Edward Schillbeeckx-interpretación De La Fe

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de la fe

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aportaciones a una teología hermenéutica y crítica

EDWAKD SCHILLEBEECKX

VERDAD E IMAGEN 35

INTERPRETACIÓN DE LA FE APORTACIONES A UNA TEOLOGÍA HERMENÉUTICA Y CRÍTICA

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332 SALAMANCA

1973

Tradujo JOSÉ M. MAULEÓN sobre la edición alemana Glaubensinterpretaíion Beitrage zu einer hermeneutiscben und kritischen Theologie Traducción revisada y aprobada por el autor

CONTENIDO Introducción

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I. LA INTERPRETACIÓN DE LA FE Y SUS CRITERIOS 1.

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DE CAMINO HACIA UNA AMPLIACIÓN CRITICA DE LA HERMENÉUTICA

155

4.

5.

índice de materias

©

índice general

ISBN 84-301-0514-X

Es propiedad

La teología hermenéutica en correlación con una crítica de la sociedad

Uitgeverij H. Nelissen N. V., 1972 Ediciones Sígneme, 1973

Vrinted iti Spain

Depósito Legal: B. 21701-1973 - Altes, s. i . , Caballera, 87, Batcelona-15

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Presupuesto general: el contexto experiencial y el valor doxológico del habla creyente Análisis del lenguaje, hermenéutica y teología . . Criterios teológicos. La «fe recta», sus incertidumbres y sus criterios El criterio de correlación. Respuesta cristiana a una pregunta humana

2. 3.

II.

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INTRODUCCIÓN Las aportaciones siguientes versan, todas ellas, en torno a esta cuestión: ¿de dónde sabemos, en definitiva, que una reinterpretación actualizadora del mensaje cristiano o de cualquiera de los antiguos dogmas, el del pecado original, por ejemplo (concilios de Orange y Trento), o la doctrina de las «dos naturalezas» (concilio de Calcedonia), se corresponde efectivamente con el evangelio y es, en este sentido, «ortodoxa»? Lo que intento con las aportaciones siguientes es mostrar que la cuestión no puede resolverse puramente de un modo teórico, por mucho que en ello hayan de barajarse también momentos teóricos de la fe. Además: de igual modo a como ocurre con el contenido de la fe, así también la continuidad en la fe —que antes se trataba, sobre todo, como «evolución del dogma», y ahora, en cambio, se la considera la mayoría de las veces centrada en tomo a la cuestión de si una reinterpretación determinada sea una actualización acorde con él evangelio— es en definitiva objeto de la fe, y no de una verificación teórica: porque esta continuidad o es la fe misma en actualización para el hoy, o, si no, el desconocimiento de esta fe. La continuidad, o dicho de otra manera, la corrección de esta teología actualizadora no puede ser ostentada de un modo puramente teórico, históricamente perentorio o lógicamente conclusivo1. 1 Véase Revelación y teología, Salamanca 2 1969, 63-87 (evolución del dogma). Ya allí, siguiendo una sugerencia de M. Blondel, preferí hablar de «evolución de la tradición», y no tanto de evolución del dogma, porque esta evolución no es puramente de índole teórica.

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INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

Por otra parte, no es el teólogo, sino la comunidad de los creyentes y, dentro de ella, el fiel como creyente, quien «actualiza» la revelación, al prestar su fe precisamente aquí y ahora, en el año 1973, y al apropiarse personalmente aquí y ahora la revelación cristiana. La fe actual trae la revelación al saeculum del siglo XX; la revelación únicamente se actualiza en el acto mismo «secularizador» de la fe y a través de él, el cual es un acto que se lleva a cabo aquí y ahora, y, por lo mismo, se halla sujeto a las condiciones de la modernidad crítica de hoy. ¿Cómo, si no, una definición de fe podría ser realmente «dogma» — expresión oficial de la revelación cristiana — pasados ya algunos siglos del acontecimiento revelador de Cristo, en el siglo V por ejemplo (Calcedonia), a no ser en virtud de la «secularización», es decir, mediante el hecho de que el acontecer de la revelación de Cristo fuera trasladado d saeculum de entonces? El presente mismo entra, pues, en funciones cuando se trata de la apropiación comprensiva de la revelación. Este acto apropiador y, por lo mismo, actualizador de la fe es justamente el acto de fe. Y respecto a dicho acto, es la fe y nada más que ella la que constituye el único criterio, así como él «porqué» de la fe no es tampoco un saber sino un creer, nunca sondeable de modo racional en todo su fondo. El creyente, por tanto, es un hombre que piensa y un hombre que se encuentra dentro de la historia. Su fe «da que pensar». Ni teórica ni prácticamente podrá él aducir criterios racionales perentorios en favor del por qué de su fe, así como tampoco de lo correcto de una interpretación actualizadora de esta fe. Pero eso no implica en modo alguno que su fe sea arbitraria, ni que sea arbitrario él que «interprete de nuevo». También en lo racional cuenta con fundamentos y criterios inteligibles en pro de su fe. Ya de por sí, esto incluye que, en él plano de la reflexión, que es en el que el creyente se cerciora sobre el porqué de

su fe o sobre lo correcto de una interpretación teológica actualizadora, esté el creyente referido tan sólo a una convergencia de criterios diversos, en sí no suficientes. Ni cada uno de los criterios en sí, ni la suma de todos ellos, arroja él resultado total en una verificación apodíctica. Pero si la fe se da dentro del personal sentido'de fe criticado o afirmado por la comunidad creyente, es decir, dentro de la afirmación de una «nueva» interpretación llevada a cabo por la comunidad creyente y en la forma como es presentada por el magisterio eclesiástico, contamos sin embargo con criterios suficientes, si bien racionalmente falibles tomados en particular: criterios de índole lógica y lingüística (guiados por procedimientos filológico-históricos y exegéticos cada vez más avanzados, que aplicamos tanto al habla magistral de la iglesia cuanto a la forma de hablar de la Biblia), criterios de índole hermenéutica general, criterios que se nos dan en la típica relación proporcional, que tienen por auténtico interpretandum diversos modelos de interpretación de la Escritura que nos ha sido trasmitida y de su tradición, y criterios en fin que, en una aplicación creyente, ponen incluso de manifiesto la continuidad con la inspiración evangélica. Pero, previamente a todo este proceso de verificación, creo que se encuentra una consideración doble: por una parte, el contexto experiencial de todos nuestros conceptos de fe, y por otra, el conocimiento de que cada confesión de la fe, y por tanto cada interpretación actualizadora de la fe en acuerdo con el evangelio, posee primariamente un carácter doxológico.

I La interpretación de la fe y sus criterios

1 PRESUPUESTO GENERAL: EL CONTEXTO EXPERIENCIAL Y EL VALOR DOXOLÓGICO DEL HABLA CREYENTE * i LA RELACIÓN CON LOS CONTENIDOS EXPERIENCIALES VIVENCIADOS, COMO CRITERIO DEL SIGNIFICADO DE LAS INTERPRETACIONES TEOLÓGICAS En lo que afecta al significado del contenido tradicional de la fe, la crisis que está dándose en las diferentes iglesias muestra claramente que el principio fundamental que determinados «círculos de análisis del lenguaje» aplican, o sea el de «language-meaning is use» — el significado del lenguaje lo determina el juego lingüístico, o el ámbito en que dicho lenguaje es usado — no es un principio suficiente. Aceptado ya un determinado juego lingüístico, puede, dentro del mismo, aducirse criterios internos en favor de un uso inteligible del lenguaje. La «crisis de fe» en las diversas iglesias * Este capítulo, con sus dos partes, no ha sido publicado hasta ahora; pertenecía a la introducción del capítulo «Criterios teológicos», tal como fue reelaborado a modo de conferencia para unas clases como proiesor invitado en la universidad de Oxford (mayo 1970).

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muestra, sin embargo, claramente el punto flaco de este método de verificación (siendo como es ya él mismo una corrección frente al antiguo principio de verificación). Porque por todas partes cabe constatar que el uso del lenguaje eclesiástico es entendido cada vez menos por sus propios hablantes, es decir, por los fieles mismos. El juego del lenguaje eclesiástico ha venido a hacerse problemático precisamente para los fieles. Quien inspeccione las causas de esto, llegará a percatarse de que una de ellas consiste indudablemente en el hecho de que el lenguaje eclesiástico es experimentado como «carente de sentido» en la medida en que, sea como fuere, no contiene ya ninguna referencia perceptible a las experiencias reales vividas en el mundo. Por mucho que, dentro de un determinado juego lingüístico, sigan siendo válidos los criterios lingüísticos y lógicos1 en orden a determinar un uso significativo del lenguaje, sin embargo, los símbolos del lenguaje sólo tienen sentido y significado para nosotros en el caso de que tematicen aspectos de la vida de nuestra experiencia cotidiana. El lenguaje sólo comunica sentido cuando articula una experiencia compartida por la comunidad. El análisis más reciente del lenguaje2 está de acuerdo, a este respecto, con la concepción ya anterior de Merleau-Ponty: los símbolos del lenguaje (o el lenguaje) poseen significado en virtud de su referencia a las experiencias vividas 3 . Responder a la pregunta de si un enunciado tiene sentido o es inteligible, significa pues en primera línea responder a la pregunta sobre a qué ámbito de una expe-

riencia compartida por todos o por muchos se lo ponga en lenguaje con dicho enunciado. En la cuestión del sentido, la correcta aplicación de las reglas lógicas y lingüísticas del juego lingüístico propio sólo detenta una posición de segundo orden. La crisis del uso del lenguaje eclesiástico en los símbolos de la fe, en la liturgia, la catequesis y la teología, pone pues de relieve el hecho de que, para los fieles, este lenguaje ha perdido su referencia al actual trato significativo con la realidad. Así, por ejemplo, palabras como «redención», «justificación», «resurrección» y «reconciliación» han perdido su sentido porque, en estos conceptos-clave, los fieles no ven ya ninguna referencia a su experiencia propia, la cual, por otra parte, es ahora tematizada en otros conceptos distintos, conceptos, concretamente, que se hallan dentro del ámbito para ellos familiar de la vida político-social y de las relaciones humanas. Puesto que verdadero o falso únicamente puede serlo un enunciado con sentido, la cuestión acerca del sentido precederá a la cuestión sobre la validez y la verdad, por mucho que ambas estén efectivamente vinculadas entre sí. La consecuencia inevitable es la de que, si no se percibe ya esta relación con la experiencia propia, tampoco se prestará oídos a lo que los cristianos tengan que decir cuando empiezan a hablar de redención, resurrección y reconciliación. La «fórmula de moda» típica expresa esto —sin reflexionar más— con las palabras: «no me dice nada», «me deja frío». En conceptos más reflejos, eso significa: espontáneamente no ven en realidad ninguna relación entre su experiencia cotidiana y el enunciado teológico, y entonces, respecto a esta clase de enunciados teológicos, no se considera ya que deba abordárselos seriamente. Puede que ésta sea una conclusión demasiado precipitada; pero antes que nada deberá pensarse si el hablar teológico estaba formula-

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Véase el capítulo 2: «Análisis del lenguaje, hermenéutica y teología». Véase, entre otros, D. HiGH, Language, persons and beliej, New York 1967. Véase también New essays on religious languagCj publicado por D. HiGH, New York 1969. 3 Cómo esto, en sentido amplio, se ponga de manifiesto incluso en los juegos lingüísticos formalizados — como, por ejemplo, la lógica y la matemática — no necesito explicarlo aquí. 2

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do de modo tal que, en él, se le hacía hablar efectivamente a la experiencia humana. La falta, quizá, radica más en el «hablante teológico» que en el oyente encarado a una determinada experiencia. Por eso, al hablar dogmático y teológico debe contrastárselo sistemáticamente a tenor de una hermenéutica de la experiencia, antes de comenzar (al menos temáticamente) con una hermenéutica de la tradición cristiana; porque no es seguro, ni con mucho, que en la autocomprensión de la experiencia cristiana —la cual constituye una parte indescartable de esta experiencia — se expresen todos los aspectos reales de la experiencia. Si a la teología cristiana se la designa con razón como la continuación actualizadora de la historia de la interpretación cristiana, esta actualización habrá de exigir en primer lugar (al menos, una vez que no podemos confiarnos ya al hecho de que nuestros oyentes son de «raigambre católica») una investigación crítica sobre los presupuestos de la opción fundamental de la vida cristiana. Ya sólo en orden a que, para nosotros, tenga un sentido de inteligibilidad — e n orden a que sea efectivamente el presupuesto para poder entregarse a ello en la fe— todo lo que en la interpretación eclesiástica de la fe se dice y atestigua acerca de Jesús de Nazaret, tiene que poseer una clara referencia a nuestras experiencias cotidianas con los demás hombres en el mundo. Si la conexión entre la fe cristiana y el contexto de nuestra experiencia mundana se quiebra, todo ello — cualquiera que siga siendo el contenido propio de esta fe— se habrá hecho ininteligible, y la decisión a favor o en contra del cristianismo ni siquiera entrará ya en cuestión: se la dejará de lado, como a todas las cosas ininteligibles; no son lo suficientemente relevantes como para reflexionar más de cerca sobre ellas. Si, por ejemplo, el hablar eclesiástico acerca de Jesucristo fuese

sólo inteligible dentro de los límites del uso del lenguaje eclesiástico, tomando a éste como un todo consistente y coherente dentro de los usuarios del lenguaje eclesiástico, y por otra parte, en cambio, no pudiese de ninguna forma constatarse con claridad cuál es la referencia de este juego lingüístico a la experiencia de la vida cotidiana, dicho hablar no sólo perdería toda fuerza proselitista, ininteligible ya como lo sería para los nocristianos, sino que a la larga se haría también problemático para los creyentes mismos. El presupuesto fundamental de toda interpretación actualizadora de la fe, ortodoxa y acorde con el evangelio, consiste, por tanto, en que esa interpretación tenga sentido; lo cual significa: que reproduzca experiencias realmente humanas. El lenguaje teológico poseerá sentido únicamente en el caso de que, de una u otra forma, tematice la experiencia, iluminándola, aclarándola (aun cuando esta experiencia no coincida con dicha tematización); y, viceversa, la experiencia de nuestro existir en el mundo es la que debe conferir sentido y realidad a nuestro hablar teológico. Si este presupuesto no se cumple, o dicho de otra manera, si en nuestro lenguaje teológico de la fe no se le da expresión a la experiencia, este lenguaje será carente de sentido, y la cuestión ulterior de si una interpretación nueva sea «ortodoxa» o «herética» será ya a priori una cuestión superflua. Entiéndaseme correctamente: de ningún modo digo que el sentido cristiano de la resurrección de Jesús, por ejemplo, y el sentido redentor de su vida puedan deducirse de nuestras experiencias humanas. Lo que sí digo, en cambio, es que el significado cristiano de la redención y reconciliación nos son a priori ininteligibles (y un inquirir ulterior sobre su verdad o no-verdad — de lo cual depende la decisión a favor o en contra del cristianism o — resulta imposible) si estos conceptos, en su con-

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tenido umversalmente comprensible, no tematizan ninguna experiencia humana*. Sólo cuando éste sea el caso, se habrá dado al menos el presupuesto para afirmar el valor de su verdad en entrega creyente, y poder así decidirse a favor o en contra del mensaje cristiano. El nuevo desafío ante el que se encuentra la cristiandad no consiste en la oposición de una animosidad anticristiana, como ocurría antes, sino en el peligro de ser, dentro de su comunidad social, un grupo totalmente irrelevante, un grupo cerrado en sí mismo que no aporta nada que tenga sentido para los demás y deja por tanto indiferente, un grupo al que esa comunidad puede hacerlo degenerar en secta. De lo que precede podemos ya deducir lo siguiente: toda interpretación teológica, en cuanto reflexión sobre el hablar religioso, tiene que poseer un sentido mundanamente inteligible y, en este sentido, un «significado secular» (por asumir, al menos, el concepto de P. van Burén). La referencia a la experiencia vivida sustituye, según nuestro modo de ver, al criterio de la verificación o falsificación objetivas, que emplea un determinado análisis del lenguaje (el de P. van Burén, entre otros), con la consecuencia de que, según su modo, de ver, todo hablar religioso o bien es sin-sentido, o, si no, únicamente expresión de una «visión» o intuición (no-cognoscitiva). Pero lo que se aduce con todo esto, no es aún ningún criterio respecto a la reactualización en su totalidad que pueda hacerse de acuerdo con la fe, sino tan sólo un criterio respecto a la inteligibilidad de una interpretación «ortodoxa» o eventualmente «heterodoxa».

Véase más arriba, págs. 15 s.

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II EL CARÁCTER PRIMARIAMENTE DOXOLÓGICO DE LAS INTERPRETACIONES TEOLÓGICAS AUTÉNTICAS El símbolo de la fe, con el que se da testimonio de la buena nueva del evangelio en sus líneas fundamentales, tiene primariamente un significado doxológico, es decir, el significado de una confesión de alabanza a Dios por todo lo que en nuestra historia hace en favor nuestro 5 . Si, a una con el Vaticano i, partimos de que la «coherencia de los misterios entre sí» es un criterio teológico desde el que deben juzgarse las verdades periféricas (periféricas en comparación con el núcleo del mensaje), eso significa entonces que las llamadas «verdades de conclusión» — e s decir, aquellas verdades que se siguen del mensaje cristiano, o se presuponen en orden a é l — deberán tener el mismo significado doxológico, caso de que pretendan ser teológicamente relevantes (y no sólo «lógicamente consecuentes»). Un enunciado teológico pretende articular el contenido de un acto bien determinado de confianza en Dios: así por ejemplo, el dogma del pecado original parafrasea el contenido de la reconocida confesión y del acto religioso de la entrega a Dios en Jesucristo, a pesar de nuestra impotencia ética y religiosa. A menudo los teólogos han discutido entre sí sobre la «consecuencia lógica» de las 5 Para comprender el «carácter doxológico» de keiigma y dogtna, véase sobre todo E. SCHUNK, Die Struktur ¿er dogmútischen Aussage ais okumenisebes Problem, en Ver kommende Christu; und die kirchlichen Traditionefij Gbttingen 1961, 24-79, sobre todo 29-29 y 37-46; W. PAWNINEERG, Amlogie und Voxologie, en Grundjragen systemtitischer Theologie, Gottingen 1967, 181-201, y W*r ist eiae dogmatische Aussage?, en o. c. 159-180. Sobre la investigación analítico-lingüística de la «lógica del discurso doxológico», véase L. BEJEHHOLM - G. HORNIG, WOIJ and Hatidlung, Unteisuchungen zur analytischen Reügíonsphilosophie, Gütersloh 1966.

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verdades de conclusión, cuyo significado doxológico, sin embargo, se había ya perdido por entero. El carácter especialmente doxológico de aquello a lo que se denomina vertías catholica —con estos términos se alude a verdades que no entran en la «confesión apostólica de la fe», pero, en virtud de ciertas circunstancias históricas, han ocupado un puesto bastante central en la conciencia creyente de muchos fieles— decide también sobre la relevancia teológica de ella en el plano de la fe; y, concretamente, decide más de lo que lo hace el hecho de que haya sido dogmáticamente definida, y más también que la calidad de la antropología aplicada ahí. Mucho de lo que dicen los teólogos podrá, sí, ser «lógicamente verdadero», pero no raras veces olvidan aclarar su significado religioso; y mucho de lo que a todas vistas es lógicamente verdadero y lógicamente consecuente, no posee aún ningún significado religioso. Sobre este último es, sin embargo, sobre el que el teólogo habría de poner su empeño. Esta mirada al significado doxológico del lenguaje de la fe podrá ya hacernos cautelosos frente a determinados enunciados teológicos. Tanto los fieles y teólogos cuanto asimismo el magisterio eclesiástico toman su pensar y su hablar no sólo de la revelación, sino también de otros muchos presupuestos, conscientes e inconscientes. Los teólogos o el magisterio eclesiástico pueden, por eso, deducir del kerigma una conclusión a la luz de un presupuesto cultural que no haya sido sometido a reflexión crítica pero sí generalmente aceptado como evidente; conclusión que, dentro de ese presupuesto dado, será lógicamente consecuente, perentoria y coherente, pero que carecerá ya de toda validez si dicho presupuesto cultural se evidencia más tarde como falso. La conclusión, lógicamente consecuente, vendrá entonces a ser totalmente superflua. Dentro de un determinado mo-

dclo de interpretación, usado incluso en la dogmática, |>ero no necesario, se siguen de hecho toda una serie de conclusiones —por ejemplo, en el campo de la cristología— a las que dentro de ese modelo deberá aceptárselas, si no se quiere ser sospechoso de herejía, pero que dentro de otro modelo distinto de interpretación (igual de ortodoxo que el anterior) no se siguen, sin embargo, y resultan por eso superfluas. Si el específico valor doxológico de una de estas verdades de conclusión no resulta en y desde ella misma (dentro del modelo de interpretación es tan sólo como participa el valor doxológico de la verdad capital), tendrá ya que dudarse seriamente (a mi entender, según la propia experiencia teológica) de su relevancia teológica6. Usándolo con discernimiento, el especial carácter doxológico de una interpretación teológica puede servirnos de guía en la aplicación teológica de criterios respecto a una interpretación fiel y correcta de la fe. Dichos criterios, que analizaremos en los capítulos siguientes, de ninguna forma nos dan plena seguridad; porque ésta le es extraña a lo peculiar de la seguridad de la fe, la cual consiste en una confianza de que la promesa de Dios descansa en la iglesia, que, a pesar del fallo humano y gracias al don de la contrición creadora, nunca podrá caer por completo de las manos de Dios. Pero existen sin duda criterios inequívocos, con los que debe estarse de acuerdo si se desea respetar las exigencias de la razón otorgada por Dios y, consiguientemente, las estructuras, en las cuáles se muestra con presencia eficaz la asistencia gratifica de Dios a su iglesia. La fidelia Por ejemplo, cuando Tomás de Aquino plantea la pregunta de si Cristo tuvo un «intellectus agens», toda la relevancia teológica de esta pregunta radica en la consecuencia de £e del «veras homo», dentro del modelo de su antropología aristotélica y árabe, reelaborada al modo tomista. Sin embargo, su teoría del «intellectus agens» no por ello recibe ningún significado teológico o relevancia teológica.

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dad de la iglesia de Dios al mensaje de su Hijo se debe ciertamente al carisma del Espíritu santo, pero no a una intervención divina que no haya dejado en la historia de la iglesia rastros de una fe creadora7. Estos rastros de fe creadora son los que yo pretendo ahora seguir, dejando para Dios (y para el misterio de la fe en Dios, inerme él e inerme también el que a él se enfrenta) el modo como a lo largo de los siglos vaya realizando en las imperfecciones humanas su juramento de fidelidad para con su iglesia.

2 ANÁLISIS DEL LENGUAJE, HERMENÉUTICA Y TEOLOGÍA * CRITERIOS ANALÍTICO-LINGÜISTICOS Y HERMENÉUTICOS Ya desde el origen del cristianismo, el problema de la hermenéutica teológica está esencialmente ligado a la Biblia misma. El cristianismo, por una parte, se entiende a sí como una interpretación de una literatura precedente, a saber, la literatura del antiguo testamento. Por su esencia, el cristianismo es una hermeneia o interpretación del antiguo testamento, llevada a cabo desde la «situación hermenéutica» del acontecer de Jesús, considerado a la luz de la resurrección. Por otra parte, en cambio, el cristianismo no es sólo la interpretación cristiana de la literatura veterotestamentaria; esta interpretación fue también ella misma consignada por escrito en la literatura del nuevo testamento, y la literatura neotestamentaria, a su vez, requiere igualmente una interpretación. La actual interpretación de la Biblia es, por tanto, interpretación de una interpretación. A ello se añade que en ambos casos, como por lo demás en toda interpretación literaria, se trata no tan

7 Véase mi aportación La reforma de la iglesia, en La misión de la iglesia, Salamanca 1971, 13-35.

* Publicado por primera vez en Inierptelatieleer (Ánna]en van het Thijmgenootschap), Bussum 1969.

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sólo de la interpretación de un texto. Lo que el antiguo testamento quiere, es dar una interpretación de la realidad y de la historia desde su fe en Yahvé, es decir, una explicación yahvística de la historia. La literatura veterotestamentaria viene a ser, por tanto, el instrumento literario central de interpretación, del que se sirve el pueblo judío en cuanto pueblo de Dios. Por su parte, la literatura neotestamentaria se presenta como instrumento central de la interpretación cristiana de la vida y la muerte de Jesús, explicadas a la luz de la resurrección, dentro de un horizonte de comprensión veterotestamentario. En los documentos literarios se ofrece, pues, una interpretación de la realidad desde la fe, con carácter confesional. Nos las habernos con un «asunto» o realidad que ha de interpretarse, pero valiéndose como medio de una literatura a la que hay que interpretar. El cristianismo no admite que se lo reduzca a una religión de la palabra o del libro; pero la mediación de aquello a lo que se da expresión en el lenguaje y la Escritura, no admite tampoco que se la piense como ajena al cristianismo. La interpretación teológica, en consecuencia, se ve por una parte confrontada inevitablemente con el problema hermenéutico, tal cual se plantea en la ciencia literaria; el cristianismo, por otra parte, es una interpretación creyente de la realidad y de la historia. En virtud de ello, la hermenéutica teológica se ve confrontada igualmente con la hermenéutica de la historia y también con la hermenéutica de la descripción y el análisis filosóficos de la realidad. Pero además, al igual que todo procedimiento científicamente formalizador, está también sometida a la actual exigencia de una «investigación de fundamentos». Esta corta introducción hace ya suponer que la hermenéutica teológica, tal como ha sido hasta ahora tematizada por teólogos como R.. Bultmann, E. Fuchs y, en

sus estructuras formales, por H.-G. Gadamer sobre todo, es por esencia una hermenéutica fenomenológica: al contenido real del acontecer de Jesús, explicado como acción de Dios en Jesús, lo deja de hecho fuera de crítica. Concretamente, Barth, Bultmann y los post-bultmannianos se presentan así, según propia convicción, como creyentes: la realidad del acontecer interpretado de Jesús es, sin más, presupuesto por ellos como una «zona al abrigo de la tempestad», en cuyos límites deberá hacer alto la hermenéutica crítica. Únicamente dentro de este presupuesto, se indagarán reglas hermenéuticas que a eso mismo, si bien de otra forma distinta, a saber, de una forma traducida o interpretada, puedan ponerlo en lenguaje sin reducciones, de un modo que acuerde con el evangelio y sea sin embargo inteligible para nuestro tiempo. Para los creyentes mismos, una hermenéutica de esta clase está justificada y es, en primera instancia, suficiente. Sin embargo, se plantea un problema más fundamental, un problema que es el hermenéutico por antonomasia: el de la interpretación del acontecer humano de Jesús en lo que hace también a sus raíces, es decir, a ver si ese acontecer es la acción reveladora de Dios en la historia, o si lo es en el kerigma. Actualmente muchos estiman que la hermeneia en este plano está justificada, y la consideran urgente. Porque existe una interpretación del acontecer de Jesús que no es cristiana sino judía, y, además existe también una interpretación de la Biblia atea, puramente secular, por no mencionar siquiera otras interpretaciones generales, religiosas o noreligiosas, de la realidad, que no son ni occidentales ni cristianas. En razón de estos hechos, y puesto que está determinada por su contexto histórico, la teología tiene también que someter a una investigación hermenéutica este presupuesto de la teología cristiana, al que hasta

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hoy se aceptó como evidente. Esta investigación teológica de fundamentos ha sido abordada por W. Pannenberg, aunque no pueda afirmarse que la haya llevado a cabo de un modo plenamente satisfactorio. Pero sí debe concedérsele que en la hermenéutica teológica ha penetrado más que Bultmann y sus discípulos. Ha extendido la hermeneia a los presupuestos cristianamente obvios de la «teología dialéctica» (K. Barth y también, en este aspecto, Bultmann y los bultmannianos) y de toda teología católica *. Con otras palabras, no restringe la hermenéutica a una interpretación teológica de la Biblia, en la que la palabra de Dios es aceptada meramente por la autoridad de la Biblia y su carácter inspirado, sino que va más lejos, hasta abordar aquella misma interpretación de la historia, de la que los escritos dan testimonio. En dicha empresa, el concepto de una «autoridad externa» (de la Escritura o del carisma ministerial eclesiástico) no juega para él papel alguno; lo que juega un papel, es la autoridad interna del acontecimiento mismo, que, debido precisamente a su sentido entendido por nosotros, reclama nuestra comprensión y nuestro reconocimiento. Quisiera ahora esquemáticamente (presuponiendo ya la hermenéutica histórico-crítica) elucidar en línea ascendente algunos de los requisitos en orden a una hermenéutica teológica. Que esto sea necesario, parece cosa clara. La teología interpreta la palabra de Dios, pero ésta sólo toma lenguaje en palabras humanas. De ahí que la teología, en cuanto hermenéutica de la palabra de Dios, tenga también que habérselas esencialmente con la semántica de las palabras. La teología, por tanto, presu-

pone una comprensión de lo que es el lenguaje. En consecuencia, el teólogo deberá escuchar atentamente a quienes, desde puntos de vista diversos, hacen el lenguaje objeto de su investigación. Este cientificismo no es algo «pagano», sino que representa una cuestión de reverencia ante la palabra de Dios, la cual, si bien únicamente es hablada y cognoscible en palabras humanas, no puede sin embargo ser confundida con las invenciones propias del hombre. El teólogo, por consiguiente, habrá de tomar consejo de la lingüística estructuralista y del análisis lógico del lenguaje (entendiendo a ambos no como filosofía sino como ciencia), y asimismo de la filosofía fenomenológica del lenguaje. Por otra parte, el teólogo tiene que habérselas con una interpretación de la realidad que ha sido expresada mediante documentos literarios, y por eso deberá también prestar sus oídos a una ontología del lenguaje que analice, en el lenguaje humano, qué es el que la realidad venga al lenguaje, y analice otro tanto al hablar humano en su dimensión ontológica, es decir, en cuanto revelación universal del ser en la palabra. El cristianismo, empero, no es una «gnosis», una doctrina teórica de salvación; por eso precisamente, el símbolo cristiano original de la fe no era sino el momento teórico que se daba en una praxis sacramental de vida cristiana (símbolo bautismal). En razón de ello, habrá que aludir finalmente a lo insuficiente de toda hermenéutica puramente teórica: la ortopraxia forma también parte esencial del criterio de verificación de una fidedigna interpretación de la fe. De lo dicho, habrá de constar ya claramente cuál es la distribución de estas páginas. La intención de este estudio apunta sobre todo a ofrecer una panorámica informativa. En primer lugar, expondré pues las tesis capitales de la ciencia del lenguaje que son relevantes para la teología, con objeto de analizar después el valor

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1 W. PANNENBERG, Ofjenbarung ais Geschichte, Gottingen (1961) 31965; Crunifragen systematischer Theologie, Gottingen 1967; Theologie ais Geschichte, en Neuland in der Theologie in, publicado por J. ROEINSON - J. COBB, Zürich 1967. Véase I. BERTEN, Histoire, révélation et foi: dialogue avec W. Pannenberg, Bruxelles 1969; véase también del mismo autor Openbaring in de Geschiedenis: de Theologie van Wolfhart Pannenberg: TijTh 9 (1969) 151-176.

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ANÁLISIS DEL LENGUAJE, HERMENÉUTICA Y TEOLOGÍA

que posean, usadas en orden a una hermenéutica teológica.

zada ante todo sincrónicamente, es decir, de acuerdo con la estructura de la lengua en un momento dado, y no diacrónicamente o según el decurso de su evolución. Porque ocurre a menudo que la historia de una palabra dice poca cosa sobre su significado actual. Precisivamente de la historia, se da la estructura del lenguaje, consistente en leyes de armonía que tienen su repercusión en los elementos del lenguaje, y, en cada momento de la historia, dependen de la sincronía. Se buscan entonces las estructuras que se dan en un estado del sistema, es decir, no se indagan los conceptos en sí sino las relaciones mutuas entre los conceptos. El lenguaje entonces, considerado estructuralmente, es un sistema de relaciones, en el que un concepto, una palabra, no posee ningún significado propio, a no ser el siguiente: el de ser un signo que, dentro del sistema de la lengua, se diferencia de todos los demás signos (lingüísticos); con otras palabras: el de ser un elemento diferencialdiacrítico dentro de un sistema léxico, que, con el cambio de los otros elementos, se cambia también él mismo. Cada uno de los signos tiene valor solamente en relación — conyuntiva o disyuntiva— con los otros signos. El conjunto de designaciones forma, pues, un sistema en virtud de distinciones y oposiciones3. Las leyes de armonía del sistema (autorregulación del sistema) son relativamente independientes respecto a las leyes de evolución, de modo que a la semántica debe determinársela en primera línea sincrónicamente, mientras que la diacronía consiste en la comparación de dos sistemas sincrónicos separados por el tiempo. En ello hay que tener bien en cuenta que el lenguaje está constantemente en movimiento: lo diacrónico incide, por tanto, en la sincronía.

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I ESTRUCTURALISMO O ANÁLISIS ESTRUCTURAL DEL LENGUAJE 2 Y HERMENÉUTICA TEOLÓGICA El modelo teórico de la nueva ciencia estructuralista del lenguaje se basa en una «reducción estructural». El postulado fundamental del estructuralismo consiste en tomar por separado a la cosa sobre la que se habla, y a los sujetos hablantes. De este modo se llega a una distinción neta entre lenguaje como institución («la langue», «die Sprache», «language», «la lengua») y lenguaje en cuanto ponerse por obra o acontecer de la lengua, de la palabra («la parole», «le discourse», «Rede», «speech» o «discourse», «el habla» o «discurso»). El estructuralismo se limita al estudio del lenguaje como institución, como estructura que es independiente del sujeto hablante, inconsciente incluso para el individuo. Si se establece una comparación con el juego del ajedrez, la lengua es el estado en que se encuentra el juego en un determinado momento, mientras que el acontecer de la palabra es el nuevo movimiento o jugada por el que el estado de las cosas pasa a ser otro estado distinto. El estructuralismo considera a la lengua como un sistema de signos autónomo, cerrado, de lo que necesariamente se sigue que la semántica deba ser anali2 Véase, entre otros, F. DE SAUSSURE, Cours de Ünguistique genérale, París 1963; B. MALMBERG, Les nouvelles tenáances de la ünguistique, París 1966 (traducido del sueco); E. BENVENISTÍ, Problémes de Ünguistique genérale, París 1966, y Langage, París 1967; A. J. GEÍIMAS, Sémantique strucíurale, París 1966; J. PlAGET, Le structuralisme, París 1968; Cj. SCHIWY, Ver franzosische Strukturalismus, Hamburg 1969; J. BARR, The semamics of biblical language, London 1961; Oíd and new in interpretation, London 1966, y Biblical words for time, London 1966; P. RlCOEUR, Contribution d'une reflexión sur le langage a une théologie de ¡a parole: RThPh (Lausanne) 18 (1968) 333-348; R. W. FUNK, Language, hermeneutic and uiord of God, New York 1966.

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s Véase sobre todo B, MALMBERG, Nouvelles tenáances, 59-70; G. SCHTWY, Strukturalismus, 38-39.

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En esta teoría estructuralista, el sistema de la lengua hace precisión de toda relación externa: en un diccionario, una palabra refiere a otra, nunca a una cosa. Se pasa por alto todos los factores extralingüísticos, y se atiene a las características que le son inmanentes al sistema de la lengua: las palabras constituyen un complejo de diferencias dentro del sistema cerrado del conjunto lingüístico y semántico. En razón de un tal juicio básico estructural, esta teoría del lenguaje excluye a secas toda clase de hermenéutica: sólo existen elementos que son clarificados según unas determinadas reglas. En virtud de ello se ofrecen estructuras u órdenes, a los que deberá analizarse como tales en su funcionalidad, sin que hayan de ser elucidados por un sujeto que estará comprendiéndose a sí mismo. Lo que el estructuralismo pretende, es por tanto una nueva «objetividad», independientemente del sujeto que se comprende a sí mismo interpretándose. Lo «positivo» es en este caso la función estructural; las funciones sintácticas y léxicas garantizan la función semántica de las palabras y de sus combinaciones.

teólogo no puede pasar por alto la aportación específica del estructuralismo. No sólo el dualismo, sino el monismo también, es en la antropología algo irreal. En el hombre no se da ninguna «zona verdaderamente humana» al lado de otra determinada zona analizable, ningún ¡ímbito de libertad al lado de otro ámbito de funcionalidad. Verdad es que al ser humano no cabe reducirlo a lo meramente funcional, pero lo funcional penetra sin embargo todos los aspectos del existir del hombre. Libertad y funcionalidad están mutuamente entretejidas. Propio de la condición humana es que en nuestra objetividad se dé subjetividad y en la subjetividad objetividad. En lo cual hemos de seguir considerando que la libertad no es una factualidad ya dada, sino una misión que hay que realizar, en la que de hecho puede también fracasarse, o a la que, en virtud de los factores más diversos, puede no realizársela. También eí fenómeno humano al que llamamos hablar, aduce parejamente estructuras independientes, que, por así decir, llevan una vida propia. Éstas también, son con razón sometidas a una investigación científica: por parte de la lingüística estructural. Podemos, por tanto, decir: el estructuralismo formula algunos requisitos minimales, frente a los cuales debe la teología rendir cuentas antes de que pueda proceder a la auténtica hermenéutica del discurso bíblico y magisterial. En este sentido, el análisis estructural, primariamente sincrónico, de las palabras-clave de la Biblia, precede a la hermenéutica teológica; constituye su presupuesto. En la teología, exégesis de la palabra de Dios que ha sido puesta en lenguaje con palabras humanas, se trata de hecho sobre el significado significante del mensaje bíblico. Pero si el significado de las palabras va a decirme algo a mí, éstas tendrán entonces que pertenecer a una estructura. Al menos negativamente., la estructura

Esta lingüística estructural tiene tan sólo una conexión indirecta con la hermenéutica teológica. En su reducción estructural, el estructuralismo viene a excluir precisamente aquello que constituye en propiedad el interés del teólogo creyente: la oferta expresiva de un sentido, el contenido significante de un mensaje que alguien me dirije a mí. El teólogo, además, ha de interesarse sobre todo por la historia y, parejamente, por la diacronía: ¿cómo un mensaje que fue formulado hace veinte siglos para hombres de aquel tiempo, puede aún hablarme con sentido en el año 1973? Por otra parte, en su hermenéutica de la Biblia, el

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entra también en juego a la hora de determinar el sentido de lo que se dice. Sólo la estructura contextual clarifica la polivalencia de las palabras, de modo que lo dicho pueda ser conocido e interpretado como algo con sentido. El estructuralismo carga el acento en la posibilidad de que las palabras tengan diversos significados (polisemia), los cuales, sin embargo, no necesitan ser actualizados todos — o bien, no se actualizan todos — en cada uno de los contextos. Si no se presta consideración a esto, las palabras quedan desligadas de-su sintaxis, con lo cual los significados contextúales pasan a ser ideas y conceptos universales con carácter independiente, que deberán sustentar la llamada teología del antiguo o del nuevo testamento. En primera línea, por tanto, deberán investigarse sincrónicamente las palabrasclave de la Biblia, tales como Dios, pecado y gracia, alianza, amor, justicia, etc. A no ser provocando un malentendido lingüístico, no se puede finalmente agrupar bajo una voz guía general significados diversos, como por ejemplo chéséd (misericordia, amor), en épocas diversas del antiguo testamento (que es lo que, salvo laudables excepciones, hace frecuentemente el famoso diccionario «Kittel»). En su crítica a los diccionarios de la Biblia, J. Barr dice con razón, aunque exagerando algo, que la mayoría de los estudios semánticos y diccionarios de la Biblia no satisfacen los requisitos minimales del análisis estructural del lenguaje. Eso hace despertar las ideologías más diversas; de un análisis del hebreo que no penetra hasta lo profundo de la gramática, se infiere por ejemplo una diferencia entre «mentalidad semítica» y «espíritu griego», a la que en su mayor parte hay que denominar como «ideológica». Descuidando un riguroso anáisis estructural, el método sintético lleva la mayoría de las veces a una

especie de «historia de ideas» y no a un análisis realmente lingüístico del uso bíblico de las palabras, que es un presupuesto necesario para una teología bíblica. De este modo se llega a toda suerte de generalizaciones irresponsables, que descansan en una permanente confusión entre realidades teológicas y fenómenos lingüísticos. Los estructuralistas, al menos aquellos que, de su ciencia estructural del lenguaje no hacen una filosofía del lenguaje, concederán evidentemente que el hablar tiene también una referencia, y que dice algo sobre algo; pero investigar sobre este tema responde a una tarea distinta, que, en cuanto tal, no entra en la cuestión del uso correcto del lenguaje. Resumiré: el estructuralismo puede desenmascarar muchos prejuicios y, sobre todo, muchas generalizaciones irresponsables de la teología hermenéutica, en favor de una hermenéutica más depurada. El método estructuralista y el método hermenéutico deben por tanto ser combinados, porque aislados, quedarán atascados ambos a dos. Aquí por consiguiente, no nos encontramos ante una alternativa en que deba elegirse una de dos, como algunos críticos afirman.

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II ANÁLISIS FENOMENOLÓGICO DEL LENGUAJE" Y HERMENÉUTICA TEOLÓGICA 1. La ciencia fenomecológica del lenguaje paite también de una reducción: se prescinde del juicio sobre 1 C. A. VAN PEKRSEN, Fenómenoiogie ea analytische filosofe, Hüveisum 1968; W. STEGM&LLER, Hauptsiromtmgen der Gegenwartstbilosopbie, Stuttgart 1%5; H.-G. GADAMEH, Vabtbeií und Uethode, Tübingen (1960) *1965; S. STKASSER, Meditatie over het ienomenologisch íezegde: Tijdschrift voor TOisbegeerte en Psychologie 60 (1968) 216-226; R. KWANT, Fenomenologie wn de Ual, Utrecht 1963; Eie hermeneulhebe Frage in der Theologie, publicado por O. LOXETZ - W. STROLZ, Fieiburg 1968; G. GUSBOKF, La parole, Paiis 1956; M. MEELEACr-PoisTr, Pbéitoménolo&ie de la perceptian, Palis 1945; y Signes, Paris 1960, n. I I : «Sur la phénoménologie du langage», 105-322. 3

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la realidad, el contenido de realidad que pueda tener un fenómeno queda fuera de consideración. En sí misma al menos, esta reducción no presenta ninguna pretensión metafísica: de lo que se trata, es de la estructura del fenómeno en cuanto tal. La fenomenología del lenguaje pretende elucidar precisamente la relación entre el lenguaje como sistema de signos y el acontecer de la palabra como intencionalidad: ¿cómo empleamos nosotros el lenguaje en cuanto institución, en un acontecer de la palabra provisto de sentido? El lenguaje, pues, no es aquí considerado en sí, sino en su función mediadora como ofrecimiento de sentido (un aspecto referencial y representativo), como autoexpresión y como comunicación. Hablar significa decir «algo» «sobre» algo (o alguien) «a» alguien. Estos tres aspectos del lenguaje caen fuera del marco de la lingüística estructural. En el análisis fenomenológico del lenguaje, el significado pasa además a ocupar el punto céntrico: el significado, concebido en cuanto capacidad de entender los signos como referencias a la realidad (y en pura fenomenología esto quiere únicamente decir: en cuanto correlato de la conciencia o de la experiencia). Hablar, entonces, significa, ante todo, «desocultar» aquello sobre lo que hablamos, poner algo a la luz. La intencionalidad del hablar presupone que el hablar se dirige a algo: se dice «algo» («meaning», «Sinn» o «sentido») sobre «algo» («reference», «Hinweisbedeutung» o «Bedeutung», «significado referencial» o «significado»). La fenomenología del lenguaje va, por tanto, un paso más allá que la ciencia del lenguaje: la unidad lingüística que la fenomenología analiza, es la frase (la «sentencia», «Satz», «Sentenz», «Phrase»): (Par la phrase) on quitte la domaine de la Iangue comme systéme de signes, et Fon entre dans un autre univers, celui de

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la langue comme instrument de communication, dont l'expression est le discours 5.» Si en el análisis estructural la palabra era un elemento diferencial dentro de un sistema léxico, la fenomenología, en cambio, considera a la palabra como una función dentro de una frase («Phrase»), de modo que dicha palabra participa de la intencionalidad de la frase entera, y significa así la realidad. El acontecer de la palabra o uso del lenguaje introduce una historia dentro de la lengua como institución; ésta, por así decir, lleva en sí las «cicatrices» del uso (P. Ricoeur), de modo que, con el enriquecimiento acumulativo del «haber sido usada» vuelve otra vez al diccionario (el cual, por tanto, siempre estará experimentando también nuevas elaboraciones). De esta forma, el sistema penetra en la diacronía de la historia. Fenomenológicamente, el hablar siempre tiene, por tanto, una estructura triádica6, a la que, siguiendo a J. Macquarrie7, bien podemos designarla como «discourse-situation», es decir, como la situación del discurso en cuanto fenómeno humano. Representándolo en un diagrama, el lenguaje como institución constituye el punto céntrico de un triángulo: es el mediador entre el sujeto hablante, los oyentes (o lectores) y el contenido del diálogo; el conjunto, la situación del discurso, es el acontecer de la palabra, en el que se ilumina un sentido. Toda discusión sobre el sentido de un texto (o discurso) habrá de tener en cuenta, por consiguiente, el conjunto triádico de la situación del discurso. Desligado de esta situación, el lenguaje es una abstracción, una 6

E. BENVENISTE, ProHeme?, 130. J. ROYCE, TAe Preblem oj cbtistwnitj, New York 1911, desarrollado más ampliamente por C, K. OGDEM - I. A. RICHARDS, The meaning of meaning, New York 1933; véase también B. MAIMBEHG, NtmieUes tendcnces, 187-188. ' J. MACQUAHRIE, Goi-Talk: an examinition of the ímgaage ar.i logic of theology, New Yoik - London 1967, 55-78. 6

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interpretación de textos, un acontecer irresponsable. En virtud de la tensión existente entre la lengua como institución y el habla como acontecer de la palabra, la intelección del discurso y de los textos no será, por otra parte, posible más que en el acto mismo de la reinterpretación. Esta interpretación presupone ciertamente el análisis estructural como requisito minimal, pero entonces ha de analizar sobre todo la «total situación del discurso». Expliquemos, por eso, brevemente los tres momentos de la situación del discurso. Al decir algo, el sujeto hablante se está expresando también a sí mismo como existente-en-el-mundo. Esto representa la dimensión existencial del acontecer del discurso (entendiendo por «existencial» a la existencia humana con y en su mundo y sociedad, y no en el sentido estricto de un yo concluso, en cuanto «privatissimum»). Esta autoexpresión abarca un abanico de posibilidades, que alcanza desde el expresar la «total existence» (sobre todo en los enunciados religiosos) hasta el expresar algo en que el factor existencial, sin desaparecer por entero, se encuentra al límite de la desaparición (por ejemplo, en el llamado «conocimiento objetivador» y en la ciencia). Tenemos luego el aspecto de referencia y representación, la comunicación de un contenido con sentido: decir algo sobre algo. Prescindiendo ya del metalenguaje (hacer enunciados sobre un enunciado), fenomenológicamente el hablar parece remitir siempre más allá de sí a elementos extra-lingüísticos, que determinan también el uso del lenguaje. Sabido es, por ejemplo, que los esquimales poseen alrededor de treinta palabras diversas para decir «nieve», cosa que, a todas vistas, se debe a factores extralingüísticos y pragmáticos. Finalmente se da, en el lenguaje, el aspecto de comunicación: la persona que escucha al sujeto hablante o lee

un texto suyo lo hace asimismo como persona existentecn-el-mundo. De ahí que la comunicación se lleve a cabo tan sólo en el acto preciso de la reinterpretación. La comunicación, el llegar a término de aquello que se dice, fracasa cuando los interlocutores no cuentan con presupuestos comunes y con un común horizonte de comprensión. De ahí que sea imprescindible analizar los presupuestos del sujeto hablante (escribiente) y del intérprete, en orden a que el ofrecimiento de un contenido determinado de sentido, hecho por el sujeto hablante (o por el documento literario), se lo haga accesible al sujeto escuchante e interpretante, y en orden también a evitar las perturbaciones en la comunicación. En este sentido, siguiendo a Dilthey y a una con Gadamer, podemos hablar de una «fusión de horizontes», en la que la comprensión se lleva de hecho a cabo 8: entonces es cuando se da comunicación en un sentido comúnmente compartido. El método fenomenológico, que analiza la total situación del discurso en su estructura triádica, como participación de sentido, autoexpresión y comunicación, tiene por su esencia una conexión con la interpretación teológica de la fe, más inmediata de lo que la tiene el análisis estructural del lenguaje. Esto vale, sobre todo, en lo que atañe al aspecto de la comunicación, en el cual se pone de manifiesto que el ofrecimiento de sentido hecho por el texto hablante sólo puede llegar a término personalmente en el acto de la reinterpretación. Considerada a esta luz, la interpretación teológica es la trasposición y traducción de una forma de discurso teológico (por ejemplo, del discurso religioso de carácter místico) a otra forma de discurso teológico (discurso religiosoexistencial; es decir, interpretación existencial del mito),

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8 H.-G. GAM^IEH, Wahrbeit and Methode, 289-290. Véase también G. STACHEL, Di? neue Hermeneutik, München 1967, 32.

