente unas conclusiones universales. Este reto es, en parte, lo que me llevó a fundar IPA, organización dedicada a realizar el duro y arduo trabajo que salvará finalmente la distancia entre los experimentos individuales y la evidencia sistemática y general de la que nos podamos fiar, por así decirlo. ¡La gracia es que lo que hemos aprendido en este capítulo sobre las limitaciones del microcrédito no es una tragedia! Significa simplemente que no todo el mundo nace para empresario –o para ser cliente del microcrédito– de la misma manera que no todo el mundo nace para ser pescador. En el siguiente capítulo, nos extenderemos más sobre motivos. El problema del microcrédito no es, pues, el microcrédito. El éxito de los microprestamistas, como empresas viables al servicio de los pobres, es realmente impresionante. Y lo que es más importante, gracias a la explosión del sector en las tres últimas décadas, millones de personas de todo el mundo tienen más opciones que antes. Eso es verdaderamente magnífico. El problema del microcrédito es cómo se ha montado: como una solución universal para luchar contra la pobreza que debe adoptarse incluso sin una evaluación rigurosa de su impacto y como algo 86

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que todos los pobres deberían querer. A pesar de todas sus virtudes, no es eso. Recuerdo algo que oí en una reunión sobre microcréditos que se celebró en el Center for Global Development a principios de 2010. Un grupo de personas del mundo académico, autoridades responsables y profesionales se había reunido para debatir sobre la interpretación negativa que daban los medios de comunicación a los resultados de los experimentos sobre microcréditos de los que he hablado en este capítulo. Alguien de la reunión resumió el palpable sentimiento de preocupación de los asistentes: «El futuro del microcrédito está en juego». ¿Qué es lo que está realmente en juego aquí? El microcrédito es el medio para llegar a un fin, no es un fin en sí mismo. Lo que está en juego es la oportunidad de mejorar la vida de los pobres. Están destinándose millones de dólares a la ayuda al desarrollo, pero eso no es ni de lejos suficiente para resolver los problemas de la pobreza. A la parte de economista que hay en mí, a la parte que ve el mundo en forma de alternativas, le frustra el hecho de que cuando destinamos tanto dinero, esfuerzos y buenas intenciones al microcrédito, no los destinemos a otras cosas, como el ahorro, los seguros, la educación y la salud. Algunas de esas otras cosas, muchas de las cuales se abordan en este libro, funcionan y son más baratas y más integradoras para alcanzar nuestro objetivo último, que es la reducción de la pobreza. ¿Cómo podemos, pues, sacar el mayor partido a los recursos que tenemos? ¿Podemos animar a más gente a involucrarse en el proyecto de aliviar la pobreza garantizándoles que hay programas que realmente funcionan? Eso es lo que está en juego. Lo importante no es el instrumento; lo importante es reducir la pobreza.

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Buscar la felicidad Tener mejores cosas que hacer

Oti llegó justo después de las seis y media. El sol ecuatorial ya había salido y Jake estaba esperando de pie en medio de la cacofonía de la oscura calle. Si el viaje en coche había hecho mella en Oti, no lo aparentaba; parecía descansado y relajado y saludó a Jake calurosamente. Pero Jake llevaba dos horas allí de pie. Estaba dispuesto a tener una seria conversación con él sobre el servicio al cliente. Los dos habían sido presentados por primera vez por Daniel, el vigilante nocturno del bloque en el que vivía Jake, en el barrio Labadi Beach de Accra. Daniel había sugerido a Jake que, en lugar de tomar un taxi todos los días para ir y volver del trabajo, contratara por meses a su amigo Oti para que hiciera de chófer. Acordaron un precio y un horario. Oti iría todos los días a su casa a las ocho de la mañana y todas las tardes a su oficina a las cuatro y media. Oti era muy simpático y agradable y tenía un coche cómodo y ligero que estaba razonablemente en buen estado. Cuando daba guerra, al menos era fácil empujarlo. Y así comenzó una excelente relación laboral. Pero pronto quedó claro que no sólo era el vehículo de Oti el que tenía problemas de fiabilidad. Después de pasar unas cuantas noches esperando en la calurosa y pegajosa oscuridad, era innegable: la relación se había empañado. Sin embargo, en lugar de despedir a Oti, parecía que era mejor ver si bastaría con un empujoncito para mejorar la relación, como ocurría a menudo con su coche. Jake pensaba que el problema posiblemente podía resolverse, ya que la tarea en cuestión parecía muy sencilla. Había algo de misterio en la errática hora a la que llegaba Oti: al fin y al cabo, apenas había

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seis kilómetros desde donde vivía Oti hasta la oficina. ¿Qué ocurría, pues, cuando llegaba dos horas más tarde de la hora fijada? Bueno, es difícil saber qué ocurría exactamente. Oti demostraba, cuando menos, que lo mismo que hay muchas maneras de hacer las cosas, también hay muchas causas por las que se puede llegar tarde. Algunas son normales, como salir de casa una hora más tarde de la hora de recogida porque estamos viendo una película con la novia o quedarse atascado en un horroroso embotellamiento cerca de la oficina del Nacional Lottery Board. Otras son más enrevesadas, como salir para la oficina con el depósito vacío, quedarnos sin gasolina por el camino y darnos cuenta de que nos hemos dejado el bidón en casa, ir andando un kilómetro de vuelta a casa para coger el bidón, ir andando hasta la estación de servicio para llenarlo, volver andando hasta el coche para encontrarnos con que unos enfadados conductores en hora punta lo han retirado del arcén y lo han subido a la acera (para desgracia de los numerosos peatones que ahora están congregados a su alrededor, esperando a leernos la cartilla) y, finalmente, llenar el depósito y llegar al punto de recogida. Sí, hay miles de causas para llegar dos horas tarde, y Oti conocía muchas. Sin embargo, aún más notable que la cantidad y la variedad de contingencias era la absoluta serenidad con que Oti las soportaba o las originaba. Esa noche en cuestión, como tantas otras noches, llegó sonriendo y diciendo alegremente: «¡Oh, Jake! ¿Qué tal?», y dejó a Jake que se preguntara por el resto. Si el error era suyo, era un impenitente; y si los hados habían conspirado contra él, dejándolo tirado durante horas en un inextricable atasco de tráfico, estaba tranquilo y sin el menor signo de desgaste. Una cosa era que a Oti no le importara hacer perder el tiempo a su cliente. Casi todos nosotros nos hemos encontrado con alguien así. Lo extraño era que a Oti no parecía importarle perder su propio tiempo. Y ése era el tema de la seria conversación que mantuvieron él y Jake camino a casa, sorteando las pesadas furgonetas y los ruidosos taxis por las calles llenas de baches de la capital ghanesa.

El lugar oportuno en el momento oportuno Lo habrá oído miles de veces, esa equivalencia fundamental entre los negocios y la vida real, expresada con atinada brevedad: el tiempo es 90

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oro. En algún momento del boom de las empresas punto.com, esta máxima se cumplió en el caso de Bill Gates, con un fulgurante resultado. Calculando sus ingresos anuales medios por hora, llegó a la conclusión de que si se encontrara un billete de cien dólares tirado en la calle, no debería agacharse a cogerlo. La razón era que no le compensaba, ya que podía ganar más de cien dólares trabajando esos dos segundos. El ejemplo no es, desde luego, absolutamente correcto (para empezar, en realidad Bill Gates no cobra por horas), pero el principio en el que se basa es sólido. Siempre que dedicamos tiempo a hacer una cosa, podemos comparar esa cosa con las demás que podríamos hacer en su lugar. Y cuando pensamos en el coste total de hacer esa cosa, debemos tener en cuenta el valor de las alternativas que dejamos pasar. Los economistas lo llaman «coste de oportunidad». El coste de oportunidad no sólo es para Bill Gates; es para todo el mundo. Es la razón por la que el coste de ir a la universidad no es simplemente el coste de la matrícula, ya que esos años podrían dedicarse a trabajar y a ganar dinero. También es la razón por la que podríamos decidir no trabajar el sábado para poder ir al parque con la familia: probablemente renunciamos a ganar un poco más porque el rato de diversión que nos perderíamos por trabajar ese día es demasiado importante. Podríamos hacer el mismo razonamiento con la cuestión de la elección de carrera profesional: la gente se cambia a un trabajo peor remunerado porque le gusta más ese trabajo o deja de trabajar para dedicarse a los hijos. El hecho de que con estas decisiones tengamos al final menos dinero en la cuenta bancaria no significa que no sean económicas; son simplemente un reflejo de nuestras prioridades, de las cosas que son importantes para nosotros. El dinero no es precisamente el único indicador de eso. Los costes de oportunidad se refieren, en última instancia, a la satisfacción, a tomar las decisiones que nos hacen más felices y también a reconocer qué es lo que no estamos haciendo y lo felices (o infelices) que nos haría hacerlo. Así pues, aunque Oti pudiera haber ganado dinero recogiendo a Jake a tiempo, es posible que hubiese factores que hicieran de ésa una mala decisión. Supongamos que el tráfico fuera tan horroroso que Oti tardara tres horas en recorrer los doce kilómetros de ida y vuelta. En este caso, la frustración que le causaría y el tiempo de más que le llevaría posiblemente tendrían más costes que el dinero que ganaría, por lo que sería una decisión razonable no hacer el viaje. 91

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Aún así, hay multitud de ocasiones en las que aunque las decisiones que tomamos sean acertadas en general, podemos cometer pequeños errores que nos imponen unos costes. Supongamos que Oti quisiera ver una película en algún momento de la tarde. Podría verla entre el mediodía y las dos de la tarde, en que no tenía que recoger a nadie. En este caso, el coste de oportunidad es casi nulo (podría tratar, por supuesto, de conseguir más clientes, por lo que el coste no es totalmente nulo). O podría verla entre las cuatro y las seis y llamar a Jake para no ir a recogerlo ese día. En este caso, el coste de oportunidad de ver la película es el dinero que habría ganado llevando a Jake a casa. Tal como lo veía Jake, Oti no estaba calculando precisamente el coste de oportunidad con el frío análisis de un Econo. No dejaba de ir cuando el tráfico era horrible ni llegaba a tiempo cuando habría sido claramente fácil hacerlo. Respecto a las películas, decía: «Oiga, si estoy viendo una película con mi novia, ¿qué le voy a hacer? ¿Tengo que pararla y salir? Sé que llegaré más tarde a recogerle o si no, por lo menos mañana por la mañana». Respecto al tráfico, decía: «¡Ah! Si el tráfico va demasiado lento, ¿qué le voy a hacer? Ya estoy metido en el coche y he dicho que vendría; así que tengo que venir a recogerle, aunque tarde mucho. No me importa si me lleva dos o incluso tres horas». Bueno, así era la cosa, sencilla como el Zen, redonda y lisa como una cáscara de huevo. Y, de momento, irreprochable. Significaba que unos días Jake vería a Oti y otros tomaría un taxi. Quizá esté haciéndose una pregunta obvia: ¿por qué no despedía Jake a Oti y buscaba a algún otro? Bueno, a veces todos nos dejamos llevar por los sentimientos: Jake tampoco es un Econo. Le gustaba el tipo. Tal vez el problema era precisamente que Oti sabía sus debilidades.

La búsqueda de la felicidad Supongamos, por hipótesis, que Oti no había encontrado el equilibrio ideal entre el trabajo (conducir) y el ocio (ver películas con su novia). Supongamos que –de haberlo pensado detenidamente– los días que no había tráfico realmente preferiría parar la película y ganar dinero recogiendo a Jake. Bueno, si le sirve de consuelo, no es el 92

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único que comete estos errores. Sus colegas de Nueva York no parece que lo estén haciendo mucho mejor. Un equipo de economistas del comportamiento, Linda Babcock, Colin Camerer, George Loewenstein y Richard Thaler, analizaron los datos de miles de taxistas de Nueva York para averiguar cómo elegían el número de horas que iban a trabajar cada día. Querían saber concretamente si asignaban eficientemente sus horas de trabajo. La idea básica es que los taxistas tienen días de mucho trabajo y días de poco trabajo. Si hace mal tiempo o si hay, por ejemplo, un congreso en la ciudad, es probable que hagan más carreras y, en particular, más carreras cortas (que son más rentables por cada kilómetro recorrido). En cambio, si hace un hermoso día de primavera, es menos probable que la gente pare un taxi. Los días en los que hay mucho trabajo, un taxista gana, en promedio, considerablemente más por hora que los días en los que hay poco trabajo. Y aunque no pueden saber qué días va a haber mucho trabajo y qué días va a haber poco, sí pueden elegir sus horas de trabajo. Cada vez que un taxista saca el taxi a la calle, puede decidir cuánto va a trabajar (normalmente hasta un máximo de doce horas por turno). Al mismo tiempo, suponemos que a los taxistas también les gusta su tiempo de ocio. Según la economía convencional, la solución al problema de la asignación del tiempo es sencilla: los taxistas deberían decidir trabajar más los días en los que hay mucho trabajo –sacar el coche mientras haya dinero que ganar– y marcharse antes los días en los que hay poco trabajo –encerrar el coche cuando haya poco dinero que ganar. De ese modo, pueden trabajar el mismo número de horas a la semana, pero asignar esas horas de manera que ganen lo más posible. La interpretación basada en el coste de oportunidad no es diferente: el tiempo de ocio es más barato los días en los que hay poco trabajo que los días en los que hay mucho, ya que los taxistas dejan de ganar menos con cada hora que pasan sentados en el sofá. La teoría tiene su sitio, pero tal vez no sea en los taxis de Nueva York (o, puestos así, de Singapur; un experimento realizado en ese país por Yuan Chou, de la Universidad de Melbourne, obtuvo unos resultados parecidos). Los economistas llegaron a la conclusión de que los taxistas no actuaban de acuerdo con la teoría convencional. De hecho, hacían exactamente lo contrario. Los días en los que había mucho trabajo los taxistas trabajaban menos y los días en los que había poco trabajo trabajaban más. Eso 93

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va doblemente en contra de lo que dice la intuición, si se supone que los taxistas valoran más su tiempo de ocio los días hermosos de primavera (en los que hay poco trabajo) que los días grises y lluviosos (en los que hay mucho trabajo). Los investigadores propusieron otra explicación: en lugar de tratar de maximizar su salario medio por hora, tal vez los taxistas trabajaban con el objetivo de obtener cada día unos determinados ingresos. Si fuera realmente así, los datos tienen absoluto sentido. Los días de mucho trabajo, los taxistas alcanzan su objetivo en seguida y se van, mientras que los días de poco trabajo trabajan más horas, recorriendo las calles en busca de esas últimas carreras en un intento de lograr su objetivo. Si aceptamos la teoría del objetivo diario, aun así podríamos preguntarnos: ¿cuál es la diferencia? ¿Influyen realmente mucho en los ingresos unas cuantas horas aquí o allí? Utilizando los datos diarios de los taxistas, el equipo de Babcock estimó lo que habría ganado cada taxista si hubiera asignado sus horas de trabajo de otra manera. Observó que los taxistas podían ganar, en promedio, alrededor de un 5 por ciento más simplemente trabajando el mismo número de horas todos los días; y que podían ganar alrededor de un 10 por ciento más trabajando más los días buenos y menos los días malos, manteniendo el mismo número total de horas a la semana. ¡Imagínese que puede ganar un 10 por ciento sin hacer ninguna hora extra! Bueno, oír que está dejando realmente de ganar un 10 por ciento más por su manera de elegir los turnos debería ser suficiente para que cualquiera aguzara el oído. Pero es que este tipo de descuido puede suponer un cambio muy importante en las condiciones de vida diarias, especialmente en el caso de los pobres. Son los que más pueden beneficiarse de las mejoras pequeñas y fragmentarias en sus decisiones económicas, precisamente porque viven marginados.

Oti y el microcrédito Cometer un error que representa un 10 por ciento de los ingresos duele, por supuesto; pero duele aun más cuando se tiene una deuda cuyos intereses se acumulan a un porcentaje seis o siete veces mayor. Es ahí donde el microcrédito tiene que demostrar si sirve para algo. La mayoría de los pobres del mundo –y casi todos los clientes del microcrédito del mundo– son trabajadores por cuenta propia o 94

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trabajadores eventuales, lo cual significa que toman diariamente decisiones económicas fundamentales y complejas. En el caso de los microempresarios en especial, no se trata sólo de cuántas horas trabajarán en un día dado, sino también de qué productos almacenarán y venderán; de dónde montarán su negocio; de si contratarán a otros trabajadores y a qué salario. En un país desarrollado, decidir estas cuestiones sería probablemente competencia de un ejecutivo o de un consultor estratégico. Pero en el mundo en desarrollo, los máster en administración de empresas son contadísimos y, en todo caso, no es probable que encontremos a uno vendiendo verduras o juguetes de plástico al aire libre sobre una manta en la acera. El hecho es que la mayoría de los clientes de los microcréditos son empresarios no por decisión propia, sino por necesidad. La mayoría de los países en desarrollo carecen de redes de protección social como prestaciones por desempleo o bajas por enfermedad; si uno quiere comer, tiene que trabajar. Y como no hay suficiente empleo asalariado para dar cabida a todo el que necesita ganarse la vida, la gente monta su propio negocio. Eso no se parece nada a la idea de empresario que se tiene en Estados Unidos o en Europa, que evoca la imagen de personas que destacan entre la multitud por su energía, su independencia, su creatividad y su empuje. No quiero decir con ello que los empresarios de los países en desarrollo no posean estas características. Todo lo contrario: si no fuera por su enorme determinación e ingenio, la inmensa mayoría de ellos no sobreviviría. Pero si les preguntáramos, la mayoría reconocería que montar y gestionar un pequeño negocio no era su principal opción profesional. Y a la inversa, los empresarios de cualquier parte del mundo, que muestran ese extraordinario dinamismo y empuje que tan a menudo imaginamos, seguramente dirían que su tipo de trabajo no es para todo el mundo. Entonces, ¿por qué los bancos de microcrédito se comportan como si ser empresario fuese para todo el mundo? Muhammad Yunus, premio Nobel y fundador del Grameen Bank, lo expresa de la siguiente manera: Creo firmemente que todos los seres humanos tienen una capacidad innata. La llamo capacidad de supervivencia. El hecho de que 95

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los pobres estén vivos es una demostración clara de su capacidad. No necesitan que les enseñemos a sobrevivir; ya saben. Por tanto, en lugar de perder el tiempo enseñándoles nuevas habilidades, tratamos de aprovechar al máximo las que ya tienen. Facilitando a los pobres el acceso al crédito les permitimos poner en práctica inmediatamente las habilidades que ya poseen…

Yunus es un hombre brillante, pero este punto de vista, un tanto romántico, es falso. Una cosa es sobrevivir y otra muy distinta construir una empresa de la nada, sobre todo una lo suficientemente rentable como para soportar un endeudamiento a los tipos de interés característicos del microcrédito. En el capítulo anterior vimos datos de un proyecto realizado en Sri Lanka que mostraba que había buenas oportunidades empresariales, pero que no todo el mundo estaba igualmente capacitado para aprovecharlas. Eso no debería sorprendernos en absoluto. ¿Hay alguien que piense que cualquiera, por ejemplo, en Estados Unidos o en Europa, tiene la capacidad necesaria para concebir y gestionar una pequeña empresa próspera? Es más, ¿quién se atrevería a proponer que comenzáramos a prestar dinero a todo el mundo con esa idea? La reciente crisis financiera ha demostrado que en los países más ricos incluso la gente con muchos estudios a veces se comporta irracionalmente y en perjuicio de todo el mundo, incluido de sí misma, cuando se presenta la oportunidad de obtener un préstamo. La deuda lo mismo puede ser un grillete que una llave. Pero admitamos que el microcrédito puede ser un instrumento valioso, al menos para algunos. Aun así, ¿podría funcionar mejor si lo diéramos con algunas instrucciones? Si no todos los pobres nacen para empresarios, tal vez sería útil darles algunas orientaciones. Ésa es la idea que subyace a los programas de formación empresarial, que algunos microprestamistas ofrecen –o, en algunos casos, exigen– a sus prestatarios. Ahora bien, si Muhammad Yunus estuviera en lo cierto y los pobres ya tuvieran toda la capacidad necesaria para sobrevivir, probablemente ya actuarían eficientemente, maximizando sus beneficios. Y como declara rotundamente, darles algún tipo de formación para que adquieran esa capacidad (incluida formación empresarial) sería sencillamente una pérdida de tiempo. Pero ¿y si la formación empresarial resultara ser útil? Eso induciría a pensar que al menos algunas 96

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personas no son por naturaleza unos empresarios de primera. Quizá tampoco sean los clientes naturales del microcrédito. Después de pasar dos años trabajando con FINCA en El Salvador, ésta fue una de las cuestiones que estuvieron rondando en mi cabeza hasta bien entrado el último año de doctorado, que fue cuando conocí a Martín Valdivia en una conferencia en Perú. Martín es un investigador de GRADE, laboratorio de ideas peruano lleno de científicos sociales dedicados a la investigación sobre la pobreza (también es un asiduo visitante de todos los asombrosos restaurantes de Lima, sin duda un ingrediente esencial de nuestra colaboración y amistad). Martín y yo observamos que teníamos la misma duda, por lo que nos asociamos con Iris Lanao, directora ejecutiva del microprestamista peruano FINCA Perú, y buscamos financiación para realizar un experimento controlado aleatorio sobre formación empresarial. Poco después, me invitaron a dar una charla informal en la recién creada Henry E. Niles Foundation sobre lo que sabíamos de microcréditos. Les dije que sabíamos muy poco, que aún no se entendía perfectamente ni siquiera el funcionamiento básico del microcrédito. Les intrigaba la misma cuestión con la que estaba lidiando yo: ¿cómo los microempresarios podían estar pidiendo (¡y con éxito!) préstamos a estos tipos de interés sin ninguna formación empresarial? Su curiosidad también contribuyó a poner en marcha el proyecto FINCA Perú. Los prestatarios de FINCA Perú tenían que hacer, semanal o mensualmente, unos ingresos acordes con la cuantía de sus préstamos y también se les animaba a ahorrar voluntariamente en cuentas que devengaban intereses. Había, pues, alguna formación, al menos en el sentido de exigirles un determinado comportamiento: los clientes aprendían a devolver puntualmente los préstamos y a ahorrar, ya que se les obligaba a ello. Pero no había formación empresarial o financiera ni cursos para adquirir las habilidades necesarias. ¿Se ayudaría a los prestatarios a obtener unos resultados mejores si se añadía un programa de formación? Para responder a esta pregunta, Martín y yo identificamos más de doscientos bancos comunales de FINCA Perú en Lima y Ayacucho (ciudad universitaria situada en los Andes) y elegimos aleatoriamente a la mitad para impartirles sesiones de formación empresarial de treinta minutos durante sus reuniones semanales. Eso duró entre uno o dos años en cada grupo. Aprendieron nociones empresariales básicas, entre las que se en97

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contraban llevar registros ordenadamente, entender sus mercados, diversificar sus existencias y mantener separados los fondos de la empresa de sus fondos personales. La otra mitad de los grupos continuó teniendo reuniones centradas estrictamente en los préstamos, como siempre. Éste era el grupo de control. Los resultados no fueron extraordinarios, pero había algunos aspectos positivos. Los clientes de los grupos de tratamiento adoptaron algunas estrategias que habían aprendido en las sesiones de formación. Y sus ingresos empresariales aumentaron, sobre todo en los meses malos, si bien no mucho. Los ingresos empresariales de los microempresarios experimentan fluctuaciones estacionales en todas partes, debido a las variaciones tanto de la oferta como de la demanda. A veces los astros se conjuran para que un mes sea bueno, cuando las existencias son baratas y siempre parece que haya una gran abundancia de clientes en los alrededores. Pero las cosas también pueden ir mal. Está el mes en el que nadie compra nada, en el que se debe la escuela o el alquiler anual, en el que el mayorista sube los precios, en el que hay una epidemia de gripe. Como consecuencia, ese mes los niños tienen que faltar a la escuela para ayudar en la tienda. O no comen porque hay menos ingresos. Pero si un prestatario recibiera la formación y cambiara algunas de sus prácticas empresariales, tal vez conseguiría evitar estos malos resultados. Los clientes que recibieron formación siguieron estrategias que les permitían paliar las fluctuaciones estacionales. De las pocas diferencias que había entre el grupo de tratamiento y el grupo de control, ésta era la mayor, lo cual induce a pensar que los efectos de la formación, aunque discretos en general, estaban concentrados donde más se necesitaban. FINCA Perú estaba contenta de ver que sus clientes obtenían mejores resultados, y podría haber continuado ofreciendo formación empresarial únicamente por esa razón. Pero es que, además, sólo con ver su propio balance su decisión fue muy fácil. Incluso después de tener en cuenta el coste de las sesiones de formación, el programa suponía una ganancia neta para el banco, ya que resultaba más probable que los clientes que recibían formación devolvieran sus préstamos a tiempo, y menos probable que abandonaran el sistema de préstamos. FINCA Perú tomó nota de esta buena noticia y la puso en práctica. Poco después de que terminara el experimento, impuso la formación a todos sus clientes. 98

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Pero ¿se podrían haber obtenido mejores resultados? IPA está refinando y reproduciendo constantemente sus proyectos, poniendo a prueba las ideas en diferentes entornos y con personas diferentes. Esta práctica es esencial si esperamos extraer de los resultados particulares enseñanzas generales. En un segundo experimento, dirigido por Antoinette Schoar, de la Sloan School of Management del MIT (y actualmente directora ejecutiva de la Small and Medium Enterprise Initiative de IPA); Greg Fischer, de la London School of Economics (y miembro del consejo de IPA), y Alejandro Drexler, de la Universidad de Texas-Austin, un programa de microfinanciación llevado a cabo en la República Dominicana trató de refinar los efectos de la formación empresarial impartida a sus clientes. En lugar de poner a prueba solamente un módulo de formación, se pusieron a prueba dos y se comparó cada uno de ellos con un grupo de control. Se observó que la formación contable convencional no funcionaba tan bien, pero sí la formación práctica concreta, que daba a los microempresarios unas sencillas reglas para llevar el control del dinero. De hecho, el efecto de la formación práctica era idéntico al que habíamos visto en Perú: los clientes encontraban la manera de repartir sus ingresos para que los meses malos no volvieran a ser tan malos. No sufrían tanto cuando venían malos tiempos. Pero en ninguno de estos dos experimentos se observó que los beneficiarios de la formación dieran el salto de la microempresa a la pequeña y mediana empresa. No hubo ninguna transformación. Ninguna historia de fábula como las que oímos en la publicidad sobre el microcrédito. Miriam Bruhn del Banco Mundial, Antoinette Schoar y yo unimos, pues, nuestras fuerzas en un proyecto en México que ponía el acento en la formación personalizada, más parecida a la consultoría empresarial, para pequeñas y medianas empresas de este experimento. Se asignó un mentor personal a las pequeñas y medianas empresas, no para darles una formación básica, sino para conocer de cerca a las empresas y a los empresarios y asesorarlos. El programa, financiado por el Estado, trataba principalmente de aumentar el empleo. No logró ese objetivo. Pero los beneficios de las empresas que participaron en el programa aumentaron más del doble, ¡un 110 por ciento! ¿Cuál es la moraleja? En los ejemplos de Perú, la República Dominicana y México, parecía que la formación que enseñaba cosas concretas que se podían poner inmediatamente en práctica, y el ase99

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soramiento personalizado tipo consultoría, daban mejores resultados que la formación de tipo general. Naturalmente, la formación más intensiva también es más cara, pero en el experimento mexicano el aumento de los beneficios compensó este coste adicional con creces. En conjunto, era incluso más rentable que el programa de formación de FINCA Perú. Estos experimentos muestran que los microempresarios pueden mejorar sus empresas por medio de la formación, pero la conclusión más importante era la demostración de que tenían, para empezar, algo que aprender. Como he dicho antes, el hecho de que no todos los pobres sean por naturaleza empresarios de primera categoría no debería ser muy sorprendente, pero a juzgar por las palabras de Muhammad Yunus, es algo que muchos defensores del microcrédito necesitan oír. No todo el mundo (en los países en desarrollo o, puestos así, en cualquier lugar) está hecho para llevar una empresa o para pedir un préstamo empresarial. En el caso de algunas personas, es porque carecen de pericia o de aptitud, pero en el caso de la mayoría la respuesta probablemente sea más simple. No son grandes empresarios porque no es su principal objetivo en la vida. La gente busca la felicidad de otras formas: trabajando en lo que más le gusta, pasando el tiempo con su familia, viendo películas con su novia por la tarde. ¿Qué ocurre cuando un hecho de sentido común como es el de que las aptitudes y las prioridades de la gente son diferentes choca con el entusiasmo mundial por el microcrédito empresarial? Se acaba tratando de meter a todo el mundo en el mismo saco, prestando a personas que no van a tener éxito. Se hacen préstamos y se observa expectante, esperando que las empresas crezcan como crecen las briznas de hierba; pero lo que acaba creciendo no es una exuberante y verde alfombra de hierba. Hay algunas calvas.

La búsqueda de cocedores de arroz Cuando uno se agacha y husmea en esas calvas, observa que algunas de las semillas que creía haber sembrado allí nunca prendieron. Algunos clientes del microcrédito ni siquiera parece que intentaran montar una empresa con los préstamos. Los prestamistas –y los do100

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nantes– a menudo se irritan cuando dan dinero para una causa y ven que se ha utilizado para otra cosa totalmente distinta. Jake puede dar fe de ello personalmente. Cuando vivía en Ghana, entabló amistad con un hombre llamado Philip, que siempre se las arreglaba para meterse en líos. Un día cuando iban andando a comer, Philip le dijo que necesitaba ayuda. Había alquilado una habitación que no podía pagar, con la intención de quedarse sólo un par de semanas mientras encontraba algo más barato. Pero para entonces debía al casero más de lo que tenía ahorrado y éste no le dejaría irse, no fuera a desaparecer. Eso significaba que Philip iba endeudándose cada vez más con cada noche que pasaba. –Jake –le dijo–, tal como están las cosas, tengo que pedirte ayuda. Si puedes ayudarme, saldaré mis cuentas en la pensión y te devolveré el dinero lo antes posible, cuando cobre. Jake no sabía qué hacer. Le había prestado dinero antes y no se lo había devuelto y no le hacía mucha gracia salir escaldado otra vez. La tensión aumentó por la tarde, cuando aparecieron dos policías uniformados en la oficina donde trabajaban tanto Jake como Philip. Se acercaron a la mesa de Philip y le pidieron que saliera. Philip salió tranquilamente y volvió unos veinte minutos después. Se fue directamente a la mesa de Jake. –¿Ves Jake? –le dijo–. La cosa es grave. Jake le dio el dinero a la mañana siguiente. Unas dos semanas más tarde, más o menos cuando pagaban las nóminas, Jake le preguntó cómo iban las cosas. Philip parecía optimista. –Me he ido de esa pensión. No les voy a dejar que me cojan otra vez –dijo, moviendo la cabeza y haciendo como que agarraba a un animal por el pescuezo. –¿Y liquidaste todas las cuentas? ¿No les debes nada más? –Bueno, me queda algo por pagarles, pero no me van a coger por eso. –¿Algo más? Jake le había prestado a Philip lo suficiente para que devolviera todo lo que debía. ¿Adónde había ido a parar el dinero, si no era al dueño de la pensión? –Bueno –dijo Philip, apartando la vista–, también compré un cocedor de arroz. Ahora puedo cocinar yo mismo. 101

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Este tipo de situaciones indigna a los donantes. Nos rascamos los bolsillos para ayudar a un tipo como Philip a pagar el alquiler y, nada más darse la vuelta, va y compra un electrodoméstico. Jake le echó una regañina. Mostrando un absoluto control, Philip se mantuvo firme. Sonrió y suspiró cansado: «Sabía que te enfadarías conmigo. Pero no entiendes lo que pasa con el dueño de esta pensión. Una vez que le di algo, sabía que me dejaría en paz durante unas semanas. Puedo pagarle el resto con la nómina». Philip había roto su promesa. Había dicho que iba a utilizar el dinero para pagar el alquiler. Pero su forma de enfrentarse al mundo daba resultado a su manera. No volvió a ver ni a oír a la policía ni al dueño de la pensión, y disfrutaba comiendo en su nueva habitación muchos cuencos llenos de arroz perfectamente cocinado.

El escurridizo dinero El dinero es fungible, como dicen los economistas. Es escurridizo. Se mueve como el mercurio encima de una mesa, deslizándose sin esfuerzo de un sitio a otro y no dejando ni rastro. Si Jake hubiera extendido un cheque directamente al dueño de la pensión, es posible que las cosas hubieran sido diferentes. Pero el dinero en efectivo –a diferencia, por ejemplo, de un vale– no va ligado a ninguna persona, producto o tienda en concreto. Como demostró Philip con tanta habilidad, se puede gastar en cualquier cosa. Si no se controlan los números de serie de los billetes –o se sigue físicamente a alguien para ver en qué gasta el dinero, como los investigadores del experimento de Sri Lanka que vimos en el capítulo anterior–, es casi imposible seguir la pista a un fajo de billetes conforme pasa de mano en mano (además, como veremos más adelante en este capítulo, no por controlar los fajos de billetes que prestamos sabemos necesariamente lo que necesitamos saber). Así pues, cuando establecemos normas o restricciones sobre el uso de un préstamo o de una donación en efectivo, normalmente no tenemos más que la palabra del beneficiario de que las cumplirá. La cuestión de quién tiene razón y quién no es complicada. Las organizaciones que actúan como Jake, estableciendo que el dinero 102

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de la ayuda debe gastarse de una determinada manera, a menudo lo hacen con buenas intenciones. He visto que algunos microprestamistas exigen, por ejemplo, que los clientes presenten recibos de inversiones que se correspondan con sus negocios. Aun así, los prestatarios a menudo saben mejor que nadie cuáles son sus necesidades inmediatas y cambiantes. Philip lo sabía. También lo sabían los prestatarios que vimos en el capítulo anterior en el experimento de Credit Indemnity, que obtenían mejores resultados cuando los préstamos no tenían restricciones. Hay aquí una cuestión más general que la de quién tiene razón y quién no. En realidad, hay dos; examinaremos la segunda más adelante. La primera es ésta: cuando insistimos en que los micropréstamos deben gastarse en microempresas y después le preguntamos a la gente en qué gastó su último préstamo y en qué piensa gastar el siguiente, no debe sorprendernos que nos diga muchas mentiras. Si la gente siempre dijera sinceramente cuáles son sus intenciones, mucha nunca cumpliría los requisitos para recibir ayuda. Muchos donantes potenciales (incluido Jake) hubiéramos dudado en prestar dinero a Philip si hubiéramos sabido en qué pensaba gastarlo realmente, e incluso aunque creyéramos que podía decidir más tarde en qué iba a gastarlo. En este tipo de casos, en los cuales la idoneidad de una persona para participar en un programa depende de que esté dispuesta a comprometerse a seguir una determinada conducta que no podemos controlar o imponer (o que no controlaremos o impondremos), es difícil ver qué sentido tiene forzar la cosa. ¿No andaremos buscando simplemente falsas promesas? Si es así, nos estamos perjudicando, en última instancia, a nosotros mismos. Cuando la gente no puede decir, o decide no decir, sinceramente para qué va a utilizar los recursos, nos hacemos una idea equivocada de cómo funcionan realmente estos programas. Ésa fue exactamente la conclusión de las evaluaciones que vimos en el capítulo anterior, que comenzaron a desentrañar los verdaderos efectos del microcrédito. Indicaban que la imagen que tenemos de los microcréditos es incompleta. Si queremos realmente que el microcrédito funcione en el caso de los pobres, no podemos engañarnos a nosotros mismos pensando que todos los micropréstamos se destinan a realizar inversiones empresariales, pues ¿cómo podemos esperar arreglar una máquina cuando su funcionamiento interno no se parece nada a la idea que tenemos de ella? 103

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Descubrir la verdad Éste es un punto crítico en nuestro enfoque para abordar el problema de la pobreza mundial. Si queremos actuar con algo más que buenas intenciones, tenemos que tener una imagen exacta del proceso de desarrollo y de las maneras concretas en que mejora –¡o no!– la vida de la gente. Gracias a la suma de los instrumentos de la economía del comportamiento y una evaluación rigurosa, eso está realmente a nuestro alcance. Por lo que se refiere al uso del dinero prestado, hay una manera más inteligente de averiguar en qué gasta la gente realmente los préstamos sin obligarla a confesarlo directamente. El truco está en darse cuenta de que la gente está dispuesta a revelar verdades delicadas siempre y cuando pueda ocultarlas entre otras verdades banales. Por tanto, en lugar de hacer una pregunta delicada a bocajarro, podemos incorporarla a una lista de preguntas inocuas. Consiste en lo siguiente: imaginemos que queremos averiguar si la gente ha estado robando chocolatinas Milky Way en la tienda de la esquina. Podríamos preguntárselo directamente, pero probablemente no nos sorprendería que todo el mundo dijera que no. Y tendríamos razón en dudar de su respuesta. En lugar de eso, hagamos dos listas, pasemos una (elegida aleatoriamente) a cada uno de los clientes y preguntémosles: «¿Cuántas –no cuáles, sino simplemente cuántas– afirmaciones de las siguientes son ciertas?». Lista 1 1. Voy a la tienda de la esquina al menos una vez a la semana. 2. Milky Way es mi chocolatina favorita. 3. Me tomo al menos una chocolatina a la semana.

Lista 2 1. Voy a la tienda de la esquina al menos una vez a la semana. 2. Milky Way es mi chocolatina favorita. 3. Me tomo al menos una chocolatina a la semana. 4. He robado una chocolatina en la tienda.

La lista 2 da a los ladrones de Milky Way la cobertura que necesitan para admitir sus actos sin temor a ser descubiertos. Supon104

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gamos que a un cliente (que sabe que es un ladrón) se le entrega la segunda lista. Dice que está de acuerdo con dos de las cuatro afirmaciones. No podemos relacionarlo con el robo porque podría mentir y decir que sólo estaba de acuerdo, por ejemplo, con las afirmaciones (2) y (3). Pero la información está ahí; no tenemos más que extraerla. La asignación aleatoria es precisamente el instrumento para conseguirlo. Como los clientes se asignaron aleatoriamente a las listas, no debería haber ninguna diferencia sistemática entre los que recibieron la Lista 1 y los que recibieron la Lista 2. En concreto, no debería haber ninguna diferencia (en promedio) entre ellos en lo que se refiere a su aceptación de las afirmaciones (1) a (3), que son comunes a ambas listas. Eso significa que la aceptación media de todas las afirmaciones de la Lista 1 es igual que la aceptación media de las afirmaciones (1) a (3) de la lista 2. Restando esta media de la aceptación media de toda la Lista 2, tenemos lo que queremos. La cantidad que nos interesa –la aceptación media de la afirmación (4), o sea, la proporción de clientes que roban chocolatinas Milky Way– es exactamente lo que queda cuando restamos la aceptación de las afirmaciones (1) a (3). Esta técnica revela muy claramente qué está haciendo el grupo sin poner en evidencia el comportamiento de ninguna persona en concreto. Y puede hacer algo más que ayudar a resolver el caso de las chocolatinas que faltan. Pia Raffler, antigua directora general de IPA en Uganda y actualmente estudiante de doctorado en ciencias políticas en Yale; Julian Jamison, economista del Banco de la Reserva Federal de Boston (y una persona que considera que un maratón es una «carrera de entrenamiento»), y yo la utilizamos en Uganda, donde estábamos evaluando un programa de la Grameen Foundation y Google que daba respuestas a preguntas sobre la salud por mensaje de texto. Queríamos obtener información sobre el comportamiento sexual de la gente –concretamente, sobre el delicado tema de la infidelidad–, pero sabíamos, por supuesto, que la gente podía no decir la verdad si se le preguntaba directamente. Cuando preguntamos directamente, el 13,3 por ciento de los encuestados admitió que había sido infiel en los tres últimos meses. Pero cuando la cuestión de la infidelidad se colocaba dentro de una lista, observamos que el 17,4 por ciento de los encuestados –alrededor de un tercio más– hacía de las suyas. 105

¡no basta con buenas intenciones!

Jonathan Zinman y yo utilizamos esta misma técnica en un proyecto con la organización peruana de microfinanzas Arariwa para saber qué estaban haciendo realmente sus clientes con los préstamos. Según las normas de Arariwa, los préstamos sólo podían emplearse para invertir en un negocio. Si un prestatario admitía que había gastado el préstamo en comida, medicamentos, escuelas o cualquier otro tipo de consumo (distinto de una inversión), era probable que se le prohibiera pedir préstamos en el futuro. Aun así, el banco quería saber adónde iba el dinero prestado. Así que preguntó. Al decir de los prestatarios, no había –como era previsible– casi nada que ocultar. Cuando se les preguntó directamente sobre las necesidades que habían cubierto con sus préstamos, el 8 por ciento dijo que había gastado parte del préstamo en cosas para la casa. Otro 7 por ciento reconoció que había gastado en la educación de sus hijos. Y un mísero 2 por ciento afirmó que había gastado en sanidad. Aparentemente, todos los demás habían seguido las instrucciones del banco al pie de la letra y no habían hecho ningún gasto de consumo. Eso habría sido magnífico, pero no era cierto. Utilizando el método de la asignación aleatoria de las listas se obtuvieron unas respuestas absolutamente distintas. Cuando las preguntas delicadas (como: «¿Gastó parte del dinero del micropréstamo en cosas para la casa?») estaban rodeadas de otras fáciles (como: «¿Gastó parte del dinero del micropréstamo en suministros para la empresa?»), empezamos a ver cuál era la verdadera realidad. Ahora parecía que el 32 por ciento de los prestatarios había utilizado parte del dinero del préstamo para comprar cosas para la casa, el 33 por ciento para pagar la educación de los hijos y el 23 por ciento en sanidad. Las diferencias que habíamos descubierto eran enormes. Dibujaban una historia radicalmente distinta del modo en que los préstamos de Arariwa ayudaban, en realidad, a los peruanos pobres a vivir mejor. Resultaba que no todo el mundo estaba construyendo una microempresa de la nada. Gran parte de los clientes aparentaba comportarse según la descripción oficial del éxito en los negocios fruto del espíritu emprendedor de la gente, pero cuando todos se daban la vuelta hacían lo que querían con el dinero. Esto no es infrecuente. En Indonesia, Don Johnston y Jonathan Morduch, de la Universidad de Nueva York, observaron que más del 50 por ciento de los clientes declaraba que utilizaba los préstamos para gastos de consumo. 106

buscar la felicidad

Los programas que distribuyen dinero u otros recursos valiosos deberían preguntarse por el acierto de imponer reglas que es improbable que se cumplan. Hacer políticas que no se puede obligar a cumplir es una demostración de impotencia. Además, todo el que no respeta las normas –piénsese en Philip disfrutando de su arroz– podría estar en realidad haciendo lo más conveniente. Pero hay también otro problema.

El mayor problema del escurridizo dinero He dicho que había aquí dos cuestiones de tipo general. He aquí la segunda y más convincente razón por la que tenemos que mirar más allá de las restricciones que tratan de limitar el modo en que la gente puede utilizar los programas y los recursos de los programas para vivir mejor: aunque el prestatario siga todas las normas al pie de la letra, el verdadero efecto del préstamo a menudo aparece donde menos se espera (ése es el motivo por el que, aunque los prestamistas pudieran controlar el modo en que se gastan los fondos prestados, no sería suficiente). El dinero, como el agua, encuentra su propio nivel. Cuando cae en un terreno desigual, tiende a llenar primero los huecos más profundos, independientemente de lo que le digamos a la persona que lo tiene. Es así por naturaleza. A veces la gente contribuye deliberadamente al proceso de nivelación, como cuando Philip compró su cocedor de arroz. Cuando devolvió lo suficiente de la factura que debía al casero para quitárselo de encima, su deuda había dejado de ser su principal problema; ahora el dinero podía destinarlo a otras cosas. Pero a menudo se produce ese mismo proceso sin hacer nada conscientemente. Imaginemos el agua cayendo en cascada por las distintas piletas de una fuente italiana. Sale a borbotones del caño situado en la parte superior, entra en la pila más alta, que se desborda, y cae en la segunda pila, que se desborda, y cae en la tercera, etc. El agua cae en la primera pila, pero al final acaba llenando la última. Lo mismo ocurre con los recursos de los programas de desarrollo: se da algo de valor para satisfacer una necesidad concreta –puede ser una cabra que produce leche o un uniforme escolar para un niño o dinero para montar una microempresa–, pero sus 107

¡no basta con buenas intenciones!

efectos acaban dejándose sentir en algún rincón alejado de la vida del que lo recibe. He aquí un ejemplo. Imaginemos una mujer que vende tomates en un concurrido mercadillo. Todas las mañanas compra tomates por valor de cincuenta dólares a un mayorista y los vende a lo largo del día por cincuenta y cinco. Al final, se queda con cinco para ella y guarda los cincuenta restantes en su bolsillo para comprar tomates a la mañana siguiente. Un día recibe un préstamo de cien dólares que le permitirá ampliar su negocio. Lo primero que hace por la mañana es ir al banco, recoge un sobre que contiene cien dólares en efectivo y se encamina directamente a la tienda del mayorista, donde compra el doble de tomates que siempre con los cien dólares del sobre. A lo largo del día, los vende por ciento diez dólares. ¡Voilà, un negocio en expansión! Cuando cierra el puesto por la tarde, recuerda los cincuenta dólares que había apartado la tarde anterior. Están justamente donde los dejó, en su bolsillo. Dejándose llevar por la emoción, decide celebrarlo, por lo que se para camino de casa y compra un lector de DVD para su familia. ¿Hemos visto caer el dinero de una pila a la siguiente? Cuando el banco le pregunta en qué gastó el préstamo, responde (¡sinceramente!) que lo gastó todo en existencias para su negocio de tomates. Pero desde nuestra atalaya privilegiada podemos ver que lo que hizo realmente el micropréstamo fue permitirle comprar cincuenta dólares más de tomates y un lector de DVD de cincuenta dólares. Incluso cuando la gente no es escurridiza, el dinero suele serlo. Podemos recomendar soluciones concretas para los problemas que observamos, pero nuestras recomendaciones normalmente no son vinculantes. Unas veces la gente (como Philip) desobedece intencionadamente las normas; otras, la gente (como la vendedora de tomates) trata sinceramente de cumplir sus promesas, pero acaba haciendo lo mismo. En el capítulo anterior, vimos datos procedentes de trabajos de campo que inducen a pensar que los préstamos estrictamente empresariales probablemente no sean la buena manera de ayudar a todo el mundo. Y ahora vemos que, aunque lo fueran, las intensas prioridades de la gente y lo escurridizo del dinero significan que incluso los mayores esfuerzos para limitar las opciones de los prestatarios probablemente resulten ser en vano. 108

buscar la felicidad

Pero eso no impide que los prestamistas lo intenten. La táctica que más se utiliza para controlar a los clientes es darles incentivos para que se controlen unos a otros. El razonamiento es el siguiente: si los prestatarios no obedecen las normas impuestas desde fuera, a lo mejor uno de dentro –o, mejor aún, un grupo de ellos– puede conseguirlo. En el siguiente capítulo analizaremos el principal vehículo que utilizan los prestamistas para aplicar la presión del grupo –la responsabilidad colectiva– y veremos en qué medida funciona.

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Cooperar en grupos ¿Y la flaqueza de la multitud?

Si uno se fijara solamente en la marquesina art déco del Roxy Theather apuntando triangularmente hacia el cielo, posiblemente pensaría que se trata de una ciudad tropical en su esplendor colonial. Trajes de lino; aire espeso y húmedo de la noche movido por una suave brisa; suave cantinela de las hojas de las palmeras; olor dulzón de los plátanos friéndose en los puestos callejeros; música brotando de la puerta de un club nocturno llamado Copacabana, un club con mesitas redondas, un estrado para los músicos y buena ginebra importada. Pero uno no puede fijarse solamente en la marquesina del Roxy Theater. También tiene que mirar su ruinosa fachada, la elegante ventanilla de cristal curvada de su taquilla cubierta de telarañas llenas de polvo y atravesada por una larga grieta diagonal, los bichos muertos patas arriba en los vacíos expositores de la cartelera. No se puede ignorar el fino cieno del aparcamiento que se mete hasta el fondo de la garganta, cáustico como el polvo del cemento. Ni puede desconectar del ruido de los motores al ralentí de los enormes camiones articulados aparcados detrás de nosotros o del zumbido de las motos que pasan a su lado como un rayo por el estrecho arcén. Y no es una noche húmeda sino la cegadora y calurosa mañana del martes 5 de febrero de 2008. Accra (Ghana) es una ciudad que no se encuentra en su máximo esplendor colonial. Pero es posible que le quede aún alguno; y el Roxy Theater es el mejor símbolo de ello. A pesar de que no tiene ni proyector, ni pan-

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¡no basta con buenas intenciones!

talla, ni butacas y ni siquiera tejado, ese ruinoso lugar todavía se llena al menos unas cuantas veces a la semana. Sin embargo, esos días, sus clientes no son espectadores. Son clientes de microcréditos. Esa calurosa mañana en concreto, Jake estaba en el Roxy para hablar con las «Líderes de la Comunidad», mujeres que se habían distinguido durante años como prestatarias de Opportunity Internacional, un importante microprestamista ghanés. Eran los pilares del programa de microcrédito. Muchas habían pedido una docena de préstamos o más y la mayoría habían sido las responsables de sus grupos de préstamo. Y todas tenían una cosa en común: ninguna había dejado de pagar ni un solo plazo. Eran unos clientes perfectos. A Jake le habían informado antes de ir al teatro, pero aún no sabía exactamente con qué iba a encontrarse. Conforme subía por los desiguales escalones de cemento camino de la platea en la que estaba sentado todo el mundo, iba preguntándose cómo serían estas mujeres. Se imaginaba en cierto modo un grupo de empresarias vestidas con chaqueta y pantalón. Zapatos de salón, trajes oscuros de rayadillo y hombreras; seriedad y sentido común. Eran, al fin y al cabo, la flor y nata de los clientes. El sueño le duró poco. Los escalones daban a una platea de cemento plana, con sillas plegables de metal dispuestas en filas perfectamente ordenadas. Se podía saber con qué precisión se habían colocado porque no se habían tocado. Nadie se había sentado. Las mujeres estaban de pie moviéndose y hablando. Iban vestidas exactamente igual que el resto: largas faldas de tela estampada de vivos colores, chanclas, camisetas serigrafiadas de segunda mano, pañuelos en la cabeza. Amplias sonrisas enmarcando unos dientes blanquísimos. Y el sonido de las risas. Jake se enteró esa mañana de que el desenfado era otra característica que compartían todas estas mujeres. Eso no quiere decir que no fueran serias; todo lo contrario. Se tomaban muy en serio sus deudas. No se piden prestados y se devuelven miles de dólares durante cientos de meses si no se tiene mucha disciplina y coraje. Su sentido del humor entraba en juego en el momento en que otros prestatarios tenían dificultades; era lo que les impedía desesperarse. Los préstamos que habían pedido estas mujeres eran préstamos de grupo, por lo que sus obligaciones con el banco iban unidas a las del resto de su grupo. Y aunque las mujeres del Roxy Theater se habían ganado el nombre de Líderes de la Comunidad por su 112

cooperar en grupos

ejemplar historial, otras muchas no se habían desenvuelto tan bien. En su vasta experiencia, las Líderes de la Comunidad habían visto de todo: gente incapaz de pagar a tiempo, gente incapaz de pagar íntegramente, prestatarias recalcitrantes decididas a no devolver su deuda, miembros del grupo que sencillamente cogían el dinero y desaparecían. Cuando ocurrían estas cosas, el resto del grupo tenía que cargar con el muerto. Se rascaban el bolsillo y pagaban en nombre de las delincuentes. Con el paso de los años, esos pagos se habían ido acumulando. Es difícil poner una cifra a estas cosas, pero el sentido del humor de Mercy valía más de mil dólares o, por ponerlo en su contexto, alrededor de una vez y media la renta anual per cápita de Ghana. Me dijo que eso es lo que había pagado durante sus ocho años como cliente para cubrir las espaldas a otras mujeres del grupo cuando se quedaban cortas. Mercy vendía productos secos y enlatados en Makola, uno de los mayores mercadillos de Accra. Vendía cosas como espagueti, cerillas, café instantáneo, concentrado de tomate y latas de arenques. Cuando pidió su primer préstamo, era una humilde vendedora ambulante: una de esas innumerables mujeres que llegan pronto por la mañana, pasan por entre los pasillos del mercado con una mesa plegable y una caja de cartón llena de productos sobre la cabeza, montan el puesto en la acera y repiten todo el proceso a la inversa al anochecer. Bien, cuando iba por su duodécimo préstamo, había hecho grandes progresos. Había medrado y tenía un puesto de ladrillos con una puerta metálica y un pesado candado, por lo que no tenía que ir y volver todos los días a Makola acarreando sus mercancías. Al no verse ya limitada por la cantidad que podía llevar en la cabeza, adquiría más productos y más variados que antes. Compraba a un distribuidor sus existencias en mayores cantidades y a un precio más bajo. No había la más mínima duda: Mercy había prosperado a lo largo de su carrera como cliente del microcrédito. Pero el simple hecho de que su negocio prosperara al mismo tiempo que pedía préstamos no significa, desde luego, que el crédito fuera necesariamente la causa de este crecimiento. Aun así, independientemente de si o de cuánto le ayudara el préstamo, estaba pendiente una cuestión: ¿Tenía que pagar realmente esa multa (los mil dólares gastados para cubrir las espaldas a las morosas) por los préstamos? ¿No existe una solución mejor? 113

¡no basta con buenas intenciones!

Allí arriba en el apacible aire de la platea del Roxy Theater, Mercy le dijo a Jake que pensaba que este préstamo sería el último. «Por lo que se refiere al mío, no me preocupa. Puedo pagar. Mi negocio marcha. Pero no voy a cubrir las espaldas a ésas» –y aquí hizo una mueca bajando la comisura de los labios, cerró los ojos y movió la cabeza, pensando quizá en los mil dólares– «otra vez».

