Bioética Mínima

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Bioética mínima

Diego Gracia

Bioética mínima

Madrid, 2019

COLECCIÓN HUMANIDADES MÉDICAS, N.º XX

Bioética mínima 1.ª edición, Madrid, Triacastela, 2019 © Diego Gracia, 2019 © Editorial Triacastela, 2019 c/ Monte Perdido, 3 28760 Tres Cantos, Madrid [email protected] www.triacastela.com Maquetación: Javier Fabuel Impresión: ISBN: 978-84-95840-96-7 Depósito legal: XXXX

Índice Prólogo................................................................................................... 9 1. La experiencia moral........................................................................ 19 2. Hechos, valores, deberes.................................................................. 39 3. La deliberación y sus sesgos. ........................................................... 63 4. El origen de la vida.........................................................................107 5. El final de la vida. ..........................................................................145 Conclusión. ..........................................................................................177 Bibliografía..........................................................................................283

Prólogo En los años cincuenta y sesenta, cuando durante los estudios de bachillerato o universidad discutíamos acaloradamente problemas éticos de cualquier tipo, el asunto acababa siempre, de modo indefectible, en una confrontación Este-Oeste. O se defendía el capitalismo, o el comunismo. Eran los años en los que el marxismo humanista o neomarxismo, con su derivación algo posterior, el eurocomunismo, entró a formar parte fundamental del imaginario colectivo de la juventud europea. Lo decía Sartre en la introducción a su Crítica de la razón dialéctica, entonces libro al que se profesaba una cierta veneración. La ética, cualquier ética, por extraño que fuera el asunto de que se ocupara, terminaba siempre en ética socio-política. Eran aún los tiempos de la guerra fría, del muro de Berlín y de la confrontación EsteOeste. Eran también los «felices 60», en que un nuevo orden mundial pareció iniciarse con la revolución húngara de 1956, las posteriores de Cuba (1959) y Argelia (1962), y la apoteosis del año 1968, con la «primavera de Praga» y el «mayo» francés. Los felices 60 fueron también los de la New Frontier del presidente Kennedy, del movimiento «pro derechos civiles» de Martin Luther King y su «marcha sobre Washington» en 1963, de la que todos fuimos partícipes a través del electrizante y repetitivo I have a dream. Hoy esa confrontación ha pasado a la historia. Lo que no significa que los problemas hayan desaparecido. No han desaparecido, pero sí son otros. Dijo Fichte que cada uno hace filosofía según el tipo de ser humano que es. Y si esto se aplica a los individuos, cuánto más a las

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épocas históricas. El tiempo, que no pasa en balde, permite descubrir unas cosas y encubre otras. De ahí que cada época tenga que hacer su propia filosofía, y aún más su ética. Siempre recordaré la vez primera que los «verdes» de Petra Kelly consiguieron en unas elecciones entrar en el parlamento alemán. Era el año 1983. Todos los vimos como unos antisistema, algo así como el nuevo rostro del clásico anarquismo. Han pasado de aquello cuarenta años. Y hoy todos somos, en medida mayor o menor, en cualquier caso mucha, ecologistas. ¿Qué nos ha sucedido? Como mínimo, que el presente y el futuro de la vida sobre el planeta se nos ha convertido en problemático. Nunca antes lo había sido. El ser humano nunca había tenido el poder, hasta bien entrado el siglo XX, de alterar sustancialmente los equilibrios de la vida sobre el planeta. Ya comenzó a verse el peligro al final de la Segunda Guerra Mundial, con la aparición de las armas nucleares, y sobre todo con su proliferación posterior. Para designarlas hubo que acuñar un concepto nuevo, el de «armas de destrucción masiva». Cuando apareció la que entonces se llamaba «bomba H», mucho más potente que las anteriores, la sociedad empezó a tomar conciencia de lo que se avecinaba. Diecisiete grandes físicos alemanes que directa o indirectamente habían colaborado en el desarrollo de la física nuclear, cinco de ellos galardonados con el premio Nobel, hicieron pública en 1957 una carta en la que advertían a los gobiernos del peligro del rearme atómico. Cuatro años antes, Heidegger pronunciaba sus dos famosas conferencias, La pregunta por la técnica y Ciencia y meditación. Y Jaspers se unía al grito en 1956 con su opúsculo La bomba atómica y el futuro del hombre europeo. Eran los años cincuenta. En los setenta el panorama empezó a verse con ojos distintos. El Club de Roma publicó su informe Los límites del crecimiento en 1972, advirtiendo que los crecimientos no pueden ser indefinidos, y que nos estábamos acercando peligrosamente al momento en el que su aumento no iría seguido de una mejora de la calidad de vida y el bienestar, sino de lo contrario. Años después, en 1987, la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, nombrada por la ONU algunos años antes,

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hizo público su informe Our common future, en el que se apuntaban tímidamente algunas propuestas de reforma. En ese informe apareció por vez primera la expresión «desarrollo sostenible», frente al desarrollo insostenible del primer mundo y al subdesarrollo, también insostenible, del tercero. En una de sus conclusiones, el informe decía que hasta bien entrado el siglo XX, la humanidad no había tenido nunca la posibilidad de alterar sustancialmente los equilibrios de la vida sobre el planeta, y que a la altura del Informe, en 1987, tenía ya varios modos de hacerlo. El primero habían sido, obviamente, las armas de destrucción masiva. Pero en la fecha del informe ya había comenzado la manipulación del genoma y la creación de seres transgénicos, lo que abrió un nuevo campo, tan prometedor como preocupante. Y nació la bioética. No es un azar que el término, en su sentido actual, se acuñara en 1970. Su creador, Van Rensselaer Potter la definió como the bridge to the future. La bioética quería ser un puente entre dos orillas, de tal modo que no se relajara la conexión entre la ciencia y la ética. Caso de que una avanzara aceleradamente y perdiera de vista a la otra, el resultado podría acabar siendo catastrófico. Porque no todo lo técnicamente posible es éticamente correcto. Nada más nacer, la bioética fue inmediatamente monopolizada por la medicina. Los avances en su campo estaban siendo tan portentosos y salvaban tantas vidas, que la atención se concentró en ellos, y en resolver los conflictos que planteaban, que no eran pocos, ni leves. De nuevo hay que recordar los comienzos de la biología molecular y la llamada entonces manipulación genética en los años setenta, así como todo lo que ha venido después, la clonación de células, las técnicas de reproducción asistida, la desdiferenciación y reprogramación de células previamente diferenciadas, etc., etc. Pero no era solo eso. Piénsese, por ejemplo, en la introducción de la famosa «píldora», que llevó, por vez primera en la historia, a diferenciar tajantemente dos categorías hasta entonces inseparables, sexualidad y reproducción. Y si esto se dice del origen de la vida, no es menor lo que debería contarse sobre su final. Basta pensar en la suplencia mediante aparatos

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de casi todas las funciones vitales del organismo, lo que hizo surgir una categoría nueva, hoy de dominio común, las llamadas «técnicas de soporte vital», que fue preciso reunir en servicios hospitalarios de nueva creación, las unidades de cuidados intensivos, a las que algo después se unieron, con fines muy distintos, pero en cualquier caso complementarios, las unidades de cuidados paliativos. Y junto a unos avances y otros, los del principio y los del final de la vida, los no menos sorprendentes ni revolucionarios que han afectado al diagnóstico médico en el medio de la vida, como son las llamadas, nueva categoría, «técnicas diagnósticas no invasivas», a la cabeza de todas el humilde ecógrafo. Se comprende, a la vista de lo anterior, que durante décadas haya cundido la sospecha de que la bioética era el nuevo rostro de la clásica ética médica. Se trataba, por tanto, de una más entre las éticas aplicadas. De igual modo que existe una ética del periodismo o de la abogacía, hay otra, curiosamente más antigua que todas las demás, la ética médica, o la ética de las profesiones sanitarias, que últimamente habría cobrado importancia nueva y a la que por tanto se designaba mediante un nombre también nuevo, el de bioética. Desde hace muchos años vengo protestando contra este modo de entender la bioética. De hecho, no fue esa la idea de su fundador, Potter. No se trataba de una ética aplicada más, la ética de las profesiones sanitarias, sino de la ética de la vida. Aquella confrontación Este-Oeste, propia de los años cincuenta y sesenta, ha ido poco a poco disolviéndose, a la par que surgía otra igual o más grave, la confrontación Norte-Sur, que es precisamente la confrontación de la vida, del presente y futuro de la vida sobre el planeta, y de la calidad de vida. Hace algunas décadas esto no era fácil de argumentar, y menos cuando se hablaba a público sanitario. Pero hoy todos nos hemos convertido, velis nolis, en ecologistas. Ya no hace falta dar grandes explicaciones. De lo cual se deduce algo de la máxima importancia, que la bioética, lejos de ser una ética aplicada, es la ética sin más, la ética propia de la sociedad humana en estos albores del siglo XXI.

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Hace ahora treinta años, en 1989, escribía yo el prólogo a mi libro Fundamentos de bioética. De él son estas líneas: «Si en otros tiempos la medicina monopolizó las ciencias de la vida, hoy eso no es así, y por tanto sería un error reducir el ámbito de la bioética al de la ética médica, o convertirla en mera deontología profesional. Se trata, a mi parecer, de mucho más, de la ética civil de las sociedades occidentales en estas tortuosas postrimerías del segundo milenio». Hoy resulta necesario introducir en ese párrafo dos breves rectificaciones. La primera, que no se trata solo de las sociedades occidentales sino de las sociedades humanas en su conjunto, porque ha emergido con rapidez y fuerza inusitadas el fenómeno de la «globalización». Y la segunda, que ya no se trata de las postrimerías del segundo milenio, sino de los albores del tercero. Justificado el término «bioética», permítaseme un breve comentario sobre el adjetivo que le sigue, «mínima». Desde que Theodor W. Adorno publicara en 1951 su libro Minima moralia, la expresión ha cobrado una cierta vigencia. La tesis minimalista de Adorno iba directamente dirigida contra el maximalismo hegeliano, imposible de asumir desde la experiencia de la «vida dañada» característica la sociedad que nos ha tocado en suerte. El ideal que Aristóteles expresaba en el título de uno de los libros de ética que se le atribuyen, Magna moralia, es imposible, y hemos de conformarnos, más modestamente, con la instauración en nuestra sociedad de una «ética mínima». Entre nosotros, Adela Cortina publicó, hace ya tiempo, un excelente libro con el título de Ética mínima. Y yo denominé «Bioética mínima» al último capítulo de mi libro antes citado, Fundamentos de bioética. En todos estos textos, el minimalismo se entiende en un sentido muy preciso. Las éticas procedimentales modernas, típicas de la época ya aludida en que todo debate moral acababa convirtiéndose en cuestión política, y a la vez muy influidas por Kant, han buscado procedimientos de legitimación de normas que superaran el solipsismo de la razón kantiana sin perder por ello su carácter canónico. Tanto individual como colectivamente podemos proyectar una situación ideal, trasunto

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del reino de los fines kantiano, en la que los seres humanos puedan llevar a término sus ideales de felicidad y perfección. Las situacionesreales nunca se adecuarán completamente a esos cánones ideales, por lo cual la norma jurídica habrá de expresar unos «mínimos» de justicia, que no cubran, pero tampoco impidan el que las personas concretas puedan hacer su vida yendo más allá de esos mínimos a través de sus sistemas privados de valores y creencias, lo que daría lugar al logro de las distintas «éticas de máximos». La ética mínima sería, por tanto, algo así como los mínimos exigibles a todos a través de normas en una sociedad de seres humanos bien ordenada, aunque desde luego no perfecta. Hace tiempo que vengo criticando esta distinción entre ética de mínimos y de máximos. La ética no puede ser más que de máximos. Su objetivo es tomar decisiones concretas de modo correcto, responsable o prudente. Y eso exige siempre y necesariamente tomar la mejor decisión posible. Buen cirujano es el que hace la mejor operación posible, y buen juez el que dicta la mejor sentencia posible. La ética no va de lo bueno a secas sino de lo óptimo. Lo que no sea óptimo es por definición malo. Así son las cosas. Hay que acabar con la vieja cantinela de los preceptos y los consejos, como si los primeros marcaran el nivel exigible a todos y el segundo el campo que se deja a la libertad de cada uno. Con el primero uno sacaría aprobado, o evitaría el suspenso, y el segundo sería el nivel de los que aspiran a nota. Por más que haya estado vigente durante siglos y siglos, esta doctrina es impresentable, y debe su error a algo que también ha dominado la historia de la ética más de lo que debía, a saber, que los preceptos consisten en el cumplimiento de la ley, a la postre penal, cuyos límites no pueden, o al menos no deben ser traspasados, en tanto que los consejos marcan una dirección, pero no establecen un límite. Todo viene de la confusión entre ley y obligación moral, entre el derecho, incluido el derecho natural, y la ética. La ética, que es una disciplina práctica, no trata de lo que se debe hacer en abstracto, o de la norma que hay que cumplir, sino de la

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decisión que debe tomarse en un momento concreto, con unas determinadas circunstancias y previendo ciertas consecuencias. Aquí no es de aplicación la lógica especulativa o teórica, sino la lógica práctica, la lógica del razonamiento práctico, que tan distinta es de la otra, y que tan extraña nos resulta. ¿Cómo se articulan, entonces, ética y derecho? Es una distinción similar a la que debe establecerse, aunque tampoco sea frecuente hacerlo, entre Sociedad y Estado. Los seres humanos vivimos unos con otros y formamos grupos sociales, sociedades. Esa es nuestra vida práctica, en la que tenemos que tomar decisiones, y donde se plantea el problema moral por antonomasia, la cuestión del deber. El deber es problema primario, que aparece en cuanto el ser humano alcanza un mínimo grado de inteligencia y comienza a vivir y convivir. El Estado no se encuentra a ese nivel. Surge por un acuerdo explícito de voluntades entre los miembros de un grupo social. El Estado lo genera la sociedad, como creación propia y específica de los seres humanos. Hay que verlo, pues, como una decisión concreta de los individuos; o dicho de otro modo, como un acto moral. Y así como la sociedad tiene su lenguaje propio, que es la Ética, el Estado tiene el suyo, que es el Derecho. El Estado se rige por normas. ¿Por qué normas? Las que formulen y establezcan sus miembros, los ciudadanos. De donde resulta que el Estado, como ya dijeran algunos herederos de Hegel, entre ellos Marx, es una superestructura, un epifenómeno de la sociedad. Dime qué sociedad tienes y te diré que Estado creas. O dicho de otro modo: Dime cuál es la ética de una sociedad, y te diré qué leyes tendrá el Estado que surja de ella. En tanto que las leyes han de ser comunes y afectar a todos, tiene algún sentido calificar la ética del Estado como «mínima». Pero no conviene confundir ética con derecho, como se ha hecho secularmente, y como se sigue haciendo por parte de los partidarios de las éticas procedimentales modernas. Entre otras cosas, porque si por ética mínima se entiende aquella que consigue plasmar en una sociedad la justicia, hay que decir, mal que nos pese, que el Estado nunca llegará al nivel de la ética mínima, porque nunca

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conseguirá ser estrictamente justo. También en esto, las éticas del discurso pecan de idealistas. Aquí por «bioética mínima» no entendemos la ética del Estado, o la que debería, en una situación ideal, caracterizar al Estado. Se trata de «lo mínimo» o «lo imprescindible», aquello que nunca debe faltar en un programa de ética. Lo cual significa, cuando menos, dos cosas. Primera, que dejará fuera muchos temas y problemas que tanto el autor como probablemente también el lector considerarán muy interesantes, y de los que este minimalismo obliga a prescindir. Y segunda, que todos esos capítulos, con ser muy importantes, no es imprescindible tratarlos aquí. La razón está en que pueden ser analizados autónomamente por el propio lector, siguiendo las pautas aquí ofrecidas. Más que tratar todos los temas, algo por principio imposible, lo importante es proveer al lector con los instrumentos necesarios para que él mismo pueda llevar a cabo esa labor. Como la bioética va de tomar decisiones correctas, es conveniente, más aún, imprescindible seguir un método de análisis, y ese es el que se intenta exponer a lo largo de los tres primeros capítulos del libro. En los otras dos, el método descrito se aplica a dos grandes áreas de problemas, los relativos al comienzo y al final de la vida. El lector puede tomar estos últimos capítulos como ejercicios de aplicación del método, que luego él podrá y deberá ir aplicando a todos los demás. Y como conviene que el método tenga un nombre, démoselo ya desde el principio. Se llama «deliberación». Todo tiene su génesis, y este pequeño libro, también. Surgió de una demanda que me hizo el Patronato de la Fundación Politeia: dar un breve curso de cinco lecciones al numeroso y selecto público que año tras año sigue sus cursos. El de 2017-18 estuvo dedicado a la historia y cultura en las décadas finales del siglo XX y los comienzos del XXI. Como novedad importante surgida en esos años, di una conferencia sobre el nacimiento y desarrollo de la bioética. Para mi sorpresa, fueron muchos los oyentes que se vieron sorprendidos. Así que me pidieron un seminario más amplio, de cinco lecciones, para

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el curso siguiente, 2018-2019. Esas lecciones tuvieron lugar del 14 de noviembre al 19 de diciembre de 2018. El presente libro reproduce exactamente su contenido. Vaya desde aquí mi agradecimiento al Patronato de la Fundación, y en especial a su Presidente, Miguel Satrústegui, fiel heredero y continuador de la tradición que inició su fundadora, Jorgina Satrústegui. Y como el libro es breve, va de suyo que también debe serlo su prólogo. Madrid, 23 de febrero de 2019

1 La experiencia moral Analizando la historia de nuestra cultura es posible identificar tres enfoques distintos de enseñanza de la ética, el modelo doctrinal o instructivo, el modelo neutral o informativo y el modelo socrático o deliberativo. Este último se caracteriza por evitar tanto la imposición de unos valores o normas, como su mera descripción aséptica o neutra sin ningún tipo de juicio de valor. Como Sócrates enseñó, sobre los problemas morales se puede y se debe dar razones, y por consiguiente deliberar, tanto individual como colectivamente. Pero para ello es preciso comenzar analizando con cierto detalle el sujeto o el objeto sobre el que deliberar, que en este caso concreto es el fenómeno de la moralidad. Resulta necesario conocer con alguna precisión su estructura interna y ver el modo como puede razonarse en este tipo de cuestiones. Es lo que intentaremos hacer a continuación. Habremos de partir de lo más elemental y originario, aquello que es común a todos los seres humanos y sobre lo que estos montan su vida moral. Como de ello todos tenemos experiencia en primera persona, el análisis que aquí se hará no tiene otro objeto que el de posibilitar el que cada uno identifique en sí mismo su propia experiencia y vea si este análisis es adecuado o no. El valor de verdad vendrá dado no por lo que aquí se diga sino por la experiencia de cada uno. De este modo, evitaremos el mal inveterado de adoctrinar a los demás imponiéndo-

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les nuestro propio punto de vista. La deliberación exige la participación activa de todos, que tendrán que verificar por sí mismos lo que se vaya diciendo. Esto da una fuerza completamente nueva y distinta al proceso educativo, y hace que cada uno haya de verificar en sí mismo las cosas que se dicen y salga fiador o no de ellas. Mi opinión es que este es el único modo correcto de enseñar filosofía en general, y ética en particular. EL FENÓMENO MORAL «Fenómeno» se toma aquí en su sentido etimológico de aquello que se da o muestra de modo directo e inmediato. Y por fenómeno «moral» hay que entender un tipo peculiar de experiencia que se da en los seres humanos. Esa experiencia se denomina generalmente «experiencia del deber», aunque el término no está exento de malentendidos. Todos los seres humanos creen que deben hacer ciertas cosas y evitar otras. «Deber» no significa aquí, por tanto, actuar conforme a las normas o las reglas establecidas por la ley, por la religión, la cultura, etc. Se trata de un sentido más elemental y primario. El deber es la experiencia de la obligación, el hecho de que los seres humanos nos consideremos obligados a hacer o no hacer ciertas cosas. Es muy probable que no todos estemos de acuerdo en los contenidos de lo que debemos o no debemos, pero aun en nuestros desacuerdos, todos pensamos que debemos, y por tanto tenemos experiencia del deber. El fenómeno del deber se nos presenta como universal, irreductible y originario. A este hecho se le podrán buscar múltiples explicaciones. Pero ahora no importan las explicaciones sino el fenómeno en sí, el carácter debitorio de la realidad humana, el hecho de que todo ser humano crea que debe hacer algunas cosas y evitar otras. Si cada uno se analiza a sí mismo, llegará seguramente a la misma conclusión. Entre las explicaciones posibles del hecho, están las sociológicas (creo que debo porque esa es la convención de la sociedad en la

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que he nacido y me he educado), las psicológicas (podría darse una explicación psicoanalítica de este hecho, diciendo que se trata de una falsa conciencia surgida de conflictos inconscientes mal resueltos), etc. Pero el análisis del puro fenómeno exige poner entre paréntesis todas las explicaciones, a fin de poderlo identificar y describir del mejor modo posible. En este fenómeno de la experiencia de la obligación o del deber cabe diferenciar dos dimensiones o momentos distintos, que denominaremos su «forma» y su «contenido». Forma tiene aquí el sentido de estructura. Es un término técnico usual en filosofía. La lógica, por ejemplo, estudia la «forma» de las argumentaciones. De ahí su calificativo de «formal», porque analiza la forma o estructura de las proposiciones y establece sus leyes internas, prescindiendo de su contenido. Pues bien, en la experiencia moral es igualmente necesario distinguir esos dos momentos. La razón es clara: lo universal no es su contenido, ya que unos seres humanos creen que deben hacer cosas distintas de otros, sino su forma. Hemos de estudiar ambas dimensiones por separado. Primero analizaremos la estructura formal de la experiencia moral y después su contenido. Este último punto es el que habrá de ocuparnos en los próximos capítulos. Como en la forma todos coincidimos, su análisis no resultará en absoluto problemático. Basta con la mera descripción. Los problemas comienzan al plantearnos las cuestiones de contenido. LA ESTRUCTURA FORMAL DE LA EXPERIENCIA MORAL: LA OBLIGACIÓN Los seres humanos nos sentimos obligados. Nos consideramos obligados a hacer ciertas cosas y a evitar otras. La obligación tiene una estructura muy precisa. El ser humano no puede hacer su vida más que «ligado» a las cosas, con ellas, pero en ob (partícula que en latín tiene, entre otras, la significación de «hacia» adelante; está ligado a

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hacerse proyectando sus actos; es decir, «ob-ligado»). No se trata de una ligazón quiescente sino dinámica. Estamos ligados a hacernos, a construir nuestra vida con «proyectos» que todavía no son, pero que «pueden» ser. Si el ser humano viviera en el puro presente, no tendría conciencia moral ni se daría el fenómeno de la obligación. El animal, por ejemplo, está en el presente y nada más. No es capaz de despegarse de él, de proyectar sus actos en el futuro, y por tanto tampoco puede salir responsable de ellos. Eso es lo que explica que no tenga conciencia moral. La ética exige vivir en el futuro, no en el presente. La pura presentidad es incompatible con el fenómeno de la obligación. Para ser responsable de algo es preciso tener la capacidad de preverlo. Esto permite entender por qué el tema del tiempo ha cobrado tantísima importancia en los pensadores de formación fenomenológica. El ser humano, decía Ortega, es proléptico, anticipador, vive en el futuro, no en el presente, como tradicionalmente se pensaba. El hombre es un ser «futurizo», añade Julián Marías. Y algo muy similar se encuentra en Heidegger y en otros pensadores de la misma tradición. El presente «es». El futuro «puede ser» pero aún no es. De ahí la importancia de la categoría de «posibilidad», como han señalado Heidegger y Zubiri. El ser humano solo es bajo forma de posibilidad. Por eso no es plenamente, en acto. El ser está en él, pero solo como posibilidad. Esto le hace decir a Heidegger que el ser humano no es Sein sino Dasein. Ahora bien, optar por una posibilidad es, a la vez, desestimar todas las otras alternativas también posibles, todas las otras posibilidades. Al optar por una posibilidad en detrimento de las demás, permitimos que una se realice y las otras no. De ese modo, unos valores cobrarán vida y los otros no podrán realizarse. Pero como los valores son valiosos, tienen valor, el ser humano necesita justificar ante sí mismo por qué elige uno en detrimento de los demás y por qué evita que estos cobren vida y lleguen a la existencia. Por tanto, sale responsable de su decisión, tiene que responder ante sí mismo de

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la elección que ha hecho. Porque de algún modo se siente obligado a optar por aquel valor que sea más elevado, o más importante, es responsable de esa elección. Él mismo se exige responsabilidades. Tiene que justificar ante sí mismo la elección que hace. En esto consiste la forma de la experiencia moral, que, como puede verse, es sobremanera extraña. Esta experiencia solo pueden tenerla quienes existan en la forma de «posibilidad». Por tanto, la experiencia moral ha de resultarles completamente extraña tanto a los animales, que viven en el presente, como a los dioses, que por vivir su vida en plenitud actual no hay en ellos cabida para eso que llamamos «posibilidad». Ni los dioses ni los animales pueden ser morales. Solo el ser humano puede serlo, y eso por lo dicho. Cabría pensar que la experiencia moral es la más profunda del ser humano, aquella en la que este toca el fondo de su vida o de su existencia. Pero esto no parece que sea así. Para comprobarlo, no hay más que advertir que no todo lo que la realidad humana es cae bajo la categoría de lo posible. Hay cosas que le vienen dadas sin ella proponérselas o proyectarlas, y que por tanto se sustraen a la categoría de posibilidad. Estas cosas son, probablemente, las más originarias. Esto es algo que la filosofía fenomenológica ha analizado con mucha detención. Heidegger lo expone con gran claridad en Ser y tiempo. Antes de pro-ponerse nada, el ser humano se encuentra «puesto» en el mundo, «arrojado» a él. Ahí no hay proyecto ninguno por su parte, ni posibilidad de ningún tipo. La experiencia de esa posición o de ese arrojo, es anterior a todo proyecto. Zubiri ha expresado esto con una terminología algo distinta. Su tesis es que estamos lanzados a la existencia, como dice Heidegger, pero de un modo muy peculiar: la realidad nos reata, nos religa, de tal modo que nos encontramos siendo ya en la realidad y nos vemos lanzados a realizarnos en, con y por ella. Por eso Zubiri dice que el fenómeno de la obligación moral es subsidiario de otro que él considera más originario y que llama el fenómeno de la religación. Nos encontramos religados originariamente, y esa religación es la que nos lanza

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hacia delante, lo que da lugar al fenómeno de la obligación. Estamos obligados porque primero estamos religados, no al revés. La obligación tiene carácter «imperativo». No se trata de lo que Kant llamó «imperativo categórico», surgido de su análisis del «deber», sino de algo previo, del «imperativo categórico de la ob-ligación», que también puede llamarse, siguiendo a Husserl, el «imperativo categórico práctico o práxico», el imperativo de actuar en orden a realizar la vida y dotarla de contenidos, llevándola a plenitud. Todo esto es anterior a cualquier proceso discursivo. No se trata de que lo lleguemos a descubrir mediante deducciones lógicas. Esto no es el resultado de ninguna demostración, como sucedería en matemáticas. Se trata de una experiencia primaria. Al describirla tenemos que utilizar, ciertamente, palabras, pero la experiencia no es el resultado del proceso argumentativo, sino al revés. Lo que los argumentos quieren es describir y explicar la experiencia, que es anterior a ellos y fundamento suyo. La verdad de la descripción vendrá dada por la experiencia y solo por ella. EL CONTENIDO DE LA EXPERIENCIA MORAL: EL DEBER Hasta aquí hemos analizado la experiencia de la «obligación». La obligación tiene carácter imperativo y categórico, decíamos, y su objeto es la realización del ser humano. Todos podemos y tenemos que realizarnos en nuestra vida, y en eso consiste la obligación. Tenemos libertad para elegir los medios en orden a determinar el contenido de esa obligación, pero no para realizarnos o no realizarnos. No hay, pues, «libertad de indiferencia», como se ha venido defendiendo en el ámbito de la ética desde la época del nominalismo. La libertad de indiferencia es puramente lógica y carece de sentido aplicada a los seres humanos. No es un azar que siempre haya tenido que acudirse a Dios para definirla. En el ser humano no hay una pura libertad de indiferencia, precisamente porque su libertad no es

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total, sino que se halla circunscrita a la elección de los medios en orden a conseguir su fin, su propia realización personal. Se trata, pues, de una libertad de elección de medios, lo que clásicamente se denominó «libre albedrío», o lo que Zubiri llama «libertad en». Esto significa que no puede concebirse la libertad como una especie de categoría a priori de la voluntad, lo mismo que se han supuesto otras categorías a priori del entendimiento. No hay una libertad a priori. La libertad está siempre situada, es a posteriori, o a simultáneo, y consiste en la capacidad de elección entre los medios que ofrece la situación real. El problema está ahora, pues, en dotar de contenido al hecho de la obligación, que como hemos visto es puramente «formal». Estamos obligados, y ello por la propia estructura de la realidad humana, que se halla dotada de una «voluntad tendente». El psiquismo humano tiene esa característica de tender hacia su propia realización. Tiene, pues, una dimensión «práctica». Pero para actuar se necesita fijar contenidos, objetivos, metas. Y eso no lo hace la voluntad sola, sino que necesita de la inteligencia y del sentimiento, de la inteligencia sentiente y del sentimiento afectante. Las metas las definimos racionalmente y emotivamente; es decir, pensando y valorando. Pues bien, cuando al imperativo de la obligación, que es puramente formal, se le añade la dimensión de contenido, que ha de venir determinada por la inteligencia y el sentimiento, entonces el imperativo categórico de obligación se convierte en imperativo categórico de deber. La experiencia del deber es ulterior a la de la obligación, pero complementaria suya. De hecho, la experiencia moral no está constituida solo por la experiencia de la obligación, ya que carece de contenidos, sino también por la experiencia del deber. La experiencia de la obligación constituye lo que Aranguren llamó «la moral como estructura», en tanto que la experiencia del «deber» es el resultado de añadir a esa estructura los contenidos, y tiene que ver, por tanto, con lo que Aranguren denominó «la moral como contenido». La experiencia moral engloba ambos momentos, el de estructura y el de contenido, y por tanto el de obliga-

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ción y el de deber. La experiencia de la obligación es prejudicativa, en tanto que la experiencia del deber viene determinada por el logos y, sobre todo, por la razón. Lo que puede significar la experiencia del deber lo analizó con toda detención David Ross en su libro The right and the good. Todos los seres humanos tienen la conciencia de que deben cumplir las promesas que han hecho, y que esas promesas les obligan; o que deben mostrar agradecimiento cuando alguien les regala algo. El deber de justicia, en el primer caso, y el de gratitud, en el segundo, son elementales, primarios. El refranero español dice que «de bien nacido es ser agradecido», y reserva para quien no actúa así una de las expresiones más fuertes que posee nuestro idioma, la de «mal nacido». Ross analiza otros muchos deberes, como el de ayudar al necesitado, el de no hacer mal a otro, etc. El problema está en determinar cómo surgen o de dónde salen esos contenidos morales, el de ser agradecido o el de cumplir la promesa que se ha hecho. Ross piensa que es una especie de intuición primaria. Pero lo más probable es que eso no sea así. Lo más probable es que todos determinemos los contenidos de nuestro deber a través de un proceso intelectual relativamente complejo, que pasa por pensar e imaginar un mundo en el que todos los seres humanos pudiéramos vivir dignamente y llevar cada uno a término nuestro proyecto de perfección y felicidad. En un mundo donde los seres humanos pudieran llevar su vida a perfección y felicidad, no deberían existir la ingratitud, ni el incumplimiento de las promesas. Como veremos más adelante, el tema tiene una cierta complejidad, que habrá de analizarse con detalle. LA UNIDAD DE LA EXPERIENCIA MORAL Obligación y deber son momentos de una estructura compleja, que es la experiencia moral. Esta experiencia es un fenómeno universal

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en la especie humana, como lo demuestra el hecho de que resulte común incluso entre las personas elementales e iletradas. Y porque es primario en el sentido de elemental, no puede descomponerse en nada y definirse por referencia a otra cosa distinta de él mismo. Como toda experiencia primaria, la experiencia moral es indefinible. Se tiene o no se tiene. Se experimenta o no se experimenta. Nadie puede transmitírsela a los demás. Sucede en esto lo mismo que en el caso del color amarillo. La experiencia del amarillo es primaria, y se tiene o no se tiene, pero no puede definirse ni transmitirse a otro. A un ciego nunca se le puede hacer entender lo que es amarillo. El amarillo se muestra, no se demuestra. Pues bien, exactamente igual sucede con la experiencia moral. Es una experiencia primaria en la vida humana, que nunca podrá entender quien no la experimente. Intentemos una explicación de este curioso fenómeno. ¿Por qué es esto así? La única respuesta posible es que es así por pura necesidad biológica. La condición moral del ser humano es un rasgo biológico. Veamos en qué sentido. En el proceso de la evolución biológica, los seres vivos son el resultado de la selección que sobre ellos ejerce el medio en que se hallen. Es el proceso que Darwin denominó «selección natural». Cuando un organismo está situado en un medio natural inadecuado, adverso, el medio le penaliza, lo que hace que ese organismo muera, en unos casos, o enferme en otros. En ambas situaciones, sus genes no se transmitirán o se transmitirán poco a la descendencia, con lo cual el medio va seleccionando a los más aptos para vivir en él. Es el principio que en la teoría darwiniana se conoce con los nombres de «adaptación al medio» y «supervivencia del más apto». Adviértase que la información genética de los seres vivos, y en consecuencia también los rasgos fenotípicos, no son otra cosa que el resultado de ese proceso de selección natural por parte del medio. Y que esa selección se produce, por otra parte, a través de la condena a la muerte o a la enfermedad de enormes cantidades de seres vivos, aquellos que resultan menos aptos. En este sentido cabe decir que la naturaleza es

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muy poco (o nada) protectora de los débiles y de los menos aptos, características que solemos considerar típicamente morales. El ser humano es una especie más entre las muchas que hay en el mundo y ha surgido de igual modo que las demás. Ahora bien, desde el punto de vista biológico, la especie humana tiene unas características que le hacen muy poco apta para sobrevivir en su lucha con el medio. En el proceso que Darwin llamó de «lucha por la vida», la especie humana es casi seguro que hubiera desaparecido, dada su pobreza de recursos biológicos. El ser humano nace con una sorprendente inmadurez biológica, es una realidad prematura, sin ninguna capacidad para sobrevivir en el medio. Además de eso, no tiene gran vista, como el lince, ni gran fuerza, como el león, ni corre mucho, etc., etc. Esto hubiera hecho muy difícil su supervivencia. Ahora bien, tiene una cualidad biológica nueva que modifica el proceso de adaptación al medio: es la inteligencia. La inteligencia específicamente humana es una cualidad biológica más de supervivencia biológica. Tiene por objeto adaptar la especie humana y sus individuos a su entorno. Los biólogos tienen claro que los únicos seres que han desarrollado sistema nervioso central son los que se desplazan en el espacio. Las facultades psíquicas superiores sirven primariamente para prever lo que sucederá en el futuro, más adelante. Si no fuera por esa capacidad de previsión, ningún animal podría andar sin caerse. Tiene que ser capaz de adecuar su marcha a las condiciones del medio, etc. El sistema nervioso central es un órgano de previsión. Pues bien, esto que sucede en todos los animales que se desplazan en el medio, acontece de un modo muy particular en el ser humano. También él tiene que prever las situaciones a fin de adecuarse a ellas. Pero en el caso del ser humano ese proceso de previsión cobra un carácter muy especial, porque ya no se trata de la mera adaptación al medio sino de la adaptación del medio a él. Esto es lo que llamamos inteligencia. Inteligencia es la capacidad de formalizar el medio y adaptarlo o adecuarlo a las necesidades del ser humano. Con lo cual el proceso evolutivo se invierte. Si en la escala zoológica era el medio el que «se-

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leccionaba» a los mejor dotados, ahora es el ser vivo, concretamente el ser humano, el que «selecciona» el medio. Más aún, no solo lo selecciona, sino que lo transforma a fin de adecuarlo a su condición biológica. Ya no se trata de un mero acto de selección sino de una «creación», una modificación creativa del medio. Esa modificación inteligente del medio es lo que llamamos «cultura». Cultura es el proceso de transformación del medio natural a fin de hacerlo adecuado a los fines del ser humano. Por ese proceso de transformación, las cosas puramente naturales ganan valor. El valor lo tienen las cosas siempre en relación a la vida de los seres humanos. Por eso la cultura es siempre y solo el proceso de añadir valor a las meras cosas naturales. Cabe decir, por ello, que la «naturaleza» se compone de «hechos», los llamados hechos naturales, y que la «cultura» es el mundo de los «valores». El mundo de la cultura es el mundo del valor. En el próximo capítulo tendremos que profundizar algo más en estos conceptos. La inteligencia humana consiste, pues, en la capacidad de prever situaciones y elegir entre ellas. El mecanismo de la «selección natural» se ha transformado en «elección humana». Esta elección exige necesariamente la «pre-visión», por tanto, el poder adelantarse a los acontecimientos. Cuando alguien va conduciendo un automóvil, el conductor tiene que ir previendo lo que sucederá segundos después, y tomando decisiones en orden a evitar un accidente. En el acto humano, pues, hay previsión y hay elección entre las distintas alternativas que ofrece cada momento. Si no hay previsión, si uno se encuentra con algo que no ha podido prever, el acto no es libre ni, por tanto, moral. A partir de estos datos podemos dar una explicación de eso que hemos llamado antes el fenómeno moral, este modo curioso de comportarnos que tenemos los seres humanos. Zubiri ofreció una explicación muy plausible y convincente de este fenómeno del deber. El animal, dice, vive adaptado a su medio natural, o desaparece. De ahí que el animal viva en «justeza natural». El ser humano, por el contrario, no está ajustado al medio, sino profundamente desajustado desde el punto de vista biológico. El ser humano, como ya hemos dicho,