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sin que, sin embargo, se llegue a desconocer la intencionalidad propia del primero. (Puede, con todo, plantearse la cuestión de si el mito no contenga un resto que no se deja interpretar de un modo puramente existencial, que precisa, por ejemplo, de una interpretación existencial-onfológica). El lenguaje de la interpretación teológica puede ser designado, por su esencia, como enunciado sobre un enunciado, como «meta-lenguaje»; a la intencionalidad propia del discurso bíblico y magisterial tiene que respetarla, pero además, en cuanto metalenguaje, tiene que adecuarse internamente para dar expresión (para poner en lenguaje) a la auténtica intencionalidad bíblica. (Así, por ejemplo, un lenguaje concebido en forma puramente empírica resulta a todas vistas inapropiado para tal efecto). Por eso, para una interpretación teológica de la Biblia no sólo se requiere una investigación crítica de las palabras-clave de la Biblia y de su Sitz im Leben; en primer lugar, cumpliendo los requisitos minimales del análisis estructural del lenguaje, y de acuerdo luego con la interpretación fenomenológica de los textos, que toma en cuenta la entera estructura contextual, habrá también de incluirse simultáneamente un análisis crítico de la hermenéutica propia o del «metalenguaje» al que se traduce el mensaje bíblico. Porque la hermenéutica, al incluir en sí tanto unos presupuestos propios cuanto una concepción distinta, ya evaluada, de mundo y hombre (el aspecto de la autoexpresión), puede introducir mutaciones extrañas en el contenido del lenguaje que procura interpretar. La interpretación teológica de la Biblia incluye, por tanto, necesariamente — como condición para lograr su intento— un análisis del metalenguaje al que se traduce el mensaje cristiano. La hermenéutica teológica implica también, en consecuencia, una indagación crítica del propio horizonte de comprensión, y éste, a su vez, sólo puede ser interpre-

tado convenientemente cuando se analice asimismo al jiasado y a su horizonte de comprensión, siempre cambiante. Por eso la hermenéutica teológica resulta impensable sin la contribución de la historia de las ideas y de la filosofía, ya que ella investiga sobre el cambiante horizonte de comprensión, en el que los cristianos han ido intentando constantemente interpretar el mensaje del cristianismo. Sólo bajo este presupuesto viene a hacerse posible la comunicación justo en el acto de la reinterpretación. A diferencia de la repetición meramente material del mensaje cristiano, repetición que en otro horizonte de comprensión distinto habrá de resultar incomprensible, la interpretación teológica hermenéuticamente responsable se caracteriza por el hecho de que, en la reproducción del texto que trata de comprenderse, nuestras actuales experiencias y formas de pensar juegan en la traducción un papel esencial, intentando en ello, sin embargo, que dicho mensaje cristiano quede conservado en toda su integridad, aunque haya sido puesto en lenguaje de otra manera. La idea fenomenológica de interpretación pone en claro para el teólogo que el sutil manipular con la diferencia entre «núcleo permanente» y «revestimiento mudable» representa un proceder ambivalente, aunque no enteramente absurdo. Extraer el elemento permanente de su forma temporal es algo imposible: en la interpretación que hoy se haga, siempre se tratará de otra interpretación. Quien pretenda extraer el elemento permanente, correrá siempre el peligro de explicar como intemporal un elemento ligado al tiempo. «Lo permanente», la identidad, no se da sin embargo más que en lo tempcralmente-relevante, en la no-identidad. La palabra de Dios, que nos ha sido dada únicamente en la forma histórica de palabras humanas y lenguaje de la experien-

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cia humana, exige en realidad una hermenéutica concorde con los datos reales («sachgemáss»), tal como Barth y asimismo Bultmann lo han recalcado con razón; pero, en cuanto mensaje cristiano que es, la reproducción interpretada tendrá que ser inteligible, accesible y adecuada también para nuestro tiempo. De ahí que, a causa de nuestros distintos presupuestos, se exija una reinterpretación. La relevancia de los principios fenomenológico-hermenéuticos en orden a una interpretación teológica9 puede ser descrita del modo siguiente:

c) La reinterpretación teológica únicamente resulta posible cuando el intérprete tiene a su disposición otras formas distintas de hablar. Aquel creyente que viva aún sumido por entero en un mundo mítico, no podrá en modo alguno interpretarnos el mito —con todo, uno de los mitos «desmitologizará» ya parcialmente al otro; compárese, en el Génesis, el segundo relato de la creación, que es el más antiguo, con el primer relato, más moderno. La reinterpretación es, además, necesaria cuando la forma de hablar en que nos sale al paso el mensaje cristiano, es para nosotros una forma de hablar extraña, a la que no podemos ya actualizárnosla existencialmente; así, por ejemplo, la forma de hablar mítica. Así como el pluralismo en la interpretación de la fe es diacrónicamente un hecho, tiene también que aceptarse en nuestros días' un pluralismo sincrónico en toda interpretación de la fe acorde con el evangelio; cierto es, sin embargo, que en ello deberá tenerse en cuenta algunos criterios n . En razón de Jos elementos científicos que contiene la interpretación teológica de la fe (análisis estructural del lenguaje de la Biblia, crítica de textos, filología, análisis histórico-crítico, hermenéutica fenomenológica), a esta hermenéutica deberá designársela como científica; por otra parte, aun cuando no sea sino tras estos elementos, la hermenéutica debe también ser designada como una ars: al igual que en toda hermenéutica, la capacidad creadora y el arte creador, que no se sujetan a ninguna regla, juegan un papel imprescindible. Únicamente el conjunto lleva a una interpretación éticamente justificable y responsable.

a) Necesidad de una pre-comprensión (críticamente analizada) en cada interpretación de la Biblia. El conjunto de los presupuestos (analizados), a los que sumándome a Heídegger designaré como la «situación hermenéutica»10, no implica (al menos teóricamente; véase más abajo) ninguna resolución previa sobre lo que la Biblia tiene que decirnos, sino que aclara los presupuestos comprehensivos desde los cuales resulta hoy día posible una comunicación con este mensaje. En este sentido, el pretérito (Escritura e historia de interpretación del mensaje cristiano a través de los tiempos) es interpretado a la luz del presente. b) Movimiento circular de este proceso de interpretación. Para abordar el texto, partimos ciertamente de una pre-comprensión determinada, pero con el propósito de lograr una comprensión nueva. El sentido del texto reacciona sobre nuestros presupuestos, los cuales se ven de este modo amplificados, tansformados o corregidos. En este sentido, la interpretación teológica de la Biblia es simultáneamente auto-interpretación crítica. 9

E. SCHILLEBEECKX, Hacia una utilización católica de la hermenéutica, en Dios, futuro del hombre. Salamanca 8 1971, 11-58. 10 M. HEÍDEGGER, Unterwegs zur Spracbe, Pfullingen 1959, 275.

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n Los criterios según los cuales, en la unidad de la comunidad creyente de los cristianos, puede o no conocerse y reconocerse la fe cristiana única e íntegra, entre las diversas interpretaciones de la fe, si bien prescindiendo de una verificación puramente teórica, los analizo en el capítulo siguiente: «Criterios teológicos. La "fe recta*, sus incertidumbres y sus criterios».

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La específica peculiaridad de la «situación de discurso» religiosa da también origen, por la estructura triádica que caracteriza a todo acontecer de la palabra, a unos principios fenomenológico-hermenéutícos propios, de índole teológica. La dimensión existencial que le es propia a todo acontecer de la palabra (el aspecto de la «autoexpresión»), se profundiza connaturalmente en la situación del discurso religioso, ya que en esta situación es donde accede al lenguaje la «existencia total» n. De ahí que la interpretación teológica de la Biblia siempre deba ser también una interpretación existencial («existentiell») de la Biblia, sin que afirmemos por ello (véase más abajo) que de este modo es como se echa de ver, por antonomasia, la plena intención bíblica. Pero, sea cual fuere esta intencionalidad en su totalidad, una interpretación teológica de la fe, que no sea a la vez una interpretación existencial, merecerá que se la descalifique desde el principio por «infiel» y «abíblica». («Existencial» lo tomo aquí en el sentido integralmente antropológico: lo que atañe al hombre como existente que vive en su mundo, juntamente con los otros hombres en un sistema social). En razón de la peculiaridad religiosa que la situación de discurso posee en su aspecto de comunicación, el principio hermenéutico viene también a especificarse en este aspecto: la autointerpretación a la que se da expresión en el lenguaje de la fe cristiana, es la autocomprensión de una comunidad cristiana. El sujeto hermenéutico o portador de la hermenéutica teológica es la comunidad cristiana, la iglesia en cuanto comunidad de interpretación. Por eso, el que una reintepretación de la fe sea aceptada por parte de la comunidad creyente, se cuenta de una u otra forma entre los factores por los cuales

cabe conocer y re-conocer una interpretación teológica fiel al mensaje cristiano. En lo que respecta al ofrecimiento de sentido: habida cuenta de la peculiaridad de la situación de discurso religiosa, a mí me parece que una hermenéutica orientada pura y consecuentemente por la fenomenología, hermenéutica por tanto que se basará en la llamada reducción fenomenológica, habrá de ser en orden a ello provechosa, sí, pero insuficiente. Podrá ciertamente mostrar que el discurso teológico siempre es un discurso indirecto y evocativo, si es que, en todo caso, comporta justificadamente la forma de un discurso asertorio; pero, debido a su método reductivo, no puede ayudarnos a interpretar el contenido de realidad de aquello que se ofrece como verdad en el mensaje cristiano.

u Véase I. T. RAMSEY, sobre todo Religious language, London 1957, y Models and mystety, London 1964.

33 De la inmensa bibliografía sobre el tema, algunas indicaciones: II. G. HUBBELING, De beiekems van de analytische filosofee voor een tvijsgerige

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III EL ANÁLISIS LÓGICO Y LINGÜÍSTICO DEL LENGUAJE, Y LA HERMENÉUTICA TEOLÓGICA Se puede plantear la pregunta de si el análisis lógico del lenguaje, o la misma filosofía analítica, pueda ayudarnos a resolver el problema que hace un momento veíamos, sobre el ofrecimiento de sentido que se dé en el evangelio. Por filosofía analítica entiendo no una filosofía que per se a todas las realidades supraempíricas las declara como esencialmente sin sentido (cual es el caso frecuente), sino una filosofía que, basándose en un análisis lógico y lingüístico, desarrolla técnicas con las que pueden contrastarse también las preguntas y respuestas teológicas, en lo que hace a su posesión o carencia de sentido n.

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El problema primario para el análisis lógico del lenguaje, no es el problema de la comprensión e interpretación, sino la cuestión de si se acepta a priori la posesión de sentido del texto que va a interpretarse, o del mensaje al que en él se le da expresión. Esto último no lo afirma a priori el análisis lógico del lenguaje. Justamente eso es lo que deberá mostrarse en primer lugar. Una vez que se haya mostrado que el texto posee sentido, el análisis lógico del lenguaje no verá ya ningún problema en interpretarlo dentro de la posesión de sentido afirmada. La cuestión que primariamente plantea es la cuestión crítica sobre el sentido, y concretamente de modo tal que pretende fijar una delimitación a priori válida del posible sentido de las proposiciones. Si con ello quiere decirse que nada se puede afirmar con sentido, caso de que no se acepte la ley lógica p<—>~ ~ p , eso es algo evidente; porque eso significa que todo enunciado con sentido debe respetar la ley lógica de la nocontradicción, es decir, que las leyes lógicas valen umversalmente, si bien bajo dos importantes presupuestos: que el momento temporal y el punto de vista del enunciado no sean cambiados. El análisis del lenguaje, de orientación objetiva, objetivista incluso, toma a consideración — y cada vez más — el perspectivismo de tiempo y espacio, desde el que un texto o sujeto hablante nos dice a nosotros algo. Con sus aplicaciones de validez lógica universal, el análisis del lenguaje toma realmente a consideración los puntos de vista desde los que alguien dice algo sobre algo. A partir sobre todo de A. Tarski,

los analistas lógicos han ido siendo cada vez más conscientes de la relatividad de un sistema lógico clauso. El pensar lógico no es ningún entramado intemporal que pueda montarse por encima del mundo empírico cambiante. Desde hace poco tiempo, ha venido a darse una concordancia general respecto a la diferencia entre estructuras lógicas y estructuras lingüísticas. Se ha puesto en claro — tanto en el plano ontogenético (en el crecimiento de cada uno de los niños) cuanto en el filogenético (en las especies de simios dotados de «inteligencia» superior, pero no del habla)— que la inteligencia sensorio-motriz abarca ya una cantidad de estructuras que se dan a una con la coordinación general, de modo que dicha inteligencia no puede ser adscrita al lenguaje ni al habla. Se está extendiendo la «communis opinio» de que el lenguaje tiene su origen en una inteligencia ya parcialmente estructurada, a la que, por su parte, el lenguaje mismo seguirá estructurando. Se dan, por tanto, dos estructuras claramente diferenciables, pero con repercusiones recíprocas: la lingüística y la lógica. Y se ha mostrado que, ya antes de que las estructuras lógicas se estructuren verbal o lingüísticamente, en las acciones del niño algo crecido que no puede aún hablar, se manifiestan estructuras lógicas. Se ha puesto pues en claro que el lenguaje no es la fuente de la lógica (como tantas veces afirmaba el neopositivismo), sino que el lenguaje mismo se basa en la lógica; hay que notar, de todos modos, que la interacción mutua de estructuras lógicas y lingüísticas en el crecimiento del niño no ha sido elucidada aún suficientemente. Pero, en todo caso, estas constataciones hacen ya quedar anticuadas a las tesis fundamentales del neopositivismo lógico, que reduce la lógica a la lingüística. La advertencia que hace el análisis lógico del len-

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¡heologie: Tijdschrift voor Filosofie 29 (1967) 734-769; G. NUCHELMANS, Proeven van analytisch filosoferen, Hilversum 1967; J. URMSON, Philosophical Analysis, Oxford Í956; S. DOORMAN, Amerikaanse Analytische filosofie: Ti¡dschri£t voor Filosofie 28 (1966) 418-439; J. MARTIN, The new dialogue between pbilosophy and theology, Lond Mi 1966; New essays in philosophical theology, publicado por A. FELW - A. MCINTYRE, London B 1966; F. FERRÉ, Language, logic and god, New York 1961; A. J. AYER, Language, truth and logic, New York 2 1946; también C. A. VAN PEURSEN, Fenomenologie.

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guaje, y que tiene validez para toda interpretación teológica, se encierra en la siguiente tesis: antes de que pueda plantearse con sentido el problema de la verdad, tiene que haberse indagado primero la cuestión sobre el sentido o el significado, ¿Tiene el problema teológicamente planteado un sentido, o en cuanto planteamiento de problema carece ya de él? La cuestión sobre el sentido y sobre su intelección sólo puede responderse, según el análisis lógico del lenguaje, respondiendo simultáneamente la cuestión sobre los criterios acerca del sentido y, en consecuencia, acerca de la intelección del mismo en un determinado caso. De ahí que el análisis lógico del lenguaje afirme que, entre «falto de verdad» y «falto de sentido», se da una diferencia fundamental. Puede haber enunciados con sentido y enunciados sin sentido, pero sólo los enunciados con sentido puede ser verdaderos o falsos. Los enunciados sin sentido, en cambio, ni son verdaderos ni falsos. Esto representa una indiscutible —aunque, en realidad, evidente también— aportación del análisis lógico del lenguaje, mediante la cual muchos de lo problemas que filósofos o teólogos lanzan, pueden ya desde el principio ser orillados como pseudoproblemas, si bien no hay que olvidar tampoco que, para avanzar con sentido en la interpretación de la realidad, los pseudoproblemas han jugado también a menudo un papel positivo insustituible 14. Del mismo modo a como en los dos capítulos anteriores hablábamos de una reducción (al menos) metódica, así también el análisis lógico del lenguaje parte de una «reducción analítico-lingüística»: pasa por alto lo refe-

rente al contenido, y se limita totalmente a reglas lógicas, formales y estructurales. La cuestión primaria es la de la concordancia del pensar o del hablar consigo mismo: lo que se quiere ver, son estructuras lógicamente controlables. El análisis lógico del lenguaje, por tanto, sólo puede ser a lo sumo una ciencia auxiliar de la hermenéutica teológica. Al igual que el análisis estructural del lenguaje, el análisis lógico tiene con la hermenéutica teológica una conexión menos directa. Algunos, incluso, se espantarán de que al mensaje evangélico se lo aborde con la lógica. Pero hay que conceder, sin embargo, que la conexión entre la experiencia humana y aquello que yo creo es una conexión también lógica, si bien de propia índole. Además, los enunciados teológicos y religiosos no son ni ilógicos ni supralógicos; la teología no pasa por encima de la lógica: el teólogo mismo no puede tampoco, desde uno e idéntico punto de vista en espacio y tiempo, afirmar algo y a la vez negarlo. Si con respecto al cristiano afirma, por ejemplo, el «simul iustus et peccator», no habrá de poder (sea cual sea el sentido teológico que le dé) sostener esta afirmación dual desde uno y el mismo aspecto de consideración. Y, fuera de esta lógica de universal validez, cada uno de los juegos lingüísticos tiene además su propia lógica interna, a la que deberá juzgarse según los criterios lógicos internos que le sean propios a dicho juego lingüístico. El análisis lógico del lenguaje obliga a los teólogos a formular más precisamente cuál es el contexto en el que surge el lenguaje religioso, y cuál es por tanto el estatuto lógico de los enunciados religiosos, confesionales y litúrgicos, y de las argumentaciones teológicas. Este lenguaje hace referencia, sobre todo, a la «lógica básica» del discurso religioso y teológico, ya que éste se basa en «contextos de revelación» o «disclosure situations». La situación que constituye

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14 K. - O. APEL, Heideggers pbilosopbische Rüdikalisieru/ig der Hermeneutik und die Frage nach dem «Sinnkriterium» der SprachCj en Die hermeneutische Frage in der Theologie, publicado por O. LOREIZ - W. STKOLZ, 86-152, especialmente 141-142.

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el contexto del discurso religioso, es la vida religiosa, o más generalmente, la conscientización de la pregunta sobre el sentido de la vida del hombre en el mundo. En este aspecto, el discurso religioso tiene siempre un contexto «secular» o mundano, en el que, sin embargo, el creyente ve iluminarse una dimensión más profunda, que apela a la «existencia total» del hombre o requiere una respuesta vital personal. De este modo, el lenguaje religioso toma por modelo suyo el lenguaje de la normal experiencia humana, y califica a ésta de una forma apropiada para suscitar la situación característicamente religiosa. Esta experiencia interpretativa hace que el discurso sobre Dios responda lógicamente a una forma de hablar indirecta, oblicua («evocativa»: simbólica, analógica, paradójica; hablar en «parábolas y comparaciones», o en modelos). Todo discurso sobre Dios se caracteriza, en consecuencia, por el hecho de que el creyente se acerca a Dios como a aquel que supera todo lo observable y, sin embargo, está vinculado a ello: como a aquel que, en la experiencia humana, es experimentado como el inmediatamente no experimentable. Esto fundamenta también el especial estatuto lógico de la teología, el discurso reflexivo desde esta experiencia peculiar. La situación religiosa, en cuanto «lógica básica» de todo discurso religioso, se caracteriza esencialmente por una trascendencia subjetiva («total commitment», en razón de un especial «discernment») como respuesta a una trascendencia objetiva15. A este respecto hay que notar, por lo demás, que, en el análisis lógico y fenomenológico del lenguaje, deja sin tratarse el tema de si, entonces, sea efectivamente una realidad trascendente la que se da a conocer, o si sea el creyente tan sólo el que la experimenta en cuanto tal.

El análisis lógico del lenguaje elucida, por tanto, el estatuto lógico de la objetividad específicamente teológica, la cual se diferencia, por ejemplo, de la objetividad específicamente histórica que se da en la historiología, o de la específicamente física que se da en la física. Dicho análisis, además, desenmascara no raras veces usos teológicos del lenguaje aparentemente profundos, pero (considerados desde el análisis del lenguaje) inexactos; así, por ejemplo, cuando a dos expresiones construidas gramaticalmente como equivalentes por entero o casi por entero —por ejemplo, «Jesús ha muerto» y «Jesús ha resucitado»—, y que por su esencia reproducen sin embargo unas estructuras lógicas radicalmente diversas, se les dispensa teológicamente un trato igual. El análisis lógico hace al teólogo rendir cuentas constantemente de aquello que dice. «How do you know?» es una pregunta que el teólogo deberá tener siempre ante la vista. Una vez que se haya llegado a entender que la verdad revelada no cae simplemente del cielo, sino que cobra expresión en la interpretación creyente del hombre, de modo que la revelación es palabra de Dios en palabras humanas, podrá entonces con razón considerarse formalmente a estas verdades como «lenguaje humano», y juzgar así sobre su sentido inteligible por los hombres. Y en ello la lógica tiene indudablemente su parte. Cierto que el análisis lógico del lenguaje no puede depararnos respuesta ninguna sobre la cuestión de la verdad, y que tampoco cabe identificar al discurso religioso con el discurso lógico; pero sí que la lógica tiene que decir también su palabra respecto a la respuesta a la cuestión del sentido, porque sólo una sentencia con sentido puede ser verdadera o falsa. Pasado su período neopositivista, la mayoría de los analistas del lenguaje han llegado actualmente a la convicción de que la tesis que divide a los enunciados humanos en descriptivos o emotivos, de nin-

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I. T. EAMSEY, obras citadas en n. 12.

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guna manera se adecúa a la realidad concreta. El contexto situacional oírece otras muchas formas distintas del hablar, lógicamente sustentables. Brevemente: el análisis lógico del lenguaje tomará a consideración lo que en las reflexiones precedentes calificábamos como «situación del discurso». Así pues, la «philosophy of analysis» no podrá prestar una aportación directa al problema hermenéutico, ya que, por así decir, se detiene ante el umbral de la hermenéutica, y sólo concierne al fenómeno lógico concomitante al discurso interpretativo o, en general, a todo discurso; pero, a pesar de ello, ofrece una ayuda, que no hay que subestimar, respecto a la cuestión sobre el sentido o el significado en la teología, y respecto al correcto uso teológico del lenguaje. De este modo podrán descartarse desde el principio los pseudo-problemas en la teología, cuando ya el mismo planteamiento del problema no posea un sentido; en situación como ésta última, el inquirir teológicamente una respuesta estará igualmente desprovisto de sentido. Las consideraciones sobre el lenguaje que hemos analizado hasta aquí, metódicamente inadecuadas pero provistas de sentido, nos remiten al juego lingüístico de la entera historia humana: al diálogo histórico de la humanidad. El análisis subsiguiente nos llevará al presupuesto ontológico de posibilidad de la «estructura triádica» fenomenológica (afirmada por algunos analistas lógicos del lenguaje) de la situación del discurso.

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IV LA ONTOLOGÍA DEL LENGUAJE Y LA HERMENÉUTICA TEOLÓGICA Una vez que ha quedado ya en claro que los análisis estructural, fenomenológico y lógico del lenguaje son ciertamente de indudable valor en orden a una interpretación teológicamente provista de sentido, pero, por otro lado, parten todos ellos de una «reducción» metódica al dejar fuera de consideración el contenido de realidad de aquello que se dice con sentido, tenemos que recurrir a una forma de análisis del lenguaje en la que, de hecho, se dé expresión explícita precisamente a la realidad. Por eso el teólogo, en definitiva, tendrá que escuchar también lo que dice Heidegger en su época posterior acerca de la dimensión ontológica del lenguaje16. Esta dimensión ontológica del lenguaje no sólo precede a las estructuras lingüísticas, tal como las analizaron el estructuralismo y el análisis lógico del lenguaje, sino también a la intención del sujeto hablante, tal como fue analizada sobre todo por el análisis fenomenológico del lenguaje. El acontecer de la palabra será aquí enfocado como el emplazamiento («Sitz») de una dialéctica, y concretamente, de una dialéctica entre aquello que se manifiesta y lo que nosotros expresamos al hablar de ello, entre la apertura del ser y nuestro aprehender el ser. Aquí se pone de evidencia la prioridad del lenguaje que nos habla a nosotros, y que se incauta de nuestro hablar. 19 Unterwegs zar Sprachej Was heisst Denken?, Tübingen L954; Einjübrung in die Uelaphysik, Tübingen s 1966; Vom Wesen der Wabrbeii, Fiankñitt (1954) 4 1961; Gelassenbeit, PfuUmgen (1959) 2 1960; Holzwege, Frankfmt E 1957. Véase O. PÓGGELEK, Der Denkweg M. Heidegger?, Pfullingen 1963; A. DE JONG, lie a tvijsbegeerte van het woord, Amstetdam 1966; S. IJSSEIING, Heidegger: detiken en danken, Antwerpen 1964; y también: H. NOACK, Soroche und Offetibdmnz, Giitetsloh 1960.

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Nuestra primera y fundamental relación con el lenguaje no es, por tanto, la del hablar, sino la del escuchar. El acto de hablar no puede, por consiguiente, reducirse ni a la estructura de los elementos del lenguaje, ni a la intención subjetiva del hablante. Se dan estructuras de la existencia que preceden al lenguaje. En el acto de hablar, Heidegger descubre un modo del ser, en el que se nos hace claro que el ser está constituido de forma tal que puede ser dicho o puesto en lenguaje. El ser da que pensar. «Acontecimiento del lenguaje», lenguaje como acontecer de la palabra, coincide por así decir, para Heidegger, con la «diferencia ontológica», es decir, la diferencia entre el ser y el existente, no siendo el ser ningún existente sino el fundamento (logos) de los existentes. Esta «diferencia ontológica» es un acontecer del ser mismo, un acto que hace venir al existente hacia delante, que lo trae a la luz. La maravilla está en que algo existe más bien que nada, y en que esto se nos aparece a nosotros como cargado de sentido: esto postula ser puesto en lenguaje. Esto presupone de hecho la posibilidad del aparecer, del pensar y del hablar; dicha posibilidad es el hombre. El «ser-ahí» permite acontecer a la verdad como desocultamiento. «Ser hombre es hablar». El hombre, por tanto, existe en el modo de la comprensión. El lenguaje nos asigna la esencia de las cosas. El in-vocar («Ansprechen») del ser, y el e-vocar («Aussprechen») humano del mismo, constituyen «el lenguaje» («Sprache»): en el hablar, las cosas vienen a aparecer. El lenguaje «custodia» al ser. En el acontecer de la palabra («Wort»), el ser nos adviene. Hablar significa dejar que algo se diga: es siempre respuesta («Ant-wort») «al silencioso lenguaje del ser». Hablar es obediencia. El lenguaje mismo tiene, pues, una función hermenéutica (como G. Ebeling y E. Fuchs lo han comprendido, con razón, de Heidegger). En todo diálogo inter-

personal, hay siempre algo más que también habla: lo no-dicho y no-decible. El hablar se encuentra bajo el poder rector de algo que no es el hablante: nuestro hablar es conducido y determinado: es «ordenado». No se da, ciertamente un hablar sin que haya un hombre pensante y hablante, pero este hablar es, con todo, un recibir: la esencia del lenguaje estriba en permitir a los existentes que aparezcan al ser. Por eso Heidegger repite una y otra vez: «La interpretación actual tiene que mostrar aquello que no se encuentra en el texto, y sin embargo está dicho». La esencia del lenguaje es «el lenguaje de la esencia», es decir, la auto-expresión lingüística del ser, de cara a nosotros. De ahí que el lenguaje sea esencialmente un medio para la revelación. El hombre no es el señor del ser, sino el pastor, el «custodio del ser». En sentido estricto, el lenguaje deviene acontecer de la palabra en el «hablar silencioso del lenguaje». El hablar es una «homología». El pensar hablante está determinado por la verdad del ser, y ésta hace al hombre participar en el acontecer de la verdad. Lo que se manifiesta, pasa por tanto a través del filtro de nuestro lenguaje humano. El hablar es, en consecuencia, sumisión a la apertura del ser, y, a la vez, responsabilidad del hombre hablante que «custodia» al ser en su apertura. Mediante el hablar, las cosas entran en el ámbito de la apertura («Offenheit»), de la revelación («Offenbarung»), frente a la cual el hombre ejerce su responsabilidad como sujeto hablante. El fundamento de la responsabilidad del hombre es, pues, la universal revelación del ser. Lenguaje es revelación del ser en la palabra, fuente de toda ulterior humanización. Esta ontología del lenguaje tiene efectivamente consecuencias para la teología hermenéutica. No se da ninguna comprensión con sentido de la revelación cristiana, sin pre-comprensión de la facticidad real de que el hom-

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bre, en su hablar, vive ya de una «revelación». La revelación cristiana presupone un espacio de comprensión, una comprensión (explícita o implícita) de lo que significa la manifestación del ser en la palabra. La dimensión ontológica del lenguaje se halla previamente supuesta (al menos implícitamente) a la precomprensión cristiana. Esta concepción matiza y corrige la interpretación existencial que hace Bultmann de la Biblia, dándole el carácter de una comprensión bíblica o«¿ofó,g¿co-existencial. Para la comprensión cristiana de la fe y para la interpretación de la Biblia, posee de hecho gran significado el que el ser reclame ser puesto en lenguaje. Por otra parte, la universal revelación del ser no se identifica aún en modo alguno con la revelación Cristina de Dios. El hombre, criatura de Dios, es una entidad cuyo ser-ahí existe en el modo de la autocomprensión e interpretación de la realidad: en la autocomprensión humana, el logos de Dios es un lenguaje. El actuar humano es actuar de Dios: un acto en dos sujetos. Con todo, esta autocomprensión humana no es igual de profunda ni igual de central en todos los actos del hombre. Hay actos «cotidianos» y actos «privilegiados». En estos últimos el yo-en-el-mundo (y en la sociedad) se ve más involucrado, de modo que en ellos la interpretación de la realidad es también significada más claramente. El que en la autointerpretación del hombre —como criatura de Dios— se esté también comprendiendo a Dios, significa que, en la criatura, puede haber también actos privilegiados en los que se expresa la actuación de Dios de un modo privilegiado: acciones que lo caracterizan verdaderamente como Dios. Acontecimientos históricos privilegiados llamaré entonces a aquellos acontecimientos en los que el hombre da expresión, mediante la acción y la palabra, al sentido último de la existencia de su vida. En todo hablar y

actuar humano se esconde la posibilidad de convertirse en actuación de Dios, de un modo privilegiado; así como también es posible lo contrario, es decir, que la autocomprensión expresada no haga hablar al logos divino, o sólo lo haga fragmentariamente. (De ahí el pluralismo de las religiones). En su creaturalidad y a través de su creaturalidad, cada acontecer humano expresa la esencia y el actuar de Dios. Según esto, la apertura del hombre será ciertamente una tarea que debe realizarse en el mundo bajo condiciones sociales, pero, no obstante, se tratará de una apertura radical. Todas las religiones son, por tanto, respuesta a algo que es «más antiguo» y originario que ellas mismas. En una interpretación creyente y sin embargo «secular», la afirmación de que «Dios actúa en la historia» significa, por consiguiente, que se dan determinadas palabras y actuaciones humanas en las que, de un modo muy peculiar y propio, se revela o manifiesta el actuar característico de Dios como creador y redentor. Y, si la vida histórica de Jesús de Nazaret es la actuación decisiva de Dios en la historia, tal como el cristianismo lo testifica, a esto no podrá entonces comprendérselo con sentido a no ser que en esa vida humana, la vida de Jesús, y a diferencia de todos los demás acontecimientos históricos, normativa y ejemplarmente se revele y realice en efecto la verdad última sobre la vida del hombre. La actuación decisiva de Dios en la historia tiene pues que representar dentro de la serie, un punto álgido irrepetible: la revelación definitiva. En ello es claro que, si a un acontecimiento puede en todo caso llamárselo actuación decisiva y definitiva de Dios en la historia, eso no es posible más que si uno (o bien un grupo de hombres) le da acogida recibiéndola o comprendiéndola: a dicho acontecimiento deberá comprendérselo como acontecimiento que posee esa decisiva fuer2a de revelación.

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La revelación es revelación de alguien que da a entender algo a alguien, el cual sabe comprender realmente su sentido. Revelación e interpretación creyente son correlativas. Ahora bien, no puede haber ningún acontecer histórico que sea para nosotros una actuación decisiva de Dios, a no ser que lo comprendamos y aceptemos como efectivamente determinante en lo que atañe a nuestra comprensión de la realidad y de nosotros mismos. Un acontecer histórico será una actuación decisiva de Dios en la historia sólo cuando y en la medida en que la posibilidad de la autocomprensión que cobra ahí un lenguaje, tenga efectivamente validez como verdadera o auténtica comprensión de la existencia, que nos dice: así tiene que vivirse la verdadera existencia humana. De acuerdo con la fe cristiana, Jesús es este acontecer decisivo. En él, en sus palabras, sus hechos y su persona, esta autocomprensión humana ha cobrado un lenguaje, que representa de hecho la verdad decisiva de nuestra vida «ante el rostro de Dios» 17 . En la vida humana de Jesús, el creyente re-conoce que todo el sentido de la vida del hombre consiste en que el amor trascendente de Dios es el fundamento único de una vida humana verdadera. La Escritura, por tanto, no posee autoridad de cara al creyente debido a que esté inspirada (eso es interpretación creyente posterior, una afirmación reflexiva de segundo orden), sino debido a que atestigua con autenticidad acerca de un acontecimiento y del sentido del mismo, y los creyentes comprenden y valoran de hecho a este acontecimiento como normativo18.

Jesús es para los cristianos la revelación de Dios porque, según la comprensión cristiana, él es el presente escatológico de Dios. Esto —juzgado racionalmente — es una interpretación posible y seriamente fundada de un acontecimiento histórico, que, en razón de su sentido (interpretado desde la fe), tiene autoridad de cara al creyente que presta su oído a la silenciosa voz del acontecimiento histórico. De este modo, en la nueva autocomprensión siempre se co-entiende, se comprende parejamente, la actuación por la que aquélla ha sido producida, la actuación salvífica de Dios en Cristo. La precomprensión ontológico-existencial de la revelación del ser en la palabra, nos ayuda a que a la interpretación existencial de la Biblia la veamos también esencialmente como una interpretación cristológica y teológica de la Biblia. Esta interpretación no se deja, por tanto, reducir a una explicación objetivante que niega la referencia existencial del dogma cristológico (ortodoxia en el sentido desfavorable, esclerotizado), ni a un «sentido libre» que al aspecto cristológico lo hace desvanecerse19.

17 Si bien esta mentalidad le es del todo extraña a Ogden, y está influida por Pannenberg, me guío en esta exposición por la versión americana y la traducción con correcciones que hace Sch. Ogden de Bultmann, en su libro The reality of God and other essays, London 1967. 18 Véase H. LIPPS, Die Verbindlicbkeit der Spracbe, Frankfurt 21958; y también J. BERTEN, Openbaring in de gescbiedenis: TijTh 9 (1969) 151-177.

u L. B/UCKER, Ortbodoxie en vrijzimigheid, en Werkgenootscbap tan katb. tbeal. in Nederland. Jaarboek 1967-196g, 121-135. M La interietación entte la universal revelación del ser en la palabra y la específica particularidad de la revelación cristiana, que mutuamente se refuerzan y se hacen inteligibles, ofrece también una perspectiva en orden a la solución del problema de la «correlación de pregunta-respuesta».

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Puede con razón decirse que los signos de la manifestación universal del ser en el lenguaje, a los que, a lo largo de la historia, los pensadores, novelistas y poetas — en cada caso de distinto modo— han prestado un lenguaje, disponen al hombre para ver en el acontecimiento histórico de Jesús la manifestación central y decisiva; así como cabe también afirmar a la inversa, es decir, que mediante su fe, el creyente viene a disponerse para prestar su oído a todo lenguaje que confiera expresión a cosas significantes M.

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La interpretación creyente de la historia, el vivir en la fe, implica finalmente un vivir con la posibilidad — al menos puramente racional— de que esta fe pueda ser una ilusión. La interpretación no es racionalmente concluyeme, y, para los creyentes, sólo es escatológicamente verif¿cable21. Sin embargo hay suficientes razones para considerar a la fe como razonable y humanamente fundamentada. En cuanto creyente, se tendrá una seguridad inquebrantable, pero ésta será una seguridad de fe, no una visión basada en la evidencia.

guaje, luego procuró formular criterios empíricos, y por fin indagó «criterios pragmáticos del sentido», a los que sobre todo la escuela de Oxford creyó encontrar en el uso del lenguaje cotidiano, del «ordinary language». Los criterios lógicos, empíricos y pragmáticos se aplican también en forma combinada, pero el criterio pragmático del sentido detenta la primacía, sobre todo al tenor de la siguiente descripción: comprender una sentencia, quiere decir comprender el juego lingüístico, y eso significa dominar su técnica. «Language meaning is use». Filosóficamente esto suscita determinados problemas; tal sucede, por ejemplo, cuando el juego lingüístico — el lenguaje eclesiástico de la fe, pongamos por caso— no funciona ya a todas luces entre los propios usuarios del lenguaje, en este caso entre los creyentes (véase el siguiente capítulo). Para casos como éste, algunos postulan un nuevo criterio pragmático del sentido, mientras que la corriente de Oxford se mantiene en el principio de que la «traductibilidad al lenguaje cotidiano» es el criterio de sentido de todo uso del lenguaje. Pero el problema que ahora nos ocupa, es más bien el de la confrontación entre la hermenéutica (del ser) y la crítica analítico-lingüística del sentido 32 . Que el análisis del lenguaje se haya mostrado capaz de desenmascarar pseudoproblemas hermenéuticos, tanto en el campo filosófico cuanto en el teológico, resultará claro de lo dicho ya anteriormente. Según la hermenéutica del ser, la comprensión implícita (pre-ontológica) del ser es el

V CONSIDERACIÓN FINAL: EL PROBLEMA HERMENÉUTICO DE LA COMPRENSIÓN Y EL PROBLEMA ANALÍTICO-LINGÜÍSTICO DEL SENTIDO 22 Si la hermenéutica pregunta acerca del sentido, el análisis del lenguaje indaga sobre los criterios del sentido, y pretende sobre todo fijar, al modo de Leíbníz, en qué medida le estén impuestos a priori unos límites al posible sentido de las frases o sentencias. El trasfondo que estimula este análisis crítico del sentido es una «crítica de la ideología», comparable, por tanto, con lo que es el «stimulans» para la teoría crítica de la sociedad, de la que hablaremos en el último capítulo de este libro. Al principio, el análisis del lenguaje buscó estos criterios preferentemente en el campo de la lógica del len21

J. HICK, Faitb and Knowledge, New York 1957. La última parte de lo que originariamente fue este artículo, ha sido sustituida en el presente volumen por un nuevo capitulo. Dicha parte ha sido elaborada en el capítulo siguiente. 23

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23 Nadie ha analizado ni llevado a cabo más certeramente esta confrontación que K. - O. APEL, Heideggets pbüosophische Radikalisierung der Hermeneutik, 86-155; Die Frage nach dem Smnkriterium der Sprache tind die ¡lermeneutik, en "Welterjubrung ia der Spracbe, Freiburg 1968, 9-28; Wiltgexstein und das Vroblem des herrneneutischen Verstehens: ZThJEC 63 (L966) 49-87; Xfjltgeasiein uni Heidegger: Phjahrbuch 75 (3967) 56-94; véase también C. A. VAN PEURSENJ Fenomenologie. Préstese atención: al análisis del lenguaje, Apel lo confronta exclusivamente con la ontología hermenéutica de Heidegger, mientras que van Peursen, por el contrario, exclusivamente con la fenomenología.

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presupuesto de posibilidad de la experiencia y del lenguaje. En cambio, según el dictamen de los analistas del lenguaje, y de Wittgenstein sobre todo, es el lenguaje mismo quien posibilita y fundamenta la. constitución de la realidad y, de este modo, la comprensión misma del ser. Sin embargo, una vez que Wittgenstein introdujo la idea de «juego lingüístico» como forma de vida, ha surgido una afinidad interna entre el «pragmatismo abierto de las formas de vida» y la «hermenéutica del ser-en-el-mundo» de Heidegger. Sigue, con todo, dándose una diferencia fundamental, por el hecho de que los analistas del lenguaje reducen la reflexividad de la comprensión a una técnica. Sin embargo, podría hablarse de un puente entre el análisis del lenguaje, con su idea de juego lingüístico, y la hermenéutica; porque el lenguaje de la interpretación es de hecho «precisamente el juego lingüístico de la historia humana», ya que en el lenguaje de hoy se actualiza el lenguaje del pretérito. Se plantea entonces la cuestión de cómo sea posible, a partir de un juego lingüístico asimilado, comprender un juego lingüístico extraño y una forma de vida o cultura extrañas; la interpretación sería entonces un metalenguaje. De acuerdo con Apel 24 , sostengo por tanto la opinión de que la cuestión planteada es idéntica a la cuestión de las condiciones de posibilidad de la crítica del sentido que hace el análisis del lenguaje. Un juego lingüístico hermenéutico, la filosofía por ejemplo, puede ser comparado al diálogo humano todavía inconcluso, o al juego lingüístico de la historia humana25. De esta forma ha hecho su aparición un más amplio criterio del sentido, a saber,

el de la praxis, que en este caso, es la historia entera. Con otras palabras, a la base del criterio de sentido del uso del lenguaje vuelve otra vez a encontrarse palmariamente una interpretación de la realidad y, de este modo, un presupuesto metafísico. Según el análisis del lenguaje, toda comprensión de sentido presupone que uno forma parte del juego lingüístico; el contexto de este juego lingüístico construye a priori la estructura de sentido. Si, de acuerdo con esto, se aduce un «juego lingüístico hermenéutico», es decir, un lenguaje que ejercita su hermenéutica sobre otro juego lingüístico, se mostrará entonces que, mediante la interpretación del lenguaje interpretado, viene a formarse una unidad dialogal con el lenguaje interpretante, de modo tal que ambos, por así decir, constituyen un nuevo juego lingüístico. De esta manera, el sentido de un juego lingüístico viene a ser interpretado en otro juego lingüístico, y, en este caso, no según las normas de sentido y sin-sentido que le son específicas a un juego lingüístico concreto, sino en una verdadera «compenetración diacrónica». Y con esto se vuelve a aterrizar en el inevitable «círculo hermenéutico». El amplificado criterio de sentido de la praxis (basado en el principio de que el lenguaje es una forma de vida) suscitará en los siguientes capítulos la cuestión acerca de la intención práctico-crítica del asunto hermenéutico, y acerca del elemento de la ortopraxia, a modo de base para una interpretación válida.

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K.-O. APEL, Heideggers Radikalisierung der Hermeneutik, 148. Ibid., 150. Véase también J. PLAT, Jaterpretatie van teksten volgens Gadamer, en Interpretatieleer, Bussum 1969, 5-14; H . BERGER, Op zoek naar identiteit, Nijmegen 1968; H. G. HUBBELING, Be betekenis van de analytiscbe filosofie voor de wijsgerige theologie: Tijdschrift voor Filosofie 29 (1967) 734-769. 25

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3 CRITERIOS TEOLÓGICOS * LA «FE RECTA», SUS INCERTIDUMBRES Y SUS CRITERIOS1 Una situación para reflexionar No solamente en los Países Bajos sino en el mundo entero, ni tan sólo entre los creyentes sino, de igual modo, entre sus dirigentes eclesiásticos, ha surgido en la concepción cristiana sobre el contenido de la fe y sobre el actuar ético un pluralismo tal, que están formándose algo así como «frentes» diseminados por todas las iglesias cristianas. Incluso tratándose de diálogos, le da a uno la impresión de que, a menudo, éstos no son más que conversaciones entre sordos. De las encuestas sociológicas realizadas entre los medios más diversos, se deduce que, por regla general, entre un 15 y un 20 por ciento de la población es fundamentalmente gente «conservadora» y que, asimismo, de un 15 a un 20 por ciento es resueltamente «progresista». El grupo fuerte entre ambos extremos, llamado por los sociólogos «masa * Publicado por primera vez en TijTh 9 (19S9) 125-149. Este artículo (sin U introducción) es una reelaboración de la conferencia que, en 7A de enero de 1969, pronuncié coa motivo del primer Dics-Feíer del Instituto Católico de Teología en Amsterdam. 1

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fluctuante», sigue en general — n o por propios impulsos internos, pero sí en todo caso prestando su asenso — el curso que marcan o promueven sus dirigentes. Así, en el ámbito eclesiástico, la actitud del episcopado local es decisiva en lo que hace a la orientación de la gran «masa fluctuante». Si la actitud de la jerarquía eclesiástica es «conservadora», los llamados «progresistas» se sentirán obligados por esta misma situación a constituir iglesias subterráneas. Pero si la jerarquía local, sin prevaricar de su episkopé o supervisión, adopta ante el curso del progreso una actitud de simpatía, o al menos de neutralidad, entonces la gran masa eclesial estará más bien abierta a la dirección progresista, y los ortodoxoconservadores mostrarán una tendencia a formar iglesias subterráneas, a las que considerarán como las «puras». A grandes rasgos, podrían citarse nombres de países que se encuadrarían en cada una de estas dos situaciones. Pero será mejor dejar a los sociólogos y psicólogos sociales que digan lo que haya que decir sobre el asunto. Mi propósito en las siguientes reflexiones consiste tan sólo en reflexionar, como creyente que soy, sobre el hecho del pluralismo en el mundo, sobre un acontecimiento, por tanto, al que no puede escapar ninguna de las iglesias cristianas que realmente —aunque críticamente también— se encuentren en el mundo. Por lo demás, dejo fuera de consideración la estructura psicológica de la personalidad, que tanto en el caso de los fundamentalmente «conservadores» cuanto en el de los fundamentalmente «progresistas» juega a menudo un papel innegable, y que no raras veces amenaza con enturbiar el auténtico problema, porque hace surgir partidismos cerrados que pueden llevar a «guerras de religión» intraeclesiásticas, con mayores o menores manifestaciones en la vida pública. De igual modo, pasaré por alto la «política de avestruz» de quienes creen que, en

esta época de general revuelo eclesiástico, los teólogos deberían permanecer por un tiempo callados. Porque, puesto en un lenguaje objetivo, eso significa: cerrad vuestros ojos durante un tiempo ante las auténticas cuestiones que son vitales, y haced como si nada pasara. No son, en definitiva, los teólogos quienes suscitan la problemática; lo que ellos hacen es formular las auténticas cuestiones que surgen de por sí en la vida de los creyentes, y que representan de hecho un reto al tradicional anuncio cristiano de la fe. Si no se tiene esto en cuenta, se estará sosteniendo una «verdad doble» y promoviendo un «double thinking», es decir, por una parte se verá uno obligado de por sí —ojalá al margen de toda ideología— a estar de acuerdo con los conocimientos de las ciencias empíricas, mientras que, por otra, como creyente que uno es, dará abrigo a representaciones precríticas e ingenuas de la fe, como a prendas sagradas. Una actitud de esta clase es en el fondo inauténtica y acristiana. Yo quisiera reflexionar tan sólo teológicamente sobre el hecho, insoslayable ya, de este pluralismo. Esta situación nos obliga a reflexionar seriamente sobre aquello a lo que suele llamarse ortodoxia o «fe recta». Con todo, no pretendo plantear la cuestión crítica acerca del cristianismo dentro de la humanidad plural-religiosa o noreligiosa, cuestión ésta cargada de seriedad, que nos es planteada a nosotros los teólogos cristianos por misionólogos y representantes de las ciencias de la religión, entre otros, y que se impone en razón de la actual comunicación extendida por todo el mundo. En este capítulo intentaré ceñirme, dentro' concretamente del marco de la fe en la interpretación cristiana de la vida, al problema del pluralismo fáctico que se da entre quienes afirman, todos ellos, confesarse seguidores de Jesucristo como norma de su conducta.

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I NORMAS TEOLÓGICAS BÁSICAS

1.

La je cristiana da que pensar

a) Cuando Pablo dijo que la fe viene «de la escucha» (Rom 10,17) —«fides ex auditu»—, pretendía poner en claro una estructura esencial de la fe: la fe no es un idear, un pensar lo pensable. Cierto que la fe cristiana da que pensar; pero ella misma no es pensada por nosotros. La fe da que pensar. Creer significa recibir precisamente aquello que nunca hubiera podido ser pensado por el hombre. Pensar de forma creyente significa siempre reflexionar sobre lo escuchado. Mientras que la filosofía es el fruto de la reflexión, de un análisis de la experiencia existencial que da que pensar, la fe es, por esencia, precisamente lo no-pensado, sino «la palabra que se me ha dado»; esto no-pensado, no-ideado, se incauta de mi pensamiento. A esta delantera que nos lleva lo recibido, nunca podemos darle alcance con nuestro pensamiento. Si el objeto de la reflexión teológica es, por tanto, aquello sobre lo que no puedo disponer, resulta entonces claro que la teología está vinculada a la palabra de Dios previamente dada. En ello consiste el a priori de toda teología cristiana 2. b) Por otra parte, eso no es más que una cara de la verdad. Porque, en la revelación, no estamos nosotros escuchando una palabra divina que nos sea extraña. La palabra de Dios es una palabra humana, hablada en mi lenguaje por hombres reales. En su obra El significado secular del evangelio, afirma Paul van Burén que el 2

Este aspecto de la propiedad de la palabra de Dios ha sido bien analizado por J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 2 1971, 66-74.