El cacareado modelo de los préstamos de grupo No es de extrañar que Mercy estuviera dispuesta a tirar la toalla. Si acaso, podríamos preguntarnos por qué había esperado tanto. Pero la gran pregunta en este caso no es sobre ella, sino sobre los préstamos de grupo en general. En el capítulo anterior, vimos que tanto en el caso de los pobres como en el de cualquier otra persona, es difícil reprimir las necesidades de la gente, sus prioridades y sus formas de buscar la felicidad. Ésa es la razón por la que Oti dejaba pasar oportunidades de hacer negocio para ver películas con su novia y por la que Philip gastó el dinero del préstamo en un cocedor de arroz. ¿Tiene verdaderamente sentido atar todas estas diversas hebras que tiran todas ellas en distintas direcciones? ¿No es inevitable que algunas personas –especialmente la buena gente, como Mercy– salgan escaldadas y abandonen? ¿Qué sentido tiene un programa de préstamos que en realidad penaliza a las mejores clientas obligándolas a cubrir las espaldas a las aprovechadas? Por extraño que parezca, ésta ha sido una característica del microcrédito moderno desde que Muhammad Yunus, el padrino del movimiento, hizo su primer préstamo a un grupo de artesanas del bambú bangladesíes a finales de los años setenta. En las tres décadas que han transcurrido desde entonces, la mayoría de los miles de organizaciones de microcrédito que han surgido en todo el mundo se han inspirado en el Grameen Bank de Yunus. En lugar de prestar a individuos, han crecido prestando a grupos. Normalmente, el grupo en su conjunto es responsable del préstamo de cada uno de sus miembros. Así, por ejemplo, cuando diez clientes piden un préstamo de cien dólares cada uno, para el microprestamista es como hacer un único préstamo de grupo de mil dólares. El grupo flota (o se hunde) junto. Si paga sus cuotas a tiempo y en su integridad, todo el mundo puede pedir otro préstamo una vez devuelto el actual. 114

cooperar en grupos

En caso contrario, ninguno de sus miembros –ni las manzanas buenas ni las podridas– puede volver a pedir un préstams. (O, por lo menos, se supone que funciona de esa manera. Muchos microprestamistas amenazan con prohibir a todo el grupo pedir nuevos préstamos cuando sólo hay un par de morosos, pero relativamente pocos lo cumplen. Es una práctica habitual separar a los prestamistas buenos del grupo moroso y continuar prestándoles a ellos.) Este sistema posiblemente parezca injusto a los buenos clientes como Mercy, pero en realidad es una solución intermedia. En teoría, esta responsabilidad subsidiaria es la razón por la que los microprestamistas pueden operar. El modelo del préstamo de grupo resuelve tres problemas que han llevado históricamente a los bancos a no prestar a los pobres. Piénsese en estos problemas como preguntas a las que un banco tiene que responder para que sea viable prestar. En primer lugar, ¿quién es esta persona que quiere pedir un préstamo? En segundo lugar, ¿cómo podemos estar seguros de que pagará en los plazos previstos? Y en tercer lugar, ¿qué podemos hacer para recuperar el dinero si las cosas se ponen feas? En la mayoría de los países desarrollados, existen vastas redes de información y poderosos mecanismos legales que ayudan a responder a estas preguntas. Pero los prestamistas potenciales del resto del mundo tienen tan pocos recursos en los que basarse que a menudo simplemente se niegan a operar. La gran innovación del modelo de los préstamos de grupo fue salvar estas diferencias aprovechando la información y el poder de los propios prestatarios. Una manera de ver cómo funciona es ponerse en la piel de un responsable del banco y comparar los procedimientos que se siguen para estudiar las solicitudes de préstamos en Estados Unidos y en un país en desarrollo, por ejemplo, en el banco de Mercy en Ghana.

¿Quién es el prestatario? Para un banco de Estados Unidos, es fácil responder a la primera pregunta. Por ejemplo, el número de la seguridad social o el número de identificación fiscal transmite una enorme cantidad de información fiable, desde el domicilio hasta el permiso de circulación y el censo electoral. Además de eso, existen agencias de informes crediticios, 115

¡no basta con buenas intenciones!

como Experian, Equifax y TransUnion, que acumulan información detallada de la vida de los americanos como consumidores y la convierten en un simple número de tres dígitos: una puntuación crediticia. Esa puntuación permite a un banco saber en qué medida un prestatario potencial ha cumplido sus obligaciones financieras en el pasado, lo cual es un importante indicador de cómo se comportará en el futuro. Toda esta información aparece, por supuesto, de forma inmediata cuando el empleado del banco introduce el nombre del solicitante en el ordenador. Veamos ahora qué ocurre en Ghana. El banco comienza preguntándole al solicitante por su nombre, pero ¿qué dice un nombre? No mucho, si ese nombre no es único, coherente o verificable. La mayoría de los ghaneses tienen, de hecho, cuatro nombres: el apellido, el nombre de pila, un nombre local y un sobrenombre por el día de la semana en el que nacieron. La grafía y el orden varían, incluso en los documentos oficiales, si es que hay, para empezar, documentos oficiales. La cuestión del domicilio es aún más complicada. En lugar del número de la casa, el nombre de la calle, el código postal, tendremos algo así: «Vaya a Agona Juction, ande unos cuatrocientos metros en dirección a Tema, gire a la derecha enfrente de Ebenezer Church. Vaya por el camino de tierra por detrás del Quincy Chop Bar cerca del campo de fútbol. Busque la casa que tiene una tapia blanca y una puerta verde». Buena suerte. De todos modos, no nos serviría de mucho saber el nombre o la dirección, ya que no nos conecta con una red de información relevante. La mayor carencia es la falta de agencias de información crediticia. Ghana, como la mayoría de los países en desarrollo, no tiene ninguna. Es casi imposible obtener información sobre la historia financiera de una persona. Y cuando un banco no puede obtener información sobre sus clientes potenciales, no puede eliminar las malas hierbas. En ese caso, prestar significa correr el riesgo de elegir prestatarios poco fiables. El modelo de los préstamos de grupo resuelve el problema traspasando la carga de seleccionar los prestatarios a ellos mismos. Como es el grupo (y no el banco) el que paga la multa cuando los miembros se portan mal, es el grupo el que tiene un incentivo para enterarse de quién es de fiar., En cierto sentido, el grupo está mejor preparado para hacer esa labor, dada la escasez de información de que dispone el banco. Los prestatarios, al ser vecinos, familiares, feligreses y ami116

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gos de los miembros del grupo, saben más de cada uno de lo que podría llegar a saber el prestamista.

¿Cómo sabemos que el prestatario puede pagar? Supongamos que logramos convencernos de que una prestataria potencial es de fiar. ¿Cómo podemos estar seguros de que pagará las cuotas una vez que obtenga el dinero? En Estados Unidos, los solicitantes de préstamos tienen que avalar sus solicitudes. La gente garantiza los préstamos con avales como viviendas, coches y joyas. O, sin poner en riesgo sus activos, la nómina o la declaración de la renta pueden demostrar que un solicitante gana lo suficiente para pagar en los plazos previstos. Como mínimo, la gente que pide un préstamo comercial a menudo debe presentar un plan empresarial detallado que muestre cómo se van a utilizar los fondos prestados y cómo va a generar la empresa suficiente dinero para poder devolverlos. En cambio, es improbable que los ghaneses que solicitan un préstamo puedan presentar un aval. Para empezar, la mayoría de la gente no tiene muchos activos importantes y las endebles leyes sobre la propiedad bloquean a la gente que tiene alguno. Normalmente, para garantizar un préstamo se aporta un terreno heredado. Cuando el banco investiga, encuentra media docena de personas que se proclaman propietarias de esa parcelita. Eso son media docena de personas que probablemente impedirían al banco quedarse con esa propiedad, si llegara el caso. Es comprensible que los bancos normalmente eviten esos enredos. Verificar los ingresos no es más fácil que demostrar ser propietario. Como en Ghana el empleo es en su mayor parte sumergido, la gente normalmente cobra en efectivo, lo cual es especialmente cierto en el caso de los clientes del microcrédito, que tienden a trabajar por cuenta propia. Por tanto, la mayoría de los solicitantes no pueden presentar la nómina para demostrar cuánto ganan. Muy pocas personas llevan un registro detallado de las compraventas de sus empresas, por lo que cualquier plan de negocios y cualquier previsión de rentabilidad, de existir, normalmente son rudimentarios. Todo eso causa una enorme inquietud a los prestamistas. Lo que les gustaría hacer realmente es vigilar a los clientes –de esa manera 117

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podrían asegurarse de que la gente utiliza los préstamos con buen fin y realiza suficientes esfuerzos para pagar sus cuotas–, pero no pueden. Simplemente no tienen el personal necesario para vigilar de cerca a todo el mundo. Así que algunas personas acaban haciendo cosas que sus acreedores no aprobarían, por ejemplo, Philip, que compró un cocedor de arroz en lugar de pagar el alquiler. Los préstamos de grupo son una solución a este problema. Al igual que ocurre a la hora de seleccionar los prestatarios, la clave está en que los clientes se conocen mejor entre sí de lo que el banco conoce a cualquiera de ellos. Los miembros del grupo pueden vigilarse, ya que compran a los mismos distribuidores y venden en los mismos mercadillos y se ven en la iglesia. Se enteran, pues, cuando alguien gasta el dinero del préstamo en un televisor (o en un cocedor de arroz). Saben si alguien empieza a faltar de repente al trabajo. Y como todos tienen algo que perder (a saber, la posibilidad de volver a pedir un préstamo en el futuro), cada uno de ellos tiene un incentivo material para mantener a raya a todos los demás. Los clientes de los préstamos de grupo sienten presión por cumplir, aunque los otros miembros no los achuchen directamente, ya que corren el riesgo de dañar su reputación social si dejan de pagar algún plazo. Entonces, las relaciones comerciales con sus proveedores y clientes se vuelven tirantes. El acceso a la ayuda de la comunidad en momentos de necesidad puede mermarse rápida e irreversiblemente. Ganarse la fama de aprovechado a menudo resulta muy caro a largo plazo. La gente normalmente hace todo lo posible por evitarlo. El modelo de los préstamos de grupo, al respaldar los acuerdos financieros formales con moneda social, consigue mantener a raya a los prestatarios.

¿Qué ocurre si las cosas van mal? En Estados Unidos, los bancos resuelven la tercera cuestión –cómo recuperar el dinero prestado si el prestatario no paga lo que debe– por medio de acciones legales. La legislación varía de unos estados a otros, pero en general los prestamistas están bien protegidos de los morosos. Pueden quedarse con el aval, embargar los salarios y recuperar otros activos si es necesario. 118

cooperar en grupos

Si las leyes son los dientes del sistema, las agencias de información crediticia son las mandíbulas. En los países desarrollados, es difícil que los prestatarios que no cumplen desaparezcan del mapa y eludan sus obligaciones. Nuestros datos, tanto los buenos como los malos, nos siguen con la misma seguridad que nuestra sombra, retenidos ahí por nuestros nombres, el número de nuestro documento de identidad y nuestras direcciones, cosas de las que es difícil librarse. En cambio, en Ghana es muy fácil desaparecer. Jake se pegó una vez a un empleado encargado de los créditos que salió a localizar a una clienta que había dejado de pagar dos plazos. Fue un periplo desalentador. Fueron al puesto del mercado en el que había trabajado la mujer. Lo único que encontraron fue una mesa contrachapada vacía. A continuación, se patearon la ciudad hasta llegar a su casa, que estaba cerrada. Un vecino les dijo que llevaba un par de semanas sin ir por allí. «A lo mejor está en Cape Coast en un funeral», sugirió el vecino; pero ésa fue toda la información que pudieron conseguir. El empleado dijo que creía que, con algunas investigaciones, se podría encontrar a la mujer. Pero ¿merecía la pena el esfuerzo? Su préstamo era, para empezar, de unos cuantos cientos de dólares solamente, y lo había devuelto casi todo. Si iba a Cape Coast, a tres horas en autobús, o se pasaba más días zigzagueando por Accra, le quedaría menos tiempo para ocuparse de los otros cuatrocientos clientes que tenía aproximadamente. Meter a la policía en esto tampoco era muy atractivo. Llevaría incluso más tiempo, no era mucho más probable que tuviera éxito y encima sería frustrante. Si la cantidad de dinero hubiera sido mayor, tal vez se habría tomado la molestia, pero al final no podría justificarlo. Así que dejó que la mujer se largara. Los microprestamistas tienen el mismo problema en todo el mundo. Es difícil localizar a los morosos independientemente de dónde vivan o de cuánto hayan pedido prestado; pero como los micropréstamos normalmente son bastante pequeños, los clientes normalmente no deben mucho. Localizar a un moroso puede valer menos que el tiempo de un empleado y, aun en el supuesto caso de que éste encontrara al cliente, tiene un poder limitado para recuperar el dinero. Sin embargo, en un grupo, mientras sea creíble la amenaza de que nadie podrá volver a pedir préstamos si alguien se retrasa sin una buena razón, es probable que el banco pueda conseguir que el grupo haga una pequeña colecta para compensar el pago que falta. 119

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Una vez más, eso equivale a pasar la responsabilidad de la vigilancia a los prestatarios. Los clientes íntegros no quieren verse más perjudicados que el banco. Cuando tienen que pagar por uno de los suyos, hacen todo lo posible por cobrarle el dinero. Lo bonito de esto es que los clientes a menudo son unos recaudadores más eficaces que los empleados de los bancos. No porque sean necesariamente más tenaces, sino porque, al vivir y trabajar al lado de sus deudores, están mejor situados.

Otras ventajas de los préstamos de grupo Los préstamos de grupo, además de permitir a los prestamistas de los países en desarrollo responder a las tres grandes preguntas que hemos mencionado antes, también hacen que el crédito sea económicamente más atractivo, al limitar sus costes. Mientras que reunirse con cada cliente lleva tiempo y es caro, a los bancos les resulta beneficioso reunirse a la vez con todo un grupo o con grupos de grupos. No es infrecuente que un empleado del banco se reúna dos veces a la semana con diez grupos de una docena de prestatarios cada uno. Todo ello puede llevar dos horas, o sea, un minuto por cliente. Una de las razones por las que el proceso de devolución de los préstamos puede simplificarse tanto es que el banco no tiene que llevar un registro detallado de cada cliente. Dado que lo que le preocupa principalmente es la devolución del préstamo de grupo, puede dejar que los miembros controlen quién dio y cuánto dio cada semana. Eso es lo que ocurre normalmente en las reuniones que organizan los grupos de grupos para devolver los préstamos: el tesorero del grupo anota el pago de cada miembro en su cuaderno y realiza un único pago al responsable de los préstamos en nombre de todo el mundo. El empleado puede pedirle las anotaciones individuales si la cantidad entregada por el grupo no es suficiente; de lo contrario, normalmente pasa simplemente al grupo siguiente. En conjunto, los responsables de los préstamos ahorran mucho tiempo y consiguen atender a muchos más clientes. Los defensores del microcrédito alaban dos ventajas más (al menos) del modelo de grupo: la oportunidad de añadir intervenciones complementarias a los programas de préstamos y la posibilidad de dotar de poder a los clientes. Un grupo de más de cien 120

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clientes que se reúnen dos veces por semana para devolver los préstamos es una audiencia cautiva. ¿Por qué no darles alguna formación empresarial (como hacía FINCA Perú, que mencioné en el capítulo anterior) o una clase de nutrición mientras están ahí sentados? Algunos bancos han integrado programas auxiliares en sus programas de crédito y han tenido mucho éxito. Por lo que se refiere a la dotación de poder, se debe al simple hecho de que los clientes se reúnen periódicamente. Hablan de su trabajo y de su vida personal, intercambian información y se ayudan mutuamente a resolver problemas. Se inspiran unos a otros. Algunos microprestamistas –sobre todo el propio Grameen Bank de Yunus– utilizan la dinámica social entre los grupos de prestatarios para seguir explícitamente un programa de dotación de poder. Grameen lo hace comprometiendo a los clientes, como grupo, a seguir una lista de dieciséis compromisos, desde la agricultura de subsistencia hasta la educación de los hijos. Se dice que cuando el grupo se compromete junto, se esfuerza mucho más en cumplir su compromiso, por solidaridad con los demás.

El problema de la responsabilidad subsidiaria Ésos son, pues, en pocas palabras, los aspectos positivos de la teoría en la que se basan los préstamos de grupo. Resuelven los tres problemas básicos a los que se enfrentan los prestamistas (problemas que, antes del audaz experimento de Yunus en Bangladesh hace treinta años, eran de difícil solución en el mundo en desarrollo), permiten a los bancos simplificar sus operaciones y sirven de vehículo para realizar otros cometidos socialmente beneficiosos. Ahora viene la mala noticia. Estas características distintivas de los préstamos de grupo, a pesar de todas sus ventajas, no son en realidad más que procedimientos para aligerar la carga de los prestamistas, lo que les permiten operar. Pero esa carga no desaparece. Cuando los bancos se desprenden de ella, acaban siendo los propios clientes quienes terminan asumiéndola. La manera más obvia en que los clientes de los préstamos de grupo cargan con el muerto es realizando los pagos atrasados de los demás, como hizo Mercy, pagando hasta mil dólares. Pero el sistema es también una carga para los clientes de otras maneras más sutiles. 121

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Una de ellas es sencillamente una cuestión de tiempo. Como hemos visto, realizar grandes reuniones para devolver los préstamos es de gran ayuda para el banco, ya que permite a un empleado anotar los pagos de los clientes en un par de horas. No lo es tanto para el cliente. En lugar de realizar el pago en una ventanilla, lo que podría llevar cinco o diez minutos, tiene que esperar dos horas mientras el empleado se reúne con otros clientes. Añádase a eso el tiempo que se tarda en ir y volver de las reuniones y posiblemente se habrá perdido la mitad de un día de trabajo cada una o dos semanas. Después de devolver el préstamo, eso habrá supuesto la pérdida de una gran cantidad de tiempo. Otro inconveniente del sistema de préstamos de grupo es el hecho de que de manera indirecta anima a los clientes con pocas necesidades a pedir préstamos excesivos sin que se den cuenta. He aquí por qué: supongamos que cada cliente solicita su préstamo ideal. Ahora pensemos en el miembro del grupo que solicita el préstamo más pequeño. Como todos los demás están más endeudados que él, acaba asumiendo una parte del riesgo mayor de la que le correspondería al comprometerse a cubrirles las espaldas. Pongámonos en el caso extremo e imaginemos un grupo de dos personas: una pide un préstamo de diez dólares y la otra uno de cien. Si la que pide el préstamo de diez dólares es responsable subsidiaria del préstamo de cien, hace un mal negocio. De manera que para estar en igualdad de condiciones algunos acaban pidiendo préstamos mayores de lo que necesitan, y esto, a la larga, conduce a tener problemas. (Una posible solución es que la responsabilidad de cada prestatario sea proporcional a la parte que le corresponde de la deuda total del grupo. Algunos microprestamistas hacen eso, pero no así la inmensa mayoría de los que he visto.) Cuando llegan de verdad los problemas, el grupo se convierte en una precaria cadena de fichas de dominó. A medida que aumenta el número de miembros que dejan de pagar y desaparecen, los que se quedan se endeudan cada vez más. Nadie –ni siquiera el mejor cliente– quiere ser el primo de turno. Al final, incluso los mejores prestatarios deben más de lo que pueden dar, y todo el mundo deja de pagar. El resultado es una pérdida para el banco, que podría haber recuperado al menos algunos de los préstamos pendientes, y una pérdida para los buenos clientes, cuya reputación queda por los suelos sin que tengan ninguna culpa. 122

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Naturalmente, algunos clientes se adelantan a los acontecimientos. En lugar de esperar a que los demás prestatarios los coloquen en una situación difícil, devuelven su último préstamo y se van. Eso es lo que estaba haciendo Mercy. Algunas personas dan un paso más y evitan por completo meterse en un microcrédito. La paradoja es que esta gente –la que no pide préstamos por miedo a verse arrastrada por las manzanas podridas de su grupo– ¡es precisamente la que debería pedir micropréstamos! El hecho mismo de que se niegue a apuntarse a un microcrédito demuestra que tiene mucha más confianza en su propia capacidad para devolver los préstamos que en la de los demás miembros del grupo.

Cuantos menos mejor: la solución podría ser un simple préstamo individual Un tipo de microcrédito que castigue o ahuyente a personas como Mercy no es bueno para los bancos. Y lo que es más importante, no es la mejor manera de ayudar a los pobres. Paradójicamente, el principal obstáculo para reparar los microcréditos es que muchos piensan que funcionan muy bien. Miles de microprestamistas de todo el mundo, que trabajan exclusivamente dentro del modelo clásico, prestan todo lo que pueden prestar y no observan casi ninguna morosidad. Personas e instituciones muy influyentes, desde la ONU hasta U2, han proclamado a los cuatro vientos las virtudes del microcrédito, lo que hace que entre dinero a espuertas en las arcas de los prestamistas procedente de los gobiernos, las fundaciones filantrópicas y las donaciones de particulares. Dígale a un microprestamista que cambie su sistema y posiblemente le replique, con toda razón: ¿por qué quiere inmiscuirse en una cosa que funciona? Se inmiscuye porque, si acaba perdiendo clientes como Mercy, es que no va muy bien. El mundo del microcrédito está llegando poco a poco por sí mismo a esta conclusión. En la última década, se han visto muchas variantes del modelo básico de préstamos de grupo. Y lo que es más evidente es que el propio artífice original (y el gran defensor) del microcrédito de grupo, Muhammad Yunus, ha comenzado a hacer retoques. 123

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Su idea era crear una nueva versión del microcrédito que conservara las ventajas del préstamo de grupo –el dinamismo social del grupo de prestatarios y la económica práctica de realizar grandes reuniones para devolver los préstamos– sin sobrecargar a los buenos clientes. En 2002, Yunus dio a conocer su creación y la llamó Grameen II. A primera vista, se parecía mucho a su predecesora: los clientes formaban grupos, pedían préstamos y se reunían semanalmente para pagar los plazos. Pero en el trasfondo había una diferencia muy grande. Grameen II sólo hacía préstamos de responsabilidad individual. Los clientes ya no estaban obligados a responder por los morosos. Pero el nuevo sistema era preocupante. Al fin y al cabo, la responsabilidad subsidiaria era, en teoría, lo que impedía que el modelo de los préstamos de grupo se viniera abajo. Daba un poderoso incentivo material a los clientes para seleccionar, animar, controlar, perseguir y, en última instancia, ayudarse mutuamente a realizar los pagos a tiempo. ¿Qué ocurriría sin esa responsabilidad? Al final, resultó que no había ninguna razón para estar preocupado; Grameen II fue un éxito. A los prestatarios les gustó el nuevo aspecto del microcrédito y lo demostraron apuntándose en un número sin precedentes. La base de clientes del banco, que había tardado alrededor de veinticinco años en alcanzar los 2,1 millones de prestatarios en 2002, saltó a 3,7 millones en 2004. El retoque de Grameen fue un paso importante, pero no ha bastado para transformar el paisaje el microcrédito. Para realizar un cambio mundial, tienen que participar miles de bancos. Y aunque el éxito de Grameen inspira y anima a los microprestamistas de todo el mundo, éstos siguen teniendo algunas dudas legítimas. Realizan sus actividades en entornos sumamente diferentes y se enfrentan a retos distintos; ¿por qué deben suponer que Grameen II, una solución adaptada a las realidades de Bangladesh, les funcionará a ellos?

La evidencia Afortunadamente, no tienen que basarse en ningún supuesto. El éxito de Grameen II demostró que los micropréstamos de responsabilidad individual podían funcionar; eso fue suficiente para entusiasmar a mucha gente. A raíz de esto, los microprestamistas no tardaron 124

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mucho en asociarse con economistas para concretar las cuestiones importantes e investigarlas sobre el terreno. ¿Podrían atraer los préstamos de responsabilidad individual a más o a mejores prestatarios que los préstamos de responsabilidad subsidiaria en grupo? ¿Tendrían los préstamos diferentes tasas de morosidad? ¿Se comportarían los clientes de forma distinta en los diferentes sistemas? Había que responder a estas preguntas antes de poder decir qué tipo de préstamo era mejor. Así pues, en 2004 Xavier Giné, del Banco Mundial, y yo nos pusimos a buscar una organización con la que asociarnos para poner a prueba los préstamos de responsabilidad individual. En realidad, ya llevábamos un tiempo buscando, pero no habíamos encontrado a nadie interesado. Nos habían sorprendido las grandes diferencias que había entre microprestamistas. Los prestamistas operaban de formas muy distintas, pero muy pocos estaban interesados en averiguar rigurosamente qué sistema era el que mejor funcionaba en su caso. Había en Filipinas un posible socio que yo pensaba que a lo mejor se apuntaba. Omar Andaya, presidente del Green Bank de Caraga, banco familiar situado en Mindanao y uno de los bancos rurales que más deprisa estaba creciendo en Filipinas, es un notable emprendedor con un asombroso don para crecer. También es un empedernido experimentador. Averiguar qué funciona realmente y qué no, tanto en su caso como en el de sus clientes, es para él un motivo constante de curiosidad y de motivación. Efectivamente, Omar estaba interesado. Nos pusimos a preparar un experimento aleatorio controlado que compararía los préstamos de responsabilidad individual y los préstamos de responsabilidad colectiva. Fue útil dividir la comparación en las tres grandes preguntas a las que se suponía que respondía, para empezar, el préstamo de grupo: 1. ¿Atraerá la responsabilidad colectiva a mejores clientes? 2. ¿Garantizará que los clientes utilicen los fondos como dicen y dedicarán los esfuerzos suficientes a sus empresas? 3. ¿Nos ayudará en cualquier caso a recuperar las deudas de los clientes? Las tres preguntas son esenciales, pero no entran en juego simultáneamente. Para hacernos una buena idea de cada una, teníamos que comparar los préstamos de responsabilidad colectiva con los de responsabilidad individual en unas cuantas fases diferentes del proceso de devolución de los préstamos, por lo que el experimento 125

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aleatorio controlado que diseñamos con el Green Bank de Caraga consistía, en realidad, en dos experimentos en uno. En primer lugar, trabajamos con ciento sesenta y nueve grupos de prestatarios que ya existían en la isla de Leyte, en el centro de Filipinas. Seleccionamos aleatoriamente a la mitad de los grupos para convertir en el futuro sus préstamos en préstamos de responsabilidad individual y dejamos que la otra mitad continuara con sus préstamos de responsabilidad colectiva como siempre. Independientemente de que un grupo fuera seleccionado o no para hacer esa conversión, el día a día del proceso de amortización de los préstamos siguió siendo el mismo para todo el mundo. Los clientes continuaron reuniéndose una vez a la semana, realizando un único pago como grupo, aunque sus miembros ya no fueran obligados a responder por los morosos. En segundo lugar, ofrecimos préstamos a nuevos clientes potenciales en la isla de Cebú, situada a unos ochenta kilómetros al oeste de Leyte, en el mar de Camotes. Cuando comenzó el experimento en 2004, Green Bank aún no estaba prestando en Cebú, pero ya había identificado sesenta y ocho comunidades en las que pensaba abrir sucursales al año siguiente. Aprovechamos su plan de expansión y le hicimos anunciar diferentes tipos de préstamos en distintas zonas. Un tercio de las comunidades obtuvo préstamos básicos de responsabilidad colectiva; un tercio recibió préstamos de responsabilidad individual; y el resto recibió un híbrido: el primer préstamo del grupo sería un préstamo de responsabilidad colectiva y todos los demás que recibiera en el futuro serían de responsabilidad individual. Al igual que en Leyte, los préstamos de responsabilidad individual de Cebú no parecían, a primera vista, muy diferentes de la oferta normal. Los clientes formaban grupos y pagaban sus cuotas en las reuniones de grupo. El motivo para utilizar este modelo, parecido al de Yunus cuando creó Grameen II, era que el apoyo social de otros prestatarios y las ventajas operativas de los préstamos de grupo podían seguir siendo beneficiosos, incluso en ausencia de responsabilidad compartida. Después de meses de seguimiento, los resultados básicos resultaron ser muy simples: la eliminación de la responsabilidad colectiva libra a los clientes de una carga. A los clientes les gusta eso; su clientela lo demuestra. En Leyte, los grupos cuyos préstamos se convirtieron en préstamos de responsabilidad individual atrajeron a nuevos miembros y registraron menos abandonos que los grupos que continuaron teniendo préstamos de responsabilidad colectiva. 126

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La conversión en préstamos de responsabilidad individual permitió reforzar los lazos sociales entre los miembros de los grupos de dos formas. En primer lugar, como ya no tenían que rascarse el bolsillo para cubrir a los morosos, los prestatarios comenzaron a mantener unas relaciones mutuas más relajadas. En segundo lugar, la perspectiva de tener que perseguir e incluso castigar a compañeros de préstamos, que en el pasado había disuadido a muchos clientes potenciales de participar junto a sus amigos, había desaparecido. La gente empezó a invitar a sus amigos y familiares cercanos a entrar en el Green Bank. Como era de suponer, los clientes que tenían préstamos de responsabilidad individual controlaban menos, investigaban menos, e imponían menos la disciplina que los que tenían préstamos de responsabilidad colectiva; y parecía que, en buena medida, esta responsabilidad se había transferido a los empleados del banco. Resultaba más probable que los prestatarios con un préstamo de responsabilidad individual que eran expulsados del grupo lo fueran por el personal del banco, y los empleados de Cebú declararon que las reuniones semanales con los clientes que tenían préstamos de responsabilidad individual duraban alrededor de noventa minutos más. A los ejecutivos del Green Bank, por su parte, les preocupaba el cambio, lo cual es comprensible. En primer lugar, al dejar de conceder préstamos de responsabilidad colectiva, renunciaban a su primera línea de defensa contra la morosidad de sus clientes. En segundo lugar, era como si los préstamos de responsabilidad individual fueran a obligar a más trabajo sucio. Se entiende, por lo tanto, que se resistieran a conceder préstamos de responsabilidad individual. Cualquiera que haya prestado dinero a alguien para ayudarle a pagar su alquiler, y se haya enterado de que este dinero acaba destinado a adquirir un cocedor de arroz, puede entenderlo. Pero he aquí la gran sorpresa: ¡resultó que el Green Bank de Caraga no tenía ninguna razón para tener miedo! Los grupos de responsabilidad individual y de responsabilidad colectiva resultaron tener, en general, la misma morosidad. De hecho, gracias al diseño aleatorizado del experimento, podemos decir algo incluso más alentador. Incluso si el resultado observado fuera casualidad y existiera realmente una diferencia de morosidad, esa diferencia sería con casi toda seguridad muy pequeña. También desde el punto de vista de los beneficios para el banco, el resultado es bueno. Incluso en el peor de los casos, si fuera real127

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mente más probable que los préstamos de responsabilidad individual hicieran crecer la morosidad, el hecho de que este tipo de préstamos permita atraer (y retener) a más clientes acaba resultando en una ganancia neta para el banco. El dinero perdido por el aumento de la morosidad se vería compensado con creces por los ingresos generados por los préstamos adicionales. ¿Qué pueden aprender, pues, los microprestamistas de la experiencia del Green Bank? ¿Qué puede aprender todo el que quiera hacer algo para luchar contra la pobreza mundial? En primer lugar, el microcrédito ha dejado atrás la imagen típica a la que nos habíamos acostumbrado: mujeres vestidas con un sari de vivos colores, sentadas en círculo hablando de sus puestos de verduras. Un retrato exacto del microcrédito incluiría un elenco de personajes, desde Philip hasta Mercy, y todos los que hay entremedias. Para dar satisfacción a un espectro tan amplio de ambiciones y necesidades, necesitamos variaciones sobre el mismo tema. En Estados Unidos, hay toda una variedad de préstamos entre las que elegir: créditos hipotecarios, préstamos para comprar un coche, préstamos para estudiar, líneas de crédito para empresas, tarjetas de crédito, adelantos sobre tarjetas de crédito, anticipos, por nombrar sólo algunos. ¿Por qué hemos de esperar que una única clase de préstamos satisfaga las necesidades de los miles de millones de pobres que hay en todo el mundo? Eso nos lleva a la segunda cuestión: tenemos que ser curiosos y persistentes. Tenemos que desarrollar nuevos programas, retocar los que ya existen y averiguar qué es lo que hace que funcionen bien. Para los microprestamistas, eso puede significar introducir cambios en los préstamos clásicos de grupo u ofrecer diferentes productos a algunos clientes o probar cosas totalmente nuevas. Al tiempo que experimentan, los microprestamistas tienen que vigilar y responder a sus resultados: ¿les es más útil este nuevo método que aquel al que sustituye? Y lo que es más importante, ¿es más útil para los pobres? Si queremos hacer verdaderos progresos en la lucha contra la pobreza, tenemos que acostumbrarnos a mejorar las cosas de una manera cuantificable y demostrada y, después, a seguir los mismos pasos para mejorar nuestras mejoras. Es y siempre será un proceso continuado. La buena noticia es que no hay razones para ser fatalistas. Podemos mejorar el microcrédito –¡espectacularmente!– sin tener que 128

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empezar de cero. Algunos aspectos del modelo tradicional de préstamo de grupo funcionan bien; averigüemos cuáles son y conservémoslos. Por lo que se refiere a los aspectos que no funcionan bien, mejorémoslos o desechémoslos.

¿Qué hace que un préstamo de grupo funcione bien? El juego de la confianza Tratemos, pues, de llegar al fondo del asunto: ¿qué es lo que hace que el préstamo de grupo funcione? En nuestro proyecto con el Green Bank de Caraga, vimos que la gente continuaba pidiendo préstamos y devolviéndolos responsablemente, incluso después de que se eliminara el vínculo legal que ligaba al grupo. Eso nos indujo a pensar que había, en la dinámica del grupo, algo más que los términos contractuales del prestamista. Y, como vimos en el capítulo anterior, cuando las normas de fuera chocan con las prioridades personales de la gente, las normas a menudo se dejan a un lado. Por tanto, tal vez el éxito no tuviera tanto que ver con las normas del crédito como con quiénes somos como individuos o con cómo interactuamos socialmente. Se me ocurrió que si la integridad personal y la dinámica social natural inducían a los prestatarios a eliminar desde el principio a las personas que representaban un riesgo, la responsabilidad colectiva ya no sería necesaria. Los buenos clientes harían todos los esfuerzos posibles para devolver los préstamos puntualmente, incluso sin la ayuda de la presión del grupo. ¿Cierto? Me habría gustado preguntarles a los prestatarios a bocajarro: ¿algunos de ustedes no devuelven el préstamo simplemente porque no son gente de fiar? Sus respuestas habrían sido verdaderamente valiosas. Así que, en lugar de hacer una pregunta tan delicada, monté un experimento con algunos prestatarios de FINCA Perú. En cada una de las reuniones de grupo, invité a los clientes a participar en un juego. Primero, les di tres soles (alrededor de un dólar) a todas las personas que había en la sala. A continuación, dividí al grupo de prestatarios aleatoriamente por pares (emparejé también a algunas personas con miembros de otros grupos de prestatarios) y asigné una letra (A o B) a cada persona. Tan pronto como todos vieron la identidad de su pareja, mandé a los que tenían la letra B a otra sala. 129

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A continuación, expliqué el juego a los que tenían la letra A: «Se pueden quedar con los tres soles o pasar uno de ellos, los dos o los tres a su pareja que está en la otra sala. Duplicaré la cantidad que le pase, de modo que si le pasan, por ejemplo, dos soles a su pareja, ésta recibirá cuatro soles. A continuación, su pareja decidirá devolver la cantidad que quiera de lo que haya recibido». Como las parejas no tenían posibilidad de hablar entre sí, el juego requería depositar uno un cierto grado de confianza en el otro. ¿Confiaría A en B y le pasaría las tres monedas? ¿Esperaría A que B le devolviera al menos la cantidad recibida o incluso algo más? ¿Se aprovecharía B de la generosidad de A no devolviéndole nada? ¿O demostraría que era de fiar comportándose de forma generosa? La teoría económica tradicional tiene muy claro cómo jugarían los Econos al juego de la confianza: independientemente de la cantidad que recibiera, B no devolvería nada, ya que no devolver nada es la jugada «maximizadora de los beneficios». Y A, como lo sabe, no le pasaría nada a B. A pesar de esta explicación límpida y racional, los Humanos no siempre juegan de esa manera. Algunas personas pasan dinero a la pareja siguiendo determinadas normas sociales; otras es posible que lo hagan porque teman sufrir represalias cuando acabe el juego. El hecho es que alrededor de tres cuartas partes de las A pasaron, al menos, un sol a su pareja y más de tres cuartas partes de las B que recibieron algún sol devolvieron, al menos, uno. Yo quería saber si las personas de fiar en el juego eran de fiar en la vida real. ¿Era más probable que las B que devolvían más dinero a su pareja devolvieran su préstamo a FINCA Perú un año más tarde? En una palabra, sí. Un año más tarde, las B que habían decidido responder a la generosidad de las A devolviéndoles una cantidad mayor también devolvieron una parte mayor de sus préstamos a FINCA Perú. De hecho, observé algo incluso más contundente. La fiabilidad, medida según comportamiento de las B en el juego, parecía que transcendía los límites del grupo de préstamo. El comportamiento de las B en el juego predecía la morosidad en la vida real igual de bien, independientemente de que A fuera o no miembro del mismo grupo de préstamo. Eso induce a pensar que el juego no sólo capturaba la relación entre los miembros de un mismo grupo de préstamo sino que evidenciaba características personales reales y verdaderas. Ahora bien, la morosidad depende de muchas cosas, no sólo de la fiabilidad innata de los prestatarios. Aunque la libre selección de los 130

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miembros de un grupo consigue en gran medida librar a los grupos de los aprovechados, incluso los mejores de nosotros tenemos malos momentos. Todo el mundo puede tener problemas imprevistos. La fuerza del grupo es importante cuando los problemas ponen a los individuos en una situación límite. Así pues, aunque algunas virtudes intrínsecas, como la fiabilidad, hacen que un prestatario se porte bien de forma regular, puede haber semanas en las que su comercio esté en dificultades, su hijo caiga enfermo o simplemente cometa un error. Para que siga comportándose igual durante esas semanas difíciles, el grupo tiene que saber cómo ayudar. Algunas veces la gente necesita un respiro; otras hay que llamarla al orden. Una excepcional dinámica social del grupo, como su fiabilidad, no es producto de la cláusula de responsabilidad compartida del contrato de préstamo. Es el resultado natural de la manera en que interactúa la gente. Si podemos saber qué factores sociales hacen que algunos grupos sean más fuertes y otros más débiles, tal vez podamos construir grupos fuertes sin tener que imponerles la responsabilidad colectiva. Con esa idea en mente, examinemos un par de experimentos que investigan qué es lo que hace que los grupos funcionen bien.

La importancia de los sombreros Durante la primavera de 1999, inmediatamente después de terminar los exámenes en el MIT, me fui en avión a Perú para ver a la familia Lanao. Iris Lanao era la directora ejecutiva de FINCA Perú (la organización con la que acabaría trabajando en el experimento del juego de la confianza que acabamos de ver y en los proyectos de formación empresarial que analizamos en el capítulo 5). Sus padres llevaban la sucursal de Ayacucho, que se ocupaba de la mayoría de los clientes de FINCA Perú. La familia Lanao se interesaba mucho por sus clientes y su comunidad y ellos mismos era gente que pensaba en lo que hacían, buscando todo el tiempo la manera de mejorar las cosas. Eran curiosos, en el mejor sentido de la palabra. Así que cuando llegué, me dieron la mejor orden posible: investigar. Ya había estado antes en la sucursal de Ayacucho, durante mi temporada de consultor de FINCA antes de empezar los estudios de doctorado, pero entonces me había pasado el tiempo encima de un viejo 131

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ordenador, programando un sistema informático. Había observado que se celebraban reuniones de grupo para devolver los préstamos, pero había estado en ellas muy poco tiempo. Esta vez me metí a fondo en el proceso del grupo, observando, asistiendo a las reuniones para ver cómo funcionaban y hablando con los clientes sobre lo que pensaban. Y lo descubrí: algo pasaba con los sombreros. Reproduje las reuniones en mi cabeza y pensé en las mujeres que llevaban sombrero y en las que no. Se sentaban y hablaban en círculos distintos. Entonces imaginé una reunión sólo de mujeres con sombrero, todas sentadas en un gran círculo hablando. ¿Se llevaría mejor un grupo en que todas llevaran la cabeza cubierta (o todas descubierta) que un grupo en que sólo la mitad la llevara cubierta? ¿Serían sus miembros más solidarios o más atentos unos con otros? De ser así, ¿serían mejores prestatarios? En realidad, mi pregunta era sobre algo más que sombreros. Los sombreros no eran más que fieltro y cintas, pero representaban el origen de las personas que los portaban. Las mujeres que llevaban sombrero eran indígenas, andinas nativas. Llevaban largas y gruesas faldas y el negro pelo recogido en largas y gruesas trenzas; y aunque podían arreglárselas en español, hablaban quechua en su círculo. Las que no llevaban sombrero eran mestizas, mujeres de ascendencia mixta o europea. Hablaban únicamente en español, llevaban vaqueros azules, maquillaje y un peinado moderno. Aunque se sentaban en círculos distintos, las mujeres se llevaban bien. Siempre eran corteses unas con otras. Pero yo quería algo más que cortesía: quería ver cómo las conexiones sociales hacían que un grupo funcionara bien. Me parecía que los grupos cuyos miembros eran «parecidos» (en algún sentido de la palabra relacionado con el sombrero) quizá tenían una ventaja. Si se sentaban juntas en un gran círculo, tal vez se conocían mejor y podían presionarse más eficazmente para realizar los pagos. FINCA Perú tenía un método poco habitual para formar los grupos de prestatarios que hacía de ella el socio ideal para obtener respuesta a esta pregunta. Este método llevaba implícita una especie de asignación aleatoria. La gente que solicitaba un préstamo, en lugar de formar ella misma los grupos, como la mayoría de los clientes de los microcréditos, simplemente iba a la sucursal y ponía su nombre en una lista. Cuando ésta era suficientemente larga, FINCA Perú for132

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maba un nuevo grupo con los treinta primeros nombres. Eso significaba que la gente se agrupaba basándose únicamente en el momento en que se había apuntado, no en las relaciones que tenían entre sí. Por consiguiente, el nivel de conexión social entre los grupos variaba más o menos aleatoriamente. Eso es lo que los economistas llaman «experimento natural», un experimento controlado aleatorio que ocurre por casualidad. Quedaba el reto de recopilar y cuantificar la información tanto sobre las conexiones sociales como sobre el comportamiento de las prestatarias. Lo segundo era fácil: FINCA Perú ya llevaba un registro de los historiales de amortización de las clientas. Pero captar las conexiones sociales no era tan sencillo. A todo esto, ¿qué quiere decir en términos prácticos, empíricos, que la gente está socialmente conectada? Me decidí por dos tipos de conexiones. La primera, un índice de cultura, estaba inspirado realmente en los sombreros. Era un número que iba del 1 al 8 y que recogía la «occidentalidad» o la «indigenidad» de cada persona basándose en unas cuantas y simples observaciones: la lengua, la ropa y, por supuesto, los sombreros. La puntuación de una clienta era la proporción de los miembros de su grupo que compartían su índice de cultura. La segunda, una medida geográfica, era la proporción de los miembros del grupo que vivían a diez minutos andando de la casa de cada clienta. La cuestión era saber si estos tipos de conexiones entre los miembros del grupo hacían que fueran mejores como clientas. Tras seguir a unas seiscientas clientas durante casi dos años, la respuesta resultó ser diáfana. Las conexiones sociales sí eran importantes. Las clientas que tenían mayores puntuaciones culturales y geográficas era más probable que pagaran puntualmente sus cuotas y mucho menos probable que abandonaran (o que fueran obligadas a abandonar) su grupo, aunque hubieran dejado de pagar alguna cuota. Aparentemente, la mejora no se debía sólo a la mano dura. Era más probable que los grupos bien conectados perdonaran más a las morosas que los mal conectados. Después de un año estudiando el proyecto, observé que era más probable que las clientas conocieran las circunstancias que rodeaban un impago en el grupo si eran culturalmente similares a la morosa en cuestión. Eso inducía a pensar que las clientas de un grupo bien conectado se supervisaban mejor unas a otras: concretamente, podían saber cuándo una morosa tenía 133

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una buena razón para dejar de pagar un plazo y eran menos exigentes con la infractora. Naturalmente, demasiada lenidad podría haber sido una invitación a portarse mal; pero dado que los grupos bien conectados tenían unas tasas de amortización más altas, parecía que las clientas hacían bien su trabajo. Bueno, el mero hecho de que los grupos socialmente conectados tiendan a comportarse mejor tal vez no sea trascendental, pero es muy valioso saber cómo ocurre. Por ejemplo, un prestamista que supiera que clientas culturalmente parecidas se supervisan unas a otras especialmente bien, podría fomentar automáticamente una mayor supervisión formando grupos culturalmente similares.

Las reuniones son importantes Aunque las características intrínsecas e inalterables, como la fiabilidad o la preferencia por los sombreros, desempeñen un papel relevante en el éxito de los grupos de prestatarios, uno de los grandes motivos por los que el microcrédito ha suscitado tanto entusiasmo en todo el mundo es su promesa de transformar a los individuos y a los grupos. Se supone que las clientas, independientemente de que lleguen con sombrero o no, aprenden a prosperar juntas a través del proceso de los préstamos: hablando, intercambiando información, ayudándose unas a otras y supervisándose mutuamente. De hecho, fomentar las relaciones estrechas dentro del grupo es una de las supuestas ventajas –y a menudo una justificación– de la práctica de celebrar reuniones en grupo a la hora de ir devolviendo los préstamos nada menos que una vez a la semana, práctica que obviamente lleva mucho tiempo. ¿Hasta qué punto esta gran frecuencia de encuentros contribuye al éxito de los grupos de prestatarios, independientemente de quiénes sean sus miembros? Las reuniones semanales para ir pagando los préstamos son habituales en el mundo del microcrédito, pero ¿por qué tienen que ser semanales? ¿Por qué no quincenales? ¿Por qué no mensuales? Las respuestas que se den a estas preguntas tienen consecuencias importantes por lo que respecta al diseño de los programas de préstamos en grupo. Si un sistema alternativo de amortización pudiera generar unas tasas de morosidad aceptables, espaciar las reuniones podría ser una opción atractiva, porque ahorraría un 134

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tiempo precioso tanto a los clientes como a los empleados del banco y daría a los clientes más flexibilidad financiera al reducir el número de veces que necesitan tener efectivo a mano para efectuar sus pagos. Una pregunta fundamental es, pues: ¿cómo afecta al éxito del grupo la frecuencia con que se reúne? Éste es exactamente el tipo de cuestión que se puede, y se debe, poner a prueba sobre el terreno. Pero, al igual que ocurre con la decisión de escoger entre la responsabilidad colectiva y la responsabilidad individual, en la práctica, la mayoría de los microprestamistas toman una decisión sobre la frecuencia de las reuniones para ir devolviendo el préstamos (a menudo con poca o nula información que les sirva de orientación) y la mantienen fielmente. Lo malo es que si los prestamistas se equivocan, es poco probable que se den cuenta de su error: como la mayoría opta por un calendario semanal conservador que requiere una gran dedicación, es muy probable que nos encontremos ante banqueros demasiado precavidos. Los errores fruto de un exceso de precaución a menudo pasan desapercibidos. Eso era lo que ocurría cuando dos economistas, Erica Field y Rohini Pande, de la Universidad de Harvard, se entrevistaron con la dirección de Village Welfare Society (VWS), importante microprestamista de Calcuta (India), en 2006. A juzgar por su memoria anual, a VWS le iba bastante bien. Después de once años concediendo préstamos, había llegado a tener unos cuarenta mil prestatarios –todos mujeres– con préstamos de hasta trescientos dólares. Su tipo de interés del 22 por ciento era competitivo en el mercado de microcrédito de la India. Pero la cifra más notable de su memoria era la tasa de morosidad: 0,9 por ciento. Es una cifra impresionante, se mire como se mire; a título de comparación, la tasa de morosidad de los préstamos a pequeñas empresas americanas fue de alrededor de un 6 por ciento ese mismo año. (Si acaso, se podría decir que la tasa de morosidad de VWS era demasiado baja, una señal de que el banco no estaba financiando empresas de riesgo que, en promedio, podrían haber sido rentables y buenas para el crecimiento económico del país.) Aun así, Field y Pande sospechaban que había lugar para algunas mejoras. También pensaban que se hallaban ante una oportunidad para comprender cómo –y no sólo si– las reuniones frecuentes de grupo llevaban al éxito. Dado que todo marchaba sobre ruedas, VWS 135

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podía haber dicho fácilmente a las economistas que se olvidaran del asunto, pero afortunadamente las escucharon. El tipo de crédito de VWS en ese momento se basaba mucho en el modelo Grameen de Yunus: las mujeres pedían préstamos en grupos, eran responsables de los préstamos de las demás y los amortizaban en plazos iguales en cuarenta y cuatro reuniones semanales. Field y Pande, junto con Benjamín Feigenberg (hoy estudiante de doctorado en MIT y J-PAL), diseñaron un experimento controlado aleatorio para estudiar la relación entre la periodicidad de las reuniones, la dinámica de grupo y la morosidad de las clientas. Apartaron cien nuevos grupos de prestatarias y asignaron aleatoriamente un calendario distinto a dos conjuntos de grupos: el programa semanal normal a treinta grupos y reuniones mensuales al resto. Durante los dos años siguientes, en los cuales la mayoría de las clientas amortizaron sus préstamos iniciales y pidieron al menos uno más, controlaron los historiales de amortizaciones de las mujeres y estudiaron también la dinámica de grupo. Las diferencias no aparecieron inmediatamente, pero estaban ahí. Durante el tiempo que duró el préstamo inicial, parecía como si las reuniones mensuales fueran un éxito. No había diferencias entre las tasas de morosidad o de abandono de las clientas que amortizaban los préstamos semanalmente y las de quienes los amortizaban mensualmente. Pero a medida que fue pasando el tiempo, quedó claro que las reuniones más frecuentes habían creado de una manera lenta, pero segura, unos grupos más fuertes. Cinco meses más tarde, era un 90 por ciento más probable que los miembros de los grupos que se reunían semanalmente conocieran a los familiares de otros miembros por su nombre y que hubieran ido a su casa, en comparación con los que se reunían mensualmente. Después de más de un año, era más probable que las miembros de los grupos que amortizaban los préstamos semanalmente socializaran juntas y dejaran constancia de que estaban dispuestas a ayudarse mutuamente en caso de un problema de salud. La cercanía social de los grupos que amortizaban los préstamos semanalmente también se reflejaba en sus decisiones económicas. Alrededor de un año después de que se hubieran amortizado los préstamos iniciales, las economistas montaron un juego con dinero real, un experimento basado en una lotería con las miembros dentro de cada grupo, para ver qué pensaban unas de otras. Era una lotería 136

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muy bien pensada, que permitía ver si las clientas se sentían simplemente más altruistas con los miembros de su grupo o eran realmente más capaces de confiar en ellos, de compartir el riesgo. En el experimento se le entregó a cada clienta un número para un sorteo de doscientas rupias (alrededor de cinco dólares). Se les dijo que en la rifa había once números en total, de los cuales diez se habían dado a personas de otros grupos. Las clientas podían quedarse con sus números y participar en la rifa como se ha descrito (con una probabilidad de uno contra once de ganar) o podían renunciar a nueve números adicionales en favor de otros miembros de su propio grupo (lo que reduciría sus probabilidades personales de ganar a uno de veinte, pero aumentaría la probabilidad de que ganara alguien de su grupo). Y aquí viene la gracia del juego: se les dijo a algunas clientas que el premio de la lotería era una única tarjeta de regalo de doscientas rupias que podía utilizarse en una tienda, mientras que a otras se les dijo que eran cuatro tarjetas de regalo de cincuenta rupias, que podían repartirse fácilmente. Por tanto, en la lotería cuyo premio eran cuatro tarjetas de cincuenta rupias, una clienta podía dar números a otros miembros del grupo y, si uno de ellos ganaba, esperar que le diera a cambio una tarjeta de regalo. En cambio, la tarjeta de regalo de doscientas rupias era indivisible (y estaba diseñada intencionadamente de tal manera que la ganadora fuese la que la canjeara en la tienda), por lo que era menos probable que se compartiera. Por tanto, si las reuniones semanales llevaban a la gente a ser más altruista en general, las clientas que amortizaban los préstamos semanalmente deberían dar más números adicionales a los miembros de su grupo que las que amortizaban los préstamos mensualmente, independientemente de la denominación de las tarjetas de regalo. Por otra parte, si las reuniones semanales llevaban a las mujeres a repartir mejor el riesgo, a confiar más las unas en las otras, las clientas que amortizaban los préstamos semanalmente deberían dar, en general, más números adicionales que las clientas que los amortizaban mensualmente, pero el aumento de las donaciones debería ocurrir sobre todo en la lotería cuyo premio eran cuatro tarjetas de cincuenta rupias (de manera que las que regalaban números podían ser compensadas más fácilmente por su generosidad en caso de ganar). De hecho, ésos fueron exactamente los resultados del experimento de la lotería. 137

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Lo que estos economistas estaban descubriendo era la forma en que los grupos tendían a repartirse el riesgo y a cooperar. Para los pobres, que son los que tienen menos amortiguadores económicos para absorber los golpes, la capacidad para hacer frente al riesgo es crítica. Eso subraya la enorme importancia del resultado de la lotería: ¡una fuerza externa (el prestamista) que exigía reuniones semanales en lugar de mensuales producía un efecto evidente en la capacidad de las clientas para repartir el riesgo! Además, los efectos de la cooperación se filtraban hasta el balance final del prestamista: después de amortizar los préstamos iniciales, era mucho menos probable que las clientas de los grupos que se reunían semanalmente dejaran de devolver sus préstamos futuros en comparación con las de los grupos que se reunían mensualmente. El experimento de Feigenberg, Field y Pande aportó una prueba concluyente de que las reuniones frecuentes llevaban a una mayor devolución de los préstamos y, al mismo tiempo, permitió constatar en la práctica una de las principales tesis de los defensores del microcrédito: que estos préstamos pueden provocar una verdadera transformación social (en este caso, en forma de aumento del reparto del riesgo) en los clientes. Eso difícilmente cierra el debate sobre cómo debe perfilar cada microprestamista sus políticas, pero es un paso en la buena dirección.

El(los) paso(s) siguiente(s) El microcrédito ya ha tenido éxito en un importante sentido: ha atraído la atención de todo el mundo. Millones de personas están participando por primera vez en la lucha contra la pobreza, gracias al apoyo de todo el mundo, desde el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, hasta Bono, y a la abundancia de conmovedoras historias reales de transformación personal gracias al microcrédito. Prueba de ello son los innumerables clic en Kiva.org, los dos millones de dólares de donaciones de un dólar a microprestamistas, que ocurren en las colas de las cajas de los supermercados Whole Foods. Este gran entusiasmo y la enorme participación son en sí mismos un gran éxito y una valiosa ayuda en la lucha contra la pobreza. Ahora bien: ¿estamos utilizando los instrumentos adecuados? 138

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¿Y si pudiéramos hacer el doble de bien con la buena voluntad que ya hemos conseguido? ¿Y si estuviéramos intentado serrar el barrote de la cárcel con un cuchillo de pescado cuando podríamos estar utilizando una lima de acero? El microcrédito está asentado sobre los cimientos del modelo de grupo de Yunus. Funciona en algunos aspectos importantes y fundamentales. Pero dista de ser perfecto y hay maneras muy sencillas de mejorarlo. Averigüemos qué es lo que impulsa realmente el buen comportamiento y promocionémoslo. Averigüemos dónde está la grasa y reduzcámosla. Eso no ocurrirá por sí solo. Tenemos que suplir lo que falta y eliminar los excesos ajustando, retocando y probando. Hasta que tengamos un sistema de préstamos que pueda servir tanto a Mercy como a Philip –sin obligar a uno a pagar por el otro– el microcrédito tiene que ir perfeccionándose. Mejorar las prácticas para conceder préstamos no es más que una parte de la evolución del microcrédito. Otra es que los prestamistas ofrezcan una variedad más amplia de servicios a sus clientes. De lo que se habla sobre todo en los círculos del desarrollo es de la microfinanciación: a menudo se pasa por alto que el microcrédito no es más que una pieza del rompecabezas. Cuando pensamos en el papel que desempeñan los bancos en nuestra vida en los países desarrollados, no pensamos sólo o ni siquiera principalmente en los préstamos que nos puedan conceder. También pensamos en los cajeros automáticos, las libretas de ahorro y las cuentas corrientes, la domicialización de los pagos, las transferencias. Aunque no sean créditos, no por ello son instrumentos menos valiosos. Nos hacen la vida más fácil. No hace tanto que teníamos que arreglárnoslas sin estas comodidades, pero es cada vez más difícil imaginar cómo era el mundo entonces. Siendo adolescente, asistí a un programa de verano en la Universidad de Duke para hacer unos cursos de matemáticas y de escritura (y, sin yo saberlo, conocí a mi mujer, Cindy). El segundo año que asistí al programa, firmé por tres semanas, pero una vez allí decidí quedarme siete. Eso supuso que necesitara más dinero para mis pizzas y mis refrescos con los que pasar el verano. Todavía me acuerdo de los apuros que pasé para averiguar cómo podía acceder desde Carolina del Norte al dinero que tenía en una cuenta de ahorro en Florida. Fue una larga e interminable experiencia que requirió numerosas averiguaciones, llamadas de teléfono, que el padre de un amigo me llevara a un banco a una hora de camino 139

¡no basta con buenas intenciones!

y, finalmente, que me reuniera personalmente con el director de una sucursal. La omnipresencia de los cajeros automáticos hace que esa escena sea hoy impensable en la mayoría de los países desarrollados. Pero no es así en el caso de los pobres. Los pocos que tienen una cuenta bancaria a menudo siguen teniendo que realizar grandes desplazamientos y hacer largas colas simplemente para ingresar o retirar dinero. Las transferencias de dinero casi siempre se hacen en persona y en efectivo, lo cual significa que no sólo llevan tiempo, sino que, además, entrañan riesgos. Podría muy bien ocurrir que donde se dejan sentir los mayores efectos de la microfinanciación sea en sus aspectos banales: acelerar las transacciones diarias, permitir a la gente traspasar dinero de un lugar a otro de una manera rápida y segura y, más en general, ser un instrumento seguro y fiable para ganar dinero en un punto del tiempo y del espacio y gastarlo en otro. Cuando se gasta el dinero antes de ganarlo, eso es un crédito. Pero cuando se gana antes de gastarlo –como ocurre casi siempre con la mayoría de la gente–, eso es ahorro. Sí, el buen y convencional ahorro que nos enseñaron nuestros padres y nuestros abuelos. En el siguiente capítulo, redondearemos nuestro análisis de la microfinanciación examinando algunos métodos innovadores para ayudar a los pobres a ahorrar.

