Dias Eternos Vol. 1 - Rebecca Maizel

  • Uploaded by: Rachell
  • 0
  • 0
  • January 2021
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Dias Eternos Vol. 1 - Rebecca Maizel as PDF for free.

More details

  • Words: 96,263
  • Pages: 286
Loading documents preview...
Rebecca Maizel

Días eternos Libro I de la Reina Vampira Traducción de Camila Batlles Vinn

Argentina – Chile – Colombia – España – Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela

A mi madre y mi padre: cada palabra os pertenece. Siempre ilumináis el camino Y a mi hermana, Jennie, que siempre tiene las palabras adecuadas

PRIMERA PARTE Esto es romero, para recordar; te suplico, amor, que no me olvides. OFELIA, Hamlet, cuarto acto, escena 5

1 Yo te libero... Te libero, Lenah Beaudonte. Cree... y sé libre.

Ésas fueron las últimas palabras que pude recordar. Pero eran informes, dichas por alguien cuya voz no recordaba. Podría haber ocurrido hacía siglos. Cuando me desperté, sentí de inmediato algo frío contra mi mejilla izquierda. Un gélido escalofrío me recorrió la espalda. Aunque tenía los ojos cerrados, comprendí que estaba desnuda, tendida boca abajo en un suelo de madera noble. Sofoqué una exclamación de asombro, aunque como tenía la garganta tan seca emití un sonido espantoso, animal. Tres inspiraciones trabajosas, luego pum-pum pum-pum, los latidos de un corazón. ¿El mío? Podía haber sido el batir de diez mil alas. Traté de abrir los ojos, pero con cada parpadeo se producía un chorro de una luz cegadora. Luego otro. Y otro. —¡Rhode! —grité. Él tenía que estar aquí. Sin Rhode el mundo no existiría. Me retorcí en el suelo, cubriéndome el cuerpo con las manos. Les aseguro que no soy el tipo de persona que suele estar desnuda y sola, y menos con el sol brillando sobre mi cuerpo. Pero ahí estaba, bañada en una luz dorada, convencida de que dentro de unos instantes padecería una muerte dolorosa y ardiente. No podía ser de otro modo. Dentro de poco las llamas surgirían del interior de mi alma y me reducirían a cenizas. Pero no ocurrió nada. No hubo llamas ni una muerte inminente. Sólo el olor a roble del entarimado. Tragué saliva y los músculos de mi cuello se contrajeron. Tenía la boca húmeda de... ¡saliva! Mi pecho descansaba sobre el suelo. Me apoyé en las palmas de las manos y estiré el cuello para contemplar la fuente de mi suplicio. Una intensa luz diurna entraba a

raudales por la amplia ventana salediza de un dormitorio. El cielo presentaba un color azul zafiro, desprovisto de nubes. —¡Rhode! —Mi voz parecía girar como un remolino en el aire, vibrando al brotar de mi boca. Estaba sedienta—. ¿Dónde estás? —grité. Una puerta cercana se abrió y cerró. Oí unos pasos vacilantes, como alguien que trastabillaba, y al cabo de unos instantes las botas negras con hebilla de Rhode penetraron en mi campo visual. Me tumbé de espaldas y alcé la vista al techo. Jadeaba. ¡Dios mío! ¿Era posible que estuviera respirando? Rhode estaba junto a mí, pero su figura era borrosa. Se inclinó hacia delante de forma que sus rasgos imprecisos estaban a escasos centímetros de mi rostro. Luego lo vi, como si saliera de entre la bruma, con un aspecto que yo jamás había visto. La piel de sus pómulos estaba tan tensa que parecía como si los huesos fueran a traspasarla. Su amplia y orgullosa mandíbula era en ese instante una afilada punta. Pero el azul de sus ojos era el mismo. Incluso en ese brumoso momento me taladraron, clavándose en mi alma. —¡Qué casualidad encontrarte aquí! —dijo. Pese a las negras ojeras que enmarcaban sus ojos, me miró con una expresión chispeante que brotaba de lo más profundo de su ser—. Feliz decimosexto cumpleaños —añadió alargando la mano.

Rhode sostenía un vaso de agua. Me incorporé, tomé el vaso de sus manos y lo apuré de tres ávidos tragos. El chorro de agua fresca se deslizó por mi garganta, a través de mi esófago y penetró en mi estómago. Junto con el agua penetraron unas gotas de sangre, una sustancia a la que estaba acostumbrada, pero su absorción por el cuerpo vampírico se asemeja a una esponja absorbiendo un líquido. Hacía tanto tiempo que no bebía un vaso de agua... En la otra mano Rhode sostenía un pedazo de tejido negro. Cuando lo tomé, el tejido se desdobló y resultó ser un vestido negro. Era de algodón ligero. Me levanté del suelo. Las rodillas apenas me sostenían, pero extendí los brazos para conservar el equilibrio. Me quedé quieta unos momentos, hasta apoyar los pies con firmeza en el suelo. Cuando traté de caminar, una pequeña vibración me sacudió de tal forma que mis rodillas se rozaron.

—Ponte el vestido y ven a la otra habitación —dijo Rhode, saliendo del dormitorio con paso torpe y cansino. Debí percatarme que al caminar tenía que sujetarse al marco de la puerta, pero las rodillas y los muslos me temblaban y tuve que esforzarme de nuevo en conservar el equilibrio. Dejé caer los brazos perpendiculares al cuerpo. Mi cabellera castaña se soltó y unos mechones, como algas, se adhirieron a mi cuerpo desnudo. Los más largos me llegaban a los pechos. Habría dado lo que fuera por poder mirarme en un espejo. Inspiré unas cuantas veces y volví a sentir que las rodillas me temblaban. Miré a mi alrededor en busca de un corsé, pero no vi ninguno. ¡Qué curioso! ¿Acaso tenía que pasearme por este lugar sin un corsé que me ciñera la cintura? Me puse el vestido, cuya falda apenas me cubría las rodillas. Yo no aparentaba más de dieciséis años, pero si alguien hubiera calculado ese día mi edad, oficialmente cumplía quinientos noventa y dos. Todo era tan nítido y brillante... Demasiado brillante. Unos haces de luz trazaban diminutos arcos iris sobre mis pies. Eché un vistazo alrededor de la habitación. Pese a haberme despertado postrada en el suelo, sobre una cama de hierro forjado había un colchón cubierto con una colcha negra. Al otro lado de la habitación había una ventana salediza a través de la cual se veían hojas grandes y ramas que se mecían bajo la brisa. Debajo de la ventana había un asiento cubierto con unos mullidos cojines de color azul. Deslicé los dedos sobre la textura de la madera de las paredes y me pareció increíble poder sentirla. La madera tenía varias capas y palpé las zonas en relieve e irregulares con las suaves yemas de mis dedos. Mi existencia como mujer vampiro significaba que todas mis terminaciones nerviosas estaban muertas. Sólo al recordar el tacto de las cosas cuando era humana podía mi mente vampírica descifrar si lo que tocaba era blando o duro. Los únicos sentidos que conserva un vampiro son los que potencian su habilidad para matar: el sentido del olfato estaba unido a la carne y la sangre; la vista era de una precisión extremadamente sobrenatural, cuyo único fin era localizar las presas al instante. Pasé de nuevo los dedos sobre la pared y sentí de nuevo escalofríos que me recorrían los brazos. —Ya habrá tiempo para eso —dijo Rhode desde la otra habitación. Los latidos de mi corazón resonaban en mis oídos. Percibí el aire. Al caminar, los músculos de mis muslos y mis pantorrillas se tensaron produciéndome un intenso dolor, pero luego se relajaron. A fin de dejar de

temblar, me apoyé en la puerta y crucé las manos sobre el pecho. —¿En qué siglo estamos? —pregunté, cerrando los ojos y respirando hondo. —En el veintiuno —respondió Rhode. Su pelo negro, que la última vez que le vi le llegaba a la mitad de la espalda, lo llevaba ahora muy corto y peinado de punta. Alrededor de su muñeca derecha llevaba una venda de color blanco. —Siéntate —murmuró. Me senté en un sofá azul pálido situado frente a un sillón reclinable. —Tienes un aspecto horrible —murmuré. —Gracias —contestó Rhode esbozando una leve sonrisa. Tenía las mejillas tan hundidas que sus viriles facciones, antes muy marcadas, parecían ahora adheridas a sus huesos. Su piel antaño dorada había adquirido un tono amarillento. Observé que los brazos le temblaban cuando se sentó en el sillón, apoyándose en ellos hasta haberse instalado cómodamente. —Cuéntamelo todo —le pedí. —Dame un momento —respondió. —¿Dónde estamos? —En tu nuevo hogar. —Rhode cerró los ojos. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. Sus manos aferraron los brazos de éste y observé que los anillos que antes adornaban sus dedos habían desaparecido. No lucía la serpiente negra y enroscada con ojos de esmeraldas ni el anillo del veneno para emergencias (lo que significaba que siempre estaba lleno de sangre). Sólo llevaba una sortija en el dedo meñique. La mía. La sortija que yo había lucido durante quinientos años. Entonces caí en la cuenta de que mis manos estaban desnudas. La sortija consistía en un pequeño aro de plata con una piedra oscura, un ónice. «No luzcas nunca un ónice a menos que desees o conozcas la muerte», me había dicho Rhode en cierta ocasión. Yo le creí. Por lo demás, hasta ese momento estaba convencida de que ningún vampiro gozaba más que yo sembrando la muerte. Traté de rehuir su mirada. Nunca había visto a Rhode tan débil. —Eres humana, Lenah —dijo. Asentí con la cabeza, pero fijé la vista en las líneas del suelo de madera noble. No podía responder. Todavía no. Lo anhelaba demasiado. La última discusión que había tenido con Rhode, antes de despertarme en ese dormitorio, había sido sobre mi deseo de convertirme en humana. Nos

habíamos peleado, una pelea que supuse que duraría siglos. Y en cierto sentido, así fue, puesto que se había producido un siglo antes de ese momento. —Por fin has conseguido lo que ansiabas —musitó él. De nuevo rehuí su mirada. No soportaba el frío azul de sus ojos escrutándome. Su aspecto había cambiado hasta el extremo de que parecía como si estuviera marchitándose. Cuando estaba en la plenitud de su salud, su pronunciada mandíbula y sus ojos azules le convertían en uno de los hombres más guapos que yo había visto jamás. Digo «hombre», aunque no estoy segura de su edad. Quizá fuera un muchacho cuando se convirtió en vampiro, pero con el paso de los años estaba claro que había visto y hecho tantas cosas que había envejecido. Cuando los vampiros alcanzan la madurez de su existencia, adquieren un aspecto tan etéreo que es casi imposible adivinar su edad. En mi afán por eludir su mirada, examiné la sala de estar. Parecía como si Rhode acabara de mudarse aquí, aunque la atmósfera de la habitación llevaba impregnada su presencia. Aparte de algunas cajas apiladas junto a la puerta, todo parecía ocupar su lugar correspondiente. El apartamento estaba decorado con muchos de los objetos pertenecientes a mi vida vampírica. Concretamente, objetos que había tenido en mi alcoba. En la pared colgaba una espada antigua, montada sobre una placa de metal sostenida por unos ganchos dorados. Era una de las piezas favoritas de Rhode, su espada de los tiempos en que había pertenecido a la Orden de la Jarretera, un círculo de caballeros a las órdenes del rey Eduardo III. Era una espada especial, forjada de forma mágica, fuera de la hermandad. Ostentaba una empuñadura de cuero negro y una ancha hoja que se estrechaba hasta acabar en una afilada y mortífera punta. En el pomo, el contrapeso en forma de rueda situado en la parte superior de la espada, había unas palabras grabadas: Ita fert corde voluntas, «El corazón lo desea». En la pared, a cada lado de la espada, candelabros de hierro en forma de rosas unidas por una enredadera con espinas sostenían unas velas blancas, las cuales estaban apagadas. Para desterrar a los espíritus malignos y la energía negativa de una casa, es preciso encender velas blancas. Todo vampiro dispone de ellas para protegerse contra otras magias siniestras. Sí, en el universo existen cosas peores que los vampiros. —Había olvidado tu belleza humana.

Miré a Rhode. No sonreía, pero sus ojos chispeaban de una forma que comprendí su significado. El hecho de verme ahora en mi forma humana representaba para él un logro personal. Había conseguido lo que se había propuesto hacía siglos.

2

Hathersage, Inglaterra. The Peaks 31 de octubre de 1910 al anochecer Mi casa era un castillo de piedra. Había estancias con pasillos de mármol y techos pintados. Yo vivía en Hathersage, una población rural célebre por sus ondulantes colinas y quebradas. Mi castillo estaba alejado de la carretera y situado frente a unos prados inmensos. Esa noche era la Nuit Rouge, es decir, la Noche Roja. Una vez al año, los vampiros acudían de todos los rincones del globo y se instalaban en mi casa por espacio de un mes. Durante los treinta y un días de octubre, la Nuit Rouge atraía a vampiros de todas las razas a mi hogar. Treinta y un días de opulencia. Treinta y un días de puro terror. Ésta era la última noche antes de que todos regresaran a sus respectivas guaridas. Había anochecido. Sobre mi cabeza las estrellas refulgían en el crepúsculo, arrancando destellos dorados a las copas de cristal. Me abrí camino entre los invitados que bebían sangre y bailaban a los sones de un cuarteto de cuerdas. Rhode me siguió desde la parte posterior del castillo hasta la terraza de piedra. Hombres y mujeres, ataviados con sombreros de copa, corsés y finas sedas de China, reían, obstaculizando el paso a Rhode. Al fondo del castillo, unos escalones de piedra conducían al jardín. En cada escalón había dos cirios blancos dispuestos en los extremos, y la cera derretida formaba pequeños archipiélagos sobre la piedra. El jardín se extendía a lo ancho antes de descender hacia la inmensa campiña. Yo lucía un vestido de seda verde hoja adornado con un cordoncillo dorado, y debajo llevaba un corsé del mismo color. —¡Lenah! —gritó Rhode, pero pasé apresuradamente a través de la

multitud. Caminaba tan deprisa que durante unos momentos pensé que mis pechos iban a salirse del corsé. —¡Lenah! ¡Detente! —gritó de nuevo Rhode. Hacía poco que había anochecido. Eché a correr a través del jardín y bajé por la empinada cuesta hacia los campos. Yo quería obligar a Rhode a seguirme colina abajo, lejos de los vampiros que había en el castillo. Me detuve al pie de los campos que se extendían a lo largo de un sinfín de kilómetros hasta el horizonte. En esa época, yo presentaba un aspecto distinto. Mi tez era muy blanca y no tenía ojeras ni arrugas en la piel. Tan sólo una tez blanca y lustrosa, sin la menor impureza. Rhode se detuvo en lo alto de la colina y miró hacia abajo, donde me hallaba yo. Iba vestido de etiqueta, con un sombrero de copa. En la mano derecha sostenía un bastón. Cuando bajó por el costado de la empinada cuesta, las delgadas briznas de hierba que se extendían a lo largo de centenares de kilómetros se inclinaron a su paso. Me volví y contemplé los prados. —No me has dirigido la palabra en toda la velada —protestó Rhode—. No has despegado los labios. ¿Y ahora vienes corriendo aquí? ¿Te importaría compartir conmigo qué demonios te ocurre? —¿No lo entiendes? Si dijera una palabra no podría ocultar mis intenciones. Vicken posee un don asombroso. Es capaz de leer mis labios a cinco kilómetros de distancia. Vicken era mi última creación; esto es, el último hombre al que había transformado en vampiro. A sus cincuenta años, era asimismo el vampiro más joven de mi clan, aunque no aparentaba más de diecinueve. —¿Es posible que éste sea un momento de lucidez? —preguntó Rhode —. ¿Que por fin has comprendido que Vicken y tu banda de ingratos son más peligrosos de lo que suponías? No dije nada. En lugar de responder, observé el viento trazar patrones sobre la hierba. —¿Sabes por qué te abandoné? —me espetó Rhode—. Temía que hubieras perdido realmente el juicio. Que la perspectiva del tiempo infinito hubiera empezado a nublar tu razón. Te comportabas de forma temeraria. Me volví bruscamente y ambos nos miramos de inmediato a los ojos. —No consiento que me critiques por haber creado el clan de vampiros

más poderosos y hábiles que existen. Me dijiste que debía protegerme, e hice lo que debía hacer. —No comprendes lo que has hecho —objetó Rhode, crispando su marcada mandíbula. —¿Lo que yo he hecho? —respondí avanzando hacia él—. Siento el peso de esta existencia en mis huesos. Como si un millar de parásitos devoraran mi cordura. En cierta ocasión me dijiste que yo era lo que te mantenía cuerdo. Que cuando estabas conmigo te librabas de la maldición del dolor emocional que te aquejaba. ¿Qué crees que me ha ocurrido durante los ciento setenta años en que desapareciste de mi lado? Rhode encorvó los hombros. Sus ojos eran del azul más puro que yo había visto jamás en quinientos años. La belleza de su nariz fina y aristocrática y su pelo negro nunca cesaba de impresionarme. La esencia vampírica realza la belleza de una persona, pero en el caso de Rhode irradiaba desde su interior e iluminaba su alma; me abrasaba el corazón. —La magia que une a tu clan es más peligrosa de lo que jamás pude sospechar. ¿Cómo querías que me sintiera? —Tú no sientes. ¿No lo recuerdas? Somos vampiros —repliqué. Rhode me agarró el brazo con tal fuerza que temí que me partiera algún hueso. De no haberlo amado más de lo que era capaz de expresar, le habría temido. Rhode y yo éramos almas gemelas. Unidos en un amor cimentado en la pasión, el deseo de sangre, la muerte y una firme comprensión de la eternidad. ¿Éramos amantes? A veces. Unos siglos más que otros. ¿Éramos amigos íntimos? Siempre. Estábamos unidos por vínculos inquebrantables. —Me abandonaste durante ciento setenta años —dije apretando los dientes. Rhode había regresado la semana pasada del «respiro» que se había dado, según dijo para explicar el hecho de haberse alejado de mí. Desde entonces habíamos sido inseparables—. ¿No adivinas por qué te he traído aquí? —le pregunté—. No puedo contarle a nadie salvo a ti la verdad auténtica. Rhode me soltó el brazo y yo me volví para mirarlo a la cara. —No me queda nada. No cuento con las simpatías de nadie —musité, aunque mi voz denotaba un toque histérico. Vi mi imagen reflejada en los ojos de Rhode. Sus dilatadas pupilas eclipsaban el azul, pero yo contemplé la negrura. La voz me temblaba—. Ahora que sé que posees el ritual... No pienso en otra cosa, Rhode. En el hecho de que mi humanidad... quizá sea posible.

—No sabes lo peligroso que es este ritual. —¡No me importa! Quiero sentir la arena debajo de los dedos de mis pies. Quiero despertarme con la luz del sol penetrando a raudales en mi habitación. Quiero oler el aire. Todo. Quiero sentirlo todo. ¡Dios, Rhode, necesito sonreír, y que mi sonrisa tenga sentido! —Todos deseamos esas cosas —contestó con calma. —¿Tú también? No creo que tú las desees —dije. —Por supuesto. Quiero despertarme y ver unas aguas azules y sentir el sol en mi rostro, —Es un dolor insoportable —dije. —Podrías intentarlo de nuevo. Concéntrate en mí, en que me amas — dijo él suavemente. —En ti, que me has abandonado. —Eso es injusto —protestó Rhode tomándome las manos. —Incluso amarte es un suplicio. No puedo sentirte ni tocarte. Miro a los humanos que asesinamos e incluso ellos pueden sentir. Incluso en los últimos minutos de su vida tienen aire en los pulmones y sabor en la boca. Rhode sostuvo la palma de mi mano en la suya y el calor de su pasión por mí me atravesó la mano y me recorrió el cuerpo. Cerré los ojos, saboreando el momentáneo alivio de las innumerables tragedias que anidaban en mí. Abrí los ojos y me alejé un paso de él. —Estoy perdiendo la razón y no sé cuánto tiempo más podré resistirlo. —Me detuve durante unos instantes, midiendo bien mis palabras—. Desde que descubriste el ritual —continué—, no pienso más que en eso. En mi escapatoria. —Estaba segura de que mis ojos mostraban una expresión enloquecida—. Lo necesito. Necesito esto. Te suplico por Dios que me ayudes, Rhode, porque si no lo haces, me expondré al sol hasta que me abrase y muera envuelta en llamas. De pronto se levantó una ráfaga de viento que estuvo a punto de arrancarle a Rhode la chistera. Aún lucía el pelo largo, que le caía sobre los hombros y el abrigo. —¿Te atreves a amenazarme con suicidarte? No seas tonta, Lenah. Nadie ha sobrevivido al ritual. Miles de vampiros lo han intentado. Todos ellos, sin excepción, han muerto. ¿Crees que soportaría perderte? ¿Separarme de ti? —Ya lo hiciste —murmuré con rabia. Rhode me atrajo hacia él tan rápidamente que la presión de su boca

sobre la mía me pilló por sorpresa. Emitió un gruñido ronco y me partió el labio inferior. Me lo mordió. Sentí sus rítmicos movimientos mientras succionaba la sangre de mi boca. Al cabo de unos momentos, se apartó y se enjugó el labio ensangrentado con la manga de su chaqueta. —Sí, te abandoné. Pero tenía que hallar la magia y la ciencia que necesitaba. Si alguna vez probamos este ritual... Tenía que asegurarme. No imaginé que en mi ausencia te enamorarías de otro. Se produjo un silencio. Él sabía tan bien como yo que supuse que jamás regresaría junto a mí. —No amo a Vicken como te amo a ti. —Pronuncié cada palabra de forma clara y deliberada. Al cabo de unos momentos añadí—: Quiero dejar de ser lo que soy. —No sabes lo que te ocurrirá si eliges una vida humana. —¿Que sentiré el aire? ¿Que respiraré con normalidad? ¿Que experimenté la dicha? —¿La muerte, la enfermedad, la naturaleza humana? —No lo entiendo —dije, retrocediendo de nuevo—. Tú mismo has dicho que todos los vampiros anhelan ser humanos. La libertad de sentir algo más que el dolor y sufrimiento constante. ¿No sientes tú ese anhelo? —Me consume —respondió Rhode, quitándose el sombrero de copa. Contempló los campos—. Allí hay unos ciervos —dijo señalando a lo lejos. Tenía razón. A unos quince kilómetros había una manada de ciervos pastando en silencio. Podríamos haberles succionado la sangre, pero yo le tenía mucho cariño a mi vestido y la sangre desentonaría con la seda de color verde. Por lo demás, detestaba el sabor de la sangre animal y sólo me habría alimentado de ellos en un caso de extrema necesidad. Con la creación del clan, me había asegurado que eso no sucediera jamás. Rhode deslizó sus manos alrededor de mi cintura y me atrajo hacia él. —Tu belleza será una fuerza poderosa en el mundo de los humanos. Tu rostro humano podría incluso delatar tus mejores intenciones. —Me tiene sin cuidado —contesté, sin comprender realmente lo que ello significaba y sin importarme. Rhode alargó la mano y pasó el índice sobre el fino tabique de mi nariz. Luego restregó suavemente su pulgar sobre mis labios. ¡Ese ceño arrugado, esa mirada penetrante! Aunque hubiese querido, yo no habría podido apartar los ojos de él. —Cuando te rapté del manzanar de tu padre en el siglo quince vi tu

futuro expuesto ante mí —me confesó—. Una intrépida mujer vampiro ligada a mí eternamente. —Se produjo una pausa. La música de la fiesta reverberaba a través de los campos a nuestras espaldas—. Vi mis sueños. —Entonces dame lo que deseo. Rhode apretó los labios. Frunció las cejas y contempló los ciervos, que echaron a correr hacia las herbosas colinas. Por su boca silenciosa y su sombría expresión deduje que estaba formulando un plan. —Cien años —murmuró, sin apartar la vista de los ciervos. Abrí los ojos como platos. —A partir de esta noche hibernarás durante cien años. —Rhode se volvió para mirarme y señaló la cuesta. Comprendí que señalaba un cementerio. Estaba situado a la derecha de la terraza, protegido por una verja de hierro forjado rematada por unas afiladas puntas. La hibernación sólo se produce cuando un vampiro descansa bajo tierra. El vampiro duerme sin tener que alimentarse de sangre; existen varios hechizos para que permanezca en un estado meditativo, casi rayano en la muerte. En una fecha predeterminada, otro vampiro lo reanima. Pero eso sólo es posible a través de la magia. Sólo los vampiros muy valientes (algunos dirían muy estúpidos) se han atrevido a hacerlo. —La noche antes de que te despiertes —continuó Rhode—, te desenterraré y te llevaré a un lugar seguro, donde nadie pueda encontrarte. Un lugar donde puedas ser humana y vivir hasta que mueras. —¿Y el clan? —pregunté. —Tendrás que separarte de ellos. El corazón me latía con fuerza, produciéndome un dolor familiar que no pude por menos de reconocer. El mágico vínculo entre el clan y yo les obligaría a ir en mi busca. Al igual que sabía que amaría a Rhode hasta el fin del mundo, sabía que mi clan no cesaría de buscarme. Asentí con la cabeza, pero no dije nada. Observé a los ciervos mordisqueando la hierba y lamiéndose el pelaje. —¿No temes morir? —me preguntó él. Negué con la cabeza. Rhode se volvió hacia la casa. Le tomé suavemente la mano para impedirle que echara a andar cuesta arriba. Él se volvió hacia mí. —¿Estarás presente? —inquirí—. Si muero y fracasamos, ¿estarás presente? Sus dedos rozaron la parte superior de mi mano. La volvió, me tocó la

palma y musitó: —Siempre.

—¿Cómo lo conseguiste? —Estaba fascinada. Me hallaba de nuevo en el oscuro apartamento, con la espalda apoyada contra los cojines. Pasé los dedos sobre el sedoso terciopelo. Deslicé las yemas sobre la suavidad del sofá, que hizo que se me pusiera la carne de gallina en las piernas. Antes, habría sabido que el sofá tenía una textura suave, pero ello no habría significado confort ni seguridad. Tan sólo suavidad. —Esa noche. La última noche de la Nuit Rouge. Te fuiste a la cama... — empezó a decir Rhode. —Después de matar a una de las doncellas —confesé, recordando a la muchacha joven y rubia a la que pillé desprevenida en el ático. Rhode prosiguió con una leve sonrisa. —Le dije a Vicken que habías decidido hibernar. Que dormirías durante cien años y yo te despertaría la Nuit Rouge de ese año. —¿Por qué decidimos que serían cien años? No te lo pregunté nunca — dije. —Sencillamente, por una cuestión de tiempo. Vicken estaría lo suficientemente distraído como para que yo pudiera trasladarte del lugar donde estuvieras hibernando en el cementerio. Sólo tenía que esperar una noche en que él no estuviera vigilando tu sepultura. Cuando se presentó esa noche, hace poco, te saqué de allí. —¿De modo que han pasado cien años —pregunté, deseosa de ubicarme en el espacio y el tiempo— desde la última vez que estuve sobre la superficie de la tierra? —Casi. Estamos en septiembre. Te he ahorrado aproximadamente un mes. —¿Y llevaste a cabo el ritual hace dos días? —Dos días —me confirmó Rhode. —¿Y el clan? ¿Saben que he desaparecido? —No lo creo. Vicken piensa que sigues enterrada. Recuerda que le dije que querías ser enterrada, para que fuera oficial. Le pareció una idea excelente. Deseaba tener la oportunidad de gobernar a tu clan. —Yo no me habría opuesto a ello —dije. —Ése es justamente el motivo por el que no dudó en creerme. Era

mentira, Lenah. En cuanto me miraste a los ojos en los campos y me imploraste que te devolviera la vida humana, comprendí que mi búsqueda, mi vida de vampiro, tu vida de vampiro, lo que yo te había hecho, había llegado a su fin. —No debí implorarte que lo hicieras. Te manipulé. Rhode se rió, pero fue una breve carcajada. —Así eres tú. Miré la venda que llevaba alrededor de la muñeca y las oscuras ojeras que enmarcaban sus ojos. En ese momento me invadió un sentimiento de culpabilidad. En mi estado humano, no podía imaginarme sobornando a Rhode o amenazándole con suicidarme. Antes había sido muy fácil para mí, porque el dolor emocional que empaña la vida de un vampiro me impedía pensar de forma racional. —Por favor, háblame del ritual —le pedí de nuevo. Rhode se quitó la venda, desenrollándola lentamente, hasta mostrarme su muñeca. En la parte interior de la misma había unas marcas de colmillos —mis colmillos—, dos pequeñas incisiones en la parte interior de su muñeca. La de la izquierda estaba un poco más arriba que la de la derecha; siempre he odiado tener una dentadura ligeramente irregular. Habría reconocido las marcas de mis colmillos en cualquier lugar. —Lo más importante es la intención. El éxito del sacrificio, pues se trata de un sacrificio, depende única y exclusivamente del vampiro que lleve a cabo el ritual. Como te he dicho, tardé dos días. Rhode se levantó. Siempre que me hablaba de algo que le resultaba difícil empezaba a pasearse de un lado a otro. En cierta ocasión, en el siglo XVI, le pregunté el motivo. Respondió que era para no tener que mirarme a los ojos. —La mayoría de los vampiros fracasan debido a la intención —continuó Rhode—. Tienes que desear que el otro vampiro viva. Y tú tienes que desear morir. Es el acto más generoso que uno puede realizar. Como sabes, semejante generosidad es casi imposible en el estado natural de un vampiro. —¿Quién te dijo eso? —pregunté. —Cuando te abandoné durante esos años, me fui a Francia. En busca de... —Suleen —dije, aunque de pronto comprobé que me resultaba muy difícil respirar. Rhode había conocido a Suleen... en persona.

—Sí. Suleen acababa de salir de una hibernación de cincuenta años. Cuando te describí y le conté mi plan, me dedicó un halago que me reconfortó. Dijo que yo era el único vampiro con un alma lo suficientemente generosa para salir airoso de la empresa. Le miré sorprendida. Debió de ser un momento muy especial en la vida de Rhode. Me habría gustado estar presente para ver su reacción cuando Suleen le hizo ese comentario tan importante. Imaginé a Suleen. Era oriundo de la India, o lo había sido tiempo atrás, aunque ignoro cuándo. Es el vampiro más viejo que existe. Nada en la vida, con sus problemas y complejidades, es capaz de turbar su espíritu. La muerte no es un impedimento para Suleen, ni desea retornar a la vida humana. Lo único que desea es vivir el tiempo suficiente para asistir al fin del mundo. —Hay unas cuantas reglas más —me explicó Rhode—. El vampiro que lleva a cabo el ritual debe tener quinientos años. Suleen dijo algo sobre la química de un vampiro de esa edad. Es un ingrediente imprescindible. Pero ante todo repitió: «Lo importante es la intención, Rhode, la intención». La voluntad y el deseo de sacrificar tu vida para que otro pueda vivir. Los vampiros son egoístas, Lenah. Intrínsecamente egoístas. Tuve que buscar esa voluntad en mi interior. —¿Te sacrificaste por mí? —musité. Era incapaz de alzar la vista del suelo. Rhode guardó silencio. Esperaba a que yo le mirara. Le odié por ello. Por fin nos miramos a los ojos. —El ritual requería que te diera toda mi sangre. Al cabo de dos días te despertaste, más o menos, y me clavaste los colmillos. Tuve que dejar que bebieras toda mi sangre, o casi toda. Pero lo importante era la intención, la química de mi sangre, y mi amor por ti. —Yo no hubiese accedido jamás a esas condiciones. Para mi sorpresa, la estoica expresión de Rhode dio paso a una sonrisa. Una sonrisa feliz, de oreja a oreja. —Fue por eso que lo hice cuando estabas débil e hibernando. Me levanté. Entonces fui yo quien se puso a caminar de un lado a otro de la habitación. —¿Dónde está Vicken? —pregunté, tratando de pensar como un vampiro. Tratando de unir todas las piezas. Había permanecido dormida durante cien años. —Sigue en tu casa de Hathersage con el resto del clan. Supongo que

espera tu regreso. —¿Le has visto desde que entré en estado de hibernación? —Es demasiado joven para que yo converse con él con la frecuencia que él desearía. Su energía me agota. No obstante, cuando me alojé con ellos, Vicken se mostró muy respetuoso. Es un luchador. Un excelente espadachín. Comprendo que te enamoraras de él. Sentí que me sonrojaba, lo cual me sorprendió. Entonces comprendí que me sentía avergonzada. Miré de refilón los dedos de Rhode aferrados al brazo del sillón reclinable. Estaban marchitos, arrugados, como si alguien hubiera succionado todo el líquido que contenían. —No te reprocho el que ames a otro —dijo. —¿Crees que Vicken me ama? ¿Como te amo yo a ti? Rhode meneó la cabeza. —Vicken ama tu aspecto externo y tu deseo de sangre espesa y coagulada. Yo amo tu alma. Por haber sido mi alma gemela durante mi larga búsqueda en esta tierra. Eres, o eras, la criatura más cruel de todos los vampiros que he conocido. Por eso te amo. No pude responder. Pensé en Hathersage, en los campos, en Rhode tocado con su chistera y en los ciervos pastando a lo lejos. —Vicken me buscará —dije—. Como sabes, está ligado a mí. Y cuando me encuentre, el clan me destruirá. Yo creé el clan justamente con ese propósito. Para que busquen, capturen y destruyan. —Fue justamente por eso que elegí este lugar. —Ya. ¿Dónde estamos? —Recorrí el apartamento con la vista. —Ésta es tu nueva escuela. —¿Pretendes que vaya a la escuela? —inquirí volviéndome hacia él. —Es importante que lo comprendas. —Pese a su debilitado estado, Rhode se levantó y se detuvo junto a mí. Me miró con tal ferocidad que en otras circunstancias me habría infundido temor—. Vicken irá a desenterrarte de tu tumba en el cementerio. Le prometí que regresarías la última noche de la Nuit Rouge. La fiesta concluye el treinta y uno de octubre. —De modo que el treinta y uno Vicken encontrará un ataúd vacío. Fin de la historia. —No es tan sencillo. Falta un mes para octubre. Tú eras una mujer vampiro, Lenah. Una de las más viejas de tu especie. —Sé lo que era.

—¡Entonces no finjas que necesitas que te explique la gravedad de la situación! —me espetó Rhode, mientras seguía paseándose lentamente de un lado a otro. Yo guardé silencio. Cuando recobró en parte la compostura, Rhode prosiguió en voz más baja—: Cuando Vicken excave la tumba y compruebe que el ataúd está vacío, removerá cielo y tierra para dar contigo. Como tú misma has dicho, la magia que une al clan le obligará a hacerlo. Tú hiciste que fuera así. No descansará, ni él ni el resto del clan, hasta dar con tu paradero y conducirte de regreso a casa. —No imaginé que me vería en esta situación. —Ya, pero de momento, por fortuna, la magia que te protege te permite ciertos lujos: tu visión vampírica y tu percepción extrasensorial. —De modo que conservo estos poderes —dije, levantándome. Miré de nuevo alrededor de la habitación. Sí, tal como había dicho Rhode, veía todos los adornos que había en ella, hasta los nudos en la madera del suelo y la perfección de la pintura en las paredes. —Conforme te integres en esta existencia humana, esos poderes se desvanecerán. ¿Cómo podía yo asimilar que ya no era una mujer vampiro, pero seguía conservando ciertos atributos vampíricos? ¿Podría exponerme al sol? ¿Podía volver a alimentarme de comida? Esos pensamientos no cesaban de darme vueltas en la cabeza e, irritada, di un taconazo en el suelo. Rhode me acarició las mejillas y me chocó lo frías que tenía las manos. La impresión que me produjo hizo que me serenara. —Tienes que desaparecer en la vida humana, Lenah. Tienes que ir a la escuela y convertirte de nuevo en una joven de dieciséis años. En ese momento, por más que lo deseara, no pude llorar; estaba conmocionada. Los vampiros no pueden llorar. No hay nada natural en un vampiro. Ni lágrimas, ni agua, sólo sangre y magia negra. En lugar de ello, las lágrimas que ruedan por las mejillas de una persona normal, en un vampiro se convierten en un dolor ácido e insoportable que abrasa los conductos lacrimales. Quería echar a correr o volverme del revés, cualquier cosa con tal de frenar esa sensación que me quemaba las entrañas. Crispé los puños y traté de calmar mi ansiedad respirando hondo, pero no lo conseguí. De pronto me fijé en una fotografía que había sobre un escritorio. Estaba vieja y deteriorada; la última vez que la había visto —me la habían hecho en 1910 — fue la última noche de la Nuit Rouge. En la fotografía, Rhode y yo

estábamos juntos, abrazados por la cintura, en la terraza posterior de mi casa. Rhode lucía su frac y su sombrero de copa; yo llevaba un vestido largo y mi pelo castaño peinado en una trenza que me caía sobre el pecho izquierdo. Éramos más que humanos. Éramos terroríficamente bellos. —¿Cómo voy a conseguirlo? —Me volví de espaldas a la fotografía para mirar a Rhode—. ¿Ocultándome? —Creo que comprobarás que es más fácil de lo que imaginas. Nunca has tenido dieciséis años. Yo te los arrebaté antes de que pudieras cumplirlos. Se acercó de nuevo a mí y me besó en la frente, —¿Por qué has hecho esto por mí? —le pregunté. Rhode se apartó y el aire cambió cuando se abrió un espacio entre ambos. —Entiendo que debes saberlo —respondió, ladeando la cabeza. Sacudí la cabeza para indicar que no comprendía ni comprendería nunca lo que había hecho por mí. —Lo he hecho —continuó Rhode— porque nunca he conocido a nadie que haya amado más que a ti... A nadie. —Pero te estoy perdiendo —dije con voz entrecortada. Rhode me abrazó y oprimí la mejilla contra su pecho. Permanecí unos momentos inmóvil, dejando que los latidos de mi corazón reverberaran entre nuestros cuerpos. —¿Crees que Vicken no logrará dar conmigo? —pregunté. —Creo que ni en sueños es capaz de imaginar lo que he hecho. Requiere el esfuerzo concertado de todos los miembros del clan el localizarnos en este lugar, y creo haber conseguido ocultar nuestro paradero. Además, ¿por qué va a sospechar Vicken que te has convertido en humana? Me aparté y miré de nuevo la fotografía en la que aparecíamos Rhode y yo. —¿Cuándo morirás? —inquirí, apartando la vista de la foto y sentándome de nuevo en el sofá. Alcé las piernas hacia el pecho y rodeé mis espinillas con los brazos. —Por la mañana.

Permanecimos sentados juntos y miré a Rhode a los ojos durante tanto tiempo como pude. Me habló sobre los cambios que se habían producido en la sociedad. Coches, televisión, ciencias, guerras que ninguno de

nosotros, ni siquiera en nuestras mentes vampíricas, alcanzábamos a comprender. Dijo que las cosas prácticas tenían gran importancia para los humanos. Que a partir de ahora yo podía enfermar. Me había inscrito en el mejor internado de Nueva Inglaterra. Me informó de que en él residía un médico a escasa distancia del edificio en el que yo me alojaría. Me rogó que completara los estudios y madurara, lo cual él me había impedido hacer. Conversamos largo rato y, sin darme cuenta, me quedé dormida. Lo último que recuerdo son sus ojos fijos en los míos. Quizá me besara en los labios, pero tengo la sensación de que fue en sueños. Cuando me desperté, las persianas estaban bajadas y el cuarto de estar estaba a oscuras. Frente a mí, unos números rojos iluminaban la oscuridad. Un reloj digital indicaba que eran las ocho de la mañana. Yo estaba tendida en el sofá y Rhode no estaba sentado en el sillón reclinable rojo situado frente a mí. Me incorporé apresuradamente. Tenía los músculos entumecidos, por lo que tropecé y me aferré al brazo del sillón. —¿Rhode? —le llamé. Pero enseguida comprendí lo que había ocurrido. —No... —murmuré. Me volví rápidamente. Había sólo cuatro habitaciones: un dormitorio, un cuarto de baño, una sala de estar y una cocina. Frente a la sala de estar había un porche. Las cortinas estaban corridas, pero el viento penetraba en la habitación y las agitaba. La puerta detrás de las cortinas estaba abierta. Aparté las cortinas y salí al porche de madera. Me protegí los ojos con la mano y se adaptaron de inmediato a la luz. Entonces escudriñé el porche, pero mi esperanza duró sólo un instante. Rhode había desaparecido. De mi vida. De mi existencia. Vi la sortija de ónice en el centro del suelo. Cuando me acerqué a ella, comprobé que estaba en medio de un montoncito de polvo reluciente. Parecía arena mezclada con mica o diminutos diamantes. Mi Rhode, mi compañero durante casi seiscientos años, debilitado debido a la transformación y el sacrificio que había realizado, se había evaporado bajo el sol. Introduje el pulgar y el índice entre sus restos. Tenían un tacto frío y granuloso. Saqué la sortija y deslicé el suave metal sobre mi piel nueva y sensible. Estaba sola.

3 El dolor constituye una emoción no totalmente ajena a los vampiros, pero la sensación que produce es como un cambio en la dirección del viento. Es un aleteo silencioso, un recuerdo parasitario de las numerosas capas de dolor que definen el mundo de los vampiros. Esto era algo completamente distinto. La mañana de la muerte de Rhode, recogí las relucientes cenizas, las guardé en una urna y la deposité sobre el escritorio. Rhode había traído mi joyero de Hathersage, de modo que no me costó encontrar un antiguo vial de sangre y llenarlo con un puñado de sus restos, el cual colgué de una cadena trenzada que me coloqué alrededor del cuello. Me volví de espaldas al escritorio y vi una misiva sobre la mesita de café. Utilicé un abrecartas de plata para abrir el sobre y empecé a leerla. Era casi mediodía cuando alcé la vista de los folios. La carta contenía instrucciones sobre mi nueva vida, los eventos sociales a los que probablemente asistiría en el siglo XXI y cómo emplear el tiempo libre de que dispondría antes de que empezaran las clases. Al inicio de la carta Rhode me advertía que empezara por comer cosas ligeras, puesto que mi cuerpo no estaba habituado a ingerir y digerir alimentos. Deposité la carta boca abajo en mi regazo, tras lo cual volví a tomarla. El último párrafo me llamó poderosamente la atención, haciendo que lo releyera una y otra vez: ¿Valió la pena? ¿Acaso no gozamos de momentos de gracia? Ya no estás ligada a un sufrimiento involuntario. Procura hallar la paz en mi muerte. Llora. Ahora eres libre. Si Vicken y tu clan regresan, me consta que sabrás lo que debes hacer. No olvides nunca, Lenah. Mal haya quien mal piense. Sé valiente, Rhode

Sentí un dolor lacerante en el estómago, un vacío que no podía llenar. Traté de distraerme contemplando el campus del Internado Wickham. Desde la barandilla que rodeaba la piscina vi un edificio de piedra con un letrero en la fachada que decía: «CENTRO ESTUDIANTIL». A la derecha, justo detrás, había un edificio con una elevada torre de piedra. Pero no conseguía distraerme. Miré de nuevo los folios que me había dejado Rhode. Una cosa era segura: los ahorros de Rhode eran más que suficientes para sobrevivir en la sociedad actual. ¿El problema? Que yo no podía beneficiarme. Mi dinero seguía bajo el control de Vicken y el clan. Yo no podía acceder a esos fondos porque habrían descubierto mi paradero. No estaba segura de cómo funcionaban los bancos y el «rastreo» de datos electrónicos bancarios, como Rhode me explicaba en su carta, pero a menos que se presentara una emergencia debía utilizar única y exclusivamente dinero en efectivo. Rhode me había dejado un baúl lleno de dinero. Sus instrucciones estaban claras. Yo tenía que trabajar y evitar gastar sus ahorros. «Quizá los necesites algún día», eran las palabras exactas que había escrito. En su carta me decía también: «La clave para sobrevivir reside en la inmersión». La idea de lo que Vicken intentara o pudiera hacerme al verme en este estado tan vulnerable, siendo yo su antigua amante, me provocó un escalofrío. Como a todos los vampiros, a Vicken le apasionaba la tragedia, las lágrimas, la sangre y el asesinato. La mayoría de los vampiros desean infligir el dolor que les persigue constantemente y descargarlo sobre los demás. Pese a mi indecisión, imaginé el escenario. Lo que Vicken podía hacerme, convertida en un ser humano... Me apresuré a sacudir la cabeza para desterrar ese pensamiento. Me disponía a hojear el manual de instrucciones de un ordenador portátil cuando una llamada a la puerta me sobresaltó y distrajo de mis pensamientos. Del brazo del sillón reclinable colgaba un sencillo jersey negro que había pertenecido a Rhode. Me lo puse sobre la camiseta que llevaba. —Identifícate —ordené dirigiéndome a la puerta cerrada. —Esto... —respondió una tímida voz masculina. —¿Quién es? —pregunté suavizando el tono. A fin de cuentas, ya no dirigía un clan de vampiros. —Vengo a entregar un coche a Lenah Beaudonte.

Abrí la puerta rápidamente. —¿Un coche? El chico que había detrás de la puerta era larguirucho y vestía una camiseta que llevaba escrito en el pecho: «Grand Car Service». El pasillo a su espalda estaba tenuemente iluminado, y el papel de las paredes estaba decorado con un tema náutico consistente en veleros y anclas. —He venido para entregárselo —dijo el joven larguirucho con el entusiasmo de alguien que viene a comunicarte la muerte repentina de un pariente. Después de coger unas gafas de sol muy oscuras de la mesita de café (que supuse que Rhode había dejado para mí) y un sombrero negro de ala ancha, salí de mi apartamento y seguí al chico escaleras abajo hasta el vestíbulo. Cuando llegué al vestíbulo, me detuve indecisa ante la puerta. Fuera, los pájaros cantaban y se oían voces de estudiantes por doquier. El ardiente sol caía implacable sobre el camino de cemento que arrancaba de Seeker Hall hacia el herboso césped. Quizá la sensibilidad al sol se asemejara a mi visión vampírica. Me pregunté si me afectaría. La luz solar destruye la magia que inmuniza al vampiro, aunque su peligro disminuye conforme el vampiro envejece. A medida que uno avanza en su vida vampírica, la magia que le permite soportar la luz solar se intensifica. Aunque he oído decir que la muerte a causa de la exposición al sol constituye una experiencia prácticamente insoportable. Dicen que es el peor dolor que uno puede padecer, como si te abrieran en canal y te abrasaran hasta quedar reducido a cenizas sin perder el conocimiento en ningún momento. Al margen de la edad que tuviera, jamás me exponía directamente al sol sin protegerme. Asomé la punta del pie a través de la puerta y dejé que el sol incidiera en él y también en mi pierna. Retiré el pie apresuradamente y me detuve. Giré la pierna para examinar el músculo de la pantorrilla. También examiné mi espinilla. No había ninguna mancha roja. Ninguna quemadura. —¿Va a salir? —preguntó una voz a mi derecha. La vigilante de seguridad, una mujer baja y rechoncha que llevaba unas gafas de montura gruesa, me estaba observando. Hablaba con un acento tan cerrado que apenas entendí lo que dijo. Esperé a que añadiera algo más, pero me miró sin decir nada. Miré a través de mis gafas de sol al chico del concesionario, que me observaba con expresión inquisitiva desde el soleado umbral. Yo lucía unas sandalias de verano, el jersey negro de Rhode, que me quedaba

muy grande y unos pantalones cortos. Estaba preparada. Respiré hondo y salí del edificio. Lo primero que sentí fue el calor estival. ¡Era glorioso! El sol me produjo la sensación de bañarme junto a un fuego que ardía en el hogar. Como si el sudor y la felicidad me inundaran de pies a cabeza. Expelí el aire alegremente. El campus de Wickham era enorme. Aunque a primera vista ofrecía un aspecto bucólico, los edificios eran de ladrillo con modernas fachadas de metal y vidrio. Había prados muy verdes y serpenteantes senderos que se entrelazaban a través de todo el campus. A lo lejos, a través de las hojas de las ramas de los árboles que se mecían bajo la brisa, divisé una capilla de estilo colonial que relucía pintada de blanco bajo el sol matutino. Seeker era la residencia más próxima a la verja de entrada del internado. El césped que se extendía ante ella era el más extenso. Justo frente a la puerta de entrada había unas chicas tumbadas sobre unas mantas, tomando el sol. Daba la impresión de que sólo llevaban puestas sus prendas interiores, pero después de observarlas unos momentos comprendí que lucían unos atuendos específicos para esta actividad. Observé cómo, tras untarse una loción blanca en la piel, colocaban de nuevo las mantas y volvían a tumbarse. —Ahí está —dijo el joven larguirucho señalando el aparcamiento, colindante con el césped. En la hilera más próxima al césped había un coche de color azul cielo. Mi coche. En aquel momento no habría podido decirles el nombre ni la marca, pero la idea de que fuera mío me pareció brillante. —Tiene usted unos padres geniales —me comentó el chico. Eché a andar hacia el coche cuando un grupo de estudiantes que debían de tener mi edad (relativamente) pasó corriendo y señalando a lo lejos, más allá de Seeker. A la izquierda de mi residencia había un sendero bordeado de árboles que conducía al campus de Wickham. Más tarde descubrí que había muchos senderos semejantes que serpenteaban a través del campus. Una de las chicas gritó a otro grupo de estudiantes que la seguía. —¡Son las dos menos seis minutos! ¡Apresuraos! ¡Van a empezar dentro de nada! —¿A qué viene tanto alboroto? —pregunté al chico del concesionario. —Los hermanos Enos. Unos chicos bastante temerarios. Organizan unas regatas con las lanchas que tienen en el puerto, frente a la playa privada de

Wickham, el fin de semana del Día del Trabajo. Llevan haciéndolo desde hace dos años. El menor de los Enos tuvo que cumplir catorce años antes de poder competir junto a sus hermanos. Firmé la nota de entrega, tomé las llaves del coche y decidí que ya me preocuparía más tarde sobre el hecho de aprender a conducirlo. Quería ver a los hermanos Enos que se dedicaban a organizar regatas. Dejé que el grupo de estudiantes me precediera, pues aún no estaba preparada para relacionarme con ellos. Los senderos de Wickham estaban flanqueados por grandes robles. Pese a ir protegida con el sombrero de ala ancha y las gafas de sol, procuré caminar por la sombra. A cada lado del sendero se erguían edificios diseñados en el mismo estilo que Seeker, mi residencia. La mayoría eran de piedra gris, con grandes ventanales y puertas de cristal. En los céspedes frente a algunos de los edificios había letreros rojos que indicaban sus nombres y funciones específicas. Todo resultaba bastante impresionante. La mayoría de los estudiantes se dirigió hacia el otro extremo del sendero, más allá de un invernadero (que despertó mi curiosidad), y bajaron por unos escalones de piedra que desembocaban en una playa. De pronto lo vi: el océano a la luz del día. Yo solía pasar muchas noches observando cómo la luna dibujaba una línea blanquecina sobre el agua. Muchas veces había deseado que fuera el sol. Por fin alcancé la edad suficiente para soportar la luz solar, aunque jamás se me habría ocurrido ir a la playa. No es que los vampiros se opongan a los elementos naturales del mundo. Pero la playa, con el mar, el sol y toda la alegría relacionada con ella durante el día era otro de los lugares al que no podía ir. Otra fuente de tormento. Olía a sal, a tierra y a aire puro. Al ver la forma en que el sol brillaba sobre el agua sentí deseos de tocar la luz, de manipularla con mis manos. Presentaba un aspecto idéntico a mi estado de ánimo: gozoso. La playa en Wickham tenía rocas de diversa forma diseminadas sobre la arena de color beis. Las olas no superaban el medio metro y rompían perezosamente en la playa. Calculé que había unas cincuenta personas situadas en la orilla. Tal como me había dicho Rhode, mi visión vampírica era tan aguda como siempre, por lo que tras un rápido escrutinio comprobé que había exactamente setenta y tres personas. No sólo eso, sino que la arena se componía de miles de colores: corales, amarillos, marrones y centenares de tonos grises. Sombrillas de color azul

oscuro estaban apiladas junto al rompeolas que separaba la playa del campus. Distinguí la fibra de vidrio en los palos de las sombrillas y cada fibra del tejido con que estaban hechas. Había un atracadero de madera que se extendía unos veinte metros mar adentro desde la playa. En el centro de la bahía se alzaba una isla con robles gigantescos y una playa arenosa. Me volví de espaldas al agua y me acerqué al rompeolas. No era demasiado alto, medía sólo unos dos metros. Introduje un pie en uno de los espacios entre las piedras y trepé sin mayor dificultad. Me senté en el rompeolas con las piernas cruzadas al estilo oriental. Aún llevaba puestas las gafas de sol y me sentí algo más protegida a la sombra de una rama de uno de los grandes robles. Apoyé las manos en el muro, me recliné hacia atrás y contemplé el océano. Mientras miraba la isla y observaba las ramas de los árboles que se mecían bajo la brisa, sentí de pronto... Intuí que alguien me estaba observando. Pensé enseguida en Vicken, aunque eso era casi imposible. En este siglo, Vicken habría cumplido ciento sesenta años. A esa edad, la mayoría de los vampiros no pueden permanecer en una habitación al abrigo del sol durante el día, pero Vicken era distinto. Podía exponerse a la luz del sol desde muy joven. Además, suponía que yo estaba hibernando. No había motivo para que viniera a buscarme a Wickham. Aunque Vicken era una creación mía, siempre había sido el vampiro más avanzado que jamás había conocido. Confieso que sentí cierto alivio cuando me volví hacia la derecha y comprobé que quienes me observaban eran unas chicas que se hallaban a pocos pasos del agua. Me dieron un repaso de pies a cabeza, lo cual me chocó. Yo tenía amigas que eran mujeres vampiros, pero nunca me habían examinado como si fuera un bicho raro. Una de las chicas era bastante guapa. Era más baja que yo y tenía el pelo largo y rubio claro. Era la que me miraba con más insistencia. —¿Puedo sentarme a tu lado? Al volverme vi a un chico asiático. Sus vaqueros azules tenían un roto vertical a través del cual asomaba todo su muslo derecho. Lucía sandalias de dos colores distintos —una roja, la otra amarilla— y una camisa también azul. Sus rasgos faciales indicaban que era japonés. Me puse a hablar con él en su lengua nativa. —¿Por qué quieres sentarte a mi lado?

El chico apretó los labios y arqueó las cejas. Se pasó una mano por su pelo negro y encrespado. —No hablo japonés —respondió en inglés—. Pero mis padres, sí. —Qué extraño —dije—. ¿Un chico japonés que sólo sabe hablar inglés? —Me quité las gafas de sol para que pudiéramos mirarnos a los ojos. —¿Cómo es que sabes japonés? —El chico apoyó la mano derecha en el muro de piedra sin dejar de mirarme a los ojos. —Sé muchos idiomas —respondí. Miré a través del color castaño de sus iris para establecer una conexión profunda con él. Los vampiros utilizan la mirada con el fin de ver las intenciones del otro. Si la persona te devuelve la mirada, puedes fiarte de ella. A veces ese truco me había fallado, y me habían mentido. Cuando descubría que una persona me había traicionado, no tenía ningún problema en desgarrarle el cuello con mis colmillos. Pero este chico tenía un aura blanca y un alma inocente. —¿Cuántos idiomas hablas? —me preguntó. —Veinticinco —contesté con sinceridad. Él se rió como si no me creyera. En vista de que yo no reaccionaba, sino que seguía mirándole a sus ojos castaños con gesto serio, me miró pasmado. —Deberías trabajar para la CIA —dijo extendiendo la mano—. Me llamo Tony —añadió, y yo le estreché la mano. Miré disimuladamente la cara interna de su muñeca. Las venas resaltaban con toda nitidez; habría sido una presa fácil. —Lenah Beaudonte —dije. —Beaudonte —repitió el chico, pronunciando la «e» como si fuera «ei»—. Vaya. Bueno, ¿puedo sentarme? —preguntó señalando el espacio vacío sobre el muro junto a mí. —¿Por qué? —pregunté. No lo hice con tono antipático o acusatorio. Me intrigaba que este chico, al parecer tan normal, quisiera sentarse junto a una persona como yo. —Porque la mayoría de la gente aquí se chupan el dedo —contestó indicando con la cabeza a las atractivas chicas que seguían observándome. Se habían aproximado, echándome de vez en cuando un vistazo. Yo respondí con una sonrisa despectiva. Me gustaba la sinceridad del chico. También me complació que empleara el verbo «chupar» en un contexto no vampírico. La forma de comunicarse en este siglo resultaba fascinante. Era

espontánea, sin los formalismos que estaba acostumbrada a oír a comienzos del siglo XX. Ahora, como tantas otras veces en el pasado, tendría que adaptarme. Durante centenares de años había observado el movimiento de los labios y las ondulaciones de la lengua. Había permanecido al margen y había estudiado, traducido, a veces en numerosos dialectos, a fin de hallar la forma idónea de adaptarme y encajar en un determinado ambiente. El hecho de comprender la forma en que las personas hablaban entre sí me permitía interactuar con ellas y alternar en sociedad sin llamar la atención, lo cual hacía que me resultara más fácil matar a mis presas. Interrumpí estas reflexiones cuando Tony se sentó a mi lado, con las piernas colgando sobre el borde del muro de piedra, moviéndolas y golpeándolo con los talones. Permanecimos unos momentos en silencio, un silencio que me resultó grato; de hecho, me ofreció la oportunidad de observarlo con atención. Era un poco más alto que yo, y fornido, como un luchador. Puesto que estábamos sentados muy juntos, pude ver las delgadas líneas de las venas en su cuello. Pero eso no fue lo que me llamó la atención. ¡Lucía al menos diez pendientes en cada oreja! Algunos eran tan grandes que ensanchaban sus lóbulos hasta el extremo de que yo podía ver a través de ellos. —¿Por qué has venido a sentarte aquí sola? —me preguntó. Me aparté rápidamente y me puse las gafas de sol. Reflexioné unos momentos sobre la manera en que me expresaría. Recordé la forma en que hablaba el chico que me había entregado el coche, y el tono informal detrás de las palabras de Tony; ambos se expresaban de un modo fácil de comprender. En este siglo la gente hablaba en un estilo relajado, sin atenerse a un código social rígido. Al parecer todo el mundo se expresaba de esta forma, sin preocuparse por los formulismos. Yo también podía hacerlo, pensé. Tendría que asimilar las referencias culturales contemporáneas, pero no me llevaría mucho tiempo. Emití un suspiro de alivio al tiempo que sonreía. —Porque la mayoría de la gente aquí se chupa el dedo —respondí. Tony sonrió también. —¿Cuántos años tienes? —me preguntó. —Dieciséis, los cumplí ayer. —¿Acaso mentía? —¡Qué guay! Felicidades. —La sonrisa de Tony se ensanchó y me miró con ojos chispeantes—. Yo también tengo dieciséis años. ¿De modo que

estás en tercero? Recordé unos formularios que había visto por la mañana. Recordé una carta oficial en la que constaba que yo era alumna de tercer año. Asentí con la cabeza en respuesta a la pregunta. Seguimos sentados en el rompeolas, escuchando lo que ocurría a nuestro alrededor. Algunas personas hablaban sobre el inicio de curso, y me concentré en la forma en que la gente de esta época se expresaba. Este año no pienso dirigirle la palabra. ¿Estás loca? Justin Enos es el tío más cachas del campus. ¿Qué hace esa chica con las gafas de sol y el sombrero? ¿De qué va, de diva? ¡Qué barbaridad! Luego el parloteo cambió de forma radical. Algunas personas señalaron el puerto. Eché otro vistazo a la chica rubia y alta que me observaba con desdén. De pronto apartó la vista y se puso a saltar y brincar. Contemplé de nuevo el agua. A fin de cuentas, por eso había venido aquí: para contemplar la regata. No para aguantar las miraditas de una rubia que en mis circunstancias normales me habría zampado a modo de tentempié. —¡Mira! —dijo Tony señalando—. ¡Ya se acercan! Vi dos barcos que se acercaban por el lado opuesto del desembarcadero. Eran embarcaciones muy extrañas, de metal blanco con una proa puntiaguda. Una de ellas llevaba pintadas unas llamas rojas en los costados; la otra unas llamas azules. Durante mi existencia todos los barcos eran de madera. Esto representaba una novedad. Aunque Rhode me había hablado brevemente sobre coches y motores, no estaba preparada para el intenso ruido que hacían estas máquinas. El estrépito reverberaba incluso en la playa, vibrando dentro de mis oídos. —¿Qué hacen? —pregunté. Los barcos seguían rugiendo desde extremos opuestos del puerto. Se desplazaban a tal velocidad que la parte posterior de las embarcaciones levantaba gigantescas columnas de espuma que trazaban un arco en el aire. —Darán dos vueltas alrededor de la isla. El que regresa antes al desembarcadero, gana la regata. Hace dos años chocaron contra él —dijo Tony. —¿Qué consiguen si ganan? —inquirí. —Respeto —contestó Tony. Las embarcaciones se movían tan rápidamente que no vi quién empuñaba el timón. Debe de tratarse de una broma pesada, pensé. Los

barcos se aproximaban cada vez más, sus puntiagudas proas dirigidas una contra otra. Una de las chicas que estaba en la playa gritó. Al cabo de unos momentos, los dos barcos cambiaron súbitamente de rumbo a escasos centímetros uno de otro. Unas enormes columnas de espuma se alzaron en el aire. Vi la parte inferior y curvada del barco decorado con llamas azules. Las embarcaciones se alejaron a toda velocidad de la playa, cada una eligiendo un lado y navegando a toda potencia alrededor de la isla. Todos los que estaban en la playa gritaban, chillaban y les jaleaban de forma tan escandalosa que el sonido me hirió los tímpanos. Todos se pusieron de pie, brincando y saludando a los regatistas con la mano, excepto Tony y yo. Algunos canturreaban el nombre de Justin una y otra vez; otros, el de Curtis. Los barcos aparecieron de nuevo y pasaron frente a la isla. Yo contuve el aliento porque se cruzaron a escasa distancia, a punto de chocar entre sí. Las proas casi se rozaron. Cuando desaparecieron de nuevo detrás de la isla en la playa, estalló una exclamación colectiva. —¿Lo encuentras divertido? —pregunté. El corazón me latía aceleradamente debido a la adrenalina que circulaba por mi pecho. —Éste es el deporte menos arriesgado que practican —respondió Tony —. Toda la familia está chiflada. Les gustan las emociones fuertes. —Son hermanos, ¿verdad? —pregunté, y de pronto acudió a mi mente un recuerdo de mi clan—. Deben de estar muy unidos —dije—. Confían el uno en el otro. Tony respondió a lo que dije, pero yo apenas le escuchaba. Vi en mi imaginación a Heath, Gavin, Song y Vicken sentados junto al fuego. Nos hallábamos en mi casa en Hathersage y corría el año 1890. Rhode seguía ausente en Europa, enojado conmigo, y yo estaba sentada en el centro de mi clan. Me rodeaban formando un círculo, sentados en sillas de madera negras. Cada silla estaba tallada en consonancia con la personalidad de quien la ocupaba. La de Gavin estaba decorada con diversos tipos de espadas porque era un brillante espadachín. La de Vicken estaba cubierta de globos terráqueos y símbolos antiguos. Era un estratega. Mi silla favorita era la de Heath, que estaba decorada con palabras en latín. La de Song destacaba porque su único adorno consistía en una inscripción en chino. Mi silla era de una madera suave y maravillosa, con un solo adorno, las palabras de nuestro clan, el lírico sentimiento que yo había transformado en perfidia y dolor: «MAL HAYA QUIEN MAL PIENSE».

Yo lucía un vestido de color berenjena. Nos reíamos a carcajadas de algo que ahora no recuerdo. Pero sí recuerdo que a nuestras espaldas había un campesino encadenado a la pared, que había perdido el conocimiento, el cual iba a constituir mi cena. —Ahí vienen —dijo Tony. Yo pestañeé, regresando al momento presente—. Van a quedar empatados —dijo estirando el cuello para ver mejor. Los motores rugían a toda potencia, propulsando a los barcos hacia el desembarcadero a tal velocidad que mi reacción instintiva fue levantarme y retroceder. Pero Tony no retrocedió, de modo que me quedé quieta. Los barcos decorados de azul y rojo iban parejos. Sus puntiagudas proas se dirigían hacia el muelle de madera. —¡Van a chocar contra él! —grité. —Es posible —respondió Tony con tono despreocupado. —¡Morirán! —exclamé, medio horrorizada y medio eufórica. Estaban tan cerca que incluso sin mi visión vampírica alcancé a ver que el barco decorado con llamas azules era pilotado por un chico alto y rubio y que sentado al timón del barco con las llamas rojas había un chico rubio y rechoncho. Me centré en él, y observé el barco con las llamas rojas con más detalle. El chico rechoncho llevaba un collar con un amuleto de plata. En las orejas lucía unos aros que también eran de plata. Tenía una cicatriz sobre el labio izquierdo. De pronto, en el último segundo, el barco pilotado por el chico alto y rubio fue el primero en alcanzar el desembarcadero. Giró su embarcación hacia el puerto a tal velocidad que levantó un gigantesco arco de agua que al caer roció a las personas que estaban en la orilla. Sonó un grito colectivo de alegría y prácticamente todos los presentes echaron a correr hacia el desembarcadero. El joven rechoncho y una versión de éste más menuda amarraron el barco perdedor al muelle. El chico alto, el vencedor, estaba de pie en el barco, parado. Los motores de su embarcación se silenciaron, y de improviso le oí zambullirse en el agua y dirigirse a nado hacia la playa. Tony se acercó a mí y señaló al más menudo de los hermanos. —Ése es Roy Enos. Está en primero. —Acto seguido señaló al chico rechoncho—. Ése es Curtis Enos. Está en último curso. Es el bromista de la clase —dijo Tony. Curtis era mucho más grueso que los otros. Su protuberante barriga asomaba por encima de su bañador.

Por fin, el chico alto y guapo, de casi un metro noventa de estatura, salió del agua, avanzando a través de las aguas poco profundas. Era más alto que Rhode. Hasta ese momento yo no había conocido a nadie más alto que él. —Y ése es Justin Enos —dijo Tony con tono hosco—. Está en nuestra clase, Justin tenía el rostro alargado, los pómulos pronunciados y los ojos verdes. Era ancho de espalda y tenía un torso musculoso. Pero lo que me llamó la atención fueron sus hombros, unos hombros cuadrados, anchos, que parecían capaces de lo que fuera: levantar un edificio, atravesar el Canal de la Mancha a nado, alzarme en volandas con sus manos. Todos los chicos que había en la playa le envidiaban. Todas las chicas que había en la playa se pusieron a salivar sólo con verlo. —¿De modo que le odias? —pregunté desviando los ojos de Justin para deleitarme con el sentimiento de los celos... al menos un poco. Tony sonrió. —Todos los tíos en Wickham le odian. Sin decir palabra, salté del muro de piedra y eché a andar hacia la escalera que conducía de regreso al campus. La regata había concluido y quería volver a leer la carta de Rhode. —¿Te marchas así, sin más? —gritó Tony. Yo me volví. Aún seguía sentado sobre el muro de piedra. —Me voy a casa. —Lo normal es que uno se despida al marcharse. Eché a andar de nuevo hacia Tony, y él saltó del muro para reunirse conmigo. —Reconozco que tengo que pulir mis modales —dije. Tony reprimió una carcajada y respondió: —¿De dónde eres? Una voz masculina procedente de la orilla nos interrumpió antes de que yo pudiera responder. —¡Quería alcanzar los ciento treinta, pero no fue necesario! No tuve que pasar de noventa y cinco kilómetros por hora. Tony y yo nos detuvimos junto a la escalera. Ninguno de los dos podíamos apartar la vista de Justin. Éste tomó una bolsa de lona que le entregó otro chico de aproximadamente su edad, echó a andar hacia nosotros y se detuvo junto al grupo de chicas que me habían estado observando. Se echó la bolsa al hombro (tenía unos bíceps enormes) y

rodeó a la chica alta y rubia por la cintura. La joven sonrió complacida, tomando a Justin del brazo y meneando las caderas al andar. Justin se encaminó hacia la escalera. Al vernos a Tony y a mí, se detuvo en seco. Me miró fijamente, no como un estúpido, sino como si hubiese descubierto algo en el suelo que deseaba investigar, colocarlo debajo de un microscopio y examinarlo detenidamente. Miré a Tony y luego a Justin. Éste seguía mirándome, pero ahora sonreía. Tenía unos morritos deliciosos. Yo no sabía qué decir. Por fortuna, Tony rompió el silencio. —¿Qué hay, Enos? Puede que Justin esperara que yo me uniera al grupo de chicas, pero no me moví. La joven alta y rubia me observó con aire despectivo; las fosas nasales de su aristocrática nariz se dilataron y sus marcados pómulos se tiñeron de rojo. ¿Era éste el aspecto que ofrecía una adolescente mortal al ponerse celosa? ¡Qué maravilla! No pude por menos de experimentar una sensación de triunfo ante su ira y su dolor. Fue una reacción visceral. Como mujer vampiro, me deleitaba con el dolor de los demás porque minimizaba el mío. Pero ahora, como ser humano, en cuanto observé el dolor que experimentaba la chica mi reacción se disipó. Ese deseo instantáneo de infligir dolor había desapareció. En lugar de ello, me centré en los ojos verdes de Justin, que estaban fijos en mi sombrero, mis gafas de sol y en mí. Yo sabía que el aura de un vampiro es capaz de hechizar a los humanos, de embelesarlos hasta el punto de convencerles de que están enamorados o de que han hallado la paz. ¿Era posible que Justin Enos se hubiera enamorado de mí haciendo caso omiso de su sentido común? ¿Era éste uno de los «atributos» que había conservado durante la transformación? Miré a Justin, esperando impaciente a que me dijera algo. Por fin habló: —La próxima vez que salgas de tu habitación acuérdate de ponerte unos pantalones. —A continuación me guiñó el ojo y echó a andar hacia la escalera del campus del colegio. Miré hacia abajo. El jersey de Rhode, que me quedaba enorme, hacía que pareciese como si no llevara nada debajo de él. Las chicas se echaron a reír mientras se alejaban, sobre todo la rubia. Me miró con sus ojos castaños y noté una sensación abrasadora en el pecho. Yo conocía la ira. Era una emoción que me había perseguido durante toda mi

vida, pero ¿era posible que la emoción que sentía ahora fuera de vergüenza? Nadie había hecho jamás que me sintiera avergonzada. Subí rápidamente por el sendero en dirección de Seeker. Sólo deseaba refugiarme en mi habitación, cerrar la puerta y dormir. Anhelaba la presencia de Vicken y de Heath, deseaba sentir la familiaridad de una habitación oscura. —¡Eh, espera! Seguí andando. —¡Lenah! Me detuve. Era la primera vez en cientos de años que alguien que no era un vampiro pronunciaba mi nombre. Tony subió apresuradamente por el sendero desde la playa. —¿Recuerdas lo que te dije sobre la costumbre de despedirse? — preguntó cuando me alcanzó. —Odio a esas chicas —respondí cruzando los brazos. Las mejillas me ardían. —Como todos. Anda, ven. Hagamos algo.