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discurso bíblico de Dios en conexión con Jesucristo se identifica real, lógica e intencionalmente con la afirmación del supremo y peculiar significado de Jesús para nosotros3. Considerado desde el análisis del lenguaje, puede aprobarse esto plena y totalmente, sin que por ello precise aceptarse teológicamente la reducción antropológica — que, por lo demás, tampoco se sigue necesariamente— de esta concepción. La revelación nos alcanza a través de nuestra interpretación creyente de la historia, aunque de hecho la dirección de esta interpretación será motivada por la revelación misma. La revelación sólo se da a conocer allá donde los hombres se interrogan acerca de ellos mismos e interpretan el lenguaje humano. La palabra de Dios únicamente ha sido dada en palabra humana, sobre todo en la palabra humana de Jesús. De ahí que la revelación incluya la pregunta humana acerca del sentido. Hablar de Dios es, simultáneamente, una forma especial de hablar del hombre y de su mundo. En este aspecto es en el que la teología de la secularización está plenamente justificada. Porque en el hombre Jesús se hace patente que la revelación se ha llevado a cabo precisamente en la humanidad. En la «condición humana» de Jesús se lleva a cabo la autorrevelación de Dios. El existir humano de Jesús es el discurso, lleno de sentido, de la autocomunicación de Dios. Jesús interpreta su propia vida humana, y, al hacer esto, interpreta de una forma originaria la revelación de Dios, realizándola. El medio interpretativo de la revelación es, por tanto, la autenticidad plena de la humanidad e inter-humanidad. En este punto puede concedérsele toda la razón a la interpretación existencial (existential) de la Biblia4. El problema teológico del 3 P. VAN" BUHEN, El significado secular ¿el evangelio. Barcelona 1968., especialmente 137 s. 4 Una buena crítica de la «interpretación existencial» (existential), salra-

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lenguaje no consiste propiamente en la cuestión de si la palabra de Dios pueda — y hasta qué punto pueda — expresarse en una palabra humana, sino en la cuestión de si el existir humano, que es de por sí fuente del lenguaje humano, sea capaz — y hasta qué punto lo sea — de expresar el actuar y el misterio de Dios. La revelación de Dios, en consecuencia, nos remite en primera línea al misterio del hombre, al hombre Jesús en definitiva. Debido precisamente al haber penetrado Cristo en los «profundiora humanitatis», vienen a quedar revelados en él los «profundiora Dei». Porque el descenso de Jesús a lo profundo del —efectivamente — infierno humano, y de lo verdaderamente humano también, constituye, en este hombre Jesús, la epiphaneia o manifestación de Dios. Ésta es justamente la estructura de la auténtica escucha de la revelación, y no una exigencia, accidentalmente de moda, de una hermenéutica que cambia. Sólo la preocupación real y verdadera por el prójimo humano y, asimismo, por el sentido del existir humano, puede hacer que las llamadas verdades objetivas del credo cristiano tengan un sentido para mí. Con razón dice Han Fortmann: «Si, por ejemplo, se habla de la redención, pocas posibilidades se tendrá de ser escuchado con asentimiento por el hombre moderno, caso de que la realidad de la redención no sea percibida al menos como posibilidad de la vida propia» 5 , es decir, dentro de la dimensión histórica de nuestra propia vida humana y social.

c) Pero también esto es, otra vez, una verdad a medias. Porque el hecho de que Dios sólo pueda revelársenos de un modo humano, creatural, o, con otras palabras, que lo divino sólo se revele de forma humana en el hombre Jesús, significa que, en Jesús, lo humano precisamente no sólo manifiesta a Dios, sino que a la vez lo encubre. Fácticamente, históricamente, la figura del hombre Jesús observa una ambivalencia. Toda manifestación reveladora de Dios en lo humano y a través de lo humano, incluido el ser humano de Jesús, es por esencia infinitamente inadecuada respecto a Dios mismo, que se revela en ella. Aun cuando revelación de Dios, esto humano (y todo lo humano) viene también a encubrir y velar de alguna manera a Dios. De ahí que incluso la humanidad de Jesús no sólo tenga el carácter de una manifestación, sino que sea también, a causa de su encubrimiento, una referencia hacia más allá de lo humano: es también una referencia a la trascendencia infinita de Dios, que no aparece a la patencia en esta manifestación humana. En la condición humana de Jesús, Dios —piénseselo bien-— se nos hace accesible. Por eso el cristianismo se resiste a todo intento de que la aparición o el «fenómeno de Jesús» en nuestra historia humana sea reducido1 antropológicamente, o a categorías puramente micro-éticas a macro-éticas. Este tipo de reducción fue, en definitiva, el que quiso impedir el concilio de Calcedonia, cuando habló de «las dos naturalezas» en Jesucristo. En lo que los padres conciliares ponían su interés, no era directamente en una metafísica abstracta (la cual, ciertamente, constituyó el marco accidental de referencia), sino en el problema existencial de gran envergadura: ¿puede (y le es lícito a) un hombre, por excelso que sea, requerir nuestra entrega inalienable, sin obligarnos a una idolatría despersonalizadora? Por esta razón, y a pesar de todas las afirmaciones de

guardando sus afirmaciones centrales, la ofrece L. BAKKER, Orthodoxie en vrijzinnigheid. De zin van het thematíseren en dogmatiseren van het geloof, en Werkgenootschap van katb. theotogen in Nederland. Jaarboek 1967-1968, Hilversum 1968, 121-185: «En la nueva autocomprensíón, siempre es juntamente comprendida la actitud que la ha despertado» (131): si se prescinde de esta última, el llamado «sentido libre» viene a ser adogmático y acristiano. 6 En H. VAN DER LINDE - H. FIOLET, Fin del cristianismo convencional. Nuevas perspectivas, Salamanca 1969, 162.

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la plena humanidad de Jesús, su relación singular con el «Padre» sigue siendo, en todo el nuevo testamento, absolutamente central. Una fe cristiana sin Dios, sea en la forma que fuere, no tiene pues nada que ver con el cristianismo. Pero a esto se lo puede poner en lenguaje de maneras muy diversas; por eso es posible que nos extrañe incluso el lenguaje cristiano de los creyentes.

pretación ortodoxa de Cristo. Así, por ejemplo, ya un propugnador de la tradición petrino-helenista en la Biblia, dijo que la interpretación de Pablo no era tan fácil de comprender (2 Pe 3,15-16). Quien a las formulaciones de una determinada comprensión de la fe las identifique sin más con la revelación cristiana de Dios, se hará culpable, en razón del canon de esta totalidad bíblica, de la herejía de la «propia ortodoxia». Donde más se evidencia este peligro es en las relaciones ecuménicas. Porque cuando a un sistema de expresión individual y limitado se lo identifica absolutamente con la revelación de Dios, a mi modo de ver la ortodoxia se convierte en herejía6. A eso yo le opongo el que la exigencia de la «fe recta» consiste en una perfecta fidelidad al Jesús bíblico, en el cual se realiza para nosotros la acción salvífica de Dios. Esta «ortodoxia» sigue siendo la señal distintiva de toda teología cristiana, y ningún teólogo que sea digno de tal nombre querrá abandonarla. Sin embargo, no es esta fidelidad, sino la articulación o formulación concreta de la misma, la que, sobre todo en nuestro tiempo, plantea toda una serie de problemas nuevos. Intentaré exponerlos en unos cuantos rasgos generales.

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2. a)

El problema

del pluralismo

de la fe

La revelación única de Dios en Cristo, expresada en diversos lenguajes

Debido precisamente a esa situación, es por lo que se ha originado el problema teológico de la interpretación. Porque todos los cristianos reciben esta misma revelación de Dios en Cristo, pero lo que reciben no es puesto en lenguaje del mismo modo. Lo recibido, lo que no ha sido ideado o pensado por el hombre, rebasa nuestra capacidad humana de expresión. Así, la imagen de Cristo de los sinópticos, su cristología observa en cada caso diferencias mutuas, claramente reconocibles; y, tomada como conjunto, resalta aún más netamente frente a la cristología paulina; y, en el caso ya de la imagen de Cristo joanea, a primera vista venimos casi a encontrarnos en otro mundo de fe distinto. Este pluralismo, sin embargo, ha sido afirmado en y por la comprensión eclesial de la fe, y sancionado en el «canon» de los escritos bíblicos. Lo que con eso se significa, es que únicamente la totalidad de estas diversas concepciones bíblicas de Cristo, con su complementación recíproca y su crítica mutua, es la que aduce la orientación que debe seguir la inter-

b)

El pluralismo teológico es simultáneamente un pluralismo de interpretación de la fe

En la Iglesia, naturalmente, siempre se ha dado un pluralismo de escuelas teológicas. Hoy en día, sin embargo, nos las habernos con otra forma de pluralismo distinta. Antaño el pluralismo se daba dentro de un horizonte de presupuestos y de problemáticas en defi8 A una comunidad montada sobre una teología, P. Munz la denomina como la definición de un. cisma: Vroblems of religious knoivledge, London 1959, 177.

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nitiva comúnmente compartido. Los conceptos, los presupuestos filosóficos y la lengua latina eran casi comunes. Hoy las cosas son distintas. Ya la filosofía misma se ha hecho pluralista, y tanto las modernas ciencias cuanto todos los campos individuales de sentido, no le admiten ya a la filosofía sus prescripciones. El teólogo, por tanto, ha de entrar con todas estas ciencias en un diálogo inmediato, directo. A la experiencia prerreflexiva, en que los fenomenólogos querían ver la salvación del filosofar, las ciencias positivas la han hasta cierto punto desmitologizado y desenmascarado como experiencia precientífica e ingenua, guiada por una comprensión prefilosófica de mundo y hombre. Este mundo de la experiencia prerreflexiva consiste además, en su mayor parte, de prejuicios de los hombres que nunca han entrado en contacto con ninguna de las ciencias (dichas experiencias precientíficas no por eso son ya, en su juego lingüístico propio, falsas o carentes de sentido en lo que hace a la comprensión cotidiana de la vida). Añádasele que el pretérito histórico, al que el teólogo deberá igualmente dedicar su investigación, ha venido a hacerse enormemente lato. Los métodos diferenciados, por ejemplo las complicaciones hermenéuticas, el «bisturí» del análisis del lenguaje y la lingüística estructural, plantean exigencias tan elevadas que ningún teólogo, ni siquiera en un trabajo de equipo, puede efectivamente dominar todos estos métodos. La teología, finalmente, pide también a las ciencias humanas y comportamentales que le aporten su colaboración decisiva. Todo esto tiene por consecuencia que cualquier teólogo, o, en el mejor de los casos, cualquier grupo de teólogos trabajando en equipo, sólo tendrá, del conjunto de la realidad de la fe, una limitada visión perspectivista y parcial, tanto cualitativa como cuantitativamente. En cambio, ningún teólogo puede decir que lo que a él se

le escapa, no sea teológicamente relevante, o sea menos importante que lo que él mismo descubre. De esta forma está desarrollándose un pluralismo teológico como nunca lo hubo hasta ahora, y los teólogos van asimismo tomando conciencia de que en adelante, debido a todos los factores susodichos, el pluralismo será algo por entero inevitable y, en este sentido, insuperable también. O, por lo menos, lo que debe decirse es que los intentos que a partir de ahora se hagan por sintetizar concepciones plurales, volverán ellos mismos a hacer surgir un nuevo pluralismo, prolongando la serie hasta el infinito. Otros teólogos saben lo que nosotros no sabemos, y viceversa. Surgen así inevitablemente diversas teologías. Somos además conscientes de que el otro parte de unos presupuestos distintos, que a nosotros nos son extraños. Cierto que a estos elementos extraños podemos hasta cierto punto asimilarlos, hacerlos un momento interno de nuestro propio pensar. Pero al instante experimentamos también los límites de esta posibilidad. Cuando leemos a teólogos colegas, oímos las opiniones de la juventud, o escuchamos a intelectuales no especialistas de teología, nos vemos frecuentemente obligados a decir: ¡Es notable! Yo mismo pienso de distinta forma; pero, sin embargo, no puedo afirmar con seguridad que eso que «es notable» se haya desviado de la auténtica rectitud cristiana de la fe (tal como yo la veo — ¿qué otra cosa podría hacer? — ) . Porque, sin que me sea posible considerar a eso como «lo mío» —debido quizás a mis propios presupuestos—, experimento algo que me retiene de decir sin más «no». No raras veces nos resulta gravoso aceptar o rechazar tesis de teólogos compañeros. Encontramos en ellas algo extraño, no propio; pero implícitamente aprehendemos a veces «de alguna forma» lo- «potencialmente propio» de lo que el otro nos dice. Incluso cuando alguien ataca de frente o niega

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un dogma eclesiástico oficial, resulta a menudo difícil de constatar qué sea exactamente lo que ataca, si es lo que según su propia (falsa) interpretación contiene el dogma, o si es lo que el dogma eclesiástico quiere decir y de hecho dice, acaso en el marco de unos presupuestos que nos son extraños. Y además, ¿hemos nosotros mismos entendido realmente ese dogma por completo, lo hemos situado suficientemente en su propio horizonte histórico de comprensión y lo hemos comparado luego con los otros horizontes de comprensión que se dan en la Biblia y en la tradición eclesiástica de la fe, de modo que podemos destilar el exacto significado de fe que posee? Cuando el sí y el no se contraponen mutuamente en clara antítesis y recaen en uno y el mismo horizonte reflejo de comprensión, el juicio sobre ortodoxia y heterodoxia resulta entonces fácil, inevitable incluso. Pero actualmente la dificultad concreta estriba en que, junto a la teología propia que uno sigue, sujeta sin embargo a constante evolución, existen también otras teologías que elevan la pretensión de hacer hablar teológicamente a la misma confesión cristiana de la fe, con una seriedad, una escrupulosidad y una competencia tales que, al menos, no tienen por qué quedar a la zaga de la nuestra. Claro que la sola buena voluntad no basta. Pero por otra parte debe considerarse que la confesión cristiana de la fe sólo se brinda en una interpretación teológica. Fe y comprensión teológica de la fe no admiten una separación tan clara como muchos opinan. El pluralismo teológico implica siempre un pluralismo en la comprensión de la fe, cual se da en el mismo credo. Si, por tanto, se da un pluralismo teológico, lo cual es en nuestros días evidente, surgirá entonces la siguiente pregunta: ¿cómo se asegura uno de que el otro confiesa la misma fe cristiana, cuando su teología, en razón especialmente de unos presupuestos implícitos distintos, resulta ex-

traña al lado de la nuestra, y esta teología para nosotros extraña quiere, al igual que la nuestra, ser auténtica comprensión creyente del mismo credo cristiano? Quien sea bíblicamente versado, en el fondo no se inquietará; este tipo de pluralismo en la comprensión cristiana de la fe, lo leerá ya en la sagrada Escritura. El pluralismo actual, no obstante, podrá dejar perplejos incluso a los creyentes versados en la Biblia, porque la Biblia no contiene aún todas las formas de pluralismo cristiano. Éste va más allá todavía de lo que se encuentra en la Biblia. Un claro ejemplo de pluralismo sin solucionar, es la diferencia entre el nuevo catecismo holandés y la representación «romana» de la fe respecto a aquello que ha sido expresado en Jesucristo. Y no quiero referirme a los «defectos de estética» que, a todas vistas, han sido cometidos por ambas partes; se trata del núcleo mismo del asunto. A pesar de toda su buena voluntad, resulta palmario que a los llamados teólogos romanos les es imposible ratificar los presupuestos filosóficos y el pensamiento de orientación distinta, cercana a la vida real, que operan como trasfondo en el nuevo catecismo; por eso el diálogo volverá una y otra vez a quedar anclado. En general, los teólogos holandeses sí que pueden comprender y ratificar los presupuestos «romanos», ya que ellos mismos han pasado por ese pensamiento escolástico. En sí, fundamentalmente, una comprensión mutua es, además, posible. Pero, ¿qué se va a hacer, cuando en la práctica la «avenencia» se manifiesta imposible? Habida cuenta de la condición humana, no es de extrañar que en nuestros tiempos dicha imposibilidad sea no raras veces una realidad. Aun en el caso de que un tercero (o hasta un equipo de terceros) repensara sobre ambas posiciones contendientes, la romana y la holandesa, hasta penetrar en sus presupuestos, y pudiera así

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confirmar reflejamente la identidad de fe de las dos, aun entonces se suscitaría la cuestión de si esa tercera instancia puede en todo caso llegar a emitir un juicio de ese tipo. En el supuesto de que no se vea capaz de confirmar dicha identidad de fe, y crea tener que achacar al otro (a un P. van Burén, por ejemplo) una desviación del cristianismo, ¿no puede haber topado igual de inconscientemente con la imposibilidad que hace un momento veíamos, es decir, la imposibilidad de ratificar realmente la posición del otro, en razón de los propios presupuestos implícitos y no-implícitos? Nadie puede someter a una reflexión exhaustiva sus propios presupuestos, y no digamos ya los de otro. Todo, por tanto, parece indicar que, entre los cristianos, una verificación puramente teórica de ortodoxia o heterodoxia es sencillamente imposible. Ocurre también que algunas interpretaciones de la fe, a las que el magisterio eclesiástico antaño las condenó, han sido rehabilitadas algún tiempo más tarde, toda vez que ha llegado generalmente a verse que el autor correspondiente había planteado sus tesis desde unos presupuestos filosóficos implícitos (o, a veces, puramente lingüísticos) distintos a los que jugaban un papel para el magisterio eclesiástico. Puesto que las posiciones se endurecen en sus divergencias y en la historia se da de hecho un movimiento pendular, la «ortodoxia» de un siglo no raras veces es prehistoria de la «herejía» de la época subsiguiente, y viceversa. Una respuesta teológica totalmente satisfactoria al problema de la reinterpretación ortodoxa, no puede por tanto haberla. Si ello fuera posible, vendría a desmentir el hecho real del insuperable pluralismo. Ciertamente, no basta con que a este pluralismo lo constatemos tan sólo como un hecho. La necesidad de indagar y ensanchar críticamente nuestro propio horizonte de comprensión, y de aprender de los otros en el diálogo, sigue siendo

en efecto una necesidad apremiante. Pero también los límites del diálogo han saltado a la vista. Hemos empezado a ver que la conscientización del actual pluralismo teológico viene a equiparse a la conscientización de la indescartable «condición humana» de la teología en la iglesia. El pluralismo pertenece a la historicidad de la realidad humana, y no puede en definitiva ser superado; o lo que al menos hay que decir, es que, en el futuro, a este pluralismo deberá continuamente estárselo superando, pero su superación será un proceso que en la tierra nunca llegará a su fin.

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c)

Límites del pluralismo y de la superación del pluralismo

El pluralismo no es absoluto. Cierto que no existe una identidad entre las concepciones plurales, pero se da siempre una posibilidad de comunicación y, por tanto, de una cierta verificación. Con razón declaró el Wittgenstein de la época posterior que un lenguaje privado es radicalmente imposible7. La fundamental traducibilidad y, por consiguiente, comprensibilidad de lenguajes o juegos lingüísticos todavía desconocidos, es un hecho. Cuando la arqueología hizo un bizarro descubrimiento al que, algún tiempo más tarde, se lo identificó como escritura cuneiforme, es decir, como reproducción de una lengua, pudo también a esta lengua comprendérsela y traducírsela. Existen estructuras lógicas que cuentan con validez universal y posibilitan, por tanto, una comunicación entre interpretaciones de la realidad diversas. Quien quisiera crear una lengua propia con el fin de reproducir experiencias que sólo a él le son accesibles, 7 Pbilosopbische Untersuchtmgen I , 5 397 ss; véase N. MALCOLM, Wfffge«stein phUosopbical investigfitions: PhilosophicaL Review 63 (L954) 530-559.

gO

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por ejemplo el dolor que precisamente él experimenta, no podría aducir ningún criterio de uso correcto del lenguaje, y sería, en consecuencia, totalmente ininteligible. Si se prescinde de toda relación a una instancia de control público, resultan por completo imposibles la verdad, la comprensibilidad o traducibilidad y, por tanto, la hermenéutica también. La búsqueda de la verdad tiene esencialmente una vertiente social, y por eso el enunciado verítativo es imposible sin institución social. El lenguaje, es decir, el juego lingüístico con sus reglas propias, observa también, sin lugar a dudas, la estructura de una institución social, a la que estamos sujetos a la hora de dar sentido o indicar sentido. El poder participar de un juego lingüístico común, con sus reglas públicas y controlables por cualquiera, es lo que posibilita toda comprensión y toda hermenéutica. El hecho de que, a todas vistas, el hombre tiene esta posibilidad a su disposición, significa que el pluralismo no puede ser la última palabra. La humanidad constituye esencialmente una «comunidad avenida»8, una «comunity of interpretation», como la han descrito Royce y Peirce 9 . Por lo demás, ser consciente del pluralismo, significa ya implícitamente que se lo está franqueando: a la tematización propia, uno no la establece entonces como exclusiva. Pero, aun cuando la fundamental traducibilidad y comprensibilidad de toda lengua, o de toda interpretación de otro, signifique una cierta superación del pluralismo, todo el mundo sabe, sin embargo, que traducir es dífí-

cil, y que raras veces cabe decir de una traducción que esté plenamente lograda: comparada con el texto original, toda traducción acusará o bien una exposición insuficiente, o bien excesiva. Muchas veces, además, se pone de manifiesto que, cuando una traducción no está lograda, hay algo en el significado o el sentido del mismo texto originario, que no acaba de estar en orden 10 . La superación del pluralismo queda ligada a unos límites. El diálogo moderno, al que todos deseamos ofrecer nuestros respetos, ha conscientizado más que nunca estos límites.

8 Véase K.-O. APEL, Die erkenntnisanthropologische Funktion der Kommunikationsgemeinschaft und die Grundlage der Hermeneutik, en el volumen en colaboración publicado por S. MOSER, Injormation und Kommunikation, München-Wien 1968, 163-170. 8 La expresión se debe a J. Royce, quien se apoya en Ch. S. Peirce. Véase sobre todo J. ROYCE, Tbe problem of cbrisíianiíy, New York 1911. Por lo que respecta al trasfondo de este «pragmatismo», véase A. J. AYER, Tbe origíns or pragmatista, London 1968.

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II CRITERIOS SOBRE LA CONTINUIDAD EN LA RECTA COMPRENSIÓN DE LA FE Determinados católicos supondrán que, dado un pluralismo insuperable como lo es éste, el magisterio pastoral de la iglesia será la única garantía inmediata y segura. Pero surge la cuestión de si dicha autoridad pastoral pueda salvar, mediante la mera palabra autoritativa, la dialéctica que se da en la comunidad de la fe y que se orienta por la pregunta sobre la verdad. Ya hemos dicho que la misma confesión cristiana no puede ser formulada sin ligarse a un determinado lenguaje teológico. Hasta las formulaciones magisteriales de la iglesia implican también una teología, y, más concretamente, una teología de entre otras muchas. En pura teoría no puede constatarse, al menos no directa ni adecuadamente, hasta qué punto la multiplicidad de teologías converja realmente en una sola e idéntica confesión cristiana. La dificultad estriba pues en que, cuando el magis13 Lo que, por regla general, el autor achacará entonces al traductor como «no entendido».

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terio eclesiástico adopta una postura, esa postura se monta en una teología entre otras varias, las cuales sin embargo afirman reproducir la misma fe. ¿Cómo, entonces, la pregunta sobre la verdad podrá decidirse magisterialmente? Por el carisma ministerial del magisterio, sostienen algunos. De ninguna manera quisiera yo negar la asistencia carismática del Espíritu santo en la iglesia y en su gobierno. Sin embargo, a las decisiones concretas que son las declaraciones eclesiásticas, no se las puede explicar directamente a base de dicha asistencia carismática. Eso suscitaría la apariencia de que se esté apelando a una especie de asistencia milagrosa del Espíritu en aquellos pasos angostos y difíciles, en los que quedamos deudores de una aclaración eclesiástica. Sólo cuando el decurso interno de una decisión magisterial haya sido analizado y elucidado (en la medida en que quepa penetrar con la reflexión en las decisiones humanas libres), podrá efectivamente afirmarse la actuación concreta del Espíritu en la fe, o, por el contrario, el fracaso humano ante la gracia de Dios. Quien analice objetivamente la estructura interna de dichas decisiones magisteriales, estará a la vez mostrando reverencia para con el Espíritu santo, que a veces actúa a pesar del fracaso humano. Antes de investigar el significado especial del criterio del magisterio eclesiástico, habremos de esclarecer por tanto algunos otros factores internos.

este pluralismo de la fe, podemos reconocer diversas versiones teológicas, que lo sean efectivamente de una misma confesión cristiana de la fe, toda vez que ésta se distingue de las interpretaciones no-cristianas? El análisis del lenguaje y la filosofía analítica nos han prestado en esta cuestión una ayuda indiscutible. A diferencia de la tradición hermenéutica, puramente teórica, de las ciencias del espíritu (con esto me refiero a aquellos que parten del «círculo hermenéutico», empezando por Schleiermacher y Dilthey, pasando por Heidegger, hasta llegar inclusive a Bultmann, los postbultmannianos y Gadamer) preguntan por un principio de verificación, a tenor del cual pueda contrastarse la veracidad o falsedad de la reinterpretación teológica. Los analistas del lenguaje plantean una y otra vez con razón la incitante pregunta: «How do you know?» ¿Cómo llega usted a saber eso? No se dan por satisfechos con la distinción un tanto misteriosa entre «lo dicho» y «lo pensado», que hacen otros. Mediante ella, se le atribuye a un autor la notable propiedad de no decir nunca lo que auténticamente piensa, y no pensar nunca lo que realmente dice. Esto tiene para el intérprete la cómoda consecuencia de poder introducir en el texto sus propias intenciones, lo cual resulta tanto más justificado cuando efectivamente el texto no ha dicho lo que quería decir, sea lo que fuere. Los teólogos dominan el arte algo dudoso de, con ayuda de esta distinción, deducir más o menos lo contrario de lo que, por ejemplo, dijo en realidad un padre de la iglesia, o el concilio de Trento. Así un padre de la iglesia del siglo v, recibirá en esta hermenéutica el porte de un pensador existencial del siglo xx. Con razón ha dicho P. van Burén:

El problema que en definitiva se plantea, es el siguiente: habida cuenta de este pluralismo teológico ante el que nos vemos situados como creyentes, ¿cuál es el criterio que puede garantizar la «fe recta» o la comprensión correcta de la fe? ¿Cuál es el principio de verificación, en virtud del cual puede distinguirse una reinterpretación correcta de otra «herética»? Con otras palabras, ¿cuál es el criterio en virtud del cual, dentro de

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¿Por qué desmitologizamos al Dios de la Biblia, y no a los dioses del Olimpo? Los dioses griegos pueden muy bien seguir siendo lo que son, en sus propias circunstancias griegas;

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¡sólo, según parece, es al Dios de Israel y de Jesús el Cristo a quien hemos de desmitologizar! ¿Acaso para los teólogos renovadores no hay nada sagrado? u

Lo único que quiero decir con esto — e n cierto modo jocosamente— es que normalmente —excepción hecha de algún género literario particular, por ejemplo retruécanos o sátiras— un autor dice de hecho lo que piensa, y piensa lo que dice. En «lo dicho» dentro de un determinado juego lingüístico, el sentido de lo dicho se encuentra «abierto» ante el destinatario. Claro es que ningún escritor lo logra de forma plena y total. Porque a lo pensado deberá enunciarlo «en enajenación», es decir, exteriorizándose en lenguaje; y éste comprende también unas estructuras objetivas, en las que las ideas del autor tienen que objetivarse y, por así decir, «desapropiarse». Además, en el pensamiento del autor opera toda una serie de presupuestos, que ciertamente no constituyen el núcleo de su intención, pero no obstante se hallan insolublemente ligados a ella en su situación concreta, de modo incluso que, prescindiendo de dichos presupuestos, ni siquiera podría proponerse su auténtica intención (piénsese, por ejemplo, en los adversarios de Galileo). A diferencia de la agudeza parcial a que, en la Europa occidental, ha llegado la hermenéutica puramente teórica de las ciencias del espíritu, para la que no es el sentido del texto lo que constituye problema, sino la comprensión actual que nosotros lleguemos a tener del mismo, la filosofía analítica, sobre todo la anglosajona (América, Inglaterra, Escandinavia), plantea la pregunta crítica sobre el sentido: el problema no es la comprensión, sino precisamente el sentido de los textos. ¿Cabe 11

P. VAN BURÉN, Theological explorattons, New York 1968.

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partir a priori de la tesis de que el texto que va a interpretarse, posee un sentido y es, por tanto, normativo12? El análisis lógico del lenguaje declara con razón que todas las consideraciones que sean de algún interés público, están sujetas a control público. Esto tiene igual de validez en lo que atañe a la reflexión filosófica y teológica respecto a las «preguntas últimas» (aun cuando sea también algo totalmente distinto estatuir normativamente los criterios de las ciencias positivas respecto a la posesión de sentido de los enunciados filosóficos y teológicos, cosa de la que palmariamente parten muchos analistas del lenguaje). La pregunta sobre el sentido y sobre la comprensión interpretante del mismo sólo podrá pues responderse si a la vez, y tomando un caso determinado, se responde la pregunta sobre cuáles sean los criterios respecto al sentido y, consecuentemente, respecto a la comprensión del mismo. Esto a veces se les pasa por alto a los hermeneutas de la Europa occidental. Schoonenberg dice: Si ha de haber una comunidad de fe, yo tengo que poder reconocer a ésta en el pluralismo, de modo que las diversas corrientes sean capaces, al menos globalmente, de oír en el lenguaje y en el pensamiento de los otros este mismo mensaje 13.

De hecho, esto es correcto y además fundamental para nuestra cuestión. Sin embargo tienen que estable112 Con esta cuestión para mí simpática de la filosofía analítica de ningún modo pretendo asumir el presupuesto general antimetafísico de la filosía analítica. La filosofía analítica, por otra parte —filosofía que, basándose en un análisis lógico y lingüístico, desarrolla técnicas con las que puedan también contrastarse las preguntas y respuestas teológicas, respecto a su posesión o carencia de significado— no es en sí antimetafísica, como se deduce de R. C. HINNERS, Ideology and enalysis. A rehabilitation of metaphysical ontology, Brügge-New York 1961, y Vrospects for metaphysks, publicado por I. T. JUMSEY, NCW York 1961s por no hablar ya de tas obras del propio I. T. Ramsey. 13 Geschichtlichkeit and Interpretátion des Dogma?, en P. SCHOONENBERG, Vfie Interpretation des Vogmasj Dusseldorf 1969, 102.

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cerse reglas, de acuerdo con las cuales sea realmente posible dicho conocimiento global, y no quede tan sólo en deseo piadoso. La cognoscibilidad social de la verdad no es constitutivo de la verdad, pero sí esencial a la búsqueda humana de la verdad. Intentaré formular todavía algunos criterios, sin ánimo de ser exhaustivo.

1.

Criterio de la «norma proporcional»: Normalización por la relación proporcional entre los modelos interpretativos y el «interpretandum»

De un modo puramente teórico no puede ser verificada la rectitud en la fe. Una hermenéutica puramente teórica, incluso por ejemplo la que se da en el ensayo teórico-existencial de Gadamer dentro de las ciencias del espíritu, no puede resolver este problema suficientemente. Verificación puramente teórica sólo podrá serlo un acontecimiento escatológico14. El teólogo que aquí, en la tierra, desee escribir un libro sobre la interpretación cristiana de la realidad, no puede naturalmente aguardar a ese acontecimiento. Con todo, la fe en esta verificación escatológica no es algo irrelevante: porque, a la comprensión teológica interpretante de la fe, le induce a una esperanza que sobrepasa toda evidencia racional y toda duda, toda tranquilidad o intranquilidad. De cara al verdadero creyente, eso viene a relativizar algo del candente ahínco con que los actuales teólogos de la renovación se dedican casi exclusivamente a la hermenéutica, al análisis del lenguaje, o al estructuralismo. La interpretación auténtica de la fe es un capítulo de esperanza teologal, no una conclusión teológica o ma14

J. HICK, Faith and knowledge, New York (Ithaca) 1957.

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temática; siempre estará ligada al interrogante de una duda racional. Por lo demás, no puede olvidarse que, en lo que toca a este punto, creyentes e increyentes navegan en la misma barca. La interpretación creyente de la realidad no precisa ser «justificada» con más rigurosidad que la no-creyente. Ambas interpretaciones están, por otra parte, expuestas a una crítica recíproca. Pero ambas poseen —(quizás) en diversas gradaciones— motivos suficientes para basar su opción fundamental en lo humano y racional (y así también en lo ético). Pero prescindiendo por entero de este insuperable pluralismo, la verificación puramente teórica de una determinada interpretación de la fe resulta ya también imposible debido a que, si bien el objeto de la fe está ya realizado, a saber en Cristo, sólo lo está sin embargo como promesa nuestra y como nuestro futuro. Ahora bien, el futuro no puede ser interpretado teóricamente; al futuro se lo ha de llevar a cabo. El actuar, la ortopraxia, tiene por tanto que ser un momento interno del principio de verificación. El cristianismo no es ninguna empresa puramente hermenéutica, ninguna cuestión de mera teoría, sino últimamente una cuestión de actuar en acuerdo con la fe. Los llamados pragmáticos, por otra parte, muchas veces yerran en este punto sus tiros. Porque, en cualquier campo, la acción verdaderamente humana es impensable sin alguna clase de implicación teórica. Así también, la ortopraxia cristiana resulta impensable sin un elemento de conocimiento cristiano-teórico, y, en este sentido, de ortodoxia. Sobre todo en la actual filosofía de la religión que toma su origen de la Reforma, existe una tendencia a hablar del carácter «ateórico» de la comprensión de la fe, así como también una inclinación a separar la pregunta por el sentido, de la pregunta por la verdad; y

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concretamente a separarlas por entero. Cierto que no puede darse una verificación puramente teórica, pero el proceso de verificar cuál sea la vida cristiana en acuerdo con la fe, contiene en conjunto un momento teórico, ya que una confesión de fe puramente sin palabras, no la hay. El discurso religioso, a una con su «extraña lógica», consiste en un auténtico hablar sobre lo inefable, puesto que, a diferencia de la simple «nada», a lo «inefable» le es propio que se hable sobre ello. La revelación, además, se consuma como revelación en el acto de un poner-en-lenguaje, de igual modo a como en toda la vida humana sólo mediante el lenguaje vienen las cosas a entrar en el dominio público, en el ámbito de la «revelación», hacia la cual tiene el hombre que orientar su responsabilidad en cuanto sujeto hablante. La revelación es el actuar salvífico de Dios en la historia, en tanto que ha sido puesto en lenguaje. La historia de la salvación ha sido puesta en lenguaje en la Biblia y en la confesión de la fe. Al preguntar por la «fe recta», no puede pues dejarse de lado la pregunta sobre el sentido de los conceptos y enunciados mismos de la fe. Únicamente que esto no deberá suceder del modo y manera como los teólogos redujeron antaño la cuestión de ortodoxia o heterodoxia a una afirmación sobre lo «inmutable» y lo «nuevo». Esa solución desconoce la estructura del acto de fe, que encierra en sí una correlación esencial entre el misterio salvífico de Cristo y la fundamental intencionalidad u orientación finalística del acto de fe, intrínsecamente determinado por este misterio. El creer cristianamente no responde a una estructura neutral previamente dada, por así decir, a la que después pueda orientársela hacia el misterio salvífico de Cristo. Cuando, en su orientación, el creer está fundamentalmente encaminado por la vía correcta, estará ya intrínsecamente determinado por el misterio de Cristo. Así pues, los con-

ceptos y las formulaciones de la fe no sólo son, en cuanto formulaciones, correlatos del misterio de Cristo, sino asimismo de la profunda intencionalidad del acto de fe. A la «fides quae» (lo que se cree) nunca puede distinguírsela adecuadamente de la «fides qua» (el que se crea). Claro está que a esta fe recta o a la recta orientación fundamental de la fe, tendrá también que conocérsela hasta cierto punto en los conceptos de la fe, y concretamente sobre la base de la expresión primera y normativa de la comunidad de fe: la Escritura. Pero precisamente esta expresión o esta resonancia de la fe «recta» en los conceptos de la fe no se deja constatar de un modo puramente teórico. La forma actual de ortodoxia habrá de contener como factor integrante suyo un escuchar el significado de la palabra revelada de Dios justamente en las interpretaciones plurales de la fe. La evolución del dogma y la historia de la teología nos ponen en las manos algunas reglas, criterios o normas, que puedan ayudarnos a ello. Nos presentan una serie de «estructuras comprensibles o inteligibles», resultado de intentos por ir una y otra vez ordenando intelectualmente, en la época propia y con la ayuda de los adelantos culturales disponibles, el conjunto de las experiencias, de las convicciones y confesiones, y del existir cristiano. Estas estructuras surgen de una coalescencia de los elementos fundamentales de la fe (del «kerigma» bíblico) con elementos estructurantes debidos a un contexto cultural dado 15 . De una parte, por tanto, vienen a darse desplazamientos que, si bien nunca carecen por completo de coherencia, implican sí una evolución perceptible de estos elementos estructurantes; de otra parte, el acceso a los elementos de la fe se lleva a cabo desde

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31 Respecto al concepto de «intelligible Strukwt», véase J. P. JossuAj lmmutabilité, progfis, ou structttrations múltiples des doctrines chrétiennes: RSPhTh 52 (1968) 173-200.

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experiencias espirituales diversas. El ensamblaje del marco estructurante con los datos así estructurados de la fe, hace surgir estructuras, es decir, formas de expresión comprensiblemente ordenadas o inteligibles, de la experiencia cristiana de una determinada época, experiencia ésta que ha sido ella misma suscitada por el anuncio de la Biblia. Porque, según dijimos, ni la misma factualidad del kerigma puede aprehenderse en una actitud silente, sin palabras, que preceda a toda expresión conceptual. Ahora bien, si comparamos entre sí las diversas estructuras que han ido surgiendo a lo largo del tiempo, y tomamos como marco de referencia las palabras-clave del anuncio bíblico, percibiremos efectivamente «reglas estructurales de equilibrio», que — aun cuando la estructura dada haya perdido su significancia real en un contexto cultural distinto— siguen conservando su comprensibilidad en cuanto modelos para toda nueva estructuración o reinterpretación. En consecuencia, podemos inferir principios constantes, aunque naturalmente proporcionales, que sean una guía segura para nuestra interpretación de la fe. Así por ejemplo, teniendo en cuenta la filosofía de los siglos IV y v como marco de referencia, la formulación de Calcedonia (dos naturalezas, una persona) constituye el punto de apoyo necesario para poder responder la pregunta sobre la identidad de Cristo. Y quien hoy día desee seguir planteando el problema en ese marco de referencia, tendrá también que responder de esa forma, caso de que no pretenda desfigurar la imagen de Cristo. De este modo, la autoridad de la palabra de Dios continúa actuando en aquella formulación eclesiástica, siendo así que, como tal, dicha formulación observa una dependencia en cuanto a tiempo y lugar, y es, por tanto, relativa. La norma es pues proporcional: consiste en la relación de la intencionalidad de la fe con

un marco referencial (mudable) dado. Tratándose de marcos referenciales diversos, la relación deberá permanecer análogamente la misma. Por consiguiente, esto significa que aquella verdad de fe a la que se le dio un lenguaje en Calcedonia, deberá permanecer incólume en cualquier otro marco referencial que estructure la factualidad de la fe. El criterio de la fe recta no lo es, por tanto, una «fórmula inmutable», ni tampoco una «fórmula homogénea», así como, por otra parte, «lo nuevo» en cuanto tal no es tampoco indicación de que haya habido una evolución incorrecta de la fe. El criterio estriba en una relación determinada, que es aquella en que se encuentran unas formas consecutivas de expresión (dentro cada una de su circunstancia contextual) por respecto a la fundamental intencionalidad de la fe, intrínsecamente determinada por el misterio de Cristo. A la hora de ser tematizada conceptualmente, toda reflexión deberá dejarse captar por el equilibrio que existe entre el misterio de Cristo y la experiencia cristiana de la fe. La relación constante que se da entre las estructuras comprensibles variantes del misterio, y el revestirlo o hacer referencia a él en el acto de comprendérselo, indica la dirección por la que ha de marchar cada reinterpretación nueva. En el plano de la teorización disponemos, pues, tan sólo de una norma proporcional: de modelos de estructuración de la fe, cuya estructuración primera y, en consecuencia normativa, la aduce la Biblia16. Debido a su carácter proporcional, el criterio de la fe recta nunca, pues, podrá ser pensado de un modo puramente teórico. Dicho criterio remitirá siempre a algo distinto de sí mismo; en ello se muestra la trascendencia del misterio 18 Véase Ibid., 185. También. B. van Ietsel suele hablar de «modelos interpretativos»; véase por ejemplo Interpreiation der Schrift und des Dogmas, en P. SCH OONENBEXG, Die Interpretaron des Do¿mns, Dusseldorf 1969, sobre todo 54-57.

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frente a una mera teorización. Así pues, el criterio teórico de verificación exige internamente, en razón de su insuficiencia, otros criterios que puedan conjuntamente asegurar la verificación teológica de una interpretación de la fe. En sí mismos y desde sí mismos, nuestros conceptos no aprehenden la realidad; por eso también a nuestros conceptos de fe sólo se los podrá enjuiciar respecto a su conformidad con la fe, cuando se los vea como parte integrante de la entera vida creyente, cuando se los vea animados por una recta orientación hacia el misterio salvífico de Cristo: de esta intencionalidad es de lo que deben participar; pero ello justamente puede ocurrir de una forma múltiple (en equivalencia proporcional). En virtud de la pluralidad en cuanto tal de las formas de expresión, no podrá pues emitirse una resolución definitiva o contundente a favor o en contra de su ortodoxia cristiana. Por inadecuados que puedan ser los conceptos y fórmulas de fe, tienen sin embargo el carácter de una referencia cognoscitiva, y ésta es un momento interno de aquello a lo que designamos como el conjunto del principio de verificación. La palabra nos adviene, y sin embargo es por nosotros por quienes es puesta en lenguaje, «domeñándola» y, en ese sentido, delimitándola también. Debido precisamente a que el hecho de este apropiarse que se da en el proceso total del venir-sllenguaje y power-en-lenguaje, es «delimitador», puede por eso darse como resultado una pluralidad: del evangelio único surge un «evangelio según Marcos», «según Mateo», «según Lucas», «según Juan», una interpretación según Agustín, según Atanasio... luego, otra vez, según Tomás y tantos otros, en una serie que nunca acaba. Lo que se nos manifiesta en revelación gratifica, pasa a través del filtro de nuestro lenguaje humano: el discurso de la fe es sumisión del hombre a lo que se está mos-

trando y dando, y a la vez un «custodiar» (según vocablo de Heidegger), hablante en palabras humanas, de aquello que desea darse a entender. El elemento teórico en la interpretación de la fe posee, pues, su importancia; a la fe no puede interpretársela según libre albedrío. Por otra parte, el momento cognoscitivo puramente teórico de la aclaración de la fe es en sí insuficiente para la verificación de la ortodoxia en la fe. Sólo funciona dentro del conjunto de la total existencia y praxis cristianas. La comunidad de una sola fe no surge en independencia frente a la palabra de la fe; pero esta palabra de la fe no constituye tampoco la totalidad de lo que es dicha comunidad de fe17. Las realidades de la fe nunca se dan separadas de la palabra de la fe, pero tampoco coinciden con ella. La palabra de fe no es la base total y exclusiva de una comunidad en la fe. Cierto que, separadas de la palabra de fe, ni las liturgias comunes, ni las preocupaciones cristianas comunes, ni el empeño cristiano común por la mejora del mundo, bastan para verificar la ortodoxia en la fe; pero, debido a los demás presupuestos que entran también en juego, es asimismo imposible determinar la ortodoxia en la fe, en razón meramente de una constatación teórica de que los conceptos de fe formulados de una manera plural, encierran una idéntica intencionalidad.

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2.

Criterio de la ortopraxia cristiana

En la hermenéutica aducida por las ciencias del espíritu, la precomprensión juega un papel imprescindible en la interpretación de textos del pasado. Ya el mero hecho, por ejemplo, de que, con respecto al concepto 1T Véase E. SCHILLEBEECKX, Revelación y teología, Salamanca 21969, 20 s.; K. RAHNER, Escritos de teologíaj passim, véase sobie lodo t. V, 55-85.

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de «precomprensión», Bultmann apele al Heidegger de Sein und Zeit, mientras que Ebeling y Fuchs al Heidegger de la época posterior, muestra que, de hecho, al mensaje cristiano que se tiene ante los ojos, se lo está entregando en manos de una filosofía determinada. La dificultad que en nuestra época milita contra un concebir a la precomprensión como principio hermenéutico, estriba en el hecho insoslayable del pluralismo filosófico. La fe cristiana se ve confrontada a una multiplicidad de proyectos positivos acerca del hombre. ¿Con qué razones podrá el cristiano, de entre esta multiplicidad de interpretaciones humanas de la realidad, hacer una selección responsable, o designar con Bultmann a la filosofía de Heidegger como «la mejor» y, por tanto, la más apropiada en orden a una interpretación cristiana de la Biblia18? ¿No ocurre entonces que, a una gran cantidad de hombres que se adhieren a otros proyectos distintos acerca del hombre, viene a excluírselos de la comprensión de la buena nueva? ¿No es esta autoentrega a una filosofía determinada, en una sociedad pluralística como la actual, una esencial limitación de la universal comprensibilidad del evangelio, el cual sin embargo anuncia la salvación para todos los hombres? Junto a la precomprensión heideggeriana, hay una precomprensión francesa («philosophie de la reflexión») y un concepto sartriano del hombre, una precomprensión anglosajona, una interpretación del hombre según Unamuno, y no hablemos ya de los proyectos positivos sobre el hombre, que no son occidentales. Todo ello indica que el concepto de «precomprensión», al menos en el sentido en que es manejado por los teólogos que apelan a la hermenéutica existencial, lleva a un callejón sin salida — a l menos en lo que atañe a

una teología científica que desee elevar cierta pretensión de universalidad (respecto a una predicación referida a la situación concreta, se podría y sería procedente emitir un juicio distinto). Además, todo proyecto positivo acerca del hombre es, de hecho, una amalgama de experiencias y tematizaciones de éstas, pero a la par encierra en sí las más diversas hipótesis, contiene especulación y a veces incluso pura ideología. ¿Cómo, pues, uno de los muchos proyectos acerca del hombre podrá constituir la base para la precomprensión del cristianismo? Si así lo fuera, ya desde un comienzo se habría introducido de hecho el principio de reducción en la interpretación teológica de la fe; como consecuencia se seguiría entonces la reducción del mismo cristianismo. Un proyecto positivo acerca del hombre no puede deparar, al menos teológicamente, la precomprensión que se requeriría en orden a una interpretación correcta de la fe. Y, sin embargo, en alguna parte tiene que darse una precomprensión; caso contrario, el evangelio se presentaría como un abracadabra ininteligible. Si buscamos qué sea aquello que le es común a la pluralidad de proyectos positivos acerca del hombre, podremos distinguir de primer momento un elemento negativo común a todos ellos, la expresión de un positivo horizonte de sentido, no-tematizable, que les es previo a todos los proyectos positivos acerca del hombre: una dialéctica negativa, sustentada y guiada por un horizonte de sentido I9. En todo proyecto positivo acerca

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18 R. BULTMANN, Kerygma una Mythos I I , Hamburg 1952, 188; también Jesús Christus und Mythologie, Hamburg 1964, 63.

,s «Allá donde eso se logre, al mismo pensar filosófico no habrán de reportársele sino ganancias, por cuanto su interés va más allá de la dialéctica negativa que aduce los límites de lo finito, y de toda realización factual de sentido; va, concretamente, a la aclaración del horizonte de sentido que guía siempre a dicha dialéctica negativa, horizonte que se da previamente a todo asentamiento subjetivo, pero que sólo aparece en el mundo íactual mediante el acto de la libertad del sujeto...»: T7. PANNENBEKG, Cbristliche Theologie und Pbílosopbtscbe Krífikr RThPh (Lausanne) 18 (1968) 371. Así concluye Pannerjberg este artículo, peto a ]a afirmación citada, importante a mi juicio, no

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del hombre, vemos al hombre a la búsqueda de lo humanum amenazado (E. Bloch). Qué es lo que positivamente sea esto «humanum», sólo será expresado en proyectos positivos sobre el hombre, que se muestran como plurales, fragmentarios y mutuamente contradictorios; pero, en todo caso, al empeño en favor de lo «humanum» amenazado podrá encontrárselo en la pluralidad de todas estas formas: ésa es la precomprensión universal de todas estas antropologías. En las experiencias de contraste1'3 negativas, que se dan en nuestra vida personal y social, se revela un horizonte de sentido, porque sin éste la vivencia de contraste no sería posible. Pero lo positivo de ello, el horizonte de sentido, sólo se expresa negativamente en la resistencia crítica contra lo inhumano que encierre la situación, mientras que, en cambio, su tematización positiva se disgrega en seguida en un pluralismo. Esta actitud crítica no desautoriza lo que se ha conseguido ya de humanidad; se dirige contra aquello conseguido que muestra tendencia a continuarse, y, por tanto, procura obstaculizar lo «souhaitable humain» buscado (P. Ricoeur). Esta dialéctica negativa dentro de un horizonte de sentido no-tematizable de modo unívoco, constituye a mi modo de ver la universal precomprensión del evangelio con la que el creyente no precisa entregarse a una filosofía determinada. Porque la salvación universal que el evangelio anuncia a todos los hombres, con particular preferencia a los desposeídos de derechos y a los pobres, y que se expresa en el vigoroso símbolo real del «reino de Dios» —si bien asimismo de forma negativa: «un reino sin mal ni lágrimas» (2 Pe 3, 13;

Ap 21, 4 ) — , hace empalme con esta precomprensión humana: lo «humanum» buscado, pero amenazado siempre, es en Jesucristo prometido y anunciado: el reino de Dios es lo «humanum» irrepresentable, objeto de búsqueda, pero ya ahora, en Cristo, prometido y ofrecido a nosotros realmente en gracia. Sobre esta base universal de precomprensión humana, podemos otra vez reasumir en la interpretación teológica el «círculo hermenéutico» y la correlación de pregunta-respuesta (tal como ha sido planteada por K. Barth, R. Bultmann, P. Tillich, G. Ebeling, J. Moltmann, W. Pannenberg y otros), si bien ahora desde otra perspectiva orientada distintamente. Comparada con la hermenéutica puramente teórica de las ciencias del espíritu, la cota que ahora hemos alcanzado viene a introducir un elemento esencialmente nuevo en la hermenéutica teológica: la ortopraxia o actuación recta. No puede decirse que, siguiendo una hermenéutica puramente teórica, podamos de antemano interpretar el pretérito a la luz del presente, para luego, por ejemplo, interpretar al bautismo único, a la eucaristía única y al empeño en favor de los hombres y del mundo, como meras consecuencias de una unidad de la fe, estatuida ya desde un principio, y luego verificada teóricamente tan sólo. La hermenéutica puramente teórica (Gadamer, Bultmann, Ebeling y Fuchs) afirma con razón que el pretérito debe ser interpretado a la luz del presente. El objeto de la fe cristiana está ya efectivamente realizado, a saber, en Cristo; pero en Cristo sólo lo está como promesa nuestra y como nuestro futuro. Sin embargo, al futuro no se lo puede interpretar teóricamente; el futuro ha de ser hecho. Lo «humanum» buscado, que en Cristo se nos otorga como ofrecimiento y promesa, no es sólo objeto de una expectación puramente contemplativa, sino simultáneamente una figura

la desarrolla más. Esto es lo que yo intentaré aquí en unas cuantas líneas generales. 20 Este concepto lo he analizado en mi aportación La iglesia, el magisterio eclesiástico y la política, en Dios, futuro del hombre, Salamanca s 1971, 151-181.