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Ahorrar La opción aburrida

Vijaya era muy guapa y estaba rodeada de flores preciosas. Se sentaba a la sombra de la ruinosa fachada este del mercado de Koyamedu en Chennai (India). Cuando Jake la conoció, estaba junto a su mesa confeccionando guirnaldas. Se trataba de un trabajo repetitivo. Tenía delante de ella miles de flores blancas de jazmín que iba cogiendo una a una para atarlas por la punta con un hilo de nailon blanco, y colocarlas al lado de las cientos de flores para formar la guirnalda. Era como una hélix de ADN, con pares de flores mirando en sentido contrario, dispuestas en espiral en torno a un eje central. La parte terminada permanecía enrollada encima de la mesa como una maravillosa y simpática serpiente. Toda la zona olía a húmedos pétalos de flores y a dulce incienso, pero no había nada más que hiciera pensar que estábamos en un balneario de lujo. Las grandes guirnaldas de flores recién cortadas tampoco iban destinadas a los vestíbulos de opulentos hoteles o a las mesas de los ricos y famosos. Iban a ser compradas y utilizadas por gente común y corriente, que las ponían a los pies o alrededor del cuello de un icono religioso en uno de los miles de templos hindúes que había en la ciudad. Cuesta acostumbrarse, pero es un hecho: es frecuente ver a un hombre caminando descalzo con un lungui roto y gastado y la cara llena de hollín, llevando medio metro de rosas recién cortadas. Es posible que se haya gastado sus veinte últimas rupias en ellas. Vijaya y sus vecinas, que se sentaban en mesas parecidas y hacían guirnaldas parecidas, eran mujeres trabajadoras. Tenían su recom-

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pensa. Ocultos entre los pliegues de sus saris llenos de polvo había pequeños fajos de billetes arrugados y sudados. Diez rupias, cincuenta rupias. Normalmente no muchas, pero eso hacía que fueran todavía más importantes. Vijaya iba todas las mañanas a Koyamedu y compraba trescientas rupias (alrededor de 6,50 dólares) de flores a un mayorista. Ponía la mesa de pie, depositaba en ella el carrete de hilo blanco y se sentaba junto a ella en un cajón de madera a modo de taburete. A continuación, dejaba las flores de ese día en la mesa y se ponía a trabajar, atándolas de una manera automática y eficiente. Mientras Jake la miraba, jamás se le pasaba un nudo o rompía una flor. Sólo se tomaba un descanso cuando se acercaba un cliente a su mesa. El cliente señalaba una de las guirnaldas enrolladas y ella medía con el antebrazo el largo que le había pedido. A continuación, lo cortaba con una hojilla de afeitar, cogía el dinero con la mano derecha y lo depositaba entre los pliegues de su sari. Al final del día, podía haber vendido guirnaldas por valor de cuatrocientas o quinientas rupias. Jake le preguntó que hacía con el dinero. Resultaba que la mayor parte nunca salía del mercado. Todas las tardes, después de que se hubieran acabado todas las flores, iba a verla un hombre que no tenía ningún interés en las guirnaldas. Iba allí a recoger la cuota diaria de un préstamo. En realidad, unas cuantas cuotas diarias. Vijaya tenía tres o cuatro préstamos pendientes a la vez. Los utilizaba para casi todo: para comprar flores por la mañana, para pagar el alquiler mensual de la casa de su familia, para pagar la escuela de sus hijos y las facturas del hospital. La cuantía y la duración de los préstamos variaban de unos a otros, pero todos tenían una cosa en común: los intereses. Eso significaba que Vijaya estaba pagando un extra –normalmente alrededor de un 3 por ciento más al mes– por la mayoría de los gastos principales de su familia. Cuando Jake le preguntó cuántos intereses pagaba aproximadamente en total por todos los préstamos, dijo titubeando: «¿Intereses?». Si representaban una carga considerable, no lo dejó entrever. «Todos los días le doy al hombre que viene alrededor de cien o cincuenta rupias. Si tengo más, a lo mejor le doy algo más. Si necesito más dinero, se lo pido. Ésa es la rotación.» Y subrayó esa palabra, rotación. Sugería un ciclo fluido y continuo, como la llegada y la desaparición del monzón. 142

ahorrar

El sistema de pedir préstamos para pagar sus gastos principales se parecía, en realidad, no tanto a un monzón como a un grifo que gotea. Significaba que las rupias goteaban constantemente del sari de Vijaya –y, en última instancia, de los cofres de su familia– y bajaban por el desagüe del prestamista en forma de intereses. Paradójicamente, perder dinero de esta forma, un día tras otro, no es poca cosa. El hecho de que Vijaya fuera incluso capaz de estar al corriente de la amortización de sus préstamos demuestra que estaba ganando más que suficiente (el más es el importe de los intereses) para cubrir sus gastos. Ahí está el misterio.

Por qué es bueno ahorrar Pedir una y otra vez pequeños préstamos a corto plazo raras veces es la mejor manera de funcionar, económicamente hablando, pero es exactamente así como funcionan muchos millones de personas en todo el mundo. La rotación en los mercados de flores de Chennai es idéntica a la rotación en las oficinas, con sus rótulos de neón, de las empresas que se dedican a dar anticipos en Sioux Falls (Dakota del Sur). Siempre que ocurre, los prestatarios hacen la siguiente afirmación: necesito algo, pero no tengo suficiente dinero para comprarlo. Así que lo compraré hoy a crédito y pagaré al final un extra por el privilegio de tenerlo antes. Pero ¿de dónde sale el extra? Esta pregunta es especialmente importante para una prestataria reincidente, por ejemplo, para una que pide prestados cincuenta dólares todos los lunes y devuelve cincuenta y cinco cada viernes. Para poder pedir prestada constantemente esta cantidad, tiene que haber encontrado la manera de sacar sistemáticamente (al menos) cinco dólares más de cada gasto inicial de cincuenta. Sabe, pues, cómo poner el dinero a trabajar; aunque, desgraciadamente, el dinero trabaje para el prestamista. Pero estamos hablando de una persona con la capacidad de convertir cincuenta dólares en cincuenta y cinco en una semana, y quizá podría hacerse algo para que esta capacidad operativa le sirviera a ella y no a sus acreedores. Supongamos que esta persona decide ahorrar un dólar todas las semanas y guardarlo para los cincuenta dólares de gastos de la semana siguiente (supongamos, para simplificar, que su negocio no varía de tamaño, que siempre exige una inversión semanal de cincuenta dóla143

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res para comprar los productos que va a vender). El lunes, después de la primera semana de ahorro, pide prestados cuarenta y nueve dólares en lugar de cincuenta. Ese viernes, sólo devolverá 53,90 (49 más un 10 por ciento de intereses, que son 4,90 dólares), por lo que ahorrará 0,10 dólares de intereses. Al final de la semana, también habrá apartado otro dólar, lo que, sumando los intereses ahorrados, ahora hace un total de 2,10. La próxima vez sólo necesitará pedir prestados 47,90 dólares. A medida que continúa el ciclo, va amortizando el préstamo con los ahorros de intereses y los crecientes ahorros semanales. Sorprendentemente, todo termina antes de lo esperado: después de veinte semanas, ya no debe nada. Ahora su capacidad operativa, que estaba manteniendo al prestamista local, le permite quedarse con cinco dólares cada semana, como un mecanismo de relojería. El ejemplo anterior es bastante realista en términos económicos, pero también es una fábula. Tiene moraleja. El ahorro –aunque sea un poquito cada vez– puede cambiar las cosas.

Por qué es difícil ahorrar Como ocurre con todo lo bueno, el ahorro es difícil de practicar. La mayoría de nosotros podemos encontrar pruebas suficientes de ello en nuestra propia experiencia; aun así, será útil enumerar unas cuantas razones por las que la gente, en todo el mundo, tiene dificultades para ahorrar. Para empezar, a primera vista el ahorro no es muy atractivo. No sacia la sed, no llena la panza ni previene las enfermedades; tampoco es brillante ni divertido para jugar. Predica la abstinencia y la paciencia, siempre opta por los zapatos más cómodos y prácticos y probablemente esté afiliado al club local de la templanza. En comparación con las demás cosas que reclaman nuestra atención y la de nuestro monedero, el ahorro es absolutamente aburrido. En segundo lugar, incluso en el caso de aquellos que pueden ver más allá de su feo aspecto exterior, hace falta disciplina para optar por ahorrar en lugar de comprar algo para utilizarlo inmediatamente, sobre todo cuando esa compra inmediata parece esencial. Uno suele pensar que las necesidades y las oportunidades que tiene hoy son realmente más acuciantes que las necesidades y las oportunidades que tendrá mañana. El dejar las cosas para después a menudo 144

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se cuela en casa mientras la disciplina está echándose la siesta. El ahorro, como una severa y vieja maestra con su vestido de lana gris, siempre estará ahí mañana; así que puede esperar. Como esto ocurre repetidamente, el incierto futuro se transforma en un almacén para todas aquellas cosas buenas que haremos a la larga mientras que no ahorrar se convierte en impulsivo (o, mejor dicho, en una inercia). Este fenómeno es algo general que está documentado en psicología y en la economía del comportamiento. Nos ocurre a todos y no sólo con nuestra hucha: la misma historia también tiene sentido si sustituimos ahorro por dejar de fumar, comer cosas más saludables o hacer ejercicio regularmente. Incluso para una persona disciplinada y previsora, el camino del ahorro está plagado de obstáculos y peligros. Algunos son transparentes y predecibles, como las comisiones que nos cobran por abrir una cuenta, las comisiones que nos cobran por hacer una transferencia, o tener un saldo inferior al mínimo; pero la mayoría de los obstáculos son una panda de pillos maleducados. La partida semanal de cartas del marido, el gusto por los vinos buenos, las persistentes llamadas de un sobrino pidiendo algo de dinero, feroces fieras todas ellas que pueden devorar cien veces su peso y seguir aún con hambre. Vijaya estaba lidiando con una de estas fieras. Eso es lo que le dijo exactamente a Jake cuando le preguntó si tenía algunos ahorros en casa. No le hacía, desde luego, ninguna gracia entregar todos los días a un recaudador la mejor parte de lo que había ganado en lugar de llevarlo a casa, a su familia; pero no veía otra opción. Soltó una carcajada con total naturalidad y le dio una palmada en el brazo a la mujer que estaba sentada a su lado, que también se rió y movió la cabeza sin levantar la vista de la guirnalda que tenía en la mano. Vijaya anudó otra flor de jazmín y dijo: «Por supuesto que no puedo ahorrar nada en casa. Todo lo que lleve a casa se lo bebe mi marido». Hizo el gesto internacional de beber. Las vendedoras de flores que estaban al lado y que habían oído su comentario, coincidieron. También sabían lo que significaba ese gesto.

Casi tan bueno como guardarlo debajo del colchón Teniendo que lidiar una ardua batalla en casa y con un limitado acceso a los servicios bancarios, muchas se ven obligadas a buscar otras 145

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soluciones para ahorrar. Eso es esencialmente lo que estaba haciendo Vijaya con sus préstamos: utilizar la recaudación diaria del agente en sustitución de una cuenta de ahorro que no tenía. Otras circunstancias han alimentado una gran variedad de sistemas informales de ahorro en todo el mundo. África occidental tiene asociaciones susu, en las que un recaudador recibe depósitos diarios de los clientes a cambio de una comisión mensual; y en seis continentes existen las ROSCA (abreviatura de Rotating Savings and Credit Associations), en las que los miembros tienen acceso a un fondo de ahorros mensuales de una manera rotatoria. Existen muchas variedades, pero la mayoría de los sistemas informales de ahorro tienen al menos una característica en común: un coste para el ahorrador. En los países desarrollados, en los que es fácil tener una cuenta de ahorro que devengue intereses sin coste alguno, este tipo de soluciones carece totalmente de sentido. Pero la mitad de la población mundial –más de dos mil quinientos millones de personas– no recurre a servicios financieros formales ni para ahorrar ni para pedir préstamos. Las soluciones informales sobreviven porque, aunque tienen costes, colman un vacío que es sumamente necesario llenar. Es precisamente cuando existen esos vacíos que los programas de desarrollo pueden tener un gran impacto. Y podemos obtener mucha información sobre qué es lo que un buen programa necesita investigando cómo utiliza la gente los programas de ahorro, que tan caros les resultan, en la vida real. Pascaline Dupas, de UCLA, y Jonathan Robinson, de UCSC, realizaron esa investigación en las zonas rurales del oeste de Kenia en 2006. Diseñaron un experimento controlado aleatorio para ver si los obstáculos para ahorrar podían ser la razón del bajo crecimiento económico de los microempresarios. Concretamente, ¿se podía mejorar el bienestar de la gente si se les facilitaba el acceso a una cuenta de ahorro básica? En primer lugar, Dupas y Robinson identificaron y encuestaron a un grupo de pequeños empresarios –tenderos, conductores de bicitaxis, peluqueros, carpinteros, vendedores ambulantes y demás– y consiguieron que aceptaran llevar un diario detallado de sus ingresos, sus gastos y su estado de salud. A continuación, seleccionaron aleatoriamente a la mitad y le ofrecieron la posibilidad de abrir una cuenta de ahorro en la cooperativa local, sin cargo alguno. 146

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La cuenta que se les ofrecía no era nada del otro mundo. No devengaba intereses y cobraba comisiones cada vez que se retiraba dinero (por tanto, tenía en realidad un tipo de interés negativo). Era lógico pensar que todo el que utilizara activamente esa cuenta debía enfrentarse a algún tipo de obstáculo para ahorrar; al fin y al cabo, el viejo método del colchón ofrece el mismo tipo de interés (cero) y no cobra ninguna comisión por retirar dinero. Por tanto, la primera pregunta era: ¿llegaría alguien a utilizar estas cuentas? La respuesta fue un rotundo sí. El 89 por ciento de los que recibieron la oferta abrió una cuenta y el 55 por ciento llegó a hacer al menos un ingreso en seis meses. Esa notable respuesta induce a pensar que para muchas personas la posibilidad de tener una simple cuenta en la cooperativa del pueblo, por mucho que le saliera cara, era realmente era algo deseable. Para averiguar qué tipo de participantes deseaba utilizar una cuenta, Dupas y Robinson examinaron los datos que habían recogido en la encuesta inicial. Una cosa parecía clara: las mujeres utilizaban la cuenta mucho más que los hombres (si bien la muestra de individuos del experimento era demasiado pequeña para saber con certeza estadística por qué era así). Tal vez, como Vijaya, tenían más dificultades para ahorrar en casa. Pero también destacaba una realidad menos obvia. El factor que mejor predecía quién iba a utilizar la cuenta era la participación en un programa local de ahorro, como la ROSCA antes mencionada. Es decir, era mucho más probable que la gente que ya estaba ahorrando (aunque no en un banco) en el momento de la oferta utilizara activamente las nuevas cuentas. Esto no dejaba de ser extraño. Los participantes en programas locales de ahorro ya habían encontrado una manera de ahorrar; ¿por qué se apresuraban tantos a abrir las nuevas cuentas? Una de las explicaciones es que las nuevas cuentas eran, en realidad, mejores que las alternativas existentes. La manera de averiguarlo era ver cómo habían cambiado las cuentas en la cooperativa del pueblo la vida diaria de la gente. Así que Dupas y Robinson analizaron los diarios, simples cuadernos de tamaño folio con las anotaciones hechas a bolígrafo y lápiz con poca punta. A pesar de su sencilla apariencia, eran inmensos tesoros de información; contenían registros de todo, desde las compras de existencias hasta el pago de las facturas del hospital. Juntos, aportaban una explicación coherente: ahorrando en las cuentas de 147

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la cooperativa del pueblo, las mujeres invertían más en sus negocios y gastaban más en alimentos y en otros bienes. También había datos que inducían a pensar que las cuentas mejoraban la capacidad de las mujeres para hacer frente a las enfermedades, tanto a las suyas como a las de otros miembros del hogar. Las mujeres que no tenían cuentas en el experimento de Dupas y Robinson reaccionaban a las enfermedades graves trabajando menos, reduciendo su capital circulante y vendiendo sus productos a crédito (lo cual probablemente era una táctica para impedir que se echaran a perder). Eso agravaba los efectos de las enfermedades al interrumpir el negocio –y los ingresos que generaba– precisamente cuando más se necesitaba. En cambio, a las mujeres a las que se les había ofrecido cuentas les iba mejor. Podían recurrir a sus ahorros para pagar inmediatamente el tratamiento médico, por lo que tendían a seguir trabajando el mismo número de horas incluso durante las semanas en las que estaban enfermas. No se veían, pues, obligadas a echar mano de su capital circulante o a vender sus productos a crédito. Ésos son pasos en la buena dirección. Pero ¿por qué ocurría eso únicamente con las mujeres en el experimento de Dupas y Robinson? Ésta es una cuestión sin resolver que merece una investigación más extensa. Su observación podía ser accidental, fruto de una casualidad o, por el contrario, una realidad importante que reflejaba las diferencias entre mujeres y hombres, una verdad que debería tener consecuencias en el diseño de los programas futuros. La mejor manera de averiguarlo consiste en reproducir el experimento. Por eso, Dupas y Robinson están realizando actualmente nuevos experimentos en Kenia y yo también estoy trabajando con ellos para repetir su trabajo y aplicarlo en gran escala en Uganda, Malaui, Chile y Filipinas, gracias a la generosidad de la Bill & Melinda Gates Foundation. El experimento que realizaron Pascaline Dupas y Jonathan Robinson en Kenia nos demostró dos cosas. En primer lugar, los aspirantes a ahorradores estaban, para empezar, en apuros. El hecho de que muchos abrieran una cuenta con un tipo de interés efectivo negativo da fe de la cantidad de obstáculos a los que se enfrentaban. En segundo lugar, el hecho de que las cuentas de la cooperativa del pueblo mejoraran realmente la vida de la gente induce a pensar que las alternativas que existían no eran buenas. 148

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Hay una manera mucho más positiva de ver estos resultados. La gente del oeste de Kenia, al utilizar las cuentas de la cooperativa del pueblo, demostró que tenía tanto la voluntad como el deseo de ahorrar. Si esa mediocre solución puede hacer tanto bien, ¿cuánto más podríamos hacer con un producto mejor? Los efectos que observaron Dupas y Robinson son alentadores. Ahora tenemos que buscar la manera de embarcar a más gente.

Sunny ahorra Incluso sin tener un marido borracho como el de Vijaya que se lleve por delante nuestro dinero de bolsillo, muchos de nosotros encontramos la manera de no ahorrar. Yo hice hace poco la importante hazaña de no ahorrar cuando llevé a un amigo a cenar a un elegante restaurante para no celebrar nada en particular. Ese gasto se puede calificar fácilmente de frívolo, pero muchas veces nuestros motivos para gastar son, bueno, razonables: las reparaciones o las mejoras en la casa, las compras al comienzo del curso escolar, el envío de dinero para ayudar a la familia. Estos gastos no son un despilfarro. Desgraciadamente, lo que se ve desde dentro de la hucha es mucho más simple: o entra dinero por la ranura o no entra. El saldo de la cuenta no hace distinción entre los motivos o las justificaciones. Basta con sacudir la hucha y escuchar cómo suena. Clink, clink. Hay pocas monedas; hacen un ruido sordo y débil. Empieza el remordimiento del comprador. Nos preguntamos qué compras recientes eran innecesarias, cuáles podían haber esperado. Eso es lo que le pasaba a Sunny. Conocí a Sunny en Filipinas, en Butuan, ciudad situada al norte de Mindanao. Sunny tenía unos cuantos propósitos para su casa. Quería pintar las paredes. Quería construir un buen patio. Quería arreglar el cuarto de baño. Cada mejora iba a costarle unos doscientos dólares. Sunny no era la persona más pobre de su bloque; tampoco era la más rica. No tenía, desde luego, doscientos dólares. Lo que sí tenía era una cuenta de ahorro en el Green Bank de Caraga. Así que empezó a depositar dinero en esa cuenta con la vista puesta en su objetivo. Iba ahorrando de cinco en cinco dólares y el saldo de su cuenta fue aumentando de forma lenta pero segura. Pero cada vez que llega149

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ba a los cincuenta dólares, siempre parecía que pasaba algo. Nada trascendental: una vez sus hijos necesitaban ropa. Otra su marido se puso pesado para comprar un lujoso televisor. ¿Qué ocurría? Pues que Sunny retiraba el dinero y la cuenta volvía a cero. Un día algo cambió. Llegó el Green Bank y le ofreció a Sunny un nuevo producto llamado SEED (abreviatura de Save Earn Enjoy Deposit). El SEED era idéntico a la cuenta de ahorro que ya tenía, con una excepción: era una cuenta de ahorro con un compromiso, que le impedía retirar el dinero hasta que alcanzara la cantidad que se hubiera fijado como objetivo. Sunny abrió la cuenta y se fijó un objetivo de doscientos dólares. Ahorró doscientos dólares, los retiró e inmediatamente repitió. Cuando la conocí durante una de mis investigaciones, iba por la tercera. Nunca había conseguido ahorrar tanto en su vida. El SEED era nuevo para el Green Bank y para Sunny, pero los ahorros con compromiso son un viejo truco. En Estados Unidos, las cuentas Christmas Club llevan mucho tiempo ayudando a la gente a ahorrar poco a poco para alcanzar un gran objetivo. Lo que define un sistema de ahorro con compromiso es que los depósitos están bloqueados hasta una determinada fecha o hasta que se alcance un determinado saldo. Lo sorprendente, desde el punto de vista de la teoría económica convencional, es que la gente se apunta a estas cosas. El razonamiento en el que se basa la teoría convencional es que es mejor cuantas más opciones se tienen, como la posibilidad de retirar dinero siempre que uno quiera. Al fin y al cabo, nunca se obliga a nadie a retirar dinero de una cuenta de ahorro ordinaria. Uno es libre de ahorrar o no para alcanzar un objetivo. Puede hacer lo que más le convenga. En cambio, en un sistema de ahorro con compromiso el ahorrador ha renunciado a la opción de retirar dinero. ¿Qué puede tener eso de bueno? En primer lugar, acalla las voces de la tentación, aparta todas aquellas cosas que reclaman nuestra atención y la de nuestro monedero. No podemos hacer compras impulsivas cuando nuestro dinero está encerrado en una caja fuerte. Ese hecho bastó por sí solo para resolver el problema de Sunny. ¿Ocurre lo mismo con otras personas? ¿Puede ayudar el SEED u otros sistemas de ahorro con compromiso a mejorar la vida de los pobres? 150

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Conseguir que los pobres ahorren El hecho es que la mayoría de los pobres no tienen cuentas de ahorro, con compromiso o sin él, y la opinión convencional tiene una explicación muy sencilla. No ahorran porque se ven obligados a gastar hasta el último céntimo en lo estrictamente necesario para su supervivencia (son pobres, ¿recuerda?). Lo admito; hay algo en ese razonamiento que lo hace atractivo. Es nítido e, intuitivamente, tiene sentido. Pero lleva a un callejón sin salida. Si no ahorrar es simplemente un hecho inevitable de la pobreza, aunque encontremos la manera de ayudar a los pobres a controlar sus impulsos y a resistirse a gastar en tentaciones, no resolveremos la raíz del problema. Seguirán quedándose sin nada una vez que satisfagan sus necesidades inmediatas. Así que no deberíamos perder el tiempo, ni el dinero, en buscar mejores soluciones para que ahorren. Afortunadamente, no tenemos que aceptar ese tipo de razonamiento a ojos cerrados; podemos ponerlo a prueba en la vida real. Mientras estaba estudiando en el MIT, conocí a Mary Kay Gugerty, en aquel entonces estudiante de doctorado en la Harvard Kennedy School of Government. Mary Kay estaba haciendo la tesis sobre los clubes informales de ahorro que utilizaban las mujeres kenianas para vencer sus problemas de autocontrol. Yo también había estado pensando mucho sobre el tema de las tentaciones, no sólo en el caso del ahorro, sino también en otros aspectos de la vida. Fuimos a hablar con David Laibson, economista del comportamiento de Harvard que había hecho algunas investigaciones pioneras sobre el autocontrol. Fuimos al encuentro esperando averiguar cómo podríamos poner a prueba sus teorías, pero salimos con una pregunta mucho más práctica: ¿cómo podemos utilizar estas teorías para mejorar la vida de la gente? Concretamente, ¿podemos diseñar un producto que ayude a resolver el problema de las tentaciones? Una semana más tarde, Mary Kay y yo nos juntamos con Nava Ashraf, otra estudiante de doctorado, y empezamos a buscar un producto para poner a prueba y un lugar para hacerlo. Redactamos una breve propuesta y la mandamos a nuestra lista de correo electrónico. Resultó que había mucha gente interesada en la cuestión de las tentaciones y el autocontrol. Recibimos docenas de respuestas. 151

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Nava y yo nos fuimos a Filipinas en agosto de 2002 para indagar más sobre algunas de ellas. John Owens, director de una iniciativa de la USAID para ayudar a los bancos rurales y gurú de las microfinanzas, convocó a una reunión a una docena de posibles socios. Siempre recordaré ese viaje por una sencilla razón: a Nava y a mí no se nos iban las tentaciones de la cabeza. Yo pensaba en ellas todas las mañanas, cuando tenía que pelearme conmigo mismo para no desayunar torrijas y bizcocho de plátano, mientras Nava se decantaba sin esfuerzo alguno por un saludable cuenco de fruta y un yogur. Ella, por su parte, pensaba en las tentaciones cuando hablábamos de ropa. Resultaba que, por lo que yo recordaba, nunca me había gastado más de diez dólares en una camisa (normalmente llevo ropa tie-dye y batik de África occidental o kurtas de la India), mientras que Nava tenía que esconder sus tarjetas de crédito para no derrochar. Teníamos, pues, mucho que decir cuando nos reunimos con los bancos con los que a lo mejor íbamos a trabajar. Al día siguiente, ya teníamos un socio de primera en el Green Bank de Caraga, el mismo banco con el que trabajé más tarde para investigar los préstamos de responsabilidad colectiva e individual. Estábamos deseando encontrar nuevas formas de movilizar el ahorro y de ponerlas a prueba. Nava, Wesley Yin (estudiante de doctorado en Princeton) y yo trabajamos con el Green Bank para crear el SEED, la cuenta de ahorro que más tarde ayudaría a Sunny a hacer las mejoras en su casa. Y diseñamos al mismo tiempo un experimento controlado aleatorio para averiguar si un producto de autocontrol realmente podía funcionar. Queríamos saber qué tipos de personas se apuntarían y cómo afectaría el SEED al volumen de ahorro. Comenzamos encuestando a unas mil ochocientas personas que eran, o habían sido, clientes del banco. Una vez terminada la encuesta, dividimos aleatoriamente a los encuestados en tres grupos. Los del primero recibieron la visita de un empleado del Green Bank, que les habló de la importancia del ahorro y los invitó a abrir una cuenta SEED. Los del segundo grupo también recibieron la visita de un empleado e idéntica perorata comercial sobre el ahorro, pero no les ofreció una cuenta SEED. Por último, los del tercer grupo no recibieron ninguna visita ni ninguna oferta. Eran el grupo de control. En nuestra encuesta inicial, recogimos algo más que la información demográfica y doméstica habitual. También incluimos una ba152

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tería de preguntas que medían las «preferencias temporales»: la disposición de una persona a dejar pasar unas ganancias hoy para tener unas ganancias mayores en el futuro; preguntas del tipo «¿Qué preferiría? ¿Recibir cinco dólares hoy o seis el mes que viene? ¿Y cinco dólares dentro de un mes o seis dentro de dos?». Probando con toda una variedad de horizontes temporales y cantidades de dinero, podemos hacernos una buena idea de las preferencias de una persona por obtener una satisfacción inmediata frente a obtener una satisfacción mayor más tarde. O hablando en román paladino, podemos obtener información sobre su grado de paciencia. La gente impaciente, por ejemplo, prefiere tener cinco dólares hoy a tener seis dentro de un mes. Las cosas se ponen interesantes cuando las preferencias cambian dependiendo del horizonte temporal. Pensemos en la gente que es impaciente hoy (es decir, prefiere tener cinco dólares hoy a tener seis dentro de un mes), pero sostiene que será paciente más tarde (es decir, prefiere tener seis dólares dentro de seis meses a tener cinco dentro de un mes). Conocemos a gente como ésa. Es la gente que nunca tiene tiempo para empezar un nuevo régimen de ejercicio esta semana, pero está segura de que lo empezará la semana que viene. O que siempre está decidida a apartar una parte mayor de la nómina para ahorrar para su jubilación: el mes que viene. Ha identificado unos objetivos y la manera de alcanzarlos, pero siempre encuentra una excusa cuando llega el momento de empezar. Si el lector sabe que es una persona de ese tipo, podría aprovechar la oportunidad de lograr alguno de sus objetivos recurriendo a un mecanismo de compromiso que lo ate de pies y manos. Eso es exactamente lo que ocurría con SEED. El producto fue, en general, un éxito. Más de una cuarta parte de las personas invitadas a participar abrió una cuenta. Si eso no parece una enorme respuesta, piénsese en lo que estaba ofreciendo el Green Bank: una cuenta de ahorro idéntica a la normal (que cualquiera podía abrir), pero sin la posibilidad de retirar fondos. Visto desde esa perspectiva, la tasa de participación del 28 por ciento es impresionante: significa que el 28 por ciento de las personas quería bloquear su dinero para que ni siquiera ellas pudieran llegar a él. También confirmamos nuestras sospechas sobre los tipos de personas que estaban participando en el programa. La probabilidad de que las mujeres que preferían ser impacientes hoy y pacientes más 153

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tarde abrieran una cuenta era alrededor de un 50 por ciento mayor que la de las demás. Por tanto, en conjunto, el SEED estaba llegando a la gente indicada. Nos entusiasmó ver que la gente abría una cuenta, pero la gran pregunta era cuáles serían sus efectos. ¿Ayudaría realmente el SEED a la gente a ahorrar? Bien, pues, en una palabra, sí. Observamos que sólo por ofrecer una cuenta SEED, el saldo del cliente medio aumentaba un 47 por ciento en seis meses. Esa cifra ascendía a un 82 por ciento después de doce meses. Téngase en cuenta que ésta era la variación media de los saldos de ahorros de todas las personas a las que se les ofreció la cuenta, independientemente de que la aceptaran o no. De hecho, el efecto producido por la cuenta SEED únicamente en las personas que abrieron realmente una cuenta fue nada menos que de un 318 por ciento. Es decir, ¡observamos que el ofrecimiento de una cuenta SEED a una clienta que la abra multiplica por cuatro su ahorro! Los resultados del experimento de SEED son importantes por dos razones. En primer lugar, confirman que el caso de Sunny no es una mera anomalía: las cuentas SEED ayudaban a muchas clientas del Green Bank a ahorrar más. En segundo lugar, y lo que es más fundamental, refutan la opinión convencional al demostrar que si a los pobres se les proporcionan los instrumentos adecuados, pueden ahorrar más, incluso sin que aumenten sus ingresos totales. Este resultado es a la vez impactante y alentador, pues indica que, incluso sin aumentar sus recursos, a la gente puede irle mejor. Tal vez lo único que necesite sea un empujón o, por utilizar un término del libro epónimo de Richard Thaler y Cass Sunstein sobre las soluciones basadas en el comportamiento para resolver los problemas diarios, un empujoncito (a nudge).

Ideas procedentes del frente doméstico Hemos visto qué está ocurriendo en un mercado del sur de la India, en un lugar perdido de Kenia y en medio del vasto y húmedo tablero de ajedrez de los arrozales filipinos. Pero ¿y en Decatur (Illinois)? ¿Y en Astoria Boulevard en Queens (Nueva York)? Las aplicaciones prácticas de la economía del comportamiento aún están, hablando en términos relativos, en pañales incluso en el mundo desarrollado, y 154

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merece la pena echar un vistazo al tipo de empujoncitos y mecanismos de compromiso que están imponiéndose aquí, para extraer nuevas ideas sobre qué podría probarse allí. Y lo que es más, como observamos que las soluciones basadas en el comportamiento pueden adaptarse tanto a los entornos ricos como a los pobres, hay un argumento más para pensar que responden, en realidad, a algo fundamental y compartido, algo que transciende el umbral de pobreza. La evidencia procedente del frente doméstico confirma esta idea. Resulta que cuando se trata del ahorro, ni siquiera los financieros y (¡asómbrese!) los profesores de economía son inmunes a los sesgos y los atajos mentales. Los economistas del comportamiento Richard Thaler y Shlomo Benartzi observaron que la mayoría de la gente –incluidos sus colegas del mundo académico– tendía a tratar las primas de los planes de jubilación como un horno de sobremesa: instalarlo y olvidarse de él. Los empleados, cuando entraban en una empresa, elegían un nivel de primas y un plan de inversión y tendían a no cambiarlo. Nunca. Desde el punto de vista de la economía clásica, eso es desconcertante. Las necesidades y los recursos de una persona varían lo suficiente a lo largo de toda su vida profesional como para que sea sumamente improbable que un único plan sea el mejor durante todo ese tiempo. Por tanto, estas personas, a pesar de lo listas que eran, no estaban tomando las mejores decisiones económicas. Y lo que es más, estaban fracasando según su propia valoración. Cuando se les encuestó, muchas dijeron que estaban insatisfechas con la cuantía y la asignación de sus primas mensuales. Fue una sorpresa; al fin y al cabo, eran ellas las que habían fijado inicialmente esos parámetros y eran libres de cambiarlos en cualquier momento. ¿A quién echarle la culpa de estos errores? Para Thaler y Benartzi, a dejarlo todo para mañana y a la inercia, dos comportamientos que son un obstáculo para ahorrar y que hemos visto antes en este capítulo. Idearon un plan llamado Save More Tomorrow (SMarT) que le dio la vuelta a esos obstáculos. En el plan SMarT, los participantes aceptan hoy una serie de aumentos futuros de sus ahorros coincidentes con las subidas salariales que consigan, de manera que los ahorros aumentan con el paso del tiempo sin que disminuya nunca el salario neto. Como los ahorros no aumentan hasta que sube el salario, participar en SMarT resulta a día de hoy indoloro: ésa es una buena noticia para aquellos a los que les 155

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gusta dejarlo todo para mañana. El plan es voluntario, por lo que los participantes pueden cambiar de opinión en cualquier momento y no aceptar los aumentos programados. Naturalmente, para eso hace falta un grado de iniciativa; con este sistema la inercia natural de la gente ayuda, pues, a los participantes a ahorrar en lugar de dificultar el ahorro. Thaler y Benartzi sospechaban que habían dado con algo importante, por lo que se asociaron con una empresa que aceptó ofrecer el plan SMarT y seguir la evolución de los ahorros de sus empleados. Se puso en práctica de la manera siguiente: primero se ofreció a todos los empleados que, por sus características, podían optar a un plan de jubilación de la empresa una reunión gratuita con un asesor financiero. A los que aceptaron, el asesor les calculó la tasa de ahorro deseada y recomendó un determinado aumento inmediato de sus ahorros para alcanzarla. El 28 por ciento de los que se reunieron con el asesor aceptó su recomendación; al resto se le ofreció el plan SMarT. Se apuntó un impresionante 78 por ciento. Después de cuatro subidas salariales, el panorama era sorprendente. El 80 por ciento de los que se apuntaron seguía participando en el programa SMarT y los participantes estaban ahorrando un 55 por ciento más que los que habían aceptado el consejo del asesor. El plan SMarT se ha impuesto desde que se puso en práctica la primera vez. Fidelity Investments y Vanguard, dos de los mayores operadores de planes de jubilación en Estados Unidos, ahora ofrecen una versión del plan a sus clientes de empresas. Como consecuencia, millones de empleados han aceptado Save More Tomorrow. Uno de los motivos por los que SMarT es un instrumento tan eficaz es que permite a la gente atarse (no demasiado, uno siempre puede dejarlo) para hacer lo que le conviene. Económicamente hablando, los participantes están cambiando los precios relativos del buen y del mal comportamiento. Sin SMarT, el buen comportamiento (como aumentar los ahorros para la jubilación) tiene más costes que el malo: obliga a acudir al departamento de recursos humanos y rellenar un impreso. Una vez que uno se apunta al nuevo sistema, las tornas se invierten. El buen comportamiento es gratis y el mal comportamiento (como congelar o reducir los ahorros para la jubilación) ahora es la opción que lleva tiempo. ¿Y si tuviéramos una manera de cambiar los precios relativos de otras cosas de nuestra vida? 156

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Pensando en eso, creé stickK.com, una página web en la que cualquiera puede comprometerse contractualmente a lograr los objetivos que quiera. StickK.com permite a los usuarios indicar qué quieren lograr, qué está en juego y quién certificará su éxito (o su fracaso). De este modo, la gente puede cambiar directamente los precios del buen y del mal comportamiento, utilizando dinero (también puede poner en juego su reputación comprometiéndose a notificar automáticamente a su amigos y a su familia su éxito o su fracaso). Supongamos, por ejemplo, que uno quisiera ir al gimnasio una vez a la semana. Con un contrato en stickK.com, podría imponerse a sí mismo una multa de cien dólares por cada semana que no fuera. La cosa se pone cada vez más interesante cuando se piensa en quién recibe el dinero que uno arriesga. Cuando uno hace un contrato con stickK.com, decide si los cien dólares se transferirán a una determinada persona, a una institución benéfica o a una «institución antibenéfica», es decir, a una institución benéfica a la que uno preferiría no apoyar. ¿Se esforzaría uno más en ir al gimnasio si no ir significara mandar un cheque, por ejemplo, a la Bill Clinton o George W. Bush Presidencial Library en lugar de a Unicef? ¡Sospecho que sí! Otros pares de «instituciones antibenéficas» contrapuestas son la Nacional Rifle Association y el Educational Fund to Stop Gun Violence; Nature Conservancy y el Nacional Center for Public Policy Research; Americans United for Life y NARAL Pro-Choice America. Para los que viven en Inglaterra, stickK. com ofrece organizaciones benéficas de ambos lados de las grandes y siempre reñidas rivalidades del fútbol: los clubes de futbol del Arsenal y el Chelsea, el Liverpool y el Manchester United. Ha sido divertido observar el proceso. Hemos visto multitud de contratos para adelgazar, hacer ejercicio y dejar de fumar. Internet tiene una manera de sacar el lado creativo de la gente. Con el poder de los incentivos al alcance de la mano, la gente ha utilizado stickK. com para conseguir cosas inesperadas. Merece la pena señalar unos cuantos objetivos «personalizados»: s s s s s s

No le llamaré durante dos semanas No más citas con perdedores No más porno No más cafés con leche de cinco dólares por la tarde No me cortaré el pelo Tirar el chicle en la basura y no por la ventana 157

¡no basta con buenas intenciones!

Y algunos más largos, con explicaciones: s

s s s

Me despertaré Y ME LEVANTARÉ DE LA CAMA todos los días laborables no más tarde de las seis y media de la mañana para poder estar en el trabajo no más tarde de las ocho (el objetivo son las siete y media). ¡Escribiré un correo electrónico a mi supervisor todos los días laborables por la mañana para que pueda ver que estoy a las ocho! Me comprometo a no tardar más de cinco minutos en ducharme. Comprar un coche para sustituir la mierda que tengo ahora. Será manual y SERÁ a finales de este año. Abstenerse de soltar tacos incluso cuando los equipos deportivos de Filadelfia la caguen si está Katie delante… El porno es destructivo, malo para la salud y pervierte mi idea del sexo y de las relaciones. También puede convertirse en algo obsesivo-compulsivo y en una liberación malsana de estrés. Ver porno también lleva a salir con el tipo de mujeres que no debes y a tener el tipo inadecuado de las llamadas «relaciones íntimas» físicas en lugar de valorar su auténtica naturaleza femenina. Así que me comprometo a no ver porno más de una vez a la semana [nota: a juzgar por el vehemente comienzo, ¡yo pensé realmente que con ese contrato iba a dejar en seco de ver porno!].

Empujoncitos más suaves stickK.com, al igual que SEED, puede llevarse un buen pellizco. Puede haber mucho dinero en juego, y el dinero es un eficaz instrumento para determinar nuestras decisiones ante las tentaciones. Tiene sentido: cuando uno no sabe si ir al gimnasio, la mera idea de perder cien dólares (o de tener que notificar a los amigos que uno no ha ido) probablemente lo empuje en la buena dirección. He aquí, sin embargo, una pregunta relevante; ¿hasta dónde podemos llegar con un instrumento que se lleve un pellizco menor? ¿Y si el problema no es tanto nuestra flaqueza como nuestra mala memoria y si la solución está entonces en la idea de perder cien dólares más que en su pérdida real? Si éste fuera el caso, podríamos cambiar de conducta simplemente gestionando con cuidado nuestra atención. Y quizá podríamos conservar esos cien dólares después de todo. 158

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Ésa es una idea que podemos poner a prueba directamente en el mundo en desarrollo. Tal vez los pobres no necesiten el considerable pellizco de una cuenta con compromiso (como SEED) para alentar un comportamiento mejor. Si pudieran simplemente pensar en el ahorro en el momento oportuno, a lo mejor ahorrarían más. Quizás, incluso, mucho más. Maggie McConnell (posdoctorado en Harvard y antigua ayudante de investigación para IPA en Perú), Sendhil Mullainathan, Jonathan Zinman y yo preparamos experimentos controlados aleatorios para poner a prueba esta proposición en tres países: Bolivia, Perú y Filipinas. Repetir los experimentos en diferentes contextos nos ayuda a abordar la sempiterna cuestión de su «validez externa»: de si los resultados obtenidos en un determinado lugar pueden aplicarse a otro lugar distinto. ¡Si queremos realmente saberlo, pongamos a prueba la idea en unos cuantos entornos distintos! Veamos cuándo funciona, cuándo no y cuáles son los factores determinantes de su éxito. Este principio fue uno de los principales motivos para crear IPA, y estamos poniendo a prueba una serie de intervenciones en múltiples lugares, precisamente por esta razón. En los tres lugares trabajamos con clientes que habían abierto recientemente cuentas de ahorro con un «objetivo» y habían hecho planes para ahorrar todos los meses del año. Elegimos aleatoriamente a algunos de ellos con el fin de darles un empujoncito para que alcanzaran sus objetivos, el empujoncito más sencillo que se nos ocurrió: les recordamos una vez al mes que ahorraran. En Filipinas y en Bolivia, enviamos mensajes de texto. En Perú, donde el uso del teléfono móvil estaba menos extendido, enviamos mensajes por correo físico. En Perú, también probamos algo que creíamos que era una buena idea: dar a la gente una pieza de un rompecabezas cada vez que hiciera un ingreso, de manera que después de doce ingresos hubieran completado una foto del objetivo para el que ahorraba, como un coche, una casa o un estudiante graduándose. Sospechábamos que el mero acto de ingresar dinero era demasiado abstracto y que una pieza de un rompecabezas haría que el objetivo destacara más y proporcionara, pues, un incentivo adicional para ahorrar. Cada vez que le contábamos a la gente esta idea, recibíamos sus felicitaciones. Algunos de los primeros resultados nos llevaron incluso a pensar que funcionaría. 159

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Pero los rompecabezas no funcionaron. No hicieron que se ahorrara más ni aumentaron las probabilidades de que los ahorradores lograran sus objetivos. ¿Dónde fallaron? Quizá no se dieron en el momento oportuno: la pieza con la que se pretendía destacar el objetivo se daba después de que se realizara el ingreso. Por tanto, si el problema era una cuestión de atención –de que la gente no estuviera pensando en sus objetivos futuros–, el acto que pretendía destacar dicho objetivo tenía que realizarse antes de que hicieran el ingreso, no como una recompensa por haberlo hecho. Afortunadamente, los recordatorios mensuales sí funcionaron. Los ahorros totales aumentaron un 6 por ciento y también fue un 6 por ciento más probable que la gente alcanzara sus objetivos de ahorro. El efecto fue incluso mayor en el caso de los ahorradores elegidos aleatoriamente para recordarles su objetivo concreto (en comparación con los ahorradores a los que sólo se les hizo una vaga alusión al ahorro). Estos mensajes les costaban a los bancos unos céntimos por cabeza. Eran casi gratis. Una cosa casi gratuita es algo magnífico, pero ¿y una cien por cien gratis? Veamos un empujoncito más, uno que es incluso más sencillo (y más barato) que los mensajes de texto y que, aun así, influye mucho en el comportamiento de la gente. Estaba allí mismo, a la vuelta de la esquina, en las oficinas de asesoría fiscal H & R Block de San Luis. En 2005, los economistas Esther Duflo, William Gale, Jeffrey Liebman, Peter Orszag y Emmanuel Sáez se asociaron con H & R Block para ver cómo afectaría al ahorro para la jubilación el ofrecimiento por parte de la empresa de una aportación única en un porcentaje de la cantidad que la persona hubiera contribuido a su plan de pensiones aquel mes. Observaron, como esperaban, que cuanto mayor era el porcentaje de aportación ofrecido (por ejemplo, del 50 por ciento en lugar del 20 por ciento), mayores eran las contribuciones de los ahorradores. Pero también observaron algo extraño. El código fiscal de Estados Unidos ya contenía un apartado llamado desgravaciones federales por ahorro, que eran semejantes, desde el punto de vista económico, a las aportaciones paralelas de los planes de jubilación que estaban estudiando. Pero la desgravación estaba pensada como una devolución de impuestos y no como una aportación paralela. Como las dos eran, en última instancia, 160

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iguales en términos monetarios, les sorprendió observar que la gente reaccionaba de forma muy distinta a las dos. En particular, un aumento de la aportación paralela llevaba a la gente a ahorrar mucho más que un aumento de la devolución de impuestos de la misma cuantía. Emmanuel Sáez volvió a San Luis en 2006 para ver qué estaba ocurriendo. Se asoció de nuevo con H & R Block y diseñó un experimento controlado aleatorio sobre los ahorros para la jubilación, pero éste era diferente. Mientras que el primer estudio se refería principalmente a las respuestas a diversos incentivos económicos (es decir, a diferentes aportaciones paralelas), éste centró su atención en uno solo. Lo único que variaba era la manera en que se presentaba el incentivo. Se ofreció a algunos contribuyentes una aportación del 50 por ciento de sus contribuciones a los planes de jubilación y a otros una devolución de impuestos equivalente. En el experimento de 2005, la devolución de la deducción federal por ahorro estaba oculta en el denso y difícil código fiscal, por lo que podríamos excusar a los contribuyentes si ignoraban que existía tal devolución. Pero esta vez se presentó en unos términos sencillos. Todas las ofertas eran directas y transparentes. Aun así, los resultados fueron parecidos: el 10 por ciento de los contribuyentes a los que se les ofreció la aportación paralela hizo contribuciones, mientras que la cifra fue del 6 por ciento en el caso de aquellos a los que se les ofreció la devolución de impuestos y del 3 por ciento en el de aquellos a los que no se les hizo ninguna oferta especial. Los resultados del experimento de 2006 de Sáez concuerdan con un creciente número de observaciones en el sentido de que las aportaciones paralelas son más eficaces que las desgravaciones o las devoluciones equivalentes para aumentar las aportaciones, por ejemplo, a instituciones benéficas. Esa información nos ayuda a diseñar mejores procedimientos y mejores políticas. Piénselo: no cuesta nada describir una devolución de impuestos como una aportación paralela y, sin embargo, ¡eso podría aumentar la participación en dos tercios! Ésa es una de las razones por las que obtener unos resultados decisivos simplemente cambiando pequeños detalles resulta tan apasionante. Apuntan a cómo hacerlo mejor sin tener que reinventar la rueda. Nos permiten aprovecharnos de la irracionalidad de la gente para mejorar sus vidas. 161

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Cultivar la tierra Sacar algo de nada

La agricultura no es más que crecimiento, sacar algo de nada (o de muy poco). Pero la triste realidad económica es que muchos agricultores no sacan nada de algo. Existe un viejo chiste que dice: un agricultor gana la lotería y recibe la visita de un periodista del periódico local. El periodista quiere saber qué piensa hacer con el dinero. Le pregunta: «¿Se va a comprar un coche lujoso? ¿Se va a construir una casa mayor? ¿Va a dejar de trabajar e irse a Miami?». El agricultor se queda pensando un momento y responde diciendo: «No, creo que voy a seguir cultivando la tierra hasta que se me acabe el dinero». Este chiste, como casi todos los buenos chistes, encierra una verdad. Muchos agricultores pierden dinero. Eso en Estados Unidos, donde a menudo tienen la ventaja de contar con semillas híbridas, fertilizantes, sistemas de riego por goteo, buenas carreteras, maquinaria, contratos de futuros y fácil acceso a los mercados de exportación. Muchos luchan denodadamente para mantenerse a flote. ¿Y sus homólogos del mundo en desarrollo? Provistos de endebles y anticuadas herramientas, trabajan la misma tierra que sus abuelos, a menudo de la misma forma que ellos. Salen al alba para el campo exactamente igual que los agricultores estadounidenses, pero empujan carretillas de estiércol de vaca en lugar de esparcidores de fertilizantes. Llevan azadas de madera en lugar de las llaves del tractor. ¿Es de extrañar que la prosperidad les sea esquiva a tantos? En el territorio de la pobreza, la agricultura es una región demasiado grande como para no tenerla en cuenta. En todo el mundo, hay más de mil millones de pobres que son agricultores. Si es tentador

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fijarse en otras cuestiones, tal vez el motivo sea que los retos que rodean a la agricultura en el mundo en desarrollo son tan numerosos, tan diversos y están tan entrelazados que el conjunto parece un nudo inextricable. Comencemos a deshacerlo. En primer lugar, están los riesgos medioambientales a los que se enfrentan todos los agricultores, tanto los ricos como los pobres: las sequías, las inundaciones, las plagas y demás. En segundo lugar, está la brecha tecnológica, en lo que se refiere tanto a la maquinaria como a las prácticas agrícolas. Cuando los agricultores trabajan sin semillas resistentes a las sequías y a las plagas y sin buenos fertilizantes, sin examinar las propiedades del suelo para decidir qué tipos de productos van a cultivar y sin sofisticados sistemas de riego y drenaje, es más probable que pierdan las cosechas por culpa del mal tiempo y de las plagas. Por último, están los retos estructurales. La escasa información sobre los mercados rentables y el limitado acceso a ellos, las fluctuaciones de los precios de las materias primas y los elevados costes de transporte y almacenamiento frustran incluso a los agricultores que consiguen obtener una abundante cosecha. Todos estos obstáculos juntos explican un hecho que sabemos con seguridad sobre la agricultura en el mundo en desarrollo: es una vida dura.

DrumNet y el método de ir a saco La maraña de problemas que complican la vida a los agricultores pobres no ha sido mucho más fácil de deshacer para las organizaciones de ayuda o para los poderes públicos que para los propios agricultores. Pero se han conseguido algunos éxitos. Una de las ideas es ofrecer un conjunto integrado de servicios que resuelvan muchos problemas a la vez. En la práctica, eso significa hacer más por los agricultores que simplemente darles sesiones de formación o simplemente ofrecerles préstamos para material agrícola. En algunos casos, significa darles un empujoncito para que utilicen nuevas técnicas de cultivo o incluso para que inicien cultivos totalmente nuevos. DrumNet, extenso programa de desarrollo agrícola en el centro de Kenia, hizo exactamente eso. DrumNet era una creación de PRI164

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DE AFRICA, organización de microfinanciación y de agricultura sin fines de lucro con sede en Estados Unidos que tiene alrededor de doscientos mil clientes en África oriental. Basándose en toda su experiencia en la región, PRIDE AFRICA había adquirido la pericia local necesaria para ofrecer alguna información útil a los agricultores kenianos; sorprendentemente, lo más valioso que ofreció fue el gusto de los europeos por las judías verdes y el maíz enano. Cuando DrumNet apareció en escena en 2003, muchos pequeños agricultores kenianos estaban cultivando productos que podían consumir ellos mismos o vender localmente, como maíz, patatas, col rizada y plátanos. Algunos habían oído hablar de los ricos mercados de exportación europeos, pero los que querían vender fuera tropezaban con grandes obstáculos. El primer problema era la información. Los agricultores, que vivían en los pueblos rurales de la circunscripción de Gichugu, situada en el distrito de Kirinyaga, al pie del monte Kenia, carecían de la más absoluta información. No tenían acceso a los precios a los que se vendían en los mercados mundiales docenas de variedades de cultivos. El segundo problema era de confianza. Las relaciones con los exportadores –que eran escasos para empezar– rezumaban desconfianza mutua. Los agricultores temían que los exportadores encontraran formas de estafarlos. Los exportadores, a su vez, temían que los agricultores se negaran a vender al precio acordado o simplemente que lo que produjeran no fuera de suficiente calidad. En tercer lugar, las limitaciones para pedir créditos desempeñaban un papel importante. Vender para la exportación en mercados europeos rigurosamente regulados significaba pagar por la certificación de la calidad de la cosecha, además de pagar por los materiales agrícolas de siempre. Sin préstamos, estas inversiones adicionales estaban fuera del alcance de la mayoría de los agricultores. El último obstáculo para exportar era el transporte: encargar y pagar camiones para transportar los productos desde el campo hasta el puerto. PRIDE AFRICA veía en todos estos obstáculos los cabos entrelazados de las cuerdas que ataban de pies y manos a los agricultores e ideó DrumNet para cortarlos todos a la vez. El programa iba a ayudar a los beneficiarios en cada uno de los diferentes pasos necesarios para conseguir exportar: a saber, enseñar las prácticas agrícolas y las normas agrícolas europeas, servir de enlace con los exportadores, 165

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abrir cuentas de ahorro y ofrecer préstamos en especie de materiales agrícolas. Aunque DrumNet era un programa sin fines de lucro, estaba pensado para ser «sostenible», es decir, para generar suficientes ingresos con los que cubrir sus costes. Comprender los efectos de un programa tan variado y multifacético era muy difícil (y apasionante). Al haber tantas piezas móviles, es difícil ver claramente cuál es la contribución de cada una de ellas. Pero a veces es bueno empezar por probarlo todo a la vez, ver si funciona y después ampliar la imagen para averiguar el valor de cada uno de sus componentes. En abril de 2004, Nava Ashraf (del proyecto de los ahorros con compromiso SEED que vimos en el capítulo anterior), Xavier Giné (del proyecto de la responsabilidad subsidiaria de Filipinas, analizado en el capítulo 6) y yo nos asociamos con PRIDE AFRICA para hacer precisamente eso y evaluar DrumNet con un experimento controlado aleatorio. Una vez que el programa estuvo en marcha, comenzaron a asomar diferentes tipos de brotes en los campos de la circunscripción de Gichugu. Empezaron a salir judías verdes y maíz enano donde la temporada anterior predominaban el maíz y la col rizada. Los agricultores estaban respondiendo con entusiasmo a la oportunidad que les brindaba el conjunto de servicios de DrumNet. La probabilidad de que aquellos a los que se les había invitado a participar en DrumNet cultivaran productos para la exportación era casi un 50 por ciento mayor que la de aquellos que habían sido asignados al grupo de control. Y lo que es interesante, los agricultores que al principio ya estaban cultivando productos exportables tendieron a seguir haciendo lo mismo que hasta entonces, aunque participaran en DrumNet. No dedicaron más tierra arable a productos para la exportación. El aumento de la producción de judías verdes y de maíz enano se debió en su mayor parte a los que cambiaron, es decir, a los agricultores que habían dado el salto de la agricultura de subsistencia o de los cultivos comerciales locales a la agricultura para la exportación como consecuencia del programa. Siguiendo el proverbio, la fortuna favoreció a los osados: al final del año, los ingresos de los hogares de los que habían cambiado de cultivos eran casi el triple de los ingresos de los grupos de control.