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no tiene grandes recursos biológicos: no tiene sentidos muy agudos, ni corre mucho, etc. Pero tiene inteligencia, que es una facultad que le permite adaptarse al medio por una vía nueva. La vista aguda, el olfato fino, etc. permiten a los animales adaptarse al medio, subsistir en un medio difícil. Las facultades adaptan el animal al medio, o este desaparece. Por tanto, o el animal se encuentra adaptado al medio o sucumbe. El caso del ser humano es completamente distinto. La inteligencia le permite hacer algo inédito en la evolución, que es adaptar el medio a sí mismo, transformar el medio en beneficio de inventario. La inteligencia no adapta el humano al medio sino el medio al ser humano. Y ese proceso no es ya meramente biológico, como en el animal, sino profundamente creativo, proyectivo. El ser humano «tiene que hacer» su propia adaptación, su propio ajustamiento; «tiene» que justificarse. El ajustamiento no le viene dado naturalmente, sino que tiene que hacerlo él inteligentemente. La persona «hace» su ajustamiento, se «justi-fica». El ser humano no vive en «justeza natural», como el animal, sino en «justicia moral», dice Zubiri. Y es que el «añadir valor» a las cosas es un imperativo; es el imperativo moral, que consiste siempre en la realización de valores. De ahí la raíz biológica de la moralidad humana. Algunos biólogos han considerado que la moralidad es rigurosamente antievolutiva, ya que lleva a proteger a los biológicamente menos aptos, evitando, al menos parcialmente, el fenómeno de la selección natural y la supervivencia del más apto. Pero esto no es correcto. La moralidad es una estricta cualidad biológica, un mecanismo de supervivencia de la especie humana y de sus individuos. Lo que puede suceder es que ese mecanismo no sea suficiente para asegurar la permanencia de la especie humana por mucho tiempo. Esto ya ha sucedido otras muchas veces a lo largo de la evolución. Sabemos que ni los australopitecos, ni los pitecántropos fueron capaces de sobrevivir, ni, por tanto, tuvieron mecanismos que les aseguraran su adaptación permanente al medio. Lo mismo puede suceder con la especie humana. De hecho, y habida cuenta del deterioro del medio, es probable que la pervivencia de la especie humana a largo plazo esté gravemente

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comprometida. De ser así, resultaría que la inteligencia como cualidad y la moralidad como condición habrían fracasado, al menos desde el punto de vista biológico. El fenómeno que antes hemos denominado, siguiendo a Zubiri, de justificación, tiene una estructura muy determinada. El ser humano no vive en el presente, como el animal, sino en el futuro, precisamente porque tiene que proyectar su propia vida. Vivir humanamente es un continuo «pro-yectar». El proyecto es racional, pero también emocional. Cabría decir que es más emocional que racional. El proyecto del ser humano tiene como objetivo último conseguir la felicidad, de tal modo que se considerará correcto, en un primer momento, aquello que promueva la propia felicidad, y más adelante, cuando la razón madure y se haga adulta, lo que promueva la felicidad de todos y cada uno de los seres humanos, de acuerdo con los estadios de Kohlberg. Lo que la razón hace es generalizar, universalizar la realización de valores. Y ello porque el ser humano, a la vez que proyecta, tiene que salir responsable de sus proyectos. En eso estriba la estructura del deber. Debe proyectar y debe responder ante sí mismo, ante su conciencia y ante los demás de sus propios proyectos. En esquema, pues, se trata de lo siguiente:

La flecha superior es la del «pro-yecto», que es también la propia de la «obligación». Estamos lanzados al futuro en forma obligatoria; tenemos que proponernos fines. Esto no es libre, ni queda a nuestro

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arbitrio. Y tampoco lo es el que tengamos que responder ante nosotros mismos de los fines que nos proponemos. Es la flecha inferior, la de la «respuesta» justificatoria del fin que hemos elegido porque lo consideramos el más correcto entre todos los posibles. En eso consiste la «responsabilidad», que es el nombre más propio del «deber». La experiencia moral abarca ambos momentos de modo indisociable. Como resultado de esa estructura, el ser humano es el fin último de todos los proyectos y de todos los fines, y por tanto el «fin de los fines», o, para utilizar la expresión de Kant, «fin en sí mismo». Los seres humanos, precisamente porque son morales, son fines en sí mismos. Eso es lo que les dota de «dignidad». Decíamos antes que la moralidad como condición biológica de adaptación del medio puede acabar en fracaso, al no ser capaz de asegurar la supervivencia de la especie, al menos por tiempo indefinido. A pesar de eso, aunque ello fuera así, la obligación moral de los seres humanos seguiría siendo la misma: realizar valores en beneficio de los individuos y de la especie. Esa es nuestra obligación moral. Nuestro deber no consiste en conseguir la supervivencia indefinida de la especie sino en realizar valores y gestionarlos prudentemente, como se verá a lo largo de los próximos capítulos. CARACTERÍSTICAS DE LA EXPERIENCIA MORAL Como resumen de todo lo anterior, cabe fijar algunas de las notas más características de la experiencia moral. Cuando menos, las siguientes: Universalidad Lo primero que sorprende cuando se analiza el fenómeno moral, la experiencia moral, es su universalidad. Parece ser común a todos los seres humanos, sean cultos o incultos, sabios o ignorantes, pertenez-

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can a una cultura u otra, etc. La moralidad se nos manifiesta como un fenómeno característico de los seres humanos. No parece darse en sujetos distintos de los humanos, ni tampoco que haya ningún ser humano dotado de razón que no la experimente. Originariedad Otra característica fundamental del fenómeno moral es su irreductibilidad a cualquier cosa distinta de él mismo. Cuando algo no puede reducirse a algo distinto de sí mismo, decimos que es un «fenómeno originario», en el sentido de básico, elemental o primario. La experiencia moral es única en su género y distinta de cualquier otra. Nos sentimos obligados a hacer ciertas cosas y a evitar otras, con independencia de que coincidamos o no en los contenidos a realizar. Autonomía Hay otra nota muy característica de la experiencia moral, y es su carácter autónomo. Quien me siento obligado soy yo, de modo que soy a la vez acusador y juez. La decisión moral es siempre propia e intransferible. Incluso en aquellos casos en que la decisión la tome otra persona, no me vinculará moralmente si no la asumo como propia. Moralidad y autonomía, por tanto, se identifican. No cabe moralidad más que de los seres autónomos, y no existe autonomía sin moralidad. Cada ser humano es su propio tribunal. Conciencia del deber La autonomía moral consiste siempre en actuar de cierto modo porque uno cree que debe hacerlo así. Se puede actuar por motivos muy

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distintos a los del deber; por ejemplo, por gusto, por comodidad, por obediencia, por presión social, por imitación, etc. En todos estos casos no se hacen las cosas por deber sino por otros motivos. Esto significa que no se actúa por criterios moralmente autónomos sino moralmente heterónomos. El significado etimológico de autonomía es autogobierno o autolegislación. Aquí hablamos del autogobierno y autolegislación morales, es decir, realizados por el motivo moral, que es el deber, no por cualquier otro. Hay muchas proposiciones humanas que no son morales ni imperativas, sino descriptivas (así, cuando digo «la mañana está soleada», estoy haciendo un juicio de hecho, no un juicio moral). Yo puedo formular este juicio porque quiero, es decir, autónomamente, pero no por un motivo moral, en cuyo caso no se trata de un juicio o una decisión moral. No cualquier decisión es moral. Para ello tiene que estar hecha por deber, porque uno cree que debe hacerlo. Si es otro el móvil de la decisión, esta no es directamente moral. Ello explica el hecho de que muchas personas tomen decisiones autónomas (por ejemplo, pasear, o ir en autobús), pero que no son en el rigor de los términos morales. Para que suceda esto último es preciso que lo hagan por deber y no por otra razón. Cuando no sucede así, cuando se toman por un móvil distinto del deber, las decisiones son moralmente heterónomas, por más que se hayan tomado informada y libremente, es decir, aunque sean autónomas en sentido coloquial, pero no en el moral. Una decisión puede ser autónoma desde el punto de vista psicológico, jurídico, etc., y ser heterónoma en perspectiva moral, y viceversa. Pues bien, la experiencia moral es la experiencia de la autonomía moral. Y eso es lo que denominamos experiencia del deber. Heteronomía y falacia naturalista Precisamente porque la experiencia moral o experiencia del deber es originaria, irreductible a cualquier otra y autónoma, resulta incompatible con cualquier tipo de reduccionismo, es decir, de heteronomía.

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Se llama heterónoma toda conducta moral regida por normas distintas a las que se da a sí mismo el ser humano. La heteronomía consiste siempre en la reducción de la ética a algo distinto de ella misma. Es lo que en historia de la ética se conoce con el nombre de falacia naturalista. Se trata de reducir lo específico de la ética, que expresamos con el verbo prescriptivo o moral «debe», a algo distinto de ella misma, generalmente expresado mediante el verbo descriptivo o natural «es». En la falacia naturalista caen necesariamente todas las éticas no autónomas o heterónomas, ya que reducen la moralidad a algo distinto de ella misma. Falacias y reduccionismos Reducir la ética a algo distinto de ella misma da siempre lugar a falacias lógicas. La falacia es una proposición que se presenta como verdadera pero que solo lo es aparentemente, porque comete algún error lógico. De entre los muchos tipos de falacias, hay unas que se denominan «falacias de definición» (aquellas en que la definición de los términos o conceptos no es correcta, lo que da lugar a conclusiones erróneas). En el campo de la ética tres son las más frecuentes: la «falacia tecnocrática», que «reduce» los problemas éticos a problemas técnicos; la «falacia fideísta», que reduce la moralidad al sistema de creencias propio de cada religión, y por tanto niega la especificidad del fenómeno moral, y la «falacia legalista o jurídica», que reduce la moral al derecho, considerando que no hay más normas que las jurídicas. Las tres son especificaciones de la que antes hemos llamado «falacia naturalista», que engloba a todas. Las analizaremos sucesivamente: • La falacia tecnocrática consiste en la «reducción» de los problemas éticos a problemas técnicos. La palabra «tecnocracia» significa gestión del poder por parte de los técnicos. El término está

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construido por similitud con el de «democracia», «aristocracia», etc., como modos de gestionar el poder político. La tecnocracia es la teoría según la cual los técnicos no solo tienen la capacidad de gobernar su propio sector productivo, sino que son también los más capacitados para gobernar la sociedad en general. Para ellos, los problemas sociales son problemas técnicos, y lo mismo cabe decir de los problemas morales. Este tipo de mentalidad es herencia del positivismo, para el que los fenómenos morales son meras cuestiones de hecho, de modo que la ética se disuelve en ciencia o en técnica. Es la tecnocracia moral, la idea de que todo conflicto ético es un problema técnico mal planteado y peor resuelto. Esto es particularmente frecuente en el campo de la economía, la estrategia, etc. Su expresión máxima es la llamada «teoría de la elección racional», que es un método técnico de optimización de resultados. Se ha querido ver en ese procedimiento, desde los años cincuenta del siglo XX, el método de la ética. Los problemas morales se reducen, por tanto, a las cuestiones técnicas de optimización de los intereses. Pero ya en esa época se planteó un dilema que parecía demostrar que eso no es así. Es el llamado «dilema del prisionero», en el que la búsqueda del propio interés sin tener en cuenta móviles específicamente morales, como el del cumplimiento del deber de veracidad, da como consecuencia decisiones subóptimas. El móvil específicamente moral (decir la verdad, no traicionar, etc.), distinto del interés, no puede confundirse con él, ni tampoco tratarse como un mero problema técnico de optimización de los intereses. Si algo demuestra el dilema del prisionero es que el móvil moral sirve, además, para optimizar las decisiones. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si los seres humanos no consideráramos un deber decir la verdad? • La falacia fideísta, o «reducción» de los problemas éticos a cuestiones religiosas. Por fideísmo moral se entiende todo sistema que niega capacidad a la razón para el establecimiento de normas mo-

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rales o para el gobierno de la vida moral. El fideísmo considera que solo desde la fe religiosa es posible construir una moral. De ahí que las éticas fideístas sean siempre heterónomas y caigan en la falacia naturalista. No toda religión es fideísta, pero el fideísmo ha sido la nota más frecuente de las morales religiosas a todo lo largo de la historia. Para los defensores de esta falacia, no puede haber ningún sistema moral coherente si no está basado en una creencia religiosa, de modo que la ética es siempre y necesariamente un epifenómeno de la religión. • La falacia legalista, o «reducción» de la norma ética a la norma jurídica. De igual modo que en la antigüedad la más frecuente fue la falacia fideísta, hoy, en un mundo cada vez más secularizado, la más extendida suele ser la falacia legalista. La dogmática religiosa, al secularizarse, ha sido sustituida por la dogmática jurídica. En ambos casos, se trata de sistemas heterónomos de normas, unas religiosas y otras seculares. Las leyes civiles surgen por lo general de las decisiones democráticas de los pueblos, y por tanto son los ciudadanos libres y autónomos quienes las legitiman. Pero esas normas legales no obligarán moralmente más que si el ser humano autónomo las considera morales. Dicho de otro modo, la norma legal es en principio heterónoma, y solo se hace autónoma cuando el sujeto moral la asume como propia en el ejercicio de su autonomía moral. Cuando no se procede así sino que se reduce la ética al derecho y se considera que la ética no consiste más que en el cumplimiento de los deberes legales, o en el respeto de los derechos humanos, se está incurriendo en la falacia legalista o jurídica. Resumiendo: la experiencia moral es la experiencia de la obligación o del deber. Todo ser humano cree que debe. Podrá diferir respecto de otro ser humano en el contenido, en lo que cree que debe. Pero aquí nos hemos ocupado del análisis de su estructura formal, es decir del carácter debitorio de la realidad humana. El ser humano cree que

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debe, por ejemplo, cumplir la palabra que ha dado, o la promesa que ha hecho, o que debe no hacer mal a los demás, o decir la verdad, etcétera, etcétera.

2 Hechos, valores, deberes La ética es una disciplina práctica. Su objeto es tomar decisiones que puedan considerarse moralmente correctas. Que la ética consista en tomar decisiones, es algo que se da por supuesto y no es objeto de discusión. Los seres humanos hemos de estar continuamente tomando decisiones para poder vivir o sobrevivir. Y ello por pura necesidad biológica. Sin eso nuestra vida sería imposible, fracasaría sistemáticamente. Tenemos que actuar, para ello necesitamos decidir, y para decidir nos resulta imprescindible proyectar. Los actos humanos no proyectados, como sucede con todos los actos reflejos, automáticos o inconscientes, no son morales ni competen a la ética. La ética se ocupa solo de los actos corticalizados, más aún, proyectados. El proyecto exige, cuando menos, una cierta capacidad mental, y además un lapso de tiempo, por mínimo que este sea. Se proyectan siempre los actos futuros. Si algo sucede instantáneamente, de modo súbito, sin la posibilidad de pre-verlo o pro-yectarlo, el acto no es moral, dado que no ha sido posible anticipar una respuesta. Solo los actos proyectados son morales, solo de ellos somos moralmente responsables. Lo cual significa que la ética trata siempre no del presente sino del futuro, no de lo que es sino de lo que aún no es pero debe ser. Lo anterior no es objeto de discusión. Que los seres humanos tenemos que decidir, y que las decisiones han de ser el resultado de la pon-

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deración de un conjunto de factores, es decir, de un proyecto, resulta obvio, a poco que cada uno analice su propia experiencia. Los problemas comienzan cuando intentamos determinar cómo han de tomarse las decisiones, o qué condiciones deben cumplir los proyectos para que puedan considerarse moralmente correctos. Esta es la cuestión. AMBIGÜEDAD DE LOS TÉRMINOS «ÉTICA» Y «MORAL» Comenzar de este modo el estudio de la ética tiene varias ventajas. Una, coyuntural, es que a todos los seres humanos nos resulta fácil entender por esta vía que la ética no es algo extraño o extrínseco a nosotros mismos, sino que nos viene exigido por nuestra propia condición biológica, y que por ello mismo nos resulta ineludible. No es posible vivir sin tomar decisiones, y no cabe hacer esto último sin proyectarlas. Para eso sirve lo que llamamos inteligencia. Si quiere aplicarse este término también a los animales, entonces habrá que precisar añadiendo que estamos hablando de la inteligencia específicamente humana, no de la inteligencia animal. El sistema nervioso les sirve a los animales, desde luego, para prever los acontecimientos; por ejemplo, dónde han de colocar su pata cuando corren, a fin de no fracasar en su desplazamiento. Pero la inteligencia humana es muy particular, porque no solo sirve para prever (aunque en muchos aspectos su capacidad de previsión es muy inferior a la de muchos animales) sino para proyectar. O dicho de otra manera, el proyecto es la previsión propia y específica de la especie humana. Si el proyecto se diera también en los animales, tendríamos que concluir que en ese mismo grado son también seres morales. Pero el enfocar así el análisis de la ética tiene otra ventaja, ahora no ya coyuntural sino básica, fundamental. Se trata de que la palabra ética, procedente del griego, como también su sinónima derivada del latín, moral, significan en ambos idiomas hábito, uso, costumbre, modo de vida. Tal es el primer sentido de estos términos, el más pri-

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mitivo, el originario. Según él, todo ser humano tiene ética, habida cuenta de que todos tenemos hábitos o costumbres. Así se explica que los antropólogos hablen de las costumbres morales de los habitantes de las islas de Oceanía, etc. Este es el sentido amplio o impreciso de los términos ética y moral. Porque no todos esos hábitos están proyectados. La mayor parte, de hecho, no lo están. Quizá lo fueron en un comienzo, pero luego, cuando la repetición de actos acabó constituyendo un hábito, el proyecto fue disminuyendo en intensidad hasta casi desaparecer. Y al final resulta que el hábito nos puede, incluso cuando proyectamos hacer lo contrario. La medicina es buen testigo en esta causa. Cuando se diagnostica en un paciente una diabetes tipo II, se le dice que debe cambiar sus hábitos alimentarios. Y el paciente proyectará hacerlo. No solo eso, sino que comenzará cumpliendo a rajatabla las prescripciones del médico. La experiencia demuestra, sin embargo, que al cabo de meses o años, un amplio número de personas habrá vuelto a sus hábitos alimentarios primitivos. El hábito vence al proyecto. Aún hay más. Todos comenzamos nuestra vida moral introyectando las normas que nos dictan nuestras figuras de autoridad, padres, maestros, líderes religiosos o sociales, etc. Nadie empieza proyectando sus actos. El niño pequeño diferencia lo bueno y lo malo por imitación de la conducta de sus mayores. En los orígenes de nuestras costumbres está la mímesis obediente, no el proyecto autónomo. Dicho en términos más técnicos, todos comenzamos siendo moralmente heterónomos. Pues bien, hay que decir que la madurez moral consiste en el paso de la heteronomía de la infancia a la autonomía de la vida adulta; si se prefiere, del acto meramente imitado al acto proyectado. Solo este último tipo de actos es moral en el sentido estricto de la palabra, porque solo de estos somos verdaderamente responsables. Cuando actuamos por mera imitación, si se prefiere, por obediencia ciega, delegamos la responsabilidad de nuestros actos en otras personas, padres, maestros, líderes, o en otras instituciones, las iglesias, las normas jurídicas, los usos y costumbres sociales, etc.

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No es que la persona autónoma no pueda seguir las normas o los mandatos que le vienen de instancias distintas de él mismo; es que tendrá que decidir autónomamente si asume o no como propios esos mandatos, haciéndose de ese modo responsable de la decisión que tome, de forma que la responsabilidad de la decisión sea suya y no de las otras personas. Esta es la diferencia entre «consentir» en algo y «obedecer ciegamente». Se consiente autónomamente; se obedece de modo heterónomo. Ni que decir tiene que la ética trata solo de los actos autónomos. Estos son los actos proyectados. Lo cual significa que al primer sentido de los términos ética y moral, en tanto que descripción de hábitos o costumbres, hay que añadir uno segundo, mucho más preciso, que es el de estudio de los actos humanos en tanto que proyectados, y por consiguiente en tanto que autónomos. Como ya advirtió Kant, los actos heterónomos no son, en el rigor de los términos, morales. Muchos son amorales (los inconscientes, automáticos, etc.). Y otros son claramente inmorales, porque es inmoral abdicar de la propia responsabilidad, deponiéndola en otra persona u otra institución. Esto, además, no resulta fácil, porque al actuar así, uno se está haciendo responsable de las decisiones que tome el otro, en cuyo caso no estará actuando de modo amoral sino claramente inmoral. De este dilema no puede salvarse más que aquel en quien la heteronomía se haya convertido en hábito tan arraigado, que se siga considerando moralmente autónomo a pesar de asumir automática y acríticamente las decisiones de los demás. Esto, que constituye la muerte de la conciencia moral, es, sorprendentemente, lo más usual. Hannah Arendt lo ha bautizado con una expresión afortunada: la «banalidad del mal». El mayor mal es la pérdida de conciencia del mal. Todo proyecto humano es intrínsecamente moral. No hay proyecto no moral, ni tampoco es posible encontrar nada moral fuera del proyecto. Y ello por la razón de que todo proyecto que hacemos (el de escribir un texto, por ejemplo este que ahora escribo) se vuelve sobre nosotros y nos pide cuentas. Quien realiza un proyecto es responsable

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de él. En eso consiste la responsabilidad moral. Si un acto no estuviera proyectado, no seríamos responsables de él, pero en cuanto cobra la forma de proyecto genera en nosotros una responsabilidad, la de haberlo proyectado. Este es el origen de la responsabilidad moral. Construyendo proyectos, nos proponemos fines en nuestra vida, construir una casa, leer un libro, amar a una persona. Pues bien, esos fines cobran de algún modo vida propia, hasta el punto de pedirnos cuentas. Nosotros somos responsables de los fines que hemos proyectado. Lo cual quiere decir que somos algo así como los fines de nuestros fines. Eso es lo que Kant llamó, con frase espléndida, ser «fin en sí mismo», que es la definición de sujeto moral. Ser moral es todo aquel que hace proyectos y es consciente de ello, y que por tanto se sabe responsable de sus propios proyectos. A los seres que no proceden así se les califica de «naturales». A los que poseen esa otra condición, se les denomina «seres morales». LOS PROYECTOS HUMANOS Y SU ESTRUCTURA Así las cosas, hemos de preguntarnos en qué consiste esta condición humana de proyectar o hacer proyectos, de qué elementos se compone, o qué pasos la integran. Proyectar exige poner en actividad todas las facultades de nuestra mente. Primero de todo, es preciso utilizar las funciones llamadas cognitivas. En efecto, yo no puedo proyectar nada si carezco de los datos sensoperceptivos y cognoscitivos básicos sobre el asunto de que se trate. Si quiero construir una casa, tendré que tener experiencia de lo que son las piedras, de su dureza, de la posibilidad de colocar una sobre otra siempre que sus superficies sean lisas, de utilizar como aglutinante el barro, habida cuenta de que al secarse cobrará dureza e impedirá que las piedras se muevan, etc., etc. Sin el conocimiento de esos «hechos» y de otros similares no hay posibilidad de elaborar el proyecto de construir una vivienda. Esto es por demás evidente. Pero

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no lo es tanto el añadir que con solo eso no hay proyecto. Dicho de otro modo, este momento cognitivo del proyecto es condición necesaria suya, pero desde luego no suficiente. Y es que en el proyecto hay siempre un segundo momento que no tiene carácter cognitivo sino evaluativo, estimativo o apreciativo. Quien proyecta construir una casa incluye necesariamente en su proyecto, además de los juicios de hecho sobre los materiales a utilizar, juicios de valor. Estos ya son más difíciles de entender, teniendo en cuenta nuestra ignorancia del mundo de los «valores». Ignorancia tanto más llamativa, cuanto que todos valoramos continuamente, y que el valorar es una necesidad humana tan perentoria como el pensar o el comer. No se puede vivir sin valorar, y, por supuesto, no hay posibilidad de elaborar un proyecto pasando por alto o dejando de lado las estimaciones o juicios de valor. Todo el que proyecta construir una casa lo hace porque considera que de ese modo podrá vivir con más comodidad, o preservar mejor su salud, o su vida, etc. Todos estos son juicios de valor, habida cuenta de que los predicados respectivos son de valor: comodidad, salud, vida, bienestar, etc. Si construyo una casa es porque valoro positivamente lo que es la casa frente al valor de los materiales con los que la he levantado, por ejemplo, el montón de piedras. El momento de valoración es inherente a todo proyecto. Sin valoración no hay proyecto. Pero aún hay más. Porque los proyectos no se elaboran solo con juicios de hecho y juicios de valor. En todo proyecto hay un tercer momento, que es el práctico, el que tiene por objeto su realización. Los proyectos se hacen siempre con el objetivo de tomar decisiones respecto a lo que podemos, debemos o tenemos que hacer. Junto al momento cognitivo y al estimativo, hay, pues, otro operativo o práctico, el de realización de lo proyectado. Si queremos expresarlo con la terminología clásica de las tres potencias o facultades del psiquismo humano, habrá que decir que en el proyecto no interviene solo la inteligencia, el factor que antes hemos llamado cognitivo, ni solo el sentimiento, el momento evaluativo o valorativo, sino también la

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voluntad, es decir, el momento operativo o de realización. El objetivo del proyecto es la realización, el llevarlo a cabo. Ni que decir tiene que este tercer momento se halla no solo unido a los dos anteriores, sino soportado por ellos, ya que consiste siempre en volcar el segundo momento sobre el primero, es decir, en añadir valor a los hechos. Actuando, intentamos incrementar el valor de las cosas, de la realidad, hacerla más rica, más valiosa. La actividad del ser humano sobre la tierra no consiste en otra cosa que en esto, en transformar la realidad a través del proyecto, de tal modo que resulte enriquecida en valor y, de ese modo, humanizada. Esa es nuestra obligación moral, nuestra única obligación moral. Toda acción humana, todo lo que el ser humano ejecuta, no es otra cosa que el intento de añadir valor a los hechos. Y como la riqueza es la medida del valor, resulta que siempre que actuamos lo hacemos con el objetivo de incrementar la riqueza de la realidad. Eso es lo que explica que el trabajo esté gravado con un impuesto que se llama, precisamente, «impuesto sobre el valor añadido». Se supone que quien trabaja lo hace siempre con este objetivo, el de añadir valor. HECHOS, VALORES, DEBERES El proyecto, pues, consta de tres momentos, el cognitivo o intelectual, el evaluativo o emocional y el volitivo o práctico. El término de cada uno de esos momentos, lo que un fenomenólogo llamaría su noema, recibe un nombre específico, que en el primer caso es el de «hecho», en el segundo el de «valor» y en el tercero el de «deber». En todo proyecto se dan los tres: este parte necesariamente de unos hechos, vuelca sobre ellos juicios de valor y, finalmente, delibera sobre lo que debe o no llevar a cabo. Ni que decir tiene que el momento específicamente moral es el tercero. Lo cual significa que el razonamiento moral es particularmente complejo, ya que está al final de un proceso que ha de comenzar siempre por el establecimiento

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correcto de los hechos y seguir luego con el análisis de los juicios de valor que reposan sobre tales hechos. Solo tras ese proceso cabe plantearse el tema de los deberes, es decir, de aquello que debe o no debe hacerse. Con hechos deficientes o un análisis incorrecto de los valores en juego, nunca podrá saberse con precisión qué debe o no debe hacerse. Desdichadamente, la falta de rigor en este proceso es la norma, y en ello está la causa de la mayor parte de los errores en la toma de decisiones morales. Hechos, valores y deberes se expresan lingüísticamente en forma de juicios o proposiciones que se llaman, respectivamente, «de hecho o descriptivas», «de valor o evaluativas o valorativas», y «de deber o prescriptivas o morales». Ejemplo de las primeras son las proposiciones científicas, y más en concreto las propias de la ciencia médica. «Pedro tiene una cirrosis hepática» es una proposición descriptiva o de hecho. Se trata de un hecho clínico, y de ahí que a este tipo de juicios se le conozca con el nombre de «juicio clínico». Todo profesional sabe en qué consiste, de tal modo que sobre los hechos no son precisas mayores explicaciones. La formación médica va dirigida a dotar al profesional de los conocimientos y las habilidades necesarios y suficientes para que pueda formular este tipo de proposiciones con objetividad y rigor. Lo cual es de una enorme importancia, porque sin buenos hechos todos los pasos ulteriores del análisis están por definición condenados al fracaso. Pero acto seguido hay que afirmar que con solo hechos, por muy precisos y correctos que estos sean, no hay proyecto adecuado ni decisión correcta. Es necesario añadir a las proposiciones factuales o de hecho los adecuados juicios de valor. Y en esto los profesionales de la salud hacen por lo general gala de una supina ignorancia, impropia de la gravedad de las decisiones que toman. Este es uno de los puntos más sensibles de la práctica médica actual, y sin duda el que más lesión produce en la calidad de las decisiones clínicas. Sin un dominio tan preciso de los valores como hoy lo tienen de los hechos, los clínicos no podrán mejorar sus decisiones ni incrementar la corrección y calidad de su práctica. Ni que decir tiene

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que lo dicho a propósito de los profesionales sanitarios es generalizable al conjunto de las profesiones, o incluso a la generalidad de los agentes sociales. Además de juicios de hecho hay, pues, otros que son de valor. Una proposición de hecho es: «la mañana está soleada», y una de valor, «la mañana está agradable». Esto se debe a que el primero es un predicado de hecho, algo constatable a través de los sentidos, en este caso el de la vista, en tanto que lo segundo no es propiamente un dato de percepción sino de estimación. La mente humana hace muchas cosas distintas. Además de percibir, recuerda, imagina, piensa, quiere. Pues bien, una cosa que hace la mente es estimar, evaluar, valorar o apreciar. Todo lo que percibimos, y por tanto todo hecho, lo sometemos de modo inmediato y necesario a un proceso de evaluación. La persona que vemos nos parece guapa o fea, agradable o desagradable, elegante o desgarbada, rica o pobre, buena o mala, etc. Y también es claro que viendo lo mismo, y por tanto coincidiendo en el juicio de hecho, podemos disentir en el proceso de evaluación o valoración. Lo que a uno le puede parecer bello, otro no lo tendrá por tal, etc. Hay un tercer tipo de proposiciones o juicios, que a diferencia de los descriptivos y los evaluativos se llaman prescriptivos. Se les denomina así porque son mandatos, mandan hacer ciertas cosas o no hacer otras. Tales proposiciones suelen usar, en vez del verbo descriptivo «ser», el prescriptivo «debe». De no ser así, se utilizará un tiempo verbal llamado, precisamente, «imperativo»; p.e., «haz tal cosa», «no hagas tal otra cosa», «no mientras», etc. Para resaltar su carácter imperativo, es frecuente que la frase la formulemos entre admiraciones: «¡no mientas!». No toda proposición prescriptiva ni todo juicio imperativo es moral. Hay prescripciones que son técnicas. En medicina son muy frecuentes; tanto, que al acto de poner un tratamiento a un paciente se le ha llamado desde tiempos inmemoriales «prescribir», y a lo mandado «prescripción». Si le digo a un paciente: «no fume», estoy utilizando un tiempo verbal imperativo, precisamente para dejar constancia del

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carácter prescriptivo de mi mandato. Ni que decir tiene que estos imperativos no son directamente morales, aunque sí pueden serlo, como en el caso citado, de modo indirecto. Los mandatos morales son los propios del tercer momento del proyecto, no del primero, como son los mandatos técnicos. El mandato moral es el que dice lo que debe o no debe hacerse, una vez analizados los hechos y ponderados los valores en juego. Hemos dicho antes que el deber consiste siempre en lo mismo, en realizar los valores implicados en el proyecto o lesionarlos lo menos posible, ya que nuestro objetivo, nuestro único objetivo, es añadir valor, incrementar el valor de la realidad. Por tanto, si un valor, pongamos por ejemplo, la justicia, no está completamente realizado en el mundo, nuestro deber será promover con nuestros actos la justicia. Y lo mismo cabe decir de todos los demás, la paz, la solidaridad, el amor, la salud, la vida, el bienestar, la felicidad, etc., etc. LA ESTRUCTURA DEL DEBER: «DEBERÍA» Y «DEBE» Ese es el primer imperativo moral, la realización plena y perfecta de los valores. Ello quiere decir que todos los seres humanos proyectamos siempre un mundo en el que todos los valores se hallen plenamente realizados, de tal modo que en él reinen la justicia, la paz, la solidaridad, el amor, la salud, la vida, el bienestar, el placer, la felicidad, etc. Este es el proyecto de los proyectos. Ello explica que todas las culturas hayan intentado materializarlo a través de narrativas, como son los relatos mitológicos, las epopeyas, las poesías, los cuentos populares, las novelas, las canciones, el folclore, etc. Esto significa que el ser humano, para hacer juicios morales, siempre necesita tener un referente ideal, un mundo que no existe, pero que sin embargo nos obliga a promover su realización lo más posible, incluso aunque estemos seguros de que no podremos conseguirlo. Ese mundo ideal se llamó en algunas culturas la edad de oro, en otras el paraíso, o el reino de Dios, como en

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la tradición cristiana, o el reino de los fines de que nos habla Kant, o el paraíso del proletariado, en la versión marxista, etc. Si nuestro primer y máximo imperativo moral es realizar valores, realizar todos los valores, es lógico que proyectemos esa realización en un mundo ideal o escatológico en que todos ellos se den en plenitud. En nuestra lengua, esto lo expresamos utilizando un tiempo verbal muy peculiar, el llamado «potencial», que en el caso del verbo deber es «debería». Se le llama potencial porque no solo no designa algo que ya existe, sino que ni existe, ni ha existido ni se espera que exista; así en las expresiones «debería hacer» o «debería haber hecho» tal o cual cosa. Es ese mundo ideal que todos soñamos debería existir, por más que tengamos casi la certeza de que nunca llegará a ser real. Cuando vemos algo que nos parece incorrecto, decimos que no debería haber sucedido, o que no debería suceder, por más que suceda todos los días. Hay cosas que suceden pero que no deberían suceder. Y es porque no podrían formar parte de un mundo bien ordenado de seres humanos, donde los valores se dieran en plenitud. Una cosa es el debería y otra muy distinta es el «debe». No debería haber guerras, pero todos consideramos un deber la protección de nuestra casa, o de nuestra familia, o de la patria, etc., incluso mediante el uso de la fuerza. Y es que debería y debe no se identifican. Además del tiempo potencial, en los verbos de todas las lenguas hay otro tiempo, que es el «indicativo», el presente de indicativo. Debería haber paz, pero yo debo defender a mi pueblo. El debería es no solo imperativo sino además categórico. Quiere esto decir que manda siempre y sin excepciones. Por el contrario, el debe es imperativo, pero hipotético, ya que los juicios de deber necesitan incluir, además de los valores de ese mundo ideal que nos exige su máximo cumplimiento, las circunstancias del mundo real en el que hemos de tomar la decisión y la consideración de las consecuencias que presumiblemente generará nuestro acto. El debería haber paz es la regla, y como regla tiene carácter absoluto. Los juicios de debe han de ajustarse por lo general a esa regla, pero las circunstancias del caso y las consecuencias previsi-

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bles pueden hacer que sea prudente o necesario hacer una excepción a la regla, cual es el caso de la llamada guerra justa en lo relativo al valor paz. Ni que decir tiene que quien hace la excepción tiene de su parte la llamada en lógica carga de la prueba, de modo que si no es capaz de justificar adecuadamente la necesidad de la excepción, está obligado a no hacerla, y por tanto a seguir la regla. LOS VALORES Y SU MUNDO Expuesto en sus líneas generales el contenido de cualquier proyecto humano, es preciso que ahora analicemos con algún mayor detalle cada uno de los momentos que hemos identificado en él. El primero es el relativo a los hechos. Por razones obvias, es aquel en que menos hay que insistir. Nuestra cultura está basada en la exaltación de los hechos, sobre todo de los hechos científicos, y por tanto a todos nos es familiar este mundo. Los profesionales de la salud han recibido un prolongado entrenamiento en el mundo de los hechos clínicos y saben de su importancia. Y así todos los demás. Los dos únicos puntos que conviene destacar a este respecto son: primero, que los hechos clínicos, como cualesquiera otros hechos científicos, no son absolutos, de modo que las decisiones clínicas las debe tomar el profesional a la vista de los hechos clínicos, pero consciente de la incertidumbre que esos hechos encierran; y segundo, que precisamente por ello, las decisiones sobre hechos clínicos no son verdaderas o falsas sino prudentes o imprudentes. La prudencia no exige tomar decisiones ciertas, entre otras cosas porque ello no es posible, sino decisiones ponderadas, sabias, razonables o responsables. Esto obliga a rebajar la incertidumbre hasta límites adecuados. Para ello es preciso tener ciencia y experiencia. El procedimiento para tomar decisiones gestionando prudentemente la incertidumbre clínica se llama deliberación. Las llamadas en España sesiones clínicas, en algunos países de América latina ateneos y en Estados Unidos grand rounds, son sesiones de

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deliberación en orden a tomar decisiones razonables o prudentes a la vista de los hechos clínicos. Pero el grave problema no suele estar en el orden de los hechos sino en el de los valores. Ya hemos visto que todos los seres humanos valoramos, y valoramos necesariamente. A pesar de lo cual, los valores tienen muy mala prensa en nuestra cultura. Durante muchos siglos se pensó que eran completamente objetivos, de modo que había unos valores verdaderos y que quien no los veía así era por incapacidad mental o por mala educación; más brevemente, por enfermedad o por vicio. La consecuencia es que todas las figuras de autoridad, sacerdotes, gobernantes, profesionales, padres, maestros, médicos, se consideraban en la obligación de exigir a los demás el respeto de esos valores pretendidamente objetivos, incluso mediante el uso de la fuerza. Esto explica que las sociedades tradicionales fueran monistas, es decir, combatieran por todos los medios el pluralismo axiológico. El objetivismo de los valores, que cabe representar paradigmáticamente en las Ideas platónicas, dio paso en el mundo moderno a otro tipo de concepción, en la cual se consideró que los valores eran completamente subjetivos, y que además se construían por vía primariamente emocional y no racional, de modo que eran irracionales e impermeables a cualquier tipo de argumentación. Eso explicaría la gran disparidad de valores que se da entre los seres humanos. Esa disparidad ahora ya no parecía lógico combatirla mediante el uso de la fuerza, razón por la cual se consideró que lo más coherente era respetarla en su diversidad y, por tanto, admitir el pluralismo de valores. De este modo, el mundo moderno estableció como principio la neutralidad axiológica, generalizándose la idea de que, habida cuenta de su carácter emocional o no racional, la discusión o deliberación sobre valores estaba de antemano condenada al fracaso. De la imposición de valores se pasó así a la tolerancia, y del monismo a la aceptación del pluralismo. La tesis que acabo de describir es la que hoy mantienen la mayoría de las personas. Es posible argumentar sobre ideas, pero no sobre