4 ¿Hacer algo? ¿A qué se refería? —Son las tres, ¿no? El centro estudiantil ya habrá abierto. ¿Tienes ya los libros? —preguntó Tony—. Si quieres acompañarme, me dirijo allí. ¡Cuántas preguntas! ¿Que si tenía ya los libros? —No —respondí—. No tengo los libros. Tony me acompañó hasta Seeker Hall para coger el billetero que Rhode me había dejado. También necesitaba ver la documentación para saber qué libros de texto debía comprar. Los estudiantes de Wickham disponían de dos días antes de que comenzaran las clases. Rhode me había dejado algunas prendas modernas, en su mayoría horrendas (y descocadas), pero me puse unos vaqueros, prometiéndome ir de compras en cuanto aprendiera a conducir. Cuando salí de nuevo de Seeker vi el coche azul. Tony estaba sentado en uno de los bancos de madera que había a cada lado de la entrada de la residencia. Tenía las manos enlazadas detrás de la cabeza y las piernas extendidas ante él. —Es mío —dije acercándome al banco y señalando el coche. —Caray —contestó Tony. Observé que admiraba el brillo del capó—. Qué suerte tienes. Puedes abandonar el campus. Ir a restaurantes, al centro comercial, a Boston. —¿Quieres enseñarme a conducir? —le propuse. —¿No sabes conducir? —Tony se detuvo. Yo negué con la cabeza. Él sonrió—. ¿De modo que tus padres te compran un cochazo, pero no sabes conducirlo? ¡Y yo pensé que mis padres eran raritos! Empezaremos pronto las clases, Lenah. Lo antes posible. —¡Excelente! Cuando pasamos frente a Seeker, me volví y vi mi balcón, cuya puerta seguía abierta, y por un instante me pregunté si una parte de los restos de Rhode seguían diseminados sobre las losas del patio.

—¿Tienes hambre? —me preguntó Tony. Pensé con nostalgia en mis bolsitas de té que tenía en casa y en los cereales de avena que debía comer para empezar a acostumbrarme a los alimentos sólidos. También pensé en la promesa que había hecho a Rhode. No quería tener tratos con médicos nada más iniciar esta experiencia humana. —Un poco —contesté, sintiendo un runruneo y unos retortijones en el vientre que indicaban que debía comer algo. El Centro Estudiantil de Wickham estaba construido como el resto de edificios en el campus: era de piedra, con una puerta de cristal de doble hoja en la fachada con pomos plateados. La forma del centro era distinta del resto de los edificios, pues consistía en un amplio círculo. Del vestíbulo central arrancaban cinco o seis pasillos, los cuales conducían a habitaciones rectangulares. Tony abrió la puerta del centro y en cuanto entré percibí los olores más asombrosos que había percibido desde los tiempos de los guisos de mi madre en el siglo XV. En la cafetería había cinco vitrinas de comida donde los estudiantes podían elegir lo que les apeteciera. Cada vitrina era distinta. En el centro de la cafetería, debajo de una claraboya circular, había unas mesas de formica. —¿Podemos comer lo que queramos? —pregunté. En las vitrinas había comida italiana, hamburguesas, platos vegetarianos, ensaladas y bocadillos. Detrás de cada mostrador había un estudiante o un empleado del centro con un delantal blanco, dispuesto a servir a la gente. Abrí los ojos como platos, estupefacta. —Primero comamos y luego iremos a por nuestros libros —dijo Tony. Justo antes de que la puerta se cerrara a nuestras espaldas, añadió—: Parece como si no hubieras comido nunca.

Hamburguesas. Patatas fritas. Judías verdes. Limonada. Chocolate. Pizza con piña. Un filete poco hecho. ¿Cómo podía una elegir entre tantas cosas? Me decidí por una insípida sopa de pollo. —¿Crees que compartiremos algunas clases? —preguntó Tony. No pude por menos de observarle mientras masticaba la carne. La sangre del filete poco hecho que comía se mezclaba con la saliva sobre sus dientes—. Me estás mirando fijamente —dijo, tragando un bocado.

—Esa carne que tienes en la boca está sangrando. Tony asintió con la cabeza. —Cuanto más sangrante, mejor. Me encanta la carne poco hecha. Como mujer vampiro, jamás había deseado ingerir sangre animal, de modo que no me atraía la sangre que Tony tenía en la boca. Aunque me chocó que no pudiera olerla. Olfateé el aire un par de veces, tratando de percibir el sabor a óxido que me chiflaba. Volví a olfatearlo, pero en el ambiente se mezclaban demasiados olores: perfumes, caldo de pollo y refrescos. El olfato de los vampiros se limitaba a la sangre, la carne humana y el calor corporal. De vez en cuando percibía el olor de hierbas o de flores, pero eso se hizo cada vez más raro conforme pasaba el tiempo. Cuando una rosa o un cadáver eran incinerados, olisqueaba su fragancia durante un instante fugaz antes de que se disipara junto con el humo. Olía la sangre animal a kilómetros a la redonda, pero no deseaba beberla. A decir verdad, odiaba su impureza. Desmerecía mi estatus como la mujer vampiro más pura y poderosa de la historia reciente. Después de nuestra temprana cena, Tony me convenció para que tomara un helado. La comida era muy distinta de como yo la recordaba, tan empaquetada, y parecía muy fácil de preparar. Yo había trabajado duramente en el manzanar de mi familia cuando era un ser mortal. Ya en el siglo XV era más sencillo conseguir comida que sangre. Durante mis años como mujer vampiro, había tenido que emplear medidas coactivas para llevar a alguien a mi casa o a un callejón a fin de chuparle la sangre y dejarlo muerto. —Tomaré tres bolas de helado de chocolate, nueces y malvaviscos, con fideos de colores —pidió Tony. Al observar a Tony comerse su helado me entraron unas ganas tremendas de decirle que era una mujer vampiro. Introducía la cuchara en la cremosa masa y la devoraba con fruición, paladeando delicadamente cada bocado. Cada vez que lo hacía cerraba los ojos y sonreía, aunque fuera sólo durante una fracción de segundo. Ese gesto hizo que sintiera de inmediato un gran afecto por él. Yo, en cambio, apuré mi bola de helado de fresa en cuatro repulsivas cucharadas. Mi pasado vampírico era un secreto que guardaba celosamente en mi corazón. Quería revelárselo a Tony para que alguien me comprendiera realmente, para mostrarle mi alma. Los vampiros viven atormentados por el dolor, la nostalgia y la ira. Todas las desdichas imaginables caen sobre

ellos. Son víctimas de un suplicio del que no pueden escapar. Curiosamente, el amor es el único alivio que nos ofrece esta anarquía de desgracias. Pero tiene una pega: cuando un vampiro se enamora, ese amor le vincula para siempre a la persona en cuestión. Se amarán eternamente, pase lo que pase. Pueden enamorarse una y otra vez, pero cada vez que lo hacen entregan una parte de su alma. Yo me había enamorado dos veces. Una de Rhode y la segunda de Vicken. Se trataba de amores distintos. Con Vicken, era menos completo que con Rhode. Pero en ambos casos estaba vinculada a ellos. El amor vampírico es dolor, hambre, y por más que ellos me amaran yo nunca tenía suficiente. En última instancia, la naturaleza del vampiro hace que éste se sienta siempre insatisfecho. Éste era el tipo de tormento que yo experimentaba cada día. Dejé mi vaso de helado cuando oí el ruido de unas bandejas al ser depositadas bruscamente sobre la mesa de formica junto a mí. Uno de los hermanos Enos y unos amigos suyos se sentaron a la mesa. Roy, el hermano menor, iba acompañado de unos estudiantes que parecían algo más jóvenes que Tony. Después de darme un buen repaso, Roy murmuró algo a sus amigos. —Has triunfado —comentó Tony lamiendo su cuchara. —¿A qué te refieres? —pregunté. Nos levantamos de la mesa, arrojamos nuestros vasos de helado a la papelera y nos dirigimos a la librería, donde Tony aclaró: —Todos los chicos te miran. —¿Y eso es bueno? —Supongo que sí, si te atraen los tíos que quieren salir contigo. No pude responder, porque nunca había salido con nadie. Al menos en el sentido humano.

—¿Quieres ver la torre de arte antes de regresar a casa? —me preguntó Tony—. Yo me paso el día allí. Es el edificio Hopper. Ya sabes, en honor del pintor. En la planta baja está el gimnasio, también hay salones, aulas de estudio y salas de televisión. Todo el mundo va allí. Cuando tengas que hacer alguna tarea, lo más seguro es que te indiquen que vayas a Hopper. Hasta que salimos del centro estudiantil no dejé de mirar dentro de la bolsa en la que llevaba los libros que había comprado en la librería. Al salir Tony y yo tomamos de nuevo por el sendero y me indicó un edificio

situado a la izquierda, detrás del centro. Era un edificio de piedra imponente. Junto a la entrada principal había una torre de estilo medieval. Se elevaba a la derecha del edificio, alzándose hacia el cielo. Estaba orientado al norte, hacia la entrada principal, pero yo sabía que desde el interior de esa torre se veía todo el campus. Atravesamos una largo prado. Cuando nos aproximamos miré a la izquierda y vi otra residencia. La mayoría de los edificios que había visto hasta ahora no tenían más de cuatro plantas. Era la hora de cenar, de modo que había muchos estudiantes comiendo en el exterior. Cuando alcanzamos la puerta de cristal de Hopper, Tony la sostuvo abierta para que yo pasara. Una vez dentro del vestíbulo, uno podía dirigirse hacia el fondo del edificio o subir a la torre. A la derecha de la puerta de entrada había una escalera circular. Subimos los cuatro pisos hacia el piso superior de la torre. —Wickham es muy diferente de lo que yo conozco —dije sujetándome a la balaustrada con la mano derecha y sosteniendo la bolsa de la librería con la izquierda—. Hay gente por todas partes. Tony se volvió y sonrió. Echó a andar escaleras arriba, conduciéndome hacia el piso superior. —Me gusta tu acento inglés —dijo. Yo no respondí, pero sentí un cosquilleo en el pecho y comprendí que me había halagado el cumplido. Al llegar al piso superior, entramos en el estudio de arte. —Como te he dicho, aquí es donde puedes encontrarme casi siempre — dijo Tony dejando su bolsa de la librería en el suelo. Las paredes de piedra circulares tenían pequeñas ventanas rectangulares, como las de un castillo. Había caballetes por doquier, aunque no sostenían ningún cuadro o dibujo, puesto que las clases aún no habían comenzado. Del techo colgaban máscaras de cartón piedra suspendidas de delgados alambres. Algunas tenían la forma de toros con cuernos, otras de rostros humanos. Unos recipientes de metal y de plástico contenían pinceles y carboncillos negros, y alrededor de la habitación había dispuestas diez mesas de madera, cada una de las cuales ostentaba una singular mancha de pintura. En la habitación se percibían vibraciones positivas, de creatividad. Imaginé, no, sentí los maravillosos momentos que la gente había experimentado en esta habitación. En tanto que mujer vampiro, esto me habría enfurecido. Qué extraño, pensé.

—Ya no soy una espectadora de la felicidad —dije mientras pasaba una mano sobre la superficie de un caballete. —¿Qué has dicho? —preguntó Tony. —Nada —contesté volviéndome hacia él. —¿Te gusta Wickham? —Tony se detuvo—. Yo he venido con una beca de arte. —¿A qué te refieres? —Examiné un cuadro de un jarrón de flores situado a la derecha de una ventana. —Soy demasiado pobre para costearme la matrícula de este lugar, de modo que me han admitido gratis. A condición de que produzca obras artísticas de calidad. ¿Y tú? —No he venido con una beca —respondí, observando a Tony atentamente para comprobar si eso le molestaba. Él se encogió de hombros. —Mejor para ti. Pero prométeme que no eres una de esas niñas ricas que sólo salen con tíos que juegan a lacrosse o al fútbol o conducen cochazos impresionantes. Yo no comprendía la mitad de lo que decía Tony. —Creo que te lo prometo —dije. —Me alojo en el edificio Quartz. Pasamos frente a él de camino aquí. Es una de las residencias de chicos. Tengo que convivir con todos esos tíos cachas. —¿Cómo Justin Enos? —pregunté con una sonrisa maliciosa. —Sí —respondió Tony poniendo los ojos en blanco. Pero en mi mente vi a Justin, un chico de piel bronceada y bellísimo, saliendo del mar. Me volví hacia Tony. —Descuida. No soy una de esas chicas que andan siempre alrededor de Justin, si eso es lo que te preocupa. —Su novia, Tracy Sutton, y sus dos mejores amigas forman un grupo. Se llaman a sí mismas el Terceto. —¿El Terceto? —Sí, es tan estúpido como suena. Cada una sale con uno de los hermanos Enos. Ese repelente grupito anda siempre de una residencia a otra. Siempre están juntas y siempre consiguen que todos los que las rodean sientan ganas de arrancarse los ojos. —¿Arrancarles los ojos al Terceto? —No, a ellos mismos.

Al principio me reí, pero al cabo de un momento asimilé lo que Tony acababa de decirme. Acaricié con los dedos las cerdas duras y secas de un pincel al tiempo que mi visión se nublaba. Eso sonaba muy familiar, demasiado familiar. —Yo era así. Cuando estudiaba en mi antigua escuela. —Miré a Tony, que me escuchaba educadamente—. No formaba parte del grupo, yo era el grupo. —Me apresuré a sacudir la cabeza para desterrar esos absurdos pensamientos—. En cualquier caso —dije—, te prometo no comportarme así. —¿Me dejarás que te pinte algún día? —inquirió Tony. Eso era una novedad. —¿Quieres... pintarme? A principios del siglo XVIII un pintor había pintado mi retrato, pero después sólo me habían hecho fotografías. —Sí —respondió Tony apoyándose en el estante de madera que rodeaba la habitación. Sobre su cabeza había una de las ventanas pequeñas y estrechas. Fuera, vi que las nubes se oscurecían—. El retrato es mi fuerte. Se me da bien. El año que viene me inscribiré en la Escuela de Dibujo de Rhode Island. Tony era un chico japonés bien parecido, aunque el único rostro que yo veía ante mí era el de Song, un vampiro de mi clan. En total, el clan se componía de cinco vampiros, incluyéndome a mí; Song era el segundo hombre más joven que yo había transformado en vampiro. Tenía dieciocho años cuando le conocí. Era un guerrero chino que había descubierto en el siglo XVIII. Le vi en una habitación atestada de gente y decidí seducirlo. Cuando elegía a alguien para mi clan, basaba mi elección en el sigilo, la resistencia y la capacidad de matar. Song era el experto en artes marciales más letal de China. Lo había elegido para no volver a preocuparme nunca más de mi protección. Fijé de nuevo los ojos en los pronunciados pómulos y la suave piel de Tony. Por la ventana vi que había empezado a llover de forma persistente. Incluso desde allí podía oler la tierra húmeda, no debido a un sentido vampírico, sino porque hacía mucho tiempo que mi olfato no asimilaba otra cosa que la sangre y el calor corporal. —Además —dijo Tony, prosiguiendo con el tema de los retratos—, tienes un aspecto diferente. Y lo diferente me gusta. En cosa de gustos no sigo el rollo de los demás.

—Dudo que yo lo haga —respondí—. Me he reformado —concluí con una sonrisa. Tony sonrió. —Genial —dijo cruzando los brazos. —Debo irme. —Me encaminé hacia la puerta, pero en el último momento me volví hacia Tony—. De acuerdo en lo del retrato. Será un intercambio. Tú me enseñas a conducir y yo te haré de modelo. Tony sonrió y en ese momento observé que tenía los dientes muy blancos. Era un claro signo de buena salud y una nutrición adecuada. Su sangre probablemente tenía un sabor dulce y terroso. —Hecho —dijo. Bajé por la escalera circular. —Mierda. Mierda. Mierda —se quejó Tony, y pasó corriendo escaleras abajo. —¿Adónde vas? —le pregunté. —¡Acabo de darme cuenta de que está lloviendo! —contestó—. ¡He dejado mi ventana abierta! Bajó salvando los escalones de dos en dos, de forma que su bolsa llena de libros de texto se agitaba peligrosamente en el aire. Sus sandalias resonaron sobre los peldaños hasta que llegó a la planta baja. Luego le oí cruzar apresuradamente el suelo embaldosado y abrir la puerta. Cuando alcancé el segundo piso, vi una ventana, parecida a las que había en la torre de arte. Era pequeña y rectangular, pero ofrecía un nítido panorama del prado y el centro estudiantil. Deposité mi bolsa sobre un escalón y apoyé la palma de la mano sobre el fresco muro de piedra. Acerqué la cara a la ventana y observé cómo las gotas de lluvia batían en el cemento de los senderos. Entonces se me ocurrió que no había dejado que la lluvia resbalara sobre mi piel desde 1418. La última vez que sentí unas gotas de lluvia sobre mi cuerpo fue la noche que olvidé el pendiente de mi madre en nuestro manzanar. Esa noche conocí a Rhode y me enamoré de él a primera vista. Esa noche morí.

Hampstead, Inglaterra El manzanar, 1418

La lluvia batía en el tejado de la casa de mi padre. Vivíamos en una pequeña casa de dos plantas situada detrás del recinto de un monasterio. Dos grandes praderas sembradas de manzanos separaban el monasterio de nuestra casa. Mi padre era huérfano, y de niño había sido confiado a la tutela de los monjes. Allí le habían enseñado a cultivar manzanas. Era bien entrada la noche y la lluvia batía en nuestro tejado de forma rítmica y persistente. Yo estaba sentada en una mecedora, contemplando nuestro manzanar a través de la ventana. La casa estaba en silencio, pese al tamborileo de la lluvia y los ronquidos de mi padre que reverberaban en la escalera. En la chimenea quedaban unos rescoldos del fuego que habíamos encendido al anochecer, y tenía los pies calentitos. Era a principios de otoño y hacía más calor del que habíamos supuesto que haría. Aunque estábamos a primeros de septiembre, mi familia se sentía más tranquila. Ya habíamos enviado la primera remesa de nuestras mejores manzanas a la familia real de los Médicis en Italia. Yo llevaba un camisón blanco. En aquellos días los camisones eran vaporosos y transparentes. Si alguien hubiera deseado hacerlo, habría visto todo mi cuerpo de adolescente de quince años. Tenía el pelo muy largo y castaño, pero lo lucía en una gruesa trenza que caía sobre mi pecho izquierdo y que casi alcanzaba mi ombligo. A través de la ventana húmeda veía las hileras e hileras de manzanos que se extendían en la oscuridad, y a la derecha, a lo lejos, a través de las ventanas rectangulares del monasterio, el pequeño resplandor anaranjado de unas velas. Me mecía en la silla, observando perezosamente la lluvia. Alcé la mano para quitarme los pendientes de mi madre que ésta me había permitido que me pusiera esa mañana. Cuando me toqué el lóbulo, me di cuenta de que había perdido uno. Me levanté de la silla. El último lugar donde los llevaba puestos... ¿Cuál era el último lugar donde los llevaba puestos? Mi padre me había dedicado un cumplido a propósito del resplandor del oro bajo el sol en... ¡La última hilera del manzanar! Sin pensármelo dos veces, salí por la puerta trasera. Corrí entre los manzanos y caí de rodillas. Me arrastré de un extremo al otro de la última hilera. No me importaba que fuera de noche ni mancharme el camisón con la tierra fértil. No habría tenido valor para mirar a mi madre a la cara cuando le dijera que había perdido uno de sus pendientes favoritos. Ella me acariciaría el rostro, diciéndome que no era más que un pendiente, ocultando su disgusto. Dejé que la lluvia me empapara la cara mientras me

arrastraba de un extremo a otro de la hilera de manzanos cuando de pronto aparecieron ante mí unas botas negras adornadas con unas hebillas de plata. No eran botas de tacón como las que estamos acostumbrados a ver en el mundo moderno. Esas botas eran de tacón bajo, hechas de recio cuero, y cubrían las piernas del hombre que las calzaba hasta la rodilla. Alcé la vista y recorrí con ella la longitud de sus piernas, de su cuerpo, hasta detenerme en los ojos azules más penetrantes que jamás había visto o vería. Estaban enmarcados por unas cejas oscuras que realzaban la mandíbula viril y la delgada nariz del individuo. —¿Qué, has decidido lanzarte a la aventura? —dijo con un tono tan despreocupado como si me estuviera preguntando por el tiempo. Rhode Lewin se acuclilló junto a mí. En aquel entonces llevaba el pelo largo y greñudo. Como siempre, tenía una expresión altiva y el ceño constantemente fruncido. Yo iba a cumplir dieciséis años, nunca había abandonado el manzanar de mis padres y tenía ante mí al hombre más guapo del mundo. En todo caso, parecía un hombre maduro, aunque podía haber sido un chico de mi edad. Tenía una forma de mirarme que indicaba que, pese a sus lozanas mejillas y su expresión juvenil, era mucho mayor que yo. Como si hubiera recorrido el mundo entero y conociera sus muchos secretos. Lucía un conjunto negro de pies a cabeza, lo cual hacía que el color de sus ojos destacara en la noche impenetrable. Me caí al suelo. Estaba empapado, y la humedad me caló hasta los huesos. El barro se pegó a mis tacones cuando los hundí en la tierra para alejarme del hombre que tenía ante mí. —Ésta es una propiedad privada —dije. Rhode se incorporó, apoyó una mano en la cadera y miró a un lado y a otro. —¿No me digas? —contestó, fingiendo no saber dónde se hallaba. —¿Qué quiere? —pregunté apoyándome en las manos y alzando la cabeza para mirarle. Rhode se aproximó hasta que sólo había un espacio de un palmo entre ambos. Alargó una mano. Observé que lucía una sortija de ónice en el dedo corazón. Era distinta de todas las gemas que había visto antes. Era negra y sólida, plana, y no emitía el menor brillo o destello. Abrió la mano y vi que sostenía el pendiente de mi madre en la palma. Miré el pendiente y luego miré a Rhode a los ojos. Él me sonrió de una forma que hizo que sintiera en el acto algo que jamás había sentido en mi interior. Un cosquilleo junto

a mi corazón. Me levanté apresuradamente, sin apartar los ojos del hombre que tenía ante mí. La lluvia caía sobre la tierra empapada. Extendí la mano para tomar el pendiente con dedos temblorosos. Cuando estaba a punto de tocar el aro de oro, supuse que Rhode cerraría los dedos alrededor de los míos. La lluvia caía sobre su mano, sobre mí, y vi que tenía la palma empapada de agua. Le miré a la cara, le arrebaté el pendiente con gesto rápido y retiré la mano con la misma rapidez. —Gracias —murmuré, y me dispuse a regresar a mi casa. A lo lejos, pese a la oscuridad de la noche y la lluvia, vislumbré la forma plana del tejado—. Debo irme. Y usted también debería irse —añadí echando a andar y alejándome de él. Rhode apoyó una mano en mi hombro izquierdo y me obligó a volverme. —Te he estado observando —dijo—. Hace tiempo que vengo observándote. —No le he visto nunca —respondí, alzando el mentón con gesto desafiante. No me percaté de que le estaba mostrando el cuello. —Tu problema, jovencita, es que... estoy enamorado de ti —dijo Rhode en un tono de amenaza, aunque sonaba más bien como una confesión. —No puede estar enamorado de mí —dije estúpidamente—. No me conoce. —¿Eso crees? Te he visto cuidar con diligencia el manzanar de tu padre. Te he visto trenzarte el pelo frente a la ventana de tu alcoba. He observado que cuando caminas resplandeces como la llama de una vela. Hace tiempo que he comprendido que debo tenerte junto a mí. Te conozco, Lenah. Sé incluso cómo respiras. —Yo no le amo —repliqué sin saber por qué lo había dicho. Mi pecho temblaba cada vez que respiraba. —No mientas —contestó Rhode ladeando la cabeza—. ¿Estás segura de que no me amas? No, no estaba segura. Me gustaba su aspecto rudo, pese a tener una piel perfecta y reluciente. Si me hubiera dicho que había matado a un dragón con ambas manos atadas a la espalda, yo le habría creído. Quizá fuera la fascinación de estar en presencia de un vampiro. En aquel momento yo no sabía que Rhode era un vampiro, pero con el paso del tiempo me he convencido de que me enamoré de él en ese instante. Rhode me miró de arriba abajo y comprendí que veía mi cuerpo a través

de mi camisón. Deslizó un dedo desde mi cuello por entre mis pechos y se detuvo en mi ombligo. Yo me estremecí. De improviso me enlazó por la cintura con una mano y me atrajo hacia él. Todo ocurrió con una languidez que parecía como si ese momento estuviera coreografiado. El contacto de nuestros cuerpos empapados cuando me abrazó, y el tacto de la palma de su mano sobre mi frente cuando me apartó un mechón de pelo de los ojos... Al mirarme a los ojos emitió un gemido. Y en ese instante clavó sus colmillos en mi cuello tan rápidamente que no percibí el sonido de mi piel al desgarrarse.

La lluvia caía formando unos bonitos dibujos al otro lado de la ventana de la torre. El campus estaba empapado, y cuando mis ojos se centraron de nuevo en el presente, observé a los estudiantes que corrían para refugiarse de la lluvia o saltaban sobre los charcos. Había docenas de estudiantes fuera. Pero los que estaban más cerca de donde me hallaba, dos chicas y un chico aproximadamente de mi edad, sonreían, sosteniendo las manos sobre sus cabezas. El chico rodeó con el brazo la cintura de una de las jóvenes mientras corrían a refugiarse en la residencia Quartz. Me aparté de la ventana, retrocediendo hacia la oscuridad de la escalera de la torre de arte, y observé la cara interna de mi muñeca. En los momentos de pasión Rhode clavaba los colmillos en mi piel. «Sólo quiero saborearla», decía. Parecía como si sus labios me rozaran la oreja. Escuché el gemido de su voz en la oscuridad. Suspiré y me restregué la muñeca sin darme cuenta. El pecho y los músculos me dolían debido a mi transformación, y sentí deseos de golpear el muro de piedra de la torre con el puño hasta que los nudillos me sangraran. —Ah.... —dije en voz alta, sintiendo que las piernas no me sostenían. Me desplomé en la escalera de la torre. Esto era un suplicio. Era curioso que esta emoción me afectara con mayor intensidad en mi estado humano. El sufrimiento humano no era mitigado por otro dolor como en mi existencia vampírica. Como mujer vampiro, el sufrimiento se confundía con la presencia de toda tristeza imaginable. Respiré hondo varias veces hasta que la adrenalina que circulaba a través de mis pulmones y mi estómago remitió. ¿Iba a echarme a llorar? Me toqué las mejillas, pero estaban secas.

Bajé la escalera, salí del vestíbulo principal de Hopper y eché a caminar de nuevo hacia el prado. En cuanto me alejé del edificio, la lluvia empezó a batir sobre mi cabeza. Al cabo de unos momentos tenía los brazos empapados, al igual que el jersey de Rhode. Apenas veía a través de la lluvia, aunque sabía que me dirigía hacia el sendero al otro lado del prado. Me enjugué la lluvia de los ojos. ¿Qué, has decidido lanzarte a la aventura? Verás, el problema es que estoy enamorado de ti... Me detuve en el centro del prado. Me quité las sandalias y deposité la bolsa de la librería en el suelo. Extendí los brazos para que la lluvia siguiera cayendo sobre ellos. Pensé en el rostro de mi madre, en la risa de mi padre, en los ojos azules de Rhode, en el confort que me ofrecía el clan. La voluntad y el deseo de sacrificar tu vida para que otro pueda vivir. Es la intención, Lenah... Unas gotitas me cayeron sobre la cara y rodaron por mis mejillas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. En mi estado vampírico, sólo habría sentido las gotas cayendo sobre mi cuerpo, como si lo tuviera insensible. Me habría dado cuenta de que estaba empapada, pero no habría sentido nada. Esta vez, alcé las manos y cerré los ojos, dejando que las gotas de lluvia resbalaran entre mis dedos y sobre mis brazos. El agua empapó mis vaqueros y acabé calada hasta los huesos. Hundí los dedos de los pies en el barro y respiré hondo. —¿Sueles hacer esto a menudo? —Oí la voz de un chico a lo lejos. Me enjugué los ojos con el dorso de la mano. De pronto vi a Justin Enos que me observaba sonriendo desde la ventana abierta del piso superior de una residencia situada frente a mí. No había caído en la cuenta de que me hallaba junto a Quartz, la residencia de los chicos. Tardé unos segundos en pensar en una respuesta. —Quizá —contesté. —Me alegro de que encontraras tu pantalón —dijo cruzando los brazos y apoyándolos en la repisa de la ventana—. ¿Qué haces? —¿Tú qué crees? —Sentí que se me ponía la carne de gallina en los brazos. Vi que había otros chicos observándome desde otras ventanas. —Que has perdido la chaveta. —No es como pilotar una lancha a una velocidad de vértigo, pero no deja de ser muy tonificante. —Sonreí y en ese preciso momento estalló un trueno en el cielo. El inopinado estruendo no me asustó. Tan sólo sonreí.

—De acuerdo. Ya lo he captado —dijo Justin, y cerró la ventana. ¿Acaso le había ofendido? Miré brevemente a mi espalda. A unos treinta metros se alzaba el edificio del centro estudiantil. Miré de nuevo Quartz, la residencia de los chicos. Un arco de piedra enmarcaba un oscuro callejón que conducía al vestíbulo. Al cabo de unos momentos, Justin apareció bajo el soportal, con el torso desnudo y luciendo un pantalón corto de malla que ostentaba la palabra «Wickham» en letras blancas. Iba descalzo y se reunió conmigo en el centro del prado. Con los brazos perpendiculares a mi cuerpo, alcé la barbilla hacia el cielo. Justin sonrió e hizo lo propio. La lluvia batía sobre el sendero de cemento, golpeteando suavemente la hierba que pisábamos. —Desde luego no es como una carrera de lanchas de motor —dijo Justin al cabo de unos instantes. Abrí los ojos. Observé que tenía el pecho empapado y ambos estábamos calados. Sonreímos al cielo, tras lo cual nos miramos sin dejar de sonreír y durante unos momentos me olvidé de que tenía casi quinientos años más que él—. ¿Cómo te llamas? —me preguntó; sus ojos verdes estaban protegidos por unas pestañas largas y húmedas. —Lenah Beaudonte. —Justin Enos —respondió alargando una mano mojada. Nos estrechamos la mano y yo retuve la suya unos segundos más de lo previsto. La piel de la palma de su mano era áspera, pero en el dorso era suave. Justin me soltó la mía antes de que yo soltara la suya. —Gracias, Lenah Beaudonte —dijo, retirando la mano antes de que yo pudiera ver la parte interior de su muñeca. Seguimos mirándonos a los ojos y no traté de desviar la vista. Procuré descifrar la nueva emoción que había hecho presa en mí. Era... extraña. Este chico no era Rhode, pero significaba algo para mí. Observé la curva de su labio superior, la forma en que descendía para unirse a un labio inferior orgulloso. Tenía la nariz delgada, y sus ojos eran verdes, pero estaban más separados que los de Rhode y perfectamente enmarcados por unas cejas de color rubio oscuro. Eran de un verde muy distinto del azul de los ojos de Rhode. Mi Rhode. Que había desaparecido para siempre. —Pareces muy triste —dijo, interrumpiendo mis pensamientos. No era lo que yo esperaba. —¿De veras? Justin alzó el rostro de forma que la lluvia lo golpeó directamente. —¿Lo estás? —me preguntó sin bajar la cabeza.

Cuando me miro de nuevo asentí. —Un poco. —¿Echas de menos a tus padres? Negué con la cabeza. —A mi hermano —respondí. Era lo más cercano a la verdad que se me ocurrió. La palabra «novio» no era la adecuada. «Amante» tampoco. «Alma gemela» sonaba un tanto melodramático. —¿Qué es lo que te animaría? —Justin me miró esbozando una leve sonrisa—. Aparte de permanecer aquí bajo la lluvia. Esto ayuda, fue lo que se me ocurrió. Me alegré de que empezara a oscurecer y Justin no pudiera observar que me había sonrojado. —No estoy segura. —Tendré que hacer algo para remediarlo —dijo. Sentí su energía. Era pícara, pero inofensiva. La combinación me gustaba. Justin echó a andar hacia su residencia. Me admiró con una expresión de relajada satisfacción y dijo: —Nos veremos en la reunión general de alumnos. Tomé mi bolsa llena de libros y me encaminé hacia el sendero que conducía a Seeker. Cuando alcancé el sendero, me volví para contemplar la residencia de Justin. Éste estaba bajo el soportal del edificio, con un hombro apoyado en el muro de piedra y un tobillo cruzado sobre el otro. Seguía lloviendo y cuando nos miramos, él sonrió, dio media vuelta y penetró en la oscuridad del callejón del edificio.

5 Piii. Piii. Silencié el despertador asestándole un golpe con la palma de la mano. Era sábado por la mañana, la mañana de la «prueba de colocación». Como no había estado... «sobre la superficie de la tierra», por decirlo así, tenía que someterme a las pruebas cuando llegara al campus. La víspera, había leído el manual de instrucciones de varios artilugios electrónicos y había manejado al principio con cierta torpeza varios relojes automáticos y diales. Todo había funcionado y me había despertado a las siete de la mañana, a tiempo para arreglarme y dirigirme hacia Hopper. Tony había estado en lo cierto. Según mi itinerario de los primeros días antes de que comenzaran las clases, todo lo que tuviera que hacer lo haría en ese edificio. Con la mochila colgada del hombro, entré en el edificio Hopper y me dirigí por el pasillo de la planta baja hacia la administración. Mientras avanzaba, observé unos anuncios y pósteres referentes a la escuela. Uno, bastante llamativo, decía: «Club de Biología. ¡La sangre nos chifla!» Sonreí, pero deseé poder contárselo a Rhode. Me pregunté si había visto lo que veía yo. Me acerqué a la puerta del despacho de la directora situado al fondo del pasillo. En el cristal aparecía estampado en relieve con letras doradas «Señora Williams». Abrí la puerta y vi a la señora Williams de pie junto a su escritorio. —Acompáñeme, señorita Beaudonte —dijo la mujer, indicando la puerta abierta. Yo la seguí.

Me hicieron cinco pruebas. Sí, cinco. La directora miraba por encima de mi hombro derecho mientras yo realizaba la prueba de japonés. No creía que supiera hablar y escribir en todos los idiomas que ofrecía Wickham. En este mundo humano, el mundo contemporáneo, todo está lleno de

relojes. Los mortales viven sujetos al tictac de un reloj. Los vampiros pasan días, incluso semanas, despiertos. No estamos realmente vivos. Parece que estemos vivos, pero la sangre no circula en nuestro cuerpo, no tenemos un corazón que bombee sangre, ni órganos reproductivos que funcionen. Nuestro pecho no se mueve porque no hay oxígeno en la sangre que fluye por nuestras venas. En los momentos en que deseaba escapar del dolor y el terror, anhelaba inspirar aire. De haber sentido el aire deslizarse hasta el fondo de mi garganta, habría podido fingir que estaba viva. Pero jamás lo sentí. Tan sólo un dolor eterno, un recuerdo constante de que era un ser insensible, desconectado, que ya no formaba parte del mundo de los vivos. Ser un vampiro constituye una antigua magia. No existe nada..., salvo nuestras mentes. He recorrido la tierra entera más de una vez, he aprendido numerosas lenguas, algunas ya extintas. Heath, un miembro de mi clan, aprendió sin ayuda el latín en tres meses, y cuando lo aprendió, sólo hablaba en latín. Era alto, rubio y de huesos fuertes, como un nadador. Era tan hermoso que ninguna mujer sospechó nunca lo que iba a ocurrirle cuando él le murmuraba unas palabras en latín al oído y a continuación le desgarraba el cuello. El olor de un perfume demasiado dulzón me trajo de vuelta al presente. La señora Williams regresó a su despacho. Yo me senté en un sillón reclinable de color marrón frente a la mesa de la secretaria. —¿Qué vamos a hacer? —oí preguntar a la señora Williams a una de sus colegas, una mujer mayor y envarada que sostenía una carpeta sujetapapeles—. Tiene conocimientos superiores a todos nuestros cursos académicos avanzados —murmuró la señora Williams. —Necesito un trabajo —dije, decidiendo meter baza en el asunto. Además, tenía que cumplir la promesa que le había hecho a Rhode. —¿Tiene otras aptitudes, aparte de hablar idiomas? —me preguntó la directora Williams. —¿Por qué no la colocamos en la biblioteca? —propuso su envarada colega. Hablaban sobre mí como si yo no estuviera presente. Me enfurecí, lo cual al principio me sorprendió. Deseaba matarlas a las dos, aunque algo en mi interior me decía que no era una buena idea. En mi vida vampírica, les habría succionado la sangre y las habría asesinado tan sólo para descargar sobre ellas la furia que sentía. Durante unos instantes me vi

apoyando las manos en los brazos del sillón, levantándome y sujetando la cabeza de la señora Williams entre las palmas de mis manos. Me imaginé inclinándole la cabeza hacia atrás con un rápido movimiento de mis muñecas y succionándole toda la sangre hasta matarla. Pero en vez de ello, alcé la vista y sonreí dócilmente. —Lo de colocarla en la biblioteca es una idea excelente —confirmó la señora Williams, sacando unos papeles del cajón de su mesa. ¿La biblioteca? Sonaba razonable. Mientras mis pensamientos giraban en torno a los tiempos que había pasado rodeada de libros, ocurrió algo milagroso. Mi furia remitió. Se disipó a medida que los pensamientos sobre libros, páginas y confort irrumpían en mi mente. Mientras las dos mujeres seguían hablando, caí en la cuenta de que experimentaba emociones simultáneas. ¿Era posible que experimentara sensaciones de alegría, esperanza e ira al mismo tiempo? Eso bastó para que mi furia se evaporara al instante. Alcé la vista y miré a la envarada administradora, la cual me ofreció un bolígrafo. Bien pensado, aunque hubiera sido una mujer vampiro no les habría succionado toda la sangre hasta matarlas. Detesto el sabor de cualquier persona de más de treinta años.

Hathersage, Inglaterra 31 de octubre de 1602 El cuarto de estar estaba vacío. Frente al fuego que chisporroteaba en el hogar había un sofá de cuero. En las paredes colgaban unos cuadros, y algunos retratos de Jesucristo, en plan de guasa. A través del pasillo se oía el eco de unas voces parloteando y pronunciando frases incoherentes. Pasé la uña del dedo índice sobre la superficie del sofá. Tenía la uña tan afilada que arranqué pequeñas fibras del suave tejido. Las llamas crepitaban. La chimenea medía más de un metro y medio de alto y un metro de ancho, con una repisa de ónice negro. Pasé frente a ella. Corría el año 1602, las postrimerías del reinado de Isabel. Yo lucía vestidos de la mejor seda persa y corsés que juntaban y oprimían mis pechos hasta un extremo que me asombraba que un ser humano pudiera sobrevivir a semejante presión. Me volví y eché a andar contoneándome por el largo pasillo iluminado

sólo por unos apliques de pared en forma de las palmas de dos manos boca arriba. Las manos sostenían velas que casi se habían consumido. Las gotas de cera caían formando espesos pegotes en el suelo. La cola de mi vestido los diseminaba sobre el entarimado en artísticos zigzags mientras me dirigía hacia una puerta situada al fondo del pasillo. Cuando me volví, vi que la imponente chimenea arrojaba destellos de luz hacia el oscuro pasillo, recortando mi figura en una línea de color mandarina oscuro. Me detuve ante la puerta para escuchar. Oí una música orquestal y risas. Aún no lo sabía, pero esa noche, el 31 de octubre de 1602, era la última noche de la primera celebración de la Nuit Rouge. Así el pomo, que tenía la forma de una daga inclinada hacia abajo, y abrí la puerta. Los típicos saludos a la antigua usanza, como «feliz reunión» y «buenas nuevas», acogieron mi llegada. Una mujer corpulenta estaba acuclillada en el suelo, en el centro de la habitación. Llevaba un vestido de lana blanco escotado y una cofia blanca en la cabeza. Su pelo rubio le caía sobre la cara mientras murmuraba unas palabras en holandés. Supuse que era la sirvienta de alguien, aunque no la reconocí. Probablemente no sabía que su ama o su amo era un vampiro, y ahora estaba aquí, en mi casa. Cabe destacar que el salón de baile era precioso. El rollizo trasero de la sirvienta estaba posado sobre un suelo de la madera más fina de Inglaterra. Unas grandes antorchas descansaban en lo alto de cuatro pilares de piedra circulares que apuntalaban la habitación. Sus llamas iluminaban intensamente la pista de baile, los músicos tocaban en un rincón y doscientos vampiros formaban un círculo, alrededor de la mujer rolliza. Rhode estaba apoyado contra un pilar, observándome risueño. Tenía los brazos cruzados. Lucía un conjunto austero: unas mallas negras y unos recios zapatos negros con delgadas suelas de cuero planas, sin tacón. En esa época, la ropa era de una textura suntuosa, y a los vampiros ricos les encantaba presumir. Rhode llevaba una casaca de lino negra ceñida por una fina cinta negra. Los músculos de sus brazos resaltaban debajo de las ajustadas mangas de su casaca negra. Supuse que acababa de saciar su apetito, porque sus dientes parecían más blancos de lo que los había visto en mucho tiempo. Recorrí con paso lánguido el anillo interior del círculo de vampiros. No aparté los ojos de Rhode hasta que alcancé la puerta del salón de baile, que estaba abierta y mostraba el largo pasillo y la danza de luz que proyectaba la chimenea.

La mujer acuclillada en el centro de la habitación no cesaba de mirar hacia el pasillo. Como de costumbre, intuí con mi percepción extrasensorial de vampiro lo que esta mujer deseaba. Deseaba huir. —¿Sabes por qué estás aquí? —le pregunté, dirigiéndome a ella en holandés. Giré a su alrededor muy despacio, con las manos a la espalda. La mujer seguía acuclillada, observándome. Movió la cabeza en sentido negativo. —¿Sabes qué soy? —le pregunté. La mujer negó de nuevo con la cabeza. —Quiero... quiero irme —dijo con voz trémula—. Mi madre y mi padre... Alcé el índice y me lo llevé a los labios. Imágenes de mi vida humana se abrieron paso en mi mente. La casa de piedra de mis padres. La tierra húmeda. Un pendiente en la palma de una mano. Fijé de nuevo los ojos en el rostro de la sirvienta. Sus ojos azules y perspicaces, su forma redonda y las pestañas rubias y cortas. Dejé de girar a su alrededor y me detuve frente a ella, mirándola. —Seguro que lo sabes —dije sonriendo. Unos instantes antes de que el vampiro mate a su víctima, sus colmillos descienden. Al principio parecen unos dientes normales, pero cuando se produce el momento de la muerte, el vampiro enseña sus colmillos, como un animal. Los míos descendieron entonces; sentí cómo lo hacían, como una navaja desdoblándose lentamente. Me incliné y la miré profundamente a los ojos. Musité en su oído derecho—: Debes de tener un sabor horrible. No hay más que ver tu estado de ánimo. Retrocedí y volví a mirarla a los ojos. —No me atrevería a ensuciar mis entrañas con alguien como tú. —Me incorporé. Durante unos momentos en el rostro de la sirvienta se pintó una expresión de alivio. Pasé frente a ella, los tacones bajos de mis zapatos de cuero negros resonaban sobre el entarimado. La cola de mi vestido se agitaba a mi espalda como una serpiente. Dirigí de nuevo una prolongada mirada a Rhode y sonreí. En el salón de baile reinaba un silencio sepulcral. Los músicos habían dejado de tocar. Eché a andar de nuevo por el pasillo y, cuando hube recorrido la mitad, alcé la mano derecha, doblé la muñeca hacia abajo y chasqueé los dedos. Doscientos vampiros cayeron de inmediato sobre la mujer. Me encaminé

sonriendo hacia mi alcoba.

La biblioteca en Wickham era una obra de arte gótico provista de grandes ventanales. Atravesé la puerta de doble hoja, tomando nota de las mullidas butacas, las hileras de libros y los estudiantes explorando las estanterías. Tres baldosas octogonales y tridimensionales de madera negra decoraban el techo. —Su tarea, señorita Beaudonte, consiste en sentarse detrás de esta mesa. Cuando le hagan una pregunta, procure responder lo mejor que sepa. Cuando no pueda responder a alguna pregunta, siempre puede remitir a la gente a alguna bibliotecaria. —La bibliotecaria que me conducía alrededor de la biblioteca para mostrármela era una mujer alta de nariz delgada y ojos de gato. Estos humanos contemporáneos estaban terriblemente desinformados. Yo era una vieja mujer vampiro que había permanecido dormida durante quinientos años. ¿Y esperaban que orientara a los estudiantes que me consultaran? —Cobrará su sueldo cada viernes. Su turno acaba a las seis. La directora Williams ha sugerido que, puesto que domina tantos idiomas, puede ayudar a algunos estudiantes a pulir sus dotes lingüísticas. Prepararé un letrero para que lo cuelgue en el tablón de anuncios diversos del centro estudiantil. Cuando la mujer se alejó, me senté pesadamente en una silla detrás de la mesa semicircular de consulta. Estaba claro que la escuela privada de Wickham iba a mantenerme muy ocupada. Frente a mí había un ordenador, que básicamente me cegaba con su destello azul. Había todo tipo de artilugios que jamás había visto: grapadoras, bolígrafos, clips, impresoras y enchufes. Teclados, escritorios virtuales y motores de búsqueda eran algunos de los centenares de términos que tenía que aprender a fin de adaptarme al puesto cuanto antes. Integrarme en Wickham o, como diría Rhode, «convertirme de nuevo en una adolescente» me exigiría un gran esfuerzo. Esta sociedad era muy complicada. Sobre las cuatro y media miré el reloj y comprobé que aún faltaban casi dos horas para que finalizara mi turno. Decidí explorar la biblioteca. Recorrí un pasillo tras otro, rodeada de montones de estanterías, admirando la belleza del lugar. Cuando enfilé el último pasillo entre los estantes, oí la risa de una chica no lejos de donde me hallaba. Era una risa alegre y

vibrante que surgía de su vientre y rebotaba debajo de sus costillas. Una risa espontánea y natural. Decidí averiguar de quién se trataba. Me alcé de puntillas y miré sobre la parte superior de los libros. Dispuestos en sentido paralelo a la estantería, había unos atrios de estudio con paredes de cristal y grandes ventanales. La habitación contenía mullidos sofás de color azul y mesas de estudio. La estantería era un buen escondite porque en caso necesario podía ocultarme detrás de los libros. Miré de nuevo por encima de los libros y seguí avanzando, siguiendo el sonido de la risa. Me paré en seco cuando comprobé que la chica que se reía era Tracy Sutton, la novia de Justin. Ocupaban el último atrio de estudio. Justin estaba instalado en una butaca y Tracy estaba sentada en sus rodillas. Los hermanos de Justin, Curtis y Roy, estaban sentados en unas sillas a cada lado de él. La joven soltó de nuevo una alegre risotada. Se me ocurrió que en esta época la gente se reía con gran facilidad. ¡Con qué facilidad podían expresar su dicha! Me había olvidado de lo que eso significaba. Justin era muy alto, por lo que Tracy parecía muy menuda sobre sus rodillas. De haber ocupado yo su lugar, mis piernas habrían colgado sobre las rodillas de Justin como las patas de una araña. Tracy se levantó y gritó algo ininteligible. Las otras integrantes del Terceto, Kate y Claudia, se colocaron a cada lado de ella y se bajaron los vaqueros, que eran idénticos, para mostrar sus caderas. Yo me alcé más de puntillas y las observé. Lucían prendas interiores idénticas de un tejido que parecía piel de leopardo. Claudia rodeó con el brazo los hombros de Kate y Tracy volvió a sentarse en las rodillas de Justin. No pude evitar seguir observando la escena. Estaba como hipnotizada por la alegría que rezumaban. Justin me atraía poderosamente. Tenía una especie de... aura. No puedo explicar de otra forma su fuerza vital. Recordé en un flash la imagen de su torso empapado por la lluvia. Y el aspecto de sus labios cuando formulaba unas palabras. Sobre todo cuando me preguntó si me sentía triste. Quería que siguiera hablándome. —¡No me apetece nada asistir a la reunión general de alumnos! —dijo Tracy, tras lo cual besó a Justin en la mejilla. Estaba sentada de cara a mí. Contuve el aliento y me agaché rápidamente. No quería que nadie me viera. Al menos, ninguno de ese grupo. Miré a través del espacio entre los estantes y los lomos de los libros.

Justin Enos me había provocado una reacción humana. Los latidos acelerados de mi corazón y el hecho de que respirara trabajosamente lo confirmaban. ¿Habría reaccionado del mismo modo ante Rhode? ¿O ante Vicken, si éste se convirtiera de nuevo en humano, sintiendo que temblaba como un flan cuando me miraba? Justin rodeó a Tracy con los brazos y apoyó las manos sobre sus muslos. Mientras yo le observaba, por una espantosa y caótica casualidad, Justin, que miraba a uno de sus hermanos, arrugó el ceño y calló. La sonrisa se borró de su rostro y volvió la cabeza, de forma que no sólo alcancé a ver su perfil, sino toda su boca, seguida de la afilada punta de su nariz y por último de sus ojos, clavados en los míos. —Señorita Beaudonte. Me volví apresuradamente. La bibliotecaria con ojos de gata estaba ante mí. Sostenía una caja de color negro que contenía unos delgados estuches de plástico. —Haga el favor de alfabetizar estos cedés en la sala de escucha. —¿La sala de escucha? —inquirí, preguntándome qué diantres era una sala de escucha. ¿Había evolucionado el mundo moderno hasta el punto de que la gente se sentaba en una habitación simplemente para escuchar? La bibliotecaria me dio la caja y señaló una habitación situada al fondo del pasillo, junto a los atrios. En vista de que no me movía, suspiró y dijo: —Acompáñeme. Yo la seguí. La bibliotecaria caminaba arrastrando los pies, como si tuviera las caderas y el trasero demasiado pesados y no le permitían caminar con normalidad. Como mujer vampiro, yo habría podido asesinarla en menos de diez segundos. Se volvió para mirarme y me indicó que me apresurara. Decidí dejar de pensar en lo despacio que caminaba y en mi destreza para atraer a mis presas. Miré dentro de la caja. En los estuches de plástico había nombres, algunos de los cuales reconocí. Saqué uno en el que aparecía el nombre de Georg Friedrich Händel. ¿Qué era esto? Händel era un músico, un compositor, ¿qué diantres tenían que ver estos estuches con él? El dibujo lo mostraba con una peluca blanca, una peluca que yo había visto lucir a infinidad de hombres durante los siglos XVII y XVIII. La peluca se rizaba a ambos lados del rostro del compositor y estaba sujeta en una coleta en la parte posterior de su cabeza. Sostenía una pequeña batuta frente a una orquesta sinfónica.

Cuando los resonantes tacones de la bibliotecaria se detuvieron deduje que habíamos llegado a la sala de escucha. Justin y sus amigos se hallaban en el otro extremo del pasillo. La bibliotecaria abrió una pequeña puerta negra con una ventanita de cristal en el centro y señaló el interior de la habitación: las paredes estaban tapizadas de un tejido grueso de color gris muy denso, pero suave al tacto. Acaricié con los dedos el suave tejido que cubría las paredes. Frente a mí había una gigantesca máquina negra que ocupaba toda la pared. La mujer señaló una estantería adosada a la pared. —Colóquelos en los estantes y ordénelos alfabéticamente por el apellido. La pared estaba cubierta de estuches de plástico como los que había en la caja. —¿Le importaría explicarme cómo funciona esa máquina? —pregunté, refiriéndome a la monstruosa torre negra situada a la derecha de los estuches de plástico. En una mesa frente a ella había tres ordenadores. —¿Qué cedé le apetece escuchar? —me preguntó la bibliotecaria. Tomé el cedé que decía Ópera de Händel escrito en una artística cursiva en la parte frontal del estuche. Pero la última vez que yo había asistido a la ópera había sido en la década de 1740, en París. Sacudí la cabeza; recordaba esa noche con meridiana claridad. No era una noche que deseara evocar mientras me hallaba en una habitación con una extraña. La bibliotecaria oprimió un botón y apareció una pequeña bandeja como por arte de magia. Abrí los ojos como platos. Todo lo referente a las máquinas en esta época era muy sencillo; no tenías más que oprimir un botón y se producía la magia. Acto seguido abrió el estuche y sacó un disco plateado. —Inserte el cedé en esta bandeja, oprima el botón en el equipo estereofónico y ya está. Puede subir el volumen hasta diez; nadie lo oirá. Esta habitación está insonorizada. Los músicos escuchan sus cedés a un volumen increíble. Giró el botón del volumen a diez y cerró la puerta tras ella, dejándome en silencio... durante unos instantes. Metí la mano en la caja de cedés, dispuesta a colocarlos de forma ordenada cuando la música sonara a través de los altavoces. Me levanté y retrocedí frente al equipo estereofónico. Era el aria «Se pietà» de Händel, la cual llenó toda la habitación y quedó suspendida entre las paredes de gomaespuma y el suelo enmoquetado. Por

último, se posó sobre mí. El melodioso canto de los violines, las vibraciones de los violonchelos fluyeron a través de mí como la sangre. Había muchos violines, aunque no podía decir cuántos. Casi sentía el arco deslizándose sobre las cuerdas. Entreabrí los labios y emití un prolongado suspiro. A continuación entraron los violonchelos, cuyas graves y melancólicas cuerdas hicieron que se me pusiera la carne de gallina en los brazos. Alargué las manos y toqué los diminutos orificios por los que surgía la música. Sentí la máquina vibrar con el sonido. ¿Cómo diantres era posible? ¿Había transcurrido tanto tiempo que los humanos eran ahora capaces de encapsular la música que desearan? ¿Almacenarla en un lugar para poder escucharla una y otra vez? Me llevé una mano al pecho cuando una mujer empezó a entonar el aria. Su voz caía en cascada a través de las notas, alzándose con los violines y las armonías de los violonchelos. No pude evitarlo, me arrodillé lentamente en el suelo y cerré los ojos. Era una belleza que jamás había imaginado antes de ese momento, una música que por fin podía sentir con todo mi cuerpo y mi alma. En 1740, la ópera era popular, pero tenías que desplazarte para asistir a una función. Ahora sonaba en la sala de escucha en el Internado Wickham. Cerré los ojos con fuerza y dejé que el sonido pasara a través de mí. Como un murmullo sobre la piel desnuda, el vello en mi nuca se erizó. Sentí dos manos que se apoyaban en mis hombros. Mantuve los ojos cerrados. ¿Has aprendido ya italiano?, me susurró una voz al oído. Excepto que la voz estaba dentro de mi cabeza y yo recordaba la última vez que había oído esa canción: en 1740, en París, con Rhode. —No estás realmente aquí —murmuré. ¿No te lo dije? Donde tú vayas, iré yo, musitó la voz. Pero yo sabía que estaba sola en la sala de escucha, en un siglo sobre el que no sabía nada... Mi única compañía era el fantasma de Rhode. —¿Qué haces? —preguntó una voz que decididamente no era la de Rhode. Abrí los ojos apresuradamente y miré hacia la derecha. Justin Enos sostenía la puerta abierta y a su espalda estaban las integrantes del Terceto, mirándome a través del cristal. De pronto me di cuenta de que estaba arrodillada en el suelo y me levanté rápidamente. —Escuchar —respondí, aunque sonó casi como un grito. Justin señaló el equipo estereofónico.

—¿Puedo? —preguntó. Yo asentí, sin comprender qué hacia allí. Me puse a toquetear los cedés, sin saber qué hacer. Justin bajó el volumen hasta que la canción apenas era un murmullo. —¿Qué haces aquí? —pregunté. —Quería averiguar qué estabas escuchando porque tenías una expresión como si sintieras dolor. Pero veo que sólo es música clásica. —No es sólo música clásica. Justin arrugó el ceño y yo fijé la vista de nuevo en los cedés. Pero no pude por menos de volver a mirarle. Llevaba la camisa desabrochada casi hasta el último botón, lo suficiente para que yo viera la hendidura entre los músculos de su torso. Un profundo valle de piel bronceada. Sentí deseos de deslizar un dedo sobre él. Era un simple y pequeño botón, pero parecía como si se hubiera olvidado de abrochárselo, como si tuviera la costumbre de vestirse apresuradamente. Al observar que le miraba el pecho bajó la vista y al fijarse en su camisa, se apresuró a abrocharse el botón con sus largos dedos. Decepcionada, tomé un cedé de la caja. —Parece como si nunca hubieras escuchado música —comentó. —Es verdad —respondí—. No de esta forma. —Me fijé en el último cedé que había en la caja. Madonna, una compositora de la que jamás había oído hablar. Coloqué el cedé junto a los otros cuyo apellido comenzaba con eme. —¿No habías escuchado nunca música en un equipo estereofónico? —No exactamente. —¿Y has elegido precisamente una ópera? Miré a Justin. Su expresión era una mezcla de asombro y desconcierto. Quizá pensaba que yo era muy rara, pero en ese momento intuí que se sentía cautivado. Vi tras él a uno de sus hermanos, el mayor, el que lucía unos pendientes en la oreja, observándome a través del cristal. Detrás de él estaban las integrantes del Terceto, riéndose, que se apresuraron a volver la cabeza para disimular cuando me percaté de que nos observaban. —Debo irme —dije, colocando el último cedé bruscamente al final de la hilera. Al pasar junto a Justin le rocé el brazo con mi hombro. Tenía un tacto tibio, como si hubiera estado sentado al sol. Cuando me alejé, pasando frente al grupo, no me volví. Incluso mientras les oía reírse de mí, sentí las vibraciones de la voz de la soprano en el centro de mi pecho, junto

a mi corazón.

6 Primer día de clase. ¿Qué me ponía? En Wickham no había que llevar uniforme, de modo que estaba indecisa. Seguía haciendo calor, pese a que era principios de septiembre. Unos vaqueros y un sencillo top de tirantes negro me pareció lo más apropiado. Nada de colores extraños que quizá ya no estuvieran de moda. Tony me había dicho que se reuniría conmigo frente a Seeker para dirigirnos juntos a la reunión general de alumnos. La unión hace la fuerza, pensé después de mi debacle con Justin en la sala de escucha. La mañana del primer día de clase disponía de unos minutos antes de ir a reunirme con Tony. Entré en mi cocina. Era una habitación pequeña, con modestas alacenas de madera y un pequeño espacio para las encimeras. Rhode la había equipado con cacharros, cubiertos y demás utensilios de cocina. Pero los elementos más importantes estaban sobre la encimera a la derecha del fregadero. Junto a la pared estaban dispuestos ordenadamente unos botes negros circulares que contenían especias y flores secas. En la etiqueta del bote negro más pequeño ponía «DIENTE DE LEÓN». Por supuesto, pensé. Diente de león seco. La cabeza seca de la flor no es mayor que una moneda de diez centavos y debes llevarla encima para que te dé suerte. A fin de aclimatarme a la vida humana tal como me había pedido Rhode, necesitaba toda la suerte del mundo y era algo que tenía muy presente. Dentro de mi cabeza parecía haber un reloj. Durante unos momentos de silencio, cuando las distracciones de esta nueva era se atenuaron, oí cómo transcurrían los segundos. Cada tictac me aproximaba más a la última noche de la Nuit Rouge. Sacudí la cabeza para desterrar estos pensamientos, metí una cabeza de diente de león en el bolsillo y cogí un manojo de romero atado con un cordel. Clavé una tachuela en la puerta y colgué de ella el manojo de romero. Lo hice para que cada vez que regresara a mi apartamento en el campus, el

lugar seguro que constituía mi hogar, no olvidara nunca de dónde provenía. Y el camino que me quedaba aún por recorrer. Cogí la mochila y cerré la puerta con llave. Al salir de Seeker vi a Tony sobre el césped, tumbado boca arriba con la cabeza apoyada en las manos, tomando el sol. Me puse mi sombrero de ala ancha. Él lucía de nuevo sus vaqueros rotos y llevaba un cinturón decorado con unas tachuelas metálicas. —¿No tienes miedo de quemarte? —pregunté colocándome las gafas de sol. Tony se incorporó de un salto. Me señaló con el brazo derecho, del que colgaba su mochila. —El vigilante de seguridad me ha dicho que vives en el viejo apartamento del profesor Bennett. —Si es el apartamento del piso superior, es verdad —respondí. —El apartamento del piso superior —repitió Tony con tono burlón y exagerando mi acento inglés. Pestañeó dos veces y me miró boquiabierto —. El profesor Bennett murió en julio —aclaró. Tenía los labios entreabiertos y los ojos como platos. Esperaba que yo reaccionara. En vista de que no lo hacía, prosiguió—: Siguen sin saber de qué murió; lo hallaron con dos orificios en el cuello. Eso hizo que todos los clarividentes y demás chalados de la ciudad aseguraran que habían sido unos vampiros. Yo puse los ojos en blanco... Rhode. —¿Y? —pregunté—. ¿Qué tiene eso que ver con el hecho de que yo me haya instalado allí? —Estamos en septiembre. Ese tío murió hace dos meses. ¿No alucinas al pensar en ello? Me encogí de hombros. —Pues no. La muerte nunca me ha infundido miedo. —¿Por qué será que no me sorprende, Lenah? —preguntó Tony rodeándome los hombros con el brazo—. Supongo que los vampiros tampoco te dan miedo. —¿Tú crees que existen? —le pregunté. —Todo es posible. No, Tony, pensé. Todo, no. Sólo algunas cosas, algunas cosas peligrosas. Era posible que otros vampiros hubieran vivido en Lovers Bay, Massachusetts, aunque yo no había oído decir que hubiera vampiros en esa zona. Por regla general, los vampiros se enteran del paradero de otros. En

cualquier caso, ¿qué podía hacer yo aunque hubiera allí vampiros? —¿Y tú, crees que existen? —preguntó él. —¿Por qué no? —contesté. Tony me estrechó contra él de forma que mi hombro izquierdo oprimía su caja torácica y sentí su calor corporal. Esta repentina intimidad hizo que la boca se me hiciera agua. En estado vampírico se produce la salivación. Los colmillos descienden y el vampiro siente el instinto de morder. Me aparté de él y fingí rebuscar algo en mi mochila. El corazón me latía con fuerza y me llevé la mano al pecho, como para aplacarlo. Saqué un documento oficial del fondo de mi mochila y fingí examinarlo. ¿Estaba salivando debido al calor corporal de Tony? ¿Deseaba su sangre? Fijé la vista en unas afiladas briznas de hierba. Tragué para hacer que la saliva desapareciera. Alcé la vista y miré a Tony, que se había adelantado unos pasos. No pude evitar observar la forma en que caminaba: con pasos largos y brincando un poco. Tenía los pies grandes, ligeramente desproporcionados en relación con su cuerpo. Ese día llevaba unas botas negras, pero una era distinta de la otra. No estoy segura de si alguien con una vista normal se habría percatado de ello, pero la costura alrededor de la bota derecha era distinta de la de la bota izquierda. —¿Vienes o no? —me preguntó—. La reunión empezará sin nosotros. No, decidí. Por supuesto que no deseaba su sangre. Me enderecé y eché a correr para alcanzarlo. Cuando llegué junto a él, Tony me sonrió y seguimos avanzando por el sendero. Su actitud desenfadada me facilitaba el ocultar mis instintos vampíricos. No parecía chocarle que a veces me comportara de forma extraña. Me pasé la lengua por los dientes delanteros antes de hablar. Tenía que cerciorarme... —¿Eres de Lovers Bay? —pregunté, tratando de olvidar lo que acababa de ocurrir. —Sí. —Tony suspiró—. Mis padres viven en los límites de Lovers Bay, en la parte más interesante de la ciudad. —¿Interesante? —pregunté. —Para resumirlo en pocas palabras, el mero hecho de echar un vistazo a la calle haría que se te pusieran los pelos como escarpias. Sonreí. Ya... —¿Cómo es que te han adjudicado el apartamento de un profesor? — inquirió Tony—. Todos ocupamos habitaciones de estudiantes.

—Mi padre lo ha alquilado durante los dos años que estudiaré aquí —le expliqué. —Caray —dijo Tony arqueando las cejas. Siguió caminando por el sendero hacia el edificio Hopper. Mientras avanzábamos por el serpenteante camino, observé su rostro. Tenía la boca entreabierta y sonreía de forma alegre y relajada. Tenía un carácter amable, y sentí su energía. Los vampiros pueden sentir la energía humana y captar las intenciones emocionales de quienes les rodean. A diferencia de mí, Tony no había lastimado a nadie en su vida, ni había experimentado un terror implacable. Yo deseaba protegerlo a toda costa y antes de darme cuenta, alargué la mano para tomar la suya. Pero la aparté apresuradamente y fingí que no había pasado nada. Por suerte, Tony no se dio cuenta. Frente a las residencias en el campus, en los senderos y los céspedes, los estudiantes corrían a reunirse con sus compañeros, gritando de gozo y fotografiándose unos a otros con sus móviles. Tony extendió el brazo hacia mí, utilizando el índice para simular que me tomaba una foto. —¡Cielo santo! —gritó, llevándose una mano al corazón—. Tengo que sacarte una foto porque hace al menos cinco minutos que no te veo. ¡Venga, posa! Yo apoyé mi mano derecha en la cadera y sonreí de forma espontánea. Tony dejó caer los brazos y me miró irritado. —¡Puedes hacerlo mejor! —¿Qué quieres que haga? —pregunté, sin saber qué tipo de pose era aceptable en este siglo. —Olvídalo, Lenah —contestó riendo. Me tomó de la mano y me condujo de nuevo hacia el sendero. Yo dejé que tirara de mí, sonriendo mientras sus dedos aferraban los míos. Pero sus dedos no tenían edad. Tenía las manos y los dedos cubiertos de manchas negras de pintura. Eran unas manos suaves, sin señales de desgaste, y recordé que Rhode era la última persona que había sostenido mi mano de esa forma. Me solté de Tony. —¡He pasado dos meses en Suiza! —gritó una chica más joven que nosotros abrazando a su amiga con fuerza—. ¡Qué rubio tienes el pelo! Tony me miró de refilón reprimiendo una carcajada. Mi percepción extrasensorial era semejante a una señal de radio; captaba los estados emocionales de las personas a mi alrededor. Percibí una intensa

excitación, deseo, vergüenza, ansiedad... Podría enumerar un montón de emociones. El sendero por el que caminábamos discurría frente a la residencia Quartz. No pude evitar mirar disimuladamente la ventana de Justin. Estaba a oscuras, aunque abierta, y había una taza de café sobre la repisa. Mientras trataba de seguir a Tony, pensé de forma obsesiva en la forma en que los estudiantes interactuaban entre sí. Si tenía que convertirme en uno de ellos, debía comportarme como uno de ellos. Lucían anillos con gemas, relojes caros de plata u oro y todo tipo de accesorios. Muchas de las chicas llevaban el pelo recogido con vistosos pasadores de carey. Quizá yo podría comprar algunos en las tiendas de ropa. Casi había olvidado la promesa que me había hecho Tony de enseñarme a conducir. Con mi nuevo trabajo y mi fascinación por los manuales de instrucciones, no le había recordado su promesa. —Tengo un trabajo —dije mientras esperábamos en la cola de estudiantes que se habían congregado ante la puerta de Hopper. —Eso explica lo del sábado. Pasé por Seeker para verte —dijo Tony—. Debías de estar trabajando. ¿Dónde trabajas? —En la biblioteca. —Lo siento por ti. Yo trabajo para el anuario del colegio. Una especie de trabajo-estudio —me explicó Tony. —¿Un anuario? ¿Qué es eso? —pregunté. Nos colocamos a la sombra de la marquesina de Hopper, y aproveché para recogerme la melena que me rozaba los hombros con un pasador negro. —¿No sabes lo que es un anuario? —Tony me miró con una expresión que decía «¿Cómo es posible que no lo sepas?» Pero ésta se disipó enseguida—. Es un libro que se publica al final de cada curso escolar. Durante el año nos dedicamos a tomar fotografías, tomamos nota de todo lo que sucede y unimos ambas cosas. Para acordarnos de lo que ha ocurrido. —¿Así que tú tomas las fotografías? Tony asintió con la cabeza. —Tengo que tomar algunas fotografías de la primera reunión general de alumnos. Todos se ponen siempre sus mejores galas. Es muy cabreante. —¿Ése es tu mejor cinturón? —pregunté sonriendo socarronamente. Tony sacó una cámara del bolsillo tan rápidamente, que apenas me di cuenta. De pronto estalló un fogonazo ante mis ojos. Solté un grito tan

fuerte que sentí un escozor en la garganta. Fue un grito rápido y breve, pero lo bastante estentóreo como para que todos los estudiantes que estaban en la cola se volvieran para mirarme. Tony se rió a carcajadas. —Caray —dijo—. Debería asustarte más a menudo. —¿Estás loco? No puedes disparar una luz tan intensa en la cara de una persona. Podrías lastimarla. Tony apoyó una mano en mi hombro. —No es más que una cámara, Lenah. Quizá te gusta más mi cámara de mentirijillas, pero ésta no te lastimará, te lo prometo. Vale, pensé. Tengo que aprender a controlar mis reacciones. La cola de estudiantes empezó a avanzar. —Gracias por haberme acompañado —dije. —No tienes que darme las gracias. Me gusta hacerlo. Todos los tíos del campus opinan que estás muy buena, así que lo hago encantado. Te seguiré a clase, a tu apartamento, por la calle Mayor... —dijo sonriendo cuando atravesamos la puerta de Hopper. Sentí un pellizco en el corazón. Fijé la vista en el suelo mientras la imagen debajo de mis pies pasaba del césped a las baldosas del vestíbulo de Hopper. Las palabras «donde tú vayas, iré yo...» resonaban en mi cabeza Avancé junto a Tony entre un mar de estudiantes, aunque no formaba parte de él; en todo caso, no creía formar parte de él. No podía saltar, abrazar ni contarle nada a nadie sin aterrorizarles o hacer que se apartaran de mí para siempre. Y allí, mientras avanzábamos lentamente en la cola para entrar en el auditorio, evoqué de nuevo el recuerdo de la ópera.

París, Francia. Teatro de la Ópera, durante el entreacto 1740 Apagué las llamas de las velas con las yemas de los dedos y aguardé en la oscuridad, a la sombra de los asientos de terciopelo y de la balaustrada dorada. Una pareja entró en el palco. Los maté a los dos antes de que pudieran emitir un grito. Nunca había asesinado a nadie en público.

Formaban una pareja regia y muy refinada, y su sangre era dulce y sorprendentemente satisfactoria. Utilicé sus cadáveres como apoyapiés durante el primer y segundo acto de la ópera de Giulio Cesare, mi favorita. Un hilo de sangre se deslizó por el corpiño de mi vestido de seda, manchando mis zapatos de color mandarina, pero yo esperaba algo más: el alivio del tormento que pervivía en mi mente; era lo que solía ocurrir después de asesinar a una víctima. Se producía un instantáneo pero breve alivio del dolor emocional. Me senté en el mullido asiento de terciopelo y apoyé los pies sobre el pecho del joven al que acababa de asesinar. Estaba segura de que se produciría ahora, de inmediato... Otra gotita escarlata cayó sobre el ribete de perlitas blancas que adornaba el bajo de mi vestido. Éste era de color rojo vivo, de la mejor seda parisina. Aguardé, sin prestar atención a las voces de los asistentes mientras esperaban el último acto de la ópera. Sólo me percaté de que una larga gota de sangre cayó de mi barbilla manchándome el escote. Parecía como si una mano invisible oprimiera cada centímetro de mi ser. Tenía los hombros y los brazos tensos y duros como la piedra. Esperé..., esperé a que se produjera el alivio. Suspiré, por costumbre, y contemplé la palma inerte de la joven que yacía bajo mis pies. Siempre será lo mismo, pensé, propinando con rabia una patada a su mano. Aunque siguiera viva, el indecible dolor que circulaba por mis venas jamás se aplacaría; siempre me azotaría esta tormenta, sin el alivio de una brisa. Se alzó el telón y cerré los ojos, esperando sumirme en la oscuridad y el sonido. En la oscuridad de mi mente estaría a salvo. El único lugar que conocía en el que sabía que podría olvidar siquiera un instante en qué me había convertido. La orquesta empezó a tocar, y dejé que los violines trazaran unos colores de paz: blancos, azules y toda una sinfonía de tonalidades. La música de los violines giraba en mi mente. Observé las fibras de color marfil de los arcos mientras se deslizaban sobre las cuerdas, una y otra vez. La voz operística de la soprano invadió el teatro desde el escenario. Inició su aria, «Se pietà». Emitió una nota sorprendentemente aguda, aunque no reaccioné físicamente a su belleza. La reacción colectiva del público me indicó que no era una cantante de ópera común y corriente, sino que era capaz de emocionar a las personas a través de sus cuerpos, de sus almas. Para mí, el aria lo eclipsó todo. Atenuó la chispa para que pudiera sumergirme en el sonido.