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Mejor agricultura por medio de la química DrumNet iba viento en popa, metiendo dinero en los bolsillos kenianos y poniendo verduras en los platos europeos, hasta que chocó con el equivalente económico de un tren de mercancías. Fue una colisión desagradable y desalentadora, de la que daremos plena cuenta más adelante. Pero antes de examinar el accidente con el tren, veamos qué es lo que hizo bien el programa: dio con una solución viable (al menos inicialmente) para los problemas concretos que tenían los agricultores kenianos. Su éxito inicial no fue fruto de la casualidad, sino el resultado de una meditada planificación y de un profundo conocimiento de la situación local. PRIDE AFRICA sabía, por su experiencia anterior en la zona, que los agricultores tenían en su contra un déficit de información, una débil relación con los exportadores y limitaciones financieras. También se había ensuciado las manos. Entendía las características del suelo de la circunscripción de Gichugu y sabía que era bueno para cultivar judías verdes y maíz enano. Si DrumNet se hubiera lanzado en otra parte del país –en las llanuras tropicales de la costa, en el árido norte o incluso en el otro extremo del monte Kenya– las circunstancias podrían haber dado como resultado un programa radicalmente distinto. Aunque esos agricultores estuvieran lidiando con los mismos impedimentos económicos, tal vez el suelo podía no haber soportado bien las judías verdes y el maíz enano; tal vez PRIDE AFRICA los hubiera animado a cultivar alguna otra cosa distinta. La cuestión es que lo que funciona en agricultura depende mucho del contexto, por lo que es improbable que una única recomendación técnica –sobre qué cultivar y cómo cultivarlo– sea válida para todo el mundo. Pero eso no impide que alguna gente lo intente. Si los agricultores de la circunscripción de Gichugu que participaron en DrumNet se hubieran reunido con responsables de extensión agraria del Ministerio de Agricultura de Kenia, podrían haberse enterado de primera mano. El ministerio tenía un plan para todos los agricultores del país. Dependiendo del lugar, recomendaba uno de veinticuatro regímenes concretos de uso de fertilizantes y variedades de semillas. En los maizales del Distrito de Busia, a cuatrocientos kilómetros al oeste de Gichugu, en la frontera con Uganda, el régimen del ministerio consistía en semillas híbridas y dos tipos de fertilizantes, uno para 167

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aplicarlo en el momento de la siembra y otro para aplicarlo superficialmente cuando las plantas llegan a la altura de la rodilla. El ministerio confiaba en su recomendación, que se basaba en datos procedentes de explotaciones agrarias experimentales; desgraciadamente, los campos de los agricultores de verdad no siempre se parecían a las explotaciones piloto del ministerio. Variaban en cuanto a las propiedades del suelo, el agua y la exposición solar. Esas variaciones eran lo suficientemente importantes como para que los agricultores no siempre pudieran reproducir los elevados rendimientos agrícolas de los experimentos del ministerio. Eso podría explicar por qué tan pocos seguían las directrices de las autoridades. En una encuesta realizada en 2000 a productores de maíz de Busia, Esther Duflo, Michael Kremer y Jonathan Robinson observaron que menos de uno de cada cuatro campesinos había utilizado algún fertilizante el año anterior; menos aún había empleado semillas híbridas. ¿Por qué eran tantos los que desoían los consejos del ministerio? ¿No habían oído hablar nunca de sus directrices? ¿Eran simplemente unos cabezotas? Los investigadores dieron a los agricultores el beneficio de la duda. Tal vez sabían algo que el ministerio no sabía. Tal vez, para los agricultores de Busia, habría sido un error seguir los consejos de las autoridades. Duflo, Kremer y Robinson se pusieron a diseñar un sencillo experimento controlado aleatorio para averiguarlo. Eligieron al azar a cientos de productores de maíz y trabajaron con ellos para montar tres pequeñas parcelas colindantes, cada una de alrededor de un metro y medio cuadrado, en los terrenos de cada agricultor. Durante las seis temporadas agrícolas siguientes, probaron diferentes cantidades y combinaciones de semillas y fertilizantes –incluida la receta recomendada por el ministerio– en dos de las tres parcelas, dejando siempre una para realizar comparaciones. Al final de cada temporada, midieron la producción de cada parcela. Una vez que recogieron todos los datos, tuvieron una idea bastante clara de la relación entre las semillas, el fertilizante y el rendimiento de las cosechas. Como había afirmado el ministerio –y como sabían los agricultores–, las semillas de mejor calidad y la utilización de mayores cantidades de fertilizante generaban mayores rendimientos. A continuación, los investigadores dieron un paso más y calcularon los beneficios netos de cada combinación restando el coste de los materiales del precio de venta del producto final. Ahí es cuando las decisiones 168

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de los agricultores sobre el fertilizante comenzaron a tener mucho más sentido. La combinación recomendada por el ministerio sí era la que producía el mayor rendimiento, pero los materiales eran tan caros que la inversión en el fertilizante generaba a los agricultores una pérdida neta: alrededor de un 50 por ciento negativo anual de la cantidad gastada en fertilizante. Bueno, el fertilizante no es el gasto mayor de los agricultores, por lo que perder un 50 por ciento de una cantidad relativamente pequeña no es necesariamente devastador. Pero, desde luego, no ayuda. Así pues, el Ministerio de Agricultura no estaba haciendo bien las cosas, pero tampoco los agricultores. La mayoría estaba utilizando demasiado fertilizante –siguiendo las recomendaciones de las autoridades– o no lo suficiente. El experimento de los investigadores demostró que había una solución intermedia rentable. Resultó que echando solamente media cucharilla de té de fertilizante superficial en cada planta (el ministerio recomendaba una cucharilla entera por planta, además de fertilizante en el momento de la siembra y semillas híbridas), el rendimiento de la cosecha aumentaba casi la mitad con respecto a las parcelas utilizadas para hacer comparaciones y, lo que es más importante, la cosa tenía sentido en términos económicos. Un agricultor que hubiera seguido el régimen de media cucharilla habría obtenido por su inversión en fertilizante un rendimiento anual de entre el 52 y el 85 por ciento. Aunque es importante señalar, de nuevo, que el fertilizante representa una parte pequeña del coste total de una explotación agraria, éste es un rendimiento anual muy alto para cualquier inversión (a modo de referencia, es algo más alto que el del mejor año de la Bolsa de valores de Estados Unidos en las ocho últimas décadas).

Los agricultores también son personas Muchos agricultores, como si fueran ajenos a estos beneficios potenciales, continuaban trabajando sus tierras como habían hecho durante generaciones: con poco o ningún fertilizante. Los investigadores pensaban que el hecho de que tanta gente estuviera desaprovechando una oportunidad tan fácil de ganar más dinero tenía que tener una buena explicación. ¿Por qué no se había impuesto el uso del fertilizante? Estudiaron los modelos económicos convencionales, probaron 169

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explicaciones basadas en la aversión al riesgo y los rendimientos variables, pero los datos no encajaban. En el último párrafo de su artículo sobre el experimento concluían diciendo: «Es posible que un comportamiento no totalmente racional explique en parte las decisiones de producción (por ejemplo, cuánto fertilizante utilizar)». Tal vez no fuera totalmente racional, pero era absolutamente humano. Lo que decían los investigadores era simplemente que los agricultores kenianos, como la mayoría de nosotros, no se comportan como Econos. Sus procesos mentales son, como los nuestros, susceptibles de todo tipo de atajos, sesgos y filtros. Las enseñanzas de la economía del comportamiento –las cosas que podemos aprovechar para ayudar a los agricultores– se basan en la manera como funcionan estas aparentes anomalías. Aunque el lector probablemente no sea un productor de maíz de Busia, esperamos que esté de acuerdo con nosotros en que las anomalías que ahora vamos a ver son comunes tanto a los ricos como a los pobres. Lo que hace que se hagan sentir tanto en Kenia es el mero hecho de que los pobres tienen mucho menos margen para cometer errores.

Torrente de información: la inercia y el statu quo Siéntese en un taburetito de madera dentro de una choza de adobe y deje que se le acomode la vista. Fíjese en lo oscura que es, a pesar de que la luz del sol de mediodía que hay fuera es tan intensa que la ventana recortada parece un cuadrado blanco cegador. Sienta el sofocante calor. Ahora piense: falta poco para la siembra. ¿Qué debo cultivar esta temporada? ¿Maíz, sorgo, mijo africano, soja o mandioca? ¿Cuánto de cada uno y dónde debo sembrarlo? ¿Cuánto fertilizante debo comprar y de qué tipo y en qué tienda? El enorme número de decisiones que tiene que tomar puede ser agotador. Todas le reclaman su atención al mismo tiempo, cada una defendiendo su causa, de manera que es imposible oír una única voz por encima de ese barullo. Al mismo tiempo, le llega información de todas partes. Puede ver qué están cultivando sus vecinos y puede preguntar por qué han decidido cultivar eso. Sabe qué ha cultivado en las temporadas anteriores y sabe cómo resultó la cosa. Tal vez haya recibido también la visita de un responsable de extensión agraria. 170

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Cuando se encuentra ante tal torrente de información, ¿cuál aflora? A veces la abundancia de opciones nos lleva, paradójicamente, a no decidir nada. Como vimos en el capítulo 3, es lo que hacían los compradores estadounidenses cuando se encontraban delante de tantas mermeladas exóticas. Pasaban de ellas totalmente. Los compradores estadounidenses pueden irse simplemente a casa sin la mermelada, pero los agricultores kenianos tienen básicamente que decidirse por algo que cultivar, por mucho que enfrentarse a tantas opciones resulte abrumador. Para ellos, no decidir normalmente equivale a no cambiar, a hacer siempre lo mismo. Eso comienza a explicar uno de los fenómenos más observados por la economía del comportamiento: la inercia, o sea, la inexorable fuerza del statu quo. Vemos una y otra vez que la gente deja pasar nuevas oportunidades en favor de las que ya conoce. Es una de las razones por las que nuestro agricultor, considerando las opciones de siembra en su oscura choza de adobe, probablemente acabe cultivando exactamente lo que cultivó la temporada pasada y probablemente cultive la tierra del mismo modo que sus padres y sus abuelos. Nuestra preferencia por lo de siempre es general e instintiva. Viene de algún lugar situado fuera de nuestra mente racional. Una compañía eléctrica de California hizo una encuesta a sus clientes para decidir el tipo de servicio que iba a prestar. Hasta entonces, los clientes que vivían en zonas que contaban con una buena infraestructura no sufrían casi ningún apagón y los que vivían en zonas que tenían una mala infraestructura se quedaban de vez en cuando sin luz, pero pagaban alrededor de un 30 por ciento menos por la electricidad. La compañía estaba considerando la posibilidad de mejorar la infraestructura en las zonas malas y quería saber si los clientes estaban dispuestos a pagar más por la mejora del servicio. En la encuesta que enviaron pedían a los clientes que enumeraran, por orden de preferencia, seis combinaciones distintas de precio y calidad del servicio (en esas seis combinaciones estaban incluidas las combinaciones reales de precio/servicio que había tanto en las zonas buenas como en las malas). Haciendo un recuento de los resultados, observaron que aunque no había un consenso sobre cuál era la mejor combinación, la mayoría de la gente prefería claramente el statu quo. Alrededor del 60 por ciento tanto de los clientes que tenían una buena infraestructura como de los que tenían una mala 171

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infraestructura colocó su propia combinación de precio/servicio en la posición más alta. Como vimos en el capítulo anterior, ni siquiera los economistas, a los que tenemos que dar las gracias, para empezar, por catalogar el fenómeno, son inmunes a este comportamiento. Cuando Shlomo Benartzi y Richard Thaler, el dúo que está detrás del plan de jubilación Save More Tomorrow, hicieron un seguimiento de la actividad de los planes de jubilación de cientos de profesores, observaron que el statu quo también ejercía sobre ellos una poderosa fuerza gravitatoria. Bueno, si uno puede esperar que alguien ajuste su cartera de inversiones con el paso del tiempo para hacer frente a los cambios de sus necesidades, ése es un economista. Pero los profesores tendían a elegir una cantidad inicial y se mantenían fieles a ella; al infierno con la sofisticación y el ajuste perfecto. De hecho, ¡el profesor medio de su muestra no hacía absolutamente ningún cambio en su cartera de jubilación en toda su vida! ¿No es eso inercia?

Lo que destaca: lo reciente y lo disponible Dado que tendemos a hacer siempre lo mismo, parece que cualquier tipo de cambio lleva todas las de perder. Pero cada uno de nosotros, cortamos, al menos de vez en cuando, las amarras que nos atan a la inercia y nos aventuramos a entrar, libres de ataduras, en un nuevo territorio. Incluso entonces, nos llevamos con nosotros nuestros tics. Pensemos de nuevo en nuestro agricultor en su oscura choza de adobe. Supongamos que decide hacer algo diferente, algo mejor, esta temporada de siembra. ¿Cómo decidirá los cambios que va a hacer? Si es como la mayoría de nosotros, no encenderá una calculadora ni saldrá corriendo a buscar las últimas tablas actuariales sobre los rendimientos de las cosechas. Mirará por encima de la valla de los terrenos de su vecino o recordará lo que le pasó a su primo el año pasado al tratar de cultivar sorgo. A pesar de la insistencia de los modelos económicos clásicos en que las decisiones deben tomarse sistemáticamente, ponderando desapasionadamente cada una de las alternativas por separado, pensamos en forma de anécdotas. No siempre tenemos una visión general de las cosas, que gira en los inmensos ejes del espacio, el tiempo y la experiencia; vemos ejemplos 172

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concretos. Los acontecimientos locales, recientes y extraordinarios destacan en nuestra cabeza y pesan en nuestras decisiones mucho más de lo que deberían. Un ejemplo clásico de este fenómeno es el enorme aumento que experimentan las ventas de seguros contra los terremotos después de un gran seísmo. En realidad, la probabilidad de que un terremoto destruya nuestra casa no aumenta después de que haya ocurrido uno, pero es fácil ver por qué los seísmos arrojan a la gente en brazos de sus agentes de seguros. Unas imágenes recientes en las noticias de la televisión –o las que uno ha visto directamente, que son aún más impactantes– de puentes que se han venido abajo y de edificios derrumbados se agolpan en nuestra mente y no nos dejan ver la diminuta probabilidad estadística de que se produzca un terremoto. De repente, esa póliza parece una opción la mar de buena. Daniel Kahneman y Amos Tversky, dos pioneros de la economía del comportamiento, utilizaron un experimento de laboratorio, ingenioso y elegante, para demostrar que los acontecimientos que destacan mucho y son muy concretos pueden distorsionar nuestro sentido de la probabilidad de que ocurra algo. Dividieron aleatoriamente a los sujetos experimentales en dos grupos y les hicieron una única pregunta. Preguntaron a los del grupo A: «¿Cuántas palabras de siete letras que acaben en –ing cree que hay aproximadamente en cuatro páginas de una novela (en alrededor de dos mil palabras)?» A los del grupo B les preguntaron: «¿Cuántas palabras de siete letras que tengan una n en sexto lugar cree que hay aproximadamente en cuatro páginas de una novela (en alrededor de dos mil palabras)?» La media de las respuestas del grupo A fue de 13,4; la del grupo B fue de sólo 4,7. Es extraño que los sujetos del grupo B dieran una cifra mucho más baja, ya que por pura lógica el número por el que les preguntaban debía ser, en realidad, el mayor de los dos: una lista de todas las palabras de siete letras que tengan una n en sexto lugar incluiría, al menos, todas las palabras de siete letras que acaban en –ing y otras muchas. De nuevo, hacemos mal las cosas porque pensamos en ejemplos. Es fácil construir palabras de siete letras que terminen en –ing pensando en verbos de cuatro letras y añadiendo un sufijo, pero no pensamos inmediatamente en esa estrategia cuando oímos «siete letras que tengan una n en sexto lugar». En vez de eso, busca173

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mos palabras que tengan simplemente una n antes de la última letra. Como es más difícil que se nos ocurran éstas, las subestimamos.

Utilizar nuestros tics para bien La economía del comportamiento se pone interesante cuando pasamos de explicar las decisiones a mejorarlas. Eso es exactamente lo que motivó innovaciones como SMarT, stickK.com y SEED, que vimos en el capítulo anterior. Distamos de ser perfectos, pero si podemos averiguar dónde cometemos errores frecuentemente, a veces podemos construir instrumentos que nos ayuden a ir un paso por delante de nosotros mismos. Volviendo a Busia, Esther Duflo, Michael Kremer y Jonathan Robinson estaban dándole vueltas al caso de los agricultores kenianos, que parecía que estaban cometiendo errores a diestro y siniestro. Las parcelas experimentales de los investigadores no habían dejado lugar a dudas: los agricultores podrían haber ganado más dinero echando más fertilizante en sus tierras. Los métodos económicos convencionales no habían permitido averiguar ni siquiera qué estaba mal y mucho menos habían encontrado una solución. Los agricultores sabían que existía el fertilizante y sabían dónde se vendía, por lo que no era un problema de educación o de información. El fertilizante se podía comprar en pequeñas o en grandes cantidades y en cualquier momento del año, por lo que no se trataba de un problema de almacenamiento. Por último, los propios agricultores hablaban a menudo de que querían utilizar más fertilizante en el futuro, por lo que no se trataba tampoco de un problema de preferencias. Pero era, desde luego, un problema. Los hechos eran claros como la luz del día. En general, los agricultores no estaban utilizando suficiente fertilizante. Duflo, Kremer y Robinson pensaban que si los agricultores ya sabían que existía el fertilizante y querían utilizarlo, tal vez sólo necesitaban que se les diera un empujoncito en la buena dirección. Se asociaron, pues, con ICS Africa, organización internacional sin fines de lucro que trabajaba en la zona, y desarrollaron el programa de vales Savings and Fertilizer Initiative (algo más tarde, tras evaluar el programa, IPA se hizo cargo de las actividades de ICS Africa en este y otros proyectos). 174

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Los representantes de Savings and Fertilizer Initiative iban a ver a los agricultores a su casa inmediatamente después de la cosecha y les ofrecían la posibilidad de comprar un vale para fertilizante. De esa manera, podrían pagar por adelantado el fertilizante que se les enviaría gratuitamente a tiempo para la siguiente temporada. En la época de la recolección, los agricultores andaban bien de dinero gracias a la venta de su cosecha, y tenían metido en la cabeza el tema de la productividad del campo. Los investigadores pensaban que si había una ocasión en la que estuvieran más predispuestos a gastar en fertilizante, era ésta. Estaban en lo cierto. El uso de fertilizante aumentó más de un 50 por ciento en el caso de los agricultores que tuvieron la oportunidad de comprar los vales. Los agricultores, viendo cumplidos por fin sus deseos de comprar fertilizantes, obtuvieron una cosechas más abundantes; y los vendedores de fertilizante vendieron un 50 por ciento más sin bajar el precio ni un céntimo. Este programa de vales es un excelente ejemplo del tipo de soluciones basadas en la economía del comportamiento en las que todo el mundo sale ganando. Son soluciones sencillas aunque sutiles, baratas y, a menudo, increíblemente eficaces. Pero una solución como la anterior contiene dos trampas. En primer lugar, no resuelve la cuestión para siempre. Los problemas que aborda –la tendencia de los agricultores a dejar las cosas para mañana y su miopía– reaparecen una temporada tras otra. La solución también tiene que ser persistente. Eso es lo que ocurre con nuestros tics: suelen ser fáciles de tratar, pero puede que sean imposibles de erradicar. Así que cuando se suprimió la Savings and Fertilizer Initiative después de un periodo inicial de prueba que duró una temporada, todas las ganancias generadas por el fertilizante desaparecieron. Los agricultores estaban otra vez como al principio. En segundo lugar, un programa de este tipo no puede lograrlo todo él solo. La Savings and Fertilizers Initiative es un excelente ejemplo de cómo los pequeños programas bien diseñados, que tienen en cuenta nuestros tics, pueden cambiar el comportamiento de la gente de manera sustancial. Pero para traducir esos cambios de comportamiento en un aumento significativo y duradero de los ingresos o de los niveles de vida, a veces es necesario un poco más de fuerza bruta. Los problemas a los que se enfrentan los agricultores son endémicos y están interrelacionados. No sirve de mucho cultivar más si no se 175

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tiene un buen canal donde venderlo, carreteras para llegar al mercado, precios en los que basarse o intermediarios en los que se pueda confiar. Ésas son precisamente las lagunas que el programa DrumNet que hemos visto antes en este capítulo trató de llenar con su enfoque multifacético. ¿Y si se utilizan conjuntamente programas como DrumNet y Savings and Fertilizer Initiative? Bueno, es una idea que tiene un creciente potencial.

Piñas virales y aprendizaje social Tal vez la manera de introducir mejoras más duraderas en nuestras decisiones es complementar lo que ya hacemos con soluciones basadas en la economía del comportamiento. Para los agricultores, uno de los primeros pasos para decidir qué, cuándo y cómo cultivar es salir fuera y mirar por encima de la valla de los terrenos de sus vecinos. De esta manera obtienen información e inspiración de la gente que está a su alrededor y, al actuar, inspiran a otros a su vez. Es un circuito natural de retroalimentación; es algo que marca tendencia. Imagínese unos vídeos virales en YouTube. ¿O incluso unas piñas… virales? Las piñas virales, en manos de Chris Udry, un colega de Yale y uno de mis mentores, son un conducto para averiguar cómo aprende la gente. En 1996, Udry y Timothy Conley, antiguo colega de Udry en Northwestern y gurú de la econometría espacial, se pusieron a investigar cómo aprenden los agricultores a adoptar herramientas y técnicas nuevas. Se instalaron en el distrito de Akwapim Sur de Ghana, a una hora al norte de la capital, Accra. Era un buen sitio para trabajar, ya que estaba a punto de producirse un cambio en las suaves colinas de Akwapim Sur. Durante generaciones, los agricultores de aquella zona habían cultivado maíz y mandioca, rotando las tierras entre las dos cosechas una temporada tras otra. Pero en 1990, podían verse las primeras tímidas puntas de unas carnosas hojas apuntando hacia el cielo. Una pequeña proporción de agricultores, menos de uno de cada diez, había comenzado a cultivar piñas para exportar a Europa. El éxito de esos primeros e intrépidos agricultores fue observado por otros. Para cuando Conley y Udry hicieron su investigación en 1996, casi la mitad de los agricultores de Akwapim Sur se dedicaba a cultivar piñas. 176

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Los que cambiaron de cultivo tenían mucho que aprender. La piña, a diferencia del maíz y la mandioca, es un cultivo intensivo en trabajo y en factores de producción. Hay que plantarla con cuidado y requiere más fertilizante. Desgraciadamente, las piñas no vienen con un manual de instrucciones. Los detalles sobre el espacio que debe dejarse entre las plantas y el momento en que debe aplicarse el fertilizante, así como su cantidad, hay que averiguarlos con la práctica. Pero no tiene por qué ser directamente: un agricultor puede ahorrarse una gran cantidad de errores hablando con otros, aprendiendo de sus éxitos y de sus fracasos. Conley y Udry querían saber si estaba ocurriendo eso y si los agricultores estaban realmente intercambiando información, y en caso afirmativo, de qué manera. La información, como no tiene ni tamaño ni forma, ni color, ni olor, ni sabor, es una cosa muy difícil de controlar. Las palabras, vehículo de información de la mayoría de los agricultores, se las lleva el viento. Pero aunque no podamos verla, podemos controlar su impacto. Ésa fue esencialmente la estrategia de Conley y Udry: investigar la difusión de la información entre los cultivadores de piñas controlando sus decisiones sobre fertilizantes en busca de datos sobre cómo aprenden unos de otros. Para empezar, tenían que trazar un mapa de los caminos por los que podía circular la información. Así que fueron a ver a 180 cultivadores de piñas de Akwapim Sur y les preguntaron qué otros cultivadores les habían hablado del cultivo. El resultado fue una serie de redes interconectadas –»barrios de información»– que enlazaban a cada cultivador con las personas de las que podría aprender o a las que podría enseñar. Durante los dos años siguientes, Conley y Udry fueron a ver regularmente a los campesinos para observar el proceso en funcionamiento. Efectivamente, los barrios de información bullían de actividad. La gente estaba aprendiendo. Cuando un agricultor experimentaba, por ejemplo, con un nuevo régimen de fertilizante, sus vecinos de información tomaban nota. Si el nuevo tratamiento generaba más beneficios que la media, era más probable que los vecinos siguieran su ejemplo. En cambio, cuando un agricultor obtenía pocos beneficios con un determinado régimen de fertilizante, era más probable que sus vecinos en la cadena de información probaran algo distinto en la siguiente oportunidad de plantar. 177

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Los datos sobre el fertilizante, además de confirmar que existía aprendizaje en general, también revelaron la existencia de una jerarquía natural. ¿A quién escucha más la gente y quién escucha más? Los agricultores nuevos en el cultivo de la piña eran los más susceptibles de dejarse influir por sus vecinos de canal de información, mientras que los cultivadores veteranos de piñas eran los que tenían más influencia. La abundante experiencia de los veteranos se traducía en influencia de dos formas: en primer lugar, sus barrios de información tendían a ser mayores; y en segundo lugar, la gente de esos barrios prestaba mucha atención a lo que hacían y era más probable que los emularan. La noticia de que los principiantes siguen el ejemplo de los veteranos tal vez no sea tan sorprendente, pero es importante si queremos diseñar programas que funcionen. Supongamos, por ejemplo, que hubiéramos encontrado la variedad perfecta de cultivo y la combinación perfecta de fertilizante, pero que sólo tuviéramos suficiente dinero para financiar una docena de parcelas experimentales. ¿Dónde deberíamos instalarlas? Podríamos elegir al azar o repartirlas uniformemente por toda la región o colocarlas cerca del pueblo más grande; pero hay una forma mejor de hacer llegar el mensaje. De la misma manera que pondríamos nuestros anuncios en las páginas web que tienen más tráfico, deberíamos situar las parcelas en las tierras más observadas. Según se desprende de los resultados del experimento de las piñas virales, esas tierras pertenecen a los agricultores más experimentados.

El fracaso de DrumNet Como el poeta escocés del siglo xviii Robert Burns vivió unos doscientos años antes de que naciera el concepto, no podía saber nada sobre la economía del desarrollo. Así que cuando escribió sus famosas líneas, no podía imaginar que iban a ser tan importantes para los programas de lucha contra la pobreza en los albores del nuevo milenio. Escribió: ¡Los planes mejor trazados de los ratones y los hombres a menudo se frustran y no nos dejan más que sufrimiento y dolor por el gozo prometido! 178

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O parafraseándolo, a pesar de nuestros esfuerzos para prever los problemas y planear las cosas de antemano, los planes se desbaratan, reduciendo nuestras grandiosas visiones a escombros. Eso nos lleva de nuevo a DrumNet, el programa keniano que animaba y ayudaba a los agricultores a cultivar judías verdes y maíz enano para exportarlos a Europa. Cuando los dejamos, los agricultores de DrumNet iban viento en popa. En 2004, los participantes habían obtenido considerables beneficios vendiendo la cosecha de la primera temporada a los exportadores, los cuales la vendieron, a su vez, a supermercados europeos. Cuando los agricultores de DrumNet volvieron a sus tierras un año más tarde, se encontraron con un nuevo reto: EurepGAP, un conjunto de normas sobre la seguridad de los alimentos relativas a los productos agrícolas, aprobado por la mayoría de los supermercados europeos a principios de 2005. Si los participantes en DrumNet querían continuar exportando sus productos, iban a tener que satisfacer los criterios para obtener la certificación de EurepGAP. Eso significaba que tendrían que tener una nave de clasificación, unas instalaciones seguras para el almacenamiento de productos químicos con retretes con cisterna y suelos de cemento, un arsenal de pulverizadores mecanizados, ropa de protección moderna para manipular los productos químicos, registros detallados de las variedades de semillas y tratamientos fertilizantes de todas las plantas que cultivaban y análisis profesionales anuales del agua y del suelo. Desgraciadamente, esta extensa lista de obligaciones sencillamente no estaba al alcance de la mayoría de los agricultores de DrumNet y era difícil de cumplir incluso para los pocos que podían logarlo. Ni uno solo de los participantes en DrumNet podría haber conseguido la certificación de EurepGAP sin introducir cambios en su finca. Tenían, pues, dos opciones: gastar o abandonar. Invertir en naves, depósitos, pulverizadores y demás o abandonar el programa. Según las estimaciones de una investigación independiente, el coste por agricultor del cumplimiento de las normas de EurorepGAP era de 581 dólares, es decir, los ingresos de alrededor de dieciocho meses del participante medio en DrumNet. No había mucha elección; la inmensa mayoría no podía permitírselo. Alguien tenía que ceder y ese alguien era el propio DrumNet. En 2006, al final de su segunda temporada de cultivo, el programa se hundió cuando los exportadores declararon que no comprarían 179

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las cosechas, porque no tenían la certificación de EurepGAP. Sin exportadores que compraran las cosechas, la cadena se rompió. Los camiones nunca llegaron a recoger los montones de maíz enano y los grandes sacos de judías verdes, por lo que los agricultores se quedaron con ellos. Una parte de la cosecha simplemente se pudrió; la que consiguieron vender fue a parar a intermediarios, normalmente con una considerable pérdida. Un año más tarde, el programa DrumNet de la circunscripción electoral de Gichugu no era más que un mal recuerdo. Los agricultores volvieron a cultivar maíz, patatas y col rizada, exactamente igual que unos años antes, exactamente igual que habían hecho sus padres y sus abuelos durante siglos.

Sólidos cimientos Aunque algunas ideas de la economía del comportamiento, como las piñas virales y el programa Savings and Fertilizer Initiative, tienen mucho que ofrecer, no pueden ganar la batalla por sí solas. Los cimientos sobre los que se construyen los programas de desarrollo económico –los cimientos consistentes en mercados abiertos, sistemas jurídicos, infraestructuras y demás– también tienen que estar en condiciones. Los cambios de los cimientos pueden causar daños (como cuando la adopción de las normas de exportación de EurepGAP tiró por tierra el programa DrumNet), pero también pueden ayudar. Tienen la fuerza necesaria para abrir espacios económicos vastos y nuevos, para ampliar las fronteras que rodean a los pobres. En el estado de Kerala, en la costa sudoccidental de la India, la ampliación del horizonte económico supuso que más personas pudieran comer pescado. Desde siempre, los pescadores de Kerala han venido recogiendo sus redes de pesca llenas de la centelleante y plateada riqueza del mar y arrastrándolas hasta la orilla para vender lo recogido en los mercados que salpican los cien kilómetros de costa del estado. Durante la mayor parte de los últimos dos mil años, se han dirigido con sus barcos todas las tardes hasta la costa donde estaba el mercado más cercano a su casa, en el cual los minoristas compraban sus capturas diarias. Este sistema tenía la ventaja de que era sencillo, pero distaba de ser eficiente. La cantidad de pescado que se llevaba cualquier día 180

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al mercado a menudo era superior al número de bocas hambrientas para comerlo o viceversa. Paradójicamente, ciudades que sólo se encontraban a unos cuantos kilómetros de distancia a menudo tenían problemas opuestos. Tal vez la oferta y la demanda de todo el estado estuvieran en equilibrio, pero la inflexible costumbre de los pescadores de vender exclusivamente en sus mercados locales estaba haciendo que oferta y demanda no coincidieran. En 1997, Robert Jensen, economista de UCLA (y ¡productor de cine!), organizó una encuesta semanal en quince mercados costeros para seguir la evolución de las ventas de pescado. Lo que vio fue un montón de oportunidades perdidas. Cualquier día representativo, ocho de los quince mercados tenían un exceso de compradores o de vendedores, lo que significaba que en algunas ciudades los clientes que acudían con la esperanza de comprar pescado se volvían a casa de vacío, mientras que en otras se dejaba estropear el producto sobrante. Los precios, que equilibran la oferta y la demanda, experimentaban grandes fluctuaciones de un día para otro, a lo largo de toda la costa. Donde había demasiado pescado, los vendedores tenían literalmente que regalarlo; donde no había suficiente, los compradores pagaban diez rupias por un kilo de sardinas. La consecuencia era que el mercado era un lugar incierto tanto para los consumidores de pescado como para los pescadores. Todo eso iba a cambiar con la introducción de teléfonos móviles en Kerala entre 1997 y 2000. La instalación de torres de telefonía móvil a lo largo de toda la costa no formaba parte de ningún programa de ayuda, sino que era una inversión en infraestructura de una empresa de comunicaciones con fines de lucro. También resultó que era una solución perfecta para el problema de los mercados de pescado. Ahora, los barcos de pesca, en lugar de decidir a ciegas vender todas las tardes en el mercado local, podían llamar para enterarse de los precios de los mercados cercanos y poner rumbo hacia el más rentable. Para estimar el efecto producido por el acceso a la telefonía móvil en el mercado de pescado, Jensen aprovechó el hecho de que la red de telefonía móvil se fue expandiendo una torre tras otra, abriendo gradualmente nuevas zonas de la costa a las comunicaciones. Creó lo que los economistas llaman un «experimento natural», algo que se parece mucho a un experimento controlado aleatorio y que funciona en gran medida como él, salvo que es un proceso natural (en este 181

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caso, la construcción de torres de telefonía móvil) el que asigna a la gente al grupo de tratamiento o al grupo de control en vez de ser un procedimiento explícito de asignación aleatoria. Cada vez que una región de Kerala entraba en la zona de cobertura de la telefonía móvil, los precios y la oferta de pescado se estabilizaban casi de la noche a la mañana. El gráfico de precios semanales de las sardinas en los mercados de esa región, que antes parecían el sismógrafo de un catastrófico terremoto, convergía en un nivel constante en torno a las seis rupias por kilo. Ahora los clientes podían tener la seguridad de que iban a poder encontrar pescado a un precio razonable siempre que acudían al mercado. Los pescadores podían tener la seguridad de que iban a poder vender sus capturas diarias y a obtener unos ingresos estables. La compañía de telefonía móvil debía estar contenta con todas las comunicaciones entre los barcos y la costa e incluso los economistas podrían estar algo satisfechos con la eliminación de una pérdida irrecuperable de eficiencia: ya no se dejaba estropear el pescado que no se vendía. Todo el mundo salía ganando.

Por qué luchar contra la pobreza es, al fin y al cabo, como la ciencia espacial Michael Kremer, economista de Harvard, es un inveterado optimista y un firme creyente en que podemos hacer grandes progresos en la lucha contra la pobreza si utilizamos instrumentos y métodos que hayan demostrado que funcionan. Ésa es la razón por la que, en lugar de irse de vacaciones, dedica su tiempo libre a entrevistar a escolares de Kenia sobre su experiencia con el anquilostoma y por la que piensa constantemente en cómo conseguir que los gobiernos y las organizaciones apliquen en gran escala las ideas que han demostrado que son eficaces. También es el primero del triunvirato de galardonados con el premio de la MacArthur Foundation que forman parte de este movimiento (los otros dos son Esther Duflo y Sendhil Mullainathan). Si pensara realmente que el desarrollo económico es como la catástrofe de un transbordador espacial, no le dedicaría tanto tiempo. Aun así, se sabe que comenzó una discusión sobre el desarrollo económico con la historia del Challenger. Cuando uno ve cómo el transbordador, zarpando suavemente en el océano Atlántico como una gran ballena metálica, estalla en llamas 182

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y se disipa en finos filamentos de humo blanco, uno piensa inmediatamente que la culpa no puede ser más que de un fallo mecánico generalizado. La voz de control de la misión explica en un estremecedor tono monocorde, mientras caen los restos trazando la retorcida figura de una desnuda rama de árbol en un cielo totalmente despejado: «Evidentemente un grave fallo…». Pero unas semanas más tarde, cuando se recuperaron los restos del fondo del mar y se inspeccionaron minuciosamente, la NASA llegó a la conclusión de que el culpable era un sencillo anillo O de goma. Se había vuelto quebradizo con el frío aire de la mañana del día del lanzamiento y el sellado no aguantó. Lo que quiere decir Kremer es que el Challenger, una maravilla mecánica que contenía miles y miles de piezas móviles, millones de caballos de potencia y tres depósitos de combustible tan grandes como un edificio de quince pisos, dependía totalmente de una fina pieza de goma muy parecida a las que hay en los grifos del cuarto de baño. De hecho, dependía totalmente de innumerables cosas tan comunes y corrientes y poco memorables como ésa. El fallo de un remache, de una válvula o de un circuito podría haber causado una catástrofe exactamente con la misma facilidad. Los programas de desarrollo son, como los transbordadores espaciales, complejos sistemas que tienen muchos elementos que pueden explotar: los precios, el crédito, la infraestructura, la tecnología, la legislación, la confianza e incluso la meteorología. El fracaso de DrumNet muestra lo vulnerables que son. ¿Quién iba a pensar que las políticas de compra de los supermercados italianos podían hacer descarrilar a los agricultores kenianos? La buena noticia es que todos los elementos que pueden explotar también representan una oportunidad. No es difícil arreglar los anillos O; no hay más que seguir poniéndolos a prueba. Al fin y al cabo, ¿quién iba a pensar que un sencillo vale para fertilizante podía cambiar generaciones de prácticas agrícolas?

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Aprender La importancia de estar presente

En septiembre de 2000, la ONU lanzó una ambiciosa campaña contra la pobreza anunciando los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), una serie de ocho puntos que, de lograrse, reducirían drásticamente el sufrimiento y la privación en todo el mundo. Era un gran plan presentado en un gran escenario y mucha gente estaba entusiasmada con él. La declaración que contenía los ODM fue aprobada por ciento ochenta y nueve naciones y firmada por ciento cuarenta y siete jefes de estado y de gobierno. Ese consenso marcó un hito en el debate mundial sobre el desarrollo y la pobreza. Por fin, los que mueven los hilos en todo el mundo estaban de acuerdo (no totalmente de acuerdo, desde luego; muchos se quejaban de que se hubieran dejado fuera sus iniciativas favoritas), si no sobre los principios que debían guiar el desarrollo o sobre las cuestiones generales más necesitadas de atención, sí al menos sobre unos objetivos concretos y unos indicadores definidos claramente para medirlos. Bueno, algunos sostienen que conseguir que se suscriban unas determinadas metas es muy fácil –y significa poco– cuando los promotores no sufren sus consecuencias inmediatas de no conseguirse. Por citar a Esther Duflo: «Nadie va a venir de Marte y decir: “No habéis alcanzado los objetivos, así que os invadiremos”; no es responsabilidad [de la ONU alcanzarlos]». En todo caso, algo en lo que estaba de acuerdo todo el mundo era en la educación, un fácil punto de encuentro (al fin y al cabo, ¿ha visto usted alguna vez algún partido político que se promocione en contra de la educación?). Casi al principio de la lista de ODM –en se-

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gundo lugar detrás de «Erradicar la pobreza extrema y el hambre»– figura: «Lograr la enseñanza primaria universal». Existen buenas razones para que la educación ocupe este puesto destacado, entre las cuales no es un hecho menor que la educación acabe influyendo en muchos de los aspectos del desarrollo que nos preocupan. Las personas que poseen estudios suelen tener mejores trabajos, gozan de mejor salud y disfrutan de mayor igualdad entre los hombres y las mujeres. Muchos también sostienen que la educación es un fin en sí mismo, que saber leer y escribir y tener unas nociones elementales de cálculo aritmético es esencial para tener una vida mental activa, que es, en última instancia, su propia recompensa. Así pues, en términos políticos, la educación fue una victoria fácil para la ONU. Las cosas no estaban tan claras para Anthony, que vivía en un pueblecito del centro de Ghana. Anthony estaba convencido, como la ONU, de que la educación era algo valioso, tanto en sí mismo como por las puertas que le abriría en el futuro, por lo que quería más educación. Desgraciadamente, las firmas de los dignatarios no bastaban para ayudarlo. No obstante, si se lo hubieran pedido, habría añadido, sin dudarlo, su nombre a la declaración histórica de la ONU; cuando Jake lo conoció, acababa de hacer sus deberes de caligrafía. La madre de Jake había ido a verle a Ghana durante su estancia como ayudante de investigación. Habían viajado por la carretera llena de baches hasta el lago Bosumtwi, un inmenso disco plateado rodeado por las empinadas paredes del cráter de un volcán extinto. Fueron bordeando el lago por un polvoriento camino en cuesta y al llegar arriba, giraron hasta detenerse en una hondonada sombreada por árboles poderosos. Los niños del pueblo debían haber oído que venía el coche, pues ya estaban allí antes de que se detuviera. Formaban un grupo de lo más variopinto, diferentes formas y tamaños: adolescentes altos y flacos que denotaban autoridad, niños más jóvenes y bravucones que se perseguían unos a otros, niñas preadolescentes con sus hermanitos y hermanitas sentados en sus caderas. Se podía saber por el escándalo que no recibían muchas visitas. Jake y su madre se vieron arrastrados por la pequeña multitud y guiados por algunos de los chicos mayores por entre los árboles a través de una zona pantanosa cubierta de juncos al otro lado de la orilla del lago, donde los invitaron a maravillarse con el paisaje. Lo hicieron. Uno de los adolescentes, que aparentaba unos diecisiete 186

aprender

años, se acercó mientras Jake miraba el agua y le dio un golpecito en el hombro. Tenía una amplia sonrisa. Dijo: –¡Buenas tardes! –Buenas tardes. Gracias por traernos al lago. –¡Ah! Este lago. –Señaló con el dedo extendido, miró el agua y continuó sonriendo–. Ése es el lago Bosumtwi. –Sí, ya me lo han dicho. –Y yo soy Anthony. –Hola, Anthony. Encantado de conocerte. Yo soy Jake. –¿Tjchek? –O Jacob, Jacob también está bien. –¡Ah, señor Jacob! Me alegro mucho de conocerle. Anthony seguía sonriendo. Tenía unos ojos grandes, serenos, almendrados que se movían rápidamente y pestañeaban nerviosos. –Yo también me alegro. No obstante, puedes llamarme simplemente Jacob. No necesito ser señor. Pero la suerte estaba echada. Para Anthony, Jake fue señor Jacob ese día y todos los días que le siguieron. Cuando abandonaban el pueblo media hora más tarde, dijo señor Jacob cuando le pidió a Jake su número de móvil y, cuando lo apuntó en su cuaderno tamaño folio con bolígrafo azul, escribió «Sr. Jacob» al lado con una letra clara y cuidada. Ahí fue cuando le enseñó orgulloso las páginas de caligrafía. Eran, en su mayor parte, su nombre escrito una y otra vez, guardando el mismo espacio en cada línea y formando ordenadas columnas. «Lo he hecho esta mañana», dijo. Anthony llamó a Jake un par de semanas más tarde. Le dijo que quería hablar con él de algo muy importante y que iría a Accra a verlo. Como ir a la capital le costaría unos seis dólares (por no hablar de las ocho horas en una destartalada furgoneta), Jake le propuso hablarlo por teléfono, pero él no cambió de opinión. Estaría allí el viernes, le dijo. Cuando llegó el viernes, llovía a cántaros, por lo que las calles se habían convertido en un barrizal. De una u otra forma, Anthony consiguió salir de la estación central de trotros de la capital, con sus docenas de furgonetas dando bandazos y patinando, y subió por la colina hasta la oficina general de correos, donde Jake lo encontró sentado debajo del toldo a la hora fijada. Tenía la ropa mojada, pero no embarrada, y mostraba las mismas sonrisa amplia y mirada penetrante. 187

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Estaban de pie debajo del toldo y caían cortinas de agua por todos lados. Casi tenían que gritar para hacerse oír bajo el estruendo de la lluvia. Anthony le contó su problema. Estaba a punto de acabar los exámenes de la SSS (Senior Secondary School), obligatorios para poder hacer estudios superiores –en la universidad, en un instituto politécnico o en un centro de formación profesional– y estaba preocupado. Le explicó que sus padres lo habían invertido todo en su educación y no les quedaba casi nada. Anthony no era hijo único, pero era el mayor, y de momento el único destinado a ir a la SSS y más. Sus padres sabían que no tenían dinero para mandar a todos sus hijos a la escuela después de la JSS (Junior Secondary School), por lo que juntaron sus escasos recursos y los invirtieron en él. El sacrificio de los hermanos de Anthony significaba que él podría continuar estudiando, al menos durante un tiempo. Sus padres, por su parte, pensaban que sus hijos menores no estaban abandonando los estudios para siempre, sino que, cuando Anthony terminara sus estudios universitarios y encontrara un trabajo acorde con su titulación, ganaría lo suficiente para que sus hermanos y hermanas pudieran volver a la escuela. La familia había hecho recientemente un esfuerzo heroico, ahorrando para pagar las tasas del examen de la SSS y ahora no le quedaba nada. Si sacaba una buena calificación en el examen de la SSS podría conseguir una beca para estudiar en una institución superior, pero primero tenía que solicitarla. Cada solicitud costaba cuarenta dólares. Ahí es donde entraba Jake. ¿Cómo podía negarse? Si cuarenta dólares (u ochenta o ciento veinte) eran realmente el eslabón que faltaba en una cadena que permitiría a Anthony y a sus hermanos ascender por la escala educativa, era sin duda un gasto que merecía la pena. Pero Jake, como cualquier buen donante, tenía algunas preguntas. La primera y principal era: ¿Dónde quieres estudiar y por qué? Jake pensaba que ésta era una buena pregunta para comenzar la conversación, pero Anthony se quedó de piedra. Su sonrisa se heló un momento y se quedó mirando la lluvia, que seguía cayendo a cántaros y haciendo un ruido ensordecedor. A continuación, se recuperó y recitó de un tirón los nombres de tres destacadas instituciones: una universidad de humanidades, un instituto politécnico de ingeniería y una escuela de magisterio. Dijo: 188

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–Quiero ir a la universidad para poder licenciarme. Así me desarrollaré y encontraré un trabajo mejor. –Pero esos sitios que has nombrado son muy diferentes. Uno forma a maestros y otro forma a científicos. ¿Qué es lo que quieres estudiar? ¿Y qué tipo de trabajo quieres hacer en el futuro? –Estudiaré, desde luego, geografía. En cuanto al trabajo, puedo trabajar en una empresa. Sería director. –¿Director de qué? –Ah, cualquier tipo de empresa estaría bien. O un banco. Estaba quedando claro que Anthony no sabía qué quería exactamente. Parecía que era lo más difícil para él. Anthony no tenía mucha idea de qué era la educación superior, de qué tiene que poner uno y qué obtiene a cambio. Concretamente, nunca habló de adquirir unos conocimientos que pudieran aplicarse a la larga en un trabajo. Pero habló con gran respeto del título universitario (de cualquier título universitario) como si fuera un poderosísimo talismán que confería automáticamente riqueza y prestigio al que lo poseía. Su sonrisa volvía de nuevo siempre que hablaba de ello. Los detalles –el tema, la institución educativa, el futuro empleador– se desvanecían. Parecía que para lo que valía la educación superior era para poder acceder al misterioso poder de la licenciatura. Era algo que jamás se le había ocurrido poner en duda. Eso no es algo que vaya en su contra; ocurre lo mismo, desde luego, con millones de estudiantes de bachillerato que van a la universidad, tanto en Estados Unidos como en otros países. Muchos de nosotros (incluidos Jake y yo) no sabíamos qué íbamos a estudiar cuando terminamos el bachillerato. Fuimos a la universidad porque sabíamos que era bueno tener un título universitario, aunque no supiéramos exactamente cómo íbamos a utilizarlo. Cuando llegamos a la universidad, fuimos probando cosas distintas, dimos con un campo de estudio que nos pareció interesante y encontramos trabajo: nuestras trayectorias profesionales fueron improvisadas y erráticas. Pero parecía que Anthony, dada la cantidad de recursos que había invertido su familia en su educación, dado que su futuro pendía tanto de un hilo y dado que había tan poco margen para cometer errores, podría haber hecho bien en tener algún tipo de estrategia. Jake fue, pues, insistiéndole poco a poco. Probó de empezar por el final: comienza por un objetivo realista («conseguir trabajo en un banco») e identifica la mejor manera de lograrlo (estudiar adminis189

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tración de empresas, finanzas o contabilidad en la universidad). Probó de empezar por el principio: comienza por lo que te gusta hacer («jugar al fútbol»), ahora prueba otra vez («ayudar a mi hermano con las matemáticas») y mira a ver dónde podrías acabar si siguieras por ese camino (enseñar matemáticas en una escuela primaria o secundaria). En ningún momento quedaron claros esa tarde los contornos del futuro de Anthony, pero reconoció que hasta entonces nunca había pensado las cosas de esta forma. Iba acercándose lentamente a un plan. Llevaban hablando casi una hora. Estaba haciéndose tarde y, aunque habían estado todo el tiempo a cubierto, los dos estaban bastante mojados. Las gotitas que caían de la bajante por la que descendía el agua a chorros los habían empapado. Anthony dijo que tenía que volver a la estación de trotros, ya que, de lo contrario, perdería la última furgoneta que iba al norte. Sus grandes y penetrantes ojos miraron a través de la lluvia la calle por la que corría el agua llena de barro, en dirección al pie de la colina y la imposible ciénaga de la estación. Jake le preguntó si tenía intención de volver a Accra, para poder hablar más y decidir qué hacer. –¿Hablar más? –le preguntó–. Creí que iba a ayudarme con las tasas de la solicitud. –Pero, ¿dónde vas a enviar las solicitudes? ¿Ya has decidido después de nuestra conversación? En ese momento, volvieron la sonrisa y la seguridad en sí mismo; ésta era una pregunta para la que estaba preparado. –Sí. Las enviaré a las tres –y aquí volvió a recitar de un tirón los tres nombres–, como le he dicho antes. Así que el coste es tres multiplicado por cuarenta, o sea, ciento veinte. Jake estaba alicaído. –Pero ¿y todo lo que hemos hablado antes? ¿Pensar un plan de estudios y pensar cómo estos estudios te llevarán a un trabajo concreto? –Ah, por supuesto, señor Jacob, llevará, llevará –dijo sonriendo y moviendo las manos–. De todas maneras, no sabía que estábamos hablando de este mismo periodo de solicitud. Pensaba que era para el futuro. Pero, por favor, señor Jacob, la solicitud hay que presentarla ahora; ¿puedo estar entonces seguro de que puedo contar con usted? Anthony probablemente no se fue satisfecho caminando bajo la lluvia con unos miserables quince dólares para pagar el viaje y la co190

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mida; y, afortunadamente, la historia no acabó aquí. Pronto veremos de nuevo a Anthony. Pero ya hemos oído lo suficiente para abrir una ventana a uno de los problemas más acuciantes y extendidos de la educación de los pobres.

Paso uno: aumentar el número de alumnos En honor a la verdad, no podemos afirmar que entendemos cómo tiene lugar exactamente la educación, el aprendizaje real. Pero sí sabemos algunas cosas a ese respecto. Empezaremos por lo obvio: en las escuelas, la educación es algo que ocurre entre maestros y estudiantes. De eso podemos estar seguros. Pero a pesar de que los estudiantes son un ingrediente esencial de la receta, hay al menos ciento quince millones de niños en edad escolar en todo el mundo que no van a la escuela. ¿Por qué no? Una de las explicaciones es el precio: es sencillamente demasiado caro mandarlos a la escuela. En algunos países, no hay enseñanza pública gratuita, ni siquiera primaria, y en estos casos ya sólo el coste de la matrícula de las escuelas privadas pone la educación fuera del alcance de muchos. Pero cada vez es menor el número de países en los que ocurre eso y éstos no representan más que una parte de la falta de educación en todo el mundo. El problema está en gran medida en los países en los que es fácil acceder a la educación, al menos en teoría. Por ejemplo, Ghana ofrece técnicamente educación pública gratuita hasta el final de la SSS (el equivalente del bachillerato). Entonces, ¿por qué no iban a poder los padres de Anthony dar educación secundaria a sus hijos? La respuesta, que en modo alguno es exclusiva de Ghana, es que ni siquiera la enseñanza gratuita lo es totalmente. En primer lugar, la educación tiene un coste de oportunidad, que es el dinero que podría estar ganando un estudiante si no estuviera en clase. E implica también otros muchos gastos. Los estudiantes tienen que adquirir los uniformes, los cuadernos, los libros de texto, las plumas y los lápices, traer el dinero para la comida y el billete de autobús. Después están las cuotas del consejo escolar, los gastos adicionales de la preparación del examen (incluso, en el caso de Ghana, cuando se realiza durante el horario escolar normal) y los derechos de examen de las pruebas estandarizadas nacionales, como los exámenes de la SSS de Anthony. 191

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La carga de estos costes complementarios es suficiente para que muchos niños pobres no vayan a la escuela. Es un problema, pero no hay mal que por bien no venga. Significa que la voluntad y el deseo de recibir educación ya están ahí. Los padres pueden no llevar a sus hijos a la escuela por falta de recursos, pero los llevarían si los tuvieran. Eso, por sí solo, no sirve de mucho consuelo; afortunadamente, también indica cuál es el camino para solucionarlo. Si la gente quiere educación, pero no puede permitírsela, los programas de desarrollo podrían ayudar a aumentar el número de estudiantes simplemente abaratándola. La otra buena noticia es que podemos hacer algo más que especular. Montones de programas de todo el mundo aspiran a aumentar el número de niños que van a la escuela reduciendo los costes relacionados con la escolarización y algunos de ellos se han evaluado rigurosamente. Estos programas varían según un amplio espectro en lo que se refiere a dimensiones y complejidad: van desde los que distribuyen uniformes entre los alumnos hasta las iniciativas a nivel nacional con conexiones con temas de salud pública. Veamos unos cuantos.