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creencias o valores. «Sobre gustos no hay nada escrito», dice un refrán castellano, a pesar de la evidencia en contra de miles y miles de volúmenes que yacen en las bibliotecas. En la actualidad va surgiendo, bien que tenuemente, una tercera tesis, para la que los valores no son completamente objetivos, conforme al criterio antiguo, pero tampoco por completo subjetivos, de acuerdo con la tesis moderna, sino que tienen un carácter tan peculiar, que hasta carecemos de término adecuado para denominarlo. Los valores no son racionales, ni tampoco irracionales; son «razonables», y para gestionarlos correctamente hay que moverse en el espacio peculiar de la razonabilidad. En contra de lo que hoy se da por supuesto, todos tenemos la obligación de que nuestros valores sean, cuando menos, razonables. Y el procedimiento para conseguir esto último es, de nuevo, la deliberación. De igual modo que puede y debe deliberarse sobre los hechos, es preciso deliberar sobre valores. Así debe verse la relación clínica, como un proceso deliberativo entre el profesional y el paciente, no solo sobre los hechos clínicos sino también sobre los valores implicados, en orden a la toma de decisiones razonables o prudentes. Llegados a este punto, resulta necesario justificar por qué hablamos de valores y no de normas, reglas, leyes o derechos, como es frecuente en muchos tratados de ética, ni tampoco de principios, al modo de la llamada bioética principialista. La razón es obvia tras lo dicho. No todas esas cosas tienen la misma radicalidad. Los valores son ineludibles en la vida humana y tienen carácter primario. Nadie puede vivir sin valorar, según ha quedado ya expuesto. La valoración es una experiencia originaria de la mente humana. No les sucede lo mismo a las normas, las leyes o los derechos, y tampoco a los principios. ¿De dónde saldrán las leyes? ¿Cómo las construirán los seres humanos? No hay más que una respuesta posible: desde los valores, a partir de ellos. Dime qué valores tienes y te diré qué leyes generas. Lo mismo cabe decir de los principios. Los principios son expresión de valores. De hecho, los cuatro principios de la bioética son valores. Los principios son valores, pero no todos los valores son principios. De ahí

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que el lenguaje de los valores sea no solo más radical, sino también más rico y plástico que el de las normas o los principios. Si de veras queremos aprender a razonar moralmente sin concesiones, debemos hacerlo a partir de los valores. Conseguido esto, todo lo demás se nos dará por añadidura. VALORES INTRÍNSECOS Y VALORES INSTRUMENTALES El mundo de los valores es complejo y no cabe resumirlo en breve espacio. Pero hay una distinción que es esencial para su manejo. Me refiero a la que divide todos ellos en dos grupos, el de los valores instrumentales y el de los valores intrínsecos. Se denomina valores instrumentales o por referencia aquellos cuyo valor está referido a (o depende de) otro valor distinto de él mismo. Un fármaco, por ejemplo, tiene valor, al menos económico, pero solo en tanto en cuanto sirve para aliviar un síntoma, incrementar el bienestar, curar una enfermedad o salvar la vida. El valor del fármaco, por tanto, depende de otros, que son el placer, el bienestar, la salud o la vida. Si no sirviera para ninguna de estas cosas, diríamos que «no vale para nada». El fármaco no tiene valor en sí, sino por referencia a esos otros valores que son extrínsecos a él mismo. En esa situación están todos los instrumentos técnicos, un coche, un avión, un aparato de rayos X o un ecógrafo. Todos son valores técnicos, instrumentales o por referencia. Si hay valores por referencia, han de existir otros, concretamente aquellos a los que los valores técnicos hacen referencia. Estos suelen llamarse valores intrínsecos o valores en sí. Son los que tienen valor por sí mismos, no por referencia a nada distinto de ellos. Si cualquiera de estas cualidades de valor intrínseco desapareciera, aunque todo lo demás permaneciera tal como está, creeríamos haber perdido algo importante, es decir, algo valioso. Y como hemos partido del supuesto de que todo lo otro permanece igual, resulta que aquello es valioso

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por sí mismo, sin referencia a ninguna otra cosa. Si del mundo desapareciera la belleza, o la salud, o el amor, o la amistad, o la vida, o la justicia, o la paz, creeríamos haber perdido algo valioso, por más que no variaran las demás cosas. Esta distinción entre valores intrínsecos y valores instrumentales es fundamental, porque ambos tienen propiedades muy distintas. Los valores instrumentales pueden permutarse entre sí sin problemas. Si yo encuentro un fármaco que alivia mejor un síntoma que el que venía usando, lo cambio sin dilación. La segunda propiedad es que la unidad de medida de los valores instrumentales es económica, es el precio, de tal modo que su valor se expresa en unidades monetarias. La moneda es el instrumento de los instrumentos, precisamente porque no tiene otro valor que el de cambio. Opuestas a las dos citadas son las propiedades de los valores intrínsecos. En primer lugar, no son intercambiables, precisamente porque cada cosa con valor intrínseco es valiosa por sí misma. Un ser humano no puede permutarse por otro, debido a que los seres humanos estamos dotados de un valor intrínseco que es la dignidad. Pero esto vale también para las realidades no humanas. Por ejemplo, la belleza de un cuadro no es intercambiable por la de otro. Si perdemos la belleza de los cuadros de Velázquez, habremos perdido un valor intrínseco, por más que nos quede la belleza de los cuadros de Goya o de Rubens. Los valores intrínsecos son valiosos por sí mismos, y por esa razón no son permutables. Y además, no se miden en unidades monetarias. Kant dijo que el ser humano tiene dignidad y no solo precio. Y Antonio Machado escribió que solo el necio confunde el valor (intrínseco) con el precio (valor instrumental). Los valores, sean intrínsecos o instrumentales, no están en el aire sino en las cosas. Son estas las que estimamos como bellas o feas, caras o baratas, etc. Esto se expresa diciendo que los valores tienen «soporte», están soportados por las cosas. Dependiendo de cómo sean estas, los valores se llamarán «materiales», si los soporta cualquier cosa que tenga materia, «vitales», si solo los soportan los

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seres vivos, o «espirituales», si su único soporte adecuado son los seres humanos. No hay soportes puros de valores materiales, vitales o espirituales. Y de igual modo hay que decir que ninguna cosa soporta solo valores instrumentales o valores intrínsecos. Antes hemos puesto como ejemplo de valor instrumental el fármaco. Pero es obvio que también puede soportar valores intrínsecos, como por ejemplo la belleza. Y el ser humano, que soporta un valor intrínseco llamado dignidad, es también soporte de valores instrumentales. El brazo sirve para trabajar, y su lesión impide seguir utilizándolo como instrumento. Y como los instrumentos pueden valorarse en unidades monetarias, tiene sentido que los accidentes laborales den lugar a una compensación monetaria tras la adecuada y preceptiva evaluación del daño sufrido. La diferencia entre el fármaco y el ser humano está en que al fármaco lo define como tal fármaco su valor instrumental, en tanto que la condición humana viene definida por el valor intrínseco llamado dignidad. Lo cual explica que Kant dijera que los seres humanos «están dotados de dignidad y no solo de precio». Es frecuente citar esta frase sin el adverbio «solo», con lo que se le hace decir a Kant lo que él nunca quiso. CULTURA Y CIVILIZACIÓN Los actos de valoración o estimación son siempre individuales. Somos los seres humanos quienes valoramos las cosas. Pero como la valoración es parte integrante de todo proyecto, resulta que los valores acaban plasmándose en la realidad a través de las decisiones que tomamos y de las cosas que hacemos o no hacemos. Por tanto, de ser individuales y subjetivos, pasan a ser sociales y objetivos. Esa plasmación social de valores es lo que denominamos cultura, en unos casos, y civilización, en otros. Se llama cultura al conjunto de valores intrínsecos de una sociedad, y civilización al monto de sus valores instrumentales o técnicos. A consecuencia de las opciones

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de valor de los individuos, al priorizar unos sobre los demás, las sociedades realizarán de preferencia unos valores en detrimento de otros. Así, por ejemplo, hay culturas que han puesto un gran empeño en promover la realización de valores intrínsecos, y otras que se han ocupado sobre todo de los valores instrumentales. Puede haber sociedades, por tanto, ricas en civilización y pobres en cultura, y viceversa. Nadie duda de que la nuestra es la sociedad más civilizada de la historia, aquella con mayor abundancia y disfrute de valores instrumentales, pero hay razones para pensar que esto ha ido en detrimento del cultivo de los valores intrínsecos. Así se explica que en ella todo se quiera medir en unidades monetarias y que se cifre la felicidad en la posesión y disfrute de instrumentos técnicos, y por tanto de valores instrumentales. Más aún, sucede que en ella los instrumentos han perdido su condición de tales, habida cuenta de que ya no se ponen al servicio de otros valores distintos de ellos mismos. De ser medios se han convertido en fines, y por tanto han perdido su condición de meros instrumentos. Esta es la máxima perversión axiológica imaginable. Los teóricos de la llamada escuela de Francfort han denominado a esto «racionalidad instrumental», algo que en la cultura occidental no ha hecho más que crecer desde sus inicios en el siglo XVIII. DE LOS VALORES A LOS DEBERES La ética es el estudio del deber. Ya hemos visto que el deber consiste siempre en lo mismo, en la realización de valores, en añadir valor a los hechos, es decir, a la realidad. Esto cabe completarlo diciendo que la ética se ocupa de añadir todo el valor posible a los hechos, y por tanto cuidando de realizar todos los valores, no solo algunos, o los que consideramos más importantes, sino todos sin excepción. Esto es algo sobre lo que nunca se insistirá suficientemente. La obligación moral no está en optar por el valor jerárquicamente superior, o elegir

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un valor, el que se considere más importante, en detrimento de los demás, sino que consiste en promover la realización de todos los valores en juego, o en procurar su mínima lesión. Cuando en una situación hay un solo valor en juego, cosa rarísima, o más bien inverosímil, todos sabemos que nuestra obligación es realizar lo más posible ese valor. Los problemas comienzan cuando hay dos o más valores implicados, que es prácticamente siempre. La cosa se complica por el hecho de que esos valores pueden entrar en conflicto en situaciones concretas. Esto es lo que se conoce técnicamente con el nombre de «conflicto de valores». Siempre que alguien dice hallarse ante un problema moral, lo que tiene en el fondo es un conflicto de valores. De ahí que nuestra obligación sea explicitar los valores que entran en conflicto. Para que haya un conflicto es necesario que estén en juego dos valores positivos, porque entre un valor positivo y otro negativo, no cabe conflicto. No es posible, por ejemplo, un conflicto entre decir la verdad y la mentira, porque mentir es un valor negativo. El conflicto estará entre respetar el valor verdad, por un lado, y no hacer daño al paciente con la información, por el otro. Entonces sí hay dos valores en conflicto, de una parte la veracidad y de otra la no maleficencia o el no hacer daño. También es importante tener en cuenta que los conflictos se dan siempre en personas concretas. El conflicto lo ha de tener alguien, una persona, aquella que deba tomar la decisión. El médico puede hallarse ante un conflicto, o lo puede tener el paciente, etc. No es correcto decir que existe un conflicto moral entre el médico y el paciente. Por supuesto que las relaciones interpersonales son fuente de conflictos. Si el médico considera necesario hacer una cosa y el paciente se opone, no hay duda de que surge un conflicto entre ellos. Pero esos conflictos, en tanto que morales, son siempre de alguien, de una persona. Por ejemplo, el profesional tiene un conflicto cuando no sabe si hacer caso al paciente y no poner el tratamiento que considera indicado o, por el contrario, hacer lo indicado y no respetar la decisión del enfermo. Eso sí que es un conflicto moral, y

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se da en una persona, en este caso el profesional. Por supuesto que el paciente puede también tener su propio conflicto, que será distinto de propio del profesional, etc. LA DELIBERACIÓN COMO PROCEDIMIENTO Tras todo lo anterior, quedará claro que tomar decisiones morales no es fácil, y que requiere una preparación adecuada. De ahí la necesidad de seguir un procedimiento que evite las desviaciones y los errores en tanto sea esto posible. Tal procedimiento es la deliberación. Ya lo hemos visto, al menos en parte. Hay que deliberar sobre los hechos, reduciendo su incertidumbre hasta límites prudentes o razonables. La deliberación sobre los hechos es la mayor parte de las veces individual. Así lo hace el profesional en cada acto clínico, en orden a tomar las tres decisiones propias de su actividad, la diagnóstica, la pronóstica y la terapéutica. Pero cuando los casos son difíciles o la incertidumbre es elevada, conviene abrir la deliberación y hacerla colectiva. A tomar decisiones prudentes no solo ayuda la ciencia sino también la experiencia. Y como una y otra se poseen siempre de modo parcial por las personas, en caso de asuntos complejos conviene ampliar la deliberación y hacerla colectiva. Esto que se dice de los hechos vale aún más para los valores. Ya hemos dicho que los valores no son completamente objetivos ni tampoco por completo subjetivos, ni por tanto racionales o irracionales, y que nuestra obligación moral es hacerlos razonables, responsables y prudentes. De ahí que los valores haya que someterlos también a un proceso de deliberación. Hay que deliberar sobre valores. El problema es que esto es superlativamente más difícil que deliberar sobre los hechos. No solemos poner excesivos reparos a que se discutan nuestras ideas, pero nos cerramos en banda ante la posibilidad de someter a examen nuestras creencias y valores. Y ello por la razón elemental de que constituyen lo más propio y característico de cada

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uno. Lo que nos define como seres humanos no son los hechos sino los valores que asumimos como propios, religiosos, culturales, políticos, éticos, económicos, etc. Es más, hemos protegido el mundo de nuestros valores con unos derechos específicos, a fin de que resulten impenetrables para los demás. Ese es el objetivo de los derechos a la intimidad y a la privacidad, así como el de confidencialidad de nuestros datos. Nuestros valores están escondidos en el lugar más recóndito de nosotros mismos, y protegidos con derechos que les hacen inexpugnables. De ahí que nos resulte violento exteriorizarlos, y aún más el hablar y discutir sobre ellos. Es como desnudarnos delante de otras personas. Si a esto se añade que en un proceso deliberativo tales personas pueden dar razones a favor de valores distintos e incluso opuestos a los nuestros, se comprende nuestra resistencia casi instintiva a la deliberación sobre estas cuestiones. Deliberar sobre valores es muy difícil, y sin embargo constituye una auténtica obligación moral. Es algo que hemos de aprender. Hay que partir del principio de que en este proceso no pueden ayudarnos quienes tienen nuestros mismos valores o piensan exactamente igual que nosotros, sino aquellos que tengan perspectivas distintas a las nuestras. Ellos son los que pueden ayudarnos a madurar, a ver los puntos débiles de nuestros valores, a modificarlos, perfeccionarlos, etc. Ni que decir tiene que para esto hay que aprender a escuchar, a considerar que quien tiene valores distintos a los nuestros puede tener, al menos, tanta razón como nosotros, a respetar a los disidentes, sin por ello convertirlos en enemigos, etc. Algo que debería aprenderse desde la escuela primaria, pero que en las actuales situaciones resulta extremadamente difícil de aceptar. Finalmente, la deliberación tiene un tercer estrato. No solo hay que deliberar sobre los hechos y sobre los valores, sino también sobre los deberes. Esto de nuevo necesita de entrenamiento, que solo puede adquirirse con la práctica. Un conflicto de valores puede o no tener solución. Si no la tiene, no hay nada que deliberar. Tampoco es preciso hacerlo cuando la solución es solo una. Esto es rarísimo en

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la vida real. Para deliberar se necesita que las soluciones o los cursos de acción sean o puedan ser, al menos, dos. Cuando un conflicto no tiene más que dos cursos de acción, estamos ante un «dilema». Es muy frecuente hablar de dilemas. Sin embargo, en la práctica son muy raros. De hecho, no se dan más que en situaciones extremas. Normalmente los conflictos de valores tienen bastantes más de dos soluciones, razón por la cual no les cuadra el nombre de dilemas sino de «problemas». Lo que sí sucede es que la mente humana busca inconscientemente simplificar los problemas, reduciendo artificialmente los cursos de acción a solo dos, ya que de ese modo se simplifica la toma de decisiones. Cuando esto sucede, que es muy frecuentemente, quedan solo los cursos extremos, es decir, aquellos que consisten en la opción por uno de los valores en conflicto, desatendiendo el otro, y viceversa. La cosa no sería excesivamente grave, si no fuera porque de ese modo se lesiona completamente un valor, lo cual solo estará permitido cuando no haya otro medio de salvar ambos valores en conflicto. Esto último solo se consigue buscando cursos que no sean extremos sino intermedios. La experiencia enseña que por lo general hay varios, a veces bastantes, y que solo cuando fracasan todos ellos es lícito optar por un curso extremo. Dicho de otro modo, a los cursos extremos nunca debemos ir directamente sino solo llevados por el fracaso de los cursos intermedios. Ni que decir tiene que la búsqueda de cursos intermedios se enriquece mediante la deliberación colectiva entre personas de diferente ciencia y experiencia. Solo cuando se haya enriquecido el abanico de cursos de acción tanto como sea posible, debe pasarse a la elección del curso óptimo. Adviértase que la obligación moral consiste siempre en elegir el curso óptimo, aquel que promueva más o lesione menos los valores en conflicto. La ética no trata de lo bueno sino de lo óptimo, de tal modo que cualquier decisión distinta de la óptima es mala. Debe tenerse también en cuenta que no todo el mundo necesita ver como óptimo el mismo curso de acción. Se delibera para incrementar la prudencia en la toma de decisiones, no

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para conseguir la unanimidad en la decisión. No se trata de buscar el consenso sino de promover la prudencia. La prudencia no es un punto sino un espacio, de tal modo que dos decisiones distintas e incluso opuestas pueden ser ambas prudentes.

3 La deliberación y sus sesgos UNA HISTORIA TORMENTOSA Tras el trabajo de filigrana llevado a cabo por los filólogos e historiadores a lo largo de más de un siglo, hoy sabemos que el primer gran libro de ética escrito en la historia, la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, fue el resultado final de un proceso que comenzó en los veinte años de permanencia de Aristóteles en la escuela de Platón. De esa época son sus escritos Sobre el bien y Sobre las ideas, en los que el joven Aristóteles debate el tema de las Ideas y las Formas y muestra su preferencia por las segundas, en detrimento de las primeras. Se inició así un periplo que, a través del libro primero de la Ética a Eudemo, culminó en el también libro inicial de la Ética a Nicómaco. En este último el parricidio se consuma. Aristóteles se ve obligado a formular el famoso «Platón es mi amigo, pero más la verdad» (amicus Plato sed magis amica veritas). Lo dice con dolor, como afirma explícitamente, «por ser amigos nuestros los que han introducido las Ideas». Y añade: «Parece, con todo, que es mejor y que debemos, para salvar la verdad, sacrificar incluso lo que nos es propio; sobre todo, siendo filósofos, pues siéndonos ambas cosas queridas, es justo preferir la verdad». (Et Nic I 6: 1096a 14-16). ¿A qué sacrificio se refiere? ¿Qué se ve obligado a sacrificar? ¿Dónde está el parricidio? Todo el libro primero busca explicarlo.

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El Bien no es una única Idea de la que participen las cosas en medida mayor o menor. Hay muchos bienes distintos, dependiendo de las cosas, de las actividades y de las técnicas. El bien de la medicina es uno, y el de la arquitectura otro muy distinto. En cualquier caso, Aristóteles sigue muy de cerca la tesis platónica, y afirma por activa y por pasiva que en vez de uno hay muchos y distintos «bienes en sí». Existe, pues, eso que Platón llamaba el bien en sí, pero pluralizado; hay muchos bienes en sí. Hay otros que no son bienes en sí y que Aristóteles llama, genialmente, bienes por referencia. A los primeros los consideramos bienes por sí mismos, en tanto que los segundos solo son bienes en tanto están orientados a los primeros. Hay, pues, bienes fines y bienes medios. Cierto que también entre los bienes fines hay jerarquía interna, de modo que unos bienes en sí pueden ser medios para la consecución de otros, en especial el último y más elevado, la felicidad. Pero Aristóteles afirma una y otra vez que debe considerarse bien en sí a todo aquel «que buscamos incluso aislado». Es la prueba que la teoría de los valores ha utilizado siempre para distinguir los valores intrínsecos de los valores instrumentales o por referencia: los primeros son aquellos que consideramos valiosos por sí mismos, es decir, «incluso aislados.» (Et Nic I 6: 1096b 16-17). Este es el parricidio fecundo y creativo que Aristóteles comete simbólicamente con su padre Platón. Ya que todos los parricidios fueran así. Hay otros menos creativos, menos positivos. Quizá son solo estos últimos los que merecen el nombre de parricidios. No creo que Aristóteles incurriera nunca en tal vicio. Pero sí es sorprendente y escandaloso el que se ha producido con él. De hecho, la ética aristotélica murió nada más nacer, y su influencia en la historia del Occidente, en contra de lo que se sospecha, ha sido mínima. La ética que ha triunfado ha sido otra muy distinta, la ética estoica. El aristotelismo medieval y moderno es una ilusión, porque, en el caso concreto de la ética, se hizo pasar por aristotélico lo que era estoico. Para comprobarlo no hay más que analizar una expresión presente en ambos sistemas, la de orthòs lógos o recta ratio, recta razón. Es sabido que Aristóteles la

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utiliza en el libro sexto de la Ética a Nicómaco, al ocuparse de dos virtudes dianoéticas, la técnica y la prudencia. La primera la define como recta ratio factibilium, la producción recta o correcta, y la segunda como recta ratio agibilium, la ordenada o adecuada actividad interna. La escolástica medieval no se cansó de repetirlo. Pero dio a la expresión recta ratio, recta razón, un sentido que ya no era aristotélico sino estoico. Para Aristóteles, la técnica y la prudencia son tipos de razonamiento práctico, gobernado por la lógica dialéctica, de modo que la recta razón consiste en la deliberación cuidadosa sobre las opiniones, en orden a tomar decisiones prudentes. Recta razón es razón prudente. Por el contrario, para el estoicismo la ratio es el lógos divino que hay en la naturaleza, que no solo tiene carácter ontológico sino también deontológico, y por tanto forma de ley, nómos, lex. He aquí cómo articulaba todos estos elementos Crisipo, según el testimonio de Diógenes Laercio: «Lo justo es justo por naturaleza y no por convención, como también lo son la ley y la recta razón». (Crisipo , 2006, 149). De ahí el concepto de lex naturalis, que es también lex divina, porque es la ley del Lógos. Esta ley puede percibirse adecuadamente o no. La rectitud (rectitudo u orthótes) consiste en la adecuación al orden de la naturaleza. Lo que impide esa rectitud son las partes irracionales del alma, las pasiones, que por ello mismo deben ser anuladas, o al menos controladas. Las proposiciones propias de esa ley no tienen la condición de razonamientos dialécticos o probables, sino de razonamientos apodícticos, algo por completo ajeno al sistema aristotélico. Ese es el gran parricidio que la tradición cometió con Aristóteles. A partir del estoicismo, se reinterpreta en un sentido dogmático todo el razonamiento práctico aristotélico y se hace de la ética un saber dogmático y especulativo, basado en la idea de orthòs lógos o recta ratio, pero interpretada ahora como lex naturalis, no en el sentido de dóxa u oppinio aristotélica. La literatura doxográfica antigua es recurrente en testimoniar el rechazo frontal por parte del fundador de la escuela, Zenón de Citio, de la dóxa u opinión como virtud dianoética. Cicerón pone en boca de Zenón estas palabras: «El sabio nada opina, de nada

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se arrepiente, en nada se equivoca, nunca cambia de idea» (Cappelletti, 1996). Y en otro texto añade: «Que el sabio nada opina, [nunca] fue defendido con gran empeño antes de Zenón». (Cappelletti, 1996). Diógenes Laercio nos recuerda que para Zenón, «el sabio no emite opiniones» (Cappelletti, 1996), y Estobeo escribe de Zenón: «El sabio nada sostiene con vacilación, sino, al contrario, con firmeza y seguridad, por lo cual tampoco opina». (Cappelletti, 1996). Y en Contra académicos, Agustín de Hipona dice haber aprendido de Zenón «que nada hay más torpe que el opinar». (Cappelletti, 1996). La enumeración podría continuarse. Se comprende que, para quienes así opinaban, la deliberación entendida como método de la racionalidad práctica, al modo aristotélico, careciera de sentido. Y es que una vez transformada la ética en una disciplina apodíctica, la deliberación cambió necesariamente de sentido. Ya advirtió Aristóteles que «sobre los conocimientos rigurosos y suficientes no hay deliberación» (Et Nic III 3: 1112b 1); por tanto, «la deliberación se da respecto de las cosas que generalmente suceden de cierta manera, pero cuyo resultado no es claro, y de aquellas en que es indeterminado». (Et Nic III 3: 1112b 8-9). De ahí que en el estoicismo no quepa hablar de deliberación en sentido estricto, es decir, como método de la racionalidad práctica. Cuando los estoicos utilizan el término, es simplemente para designar el proceso de conocimiento o clarificación de los dictados del lógos. Según Calcidio, el objetivo de la deliberación era para Crisipo «aceptar lo presente, recordar lo ausente y prever lo que ha de venir». (Crisipo, frg. 450). Por su parte, Marco Aurelio considera que la deliberación es tarea que ya han hecho los dioses, de tal modo que mi deliberación no puede tener otro objetivo que asumir lo ya dicho por ellos a través de la naturaleza. (Meditaciones, VI 44). De ahí el diferente concepto de «deber» propio de ambas teorías: del deber como actuación prudente se pasa al deber como actuación conforme al orden de la naturaleza (a principiis naturae). Esto es lo que significan en el estoicismo kathêkon, officium o deber, y katórthoma, officium perfectum o deber perfecto o acción recta.

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Este cambio de enfoque del tema de la deliberación tuvo importantes consecuencias filosóficas que dieron como resultado la configuración de dos ideas de la ética radicalmente distintas. Y ello porque el papel que Aristóteles y el estoicismo conceden a la deliberación en el razonamiento moral es completamente distinto. En Aristóteles la deliberación parte de algo, que si bien es absoluto no tiene carácter deontológico. Eso es lo que Aristóteles llama en el primer libro de la Ética a Nicómaco los «bienes en sí». Estos bienes tienen la condición de «fines», pero su realización depende de los «medios», es decir, de las circunstancias concretas de la acción. La deliberación moral no versa sobre los fines sino sobre los medios, como Aristóteles se encarga de repetir varias veces. De ahí que los «bienes en sí» funcionen más como «valores en sí» o «valores intrínsecos» que como «leyes» de obligado cumplimiento. Por eso no tienen carácter deontológico, porque esos bienes son los fines de las cosas, que vienen impuestos por la naturaleza, pero la ética no trata de ellos sino de los medios. Y los medios nos dirán hasta qué punto o en qué condiciones pueden alcanzarse o realizarse en la práctica. Entre otras cosas, pueden entrar en conflicto entre sí, en cuyo caso habrá que ver por cuál se decide uno, etc. Como Aristóteles escribe, «el juicio está en la percepción» (Et Nic II 9: 1109b 23), por tanto, en la evaluación de la situación concreta. Lo único obligatorio, el único deber es ser «prudente» tras un adecuado ejercicio de «deliberación». Este es el sentido de la ética aristotélica. La ética estoica es completamente distinta. Los principios de que parte el razonamiento moral no son «bienes en sí» o «valores» sino «leyes», más en concreto, «leyes naturales». Parece que es un simple cambio de nomenclatura o terminología, pero en el fondo se trata de algo más profundo. La ley, a diferencia del bien, tiene carácter deontológico, y por tanto es estrictamente moral. De ahí que para la ética tenga la condición de norma absoluta y sin excepciones. Ahora no se trata de valores sino de normas de obligado cumplimiento. De lo que se deduce que la deliberación moral no tiene carácter «sustantivo»

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sino solo «accidental». De lo que se trata es de ver cómo se aplica una ley absoluta y sin excepciones en cada situación concreta. El único objetivo de la deliberación es hacer posible la «obediencia» a la ley. Así como la deliberación aristotélica es sustantiva y tiene por objeto determinar lo que debemos hacer «prudentemente», el único objetivo de la deliberación estoica es hacer posible en las situaciones concretas la «obediencia» a la ley. Esta ley es la de la naturaleza, y por tanto tiene, en muy buena medida, cuando no en toda, carácter «heterónomo». De ahí que pueda concluirse diciendo que la deliberación aristotélica fomenta la «autonomía», en tanto que la deliberación estoica es profundamente «heterónoma». Este segundo sentido del término deliberación es el que asumieron las tres religiones del libro, la judaica, la cristiana y la musulmana, y la que se impuso inmediatamente como canónica. De hecho, en la historia de la ética occidental, la deliberación aristotélica, como procedimiento de toma de decisiones prudentes, ha brillado por su ausencia. No se encontrará en los textos medievales, escolásticos y neoescolásticos, en los que el principio básico es siempre la obediencia a la ley, afirmada de modo absoluto en su carácter deontológico, de modo que la deliberación no atañe a la substancia de los deberes sino solo a las circunstancias de su aplicación. Tal es el sentido de la «casuística moral». Pero tampoco se encontrará la deliberación aristotélica en los autores modernos. Es inútil buscar no ya el procedimiento, sino el mismo término en autores como Espinoza, o Kant. Todos han querido hacer una «ética según el orden de la geometría» (ethica ordine geometrico demonstrata), algo por completo ajeno y hasta opuesto a lo pensado y escrito por Aristóteles. Este ha sido el gran parricidio. La historia de la deliberación es la de una secular, milenaria ausencia. Iniciada por Aristóteles, desapareció inmediatamente después para no iniciar su rehabilitación más que a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

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BIOLOGÍA DE LA DELIBERACIÓN El resultado del epígrafe anterior es que hay, cuando menos, dos sentidos del término deliberación, el aristotélico y el estoico, y que la parte del león en la cultura occidental se la ha llevado el segundo de ellos. En los dos casos se trata del método de la racionalidad práctica, pero entendido de modo muy distinto. En el caso de Aristóteles se parte de unos «bienes en sí» o de unos «valores», y a partir de ellos se busca determinar el modo «prudente» de actuar en las situaciones concretas, en tanto que en el estoicismo el punto de partida lo constituyen las «leyes naturales» entendidas como principios deontológicos absolutos y sin excepciones, de modo que la deliberación solo versará sobre las «circunstancias» de aplicación de la ley o norma a las situaciones concretas. Cabe decir, por ello, que en el primer caso la deliberación moral tiene carácter «sustantivo», en tanto que en el segundo es meramente «accidental». En cualquier caso, la deliberación no es privativa de la ética. Todos los seres humanos deliberamos, y deliberamos continuamente. No podemos vivir sin deliberar. Y es que deliberar es una necesidad biológica. Los seres humanos estamos profundamente inadaptados a nuestro medio. Al nacimiento, somos casi tan inmaduros como los osos panda. Necesitamos de unos enormes cuidados. Y cuando conseguimos superar la llamada fase fetal posnatal, seguimos teniendo unas cualidades biológicas muy pobres, incapaces de adaptarnos adecuadamente al medio y permitir nuestra subsistencia. De acuerdo con los principios darwinianos de adaptación al medio y supervivencia del más apto, la especie humana estaría sin duda condenada al mayor de los fracasos. Pero la especie humana tiene un rasgo fenotípico que la diferencia de todas las demás. Es ese rasgo que denominamos inteligencia específicamente humana. La inteligencia, como el sistema nervioso en su conjunto, procede de una hoja blastodérmica que es el ectodermo, la hoja de la que se forman las cubiertas externas y los sistemas de re-

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lación con el medio (piel, órganos de los sentidos, sistema nervioso). La función del sistema nervioso es de anticipación o previsión, a fin de hacer posible y viable el desplazamiento en el espacio. Cuanto más complejo es el sistema nervioso, cuanto más estructurado está, mayor es la capacidad de anticipación y previsión. Pues bien, la inteligencia es un modo de anticipación y previsión, que denominamos proyección. El ser humano proyecta sus actos, se anticipa a ellos mediante un proceso mental. En eso consiste el proyecto. Ser inteligente es tener esta capacidad de anticipación proyectiva, es decir, ser capaz de hacer planes, de proponerse fines. Por eso también el ser humano es moral, porque se propone fines y sale responsable, como mínimo ante sí mismo, de los fines que se propone. Es la responsabilidad moral. Pues bien, para proyectar hay que «deliberar», es decir, hay que ponderar todos los factores que intervienen en una acción, antes de decidir llevarla a cabo. Cuando conduzco un coche voy deliberando conmigo mismo a qué velocidad debo ir o cuándo y cuánto tengo que torcer el volante, etc. No todas las acciones del ser humano son deliberadas. Lo contrario de las acciones deliberadas son las acciones automáticas, las inconscientes, etc. Así como la corteza cerebral es el órgano de la deliberación, las estructuras mesencefálicas lo son de los automatismos fundamentales de la vida. La evolución ha asegurado esas funciones de modo automático, arrebatándoselas a la deliberación. Es también un mecanismo de subsistencia. Si para respirar o para digerir tuviéramos que deliberar, probablemente acabaríamos fracasando como individuos biológicos. La deliberación, como vemos, es un proceso natural en el ser humano. Pero ella es la que nos hace superar la propia naturaleza. Esto es algo paradójico. La deliberación es natural en la especie humana, pero su objetivo es antinatural, es transformar la propia naturaleza convirtiéndola en otra cosa distinta de ella misma, que llamamos cultura. El objetivo de la deliberación es este, la transformación de la

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naturaleza en cultura. Por propia necesidad natural, el ser humano tiene que desnaturalizar la naturaleza, necesita transformarla y humanizarla; es decir, tiene que saltar sobre ella. La deliberación sirve para transformar el medio natural en mundo cultural. El ser humano no puede subsistir en un medio puramente natural, y de ahí que el objetivo de todos sus proyectos sea la humanización del medio, su transformación en un medio humanizado. La deliberación es el mecanismo por el que transformamos la naturaleza en cultura. Esto se hace a través del proyecto. Y el proyecto humano consta siempre de tres fases, una cognitiva, que identifica los «hechos» relevantes para el proyecto que hemos concebido, otra emocional, que «valora» el proyecto de transformación de los hechos, y una tercera práctica, que «realiza» el proyecto, que lo lleva a cabo haciéndolo realidad. Hay, por tanto, un momento cognitivo, otro emocional y otro práctico o activo. El tercer momento, el de realización, tiene por objeto «añadir valor» a los hechos, transformarlos de modo que ganen valor. De ahí que todo lo que hace el ser humano sobre la tierra sea transformar la naturaleza a través de los procesos de valoración y de su realización práctica a través del trabajo. La deliberación en que consiste todo proyecto específicamente humano tiene, pues, esos tres momentos: el relativo a los «hechos», otro sobre los «valores» implicados y un tercero que tiene que ver con su realización práctica, es decir, con lo que «debe» o no «debe» hacer. Este último es el momento propiamente moral, el relativo a los «deberes». El deber moral es solo uno y siempre el mismo: realizar valores, y realizarlos lo máximo posible. La ética no trata de lo bueno sino de lo óptimo. Cabe distinguir, pues, tres tipos diferentes de deliberación. Una primera es la deliberación «técnica», que tiene que ver con los «hechos» del proyecto de que se trate. Otra segunda es la deliberación «estimativa», relativa a los «valores» del caso. Y finalmente hay una tercera, la deliberación «moral», cuyo objetivo es determinar los «deberes» en la situación concreta en que hay que tomar la decisión. La

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decisión moral es la más compleja, porque estos tres tipos de deliberación no se hallan articulados en paralelo sino en serie, de tal modo que la deliberación estimativa necesita antes de la deliberación técnica, y la deliberación moral no es posible si previamente no se han llevado a cabo las otras dos. Tendería a pensarse que si la deliberación tiene una base estrictamente biológica y su objetivo último es la subsistencia de los seres humanos como seres vivos, el proyecto ha de tener siempre por objetivo maximizar los resultados para el propio individuo que delibera. Esto significa que la deliberación moral debería acabar siempre en la defensa de un refinado egoísmo. El egoísmo biológico, selfishness, generaría necesariamente un egoísmo moral, egoism. Pero esto, curiosamente, no es así. Son conocidas las conductas llamadas «altruistas» de los animales, hasta el punto de inmolarse individualmente a favor de la especie. Esto se advierte también en la historia de la humanidad. Los seres primitivos proyectaban no solo salvarse a sí mismos, sino también a los próximos o cercanos, a los consanguíneamente emparentados, a los del mismo clan, pueblo o tribu, etc. A lo largo de la historia de la humanidad se ha ido produciendo una ampliación progresiva de los incluidos en el proyecto moral. En Grecia se incluía a todos los pertenecientes a la pólis. Y la Europa moderna, a los del propio Estado. A partir de Kant, a la humanidad entera. Y hoy estamos en el momento en que se está pasando del criterio kantiano de universalización al de globalización, en el cual se incluyen no solo todos los individuos humanos actualmente existentes, sino también los potencialmente existentes y los nichos ecológicos de los seres humanos, y por tanto los animales y el medio ambiente. Todo esto plantea el tema, tan conocido en teoría evolucionista, de que la evolución no busca la supervivencia de los individuos sino de las especies, y por tanto de los rasgos biológicos adaptativos. La ética tiene que ver con lo que debemos hacer no solo por nosotros mismos sino por la especie humana entera, por toda la humanidad, para que subsista sobre la tierra, y en condiciones humanamente dignas. ¿Se

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conseguirá eso? Es muy dudoso. Es muy probable que ese rasgo fenotípico que llamamos inteligencia no sea capaz de lograrlo, y que por tanto fracase como mecanismo de adaptación al medio. Otros muchos han fracasado antes que él, y la propia inteligencia ha fracasado en todas las especies anteriores a la humana actual, incluida la del hombre de Neanderthal. Si es así, no solo habrá fracasado la inteligencia sino también la ética. En cualquier caso, nuestra obligación, la de cada uno, no se modifica por esa sospecha. Todos tenemos el deber de actuar como si el proyecto humano fuera a triunfar, aunque fracase. Todos hemos de decir: «por mí, que no quede». Aristóteles, que fue un gran biólogo, no conoció nada de esto que acabamos de ver. Pero sí dijo algo tremendamente interesante, y que siempre se ha interpretado en un sentido distinto al que ahora vamos a ver aquí. Se trata de su definición del ser humano como zôon lógon ékhon, animal dotado de lógos. La expresión no se encuentra exactamente así en ningún pasaje de la obra aristotélica, pero hay un párrafo en la Política que dice: «La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social (politikón ho ántropos zôon) es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra (lógon dè mónon ánthropos ékhei tôn zóon). La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y de dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad» (Pol I 2: 1253a 7-18). La interpretación tradicional de ese texto aristotélico es bien conocida: lógos se tradujo por ratio y como consecuencia se definió al ser humano como un «animal racional». Pero en este texto el sentido primario que tiene es el de «palabra». Los animales tienen voz (phoné), pero solo la voz humana es palabra (lógos). ¿Por qué? Un lingüista di-

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ría que porque transmite significados y no solo signos o sonidos, pero se puede ir más allá y, siguiendo al propio Aristóteles, decir que la palabra se distingue de la voz porque «manifiesta lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto», «el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto». En la terminología que hemos utilizado antes, esto significa que el lógos permite no solo ver las cosas y reaccionar ante ellas, sino «valorarlas» en tanto que convenientes o dañosas, justas o injustas, buenas o malas. El lógos es la característica propia del ser humano que le permite «proyectar» a través de juicios de valor y de deber. Y como todo eso consiste en deliberación, mi tesis es que cuando Aristóteles afirma que el ser humano es un animal dotado de lógos, no está afirmando tanto que sea un sujeto dotado de alma inmortal, al menos en este párrafo, cuanto que es un animal capaz de deliberar. Más que animal rationale, en el sentido clásico de esta expresión, el ser humano es un animal deliberativum o animal deliberans. LÓGICA DE LA DELIBERACIÓN Si el ser humano es un animal dotado de lógos, hay que aclarar en qué consiste esa cualidad o nota y cómo se ejercita. Es decir, hemos de analizar la «lógica», la estructura del logos, o si utilizamos el término lógica en su sentido técnico actual, la lógica del logos, por más que esto parezca redundante. El lógos tiene varios modos de actuar, el apodíctico, el dialéctico, el retórico y el erístico o sofístico sofístico (Top I 1: 100a 35-101a 4). Estos dos últimos se diferencian por su finalidad, que en un caso es la persuasión lícita y en el otro la dominación (definida, al modo de Max Weber, como el proceso por el que se consigue que el otro haga lo que nosotros queremos que haga, pero de modo que él crea que hace lo que quiere). Por tanto, esos modos de actuar no vienen definidos por su estructura lógica sino por su finalidad. Las estructuras lógicas que admite Aristóteles son fundamentalmente dos, la apodíctica y la dialéctica.