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histórica que va creciendo ya en este mundo; ésta es, vista al menos desde nuestra esperanza escatológica, nuestra misión. El cristianismo no es sólo una empresa puramente hermenéutica, una mera aclaración de la existencia, sino también una renovación de la existencia, entendiendo «existencia» como algo que atañe al hombre en su calidad de persona y en su calidad de ser social. La interpretación del pretérito a la luz del presente no puede, por tanto, olvidar que la fe escatológica impone al presente como tarea el superarse a sí mismo, y no tan sólo en el plano teórico, sino como transformación que decididamente ha de ser realizada. Sólo la actitud crítica mantenida también frente al presente, y el consiguiente imperativo de transformar a este presente y mejorarlo, habilita en realidad el acceso hacia la verdad venidera21. La pregunta hermenéutica fundamental que ha de plantearse auténticamente la teología, no es pues tanto la pregunta sobre la relación entre pretérito (Escritura, tradición) y presente, sino entre teoría y praxis. Y a esta relación no puede ya resolvérsela «idealísticamente» mediante una teoría de la «razón pura», de la que resulten luego conclusiones en orden a la «razón práctica», sino que deberá hacerse patente cómo, en concreto, se manifiesta la teoría en la praxis. ¿Cómo, por ejemplo, a la libertad religiosa postulada por el concilio Vaticano II, cabrá «exegetizarla» desde el pasado de la iglesia, en una hermenéutica puramente teórica? La praxis eclesiástica del pasado se halla frente a esta teoría, al menos en una contradicción bastante seria. Tan sólo una praxis eclesiástica nueva podrá hacer digna de crédito a la nueva interpretación, sobre todo como elemento teórico en una decidida praxis de las iglesias mis-

mas. Si se prescinde de la renovación eclesiástica de la praxis, no habrá base histórica ninguna para esta «reinterpretación». De un modo indirecto, mediante la praxis nueva, podrá sin embargo teorizársela a ésta. Ya sólo este hecho pone de evidencia que una «hermenéutica tipo Gadamer», de las puras ciencias del espíritu, resulta insuficiente para la teología. El cristianismo no es sólo una explicación de la existencia, sino también y esencialmente una renovación de la existencia, cuyo momento implícito es la «theoria». A la «doxa», que pueda o no llamársela «orthos» es cosa aparte, deberá hallársela en la ortopraxia. Un desconocimiento de estas consideraciones lo encontramos, por ejemplo, en la tan extendida «interpretación existencial (existential) de la Biblia». Ésta asume como cosa hecha el cisma entre comprensión del mundo y comprensión de sí mismo (autocomprensión): a la comprensión del mundo del nuevo testamento se la tiene por anticuada, mientras que a su autocomprensión se la juzga como permanentemente válida. De ello se sigue consecuentemente el programa de desmitologización, el desligar a la autocomprensión neotestamentaria de la anticuada comprensión bíblica del mundo. Esta concepción olvida que el hombre sólo accede a sí mismo en el mundo y como referido al mundo. Imagen del hombre e imagen del mundo están, por consiguiente, tan esencial e intrínsecamente vinculadas que, mediante la transformación del mundo, el hombre mismo viene también a transformarse y accede a una nueva comprensión de sí. Si en la comprensión bíblica del mundo algo hay de anticuado, igualmente habrá de haberlo1 en la comprensión bíblica del hombre. Lo cual implica que la autocomprensión bíblica (su comprensión del hombre) sólo puede ser aclarada con ayuda de la mitología bíblica, y no mediante el hecho de dejar a ésta desconectada. Con

21 J. HABERMAS, Zur Logik der Sozirtwissenschaften: Philos. Rundschau, Beiheft 5 (1967) 168.

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esto queda en claro, además, que la actual transformación del mundo mediante el hombre desempeña una función intrínseca en la aclaración de la autocomprensión de los cristianos en el siglo xx. Aquella interpretación existencia! que pase esto por alto, restringirá el cristianismo a una salvación invisible que se lleve a cabo en lo «privatissimum» de la decisión humana, cual es el caso de Bultmann y, más acusadamente quizás, el de Gogarten. La «teología de la secularización» pasa entonces a ser una nueva ideología, que, a la sociedad y al mundo, les deja ser lo que son, y la salvación viene a volatizarse en un intimísimo acontecimiento interno, sin resonancia en el mundo, ni en la sociedad, ni en la historia. Entonces, finalmente, nada hay ya que interpretar, porque, excepción hecha de la «interpelación» de Dios, todo cae fuera de la fe, y la pregunta hermenéutica enmudece al final ante la barrera de la ciega obediencia de la fe, que elude al pensar crítico, refugiándose en una «zona al abrigo de la tempestad». El actuar cristiano ortopráctico, o rectamente actuante, no es por tanto consecuencia de una común-unidad de fe ya previamente dada, sino el modo y manera como se realiza concretamente esa convicción y unidad común. El modo y manera de una realización decidida representa, también, la posibilidad de tomar conciencia reflejamente sobre la rectitud de fe. La unidad que de esta forma viene a realizarse, tiene una envergadura mayor que la de una unidad en el pluralismo conceptual o intuitivo de la palabra de la fe. Sólo cuando se dé esta unidad ortopráctica, podrá también conocerse la unidad en la misma fe y en la misma confesión, a pesar de una comprensión de la fe diversamente teorizada y pluralmente formulada. Al principio, el símbolo de la fe cristiana no era, por lo demás, una formulación doctrinal o teórica de ortodoxia, sino una parte integrante de la liturgia

eclesial del bautismo, es decir, el momento teórico de un actuar eclesial creyente y dentro de un actuar eclesial creyente. De modo semejante, también en las demás religiones ha estado el decir (el mito y la tradición oral) implicado en el hacer (el rito): rito y mito se interpretan recíprocamente el uno al otro. Si se desliga al símbolo de su contexto eclesiástico total, o si se lo autonomiza a modo de una enseñanza teórica, de una doctrina que vaya a someterse a la hermeneia, con todos los enredijos de una hermenéutica de las ciencias del espíritu, se le quitará entonces a la confesión su idoneidad en orden a hacer de criterio para juzgar sobre ortodoxia; y esto, otra vez, en razón del hecho de que el pluralismo teológico, precisamente en cuanto comprensión de la fe, es insuperable. La herejía que amenaza esencialmente a toda forma de cristianismo, y que lo amenazó de muerte ya desde sus orígenes, es la gnosis. ¡La gnosis restringe el cristianismo a una doctrina teórica de la salvación —que, considerada lógicamente desde sus propias bases, deja al mundo ser lo que e s — , a una aclaración hermenéutica de la existencia, sin interés en la renovación efectiva del mundo y del existir humano! Desde sus comienzos hasta el día de hoy, esta herejía, que no raras veces se hizo pasar por «la ortodoxia», ha ido rondando en penumbra por los siglos del cristianismo verdadero, lo ha amenazado y lo ha desposeído de credibilidad para muchos; siempre ha habido creyentes y los hay, que sucumbieron (sucumben) a este peligro, y, desde su herejía, acusaron (acusan) a los demás cristianos de herejes. Hasta cierto punto, de una teología puramente teórica nunca puede decirse en el sentido auténtico de la palabra si es ortodoxa, «orthos», recta en la fe. Porque, del análisis del lenguaje, sabemos que el juego lingüístico ra-determina el sentido de las palabras que usamos.

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Este contexto siempre incluye también elementos extralingüísticos, a saber, el comportamiento humano. Cuando un P. van Burén dice, por ejemplo, que hablar acerca de Dios carece de sentido, pero confiesa a la vez que Cristo es nuestra única regla de vida, el sentido realortodoxo que tenga su enunciado, que es un enunciado puramente cristológico y expresamente no-teológico, depende a la par del influjo que dicho enunciado ejerza sobre su vida concreta: el comportamiento de su vida (de P. van Burén) mostrará o no mostrará si afirma en verdad algo único y absoluto en Cristo, a pesar de lo deficiente que siga siendo la tematización de su convencimiento22. Y una ortopraxia de esa clase podrá ser cristológicamente, es decir, según las implicaciones teóricas de la praxis cristiana, más ortodoxa que el enunciado de que Jesucristo es «una persona en dos naturalezas», caso de que esta confesión no adquiera validez en el comportamiento de la vida. El sentido de un enunciado «secular», tal como «Cristo es nuestra única regla de vida», será entonces, religiosa y realmente, plenamente cristológico; porque el sentido de lo que se dice dentro de un juego lingüístico determinado, es co-deter-

minado por el conjunto del comportamiento humano, y no puede determinarse de un modo puramente teórico. Si el sentido de la confesión pudiera determinarse en pura teoría, sí que se plantearía la insoluble cuestión: ¿por qué afirmar esta «desmitologización» y no aquélla? En el plano puramente teórico, no le veo yo a esto ninguna solución satisfactoria, a no ser que uno se sirva como argumento de toda suerte de propensiones religiosas o pseudorreligiosas incontrolables. En análisis del lenguaje, «reinterpretación» significa hablar distintamente sobre lo mismo, salvaguardando la intencionalidad bíblica. Y a esta luz, herejía o falsa interpretación no significa hablar distintamente a como lo hace la Biblia, sino hablar de algo distinto de lo que habla la Biblia, y hacer pasar a esto por discurso fiel a la Biblia. A esta luz deberá uno conceder que cristianos que lo eran de palabra y de obra, a menudo han dicho falsamente una y la misma cosa. Si uno no lo concede, entonces toda hermenéutica puramente teórica se convertirá en un desacreditado «tour de forcé». Todo esto tiene naturalmente amplias derivaciones, caso de que a los principios aquí expuestos sobre la plural comprensión de la fe dentro de una única comunidad cristiana eclesial, los apliquemos con cierta consecuencia al pluralismo de las diversas iglesias cristianas: ecuménicamente una legítima empresa. Pero esto nos llevaría aquí demasiado lejos; exigiría, además, un más exacto análisis del lenguaje de la teología recíproca.

22 Desde una concepción del lenguaje que pueda y quiera tan sólo poner en lenguaje a la realidad empíricamente veríficable, no se puede, naturalmente, hablar lógicamente de Dios con sentido (con todo, más de un positivista! afirma la religión en la forma de un silencio sobre lo inexpresable, un silencio que va «acompañado de parábolas»; véase sobre todo Th. MCPHERSON, Religión as thc inexpressible, en New essays in philosophical theology, publicado por A. FLEW A. MCINTYRE, London 51966, 131-143, y R. MILES, Religión and tbe scientific outlook, London 1959). En esa hipótesis, tampoco podrá lógicamente hablarse con sentido acerca del significado peculiar y absoluto del hombre único Jesús. Si, a pesar de todo, se hace, se será ciertamente ilógico, pero en cambio se será en realidad verdaderamente cristiano, y no sólo cristiano a título menor. Esto es también lo que se deduce de la matizada tesis de P. van Burén, en su obra Theological explorations (véase nota 11). A pesar de toda su recusación de una doctrina sobre Dios, transparece aquí algo de eso real ante lo que toda designación — incluida la de «trascendencia»— fracasa. Van Burén no es un neopositivista; en él veo yo más bien a un «abierto pragmatista» analítico, que a la concepción cristiana de la vida le adjudica por lo menos tantos derechos como a otras interpretaciones distintas de la realidad, sin que pueda verificarse racionalmente esta actitud, a no ser en la praxis y en el juicio posterior de la historia.

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3.

CRITERIOS EE INTERPRETACIÓN DE LA FE

Criterio de la afirmación de una reinterpretación por parte de la «comunidad de Dios», como portadora de la interpretación actualizante

La fe cristiana es la fe de una comunidad que cuenta con una historia en el espacio y en el tiempo, e interpreta a ésta en razón de la necesidad de un actuar cristiano consecuente, y a partir de unos presupuestos cambiantes (filosóficos y culturales). El habla cristiana o anuncio se lleva a cabo en una «situación de discurso» específica, que, como contexto suyo, tiene por esencia un contexto de comunicación. El mundo de la fe es un mundo común, con una esfera de intereses por todos compartida, un mundo de semántica de lenguaje por todos compartido, y un horizonte de comprensión («universe of discourse») por todos compartido23. La comunicación fracasa cuando los presupuestos compartidos faltan o no se los pone en lenguaje consciente y reflejamente: por eso la comunicación sólo es posible precisamente en el acto de la interpretación. A pesar de todas las dificultades que van ligadas a esta comunicación, la recepción o aceptación de una determinada interpretación teológica de la fe por parte de la comunidad eclesial en la fe pertenece, como elemento esencial, al conjunto del criterio de verificación. El sujeto portador de la hermenéutica no lo es el teólogo individual sino la comunidad de la iglesia24. Naturalmente, este criterio 23 Véase la nota 9. Además J. MACQUARRIE, God-Talk. An examination of the language and logic of theology, New York-London 1967; sobre todo capítulo 3 (55-78). 24 P. RICOEUR, Tareas de la comunidad eclesial en el mundo moderno, en Teología de la renovación I I , Salamanca 1972, 209-211.

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parcial de la adopción o aceptación resultará poco práctico en el momento en que un teólogo presente una interpretación nueva. Porque la historia enseña que pueden transcurrir siglos enteros antes de que la comunidad se reconozca a sí misma en una interpretación determinada de la fe. Al principio, y debido a su extraña novedad, dicha interpretación correrá más bien el peligro de ser impugnada y tachada de herejía. Más tarde (al menos cuando la iglesia admita generosamente una libertad y apertura científicas, cuando, por tanto, a un autor no se le perjudique por principio con críticas debidas a resoluciones jurídicas, porque en ese caso toda discusión teológica enmudece) se producirán críticas y contracríticas científicas. Sucederá muchas veces que la reinterpretación es aceptada poco a poco por una parte significativa de la comunidad, mientras que otro sector la rechaza. A esta dialéctica, acrisolada ya dentro de la comunidad de la fe, la autoridad eclesiástica debería, en mi opinión, respetarla. Sólo tras un largo proceso de maduración, se evidenciará esa reinterpretación como totalmente aceptable o inaceptable. Pero... entretanto se habrán planteado otra vez nuevos problemas. La aceptación de una reinterpretación de la fe no significa, por tanto, necesariamente una aceptación positiva por parte de la llamada iglesia universal. Porque ésta, por ejemplo, acepta de hecho las representaciones de la fe específicas de las iglesias católicas orientales, las cuales, sin embargo, observan una construcción distinta, y no funcionan en la iglesia latina como interpretación de la fe. No obstante, sí que por el principio de la aceptación de una interpretación se eliminarán silenciosamente, por así decir, de la comunidad de la fe las opiniones jactanciosas y excéntricas, aun cuando no se excluya cierto tumulto en círculos más reducidos. No se debe minusvalorar el significado que tiene el

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CHITEMOS DE INTERPRETACIÓN DE LA FE

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que una iglesia local adopte una interpretación nueva de la fe. El concilio Vaticano II ha declarado que, en cada iglesia local, la iglesia universal se actualiza y se hace localmente presente 25 . Y las demás iglesias locales, por su parte, guiadas por sus obispos, toman también su vida, exactamente igual, del mismo evangelio único de Cristo. Por eso la comprensión de la fe y la inspiración evangélica que tienen estas otras iglesias, son también una instancia crítica por respecto a las «comunidades de Dios» individuales. Ninguna iglesia local puede elevar la pretensión de que su realización, auténtica, realice exhaustivamente el evangelio y la inspiración cristiana. Las «comunidades de Dios» locales están, por tanto, esencialmente sujetas a la crítica de las otras iglesias locales y, últimamente, a la de todos los gobernantes de las iglesias locales, junto con el «presidente de la alianza en caridad», el obispo al que, dentro del colegio de obispos, le ha sido confiado el ministerio petrino del primado. Pero, una vez presupuesto todo ello, dentro de la gran iglesia universal puede el «sentido de fe» de una iglesia local, que afirma una interpretación de la fe determinada, ser efectivamente un «locus theologicus», una indicación del Espíritu, en virtud de • la cual cabe efectivamente considerar a dicha interpretación de la fe como una pauta segura. La aceptación hecha por la comunidad de fe o, considerado desde otro punto de vista, por el «sensus fidelium» o sentido de fe de la comunidad, forma pues parte esencial del principio de verificación de la ortodoxia. Puesto que esta ortodoxia, según dijimos, es el aspecto teórico de la praxis cristiana, la «aclamación» o el amén pertenecerá también esencialmente a la estructura de la liturgia cristiana, en la que de preferencia deberá bus-

carse la ortodoxia: «lex orandi, lex credendi» 26. De ahí que, por necesaria que efectivamente sea, la teología siempre será una «ortodoxia recortada» o reducida. En conexión con esta dialéctica intraeclesial de la fe, deberá indicarse por fin un cuarto elemento, que merece un lugar en el principio de verificación.

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Véase por ejemplo Lumen gentium, 28, y sobre todo Ad gentes, 20.

III LA FUNCIÓN DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO EN EL FUNCIONAMIENTO DE ESTOS CRITERIOS * Según la convicción católica, el ministerio eclesiástico de la predicación, o magisterio eclesiástico, sigue teniendo en esta nueva situación de hoy el derecho y la obligación de vigilar sobre la índole cristiana u ortodoxia (en el sentido arriba mencionado) de la fe de la iglesia, incluidos sus teólogos. Esta función no queda invalidada por el hecho de que los factores socio-culturales hayan dado vida hoy a un pluralismo cualitativamente distinto, menos trasparente, que el de antaño. Lo que sí cabe decir es que dicha situación llevará a que este magisterio eclesiástico sea ejercido de un modo nuevo, en el que entonces, quizá, vuelva precisamente a aparecer a primer plano la intención más profunda del ejercicio de la autoridad en la iglesia antigua, es decir, en cuanto sustentado por la autoridad del acontecimiento auténtico en el que, 26 Por eso, considerado desde el punto de vista eclesíal-teológico, produce una impresión poco higiénica el que, a creyentes que rezan en la liturgia el credo o lo cantan solemnemente al menos una vez por semana, se les exija otra confesión de fe adicional en la aceptación de un ministerio eclesiástico. ¿No se desvaloriza así la «lex orandi, lex credendi», toda vez que, el acento no se pone en la confesión orante de la fe ni en el «amén» litúrgico, sino que se les atribuye valor tan sólo a los compromisos jurídicos adicionales? 27 Debo notar aquí que, en las páginas siguientes, se expondrá una concepción católica, no la concepción católica. También en este punto es posible, evidentemente, un pluralismo de concepciones.

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CRITERIOS DE INTERPRETACIÓN DE LA FE

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con razón, puede el cristiano ver el gobierno del Espíritu. A la «autoridad» no siempre se la ha visto en la iglesia desde la perspectiva correcta, y muchas veces realmente se ha invertido por entero el orden correcto de las relaciones. Se ha dicho, por ejemplo: la Escritura tiene autoridad, ya que está inspirada por Dios. Desde la historia del dogma, sin embargo, hay que decir exactamente al revés: la Escritura da testimonio auténtico de una factualidad histórica y del sentido de la misma; a este acontecimiento, los creyentes lo comprenden efectivamente como tal, se someten a esta interpretación de su sentido, y reconocen así la autoridad de la Escritura; ulteriormente interpretan entonces esta autoridad existencial de la Escritura, con el enunciado «la Escritura está inspirada por Dios». Lo que se halla al principio no es la autoridad formal sino el acontecimiento y el texto, cuya autoridad la acepta uno por causa de su sentido interpelante y reconocido, y la interpreta en fe 28 : autoridad del acontecimiento mismo, reconocido en su función determinante para la vida humana. Esta fundamental concepción va ganando en la situación actual nuevos espacios. Pluralismo no significa que en la iglesia de Cristo toda ocurrencia arbitraria tenga cabida. Pero sí va imponiéndose la idea de que, en esta situación de insuperable pluralismo en la comprensión de la fe, el ejercicio del ministerio pastoral de la predicación va convirtiéndose, cada vez más concretamente, en una regulación pastoral del uso creyente del lenguaje, cual por ejemplo fue a todas vistas el caso de Nicea y Calcedonia29. Esta regu-

lación, que apunta a asegurar las reglas de equilibrio de que hablamos arriba, no se impone meramente en razón del asunto mismo (de los elementos fundamentales de la fe, o del «kerigma»), sino que está también condicionada histórico-culturalmente y socio-culturalmente (por los principios estructurantes fácticos; véase arriba). En este momento no nos vemos ya dentro de un mismo campo lingüístico. Así por ejemplo, puede de un modo nuevo, y siéndose recto en la fe, formularse el dogma de la trinidad y de Cristo, sin servirse de los conceptos de «una naturaleza, tres personas» y «una persona, dos naturalezas». El lenguaje oficial de la iglesia puede pues servirse de otras formulaciones distintas de las que han sido ya usadas, y no estará en verdad siendo determinado meramente por el asunto mismo. La iglesia no puede determinar autónomamente cuál ha de ser la evolución del lenguaje. Conceptos tales como el de «persona» y «naturaleza» han recibido así un contenido distinto al que tenían en el uso de la iglesia antigua. El seguir conservando esos conceptos eclesiásticos, hará por tanto que el dogma, o sea el mensaje cristiano, resulte en nuestra época semánticamente incomprensible. Al darse una teología y una filosofía bastante uniformes, podía antaño llegarse con mayor facilidad a una definición del dogma. La posibilidad real de un pluralismo era reducida, y además no se la hacía objeto de reflexión. En la actualidad, por consiguiente, a la comprensión eclesiástica de la fe y a la vida de la comunidad cristiana les es importante llegar a una regulación del lenguaje oficial de la iglesia. Sin embargo esto no cuenta con h misma validez en lo que atañe a la reflexión teológica. Esta última tiene el derecho de expresarse de distinta forma a como se hace en las declaraciones eclesiásticas y en la liturgia, ya que debe contribuir a preparar la predicación y la liturgia del mañana. Teológicamente, por tanto, me

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28 Véase H. LIPS, Die Verbindlichkeit der Sprache, Frankfurt 2 1958. Visto desde otra perspectiva distinta, también J. BERTEN, Openbaring in de geschiedenis: TijTh 9 (1969) 151-177. 20 Véase, por ejemplo, I. T. RAMSEY, Religious language, London 1957, 158-179, y más claramente aún S. LAEUCH, Tbe serpent and tbe dove. Five essays on early christianity, London 1966.

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parece insostenible e incluso imposible querer fijar de una vez para siempre los conceptos teológicos mediante una regulación eclesiástica del lenguaje. Según sé de buenas fuentes, la autoridad curial de Roma participa, en el fondo, de la misma opinión; se distingue, con todo, entre la libre discusión técnico-teológica y aquello a lo que se denomina «pedagogía de la fe», episcopal o jerárquica; una distinción que yo, como creyente, fundamentalmente reconozco. Pero difícilmente cabrá pasar por alto que, habida cuenta del alcance de los medios modernos de comunicación, esa distinción así de neta ha venido a ser una abstracción. Si a pesar de ello se la sigue manteniendo, se estará de hecho torpedeando la investigación teológica y la tanteante exploración de nuevas interpretaciones con vistas al futuro, y, finalmente, se hará también de la pedagogía de la fe un asunto poco claro. Así pues, a una tensión, más, a un cierto conflicto entre las concepciones teológica y eclesiástico-magisterial oficial, lo veo yo en el futuro como algo inevitable y como una situación normal, caso de que la iglesia católica no quiera reducirse a una ideología. (De ningún modo pretendo decir con esto que la «apertura» haya de darse per se en los teólogos, y el «cerramiento» inhibitorio en la jerarquía oficial de la iglesia. La relación inversa en ninguna forma está excluida.) Por eso quisiera yo decir lo siguiente: considerando el pluralismo teológico, y considerando el hecho de que comprensión de la fe y teología nunca pueden ser distinguidas adecuadamente, debería estar claro que la regulación magisterial del lenguaje no decide tanto la pregunta sobre la verdad, en cuanto tal, o al menos no la decide directamente. (Porque, como arriba dijimos, tomando en cuenta un marco referencial determinado, y en virtud de la «norma proporcional», una formulación determinada de la fe —por ejemplo, la de un concilio —

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participa de la autoridad de la palabra de Dios en su relatividad y mutabilidad, y a pesar de eso: es la palabra de Dios en esta formulación históricamente condicionada). La regulación eclesiástica del lenguaje es, más bien, una función religioso-lingüística (pedagogía de la fe, efectivamente) en servicio carismático-oficial a la comunidad de la iglesia; y concretamente en este sentido: quien hable sobre la fe de cualquier manera, pondrá en peligro, al menos en esta situación cultural con sus presupuestos propios, sí no a sí mismo sí a otros creyentes, induciéndolos a perturbar el equilibrio interno de la realidad salvífica a que apunta el mensaje del evangelio. Claro es que, en esta regulación lingüística, a la verdad de la fe se la pone en lenguaje indirectamente; pero no por ello se viene a excluir otras alternativas posibles. Los dogmas sólo son verdaderos, directamente al menos, en conexión con la pregunta a la que responden. En una situación histórica determinada, la iglesia se decide en favor de una alternativa entre otras muchas, históricamente condicionadas. La situación histórica puede forzar a decidirse por una alternativa determinada, descartando así las otras alternativas entonces presentadas, pero manteniéndose sin embargo una apertura respecto a alternativas distintas que no hayan entrado aún en el campo de visión. En este sentido, los dogmas tienen de hecho un significado y un puesto históricamente muy determinados, y sin embargo su significado sigue siendo para nosotros relevante. A los teólogos se les reserva entonces — respetando, claro está, la intención de la decisión histórica en favor de esta alternativa para este tiempo concreto— el interpretar responsablemente en el actual contexto (en correspondencia con la norma proporcional) la confesión de fe común a todos, guardando siempre estrecho contacto con el sentido de fe de la entera comunidad eclesial, pretérita y presente, y con su pro-

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yecto para realizar el futuro; porque la comunidad es, bajo dirección eclesial, el sujeto portador de la hermenéutica teológica. Los antiguos dogmas, que son la regulación lingüística magisterial del habla creyente dentro de una época cultural distinta, siguen siendo de hecho, también para nosotros, una guía normativa; a su manera y en su época, dichos dogmas han «custodiado» y protegido a la fe cristiana, y constituyen modelos para nuestra «custodia de la verdad». Pero son «norma normata», normada por la Escritura (como expresión primera, normativa, de la comunidad de fe); son la forma que, en otra situación cultural distinta, se adecuaba para asegurar en la fe aquello que, en las Escrituras, fue puesto en lenguaje evocativamente, como enunciados asertivos o performativos por respecto a la comunidad cristiana de la fe. El «magisterio» eclesiástico es esencialmente un aspecto del ministerio pastoral, y no una «institución doctrinal» o un «departamento administrativo de la verdad». El carisma del ministerio ha de ser, pues, considerado esencialmente como una asistencia carismática a la predicación oficial; y ésta incluye una buena nueva, y debe seguir siendo sin mengua la buena nueva del evangelio. Con razón pudieron decir tanto K. Rahner como B. van Iersel: los dogmas «regulan el uso del lenguaje... respecto a la reinterpretación de la interpretación de la realidad que hacen las Escrituras»30. Los dogmas no tienen una función inmediata en la interpretación creyente de la realidad, pero, en cuanto normados por la Escritura, son modelos reguladores para nuestra reinterpretación teológica, fiel al evangelio, de la fe cristiana única. Ésta, por lo demás, no es ninguna tarea exigua. Porque toda reformulación del discurso religioso debe

rendir cuentas ante el lenguaje que fue usado en el pretérito por la comunidad eclesial de la fe, y es usado en este instante por ella. No podemos reformar el lenguaje religioso según propia iniciativa, sin plantearnos la pregunta de si otros irán también a comprender nuestro nuevo lenguaje; porque el objetivo de toda reinterpretación y reformulación consiste en una mayor comprensibilidad social, y no en un oscurecimiento de la misma. La nueva situación, según mi modo de ver, les impone a los teólogos una responsabilidad mayor que la de antes, pero, por lo mismo, exige también de ellos una mayor modestia, humildad, y un mayor servicio en la caridad para con la comunidad de la fe. La cientificidad metódica y la ascesis de una hermenéutica y un análisis del lenguaje, deberán ser tan sólo el instrumental técnico de un acto de «caritas» y de «koinonía» auténticamente cristiano. De otro modo, toda la cientificidad teológica, con su análisis lógico, fenomenología) y estructural del lenguaje, y con su hermenéutica teológica, podrá ser quizás una interesante empresa, pero en definitiva no una empresa cristiana. Tal vez podrá entonces constatarse que, en la iglesia católica, un equipo de biblistas y teólogos expertos poseen, en orden a la vida concreta de los fieles, una «autoridad» moral mayor incluso que las encíclicas papales — hecho éste que podrá deplorárselo o no, pero en cuanto tal innegable—, y sin embargo ello no deberá constituir para los especialistas ningún título de gloria, ni ningún signo de emancipación acristiana. De lo que es signo, es de una situación transformada, la cual, según mi opinión, implica en primera línea para los teólogos una advertencia, la advertencia de no querer hacer de papas a su manera, de evitar lo que en el pasado les fue achacado con razón a algunos portadores de la función de Pedro en la iglesia (o a sus órganos oficiales), a saber, la herejía de la propia ortodoxia. Porque la crí-

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80 B. VAN IERSEL, Interpretation der Scbrift and des Dogmas, 57; K. R A H NER, ¿Qué es un enunciado dogmático?, en Escritos de teología V, Madrid 1964, 55-83.

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tica que he formulado respecto a la ortodoxia «propia», tiene la misma validez en lo que hace a las pretensiones de nuestra contemporánea comprensión teológica de la fe. El diálogo pariente, aun cuando no ofrezca probabilidades de éxito, es una realización de nuestro ser-iglesia-peregrinante, mayor de lo que sería el excomulgar o salir de la iglesia31. Dejando aparte toda estrategia o política, eso supone ya una expresión «humanizadora» de «crítica a la ideología», en un tono verdaderamente humano y cristiano, como servicio de la iglesia al mundo.

4 EL CRITERIO DE CORRELACIÓN * RESPUESTA CRISTIANA A UNA PREGUNTA HUMANA Uno de los temas básicos del diálogo interconfesional ha sido desde siempre el de la «teología natural», y, en conexión con él, la problemática de la correlación entre la pregunta del hombre y la respuesta de la revelación, brevemente, la correlación de pregunta-respuesta, frente a la que, positiva o negativamente, se ha tomado postura. Como consecuencia del planteamiento del problema hermenéutico, el significado de este tema ha variado actualmente de un modo perceptible. Al transformarse una problemática, se transforman también las preguntas que nacen de una problemática más amplia. En primer lugar elucidaré los conceptos de «problemática» y de «pregunta subsiguiente». Por «problemática» entiendo una construcción teórica, determinada por factores sociológicos. También Jas infraestructuras son origen de la verdad. Entre la infraestructura social fáctica y las ideas vigentes en el campo filosófico, teológico y religioso, se da una relación dialéctica. Desde esta luz puede describirse a una «problemática» como un conjunto de circunstancias sociales históricas, que, a un determinado grupo de hombres, le

al

P. SCHOONENBERG, "Die Inttrpretatton des Dogmas, 103.

* Publicado por primera vez en TijTh 10 (1970) 1-21.

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CRITERIOS DE INTERPRETACIÓN DE LA FE

EL CRITERIO DE CORRELACIÓN

lleva a plantear preguntas determinadas, preguntas tales que no se plantearon en otra época o situación distintas. Una pregunta concreta se corresponde, a todas vistas, con una constelación histórica exactamente circunscrita, con una forma determinada de comercio con el mundo, de manera de interpretar, de reaccionar, etc. En ese sentido puede decirse que cada problemática se impone por la fuerza de la situación concreta, históricamente determinada. A esta problemática no se la elige según libre arbitrio, y, por tanto, tampoco puede uno pasar junto a ella con ánimo impasible dejándola de lado, sino que se ve forzado a tomar postura frente a ella, habida cuenta de la situación real y de su infraestructura propia. Cada uno de nosotros es, en este sentido, «hombre de su tiempo», un tiempo que obliga a plantear preguntas determinadas, para las que otro tiempo pasado, por ejemplo, no estaba aún maduro. Por consiguiente, toda problemática está esencialmente determinada por la historia, y es, en este sentido, mudable. Cada época tiene su problemática propia. Cuando la problemática cambia, la pregunta auténtica subsiguiente no podrá ya resolverse con la antigua respuesta, al menos no directamente. Y a la pregunta anterior tampoco podrá, en definitiva, planteársela fuera de su problemática propia, sin cambiar por lo menos parcialmente su significado. En la teología de la controversia pasada, la problemática de la «correlación de pregunta-respuesta» era la de ver a ver si, por sus propias fuerzas, y prescindiendo de la ayuda de la revelación gratifica de Dios, puede el hombre en principio escudriñar con algún sentido el existir de Dios. Ahora bien, tanto por parte de la teología reformadora cuanto de la católica, esta pregunta se planteó hasta los tiempos de la Ilustración dentro de un contexto cultural que afirmaba globalmente la existen-

cia de Dios, fuera en el sentido que fuese. Actualmente vivimos en un mundo al que se lo llama secular, y en el que la problemática es totalmente distinta. Antes de intentar responder la pregunta de si puede despejarse racionalmente el camino hacia el misterio de Dios, tendremos que inquirir primero si la pregunta misma se plantea con sentido. Porque, a diferencia de antes, esto no es ya algo evidente. ¿Tiene sentido esta pregunta, ya en cuanto pregunta, y resulta inteligible en un mundo que ha pasado a través de la crítica a la religión hecha por pensadores tales como Feuerbach, Marx, Freud, Marcuse y también, al menos indirectamente, Einstein? Si se volviera a formular la antigua pregunta a la luz de tal diagnóstico, tendría entonces que decirse, más o menos, del siguiente modo: desde una interpretación atea y secular del mundo, ¿puede a base del pensar experimental del hombre verificarse con sentido la existencia de Dios? Planteada así, la pregunta se convierte en una pregunta sin sentido.

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I REFORMULACIÓN DE LA PREGUNTA HUMANA SOBRE DIOS De la nueva problemática ha surgido una pregunta nueva, a la que debe formularse como sigue: ¿es la pregunta misma sobre Dios una pregunta seria, es auténticamente una pregunta con sentido?; y, caso positivo, ¿bajo qué condiciones? En discusión está, por tanto, el si tenga sentido y sea justificable plantear incluso la pregunta sobre Dios; o, dicho de otra manera: ¿bajo qué condiciones puede una actitud religiosa ante la vida, o la fe en una revelación cristiana, escapar al reproche de ser una mistificación, una proyección del hombre?

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CRITERIOS DE INTERPRETACIÓN DE LA FE

EL CRITERIO DE CORRELACIÓN

¿Cuál es el presupuesto para la comprensión de la revelación cristiana? Las preguntas que entran aquí en juego tienen un significado de gran alcance. De la respuesta que se les dé, depende el si, en la situación moderna, pueda el cristiano hacer algo distinto a protestar contra un mundo totalmente secularizado, dando simplemente un mero testimonio, sin posibilidad de entrar en auténtico diálogo con este mundo no-cristiano. Porque el habla sobre Dios ha incurrido en un dilema. O bien los cristianos pretenden el monopolio de poder hablar con sentido acerca de Dios, de modo que únicamente el habla cristiana sobre Dios posea sentido (pero, para fundamentar tal pretensión, el cristiano no podría aducir sino su convencimiento subjetivo); o, si no, la crítica contra el teísmo es aplicada también al habla cristiana sobre Dios (pero esto significa entonces el fin de toda teología). Si, por tanto, se niega una «teología natural» en todas sus formas, parece que, entre el inquirir del hombre acerca de su propio sentido, y la actitud religiosa ante la vida, viene a originarse un tal hiato que, en definitiva, toda religión tendrá por fuerza que pasar para la experiencia humana como incomprensible e insostenible. Este desafío moderno al cristianismo ha recibido de Heidegger la formulación siguiente:

privilegio cristiano; y el siempre polémico H. Gollwitzer sigue también ahora acordando con él en esto 2 . Esta posición, sin embargo, difícilmente podrá mantenerse en pie, toda vez que, durante los últimos años, hasta este discurso cristiano sobre Dios ha caído también bajo el martillo de teólogos tales como P. van Burén y H. Braun, y muchos defensores de la tradición analítico-lingüística. Nos plantean a los cristianos la exigencia constante de legitimar nuestra fe en Dios, es decir, de darle un sentido inteligible, hacerla «cognoscitivamente significante», como se dice en el uso analítico del lenguaje. El cristiano ya no puede hoy retirarse a una «zona al abrigo de la tempestad», cerrando sus límites y barreras al pensamiento humano y al inquirir científico crítico. Como consecuencia de esta situación, la correlación de pregunta-respuesta ha sido otra vez sometida a debate en una forma nueva, dentro también de la teología cristiana: por el K. Barth de la época posterior, por E. Brunner, R. Bultmann, P. Tillich, G. Ebeling, F. Gogarten, W. Pannanberg y J. Moltmann, por no citar sino algunos nombres prominentes. Es sobre todo Tillich quien, en su teología sistemática, le ha dedicado amplio espacio a esta cuestión. En cada tema, y en conexión con el cristianismo en general, pone él en referencia a la pregunta cristiana con una pregunta existencial del hombre, con la pregunta que el hombre mismo es 3 . A diferencia de K. Barth y R. Bultmann, P. Tillich evita el deducir la pregunta que es la existencia humana, de la respuesta que da la revelación4. Porque si la revelación cristiana no responde a una pregunta que se plantea previamente a la revelación y en independencia real de ella, entonces,

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Quien haya experimentado cuáles hayan sido los orígenes de la teología, tanto la de la fe cristiana cuanto la de la filosofía, preferirá hoy, en el ámbito del pensar sobre Dios, guardar silencio *. Karl Barth, a todas vistas, se decidió por uno de los miembros del dilema, cuando declaró, al menos al principio, que todo discurso sobre Dios o teo-logía es un 1

M. HEIDEGGER, Identitat und Differenz, Pfullingen 21957, 51.

2 H. GOLLWITZER, Die Existettz Gottes im Bekenntais des Glaubeas, München 1963. 8 P. TILLICH, Syslematiscbe Tbeologje I, Stuttgart 1955, 74 y 80; I I , 20. * Ibid. II, 20.

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CRITERIOS DE INTERPRETACIÓN BE LA FE

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inevitablemente, su respuesta será incomprensible y habrá de ser experimentada como carente de sentido. La correlación de pregunta-respuesta apunta a elucidar que el habla cristiana sobre Dios no es discrecional sino perentoria, y por tanto umversalmente válida. Sólo puede ser aceptada como verdad si «la expresión de la verdad del mensaje cristiano corresponde adecuadamente a la generación actual» 5 . También G. Ebeling declara que el habla cristiana sobre Dios afecta a cada uno de los hombres y, en consecuencia, tiene también que poder hacérsela comprensible a todos los hombres 6 . En el hecho preciso de explicitar su habla sobre Dios como respuesta a la «interrogabilidad» del existir humano, la teología fundamenta el carácter perentorio de este habla 7 . Este tenor se echa también de ver en cualquier otra parte en que se toma a estudio la actual problemática de la correlación entre pregunta y respuesta. En la actual teología reformadora, bien puede decirse que esta correlación ha ocupado el punto céntrico del interés, estando expresamente en debate la comprensibilidad y sobre todo la validez universal del cristianismo y del habla cristiana sobre Dios. En ello creo poder ver un intento de superar el unilateral «fideísmo» que tanto quehacer dio a la antigua teología reformadora, y que pudo llevar a una escisión fundamental entre iglesia y mundo. La situación histórica en la que se encuentra el cristianismo, obliga de hecho a transportar este hiato. De este modo la teología reformadora viene a acercarse a la católica, en la que se da una parecida problemática con un interés renovado por la «prueba de Dios», la cual, debido al cambio de la situación, tendrá que ser abordada parejamente de una forma nueva.

El propósito que por ambas partes se encierra en dicho intento, parece ser claro: se busca la relevancia humana, existencial y social, del reconocimiento creyente de Dios, como respuesta a la pregunta que se nos plantea en cuanto cristianos: «¿Qué diferencia hay en que yo crea en Dios o no?» En esta pregunta, estará a la vez inquiriéndose inevitablemente: «¿Qué se me sigue de ello? ¿Me da o me dice algo?» Que relevancia y comprensibilidad se hallan determinadas por la historia y no son pues norma absoluta, y que la pregunta por la realidad radica más en lo hondo que esa pregunta (históricamente determinada) por el sentido, son cosas que por regla general no se pasan por alto. Pero, por otra parte, no se puede ser ciego a que, cuando la pregunta por el sentido queda sin resolver, el hombre queda también sin acceso a los posibles signos de trascendencia que se den en nuestra experiencia humana, y no se plantea así la pregunta auténtica sobre la realidad y la verdad. Porque la verdad está para liberar al hombre. El hombre secularizado, además, abriga un fuerte temor de adorar a algo que no sea digno de adoración. En consecuencia, puede formularse el siguiente dilema: Por una parte el habla cristiana sobre Dios no puede ofrecerse como algo que dentro del mundo haga fecundos y eficaces al conocer y al poder humanos, ya que la fe en Dios no es ninguna garantía en favor de nuestros riesgos terrenos, ni aminora la sensación de vértigo que provoca el ser realmente hombre dentro de una historia ambivalente. Por otra, la religión tiene que ofrecer algo que sea relevante en sentido y humanidad para nuestro mismo ser humano y dentro del contexto de nuestra experiencia: porque, de otro modo, la religión acaba por no decir nada, y ser humanamente ininteligible y sin sentido. Todas las iglesias cristianas buscan la palabra apro-

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Ibid. I, 9. G. EBELING, Vort und Glaube, Tübingen 1960, 365. * G. EBELING, Theologie und Philosophie, en RGG 3 , VI (821-J822.

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piada que haga justicia a estos dos miembros del dilema; y lo que entonces especialmente se inquiere es cómo quepa llegar a la precomprensión auténtica y al correcto horizonte de interrogación, para interpretar y anunciar el testimonio bíblico sobre la actuación de Dios. En este contexto, G. Ebeling ha escrito: «La comprensión de aquello que la palabra "Dios" dice, tiene lugar en el horizonte de la interrogabilidad radical» s . Esta cita evoca fuertes reminiscencias de una «teología natural» católica. En el fondo, difiere poco de la conclusión a que llegó Tomás de Aquino como término de sus «quinqué viae». Dentro de un contexto de vida cristiana, Tomás partió de la «interrogabilidad» de la realidad, y aceptó como cosa dada la necesidad de un fundamento omnisustentador, de una precomprensión no-cristiana. A este fundamento omnisustentador, Tomás lo identifica con Dios; pero ello no es ninguna conclusión deducida de una prueba de Dios, sino una confesión de fe cristiana. Porque, de su argumentación racional, Tomás no sigue «ergo Deus existit», sino «et hoc omnes dicunt Deum»; es decir, como creyente que es, identifica al punto final de su análisis filosófico — q u e le había llevado desde los fenómenos de la experiencia empírica hasta un punto de referencia omnisustentador— con el Dios vivo. Esta identificación no es un paso filosófico sino un paso en la fe: Tomás exhibe el punto en que el habla cristiana sobre Dios resulta comprensible dentro del contexto de la experiencia humana. A diferencia de antes, la teología católica y la reformadora tienen, pues, puestas ahora sus miras en una cuestión prácticamente similar. La respuesta a la pregunta de qué sea lo que la religión cristiana quiere decir al hablar de «Dios», sólo puede hacerse inteligible cuando 8

G. EBELING, Wort und Glaube, 364-365.

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se la ponga en referencia con una radical y necesaria interrogabilidad de la realidad humana. El objeto de búsqueda es, por tanto, algo que se dé en nuestra vida humana, y haga inteligible qué es lo que quieren decir los cristianos con la palabra «Dios», para que así pueda constar abiertamente que aquello que dicen las iglesias cristianas sobre el antiguo y el nuevo testamento, no es monopolio de un club determinado, sino mensaje a todos los hombres. El problema hermenéutico de la comprensibilidad de la revelación cristiana de Dios, interpretación ésta de la realidad, a la que puede designarse como teísta (prescindiendo del gravamen histórico que dicha palabra comporta), es de hecho para el cristianismo una cuestión de vida o muerte. Tenemos efectivamente que «dar respuesta» a quien nos pida razón de «la esperanza» que nos anima (1 Pe 3, 15). En nuestro mundo «exento de fe», para cada cristiano, y sobre todo para cada teólogo, es no sólo un honor sino una obligación también, hacer que todos los hombres puedan comprender y ver el sentido de lo que queremos decir cuando hablamos de Dios. Esta orientación hermenéutica no se encamina, pues, propiamente a probar la existencia de Dios, sino a hacer comprensible la revelación cristiana de Dios. Puesto que, a partir de la Ilustración, la fe en Dios y en los dioses no es ya evidente en nuestro mundo, la pregunta sobre el contexto humano en que pueda a Dios ponérselo en lenguaje con sentido, ha venido a ser una pregunta de urgencia extrema. Frente a un mundo secularizado, para el que Dios es «une hypothése inutile», la Reforma y el catolicismo se dan en lo sucesivo la mano, en su reflexión sobre una «teología natural».

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II PROBLEMAS CONEXOS CON LA CORRELACIÓN ENTRE ESTA PREGUNTA HUMANA Y LA RESPUESTA CRISTIANA Hasta ahora, pues, las perspectivas parecen ser favorables; se está mostrando que la problemática de la correlación pregunta-respuesta no sólo ocupa un lugar significativo en el pensamiento cristiano, sino que es en extremo urgente para todas las iglesias. Con todo, se encierran ahí también algunos problemas serios. Algunos de ellos ya han sido percibidos por los teólogos que acabo de nombrar hace poco. El K. Barth posterior, E. Branner, R. Bultmann, G. Ebeling, P. Tillich, F. Gogarten y J. Moltmann, todos ellos dicen —si bien con acusadas diferencias entre sí — que a la pregunta del hombre sobre Dios debe adscribírsele una cierta autonomía, pero que el tenor auténtico de la interrogación tan sólo teológicamente puede formularse de un modo completo, y que, por consiguiente, la pregunta misma sólo resulta clara desde la respuesta de la revelación cristiana. Sin embargo, da toda la impresión de que, procediendo de esa forma, se ha errado el blanco. Porque si, a la pregunta esencial del hombre acerca de sí mismo, solamente en el cristianismo cabe identificarla como una pregunta acerca de Dios, entonces apenas si será posible verificar la validez universal del cristianismo basándose en la correlación de pregunta-respuesta, según era el propósito de esta teología de la correlación. Podrá justificadamente aseverarse que sólo Dios puede hablar con sentido acerca de Dios, pero la dificultad estriba en que, a una gran parte de la humanidad, esta palabra «Dios» no le dice nada. Y a un «Dios que nada dice» difícilmente cabrá experimentárselo, en y por la revelación

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cristiana, como «diciendo algo», algo que quepa calificar de «comprensible». En torno a este punto versa realmente la cuestión de la comprensibilidad — n o digo racionalidad— del misterio cristiano. De la solución de esta dificultad depende el que, en un mundo secularizado, pueda aún el cristianismo cumplir una misión, ser misionero. Si tan sólo Dios puede hablar con sentido acerca de Dios, ocurrirá paradójicamente que a la crítica atea de la religión se le estará abriendo puertas y portales. Porque el hablar de Dios acerca de sí mismo sólo nos alcanza a nosotros en palabras humanas; sólo en ellas puede a nosotros resultarnos comprensible. Pero estas palabras humanas tendrían que dar expresión a lo trascendente inexpresable, al «Deus, quo magis cogitare nequit», con lo cual quedarían expuestas a la crítica filosófica. Entonces tendríamos que dar la razón a los teólogos de la muerte de Dios, quienes en su optimal formulación declaran que la única forma justificable de hablar sobre Dios es guardar silencio acerca de él; y eso parece efectivamente contar con una fundamentación racional. Pero, por mucho que la «teología negativa» le haya hablado al cristianismo con el corazón en la mano, a Dios no podemos reducirlo al silencio. Por lo menos sobre nuestro silencio acerca de Dios, tendremos en todo caso que hablar. Sin embargo, esto no constituye aún toda la dificultad. El método correlativo tropieza también con objeciones que le vienen de otra dirección completamente distinta: del análisis del lenguaje o filosofía analítica. Desde el análisis del lenguaje, se tiene uno que preguntar si puede darse una respuesta religiosa a una pregunta no-religiosa. ¿No ocurre en este caso que la pregunta se encuentra en otro juego lingüístico distinto al de la respuesta? Un tal error de categorías representa, para el análisis del lenguaje, la definición del sin-sentido.