La ropa hace al alumno Michael Kremer, el economista de Harvard que concibió la teoría del desarrollo basada en el transbordador espacial que vimos en el capítulo anterior, sigue convencido de que las cosas más básicas son las que realmente importan. Los anillos O tienen que funcionar. Él y dos investigadores, David Evans y Muthoni Ngatia, sospechaban que las piezas que faltaban eran cosas muy sencillas: los uniformes, los libros de texto, los cuadernos y demás. Tal vez a los estudiantes que carecían de estos materiales les daba vergüenza ir a la escuela. Propusieron poner a prueba una sencilla solución con un experimento controlado aleatorio. Repartirían uniformes gratuitamente entre algunos alumnos y verían si mejoraba su asistencia. Se asociaron con ICS Africa (la misma organización que había trabajado en la Savings and Fertilizer Initiative que vimos en el capítulo anterior), que llevaba un programa de apadrinamiento para estudiantes de enseñanza primaria en el oeste de Kenia. El programa utilizaba parte del dinero de sus donantes para comprar un uniforme al año para los estudiantes apadrinados y pagar algunas ayudas 192

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a las escuelas: una ayuda para la construcción de aulas y la compra de libros, algunas visitas al año de un par de enfermeras y formación impartida por un representante agrícola que organizaba clubes de estudiantes para cultivar productos en los terrenos de las escuelas. Las ayudas que se daban en las escuelas eran para todos los estudiantes, no sólo para los apadrinados. Se eligieron doce escuelas de enseñanza primaria para participar en el experimento controlado aleatorio y hubo suficientes apadrinamientos para cubrir a alrededor de la mitad de los estudiantes. Se eligió a los beneficiarios: primero se identificó y se seleccionó a los alumnos que habían perdido a uno de sus padres o a los dos y, después, se asignó el resto de los apadrinamientos por sorteo. Se hicieron visitas por sorpresa a la escuela para controlar la asistencia tanto de los niños apadrinados como del resto. También se controlaron los resultados de todos los alumnos por medio de pruebas estandarizadas anuales. Durante los tres años que duró el programa, los que habían recibido un uniforme de ICS fueron a la escuela más que los compañeros que no habían recibido ninguno. Al principio del programa, la tasa de absentismo giraba en torno al 18 por ciento, por lo que la mayoría de los alumnos faltaban a clase alrededor de un día a la semana. Basándose en los datos obtenidos, los investigadores observaron que el hecho de recibir un uniforme reducía en siete puntos porcentuales esa cifra, es decir, en más de un tercio. Dividiendo a los alumnos en subgrupos, observaron otro resultado sorprendente. Dentro del grupo que recibió un uniforme de ICS, el aumento de la asistencia estaba concentrado en los alumnos que no tenían ni siquiera un uniforme cuando comenzó el programa. La tasa de absentismo de estos alumnos bajó trece puntos porcentuales –¡más de dos tercios!– mientras que la variación de la asistencia de los alumnos que tenían al principio al menos un uniforme fue pequeña y estadísticamente indistinguible de cero. Parecía que se confirmaba la sospecha inicial de los investigadores. El dar un uniforme a un alumno que no tenía ninguno cambiaba mucho las cosas, pero el dar un uniforme más a un alumno que ya tenía al menos uno no las cambiaba. El equipo de Kremer e ICS habían dado con una solución de sentido común, una solución que muchas de las madres de los alumnos seguramente habrían aplicado ellas mismas si hubieran tenido los 193

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medios. Se dieron cuenta de que a los niños les daba vergüenza ir a la escuela cuando se diferenciaban del resto y les ayudaron a sentirse más cómodos. Por utilizar la analogía del transbordador espacial de Kremer, el hecho de dar un uniforme a los alumnos que no tenían ninguno garantizaba que uno de los numerosos anillos O de la educación resistiría.

Extender cheques Dar uniformes gratuitos es una manera de conseguir que los niños vayan a clase, pero no es, desde luego, la única, y puede que no sea la mejor. Lo que queremos saber realmente es con qué método obtenemos el máximo rendimiento educativo por cada dólar gastado. No podemos evaluar una única idea y dejarlo. Al final, tenemos que elegir entre muchas ideas aparentemente buenas. Y es ahí donde el resultado de los uniformes cambia por completo. Otra manera de abaratar la educación es abaratarla directamente, pagando a la gente a cambio de que vaya a la escuela. Los programas de este tipo se llaman «transferencias en efectivo condicionadas», porque consisten en la realización de pagos directos a los participantes condicionados a su comportamiento. Uno de los casos en los que la reducción de la pobreza ha tenido éxito es el programa mexicano Progresa (llamado hoy Oportunidades), un programa público que realiza transferencias en efectivo a las madres pobres si sus hijos tienen como mínimo una asistencia escolar del 85 por ciento. Cuando Progresa se puso en marcha en 1997, era uno de los mayores y más ambiciosos programas de este tipo jamás intentado. Tenía un coste elevado, por lo que el gobierno quería saber si estaba sirviendo para algo todo ese dinero. Se asoció, pues, con un grupo de economistas y diseñó un experimento controlado aleatorio para medir sus efectos en la educación, integrando el experimento a la perfección en una primera fase del programa. De hecho, el diseño del experimento permitió convertir lo que era un problema presupuestario en una ventaja: al principio no había suficiente dinero para lanzar Progresa en las cuatrocientas noventa y cinco comunidades elegidas, por lo que seleccionaron aleatoriamente dos tercios de comunidades para poner en marcha el programa inmediatamente y se utilizó el resto como grupo de control durante un periodo de dos 194

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años. Al final de ese periodo, cuando ya sí hubo fondos suficientes, Progresa se aplicó también en las comunidades de control. Así pues, se pudo realizar una evaluación rigurosa sin excluir a ninguna de las comunidades a las que se deseaba ayudar. Paul Schultz, economista de la Universidad de Yale, fue quien analizó los efectos de Progresa en la escolarización. Había sido un clamoroso éxito. Como cabía suponer, era mucho menos probable que los estudiantes que reunían los requisitos en las comunidades participantes abandonaran la escuela. La disminución de los abandonos fue general en todos los niveles, pero estaba concentrada donde más se necesitaba: en los estudiantes de enseñanza secundaria, que eran los que tenían las tasas más altas de abandono antes de la aplicación del programa. La demostración de la eficacia en tamaña escala también llamó la atención de la gente. El gobierno mexicano fue aplaudido, con razón, por haber tenido la previsión de añadir el proyecto de evaluación desde sus comienzos. Y lo que es más importante, algunos países de todo el mundo comenzaron a seguir el ejemplo de México. Actualmente, gracias en gran parte a Progresa, Colombia, Honduras, Jamaica, Nicaragua, Turquía y algunos otros países están ofreciendo a millones de familias programas parecidos de pagos en efectivo condicionados a la asistencia a clase.

De bien en mejor El programa Subsidios de Bogotá (Colombia) es uno de los descendientes de Progresa. En la fase inicial de planificación, el gobierno había imaginado un programa que siguiera de cerca el ejemplo mexicano: las familias que cumplieran las condiciones recibirían pagos mensuales si sus hijos tenían una asistencia escolar del 80 por ciento o más. También se siguió el ejemplo de México y se contrató a un equipo de economistas –Felipe Barrera-Osorio, del Banco Mundial; Marianne Bertrand, de la Chicago Graduate School of Business; Leigh Linden, de la Universidad de Columbia e IPA, y Francisco Pérez-Calle de G|Exponential– para diseñar el programa de evaluación. Los economistas vieron la oportunidad de convertir una buena idea en una idea incluso mejor. Propusieron al gobierno de Bogotá que investigara el efecto de dos retoques que parecía que podrían me195

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jorar la eficacia del programa sin elevar mucho su coste. El primero era simplemente un cambio en el calendario de los pagos: en lugar de realizar el pago íntegro todos los meses, un tercio del dinero se quedaría en una cuenta de ahorro, pagadera en el momento del año en que los estudiantes volvieran a matricularse en la escuela. El segundo cambiaba, en realidad, la estructura y las condiciones de pago. Al igual que en el primero, las familias que cumplieran los requisitos recibirían todos los meses dos tercios de la cantidad, pero en este caso recibirían una elevada bonificación si el estudiante terminaba sus estudios. Si después de terminarlos, se matriculaba inmediatamente en una institución de enseñanza superior, podrían cobrar antes la bonificación; si no se matriculaba, tendrían que esperar un año más para cobrarla. Los dos cambios estaban directamente inspirados en la economía del comportamiento. Reconocían que las decisiones de la gente no dependen únicamente de las ganancias de dinero, sino que el factor tiempo también desempeña un papel importante. Piénsese de nuevo en Vijaya, la vendedora de flores que conocimos en el capítulo 7, cuyo dinero de bolsillo nunca estaba a salvo de la insaciable sed de su marido. Un programa de pagos en efectivo como Progresa seguramente no habría ayudado mucho a su familia (aunque a su marido alcohólico probablemente le habrían entusiasmado esos sustanciosos cheques mensuales). Sin embargo, los retoques del calendario de pagos propuestos seguramente habrían significado un gran cambio para la familia. El hecho de que el pago de la bonificación coincidiera con el periodo de matriculación de los alumnos también podía ser un plus. Aligerando la carga de los desembolsos que hay que hacer al comienzo del año escolar, haría aumentar la probabilidad de que las familias realizasen esas compras esenciales. Piénsese cuánto más fáciles parecen las compras de comienzo del curso cuando se acaba de cobrar un cheque importante. Los investigadores pusieron en marcha el programa básico con el primero de los cambios en un experimento controlado aleatorio para poder comparar sus efectos con los del programa base. A continuación realizaron un segundo experimento controlado aleatorio para evaluar el segundo de los cambios. Controlaron tanto la asistencia como la matriculación de unos trece mil estudiantes: ocho mil que se habían asignado aleatoriamente a uno de los tres grupos de tratamiento (el programa básico y las dos variantes) y cinco mil que 196

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se utilizaron como grupo de control. Después de un año de observación, estaba claro que los incentivos habían funcionado, al igual que en México. Los alumnos que reunían las condiciones para participar en los grupos de tratamiento tenían entre un 12 y un 26 por ciento menos de absentismo que los del grupo de control. También existían pruebas de que las variantes funcionaban mejor que el programa básico, que Bogotá había encontrado realmente formas de mejorar el modelo de Progresa. Concretamente, las dos variantes produjeron un efecto mayor en las tasas de matriculación que el programa básico tipo Progresa. Resultó que las probabilidades de que los alumnos que cumplían las condiciones para recibir el tratamiento básico se matricularan al año siguiente no eran mayores que las del grupo de control, mientras que las probabilidades de los que participaron en las variantes eran mucho mayores. Y lo que es más, la mayor parte del aumento de la matriculación interanual se debía a estudiantes que se pensaba que eran los que más probabilidades tenían de abandonar. Eso significa que los incentivos estaban llegando a la gente que más los necesitaba. Pero la diferencia más llamativa entre el programa básico y las dos variantes se hallaba en la matriculación en instituciones de enseñanza superior. En este caso, el efecto del programa básico era estadísticamente indistinguible de cero, mientras que las variantes aumentaban sustancialmente las matriculaciones. Partiendo de una tasa de matriculación del 21 por ciento en el grupo de control, ambas variantes aportaban grandes mejoras: ¡la primera aumentaba la matriculación en centros de enseñanza superior casi en la mitad y la segunda en más del triple! No queremos perdernos en las cifras, pero es fundamental darse cuenta de lo importantes que pueden ser los detalles, como el factor tiempo. Las variantes puestas a prueba en Bogotá me han entusiasmado, como otros muchos empujoncitos basados en la economía del comportamiento que hemos visto hasta ahora. Son elegantes e ingeniosas. Y lo que es más importante, son atractivas para los poderes públicos y los profesionales, que entienden –y preferirían evitar– los retos que entraña una revisión total de los programas o tener que rediseñar unos programas nuevos partiendo de cero. Esta clase de mejoras sutiles, que aprovechan la importancia del factor tiempo en las decisiones de los hogares, pueden tener enormes consecuencias. 197

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El K.O. inesperado: la desparasitación Al final, hay un programa de asistencia escolar claramente superior al resto; y, para ser sinceros, pilló por sorpresa a todos los investigadores. Michael Kremer estaba trabajando de nuevo en Kenia, esta vez con Edward «Ted» Miguel, de UC Berkeley, sobre el indecoroso problema de las lombrices: el anquilostoma, la lombriz intestinal, el tricocéfalo y la esquistosomiasis. Muchos de nosotros conocemos a estos personajes principalmente por ser los villanos de las historias de viajeros, en las que normalmente no pasan de ser una molestia; pero son una realidad mucho más trágica de la vida diaria de miles de millones de personas, especialmente en los países en desarrollo. Infectan a una de cada cuatro personas en todo el mundo. Las parasitosis graves pueden provocar síntomas como fuertes dolores abdominales, anemia y falta de proteínas, que pueden inhabilitar a cualquiera; pero la inmensa mayoría de los casos son más suaves. Paradójicamente, éste es en gran parte el problema. Las lombrices pueden causar malestar general y persistente –aletargamiento, leves mareos– al que la gente se acostumbra. Muchos viven con estos síntomas permanentemente. Biológicamente, las lombrices son parásitos que viven en las heces humanas y animales y se alimentan de ellas. Normalmente, la gente las contrae cuando entra en contacto con agua o suelo contaminado por heces. Los detalles de la transmisión varían algo de unas lombrices a otras, pero todas son tremendamente fáciles de contraer. Dependiendo de la especie, ingerir motas de tierra contaminada por comer con las manos sucias, jugar en agua dulce o incluso andar descalzo por charcos que se encuentran cerca de donde han defecado personas o animales infectados, cualquiera de estos comportamientos habituales puede causar una infección. No hace falta mucha imaginación para entender por qué las lombrices son un azote de los niños en los países en desarrollo. Afortunadamente, existe un tratamiento sumamente eficaz contra estos parásitos: una única pastilla que erradica alrededor del 99 por ciento de las lombrices que haya en cualquier momento en el cuerpo y protege durante unos cuatro meses. Y lo que es mejor aún, el coste total de producir, transportar y administrar el tratamiento a los niños en riesgo es de unos veinte céntimos por pastilla. 198

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Desde el punto de vista de la salud pública, administrar un tratamiento tan barato a todo el que lo quiera es casi de cajón, teniendo en cuenta simplemente el bienestar que reporta, pero existe en realidad un argumento más contundente para regalar las pastillas. La propagación de las lombrices provoca una reacción en cadena: las lombrices se propagan a través del suelo y el agua contaminados; el suelo y el agua se contaminan por la presencia de heces contaminadas; las heces sólo se contaminan si la gente que las produce tiene lombrices. Por tanto, cuantas más personas infectadas haya en una comunidad, más peligroso se vuelve el entorno para todas las demás. Y a la inversa, cuando menos personas infectadas haya, más seguro estará el resto de la comunidad. Un caso como éste, en el cual el público en general se beneficia cuando una persona recibe un tratamiento, pide casi a gritos una intervención. Deberíamos hacer todo lo posible para desparasitar a la gente no sólo por su propio bien, sino también por el bien de todo el mundo. Este sólido razonamiento fue uno de los factores que llevaron a Kremer y a Miguel a participar en la evaluación de un programa que distribuyó gratuitamente pastillas vermífugas a los alumnos de las escuelas de enseñanza primaria del oeste de Kenia en 1998. Se asociaron de nuevo con ICS (la misma organización que regaló uniformes escolares) y diseñaron un sencillo programa. Los empleados de ICS iban a reunirse primero con los padres de los alumnos en la escuela para describir la desparasitación y obtener su consentimiento. A continuación, iban a volver y a administrar las pastillas a todos los alumnos cuyos padres lo hubieran consentido. La mayoría de los padres (alrededor del 80 por ciento) apuntó a sus hijos al programa. Kremer y Miguel diseñaron un experimento para evaluar los efectos del programa tanto en cuanto a sus resultados sanitarios como en sus resultados educativos. ICS había identificado setenta y cinco escuelas de enseñanza primaria con las que trabajar y los investigadores las dividieron en tres grupos. Veinticinco iban a participar en el programa en 1998, veinticinco en 1999 y el resto en 2001. Al igual que la evaluación de Progresa realizada en México, la introducción paulatina del programa permitió a ICS dar el tratamiento a todo el que lo quisiera (aunque a lo largo del tiempo) y también obtener datos rigurosos sobre el funcionamiento del programa. 199

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Dada la probada eficacia de la medicación vermífuga, los investigadores estaban plenamente convencidos de que iban a observar una mejora considerable en la salud de los estudiantes. Sus expectativas no se vieron defraudadas. El programa redujo a la mitad el número total de infecciones por lombrices no sólo en el caso de los que tomaron las pastillas, sino en el de todos los alumnos de las escuelas en las que se ofrecieron. Se trataba de los efectos comunitarios en cascada, exactamente como esperaban: la interrupción del ciclo de contagio mejoró la salud incluso de los que no tomaron las pastillas. Había sencillamente menos lombrices para infectar a la gente. Pero se obtuvo otro resultado que los pilló por sorpresa, al menos en cuanto a su magnitud: los alumnos empezaron a ir más a clase. No más, mucho más. La tasa de absentismo cayó alrededor de un cuarto en las escuelas participantes en el programa. Para su satisfacción –y para la de los alumnos–, ICS había dado con una manera tremendamente eficaz de conseguir que los niños fueran a clase. Teniendo en cuenta su coste, no hay discusión. Los demás programas de asistencia también funcionaron, pero en comparación con la desparasitación, costaron un ojo de la cara. Analizando las cifras, un año más de escolarización con Progresa cuesta alrededor de mil dólares por persona. Un año más de asistencia escolar con el programa de regalo de uniformes cuesta alrededor de cien dólares por estudiante. Un año más de asistencia como consecuencia de la desparasitación cuesta 3,50 dólares. Sí, lo ha leído bien. Efectivamente, los notables resultados del estudio inicial de Miguel y Kremer dieron la vuelta al mundo desarrollado. Pronto hubo interés por la desparasitación en las escuelas, mucho más allá de aquel lugar perdido de Kenia. Miguel y Kremer tenían plena confianza en la investigación que habían hecho, pero no estaban preparados para recomendar la desaparasitación en las escuelas siempre y en todo lugar. Reconocían que una única evaluación no era suficiente. En resumidas cuentas, tenían pruebas concluyentes para defender una sencilla teoría: allí donde las tasas de absentismo escolar y de infección parasitaria son altas, la desparasitación en las escuelas puede ser una solución muy eficaz para aumentar la asistencia a clase. Ahora bien, al igual que ocurre con cualquier otra teoría científica, la única manera de dar credibilidad a la suya era ponerla de nuevo a prueba. 200

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No tuvieron que esperar mucho. En 2001, justo cuando estaba terminándose el experimento keniano, Miguel, junto con Gustavo Bobonis, de la Universidad de Toronto, y Charu Puri-Sharma, de la Niramaya Health Foundation de la India, diseñaron un experimento controlado aleatorio para evaluar un programa de desparasitación entre los alumnos de preescolar de Delhi (India). En este caso, tenían en su contra algo más que lombrices intestinales, que afligían a uno de cada tres alumnos. El otro problema era la anemia, otra cruz de los niños en los países en desarrollo que puede tratarse eficazmente por poco dinero (en este caso, con suplementos de hierro), pero raras veces se trata. Nada menos que el 69 por ciento de los alumnos de preescolar de su experimento padecía anemia. El programa se realizó de una manera muy parecida al keniano: los empleados del programa pidieron permiso a los padres de los alumnos y, a continuación, administraron pastillas vermífugas, hierro y vitamina A tres veces al año en las escuelas. En efecto, las tasas de absentismo cayeron alrededor de un 20 por ciento, aproximadamente lo mismo que habían caído en Kenia. La obtención del mismo resultado que en Kenia reforzó los argumentos a favor de extender la desparasitación en las escuelas a todo el mundo. Con una teoría sensata –que la desparasitación en las escuelas puede funcionar en entornos en los que las infecciones por lombrices son frecuentes– y unas pruebas cada vez más abundantes para apoyarla, los defensores pronto lo anunciaron a bombo y platillo. Sus argumentos se vieron reforzados por la investigación de Hoyt Bleakley, de la Universidad de Chicago, basada en datos históricos de América del Sur, donde los esfuerzos de la Rockefeller Foundation para erradicar el anquilostoma en 1910 aumentaron los ingresos a largo plazo. Los datos que siguen viniendo de Kenia corroboran esta historia. Según las investigaciones complementarias con participantes del experimento original de Kremer y Miguel sobre la desparasitación, una década más tarde los alumnos que se habían asignado a los grupos iniciales de tratamiento (y que, por tanto, habían recibido dos o tres años más de tratamiento vermífugo en las escuelas) estaban trabajando un 13 por ciento más de horas y ganando entre un 20 y un 29 por ciento más que los que recibieron el tratamiento más tarde. Se trata de mejoras importantes y duraderas debidas a unas pastillas que no cuestan más de veinte céntimos. 201

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Afortunadamente, esta buena noticia ha atraído la atención de la gente. La desparasitación en las escuelas ha sido una de las grandes historias recientes de éxito de la política de tomar decisiones para aliviar la pobreza basadas en la evidencia empírica: sólo en 2009 se desparasitó a más de veinte millones de estudiantes de veintiséis países.

Anthony de nuevo Cuando dejamos a Anthony, éste iba descendiendo por la colina bajo la lluvia camino de la estación de trotros, corriendo para poder coger a tiempo la última furgoneta que salía de Accra rumbo al norte. No tenía un uniforme gratuito, ni una beca por méritos, ni un pago por asistir a clase esperándole; pero sí tenía aspiraciones y un posible benefactor, y eso era mejor que nada. Unas semanas más tarde, tras más conversaciones (esta vez, menos mal que por teléfono), Jake aceptó pagar las tasas de las dos solicitudes. Una fue para estudiar humanidades durante cuatro años en la universidad y la otra para la escuela de magisterio, título que exigía dos años de cursos. Anthony estaba en ascuas esperando las cartas de admisión. A mediados de junio, llamó para decir que le habían aceptado en la escuela de magisterio y, unas semanas más tarde, llegó la noticia de que «podía tener alguna posibilidad» en la universidad. Parecía entusiasmado. Cuando Jake le preguntó qué significaba que «podía tener alguna posibilidad», le explicó que algunos solicitantes eran aceptados directamente, otros rechazados y a otros se les ofrecía «la posibilidad» de matricularse, lo que significaba que podían sobornar al responsable de las admisiones para conseguir plaza. Aparentemente, habría sido una torpeza por parte del responsable indicar el precio, pero Anthony imaginaba que bastaría con unos doscientos dólares. Ahora el panorama estaba empezando a aclararse y no parecía bonito. Jake le dijo a Anthony que estaba dispuesto a pagar la matrícula, pero no un soborno. Pero Anthony insistía firmemente en que no era realmente un soborno propiamente dicho. Era así como funcionaban las cosas. De todos modos, Jake, sólo de pensarlo, se ponía enfermo: un hombre grandote, sonriente, cogiendo con sus rollizas manos un fajo de billetes en algún caluroso y perdido despacho, mientras Anthony permanecía de pie, nervioso, también sonriendo y mirando 202

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para todos lados para no fijar la vista en el dinero. Además, ¿dónde acabaría? Anthony admitió que a los alumnos que entraban por la puerta de atrás a veces se les exigía después más sobornos. Así que Anthony se decantó por la segunda opción, la escuela de magisterio. La buena noticia era que el mero hecho de matricularse en esa escuela le brindaba la oportunidad de comenzar a trabajar de inmediato como maestro a tiempo parcial en una escuela privada de enseñanza elemental. Encontró trabajo en un pueblo, no muy lejos de su escuela de magisterio, y empezó a trabajar ese mismo verano. Puso a Jake al corriente unos meses más tarde cuando le llamó para pedirle un préstamo para pagar el alquiler. Había estado viviendo en una habitación de una pensión cerca de la escuela. Jake estaba desconcertado. –Anthony, ¿por qué no lo pagas tú? ¿No has estado ganando dinero enseñando? –Sí, señor Jacob, sí. He estado ganando dinero enseñando. Pero lo que pasa es que no me lo están dando. –¿No te están dando qué? –El dinero. –No entiendo. ¿No te han pagado? –Sí. No. Es el dueño de la escuela el que nos debe el dinero. Dijo que quería pagarnos, a los maestros, pero no está haciendo nada. –Ah. ¿Cómo puede hacer eso? ¿Cómo puede pedirte que trabajes si no tiene dinero para pagarte? –Sí, ése es nuestro problema. Por lo que se refiere al pago, dijo que no puede darnos lo que él mismo no tiene. –Bueno, ¿cuándo fue la última vez que cobraste? –Todavía estoy esperando. Anthony llevaba cuatro meses trabajando y no había visto un céntimo. Él y los demás maestros tenían, sin embargo, un plan que tenía sentido. Si el dueño no podía pagar, no trabajarían. Así de sencillo. Parecía que el único cabo suelto eran los alumnos.

Paso dos: conseguir que los maestros fueran a clase Como hemos dicho antes, aunque no podemos afirmar que sepamos cuál es la receta para resolver el problema de la educación, estamos seguros al menos de dos de sus ingredientes: los alumnos y 203

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los maestros. Hasta ahora en este capítulo hemos visto una serie de programas innovadores que ayudaban a llenar las aulas. Pero hay una pregunta que se hacen todos esos niños –por ejemplo, en la escuela de Anthony– que miran desde su pupitre una pizarra vacía. ¿Dónde está el maestro? Si escucha atentamente, posiblemente oiga que esa pregunta en lengua hindi. La India tiene alrededor de doscientos cincuenta millones de niños en edad escolar, muchos de los cuales sufren normalmente el absentismo de los maestros. En una serie de visitas por sorpresa a escuelas rurales de todo el país, se observó que una cuarta parte de los maestros no estaba y que ¡la mitad de los que estaban en el aula no estaban dando clase! Eso probablemente ayude a explicar algunos deprimentes hechos sobre el estado de la educación en este país: según una encuesta nacional realizada en 2005, el 65 por ciento de los estudiantes de la escuela pública de segundo a quinto curso no sabía leer un sencillo párrafo y el 50 por ciento no sabía hacer cálculos aritméticos básicos. Estas cifras son pésimas y reflejan la cruda realidad que viven los niños que sí acuden puntualmente a la escuela. ¿Por qué iba a ser el maestro un adversario, y no un aliado, en la lucha por la educación? Se supone, desde luego, que los maestros no deben faltar a clase, pero la culpa no es totalmente suya. Es, en parte, de los directores y de los administradores que o no comprueban que los maestros están en el aula o, lo que es peor, toleran su absentismo. Eso no quiere decir que su trabajo sea fácil: incluso habiendo normas, controlar la asistencia de los maestros en las pequeñas escuelas rurales es tedioso y lleva tiempo.

Una foto vale mil rupias Seva Mandir, ONG india, sabe mucho de estos problemas. Lleva alrededor de ciento cincuenta pequeñas escuelas en la accidentada y lejana zona rural de Udaipur, una hermosa y antigua ciudad de Rajastán, estado situado en la parte occidental de la India. Las escuelas son instalaciones de un aula, en pueblos tribales, con un único maestro cada una. La respuesta de Seva Mandir al problema del absentismo de los maestros fue innovar. Trabajando con Esther Duflo y Rema Hanna, economista de la Universidad de Harvard, dio con una posible solución que consiste 204

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en una combinación de control e incentivos. Dado que era demasiado engorroso comprobar la asistencia directamente, diseñaron una ingeniosa manera de que lo hicieran los propios maestros, utilizando cámaras desechables que costaban un par de dólares cada una. Al comienzo y al final de cada jornada escolar, se elegía a un alumno para que hiciera una foto del maestro con el resto de los alumnos. Las cámaras marcaban cada fotografía con un sello a prueba de manipulaciones con la hora y la fecha. De esa manera, los administradores de la oficina central de Seva Mandir podían verificar inmediatamente la asistencia semanal de los maestros con sólo mirar las fotos. Utilizando las cámaras como si fueran sus ojos, resolvieron el problema del control, pero aún tenían que dar a los maestros un motivo para no ser sorprendidos faltando a clase. El programa debía tener incentivos. Así que Seva Mandir decidió ligar los sueldos de los maestros a sus datos de asistencia. En el antiguo sistema, los maestros ganaban mil rupias (alrededor de veintitrés dólares) al mes, siempre que acudieran a trabajar al menos veinte días, y se les advertía de que podían ser despedidos si faltaban. Sin embargo, en la práctica, era muy raro que se despidiera a nadie, incluso cuando estaba claro que los despidos eran merecidos. El nuevo plan consistía en pagar quinientas rupias (11,50 dólares) al mes por enseñar al menos diez días, más otras cincuenta (1,15 dólares) por cada día por encima de diez. Las cámaras eran exactamente el instrumento que necesitaban para poner en práctica esta nueva estructura de incentivos. Pensaban que habían dado con algo importante, pero no iban a conformarse con un presentimiento. Seva Mandir, como organización, se toma tan en serio la evaluación como la innovación. Su dirección cree firmemente que la mejor manera de ayudar a los pobres es dedicando recursos a los programas que han demostrado ser eficaces y modificar o abandonar los programas que no lo han demostrado. Duflo y Hanna coordinaron un experimento controlado aleatorio y seleccionaron aleatoriamente la mitad de más de cien escuelas de Seva Mandir para implantar el nuevo sistema. El resto se utilizó como grupo de control. No hizo falta ningún análisis sutil para ver qué estaba ocurriendo. La combinación de cámaras e incentivos llevó a los maestros a ir más a clase, mucho más. Las ausencias se redujeron a la mitad, del 42 por ciento en las escuelas de control al 21 por ciento en las que utilizaban el nuevo sistema. Aunque las tasas de asistencia escolar 205

no cambiaron en respuesta a este programa, ya sólo el aumento de los días de clase supuso que los alumnos recibieran casi un tercio más de educación que con el viejo sistema. Además, una serie de visitas a las escuelas realizadas por sorpresa confirmó que los maestros estaban enseñando realmente estos días adicionales y no sólo apareciendo por clase. Todo fue bien en el momento de los exámenes, cuando los estudiantes de las escuelas en las que había cámaras obtuvieron muchos mejores resultados que los del antiguo sistema. Animada por los concluyentes datos de la evaluación, Seva Mandir extendió el programa a todas sus escuelas. La asistencia de los maestros siguió mejorando y los niños continúan recogiendo hoy los frutos.

Cuando la asistencia no basta En Bombay, la cuestión no era que los maestros no fueran a la escuela; era que faltaban maestros. Simplemente, había más estudiantes de los que se podía enseñar eficazmente. Pratham, ONG india, adoptó una solución de sentido común para resolver el problema. Pensaba que si no había suficientes maestros, había que conseguir más. Asociándose con las escuelas públicas, desarrolló un programa que sacaba de la clase durante dos horas diarias a los alumnos que tenían peor rendimiento para aprender conocimientos básicos con un maestro contratado y formado por Pratham. Los maestros se llamaban balsakhis, «el amigo del niño» en hindi. Esther Duflo, con el economista del MIT Abhijit Banerjee, Shawn Cole, de la Harvard Business School, y Leigh Linden, de la Universidad de Columbia, prepararon un experimento para averiguar si y cómo afectaba el programa de los balsakhis al aprendizaje de los estudiantes, controlando durante dos años las calificaciones de unas trescientas cincuenta escuelas, de las cuales se había seleccionado aleatoriamente alrededor de la mitad para participar en el programa. Como era de suponer, los alumnos con dificultades de las escuelas con balsakhis a los que se les dieron clases compensatorias obtuvieron mejores resultados. El grado de mejora sorprendió incluso a los optimistas: las clases compensatorias de un balsakhi mejoraban las calificaciones exactamente lo mismo que un semestre de enseñanza ordinaria.

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En el buen camino Está claro que los alumnos que participaron en el programa de balsakhis se beneficiaron de la atención extra recibida. Pero quizá habría sido de esperar que el programa tuviera un impacto más general –incluso en los alumnos que nunca necesitaron clases compensatorias– ya que sacando del aula a los alumnos de bajo rendimiento, el número de estudiantes que había en clase se reducía a la mitad durante dos horas al día. Los partidarios de las clases pequeñas sostienen desde hace tiempo que cuanto menor es el número de alumnos por maestro, mayor es el aprendizaje, al aumentar la atención personificada y adaptarse la enseñanza a satisfacer las necesidades de cada alumno. Cuando se crean clases más pequeñas dividiendo a los alumnos en función de sus aptitudes, la técnica se conoce con el nombre de tracking. Sus partidarios sostienen que permite a los maestros adaptar más eficazmente su enseñanza al nivel de los alumnos. En cambio, cuando las aptitudes de los alumnos varían mucho de unos a otros, los maestros se ven obligados a «enseñar a la media», enseñando a los alumnos difíciles más de lo que pueden abarcar y dejando a los mejores desatendidos. El argumento contrario es que es bueno para todo el mundo compartir un aula con los mejores y más brillantes, por lo que separando las clases en función de las aptitudes de los alumnos, se priva a los estudiantes peores de ese valioso recurso. No hay veredicto todavía sobre el valor del tracking en general, pero sí podemos decir de él una cosa: en muchos casos, es una alternativa viable. Para una escuela que ya está contratando más maestros para reducir el número de alumnos por aula, el tracking –al agrupar a los alumnos, por ejemplo, en función de las calificaciones obtenidas en los exámenes del año anterior– es barato y fácil. También puede dar muy buenos resultados. El programa de balsakhis de Bombay era esencialmente un sistema de tracking a tiempo parcial. Se seguía el sistema durante dos horas al día, cuando se sacaba de clase a los alumnos peores para darles clases compensatorias. Pero parecía que los alumnos que no se reunían con los balsakhis no se beneficiaban demasiado. De hecho, no se podía estadísticamente excluir la posibilidad de que el programa no produjera ningún efecto en su caso. Como hemos visto, el programa en general produjo algunos efectos positivos importantes, pero el análisis 207

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de los resultados no permitió afirmar si el tracking, en particular, era una parte importante de la explicación, ya que se analizó el programa de manera global: las clases compensatorias diarias de dos horas de un balsakhi especialmente formado para algunos estudiantes, más las clases menos numerosas y el tracking a tiempo parcial para todos. Además, se necesitaba un experimento controlado aleatorio que permitiese aislar el efecto del tracking. Como era de esperar, Esther Duflo, Pascaline Dupas y Michael Kremer estaban sobre la pista, esta vez en Kenia. Se asociaron de nuevo con ICS Africa, ya conocida por los programas de reparto de uniformes y de desparasitación, y diseñaron otro experimento controlado aleatorio. ICS estaba llevando un programa que identificaba las escuelas de enseñanza primaria que sólo tenían un maestro de primer curso y les daba ayudas para contratar a uno más, dividiendo en la práctica cada clase de primer curso en dos secciones. Era una oportunidad de oro para poner a prueba directamente el tracking. En la mitad de las escuelas, se asignó a los alumnos a las secciones en función de las calificaciones obtenidas en el curso anterior. En el resto de las escuelas, los alumnos se asignaron aleatoriamente. Así pues, la única diferencia entre las escuelas era el método de asignación a las secciones –en función de las calificaciones o al azar–, lo cual permitió a los investigadores observar exactamente lo que querían. El programa fue un éxito. En las escuelas en las que se implantó el tracking, las calificaciones de los alumnos de las dos secciones mejoraron más, en promedio, que las de las restantes escuelas. Así pues, a diferencia del programa de balsakhis, parecía que se beneficiaban todos los alumnos, no sólo los que tenían peor rendimiento. Otro dato contundente se refería a los alumnos que tenían notas cercanas a la media: acabaron mejorando más o menos lo mismo, independientemente de que se asignaran a la sección mejor o a la peor. A los mejores estudiantes de las secciones peores y a los peores estudiantes de las secciones mejores les fue igual de bien. Ésa fue una gran victoria para el tracking, ya que parecía indicar que ningún estudiante salía perdiendo. Eso no quiere decir que los argumentos de sus detractores no carezcan de fundamento; de hecho, según el experimento, los niños listos sí influyen positivamente en el aprendizaje de sus compañeros de clase. Posiblemente, los alumnos de las secciones peores 208

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de las escuelas que tenían el sistema de tracking salieran perdiendo, pero parecía que estas pérdidas no fueran nada comparadas con las ganancias que obtenían por adaptarse la enseñanza al nivel de cada grupo de estudiantes. Las calificaciones lo confirmaban: los alumnos de las secciones peores mejoraban más en conocimientos básicos, mientras que los de las secciones mejores mejoraban más en los temas avanzados. Este enfoque es actualmente uno de los que está tratando de aplicar en gran escala el IPA, con el reciente lanzamiento de un gran proyecto piloto en Ghana bajo la dirección de Annie Duflo. Si tiene éxito en este nuevo contexto, se habrán sentado las bases para aplicarlo a escala nacional y para reproducirlo en otros países, con el generoso apoyo y entusiasmo de la Children’s Investment Fund Foundation del Reino Unido.

Otro K.O. inesperado El principal objetivo de la mayoría de los programas de educación –y de todos los que hemos visto hasta ahora– consiste en conseguir que los maestros y los alumnos vayan a la escuela. Es lógico. Como he dicho al principio de este capítulo, son dos ingredientes en los que casi todo el mundo suele estar de acuerdo. Mark Twain siempre fue un bicho raro y si viviera hoy, tal vez no estuviera de acuerdo. Es famosa su advertencia: «Nunca dejes que la escuela interfiera en tu educación». Tal vez supiera algo que otros no sabían sobre la escurridiza clave del aprendizaje o quizá se refiriera simplemente a la importancia de la experiencia que da la vida. Pero probablemente no imaginó lo oportuno que iba a ser su comentario en algunos rincones del mundo cien años después. Si pudiera ver las destartaladas escuelas de Uttar Pradesh (India), me apuesto que tendría algunas cosas incluso más categóricas que decir. El sistema escolar de Uttar Pradesh no funcionaba. El fracaso escolar era espectacular en todas las materias y los niveles. Algunas cifras de una encuesta realizada en 2005 a niños de siete a catorce años eran pésimas: uno de cada siete niños no sabía reconocer una letra escrita, uno de cada tres no sabía leer números y dos tercios no sabían leer una breve historia escrita para alumnos de primer curso. La encuesta también mostró que las deficiencias de los alumnos pasa209

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ban desapercibidas en gran medida para sus padres. En los casos más graves, en los que los niños no sabían reconocer letras escritas, sólo un tercio de los padres conocía el alcance del problema. La mayoría pensaba que sus hijos sabían leer bien. Eso a pesar de la existencia de un programa público que trataba de involucrar a las comunidades locales en la mejora de las escuelas. El cauce de participación local era la Comisión de Educación del Pueblo, integrada por tres padres, el director de la escuela del pueblo y el alcalde. Las comisiones, como principal cauce de comunicación entre vecinos y la administración educativa del distrito, desempeñaban muchas funciones, desde controlar e informar de las actividades lectivas hasta contratar y despedir a los maestros y asignar los fondos federales a las escuelas. Parecía que la gente común y corriente tenía la oportunidad de influir en la educación de los niños y jóvenes, bien a través de los miembros de la comisión, bien aportando directamente su esfuerzo. Tal vez esa oportunidad fuera un espejismo o tal vez la gente fuera simplemente apática. O tal vez las dos cosas al mismo tiempo. Cualquiera que fuese la razón, no es sorprendente que los padres también desconocieran la existencia de las Comisiones de Educación de los Pueblos, teniendo en cuenta hasta qué punto estaban mal informados sobre los conocimientos de sus propios hijos. El desconocimiento de la existencia de las comisiones era casi general; menos de uno de cada veinte padres sabía que existían. ¡Este desconocimiento se extendía, increíblemente, a los propios miembros de las comisiones! Cuando se les preguntaba a qué organizaciones pertenecían, apenas un tercio mencionaba la Comisión de Educación del Pueblo; cuando se les hablaba concretamente de ella, uno de cada cuatro seguía sin tener nada que decir. La poca información que poseían los miembros sobre las comisiones a las que pertenecían era en su mayor parte superficial. Casi nadie entendía sus funciones y sus competencias. Sólo uno de cada cinco sabía que tenían derecho a recibir dinero del Estado y sólo uno de cada veinticinco sabía que podían solicitar fondos para contratar a más maestros. La conclusión era que las Comisiones de Educación de los Pueblos eran absolutamente inútiles, y los estudiantes se veían privados de un valioso defensor. Pratham, la mayor ONG educativa de la India, no se conformaba con dejar que los niños de Uttar Pradesh sufrieran. Creía que si los habitantes de los pueblos (incluidos los miembros de las comisiones) 210

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se enteraban de cuáles eran las competencias y las obligaciones de las comisiones, posiblemente responderían. Así que se asoció con los investigadores Abhijit Banerjee, Esther Duflo y Rachel Glennerster, así como con Stuti Khemani, del Banco Mundial, para poner a prueba tres programas pensados para que la enseñanza rural comenzara a funcionar. En el primer programa, y el más básico, Pratham organizó una serie de reuniones por barrios que culminaron en una convocatoria de todo el pueblo para analizar la situación de la educación, el papel de la Comisión de Educación del Pueblo y los recursos educativos que ponía a su disposición la administración federal. El segundo programa tenía todos los elementos del primero, además de unos cursos de formación para enseñar a los habitantes del pueblo a evaluar el nivel de aprendizaje de los estudiantes. Las evaluaciones se realizaban en cada barrio y se recogían en «boletines de notas», que se analizaban en la reunión del pueblo. También se enseñaba a los vecinos un instrumento de control que les permitiera seguir la evolución de los progresos realizados por los alumnos. El tercer programa tenía todos los elementos del segundo, además de la formación en el programa Read India de Pratham, un programa de enseñanza de la lectura por grupos. Se animaba a los vecinos, una vez formados, a montar campamentos de lectura para los estudiantes locales y a llevarlos ellos mismos como voluntarios. Pratham eligió doscientos ochenta pueblos de Uttar Pradesh y asignó aleatoriamente un cuarto a cada programa. El cuarto restante quedó como grupo de control. Un año después de que empezaran a funcionar los programas, realizó una investigación para ver qué había cambiado. Su primera observación era alentadora: en los tres programas, se había registrado una buena asistencia a las reuniones, en las que habían participado, en promedio, más de cien vecinos. Sin embargo, tras un examen más detenido, parecía que las reuniones habían sido una pérdida de tiempo. Se conocía algo más la existencia de las Comisiones de Educación de los Pueblos, pero la mejora era mínima en relación con las cifras de asistencia a las reuniones, tan mínima, de hecho, que significaba, en realidad, que muchos de los vecinos que asistieron nunca se enteraron siquiera de la existencia de las comisiones. 211

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Cualquiera que fuese el efecto de los programas en la concienciación, el funcionamiento de las comisiones y el estado de la educación –los verdaderos objetivos de las iniciativas– no cambiaron. No aumentó la contratación de maestros, no cambió la participación de los padres en las escuelas (por ejemplo, las visitas, el voluntariado, las donaciones), no había señal alguna de que los niños cambiaran de escuela y no varió la asistencia de los alumnos o de los maestros. Es difícil extraer ninguna conclusión que no sea que las reuniones habían fracasado. Afortunadamente, había algunos destellos de luz en medio de toda esta oscuridad, y quizá una clave del ingrediente secreto de la receta de la educación. Mientras que las comisiones seguían siendo absolutamente inútiles, los campamentos de lectura prosperaban. De los sesenta y cinco pueblos en los que se había ofrecido formación en el programa Read India de Pratham, cincuenta y cinco habían puesto en marcha campamentos, a los que asistía una media de ciento treinta y cinco niños por pueblo. Los campamentos tenían un enorme éxito, sobre todo en el caso de las personas que más los necesitaban. Los campamentos de lectura fueron de enorme ayuda para los niños que al principio no sabían identificar letras escritas: todos aprendieron a identificarlas. En cambio, en los pueblos en los que no había campamento de lectura, menos de la mitad de los niños comparables lo consiguieron. El enorme éxito de los campamentos de lectura es un motivo para ser optimistas. Incluso en aquellas circunstancias en las que las escuelas son casi inútiles y en las que los padres son, en el mejor de los casos, incapaces de coordinar sus nobles esfuerzos para mejorar las cosas (y, en el peor de los casos, absolutamente apáticos), todavía hay formas de ayudar. No tenemos más que pensar imaginativamente o, en este caso, buscar soluciones fuera de la escuela.

Encontrar el ingrediente secreto Es fácil ponerse de acuerdo sobre los alumnos y los maestros; no así sobre el elixir mágico que hace que funcione el conjunto. Algunos de los resultados más prometedores vienen de donde uno menos se lo espera. Tenemos que lanzar una enorme red para encontrar soluciones para la educación. El increíble impacto de la desparasitación en la 212

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asistencia de los alumnos y el poder de los campos de lectura para elevar los niveles de lectura son una demostración de que los caminos del aprendizaje no todos empiezan y terminan en el aula. En los países desarrollados, estamos dándonos permanentemente un festín de educación de calidad pero, en cierto sentido, no sabemos qué estamos comiendo. Una de las razones por las que es tan difícil identificar el(los) ingrediente(s) secreto(s) es que los sistemas educativos de los países ricos normalmente tienen muchas cosas magníficas de las que carecen los más pobres, desde aulas bien equipadas hasta estudiantes más sanos y consejos escolares que funcionan. Eso significa que a menudo es imposible averiguar el efecto de un solo elemento observando un sistema que funcione bien (de hecho, también existen las mismas dificultades cuando se trata de investigar qué mejoras conviene aplicar a la agricultura, la banca, la atención sanitaria y otros aspectos de la vida que nos afectan a todos, tanto a los ricos como a los pobres). Lo que sí podemos hacer es ir al terreno y hacer pruebas. Introducir pequeñas cosas, pequeños cambios, uno o dos cada vez, para averiguar qué es lo que hace que funcione la educación. Nos hemos referido aquí a algunas ideas innovadoras, pero esto no es más que el principio. Para empezar, millones de escuelas de todo el mundo siguen necesitando desesperadamente los dos componentes más básicos: alumnos y maestros. ¿Cuántas historias como la de Anthony hay por ahí? También están, por supuesto, las cuestiones que hacen referencia a los libros de texto, los almuerzos escolares, las aulas, los pupitres y otros innumerables elementos. Cuanto más aprendamos por medio de pruebas y evaluaciones rigurosas, más empezaremos a acertar y más a punto estaremos de dar con una receta para la educación que alimente a todos.

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Mantenerse sano De las piernas rotas a los parásitos

Durante algo más de un año, Jake vivió en un cuidado bloque de casas de Ring Road en Accra (Ghana). Siguiendo las recomendaciones de un amigo, contrató a una asistenta para que limpiara y lavara su ropa dos veces por semana. Se llamaba Elizabeth y, en enero de 2008, se rompió una pierna. Jake se enteró del incidente unas semanas después de que ocurriera, cuando llamó a Elizabeth para preguntarle por qué no había ido a limpiar. Le dijo: –Elizabeth, no la he visto últimamente. –Ah, hermano Jake. Siento no haber ido. Me he roto una pierna. –¡Elizabeth! ¿Cómo ha sido eso? –Estaba en el mercado y me caí en una zanja. –¡Oh! Lo siento mucho. ¿Ha ido al médico? –Sí, he ido al hospital. –¿Y el médico le ha dicho que se ha roto la pierna? –Sí, me ha dicho que me la he torcido. Cerca del pie. –Ah, entonces se le ha torcido. ¿Pero se ha roto el hueso? –Sí. El hueso no se ha roto. Habían llegado al límite de su capacidad para comunicarse por teléfono. Estaba claro que necesitarían verse para entenderse. Elizabeth le dijo que estaba lo suficientemente bien como para ir el lunes siguiente a limpiar. Entonces le contaría todo lo que había pasado. Cuando el lunes siguiente volvió a casa de trabajar, se la encontró sentada en el porche de delante. Tenía la pierna izquierda estirada

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de mala manera, inflamada por debajo de la rodilla y vendada con una raída venda elástica que iba desde la espinilla hasta el pie. Mostraba su amplia sonrisa de siempre y le saludó amablemente. Hablando, le describió el accidente. Estaba en un mercadillo y, al cruzar una zanja por un tablón que habían puesto a modo de puente, éste se rompió y ella cayó como un metro sobre suelo de grava. Su hijo de dos años, Godswill, que llevaba fuertemente sujeto a la espalda con un pañuelo a la típica manera ghanesa, tuvo suerte de que ella no lo aplastara. Unos días después fue al hospital y el médico le sugirió unos cuantos tratamientos posibles. Elizabeth eligió el más tradicional. Fue a ver a un curandero. Éste le puso un tratamiento que consistía en la aplicación diaria de una pomada tópica y un reconocimiento semanal. Todo costaba sesenta cedis (alrededor de sesenta dólares) al mes, la mitad de su salario. Pero a pesar de todo ese dinero, Elizabeth no podía estar segura de qué tratamiento estaba recibiendo exactamente. En Ghana, los curanderos raras veces permiten que sus pacientes sepan cuál es el contenido de los bálsamos, ungüentos, emplastos y tinturas que prescriben, ya que los ingredientes normalmente se pueden encontrar en el mercado local por unos cuantos céntimos. Fuera lo que fuese, a Elizabeth le gustaba, al menos lo suficiente como para seguir aplicándolo. Cuando pasó el primer mes, continuó otro con el mismo tratamiento. Desgraciadamente, la pierna no estaba tan convencida. Después de dos meses de tratamiento, seguía habiendo días buenos y días malos. Algunas veces estaba totalmente normal y no le dolía ni estaba inflamada; otras, cuando estaba inflamada, tenía que andar con mucho cuidado o no andar en absoluto. Se quitaba la venda y volvía a ponérsela más apretada. Decía que esos días el dolor venía «de dentro», señalando la zona situada encima del tobillo. Era deprimente –habían pasado dos meses, el monedero estaba medio vacío y seguía teniendo mal la pierna–, pero hay que reconocer que no era totalmente sorprendente. Si se había roto realmente la pierna, no cabía esperar que la pomada del curandero sirviera de mucho. Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo bajo la piel, daba pena verla. Se esforzaba todo lo que podía en seguir adelante, yendo a limpiar la mayoría de los días acordados, cojeando a menudo mientras barría, sentándose junto a la aljofaina que utilizaba para lavar 216

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la ropa con la pierna hinchada y sobresaliendo por un lado. Jake le decía que era mejor que fuera al hospital para que le hicieran una radiografía y la vieran. Nadie decía que fuera a ser fácil. Elizabeth fue al Korle Bu Teaching Hospital el lunes por la mañana, se registró y esperó. Alrededor del mediodía, una enfermera le dijo que el médico no iba a ir, que tenía que volver el miércoles. Así que allí estaba de nuevo el miércoles por la mañana, con su nombre en la hoja de registro, sentada en una silla plegable. Estuvo sentada allí hasta por la tarde. Entonces, salió una mujer de detrás del mostrador de admisiones y le dijo a Elizabeth que había visto su nombre en la hoja con la palabra «rayos X» al lado y la había estado observando sentada allí toda la mañana. ¿No sabía que ése no era el hospital al que tenía que ir? Las radiografías se hacían en el Ridge Hospital, al otro lado de la ciudad. Sin embargo, para entonces era demasiado tarde para ir al Ridge, por lo que tendría que ir al día siguiente por la mañana temprano. Fue. El jueves, en Ridge, el médico tenía que estar –no había llamado para decir que estuviera enfermo–, pero nadie lo encontraba. La recepcionista le dijo a última hora de la tarde que estaría seguramente al día siguiente. (Como veremos, eso no es algo raro. Al igual que ocurre con los maestros, simplemente conseguir que los médicos y las enfermeras se presenten a trabajar constituye uno de los grandes problemas de la sanidad en los países en desarrollo.) Sí fue, de hecho, el viernes, y Elizabeth estaba allí esperándolo. Tuvo que ser un momento emocionante, después de llevar alrededor de veinte horas esperando en distintas salas de espera a lo largo de toda la semana. El médico hizo una radiografía de la parte inferior de la pierna y la examinó con ella. Lo que era una pequeña fisura en enero se había convertido, en esos dos meses, en una fisura mayor, lo que ayudaba a explicar por qué persistían la inflamación y el dolor. Le dijo categórico que ahora la única opción era escayolarla. De no hacerlo, Elizabeth se arriesgaba a que en el futuro le tuvieran que amputar la pierna por algún sitio. Este argumento fue convincente. Aceptó que la escayolaran en ese mismo momento, aunque iba a tener que estar otras dieciséis horas a lo largo de tres días en la sala de espera antes de que le pusieran la escayola.