Aferré los brazos de la silla con fuerza al percibir un cambio en el ambiente y unas manos delicadas que me acariciaban los hombros. Luego sentí los labios de Rhode junto a mi oído. Se sentó detrás de mí. —¿Has aprendido ya italiano? —murmuró. Negué con la cabeza, entreabriendo los labios. —Lástima —dijo Rhode. Tenía la barbilla casi apoyada en mi hombro. —¿Qué dice la cantante? —murmuré. —Que es Cleopatra..., y su ambicioso plan se desmorona a su alrededor. Sentí el amor que Rhode me profesaba a través de mis hombros y me recorrió todo el cuerpo hasta los pies. Deseé poder estremecerme. Así es como experimenta un vampiro la emoción del amor, como una reacción, una satisfacción, un alivio. El haber asesinado a mis víctimas para succionarles la sangre ya no me satisfacía. El amor que Rhode y yo compartíamos era lo único que me quedaba. —Cree que su amor ha muerto —dijo. Abrí los ojos y le miré, miré su rudo rostro cuyos rasgos sólo se suavizaban para mí. Se había sentado a mi lado. La cantante, vestida con una túnica egipcia, alzó las manos y se arrodilló ante el lecho en el escenario. —El juego ha perdido su emoción —dije. Alrededor de Rhode y de mí, la voz de la cantante fue in crescendo junto con la orquesta; poseía una belleza ensordecedora. Sentí la intensa emoción del público, la unión en la dicha compartida, lo cual me produjo dolor. —La música me calma. Pero sé que volveré a dejarme arrastrar por mi instinto. La ferocidad predomina, el dolor regresa y el deseo de causar sufrimiento lo eclipsa todo..., como sucede siempre. ¿Cómo puedes soportarlo? —pregunté—. Estoy a punto de perder la razón. —Gracias a ti —respondió Rhode con calma y naturalidad. Me tomó la mano y la acercó a sus labios. Debajo de mis uñas había restos de sangre, que él lamió—. Pienso en ti y eso me basta. —¿Cómo? —Es muy poco lo que se nos concede, Lenah. Yo centro mis energías no en el dolor, sino en lo que puedo hacer para evitarlo. —¿De modo que soy tu distracción? —Tú —respondió acercando su rostro a escasos centímetros del mío— eres mi única esperanza.

Observé los hermosos rasgos de Rhode. Sus ojos escrutaron los míos en busca de una reacción. Apoyé una mano en su mejilla. —Me estoy desmoronando. Ahora lo sé. Ni la sangre ni la violencia son capaces de aliviar la pérdida que experimento cada día. Deseo pasar mis dedos sobre una piel y sentirla. Deseo dormir, despertarme, reírme con los demás. Esto... —señalé a la pareja que había matado— ya no me basta. Rhode acercó de nuevo mis dedos a sus labios. Cerró los ojos mientras las notas del aria nos envolvían. —Vámonos —dijo abriendo los ojos y levantándose. —¿Adónde? —pregunté. —A cualquier sitio —contestó. Clavó los ojos en los míos, escrutando lo que habría sido mi alma de haber poseído una—. Donde tú vayas, iré yo — dijo. Abandonamos el palco. La única señal de nuestra presencia eran... los dos cadáveres.

—Por aquí, Lenah —dijo Tony. Yo sacudí la cabeza, centrándome de nuevo en la puerta de acceso al auditorio. Cuando entramos, comprendí por qué Rhode me había enviado a Wickham. Era con mucho el colegio más elegante que yo había visto jamás. El auditorio rivalizaba con algunas de las casas más bellas que había conocido durante los cinco últimos siglos. Las paredes y los techos eran modernos. Nada en mi casa de Hathersage era de metal, tan sólo piedra y madera. Wickham era distinto. Era un lugar donde las luces estaban cubiertas por pantallas de cristal de colores y se encendían con sólo oprimir un interruptor. Los asientos arrancaban en sentido ascendente desde una tarima instalada en el centro de la sala. La escalera que daba acceso a las numerosas hileras de asientos estaba cubierta con una moqueta roja e iluminada por lucecitas en cada peldaño —Aquí sólo se reúnen los alumnos de los cursos superiores —me explicó Tony mientras subíamos la escalera. Muchos estudiantes se habían congregado en pequeños grupos—. Siéntate aquí —dijo, señalando unas hileras de asientos en el extremo izquierdo. Todos los estudiantes se habían sentado ya e iban vestidos como Tony. Algunos mostraban interesantes tonalidades de pelo, y un chico mayor lucía unos pírsines en la boca y en las cejas. A Gavin, un vampiro de mi clan, le encantaban las estacas y los cuchillos. Habría disfrutado colocándose unos cuantos pírsines. Quizá ya lo

había hecho. No vi a Justin. Confieso que esperaba verlo. Pero sí vi a su antipática novia, Tracy Sutton, y a sus dos amigas sentadas al otro lado del pasillo. Las integrantes del autoproclamado Terceto estaban sentadas una al lado de la otra, con las cabezas juntas, cuchicheando. Tracy alzó la vista y me vio. Yo desvié los ojos. Al sentarme me quité la mochila y la coloqué a mis pies. No pude evitarlo. Me volví para mirarla y observé el movimiento de su boca. Se inclinó hacia la más menuda de las chicas rubias y dijo: «La chica nueva está sentada con los estudiantes de pintura». La chica rubia y menuda se volvió y yo me apresuré a desviar la vista. —Es mona —dijo. Tracy dio un respingo. —Si tú lo dices... Su piel es más pálida que la mía a mediados de noviembre, ¿y qué significa el tatuaje que lleva en el hombro izquierdo? ¿No os parece de lo más raro? Fue uno de esos momentos de «tierra trágame». Me llevé la palma a la frente, pensando en el estúpido error que había cometido. Era una estúpida. Me había olvidado de mi tatuaje. En la parte posterior de mi hombro izquierdo hay una frase tatuada. Sólo los miembros de mi clan llevan estas palabras tatuadas en la piel: «MAL HAYA QUIEN MAL PIENSE». Apreté los labios y recorrí el auditorio con la vista. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a explicar esa frase a todos los que la vieran? ¿En especial a las chicas del Terceto? Apreté la espalda contra el respaldo del asiento para que nadie pudiera ver el tatuaje. Me solté el pelo, pero sabía que cuando caminara o me moviera cualquiera podría verlo. Los tirantes de mi top eran muy finos. Había sido un error elegir esa prenda, pero no tenía tiempo de atravesar el campus corriendo para cambiarme. Odiaba poder leer los labios de los demás. Odiaba mi visión vampírica. ¡Ojalá me hubiera puesto un jersey! Tony debió de percatarse de que las estaba mirando porque se inclinó hacia mí y dijo: —Son unas bordes. —¿Por qué se denominan el Terceto? —Porque siempre van juntas. Las tres. Tracy Sutton, Claudia Hawthorne y Kate Pierson. Son ricas, populares y peligrosas. Kate es una alumna externa. Vive con su familia en Chatham.

—¿Cómo es posible que esas tres chicas sean peligrosas? No bien hube formulado esa pregunta, comprendí a qué se había referido Rhode aquel día en los campos y a qué se refería Tony ahora. Esas chicas eran guapas sin tener que esforzarse en serlo. Agitaban su cabellera con naturalidad y se la echaban hacia atrás con un ademán despreocupado. Eran peligrosas porque creían que su poder residía en su belleza. La señora Williams tomó la palabra e interrumpió mi escrutinio del Terceto. —Estudiantes y profesores, hagan el favor de ocupar sus asientos —dijo inclinándose sobre un micrófono. El parloteo cesó, se oyó un rumor cuando los asistentes se acomodaron y al cabo de unos momentos todos habían ocupado sus puestos. Yo seguía sin ver a Justin en ninguna parte. —Bienvenidos. Esta mañana tengo el privilegio, como cada año, de darles la bienvenida al inicio de otro curso académico en Wickham. ¿Qué es lo que deseo? Que alcancen el nivel educativo más alto posible. Que crezcan no sólo académicamente, sino en tanto que jóvenes adultos. Aquí en Wickham constituyen el mejor ejemplo del futuro de este país. Y como alumnos de los cursos superiores, son un ejemplo para el resto del Internado Wickham. —Bla, bla, bla —murmuró Tony en mi oído derecho, y me sentí más animada. Me alegré de que estuviera sentado junto a mí. —Antes de abordar los cambios en el calendario académico, que sin duda están impacientes por conocer, comentaré unas noticias preliminares. Este año hemos aceptado sólo a cuatro nuevas alumnas en los cursos superiores. ¿Quieren hacer el favor de acercarse a la tarima? Lenah Beaudonte, Elizabeth McKiernan, Monika Wilcox y Lois Raiken. El alma se me cayó a los pies. Esto no iba a ser agradable. A mi izquierda se levantaron tres alumnas, las cuales empezaron a caminar por el pasillo hacia donde se hallaba la señora Williams. Miré a Tony con ojos como platos y cara de pasmada. Él se cubrió la boca con la mano al tiempo que sus anchos hombros se agitaban. Aunque se había tapado la boca, observé que tenía las mejillas encendidas de regocijo. ¡Si supiera lo que significaba mi tatuaje! Cuando me levantara, todo el mundo lo vería. Todo el mundo me preguntaría su significado. Me levanté. No te caigas, rogué. No se te ocurra caerte. Empecé a descender con cautela, avanzando paso a paso. Me quité el sombrero de ala

ancha y lo sostuve con la mano derecha. Sin prisa pero sin pausa, me dirigí hacia donde se encontraba la señora Williams. Procuré no mirar a nadie, tan sólo los escalones delante mí. Oí unos murmullos. El tatuaje era pequeño. No mayor que la letra de un libro de texto normal, pero la florida cursiva era singular. Era la letra de Rhode, grabada en mi piel con tinta, sangre, la llama de una vela y una pequeña aguja. La señora Williams se situó a la izquierda de la tarima para dejarnos sitio. Las otras tres alumnas se colocaron frente al público, y yo hice lo propio. De pronto sentí una mano sobre mi hombro izquierdo. —¿Por qué no empieza usted, Lenah? Cuénteles algunas cosas sobre usted —murmuró la señora Williams. Me acerqué al micrófono. Supuse que debía hablar a través de él, como había visto hacer a la señora Williams. El micro exageraba su voz, y yo tenía una cadencia suave y melodiosa. Los estudiantes fijaron sus ojos en mí. Centenares de ojos mortales me miraban, esperando que dijera algo que me definiera en el ámbito de su mundo. —Me llamo Lenah Beaudonte, y esto es un suplicio. Se oyeron unas risas. Intuí que se reían junto conmigo, no de mí. Así el borde de la tarima. Localicé a Tony, que alzó los pulgares para darme ánimo. Entonces vi a Justin Enos sentado en un asiento justo detrás del mío. Sentí que el corazón me latía violentamente y aparté la vista. Él también había observado el tatuaje. Por fuerza. En cualquier caso, mostraba un aspecto increíble. Incluso delicioso. Tenía la piel bronceada, de un color dorado que sólo se adquiere exponiéndose directamente al sol. Durante un instante me pregunté si al tocarlo sentiría que tenía la piel tibia. —Soy de una pequeña población en Inglaterra, por si no lo habían notado por mi acento. Tengo dieciséis años, y... bueno, de momento esto es todo. Regresé a mi asiento, mostrando esta vez mi tatuaje a los profesores sentados detrás de mí. Mientras subía la escalera no dejé de mirar a Justin a los ojos. Sus labios indicaban con claridad lo que estaba pensando. Me sentía como un híbrido: medio animal, medio humana, debido a mi facilidad para leerle el pensamiento. Él me miró con una sonrisa de satisfacción. Una sonrisa que apenas asomaba a sus labios. No fue necesario que me dijera nada el día de la lluvia. No era preciso que me dijera nada de viva voz porque sus ojos lo decían todo.

Te deseo.

7 En cuanto terminó la reunión general, todo el mundo empezó a moverse hacia las salidas. Yo no quería dar la impresión de que deseaba encontrarme con Justin, de modo que cuando Tony yo nos levantamos por fin, me volví con aire despreocupado. Pero Justin se había ido. Esta situación me disgustaba. ¿No se suponía que Justin tenía que seguirme? No debía pensar en él, confiando en que me siguiera. Era muy irritante. Cuando salimos al pasillo, me ajusté la mochila sobre la espalda para ocultar mi tatuaje. —Es un tatuaje genial —dijo Tony, confirmando mis temores. Salimos del auditorio y echamos a andar por el pasillo principal de Hopper. —No tiene nada de especial —respondí. —¿Cómo que no? Por supuesto que es especial. ¿Cuándo te lo hicieron? ¿Quién te lo hizo? Es una obra de arte. —Un artista en Londres —contesté, aunque en mi mente evoqué una escena. Me encontraba en Hathersage, tumbada boca abajo en el suelo del cuarto de estar, sobre una alfombra persa de color escarlata que Rhode había traído de la India en el siglo XVI. En la enorme chimenea había un fuego encendido. Yo estaba desnuda de cintura para arriba, pero sólo mostraba la espalda. Rhode estaba arrodillado, tatuando la inscripción. Alrededor de Tony y de mí, los estudiantes avanzaban por los pasillos, la mayoría portaban carpetas de Wickham. Calculé que habría un centenar de alumnos de cursos intermedios paseándose por el recinto de Hopper. El momento me recordó un castillo en Venecia durante el carnaval. Cientos de venecianos disfrazados lucían máscaras sobre sus rostros. El suelo estaba sembrado de leones, plumas, relucientes gemas y copas de vino. Al igual que ahora, me turbó verme rodeada por tantos extraños. No reconocí ningún rostro, tan sólo vi ojos que me observaban. Pero en ese momento, en 1605, llevada por mi confusión, asesiné al duque Marino cuando se negó a dejar de seguirme en el castillo. Le desgarré el cuello y me sentí

«saciada» antes de que amaneciera sobre los canales de Venecia. Al día siguiente lamenté profundamente lo ocurrido, pues no tenía ni idea de por qué había asesinado a mi anfitrión. ¿Qué podía hacer una joven? Marino no cesaba de perseguirme diciéndome lo hermosa que era. Por lo demás, me sentía muy aburrida. —De modo que estaba arrodillada. Llorando —dijo una voz arrancándome de mis recuerdos. Tracy, que estaba en el pasillo, se apartó el pelo que le caía sobre el hombro con un airoso ademán. Hablaba con las integrantes del Terceto y con Justin. Todos se habían agolpado a su alrededor al pie de la escalera. Había otras chicas que yo no conocía. Tracy dio a Justin un golpecito afectuoso en el hombro—. Así que Justin se acerca y le pregunta, ¿qué diablos te pasa? —¿Y ella qué respondió? —preguntó una de las chicas que yo no conocía mientras se bebía un refresco a sorbos. Tracy miró a Justin, pero él se limitó a encogerse de hombros. —Mintió. Dijo que no había oído nunca música en un equipo estereofónico. Justin alzó la vista del grupo y, cuando reparó en mí, me miró con expresión educada, incluso sorprendida. Noté que me sonrojaba y sentí una opresión en el pecho. Deseaba gritar a Tracy y derribarla al suelo. Pero en lugar de ello suspiré y me volví hacia Tony, que sonrió con gesto cariacontecido. —La planta de inglés está arriba —dijo, señalando una escalera—. Puedo acompañarte, si quieres. La situación en que me hallaba con Tracy no era para tomárselo a la ligera. Tenía que subir sola. —No —respondí, aunque con tono de gratitud. Me volví de nuevo hacia el grupo, pero habían comenzado a subir la escalera—. Iré sola —dije, alegrándome de no tener que pasar junto a ellos después de lo que habían dicho sobre mí. —Entonces nos veremos esta noche. ¿Cenamos juntos? Asentí y empecé a subir la escalera. —¡No lo olvides! —dijo Tony a mi espalda. Me volví—. UC —dijo, pronunciando las letras—. Unas cabronas. Me reí y seguí escaleras arriba. Inglés avanzado. Por lo visto, cuando me había sometido a la «prueba de nivel» el sábado por la mañana, había obtenido un resultado superior «al

alumno que había sacado mejor nota el año pasado». En la segunda planta las puertas eran de caoba con ventanas de cristal. El suelo era lustroso y enlosado. Eché a andar por el pasillo, pasando frente a dos o tres puertas, y consulté mi horario. Empujé una puerta de madera en la que estaban pintados los números 205 en negro y entré en la clase de inglés avanzado. El aula tenía una forma semicircular, una pizarra en el centro y en medio de ella estaba el profesor Lynn. Era un hombre bajo, de complexión delgada y con una incipiente calvicie. Su calva tenía el tamaño de una moneda de medio dólar. La mayoría de los estudiantes estaban ocupando sus asientos. No vi a nadie que conociera, salvo a Tracy. Me senté tan alejada de ella como pude. Al aproximarme me fijé en la curva de una espalda junto a Tracy que me resultaba familiar. La persona en cuestión tenía una espalda ancha y musculosa oculta debajo de una camisa de color negro. Era Justin, que estaba sentado al lado de Tracy. Me senté sin mirarles. El profesor Lynn, que estaba escribiendo en la pizarra, se volvió hacia la clase. —Kate Chopin. El despertar, 1899. ¿Puede decirme alguien si esta novela es una historia romántica o de intriga? ¿Y a qué género pertenece? —preguntó el profesor Lynn mirándome. De modo que vamos a lanzarnos de cabeza, pensé. No respondí. En lugar de ello, saqué el libro de mi bolsa. Era un flamante ejemplar en rústica que había adquirido con Tony en la librería. —¿Puede responderme alguien? —insistió el profesor Lynn. De nuevo, nadie contestó—. ¿Y nuestra nueva cómica? —Examinó su lista de alumnos. Comprendí enseguida lo que iba a ocurrir, pues por fortuna conservaba mi capacidad vampírica de leer las intenciones emocionales de la gente. Comprendí instintivamente que el profesor Lynn quería ponerme a prueba. Se acercó a mi mesa y cruzó los brazos—. ¿Ha leído las cincuenta primeras páginas? Supongo que este verano recibiría una carta y un plan de estudios con las instrucciones pertinentes. Asentí con la cabeza. Aunque no había recibido ninguna carta mientras hibernaba a dos metros bajo tierra, supuse que era preferible no mencionar ese detalle. —¿Por qué no nos dice lo que opina de ese libro, señorita Lenah... —el profesor miró de nuevo su lista de alumnos—, señorita Lenah Beaudonte? ¿Cuál fue su reacción inicial a El despertar?

—¿Qué quiere que le diga? —pregunté sin apartar los ojos de los del profesor Lynn. Me utilizaba como ejemplo, creando el ambiente propicio para una lucha de poder. Después del incidente en la escalera con Tracy, iba a ganar yo. Nos miramos con inquina, sus ojos mostraban una expresión implacable. Si el profesor Lynn se hubiera transformado en un vampiro, habría sido temible. —Le he preguntado qué opina de El despertar. Las cincuenta páginas iniciales. Cualquier aspecto de la obra —dijo. Su tono de suficiencia era nauseabundo. Otro ejemplo de la naturaleza humana, pensé. Justin se rió por lo bajinis. Era la primera vez que me encontraba en una clase llena de estudiantes, y no me gustaba nada. Tracy restregó su rodilla contra la de Justin y ambos sonrieron ante mi incapacidad de responder. Les miré brevemente y miré de nuevo al profesor Lynn. —Verá —dije—, no soy una chica a quien le guste que la controlen. Edna Pontellier, el personaje principal, ha estado controlada toda su vida por otros. En eso se basa el libro. El personaje principal reacciona contra las restricciones sociales que le imponen. Se siente atrapada. Ahora bien, si desea conocer realmente mi opinión sin presuponer que no lograré completar el trabajo, le diré que me parece un libro pésimo. Se produjo un silencio. Seguido por unas risitas. —¿Pésimo? —murmuró Tracy al oído de Justin, burlándose de mí. —¿Y eso lo ha deducido tras leer las cincuenta primeras páginas? —me preguntó el profesor Lynn arqueando las cejas. —Ya había leído el libro antes, señor. Las risas cesaron. Me arrellané en el asiento y crucé la pierna izquierda sobre la derecha. Tenía las piernas largas y flacas. El profesor Lynn se acercó a su mesa y luego se volvió hacia mí. —¿Ya ha leído El despertar? Tengo un primer ejemplar, una primera edición en tapa dura, en mi casa de Hathersage, imbécil. —Sí, señor. Tres veces.

Una hora más tarde, guardé mis libros de inglés en mi bolsa. Después de recorrer la habitación con la vista en busca de Justin, me encaminé hacia la puerta. —Señorita Beaudonte.

Me volví. El profesor Lynn sostenía una nota escrita a mano en un papel. Me colgué la mochila al hombro y me acerqué a su mesa para tomarla. —Puesto que conoce El despertar mejor que los demás, voy a asignarle unas tareas por escrito más que al resto de la clase. No es justo, Lenah. Su experiencia literaria la coloca en situación de ventaja con respecto a sus compañeros. Yo asentí, aunque en mi fuero interno me daba de bofetadas. Si no hubiera hecho el ridículo y el profesor Lynn no se hubiera fijado en mí, podía haber fingido que no había leído nunca la novela. No me parecía justo. Pero ¿qué podía decir? Hasta hacía un par de días, no estaba muy instruida en materia de justicia. No me atrevería a ensuciar mis entrañas con alguien como tú. Oí el eco de mi voz en mi mente. Respiré hondo y cerré los ojos al tiempo que me invadía una sensación de alivio. No podía acceder a ese tipo de maldad en mi estado humano. Al menos, aún no. Con ese pensamiento alcancé la puerta de la clase. —Esa chica te parece mona —dijo Tracy con tono acusatorio. Me paré en seco. —No —respondió Justin, aunque yo sabía que mentía. Sabía cómo sonaba una mentira. Tenía una habilidad pasmosa para detectarlas. —No lo niegues. Estoy convencida. En clase no has dejado de mirarla. —El profesor Lynn se estaba ensañando con ella. —Es una puta —dijo Tracy—. He oído que sale con Tony Sasaki. —Vale, como quieras, es una puta. ¿Podemos irnos ya? —Hace cinco minutos que ha llegado al campus, como quien dice. Se pasea con sus gafas de sol y no habla con nadie, salvo con Tony. Es una tía friki —añadió Tracy. Sentí una oleada de calor que se arremolinaba y acumulaba debajo de mi corazón. ¡Estos sentimientos humanos, estas hormonas humanas que pulsaban debajo de mi piel...! ¡Era muy fastidioso! Me pasé la lengua por los dientes temiendo que aparecieran mis colmillos. Esperé unos instantes. Pero no aparecieron. Suspiré aliviada. —¿Podemos dejar el tema? Tengo un partido de entrenamiento —dijo Justin. Apreté los dientes, me puse las gafas de sol y salí apresuradamente de la clase, pasando adrede entre ellos. Justin me miró sorprendido y reprimió una exclamación de asombro, apenas audible, pero yo la oí al pasar junto a

él. Bajé la escalera tan rápidamente como pude y atravesé el largo pasillo a toda velocidad. Unos segundos antes de alcanzar el prado, miré a la izquierda. Estaba justamente delante de la escalera de la torre de arte. Estaba tan furiosa que durante unos angustiosos momentos deseé volver a ser una mujer vampiro. Poseer la fuerza de mi clan para liquidarlos a los dos. A Tracy y a Justin. Pero en vez de ello subí en busca de Tony. —No lo entiendo. ¿Qué diablos les pasa a esos dos? —pregunté. Veinte minutos más tarde no hacía más que mirar el reloj mientras me paseaba arriba y abajo. Tony y yo estábamos solos en el estudio de arte, lo cual me complació porque podía decir lo que me viniera en gana sin reprimirme. Ya no me importaba mi tatuaje. Miré de nuevo el reloj. Faltaban quince minutos para mi próxima clase: historia. Desde que tenía que estar pendiente del maldito reloj, los veía por todas partes, como burlándose de mí. Antes no había tenido que preocuparme nunca de la hora. Tenía todo el tiempo en el mundo. Tenía toda la eternidad. —Antes solía escuchar música —dije, sin dejar de pasearme de un lado a otro—. Pero no así, en una sala de escucha. O en un equipo estereofónico..., pensé para mis adentros, pero me abstuve de mencionarlo en voz alta. Tony me estaba dibujando, pese a que yo le había recordado que aún no me había enseñado a conducir. —El sábado —dijo, subiendo el volumen de la radio que había en una mesa a su izquierda—. Te enseñaré a conducir el sábado y luego podemos ir en coche a Lovers Bay. —¿Quiénes se creen que son? ¡Me han llamado puta! —exclamé con tono despectivo—. ¡Si nunca he practicado el sexo! (Bueno, nunca había practicado el sexo humano.) —Tracy Sutton y Justin Enos están juntos —dijo Tony desde detrás del bloc de dibujo—. Tracy Sutton es una cabrona. Justin Enos es un niño rico que, de paso, aprueba siempre los exámenes. Te odian. Eres inteligente y les has derrotado en su juego. Tony me miró entrecerrando los ojos y siguió dibujando con tesón. A través del equipo estereofónico que había en la torre de arte sonaba una música distinta, una música aderezada con instrumentos de percusión y

sonidos rítmicos y repetitivos. —Te has puesto colorada. Deberías cabrearte más a menudo. Ese rubor mejorará el dibujo —dijo Tony tomando un lápiz de color melocotón. Me froté las mejillas mientras me acercaba a las ventanas. Los estudiantes iban y venían entre los numerosos edificios de Wickham. Deduje que eran casi las once por la posición de las sombras sobre la hierba. Los vampiros no tienen un don instintivo para calcular el tiempo basándose en las sombras que proyecta el sol. Es una habilidad que uno adquiere por necesidad. Muchos vampiros han muerto abrasados por no saber calcular la hora. En el prado más allá de Quartz, unos chicos corrían de un extremo al otro de un campo deportivo golpeándose en la cabeza con un palo con una red sujeta en la parte superior. En la parte dorsal de sus camisetas lucían un número y su apellido. Dos de los hermanos Enos practicaban ese ridículo deporte. Uno era Justin y el otro Curtis, su hermano mayor. —¿Qué hacen? —pregunté señalando a los chicos. Tony se levantó sosteniendo un lápiz y se acercó a la ventana bailando al son de la música. —Juegan a lacrosse. En Wickham es una religión. —¿De veras? —pregunté con ojos como platos—. ¿Qué es lacrosse? Tony se rió, y comprendí que me estaba tomando las cosas demasiado al pie de la letra. —Cuando vayas a la biblioteca, Lenah, haz el favor de consultarlo en el diccionario. Si no sabes lo que es lacrosse, aquí vas a tener problemas. No conmigo —aclaró—, sino con esos burros a quienes les chifla ese deporte. —Lacrosse. De acuerdo —respondí, dirigiéndome a la puerta para recoger mis cosas—. La verdad es que ya he empezado a tener problemas —añadí volviéndome hacia él—. Hasta el momento, hoy me han llamado puta, sabionda y fea. Tony se sentó y me miró achicando los ojos. A continuación restregó la yema del anular sobre una zona del dibujo para sombrearlo. Había vuelto a sentarse y seguía dibujando con ahínco. —No eres nada fea, te lo aseguro —dijo, tomando un carboncillo.

8 Sobre las tres y media, concluyó mi última clase del día. Cuando salí de Hopper, me puse las gafas de sol y el sombrero de ala ancha y eché a andar por el herboso prado que se extendía hacia Quartz. Me dirigía a mi trabajo en la biblioteca. En lugar de obsesionarme con el hecho de que Justin Enos me hubiera llamado puta, traté de pensar en mi nuevo trabajo, las perspectivas que me ofrecía la vida y el número de días que dedicaría a mi transformación en un ser humano que vivía y respiraba. ¿Echaba de menos bailar el vals en mi casa de Hathersage? ¿Echaba de menos los callejones de Londres y de otras cosmópolis, cuando asesinaba y hería a personas inocentes? No. No lo echaba de menos. Pero añoraba ver los rostros de los miembros de mi clan. Los hombres que había conocido durante siglos. Los hombres a quienes había instruido para que fueran unos asesinos. Mis hermanos. Ahora que era humana, tenía que estar pendiente de las fechas y el tiempo. Era el 7 de septiembre. Faltaban cincuenta y cuatro días para que se celebrara la última noche de la Nuit Rouge. Cincuenta y cuatro días para que Vicken esperara mi «despertar». Cincuenta y cuatro días para que emprendieran mi búsqueda.

Después de ocupar mi puesto en la mesa de consulta, saqué la tarea que me había puesto el profesor Lynn. Parecía sencilla: «Redacte un ensayo de cinco párrafos y explique una de las formas en que Edna es “despertada” en El despertar de Chopin. Utilice ejemplos ESPECÍFICOS». Tenía tiempo para hacerlo. Mi turno era de cuatro a seis. Empecé a documentarme para el trabajo de cinco párrafos. Tomé unos libros de la sección de consulta y ya había empezado a escribir el borrador cuando una voz dijo: —¿Puedo hablar contigo? Alcé la vista. Era Justin Enos.

—No —contesté, y me concentré en el borrador. No podía mirarle. Sus ojos y su boca eran increíblemente hermosos. Todavía llevaba el uniforme de entrenamiento y zapatillas de deporte manchadas de barro. Deseé tocar los gruesos mechones de pelo rubio que formaban pegajosos y enmarañados remolinos en su cabeza. Aún tenía las mejillas encendidas, y unas gotas de sudor se deslizaban por sus patillas. —Tengo que decirte unas novecientas cosas —dijo tratando de explicarse. ¿Por qué tenía esos morritos que parecía siempre que esbozaran un mohín, aunque resultaba tan natural? Cogí unos libros y me encaminé hacia el laberinto de estanterías en la biblioteca de Wickham. —Quiero disculparme —insistió Justin, siguiéndome. Puse un libro en un espacio en un estante y seguí avanzando entre las estanterías. Me concentré en colocar los cuatro libros que llevaba en la mano en sus lugares correspondientes y luego regresar a mi mesa. —Lo que dijo Tracy fue una estupidez y yo no debí... —Ahórrate las explicaciones —repliqué, sin detenerme—. ¿Eso se lo haces a todas? ¿Preguntarle a una chica bajo la lluvia cuando llueve a mares por qué está triste para luego burlarte de ella? ¿Por qué te molestas siquiera en disculparte? Justin se detuvo en el centro del pasillo. —Tracy está celosa. No te merecías eso. No te merecías eso... La frase resonó en mi mente. Coloqué el último libro en la estantería sin fijarme en si era el lugar correspondiente. Luego me volví hacia él y crucé los brazos. —¿Sabes lo que no entiendo sobre las personas? Justin meneó la cabeza y frunció el ceño; era evidente que se sentía intrigado. —Que gozan con la tristeza de los demás. Que desean lastimarse unas a otras. No quiero volver a ser ese tipo de persona y no quiero tener tratos con gente así. —Dejé escapar un suspiro, que reveló mi turbación. —Yo no soy así —protestó Justin, aunque su expresión y sus ojos indicaban que se sentía confundido. En ese momento observé con el rabillo del ojo unas vistosas letras doradas. Me volví y miré el lomo de un libro. Se titulaba: La historia de la Orden de la Jarretera. Lo tomé y me lo coloqué debajo del brazo

izquierdo. Justin avanzó unos pasos por el pasillo y se detuvo frente a mí. Observé los movimientos agitados de su pecho debajo de su ceñida camiseta. —Eres realmente especial —dijo—. Me refiero a la forma en que te expresas. Es tan... —¿Británica? —No. Me gusta lo que dices. Eres inteligente. No sé si avancé un paso o no, pero el caso es que de pronto estábamos muy cerca uno de otro. Los labios de Justin estaban a escasos centímetros de los míos. Emanaba un olor dulzón, como a sudor. Yo sabía que su corazón seguía latiendo aceleradamente y que su sangre circulaba a través de sus venas más rápidamente que lo normal. Deseé frenar estos pensamientos calculados, vampíricos, pero, como suele decirse, «genio y figura hasta la sepultura». —Soy lo suficientemente inteligente para mantenerme alejada de ti — murmuré, pero sin apartar la vista de los labios de Justin. Él se inclinó hacia delante, y cuando pensé que iba a besarme, alargó la mano y me arrebató el libro de debajo del brazo. Contuve el aliento. Tenía un olor a hierba adherido a la piel. Estaba peligrosamente cerca de mi boca. El instinto de morder... Esperé a que mis colmillos descendieran. Abrí la boca, enseñando sólo un poco los dientes. Cuando Justin retrocedió, me estremecí, expelí el aire sacudiendo la cabeza rápidament, y cerré la boca. —¿Por qué lees esto? —me preguntó, examinando la cubierta y el dorso del libro. —Para la clase de historia —mentí. —Bueno, ¿dejarás que te compense? —preguntó devolviéndome el libro. Apoyó la mano derecha en el estante y mantuvo la izquierda a la espalda. —¿Compensarme por qué? —Por Tracy. Y por mí. Por habernos burlado hoy de ti —respondió sonrojándose. —¿Cómo piensas hacerlo? —¡Por fin te encuentro! —exclamó una voz aguda. Justin se volvió. Tracy y las otras dos chicas del Terceto aparecieron en el otro extremo del pasillo. Tracy tenía la mano apoyada en su cadera izquierda. Al parecer se habían puesto de acuerdo para lucir atuendos similares. Las tres llevaban pantalones de Spandex de distintos colores que ponían de realce sus

cuerpos menudos y tops a juego. Me sentí como una giganta mal vestida. —Curtis nos dijo que te había visto entrar en la biblioteca —dijo rodeando el torso de Justin con los brazos. Me volví de espaldas a él y me dirigí a mi mesa, fingiendo que nuestra conversación no había tenido lugar. No me apetecía interactuar con Tracy. Me negaba a ser la inferior de las dos, por decirlo así. Las otras dos chicas, que permanecían en el otro extremo del pasillo, me dieron un repaso de pies a cabeza. Una de ellas, Claudia, la más baja, que yo recordaba haber visto en la reunión general por la mañana, me sonrió cuando avancé hacia ellas. —Bonito tatuaje —comentó. Luego se volvió hacia la otra chica, Kate, y cruzó con ella una mirada socarrona—. ¿Podemos examinarlo de cerca? Cuando llegué junto a Claudia, me incliné hacia ella y susurré: —Tienes algo entre los dientes. No tenía nada entre los dientes, pero Claudia sacó apresuradamente un espejito para comprobarlo. Me volví y miré a Justin, que tenía ambas manos apoyadas en las caderas de Tracy.

Esa noche cené con Tony. Tomé un último bocado del entrante que servían esa noche, llamado delicia americana, consistente en pechuga de pollo en salsa cremosa. No podía dejar de sonreír mientras comía. Tenía la boca inundada de sabores diversos. El sabor a madera del tomillo. El sabor intenso del orégano. Y, por supuesto, el sabor a azúcar. Cuando terminamos de cenar, le conté lo sucedido con Claudia en la biblioteca. Se rió a carcajada limpia, enseñando hasta las muelas. Llevaba una gorra de béisbol y la misma camiseta blanca de por la mañana, que ahora estaba manchada de carboncillo y pintura. —¡Es genial! ¡Claudia Hawthorne es una cabrona! Cuando terminó de roer un hueso, observé por encima de su hombro derecho que Justin acaba de entrar en el centro estudiantil con Tracy del brazo. Al entrar se separaron y las integrantes del Terceto se dirigieron hacia el mostrador de las ensaladas. Caminaban contoneándose, y aunque iban vestidas con vaqueros y camisetas, lamenté no haberme cambiado la ropa que había llevada todo el día. Al darse cuenta de que miraba algo a su espalda, Tony se volvió para averiguar qué era.

—¡Justin! ¡Guárdanos un asiento! —le dijo Tracy, lanzándole un beso con la mano. Claudia y Kate enlazaron sus brazos con los de Tracy y se pusieron en la cola, detrás del resto de estudiantes que aguardaban para servirse una ensalada en el plato. —Ahora le da por el submarinismo —oí decir a Tracy. —Fuera hace aún más de veinticinco grados —respondió Claudia echándose el pelo hacia atrás. —Ya, pero ¿en septiembre? —preguntó Tracy. —Hace dos semanas estábamos en agosto, Tracy —dijo Kate cogiendo un plato del mostrador de ensaladas. Miré a Justin y observé que sus ojos recorrían la estancia semicircular del centro. Escudriñó las mesas y, cuando me localizó, esbozó una pequeña sonrisa. Sus ojos mostraban una expresión alegre, expectante. Acto seguido echó a andar directamente hacia nuestra mesa. —¿Qué le has hecho a ese pobre chico? —preguntó Tony, volviéndose hacia mí con la boca llena de pollo. Cuando tomó otro bocado, vi que tenía los dedos manchados de carboncillo. —¿A qué te refieres? —Viene hacia aquí. Sólo tuve tiempo de encogerme de hombros en respuesta porque al cabo de unos segundos Justin se detuvo junto a nosotros. —¿Qué hay, Sasaki? —preguntó saludando a Tony con un breve gesto de la cabeza. Tony le devolvió el saludo. Justin apoyó las dos palmas de la mano en la mesa y me preguntó: —¿Puedo hablar contigo? —Ya lo hiciste, ¿no? En la biblioteca. —Ya, pero quiero preguntarte algo. Justin miró brevemente a Tony y luego a mí. Tony no se fijó porque me estaba mirando a mí. —Lo que quieras preguntarme, puedes hacerlo delante de Tony — respondí. Tony me miró sonriendo, pero con los labios cerrados porque seguía comiendo. Su mirada era afectuosa, y supuse que yo había hecho algo que le había complacido. —Como quieras. No tuve tiempo de preguntártelo en la biblioteca. Siento mucho lo que hice, de veras. ¿Quieres venir a practicar

submarinismo con nosotros el sábado? Justin mostraba una expresión serena, pero sus ojos traslucían cierto nerviosismo. La frase «ahora le da por el submarinismo» resonó en mi mente, y recordé el gesto con que Claudia se había apartado el pelo que le caía sobre los hombros. —¿Pasar todo un día contigo y tus simpáticas amigas? No, gracias — contesté. Tony reprimió una risita y fijó la vista en el plato para ocultar su regocijo. Yo no sabía en qué consistía practicar submarinismo, pero como de costumbre me abstuve de mencionarlo. También observé que Tracy no dejaba de mirarme desde el mostrador de ensaladas. Justin no apartaba la vista de mí. —Mis hermanos vendrán también, de modo que no estarás sólo con Tracy y conmigo —añadió. Analicé su expresión y recordé las complejas emociones que ocultaba la mirada humana. La forma en que alguien puede taladrarte con los ojos, mostrando una expresión destinada sólo a ti... Era justamente lo que hacía Justin: hablarme sin pronunciar una palabra en voz alta. Pero intuí que se estaba reprimiendo. Me miraba con aire de indiferencia, pero sentía algo más intenso en su interior. Mi capacidad de leer las emociones e intenciones de los demás lo confirmaba, y me alegré de ello. —Iré si Tony va también —dije alzando el mentón. Tony, que seguía comiendo tranquilamente el resto de una ensalada, dejó de masticar. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo y tomó una servilleta. —¡Estupendo! Nos veremos en el aparcamiento de Seeker el sábado a la una de la tarde. Cuando Justin se encaminó hacia el mostrador de ensaladas para reunirse con Tracy, Tony engulló el bocado que tenía en la boca y me espetó: —¡Te has lucido, Lenah! Es la primera vez desde primer curso que Justin Enos me dirige la palabra. Odio a esos tipos. Les odio con cada fibra de mi ser. Cuando me entero de que van a algún sitio, me abstengo de aparecer por allí. —Piensa en todas las cosas que veremos mientras practicamos submarinismo —dije—. Todas las cosas que podrás dibujar. —Espera. —Tony pestañeó al asimilar mis palabras. Dejó el tenedor sobre el plato—. ¿Crees que Tracy lucirá en la lancha un diminuto tanga?

De modo que para practicar submarinismo había que ir en lancha. Qué interesante... —Seguro que sí —contesté inclinándome hacia él—. Dispondrás de todo tipo de modelos de cuerpo —añadí sonriendo. Tony se volvió hacia el mostrador de las ensaladas. —Puede ser divertido —dijo—. Puedo pasarme todo el día mirándoles las tetas para perfeccionar mi arte. Solté una carcajada, sonora y espontánea. La noche era el momento más confortable del día. Mi respiración era suave y acompasada. Mis ojos pestañeaban de forma más pausada y me resultaba fácil relajarme. No obstante, los minutos transcurrían con demasiada rapidez; mi flamante cuerpo humano necesitaba más horas de sueño de las que necesitaba yo. Esa noche me senté en el sofá con los pies recogidos. El resplandor blanco de las velas iluminaba la tapa dura del libro titulado La Orden de la Jarretera, que reposaba cerrado sobre la mesa de café. Me incliné hacia delante y alcé la pesada cubierta de cuero con el dedo índice. Dentro, la portada decía: La historia completa. Empecé a pasar las páginas del voluminoso tomo. Deposité el libro sobre mi regazo y deslicé los dedos sobre la cubierta. El título estaba estampado con letras mayúsculas en relieve. Sin darme cuenta de lo que hacía, pasé al capítulo titulado «1348: El comienzo». Debajo de los nombres originales de la orden, había un tosco grabado del retrato de un hombre. Y debajo del grabado aparecía el nombre de Rhode Lewin. El caballero inglés que había jurado lealtad al rey Eduardo III. Observé sus hermosos rasgos y su angulosa mandíbula. El grabado no hacía justicia al vampiro que yo tenía el privilegio de conocer. Pasé los dedos sobre él, pero lo único que percibí fue la textura lisa de la página. Dirigí la vista hacia el escritorio. Sobre él había dos fotografías. Una de ellas era un daguerrotipo, así llamado porque consistía en una foto sobre una superficie pulida como un espejo, un trozo de cristal no mayor que un retrato fotográfico. En el daguerrotipo aparecíamos el clan y yo, pero no era eso lo que me llamó la atención. Miré la fotografía en la que aparecíamos Rhode yyo. Me fijé en el resplandor etéreo de él, la majestuosa expresión de sus ojos y, como es natural, su sonrisa desdeñosa. El corazón me dio un vuelco y respiré hondo. Me levanté del sofá y entré cabizbaja en mi dormitorio. Sentía un dolor en el vientre. —¿Dónde estás ahora? —musité en la habitación vacía.

Dejé el libro abierto sobre la mesa de café para que el grabado de Rhode siguiera mirando el techo del cuarto de estar. Las llamas de las velas oscilaban, arrojando sombras en el apartamento. Las mechas se consumieron durante la noche, pero me quedé dormida mientras aún ardían. Observé las llamas estremecerse bajo un viento invisible. La danza de sus sombras oscuras me recordaron mi casa.

9 —¡Claudia! —gritó Roy Enos. La chica sostenía unos calzoncillos blancos y estrechos, agitándolos en el aire. Corría de un lado a otro frente a la residencia Quartz, seguida por Roy. Por fin éste logró atraparla, la derribó al suelo y le restregó los calzoncillos contra la nariz. Los demás componentes del clan de los Enos estaban sentados en un grupo, riendo de forma tan desenfrenada que Kate tuvo que sujetarse el estómago. Yo estaba detrás de un árbol, observándoles. Aunque las chicas me llamaban continuamente friki y zorra, me sentía fascinada por ellas. ¿Por qué las mujeres en este siglo se juzgaban unas a otras con tal ferocidad? Quizá lo habían hecho siempre y yo no me había percatado; tenía que observarlo a través de los siglos y desde fuera. Los días septembrinos transcurrían a un ritmo lento y perezoso. Yo confiaba en que siguiera así porque cada día que pasaba faltaba un día menos para que comenzara la Nuit Rouge. Confieso que me distraía con facilidad. Entre las clases y mi trabajo en la biblioteca, mis jornadas en Wickham se centraban en una sola cosa: seguir a Justin Enos. Podría decirse que las personas poseen un aura, que la energía que acumulan en su interior irradia desde dentro y proyecta un color alrededor de su cuerpo. En el caso de Justin, su aura era una brillante luz dorada. Disputaba regatas en lanchas motoras y conducía un coche deportivo. Practicaba deportes difíciles y, en un par de ocasiones, durante los primeros días, había abandonado el campo de lacrosse con su uniforme manchado de sangre. No era difícil seguirlo. Buena parte del tiempo se hallaba en su lugar habitual en la biblioteca, en el pequeño atrio. Yo observaba por encima de los lomos de los libros su blanca dentadura y su corte de pelo de punta. Ni siquiera me importaba que estuviera siempre con el Terceto y con sus hermanos, Curtis y Roy. Andaban juntos como una manada de animales. El comportamiento ritualista, el tocarse continuamente, la interacción social.

No imaginaban lo cómoda que esto hacía que me sintiera. Era lo que yo solía hacer cuando era una mujer vampiro: observarte, contemplarte hasta saber cómo se movía tu pecho cuando respirabas. Luego te asesinaba. En Wickham, mi único compañero era Tony. Su amistad me hacía compañía, junto con todos los recuerdos de mi vida vampírica, los cuales se amontonaban en mi mente como una pila de libros, cada recuerdo encuadernado en cuero, acumulándose hasta casi rozar un techo infinito.

El miércoles por la mañana, tenía clase de anatomía a las nueve. La víspera, durante el desayuno, Tony y yo averiguamos con alegría que compartíamos esa clase. Estaríamos juntos dos veces a la semana durante dos horas. —¿Calaveras y tibias? —pregunté a Tony cuando salí de Seeker. Estaba sentado en el banco frente al aparcamiento, luciendo una camiseta negra decorada con calaveras y tibias. También llevaba pantalón negro y botas negras distintas una de otra. —En honor a la sangre y las vísceras —respondió, refiriéndose a su camiseta. Nos alejamos de Seeker y echamos a andar por el sendero hacia los edificios de ciencias. Tony bebía un vasito de café a sorbos. Seguimos el serpenteante sendero unos cuatrocientos metros. Yo, por supuesto, caminaba a la sombra de las ramas. —¿Qué harás en invierno? —¿Qué? —pregunté. —Cuando las hojas caigan de los árboles y no puedas ocultarte debajo de las ramas. Su pregunta me pilló de sorpresa. Tony abandonó el sendero. —Me compraré un sombrero mucho más grande —contesté, tratando de sonreír y conversar con tono desenfadado. Las clases de ciencia se impartían en unos edificios situados frente a la escalera que conducía a la playa. Eran de ladrillo rojo en forma de semicírculo. En el centro había una fuente, una escultura en bronce de madame Curie —una científica que había descubierto un elemento químico importante: el radio—, la cual arrojaba un arco de agua con las manos. Pasamos frente a ella y entramos en el edificio del centro. Tony me miró de arriba abajo. —Ya estamos dentro. Puedes quitártelas.

Guardé las gafas en mi bolsa. Dejamos atrás unos carteles que promovían el sexo seguro, el Club de Biología y a varios estudiantes, jóvenes y mayores (hablando de nuevo en términos relativos). Yo les observé al igual que ellos me observaron a mí. Tony señaló una puerta al final del pasillo. Las clases de ciencia se impartían en el primer piso. —Si pudiera elegir, ¿qué querrías ser de mayor? —me preguntó. Fijé la vista en el suelo de linóleo mientras caminaba. Estaba recién encerado y mis botas emitían un sonoro c l i c mientras Tony y yo avanzábamos por el pasillo. —No lo sé —respondí—. Mi vida ha sido muy... complicada. —Era cierto. Nunca había hecho gran cosa, aparte de leer, estudiar y... asesinar a gente. —Pero habrá algo que te atraiga —dijo Tony cuando nos acercamos por fin a la puerta del laboratorio de ciencia. ¿Qué era lo que me gustaba? Jugueteé con la sortija de ónice que lucía en el dedo mientras meditaba en el asunto. Casi había olvidado que la llevaba puesta. Aunque me acordaba de ella en momentos como éste, cuando quería reflexionar. La biología me gustaba. Me encantaba investigar el funcionamiento de la construcción humana. Principalmente con el fin de saciar mi apetito. Observé mis dedos que movían la sortija en círculos y oculté las manos en los bolsillos. El aula de biología era muy sencilla. Había mesas de laboratorio, cada una con un asiento para dos personas. Una hilera de ventanas daba a la escultura de madame Curie y debajo de ellas había armarios. Cada mesa disponía de un lavabo y un mechero bunsen, que producía una pequeña llama utilizada para experimentos científicos. Seguí a Tony hasta el fondo de la habitación, donde había una mesa libre. No tuve ocasión de responder a su pregunta porque el resto de la clase entró detrás de nosotros. Me senté en el asiento junto a Tony. Él siguió bebiendo el café a sorbos y sacó un libro de su bolsa. Yo hice lo propio. Al cabo de unos momentos entró en el aula una profesora joven, seguida de unos estudiantes rezagados, entre los que se encontraba Justin Enos. El corazón me empezó a latir con fuerza ante su inesperada aparición. Ésta era la única clase en la que estábamos juntos, aparte de inglés. Bajé la vista, desviándola de Justin, y miré mi bloc de notas en blanco. Me alisé el pelo y aparté unos mechones que me caían sobre el hombro. Tony charlaba con alguien sentado frente a nosotros, pero procuré no distraerme. Deseaba mirar a Justin, seguir

hablando con él. Deseaba practicar submarinismo. Deseaba que llegara el sábado. —La clase de anatomía del programa de estudios avanzados en Wickham es la más dura. El último semestre simulé estar enfermo para no presentarme a la prueba de colocación, pero cuando mi hermana se enteró me atizó en la cabeza con el arco de un violín hasta que acudí a hacer el examen —oí decir a Justin a la persona sentada frente a nosotros. —¿Tu hermana? —le pregunté—. No sabía que tuvieras una hermana. —Mi hermana es una obsesa de los estudios. No deja de meterse conmigo. Qué raro. Hacía tanto tiempo que nadie me había obligado a responsabilizarme de mí misma que parecía que no importaba lo que hiciera o dejara de hacer. A fin de cuentas, el único motivo por el que había venido a Wickham era porque Rhode me amaba y había muerto para demostrármelo. La profesora depositó un maletín sobre la mesa. Todos se afanaron en sacar sus blocs de notas, pero ella sonrió. —Pueden sacar un papel y un bolígrafo, pero no es imprescindible. De momento. A continuación se agachó, tomó una nevera portátil del suelo y la colocó sobre su mesa. —Soy la señora Tate, su profesora de anatomía avanzada. Soy nueva en el Internado Wickham. Espero que no sólo me presten atención, sino que me muestren respeto. —Nadie dijo nada, lo cual supongo que era lo indicado—. Hoy voy a mostrarles un ejemplo de lo que harán en mi clase este semestre. Sacó de la nevera portátil un objeto blanco en una bolsa de plástico y lo depositó sobre la mesa principal para que todos pudiéramos verlo. La bolsa estaba tan helada que el objeto que contenía aparecía envuelto en una nube de vaho. Ninguno de nosotros podíamos ver lo que había en su interior, ni siquiera yo. No alcanzaba a ver a través del vaho. —Bien —dijo la señora Tate, atenuando las luces. Tras hacer que bajara la pantalla inició su conferencia. El objeto blanco que contenía la bolsa de plástico seguía sobre la mesa. Yo no quería mirar, pues presentía que era una cosa muerta. En ese momento no habría podido describirlo con más precisión. Justin, que estaba sentado en la primera fila, se volvió hacia mí y sonrió. Sentí un cosquilleo en la boca del estómago. Sonreí también, pero

brevemente. La señora Tate preguntó si habíamos leído los libros de texto para este curso que nos habían recomendado que leyéramos durante las vacaciones estivales. Nadie respondió afirmativamente. —De haberlo hecho, sabrían que este semestre empezaremos con sangre. Pese a todas las sensaciones que experimentaba mi cuerpo, puse los ojos en blanco. Las luces se apagaron. Miré instintivamente a mi alrededor; la clase estaba ahora envuelta en una luz grisácea. La señora Tate accionó un interruptor situado en la parte posterior de un pequeño aparato situado al frente de la sala. Se oyó un murmullo tenue y fluctuante, como un zumbido. De pronto apareció en la pantalla la imagen de un corazón humano, un corazón auténtico. Era como una lupa, sólo que muy grande, otro ejemplo de tecnología, otra maravilla del mundo moderno. —Bien —dijo la señora Tate—, si alguno de ustedes hubiera leído el programa de estudios para este curso, sabría identificar los elementos clave del corazón. Son... —La señora Tate tomó la iniciativa. Nadie respondió. Pero yo lo sabía. Oí a Rhode en mi mente. Estábamos en Londres, en una taberna, y era de noche. Hacía sólo cuatro días que me había convertido en una mujer vampiro y tenía muchas preguntas que hacerle. Aunque vi a la señora Tate señalar las tres secciones sin identificar del corazón, sólo oía a Rhode. —A partir de ahora tendrás instintos que antes no tenías. —¿Por ejemplo? —pregunté. La lluvia batía en las ventanas de una taberna inglesa en el siglo XV. La luz de las velas hacía que los rasgos de porcelana de Rhode relucieran, y me pregunté si yo ofrecía el mismo aspecto a sus ojos. A nuestro alrededor, hombres y mujeres entrechocaban sus copas y degustaban un estofado servido en cuencos de cerámica. Miré el sustancioso estofado, pero volví la cabeza, pues no me apetecía. —Sabrás con exactitud qué zona del cuello debes morder. Te convertirás en una experta en criaturas que ni siquiera sabías que existían. Te alimentarás de ellas y les clavarás los colmillos con tal precisión que tus presas morirán al instante. A lo largo de los años esta técnica había sido perfeccionada, pero Rhode tenía razón. Morder la vena yugular en el cuello, que está conectada con el ventrículo derecho, que se encarga de bombear la sangre en el corazón, era

el método más directo de acabar con tu víctima. Y el más placentero. Porque el mordisco del vampiro no es doloroso; es la sensación de satisfacción más completa que pueda experimentar un ser humano. Las luces se encendieron de nuevo en la clase, pero el ambiente había cambiado de forma radical. La señora Tate se mostraba profundamente decepcionada de que ninguno hubiéramos leído el texto que nos habían dicho durante las vacaciones estivales. Después de enfundarse unos guantes de plástico, sacó la masa blanca de la bolsa. Un par de chicas lo miraron horrorizadas y una de ellas soltó un grito. La señora Tate colocó el cadáver de un gato sobre una bandeja metálica. —Sí, ya sé que es repulsivo. Pero esto es fisiología, de modo que más vale que se acostumbren a la idea de manejar especímenes muertos en esta clase. No pude evitarlo. Me levanté del asiento para ver mejor. —Por lo demás, supongo que todos habrán comprendido que esto es el cadáver de un gato, concretamente de una gata. Una chica sentada en la primera fila rompió a llorar, recogió sus cosas y salió apresuradamente de la sala. Cuando la puerta se cerró tras ella, la señora Tate nos miró de nuevo y dijo suavizando el tono: —Ésta es una clase de nivel avanzado. Si obtienen un sobresaliente no sólo podrán asistir a clases avanzadas cuando ingresen en la universidad, sino que les beneficiará a la hora de redactar sus solicitudes de ingreso. Si alguno de ustedes tiene problemas para disecar o manipular un espécimen muerto, le aconsejo que se retire ahora. La señora Tate colocó el gato sobre la superficie de un carrito con ruedas. Era un carro parecido a los que había en la biblioteca, salvo que debajo de éste había una colección de bisturís, pequeños cuchillos y diversos tubos. —¿Alguno se atreve a abrir a la gata? ¿Abrirla en canal para contemplar sus entrañas y comprobar, quizá por primera vez, lo que significa observar cómo funciona un cuerpo? Nadie se ofreció como voluntario. Me volví hacia la izquierda y miré a Tony, que contemplaba a la profesora con ojos como platos. Luego dirigí la vista hacia el frente de la sala y observé la espalda rígida de Justin. ¿Abrirla en canal? La gata estaba muerta, de modo que no ofrecía ninguna emoción. Además, un ser muerto no me inspiraba miedo alguno.

Miré a mi alrededor. Un chico sentado en la primera fila se entretenía dibujando en un papel. Una chica a su lado pasaba las páginas de su libro de texto sin levantar los ojos de la mesa. Lo que más aterroriza a los mortales es la muerte. Emití un profundo suspiro. Al suspirar sentí el calor de mi aliento en los dedos, aunque no era humana. Era una asesina, una mujer vampiro atrapada en el cuerpo de una joven de dieciséis años. Levanté la mano. ¿Qué tenía de complicado manipular un cadáver? La señora Tate sonrió satisfecha. —No me esperaba que alguien tuviera el valor suficiente. Haga el favor de acercarse, señorita Beaudonte. Todos los presentes se volvieron para mirarme. Justin arqueó las cejas. Eché a andar por el pasillo central y alargué la mano para tomar el cuchillo. —No, no, Lenah. Debe ponerse guantes. —Ah, bien. Por supuesto —contesté, y tomé unos guantes de látex que me entregó la señora Tate. La gata estaba desollada y llevaba tanto tiempo conservada en formol que ni siquiera parecía un gato. Su piel estaba arrugada como si le hubieran extraído toda el agua que contenía. Tenía la boca abierta, y la lengua de un color amarillo y blanquecino. En otro tiempo la habría desgarrado con los dientes, pero ahora vivía una existencia humana. Debía tener cuidado con las bacterias y los gérmenes. Me coloqué los guantes de plástico, que olían a huevos podridos. Tomé el diminuto cuchillo y practiqué un corte en la piel del animal, que parecía de goma, a fin de exponer sus entrañas conservadas en formol. Cuando seccioné la piel con el diminuto cuchillo, sentí que los músculos de mis hombros se relajaban y expelí aire durante unos segundos. Estaba haciendo algo que sabía hacer: rajar un cadáver. Al cadáver ya le habían practicado unos cortes oportunos, pero yo deseaba mostrar el corazón. De modo que separé la piel con los dedos. La presión de la piel muerta y rígida contra mis dedos me recordó las muchas noches que el clan y yo nos dedicábamos a excavar fosas. Yo les ayudaba a recoger los cadáveres y sepultarlos en la tierra. Esta gata llevaba muerta seis semanas. Algunos estudiantes sentados detrás de mí reprimieron una exclamación de repugnancia. Un objetivo suspendido sobre la bandeja proyectaba la imagen de la gata en la pantalla. —Sí —explicó la señora Tate—. Las vísceras de la gata son muy

pequeñas, por lo que tengo que proyectarlas en la pantalla. A ver, Tony Sasaki —dijo examinando la lista de los alumnos—, ¿dónde debería señalar Lenah para mostrarnos el ventrículo derecho? Tony empezó de inmediato a pasar las páginas de su libro de texto. —Mmm... —balbució. —Veo que el señor Sasaki no ha leído el libro. Un par de estudiantes se rieron. —¿Y el ventrículo izquierdo, Tony? —Al principio la señora Tate me había dado la impresión de tener un talante afable, pero ahora se estaba metiendo con Tony, mi amigo. Éste se puso colorado, y para colmo los estudiantes, incluido Justin, le miraban fijamente. —Ha formulado la pregunta de forma un tanto confusa, señora —dije sin darle tiempo a detenerme—. El ventrículo derecho está a la izquierda, pero sólo con respecto al animal. Para nosotros, está a la derecha, frente a mí. —Proseguí—: Ésta es la parte ventral de la gata. —Señalé el cuerpo del animal—. Porque la gata está boca arriba y muestra sus intestinos. La señora Tate cruzó los brazos y dejó que yo terminara de explicar las partes del corazón que recordaba. —¿Cómo se llama el sistema? —preguntó, fijando sus ojos azules en mí. Comprendí que quería que yo acertara. Quería que lo explicara de forma correcta, a diferencia del señor Lynn, el profesor de inglés, que deseaba ponerme en ridículo. Pensé en los libros de mi biblioteca de Hathersage y las noches que había pasado contemplando diagramas a la luz de las velas. —El sistema circulatorio —respondí, devolviendo el pequeño cuchillo a la señora Tate. —Gracias, señorita Beaudonte. Yo sabía que había abierto en canal a la gata a modo de prueba, por una cuestión de satisfacción personal. Para ver si el hecho de ser humana haría que me resultara más difícil enfrentarme a la muerte y la descomposición. Pero no fue así. Mi corazón latía, y mis ojos parpadeaban. Comía, bebía y dormía. Hacía lo que hacía un ser humano. Pero hasta el momento, los humanos se habían mofado de mí. Cuando separé la piel de la gata con los dedos, sólo sentí cierto alivio de mi sentimiento de frustración. Cuando volví a sentarme junto a Tony, la señora Tate continuó con su charla. —Lo que la señorita Beaudonte ha comentado hoy lo encontrarán en el capítulo cinco del libro. Está claro que ha tenido cierta experiencia con la

disección de un gato. —La profesora se detuvo y noté que Tony se inclinaba hacia mí. De su cuerpo emanaba un olor a almizcle. Un olor a almizcle humano, terroso. —Estoy convencido de que sacaremos sobresalientes —murmuró. Miré hacia el frente de la sala, donde Justin Enos se había vuelto en su asiento y me miraba sonriendo.

10 —Te das cuentas de que somos socios, ¿no? Que tienes que ayudarme porque estás obligada a hacerlo —dijo Tony. La clase había concluido hacía unos minutos y avanzaba saltando y brincando por el sendero de regreso a Seeker. —Pero todavía no me has enseñado a conducir —le recordé. —A propósito —dijo él—, necesito que poses para mí. Para tu retrato. —Se suponía que habíamos hecho un pacto. —Venga, chica. Una hora. No empiezas a trabajar hasta las cuatro —me rogó. —Tengo que ir a recoger mi billetero. Ven a ver el famoso apartamento del profesor Bennett. Primero iremos a comer y luego posaré para el retrato. —¡Genial! —exclamó Tony. Saqué mi sombrero y mis gafas de sol y echamos a andar—. Me pregunto si habrá fantasmas allí.

Los primeros rayos de sol matutino caían a plomo sobre el campus de Wickham cuando Tony y yo entramos en Seeker Hall. Él mostró su carné de identidad al vigilante de seguridad, nos encaminamos hacia la escalera y empezamos a subir. —No sé si lo sabes, pero hay ascensores. Suben y bajan con sólo pulsar un botón. Es asombroso —dijo Tony respirando laboriosamente mientras subíamos hacia la quinta planta. —No he montado nunca en un ascensor. —¿Qué? Qué rarita eres, Lenah. ¿Me estaba comportando como debía? Quizá me había pasado con el gato durante la clase de anatomía. Tony me siguió escaleras arriba. —No sólo me parece increíble que abrieras a un gato en canal sin mayores problemas, sino que no te dé yuyu vivir en el viejo apartamento

de Bennett. Aunque el tipo era un profesor muy agradable. Pero, en serio, Lenah, eso da mal rollo. Me detuve delante de mi puerta e inserté la llave en la cerradura. —A mí no me afecta —respondí. —Un tío murió en ese apartamento —dijo Tony mientras nos hallábamos frente a la puerta. Antes de que yo la abriera del todo, entró apresuradamente y olió el manojo de romero que yo había clavado en la puerta—. No sé tú, pero yo creo en los fantasmas, los espíritus y todo eso. Y todo el mundo dice que Bennett fue asesinado. —Los administradores del colegio probablemente no me dejarían que residiera aquí si fuera cierto. Además, la gente se muere en muchos lugares —dije. —¿Para qué sirven estas flores? —Es romero —contesté, abriendo la puerta y entrando. Dejé mis gafas de sol y mi sombrero sobre la mesa lacada negra en el vestíbulo, situado a la derecha de la puerta de entrada—. Es una planta que cuelgas en tu puerta para que te proteja. Para recordarte que tengas cuidado. —¿De qué? —preguntó Tony cuando cerré la puerta a nuestras espaldas —. ¡Caray! ¡Esto es fantástico! Mi compañero de habitación huele a tigre y tú vives aquí. —Pasó una mano sobre el suave cuero del sofá y examinó, recorriendo la estancia con su peculiar forma de caminar, todos los cuadros que colgaban de la pared. La espada de Rhode le llamó poderosamente la atención. Se detuvo frente a ella. —¿Qué significa Ita fert corde voluntas? —inquirió, pronunciando las palabras en latín grabadas en la espada. Deslizó ambos índices sobre el centro de la hoja. —Ten cuidado —dije—. No toques el filo si no quieres cortarte. —Tony dejó caer las manos perpendiculares al cuerpo—. Significa «el corazón lo desea». —¿De modo que es auténtica? ¿De qué siglo es? ¿Quién te la dio? No respondí, sino que me dirigí a mi habitación en busca de mi billetero. —Parece auténtica —le oí decir de nuevo. Tenía los ojos a escasos centímetros de la hoja, Entré en mi habitación y encontré el billetero sobre mi mesita de noche. Cuando regresé al cuarto de estar, Tony había dejado la espada y se hallaba frente al libro de la Orden de la Jarretera, examinando el grabado de Rhode. Estaba a pocos pasos del escritorio. Mis ojos se posaron en las fotos sobre el escritorio y luego en la espalda de

Tony. De pronto sentí que tenía la boca seca, la lengua pegada al paladar. Tony guardaba silencio, de espaldas a mí. —¿Estás... estás listo? —pregunté con voz ronca. —¿Hay algún tema que no te guste? —me preguntó Tony volviéndose hacia mí—. ¿También eres una forofa de la historia? Suspiré sonriendo. No había reparado en las fotografías. —Anda, vamos —dije—. Estoy famélica.

—Venga, Lenah, pon el coche en marcha —dijo Tony. Ese sábado, Tony y yo estábamos sentados en el aparcamiento de Seeker. Yo sujetaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos y las palmas de las manos sudorosas. Introduje la llave en el contacto. La hice girar, y el motor arrancó. Tony me explicó el funcionamiento de los pedales del acelerador y el freno, los intermitentes y la importancia de la marcha atrás. Era muy interesante y no muy distinto de las instrucciones que solía darme mi padre en el siglo XV mientras yo le veía conducir a las vacas y a los caballos en el manzanar. El siglo XV en Inglaterra estuvo marcado por el fin de la plaga. Había escasez de mano de obra debido a la multitud de muertes y mi padre no me quitaba la vista de encima ni un minuto. Mi desaparición debió de hundirlo. Nunca supe qué fue de mi familia. Al cabo de una hora aproximadamente, metí el coche en un espacio en el aparcamiento frente a Seeker y apagué el motor. Bajamos las lunas y yo saqué los pies y los apoyé en el marco de la ventanilla. —¿Todo el mundo toma el sol? —pregunté, alegrándome de estar a la sombra de un árbol cercano. Miré a Tony a través de los cristales tintados de mis gafas de sol. —¿No te gusta el sol? —inquirió él, que había inclinado su asiento hacia atrás. —No me gustan las cosas que hacen que me sienta incómoda — respondí. —Pues Justin Enos hace que todo el mundo se sienta incómodo. Por eso no quiero saber nada de él ni de los adictos al fútbol, los frikis del lacrosse y los forofos del fútbol americano. Te odio por obligarme a venir. —He conocido a gente peor que ésa —contesté riendo. Durante unos momentos se produjo el silencio entre nosotros. Observé mi indumentaria,

confiando en que lo que me había puesto no fuera otra indicación de que no era una persona muy «normal». Lucía unos pantalones cortos negros sobre un bañador de una pieza del mismo color que Tony había insistido en que me comprara. Me había acompañado a la tienda y yo no había conseguido que dejara de hablar de un tanga hasta al cabo de diez minutos. Aunque llevaba puesto su bañador, seguía siendo... Tony. Lucía anillos con tibias cruzadas y dragones. Su bañador era negro decorado con llamas. —¿Qué es eso? —preguntó, incorporándose y mirándome el pecho. Yo bajé la vista. Antes de que tuviera tiempo de preguntarme si me estaría mirando los pechos, comprendí que observaba el collar del que pendía el vial que contenía los restos de Rhode. Constituían cenizas y oro y relucían bajo el sol que penetraba a través del parabrisas. Tomé el pequeño colgante, que era de cristal, cerrado por un pequeño tapón de plata. Parecía una daga transparente. Suspiré mientras acariciaba el vial entre el pulgar y el índice. —Si te lo digo, ¿prometes no contárselo a nadie? —Sí... —contestó Tony, aunque con un tono demasiado excitado para mi gusto. —Un amigo mío murió. Y aquí guardo una parte de sus restos. La sonrisa de Tony se borró como si le hubiera propinado una bofetada. Se incorporó y se inclinó sobre mí, como si quisiera inspeccionar el vial. Luego se detuvo. —¿Me permites? —preguntó. Se acercó más, sin apartar los ojos de mi pecho. —Desde luego —respondí, casi en un murmullo, sosteniendo el vial en la palma de la mano, pero sin quitármelo del cuello. Tony se lo acercó tanto a los ojos que vi reflejadas en las pupilas negras de sus ojos castaños unas diminutas ascuas de luz. —¿Es normal que brille tanto? —preguntó dirigiéndome una breve mirada. —Sí —musité, reclinándome en el asiento de forma que el vial reposara sobre mi pecho. Por desgracia, también lucía la sortija de ónice. Confié en que Tony no fuera muy observador. A través de la ventanilla oí voces alegres y el sonido de los coches que circulaban por la calle Mayor. Cuando alcé la vista, distinguí las líneas en las hojas y las fibras de los troncos de los árboles. Podía distraerme con las lecciones de conducir y los amigos; Rhode seguía muerto, y sus hermosas

cenizas eran lo único que yo tenía para confirmarlo. —Yo tenía un hermano que murió —dijo Tony de improviso. La dulzura de su mirada me sorprendió. Se reclinó de nuevo en su asiento. —¿Cuándo? —pregunté, percibiendo de pronto el sonido grave y atronador de un bajo a través del equipo estereofónico de un coche. Aunque estaba lejos, alcanzaba a oírlo. —Cuando yo tenía diez años. Murió de la noche a la mañana. En un accidente de carretera. Yo asentí. No sabía qué responder. —Por eso no puedo compartir siempre el talante alegre de los demás. A veces la vida es una mierda, y la mayoría de la gente no repara en ello. Creen que..., al menos toda la gente de este colegio, que todo les ha sido regalado. Sin que hayan tenido que esforzarse nunca, ¿comprendes? Como si no tuvieras que luchar nunca por superar las dificultades del día a día. Apoyé la mano sobre la de Tony durante unos momentos. ¿Qué podía decir? Yo sembraba muerte. Gozaba haciéndolo. Se me daba muy bien estar muerta. —Después de que mi hermano muriera pensaba que podía hablar con él. De niño me acostaba en la cama y le hablaba en voz baja. Le contaba todos mis problemas. A veces soñaba con él al poco rato, cuando me dormía. ¿Crees que es posible que él me respondiera? La lozanía de la piel de Tony y la inocencia que traslucían sus ojos hicieron que me sintiera tentada a mentirle. Pero yo había visto la muerte. La había visto cara a cara. Y cuando alguien moría, desaparecía... para siempre. —Como dijiste el otro día, todo es posible —respondí. Bum, bum, bum. El sonido retumbante de un bajo sonaba a través del equipo estereofónico de un coche que circulaba por la calle Mayor. Me volví y vi el todoterreno de Justin atravesar la verja de Wickham y detenerse en el parking junto a nosotros. —¿Estáis preparados? —preguntó bajando la ventanilla. Miré a Tony, cuyos ojos decían que habíamos alcanzado un nuevo nivel de mutua comprensión. ¿Estábamos preparados? Creo que lo estábamos.