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La primera no es deliberativa. «Sobre los conocimientos rigurosos y suficientes (tôn epistemôn) no hay deliberación», dice Aristóteles (Et Nic III 3: 1112b 1). Pero la segunda, sí. Más aún, para Aristóteles la deliberación es el método propio del razonamiento dialéctico. El razonamiento dialéctico se caracteriza, como ya sabemos, porque parte de premisas que no son autoevidentes y verdaderas sino solo plausibles, opinables o probables. La base de estos razonamientos no son «verdades» sino «opiniones». La opinión es racional, pero no agota la racionalidad del asunto, de modo que siempre puede haber otras opiniones, también racionales pero distintas o incluso opuestas a la nuestra, que puedan darse sobre el asunto. De ahí que en el mundo de la opinión sea conveniente enriquecer el juicio mediante la acumulación de opiniones, o mejor, mediante el intercambio de opiniones. El lógos se convierte así en un dia-légein, en un diálogo. El lógos de este tipo de razonamientos es intrínseca y esencialmente dialógico. Lo es incluso cuando estamos solos y deliberamos con nosotros mismos. El «monólogo» es un diálogo que uno realiza consigo mismo. Pero se comprende que ese dia-légein, aunque pueda ser individual, tienda, por su propia naturaleza, a hacerse colectivo. El razonamiento dialéctico típico es un razonamiento compartido, y la deliberación se hace en él común, colectiva. De este modo, incrementamos lo que es el objetivo de la deliberación, que es la toma de decisiones, no verdaderas, puesto que ello no es posible, sino prudentes (Top I 1). La deliberación, como hemos visto, es por su propia naturaleza dialógica, y por ello mismo colectiva. Así se explica que Aristóteles considere que la perfección moral solo puede darse en la pólis, la ciudad. Esto se ha interpretado siempre en el sentido de que el ser humano solo carece de autárkeia, de suficiencia, y que la única unidad plenamente suficiente es la ciudad. Por tanto, solo en ella puede lograrse la perfección propia de la naturaleza humana, la eudaimonía. Pero esto, con ser verdad, no es toda la verdad, ni quizá tampoco la verdad primaria. Porque la pólis es también necesaria desde el punto de vista lógico o epistemológico, ya que en ella es donde el diálogo

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puede llevarse a cabo con plena suficiencia, en plenitud, y por tanto las decisiones que se tomen pueden considerarse realmente «prudentes». En la pólis se alcanza la perfección no solo ontológica y moral sino también lógica. Más aún, solo a través de esta primera pueden alcanzarse las otras dos. En el régimen político aristocrático, la deliberación colectiva o política se hace en las magistraturas, como luego veremos. Y en el régimen democrático, en las asambleas. El tipo de deliberación política puede ser distinto, pero en ambos casos es colectiva, más o menos colectiva. Ahora podemos leer un párrafo de la Política que se halla inmediatamente después del que antes vimos. Dice así: «Es evidente que la ciudad es por naturaleza anterior al individuo, porque si el individuo separado no se basta a sí mismo será semejante a las demás partes en relación con el todo, y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia (autárkeia), no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios. Es natural en todos la tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue causa de los mayores bienes; porque así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos: la peor injusticia es la que tiene armas, y el hombre está naturalmente dotado de armas para servir a la prudencia y la virtud, pero puede usarlas para las cosas más opuestas. Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales, y el más lascivo y glotón. La justicia, en cambio, es cosa de la ciudad, ya que la justicia es el orden de la comunidad civil, y consiste en el discernimiento de lo que es justo» (Pol I 2: 1253a 25-38). Como puede verse en este párrafo, la pólis es necesaria «para servir a la prudencia y la virtud», cosas que requieren, como la justicia, «discernimiento» (krísis). Ese discernimiento puede hacerse individualmente, pero la perfección de la justicia y de la virtud exige hacerlo colectivo. Que esta sea la finalidad de la política, permite entender, según Aristóteles, que «el fin de la comunidad política son las buenas acciones y no la convivencia» (Pol III 9: 1281a 2-4).

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Esto aclara varias cosas. Una, por qué la ética es para Aristóteles una parte de la política. Este es un tema que nunca ha recibido una explicación del todo convincente. La correcta, a mi modo de ver, es la que toma las palabras de Aristóteles en sentido estricto, y por tanto afirma que no puede llegarse a la perfección moral fuera de la ciudad, porque solo en ella el dia-légein puede llevarse a cabo de modo suficiente, de forma que la deliberación compartida o colectiva permita el logro de la prudencia. «Si existe algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él, y no elegimos todo por otra cosa, es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor. Y así, ¿no tendrá su conocimiento gran influencia sobre nuestra vida, y, como arqueros que tienen un blanco, no alcanzaremos mejor el nuestro? Si es así, hemos de intentar comprender de un modo general cuál es y a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser el de la más principal y eminentemente directiva. Tal es manifiestamente la política. En efecto, ella es la que establece qué ciencias son necesarias en la ciudad y cuáles ha de aprender cada uno, y hasta qué punto. Vemos, además, que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la estrategia, la economía, la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias prácticas y legisla además qué se debe hacer y de qué cosas hay que apartarse, el fin de ella comprenderá los de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre; pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad, porque, ciertamente, ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un pueblo y para ciudades» (Et Nic I 2: 1094a 18-b 10). La política es, pues, el saber directivo, y lo es porque en ella la deliberación puede llegar a su plenitud, de modo que se logre la máxima prudencia, que es la virtud fundamental del gobernante. Esto explica que la prudencia por antonomasia fuera para Aristóteles, lo mismo que para toda la tradición anterior a las revoluciones liberales, la prudencia política. «Vemos que toda ciudad es una comunidad y que toda comunidad

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está constituida en vista de algún bien, porque los hombres siempre actúan mirando a lo que les parece bueno; y si todos tienden a algún bien, es evidente que más que ninguna, y al bien más principal, la principal entre todas y que comprende todas las demás, a saber, la llamada ciudad y comunidad civil» (Pol I 1: 1252a 1-7). El hecho de que la deliberación deba ser colectiva y ciudadana no quiere decir que todos los miembros de la ciudad tengan que participar en la deliberación. En la Política, Aristóteles recuerda la idea de Platón de que en la pólis la multitud de sus habitantes está divida en dos partes: «la de los campesinos y la de los defensores, y extrae de estos últimos una tercera, la de los consultores (bouleuómenon) y rectores de la ciudad» (Pol II 6: 1264b 31-34). Solo estos últimos son los deliberantes, al menos en los regímenes aristocráticos, que son los que Aristóteles propugna. Esta ha sido la opinión clásicamente mantenida hasta el siglo XVII. Lo cual hizo que Aristóteles distinguiera entre el «hombre bueno» y el «buen ciudadano». Todos los que viven en una ciudad tienen que ser buenos ciudadanos, pero no todos ellos serán hombres buenos (para los antiguos, a los artesanos les resultaba casi imposible el ser buenos). Los campesinos y los defensores tendrán que ser buenos ciudadanos sin ser hombres buenos. Esto solo pueden alcanzarlo mediante la obediencia, de modo que la deliberación será propia de los que mandan en la ciudad, y la obediencia propia de quienes deben obedecer. «Es imposible que la ciudad se componga exclusivamente de hombres buenos, pero cada uno debe cumplir bien su función, y esto requiere virtud; por otra parte, como es imposible que todos los ciudadanos sean iguales, no será una misma la virtud del ciudadano (areté polítou) y la del hombre bueno (andròs agathoû). En efecto, la virtud del buen ciudadano han de tenerla todos (pues así la ciudad será necesariamente la mejor), pero es imposible que tengan la del hombre bueno» (Pol III 4: 1276b 37-1277a 5). Donde deben coincidir ambas condiciones es en el gobernante: «El gobernante recto debe ser bueno y prudente y el político tiene que ser prudente» (Pol III 4: 1277a 13-16).

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La deliberación no es virtud exclusiva del gobernante, sino de todos aquellos que forman parte de «asambleas» y «magistraturas». Esos son los cuerpos deliberativos de que debe constar una ciudad, y los únicos con poder deliberativo en los regímenes aristocráticos. «Es claro que el gobernante tiene que ser legislador y que ha de haber leyes, pero no que se apliquen en los casos que caen fuera de su alcance [es decir, fuera del alcance del rey], ya que deben decidir todos los demás. En cuanto a las cuestiones que la ley no puede decidir en absoluto o no puede decidir bien, ¿deben estar al arbitrio del mejor o de todos? En la actualidad todos reunidos juzgan, deliberan y deciden, y estas decisiones se refieren todas a casos concretos. Sin duda cada uno de ellos, tomado individualmente, es inferior al mejor, pero la ciudad se compone de muchos, y por la misma razón que un banquete al que muchos contribuyen es mejor que el de uno solo, también juzga mejor una multitud que un individuo cualquiera» (Pol III 15: 1286a 21-31). Los órganos de deliberación colectiva de la ciudad son las asambleas y magistraturas. En una descripción muy detallada de los roles de la ciudad, escribe Aristóteles: «Una séptima clase es la de los que sirven a la ciudad con su patrimonio, la que llamamos los ricos; la octava es la que sirve en los servicios públicos (demiourgikón) y las magistraturas (arkhas leitourgías), puesto que sin magistrados (arkhónton) no puede existir la ciudad. Tiene que haber, por tanto, algunos ciudadanos capaces de ejercer las magistraturas y desempeñar los servicios públicos, de un modo permanente o por turno. Quedan las clases que acabamos de definir: la deliberativa y la que juzga en caso de litigio. Si la ciudad, pues, tiene que contar con todos estos elementos y todos han de desempeñar sus funciones bien y justamente, tendrá que haber algunos ciudadanos que participen de la virtud de los políticos» (Pol VI 4: 1291a 33-b 2). Del estamento deliberativo de la ciudad se ocupa Aristóteles en el capítulo 14 del libro VI (IV) de la Política. En él distingue el poder deliberativo de las magistraturas de la administración de justicia. De estos dos, el poder deliberativo es «el supremo de la ciudad»

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(Pol VIII 1: 1316b 32). El que pertenece al cuerpo deliberativo es el ciudadano por antonomasia: «Llamamos, en efecto, ciudadano al que tiene derecho a participar en la función deliberativa o judicial de la ciudad» (Pol III 3: 1275b 17-20). «El elemento deliberativo tiene autoridad sobre la guerra y la paz, las alianzas y su disolución, la pena de muerte, de destierro y de confiscación, el nombramiento de las magistraturas y la rendición de cuentas». Tal poder está en todos los ciudadanos en las democracias, en tanto que en las oligarquías solo deliberan algunos ciudadanos, etc. Esta idea de que solo pueden deliberar los mejores y que los demás deben obedecer, es inherente al concepto griego de deliberación. Ello explica que el término boúleusis se tradujera al latín por consilium, y que deliberatio quedara como término técnico, utilizado solo en contextos filosóficos. El verbo griego bouleúo significa analizar intelectualmente una cuestión antes de decidir. De él deriva el sustantivo propio Boulé, Consejo de ancianos o Senado. Y de este deriva el sustantivo abstracto boúleusis. Consulo es el verbo latino que se corresponde con el griego bouleúo: significa considerar, reflexionar o deliberar. De él deriva el sustantivo Consul, la más elevada magistratura del Estado romano en la época de la república. Los cónsules eran dos, y tomaban decisiones mancomunadas. El acto de reunirse para deliberar se llamaba consilium o concilium. Sus decisiones recibían el nombre de consulta o consilia. Con Cicerón, la cuestión se complicó, sin duda porque el término consilium había pasado ya de significar el proceso deliberativo a designar la decisión tomada. De nuevo la interpretación estoica había triunfado sobre la aristotélica. De ahí que para designar el proceso de análisis, Cicerón introdujera en el idioma latino el neologismo deliberatio, con un sentido similar al aristotélico. Pero su uso fue muy restrictivo durante la Edad Media. De un modo u otro, los cuerpos políticos han de poseer órganos deliberativos, como ya hemos visto al final del epígrafe anterior. En los regímenes monárquicos clásicos, la deliberación era individual, del monarca o de este y sus consejeros. En el oligárquico, de los miem-

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bros del pequeño grupo que gobierna, y en el democrático, de todos los ciudadanos. Aristóteles, igual que Platón, considera que el régimen mejor es el aristocrático, aquel en que gobiernan los mejores. «El nombre de aristocracia puede aplicarse legítimamente al régimen que hemos estudiado en los primeros libros» (Pol VI 7: 1293b 1-3). Pero si no resulta posible o no funciona, si no gobiernan los mejores, entonces la democracia puede ser el régimen mejor. «Que la masa debe ejercer la soberanía más bien que los que son mejores, pero pocos, podría parecer plausible y, aunque no exenta de dificultad, encerrar tal vez algo de verdad. En efecto, los más, cada uno de los cuales es un hombre incualificado, pueden ser, sin embargo, reunidos, mejores que aquellos, no individualmente, sino en conjunto. […] Como son muchos, cada uno tiene una parte de la virtud y de prudencia, y, reunidos, viene a ser la multitud como un solo hombre con muchos pies, muchas manos y muchos sentidos, y lo mismo ocurre con los caracteres y la inteligencia» (Pol III 11: 1281a 40-b 7). El término que en el párrafo anterior se ha traducido por «masa» es plêthos, que significa multitud en número, o masa en volumen. La traducción por «masa» es interesante, sobre todo proviniendo de María Araujo, una discípula de Ortega. Este tema, en efecto, le preocupó mucho a Ortega, y es el argumento de su libro La rebelión de las masas, uno de los textos de Ortega peor comprendidos. La tesis que defiende Ortega en ese libro es que tradicionalmente se consideraba que quienes debían gobernar eran «los mejores», no la masa. Pero con las revoluciones liberales, la masa, que no ha dejado de ser masa, se ha rebelado, haciéndose con el gobierno. Eso es lo que él llama «la rebelión de las masas». Ortega siempre creyó que debían gobernar los mejores, y esa es la razón de que interviniera en política, primero con la Liga para la Educación Política (1914), y luego con la Agrupación al servicio de la República (1931). En ambas ocasiones fracasó. Pero sigue siendo verdad que el problema de nuestras democracias es que no están compuestas por «ciudadanos» autónomos y responsables, sino por «súbditos» heterónomos.

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La razón está en que la deliberación no se ha extendido al conjunto de la sociedad. O quizá mejor, que el sentido de la deliberación que ha imperado antes de las revoluciones liberales y también después de ellas, es el «heterónomo», propio de la tradición estoica, y no el «autónomo», el más propio de la tradición aristotélica. En la vida moral todos comenzamos siendo heterónomos, es decir, obedeciendo a las distintas instancias normativas, empezando por la paterna, pero la madurez moral se consigue con el logro de la autonomía. Pues bien, el modelo estoico es el más propio de la tradición heterónoma, como el aristotélico lo es de la autónoma. El problema de nuestra sociedad, por más que se considere liberal y autónoma, es que en ella sigue imperando la idea de que correcto es lo que se ajusta a la ley, y que el buen ciudadano es el obediente. Todo, los usos, las costumbres, las normas, los medios de comunicación, la propia educación, van en el sentido de formar personas heterónomas, regidas por lo que Heidegger llamaba «las habladurías», expresadas siempre en la forma del das Man, el impersonal «se» dice o el «uno» dice. Al preguntar ¿quién lo dice? La respuesta es «nadie» en concreto. Tras este análisis de lo que es la deliberación desde el punto de vista lógico como el método propio del razonamiento dialéctico, y de su historia en la cultura y la filosofía occidentales, llegamos a una conclusión sorprendente: la ética, para ser tal, ha de estar presidida por la idea de deber, el hacer lo que se debe, lo que cada uno debe hacer en cada momento, evitando el impersonal se, algo que exige autonomía. Pero el actuar por deber es raro, muy infrecuente en la conducta de los seres humanos, como lo es el gobernar la vida de modo realmente autónomo, no heterónomo. Kant llamaba a este misterio el «mal radical». Hannah Arendt denominó «la banalidad del mal» al actuar por criterios heterónomos o distintos del puro deber. Pues bien, ahora podemos añadir que no solo son raras en la especie humana la autonomía y la actuación por el móvil del deber, sino que también lo es la deliberación. La deliberación es lo que diferencia a la persona autónoma del «hombre masa» de que habla Ortega. Es

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lo que caracteriza al inner directed man de Riesman frente al other directed man. Una rareza. Pero ese y no otro es el objetivo directo de la ética. LA DELIBERACIÓN MORAL La deliberación no es el método exclusivo de la ética sino, según Aristóteles, el propio de la racionalidad práctica, de toda la racionalidad práctica. Siempre que se trate de tomar decisiones, tanto técnicas como éticas, será necesario acudir a la deliberación. Generalmente se ha considerado que la deliberación ética y la deliberación técnica son distintas, y que una no tiene nada que ver con la otra. La una, la ética, trata de la actividad humana, de las decisiones que uno toma en su interior, en tanto que la otra trata de las acciones externas, es decir, de las producciones, de los productos, de lo que uno hace. Así establecida la distinción entre prâxis y poíesis, entre agere y facere, ha sido usual concluir que la deliberación ética tiene en cualquier caso prioridad sobre la técnica, dado que la acción externa exige la actividad interna, en tanto que hay muchas actividades internas que no acaban en acción externa o producción. Pienso que ese modo de plantear el tema no es, al menos hoy, correcto. Y ello porque el campo de lo que Aristóteles denominaba poíesis, es el propio de lo que hoy llamamos tecnociencia. La razón está en que lo «producido» o «construido» cubre hoy todo el ámbito de lo que se denominan «hechos». No es posible hacer una evaluación moral de algo sin partir de los hechos. Y los hechos son productos de nuestra actividad en el mundo, especialmente de los datos que nos aportan la ciencia y la técnica. La deliberación moral tiene que partir del análisis de esos hechos. Lo cual significa que en vez de ser ulterior a la deliberación moral, hay que considerarla más bien previa a ella. Hay un segundo momento, que es la deliberación sobre los valores. Esto no se halla diferenciado de modo explícito en el modelo

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aristotélico, dado que sitúa el análisis de los valores al comienzo de la ética, como un prerrequisito de la deliberación moral. En cualquier caso, es distinto y debe vérsele como un momento autónomo. El identificar excesivamente los valores con la ética es lo que ha llevado insensiblemente al modelo estoico de deliberación, aquel que antes hemos criticado. Finalmente, está la deliberación propiamente moral. Esta se monta siempre y necesariamente sobre los hechos y sobre los valores. Es un error pensar que la deliberación moral depende solo de sí misma. Es un error en el que se cae continuamente en los debates sobre problemas morales en los medios de comunicación. Se hacen juicios morales sin un buen análisis de los hechos del caso y de los valores implicados. Es algo que no puede conducir más que a decisiones incorrectas e imprudentes. La deliberación sobre los hechos Por hechos entendemos aquí no solo lo que Bergson llamaría «los datos inmediatos de la conciencia», lo que vemos u oímos, sino también los hechos científicos, que nunca son de evidencia inmediata. Esto es de enorme importancia, ya que sobre los hechos inmediatos podemos formular proposiciones «ciertas» (por ejemplo, «está lloviendo»), pero no sobre los hechos científicos. La ciencia se expresa en formulaciones universales, y estas parten siempre de una base empírica limitada. Lo cual significa que tales proposiciones no son nunca ciertas sino solo probables o falsables. Esto hace que las proposiciones científicas hayan de someterse continuamente a revisión. No hay proposiciones científicas de carácter absoluto. Trabajar con hechos significa manejar incertidumbre, porque las situaciones concretas añaden siempre a la abstracción de cualquier teoría científica un cúmulo de circunstancias y previsibles consecuencias que la mente humana nunca puede agotar. Los juicios sobre hechos no son apodícticos sino dialécticos. De ahí la

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necesidad de deliberar sobre ellos, a fin de manejarlos del modo más razonable posible. Téngase en cuenta, además, que los hechos están siempre mediados por múltiples factores, educacionales, históricos, culturales, personales, etc., de modo que nunca podemos agotarlos, y que cada ser humano es un punto de vista sobre cada uno de los hechos. Eso es lo que le hizo decir a Ortega que «cada ser humano es un punto de vista esencial sobre el universo». Tal es el origen de la hermenéutica. Por eso es necesario deliberar sobre los hechos, tanto individual como colectivamente. La medicina es un buen ejemplo de esto. El médico necesita deliberar consigo mismo sobre los hechos clínicos de un caso, o de un paciente que tiene delante. Los protocolos y las guías clínicas le dirán lo que «en general» debe hacerse, pero él necesitará añadir a eso las circunstancias concretas del caso y las consecuencias previsibles, que nunca podrá agotar. Lo cual explica que, en los casos complejos, la deliberación deba superar el nivel individual y hacerse colectiva. Eso es una «sesión clínica». Los juicios de hecho son siempre y por necesidad dialécticos, no apodícticos (estos son solo los analíticos), y por tanto en ellos la deliberación es imprescindible. La deliberación sobre los hechos, reduciendo la incertidumbre sobre ellos a límites razonables o prudentes, es el primer paso de todo proceso de deliberación moral. La deliberación sobre valores El segundo nivel de la deliberación es el relativo a los valores. Los valores se montan sobre los hechos. Valorar es un momento indispensable de todo proyecto humano. Y sobre ellos es preciso deliberar. Esto, por más que parezca extraño, es toda una novedad. Los valores se han manejado a lo largo de la cultura occidental de dos modos, a cuál más incorrecto. El primero es el clásico, para el que los valores eran realidades objetivas, al modo de las ideas platónicas, evidentes por sí mismas y que solo la mala educación o la locura pueden distorsionar. En

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cualquiera de estos dos casos, al individuo debe exigírsele que asuma los valores que por ser objetivos deben regir la vida de los seres humanos. Por tanto, ante los valores hay que tener una actitud «beligerante» e «impositiva», incluso utilizando la fuerza. Ni que decir tiene que de este modo de entender los valores está excluido todo pluralismo. Es lo que cabe llamar el monismo axiológico, una constante en la historia occidental hasta las revoluciones liberales modernas. Entonces se impuso la tesis contraria, la del pluralismo: los valores son completamente subjetivos e irracionales, y sobre ellos, por tanto, no cabe discutir sino solo «tolerar» y «respetar». De la beligerancia se pasó a la tolerancia. Mi opinión es que ninguna de esas posturas es correcta. Los valores no se deben imponer, pero tampoco meramente tolerar; sobre ellos hay que deliberar, y esa deliberación tiene que ser tanto individual como colectiva. La razón de ello es que tenemos la obligación, no de que sean racionales, pero sí razonables y prudentes. Y ya sabemos que el modo de buscar razonabilidad y prudencia en nuestras decisiones es a través de la deliberación. Actualmente está de moda la deliberación colectiva para el establecimiento de normas públicas o aplicables a todos. Así lo expresa Rawls, y tal es también la propuesta de Habermas. Se delibera colectivamente para pactar normas públicas. Lo demás queda a la gestión privada de las personas, que tanto Rawls como Habermas parecen entender de acuerdo con el segundo de los modelos descritos, el subjetivista, en el que cualquier ejercicio de racionalidad resulta imposible. En estos últimos años, tanto Rawls como Habermas se han interesado por el valor religioso, que siempre habían dejado al margen, puesto que cada persona debía gestionarlo privadamente, de acuerdo con su proyecto de vida. No parece que se hayan apeado de esta tesis, pero sí han caído en la cuenta de que la deliberación racional sobre normas a fin de llegar a acuerdos generalizables al conjunto de la sociedad resulta incompatible con el fanatismo y la intolerancia, y que esto exige incluir en la deliberación un valor, el religioso, que por principio habían excluido. Aún así, este asunto solo les interesa en tanto afecta a su teoría de consenso universal o colectivo de normas, y

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no porque la deliberación deba afectar a todos los valores, y no solo a los implicados en la elaboración de normas colectivas. Por otra parte, los valores entran en conflicto, razón por la cual para resolver los conflictos de valor la deliberación también resulta imprescindible. Lo cual nos abre al tercer y último nivel, la deliberación sobre deberes. La deliberación sobre los deberes Las proposiciones de deber son siempre de «futuro contingente». Esto significa que son por necesidad decisiones sobre lo que haremos en el futuro, aunque ese futuro sea inmediato, y que por tanto están afectadas por la contingencia del momento, es decir, por las circunstancias y por las consecuencias previsibles. Esto hace en ellas imprescindible la deliberación, que tendrá por objeto añadir a la deliberación sobre los hechos y sobre los valores, el análisis de las circunstancias en que vaya a tomarse la decisión y la previsión de las consecuencias relevantes. Solo podrían ser proposiciones absolutas, y por tanto necesarias y sin excepciones, si fuéramos capaces de formular principios morales a priori de carácter absoluto. Ahora bien • Caso de ser proposiciones analíticas, tales principios resultarían ser puramente tautológicos. Algo muy frecuente en ética. Así, el clásico principio «debe hacerse el bien y evitarse el mal» (bonum est faciendum et malum vitandum) es una pura tautología, ya que en la definición de bien va incluido el predicado. Lo mismo sucede cuando formulamos proposiciones del tipo «la violación es siempre mala», porque en el término violación hemos incluido ya el abuso del cuerpo de una persona en contra de su voluntad. Todas las proposiciones llamadas de ley natural suelen ser de este tipo. • Caso de ser, por el contrario, proposiciones sintéticas de carácter empírico, tendrían que derivar de la experiencia. Pero las pro-

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posiciones de experiencia no pueden ser a la vez universales y ciertas. Para poderlas formular de modo universal hemos de partir de una experiencia que es siempre limitada, y por tanto la formulación universal tiene un defecto de base empírica que la hace necesariamente probable, no cierta. Por tanto, no hay proposiciones empíricas de contenido moral que puedan afirmarse como universales y ciertas. Kant dijo que el imperativo categórico era una proposición sintética a priori, precisamente para evitar el carácter tautológico de las proposiciones analíticas. Pero para dotarla de universalidad se vio obligado a privarla de carácter deontológico y darle el estatuto de proposición meramente formal y canónica. Y de todos modos, la corrección del procedimiento kantiano pende de la de su propia teoría de los juicios sintéticos a priori. La deliberación moral exige pasar por estos tres niveles. No cabe reducirla al tercero. De ahí su dificultad. Basta asomarse a las tertulias de la radio o de la televisión para ver cómo se hacen afirmaciones morales sin un análisis adecuado de los hechos y de los valores que están en la base del problema. Así no puede hacerse una verdadera deliberación moral, ni por tanto llegarse a conclusiones razonables, responsables o prudentes. DIFICULTADES DE LA DELIBERACIÓN Por más que la deliberación sea una característica inherente a la especie humana y el objetivo último de esa cualidad o nota que llamamos inteligencia, hemos visto que deliberar bien es muy difícil, ya que se trata de un tipo de razonamiento basado en la probabilidad o plausibilidad, y que en ese campo los juicios son tanto más prudentes cuanto resultan más compartidos o debatidos; mejor, más deliberados. Ahora bien, esto último es muy difícil de hacer. De ahí

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que la deliberación estricta necesite de ciertas condiciones previas, sin las cuales no puede llevarse a cabo. Los antiguos tuvieron claro que esto de la deliberación es muy difícil, y que necesita de unas cualidades poco frecuentes. Para ellos, solo se hallaban capacitados para la deliberación moral y política quienes recibían una educación previa. Esa educación no era la propia de las «artes serviles» sino la de las «artes liberales» (cf. Pol V 2: 1337 b-1338a). Para Aristóteles «resulta evidente que en la ciudad mejor gobernada y que posee hombres justos en absoluto y no según los supuestos del régimen, los ciudadanos no deben llevar vida de obreros ni mercaderes (porque tal género de vida carece de nobleza y es contrario a la virtud) ni tampoco deben ser labradores los que han de ser ciudadanos (porque tanto para que se origine la virtud como para las actividades políticas es indispensable el ocio, skholé)» (Pol IV 9: 1328b 37-1329a 2; cf. 1337 b). Está claro, pues, que se requiere «escuela», «educación». «El gobernante recto debe ser bueno y prudente y el político tiene que ser prudente. Incluso la educación del gobernante dicen algunos que debe ser distinta» (Pol III 4: 1277a 1317). Es lo que en la Edad Media dio lugar a la literatura de educación del gobernante (de regimine principum). ¿Cómo debe ser esta educación? Aristóteles dice que «los hombres resultan buenos y cabales por tres cosas, que son: la naturaleza, el hábito y la razón (phýsis éthos lógos)» (Pol IV 13: 1332a 39-40), o que su buena condición moral «requiere naturaleza, hábito y razón (phýseos kaì éthous kaì lógou)» (Pol IV 15: 1334b 6-7). Lo primero que se necesita es una buena naturaleza: «En primer lugar, en efecto, es preciso nacer como hombre y no como uno cualquiera de los animales, y además con cierta cualidad de cuerpo y alma» (Pol IV 13: 1332a 40-42). Por naturaleza no entiende Aristóteles solo la constitución física, sino también ciertas condiciones del medio. Pertenece a la naturaleza, en efecto, el medio en el que uno nace y vive, el medio ambiente, el tipo de ciudad, si es muy populosa, fría, seca, húmeda, etc. Aquí Aristóteles integra la tradición hipocrática del escrito De

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aires, aguas y lugares, que parece conocer (cf. Pol IV 11: 1330a 341331a 14). La naturaleza integra también las condiciones geográficas, y no solo la geografía física sino también la llamada geografía humana. No es bueno vivir en climas extremos, muy fríos y muy calientes. «La raza griega, así como ocupa localmente una posición intermedia, participa de las características de ambos grupos y es a la vez briosa e inteligente; por eso no solo vive libre, sino que es la que mejor se gobierna y la más capacitada para gobernar a todos los demás si alcanza la unidad política» (Pol IV 7: 1327b 29-34). La naturaleza comprende también las condiciones que hoy llamamos sociales. La naturaleza viene dada por el nacimiento. Pero el hábito y la razón dependen de la educación, y por tanto constituyen lo que tradicionalmente se ha denominado la «naturaleza segunda». Aristóteles entiende por hábito el control de las partes irracionales del psiquismo, la concupiscible y la irascible, y por razón la propia de la parte superior, intelectiva o racional (cf Pol IV 15: 1334b 1-28). El hábito tiene que ver con las llamadas «virtudes éticas o morales», y la razón con las «virtudes dianoéticas o intelectuales». Todo eso es lo que Aristóteles considera necesario para una buena deliberación: buena naturaleza, buenos hábitos y buena inteligencia. Hoy las cosas son, sin duda, muy distintas, pero el problema sigue siendo el mismo que en tiempos de Aristóteles: qué condiciones se necesitan para deliberar bien (euboulía). Hay unas que tienen que ver con la naturaleza. Hay personalidades tan rígidas que en ellas la deliberación resulta prácticamente imposible. Cuando esta rigidez es patológica, constituye un capítulo de los que en Psiquiatría se llaman «trastornos de la personalidad» o «personalidades anormales». Una de ellas es la «personalidad fanática». Esto también lo conoció Aristóteles, que lo llama akolasía o «perversión» o «desenfreno», a diferencia de la akrasía o «licenciosidad» o «incontinencia». Para él la perversión es una alteración de la «naturaleza primera», en tanto que la licenciosidad lo es de la «naturaleza segunda». De esto se ocupa en el libro séptimo de la Ética a Nicómaco.

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La personalidad fanática es incompatible con la deliberación, tanto en el orden religioso, como en el moral, el político, etc. Esto es importante tenerlo en cuenta, porque el fanatismo ha sido muy frecuente en ética. Es lo que Max Weber llamó Gesinnungsethik, el modo de hacer ética más frecuente en la historia occidental. Habría que ver si muchos de los más celebrados tratadistas de ética no han caído en este defecto. Pero para deliberar se necesitan otras cualidades no dependientes de la naturaleza sino de la educación. De hecho, nuestros programas formativos no educan en la deliberación sino en lo contrario: en la imposición del propio punto de vista; educar para triunfar, para sobresalir, etc. Una de las grandes tragedias de nuestra pedagogía es que no educa en la deliberación. Las resistencias a la deliberación no son solo conscientes sino también inconscientes. Estas son muy importantes, porque al no darnos cuenta de ellas, las controlamos con mucha dificultad. Aquí el gran desmitificador fue Freud. El narcisismo lleva a sobrevalorar siempre el propio punto de vista, y con él las ideas, las creencias y los valores propios. No se trata de un proceso racional, ni se debe a que tengamos buenos argumentos a favor de ellos, sino a que son nuestros. Por otra parte, cuando alguien remueve nuestros valores o creencias, tendemos a ponemos muy nerviosos. Esto lo estudió muy bien Ortega en Ideas y creencias. El resultado es que por principio anulamos al otro, infravaloramos su punto de vista, no le concedemos, como dice Habermas, «competencia comunicativa», y por tanto no le «escuchamos». Somos sordos para quienes digan cosas distintas o contrarias a las nuestras. Y precisamente con estos es con quienes hay que deliberar. Los que piensan exactamente igual que nosotros no pueden ayudarnos a tomar decisiones más prudentes. El narcisismo descontrolado anula la capacidad deliberativa, o al menos la hace muy difícil. Quien se pone en la perspectiva de Dios, y por tanto piensa que su punto de vista es «el» punto de vista, el único y definitivo, quien piensa que todos sus argumentos son apodícticos,

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ese carece de competencia deliberativa. Para deliberar hay que conocerse un poco mejor a sí mismo, hay que saber controlar el propio inconsciente y bajar los humos del narcisismo. Uno tiene que saber que no es dios sino un pobre hombre, intrínsecamente falible y necesitado de la ayuda de los demás. No puede deliberar quien no tenga una buena dosis de «humildad intelectual». Pero hay más. Consideremos bajo control el narcisismo primitivo. Inmediatamente aparecen nuevos obstáculos, que también diagnosticó Freud con enorme agudeza. Se trata de que todos comenzamos siendo moralmente heterónomos. El niño introyecta las pautas de conducta de las figuras de autoridad, la madre, el padre, el maestro, la sociedad, la ley, la religión, los usos, las costumbres, etc. Todos comenzamos considerando buenas o malas las cosas de acuerdo con estos criterios. No hay nadie que inicie su vida moral de modo autónomo. La autonomía moral es un logro, y un logro muy difícil; tan difícil, que no se consigue más que en pocas personas, y en estas en pocos momentos de sus vidas. Las pautas heterónomas que el niño y el joven reciben, van constituyendo lo que Freud llamó el «Super-yo», que siempre tiene una función represiva de los impulsos del «Ello». Ese es el origen, para Freud, del «sentimiento de culpabilidad». Freud sintetiza todas las figuras normativas en la del padre, que sería la instancia de más fuerza configuradora del Super-yo. Y precisamente porque el Super-yo tiene una función represiva, el joven desarrolla una actitud ambivalente ante la figura del padre, de amor a la vez que de odio. Este es el complejo de Edipo. Visto desde la ética, el complejo de Edipo es el momento de ruptura del joven con las normas procedentes de la moral heterónoma, en busca de una ética autónoma. Esto le obliga a cortar amarras respecto de las figuras normativas a las que tanto ha querido y a quienes ha imitado. Hay que matar al padre para poder ser autónomo. Algo muy difícil. Tanto, que la mayor parte de las personas nunca llegan a la autonomía moral. Y en pura heteronomía, vivencian las normas morales heterónomas como represivas, lo que

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les lleva a transgredirlas, pero al mismo tiempo a sentir una tremenda culpabilidad por la propia transgresión. El resultado de esto es la llamada «neurosis de culpa», que es la consecuencia de la moralidad heterónoma. ¿Se acaban los problemas una vez que tenemos controlado el narcisismo y hemos superado el complejo de Edipo? No. Y de nuevo fue Freud el que se dio cuenta de esto. La argumentación dialéctica, como ya sabemos, se hace siempre en condiciones de incertidumbre. Ahora bien, la incertidumbre, no bien manejada, genera en los seres humanos angustia, de nuevo un sentimiento inconsciente. Freud nos enseñó que la angustia dispara, también inconscientemente, los llamados «mecanismos de defensa del yo» (negación, agresión, racionalización, huida, etc.). Esto permite entender que a los seres humanos no nos gusten los argumentos dialécticos sino los apodícticos. Los mecanismos de defensa nos defienden ante la angustia que genera la incertidumbre. Nos gustan las certezas, no las incertidumbres. Por eso los mecanismos de defensa hacen muy difícil, y muchas veces imposible, la deliberación. Y como este proceso se lleva a cabo de modo inconsciente, resulta que nuestra capacidad de controlarlo es pobre. Los mecanismos de defensa son incompatibles con la deliberación. ¿Cómo superar esto? No hay más que un modo, y es gestionando la incertidumbre sin angustia. Esto no se consigue más que con el saber y, sobre todo, con la experiencia. Si no sabemos conducir un coche o lo hemos conducido pocas veces, tendremos angustia y eso nos llevará a conducir mal. Solo conduciremos bien cuando la incertidumbre inherente a la conducción la sepamos gestionar sin angustia. Entonces deliberaremos mejor, y en consecuencia seremos más prudentes. Lo mismo que en la conducción, pasa en medicina, en judicatura, etc. Y por supuesto en ética. En resumen, para deliberar se requiere tener un narcisismo controlado, haber superado el complejo de Edipo y poseer un control adecuado de los mecanismos de defensa del yo. No puede deliberar quien no sea capaz de vivir la moralidad de modo autónomo y responsable.