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Estamos (siempre) cerrados. Disculpen las molestias Jake se llevó una decepción cuando Elizabeth le dijo la primera vez que estaba viendo al curandero. Parecía que la estaban engañando, la mitad de su salario por un bote de una pasta cualquiera; era una superstición. En el mejor de los casos, brujería. De todos modos, no era una cura para un hueso roto. De eso estaba seguro. Pero oyendo la historia de su(s) ida(s) y venida(s) al hospital, las docenas de horas esperando, la absoluta indiferencia de los empleados, era más fácil comprenderlo. Cuando iba a ver al curandero para su revisión semanal, entraba directamente en su despacho, se sentaba, él la atendía y se iba. Se diga lo que se diga sobre sus tratamientos medievales, sabía claramente cómo había que atender a un paciente. Ghana, en comparación con sus vecinos y con otros países en desarrollo, tiene, en realidad, un sistema sanitario público bastante bueno, con una extensa cobertura, incluso en las zonas rurales, y un personal bastante bien formado. Pero el servicio de atención al cliente no es, desde luego, su punto fuerte. Cuando Jake les contó a algunos colegas ghaneses la odisea que tuvo que pasar Elizabeth durante una semana para que le hicieran una radiografía, ni se inmutaron. Uno de ellos dijo: «Cuando vas al hospital, así es la cosa. Tienes que esperar. Y cuando lo único que te duele es la pierna, es posible que tengas que esperar incluso dos o tres semanas. Cuando quieres ver a un médico en seguida, por lo que sea, debes ir a ver a un curandero». ¿Por qué podía ofrecer el curandero un servicio tan eficiente y atento mientras que el hospital no podía? Esto lo vemos en todas las facetas de la vida en los países en desarrollo. La gente no se decide por lo mejor porque suele ser un lío. Pide préstamos a los prestamistas a un elevado tipo de interés porque los bancos que ofrecen microfinanciación tienen unos calendarios de amortización inflexibles. Guarda su dinero en clubes de ahorro que no devengan intereses porque los clubes se ofrecen a recoger los depósitos en los negocios de los depositantes. Lleva a sus hijos a escuelas privadas más caras porque puede pagar la matrícula a plazos. Y se cura los huesos rotos con ungüentos de hierbas porque no tiene que aguantar una semana en la sala de espera –y dejar de ganar dinero durante una semana como consecuencia– para que la atiendan. En la otra punta de la Tierra, en las montañas de las zonas rurales de Rajastán (India), los pacientes tenían el mismo problema. Cuan218

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do iban a las clínicas públicas, también se encontraban con interminables esperas, si conseguían entrar. Según un estudio de los centros de salud realizado en 2003 en la zona, las clínicas, que se suponía que debían permanecer abiertas seis días a la semana durante seis horas al día, estaban cerradas la asombrosa cifra de un 54 por ciento de las horas previstas. Lo que ocurría era simplemente que los médicos y las enfermeras no se presentaban. La gente había aprendido con el paso del tiempo a llevar sus problemas de salud a otra parte, a centros privados más caros o a curanderos tradicionales. Menos de un cuarto de las visitas a los médicos se realizaba en clínicas públicas. Seva Mandir, la ONG india que había realizado el estudio de 2003, pensaba que eso era un lamentable despilfarro, tanto de recursos públicos como de tiempo de la gente. También veía una posible solución. Pensaba que si uno quiere que el personal acuda a trabajar, hay que hacer que le merezca la pena. Y a la inversa, si uno quiere reducir el absentismo, tiene que hacer que faltar al trabajo tenga costes. En suma, había que ligar los sueldos de los trabajadores de las clínicas a su historial de asistencia. Ésta no era la primera vez que Seva Mandir había encontrado la manera de combatir el absentismo con incentivos. Como vimos en el capítulo anterior, su sistema de cámaras desechables y de remuneración basada en la asistencia demostró ser increíblemente eficaz para conseguir que los maestros fueran a trabajar. Confiaba en que los trabajadores de las clínicas serían igual de sensibles al poder de la rupia. Aunque seguramente la animaron sus resultados anteriores –y con razón–, Seva Mandir no es una organización a la que le guste basarse en conjeturas. Tiene el compromiso de poner a prueba rigurosamente muchos de sus programas. Se asoció con la administración local (que empleaba a los trabajadores de las clínicas) para poner en práctica un programa de incentivos y trabajó con Abhjit Banerjee, Esther Duflo y Rachel Glennerster, de J-PAL, para diseñar los detalles del programa y evaluarlo con un experimento controlado aleatorio. El programa se iba a llevar a cabo en unas cincuenta clínicas, por lo que Seva Mandir identificó cien clínicas para realizar el experimento y los investigadores las seleccionaron aleatoriamente lanzando prácticamente una moneda al aire. Asignaron cuarenta y nueve al programa de incentivos y las cincuenta y una restantes al grupo de control. 219

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El propio sistema de incentivos era parecido en cuanto a su diseño a su predecesor educativo. Los trabajadores recibían el sueldo íntegro del mes si trabajaban al menos la mitad de los días. Si trabajaban menos de la mitad, tenían que pagar una multa por cada día que hubieran faltado. Dos meses consecutivos de baja asistencia (menos de la mitad) supondrían un despido inmediato. Para respaldar todo este duro discurso, Seva Mandir necesitaba controlar de una manera fiable la asistencia. En lugar de utilizar cámaras desechables para ello, como en las escuelas, instaló en las cuarenta y nueve clínicas seleccionadas máquinas que marcaban unas tarjetas de papel con un sello a prueba de manipulaciones con la hora y la fecha. Cada empleado tenía su propia tarjeta y debía fichar tres veces al día –una por la mañana, otra a mediodía y otra por la tarde– para que contara como una asistencia. A final de mes, los sueldos de los empleados se calculaban en función de sus asistencias. Los trabajadores reaccionaron en seguida a los incentivos entusiasmados. La asistencia, observada en una serie de visitas por sorpresa a las clínicas, aumentó. Durante los tres primeros meses, los empleados de las cuarenta y nueve clínicas del programa fueron a trabajar alrededor del 60 por ciento de los días, mientras que la cifra osciló entre el 30 y el 45 por ciento en las clínicas de control. Parecía que Seva Mandir estaba teniendo éxito de nuevo. Pero la respuesta comenzó a decaer a medida que pasaban los meses. Un año más tarde, la fiesta había claramente terminado. La asistencia en los cien centros se había estabilizado en la pésima cifra del 35 por ciento, aproximadamente. Los incentivos, al igual que los propios empleados, habían dejado de funcionar. El deterioro era más preocupante que desconcertante, pero Seva Mandir estaba, no obstante, desconcertada. Aunque estaba claro por las visitas por sorpresa que los empleados estaban faltando mucho al trabajo, también estaba claro que no estaban sufriendo las consecuencias. Las nóminas –y las cifras internas de asistencia de las clínicas a partir de las cuales se calculaban los sueldos– eran tan altas como siempre. Seva Mandir empezó a buscar respuestas, hojeando los montones de tarjetas. Efectivamente, algo olía mal. Las tarjetas de algunas clínicas tenían muchos días seguidos sin el sello de la hora que, según los supervisores de las clínicas, no correspondían a ausencias del personal, sino a periodos en los que la máquina timbradora es220

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taba estropeada. Consultando sus datos, Seva Mandir observó que las máquinas muchas veces llevaban rotas varias semanas antes de que lo descubrieran los inspectores. Parecía incluso que algunas las habían roto deliberadamente: unas cuantas «parecía como si las hubieran lanzado contra la pared». En lugar de llamar a Seva Mandir para que las repararan, los supervisores de las clínicas trataban estos fallos de las máquinas como «días exentos». Firmaban manualmente las tarjetas para verificar que sus trabajadores se habían presentado, aunque no fuera cierto. Las investigaciones posteriores revelaron que el chanchullo de la avería de las máquinas no era más que la punta del iceberg. Los supervisores tenían otro as en la manga: la autoridad para excusar una ausencia. Esta prerrogativa se había introducido en el sistema de incentivos para responder a la preocupación de que fuera demasiado rígido. ¿Por qué iba a penalizarse a un empleado si estaba atendiendo, por ejemplo, a sus obligaciones relacionadas con el trabajo fuera de la clínica? Por ese motivo se permitió a los supervisores que concedieran «días exentos», y ya se imaginará el lector lo que ocurrió. En las cuarenta y nueve clínicas del programa, los trabajadores tenían una ausencia excusada alrededor de un día de cada seis. No está claro si los supervisores estaban encubriendo activamente a sus subordinados o simplemente no estaban investigando las excusas que les traían los trabajadores, pero daba realmente lo mismo desde el punto de vista de la asistencia. Como en la odontología agresiva, la escapatoria de los días exentos arrancó los dientes del sistema de incentivos. A partir de ahí, la respuesta de los trabajadores de las clínicas no dejó lugar a dudas: no les daba miedo un par de encías sin dientes. La experiencia de Seva Mandir en las clínicas de Rajastán, comparada con el éxito de su programa de incentivos en el caso de los maestros, pone de relieve uno de los grandes temas en la historia del desarrollo económico, que también es una motivación fundamental en la investigación de IPA: el entorno es importante. A veces hablamos de las iniciativas de desarrollo como si consistieran en dar a la gente herramientas para mejorar su vida, pero no es como darle un juego de destornilladores. Es más como un transplante. A veces el donante y el receptor son compatibles, a veces no. En este caso, el sistema sanitario público era tan débil que no podía aguantar una herramienta aparentemente eficaz para arreglarlo. 221

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De hecho, el éxito y el fracaso, incluso de los programas basados en principios aparentemente universales como los incentivos, dependen del entorno. Más razón aún para ponerlos a prueba –repetidamente y en toda una variedad de contextos– para saber qué tipos de receptores aceptarán qué tipos de donantes. En medicina, sabemos algo de teoría (por ejemplo, que el tipo de sangre es importante), que nos ayuda a saber cuándo serán compatibles el receptor y el donante y cuándo no. En economía, podemos adoptar el mismo enfoque. Y a veces la respuesta es increíblemente intuitiva: los incentivos sólo funcionan si el instrumento de control para administrarlos es inmune a la corrupción.

Pagar a los pacientes para que vayan al médico Es bastante fácil ver por qué los enfermos no iban en masa a las clínicas públicas rurales de Rajastán. Cuando Seva Mandir empezó a trabajar allí, un paciente que fuera durante el horario de apertura tenía más probabilidades de encontrar el centro cerrado que abierto. Eso había cambiado, aunque por poco tiempo, durante unos cuantos meses al principio del sistema de incentivos de Seva Mandir, pero la gente no pareció darse cuenta. A pesar de que la asistencia del personal aumentó durante un tiempo, el número medio de visitas diarias a las clínicas siguió siendo el mismo durante todo el proyecto. Si los incentivos hubieran sobrevivido y el personal hubiera seguido presentándose a trabajar, tal vez el público habría respondido con el paso del tiempo acudiendo más a menudo; desgraciadamente, no podemos saberlo. Pero es posible que las clínicas habrían estado subutilizadas aunque hubieran logrado permanecer abiertas durante las horas de apertura. En opinión de las autoridades federales mexicanas, éste era uno de los problemas que tenía el país en 1997. Había en funcionamiento una red nacional de clínicas listas para prestar atención sanitaria y terapias en toda una variedad de áreas, pero no las utilizaban suficientes personas. Algunas afecciones fáciles de prevenir y muy graves, como el bajo peso al nacer y la desnutrición infantil, eran un problema muy extendido. Las autoridades incorporaron, pues, las visitas a los médicos a su histórico programa de pagos en efectivo condicionados a cumplir unas determinadas condiciones. Ya oímos hablar de 222

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Progresa en el capítulo sobre educación, y el sistema que se utilizó para fomentar la asistencia escolar. En ese programa, las familias pobres podían recibir dinero en efectivo si sus hijos iban a clase. En el apartado sanitario, las familias pobres podían ganar dinero si hacían uso de las clínicas públicas. Bien visto, era un negocio bastante bueno. A cambio de aceptar una asistencia preventiva gratuita, vacunas, asistencia pre y postnatal y suplementos nutritivos y de asistir a los programas de educación sobre salud, higiene y nutrición, las familias podían recibir en efectivo una cantidad que representaba alrededor de un cuarto de sus ingresos mensuales. El programa iba dirigido específicamente a los problemas de bajo peso al nacer y desnutrición infantil, por lo que las madres y los niños eran los que recibían más atención. Pero como todos los miembros de la familia tenían que comprometerse a realizar al menos una revisión preventiva anual, todo el mundo podía beneficiarse. Probablemente el programa hubiera sido un fracaso si se hubiera encontrado con un obstáculo como el que se encontró Seva Mandir con los supervisores rajastaníes. El personal de las clínicas podría haber socavado los incentivos de Progresa diciendo que los participantes habían asistido a los programas de educación o a las citas cuando no era cierto. Puestos así, también podría haber fracasado fácilmente cualquiera de los demás elementos del programa, administrativos o sustantivos. Consciente de todos los eslabones débiles posibles, el gobierno consideró los dos primeros años de aplicación de Progresa como un periodo de evaluación. También tenía interés en que el programa funcionara por razones políticas. En México, existe una larga historia de gobiernos nuevos (incluso del mismo partido político) que cierran todos los programas sociales anteriores y crean otros nuevos. Este proceso es caro y despilfarrador, pero parece que inevitable, a menos que los programas anteriores tengan una gran acogida. En el caso de Progresa, la administración trató de realizar una rigurosa evaluación para ponerlo a salvo de la refriega política. De esa manera, si el programa funcionaba, sería difícil que el nuevo gobierno se deshiciera de él. Las evaluaciones normalmente son diseñadas y realizadas por personas que tienen experiencia en el país. La idea es que la experiencia local ayuda a mejorar la calidad de una evaluación. Pero no siempre es así. En 1997, Paul Gertler, profesor de economía en Berkeley, re223

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cibió una llamada de una autoridad mexicana. ¿Habla español? No. ¿Ha trabajado alguna vez en México? No. ¡Perfecto! Querían a alguien totalmente nuevo en México, tan alejado de la política mexicana que ni siquiera hablara la lengua y mucho menos que conociera a nadie. De esa manera, no podía haber sospechas de partidismo o de juego sucio por parte del evaluador. Fue un proceso de selección paradójico, pero resultó enormemente eficaz. Hasta ahora Progresa –y el experimento de Paul– sigue siendo una de las luces que iluminan tanto la política como la práctica de la evaluación de programas. En muchas reuniones a las que he asistido en Latinoamérica, la mera mención de «hacer algo como Progresa» despierta el interés de los profesionales e impulsa el debate. La versión íntegra de Progresa, que en 2000 había llegado a los 2,6 millones de ciudadanos mexicanos, era tan ambiciosa en cuanto a dimensiones y tenía unos costes tan altos que las autoridades estaban absolutamente volcadas en mostrar sus efectos en la salud de los beneficiarios. Aunque sólo fuera eso, el ser capaz de demostrar de una manera concluyente que las mejoras se debían a Progresa podía ayudar a justificar tamaño gasto. Iba a ser esencial hacer un experimento controlado aleatorio para averiguar si el programa funcionaba bien. Para un investigador del desarrollo realizar un experimento riguroso en gran escala (alrededor de ochenta mil personas de quinientas cinco comunidades) que aporte datos concluyentes sobre los efectos de un programa es el sueño de su vida. Resultó también de gran ayuda para los defensores de Progresa. Cuando llegaron los resultados, una cosa que pudieron decir sin lugar a dudas era que al público le gustaba el programa. En las trescientas veinte comunidades en las que se ofreció Progresa durante el experimento, participó el 97 por ciento de las familias que reunían las condiciones necesarias. Y lo que es más impresionante, el 99 por ciento de los que participaron al final cobró, lo que significaba que había satisfecho todos los requisitos respecto a la atención sanitaria. A diferencia del programa de Rajastán, la administración sanitaria de México demostró ser suficientemente fuerte para aplicar los incentivos. No había prueba alguna de fraude sistemático por parte de los médicos o de los pacientes: las marcas que había en los registros de las clínicas respondían verdaderamente a visitas reales de los pacientes. 224

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Como esperaban (y confiaban) los diseñadores del programa, los resultados sanitarios corrían estrechamente paralelos al aumento del uso. Según los experimentos complementarios realizados durante el programa piloto que duró dos años, éste produjo grandes efectos en los niños: las enfermedades de los niños participantes disminuyeron un 23 por ciento, la incidencia de la anemia cayó un 18 por ciento y el peso aumentó entre el 1 y el 4 por ciento. Estos buenos resultados habrían bastado para declarar el éxito del programa, pero afortunadamente había otras buenas noticias que contar. Además de obligar a ir al médico para recibir el dinero, Progresa tenía en realidad un segundo mecanismo para mejorar la salud: el propio pago en efectivo. En un experimento realizado aparte para ver en qué gastaban las familias participantes este dinero extra, se observó que el 70 por ciento, en promedio, se destinaba a aumentar la cantidad y la calidad de los alimentos que se consumían en el hogar. Eso significaba más alimentos, y más nutritivos, para todo el mundo. Esta dinámica contribuyó sin duda alguna al éxito del programa en la mejora de la salud de los niños; también repercutió en otros miembros de la familia. En los experimentos complementarios, se observó que el número de días que los adultos participantes de todos los intervalos de edad tenían dificultades para realizar sus actividades básicas a causa de una enfermedad disminuyó y que la distancia que podían recorrer sin fatigarse aumentó. Todo el mundo estaba beneficiándose; parecía maná llovido del cielo. Los más beneficiados fueron los participantes en el programa, pero no los únicos. El gobierno mexicano también salió bien parado y, con él, los investigadores que habían diseñado y realizado la evaluación y que habían establecido al mismo tiempo el patrón oro para la colaboración entre el gobierno y los investigadores para ayudar a saber qué es lo que funciona. No era la primera vez que un país organizaba una campaña nacional de lucha contra la pobreza que tenía éxito, pero sí era la primera vez que se utilizaba un experimento controlado aleatorio para mostrar rigurosamente sus efectos a tamaña escala. El mundo tomó nota. Desde entonces, han surgido programas del tipo de Progresa en media docena de países, que actualmente atienden a decenas de millones de familias en todo el mundo. Muchos de ellos están evaluándose rigurosamente. Para los defensores de la práctica eficaz del desarrollo en todo el mundo, es una victoria histórica y un magnífi225

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co ejemplo de formulación de la política basada en la investigación. Podemos hacer progresos en la lucha contra la pobreza si utilizamos instrumentos que está demostrado que funcionan.

Cree sus propios incentivos La estrategia de Progresa de pagar a los pacientes para que fueran al médico demostró ser un eficaz instrumento para impulsar las decisiones de la gente sobre su salud, tan eficaz, de hecho, que los beneficios sociales de las mejoras de la salud resultantes justificaron el gasto público. Fue una gran victoria para un gran –y caro e inicialmente controvertido– programa social. Pero imagínese: ¿cuánto más fácil habría sido lanzar el programa Progresa si se hubiera organizado a la gente para que creara sus propios incentivos monetarios para tomar mejores decisiones sobre su salud? Ésta es exactamente la idea en la que se basa stickK.com, la página web de contratos de compromiso que inicié y mencioné en el capítulo sobre el ahorro. StickK.com permite a todo el que tenga una conexión a Internet y una tarjeta de crédito obligarse a alcanzar un objetivo elegido por sí mismo poniendo algo en juego (muchos, en realidad, no ponen en juego dinero, sino su reputación mencionando a los amigos y a la familia a los que se informará de su éxito o de su fracaso). Cuando hay dinero (o reputación) en juego, cualquier descuido hay que pagarlo y, de esta manera, nos esforzamos más en evitarlos. Desde que comenzó en 2007, miles de personas en Estados Unidos y en otros países han utilizado stickK.com para lograr objetivos relacionados con la salud, como adelgazar, hacer más ejercicio y dejar de fumar. Para muchos, ésta era una ambición que tenían desde hacía mucho tiempo. Habían probado otros métodos y habían fracasado. StickK.com les dio el empujoncito que necesitaban para tener éxito. ¿Podría un método similar de compromiso ayudar a los pobres a mejorar su salud? Uno podría poner la objeción de sentido común de que, aunque la gente pobre quisiera, sencillamente no tendría el dinero para pagarse cheques a sí misma por buena conducta o para penalizarse por tomar malas decisiones, precisamente por ser pobre. Pero ya hemos visto antes que este tipo de cosas sucede. En el capítulo 7 conoci226

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mos a Sunny, que bloqueó su dinero en una cuenta de ahorro con compromiso SEED para poder hacer mejoras en su casa. Resultó que Sunny no era la única. SEED acabó ayudando a cientos de personas a resistir la tentación de gastar y, en lugar de eso, a ahorrar para realizar gastos muy necesarios. Animado por el éxito de SEED, volví a Filipinas en 2006, en esta ocasión con Xavier Giné y Jonathan Zinman, para ver si un producto parecido podía funcionar también en el caso de la salud. Trabajamos de nuevo con Green Bank, nuestro socio del estudio de SEED, para desarrollar CARES (abreviatura de Committed Action to Reduce and End Smoking) y ponerlo a prueba con un experimento controlado aleatorio. CARES era una cuenta de ahorro con compromiso sencilla y práctica. Los clientes empezaban haciendo un ingreso inicial de cincuenta pesos (alrededor de un dólar) o más. Una vez a la semana durante los seis meses siguientes, cada cliente recibía la visita de una persona de Green Bank para recoger los ingresos y tenía la posibilidad de aumentar la cantidad en su cuenta. A los seis meses, se hacía un análisis de orina en busca de nicotina. Si el cliente lo superaba, recuperaba todo el dinero (sin intereses); si se encontraba nicotina, todo el saldo iba a parar a un orfanato local. Desde la perspectiva de la economía tradicional, CARES debería haber sido incluso menos atractivo que SEED. Lo peor que podía ocurrir con una cuenta SEED era que hubiera que esperar a gastar el dinero hasta alcanzar el objetivo fijado por uno mismo. En el caso de CARES, el mejor escenario era el mismo –simplemente se recuperaba el dinero que se había depositado–, ¡pero se podían perder los ahorros si se cometía un error! Normalmente, no podemos conseguir que el mercado suba el precio de las cosas que preferiríamos evitar, como el tabaco o la comida poco saludable. Sin embargo, es mucho más fácil resistir la tentación cuando es caro dejarse vencer por ella. La manera más sencilla de explicar CARES y stickK.com es que proporcionan a la gente un instrumento para cambiar los precios relativos del buen y el mal comportamiento, encareciendo sus vicios o abaratando sus virtudes. Nuestro experimento demostró sin duda alguna que, al menos, algunos de los pobres estaban preparados para recoger el guante. De seiscientos cuarenta fumadores a los que abordó en la calle el personal de Green Bank, setenta y cinco (alrededor de un 12 por ciento) 227

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abrieron una cuenta cuando se les ofreció esa posibilidad. Creo que es una cifra bastante impresionante: más de uno de cada diez fumadores no sólo quería dejar de fumar, sino que, además, lo deseaba lo suficiente como para arriesgar su dinero. La gente estaba dispuesta a participar, pero ¿iba a ayudarle realmente CARES a dejar el hábito? Tal vez los fumadores que querían dejar de fumar tanto como para apostar un dinero ganado con el sudor de su frente en una cuenta CARES lo habrían conseguido incluso sin la ayuda del mecanismo de compromiso. Para averiguarlo, teníamos que comparar. Así que, además de ofrecer una cuenta CARES a seiscientas cuarenta personas, controlamos a alrededor de seiscientos fumadores más (sin ofrecerles una cuenta) utilizándolos como grupo de control. El resultado fue que CARES funcionaba. Seis meses después de la promoción, aquellos a los que se les ofreció la cuenta CARES –¡incluidos los que la rechazaron!– tenían alrededor de un 45 más de probabilidades que el grupo de control de superar la prueba de la nicotina. Bueno, merece la pena señalar dos cosas. En primer lugar, dejar de fumar no fue fácil para todo el mundo. Sólo el 8 por ciento de los fumadores del grupo de control superó la prueba realizada a los seis meses; y lo que es más sorprendente, sólo un tercio de los fumadores suficientemente ambiciosos como para arriesgar dinero en una cuenta CARES acabó recuperando sus ahorros. En segundo lugar, se podría argumentar que la prueba realizada a los seis meses era, en cualquier caso, una comparación injusta. La gente que abrió una cuenta CARES, a diferencia de las personas del grupo de control, se jugaba mucho en esa prueba de nicotina. Tal vez estaba dejando de fumar simplemente para recuperar sus ahorros, e iba a recaer en cuanto desapareciera la presión. Esperamos, pues, otros seis meses para ver si los resultados seguían siendo los mismos. Un año después de que comenzáramos, abordamos a todos los fumadores de nuevo y les pedimos que se hicieran otra prueba de nicotina. Ésta se hizo in situ y se realizó igualmente por sorpresa a todo el mundo. Y todas las cuentas CARES estaban cerradas, por lo que nadie tenía ningún incentivo para seguir sin fumar simplemente para recuperar su dinero. En esta ocasión de nuevo, los clientes a los que se les había ofrecido la cuenta CARES –incluidos los que la rechazaron– obtuvieron unos resultados mucho mejores. Parecía que habían conseguido realmente dejar de fumar. 228

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La cuenta CARES no le funcionó, desde luego, a todo el mundo. El 88 por ciento de las personas que rechazaron la oferta de abrir una cuenta probablemente no se beneficiara mucho de ella, y ni siquiera a los que sí la abrieron se les garantizó que iban a conseguir dejar de fumar. Pero hay aquí dos lecciones importantes a las que prestar atención. En primer lugar, la cuenta CARES fue un poderoso incentivo para los que optaron por ella y, en comparación con los programas de incentivos para mejorar la salud, como Progresa, es barata de ofrecer. Lo único que proporcionaba realmente la cuenta CARES era una caja fuerte, un recaudador de depósitos y una prueba de nicotina. Éstos cuestan algo, pero son mucho menos caros que los ingredientes esenciales –fuerza de voluntad e incentivos económicos para aprovecharla– que aportaban los propios participantes. Y ésta es la segunda lección: el mundo en desarrollo está preparado para estos tipos de soluciones. Hay entre los pobres innumerables personas que están en el límite, que quieren de verdad vivir mejor y que harán todo lo posible para conseguirlo. Lo único que necesitan es un vehículo, un instrumento. Ninguno es la panacea universal. Pero si podemos hacer uno que se demuestre que les funciona a algunos –y si podemos conseguirlo para esas personas– será un paso en la buena dirección.

La malaria Cuatro días de cada cinco, Davis P. Charway iba a trabajar con un traje de tres piezas; e incluso cuando no lo llevaba, sus camisas siempre estaban impecables. Eran de ese algodón grueso, suave con textura que se ve en el escaparate de Nordstrom, tejido con un diminuto diseño de espiga. Normalmente, llevaba puño francés. Los gemelos, como los exóticos escarabajos del Smithsonian, eran brillantes y de todos los colores. Siempre iban a juego con su corbata. Sentado en su despacho Davis parecía una persona con clase y también parecía una persona con clase sentado al volante de su coche, un Mercedes clase E de color negro. Cuando el tema del coche surgía en una conversación, nunca dejaba de burlarse de sí mismo. «No es más que un clase E», decía. «Cuando sea realmente un gran hombre, me pasaré al S.» Se mire como se mire, Davis ya era un gran hombre. Tras una infancia típica en Ashanti, región de Ghana central, había consegui229

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do llegar a la Ivy League y más allá, escalando puestos hasta acceder finalmente al despacho de vicepresidente allá arriba en la sede central de una importante compañía de tarjetas de crédito situada en Manhattan. Después de unos años, vio cumplido su deseo de volver a casa y se convirtió en director ejecutivo de un banco ghanés de microfinanciación con base en Accra, la capital. Ése era el cargo que ocupaba cuando Jake lo conoció. IPA se había asociado con su organización para estudiar sus micropréstamos y Jake era ayudante de investigación en ese proyecto. Una vez, cuando sólo llevaba unas semanas en el país, fue al despacho de Davis a una reunión y lo encontró cerrado. Su secretaria le dijo que estaba enfermo. Jake le preguntó si le pasaba algo grave y ella le dijo: «Ah, no se preocupe por Davis. Sólo tiene un poco de malaria. Estoy segura de que volverá el viernes o la próxima semana». En ese momento, lo único que sabía Jake de la malaria era lo que había leído en las recomendaciones que se hacen a los viajeros y en las noticias que calificaban invariablemente la enfermedad de gran azote del mundo en desarrollo, ninguna de las cuales le había hecho pensar que fuera algo de lo que tuvieran que preocuparse los ejecutivos de los bancos. Evocaba imágenes de densas selvas tropicales, pueblos rurales, chozas con el tejado de paja, ventanas sin mosquiteras y miserables suburbios rodeados de marismas. Era difícil entender que un mosquito de la malaria hubiera podido llegar a picar a Davis. En su despacho, su coche y su casa, siempre tenía las ventanas cerradas para poder poner el aire acondicionado. Durante los veinte meses siguientes, después de ver que docenas de empleados del banco perdían semanas de trabajo por brotes similares, empezó a tener mejor información. La malaria no respeta ni el rango ni la posición social. Aqueja por igual a hombres de negocios, agricultores y mendigos. (Y mi hija de ocho años, Gabriela, la cogió el verano pasado en Ghana. Su caso ilustra el lado bueno y el lado malo de los medicamentos caros: incluso por más de un dólar al día, los profilácticos no siempre impiden contraer la malaria, pero sí alivian los síntomas significativamente.) Las descripciones clásicas en las que se basaba la impresión inicial de Jake eran incompletas, pero no inexactas. Los pobres y los indefensos son de verdad los que más sufren, y en mayor medida, cuando golpea la malaria. Durante el verano de 2009, fue a Port Victoria (Kenia), situada en las orillas del gran lago del que recibe su nombre. 230

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Conforme se acercaba a la ciudad, subió una pendiente y vio el lugar desparramado allí abajo, un grupo de edificios al otro lado del deslumbrante lago, y grandes parcelas rectangulares de sorgo y mijo africano que se perdían en la lejanía. Para los residentes de la ciudad, vivir donde viven es tanto una bendición como una maldición. Al estar tan cerca del lago, hay abundante fauna piscícola, como la tilapia y la perca del Nilo, pero algunas grandes zonas de la parte baja de la ciudad se inundan frecuentemente y durante semanas, creando un medio perfecto para que se críen los parásitos y los mosquitos. Cuando eso ocurre, la población cae calladamente en las garras de una implacable pestilencia. La gente contrae la malaria y otras enfermedades parasitarias y se pone enferma a montones. Algunos consiguen sobrevivir y otros sucumben; montones y montones mueren, dejando tras de sí niños huérfanos y casas vacías. De los ochocientos alumnos de la escuela de enseñanza primaria Lunyofu de Port Victoria, trescientos habían perdido a sus padres. A los dos. Pero Jake no sabía nada de eso cuando llegó por primera vez. Había ido, en realidad, a Lunyofu en representación de IPA, esperando conocer la experiencia de la escuela con el programa de desparasitación de enorme éxito que vimos en el capítulo 9. El director, Michael, estaba encantado de hacer un favor. Mostró su satisfacción con el programa en términos categóricos e invitó incluso a un grupo de alumnos de octavo curso a contar sus impresiones sobre el día de la desparasitación. La mayoría tenía historias curiosas que contar, pero había unas cuantas niñas al fondo que permanecían calladas. Cuando terminaron los demás, Michael les dijo que se acercaran. Las seis se pusieron en fila al lado de su mesa y bajaron la vista. Parecían avergonzadas. Michael las miró, se volvió a Jake y empezó diciendo: «Quiero hacer un ruego». Las niñas, continuó explicando, procedían de lejanas islitas que había en el lago, lejos de la orilla. Sus padres las habían llevado a Port Victoria para que estudiaran allí, pero al no tener parientes, no tenían donde estar. Michael había hecho lo que había podido, que era ofrecerles la escuela. No era mucho, pero era la única opción. Por la noche, unas horas después de que los demás alumnos se fueran a casa, las niñas empujaban los largos pupitres de madera a un lado del aula y dormían en el suelo. No tenían casi nada más que un tejado bajo el que guarecerse. Con unas puertas que encaja231

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ban mal y sin mosquiteras en las ventanas, los rudimentarios edificios apenas impedían que entraran los mosquitos. Todas las mañanas, las niñas se levantaban con nuevas picaduras y a menudo contraían la malaria. Con unas mosquiteras habrían estado protegidas, pero la escuela no podía permitírselas. Al fin y al cabo, no había presupuesto para alojamiento. Si hubieran estado embarazadas o hubieran tenido menos de cinco años, podían haber conseguido las mosquiteras gratis en cualquier clínica pública (en Kenia esos grupos tienen derecho a mosquiteras totalmente subvencionadas). Como no eran ninguna de las dos cosas, iban a tener que pagarlas. Y como no podían pagarlas, iban a continuar yendo al despacho del director cuando las llamara; a permanecer de pie tímidamente, a evitar la mirada; y a esperar a que el ruego humanitario de Michael llegara a oídos receptivos.

Luchar contra la malaria: vender frente a dar Biológicamente, la malaria es la misma en todas partes, los mismos cinco parásitos protozoos, que son transmitidos de persona a persona por la hembra del mosquito Anopheles. La hembra del mosquito se convierte en portadora cuando pica a una persona contagiada. Entonces tiene que vivir dos semanas (lo cual no ocurre siempre; la mayoría de los mosquitos Anopheles viven alrededor de dos semanas) mientras el parásito se gesta en su abdomen. Sólo entonces puede pasarlo a otros seres humanos, lo que ocurre cuando les pica para alimentarse. El tipo de persona al que pica es muy importante. Para Davis P. Charway, la malaria es una molestia; para la población de Port Victoria, es una peste. Aunque los detalles varían mucho de unos casos de malaria a otros, todos tienen en común un sufrimiento innecesario, lo cual es un motivo suficiente para tratar de erradicarla. ¿Cuál es, pues, la mejor manera de combatirla? El primer paso es mantener a raya al enemigo. Durante las horas en las que uno está despierto, normalmente basta con hacer un gesto con la mano (o con dar un manotazo) para defenderse, pero por la noche –que resulta que son las horas en las que más pica el mosquito Anopheles– la gente necesita ayuda. La medida preventiva más eficaz que se ha desarrollado hasta ahora es la mosquitera, una sencilla cor232

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tina de tela, impregnada de insecticida, que cuelga sobre la cama y se mete por debajo del colchón. Las mosquiteras (casi de la misma forma que las pastillas vermífugas que vimos en el capítulo 9), además de proteger a los que duermen debajo, también benefician indirectamente a la comunidad en general, al romper la cadena de transmisión. Al proteger a más personas directamente, los mosquitos tienen menos oportunidades de convertirse en transmisores, por lo que disminuye el riesgo de contagio de todo el mundo. Sólo por motivos humanitarios ya se podría defender el reparto gratuito de mosquiteras a los pobres; pero estos beneficios al conjunto de la sociedad hacen que esté aún más justificado. Algunos influyentes economistas, principalmente Jeffrey Sachs, han recomendado justamente eso. Sus argumentos han sido bien recibidos por los organismos y personas que se dedican a la lucha contra la pobreza, que en los últimos diez años ha distribuido millones de mosquiteras gratuitas en los países en desarrollo. Pero otros sostienen que la cosa no basta con montar una mesa plegable en una comunidad empobrecida y repartir mosquiteras gratuitamente a todo el que pasa. Poner mosquiteras en manos (y en los dormitorios) de los pobres no es, al fin y al cabo, más que el primer paso. Para que las mosquiteras sean eficaces, hay que usarlas correctamente; y es ahí donde algunos economistas plantean una cuestión. Sostienen que es un despilfarro repartir a ciegas, ya que no se tienen en cuenta las preferencias de aquellos a los que se pretende ayudar. Piénsese, por ejemplo, en los vales colocados indiscriminadamente en los limpiaparabrisas de los coches aparcados en los supermercados. ¿Cuántos acaban tirados en el suelo? Algunas personas podrían no tener ganas, por la razón que fuera, de dormir debajo de una mosquitera impregnada de insecticida; seguramente, cualquier mosquitera que cayera en manos de una de esas personas lo único que haría sería coger polvo. En su libro The White Man’s Burden, William Easterly, economista de NYU y antiguo alto asesor del Banco Mundial, señala que «según una investigación de un programa llevado a cabo en Zambia para repartir mosquiteras gratuitamente a la gente, las quisiera o no…, el 70 por ciento de los que recibieron una no la utilizó!». Este bando propone abordar la cuestión del despilfarro con una solución de mercado: vendiendo las mosquiteras a un precio simbólico en lugar de regalarlas. Sostiene que obligando a la gente a 233

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pagar algo se logran dos objetivos. En primer lugar, se descarta a los que no quieren o no necesitan el producto; en segundo lugar, a los que deciden comprarlo se les da la sensación de que hacen una inversión. Los compradores que han invertido en una mosquitera un dinero ganado con el sudor de su frente deberían querer sacarle partido a dicho dinero. ¿No le ha ocurrido alguna vez que ha comprado entradas para un espectáculo y cuando ha llegado esa noche, no quería ir realmente, pero se ha sentido obligado? Los economistas del comportamiento lo llaman «efecto del coste enterrado (sunk cost effect)». Es un fenómeno que nos hace sentirnos obligados a ir al espectáculo, simplemente porque lo hemos pagado o a terminar la langosta que hemos pedido, aunque ya estemos llenos. Bueno, un Econo dejaría de comer la langosta en cuanto se sintiera ahíto: sabe que ya la ha comprado y que la va a pagar de todas maneras, independientemente de cuánta coma. Así que comerá simplemente la cantidad que le haga más feliz. Nosotros los Humanos no siempre pensamos de esa forma. Nos obligamos a salir de casa y a ir al espectáculo. Terminamos la langosta. La idea del bando que es partidario de aplicar una solución de mercado es la de poner las mosquiteras al alcance de todo el mundo –de ahí los grandes descuentos con los que se vende– y utilizar al mismo tiempo ideas de la economía del comportamiento para asegurarse de que las mosquiteras van a las personas que realmente las utilizarán. El enfoque basado en el mercado también tiene sus partidarios entre los profesionales. Population Services Internacional, destacada ONG sanitaria internacional que vende mosquiteras con descuento en docenas de países (pero que no las regala), sostiene que sólo en 2007 sus programas evitaron diecinueve millones de casos de malaria en todo el mundo. ¿Qué conclusiones podemos extraer de estas historias contrapuestas, cada una con su cuadro de defensores y su batería de convincentes estadísticas? Entre las afirmaciones y las invectivas, hay algunos datos concluyentes que pueden orientar nuestras reflexiones. Unos se deben a Jessica Cohen, del Brookings Institute y de la Harvard School of Public Health, y a Pascaline Dupas, de UCLA e IPA, que hicieron juntas un experimento controlado aleatorio para ver cómo afecta el método de repartir mosquiteras a la manera en que se utilizan. Sacaron el debate entre la distribución gratuita y la distribución 234

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por venta del reino de lo abstracto y lo colocaron sobre la polvorienta tierra del oeste de Kenia. En su experimento, se ofreció a las mujeres embarazadas que habían acudido a las clínicas públicas en busca de atención prenatal una mosquitera a unos precios establecidos aleatoriamente. A algunas se les ofreció gratuitamente y a otras a un precio simbólico de entre quince y sesenta céntimos cada una. Lo que observaron fue sencillamente la oferta y la demanda, el pan y el vino de la economía clásica, en funcionamiento: el número de personas que compraban mosquiteras era menor cuando éstas eran más caras. Aunque este descubrimiento no revelaba nada, el grado de respuesta de las mujeres al precio era notable. ¡Cohen y Dupas calcularon que una subida del precio desde cero a setenta y cinco centavos (que era el precio que tenía una mosquitera con descuento de Population Services Internacional) ahuyentaba a tres cuartas partes de las clientas! Naturalmente, la caída de la demanda podría haber sido aceptable, tal vez incluso deseable, si la gente que se quedaba sin mosquitera era la que menos la iba utilizar o la que menos la necesitaba (ésa es, después de todo, la justificación esgrimida por los partidarios de cobrar algo). Pero no era así. Cuando se distribuían las mosquiteras, los trabajadores de las clínicas medían el nivel de hemoglobina de cada receptora, importante indicador de la malaria, y observaban que las que pagaban más no tenían una probabilidad mayor de estar enfermas que las que pagaban menos o nada. Por tanto, la mano invisible del libre mercado no estaba dando protección a quienes más la necesitaban. Los precios más altos tampoco conseguían excluir a las personas que no iban a utilizar las mosquiteras eficazmente. Los investigadores fueron a casa de las mujeres que se habían llevado las mosquiteras unas semanas después de que se hubieran distribuido para ver si las habían instalado correctamente y preguntar cómo estaban utilizándolas. Si, como los del bando partidario de la solución de mercado, esperaban encontrar la mayoría de las mosquiteras gratuitas aún sin desempaquetar, se habrían llevado una sorpresa. Encontraron aproximadamente la misma proporción de mosquiteras –algo más de la mitad– colgando en todas las casas, independientemente del precio que se hubiera pagado por ellas. Dado que los precios no cambiaban el tipo de personas que recibían mosquiteras o la forma en que las utilizaban, la diferencia entre 235

la distribución por venta y la distribución gratuita podría resumirse fácilmente: mucha menos gente acababa protegida y los proveedores de las mosquiteras recuperaban algún dinero. Desgraciadamente, no recuperaban mucho. La producción de cada mosquitera cuesta alrededor de seis dólares, por lo que cuando Population Services Internacional vendía mosquiteras a los kenianos por sesenta y cinco centavos, de acuerdo con su política vigente, ya estaba corriendo con la mayor parte del coste. Si también hubiera dejado de cobrar los últimos setenta y cinco centavos, su coste por mosquitera habría aumentado alrededor de un 13 por ciento, ¡pero en ese caso podría haber beneficiado al cuádruple de personas! De hecho, dados los beneficios sociales indirectos de la protección (a saber, romper la cadena de transmisión), gastar algo más para aumentar la demanda de mosquiteras probablemente también tenía sentido desde el punto de vista económico. Cohen y Dupas calcularon las ventajas desde la perspectiva de los proveedores y observaron que, en promedio, probablemente resultaba más barato salvar una vida regalando las mosquiteras que vendiéndolas.

Las gotas más importantes del cubo La malaria no es el único azote sanitario mundial que atrae la atención de las organizaciones y personas dedicadas al desarrollo económico. Las enfermedades diarreicas se cobran todos los años la vida de dos millones de personas (la mayoría niños) en todo el mundo, una pérdida que es doblemente trágica porque es innecesaria. Existen maneras baratas y sumamente eficaces de tratar y prevenir la diarrea, pero están deplorablemente subutilizadas. En el capítulo 3, mencioné el análisis de Sendhil Mullainathan de las sales de rehidratación oral como ejemplo del «problema de la última milla»: tenemos una solución absolutamente viable, pero no hemos conseguido ponerla en manos de las personas que más la necesitan. El cloro –la solución de cloro diluido para agua potable, para ser precisos– es un caso muy parecido. Cuando heces humanas y animales se acumulan cerca de una fuente de agua como un manantial, un pozo, una perforación o un arroyo, el agua procedente de esa fuente puede estar contaminada por E. coli y otras bacterias que causan diarrea. Incluso el agua proce-

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dente de una fuente limpia puede contaminarse si se almacena en un contenedor sucio. Pero con unas cuantas gotas de cloro se pueden erradicar eficazmente las bacterias diarreicas de diez a veinte litros de agua, incluso en un contenedor sucio. Es una sustancia enormemente eficaz. La mayor parte de la población de Busia (Kenia) (el mismo pueblo que tenía el programa de distribución gratuita de uniformes que vimos en el capítulo anterior) sabe mucho sobre el cloro. Si le preguntáramos, el 70 por ciento nos diría que el agua potable sucia puede causar diarrea. Mejor aún, cerca del 90 por ciento nos diría que ha oído hablar de WaterGuard, la marca de la solución de cloro diluido que se vende en más de una docena de establecimientos de la ciudad. Este conocimiento general tanto del problema como de la solución se debe en gran parte a los esfuerzos de Population Services Internacional, que introdujo el WaterGuard en 2003 y del que ha hecho mucha publicidad desde entonces. Al igual que ocurre con las mosquiteras, Population Services Internacional vende el WaterGuard a un precio simbólico en lugar de regalarlo. La cantidad que necesita un hogar para un mes en Busia se vende a unos treinta céntimos, lo que representa aproximadamente una cuarta parte del jornal diario de un agricultor medio. El único problema es que esta barata y conocida solución contra las infecciones intestinales no ha conseguido imponerse. La gente sigue enfermando frecuentemente con diarrea; alguna muere. Michael Kremer, economista de Harvard al que vimos por última vez en el capítulo 9 buscando la mejor manera de conseguir que los niños kenianos fueran a la escuela, decidió tratar de abordar también el problema de la diarrea. Había un montón de cosas posibles para conseguir que la gente utilizara más cloro –desde regalarlo hasta desarrollar programas de educación comunitaria y convencer a la gente–, pero no estaba claro cuál funcionaría mejor. Así que las probó todas. Kremer, junto con Sendhil Mullainathan, Edgard Miguel, Clair Null, de Emory University, y Alix Zwane, de la Bill & Melinda Gates Foundation (y antiguo miembro del consejo de IPA), diseñaron una serie de experimentos controlados aleatorios para comparar diferentes incentivos para fomentar el uso del cloro. Primero probaron a bajar el precio repartiendo botellas gratuitas de WaterGuard en algunas casas y dando vales por la mitad del precio 237

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en otras. La reducción del precio a la mitad aumentó la proporción de casas que utilizaban cloro de alrededor del 5 al 10 por ciento. Pero regalar el producto era una opción obvia desde la perspectiva de la salud pública. El uso del cloro experimentó un enorme aumento –a un 70 por ciento aproximadamente– en las casas que lo recibieron gratuitamente. Los investigadores sospechaban que los precios podían no explicarlo todo. Tenían también ideas procedentes de la economía del comportamiento, ideas que tenían que ver con el aprendizaje social, la atención y la confianza. Pusieron a prueba la eficacia de promocionar del uso del cloro persona por persona y también a nivel de comunidades enteras, analizaron la importancia de las redes sociales a la hora de conseguir que la gente utilizara el cloro y estudiaron el efecto de pagar a promotores locales para que hicieran un lanzamiento del producto en los pueblos. Había algunas cosas que decir sobre las dos primeras –la promoción a nivel de comunidades en general funcionaba algo peor que la promoción persona por persona y el uso del cloro por parte de los líderes de las comunidades parecía que influía algo en las decisiones de otras personas–, pero sólo conseguían un pequeño aumento a corto plazo de su uso. En cambio, cuando el promotor local procedía del propio pueblo, el uso aumentaba de una manera inmediata y duradera. El mecanismo más eficaz de promoción local es, en cierto sentido, el ejemplo de otros miembros de la comunidad. Los investigadores pensaban que tal vez la manera de fomentar el uso del cloro era hacer que su uso fuera público y visible, por lo que diseñaron y pusieron a prueba un dispensador de cloro: una caseta que contenía una botella (gratuita) de WaterGuard con un grifo especial del que manaba suficiente cloro para desinfectar un bidón de agua de veinte litros. En lugar de añadir cloro en casa, como se haría con el WaterGuard vendido al por menor, los dispensadores estaban situados en las propias fuentes de agua. Uno añade el cloro cuando va a buscar el agua y éste hace su trabajo en el camino de vuelta a casa con el bidón en la cabeza. Esta solución también tiene la ventaja de que es un mecanismo natural para llamar la atención; el cloro está ahí mismo cuando uno está llenando el bidón de agua, pidiéndole a uno que no se olvide de añadir una dosis de cloro al agua. Es como vender vales para fertilizante en la época de la cosecha, justamente cuando la gente tiene dinero. Atraer la atención de la gente en el 238

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momento crítico es una de las muchas razones por las que el factor tiempo es importante. Los dispensadores resultaron ser la mejor solución de todas. Eran como mínimo tan eficaces para conseguir que se usara el cloro como repartir gratuitamente WaterGuard a los hogares y no requería una distribución puerta por puerta que resultaba cara. Mejor aún, parecía que los dispensadores provocaban cambios de comportamiento reales y duraderos. Parecía que la población de las comunidades en las que había dispensadores desinfectaban más el agua y de una manera más sistemática a medida que pasaba el tiempo. En las comunidades en las que se proporcionaba WaterGuard gratuitamente, el uso del cloro aumentaba unas semanas después de que se repartiera y disminuía después; en las comunidades en las que había dispensadores, su uso continuaba aumentando meses después de que se instalaran y seguía siendo alto incluso un año y medio después.

Beatrice y Agnes Parece que los dispensadores de cloro podrían ser la respuesta al problema de la última milla en el caso del cloro o, al menos, parte de la respuesta. Pero todavía quedan importantes preguntas por responder. La primera y más importante, ¿quién va a pagar? Hemos visto que cobrando incluso un precio simbólico (quince centavos por familia y mes) por el WaterGuard al por menor se ahuyentaba a la mayoría de la gente; pero con un dispensador comunitario compartido, a lo mejor el coste podía repartirse entre muchas familias o a lo mejor la gente estaba más dispuesta a pagar debido a la presión social. Una mañana sobre el terreno fue suficiente para demostrar que probablemente no exista una respuesta clara. Durante el verano de 2009, Jake fue con el personal de la oficina de IPA en Busia a hablar con algunos de los «reponedores», que se habían ofrecido voluntariamente a mantener los dispensadores de cloro comprobando periódicamente que tenían suficiente WaterGuard e informando de los problemas al personal de IPA. El primer dispensador que fueron a ver estaba en una zona rural. Salieron de la ciudad, adentrándose al cabo de un tiempo en lo que parecía un muro de maíz, pero que en realidad era un estrecho sen239

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dero entre dos fincas. Pronto llegaron a un grupo de cinco pequeños edificios de adobe, junto a los que aparcaron. A continuación, los llevaron, por un estrecho camino de tierra, hasta una ladera de suave pendiente en la que crecían a ambos lados el maíz y el sorgo, que alcanzaba la altura del hombro. Llegaron a un manantial, al lado del cual se había instalado un dispensador de cloro en un poste clavado en el suelo. Al cabo de unos minutos, llegó por el camino una mujer con una blusa de poliéster de un vivo color azul, estampada con un diseño plateado salvaje, y se presentó como Beatrice, la reponedora. Explicó que la habían nombrado para ese puesto porque vivía cerca del manantial, sabía leer y escribir y tenía teléfono móvil. Dijo que desde la llegada del dispensador, la comunidad había tomado algunas iniciativas colectivas propias, a saber, grupos para criar pollos. Todo el mundo podía estar de acuerdo en que el dispensador había servido de mucho, tanto desde el punto de vista de la salud como desde el punto de vista económico, esto último debido al dinero ahorrado en el tratamiento de los casos de diarrea y fiebre tifoidea. Cuando Jake le preguntó qué pensaba que pasaría con el programa de dispensadores en el futuro, Beatrice dijo que IPA debería continuar proporcionando WaterGuard gratuitamente durante mucho tiempo para que pudieran disfrutar de buena salud. Pero él le preguntó qué ocurriría si se suprimiera la subvención. ¿Se reuniría la comunidad y pagaría el precio íntegro para llenar el dispensador? Ella pareció dudar. Eso significaría sablear a la gente para que contribuyera, algo que nadie tenía muchas ganas de hacer. No, suspiró Beatrice, la supresión de la subvención probablemente significaría la desaparición del dispensador. Alrededor de media hora más tarde y sólo a uno o dos kilómetros del camino de vuelta a la ciudad por la carretera principal, Agnes traspasó a grandes zancadas la puerta metálica de su bloque de viviendas, segura de sí misma, y se presentó. Era otra reponedora. Agnes sonreía mucho, no era tímida y tenía unos dientes horribles. Le dijo a Jake que ella y su marido, el dueño del bloque y casero de varios inquilinos, habían construido un pozo en el patio del bloque hacía unos años. Ofrecían el agua gratuitamente a sus inquilinos y la vendían a otros hogares del barrio. Resultó que al principio el agua no era buena. La gente caía enferma –y se quejaba– con frecuencia. Agnes había probado a desinfectar el pozo echando cristales de cloro 240

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y había tratado de aconsejar a sus clientes que hirvieran el agua, pero ninguna de las dos tácticas había dado resultado. Cuando llegó IPA con el dispensador de cloro, la mejora fue inmediata. Había menos enfermedades, tanto dentro como fuera de su familia cercana. Sus inquilinos y sus clientes estaban más contentos y fueron en aumento. Cuando Jake la conoció, atendía a veintitrés bloques del barrio, además del suyo. Cuando le preguntó qué haría si se empezaba a cobrar por el WaterGuard, Agnes no lo dudó. Sabía que el cloro era un gasto que merecía la pena, por lo que estaría dispuesta a seguir comprándolo. No era por la satisfacción de sus inquilinos y clientes; sólo el dinero que ahorraba en tratamientos para los miembros de su familia, dijo, ya justificaba pagar el precio íntegro.

No existe una solución universal Beatrice y Agnes, a las que no les separaba más que un par de kilómetros, vivían en mundos diferentes en lo que se refería a los dispensadores de cloro. Agnes habría estado dispuesta a seguir adelante sin la subvención; Beatrice habría necesitado maniobrar con mucha mano izquierda para llegar a convencer a sus vecinos. Los problemas que plantea la malaria son, de la misma manera, tan diferentes como Davis Charway y las niñas de la escuela de enseñanza primaria Lunyofu. Las soluciones probablemente sean igual de variadas. Los rigurosos experimentos realizados demostraron que para las kenianas embarazadas la distribución gratuita de mosquiteras probablemente sería mejor que su venta, pero eso no significa que debamos abandonar totalmente las soluciones basadas en el mercado. Tienen un sitio como lo tiene Agnes; lo que tenemos que hacer es averiguar cuándo y dónde funcionan las diferentes soluciones, para poder aplicarlas justamente cuando se den las condiciones adecuadas. No podemos hacer recomendaciones generales sobre diseños concretos de programas hasta que no hagamos eso. Y ésa es exactamente la razón por la que IPA continúa poniendo a prueba diferentes maneras de gestionar el programa del dispensador de cloro, tanto en Busia como en otros lugares. Por lo que respecta a las directrices generales sobre el desarrollo, estoy de acuerdo con Sachs en que nadie debe quedarse sin pro241

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tección porque no pueda pagarla y con Easterly en que los recursos –y la voluntad necesaria para movilizarlos– son demasiado valiosos y demasiado escasos como para despilfarrarlos. Lo esencial es que busquemos la eficacia en nuestras campañas con la misma energía y tenacidad con que perseguimos el objetivo último de la erradicación de la pobreza. Si no lo hacemos, fracasaremos en ambos ámbitos.

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Aparearse La desnuda realidad

Cuando yo estaba haciendo el doctorado, Paul Gertler, profesor de UC Berkeley (a quien vimos en el capítulo anterior trabajando con las autoridades mexicanas para evaluar el programa Progresa), fue un día al MIT a dar un seminario. Esto es algo frecuente en muchas universidades, que un profesor de fuera vaya y dé una charla de noventa minutos basada en uno de los trabajos de investigación que está realizando en ese momento. Es la manera de que los economistas se mantengan al día y reciban información de proyectos o artículos antes de que se publiquen. Aparte de la charla, el profesor visitante normalmente programa citas a lo largo del día para reunirse con los profesores y, a veces, con los estudiantes de doctorado. Yo nunca había ido antes a una reunión de esas, pero Esther, mi directora de tesis, me escribió un correo electrónico diciéndome: «Haz algo para que Paul te incluya en su agenda». Lo hice. Cuando me encaminaba a nuestra cita, iba un poco nervioso, pues no tenía ni idea de cómo se desarrollaban realmente estas conversaciones. Paul sí, por supuesto. Me preguntó qué estaba haciendo y yo le dije que estaba a punto de irme a Sudáfrica a organizar un experimento para medir el impacto del microcrédito (el experimento fue un absoluto fracaso y yo aprendí pronto una lección que ahora me parece obvia: el personal de la organización con la que uno se asocia tiene que querer realmente que se la evalúe; de lo contrario, encontrará cientos de maneras de acabar con el experimento controlado aleatorio).

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Dijo –y estoy bastante seguro de que la cita es literal–: «¡Magnífico! Mientras estás allí, ¿qué te parece si averiguas qué cobran las prostitutas con y sin condones?». Me reí, pero nunca lo averigüé. Nunca entendí totalmente que los precios de las prostitutas pudieran ser un tema para realizar una investigación económica seria. Estaba en un error. Resulta que Paul no estaba bromeando. Estaba hablando de una nueva manera de ver una cuestión que afecta a casi todo el mundo de este planeta: hombres y mujeres; negros, blancos y morenos; ricos y pobres por igual. Es el sexo. El sexo es un gran igualador, primero porque casi todo el mundo lo practica, pero también, y lo que es más importante, porque nos desnuda hasta poner al descubierto nuestro verdadero yo. No estoy hablando de ropa. El sexo es una actividad primaria. Está en nuestra biología. Somos, en cierto sentido, más definitivamente Humanos –y más definitivamente no Econos– cuando estamos en ello. En ese espacio de deseo, impulso y jadeos, muchas cosas pasan a un segundo plano. No existen realmente tantas diferencias entre los ricos y los pobres entre las sábanas. Eso ayuda a explicar por qué todos cometemos errores en el momento de tomar precauciones, independiente de dónde vivamos o de lo acomodados que seamos. En el acaloramiento del momento, la probabilidad de contraer una enfermedad o de tener un embarazo no deseado –el lado negativo del sexo sin protección– pierde importancia, si es que se piensa en ello; mientras tanto, el lado positivo está aporreando la puerta para entrar. En el paroxismo de la pasión, no se dan precisamente las mejores condiciones para hacer un análisis coste-beneficio. Pero quien tiene que enfrentarse a esta decisión de forma habitual y quien no lo hace por pasión, podría aprender a hacer las cosas mejor. Al fin y al cabo, la práctica enseña, ¿no? Si alguien debería saberlo, son las profesionales. Es decir, las prostitutas. Eso es, pues, a lo que se refería realmente Paul cuando me pidió que hablara con las prostitutas en Sudáfrica. Afortunadamente, él siguió adelante con su idea, aunque yo perdí la oportunidad de participar. Se fue a Ciudad de México, junto con Manisha Shah, también de UC Berkeley, y Stefano Bertozzi, del Instituto Nacional de Salud Pública de México. Aprovechó la experiencia de los proxenetas locales, los policías, los taxistas, el personal sanitario y los dueños de 244

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bares para encontrar y entrevistar en 2001 a unas mil trabajadoras del sexo cerca de Ciudad de México. Preguntó a las mujeres por los detalles de sus últimas «transacciones». Resultaba que las mujeres lo sabían todo sobre el sexo seguro e inseguro: sus precios móviles lo demostraban. El uso del preservativo era habitual, pero no era una regla inflexible. Según las entrevistas, las prostitutas se protegían nueve veces de cada diez. Y la décima, cuando aceptaban no utilizar protección, cobraban un extra: alrededor de un 23 por ciento más, en promedio. Ésta era la prueba de que sabían cuáles eran los riesgos que corrían: exigían más dinero por correr más riesgos. Estas mujeres, pese a ser profesionales, no tenían algo tan sencillo y directo como un menú de opciones y precios. Los acuerdos eran el resultado de una negociación. La mayoría de las veces, la prostituta proponía que el cliente usara un preservativo y éste solía aceptar. En los demás casos, el cliente normalmente pedía tener sexo sin protección. La prostituta, sabiendo que ella tenía algo que él quería, aprovechaba entonces la posibilidad de conseguir algo a cambio. Un reflejo del tipo de negociación es el hecho de que las mujeres que se consideraban «muy atractivas» aprovechaban al máximo esta oportunidad, obteniendo una prima del 47 por ciento por el sexo sin protección, más del doble de la media. Las prostitutas sabían, pues, cuáles eran los riesgos que corrían. También sabían evidentemente cuál era la oferta y la demanda. En condiciones normales habrían aceptado un precio más bajo a cambio de sexo con protección; pero cuando descubrían que el cliente también prefería esta opción, se ponían más que contentas haciéndole pagar un extra por ello. En los casos en los que el cliente era el que sugería el uso del preservativo, las prostitutas conseguían sacar un 8 por ciento más por aceptar. Es de puro sentido común.