11 Quisiera poder decirles que me senté bajo el intenso sol en la proa del barco con los pies colgando sobre la borda. Quisiera poder contar que observé la espuma que levantaba la lujosa embarcación de Justin y que las frías gotas de mar me hacían cosquillas en las plantas de los pies. Pero no. Desde el momento en que abandonamos el amarradero, permanecí oculta en el confortable camarote. No era el mismo barco que la lancha de regatas de Justin. Era el barco de su padre, que utilizaba sólo para solazarse en él, y nosotros, para bucear. Una escalera conducía desde la cubierta a un pasillo. Recordé unas pequeñas cabañas y casitas de mi época humana, pero el interior de este barco era increíble, ¡flotaba! A cada lado del pasillo había dos cabinas, una cocina y un baño. Me encaminé hacia una puerta abierta que daba acceso a un dormitorio. Me senté en la cama y doblé mi ropa para guardarla ordenadamente en mi bolsa, junto con el colgante que contenía los restos de Rhode. Lo oculté debajo de todo, a salvo de miradas curiosas. Saqué el protector solar de mi mochila. En el tubo blanco había unas grandes letras negras que decían: «SPF 50», el factor de protección solar. Eché de nuevo un vistazo al largo pasillo. Los rayos solares arrojaban destellos de luz sobre la escalera que conducía a la cubierta principal del barco. Suspiré, destapé el tubo y lo oprimí con demasiada fuerza. La sustancia cremosa se derramó sobre mis manos, deslizándose entre mis dedos y cayendo sobre el suelo enmoquetado. La blancura del líquido destacaba sobre el tejido azul pavo real de la mullida moqueta y restregué la mancha de la loción solar con el dedo gordo del pie para que la alfombra lo absorbiera. Para empeorar la situación, el motor giraba al ralentí y deduje que nos aproximábamos al lugar donde íbamos a hacer submarinismo. Los demás no tardarían en bajar y verían que me había untado una abundante cantidad de loción sobre mis

pálidos muslos. Me levanté y me la restregué con energía sobre las pantorrillas, las orejas y los brazos. Empezaba a sudar. Si omitía alguna parte de mi cuerpo, ¿ocurriría lo de siempre? ¿Me abrasaría bajo el sol? Quizá la transformación requería unos cuantos días más. La loción lo puso todo perdido. Era imposible hacer que se absorbiera. —¿Subes o no? Tienes que meterte en el agua si quieres bucear —gritó Tony desde cubierta. Bajó unos peldaños y se detuvo en la escalera del barco. Yo me unté la loción solar en los pies. Tony se rió, mostrando su encantadora sonrisa. —Tienes la cara cubierta de crema —dijo. Se acercó y frotó la punta de mi nariz y las arruguitas a ambos lados de ésta con el índice. Olía a coco, como la loción con que me había untado por todo el cuerpo, y Tony la extendió para que se fundiera en mi piel—. Esta gran idea ha sido cosa tuya —dijo, sentándose en la cama y cruzando un tobillo sobre el otro. Iba sin camiseta, por lo que no pude por menos de contemplar su cuerpo. No era un muchacho musculoso como Justin, pero era fuerte y evidentemente estaba en forma. Me senté de nuevo en la cama, muy tiesa. En la mano sostenía el tubo de loción solar SPF 50. —¿Estás bien? —me preguntó Tony, enderezándose y mirándome. Asentí con la cabeza, pero no dije nada. Tony se colocó las gafas de sol sobre la cabeza y trató de mirarme a los ojos, pero estaban ocultos detrás de mis gafas oscuras. —¿Has navegado alguna vez en barco? —Hace... mucho tiempo —murmuré. —¿Estás asustada? Asentí de nuevo y tragué saliva. Tenía la boca reseca. ¿No había traído una botella de agua? ¿Dónde la había puesto? Tony apoyó la mano en mi hombro y me obligó a volverme. —Mira, Lenah, estaremos a unos cinco kilómetros de la playa. Hace un día espléndido. No va a ocurrirnos ningún percance a bordo del barco. —¿Quieres hacer el favor de untármela en la espalda? —le pregunté pasándole la loción solar. No mencioné a Tony que no se trataba del barco ni del océano debajo de nosotros. Era el sol, el intenso sol, y los estragos que podía hacer a mi rejuvenecido cuerpo que tenía sólo unos días de vida. Oí de nuevo que los

motores se ralentizaban y el estruendoso sonido se redujo a un suave murmullo. Como he dicho, me había comprado un bañador negro, muy escotado y de tiro alto, dejando mis caderas al aire. La vida vampírica no está empañada por problemas de peso y grasa corporal. Yo era una purista e implacable en mi búsqueda de una sangre perfecta. La parte exterior de mi cuerpo era un auténtico reflejo de la sangre más pura que podía encontrar. Tony tenía el índice cubierto de callos. Yo sabía que se debía a las muchas horas que dedicaba a la pintura y el dibujo. En el barco caminaba de forma distinta que en tierra. Sin su característico paso saltarín cuando iba calzado con sus singulares botas, una distinta de la otra, a mí me parecía tan sólo un adolescente patoso. Me untó la loción en la espalda con las ásperas palmas de sus manos, pero no dije nada. Era la primera persona que tocaba mi piel. Siguió extendiéndome la loción por la espalda en amplios círculos. Mi tatuaje era bien visible, y noté que Tony trazaba más movimientos circulares más sobre mi hombro izquierdo que sobre el derecho. Supuse que estaba leyendo y releyendo el tatuaje, preguntándose cuándo iba a explicarle su significado. Los motores se detuvieron por completo en el preciso momento en que Tony preguntó: —¿Qué significa «Mal haya quien...»? —Gracias —le interrumpí, volviéndome apresuradamente. Le arrebaté la loción solar de las manos y la arrojé en mi bolsa, sobre los otros objetos que contenía. —¡Venga! —gritó Roy Enos, y al cabo de unos momentos oí una sonora zambullida. Me levanté y salí del camarote. A babor y estribor había un doble motor. Tracy, que se hallaba de pie sobre la borda de la embarcación, se arrojó al agua. Lucía un bikini de color rojo, sujeto en la cadera con dos diminutas tiras de tejido. De pronto odié mi bañador y lamenté no haberme comprado un bikini. Las otras integrantes del Terceto, Claudia y Kate, ya se habían metido en el agua. Tony se había zambullido desde una escalerilla y se dirigía hacia los otros nadando a la braza. Después de lanzar el ancla al agua, Justin preparó su equipo de buceo. Se volvió hacia mí sosteniendo una máscara de plástico roja. —¡Caray! —exclamó arqueando las cejas. Me miró de arriba abajo, recorriendo con la vista cada centímetro de mi cuerpo, mientras yo me

esforzaba en no posar. Justin se volvió apresuradamente. Cogió los tubos de respiración y unas aletas semejantes a las de los peces, que yo había visto en los acuarios de los museos a principios de siglo. Luego los depositó sobre una pequeña nevera. Los pies de Justin eran fuertes, sostenían bien su cuerpo, y estaban tostados por el sol. Roy Enos, que tenía la cabeza más pequeña y el rostro más delgado que Justin, estaba en el agua flotando en posición vertical. Llamó a su hermano. —¡Arrójame esas aletas, Justin! —dijo, tumbándose de espalda y flotando. Me asomé por la borda del barco y observé que el agua no era muy profunda. Nos hallábamos en un puerto, y cuando la brisa agitó las ramas de los árboles, divisé algunos de los edificios de ladrillo rojo de Wickham que me resultaban familiares. El puerto se asemejaba a una ensenada paralela a la playa de Wickham. Alcanzaba a ver granos de arena y briznas de hierba. Pero traté de olvidarme de mi visión vampírica, y contemplé de nuevo el agua. La mayoría de las chicas se alzaban de puntillas. Tony hacía el pino junto a Tracy. Claudia, la más menuda del Terceto, comenzó a nadar alrededor del barco. Llevaba una mascarilla de buceo. Contempló el fondo marino, a un par de metros bajo la superficie. ¡Vaya, hombre!, pensé. Una experta en submarinismo. —Supongo que sabes que tienes que arrojarte al agua, ¿no? —me preguntó Justin. —Sí, lo sé —respondí con aire despreocupado, abandonando la protección del toldo sobre el asiento del timonel. El sol me cayó sobre la espalda y los hombros cuando me volví a asomar por la borda para observar de nuevo el mar. Tracy arqueó la espalda y se inclinó hacia atrás, sumergiendo el pelo en el agua. ¿No se suponía que aquí la belleza era yo? Sentí una tensión en el vientre. Instintivamente, me llevé las manos al ombligo. Seguía sorprendiéndome que mi cuerpo reaccionara de esa forma. Que los músculos estuvieran vinculados a mis emociones. —Suele ser muy divertido. No sabía que los barcos te dieran miedo — dijo Justin, alzando el pie derecho para subirse en la borda de la embarcación. —Los barcos no me dan miedo —repliqué. —Ya lo veo —dijo él sonriendo con gesto socarrón, como

desafiándome. Antes de que pudiera defenderme, Justin ya estaba sobre la borda de la embarcación. Le vi flexionar las rodillas y sujetarse firmemente con los pies sobre la regala. Acto seguido se lanzó al agua. Ejecutó una voltereta en el aire, tras lo cual se zambulló al tiempo que se alzaba una columna de espuma sobre mi cabeza. Pero ¿qué sentido tenía eso? Los que estaban en el agua rieron y aplaudieron. A mí me pareció bastante absurdo arrojarse al agua sólo para divertirse. —Ahora me toca a mí —dijo Roy, y se acercó nadando al barco. —No te partas la crisma —le advirtió Justin—. Ten cuidado. Para mi sorpresa, uno tras otro, todos saltaron de la embarcación ejecutando volteretas en el aire. ¿Por qué me negaba a saltar? Todos parecían divertirse de lo lindo. Me volví de espaldas, dejando que siguieran con sus acrobacias, y me dirigí a la proa. Me senté con los pies colgando sobre la borda. Seguí oyendo a mi espalda sus animadas risas y chillidos, pero me centré en las pequeñas olas que golpeaban la panza de la embarcación. Aunque llevaba puesto mi sombrero de ala ancha aún sentía el sol abatiéndose sobre mí, calentando mi piel. Me volví y vi a Roy y luego a Justin saltar de nuevo ejecutando volteretas en el aire, con movimientos circulares perfectos. No cabía duda de que Justin era especial. Ser capaz de hacer esto... y a plena luz del día.

Girvan, Escocia 1850 Me hallaba en un prado oculto detrás de unas casas. Siempre me vestía con los tejidos más suntuosos. Esa noche lucía un vestido tobillero negro, de seda china, con un corpiño recamado con flores rojas, verdes y púrpuras. El raso iridiscente recogido a cada lado de la falda formaba una hilera de volantes. Tenía el pelo largo, peinado en una trenza. Acababan de dar las nueve de la noche. En las pequeñas ventanas de las casas se reflejaba una delicada luz. Girvan es una población costera en Escocia. Una comunidad de gentes bien avenidas rodeadas de

interminables y ondulantes colinas. Nosotros, los miembros del clan, nos hallábamos en un prado detrás de un muro de piedra que se extendía en sentido paralelo a la calle Mayor. Song se paseaba arriba y abajo, vigilando, como de costumbre. Heath yacía boca arriba, observando cómo las estrellas se deslizaban en el cielo. Gavin se entretenía arrojando diminutos cuchillos que se clavaban en la corteza de un árbol. Siempre llevaba una colección de dagas en sus botas o sus bolsillos. Esa noche había elegido un árbol situado a casi un centenar de metros, contra el cual arrojaba su cuchillo, lo recogía y comenzaba de nuevo. —Necesitamos a alguien instruido —dije. Me levanté de la herbosa tierra junto a Heath y empecé a caminar arriba y abajo. No dejaba de rumiar—. Un clan compuesto por cinco miembros es un clan potente. A fin de cuentas, el pentáculo es una estrella de cinco puntas. El norte. —Señalé a Heath—. El este señalé a Song—. Y el sur. —Señalé a Gavin—. Necesitamos un oeste. Nos falta nuestro oeste. Cuatro protectores y yo, el eje, en el centro. Con cinco miembros el pentáculo sería completo. Cuando el clan alcanzara su plenitud, los vínculos entre nosotros serían inquebrantables. La magia requería que los componentes del clan permanecieran implacablemente comprometidos entre sí hasta su muerte. Yo sabía que los tres, Gavin, Heath y Song, deseaban que otro se uniera a nuestro clan. Aunque creo que Gavin, el más prudente de nosotros, temía el poder de la magia. La magia vinculante es letal. Crea un vínculo invisible que compromete tu alma. Romper ese vínculo es imposible. Significa la muerte, y ésa había sido justamente mi intención al crear el clan. Nadie me traicionaría a menos que quisiera que yo le matara. Si acertaba en mi elección y convertía al hombre idóneo en un vampiro, seríamos imbatibles. Quería asegurarme de que nunca tendríamos que preocuparnos de nuestra supervivencia. ¿Supervivencia? ¿Cabe calificarlo así? —Sobre nosotros está Andrómeda —anunció Heath, en latín. Después de Gavin, era mi segundo vampiro—. Junto a ella está Pegaso —continuó, señalando las numerosas estrellas unidas que formaban el mitológico caballo alado. —Tómame, Pegaso —dije, y empecé a girar en un círculo, con los brazos pegados a los costados—. Elévame hacia el cielo al mediodía para que el sol brille sobre mi espalda. Permíteme reinar sobre tus alas. Me eché a reír y el eco de mi voz se extendió a través del prado. Seguí

girando como una peonza hasta que por fin me desplomé en el suelo junto a Heath. Éste se volvió sobre su cadera izquierda y me miró. —Cuentan que Andrómeda tiene la forma de una mujer empuñando una espada —dijo deslizando la mano sobre mi cuerpo desde el hombro hasta la cadera. Sonreí y me tumbé de espaldas. No alcanzaba a ver a Andrómeda. Para mí, las estrellas eran luces intensas y diminutas que escapaban a mi poder. —En todo caso, sólo puedes verla junto a las cinco estrellas más rutilantes de la galaxia. De vez en cuando, en el silencio, se oía un golpe cada vez que uno de los cuchillos de Gavin daba en el blanco. Song no dejaba de pasearse de un lado a otro, casi gruñendo por lo bajinis. No teníamos necesidad de comer, puesto que la noche anterior habíamos asaltado una posada. En unos días el poder de la sangre mermaría y tendríamos que alimentarnos de nuevo. Mientras Heath seguía enumerando las estrellas por sus nombres, me levanté, aburrida, y empecé a pasearme de nuevo arriba y abajo. De pronto oí a un hombre entonando una alegre canción escocesa. Frente a mí, a través de los árboles, vi una taberna de piedra de una sola planta. Por unas ventanas pequeñas y rectangulares se proyectaba la luz de las velas sobre el prado. Hasta entonces había reinado un relativo silencio, pero conforme eché a andar a través de los árboles hacia la taberna, el canto se intensificó. Al cabo de unos instantes oí la voz con toda nitidez. Era áspera, pero inundaba toda la taberna con su canción. «¡Por el soldado que se desangró y el valiente marinero que cayó!» Me recogí el borde del vestido para poder sortear más fácilmente las raíces y las ramas que tapizaban el musgoso suelo. Sabía que los de mi clan me observaban, pero mi percepción extrasensorial me indicaba que estaban relajados. «¡Su fama perdura, aunque sus espíritus han volado sobre las alas del año que ha transcurrido!», cantó el hombre de nuevo. Tenía una buena voz, aunque arrastraba las palabras. Pasé una pierna sobre el muro de piedra y aterricé al otro lado. Me hallaba a pocos pasos de la taberna y me acerqué a una ventana con gran sigilo. La luz de las velas que ardían en el interior arrojaba un destello naranja. Había mesas de madera y taburetes. Varios hombres y mujeres sostenían vasos de cerveza o de whisky. Me asomé por la esquina derecha de la ventana y vi a un hombre alto, que lucía un uniforme militar

británico, bailando encima de una mesa. No debía de tener más de dieciocho o diecinueve años, aunque cuando sonreía aparecían unas arruguitas junto a sus ojos. Los desarrollados músculos de sus brazos se insinuaban a través del tejido de su uniforme. Sentí el deseo de pasar la mano sobre su columna vertebral. El uniforme consistía en una chaqueta roja y un pantalón negro. El hombre no dejaba de saltar y brincar. Tomó una gorra de fieltro azul y la arrojó a la multitud. Alzaba la pierna derecha y luego la izquierda, brincando y golpeando con los pies la cubierta de la mesa mientras ejecutaba una danza escocesa tradicional. No dejaba de alzar las rodillas repetidamente y de brincar. Los puños y el collar de su uniforme eran dorados. Los botones circulares relucían a la luz de las antorchas dispuestas alrededor de la taberna. Me volví. La música provenía de un grupo de hombres que batían tambores y tocaban gaitas al fondo de la habitación. El soldado siguió bailando sobre la mesa mientras los parroquianos de la taberna daban palmadas al son de la música. Tenía el rostro encendido, pletórico de vida..., de sangre. Era alto, como Rhode, con facciones delgadas y una boca carnosa. Tenía las manos fuertes, y en la derecha sostenía el asa de una jarra de cerveza. «¡Su fama perdura, aunque sus espíritus han volado sobre las alas del año que ha transcurrido!» Después de la última y sonora nota, el hombre saltó de la mesa, derramando el contenido de la jarra sobre el suelo. Sus ojos castaños, pese a la penumbra del local, relucían mientras miraba a los clientes de la taberna. Me alejé de la ventana y rodeé el perímetro del edificio. Quería entrar para hablar con ese hombre. Pero antes de que pudiera tirar del pomo de la puerta, ésta se abrió bruscamente golpeando el muro de la taberna con fuerza. Atravesé la calle a la carrera y me apoyé en un árbol situado frente a la puerta del local. Los árboles eran verdes y estaban cuajados de hojas, pero eran muy delgados. Sus alargadas copas se alzaban hacia el cielo. El hombre salió de la taberna, respiró hondo y se llevó un cigarrillo a los labios. Dio una profunda calada y, después de expeler el humo hacia el cielo, sostuvo el cigarrillo en la comisura de su boca. Entrecerró un ojo y se enjugó el sudor de la frente. Se quitó el cigarrillo de la boca, me miró

achicando los ojos y avanzó un paso. —¿Hay alguien ahí? —preguntó. Tenía una voz ronca con un marcado acento escocés. Yo me alejé unos pasos del árbol. —Hola, soldado —dije. El hombre arqueó las cejas y se inclinó con un exagerado movimiento. En vista de que yo no le devolvía el saludo con una reverencia, sonrió, pero sus ojos mostraban curiosidad. Atravesé la calle embarrada y me detuve frente a la puerta de la taberna. —Me gusta saludar a la gente con un apretón de manos —dije en respuesta a su reverencia, ofreciéndole mi mano derecha como había visto hacer a centenares de hombres en mi época. En la década de 1850 a los hombres de la alta sociedad no les parecía decoroso que una mujer les estrechara la mano como si fuera uno de ellos. El hombre observó la mano que le ofrecía y luego me miró a los ojos. Yo sonreí con los labios cerrados. Era un método muy eficaz cuando no conseguía lo que deseaba. —Venga esa mano —dije. El hombre extendió el brazo y observé la cara interna de su muñeca. Las venas azules destacaban a través de la piel y se extendían desde la palma de su mano a través del brazo. Nos estrechamos la mano y él me miró de arriba abajo. En ese momento, deseé poder sentir el tacto de sus manos musculosas. Intuí que apretaba la mía con firmeza, pero no sentí el contacto de piel a piel. En todo caso, no sin asomo de duda. El hombre me soltó la mano y retrocedió lentamente hacia la puerta de la taberna. Aunque sentía el calor de su mirada, me habría encantado sentir el tacto de sus dedos sobre mi piel. O el olor de su aliento, o de su pelo. Sabía que eso era imposible, pero no dejaba de desearlo. Lo único que percibía era el olor a tierra removida y a almizcle, el olor de su piel que seguía adherido a mis ropas. —Tiene las manos frías —dijo. —Hay algo especial en usted —respondí, acercándome de forma que la luz de una antorcha junto a la puerta iluminaba mi rostro. El hombre avanzó de nuevo hacia mí. Me miró entrecerrando los ojos, volvió la cabeza para expeler el humo y volvió a estudiar mi semblante, deteniéndose en mi boca. —No, cariño. Es usted la que tiene algo especial. —El joven me observaba con profundo interés. Su tono jovial había desaparecido—. ¿Qué

es usted? —murmuró. Confieso que esto me desconcertó. Nadie había mencionado todavía mi aspecto, mi piel tersa y mis pupilas grandes y negras. Nadie se había atrevido a reconocer que yo no era del todo normal. La mayoría de los humanos se sentían cautivados por mi belleza. —Nadie importante —respondí con tono despreocupado, y empecé a girar alrededor de él, contoneándome como solía hacer y examinándole de arriba abajo. —Yo soy un fusilero escocés. Un hombre de mapas. He recorrido el mundo para verificar numerosos lugares de la tierra para el ejército británico. He contemplado muchos rostros. Narices, ojos, todos con características singulares. Sus rasgos, jovencita, no son de este lugar. —Ni de ninguno que usted haya conocido —repliqué, dejando de moverme a su alrededor y deteniéndome ante él—. ¿Cómo se llama? —Vicken, cariño. —El hombre se acercó más. La aspereza de su voz era muy marcada, mucho más dura que la de Rhode, cuya suave cadencia estaba grabada a fuego en mi mente—. Vicken Clough, del Regimiento Veintiuno. —El fusilero sostuvo mi mirada sin amedrentarse, parpadeando con calma. O mi percepción extrasensorial fallaba, o este hombre no me temía. Decidí marcharme. Esto era algo que no entendía ni comprendía. Dirigí la vista hacia el prado más allá de la taberna. —Debo irme —dije, y eché a andar, pasando frente a él y alejándome del árbol para regresar junto a mi clan. El hombre me agarró del brazo. —Le aconsejo que no juegue conmigo, señorita, o recibirá justamente lo que desea. Este hombre era poderoso y no se andaba por las ramas. Sabía exactamente lo que quería. Me solté bruscamente y eché a andar de nuevo a través del prado. Salté el muro de piedra y me dirigí hacia los miembros de mi clan, que seguían en el mismo lugar, descansando en medio del campo. Si conducía a ese hombre al prado, lo asesinarían al instante. Lo cual no me hubiera importado mucho, pero me sentía demasiado intrigada para dejar que lo liquidaran tan pronto. —¡Espere! —le oí gritar. Sus pasos se detuvieron en el borde de la pradera—. ¿Quién es usted? Cuando Vicken llegó al campo, yo me había adentrado en la oscuridad y

no alcanzaba a verme. Me detuve en la parte de la pradera protegida por la sombra de las ramas de unos árboles. Él se sujetó en el muro de piedra, alzó un pie, pero luego lo apoyó de nuevo en el suelo. Estiró el cuello para ver en la oscuridad. Soltó una palabrota y se volvió. Yo regresé con mi clan. —¿Quién era ése? —inquirió Song. No pude evitar sonreír satisfecha. —Un tipo interesante —respondí, volviéndome. Vicken se dirigía de nuevo hacia la taberna—. Reuníos conmigo en la posada al amanecer. — Alcé la vista para contemplar el cielo y la posición de la luna—. Disponemos de cuatro horas. Acto seguido me alejé del clan y sin que Vicken se diera cuenta, lo seguí hasta su casa. No vivía lejos de la taberna. Trepé de nuevo sobre el muro, procurando ocultarme entre las sombras y seguirle. Cuando llegué al camino, Vicken se hallaba a pocos metros. Caminaba trastabillando un poco debido a la cantidad de cerveza que había bebido. Vivía a siete casas de la taberna. Al doblar una callejuela de tierra se golpeó el hombro contra un árbol. Le seguí, manteniendo la vista al frente; el trayecto hasta su casa concluyó ante un abrupto acantilado y kilómetros de océano. La vivienda de Vicken se hallaba situada en el borde de un frondoso bosque que lindaba con el mar. Había una casa solariega de piedra blanca, de dos plantas y rematada por un tejado de color negro. Detrás había una casita rústica, de piedra gris de una sola planta, menos señorial que la otra. Mientras le seguía en silencio, pasé frente a una cuadra donde oí a unos caballos relinchar y el sonido del océano batiendo contra las rocas al otro lado del acantilado. Vicken entró en la casita y cerró la puerta. Yo giré el pomo y entré tras él. Lo que me había dicho era verdad. Era muy aficionado a los mapas, que estaban diseminados por doquier. Había al menos una docena de mapas colgados en las paredes y sobre una pequeña mesa de madera en la esquina derecha de la habitación. En un armario había varios uniformes militares. Sobre la mesa reposaba también un globo terráqueo de un color azul intenso. La puerta posterior de la casita de una planta estaba abierta, y vi a Vicken en el jardín trasero instalando un artilugio de metal. Tenía tres patas y era el equivalente de un trípode moderno.

Pasé junto a un barreño. La cortina estaba descorrida y sobre el barreño colgaba un par de calcetines blancos. Atravesé el umbral y Vicken alzó la vista. No sonrió ni frunció el ceño, sino que me observó durante unos momentos y siguió montando el aparato. —¿No teme a las bestias? ¿A los monstruos? —le pregunté. —Usted no es una bestia —contestó con calma, y siguió manipulando un tubo largo orientado hacia el firmamento. Miró a través de la lente, rectificó la posición del tubo y volvió a mirarme—. Me inspiran más temor las cosas que no alcanzo a ver con mis propios ojos, señorita. —Vicken me indicó con un ademán que me acercara. Me acerqué al telescopio y miré a través de la lente. La luna se veía con nitidez y claridad, aunque sus resquicios y recovecos constituían un terreno desconocido para mí. —Qué hermosa es —musité. Alcé la vista y miré a Vicken a los ojos. Él sonrió brevemente. Retrocedí hacia la casa solariega—. ¿Por qué no me teme? —le pregunté. Aunque él había afirmado que no sentía temor, mantenía las distancias. Siguió manipulando el telescopio, utilizando su energía en ajustar las partes del aparato que lo requerían, a fin de contemplar el cielo nocturno. Observé la musculosa silueta de sus anchos hombros, sin dejar de prestar atención a su peligrosa mirada. Su virilidad era embriagadora. —Usted me intriga —dijo, mirándome de nuevo a los ojos. Incliné la cabeza hacia atrás y solté una carcajada tan sonora que mi voz reverberó en el silencio. —¿Le intrigo? ¿De modo que es eso? ¿Simple curiosidad? Él fijó la vista en el telescopio. —Dígame, Vicken Clough, del Regimiento Veintiuno, ¿qué le parecería si le dijera que podría recorrer toda la tierra y tomar nota de todo cuanto viera? Convertirse en el navegador más poderoso que el mundo ha conocido jamás. Que mientras existiese la tierra, usted existiría también. Su delgada nariz y su mandíbula apuntaron hacia el suelo. Arrugó el ceño y mantuvo las manos a la espalda. —La eternidad es imposible, señorita. —¿Y si le dijera que se equivoca? Vicken clavó los ojos en los míos. Esperé a que fuera el primero en desviar la vista, pero no lo hizo. —La creería. Avancé unos pasos y me detuve frente a él, de forma que nuestros

rostros se hallaban a escasos centímetros. —¿Qué debo hacer —preguntó— para permanecer junto a usted? Deseaba besarme. Lo vi en sus ojos, ese anhelo que a veces se refleja en sus ojos castaños. Tenía las pestañas rizadas, de modo que cuando pestañeaba parecía un niño pequeño. Sonreí; ésta era la parte que más me satisfacía. A partir de ese momento Vicken sentiría terror. Dejé que sus labios rozaran los míos tan suavemente que apenas sentí el contacto. Mis colmillos descendieron lentamente y murmuré: —Tendré que matarlo. Vicken contuvo el aliento y retrocedió. Le vi estremecerse de temor, pero no experimentaba el pánico que yo había imaginado. No deseaba huir. Lo único que le infundía miedo eran sus propios actos, lo que podía o estaría dispuesto a hacer por mí. Era desconcertante. Increíble. Mire la luna. Faltaban tres horas para que amaneciera. —Le doy una noche para que lo piense —dije. Rodeé la casa, alejándome de Vicken, y eché a andar de nuevo hacia la calle Mayor—. Mañana, a esta hora, vendré para que me dé su respuesta. —Por la forma en que se expresa creo que, diga yo lo que diga, no tengo elección. Vicken salió de detrás de la casita para observarme. Bajo la suave luz de la luna vi que tenía la frente perlada de sudor. Me volví. —¿Por qué toma siquiera en consideración lo que le he propuesto? — pregunté, convencida de que debía de haber un motivo para que acatara mis deseos. Vicken esbozó una media sonrisa, alzando sólo la comisura izquierda de los labios. Apoyó una mano en el costado de la casita. —Por usted —contestó. Se produjo un momento de silencio. Contemplé sus musculosos brazos y la forma en que el pelo le caía sobre la cara en alborotados mechones. —Hasta mañana entonces —dije, y me volví, desapareciendo en la oscuridad.

La noche siguiente, me acerqué a la casa solariega. A través de las ventanas vi a Vicken cenando con su familia. Largas velas blancas decoraban ambos extremos de la mesa. Sobre ella estaba dispuesto un

animal muerto y abierto en canal y había varios cuencos de hortalizas. El padre de Vicken presidía la mesa, y él estaba sentado a su derecha. Su padre, un hombre alto y rollizo con el pelo ralo y canoso, rió jovialmente y acarició la mejilla de Vicken con la mano derecha. Sentí una angustia que me atenazó la garganta. Odiaba a las familias. A menudo la tristeza me enfurecía hasta el extremo de inducirme a asesinar, de forma que mataba a quienquiera que me recordara que mi familia constituía la vida que yo había dejado atrás. ¿Por qué no deseaba asesinar a este hombre? ¿Por qué quería dejar que siguiera entre las cuatro paredes de su hogar con sus padres y su colección de mapas? ¿Había cometido la temeridad de enamorarme de otro aparte de Rhode? Sí, lo dejaría libre, decidí. Cuando me aparté de la ventana para reunirme con mi clan en la posada, observé que Vicken me miraba. Se levantó rápidamente de la mesa y me siguió, pero yo me apresuré por el camino de tierra, alejándome del océano, y retomé el camino principal. —¡Espere! —He cambiado de parecer. Es libre —dije, volviéndome hacia él en medio del sendero, que estaba flanqueado por elevados árboles—. Estaba usted en lo cierto. Es el primer hombre al que permito elegir su destino. Regrese a casa con su familia. Vicken se acercó tan rápidamente que durante unos instantes me sorprendió que fuera humano. Apoyó las manos en mis mejillas. —Eso no es lo que quiero —respondió con tal pasión que hablaba entre dientes—. Me he desvinculado de ellos. No quiero seguir aquí, morir aquí sin ver el resto del mundo. —Entonces, ¿qué es lo que quiere? ¿Qué desea? —inquirí. Vicken me tomó por los hombros con tanta fuerza que no me moví. Respiró hondo y respondió casi jadeando: —A ti. Sólo a ti. Le miré a los ojos y vi en su mirada un intenso anhelo. Me necesitaba. Observé los fuertes músculos de su cuello y sus hombros y le volví a mirar a los ojos. Él se inclinó hacia delante, rozando ligeramente mis labios con los suyos. Respiré hondo a fin de percibir el olor de su piel; ese olor a almizcle y a sal. Al cabo de unos momentos atravesaría todo mi ser. —Hecho —dije abriendo los ojos. Le tomé por la muñeca y le conduje lejos de la casa—. Te unirás a las filas de unos vampiros tan antiguos en la historia que nadie conoce nuestros orígenes. Pero serás poderoso. Más

poderoso de lo que imaginas. Eché a andar de nuevo hacia el bosque y nos alejamos de la casita rústica. —¿Tú estarás allí? —me preguntó. Le tomé de la mano. —Siempre. Quizá Vicken se enamoró de mí debido a mi presencia vampírica. Lo ignoro. Nunca lo sabré. Rhode me dijo en cierta ocasión que el aura de un vampiro es tan potente que la mayoría de los hombres se sienten decepcionados sin saberlo. Les aseguro que cuando le conduje hacia el bosque detrás de su casita, Vicken sostenía mi mano. Y cuando le mordí en el cuello, miraba hacia lo alto, contemplando las estrellas.

12 —¡Lenah! Sacudí la cabeza y fijé de nuevo los ojos en el agua que lamía la parte inferior del barco de Justin. —Aquí. Miré hacia la izquierda. La cabeza de Justin Enos aparecía y desaparecía en el agua mientras flotaba en posición vertical. El sol se reflejaba sobre la suave superficie del mar y en sus ojos, que tenía entrecerrados, aunque sonreía. —No me obligues a subir a buscarte —dijo. En ese momento Tony pasó flotando en un bote hinchable y me tomó unas fotos. —¿Quién ha traído al paparazzo? —preguntó Claudia mientras nadaba alrededor del barco. Me levanté con cuidado y me alejé de la borda de la embarcación. Traté de borrar las imágenes de Vicken de mi mente, pero ese reloj invisible, cuyo eco resonaba en mi cabeza, me recordó que se aproximaba la fecha de l a Nuit Rouge. Vicken trataría de desenterrarme. Justin se dirigió a nado hacia la escalerilla, y cuando la alcanzó, trepó por ella para reunirse conmigo. —Jamás había visto el sol brillar sobre el océano de esta forma — confesé a Justin cuando subió a bordo. Chorreaba de la cabeza a los pies. —Yo jamás he visto a nadie tan pálida como tú —comentó Roy desde el agua. —Cállate, Roy —le espetó Justin mientras los demás se reían. Roy le soltó una palabrota que yo no había oído nunca y se alejó nadando. Tracy me observaba fijamente, al igual que las otras chicas del Terceto, aunque trataban de disimularlo arrojándose agua unas a otras. Sentí en mi mente una serena satisfacción. Recordé la... gratitud. Justin acababa de defenderme.

—Anda, vamos —dijo, ofreciéndome la mano. Antes de tomarla, miré su palma. Tenía los dedos muy suaves. Algunos vampiros, aunque no todos, creen en la quiromancia. La línea de la vida de Justin, la línea de la palma de la mano que discurre entre el pulgar y el índice, era muy larga, casi le llegaba a la muñeca. Ello no indica cuánto tiempo vivirá una persona. Es un indicador de su compromiso con la vida, esto es, de su fuerza vital. Justin habría sido un miembro ideal de mi clan. Me agarró la mano antes de que yo pudiera reaccionar y me condujo hacia la borda del barco. —¿Te da miedo saltar? —me preguntó. Asentí con la cabeza. Me sujetó la mano con firmeza. La tibieza de sus palmas, su cálida piel... Hasta ahora mi vida había sido fría. Me sujeté con los dedos de los pies a la regala y aferré la mano de Justin con fuerza. —No es como aguantar un diluvio ni nada por el estilo —dijo, refiriéndose a nuestra conversación en el prado—. Pero es muy divertido, te lo prometo. —Una promesa de un chico que me ha llamado puta. Justin suspiró, pero no apartó la vista de mí. —¿Vas a dejar que te compense por ello o no? Le miré confundida. No sabía qué responder. —Lo siento —dije—. Tienes razón. —¿Quieres unas aletas? —me preguntó. Negué con la cabeza. —De acuerdo. El agua aquí es poco profunda. Puedes hacer pie, de modo que no te lances de cabeza. —Justin me miró a los ojos y esperó a que yo apartara la vista del agua y le mirara—. ¿Preparada? Yo asentí. —Hay que empezar por alguna parte, ¿de acuerdo? Miré su expresión tranquilizadora. —De acuerdo —contesté. Justin se alzó y yo cerré los ojos, sintiendo que mis rodillas se flexionaban, y salté. El sol se abatía sobre mi espalda, levanté las manos y me sumergí en el océano, que me envolvió. Al zambullirme sentí como si mil toneladas de presión me produjeran un hormigueo en todo el cuerpo. Lo único que percibí fue el sonido sibilante y el zumbido del agua. Tenía las orejas y la nariz llenas de agua, pero contuve el aliento. Cuando sentí la arena hundirse bajo mis pies, ascendí rápidamente hacia la superficie,

boqueando. Saqué la cabeza del agua, abrí los ojos y me eché a reír. Después de enjugarme los ojos, vi que Justin sonreía. Acto seguido vino a reunirse conmigo. El agua le llegaba al pecho. Tracy, que se hallaba a su derecha, se acercó a él nadando, pero Justin estaba de espaldas a ella. El mayor de los hermanos Enos sonreía alegremente, y supongo que yo también. Abrió la boca y durante unos instantes, unos breves instantes, me pareció que alzaba la mano hacia mí. Luego Tracy le abrazó por la espalda y se apretujó contra él. Llevaba las uñas pintadas de un rosa vivo y sus dedos se hundieron en el pecho de Justin como garras. Se detuvo y apoyó la mano sobre la de Tracy, pero no apartó los ojos de mí. En el preciso momento en que se volvió hacia Tracy, Tony sacó la cabeza del agua y me tomó una foto a menos de medio palmo de mi rostro. —¿Dónde conseguiste ese collar, Lenah? —me preguntó Tracy desde el asiento del copiloto del utilitario deportivo de Justin. Se volvió para mirarme. Regresábamos a Wickham. Era por la tarde, calculé que debían de ser las cuatro basándome en la ubicación del sol. Me colgué de nuevo la cadena alrededor del cuello. —Es un regalo —respondí. —Es muy gracioso. Polvos mágicos —comentó Claudia desde el asiento a mi espalda. Tony dio un respingo. —Ese vial está muy estropeado. Deberías devolverlo y pedir que te dieran otro —terció Kate. No dije nada. Habíamos enfilado la calle Mayor de Lovers Bay. El sector de la calle Mayor que quedaba más cerca del campus de Wickham estaba muy animado y lleno de tiendas. Ese sábado habían montado un mercado de productos del campo. —No había visto a nadie lucir un collar que contenía polvos mágicos desde la primaria. Un toque muy retro, Lenah —observó Claudia. Pasamos frente a una sección donde vendían plantas y flores. Un letrero decía «HIERBAS SILVESTRES». —¿Me dejáis que me baje? —pregunté. —No hace falta que te vayas —dijo Kate, pero miró a Tracy con una sonrisita burlona por el retrovisor. —Sí, por favor, no te vayas —apostilló Tony, pero Justin había

empezado a frenar. Se detuvo en el arcén derecho de la calle. Vi la verja de entrada de Wickham a pocos pasos de donde nos hallábamos. Me bajé del coche, y vi que Justin me miraba a través del retrovisor. —Hablaremos más tarde, Tony —dije, y cerré la puerta de un portazo. Estaba segura de que me daría una bronca por dejarlo con esos buitres, pero yo tenía que hacer algo. Algo que debí haber hecho el día que llegué a Wickham. Al llegar al mercado de productos del campo pasé frente a carritos llenos de manzanas, calabazas y diversas mezclas de sidra de manzana. Por fin me detuve delante de un carrito con hierbas y flores silvestres. En pequeños canastos de mimbre había crisantemos, pensamientos y asteres. Los tallos de los manojos estaban sujetos con una cinta de satén de color marrón. —¿Tiene espliego? —pregunté a una mujer sentada en una silla plegable detrás de su carro—. Un manojito. La mujer me miró sonriendo. —Son cuatro dólares —dijo. Se los di y eché a andar hacia el campus. El manojo de espliego olía maravillosamente y lo oprimí contra mi nariz durante todo el trayecto desde la calle Mayor hasta alcanzar los grandes arcos del campus de Wickham. Atravesé la verja, contenta, y suspiré profundamente. El campus bullía de actividad. Algunos estudiantes estaban tumbados sobre mantas; otros estudiaban en grupos, pasándose sus blocs de notas. Respiré hondo y escuché las voces que sonaban a mi alrededor. ¡No entiendo tu letra! Envíame un mail. La biología acabará conmigo. Quiero ese jersey que lucía Claudia Hawthorne. ¡Por el soldado que se desangró! Por poco me caigo de bruces. Me volví rápidamente. ¡Y el valiente marinero que cayó! Me volví hacia el otro lado. ¿Quién cantaba esa canción? Un grupo de chicas sentadas sobre mantas leían sus libros de texto. Una de ellas llevaba puestos unos auriculares. Había docenas de personas en el sendero. Dos chicos más jóvenes pasaron junto a mí, pero hablaban sobre la próxima temporada de béisbol. Me volví para mirar en dirección del césped, pero no vi a nadie cantando. Avancé un paso y luego otro. Cuando reanudé mi paso normal y me hallaba a pocos metros de Seeker, lo oí de nuevo.

¡Sobre las alas del año que ha transcurrido! Dejé caer el manojito de espliego y me tapé los oídos con las manos. El corazón me latía con fuerza. Observé de nuevo a los estudiantes a mi alrededor, para cerciorarme. La mayoría se dirigía hacia sus residencias y disfrutaba del buen tiempo sobre el césped. Retiré las manos de mis oídos y me agaché para recoger el espliego. ¡Llámame más tarde! ¡Nos veremos para cenar en veinte minutos! Eran conversaciones normales. El escocés que cantaba se había esfumado. Los fantasmas tienen el don de confundirte; pueden hacer que tus pensamientos resulten tan pesados como las ramas después de una tormenta. Era la voz de Vicken que sonaba entre los árboles, atormentándome desde mis recuerdos. Incluso en Lovers Bay, Massachusetts. Comprendí que me echaba de menos. Cuando llegué a la puerta de mi apartamento, colgué el manojo de espliego de una tachuela junto al romero. Si te persiguen, el espliego te protegerá de las fuerzas malignas. Bendecirá la casa de la puerta que decora.

13 ¿Han deseado alguna vez en su vida hacer algo terrible? Me refiero a algo realmente terrible, brutal. Porque a la mañana siguiente tuve que hacer acopio de todo mi poder para no llamar a mi clan. Cuando me desperté, todo estaba en silencio. La habitación y el mundo exterior, en el campus de Wickham. Me centré en cosas superfluas. El techo de mi dormitorio era liso y blanco. Los pájaros piaban, y las ramas de los árboles se mecían con la brisa. Ante todo, era consciente de que estaba sola. Ninguna excursión al mar podía curarme. Añoraba las serenas reflexiones de Song; la forma en que Vicken me miraba en una habitación repleta de gente y yo sabía exactamente lo que estaba pensando. Echaba de menos la forma en que las ondulantes colinas frente a mi casa se prolongaban hasta el infinito al atardecer, cuando podía aproximarme a las ventanas sin correr ningún peligro y la hierba parecía estar en llamas. Aferré las suaves sábanas de mi cama y me tumbé de costado. Las palabras de Rhode no cesaban de darme vueltas en la cabeza. La última noche hablamos sobre muchas cosas. Una era una advertencia: «No debes ponerte en contacto con ellos, Lenah. Por más que lo desees. Por más que la magia que creaste ansíe su presencia, no debes llamarlos. No debes ceder a ese deseo». Miré el teléfono en la mesita de noche. ¿Tenían teléfono? Si llamaba y uno de ellos respondía, ¿sabría que era yo? Pero no llamé. En lugar de ello, me volví del otro lado, de espaldas al teléfono, de cara a las ventanas de mi dormitorio. Mis pensamientos se alejaron del clan. Pensé en darme una ducha. Como mujer vampiro, no necesitaba ducharme. No había nada orgánico en mí; estaba sellada de forma mágica, no era humana, un cuerpo muerto, hechizado por la magia más negra. Ahora, en mi forma humana, cuando el agua caliente se deslizara sobre mis brazos y mi espalda experimentaría lo más parecido a una sensación de paz. Me levanté de la cama, sin acercarme a la puerta, evitando que mis ojos

se posaran en la espada de Rhode situada al otro lado de la puerta de mi dormitorio. Hacía eso con frecuencia, principalmente para tranquilizarme. Me froté los ojos y entré en el baño, sintiendo las frías losas del suelo bajo mis pies. —¡Aaaaah! —grité, retrocediendo y apoyándome en la pared. El reflejo en el espejo. Mi piel. Era de color miel. Un intenso color bronce. La parte superior de mi nariz mostraba un brillo dorado sobre el tabique. Me había bronceado. Me acerqué a escasos centímetros del espejo. Me estiré la piel con las yemas de los dedos. Achiqué los ojos y examiné mis mejillas, mi barbilla, incluso mi cuello en busca de alguna mancha roja. A pesar de untarme una loción solar con un factor de protección cincuenta, me había puesto algo morena, aunque no estaba tan quemada como había supuesto. Ni me había evaporado. Salí apresuradamente del baño y entré en el cuarto de estar..., pero me detuve en la puerta. La espada de Rhode seguía colgada en la pared, sobre su placa, inmóvil. Luego miré el escritorio y las fotografías de los miembros de mi clan. Éstos me miraban con una expresión vacía y melancólica. Pero todo estaba vacío, ¿no? Nadie ocupaba el sofá o el sillón reclinable. Nadie preparaba café ni me preguntaba qué me apetecía para desayunar. No había nadie más que yo. Me senté en el sofá. Era demasiado temprano para desayunar, y Tony me había dicho que no se levantaría para ir a almorzar hasta alrededor del mediodía. Los fines de semana eran muy distintos en Wickham. Los estudiantes externos regresaban a casa, y prácticamente todo el mundo aprovechaba el tiempo para estudiar. La primera semana de colegio había transcurrido sin novedad, excepto por la clase de anatomía. Miré la mesa de café. El libro que había tomado de la biblioteca seguía abierto en la página donde aparecía el grabado de Rhode. Observé sus ojos, esos hermosos ojos que me perseguirían siempre y que mostraban una expresión perdida. Nadie podía comprenderlo. De pronto me invadió de nuevo el cansancio y sólo deseaba descansar un r a t o. Sí, sería agradable dormir, pensé. Al encaminarme hacia mi dormitorio confié en soñar con Rhode.

Esa noche, cuando fui a la habitación de Tony comprobé que su familia

había ido a recogerlo para llevarlo a cenar. De modo que me paseé por el campus sola. Aunque hacía calor para ser septiembre, pues estábamos a veintitantos grados, olí algo en el ambiente; empezaba a refrescar. Ya había anochecido, pero la residencia Quartz bullía de actividad. Unos chicos jugaban en el prado arrojándose balones de fútbol y de fútbol americano. En la torre de arte sonaba música rock. Varios chicos y chicas caminaban por los senderos y charlaban junto a las ventanas de los edificios. Mientras caminaba, dos chicas pasaron de largo. Reconocí a una de ellas por haberla visto en la clase de inglés del profesor Lynn. —Hola, Lenah —dijo. —Ah, hola —respondí, sonriendo. Cursaba también tercer año. Eso fue todo. Un hola, que me había dedicado a mí. Creo que me dirigía hacia la playa para contemplar las estrellas cuando me fijé en el invernadero situado más allá de los edificios de ciencias. Percibiendo todavía el aroma a espliego que había adquirido ayer, me encaminé atravesando el césped hacia el invernadero. Era un edificio de cristal y estaba un tanto alejado de los senderos. Puse las palmas de las manos sobre los cristales y miré en su interior, pero estaba oscuro. Observé varias plantas situadas directamente en mi campo visual. De pronto contuve el aliento, sintiendo una descarga de adrenalina en el pecho. —¡Capuchinas! ¡Rosas, lilas, maravillas, tomillo! —murmuré. Todas las hierbas que echaba de menos y deseaba incorporar de nuevo a mi vida. La puerta de entrada de doble hoja era de cristal como el resto del edificio, y tiré de los pomos negros. La puerta tembló. Anhelaba entrar allí. Siendo como era una mujer vampiro, cabe suponer que no tenía ninguna relación con los elementos naturales del mundo. Que no utilizaba nada que fuera natural. No necesitaba respirar ni beber agua, pero amaba todas las hierbas, las flores y las plantas. Todas las flores poseen un poder natural. Todas las piedras poseen un poder natural. Todo, las flores, las plantas, la tierra e incluso la magia negra que me recorría las venas cuando era una mujer vampiro, procede de la tierra. —El invernadero está cerrado. Me volví apresuradamente. —¿Por qué no dejas de seguirme? Justin Enos estaba recién duchado e iba solo. Había atravesado el césped

entre el prado de Quartz y los edificios de ciencias. Lucía una camisa azul y unos pantalones cortos de color caqui. Parecía como si resplandeciera. —Me dirijo al aparcamiento —dijo, señalando el sendero—. ¿Por qué quieres entrar en el invernadero? —Se acercó y miró en el interior del oscuro edificio—. Ahí dentro huele a tierra. —A mí me encanta —dije bajando la voz. —¿De veras? —Me miró sorprendido. Miré de nuevo dentro del invernadero sin responder. No quería explicarle mi amor por las flores y las hierbas—. ¿Sigues enfadada conmigo? —me preguntó. —¿Acaso te crees que basta con que me lleves a bucear para que caiga rendida a tus pies? —repliqué. Justin apoyó una mano en el invernadero y se inclinó hacia mí hasta que nuestros rostros casi se rozaban. —Hueles maravillosamente —dijo. —Gracias —contesté con una voz que denotaba cierta emoción. Los ojos de Justin escrutaron los míos, tras lo cual retrocedió hasta situarse a una distancia prudencial. Aunque yo sabía que no era así, parecía como si me estuviera poniendo a prueba, como suelen hacer los vampiros, mirándome fijamente a los ojos. —Aún tengo que compensarte por mi metedura de pata, ¿no? —dijo con tono áspero, como si gruñera. Lo cual hizo que yo sintiera ganas de ronronear, suponiendo que ello fuera posible. —¡Justin! —dijo una voz. Ambos nos volvimos. Tracy y el Terceto se acercaban al invernadero desde el edificio del centro estudiantil. Las tres lucían vestidos de fiesta cortos de color negro, aunque de estilos un tanto diferentes. —Hola, Lenah —dijo Tracy cuando llegó al sendero. —Veo que te bronceas enseguida —comentó Claudia. Me miré los brazos. —No me había dado cuenta —respondí encogiéndome de hombros. —¿No sales esta noche? —me preguntó Tracy tomando a Justin del brazo. La miré a los ojos como haría un vampiro. Una mirada que le taladró las pupilas. Pero no vi profundidad alguna en su alma. Era una criatura hueca, hija del universo secular. De hecho, las tres componentes del Terceto eran víctimas de su egocentrismo. Justin, en cambio, mostraba una luz en sus ojos. Como una especie de ventana, a través de la cual vi que era mucho más que un chico normal y corriente. Era reservado y valiente, como Rhode. Poseía un alma. Aparté los ojos de Tracy. Sentí un pellizco

en el corazón, como si se hubiera roto un hechizo. —No —respondí, fijándome en Claudia y Kate—. Los domingos por la noche no me apetece salir. —¿Has salido sólo a echar un vistazo al exterior del invernadero? — inquirió Kate. Llevaba un vestido muy corto. —Es una lástima —dijo Tracy, dirigiéndose a mí, tras lo cual miró a Justin—. Anda, vamos. Quiero ir al club y regresar antes del toque de queda. Y con esto echaron a andar por el sendero. No quise seguirles, de modo que fingí observar algo en el invernadero. —Buenas noches —dijo Justin volviéndose hacia mí. —Buenas noches —respondí, y al cabo de unos momentos desaparecieron engullidos por la oscuridad del sendero y regresé a casa. A las nueve de la mañana del lunes encontré a Tony en la biblioteca. Resultó que llevaba varias horas allí. Estaba rodeado de centenares de fotografías, literalmente, de mí. Dejé mi mochila detrás de la mesa, miré a través del largo pasillo de estantes hacia la parte posterior del área de estudio. Me quité las gafas de sol y me dirigí por entre las hileras de libros hacia donde estaba Tony. Me detuve junto a la mesa, pero él no levantó la vista. Eran las fotografías que había tomado el día que habíamos ido a hacer submarinismo. Debía de haber doscientas fotos, cada una tomada desde un ángulo distinto. Tony tenía la cabeza agachada y sostenía un carboncillo con firmeza entre los dedos. Miré el cuaderno de dibujo blanco sobre la mesa y vi el bosquejo de unos ojos muy parecidos a los míos. —¿Eres consciente de que esto podría calificarse de una obsesión? — pregunté cruzando los brazos. Tony se volvió hacia mí y confieso que retrocedí un paso, sorprendida. Su habitual talante desenfadado brillaba por su ausencia. Su piel tersa mostraba unas rayas negras de carbón y una mancha negra en la frente, que deduje que se había hecho al apoyar la palma de la mano en ella mientras dibujaba. —Nunca he hecho un retrato de esta forma —dijo, tras lo cual volvió a inclinarse sobre el cuaderno de dibujo—. Tengo que dar con la perspectiva adecuada —se quejó, aunque parecía como si hablara consigo mismo. Me miró, miró de nuevo el cuaderno y arrancó la hoja. La estrujó y arrojó la bola de papel al suelo. Yo tomé una de las fotos de la mesa.

En ella aparecíamos Justin Enos y yo de pie en la borda del barco. Él me sostenía la mano y estábamos de perfil, bañados por el sol. Yo le miraba a los ojos sonriendo. El mar proyectaba un resplandor dorado sobre nuestros rostros. Antes de que me diera tiempo a observar la curva de mi boca y la blancura de mis dientes, Tony me arrebató la foto de las manos y la arrojó bruscamente sobre las otras. —¡Eh! —protesté. —Están mal. Todas las perspectivas en estas fotos están mal. —¿Cómo es posible, Tony? Hay muchísimas. Estoy segura de que habrá alguna que... Él meneó la cabeza, guardó apresuradamente las fotos en una bolsa de lona y echó a andar por el largo pasillo hacia la puerta de entrada. La mochila resbaló sobre su brazo y quedó colgando de su muñeca. Volvió a ajustársela sobre el hombro al tiempo que su ancho pantalón se le caía un poco, mostrando sus boxers y la parte superior de su pequeño trasero. Dio un pequeño brinco y se subió el pantalón. Acto seguido abrió la puerta de la biblioteca con gesto exagerado y salió.

—¡Espera, Tony! —grité, saliendo de la biblioteca. Traté de reprimir la risa mientras echaba a correr para alcanzarlo. —No lo entiendes, Lenah —me dijo sin detenerse—. Tengo que acertar. No se trata sólo de tu retrato. Forma parte de mi beca. Cada proyecto que elijo tiene que mostrar una evolución en mi aprendizaje. Ya sabes, una nueva técnica o un elemento novedoso en mi trabajo. —¿De modo que el hecho de pintar mi retrato significa que tienes que esforzarte en superar los límites de tus dotes artísticas? —pregunté. Nos miramos a los ojos, y la frustración de Tony se suavizó y dio paso a una sonrisa. Apoyó el brazo sobre mi hombro. —Dicho así, de esa forma tan rimbombante que tienes de expresarte, supongo que sí. Además, eres guapa. Nos encaminamos hacia la clase de anatomía, pero había un montón de estudiantes transitando por el sendero, congregados en un numeroso grupo, por lo que avanzamos despacio. —El príncipe y la princesa se están peleando —dijo una alumna de tercer año que caminaba delante de nosotros. Yo no la conocía, pero tenía una pésima circulación sanguínea (las venas de un color azul apagado, que

siempre es un claro síntoma). Tracy y Justin estaban en el prado frente a Quartz. Ella le señalaba algo con el dedo, de forma que su uña larga y pintada con una laca transparente casi le rozaba la nariz. Justin tenía los brazos cruzados y la vista fija en el suelo. Cuando doblamos a la izquierda hacia la estatua de madame Curie, capté un retazo de la disputa. —Últimamente siempre quieres ir a la biblioteca. A ver si lo adivino, Justin. Para ver a la única chica del campus que no se ha arrojado en tus brazos. —¡Eso no es verdad, Tracy! —Está forrada de dinero. Supongo que eso tendrá algo que ver en el asunto. Lo siento, pero todas no podemos instalarnos en un apartamento privado, Justin. Sé que ocupas una habitación individual, pero aquí lo normal es compartir el cuarto con otros compañeros. —Pero ¿qué dices? —Ya no quieres venir a mi habitación. ¡No trates de negarlo! Te parece una chica mona. ¡He observado cómo la miras en clase de inglés! —Caray —murmuró Tony cuando entramos en el edificio de ciencias para asistir a la clase de anatomía. No pude evitar sentir cierta satisfacción.

Durante la clase, mis pensamientos oscilaban entre la pelea de Justin y Tracy y la voz de Vicken resonando a través del campus. Después de obsesionarme con las acusaciones de Tracy sobre los sentimientos de Justin hacia mí, pensé de nuevo en Vicken. ¿Por qué y cómo era posible que le oyera con tanta claridad? Sabía que no estaba loca ni oía voces. Un vampiro enamorado puede comunicarse con su pareja por telepatía, aunque la capacidad de Vicken para conectar conmigo sin duda había desaparecido a raíz de mi transformación. La voluntad y la determinación de Vicken cuando estaba vivo constituían fuerzas muy potentes; en parte eran el motivo por el que le había convertido en vampiro. Con el paso de los años, esos aspectos de su personalidad habrían adoptado dimensiones exageradas; quizás habría sido capaz de localizarme, aunque me hallara a miles de kilómetros. —Siéntate —me dijo Tony después de la clase de anatomía. Mis pensamientos se interrumpieron al percibir el áspero sonido de madera

contra madera. Tony arrastraba una silla desde un extremo de la torre de arte al otro. Al cabo de unos momentos, me senté en la silla mientras él se ponía a trabajar. Había renunciado al carboncillo, convencido de que no lograría captar mis rasgos con él. De improviso se asomó por detrás del caballete y se inclinó hacia delante, aproximando su rostro al mío. Alzó el meñique, adornado con un anillo de plata y me apartó un mechón de los ojos. Comprobó si el color de una pintura era acertado untándose un poco en la palma de la mano. —Tienes un aspecto estupendo. Esto va a quedar muy bien —dijo sonriendo. Me gustaba el olor a pintura en la habitación y a hierba fresca que penetraba con la brisa a través de las ventanas abiertas. Tony olía un poco como un niño, a almizcle y manchado de pintura. Le miré a los ojos y él también me miró. Sonrió pausadamente. Antes de que pudiera darme cuenta, alzó mi barbilla hacia su rostro y nuestros labios casi se rozaron. Repentinamente sonaron unos golpes en el marco de la puerta. —¿Lenah? Tony retrocedió de un salto. Se volvió hacia la puerta. Justin entró en el estudio de arte. Yo sonreí, incapaz de evitarlo. —Fui a buscarte a la biblioteca —dijo dirigiéndose hacia mí. —¡Primero en el invernadero, y ahora aquí! —La bibliotecaria me dijo que sueles venir aquí con Tony. —Sí, para trabajar —respondí, levantándome. Tony comenzó a recoger sus pinturas. Yo sonreía tanto que empecé a sentirme mareada. —¿Estás pintando a Lenah? —preguntó Justin estirando el cuello para ver el lienzo sobre el caballete. —Sí —contestó Tony secamente, tomando sus pinceles. —Qué guay. ¿Puedo verlo? Tony cogió el lienzo. —No. Aún no está terminado —replicó volviendo el caballete hacia la pared. —Es un poco picajoso —comenté sin dejar de sonreír. —¿Qué hay, Enos? —preguntó Tony—. No sueles venir por aquí. —He venido para comprobar lo valiente que eres —dijo Justin, pero se dirigía a mí. —¿Valiente? —pregunté, volviéndome para encararme con él. —El sábado vamos a hacer puenting. Miré a Justin y luego a Tony. Éste se apresuró a sacudir la cabeza.

—No lo hagas, Lenah. Es un suicidio. —¿Qué significa hacer puenting? —inquirí. —¿Lo preguntas en serio? —contestó Justin, que estaba apoyado contra una mesa del estudio. Cruzó un tobillo sobre el otro. Una pose que le había visto adoptar en otras ocasiones. Era una postura cómoda, destinada a darte a entender que ostentaba una posición de poder. Suspiré; esta habilidad de interpretar posturas es una característica de los vampiros. Una costumbre que hasta ahora no había perdido—. Saltas desde un puente a un lago. Es divertido. Tony se interpuso entre nosotros y alzó las manos. En una de ellas seguía sosteniendo sus pinceles. —Te atas una correa alrededor del tobillo. En realidad, es una cuerda elástica, y luego saltas desde un elevado puente o un edificio... —Vale la pena —le interrumpió Justin. Tony depositó sus pinceles en un recipiente con agua en el lavabo del estudio de arte. Lavó su paleta de pinturas y se volvió. —¿Para quién, Enos? El hecho de que tú quieras matarte no significa que Lenah tenga que hacerlo también —dijo. —De acuerdo —tercié yo—. Iré. —Justin sonrió satisfecho—. Pero sólo si nos acompaña Tony. —No. Ni hablar. Olvídate —replicó él—. No —repitió soltando una risa un tanto histérica. Se detuvo frente a las taquillas de estudiantes y apartó una cortina roja. La cortina separaba la taquilla en la que él guardaba sus útiles de pintura. Todos los estudiantes de arte tenían una. Arrojó su paleta dentro de un recipiente de metal—. No —dijo, riéndose de nuevo y sacudiendo la cabeza. Tomó su maletín de cuero negro bajo el brazo y pasó a toda velocidad por nuestro lado—. No —dijo, saliendo a la escalera—. No. ¡Ja, ja! No, y punto. —Siguió repitiéndolo mientras bajaba la escalera.

Esa noche, al regresar a casa, me desplomé sobre el sillón reclinable. Mis ojos se posaron en el escritorio al otro lado de la habitación y contemplé la foto de mi clan. Mi cuerpo ya no podía seguir funcionando durante horas y horas. Ahora tenía sangre, músculos y un corazón que no cesaba de latir. Todo estaba en silencio. Los párpados me pesaban. Fuera reinaba el silencio, aunque de vez en cuando oía voces de gente en el hueco de la escalera de mi residencia. Escuché mi respiración porque era importante

que mis pulmones dispusieran de suficiente oxígeno. Mi corazón latía de forma acompasada. El sonido rítmico de mi respiración era reconfortante. Los párpados se me cerraron por enésima vez y no traté de abrir los ojos. De pronto vi en mi mente, como si surgiera de la oscuridad, el saloncito del primer piso de mi casa en Hathersage, aunque presentaba un aspecto radicalmente distinto. Cien años atrás estaba decorado con grandes alfombras orientales, cortinas de un rojo vivo y muebles tapizados en suave terciopelo. En este sueño, la habitación era la misma pero había algunos objetos que no estaban antes: televisores de pantalla plana y ordenadores. En un rincón, Vicken, con pantalón negro y camisa negra, se paseaba arriba y abajo. Se acercó a la ventana y oprimió un botón en el extremo derecho de la pared. Las persianas se alzaron mecánicamente. Fuera, justo debajo de la ventana, estaba el cementerio bañado en un resplandor de color naranja intenso. Sobre una lápida aparecía mi nombre: Lenah Beaudonte. —Algo ha ido mal —dijo Vicken, aunque hablaba en hebreo—. Los materiales de Rhode han desaparecido. Su alcoba está vacía. —Descuida, ya se despertará —respondió Gavin, expresándose en francés desde la puerta—. Ten paciencia. Vicken no se volvió para mirarle. La conversación que mantenían era una mezcolanza de lenguas y acentos. —Ya hemos hablado de ello muchas veces —intervino Heath, acercándose a Gavin, que seguía en la puerta, y expresándose como es natural en latín. —Sí, pero a medida que se aproxima la fecha de la Nuit Rouge, surge en mi mente la duda —explicó Vicken. —Eso obedece al temor —terció Song, pasando junto a Gavin y Heath y sentándose en un sillón reclinable de cuero marrón situado frente a la ventana. Hablaba en inglés. Vicken dio un respingo. —El temor es lo que te mantiene pegado a la ventana —prosiguió Song. Vicken clavó los dedos en el marco de la ventana. Sus uñas trazaron unos arañazos en la madera. Se alejó de la ventana y se sentó pesadamente en una butaca vacía. En una mesita había un cuenco que contenía lilas secas. Las tomó con las yemas de sus dedos y dejó que los pétalos de color

púrpura cayeran como granos de arena en el cuenco. —La necesito. Si no se despierta dentro de cinco semanas, excavaré su tumba con mis propias manos —dijo, y en ese preciso momento abrí los ojos en el cuarto de estar, respirando trabajosamente y percibiendo un perfume a lilas en mi pelo.

14 Nickerson Summit es un puente suspendido a cincuenta metros sobre un río. El sábado partimos en el todoterreno de Justin para Cape Cod Bungee, que se hallaba tan sólo a media hora en coche de Wickham. La mayoría de la gente tenía que obtener permiso de sus padres para practicar puenting, y yo falsifiqué la firma de Rhode. Después de explicarnos durante una hora lo que debíamos hacer y firmar un montón de papeles que especificaban que si nos matábamos nuestros padres no podrían querellarse contra la empresa, nos dispusimos a jugarnos la vida. Nos colocamos en cola para saltar al vacío. —Es increíble que dejara que me convencieras para hacerlo. Es una idea pésima —dijo Tony, paseándose inquieto delante del puente. Cada pocos pasos se detenía y agitaba los hombros—. Tú puedes hacerlo —farfulló entre dientes. —¿Vas a saltar conmigo? —preguntó Tracy a Justin abrazándolo y acariciándole sin cesar. —Cada uno saltará solo, cariño —respondió él. Tracy se inclinó para besarlo. Observé que tenía la boca abierta y que Justin mantenía la suya cerrada. Era un beso un tanto raro, desigual. —¡Quiero ser la primera en saltar! —chilló ella abrazando a las chicas del Terceto. —Gracias a Dios —dijo Tony entre dientes, y se sentó en la acera del puente. —¿Me prometes que saltarás después de mí? —preguntó Tracy a Justin. Tras dirigirme una breve mirada como si quisiera apuñalarme, lo besó en la mejilla. —Claro —respondió él, y Tracy ocupó su posición sobre el puente. Se subió al pretil del puente, extendiendo ambos brazos, y se inclinó hacia delante. Lanzó un chillido y saltó. Todos corrimos a asomarnos. Las puntas del cabello de Tracy casi rozaban la superficie del río. Sostuvo los

brazos sobre la cabeza mientras su cuerpo oscilaba en consonancia con los movimientos del cable. Se elevó, casi hasta la altura del puente, y descendió de nuevo. Su cuerpo pendía flácido, por lo que deduje que confiaba plenamente en la tecnología. ¿Sería yo capaz de hacer eso? Cuando el cable empezó a detenerse, Tracy se bamboleó en el aire de forma más lánguida, de un lado a otro, mientras su cabellera ondeaba al viento. Los empleados de la compañía se acercaron en su lancha neumática para soltarla del cable. Claudia y Kate se cogieron de las manos y saltaron a continuación. No dejaron de chillar durante toda la caída. Las siguieron Curtis y luego Roy, al cabo de unos minutos los únicos que aún no habíamos saltado éramos Justin, Tony y yo. —¡Vamos, Tony, tú puedes hacerlo! —gritó Tracy desde la orilla del río. Miré por la barandilla, sorprendida de que le hubiera dicho algo agradable a Tony. Cuando miré a las chicas, vi que estaban tomando el sol. Debajo de su ropa llevaban bikinis rojos idénticos. Lo único que yo llevaba era mi sujetador y mis braguitas. Tony se subió al pretil del puente; no cesaba de crispar y relajar las manos. —Tengo las manos sudorosas. Al igual que la espalda. Huelo que apesto. —Se volvió y me arrojó su gorra de béisbol—. No puedo creer que vaya a hacer esto. Tengo ganas de vomitar. El empleado de la compañía de puenting, que estaba junto a Tony, le pasó un cubo de color azul que sacó de no sé dónde. Tony respiró hondo. —Soy un artista. Puedo hacerlo. —¿Estás listo? —le preguntó el empleado con tono hosco. Era un tipo rechoncho con barba y una camisa que decía: «A LOS TÍOS GORDOS LES CHIFLA LA CARNE».

—Bonita camisa —le dijo Tony, tras lo cual volvió a mirarme—. Me parece oír a mi madre, Len, preguntándome «¿Quieres matarte?» Me reí tanto que me dolía el pecho. Tony extendió los brazos junto a los costados, cerró los ojos y emitió un grito que se prolongó durante toda la caída. Cuando terminó de caer, oí al Terceto jaleándole y ovacionándole. Justin y yo éramos los únicos que quedábamos. El empleado me colocó un arnés. Detrás de mí, en el suelo, sentí que Justin me estaba observando. —Lo has hecho adrede —le dije mientras el empleado seguía

sujetándome el arnés. —Quizá —respondió él. —¿A qué juegas? Tu novia está ahí, en la orilla del río. —Saltemos juntos. —¡Vamos, Lenah! —gritó Tony desde abajo. —Si saltas conmigo, Tracy se dará cuenta. Justin se incorporó. —¿De qué? —Creerá que lo has hecho adrede. —Lo he hecho adrede. —¡Eh, vosotros! —dijo el empleado—. ¡Mantened los ojos bien abiertos si vais a saltar juntos! Y procurad que vuestras cabezas no choquen entre sí. Odio limpiar sangre. —Si saltas conmigo... —empecé a decir. —Me tiene sin cuidado. Justin me agarró de la mano y nos colocamos sobre el pretil del puente. Miré a Tracy y al Terceto más abajo, que guardaban un silencio absoluto. Justin quería saltar conmigo y ahora todo el mundo lo sabía. Le vi alzar el pie derecho. —No, espera —dije, sintiendo la enorme distancia entre el puente y el río. Él me apretó la mano y fijé de nuevo la vista en el río a nuestros pies. La forma en que las pequeñas olas se deslizaban y movían juntas. Observé las olas coronadas por una cresta de espuma que levantaba el motor de la lancha neumática. En ese momento irrumpió en mi mente el sueño del clan. No era real, pero parecía real. De pronto imaginé el rostro enfurecido de Rhode. ¡Había sacrificado su vida por mí y yo iba a lanzarme desde un puente! —Tengo la impresión de que apenas has salido de tu casa —comentó Justin, rompiendo el hechizo de mis pensamientos. Con nuestras manos enlazadas, le miré—. Lo digo por la forma en que mirabas el río. —No me había dado cuenta de que lo hacía —le respondí. —No puedes pasarte la vida oculta debajo de un cobertizo para botes. — Miré a Tony, que alzó el puño para darme ánimos—. Tienes que soltarte... —dijo Justin. Le miré de nuevo, borrando la imagen del clan de mi mente. Estaba preparada. Con mi mano derecha en su mano izquierda... Ambos esbozamos una pequeña sonrisa.