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Puede y debe erradicarse de la ética la palabra «culpa», de raíz tan heterónoma, y sustituirla por la de «responsabilidad», que siempre va unida a la moralidad autónoma. ¿Se necesita algo más para deliberar? Por supuesto que sí. No solo es preciso tener el inconsciente oxigenado y relativamente limpio, sino que además es preciso un entrenamiento consciente. Quiero decir con esto que solo quien haya sometido a crítica sus propios valores y creencias, quien sepa las razones que tiene a favor de ellas y las que no tiene; es decir, solo quien conozca la debilidad de sus propios argumentos, podrá deliberar con los demás. Esto requiere entrenamiento, ejercicio. Y aquí sí que resulta muy útil la filosofía. Así como en el tema de la psicopatología hay que echar mano de la psiquiatría, y en la de las pulsiones inconscientes del psicoanálisis, aquí la gran terapéutica viene de la filosofía. Es el «conócete a ti mismo» socrático. Solo quien se someta a sí mismo continuamente a este ejercicio de análisis, podrá deliberar con fruto. Y esto, todos lo sabemos, es muy difícil. Aristóteles dice al comienzo de la Ética a Nicómaco que la filosofía no es saber o erudición sino un bíos, es decir, un modo de vida. El filósofo empeña su vida en la tarea de filosofar, y por tanto la filosofía afecta a toda su vida, a su vida entera. Pues bien, para deliberar hace falta este talante, este modo de enfocar la vida y los problemas. Solo así conseguiremos lo que Aristóteles llama euboulía, «buena deliberación» (Et Nic VI 9: 1142a 32-b 34). Todo lo dicho puede resumirse diciendo que la deliberación es un «acto», el de deliberar, que necesita como condiciones previas unos ciertos «hábitos» y algunas cualidades de «carácter». Las cualidades de carácter son siempre muy difíciles de modificar, y en las personas adultas todos estamos convencidos de que no puede hacerse más quea través de actos y hábitos nuevos. Los hábitos, a su vez, surgen de la repetición de actos. De tal manera que todo acaba dependiendo de los actos. A deliberar no se aprende más que deliberando. Hay que deliberar muchas veces, cientos de veces, para aprender a deliberar,

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es decir, para tener el «hábito deliberativo», y también para tener ese rasgo de carácter que cabe denominar «actitud deliberativa». EUBOULÍA Y CONTROL DE SESGOS Deliberar es un asunto complejo que, por ello mismo, puede hacerse bien y mal, correcta e incorrectamente. No delibera quien quiere sino quien puede. Aristóteles, el padre de la deliberación como método de la ética, dedicó todo un capítulo de su Ética a Nicómaco a tratar de la «buena deliberación» (euboulía), porque hay muchas razones para que se confunda con otras cosas y se haga mal. Aristóteles, en concreto, tiene buen cuidado de distinguirla del mero «indagar» (zeteîn). Tampoco es «ciencia» (epistéme), «opinión» (dóxa) o «buen tino» (eustochía). Que no es ciencia resulta de todo punto obvio, ya que la ciencia es para Aristóteles conocimiento demostrativo, y cuando algo se demuestra, no queda espacio para la deliberación. En el extremo opuesto estaría el buen tino, que acierta en la solución del problema por puro azar. Sobre el azar, lo mismo que sobre la ciencia, por más que sean saberes opuestos entre sí, no cabe deliberación. «El buen tino es algo que no necesita razonar, y rápido, mientras que la deliberación requiere mucho tiempo, y se dice que debe ponerse en práctica rápidamente lo que se ha resuelto tras la deliberación, pero deliberar lentamente» (Et Nic VI 9: 1142b 3-5). Parece, tras lo dicho, que la deliberación se encuentra más cerca de la «opinión», ya que esta se halla entre los dos extremos de la ciencia necesaria y el buen tino azaroso. Esto es, en efecto, así, pero la deliberación no se identifica con la opinión. La opinión es un producto de la mente, un tipo de razonamiento, en tanto que la deliberación, dice Aristóteles, es «una rectitud» (orthótes). Y es que el objetivo de la deliberación es determinar si nuestras opiniones son correctas o incorrectas. «Puesto que el que delibera mal yerra y el que delibera bien lo hace rectamente, es claro que la buena deliberación consiste en una especie de rectitud, que no

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es propia ni de la ciencia ni de la opinión» (Et Nic VI 9: 1142b 7-9). El resultado de la deliberación incorrecta es lo que Aristóteles llama hamartía, error. Esto que para el pensamiento griego era «error», en la tradición bíblica se convirtió en «pecado», la traducción más usual de hamartía en el lenguaje eclesiástico. ¿Sigue conservando vigencia esta tesis aristotélica? La respuesta no solo tiene que ser afirmativa, sino que debe ir acompañada de una constatación histórica tan sorprendente como cierta: que es en estas últimas décadas cuando se ha redescubierto todo el potencial que llevaba en su interior esa doctrina. Abramos un libro por demás celebrado en estos últimos años, el de Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio. Ya en la «Introducción» afirma que «las argumentaciones de este libro tratan de los sesgos de intuición» (Kahneman, 2012, 14). Para los psicólogos está claro que el término intuición tiene un sentido más elemental o menos técnico que el usual en filosofía. Por intuitivo entienden lo directo, espontáneo e inmediato, es decir, lo que Kahneman llama el «pensar rápido». Y la tesis a la que él y su compañero Amos Tversky llegaron ya en su primer encuentro en 1969, fue que «nuestras intuiciones son deficientes» (Kahneman, 2012, 16) y están llenas de «sesgos». A consecuencia de ello, ambos «pasaron varios años estudiando y documentando en varias tareas los sesgos del pensamiento intuitivo» (Kahneman, 2012, 19). Tras lo cual publicaron el año 1974 en la revista Science un artículo titulado «Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases» (Kahneman, 2012, 545-567). Era una carga de profundidad puesta bajo el imponente edificio de la Decision Making Theory, el paradigma imperante para la toma de decisiones prácticas en el periodo comprendido entre 1940 y 1970. Se pensaba que esta era la lógica de la toma de decisiones correcta, y que las emociones eran las causantes de los errores decisorios. Se partía del «supuesto dogmático, entonces predominante, de que la mente humana es racional y lógica» (Kahneman, 2012, 21). Pues bien, empezaba a verse que eso no era así. Que los seres humanos no tomamos decisiones de

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acuerdo con los principios y criterios de la teoría de la elección racional, y que los sesgos hay que situarlos en otro plano. Todo esto se halla relacionado con un tema del que sorprende el poco interés que ha suscitado en los pensadores a lo largo de los siglos. Se trata de la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre, el judgment under uncertainty, del artículo de Kahneman y Tversky. La incertidumbre se ha considerado tradicionalmente algo así como una anomalía, ya que lo normal es tomar decisiones ciertas. Tan es esto así, que toda la tradición ha primado de entre los libros lógicos de Aristóteles, los Analíticos, aquellos que se ocupan del razonamiento apodíctico, en detrimento de los Tópicos, cuyo objeto de estudio son los razonamientos que Aristóteles llamó dialécticos, es decir, los que hoy denominamos probables o inciertos. Y lo más sorprendente ha sido advertir que, a diferencia de lo que hicieron sus secuaces, el propio Aristóteles concedió mucha mayor importancia a estos que a los otros. De singularibus non est scientia, reza un conocido apotegma escolástico. No hay ciencia de lo particular. Por ciencia se entendía entonces el saber apodíctico, por tanto universal y cierto, sobre algo. Y es obvio que el razonamiento particular no cumple ni puede cumplir con esas condiciones. De lo que se deduce que el razonamiento particular es siempre probable, y la lógica que cabe aplicarle no es otra que la dialéctica. Su término no es la «verdad» (alétheia) sino la «opinión» (dóxa). El teorema de Pitágoras es verdadero, y sobre él no cabe discusión posible. Se puede explicar, pero no discutir. En el razonamiento dialéctico, por el contrario, se utilizan argumentos, pero no apodícticos o demostrativos (el teorema de Pitágoras puede demostrarse) sino otros que no pasan de ser plausibles y que llamamos «opiniones». En las sesiones clínicas de los servicios hospitalarios, los médicos discuten y dan sus diferentes opiniones a propósito del diagnóstico, el pronóstico o el tratamiento de un enfermo particular. ¿Con qué objetivo? Con el de tomar una decisión que nunca podrá considerarse absolutamente verdadera, sino solo ponderada, razonable, prudente, sabia o responsable. Esto es lo típico del razonamiento

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dialéctico y por eso Aristóteles lo denominó así, porque el contraste de opiniones disminuye sus sesgos. Cuando se manejan opiniones, es importante incrementar el número de puntos de vista distintos e incluso opuestos, a fin de que la decisión que se tome sea más «prudente». Y ello no puede hacerse más que dialogando. Pues bien, al procedimiento propio del razonar dialéctico lo llamó Aristóteles «deliberación». Y su término es la «prudencia», la toma de decisiones prudentes. Decisiones prudentes no son decisiones ciertas. Sobre «la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado, dice Aristóteles, no se delibera. Se delibera sobre aquello que puede ser de otra manera». Y añade que «en las cuestiones importantes nos dejamos aconsejar de otros» (Et Nic, III, 3: 1112b 10-11). A eso lo llama Aristóteles synbouleúo, deliberar conjuntamente. Como ya advirtieron Kahneman y Tversky, este es un campo minado, o como ellos prefieren decir, repleto de «sesgos». El primero es el propio hecho de que los seres humanos seamos alérgicos a la incertidumbre e intentemos siempre evitarla, con procedimientos que las más de las veces son incorrectos. Y por si esto fuera poco, además inconscientes. De ahí nuestra tendencia natural a lo que Kahneman llama el «pensar rápido». Es un misterio que la mente humana tenga una tendencia casi incoercible a tomar caminos erróneos, incorrectos, equivocados. ¿Qué es deliberación? En última instancia, «pensar despacio», controlando los sesgos que están siempre al acecho para hacernos tomar decisiones incorrectas. Pensar despacio, en primer lugar, sobre los «hechos». Porque los hechos, en contra de la opinión común, están llenos de incertidumbre. «Los hechos van a misa», afirma un dicho coloquial español. Los hechos son indiscutibles. Y el señor Gradgrind arengaba al maestro de la escuela al comienzo de la novela de Dickens Tiempos difíciles: «Lo que yo quiero, pues, son hechos… No enseñéis a estos niños y a estas niñas nada que no sean hechos, pues en la vida solo hay una cosa necesaria: los hechos. No sembréis otra cosa; arrancad de cuajo todo lo demás».

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La petulancia de este párrafo demuestra bien la credulidad con la que los seres humanos damos por ciertas esas cosas que llamamos «hechos». Hace falta una capacidad de reflexión no pequeña para darse cuenta de que los hechos son cualquier cosa menos dogmas. En las ciencias que se denominan experimentales o baconianas, los hechos no son nunca ciertos sino solo probables. El hecho de que tal fármaco alivia un síntoma determinado es solo probable, porque eso es lo que da de sí el mejor procedimiento con que contamos para testar la eficacia y seguridad de los productos, el llamado gold standard, el ensayo clínico. Pero es que esto es aplicable a cualquier otra proposición científica. Isaac Newton formuló la Ley de la gravitación universal: todos los objetos se atraen unos a otros con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que separa sus centros. ¿Es cierta esta ley? Por supuesto que no. La base empírica en que se fundamenta no es universal sino particular, y por tanto su formulación universal, en forma de ley, va más allá de lo que permite su base empírica, lo que cabe llamar «sus hechos». La ley de la gravitación universal no es un hecho. Y si no lo es, ¿por qué nos lo parece? ¿Por qué tendemos a considerarla una verdad apodíctica en vez de meramente dialéctica? ¿Por qué consideramos que es verdadera y no solo probable? Sin duda, porque introducimos un «sesgo». Sí, en el orden de los hechos también hay sesgos, que distorsionan nuestras decisiones. Piénsese en la medicina. ¿Por qué los médicos dicen a los pacientes con frecuencia más de lo que saben? ¿Por qué aseguran cosas que no conocen con certeza? Son los sesgos que subrepticiamente se cuelan. Si le preguntamos al médico por qué procede así, nos dirá que porque en su experiencia tal fármaco siempre ha funcionado bien, o porque eso que él está diciendo es lo que quiere oír el paciente, etc. Hay otra razón más profunda, de la que pocas veces somos conscientes. Se trata de que inconscientemente identificamos incertidumbre con debilidad. Superman no tiene dudas. Y estas tampoco caben en la mente divina. A todos nos gusta ser omnipotentes, y eso lo ha-

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cemos formulando argumentos apodícticos, rotundos, definitivos, indiscutibles. Esto nos produce un placer indescriptible. La incertidumbre, por el contrario, genera angustia, sentimiento inconsciente que dispara los que Freud denominó «mecanismos de defensa del yo». Ya sabemos cómo funcionan. Solo queda añadir que no hay otro antídoto contra ellos que la «deliberación». Cuando más deliberado sea el proceso, menos espacio ocuparán tales sesgos inconscientes y mayor capacidad de control tendremos sobre ellos. Pero esto no es todo, ni quizá lo más importante. Porque lo fundamental es advertir que los proyectos nunca están compuestos solo de «hechos». No se trata solo de que los hechos estén sesgados, que lo están (el propio concepto de hecho es ya un sesgo), es que además en los proyectos no hay solo juicios o proposiciones de hecho, a pesar de que seamos proclives a considerarlo así, lo cual es ya en sí un sesgo, y de los mayores, si no el fundamental. No podemos hacer proyectos sin incluir en ellos juicios de valor. No hay proyectos construidos solo con hechos, por más que nos lo parezca. Es de nuevo un sesgo. El proyecto tiene por objeto añadir valor. De ahí la importancia de pensarse bien cuáles son los valores que ponemos en juego a la hora de elaborar un proyecto. Porque en esto de la valoración también hay sesgos. Hay un valorar rápido y un valorar despacio. Si se prefiere, hay un valorar muy mesencefálico y otro más cortical. Este es un capítulo cuyo conocimiento se ha visto ampliado enormemente en las últimas décadas. Y no en último lugar por las aportaciones de Kahneman y Tversky. En efecto, cinco años después del artículo antes citado, en 1979, publicaron otro titulado Prospect Theory: An Analysis of Decision Under Risk (Kahneman, 1979). Es lo que aquí venimos llamando análisis del proyecto y de la toma de decisiones con incertidumbre. Los sesgos, dicen los autores, no provienen tanto de lo que hemos denominado «hechos» cuanto de lo que describen como «preferencias intuitivas» (Kahneman, 2012, 22). Sigo pensando que si algo hay que reprocharles a estos dos agudos observadores de la conducta humana, es su poco cuidado con las palabras. Lo vimos a propósito del

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término intuición. Pero es que ahora sucede lo mismo con el de «preferencia». ¿A qué se están refiriendo? A las valoraciones. Dejemos ahora de lado en qué difieren preferencias de valores, y por qué optar por el segundo término en detrimento del primero. El caso es que los sesgos en nuestras decisiones se deben, más que al mal manejo de los llamados hechos, a defectos en nuestros juicios de valor. Kahneman pone un ejemplo bien conocido del personal sanitario: el del «médico que hace un complejo diagnóstico después de una sola mirada a un paciente» (Kahneman, 2012, 24). Este tipo de decisiones, que Kahneman llama, distorsionando de nuevo el lenguaje, «intuitivas», y que en medicina se atribuyen al llamado «ojo clínico», se sabe que a veces son acertadas, pero que otras muchas no lo son, y que siempre existe el peligro de que el actor o protagonista se considere dotado de un «sexto sentido» que le exime de cumplir con el largo, tedioso y repetitivo procedimiento que establece el protocolo de la buena práctica. Los errores del ojo clínico no se deben solo ni principalmente a la escasez de datos objetivos o de hechos, sino a un erróneo proceso de valoración que lleva al individuo a pensar que para él huelgan los protocolos. Más que de valoración hay que hablar de sobrevaloración. Y de nuevo difícil de controlar, porque nos cuesta darnos cuenta de ella. Abierta la veda, un número muy considerable de investigadores partió a la caza de sesgos de valoración en las decisiones. Y cayeron muchas piezas, más de las esperadas. Como el propio Kahneman reconoce, todos ellos se deben a que «los juicios y las decisiones son directamente regidos por sentimientos de agrado y desagrado con escasa deliberación o razonamiento» (Kahneman, 2012, 25), es decir, a la ausencia de deliberación adecuada sobre los valores en juego. Se confía en lo que Kahneman llama el «Sistema 1», ese que llama «intuitivo», en detrimento del «Sistema 2», al que da, esta vez certeramente, el calificativo de «deliberado» (Kahneman, 2012, 26). Veamos algunos de tales sesgos, sin ningún ánimo de exhaustividad. Uno es el que desde hace décadas viene conociéndose con el nombre de «predicción afectiva» (affective forecasting) (Wilson,

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2003). Nuestras decisiones, como hemos visto, son siempre de futuro, y por tanto proyectos. Ahora bien, al proyectar se dan ciertos sesgos inconscientes en nuestras decisiones, debidos a factores emocionales. Quien se casa sabe el elevado número de divorcios, la frecuencia del maltrato a la mujer, la no menor tasa de engaños dentro del matrimonio, pero está convencido de que «eso no va con él». Es un sesgo de valoración, que si bien se mira, afecta a todas nuestras decisiones, habida cuenta de que todas son de futuro, y que en todas ellas la valoración juega no solo un papel importante, sino el papel fundamental. Ni que decir tiene que su importancia para la ética, y más en concreto para la ética médica, es grande. Si este es un sesgo, digamos, genérico, hay otros más específicos. Se han descrito por docenas. Uno es el denominado «sesgo de impacto» (impact bias), que nos hace exagerar el impacto emocional de los acontecimientos futuros. Se preguntará que cómo puede uno saber que se trata de una exageración. Y la respuesta es porque cuando las personas llegan a esa situación, cuando lo futuro se hace presente, lo valoran de modo muy distinto, por lo general más positivo que antes. Nuestras valoraciones de futuro suelen estar sesgadas, y además peyorativamente. Es lo que se conoce con el nombre de sesgo de proyección (projection bias) (Loewenstein, 2005). Esto tiene enorme importancia en la vida toda, pero más concretamente en el caso de la medicina. Cuando la persona sana ve a un enfermo, sobre todo si la enfermedad es grave o mortal, inmediatamente, de modo reflejo, automático, valora esa situación de modo muy negativo, incluso como peor que la muerte. Todos piensan para sí mismos: para vivir de ese modo, yo preferiría morir. Pues bien, la experiencia cotidiana demuestra que cuando llegan a tales situaciones, su valoración ha cambiado de modo muy significativo, cuando no sustancial. Esto es algo que pone en cuestión toda la teoría existente hasta el día de hoy acerca de las llamadas instrucciones previas (Winter, 2009). Un sesgo colateral al descrito es el que se ha bautizado como «paradoja de la discapacidad» (disability paradox) (Loewenstein, 2004).

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Se trata de que la persona que se considera «normal» valora de modo automático al discapacitado negativamente, de forma mucho más negativa de cómo él se valora a sí mismo. Se trata de otra valoración sesgada, habida cuenta de que tendemos a pensar que la nuestra es objetiva y universal, y por tanto la que debe prevalecer en el proceso de toma de decisiones. Esta valoración negativa lleva, por otra parte, a discriminaciones de todo tipo, laborales, familiares, políticas, etc., de las que, además, no somos conscientes o lo somos en grado mínimo. Esto explica que las asociaciones de discapacitados intenten por todos los medios a su alcance que no se las denomine así, habida cuenta de que ese término, que parece meramente descriptivo de un hecho, encierra ya una valoración, que además es inconsciente y negativa. En los últimos años han llevado a cabo una amplia campaña para que no se hable de discapacidad sino de «diversidad funcional». Algo que no tiene sentido negativo, aunque solo sea porque diversos funcionales somos todos. Valga todo esto como muestra de que los proyectos humanos no se construyen solo con juicios factuales o de hecho, sino también con juicios evaluativos o de valor, y que estos, quizá por su carácter más emocional, poseen una mayor probabilidad de sesgo que los otros. Hay valoraciones espontáneas, inmediatas, típicas del Sistema 1, y hay otras más reposadas, en las que se someten los propios valores a pruebas de contraste, a fin de verificar su consistencia. De ahí la importancia de la deliberación no solo sobre hechos, sino también, y especialmente, sobre valores. En principio, cabe decir que toda valoración espontánea está sesgada. Y lo peor es que no somos conscientes de ello. En todo proyecto hay hechos y valores. Y sobre ambos es preciso deliberar, en un intento por reducir la incertidumbre a límites razonables y hacer que nuestras decisiones sean responsables o prudentes. Pero es obvio que la decisión constituye de por sí un tercer momento, el operativo, que no se identifica ni con el de hecho, ni tampoco con el de valoración. Y es que en todo proyecto se da este último factor, el operativo o práctico, el de hacer o no hacer.

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Este momento tiene su propia lógica. Porque no está dicho que podamos hacer todo lo que valoramos positivamente, o todo lo que preferiríamos hacer. Además de los hechos y de los valores, la decisión ha de tener en cuenta dos cosas de suma importancia, las circunstancias del acto y las consecuencias previsibles de la decisión. Y aquí topamos de nuevo con la incertidumbre. Porque las circunstancias nunca pueden agotarse, son inagotables, y las consecuencias resultan en muy buena medida imprevisibles. De ahí que también a este nivel sea necesaria la deliberación, en primer lugar para reducir la incertidumbre en el análisis de las circunstancias y consecuencias a límites razonables, y en segundo para ver cuáles son los cursos de acción posibles, y elegir entre ellos aquel que optimice los valores en juego o los lesione en menor medida. Tampoco este tercer espacio ha escapado a la curiosidad de los psicólogos. Daniel Gilbert y Timothy Wilson han acuñado el neologismo inglés miswanting (Gilbert, 2000), elección errónea o descarriada, para caracterizar los sesgos de elección o decisión. Sobreestimamos el placer que nos producirá el coche que hemos decidido comprar, o la felicidad que proporcionará el premio gordo de la lotería, caso de que acertemos. Aún cabe llevar el tema más allá de donde estos autores lo han dejado, y afirmar que el mayor sesgo de elección está en el hecho, absolutamente misterioso, de que el ser humano tiende a reducir todos los posibles cursos de acción a dos, y además extremos, dejando en la penumbra todos los posibles cursos intermedios, sin duda los más difíciles de ver. El resultado es que utilizamos para decidir una lógica dicotómica, esa que los medievales caracterizaron con los términos aut-aut y que dio nombre a un libro de Kierkegaard. En la actualidad esto es lo que se conoce como «dilema». Hasta tal punto ha llegado su popularidad, que hoy se solapa el significado de los términos decisión y dilema. Así, cuando alguien quiere expresar que está ante una decisión muy importante, dice que se halla ante un gran dilema. Es obvio que si no existen al menos dos posibilidades, no hay nada que

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decidir. Y también lo es que para la mayoría de las personas, de nuevo de modo inconsciente, las posibilidades se reducen siempre a dos. Es el sesgo del dilematismo. Es preciso llamar la atención sobre el hecho de que en la práctica los dilemas son muy raros; mejor, que los dilemas son problemas mal analizados y resueltos. Más que dilemas, hay problemas, es decir, casos con múltiples cursos de acción posibles que será preciso tener en cuenta a la hora de tomar una decisión razonable o prudente. Reducir los problemas a dilemas es incorrecto e injusto. A pesar de lo cual, existe una tendencia innata a ello. Nos fijamos en los cursos extremos, el blanco y el negro, e ignoramos toda la gama de grises. Esto, sin duda, simplifica la decisión, y por tanto puede ser un sesgo debido a lo que desde Ockham se conoce como «principio de economía del pensamiento». La cuestión es que tanta economía puede llevarnos a tomar decisiones que, paradójicamente, serán muy onerosas en términos de valor. Fue Aristóteles quien dijo que la virtud está por lo general en el punto medio, lo que significa que los cursos extremos suelen ser los pésimos, y que el curso óptimo, el único justificable desde el punto de vista ético, es con toda probabilidad uno de los intermedios. De ahí la necesidad de la deliberación en este tercer momento del proyecto, el último, el propio de la opción por un curso concreto. Y como en los dos anteriores, resulta que el Sistema 1, el pensar rápido, ese que Kahneman llama intuitivo, nos lleva a tomar decisiones por lo general incorrectas, injustas e imprudentes. Para evitarlo, para controlar sus sesgos, no hay otro procedimiento válido que la deliberación. Hay personas «precipitadas», que suelen tomar sus decisiones antes de tiempo. Otras dilatan tanto la decisión, que la toman tarde. A estas solemos llamarlas «indecisas». Y es que en esto de la decisión juegan muchos factores, como ya hemos visto, pero hay uno muy particular, el tiempo. Las decisiones son inciertas, pero a la vez hay que tomarlas en un tiempo determinado, ese que los griegos denominaron con el término kairós, que los latinos tradujeron por

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opportunitas; hay que tomarlas en el momento oportuno, no antes ni después. Algo para lo que parece que no todo el mundo está capacitado de igual manera. Concluyo. ¿Es difícil deliberar? Por supuesto que sí. Para deliberar son necesarios conocimientos, pero eso no es suficiente. Se necesitan también habilidades. Y sobre todo actitudes. No delibera quien quiere sino quien puede. Y siempre tras un largo proceso de aprendizaje o entrenamiento. Esta es la gran asignatura pendiente: educar en la deliberación. Nuestro sino está en que hemos hecho una sociedad competitiva, en vez de deliberativa. En nuestra sociedad no se busca decidir bien sino triunfar. ¿Se enseña a los niños a deliberar? ¿Cuáles son los objetivos de los diferentes niveles de formación? En esto, como en tantas otras cosas, recogemos lo que antes habíamos sembrado. Los seres humanos funcionamos más con el Sistema 1 que con el Sistema 2. Nuestras decisiones tienen más de mesencefálicas que de corticales. Y así nos va.

4 El origen de la vida LOS CONFINES DE LA VIDA HUMANA Todas las situaciones humanas son potenciales generadoras de conflictos morales. Pero estos se concentran de modo muy especial en las decisiones que es preciso tomar en los confines de la vida, tanto en su comienzo como en su final. Esto ha dado lugar a una literatura que en el mundo anglosajón se denomina ethics of the edges of life. El primer problema que se nos plantea es definir con precisión qué debe entenderse por confín de la vida humana. Para ello hemos de recordar algo de lo ya dicho en capítulos anteriores. En ellos definimos a los sujetos morales como aquellos que proyectan sus actos y se proponen fines, y que salen responsables de los fines que establecen. De acuerdo con Kant decíamos, por ello, que los seres humanos son «el fin de los fines», o lo que es lo mismo, «fines en sí mismos», que es la definición que dio Kant de sujeto moral, a diferencia de los sujetos naturales o cosas. Los sujetos morales son personas y los naturales, cosas. Los primeros tienen la condición de «fines en sí», en tanto que los segundos son «medios». Por eso los seres humanos están dotados de «dignidad» y, dice Kant, merecen «respeto». Lo dicho hasta aquí es bien conocido, y se trae a colación siempre al hablar de ética, y muy en especial cuando se tratan temas rela-

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cionados con los confines de la vida. Lo que ya no suele decirse es que todas las afirmaciones anteriores sobre el ser humano tienen para Kant un sentido que él llama «formal» o «canónico», no «material» o «deontológico». Esta distinción es importante, y recuerda la que ya establecimos en el capítulo primero entre la estructura formal de la moralidad y el contenido de los proyectos morales. Las estructuras formales puras carecen de contenido, y por tanto no mandan nada, o como dice Kant, no poseen sentido deontológico. Cuando no se tiene en cuenta esta distinción y se intenta dotar a los conceptos meramente formales o canónicos de sentido deontológico, se está incurriendo en un error conceptual, lo que en términos lógicos se denomina una «falacia». De los seres humanos decimos que son «personas», que tienen la condición de «fines en sí mismos», y que por ello están dotados de «dignidad». Es la manera como la filosofía moderna ha definido a los seres humanos. En la antigüedad se utilizaron otros criterios. Así, por ejemplo, Aristóteles dio en su Política la definición de ser humano que ha gozado de mayor vigencia en los anales de la cultura occidental, zôon lógon ékhon, que los latinos tradujeron por animal rationale, animal racional. Son denominaciones o definiciones distintas de la realidad humana, pero que coinciden en un punto fundamental. Este es que tienen carácter formal. Esto significa que no definen a un individuo concreto, Pedro o Andrés, sino a la «especie» humana como tal, de modo que se consideran humanos todos los que forman parte de esa «clase» lógica que llamamos la «humanidad». Esta clase puede representarse por un círculo, de modo que serán seres humanos aquellos que cumplan con la definición que hemos dado de la clase, y que por tanto se hallen dentro de ese círculo. El círculo, obviamente, tiene una línea que delimita lo que cae dentro o fuera de la clase. Ese límite es lo que recibe el nombre de «confín». Todo lo anterior tiene carácter estrictamente «formal». Para dotarlo de «contenido» hay que pasar de la consideración de los términos abstractos de «humanidad», «persona», etc., a los más concretos de

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«Pedro» o «Juan». Porque nos interesa saber si Pedro o Juan están dentro o fuera de la clase, es decir, si gozan de la condición de «persona», «fin en sí», «dignidad», etc. Algo que resulta a todas luces evidente, es que en la clase de los seres humanos nadie permanece indefinidamente. En esa clase se entra y de ella se sale. Y también es obvio, al menos en filosofía, que los juicios sobre si Pedro está dentro o fuera de la clase son «empíricos», «concretos», y por ello mismo dotados de una lógica que es completamente distinta a la que hemos utilizado para definir el criterio formal. Este es el punto que suele dar origen a todo tipo de confusiones. Se trata de un problema lógico. Es obvio que sobre las ciencias puramente formales, como es el caso de la matemática, pueden hacerse proposiciones apodícticas, cuya verdad cabe establecer de modo seguro mediante demostración. Puede afirmarse con rotundidad que la suma de ángulos de un triángulo mide dos rectos, o que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos en un triángulo rectángulo. En las proposiciones meramente formales funciona la lógica apodíctica, y las cosas pueden afirmarse con rotundidad. Pero en cuanto se pasa de la forma al contenido, las cosas empiezan a ser muy distintas. La geometría, por ejemplo, nos habla del triángulo equilátero y formula todas sus propiedades de un modo apodíctico. Pero está por ver que alguien haya sido capaz de pintar nunca un triángulo perfectamente equilátero. Y es que la geometría no trata de los triángulos equiláteros reales, sino de lo que cabe llamar la «equilatereidad», que es puramente formal, y que por tanto no depende de ningún contenido concreto, de ningún triángulo equilátero «real». De lo anterior se deduce que la lógica de los juicios de realidad ha de ser muy distinta de la lógica puramente formal. Esto es algo de lo que ya fue perfectamente consciente Aristóteles, y desde él toda la filosofía ulterior. La lógica puramente formal puede ser apodíctica. Pero en la realidad concreta no caben proposiciones apodícticas. Todas pertenecen a un tipo de lógica que Aristóteles llamó «dialéctica»,

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y que hoy denominaríamos «probable», o lógica de la probabilidad. Individuum est ineffabile, el individuo concreto no puede definirse, decían los clásicos. Sobre las realidades concretas, individuales, no puede decirse nada de forma apodíctica, a no ser que se trate de una pura tautología. Cualquier proposición universal, como son las proposiciones científicas, o las que nos interesan aquí, formuladas sobre un individuo concreto, serán siempre probables, pero nunca ciertas o apodícticas. De ahí el otro apotegma clásico: de particularibus non est scientia, no hay saber apodíctico sobre casos concretos. Volvamos desde aquí al tema del ser humano. La filosofía clásica lo definió formalmente como «animal racional». Algo que resulta indubitable, y que por tanto nos parece apodíctico, cuando nos situamos en el centro de ese círculo imaginario con el que hemos representado la clase de los seres humanos. No hay duda de que esa definición se ha hecho tomando como modelo los seres humanos que está claro que se hallan dentro de la clase, es decir, las personas adultas, en perfecto uso de sus facultades intelectuales, etc. Pero cuando del centro de la clase nos desplazamos hacia los extremos, las cosas empiezan a volverse oscuras. Esta oscuridad no es de hoy, ha existido siempre. Por ejemplo, con la definición clásica de los seres humanos como animales racionales, se planteó pronto el problema de si los que no tienen un lógos, es decir, un uso de razón como el nuestro, pertenecen o no a la clase. Esto les pasó a los griegos con los asirios, que obviamente no hablaban griego, que por tanto no tenían el lógos griego, y que para ellos más que hablar mascullaban palabras ininteligibles. De ahí procede el término onomatopéyico «bárbaro», que los griegos interpretaron como persona carente de «palabra», y por tanto de «razón»; no era animal racional, a pesar de que lo pareciera. Pero el de los bárbaros no fue el único caso. Sucedió lo mismo con los esclavos. Y en algunos casos incluso con las mujeres. Conviene recordar que aún en el siglo XVI, cuando los españoles entraron en contacto con las culturas indígenas de América, surgió de nuevo el problema de si los indios eran seres humanos, racionales, o no. Quienes se

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lo plantearon no fueron unos sujetos desalmados, deseosos de exterminarlos, sino cultos clérigos, que tenían dudas, precisamente, porque conocían bien la doctrina aristotélica. Ese era el caso de Juan Ginés de Sepúlveda, probablemente el mayor humanista de la España del momento y desde luego el que mejor conocía la obra aristótelica. Su argumento es idéntico al que ya se había utilizado en la antigüedad: los indios son «bárbaros… que apenas merecen el nombre de seres humanos», como dice en De la justa causa de la guerra contra los indios. Esto dio lugar, como es bien sabido, a la famosa «disputa de Valladolid», en la que tuvo que debatir durante meses con Bartolomé de las Casas. Ni que decir tiene que al final ambos se consideraron vencedores. Pero las dudas no surgieron solo a propósito del choque de la cultura occidental con otras extrañas y, por lo general, menos desarrolladas. En el interior de la propia cultura occidental se plantearon problemas, sobre todo en relación con enfermedades que afectaban al psiquismo. Esto sucedió en la Edad Media con una enfermedad entonces endémica en ciertas regiones europeas, como las altiplanicies alpina y pirenaica. La incomunicación de estas poblaciones durante buena parte del año, la endogamia crónica, el consumo de agua de nieve, desprovista de yodo, y no en último lugar el pauperismo y la deficiente alimentación, hicieron que en esas regiones el hipotiroidismo congénito fuera muy frecuente. Al ser congénito, los niños hipotiroideos nacían de madres también hipotiroideas, con lo cual sus efectos devastadores aparecían desde el nacimiento. Uno de ellos es la llamada bradipsiquia, que acaba convirtiéndose en retraso mental muy profundo; tanto, que los sacerdotes tenían dudas de que esos neonatos pudieran ser sujetos adecuados del bautismo. Los padres presionaban para conseguirlo, y cuando el cura al final les bautizaba, lo exhibían por el pueblo como chrétien, «cristiano» o «cristianado», es decir, como ser humano. De ahí viene el nombre de «cretino», que está datado en la zona pirenaica francesa en torno al año 1000. Otro ejemplo de esto es el caso de los enfermos mentales. Hace bastantes años yo hube de escribir una breve historia de la psiquiatría

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como capítulo de un Tratado de Psiquiatría. Para mi propio asombro, comprobé que el tratamiento de los enfermos mentales había ido paralelo al que en la cultura occidental han tenido los animales. Hubo una fase muy larga en la que al enfermo mental se le trató como un «animal salvaje». A partir del siglo XVIII comenzó la fase en que se trató al enfermo mental como «animal doméstico». Y ha sido en las últimas décadas del siglo XX cuando se ha entrado en otra fase, la del «animal humano», coincidiendo con la humanización del trato a los animales, dotados de «derechos», etc. Todos estos son ejemplos que demuestran algo importante, y es que, en los límites o confines de la vida humana, nos cuesta mucho saber cuándo se está dentro y cuándo fuera de la clase de los seres humanos, y establecer, por tanto, el momento preciso de la entrada o la salida. No es un problema actual, con ocasión de los debates sobre el aborto o la eutanasia. Ha sido siempre un problema, y lo seguirá siendo. Un ejemplo claro de esto lo tenemos en la determinación del momento de la muerte. No hay más que una prueba absolutamente cierta de muerte, y es la descomposición del cadáver, algo que ninguna cultura ha podido permitir. De ahí que todas hayan buscado signos previos de muerte. El criterio más conocido, el clásico, es la parada cardiorrespiratoria. Ha sido el usual a lo largo de los siglos, hasta que en el siglo XVIII, al comprobar los médicos que siguiendo ese criterio a veces se enterraba a personas vivas, el derecho decidió exigir un periodo precautorio de 24 horas antes del enterramiento. Y hoy se añade al criterio tradicional de muerte cardiopulmonar el de no respuesta a las maniobras de reanimación. Estos cambios demuestran hasta qué punto son inciertos los criterios que utilizamos. Añádase a esto que hay aún otra definición de muerte, la llamada muerte encefálica, consistente en la ausencia de función del cerebro, incluido el tronco cerebral. En el origen de la vida las cosas han sido siempre muy similares a las ya descritas. Es bien sabido que el artículo 30 del Código civil español decía, hasta la reforma del año 2011, que «para los efectos civiles, solo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y vivie-

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re veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno». Lo de la figura humana ya sabemos de dónde viene. Y lo de las 24 horas hace difícil no recordar las 24 horas exigidas para el enterramiento. En la reforma de 2011 ha desaparecido el plazo precautorio de 24 horas, dados los avances de la medicina, pero es significativo que también se haya suprimido en el caso del enterramiento en la ley de Sanidad Mortuoria de 2014. En contra de lo que a veces se dice, el artículo anterior al antes citado, el 29, no disminuía su alcance. Lo que dice es que «el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables», pero añade acto seguido: «siempre que nazca con las condiciones que expresa el artículo siguiente». Estamos en el mismo caso de los cretinos, los enfermos mentales, los bárbaros, etc. Todo lo anterior demuestra algo muy importante, y es que sobre estas cuestiones no es fácil encontrar criterios absolutos. Se trata de problemas empíricos que deben manejarse con criterios prudenciales, y por tanto variables a lo largo del tiempo. La prudencia se define como la decisión razonable en condiciones de incertidumbre. La prudencia une a la vez razonabilidad e incertidumbre. Aunque no seamos capaces de anular la incertidumbre, podemos tomar decisiones razonables. Lo que no serán nunca esas decisiones es ciertas, sino solo probables. Por supuesto que a todos nos gustaría alcanzar siempre la certeza. Pero eso no es posible. La realidad siempre supera nuestros análisis, y como consecuencia las conclusiones que tomamos serán razonables cuando hayan sido tomadas tras un análisis adecuado, razonable, pero no absoluto, total. Esto es imposible. Si persiguiéramos ese objetivo inalcanzable, nunca llegaríamos a tomar las decisiones, lo cual resultaría ya incompatible con una actitud razonable y prudente. La incertidumbre genera fácilmente angustia en las personas. No es fácil asumir la incertidumbre, saber que uno puede equivocarse, que sus razonamientos no son apodícticos y que sus decisiones no son inamovibles. Este es, quizá, el mayor problema que existe en ética, que las personas buscan decisiones y criterios inmutables y absolutos, y sienten verdadera angustia ante razonamientos basados en la probabilidad, la