Mala información, malas decisiones Ésta es, pues, la visión desde las trincheras, donde se libran estas batallas noche sí, noche también. Pero la mayor parte del sexo que se practica en el planeta no lo practican, desde luego, las prostitutas, por lo que para abordar el tema más general de la salud repro245

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ductiva, tenemos que ver qué hacen los aficionados. ¿Conocen los riesgos del sexo inseguro? En caso afirmativo, ¿cómo están siendo compensados por esos riesgos cuando los corren? Y en caso negativo, ¿podrían comportarse de otra forma si tuvieran la información pertinente? En los países en desarrollo, la gente tiene, en general, poca información sobre salud sexual. No sólo tiene falta de información, sino también una espantosa cantidad de desinformación. Y no me estoy refiriendo aquí únicamente a sutilezas. La doctora Manto TshabalalaMsimang, ministra de Sanidad de Sudáfrica desde 1999 hasta 2008, es famosa por su metedura de pata sobre el SIDA. Durante su mandato, advirtió contra el uso de fármacos antirretrovirales (sostenía que eran tóxicos) y abogó, en su lugar, por un enfoque estrictamente nutritivo de prevención y tratamiento, por el que se ganó el sobrenombre de «doctora Remolacha». Hablaba con convicción, pero su programa procedía directamente de la época medieval: «Insisto en que el ajo, la remolacha y el limón retrasan la transformación del VIH en afecciones que definen el SIDA, y eso es así». Afortunadamente, en la mayoría de los países en desarrollo, el máximo responsable de sanidad no es una persona como la doctora Remolacha; no obstante, existen abundantes fuentes de desinformación. Son las apasionadas parejas, los encargados de las clínicas rurales, los padres, los curas y los maestros responsables de los programas de salud. Jake asistió una vez a un oficio religioso en Ghana, en el que el cura declaró que el propio Demonio, aparecido hoy en forma de SIDA, quiere contagiarnos a todos, pero que podemos protegernos –«dar con la puerta en las narices a ese Demonio» fue la expresión literal– entonando cánticos al Señor. No mencionó ni el sexo, ni el sexo seguro y ni siquiera la abstinencia. Aquellos que sean lo suficientemente desafortunados como para estar aguas abajo de esas fuentes contaminadas normalmente beben agua infectada, y así ocurre que millones de personas tienen una información confusa o nula sobre estas cuestiones. Los adolescentes, especialmente las jóvenes que acaban de iniciar su vida sexual, son los que tienen menos experiencia personal en la que basarse y el camino más largo por delante. Si alguien puede beneficiarse de un poco de información veraz, son ellas.

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Los papaítos protectores En Busia (Kenia), las niñas se desarrollan rápidamente. Siempre ha sido así. Tradicionalmente, las mujeres están en edad casadera cuando llegan a la edad de procreación –normalmente en torno a los catorce años–, momento en el cual muchas son arrebatadas por impacientes pretendientes, a menudo en alguna versión de matrimonio concertado. En los últimos años, la tendencia ha comenzado a cambiar. Las niñas pasan más tiempo en la escuela antes de comenzar su vida en familia y algunas continúan estudiando hasta llegar a la universidad y están empezando a hacer carrera. Ha aumentado el número de matrimonios voluntarios y ha disminuido el número de matrimonios concertados por los padres. Pero las niñas de Busia siguen teniendo que hacer frente, pronto y a menudo, a decisiones sobre el sexo. Podrían buscar consejo en su madre, pero su madre creció en una época en la que todo era más sencillo. Actualmente, compiten por el afecto de las niñas no sólo los hombres del pueblo, sino también hombres de negocios de la ciudad y chicos de la escuela. La enorme variedad de parejas posibles sorprendería bastante a la generación anterior; la idea de que una niña pueda elegir libremente entre ellos es un verdadero golpe. El reducido número de mujeres significa, por supuesto, competencia entre los pretendientes, y ésta tiene lugar en Busia de una manera muy parecida a como tiene lugar en Estados Unidos o en las tiras cómicas de Archie. Los que se lo pueden permitir compran regalos a las niñas o las llevan a dar un paseo en su coche deportivo. Los que no, buscan otra manera de impresionar, como marcar el gol que da la victoria en un partido de fútbol o mandar floridos mensajes de texto. En general, las niñas no son expertas en la materia, pero pueden saber lo que les conviene. En privado, llaman «papaítos protectores» a los pretendientes mayores y más ricos. Para una adolescente, elegir a un papaíto protector de pareja es como comprar un seguro de reproducción. Si se queda embarazada, se espera que el papaíto esté dispuesto a casarse con ella y a mantener al niño. Pero esto tiene trampa. Los papaítos, al ser mayores y más ricos (y, en muchos casos, más libidinosos), han tenido antes más parejas sexuales y ahora lo que tienen son más enfermedades, VIH en par247

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ticular. En el caso de los hombres kenianos de quince a cincuenta años, el grupo de edad en el que mayor es la incidencia del VIH –del orden del 8,5 por ciento– es el de treinta y cinco-cuarenta y cuatro. A modo de comparación, los compañeros de las chicas de la cohorte quince-diecinueve son casi inocuos: sólo está contagiado el 0,4 por ciento. Por tanto, lo sepa o no, una niña que elige a un papaíto sacrifica una cosa por otra. La situación, desde un punto de vista estrictamente monetario, es que la seguridad económica en caso de embarazo, así como todos los paseos en coche deportivo y los regalos de novios, son en realidad una compensación por dos cosas: la niña recibe una compensación, en primer lugar, por su compañía, un bien escaso y codiciado y, en segundo lugar, por los riesgos que tiene que asumir como compañía, como la posibilidad de quedarse embarazada o de contraer una enfermedad de transmisión sexual. Si las niñas ya saben cuáles son las diferentes tasas de contagio del VIH de los hombres mayores y de los hombres más jóvenes, la teoría económica convencional supondría que están extrayendo de los papaítos un precio justo por asumir un riesgo mayor de contagio. Y si fuera realmente así, el modo en que las niñas eligen a sus parejas, o el modo en que son compensadas, no tendría por qué cambiar suministrándoles información sobre la incidencia del VIH por grupos de edad. Seguirían haciendo lo mismo. Pero si no tienen esa información y se les proporciona, podrían cambiar mucho las cosas. Para ver si cambiarían, Pascaline Dupas, investigadora de IPA, organizó en 2004 un experimento, como parte de su tesis doctoral, en trescientas veintiocho escuelas públicas situadas cerca de Busia. Se eligieron aleatoriamente setenta y una para participar en la Campaña de Información sobre Riesgos Relativos, en la que un responsable del programa se reunió una vez durante cuarenta minutos con la clase de octavo curso. Al principio de la reunión, los alumnos respondieron a una encuesta anónima para averiguar qué sabían sobre la prevalencia del VIH en la población keniana. A continuación, proyectó un corto sobre las parejas de niñas y hombres adultos, que desembocó en un debate abierto sobre la cuestión de las relaciones sexuales intergeneracionales. Durante el debate, el responsable del programa presentó una desagregación detallada de la incidencia del VIH en Kenia por edad y sexo. Al mismo tiempo y en esas mismas trescientas veintiocho escuelas, las autoridades kenianas estaban revisando su propio programa de 248

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educación sobre el VIH. Durante el primer año, se había seleccionado aleatoriamente a la mitad de las escuelas para que los maestros dieran formación complementaria sobre el programa nacional acerca del VIH (que se suponía que debía estar dándose ya). El programa contenía información sobre toda una variedad de temas, desde la biología y la transmisión hasta los cuidados que deben recibir las personas contagiadas, pasando por los efectos de la epidemia de VIH/SIDA. Mientras que el programa de Dupas presentaba información, pero no le decía a la gente lo que tenía que hacer, el programa de las autoridades no dudaba en dar consejos. También contenía un módulo sobre prevención, cuyo espíritu quedaba recogido en su mensaje a los estudiantes: «Di NO al sexo antes del matrimonio», e, incluso más sucintamente: «Evita el sexo». Poniendo a prueba el programa en la mitad de las escuelas, las autoridades esperaban averiguar si la formación de los maestros ayudaba, en última instancia, a los estudiantes. Era una magnífica oportunidad para enfrentar la campaña de información de Dupas con la formación de los maestros sobre el programa normal sobre el VIH. Comparando los resultados del seguimiento de las trescientas veintiocho escuelas, podrían ver qué programa influía más en las decisiones de los estudiantes sobre las relaciones sexuales. Decidir cómo controlar esas decisiones era una cuestión espinosa en sí misma. Lo que interesaba realmente era saber si los alumnos eran o no seropositivos, lo cual se averiguaba fácilmente con un análisis de sangre, pero no era viable hacer un análisis de sangre a todos los estudiantes. Una primera alternativa era preguntarles directamente por sus relaciones sexuales. Unos ocho meses después de que se hubiera puesto en marcha el programa, los equipos de campo realizaron una breve encuesta sobre la actividad sexual, el uso del preservativo y las características demográficas de las parejas sexuales. Había legítimas dudas sobre el valor de las respuestas de las niñas a la encuesta. Sabían que no debían tener relaciones sexuales, y no digamos relaciones sexuales sin protección. ¿Por qué iban a esperar que dijeran la verdad en un cuestionario? Otra estrategia era controlar los embarazos a modo de indicador. De acuerdo, es un indicador imperfecto –sólo una parte de los encuentros sexuales sin protección acaba en embarazo–, pero el número de embarazos es, al menos, el límite inferior de la cantidad de relaciones sexuales sin protección que estaban teniendo las niñas. 249

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Los embarazos de las estudiantes también eran más fáciles de observar, ya que los compañeros de clase hablaban de ello y, a diferencia de lo que ocurría en las encuestas, no podían sesgar las respuestas. Es difícil ocultar un enorme bulto. Los resultados sobre los embarazos estaban claros: la Campaña de Información sobre el Riesgo Relativo funcionó. El programa de Dupas redujo la incidencia de los embarazos alrededor de un tercio. Eso parecía indicar una disminución significativa de la cantidad total de relaciones sexuales sin protección, lo cual era alentador. Resultaba que la reducción de los embarazos se debía en su mayor parte a una disminución del 60 por ciento de los embarazos fuera del matrimonio. Eso significaba, en conjunto, que era mucho más probable que las niñas del grupo de la Campaña de Información sobre el Riesgo Relativo que se quedaran embarazadas también se casaran. Al mismo tiempo, la formación de los maestros sobre el programa nacional acerca del VIH no influyó significativamente en las tasas totales de embarazos o en la probabilidad de que las niñas embarazadas se casaran. Eso no quiere decir que no lograra nada; todo lo contrario. Tuvo una gran repercusión en los resultados académicos. Los maestros enseñaban más sobre el VIH y los estudiantes aprendían más, a juzgar por sus puntuaciones en las pruebas de conocimientos sobre el VIH. Pero más difícil era averiguar algo sobre su repercusión en las relaciones sexuales en la vida real, obtenidas en una encuesta adjunta. Las niñas de las escuelas en las que los maestros daban formación declararon que habían tenido alrededor de un 25 por ciento menos de relaciones sexuales en total y alrededor de un tercio menos de relaciones sexuales sin protección, pero es difícil conciliar esto con la persistencia de las tasas de embarazos. Podía ocurrir simplemente que las niñas de estas escuelas no hubieran declarado a los encuestadores toda su actividad sexual. Por lo que se refiere a los alumnos del programa de Riesgo Relativo de Dupas, ocurrió justamente lo contrario. En la encuesta, más niñas declararon que eran sexualmente activas. Perfecto: más relaciones sexuales con menos embarazos y probablemente también menos contagios. Las niñas lograron este resultado satisfactorio cambiando de parejas y de hábitos. Comenzaron a elegir hombres más jóvenes en lugar de papaítos, solución que les permitió reducir el riesgo de contraer el VIH sin renunciar totalmente al sexo. Pero ¿cómo cuadra el aumento 250

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de la actividad sexual de las niñas con la significativa disminución de los embarazos que hemos visto antes? La clave es la protección. La mayoría de las estudiantes que tenían más relaciones sexuales estaban utilizando preservativos. Éste quizá sea el resultado más alentador de todos, ya que el programa Riesgo Relativo no decía nada sobre el uso del preservativo. Las alumnas estaban tomando por su cuenta las decisiones que debían. Justamente como sospechaba Duplas, las niñas, provistas de la información pertinente, tomaban mejores decisiones. O bien extraían más compensación de los papaítos a cambio de correr mayores riesgos de contraer el VIH (como lo demuestra la caída de los embarazos fuera del matrimonio), o bien encontraban la manera de reducir el riesgo de contagio eligiendo parejas más jóvenes o practicando sexo seguro.

Pagar para que la gente se haga la prueba El programa Riesgo Relativo tuvo éxito no sólo porque dio a las niñas de Busia información valiosa y relevante sobre sus posibles parejas sexuales, sino también porque las niñas utilizaron esa información. Esta distinción es importante. El hecho es que uno puede llevar un asno hasta la fuente, pero no puede obligarlo a beber. Las malas decisiones sobre las relaciones sexuales pueden atribuirse, en parte y con razón, a la desinformación –gracias a azotes como la doctora Remolacha y el predicador ghanés con el que se topó Jake– y, en estos casos, los enfoques basados en ofrecer información, como el programa Riesgo Relativo, pueden ser la solución. Pero el problema reside, en gran parte, en que somos unos asnos testarudos. En todo el mundo, la mayoría de la gente (y en los países desarrollados casi toda la gente) tiene, en realidad, suficiente información sobre el VIH y sobre otras enfermedades de transmisión sexual para protegerse a sí misma y a su pareja, si quiere. En ese sentido, el problema no es de información. El problema es que, aunque sepamos que debemos usar protección, no lo hacemos. Desde el punto de vista de la salud pública, eso no basta. La gente que tiene más información, pero continúa tomando malas decisiones, no sólo se pone en peligro a sí misma; también pone en peligro a la comunidad. En ese sentido, el VIH y otras enfermedades 251

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de transmisión sexual son como la parasitosis y la malaria de las que hablamos en los capítulos 9 y 10. Como la protección individual redunda en beneficio de todos, hay poderosos argumentos para que intervengan los gobiernos y la promuevan activamente. Bueno, lo más eficaz sería que los responsables de salud pública estuvieran en la escena en el momento de la verdad, abriendo el envoltorio y dándonos un preservativo. Afortunadamente, eso es totalmente impensable. Hasta que no los invitemos a nuestro dormitorio, se comportarán con decoro, mantendrán una respetuosa distancia y tratarán de influir en nuestras decisiones indirectamente. ¿Cómo? La clase de educación sexual que nos dieron en la escuela era una forma. Repartir preservativos en el servicio médico de muchas universidades es otra. La tercera es la publicidad. He aquí algunas de nuestras favoritas: a) una valla publicitaria de Accra (Ghana), en la que unas siluetas desnudas, haciendo el amor en una impresionante variedad de posiciones, retozan a lo ancho de la valla y dicen «PONTE UN PRESERVATIVO». b) Otra valla publicitaria de Accra, en la que se ve una foto de una pareja sonriente y debajo un eslogan en letras grandes que dice: «El hecho de que no lo sientas no significa que no esté ahí» (¿¡qué es «lo»!? Aún me pregunto si los anunciantes pretendían que tuviera un triple significado, un doble significado o ninguno). c) Una valla publicitaria de El Salvador que dice: «Sé fiel a tu mujer o ponte un preservativo». d) Un vídeo que muestra una escena en un supermercado de un padre y un hijo, al que le ha dado la peor pataleta que se haya visto jamás y está tirando las latas de los estantes y gritando a todo pulmón. Y a continuación, un sencillo eslogan que dice: «Utiliza preservativos». Y la cuarta manera de influir en las decisiones es pagar a la gente a cambio de que se haga una prueba para saber si es portadora del VIH. Muchos investigadores del VIH y responsables públicos creen que la gente que sepa si es o no seropositiva actuará en consecuencia. Es decir, los que lo sean protegerán a los demás y los que no lo sean se protegerán a sí mismos. Esta creencia es la base de los programas que giran en torno a la realización de pruebas. Si la creencia es cierta, convencer a la gente de que se entere de si es o no portadora del VIH es una vía factible, aunque indirecta, para acceder al dormitorio, una manera de influir en las decisiones importantes que se tomarían en privado. Pero ese «si» es un supuesto crucial. 252

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Rebecca Thornton, economista de la Universidad de Michigan e investigadora de IPA, quería saber con seguridad si la gente se comporta de forma distinta cuando sabe si es o no seropositiva. Así que en 2004 se fue a Malaui a averiguarlo. Thornton diseñó un experimento controlado aleatorio que ofrecía a los participantes la posibilidad de hacerse la prueba del VIH gratuitamente y de comprar preservativos. Si los participantes que se enteraban de si eran o no seropositivos decidían comprar más que los que no se enteraban, eso sería una prueba concluyente de que existe una relación entre la realización de la prueba diagnóstica y la decisión de cómo tener relaciones sexuales. La cuestión es cómo seleccionar aleatoriamente, para una evaluación, a los individuos a los que se va a hacer la prueba y a los que no. Impedir a algunas personas hacerse la prueba y obligar a otras a hacérsela no es realista y, lo que es más importante, no es ético. Pero Thornton vio una oportunidad en la tendencia general de la gente a posponer la recogida de los resultados de la prueba del VIH. En honor a la verdad, hay buenas razones para ello, comenzando, pura y simplemente, por el miedo. Jake recuerda estar temblando literalmente en la silla en el servicio médico de la Universidad de Columbia mientras esperaba a oír el resultado de una prueba del VIH, a pesar de que estaba bastante seguro de que iba a ser negativa (lo era). En Malaui, donde el 12 por ciento de los adultos es seropositivo (en comparación con la cifra del 0,6 por ciento de Estados Unidos), la gente tenía muchas más razones para temer oír una mala noticia; pero también podía preferir no querer saber por motivos mucho más concretos que el miedo existencial. La perspectiva de perder un día de trabajo o de tener que recorrer cinco kilómetros a pie para ir y volver de la clínica podía ser suficiente. Thornton, como era economista, tenía los incentivos metidos en la cabeza (es cierto: los economistas piensan mucho en ellos). Imaginando que participaría más gente si le merecía la pena, introdujo una recompensa en el programa de realización de la prueba del VIH, dando a la gente dinero a cambio de enterarse de los resultados. Y para ver cuántos incentivos tenía que dar exactamente, varió aleatoriamente la cuantía de la recompensa, de nada a tres dólares. En un país en el que en 2004 el salario diario medio era de alrededor de un dólar, estas cantidades eran considerables, probablemente lo suficientemente grandes como para influir en las decisiones de la 253

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gente. Ésa es precisamente la razón por la que la asignación aleatoria de las recompensas era tan ingeniosa: la cuantía de la recompensa era un indicador aproximado de la probabilidad de que una persona se enterara de si era seropositiva. He aquí cómo hacer una asignación aleatoria sin obligar a nadie a hacerse o no la prueba. Al final, el programa se realizó de la manera siguiente: el personal sanitario fue de puerta en puerta en ciento veinte pueblos ofreciendo a los participantes la posibilidad de hacerse la prueba del VIH gratuitamente. Todas las personas que aceptaban hacerse la prueba entregaban en ese mismo momento una muestra de saliva y recibían un vale, elegido aleatoriamente, canjeable en un centro sanitario móvil. Si una persona iba al centro sanitario móvil a enterarse de los resultados de la prueba, recibía la cantidad del vale en efectivo y los investigadores anotaban que se había enterado de si era o no seropositiva. Unos dos meses después de que los participantes obtuvieran los resultados, recibieron en su casa la visita de encuestadores que no participaron en la parte de pruebas del programa. Les preguntaron un breve cuestionario sobre su conducta sexual reciente, dieron a cada encuestado alrededor de treinta centavos por el tiempo dedicado y les ofrecieron preservativos a un precio muy subvencionado. Un paquete de tres costaba cinco centavos y uno solo dos centavos. Los resultados del experimento arrojaron luz sobre dos cuestiones. En primer lugar, ¿son los incentivos una buena cosa para conseguir que la gente se entere, para empezar, de si es o no portadora del VIH? En segundo lugar y lo que es más importante, ¿se toman realmente mejores decisiones sobre las relaciones sexuales cuando uno sabe si es o no seropositivo? No podía haber ninguna duda sobre la primera: los incentivos funcionaban. La probabilidad de que los participantes que recibieron un vale por una cantidad positiva recogieran sus resultados era el doble que la probabilidad de los que recibieron vales sin nada. Y lo que es interesante, la cuantía de la recompensa –siempre y cuando fuera mayor que cero– parecía que importaba menos. Por lo que se refiere a los que recibieron un vale por una cantidad positiva, cada dólar adicional aumentaba la probabilidad de que se enteraran de los resultados, pero sólo marginalmente. De hecho, los vales por valor de diez centavos producían más de tres cuartas partes del efecto que producían los que valían diez veces más. Este resultado es importante en sí mismo, ya que nos suministra valiosa información para diseñar 254

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políticas y programas. Si cada dólar adicional genera unas respuestas cada vez más débiles, el aumento de la participación conseguido a base de ofrecer más dinero tiene un límite. Los incentivos funcionaron en Malaui lo suficientemente bien como para que el 69 por ciento de las personas que se sometieron a la prueba fuera a enterarse de sus resultados. Pero la cuestión fundamental era saber si ese 69 por ciento actuaría de forma distinta una vez que supiera el resultado, y aquí los resultados fueron diversos. Por una parte, el saber si se era o no portador del VIH influyó significativamente en los seropositivos que eran sexualmente activos (merece la pena señalar que éstos sólo representaban alrededor de un 4 por ciento de todos los participantes). La probabilidad de que los que recogieron sus resultados compraran preservativos era más del doble de la probabilidad de los que no los recogieron, lo cual era un paso en la buena dirección. Pero esas personas sólo compraron, en promedio, dos preservativos más que las que no se habían enterado de sus resultados. Eso no es mucha más protección. En el caso de los que eran seronegativos –que representaban alrededor de un 94 por ciento de los participantes– los resultados eran descorazonadoramente insulsos. La probabilidad de que los que se enteraron de los resultados de su prueba compraran preservativos no era mayor que la de los que no se enteraron. El cuestionario complementario sobre su conducta sexual, realizado cuando se ofrecieron los preservativos, tampoco sirvió de nada. No se encontró ninguna diferencia de conducta en los participantes sexualmente activos, independientemente de que se hubieran enterado o no de sus resultados. Thornton tuvo que concluir que el programa no tenía sentido. La realización de las pruebas puerta por puerta era cara, y a pesar del efecto de los incentivos, parecía que sólo conseguía un pequeño cambio de comportamiento, y únicamente en el caso de los seropositivos, que sólo representaban el 4 por ciento de los participantes. Los recursos podían gastarse mejor en otros programas que habían demostrado que producían mayores efectos. Aparte del veredicto sobre este programa de dar dinero a cambio de recoger los resultados de la prueba, se pueden extraer algunas enseñanzas generales del experimento de Thornton. En primer lugar, refuerza los argumentos a favor de los incentivos, que demostraron, una vez más, que son un acicate eficaz. En segundo 255

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lugar, es un ejemplo excelente del valor de averiguar qué es lo que no funciona. Como dije en la introducción, las ideas nuevas son esenciales. En lugar de desanimarnos porque este experimento concreto no fuera un éxito, debemos alegrarnos de que ahora podamos descartar algunas ideas. Gracias a la creatividad de Thornton y a su insistencia en la realización de pruebas, hoy sabemos más que antes, y los esfuerzos futuros serán mejores por ello. Tal vez el próximo programa sobre el VIH continúe utilizando incentivos para animar a recoger los resultados de la prueba, pero encontrará una manera mejor de vender preservativos. En tercer lugar y más importante, este proyecto pone de manifiesto lo importante que es entender cómo funcionan exactamente los programas, encontrar las relaciones entre los comportamientos que podemos ver y en los que podemos influir y los resultados que nos interesan. A veces esas relaciones son tenues; con mucha frecuencia no se exploran en absoluto. Las cifras más obvias y omnipresentes que anuncian las ONG y los programas de desarrollo –dinero gastado, participantes– no son más que señales exiguas. Si no entendemos cómo mejoran esas cosas el bienestar de los beneficiarios, estamos perdiendo de vista lo que es importante: ayudar a la gente a vivir realmente mejor. En el panorama general de la pobreza, esos datos no son suficientes.

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Donar Epílogo

Espero que, llegados a este punto del libro, le hayan servido de inspiración algunas de las ideas que hemos visto que funcionan en la lucha contra la pobreza. Si es como yo, posiblemente también le habrá impresionado el sobrecogedor reto que es averiguar qué hacer. Lo más seguro es que usted no trabaje para una organización de ayuda al desarrollo y lo más probable es que no le inviten a diseñar o a aplicar un programa contra la pobreza. Para la mayoría de la gente, el «qué hacer» se refiere a donar. Como señalé brevemente en la introducción, hoy tenemos más formas de donar que antes: no sólo mandando cheques por correo, sino también en el cajero del supermercado, enviando mensajes de texto a través del móvil y en línea, a través de sitios web como Kiva.org. Al multiplicarse las formas de donar, han aumentado las donaciones de particulares. En Estados Unidos, éstas triplican hoy a las de las empresas, las fundaciones y los legados. Los particulares tenemos, pues, mucho peso y podemos utilizarlo si actuamos juntos. De lo que hemos de darnos cuenta es de que toda donación es, en realidad, dos cosas: en primer lugar, es una aportación a una determinada organización para ayudarla a llevar a cabo sus programas; en segundo lugar, es un voto. Donar a una organización significa elegir a una en lugar de otra (en realidad, en lugar de otras miles), y eso le manda un mensaje. Ese mensaje se amplifica siempre que hablamos de nuestras causas favoritas con los amigos, la familia y los compañeros de trabajo; o cuando hablamos de ellas en Facebook, Twitter o MySpace.

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El entorno de la lucha contra el subdesarrollo está escuchando. De hecho, dado que las donaciones de particulares representan la mayor parte de los fondos de los que disponen las instituciones que luchan contra la pobreza, a éstas no les queda realmente más remedio que escuchar. Y eso significa que tenemos una oportunidad única para hacer oír nuestra voz. La cuestión es cómo decidir lo que vamos a decir, a quién vamos a apoyar. En este libro, nos hemos referido a una serie de ideas esperanzadoras para luchar contra la pobreza. Pero las ideas no se hacen realidad espontáneamente; alguien –normalmente alguna organización– tiene que ir y hacer que se hagan realidad. Eso significa que cuando consideramos la posibilidad de donar, tenemos que saber, en realidad, dos cosas: en primer lugar, ¿existe una buena razón para pensar que esta idea ayudará a resolver este problema en este entorno? En segundo lugar, ¿llevará a cabo esta organización esta idea de una manera eficaz y eficiente? En este libro, me he referido extensamente al primer punto, pero no al control de las organizaciones para saber cuáles están gestionándose eficientemente y cuáles no. Mi propósito es ahora dejar escritas algunas reflexiones y recomendaciones con la idea de continuar nuestra conversación a través del sitio web Proven Impact Initiative (al que me referiré más adelante), así como mediante la colaboración con grupos que se dedican a estudiar la eficacia de la ayuda. Primero una advertencia importante. Los debates sobre la eficacia de la ayuda a menudo giran en torno a la cuestión de sus costes administrativos: dicho peyorativamente, ¿qué proporción de cada dólar donado se va en gastos generales y en gastos de recaudación de fondos? Generalmente, se piensa que las organizaciones que tienen unos costes administrativos bajos son mejores, ya que gastan una parte mayor del dinero obtenido en ofrecer productos o servicios. Pero la verdad es que este indicador es muy malo. A juzgar por los datos, no está claro que los costes administrativos tengan ninguna correlación con la eficacia de la ayuda. La gestión de algunas intervenciones cuesta simplemente más que la de otras. Y lo que es más importante, las cifras sobre costes administrativos son bastante arbitrarias; muchas partidas pueden contabilizarse como gastos generales o como servicios de los programas. El área gris de la contabilidad de las entidades sin fines de lucro es justamente eso: gris. Por tanto, recompensar a las que tienen unos costes admi258

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nistrativos bajos a menudo equivale a recompensar a las que utilizan unas prácticas contables más agresivas, nada más. Lo que tenemos que preguntarnos cuando donamos es mucho más sencillo y se centra en lo que es importante de verdad: ¿cuánto bien se hará con cada dólar donado? Con la esperanza de que coordinemos nuestras voces tras esa pregunta, quiero que usted se quede con siete ideas que me han entusiasmado. Son algunos de los programas y productos que en este libro hemos visto que destacan por su éxito. Cada uno de ellos ha sido sometido al menos a una evaluación rigurosa y ha resistido bien en comparación con algunas soluciones alternativas a los mismos problemas. Eso no significa que todos ellos se hayan probado de una manera concluyente y que sean irreprochables. Algunos queda menos por «probar», mientras que otros están aún «por probar», lo cual es reconocer simplemente que el espectro de evidencia es amplio. Hay un largo camino entre no tener ninguna información concreta y hacer recomendaciones en las que tengamos plena confianza, listas para aplicarlas a gran escala sin hacer nuevas pruebas. Las ideas que presentamos a continuación se encuentran todas ellas en algún punto de ese camino, pero no todas han llegado al final. También quiero que quede claro qué es lo que no he incluido aquí: numerosas ideas muy prometedoras –muchas de las cuales también hemos visto en este libro– que también se han puesto a prueba. La lista que presento a continuación no pretende ser exhaustiva. Por último, no deben financiarse exclusivamente las ideas «probadas» (y ni siquiera las que «están probándose»). Tenemos que correr riesgos. Como dije en la introducción, siempre hay que ser creativo, intentar tácticas nuevas que aún estén por poner a prueba. Éste es el proceso esencial que nos permite seguir avanzando. Las organizaciones que innovan –e innovan meditadamente, poniendo a prueba rigurosamente sus nuevas ideas– también merecen nuestro apoyo. Una vez dicho eso, una innovación que no sea evaluada es de menor ayuda que una innovación que se evalúe. Yo me inclino mucho más a donar a una organización que realice evaluaciones rigurosas de sus programas, ya que eso me asegura que dentro de cinco o diez años probablemente estará tomando unas decisiones mejores. Será una organización que se adaptará mejor a los nuevos contextos, tecnologías e ideas. Muchos de los grupos que analizo en este libro –especialmente Pratham (educación compensatoria), Seva Mandir (asis259

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tencia de los maestros y personal sanitario) y Freedom from Hunger (microfinanciación)– son magníficos ejemplos de organizaciones que se esfuerzan continuamente en mejorar por medio de rigurosas evaluaciones, que aprenden de sus fracasos y de sus éxitos y que dan a conocer tanto sus éxitos como sus fracasos para que el mundo entero pueda aprender de ellos. Basta de advertencias. He aquí las siete ideas.

Siete ideas que funcionan Microahorro En el capítulo 7, comenzamos con Vijaya, que tenía varios préstamos pendientes (y que, como consecuencia, estaba perdiendo dinero a manos llenas) porque, con el marido que tenía, era imposible ahorrar en casa. A continuación, vimos a las mujeres de Kenia que suscribían cuentas de ahorro básicas y que, a pesar de ser caras, vivían mejor gracias a ello. Aunque los defensores de los microcréditos llevan tiempo afirmando que éstos dotan de poder a las mujeres, los datos inducen a pensar que es el ahorro el que mejora la posición social y el poder de las mujeres, mientras que el crédito aún está por demostrar que produzca esos efectos. La necesidad y el deseo de ahorrar ya existen; ahora lo que tenemos que hacer es proporcionar opciones a la gente. ¿A cuántas prestatarias (como Vijaya) se les podría ayudar más con productos de ahorro que con productos de crédito? En medio de todo el entusiasmo que ha despertado el microcrédito, parece que se nos ha olvidado la lección básica que aprendimos de nuestros padres y de nuestros abuelos: ¡Ahorrar es importante! Recordatorios para ahorrar Ahorrar es bueno, pero no es fácil. Todos lo sabemos. Con tantas cosas en las que tenemos que gastar, el ahorro raras veces llama nuestra atención. Siempre parece que hay opciones más acuciantes y más tentadoras. Al final, la mayoría de nosotros ahorramos menos de lo que decimos que nos gustaría ahorrar. Como vimos en el capítulo 7, pequeños recordatorios, como los mensajes de texto o los mensajes por correo que envían los bancos a sus clientes en Perú, Bolivia y Filipinas, ayudan a que prestemos atención al ahorro entre la cacofonía de voces que claman por nuestro dinero. Estos recor260

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datorios han demostrado ser maneras baratas y eficaces de movilizar los ahorros de los pobres. Ventas prepagadas de fertilizantes De todos los esfuerzos que se realizan para que aumente el uso de fertilizantes –subvenciones, visitas del personal de extensión agraria, parcelas experimentales–, esta sencilla solución no exige pensar mucho. Para un vendedor, la venta de fertilizantes cuesta aproximadamente lo mismo independientemente del momento del año en que los venda. Pero como vimos en el capítulo 8, el factor tiempo puede ser muy importante para los compradores. Los agricultores kenianos a los que se ofrecía la posibilidad de pagar el precio (¡íntegro!) de los fertilizantes para la siguiente temporada en el momento de vender la cosecha, que era cuando tenían los bolsillos llenos, compraban un 50 por ciento más de fertilizante. Eso supuso un enorme aumento de la productividad y de la producción agrícola, a cambio de casi nada. Desparasitación A veces los números lo dicen todo. En el capítulo 9, vimos que la desparasitación en las escuelas kenianas de enseñanza primaria conseguía un año más de asistencia por sólo unos 3,50 dólares; la siguiente solución mejor, repartir uniformes gratuitos, costaba alrededor de veinticinco veces más. Y eso sin tener ni siquiera en cuenta los beneficios que supone para la salud no tener lombrices: son un extra. En las zonas en las que la parasitosis es muy frecuente, la desparasitación totalmente subvencionada en las escuelas es una intervención muy barata y enormemente eficaz. No es de extrañar que esté imponiéndose. Gracias a los esfuerzos de Innovations for Poverty Action y de sus organizaciones asociadas, se ha desparasitado a millones de niños, pero queda mucho más por hacer. Educación compensatoria en pequeños grupos El programa de educación compensatoria de los balsakhi y los campamentos de lectura de Pratham, que vimos en el capítulo 9, son excelentes ejemplos de un nuevo rumbo en las soluciones educativas que conviene introducir en el mundo en desarrollo. Ambos encontraron formas de sortear los sistemas escolares disfuncionales –el primero contratando a maestros privados, el segundo formando a voluntarios– 261

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para promover un verdadero aprendizaje. Donde las escuelas existentes no están dotadas de suficiente personal o están superpobladas, este tipo de programas externos puede ser la solución educativa más eficaz. Annie Duflo, directora de investigación de IPA, está trabajando con las autoridades ghanesas, los maestros locales y la Children’s Investment Fund Foundation británica para lanzar este mismo programa a gran escala en Ghana; si todo va bien, acabaremos viendo cómo el programa se aplica a gran escala en muchos más países. Dispensadores de cloro para el agua potable No hay razón alguna para que todos los años mueran dos millones de personas a causa de la diarrea. Pero mueren, y no hemos sabido encontrar una solución durante décadas. Tratar el agua potable con cloro es una medida preventiva barata y sumamente eficaz; así que hagamos que la gente lo use. A pesar de las ventajas de beber agua clorada, la distribución de cloro en los hogares, incluso gratuitamente, no ha resultado suficientemente eficaz. Sin embargo, la distribución de cloro gratuitamente en un dispensador fácil de usar en los puntos de recogida de agua –como vimos en el capítulo 10– sí lo ha sido. Los programas pueden ser aún más eficientes y autónomos cuando se ponen a prueba diferentes sistemas de subvenciones, pero los dispensadores son un gran paso en la resolución del problema básico: conseguir que más gente beba agua potable. Mecanismos de compromiso En el capítulo 7, vimos en el caso del ahorro y en el 10, en el caso del tabaco, que los mecanismos de compromiso pueden ser un instrumento eficaz para ayudar a la gente a alcanzar sus objetivos. Puede serlo para todo el mundo, tanto para los ricos como para los pobres, si bien los ejemplos de este libro se refieren principalmente a su aplicación en los países en desarrollo. La cuenta de ahorro con compromiso SEED ayudó a mujeres como Sunny a hacer mejoras en su casa. Por lo que se refiere al tabaco, un importante problema de salud en muchas partes del mundo, hemos visto que en Filipinas una cuenta con compromiso fue sorprendentemente útil para ayudar a la gente a dejar de fumar. El principio básico que subyace a estos dos ejemplos puede aplicarse a muchas facetas de la vida: los mecanismos de compromiso permiten a la gente encarecer sus vicios y abaratar sus virtudes. De esa manera, la ayudan a tomar decisiones mejores. 262

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La lista sigue: Proven Impact Initiative El lado negativo de las Siete Ideas Que Funcionan es que son estáticas. Son antiguas, ya no llevan a ninguna parte. Pero las soluciones en la lucha contra la pobreza son dinámicas. Están activas y cambiando todo el tiempo, impulsadas por la innovación y la investigación. Es de esperar que estas Siete Ideas se vean pronto eclipsadas por Siete Ideas Mejores. Seré feliz cuando lo sean. Pero ¿cómo sabrá usted que esto está ocurriendo? A menos que lea la prensa económica o asista a conferencias sobre desarrollo, es difícil saberlo. El último trabajo de investigación no siempre llega al gran público. Ésa es la razón por la que IPA ha lanzado la Proven Impact Initiative. Esta iniciativa ayudará a garantizar que los donantes, tanto grandes como pequeños, tengan acceso a las ideas que funcionan y propondrá una manera fácil de apoyarlas. Actualmente, estamos trabajando con varios socios para transmitir esta información al público en general, con la esperanza de poder ayudar a los donantes a ser lo más eficaces posible. Así que permanezca en nuestra sintonía. No hemos hecho más que empezar a buscar las preguntas que debemos hacernos y sus respuestas. Nos fijamos en tantísimas personas que trabajan en el mundo del desarrollo en busca de inspiración, pero también recordamos que las buenas intenciones no bastan. Para influir en la lucha contra la pobreza, hace falta algo más que buenas intenciones, algo más que lo que suena bien y algo más que lo que parece apropiado. La respuesta no siempre es la que queremos que sea, aunque lo cierto es que eso no importa. Tenemos que pensar con claridad, hacer preguntas difíciles y establecer procesos objetivos para conocer sus respuestas. Este libro es una mirada fugaz a lo que ya se ha realizado y un mero avance de lo que queda por realizar. Pero lo apasionante, y alentador, es que tenemos ya algunas respuestas claras y estamos en vías de tener muchas más.

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Notas

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y uno de mis héroes. Peter Singer, The Life You Can Save: Acting Now to End World Poverty, Nueva York, Random House, 2009. Singer utiliza unos hechos algo diferentes. Pero sus escritos y las conversaciones que he mantenido con él han sido la fuente directa de inspiración de esto. He introducido algunos retoques simplemente para rebatir un par de objeciones que suelen ponerse a la analogía. Por ejemplo, Singer tradicionalmente considera que arruinar un elegante par de zapatos es el «coste» de salvar la vida al niño que está ahogándose, pero se le podría poner la siguiente objeción: «¿Por qué no te los quitas simplemente?». Para otras (divertidas) objeciones a la analogía, véase la entrevista de Stephen Colbert a Singer. Puede consultarse en http://www.colbertnation.com/the-colbertreport-videos/221466/march-12-2009/peter-singer (consultado 26/4/10). una página de verdad de Facebook: http://failbooking.com/2010/ 02/05/funny-facebook-fails-texts-cost-money (consultado 28/3/ 10). cómo funciona realmente. Kiva es hoy más clara que antes sobre su funcionamiento interno, gracias en gran parte a la insistente petición de David Roodman, del Center for Global Development. Pero la verdad sigue estando en la letra pequeña. Por lo que se refiere a esta letra (marzo de 2010), la página web dice:

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«Tus fondos se utilizarán para rellenar este préstamo». Tres líneas más abajo, en una letra mucho mayor, dice: «Recaudado hasta ahora» y «sigue necesitándose». ¿Para qué se necesita exactamente? ¿Para acabar de rellenar el préstamo? La impresión que están tratando de dar –con éxito– es que nuestros fondos van directamente a la persona sobre la que hemos hecho un clic. Y el tipo de interés no se llama tipo de interés, sino «rendimiento de cartera». Me pregunto cuántos inversores/donantes de Kiva se dan cuenta de que rendimiento de cartera es lo mismo que tipo de interés. más de cien millones en noviembre de 2009. http://www.kiva.org/ about (consultado 28/3/10). el triple de lo que donan en total todas las empresas, las fundaciones y los legados. Giving USA, publicación de la Giving USA Foundation, cuyos trabajos de investigación y redacción se deben al Center on Philanthropy de la Universidad de Indiana.

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Departamento de Trabajo de Estados Unidos. Dos de los artículos fundamentales sobre las evaluaciones de los programas sociales basadas en la asignación aleatoria son los de (1) Ashenfelter, O., «Estimating the Effect of Training Programs on Earnings», Review of Economics and Statistics, 1978, vol. 60, págs. 47-57, y (2) Gary Burtless y Jerry A. Hausman, «The Effect of Taxation on Labor Supply: Evaluating the Gary Negative Income Tax Experiment», The Journal of Political Economy, 1978, vol. 86, págs. 1103-1130. participar realmente en la sociedad. http://www.un.org/esa/socdev/unyin/documents/ydiDavid Gordon_poverty.pdf (consultado 22/2/10).

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nació la Slanket. Para un análisis de la batalla para lanzar y difundir la manta con mangas, véase el artículo del New York Times (entre otros muchos artículos de Internet): http:// www.nytimes.com/2009/02/27/business/media/27adco. html?adxnnl=1&adxnnlx=1269796090-dAy7Jkx4XGUQxoR-

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pQwit0g (consultado 28/3/10). Para una divertida comparación de la Snuggie y la Slanket y otros dos productos parecidos (la Freedom Blanket y la Blankoat), véase http://gizmodo. com/5190557/ultimatebattle-the-snuggie-vs-slanket-vs-freedom-blanket-vs-blankoat (consultado 28/3/10). 412.000 millones de dólares. http://www.intenseinfluence.com/ blog/how-much-moneyis-spent-on-advertising-per-year (consultado 26/4/10). a causa de la diarrea. http://www.who.int/water_sanitation_ health/publications/factsfigures04/en/ (consultado 28/3/10). vergüenza comerlas». http://people.ischool.berkeley.edu/~hal/ people/hal/NYTimes/2006-06-01.html (consultado 3/3/10). Sendhil en muchas de sus charlas. Una de las charlas en las que Sendhil explica el problema de la última milla puede consultarse gracias a TED. Se puede encontrar en http://www.ted. com/talks/sendhil_mullainathan.html (consultado 28/3/10). diseñamos un experimento controlado aleatorio. Marianne Bertrand, Dean Karlan, Sendhil Mullainathan, Eldar Shafir y Jonathan Zinman, «What’s Advertising Content Worth? A Field Experiment in the Consumer Credit Market», Quarterly Journal of Economics, febrero de 2010, 125(1). realizaron un experimento. S. S. Iyengar y Mark Lepper, «When Choice Is Demotivating: Can One Desire Too Much of a Good Thing?», Journal of Personality and Social Psychology, 2000, 79, págs. 995-1006. diseñaron un experimento controlado aleatorio. Shawn Cole, Xavier Giné, Jeremy Tobacman, Petia Topalova, Robert Townsend y James Vickery, «Barriers to Household Risk Management: Evidence from India», Banco Mundial, 2008, multicopiado. El documento de trabajo se encuentra en http://www.hbs.edu/ research/pdf/09-116.pdf (consultado 26/4/10).

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van más allá de lo tangible. La historia de la señora Potosí procede del sitio web de FINCA. http://www.villagebanking.org/ site/apps/nlnet/content2.aspx?c=erKPI2PCIoE&b=5004173& ct=7159949 (consultado 5/1/10). para cambiar la vida de la gente. El boletín informativo en el 267

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que se cuenta la historia de Marta se encuentra en http:// www.opportunity.org/wp-content/uploads/2010/06/Impact2008-Spring.pdf (consultado 5/1/10). Apareció originalmente en Impact (edición de primavera de 2008), publicada por Opportunity International, 2122 York Road, Suite 150, Oak Brook, IL 60523. Janna Crosby, directora. servicios crediticios y bancarios formales a los pobres. Para la historia completa, contada con sus propias palabras, véase Muhammad Yunus y Alan Jolis, Banker to the Poor: Micro-lending and the Battle Against World Poverty, Nueva York, Public Affairs, 2003, tapa dura, págs. 20-29, ISBN 978-1-89162-011-9. se aproxima a los seiscientos cincuenta millones de dólares. Estas cifras proceden de Mix Market, una magnífica fuente de datos sectoriales sobre la microfinanciación: http://www.mixmarket. org/mfi/grameen-bank (consultado 7/3/10). unos ciento cincuenta y cinco millones de prestatarios. State of the Microcredit Summit Campaign Report 2009, Washington, DC, Microcredit Summit Campaign. comerán toda la vida. http://www.nytimes.com/2005/09/21/ readersopinions/bono-questions.html (consultado 9/4/10). 82 por ciento TAE. TAE (abreviatura de «tasa anual equivalente») es la manera en que se expresan más a menudo los tipos de interés. Es como nos referimos normalmente a los costes y los rendimientos de los préstamos, el ahorro y las inversiones. Los contratos de las tarjetas de crédito, las cuentas de certificado de depósitos, la financiación de coches y los créditos hipotecarios son algunos de los casos en los que verá que se analiza la TAE. Estas cifras de los tipos de interés de los microcréditos son cifras del rendimiento de cartera, basadas en datos contables de dominio público. Véase, por ejemplo, http://www. themix.org para ver cómo se calculan estos datos. que serviría a todo el mundo. Dean Karlan y Jonathan Zinman, «Expanding Credit Access: Using Randomized Supply Decisions to Estimate the Impacts», Review of Financial Studies, enero de 2010, 23(1). tenían realmente los pobres. Suresh de Mel, David McKenzie y Christopher Woodruff, «Returns to Capital: Results from a Randomized Experiment», Quarterly Journal of Economics, 2008, 123(4), págs. 1329-1372. Estos mismos investigadores también

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están reproduciendo y expandiendo el estudio en Ghana y Sri Lanka con la ayuda de IPA sobre el terreno. menos de 2,50 dólares al día. http://www.globalissues.org/article/26/povertyfacts-and-stats (consultado 4/4/10). eran, en realidad, negativos. Para un análisis más completo de los resultados por sexo, véase Suresh de Mel, David McKenzie y Christopher Woodruff, «Are Women More Credit Constrained? Experimental Evidence on Gender and Microenterprise Returns», American Economic Journal: Applied Economics, 2009, 1(3), págs. 1-32. Éste es el artículo que acompaña al de Quarterly Journal of Economics antes citado. hacía préstamos empresariales. Dean Karlan y Jonathan Zinman, «Expanding Microenterprise Credit Access: Using Randomized Supply Decisions to Estimate the Impacts in Manila», 2010, documento de trabajo. para realizar un experimento controlado aleatorio. Abhijit Bannerjee, Esther Duflo, Rachel Glennerster y Cythia Kinnan, «The Miracle of Microfinance? Evidence from a Randomized Evaluation», Poverty Action Lab Working Paper 101, mayo de 2009.

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trabajar cada día. Colin Camerer, Linda Babcock, George Loewenstein y Richard H. Thaler, «Labor Supply of New York City Cab Drivers: One Day at a Time», Quarterly Journal of Economics, 1997, 112(2), págs. 407-441. trabajadores por cuenta propia o trabajadores eventuales. http:// www.wiego.org/stat_picture (consultado 30/3/10). Es doblemente improbable que los clientes de los microcréditos tengan un empleo formal, por lo que una gran parte del microcrédito va dirigido a las personas que tienen su propio negocio. al máximo las que ya tienen. Muhammad Yunus y Alan Jolis, Banker to the Poor: Micro-Lending and the Battle Against World Poverty, Nueva York, Public Affairs, 2003, pág. 140. microprestamista peruano FINCA Perú. FINCA Perú no está afiliada a FINCA International, la organización con la que trabajé en El Salvador. Comparte el mismo nombre porque fue fundada originalmente como una sección de FINCA. sus reuniones semanales. Dean Karlan y Martín Valdivia, «Teach269

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ing Entrepreneurship: Impact of Business Training on Microfinance Clients and Institutions», Review of Economics and Statistics, de próxima aparición. formación empresarial impartida a sus clientes. http://personal. lse.ac.uk/fischerg/Assets/Drexler%20Fischer%20Schoar%20 -%20keep%20it%20Simple.pdf empresas de este experimento. Miriam Bruhn, Dean Karlan y Antoinette Schoar, «What Capital Is Missing from Developing Countries?», American Economic Review Papers & Proceedings, mayo de 2010. misma técnica en un proyecto. Dean Karlan y Jonathan Zinman, «A Methodological Note on Using Loan Application and Survey Data to Measure Poverty and Loan Uses of Microcredit Clients», 2010, documento de trabajo. los préstamos para gastos de consumo. «The Unbanked: Evidence from Indonesia», World Bank Economic Review, octubre de 2008, 22(3), págs. 517-537.

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renta anual per cápita de Ghana. Según la división de estadística de la ONU, citada aquí por Unicef, la renta nacional bruta (RNB) per cápita de Ghana era en 2008 de seiscientos setenta dólares: http://www.unicef.org/infobycountry/ghana_statistics.html#69 (consultado 7/5/10). ¿Quién es el prestatario? En la jerga económica, este fenómeno se denomina «selección adversa». Fue formulado explícitamente por primera vez en economía por el premio Nobel Joseph Stiglitz y Andrew Weiss. El artículo es: Joseph Stiglitz y Andrew Weiss, «Credit Rationing in Markets with Imperfect Information», American Economic Review, junio de 1981, 71(3), págs. 393-410. ¿Cómo sabemos que el prestatario puede pagar? En la jerga económica, este fenómeno, en el que la falta de incentivos para amortizar un préstamo (por ejemplo, no tener una garantía) lleva a los prestatarios a esforzarse menos en amortizar los préstamos o a correr más riesgos con los fondos prestados, se denomina «riesgo moral en el esfuerzo» o «riesgo moral ex ante».

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en Ghana el empleo es en su mayor parte sumergido. http://unstats. un.org/unsd/demographic/products/indwm/ww2005/tab5e.htm (consultado 30/3/10). hasta la educación de los hijos. http://www.grameen-info.org/index.php?option=com_content&task=view&id=22&Itemid=109 (consultado 30/3/10). 3,7 millones en 2004. Esta cifra se la debemos de nuevo a Mix Market. Las cifras sobre los clientes de Grameen se encuentran en http://mixmarket.org/node/3110/data/100636/products_and_clients.total_borrowers/usd/2000-2004 (consultado 26/4/10). préstamos de responsabilidad subsidiaria. Xavier Giné y Dean Karlan, «Group versus Individual Liability: Long Term Evidence from Philippine Microcredit Lending Groups», mayo de 2010, documento de trabajo. prestatarios de FINCA Perú. Dean Karlan, «Using Experimental Economics to Measure Social Capital and Predict Financial Decisions», American Economic Review, diciembre de 2005, 95(5), págs. 1688-1699. hacían que fueran mejores como clientas. Dean Karlan, «Social Connections and Group Banking», Economic Journal, febrero de 2007, 117, págs. F52-F84. la dinámica de grupo y la morosidad de las clientas. Benjamin Feigenberg, Erica Field y Rohini Pande, «Building Social Capital through Microfinance». Harvard Kennedy School Working Paper No. RWP10-019, junio de 2010. Kiva.org, los dos millones de dólares. Del informe anual de 2009 de Whole Planet Foundation, que puede consultarse en http:// www.wholeplanetfoundation.org/files/uploaded/WPF_2009_ Audited_Financials.pdf (consultado 25/3/10). mayoría de la gente– eso es ahorro. The Poor and Their Money, de Stuart Rutherford, es un breve y maravilloso ensayo que se refiere mucho a esta idea básica y que también señala que lo que más necesitan los pobres es una manera de hacer pequeños ingresos y grandes retiradas. En muchos casos, el orden no es tan importante para ellos.

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ni para ahorrar ni para pedir préstamos. La Financial Access Initiative ofrece abundante información sobre los servicios bancarios y otros servicios financieros no sólo en el mundo en desarrollo. Esta cifra es el tema de una de sus notas informativas, que pueden consultarse en http://financialaccess.org/sites/ default/files/110109%20HalfUnbanked_0.pdf (consultado 26/ 4/10). oeste de Kenia en 2006. Pascaline Dupas y Jonathan Robinson, «Savings Constraints and Microenterprise Development: Evidence from a Field Experiment in Kenya», septiembre de 2010, documento de trabajo. SEED, la cuenta de ahorro. Nava Ashraf, Dean Karlan y Wesley Yin, «Tying Odysseus to the Mast: Evidence from a Commitment Savings Product in the Philippines», Quarterly Journal of Economics, mayo de 2006, 121(2), págs. 635-672. un empujoncito. Un «empujoncito» es un pellizco que cambia nuestras decisiones sin cambiar las alternativas subyacentes entre las que tenemos que elegir. Un ejemplo es un cambio del orden en que se presenta la comida en un buffet: si se coloca la fruta antes de los dulces, la gente probablemente elegirá más fruta. Thaler y Sunstein acuñaron el término empujoncito y escribieron un fascinante libro sobre la utilización de empujoncitos para ayudarnos a tomar las decisiones que queremos tomar. Richard Thaler y Cass Sunstein, Nudge: Improving Decisions About Health, Wealth, and Happiness, New Haven, Yale University Press, 2008. evolución de los ahorros de sus empleados. Shlomo Benartzi y Richard Thaler, «Save More Tomorrow: Using Behavioral Economics to Increase Employee Savings», Journal of Political Economy, febrero de 2004, 112.1, parte 2, págs. S164-S187. Esta investigación, a diferencia de casi todas las demás que hemos analizado en este libro, no se llevó a cabo con un experimento controlado aleatorio. El artículo analiza los sesgos de selección que tendrían que estar presentes para plantear serios problemas, y son bastante escasos y raros, por lo que deja al lector (al menos a mí) bastante convencido de sus resultados. Queda una importante cuestión: ¿aumentan los ahorros para la jubilación

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a costa de una disminución del consumo actual o de un aumento de la deuda? En el segundo caso, sería un borrón para el empujoncito. Bolivia, Perú y Filipinas. Dean Karlan, Maggie McConnell, Sendhil Mullainathan y Jonathan Zinman, «Getting to the Top of Mind: How Reminders Increase Saving», abril de 2010, documento de trabajo. también fue un 6 por ciento. Esta cifra del 6 por ciento se ha calculado de la siguiente manera a partir de la columna 3 del panel A de la tabla 4 del artículo antes citado. El efecto de recibir un recordatorio en la probabilidad de alcanzar el objetivo de ahorro se estimó en un 3,1 por ciento. En toda la muestra, el 54,9 por ciento de la gente alcanzó sus objetivos. Por tanto, los recordatorios constituyen una mejora del (3,1/54,9=)5,6 por ciento. Peter Orszag y Emmanuel Sáez. Esther Duflo, William Gale, Jeffrey Liebman, Peter Orszag y Emmanuel Sáez, «Savings Incentives for Low- and Middle-Income Families: Evidence from a Field Experiment with H & R Block», Quarterly Journal of Economics, noviembre de 2006, 121(4), págs. 1311-1346. un experimento controlado aleatorio sobre los ahorros para la jubilación. Emmanuel Sáez, «Details Matter: The Impact and Presentation of Information on the Take-up of Financial Incentives for Retirement Saving», American Economic Journal: Economic Policy, 2009, 1(1), págs. 204-228.