—¿Estás lista? —preguntó Justin. Saltamos. Mi cuerpo era... libre. Cuando saltamos mi mano se separó de la de Justin. Sentí mi torso inflarse y desinflarse, y el aire pasar silbando junto a mis oídos y entre mis dedos. La voz de Tony fue la que oí con más claridad a través de todas las aclamaciones. Sentí el arnés elástico tirar de mis caderas hacia arriba y luego hacia abajo. El viento me acarició las mejillas y el cuero cabelludo. Miré a la derecha y vi que Justin tenía los ojos cerrados y los brazos alzados sobre la cabeza. Cerré los ojos como él y sentí un escalofrío. Sonreí. Cuando la elasticidad del arnés no dio más de sí, miré a Justin, que estaba boca abajo. Me sonrió, —¿Aún estás triste? —me preguntó. Cuando nos ayudaron a subirnos a la lancha neumática y nos condujeron a la orilla, Justin no dejó de mirarme a los ojos. No, en ese momento era imposible sentirme triste.

15 —¡Lenah! ¡Espera! —gritó Tony desde la cima de la escalera de la torre de arte. Era el día siguiente a nuestra excursión para hacer puenting y Tony había pasado la mañana dibujando mis ojos. Cuando se acercó a la puerta, vi que tenía una mancha de pintura verde en la nariz—. Gracias por acceder a posar hoy para mí —dijo—. Creo que... por fin lo he captado. —De nada —respondí. Antes de llegar abajo, oí a Tony decir a los otros estudiantes que estaban en la torre: —¡Señoritas! No dejen que mis nalgas y mi erótico caminar las distraiga. No pienso moverme de aquí en todo el día. —Tienes la nariz manchada de pintura, Tony —dijo alguien, y en el estudio de arte estalló un coro de risas. Salí del edificio y alcé la vista. El cielo estaba cubierto por varias capas de nubes grandes y plomizas. Cuando atravesé el prado, me sorprendió ver a Curtis, a Roy, a Claudia y a Kate sentados sobre una manta. Cuando pasé junto a ellos, dispuesta a sonreír a las chicas, Kate se inclinó hacia Claudia y se cubrió la boca con la mano. Los ojos de Claudia se clavaron en los míos. Ladeó la cabeza, escuchando lo que le decía Kate, pero en lugar de sonreír y compartir algún misterioso secreto, como solían hacer, sus ojos mostraban una expresión más suave. Miré de nuevo a Kate. Tenía el ceño fruncido, y aunque no vi su boca, estaba segura de que en ella se pintaba una sonrisa burlona. Pero en Claudia parecía haberse operado un cambio. Ella y yo compartimos ese momento hasta que Curtis se reclinó, apoyado sobre los codos, y me dio un repaso de arriba abajo. Sonrió satisfecho. Era más alto que Justin, pero más grueso, con la boca carnosa y tenía papada. Caminé lentamente. Kate se apartó el pelo que le caía sobre el hombro. Roy, el novio de Claudia, me miró también fijamente. Era más menudo que Justin y Curtis. —¿Te divertiste ayer haciendo puenting? —me preguntó Curtis. Kate reprimió una risita despectiva. De pronto caí en la cuenta, y el

efecto fue como si me hubieran asestado un bofetón. ¡Había perdido mi percepción extrasensorial! No podía acceder a sus pensamientos y emociones. Sabía que Kate rezumaba desprecio hacia mí, pero eso era obvio. Me centré en el grupo, pero no experimenté ninguna sensación. No tenía una idea clara sobre sus intenciones emocionales. Había perdido mi don. Aparté rápidamente la vista y apreté el paso. Miré la hierba y las alas de una mosca que pasó volando. Menos mal que seguía conservando mi visión vampírica. Emití un suspiro de alivio. Atravesé el prado en dirección de los edificios de ciencias. Pum, pum, pum, pum. ¡Mi estúpido corazón! Los latidos resonaban en mis oídos. Un torrente de adrenalina circuló por mi pecho, produciéndome un hormigueo en las yemas de los dedos. Apreté el paso y me crucé con estudiantes que se dirigían a sus clases. Evité mirar a los ojos a todo aquel con quien me cruzaba. Me costaba respirar. Me llevé la mano al pecho y sentí el temblor de mis pulmones. Mi cuerpo se rebelaba contra mí. Esta reacción física... ¿A qué se debía? ¿La ansiedad? ¿El temor? Apreté los dientes. Decidí ir al invernadero para recobrar la compostura. Poco antes de llegar al soportal del edificio Quartz, decidida a pasar de largo sin detenerme, oí una voz que me resultaba familiar. —Lo sabía. Sabía que esto ocurriría —dijo Tracy. —¿Qué es lo que sabías? Hace tiempo que esto se veía venir, Tracy. —¿Hace tiempo? Querrás decir hace unas semanas, ¿no? Desde que la conociste. Todo iba bien hasta que Lenah Beaudonte llegó al colegio. Contuve el aliento y me apoyé contra la piedra del edificio. El corazón me seguía latiendo como un caballo desbocado. ¡Mi percepción extrasensorial! ¿Cómo era posible que se hubiera esfumado justo cuando más la necesitaba? ¿Sin previo aviso? —No se trata de Lenah —intentó oponer Justin. Me centré en la conversación. Tracy soltó una risita despectiva. —Venga, hombre. En cuanto esa chica abrió la boca, comprendí que la deseabas. Lenah por aquí, Lenah por allá. ¡Qué tía más repipi! ¿Quién no ha estado nunca en un barco? ¿Quién le tiene tirria al sol? Estaba situada a la izquierda del soportal y asomé un poco la cabeza. Ahora comprendí las miradas de Claudia, de Kate y de Curtis. Debían de saber que iba a suceder esto.

—No lo entiendo —dijo Tracy con voz entrecortada, y deduje que iba a llorar. Me asomé por la esquina del edificio y vi a Justin y a Tracy en la sombra del callejón. La puerta de cristal de doble hoja de la residencia se abrió y cerró, y unos estudiantes pasaron de largo. La mayoría de ellos agacharon la cabeza mientras cuchicheaban entre sí. Justin rodeó a Tracy con los brazos y la atrajo hacia él, lo cual hizo que yo sintiera una opresión en el estómago. —¿Y yo qué? —gritó la chica—. Os vi en Nickerson Bridge. No quisiste saltar conmigo. —Ahora es distinto. Me siento distinto. Tracy levantó la cabeza y me vio. Me aparté rápidamente, apoyando la espalda contra el edificio. —¡Lenah! —chilló. Emití un gruñido. —¿Qué? —exclamó Justin. —Lenah. Está al otro lado del callejón. ¿Qué diablos os ocurre a los dos? —preguntó Tracy. Oí el sonido de sus tacones sobre el pavimento cuando pasó de largo. Echó a correr, a través del prado, y alcanzó el sendero antes de percatarme de que Justin estaba junto a mí. Deseé seguir a Tracy para decirle que lo sentía mucho. Sentí un cosquilleo en el estómago, una sensación rara, y de pronto noté los dedos de Justin sobre mi hombro. Me alejé de él y eché a andar hacia el prado. —Lenah... —Sus ojos ardían de deseo..., de deseo de tranquilizarme. —No pretendía herir a nadie —dije. —No lo has hecho. —Justin extendió la mano hacia mí. Yo deseaba que me rodeara la espalda con los brazos y me estrechara contra sí, pero sentía una opresión en el pecho. Señalé a Tracy, que corría a través del césped del campus. —Acabo de hacerlo. —No, he sido yo. Me adentré en el prado. Lloviznaba y Justin y yo nos miramos a los ojos. ¿Cómo era posible que los ojos de una persona me revelaran tanto? La pasión de Justin por mí y su conexión con mi corazón me permitían ver el fondo de su alma. A través del verde de sus ojos, en el fondo de sus pupilas, había una entrada, un lugar donde yo podía ver y sentir todas sus intenciones. Contuve el aliento, confiando en que, al margen de lo que ocurriera con mi visión vampírica a medida que me hiciera más humana,

jamás perdería esa conexión con él. Por favor, pensé. No dejes que olvide cómo me hace sentir. Necesitaba desviar la vista, de modo que la fijé en la boca de Justin; tenía los labios apretados. Yo habría dado lo que fuera para impedir que ese sentimiento de culpa circulara por mis venas. Hacer que el mundo y el tiempo dejaran de moverse y besarle allí, en medio del campus. Pero ésa era mi maldición. Experimentar siempre un sentimiento de remordimiento y saber que yo tenía la culpa. Con gran esfuerzo, como si me costara separarme de él, me volví y eché a andar apresuradamente hacia el invernadero.

Pit pat. Pit pat. En el invernadero reinaba el silencio, excepto por la lluvia que empezaba a batir en el tejado curvado de cristal. Antes del aguacero había hecho calor, por lo que las ventanas estaban empañadas. Sobre mí, docenas de helechos color púrpura colgaban en sus tiestos de ganchos de metal. Las hojas eran verdes con un ribete de color lavanda. Avancé por la nave central del invernadero. A ambos lados se alzaban estanterías de más de tres metros de altura adosadas a las paredes. Los mecanismos de humidificación se ponían en marcha cada pocos minutos, humedeciendo las plantas y dándoles calor. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí segura. Sabía que la magia de mi percepción extrasensorial se había disipado mientras hacía puenting. Cuando nos hallábamos sobre el puente y la mano de Justin aferraba la mía. En ese momento había dejado de temer al clan y había decidido participar en el mundo real. Otro sacrificio. Rhode estaba en lo cierto: lo que importa siempre es la intención. Mientras caminaba, esos pensamientos me pasaban por la cabeza. Evoqué el rostro de Vicken y debido al temor que lo acompañaba, alargué la mano y tomé unos capullos de rosa. Si echas unos pétalos de rosa en el té, te traerán el amor. Guardé los pétalos en mi bolsillo. Luego busqué flores de manzano para que me dieran suerte. A mi alrededor colgaban y crecían cactus, orquídeas, helechos; en unos tiestos había plantas cubiertas de hojas. Algunas hojas eran grandes y se desparramaban sobre el pasillo, mientras que otras eran pequeñas y apenas visibles para el ojo... humano. Olía a tierra húmeda. Pero ya no lo envidiaba. Quizá por una vez en una

historia muy larga comprendí que yo provenía de esa tierra. Que también era un ser natural. —¿Te alegras de haber saltado? Me volví rápidamente. Justin se hallaba en la puerta del invernadero. La puerta de doble hoja se cerró tras él y nos quedamos solos. Me volví de espaldas a él. Justin avanzó hacia mí y las suelas húmedas de sus zapatillas deportivas resonaron sobre el suelo del invernadero. Se aproximó tanto que su pecho se apoyó en mi espalda. Tenía un cuerpo fuerte y musculoso, muy distinto del de un vampiro, que permanece en el estado en que se hallaba en el momento de su muerte. Justin respiraba lentamente, provocándome escalofríos en la nuca. Sentí que se me ponía la piel de gallina en la espalda y los hombros. Miré a la derecha y vi unas flores de azahar, con pétalos anchos y delicados. Algunas eran de un color naranja sanguina, otras de un amarillo vivo. Sus pétalos eran anchos, con el borde ligeramente irregular, por lo que en conjunto ofrecían el aspecto de un asiento de terciopelo. —Caléndulas —dije, sintiendo el calor del cuerpo de Justin contra el mío—. Conocidas popularmente como maravillas —murmuré con voz ronca. Él me rodeó el estómago con una mano y me atrajo hacia sí. Estábamos tan cerca que incliné la cabeza hacia atrás y la apoyé en su pecho. —Posee propiedades curativas increíbles. Cura las mordeduras — continué. Él no dijo nada. Me estrechó contra sí y me rodeó la cintura con ambas manos. Me estremecí de pies a cabeza; sentí un hormigueo en las manos y las yemas de los dedos. Avancé un paso, respiré hondo, volví a inspirar aire y luego lo expelí. Eché a andar pausadamente, seguida por Justin. Me fijé en otra flor que había en un estante a mi derecha. Me volví lentamente y le miré a los ojos. Observé unas flores que había justo debajo de las yemas de sus dedos. —Capuchinas —dije. Alargué la mano y arranqué un bonito capullo de color amarillo de su largo tallo verde. Apenas había espacio entre nosotros. No podíamos aproximarnos más. Le ofrecí la flor en la palma de mi mano —. Es comestible. Justin miró la flor y luego me miró a mí. Abrió la boca, esperando. Deposité la flor sobre su lengua y él cerró los labios. Acerqué mi cara a la suya sin pensar siquiera en las consecuencias.

Justin se tragó los pétalos y observé el movimiento de su nuez. A continuación apoyó las manos en mis caderas y alcé mi rostro hacia el suyo. —¿Qué significado tiene esa flor? —preguntó en tono quedo. Nuestras bocas estaban a escasos milímetros de distancia. —Felicidad. Justo donde estás ahora. Un beso humano. Una boca caliente con un sabor picante a capuchina. Justin hizo que abriera los labios y los cerrara; sentí la presión de sus labios sobre los míos. Nunca me habían besado. No de esta forma. No como si estuviera viva. Hubo pétalos, saliva, aliento, presión. Latidos de corazón y mis ojos... Los tenía cerrados. Justin apoyó las manos en mis caderas, luego ascendieron por mi espalda y se introdujeron en mi cabello. No sabría decir durante cuánto tiempo nos besamos. Sólo sé que cuando me aparté por fin, él emitió un leve gemido. Oí pasos, uno ligeramente más pesado que el otro. Un sonido que sólo yo era capaz de descifrar. Un zapato que era microscópicamente distinto del otro. Miré por encima del hombro derecho de Justin y mi mirada se cruzó con la de Tony. Pestañeó una vez, dio media vuelta y echó a andar de nuevo hacia el campo de lacrosse en dirección a Hopper.

Una gota de lluvia se deslizó por mi brazo, por mi muñeca, por un nudillo y cayó de mi dedo al suelo. Permanecí en la puerta de mi apartamento unos cinco minutos antes de cesar de recrear ese beso en mi imaginación una y otra vez. Estaba empapada y tenía la ropa pegada al cuerpo. Me reí, tapándome la boca con la mano, sorprendida por el sonido de mi risa, y me sonrojé. Justin Enos me había besado... Alcé la vista, sin pretenderlo, pero mis ojos se posaron sobre la espada de Rhode. Avancé lentamente, pasito a pasito, hasta que estuve tan cerca de la espada que podía lamerla. Observé en el reflejo del metal que mi sonrisa se había borrado Incluso ahora, distinguí unas manchitas de sangre incrustadas en el metal. Me toqué el collar del que colgaba el vial, pensando durante unos momentos si era necesario que llevara los restos de Rhode alrededor del cuello. Dejé caer las manos y me encaminé hacia mi dormitorio. Por

supuesto que era necesario. Por más que Justin Enos me hubiera besado, aún no estaba preparada para desligarme de mi pasado. Los recuerdos de mi vida anterior, sembrando destrucción y muerte, seguían reconfortándome. Al alejarme pensé en lo que significaría tomar esa espada y guardarla, meterla en un baúl para que permaneciera en la oscuridad junto con el resto de mis viejas intenciones. No. Aún no estaba preparada. Pero había llegado el momento de hacer algo. Por insignificante que fuera.

16 ¡Chischás! ¡Chischás! Metal contra metal. Me volví en redondo, sin quitar ojo a mi adversario. «Mantén siempre la concentración», me había dicho Rhode. Apoyé mi peso sobre mi brazo izquierdo, alzando la espada en el aire, procurando sostenerla con firmeza. Empuñaba la larga espada de Rhode. Con un contundente chasquido, mi espada golpeó la de Vicken y se detuvo. Nuestras hojas se cruzaron, y ambos nos quedamos inmóviles. —Veo que has practicado —dijo. Yo retrocedí y depuse mi espada. Corría el año 1875. Vicken y yo estábamos en la sala de armas de Hathersage. De la pared colgaban centenares de espadas, puñales y diversos tipos de armas. Al fondo había una mesa de boticario y una sala para invocaciones y encantamientos, separada por una cortina negra. Mi holgado vestido me permitía maniobrar con facilidad. Era de color verde, alegre a diferencia del resto de mi mundo, que no podía serlo. A Vicken le encantaba perfeccionar el manejo de la espada, convencido de que algún día tendría que echar mano de ella. Ese día vestía una camisa blanca y un pantalón de cuero. —Es más fácil avanzar con la espada —dijo. La sala de armas se hallaba en el primer piso y daba al camino de acceso a la casa. Cuando enfundé de nuevo mi espada, oí unas risas. Vicken estaba ahora junto a la ventana. —¿Quién es? —pregunté, acercándome. —Una pareja —respondió él. Caminaban cogidos de la mano. Ella era una joven criatura que lucía un vestido azul pavo real. Su compañero vestía un traje marrón claro. Arqueé las cejas y me aparté de la ventana cuando el joven miró a su alrededor, se detuvo y abrazó a la mujer. La besó con tal pasión que cuando se separaron ella contuvo el aliento. Luego volvió a besarla. —La lujuria —dije—. La perdición de cualquier mujer inteligente. — Me volví y apoyé la espalda contra la pared. Vicken se apoyó en el marco

de la ventana y me miró. Tenía los ojos hundidos, oscuros. Pese a ser un vampiro, seguían emitiendo una expresión cálida. —Eso no es lujuria, Lenah. —¿No has visto cómo la ha besado? La ha dejado sin aliento. Vicken se situó frente a mí y deslizó las manos sobre mis brazos. Deseé sentir el contacto de su piel, pero era como el viento contra una lápida. De un tiempo a esta parte, la compañía de Vicken era el único motivo que me permitía conservar cierta cordura. —¿No deseas a veces —me preguntó con vehemencia— poder sentirme? Observé la suavidad de sus manos y recordé un momento en un palco de la ópera cuando había experimentado esos mismos deseos. Cuando miré su rostro, observé que mostraba un aire consternado. Quizá sabía tan bien como yo que ya no poseía la capacidad de desear. Me volví y miré a través de la ventana. —Yo sí —dijo—. Echo de menos el tacto. Tocar y sentir que se me eriza el vello. Al otro lado de la ventana, la pareja se había vuelto para abandonar la propiedad. El hombre se detuvo, cogió una flor silvestre y se la ofreció a la mujer. —Eso es amor humano —musitó Vicken. Yo di un respingo. —¿Ha pasado tanto tiempo que ya no lo distingues? —me preguntó. Una sombra pasó sobre mis ojos. Vicken tenía razón. Era amor, y Rhode llevaba tanto tiempo ausente que yo ya no lo distinguía. Apreté los dientes con tal fuerza que se me partió una muela. —Anda, vamos —le dije encaminándome hacia la puerta. —¿Adónde vas? —preguntó Vicken esbozando una amplia sonrisa. Sus colmillos descendieron. —A conocer a nuestros nuevos amigos —contesté escupiendo la muela que se me había partido, la cual rebotó en el suelo—. Vamos a comer algo.

Sacudí la cabeza y me centré en la mesa de anatomía. Era lunes, y estaba de nuevo en clase. Palpé con la punta de la lengua las cavernas de la muela que se me había roto y suspiré. Había llegado temprano. Apenas había pegado ojo desde que Justin Enos había decidido cambiarlo todo y besarme. Cuando llegué, el aula estaba vacía, pero mientras soñaba

despierta prácticamente todos los estudiantes habían llegado. Unas gafas de sol se deslizaron sobre la mesa y chocaron con mi bloc de notas. Al levantar los ojos vi a Tony mirándome con una media sonrisa y luego ocupar su asiento. —No te he visto a la hora del desayuno —dije. —Te las olvidaste ayer. En la torre de arte —dijo señalando las gafas de sol. —Ah —dije—. Gracias. —De modo que por eso me siguió hasta el invernadero. —¿Estás preparada? —me preguntó, sacando un bolígrafo y un papel. Yo hice lo propio, pero me extrañó que no sacáramos nuestros libros de texto. —¿Para qué? —inquirí. —Para el día de la rana. Tenemos que disecar una rana —respondió Tony. —¿Viva? —pregunté interesada. Un arrebato de excitación hizo presa en mi pecho. ¿Tendría que matar a la rana? ¿Me repugnaría hacerlo? —Es nuestra primera prueba o algo por el estilo. ¿No prestas nunca atención en clase? En realidad, no, pensé. —Trae mala suerte mirarla a los ojos. Así que no lo hagas —me explicó Tony. —¿Qué tiene de malo? —Mi padre dice que matar a una rana es como matar un alma. Trae mal fario. Pero quiero hablarte de un asunto más importante, Lenah. Mucho más importante. —Tony se volvió hacia mí. Supuse que había llegado el momento en que me echaría la bronca por lo de Justin Enos. Me miró muy serio—. Necesito que hoy vuelvas a posar para mí. Mi profesor quiere que perfeccione otro detalle del dibujo. —Tengo una cita —respondí, pensando en la pequeña promesa que me había hecho a mí misma la noche anterior—. Después de clase. —¿Qué tienes que hacer? —me preguntó Tony—. ¿Ir al invernadero? —No. Te lo contaré más tarde. —Cuántos secretos, Lenah. Demasiados. —Suspiró—. ¿Te pasarás por Hopper a la hora de cenar? —Claro —respondí. En el preciso momento en que saqué mi bolígrafo y mi libro de laboratorio, sentí un beso en mi mejilla. Alcé la vista. Justin

estaba de pie junto a mí. Tenía muy buen aspecto..., demasiado bueno. En las comisuras de sus ojos mostraba unas arruguitas. —Qué hay, Sasaki —dijo saludando a Tony con un gesto de la cabeza. Tony le devolvió el saludo secamente y abrió su libro de anatomía. No me hacía falta la percepción extrasensorial para percibir que se había puesto de mal humor. —Después de clase tengo entrenamiento, pero vendrás a cenar con nosotros, ¿no? Tengo que preguntarte algo y no quiero olvidarme —dijo Justin cuando la señora Tate entró en la habitación. —Sí —contesté sin pensármelo dos veces. —¿No dijiste que me ayudarías con el retrato? —preguntó Tony, y observé que empezaba a sonrojarse. —Es cierto —reconocí antes de que Justin pudiera meter baza—. ¿No podríamos hacerlo mañana? —pregunté a Tony. —Como quieras —respondió malhumorado. —No olvides que cenamos juntos, Lenah. Tengo que preguntarte algo sobre el fin de semana de Halloween —dijo Justin mientras se sentaba en su asiento. ¿Por qué tenía siempre un aspecto tan atractivo? —Probablemente quiere que le veas jugar a lacrosse —comentó Tony con gesto despectivo. Ver a Justin correr de un lado al otro del campo, portando una pelota de lacrosse, sudando y saltando mientras yo le observaba... (en mi fantasía, siempre estaba sudoroso, con la piel reluciente bajo el sol) me pareció una gran idea. —Empiezas a parecerte a una de ellas —añadió Tony en el momento en que la señora Tate empezó a sacar los objetos de una nevera portátil. —¿A quiénes te refieres? —pregunté. —A esas chicas que siguen a Justin Enos por todas partes. Una componente oficial del Terceto. ¿O hay algo más patético que te unas a ellas y se convierta en un Cuarteto? —No soy como esas chicas. —Yo no salté del puente de la mano de Justin Enos. Lo hiciste tú. ¿Por qué me obligaste a ir? —Pensé que... —empecé a decir, pero Tony me interrumpió. —Dentro de poco te sentarás en las gradas para observarle mientras juega. Te vestirás como ellas, te convertirás en una estúpida. Ya lo verás. Me quedé boquiabierta, sorprendida por el retorno de dos viejos amigos: dolor y vergüenza. Sentí una opresión en el estómago.

—Te aseguro que yo no... —empecé a decir, pero alguien colocó una bandeja de metal en la mesa sobre la que yacía una rana muerta. Su piel presentaba un color gris azulado por haber estado conservada en hielo. Parecía congelada. —Concéntrese, Lenah —dijo la señora Tate—. Su prueba empieza ahora. —Se volvió para depositar otra rana en la mesa junto a la nuestra. Miré la bandeja. No esperaba que tuviera ese aspecto. Tenía un pequeño vientre redondeado y yacía despatarrada. Tony tomó unas agujas y clavó los hinchados pies de la rana al trozo de tejido azul colocado debajo de su diminuto cadáver. Al hacerlo dejó su vientre expuesto para que pudiéramos abrirlo en canal. Contuve el aliento y mi cuerpo dio una pequeña sacudida, como un extraño eructo. Qué raro, pensé. Esta rana solía brincar, estaba viva. Tenía vida, pero ahora yace postrada sobre esta mesa. Muerta y fuera de este mundo, aunque de alguna forma sigue en él. Quiero vivir, pensé. ¿Cuántas veces me lo había suplicado alguien? ¿Cuántas veces pude haberles perdonado la vida? Las manos me colgaban perpendiculares al cuerpo, flácidas. El bolígrafo se me cayó de las manos, rebotó en la mesa y aterrizó en el suelo. —¿Lenah? —dijo Tony. Contemplé los ojos vidriosos e inmóviles de la rana. Durante un inexplicable momento, yo era esa rana. Había permanecido muerta y exánime durante mucho tiempo, y ahora estaba aquí, hechizada y viva de nuevo. —¿No gozamos de unos momentos de gracia? —musité. —¿Qué? —inquirió Tony. Seguí contemplando fijamente el cuerpo sin vida de la rana. El corazón me latía y mis ojos pestañeaban. La imagen de la rana perdió nitidez y vi el rostro de Tony en mi mente. Sentí el sabor de la comida que se deslizaba por mi garganta, vi a Tony llevarse una cucharada de helado a la boca, una flor de azahar sobre la lengua de Justin, la lluvia..., la gloriosa lluvia. —Quiero vivir —dije, fijando de nuevo la vista en la rana. Extraje las agujas, una tras otra, de los diminutos pies palmeados de la rana. Acto seguido me levanté sosteniendo su frío cuerpecillo en la palma de mi mano izquierda. Me acerqué al ventanal situado en un lado del aula de anatomía. Alcé la manija y lo abrí. Sostuve el cuerpo inerte de la rana, como si sostuviera unos fragmentos de vidrio, junto a mi pecho,

manteniendo los brazos pegados a mis costillas. Me asomé a la ventana y miré abajo. Deposité la ranita sobre los pétalos de rosa debajo de un rosal, una flor que simboliza el amor. La cubrí con unos puñados de tierra, asegurándome de que su cuerpo se mezclaba con la tierra y los pétalos de rosa. Luego dije en latín: «Ignosce mihi..., perdóname». Me volví hacia la clase. Recogí mis libros y mi bolsa sin decir palabra y salí.

17 Me senté en la fuente sobre la que se alzaba la estatua de madame Curie y contemplé el campus de Wickham, pero mi visión no tardó en desenfocarse. Aunque miraba miles de briznas de hierba, en mi mente vi el rígido contorno de los bíceps de Vicken mientras blandía la espada. Sacudí la cabeza y miré de nuevo las briznas de hierba que se agitaban bajo la brisa. Al cabo de unos momentos eso también dejó de interesarme y apareció en mi mente otra imagen de mi pasado: los ojos de Rhode. Parpadeó de forma que sus largas pestañas rozaron la parte superior de sus mejillas. La imagen me abrasó y empecé a boquear. Suspiré, sacudí la cabeza y me centré de nuevo en el campus. Vi las grietas en el tronco de los árboles que flanqueaban el sendero. Respiraba con dificultad. ¿Iba a romper a llorar? Esperaba que ocurriera, pero hasta ahora no había ocurrido. Traté de concentrarme en cualquier cosa que resultara difícil ver con el ojo humano. Si seguía viendo con mi visión vampírica, quizá significaba que aún no me había aclimatado del todo. Por primera vez, deseé librarme de ella. Seguí observando las hojas agitadas por el viento. Varios estudiantes pasaron de largo, con sus libros y sus mochilas. También pasaron profesores y encargados del mantenimiento del recinto. Lo observé todo, toda persona u objeto que lograra distraerme para no pensar en lo que acababa de suceder en la clase de anatomía. De repente alguien se sentó a mi derecha. —¿Fuiste capaz de meter las manos en las entrañas de la gata, pero no has podido disecar una rana? —me preguntó Justin suavemente. —No, no he podido disecar a la rana —confesé, volviéndome hacia él. Mantuve las manos enlazadas entre las rodillas. Justin me tomó la mano y guardamos silencio unos momentos. Me acarició la parte superior de la mano con el pulgar. Este gesto me

reconfortó. Tenía el don de hacer que sintiera como si cualquier problema, fuera el que fuera, se resolvería. Que todo tenía solución, incluso los fantasmas de mi pasado y mis esfuerzos por escapar de mi dolor. Sentía a Justin. Aferré su mano con fuerza. Lo sentía con todo mi cuerpo. Permanecimos así durante unos instantes y al poco rato todos los estudiantes que asistían a clase de anatomía desfilaron ante nosotros. Inclusive Tony. Se detuvo junto a la fuente. —Len... —empezó a decir. Observó la mano de Justin enlazada con la mía. Miró al frente, turbado. Nos miró de nuevo y echó a andar hacia Hopper. —Tengo que entrar un minuto —dije suspirando, y me levanté—. Tengo una cita. —¿Para qué? —Obligaciones familiares —le expliqué, restregando la tierra con los pies. Me volví para mirar a Tony, pero había alcanzado casi el otro extremo del prado—. Dijiste que querías preguntarme una cosa. —Dentro de dos semanas es Halloween —dijo Justin—. En mi familia lo celebramos porque en el instituto local organizan un partido de fútbol americano y mi padre es el entrenador del equipo. Es abogado, pero también es entrenador. Ese partido es muy importante para él. El caso — prosiguió suspirando— es que regresaré a casa para asistir al partido y quiero que me acompañes. Sus padres. Los padres de Justin. En mi mente vi un pendiente de oro sobre la palma de una mano, bajo la lluvia. Traté de ignorar esa imagen en mi cabeza. —¿A tu casa? —pregunté recogiéndome un mechón de pelo detrás de la oreja—. ¿Para Halloween? —Sí, el treinta y uno. Mi casa está sólo a una hora de aquí. Durante un momento se produjo un silencio mientras las palabras de Justin fluían a través de mi mente. Sí, el treinta y uno. Me llevé la palma de la mano a la cabeza y me la pasé por el pelo. Sentí de pronto que las mejillas me ardían y me costaba respirar con normalidad. —¿Vendrás? —preguntó Justin—. ¿Te apetece? Es octubre..., pensé. Respiraba con inspiraciones cortas y rápidas. El corazón me latía con

fuerza y sentía sus desenfrenados latidos en mi pecho. —Vale —dijo Justin con tono áspero—, no estás obligada a venir. Supuse que era una reacción a mi silencio. Sus ojos habían perdido su brillo habitual. Seguía sentado en la fuente, aunque yo me había levantando y me había echado la mochila al hombro. —No, si me apetece ir —dije con voz entrecortada. Empecé a echar a andar por el sendero—. Oye, mira, debo irme. Me pasaré por tu habitación después de mi turno en la biblioteca —dije—. Sobre las seis, ¿de acuerdo? —¡Espera, Lenah! Di media vuelta y eché a correr por el sendero hacia la calle Mayor.

Lo cierto era que no huía de Justin por haberme pedido que fuera a casa de sus padres. Huía de la fecha, del reloj que había permitido que dejara de sonar en mi cabeza. La invitación de Justin lo había vuelto a poner en marcha porque estábamos en octubre y había comenzado la Nuit Rouge. No recordaba la última vez que había estado tan distraída... ¡Había comenzado la Nuit Rouge y yo ni me había dado cuenta! Caminé pausadamente por la calle Mayor, observando los lugares de la ciudad con la que me había encariñado. Metí las manos en los bolsillos mientras pasaba frente al puerto deportivo y penetraba en la parte residencial de Lovers Bay. Era sorprendentemente fácil bajar la guardia. Justin Enos, Tony y todo cuanto ofrecía Wickham me distraía continuamente e impedía que me concentrara en mis pensamientos. Yo sabía que, conforme transcurrieran las jornadas de la Nuit Rouge, tendría que sumergirme más profundamente en mi existencia humana y dejar el mundo vampírico atrás. Tal como había dicho Rhode, mi vida dependía de ello. Atravesé la verja de hierro forjado del cementerio de Lovers Bay. Mientras seguía los letreros que conducían a la administración, comprendí instintivamente que hacía lo correcto. Cuando entré, observé que todo era muy... blanco. Las pinturas florales de la pared prestaban a la habitación un leve resplandor rosado. Una mujer se levantó de detrás de una mesa antigua pintada de blanco. Era joven, de unos treinta y tantos años, con una expresión facial que hacía que las comisuras de su boca se curvaran hacia abajo. —¿Puedo ayudarla? —preguntó con tono tranquilizador. —Sí, deseo colocar una lápida —respondí—. In memoriam —me

apresuré a añadir, recordando de pronto que llevaba los restos de Rhode colgando alrededor del cuello. —¿Tiene ya una lápida? —No —contesté—. No exactamente. La mujer sacó un folleto de entre un montón situado a la derecha de su mesa y lo abrió. —Puede llamar a este número. Son los proveedores locales. La ayudarán a diseñar una lápida. Saqué un sobre lleno de billetes de cien dólares. Como me había advertido Rhode, sólo debía utilizar dinero en efectivo. A fin de cuentas, tenía de sobra. Los ojos de la mujer se posaron en el dinero y luego en mi rostro. —¿Cuánto vale una parcela, aproximadamente? —inquirí. La mujer me miró de arriba abajo y suspiró. —¿Cuántos años tiene? —me preguntó observándome y arqueando una ceja. —Dieciséis —respondí. —Es necesario el consentimiento de sus padres —dijo con cierto tono prepotente. Odio a ese tipo de humanos. —La lápida es para mis padres. Ambos han fallecido. De modo que si quiere que le dé un par de miles de dólares para su cementerio, permita que coloque la lápida. De lo contrario, iré a otro sitio. —Ya —Fue lo único que dijo la mujer, agachando la cabeza para que yo no viera la expresión abochornada que mostraban sus ojos. Sacó una hoja de papel para la adquisición de la parcela—. Lo siento. Me cobró dos mil dólares para que la lápida de Rhode descansara debajo de las ramas de un vetusto roble. Incluso en esos momentos, consciente de la certidumbre de su muerte, no comprendía cómo era posible que Rhode hubiera sido tan débil como para morir a causa del sol.

La semana siguiente, Justin y yo nos dirigimos hacia el campo de lacrosse un viernes por la tarde. —Me alegro de que vengas conmigo a casa para Halloween —dijo, su mano enlazada con la mía. Portaba su equipo de lacrosse sobre el otro hombro—. No habrás cambiado de opinión en una semana, ¿verdad? —Estoy deseando conocer a tu familia —respondí. Justin acercó mi

mano a sus labios y besó mis nudillos. En esto vimos a Tracy y a un grupo de alumnas externas atravesar el prado hacia nosotros. Cuando pasamos junto a ellas, una chica alta de pelo negro y gafas con una montura oscura, fingió toser, pero la oí decir «zorra» por lo bajinis. No hice caso. Tracy se volvió y me miró achicando los ojos y apartándose el pelo que le caía sobre el hombro. La semana después de que Justin me pidiera que le acompañara a su casa para conocer a su familia, tuve un examen escrito de anatomía. Tenía que redactar un ejercicio sobre el proceso de disección de la rana. La señora Tate dijo que comprendía lo que había ocurrido en clase (jamás podría comprenderlo, pero, bueno, ésa no es la cuestión) y me ordenó que redactara un ejercicio sobre el tema. Durante toda una semana, sólo vi a Tony en las clases de anatomía. Cuando llamaba a su puerta para ir a desayunar o a comer con él, nunca lo encontraba en casa. Su compañero de cuarto siempre decía: «Ahora no está». Tony tampoco respondía al teléfono. ¿Cómo era posible que consiguiera eludirme siempre? La torre de arte era un lugar sagrado para él, de modo que decidí no asomarme por allí puesto que era evidente que no quería verme. Transcurrió otra semana, y el viernes siguiente hizo un día más cálido que de costumbre; sólo tuve que ponerme un jersey liviano y unos vaqueros. —Mi madre va a preparar un festín en tu honor —me informó Justin. Caminábamos de nuevo por el sendero y casi habíamos alcanzado el campo de lacrosse. Eran aproximadamente las tres de la tarde. —¿Tu madre? —tragué saliva, sintiendo una punzada de ansiedad en el pecho. Evitaba pensar en los ojos de mi madre y que olía a velas y a manzanas. —Sí, no deja de preguntarme qué te gusta para comer. Comes mucho para estar tan delgada. De modo que le he dicho que prepare mi plato favorito. Carne asada. Durante unos instantes me pregunté qué aspecto tendría la madre de Justin. Cuando llegamos al borde del campo de lacrosse, me besó en la mejilla. —Nos iremos sobre las cinco y media. ¿Te parece bien? —Perfecto —contesté, sentándome. En cuanto lo hice, Claudia y Kate se sentaron a mi lado. Lo cual no me sorprendió. Llevaban haciéndolo toda la semana. Me refiero a sentarse junto a mí cuando Justin estaba presente e

ignorándome olímpicamente cuando aparecía Tracy. Debía de ser agotador. —¡Lenah! Mira lo que hemos conseguido —dijo Claudia. Sus ojos brillaban de entusiasmo. Alrededor del cuello de Kate y de Claudia colgaban dos viales que contenían polvos mágicos, como los que venden en una tienda de juguetes. —Buscábamos unos viales que parecieran dagas, como el tuyo. Pero no tenían —apostilló Kate. —Sí, pensamos que sería divertido ir conjuntadas —dijo Claudia—. Tienes un estilo... único. —¿Ir conjuntadas? —pregunté, arremangándome cuando los chicos del equipo de lacrosse empezaron a correr por el campo mientras se pasaban la pelota. Alcé la barbilla hacia el cielo. Claudia me imitó. Ella no lo sabía, pero yo estaba comprobando la hora basándome en la posición del sol. —Disfrútalo mientras dura —comentó Claudia, suponiendo estúpidamente que yo pensaba en el tiempo que hacía—. Espera a que el equipo tenga que jugar en un recinto cerrado cuando llegue el invierno. Me puse las gafas de sol cuando nos tumbamos en el campo. —Ahí dentro huele que apesta —dijo Kate—. Y aun así todas las chicas van a ver jugar a los tíos. Unas perdedoras. —¡Lenah! ¡Mira! —exclamó Justin, haciendo que me volviera hacia el campo y me fijara en las rodilleras rosa vivo que lucía Curtis. Compartí unas risas con él antes de que el entrenador le gritara que «dejara de flirtear con su novia». —Vaya, vaya Lenah. ¿De modo que Justin y tú...? —me preguntó Claudia, que llevaba la voz cantante. Sonrió de una forma que comprendí que quería que supiera que estaba insinuando algo que se abstenía de decir en voz alta. —¿Qué? —pregunté, confundida. —Os vi salir de Seeker. Juntos. Deduzco que estuvisteis... —¿Haciendo qué? —pregunté, bajando el mentón para mirarla por encima de mis gafas. —¿Acaso Justin no fue a tu apartamento? —inquirió Claudia. Negué con la cabeza. —No ha estado nunca en mi habitación. —¿Qué? —exclamó Kate, incorporándose—. ¿No ha estado nunca en tu habitación? Negué de nuevo con la cabeza.

Contemplé el campo. Justin corría hacia la portería, portando la pelota en su raqueta. Cuando alcanzó la portería, Kate y Claudia se incorporaron. Las tres gritamos de alegría. No éramos unas perdedoras. Yo me había hecho popular entre mis compañeros. La gente nos miraba a Justin y a mí cuando nos veían juntos. Pero ¿cómo podía mostrarle mi habitación? ¿Las cosas en mi vida que hacían que me sintiera... como era yo? No obstante, Kate tenía razón. Justin no tardaría en empezar a preguntarme sobre mi habitación. Claudia se reclinó, apoyándose en las manos, para gozar del sol. Acto seguido dirigió la vista con gesto despreocupado hacia Hopper. —Vaya, hombre —exclamó de improviso. Kate y yo la miramos. Tenía la vista fija en la torre de arte. —Pero ¿qué estará mirando? —preguntó Claudia. Me volví. Vi unos ojos almendrados observando el campo de lacrosse desde la torre de arte. Cuando mi mirada se cruzó con la de Tony, éste retrocedió hacia la oscuridad de la habitación situada a su espalda. —Lleva toda la semana observándote. En la reunión general, en clase y ahora aquí —dijo Kate. —No me había fijado —respondí, levantándome—. Enseguida vuelvo — dije. Miré de nuevo el campo de lacrosse. Justin se disponía a atacar junto con su equipo. —No le hagas caso, Lenah. Con eso no haces sino darle esperanzas — dijo Kate arremangándose el jersey negro que llevaba. —Enseguida vuelvo —repetí, alzando la vista y mirando la ventana de la torre de arte. No sabía que Tony me había estado observando toda la semana, y lamenté no haberme dado cuenta. Habría tratado de convencerle de que eran las del Terceto las que se acercaban a mí y no a la inversa. En cualquier caso, quien me importaba era Justin; yo no formaba parte de ese grupito. Atravesé el prado, entré en Hopper y subí la escalera de caracol metálica que conducía a la habitación donde estaba Tony. —¡Hola! —grité mientras subía. No hubo respuesta—. Tony, sé que ahora me odias, pero no debes vigilarme ni echarme la bronca. —Silencio, de modo que seguí escaleras arriba—. Podrías haberte pasado por mi habitación... Cuando alcancé la puerta, me quedé estupefacta. Al otro lado de la habitación, frente a la entrada, estaba el cuadro. Me detuve en seco. No

sabía qué pensar ni qué decir. Tony había completado por fin mi retrato. La perspectiva era desde el centro de mi espalda hacia arriba. Yo tenía la cabeza vuelta hacia la derecha, mostrando mi perfil, y me reía, con la boca abierta y feliz. En el cuadro, el cielo era azul, y en mi hombro izquierdo aparecía dibujado, de forma artística, mi tatuaje. Yo sabía que el cuadro había sido realizado a partir de una foto; la había visto en la taquilla de Justin en Hopper, dos pisos más abajo de donde me hallaba. La había tomado el día en que habíamos ido a hacer puenting. A diferencia de la foto, en la que llevaba una camiseta, en el cuadro aparecía con la espalda desnuda, mostrando mis hombros. Observé la marcada curva de mi columna vertebral y la armoniosa línea de mis hombros. Tony no sólo se había afanado en perfeccionar su arte, sino que había estado estudiando mi cuerpo..., mi alma. —¿Te gusta? —me preguntó. —Es precioso —murmuré. No podía apartar los ojos del cuadro. ¿Cómo era posible que alguien me hubiera visto de esa forma? Como si yo fuera una persona digna de admiración porque me sentía feliz—. Ésa no soy yo. Es imposible —dije. —Así es como yo te veo. —¿Sonriente? ¿Feliz? —pregunté, volviéndome hacia la derecha para mirar a Tony, que estaba a mi lado. —Tú haces que me sienta feliz. Miré de nuevo la pintura, incapaz de apartar los ojos de mi radiante y risueño perfil. —Lenah... Tony alargó el brazo y me tomó la mano derecha. Sus ojos castaños se clavaron en los míos y sus delgados labios formaban una línea recta, sin sonreír, sin reír, inmóviles. Su sonrisa solía animarme; siempre soltaba alguna ocurrencia. Sostuvo mis manos entre las suyas y observé que no tenía los dedos manchados de pintura. Llevaba su gorra de béisbol del revés y una camisa impoluta. Supuse que había terminado el cuadro hacía unos días. —Quiero decírtelo antes de que sea demasiado tarde —dijo. Miré nuestras manos, pensando de repente..., comprendiendo... —No sigas... —dije. —Yo... —No, Tony. Por favor.

—Te quiero. —Lo dijo apresuradamente, como quien se arranca una tirita. Me miró a los ojos para comprobar si mi reacción era favorable. Luego se produjo un silencio, pero por la forma en que me miraba comprendí que quería que yo dijera algo. —Tony... —empecé a decir, pero él me interrumpió. —Te quiero desde... desde siempre, de modo que no trates de convencerme de que no es verdad. Ya sé que crees que somos amigos, y lo somos, aunque hayas estado saliendo con ese imbécil. Pero deseo algo más. Y creo que tú también. Quizá no ahora mismo, pero... —Voy a conocer a los padres de Justin. Esta noche. Me soltó las manos y retrocedió. Se quitó la gorra de béisbol y se pasó la mano por su pelo negro y tieso. —Ah, genial. No tiene importancia. —Tony, espera... —dije alargando las manos. Casi había alcanzado la escalera. —Vale. Debo irme. —No te vayas. El cuadro es precioso. Se volvió y bajó la escalera tan apresuradamente que comprendí que no quería que le siguiera.

18 La familia de Justin vivía... ¡nada menos que en Rhode Island! Un pequeño estado entre Massachusetts y Connecticut. Yo no sabía cómo se desarrollaría el fin de semana, de modo que había empacado más ropa de la necesaria. Cuando Justin se detuvo delante de Seeker, al ver mi maleta sonrió de oreja a oreja. —¿De veras crees que vas a necesitar todo esto? —preguntó abriendo el maletero del coche—. ¿Estás bien? —inquirió, observando que yo no sonreía como acostumbraba. Se inclinó hacia delante y me besó en la mejilla. —Me he peleado con Tony. —¿Por qué motivo? ¿Por el asunto del retrato? ¿Va a terminarlo alguna vez? —Ni idea —respondí. No tenía por qué decirle a Justin que Tony había terminado el retrato. —Después del fin de semana volveréis a hablaros —dijo—. Ya se le pasará. Curtis, que estaba sentado en el asiento trasero, se volvió. —Hola, señorita. —Así era como me llamaba últimamente. De pronto una mano más menuda y delgada que la de Justin asomó sobre el respaldo del asiento posterior. La agitó unos instantes y deduje que Roy estaba tumbado de espaldas en el asiento. Me instalé en el asiento del copiloto y partimos. Cuando la calle Mayor de Lovers Bay desembocó en la entrada de la carretera nacional seis y la carretera nacional seis se convirtió en la autopista, bajé la ventanilla. Circulábamos a más velocidad que ninguno de los caballos que yo había tenido, y los árboles formaban una mancha verde y borrosa. Bajé la ventanilla por completo y dejé que la presión del viento me obligara a meter de nuevo la mano. Justin me miró sonriendo y me apretó la rodilla. Yo le devolví la sonrisa y alcé el rostro hacia el sol, que

comenzaba a declinar.

El crepúsculo caía sobre una calle larga flanqueada por robles con las hojas teñidas de color naranja. Frente a las casas había amplios céspedes con calabazas colocadas sobre los porches pintados de blanco. Algunas tenían talladas cómicas sonrisas y estaban iluminadas por velas encendidas. —Supongo que Halloween no es una fiesta popular en Inglaterra, ¿verdad? —preguntó Curtis, poniéndose una chaqueta ligera sobre la camiseta. Enfilamos un camino de acceso que formaba una pequeña cuesta hacia una mansión colonial de color gris—. Lo miras todo boquiabierta. La casa de Justin constaba de tres plantas. La puerta de entrada era de color azul claro y había calabazas alineadas en el sendero de piedra. —Recibimos toneladas de «truco o trato» —dijo llevando mi maleta y su bolsa hasta la puerta de entrada. La abrió para que yo pasara y luego entró él, seguido de Curtis y Roy—. ¡Mamá! —gritó. El vestíbulo era enorme, decorado con cuadros de paisajes y muebles de caoba. En las paredes colgaban numerosos retratos y pinturas. La voz de Justin reverberó en el elevado techo y el reluciente parquet. —¡Ya hemos llegado! —gritó Curtis, pasando junto a mí. Se dirigió hacia un confortable cuarto de estar. Arrojó sus bolsas al suelo y encendió el televisor. Roy hizo lo propio y se sentó en el otro extremo de un sofá de cuero alargado Yo no había visto nunca una casa moderna. Estaba repleta de artilugios electrónicos, algunos de los cuales había visto en Wickham, y numerosas obras de arte moderno. El cuarto de estar se hallaba junto al vestíbulo. Una imponente escalera conducía al rellano del primer piso. Una mujer de entre cincuenta y cinco y sesenta años, con un pelo rubio fabuloso y unas arruguitas fruto de un carácter jovial, bajó apresuradamente la escalera. —¡Ah! ¡Ya estáis aquí! —dijo. Sus sandalias resonaban sobre los escalones de madera mientras se apresuraba hacia nosotros. —Hola, mamá —dijo Justin, depositando su bolsa junto a la puerta de entrada. Su madre, la señora Enos, lo abrazó. Su caballera cayó sobre su rostro como plumas. Le besó en la frente y las mejillas. —Apenas te veo nunca —dijo, pellizcándole las mejillas y besándole de nuevo.

Luego retrocedió y me miró. —Caramba —dijo, al tiempo que me miraba de arriba abajo—. Eres una chica muy guapa —añadió abrazándome. Yo le devolví el abrazo y sentí las palmas de sus manos oprimiéndome la espalda—. No mentías —dijo a Justin, separándose de mí y encaminándose hacia el cuarto de estar. Curtis y Roy se levantaron del sofá y abrazaron a su madre. —Lenah, quiero me que lo cuentes todo, absolutamente todo, sobre Inglaterra. Y sobre ti —dijo la señora Enos volviéndose hacia mí—. Ven a ver cómo preparo la ensalada para la cena. Justin y yo intercambiamos una mirada, y mientras seguía a su madre hasta la cocina, eludí sus preguntas con educación y le conté sólo lo que necesitaba saber.

Después de cenar, salí del baño recién duchada y vestida con unos vaqueros y una camiseta. Sostenía mi bolsa de tocador y me dirigía por el pasillo en penumbra hacia la habitación de invitados. De repente me quedé quieta. Oí unos pasos a mi espalda, pero se detuvieron al mismo tiempo que yo. Al volverme vi a Justin en la oscuridad. Cada piel humana es diferente. Me consta por las miles de veces que he clavado mis colmillos en el cuello de alguien. Es fácil. Como un cuchillo al atravesar la piel de una manzana. Pero allí en la oscuridad, la piel de Justin relucía. Se acercó a mí muy lentamente. Observé cómo los músculos de su abdomen en forma de uve se movían debajo de la piel. No llevaba camiseta y los vaqueros se apoyaban en sus caderas. Alcé la vista y contemplé el musculoso contorno de sus brazos. Justin me tomó de la mano y al cabo de un instante cerró la puerta y me encontré tumbada de espaldas en la cama. Estaba vestida, pero deseé no estarlo. Sentí sus manos recorriendo todo mi cuerpo. Primero me sujetó los brazos sobre la cabeza para besarme en el cuello. Luego dejó que le abrazara con fuerza, rodeándole la cintura con mis piernas. Justin gemía en mi oído, y sus gemidos sonaban casi como gruñidos, como si fuera a devorarme. Apoyé los labios debajo de su mandíbula y le lamí para sentir el sabor a sal de su piel en mi lengua. Él deslizó las manos sobre mis muslos, tratando torpemente de desabrocharme los vaqueros cuando... —¡Justin! —gritó su madre desde el pie de la escalera.

—Tienes que darte una vuelta por el barrio —me dijo la señora Enos mientras sacaba una bandeja de galletas del horno. Justin y yo compartimos una sonrisa cómplice cuando entramos en la cocina. Yo tomé una galleta que me ofreció su madre y en ese momento decidí que las galletas con trocitos de chocolate tenían el aroma más increíble que había percibido nunca—. Hay centenares de chicos en este vecindario y todas las casas están decoradas para la fiesta. —Es verdad —apostilló Justin. Tenía aún las mejillas encendidas del revolcón que nos habíamos dado en la habitación de invitados. Su madre le revolvió el pelo y me sonrió cuando salió de la cocina. La espontánea familiaridad entre ellos evocó en mí un recuerdo. Las mañanas en que la casa de mi padre olía a tierra removida y hierba estival. Mientras dormía con la cabeza apoyada en la almohada, sumida en mis sueños, mi padre murmuraba «Lenah», despertándome. Caminábamos por los manzanares hablando de diversos temas, pasando juntos todo el tiempo que podíamos antes de ponernos a trabajar. La madre de Justin... Su expresión lo decía todo. Yo había olvidado lo que se siente al ser una hija. Hacía mucho tiempo que me había convertido en una reina. Casi sentía el sabor de las manzanas del huerto de mi padre, el estallido agridulce en la lengua, cuando los dedos de Justin apretaron delicadamente los míos. El suave contacto de su piel interrumpió mis pensamientos y las imágenes de mi hogar se esfumaron como todos los recuerdos, como humo. Salimos de la casa. Bajamos por el camino de acceso y echamos a andar por la calle. Eran casi las siete, de modo que vimos multitud de niños disfrazados corriendo de casa en casa.. —¿No te disfrazas nunca? —le pregunté. —Lo hacía de pequeño —respondió Justin. —¿Por qué me has traído aquí? A la casa de tu familia. —pregunté, sonriendo a una niña disfrazada de brujita. La calle medía casi un kilómetro y estaba atestada de niños con disfraces. Observé las numerosas luces de los porches y los niños que corrían de casa en casa. —Porque creo que vas a formar parte de mi vida durante mucho tiempo —contestó. Deseé que nos halláramos de nuevo en la habitación de invitados. Anduvimos un trecho, de la mano, saboreando las galletas que nos había

dado su madre. —No sé mucho sobre tu familia —dijo Justin—. Nunca hablas de ellos. Un niño de corta edad que lucía unos colmillos blancos pasó corriendo junto a nosotros y se dirigió a una casa cercana. —Mis padres murieron. Hace tiempo. —Pero me dijiste que tenías un hermano. El día de la lluvia. —Es cierto. Pero también murió —respondí, con la vista al frente. Sentí la mirada de Justin sobre mí—. Todos mis parientes cercanos murieron de una forma u otra. Él se sonrojó y me soltó las manos. —No te compadezcas de mí —dije suavemente. —No me compadezco de ti —contestó, mostrándome las palmas de sus manos en un gesto de protesta. Arrugó el ceño, procurando no mirarme a los ojos, añadió—: Sólo pienso..., no sé. No sé lo que pienso. Todas las personas que querías han muerto. Debes de sentirte muy sola. —Sí. Pero no es algo que me afecte. No lo permito. —Se produjo una pausa. Escuché a los niños que correteaban alrededor de nosotros y el murmullo de golosinas dentro de unas fundas de almohadas—. Ya no me siento sola —dije, tomándole de nuevo de la mano. Justin asintió con la cabeza, pero sin mucha convicción. —Escucha —dije. Entonces fui yo quien se detuvo—. Esto no es algo que tú puedas resolver. —Deseo hacerlo. —Lo sé. Y si existiera alguna forma de que fuera posible, sé que eres la única persona que podría conseguirlo. Me apretó la mano con fuerza. Seguimos caminando, y cuando nos comimos todas las galletas, regresamos. La noche había concluido en un apacible silencio. El padre de Justin regresó a casa, nos saludamos, luego nos dimos las buenas noches, porque era tarde y yo quería apoyar la cabeza en algún sitio. El lugar ideal habría sido el hombro de Justin, pero su familia siempre andaba cerca. Después de subir con paso cansino la escalera, atiborrada de galletas y golosinas de Halloween, cerré la puerta del dormitorio de invitados y me tumbé en la cama. Pensé en la facilidad con que la familia de Justin me había acogido. Los recuerdos de mi familia eran tan borrosos y me resultaba tan difícil acceder a ellos que eran tan sólo vagas impresiones. Yo no tenía que crear una familia: me habían aceptado, con afecto.

Mientras me desnudaba, la boca y los ojos verdes de Justin aparecían y desaparecían en mis pensamientos. Cuando por fin apoyé la cabeza en la almohada, recordé lo que me había dicho en la calle, que si pudiera eliminaría mi dolor. Nadie podía borrar los crímenes horrendos que yo había cometido. Nadie, salvo yo misma. Pero ahora Justin Enos formaba parte de mí, lo cual aliviaba el pesar que seguía ocultando en mi corazón. En cierto momento, poco antes de dormirme, imaginé a Justin en su habitación, tumbado boca arriba, pensando en mí, confiando en que yo estuviera despierta, pensando también en él.

19 A la mañana siguiente sentí que el aire había refrescado pese a estar arrebujada bajo un montón de mantas en la cama de invitados. Me volví boca abajo y me incorporé sobre las rodillas. Detrás del cabecero de la cama había una pequeña ventana, y alcé las cortinas con las yemas de los dedos. El cielo tenía el color del aliento de un bebé, por lo que deduje que era demasiado temprano para que los Enos se hubieran levantado y estuvieran pensando en desayunar. Decidí dar un paseo por el barrio sola. Me enfundé los vaqueros, sin molestarme en cepillarme el pelo, y me puse una de las camisetas de Justin que decía «Wickham». Bajé por el camino de acceso y salí a la calle. El cielo mostraba ahora un color azul grisáceo, y sobre los árboles flotaba una fina bruma. La camiseta de Justin olía como él. Un olor dulzón y a madera, un olor que en estos momentos me reconfortaba. Tras avanzar unos pasos por la calle me volví para contemplar la casa de Justin. No pensaba alejarme mucho, sólo lo suficiente para explorar el vecindario mientras su familia dormía aún. Sentí que mis tripas protestaban y pensé en huevos y café, lo cual estaba segura de que la madre de Justin prepararía. Sonreí. Rhode Island. Tenía que venir precisamente a Rhode Island. De un tiempo a esta parte lo único que deseaba era dejar de pensar en Rhode y mi vida como mujer vampiro. Y en cierto aspecto lo había logrado. Había perdido mi percepción extrasensorial, mi visión vampírica había empezado a debilitarse y deseaba más que nunca seguir adelante y convertirme en el ser humano que estaba destinada a ser y en el que por fin me estaba convirtiendo. Sin mi percepción extrasensorial, podía olvidar lo distinta a un ser humano que había sido con anterioridad y vivir mi vida sin conocer todas las intenciones emocionales de la gente. Justo cuando se dibujó una breve sonrisa en mi rostro... Algo se movió a mi espalda.

De pronto intuí que alguien me observaba; para ser precisos, sentí que alguien me seguía. Un vampiro se percata de inmediato de la presencia de otro vampiro. Un brusco silencio, como si me hubiera quedado sorda, y la inopinada sensación de estar cubierta de carámbanos. Sentí que se me erizaba el vello de los brazos y me costaba tragar saliva. Me volví apresuradamente. Ahí, en plena zona residencial, debajo de una farola, estaba Suleen. Sofoqué una exclamación de asombro. Mis pulmones se inundaron de aire, que contuve durante unos instantes, y luego se produjo un silencio. Suleen permanecía inmóvil. Iba vestido con una túnica blanca, un pantalón blanco y sandalias de cuero doradas. Un turbante blanco cubría su cabello. Su cara era redonda, y aunque tenía los carrillos mofletudos, jamás habría podido pasar por un impúber. Parecía casi un fantasma bajo la luz matutina. Era tanta su bondad, vivía tan ajeno a las preocupaciones cotidianas, que no tenía una sola arruga en el rostro. Era un hombre que había existido antes de nacer Jesucristo. Jamás sabría cómo había averiguado Suleen que me hallaba en Rhode Island, pero ahí estaba. Al instante me sentí segura, protegida, como si una inmensa luz blanca nos envolviera en esa apacible calle. Suleen es conocido en el mundo de los vampiros por haber trascendido el mal, por vivir una vida sin necesidad de alimentarse de seres humanos. «Sólo de los débiles —me dijo en cierta ocasión Rhode, refiriéndose a la vida de Suleen —. Sólo bebe la sangre de los despreciables.» Avanzó hacia mí, mientras ambos guardábamos silencio, y apoyó la mano en mi mejilla derecha. De su cuerpo no se desprendía olor alguno, y su piel tenía un tacto tibio. Clavó sus ojos de color castaño oscuro en los míos con afecto, y sonrió. —Me complace tu transformación —dijo. Su voz era suave y hablaba con una cadencia lenta, como melaza. Del bolsillo sacó una flor, tomillo. Unas florecillas de color púrpura más pequeñas que la yema de un dedo adheridas a un tallo largo y verde. El tomillo se utiliza en ritos destinados a la regeneración del alma. La tomé delicadamente entre el pulgar y el índice. —¿A qué prodigiosa circunstancia debo este honor? —pregunté, atónita. Suleen jamás me había visitado, ni siquiera en mis días de máximo esplendor como reina de mi clan. Retrocedió un paso, dejando medio metro de distancia entre ambos. —He venido con una advertencia —respondió con tono lánguido.

Me llevé una mano a la boca. El corazón me latía con tal violencia que Suleen lo percibió y observó mi pecho. —¡La Nuit Rouge! Santo cielo, lo había olvidado —dije—. Anoche fue la última noche de la Nuit Rouge. Hoy es uno de noviembre. La Nuit Rouge ha concluido —dije, mirando el suelo, los árboles, las casas silenciosas en las que deseaba hallarme, y de nuevo a Suleen—. ¿Ha descubierto Vicken que no estoy hibernando? Él asintió lentamente en respuesta a mi pregunta. Me volví para mirar la casa de los padres de Justin a lo lejos. Aún estaba a oscuras. —En tanto que unidad, tu clan es imbatible. Separados como están ahora, no triunfarán. —Suleen se detuvo—. Han emprendido tú búsqueda. De pronto noté que la había recuperado. Mi percepción extrasensorial había eclipsado mi conciencia humana. Supuse que se debía a la proximidad del poder de Suleen. Ante mis ojos apareció una imagen, no producto de mi mente, sino de la de Suleen: la chimenea de Rhode en mi casa de Hathersage. —Hay algo más... —murmuré, contemplando la chimenea en mi mente. Mi voz trémula delataba mi temor—. Otra cosa que has venido a decirme. —Han hallado una pista entre los rescoldos. Rhode quemó todas las pruebas de tu transformación, salvo una. Una palabra impresa en un pedazo de papel chamuscado y ennegrecido. —Wickham —dije. Vi la imagen en mi mente. Un pedacito de papel medio quemado del folleto de la escuela. Mi conexión extrasensorial con Suleen era extremadamente potente. Percibí la compasión que yo le inspiraba, lo cual me sorprendió, pues siempre había creído que no concedía importancia a cuestiones tan triviales como ésta. Sentí mi conexión humana y vampírica con el hecho, y a través de las imágenes de Suleen casi percibí la furia de Vicken. Tenía que recobrar el aliento, pero no podía. Me doblé y apoyé las manos en mis muslos. Suleen ladeó la cabeza, observándome, intrigado por mi reacción. —De modo... —dije con voz entrecortada. Me enderecé, con una mano apoyada en el pecho— que vienen a por mí. —Vendrán para reclamar a su creadora. No saben que eres humana, Lenah. —Menuda sorpresa se llevarán.

Los afables ojos de Suleen sonrieron, aunque su rostro permaneció impasible. Luego sus ojos se posaron en el vial que colgaba de mi cuello. Durante un instante, creí detectar una expresión de tristeza en su mirada. Avanzó un paso y tomó el vial, sosteniendo el colgante con delicadeza en sus manos. —Tienen que determinar de qué Wickham se trata y dónde de encuentra, ¿no es así? —pregunté. Suleen soltó el vial y volvió a apoyar la mano en mi mejilla. No respondió a mi pregunta. Yo sabía tan bien como él que no tardarían en dar conmigo. Traté de pensar de forma lógica. —Tú diste a Rhode la mayor felicidad —murmuró. Sentí una punzada en el pecho cuando Suleen pronunció el nombre de Rhode en voz alta en aquella tranquila calle—. Cierra los ojos —me susurró al oído, y yo obedecí. Al cabo de un momento dijo—: Sigue tu camino, Lenah, en la oscuridad y la luz. Cuando abrí los ojos, la calle estaba desierta y Suleen había desaparecido.

Al cabo de un par de días, los adornos de Halloween fueron retirados y sustituidos por las decoraciones más ridículas que yo había visto jamás. Los comercios en la calle Mayor de Lovers Bay estaban llenos de pavos. Las calabazas seguían siendo omnipresentes, pero también había figuras de cartón de buques de grandes mástiles, personas vestidas con extraños atuendos consistentes en botas altas y negras y sombreros de copa, y, por supuesto, pavos y más pavos. —Es el día de Acción de Gracias —me explicó Justin. Nos dirigíamos a la biblioteca para prepararnos para la prueba de aptitud escolar de matemáticas. Justin me ofreció una larga explicación sobre la forma en que su familia celebraba el día de Acción de Gracias. Yo le escuché, aunque en mi mente bullían un millar de pensamientos desde que Suleen había desaparecido en la calle donde vivía la familia de mi amigo. A decir verdad, deseaba creer que su visita había sido una especie de aparición. Que me la había inventado. Pese a los intentos de Justin de estudiar para la prueba de aptitud escolar, no conseguía que yo hiciera lo mismo. Yo sólo pensaba en la advertencia de Suleen. Llevaba siempre la flor de tomillo en mi bolsillo.

—Mira. La raíz cuadrada de ochenta y uno es nueve, ¿vale? —me preguntó Justin. En la biblioteca íbamos a trabajar en una de las salas de estudio privadas. A él le gustaba estudiar en esas salas porque podía bajar las persianas y pasarse media hora besándome, en lugar de concentrarse en las raíces cuadradas. —No comprendo por qué tenemos que ser capaces de responder a esas preguntas para que luego nos pongan la zancadilla con otras posibles respuestas —respondí. —Son unas pruebas diabólicas. Por eso tenemos que pasarlas... Apenas presté atención a Justin, que podría haber estado hablando sobre cualquier tema. Me hallaba de nuevo en la calle donde vivían sus padres en Rhode Island. Suleen me acariciaba la cara e imaginé a Vicken buscando cualquier posible explicación relacionada con Wickham. Yo había dejado que mi nueva vida me distrajera durante demasiado tiempo. Era una estúpida. —Tú concéntrate en el problema y luego busca las respuestas. —Justin siguió explicándome la mejor forma de prepararme para la prueba mientras nos dirigíamos por el sendero hacia la biblioteca. Observé cómo movía la boca, la forma en que su fuerte mandíbula se yuxtaponía curiosamente a sus labios carnosos. Mostraba un perfil relajado y lucía el pelo algo más largo, por lo que el chico sanote y deportivo presentaba ahora un aspecto un tanto dejado. Había llegado el momento de revelarle la verdad. —Vamos a mi habitación —dije, cerrando la puerta de la biblioteca. Justin tenía una mano apoyada en el pomo, dispuesto a abrirla—. Para estudiar —aclaré. Él se volvió para mirarme. —¿A tu habitación? —Sus ojos reflejaban una mezcla de excitación y asombro. —No es lo que piensas —respondí, tirando de él y apartándole de la puerta de la biblioteca para que los estudiantes que caminaban detrás de nosotros pudieran entrar. —Creí que no querías que nadie viera tu habitación. Que querías proteger tu intimidad o algo por el estilo. —Anda, vamos —dije, y le conduje de regreso por el sendero hacia Seeker. No sabía muy bien qué decir ni cómo decírselo, pero había llegado el momento de que supiera lo que le había estado ocultando.

Empezamos a subir a mi apartamento. —Espera un momento —dijo Justin, parándose en medio de la escalera —. ¿Es éste el motivo por el que no me habías enseñado tu apartamento? —Extendió las manos en un gesto de incredulidad. La caja de la escalera estaba más oscura que el exterior. Unas lámparas semejantes a las de los hoteles cubiertas con unas pantallas azules conferían a la escalera y al jersey verde claro que llevaba Justin un resplandor dorado—. ¿Porque vives en el antiguo apartamento del profesor Bennett? Ya lo sabía. —A todos los demás les daba yuyu —respondí, y seguí subiendo. Los manojos de romero y espliego seguían clavados en sus correspondientes lugares. Cuando abrí la puerta y entré, percibí el perfume de ambos. Justin entró en el apartamento detrás de mí. —Esto es increíble —dijo—. Pese a ser la vivienda de un tipo que la ha palmado. Decidí conceder a Justin tiempo para asimilar la decoración de mi pequeño apartamento, de modo que me encaminé hacia la puerta del balcón. Descorrí la cortina y miré fuera. Observé las ramas de los árboles que oscilaban bajo la brisa, las hojas que se habían desprendido de ellas y algunas calabazas diseminadas y rotas que habían quedado de los festejos de Halloween. —Caray —le oí decir, y deduje que había reparado en la espada de Rhode. Me volví y comprobé que estaba en lo cierto. Justin se había detenido a un palmo de la ilustre espada. Entré de nuevo y me coloqué a su derecha. —¿Es auténtica? —Su voz denotaba cierta incredulidad mientras examinaba la espada con detenimiento. Luego miró los apliques de hierro en la pared. Tenían la forma de rosas y fragmentos de alambre, unidos en un pequeño círculo. —Tengo que hablar contigo —dije, tomando los cálidos dedos de Justin. —Jamás he conocido a una chica aficionada a las armas —comentó mientras seguía contemplando la espada. No me prestaba atención. —Tenemos que hablar —insistí. —¿Se trata de Tony? —preguntó él, volviéndose por fin hacia mí. —¿De Tony? —He observado que no os habláis. Todo el mundo se ha dado cuenta.