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razonabilidad y la prudencia. Esta angustia aumenta de grado en las decisiones tocantes a los confines de la vida. Lo cual explica la dificultad de manejar razonable y prudentemente estos conflictos. Suele decirse que debido a lo grave del tema, en las cuestiones de vida o muerte debe optarse siempre por la respuesta «más segura». Pero esto parte de un error. En este campo no cabe la «certeza», ni por tanto la «seguridad». Hay «opiniones», unas «más probables» y otras «menos probables». Pero todas son probables, no ciertas, y por tanto están sometidas a la lógica de la probabilidad y la prudencia. Es frecuente que al decir que debe optarse por la respuesta «más segura» se esté intentando afirmar que en situaciones tan graves hay que optar por la opinión «más probable». Pero esto tampoco es así. La tradición, por ejemplo, ha interpretado la probabilidad en términos de aceptabilidad o vigencia social. De este modo, se consideraba más probable la opinión que contaba con más partidarios. Esto tuvo mucho que ver con el freno tradicional a la innovación y el progreso. Aquí entendemos la probabilidad en relación al éxito en el objetivo de salvar todos los valores en juego, que es el propio de la vida moral, como ya sabemos y como volverá a salir más adelante. Así entendida, el curso más probable se identifica con el curso óptimo. Pero, como también veremos, no todas las personas tienen que asignar los mismos valores de probabilidad a los cursos de acción, ni por tanto identificar el mismo curso como óptimo. La probabilidad es el porcentaje de éxito asignado a cada curso de acción, pero no todo el mundo asignará el mismo porcentaje de éxito a los cursos de acción, habida cuenta de la incapacidad humana para agotar el análisis de los factores concretos que intervienen en el éxito o fracaso de cada curso. Se trata, por tanto, de una cuestión prudencial, compatible con cierto grado de variabilidad. Una última observación preliminar. La incertidumbre suele generar angustia en las personas que no tienen una buena formación en el ámbito de que se esté tratando. Así, por ejemplo, los clínicos son capaces de manejar sin angustia la incertidumbre clínica. Es un hecho evidente que los juicios clínicos, diagnósticos, pronósticos y terapéuticos no tienen

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carácter cierto y apodíctico sino solo probable. De hecho, dos clínicos con amplia ciencia y experiencia pueden realizar juicios diagnósticos o terapéuticos distintos e incluso opuestos sobre un mismo paciente. Esto es algo elemental en el mundo de la medicina, y el profesional lo acepta sin ningún tipo de incomodo. Él sabe asumir esa incertidumbre sin angustia, cosa que no le sucede, por ejemplo, al enfermo, que considera intolerable ese margen de variabilidad e incertidumbre. Lo que el paciente quiere son certezas, no probabilidades. Ahora bien, ese médico que es capaz de entender y asumir sin angustia la incertidumbre clínica, se siente muy angustiado al advertir que los jueces razonan también con incertidumbre, y que la sentencia de un juez no puede aspirar a ser cierta sino a ser prudente (de ahí que las sentencias judiciales constituyan la llamada, y no por azar, «jurisprudencia»), que por tanto varios jueces pueden tomar decisiones distintas ante un mismo caso, y que tal es la razón de todo el sistema de recursos y apelaciones previstos en la administración de justicia. Pues bien, en ética sucede lo mismo que en clínica o en derecho. Las decisiones éticas son solo prudentes, razón por la cual dos personas con saber y experiencia pueden llegar a dos soluciones distintas ante un mismo problema, siendo ambas prudentes. En el mundo de la prudencia un problema puede tener más de una solución. Saber asumir esto, y asumir también que el otro puede tener razón aunque no piense como yo, y que eso no tiene por qué generar en mí angustia, es un presupuesto fundamental del trabajo en ética y en bioética. Especialmente cuando lo que se están analizando son cuestiones tan complejas como las de los confines de la vida. LA SACRALIDAD DE LA VIDA HUMANA Y SUS LÍMITES En los debates sobre los confines de la vida es frecuente acudir al principio de sacralidad de la vida humana. Lo que este principio dice es que la vida es un regalo que ninguno ha merecido, por tanto un don,

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una gracia, de modo que hacia ella no cabe otra actitud que la de respeto agradecido. De ahí que tenga sentido hablar del carácter sagrado de la vida humana, como ya hizo Séneca. La vida no es primariamente un hecho moral sino religioso. La experiencia moral es la del deber, en tanto que la experiencia religiosa es la del don. Y la vida es primariamente esto, un don. Al comienzo de El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, la jovencísima Sofía se pone a reflexionar sobre de dónde viene el mundo. Sus pensamientos los describe así Gaarder: «No hacía mucho que había muerto la abuela de Sofía. Durante más de seis meses, Sofía la había echado en falta cada día. ¡Qué injusto es que la vida tenga que acabar! Sofía estaba de pie sobre el asfalto, pensando. Intentaba pensar con todas sus fuerzas sobre el hecho de estar viva, a fin de olvidar que no lo estaría siempre. Pero era imposible. Tan pronto como se concentraba sobre el hecho de estar ahora viva, el pensamiento de la muerte le venía inmediatamente a su mente. Lo mismo le sucedió en sentido contrario: solo ante la sensación que sintió un día que estuvo enferma, pudo apreciar lo terriblemente bueno que era estar viva. Eran como dos caras de una moneda que conoció dándole vueltas una y otra vez. Y cuanto más claro se hacía un lado de la moneda, más claro se hacía también el otro. No puedes experimentar el estar vivo sin comprender que tienes que morir, pensó. Pero es imposible entender que tienes que morir sin pensar lo increíblemente excitante que es la vida. Sofía recordó a Granny contándole lo que pensó el día en que el médico le dijo que estaba enferma. “Nunca me había dado cuenta de lo rica que es la vida hasta ahora”, dijo. ¡Qué trágico es que mucha gente tenga que estar enferma antes de darse cuenta del regalo que es estar vivo!».

Tal es una de las experiencias básicas de la vida, que esta es un regalo, y un regalo siempre inmerecido. Es la experiencia del don, de

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la gracia, o si se prefiere, la experiencia de lo sagrado, la experiencia religiosa, aunque se trata de una religiosidad que no tiene que identificarse con ningún credo concreto. De ahí que todos aceptemos el carácter sagrado de la vida. Homo homini res sacra, el ser humano es cosa sagrada, dijo el pagano Séneca, y con ello definió una de las experiencias fundamentales de la humanidad. Hoy es frecuente, sobre todo en la literatura anglosajona, hablar de sanctity of life. Es una expresión incorrecta. La vida es sagrada, pero no es santa, ni incluso en pura teología cristiana. Una vez establecido el carácter sagrado, religioso (en un sentido amplio) de la vida, es preciso preguntarse por el modo como esto repercute en nuestros deberes para con ella, sobre todo en sus confines. Esto es importante, porque en los debates sobre los confines de la vida no se manejan solo argumentos morales sino también religiosos, por las razones ya aludidas. La tesis que suele mantenerse en este punto es que los atentados contra la vida no constituyen solo una transgresión moral sino también una falta religiosa, razón por la cual no son solo atentados contra la moralidad sino también contra la religiosidad o fidelidad. Otra consecuencia que se sigue de esto es que son las autoridades religiosas quienes deben dirimir estas cuestiones, ya que temas como el del aborto son tanto o más religiosos que morales. Esto plantea el problema de la autoridad de las religiones en materia de moral, una cuestión que se ha exacerbado en las últimas décadas, como consecuencia, precisamente, de la reivindicación por parte de las autoridades religiosas, en especial de las de la Iglesia católica, de competencias especiales en la definición de lo que es correcto e incorrecto en temas como la anticoncepción y el aborto. En este punto caben dos posibilidades, y solo dos. La primera es que las iglesias utilicen en cuestiones de moral, criterios similares a los que aplican a las estrictamente religiosas, generalmente denominadas cuestiones dogmáticas o de fe. En ese tipo de asuntos no hay duda de que las iglesias tienen capacidad para definir el mensaje religioso por su propia condición de autoridades religiosas, sin aducir

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otros argumentos. O dicho de otro modo, en el orden estrictamente religioso es claro que a las autoridades religiosas se les reconoce su capacidad para interpretar el mensaje, y por tanto para definir los contenidos de su credo. La legitimidad de esas interpretaciones se basa en su propia posición de autoridad. Esta es la que les hace intérpretes legítimos del mensaje religioso, y por tanto tienen siempre a su favor el llamado “argumento de autoridad”. Este tiene o puede tener carácter absoluto, o absolutamente vinculante para todos los miembros de la iglesia o del credo religioso, pero no para quienes no pertenezcan a él. Esto último es lo que se conoce como principio o derecho a la “libertad religiosa”. Cuando las conductas humanas se definen a partir de criterios de fe o de autoridad, entonces solo son vinculantes para quienes aceptan ese credo o esa fe, pero no lo son para todos los demás. Para evitar que un credo religioso pueda imponer por la fuerza a los demás sus propios argumentos de autoridad, es para lo que se ha establecido el derecho humano a la libertad religiosa. Lo cual quiere decir que si las iglesias aducen en las cuestiones relacionadas con los confines de la vida argumentos de pura autoridad, estos no vincularán más que a sus miembros, quedando los demás protegidos de tales mandatos y prohibiciones por el principio de libertad religiosa. Para muchos, tal es lo que está sucediendo en nuestros días. Las confesiones religiosas presionan con todos los medios a su alcance para que sus actitudes ante las cuestiones de los confines de la vida tengan que ser asumidas por todos, aun por los no creyentes, incluso mediante la utilización de la fuerza, es decir, a través de su tipificación como delitos en los códigos penales. Quienes no comparten ese credo religioso arguyen, por el contrario, que se está conculcando el principio de libertad religiosa, y que las religiones no tienen autoridad en las sociedades democráticas para imponer nada a los demás. Esta confrontación es hoy en día muy aguda, y para muchos es la nueva forma que han adquirido las viejas guerras de religión. Como se sabe, estas buscaron siempre imponer por la fuerza un credo a quie-

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nes no lo aceptaban. Para evitar esto surgió el derecho a la libertad religiosa. Y hoy es necesario aplicar, piensan muchos, este mismo principio a las guerras de religión que se están librando en el tema de los conflictos morales de los confines de la vida. Esta es, por ejemplo, la tesis que defiende Ronald Dworkin en su libro El dominio de la vida: Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual. Para él no cabe duda de que “la guerra entre los grupos antiabortistas y sus adversarios es la nueva versión americana de las terribles guerras de religión de la Europa del siglo XVII” (p. 10). La tesis de Dworkin es que en el tema del aborto, como en todos los directamente concernientes a creencias religiosas, el Estado debe guardar una exquisita neutralidad, razón por la cual no puede condenar esa práctica en su legislación penal. “Si las grandes batallas del aborto y la eutanasia se producen realmente por causa del valor intrínseco y cósmico de una vida humana, como sostenemos, entonces, esas batallas tienen al menos una naturaleza cuasi religiosa, y apenas debe sorprendernos que muchas personas crean que el aborto y la eutanasia son profundamente inmorales pero que no es de la incumbencia del Gobierno el intentar etiquetarlos a través de la ley penal” (p. 25). De ahí que Dworkin concluya: “La libertad de elección en materia de aborto es una consecuencia necesaria de la libertad religiosa garantizada en la primera enmienda” (p. 38). En España, esta misma actitud la ha defendido Francisco Tomás y Valiente, en el artículo “Los extremos de la vida”, publicado en su libro A orillas del Estado. Es evidente que si las religiones aducen en favor de sus tesis argumentos estrictamente religiosos, es decir, argumentos de pura autoridad, no pueden pretender que se generalicen al conjunto de la sociedad. Si son argumentos religiosos no son generalizables, y si son generalizables no son religiosos. Para soslayar esta crítica, las religiones suelen decir que no hablan de estas cuestiones con argumentos de pura autoridad, sino con argumentos racionales, que sí pueden ser generalizables al conjunto de la

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sociedad. Pero con esto renuncian a sus prerrogativas y aceptan situarse en condiciones de igualdad con todos los demás interlocutores, que no tienen otra autoridad que la de los argumentos que aportan. A este nivel, pues, la autoridad de las iglesias es igual a la de los argumentos racionales que aporten. Y aquí comienzan los problemas. Porque los argumentos racionales en campos de perfiles tan difusos como los de los confines de la vida no son del todo concluyentes. Sobre ellos no cabe formular argumentos absolutamente verdaderos o absolutamente falsos. No los ha habido nunca, ni los habrá tampoco nunca. Todos los juicios sobre esas situaciones son por definición sintéticos o de experiencia, y en estos la generalización o universalización se hace siempre a partir de una experiencia limitada. Por eso todos ellos tienen un defecto de base empírica, que les hace a lo más probables, pero nunca absolutamente ciertos. Este es un tema que las religiones llevan muy mal, acostumbradas como están a los argumentos absolutos e indiscutibles, como son los de pura autoridad. En el orden estrictamente racional los argumentos de pura autoridad no valen, y los restantes pocas veces pueden aspirar al estatuto de absolutamente verdaderos y necesarios. Es un hecho que la religión tiende siempre a ser dogmática, y que la filosofía, por el contrario, pone entre paréntesis todo dogmatismo, desde una actitud radicalmente crítica. En el estudio de los problemas éticos de los confines de la vida, aquí seguiremos un enfoque estrictamente racional. Vamos a intentar ver, por tanto, el modo como puede manejarse racionalmente el tema de la sacralidad de la vida humana en los conflictos surgidos en los confines de esta. Y lo haremos convencidos ya desde el principio de que los argumentos que puedan aducirse no serán nunca definitivos, y que por tanto en este campo no es posible aspirar a soluciones totales y definitivas. Lo que en él puede pedirse no es verdad absoluta sino solo prudencia, verdad prudencial. Nuestras decisiones en este ámbito no podrán ser nunca absolutamente ciertas, pero sí es una obligación

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moral de todo ser humano hacer que sean prudentes. Una prudencia que, obviamente, no está reñida con la incertidumbre ni aun con el error. Saber cuándo muere una persona es algo que nunca puede alcanzarse de modo absoluto, y que las diferentes culturas han ido resolviendo de distinto modo a lo largo de la historia. Al hacerlo así han pretendido ser prudentes, pero eso no las ha inmunizado contra el error. De hecho, la cultura occidental se ha visto obligada a redefinir la muerte hace muy pocas décadas. Y nadie dice que el proceso esté acabado. Lo mismo cabe afirmar en el otro ámbito, el de las cuestiones relacionadas con el principio de la vida. Tampoco aquí son posibles soluciones definitivas, y la evolución histórica de los criterios es un hecho. En los confines de la vida las decisiones han de ser, por definición, prudenciales, no absolutas. PROBLEMAS ÉTICOS DEL ORIGEN DE LA VIDA Si el origen de la vida humana siempre ha planteado problemas éticos, hoy lo hace en mayor número, no solo por los cambios culturales y religiosos acaecidos, sino también por el crecimiento exponencial del saber científico y las consiguientes posibilidades de manipulación técnica. Los principales son los siguientes: • Sexualidad y reproducción o Ética de la sexualidad o Ética de la reproducción • Edición génica o terapia génica o Negativa • En células somáticas • En células germinales o Positiva • En células somáticas • En células germinales

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• Clonación o Gemelación artificial o Pseudoclonación o Clonación verdadera --Reproductiva --Terapéutica o no reproductiva • Células troncales (stem cells) o Totipotenciales o Pluripotenciales o Multipotenciales • Programación y reprogramación celular o ¿Qué es una célula embrionaria? o ¿Qué es un embrión? • Anticoncepción: o Métodos naturales o Métodos artificiales o Anticoncepción de emergencia (píldora del día después) • Técnicas de reproducción asistida o IA o FIV o TE o GIFT y ZIFT o Maternidad subrogada • Secuenciación genética de embriones y neonatos • Diagnóstico preimplantatorio • Diagnóstico prenatal • Aborto • Grandes prematuros • Recién nacidos defectivos Cada uno de estos capítulos presenta sus problemas morales específicos. Todos ellos pueden analizarse siguiendo el procedimiento descrito en el capítulo anterior. En lo que sigue solo nos ocuparemos de

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uno de ellos, aquel que pasa por ser el más grave, el aborto, habida cuenta de que supone la interrupción de una vida humana en desarrollo. Y para llevarlo a cabo, vamos a proceder como hemos expuesto en los capítulos anteriores, de tal modo que analizaremos primero los «hechos», después los «valores» y los conflictos de valor, y finalmente intentaremos contestar a la pregunta por los «deberes», que es la estrictamente moral. DELIBERACIÓN SOBRE LOS HECHOS Los hechos que están en la base de los debates actuales sobre el aborto son muchos y de diferente tipo. La literatura sobre esto es enorme, por lo que me limitaré a señalar los que resultan más relevantes. Hechos biológicos El aborto parece haberse dado desde tiempos muy remotos en la especie humana. En el caso de la cultura occidental, hay testimonios fehacientes de su práctica desde sus mismos orígenes. En los escritos del Corpus hippocraticum se conserva una historia clínica de aborto en el libro Sobre las enfermedades de la mujer, y el texto del Juramento establece en una de sus cláusulas que el médico se abstenga de dar a las mujeres embarazadas pesarios abortivos, lo cual es signo de que se practicaba frecuentemente. La justificación teórica a este proceder se encuentra en obras tan relevantes como la República y las Leyes de Platón, en las que se establece un férreo sistema de control demográfico. En igual sentido se manifiesta Aristóteles en su Política. Por otra parte, en la Historia de los animales considera Aristóteles que el límite entre los abortos legales o ilegales hay que fijarlo en el momento en que el feto comienza a tener vida sensitiva, que él sitúa en los 40 días en los varones y en los 80 en las mujeres. Defiende, por tanto,

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un criterio «epigenetista», habida cuenta de que considera que las formas del ser humano no están dadas desde un principio (esta es la tesis que se conoce con el nombre de «preformacionismo») sino que van apareciendo progresivamente. Ese proceso, de cualquier modo, no es azaroso, sino que se halla regido por el télos o causa final que se halla en el interior de toda realidad natural y que dirige su desarrollo. Cabe concluir, por ello, que la cultura griega fue «teleológica» y «epigenetista». Así pensaron también la mayoría de los autores medievales, entre ellos, Tomás de Aquino. En el mundo moderno se dieron dos cambios drásticos. Uno primero se produjo con la entrada en crisis del concepto de teleología de la naturaleza. La mecánica moderna de Galileo y Newton explica el funcionamiento de los astros por meras causas eficientes, razón por la que todo el mundo natural empezó a considerarse que carecía de causas finales. Descartes llamó a esto res extensa, que se rige por meras causas eficientes, a diferencia de la res cogitans, la única capaz de proponerse fines. Esto hizo que empezara a distinguirse drásticamente entre el mundo «natural» y el mundo «moral», como evidencia la obra de Kant. El golpe final a la teología se lo asestó Darwin a mediados del siglo XIX, al ver en el azar el mecanismo básico de la evolución biológica. El segundo gran cambio se produjo en el siglo XVII, con la introducción de los primeros microscopios. Entonces se creyó ver en la cabeza del espermatozoide un «homúnculo» u hombrecillo en el cual estaban ya todas las formas, lo que hizo que entre mediados del siglo XVII y mediados del siglo XVIII, se generalizara la tesis «preformacionista» (Antoine van Leeuwenhoek). Ella está presente en Leibniz y sus discípulos, y como fue en ese medio en el que se establecieron las bases de la llamada «filosofía escolástica» moderna, el preformacionismo ha permanecido vigente en ella hasta el día de hoy. En cualquier caso, en biología entró en crisis con el desarrollo de la embriología experimental por obra de Caspar Friedrich Wolff. Desde entonces hasta mediados del siglo XX, la biología volvió a ser

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epigenetista. El descubrimiento de la base molecular de la genética a partir de los años cincuenta del pasado siglo, hizo pensar durante unas décadas que había base para defender un nuevo preformacionismo, ahora a nivel molecular. Entre los genes y los rasgos fenotípicos habría una relación lineal, conforme al principio que dio lugar al eslogan establecido por Beadle y Tatum en 1948: «un gen, una proteína», que los posteriores trabajos de Pauling, Sanger e Ingram ayudaron a reafirmar. Francis Crick denominó esto más tarde el «dogma central de la biología molecular». Parecía confirmarse la tesis preformacionista, ahora a nivel biológico-molecular. Algo que décadas después se demostraría como inexacto, ya que cada gen puede dar lugar a varias proteínas distintas. Ello se debe a los procesos epigenéticos, a los mecanismos de inducción y represión y, en general, al influjo del medio intra y extracelular sobre el propio genoma. Con lo cual ha vuelto a resucitar la tesis epigenetista. La formación de un ser vivo es un proceso, y no puede afirmarse que toda la información esté ya presente en el primer momento, de tal manera que lo que sucede después sea un mero proceso de maduración y crecimiento. La situación actual es que la formación de los seres vivos, y entre ellos el ser humano, no obedece a procesos lineales de condición determinista, ya que no tiene carácter teleológico, ni tampoco preformacionista. Son los datos de la ciencia los que han conducido a esta situación, nunca antes planteada en estos términos. El estado actual puede resumirse del siguiente modo: Un ser vivo es una realidad biológica dotada de una constitución que le permite vivir, desarrollarse y reproducirse en un medio determinado. La constitución biológica de los seres vivos se identifica con sus rasgos fenotípicos, no con sus genes o rasgos genotípicos. Un perro no es el genoma de un perro, sino una realidad biológica constituida por los rasgos fenotípicos de un perro, que le dotan de suficiencia constitucional y le permiten vivir en un medio determinado. Los seres vivos son el resultado de la evolución biológica. Esta evolución funciona de acuerdo con el principio darwiniano de la

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«selección natural». Esta selección la hace el medio, y lo que resulta seleccionado, lo que se seleccionan son, precisamente, los rasgos fenotípicos. Cuando esos rasgos no son adecuados, el ser vivo no puede subsistir en ese medio y muere o enferma. En ambos casos, resulta penalizado por el medio. Los rasgos fenotípicos están, en muy buena medida, aunque no totalmente, determinados por la información genética, es decir, por el genotipo. De ahí que cuando, a comienzos del siglo XX, se añadió a la teoría evolutiva la interpretación genética de la información de la herencia, se concluyera que los rasgos fenotípicos están hasta un cierto punto determinados por la información genética, y que por tanto cuando el medio penaliza ciertos rasgos fenotípicos, penaliza también a determinados genes, que no se transmitirán a la descendencia o se transmitirán menos que los de los individuos bien adaptados, no condenados por el medio a la muerte o a la enfermedad. Por tanto, el medio selecciona los genes y hace que se transmitan los más aptos para ese medio. El principio darwiniano de «supervivencia del más apto» se interpreta ahora, pues, como supervivencia del gen que codifica rasgos fenotípicos más aptos para ese medio. Pero los rasgos fenotípicos no son la mera expresión de la información genética. Son más bien el resultado de las complejas interacciones que se dan entre la información genética, que es específica, y otras muchas informaciones no genéticamente codificadas, de carácter inespecífico. Así, el espacio, el tiempo, la temperatura, los oligoelementos, las hormonas esteroideas de la madre, etc., actúan como inductores, represores y moduladores de la expresión genética, y tienen un papel fundamental en la configuración de los rasgos fenotípicos y, por tanto, en la constitución biológica resultante del proceso embriogenético. El estudio biológico-molecular de estas interacciones es el objetivo de una disciplina surgida hace algunas décadas y que en la actualidad tiene un espectacular crecimiento, llamada «biología del desarrollo». En ella se mezcla la información genética con otra información, que es hereditaria pero extragenética, ya que procede de la cromatina en que

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se hallan empaquetados los genes y que tiene un gran poder inductor del genoma, pero que a la vez es mucho más fácilmente modificable desde el medio (esta es la llamada información «epigenética»), y se mezcla también con la información procedente del medio, por ejemplo, del medio protoplasmático, o del medio materno. La tesis actual es que no hay un programa genético de desarrollo, sino que el desarrollo es el resultado de la interacción de todas esas informaciones, de modo que un mismo genoma puede dar lugar a programas de desarrollo sensiblemente distintos entre sí. De todo esto cabe concluir que los genes son condición necesaria de aparición de un ser vivo, pero no condición suficiente. No puede sacralizarse el genoma, ni pensar que dado un genoma concreto, lo demás tiene carácter puramente adventicio o accidental. Lo más razonable es pensar exactamente lo contrario: que la constitución biológica de un ser vivo es un resultado que se logra a lo largo de un proceso complejo, necesitado, cuando menos, de espacio y de tiempo. La constitución se alcanza tras un proceso «constituyente». A lo largo de ese proceso va constituyéndose un ser biológico, que no comienza estando ya constituido. De hecho, ese proceso puede malograrse por muchas causas. Algunas de ellas son naturales. Ese es el origen de los llamados «abortos espontáneos». Hay alteraciones que resultan incompatibles con la vida ya desde las primeras fases del desarrollo. Otras razones pueden ser humanas, voluntarias, como la interrupción voluntaria de la gestación. En ambos casos, lo que se está interrumpiendo es el proceso de un ser vivo que, caso de llegar a término, constituiría un ser humano. Así, por ejemplo, todas las malformaciones que resultan incompatibles con la vida, como por ejemplo la anencefalia, impiden que la génesis del ser humano termine con éxito. Lo cual significa que hasta el final de la organogénesis básica, cuando menos, difícilmente pude hablarse de un ser humano constituido.

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Hechos económico-sociales Los hechos biológicos son importantes, y llama la atención que estos datos de la nueva biología molecular no se tengan en cuenta en los debates filosóficos, éticos o teológicos sobre el estatuto del embrión, como sucede con demasiada frecuencia. En la mayor parte de los debates se parte de datos científicos anticuados o incorrectos. El epigenetista Manel Esteller escribía hace algunos años: «Francis Collins, el líder del proyecto público de secuenciación del genoma humano, ha comentado que la epigenética era algo con lo que no habían contado ni Mendel (padre de la genética clásica), ni Watson ni Crick (padres de la doble cadena de ADN). El establecimiento de la metilación del ADN y todas las modificaciones de las histonas en nuestro genoma entero, en todos los tipos celulares y en sus patologías derivadas permitirá, ahora sí, una lectura más real de nuestro libro de la vida». (El País, 12 abril 2008). Pero los hechos biológicos distan mucho de ser los únicos relevantes en cuestiones como la del aborto. Tan importantes como ellos, o quizá más, son los hechos de carácter económico-social. Es cosa conocida que las madres no desean por lo general desprenderse de sus hijos en gestación. Siempre ha constituido para ellas una decisión trágica y sumamente dolorosa, que llevan a cabo impulsadas no tanto por razones biológicas cuanto por motivos económicos y sociales. Esto explica la frecuencia del aborto clandestino en los estratos más deprimidos de la población, en condiciones higiénicas tan deplorables que las propias mujeres saben que al hacerlo ponen en grave riesgo su vida. Muchos estudios sociológicos realizados en países de América latina confirman este aserto. Y en un país como los Estados Unidos, en el que se ha extendido entre las capas medias y altas de la población el aborto por razones de bienestar, no de pobreza, resulta significativo, sin embargo, que los afroamericanos, que constituyen el 12,8% de la población, den lugar al 36% de los abortos practicados en ese país. El pauperismo económico y la ex-

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clusión social no hay duda de que son factores muy importantes en la decisión de abortar por parte de las mujeres. Hechos culturales Pero no todo son factores biológico-médicos y socioeconómicos. Están también los culturales. De hecho, en los países ricos también se ha extendido el recurso al aborto por parte de personas sin problemas médicos y sin dificultades económicas. Cuanto más aumenta el poder adquisitivo de las sociedades, más frecuentes son las interrupciones del embarazo por factores distintos de los puramente biológicos y de los económico-sociales. Lo que ahora decide a las personas a abortar son factores que cabe calificar de culturales. Consisten estos en la nueva cultura del «bienestar» (wellbeing). Vivimos en la «sociedad del bienestar», en la que cada vez resulta más difícil asumir procesos que generen malestar o alteren los planes previos de vida. A esto se añade el fortísimo proceso de secularización que ha derrumbado los anteriores diques religiosos de contención, y la primacía que en las sociedades liberales han adquirido tanto la «libertad» individual como la «autonomía», convertidas ahora, además, en derechos humanos fundamentales. Las razones que con más frecuencia se aducen hoy en los países occidentales para justificar la interrupción voluntaria del embarazo no son las médicas, ni tampoco las económicas, sino las relacionadas con el bienestar individual, que además la cultura pro-choice eleva a la categoría de derecho humano, el de gestión autónoma y libre no solo del cuerpo y la sexualidad, sino también del embarazo. Un segundo factor cultural que ha cobrado inusitado valor en las últimas décadas es el de la «eficiencia» propio de una sociedad que se ha marcado como máximo objetivo el incremento de la riqueza. Esto ha exigido aumentar considerablemente el rendimiento laboral de las personas, pero al precio de excluir del mundo laboral, o al menos dificultar su permanencia en él, a las mujeres en edad fértil, que para

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progresar en su vida laboral se ven obligadas a posponer las gestaciones hasta edades en las que ya no pueden concebir más que con la ayuda de las técnicas de reproducción asistida. Por más que las leyes traten de impedirlo, es una consecuencia casi obligada en una cultura que prima la eficiencia sobre valores como la procreación, la vida familiar, etc. ANÁLISIS DE LOS VALORES IMPLICADOS Basta lo dicho hasta aquí para advertir que los hechos descritos no son «puros» sino que van necesariamente unidos a valores. Conviene, pues, que analicemos ahora cuáles son los valores implicados y el modo como entran en conflicto. El valor de la vida En los temas relacionados con el origen de la vida es evidente que el primer valor en juego es la vida. Y también resulta obvio que si solo estuviera en juego ese valor, es claro que nuestro deber consistiría en respetarlo y promover su realización al máximo. Cuando solo hay un valor en juego, todo el mundo sabe lo que debe hacer: si está en riesgo el valor justicia, promover esta; si hay guerra, poner paz; etc. Suele decirse que la vida es un valor absoluto. Pero pocas veces se precisa lo que puede significar eso. Es indudable que los valores tienen un cierto carácter imperativo, ya que exigen de los seres humanos su respeto y su realización óptima. Pero una cosa son los «valores» y otra los «deberes». Los deberes, como veremos más adelante, son siempre concretos, en circunstancias determinadas y previendo ciertas consecuencias. Pues bien, los deberes nunca pueden ser absolutos, precisamente por la limitación que les imponen las circunstancias y las consecuencias. Por eso los valores solo pueden considerarse ab-

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solutos, como decía Ross, prima facie, en principio o en abstracto, pero no en situaciones concretas. Puede afirmarse que la justicia es un valor absoluto, pero siempre que se añada que nunca será posible realizarla de modo completo en nuestras decisiones. Y lo mismo sucede con la vida. Por eso resulta peligrosa y confundente la afirmación, tan repetida, de que la vida es un valor absoluto. También es frecuente que cuando se concede que la vida no es un valor absoluto, puesto que puede sacrificarse en defensa de otros valores, se añada que, en cualquier caso, sí lo es la vida del inocente. Es otro error. El hecho de que alguien sea o no inocente, no modifica el carácter absoluto o no de la vida. Es indudable que se necesitarán más razones para lesionar o sacrificar la vida de un inocente que las de quien no lo es, pero también mueren inocentes y a veces también resulta preciso su sacrificio. Un ejemplo paradigmático de esto es el caso de la madre que va huyendo con su hijo recién nacido de una persecución. El niño comienza a sollozar y la madre evita su llanto, a la vez que lo asfixia. Es un ejemplo real que sucedió hace años en la guerrilla de El Salvador. Y tampoco vale el recurso a la distinción entre querer y permitir, diciendo que el mártir cristiano no quiere la muerte, o que la madre no quiere directamente la asfixia de su hijo sino el que no llore. Al menos desde Elisabeth Anscombe se sabe que la teoría causal de la intencionalidad procede del error de ver el propio acto no en primera persona, es decir, desde dentro, sino en tercera persona, desde fuera, como espectador. La intencionalidad no es previa al proceso mismo de la racionalidad práctica en la toma de decisiones, sino que consiste precisamente en ese proceso. De ahí que no sea correcto distinguir moralmente entre «no poner» y «quitar», ni entre «querer» y «permitir». No se trata de que en un caso exista intención y en el otro no, sino de dos cursos de acción distintos, cada uno con su intencionalidad propia, que en cada caso hay que justificar. Es un error pensar que solo son moralmente admisibles los actos en que no hay intencionalidad directa. Intencionalidad directa la hay siempre, y además es posible

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querer directamente actos en los que acaben lesionándose valores tan fundamentales como la vida. Los otros valores implicados El conflicto moral surge porque el valor vida entra en conflicto con otros valores, lo que dificulta determinar el curso de acción correcto. Estos otros valores pueden ser muchos y muy distintos. Tradicionalmente, la vida ha entrado en conflicto, por ejemplo, con el valor religioso (es el caso de los mártires), o con el valor de la patria (en el de los héroes), o con la familia (el padre que trabaja en una mina, sabiendo que enfermará de silicosis y acortará su vida), etc. La sociedad ha tenido muy claro a lo largo de muchos siglos que la vida puede darse por salvar otros valores; es más, que debe darse. En la base de este razonamiento estaba la creencia en otra vida ulterior, reservada a quienes actuaran correctamente en esta. Algo que en nuestra sociedad se ha perdido en buena medida. La consecuencia es que hoy el valor imperante es el bienestar personal, no la religión, o la patria. A los valores que tradicionalmente podían entrar en conflicto con la vida, como la religión o la patria, hoy han sucedido otros valores, a la cabeza de los cuales están la libertad, la autonomía y el bienestar. Los conflictos de valores En los debates éticos sobre el origen de la vida juegan siempre esos valores que acabamos de identificar, la vida del embrión, por una parte, y la vida, salud física o mental de la madre, sus condiciones socioeconómicas, la autonomía, la libertad, el bienestar, etc., por otra. Tales valores entran en conflicto en una persona determinada. Esto es importante no perderlo de vista. El conflicto moral no es el que surge, por ejemplo, entre la embarazada y el médico. La embarazada podrá

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tener su propio conflicto, sobre si debe o no abortar, y el profesional también tendrá el suyo, sobre si debe o no llevar a cabo el aborto. Es importante tener claro que el conflicto es siempre interno, lo tiene una persona. Diferentes protagonistas tendrán distintos conflictos, y es importante saber siempre de qué conflicto estamos hablando, o quién es el que tiene el conflicto que nos ocupa. Así, por ejemplo, el médico puede sentirse ante un conflicto moral, aunque la paciente no tenga ninguno. El conflicto de la gestante En nuestro análisis podemos pensar que el conflicto lo tiene la gestante. En ella el conflicto de si abortar o no abortar se produce entre el respeto a la vida del nuevo ser y otros valores, que suelen ser los ya citados, en unos casos el grave daño que la gestación provoca en su vida biológica, psicológica o social, la de la madre, o la existencia de graves malformaciones que comprometan la vida o la calidad de vida del feto; en otros casos, el libre ejercicio de su autonomía y la búsqueda de su máximo bienestar. Y la cuestión está en si puede o debe interrumpirse la vida embrionaria o fetal en sus primeras fases para defender otros valores, que en el caso del aborto suelen ser los citados. El conflicto del profesional Otro conflicto distinto es el del profesional al que se le pide que lleve a cabo el aborto. En él también podrá haber un conflicto de valores, dado que va a lesionar un valor intrínseco, el valor vida, bien biológica, bien biográfica. Ese valor podrá entrar para él en conflicto con la elección llevada a cabo por la embarazada, que puede considerar incorrecta o inaceptable, pero que en principio debe intentar compren-

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der y respetar. La relación clínica debe entenderse como un proceso de deliberación, no solo sobre los hechos clínicos sino también sobre los valores implicados, a fin de llegar a una decisión prudente, responsable, tanto por parte del paciente como por parte del profesional. En principio el profesional debe respetar la elección de la paciente. Pero también debe proteger la vida y salud del feto. Ese es el conflicto más propio del profesional. ANÁLISIS DE LOS DEBERES: LOS CURSOS DE ACCIÓN Una vez explicitados los valores en conflicto, hay que identificar las diferentes salidas o cursos de acción que tiene ese conflicto. No se trata de saber los cursos posibles o ideales, sino los reales en la situación concreta en que deba decidirse qué hacer. Por tanto, la deliberación sobre los deberes añade un nuevo factor a la previa deliberación sobre los hechos y sobre los valores, y es el análisis de las circunstancias concretas del caso y las consecuencias previsibles. Es evidente que ese análisis nunca puede ser exhaustivo, ni agotar las circunstancias y las consecuencias, por lo que hemos de contentarnos con reducir la incertidumbre hasta límites razonables o prudentes. Las tragedias Un conflicto de valores puede no tener ninguna solución; es decir, puede no estar en nuestras manos el solucionarlo. En ese caso los valores resultarán lesionados sin que nosotros podamos evitarlo. Eso se llama técnicamente una «tragedia». Las tragedias son trágicas, precisamente, porque en ellas se pierden valores, sobre todo cuando se trata del valor vida, sin que hayamos podido evitarlo.