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En todo el mundo, hay más de mil millones de pobres que son agricultores. WB World Development Report 2008, pág.1. http://siteresources.worldbank.org/INTWDR2008/Resources/WDR_00_ book.pdf. evaluar DrumNet con un experimento controlado aleatorio. Nava Ashraf, Xavier Giné y Dean Karlan, «Finding Missing Markets (and a Disturbing Epilogue): Evidence from an Export Crop Adoption and Marketing Intervention in Kenya», American Journal of Agricultural Economics, noviembre de 2009, 91(4). un sencillo experimento controlado aleatorio para averiguarlo. Esther Duflo, Esther, Michael Kremer y Jonathan Robinson, «How High Are Rates of Return to Fertilizer? Evidence from Field 273

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Experiments in Kenya», American Economic Review, 2008, 98(2), págs. 482-488. combinación de precio/servicio en la posición más alta. Richard Thaler, The Winner’s Curse: Paradoxes and Anomalies of Economic Life, Nueva York, Free Press, 1991, pág. 69. una poderosa fuerza gravitatoria. Shlomo Benartzi y Richard Thaler, «Naïve Diversification Strategies in Defined Contribution Saving Plans», American Economic Review, 2001, 91(1), págs. 79-98. después de un gran seísmo. M. H. Bazerman, Judgment in Managerial Decision Making, Hoboken, NJ, John Wiley & Sons, Inc., 1986, pág. 19. la probabilidad de que ocurra algo. Amos Tversky y Daniel Kahneman, «Availability: A Heuristic for Judging Frequency and Probability», Cognitive Psychology, 1973, 5, págs. 207-232. Africa en este y otros proyectos. Esther Duflo, Michael Kremer y Jonathan Robinson, «Nudging Farmers to Use Fertilizer: Theory and Experimental Evidence from Kenya», julio de 2009, NBER Working Paper No. 15131. adoptar herramientas y técnicas nuevas. Timothy Conley y Christopher Udry, «Learning About a New Technology: Pineapple in Ghana», American Economic Review, marzo de 2010, 100(1), págs. 35-69. por el gozo prometido! The best laid schemes of mice and men Go often awry, And leave us naught but grief and pain, For promised joy! Estas líneas proceden del poema de Robert Burns «A un ratón». El verdadero texto escocés (antiguo) es: «The best laid schemes o’ Mice an’ Men,/ Gang aft agley,/An’ lea’e us nought but grief an’ pain,/For promis’d joy!». abuelos durante siglos. DrumNet continúa funcionando, pero no en esa zona y no trabajando con esos cultivos. seguir la evolución de las ventas de pescado. Robert Jensen, «The Digital Provide: Information (Technology), Market Performance, and Welfare in the South Indian Fisheries Sector», The Quarterly Journal of Economics, agosto de 2007, 122(3), págs. 879-924. la historia del Challenger. Michael Kremer, «The O-Ring Theory of Development», The Quarterly Journal of Economics, agosto de 1993, 108(3), págs. 551-575.

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mayor igualdad entre los hombres y las mujeres. Las personas que poseen estudios tienen mejores trabajos y mejor salud y disfrutan de mayor igualdad entre los hombres y las mujeres. «Education and the Developing World», Center for Global Development, 2006. niños en edad escolar en todo el mundo que no van a la escuela. «Education and the Developing World», Center for Global Development, 2006. una sencilla solución con un experimento controlado aleatorio. David Evans, Michael Kremer y Muthoni Ngatia, «The Impact of Distributing School Uniforms on Children’s Education in Kenya», 2008, multicopiado. efectos de Progresa en la escolarización. T. Paul Schultz, «School Subsidies for the Poor: Evaluating the Mexican Progresa Poverty Program», Journal of Development Economics, 2004, 74(1), págs. 199-250. para diseñar el programa de evaluación. Felipe Barrera-Osoria (Banco Mundial), Marianne Bertrand (Universidad de Chicago) y Francisco Pérez (GI Exponential), «Improving the Design of Conditional Transfer Programs: Evidence from a Randomized Education Experiment in Colombia», American Economic Journal: Applied Economics, 2010, de próxima aparición. los del grupo de control. Estas cifras proceden del artículo citado en la nota anterior, columna 7 de la tabla 3. La tasa media de asistencia del grupo de control de 0,786 significa una tasa de absentismo de 0,214. Los aumentos de los efectos del tratamiento en la asistencia de 0,025, 0,028 y 0,055 en el caso del programa básico, la primera variante y la segunda variante representan disminuciones del absentismo de (0,025/0,214=)11,6 por ciento (0,028/0,214=), 13,1 por ciento y (0,055/0,214=), 25,7 por ciento, respectivamente. y la segunda en más del triple! Evaluación del efecto de la desparasitación en las escuelas en la salud y en la asistencia de los alumnos en Kenia. Estas cifras proceden del mismo artículo, columna 6 de la tabla 7. En el caso de la primera variante, un efecto del tratamiento de 0,094 en la media del grupo de control de 0,205 representa un aumento de la matriculación en la 275

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enseñanza superior de un 46 por ciento. En el caso de la segunda variante, un efecto del tratamiento de 0,487 en la media del grupo de control de 0,205 representa un aumento de la matriculación en la enseñanza superior de un 237 por ciento. es de unos veinte céntimos por pastilla. http://Web.worldbank. org/WBSITE/EXTERNAL/TOPICS/EXTHEALTHNUTRITIONANDPOPULATION/EXTPHAAG/0,contentMDK:2078 5786~menuPK:1314819~pagePK:64229817~piPK:64229743~th eSitePK:672263,00.html (consultado 31/3/10). del oeste de Kenia en 1998. Edward Miguel y Michael Kremer, «Worms: Identifying Impacts on Education and Health the Presence of Treatment Externalities», Econometrica, 2004, 72(1), págs. 159-217. alumnos de preescolar de Delhi (India). Gustavo Bobonis, Edward Miguel y Charu Puri-Sharma, «Iron Deficiency Anemia and School Participation», Journal of Human Resources, 2006, 41(4), págs. 692-721. aumentaron los ingresos a largo plazo. Hoyt Bleakley, «Disease and Development: Evidence from Hookworm Eradication in the American South», Quarterly Journal of Economics, 2007, 122, págs. 73-117. viniendo de Kenia. Sarah Baird, Joan Hamory Hicks, Michael Kremer y Edward Miguel, «Worms at Work: Long-run Impacts of Child Health Gains», documento de trabajo. niños en edad escolar. http://data.un.org/Data.aspx?q=India+ population+age+5-14&d=PopDiv&f=variableID:20;crID:356 (consultada 31/3/10). Esta cifra procede de una consulta de la base de datos en línea UNdata, útil fuente de estadísticas nacionales sobre la economía, la demografía, la salud, la educación, etc. La cifra de doscientos cincuenta millones es la estimación de 2005 de la población india de cinco a catorce años (exactamente 246.293.000). no sabía hacer cálculos aritméticos básicos. Pratham Organization, Annual Status of Education Report 2005, Bombay, Pratham Resource Center, 2006. al aprendizaje de los estudiantes. Abhijit Banerjee, Shawn Cole, Esther Duflo y Leigh Linden, «Remedying Education: Evidence from Two Randomized Experiments in India», Quarterly Journal of Economics, 2007, 122(3), págs. 1235-1264.

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diseñaron otro experimento controlado aleatorio. Esther Duflo, Pascaline Dupas y Michael Kremer, «Peer Effects and the Impact of Tracking: Evidence from a Randomized Evaluation in Kenya», American Economic Review, noviembre de 2008, de próxima aparición. una encuesta realizada en 2005. Pratham Organization, Annual Status of Education Report 2005, Bombay, Pratham Resource Center, 2006. enseñanza rural comenzara a funcionar. Abhijit Banerjee, Rukmini Banerji, Esther Duflo, Rachel Glennerster y Stuti Khemani, «Pitfallsof Participatory Programs: Evidence from a Randomized Evaluation in Education in India», American Economic Journal: Economic Policy, febrero de 2010, 2(1), págs. 1-30.

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las horas previstas. Abhijit Banerjee, Angus Deaton y Esther Duflo, «Wealth, Health, and Health Services in Rural Rajasthan», AER Papers and Proceedings, 2004a, 94(2), págs. 326-330. y evaluarlo con un experimento controlado aleatorio. Abhijit Banerjee, Esther Duflo y Rachel Glennerster, «Putting a Band-Aid on a Corpse: Incentives for Nurses in the Indian Public Health Care System», Journal of the European Economics Association, 2007, 6(2–3), págs. 487-500. parecía como si las hubieran lanzado contra la pared. Procede de la nota de la página 11 de «Putting a Band-Aid on a Corpse», antes citado. uso de las clínicas públicas. Paul Gertler, «Do Conditional Cash Transfers Improve Child Health? Evidence from Progresa’s Control Randomized Experiment», American Economic Review, 2004, 94(2), págs. 336-341. el experimento de Paul. Paul Gertler y Simone Boyce, «An Experiment in Incentive-Based Welfare: The Impact of Progresa on Health in Mexico», 2001, documento de trabajo. un experimento realizado aparte. John Hoddinott y Emmanuel Skoufias, «The Impact of Progresa on Food Consumption», Economic Development and Cultural Change, octubre de 2004, 53(1), págs. 37-61. están evaluándose rigurosamente. Laura Rawlings, «Evaluating 277

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the Impact of Conditional Cash Transfer Programs», The World Bank Research Observer, 2005, 20(1), págs. 29-55. y ponerlo a prueba con un experimento controlado aleatorio. Xavier Giné, Dean Karlan y Jonathan Zinman, «Put Your Money Where Your Butt Is: A Commitment Savings Account for Smoking Cessation», American Economic Journal: Applied Economics, 2010, 2(4), págs. 1-26. sólo en 2007 sus programas evitaron. Esta cifra procede de una nota de prensa sobre el presidente y el director general de PSI, Karl Hofmann. http://mim.globalhealthstrategies.com/ blog/wp-content/uploads/2009/10/Karl-Bio.pdf (consultado 26/4/10). que hicieron juntas un experimento controlado aleatorio. Jessica Cohen y Pascaline Dupas, «Free Distribution or Cost-Sharing? Evidence from a Randomized Malaria Prevention Experiment», Quarterly Journal of Economics, 2010, 125(1), págs. 1-45. en todo el mundo. Procedente de la hoja informativa del sitio web de la Organización Mundial de la Salud sobre el agua, servicios sanitarios e higiene: http://www.who.int/water_sanitation_ health/publications/factsfi gures04/en (consultado 28/3/10). comparar diferentes incentivos para fomentar el uso del cloro. Michael Kremer, Edward Miguel, Sendhil Mullainathan, Claire Null y Alix Peterson Zwane, «Making Water Safe: Price, Persuasion, Peers, Promoters, or Product Design?», 2009.

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se fue a Ciudad de México. Paul Gertler, Manisha Shah y Stefano Bertozzi, «Sex Sells, but Risky Sex Sells for More», Journal of Political Economy, 2005, 113, págs. 518-550. y eso es así». Ésta y otras muchas descorazonadoras citas de la «doctora Remolacha» pueden encontrarse en http://www. southafrica.to/people/Quotes/Manto/MantoTshabalalaMsimang.htm (consultado 15/3/10). cerca de Busia. Pascaline Dupas, «Relative Risks and the Market for Sex: Teenage Pregnancy, HIV, and Partner Selection in Kenya», 2007, multicopiado, Dartmouth. «Utiliza preservativos». Puede consultarse en YouTube: http:// www.youtube.com/watch?v=0ed1m16L1so.

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comprar preservativos. Rebecca L. Thornton, «The Demand for, and Impact of, Learning HIV Status», American Economic Review, 2008, 98(5), págs. 1829-1863. 0,6 por ciento de Estados Unidos). La página web de Unicef tiene abundantes estadísticas demográficas, epidemiológicas y demás de cientos de países. Éstas se encontraron en http:// www.unicef.org/infobycountry/malawi_statistics.html#66 (consultado 22/6/10) y http://www. unicef.org/infobycountry/usa_statistics.html#66 (consultado 22/6/10), respectivamente. los que valían diez veces más. En el artículo de Thornton, véase el análisis de la pág. 14 y la tabla 4 de la pág. 51.

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Agradecimientos

Agradecimientos de Dean Me ha resultado muy difícil escribir estos agradecimientos. ¿Cómo expresar realmente lo agradecido que está uno sin parecer sensiblero o empalagoso? Estoy agradecido a muchos, a los que han trabajado conmigo, a los que me han aconsejado, a los que han trabajado para mí y a los que no han tenido nada que ver conmigo, pero han realizado magníficos trabajos sobre los que hemos podido escribir aquí. Profesionalmente, doy las gracias a mis directores de tesis, Esther Duflo y Abhijit Banerjee, que siempre serán mis tutores. Su liderazgo en el consejo fundador de Innovations for Poverty Action y en la creación del Jameel Poverty Action Lab ha cambiado el mundo para mejor, y siempre estaré orgulloso de sus consejos. Sendhil Mullainathan fue tanto mi director de tesis como ahora coautor, y es una de las personas más divertidas y creativas que hay. Su influencia en este libro y en mí es general. Doy las gracias a Richard Thaler por introducirme en la economía del comportamiento cuando hice el máster en administración de empresas, por aceptar ser mi director de tesis a distancia cuando reanudé mis estudios para hacer el doctorado y, por último pero no por ello menos importante, por darme en gran parte la motivación que me ha llevado a realizar este trabajo. Doy las gracias a Michael Kremer por aconsejarme en los comienzos de mis estudios de doctorado, incluido un café especialmente memorable (para mí), en el que pensé por primera vez en la posibilidad de reali-

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¡no basta con buenas intenciones!

zar experimentos para abordar los retos empíricos, y por su liderazgo en la iniciación de experimentos aleatorios en los días anteriores a IPA y a J-PAL. Doy las gracias a Jonathan Morduch por orientarme y enseñarme tanto sobre la economía y la política de las microfinanzas. Y por último, sólo cronológicamente, doy las gracias a Chris Udry. Cuando estaba haciendo los estudios de doctorado, Esther me dijo un día que cogiera el tren y fuera a New Haven a ver a Chris unas horas, y Chris fue lo suficientemente amable para recibirme, a pesar de que yo no era estudiante de Yale. Es difícil decirlo, desde luego (¡no tengo ningún «yo» de grupo de control que no cogiera el tren!), pero creo que ese viaje en tren tuvo una enorme influencia en mi vida. Un magnífico ejemplo de los consejos estelares de Esther que te cambian la vida. Gracias, Esther (y Chris). Jonathan Zinman es una fuerza excepcional en mi vida, como hermano y como mi colaborador más frecuente. Huelga decir, pero hay que decirlo, que la investigación que presento aquí y que he hecho con él no la habría hecho, o no lo habría hecho tan bien, de no haber sido por él. Aunque he colaborado menos con ellos, quiero expresar mi gratitud a mis demás colaboradores en los proyectos de desarrollo económico de los que hablo en este libro: Nava Ashraf, Marianne Bertrand, Miriam Bruhn, Xavier Giné, Maggie McConnell, Jonathan Morduch, Antoinette Schoar, Eldar Zafiro, Martín Valdivia y Wesley Yin. Nunca podré estar lo suficientemente agradecido al equipo de Innovations for Poverty Action y al Jameel Poverty Action Lab por su ayuda. El equipo actual de dirección de IPA –Annie Duflo, Kathleen Viery y Delia Welsh– me ayuda a dormir unas cuantas horas todas las noches y ayuda a IPA a crecer el doble año sí, año también. Nuestro personal que trabaja sobre el terreno está integrado por algunas de las personas más trabajadoras, más entregadas y más listas. Vienen con diferentes motivaciones y trayectorias y siempre es un absoluto placer y gozo trabajar con cada una de ellas. Sin su ayuda, nada de esto sería posible. Wendy Lewis nos ha prestado en los últimos años tanto a mí como a IPA el apoyo necesario para llevarlo todo bien y en orden; gracias. Eso me lleva al grupo siguiente: el mundo académico. No soy más que uno de muchos en esta cruzada. Doy las gracias a los investigadores de campo cuyo trabajo analizo en este libro por generar la información que puedo presentar aquí: Abhijit Banerjee, Stefano 282

agradecimientos

Bertozzi, Suresh de Mel, Esther Duflo, Pascaline Dupas, Paul Gertler, Xavier Giné, Rachel Glennerster, Robert Jensen, Cynthia Kinnan, Michael Kremer, David McKenzie, Edward Miguel, Clair Null, Jonathan Robinson, Emmanuel Sáez, Manisha Shah, Rebecca Thornton, Chris Woodruff, Dean Yang, Alix Zwane. Doy las gracias a las personas que han estado en el consejo de Innovations for Poverty Action: a mis directores de tesis Esther, Abhjit y Sendhil, y a Ray Fisman por aceptar estar en el consejo cuando su loco alumno recién salido de la universidad pensaba que sería una buena idea crear una organización de ese tipo (en lugar de la estrategia más sensata de todo profesor raso, que consiste en concentrarse únicamente en la investigación). Y doy las gracias al consejo actual –Grez Fischer, Jerry McConnell, Paras Mehta, Jodi Nelson, J. J. Prescott, Steve Toben y Kentaro Toyama por llevar la antorcha y aportar el liderazgo y la orientación que necesita IPA para llevarnos al siguiente nivel–, así como a los tres antiguos consejeros, Wendy Abt, Ruth Levine y Alix Zwane, por estar en el consejo durante nuestro crecimiento crítico en los últimos años. Las organizaciones con las que he trabajado merecen especial reconocimiento. Aunque algunos de los trabajos de investigación que presento aquí no están poniendo a prueba la misión fundamental de una organización, otros sí. Nada hay más impresionante que alguien tan dedicado a luchar contra la pobreza que esté dispuesto a dejar a un lado sus creencias y sus esperanzas para ir en pos de la evidencia empírica, aunque resulte ir en contra de lo que haya venido diciendo que creía que debía hacerse. Debería haber más donantes que recompensaran los fracasos. Las organizaciones que se encuentran detrás de los trabajos que menciono en este libro son todas ellas grupos ejemplares dispuestos a poner toda la carne en el asador en su lucha por lograr mejorar las condiciones de los más pobres. Para mis proyectos de investigación analizados en este libro, he tenido el placer de trabajar con Omar Andaya, Gerald Andaya, Jonathan Campaigne, Chris Dunford, Bobbi Gray, Mandred Kuhn, Iris Lanao, Reggie Ocampo y John Owens. Les doy las gracias por su dedicación a averiguar qué es lo que realmente funciona. Mis momentos favoritos cuando hago un trabajo de campo son aquellos en los que viene a verme mi familia. Es una verdadera bendición no tener que elegir entre el trabajo y la familia. Aunque me gusta pensar que mi familia ha aprendido mucho de esta experien283

¡no basta con buenas intenciones!

cia (¡ellos dicen que han aprendido!), sé que soy yo claramente el que más se beneficia. Consigo hacer mi trabajo sin tener que sacrificar nada. Pero eso sería imposible si Cindy no fuera tan flexible y me apoyara tanto y si nuestros hijos no fueran tan magníficos viajeros: capaces de divertirse en cualquier parte, viajar por largos y maltrechos caminos a través de Ghana, dormir en catres llenos de chinches en las zonas rurales de Malí y aprender a comer casi cualquier cosa (disfrutando de la buena comida y simplemente riéndose de la mala). Hace poco leí los agradecimientos de mi tesis doctoral y me sorprendieron las palabras con las que los terminaba y cómo algo tan cierto entonces podía serlo incluso más hoy. Así que los repito palabra por palabra (salvo que ahora añadiré a Gabi, que nació después de que yo terminara el doctorado): «Doy las gracias sobre todo a mi familia: a mi mujer, Cindy, a mi hijo Maxwell, a mi hija Maya y a una hija a la que pronto pondremos nombre [Gabi]. Haber tenido conmigo a Cindy, Max y Maya [y Gabi] en mis viajes de investigación ha sido muy importante para que consiguiera culminar estos proyectos. No sería un economista del desarrollo de no haber sido por el apoyo, la flexibilidad y el entusiasmo de Cindy… Este [libro] va dedicado a mi mujer, Cindy, mi mejor amiga y el amor de mi vida, y a Maxwell y a Maya [y a Gabi]».

Agradecimientos de Jake Viajar a lo largo de 2009 a los lugares en los que estaban realizándose los proyectos fue emocionante, una aventura y una absoluta diversión, y habría sido imposible de no ser por la ayuda, la hospitalidad, el entusiasmo y la heroicidad de docenas de personas. Debo mencionar, en primer lugar, a los hombres y mujeres que compartieron su tiempo y su experiencia conmigo, incluidas las personas cuyas historias figuran en el libro, pero no sólo a ellas. Eran, casi sin ninguna excepción, personas que, sin que se les pidiera y sin que se les prometiera nada a cambio, dejaron lo que estaban haciendo para dar la bienvenida a un extraño y hacerle sentirse en casa. Quiero expresar mi gratitud por su amabilidad; su generosidad me dio una lección de humildad más veces de las que puedo contar. Gracias. 284

agradecimientos

Nunca habría conocido, sin embargo, a esas extraordinarias personas de no haber sido por los esfuerzos de los investigadores y del personal de las organizaciones que trabajaron con nosotros, que albergaron, guiaron, tradujeron, planificaron, recomendaron, coordinaron y, generalmente, hicieron lo imposible al servicio de este proyecto. En la India, gracias a Justin Oliver y Joy Miller, a todo el equipo de CMF, a Selvan Kumar, Nilesh Fernando, Abhay Agarwal, Sree Mathy, Jyothi y Srikumar Ramakrishnan. En Perú, gracias a Tania Alfonso, David Bullon-Patton, Wilbert Alex Yanqui Arizabal, Silvia Robles y Kartik Akileswaran. En Bolivia, gracias a Doug Parkerson, Martin Rotemberg, María Esther y Chris de Minuteman Pizza en Uyuni. En Uganda, gracias a Pia Raffler, Sarah Kabay, Becca Furst-Nichols y William Bamusute. En Kenia, gracias a Karen Levy, Andrew Fischer Lees, Jeff Berens, Owen Ozier, Jinu Koola, Blastus Bwire, Leonard Bukeke, Grace Makana, Moses Baraza y Adina Rom. En Malaui, gracias a Niall Keheler, Jessica Goldberg, Lutamyo Mwamlina, Cuthbert Mambo y el señor Phiri de MRFC. En Filipinas, gracias a Rebecca Hughes, Megan McGuire, Nancy Hite, Yaying Yu, Ann Mayuga, Mario Portugal, Primo Obsequio, Alex Bartik y Adam Zucker. En Colombia, gracias a Ángela García Vargas. Gracias a la indomable Wendy y a toda la gente de IPA, tanto en New Haven como en el extranjero, por su inestimable apoyo. Gracias a todo el que ha leído y comentado los borradores, que se ha devanado los sesos y que ha ayudado a discutir las ideas. Gracias especialmente a Laura Fillmore por sus valiosas conversaciones en todas las fases del proceso. Gracias a Helen Markinson por todo su aliento. Gracias a Chelsea DuBois por facilitarme la historia con la que comienza el libro y muchas, muchas más cosas. Por último, gracias infinitas a mamá, papá, Naomi y Julie, que son sin duda las mejores personas que conozco.

Agradecimientos colectivos de Dean y Jake Damos las gracias a nuestro agente, Jim Levine, que juró cuando firmamos con él que no era el tipo de agente que firma y se va. Confiamos en él y no nos falló, trabajando con nosotros en el manuscrito (y en el título; ¡qué difícil fue eso!) hasta el final. Damos las gracias al equipo de Jim en Levine Greenberg por todo el trabajo realizado 285

¡no basta con buenas intenciones!

a lo largo del camino, entre los que cabe destacar a Elizabeth Fisher, Sasha Raskin y Kerry Sparks. Damos las gracias a nuestro editor, Stephen Morrow de Dutton (Penguin Books), por sus valiosas ideas, correcciones y orientaciones durante todo el proyecto y por su paciencia cuando rechazamos un título tras otro. Damos las gracias a Andrew Wright por sus valiosas aportaciones, tanto sustantivas como estilísticas. Queremos expresar nuestra gratitud a muchos por leer el borrador del manuscrito (y a menudo un borrador tras otro); entre ellos se encuentran David Appel, Julie Appel, Naomi Appel, Scott Bernstein, Kelly Bidwell, Laura Fellman, Erica Field, Laura Fillmore, Sally Fillmore, Alissa Fishbane, Nathanael Goldberg, Cindy Karlan, Karen Levy, David McKenzie, Ted Miguel, Cleo O’Brien-Udry, Tim Ogden Rohini Pande, Jonathan Robinson, Richard Thaler, Rebecca Thornton y Chris Udry.

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Índice

Abdul Latif Jameel Poverty Action Lab (J-PAL), 36, 83, 219 absentismo, 192–194, 198-202, 204, 204-205, 218-222 activistas famosos, 68, 123 África Occidental, 146 África Oriental, 165 agencias de información crediticia, 115-116 agricultura aprendizaje social, 176-178 cimientos del desarrollo, 180-182 comportamiento irracional, 169170 demasiadas opciones, 170-172 DrumNet, 164-166, 178-180 economía del comportamiento, 172-174, 175-176 fertilizantes, 51, 167-169, 168-169, 176-178, 183, 261 marketing, 51 en el mundo en desarrollo, 163-164 ahorro comparación con préstamos a corto plazo, 141–143 dificultades para ahorrar, 144-145, 154-158 importancia del, 30

mecanismos para comprometerse, 149-150, 152-154, 262 en el mundo desarrollado, 154-158 los pobres, 151-154 programas de microahorro, 69, 260 sistemas bancarios, 140 sistemas informales de ahorro, 145149, 151-154 sistemas de recordatorio, 260-261 suaves incentivos, 158-161 ventajas del, 143-144 ahorros para la jubilación, 155-156, 160-161, 171-172 Akwapim Sur, distrito de Ghana, 176177 altruismo, 136-137 América del Sur, 201 Andaya, Omar, 125 Andhra Pradesh (India), 59-61 anemia, 201, 225 anquilostoma, 182, 201 apadrinamientos educativos, 192-193 aportaciones paralelas, 160-161 Arariwa, 106 arte para vender, 60, 61-62 Ashraf, Nava, 151, 166 asignación aleatoria, 105-107, 132133, 182

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¡no basta con buenas intenciones!

asignación del tiempo, 92-94, 122 asistencia sanitaria absentismo del personal sanitario, 218-222 dejar de fumar, 262 educación, 185-186, 223 enfermedades diarreicas, 236-239 medicina tradicional, 38-39, 216217 potabilización del agua, 236-239, 239-241, 262 prevención de la malaria, 229-232, 232-236, 241 prevención del VIH/SIDA, 245246, 247-251, 251-256 programas de desparasitación, 17, 182-183, 198-202, 212-213, 261 programas de incentivos, 186, 218221, 222-226, 232–33, 226-229 transferencias en efectivo condicionadas, 222-226 asistencia sanitaria preventiva. Véase asistencia sanitaria autocontrol, 151, 152 ayuda de la comunidad, 118. Véase también Foundation for International Community Assistance (FINCA) ayuda exterior, 258 Babcock, Linda, 93 balsakhi, programa de, 207-208, 261262 Ban Ki-moon, 138 Banco Mundial comparación con pequeños donantes, 29 esfuerzos para reducir la pobreza, 17-18 pólizas de seguro de precipitaciones, 58 programas de educación, 211 programas de formación empresarial, 99

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préstamos de responsabilidad individual, 124 prevención de la malaria, 233-234 Banerjee, Abhijit, 36-37, 83, 206, 211, 219 Bangladesh, 68, 71, 114, 124 Banco de la Reserva Federal, 59 Barrera-Osorio, Felipe, 195 Becker, Gary, 19-20 Benartzi, Shlomo, 155-156, 172 beneficios ahorro, 142 carácter fungible del dinero, 108 préstamos a corto plazo, 143-144 rendimientos marginales, 76-77 tasas de rendimiento del micropréstamo, 78-79, 82 valor del micropréstamo, 75-76 Bertozzi, Stefano, 244-245 Bertrand, Marianne, 54, 195 Bill & Melinda Gates Foundation, 29, 31, 148, 237 Bleakley, Hoyt, 201 Bobonis, Gustavo, 201 Bogotá (Colombia), 195-197 Bolivia, 159, 260-261 Bombay (India), 206 Bono, 68, 138 Bruhn, Miriam, 99 Burns, Robert, 178-179 Busia (Kenia), 35, 167-168, 170, 237239, 247-251 Butuan (Filipinas), 149 cajeros automáticos, 139-140 cálculo aritmético, nociones elementales de, 186 California Raisins, 53 Camerer, Colin, 93 campamentos de lectura, 211-212, 213, 261 Campaña de Información sobre Riesgos Relativos, 248

índice

capacidad económica, 70-71 características ocultas, 41 carrera profesional, decisiones sobre la, 91, 188-189 Cebú, 126-127 Center for Global Development, 87 Challenger, catástrofe del transbordador, 182-183, 194 Charway, Davis P., 229-230, 232, 241 Chennai (India), 141 Children’s Investment Fund Foundation, 209 Chile, 148 Chittagong University, 67 Christmas Club, 150 cimientos del desarrollo, 180-182 Clegg, Gary, 49 Cohen, Jessica, 234 Cole, Shawn, 59, 206 Collins, Daryl, 71 Colombia, 195-197 Comisiones de Educación de los Pueblos, 210-211 Committed Action to Reduce and End Smoking (CARES), 227-229 Community Leaders, 112-113 Compartamos, 72 confianza, 60, 103-107, 129–31, 165 Conley, Timothy, 176-177 cooperación, 137-138. Véase también préstamos de grupo coste de oportunidad, 90-92, 92-94, 114, 191 costes administrativos, 258-259 costes de transporte, 75, 164, 165, 198 Credit Indemnity, 54-55, 58, 73-75, 81-82, 103 cuestiones culturales, 44, 131–34 cuestiones raciales, 57 cupones de alimentación, 95 curanderos, 216-217

datos de entrevistas, 43-45 De Mel, Suresh, 76, 77, 80 Delhi (India), 201 dejar las cosas para mañana, 144145, 155-156, 175 demografía, 84-85 Departamento de Trabajo de Estados Unidos, 38 desarrollo de la comunidad, 81, 8296, 112-113, 209-212 desnutrición, 223 deuda, 67, 94-100, 122. Véase también microcrédito y microfinanciación Development Innovations, 36-37 devolución de impuestos, 160-161 dieciséis decisiones, 68 dinero, carácter fungible del, 102, 107-109 dinero escurridizo, 102, 107-109 disciplina, 144, 151-152 dispensadores de cloro, 236-239, 262 dotación de poder, 66, 121 Drexler, Alejandro, 99 DrumNet fracaso de, 178-180, 180-181, 183 método del desarrollo basado en el fregadero, 164-166 programas de vales para fertilizantes, 167-168, 174-175, 183, 261 Duflo, Annie, 209, 262 Duflo, Esther absentismo de los maestros, 204205 absentismo del personal sanitario, 219 Comisiones de Educación de los Pueblos, 211 desarrollo de la comunidad, 83 Development Innovations, 36 educación compensatoria, 206 experimento sobre el uso de fertilizantes, 168, 174

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¡no basta con buenas intenciones!

Objetivos de Desarrollo del Milenio, 185 planes de jubilación, 160 premios, 182 sistema del tracking, 208 Dupas, Pascaline, 146-148, 208, 234235, 248 Easterly, William, 18, 37, 233, 241242 economía clásica ahorros para la jubilación, 155 fallos de la, 172-173 juego de la confianza, 130 micropréstamos, 56, 124 precios de las mosquiteras para camas, 234-235 prevención del VIH/SIDA, 247248 racionalidad, 19-20 Véase también soluciones basadas en el mercado economía del comportamiento aprendizaje social, 176-178 aprovechar nuestros tics para bien, 174-176 aversión a la elección, 56-57, 57-58 cimientos del desarrollo, 180-182 coste de oportunidad, 92-94 descripción de la, 19-20 dificultades para ahorrar, 144, 154158 evaluación de los programas de préstamos, 104-107 marketing, 25-26, 29 planes de incentivos, 158-162, 196197 potabilización del agua, 238-239 prácticas agrícolas, 172-174, 174-176 economía tradicional. Véase economía clásica Econos, 19-20, 130, 170, 244 educación

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absentismo escolar, 192-194, 198202, 205-206 absentismo de los maestros, 203204, 204-206 coste para los estudiantes, 191-192 educación compensatoria, 206, 207-209, 261-262 en Ghana, 186-191, 202-203, 209 incentivos para cuidar la salud, 186, 223-224 Objetivos de Desarrollo del Milenio, 185-186 participación de la comunidad, 209212 prevención del VIH/SIDA, 248250, 252 prevención de la malaria, 231-232 programas de desparasitación, 198202, 261 programas de reparto de uniformes, 35-36, 192-194, 199-200, 208, 237, 261 sistema del tracking, 207-209 subvenciones a las matrículas, 194195, 195-197 transferencias en efectivo condicionadas, 194-195 variedad de problemas y soluciones, 212-213 educación compensatoria, 206, 207209, 261-262 educación superior, 188-189 educación universitaria, 188-189. Véase también educación efecto del coste irrecuperable, 234 eficiencia, 82, 87, 180-181. Véase también economía clásica El Salvador, 33-34, 97, 252 el sesgo de lo reciente y de la disponibilidad, 172-174 solicitud de donaciones, 25-28 elección, 56, 57-58, 150, 170-172 embarazos, 250-251

índice

empleo, 74-75, 99, 186 empresarios evaluación de los préstamos, 107109 microcrédito, 64, 75-77, 77-80, 8183, 85-86, 86-87, 94-100 préstamos básicos, 75 rendimientos marginales, 76-77 sistemas informales de ahorro, 146 encuestas, 43-45 enfermedad de transmisión sexual. Véase prevención del VIH/SIDA enfermedades diarreicas, 51-52, 236237, 239-241 equilibrio basado en los precios, 180-181 equivalencia tiempo/dinero, 90-91. Véase también coste de oportunidad escenario de «las gallinas que ponen huevos de oro», 76-77 escuelas privadas, 191-192 esfuerzos simbólicos, 16 estadística, 173 Estados Unidos, 30-31, 115, 128 ética, 23-25, 39-40 EurepGap, 179-180 evaluación de los programas absentismo de los maestros, 204-206 control del verdadero uso de los préstamos, 104-107 costes administrativos, 258-259 eficacia de la ayuda, 37-38, 41-43 experimentos controlados aleatorios, 41-43 evaluaciones «antes-después», 3940 importancia de la, 21-23 incentivos para cuidar la salud, 223-224 innovación, 259-260 microcrédito, 35-37, 86, 103 prevención del VIH/SIDA, 249251

programas de educación, 196 Proven Impact Initiative, 263 pruebas estandarizadas, 47, 193 evaluaciones «antes-después», 39-40 Evans, David, 192 evidencia sobre los programas de reducción de la pobreza, 38. Véase también evaluación de los programas existencias de productos, 69-70 experimentos controlados aleatorios, 39-40, 41-43. Véase también experimentos y programas específicos experimentos naturales, 132-133, 181-182 Facebook, 26-27, 29, 257 factor tiempo e incentivos, 196-197, 238-239 Feigenberg, Benjamin, 136-138 felicidad, 92-94, 114 fertilizantes cultivo de piñas, 176-178 marketing, 50 programas de vales para, 174-176, 183, 261 tasa de uso de, 167-169 Fidelity Investments, 156 Field, Erica, 135-138 Filipinas ahorro informal, 148 Grameen II, 124-125 planes para dejar de fumar, 262 préstamos a microempresarios, 8183 programa de ahorro, 149-150, 152, 159, 260-261 tiendas sari sari, 69-70 financiación pública, 29, 222-226, 258 First Macro Bank, 81-83, 84 Fischer, Greg, 99 Fisman, Ray, 36

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¡no basta con buenas intenciones!

fluctuaciones estacionales, 98. Véase también agricultura Fondo Monetario Internacional (FMI), 59 Food and Drug Administration (FDA), 39 formación contable, 99 formación práctica, 99 Foundation for International Community Assistance (FINCA) condiciones de los préstamos, 72 cuestiones culturales en la concesión de préstamos, 131-134 experimento del juego de la confianza, 129-30 orígenes de la, 33-37 prácticas crediticias, 66 programas de formación empresarial, 96-98, 121 Freedom from Hunger, 260 fumar, dejar de, 226-229, 262 fundaciones filantrópicas, 29, 123. Véase también instituciones benéficas; organizaciones sin fines de lucro Gale, William, 160 garantía, 64, 117 Gates, Bill, 91 Gertler, Paul, 223-224, 243-244 Ghana aprendizaje social, 176 beneficios del microcrédito, 67 empleo sumergido, 117 experimentos controlados aleatorios, 43 información crediticia, 115-116 investigación de campo, 43-45 morosidad, 119 prácticas crediticias, 115 prevención de la malaria, 229-232 préstamos de grupo, 111-114 prevención del VIH/SIDA, 252

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programas de educación compensatoria, 261-262 sistema educativo, 186-191, 191, 202-203, 209 sistema sanitario de, 215-217 tasa de solicitud de microcréditos, 78 taxistas, 63-65 Gichugu, circunscripción electoral de, 165, 166, 167, 180 Giné, Xavier, 59, 125, 166, 227 Glennerster, Rachel, 83, 211, 219 Good Morning America, 50 Google, 105 GRADE, 97 Grameen Bank diferencias entre hombres y mujeres y préstamos, 79-80 espíritu emprendedor, 95-96 origen del, 67-68 préstamos de grupo, 114, 121, 135 Grameen Foundation, 105 Grameen II, 124, 124-25, 126 Green Bank de Caraga cuentas de ahorro SEED, 151-154 planes de ahorro con compromiso, 149-150, 151-154 préstamos de responsabilidad individual, 125-129 programas de incentivos personalizados, 226-229 grupos de control, 40-43 grupos defensores, 52 Gugerty, Mary Kay, 151 Guyarat (India), 59-61 H & R Block, 160-161 Hanna, Rema, 214-215 Henry E. Niles Foundation, 97 heurística, 99 Hewlett Foundation, 29 Honduras, 195 Hyderabad (India), 78, 83-84

índice

ICS Africa, 174, 192-193, 199, 208 igualdad entre hombres y mujeres educación, 186 efecto del microcrédito, 83-84 microahorro, 260 préstamos de grupo, 111-114 tasas de rendimiento del microcrédito, 79-80, 82 impuestos, 160-161 incentivos absentismo de los maestros, 204-205 asistencia santaria, 186, 218-222, 222-226, 223-224, 226-229 planes de ahorro, 158-161 planes de incentivos personalizados, 226-229 prueba del VIH, 251-256 recursos de Internet, 156-158, 226227 India absentismo de los maestros, 203204, 204-206 asistencia sanitaria pública, 218222 educación compensatoria, 206 infraestructura de comunicaciones, 180-182 micropréstamos, 77-78, 83-84 pólizas de seguro de precipitaciones, 58-59 préstamos informales, 141-143 programas de desparasitación, 200201 programas de educación, 209-212 indígenas, 132 Indonesia, 106 información agricultura, 165, 167, 170-172, 177-178 préstamos de grupo, 115 prevención del VIH/SIDA, 145-246 infraestructura, 115-116, 180-181 innovación, 259-260

Innovations for Poverty Action (IPA) evaluación de los programas de ayuda, 37, 263 investigación del desarrollo de la comunidad, 83 orígenes de, 36-37 potabilización del agua, 239-241 prevención de la malaria, 230, 231-232 programas de desparasitación, 261 programas de educación compensatoria, 261-262 programas de formación empresarial, 99 retos de la investigación del desarrollo, 86 instituciones benéficas, 25, 28-29, 157, 163, 258, 266n5 Internet aprendizaje social, 176 marketing, 50 programas de incentivos, 156-158, 226-227 solicitud de donaciones, 26-27, 28, 257-258 Iyengar, Sheena, 57 Jamaica, 195 Jamison, Julian, 105 Jensen, Robert, 181 John Bates Clark, medalla, 36-37 Jonathan, Zinman, 159 juego de la lotería, 136-138 Kahneman, Daniel, 173 Kenia investigación de Kremer, 35-36 potabilización del agua, 237-239, 239-241 prácticas agrícolas, 165-166, 167169, 174-175, 179 prevención de la malaria, 234-236, 241

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¡no basta con buenas intenciones!

prevención del VIH/SIDA, 247-251 programas de desparasitación, 183 programas de educación, 207-208 sistemas informales de ahorro, 146149 ventas prepagadas de fertilizantes, 261 Kerala (India), 180-182 Khemani, Stuti, 211 Kinnan, Cynthia, 83 Kiva.org, 27-28, 80, 138, 257 Korle Bu Teaching Hospital, 217 Koyamedu Market, 141-142 Kremer, Michael complejidad de los programas de desarrollo, 182-183 experimento sobre el uso de fertilizantes, 168-169, 174 potabilización del agua, 237-238 premios, 182 programas de apadrinamiento de estudiantes, 192 programas de desparasitación, 198, 199-200 sistema del tracking, 207 tesis doctoral del autor, 35-36 Laibson, David, 151 Lanao, Iris, 97, 131 Latinoamérica. Véase países específicos lazos sociales aprendizaje, 176-178 prácticas agrícolas, 176-177 presión del grupo, 108-109, 118, 239-241 préstamos de grupo, 126–27, 129131, 131-134 programas de potabilización del agua, 237-239 redes de seguridad, 95 tasas de amortización de préstamos, 134-138

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Lepper, Mark, 57 leyes de propiedad, 117 Liebman, Jeffrey, 160 Linden, Leigh, 195, 206 Loewenstein, George, 93 Lunyofu, escuela de enseñanza primaria de, 231, 241 MacArthur Foundation, 36, 53, 182 maestros, 203-204, 204-206, 248-250 Makola, 113 malaria, prevención de la, 229-232, 232-236, 241 Malaui, 148, 253-255 marketing economía del comportamiento, 25-27, 29 ejemplo de la Snuggie, 49-50 futuro de la microfinanciación, 139 del microcrédito, 28, 53-57, 58, 59, 66-67, 87, 126 omnipresencia del, 50-51 opciones crediticias, 128–29 en persona, 60 de las pólizas de seguro de precipitaciones, 58-61 problema de la última milla, 5153, 53-57 sistemas de promoción, 55-57, 237239 venta, 61-62 Massachusetts Institute of Technology (MIT), 36 McConnell, Maggie, 159 McKenzie, David, 76-77, 80 medicina tradicional, 38-39, 216-217 mensajes de texto, 25-27, 105, 159160 mensajes recordatorios, 159-160 mercados de pescado, 180-181 mestizas, 132-133 método de desarrollo basado en el fregadero, 164-166

índice

método de enseñar a un hombre a pescar, 46 métodos de investigación, 39-40 México incentivos para cuidar la salud, 222226 pedir préstamos a prestamistas, 72 programas de formación empresarial, 99 programas de educación, 194-195 trabajadoras del sexo, 245 microahorro, 69, 260. Véase también ahorro microcrédito y microfinanciación apoyo del, 30-31 beneficios del, 65-69 condiciones habituales de los préstamos, 64-65, 72-75 condiciones de los préstamos, 7275, 103 desarrollo de la comunidad, 82-86 eficiencia de los programas, 17 espíritu emprendedor, 64, 75-77, 77-80, 81-83, 84-85, 86-87, 94-100 experimentos controlados aleatorios, 41-43 evaluación del riesgo, 73-74 fallos del, 69-71 FINCA, 33-37 futuro de la microfinanciación, 139 inversiones de capital, 75-76 marketing, 28, 50-51, 53-57, 57-58, 58-59, 66-67, 87, 126 pólizas de seguro de precipitaciones, 58-61 préstamos de prestamistas, 70-71 préstamos de responsabilidad individual, 124-129 prevención de la malaria, 229 procedimientos para la asignación de préstamos, 36 simples préstamos individuales, 123-124

situación actual del, 86-87 solvencia, 73-74 tasa de solicitud de préstamos, 7780 teoría del, 22-23 Véase también préstamos de grupo Miguel, Edward, 198, 199-200, 237 Mindanao (Filipinas), 125 Ministerio de Agricultura (Kenia), 167, 169 miopía, 175 monjes budistas, 15-17, 19, 21 Morduch, Jonathan, 71, 106 mosquiteras para camas, 17, 232-236, 241 mujeres impacto de los micropréstamos, 84 préstamos de grupo, 111-114, 131134, 135 promoción del microcrédito, 5556 sistemas informales de ahorro, 147148 tasas de rendimiento del micropréstamo, 78-79, 82 teoría del micropréstamo, 22 Mullainathan, Sendhil, 36, 53-54, 159, 182, 236-237 MySpace, 257 Naciones Unidas (ONU), 18, 68, 185 Ngatia, Muthoni, 192 Nicaragua, 195 Nudge (Thaler y Sunstein), 19 Nueva York, 93-94 Null, Clair, 237 Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), 68, 185 Ocampo, Reggie, 81 oferta y demanda, 180-181, 235, 245 Oportunidades, 194 Opportunity International, 66, 112

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¡no basta con buenas intenciones!

organizaciones que conceden anticipos, 22, 73-74, 143 organizaciones sin fines de lucro, 37, 70-71, 165-166, 174, 258 Orszag, Peter, 160 Owens, John, 152 paciencia, 153 países en desarrollo agencias de información crediticia, 116 agricultura en los, 163-164 prevención de la malaria, 230 programas de desparasitación, 198202, 261 tasas de ahorro, 154-158 Véase también países específicos Pande, Rohini, 135-138 paro, 95 planes informales de ahorro, 145-149, 151-154. Véase también prestamistas parásitos, 198-202, 231-232 pasas, 52-53 pautas de consumo, 85 pequeños donantes, 29, 257-258 Pérez-Calle, Francisco, 195 Perú conexiones sociales en los préstamos, 131-134 experimentos sobre el uso de los préstamos, 106-107 microcrédito, 34 préstamos de grupo, 121, 129-131 programas de ahorro, 159-160, 260 programas de formación empresarial, 96-98 Premio Nobel de la Paz, 68 piñas, cultivo de, 176-178 planes de ahorro con compromiso, 149-150, 151-154, 262 planes de jubilación, 161-162 pobreza

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carácter fungible del dinero, 107109 complejidad de la, 46-47, 182-183 definición de, 45-47 espíritu emprendedor, 94-95 experimentos controlados aleatorios, 43 experiencias diarias de la, 43 persistencia de la, 18-19 planes de ahorro, 151-154 prevención de la malaria, 230-232 tasa de solicitud de microcréditos, 78 política, 223 pólizas de seguro de precipitaciones, 51, 58-61 Population Services International, 234-236, 237-239 Port Victoria (Kenia), 230-231 Portfolios of the Poor (Collins, Morduch, Rutherford y Ruthven), 71 Portman, Natalie, 68 potabilización del agua, 236-239, 239241, 262 Potosí Ramírez, María Lucía, 66, 68, 81 Poverty Action Lab, 36 prácticas crediticias. Véase microcrédito y microfinanciación prácticas relativas al matrimonio, 247, 250 Pratham, 206, 210-211, 259, 261 preservativos, 244, 245, 247-251, 252256 presión del grupo, 108-109, 118, 239241 prestamistas, 67, 70-71, 218, 260 préstamos a corto plazo, 142-143, 143-144. Véase también microprestamistas; organizaciones que conceden anticipos préstamos básicos, 72-75, 81-83 préstamos de grupo

índice

confianza social, 129-131, 131-134 comparación con los préstamos individuales, 123-124 descripción del modelo, 115-117 descripción de las prácticas crediticias, 115-117 evaluación de las pautas de uso de los préstamos, 111-114 futuro de los, 138-140 importancia de las reuniones, 134138 morosidad, 118-120, 130-131 origen de los, 67 préstamos de responsabilidad individual, 124-129 presión del grupo, 108-109, 118, 239-241 problemas de los, 121-123 riesgo, 117-118, 122-123, 129-131, 137-138 ventajas de los, 120-121 Véase también microcrédito y microfinanciación préstamos de responsabilidad individual, 124-129 préstamos diarios, 142-143 préstamos morosos, 118-120, 130 préstamos personales, 101-102 préstamos sin restricciones, 102-103 prestatarios delincuentes, 118-120, 122 prevención del VIH/SIDA, 245-246, 247-251, 251-256 PRIDE AFRICA, 164-166, 167 Pro Mujer, 72 probabilidad, 173 problema de la última milla, 51-53, 53-57, 236, 239 programas de control, 204-206, 258. Véase también evaluación de los programas programas de desparasitación, 17, 183, 198-202, 212-213, 261

programas de formación, 96-100, 121, 211 programas de formación empresarial, 96-100, 121 programas de promoción, 55-57, 237239 programas de reparto de uniformes, 35-36, 192-194, 199-200, 208, 237, 261 programas sostenibles, 46, 166 Progresa, programa, 194-195, 196, 200, 224-226, 229 protectores, 247-251 Proven Impact Initiative, 258, 263 pruebas estandarizadas, 193 publicidad, 50, 52-53, 55-56, 252. Véase también marketing Puri-Sharma, Charu, 201 Raffler, Pia, 105 Rajastán (India), 218-222 razonamiento utilitarista, 23-25 Read India, programa, 211-212 registro detallado, llevar un, 120-121 regulación de los programas, 80, 119, 179-180 rendimiento marginal, 76 riesgo préstamos empresariales, 73-74 préstamos de grupo, 117-118, 121123, 129-131, 137-138 prevención del VIH/SIDA, 245, 246, 247-248, 249-251 sistemas bancarios, 140 Véase también información crediticia Robinson, Jonathan, 146-149, 168, 174 Rockefeller Foundation, 201 rotación de las cosechas, 176 Rotating Savings and Credit Associations (ROSCAs), 146-147 Rutherford, Stuart, 71 Ruthven, Orlanda, 71

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¡no basta con buenas intenciones!

saber leer y escribir, 186. Véase también educación Sachs, Jeffrey los beneficios del microcrédito, 68 la eficacia de la ayuda, 37-38 las estrategias de reducción de la pobreza, 18-19 la prevención de la malaria, 232233 los programas de potabilización del agua, 241 Sáez, Emmanuel, 160-161 salarios, 204-206 salud pública. Véase asistencia sanitaria sari sari, tiendas, 69-71 Save Earn Enjoy Deposit (SEED), 150, 152-154, 227, 262 Save More Tomorrow (SMarT), 32, 155-156, 172 Save the Children, 25 Savings and Fertilizer Initiative, 174175 Schoar, Antoinette, 99 Schultz, Paul, 195 SEED (Save Earn Enjoy Deposit), 150, 152-154, 227, 262 seguro contra terremotos, 173 servicio de taxi, 89-90, 92-94 sesgo de la disponibilidad, 172-174 sesgo de lo reciente, 172-174 sesgo de subestimación, 173-174 sesgo del statu quo, 170-171 Seva Mandir, 204-206, 219-222, 259 Shafir, Eldar, 54 Shah, Manisha, 244-245 sinceridad, 103-107 Singer, hipótesis del lago de, 23-25 sistemas bancarios, 139-140 sistemas jurídicos, 115, 118 Slanket, 49-50 SMarT (Save More Tomorrow), 121122, 155-156, 172

298

Snuggies, 49-51, 62 soluciones basadas en el mercado, 180-181, 234-235, 241. Véase también economía clásica solvencia, 74, 81 Spandana, 83-86 Sri Lanka diferencias entre hombres y mujeres y micropréstamos, 79-80, 82 microempresarios, 95-96 rendimientos marginales de los empresarios, 77-78 tasa de solicitud de microcréditos, 77-78 Stewart, Potter, 72 stickK.com, 32, 157, 226-227 Subsidios, programa, 193 subvenciones, 254 Sudáfrica acceso a los créditos personales, 23 promoción del microcrédito, 5357, 58-60 préstamos de prestamistas, 71, 72 trabajadoras del sexo, 244 Sunstein, Cass, 19, 154 suplementos de hierro, 201 suplementos nutritivos, 223 susu, asociaciones, 146 tasas de amortización, 124-129, 134138 tasas de asistencia, 205-206, 213, 218222, 261 tecnología, 164, 181-182 tecnología de la comunicación, 181182 teléfonos móviles, 26-27, 57, 159, 181-182 tentación, 151-152 teoría del objetivo diario, 94 terapia de rehidratación oral, 51-52, 53 Thaler, Richard, 19, 93, 154-155, 172

índice

The Art of Choosing (Iyengar), 57 The White Man’s Burden (Easterly), 233 Thornton, Rebecca, 253-355 tiempo de ocio, 92-94. Véase también coste de oportunidad tiendas de la esquina, 69-71 tipos de interés préstamos a corto plazo, 142 préstamos a microempresarios, 64, 81-82 promoción del microcrédito, 55-57 tasas de uso del microcrédito, 78 teoría del micropréstamo, 22 Tobacman, Jeremy, 59 Topalova, Petia, 59 Townsend, Robert, 59 trabajadoras del sexo, 243-245 tracking, sistema del, 207-209. Véase también evaluación de los programas transferencias de dinero, 139-140, 195-197 transferencias en efectivo condicionadas, 194-195, 196-197, 222-226 Turquía, 195 Tversky, Amos, 173 Twain, Mark, 209 Twitter, 257 U2, 68, 123 Udaipur (India), 204 Udry, Chris, 176-177 Uganda, 105, 148 UK Children’s Investment Fund Foundation, 262 U.S. Agency for International Development (USAID), 152 usura, 72. Véase también prestamistas; organizaciones que conceden anticipos

Uttar Pradesh (India), 209-212 vacunas, 223 Valdivia, Martín, 97 vales prepagados para fertilizantes, 51, 261 Vanguard, 256 vendedoras de flores, 141-143 venta en persona, 60 ventas a domicilio, 60 Vickery, James, 59 «víctima identificable», cuestión de la, 24, 25, 28 Village Welfare Society (VWS), 135 WaterGuard, sistema, 237-239, 239241 Whole Foods Market, 25-26, 138, 257 Whole Planet Foundation, 25 Woodruff, Chris, 76, 77, 80 Yin, Wesley, 152 YouTube, 50, 176 Yuan Chou, 93 Yunus, Muhammad diferencias entre hombres y mujeres y préstamos, 79-80 espíritu emprendedor, 95-96, 100 evolución de la microfinanciación, 73 préstamos de grupo, 67, 114, 123, 135-136, 139 programas de formación empresarial, 96-97 Zambia, 233 Zinman, Jonathan, 54-55, 59, 73, 8183, 106, 227 Zwane, Alix, 237

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