—No —contesté negando con la cabeza—. No se trata de eso. —Entonces, ¿es que me quieres explicar el motivo por el que no me habías enseñado tu habitación hasta ahora? No quería presionarte porque parecía importante para ti, como si quisieras que fuera un secreto. —¿Un secreto? —pregunté. —Sí. Tracy insistía en que eras una millonaria o que tus padres pertenecían a la realeza o algo por el estilo. Negué de nuevo con la cabeza y extendí las manos con las palmas hacia Justin. —Quiero que mires alrededor de este cuarto de estar. Mira detenidamente. Y dime lo que ves. —Ya he mirado. Todo es bastante gótico, pero tiene sentido. Siempre vas vestida de negro. —Justin sonrió, pero su tono socarrón me confirmó lo poco que sabía sobre mi auténtica naturaleza—. Vamos a ver, ¿perteneces realmente a la realeza? —me preguntó, demostrando su ignorancia. —¡Por favor! Mira detenidamente a tu alrededor. Suspiró y se alejó de la espada. Se volvió lentamente y observó los adornos de la habitación. Mi dormitorio quedaba a sus espaldas, y la puerta estaba abierta de par en par. A la vista había un edredón negro y una sencilla mesita de noche de madera. Luego se volvió hacia la puerta y miró la mesa de café sobre la que reposaban mis gafas de sol y las llaves del coche. Atravesó la habitación y se detuvo frente al escritorio. —Eres aficionada a las viejas fotografías. Se agachó y tomó la foto en que aparecíamos Rhode y yo. —Un momento —dijo—, yo he visto a ese tipo antes. Silencio. —¿Qué? —murmuré, sin dar crédito a lo que oía. —Unos días antes de que comenzaran las clases. Se paseaba por el campus. ¿De qué lo conoces? ¿Es un antiguo novio tuyo? —No. Bueno, algo parecido —respondí, incapaz de ocultar mi decepción ante el hecho de que Justin no hubiera visto a Rhode recientemente. De alguna forma, aún no había renunciado a esa remota esperanza. —¿Algo parecido? —Ha muerto. Sigue mirando, por favor —insistí. Justin dejó la foto en la mesa y empezó a investigar las otras fotografías. Había un par en las que aparecía yo sola, posando en diversos lugares de

Inglaterra. Luego tomó la del clan, la única que existía. Yo lucía un resplandeciente vestido de color verde (aunque la fotografía era en blanco y negro). A mi derecha estaban Gavin y Heath, y Vicken y Song se hallaban a mi izquierda. Mientras Justin examinaba la foto, me concentré en el rostro de Vicken. Tenía el brazo alrededor de mi cintura. Era al atardecer, y el cielo a nuestras espaldas mostraba un color gris pálido; el castillo decoraba el fondo de la foto como un monstruo de piedra. No podía dejar de mirar los ojos de Vicken. Los pronunciados pómulos, los ojos que habían confiado en mí la noche en Escocia en que le había transformado en un vampiro. Ahora, en mi ausencia, se disponía a explorar el mundo entero en mi busca. —¿Cómo te tomaron esta foto? Ni siquiera es una foto, es muy rara. —Es un daguerrotipo. Antiguamente, las imágenes se plasmaban sobre unas placas de vidrio. Aproximadamente a fines del siglo diecinueve. —Parecen muy reales... Decidí lanzarme. —Son reales. Justin se volvió hacia mí. —¿Dónde encontraste a alguien para que las tomara? Pareces un ser sobrehumano o algo parecido. ¿Esta gente es tu familia? —inquirió señalando al clan. —Esos hombres son lo más parecido que tengo a una familia. Ésa es mi casa en Hathersage. Justin volvió a examinar la foto. —¿Por qué no la tomaron con una cámara normal? —En esa época no existían. Me miró incrédulo. —¿Que no existían? —preguntó—. Pero si la fotografía se inventó hace cien años. Esto iba a resultar más difícil de lo que yo suponía. —Esas fotos fueron tomadas hace cien años —dije con tono grave. —Eso es imposible —protestó. Me situé en el centro de la habitación, procurando respirar con la mayor normalidad. —Mira a tu alrededor —dije señalando—. Cortinas negras. Objetos decorativos de época. Fotos de mí tomadas hace cien años. Arte gótico y retratos de mí en mi dormitorio que datan del siglo dieciocho. ¿Por qué no

me preguntas lo que creo que estás pensando? —¿Qué quieres que te pregunte? No entiendo nada. Justin empezaba a sentir pánico. Tiempo atrás habría gozado infundiéndole ese terror. Pero ahora sólo quería aclarar el asunto. —Piensa un poco. Cuando fuimos a bucear... ¿Cómo te explicas el que yo no hubiera visto nunca la luz reflejada en el océano? Tragó saliva con tanta fuerza que observé que los músculos junto a su oreja se tensaban. —No lo sé. ¿Estás enferma? ¿Padeces esa rara enfermedad que no te permite exponerte al sol? —¿Tan fácil te resulta justificar mi comportamiento? —pregunté. —Joder, Lenah. ¿Qué insinúas? —Sus ojos verdes se oscurecieron. —Esos hombres... —dije aproximándome a él—. Esos hombres que aparecen conmigo en la foto y el hombre que viste antes de que comenzaran las clases son vampiros. Justin miró las fotos y luego me miró a mí. —No... —dijo. Una reacción general, una reacción normal. De hecho, todo ser humano a quien yo se lo había contado y luego había asesinado había mostrado la misma reacción. —Hasta hace ocho semanas, yo era una mujer vampiro. Una de las más antiguas. Esos hombres constituían mi clan. Justin apoyó una mano en el sofá como para conservar el equilibrio. —¿Me tomas por un friki? ¿Imaginas que voy a creerme...? —empezó a decir. —Es la verdad —respondí—. Ya me conoces. Sabes que no te mentiría. —Pensé que te conocía, pero supongo que no sé nada, puesto que ahora debo creer que eras una mujer vampiro. Una mujer vampiro inmortal, que se alimentaba de sangre humana. Que matabas a personas. ¿Matabas a personas? —Su tono era sarcástico, incluso un tanto cruel. Tragué saliva. —A miles. Era la mujer vampiro más poderosa de mi especie. Si me hubieras conocido siendo vampiro, todo habría sido muy diferente. Habría sido implacable. Habría empleado cualquier táctica y medios a mi alcance para acabar contigo. Lamentaba profundamente la vida que había perdido. Rhode —añadí señalando la foto— creía que cuanto más próximo se siente un vampiro a su vida anterior, más malvado es como vampiro. Yo era increíblemente cruel. Esos hombres de mi clan fueron seleccionados

cuidadosamente. Jóvenes, como tú. Los elegí por su fuerza, velocidad y ambición. —¿Los reclutaste? ¿Los elegiste para que se unieran a ti? —Su sarcasmo me hirió. —Yo no diría que los «recluté». —¿Qué dirías entonces? —Los transformé en... vampiros. —¡Esto es una locura! —gritó Justin—. ¿Por qué me mientes contándome esta historia? Me dirigí a la cocina y saqué los botes, los destapé y le mostré las cabezas de dientes de león secas y los pétalos blancos de flores de camomila que reposaban en el fondo de los pequeños botes circulares. —¿Cómo te explicas que sepa tanto sobre hierbas? ¿O por qué estoy obsesionada con la sanación medicinal? ¿Cómo sabía que podías depositar esa flor sobre tu lengua y comértela? —No lo sé —contestó, retrocediendo un paso. —¿Por qué tengo una espada colgada en la pared? Suspiré y aparté la vista de los ojos de Justin. Él deseaba encuadrarme en una idea perfecta e inocente. Lenah, la inglesa. Lenah, que no sabía conducir. Lenah, que se había enamorado del chico que la llevaba a sitios insólitos para que se sintiera viva. Me acerqué al escritorio y saqué la urna. Al abrirla unas partículas de polvo reluciente volaron por el aire. —Esta urna contiene cenizas. Los restos de un vampiro muerto. ¿Por qué conservo esto si estoy mintiendo? —¿Por qué haces esto? —gritó Justin. —¡Trato de protegerte! —respondí gritando también y extendiendo los brazos. La urna cayó al suelo con un golpe seco, diseminando las hermosas cenizas de Rhode en un montoncito en el suelo. Al mismo tiempo, me golpeé el dedo meñique con la hoja de la espada. Se oyó un sonido sibilante. Lancé un alarido y caí de rodillas. Sentía dolor, un dolor glorioso, feroz, intenso. Hacía quinientos noventa y dos años que no experimentaba un dolor mortal. Me miré la palma de la mano. Sentía una sensación caliente, pulsante. Me había herido en la yema del dedo. Era un pequeño corte, pero no dejaba de sangrar. No era una hemorragia grave, pero la sangre demostraba que en el fondo era humana. Justin se acercó a mí y se arrodilló. Permanecimos arrodillados juntos

sobre los restos de Rhode. Miré el pequeño corte e hice lo que ansiaba hacer por encima de todo, llevarme la mano a los labios, lamer la sangre y cerrar los ojos. Antaño, era el sabor de la satisfacción, uno de los únicos sabores que existían en mi vida. Incliné la cabeza hacia atrás y suspiré, gozando con la maravillosa dualidad de ese momento. Detestaba el sabor metálico, a óxido, pero me encantaba recordarlo con tanta nitidez. Abrí los ojos, compartiendo el silencio con Justin. Miré la sangre, que apenas manaba de la herida, y luego su hermoso rostro. —¿Qué ocurre? —me preguntó. —Tiene un sabor distinto —murmuré. El sabor de la sangre ahora, en la vida presente, tan sólo era una curiosidad momentánea y una sensación de familiaridad. El alivio se disipó en pequeñas oleadas de recuerdos, sin apenas causar un impacto en la persona que yo era ahora. La mujer vampiro había desaparecido. Se había disuelto con el ritual. —¿Distinto? —inquirió Justin. —Antes sabía mejor. Alargó el brazo para tomar mi mano y, al retirarla yo bruscamente, mi sangre manchó la cara interna de su muñeca. Apenas una delgada línea de color rojo oscuro que se extendía de un lado al otro de su muñeca. De pronto, en ese preciso momento, cuando mis ojos dejaron de fijarse en la piel de Justin, oí la voz de Rhode en mis oídos. ¡No puedes alterar lo que has hecho! Luego oí a Vicken. Tus rasgos, jovencita, no son de este lugar. A continuación oí mi propia y vehemente voz, que reconocí del día en que nos hallábamos sobre la colina. Que Dios me ayude, Rhode, porque si tú no lo haces, me expondré al sol hasta que me abrase y muera envuelta en llamas. Entonces Justin, aunque estaba sentado frente a mí, me habló en mi mente. Todas las personas que quieres han muerto. Debes de sentirte muy sola. ¿Cuántos recuerdos pueden irrumpir de golpe en la mente de uno antes de convertirse en un batiburrillo de palabras y rostros que se confunden debido a los años de dolor? Esa noche, la noche en que había transformado a Vicken en un vampiro, me había sentido fascinada por su felicidad. Al igual que ahora me sentía fascinada por la felicidad de Justin. Fijé de nuevo la vista en su muñeca y

la mancha de mi sangre sobre su piel. Allí, debajo de la mancha, estaba su vena, una vena de un vivo color azul. —Habrías sido perfecto —dije pasando el pulgar sobre la sangre. Aún estaba pegajosa—. Te habría seguido, observando cómo respirabas con tanta precisión que habría aprendido a calcular los segundos entre cada inspiración. Incluso ahora sigo haciendo estas cosas. Le miré a los ojos. Él me miró sin pestañear, inmóvil. Sus grandes manos descansaban entre las mías. —Incluso ahora, sé que cuando estás relajado sueles cruzar un tobillo sobre el otro. Eso te da una sensación de poder. Esa vena en el lado derecho de la muñeca de tu mano derecha se insinúa a través de la piel y luego se extiende más profundamente a través de tu brazo. Transcurren exactamente dos segundos y medio entre cada inspiración que haces. Sé todo esto y mil detalles más. Te habría matado con placer. Te habría matado y te habría llevado conmigo. Fijé la vista en el suelo, pero sabía que Justin se había levantado. Dijo algo como «Debo irme, hablaremos más tarde», y otras frases absurdas e inútiles. Lo único que supe con certeza era que la puerta se cerró de un portazo tras él.

Justin se marchó a primera hora de la tarde, pero eran las cuatro y media cuando por fin alcé la vista del suelo. Me froté los músculos de la parte inferior de la espalda, moví el cuello y estiré los brazos. Aparté la cortina y salí al porche. El cielo empezaba a teñirse del color del crepúsculo, y recordé de nuevo la advertencia de Suleen. Han emprendido tu búsqueda. De modo que me enfrentaría al clan y moriría sola. Estaba preparada para ello. El problema era cuándo. Me apoyé en la barandilla y observé a muchos estudiantes de Wickham gozando de la tarde. Confié en ver pasar a Tony para hablar con él, pero sabía que evitaría pasar frente a mi porche. De hecho, sólo le veía en clase de anatomía. Y en esas ocasiones sólo hablábamos sobre los experimentos realizados en clase. Cada vez que yo trataba de decir algo distinto, se levantaba para ir al baño o hacía un comentario despectivo sobre que yo era un lemming y la líder del Terceto. Sacudí la cabeza y me fijé en los árboles. En cualquier caso, le echaba de menos.

—¿Te marchas? —pregunté... Pero esas palabras eran tan sólo un recuerdo que mi mente había evocado. No las había pronunciado en voz alta.

Hathersage, Inglaterra. En tiempos del rey Jorge II 1740 —Eres muy temeraria —me espetó Rhode, alejándose de la casa en dirección de las infinitas y ondulantes colinas. Fue por esa época, cuando dejó de interesarme todo salvo la existencia «perfecta», que empecé a perder el control sobre mi mente. Me convertí en una obsesa, sólo pensaba en una cosa. Cuando el dolor se hizo insoportable, me concentré en la perfección. Era la única forma de distraerme. ¿Qué significaba la perfección? Sólo la sangre de los humanos, no la de los animales. Sólo la fuerza. —Sé lo que hago —repliqué, juntando los pies y alzando el mentón. —¿Eso crees? Anoche... —Rhode se aproximó hasta detenerse a pocos centímetros de mi rostro. Murmuró, enseñándome los colmillos— asesinaste a una niña. Una niña, Lenah. —Siempre has dicho que la sangre de los niños es más dulce. Más pura. Él me miró horrorizado. Boquiabierto. Retrocedió un paso. —Lo dije para exponer un dato, no para invitarte a que mataras a un niño. No eres la misma joven. No eres la joven que conocí en el manzanar de tu padre vestida con un camisón blanco. —Salvé a esa niña de una vida de tristeza. Ya no tendrá que envejecer. Echar de menos a su familia. A su madre. —¿Que la has salvado? ¿Matándola? ¡La asesinaste después de dejar que jugara en esta casa! Rhode respiró hondo, y por la expresión perdida que mostraban sus ojos, comprendí que estaba formulando sus pensamientos. —Te dije que te centraras en mí. Que si te centrabas en el amor que me profesas, serías libre. Pero eres incapaz de hacerlo. Ahora lo veo con claridad. —Intenté protestar, pero él prosiguió antes de que yo pudiera decir algo—. Dicen que al cabo de unos trescientos años los vampiros

empiezan a perder el juicio. Que la mayoría elige exponerse al sol y morir antes de caer lentamente en la locura. La perspectiva de la eternidad les resulta insoportable. En cuanto a ti... La vida que has perdido te ha hecho enloquecer. La idea de vivir en esta tierra durante toda la eternidad ha conducido tu mente a un lugar que hace que me resulte imposible acceder a ti. —No estoy loca, Rhode. Soy una mujer vampiro. Deberías intentar comprenderlo. —Haces que me arrepienta de lo que hice en ese manzanar —contestó, y entonces se volvió de espaldas a mí y se dispuso a partir. —¿Te arrepientes de haberme conocido? —grité, observando su espalda mientras se alejaba. —Procura encontrarte a ti misma, Lenah. Cuando lo consigas, regresaré. De haber sido capaz de hacerlo, me habría echado a llorar. En ese instante sentí en mis lagrimales un dolor lacerante, como si el ácido se acumulara en mis ojos. La conmoción y el dolor que experimenté en los ojos cuando Rhode se marchó eran tan intensos que me doblé hacia delante. Pude haber seguido su figura hasta que desapareciera de mi visión vampírica, pero el dolor era insoportable. De modo que regresé a la casa y entré en el vestíbulo en penumbra. Rodeada por las sombras que se proyectaban sobre la tapicería y las copas de plata, decidí que jamás volvería a quedarme sola. Fue entonces cuando decidí crear el clan. De modo que partí para Londres y encontré a Gavin.

20 Toc, toc, toc. Tres golpecitos en la puerta. Levanté la vista del suelo. Acababa de recoger las cenizas de Rhode con la escoba y las había guardado de nuevo en la urna. Qué curioso que pudiera recoger toda su maravillosa vida con un par de escobazos. Me acerqué al escritorio y enderecé las fotos. Quienquiera que fuera llamó de nuevo a la puerta. Me negué a pensar que fuera Justin. Seguro que no lo era. Sin duda era alguien que venía a verme para hablar sobre los deberes, o para que le ayudara con los idiomas. Durante un angustioso momento supuse incluso que sería Vicken u otro miembro del clan, pues la luz diurna comenzaba a declinar. No tenía idea de lo fuertes que podían ser ahora. Quizá todos fueran capaces de resistir la exposición al sol. Volví a depositar la urna sobre el escritorio y abrí la puerta. En el umbral estaba Justin, con una mano enfundada en el bolsillo y la otra apoyada en el marco de la puerta. —¿Cómo sé que no estás loca? —No lo sabes. Entró en el apartamento y se encaminó directamente al escritorio. —Explícame por qué he estado deambulando por el campus durante tres horas tratando de convencerme de que no debía creerte. Explícamelo. ¿Por qué te creo? —No puedo. —¿Esos hombres también son vampiros? —preguntó señalando al clan. Asentí con la cabeza. —¿Ahora ya no eres una mujer vampiro? —Cruzó los brazos y se apoyó en el escritorio. Sus ojos mostraban una expresión más relajada. No tenía el ceño fruncido ni los labios apretados. En lugar de ello, me miró a los ojos en busca de respuestas. —Por supuesto que no —contesté con la mayor firmeza.

—Digamos que decido creerte. Que en un mundo trastocado esto fuera cierto. —Se detuvo unos instantes—. ¿Cómo te ocurrió? ¿Acaso los vampiros no viven... eternamente? —Se expresaba con torpeza. Comprendí que temía estar mal informado. —Por regla general, sí —respondí riendo nerviosamente. Sentí que la tensión entre ambos desaparecía, que el ambiente se despejaba. Una breve sensación de alivio me recorrió el cuerpo, y los músculos de mis hombros se relajaron—. Es un ritual muy antiguo —dije suspirando. —¿Un ritual? —Un sacrificio. Un ritual más viejo que Rhode y yo juntos —dije, sentándome en el sofá. Mantuve las manos junto a mis rodillas, pero al cabo de unos momentos Justin se sentó a mi lado. —¿Rhode es el tipo que aparece en esa fotografía? —inquirió señalando el escritorio con la cabeza. —Era mi mejor amigo —dije, y mi voz se quebró. Me aclaré la garganta —. Murió para que yo pudiera volver a ser humana. —No lo entiendo —dijo Justin. Nos miramos durante unos momentos; en el aire flotaba la incertidumbre de lo que la suerte nos deparaba. —Propongo que abordemos este asunto paso a paso. Justin asintió y me tomó la mano. —Esto es una locura —murmuró. Deslizó los dedos sobre mi piel, haciendo que se me pusiera la carne de gallina. —Lo sé —respondí, deleitándome con la maravillosa experiencia de poder sentir mi cuerpo. ¿Era una sensación de alegría, alivio, o de ambas cosas? Miré nuestros dedos enlazados y sonreí. Ni siquiera le pregunté si estaba enojado o quería que le diera más explicaciones. Me alegraba de que estuviera allí, de que no me hubiera dejado sola para analizar de forma racional la vergüenza y la confusión de mi vida anterior. —Salgamos esta noche —propuso Justin—. Para distraernos y dejar de pensar en ello. —De acuerdo —respondí, animándome al instante. Me enderecé y sonreí alegremente. —Anda, vamos. —¿Adónde? —pregunté levantándome. —Mis hermanos van a salir después de cenar. Opino que a nosotros también nos convendría salir.

Entré en mi dormitorio, pero a propósito no cerré la puerta. No me desnudé de inmediato, sino que me asomé vestida sólo con sujetador y braguitas. —¿Adónde soléis ir? —pregunté. —Ya lo verás —contestó Justin. Al verme puso cara de sorpresa, y yo me apresuré a refugiarme de nuevo detrás de la pared de mi dormitorio—. Si decides salir vestida con lo que llevas puesto, lo cual me parece perfecto, te aconsejo que te pongas unos zapatos cómodos.

Para mi sorpresa y regocijo acabamos en Boston. Cuando nos bajamos del coche de Justin, echamos a andar formando un numeroso grupo por una larga calle de edificios de piedra gris. Claudia y Kate me flanqueaban. Era curioso que hubieran empezado a vestirse como yo. Y mentiría si dijera que no me sentía halagada. Esa noche lucía un vestido corto negro y zapatos de tacón negros. Las chicas, al ver mi atuendo, se habían apresurado a regresar a sus habitaciones para ponerse vestidos. Claudia me tomó del brazo. —Espero que esta noche el club esté atestado —comentó mientras caminábamos por la calle. Nos acercamos a una larga cola de gente y nos detuvimos al final de la misma. —¿Qué club? —pregunté a Justin, apartándome de las chicas. —Venimos casi todos los viernes. Hace tiempo que no lo hacemos, pero solemos venir aquí para salir de Lovers Bay. —Justin señaló un edificio cercano. —¿Qué tipo de gente frecuenta el club? Justin se rió y me besó en la frente. —No es el tipo de club que imaginas —respondió. Apoyó el brazo sobre mi hombro—. Es una sala de fiestas. Supongo que en tu época lo llamarían un baile. —Ah —dije, y entonces lo comprendí. Justin me enlazó por la cintura con el brazo y me apretujé contra él. Formábamos una unidad, de nuevo inseparables, y él conocía la verdad. Me sentía eufórica. Enormemente feliz, y me encantaba bailar, ya me gustaba en el siglo XV, cuando había sido humana por primera vez. Hicimos cola frente al club, que se llamaba Lust, esperando entrar. A mi alrededor había mujeres y hombres vestidos con prendas muy ajustadas.

Algunas chicas lucían minifaldas y tops sin tirantes. Era principios de noviembre, y yo sabía que estaban tiritando, aunque hacía un otoño más cálido de lo habitual. De pronto, mientras esos pensamientos me daban vueltas por la cabeza, sentí ese hormigueo en la boca del estómago y un silencio. Sí, me estaban observando. A tenor de la advertencia de Suleen, no era extraño. Me apoyé en el cálido brazo con que Justin me rodeaba la cintura, pero mis ojos escudriñaron la calle. Parecía normal. Hombres y mujeres se desplazaban de local en local. Un vendedor ambulante vendía bocadillos de salchichas. Por la calle circulaban taxis y coches, y la música de los numerosos clubes que jalonaban la calle hacía que el aire vibrara con el ritmo y el estruendo de los instrumentos de percusión. Todo parecía normal. Reconozcámoslo: los vampiros, incluso los de la edad de Vicken —unos doscientos años— son capaces de ver hasta el horizonte. Yo podía haber estado a leguas de donde me hallaba. Me volví y observé la calle. Aunque buena parte de mi visión vampírica se había debilitado, calculé que alcanzaba a ver a unos tres kilómetros a lo lejos. A unas cinco o seis calles de donde nos encontrábamos, las parejas caminaban juntas. Olía a cigarrillos, bebidas alcohólicas y bocadillos de salchichas. Escruté el panorama, esperando que mis ojos se posaran en los de Vicken, esos ojos castaños que me habían hipnotizado y comprometido mi alma en la década de 1800. Quizás era Suleen, que estaba vigilando. Ese pensamiento aportó un momento de calma a mi pecho. —¿Vas a decirnos lo que significa tu tatuaje? —preguntó Claudia. Yo me había quitado la chaqueta y había olvidado que en el hombro izquierdo llevaba el tatuaje de mi clan—. Mi madre no deja que me haga uno — añadió. —Ah, pues... —empecé a decir, pero me salvé de tener que responder, pues en ese momento llegamos a la puerta y Justin depositó un objeto duro, como una tarjeta de crédito, en mi mano. —Entrégasela al portero —me susurró al oído—. Tienes que haber cumplido veintiún años para entrar aquí. ¡Qué ironía! Miré el objeto que tenía en la mano. Era un carné de conducir de Massachusetts en el que aparecía mi fotografía junto con una fecha de nacimiento falsa que indicaba que tenía veintiún años. —Lo falsificó Curtis —añadió Justin, y yo se lo entregué al fornido

portero. Era un tipo gigantesco, semejante a un culturista. La última vez que yo había visto a Gavin, era más alto y fornido. Sonreí con naturalidad y el portero me franqueó la entrada a Lust. Cuando entramos en el club sentí la vibración del bajo en mis costillas. Pulsando en mi interior. Centenares de personas —no, cerca de un millar— abarrotaban el local. Lust constaba de dos plantas. El segundo piso del club estaba a nivel de la calle, pero en lugar de una pista de baile había un balcón que rodeaba todo el local. Cuadros enormes decoraban las paredes, mostraban a parejas apasionadas. Sujeté la barandilla del balcón del segundo piso. Justin se colocó a mi izquierda. —Has vuelto a poner cara de pasmada —comentó, tras lo cual miró hacia abajo. En su piel se reflejaban los destellos de color verde, dorado, rojo y negro de las luces cambiantes del techo. —Nunca he visto nada parecido —respondí, mirando también hacia abajo. Las personas que bailaban parecían como si estuvieran haciendo el amor. Los cuerpos se apretujaban unos contra otros, de forma que era difícil diferenciar quién era quién. Tenían las manos entrelazadas, las piernas enroscadas alrededor de las de su pareja, y se movían al ritmo de la estruendosa música que sonaba a través de los gigantescos altavoces dispuestos alrededor del local. En mi época, la gente no bailaba de ese modo. De pronto la canción cambió. El ritmo era distinto del anterior. Sonaba una música de percusión tan rápida que supuse que era obra de la tecnología. ¿Una música creada por máquinas? Bum, bum, bum. La multitud comenzó a brincar. Todas las personas que había en la pista se pusieron a saltar arriba y abajo, arriba y abajo juntas. De repente todo el mundo se precipitó hacia la pista de baile. Claudia, que no me había dado cuenta de que estaba a mi derecha, gritó de gozo: —¡Diooooos! ¡Esta canción me encanta! Acto seguido se dirigió a una escalera mecánica situada en el centro del balcón del segundo piso y descendió hasta la pista de baile de la planta baja. —¡Vamos, Lenah! —gritó Claudia. Me sonrió y sentí que la emoción me embargaba el corazón. Estaba deseosa de compartir estos momentos conmigo, pero yo no sabía moverme como se movían las personas en la pista de baile.

Curtis, Roy y Kate siguieron a Claudia. En realidad, muchas personas que estaban en el segundo piso se dirigieron hacia las escaleras mecánicas (había una en cada extremo del balcón) para bajar a la pista de baile. Justin me tomó de la mano. —Vamos —dijo. Yo me aparté de él. —Ni hablar. No sé bailar de esta forma. —Ninguno de los que están aquí sabe bailar —respondió al tiempo que tiraba de mí y me obligaba a dirigirme a la escalera mecánica. Mientras descendíamos, traté de explicárselo. —El último baile al que asistí fue mucho antes de que la música sonara a través de un sistema estereofónico. Si querías escuchar música, tenías que asistir a un concierto. ¡Justin! Antes de que pudiera reaccionar, nos hallábamos en el centro de la pista de baile. El ritmo de la canción tan pronto se aceleraba como se ralentizaba. En cuanto pisamos la pista de baile volvió a hacerse lento. Justin y yo estábamos rodeados de personas apretujadas unas contra otras, moviéndose al son de la música, esperando el momento en que el ritmo de la canción se hiciera más acelerado y trepidante para empezar a bailar de forma desenfrenada. En ese momento sonaban suaves compases marcados por la percusión. —Cierra los ojos —dijo Justin—. El ritmo de esta canción se ralentiza durante unos minutos y luego vuelve a sonar a todo trapo. A partir de ese momento, la gente se vuelve loca. Abracé a Justin con fuerza. Creo que flexioné un poco las rodillas, pero comparada con él permanecía básicamente inmóvil. Él se movía de forma increíble, contoneándose y meneando el cuerpo al son de la música. Ésta fue adquiriendo fuerza, el ritmo de la percusión se aceleró y las figuras en la pista de baile comenzaron a moverse en sincronía con él. La chica que estaba junto a nosotros mantenía los ojos cerrados mientras bailaba y alzaba los brazos en el aire. A medida que el ritmo se aceleró, sus movimientos también se aceleraron, agitando los brazos y meneando las caderas con tal ímpetu que me golpeó, haciendo que me soltara de Justin. En esos momentos la pista de baile estaba tan abarrotada de gente y el bajo sonaba a un ritmo tan trepidante que antes de que pudiera darme cuenta me había separado de Justin. —¡Lenah! —gritó él, pero yo estaba atrapada entre dos parejas pegadas

una a otra. Me alcé de puntillas y vi a Curtis saltando como un poseso, pero no vi a Justin. La música se intensificó, alcanzando un ritmo tan enloquecido que lo sentí de nuevo retumbar en mi pecho. Me hallaba atrapada en medio de la pista de baile, girando hacia un lado y hacia el otro. La gente bailaba a mi alrededor, pero yo permanecía tiesa como un pasmarote. Entonces oí a alguien murmurar mi nombre. —Déjate llevar por la música... —dijo la voz, aunque no sabía con certeza que me hablaba. Quizá fuera cosa de mi imaginación. Lo ignoro. Pero respiré hondo. Percibí el olor a alcohol, a perfumes dulzones, a cuerpos sudorosos. La última vez que había estado en una habitación rodeada de un grupo tan numeroso de personas les había inducido a atacar a una pobre mujer. A que la asesinaran. —Anda, déjate llevar —repitió la voz. Yo obedecí. Me hallaba en el centro de la pista. Cerré los ojos, me dejé arrastrar por el ritmo de la música, y cuando ésta alcanzó su apoteosis y toda la pista de baile enloqueció, yo estaba allí con ellos. Alcé las manos sobre la cabeza. Empecé a contonearme, a saltar. Apoyé la espalda contra personas que no conocía y sentí que ellas se apoyaban también en mí. Pese al ritmo acelerado de la música, tenía la sensación de que me movía con lentitud. Bailaba hombro contra hombro con desconocidos, y alguien enlazó sus manos con las mías. El sudor me chorreaba por la nariz y la espalda y estaba perdida en un mar de extraños. No sabía ni qué aspecto presentaba. Me tenía sin cuidado. No era como hacer puenting. No era una experiencia solitaria. Sólo algo como esto era capaz de hacer que lo comprendiera. Yo era Lenah Beaudonte. Había dejado de ser una mujer vampiro de la peor especie. Había dejado de ser la líder de un clan de criaturas que merodeaban por las noches. Me había liberado.

21 Un jarrón chino se hizo añicos al estrellarse contra una pared en el cuarto de estar que estaba en penumbra. Vicken recobró el resuello y se desplomó en un sillón reclinable. —¿Dónde está Lenah? —gruñó apretando los dientes. —Es posible que Rhode tuviera problemas para despertarla —respondió Gavin, tratando de buscar una explicación. —Tonterías —le espetó Vicken—. Ella nunca estuvo aquí. Y si lo estuvo, fue por poco tiempo. Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro. Se hallaban en la biblioteca. Cada uno de los libros que había en las monstruosas estanterías versaba sobre lo oculto, sobre historia o un tema que el clan considerara que era importante leer. Yo había dedicado años a perfeccionarla. Un fuego chisporroteaba en la esquina de la habitación. Los miembros del clan estaban sentados en un semicírculo, aunque había dos sillas vacías. La de Vicken y la mía. Él no cesaba de pasearse arriba y abajo. Tenía el paso ágil, y mantenía las manos a la espalda. Ofrecía un aspecto decididamente decadente con su ropa de diseño y su moderno corte de pelo. En la mano sostenía un pedazo de papel chamuscado, en el que aparecía escrita una palabra: «WICKHAM». Tenía las manos sucias de tierra y le quedaban restos debajo de las uñas. Había estado excavando con sus propias manos. —Quizás esté muerta —apuntó Gavin de nuevo. —No seas idiota. En tal caso, ¿creéis que no lo habríamos sentido? — preguntó Vicken. Heath asintió con la cabeza, y Song emitió un gruñido en señal de conformidad. —¿La investigación ha sido exhaustiva? —inquirió Vicken—. Quiero que lo repaséis todo de nuevo. Quiero conocer toda posible definición de lo que sea Wickham.

—Creo que Rhode está muerto. Lo presiento —dijo Gavin. Fue Vicken quien asintió entonces. —¿Y ninguno de vosotros ha tenido noticias de Suleen? —preguntó. —Ha ignorado todos nuestros intentos de comunicarnos con él. ¿Crees realmente que se mostraría ante nosotros? —preguntó Heath—. Él no se mete en estos asuntos. —Es el único que puede responder a mis preguntas. —No es el único —replicó Song—. Hay otros que podrían ayudarnos. —No quiero llamar a nadie a menos que no haya más remedio —explicó Vicken—. Además, Suleen está íntimamente conectado. Conoce a Rhode. Se produjo un silencio colectivo. —Ha llegado el momento —dijo Vicken, sentándose de nuevo en el sillón—. Es preciso localizarla.

Sofoqué una exclamación y abrí los ojos. La fresca brisa que penetraba por la ventanilla me acarició la mejilla derecha. Tenía la cabeza apoyada contra el cristal y me había quedado dormida antes de la entrada a la autovía. Entonces sentí que alguien me apretaba la rodilla izquierda. Miré a Justin, y las imágenes de mi ensoñación se evaporaron. —Has dormido durante una hora —dijo. Cuando miré a través del parabrisas, vi que estábamos de nuevo en Lovers Bay. Enfilamos una de las calles que atravesaba el campus de Wickham, y Justin detuvo el coche en el aparcamiento frente a Seeker. Había dejado a los demás en sus respectivas residencias y yo había dormido durante todo el trayecto—. ¿Bailaste por fin? —me preguntó, abriendo el techo solar de su todoterreno. Alcé la vista y contemplé el cielo de principios de otoño. —Ha sido una de las veladas más divertidas de mi vida —respondí, reclinándome en el asiento—. Ojalá hubiera venido Tony —confesé, llevándome la mano al pelo. Traté de alisar con gesto nervioso los mechones que debido al sudor tenía pegados a los hombros y la frente. Después de arreglarme el pelo, sonreí—. Pero gracias —dije—. ¿Podemos volver la semana que viene? Justin echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Me apretó el hombro con la mano derecha, y durante unos minutos guardamos silencio. Escuché los sonidos nocturnos del campus. A lo lejos, las pequeñas olas rompían sobre la playa de Wickham.

—Hace tiempo que quiero preguntarte algo —dijo Justin, moviendo la mano, que seguía apoyada en mi hombro y oprimiéndome la espalda para que me inclinara un poco hacia delante—. ¿Qué significa tu tatuaje? La pregunta me pilló desprevenida, pero si existía alguien a quien podía revelarle la verdad, era Justin. Supuse que no me lo había preguntado hasta ahora por respeto. O quizá no deseaba saber la verdad. Respiré hondo. —Hace tiempo, Rhode, el vampiro que reconociste en la foto, formaba parte de una hermandad de caballeros. Allá por el siglo catorce, los hombres, hombres sanos, morían a causa de la peste negra. Sus cuerpos estaban cubiertos por pústulas enormes. Los niños soportaban dolores indecibles. Al contemplar la devastación provocada por la peste, Rhode decidió convertirse en vampiro. No conozco toda la historia, pero cuando regresó explicó a su señor, el rey Eduardo tercero, lo que había hecho. No es fácil ocultar la transformación en un vampiro. —¿Por qué? —preguntó Justin, sin retirar la mano de mi espalda y acariciándome la piel con el pulgar. —Cuando nos convertimos en vampiros, tenemos un aspecto diferente. Nuestros rasgos adquieren un aspecto etéreo. Lo más asombroso de la historia de Rhode es que el rey Eduardo siempre lo aceptó. Imagínate descubrir que tu caballero predilecto, el número uno, ha decidido unirse a las filas del diablo. Cuando Rhode regresó y le contó a su señor lo que había hecho, dijo: «Mal haya quien mal piense». Y así fue como se acuñó la frase. Para Rhode, la muerte era el último... Me detuve. Mi voz se quebró. Tragué saliva, y los ojos me escocían. Pestañeé unas cuantas veces, y el escozor desapareció. Miré a Justin, cuya sonrisa se había borrado, aunque sus fatigados ojos estaban fijos en los míos. —Era incapaz de afrontar la muerte. De modo que se protegió de ella — concluí. —¿Se convirtió en un vampiro para no morir nunca? Miré por la ventanilla. El largo y serpenteante sendero situado a la derecha de Seeker estaba oscuro y los árboles se mecían bajo la brisa. Al otro lado de la ventanilla reinaba una paz absoluta. —Pero murió por ti —dijo Justin. —Así es. En cualquier caso, la frase «Mal haya quien mal piense» se convirtió en el lema de la Orden de la Jarretera, que aún existe en Inglaterra. También se convirtió en el lema de mi clan. Aunque yo la he

manipulado a mi antojo. Alcé las piernas hacia el pecho y apoyé la barbilla en mis rodillas. Miré el salpicadero hasta que todos los pequeños diales y lucecitas se convirtieron en una mancha borrosa. —Rhode estaba convencido de ello: para ser malvado, tenías que detentar el mal. Creer en él. Desde lo más profundo de tu alma, —¿Tú lo hiciste? —preguntó Justin. —Sí. En mi imaginación vi a Rhode sentado en el sofá de mi cuarto de estar. Sus mejillas hundidas y su viril mandíbula eran tan huesudas, tan frágiles... Y el azul de sus ojos había dejado su impronta grabada a fuego en mi sangre hacía muchos años. Pero esa noche estaban más apagados. Yo era capaz de reconocer ese color en cualquier objeto, en las flores, en el firmamento, y en cada pequeño detalle del mundo. Traté de tragar saliva, pero comprobé que no podía. Tenía que salir de allí. El todoterreno de Justin era demasiado pequeño. Yo era demasiado pequeña. Tenía la sensación de que iba a estallar dentro de mi piel. —Debo irme —dije, abriendo la puerta y saliendo al aparcamiento de Seeker. Justin bajó su ventanilla y gritó: —¡Eh, Lenah! ¡Espera! Oí, cuando apagó el motor, abrirse y cerrarse la puerta del conductor y el sonido de los zapatos de Justin sobre el pavimento detrás de mí. Me volví hacia él y crispé los puños. A mi espalda, las luces de Seeker Hall iluminaban los bancos y la entrada de la residencia. Supongo que debía presentar un aspecto terrorífico porque Justin se detuvo a medio metro de donde me hallaba. Yo tenía la mandíbula apretada, los ojos fijos en el suelo y resollaba como un toro a través de la nariz. —¿Qué ocurre? —preguntó Justin—. ¿Qué es lo que he dicho? —Tú no has hecho nada. Soy yo. Quiero despojarme de mi piel, tomar mi mente y arrojarla dentro de otro cuerpo. Quiero olvidar todo lo que he hecho hasta hace dos meses. —Hablaba entre dientes. La saliva me caía de los labios, pero no me importaba. Los ojos de Justin reflejaban pánico. Me miró boquiabierto, luego bajó la vista y dijo: —Es como hacer puenting.

—¿Qué? —Su comentario me pareció de lo más desconcertante. —Estás sobre un puente y sabes que estás a punto de cometer una solemne estupidez. Pero lo haces. Tienes que hacerlo. Para sentir algo. Porque el hecho de cometer una locura de ese calibre es mejor que adoptar una actitud pasiva, vivir la vida con todos tus errores y estúpidas responsabilidades. Saltas porque tienes que hacerlo, porque tienes que sentir la descarga de adrenalina. Sabes que si no lo haces enloquecerás. —¿Insinúas que tomar la decisión de convertirte de nuevo en humana tras vivir seiscientos años como una despiadada mujer vampiro es como hacer puenting? Ambos guardamos silencio unos momentos. —¿No ves la relación? Me eché a reír. ¿Cómo lo había logrado? ¿Cómo había sido capaz de hacerme verlo de esa forma? En el momento en que me debatía en la más profunda confusión, Justin me había hecho comprender que esta vida, la que yo vivía ahora, estaba llena de risa y felicidad. Le eché los brazos al cuello y le besé tan apasionadamente que cuando gimió sentí la vibración del sonido y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Lo sentí en los dedos de mis pies. Le besé en la nuca y en el pequeño espacio entre el cuello y el hombro. Luego retrocedí dejando sólo unos centímetros entre nosotros. —Sube a mi habitación —murmuré antes de darme cuenta de lo que decía. Justin me miró con ojos como platos. Sonrió mostrando sus hoyuelos, que yo nunca había visto tan marcados. —¿Estás segura? Después de colarse sin que el vigilante de seguridad le viera, se reunió conmigo en lo alto de la escalera y me detuve frente a la puerta. Introduje el dedo en el manojo de romero clavado en la puerta y cogí una hoja. Se la entregué a Justin. —Debes prensarla. Guardarla en tu billetero. Cuando la mires, recordarás esta noche. Al cabo de unos instantes nos detuvimos en medio del cuarto de estar, cara a cara. Estaba rodeada por los talismanes de mi vida: la espada, las fotos, el vial con los restos de Rhode colgado alrededor de mi cuello. —Me alegro de que sepas la verdad —musité—. No sabes, no imaginas lo que esta noche ha significado para mí en esa pista de baile.

Justin avanzó y apoyó la mano en mi mejilla derecha. Sentí escalofríos en los brazos. ¡Era un contacto glorioso! Estaba convencida de que ya no podría vivir sin el contacto de su piel. —Te quiero, Lenah —dijo. Me sorprendió ver que tenía los ojos húmedos. —Nunca se lo he dicho a un ser humano —respondí, fijando la vista en el suelo. No me atrevía a mirar el escritorio, donde mi mirada se cruzaría con la de Rhode. Éste era un amor distinto, un amor que sentía con los latidos de mi corazón. —Tranquila. No tienes que decirlo —dijo Justin, inclinándose sobre mí y besándome de nuevo. Apoyé una mano en su pecho para detenerlo y retrocedí. Tenía que quitarme los restos de Rhode que lucía alrededor del cuello. Por respeto. Quizá fuera un vestigio de mis días como mujer vampiro. Deposité el collar sobre la mesa de café. Cuando Justin me besó y me alzó del suelo de forma que le rodeé la cintura con mis piernas, comprendí que nos dirigíamos hacia mi dormitorio. Cuando entramos, extendió la pierna hacia atrás y cerró la puerta de una patada.

22 —¿Lenah? —murmuró Justin acariciándome la cabeza con la mano. Yo tenía la cabeza apoyada en su pecho y escuchaba los latidos de su corazón mientras recuperaban su ritmo normal. Fuera, el cielo estaba cuajado de estrellas. —¿Sí? —contesté. Estaba adormilada, casi dormida debajo de mi cálido y suave edredón. —¿Asistirás al baile de invierno conmigo? —Por supuesto —murmuré, convencida de que dentro de unos momentos me quedaría dormida. —Estupendo... —musitó él, a punto de quedarse también dormido. —¿Qué es un baile de invierno? Justin se rió tanto que mi mejilla rebotaba sobre su pecho.

La luz de avanzada la mañana brillaba a través de las cortinas de la ventana del dormitorio. Había algo distinto. Los objetos en mi habitación parecían borrosos. Me froté los ojos y me levanté de la cama con el máximo sigilo. Justin seguía dormido, boca abajo, de forma que sólo tenía cubierta la parte inferior del cuerpo con el edredón. Tomé un vestido de algodón negro de un colgador de mi armario ropero y me lo puse. Luego, restregándome los ojos me acerqué a la ventana salediza de mi dormitorio. Entonces me percaté de la transformación que había experimentado mi mundo en una noche. Los árboles tenían un aspecto sólido. No podía distinguir las fibras de la corteza. Miles de briznas de hierba se mecían bajo el viento, pero sus movimientos y vibraciones individuales eran indistinguibles a mis ojos. Vislumbré la playa a lo lejos, pero los detalles de la arena aparecían tenues y borrosos. Ya no alcanzaba a ver los desconchones en la pintura de la capilla al otro lado del campus. Me froté los ojos de nuevo, pero mi visión

no cambió. Rhode estaba en lo cierto: había perdido mi visión vampírica y por fin me había convertido en el ser humano que había soñado ser. Calculo que transcurrieron unas horas mientras permanecí sentada en el asiento de la ventana mirando el campus. En cierto momento, me cubrí los hombros con una manta, sin dejar de contemplar el panorama. De pronto oí el roce de las sábanas a mi espalda. —¿Lenah? —preguntó Justin, pero estaba adormilado. Me volví para observarlo en la cama. Tenía el pelo encrespado y el torso desnudo. Se cubrió la parte inferior del cuerpo con la sábana y vino a sentarse a mi lado. Volví la cabeza y seguí mirando a través de la ventana. Justin hizo lo propio y luego me miró. —¿Qué pasa? Me volví para mirarlo a los ojos. —Ha desaparecido —respondí, fijando de nuevo la vista en el panorama tan distinto que contemplaba a través de la ventana. —¿El qué? ¿A qué te refieres? —A mi visión vampírica. Justin suspiró. —Caray. —Se produjo un momento de silencio—. ¿Es... por mi culpa? Estuve a punto de soltar una carcajada, pero me abstuve. En lugar de ello, sonreí y contesté: —No. Me fijé de nuevo en el reluciente océano y en la mancha borrosa de las olas. —Quizás es por esto que los humanos están tan ensimismados en sus pensamientos —comenté, manteniendo la vista al frente—. No ven cómo es el mundo en realidad. Si pudieran hacerlo, verían más allá de sus sueños y preocupaciones. En vista de que Justin no decía nada, le miré. Sus ojos, esos ojos verdes y apasionados que parecía como si siempre buscaran otra emoción más arriesgada y temeraria, mostraban una expresión apacible y serena. —Te quiero, Lenah. Contuve el aliento; ahora era yo quien debía decidir si estaba dispuesta a amar. Si lo sentía sinceramente o no. No existía ningún hechizo que me vinculara para toda la eternidad. —Yo también te quiero. A continuación, Justin se inclinó hacia delante y retiró la manta que

cubría mi cuerpo.

Durante las tres semanas que transcurrieron después de Halloween, el otoño dio rápidamente paso al invierno. Todo el mundo se refugiaba dentro de los edificios para entrar en calor, y Justin y yo hacíamos lo mismo. Éramos prácticamente inseparables. Mis pensamientos sobre el clan eran cada vez más espaciados. Quizá Suleen se había equivocado. Quizá no habían reparado en las cenizas en la chimenea. ¿Era posible que Suleen me hubiera transmitido una información errónea? Es asombrosa la capacidad que tenemos de convencernos cuando queremos ocultarnos de la verdad.

Yo asistía a un partido de entrenamiento de lacrosse al término de la temporada. Faltaban pocos días para las vacaciones del día de Acción de Gracias y dentro de poco los entrenamientos se llevarían a cabo en el interior. Sonaba una música procedente de las habitaciones. Los estudiantes caminaban por el prado y entraban y salían del invernadero. Ya no llevaba flores en mis bolsillos. La única chuchería que llevaba era el vial con los restos de Rhode colgado alrededor del cuello. Ese día, estaba sentada en el borde del campo de lacrosse. Tenía un bloc de notas apoyado en las rodillas mientras terminaba el borrador de un ejercicio en inglés. Justin corría de un extremo al otro del campo, lanzando la pelota que portaba en la raqueta una y otra vez junto con los otros jugadores. Claudia, que regresaba del centro estudiantil con un café para mí y un té para ella, se sentó a mi derecha. —Tony Sasaki está apoyado contra el muro de Hopper. Mirando hacia aquí. Cogí el café y me giré para mirar. Junto a la puerta de Hopper se alzaba un gigantesco roble. Al igual que el resto de los árboles del campus, había empezado a perder sus hojas y sólo unas pocas ramas lucían marchitas hojas de color rojo y naranja. Tony estaba junto a él, con el pelo cubierto por un gorro de punto negro. Cruzó una mirada conmigo y me indicó con un breve ademán que me acercara. Me puse de pie. —Vuelvo enseguida —le dije a Claudia, cuya mirada insinuaba que,

fuera lo que fuera que quisiera decirme Tony, seguramente no era nada bueno. Hacía varias semanas que mantenía una actitud fría y distante. —Hola —dije, fijando la vista en mi café y mirándole luego a los ojos. —¿Podemos hablar de un asunto? —me preguntó, pero tenía los labios apretados y me miró directamente a los ojos. —Hace casi un mes que no me diriges la palabra —respondí. Una fría ráfaga me agitó el pelo alrededor de la boca y las mejillas. Sostuve mi vasito de café con firmeza—. Exactamente tres semanas. —Entremos —dijo Tony, encaminándose hacia Hopper. Me volví para mirar el campo. Justin se volvió también hacia mí. Me encogí de hombros y seguí a Tony. Sus pies se movían a su ritmo peculiar mientras subía la escalera en dirección a la torre de arte. Yo conocía su forma de caminar arrastrando los pies y el sonido de sus botas sobre la madera. Le seguí escaleras arriba, haciendo menos ruido con los pies, aunque también llevaba botas. Cuando entramos en la torre de arte, Tony atravesó la sala y giró hacia la izquierda. El retrato estaba ya enmarcado y colgado de la pared. Él se situó a la derecha de un caballete. A su espalda había unas espaciosas taquillas abiertas en las que los estudiantes guardaban sus bolígrafos y demás material. La taquilla de Tony quedaba oculta por el caballete. —¿De qué querías hablarme? —pregunté, avanzando apenas unos pasos. Me crucé de brazos. —Tenía que averiguarlo. No resolveré nada, pero tenía que averiguarlo. Hace tiempo que estás distinta —dijo Tony, como si estuviera buscando una explicación. —¿Qué? —Desde que andas siempre con el Terceto y con Justin. No eres tú. Al menos, yo creía que no te gustaba el tipo de personas que se burlan de todo el mundo. De mí. —Ahora les conozco mejor, Tony. Tú también salías con ellos. No son mala gente, sobre todo Justin. —Tú me obligaste a salir con ellos. Yo no quería. Sentí que me sonrojaba, y no quise mirarlo. Con sus dedos manchados como siempre de pintura y carboncillo, empujó el caballete de forma que las patas de madera chirriaron sobre el suelo. Detrás del caballete había una cortinilla roja que cubría la taquilla de Tony. —¿Qué es esto? —pregunté.

Corrió la cortinilla hacia la derecha. Dentro de la taquilla había unos ocho o nueve libros amontonados. El primero de la pila era un ejemplar de tapa dura que me resultaba familiar. La cubierta de metal, los cantos dorados de las páginas... Era el libro de la Orden de la Jarretera que yo había sacado de la biblioteca y sobre él estaba la foto en la que salíamos Rhode y yo. —Explícamelo, Lenah. Sé que he hecho mal. Lo sé. No estoy loco ni nada parecido. Pero cuando salí corriendo ese día, después de confesarte que te amaba —dijo Tony sacando el libro y la foto de la taquilla y depositándolos sobre una mesa de dibujo—, hace un par de semanas, estaba organizando mis dibujos, archivándolos y demás. En todos ellos tú estás muy pálida. Siempre evitas el sol. Ésa fue mi primera pista. De modo que fui a tu habitación y llamé a la puerta. No estaba cerrada con llave. Así que giré el pomo, pensando que quizá no me habías oído. Entré para esperarte. Me senté en tu sofá con la intención de disculparme por soltarte de sopetón que... —Tony se detuvo—. Que te quería. Y entonces... me fijé en esto. El libro tenía una cinta roja para señalar la página y cuando lo abrió, sentí que el corazón me latía aceleradamente. Utilizó el dedo índice para abrir el libro por la página en que aparecía el grabado de Rhode. Sofoqué una exclamación de asombro, que sonó como un eructo, como suele ocurrir cuando no puedes respirar con la suficiente rapidez debido al shock que acabas de sufrir. —Este libro estaba abierto sobre la mesa. Ya lo había visto antes, pero no lo había relacionado nunca contigo. De modo que miré la página por la que lo habías dejado abierto. Luego, casualmente, dirigí la vista hacia tu escritorio. Y entonces vi la foto del mismo tipo que aparece en el libro. —¿Los robaste de mi habitación? ¿Cuándo? —Hace unos días. Estaba desesperado. Quería hablar contigo, que volviéramos a ser amigos, pero cuando vi esto, se convirtió en una obsesión. No podía dejar de pensar en ello. Tony señaló el grabado. —Explícamelo, Lenah. ¿Cómo es posible que un tipo que estaba vivo en 1348 sea el mismo que aparece en esta fotografía contigo? ¿Y qué me dices de la espada en la pared, el vial que contiene unos polvos y que llevas colgado alrededor del cuello? Además, vives en el antiguo apartamento del profesor Bennett, odias el sol.

—¿Cómo has sido capaz de hacer esto? —murmuré. Las orejas me ardían. Los dedos me temblaban—. No me dirigías la palabra. Fuiste tú quien dejaste de ser mi amigo. Tony empezó a enumerar un síntoma tras otro..., todos mis secretos. Luego se quitó el gorro y se pasó las manos por el pelo. Yo estaba junto al umbral. Respiraba trabajosamente y le miraba con ojos como platos. Sentía el sudor acumulándose debajo de mi sombrero. —¿Eres...? Joder... —Tony respiró hondo—. ¿Eres una mujer vampiro? Me abstuve de responder; nos miramos a los ojos. Fuera, unos estudiantes escuchaban música a todo volumen y charlaban. Me pasé la lengua por los labios. Todo tenía un tacto reseco. —Venga, Lenah. Te has pasado el otoño sentada a la sombra; y sigues haciéndolo. Eres experta en circulación sanguínea, biología y en disecar gatos. —Basta. —Te gustan los cuchillos. El día que te conocí, me dijiste que conocías veinticinco lenguas. Te he oído hablar al menos diez. —Te he dicho que basta. —¡Lo eres! ¡Confiésalo! En mi interior llevaba acumulada una furia desde hacía tanto tiempo, dispuesta a estallar, que cuando atravesé apresuradamente la habitación y arrojé a Tony contra la pared cubierta de taquillas a su espalda, estaba segura de que no estaba preparado para conocer la verdad. Le sujeté por el cuello con mi antebrazo. Probablemente pudo haberse soltado, pero en lugar de ello clavó sus ojos castaños en los míos al tiempo que entreabría la boca, estupefacto. —¿Quieres saber la verdad? ¿Quieres saber lo que pienso? Que eres un chico patético que se ha enamorado y está celoso. Estás lleno de supersticiones. Lo cual no hace sino alimentar tus sospechas. ¿Dices que me amas? ¿Crees conocerme? Le solté y retrocedí, sin apartar los ojos de los suyos. Tomé bruscamente la foto de la mesa. Tony se frotó el cuello donde lo había sujetado contra la pared. —Eras mi amigo —dije. Dejé que la mirada entre nosotros se prolongara unos instantes, tras lo cual di media vuelta y salí de la torre de arte tan rápido como pude.

23 La playa de Wickham estaba desierta, pero me senté en el muro de piedra. Las olas eran pequeñas, pero rompían sobre la arena a un ritmo reconfortante. En la bahía se veían cabrillas. Pensé en lo que había sucedido. Si Tony había descubierto mi secreto, no pasaría mucho tiempo antes de que todo el mundo lo supiera también. Mientras corría desde Hopper hasta la playa decidí ir al banco y guardar mis fotos y tesoros vampíricos en una caja fuerte. Había llegado el momento de redecorar mi apartamento. Me quité el vial que contenía los restos de Rhode del cuello y lo sostuve a la luz del sol. Sus cenizas relucían y brillaban con intensidad, al igual que el día que murió. Por un instante pensé en guardarme el collar en el bolsillo, pero no estaba preparada para desprenderme de una porción de Rhode. Aún no. De modo que volví a colgármelo del cuello. De momento me conformaría con redecorar mi apartamento. De improviso alguien se sentó a mi lado. Yo estaba tan absorta en mis pensamientos que no me di cuenta de que alguien se encaminaba hacia el muro en la playa. Unos meses atrás, lo habría presentido, pero ahora todo había cambiado. Era Tony. —Soy un... cretino de campeonato —dijo. Guardé silencio. —¿Una mujer vampiro? —Tony dio un respingo—. ¿En qué diablos estaría pensando? —Lo ignoro —contesté, aunque no pude evitar el sentimiento de vergüenza que me abrasaba el pecho. Detestaba mentirle una y otra vez. —Supongo que estaba desesperado. Tienes razón. Soy demasiado supersticioso. Asentí con la cabeza. —Pero ¿quién es el tipo de la foto? Es idéntico al que aparece en el

grabado. Dejé la foto en el bolsillo posterior de mi pantalón. —Es un dibujo, Tony. Quizá sea una coincidencia. —Una coincidencia —repitió él. —Déjalo estar, ¿de acuerdo? Soy una chica normal y corriente. Él asintió. —Te invito a un café, ¿vale? —propuso. —Vale —respondí, y Tony se incorporó. Me ofreció la mano y me ayudó a levantarme del frío muro de piedra. Créanme, deseaba contárselo todo. Pero después de la advertencia de Suleen y con el clan sobre mi pista, tenía que guardar silencio. Por mi bien.

Tony y yo nos sentamos en una mesa del centro estudiantil. —¿Te he dicho que lo siento? —me preguntó, depositando su bandeja al otro lado de la mesa, frente a mí. Contenía una humeante pechuga de pavo en salsa y una ensalada. —Unas cuatrocientas veces. Tony hincó el diente en un enorme pedazo de pavo; parecía un niño tratando de engullir un bocado demasiado grande. —Te he echado de menos —dijo después de tragar. Al decirlo se puso colorado. Sonreí y fijé los ojos en mi plato. Cuando desvié la vista, reparé en las botas de Tony debajo de las mesa. —Oye, quiero preguntarte una cosa —dije. —¿El qué? —dijo al tiempo que un trozo de lechuga le caía de la boca sobre el plato. —¿Esas botas son nuevas? ¿Cuánto hace que las tienes? Siempre he querido tener unas botas de combate. Después de tragar, Tony respondió: —Curiosamente, el verano pasado perdí una, lo cual me cabreó mucho. Pero tuve suerte. Regresé a la zapatería y resulta que vendían las mismas botas con un cincuenta por ciento de descuento. De modo que volví a comprármelas y metí la otra bota en el acuario que tengo en casa. A los peces les encantó. De pronto Tony se puso tenso. Dejó el tenedor sobre el plato y miró algo a mi espalda. Me volví para averiguar qué era. Tracy pasó de largo

acompañada por unas chicas de último curso que solían dirigirme miradas asesinas debido a mi nueva relación con Justin Enos. —¿Tony? —pregunté. Pero él siguió mirándolas fijamente. Entonces ocurrió algo increíble. Tracy se volvió y sonrió a Tony. No fue una sonrisa franca, sino maliciosa. Una sonrisa que decía «Ven a por ello». Me incliné hacia delante. —¡Tony! —murmuré. Él clavó la vista en su plato. —¿Estás saliendo con Tracy Sutton? —No —respondió con la boca llena de comida. —¡Embustero! —dije sonriendo, y ataqué la comida que tenía en mi plato. Los ojos de Tony mostraban una expresión pícara y sentí que todo iba bien en el mundo. —Bueno, puede que se acercara el otro día para saludarme. ¡Y un par de días más tarde! —¿Te fías de ella? —No es mala chica —respondió encogiéndose de hombros, tras lo cual engulló otro bocado. —¿Salís juntos? ¿Es posible que incluso seas capaz de mantener una conversación con ella? No levantó la vista del plato. —¡Estás enamorado! —exclamé sonriendo. Tony depositó el tenedor en su plato. —No es verdad. Me reí y tomé un bocado de mi comida. —Cállate, Lenah. Te aseguro que no lo estoy. —Ya, claro... —dije sin dejar de reírme. Tras unos momentos de silencio, Tony dijo: —Todavía conservo sus fotos en bikini. Por poco escupo la comida sobre el plato. Decididamente, todo se había arreglado de nuevo en el mundo.

24 Una bola de nieve se dirigió silbando hacia mi rostro y me dio en la frente. Claudia y Tracy se cayeron de espaldas sobre los montículos de nieve que cubrían el campus de Wickham. Se reían tanto que tenían que sujetarse la barriga. Tony estaba formando otra bola de nieve mientras yo me enjugaba la cara con mis cálidas manoplas. Era el 15 de diciembre, y por la noche se celebraría el baile de invierno en Wickham. Dentro de un par de semanas empezarían las vacaciones blancas, durante las cuales me quedaría en el campus. No me atrevía a alejarme demasiado del campus. Ahora que la Nuit Rouge había concluido y después del maravilloso sueño que había tenido cuando regresábamos del club, la prudencia aconsejaba que permaneciera tan cerca como fuera posible de Wickham. Justin, situado a mi derecha, arrojó una bola de nieve a Tony, tras lo cual se me acercó. —¿No sabes nada? —murmuró. Moví la cabeza en sentido negativo. —Ese tipo... Sul... —Suleen. —Sí, ése. Dijo que vendrían a por ti. ¿No deberíamos prepararnos? Solté una risa despectiva y ambos nos agachamos para esquivar una bola de nieve que se dirigía a toda velocidad hacia nosotros. —¿Cómo te imaginas que podemos defendernos de cuatro de los vampiros más hábiles que existen en el mundo? Justin me miró cariacontecido. No sólo no podía comunicarme con mis ex compañeros, sino que estaría totalmente indefensa ante ellos. No podía hacer nada. —Si aparecen los del clan, vendrán a por mí. —Si vienen a por ti, es como si vinieran a por mí. ¿Tratarán de matarte? —Mi intuición me dice que no. No saben con exactitud si soy humana. Días antes le había explicado el ritual de la mejor forma posible. Aunque

no era una cosa que Justin pudiera asimilar con facilidad. —Dijiste que el ritual de Rhode era secreto. Pero ¿tienes idea de cómo lo hizo? —Una ligera idea —respondí—. En primer lugar, tienes que tener quinientos años, y segundo, tienes que dejar que el otro vampiro te chupe toda la sangre. La magia del ritual reside en el vampiro. En la intención. Si tus intenciones no son puras, el ritual fracasará y ambos morirán. La expresión de Justin era difícil de descifrar. —Entonces, ¿qué hacemos? —Procuremos no pensar en ello a menos que sea imprescindible — contesté. Lo cierto era que si aparecían los del clan, cosa que empezaba a pensar que no ocurriría, sería un enfrentamiento entre ellos y yo. En caso necesario, estaba dispuesta a abandonar a Justin a fin de protegerle. Y también a Tony. Una bola de nieve golpeó a Justin en la cara y los ojos y la nariz le quedaron cubiertos de nieve derretida. —¡Sí! ¡Soy un dios de nieve! —gritó Tony echando a correr alrededor del prado frente a Quartz. De pronto se topó con Tracy y la derribó al suelo. —¡Tony! —chilló ella, postrada en el suelo. Él la ayudó a levantarse y ella le besó en la mejilla. —¡Vamos, Lenah! —me gritó Claudia—. Tenemos que ir a peinarnos. —Sí, sólo me faltaba que éste me derribara al suelo —apostilló Tracy. Cuando Tracy y Tony empezaron a salir juntos, las cosas entre el Terceto y yo se normalizaron. No es que me convirtiera en la mejor amiga de Tracy, pero nos tratábamos con cordialidad. Yo no tenía muy claro si estaba realmente interesada en Tony o si echaba de menos la compañía del grupo. Creo que Tracy adivinó lo que yo pensaba, porque no volvió a mostrarse antipática conmigo. En cualquier caso, si Tony era feliz, yo también lo era. Tracy se despidió de Tony con un beso, y Claudia, Kate, Tracy y yo dejamos a los chicos frente a la residencia Quartz arrojándose bolas de nieve unos a otros. Claudia me tomó del brazo mientras caminábamos. —A ver si lo adivino, Lenah —dijo. Me sonrió con gesto de complicidad mirándome a los ojos—. Tu vestido es de color negro, ¿verdad? Yo la estreché suavemente contra mí mientras avanzábamos por el sendero hacia nuestros dormitorios.

Cuando llegamos a la habitación de Tracy, me vestí. Mi vestido era negro y me llegaba al tobillo. Tony me había ayudado a elegirlo. Sostuve un par de pendientes junto a mi rostro. En la imagen reflejada en el espejo observé mi mano con la que sostenía los pendientes junto a mis mejillas. Mis ojos se posaron en la sortija de ónice de Rhode. —Son perfectos, Lenah —dijo Claudia, distrayéndome de mis pensamientos. Parecía una estrella de cine con su vestido de color rosa vivo. Cuando Claudia se marchó para ayudar a Kate y a Tracy a maquillarse, me quedé sola unos minutos. Me miré en el espejo de cuerpo entero en la parte posterior de la puerta de Tracy. Lucía mi vestido y zapatos negros con los tacones más altos que jamás había visto. Dejé que el pelo me cayera sobre los hombros, acentuando mi esbeltez y mi altura. El vestido ceñía mis curvas. Me miré durante un buen rato a los ojos. Luego me quité el vial que llevaba colgado alrededor del cuello. Lo sostuve en alto y observé los diminutos reflejos dorados entre las cenizas. Oí el eco de la voz de Rhode en mi mente: Donde tú vayas, iré yo... —Lo siento —dije a las cenizas, tras lo cual guardé el collar con cuidado en mi bolso. Luego volví a mirarme en el espejo. Toqué el lugar en mi pecho sobre el que había reposado el collar durante tantos meses. Sentí los latidos de mi corazón debajo de las yemas de mis dedos, como un tambor lejano. Al cabo de unos minutos, bajé la escalera de la residencia femenina, y esperamos en el vestíbulo a que llegaran los chicos. Curtis y Roy, vestidos de esmoquin, doblaron la esquina del edificio, ambos sosteniendo una cajita que contenía una flor. Tony apareció al cabo de unos instantes y cuando vio a Tracy sonrió, mostrando esa sonrisa de oreja a oreja que me producía una sensación reconfortante en el pecho. Me miró, aunque abrazaba a Tracy. El amor que sentía por mí era evidente en la expresión de su rostro, pero era el tipo de amor que perduraría el resto de nuestras vidas. El tipo de amor que comparten dos amigos íntimos. Entonces vi a Justin doblar la esquina, avanzando con sus característicos pasos largos y lánguidos, y entró en el edificio. Nos acercamos uno a otro lentamente. Justin lucía su esmoquin, y su rostro aún estaba bronceado. Me sonrió y me sentí rebosante de amor, de admiración por sus ganas de vivir, por su deseo de amarme y por

enseñarme a abrirme de nuevo. —Eres tan... —dijo deteniéndose a escasos centímetros de mí—. Tan guapa que no... no puedo explicarme... Bajé la vista. Justin sostenía una cajita con una orquídea prendida a una muñequera. Todas las chicas lucían muñequeras con una flor. —Es un corsage —dijo levantando la tapa de plástico—. Esto... dijiste que... —Estaba tan nervioso que resultaba conmovedor. No cesaba de mirar a un lado y a otro. Se sentía abochornado—. Dijiste que las flores simbolizan distintas cosas. De modo que elegí una orquídea porque simboliza... —El amor —dije, apresurándome a completar la frase.

El baile de invierno iba a celebrarse en la sala de banquetes de Wickham —Podrían haber sido más espléndidos. Podrían habernos llevado a un hotel o algo por el estilo —se quejó Tony. Caminamos en grupo por el serpenteante sendero cubierto de nieve hasta la sala de banquetes. Era un edificio moderno con ventanales panorámicos que daban al océano. Frente a la puerta principal, furgonetas de reparto entraban y salían del campus. Abrimos la puerta y avanzamos por un largo vestíbulo. Sonaba una música que provenía de la cabina del pinchadiscos. Cuando entramos en la sala de banquetes, alcé la vista. La estancia estaba decorada con copos de nieve blancos y relucientes hechos de distintos materiales. La purpurina plateada y las bolas con espejitos arrojaban destellos de luz sobre toda la sala. En el lado derecho de la estancia había un panel de ventanas a través de las cuales vi kilómetros y kilómetros de océano. Bueno, ya no podía ver kilómetros de océano, pero estaba ahí y la luna relucía sobre las gélidas aguas. —¿Te gusta? —me preguntó Justin apretándome la mano. —Es perfecto —respondí. La cena transcurrió con relativa rapidez y estuvimos bailando durante tanto rato que las piernas me dolían. Bailamos todos juntos formando un círculo gigantesco. Éramos impenetrables. Tony se puso a saltar y a brincar, ejecutando una ridícula giga como si le hubiese dado un ataque. A nuestro alrededor estaba la señora Tate y los otros profesores, incluyendo el insufrible profesor Lynn. Nos observaban. Todos estábamos guapísimos, y la música era tan animada que apenas nos sentamos.

Mediada la velada, empecé a sudar copiosamente. Algunos mechones de pelo se me habían soltado de las horquillas, de modo que abandoné el enloquecido círculo de baile para ir a refrescarme. —¡Voy a arreglarme el pelo! —grité a Justin sonriendo. Él también estaba cubierto de sudor. Asintió con la cabeza y me alejé unos pasos. —¡No, espera, Lenah! Nada de ir a hacer pis o a pasar un rato en el lavabo. Aún no has visto mis mejores pasos de baile —dijo Tony, colocándose delante de Tracy y sacando el trasero. Tracy lucía un resplandeciente vestido azul verdoso. Dio a Tony unos golpecitos en el trasero al ritmo de la música, y me eché a reír como una histérica. Me reí tanto al observar a Tony y a Tracy que cuando alcancé la puerta de la sala de banquetes tuve que detenerme un momento para recobrar el resuello. Me volví hacia el salón de baile y lancé un beso a Justin. Él sonrió y siguió bailando con el grupo, retrocediendo para dejar a Tony más espacio para moverse. En cuanto salí al pasillo el alma vampírica que latía dentro de mí se despertó. Hacía mucho que no la sentía, concretamente desde aquella fría mañana de octubre en Rhode Island, cuando había aparecido Suleen. De inmediato sentí como si mi cabellera se electrizase. Hasta mi visión parecía más aguda. Al respirar noté mi aliento caliente. Había un vampiro en el edificio. Me detuve ante la puerta de la sala de banquetes, en el pasillo, y miré lentamente a la derecha. Apoyado contra la pared, al fondo del pasillo, vi que estaba... Vicken. Llevaba el pelo muy corto, como un joven moderno; su rostro, pálido, casi blanco, me hizo estremecer. Todo mi cuerpo se puso a temblar. El ardiente escozor en mis ojos que me había atormentado durante cientos de años estalló por fin en un llanto inconsolable y las lágrimas rodaron por mis mejillas. Me toqué la cara con las yemas de los dedos, sin dar crédito a que por fin fuera capaz de llorar. Retiré la mano de mi rostro y observé mis lágrimas, que relucían bajo las intensas luces fluorescentes. Unas minúsculas y preciosas gotas se deslizaron entre mis dedos y cayeron sobre la palma de mi mano. Las manos me temblaban, abrí los ojos como platos; hacía seiscientos años que no veía mis lágrimas. Vicken se encaminó hacia mí tan lentamente que cuando llegó a mi lado yo no cesaba de temblar de pies a cabeza. —De modo que los rumores son ciertos —dijo. Yo casi había olvidado

el sonido de su voz. Su marcado acento escocés y su tono grave me encantaban, pero ahora hacían que se me helara la sangre en las venas. Al mencionar los rumores se refería a que me había convertido en humana y las lágrimas me habían delatado. Vicken apoyó el codo en la pared sobre mi cabeza y se inclinó sobre mí, de forma que su boca amplia y carnosa se hallaba a escasos milímetros de la mía. —¿Un instituto? Te estás poniendo en ridículo, alteza —dijo entre dientes. —Si has venido a matarme, hazlo de una vez —dije. Los dientes me castañeteaban, pero no aparté la vista de sus ojos malévolos. Vicken se inclinó y me susurró al oído: —Veinte minutos, Lenah. Te espero fuera. O el chico morirá. Me desplomé en el suelo. Incorporándome de rodillas, me volví para observar a Vicken echar a andar por el pasillo y desaparecer por la puerta de doble hoja sin volverse. En el salón de baile sonaba una música atronadora. La gente se divertía de lo lindo y yo lloraba de espaldas a la puerta del salón de banquetes. Estaba claro lo que había hecho, pese a la advertencia de Suleen. Había cometido la temeridad de ponernos a todos, a Justin, a Tony y a mí misma, en peligro. Debí contárselo todo a ambos, para protegerlos. ¿Es que no había aprendido nada? ¿Iba a anteponer siempre mis deseos a todo lo demás? Respiré hondo varias veces. Tenía que recobrar la compostura. Sólo disponía de veinte minutos. La estruendosa música del baile apenas me permitía pensar con claridad. Tenía que pensar y tomar decisiones. La idea de la muerte de Justin era la peor imagen que podía contemplar. Había perdido a Rhode y quizá le perdiera a él también. No podía imaginármelo siquiera. Me levanté y me enjugué los ojos. Decidí despedirme de mis amigos y abandonarme a mi suerte. Había hecho muchas cosas incomprensibles en mi vida y había llegado el momento de pagar por la sangre que había derramado. Ahora era yo quien tenía todas las de perder. De alguna forma conseguí regresar trastabillando por el pasillo. No podía controlar mis lágrimas. Era demasiado tarde. Me apoyé en la puerta del salón de baile para no caerme. El pinchadiscos había puesto una canción lenta, y mientras Curtis y Roy bailaban con Kate y Claudia respectivamente, observé a Tony y a Tracy con sus cuerpos entrelazados.