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Cuando a la pregunta de si el mundo es una esfera, se responde que es muy bello, no se habrá dicho una falsedad, pero tampoco se habrá respondido a esa pregunta. En ese contexto, dicha respuesta es una proferencia carente de sentido. Así pues, tiene que preguntarse si posee sentido dar una respuesta teológica a una pregunta filosófica. Confusiones de ese estilo suelen a veces darse, por ejemplo en el diálogo entre psicólogos, sociólogos y teólogos. La pregunta que un psicólogo plantee desde su modelo psicológico de interpretación, no puede un teólogo responderla con sentido, caso de que permanezca dentro de su modelo teológico de interpretación. Sin embargo, eso es lo que a veces intentarán los teólogos, o darán, si no, a las preguntas psicológicas y sociológicas una respuesta que será un conglomerado de pseudoerudición psico-sociológica y consideraciones de teología. Es sobre todo P. Tillich quien ha visto este peligro, aunque quizás, más que formularlo explícitamente, lo ha percibido de un modo implícito. En todo caso, a la pregunta filosófica él la ha reformulado de hecho teológicamente desde la respuesta cristiana de la fe. De esta manera viene naturalmente a soterrarse el propósito del método de correlación, porque la respuesta a una pregunta así reformulada sólo tiene validez para el cristiano, y no para todo el mundo, no es una verdad que obligue a todos los hombres. Parece, por tanto, que si la pregunta está planteada filosóficamente, también la respuesta deberá ser dada dentro del juego lingüístico de la filosofía, caso de que vaya a tener sentido. Dios, una realidad esencialmente religiosa, no puede ser pues la respuesta a una pregunta no-religiosa. ¿Cómo, entonces, el método de correlación puede tener relevancia? El análisis del lenguaje representa así un frenazo en seco. Cierto que el análisis del lenguaje no puede ayudarnos a resolver la pregunta por la verdad, pero a mi juicio tiene algo con

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sentido que decir en torno a la pregunta por el significado y la correlación. La pregunta por el sentido se halla vinculada a la pregunta por la verdad, pero no coincide con ella; considerada tanto fenomenológicamente como desde el análisis del lenguaje, la primera precede de hecho a la segunda: sólo un enunciado con significado o con sentido puede ser verdadero o falso; un enunciado sin sentido no puede ser ni verdadero ni falso (en esto coinciden con razón Husserl y Wittgenstein). De acuerdo con el Wittgenstein posterior y con Ian T. Ramsey, que se apoya en él, únicamente el contexto vital religioso, la religión, es el juego lingüístico en el que la palabra «Dios» adquiere un lugar con sentido, y en el que el habla sobre Dios resulta así humanamente comprensible. Sólo dentro del conjunto de la actividad vital religiosa adquiere el «habla sobre Dios» un sentido inteligible exactamente circunscrito. En consecuencia, pueden entonces aducirse a tal respecto criterios de sentido internos. De este modo es como, por ejemplo, el habla cristiana sobre Dios se distinguirá del habla budista. Fuera del contexto religioso, por ejemplo en las ciencias empíricas, el habla sobre Dios en cuanto tal es, ya sin más, un sin-sentido considerada analíticolingüísticamente — l o que, a su vez, significa inversamente: el habla sobre Dios nunca puede, en cuanto tal, ser empírica o puramente descriptiva. El especial contexto de vida en el que el cristiano habla sobre Dios, es en definitiva la vida, la muerte y la resurrección del hombre Jesús, testificado como el Cristo, como aquel que antecede y determina el sentido último de la vida de todos y de la historia humana, y todo ello sobre el trasfondo de la religiosidad veterotestamentaria, la cual, por su parte, observa una diferenciación frente a la variada religiosidad general del Oriente. Sólo para quien se halle incluido internamente en este juego lingüístico

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cristiano, así lo declara el análisis del lenguaje —sobre todo, el que niega que pueda tener sentido un metalenguaje, o sea, un enunciado, hecho desde otro juego lingüístico distinto—, el habla cristiana sobre Dios tendrá sentido y será inteligible. Pero ante el no-cristiano nos encontramos entonces con las manos vacías: «Veo algo que tú no ves». Esta vertiente analítico-Hngüística del método de correlación, sobre todo cuando se la considera en conexión con la misión cristiana en el mundo, suscita por tanto grandes dificultades. Si el habla sobre Dios sólo posee sentido dentro de un contexto religioso, esta palabra «Dios» será esencialmente ininteligible para los no-cristianos, y, en consecuencia, no tendrá sentido alguno el que presten sus oídos al anuncio del cristianismo, ya que este juego lingüístico religioso es para ellos extraño. A esta dificultad, la Reforma ha solido responder que la revelación cristiana trae consigo su propia comprensibilidad; que opera una conversión del hombre. Puede, sin embargo, seguirse preguntando cómo se lleve a cabo este paso de carencia de sentido a posesión de sentido. El efecto de la gracia de Dios no da aún respuesta a ello, ya que es necesario que el converso ponga una acción humanamente responsable y con sentido. Que a Dios no quiera apelarse con títulos de razón, parece claro; pero, ¿tendremos entonces que decir, con la teología dialéctica, que el hombre se vuelve a Dios precisamente para superar el sin-sentido de la vida? Visto desde el análisis del lenguaje — y aquí habrá de reconocerse una experiencia real—, lo que hay que decir es exactamente lo contrario: hablar del hombre y del mundo, tiene para el hombre moderno un sentido, y resulta comprensible; en cambio, hablar de Dios no tiene sentido para quien no ha encontrado su sitio, o no lo ha encontrado aún, dentro del juego lingüístico cristiano.

La teología dialéctica ha venido también a incurrir en un agudo conflicto con la sociedad actual. Por eso entre los teólogos cristianos de todas partes, tanto en América como en Europa, va desarrollándose una inclinación en contra de la teología dialéctica, y parece estarse llevando a cabo una paulatina pero radical reacción contra ella; se está dando un alejamiento tanto de K. Barth cuanto del bultmannianismo. No debe minusvalorarse la aportación real de la teología dialéctica, pero su cara oscura es la de que, tanto en la versión barthiana como en la bultmanniana, se recalca con tan gran énfasis la realidad trascendente de Dios, del «absolutamente otro», que la fe se ha convertido en una opción «ininteligible», y la discrepancia fáctica entre fe y contexto experiencial humano casi ha sido canonizada. Se ha afirmado, además, la pretensión universal de la fe, pero, de hecho, esa pretensión quedaba en principio soterrada. Consiguientemente, dentro del orden social en que vivimos, el cristianismo ha pasado a ser un lugar de reconditez íntima, sin la fuerza crítica que podría llevar a efecto una auténtica liberación del hombre en su historia terrena. Posteriormente puede verse que, tarde o temprano, esta teología tenía que abocar como consecuencia lógica e histórica en la «teología de la muerte de Dios», la cual mostraría interés exclusivo por la singularidad del hombre Jesús, y, a la par, afirmaría la fuerza crítica de esta concepción de Jesús en vistas al actuar social del cristiano en el mundo. La verdad que Barth y Bultmann habían descuidado, volvía así a plena luz, pero el péndulo osciló demasiado. Una vez que a lo singular de Jesús se lo desligó de su singular relación con Dios, el cristianismo vino a ser meramente un fenómeno religioso-cultural sin ninguna pretensión de universalidad. Como consecuencia de este desconocimiento de la peculiaridad de Jesús, podrá tranquilamente dejarse de lado al cristianismo en

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cuanto fuerza crítica para liberación del hombre, y ése, en efecto, me parece ser el resultado con el que en este momento nos vemos confrontados. La teología católica ha buscado desde antiguo una teología natural de orientación puramente metafísica, deseosa de adjudicar sentido a Dios ya antes de que Dios empezara a hablar. Justo en razón de su enfoque rígido, abstracto-metafísico, este intento se malogró también por su incomprensibilidad. La actual teología católica pretende distanciarse de esta antigua orientación. Porque no tiene sentido hacer que la pregunta por la verdad preceda a la pregunta por el sentido y significado de los enunciados religiosos. El cristiano no cree en una vanilocuencia ininteligible sino en un misterio que posee sentido. ¿Cómo podría nadie sentirse interpelado por el misterio que se le anuncia, si su sentido no le fuera hasta cierto punto accesible? La pregunta por el sentido precede lógicamente a la pregunta por la verdad. Y todo enunciado adquiere sentido únicamente cuando, de una u otra manera, tematiza una experiencia. El cometido misionero del cristianismo y el paso de no-cristiano a cristiano implican así la necesidad de un contexto experiencial por lo menos explícitamente noreligioso, en el que sea posible escuchar con sentido al habla cristiana sobre Dios en un mundo secularizado. A la teología podría vérsela como el límite del habla sobre Dios, dentro de una posesión de sentido; dentro de una posesión de sentido, porque la teología misma pertenece al conjunto del juego lingüístico religioso; límite, porque la teología, en cuanto tal, es sin embargo una empresa científica, una reflexión crítica sobre la revelación cristiana y una tematización y actualización con sentido de la misma. Cabe, no obstante, plantearse la pregunta de si la teología sea el límite extremo del habla sobre Dios dentro de una posesión de sentido.

¿O es al ser humano en cuanto tal, al que podemos y debemos considerar como ese límite extremo, y apelar por tanto a la filosofía, en la que, entonces, fuera de la revelación cristiana de Dios, también podría y tendría que hablarse con sentido acerca de Dios? La filosofía es, de hecho, la que podrá decirnos si los creyentes —presuponiendo, por tanto, su fe en Dios— pueden hablar con sentido acerca de Dios, y cómo tienen que hacerlo. La filosofía, al fin y al cabo, distingue los diversos juegos lingüísticos e investiga sus estructuras y su relación mutua. Ella se ocupa sobre la posibilidad y los presupuestos del comportamiento humano y, de este modo, del hablar humano también, dentro del cual entra el habla creyente sobre Dios. Dando como supuesta el habla reKgiosa sobre Dios, la filosofía podrá pues mostrar dónde le sea posible a aquélla encontrar, dentro del discurso humano, un lugar que le haga tener sentido. Desde este aspecto, la teología se halla a mi juicio sometida efectivamente a la crítica de la filosofía, la cual comprueba a ver cuál es el estatuto lógico de nuestro discurso teológico, y si posee o no sentido y comprensibilidad. Filosóficamente puede mostrarse que el habla sobre Dios se encuentra en el límite de todo discurso con sentido; que se encuentra allá donde el lenguaje queda sin habla y llega así a un límite, y sigue no obstante hablando del límite del hombre en su mundo. La filosofía no puede llenar por sí misma este espacio sin habla —eso sólo puede hacerlo la religión, el creyente—, pero sí que le es posible aducir dónde tenga el discurso religioso un lugar con sentido dentro de nuestro mundo y de nuestra experiencia. Así se patentiza, además, que todo enunciado creyente acerca de Dios es, a la vez, un enunciado sobre el hombre y su mundo. De este modo podrá comprenderse la interpretación que hace el cristianismo del mundo, y sólo en

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este aspecto me hallaría yo dispuesto a seguirla. Puesto que el hombre está determinado por la historia, nuestro discurso sobre Dios comportará además los rasgos de nuestra historia humana. Únicamente cuando a esta pregunta crítica de la filosofía acerca del sentido y comprensibilidad del discurso religioso —con sus aspectos teológicos y dogmáticos, litúrgicos y confesionales— le hayamos otorgado efectivamente un lugar dentro de nuestra reflexión teológica, se echará de ver qué es lo específico del habla cristiana sobre Dios. Entonces se pondrá de manifiesto que las susodichas teologías que se ocupan de la correlación entre pregunta y respuesta, desconocen en el fondo la correlación verdadera, y en consecuencia yerran sus tiros. Lo que en primera línea se corresponde correlativamente con una pregunta vital humana, es tan sólo una respuesta humana con sentido; aquella pregunta que el hombre plantee, únicamente el hombre mismo tendrá que responderla con sentido, antes de que eventualmente pueda comprender la palabra de la revelación divina, trascendente. El cristianismo no puede dar directamente respuesta a una pregunta humana; si empero lo hace, se estará cometiendo, visto desde el análisis del lenguaje, un error categorial. Entonces quebrará uno la correlación de pregunta-respuesta, y mostrará así que no ha comprendido correctamente ni la pregunta humana ni la respuesta cristiana trascendente. Toda auténtica pregunta se encamina siempre hacia algo, es una «pre-captación», hasta cierto punto capta anticipadamente la respuesta; una pregunta carente por entero de contenido, una pregunta que no postule respuesta alguna, está aquí fuera de discusión. Si no nos aclaramos en primer lugar respecto a esta pregunta sobre nosotros mismos, podremos con razón aguardar el reproche lanzado por humanistas y ateos, de que nuestro Dios es un «tapaaguje-

ios»: se acude a él cuando la problemática profunda de !u vida propia ha llegado a un callejón sin salida. Este reproche, en todo caso, nos obliga a indagar si el hombre mismo pueda llegar a aclararse respecto a dicha problemática y cómo pueda hacerlo. Si cupiese encontrarle respuesta a esta pregunta, la revelación cristiana podría entonces presentarse como una respuesta inesperada, sorprendente, puramente gratuita, que rebasara por entero a la pregunta misma. A la pregunta misma no sólo la «clararía o profundizaría, como sostienen los teólogos de la correlación, sino que, quizás, la dejaría por completo a la zaga, poniéndola incluso en duda. A Dios podríamos ya adorarlo, una vez que en ninguno de los aspectos lo necesitaríamos para resolver o paliar nuestra problemática existencial. Entonces es cuando Dios puede ser el digno de adoración. Entonces puede brillar el ágape: alegría por el don de «supererogación» pura, al modo como la señora de la casa dice al visitante que le ofrece un ramillete — d e hecho, agradeciéndoselo contenta—, que «de verdad, no hubiese sido necesario». Una vida auténticamente humana no parece ser pensable sin que nos quepa en suerte algo que nos es plenamente indebido. ¿Consiste en eso, tal vez, la verdadera «correlación» entre ser humano y gracia de Dios? Sólo a esta luz vendrán también a cobrar plenamente sentido la liturgia, adoración y alabanza a Dios, innecesarias, inútiles y supererogatorias, a pesar de que en sí hayan perdido su sentido para el hombre moderno llegado a la adultez, debido a que, al menos directamente, no cumplen una función en el mundo y en la sociedad.

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III LA VALIDEZ UNIVERSAL DEL HABLA CRISTIANA SOBRE DIOS ES EXPERIMENTABLE INDIRECTAMENTE Nuestra pregunta es, por tanto: ¿dónde la problemática vital planteada por el hombre mismo encontrará una respuesta humana con sentido, una respuesta, por consiguiente, que preceda a la respuesta explícitamente cristiana, y enlace directamente, si bien quizás en impotente balbuceo, con las preguntas auténticamente humanas? ¿Y cómo desde ese punto podremos establecer fundadamente un método de correlación? O también, expresándolo de otra manera: ¿en qué consiste la sola precomprensión universal que posibilita la universal validez pretendida por el mensaje cristiano? Creo que un tal método nuevo de correlación es posible, y quisiera distinguir en él dos aspectos básicos: por un lado una «negatividad crítica» o dialéctica negativa, por otro un positivo horizonte de sentido y unas experiencias fácticas parciales, de tenencia de sentido.

1.

Dialéctica negativa

La pregunta vital humana es de hecho respondida de maneras múltiples. Esto ha llevado a una profusión de proyectos positivos acerca del hombre, que, en cuanto tales, no son representativos de la humanidad como conjunto, y, por tanto, no pueden tampoco constituir una base de cara a la pretensión universal de la respuesta cristiana. Si uno se ciñe a esos enfoques, la teología vendrá en el fondo a convertirse en un andar a la moda repitiendo maquinalmente la moderna conciencia de vida

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del momento. De no darse una distancia crítica, como nos la enseña sobre todo el recuerdo del pretérito junto con la mirada hacia un futuro mejor, todo serio método de correlación se malogrará. En ese caso, el presente estará funcionando como una decisión previa, no sometida a crítica, frente a la fe cristiana. Sin embargo, en todas estas respuestas humanas a la más profunda pregunta por el sentido, puede percibirse algo de común y, por tanto, algo de universal, que, si bien es de índole negativa, se monta a todas vistas en un positivo horizonte de sentido, no explicitado. A pesar de todo su pluralismo, en estos proyectos positivos acerca del hombre encontramos el elemento de una común búsqueda por llevar a realidad lo «humanum» constantemente amenazado. Qué signifique positivamente esta «humanidad» («Humanitat»), no puede tematizárselo sin caer de nuevo en proyectos varios, fragmentarios y entre sí contradictorios. Pero sí que se da una base común en todas estas antropologías: la resistencia contra la amenaza del ser humano. Esta negatividad crítica o dialéctica negativa representa la universal precomprensión de todos los proyectos positivos acerca del hombre. En el fondo no se trata en primera línea de un saber, sino de una praxis movida por la esperanza, en la que se perfila un elemento cognoscitivo al que deberá teoretizarse. Existe entre los hombres una solidaridad crítica para hacer frente a la amenaza que pesa sobre esta «humanidad». No puede aquí hablarse de un ideal vago de humanidad. Lo «humanum» buscado es justamente algo sobre lo que, evidentemente, no puede disponerse. La dignidad humana, objeto de búsqueda, sólo pasa a ser un valor umversalmente reconocido a través de una mediación negativa e indirecta, es decir, mediante una resistencia contra lo inhumano, resistencia que seguirá siendo posible aun cuando a esta dignidad humana

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no pueda formulársela positivamente, o sólo quepa hacerlo de formas diferentes. La validez universal de lo humanum buscado sólo será, pues, experimentable dialécticamente, es decir, en la experiencia de que el ser del hombre se ve permanentemente amenazado. Esta dialéctica negativa dentro de un horizonte de sentido de esperanza (la cual se da de hecho, porque caso contrario toda resistencia sería experimentada como sinsentido, pero en cambio, vistos los proyectos plurales acerca del hombre, no permite que se la tematice unívocamente) constituye la precomprensión universal no sólo de estas respuestas humanas plurales, sino también del habla cristiana sobre Dios, del evangelio. De hecho, en nuestra sociedad, la interpretación cristiana de la realidad es tan sólo una de tantas interpretaciones de esa clase, y sin embargo, en razón y a causa de su contenido particular, es una invitación para todos aquellos que, en sus experiencias de contraste, son conscientes de la permanente amenaza de su libertad y alienación continua. La solidaridad crítica del ser humano, que se manifiesta en negatívidad crítica y en experiencias de contraste, puede en efecto ser la precomprensión universal de la fe cristiana, ya que, de esta forma, el cristianismo no precisa entregarse a una concreta de las muchas filosofías o proyectos positivos acerca del hombre. En nuestra sociedad pluralista, la negatividad es así la forma de mediación de aquello a lo que en todo caso podamos aún seguir experimentando como universal y común. Y, puesto que esta solidaridad crítica se impone en la praxis, viene a quedar de manifiesto que el pluralismo, teóricamente irreducible, no es sin embargo radical, y que básicamente, en lo profundo, la humanidad es una unidad. Pero esta unidad no puede ser intrínsecamente expresada en un proceso teórico de identificación, aunque sí puede aflorar en un actuar solidario, el cual se evidencia como

posible, a pesar de todas las pluriformes versiones del hombre. Al habla cristiana sobre Dios no se la podrá abordar ni hablar de ella en calidad de universal, más que a través de una mediación negativa. A base de un análisis más pormenorizado, este hecho daría para desarrollar un satisfactorio método de correlación. La universalidad de lo humanum que se nos ha notificado y prometido mediante Jesucristo, el reino de Dios, está en correlación con la precomprensión umversalmente válida de una experiencia dialéctica: la experiencia de que lo humanum se ve amenazado constantemente, y de que los hombres constantemente oponen resistencia a esta amenaza, es una búsqueda tras eso humanum, respecto a lo cual se hacen cargo de que no lo tienen en su poder. A la pregunta por el sentido, pregunta que se halla implicada en su propia «interrogabilidad», el hombre mismo le da una respuesta práctica, de la que surge a la par su fundamental resistencia contra el sinsentido, su veto contra la indignidad humana en la forma que sea, y, simultáneamente, su impotencia para describir teóricamente de una manera unívoca el sentido buscado. Ahora bien, la salvación universal que el evangelio anuncia a todos los hombres, con especial predilección a los pobres y desposeídos humanamente de derechos, hace empalme con la precomprensión negativa universal, tal y como ésta resulta de la respuesta práctica a la pregunta por el sentido. Esta dialéctica negativa hace que el mensaje cristiano siga siendo, incluso ahora, umversalmente comprensible. Este «no» pronunciado frente a lo que hacemos de la historia, resuena incluso en el vigoroso símbolo real con que se describe al «reino de Dios»: «un reino sin sufrimientos ni lágrimas» (2 Pe 3,13; Ap 21,4). Sólo un método de correlación construido de esta forma, será inmune a los fundados reproches que se formulan.

I Id

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entre ellos del análisis del lenguaje. Dicho método de correlación no sólo omite el dar una respuesta religiosa o teológica a una pregunta no-religiosa o filosófica, sino que aduce a la par el contexto experiencial humano en que, al habla cristiana sobre Dios, se le escucha un sentido y resulta umversalmente comprensible. Es así como se pone, por tanto, de manifiesto que existe una convergencia o correlación — aunque de identidad no pueda hablarse— entre aquello que el mensaje bíblico expone como intimación, y aquello que el hombre experimenta como liberación, en su resistencia contra la amenaza de lo humanum buscado.

cia de la misma que no estén por entero fuera de nuestro ámbito. Con razón declara «el ateo creyente», E. Bloch, que a la esperanza subjetiva, que se expresa negativamente en la resistencia contra toda amenaza de lo humanum, debe corresponderle una «esperanza objetiva», la cual posibilitará aquella esperanza subjetiva. No hay duda de que la incompleción e imperfección de nuestro ser humano en cuanto tal, nos impone la tarea de estar continuamente superándonos. Pero, ¿podrá ser, como afirman algunos, que la imperfección misma constituya el fundamento que vaya a posibilitar y llevar realmente a cabo esta superación? ¿No puede quizá la historia de los hombres fracasar? No hace falta dar muchas vueltas por el mundo, para descubrir que, de hecho, los hombres llevan la historia al fracaso. A la pregunta por el sentido último del ser humano podrá el hombre sustraerse teóricamente, en su pensamiento, pero no en su actuación. En su praxis humana habrá ya respondido de hecho a esta pregunta, en sentido positivo o negativo, con una actitud ante la vida escéptica o nihilista. El hombre actúa con la conciencia de que la vida misma o bien merece la pena de ser vivida, o bien no la merece. La realidad del mal, de aquello que a los ojos humanos es un sinsentido, representa ahí un factor importante. Está claro que, en nuestra historia, el mal es una factualidad tan masiva que ni el hombre ni la sociedad pueden ofrecernos garantía alguna de que seamos realmente capaces de superarlo. Hubo un tiempo en que me sentí bastante afectado por los pesimistas análisis de J. Nabert, filósofo, sin embargo, de por sí optimista, maestro de P. Ricoeur. En su Essai sur le mal9, intenta ofrecer un análisis del sinsentido realizado por el hombre, procediendo hasta el fin con un

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2.

«Experiencias parciales de sentido» positivas, y su pregunta implícita por un sentido último

Puesto que en su propia vida, en la vida de la sociedad y en la de las iglesias incluso, el hombre experimenta tanto sinsentido, le resulta imposible reconciliarse con su destino propio, con los demás, con la sociedad. Estar reconciliado con la realidad — y eso quiere decir justificación— sólo es pues posible cuando sentido y sinsentido no estén por más tiempo absurdamente imbricados entre sí, sino que se experimente un sentido plenamente realizado. A esta situación cabe designársela como salvación, ser-salvo; es también «éschaton», la plenitud perfecta de sentido, sin amenaza ninguna: «shalom», la paz escatológica que nos impele a instituir paz ya ahora, dentro de nuestra historia. En la dialéctica negativa no puede uno quedarse; e incluso cabe afirmar que dicha dialéctica no es ni posible ni comprensible, si no se da la justificada confianza de que haya una plena posesión de sentido y una experien-

0 París 1956; véase la recensión de P. Ricoeur hace de esta obra, en Esprit 25 (1957) 124-135.

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método crítico-racional. Habla como filósofo creyente, pero como un filósofo, sin embargo, al que no podrá imputársele que, en llegando a un paso filosófico angosto, remita con excesiva presteza al misterio de Dios. A pesar de todo, este hombre, que muestra una tan alta estima por el ethos y que, entre otras cosas, ha escrito también una ética fundamental10, confiesa ser pesimista respecto a las fuerzas éticas del hombre. Llega a la conclusión de que la impotencia del hombre ético para superar el sinsentido y realizar el sentido, es tan grande en la historia humana que hasta la misma ética se halla en este punto en una aporía. No pretende deducir de ello que deba haber, en definitiva, un sentido trascendente, un Dios que perdona, que supera decididamente todo sinsentido; lo que dice, es: si en nuestra sociedad se dan tradiciones religiosas (como la judía y la cristiana, por ejemplo) que hablan sobre una revelación de un Dios creador de sentido último y, por tanto, perdonador, el hombre racionalmente cogitante deberá, ya a priori, «avec grande vénération», prestar sus oídos a este mensaje. La historia muestra, dice Nabert, que este problema real del sinsentido en la vida y en la sociedad humanas no puede resolverse ni racional ni éticamente, ni teórica ni prácticamente. Y sin embargo yo creo que hay que ir más lejos de lo que va Nabert. A mí me parece indudable que la vida humana encierra experiencias individuales de sentido, que, por así decir, son como relámpagos o signos de un último sentido total de la vida humana. Todas las experiencias negativas juntas no pueden barrer el a pesar de la confianza que se manifiesta en la resistencia crítica, y nos retiene de abandonar a los hombres, al mundo y a la sociedad, entregándolos sin más al sinsentido Comía P. RICOEUK, Eléments pour une ethique, París 1962.

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pleto. Esta confianza en el sentido final de nuestra vida parece ser el presupuesto básico del actuar humano en la historia. Creo que estas irreductibles experiencias de sentido, en medio de una vida llena de sinsentido, constituyen el auténtico contexto experiencial en el que tiene sentido y resulta comprensible volver a hablar de Dios. A pesar de su silencio sobre Dios, nuestra época se halla quizá más cercana a un auténtico reconocimiento de Dios de lo que estuviera otra época pasada, en la que a la palabra «Dios» se la ponía en lenguaje a tiempo o a destiempo. No intentaré aquí seguir analizando esto. Se requeriría mucho más de reflexión sobre las relaciones de teoría y praxis, antes de que pudiésemos llegar a un método de correlación de una forma adecuada y satisfactoria, que, por una parte, fuera capaz de hacer frente a las objeciones que con razón pueden achacárseles a los métodos de correlación actuales, y que, por otra, evitara el considerar la negatividad crítica, a una con su horizonte de sentido no-expreso pero sí estimulante, como idéntica a la esperanza que es el contenido de la fe cristiana. Por eso detendré en este punto el auténtico «análisis desde abajo». Desde otra perspectiva distinta, intentaré aún formular algunos aspectos que se hallan conexos con este método de correlación.

IV «EXPECTACIÓN FUNDADA» En las páginas precedentes hemos dicho que la pregunta del hombre debe ser en primera instancia respondida por el hombre mismo, y que no puede apelarse directamente a una respuesta tomada de la revelación,

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si es que en efecto desea aplicarse el método de correlación de una manera consecuente. Pero ahora quisiera dejar de lado el análisis «desde abajo», aun cuando sea esencial en orden a un método de correlación realista, y proceder desde la fe cristiana en la creación. Lo que la fe sostiene respecto a que el mundo ha sido creado por la bondad de Dios, significa para el hombre, como parte que es de esta creación, el encargo de que él mismo debe igualmente realizar el bien. Son tan sólo dos aspectos, anverso y reverso, de una sola e idéntica realidad. Supongamos ahora que, a la luz de esta realidad de doble faceta, intentamos explicar el hecho experimental de que hay hombres quienes, a pesar del evidente sinsentido que se da en la historia humana, no cesan de confiar en que la última palabra habrá de tenerla el bien y no el mal. A este realizar el bien en nuestra historia humana, tanto individual como socialmente, el cristiano puede explicarlo como el reverso de la realidad de la creación. Rehusarse a tratar al bien y al mal con igualdad de derechos, o explicar el bien desde el mal, rehusarse a conceder al mal derecho a la existencia, y, en consecuencia, oponer resistencia militante a toda forma de mal y de miseria, en solicitud por el prójimo humano, es decir, tomar partido decididamente en favor del bien, significa para el cristiano esa realización que resulta posible en virtud del ser creado por la bondad de Dios. Notable es que, al acto de la creación divina, todo el antiguo testamento lo presente a menudo míticamente, como la lucha de Dios contra el caos originario, contra Leviatán, el monstruo arcaico del mal y del caos. El acto de la creación se muestra así como una proyección de la bondad escatológica perfecta: «Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien». Éste es el sello de Dios sobre su creación: el

bien y no el mal es quien tiene la última palabra, a pesar de todo. Si, por el contrario, no se parte de la fe en la creación, y se intenta sin embargo explicar el hecho experimental de que hay hombres que toman decididamente partido en favor del bien, y que por eso, a pesar de todo, siguen confiando en la misión de realizar el bien último en la historia humana, cabrá entonces decir que un análisis de esta ortopraxia humana podría poner de relieve un elemento teórico, al que cabría designar como reconocimiento no-explicitado de Dios, y que es el que posibilitaría esencialmente dicha ortopraxia. Ésta sería entonces la base para hablar de una expectación fundada. Ahora bien, no hay duda de que otras interpretaciones diversas y no-teístas de este hecho experimental son también posibles. Pero, en todo caso, no puede negarse a priori que una interpretación religiosa sea posible y quepa efectivamente hacerla aceptable con sentido. Esta interpretación religiosa es, al menos, tan fuerte o tan débil como la interpretación mundana no-creyente, y ninguna de ellas precisa tampoco ser justificada con más vigor que la otra. Creyentes e increyentes reman en la misma barca, y son por eso igual de vulnerables. Sería incorrecto pretender gravar a la interpretación creyente de la realidad con el peso de una prueba hipercrítica, mientras que la explicación increyente se imaginara exenta de todo trabajo de fundamentación racional. La llamada interpretación atea de la realidad deberá también aclararse respecto al hecho indiscutible de nuestras experiencias individuales de sentido en medio de tanto sinsentido, y respecto al carácter plenamente indebido de este hecho. Cualquiera que sea la interpretación que se defienda, habrá en todo caso que designársela como una «opción creyente», toda vez que no admitirá verse racionalizada hasta su último extremo.

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Si, como fundamento de su confianza en que el bien pronunciará la última palabra, el increyente aduce al ser humano mismo, en vez de la actividad creadora de Dios — como, por ejemplo, E. Bloch, quien a su esperanza y a la resistencia crítica que de ella se sigue, las fundamenta en la afirmación: «Al fin y al cabo, el hombre tiene derecho a no vivir como un perro»—, el creyente, sin embargo, podrá reconocer ahí otra vez su propia interpretación, porque, para él, el ser humano mismo es justamente creación de Dios; a este idéntico hecho de experiencia, el creyente lo habrá tan sólo interpretado en un plano más profundo. Comparada con aquello a lo que experimentamos efectivamente como el ser humano de todos nosotros, la calificación de «ser creado» no es en definitiva ninguna información añadida, ni puede ser adosada como mero sumando. Yo, que soy hombre en el mundo, soy a la vez iniciativa absoluta de Dios. La admiración ante el ser hombre en el mundo es ya admiración no explicitada ante el sorprendente acto divino de la creación. De ahí que la pregunta del hombre sobre sí mismo sea esencialmente una pregunta sobre Dios, deberá, pues, seguirse diciendo que Dios mismo es quien toma la iniciativa en esta titubeante habla sobre Dios, la cual, empero, sigue siendo humana. Aquí es donde se topa con lo paradójico de la correlación de preguntarespuesta: es el hombre quien pregunta, y quien deberá también, en primera línea, dar respuesta; pero pregunta y respuesta se ven abarcadas creadoramente desde dentro, y rebasadas por el acto creador de Dios. Me da la impresión de que, en su búsqueda en pos de una correlación entre pregunta y respuesta, los teólogos yerran sus tiros siempre que pretenden fundamentar el valor universalmente válido de la revelación prescindiendo de una auténtica «teología natural», la cual podría también observar una forma distinta a la que antiguamente tenía

la abstracta y conceptual «prueba de Dios». Algo de nuestra convicción respecto al carácter indebido de esta existencia nuestra — y ello es, en definitiva, lo que en el habla creyente se explica como «ser creado»— tendrá que mostrarse por fuerza bajo signos diversos en nuestra existencia en el mundo, porque, si no, no cabría aguardar que el hombre moderno siga hallándose abierto a la revelación cristiana. A la figura de Cristo, la teología dialéctica la ve con razón como la revelación simultánea de la perdición y absurdidad del hombre, y de la inmerecida plenitud de sentido que viene a otorgársele en Cristo. A veces, sin embargo, se tiene la impresión de que se acentúa precisamente el sinsentido, lo no-bueno del mundo, para hacer ver que todo sentido y toda bondad han de ser aguardados de la gracia de Cristo. Pero procediendo de este modo, se pasa por alto una cosa, que es, no obstante, un hecho experimental, a saber, que existen nocreyentes quienes íntegra y cabalmente dedican su empeño a mejorar el mundo y a superar en él todo sinsentido. Hasta el luterano K. Logstrup 11 ha objetado su crítica contra dicha tendencia, tomando como base la fe cristiana en la creación. Resulta difícil verle un sentido a que, primero, deba guardarse silencio sobre la actividad creadora de Dios, para luego, una vez que se ha constatado el sinsentido de la historia del hombre, hacerle también de repente un sitio a la fe en la creación, si bien ahora dentro de la soteriologta cristiana. Cierto que, como tarea de la teología, forma parte también el esclarecer en sus estructuras la radical limitación y pecaminosidad de la existencia humana, pero no con menos ahínco deberán elucidarse las implicaciones de la bondad que al mundo le toca en suerte en virtud de la

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11 K. LOGSTRUP, Tbe doctrine of Goi and man in the theology of Bultmtxnn, en Theology of Bultmann, New York 1966, 83-103.

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creación. La tendencia antimetafísica de la actual teología católica y reformadora parece deberse ai temor de que, si la fe cristiana posee algún vínculo con una intelección humana racional de la realidad existente, y no constituye dentro de ésta una zona al abrigo de la tempestad, se estará basando en unos datos sobre los que el hombre puede disponer soberanamente, de modo tal que la revelación ya no será por más tiempo «acontecimiento» («Er-eignis»: proceso histórico de una realización). Pero en este razonamiento se olvida que, a nivel mundano, hay también cosas que existen ciertamente como «ya dadas», y sin embargo no son aún «disponibles», no están «a la mano» ni se puede «disponer» de ellas para manejarlas, en el sentido de Bultmann; piénsese tan sólo en la amistad, el amor, el encuentro personal, la fidelidad conyugal. Todos estos tipos de realidades tienen claramente el carácter de «acontecimiento»; no se dejan funcionalizar completamente; no somos nosotros los que nos apropiamos de ellas, sino ellas las que se apropian de nosotros. Ni son tampoco puras proyecciones humanas, como se deduce ya del reconocimiento del valor personal del prójimo humano que ahí se encierra; estas realidades humanas se sustentan en un sentido indebido, no-exigitivo, que encierran en sí, sentido que se me da a entender en ellas y que se incauta de mí. Resulta pues posible y tiene sentido el ver en la vida humana, fuera de la revelación, algo más que perdición y absurdidad, así como también una manifestación — aunque a menudo impotente— de esencial bondad. En esta consideración de la realidad desde el punto de vista de la pregunta humana sobre el auténtico cumplimiento de la vida, o con otras palabras, en la pregunta humana sobre la salvación, veo yo el único contexto explícitamente no-religioso en el que tiene sentido hablar de Dios como correlato, según incluso los criterios

del juego lingüístico religioso. No tiene de hecho sentido dar a una pregunta no-religiosa una respuesta religiosa, porque pregunta y respuesta pertenecen entonces a dos juegos lingüísticos diversos, y por tanto, visto desde el análisis del lenguaje, se comete un error categorial. Que eso es lo que ocurra en el caso sobre el que hablábamos ahora, sólo podrá afirmarse si se pierde de vista la dimensión de profundidad, el carácter «aconteciente» de nuestra existencia humana. La pregunta del hombre acerca de sí mismo, que palmariamente no es una pregunta religiosa, se sustenta de hecho en la realidad de la creación, y toma así su origen, en forma no explicitada, de la base de toda religiosidad, a saber, del acto soberano y sorprendente con que Dios realiza su creación, acto que no queda superado por nuestra pecaminosidad. La prepotencia del acto bueno de la creación de Dios suscita en nosotros la pregunta sobre cuál sea el auténtico fundamento del dato experimental de que los hombres, a pesar de todo y sin saber de la redención de Cristo, sigan confiando en que es el bien y no el mal quien debe tener la última palabra. La revelación cristiana de Dios amplía este «debe tener» a un «tendrá»; pero sin el «debe tener» humano, el «tendrá» cristiano sería incomprensible. Esta consumación humana final, que todos los hombres buscan aunque no puedan formularla y sean sólo capaces de realizarla en parte, esta salvación y esta paz, en pos de la cual todos caminan, es la universal precomprensión de lo humanum que nos está prometido en Cristo. Escatología y cristología coinciden esencialmente. La realidad humana, que — a pesar de todo— tiene ya sentido cuando se la explica en conceptos mundanos, y sobre todo mediante realizaciones prácticas de sentido dentro de una historia de sinsentido, recibe del cristianismo una superabundancia de sentido, por así decir; recibe al Dios vivo mismo, el cual es últi-

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mámente la superabundancia a la que todo sentido mundano debe su significado mundano propio. Si se afirma, pues, lealmente la posesión de sentido de lo mundano, con tanto más vigor vendrá a imponerse la pregunta sobre qué signifique entonces religiosidad. Porque, ¿qué puede ser, si, al menos en su intención primaria, no cabe ver ya a la religiosidad como una función de este mundo? Habida cuenta justamente del significado del pensar funcional en nuestra actual sociedad, esto parece constituir de hecho una grave contraindicación en detrimento del sentido de lo religioso. Puede, sin embargo, que esto venga a ser un día en el futuro el gran «prae» de la fe en Dios. Parece que estemos afrontando una época en la que el hombre, a pesar de todos sus reconocimientos a la ciencia, la técnica y el dominio del mundo, pierde sin embargo su fe en estos nuevos valores, ya que no puede verlos como fuerzas capaces de dar solución a la problemática existencial y social última. El hombre parece estar a la búsqueda de unas formas de vida en las que haya lugar para lo in-debido, «acontecimiento», «happening». La misma religión y, en consecuencia, también el cristianismo, no están ya al servicio de alguna otra cosa, y, en este sentido, no sirven para nada. Ahora bien, esta inutilidad, esta falta de funcionalidad, viene a ser lo auténtico de la religión. Al concepto de «función», que es una realidad, le sale al paso otro concepto igual de real: sentido, acontecer, inexigencia, gratuidad: salir del ámbito de las necesidades e intereses individuales o colectivos, hacer saltar el pensamiento instrumental. Presumo que esta conciencia, cada vez más fuerte, es la razón de por qué tantos jóvenes y laicos estudian precisamente teología: no para recibir respuestas bien terminadas, sino para indagar tanteando este ámbito silenciado en nuestra época. Criterio de un valor lo es su carácter indebido, es

decir, que no recaiga sobre él la sospecha de depender de una necesidad, o de ser inconscientemente una función. Quizás no haya, a nivel humano, ningún valor que no tenga a la vez una función, y ocurre también que en muchas funciones se encierra un valor. Todo valor, sin embargo, empieza a ser sospechoso cuando entra en dependencia de una necesidad, y lo funcional pasa de este modo a ser determinante; y cuanto mayor es el valor, tanto más se ve amenazado por esta dependencia. No amo a alguien porque me preste servicios, aunque, por otra parte, a quien me presta servicios puedo a la vez amarlo. El valor puede permanecer puro, con tal de que uno sea consciente de su función. El que Dios, el absolutamente otro e íntimamente próximo, no sea directamente para mí de ninguna utilidad en el sistema mundano, sino que, al contrario, me obligue a comprometerme e intimar al mundo a una realización de sentido y superación del sinsentido, significa ya una garantía de que mi amor a Dios es puro, no funcional. El que Dios aparezca en un mundo en el que no se lo aguarda, puede ofrecernos una garantía de su presencia, mayor que si apareciera eventualmente en un mundo que tiene necesidad de él para sanar toda clase de penurias individuales y sociales. Eso podría habérnoslo enseñado ya la crítica a la religión de Feuerbach, Freud, Marx y Marcuse. Valor y funcionalidad pueden caminar de la mano, pero el valor sólo se evidencia como auténtico por y en un encuentro desinteresado: porque es conocido, calificado sobre todo lo demás y amado, sin que se mezclen en ello intenciones parásitas respecto a su utilidad funcional. Lo mismo hay que decir en lo que atañe a la religión, aun cuando posteriormente vayamos a descubrir que, en virtud de su función crítica escatológica, es indirectamente de utilidad extrema para el mundo. La crítica a la religión, que analiza nuestras necesidades

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inconscientes, colabora claramente a esta luz en orden a una purificación de la fe. Me atrevería incluso a decir que, gracias a los ataques de la crítica a la religión, el creyente vive —entendiendo por «vivir», guardar relación con la auténtica actitud de fe. El hombre religioso da testimonio no de sí mismo, sino del otro, de Dios; y, en cuanto tal, tampoco tiene entonces que temer nada de desmistificaciones. Y el hecho de que en nuestro mundo haya testigos de Dios, hombres que creen en la realidad de Dios, es también un elemento de nuestra historia mundana. No procede analizar nuestra historia, dejando fuera de consideración a estos profetas del acto de la creación de Dios; sería igual de absurdo que indagar el sentido de la historia humana sin tomar en cuenta, por ejemplo, el hecho constatable del amor humano o de la guerra que nuestra historia ha conocido.

bre no experimente signos y destellos de trascendencia, ni llegue a adquirir conciencia de que una interpretación exclusivamente científica y técnica de la realidad deriva inevitablemente hacia formas múltiples de inhumanidad. Al espacio que quede libre tras el análisis de esta alienación, el hombre ciertamente no lo experimentará en forma directa como una pregunta sobre Dios; pero tan sólo este contexto experiencial concreto parece deparar un terreno sensible de resonancia para el habla cristiana sobre Dios, que solamente ahí podrá resultar comprensible y con sentido como buena nueva. Menos aún que nunca, no podemos hoy día prescindir de una «teología natural» (antropología consecuente con la experiencia). A la correlación de pregunta-respuesta, como precomprensión del cristianismo y fundamentación de su validez universal, yo personalmente no quisiera, pues, interpretarla en el sentido de que el hombre plantee una pregunta, y la revelación cristiana sea calificada como la respuesta a esta pregunta. No me parece a mí que esto haga comprensible a la revelación. Se está entonces tocando en dos pianos atemperados en clave de lenguaje desigual. Yo quisiera formular la correlación del siguiente modo: el hombre emplazado en el mundo, que a pesar de los pesares anda en búsqueda de sentido, plantea una pregunta, y a esta pregunta es por tanto él mismo, quien debe en primera instancia responderla. Su respuesta deja trasparecer algo del milagro del existir humano, a saber, que, a pesar de todo, el hombre desea realizar el bien, y que, a pesar de Dachau, Buchenwald y Biafra, y a pesar de la oculta miseria personal, espiritual y social de tantos hombres, sigue sin embargo confiando en que el bien se impondrá, y él dedicará también su empeño a ese cometido. En realidad, esto podemos constatarlo en muchos hombres: hay algo en el hombre, que no le debe a él su origen, que propiamente

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Esta exposición no ha penetrado hasta el misterio del mensaje cristiano. Nos hemos quedado en el umbral, en la consideración del hombre, al cual tenía que resultarle comprensible el habla cristiana sobre Dios. Hubiese preferido hablar directamente sobre el cristianismo. Pero opino que, en el momento actual, nosotros los cristianos hemos de escuchar primero al mundo con gran atención, para reunir el material con que podamos despejar una vía de acceso al cristianismo, ya que en este punto radican actualmente los grandes problemas pendientes aún de solución. No podemos menos de analizar con mayor cuidado las alienaciones del hombre, y habilitar en nuestro ser humano el espacio en el que pueda ser comprensible el habla cristiana sobre Dios; lo cual no excluye que el prestar realmente oídos a este discurso, N¡«nifique una abnegada metanoia. El habla cristiana sobre Dios no encontrará acceso alguno hacia el hombre moderno, caso de que, ya en su vida concreta, este hom-

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rs en él una «demasía». A esto inexpresado, el cristiano lo llama por su propio nombre: el Dios creador, que, por ser precisamente Dios, no proyecta ninguna sombra alevosa sobre nuestra existencia, y puede por ello estar presente, aunque parezca estar ausente. La respuesta vacilante del hombre a su propia pregunta, respuesta que será dada primariamente en la praxis, es en la fe cristiana identificada, señalada con el dedo. La historia humana, creación de Dios, es por tanto ella misma el presupuesto en orden a la precomprensión de la revelación cristiana, y, a la vez, la respuesta que la revelación da. A la luz de la revelación se manifiesta la superabundancia de sentido que se halla contenida en el sentido que el hombre ha descubierto ya en el mundo. Puede, por tanto, decirse en propiedad que el ser-cristiano puede ser algo anónimo, aunque, en cambio, sea necesario expresar en formas diversas que, debido a su ortopraxia, los no-creyentes no quedan al margen de la salvación. Mas no por ello el ser-cristiano es algo anónimo, sino, al contrario, algo que nomina, y que nomina de una forma explícita, consciente y fundada; alegría por el misterio identificado, que, sin embargo, sigue siendo misterio. La religión, en cuanto tal, asienta tesis, es explícita, ya que se basa en una interpretación claramente determinada de la realidad — y para el cristiano esto representa la expectación fundada que se nos ha anunciado como promesa en Jesús, el Cristo. En el hombre Jesús, la pregunta del hombre acerca de sí mismo y la respuesta humana a esta pregunta son traducidas a una pregunta divina al hombre y a la respuesta divina a esta pregunta: Jesús es el Hijo ile Dios, expresado en conceptos de humanidad; él es la correlación de pregunta-respuesta. Según esto, en el habla sobre Dios el cristiano católico ha venido a ser menos racionalista, sin haber negado la* exigencias de sustentabilidad y comprensibilidad hu-

manas; y el cristiano reformador ha venido a ser algo menos fideísta, sin haber negado el carácter aconteciente de la revelación. Esta recíproca aproximación se debe a la posición preminente que la pregunta hermenéutica sobre la comprensibilidad humana y la posesión de sentido de la revelación cristiana ocupan en nuestro mundo. En el actual diálogo ecuménico, la teología natural constituye un tema céntrico, ya que el mismo diálogo interconfesional apunta esencialmente a la comprensibilidad de la fe cristiana para el hombre mundano, no vinculado a la iglesia. Es de por sí evidente que al diálogo se lo concreta no en los temas interconfesionales, sino en las preguntas que plantea el hombre concreto en su búsqueda de sentido, en su búsqueda de un nuevo espacio que él echa de menos en un mundo determinado como lo está por la ciencia y por la técnica, con sus (justificadas) exigencias de eficiencia y racionalidad. El diálogo ecuménico se dirige hoy día al «hombre que protesta», que se halla a la búsqueda de sentido, y que puede así ejercer en este diálogo ecuménico una función crítica, para que de ese modo no degenere en polémica doméstica e infructuosa, entre hermanos de la misma familia cristiana.

I V.

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II De camino hacia una ampliación crítica de la hermenéutica

En esta última aportación, la hermenéutica ya clásica de las ciencias del espíritu será confrontada con las «teorías críticas» de la llamada «Escuela de Frankfurt», preferentemente con las ideas de su más moderno y enérgico defensor, Jürgen Habermas. Éste ha desarrollado una teoría crítica de la sociedad, que ha venido a constituirse en fuente de inspiración de numerosos grupos, de jóvenes teólogos sobre todo, que se han fusionado en movimientos tales como, por ejemplo, «Kritischer Katholizismus», «Kollektiv 17», «Tcgcnsprank»; una fuente de inspiración que ha ejercido también su influjo en la «teología política» de J. B. Mctz, la cual empalma más claramente con la forma clásica de teologizar. Lo que de estas comentes me interesa aquí, es la cuestión de si realmente contengan aspectos que hayan sido olvidados por parte de las ciencias hermenéuticas y, en consecuencia, por parte también de la hermenéutica filosófica y teológica, en su reflexión sobre sí misma. Por esta razón, el estudio de la teoría crítica de la sociedad puede ser para el teólogo motivo de un examen de conciencia, de una reflexión, concretamente, que aporte algo más que el firme propósito de —parecidamente a como antaño se añadía al análisis teológico «pia corolaria»— adosar retales de crítica social a un tratado teológico, concluso ya de antemano. Una reflexión teológica sobre la aportación de estas nuevas corrientes puede hacer ver a la teología que el modo como habrá

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de retransmitir el mensaje cristiano, actualizándolo, consistirá precisamente en formar la autoconciencia reflexiva y crítica de una praxis cristiana, que no sólo interprete a la realidad en creyente, sino que proyecte también modelos operativos para reformarla y mostrar justo en la praxis el fundamento de validez de su interpretación actualizadora. De esta manera, hace así aparición en la teología una relación nueva entre teoría y praxis.