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Los dilemas Si un conflicto tiene como posible un único curso de acción, tampoco hay nada que deliberar. Para esto se requiere que haya, al menos, dos cursos de acción. Esto es lo que técnicamente se conoce con el nombre de «dilema». Uno de los cursos del dilema consistirá en optar por uno de los valores en detrimento del otro, y el otro curso será el proteger el valor contrario, lesionando completamente el que se halla en conflicto con él. Los problemas Los conflictos tienen por regla general muchos cursos de acción, no dos. Constituye un sesgo inconsciente el intento de reducir todos los cursos posibles de acción a dos. Cuando tal sucede, quedan solo los cursos extremos, es decir, aquellos que consisten en proteger o realizar un valor con la lesión total del otro, y viceversa. Esto es lo que cabe llamar «mentalidad dilemática», que sesga por completo las decisiones humanas, ya que las soluciones más prudentes suelen ser intermedias. Identificación de los cursos extremos Habida cuenta de nuestra tendencia a reducir los problemas a dilemas, y por tanto de ver solo los cursos extremos de acción, conviene comenzar identificando estos. • Un curso extremo será, por ello, el que busque proteger el valor vida, lesionando por completo cualquier otro valor que pueda entrar en conflicto con él. Es la opción típica de los movimientos pro-life estrictos. La vida es un valor absoluto, sobre todo la vida

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del inocente, y por tanto nunca puede ceder en caso de conflicto con cualquier otro valor, sea este el que fuere. En tales casos, el problema ético pretende resolverse mediante normas jurídicas, lo que lleva en la práctica a la criminalización del aborto. • El curso extremo opuesto a este es el que opta por proteger completamente el otro valor en conflicto, la salud de la madre, su bienestar económico, familiar o social, o el libre ejercicio de su autonomía, ignorando por completo el valor de la vida del embrión. Esto último suele justificarse con el argumento de que se trata de una vida en desarrollo, aún no completamente formada, etc. Este curso extremo es el propio del movimiento pro-choice. Hoy es frecuente que se apele al «derecho a la autonomía» de la mujer embarazada. Nosotros no lo hemos incluido en esos términos, porque aquí no estamos hablando de derecho sino de ética, y en ética gestionamos valores, no derechos. La consecuencia jurídica de este curso extremo es la opuesta al curso anterior, es decir, la completa liberalización del aborto, el aborto libre. Ambos cursos extremos comparten una característica, el basarse en convicciones personales que se consideran absolutas e indiscutibles. Estas convicciones en el primer caso pasan por ser religiosas, por más que ello resulte cuando menos dudoso, y en el segundo culturales, propias de la llamada cultura del bienestar. En ambos casos son ejemplo de lo que Max Weber describió como Gesinnungsethik, ética de la convicción. No es que las convicciones deban considerarse negativas, o que se pueda vivir sin convicciones. Pero estas, como todo, deben someterse a análisis crítico y gestionarse con prudencia. En caso contrario, son pura expresión de «heteronomía» moral, que es tanto como calificarlas de inmorales. Las creencias y las convicciones hay que asumirlas de modo autónomo, es decir, «responsablemente». Eso es lo propio de la que Weber llamó Verantwortungsethik, ética de la responsabilidad. Lo cual obliga a

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la búsqueda de cursos intermedios, que intenten salvar todos los valores en conflicto. Identificación de los cursos intermedios Tras el análisis de los cursos extremos, hemos de buscar ahora todos los cursos intermedios posibles. Por curso intermedio entendemos aquel que intenta proteger o promover la realización de todos los valores en juego, y no solo el de uno de ellos. Esto es de importancia fundamental, ya que nuestra primera obligación no es proteger el valor que consideramos más importante y lesionar el otro o los otros, sino proteger y promover la realización de todos los valores en juego. Y esto solo puede conseguirse a través de los cursos intermedios. • Un curso intermedio es la educación general, pues resulta evidente que el aborto se da cada vez más en personas que han asumido la actual «cultura del bienestar» hasta en sus últimos detalles, considerándose legitimados a erradicar de sus vidas cualquier tipo de contingencia negativa o indeseada. Es frecuente encontrar este tipo de actitudes en los partidarios radicales de la ideología pro-choice. • Otro curso intermedio importante es la adecuada educación sexual y reproductiva a fin de evitar los embarazos indeseados o no planificados que acaban convirtiendo el aborto en un medio anticonceptivo. • La decisión de abortar suele tomarse, en cualquier caso, en momentos de grave crisis psicológica de la mujer. De ahí la importancia del apoyo personal y emocional en esas situaciones, dilatando la decisión hasta que su ánimo esté más calmado. Las decisiones de

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este tipo no deben tomarse nunca en momentos de crisis. Conviene recordar aquí el consejo de Ignacio de Loyola: «En tiempo de turbación, no hacer mudanza». • Otros cursos intermedios tienen que ver con la búsqueda de apoyos familiares, sociales y de todo tipo para la mujer embarazada. No es casual que el mayor porcentaje de abortos se dé en familias pobres, desestructuradas, con pocos recursos económicos, sociales y culturales, etc. • Otro curso intermedio es la adopción posnatal. • Entre la prohibición y liberalización totales, ya identificados como cursos extremos, están las situaciones intermedias que admiten la interrupción del embarazo en algunos supuestos (grave daño para la salud de la madre, grave malformación fetal, violación) o en ciertos plazos de tiempo (que en general se ordenan, con algunas variaciones, en torno a los tres trimestres de la gestación, liberalizando la interrupción del embarazo en el primer trimestre, permitiéndola solo en algunos supuestos durante todo o parte del segundo, y prohibiéndolo en el tercero). Cada una de estas situaciones da un curso de acción distinto, de gravedad mayor o menor, según la afectación de los valores en juego. Pocas personas, por ejemplo, encontrarán graves problemas de conciencia en la interrupción del embarazo en caso de fetos inviables, como sucede en los fetos anencéfalos. Tampoco planteará excesivos problemas el llamado «aborto terapéutico». Es obvio que la gravedad de la interrupción será mayor según aumente la edad gestacional. En el caso de fetos viables, la decisión que se tome dependerá no tanto de las creencias religiosas cuanto de la responsabilidad mayor o menor de la persona y de su capacidad para asumir como propias las contingencias indeseadas o imprevistas de la vida.

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Identificación del curso óptimo Una vez identificados todos los posibles cursos intermedios, es preciso buscar el llamado «curso óptimo». • El curso óptimo es, por lo general, uno de los cursos intermedios; concretamente, aquel que promueva más la realización de todos los valores en juego o los lesione menos. • No todo el mundo tiene que ver como óptimo el mismo curso de acción. Hay variaciones que dependen de las particularidades propias de cada persona. Quien tiene que tomar la decisión deberá determinar, tras el análisis cuidadoso del caso, qué curso identifica en su situación como óptimo. • Como ya hemos visto con anterioridad, la relación clínica debe verse como un proceso deliberativo que ha de evitar por igual la imposición de los propios puntos de vista o de los propios valores, la manipulación del paciente y, también, la trivialización del asunto, dando por buena cualquier decisión espontánea que tome la gestante. Las decisiones espontáneas, como ya sabemos, están prácticamente siempre sesgadas, y es obligación del profesional ayudar a la paciente a que tome la decisión más madura posible, ya que esta es la única que puede considerarse verdaderamente autónoma. • Puede haber casos en que fallen todos los cursos intermedios. Entonces no quedará otro remedio que optar por un curso extremo. o Pero eso solo podrá hacerse caso de haber resultado infructuosos los cursos intermedios; por tanto, de modo excepcional. No es correcto convertir la excepción en regla. o Tampoco va de suyo que todo el mundo tenga que optar por el mismo curso extremo.

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o En cualquier caso, el aborto hay que verlo como lo que es, un curso extremo, ya que en él se sacrifica completamente uno de los valores en juego, la vida del feto. Quiere decir esto que siempre debe considerarse como la última opción, incluso en aquellas situaciones en que resulte justificable, o incluso necesario, como puede ser la de grave peligro para la vida de la madre. La objeción de conciencia La relación clínica debe entenderse como un proceso deliberativo, en el que profesional y paciente analizan los hechos, los valores y los cursos posibles, en orden a tomar la decisión óptima, que por lo general será la mejor para ambos. Pero esto no siempre sucederá así. La decisión ha de tomarla quien tiene la responsabilidad de hacerlo, que en este caso es la gestante, ya que el acto tiene lugar en su propio cuerpo. El profesional debe, en principio, respetar esa decisión, por más que en ciertos casos no la comparta. Esto plantea el problema de qué debe hacer el profesional en las situaciones de grave desacuerdo. Como solución a este conflicto, la cultura liberal ha puesto a punto en época aún reciente la doctrina de la «objeción de conciencia». En la práctica, la mayor parte de las objeciones de los profesionales sanitarios son, desdichadamente, falsas objeciones, ya que no están basadas en auténticas razones de conciencia. Pero hay casos de genuinas objeciones de conciencia al aborto, incluso entre los profesionales dispuestos a practicarlos en determinados supuestos. Ejemplos típicos son el de la joven que utiliza el aborto como medio anticonceptivo, o el de quien eleva el propio bienestar a la categoría de valor absoluto, sin advertir su responsabilidad para con los otros valores en juego. Cuando el profesional ve que se lesionan valores que en esas situaciones no deben lesionarse, porque lo que se ha elegido es un curso en su opinión incorrecto, puede echar

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mano del recurso a la objeción de conciencia. También eso tiene valor educativo y ejemplarizante. Pruebas de consistencia y elección del curso definitivo Una vez elegido un curso como óptimo, es bueno, antes de elevarlo a la condición de definitivo, ver si resulta consistente, para lo que se le hace pasar por tres pruebas: • Una primera es la «prueba de la legalidad». Consiste en saber si la decisión que vamos a tomar es legal o ilegal. No es que no puedan, y a veces deban, tomarse decisiones ilegales, pero sí conviene saber que lo son. Adviértase, por otra parte, que el recurso a la ley lo hemos situado aquí, al final del proceso, y no al comienzo, dado que nuestro objetivo era hacer un análisis ético y no jurídico del problema. • La segunda es la prueba de la «publicidad». Consiste en preguntarse si uno tendría argumentos para defender públicamente la decisión que está a punto de tomar. • Y la tercera es la prueba del «tiempo» o de la temporalidad. Es la que ya hemos señalado antes como curso intermedio. Consiste en preguntarse si, caso de dilatar un tiempo el asunto, tomaríamos la misma decisión que ahora estamos dispuestos a tomar. El objetivo de esta prueba es evitar las decisiones en caliente, que son muy emocionales, pero por lo general poco prudentes. CONSIDERACIONES FINALES Los problemas éticos del origen de la vida, y más en concreto el problema del aborto, no pueden solucionarse mediante su criminalización, y

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su consecuencia lógica, la prohibición penal, ni tampoco mediante su banalización en forma de liberalización total, sin ningún control social y jurídico de un bien tan importante como es el de la vida de los no nacidos. La única vía correcta es la responsabilización, es decir, la promoción de la responsabilidad personal, ya desde la adolescencia. Este es el curso óptimo. Se trata de fomentar la responsabilidad para con la vida, para con la vida en general y para con la vida humana, incluso en formación y especialmente con ella, a fin de tratarla con el mayor respeto posible. Lo cual exige, a su vez, promover un cambio cultural importante, en el que el «bienestar» individual no sea el criterio máximo y a veces único para la toma de este tipo de decisiones. El fomento de la ética de la responsabilidad es tanto más necesario cuanto que en nuestra sociedad se da una evolución progresiva e imparable hacia un respeto cada vez mayor de las decisiones autónomas de las personas, aunque estas atenten contra la integridad de otros principios, como puede ser el de respeto a la vida. Esto quiere decir que va concediéndose un espacio cada vez mayor a la autogestión o a la gestión privada del cuerpo y de la sexualidad, de la vida y de la muerte. Si tradicionalmente se venía situando el valor vida por delante del valor libertad de conciencia, hoy sucede exactamente lo contrario, y la tendencia clara es conceder cada vez mayor espacio a la libertad de conciencia, incluso en detrimento de la vida. La ética de la responsabilidad exige evitar ambos extremos, y promover la idea de que el propio concepto de responsabilidad exige promover la realización de todos los valores en juego, y no solo de uno de ellos, ya se trate de la vida, como en el caso antiguo, o la libertad, como tiende a pensarse hoy. Consecuencia de lo anterior es que no pueda considerarse suficiente la mera educación sexual. Es preciso promover algo más importante en la vida de las personas y también más decisivo, aunque, por supuesto, más difícil, la educación moral. La educación sexual tiene que ser educación moral, educación en la responsabilidad en la gestión de la sexualidad y de la transmisión de la vida. Hay que fomentar la responsabilidad con los embriones, que no se identifica con

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considerar inmoral cualquier interrupción del embarazo, pero tampoco con afirmar que la mujer tiene derecho a la disposición libre de su cuerpo y del fruto de la concepción. No toda interrupción es inmoral, pero sí ha de ser responsable, es decir, por causa proporcionada. En este sentido, hay que decir que el continuo recurso en nuestra cultura a la libertad, la autonomía y el bienestar como derechos, de los que la persona puede disponer a discreción, no ayuda a ir por la vía correcta. Promueven la banalización más que la responsabilización. La relación clínica debe verse como un proceso deliberativo en orden a tomar las mejores decisiones. El profesional y la paciente tienen que deliberar, no solo sobre los hechos clínicos, sino también sobre los valores implicados y sobre los cursos de acción posibles, en orden a tomar el más adecuado, responsable o prudente. La decisión final es obvio que deberá tomarla la paciente, pero del modo más maduro y responsable que sea posible. El profesional no puede abandonar a la paciente en ningún momento del proceso. En tanto que profesional tienen un deber de no abandono. Lo cual no quiere decir que, cuando considere que la decisión de la embarazada de interrumpir su gestación es, a su entender, irresponsable, y piense que por razones morales no puede participar en ella, no pueda y deba objetar en conciencia. Su objeción, en cualquier caso, solo será respetable cuando sea «de conciencia», y no se deba a otros motivos, desdichadamente muy frecuentes, como son la ignorancia de si algo es correcto o incorrecto, el evitar el qué dirán, etc. La objeción de conciencia, para ser respetable, ha de ser «de conciencia». Finalmente, es preciso recordar que el aborto ha de verse como lo que es, un recurso extraordinario, y que la actitud ordinaria ha de ser la de respeto y promoción a la vida, incluso a la vida deficiente. En uno de los primeros y mejores libros que se han escrito sobre el aborto, el bioeticista Daniel Callahan concluía con estas palabras: «El aborto es un modo de resolver el problema de un embarazo indeseado o problemático (física, psicológica, económica o socialmente),

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pero raramente es la única salida, al menos en las sociedades ricas (tendría mucho menos certeza al hacer la misma afirmación sobre las sociedades pobres). Incluso en los casos más extremos (por ejemplo, en casos de violación, incesto, o psicosis) normalmente existen alternativas y son posibles diferentes decisiones. Dar a luz a un hijo ilegítimo no es necesariamente el fin de la oportunidad que tiene cada mujer de tener una vida feliz y relevante. Tener un hijo con una grave discapacidad no significa automáticamente la destrucción de una familia. Tener otro hijo más no significa necesariamente la ruina de todas las familias cuya vivienda es demasiado pequeña para su tamaño. No es inevitable que todas las mujeres inmaduras emocionalmente lleguen a ser más inmaduras al convertirse en madres por primera o segunda vez. No es inevitable que un niño con una grave discapacidad no pueda aspirar a nada en la vida. No es inevitable que todos los niños no queridos estén condenados a la miseria. No está escrito en la esencia de las cosas, no es una ley fija de la naturaleza humana, que una mujer no pueda llegar a aceptar, amar y ser una buena madre de un hijo que inicialmente no quería. No es una ley inmutable que ella no pueda llegar a disfrutar de un niño con discapacidad severa. Naturalmente, estas son solo generalizaciones. La idea es solamente que los seres humanos, como regla general, son flexibles, capaces de hacer más de lo que a veces piensan que son capaces, son capaces de superar peligros y desafíos, de crecer y madurar, de transformar un inicio poco prometedor en conclusiones satisfactorias. Nada en la vida, incluso en la vida procreativa y la vida familiar, está decidido de antemano; el futuro no es nunca completamente inalterable» (Callahan, 1970, 497).

5 El final de la vida En este capítulo analizaremos los problemas éticos del final de la vida siguiendo el procedimiento explicado en los primeros capítulos y aplicado ya al estudio de los problemas del origen de la vida. Primero haremos un elenco de esas cuestiones, para luego identificar las más importantes y someterlas a análisis. LOS PROBLEMAS DEL FINAL DE LA VIDA Por final de la vida se entiende un periodo cada vez más amplio de la vida de las personas, habida cuenta del espectacular incremento que la esperanza de vida ha tenido durante el último siglo y que probablemente aumentará aún más en las próximas décadas. Los principales problemas éticos que se plantean en ese periodo son las siguientes: • Vejez: la vida en su fase final o Discriminación por razón de edad: «ageismo» o Maltrato del anciano • Los tipos de enfermedades en el final de la vida o Enfermedades agudas. Crisis. Enfermedades críticas. Cuidados intensivos

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• • • • •





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o Enfermedades crónicas. Lisis. Enfermedades terminales. Cuidados paliativos El síndrome de enclaustramiento o desaferentización Coma, estado vegetativo persistente y estado de mínima conciencia Demencias (Alzheimer, etc.) Suicidio Eutanasia o Suicidio asistido o Homicidio por compasión Muerte o La utopía de la muerte natural o La muerte cardiopulmonar o La muerte encefálica o La muerte cortical Donación y trasplante de órganos y tejidos o Donación de órganos y tejidos --Donación de vivo --Donación de cadáver o Trasplante de órganos y tejidos

EL SUICIDIO Y LA EUTANASIA El suicidio ha existido siempre, a todo lo largo de la historia de la humanidad. El mayor porcentaje de suicidios se debe a causas patológicas, en especial ciertas enfermedades mentales, y muy en primer término, la depresión severa. Esto ha hecho que durante la mayor parte de la historia occidental se considerara al suicida como un enfermo. La posibilidad de suicidios lúcidos o sanos quedaba relegada a círculos muy minoritarios, de personas con alta cultura, en especial filósofos. Es bien sabido que el término «eutanasia» se acuñó en la Grecia clásica, y que etimológicamente significa «buena muerte». La filosofía griega afirmó siempre que el objetivo último de la vida humana es

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la felicidad o perfección de su propia naturaleza, lo que se expresaba con el término eudaimonía. Euthanasía se acuñó por similitud, para significar la buena muerte. Toda la ética griega está orientada a promover el ideal de la felicidad, educando al ser humano en la elección de los medios adecuados para el logro de ese fin. Ese era para ellos el objetivo de la ética. Pero hay situaciones en que el fin de la eudaimonía ya no resulta posible. Esto puede deberse a múltiples causas, entre ellas, a la enfermedad y al deterioro físico. Este deterioro puede llevar a la persona a vivir la última etapa de su vida de un modo que ella considera indigno. No es que ella quiera poner fin a su vida, es que la propia naturaleza no le permite ya el ideal propiamente humano. Entonces el filósofo tiene dos posibilidades: vivir de un modo que puede llegar a resultarle indigno, o morir dignamente. Esto último es lo que los estoicos denominaron euthanasía. Era un ideal moral, el de no perder la dignidad humana incluso en los momentos de mayor deterioro físico. Pero la idea de buena muerte cambió drásticamente con la aparición del cristianismo. Entonces se impuso el criterio de que la vida es un don de Dios, razón por la que es el único que puede quitarla. El hecho de que el poner fin a la propia vida sea el último acto de una persona le añade aún más gravedad, dado que convierte al sujeto en réprobo para toda la eternidad. Esto llevó a que la legislación canónica prohibiera la inhumación de los suicidas en suelo santo. Así lo estableció el canon 15 del sínodo de Braga, celebrado en el año 563. Esta práctica continuó a través de los siglos, y aparece de nuevo en el Código de Derecho Canónico del año 1917, cuyo canon 1240 prohibía enterrar en suelo santo a «quien con libertad y dominio de sus facultades se matara a sí mismo» (párrafo 3) así como también «a los muertos en duelo» (párrafo 4). Esta prohibición solo desapareció en el Código de Derecho Canónico del año 1983. Por todo lo anterior, el tema de la eutanasia no ha vuelto a plantearse más que como consecuencia del drástico proceso de secularización sufrido por la sociedad occidental en los siglos modernos, y muy

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en especial en el siglo XX. Poco a poco, valores antes escasamente relevantes, como la libertad y la autonomía, han dio cobrando mayor fuerza, hasta el punto de constituir la nota definitoria de nuestra sociedad, no por azar denominada «sociedad liberal». En la cultura griega al sujeto que buscaba llevar a cabo su proyecto vital sin el concurso de los demás se le llamaba idiótes, lo opuesto a polítes. En el mundo moderno, por el contrario, la autonomía no solo ha cobrado valor positivo sino que ha pasado a primer término, y con ella la gestión individual y privada de la propia vida. Y también de la propia muerte, ahora que los avances de la ciencia médica han hecho que ya no sea la naturaleza la que pone término a la vida de las personas, y que de algún modo ha desaparecido la llamada “muerte natural”. Las normas jurídicas otorgaban antes un estrechísimo margen a la gestión individual de la propia muerte (paternalismo). Pero paulatinamente han ido ampliando ese margen y permitiendo una mayor gestión de la muerte al ser humano (como se ve, por ejemplo, en la despenalización del suicidio). De ahí la importancia que han adquirido en nuestra cultura documentos tales como las instrucciones previas, las llamadas órdenes parciales (órdenes de no reanimar, de donación de órganos, de rechazo a recibir sangre, etc.), el nombramiento de representantes, etc. Estos documentos permiten al paciente, por lo general, rechazar tratamientos, aunque estos sean vitales, pero no pedir actuaciones sobre su cuerpo que tengan por objeto directo el poner fin a su vida. LOS LÍMITES A LA AUTOGESTIÓN DE LA MUERTE: LOS CRITERIOS CLÁSICOS La autogestión de la propia vida y de la propia muerte ha de tener, como todo, unos límites. Lo difícil es dar con los criterios precisos para establecerlos. Lo más usual ha sido acudir a ciertas distinciones muy clásicas, que habían venido teniendo una aceptación casi unánime desde tiempos muy antiguos, y que canonizó la ética medieval.

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Uno de ellos es el de la intencionalidad del acto, y otro el de su transitividad. Los analizaremos sucesivamente. 1. La intencionalidad del acto: la distinción entre «querer» y «permitir». En la ética clásica, ya desde comienzos de nuestra era (aunque no antes, dado que la intención no fue un elemento significativo en la ética griega), se otorgó un papel muy relevante en la moralidad de los actos a la intención o intencionalidad. En medicina es frecuente realizar actos en el cuerpo de otra persona que pueden poner fin a su vida: operaciones quirúrgicas, administración de fármacos con graves efectos secundarios, etc. Pero tales acciones se realizan con la intención de curar o aliviar al paciente, no de acabar con su vida. Eso es también lo que separa la mal llamada «eutanasia indirecta», que por lo general se acepta sin graves reparos morales, de la «eutanasia directa». Esta, que es la eutanasia propiamente dicha, se define como el llevar a cabo en el cuerpo de otra persona un acto con la intención directa de poner fin a su vida. La tesis generalmente admitida es que no puede permitirse un acto que directamente tenga por objeto poner término a la vida de una persona, aunque sí actos en que ese efecto se siga indirectamente. Tal es el caso, por ejemplo, del uso de ciertos analgésicos y sedantes dados con la intención directa de calmar el dolor o sufrimiento del paciente, pero que indirectamente pueden tener el efecto de acortar su vida. De hecho, quienes defienden la eutanasia lo hacen argumentando que se trata de un «homicidio por compasión», ya que el objetivo directamente querido es acabar con los sufrimientos del paciente (de ahí el término compasión), no quitarle la vida. Lo que sucede, arguyen, es que en ciertas circunstancias excepcionales, no hay otro medio de evitar los sufrimientos más que poniendo fin a su vida. Pero esto último no es lo directamente querido sino solo lo permitido. En los debates sobre la eutanasia siempre se busca salvar la intencionalidad del acto, afirmando que el efecto negativo, la muerte, no es el directa-

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mente querido sino solo el permitido, en tanto que el directamente querido es aliviar el sufrimiento, etc. 2. La transitividad del acto: la distinción entre «activo» y «pasivo». Cercano al anterior criterio, pero distinto de él, es el de la transitividad del acto. Si el acto de poner fin a la vida es intransitivo, será el propio sujeto quien se quitará la vida, y por tanto se tratará de un «suicidio». Cuando el acto es transitivo, de tal manera que es otra persona quien lo lleva a cabo, el resultado no es un suicidio sino un «homicidio». Esta distinción, en principio tan clara, empieza a complicarse cuando se intenta llevar a la práctica en el ejercicio médico. Entonces se convierte en la distinción entre «hacer» o «no hacer» algo en el cuerpo de otra persona; o, en el caso de las técnicas de soporte vital, entre «no poner» o «quitar». En la literatura internacional, este es el conflicto entre whithhold, no poner, y withdraw, retirar. En el primer caso, el profesional simplemente no actúa, de modo que el fallecimiento lo desencadena la propia enfermedad del paciente. En el segundo, por el contrario, la retirada de una medida de soporte vital va seguida, en un plazo más o menos breve, de la muerte del paciente, que por ello parece causalmente determinada por la actuación del profesional. Esto explica que los clínicos prefieran no poner una medida que luego les va a resultar difícil quitar, a retirarla cuando comprueban que ya no es eficaz. Esta dificultad no hay duda de que es importante, porque cuando no se hace lo que debe hacerse se está actuando mal, y cuando algo no se retira cuando debiera hacerse, también. La obligación moral es iniciar una terapia cuando está indicada, y retirarla cuando resulta fútil o contraindicada, a pesar de la dificultad psicológica que pueda conllevar. De hecho, hay omisiones más inmorales que otras acciones, y el Derecho penal castiga los delitos llamados «de comisión por omisión». La condición transitiva o intransitiva del acto no parece, pues, que deba tener relevancia moral, a pesar de que sí la tiene, y mucha, en el orden práctico.

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Lo cual explica que las legislaciones tiendan a permitir los actos intransitivos (dejar morir cuando ya no hay esperanzas; la llamada «eutanasia pasiva»), pero prohíban por lo general los actos transitivos que tienen por finalidad acabar con la vida de una persona (matar; «eutanasia activa»). Se considera que los primeros deben quedar a la gestión individual de los pacientes, de acuerdo con los principios de autonomía y beneficencia, en tanto que los segundos han de hallarse públicamente regulados, de acuerdo con los principios de no-maleficencia y de justicia. De ahí que la mayoría de las legislaciones penalicen los actos transitivos que tienen por objeto directo el provocar la muerte de una persona. El intento de reducir la transitividad del acto al mínimo posible es lo que ha llevado a establecer la diferencia entre el llamado «suicidio asistido» y la «eutanasia». LA CRÍTICA DE LOS CRITERIOS CLÁSICOS 1. Crítica del criterio de intencionalidad. Haciendo una lectura e interpretación muy poco aristotélica de ciertos textos de Aristóteles (Et Nic III 1: 1109b 30-1111b 2), la tradición distinguió tajantemente entre «querer» y «permitir», y elaboró a partir de ella el llamado «principio del voluntario indirecto», también conocido como «principio del doble efecto». Todo él está fundado en la idea de «intención», de tal modo que actos queridos serían aquellos que buscan su objetivo con intención directa, en tanto que en los permitidos la intención sería indirecta, porque lo querido directamente es otra cosa. Toda la teoría del doble efecto se basa en el principio de que nunca puede quererse directamente algo moralmente malo, aunque sí puede querérselo indirectamente, y por tanto permitirlo. Esta idea ha sido la fundamental en el análisis ético de los problemas del final de la vida, hasta que, ya bien entrado el siglo XX, Ludwig Wittgenstein en sus Philosophical investigations (§ 614-15), y una discípula

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suya, Elisabeth Anscombe, en un estudio titulado Intention (1957), hicieron ver la debilidad de toda esa construcción, basada en lo que Anscombe llama la «teoría causalista» de la intención. Se trata de que todos creemos hacer las cosas movidos por intenciones que son previas y motores de nuestros actos. Primero estaría la intención y luego la acción. Anscombe supo ver que esto procede de un puro espejismo, debido a que el agente se desdobla a sí mismo, y sin darse cuenta asume el rol de observador externo de la acción, viéndola y juzgándola desde fuera de ella, como espectador, o como dice Anscombe, «en tercera persona», en tanto que en el proceso real de la toma de decisiones no sucede eso, porque el sujeto no es espectador sino agente, y no toma el rol de la tercera sino de la «primera persona». En primera persona, no existe la intención como causa previa al acto, sino que es parte del acto y va modulándose a través del proceso de deliberación y realización del propio acto. Es la diferencia, dice Anscombe, entre el punto de vista que se considera «objetivo», propio de la «racionalidad teórica», y el que tendemos a considerar «subjetivo», propio de la «racionalidad práctica». La tesis de Anscombe es que solo este último punto de vista es real, y por tanto objetivo. El otro es una creación imaginaria, que sin embargo es origen de múltiples problemas o seudoproblemas morales que llevan a debates interminables sobre las intenciones. De hecho, el mundo de las intenciones está lleno de sesgos, que acaban culpabilizando a las personas por puras cuestiones de intención. Lo cual explica, por ejemplo, lo amplia y frecuente que es la psicopatología de la intencionalidad. En ética, como veremos, lo decisivo es aquello que se hace o deja de hacer, no la intención con que se hace. A partir de ahí cabe cuestionar toda la doctrina clásica sobre el llamado «principio del doble efecto», con la que los teólogos creyeron dar con la explicación hasta del proceder divino. Así, por ejemplo, a propósito del problema del mal en el mundo, establecieron, y desde entonces se ha venido repitiendo incesantemente, que Dios no quiere el mal sino que solo lo permite. Lo que quiere es la libertad

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del ser humano, lo cual tiene como consecuencia positiva el que pueda realizar actos moralmente buenos o meritorios, que serían los directamente queridos por Dios, en tanto que los actos moralmente negativos Dios no los querría directamente sino que solo los permitiría de modo indirecto. Como es bien sabido, este fue el argumento central de lo que desde Leibniz se ha conocido con el nombre de Teodicea, término acuñado por él y que significa «justificación de Dios» frente al problema del mal. Como ha señalado Paul Ricoeur, este modo de pensar es el propio de la «ontoteología», un enfoque que hoy es de todo punto necesario superar. (Ricoeur, 1994). En el orden ético, el propio de los actos humanos, el mal no debe situarse en la intencionalidad, al modo tradicional, sino en la falta de deliberación, ya que, como hemos visto en un capítulo anterior, los actos espontáneos están siempre y por necesidad sesgados. Es lo que quiso expresar Hannah Arendt en la expresión: «la banalidad del mal». Y en el plano teológico o religioso, el mal no cabe conceptuarlo de ningún modo, como tampoco a Dios, si no es como misterio, al modo de Ricoeur. La mente humana no tiene capacidad para pensar una realidad trascendente al mundo más que a través de categorías como la de misterio, y menos aún tiene capacidad para desvelar los planes de Dios, eso que los teólogos llamaban los «decretos» divinos, único modo que habría para desvelar el llamado problema del mal, que por lo ya dicho sería más correcto denominar «misterio del mal». Lo que en cualquier caso no es de recibo es despacharlo apelando a la prevaricación moral de la especie humana y de todos y cada uno de sus especímenes, como ha sido usual en la historia. El moralismo no sirve para explicar el misterio sino para dar una falsa interpretación de él, y de ese modo encubrirlo. 2. Crítica del criterio de transitividad. Las diferencias entre «no poner o retener» (withholding) y «quitar, retirar o interrumpir medidas de soporte vital ya instauradas» (withdrawing) ha dado lugar a una amplio debate en el mundo de la bioética. Nadie duda de que esa

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diferencia es muy relevante desde el punto de vista psicológico, hasta el punto de que los profesionales se hallan tentados de no iniciar procedimientos que en un momento concreto consideran indicados, si sospechan que después tendrán problemas en caso de que consideren indicado el retirarlos. Lo que se discute no es la relevancia psicológica de la distinción, generalmente admitida, sino su pertinencia moral, que es nula. Lo correcto desde el punto de vista ético es poner cuando está indicado y debe hacerse y retirar las medidas cuando resultan contraindicadas o fútiles. Este es un problema, en cualquier caso, que viene rodando desde la antigüedad. ENFOCANDO EL TEMA EN OTRA DIRECCIÓN: LA RACIONALIDAD PRÁCTICA En los últimos tiempos ha cobrado de nuevo vigencia la vieja distinción entre racionalidad teórica y práctica, ya presente en la obra aristotélica. La primera utiliza la lógica apodíctica, a través del procedimiento llamado demostración. Así sucede, por ejemplo, en matemáticas. Otra expresión de este modo de razonar es el silogismo demostrativo. Pero Aristóteles supo ver que había otro modo de razonar menos estricto, al que puso los nombres de «silogismo práctico» o «razonamiento práctico». La ética pertenece a este segundo tipo, y por tanto en ella no es de aplicación el razonamiento demostrativo, sino otro muy distinto, el razonamiento deliberativo. Lo que es la demostración en el primero, es la deliberación en el segundo. En un caso, el resultado es una proposición verdadera; en el segundo, el resultado no es una proposición sino una decisión, y de las decisiones no tiene sentido decir que son verdaderas o falsas, sino prudentes o imprudentes. En la lógica del razonamiento práctico la teoría causal de la intencionalidad no juega ningún papel, dada su focalización en el procedimiento deliberativo de toma de decisiones, con la finalidad de

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que estas sean correctas o prudentes. El objetivo de la racionalidad práctica es la toma de la mejor decisión posible en cada contexto concreto. En el tema específico de la ética del final de la vida, este enfoque permite soslayar algunos de los problemas seculares a que habían conducido los dos criterios antes citados, el de intencionalidad y el de transitividad. Distinciones clásicas, como las de «retirar» frente a «retener», o «querer» frente a «permitir», pierden ahora buena parte de la importancia que tuvieron. Lo cual permite, entre otras cosas, eliminar las distinciones entre eutanasia «activa» y «pasiva», «directa» e «indirecta», y centrar el problema en la deliberación detenida de los hechos de cada caso, de los valores y los conflictos de valores, y de los cursos de acción posibles, en orden a identificar el curso óptimo, el único relevante desde el punto de vista moral. LOS HECHOS: EL PROCESO DEL MORIR Morir es un proceso complejo, que además sigue vías o cursos muy distintos, por lo general desconocidos por las personas. Debido a esto, un cirujano y profesor de bioética de la Universidad de Yale, Serwin B. Nuland publicó un libro, How we die? Reflections on Life’s Final Chapter (1993), que llegó a ser finalista en el premio Pulitzer. Leyendo el libro, muchos ciudadanos de a pie descubrieron los modos como morimos los seres humanos. Yendo más allá de lo expuesto por Nuland, y retomando una tradición que se remonta a los escritos hipocráticos y que nunca después ha perdido vigencia, cabe dividir las enfermedades humanas, de acuerdo con su patocronia, en dos tipos: las «agudas» y las «crónicas». Precisamente porque es una clasificación basada en el modo como aparecen, se instauran, transcurren y finalizan los procesos morbosos, es de enorme importancia a la hora de diferenciar los modos como terminan. Las enfermedades agudas se caracte-

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rizan por su rápido inicio y también por su final súbito. Este final es lo que los autores griegos denominaron con el término krísis, que los latinos tradujeron por resolutio o resolución. Las enfermedades crónicas, por el contrario, son de lenta instauración, curso progresivo y final pausado. Es lo que los hipocráticos expresaron mediante el término lýsis, que los latinos tradujeron por dissolutio, disolución. La medicina ha sido tradicionalmente muy poco intervencionista en las fases finales de la vida de las personas. El juicio diagnóstico y pronóstico más grave que llevaba a cabo el profesional era el del «desahucio». A partir de ese momento, la medicina pasaba a un discreto segundo término, cediendo la delantera a otros profesionales, como el notario, para que el paciente arreglara sus asuntos temporales, y sobre todo al sacerdote, para que pusiera en orden los espirituales. Ha sido necesario esperar a la segunda mitad del siglo XX para que la medicina se decidiera a intervenir activamente en estas fases finales de la vida. Lo cual ha obligado también a renovar la terminología, de modo que el viejo término de «desahucio» ha dejado de utilizarse, sustituido por el de «paciente terminal», y para las crisis propias de las enfermedades agudas se ha acuñado la expresión «enfermo crítico». La crisis es el cambio brusco, bien hacia la curación o hacia el fallecimiento. El esfuerzo de la medicina de la última centuria tanto por controlar las situaciones críticas como por manejar adecuadamente las terminales, ha dado lugar al nacimiento de dos estrategias radicalmente distintas y a la vez complementarias. La primera, propia del área de las enfermedades agudas, ha llevado al nacimiento de una nueva especialidad médica y a la creación de unos nuevos servicios hospitalarios, las «unidades de cuidados intensivos», el primero de las cuales se estableció en el Hospital Johns Hopkins de Baltimore en el año 1958. La segunda, específica de las situaciones crónicas, también ha generado una nueva especialidad y unos nuevos servicios, conocidos con el nombre de «unidades de cuidados paliativos».