Ella tenía la nariz sepultada en el cuello de él. Desde atrás vi sus largas pestañas apuntando hacia el suelo. Quizá me había equivocado con respecto a ella, quizá lo que todos necesitábamos era que alguien nos quisiera. Justin se levantó de la silla en nuestra mesa. Al verme, su sonrisa se desvaneció en el acto. Atravesó apresuradamente la pista de baile hacia mí. —¿Qué pasa? —preguntó. —Bailemos —dije. No quería montar una escena y sabía que me quedaban pocos minutos. —De acuerdo... —respondió, y nos dirigimos a la pista de baile. Estábamos rodeados por numerosas parejas, y durante unos momentos experimenté un profundo alivio al sentir las musculosas manos de Justin alrededor de mi cintura. Cuando empezamos a bailar, rompí a llorar de nuevo. —Escúchame. Tengo que decirte algo muy importante —dije. Cada momento contaba. —¿Qué ocurre, Lenah? —Justin trató de enjugarme las lágrimas, pero fluían de forma tan torrencial que era imposible detenerlas—. ¿Se trata del clan? —murmuró. —Tienes que escucharme con mucha atención. ¿De acuerdo? Él asintió con la cabeza. —Si se trata del clan... —Calla. Debo decírtelo —le interrumpí—. Todo lo que ha ocurrido. El conocerte. Lo que has hecho por mí. En el rostro de Justin se reflejaba un gran dolor. Me miraba con los labios apretados. No comprendía por qué estaba llorando. Yo no podía explicárselo. No quería explicárselo. No quería enfurecerlo e inducirle a descargar su ira sobre un clan de vampiros que le asesinarían en cuestión de instantes. —Me has enseñado a vivir. ¿Sabes lo que eso significa para un vampiro? ¿Te das cuenta? —No lo entiendo. —Me has hecho renacer. —Yo lloraba desconsoladamente y apenas me quedaba tiempo. Me separé de él y apoyé las manos en sus mejillas. Le miré a los ojos durante unos momentos, tras lo cual le besé tan apasionada y profundamente que confié en que ello me diera el valor necesario para alejarme de él—. Tengo que salir a respirar un poco de aire, ¿de acuerdo?

No tardaré nada. Enseguida vuelvo. —Lenah... —Enseguida vuelvo —repetí con voz entrecortada. Di media vuelta y me alejé sin volverme. No podía hacerlo. Abandoné el salón de baile y eché a andar por el largo pasillo. Mientras me alejaba, alcé la cabeza, crispé los puños y salí a la gélida noche. Frente a mí, en el sendero, estaba mi coche, el lujoso coche de color azul que llevaba varias semanas aparcado delante de mi residencia. Vicken estaba sentado al volante. Bajó la ventanilla y dijo: —Sube. —El sonido de su voz era frío como un témpano. Obedecí y Vicken arrancó alejándose del salón de banquetes, atravesó el campus a toda velocidad como si llevara varios años allí y abandonó el recinto del colegio. Yo contemplé Seeker con tristeza a través de la ventanilla antes de que dobláramos a la izquierda y enfiláramos la calle Mayor de Lovers Bay. Me negué a mirarle. En lugar de ello, apoyé una mano en el frío cristal mientras veía cómo mis lugares favoritos desfilaban frente a la ventanilla: la tienda de golosinas, la acera desierta donde montaban el mercado de productos del campo, los restaurantes y las tiendas de ropa. —Tenemos mucho de que hablar —dijo Vicken. —¿Adónde me llevas? —pregunté. Mi voz sonaba algo más firme. No quería que me viera llorar de nuevo. De alguna forma, en ese momento, supe que Justin había salido de la sala de banquetes y me llamaba a voces. —A casa, cariño, como es natural. Dos horas más tarde abordamos un avión privado que había fletado Vicken y partimos.

SEGUNDA PARTE Mi dadivosidad es ilimitada como el mar, y mi amor profundo como éste. Cuanto más te doy, tanto más me queda, pues ambos son infinitos. JULIETA, Romeo y Julieta, acto segundo, escena 2

25 Dos días después de mi regreso a Hathersage, estaba apoyada contra el marco de una ventana contemplando los campos desde el piso superior. La hierba se asomaba ligeramente entre la nieve. A mi espalda, unas sábanas escarlatas y un edredón del mismo color cubrían un lecho con patas en forma de garras. En la mesita de noche había una jarra de cristal tallado, aunque estaba vacía. Yo sabía qué contendría dentro de poco. Era un día nublado, pero una luz mortecina penetraba en la habitación. Las persianas eran modernas, de color blanco, y las había levantado por completo. Había sopesado la posibilidad de huir saltando por la ventana, pero en mis tiempos de mujer vampiro nunca había instalado un sistema para abrir o cerrar las ventanas de la casa. Estaban cerradas a cal y canto. El sistema de aire central mantenía el ambiente de la casa a unos agradables dieciocho grados centígrados. Como he dicho, habían pasado dos días desde el baile de invierno. Mientras contemplaba el paisaje, pensé en Tony bailando con Tracy y la expresión de sus rostros bajo las intensas luces del salón de baile. Pensé en nuestra pelea con bolas de nieve y el sabor del café mientras se deslizaba por mi garganta. Durante los primeros días de mi regreso a Hathersage me habían alimentado bien, pero no me permitían salir de la mansión. Me servían comida que encargaban a los restaurantes ubicados en la calle comercial más importante de la ciudad. Yo ni sabía que tuviéramos una calle comercial. Supuse que era otra de las novedades que habían tenido lugar durante los cien años que había permanecido dormida. Una vez en la casa, Vicken me condujo a la cocina y me ordenó que llamara al colegio para decirles que no regresaría hasta la primavera. Entonces podría recoger mis cosas. Nadie en Wickham opuso ningún reparo cuando Vicken les ofreció una cuantiosa suma que la administración no pudo rechazar. Me pregunté si había corrido la noticia de mi marcha. Me pregunté si Justin había llamado a la puerta de mi apartamento, esperando, confiando en que

yo abriera. Continué mirando a través de la ventana. Las praderas seguían extendiéndose hasta el horizonte. Mis preciados campos se habían salvado del desarrollo de la época moderna. —«Mal haya quien mal piense» —dijo Vicken desde la puerta a mi espalda. No me volví—. ¿Sigues pensándolo? —preguntó. Entró en la habitación. Yo llevaba una camiseta y unos vaqueros, pero por la calidad de las prendas deduje que eran costosas. Vicken nunca reparaba en gastos a la hora de comprar ropa. Me volví y apoyé la espalda contra el frío cristal de la ventana. Era difícil negar el poder de Vicken. Lo mantenía bien controlado: los movimientos pausados, la mirada calculada. Yo había olvidado el marcado contorno de su mandíbula y su afilado mentón. Solía complacerme pasar la mano por su columna vertebral y pedirle que enumerara las constelaciones, para poder olvidarme de mí misma durante un rato. No, ni siquiera en ese momento, de pie frente a la ventana, había olvidado los motivos por los que había elegido a Vicken. —Ya te lo dije, si vas a matarme, hazlo de una vez —dije. Me sorprendió ver al resto de los miembros del clan agolpados ante la puerta. Gavin a la derecha, Heath a la izquierda, y Song en el pasillo. —Rhode guardaba siempre sus papeles aquí —dijo Vicken. Yo les miré a todos sin inmutarme pese a que cada molécula de mi cuerpo pulsaba de temor—. Pero no había nada. Nada en esta habitación, salvo un pedazo de papel que hallamos entre las cenizas en el hogar —prosiguió. Toqueteó el edredón con el índice y el pulgar—. No tenía intención de regresar. —Por la forma en que lo dijo, casi parecía una pregunta, a la que yo jamás respondería. Vicken se volvió hacia el clan. —Dejadnos —dijo con tono quedo. Los otros obedecieron y se marcharon, cerrando la puerta. Vicken se apoyó contra el otro lado de la ventana—. No dejó el menor rastro. Ninguna información sobre cómo despertarte de tu hibernación. Debí sospecharlo. —Se pasó la mano por el pelo. En vista de que yo no respondía ni apartaba la vista de sus ojos, se abalanzó sobre mí, sujetándome la nuca, y me besó. Pensé que iba a ahogarme. Sus labios oprimieron los míos, obligándome a abrirlos, introdujo su lengua, fría e insípida, entrelazándola con la mía. Pensé en Justin y en la noche después del club y la facilidad con que me había

alzado del suelo y yo le había rodeado la cintura con mis piernas. Vicken me apartó bruscamente, haciendo que me golpeara la espalda contra el gélido cristal de la ventana. —¿Te atreves a pensar en ese patético humano? —me espetó. El corazón me latía aceleradamente, como para recordarme cuánto ansiaba regresar a Wickham. Que necesitaba que yo siguiera viva. Había olvidado que el amor que Vicken me profesaba era una maldición, un vínculo que le impedía matarme. Podía transformarme sin mayor dificultad en una mujer vampiro, lo cual me mataría, pero no podía lastimarme en beneficio propio. Ésta era la magia, y le había traicionado. —¡Ja, ja! —Se echó a reír, aunque sonaba más bien como si cacareara —. ¡Un ser humano patético! Mis disculpas. —Me miró de nuevo antes de empezar a pasearse de un lado al otro de la habitación. Me senté en la cama y fijé la vista en mis pies. Los tacones de las botas de Vicken resonaban sobre el entarimado, hasta que de pronto de detuvo frente a mí. —¡Santo Dios! ¡Das pena! Confieso que no sé qué hacer. La mujer vampiro más poderosa del mundo ni siquiera es capaz de mirar a sus lacayos a los ojos. Es patético. Yo ya conocía esta táctica. Machácalos emocionalmente para que se rindan. Te implorarán que les libres de su dolor. Ésta era la primera fase. Pero no me importaba. No sentía nada. Rhode no había querido dejar pruebas. Se había esforzado en protegerme. Incluso había eliminado todas las pruebas del ritual. —Di algo —me ordenó Vicken alzando la voz. —No tengo nada que decir —contesté, levantando por fin la vista. —¿Por qué no tienes miedo? —gritó de forma que el candelabro tembló —. ¡Al menos podrías resistirte! —En cualquier caso, la muerte es inevitable —dije, sin poder evitar que mi voz delatara mis emociones. Temblaba un poco. Vicken se acercó lentamente al lecho y se sentó a mi derecha. Nos miramos a los ojos, y la negrura de los suyos me recordó que el hombre que estaba ante mí carecía de alma. Tan sólo confiaba en que el amor que me profesaba hiciera que el final me resultara menos doloroso. —¿No temes morir? —me preguntó. Le vi observar la base de mi cuello y luego volvió a fijar sus ojos en los míos. Negué con la cabeza, y una lágrima rodó por mi mejilla derecha. Vicken

la observó deslizarse hasta mi mentón con envidia. ¿Qué no darían todos los vampiros por derramar una lágrima? Estarían incluso dispuestos a sacrificar su libertad por librarse del dolor, siquiera durante un instante. —¿Por qué no? Le miré. Fijamente. Debajo de ese monstruo se ocultaba el joven al que le encantaban los mapas y la ciencia de la navegación. El joven que había combatido en una guerra y cantaba canciones de tabernas en los pubs. —Porque por fin he vivido. Vicken desvió los ojos de los míos, se inclinó hacia delante y oprimió los labios sobre mi cuello. Empezó a besuquearme la nuca, el cuello, hasta detenerse y mirarme de nuevo a los ojos. Y entonces... me clavó los colmillos en el cuello, succionándome la sangre con tal fuerza que yo apenas podía respirar. Los latidos de mi corazón resonaban en mis oídos. El ritmo... Fue lo único que oí hasta que empezó a debilitarse. No sentí dolor, sólo un aliento caliente y pegajoso sobre mi cuello mientras Vicken me chupaba toda la sangre, arrebatándome la vida. Dentro de poco me convertiría en una mujer vampiro y sólo desearía dolor y odio. Empecé a sentir un hormigueo en los dedos, los cuales se volvieron insensibles al tiempo que los músculos de mi cuello se crispaban debido a un dolor tan lacerante que apenas podía mantener la cabeza erguida. Él sostuvo mi cabeza entre las palmas de sus manos. Luego empecé a boquear, la sangre subía a borbotones a través de mis pulmones. Procuré concentrarme en unos pensamientos. Es decir, mientras conservara la lucidez. Lo último que uno pierde es la lucidez. El rostro de Justin durante el baile de invierno. El contoneo de sus caderas al ritmo de las mías mientras nos movíamos lentamente por la pista de baile. El persistente olor a hierba fresca de su piel y sus labios. A continuación se me nubló la vista, y las imágenes que veía estaban sólo en mi imaginación. Vi a Vicken la noche que lo convertí en un vampiro en Escocia. Observé a su padre acariciarle la mejilla. Aunque me estaba asesinando, deseé que gozara de paz y libertad. Por último, perdí el oído y los sonidos que emitía Vicken al succionarme la sangre se tornaron silenciosos. En el silencio, vi a Rhode. Ante todo deseé que su alma, dondequiera que se hallara, estuviera protegida. Que no experimentara angustia y dolor. Confiaba en que todas las almas pudieran ir al cielo, incluso las de los

vampiros, que eran víctimas de su propia maldad. Quizás un día yo podría ir también al cielo. Y en ese momento en que estaba a punto de morir, temí que jamás me absolvieran de mis atrocidades, que quizá moriría y la transformación fallaría. Quizás el infierno no fuera un lugar tan espantoso. Yo había hecho que miles de seres vivieran en él. Si moría, ya no podría lastimar a nadie más. No podría asesinar ni corromper. Entonces perdí el conocimiento.

Cuando me desperté, pestañeé dos veces. Yacía boca arriba, aunque ignoraba dónde. Supuse que me hallaba en el dormitorio con Vicken, pero sobre mí vi el cielo. El cielo tenía un color demasiado azul, casi como si todo él estuviera coloreado con una pintura azul turquesa, el color del océano profundo. No brillaba el sol, aunque comprendí que era de día. Mis manos reposaban a mis costados. Bajé la vista. Estaba rodeada de hierba. Pero era demasiado verde. Miré mis piernas. Llevaba el vestido verde hoja, el que había lucido la última noche de la Nuit Rouge. Me incorporé rápidamente; había recobrado mi visión vampírica. Eran los campos de mi casa en Inglaterra, pero todo tenía un aspecto distinto. Como en una ensoñación. Yacía a los pies de la colina en Hathersage, y frente a mí, aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia, vi la manada de ciervos correteando por los prados. Si los ciervos estaban allí, si yo lucía mi vestido verde..., ¿era posible que...? En esos momentos sentí que mi corazón iba a estallar. Me volví apresuradamente. En la cima de la colina estaba Rhode. Sonreí, esbozando una sonrisa de oreja a oreja, tan amplia que las comisuras de mis labios me dolieron. Las lágrimas afloraron a mis ojos, pero, como era de esperar, no cayeron. No sentía dolor alguno; quizás esto era el cielo. Ahí estaba Rhode. Lucía un abrigo y un corte de pelo moderno, de punta, como la última vez que le había visto en el colegio de Wickham. Ofrecía un aspecto saludable y pletórico de vida. Me recogí la falda y subí la colina a la carrera. Aunque por lógica mi casa de Hathersage debía de alzarse detrás de Rhode, sólo se veía un prado que se extendía hasta el horizonte. Se parecía mucho al que había frente a la residencia Quartz. Le miré fascinada. No podía apartar los ojos de los suyos. Rebosante de

alegría, la sorpresa de verlo ante mí constituía un universo que yo no alcanzaba a comprender. ¿Existía algún medio que me permitiera quedarme aquí para siempre? No quise preguntárselo siquiera. —¿Has decidido lanzarte a la aventura? —preguntó Rhode cuando estuvimos cara a cara, a escasos centímetros uno del otro. —¿Estás realmente aquí? —pregunté jadeando. Él apoyó una cálida mano en mi mejilla derecha. De pronto sentí que la vergüenza inundaba mi pecho. —Debes de sentirte profundamente decepcionado conmigo —dije, sin apartar los ojos de los suyos. —¿Decepcionado? —repitió Rhode con mirada risueña—. Todo lo contrario. —Te he fallado. Vicken me ha transformado de nuevo en una mujer vampiro. Estoy casi convencida de ello. —Tenemos poco tiempo, de modo que debo ser breve —respondió. Echó a andar y le seguí por el borde de la colina, donde los campos y el prado semejante al de Wickham se unían. —Dime —dijo—. ¿En qué pensaste cuando Vicken te convirtió de nuevo en una mujer vampiro? —No lo sé. No quiero hablar de ello. Lo importante es que estás aquí. — Mientras caminábamos le tomé la mano. No quería soltársela nunca. —Debes de saberlo, Lenah. Trata de recordar. Cerré los ojos y traté de evocar mis pensamientos. En mi mente apareció el rostro de Justin, su sonrisa durante el baile de invierno, Tony bailando y dando saltos y brincos. Luego pensé en la familia de Vicken y su hogar en Escocia y, por supuesto, en Rhode, en el manzanar de mis padres. No se me había ocurrido hablar a Rhode sobre Justin. Me resultaba extraño confesarle que amaba a otro hombre. —Pensé en ti. Deseé que estuvieras a salvo, estuvieras donde estuvieras. Los ojos de Rhode me indicaron que continuara. —Luego pensé en Vicken. Deseé haberlo dejado en paz esa noche. Para que pudiera vivir su vida. Me detuve de nuevo. La media sonrisa de Rhode indicaba que ya sabía lo de Justin. —Lo cierto es que en primer lugar pensé en Justin. Lamenté el dolor que le había causado. En realidad, pensé en todos mis amigos, por haberlos lastimado. ¿Por qué me lo preguntas?

Rhode emitió un suspiro de alivio. —Porque lo has conseguido. Lo cual hace que todo sea radicalmente distinto. —No entiendo —dije—. ¿Dónde estamos? ¿Es aquí donde acuden todos los vampiros? —No. Yo te hice venir. Aunque sabía que no responderías a mi llamada a menos que lograras pasar esta prueba. Y lo has logrado, incluso más brillantemente de lo que supuse —dijo, tras lo cual se detuvo. Me miraba con una intensidad que hacía que todo pareciera borroso. En ese momento no existía nada, excepto el azul de sus ojos—. Vine para hacerte una advertencia —dijo—. Durante los próximos días tendrás que afrontar retos inimaginables. Poseerás ciertos... —Rhode vaciló unos instantes— dones. Dones muy potentes y peligrosos. No dudes en utilizarlos, pues te salvarán la vida. —Cuando me despierte de este sueño, volveré a ser una mujer vampiro. Un ser malvado. —Mi voz se quebró—. ¿Mataré a las personas que quiero? ¿A Justin? ¿A Tony? —Me llevé la mano al pecho horrorizada ante semejante idea. —Recuerda lo que te he dicho. Ante todo, lo que importa es la intención. —Pero seré malvada. Todo lo demás carecerá de importancia. —Creo que comprobarás que esta vez será imposible. —Rhode me acarició la mejilla, abstraído en un nuevo pensamiento—. Te he echado de menos —murmuró. Me miró otra vez a los ojos y luego miró el cielo, como si viera algo que yo no alcanzaba a ver—. ¿Por qué supones que te he preguntado en qué pensaste durante el ritual de Vicken? —preguntó mirándome de nuevo fijamente. Meneé la cabeza. Con el rabillo del ojo vi que la manada estaba cerca, a unos cinco metros. —Mientras Vicken te asesinaba, pensaste en su tragedia. Te compadeciste de él. Luego pensaste en mí, no para culparme, sino confiando en que estuviera en paz. Y también pensaste en ese chico, Justin. Deseaste evitarle dolor y sufrimiento. No pensaste un solo momento en ti. —Antes no hacía sino pensar en mí. —Lo que cuenta es la intención —dijo Rhode, inclinándose hacia mí—. No lo olvides jamás. Me besó en la frente. Cuando lo hizo, cerré los ojos durante un breve instante. Cuando los abrí, vi a Rhode que retrocedía hacia el prado frente a

Quartz. —¿Seguiré siendo humana? Rhode se detuvo. —No, amor. Ni siquiera yo puedo controlar una magia tan antigua. — Señaló hacia el prado—. Mira —dijo—. Unos ciervos. Cuando me volví, uno de ellos estaba tan cerca que pude haber apoyado la mano sobre su cabeza. Cuando miré de nuevo hacia donde se hallaba Rhode, éste se hallaba mucho más lejos, aunque todavía distinguía su rostro. —¿Te vas? —Abrí los ojos desmesuradamente y avancé un paso. —Al contrario. Eres tú la que se va. Rhode siguió retrocediendo. Eché a correr hacia él, pero estaba tan lejos que no pude alcanzarlo, de modo que me detuve. —Hay tantas cosas que deseo decirte. Te añoro. Rhode respondió con una sonrisa burlona. Casi había desaparecido. —¿Volveré a verte? —pregunté con voz entrecortada. —Tu grandeza no debe sorprenderte, Lenah Beaudonte —dijo—. Lo que debe sorprenderte es que nadie se haya percatado de ella.

26 Un parpadeo. Luego otro. Con los ojos cerrados, me pasé la lengua sobre los dientes, que eran lisos como el hielo. Abrí los ojos. Las baldosas del techo eran negras y relucientes. Volví la cabeza hacia la derecha para mirar la mesita de noche. En ella había una jarra de cristal tallado que contenía sangre de un rojo oscuro. La tomé, prescindiendo de la copa que había junto a ella, y bebí de la boca de la jarra. Bebí apresuradamente. La sangre era espesa, más espesa que la savia de los árboles, y contenía mucho hierro. Olía a óxido, sabía a gloria y la bebí con avidez. Pero después de dos o tres tragos, comprobé que estaba saciada. A punto de reventar, de forma que no podía beber más. Qué curioso. Antes, cuando era una mujer vampiro, necesitaba ingerir varias tazas, al menos tanta cantidad como contenía un cuerpo, para sentirme saciada, por lo general cada pocos días. ¿Ahora me bastaban tres sorbos? Deposité la jarra de nuevo sobre la mesita de noche. Había recobrado mi percepción extrasensorial. Todo estaba en silencio y sabía que los del clan esperaban que me despertara. Moví los brazos lentamente y toqué algunos objetos con delicadeza, procurando no hacer ruido. Necesitaba unos momentos a solas para reaclimatarme a mi entorno. ¿A qué se había referido Rhode al mencionar «ciertos dones»? Mientras daba vueltas en mi mente a las preguntas que había suscitado mi breve encuentro con él, me tumbé de nuevo en la cama, evitando que los muelles del colchón chirriaran. Reconocí mi antiguo armario ropero; estaba segura de que Vicken lo había llenado con prendas para mí. En la pared frente a la cama había un televisor de pantalla plana, y en la mesita de noche, un mando a distancia. Podía distinguir las fibras en el suelo al igual que las burbujas de aire microscópicas en la pintura del techo. Había un ordenador portátil, un escritorio de fina caoba, y el brillo del parquet casi me cegaba... ¡Cielo santo! Mi escrutinio de la habitación cesó de golpe.

Comprendí... ¡Mis pensamientos eran humanos! ¡Había conservado mi alma! ¡Ja, ja, ja! Me reí con la boca abierta, tras lo cual me apresuré a tapármela con las manos. Necesitaba más tiempo a solas para meditar. Era de noche, probablemente las ocho o las nueve, según calculé por el fulgor de las estrellas en el firmamento. Me incorporé y corrí las cortinas. Observé que en el suelo, a la izquierda de mi cama, estaba el bolsito que había lucido en el baile de invierno. No era necesario que mirara en su interior. Sabía que contenía un poco de dinero, el tique del baile, el vial con los restos de Rhode y el tomillo seco que Suleen me había dado. Lo oculté debajo de mi almohada. Sentía las piernas firmes y los músculos abdominales tensos. Mi cuerpo era duro como el de un vampiro. Pero mi mente era totalmente humana. Me tumbé en la cama y estiré las piernas. Nada tenía textura. Ningún tejido podía rozarme el brazo y afectar mis nervios, haciendo que me estremeciera. Había perdido de nuevo mi sensibilidad, pero por los recuerdos que tenía, sabía que la cama era mullida. Esperé, aguzando el oído, pero mi corazón estaba en silencio. Fijé de nuevo la vista en las baldosas del techo. Tu grandeza no debe sorprenderte, Lenah Beaudonte. Lo que debe sorprendente es que nadie se haya percatado de ella. ¿Qué significaba eso? Yo era una mujer vampiro que al parecer necesitaba sólo una pequeña cantidad de sangre para sobrevivir y había conservado mis pensamientos humanos. ¿Eran éstos mis dones? Se me antojaba una extraña combinación. Alargué la mano para encender la lámpara de la mesita de noche cuando de pronto un chorro de luz se reflejó en la cortina de la ventana que había corrido. Me incorporé, con la espalda rígida. Miré el tocador sobre el que había un espejo y luego la mesita de noche. Los muebles estaban envueltos en la oscuridad. Había sólo una lámpara, la que estaba junto a mí en la mesita de noche, y estaba apagada. ¿De dónde provenía esa luz? Alargué de nuevo la mano para encender la lámpara. Mi palma estaba vuelta hacia la ventana e introduje los dedos debajo de la pantalla de la lámpara. ¡Otro chorro de luz iluminó la cortina! Entonces sentí el calor que emanaba de las palmas de mis manos. Me senté en el borde de la cama y las observé. Había recobrado por completo mi visión vampírica y distinguía cada pequeño poro de mi piel. Pero cuando acerqué mis manos a los ojos, los poros tenían un aspecto

distinto. ¡Relucían! Emitían un extraño resplandor, como si estuvieran llenos de... luz. Me levanté. La ansiedad hizo presa en mí. Con la energía que me había proporcionado la sangre, contemplé las palmas de mis manos y extendí los brazos. Estiré los dedos hasta sentir una tensión en las palmas. Mis manos y las yemas de mis dedos emitían una luz que se reflejaba en la pared y en las cortinas. Repetí la maniobra. Era una luz tan brillante como el sol matutino. En esto oí unos golpecitos en la puerta. Me volví rápidamente, ocultando mis manos en las axilas. —¿Lenah? —Oí la voz de Gavin y el pomo de la puerta de mi habitación giró. Gavin siempre había sido el más delicado de los cuatro. Respiré hondo, recordando que no debía bajar la guardia. Ellos no podían saber que conservaba mi alma. De lo contrario, me habrían matado al instante. Eso formaba parte de la orquestación de la magia del clan. Si alguno conservaba el menor vestigio de su humanidad, significaba que era débil. La debilidad debía ser aniquilada y sustituida. Yo había creado el clan de forma que nada ni nadie pudiera mermar nuestro poder. Tenía que ser perversa, como ellos. A fin de cuentas, esperaban a su reina. —Pasa —dije, volviéndome hacia la puerta. El pelo me caía sobre los hombros, y mantuve las manos protegidas debajo de las axilas. Gavin medía al menos un metro ochenta de estatura y sus rasgos eran juveniles. Yo le había transformado en un vampiro en 1740, en Inglaterra. Dejó la puerta abierta detrás de él. Se inclinó ligeramente, de forma que observé la parte superior de su pelo corto y castaño. —¿Cómo te sientes? —inquirió. Avancé hacia él, sin dejar de mirarle a los ojos. Me detuve y le besé en la mejilla. —Perfectamente —respondí con una sonrisa socarrona, tras lo cual salí de la habitación. Eché a andar por el pasillo procurando conservar la concentración. Confieso que cuando estaba en Wickham había olvidado lo espléndida que era mi mansión. Constaba de cuatro plantas, cada una de las cuales estaba decorada con un motivo distinto. Esta planta estaba destinada a mi uso personal. Algunas habitaciones estaban decoradas sólo en terciopelo, otras en ónice negro. Disponía de una alcoba, un estudio, una sala de estar y un baño privado, aunque no lo utilizaba nunca. Mi estancia favorita era la sala

de armas, situada en un piso inferior. Mientras avanzaba, oí los pasos de Gavin a mi espalda. Al pie de la gran escalinata, con los brazos cruzados sobre el pecho, estaba Vicken, flanqueado por Heath y Song, como si montaran guardia. Enlacé las manos detrás de los hombros de Vicken y lo atraje hacia mí. Nos abrazamos mientras los otros observaban. Él se separó de mí lo suficiente para mirarme a los ojos. Sentí que el amor que me profesaba me recorría los brazos y se extendía a través de mi nuevo cuerpo como un reconfortante calor. Pero sabía que, por mi parte, todo había terminado entre nosotros. Cuando Rhode me había convertido en humana, el vínculo que me unía a Vicken se había roto. Mientras me miraba a los ojos, confié en que no se percatara de que conservaba mi alma humana. —Bienvenida —dijo, retrocediendo y sujetándome por los antebrazos. Su talante era sincero y comprendí que todos se alegraban de verme. Abracé a cada uno de los vampiros, mirándoles a los ojos para asegurarles de que era Lenah, la pérfida mujer vampiro que conocían. Mantuve la mente centrada y los ojos fijos. Cuando entramos en el cuarto de estar, miré de refilón la nieve que caía a través de la ventana y sentí un pellizco en el corazón. No podía permitirme estos sentimentalismos. El clan y yo volvíamos a estar unidos por la magia y era posible que intuyeran lo que yo pensaba. Vicken tiró de mi mano para hacer que me detuviera. —¿Eres realmente tú? —preguntó mientras los otros encendían el fuego y disponían las butacas en el cuarto de estar. Vicken me miraba con deseo. Me había transformado de nuevo en una mujer vampiro para su propio provecho. Yo habría hecho lo mismo. —Tonto —contesté, tomándole de la mano y conduciéndole hacia el cuarto de estar. Él soltó una risotada y me apretó la mano con fuerza.

No sentí nada. Ningún ardor en mis mejillas. Ningún deseo de comer. Sólo el deseo acuciante de regresar. Si Rhode podía utilizar el ritual, ¿por qué no podía hacerlo yo? Necesitaba mantenerme ocupada en algo, hallar el medio de regresar a casa. A Wickham. Dediqué los días a documentarme sobre el ritual de Rhode. Me ayudaba a pasar el tiempo y me daba una excusa para estar sola. Me inventaba todo tipo de información para confundir al clan. Mentía sobre lo mucho que

sabía del ritual. Insistía en que, cuando me desperté en Wickham, Rhode había desaparecido. Les decía lo que fuera con tal de despistarlos. Vicken mostraba un interés especial en el ritual y pasaba muchos días a mi lado mientras yo trabajaba en la biblioteca. Pasaron los días, luego las semanas... Empezó a nevar y los del clan celebraron fiestas en mi honor. Yo no salía de casa. A decir verdad, no sé si me habrían permitido hacerlo. El clan se encargaba de organizar mis actividades. Tan pronto me encontraba un día, al bajar, unos cadáveres diseminados por el salón, como al otro a los miembros del clan leyendo, rodeados de libros. ¿Era posible que esto me hubiera complacido antaño? Por supuesto, yo podría haber anulado el poder del clan en cualquier momento. Yo los había creado, había creado la magia que les unía, pero no puse a prueba mis límites ni ellos los suyos. De haberlo hecho, habría revelado mi auténtica naturaleza y la jerarquía se habría roto. Era la regla. Si un vampiro en nuestro clan conservaba su humanidad, su capacidad de pensar de forma racional, tenía que ser exterminado. Tanto si era la reina del clan como si no. Si yo retenía algún vestigio de mi anterior humanidad, habría debilitado el vínculo. No sabía lo que me había ocurrido ese día en el prado con Rhode. Al principio, bebía un vaso de sangre cada pocos días. No preguntaba a los chicos de dónde la obtenían. Simplemente, dejaba que me la proporcionaran. Era egoísta, sí, pero sabía lo que necesitaba y no quería matar a nadie. Con el tiempo, el deseo de sangre disminuyó. Sólo necesitaba ingerirla una vez a la semana, luego una vez al mes. El 1 de abril, bebí un vaso de sangre y me sentí saciada. Tan sólo un vaso para todo el mes. El clan seguía trayéndome sangre, pero yo la arrojaba por el fregadero. Como he dicho, todo se había agudizado, mi visión, mi capacidad de captar pensamientos, por lo que los leía con más rapidez y facilidad. Era una supermujer vampiro. A finales de abril empecé a temer que Vicken sospechara que yo no era como suponían. Me encontraba en la biblioteca, que se hallaba en la planta baja de la mansión. Estaba sentada a una larga mesa, junto al fuego que ardía en la chimenea. Salvo por la lluvia que batía en las ventanas, reinaba el silencio. Sobre la mesa estaban dispuestas velas antiguas en altos candelabros de hierro forjado. El libro que leía estaba escrito en hebreo. Lo leía de derecha a izquierda

y seguía el texto: El vampiro sólo puede romper los vínculos de su existencia vampírica al cabo de quinientos años... Esto ya lo sabía. Rhode había descubierto que un vampiro tenía que haber cumplido quinientos años para que el ritual surtiera efecto. Cerré el libro bruscamente. El polvo acumulado en la tapa se dispersó por el aire, cubriendo de partículas de polvo las llamas de las velas. En tres meses, no había averiguado nada que no supiera. —¿Leyendo otra vez? Alcé la vista. Vicken entró en la estancia y se sentó en el otro extremo de la larga mesa, frente a mí. —¿Has tenido suerte? —preguntó esbozando una taimada sonrisa. —Si mi respuesta fuera afirmativa, si te dijera que había descubierto el ritual, ¿qué harías? Vicken enlazó las manos y las apoyó en la mesa, tras lo cual se inclinó hacia delante. —Querría seguirte donde fueras. Por esto estoy aquí, en la biblioteca. —Bien —dije, mirando el libro que tenía ante mí—, aunque hubiera descubierto algo, no podría utilizarlo. El ritual exige que el vampiro que lo lleve a cabo tenga quinientos años. —Antaño eras muy poderosa. Quizá la edad no represente un problema en tu caso. —¿Qué insinúas? —¿No crees que es posible que funcione de todos modos? Me incliné hacia delante. —¿Insinúas que lo intente, pese a la probabilidad de padecer una muerte dolorosa en caso de que no dé resultado? Vicken no respondió. En cierta medida, mi respuesta había debilitado su postura y no se atrevió a desafiarme. Abrí de nuevo el libro, por una página al azar. Miré la tinta, pero no me fijé en las palabras escritas. —No he encontrado nada —dije. —Quizá no has buscado donde debieras —sugirió Vicken observando las llamas de las velas y luego a mí—. No sé si te habrás dado cuenta, pero cuando inventaron la electricidad instalamos luces.

—Y televisores y ordenadores —dije, reclinándome de nuevo en la butaca. —Dime qué has descubierto. Sé que has descubierto algo. Llevas meses investigando. Yo no apartaba la vista de Vicken. —Es un presentimiento —confesó sin que yo se lo preguntara. Mi posición como su creadora le impedía ocultarme esta información. Junto con esa confesión me reveló otra cosa, una emoción que no esperaba hallar en él: nostalgia. —¿Por qué te interesa tanto? Pasaría mucho tiempo antes de que pudieras utilizar el ritual. —¿Cómo era tu vida en Wickham? Reconozco que me sorprendió la franqueza de su pregunta. Mi inmediata reacción se produjo en imágenes: el campus verde, Justin nadando después de ganar la regata y Tony pintando. —¿Estás enojado por que no te llevé conmigo? —le pregunté. Vicken tenía una mirada hipnotizadora y enseguida comprendí cómo se sentía. Capté sus emociones en oleadas. No estaba enojado, estaba desolado por que no le hubiéramos informado del plan de convertirme de nuevo en humana. —¿Deseas convertirte en humano? —le pregunté—. Nunca habías expresado ese deseo. —Tú habías desaparecido —respondió, reclinándose en su silla—. No había pensado en mi humanidad hasta darme cuenta de que tú ya no estarías aquí todos los días. Fue entonces cuando deseé retroceder. —No podemos retroceder, Vicken. Ni siquiera con el ritual. Es imposible. Cada época será siempre un mundo en el que no podremos participar. Se produjo un silencio entre nosotros. Pero flotaba algo en el ambiente, cierta tensión, quizá los numerosos recuerdos e intenciones experimentados en esta biblioteca. O quizá fueran los años invisibles que habían transcurrido entre Vicken y yo mientras estábamos juntos. —No eres la misma de antes —dijo—. Eres distinta. Me incliné de nuevo hacia delante, pese a la ansiedad que se acumulaba debajo de mi corazón muerto. —Te advertí que había cambiado en mi existencia humana. Tú te empeñaste en creer que seguiría siendo la misma.

—Apenas bebes sangre y no sientes deseo de infligir dolor. ¿Cómo te las arreglas para enfrentarte a tus pensamientos? —inquirió Vicken. Me levanté y dejé el libro en la estantería. Tomé otros dos y los deposité en la mesa mientras Vicken me observaba. —Lo que decida hacer, cuando me apetezca, no te concierne. Vicken se inclinó hacia atrás, fijando su sombría mirada en la mesa. —Por supuesto —murmuró, levantándose. Antes de alcanzar la puerta, añadió—: Esta noche he organizado un entretenimiento especial para ti, Lenah. Lo miré marcharse y luego abrí otro libro.

Por las noches procuraba estar sola. Ignoraba los golpes en mi puerta o las voces llamándome desde abajo. Cuando los del clan estaban ocupados, podía pensar en el campus de Wickham. En los árboles. En el rostro de Justin. En el dolor que sentía en mi corazón. ¡Cuánto deseaba romper el cristal de la ventana y echar a correr a través de los campos hasta caer extenuada! Traté de soñar de nuevo con Rhode, pero esa aparición, o lo que fuera, no volvió a producirse. Una aparición que atesoraba en mi memoria. Ahora sabía que Rhode había desaparecido para siempre. Cuando estaba sola en mi habitación, practicaba. Extendía los dedos de las manos, observando el intenso haz de luz que emanaba de mi persona. En cierta ocasión palmoteé sin darme cuenta y se produjo un estallido de luz tan intenso que me caí al suelo y partí el espejo del tocador. Por suerte, los del clan no estaban en casa en esos momentos. Esa noche, Vicken me había prometido «un entretenimiento especial». Observé el lujoso coche que transportaba a los miembros del clan enfilar el camino que conducía a la carretera. Aproveché la oportunidad para ir a investigar en la habitación de Rhode, puesto que no había podido hacerlo hasta ese momento. Sabía que allí no habría podido concentrarme. Aprovechando que los miembros del clan se habían ausentado un rato, subí la escalera hacia el piso superior. La habitación era la única ubicada en la planta al final de un largo pasillo. Avancé, paso a paso, hasta detenerme frente a ella. Empujé la puerta con la mano y ésta cedió. La cama de hierro de Rhode estaba cubierta tan sólo por un colchón. Las paredes estaban desnudas y lo único que había en el suelo era una alfombra oriental. Entré de puntillas como

temiendo turbar la paz de la habitación desierta. Me senté sobre el colchón. Pero Rhode no había dejado nada. ¿Cómo había sido tan estúpido de no tener en cuenta la posibilidad de que Vicken consiguiera localizarme? En el otro extremo de la habitación, frente a la cama, había un armario. Dentro, sólo había unas perchas. Un momento... Sí, había algo en la pared del armario. Un grabado en madera en el fondo. El grabado de un sol y una luna. Me levanté para acercarme. Me detuve frente al armario abierto, a escasos centímetros del grabado. Sabía que los del clan habían visto estos dibujos. Imaginé enseguida a Gavin y a Heath pasando sus manos por él. Escruté el interior del armario, aunque si el grabado contenía algo especial ellos ya lo habrían descubierto. Quizá la convicción de Rhode sobre la intención fuera también relevante en este caso. Si la intención del clan era hallar el ritual y utilizarlo, jamás lo hallarían. Eso también era cosa de magia. Instintivamente, alcé la mano derecha y di un golpecito en la pared. Primero sobre el sol. Sonaba sólido. Apenas mi piel tocó la madera, comprendí que Vicken también había examinado los grabados. Quédate..., dijo una voz en mi mente. Una voz que sonaba como la de Rhode. Di otro golpecito sobre el dibujo del sol. Esta vez, al golpearlo con mis nudillos, el sol se desplazó en la madera, como un juego de figuras infantil. Utilicé las yemas de los dedos para sujetar la forma circular y traté de arrancarla de la pared. Un movimiento en falso y quizá se desplazara de nuevo o quedara encajado en la madera. Cuando por fin clavé las uñas en la figura de madera, conseguí sacarla. El pequeño sol de afiladas puntas reposaba en la palma de mi mano. Detrás de él, en la negrura del interior de la pared, había un pergamino, enrollado y sujeto con una cinta roja. La inquietante sensación de la presencia del clan hizo presa en mí. Habían emprendido el regreso a casa. Los vi en mi imaginación. Me concentré en el pergamino. Al desenrollarlo vi dos páginas. La primera era una receta. INGREDIENTES: Resina de ámbar

Velas blancas Sangre de un vampiro no menor de quinientos años... Leí la receta. Necesitaba varias hierbas, tomillo y un cuchillo de plata para completar el ritual. En la parte inferior de la página, escrita en la característica letra de Rhode, decía: «INTENCIÓN». En la segunda página había un poema... No, al mirarla más de cerca, comprendí que era un cántico. El cántico que Rhode debió de entonar mientras llevaba a cabo el ritual. Yo te libero, ______________ (nombre del vampiro). El vampiro debe ahora hacerse un corte en la muñeca con un cuchillo de plata. Yo te libero, ______________. Yo soy tu guardián. Me despojo de mi ser para entregártelo. El vampiro debe permitir que el otro le succione la sangre. Me despojo de mi vida. Toma esta sangre. Cree... y sé libre. Debajo del cántico, que era muy sencillo, había instrucciones especiales sobre las velas y las hierbas que debía quemar antes del ritual. En la parte inferior de la página había otra frase y comprendí que Rhode no me había fallado. Confío en que permanezcas a salvo, Lenah. Ignoraba si Rhode había pretendido que yo descubriera sus palabras o si constituían tan sólo los pensamientos que había tenido en ese momento y los había anotado en el papel. Confiaba en que los hubiera escrito para que yo los encontrara. —¡Lenah! Era Heath, que me llamaba desde la planta baja. Guardé los papeles de Rhode en los bolsillos de mi pantalón. —¡Lenah! Respondí a su llamada y bajé.

27 —Ven —me ordenó Heath. Cuando llegué a la planta baja, caminamos por un largo pasillo hacia el salón de baile. Era el mismo salón de baile donde yo había asesinado a la mujer holandesa. La puerta estaba cerrada, y el pasillo tenía un aura grisácea. No había ninguna luz encendida. Heath asió entonces el pomo de la puerta, que seguía teniendo la forma de una daga apuntando al suelo. Cuando se abrió, vi que el salón de baile estaba a oscuras, iluminado sólo por unas velas en unos apliques fijados a los pilares que sostenían el techo. Unas velas rojas parpadeaban contra el brillo del suelo de parquet. En el centro de la habitación, hecha un ovillo, había una niña con el pelo del color del carrizo aclarado por el sol. A su alrededor estaban los miembros del clan, en un semicírculo, observándome y sonriendo. La niña yacía en posición fetal en el suelo. Tuve que hacer acopio de toda mi entereza para no correr hacia ella y estrecharla contra mi pecho. Vicken, Gavin y Song se miraban imponentes. Tragué saliva al oír a Heath cerrar la puerta a mi espalda. La furia vampírica se apoderó de mí. Pensamientos abrasadores e irracionales nublaron mi mente unos momentos. Eché a andar, contoneándome. Me dirigí hacia la niña. Lo cual complació al clan. Cuando me aproximé a ella, comprobé que no debía de tener más de cinco o seis años. Se había ensuciado su vestido de fiesta de color rosa. —¿Éste es mi regalo de bienvenida? —pregunté señalándola. Todos los miembros del clan, inclusive Vicken, alzaron la cabeza en un gesto que denotaba seguridad en sí mismos. —Llega con cuatro meses de retraso —les espeté. Esto les pilló desprevenidos. Song tragó saliva. Yo mantuve las manos ocultas en los bolsillos. —No estábamos seguros, Lenah —se aventuró a decir Song—. Has permanecido tan distante de nosotros...

—Retiraos —les ordené. Los del clan no se movieron. La niña se cubría los ojos con las manos. —¡Dejadnos solas! —grité de forma que no tuvieron más remedio que obedecer. Yo era su creadora, su reina. Todos obedecieron. Vicken fue el último en salir. Me encaré con él, furiosa; de haber podido, le habría escupido fuego. —Es mía —dije con rabia, enseñándole los colmillos—. Y no quiero oíros espiando junto a la puerta —le ordené. Esperé hasta oír los pasos y murmullos de protesta del clan. Sólo Gavin parecía complacido por mi inopinado arrebato de furia. Cuando les oí alcanzar el tercer piso, corrí hacia la niña. —Mírame —musité. La pequeña temblaba de forma tan incontrolable que la abracé hasta que se tranquilizó. —Quiero volver con mi mamá y mi papá —sollozó contra mi pecho. Sentí sus lágrimas empapándome la camiseta. Deseé poder derramar un torrente de lágrimas junto con ella. Le alcé la cara y mientras observaba sus ojitos azules escrutar mi rostro; la niña rompió de nuevo a llorar—. Tienes un aspecto raro —dijo—. Eres como ellos. —¿Cómo te llamas? —pregunté. —Jennie. —Bien, Jennie, voy a llevarte a casa. Sus ojos se iluminaron de gozo y su llanto cesó, dando paso a unos silenciosos hipidos. —¿En qué ciudad vives? —le pregunté. —En Offerton. Genial. Offerton era el nombre de una población cercana a mi casa. A esos idiotas ni siquiera se les había ocurrido buscar una presa en otro condado. En cuanto tomara a la niña y echara a correr comprenderían lo que había hecho. Quedaría meridianamente claro que yo no era una mujer vampiro común y corriente. Un solo acto revelaría que ya no era su reina y que conservaba mi humanidad. Eso significaría la muerte instantánea, pero no me importó. Tenía que hacerlo. Me levanté, y Jennie me siguió, recogiéndose el vestido. Sus zapatos de charol resonaban sobre el suelo. —Tienes que ayudarme, Jennie. Cuando yo te lo diga, ponte a gritar a voz en cuello. Tan fuerte como puedas. Como cuando te caes en el patio de la escuela. ¿De acuerdo?

La niña asintió con la cabeza. —Voy a romper la ventana, y tendremos que salir por ella. Jennie asintió de nuevo. Tomé una silla de metal que había en un extremo de la habitación. Una de las muchas sillas utilizadas durante la Nuit Rouge. —¿Estás lista, Jennie? Cuando arroje la silla a través de la ventana, grita. Yo confiaba en que los otros creerían que la estaba torturando, utilizando mis «métodos habituales». Pero sólo podía confiar en que diera resultado. Tomé la silla y la arrojé contra la ventana de doble cristal. Jennie gritó con todas sus fuerzas, y sentí el interés del clan. Comenzaron a bajar de la tercera planta hacia el salón de baile. Retiré los fragmentos de cristal de la ventana utilizando la cortina. La niña me rodeó la cintura con las piernas y salimos a través de la ventana. Acto seguido echamos a correr, juntas, bajo el manto oscuro de la noche.

—¿Por qué me separaron esos hombres de mamá y papá? Nos hallábamos en el bosque, caminando en paralelo a una carretera principal. Jennie iba cogida de mi mano. —Esos hombres son peligrosos; si vuelves a verlos alguna vez, huye de ellos. —¿Qué creyeron que harías? —me preguntó la niña. Yo no respondí. Nuestros pasos nos condujeron al lugar donde acababa la carretera principal. Hacía cuatro horas que habíamos huido de la mansión. Doblamos una curva de la carretera y llegamos a una calle en la que había docenas de coches de la policía frente a una casita. Dos personas de mediana edad, ataviados con ropa elegante, se paseaban angustiadas frente a la casa. De pronto la mujer, rubia como Jennie, se sentó en el suelo y empezó a mecerse de un lado a otro con las rodillas apretadas contra el pecho, sus zapatos de tacón estaban tirados en el suelo junto a la puerta principal. —Escúchame, Jennie. Ya puedes irte. ¿Me prometes hacer lo que te pida? La niña asintió con la cabeza. —No le hables a nadie de mí, ¿de acuerdo? —¿Adónde irás tú? —me preguntó—. ¿Volverás a la casa? —No creo que vuelva nunca allí —contesté.

Jennie me abrazó, me besó en la mejilla con delicadeza y echó a correr a través de la calle. Su vestido se agitaba mientras corría hacia la casa. Al cabo de unos momentos, la mujer sentada en el césped gritó: —¡Jennie! Los policías rodearon a la niña y a su madre y me volví hacia el bosque. Penetré en la espesura, avanzando entre los árboles y matorrales en la oscuridad. La policía exploraría la calle y tenía que alejarme de allí. Me adentré cada vez más en el bosque. Suponía que hallaría el medio de salir. Quizá me encuentre con Suleen, pensé al oír un murmullo a mi derecha, que cada vez sonaba más cerca, junto a la carretera. Me volví. Frente a mí, a la sombra de unas ramas cuajadas de hojas, estaba Vicken. Los árboles ensombrecían su mandíbula y el contorno de su boca carnosa. Su pelo oscuro y sus largas patillas eran negros como la brea. La crispación de su mandíbula denotaba dolor. —¿Qué eres? —soltó entre dientes. —He cambiado. —¿Qué ocurrió? —Conservé mi mente. Mi capacidad de sentir emociones y de pensar — contesté, pues no había motivo para mentir—. No experimento dolor. —¿Cuándo? —Cuando me transformaste de nuevo. —Renuncias a tu vida vampírica —dijo con calma, sin la menor emoción. —Conozco las reglas. Avanzó hacia mí hasta detenerse a pocos pasos de donde me hallaba bajo el manto de ramas y hojas. —Lenah, el amor que te profeso me impide lastimarte. Pero no puedo mentir a los del clan ni salvarte de ellos. Sabes lo que ocurrirá. Te matarán sin contemplaciones. En mi mente irrumpieron retazos de los pensamientos de Vicken: la costa escocesa, el vestido azul violáceo que yo lucía la noche que le transformé en un vampiro, mi perfil iluminado por el resplandor de la luna en las miles de ocasiones que habíamos yacido bajo las estrellas. Luego me centré en mis pensamientos: el rostro de Justin sonriéndome durante el baile de invierno. Otra noche, la noche después del club, y el aspecto de sus brazos cuando me tomó en ellos para transportarme a mi dormitorio. A continuación evoqué otra imagen, una imagen peligrosa.

Recordé el pergamino que llevaba en el bolsillo, el ritual escrito en la lánguida caligrafía de Rhode. Sacudí la cabeza y miré de nuevo a Vicken a los ojos. —Tú —dijo. Sus ojos reflejaban asombro y los músculos de su mandíbula se tensaron—. Lo tienes tú —murmuró. Las oscuras ramas que nos cubrían ocultaban la belleza del firmamento nocturno, pero en los ojos de Vicken vi que se sentía traicionado. Su dolor era tan intenso que ningún hombre humano habría sido capaz de comprenderlo. Traté de hablar, pero no se me ocurrió ninguna respuesta. Abrí la boca, pero no pude articular palabra. En vez de ello, vi de nuevo el rostro de Justin en mi imaginación y comprendí que Vicken veía y sentía lo que yo experimentaba. Los destellos rojos y azules de los coches de la policía iluminaron un lado de su rostro. —Da lo mismo que tengas el ritual. Sé adónde irás —dijo. —Me habría ido de todos modos —repliqué. Vi en sus ojos castaños que Vicken estaba vinculado a los hombres que estaban en mi castillo. Un lugar al que yo me negaba a regresar. Sabía adónde me dirigiría, adónde habría ido probablemente en cuanto hubiese logrado escapar de esa mansión. —Entonces te aconsejo que te prepares —dijo. No sabía con certeza si los siguientes pensamientos que irrumpieron en mi mente eran los de Vicken o los míos, pero de pronto vi en mi imaginación con toda claridad el ancho torso de Justin y la forma en que su piel relucía bajo el sol. Unas palabras familiares resonaron en mi mente: Veinte minutos, o el chico morirá. Quizá Vicken se proponía matar a Justin, pero yo no estaba dispuesta a arriesgar su vida. Ésta era mi lucha, no la de Justin. —Se ha consumado —dijo Vicken, utilizando una frase que yo había empleado en cierta ocasión, la noche que le había transformado en un vampiro. Se refería a que era el principio del fin, el fin de todas las elecciones que yo había hecho y que me habían conducido a este momento en el bosque. Dejar libre a una niña que yo no había tenido la crueldad de asesinar era prueba evidente de que lo que me había ocurrido durante mi segunda transformación era real y permanente. Vicken se alejó de mí y desapareció en la oscuridad antes de que yo pudiera responder. Quizá tenía que acabar así, pensé. En una lucha a muerte.

No me entretuve. Di media vuelta y eché a correr en medio de la oscuridad del bosque.

Había anochecido en Lovers Bay, Massachusetts. Habían transcurrido catorce horas desde que me había adentrado en el bosque para huir de Vicken. Seguí la carretera, y cuando llegué al aeropuerto, tomé un vuelo a primera hora de la mañana para regresar a Wickham al anochecer. Puesto que los del clan sabían que estaba viva, tenía que conseguir dinero. Me tenía sin cuidado que lograran rastrear el vuelo que había tomado. En cualquier caso, sabían adónde me dirigía. Me detuve frente a la verja del Internado Wickham. Contemplé el parque, los prados y los familiares edificios de ladrillo rojo. Todo estaba bañado por una luz crepuscular rosácea que iluminaba la hierba y encendía mis pensamientos y emociones. Cada brizna de hierba mostraba ora un color amarillo, ora verde. Cada vez que la brisa las agitaba, adquirían un ondulante tono dorado. Si alguna vez voy al cielo, pensé, sin duda será como esto. Había llegado el momento, de modo que atravesé el arco de entrada de Wickham. La fachada de metal y las afiladas puntas que remataban la verja se alzaban hacia el cielo. Tenía que calcular mis movimientos con precisión. Cada árbol en Wickham constituía un grato escondite. Los vampiros tienen la capacidad natural de hallar lugares en los que confundirse con el paisaje, y el campus ofrecía numerosos sitios donde ocultarse. Al cabo de un par de horas las estrellas empezaron a parpadear en el cielo plomizo. Unos estudiantes pasaron junto a mí, pero me abstuve de mirarles a los ojos. Al único que buscaba era a Justin. A las diez de la noche empecé a preocuparme. Sabía que los del clan me seguirían. No alcanzaba a oír sus pensamientos, pero sabía que Vicken les habría dicho que conservaba mi naturaleza humana. Esto constituía una violación de las reglas del clan, las reglas que yo misma había creado. Yo era una mujer vampiro en la que no podían confiar, por lo que debía morir. Sabía que Vicken sería incapaz de matarme debido al vínculo de amor que nos unía, pero los otros miembros del clan no vacilarían en hacerlo. Pasé frente al centro estudiantil. Estaba cerrado y a oscuras. Atravesé el sendero iluminado y eché a andar por el prado situado entre Quartz y el

centro. Un grupo de chicos, alumnos de último curso, pasaron apresuradamente, afanándose en alcanzar sus respectivos dormitorios antes del toque de queda de las doce. Aguardé en la sombra junto al centro estudiantil. Así no lograré dar con Justin, pensé. Atravesé el prado; me hallaba a pocos pasos del sendero iluminado frente a Quartz. Me detuve para que la oscuridad ocultara mi nuevo aspecto. Curtis Enos salió del soportal y encendió un cigarrillo. Sacó un móvil y marcó un número. Cuando echó a andar hacia Seeker y el aparcamiento de los estudiantes, le seguí sigilosamente. —Hola, tío —dijo Curtis a la persona con la que hablaba por teléfono—. ¿Aún estás en la Taberna de Lovers Bay? Volverás a saltarte el toque de queda. La Taberna de Lovers Bay era un bar situado en el extremo de la calle Mayor. Yo sabía que muchos alumnos de los cursos superiores que habían falsificado sus carnés iban allí a beber. Una espiral de humo se alzaba de la mano izquierda de Curtis, con la que sostenía el cigarrillo. Yo no sabía que fumara. Me pregunté cuándo había empezado. —¿Sigue allí el idiota de mi hermano? —preguntó a su interlocutor. Al llegar al aparcamiento, Curtis giró a la derecha. Un grupo de estudiantes se apearon de sus coches y echaron a andar por el sendero hacia Seeker. Si me encontraba con alguno que conocía, ¿cómo iba a explicar mi nuevo aspecto? Lo último que oí decir a Curtis fue—: De un tiempo a esta parte va casi todas las noches allí. Retrocedí hacia la sombra de los árboles.

De regreso en la ciudad, la noche era mi amiga. Me permitía caminar por la periferia. Permanecí alejada de las multitudes, caminando principalmente junto al muro de piedra. Procuré no llamar la atención. Para cualquiera que me viera, presentaba un aspecto más etéreo que otra cosa. Ahora tenía la piel blanca, y unos ojos azules semejantes a canicas. Pasé frente a los sencillos comercios que me encantaban: la tienda de ropa, la confitería, la biblioteca pública, y por fin llegué a la taberna situada en el extremo de la calle. Examiné la calle, que, aparte de algunos lugareños fumando cigarrillos, estaba básicamente desierta. Cuando entraron de nuevo en la taberna, en la silenciosa calle se oyó el eco de una canción de

rock. Cuando cerraron la puerta, salí de entre las sombras de los árboles y crucé la calzada. Apenas rocé el pomo de la puerta cuando Justin salió apresuradamente de la taberna. Retrocedí en el preciso momento en que salió disparado por la puerta. Eché a correr por la calle y le observé desde la oscura protección que ofrecía el muro de piedra. Permanecí oculta debajo de los árboles. A mi derecha había una farola, lo suficientemente alejada para no iluminarme. Seguí observando. Justin parecía más corpulento que la última vez que lo había visto. Su torso estaba más definido, pero iba sin afeitar y no se había cortado y arreglado el pelo. Unas largas greñas le caían sobre los ojos. No era el chico feliz y seguro de sí que yo había dejado ese invierno. Se llevó una mano al vientre, se inclinó hacia delante y vomitó en una esquina, a pocos pasos de un portal. A continuación se sentó delante de la taberna con las piernas extendidas. Escupió en el suelo junto a él y apoyó la cabeza en el muro de ladrillo del edificio que se alzaba a su espalda. Cerró los ojos. Yo salí de nuevo de la sombra y atravesé rápidamente la calle. Justin sorbió un par de veces por su armoniosa nariz, arrugándola. Me coloqué de cuclillas frente a él. Justin abrió los ojos y los puso en blanco. Trató de alzar la cabeza, y cuando por fin lo consiguió, fijó la vista al frente. Me miró a los ojos, entrecerrándolos. Frunció el entrecejo. Alzó el mentón para intentar verme mejor. Luego abrió los ojos como platos y rompió a reír a carcajada limpia. —Qué divertido —dijo. Me señaló con el dedo, soltó otra carcajada y volvió a señalarme. Estábamos a escasa distancia uno de otro; de haber querido, habría podido lamerle los labios. —¿Qué tiene de divertido? —pregunté ladeando la cabeza a la derecha. La conexión entre ambos era como un haz de luz dorada conectándonos como un cable eléctrico. —Estás aquí. Pero sé que no lo estás. —Se echó a reír y apoyó de nuevo la cabeza en la pared. Se reía tanto que tenía las mejillas encendidas. —Anda, vamos, Justin —dije, sosteniéndolo por los sobacos. En mi estado vampírico, era mucho más fuerte. No poseía una fuerza sobrehumana, pero sí una fuerza considerable. Al fin logré que se levantara. Se bamboleaba un poco, pero le ayudé a conservar el equilibrio.

—Roy, tío. Gracias, hombre. —Justin apenas podía caminar, pero yo le sostuve—. Voy a vomitar otra vez, tío. Avanzó unos pasos trastabillando y vomitó. Apoyó una mano en un coche, y cuando terminó, se sentó en el suelo. Yo me apoyé en el capó del vehículo y crucé los brazos. Era ya muy tarde y me tenía sin cuidado que a algún lugareño le chocara mi nuevo aspecto vampírico. Justin estaba conmigo y eso era lo único que me importaba. Alzó la vista y achicó los ojos. —Roy, tío... No te veo con claridad. Pero en este momento te pareces a Lenah. Le ayudé de nuevo a incorporarse y echamos a andar con torpeza y trastabillando hacia el campus de Wickham.

La habitación individual de Justin tenía el mismo aspecto. Había raquetas de lacrosse tiradas en el suelo, aunque las mejores estaban en el fondo del armario ropero para que no sufrieran ningún daño. Los uniformes y los cascos del equipo presentaban manchas de hierba y ocupaban cada espacio libre. A través de una ventana abierta se oía una música procedente de la planta baja. Me pregunté dónde estarían los asistentes de la residencia a estas horas. Levanté la vista: había una novedad. Justin había pegado en el techo unas estrellitas que relucían en la oscuridad. Me volví hacia la cama y le observé unos momentos. Aún no se había dormido, pero estaba quieto. Se llevó una mano a la frente y gimió. Me tumbé junto a él suavemente, sin hacer ruido, para que no se diera cuenta. Pero se volvió de lado y abrió los ojos. Me chocó comprobar que los tenía llenos de lágrimas. Sabía que le horrorizaría que yo le viera así, de modo que no dije nada. Contempló mi rostro mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. —Sé que no estás aquí —dijo—. Pero te echo de menos. Alargué las manos para acariciarle las mejillas, pero me apresuré a retirarlas. —Lenah —murmuró con voz ronca y ebria. Al cabo de unos segundos se quedó dormido.

28 El sol penetraba a través de las persianas en Quartz de una forma totalmente distinta que en Seeker. Quartz se alzaba en medio de un prado, sin que ningún edificio bloqueara el sol, por lo que era una luz intensa y dorada. Yo estaba sentada en una ventana salediza, con las rodillas apoyadas contra el pecho. Incliné la cabeza hacia atrás mientras la luz se filtraba en la habitación. Me producía una grata sensación. Como unas praderas infinitas cubiertas de hierba. Como los días estivales en un manzanar. Como la voz de Rhode susurrándome al oído. La luz hacía que me sintiera como si estuviera en casa. Ya no tenía que temerla. Rhode me había dicho que tendría unos dones que no había poseído antes y uno de ellos era el emitir luz con mis manos. Un arma extraña, pero un don muy útil. Observé atentamente el jardín, pero no había señales del clan. Sólo disponía de un día para explicárselo todo a Justin y evitar que le ocurriera algún percance. No tenía la menor duda de que el clan ya se hallaba en Lovers Bay. Pero ignoraba dónde. Eran demasiado cautos para revelarme sus pensamientos. Justo cuando me disponía a despertar a Justin, éste se movió. —¡Uf! —se quejó llevándose las manos a la cabeza. Alzó las piernas perezosamente de la cama y apoyó los codos en las rodillas, con la mirada fija en el suelo. —¿Cuánto bebiste anoche? —pregunté, sin apartar los ojos de él. —¡Joder! —Se levantó de un salto y se apoyó en la pared. Al reconocerme, en su rostro se pintó una expresión de horror. Después se quedó boquiabierto, se rió durante unos segundos y me miró sin comprender. Yo no había reparado antes en ello, pero en la mesita de noche había un vial que contenía un líquido transparente. Justin lo destapó y me lo arrojó, de forma que el líquido se derramó en el suelo. El vial se hizo añicos al estrellarse sobre el parquet.

—¿Estás loco? —exclamé, mirando los fragmentos de vidrio y a Justin. De pronto se arrancó del cuello una cadena con un crucifijo y lo sostuvo frente a él. —Atrás. —¿Has perdido el juicio? La situación tenía todos los ingredientes de un ataque al uso contra un vampiro. Justin se inclinó hacia la izquierda y subió la persiana, de forma que toda la habitación se iluminó y quedé bañada en la luz del sol. Me produjo la sensación de un baño caliente después de una mañana gélida. Acto seguido, me arrojó un diente de ajo, que pasó zumbando junto a mí y chocó contra la pared opuesta. —¡Basta, Justin! Ahora estaba apoyado contra la pared, con las palmas de las manos abiertas y apretadas contra la madera. Jadeaba. Tras forcejear unos instantes con el cajón de la mesita de noche, logró abrirlo y sacó otro vial que contenía un líquido transparente. Lo destapó con mano temblorosa, entre cuyos dedos colgaba la cadena con el crucifijo. Volvió a arrojarme el contenido del vial, salpicándome la cara. Me la enjugué pausadamente con el dorso de la mano y retrocedí. —No te acerques —me ordenó Justin, balanceándose sobre las puntas de los pies. —¿Eso era agua bendita? Nada de ello dará resultado. Los vampiros son más antiguos que Jesucristo. —Dijiste que si alguna vez volvías a convertirte en una mujer vampiro serías malvada..., abominable. Se dirigió de puntillas y de lado, como un cangrejo, hacia la puerta del baño. —Es verdad. Lo dije. Pero soy diferente. —¿A qué te refieres? —Durante la transformación ocurrió algo imprevisto. Conservé mi humanidad, mi alma. Se detuvo, pero mantuvo las manos en alto, sosteniendo el crucifijo. —¿Cómo es posible? —No tengo ni idea. Justin me miró con los ojos entrecerrados, escrutando mi rostro. —Te lo juro —dije—. Debes creerme. Ambos guardamos silencio. En el pasillo se oyeron las voces de los

madrugadores. Justin dejó caer los brazos perpendiculares al cuerpo. —Pareces distinta —farfulló. Alzó los ojos del suelo para mirarme y luego volvió a mirar el suelo. —Durante la transformación los poros se cierran. Al igual que los lagrimales. Eso nos da un aspecto reluciente, como de cera. La luz penetraba a raudales en la habitación, bañando el entarimado con sus rayos matutinos. Todas las pertenencias de Justin parecían suspendidas en el tiempo, inmóviles. —Disponemos de poco tiempo, y tengo que explicarte por qué estoy aquí —dije, señalando la cama. Justin, que seguía apoyado en la pared, se acercó apresuradamente a la cama y se sentó en ella. Apoyó la espalda contra la pared. Yo me senté a unos palmos de él, casi en el extremo de la cama. Me abstuve de hablar durante unos momentos. —Pensé que volverías —dijo Justin—. Pensé que quizá todo había sido un sueño. Pero otras personas se acordaban de ti, y comprendí que era imposible que todos en Wickham hubieran perdido el juicio. Estaba convencido de que yo lo había perdido. —Estabas equivocado. —Ojalá lo hubiera perdido. Eso me dolió. —Esa noche, en el baile de invierno... —empecé a decir. —Había empezado a organizar mi vida de otra forma —me interrumpió Justin. —No pretendí arruinártela —murmuré. —Fue tu ausencia lo que arruinó mi vida. —Una profunda sensación de vergüenza me inundó el pecho—. ¿Adónde fuiste? —preguntó. —Regresé a Inglaterra. Tras un breve silencio, continué: —He venido aquí por una razón. El hecho de haber conservado mi alma presenta cierto problema en el mundo de los vampiros. Le hablé de Vicken, del clan, le conté toda la historia. Le relaté el episodio ocurrido en Inglaterra con la niña y que, cuando Vicken descubrió mi auténtica naturaleza, tuve que marcharme de inmediato. —El vínculo del clan hace que Vicken esté unido a mí de forma mágica. No puede lastimarme. —¿Debido a que hace cien años os amabais?

—Sí. —Pero ¿tú le puedes lastimar a él? Asentí con la cabeza. —Cuando me transformé en humana, ese vínculo de amor se rompió. Verás —dije, apoyando la mano en la cama, junto al pie de Justin. Él no se apresuró a apartarse, de modo que yo no retiré la mano y proseguí—: Cuando un vampiro se enamora, está vinculado al otro. Durante toda la eternidad. —¿Estáis vinculados también a... los humanos? —inquirió. Sentí que me sonrojaba. —No. Sólo los vampiros padecen la maldición de esa magia. —De modo que tú y yo no estamos vinculados. —No en ese sentido —le expliqué. Justin oprimió las yemas de los dedos contra sus sienes y se las frotó trazando unos pequeños círculos. —¡Vaya día para una resaca! —dijo, levantándose de la cama. Miró a través de la ventana salediza al campus, que aún estaba desierto. —He venido para protegerte —le expliqué. —¿De modo que vienen a por mí? —preguntó Justin. Su tono era neutro, sin denotar temor, casi excesivamente despreocupado. —No. Vienen a por mí. —No lo entiendo. ¿Por qué has venido? —Estoy segura de que la noche que se realizó el baile de invierno te salvé la vida. Vicken dijo que si no me iba con él, morirías. Hace unos días, la noche que descubrió mi auténtica naturaleza, me leyó los pensamientos. Al menos, eso creo. El primer lugar al que se me ocurrió venir fue éste. Vicken sabe que estoy dispuesta a lo que sea con tal de protegerte. Aunque yo no hubiera venido, ellos lo hubieran hecho, para comprobar si me encontraba aquí y para aprovechar para matarte. Estamos en un callejón sin salida. En el rostro de Justin se pintaba una expresión de pavor. Tragó saliva. —De acuerdo —dijo, cogiendo una raqueta de lacrosse del fondo del armario mientras se paseaba de un lado a otro de la habitación. Inconscientemente, sostenía la raqueta como si hubiera una pelota en la red —. Tenemos que idear un plan. ¿Cómo podemos matar a un vampiro? — preguntó, adquiriendo de nuevo el aspecto del Justin que yo conocía. —Puedes matar a un vampiro con la luz del sol. El otro método clásico

es la decapitación, o clavándole una estaca en el corazón. —Eso nunca lo he comprendido. Lo del sol. —Los vampiros no toleramos la luz. Como te he dicho, nuestros poros se sellan para proteger la magia que llevamos dentro. Cuando la luz blanca incide en nuestra piel, se encienden unos pequeños fuegos. El sol nos abrasa los poros, haciendo que se abran, exponiendo la oscura magia a la luz del día y extinguiéndola, como si jamás hubiese existido. Somos fríos como el hielo, preservados en la oscuridad. La luz solar destruye esos sellos. —No suena muy sobrenatural. —Todos nacemos de esta tierra. Es lógico que algo natural mate a los vampiros. —¿Y lo de los dientes de ajo y dormir en ataúdes? —A los escritores les gusta divertirse con los vampiros —le expliqué—. Sólo los elementos naturales pueden acabar con nosotros. Y también podemos matarnos unos a otros. Ambos guardamos de nuevo silencio. —¿De modo que éste es el aspecto que tienes cuando te conviertes en una mujer vampiro? —Justin se sentó en la cama junto a mí, sin soltar la raqueta de lacrosse—. No está mal. Sus ojos chispeaban, como solía ocurrir cuando hablaba suavemente. Alargó la mano derecha y la apoyó en mi rodilla izquierda. Con su otra mano me tocó la mejilla y me obligó a volver el rostro hacia él. Nos miramos, y sentí a través de mi percepción extrasensorial y mi corazón que deseaba besarme. Se inclinó hacia delante y yo hice lo propio. Pero cuando Justin entreabrió los labios, me aparté. —No podemos —dije, fijando la vista en el suelo. —¿Porque has vuelto a convertirte en una mujer vampiro? —En síntesis, sí —contesté levantándome. Me volví hacia él—. Hay otra cosa. Algo que debes saber. Junté las palmas de mis manos de forma que el lado izquierdo de mi mano derecha tocaba el lado izquierdo de mi mano izquierda. Si hubiera juntado la línea vital de mi mano izquierda con la de la derecha, habrían quedado perfectamente conectadas. Tensé las palmas hasta que mis dedos comenzaron a temblar, como si vibrasen. Acto seguido se abrieron mis poros, emitiendo un tenue zumbido, y a través de ellos emanó una luz. Un pequeño haz de luz blanca dio paso a un intenso chorro de luz que emanaba

de las palmas de mis manos y se proyectaba sobre el techo. Observé que a Justin se le puso la piel de gallina en los brazos. Se levantó y contempló mis manos abiertas. Sin apartar la vista de la luz que emanaba de mis palmas, preguntó: —¿No dices que todos los vampiros mueren si se exponen a la luz del sol? Dejé caer mis manos perpendiculares al cuerpo, rompiendo la conexión y haciendo que la habitación quedara de nuevo iluminada por la temprana luz matutina. —Éste es un don singular. Justin tragó saliva y no dijo nada. —De día estarás a salvo —le expliqué, tratando de calmarlo—. Vicken es el único que posee la suficiente fortaleza para exponerse al sol, pero no se atreverá a exponerse en un lugar que no conoce bien. Si por alguna razón nos separamos, hacia las seis de la tarde debes procurar encerrarte en una habitación. Vi que se le volvía a poner la piel de gallina en los brazos. Dirigió la vista hacia la ventana y observó el día que despuntaba sobre los verdes árboles que poblaban el paisaje. —Ha amanecido —dijo—. Todo ha cambiado. En efecto, todo había cambiado.