5 LA TEOLOGÍA HERMENÉUTICA EN CORRELACIÓN CON UNA TEORÍA CRÍTICA DE LA SOCIKDAD i TEORÍA CRITICA DE LA SOCIEDAD

1.

Conceptos introductorios

a)

El concepto de «teoría crítica»

La expresión «teoría crítica» y lo que con ella se implica, toma sus raíces del movimiento crítico de la Ilustración. La Ilustración inició una «crítica de la ideología» en campos diversos. Ésta se manifestó primero en una hermenéutica crítica, que se distanció de la forma tradicional de interpretar, tal como en aquellos tifas era ejercida por el protestantismo ortodoxo. Til primero que esbozó los fundamentos de esta nueva hermenéutica fue Spinoza1. La razón que le llevó a proyectar esta nueva hermenéutica, fue la de que los textos bíblicos habían venido a ser incomprensibles para los adeptos a la Ilus1 Véase sobre todo Z. SII.VAIN, Spinoza et l'interprétaíion de VEcriture, Paris 1965; H. DE DIJN, Over de iníerpretatie (van de 11. Schrijt) volgens Spinoza: Tijdschrift voot Filosofie 29 (1967) 667-704; n modo de resumen: A. WELLMER, Kritiscbe Gesellschaftstheorie und Positivismits, Frankfurt 1969, 43-44.

AMPLIACIÓN CRÍTICA DE LA HERMENÉUTICA

TEOLOGÍA Y TEORÍA CRÍTICA DE LA SOCIEDAD

trnción. Según los cánones de la razón ilustrada, «incomprensible» quería decir tanto como «in-inteligible» e «i-razonable», de modo que a esta tradición cristiana ajena a la razón, era imposible actualizársela mediante una interpretación hermenéutica, en forma tal que resultase comprensible. Así es como surgió de hecho un conflicto entre la historia eclesiástica de la interpretación y otra tradición distinta, más nueva, a la que podría denominarse como crítica, y que abarcaría las modernas ciencias empíricas junto con sus cambios concomitantes en la praxis de la vida social. En virtud de este conflicto, la tradición cristiana perdió indudablemente en autoridad. En este sentido puede decirse que la reflexión hermenéutica introducida por Spinoza, contenía un elemento de crítica. Tras la Ilustración, esta intención crítica vino otra vez a perderse. La hermenéutica que hizo entonces su aparición, la de Schleiermacher sobre todo, volvió a desligar a la reflexión hermenéutica de la crítica, en orden a cultivar exclusivamente una interpretación actualizadora, en lo que se echaba de ver una nota peculiar del romanticismo. Esta tendencia, si bien con correcciones de envergadura, fue asumida por Dilthey, y desde él, pasando por Heidegger y Gadamer, avanza en línea recta hasta la hermenéutica actualmente en vigor. De este modo, la hermenéutica ha logrado validez universal; se la desligó de la crítica ilustradora, y recibió como tarea la de restablecer la autoridad de las tradiciones. En cierto aspecto sí que siguió conservando su actitud crítica, en el sentido, concretamente, de que la conciencia histórica de entonces, con sus rasgos positivistas inequívocos, la desenmascaró como ilusión objetivista. Pero no se mostró capaz de ejercer una crítica respecto a sí misma: no se pone en duda que la tradición en cuanto tal sea un conjunto con sentido, que, ya sólo por la diferencia de

precomprensión entre los que comenzaron la tradición y el intérprete actual, necesita de una interpretación. Tras la crítica de Spinoza y la hermenéutica de las ciencias del espíritu, la cual (reducida por influjo del romanticismo) contenía también elementos de crítica, se han presentado además la interpretación de la historia de Marx y el psicoanálisis de Freud, como teorías críticas. Así pues, la expresión «teoría crítica» ya a partir de la Ilustración ha tomado carta de ciudadanía.

K,()

b)

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«Nueva» teoría crítica

La teoría crítica de la que se hablará en este capítulo, se presenta con razón como una «nueva teoría crítica». Sus propugnadores hacen atender a que la teoría crítica de la Ilustración contiene aún restos especulativos y positivistas, si bien por otra parte pretenden llevar consecuentemente hasta el final el más hondo impulso de la Ilustración, es decir, su intención de realizar la razón y la libertad, en lugar de la falta de razón y de libertad que de hecho eran transmitidas por la tradición. La Ilustración quería en el fondo oponer un espíritu de crítica a la legitimación de una falta de razón y de libertad, que formaban por igual parte de la tradición. Sin duda, hay que ver a la Ilustración en el contexto de los movimientos políticos y hasta revolucionarios de emancipación, que experimenta la modernidad. Los pensadores de la Ilustración vieron algo que la posterior hermenéutica de las ciencias del espíritu perdió evidentemente de vista. En ambos casos se estaba de acuerdo en que hemos de entablar diálogo con la tradición, más aún, que «somos» en realidad diálogo, como lo ha formulado Gadamer sumándose a Heidegger, quien evidentemente es de hecho el mejor teórico de esta hermenéutica de las ciencias del espíritu. La Ilustración, con todo, conoció que

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TEOLOGÍA Y TEORÍA CRÍTICA DE LA SOCIEDAD

este diálogo con la tradición contiene también elementos y nexos a los que puede calificarse de despóticos, y que, en este punto, excluyen un auténtico diálogo con la tradición. Se da pues un diálogo con la tradición, en el que no es meramente un homonte diverso de comprensión entre hablante y oyente, o texto y lector, lo que perturba la comunicación, perturbación ésta que podría ser suprimida por una interpretación actualizadora, de modo que fuera posible una comprensión auténtica. La Ilustración llegó al convencimiento de que en el «diálogo» con el pasado se dan también perturbaciones que no pueden solventarse hermenéuticamente. A dichas perturbaciones de comunicación con la tradición retransmitida no se puede ya, en buena conciencia, «actualizarlas» por medios hermenéuticos, porque la respuesta que deberá dárseles sólo puede consistir en oponerles resistencia. La experiencia fáctica de la pérdida de autoridad de las tradiciones, representó para la Ilustración una experiencia precisamente de su poder despótico. Puesto que, para la razón ilustrada, la pretensión autoritativa no podía fundamentarse de modo tal que fuese libre el afirmarla, dicha pretensión sólo podría guardar de hecho su vigencia de un modo despótico, es decir, en razón de una autoridad que efectivamente poseyera. El principio de la razón ilustrada puede propiamente formularse en el siguiente postulado: todas las relaciones de autoridad que son represivas y despóticas, que sólo pretenden por tanto legitimarse en razón de su existencia fáctica, han de ser abolidas. La Ilustración, por consiguiente, no ve ninguna oposición de principio entre autoridad y razón. Sí, en cambio, declara que existe fundamentalmente una oposición entre la razón, que es el principio de una comunicación no-violenta, y la autoridad fáctica, en cuanto ésta era el auténtico sujeto y «tirtor» de la realidad a la que la Ilustración experi-

mentó concretamente como una comunicación perturbada por el poder violento. En una consideración ulterior, deberá por tanto distinguirse entre la intención crítica de la Ilustración, el acontecimiento fundamental de dicha época, que reclama una continuación actualizadora, y otra serie de fenómenos colaterales que también se dieron entonces, pero que de ningún modo precisan de actualización. Esta intención crítica de la Ilustración es la que pretende recoger la nueva «teoría crítica» (Horkheimer), pero sin los residuos metafísicos y positivistas que no habían sido eliminados aún por la Ilustración y por los movimientos críticos que de ella se originaron. Ésta es, pues, la razón de por qué a la teoría crítica de que aquí se habla, se la llame «nueva». Por su esencia, es antimetafísica y se resiste contra toda filosofía y teología de la historia que sean puramente especulativas. c)

163

Jürgen Habermas

La nueva teoría crítica ha recibido múltiples reelaboraciones. En este capítulo limitaré mi atención a la «Escuela de Frankfurt», y, dentro de ella, sobre todo a la obra de Jürgen Habermas. Sus predecesores, Adorno, Horkheimer y Marcuse, debido al fracaso de la praxis revolucionaria, han vuelto en cierto modo a desvincular su teoría crítica de la praxis; a la teoría crítica la entienden como un proceso prácticamente impotente frente a la sociedad en cuanto sistema de alienación y cosificación. Según este modo de ver, la teoría crítica no es más que una chispa, con la que deberá, sí, mantenerse viva la evocación en orden a la venida de lo «absolutamente otro»; pero el que esto venga, sólo puede en realidad ser objeto de esperanza, de una esperanza que ciertamente se adquiere por aprendizaje (mediante labor de

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conceptos), pero a la que simultáneamente se la pone en duda 2 . Por un lado, pues, esta teoría crítica de los predecesores de Habermas no se corresponde (en parte) con las exigencias de una estricta cientificidad, y, por otro, se halla desligada de una praxis política efectiva. Por esta razón, Habermas la califica de «nueva ideología». Habermas, por su parte, ha descubierto que toda teoría crítica corre el peligro de desligarse de la praxis, desvirtuando de este modo precisamente su fuerza crítica. En consecuencia, dentro de su teoría crítica la relación entre «ratio theorica» y «ratio practica» ocupará un puesto central. Según sus análisis, tanto en los países comunistas como en el occidente capitalista, la teoría crítica — e n la medida en que efectivamente se diera — se ha deshecho de su intención originaria, consistente en ser la autoconciencia de una lucha política por la emancipación de la humanidad frente a sus vínculos despóticos, surgidos a lo largo de la historia. Habermas, a su vez, ha sido ásperamente criticado por la «nueva izquierda», tachándosele de inconsecuente3. Está, sin embargo, fuera de duda que él, siguiendo por lo demás a Marx, pretende asociar constitutivamente una verdadera teoría a una praxis crítica, aun cuando lleve a efecto una separación entre ciencia y agitación política. Del fracaso de los movimientos revolucionarios en Europa, Habermas saca la conclusión de que la teoría crítica ha de encararse también críticamente frente a sí misma, caso de que quiera recuperar la perdida conexión con la praxis política. Por eso ajusta cuentas radicalmente con la propensión de la ciencia actual a declararse libre en principio de todo influjo «extraño», y a califi-

«•¡irse de este modo como «libre de valores». Según veremos luego, su crítica a esta teoría de la ciencia es muy radical. En las aspiraciones de Habermas cabe distinguir dos líneas: a) una lucha en favor del espíritu crítico de las ciencias, b) una lucha, igualmente, en favor del espíritu científico de la crítica4. Por eso, en el afecto antimetafísico y empírico de la ciencia anglosajona, reencuentra él francamente al espíritu de la Ilustración, en forma más pura de lo que lo está en el «pensamiento alemán» de los filósofos de la historia. En el concepto anglosajón de «science», ve él un elemento de humanidad y progresividad que será también decisivo para su propio pensar, a saber, una sensibilidad antimetafísica y autocrítica.

164

» A. WUIXMER, o. c. 54-55. " II. I). 11A i IR, Kritik der «politischen Tecbnologieo, |!)fll¡ v l'le ¡liikc anlwortet Habermas, Frankfurt 1968.

Frank£urt-Wien

d)

165

Tres presupuestos para comprender la teoría crítica

En orden a hacer comprensible la siguiente exposición de la teoría crítica de la historia, será procedente que de antemano examinemos tres aspectos más de cerca. 1) El interés emancipativo de la reflexión. A la pretensión elevada por la ciencia de carecer de todo valor, Habermas la ha sometido a una crítica radical. Este punto de vista intenta ser, según opinión propia, una crítica a la ideología, siendo así que parte de unos principios (neo-) dogmáticos: en nombre de su pretendida libertad frente a todo valor, las ciencias empíricas y su subsiguiente tecnología no dictan de hecho a la sociedad sino otro sistema de valores distinto, a saber, el suyo propio, el estatuto preferencial de la racionalidad tecnológica5. Consecuencia de esta concepción es la de que las más intrincadas decisiones humanas le serán confiadas a una computadora. 4 G

J. HABERMAS, Tbeorie uni "Praxis, Neirwied • 1969, 289. Ibii., 245-246.

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Llevado por su análisis, Habermas llega a ver que toda ciencia se guía por un interés determinado: a) El interés de las ciencias analítico-empíricas es la utilidad técnica6; es decir, en virtud del principio de la repetibilidad, dichas ciencias apuntan a establecer pronósticos, y dominar así la naturaleza para servicio del hombre. Podría también decirse que el interés propio por el que trabajan estas ciencias-beta, es la praxis instrumental, de modo que a la praxis instrumental deberá calificársela como el presupuesto trascendental de estas ciencias. A esta luz, «realidad» significa lo que puede ser experimentado como algo de posible utilidad técnica. b) El interés de las ciencias del espíritu o ciencias hermenéuticas es la praxis comunicativa1. Hay unas reglas gramaticales que determinan por qué razón queda perturbada la intersubjetividad entre los individuos vinculados socíalmente. «Realidad» es, para estas ciencias, lo que cae dentro del horizonte de unos hombres o grupos de hombres que se comunican entre sí por un lenguaje comúnmente compartido. «Real» es todo lo que puede ser experimentado mediante la interpretación de un sistema vigente de símbolos, de un lenguaje. c) El interés de las ciencias sociales (que contienen tanto un elemento de cientificidad analítico-empírica, cuanto también hermenéutica) es la praxis crítica, o praxis producente de emancipación. Con esta opción, Habermas se vuelve contra una sociología que se oriente meramente por el modelo «científico-natural» o por el hcrmenéutico. Según su propia concepción, el interés científico que ha de guiar a la sociología, consiste en una

comprensión aclaratoria, que deberá converger con una teoría crítica de la sociedad, de orientación prácticohistórica. La utilidad técnico-social es tan sólo un producto de segundo rango; el auténtico interés científico de las ciencias sociales consiste únicamente en una praxis emancipadora8. Que yo sepa, en ninguna parte describe Habermas qué es lo que, en su modelo de ciencia, entiende él como «realidad», pero creo que, de acuerdo con su forma de pensar, podría formulársela del siguiente modo: considerar a la sociedad desde la condición trascendental de aquello que es posible y razonable — descripción ésta que se aclarará más detalladumi-nte en el transcurso de este capítulo. Esta importante diferencia entre la praxis comunicativa, instrumental y crítica, las tres esferas de ínteres por las que se guían las ciencias alfa, beta y gamma respectivamente, determina la objetividad propia de estos tres tipos de ciencia. Los diversos intereses constituyen en cierto modo las condiciones trascendcntalcn de la objetividad que las caracteriza9. El análisis de esta diferencia tiene su base en la reflexión que Habermas hace sobre la actual teoría de la ciencia y su aguda conciencia del método. Pero lo fundamentalmente nuevo en todo ello es su nueva visión de las relaciones entre teoría y praxis, que en parte es de procedencia marxiste, y el especial significado que otorga a la reflexión. En cada uno de los tres tipos de ciencia se da una conexión interna entre teoría y praxis, siendo la praxis viva la que guía a la teoría. Cuáles sean los intereses que guían

" I. MAhiRMAS, Erkenntnis uní Interesse, Frankfurt 1968, 143-178; ID., 'iilk muí Wisscnschaft ais «lieologie», Frankfurt 1968, 148-149 y 155-157. 1 I. llAimitMAS, Erkenntnis una Interesse, X1&-2H; ID., Technik una Wisl<*lt. ITMJ8.

167

8 Esto constituye el tema de todo el libro de .1. HAHI.UMAS, Zur Logik der Sozialwissenschaften, Tübingen 1967; véase tiunblc'ii Trrhnik und Wissenscbafl, 149-150, y sobre todo 155-159 (contra la» ciencias sociales no-críticas). 0 «Trascendental» no tiene aquí el significado cldslco-lüosófico, ni el signi6cado tampoco que la palabra ha recibido de Kant, sino un sentido post-kantiano. El concepto hace referencia a unos presupuestos que no se los puede pasar por alto, y poseen así validez para todas las situaciones de la vida social.

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a cada conocimiento (científico), es algo que se encuentra conexo, por una parte, con su funcionamiento en determinados contextos de la vida, y guarda relación, por otra, con el hecho de que sean expresión de una específica interrelación entre teoría y praxis, por la cual se caracteriza una determinada forma de vida social. De este modo, según la concepción de Habermas, la praxis determina incluso la condición de posibilidad del conocimiento humano, si bien a su vez la praxis misma se halla en dependencia de este proceso del conocimiento. Esto lleva a Habermas a su consideración fundamental sobre el significado de la reflexión, y a la exigencia de que deba analizarse la dimensión de la autorreflexión en las ciencias analítico-empíricas y hermenéuticas, porque sólo después de ello se conocerán los intereses por los que éstas se guían. Si se hace eso, vendrá a ponerse de manifiesto que tanto la praxis técnica cuanto la comunicativa pueden estar orientadas hacia la emancipación. La praxis técnica apunta a un dominio de la naturaleza; pero con eso mismo se está apuntando a la vez hacia una liberación del hombre frente a las estructuras violentas de la naturaleza, aún no dominadas. La praxis comunicativa de las ciencias hermenéuticas se funda en una determinada avenencia de los hombres en su historia; pero con eso mismo se pone a la vez ante la vista una liberación del hombre frente a las estructuras violentas de la cultura, políticamente manipuladas y retransmitidas de un modo irreflejo. Sin embargo, estos dos elementos del interés emancipativo se basan, según Habermas, en un interés emancipativo que se da en el conocimiento mismo, y que es más sustancial y fundamental. En orden a este análisis, Hahermas toma por guía a Fichte, el primero que, a su modo de ver, penetró en la unidad de razón teórica y pnletica. La misma «razón pura» es guiada por la «razón

práctica»; la autorreflexión de la razón pura tiene una inmediata orientación práctica: su propio interés práctico es esencialmente de índole emancipativa y, por tanto, crítica. Teoría y reflexión se encaminan esencialmente hacia la liberación del hombre, tienen una fuerza emancipadora. «En virtud de la autorreflexión, conocimiento e interés vienen a identificarse», al menos si se presupone la adultez de la comunidad humana10. El carácter emancipativo le es esencial a la conciencia humana. Razón es voluntad de razón, orientación hacia la emancipación. Todo uso de la razón, incluso cuando se lo califique de puramente teórico, está coloreado por el interés; el interés, por tanto, no le es ajeno a la razón, a no ser en la ideología de la «raison puré». El interés forma parte constitutiva tanto de la teoría cuanto de la praxis; precede al conocimiento, y se realiza él mismo en el conocimiento. Es justamente esta identificación de conocimiento reflexivo e interés emancipativo, lo que se halla n l;i liase de la «teoría crítica», como también del psicoanálisis, de la crítica de la ideología, y de la misma filosofía tic la Ilustración. Este motivo del interés emancipativo. ;ilma y centro de la Ilustración, cuenta en la concepción il«- I labcrmas con una universal validez; porque coincide o >i i upic-Ilo que todo conocimiento presupone, a saber, el inicies orientado hacia el ser-sujeto, hacia la adultez y la libertad ". La fuerza emancipadora y crítica que le es específica a la reflexión, radica por tanto (más profundamente que el «circuncidado» interés emancipativol2 de las ciencias alfa y beta. A la fuerza crítica emancipadora, no puede por eso hacérsela independiente de la praxis instrumental y comunicativa. Si empero se la hace, las ciencias

\()H

10

J. HABERMAS, Technik und Wissenscba/1, 164; véase también 159. "• Ibid., 163-164. 12 J. HABERMAS, Erkennlnis und Interesse, 259.

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vienen entonces a consolidar a la sociedad capitalista, y la hermenéutica sirve ideológicamente a la ortodoxia dogmática del orden establecido. A diferencia de otros críticos, Habermas declara que el valor umversalmente válido de la avenencia entre los hombres es un presupuesto apriórico, y así, en cierto grado, le concede un puesto a la crítica de la ideología, dentro del proceso hermenéutico comunicativo. 2) El modelo psicoanalítico de «comprensión por explicación», guiado por un interés práctico. Propiamente es el método psicoanalítico el que le ha servido de modelo a Habermas para su teoría crítica de la historia y para su concepción de las ciencias sociales. En este modelo concreto, se dan dos aspectos esenciales: a) es una combinación de la cientificidad del tipo «explicatorio», es decir, del dilucidar unas estructuras cuasicausales, y del tipo «comprensivo» o hermenéutico; b) este aspecto teórico es un elemento constitutivo de una praxis exactamente determinada. Los motivos inconscientes analizados por Freud, que ejercen su influjo sin que lo sepa el sujeto actuante, tienen, considerados prácticamente, el lugar o la función, es decir, el «valor posicional», de causas. Por eso, el comportamiento que se analiza, puede ser descrito sin hacer referencia a aquellos motivos que le están a la raíz. Será tan sólo el psicoanalista quien perciba estas conexiones. En el momento en que la interpretación formulada por el médico sea también conocida por el paciente como interpretación correcta, el motivo inconsciente podrá ser orillado del camino. Así pues, los motivos inconscientes se hallan, por así decir, enmascarados como causas. Es precisamente bajo este enmascaramiento como poseen la fuerza de un motivo 13 . El diagnóstico sobre

tipos modélicos de comportamiento que han de ser interpretados «causalmente», constituye así el punto básico desde el que podrán reconstruirse los nexos sociales e históricos de la vida, con una orientación objetiva a la que se debe distinguir de las intenciones subjetivas). El conocimiento de estos nexos podrá romper el anatema de las acciones dominantes («Zwangshandlungcn») que son resultado de unas estructuras violentas, naturales o impuestas por la tradición. El psicoanálisis, que intenta interpretar los procesos de socialización en sus cursos típicos, con la ayuda de un esquema general de interpretación, se constituye así en una teoría explicativa, que comporta la intención directamente práctica tic hacer que los procesos evolutivos de desarrollo patológico resulten comprensibles, y en virtud de esto puedan ser curados. El proceso tiene lugar del siguiente modo: explicación, comprensión, praxis curativa; se trata de tina comprensión mediante explicación, poniéndose la vista en una praxis terapéutica. Y esto constituye precisamente el modelo especial de interpretación, el cual, por tanto, no es puramente interpretativo, sino que forma también parte constitutivamente de una praxis. Claro está que a este modelo psiconalítico de interpretación14 no puede adjudicársele sin más una validez universal. Pero sí que puede llamarnos la atención sobre el hecho de que el conocimiento de unos decursos guiados por leyes cuasi-causales, nos puede poner en disposición de reconstruir determinados nexos de sentido. Y ello con tanta mayor firmeza cuanto que dichos nexos de sentido se dan sin que lo sepa el interesado, y ejercen por eso un poder represor, que, lo mismo teórica que prácticamente, sólo podrá ser quebrantado en el caso de que a esta situación se la elucide hermenéuticamente.

'• lbid., 262-299.

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14 El modelo mismo no está totalmente exento de leparos; véase P. RiCOEUR, De l'interprétation: essaí sur Freud, París 1965.

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Queda así patente que, en el psicoanálisis, los métodos de las ciencias analítico-empíricas se combinan con los de las ciencias hermenéuticas. Además, nos encontramos a todas vistas con una concepción cambiada respecto a las relaciones entre teoría y praxis. De hecho la teoría crítica de la sociedad podrá tomar de ahí una inspiración. Porque en las estructuras sociales en las que vivimos, se lleva a efecto algo parecido. Así pues, en la teoría crítica de Habermas debemos conservar ante la vista los siguientes aspectos: una comprensión hermenéutica de las relaciones sociales, mediante explicación de los elementos de coacción represora que se dan en la sociedad y que a primera vista no resultan llamativos; esta comprensión científica adquirida mediante análisis, será estatuida de un modo explícito, en orden a liberar a la sociedad de estos elementos coactivos, mediante una praxis emancipadora, revolucionaria si el caso lo pidiere, y a poner así en marcha una historia cuyo sujeto libre pueda en verdad decirse que lo es la humanidad como conjunto social, su historia propia, o —también cabría afirmar— una historia que por vez primera es auténticamente historia de los hombres. Brevemente, a lo que apunta Habermas es pues a una comprensión mediante análisis, con vistas a una liberación emancipadora. Estos tres elementos están insolublemente vinculados. Si se rompe esta vinculación, la teoría dejará entonces de ser crítica. 3) Continuación correctora de la crítica marxista de la sociedad. La «Escuela de Frankfurt», y dentro de ella Habermus sobre todo, efectúa pues, por una parte, una pendrante crítica científica del marxismo. Por otra parte nc ¡nlenta aceptar críticamente a Marx, haciéndole luego piiNiir más lejos de sí mismo. Esto implica una revisión dr ln crítica marxista de la sociedad, a la luz de la situa-

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ción histórica cambiada — a la que entonces se calificará de «neocapitalista»— y desde el supuesto de la finitud del hombre y de la sociedad. Este empeño hace empalme también con la crítica de Marx a Feuerbach. Feuerbach creyó que, mediante una conversión del corazón humano, sería posible emancipar a la historia de la tutela cristiana y metafísica; la transformación del hombre en espíritu y corazón, tendría de por sí como resultado una «historia mejor». Marx, en cambio, intuyó cuan incisivamente la situación social limitaba a la libertad humana, y por eso dedicó su atención a un análisis de las concretas estructuras socio-económicas ' \ Habida cuenta de que la praxis marxista ha degenerado fuertemente a partir del stalinismo, habrá que afirmar inevitablemente que la teoría contiene el germen — o al menos un correlato teórico— de una depauperación de la praxis. Este punto de vista de los nuevos críticos, no lo analizaré aquí más en detalle. Baste recordar lo que, según su opinión16, ha sido en el marxismo este elemento especulativo: a) un resto metaffsico, derivado de la filosofía de Hegel, en la interpretación del tránsito revolucionario; b) la consecuente absolutización escatológica del proletariado, por una parte, y el papel ideológico que el concepto de trabajo juega en la teoría marxista de la historia y de la revolución, por otra. A pesar de esta crítica, la intuición marxista es asumida por la nueva teoría crítica. En Marx es precisamente, según su opinión, donde pervive auténtico el espíritu crítico y emancipador de la Ilustración.

K A este respecto, véase sobre todo M. XHAUITLAIRE, Feuerbach et la tbéologie de la sécularisation, Parí» 1970. w Véase A. WELLMER, Kritiscbe Cescllschaltstheorie, 61 s.

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2.

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Principales líneas básicas de la nueva «teoría crítica de la sociedad»

Puesto que la nueva teoría crítica intenta comprender tanto a la historia cuanto a la sociedad actual, explicándolas desde un interés emancipativo, en las páginas siguientes hablaré alternativamente de «teoría crítica de la historia» o de «teoría crítica de la sociedad». Remitiéndome de antemano a la bibliografía citada en la nota 42a (pág. 191), procuraré ahora exponer en unos cuantos puntos una visión temática de esta teoría crítica. Hay que tener en cuenta, con todo, que esta exposición temática vuelve a contener un elemento de abstracción, ya que con ella se pretende esbozar o bosquejar lo que en Habermas y en otros teóricos críticos se halla en forma dispersa. a)

Una teoría racional derivada de la empina

La teoría crítica de la historia se presenta como una crítica a la tradicional filosofía de la historia, con su impacto idealista. El nuevo orden social que desean realizar los críticos de la sociedad, no es ninguna actualización de un «ideal», ni se deja tampoco anticipar teóricamente. Ese orden surge como reacción frente a las experiencias de una ausencia fáctica de libertad social, y, por tanto, sólo puede llevárselo a efecto mediante la praxis. La teoría crítica no se basa en un proyecto positivo acerca del hombre o de la sociedad. Donde se basa es en una consideración que sólo en la época moderna ha podido surgir y recibir una fundamentación científica, a saber, la de que la humanidad es capaz de hacer ella misma su historia, de una forma libre y racional (lo desarrollaremos más en el punto b). Pero, en conjunto, teoría y praxis no son fundamentadas en una considera-

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ción antropológica de algo así como la esencia del ser humano. La teoría crítica de la sociedad, por tanto, no analiza los contextos sociales con la escala de una determinada imagen del hombre, sino que investiga tan sólo la estructura fáctica y la articulación concreta de estos contextos. De ahí que esto constituya un análisis que deberá irse llevando a cabo siempre de nuevo; de este modo no podremos, por ejemplo, seguir remitiéndonos al análisis marxista de la situación socio-económica de su época. Por eso, esta teoría analiza cuáles sean las ideas que los hombres se forman de una «buena vida»; con otras palabras, indaga cuál sea la imagen de hombre que sostienen de hecho. Esto podrá describírselo mediante un análisis de los contextos sociales concretos: en esc momento se pondrá de manifiesto que, a la base de la organización o articulación concreta de cualquier sociedad y de todas sus instituciones, se ha dado en todas las épocas, consciente o inconscientemente, un proyecto positivo acerca del hombre (una imagen del hombre y del mundo). Examinando a fondo dicha imagen del hombre, es como se sacan a relucir las limitaciones y ausencias de libertad de unas formaciones e instituciones sociales dadas. Este poner a descubierto la imagen de hombre — la mayoría de las veces inconsciente, al menos al principio— en que se basan fundamentalmente las articulaciones concretas de los grandes contextos sociales, es un presupuesto necesario en orden a superar las limitaciones y ausencias de libertad de un orden establecido. Así por ejemplo, McPherson ha descubierto por análisis que la imagen implícita del hombre, que se halla a la base de las sociedades de Europa y Norteamérica, es una imagen demócrata-liberal e individualista". Procediendo pareja17 C. B. MCPHERSON, The poUlical theory oí possessive Oxford 1962.

indwidualismus,

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mente, la teoría crítica intenta poner al descubierto las conexiones funcionales o disfuncionales que se dan entre la evolución de los medios de producción y las formas que asume el poder o la dominación. Al hilo de su análisis, la teoría crítica descubre así en los contextos sociales concretos unas estructuras palmariamente represivas y despóticas, que al principio no fueron directamente percibidas. En virtud del interés que a esta teoría le es propio, consistente en la historia emancipadora de la libertad, su investigación sociológica se centrará precisamente sobre estos elementos coactivos; debido a tal orientación, adoptará también el nombre de «sociología crítica», ya que se sirve de métodos y análisis sociológicos. Así como el psicoanalista descubre motivos inconscientes, que, enmascarados como causas inconscientes, ejercen en el comportamiento del paciente un influjo represor, el teórico crítico descubrirá también, mediante su análisis del sistema social fáctico, una serie de nexos cuasi-causales, que, por ejercer su influjo como a espaldas de los sujetos sociales, influyen represivamente sobre las formas del comportamiento humano. El poner a descubierto y explicar estos nexos cuasi-causales, constituye un primer paso hacia la emancipación del hombre.

conocimientos sobre lo que puede ser, y además —si bien de forma meramente negativa, como se mostrará — sobre lo que debe ser. Verdad es que el análisis aducirá también conocimientos sobre lo que de hecho es. Pero dicho análisis procede especialmente en vistas a una praxis emancipadora; es decir, a su conocimiento sobre lo que de hecho es, lo explica bajo el aspecto formal de lo que puede ser, y no, por ejemplo, de lo que tiene que ser necesariamente, o tendrá que ser éticamente, o valer eternamente. En la teoría crítica, por consiguiente, la reconstrucción de la historia se halla al servicio del interés de esa teoría por una reconstrucción de las actuales circunstancias sociales, sirviendo dicho interés precisamente a modo de crítica de estas circunstancias. Expresado de otra manera: la «comprensión» a que apunta ln teoría crítica, es una comprensión histórica de las circunstancias represoras, experimentadas como violentas, y de las legitimaciones del dominio de la naturaleza y de la dominación, experimentadas como inauténticas; y todo esto con objeto de poder eliminarlas críticamente del paso19. Entra pues en juego un modelo interpretativo, con ayuda del cual pretende la sociedad comprenderse a sí misma bajo el aspecto, precisamente, de las factualidades alienantes que en esta sociedad se dan. Pero lo especial de este modelo estriba en que no es meramente un modelo interpretativo: la interpretación se halla aquí intrínsecamente ligada a una praxis de contradicción o de impugnación («contestación») frente a estas estructuras sociales. El interés por el conocimiento coincide con un interés por la emancipación práctica. La praxis misma se convierte así en una praxis ilustrada,

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b)

La teoría crítica como autoconciencia de una praxis

La teoría crítica tiene por objetivo suyo una comprensión teórica, que forma parte esencial de una praxis emancipativa, y es concomitante a ella. El análisis de los contextos sociales no tiene como meta acumular conocimientos teóricos sobre «lo que es», mm cuando el conocimiento científico de ello sea impresi ¡odible IR. Lo que busca el análisis científico es acumular 1

M ,1. I lAiiitHMAS, Theorie uni Praxis, 289: «La referencialidad de la crítica U •litiilti, u los análisis empíricos, históricos, sociológicos y económicos, es

177

tan insoslayable, que dicha crítica puede ser refutada científicamente y — dentro de la teoría — sólo científicamente». 10 J. HABEKMAS, Erkemttnis uni Interesse, 332-364, y A. WELLMER, Krlllsebe Gesellscbaftstheorie, 52-53. 12

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una praxis que se guía por una interpretación científicamente explicativa. En la raíz de la teoría crítica, se da el siguiente supuesto o hipótesis de trabajo: una vez la humanidad ha pasado a ser ya un conjunto social, podemos en adelante, como seres libres y responsables, hacer nosotros mismos nuestra historia; en el plano de la razón y de la libertad, podemos enseñorearnos de los diversos mecanismos y estructuras que dominan nuestro ser fáctico. La hipótesis de trabajo no se ha impuesto en el análisis necesariamente; no se parte de ninguna imagen del hombre, que religiosa, ética o humanísticamente se halle determinada de antemano y nos imponga la tarea de hacer nosotros mismos nuestra historia en libertad y responsabilidad, en razonabilidad. El punto de partida es y sigue siendo una teoría derivada empíricamente. Y ésta implica el que, desde los inicios de la edad moderna, y en mayor escala aún durante los últimos años, la humanidad se ha convertido verdaderamente en un conjunto social, y el que este conjunto puede de hecho convertirse él mismo en «sujeto» de la historia 20 . Ahora es en verdad cuando la humanidad ha empezado a ser capaz de dirigir su historia hacia un sentido exactamente determinado. Según Habermas, la validez de una filosofía de la historia depende de dos presupuestos fundamentales: de la unidad de la historia y de su factibilidad o capacidad de ser hecha «Machbarkeit» por hombres dotados de libertad y de razón. La historia sólo puede por tanto racionalizarse, o, con otras palabras, la historia de la filosofía únicamente resulta posible, en la medida en que dicha historia sea en verdad llevada a cabo por hombres libres, razonables. fiste, sin embargo, no ha sido el caso sino a partir

ile los siglos XVII y xvm, y en puridad, ya claramente, a partir de los siglos xix y xx. Los presupuestos inmanentes de una filosofía de la historia no se han realizado, por tanto, más que con nuestra época, y ésta es también la época en que ha surgido una capacidad de racionalizar la historia 21 . Sólo una vez impuesto ya el sistema capitalista de producción, las relaciones de intercambio fueron ocupando en regiones cada vez más amplias del comercio social el puesto que anteriormente detentaban unas estructuras feudales; con el desarrollo de las posibilidades materiales de producción, las instituciones de la vida social fueron perdiendo en medida creciente su carácter coactivo, y dejando de ser una factualidad natural. La demolición de las condiciones feudales de produección, y la sociedad burguesa que se originó a consecuencia de ello, como ámbito de autonomía individual, marcharon de la mano con una racionalización de campos cada vez más numerosos. Mientras que de esta forma la historia venía de hecho a hacerse factible («machbar»), fue a la vez creciendo la auto-consciencia ilustrada de poder también dominar racionalmente a la historia 22 . La pregunta por una filosofía de la historia surgió pues, a todas luces, como consecuencia de unas tendencias objetivas en el acontecer histórico fáctico, en una fase cronológicamente datable de su evolución táctica. Por resultas de la sociedad industrializada y de su comercio social técnicamente perfeccionado, la dependencia mutua de los acontecimientos políticos y la integración de las relaciones sociales se encuentran actualmente tan avanzadas que, por primera vez, dentro de este moderno contexto de comu-

»'

I IIAIII'.IIMAS, Theorie und Praxis, 213-2H

179

21 Véanse también los análisis de H. FREYER, Theorie des gegenwártigen Zeitalters, Stuttgart 1963 (x1955), y Soxiologie ais Wirklichkeitswisscnscha/t, Darmstadt 1964 (Leipzig-Berlin 1930). 42 J. HABERMAS, Theorie und Praxis, 213.

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nicación «la historia se ha integrado en historia del mundo uno»2}. Habida cuenta del hecho manifiesto de que la unidad y factibilidad de la historia constituyen, dentro de la historia, una conquista bastante tardía, y que no se dieron ni como posibilidad antes de una fecha constatable, no cabe justificar el que a estas dos características se las proyecte retrospectivamente en la «historia» que precedió a la época moderna. Habermas deduce de aquí la conclusión de que es propio de una ideología insostenible el suponer especulativamente como dado un sentido general en toda la historia, bien sea que esto ocurra en la filosofía o en la teología. Con anterioridad la historia no fue guiada, simplemente, por un solo sujeto. El que la historia sea factible por hombres libres y razonables, sólo puede deducirse en la época moderna en virtud de unos datos empíricos, y, por tanto, no puede ser afirmación especulativa de una abstracción teórica, con validez para todas las épocas. Tan sólo en la época actual, los elementos naturales coactivos de antaño han podido ser sustituidos efectivamente por una comunicación entre todos los hombres: teóricamente en el plano de lo racional, prácticamente en el plano de un orden verdaderamente democrático. En el plano de la razón y de la libertad ha venido a ser posible poner al descubierto y dominar los nexos sociales cuasi-causales. Esta posibilidad se deduce empíricamente del mismo análisis teórico, y, de acuerdo con esta teoría, no puede ser en ningún caso derivada especulativamente, ni impuesta por cosmovisiones religiosas, éticas o humanísticas. Una de las consecuencias de esta concepción conNÍstc en que no se puede especular idealísticamente sobre el sentido total o general de la historia, sino que » /*w.

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tan sólo a partir de la época moderna resulta de hecho posible conferir libremente sentido a una historia que habrá de ser hecha realmente por los hombres, y conferirle, concretamente, un sentido general. Sólo ahora dicho sentido general ha venido a ser una posibilidad concreta. c)

La teoría crítica como teoría de lo posible concreto

Es pues científica y experimentalmcnte, no en virtud de una opción sin fundamentación racional, como la teoría crítica exhibe que ni teórica ni prácticamente resulta imposible oponerse a que la historia se ven determinada por el poder del orden adquirido o cstnblecido, o por la fuerza del acaso o del inconsciente, o por la dictadura de un determinado proyecto positivo acerca del hombre 24 . De hecho, sin embargo, las estructuras sociales que han ido creciendo en la historia, son de una índole tal que excluyen esta posibilidad concreta 2 \ Pero la teoría crítica descubre que aquello que parece ser inevitable, no es en realidad sino contingente y, por lo mismo, cambiable. La imposibilidad práctica de hacer saltar el orden actual, es consecuencia de las presentes estructuras, las cuales son contingentes. Si a estas estructuras se las cambia radicalmente, se podrá por tanto hacer viable a lo «posible y razonable», que antes fue de hecho imposible. Este descubrimiento logrado medíante análisis, es decir, el de que las estructuras coactivas son históricamente contingentes, abre pues de hecho las perspectivas de lo posible y razonable. De este 24

M. XHAUFFLAIRE, Veuerbach, 287, siguiendo aquí a Habermas. J. HABERMAS, Theorie und Praxis, 213-214: «De igual modo, nunca antes estuvo la humanidad confrontada tan ineludiblemente con el hecho irónico de la factibilidad de una historia siempre aún hurtada a su dominio, como ha venido a ser el caso desde que se han desarrollado unos medios de ¡uitoafirmación violenta, cuyo grado de eficacia hace problemático el que pueda instituírnclos como medios para la asecución de determinados fines políticos». 26

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modo, la teoría crítica muestra que se da una solución de continuidad entre la actual estructuración de los nexos sociales (a la que no deberá considerarse como necesaria o como históricamente fatal, de no pretenderse una ideología) y sus posibilidades26. Lo que de esta apreciación se sigue, es que, actualmente, en nuestra época, la razón y la libertad son de becho posibles. El mismo análisis crítico muestra así que, independientemente de los imperativos religiosos, antropológicos y éticos, es realmente posible otra distinta articulación de las diversas prácticas científicas y reales, es decir de teoría y praxis, articulación ésta que sea en provecho de todos. Ahora bien, sólo una transformación práctica de este conjunto social puede tener como efecto que aquello que es objetivamente posible, cese tácticamente de ser imposible, y que aquello que es objetivamente irrazonable, cese fácticamente de ser necesario. Está claro, pues, que la praxis emancipadora o crítica es la única instancia que puede realizar lo posible y razonable. Vista a esta luz, deberá concedérsele a la praxis un primado por encima de toda teoría que se base sobre un proyecto religioso, ético o antropológico acerca del hombre. Así pues, la necesidad de una revolución del contexto social concreto (con sus elementos coactivos, cuales vienen determinados por el capitalismo, o por el capitalismo socialista estatal, negación tan sólo aparente del anterior) es en realidad dependiente de su posibilidad. En la teoría crítica, lo posible es por esencia algo que necesariamente debe ser realizado, ya que el interés fundamental por el que esta teoría se orienta, consiste en la historia emancipadora de la libertad; lo que se presenta como libertad posible, tiene que ser pues realizado. Herbert Marcuse, en cambio, lo formu-

la más utópicamente: la revolución es posible porque es necesaria. Los nuevos críticos dicen: es necesaria porque analíticamente se muestra que es posible, y porque es presupuesto del análisis el que Ja emancipación y la libertad son ya deseadas. En este sentido, a la teoría crítica de la sociedad deberá calificársela como un optimismo de la razón, toda vez que. es expresión de una posibilidad práctica, por la que lo «posible y razonable» pueden de hecho convertirse en factor determinante de la historia humana. Sólo un análisis científico de la concreta constelación social puede elucidar los presupuestos de posibilidad de una revolución, y tlnr una base crítica a su necesidad práctica: «En este anuido, la teoría de la revolución es la doctrina cntcflonnl de la crítica27.» Téngase en cuenta que el factor determinante de esta empresa es el análisis científico que llcvn n la comprensión; de acuerdo con la propia intención de los teóricos críticos, no hay lugar alguno para una hermenéutica de lo que una sociedad debería ser a la luz de una imagen teórica ideal. El cambio de las relaciones entre teoría y praxis ha venido así a hacerse claro: lo que se defiende es una teoría científica de la historia o de la sociedad, que a) se basa en un conocimiento analítico de las circunstancias sociales fácticas, y que b) lleva en realidad a una revolución, la cual realizará un conjunto social completamente distinto. Lo que en el psicoanálisis es el resultado terapéutico, una vez que el paciente ha hecho suya la «comprensión mediante explicación» del psiquiatra, lo es en este plano la praxis revolucionaria, la cual constituye igualmente el resultado de haber aceptado el análisis teórico —comprensión mediante explicación — de las circunstancias so-

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•" M, XHAUFFLAIRE, Feuerbach, 287.

K

J. HABERMAS, Tbeorie und Praxis, 289.

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cíales concretas. El interés emancipativo que guía a la teoría crítica, sólo puede suscitarse, por lo demás, mediante la experiencia de la violencia y del sufrimiento, es decir, mediante la experiencia de una comunicación perturbada. Esto nos lleva al punto siguiente.

Así pues, mientras la teoría no haya sido realizada, su necesidad y validez seguirán siendo teóricamente una hipótesis. Cierto es que la teoría de la historia anticipa la reestructuración del conjunto social, al declarar que dicha reestructuración no se da aún pero es posible. Sin embargo, esta anticipación no se basa en una estimación teórica ni en una conciencia ideal, ni es tampoco la conclusión inferida de una filosofía de la historia; es puramente crítica y negativa. La teoría crítica tiene que limitarse a hacer enunciados negativos sobre la «futura» sociedad mejor, sin poder, ni querer por tanto, decir algo positivo acerca de ella. Lo que la anticipación misma es, no consiste más que en el hablar crítico sobre la actual sociedad y en la resistencia decidida contra ella. Por esta razón precisamente, dicha teoría de la sociedad o de la historia se califica a sí misma como el resultado de un análisis empírico y como crítica, a diferencia de toda teología o filosofía de la historia; puede, por tanto, depararnos un análisis explicativo de la sociedad actual, pero no una descripción de aquello que en el futuro será o habrá de ser real. Su postura se encuentra entre esos dos polos, como mera crítica al orden establecido del presente; y, ya que no quiere partir de ningún ideal religioso, ético o antropológico respecto del futuro, no puede tampoco cumplir ahora sino una función crítico-negativa. No es que esta teoría crítica niegue el valor de la pregunta que plantea la filosofía de la historia31, pero sí que se distancia de toda respuesta puramente teórica a dicha cuestión, de toda ideología evolucionista del progreso, y tic toda apelación a un decurso predecible de la historia, bien sea que éste se cumpla materialística o espiritualísticamente. Se distancia, incluso, de la «oncología del todavía-no-ser» de

d)

El carácter hipotético de la teoría, y su negatividad crítica

El diagnóstico que la teoría crítica emite acerca de la sociedad, y su proyecto de lo que en adelante deberá ser la praxis, sólo pueden en definitiva validarse en su resultado concreto, es decir, en el caso de que todos los que hayan experimentado un cambio producido en la sociedad por esta teoría, lo reconozcan en libertad como una emancipación concreta28. Con estas palabras, la teoría crítica es, en cuanto tal, puramente hipotética; sólo puede comprendérsela como elemento de una praxis fáctica experimental, de modo tal que el criterio de su éxito lo constituye la misma emancipación lograda. Toda anticipación del fin de la historia es asimismo hipotética29. A este punto de vista no debe entendérselo como una especie de pragmatismo, en el sentido de que la teoría sea verdadera porque tenga éxito. Lo que habría que decir es más bien lo contrario: puesto que la teoría crítica es en sí verdadera, por eso tiene éxito. El único criterio respecto a la validez de la teoría crítica, lo constituye la solvencia científica de sus análisis sociológicos, en cuanto que se guían por una praxis emancipadora. O, por decirlo de otra forma: su criterio es la racionalidad crítica, en la medida, al menos, en que ésta se halla ligada a una praxis crítica30. "* "" *" tlt HHJ

A. WELLMER, Kritische Geselíschafístbeorie, 42. J. HAHERMAS, Theorie und Praxis, 214. Critica sobre la base de un análisis científico; véase J. HABERMAS, TheoPraxis, 289 y 171.

31

J. HABERMAS, Theorie und Praxis, 214.

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E. Bloch, siendo así que ésta ocupa el lugar de una praxis revolucionaria32. Los críticos prescinden sin más de una antropología positiva, que intente determinar la esencia del hombre y, a tales efectos, tenga ante la vista otra cosa distinta a su existir histórico concreto; por eso mismo, recusarán igualmente el punto de vista clásico del marxismo, que proclama al proletariado como una clase social especial, a la que inevitablemente le cae en suerte determinar el sentido general de la historia; punto de vista, éste, que significaría una sacralización o «fetichización» escatológica de la clase trabajadora. Lo que se pretende es limitarse a una teoría deducida empíricamente, que se distancie de toda ideología33. A esta luz resulta claro por qué, para la teoría crítica, es fundamental el que, en orden a garantizar o legitimar la crítica34, no pueda uno apelar nunca a elementos que son ajenos al análisis científico mismo, o a las posibilidades de la praxis emancipadora. Ni siquiera la crítica pue-

de estar cimentada ideológicamente; por eso, caso de que no quiera perder su validez, debe seguir siendo críticamente negativa. La crítica busca su justificación puramente en las actuales posibilidades teóricas y prácticas; y de ningún modo puede decirse que, en este aspecto, sea anarquista o nihilista, aun cuando se añada que hoy la crítica no puede ejercer sus funciones sino mediante impugnación o contradicción, a modo de cuña o palanca. Pero la razón última de su impugnación de las estructuras sociales actuales, la constituye el que, debido a su propia rigidez, estas estructuras impiden que se actualice otras posibilidades distintas; al menos en principio, se procederá ciñéndose también exactamente a la función inhibitoria de las estructuras actuales. La teoría crítica, por tanto, no guarda tampoco consecuencia más que consigo misma, toda vez que se opone no a lo adquirido en general, sino a la propensión que esto encierra de estatuirse a sí mismo en permanencia y de bloquear nuevas posibilidades.

32 Ibii: «Anhang: Ein marxistischer Schelling. Zu E. Blochs spekulativem Materialismus», 336-351. 33 «Ideología» tiene muchos significados. El concepto surgió por vez primera en la Ilustración francesa, en su discusión con Bonaparte (véase W. POST, Ideología, en Sacramentum mundi II, Barcelona 1972, 795-801). Actualmente los significados desfavorables de esta palabra se han impuesto dé tal forma que no tiene ya sentido intentar también buscarles un acceso a los significados favorables; ello no provocaría más que equívocos. Sobre los significados diversos de «ideología», véase: H.-G. GADAMER, Rhetorik, Hermeneutik und Ideologiekritik, en Kleine Schriften I, Tübingen 1967, 113-130; J. HABERMAS, Der Universalitatsanspruch der Hermeneutik, en Hermeneutik und Dialektik I, Tübingen 1970, 73-104; K.-O. APEL, Szientistik, Hermeneutik, Ideologiekritik, en Wiener ]b. f. míos. I, 1968; H. KUHN, Ideologie ais hermeneutischer Begriff, en Hermeneutik und Dialektik I, 343-356; la obra en colaboración: Ideologie, Ideologiekritik und Wissenssoziologie, publicado por K. LENK, Neuwied 3 1967; P. BERGER - Th. LUCKMANN, Die gesellschajtliche Konstruktion der Wirklichkeit, Stuttgart 1969, 132-138; K. MANNHEIM, Ideology and Utopia, London 1936; finalmente G. PICHT, Muí tur XJtopie, München 1969 (cap. 11: «Weltreligionen und Mcologien»); W. DIRKS, Gottesglaube und Ideologiekritik, en Wer ist das eigenlllcb • Gott?, München 1969, 220-231. En el uso lingüístico propio de la teoría «'tillen «le la sociedad, «ideología» significa una falsa conciencia, es decir una nllrnuición especulativa, en favor de la cual no puede aducirse ni empírica ni lilmói-li'iimentc ningún fundamento, poseyendo de esta forma una relación quelintih con la realidad.