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Si bien son el resultado de la mentalidad introducida a partir de la Segunda Guerra Mundial por Cicely Saunders, la primera unidad de cuidados paliativos la abrió Balfour Mount en el Royal Victoria Hospital de Montreal, en 1975. Como los problemas éticos que plantean las enfermedades críticas y los cuidados intensivos son distintos de los propios de las enfermedades crónicas y los cuidados paliativos, analizaremos ambos separadamente. LOS VALORES: LOS CONFLICTOS DE VALOR EN EL PROCESO DEL MORIR El manejo de las situaciones críticas plantea variados problemas (reanimación cardiopulmonar, uso de las técnicas de soporte vital, determinación de la muerte, donación y trasplante de órganos, distribución de recursos, criterios de ingreso en UCIs, etc.), el más importante de los cuales, y también el más frecuente, es el conocido con el nombre Limitación del Esfuerzo Terapéutico (LET), expresión manifiestamente mejorable, habida cuenta de que no se limita el esfuerzo terapéutico propiamente dicho, sino el uso de las técnicas de soporte vital. De ahí la propuesta de llamar a este procedimiento Limitación de las Técnicas de Soporte Vital (LTSV). Pero esta expresión también plantea problemas, porque tampoco el término «limitación» es del todo correcto. De ahí que se tienda a sustituirlo por el de «adecuación». Se habla, así, de Adecuación del Soporte Vital (ASV), o, todavía mejor, de Adecuación del Esfuerzo Terapéutico (AET). El manejo de las situaciones crónicas plantea también muchos problemas éticos (diagnóstico de terminalidad, planificación anticipada de la atención, instrucciones previas, control de síntomas, información adecuada, apoyo emocional, retirada de alimentación e hidratación, estado vegetativo persistente, enclaustramiento, sedación ter-

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minal, suicidio asistido, eutanasia). En lo que sigue vamos a centrar nuestra atención en los dos problemas principales: • En el área de los cuidados intensivos, la limitación del esfuerzo terapéutico. • En las situaciones terminales, la sedación terminal, el suicidio asistido y la eutanasia. La vida, el valor siempre en juego En todos los conflictos relativos al final de la vida, sean propios de las enfermedades agudas críticas o de las crónicas terminales, hay un valor que está siempre en juego, la vida. Por eso es el primero que hemos de analizar, ya que es común a ambas situaciones. El término «vida» es polisémico, y encierra dentro de sí distintos valores. La pura vida biológica, la propia de los animales y que también comparte el ser humano, es un valor, algo valioso que debe ser defendido y promovido. Es el valor de la vida biológica. Pero al hablar de «vida humana» añadimos al sustantivo vida un adjetivo determinativo, el de humana. Esta vida es, sin duda, un valor, pero distinto del de la pura vida biológica. En el ser humano la vida goza de una cualidad superior. Ello se debe a que tiene inteligencia y libertad, es decir, a que es una realidad moral. Su vida no solo es valiosa, sino que lo es reduplicativamente, ya que al propio valor de la vida añade el de tener la capacidad mental de valorar no solo su propia vida, sino también la vida de los demás, incluidos los animales. Eso es lo que hace del ser humano una realidad no ya natural sino moral. La vida biológica se halla en el puro nivel de los hechos físicos o naturales, en tanto que la vida propia y específicamente humana se mueve en el mundo de los valores y de la cultura; por tanto, no ya en el de la naturaleza sino en el del espíritu. Como este mundo de los

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valores es el que nos constituye como seres humanos y nos dota de identidad personal, de biografía, puede hablarse de vida biográfica, a diferencia de la pura vida biológica. Estos dos tipos de vida no coinciden necesariamente en el ser humano, y ello tiene consecuencias muy graves en los temas relacionados con el final de la vida. Hay veces que la vida biológica finaliza antes de que las personas hayan llevado a cabo su proyecto biográfico. Ello sucede siempre que mueren «prematuramente», como la madre joven que deja sin criar hijos pequeños. Esto constituye siempre una tragedia, precisamente por la discordancia entre la vida biográfica y la biológica. Otras veces sucede exactamente lo opuesto, que la vida biológica se extiende más allá de la vida biográfica. Tal acontece en ciertos estados patológicos, como las demencias profundas, o también en aquellas personas muy ancianas que consideran y dicen haber puesto punto final a su biografía y que simplemente les queda seguir vivos hasta que se acabe su vida biológica. Las confusiones entre la vida biológica y la vida biográfica de las personas son frecuentes y de consecuencias muy negativas. Hay, por ejemplo, una cierta tendencia a pensar que la vida biográfica de los enfermos terminales es menos valiosa, dado que tales personas se hallan en una situación vital o biológica muy comprometida. Su esperanza de vida biológica es pequeña, o de muy poca calidad, de lo que se concluye, falsamente, que su vida biográfica ha de tener también un valor muy pobre. Este es un error grave, del que dimanan consecuencias muy negativas. Toda vida humana es valiosa, igualmente valiosa. Es más, la vida más amenazada es la que merece mayor protección. No es correcto considerar la vida de las personas que se hallan en el final de su trayecto biológico como vidas biográficas devaluadas o como meros retales de vida. Ese ha sido el origen de gran número de aberraciones. Una de ellas, la que se produjo en Alemania entre los años 20 y 40 del siglo XX. Conviene recordar que fue un médico psiquiatra, Alfred Hoche, junto con un jurista, Karl Binding, quienes escribieron y publicaron en 1920 un libro titulado Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten

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Lebens: Ihr Mass und ihre Form, «Aprobación del aniquilamiento de las vidas sin valor vital: Su medida y su forma». En ese libro se consideraba que había vidas lebensunwerten, «sin valor vital». Se trataba de los débiles mentales irrecuperables, quienes habían perdido la conciencia por grave enfermedad y ya no iban a recuperarla o, caso de que lo hicieran, les conduciría a en un estado de enorme padecimiento. También se acabaría con la vida de los enfermos irrecuperables que dieran su consentimiento. El valor vital a que se referían Hoche y Binding es el propio de la vida biológica. Pero en el ser humano la vida biológica tiene siempre valor biográfico o humano. Esto hace que la propia vida biológica como valor se nos convierta en un problema moral, es decir, en una categoría a manejar desde la vida biográfica o personal. Ese es el origen de los conflictos de valor que ahora hemos de analizar. El conflicto de valores en las situaciones críticas El problema fundamental en situaciones agudas suele ser el de la retirada de medidas de soporte vital o limitación del esfuerzo terapéutico (LET). La retirada de medidas puede hacer que colisione el valor vida con otros, bien clínicos (indicación/contraindicación, futilidad, eficacia, efectividad), bien económicos (eficiencia, equidad en la distribución de recursos escasos), bien valores del propio paciente (autonomía, instrucciones previas). • En el primer caso, el valor que entra en conflicto con la vida es el de no maleficencia o no hacer daño. Es maleficente llevar a cabo algo que está claramente contraindicado. La contraindicación es un criterio claro de maleficencia. Podría deducirse de aquí que todo lo que no está indicado está contraindicado, y que por tanto lo no indicado es por necesidad maleficente. Pero ello no es correcto. Hay muchos procedimientos que no están indicados, pero tampoco claramente contraindicados. Estos no podrán gestionarse

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de acuerdo con el criterio de no maleficencia, sino apelando a otros que veremos acto seguido. Conviene añadir que la indicación y la contraindicación no pueden evaluarse en un órgano aislado sino en el conjunto del organismo. Esto es de particular importancia en el caso de los cuidados intensivos. Las técnicas de soporte vital es claro que revierten patrones fisiopatológicos alterados; por ejemplo, la respiración asistida mejora la oxigenación de la sangre, de igual modo que la hemodiálisis filtra y libera del organismo sustancias que le son nocivas. El problema es que la mejora o incluso normalización de las cifras analíticas de oxígeno en sangre o de urea no siempre indican mejoría clínica del paciente en su conjunto. No es lo mismo mejorar la función de un órgano que la del organismo como un todo. Pues bien, solo en este último caso puede y debe decirse que el uso de una técnica de soporte vital está indicado. El diagnóstico de indicación y contraindicación debe realizarse desde el cuadro general del enfermo y la enfermedad, y no desde uno o varios síntomas. En un paciente que no se beneficia de una técnica de soporte vital, su aplicación debe considerarse, cuando no contraindicada, sí, al menos, fútil. • Otro valor en juego en estas situaciones es el de eficacia. La eficacia no mide contraindicación sino indicación. Tiene, pues, un carácter positivo. Por eso quien quiere demostrar que algo es eficaz tiene de su parte la carga de la prueba. La eficacia hay que probarla, con procedimientos como el ensayo clínico. De ahí que la eficacia no se evalúe en condiciones reales sino experimentales. En principio, y salvo excepciones, nada puede ser eficaz en la vida real si antes no ha probado su eficacia en la situación, ciertamente artificial, pero controlada, de los métodos experimentales o, al menos, observacionales. • Distinta de la eficacia es la efectividad, que es la eficacia medida en condiciones reales. En principio, y descontado el efecto pla-

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cebo, lo ineficaz no puede ser efectivo, pero lo eficaz puede no serlo. Tal sucede, por ejemplo, cuando algo muy efectivo para una determinada patología resulta inasumible para la economía de una persona. El prescribirle ese producto podrá estar muy indicado de acuerdo con el criterio de eficacia, pero en la práctica es completamente infectivo, porque el paciente no se lo podrá costear. • Todos los anteriores son valores que ha de evaluar el clínico. Otros valores en juego no son de gestión directa del clínico sino del gestor. Es el caso de la eficiencia. Esta consiste siempre en la razón coste-beneficio, o también coste-eficacia. Lo que no es eficaz no puede ser eficiente, pero lo eficaz puede no serlo, siempre que haya otro producto o procedimiento que resulte igualmente eficaz a menor precio. • Relacionado con el de eficiencia, pero distinto y hasta opuesto a él en ocasiones, está el valor de la equidad o justicia. Es un criterio al que resulta preciso acudir cuando se hace necesario limitar prestaciones por escasez de recursos. Respecto al principio de justicia en el final de la vida, cabe decir lo siguiente: o Que hay obligaciones muy importantes de justicia (de no marginación, no segregación y no discriminación) con los ancianos y enfermos terminales. o Que también hay obligaciones de beneficencia con estas personas (por ejemplo, por parte de los familiares y allegados). o Que cuando los recursos son escasos, las prestaciones pueden limitarse o racionarse, pero de modo equitativo, de forma que afecten a todos por igual, o que el racionamiento lo distribuya la propia suerte. No puede discriminarse a los ancianos por razón de la edad («ageísmo»). • En la limitaciones de prestaciones o el racionamiento, es importante evitar la discriminación negativa (por ejemplo, dejando de

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aplicar tratamientos a los menos favorecidos por la lotería de la vida), y la positiva (tratando a los más favorecidos por la lotería de la vida). De hacer alguna discriminación, esta ha de realizarse de acuerdo con el criterio “maximin”, dando más, o discriminando positivamente a los que la lotería de la vida ha discriminado ya negativamente. En este sentido, los ancianos, terminales, etc., deben ser objeto de una discriminación positiva. Sucede aquí algo similar a lo que acontece en las listas de trasplantes de órganos con la “urgencia O”, que es un tipo de discriminación positiva establecido conforme al criterio “maximin”. Conviene recordar que el criterio más frecuente de distribución de recursos en nuestra cultura no es ese sino su opuesto, el criterio «maximax», que da más a quien más tiene y quita lo que tiene al que tiene poco. • Finalmente también puede entrar en conflicto con la vida el valor autonomía del paciente. En las situaciones críticas, este valor no juega un papel tan relevante como veremos tiene en los enfermos terminales, debido, sobre todo, a lo abrupto del proceso y a la disminución del nivel de conciencia que producen tanto las situaciones críticas como la aplicación de ciertas técnicas de soporte vital. Pero el valor autonomía cada vez cobra mayor importancia, a través de procesos como la planificación anticipada de la atención y de documentos como las instrucciones previas. El conflicto de valores en las situaciones terminales El problema fundamental en situaciones crónicas avanzadas o terminales suele plantearlo el propio paciente, que expresa su deseo de poner fin a su vida o pide acortar el sufrimiento que la situación le provoca. Aquí no se trata de la limitación en el uso de técnicas de soporte vital sino de la ayuda o no a quien quiere poner fin a su vida, lo que se conoce con los nombres de suicidio asistido y eutanasia.

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Eso hace que los valores en juego sean, de una parte, la vida, y de otra la autonomía o libertad de tomar decisiones del paciente sobre su propio cuerpo. El conflicto moral se plantea porque si bien la vida biológica de toda persona humana tiene valor y exige su respeto, puede no coincidir con otros valores que también exigen su respeto. Dicho de otro modo, la vida no es el único valor a proteger y promover, y tampoco está dicho que deba ser el valor prioritario en caso de conflicto con otro u otros. Muy al contrario, siempre se ha admirado a quienes dan la vida por la defensa de otros valores, como la religión, la patria, etc. Lo cual demuestra que la vida no ha sido considerada nunca un valor absoluto, o el valor supremo, ante el que han de ceder necesariamente todos los demás. Hay valores que se consideran, al menos, tan importantes como la vida. Estos no han sido siempre los mismos. En un mundo muy secularizado como el actual, es probable que no existan muchas personas dispuestas a dar la vida en defensa de una creencia religiosa, y algo similar cabe decir a propósito de la patria. Pero a la vez que estos parecen batirse en retirada, otros pasan a primer término. Los valores dependen de las culturas, y dentro de estas de las personas. Es obvio que no todas las culturas tienen hoy un sentido tan acusado del valor de la autonomía como la cultura burguesa y occidental. Esto es preciso tenerlo en cuenta, porque tampoco podemos nivelar a todos de acuerdo con el sistema de valores propio de la cultura occidental. De hecho, en otras culturas distintas de la nuestra, valores como la patria o la familia siguen teniendo una vigencia que en la nuestra, al menos en parte, han perdido. En esas culturas, por lo demás, el aprecio de la vida terrena es muy relativo, quizá porque tienen más fe que el hombre occidental en la existencia de otra vida, cosa que les permite relativizar la valoración o aprecio de esta. Ello resulta muy evidente aún hoy en culturas como la árabe, o incluso las de América latina, en las que el valor de la vida es muy distinto al propio de nuestra cultura, y las personas están dispuestas a dar buena

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parte de su vida o la vida entera en defensa de otros valores, como la cohesión social de la tribu, la familia, el grupo étnico, etc. La cultura burguesa se caracteriza por su exaltación de la vida terrena, de esta vida, como valor. Ninguna otra cultura conocida ha apreciado tanto el valor de la vida presente. Esta exaltación se inició con el Renacimiento, y desde entonces no ha hecho sino crecer. Lo cual explica que en nuestra cultura se relativice mucho la entrega de la propia vida por valores como la fe religiosa o la patria. En caso de que tales valores entren en conflicto con el valor de la vida terrena, el burgués suele optar por la defensa de este último. Pero a la vez que nuestra cultura ha valorado de modo nuevo y superior la vida biológica sobre toda otra cultura, ha promocionado otros valores, a la cabeza de todos la individualidad, la autonomía, la libertad, la dignidad personal, etc. De hecho, el valor libertad ha cobrado ahora una posición jerárquica muy superior a la que tuvo en cualquier otra cultura, o incluso en cualquier época anterior de la cultura occidental. De ahí que la ética moderna (por ejemplo, la kantiana) se halle basada en la libertad como valor. No hay nada superior a la libertad. Eso explica que el conflicto se sitúe hoy entre el valor vida y el valor autonomía o libertad. Junto a esta última se hallan hoy otros valores específicamente modernos, como la autonomía y la dignidad. Así, en la actualidad es frecuente que las personas, sobre todo las que gozan de un cierto nivel cultural, consideren que la incapacidad para llevar a cabo autónomamente las actividades propias de la vida diaria (aseo personal, etc.) les coloca en una condición indigna o contraria a su dignidad. En estos casos, en el ejercicio libre de su vida biográfica, los pacientes piden acortar su vida biológica. El burgués no está, por lo general, dispuesto a dar la vida por nada distinto de sí mismo. Pero cuando ve que su vida biológica se halla muy deteriorada, hasta el punto de sentir mermada sensiblemente su libertad y autonomía (es el caso de las enfermedades neurodegenerativas, o de las lesiones neurológicas incapacitantes, o de la fase terminal de las enfermedades crónicas), o cuando el modo de vivir le parece indigno, o muy

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oneroso económicamente para sí mismo o para los demás, entonces el burgués tiende a considerar que lo prudente es poner por encima esos valores a la propia vida biológica, ya de por sí muy deteriorada o con una expectativa de duración muy limitada. El burgués occidental es muy sensible para valores como la libertad, la autonomía, la dignidad, etc. Pero lo es también para otro valor que prácticamente ha descubierto él, el económico. No es un azar que la economía científica iniciara su andadura en el siglo XVIII, y que sea un puro producto de la cultura occidental. Toda la ciencia económica se basa en un valor, la eficiencia o la utilidad, prácticamente desconocido o ajeno a la totalidad de las otras culturas. El rendimiento o la eficiencia no han sido apreciados como valores en la mayor parte de las culturas. Ha sido la cultura occidental moderna la que ha hecho de él un valor fundamental. Eso explica que sea en nuestra cultura en la que se da también un permanente conflicto entre vida y costes económicos. Hoy se sabe que las estimaciones que cobraron popularidad hace algunas décadas (Lubitz y Riley, 1993; Hogan, 2001), según las cuales el gasto sanitario de las personas durante el último año de su vida constituye la cuarta parte del gasto total gastado en toda ella, no son correctas (Aldbridge y Kelley, 2015), pero lo cierto es que en las fases finales de la vida se da con frecuencia una desproporción entre el gasto generado y los beneficios conseguidos, que pueden llegar a ser nulos o incluso negativos. En tales condiciones, hay personas que no quieren resultar onerosas a familiares y allegados, algo que cada vez cobra mayor importancia en las decisiones de los pacientes, y algunas otras que no desean ser tratadas en las fases finales de su vida con terapéuticas distintas a las que se aplican a los habitantes de países pobres y tercermundistas, en el deseo de que ese ahorro se aplique a obras humanitarias y a la investigación de patologías que acaban prematuramente con la vida de muchas personas, impidiéndolas tener una esperanza de vida similar a la que ellos han gozado. El bioeticista Daniel Callahan ha hecho de esto una causa personal.

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En resumen, pues, cabe decir que la vida ha entrado siempre en conflicto con otros valores, y que siempre se ha considerado que puede ponerse al servicio de otros valores considerados superiores o de igual rango que ella. Esos valores han ido cambiando con el tiempo y con la cultura. Tradicionalmente los valores por los que parecía justificado dar la vida eran la religión, la patria, etc. Hoy, al menos en la cultura occidental, suelen ser otros, en especial la autonomía, la libertad, la dignidad y la eficiencia. LOS DEBERES: BÚSQUEDA DE LOS CURSOS DE ACCIÓN El deber de los seres humanos es siempre el mismo, promover la realización de los valores en juego o lesionarlos lo menos posible. Esto no puede hacerse más que a través de los llamados cursos intermedios. Ello se debe a que los cursos extremos consisten necesariamente en la elección de uno de los dos valores en conflicto, sea este la vida o sean los otros, con lesión completa de los demás. Como los hechos y los valores hemos visto que son distintos en el caso de las situaciones críticas y las terminales, los cursos de acción también han de serlo. Los analizaremos separadamente. Los cursos de acción en las situaciones críticas Los valores en conflicto en el caso de las situaciones agudas críticas son la vida biológica, por una parte, y la eficacia, eficiencia, efectividad o decisión del paciente, por la otra. Los cursos extremos consistirán, por ello: • En un caso, el optar por la promoción del valor vida ignorando (y por tanto lesionando) los otros valores en juego, lo que conducirá a la aplicación al paciente de todos los remedios terapéuticos y

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todas las técnicas de soporte vital sin restricción alguna. Esto, en su forma extrema, recibe el nombre de encarnizamiento terapéutico. Este curso extremo consiste, por tanto, en la no limitación del esfuerzo terapéutico. • El curso de acción opuesto es aquel que busca proteger y promover los valores eficacia, eficiencia, efectividad y autonomía sin atender al otro valor en juego, la vida. Esto llevará a restringir toda intervención que se considere ineficaz, ineficiente, inefectiva o no elegida por el paciente. Aquí, pues, sí hay limitación del esfuerzo terapéutico, pero de modo extremo y por ello mismo incorrecto. Los cursos extremos suelen ser muy intuitivos y por lo general resultan de muy fácil identificación. No sucede lo mismo con los posibles cursos existentes entre ambos extremos, que por ello resultan con frecuencia difíciles de identificar. Son, sin embargo, los de máxima importancia ética, ya que los cursos intermedios intentan siempre salvar todos los valores en conflicto o lesionarlos lo menos posible. En el caso de las situaciones críticas, buscarán promover y proteger todo lo que resulte posible la vida, a la vez ser respetuosos con la eficacia, la eficiencia, la efectividad y además respetar la decisión del paciente. El conflicto entre valores hará que quizá no sea posible respetar todos ellos de forma completa, pero sí que se lesionen lo menos posible. Por tanto, podrá haber limitación del esfuerzo terapéutico, pero dentro de unos límites que establecen los siguientes criterios: • Criterio de la indicación-contraindicación. El primer curso intermedio es limitar lo que esté claramente contraindicado, pero no lo no indicado. • Criterio de la utilidad-futilidad o inutilidad. Hay prácticas que no están contraindicadas pero resultan fútiles o inútiles. Son aquellas en las que la probabilidad de éxito es muy baja, en general infe-

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rior al 1%. Son procedimientos eficaces, pero fútiles o inútiles en situaciones en que su efectividad es prácticamente nula, y que a la vez producen sufrimiento en el paciente, suponen un dispendio de recursos, etc. Cuando algo no resulta útil, es perjudicial porque siempre conlleva riesgos, inconvenientes, etc. Cuando los criterios de la contraindicación y la futilidad no resultan aplicables, hay que acudir a otros que afectan a valores distintos de la no-maleficencia. Estos valores son la autonomía y la justicia. • Criterio de lo ordinario-extraordinario. Se pueden limitar esfuerzos terapéuticos en procedimientos no claramente contraindicados, por decisión del paciente. Aquí el valor en juego es el respeto de la autonomía. Esto puede hacerse por varias vías: o Porque el paciente así lo expresa, una vez informado de modo correcto y en uso de sus facultades o Porque lo ha dejado escrito en un documento de instrucciones previas (DIP) o Porque así nos lo hace saber su representante Es preciso distinguir con precisión este modo de tomar decisiones del que resulta necesario aplicar cuando no se conoce la voluntad del paciente ni hay nadie que le represente, que es el llamado criterio del «mayor beneficio», que no permite retirar medidas más que cuando resultan fútiles o están claramente contraindicadas. • Criterio de lo proporcionado-desproporcionado. Por proporcionalidad se entiende aquí la eficiencia del procedimiento, y por tanto la relación coste-beneficio. Cuando, como suele suceder en sanidad, se gestiona dinero público, es importante no perder de vista nunca que este criterio solo es correcto si se aplica equitativamente, de modo que la carga del racionamiento por escasez de recursos la sufra toda la población por igual. Esto obliga a evitar las inequidades, para lo cual es necesario que las restricciones las establezcan quie-

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nes tienen la autoridad y la responsabilidad de hacerlo, que generalmente son las autoridades políticas y los gestores, no el personal sanitario que está en trato directo con los pacientes. Un ejemplo paradigmático de esto es lo que en el caso español se conoce con el nombre de «cartera de servicios asistenciales» del Sistema Nacional de Salud o de las Comunidades Autónomas. A nivel internacional, estos criterios de gestión de recursos suelen conocerse con el nombre de policies o políticas, cuya característica es ser directrices de carácter gerencial y no técnico, a diferencia de las guidelines o protocolos técnicos que establecen las sociedades científicas.

Los cursos de acción en las situaciones terminales Tanto el valor de la vida biológica como el de la vida biográfica, o los valores vida y libertad, son importantes, y nuestra obligación es no lesionar ninguno de ellos siempre que resulte posible. Optar por uno de ellos lesionando completamente el otro constituye una solución extrema, y en tanto que tal, muy onerosa en valor, ya que se pierde cuando menos uno completamente. Caso de lesionar completamente el valor vida, en el debate bioético actual (dejando de lado, pues, figuras penales ajenas al debate moral, como el asesinato o el homicidio, etc.), el curso extremo viene a identificarse con lo que se conoce con el nombre de eutanasia, y cuando se opta por el curso opuesto, de acuerdo con la socorrida frase española «donde hay vida hay esperanza», y por tanto se extreman las medidas terapéuticas hasta límites imprudentes, si no irracionales, aparece el otro curso extremo, generalmente conocido con el nombre de encarnizamiento terapéutico. En el primer caso se estará a favor de la liberación total de la eutanasia, y en el segundo en contra, buscando su prohibición absoluta, a través de su conversión en delito penal. En consecuencia, pues, los cursos extremos son los siguientes:

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• Optar por la protección a ultranza del valor vida, sin atender al valor libertad. Esto lleva a la total prohibición de todo aquello que pueda atentar contra la vida o acortarla de una manera o de otra. Se opta por la total prohibición. • En el extremo opuesto están quienes son partidarios de la total liberalización de los actos que tienen por objeto poner término a la vida a petición de los pacientes. Quienes así piensan consideran impropio o incluso inmoral cualquier tipo de prohibición o regulación. Las dos posturas son extremas, y en tanto que tales, no deseables. Las actitudes más razonables y prudentes serán siempre las intermedias, intentando compaginar el respeto de la vida biológica y el de la vida biográfica, o el de la vida y la libertad. Entre los cursos de acción intermedios hay varios especialmente útiles en la actualidad: • El primero es la planificación anticipada de la atención y con ella el respeto de las voluntades anticipadas o directrices previas de los pacientes. En estos documentos no suele permitirse la petición directa de eutanasia, pero sí el renunciar a ciertos tratamientos que el paciente considera lesivos, fútiles, extraordinarios o desproporcionados. La planificación anticipada no resulta posible en el caso de las enfermedades agudas, pero sí en el de las crónicas, y permite la gestión adecuada de las situaciones terminales, dando satisfacción a quienes colocan la autonomía, el respeto de su dignidad en las últimas fases de la vida, o el coste por encima de la prolongación de la propia vida. • Otro curso intermedio que permite manejar las situaciones terminales de modo muy adecuado es el propio de los cuidados paliativos. Ellos consiguen dignificar la vida de los enfermos terminales, y de ese modo hacer compatible el respeto al valor vida con el de

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la libertad y dignidad personal. Los cuidados paliativos se basan en tres principios fundamentales: o Control de síntomas, yendo por delante del síntoma o Comunicación abierta o Apoyo emocional • El tercer procedimiento es la renuncia voluntaria del paciente a la alimentación e hidratación (Quill, 1997, 2000). Las personas mayores han fallecido tradicionalmente por deshidratación a consecuencia de la fiebre, las pérdidas por la sudoración, etc., lo que disminuía su conciencia, haciendo su muerte menos dolorosa. Esto cambió con la práctica de la rehidratación artificial de los pacientes a través de goteros, que si bien mejora el equilibrio hidroelectrolítico del organismo, prolonga la agonía, aumenta el estado de conciencia, incrementa el sufrimiento, etc. Timoty Quill propuso en el año 1997 retirar la hidratación a los pacientes con el consentimiento de estos. Una hidratación endovenosa eficaz exige un mínimo de litro y medio o dos litros por día. Se ha comprobado que una hidratación de medio litro al día no es eficaz, reduciendo, sin embargo, síntomas como la sequedad de mucosas, etc. • El cuarto procedimiento es la sedación paliativa, una práctica promovida por los cuidados paliativos que permite el control de síntomas cuando estos son refractarios a cualquier otro tratamiento, incluso a riesgo de que a veces pueda producir un cierto acortamiento de la vida biológica del paciente. La sedación paliativa consiste en la disminución de la conciencia de la persona tanto como sea necesario y por el tiempo preciso; a veces, de modo permanente, porque la filosofía de los cuidados paliativos se basa en el criterio establecido por su fundadora, Cicely Saunders, con las expresiones total pain y total control. Se trata del control total de los síntomas, incluso mediante la sedación, cuando no hay otro procedimiento menos lesivo, y siempre con el consentimiento del paciente. El

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síntoma más frecuente es el dolor físico, que intenta controlarse mediante analgésicos, antes de utilizar los fármacos sedantes. Pero hay otros tipos de dolor, como son el psíquico, el social y el llamado dolor espiritual. En estos dolores el problema que surge es el de saber cuándo pueden darse por fracasados los procedimientos menos lesivos, como el apoyo emocional, el acompañamiento, la relación de ayuda, las técnicas psicoterápicas, etc., etc. De ahí la dificultad de aplicar la sedación terminal en estos casos. Cuando los citados procedimientos se manejan adecuadamente, el suicidio asistido y la eutanasia quedarán reducidos a lo que deben ser, cursos completamente extraordinarios, solo aplicables en aquellas situaciones de fracaso de las vías intermedias. Eso sucede, sobre todo, en las enfermedades neurodegenerativas y en las traumáticas paralizantes de la actividad sensorimotora de las personas. El suicidio asistido se diferencia de la eutanasia por el criterio de transitividad: el suicidio asistido es un acto básicamente intransitivo, de modo que es el propio paciente quien pone fin a su vida, en tanto que la eutanasia es estrictamente transitiva, ya que es otra persona la que pone fin a la vida del paciente. La discusión está en si eso hace cualitativamente distintos los actos en el orden moral y no solo en el psicológico. La tradición suele decir que sí hay diferencia, habida cuenta de que en el caso del suicidio asistido la intencionalidad última está en el paciente, en tanto que en la eutanasia es del profesional. Ya hemos criticado antes esta teoría de la intencionalidad. Pero sí es cierto que en la eutanasia la relación de causalidad entre la acción del profesional y el efecto en el paciente es directa e inmediata, de tal modo que su acto aparece como causa directa del fallecimiento. De ahí la recomendación de evitar al máximo los actos que provoquen directa y activamente la muerte de una persona. Debido a su carácter intransitivo, en el caso del suicidio asistido se habla de «suicidio», pero no de un suicidio simple sino «asistido», porque exige la colaboración de otras personas o profesionales,

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si bien quien lleva a cabo el acto de poner fin a la vida es el propio sujeto. Esa asistencia plantea al profesional el grave problema de en qué condiciones debe acceder a la ayuda, si es que hay alguna. En principio, deberán tenerse en cuenta los mismos criterios que ante cualquier amenaza de suicidio. Estos criterios se encuentran hoy perfectamente protocolizados en documentos como el elaborado por la Organización Mundial de la Salud y que lleva por título Preventing suicide: A community engagement toolkit (2018). La primera obligación moral no es atender las demandas de suicidio, sino ayudar a las personas a salir de las situaciones críticas o desesperadas en que se encuentran. La cultura de los cuidados paliativos ha generalizado el principio de que quien dice quiero morir, lo que está diciendo es que quiere vivir de otra manera. Y la primera obligación moral es ver si hay posibilidad de ofrecerle esa otra manera, algo que, obviamente, no siempre resulta factible. Con independencia de esto, el suicidio asistido y la eutanasia deben verse como lo que son, cursos extremos o próximos al extremo. En tanto que tales, no pueden justificarse moralmente más que cuando han fallado o no son de aplicación los cursos intermedios. No podemos atender inadecuadamente a los enfermos terminales y, cuando manifiestan que prefieren morir antes que vivir de esa manera, ofrecerles la eutanasia. Pero sí es cierto que no siempre se dan las condiciones para que resulten eficaces los cursos intermedios. En esas situaciones es obvio que será necesario ir hacia los extremos y optar entre ellos. La opción por uno u otro de los cursos extremos dependerá del medio sociocultural y de los valores de las personas. Quienes defiendan valores más tradicionales, como los de las religiones que consideran la vida como valor absoluto y todo acto de eutanasia como un asesinato, optarán por no actuar, en tanto que quienes piensen que el respeto de la autonomía y la dignidad de las personas es el valor máximo, optarán por actuar. En principio, ambas posturas son respetables y deberían estar permitidas en una sociedad celosa del respeto de la pluralidad de valores y de las decisiones autónomas de las perso-

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nas. Como también debe estarlo el permitir la objeción de conciencia a los profesionales que no consideren moralmente correcta la ayuda a quienes quieren quitarse la vida. Precisamente porque la eutanasia es un curso extremo, no puede elevarse nunca a la categoría de «norma» sino de «excepción» a la norma. Una posible aplicación de este criterio es la no «legalización» de la eutanasia, pero sí su «despenalización» en ciertos supuestos extraordinarios. La excepción no puede aplicarse más que ante el fracaso reiterado de todos los cursos intermedios, cosa que sucede muy raramente. Tampoco debe olvidarse que quien quiere hacer la excepción tiene de su parte la carga de la prueba.

Conclusión El procedimiento para llevar a cabo todo este complejo y delicado proceso mental es la «deliberación», cuyo objetivo es tomar decisiones «prudentes» o «responsables». Estas decisiones, por supuesto, no tienen por qué coincidir en todos los seres humanos. Prudencia no puede identificarse, por más que así se repita una y otra vez, con consenso. El problema moral no está en el logro o no del consenso, sino en la necesidad de que todas las decisiones, sean cuales fueren, sean prudentes. Nuestra obligación moral no es no equivocarnos en la decisión, sino ser prudentes. La prudencia no cabe identificarla con la uniformidad o unanimidad, ni la imprudencia con la variabilidad. La deliberación es un procedimiento muy clásico. Está ya en Aristóteles. Pero conviene no confundir la deliberación actual con la clásica. La deliberación clásica fue siempre aristocrática, elitista. Solo a ciertos sujetos especialmente cualificados se les concedía ese privilegio. Ellos eran los líderes naturales de los demás, y por eso debían poseer la virtud política por antonomasia, la prudencia. Tal era el caso de los sacerdotes, los políticos o gobernantes, los maestros, los jueces, los médicos. De ahí el paternalismo ancestral de todas estas profesiones. La deliberación actual no puede concebirse así. Tiene que ser democrática. Esto significa, por lo pronto, que todo ser humano tiene la obligación de deliberar consigo mismo en orden a tomar sus mejores decisiones. Es la deliberación que cabe llamar individual. Es la primaria, la primera y más importante. Ello

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se debe a que las decisiones morales han de ser tomadas necesariamente por un individuo, una persona. Esta puede hacerlo de varios modos, al menos de dos: autónoma y heterónomamente. Desde Kant sabemos que la autonomía es condición necesaria de todo acto moral. Las conductas heterónomas son, por definición, inmorales. Nadie puede endosar la responsabilidad de sus decisiones a otro, por más que el cuerpo se lo pida. Lo cual no significa que no pueda seguir la opinión o el dictado de otra persona, sino que al hacer tal cosa sale responsable de ello. En ética no hay espacio para la obediencia ciega, pero sí para el consentimiento. Por sorprendente que pueda parecer, la virtud más alabada a lo largo de toda la historia de la ética no ha sido la autonomía, o la responsabilidad, sino la obediencia, la obediencia ciega. Hoy eso parece haber pasado a la historia, pero lo que ha venido a sustituirlo no está mejorando un ápice el asunto. La obediencia era antes, al menos a veces, un acto consciente, deliberado. Ahora consiste, simplemente, en introyectar inconscientemente pautas de comportamiento que ofertan las instituciones sociales y los medios de comunicación. Hace algo más de cien años, Max Weber denominó Herrschaft, «dominación», al hecho de que hagamos lo que otro manda o quiere, pero creyendo que lo hacemos voluntaria y autónomamente. Y medio siglo después, otro sociólogo, David Riesman, analizando el dominio de la naciente televisión sobre los individuos, muy superior a todo lo hasta entonces conocido, incluidos los mítines políticos y las prédicas de las iglesias, se vio en la necesidad de acuñar una expresión nueva, la de otherdirected-man, el ser humano hetero-dirigido. Si esto se decía en los años cincuenta, ¿qué será preciso afirmar hoy, en la era de las redes sociales, las fake news y los big-data? Hannah Arendt, que vivió en toda su crudeza los avatares del siglo XX, acuñó para calificar algunas de sus mayores atrocidades la expresión «banalidad del mal». Ese es el gran mal, la banalidad. El mal no es obra de perversos y psicópatas, sino de las personas con las que nos cruzamos por la calle o que son nuestros vecinos. El mal so-

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mos nosotros mismos; nuestra propia banalidad. Y contra ella no hay más que un antídoto: la deliberación. La vieja psicología escolástica distinguía entre «actos espontáneos» y «actos deliberados». Los actos espontáneos, por más que puedan parecernos naturales, están siempre sesgados. Bien lo saben los psicólogos, y ahora, por influjo suyo, los economistas. Parece sorprendente que en los últimos años hayan sido dos psicólogos, Daniel Kahneman y Richard Tahler, los ganadores de sendos premios Nobel de economía. La razón está en que han descubierto los sesgos que cometemos los seres humanos al tomar decisiones espontáneas o no deliberadas, algo que parece haber suscitado más interés entre los economistas que en otros profesionales. El libro más conocido del primero se titula, mira por dónde, Pensar rápido, pensar despacio. Y la moraleja del libro se desprende de su propio título: al pensar rápido nos equivocamos, pero la mente humana, misteriosamente, tiene una propensión casi invencible a funcionar así. No hay más que un antídoto contra ello: el pensar despacio. Y aún esto es insuficiente. No se trata de lentitud o rapidez. Se trata de aprender a tomar decisiones autónomas, responsables y prudentes; es decir, a deliberar. Hoy son legión quienes, ante tamaño panorama, buscan resolver el problema por la vía de convertir las decisiones individuales en colectivas. De ese modo, piensan, se neutralizarían los temidos sesgos. La verdadera deliberación habría de ser, por tanto, colectiva, de tal modo que pudieran participar en ella todos los afectados en sus intereses por las decisiones que hayan de tomarse. Ejemplos reales de tal proceder hay muchos, pero todos muy poco estimulantes. No hay parlamento del mundo que no se considere un cuerpo deliberativo. Pero en la práctica todos reducen su actividad a la pura negociación de intereses particulares, como si de un mercado persa se tratara. Conscientes de esto, los filósofos decidieron hace algunas décadas aplicar el socorrido procedimiento hegeliano de la Aufhebung, tachando de un plumazo la realidad empírica y elevando el asunto al orden ideal de lo que Rawls llamó «la situación original» y Ha-

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bermas «la comunidad ideal de comunicación». En ambos casos se trata de lo mismo, de pasar del orden real, tan poco ejemplar, al ideal, de tal modo que en el proceso deliberativo puedan participar, bien actual, bien virtualmente, quienes vayan a resultar afectados por la decisión de que se trate. La deliberación ha de tener en cuenta a todos los que ahora se llaman stakeholders. Esto haría, agregan, que las normas, además de legales, fueran legítimas, algo de lo que nuestras estructuras políticas están ampliamente necesitadas. Sería el modo de moralizar las poco ejemplares comunidades políticas en las que vivimos. Del «consenso meramente estratégico» se pasaría al «consenso moral». No he sido capaz de convencerme de ese modo de entender la deliberación. Me parece que adultera su sentido básico. La deliberación ha de ser siempre individual, porque quien toma decisiones es por necesidad una persona, no un colectivo. Será muy prudente que quien ha de tomar decisiones complejas, que afectan a muchos, les consulte por todos los medios a su alcance. Ya decía Aristóteles que «en las cuestiones importantes nos hacemos aconsejar de otros» (Et Nic III 3: 1112b 10). Pero una cosa es consultar y otra decidir. Las decisiones colectivas de que tanto habla la teoría de la public choice son puramente estratégicas, basadas en el estricto juego de intereses. Parece difícil pedir mucho más a la política. Pero la ética no es eso. La política es el arte de gestionar el poder del Estado, y para ello posee un lenguaje propio, que es el Derecho. La ética es otra cosa, es propia de los individuos. El lugar de la ética no es el Estado sino la Sociedad. Educar en la autonomía, la responsabilidad y la prudencia en las decisiones de los individuos; ese es el objetivo de la ética. Y si alguna regeneración cabe esperar de la práctica política, no parece que pueda venir de otro sitio que de la base social a la que el Estado y la política han nacido para servir. Porque, como ya dijera Marx, el Estado es un mero «epifenómeno» surgido de la sociedad. Una sociedad compuesta por individuos deliberativos, responsables y prudentes en sus decisiones, dará un Estado y una clase política también deliberativos,

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responsables y prudentes. Que es de lo que se trata. Fiarlo todo en la política es no solo peligroso sino insensato. Frente al dogmatismo de antaño y a trivialización de hogaño, deliberación. Esta es mi fórmula para resolver los problemas morales, tanto en el orden individual como en el colectivo.

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