29 Me llevó una hora convencer a Justin para que continuara con sus tareas cotidianas como si yo no estuviera presente. —Me reuniré contigo cuando acudas al entrenamiento. En el bosque que separa el campo de la playa. Acércate al borde del bosque. Nos veremos entonces. Cuando por fin me marché esa mañana, traté de pasar inadvertida. Me puse una de las gorras de béisbol negras de Justin, unos vaqueros y una camiseta negra. Cada pocos momentos me palpaba la parte exterior del bolsillo de los vaqueros, para asegurarme de que aún guardaba el ritual a buen recaudo. Eran las seis de la mañana, por lo que deduje que el campus estaría prácticamente desierto. Las flores de los cerezos colgaban de las ramas de los árboles que bordeaban los senderos. En cada uno de los cuidados céspedes crecían margaritas y tulipanes, y la hierba parecía más verde que nunca. Pasé frente al invernadero de Wickham, que estaba repleto de plantas. Mientras Justin se duchaba y preparaba para afrontar la jornada, yo quería ver algo. La torre de arte en Hopper. No es que no hubiera querido pensar en Tony cuando me hallaba en Hathersage. Al contrario. Si hubiera pensado en él, mi concentración se habría ido al traste, revelando mis auténticas intenciones al clan. Bastante esfuerzo me costaba no pensar en Justin a cada momento. Subí la escalera del estudio de arte, que me era tan familiar, deslizando la mano sobre la barandilla de madera de la escalera de caracol. Miré a través de las pequeñas ventanas cuadradas sintiendo un dolor sordo en mi corazón. Avanzaba con sigilo. Sabía que había una barandilla debajo de mis manos, pero no sentía la textura de la madera ni el frescor del ambiente en la torre. Sólo que en el pozo de la escalera circulaba aire y que entraba y salía de mi cuerpo. Cuando por fin alcancé la cima de la escalera, entré en el estudio de arte.

Frente a mí estaba mi retrato, en el mismo lugar en que lo había dejado ese invierno. Me acerqué a él, deteniéndome en el extremo opuesto de la habitación. A diferencia del olfato que tenía antes, que se circunscribía a la sangre, la carne y algunas hierbas, en esta ocasión cada olor parecía haberse intensificado. Por ejemplo, percibí el olor de cada ingrediente que contenían las pinturas. Con sólo olerlas, era capaz de distinguir los colores. La pintura verde pino contenía más amoníaco que la roja. Los pinceles olían a limpio, como a jabón. Había exactamente 5.564 grietas en la madera de la pared detrás del cuadro. En estos momentos la precisión de mi visión y la agudeza de mi olfato resultaban excesivas. Era otro dolor que debía soportar. Contemplé el retrato. Era asombrosa la fidelidad con que Tony había plasmado los músculos de mi espalda y el contorno exacto de mi boca. Así como el tatuaje que tenía en la espalda. Había captado perfectamente la letra de Rhode. Y mis pestañas, y el color dorado de mi piel. Clop, clop, clop. Alguien subía la escalera de la torre de arte. Debido a la peculiaridad de las pisadas, advertí que el peso en el lado derecho del cuerpo era superior al del izquierdo y recordé que Tony llevaba unas botas desemparejadas. Al cabo de unos momentos apareció en la puerta. Al verme contuvo el aliento. Yo permanecí de espaldas a él, pero volví el rostro para confirmarle que era yo. Luego me giré otra vez para seguir observando el retrato. Pero Tony tenía la vista fija en mi espalda. Sentí la intensidad de su mirada. Aunque un humano normal no puede distinguir el aura de un vampiro, puede sentirla. Reinaba un profundo silencio. Lo único que se oía era el murmullo de la brisa que entraba por las ventanas abiertas. Un zumbido, luego el silencio. —Rhode Lewin —dije. Tony no se movió. —Era un vampiro del siglo catorce. —Contemplé los rasgos en mi retrato—. Miembro fundador de la Orden de la Jarretera. Un círculo de caballeros a las órdenes de Eduardo tercero. Tony se acercó. Al cabo de unos momentos se detuvo junto a mí y ambos contemplamos el cuadro. Ni él ni yo nos volvimos para mirarnos. —Acuñó la frase «Mal haya quien mal piense». Era el hombre que aparece en el grabado y en la foto. Murió en septiembre. Me volví hacia la derecha y mi mirada se cruzó con la de Tony, que abrió los ojos exageradamente mientras escrutaba mi semblante. Deduzco

que mi aspecto vampírico le aterrorizó: los poros cerrados de mi piel y el aura que irradiaba. Como un reluciente espectro. El azul de mis ojos parecía cristal marino, duro y liso. Tony tragó saliva sin apartar los ojos de los míos. En este estado, en una habitación en penumbra, mis pupilas estaban contraídas casi por completo, como las de un gato bajo el resplandor del sol. Examiné el rostro de Tony por primera vez desde hacía cuatro meses, desde que le había visto bailando una pieza lenta con Tracy en el baile de invierno. Tenía el mismo aspecto, salvo que llevaba el pelo más corto y los agujeros de las orejas eran más grandes, lo que hacía que sus lóbulos pareciesen mayores que una moneda de veinticinco centavos de dólar. Miré de nuevo el retrato, fijándome esta vez en la curva de mi hombro. Tony la había plasmado a la perfección. Con el pequeño hoyuelo en la articulación de mi hombro. Sentí la energía que irradiaba de él, su calor, los bruscos descensos o cambios en su cuerpo. Yo no le infundía temor; lo que experimentaba era ansiedad. —Rhode me dijo en cierta ocasión que cuando los vampiros aparecieron por primera vez no éramos más que cadáveres llenos de sangre. Fascinados por toda magia negra que constituye una maldición para nosotros. —Me detuve y miré a Tony de nuevo—. Pero evolucionamos, como todas las cosas. —Ambos cambiamos una breve y reconfortante sonrisa. Se produjo un instante de silencio mientras yo observaba los rasgos de mi antiguo yo. Cuando me volví para marcharme, añadí—: ¿Quiénes son ellos para juzgar a los condenados? Cuando me volví de espaldas a Tony, preguntó: —¿Esto es todo? ¿Vas a marcharte así, sin más? Me volví de nuevo hacia él, que seguía delante del retrato. —He venido a contarte la verdad, como debí hacer meses atrás. —Entonces, ¿aún eras una mujer vampiro? —No. Cuando me marché esa noche de diciembre, me transformaron de nuevo en vampiro. Tony tragó saliva. Me acerqué a él, y cuando me detuve a su lado, comprendí que él tenía miedo. Retrocedió un paso, pero yo apoyé las manos sobre sus hombros y le miré a la cara. —Mírame —murmuré, dejando que mis colmillos descendieran. No eran muy largos; eran pequeños, pero mortales. Tony fijó la vista en el suelo.

—¡Mírame! —repetí. Sus ojos se posaron en mis botas, en el suelo y por fin en mis ojos durante una fracción de segundo, después de lo cual clavó la vista de nuevo en el suelo. —Merecías que te revelara la verdad. Sobre mí, sobre Rhode... Debías conocer toda la historia. Los ojos de Tony, esos ojos castaños que me habían mostrado afecto cuando más lo necesitaba, estaban llenos de lágrimas. —Estás muy cambiada —fue cuanto atinó a decir. Luego hizo una mueca para no romper a llorar. Apretó los dientes y sus fosas nasales se dilataron. —Lo sé —respondí suspirando. —¿Por qué no me lo contaste antes? —preguntó. —No sabía lo que ocurriría. Parecías empeñado en averiguar la verdad. Creí que era demasiado arriesgado. —¿Vas a quedarte? —No. Debo marcharme en cuanto sea prudente. —¿Adónde? Iré a visitarte. Una sensación de pánico se apoderó de mí. —No, no, Tony. Ojalá pudieras. Pero tienes que prometerme que no me buscarás. Nuestra amistad puede costarte la vida. No quiero arriesgarme a que te ocurra nada malo. —Quiero ayudarte. Deseo protegerte —dijo al tiempo que una lágrima rodaba por su mejilla. Yo sabía que esto ocurriría. Le así por los hombros, no muy fuerte, pero con la suficiente firmeza para que dejara de tratar de hablar. —¿No lo entiendes? ¿Quieres que te hable más claro? He venido para proteger a Justin —dije con tono apremiante—, y a mí misma. —¿Por qué? —Formo parte de un clan de vampiros. Me vieron con Justin en el baile de invierno. Les he traicionado y vienen hacia aquí en mi busca. —¿Aquí? —preguntó Tony con voz entrecortada—. ¿A Wickham? —Sí. En estos mismos momentos. De pronto, la imagen de Tony postrado en el suelo, cubierto de mordiscos y exangüe, hizo que enmudeciera. Tardé unos momentos en calibrar bien mis palabras. —No puedes protegerme contra ellos. Te matarán, y tu muerte... ¡Dios,

no quiero ni imaginármelo! Me costaba articular las palabras. Las lágrimas, la maldición, todo afloró desde lo más profundo de mi alma. En lugar de lágrimas, los fuegos del infierno me invadían el cuerpo. Nunca sentiría el alivio de unas lágrimas deslizándose por mi rostro. Retiré las manos de los hombros de Tony y me doblé hacia delante, sujetándome el vientre debido al dolor. Ésa era la maldición del vampiro. El castigo por desear algo que no fuera la desesperación. Cuando el momento pasó, me enderecé. Tony se enjugó las lágrimas de las mejillas con los dedos. Sentí el imperioso deseo de protegerle. Había muchas cosas en él que me encantaban: el que llevara los dedos manchados siempre de pintura o carboncillo; su espontáneo sentido del humor y su inquebrantable lealtad, incluso pese a que yo le había mentido tantas veces. Frunció los labios, realzando sus pronunciados pómulos. —No trato de ocultarte ningún secreto —dije—. Son un grupo de hombres peligrosos que llegarán aquí al anochecer con un propósito. Asesinarme. No quiero que te involucres en ello. —¿Qué vas a hacer? ¿Cómo vas a detenerlos? —Tengo algunos trucos que me guardo en la manga —respondí volviéndome hacia la ventana cuando unas líneas de luz se movieron sobre el oscuro suelo de madera. Alcé la vista hacia la ventana—. Debo irme — dije. —Aún es temprano. —Tony miró también hacia la ventana. —En cuanto el sol sale, comienza a ponerse. El momento en que nacemos, empezamos a morir. En la vida todo es un ciclo, Tony. Cuando te des cuenta de que los vampiros estamos fuera del ámbito de la vida natural, lo comprenderás. Lo siento, pero debo irme. —No lo entiendo. Quédate, por favor... —Te prometo que vendré a verte y te lo contaré todo: mi nacimiento, mi muerte y las circunstancias que me trajeron a Wickham. A cambio de que me prometas que te mantendrás al margen de lo que ocurra esta noche. —¿Cuándo volverás? —Cuando seas lo suficientemente mayor para creer que quizá todo esto fue fruto de tu imaginación. —Jamás olvidaré esto —replicó—. Jamás te olvidaré. —Yo sostuve su mirada y cuando me volví para marcharme, Tony me preguntó—: ¿Te dolió? ¿Cuando te transformaron de nuevo en una mujer vampiro?

—Esto me duele más. Las comisuras de la boca de Tony se curvaron hacia abajo y gruesos lagrimones rodaron por sus mejillas. Deseé tomarlo de la mano, salir corriendo y recobrar mi vida. —Sigues siendo mi mejor amiga, Lenah. Pase lo que pase. —Voy a confesarte algo —dije—. Creo que no he dicho esto a nadie, ni siquiera a mí misma. Pero a ti puedo decírtelo. Porque eres tú. —Volví a sonreír durante un instante fugaz. El silencio me dio fuerzas, haciendo que las palabras brotaran de mi boca—. Ojalá no hubiera ido nunca al manzanar esa noche. —Respiré hondo para hacer acopio del valor suficiente para pronunciar las palabras—. Ojalá hubiera muerto en el siglo quince, cuando estaba destinada a morir. Pero en lugar de ello estoy aquí, recogiendo los pedazos de mi trágica existencia. Aunque Tony jamás comprendería lo que eso significaba, no importaba. El hecho de que no conociera la historia de cómo me había convertido en una mujer vampiro era irrelevante. Me comprendía, y por eso se lo había contado. Le miré a los ojos durante tanto tiempo como pude antes de verme obligada a hablar de nimiedades. Di media vuelta, bajé por la escalera de caracol y salí de nuevo al mundo.

30 —Romero —dije a la mujer que estaba detrás del carrito de las hierbas. Estaba en la calle Mayor y era la una de la tarde aproximadamente. La mujer preparó un manojo de romero y lo ató con una cinta roja. Lo tomé y eché a andar bajo la sombra que arrojaban las ramas de los árboles en la calle Mayor de Lovers Bay. Los humanos pasaban junto a mí sin que ninguno se percatara de que yo era distinta, o en todo caso se comportaban como si no se dieran cuenta. Yo llevaba puesta la gorra de béisbol y mantenía la vista clavada en el suelo. Cuando abandoné el mercado de productos del campo, comprobé de nuevo la posición del sol, asegurándome de que disponía de tiempo suficiente antes de que aparecieran los miembros del clan. Abandoné el sector comercial de la calle Mayor. Me encaminé hacia el cementerio de Lovers Bay portando el pequeño manojo de romero en la mano izquierda. Lo sostuve con fuerza, atravesé la calle y entré en el cementerio. Todo estaba en silencio, a pesar de que los coches circulaban por la calzada a mi espalda. Algunas lápidas estaban talladas con ornamentaciones y presentaban un aspecto erosionado debido al paso del tiempo, mientras que otras eran lisas y modernas. Avancé a través de los senderos cubiertos de hierba. Mis pensamientos se centraron en el rostro de Justin, la promesa de Tony y mi esperanza de que ahora, con el ritual en mi bolsillo, pudiera regresar. Quizá... Aunque la había mandado construir mucho antes de mi precipitada marcha en invierno, no había visto la lápida de Rhode. Ahí está, pensé, mientras me dirigía lentamente hacia el otro extremo de la hilera. Frente a mí, en el inmenso recinto del cementerio, vi una lápida horizontal de granito. Reposaba en el suelo en lugar de alzarse en sentido vertical como las otras lápidas junto a ella. A su derecha había un frondoso bosque de delgados robles. Algunas ramas eran tan largas que colgaban sobre la piedra, como si la protegieran de la lluvia o quizá de los rayos del sol.

RHODE LEWIN Fecha de la muerte: 1 de septiembre de 2010 «Mal haya quien mal piense.» Los pájaros trinaban y soplaba una ligera brisa que agitaba mechones de pelo alrededor de mi rostro. Mis ojos se posaron en el nombre de Rhode. De pronto percibí un inquietante silencio, y comprendí que un vampiro andaba cerca. Un silencio que no presagiaba nada bueno. El instintivo convencimiento de que algo antiguo y extinto rondaba cerca. Recorrí el cementerio con la mirada. Mantuve las manos enfundadas en los bolsillos por temor a mi nuevo «poder». Escudriñé de nuevo el perímetro del bosque. A través de los densos matorrales y un frondoso grupo de plantas, apareció Vicken entre los árboles. Aunque yo ya le había visto vestido con una indumentaria moderna en Hathersage, me sorprendió su aspecto contemporáneo en Lovers Bay; con sus gafas oscuras y su camisa de manga larga, encajaba perfectamente en el paisaje. Al margen de las circunstancias, sus anchos hombros y su musculosa complexión le prestaban un gran atractivo. Me volví para mirar la lápida como si la presencia de Vicken no me afectara en lo más mínimo. Él se acercó en silencio y se detuvo a mi derecha. Durante unos momentos contemplamos juntos la lápida de Rhode. Los únicos sonidos eran el canto de los pájaros y el rumor de las hojas agitadas por el viento. Luego dijo: —De modo que has venido para proteger al chico. —Yo examiné las palabras grabadas en la lápida, sin responder. Vicken volvió la cabeza para mirarme—. Ha sido una soberana estupidez. De nuevo, me abstuve de contestar. —Sabes tan bien como yo que por más que lo desee, no puedo matarte. Pero los del clan han venido justamente para hacer eso. Me volví y le miré a los ojos. —En tal caso, te has metido en un callejón sin salida —repliqué con frialdad. Vicken apretó los dientes. —¿Me pides que traicione a mi clan? —preguntó. —«¿Mi clan?», «¿mi clan?» No, ingrato —grité—. Es «mi» clan, fruto

de la más siniestra idea. De las más viles creencias. Y del temor. —Te asesinarán. ¿Es que no lo ves? ¿No ves lo que me estás haciendo? ¿Lo que me hiciste hace unos días, con esa niña? ¡Puede que el vudú de Rhode te haya liberado de nuestro vínculo, pero a mí no! —Me tiene sin cuidado. Entonces fue Vicken quien se puso a gritar. —¡Te matarán, y me obligarán a contemplar el espectáculo! —Su voz retumbaba a través del silencioso y soleado cementerio—. Si deseas atormentarme de esa forma, es que sigues siendo malvada. Yo callé. Vicken llevaba razón en todo cuanto había dicho. —En cierta ocasión —prosiguió—, me aseguraste que te quedarías conmigo. Para siempre, dijiste. Qué rápidamente lo olvidaste cuando regresó Rhode. Yo esperé. Esperé a que te despertaras. Asentí con la cabeza, pero fue un gesto breve. Vi mi imagen reflejada en la montura plateada de sus gafas de sol. —¿Por qué has venido? —le pregunté—. Eres muy valiente arriesgándote a exponerte al sol. —Eso ya no me da miedo —contestó Vicken. —¿Y el clan? —Sabes que no pueden exponerse al sol. El alivio momentáneo que experimenté se debía al hecho de constatar que Vicken estaba aquí, que no estaba con Justin. —Si van a matarme —dije—, ¿por qué has venido? —Tienes dos opciones. Matarte tú, o dejar que lo hagan ellos — respondió con calma. Me volví de nuevo para contemplar la lápida de Rhode, manteniendo mis nuevas y poderosas manos en los bolsillos. —Al menos puedo elegir —dije; cada una de las sílabas rezumaban sarcasmo. Vicken se volvió hacia mí. —Estoy tratando de hacer un pacto contigo, Lenah. —Los vampiros no hacen pactos —le espeté. —Utiliza el ritual. Conviérteme en humano y mátate. De lo contrario, el clan te asesinará a ti y al chico. Tu muerte es inevitable. No puedes regresar al mundo de los vampiros. Sentí el calor del fuego que ardía en mi interior, la blancura de la luz que ahora residía en mi alma y el amor que profesaba a Rhode, a Justin y el que

tiempo atrás había profesado a Vicken. Respiré hondo. No permitiría que lastimaran a Justin. Vicken alzó sus gafas de sol y le miré a los ojos, de un color cobrizo. La verdad que ocultaban me resultaba familiar, y durante un momento le comprendí perfectamente. Podríamos haber estado en los campos en Hathersage. Yo podría haber sido Rhode. —No puedo concederte esta humanidad que deseas. ¿Recuerdas lo que te dije? El ritual requiere que el vampiro que lo lleve a cabo tenga como mínimo quinientos años. —Pero eres muy poderosa. Quizá dé resultado. —No lo creo —respondí. —De todos modos, hazlo. —Siendo alguien que afirma amarme, es curioso que no vaciles en sacrificar mi vida. —Ellos te matarán de todos modos. —¡Rhode murió por esto! —grité. Ambos guardamos silencio—. El ritual exige un sacrificio completo —le expliqué—. ¿Comprendes lo que eso significa? —Hace tiempo fuimos amantes. —Vicken me miró. En algún lugar bajo el manto de la oscuridad, mi clan se disponía a luchar contra mí. —¿Por qué quieres que lo haga? —pregunté. Tras reflexionar unos momentos, Vicken respondió: —Me convertí en este monstruo por ti. Pero tú has desaparecido. En cualquier caso, estoy obligado a amar a tu espectro. —¿De modo que si yo muero te librarás de mí por completo? —Lo merezco, Lenah, ¿no crees? —Sí..., pero el ritual es muy claro. Se trata de algo más que de mi edad y de mi sangre. La persona que lleve a cabo el ritual tiene que desear morir. Yo no quiero hacerlo sólo por ti. Mi corazón está roto en demasiados pedazos. Vicken me miró consternado. Sus ojos oscuros, esa mirada que yo conocía tan bien, indicaba que me deseaba y odiaba al mismo tiempo. Al cabo de unos instantes volvió a colocarse las gafas de sol. —En tal caso, despídete de tus amigos —dijo, tras lo cual dio media vuelta y desapareció entre los árboles. Se me ocurrió llamarlo, gritar su nombre entre las ramas y las flores que yo sabía que emanaban un perfume tan grato. Si la situación hubiera sido distinta, si esto es lo que hubiera deseado, me habría sentado junto a mi

amigo y le habría explicado a Vicken que el pisar la tierra en Lovers Bay me producía una sensación que jamás había experimentado en ningún otro lugar. Pero no podía hacerlo. Para mi sorpresa, Vicken me habló de nuevo. —Sigue adelante —dijo desde algún lugar del bosque— en la oscuridad y la luz.

El campo de lacrosse estaba bañado por una luz solar de color melocotón, una especie de luz crepuscular que hacía que todo el campo resplandeciera. Pero yo observé desde la sombra de los árboles. Las hojas me protegían; no temía al sol, pero no quería arriesgarme a exponerme a él directamente. Contemplé los retazos de cielo a través de los ángulos geométricos de las hojas. Por la posición del sol calculé que eran cerca de las cuatro de la tarde. Me apoyé en el tronco de un inmenso roble. Después de haber hablado con Vicken estaba claro qué tipo de batalla iba a librar. Song trataría de pelear conmigo físicamente, Gavin trataría de clavarme un cuchillo, Heath emplearía las palabras para tratar de distraerme. Pero era Vicken quien observaría, inmovilizado por el vínculo que nos unía. La respuesta, la única respuesta, era la luz. Me centré de nuevo en el campo deportivo. Justin sudaba debajo de su casco y distinguí unas perlitas de sudor sobre su labio superior. Sostenía los brazos en alto, de forma que sus bíceps asomaban debajo de las mangas cortas de su camiseta. Varias chicas, incluyendo el Terceto original, estaban sentadas en los bancos observando el entrenamiento. Los celos hicieron presa en mí, pero me apresuré a sacudir la cabeza. Eso, más que cualquier otra cosa, era completamente irrelevante en estos momentos. Más allá del campo, al otro lado de un sendero, divisé el invernadero. Me pregunté si en algún mundo mágico podría entrar en él, ocultarme y dormir entre las capuchinas y las rosas. En ese preciso instante Justin pasó corriendo a través de mi campo visual. No lucía el uniforme del instituto. Llevaba una camiseta y unas hombreras. Sosteniendo la pelota en la red del palo, sorteó a los otros jugadores y la lanzó hacia la portería opuesta. En el momento en que se puso a saltar y brincar con gesto triunfal, el entrenador tocó el silbato indicando que el entrenamiento había concluido. Justin se quitó el casco y al hacerlo, dirigió la vista hacia los árboles. Acto seguido, abandonó el campo a la carrera portando su equipo al

hombro. Se detuvo en el borde del bosque que rodeaba el perímetro del campo. A mi derecha había más árboles, y más allá, la playa. Se adentró en el bosque, y cuando la luz del firmamento iluminó el suelo, recordé la primera vez que le había visto. La regata, la playa, la forma en que su piel relucía. Ahora también relucía. Pero yo ya no formaba parte de su vida. Avanzó unos pasos entre los árboles y me vio apoyada contra el roble. —Ha llegado el momento —dije. —¿Cuál es el plan? —me preguntó—. ¿Qué has hecho hoy? —¿Tienes tu barco preparado? Quiero ir al puerto cerca de Wickham. —¿Por qué? —Quiero vigilar el campus. Creo que de esa forma lograremos sacarles cierta ventaja. Pero te lo explicaré todo más tarde. Debemos irnos. El tiempo apremia. Eché a andar por entre los árboles hacia el campo de lacrosse. —Yo... esto... —Justin permaneció junto al roble y se ajustó el equipo que llevaba colgado del hombro. Sus ojos denotaban incertidumbre—. Tengo hambre —confesó. —Por supuesto, lo había olvidado —respondí, sintiéndome como una estúpida. —No tardaré nada —me interrumpió Justin, señalando con la cabeza hacia la derecha. Dirigí la vista hacia el lugar que señalaba, hacia el centro estudiantil—. Comeré un sándwich y nos iremos. —El sol se pone a las ocho, lo que significa que debemos estar a bordo de tu lancha a... —Lo sé, te aseguro que no tardaré nada, Lenah —contestó sonriendo. ¿Cómo podía mirarme sonriendo? Yo era un monstruo. —De acuerdo —dije, y me dirigí hacia el borde del bosque—. Anda, vamos.

31 —Por aquí —me indicó Justin. Comprobé de nuevo la posición del sol; presentaba un color naranja intenso y casi rozaba el horizonte. Debían de ser aproximadamente las seis y media. El sol se pondría en una hora, y yo quería alcanzar el puerto antes de que oscureciera. Cuando las luces se apagaran, los del clan emprenderían mi búsqueda. Me bajé del coche. Justin cerró la puerta y guardó las llaves en el bolsillo. La grava resonaba bajo las recias suelas de mis botas. Echamos a andar hacia el embarcadero. —¿Quiere ser humano? —preguntó Justin, refiriéndose a Vicken. —Eso es lo que desea la mayoría de vampiros —le expliqué—. Convertirse de nuevo en humanos. Tocar, oler, sentir. Tener pensamientos racionales. Por lo general, transcurre mucho tiempo hasta que todas las personas que quieren fallecen, y el deseo de convertirse de nuevo en humanos disminuye. Entonces la locura se apodera de ellos. —¿Qué ocurre cuando un vampiro enloquece? —Explicarte quiénes son esos vampiros no serviría más que para aterrorizarte. Prefiero no hablar de ello. Justin no hizo más preguntas. Nos apresuramos por el malecón y embarcamos en su lancha motora, en la que había colocado unas bebidas en una pequeña nevera portátil. Cuando giró la llave y el motor se puso en marcha, bajé para instalarme en la confortable panza del barco. Convinimos en que el puerto situado frente a Wickham me ofrecía el medio más eficaz de vigilar el recinto del colegio, al tiempo que permanecía lo suficientemente alejada del clan. Jamás sospecharían que me hallaba en el puerto. Yo confiaba en poder verlos de lejos, lo cual me daría cierta ventaja. Avancé por el pasillo de la cabina hacia el dormitorio situado al fondo. Me senté en el borde de la cama. Todo estaba igual que la última vez que había estado allí. Lo único distinto era mi imagen que se reflejaba en el

espejo sobre un pequeño lavabo. Sentí las sacudidas del agua debajo del casco y me fijé en un punto junto a mis pies. En la moqueta azul aparecía una pequeña mancha, de forma que presentaba un color zafiro más intenso. Era la mancha de la loción solar. El aceite había empapado las delicadas fibras de la moqueta. El motor se ralentizó, de forma que el zumbido intermitente y el estruendo eléctrico se redujeron a un murmullo. —Ya hemos llegado —dijo Justin. Le oí abrir la escotilla y echar el ancla. Subí a cubierta. Nos hallábamos de nuevo en el puerto, donde habíamos buceado. Observé con mi visión vampírica los detalles de la playa de Wickham, los pequeños destellos de arena que relucían en el centro de color beis y las botellas vacías de refrescos que llenaban el contenedor de basura a rebosar junto al sendero. Escudriñé el campus. Seguí esperando el momento en que los del clan salieran de donde estuvieran ocultándose. Transcurrió aproximadamente una hora, pero no ocurrió nada. Sabía que Vicken estaría paseándose de un lado a otro nervioso. Sabía que aguardaba el momento en que el clan emprendería la caza de Justin y mía. Si cerraba los ojos y trataba de conectarme con Vicken, el vínculo que nos unía me permitiría ver exactamente dónde se encontraba. A través de la magia que nos unía, tendría que revelarme su paradero. Pero la conexión funcionaba también en sentido inverso, de modo que decidí no arriesgarme. Justin estaba sentado en la proa, y escruté de nuevo el campus hasta donde alcanzaba a ver. Vi la puerta de entrada desierta y los coches de seguridad que patrullaban. En la mayoría de los prados y senderos no se movía nada, aunque aquí y allá había algunos estudiantes que se dirigían hacia sus dormitorios o hacia la biblioteca. Supuse que no correría ningún peligro si permanecía unos momentos junto a Justin, siempre y cuando me sentara frente al campus. De modo que me senté a su lado. El agua estaba en calma. La embarcación apenas se balanceaba Percibí el olor de su piel. —¿De modo que hemos venido aquí...? —me preguntó. —Es prácticamente imposible que nos localicen en el agua —le expliqué —. Tenemos que sorprenderles. Jamás imaginarán vernos aparecer por la playa. Además, tengo que prepararte para lo que ocurrirá cuando vayamos a tierra. Justin alzó la vista. La luna proyectaba un trémulo resplandor sobre el

agua. —¿Qué vas a hacer? —preguntó. Tras dudar unos instantes, respondí: —Les seguiremos y luego les atraeremos hacia un espacio cerrado. Había pensado en el gimnasio. Si les inducimos a perseguirnos, tendremos más probabilidades de conducirlos hacia donde queramos que vayan. —Pero ¿luego qué haremos? ¿Qué te ocurrirá? Miré durante unos momentos las suaves ondas en el agua. —Ignoro lo que me ocurrirá. Pensé entonces en lo que eso significaba para Justin. Sentí su mirada sobre mí. —Verás —dije—, creí que podía tener la oportunidad de regresar aquí. Pero ahora veo que es imposible. —¿Regresar? ¿Cómo? —El ritual —contesté. Al recordar el ritual, Justin me miró unos instantes con ojos como platos. —¿Él sabe que lo tienes? Asentí con la cabeza. —No importa. Tendré que matarlos a todos —dije—. Incluso a Vicken. —Pero dijiste que estabais unidos por un vínculo. —Ese vínculo se ha roto por mi parte. Pero Vicken, puesto que es un vampiro, permanecerá sujeto a él siempre. —Qué suerte la suya —comentó Justin. Yo esbocé una breve sonrisa, que se desvaneció durante los momentos de silencio que se produjeron—. ¿Así que tendremos que luchar contra todos ellos al mismo tiempo? — inquirió. —¿Tendremos? Justin se volvió hacia mí. —Desde luego, no creerás que voy a quedarme cruzado de brazos mientras tú te enfrentas a esos psicópatas. Sonreí. —Como pudiste comprobar en tu dormitorio, no estoy totalmente desarmada. Deslicé mi índice derecho sobre la barandilla metálica del barco, emitiendo un destello de luz debajo de mi dedo. —¿Te refieres a esa luz? —preguntó. —Un solo e intenso chorro de luz bastará.

Justin alargó el brazo hacia mí, y sentí la temperatura de su cuerpo irradiando sobre el lado derecho del mío. Los dedos le temblaban y vaciló durante una milésima de segundo antes de tomar mi mano derecha, que reposaba sobre la barandilla. —Está caliente —murmuró no sin cierta sorpresa. Acercó mis manos a sus ojos y las examinó. Su mirada era serena y reconfortante. A continuación hizo lo que menos me esperaba: se llevó mis dedos corazón e índice a los labios y me besó las yemas de los mismos. Un espasmo de dolor me recorrió el cuerpo. Mis músculos se tensaron y mis nervios se contrajeron. Justin me soltó la mano y apoyó las suyas en mis mejillas. Yo cerré los ojos. Me resultaba casi insoportable que examinara todos mis cambios vampíricos. —Sigues siendo tú —murmuró como si leyera mis pensamientos. Por fin abrí los ojos y vi que una hilera de lágrimas se deslizaba por sus mejillas. Quizá temiera que las lágrimas le hicieran parecer menos viril, pero era el mejor hombre humano que yo había conocido. El labio inferior le temblaba y sus fosas nasales se dilataron un poco. —Deseaba que regresaras —dijo con voz temblorosa—. Lo necesitaba. Luego me acarició el pelo con las manos. Aunque no podía sentirlo, recordé el familiar tacto de sus manos que tanto me gustaba. Incluso de esta forma, amaba a Justin más de lo que era capaz de expresar. De pronto me sujetó por la nuca y oprimió su boca sobre la mía. Introdujo la lengua entre mis labios y empezamos a movernos de forma sincronizada... Hasta que oímos el grito de un hombre procedente del campus de Wickham.

Justin empuñó el timón y nos dirigimos a toda velocidad hacia la playa de Wickham. Utiliza la cabeza..., pensé devanándome los sesos. ¿Dónde está la víctima? El plan que yo había urdido había tenido un resultado contrario al deseado. Comprendí que se trataba de una trampa. Los del clan me atraían hacia la víctima para que yo fuera la siguiente. Cuando el barco se aproximó al desembarcadero, alcé un pie enfundado en una bota sobre la barandilla y eché a correr. —¡No te separes de mí, Justin! ¡No debo perderte de vista! —grité. —¡Lenah!

No había tiempo para responder. La batalla había comenzado. Justin arrojó un cabo a una cornamusa para asegurar la embarcación. Me volví y experimenté una sensación de alivio al comprobar que me seguía. No tardaría en alcanzarme. Como mujer vampiro, no tenía que preocuparme de que el corazón me latiera aceleradamente o que me faltara el resuello. Seguí avanzando a la carrera por el sendero, pasando frente a los edificios de ciencias y al invernadero. Justin corría junto a mí, sin rezagarse. Yo corría tan velozmente como podía. Mis pesadas botas aplastaban la hierba. Extendí la palma de mi mano, iluminando la hierba. Mi visión vampírica me permitió distinguir las huellas de Song. Eché a correr hacia el edificio Hopper. Porque mi intuición me dijo que lo hiciera. Cuando alcancé la puerta del edificio, giré el pomo y entramos. Dejamos que la puerta se cerrara detrás de nosotros con un golpe seco. El vestíbulo estaba a oscuras. Las luces guía del techo emitían un tenue resplandor. Justin jadeaba, tratando de recobrar el resuello. —¿Cómo sabes —preguntó entre jadeos— que ha ocurrido aquí? —Lo sé, simplemente —murmuré con tono seco. Escruté el largo pasillo en la planta principal de Hopper. Sabía sin la menor duda que los del clan se hallaban al fondo de ese pasillo. De pronto me invadió una sensación de angustia. De terror. No, por favor... No. No. No. No. Arriba no. Pero el clan me permitió que lo viera. Me permitieron, incluso insistieron en que supiera que habían asesinado a alguien en la torre de arte. Alguien que yo quería. Alcé la vista y contemplé el rellano del piso superior. Sabía que tenía que subir porque cada espasmo de dolor que sacudía mi cuerpo me confirmaba que Tony estaba allí. Veinte minutos, o el chico morirá. ¿Cómo pude ser tan estúpida? ¿Era posible que se refirieran a Tony y no a Justin? Subimos peldaño tras peldaño. Alargué el brazo hacia atrás y Justin me tomó la mano. De repente el olor metálico invadió mi electrizante alma vampírica. Mis colmillos comenzaron a descender. Sacudí la cabeza para librarme del abrumador olor a sangre fresca. Ay, Tony, qué estúpido has sido, pensé. Por favor, que sea otra persona. —¡No! —grité.

Tony atravesó la habitación trastabillando. Dio un traspiés y cayó contra la pared de las taquillas. Estaba cubierto de sangre. De pies a cabeza. Su camisa azul presentaba un color rojo viscoso. Estaba desabrochada, mostrando su torso, que estaba cubierto de orificios. —¡Lenah! —exclamó, mostrando una expresión de sorpresa y alivio al verme. Al toser escupió sangre, tras lo cual cayó sobre un caballete, derribándolo al suelo. Luego se desplomó de rodillas. Corrí hacia él. Tony yacía boca arriba como le había visto en tantas ocasiones cuando tomaba el sol. El muy imprudente sostenía un crucifijo en la mano. ¿Cómo no se me había ocurrido prevenirle contra eso? Me volví rápidamente hacia Justin y dije apuntándole con el dedo. —No te muevas. No entres en esta habitación. —¡Lenah, Tony es mi amigo...! —He vivido lo suficiente para saber que la criminología moderna te implicará en este asunto si encuentran tus huellas dactilares. No entres. Bajé la vista. Tony respiraba a duras penas. Inspiraba con dificultad y se estremecía cuando trataba de expeler el aire. Estaba cubierto de mordiscos. Por todas partes. En las costillas, los brazos y sus hermosos dedos. Se ahogaba y no cesaba de expectorar coágulos de sangre que quedaban adheridos a su cuello y su pecho. No le habían transformado en un vampiro. El pensamiento se me ocurrió de repente. Convertir a alguien en un vampiro significa una transformación —unos rituales— y se lo habrían llevado con ellos. Estaba claro que se trataba simplemente de un asesinato... en mi honor. El clan había caído sobre Tony y lo había destruido. Sólo se habían detenido al percatarse de que yo me aproximaba. Le alcé la cabeza y me senté, apoyándola sobre mi regazo. —Len... —No —dije apoyando los dedos sobre sus labios, —Yo... —Un hilo de sangre brotó de su cuello y cayó sobre mi pantalón —. Pensé que podría ayudarte a derrotarlos, pero dieron conmigo antes de que pudiera hacerlo. —Has sido muy valiente —dije. Coloqué las manos debajo de su espalda y alcé su cuerpo moribundo hacia mí. Oí unos sollozos en la puerta y comprendí que Justin nos observaba. Tony hipó, escupiendo otro coágulo de sangre que se deslizó sobre sus labios y su barbilla. De los mordiscos que tenía en el cuello

brotaban unos hilos escarlata. No tenía salvación. —Tengo mucho frío, Lenah —musitó, apoyando la cabeza contra mi pecho. Todo su cuerpo era presa de violentos temblores. Coloqué mis dedos sobre sus ojos, y el calor que llevaba en mi interior se proyectó hacia fuera y le calentó la cabeza. Era cuanto podía hacer para reconfortarlo en los últimos momentos de su vida. De pronto, tras un último y violento estertor, abrió los ojos desmesuradamente y me miró. Abrió la boca para decir algo y... murió. Yo había dedicado muchos meses a investigar el ritual. Para transformarme de nuevo en humana. En lugar de ello, debí haber pensado en la forma de proteger a las personas que quería cuando el clan, mi clan, cayera sobre ellas. ¿A qué venía ese deseo de transformarme de nuevo en humana? Otro acto egoísta. Otra persona que yo quería había muerto. Me incliné sobre Tony y lo besé en la frente. —Gratias ago vos, amicus —dije frotando su frente con el pulgar. Había dicho en latín: «Gracias, amigo». Durante unos breves instantes apoyé mi cabeza sobre su pecho. Sabía que no oiría los latidos de su corazón. Pero apoyé la mejilla sobre sus desarrollados músculos, los cuales no tardarían en ponerse duros, rígidos, y su cuerpo ya no tendría el tacto que había tenido el de Tony. —¿Ha muerto? —murmuró Justin, conmocionado. Permanecía en el umbral. Allí, en el silencio, en el estudio de pintura por el que siempre circulaban corrientes de aire, con el zumbido de las máquinas en la panza del edificio, con los sonidos de Wickham y la vida estudiantil, un vampiro llamado Vicken Clough rompió a reír como un loco. El eco de sus carcajadas reverberó por el pasillo de Hopper y ascendió por la escalera de modo que pude oírlo alto y claro. La muerte de Tony sin duda constituía un pequeño alivio en la agonía del dolor que experimentaba. De pronto el vampiro que anidaba en mí afloró. Me levanté de un salto, erecta, los músculos de mi espalda tensos. Deposité el cadáver de Tony sobre el suelo y alcé la cabeza. Y cuando la furia que llevaba acumulada en mi interior estalló, mis colmillos descendieron tan rápidamente que Justin abrió los ojos como platos y apoyó las manos en la pared. —Vamos —dije. Mi visión era más clara que nunca. Me fijé en unas motas de tiza junto a la pizarra. En unos pelos en el suelo. En los poros de Justin y la forma de su piel sobre sus huesos. Me había convertido en un

ser letal. —No podemos dejarlo ahí, Lenah. —No tenemos más remedio —repliqué. Atravesé la puerta y empecé a bajar la escalera. Al llegar abajo eché a andar por el inmenso pasillo, alejándome de la torre de arte. El clan estaba cerca; lo presentía. —¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Justin. Me paré en seco en medio de la escalera. —Calla —respondí suavemente, tras lo cual respiré hondo para proyectar mi voz—. Habéis matado a un adolescente —dije hacia la oscuridad del pasillo—. Estaba solo y desprevenido. ¡Al parecer estamos perdiendo facultades! Me burlé de ellos adrede. Podía sentir sus movimientos. Se dirigían hacia mí. Aún no podía sentir con precisión si se hallaban dentro del edificio Hopper. Los pensamientos eran abstractos. Sabía que querían dar conmigo, localizarme. Y lo conseguirían. —Anda, vamos —dije a Justin, tomándole la mano con fuerza, ansiando más que nunca sentir su calor. —Pero ¿y lo del espacio cerrado? —inquirió Justin, recordándome mi plan. Pero no necesitaba que me lo recordara. El gimnasio se hallaba al fondo del pasillo, lo cual me convenía; era el lugar ideal. Me volví para observar el largo pasillo a nuestras espaldas. Estaba vacío, pero los del clan estaban cerca, o yo estaba cerca de ellos. Abrí la puerta del gimnasio, miré dentro y empujé a Justin para que me precediera. —Colócate en medio —dije señalando el centro del gimnasio. Estaba a oscuras, excepto por una hilera de luces guía en el techo, las cuales arrojaban un débil resplandor. El gimnasio consistía en un espacioso recinto rectangular, con gradas a ambos lados de una pista de baloncesto. Una hilera de ventanas daban a la playa de Wickham. En el lado izquierdo y derecho, detrás de las gradas, había paredes cubiertas por espejos. Cuando no disputaban un partido, el equipo de baile utilizaba los espejos para practicar. Era justamente lo que yo necesitaba. —Apoya la espalda contra la mía —ordené de inmediato a Justin. Nos colocamos de espaldas uno a otro, mis manos sobre su cintura, las suyas sobre la mía. Nuestros ojos escrutaron la habitación en penumbra, esperando que diera comienzo la persecución. —Prométeme que, haga lo que haga, obedecerás lo que yo te ordene — dije sin cesar de escudriñar el gimnasio.

—Te lo prometo —respondió. La voz le temblaba—. Lenah —dijo, y ambos nos volvimos para mirarnos—. Quiero decirte una cosa. Te quiero más que a nada en el mundo. Si muero esta noche, si uno de nosotros muere... Justin me abrazó. Nuestras bocas se rozaron y sus labios se oprimieron contra los míos. Introdujo la lengua dentro de mi boca y nos fundimos en un beso rítmico y perfecto. Sabía a lágrimas, a sudor y a sangre, y todo representaba un alivio momentáneo del dolor. Durante el resto de mis días en esta tierra vería el rostro de Tony ante mis ojos. Pero en ese momento estábamos sólo Justin y yo, y el hecho de que él me había salvado. Me había enseñado a vivir. De improviso se oyó un sonido amortiguado seguido por el silencio, y comprendí... —¿Justin? —murmuré. Nuestros labios aún se rozaban. —¿Sí? —respondió sin abrir los ojos. Todo estaba en silencio. —Están aquí. Justin se volvió apresuradamente y nos colocamos de nuevo de espaldas uno al otro. Vicken, Gavin, Heath y Song aparecieron en formación de media luna. Habían entrado por las ventanas. Yo nunca averiguaría cómo o por qué. Los miembros de mi poderoso clan vestían de negro. Gavin, con su pelo negro y sus ojos verdes; Song, con su fornido cuerpo y su atlética complexión; Heath, rubio y hermoso, con los brazos cruzados, me espetó algo en latín. Vicken se hallaba a mi izquierda, en el otro extremo de la estancia, junto a las gradas. —Estúpida —dijo Gavin arrojando su cuchillo, que pasó silbando junto a mi cabeza. Había afilado la hoja recientemente y observé su extremo puntiagudo apuntando hacia mis ojos. Todo fue tan rápido que el cuchillo se clavó en la puerta que había detrás de Justin y osciló durante unos segundos empotrado en la madera. —Tú sabías que ocurriría esto —dijo Vicken, apoyando una mano en las gradas—. Puesto que estamos unidos a tu suerte, teníamos que venir en tu busca. Lo sabes muy bien. La magia de este clan es sagrada. Song avanzó un paso, pero se detuvo. Había llegado el momento. Tal como yo les había enseñado, avanzaban muy lentamente y, antes de que nos diéramos cuenta, nos habrían acorralado en un rincón. Yo necesitaba los espejos a la derecha y la izquierda de la pared. No podía dejar que me acorralaran en una esquina. Tenía que permanecer en el centro de la

habitación. —Malus sit ille qui maligne putet —dijo Heath. El tatuaje en mi espalda. Gavin soltó una risotada y Song se acuclilló. Era el momento previo al ataque. Justin estaba aterrorizado; sentí su temor. —Ríndete, alteza —murmuró Gavin. —¿Renunciar a todo esto? —pregunté sarcásticamente, mostrando una firmeza estoica. Tenía que concentrarme, hacer que aflorara el poder que anidaba en mi interior. Hacer que emanara la luz. Estábamos rodeados, y el tiempo apremiaba. —Rodéame la cintura con el brazo —musité, aunque sabía que nuestros atacantes habían oído cada palabra. —¿De modo que planeas algo? —preguntó Gavin con tono socarrón. —Quid consilium capis, domina? —masculló Heath entre dientes. Vicken avanzó un paso, y yo retrocedí, con Justin a mi espalda. Sostuve las palmas de mis manos frente a mí, emitiendo luz solar a través de todos mis poros. Los rayos se reflejaron en los rostros de los miembros del clan; todos retrocedieron, escudándose los ojos con las manos y manteniendo los brazos pegados al cuerpo. Vicken me miró estupefacto. —¿Qué magia negra es ésa? —me espetó. Agitó una de sus manos, al parecer abrasada. —Luz solar —respondí. Miré a Vicken, a Gavin, a Heath, a Song, y de nuevo a Vicken. —¿Cómo es posible? —inquirió éste. Song se abalanzó sobre Justin y sobre mí de un salto. Sus manos parecían garras, y enseñaba los colmillos. Alcé de nuevo mis manos y emití otro chorro de luz. El haz era tan intenso que Song cayó hacia atrás, contra la hilera de ventanas. Pero, inesperadamente, el haz de luz se debilitó. Heath y Gavin avanzaron otro paso; yo emití otro chorro de calor. Un nuevo haz de luz solar emanó de mis manos, obligándoles a retroceder, pero el haz se consumió de nuevo, como la mecha de un cabo de vela, oscilando y apagándose. —No podrás resistir durante mucho tiempo, Lenah —dijo Vicken. Song ladeó la cabeza. Se disponía a abalanzarse de nuevo sobre nosotros. Gavin se llevó la mano al bolsillo. Un cuchillo no me mataría, pero su

precisión asesinaría a Justin al instante. Era preciso que yo emitiera un intenso chorro de luz solar. Cerré los ojos y me concentré, como había hecho cada noche en Hathersage. Respiré hondo al tiempo que el intenso calor se acumulaba dentro de mí. Un torrente de imágenes acudió a mi mente: el primer día en Wickham, los ciervos paciendo en los campos. La sonrisa de Tony mientras se comía un helado. Luego recordé las palabras de Vicken y sentí que el calor hacía que las palmas de mis manos empezaran a temblar. Utiliza el ritual. Conviérteme en humano. Evoqué de nuevo las imágenes y las palmas de mis manos comenzaron a emitir una luz. Sentí su intenso calor en mis muslos. Miré a Vicken a los ojos. La sorpresa y furia que traslucía su semblante era una mezcla de emociones que yo conocía bien. Lo merezco, Lenah, ¿no crees? Dejé de mirarlo y cerré los ojos para concentrarme en ese momento, en lo que debía hacer para adquirir fuerza. El semblante de Rhode iluminó la oscuridad de mi mente. Rhode sobre la colina en ese prado de ensueño, tocado con su sombrero de copa. Su muerte. Sentí las manos de Justin sobre mis caderas y el amor que sentía por él me inundó. Casi lo había logrado... El poder vibraba a través de todo mi ser. —Lenah —me advirtió Justin. Los del clan estaban muy cerca. Abrí los ojos, fijándome en la mano de Gavin, que sacó la mano del bolsillo, empuñando el cuchillo... Alcé la vista, miré de nuevo a Vicken a los ojos y dije: —Te aconsejo que te agaches. Levanté los brazos y junté las palmas de las manos sobre mi cabeza con una palmada tan ensordecedora que un violento chorro de luz blanca reverberó a través de la habitación. La reacción en cadena hizo que el suelo del gimnasio se partiera por mil sitios; las ventanas estallaron hacia dentro y se alzó una nube de polvo en forma de hongo. Acto seguido, durante unos instantes, se produjo el silencio.

32 —¿Lenah? —preguntó Justin con voz entrecortada. —Estoy aquí —contesté. La habitación estaba invadida de humo. Yo yacía postrada boca abajo en el suelo. Cuando levanté la cabeza, vi que el humo era en realidad polvo. La estancia estaba inundada de miles de partículas de polvo, hasta el extremo de que apenas veía nada. Las ventanas situadas al fondo del gimnasio habían estallado, y el polvo giraba alrededor de la habitación debido al aire que penetraba a través de los boquetes. Un hombre en un rincón gimió. Miré hacia la izquierda. Vi un par de botas negras, un tobillo sobre el otro tobillo, asomando detrás de las gradas. Vicken Clough había sobrevivido. Agité una mano frente a mi rostro, apartando las partículas de polvo para ver mejor. En esto comenzó a sonar una alarma, y cuando ladeé la cabeza y agucé el oído, comprendí que el sonido provenía de Hopper. Entonces reparé en lo que había en el centro de la habitación. —Ayuda a Vicken —dije a Justin. —¿Qué? ¿A Vicken? Creí que ibas a matar... —Por favor, haz lo que te digo —le rogué. Él corrió entonces hacia el lugar donde yacía Vicken. La alarma siguió sonando. Dentro de poco los estudiantes se despertarían y acudirían las autoridades. Me acerqué al centro de la habitación con dos largas zancadas y miré el suelo. En los lugares que habían ocupado Heath, Gavin y Song aparecían tres montones de polvo bien definidos. Pero no relucían como habían relucido los restos de Rhode. No eran más que polvo, como las cenizas en una chimenea. Entonces oí una voz...

Hathersage, Inglaterra 31 de octubre de 1899 —¡Lenah! —gritó Song desde la puerta principal. El sol comenzaba a ocultarse por el horizonte. Desde el largo pasillo vi a los miembros de mi clan congregados ante los escalones de la fachada. Song vestía de negro de pies a cabeza, y Vicken presentaba un elegante aspecto con su pantalón de vestir negro, su chaleco gris plateado y su sombrero de copa negro. Era la moda a fines del siglo XIX. Y nosotros teníamos el dinero para demostrarlo. Un fotógrafo estaba apostado delante de la puerta abierta. Preparó la cámara, que consistía en una caja sobre un trípode, y esperó a que todos nos colocáramos para la fotografía. Sostenía la cámara en las palmas de ambas manos mientras miraba a través de un tubo que había sobre ésta, llamado visor. Yo atravesé el vestíbulo y me situé ante la puerta de entrada. Junto a mí estaban Song, Heath, Gavin y, por supuesto, Vicken. Éste sostenía una copa. Al ofrecérmela, el líquido rojo que contenía se agitó un poco. —Un excelente tinto inglés —comentó sonriendo, con tono de sorna. Yo miré al fotógrafo. —¿Están preparados? —me preguntó—. Conviene tomar la foto mientras aún haya luz. Levanté mi copa...

—¡Lenah! —La voz de Justin interrumpió mis evocaciones y miré los montones de polvo—. ¡Debemos irnos! Al volverme vi que sujetaba a Vicken. La explosión le había derribado al suelo y sus rodillas apenas le sostenían. Yo jamás había visto que le ocurriera eso a un vampiro. La alarma seguía sonando. No muy lejos de donde nos hallábamos se oían las sirenas de la policía. Nos apresuramos hacia las ventanas que estaban destrozadas.

Bebí un trago de mi copa, paladeando el líquido. Gavin, Heath, Vicken y Song formaban un círculo a mi alrededor. —Esta fotografía conmemorará nuestra unión. Representará a todas las almas solitarias y patéticas que yacerán postradas a nuestros pies. —Me

moví para situarme entre Vicken y Song. Heath y Gavin se colocaron a mi lado. Parecíamos serpientes montadas unas sobre otras bajo el calor, colgando de las ramas de los árboles. Rodeé la espalda de Song con mi brazo mientras el fotógrafo preparaba la cámara. Sostenía la copa con mi mano izquierda, la alcé y bebí otro trago antes de dejarla para posar para la fotografía. Me coloqué de nuevo entre Vicken y Song, mientras un hilo de sangre se deslizaba sobre mis dientes delanteros. —¡Mal haya quien mal piense! —dije alzando el mentón—. Esto servirá para recordárselo a todos.

—¡Corre! ¡Corre! —gritó de nuevo a Justin cuando abandonamos el gimnasio. Antes de salir por la ventana, me volví para contemplar por última vez los montones de cenizas en el centro de la habitación. El clan, mis hermanos, habían desaparecido. Sostuve a Vicken por una axila mientras Justin lo sujetaba por la otra. Echamos a correr hacia el bosque que separaba la playa del campus. Vicken trató de caminar, pero cada vez que daba un paso se le doblaban las piernas. Tenía la vista fija en el suelo, como si no tuviera fuerzas para levantar la cabeza. —¡El barco no! —exclamó Justin. —¿Por qué? Tenemos que salir de aquí —dije al tiempo que trataba de sostener a Vicken. —No, debemos permanecer en el campus. Si utilizamos el barco, la policía oirá el ruido de los motores. Olvídate. Siempre hay alguien aparcando el coche junto al malecón. Vi la playa, pero Justin tenía razón. —Seeker —dije, y echamos a andar hacia el sendero. A través de los árboles, en el campus, vi a los estudiantes que salían de sus dormitorios. Comprendí que tendríamos que regresar a Seeker procurando que no nos descubrieran. —Lenah —murmuró Vicken—. Algo va mal. Mi pecho... —Párate —le dije a Justin. —No podemos. Mira —dijo él señalando. Los coches de la policía se detuvieron frente al gimnasio con un chirrido de frenos. En los dormitorios cercanos se encendieron luces, y los vigilantes de seguridad del campus comenzaron a apearse de sus coches—. Tenemos que regresar a Seeker lo

antes posible. De pronto sentí un tirón, algo que me produjo una sensación de opresión en la boca del estómago, y solté a Vicken. Pero teníamos que seguir adelante y comprendí lo que iba mal. Me sujeté el vientre durante unos instantes. Era la pérdida. La pérdida del clan. La magia se estaba rompiendo. —¿Estás bien? —me preguntó Justin mientras sujetaba a Vicken. —Sí —respondí, ocupando de nuevo mi lugar para sostener la mitad del peso de Vicken. Entonces dirigí la vista hacia el bosque, cerca de donde se alzaba la capilla. Vi a Suleen en la oscuridad, vestido con su tradicional indumentaria hindú. Alzó la palma de una mano para saludarme y luego la apoyó en su corazón. —¿Sigues aquí, Lenah? —murmuró Vicken. Lo miré durante unos instantes. Cuando miré de nuevo hacia el lugar donde se hallaba Suleen, comprobé que éste había desaparecido. No tuve tiempo de preguntarme cómo y por qué estaba allí. Deseaba formularle numerosas preguntas, pero no había rastro del vampiro vestido de blanco. Justin echó a andar, y enfilamos un sendero. Regresamos a Seeker por el camino detrás de los edificios de ciencias. —¿Lenah? —dijo Vicken. —Sí —contesté—, sigo aquí.

Cuando hubimos recorrido un buen trecho del sendero, me volví para contemplar el edificio Hopper. Las luces rojas y azules de las ambulancias y los coches patrulla iluminaban la oscuridad. Supuse que alguien habría encontrado el cadáver de Tony. Me pregunté quién avisaría a su familia. El corazón me dolía. Después de entrar por la puerta de servicio en Seeker, ayudé a Justin a transportar a Vicken a mi habitación. Mientras subíamos escalón por escalón, comprendí por qué le había salvado. Vicken era como yo. Una víctima, estaba obligado a amar a alguien que ya no le amaba. Vivía en una eternidad infernal y yo no estaba dispuesta a permitir que eso ocurriera de nuevo. Justin me miró varias veces de refilón y me tomó la mano izquierda, sosteniéndola con firmeza. Nos detuvimos delante de la puerta

de mi dormitorio. —Dime en qué estás pensando —murmuró. Vicken emitió un gemido. Ambos le miramos. Oímos a unos estudiantes bajar apresuradamente la escalera, impacientes por averiguar a qué venía aquel tumulto. —Lenah —dijo Justin, apretándome la mano para atraer de nuevo mi atención—. Tengo que saber en qué piensas. Le miré a los ojos, que mostraban cariño y preocupación, y respondí: —¿Cómo te sentirías si acabaras de matar a tu familia?

Acostamos a Vicken en mi cama. —Lenah... —dijo, pero se cubrió los ojos con el brazo. Cerré la puerta al salir y Justin y yo nos sentamos en el sofá. Apoyé la cabeza entre las manos. Al cabo de unos instantes sentí la vigorosa mano de Justin acariciándome la espalda. Alcé la vista y le miré, y él sonrió suavemente. Me incliné hacia él y apoyé la cabeza sobre su pecho. Debían de ser las dos o las tres de la mañana. Mientras Justin bebía un vaso de agua, observé la cortina que cubría la puerta corredera del porche. Con la cabeza apoyada aún en su hombro, pensé en la mañana en que Rhode había muerto y en la forma en que el viento agitaba la cortina hacia dentro y hacia fuera. Parecía como si respirara. —¿Qué vamos a hacer con Vicken? —preguntó Justin. Meneé la cabeza. —Soy lo único que tiene —dije—. Desea tanto que lleve a cabo el ritual... —Pero me dijiste que era preciso que hubieras cumplido al menos quinientos años para que el ritual funcione. Y que había matado a Rhode. —En realidad, el aspecto más potente del ritual es la intención. —¿La intención? ¿A qué te refieres? —Me refiero —respondí jugueteando con la sortija de ónice que llevaba en el dedo— a que yo quisiera que Vicken viviera como un humano. Pero yo tendría que morir. Miré la sortija, percatándome de que había olvidado que la había lucido durante todo el año. Había constituido mi talismán, el único objeto, aparte de las cenizas de Rhode, que había llevado siempre conmigo.

—¿Lo deseas? —inquirió Justin—. ¿Deseas morir? —Deseo que el ciclo concluya. Y en cierto sentido, ya lo ha hecho — contesté. En ese momento comprendí lo que debía hacer. Al igual que lo había comprendido la noche del baile de invierno, cuando había dejado a Justin en el salón de baile. Aunque yo muriera, lo cual era una posibilidad tal como había dicho Rhode, aunque el ritual no funcionara, Vicken no podía seguir siendo un vampiro y yo tampoco. Quizá lo había sabido siempre y por eso había regresado a Wickham y me había empeñado en hallar el ritual. —Necesito que hagas algo por mí —dije, incorporándome y mirando a Justin. Tenía un aspecto lamentable. Su pelo rubio estaba empapado de sudor y su cara manchada de polvo, el polvo de los vampiros que habían muerto. —Lo que quieras —respondió apartándome el pelo de la cara con la mano. —¿Me harás el favor de ir a ver si se han llevado el cadáver de Tony? Yo no puedo hacerlo, pero tengo que saberlo. —Desde luego —contestó, besándome en la frente—. Enseguida vuelvo. Cuando Justin se marchó y cerró la puerta tras él, abrí la que daba al patio para dejar que el aire corriera debajo de la cortina y penetrara en el apartamento. Luego entré en la cocina y contemplé los botes de color negro que había en la encimera. Los que contenían hierbas y especias. Desenrollé el pergamino del ritual que aún llevaba oculto en mi bolsillo. Tomé un poco de tomillo, para la regeneración del alma. Cuando regresé al dormitorio, caminé de puntillas y cogí una vela blanca de uno de los apliques de hierro forjado que había en la pared. Abrí la puerta de mi dormitorio. Vicken yacía en la cama, cubriéndose los ojos con el brazo. Cerré la puerta y apoyé la espalda contra ella. Al cabo de unos momentos Vicken dijo: —Me siento como si me hubieran partido en mil pedazos. Como si me hubieran descuartizado. —Ya pasará. —¿Eso es cuanto significo para ti? —Se incorporó lentamente. Tenía los ojos enmarcados por profundas ojeras negras y la piel blanca. Necesitaba sangre, y necesitaba ingerirla cuanto antes. Se reclinó sobre las almohadas

—. ¿Tan sólo una víctima de tu siniestra época? Me acerqué a la cama y deposité las hierbas y la vela sobre la mesita de noche. Me esforcé en no distraerme contemplando mi dormitorio, el caparazón de mi vida que había dejado atrás en diciembre. —No te considero una víctima. Vicken se rió, tras lo cual se bamboleó un poco, ebrio de sed. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó—. ¿Regresar a Hathersage? ¿Regresar a nuestra antigua existencia? Me siento fatal. Alcé una mano y sostuve la palma a unos cinco centímetros sobre la mecha de la vela blanca. Utilizando la luz que había en mi interior, la encendí. Vicken la miró y luego me miró a mí. Abrí el cajón de mi mesita de noche y saqué el abrecartas de plata. No era un cuchillo, pero serviría. —Yo te libero, Vicken Clough. Él abrió los ojos como platos. —No —dijo, incorporándose. Estaba rígido—. Estaba aturdido. Enloquecido. Lenah... Empuñé el abrecartas y me hice un profundo corte en la muñeca. La sangre comenzó a manar, pero, tal como había previsto, no sentí dolor alguno. Vicken observó mi muñeca relamiéndose, aunque meneando la cabeza al mismo tiempo. —No la quiero. —Yo te libero. —No... —insistió, pero yo le ofrecí mi muñeca. Esto era lo que yo deseaba. Poder borrar los centenares de años de dolor y sufrimiento. Hacer algo positivo por una vez en mi vida. Enmendar mis errores. Para que Vicken y Justin pudieran vivir. Si Vicken seguía siendo un vampiro, me pasaría toda la eternidad peleando contra él. Merecía algo más. Lo merecía desde el siglo XIX, cuando yo le había prometido algo que jamás podría darle. Justin Enos era la razón por la que yo había cobrado vida. Él me había dado esa libertad. Yo había bailado con miles de personas, había hecho el amor, había tenido amigos. Era un ser humano en toda su plenitud y tenía que agradecérselo a Justin y a Tony. En cualquier caso, debía a Vicken esa oportunidad y a Justin la libertad de dejar que me fuera. —Yo soy tu guardián —le dije a Vicken. Utilicé la luz de mi mano derecha para encender las hierbas. Vicken tomó mi muñeca y se la acercó a la boca.

—Cree... y sé libre. De las hierbas que ardían sobre la mesita de noche se alzó una espiral de humo. Cerré los ojos e hice lo que debía hacer. Y en ese momento, contemplando el rostro de Justin en mi mente, comprendí que había obrado bien.

33 Salí trastabillando de mi dormitorio y cerré la puerta detrás de mí. Di un traspiés y apoyé la espalda contra la pared. Incliné la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados. Estaba muy debilitada, más de lo que jamás pude haber imaginado. Mi cuerpo había perdido buena parte de su sangre. Estaba tan extenuada que la habitación no cesaba de dar vueltas y tenía la vista nublada. A mi derecha estaba el cuarto de estar y, más allá, la puerta de acceso al patio. Había amanecido y el sol asomaba por debajo de la cortina del porche. Vicken se había sumido en el sueño más profundo que jamás experimentaría. Cuando se despertara, volvería a ser el Vicken de siempre. No el vampiro furioso y despiadado que había creado yo. La puerta de entrada se abrió. Era Justin. Las comisuras de su atractiva y carnosa boca estaban curvadas hacia abajo; el vigor en sus ojos se había apagado. Al principio no dijo nada. Sólo el sonido que emite el silencio y que es imposible de explicar. —Se han llevado su cadáver —dijo—. La policía. Por fin me miró y sus ojos se posaron en mi mano derecha, con la que estaba sosteniendo mi muñeca izquierda, la cual no dejaba de sangrar. Contuvo el aliento y extendió un brazo hacia mí, pero levanté la mano izquierda para detenerle. —Dime que no hiciste lo que creo que hiciste. Dime que antes de hacerlo me lo hubieras dicho, Lenah. —No puedo. —Lenah... —Las lágrimas afloraron a sus maravillosos ojos verdes y rodaron por sus mejillas. Su rostro juvenil estaba crispado de dolor, y sentí un intenso sentimiento de culpa. Me sentía culpable del profundo dolor y sufrimiento que Justin experimentaría. Se acercó a mí, pero yo mantuve mi mano alrededor de la otra muñeca,

tratando de restañar la hemorragia. Mi cuerpo no regeneraba la sangre, sino que ésta se me escapaba y no tardaría en desangrarme. Justin extendió los brazos hacia mí, pero mantuve ambas manos pegadas al cuerpo. No te vengas abajo, pensé, esforzándome en conservar el conocimiento. Justin me besó con vehemencia. Yo me aparté y, sin decir palabra, me quité la sortija de ónice y la deposité en la palma de su mano. Él la miró, sorprendido durante unos instantes, y luego me miró a mí. —¿No lo comprendes? —pregunté sin apartar los ojos de los suyos verdes, que estaban inundados de lágrimas—. Me enamoré de ti — continué. Las rodillas apenas me sostenían, pero Justin se apresuró a sujetarme. Tragó saliva, y otra lágrima rodó por su rostro. Se la enjugó. Yo veía doble. Me quedaba poco tiempo. —Lenah... —dijo rompiendo a llorar. Me moví un poco hacia la derecha, hacia la puerta del patio. —Allí —dije señalando la puerta del dormitorio. Mientras yo me moría, el vampiro que Vicken llevaba en su interior se evaporaba y escapaba de su cuerpo—. La intención eras tú. Tu protección y tu libertad. Es cuanto deseo ahora, que estés a salvo. Mañana te despertarás sin experimentar temor alguno. El temor desaparecerá conmigo. La sangre que chorreaba de mi muñeca se deslizaba por mis dedos. —Por favor, vete —musité—. No quiero que veas esto. —No pienso irme —replicó apretando los dientes—. Esperaré aquí. De haber podido, me habría echado a llorar. Pero ya no tenía lágrimas. No era más que un cascarón vacío. —Prométeme que estarás aquí cuando Vicken se despierte. Tardará dos días en despertarse. Cuéntale toda mi historia. Él sabrá lo que debe hacer. —Te lo prometo —dijo justo cuando mis talones chocaron con el marco de la puerta del patio. Sonreí; las manos me temblaban. —Tú hiciste que cobrara vida. Antes de que Justin pudiera responder, me volví hacia la puerta. Me pareció oír algo antes de salir al amanecer. Creo que eran las rodillas de Justin cuando cayó al suelo. Descorrí la cortina y un chorro de luz matutina me dio en la cara. Alcé las manos que colgaban perpendiculares a mi cuerpo. Me gustaría decirles que sentí fuego, un dolor y un sufrimiento infernales. Habría sido un castigo más que justificado por todos los

asesinatos que había cometido de forma tan despiadada en mi vida. Pero no fue así. Lo único que sentí fue un dorado deslumbrante, y unos diamantes de luz.

Agradecimientos Deseo dar las gracias al incomparable Michael Sugar. Nada de esto habría sucedido si tú no hubieras creído en mi trabajo. Tu generosidad nunca cesa de asombrarme. Vaya mi especial agradecimiento a Anna DeRoy, por haber demostrado desde el principio su amor por Lenah y su historia. Al equipo de St. Martin’s, en especial a Jennifer Weis y a Anne Bensson, muchas gracias por haberme ayudado a llevar a cabo esta maravillosa trilogía. Gracias, gracias, gracias a mi incomparable agente, Matt Hudson. Eres una persona paciente, entregada y brillante. Este libro no sería lo que es sin ti. (Probablemente, te estoy llamando ahora mismo por teléfono...) A los de CCW: Mariellen Langworthy, Judith Gamble, Laura Backman, Rebecca DeMetrick, Macall Robertson y Maggie Hayes, muchísimas gracias. Vuestro feedback es impagable. Deseo expresar mi especial gratitud a las siguientes personas que han contribuido a que Días eternos vea la luz: los talentosos Monika Bustamante, Amanda Leathers (la primera lectora), Alex Dressler (por su extraordinario dominio del latín), Corrine Clapper, Amanda DiSanto, Tom Barclay, bibliotecario de Historia Local en la Biblioteca Carnegie (el bibliotecario más generoso de Escocia), Joshua Corin, Greg D. Williams y Karen Boren, quienes me enseñaron a amar las obras de ficción. Y por último, pero no menos importante: esta novela es en memoria de Enoch Maizel y Sylvia Raiken, que comprendían la belleza de las palabras. Me gustaría que pudierais ver esto.

Título original: Infinite Days Editor original: St. Martin’s Press, New York Traducción: Camila Batlles Vinn Ésta es una obra de ficción. Todos los personajes, organizaciones y acontecimientos presentados en la novela son producto de la imaginación de la autora. ISBN EPUB: 978-84-9944-065-1 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público. Copyright © 2010 by Lovers Bay, Inc. All Rights Reserved © de la traducción 2011 by Camila Batlles Vinn © 2011 by Ediciones Urano, S.A. Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona www.mundopuck.com

http://www.facebook.com/edicionesurano http://www.twitter.com/ediciones_urano

Table of Contents Portadilla Dedicatoria PRIMERA PARTE Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 SEGUNDA PARTE Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30

Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Agradecimientos Créditos Próximas Publicaciones

Related Documents


More Documents from "eermac949"

Asylum
January 2021 3
Raquel Hologenetic Profile
February 2021 1