La «comprensión mediante explicación analítica» de las estructuras sociales actuales, lo cual significa a la vez una crítica a la sociedad concreta, es y sigue siendo la única justificación de la teoría crítica. Hay quienes declaran, por tanto, que esta crítica desaparecerá y tiene que desaparecer, en cuanto la constelación social de hoy se haya realmente transformado.

"' M. XHAUITLAIRE, Feuerbach, 289.

e)

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La teoría crítica como mediación entre teoría y praxis

La teoría crítica de la historia pretende ser una mediación racional entre la praxis emancipadora y la apropiación de lo real mediante el conocimiento. Si se pasa por alto esta posición mediadora entre teoría y praxis, y si se olvida por consiguiente el equi-

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librio entre teoría y praxis, la teoría crítica vendrá enentonces a ser infiel a su propio proyecto, el cual pretende consistir en una «praxis teórica»; en este caso se habrá convertido en una ideología, y servirá tan sólo a un grupo de ideólogos críticos en partido y establishment. La «comprensión por explicación» quedará entonces en privilegio de una élite, lo cual naturalmente infringe el principio de que la libertad emancipadora ha de ser procurada para todos. La consecuencia real de esta posesión espiritual privada es, en tal caso, la de que sólo la «clase posesora» sacará de ello sus beneficios35. Pero la emancipación no es llevada a cabo por los «teóricos» de la historia, sino por aquellos que transforman de un modo efectivo la articulación actual de las circunstancias sociales. La sociedad vigente intentará naturalmente «integrar» a sus críticos con tolerancia, y de esta forma neutralizarlos, de manera que, en cambio, el sistema social permanece en definitiva inalterado; éste, en realidad, ha sido ya varias veces el destino —hace todavía muy poco— de quienes han sido acusados de «revisionismo». El sistema social vigente se halla de buena gana dispuesto a conceder a los críticos plenos derechos de existencia, pero bajo condición, en ese caso, de que orienten su fuerza crítica hacia una restringida adaptación del sistema, que en el fondo permanecerá inalterado; de hecho, eso significa naturalmente que los críticos se ven precisados a abjurar de su proyecto fundamental. Como consecuencia de dicha situación, muchos críticos opinan que deben colocarse fuera del sistema, para poder tenerlo en jaque con su crítica, ya que, si no, vuelven a quedar absorbidos. Al establishment, sin emburro, ello le reporta otra vez la ventaja de verse ahora liberado de sus molestos oponentes, y de no necesitar

ya soportar en su propio seno la crítica irritante que desenmascara al sistema como un sistema de ausencia de libertad y de razón. La crítica entonces ha emigrado, proviene del exterior de la constelación criticada, y puede así con facilidad reprochársele el ser promovida por un grupo hostil a la sociedad. En tales casos la crítica degenera de hecho a menudo en anarquía. La consecuencia de esta crítica desde fuera es, por una parte, la de que los fieles a la autoridad se ven claramente, y a menudo no sin pesar, distanciados de quienes atacan al sistema, mientras que, por otra parte, aquella crítica que no emigre, amenaza con verse neutralizada dentro de la comunidad social e integrada en ella, teniendo como resultado el que todo siga igual que siempre. Aquellos que desean permanecer consecuentes con la teoría crítica, declaran pues que ésta tiene que hallarse ligada inquebrantablemente a una praxis revolucionaria. Para Habermas, sin embargo —tal como se deduce de las Seminarthesen que expuso en la universidad de Frankfurt, en reacción contra un grupo de acción de estudiantes de filosofía y sociología36—, esto no significa de ninguna manera que la preparación para acciones políticas forme «parte integrante del trabajo de seminario»3?. Las relaciones con la praxis, para Habermas, le son inmanentes al quehacer científico; pero en cambio se opone a todo «radicalismo científico»38:

I US

"" Víiinc K. LENK, Ideologie, 59, y también M. XHAUFFLAIRE, Feuerbach, VI'».

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De la unidad sistemática de teoría y praxis no se sigue, sin embargo, la unidad de análisis científico y preparación inmediata para la actuación política. Por eso, la apelación a la unidad de teoría y praxis no puede fundamentar la exigencia de una unidad institucional de ciencia y preparación para la 36 J. HABERMAS, Seminarthesen (14 diciembre 1968) y su Erklarung vor Studenten (12 diciembre 1968): ambas han sido recogidas en su libro Vrotcstbc< wegung und Hocbschulreform, Frankfurt 1969, 245-248 y 244-245. 37 Ibid., 244. as Ibid.

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AMPLIACIÓN CRÍTICA DE LA HERMENÉUTICA acción. Una separación de ambos campos resulta necesaria... Así pues, entre ciencia y preparación para la acción se dan diferencias estructurales, que postulan una clara separación institucional de ambos campos. El que a una se la confunda con la otra, reportará perjuicios a ambas; la ciencia, en ese caso, se corromperá bajo la presión de la acción, y la actuación política se verá necesariamente inducida a error por un alibi pseudo-científico &.

De esta forma, Habermas se vuelve tanto contra el activismo de izquierdas como contra las amenazadoras reacciones que se le siguen, para las cuales el activismo representa un pretexto oportuno en orden a intervenir40. La cientificidad de la teoría crítica y el carácter crítico de su cientificidad son para él sagrados, y por eso no tolera que se lleve a efecto una fusión entre el análisis científico y la acción fáctica misma. En ello se pone de relieve que Habermas pretende mantenerse resueltamente en lo que él considera como el impulso fundamental de la Ilustración: La base de la Ilustración consiste en que la ciencia se halla vinculada al principio de que la discusión tiene que estar libre de toda relación de potestad, y en que no se haya vinculada a ningún otro principio 41 .

Está además convencido de que quien impugne la base de la Ilustración, hará imposible toda actuación política ilustrada. Si del pensamiento y de la ciencia se hace instrumentos al servicio de las necesidades momentáneas de una pretendida praxis, se estará a la vez socavando los fundamentos de la humanidad («Humanitát»).

" Ibid., 246 y 248. Esto se lo sigue analizando bajo tres puntos de vista: 246-248. » Ibid., 8. " Ibid., 245.

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f)

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Imposibilidad de formalizar la teoría crítica

Muchos críticos de la sociedad han declarado, como una forma de autocrítica, que a la teoría crítica es imposible formalizarla. Si a pesar de todo se lo intenta, dicha teoría —esto es lo que piensan— pasará a ser ambivalente. Su crítica, al fin y al cabo, se dirige contra la articulación que hoy día observan las circunstancias sociales, no contra las estructuras e instituciones sociales en cuanto tales. Procediendo en consecuencia con su punto de partida, la teoría crítica declara, por tanto, que lo que ella presenta como contenido, sólo puede ser el resultado del análisis de una constelación histórica concreta, a saber, la de esta sociedad en esta determinada época, cuya anatomía, por así decir, ello pone al desnudo. No será pues lícito abstraería de esto, lo cual significa a la vez que, siempre que las estructuras sociales sean objeto de desplazamiento, ella se verá referida a efectuar nuevos análisis. Es así como con razón se la ha calificado de ciencia sin «ortodoxia»: la realidad factualmente dada a la que ella se dirige, no es medida según unos valores determinados y constantes, de índole ética, religiosa o antropológica, ni siquiera tampoco según un valor utópico, sino que meramente se la analiza con un bisturí, para acto seguido dirigirle una contradicción crítica. Habida cuenta de tal postura, no sería justo atribuirle a esta teoría-contradiccnte, en cuanto tal, un significado trascendental-filosófico. Algunos de sus epígonos podrán de hecho suscitar la impresión de que, en la teoría crítica, han descubierto el horizonte trascendental-filosófico de comprensión, incluso, de toda religiosidad; sus defensores más acérrimos rechazan esa idea resueltamente42a. 12 • De la vasta bibliografía sobre el tema en cuestión citemos especialmente las siguientes obras: J. HABERMAS, Tbeorie und Praxis, Neuwied

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II TEORÍA CRÍTICA Y HERMENÉUTICA TEOLÓGICA Antes de confrontar directamente a la teoría crítica con la hermenéutica teológica, será procedente que formulemos una reflexión. Por ser en primera línea de índole filosófica, haremos que sea breve; por lo demás, al hilo de la consideración teológica propiamente dicha, encontraremos ocasiones suficientes para hacer acotaciones críticas marginales. 3

1969 t 1 1963); ID., Erkenntnis und Interesse, Frankfurt 1968; ID., Zur Logik der Sozialwissenscbaften, Tübingen 1967; ID., Technik und Wissenschafi ais «Ideologie», Frankfurt 1968; ID., Protest und Hocbschulreform, Frankfurt 1969; del mismo, Strukturwandel der Gffentlichkeit, Neuwied 41964 (11962); F. CHATELET, Logos et Praxis, París 1962; Th. W. ADORNO, Negative Dialektik, Frankfurt 1966; M. XHAUFELAIRE, Feuerbach et la théologie de la sécularisation, París 1970; Ideologie, Ideologiekritik und Wissenssoziologie, publicado por K. LENK, Neuwied 21964; H. MARCUSE, El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, México 1968; C. B. MCPHERSON, The political theory of possessive individualism: Hobbes to Locke, Oxford 1962; A. WELLMER, Kritische Gesellschaftstheorie und Positivismus, Frankfurt 1969; P. RICOEUR, he conflict des interprétations. Essai d'herméneutique, París 1969; ID., Politiek en geloof, Utrecht 1968; H . FREYER, Theorie des gegenwártigen Zeitalters, Stuttgart 1963 (!1955); ID., Soziologie ais Wirklichkeitswissenschaft, Darmstadt 1964 (Leipzig-Berlin 1930); M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, Barcelona *1972; G. BACHELARD, Phüosophie du non, París 3 1962; H. BLUMENBERG, Die Legitimitat der Neuzeit, Frankfurt 1966; ID., Die kopernikanische Wende, Frankfurt 1965; H . SCHMIDT, Verheissung und Scbrecken der Freiheit, Stuttgart 1964; M. HORKHEIMER - Th. W. ADORNO, Dialektik der Aufklarung, Amsterdam 1947; A. J. AYER, The origins of pragmatism, London 1968 (como trasfondo de J. Habermas); A. PEPERZAK, Kan de Verlichting ons verlicbten?, en Ts.v.Filos. 24 (1962) 243-278; K.-O. APEL, Szientistik, Hertneneutik, Ideologiekritik, en Wiener Jb. f. Phil. I (1968); G. ROHRMOSER, Aufklarung und Offenbarungsglaube, en Collegium Philosopbicum, Studien J. Ritter zum 60. Geburtstag, Basel-Stuttgart 1965, 303-325; P. ROBINSON, The Freudian Left; W. Reich, G. Roheim, H. Marcuse, New York-London 1969; O. FLECHTHEIM, Futurologie, Mdglichkeiten und Grenzen, Frankfurt 1968; Diskussion zur «politischen Théologie», publicado por H . PEUKERT, Maínz 1969. Como «pendant» de la teoría crítica (es decir, como propugnador de las «direcciones trascendental-filosóñcas»), véase: M. THEUNISSEN, Der Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegenwart, Berlín 1965. Finalmente, y por lo que atañe a las discusiones germano-evangélicas sobre «teología y reforma de estudios» en mi rchición con la crítica de la sociedad, citemos también: W. HUBER, W. TRILLIIAAS, G. ALTNER, R. LINDNER, y KOLLEKTIV 17, todos ellos en Evangelische

Kiiiiiim-ntare 2 (1969) 207 s; 209-210; 219-221; 230-233; 279 s. Parecidos trasfon»liir» en Krttlscher Katholizismus y en Tegenspraak.

1.

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Acotaciones críticas previas y confrontación provisional

a) El implícito «círculo hermenéutico» de la teoría crítica Con referencia al veredicto de Marx, de que «los filósofos interpretan al mundo, no lo transforman», escuché hace poco al viejo filósofo Martin Heidegger, que decía lo siguiente en una interviú para la televisión alemana: «En el primer miembro de este enunciado se niega lo que implícitamente se presupone en el segundo». Efectivamente: la afirmación de que el mundo debe ser transformado, implica una interpretación determinada de la realidad, y de hecho es ya interpretación. Sobre esta cita me vi precisado a pensar, al estudiar la teoría crítica de la sociedad. Ésta hace atender constantemente a que ella misma no apela a valores religiosos ni éticos, y a que descansa tan sólo en un análisis científico. Sin embargo se da una apelación a la historia emancipadora de la libertad, que en estos análisis constituye el alfa y la omega. ¿Por qué emancipación y libertad no pueden ser igualmente ilusiones de una «sociedad represiva y despótica», supuesto al menos que a todos los demás valores deba exponérselos a la sospecha de ideología? Dicho de otra manera: en realidad, no es cierto que la teoría crítica se apoye exclusivamente en el análisis científico, sino que primariamente se basa en una opción ética fundamental: una opción en favor de la emancipación y de la libertad43. Por lo que a mí respecta, a tal 43 Esto tiene sólo validez para aquellos críticos que definen al hombre fundamentalmente como «ser instintivo» (por ejemplo H . Marcuse). No vale expresamente, en cambio, para J. Habermas. Para él, la «libertad emancipadora» constituye realmente el interés fundamental de la razón humana; eso no es ninguna opción, sino el resultado de un análisis filosófico. Puede, con todo, plan-

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decisión sólo puedo darle la bienvenida. La decisión fundamental de oponerse a toda manipulación y empeñarse en favor de la libertad humana, es una acción ética de primera magnitud, prescindiendo por entero de la cuestión de lo que vaya a hacerse en el mundo con esta libertad exonerada de coacción. Pero, por aceptable que pueda ser esta decisión, es una decisión ética, una decisión humana vital. En cuanto tal, no se sigue de la contingencia de las estructuras factuales, científicamente analizadas; presupone una interpretación de nuestro ser humano, por muy específica que pueda ser la índole de dicha interpretación. A pesar de sus propias afirmaciones, la teoría crítica implica pues, sin duda, un proyecto acerca del hombre, una antropología, y esto vuelve a presuponer implícitamente una interpretación determinada, es decir, una hermenéutica de nuestro ser humano. Así pues, la misma teoría crítica se mueve también, en definitiva, dentro del «círculo hermenéutico». Por esta razón, no podrá tampoco presumir de meta-teoría, en comparación con la hermenéutica filosófica y teológica; su interpretación científicamente determinada de la realidad, procede de una hermenéutica a la que se afirma con sentido. Varios de los seguidores de la teoría crítica de la sociedad, así por ejemplo Wellmer44, son conscientes de que la historia emancipadora de la libertad constituye un «problemático pre-juicio» cuando se la emplea como divisa en favor de la crítica emancipadora45. Cualquier tcársele la cuestión de por qué el proyecto de verdad de la tazón —proyecto realmente liberador— no sea, igual que la «emancipación» en cuanto tal, un fundamental interés del entendimiento humano. Así pues, el restringirse a la «emancipación» puede, en definitiva, ser calificado en Habermas como una opción luiulamcntal. " Además de su ya citado libro, véase su artículo Unpolitiscbe UniversitSt nuil PallHsicrung der Wissenschaft, recogido en J. HABERMAS, Protest bewegung muí UiHbschulkreform, 249-258. ** A. WEJ-LMER, Kritische Gesellscbaltstheorie, 51.

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crítica efectuada en virtud de un análisis científico — dice Wellmer— no puede validarse más que en una «praxis revolucionaria» que logre emancipación. Porque sólo un nuevo estado de libertad realmente experimentada puede confirmar, es decir verificar o falsar, a la «anticipación de una posible libertad», que la teoría crítica haya formulado negativamente, y asegurarle de esta forma un asentimiento general. Pero, dentro de todo ello, la degeneración de una praxis que se basa en crítica emancipadora, sigue siendo «un peligro estructural para la praxis emancipadora, en tanto ésta no pueda llevarse a cabo más que en las condiciones de una comunicación perturbada», cosa que hay que entender como: en las condiciones actuales46. La teoría crítica tiene que llegar, sin duda, a aclararse respecto al hecho de que no se conoce ni puede por esencia conocer el futuro de su propia praxis. Está condenada a operar con una hipótesis de trabajo teórica. Pero ésta se basa en una opción personal a favor de la historia emancipadora de la libertad, opción que, por lo demás, sigue el fundamental impulso de la Ilustración, y que, como arriba se indicó, es para Habermas una base de verdadera humanidad. A consecuencia de esta situación, deberá decirse que la forma en que disponemos de la idea de «libertad», e.s l\ de lo «todavía no-libre»; es decir, propiamente no disponemos de ella. Dicha idea es como una utopía que impele a la historia humana, pero que, en la historia real misma, va forjando resultados determinados poco a poco. Y luego sigue además ocurriendo que se trata de una libertad situada. Cabría preguntar si la teoría crítina no maneja un concepto ficticio de «libertad absoluta», que, por su esencia, está en pugna con las posibilidades humanas. No puede negarse que tan justificado Ibid., véase J. HABERMAS, Theorie ti lid Praxis, 214.

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es, incluso desde el punto de vista crítico, preguntar sobre lo que debe quedar en historicidad, como plantear la pregunta emancipadora sobre lo que debe ser transformado. Y, en último término, la llamada a la libertad no puede contentarse con una libertad sin contenido, aun cuando ciertamente pueda concederse también que, en sí, el estar libre de manipulaciones es ya un extraordinario valor. No que a los esfuerzos de la teoría crítica pueda refutárselo aspelando a nuestra «condición humana», porque esto puede degenerar también eíi ideología. Sin duda las limitaciones de nuestras posibilidades humanas son reales, pero también estas posibilidades forman parte del proceso histórico, y, dentro de los límites generales que se imponen por la corporalidad humana y por el ser verdaderamente persona humana en una comunidad y un sistema social, está excluido el fijar a priori o teóricamente las posibilidades e imposibilidades concretas del ser humano. A esta luz, es muchas veces improcedente preguntar si, visto desde nuestra «condición humana», puede por ejemplo realizarse esto o aquello. Una pregunta de ese estilo podrá muy fácilmente desconocer la fuerte presión que una utopía es capaz de ejercer sobre nuestra realidad concreta, aun cuando ésta se halle limitada por todos sus costados. Queda en pie, en todo caso, que el ser humano es fundamentalmente posibilidad de libertad. La libertad habrá de ser conquistada una y otra vez en cada situación actual, pasando más allá de la corporalidad que ella instituye en la historia, en estructuras y situaciones que, a pesar de todo el apoyo que a dicha libertad le ofrezcan, amenazan constantemente con alienarla. Ahora bien, en formas históricas cambiantes, esto es algo que pertenece a la esencia de nuestro ser humano situado en la historia. Es una amenaza a la que no se la puede descartar históricamente por completo. Con todo, en razón de motivos

humanos y cristianos, el creyente y sobre todo el teólogo habrán de ocupar también sus puestos, crítica y activamente, en la historia emancipadora de la libertad. En cualquiera de los casos, una de las tareas éticas y proféticas del cristianismo (como comunidad) consiste en indagar mediante análisis crítico qué es lo que en la sociedad siga aún encerrándose de elementos represores y coactivos. Este cometido constituye una parte esencial de la tarea cristiana de actualizar la buena nueva en una forma digna de crédito, y de impedir que ésta degenere en ideología.

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b) Objeciones contra una radical negatividad crítica Una segunda acotación marginal concierne a la negatividad crítica de la que la teoría crítica habla, al menos a su carácter radical. De diversos pasajes de este libro, habrá de constar que, a la dialéctica negativa, le doy yo mismo gian valor, tanto que el estudio de este concepto de la «Escuela de Frankfurt» ha ocupado evidentemente mi especial atención. Pero también en este libro he intentado recalcar repetidas veces que esta dialéctica negativa se sustenta en un positivo horizonte de sentido, orientador de la praxis, aun cuando a éste sólo quepa tematizarlo pluralísticamente. La teoría crítica, sin embargo, cree no deber reconocer ningún valor absoluto, y se resiste en consecuencia contra lo que ella denomina constantemente «fetichización», es decir, el hacer de determinados valores un tabú absoluto (de entre los cuales, según se desprende de la anotación marginal precedente, queda excluido sin embargo el valor de la «libertad emancipadora»). Pero, de este modo, se amenaza con hacer de la negatividad otro nuevo fetiche, con erigir el «no» a un «no absoluto». Eso podría contribuir a una nueva forma de alienación humana. De acuerdo con esta teoría, el concepto de «negatividad crítica» ha surgido del ana-

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lisis crítico-científico de las estructuras sociales concretas, y este análisis debe en consecuencia ser la fuente de la que se derive racionalmente lo «posible y real». De hecho, sin embargo, dicho concepto constituye un negativo «absolutismo», o sea que implica un positivo horizonte de sentido; lo cual vendría a relativizar en gran medida el radicalismo de la negatividad crítica. Debido a mis consideraciones arriba descritas sobre el significado de las experiencias de contraste 47 y de la dialéctica negativa48, no puedo dar como válida a una «philosophie du non» 49 , caso de que ésta no se sustente en una opción, viniendo así a relativizarse; y entonces ya está siendo de hecho una decisión ética y «cosmovisiva» de realizar sentido en la historia. Dicho de otra manera: el mismo «no» presupone también una hermeneia que se basa en el sentido y no en el sinsentido. Y de este modo volvemos a lo que se dijo ya en la acotación marginal precedente: la dialéctica negativa de la teoría crítica tiene sentido únicamente en la medida en que presuponga e implique la posibilidad de una hermenéutica actualizadora de sentido, y ello tanto si lo quiere como si no.

mente la atención que, comparada con la hermenéutica que busca un sentido en la historia, la teoría crítica efectúa un giro de ciento ochenta grados, y, al menos en su análisis, no indaga sino el sinsentido que de seguro se da en la historia. Podría también decirse: la tradición hermenéutica busca en la historia aquello que debe ser actualizado, la teoría crítica de la sociedad busca aquello a lo que ciertamente no deberá reactualizárselo. Ambos métodos tienen su razón de ser, ya que nuestra historia fáctica es un descabellado complejo de sentido y sinsentido. Si las ciencias hermenéuticas olvidaron a menudo que nuestras relaciones con el pasado contienen también un elemento de ruptura y de justificada resistencia, los analistas y teóricos críticos parecen ahora volver a perder de vista que «el pensamiento» — y , de una u otra forma, siempre es éste en definitiva un pensamiento filosóficamente reflexivo— guarda una relación original con lo que la tradición ofrece ya de sentido adquirido, descubriéndonoslo a nosotros. Esta cortedad de visión trae involuntariamente a la memoria el «olvido del ser», de que hablaba Heidegger. Con esto puede ya divisarse una primera confrontación entre la tendencia analítica de la teoría crítica y la tendencia hermenéutica de (la filosofía y) la teología. Esta confrontación es inevitable, por dos razones sobre todo. En primer lugar, la teología es esencialmente una empresa hermenéutica, toda vez que lo que busca es actualizar en el presente el sentido de nuestra existencia proclamado ya una vez en la historia, mientras que la teoría crítica abre nuestros ojos, sobre todo, a los elementos de sinsentido que se dan en nuestra existencia, de los cuales la historia es igualmente responsable. La segunda razón de la confrontación es que la teología actual hace justificadamente de las ciencias del comportamiento uno de sus puntos de partida. Pero la

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c) Perspectivas y límites del «análisis del sinsentido» de la teoría crítica De la exposición precedente ha quedado en claro que mis objeciones a la teoría crítica de la sociedad se dirigían fundamentalmente contra su pretensión de ser puramente analítica, siendo así que presupone una hermenéutica, a pesar de que no la reconozca en cuanto tal: afirma efectivamente, como a priori, el valor y el sentido de la libertad emancipadora. Ahora bien, llama cierta*7 E. SCHILLEBEECKX, Gott - Die Zukunft des Menschen, Mainz 1969, 142-172. « Véase en este libro el capítulo El criterio de correlación, p . 115 s. i9 Título de un libro del filósofo francés G. BACHELASD (Paris ^l%2).

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cuestión cardinal estriba, entonces, en si este punto de partida lo constituye — e n terminología de la teoría crítica— la sociología del establishment o la «sociología crítica». Hay que reconocer indudablemente que, sin la aportación de la sociología crítica, la teología corre en efecto el peligro de entregarse a una «ideología», tanto en el aspecto de su continuación actualizadora del mensaje que fue puesto en lenguaje una vez en la historia (primer punto de polémica con la teoría crítica), cuanto en el de su apelación a las ciencias humanas en orden a dicha actualización (segundo punto de polémica). Comparada con las antiguas «hermenéutica profana» y «hermenéutica sacra», la teología, a partir de la Ilustración, se ha convertido sin duda en una forma nueva de hermenéutica, sensibilizada por la pérdida de autoridad de las tradiciones. Spinoza le había enseñado a la hermenéutica a percibir que nuestras relaciones con el pretérito contienen también elementos de ruptura, y, de este modo, había dado vida a cierta forma de hermenéutica crítica. Pero la «reducción» romántica del concepto de «comprensión» se sobrepuso bien pronto en la teología, de modo que la hermenéutica crítica cedió el paso a la llamada «nueva hermenéutica» de Schleiermacher y posteriormente de Dilthey, la cual heredó, sí, el espíritu crítico de la Ilustración, pero estaba interesada de preferencia en restaurar el sentido retransmitido por la tradición, sentido al que, por las perturbaciones hermenéuticas de comunicación, no se lo hacía ya valer en el presente. Con ella hicieron críticamente empalme los proyectos hermenéuticos —constantemente intitulados como «nuevos»— de R. Bultmann y de postbultmannianos tales como G. Ebeling y E. Fuchs50, herme-

néutica ésta que se basaba, por una parte, en el Heidegger de primera época, por otra en el Heidegger posterior, y que fue tematizada en forma «clásica» por H.-G. Gadamer51; en estos proyectos hermenéuticos venía a darse realmente una cierta conexión entre hermenéutica y crítica. Esta conexión se expresa en el «círculo hermenéutico» de Heidegger52, al que, por lo demás, cabría denominar más apropiadamente como la «espiral hermenéutica», siguiendo al historiador francés H. Marrou y al teólogo americano Ray Hart 53 , ya que el movimiento circular prosigue indefinidamente. Dentro de este círculo hermenéutico surge una repercusión mutua entre la comprensión de las contexturas de sentido transmitidas y la continuada corrección de la comprensión propia54. Pero, en la práctica, el impulso crítico y corrector se remonta exclusivamente a la pretensión de la tradición que todo lo domina, a la cual desea actualizársela. Parece partirse del supuesto de que la tradición — y sobre todo la tradición cristiana— siempre retransmite sentido, y que a este sentido sólo se precisa descifrarlo y actualizarlo hermenéuticamente. Que la tradición no sea sólo una veta de verdad y concordia, sino a la vez de auténtica falsedad y de toda suerte de represión y violencia, no se lo olvida ciertamente en esta hermenéutica, pero tampoco se lo somete a una reflexión temática. Al menos temáticamente, este conocimiento que la Ilustración poseyó no ha recibido un lugar en la hermenéutica de las ciencias del espíritu, de que se sirve

*° Véase Hacia una utilización católica de la hermenéutica, en E. SCHIIXEBEECKX, Dios, futuro del hombre, Salamanca 8 1971, 11 s., sobre todo nota 21, y, en este libro, el capítulo Criterios teológicos, 65 s.

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anterior. 52

E. SCHIIXEBEECKX, o. c,

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sobre todo, el pasaje citado en la nota

M. HEIDEGGER, El ser y el tiempo, México 21962, § 32, sobre todo

171-172.

63 H. MARROU, De la connaissance historique, Paris *1954 (Marrou habla de «espiral» y «elipse»); R. HART, Unfinished man and the imagination, New York 1968, sobre todo 52-68 (Problematic and the hermeneutical spiral). 64 Véase Hacia una utilización católica de la hermenéutica, en E. SCHILLE-

BEECKX, o.

c.

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la teología. Con sus propios métodos, según esto, dicha hermenéutica podrá, es verdad, indagar en el «diálogo» histórico aquellas perturbaciones de comunicación que son la consecuencia de un horizonte de comprensión ya inicialmente diverso, pero no aquellas otras que son consecuencia de un poder represivo y violento, y que precisamente se dan a una con la estructura de una sociedad determinada. Es en vistas a esta última categoría, como la teoría crítica presenta la posibilidad de una ampliación de la reflexión hermenéutica, a la que sobre todo esta teoría crítica podrá llevar a cabo, habida cuenta de la orientación propia de su modelo interpretativo. Ella ha descubierto una dimensión nueva en el proceso hermenéutico de la comprensión: no sólo toma en cuenta, en cada caso, las perturbaciones que se den en el complejo histórico de la comunicación humana, sino que son sobre todo el análisis de significado y la lógica coactiva de dichas perturbaciones, los que ocupan un puesto central en su investigación. Porque analiza sistemáticamente los elementos estructurales violentos que se dan en cada sistema social. Visto desde este modelo interpretativo, resulta claro que la teoría crítica no desea actualizar al pasado en el presente, sino conseguir precisamente las claves en orden a una comprensión hermenéutica que ejerza una crítica frente a la tradición, en la medida en que nosotros mismos no podamos ya encontrarnos ahí como «emplazados en un diálogo». Este tipo de comprensión hermenéutica no apunta ya meramente a una «avenencia», cual es el caso de la hermenéutica de las ciencias del espíritu, sino al emanciparse frente a la represión y la dominación, las cuales son experimentadas como alienación y como fallo, y pueden así ser criticadas como «históricamente supervacáneas por entero». La hermeneia de la teoría crítica es una «comprensión de la tradición en contra de

la tradición»55, y de este modo un paso hacia el emanciparse de la tutela de la tradición, en la medida en que ésta represente un contexto coactivo; y esta clase de comprensión es, a la vez, condición previa en orden a una emancipación en el plano de la praxis. A este modelo interpretativo podrá achacársele parcialidad, pero en el fondo está ciertamente justificado; y, ¿por qué este interés parcial habrá de ser menos importante que el interés, igualmente parcial, por los elementos con sentido que se dan en la tradición? En todo caso, parece problemático intentar actualizar un sentido transmitido por el pretérito, sin tener claro ante la vista lo que en ninguno de los casos deberá ser actualizado — y viceversa. Ya antes intentamos dejar claro, en estas acotaciones marginales, que la teoría crítica no atenta contra el derecho a la existencia de una teología actualizadora, ya que ella misma presupone implícitamente, pero no por ello menos realmente, que una hermenéutica tiene sentido. Por lo demás, no resulta tampoco fácil de ver por qué el implícito «círculo hermenéutico» de la teoría crítica haya de estar justificado, y no, en cambio, el «círculo» explícito de las ciencias hermenéuticas. Con razón, sin embargo, la teoría crítica le llama la atención sistemáticamente a la teología hermenéutica sobre aquellos aspectos que espontáneamente esta última amenaza olvidar en su interés por la actualización. La teoría crítica la remite a lo que hay de contingente en el contexto de la tradición, al que la teología hermenéutica parece a veces hipostasiarlo. La hermenéutica de las ciencias del espíritu hace abstracción metódica de este factor de contingencia y de la crítica contestataria que se ve así suscitada. Consiguientemente, tanto en su investigación

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53 Así, en un correcto diagnóstico de este modelo de interpretación, A. WEIXMER, Kriliscbe Gesettschaftstheorie, 52.

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histórica cuanto en su reflexión actualrzadora, la teología maneja no raras veces una concepción idealista de la historia, apenas disimulada. La misma historia del kerigma y del dogma de la iglesia es entonces considerada meramente como una «historia de ideas», es decir, como una especie de evolución autónoma de «ideas», siempre presa dentro del pensamiento de la fe; evolución ésta, que prosigue en razón de unas aporías puramente internas, resueltas de continuo mediante diálogo y problemática especulativa, volviendo una y otra vez a surgir nuevas aporías especulativas, y así indefinidamente. La historia entera se sucede así dentro de un círculo de ideas pura• mente teórico. Quien consulte los libros clásicos sobre historia del dogma, llegará a la conclusión de que en este enjuiciamiento se encierra al menos un núcleo de verdad. No es preciso afirmar que los historiadores del dogma hayan carecido de toda sensibilidad para lo que la teoría crítica dice; de ordinario poseen sentido suficiente de la realidad. Pero tampoco puede decirse que, en su quehacer científico, mostraran deliberada o temáticamente un interés por aquellos aspectos concretos que le afectan más íntimamente al hombre moderno, con su deseo de ocupar conscientemente un lugar en la historia de la libertad emancipadora. Ninguna teología orientada hacia un apostolado podrá simplemente pasar esto por alto, a no ser que quiera degenerar en ciencia esotérica, incomprensible para todos los de fuera. A la luz del saludable desafío que la teoría crítica de la sociedad ha dirigido a la teología, quisiera yo pues declarar expresamente que la teología hermenéutica ha de estar animada por una intención práctico-crítica*6. Lo cual implica que la ortopraxia de que repetidamente se

habló en los capítulos precedentes, es ella misma un elemento esencial del proceso hermenéutico. Claro está que podrá discutirse sobre aquello a lo que, en nuestra praxis, debe llamárselo «orthos»; pero es en todo caso seguro (en razón de motivos humanos y cristianos) que una praxis que manipule a la libertad humana y produzca alienaciones, es falsa y por lo mismo «heterodoxa». ¡Si se tomase en cuenta este criterio, habríamos avanzado un paso más en nuestro camino! De este modo se evidencia que una interpretación teológicamente actualizadora resulta imposible sin teoría crítica, a modo precisamente de autoconciencia de una praxis crítica. Si l a unidad de la fe acaece en una auténtica historia, con otras palabras, si ella misma es auténticamente historia, no será entonces lícito esperar que se pueda lograr la unidad de la fe en pura hermenéutica o mediante una interpretación teológica meramente teórica. La historia es una cuestión de carne y sangre. Lo que ha tenido lugar históricamente — p o r ejemplo, la escisión en la iglesia cristiana— nunca podrá, pues, ser explicitado con medios puramente teóricos. La historia es una experiencia de la realidad que se lleva a cabo en conflictos, y los conflictos sólo pueden resolverse cuando la «teoría» que a tales efectos se maneja, es efectivamente la autoconciencia de una praxis. A una con J. B. Metz 57) puede por tanto decirse con razón que la pérdida de identidad histórica del cristianismo no puede ser recuperada mediante una reactualización teórica de la tradición cristiana. En su esencia propia y, por consiguiente, en su historia, el cristianismo es algo más que una historia de interpretación. De ahí que, en nuestra época, una interpretación puramente teórica del cristianismo, una interpretación sin «ortopraxia» y basada en una con-

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M Véase mi conferencia en el Congreso de Concilium (12-17 septiembre 1970). La «categoría» crítica de la teología, en El futuro de la iglesia: Concilium n. extra (1970) 216-223.

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E7 Véase J. B. METZ, Re/orm und Gegenreformation heute, Mainz-Mün. chen 1969, 15.

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cepción idealista de la historia, haya de incurrir en conflicto inevitable con los problemas que la realidad histórica misma nos plantea. Porque las iglesias son efectivamente «comunidad de Dios» y «templo del Espíritu», de modo que de ellas hemos de hablar también en el lenguaje de la fe; pero, a la vez, son históricas y contingentes.

nomía. Esta fe implica el que uno mismo se confíe, y confíe también la historia entera, a este fundamento originario, que trasciende desde dentro las fuerzas activas y pasivas de nuestra libertad realizadora de historia. La recusación del creyente a reconocer en la historia misma un sujeto universal de la historia, tiene consecuencias de amplio alcance: se rechaza el sacrificar a una generación (por ejemplo, la actual) en aras de otra generación (venidera). Y aun cuando esto ocurriese, deberá sin embargo rechazarse igualmente el erigir a la actual generación, con sus normas establecidas, en norma absoluta. (Esta concepción creyente, por último, no excluye ni siquiera al pasado — a los muertos— del mundo mejor venidero). El primado del futuro no puede, por consiguiente, ser recalcado hasta tal punto que quepa justificar desde ahí la exigencia de una revolución radical, en una especie de maniqueísmo nuevo, esta vez social. Puede ya apreciarse el que filósofos y teólogos que con razón recalcaron el primado del futuro, han zanjado la posible parcialidad de esta concepción mediante una rehabilitación del pretérito: poco a poco va apareciendo en ellos (y concretamente por orden histórico) la idea «del pretérito como un recuerdo peligroso» (E. Bloch, H. Marcuse, Th. W. Adorno, E. Troeltsch, P. Ricoeur, J. M. Metz). Yo mantengo la convicción de que, mediante una dinámica interna similar —dentro, sin embargo, de la tesis sobre el primado del futuro— tiene aún que rehabilitarse también al presente, y precisamente en lo que hace a su fuerza crítica. Sólo entonces podría reformularse en toda su incisividad la polémica de «Marx contra Feuerbach»: revolución por «conversión del corazón» (revolución cultural), de la que se seguirá todo lo demás (Feuerbach), o transformación de las estructuras socioeconómicas, de la que se seguirá todo lo demás (K. Marx). Las condiciones transformadas (desde Marx) y las revo-

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La iglesia terrestre y la iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas diversas (Lumen gentium, 8).

d) Un falso dilema: ¿revolución cultural o transformación de las estructuras socio-económicas? La afirmación de que en la historia misma cabe detectar un sujeto universal de la historia — e l individuo, la sociedad o «la humanidad» — ha vuelto a ser duramente criticada en las últimas décadas por parte de los filósofos. La filosofía de la cultura pone además en claro que la aceptación de un sujeto mundano y universal de la historia, y de un sentido general y total que radique en el individuo, o en la comunidad social, o en la historia misma (sentido al que podría entonces fijárselo en un sistema o en un programa de acción), lleva inevitablemente al totalitarismo y a la ideología. La afirmación contraria de que individuo, sociedad e historia toman su fundamento, su origen y su sentido total no desde ellos mismos, o, con otras palabras, la afirmación de que son contingentes, es la que, el hombre que cree en Dios, la interpreta con su fe en la creación: hombre, sociedad e historia no pueden establecerse a sí mismos en forma absoluta; no son idénticos consigo mismos. El creyente lo traduce esto así: todos ellos tienen su fundamento, su origen y su sentido total en el Dios vivo, que precisamente los establece en su propia auto-

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luciones culturales han mostrado que los intereses básicos de las generaciones jóvenes no son ya per se de índole económica y material, sino que apuntan a una «liberación personal». En América sobre todo, y bajo influjo de los críticos (marxistas), van surgiendo voces a favor de la prioridad de una conversión de la «conciencia» («new consciousness»), que acto seguido vendrá a transformar la política y por fin, inevitablemente, las estructuras; teniendo en cuenta que las condiciones y circunstancias han cambiado desde Marx, creen incluso poder justificar una inversión de la tesis de Marx sobre una base marxista. En la necesidad de una revolución cultural ven ellos el presupuesto de toda reforma efectiva de las estructuras. Quizá sigan aún pensando excesivamente en categorías de dilema. La impotencia de los movimientos radicales en un país supradesarrollado como lo es América, hace sin embargo abrir los ojos, y suscita la convicción de que, en los países occidentales, tan sólo una revolución cultural, una «nueva conciencia», será capaz a la larga (mediante la política, también en transformación) de minar y transformar desde dentro al moloch de las estructuras no-libres. Sea como fuere (espero poder analizarlo más en otro lugar), cabe preguntarse seriamente si la «teoría crítica» no opera con un dilema anticuado.

de elementos de la teoría crítica. Por eso desviaré ahora la atención hacia ensayos que han intentado construir una teoría crítica a partir de una orientación teológica determinada, haciéndola luego acceder a una forma nueva de teología. Estas tendencias se encuentran diseminadas por todo el mundo, sobre todo entre la generación joven. De seguro, esta generación no es aún unánime, y busca una definición propia en una serie de revistas crítico-evangelistas, crítico-católicas, o crítico-cristianas en general. Estas corrientes son todavía demasiado vagas como para poderlas reducir a un común denominador. Sin embargo sus esfuerzos son lo suficientemente claros como para que pueda confrontárselos con la teología hermenéutica clásica, tanto de cuño progresivo cuanto conservador.

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2.

Teología en correlación con una teoría crítica

La confrontación entre la teoría crítica de la sociedad y la teología hermenéutica actualizadora habría tocado ya a su fin si, juntamente con lo que califican de nuevo tipo de teología, no se hubiesen presentado determinadas corrientes en las que se ha asumido una serie

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a) Planteamiento de la cuestión Puede decirse que actualmente se dan dos posiciones científicas recíprocamente contrapuestas, que pretenden, tanto la una como la otra, llamarse «teología». Por una parte está la concepción clásica de la teología, bien sea de orientación conservadora o progresiva. A la teología, esta concepción la describe como la prosecución actualizadora y científicamente fundamentada de la historia eclesiástica de la interpretación, que en la Biblia ha tenido su comienzo. Concebida así, la teología guarda una vinculación esencial con la fe y con las iglesias. Los presupuestos de esta tradición hermenéutica pueden resumirse como sigue: los escritos del antiguo y del nuevo testamento poseen en la tradición cristiana un significado primario y básico para la formación de la teoría teológica. Por otra parte se da una nueva concepción de teología, la cual dice que ésta tiene que convertirse en parte 14

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integrante de una teoría de la sociedad. A esta concepción puede caracterizársela negativamente como una crítica a lo que ella denomina como patológico «círculo hermenéutico» de la teoría clásica: de un lado, el texto bíblico debe normar críticamente a la fe, como instancia fuera de nosotros, y, de otro, la autoridad de este texto bíblico sólo puede comprenderse y afirmarse en la fe. Esto se halla en contradición con la racionalidad crítica, que es el distintivo de toda ciencia. Para esta nueva tendencia, según ello, la ciencia clásica de la fe es una nociencia. En lo positivo, puede caracterizarse a esta teología como una ciencia que se funda en una teoría racional deducida empíricamente, y que sólo puede ser esbozada una vez que se hayan elaborado los resultados de una sociología de la iglesia y de la religión. No puede, pues, surgir sino en conexión con una teoría de la sociedad que indague el «valor posicional» de la fe en la sociedad, y deduzca de ahí la organización independiente de iglesia y teología. Las iglesias, en esta concepción, son explicadas como una organización socio-terapéutica efectiva, capacitada para atajar la pérdida de identidad del hombre en la sociedad neocapitalista de consumo. Varios de los defensores de esta corriente llegan a Ja conclusión de que la teología como ciencia hermenéutica de la fe debe ser recusada, ya que, por su esencia, no es una ciencia sino una ideología58. Desde el aspecto de la racionalidad técnica que se requiere para una ciencia, yo contrapondría a ambas posiciones como sigue: por una parte, en razón del mensaje cristiano, la teología es científica; por otra, el hecho de que la teología esté referida a la fe y a la iglesia, 58

Véase sobre todo W. HUEER, W. TRIIXHAAS, G. ALTNER, A. LINDNER

y KOLLEKTIV 17, todos ellos en Evangelische Kommentare 2 (1969) 207 s, 209210, 219-221, 230-233; 279 s. Parecidas tendencias en Kritiscber Katbolizismus y en Tegenspraak.

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excluye radicalmente una cientificidad o una construcción teórica racional. b) Crítica de la iglesia, como palanca para una crítica de la sociedad Varios de los teólogos que se han convencido de la validez del impulso crítico que dimana de las teorías críticas de la sociedad, desean prestar su resistencia contra los elementos represores y coactivos de nuestras estructuras sociales, dirigiéndola en primera línea a las iglesias. Como entidades que son de poder social —así dicen—, las iglesias contribuyen a consolidar el carácter coactivo de nuestras estructuras sociales. No puede negarse, efectivamente, que la iglesia, al ser desde el punto de vista social una «gran sociedad», ya sólo por el mero hecho de existir es un factor sociopolítico de importancia. Los teólogos plantean a veces la cuestión de si, en tales o tales circunstancias, le sea lícito a la iglesia inmiscuirse en política. Se está preguntando si sea oportuna una intervención eclesiástica incidental o accidental, y se olvida el punto álgido, a saber, que la iglesia en cuanto gran sociedad que es, tiene esencialmente una relevancia política. Si en una situación determinada no adopta postura, eso mismo constituirá una toma política de posición, ya sólo en razón del hecho de que existe como realidad social. De análisis científicos se deduce que, cuando un sistema político contiene elementos de represión y violencia, esos elementos se encuentran también en las iglesias, no necesariamente (esto se hallaría en contradicción con la concepción de la teoría crítica sobre la contingencia), pero sí tácticamente. Puesto que, además, las iglesias suelen manejar a menudo ideológicamente su fe, su kerigma y su «didaché», la iglesia viene a ser para estos teólogos la potencia más

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próxima contra la que podrá aplicarse la palanca de la teoría y la praxis críticas, en orden a la liberación de la comunidad humana. Lo específico de esta aplicación teológica de la teoría crítica consiste, por tanto, en que dirige su resistencia emancipadora, en primera línea, contra la iglesia, para de esta forma poder realizar subsecuentemente, por así decir en segunda línea, la emancipación de la sociedad entera. Hay que decir, sin duda, que por regla general el orden establecido se ve apoyado por la inmutabilidad de un orden eclesiástico liberal-conservador. No por acaso aquellos que se sienten preocupados por la evolución de la iglesia, son también muchas veces los que desean permanecer en el orden socio-político existente; una iglesia progresista, profética y emancipadora constituiría de hecho una amenaza a sus posiciones y al orden establecido en general, ya que, consideradas socialmente, las iglesias forman una parte muy apreciable del conjunto de la sociedad. De momento no me siento llamado a analizar los elementos de represión y violencia que se dan en las estructuras de la iglesia católica; el hecho de que efectivamente se den, consta con suficiencia, mirando al pasado y al presente. Sólo un análisis científico podría poner en claro cuan grave es de hecho la fuerza alienante de las estructuras eclesiásticas concretas. Aunque, por lo demás, tampoco deberá entonces olvidarse de analizar los impulsos específicamente cristianos orientados hacia la liberación, que el evangelio transmitido en las iglesias ha ido suscitando en la historia; impulsos éstos que (de ser correcta la teoría de Habermas, respecto a que sólo en la época moderna ha venido la historia única de la humanidad a ser efectivamente «factible») únicamente en nuestra época han llegado a desplegar a nivel mundial su fuerza crítica sobre el campo socio-político, y a pro-

vocar de este modo acciones a una escala antaño desconocida. Lo cual, sin embargo, no impide el que las iglesias, como «grandes sociedades» que son, se hallen aceptadas irremisiblemente en el sistema neocapitalista, y compartan sus estructuras de poder. A ello se añade que, en su «doctrina oficial», así por ejemplo en lo que atañe al derecho de propiedad o al orden social, la mayoría de las veces las iglesias han partido temáticamente de una concepción capitalista, a la que ciertamente corregirán en determinados puntos, pero sin someter a crítica el presupuesto capitalista. Considerada desde este ángulo de visión, la iglesia es en efecto un aparato ideológico que acompaña de hecho al orden establecido, por así decir prestándole cobijo.

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c) No teología, sino una forma de teoría crítica El hecho de que la praxis de esta nueva generación de «teólogos críticos» se dirija en primera línea a las iglesias, y posteriormente tan sólo a la sociedad entera, no constituye en cuanto tal fundamento ninguno para atribuirles un modelo interpretativo distinto al de la teoría crítica; con otras palabras, no existe ninguna razón para dar a su empresa científica el nombre de teología. Por otra parte, sí que puede decirse que entre el interés emancipativo que guía a la teoría crítica y la fuerza liberadora que dimana del evangelio, se da una convergencia, aun cuando no lleguen a coincidir. Realizado de una manera auténtica, el mensaje cristiano despliega una forma propia y específica de libertad. Lo cual significa que toda teología que reflexione sobre las implicaciones del evangelio, contendrá también motivos específicamente cristianos, como para hacer suya a la teoría crítica y a su constitutiva vinculación con una praxis crítica. En este sentido puede hablarse con razón de un «catolicismo

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crítico» o un «cristianismo crítico». Pero aun cuando, por convicción cristiana, el teólogo maneje la teoría crítica y su praxis, no por ello pasan éstas a convertirse en teología; por lo demás, una «teologización» de ese estilo se hallaría en contradicción con los propósitos exactos de la teoría crítica de la sociedad. En cualquiera de los casos, el solo hecho de que la teoría crítica sea practicada por alguien que es también teólogo, no hace ya de ella una teología crítica. Por otra parte hay que decir que las iglesias, consideradas socialmente, forman parte en efecto del sistema social, y dentro del mismo cumplen en cuanto tales una misión propia. Al igual que las ciencia mismass9, las iglesias y la teología que en ellas se ejerce, no son entidades autónomas ni cerradas en sí. Constituyen un elemento dentro de un sistema socio-económico, cuyos diversos procesos parciales se hallan intrínsecamente conexos. En virtud de ello, toda ciencia, y también por tanto toda teología, pueden ser tomadas a servicio consciente o inconscientemente por el «sistema». Si el análisis de la teoría crítica puede constatar eso, habrá efectivamente descubierto una forma acrítica de teologizar. Porque también la teología es parte integrante del conjunto social, y por consiguiente cae en el campo que la teoría crítica analiza, y contra el que puede dirigir su praxis crítica. La teología viene así a convertirse en objeto (parcial) del análisis y crítica de la teoría crítica de la sociedad (eventualmente practicada por el teólogo mismo). Pero incluso de esta forma, el mismo teologizar no pasa aún a ser parte de la teoría crítica. Sólo es objeto de ella, aun en el caso de que el teólogo mismo practique dicha teoría crítica. En este sentido, la teoría crítica ™ Sobre las funciones sociales de las ciencias y de la universidad, véase iiilnr lodo: A. WELLMER, Unpolitische Universitat una Volitisierung der VisItmcba/l, en J. HABERMAS, Protestbewegung mi Hochschulreform, 249-258.

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de la sociedad es para la teología una ciencia auxiliar. Por tanto, es posible y necesario hacer al cristianismo y a las iglesias objeto de una teoría históricamente crítica, de igual modo a como el cristianismo, por ser un fenómeno socio-psicológico, puede con razón ser objeto de un estudio psicoanalítico, filosófico-cultural, religiososociológico, o religioso-psicológico. En la medida en que son factualidades empíricas, la religión, el cristianismo y la iglesia se cuentan efectivamente entre las formaciones sociales, cuya función y estructura merecen un análisis específico. Una teoría crítica del cristianismo sólo podrá ser construida a base de analizar sus formas de manifestación histórica; y, concretamente, a base de analizarlas según las diversas formas en que puede abordarse científicamente este acontecer social fáctico que es el cristianismo. Pero tampoco esto hace de la teoría crítica del cristianismo una teología. Lo que sí se habrá mostrado entonces, es que la teología — caso de que quepa considerársela como una forma específica de teoría, y esta posibilidad no puede excluirla la teoría crítica, la cual se basa implícitamente en una hermenéutica— no puede efectivamente ser científica, y por tanto no puede ser tampoco teología, si no se abre conscientemente en independencia frente a la sociedad real. Porque si no fuese consciente de ello y no reasumiera en su propio proyecto a la teoría crítica reelaborándola, entonces efectivamente la teología vendría a ser ideológica y acientífica. La teoría crítica de la sociedad tiene todos los derechos para ejercer su crítica frente a una teología hermenéutica que vaya a hipostasiar idealísticamente su objeto de investigación y reflexión, no concediendo en esta reflexión suya ningún lugar a sus propias infraestructuras sociales. Esto último constituye de hecho un aspecto que la teología hermenéutica n o raras veces ha solido

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descuidar, aun cuando las consecuencias no sean excesivamente perniciosas, ya que, a lo largo de la historia, la teología ha poseído ciertamente una sensibilidad — y casi podría decirse que por naturaleza— para el «corazón pecador» del hombre. En este punto será oportuno traer a recuerdo la sabiduría oriental: «si pur soit-on, on trouve finalement sur on chemin un plus pur qui vous épure». Podría, a lo sumo, añadírsele que esto tiene la misma validez para el teórico de la sociedad que para el teólogo.

néutico, difícilmente podrá negarlo a priori la teoría crítica de la sociedad, ya que ella misma parte implícitamente de una hermenéutica y conoce así su propio círculo hermenéutico. Además, la teoría crítica de la sociedad rebasaría sus propios límites científicos, en el caso de que se arrogara el querer decidir sobre si la actualización del evangelio en la historia real es a priori imposible60. De la teoría crítica se sigue ciertamente que sólo cabe justificar una teología actualizadora si el espíritu evangélico es capaz de sobrevivirse a sí mismo, si, como ideología o como sistema de identidad, se halla sujeto a contradicción crítica y transformación crítica. Pero no hay a mano ni un solo argumento para excluir a priori el que la historia de la fe cristiana continuará realmente aun cuando ésta se deshaga de su forma ideológica de manifestación. La teoría crítica tiene por fuerza que contar con la posibilidad de que la fe cristiana podrá en el futuro superar su propia conformación ideológica, de modo tal que se evidenciará como algo más que ideología. Y, si en efecto no puede excluirse críticamente esta posibilidad (el creyente mismo afirmará por su parte dicha posibilidad, al confesar que la iglesia siempre precisa de reforma), tampoco los críticos de la sociedad podrán negar la legitimidad de esta especial ocupación hermenéutica y actualizadora, que tiene por objeto a la fe cristiana, y que se denomina teología. Deberán entonces reconocer que la teología no puede reducirse a una teoría crítica de la sociedad, ni a una parte integrante de la misma; o, al menos, en razón de su punto de partida crítico, no podrán excluir el que sea posible una prosecución no-ideológica de la historia de la interpretación cristiana.

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d) La teología no puede reducirse a una teoría crítica de la sociedad Junto a la teoría crítica de la sociedad se dan también como posibles otros accesos científicos al fenómeno cristiano, de entre los cuales sólo a uno le doy yo el nombre de teología. A ésta yo la describiría como el método científico en el que el participar personalmente de la fe cristiana que se transmite en las iglesias, se da de una manera tan eficaz que, por una parte, la racionalidad crítica y sus métodos científicos propios de investigación y de reflexión no se ven quebrantados ni completados ni sustituidos en uno solo punto desde fuera, y, por otra, la historia de la interpretación cristiana de la realidad es proseguida en fidelidad creadora, actualizándosela con una intención práctico-crítica. Si a la cientificidad de la teología se la formula de esta manera, la fe cristiana no será algo que se halla tras la teología (que sólo se encuentra en el corazón del teólogo), sino que podrá comprobársela en el teologizar mismo. La teología es la fe misma, cuando es aceptada en el conjunto del pensar y del pre-pensar críticos del hombre. Que sea posible una teología de este tipo, es decir, como ciencia de la fe y, por tanto, como proceso herme-

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60 A diferencia de otros de sus compañeros en ¡deas, M. XHAUFFLAIEE, Feuerbach, 300, admite expresamente la irreductibilidad de la teología a una parte integrante de la teoría crítica de la sociedad.

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e) El teologizar en correlación con una teoría crítica de la sociedad: intención cristiano-emancipadora de la hermenéutica teológica Con la afirmación de que la teología no puede reducirse a una teoría crítica de la historia o de la sociedad, no se ha llevado aún hasta el final la confrontación entre ambas. Si la teología cumple el cometido de actualizar la tradición bíblica y eclesial llevada de una intención práctico-crítica, su hermenéutica habrá de encontrarse en correlación con una teoría crítica de la sociedad. Está claro que aquella teología actualizadora que pretenda quedar en una hermenéutica puramente teórica, sin entrar en correlación con la historia de la libertad emancipadora, no jugará ningún papel en el gestarse de la historia del futuro. Inevitablemente evolucionará hacia un «sistema de ideas» de una minoría cada vez más reducida, que no tendrá ya ningún mensaje liberador para el mundo. La relación entre teoría y praxis, tal como la ha expuesto Habermas sobre todo, es sin duda de vital interés, caso de que uno quiera formarse una idea correcta de la teología como actualización hermenéutica de la fe apostólica. Con razón la teoría crítica se ve a sí misma como la autoconciencia de una praxis crítica. La actualización teológica no debe desvirtuarse ideológicamente, es decir, en la historia real tiene que poderse exhibir una base en orden a la interpretación actualizadora de la fe, si es que ésta desea efectivamente seguir siendo fidedigna. Si se desatiende esta base históricoempírica, la actualización vendrá a ser puramente teórica y especulativa, y, como ya muchas veces ha ocurrido, suscitará la impresión de que los teólogos tan sólo asumen ulteriormente aquello que la humanidad ya ha descubierto o realizado por su cuenta.

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Una actualización fidedigna presupone que la fe cristiana podrá sobrevivirse a sí misma, incluso cuando se desarticulen sus elementos ideológicos; con otras palabras, se parte de que el cristianismo puede superar las formas ideológicas de su manifestación (que efectivamente las hay), y que puede hacerlo históricamente, es decir, mediante un proceso que se lleva a cabo en la historia. De ahí que no sea lícito intentar el proyecto de una nueva teología, sin antes haber creado los presupuestos eclesiástico-sociológicos (y por tanto eclesiológicos) a tal efecto. El que sin embargo sea eso lo que se intenta, me parece que es precisamente lo que genera la crisis en que se encuentran las iglesias en la actualidad. Falta entonces la base empírica61, y ello hace que el más ilustrado intento teológico de renovación se convierta en ideología especulativa. Claro está que al teólogo no le faltan razones para defenderse frente a ello; puede indicar que el mundo de su experiencia no es tan sólo la iglesia actual, que el campo de su experiencia lo constituye precisamente una tradición, y que la historia pretérita de la fe de la iglesia es bajo todo punto una base empírica. Esta defensa no es totalmente infundada, pero suficiente por completo tampoco lo es. Porque en el pretérito cabe detectar incidentalmente algunos indicios de lo que hoy denominamos «libertad religiosa», pero la praxis pretérita de la iglesia apunta más bien en dirección opuesta. Si con interés actualizador se habla, por tanto, de libertad reli61 Véase también el exegeta F. J. Schierse: «En la iglesia primitiva la teología nació como reflexión sobre las experiencias de fe, tanto de los individuos como de la comunidad. En la actualidad, habría que reorganizar como primer paso a la iglesia de tal modo que en su apariencia externa volviera a resultar visible qué es aquello de lo que da testimonio, y para qué existe ella misma... De esta forma los nuevos conocimientos teológicos se deducirían connaturalmente, como fruto de la nueva experiencia de la fe... Antes habría que crear en la iglesia los presupuestos vitales que posibilitaran nuevas y mejores interpretaciones del mensaje cristiano»: Cristo, problema para la iglesia, Pamplona 1971, 40-50.

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giosa como «doctrina de la iglesia», no nos faltarán razones, caso de que nos produzca la sensación de una «adaptación» poco correcta a la situación moderna, desprovista de base en el pasado de la iglesia. Además puede plantearse la pregunta: ¿es que el teólogo ejerce su ciencia para sí mismo o para unos pocos iniciados? Opino que la teología debería estar al servicio del entero pueblo creyente. Y, en el mejor de los casos, supongamos que los creyentes confían en la familiaridad del teólogo con la Escritura y la tradición; pero, ¿tendrán entonces que confiar tan sólo en la autoridad de los teólogos? También de esta aporía resulta claro que cualquier teología, ya sea conservadora o progresista, no estará en definitiva «en ninguna parte», desde el momento en que haya perdido contacto con la base empírica, es decir, con la praxis concreta de la comunidad creyente. Si teología es la autoconciencia de una praxis cristiana, como a mi juicio debe serlo, entonces, caso de que no quiera correr el peligro de volver a producir la impresión de ideología, no deberá tolerar que se dé una ruptura entre la actualización puramente teórica y la continuación y confirmación fácticas de la antigua praxis. Porque el sujeto y portador de la actualización de la fe no es el pensador creyente, sino la comunidad cristiana viva, cuya autoconciencia reproduce el teólogo en forma crítica. La praxis es un elemento esencial de la interpretación actualizadora y liberadora. En este sentido, la teología tiene que ser la teoría crítica de la praxis creyente, pero entonces de una forma específicamente teológica. Toma su punto de partida en la praxis actual de la iglesia, analiza los modelos en los que ésta se ofrece y la mentalidad desde la que se ha originado la praxis vigente, coteja a ésta (en correlación con una teoría crítica de la sociedad) con su propia pretensión evangélica,

y a la vez abre así nuevas posibilidades, que, por su parte, habrán de validarse en la praxis y en el acontecer de la fe en la comunidad eclesial. La referencia a la praxis forma, pues, una parte inviolable de la teoría teológicocrítica, y el teólogo, por otro lado (apoyado por su experiencia histórica) tiene que poner teóricamente en lenguaje teórico a la teoría que se halla implicada en los nuevos modelos de actuación de la comunidad creyente. La consecuencia necesaria de esta situación y el presupuesto necesario suyo, los constituye el que el creyente sólo puede identificarse con la iglesia empírica en parte. Porque en el lenguaje de la fe sí que podemos llamar a ésta «cuerpo del Señor» o «templo del Espíritu santo» o «comunidad de Dios», pero no es sin embargo el evangelio mismo, ni tampoco el reino de Dios; la iglesia es el «ya» y, a la vez, el «todavía no» de la misma cosa. Ni incluso la Escritura es tampoco el evangelio mismo, sino una configuración suya concreta e históricamente determinada, si bien su forma originaria y, como originaria, normativa. A la luz de todo ello, resulta claro que el evangelio nos encarga una identificación sólo parcial con las iglesias empíricas, una identificación que contiene a la vez el encargo de reformar la iglesia — ¡y el corazón propio, antes que nada! —, hasta que realice también en la praxis lo que anuncia y confiesa. Al concepto de «eclesialidad» deberá, por tanto, manejárselo matizadamente en extremo, una dificultad que no se verá resuelta por introducir conceptos tales como «iglesia en diáspora», «iglesia anónima», «iglesia nacional» o «iglesia de libre decisión». Como mediación entre ambos polos —la Escritura (Cristo) y el mundo— la teología desarrollará una crítica que se dirigirá no sólo a la fe y a la iglesia, sino también al pensamiento moderno y a las ciencias humanas, todas las cuales presuponen una hermenéutica de

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nuestro ser humano. Esta crítica es de índole teológica, ya que posee conciencia de aquella realidad radicalmente insondable, que abre los ojos hacia ese misterio que, incluso a la razón —-junto con su praxis técnica, comunicativa y crítica—, la libera de sus elementos ideológicos. Si, por poner un ejemplo, «Kollektiv 17» afirma que h universidad es el lugar en que la conciencia religiosa se ve sometida a reflexión y crítica metódicas, podrá sin duda estarse de acuerdo con ello; pero si acto seguido continúa «la superación de la religión ha de ser concebida como consecuencia objetiva de una formación académica de los estudiantes de teología con bases de tipo religioso», se preguntará uno entonces si no esté hablándose aquí más de una ideología que de un espíritu crítico. Sin dar razón de sí, la teoría crítica eleva la pretensión de poseer el estatuto universal de una metateoría que puede juzgar sin más, como instancia suprema, sobre la validez del discurso religioso y de la teología actualizadora. Si se nos reprocha que este cristianismo que está siempre actualizándose, en realidad no ha transformado al mundo, habremos de reconocerlo como una objeción extremadamente grave, a la que no resulta simple darle respuesta exacta y matizada. Puede, en todo caso, sostenerse que el cristianismo ha transformado sin duda muchos corazones hasta profundidades desconocidas. Que, sin embargo, hubiera debido transformar también al mundo, me parece una idea que, tanto en lo que afecta a la conciencia humana cuanto a la conciencia creyente, no ha pasado a ser un convencimiento obvio sino con la llegada de la época más moderna. Toda historia, incluida la historia de la fe, es de hecho un proceso evolutivo. En nuestra historia no cabe detectar ninguna lucidez plena de una «razón pura», ni existe tampoco una «fe ahistórica eterna». La redención cristiana, sin duda, no es un aconteci-

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miento que se lleva a cabo exclusivamente en el corazón del individuo; la redención tiene aspectos tanto personales como socio-políticos, ya que es el hombre quien es redimido. Pero volvería a ser una ideología el esperar que la redención y el mejoramiento del mundo tuviesen lugar automáticamente, por el hecho de realizar unas transformaciones estructurales que alejaran del sistema social todos los elementos de represión y poder coactivo. La libertad humana está emplazada en un contexto de factores externos que la influyen, y es en la dialéctica de esta co-incidencia de interioridad y exterioridad, a la que no debe concebirse dualísticamente sino en unidad tensa, donde hay que poner y explicar el hecho del pecado original y también, por tanto, el de la redención. Redención y reconciliación serían ficciones, si no abarcaran igualmente las estructuras sociales objetivas que determinan nuestra vida62. Es también una ilusión, por otra parte, creer en una redención que se llevaría a cabo automáticamente gracias a unas estructuras nuevas, que estuviesen libres de violencia y poder coactivo. La redención que el cristiano espera, implica sí este tipo de «redención objetiva», pero pasa también más allá de ella. En el tenso complejo de interioridad y exterioridad, las estructuras externas tendrán además inevitablemente un significado ambivalente. Desde el punto de vista antropológico, tiene que darse una unidad dialéctica entre la conversión del corazón humano y la reestructuración de las estructuras socio-políticas y económicas. Un dualismo antropológico es en este punto perjudicial; un dualismo ético, en cambio, no tiene en modo alguno por qué quedar excluido: incluso en las más simples situaciones socio-políticas puede darse una conversión del corazón, y, viceversa, una arraigada «injusticia» de cora63 A esto podría designárselo como «redención objetiva», pero en un significado distinto, que se desvía totalmente del sentido tradicional.

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zón puede ir ligada a las estructuras no-represivas más optimales, injusticia ésta que volverá ciertamente a incidir en poder coactivo y dominación del prójimo humano. Desde este aspecto, puede hablarse de una «dimensión mística» de la vida humana, que contiene el que puede también prestarse resistencia a la opresión violenta, mediante una aserción de sentido por la que, arrostrando la propia impotencia momentánea para transformar efectivamente las estructuras objetivas, se pasa sin embargo más allá de la situación, y se afirma el sentido del ser humano. En la más desesperada situación, sigue no obstante existiendo la posibilidad de resistencia mística por el sacrificio de la cruz. Indudablemente, ni incluso esta mística será inmune contra el posible abuso por parte del establishment; como enseña la historia, el mismo «sacrificio de la cruz» puede verse sistemáticamente integrado y neutralizado en prolongación del «sistema». Pero, a pesar de esta posibilidad, estoy convencido de que la dialéctica entre la dimensión mística y la dimensión socio-política emancipadora es esencial para la integridad de nuestro ser humano. Y ello tanto más cuanto que la vivencia de libertad hacia la que apunta la teoría crítica de la sociedad, se encuentra por esencia en un «estatuto teóricamente hipotético», o con otras palabras, forma parte de un «mundo de ideas», que sin embargo vuelve a estar separada de lo que el hombre es a nivel concreto, es decir, libertad situada, posibilidad constitutiva de determinar su destino en la historia. Precisamente en razón de este histórico estar-situado del hombre, la superación de cada una de las formas de alienación parece radicar fuera de las posibilidades humanas. La dimensión mística y también la litúrgica parecen, en conKccucncia, serle esenciales a nuestro ser humano; por su núcleo, no puede ciertamente despachárselas cual si fue«eii un fenómeno residual o una forma de compensación

en tanto la sociedad siga conteniendo elementos de violencia y de poder coactivo. Lo que sí ha aprendido de la teoría crítica el teólogo, es a ser más comedido en el uso de conceptos como «valor», «sentido» o «paz». Dichos conceptos tienen apariencia positiva, pero hemos aprendido a ver que, sin embargo, su contenido ha sido deducido prevalentemente en un procedimiento indirecto y negativo. Con ello se le hace insistentemente recordar a la teología lo que constituye su más propio y originario distintivo: el de ser «theologia negativa». En nuestra situación moderna, con todo, este distintivo cabe aplicarlo a otros campos: entre ellos también a la «polis», la ciudad del hombre, con sus impugnadas estructuras socio-políticas y económicas. La teología tiene efectivamente que hablar de un modo más negativo, y no sólo en su teoría sino precisamente en cuanto autoconciencia de una praxis. De esta manera es como garantizará la apertura hacia el misterio, y como — sin descuidar la praxis crítica— tendrá que hablar sobre este mismo misterio más bien en parábolas. Cuande la razón humana ha formulado ya sus análisis científicos y críticos, y sin embargo tiene aún algo que decir con sentido, pero esto no puede ya ser puesto en lenguaje racionalmente, entonces acude a la parábola. Los más profundos misterios de la vida no pueden ser expresados con palabras de un modo mejor. Cuando, además del actuar y el acontecer de su vida, Jesús hablaba, cuando quería expresar algo en palabras, hablaba en parábolas porque tenía cosas que decir, que afectan al núcleo de nuestra existencia. La teología es efectivamente, como dijo Karl Rahner en otro contexto, la «docta ignorantia futuri»63. La teo-

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03 Die Frage nach der Zukun/l, en Vlskussion zur «politiseben Tbeologie», publicado por H. PEUKERT, Mainz-Münchcn 1969, 247-266; véase también K. POPPEE, Selbstbefreiung durch Wissen, en Slnit der Geschichte, publicado por L. R E M S C H , München 1967, 109.

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logia no sólo es crítica a una sociedad que eleva la pretensión de poder realizarse en el futuro tan sólo sobre la base de la ciencia y de la planificación tecnológica regida por ella, sino también a una teoría crítica de la sociedad que toda salvación la espera de la negatividad crítica, bajo el presupuesto trascendental de lo «posible y razonable». El discurso religioso, y por tanto también el teológico, afirmará este punto de vista, y a la vez sin embargo lo rebasará. Afirmarlo: porque, en nuestra actual situación, a la fe sólo puede uno apropiársela críticamente; rebasarlo: porque la fe viene a expresar lo que, no siendo irrazonable, rebasa sin embargo la razón crítica. Lo específico de la fe consiste precisamente en creer en lo humanamente imposible. Razón y «mito», racionalidad crítica y fe, no pueden prescindir el uno del otro: el uno al otro se protegen de degenerar en un sistema ideológico concluso, que llevará por fuerza a la represión y a la violencia, por lo mismo que es cerrado en sí y totalitario. La teoría crítica de la historia o de la sociedad incita de esta forma a la teología, y le ayuda a indagar más exactamente dónde deberá encontrarse aquello de lo que uno puede hablar de una manera responsable en el discurso religioso, y consecuentemente en el teológico, para evitar así hasta la misma apariencia de ideología, que es lo que resulta cuando se hacen afirmaciones no matizadas, que contienen a todas vistas elementos de «compensación» de cara a un orden social todavía defectuoso.

tuvo que formular su fe en Cristo como una confesión del pecado original, es decir, de la impotencia del hombre en orden a realizar por sí mismo, tanto a nivel personal como colectivo, la salvación y la paz. Si a este dogma se lo libera de sus presupuestos «ideológicos», los cuales resultan inteligibles a la luz del horizonte humano de comprensión en su determinación histórica, horizonte en el que se formuló dicho dogma, entonces podrá dársele a éste el nombre de una «fórmula de recuerdo peligroso», según expresión feliz de J. B. Metz, en la que resume de modo global el sentido de las afirmaciones de la fe64. Nos hace recordar unas experiencias históricas fundamentales, sin por ello implicar que debamos retornar a este pasado, y de esta manera representa para los creyentes una crítica a los seguidores de la teoría crítica de la sociedad, quienes interpretan pelagianamente a la praxis emancipadora, como algo que pueda conseguirse por medios puramente humanos. De por sí, el dogma del pecado original no tiene por qué llevar a una actitud conservadora, aun cuando el establishment pueda abusar de él para tales efectos, y de hecho haya abusado. Su intención consiste en plantear una pregunta crítica a todos los críticos de la sociedad: ¿puede sostenerse que el hombre mismo, y sobre todo en razón de la teoría crítica de la sociedad, con su unidad de teoría y praxis, sea capaz por sí solo, por sus propias fuerzas e iniciativa, de realizar verdaderamente una historia liberadora? A esta confesión del pecado original deberá, claro está, contrastársela críticamente, a tenor por ejemplo de los análisis de Habermas. Pero la «hipótesis teórica» de la teoría de la sociedad, ¿está a la altura para afrontar el peligroso recuerdo de esta confesión del pecado origi-

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f)

La fuerza crítica del kerigma y del dogma

Sólo en estadios críticos de la historia, el discurso ir I i(.>¡oso se condensa en confesión de fe expresamente formulada, con la que la comunidad eclesial se distancia «le oirus formas concurrentes o alternantes de discurso rrlijtloNo. Así, en una situación crítica, el cristianismo

61

284-296.

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En su epílogo en Diskussiott zur «politischen Theologie»; sobre todo

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nal? Desde el punto de vista puramente crítico, habrá que decir lo siguiente: la historia mostrará si es este dogma o si es la teoría crítica de la sociedad, quien tiene la razón. Ambos afirman con igual energía: el estado actual de las cosas es, a pesar de todo, falso. La teoría crítica de la sociedad vincula a ello un «optimismo de la razón» en lo referente al futuro. El dogma no negará ese optimismo basado en la razón, sino que lo superará en un pesimismo que irá a tornarse en aquello a lo que la fe denomina «optimismo de la gracia», es decir, redención: redención también para la razón. La concepción cristiana viene a corregir de esta forma, que por lo demás comparte con todas las religiones, al superoptimismo de la teoría crítica. Pero si este lenguaje de la fe ejerciese un influjo reaccionario, perdería entonces de vista su fuerza crítica. Si, por el contrario, hace que esta fuerza salga por sus derechos en una praxis cristiana, entonces sí que podrá afirmar los análisis de la teoría crítica y someterlos a crítica simultáneamente —aunque, en ese caso, presuponiendo sin embargo que una moderna hermenéutica del pecado original deberá ser abordada en correlación con la teoría crítica de la sociedad. Si la teología deja, en sus reflexiones, de reservar un lugar para estos elementos estructurales, será de esperar entonces que la historia emancipadora de la libertad la confronte un día con sus propios «residuos ideológicos». Si, en consecuencia, la teología analiza el discurso religioso acerca del pecado original — d e ello se trata en el presente caso—, tendrá entonces que tematizar sobre lodo la fuerza crítica constructiva de esta confesión de lu fe. A esta tematización puede hacérsela empalmar con I dato de que «el pecado original» sólo se halla auténtiittncntc inserto en la conciencia cristiana a la luz de la dención de Cristo. Considerado así, el dogma viene i i te» a nei- la confesión — y confesión, concretamente,

en negativídad crítica— de que «en Cristo» las cosas pueden y tienen que ser de una forma distinta, y ello dentro ya de nuestra historia. Puede decirse que, de este modo, el dogma del pecado original confirma a la negatividad crítica, pero eso en el caso de que dicha negatividad sea proyectada en el positivo horizonte de comprensión de la promesa, la que, por su parte, deberá hallarse vinculada constitutivamente a una praxis cristiana; porque este horizonte de comprensión es promesa y juramento para aquella fe y amor que se concretizan en actuación cristiana, incluyendo ahí nuestra oración, que, impotente como es, saca sin embargo de su quicio al mundo. De este modo, la confesión de fe rebasa el «estatuto hipotético» de la racional teoría crítica de la sociedad — aunque como autoconciencia creyente de una praxis cristiana, basándose entonces en la gracia de Dios. g) De camino hacia una teología critica Las reflexiones precedentes hacen caer en la cuenta de que la fe tiene que cumplir, por sí misma, un papel activo en la reflexión crítica. Con otras palabras, la fe cristiana requiere una teología crítica. Y ello por dos razones sobre todo. 1. En su búsqueda tras el fundamento de la fe, el creyente constata que se halla en un «círculo»: cree porque cree, el por qué del acto de fe sólo puede encontrarse en definitiva en este mismo acto de fe, en el «analysis fidei»65. Ello implica esencialmente que, en otros 65 A la segundad y al criterio específico del contenido de la fe, santo Tomás los fundamenta (y justificadamente) sobre la llamada «luí de la fe». El «motivum fidei» es alcanzado, en virtud de la gracia de !¡i fe, en el neto mismo de la fe; deberá distinguírselo estrictamente de los «motiva credíbilitatis», ya que éstos radican en otro plano distinto: en el plano del uso éticamente fundado y libre de la razón humana. El porqué de mí fe sólo puedo afirmarlo en la fe, y a esto no puede sondeárselo racionalmente en toda su profundidad, aun cuando tampoco quepa decir que el acto de fe esté racionalmente infundado. Ésta es la idea

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planos distintos al del acto de fe, son posibles otras interpretaciones distintas de la fe. Como ser pensante que es, el creyente, por tanto, indagará también esas otras interpretaciones distintas, y para ello apelará, por ejemplo, a la psicología o a la sociología de la religión. Así pues, en cada hombre pensante, la fe misma anda en pos de una fundamentación fuera del plano religioso. En eso precisamente estriba la característica de todo hombre que cree y además piensa. La justificación de la fe es la fe misma; en cierto sentido puede decirse: el creyente no sabe por qué cree, y, si efectivamente lo supiese, se habría deshecho de la fe misma. Todo esto, sin embargo, no significa que la búsqueda de un fundamento para la fe haya de tener lugar dentro de una zona a la que la crítica no posee ningún acceso. Porque la seguridad misma de la fe se da en un campo en el que es posible contrastar su fundamentación a tenor de otras muchas posibilidades de interpretación distintas y racionales, que sin embargo no pueden verificar racionalmente el que la interpretación creyente sea carente de razón o de sentido, ya que dicha interpretación no se deja aprehender racionalmente en toda su profundidad. El hombre que cree y a la vez piensa, experimenta pues en sí mismo una tensión. Como hombre que cree sólo puede interpretar su fe religiosamente, como hombre que piensa tiene que intentar interpretarla no-reli¡liosamente, ya que ello le es realmente ofrecido a su pensamiento en cuanto posibilidad, y además juega de I techo un papel en su ser creyente, tal y como lo han patentizado con claridad las diversas ciencias que se ocupnn de la religión, así por ejemplo la psicología, el psico-

análisis, la sociología y la teoría crítica. Es sobre todo P. Ricoeur quien ha planteado incisivamente el problema de la «multiplicidad de posibilidades de interpretación» 66, y quien ha suscitado al menos la cuestión de cómo se encuentran recíprocamente en conflicto y cómo puede lograrse una reconciliación. Porque el creyente no puede negar la validez de las interpretaciones no-religiosas, ni afirmar sin más que el ser creyente sea sin embargo algo distinto. Un tal punto de vista se adentraría peligrosamente por el camino de un positivismo respecto a la fe o la revelación. En toda reflexión filosófica sobre nuestro ser humano, la que se hace por ejemplo en conexión con la imagen evolucionista del mundo, resulta claro que existe una diferencia entre el proceso por el que se origina una convicción humana, y el fundamento último de la misma. Así también, el modo y manera como se ha llegado a ía fe no se identifica tampoco con el fundamento de por qué se cree; la historia de cómo haya surgido la fe podrá analizarse racionalmente con ayuda de la psicología, la sociología y la teoría de la sociedad, pero no por ello se habrá explicado aún cuál es el fundamento y la fuente de la fe. Porque el análisis científico siempre habrá de presuponer al sujeto activo de todas estas exteriorizaciones objetivables y analizables, es decir, al hombre ubicado en la sociedad; o sea, presuponerlo, pero no incluirlo como tal en su investigación. Las ciencias no crean al «hombre en el mundo», con sus dimensiones sociales, éticas y religiosas; ésa es una factualidad que precede al análisis científico, y de la que éste toma su punto de partida. Sobre esta factualidad previa es precisamente sobre lo que versa la reflexión crítica, en orden a investigar el fundamento y la fuente de los contextos origi-

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Ulnicit miiHÍKirnl del tratado de santo Tomás sobre la fe. A partir de la época poste• '• •• a ('.nvrlnno, la teología entendió equivocadamente esta concepción original I.' «finlii Toiniís; de esa forma, la luz de la fe desapareció de hecho de la teóloga, Imiltt tjiic, e comienzos de este siglo, fue redescubíerta de un lado por la I« de I,c Soltholr (Gardeil, Chenu) y de otro por P. Rousselot.

m

rís 1969.

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P. RICOEUR, Le conflit des interprélations. Essai d'herméneutique, Pa-

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nantes 67 . Pero la «parte objetivada» del hombre que las ciencias investigan, no es sin embargo el hombre entero. El que la plenitud del ser humano no se agote en ello, es un dato que se pone de manifiesto en la reflexión filosófica. El hecho de la reflexión muestra ya por sí mismo que el hombre no coincide con aquello suyo que se halla objetivado en la historia y puede ser investigado científicamente. El hombre rebasa las ciencias y sus interpretaciones, y en eso justamente estriba la razón de por qué haya llevado a cabo en la historia cosas inesperadas e imprevistas, y en el futuro pueda también a éstas ir rebasándolas siempre en nuevas prestaciones. Esta posibilidad que el hombre tiene de rebasarse a sí mismo es un misterio insondable, y no puede identificarse con lo que las ciencias constatan acerca de él. Por eso sigue siendo posible una interpretación en profundidad, que pretenda aprehender precisamente el fundamento de esta trascendencia humana — la cual va en pos de una libertad, que posibilite y fundamente a la libertad nuestra. Al fundamento de esta trascendencia humana, imposible de ser aprehendida por la ciencia, la fe cristiana lo ve en la trascendencia divina, que capacita al hombre para, en trascensión interna, rebasar lo logrado en dirección hacia lo esperado y prometido, lo «ya ahora» en dirección hacia lo «todavía no». El que esta interpretación cristiana sea posible y tenga sentido, no es algo que pueda ser desmentido con los métodos y modelos explicatorios propios de las ciencias. La cien-

cia, así pues, tiene por fuerza que dejar esta posibilidad abierta. 2. La segunda razón por la que la fe requiere una teología crítica, es la siguiente: la misma fe ctistiana conoce también una tensión entre lo que Dios ha cumplido ya por su promesa, y lo que nos resta aún por seguir esperando, entre el «ya ahora» de la escatología de presente, y el «todavía no» de la escatología de futuro: la fe cristiana se encuentra en medio de la historia de una escatología que se realiza. En la Biblia, tanto en el antiguo cuanto en el nuevo testamento, a la pregunta por el sentido se la concibe como una pregunta por el sentido último y definitivo de la historia. Qué es lo que signifique este sentido último, no se nos hace saber más que en símbolos negativos, evocadores: un reino sin lágrimas, sin miseria ni alienación. Que este sentido puede efectivamente ser realizado en virtud de la fe en Jesucristo, eso, en cambio, se nos ha prometido como posibilidad redentora y como tarea. Desde este aspecto puede decirse que la teología, reflexión crítico-racional, trabaja con una «hipótesis» cinc es precisamente la tesis de la fe: el sentido que se da en la Biblia, puede ser y tiene que ser y será recibido y actualizado constantemente, siempre de nuevo. Esta hipótesis habrá de dilucidarse en el decurso de la historia misma, y habrá igualmente de mantenerse abierta la posibilidad de que la hipótesis se vea falsada, cual ocurriría concretamente en el caso de que el intento de realizar el sentido bíblico en la historia, fuese radical y definitivamente relegado. A esta luz deberá estar claro que el teólogo no parte de la hipótesis de que el progreso constante esté asegurado, ni de la hipótesis tampoco de que el ocaso sea ineludible, sino que se basa sobre el presupuesto de que no es imposible conferir un sentido a la historia ambivalente, y que, en consecuencia, ese intento

232

m Con razón dice P. L. Berger: la sociología investiga «la religión como, una proyección humana, por cuanto se basa en infraestructuras específicas de la historia humana»; «el contenido del cristianismo, al igual que el de toda otra tradición religiosa, deberá ser analizado como proyección humana»; «y sólo después de que haya realmente comprendido qué significa el decir que la religión es un producto humano o una proyección humana, podrá dentro de este rfmhlto de proyecciones buscar lo que puedan ser señales de trascendencia»: Tbe S.irred Canopy Carden City-New York 1967,180, 186, 188.

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234

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TEOLOGÍA Y TEORÍA CRÍTICA DE LA SOCIEDAD

nunca debe ser abandonado, aun cuando como teólogo no sea capaz de exponer —teórica o prácticamente— un principio en virtud del cual quepa aprehender al conjunto de la historia 68 . Esto último es lo que distingue al teólogo cristiano de la concepción de historia tanto de Hegel cuanto de Marx — dejando por un momento fuera de consideración las reactualizaciones presentes del pensamiento hegeliano y marxista. Bajo la crítica de la fe cristiana caen, pues, tanto las interpretaciones derrotistas de la historia, cuanto aquellas interpretaciones que, teórica o prácticamente, parten de un sentido general y total que estaría fijado desde un principio, aunque fuera tan sólo en la forma de una utopía. Por otra parte, la fe no conoce ninguna zona al abrigo de la tempestad, en la que no pueda penetrar la crítica69. El sentido que se nos ha hecho saber en el acontecer histórico de la revelación, no es ningún suprahistórico «sistema de identidad»; la fe participa de la ambivalencia de todo lo histórico, de igual modo a como el mismo Jesús de Nazaret participó de la impugnabilidad que le es característica a la entera historia de los hombres —razón ésta por la que son también posibles otras fundadas interpretaciones no cristianas del acontecimiento de Cristo. Entre la conciencia de fe y la conciencia histórico-crítica se da, por consiguiente, una

conexión interna, según lo ha dejado en claro el modo y manera como los seguidores del «New Quest» han renovado la pregunta histórica acerca de Jesús, y según lo patentiza también la posibilidad de abordar la Escritura desde los métodos de la historia de las formas y de la tradición70. La Biblia da respuesta a la pregunta fundamental acerca del sentido ofreciéndonos una interpretación creyente de la historia, interpretación que ya ella misma es crítica, toda vez que se distancia de otras interpretaciones distintas. Puesto que también la interpretación cristiana se encuentra emplazada en la historia, habrá de proseguirse permanente y consecuentemente en el pensar crítico reflexivo. La fe misma lo requiere, ya que se halla abierta a la crítica, lo que no por eso significa que pueda ser desmoronada por la crítica. Es precisamente la reflexión crítica la que podrá exhibir que, si otras interpretaciones distintas de la fe cristiana no tienen efectivamente por qué ser infundadas, tampoco es infundada la interpretación cristiana de la historia. A esta última cabe fundamentarla racionalmente, aun cuando no sea la única que puede ser fundamentada —situación ésta que se basa en la ambigüedad del acontecer histórico mismo. Si se cae en la cuenta de esto, resultará también clara cuál es la dirección por la que debe construirse una teología crítica «temática» (o dogmática). Tendrá que partirse de la pregunta por el sentido, entendida como pregunta por el sentido de la historia. La escatología será, por tanto, el horizonte en el que deberán tematizarse temas tales como el de la redención, el significado de Cristo y el de la iglesia. La aportación crítica y hermenéutica que el teólogo puede ofrecer a la praxis presente

68 Véase mi artículo Algunas ideas sobre la interpretación de la escatolO' tía: Concilium 41 (1969) 11-24. 09 Si al motivo de la fe, nunca sondeable del todo por la razón (motivo ni que la tradición llama el «lumen quo» de la fe), quiere calificárselo de «zona ni nbrigo de la tempestad», entonces ciertamente se da una zona al abrigo de la tempestad en la fe. Pero, en este contexto, ése me parece ser un uso impropio tlt'l lenguaje. Porque la intangible seguridad de la fe se encuentra en medio de Inseguridades racionales y de la ambigüedad de la historia, y éstas no se hallan HrKui-ns ante la crítica. La gracia, no obstante, tiene prioridad sobre la opción íunilnmcntnl de nuestro vivir en la fe, y está en nuestro acto de fe llevándole • Innpre una delantera inalcanzable. La fe, por consiguiente, puede mantenerse llinir rn unn zona que no está al abrigo de la tempestad, y encontrarse sin embarco lili litnulincnte fundamentada, no siendo un sinsentido. La razón misma opera i'M rt mUtcrlo de la insondable y nunca plenamente racionalizable realidad.

235

70 En el artículo de F. SCHUPP, Kritisches Denken in der Theologie: ZKTh 92 (1970) 328-341, se dice, así pues, con razón, que el hecho de que pueda indagarse la Biblia con el método histórico-crítico, va más allá de una «pregunta metódica». En ello se expresa el esencial encontrarse-en-la-historía de la fe.

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237

y futura de la iglesia, consiste en una comprensión crítica del pasado, que sea, a la vez, actualizadora y hermenéutica, para así descubrirle a nuestra situación del presente una dirección por la que podamos caminar responsablemente viviendo de cara al futuro. La teología es la autoconciencia crítica de una praxis creyente en el mundo y en la iglesia. Si se parte de aquí, no me parece entonces en modo alguno intranquilizador el que, en nuestros días — y , hasta cierto punto, siempre ha sido éste el caso —, recaigan sobre el teólogo sospechas tanto de parte de la razón «racionalista» cuanto de la fe (acrítica). A los ojos de ambas, la interpretación de la realidad que ellas propugnan, estará siendo negada por el teólogo, y en consecuencia éste pasará ante ellas por hereje. Así, la ciencia crítica de la fe que la teología pretende ser, hallándose tachada de herejía tanto por la «fe» cuanto por la «razón», no se encontrará de hecho «en ninguna parte». Pero ésta precisamente será su aportación propia e irremplazable a la interpretación de la realidad que haga tanto la razón como la fe, ya que ambas propenden ineludiblemente a consolidarse en el establishment de un sistema. La teología es así protectora y custodia de la trascendencia; no cual si ésta sea simplemente una «factualidad» que pueda ser custodiada como tesoro poseído, sino en un sentido totalmente distinto: la teología preserva a la trascendencia de convertirse en una «factualidad», ya que una y otra vez y constantemente tiene que ir rescatándose de las alienaciones históricas, y ha de mantenérsela, por tanto, «en el punto de mira» de una praxis crítica. Con respecto a la praxis crítica que tenga esto ante su vista, la teología será la teoría crítica que, para tal fin, se sirve necesariamente «le todo aquello que las ciencias humanas, analíticas y hermenéuticas descubren de sentido y sinsentido en el hombre y en la sociedad.

Quizás haya quedado así, por una parte, en claro que teología sin fe no aduce más que sinsentido, y es por consiguiente lo contrario de teología — l o cual no excluye que, a otros niveles distintos, pueda conseguir resultados significativos—, y ojalá resulte también, por otro lado, patente que una fe sin teología pierde todo crédito y se hace irrelevante.

ÍNDICE DE MATERIAS Actualización del evangelio: 9 s Comprensión, como presupuesto de la praxis emancipadora: 170 ss, 176 ss, 202 Comunicación: 38 s, 44, 79,103 s Dios: El habla sobre Dios: 119,122,127,130 s, 150 s La pregunta sobre Dios: 117 s Dios, el «absolutamente otro»: 128,148 s Estructuralismo: 30 ss Experiencia prerrerlexiva: 74 de sentido: 142 s de contraste: 96, 134 hermenéutica de la experiencia: 18 s Fe: Comprensión de la fe, continuidad: 81 Estructura de la fe: 68 Ortodoxia: 72 s, 78 y gnosis: 100 y verificación: 86, 91 s, 106 Ortopraxia: 86, 96 s, 142,204 y unidad de la fe: 100 Pluralismo: 72 ss teológico: 75 Seguridad: 59 s Hermenéutica como interpretación de la historia: 27 s como «ars»: 43 fenomenológica: 27 objetivo: 60 portador: 44, 105 presupuesto: 30, 93 Historia interpretación: 59 s, 68 s

240

ÍNDICE DE MATERIAS

Humanum: 95 s, 134 ss Ideología: 186 s, 209 Interés emancipativo: 165 ss Interpretación: Autointerpretación: 41, 56 s carácter docológico: 21 ss la comunidad como portadora: 103 ss, 220 el cristianismo como interpretación: 25 ss, 59 interpretación «existencial»: 69 «Existentiell»: 44 modelo psicoanalítico: 170 ss precomprensión: 41, 55 ss, 93 s, 134 ss presupuestos individuales: 76 s reinterpretación: 38 s, 78, 90,111 s principio de verificación: 82 ss renovación de la praxis como presupuesto: 99 relevancia teológica: 21 s Lenguaje: como acontecer: 31 como institución: 30 s como sistema de signos: 35 s como realidad: 53 s Estructura lingüística: 47 s lógica: 47 s triádica: 37 s, 44, 53 Análisis del lenguaje estructural: 30 s fenomenológico: 35, 51 lingüístico: 45 ss lógico: 45 ss, 51, 85 objetivo del análisis: 60 Juego lingüístico: 61, 147 y experiencia: 15 s y sentido: 63, 79 s, 83,102 como forma de vida: 62 s lógica del juego lingüístico: 49,79 s, 126 Ontología del lenguaje: 53 Sistema de la lengua: 31 Situación del discurso: 38 s, 44,103 Libertad: Historia emancipadora de la libertad: 193 ss Mngisterio: 81 s, 107 ss, 110 Mu!, como sinsentido: 139 s Mctalcnguaje: 41, 61 s, 127

ÍNDICE DE MATERIAS

241

Palabra: Estructura contextual: 34, 39 Acontecer de la palabra: 31,44,54 s como intencionalidad: 35 s Reducción: analítico lingüística: 48 estructural: 30, 32 fenomenológica: 35 ss Revelación: e historia: 56 s, 68 e interpretación: 58 y lenguaje: 54 ss, 87 s Secularización: del mensaje: 9 s interpretación secular: 56 s teología de la secularización: 99 Sentido: cuestión del sentido y lógica: 51 experiencia y sentido: 16 ss horizonte de sentido: 94 s pregunta por el sentido: 16,121,134 ss, 138 ss, 198,235 sentido general de la historia: 180,185,207,234 de la vida: 58,68 s, 83 s, 145 s, 150 s y análisis del lenguaje: 45 ss y verdad: 48 Teología como autoconciencia de una praxis cristiana: 220, 228 s, 236 Teoría crítica: definición de conceptos: 159 ss Teoría-praxis: 98 ss, 157,165 ss, 181 s, 187 ss Verdad: Pregunta por la verdad: y magisterio: 81 s, 110 y pregunta por el sentido: 130

ÍNDICE GENERAL

Introducción

I

LA INTERPRETACIÓN DK I .A u Y SUS CRITERIOS 1.

PRESUPUESTO GENERAL: E L CONTEXTO HXI'KKIKNÜMI Y EL VALOR D0X0LÓGICO DEL HABLA CREYIÍNTII , • • •

I.

II.

2.

15

La relación con los contenidos exprr venciados, como criterio del significado d« M interpretaciones teológicas

15

El carácter primariamente doxológico ilc Irt» Interpretaciones teológicas auténticas . . . • • •

21

ANÁLISIS BEL LENGUAJE, HERMENÉUTICA Y TBOMM»'* •

Criterios analítico-lingüísticos y hermenétillio» .



25

• •

25

I. Estructuralismo o análisis estructuhil
30 35

III. E l análisis lógico y lingüístico del ICUHIIHÍC. y ' a hermenéutica teológica

45

IV. La ontología del lenguaje y la hernic-iiiMitK'ii teológica •• •

5)

V. Consideración final: el problema hermenéuticu de la comprensión y el problema analítico-üngüístico del sentido

60

ÍNDICE

GENERAL

ÍNDICE

GENERAL

CRITERIOS TEOLÓGICOS. LA «FE RECTA», SUS INCERTIDUMBRES Y SUS CRITERIOS

65

II

Una situación para reflexionar

65

DE CAMINO HACIA UNA AMPLIACIÓN CRITICA DE LA HERMENÉUTICA

I. Normas teológicas básicas 1. La fe cristiana da que pensar 2. El problema del pluralismo de la fe . . . . a) La revelación única de Dios en Cristo, expresada en diversos lenguajes . . . . b) El pluralismo teológico es simultáneamente un pluralismo de interpretación de la fe c) Límites del pluralismo y de la superación del pluralismo

68 68 72

73 79

104

III. La función del magisterio eclesiástico en el funcionamiento de estos criterios

107

81 86 93

EL CRITERIO DE CORRELACIÓN. RESPUESTA CRISTIANA A

I. Reformulación de la pregunta humana sobre Dios II. Problemas conexos con la correlación entre esta pregunta humana y la respuesta cristiana . . . III. La validez universal del habla cristiana sobre Dios es experimentable indirectamente 1. Dialéctica negativa 2. «Experiencias parciales de sentido» positivas, y su pregunta implícita por un sentido último IV. «Expectación fundada»

LA TEOLOGÍA HERMENÉUTICA EN CORRELACIÓN CON UNA TEORÍA CRÍTICA DE LA SOCIEDAD • • • •

159 1 59

72

II. Criterios sobre la continuidad en la recta comprensión de la fe 1. Criterio de la «norma proporcional»: normalización por la relación proporcional entre los modelos interpretativos y el «interpretandum» 2. Criterio de la ortopraxia cristiana . . . . ' 3. Criterio de la afirmación de una reinterpretación por parte de la «comunidad de Dios», como portadora de la interpretación actualizante

UNA PREGUNTA HUMANA

5.

245

115

117 124 134 134 138 141

I. Teoría crítica de la sociedad . . . . • • • • 159 1. Conceptos introductorios . . . . • • • 159 a) El concepto de «teoría crítica» • • • 161 b) «Nueva» teoría crítica . . . - • • 163 c) Jürgen Habermas • • • d) Tres presupuestos para comprende* I a t e o 165 ría crítica • • • 2. Principales líneas básicas de la nueva «teoría crítica de la sociedad» . . . . • • • • a) Una teoría racional derivada de la empírica 174 b) La teoría crítica como autoconciencia de 176 una praxis • • • ' c) La teoría crítica como teoría d e lo posible concreto - • • ' d) El carácter hipotético de la teoría, y su 184 negatividad crítica . . . . . • • ' e) La teoría crítica como mediación entre teo187 ría y praxis - • • ' f) Imposibilidad de formalizar la teoría entica - • • * II. Teoría crítica y hermenéutica teológica • • • 1. Acotaciones críticas previas y c o n £ r ° n t a c l o n provisional • a) El implícito «círculo hermenéuti c o * de la teoría crítica • " b) Objeciones contra una radical íiegatividad crítica • • • c) Perspectivas y límites del «análisis del sinsentido» de la teoría crítica . . d) Un falso dilema: ¿revolución c t i l t u r a \ ° transformación de las estructuras socioeconómicas? •

192 193 193

M(l

ÍNDICE

GENERAL

2. Teología en correlación con una teoría crítica a) Planteamiento de la cuestión b) Crítica de la iglesia, como palanca para una crítica de la sociedad c) No teología, sino una forma de teoría crítica d) La teología no puede reducirse a una teoría crítica de la sociedad e) El teologizar en correlación con una teoría crítica de la sociedad: intención cristiano-emancipadora de la hermenéutica teológica f) La fuerza crítica del kerigma y del dogma g) De camino hacia una teología crítica . .

208 209 211 213 216

218 226 229

índice de materias

239

Índice general

243

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